El Aprendiz de Brujo-final

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Gustavo Lencina

El aprendiz de brujo La energía nuclear y los caminos del Apocalipsis

México

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Miami



Buenos Aires

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El aprendiz de brujo ©Gustavo Lencina, 2013

D.R. ©Editorial Lectorum, S.A. de C.V., 2009 Centeno 79-A, Col. Granjas Esmeralda C.P. 09810, México, D.F. Tel: 55 81 32 02 www.lectorum.com.mx [email protected] L.D. Books Inc. Miami, Florida [email protected] Primera edición: ..... de 2013 ISBN: Colección CONJURAS Realización editorial: Julio Acosta ([email protected])

D.R. ©Portada e interiores: Mariel Mambretti Corrección: Ariel González Características tipográficas aseguradas conforme a la ley. Prohibida la reproducción total o parcial sin autorización escrita del editor. Impreso y encuadernado en México. Printed and bound in Mexico.

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A Dalia Goldman, mi esposa

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Introducción

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Despertó con una sensación de extrañeza. Por alguna razón su

madre no había golpeado la puerta esa mañana ni una sola vez, ni le había dicho que se apurara, que el desayuno ya estaba en la mesa, ni había encendido la radio para escuchar las noticias. El sol, que ya estaba alto en el cielo, caía sobre la cama; más exactamente, sobre su almohada. Por eso se había despertado. Parpadeó apartándose el pelo de la cara y miró alrededor tratando de ubicar qué era lo anómalo. La casa estaba desierta. No se escuchaba el zumbido apagado que producía el motor del refrigerador. De lo cual dedujo que ya eran pasadas las 12 (el motor funcionaba a pleno de 9 a 12 y acumulaba frío para toda la jornada). Se levantó y recorrió los cuatro ambientes de la casa. Nadie. Sobre la mesa de la cocina silenciosa encontró su cuenco de cereal a medio llenar, también estaba el cartón de leche fuera de la heladera. Esto encendió en su conciencia una luz de alarma que ya no se apagó. Su madre jamás dejaba nada fuera de la heladera. Nadie lo hacía, salvo que fuera por una razón de fuerza mayor como un accidente o algo por el estilo. Como la leche la compraban en una granja cercana y no tenía conservantes se echaba a perder con mucha facilidad. Dejar que la leche se pusiera mala era casi tan malo como olvidar el refrigerador prendido, volcar un balde de agua o mezclar la basura. Simplemente eran cosas que la gente no hacía. Notó que había cereal caído sobre la mesa, alrededor del cuenco, lo cual no hizo más que acentuar la sensación de opresión. Pensó en desayunar, pero antes decidió asomarse al garaje para ver si estaba el auto de su papá. Atravesó dos puertas y llegó hasta el cobertizo. 11

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El automóvil no estaba y eso le trajo un respiro de tranquilidad. Era un rasgo de normalidad, y su padre se trasladaba diariamente en el auto eléctrico hasta la estación de trenes donde lo dejaba guardado para abordar la formación que lo llevaba al centro fabril. Abrió un placard y vio que tampoco estaba el traje de seguridad que su padre cada noche lavaba con una manguera antes de irse a dormir. Eso sólo podía significar una cosa: estaba en la planta nuclear. Tuvo un escalofrío que a su vez le provocó extrañeza. Al fin y al cabo no había motivos para tener miedo. Su papá le había dicho que en su época sí que los había, pero de esto hacía muchos años, cuando las plantas nucleares eran muchas y peligrosas. También le había contado la historia terrible sobre una bomba atómica que había caído sobre una ciudad... tenía un nombre japonés que no conseguía fijar en su memoria. Pero sí recordaba las fotos que había visto en el videolibro. Había mirado esas fotos con fascinación una y otra vez hasta tener pesadillas. Luego su madre había discutido con el padre y las fotos habían desaparecido de su video-libro; lo cual era una lástima porque le hubiera gustado llevarlas a la escuela. ¡La escuela! ¿Qué pasaba que hoy nadie iba a la escuela? ¿Dónde estaban todos? Abrió la puerta que daba al jardín y miró hacia la carretera. Tardó unos segundos en darse cuenta de qué era lo anómalo. El fluir de los autos eléctricos era como siempre, silencioso, continuo, suave. Pero lo que le heló la sangre fue que los cuatro carriles, los dos de ida y los dos de vuelta, estaban ocupados por una masa interminable de vehículos que avanzaban en un sólo sentido: alejándose de la ciudad. En muchos de ellos iba gente sola, o de a dos, pero en la mayoría viajaban familias enteras, con muchos bultos atados al techo, como si partieran de vacaciones. Salvo que el ritmo no era el alegremente febril de las vacaciones, esto era otra cosa. Por las ventanillas de los coches se divisaban gestos contraídos, rostros desencajados, caras de niños llorando. Sin poder evitarlo, dio unos cuantos pasos hacia la carretera, pero enseguida se detuvo. El tránsito se había atascado y un hombre que viajaba con un montón de críos chillones sacaba ambos brazos por la ventanilla y le gritaba. Detrás de él los chicos berreaban y se agitaban y el hombre intentaba callarlos con algún manotazo sin destinatario fijo, pero una y otra vez volvía la vista hacia la casa y con 12

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gesto imperativo: le indicaba que se acercase. No lo hizo. De pronto el tránsito se liberó y los autos que venían detrás lo apuraron con unos bocinazos groseros, estrepitosos, como hacía mucho no se escuchaba. El hombre insistió un poco y finalmente arrancó volviéndose una y otra vez a la ventanilla. Lo vio alejarse sin animarse a contestar con ningún gesto, hasta que el auto no fue más que otro reflejo metálico bajo el sol llameante. Luego retrocedió hacia la casa caminando de espaldas para no apartar la vista del camino. Ya era hora de saber lo que estaba pasando. Fue hasta el televisor y marcó la clave para poder encenderlo. En circunstancias normales no lo hubiera hecho ya que el servicio estaba medido y de común acuerdo guardaban el tiempo disponible para disfrutarlo todos juntos en las horas de la noche. Pero ya no cabían dudas de que esto era una emergencia. La casa vacía le produjo, ahora sí, una punzada de angustia paralizante. Al volver a ver el cereal volcado tomó conciencia de que algo le había pasado a su mamá. Ella tenía que estar ahí. Ella estaba siempre en la escena de la cocina matinal, con su mirada nerviosa, su sonrisa cansada y ese andar de gato en alerta. Ahora por primera vez se daba cuenta de cómo su mamá se sobresaltaba cuando papá llegaba del trabajo por la tarde y cómo se ponía loca de felicidad hasta la euforia cuando veía que los tenía a todos en casa. Enchufó el estabilizador y tecleó los números del código con sus dedos temblorosos, casi por instinto, ya que su vista se había nublado súbitamente. No se encendió ninguna luz. No hubo ningún bip que anunciara que las imágenes venían volando por el aire. Intentó un par de veces y luego se levantó de un salto y abrió la puerta del refrigerador. Adentro todo permaneció oscuro. Encendió las luces de la cocina y nada pasó. No había corriente eléctrica. Corrió otra vez hasta el cobertizo y comprobó que el cable del acumulador fotovoltáico había sido arrancado. Faltaba completa la caja de baterías solares. Alguien se las había llevado. La misma suerte habían corrido las baterías del molino comunal. Casi sin esperanza fue hasta la celdilla donde, bajo candado, dormía el viejo generador junto con el bidón de combustible y la reserva de agua potable. Esperaba encontrar el candado roto y el pequeño depósito saqueado. Pero no. O no lo habían notado o quien quiera fuese el ladrón había decidido que su tiempo era mucho más valioso que aquella reliquia de combustible líquido que su padre guardaba caprichosamente. 13

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En ese momento escuchó el teléfono sonar dentro de la casa y corrió tropezando hacia la cocina. Al fin tendría noticias. Al fin alguien le diría por qué habían robado en su casa, por qué la gente se iba de la ciudad, por qué sus padres no estaban y dónde estaba su mamá. Cuando puso la mano sobre el aparato llegó el gran resplandor. ******

Desde hace más de medio siglo, ha madurado en la Humanidad la certeza de que: a) estamos en condiciones de arruinar todo el sistema vital de la tierra, b) nuestro destino está ligado a este planeta, c) se nos impone un cambio de actitud a nivel mundial. Este pensamiento colectivo es altamente positivo y puede resultar en un bien palpable y general. Claro, siempre y cuando no dejemos que el sistema (que sabe defenderse muy bien) lo asimile y lo convierta en una moda, una “tendencia” pasajera e inocua. De no mediar ese cambio activo y consciente, podría cumplirse lo ejemplificado en el relato que antecede estas líneas: que un día despertemos como niños que se preguntan dónde están papá y mamá, mientras nuestro pequeño sueño ecológico es arrasado por el fuego. Porque no basta que, como en este ejemplo, avancemos en algunas medidas de optimización y ahorro de energía. El esfuerzo tiene que ser mayor. Aprender a usar los recursos de comunicación globales es tan importante como cuidar el agua; y darle un no definitivo al uso de armas nucleares es tanto o más ineludible que poner cada tipo de basura donde corresponde. La denominación masa crítica, que hemos aprendido a manejar respecto de la energía atómica, contempla dos acepciones. Una es la cantidad de material requerido para generar una fisión nuclear; la otra es la cantidad de gente necesaria para activar un fenómeno. También se llama masa a un conjunto gregario sin voluntad propia que sigue los dictados que se les imponen desde afuera. A qué clase de “masa” queremos pertenecer es nuestra disyuntiva. Y en las próximas páginas se intentará explicar por qué elegir entre esas opciones es tan importante. 14

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Capítulo 1

De qué hablamos cuando hablamos de energía nuclear

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“Hay dos formas de ver la vida: una es creer que no existen milagros, la otra es creer que todo es un milagro.” Albert Einstein

Ocurrió en París, a fines de 1897. Marie Curie, futuro Premio

Nobel de Ciencias, debía elegir una investigación para la tesis de su doctorado. Fue así que se interesó por el descubrimiento de un científico francés llamado Antonie Henri Becquerel: las sales de uranio brillaban en la oscuridad. No refractaban, generaban una luz propia de naturaleza desconocida. Y más aún, puestas sobre una placa de papel fotográfico, con un cartón oscuro de por medio, las partículas de uranio dejaban una impresión en la placa atravesando dicho cartón. Marie Curie llamó al fenómeno radiactividad y decidió investigar qué clase de proceso era y cómo sucedía. Con ese objetivo, todavía difuso, inició su investigación en el modesto sótano que la escuela de Física podía facilitarle. Asistida por su esposo Pierre, comenzó a realizar pruebas con uranio y torio (otro mineral que presentaba similares características). Ella sabía que el uranio y el torio por sí mismos no podían emitir esa energía “anormal”; debía haber un elemento más, hasta ahora desconocido. Los esposos Curie sabían que estaban cerca de algo grande, y no se equivocaban. En julio de 1898 dieron a conocer la primera de esas sustancias, a la cual Marie bautizó, homenajeando a su país natal, con el nombre de polonio. En diciembre del mismo año dieron a conocer la segunda sustancia, de enorme radiactividad, a la que llamaron radio. El paso siguiente fue aislar esas sustancias para observarlas y determinar todas sus características. El gobierno austríaco les proveyó de una cantidad de residuos minerales y consiguieron una barraca con piso de tierra donde trabajar. Fueron cuatro 17

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años de revolver un enorme caldero, como brujos o alquimistas, mientras el humo les carcomía el pelo y la piel. Al mismo tiempo, comenzaron a desempeñar cargos docentes para sustentarse y poder pagar una niñera para su hija. Deterioraban su salud a la vista de todos. Pierre sufría terribles dolores en las piernas que lo obligaban a guardar cama. Marie parecía apenas sostenida por sus propios nervios, pero seguía adelante. En 1900, Marie Curie presentó sus descubrimientos en la Primera Conferencia Internacional de Física de París. Un decigramo de radio puro era un polvo blanco cuyas radiaciones, dos millones de veces más poderosas que las del uranio, eran capaces de atravesar las sustancias más duras y opacas. Finalmente había demostrado la existencia de un nuevo elemento a partir de otro compuesto. Un año después les fue otorgado el Premio Nobel de Física, y sus vidas cambiaron para siempre. En su inocencia de científica, Marie Curie pensó que en el futuro su descubrimiento se emplearía en la lucha contra el cáncer. Con los años hubo algo de eso, pero, para fortuna suya, no vivió para ver los otros usos que el ser humano le dio a la radiactividad. Ahora bien, el objetivo de esta suerte de breve e incompleta “biopic” es ponernos en condiciones de encarar una pregunta cuya respuesta será un elemento fundamental para el recorrido del presente libro. ¿Qué es lo que descubrió Marie Curie? O mejor, ¿a qué llamamos exactamente radiactividad y cuáles son sus características? ¿Qué es la radiación? Toda materia se halla formada por átomos. Hasta fines del siglo XIX se creía que el átomo era indivisible, la mínima partícula existente. Pero fue por esa época que los científicos, entre ellos el matrimonio Curie, comenzaron a hablar de “estructuras atómicas”. Era un concepto revolucionario, pero pronto se descubrió que cada átomo está conformado por tres tipos de partículas fundamentales llamadas: electrón, protón y neutrón. 18

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Los neutrones y protones se agrupan en el centro, formando el núcleo atómico; a su alrededor giran u orbitan los electrones. Los neutrones y protones del núcleo se hallan sometidos a fuerzas nucleares, fuerzas de atracción naturales, muy intensas, de corto alcance, que obligan a los protones a mantenerse unidos (aunque sean de la misma carga, positiva), y cerca de los neutrones, al punto de conformar la masa misma. En cambio, los electrones, mucho más volátiles, describen una órbita amplia alrededor del núcleo. La relación espacial entre estos tres elementos podría graficarse con una nuez (el núcleo), circunvalada por cabezas de alfiler (los electrones) en un giro de un diámetro equivalente al de un estadio de fútbol. El protón tiene carga positiva, el electrón tiene carga negativa, el neutrón, como su nombre lo sugiere, tiene carga neutra. Cuando un átomo tiene la misma cantidad de protones que de electrones, es eléctricamente neutro. Cuando las cantidades de unos y otros son diferentes, o bien puede tener carga neta negativa (más electrones que protones) o carga neta positiva (más protones que electrones). En estos casos, al átomo se lo denomina ion. La cantidad de protones de un átomo se denomina número atómico. A la suma de protones y neutrones se la conoce con el nombre de peso atómico; y determina la estabilidad del átomo ya que, mientras mayor sea este número, mayor será la cantidad de protones y neutrones en el núcleo; por lo tanto, mayor la fuerza necesaria para mantener estas partículas unidas. Los distintos elementos que se hallan en el medio ambiente se encuentran ordenados en la llamada Tabla periódica de los elementos, según sus características (metales, no metales, gases nobles, etc.) y su número atómico. De esta forma, el hidrógeno se ubica en el primer lugar, ya que su número y peso atómico es de 1. Es el elemento más liviano (y por ello muy estable); tiene 1 protón, 1 electrón y no posee neutrones. Sin embargo, también se pueden encontrar en la naturaleza átomos de un mismo elemento con distintas cantidades de neutrones, a los que se denomina isótopos. Es decir, todos los isótopos poseen igual número atómico (cantidad de protones) pero difieren en el peso atómico. 19

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En el caso del uranio, cuyo número atómico es 92, sus isótopos naturales más abundantes son el uranio 235 (92 protones y 143 neutrones) y el uranio 238 (92 protones y 146 neutrones). Este es un dato importante, ya que el uranio tiene el mayor peso atómico de entre todos los elementos que se encuentran en la naturaleza, y son los átomos más pesados los más inestables, pasibles de emitir radiactividad o de ser manipulados a fin de obtener fisión nuclear, como veremos más adelante. Una agrupación de dos o más átomos es lo que se denomina molécula. Se trata de átomos enlazados al compartir algunos electrones que forman una órbita abarcativa denominada órbita molecular. La combinación de estos átomos determina a qué elemento pertenece la molécula. El ejemplo clásico es que dos átomos de hidrógeno y uno de oxígeno (H2O) forman una molécula de agua. Existe, en la estructura atómica, una tendencia esencial al equilibrio. Por eso, cuando en algunos átomos la relación entre protones, neutrones y electrones (con sus respectivas cargas) es inestable, el átomo tiende a autocompensarse liberando energía en forma de partículas de diversa índole. Pueden ser rayos alfa o beta, de corto alcance; rayos gamma, mucho más resistentes (que son los utilizados para las radiografías, por ejemplo), neutrones o electrones del átomo. Esta energía, liberada por el átomo en procura de equilibrio, es lo que conocemos como radiación. La emanación de radiación es un fenómeno común y, podría decirse, constante en toda la naturaleza. La capacidad del átomo de generar energía (radiación) a partir de una situación de desequilibrio dio origen a dos grandes líneas de investigación. Una de ellas apuntó a definir en qué consiste exactamente la radiactividad. Cuáles son sus características, posibles aplicaciones y riesgos. En este camino, los resultados de la búsqueda nos presentan un enorme espectro de posibilidades, que van desde de la radioterapia, la tomografía computada y otros aparatos de diagnóstico medicinal, la conservación de alimentos y el control de plagas, hasta el uso bélico de la capacidad radiactiva de la materia. Esto último entraña un enorme peligro, ya que tiene el po20

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der de penetrar y alterar el equilibrio atómico de cualquier otra materia con consecuencias generalmente drásticas. En la carrera armamentística se ha llegado a experimentar con todo tipo de “bombas sucias” que, además de generar una explosión letal, emitían grandes dosis de radiactividad capaces de enfermar a los sobrevivientes, inutilizar la tierra, envenenar el agua, etc. La otra línea de investigación se volcó a tratar de aprovechar esta capacidad del átomo de generar enormes cantidades de energía por sí solo y reproducirla. Para eso se exploraron diversas maneras de bombardear o atacar el átomo, con todos los elementos posibles, a fin de estudiar cuántas variantes de energía se podrían obtener de la reacción, con cuánta potencia, a qué costo y con qué aplicaciones viables. Así se determinó que, a mayor peso nuclear los átomos resultaban más inestables, llegando a un proceso de cuasi desintegración en el que liberaban inconmensurables cantidades de energía. En 1930, con el descubrimiento de la fisión nuclear, se logró generar la inestabilidad y la ruptura de manera artificial. Se clasificaron los átomos según su potencial radiactivo, se estudió de qué manera bombardear un núcleo con electrones extraños a fin de obligarlo a fisionarse liberando energía. Esta búsqueda originó a su vez otras dos grandes vertientes. Por un lado, su posible utilización para generar energía eléctrica de alto rendimiento, bajo costo y escaso residuo contaminante. Y, por otro lado, la experimentación que llevó directamente a la bomba atómica (estrenada en Hiroshima, en 1945) y sus derivados. Camino que, desgraciadamente, fue el primero en ser recorrido por el hombre. Características de la radiactividad Si partimos de la premisa de que radiación es la energía que liberan los átomos para estabilizarse, resulta mucho más fácil comprender que casi todo lo que nos rodea emite algún tipo de radiación. Inclusive en nuestro cuerpo existen sustancias radiactivas, como el sodio y el potasio. Es importante aclarar que 21

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la radiación que se utiliza para calentar una taza de café, obtener la imagen de un hueso, escuchar una canción en la radio o hablar desde un teléfono celular, no es la misma que la que produce deformación genética, esteriliza la tierra o mata de manera rápida y dolorosa. No son las mismas partículas, ni es la misma la cantidad ni el procedimiento. Hay infinidad de maneras en que la radiación se puede utilizar de manera segura y provechosa. La radiactividad es simplemente el tipo particular de radiación que producen los núcleos de algunos elementos químicos (a los que se llama, precisamente, radiactivos) cuya característica es la inestabilidad. Cuando el átomo inestable libera energía, sea en forma de emisiones electromagnéticas o de emisiones de partículas, las ondas de alta penetración que emite pueden alterar la estructura de otros átomos. Si esta capacidad es utilizada correctamente y con fines nobles, como por ejemplo en la radioterapia, se puede atacar a un grupo de células cancerosas, destruirlas o inhibir su reproducción. En cambio, si se utiliza para fines no pacíficos, de manera negligente o directamente dolosa, las consecuencias de esta actividad radiactiva a nivel celular (aplicada sobre el delicado y precioso equilibrio de los seres vivos) suelen ser nefastas. Dicho de manera “gruesa”: cuando se habla de que un cuerpo fue afectado por la radiactividad es que ha sido expuesto a un nivel tal de energía penetrante que su composición atómica corre peligro de haber sido alterada o mutada. Las alteraciones, que ocurren en el plano subatómico, siempre tienen consecuencias en el plano celular. Las células cuyos átomos sufren esta alteración pueden resultar destruidas, perder su capacidad reproductiva o alterar su comportamiento de manera descontrolada, formando nuevas células alteradas que se reproducirán sin ton ni son. Es entonces cuando hablamos de mutaciones en los productos de la tierra, malformaciones, cáncer. Pues lo que sucede es que las células afectadas dejan de cumplir su función específica dentro del organismo que las contiene y comienzan a generar más células inútiles. Esta alteración atómica perdura en el tiempo, pero a la vez, sus consecuencias genéticas son hereditarias. Y 22

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eso también es parte del problema. Una vez que se desencadenó la contaminación por radiactividad es muy difícil detenerla, prever sus consecuencias y su alcance temporal. Pero también es importante tener en cuenta que estas cosas ocurren en circunstancias extraordinarias, como fruto de cataclismos, negligencia o intencionales usos bélicos. Convivimos con todo tipo de radiación natural desde que el mundo es mundo; pero, a partir su descubrimiento por parte de la ciencia, sus aplicaciones son tantas y tan generosas que hoy, con la población mundial y sus acuciantes necesidades (alimento, salud, transporte, comunicación), hablar de una renuncia total al uso de la energía nuclear resulta una propuesta utópica desde el vamos; y además, poco inteligente. Siempre hay un pero El problema (uno de los problemas) es quién se encuentra al timón cuando se trata de decidir sobre la dirección de las investigaciones relativas al uso de la energía nuclear. Esto es, que no hay que culpar al juego sino al jugador. Los países líderes condenan y acosan a cualquier país pequeño que desee desarrollar su propia energía nuclear. Poseen el monopolio de la información y se arrogan pleno derecho a decidir quién está en condiciones y quién no de participar en el selecto grupo de naciones con acceso a la tecnología nuclear. Azuzan al mundo con el fantasma de la carrera armamentística y con ese argumento inhiben cualquier intento de desarrollo independiente, aun con fines pacíficos. Pero, al mismo tiempo, guardan celosamente sus arsenales. Si en los años 60 del siglo pasado se hablaba de “paz con el dedo sobre el gatillo”, a principios del siglo XXI se habla de “paz sentados sobre una santabárbara”. La disolución de la Unión Soviética disminuyó por una parte la tensión internacional y el temor a una guerra nuclear experimentados durante la Guerra Fría, pero al mismo tiempo aumentó la incertidumbre sobre quiénes poseen y qué tan seguras 23

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están las armas nucleares. Se sabe que durante la transición rusa desaparecieron remesas enteras de ojivas sin que nadie pudiera dar explicaciones precisas sobre su paradero. Y ni hablar de las constantes bravatas “nucleares” entre India y Pakistán; Corea del Norte y Corea del Sur; el conflicto Israel-Irán, o el poder de fuego de la enigmática China. Los mil talones de Aquiles Uno de los principales aspectos controversiales de la energía nuclear, aplicable tanto para el uso bélico como para el civil y comercial (en plantas de energía eléctrica, por ejemplo) es el de los insumos que requiere. La obtención de los minerales que se utilizan como combustible para lograr la fisión nuclear (uranio, plutonio, torio) involucra procesos sumamente complejos, caros y altamente contaminantes. A pesar de ello, la ecuación entre el esfuerzo requerido y el beneficio potencial obviamente arroja resultados alentadores para la actividad. Pero en estos cálculos se presupone la existencia de condiciones ideales (en cuanto a rendimiento, seguridad, explotación y cuidado de los recursos naturales en juego), condiciones que raramente se cumplen; además, se subestiman u ocultan los daños indirectos y los efectos a largo plazo. Prueba de ello es la creciente ola de protestas contra la explotación minera del uranio, una operación que suele hacerse a cielo abierto y cuyo proceso extractivo expulsa todo tipo de sustancias tóxicas, afectando a los propios trabajadores de las minas, a la población de las zonas aledañas y al medio ambiente en general. Las consecuencias indirectas suelen ser: ríos contaminados, extensas tierras de cultivo echadas a perder o, en el peor de los casos, poblaciones enteras cuya salud se ve afectada drásticamente a raíz de enfermedades, nunca leves, producidas por la contaminación (mínima inevitable) de este tipo de minería. El otro gran problema, que se extiende en el tiempo hasta más allá del alcance de la imaginación, es el de los residuos nucleares. 24

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Nos hemos acostumbrado a escuchar noticias relacionadas con la idea de “incidentes” en su manipulación, transporte, almacenamiento o disposición final, lo que automáticamente lleva a pensar en la negligencia, imprevisibilidad e, incluso, la falta de escrúpulos con que se los gestiona. Se trata de desechos que se mantendrán radiactivos por largos períodos de tiempo y que es menester aprender a manejar en consecuencia. Por ejemplo, reduciendo a cero las contingencias de transporte, haciendo hincapié en la perdurabilidad de los contenedores donde se almacenarán y, sobre todo, evaluando a conciencia en qué sitios habrán de depositarse, ya que deben estar herméticamente aislados durante miles de años. La otra posibilidad, por cierto nada descabellada y muy alentadora, es aprender a reutilizar indefinidamente el material descartado. Esto es factible, pero requiere que se dedique al tema del reciclado tantos recursos como se utilizan para investigar las maneras de maximizar los beneficios de la explotación. Pero, sin dudas, lo que siempre ha estado en el centro del debate acerca de la energía nuclear, y en la preocupación del común de la gente, es la eventualidad de accidentes nucleares, es decir, de la emisión no intencionada de materiales radiactivos o de radiación que afecta la salud pública y el medio ambiente; accidentes que se pueden producir tanto en las plantas nucleares como en cualquier otro centro que trabaje con energía nuclear (hospitales o laboratorios de investigación), y que pueden provenir de un fallo en un reactor (atribuible a razones técnicas o a errores humanos) o de la diseminación de sustancias radiactivas en la atmósfera, la tierra o los cursos de agua. Energía nuclear, ¿camino al Apocalipsis? Una de las cuestiones que nos traen hasta estas páginas es determinar en qué punto de la realidad nos paramos para asistir a este debate; y de qué manera se puede elaborar y defender una posición propia; que probablemente será común a muchísimas personas. 25

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Pero para eso es necesario saber algunas cosas más. La desaforada sociedad de consumo inunda las ciudades con tal cantidad de tecnología que muy pronto ninguna fuente de energía no-nuclear podrá satisfacer su gran demanda. A su vez, esa sociedad genera un mundo de residuos, radiactivos o no, que amenaza seriamente con cubrir el planeta. Va a ser (es) necesaria más energía, y más económica, para procesar toda esa basura. Es una realidad que la atmósfera ya está seriamente dañada por la actividad humana y los gases del llamado efecto invernadero. Se sabe que la mayor responsabilidad por el calentamiento global la tienen las emisiones de gas de los motores en las carreteras y de las chimeneas industriales. El combustible mineral es escaso, y a nivel tecnológico pronto resultará obsoleto. La energía nuclear tiene la capacidad de alimentar de electricidad a las grandes ciudades, transformar el parque automotor hacia un sistema eléctrico, manipular la naturaleza para que el alimento alcance para todos, curar enfermedades… Todo ello con una enorme relación costo-beneficio y en condiciones óptimas, con cero grado de polución. Es una tentadora caja de Pandora, el problema pasa por la sensatez de quienes la abran. Y, yendo a lo que nos atañe, también por la responsabilidad de quienes debemos controlar a los que abran esa caja. Relacionar la energía nuclear con el Apocalipsis puede interpretarse como una asociación fatalista, o como una advertencia. No dudamos de que la masa humana tenga poder para transformarse en conciencia colectiva, e imponer sensatez a sus gobernantes (políticos y económicos). Se trata de estar atentos y no dudar en alentar los espacios de participación ciudadana. Pero también hay una necesidad más profunda y global. La de adquirir una nueva mirada sobre el valor de la energía. Comprender que se trata de un bien finito, cuya obtención y utilización tiene un alto costo sobre el equilibrio del planeta; que tenemos lo suficiente, pero no es tanto como creemos, y que los riesgos de su uso son enormes. Y esto no es ideología, son datos de público conocimiento. De cara a un futuro incierto, es necesario informarse, pensar claro y actuar en consecuencia. Tal vez, todavía, el camino nos pueda llevar a otro lugar. 26

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Capítulo 2

El pecado original, fisión y fusión

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“El científico no es responsable de las leyes de la naturaleza, pero su trabajo es averiguar cómo actúan y cómo ponerlas al servicio de la voluntad humana. Sin embargo, decidir si debe usarse una bomba de hidrógeno no es labor suya: tal responsabilidad recae en el pueblo americano y en los gobernantes que escogieron.” Robert Oppenheimer, físico estadounidense “No le demos al mundo armas contra nosotros, porque las utilizará.” Gustave Flaubert, escritor francés

Cuando se habla de energía nuclear acude a la mente un curio-

so pastiche de imágenes de cine catástrofe: una majestuosa explosión en un edificio con forma de cilindro; un hongo de humo negro que cubre todo el cielo; hombres con herméticas escafandras y monos blancos moviéndose con celeridad; un viento gris que barre con toda vegetación y el paisaje de un páramo, recorrido por mutantes de paso vacilante y cuencas vacías… Si bien es poco probable que todas esas cosas ocurran simultáneamente (aunque tratando con seres humanos, nada es imposible), el imaginario popular está hecho de retazos de escenas que, es de temer, han sido realidad en alguna parte y no hace mucho tiempo. Las explosiones de Hiroshima y Nagasaki fueron el único verdadero ataque nuclear (reconocido) que se registra en la historia. Pero la revelación de la Energía Nuclear al mundo fue un evento traumático, justamente porque la primera aplicación masiva que se le dio fue para asesinar a cientos de miles de civiles de un solo golpe; y ello en el contexto de una guerra cuyo resultado ya estaba resuelto. Se puede argumentar que se trataba de un descubrimiento reciente, el artefacto era primitivo y no existía un entendimiento cabal del poder de la explosión y sus consecuencias. De todos modos fue una presentación en sociedad que sentó un precedente nefasto. Al día de hoy, las imágenes del holocausto nuclear de Hiroshima y Nagasaki nos vuelven a horrorizar como lo hacen las de los campos de exterminio nazi. Una contaminación de 29

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miedo y culpa que nos acompaña desde hace dos generaciones y difícilmente mengüe su poder. La Guerra Fría, el miedo a una Tercera Guerra Mundial, la noción de que realmente el ser humano tiene en su poder la capacidad de terminar con la vida sobre la Tierra, fueron consecuencia de esas dos únicas experiencias bélicas a gran escala. Por supuesto que, a pesar del horror de Hiroshima y Nagasaki, las armas nucleares proliferaron, están por todas partes y seguirán fabricándose. Y todavía hoy, gran parte del frágil equilibrio del mundo se sostiene, tambaleante, por el miedo a un Apocalipsis nuclear. Pero es necesario recordar que pudo no haber sido así. Basta pensar en el sótano de Madame Curie, donde una señora se exponía a peligros palpables para dotar a la humanidad de un nuevo tipo de medicina, que sería capaz de entrar donde nada lo hacía y destruir un mal que no se podía ver. Imaginemos si toda la energía y la inversión que se destinaron a la urgente confección de una bomba se hubieran empleado para profundizar su aplicación en medicina, éstos serían los resultados: •• •• •• ••

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algunos años después, el proceso de fisión se hubiera utilizado directamente para generar energía eléctrica. dada su baja polución y la ventajosa relación costobeneficio, la industria automotriz se hubiera volcado sin vacilar al uso de motores eléctricos. nunca se hubiera producido el calentamiento global, la desertización, ni el retroceso de los glaciares. con un planeta limpio, transporte económico y salud de avanzada, no se hubiera demorado mucho en obtener alimentos manipulados genéticamente para paliar las hambrunas de la posguerra. para la década del 60 la abundancia de recursos hubiera resuelto por sí sola los conflictos entre comunismo y capitalismo.

La pregunta entonces es: ¿en qué momento todo se torció? Al principio suena obvia, luego absurda, finalmente sobrevuela el pensamiento para ocuparlo en toda su dimensión. Cu30

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riosa y tristemente, uno de los eslabones entre la medicina soñada por Marie Curie y la bomba de Nagasaki no fue otro que el gran pacifista Albert Einstein quien, en su afán de alentar la investigación, tuvo la buena idea de escribirle al presidente de Estados Unidos, Franklin Roosevelt, sugiriéndole que esa enorme energía podía ser aprovechada para construir una bomba muy poderosa y fácilmente transportable. Fue en 1939, seis años después el mundo estallaría. Einstein vivió todavía diez años más, sin dejar un solo día de arrepentirse de haber escrito aquella famosa carta. Tenía motivos para arrepentirse. Porque, como si el destino se ensañara contra su genio, la base sobre la que se diseñó la bomba atómica surgió de su fórmula más breve y universal: E = mc2. Energía (E) es igual a masa (m) multiplicada por la velocidad de la luz (c) al cuadrado, lo cual da un resultado de 9 seguido por 16 ceros. Lo trascendental de su descubrimiento es la noción de que la materia y la energía son formas distintas de la misma cosa. La materia se puede transformar en energía, y la energía en materia. Partiendo entonces de la premisa de que una partícula con masa posee un tipo de energía, “energía en reposo”, la fórmula de Einstein calcula la cantidad de energía de la masa si se convirtiera repentinamente en energía. Dicho de otro modo, esta posibilidad de calcular la energía de enlace atrapada en los núcleos atómicos, abrió el camino de la fisión y la fusión nuclear. Fisión nuclear La fisión nuclear es un fenómeno que se produce en el núcleo atómico (por eso se dice que es una reacción nuclear) y, como su nombre indica, consiste en dividir o fracturar al núcleo para liberar energía. Fue descubierta en 1930 por un grupo de científicos que, observando la capacidad propia del átomo para generar energía en la naturaleza, operaron sobre él con el fin de recrear y precipitar el fenómeno y poder aprovechar esa energía. 31

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Estos científicos descubrieron, entonces, que algunos átomos de elementos pesados y sumamente inestables, bajo determinadas condiciones, se dividían liberando una cantidad de energía nunca antes vista. Concretamente, la investigación determinó que si se tomaba un isótopo de uranio 235 y se excitaba su núcleo al dispararle un neutrón, éste se volvía tan inestable que se dividía y liberaba energía junto con otras partículas subatómicas y nuevos neutrones. Así se dieron cuenta de que si se colocaba mayor cantidad de uranio, estos neutrones colisionarían a su vez con otros núcleos del elemento y el proceso continuaría sucesivamente generando una reacción en cadena. Una reacción en cadena deliberadamente descontrolada puede producir un estallido como el de la bomba de Hiroshima, aunque ese artefacto de poder monstruoso no fue ni de lejos tan potente como los que se construyeron luego. Sin embargo, la fisión nuclear controlada y dirigida (esto se hace colocando el uranio dentro de otras sustancias, como el grafito, capaz de absorber muchísimos neutrones), puede utilizarse para obtener calor, y en base a ese calor impulsar una turbina eléctrica, por ejemplo, que es lo que se hace en las centrales nucleares que proveen de energía nucleoeléctrica a las grandes ciudades. Qué es un reactor nuclear En una planta de energía nuclear, el reactor es donde se lleva a cabo el proceso de fisión controlada, como resultado de la cual se calientan enormes cantidades de agua que accionan una turbina que genera electricidad. Claro que lo que en dos líneas puede sonar simple es en realidad una estructura sumamente compleja, de un costo fabuloso y un equilibrio incierto entre ventajas y riesgos. Una balanza en cuyo fiel probablemente se apoya el futuro energético de todo el planeta. Pero veamos cómo funciona. El reactor es un gigantesco silo en cuyo interior se colocan las barras de uranio (u otro combustible) radiactivo. Estas barras 32

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se encuentran contenidas dentro de una masa de grafito en un conjunto que se denomina corazón del reactor. Las barras de uranio están a su vez separadas entre sí por otras barras llamadas de control, fabricadas con materiales como el boro y el cadmio, elementos que por su naturaleza tienden a absorber neutrones y permiten mantener la reacción bajo control y evitar daños en la integridad del reactor. Dentro del reactor también se encuentran distintos elementos que funcionan como moderadores y reflectores, y sirven para mantener las condiciones apropiadas de velocidad y temperatura durante todo el proceso. Para producir la fisión se retiran las barras de control, lo que provoca que las barras de uranio inicien una reacción nuclear generando un intenso calor. Para controlar la fisión se vuelven a colocar las barras de control entre las barras de uranio. De este modo absorben los neutrones que dispara el uranio y se logra regular el nivel térmico. El calor generado es trasladado mediante una sustancia refrigerante (cuya temperatura se eleva entre los 250 y 600 grados Celsius) a otro recinto donde se utilizará para calentar el agua que, convertida en vapor, pondrá a funcionar la turbina generadora de electricidad. Los riesgos de todo el proceso son muchos y muy complejos. Se trata de energías desmesuradas y fácilmente incontenibles. Para evitar que se propague la radiación a todo el reactor, éste está contenido en una bóveda protectora de varios metros de acero y hormigón. Por supuesto, el riesgo que le sigue en gravedad es que la reacción en cadena se torne incontrolable. De producirse algo así, se generaría una cantidad de calor capaz de fundir metal, roca y hundirse profundo en la tierra, con lo cual contaminaría kilómetros y kilómetros de terreno y napas acuíferas. No es necesario explicar el perjuicio que dicha ignición produciría en la atmósfera, con la posibilidad de una explosión tremenda y la segura emisión de gases en estado de altísima radiactividad. Para minimizar esta contingencia se cuenta con el sistema de barras de control, que actúa impidiendo que la fisión se aleje de los niveles aceptables de temperatura. Pero aun si esto ocurriera, 33

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existen una serie de mecanismos de enfriamiento y de frenado de la reacción en cadena que deben impedir, a cualquier costo, que la radiactividad tome contacto con el mundo externo. Igualmente rigurosos deben ser los sistemas de transporte y eliminación de los residuos y combustible en general. Y, por supuesto, el tratamiento del agua que acciona las usinas, que también queda cargada de radiactividad. Todos estos sistemas utilizan tecnología de punta y son monitoreados día a día por entidades privadas y gubernamentales a fin de garantizar ciento por ciento la protección del personal y las zonas aledañas a la planta nuclear. Actualmente, gran parte de los recursos destinados a la investigación se invierte directamente en mejorar los dispositivos de seguridad de los, cada vez más abundantes, reactores nucleares. Todo el tiempo se actualizan los parámetros, se adecuan las normas y se controlan los materiales utilizados. La seguridad nuclear ha demostrado, en relación a la cantidad de plantas existentes, su tiempo de uso y rendimiento, ser prácticamente inexpugnable. Casi no existen accidentes nucleares. Pero sin embargo, ocurren. Fugas, explosiones, grietas, vertido negligente de residuos, hundimiento de buques de transporte, por accidentes naturales o errores humanos. Los accidentes se dan y es difícil determinar sus consecuencias reales y a largo plazo. También es cierto que hay mucha mitología respecto del daño real que provoca la radiación. Pero ese daño es verdadero. Dedicaremos a ello una buena cantidad de páginas, pero antes es necesario conocer cuál es la opción a futuro (más segura, más poderosa) dentro de la energía nuclear. Cuál es la opción y por qué, de momento, es una utopía tecnológica. Fusión nuclear En el extremo opuesto de la materia, la ciencia persigue el objetivo de la fusión nuclear. Un evento que ocurre todos los días frente a nuestros ojos, ya que es lo que provoca que combustio34

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nen las estrellas emitiendo luz propia, como por ejemplo el sol. Eso nos brinda una magnitud cierta de su poder. Es el fenómeno contrario a la fisión: dos núcleos ligeros se unen formando un solo núcleo pesado. Este fenómeno libera energía, ya que el peso del nuevo núcleo siempre será mayor que el de los dos núcleos que lo formaron. Esta energía varía según los átomos que generan y demás elementos de la reacción. Parece simple a primera vista, pero no lo es. El problema radica en las cargas eléctricas de los núcleos que se tratarán de fusionar. Tomemos el ejemplo más simple, la fusión del hidrógeno para obtener helio (cuatro núcleos de hidrógeno se unen para formar un núcleo de helio). Como hemos explicado, el átomo de hidrógeno contiene un protón con carga positiva en su núcleo. Entonces, al tratar de fusionar dos átomos de este elemento, nos encontraremos con que la propia naturaleza de la carga eléctrica de éstos tenderá a repelerlos. En definitiva, la fusión nuclear requiere de una gran cantidad de energía inicial para lograr vencer esta enorme fuerza de repulsión y esto conlleva una inmensa cantidad de calor. Esta cantidad es tal que es imposible llevar a cabo una reacción controlada al no existir un reactor capaz de tolerar temperaturas estimadas en 100 millones de grados centígrados. Sin embargo, los beneficios potenciales son muchos. En primer lugar, se ha descubierto que una de las reacciones nucleares de fusión que más energía produce es la del deuterio y el tritio (isótopos del hidrógeno) que origina un átomo de helio y un neutrón de más, que podría utilizarse para producir más tritio. El deuterio se encuentra simplemente en el agua. Con una porción de agua de mar de medio kilómetro cúbico se produciría la energía equivalente a todas las reservas actuales de petróleo en el mundo entero. Por otro lado, como resultado de la fusión se generan elementos que son menos radiactivos que los producidos por la fisión. Esto contribuiría a disminuir el peligro generado por la contaminación radiactiva en accidentes nucleares. Pero el camino es largo, y una vez más, el contexto político toma la delantera. Los Estados más poderosos han optado por dirigir la investigación hacia el perfeccionamiento de la bom35

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ba de hidrógeno, de la que hablaremos más adelante, antes que procurar un abastecimiento de energía más segura y menos contaminante. Los científicos siguen experimentando tentativamente con métodos menos drásticos para comprimir el hidrógeno y confinar los efectos de la reacción, y algunos pronósticos son optimistas. Sin embargo la fusión nuclear es, al día de hoy, la gran deuda que la ciencia de la energía tiene para con la Humanidad. El puente Lo que agudiza más aún el dilema de la energía nuclear es que muy pronto va a ser la única alternativa para un mundo superpoblado, cuyo consumo es voraz, porque está estimulado desde todo el sistema económico. No hay mayor negocio que la venta de energía. Y el capitalismo, lejos de alentar una actitud prudente, inunda año tras año el mercado con más y más tecnología, inventando necesidades allí donde no las hay. Esta situación nos pone ante dos abismos enfrentados. Por un lado, está la posibilidad de una tecnología sin límite. Esto no es broma. Si se obtuviera la fusión nuclear a gran escala, el hombre estaría en condiciones de generar una energía parecida a la del Sol o las estrellas a partir de un poco de agua. Esto no es utópico. Sin llegar muy lejos, en Japón hay casas íntegramente cubiertas con leds, cuyos dueños pueden cambiar cada día el color de las paredes; se ha logrado captar las ondas cerebrales de los sujetos en coma y que los parapléjicos muevan cosas con la mente; copiar átomos a la distancia; manipular el genoma de los animales para hacerlos brillar en la oscuridad; fabricar frutos que no se pudren… Y el otro abismo tiene que ver con que toda esa tecnología sigue siendo ganancia para pocos. Así, el problema del hambre mundial, la escasez de agua y la desaparición del trabajo no tienen ninguna solución, ni inmediata ni a largo plazo. A esto hay que sumar el tema de los residuos, la contaminación, el deterioro de la atmósfera por causa de la deforestación indiscriminada, 36

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el hacinamiento, la decadencia educativa, la miseria, las psicosis, la corrupción política… Y lo que agrava la situación es la velocidad e intensidad del deterioro. Porque todo este daño a gran escala se desató hace sólo dos siglos. Nunca la Tierra estuvo tan contaminada, invadida y dañada como desde hace 200 años hasta ahora desde que la Revolución Industrial comenzó la carrera tecnológica. La reflexión más oscura es: si tan poco tiempo nos ha costado echar a perder el trabajo que a la naturaleza le llevó millones de años con los medios sólo con que contamos hasta ahora, y de continuar con el monopolio en el manejo de la energía atómica, o sea, con eso recursos en manos de unos pocos que los manejen con su mucha o poca prudencia y tino, ¿qué nos hace pensar que después de un salto tecnológico como la obtención de energía por fusión, por ejemplo, no nos saldríamos inmediatamente del molde para destrozar lo poco que queda?

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Capítulo 3

Los usos bélicos, el horror

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“Me he convertido en la muerte, el destructor de mundos.” Robert Oppenheimer “¡Ven a tomar tu medicina! ¡Tómala como un hombre!” Stephen King, El resplandor

El Proyecto Manhattan

La explosión nuclear fue presentada en sociedad el 16 de julio

de 1945, en el desierto de Nuevo México, Estados Unidos, ante un grupo de selectos concurrentes. Allí se detonó una especie de rudimentaria máquina casera que dejó un cráter de cientos de metros y varios kilómetros a la redonda totalmente incinerados. La energía nuclear pasó a ser entonces la niña mimada de la ingeniería de guerra; una niña bella y terrible, cuyo avance ya ni siquiera sus padres pudieron detener. Menos de un mes después, el 6 de agosto, con el lanzamiento de la primera bomba atómica sobre Hiroshima y la muerte instantánea de 135 mil civiles indefensos, esta niña bonita perdió para siempre su inocencia. Habían pasado tan sólo quince años desde que un grupo de científicos presentara los principios de la fisión nuclear. Durante esos años se habían realizado grandes avances en cuanto al conocimiento del comportamiento de los átomos, las cantidades de energía potencialmente obtenibles y las maneras de controlar, o no, la energía liberada. Pero la humanidad también había sufrido cambios. El mundo había entrado en guerra nuevamente. Capitalismo, comunismo y nazismo se atacaban como tres gigantes cuyos pasos hacían temblar la tierra, arrasaban con ciudades enteras y teñían los mares de sangre. En las entrañas de su poder, los científicos se abocaban a la búsqueda de nuevas armas de mayor alcance, más portables, destructivas y definitivas. 41

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Estados Unidos había recibido el valioso aporte de los cientos de sabios judíos que llegaron de Europa, huyendo del régimen nacionalsocialista cuando Hitler asumió el poder en 1933. Hombres como Edward Teller, Leó Szilárd y el mismísimo Albert Einstein encontraron refugio en las universidades norteamericanas. En 1938, los científicos exiliados recibieron la inquietante noticia de que los alemanes habían logrado la fisión nuclear. Ellos sabían muy bien lo que sus colegas alemanes eran capaces de conseguir y no tenían ninguna duda de cuáles serían las prioridades del nazismo. Era entonces urgente advertir al gobierno de los Estados Unidos que el enemigo pronto podría disponer de un arma de un poder hasta entonces desconocido. Pero Leó Szilárd sabía por experiencia que hacerse escuchar por el poder no era tan fácil como levantar un tubo de teléfono. Debía hacerse apadrinar por alguna figura importante para lograr ser atendido por el presidente Roosevelt; de otro modo, sólo sería un científico más, humildemente vestido, declamando profecías apocalípticas con un acento extrañísimo. Lo tomarían por un loco. Leo Szilárd, entonces, escribió una carta dirigida a Roosevelt. En ella resumía los hallazgos científicos relacionados con la fisión nuclear e insinuaba la posibilidad de utilizarlos para crear un arma de un poder nunca visto hasta el momento y, por supuesto, no se olvidaba de sugerir que debían apresurarse si no querían que el enemigo se les adelantara. Szilárd se presentó entonces ante Albert Einstein, expuso sus teorías y le mostró la carta. Éste, luego de leerla varias veces, la firmó y se comprometió a ocuparse personalmente de que llegara a manos del presidente Roosevelt. Un minuto después de la explosión en el desierto de Nuevo México, hubo seguramente interesantes intercambios de miradas entre los asistentes. Los científicos se habrán encontrado por primera vez con el esbozo de lo que sería un problema de conciencia que marcaría la época: habían creado un arma demasiado letal y ya estaba en poder de las Fuerzas Armadas. Los militares, en cambio, se habrán refregado las manos como quien ha recibido un juguete nuevo. Era menester probarla cuanto antes. 42

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Los científicos insistieron en que habría que usarla sólo como amenaza, realizar una exhibición de poder con carácter disuasivo para forzar el final de la guerra. Pero, para los militares, no hay nada más disuasivo que una acción completa. Y los científicos ya nada pudieron hacer. Hiroshima y Nagasaki estaban condenadas. Armas nucleares La temida bomba atómica, aquella terrible arma de destrucción masiva que parece esconder un secreto temible y peligroso, y que acosó el imaginario colectivo durante tantos años de guerra fría, moviliza incluso hasta el día de hoy las relaciones internacionales. Pero, ¿qué es lo que sucede realmente en una ojiva nuclear? Lo que ocurre no es nada muy distinto a lo que hemos visto que pasa dentro de un reactor nuclear. El combustible radiactivo (uranio o plutonio) es puesto en excitación y se divide el núcleo de sus átomos produciendo una reacción en cadena. Pero esta vez la misma no es controlada, ni su energía aprovechada por turbinas eléctricas, sino que toda su energía potencial es liberada dejando un rastro de destrucción a su paso. El mecanismo de una bomba atómica tiene cierta semejanza con el de una pistola común. Dentro del “tubo” de la bomba hay una corredera; en uno de sus extremos se encuentra “la bala”, que es una barra de uranio, en el otro extremo está el “blanco”, que es otra pieza de uranio, esta vez con forma de cuenco, para recibir el proyectil. Para detonar la bomba se utiliza una pequeña carga de TNT que, a manera de percutor, disparará la barra hacia el cuenco a lo largo de la corredera, con la velocidad y fuerza exactas para que al impactar se produzca la fisión atómica entre ambos objetos. El resto es conocido. También existen las denominadas bombas sucias, erróneamente asociadas con las armas nucleares. Se trata de dispositivos un poco más simples, ya que en su interior no se lleva a cabo ningún tipo de reacción nuclear. Sin embargo, son altamente contaminan43

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tes y no representan en absoluto un peligro menor. Lo que sí tienen en común con las armas atómicas es que contienen elementos altamente radiactivos. Están compuestas por explosivos convencionales que al detonar dispersan el material contaminante. La bomba de fusión En los años 50 se comenzó a investigar sobre la posibilidad de utilizar la recientemente descubierta fusión de hidrógeno para fines bélicos. Muy poco tiempo después, más precisamente el 1 de noviembre de 1952, en Enewetak, un atolón de las Islas Marshall situado en el océano Pacífico, los Estados Unidos llevaron a cabo el primer ejercicio de detonación de una bomba termonuclear en la historia: Ivy Mike. Lo habían logrado: era la bomba de hidrógeno. Había bastado con generar las condiciones previas necesarias para que el proceso de fusión se pudiera llevar a cabo y lo consiguieron al desatar una reacción de fisión de un elemento radiactivo, que produjo la energía necesaria para que los núcleos de hidrógeno se unieran y liberaran toda su capacidad destructiva. Y ahí estaba. El resultado fue contundente: una bola de fuego de 5 km de diámetro, una nube radiactiva de 17 km de alto y un cráter de 1,9 km de diámetro y 50 metros de profundidad, en el lugar donde antes había una de las islas del atolón. Por unas fracciones de segundo, la temperatura llegó a los 15 millones de grados, aproximadamente la misma que alcanza el núcleo del Sol. Fue una explosión 800 veces mayor que la de Hiroshima, arrasó y contaminó todo el ecosistema de la zona y su onda de choque dio tres veces la vuelta alrededor de la Tierra. Hiroshima y Nagasaki, I Supuestamente ya se ha dicho todo. Los archivos y museos conservan el recuerdo en todo su horror. Se han visto todas las fotos, todos los videos, los testimonios han sido estudiados 44

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y repasados hasta que las palabras perdieran el sentido. Sin embargo, es indispensable pasar por este capítulo si queremos saber qué significa verdaderamente; de qué hablamos cuando hablamos del poder descontrolado de un arma nuclear; qué hace sobre los seres y las casas; hasta dónde llega el daño y cuánto se queda allí. Hiroshima y Nagasaki son dos ciudades al sur de Japón. Y a fines de la Segunda Guerra Mundial, cuando ya habían caído Alemania e Italia, Japón era el único país del Eje que todavía peleaba. Por su rígida concepción del honor, por la supuesta condición divina de su Emperador o simplemente por la obcecación suicida de sus dirigentes (todo eso es terreno de discusión), lo cierto es que Japón se demoraba en presentar la rendición para la época en que los norteamericanos tuvieron lista la primera bomba: la tristemente célebre Little Boy (Muchachito). Resulta inquietante recordar la frialdad con que un conjunto de notables de Estados Unidos, militares, ingenieros y sociólogos, se abocaron a seleccionar cuáles eran las mejores ciudades para probar las bombas atómicas, y con cuánto celo preservaron estas ciudades para obtener como balance la mayor cantidad de información posible luego del magnicidio en ciernes. El objetivo inicial era Berlín. Nada les hubiera gustado más que borrar del mapa a la capital de Alemania. Pero la construcción de la bomba se demoró. Los rusos entraron en Berlín, luego los americanos; Hitler se suicidó junto con Eva Braun; Joseph Goebbels y su esposa hicieron otro tanto, luego de envenenar a sus seis pequeños; los SS cremaron los cuerpos y Alemania firmó la rendición incondicional. Para cuando la bomba estuvo lista, Berlín ya no era un objetivo; pero Japón seguía en guerra. El código del Bushido indicaba que no había mayor deshonor que rendirse; si no era posible morir en combate, más valía hacerlo por mano propia. Arrancar el seguro de una granada y apretarla contra el pecho. A decir verdad, sólo una minoría de japoneses sentía este modelo como propio. Era una norma absurda, sostenida, eso sí, por una considerable cantidad de oficiales, en su mayor parte de alto rango, muchos de los cuales, inclusive, 45

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tomaron la decisión de morir por propia mano antes de tiempo; huyendo hacia la muerte, ante la desesperación por la inminente derrota. Pero decir que todos los japoneses estaban dispuestos a inmolarse peleando es tan falso como decir que las bombas se arrojaron para evitar la muerte de más soldados aliados. Japón ya no tenía aviación ni defensa antiaérea. Los bombarderos aliados entraban y salían a voluntad de su territorio. La mayoría de las ciudades niponas, sobre todo las más urbanizadas, habían sido completamente arrasadas. Ya no tenían capacidad industrial ni armamentística. Tan sólo demoraban la rendición intentando salvar el honor del Emperador. Y, curiosamente, el frente aliado (encabezado por los estadounidenses) tampoco parecía apresurado para obligarlos a deponer las armas. Lo cual, a la luz de los años, constituye una actitud mucho más que extraña: sospechosa. Porque Estados Unidos, con la anuencia de Inglaterra y Francia, ya había decidido probar su nueva bomba sobre un blanco real. No tanto porque ello fuera necesario estratégicamente, sino porque era una oportunidad irrepetible de comprobar la efectividad del arma con víctimas verdaderas, de carne y hueso, y en gran cantidad. Y también porque necesitaban exhibir su poderío ante la Unión Soviética, con quien estaban empezando a dividirse el mundo, como fieras que se disputan una presa. Hiroshima, Kokura, Nagasaki y Nigata, en ese orden, fueron las ciudades elegidas para descargar el poder de las dos primeras bombas terminadas, la mencionada Little Boy y la Fat Boy (Muchacho gordo). Para poder llevar a cabo una certera evaluación de las consecuencias que causarían las explosiones nucleares, estas cuatro ciudades fueron exentas de bombardeos durante meses. Los ingenieros de la guerra habían solicitado que se mantuvieran intactas a fin de apreciar el daño en toda su magnitud. Esto generó en la población una confianza que hizo que los ataques fuesen todavía más crueles. La gente de esas ciudades pensaba que la aviación enemiga, que había arrasado con media Tokio y la mitad de las grandes urbes niponas, había decidido pasarlas por alto por su 46

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escaso valor estratégico. Eran ciudades pequeñas, dedicadas sobre todo a la agricultura. Sus edificaciones eran mayoritariamente casas bajas, construidas en madera y papel. Podemos suponer que la mayoría de sus pobladores suspiraba aliviada de ver llegar el final de la guerra sin haber sufrido grandes daños. No tenían idea de lo que se avecinaba. Efectos inmediatos de un ataque atómico La zona cero Se denomina así a la vertical que une la tierra con el sitio de detonación de la bomba, que es activada en el aire para aumentar su rango de destrucción. La idea es que la superficie terrestre absorba la menor proporción posible del impacto y no actúe como freno para la onda expansiva. En la zona cero todos los efectos de la bomba se producen simultáneamente. Esta conjunción resulta tan violenta que absolutamente todo cuanto se encuentre allí es pulverizado, literalmente desintegrado. Lo único que queda es un gigantesco cráter, de varios kilómetros de diámetro y decenas de metros de profundidad. Nada, absolutamente nada, será reconocible. Radiación ionizante Son las radiaciones nucleares de alta frecuencia que se producen al mismo tiempo que la bola de fuego por efecto de la desintegración de núcleos de helio y electrones. Sin embargo, no hay que confundirla con la radiactividad remanente que sobrevendrá después de la explosión, y cuyos efectos serán mucho más prolongados en el tiempo. La radiación ionizante es consecuencia directa de la explosión, viaja a la velocidad de la luz y afecta gravemente a todos los seres vivos que se encuentran a su alcance, ya que puede causar daños tanto interaccionando sobre los órganos y los tejidos como afectando al material genético de las células. 47

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En las bombas de gran poder que existen actualmente el efecto destructivo es menor (si se lo puede llamar así) porque no sobrepasa el alcance de la bola de fuego. En cambio, en una bomba pequeña, como fue la de Hiroshima (que aunque cueste creerlo, fue pequeña) sus efectos son mayores puesto que se extienden de manera invisible mucho más allá que la explosión misma. Por eso, en las ciudades japonesas, en los días subsiguientes al ataque, muchos de los sobrevivientes se enfermaron y murieron en cuestión de horas. Pulso electromagnético La radiación ionizante mencionada anteriormente funciona como vehículo para el flujo de electrones, generando el llamado pulso electromagnético. Éste se produce por el efecto que dicha radiación tiene sobre las moléculas del aire. Es un fenómeno demasiado complejo para explicarlo en unas pocas líneas, pero baste saber que el poderoso campo electromagnético que origina, avería irremediablemente todos los aparatos eléctricos y electrónicos que haya en el área afectada. Si bien no se conocen consecuencias directas sobre los seres vivos, en el contexto de una explosión nuclear, el pulso electromagnético resulta en un virulento generador de cortocircuitos e incendios que se suman al caos total. Por esta capacidad de dañar todo tipo de instrumental o maquinaria eléctrica, el pulso electromagnético fue cuidadosamente estudiado por los ingenieros de armas. Se realizaron pruebas que demostraron que cuanto mayor es la altura a la que se produce la explosión, mayor es la dispersión atmosférica, con la consecuente inutilización de satélites artificiales e instrumentos electrónicos en tierra, al punto de ser posible afectar con una sola bomba a todo un hemisferio. Otra de las características de este fenómeno es que al producirse la ionización de la atmósfera, el aire adquiere insólitas coloraciones, motivo por el cual se conoce a los artefactos explosivos de pulso electromagnético como Bombas del Arco Iris. 48

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Destello luminoso A través de la radiación electromagnética, y a la velocidad de la luz, se produce una increíble emisión de fotones. Quién esté mirando el foco de la explosión a más de 100 km quedará ciego temporalmente; en cambio, quién lo mire desde una distancia menor sufrirá un daño permanente. Se trata de un destello de luz cuya incandescencia es varias veces superior a la del Sol. Si la explosión ocurre de noche, durante varios segundos parecerá que el mundo se encuentra bajo el más crudo sol del mediodía. Desgraciadamente, para quien no esté debidamente protegido, será la última luz que verá sobre la tierra. Pulso térmico Tras el destello luminoso se produce una gigantesca bola de fuego que comienza a expandirse de manera implacable. No se trata simplemente del incendio de una explosión. La esférica masa de fuego se forma a partir de complicados procesos químicos, que intentaremos simplificar para transmitir una idea aproximada de la magnitud de las energías puestas en movimiento. La radiación ionizante ya se encuentra lejos del epicentro de la explosión, pero a su paso ha alterado completamente el comportamiento de las moléculas del aire. Los átomos liberados se han ionizado y sus electrones se han acelerado al punto de generar una nueva reacción en cadena, que se libera en pocos microsegundos con una enorme energía. Enseguida, los átomos tienden a perder esa energía, los electrones inician una desaceleración en cascada y comienzan a ser atrapados por los iones presentes en el aire. Estos dos efectos generan una radiación que, al cabo de ciertos complejos procesos, se transforma en una emisión térmica de inconmensurable intensidad. Una ola de calor (pulso térmico) que abrasa todo lo que se encuentre cerca de la zona cero, poniendo en combustión cualquier material con algún grado de inflamabilidad, seres vivos incluidos. Ese calor funde el metal y derrite la roca, volatilizando todo lo que se encuentre en el epicentro de la deflagración. 49

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A 500 metros de la zona cero todo se calcina, y sólo se encuentran minúsculos fragmentos retorcidos de algún metal muy resistente; 1.500 metros más allá, los cuerpos combustionan y los objetos metálicos se funden y deforman; un poco más lejos, los restos conservan alguna forma. Más allá, según la suerte que hayan tenido al momento del ataque, los cuerpos se encuentran despellejados, incinerados; la mayoría de ellos quedará ciegos, postrados; algunos seres andarán deambulando, pidiendo agua hasta el momento de morir. Un dato, tan poco perceptible como terrorífico, es que sus cuerpos no se queman al ser alcanzados por una llama; simplemente combustionan. El paso del pulso térmico, que todo lo torna inflamable, los convierte en teas, antorchas humanas que se encienden al contacto con el aire. La emisión de calor es tan poderosa, que lo que se le interponga generará una sombra en el momento mismo de volatilizarse. Esto produce ese efecto que se ha llamado sombras nucleares. Si entre la bola de fuego y una pared se encuentra de pie un ser humano, lo único que quedará de él será la impresión de su silueta grabada sobre el muro. Así han quedado registradas en las paredes de Hiroshima y luego Nagasaki melancólicas siluetas en carbonilla del momento de la tragedia, como trazadas por la mano de un artista macabro: un niño piloteando su triciclo, un hombre con un bastón, alguien corriendo. El horror es tan grande que apenas tiene sentido decir que todavía falta lo peor. Onda de choque En principio, las ondas de choque son ondas de presión, como el sonido, y viajan a la misma velocidad (456 metros por segundo). Las bombas convencionales se basan en generar un violento desplazamiento de aire, a veces acompañado por algún elemento incendiario, a fin de aumentar el poder de la explosión. En las bombas nucleares, la onda de choque llega cuando ya el territorio ha sido devastado por la radiación y el pulso térmico, cuando los ojos ya están ciegos por el destello luminoso. Su efecto es el de un mazazo que derrumba lo que hubiese quedado en pie, aviva los fuegos y cubre cientos de kilómetros con un 50

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temporal de metralla formado por rocas, árboles y metales que, a la manera de millones de tiros de gracia simultáneos, se abaten sobre cualquiera que haya logrado sobrevivir. El aire, calentado hasta los 100 mil grados centígrados, sólo puede expandirse. La diferencia de temperatura con la atmósfera circundante es tan grande que la onda de choque tiene muchísima más duración en comparación con la que producen las bombas comunes. Es una fuerza que se desplaza en todas direcciones triturando todo cuanto atrapa, a diferencia de la onda de choque de los artefactos convencionales, que “empuja” en una dirección determinada. La onda de choque atómica retuerce la piedra y la roca del epicentro, al tiempo que las expulsa y las arroja lejos a la velocidad del sonido. Esto, sumado al aire hirviente que asciende, genera una columna de vacío en el epicentro que enseguida debe llenarse. Es entonces cuando se produce el efecto inverso, el reflujo que lleva todo hacia el epicentro. Se alza una columna de tierra, ruinas y humo totalmente radiactivos que alcanza alturas estratosféricas hasta comenzar a caer por su propio peso, formando el famoso hongo nuclear, espantoso corolario del espectáculo de la muerte. Lluvia radiactiva Unas horas después, las partículas de polvo y ceniza, plenamente radiactivizadas, comienzan a caer sobre la tierra. No es tanto una lluvia como una nube sólida y venenosa que se mete en los pulmones, se impregna en la piel y cubre toda la superficie devastada, pudiendo ser arrastrada por el viento a muchos kilómetros del lugar de la explosión, sin perder sus efectos nocivos. En ciertas ocasiones, si las condiciones meteorológicas están dadas, además, llueve. Es una lluvia que arrastra todo el material contaminante que flota en la atmósfera. Una precipitación radiactiva mucho más dañina, aunque parezca increíble, que la caída de polvo y cenizas. Telón de cierre de los llamados efectos inmediatos, pero que apenas marcará un pulso, un intervalo mínimo, en una catástrofe cuyos efectos tardarán cientos de años en desaparecer. 51

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Incendios La radiactividad no es el mayor de los factores de muerte en las horas posteriores a la explosión. Todo arde a lo largo del área alcanzada por la bola de fuego. Más allá de ese límite, las instalaciones eléctricas, los vehículos, conductos de gas, depósitos de combustible líquido, edificios inflamables y arsenales se convierten en incontrolables focos de incendios y explosiones que devoran todo a su antojo, sin que haya posibilidad humana de combatirlos. Sinergias Se llama así a la acumulación de efectos. Para obtener una idea cabal de su significado sólo es necesario releer los puntos anteriores y pensar que todos esos eventos se producen simultáneamente, potenciando mutuamente sus secuelas y generando nuevas complicaciones. Por empezar, los sobrevivientes de la explosión, cubiertos de heridas terribles, no tienen hospitales ni centros de salud en condiciones de auxiliarlos. Para peor, la radiación destruye las defensas naturales de los seres vivos, por lo que aumenta notablemente la cantidad y virulencia de las infecciones que se desencadenan. Las ciudades quedan aisladas, sin medios de comunicación, transporte, ni energía eléctrica. Los incendios arden hasta que se consume la última astilla. El reflujo de la explosión aporta oxígeno fresco a la bola ígnea y la corriente de aire aviva y propaga las llamas. En ocasiones se produce una llamada tormenta de fuego, cuyo nombre basta por sí sólo para vislumbrar lo que significa y los daños que acarrea. Las víctimas que conservan la conciencia o lucidez caen en un lógico estado de depresión y confusión, que los lleva a abandonarse; o de desesperación, que los arrastra al saqueo y el pillaje. La sociedad se desmiembra, no hay quién active los mecanismos de defensa. La vida se convierte en una carga horrorosa que muy 52

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pocos están en condiciones de sostener. Los valores básicos se desintegran. Los sobrevivientes asumen que la guerra nunca se termina, y que la muerte es lo mejor que les podría ocurrir. Hiroshima y Nagasaki, II El 6 de agosto de 1945, a las 7 de la mañana, los radares japoneses detectaron la intrusión de tres aeronaves norteamericanas. Un avión climatológico (de los pocos que habían quedado de la aviación japonesa) sobrevoló la ciudad en busca de los intrusos, pero al no encontrarlos regresó a su base. Se emitió un alerta por radio, pero la mayoría de la gente lo ignoró. La Fuerza Aérea norteamericana, en su búsqueda de congraciarse con el pueblo japonés, solía arrojar panfletos de advertencia antes de las grandes incursiones aéreas. Volantes donde se explicaba a los ciudadanos cuanto lamentaba Estados Unidos tener que atacarlos; se les pedía que buscaran refugio y se les sugería que presionaran a su gobierno para terminar con la guerra. Pero en esta ocasión no hubo aviso previo. A las 8 de la mañana el bombardero Enola Gay dejó caer a Little Boy apuntando al puente sobre el río Aioi. El viento desvió el artefacto unos 240 metros a través del cielo claro de la ciudad. Y a los 600 metros de altura detonó sobre la somnolienta población. Reparemos en el testimonio de Bob Caron, artillero y fotógrafo a bordo del Enola Gay: “Una columna de humo asciende rápidamente. Su centro muestra un terrible color rojo. Todo es pura turbulencia. Es una masa burbujeante gris violácea, con un núcleo rojo. Todo es pura turbulencia. Los incendios se extienden por todas partes como llamas que surgiesen de un enorme lecho de brasas. Comienzo a contar los incendios. Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis... catorce, quince... es imposible. Son demasiados para poder contarlos. Aquí llega la forma de hongo de la que nos habló el capitán Parsons. Viene hacia aquí. Es como una masa de melaza burbujeante. El hongo se extiende. Puede que tenga mil quinientos o quizá tres mil metros de 53

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anchura y unos ochocientos de altura. Crece más y más. Está casi a nuestro nivel y sigue ascendiendo. Es muy negro, pero muestra cierto tinte violáceo muy extraño. La base del hongo se parece a una densa niebla atravesada por un lanzallamas. La ciudad debe estar abajo de todo eso. Las llamas y el humo se están hinchando y se arremolinan alrededor de las estribaciones. Las colinas están desapareciendo bajo el humo. Todo cuanto veo ahora de la ciudad es el muelle principal y lo que parece ser un campo de aviación”. Efectos a largo plazo Hasta aquí, hemos mencionado sólo las consecuencias inmediatas de un ataque nuclear. Las derivaciones posteriores se dimensionan al punto de exceder largamente los límites de la zona agredida. Estamos hablando en términos de terremotos, invierno nuclear, destrucción de la capa de ozono, radiactividad permanente, lluvia radiactiva global. Muchos de los posibles efectos a largo plazo de una confrontación nuclear en gran escala entran en el ámbito de lo especulativo y son materia de debate. Existe toda una tradición literaria en base a un supuesto mundo posnuclear habitado por seres mutados, obligados a vivir en una especie de regresión prehistórica en la que se mata y muere por comida, sexo o combustible. Los futurólogos de hoy en día niegan que la situación pueda llegar algún día a ser tan extrema. Pero los teóricos del Apocalipsis señalan, no sin razón, que, salvo por el efímero equilibrio del terror logrado por las potencias nucleares, las condiciones que hacen a la contaminación imparable, irreversible, no han cambiado en absoluto. Y no sería necesaria una guerra para que todo se descontrolase. Las pruebas nucleares se siguen llevando a cabo, el problema de los residuos no tiene solución y los países en desarrollo, lejos de colaborar en mantener algún equilibrio global, experimentan con técnicas rudimentarias que hacen que en el siglo XXI sigan vigentes los terrores de la Guerra Fría.

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Lo que antes giraba en torno de Estados Unidos-Unión Soviética, ahora se trasladó a Israel-Irán; y a países periféricos o inestables regímenes teocráticos, que manipulan elementos con los que podrían generar catástrofes como las que se sufrieron en los albores de la era nuclear. Por eso nunca hay que descartar los temores de los pesimistas. Respecto de los terremotos, éstos pueden ser provocados por las vibraciones resultantes de las pruebas con bombas, normalmente realizadas en territorios no habitados. Estas explosiones pueden provocar rupturas en las capas geológicas y desplazamiento de las placas, con los consiguientes movimientos sísmicos acaecidos a corto plazo y con alcance sobre un área de varios kilómetros, pretendidamente deshabitada. A tal punto esto está tácitamente aceptado que, actualmente, el consenso internacional acepta este tipo de movimientos sísmicos como evidencia de que un país ha estado llevando a cabo experimentos ilegales. De todos los efectos a largo plazo la contaminación radiactiva es probablemente el más irrefutable. Básicamente porque todavía están frescos los horribles recuerdos de las secuelas que ésta tuvo sobre la tierra, el agua, el aire, sobre la población afectada directamente o sobre aquellos que posteriormente sufrieron en su cuerpo las mutaciones genéticas que los ataques produjeron en sus padres y abuelos. Pero también porque, en países que nunca han conocido la guerra, día a día se registran hechos lamentables: poblaciones enteras contaminadas por un complejo minero, enfermedades como el cáncer o la leucemia, que recrudecen “casualmente” en las inmediaciones de las instalaciones nucleares; zonas muertas provocadas por accidentes y, sobre todo, polución urbana (toneladas de baterías en desuso con las que nadie sabe qué hacer, residuos industriales cuya toxicidad nunca es sincerada, alimentos transgénicos con imprevisibles consecuencias...). La destrucción de la capa de ozono también sería una consecuencia inevitable en una conflagración nuclear. Por la intensidad de las explosiones y la presencia de óxidos de nitrógeno en la atmósfera, la capa se vería drásticamente debilitada, con lo cual el ingreso de radiación ultravioleta caería sobre los sobre55

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vivientes provocando todo tipo de malformaciones, esterilidad, mutaciones y cáncer. El invierno nuclear parece hecho a la medida de los guionistas de cine de anticipación. La ceniza y el polvo de las explosiones se estacionaría en las capas altas de la atmósfera produciendo un oscurecimiento del sol y el consiguiente enfriamiento de la superficie terrestre. También influiría el exceso de óxido de nitrógeno, un gas que a nivel del suelo provoca calentamiento global pero que, en alturas estratosféricas, actúa como un reflector de la luz y el calor solares. El escenario de un mundo posnuclear sería, efectivamente, un paisaje oscuro, agrisado, de olores acres y un frío insano. Desestructuración de la sociedad Sólo se registran en la Historia dos ataques nucleares de índole netamente militar y en el contexto de una guerra. Pero la intensidad y potencia del daño han sido tan desproporcionadas en relación al relativamente pequeño tamaño de las ciudades bombardeadas, que no es difícil imaginar lo que sucedería con una sociedad, país o continente, atacado masivamente con armas nucleares. Los sistemas de salud se verían inmediatamente desbordados; y es probable que, por relación directa, también colapsara el aprovisionamiento de alimentos. Los sobrevivientes no tardarían en apelar al saqueo en una sociedad psicológicamente quebrada. El Estado debería entonces emitir una ley marcial cuya consecuencia sería el enfrentamiento entre las fuerzas armadas y la ciudadanía que deberían proteger. El transporte y el socorro se verían mermados por el riesgo de contagio. Los sistemas eléctricos destruidos sumirían a todo el mundo en la mayor de las incertidumbres provocada por la carencia de comunicación. Y así, paulatinamente, el mundo se parecería a las peores visiones pergeñadas por la ciencia ficción.

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Hiroshima y Nagasaki, III En Hiroshima y Nagasaki vivían mujeres, ancianos, trabajadores, niños, adolescentes, médicos, artistas. Gente que habitaba casas de madera y papel. Gente que caminaba bajo el sol esperando la noticia del fin de la guerra. Una población desnuda y confiada, cuyos pocos sobrevivientes aún recuerdan la aparición de ese avión plateado, que creyeron que era de exploración meteorológica. Una nave brillante de la que se desprendió un pequeño objeto oscuro que, antes de tocar la tierra, se convirtió en un sol incandescente que estalló ante sus ojos sin darles tiempo a parpadear. El equilibrio del terror La caída de las bombas sobre Japón fue el preámbulo de una época cuyo rasgo principal fue un doloroso despertar de la Humanidad. La gente supo, por primera vez, que los gobiernos tenían el poder para herir fatalmente a la naturaleza, y que ese poder no siempre estaba ejercido por el más honesto ni el más sensato. Esto generó un miedo colectivo que, de abajo hacia arriba (como suele ocurrir con los grandes cambios sociales), propició una suerte de autocontrol generado por el miedo colectivo a la destrucción total. Finalizada la Segunda Guerra Mundial, las grandes potencias se enfrascaron en una carrera demencial por tener el mayor armamento nuclear. Por un lado, la Unión Soviética con los países que adherían al pacto de Varsovia; por el otro, Estados Unidos con los países de la OTAN (Organización del Tratado del Atlántico Norte). La escalada de poderío de las bombas diseñadas por cada bloque fue tal, y de tal vehemencia, que muy pronto las potencias se anularon mutuamente. Cualquiera que tomara la iniciativa de un ataque no podría evitar las consecuencias de una respuesta (téngase en cuenta que en esa época no estaban tan desarrolladas las comunicaciones satelitales, escudos antimisiles,

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etc.). El resultado nunca podría ser otro que la destrucción mutua y la consiguiente contaminación de todo el planeta. El mundo temblaba a cada escarceo entre los soviéticos y los estadounidenses. Ambas potencias se jactaban de poseer armamento para volar el planeta tres o cuatro veces. El punto crítico llegó a principios de la década del 60. En 1961, la Unión Soviética llevó a cabo la detonación de la bomba Zar, en teoría, capaz de liberar 100 megatones reales, pero reducida a 50 para la prueba, cifra que, de todos modos, marcó el récord de potencia nuclear accionada en un explosivo. La detonación fue tan bestial que se concluyó que su magnitud la hacía muy poco práctica para la guerra. Semejante potencia sólo sería útil para atacar mega-ciudades, como Nueva York o Moscú; y las dificultades de traslado del artefacto hacían prácticamente imposible su utilización. De todos modos, la exhibición se llevó a cabo con los consiguientes daños ambientales. Estados Unidos no se quedó atrás, y a mayor potencia contestó con más altura. Esto fue literal. La carrera armamentista se trasladó a la estratósfera. El 9 de julio de 1962, los estadounidenses detonaron una bomba de 1,5 megatones a 400 km sobre el océano Pacífico. La explosión generó una aurora boreal, en pleno día, sobre las islas Hawaii. Los satélites artificiales dejaron de funcionar; un vasto territorio bajo la zona de la explosión se quedó sin energía. Por un momento, las potencias temieron haber afectado los llamados cinturones de Van Allen, campos de radiación naturales de la atmósfera. Estados Unidos y la Unión Soviética se cruzaron acusaciones de haber causado daños irreversibles. Hasta donde se sabe, no fue así. Pero no mucho tiempo después, en agosto de 1963, ambos países firmaron, junto con muchos más, el así llamado Tratado de prohibición de pruebas nucleares en el espacio. Claro que “hecha la Ley, hecha la trampa”. Cada convenio y acuerdo no hace más que agudizar el ingenio de la maquinaria de guerra para seguir desarrollando armamento de manera subrepticia. Cuando las normas internaciona58

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les limitaron la potencia de las bombas nucleares, la búsqueda de los científicos se orientó hacia la miniaturización de las ojivas. Al día de hoy existen, inclusive, proyectiles de mochila. Por otra parte (y esto tal vez no fue un riesgo calculado por las naciones pioneras en el uso de este tipo de armamento), pese a los controles, las prohibiciones y hasta las invasiones militares por parte de los países desarrollados, las pequeñas potencias bélicas (como India, Pakistán, Irán, etc.) se encuentran desarrollando la tecnología nuclear más primitiva. Esto significa, ni más ni menos, que todos los errores pueden repetirse: accidentes, uso indiscriminado y desproporcionado de la fuerza, pruebas aéreas o subterráneas, negligencia en el manejo de los residuos, etcétera… La única defensa posible No hay mucho que cuestionarse en el uso de energía nuclear para armas de destrucción masiva. Nadie puede dudar acerca del nivel de daño que provocan así como de lo difícil que resulta regularlo. En sí mismas no son armas prácticas: son caras, peligrosas, imprevisibles; su uso es universalmente condenado, pero son tan bestialmente efectivas que no hay país que no quiera poseerlas. Sobre todo entre los más poderosos, los que más enemigos tienen. En la actualidad, sin embargo, hay algunos indicios de cambio. Después de los accidentes de Chernóbil y Fukushima, varios países grandes han tomado nota de que en cualquier momento una catástrofe podría provocar bajas masivas, con el consiguiente perjuicio político y económico. Hubo comentarios acerca de cerrar las plantas de energía nuclear de uso civil. O, al menos, de reducir su cantidad. Pero hay un detalle que no es menor. Parte del residuo de los generadores atómicos es un elemento llamado plutonio. El plutonio se utiliza para fabricar las armas nucleares que casi todos dicen que ya no fabrican. También se aprovecha el uranio empobrecido resultante de la fusión para fabricar municiones y blindajes. Parecería que en toda industria 59

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civil hay una puerta trasera que abastece las aplicaciones atómicas militares. Tal vez por eso nadie sabe a ciencia cierta con cuántas armas cuenta el vecino. En un punto se sigue dependiendo del equilibrio del terror, nacido en la Guerra Fría. Lo cierto es que existe una especie de camarilla de países, cuyo origen seguramente está en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, que se autoadjudica el derecho a poseer armas nucleares y a no permitir que las posean los demás. El uso bélico de la energía nuclear es un círculo vicioso en el que se avanza sin progresar. Las grandes potencias desarrollan armamento poderoso, sutil y controlable, al mismo tiempo que una célula terrorista, medianamente preparada, puede construir un artefacto casero (defectuoso, contaminante, inestable) en un laboratorio clandestino instalado en cualquier sótano de una gran ciudad. El mercado negro de armas incluye en sus catálogos los elementos necesarios. Inclusive se sabe que de los arsenales de la ex Unión Soviética han desaparecido cientos de piezas que luego fueron traficadas por la mafia. Frente a este peligro latente, la única posibilidad de defenderse que tiene el ciudadano común es la oposición llana y sin atenuantes. Y ante la menor duda, abrir los viejos libros, mirar las películas, leer los testimonios. Desde Hiroshima y Nagasaki más de 240 mil fantasmas no tardarán en aclarar todas sus dudas. Ya que desde los albores del mundo, la memoria ha sido, es y será, el más poderoso antídoto de que dispone la Humanidad frente a sus propios errores.

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Capítulo 4

Usos no bélicos de la radiactividad

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“No hay que olvidar que cuando se descubrió el radio, nadie sabía que sería útil en los hospitales. El trabajo era ciencia pura. Y esto es una prueba de que el trabajo científico no debe considerarse desde el punto de vista de su utilidad directa. Se debe hacer por sí mismo, por la belleza de la Ciencia. Siempre existe la posibilidad de que un descubrimiento científico puede llegar a ser un beneficio para la humanidad.” Marie Curie

El escritor argentino Jorge Luis Borges solía decir “todos somos

fatalmente contemporáneos”. Este comentario no se quedaba en el plano de lo irónico inmediato, aunque indudablemente nacía allí; se hacía extensivo a todos los seres humanos, de todas las épocas. Como si en la vida de cada uno pudiese estar contenida la sustancia de todos sus congéneres. Esto se hace particularmente visible en la vida de Marie Curie; de quien ya hablamos en la Introducción, cuando presenciamos su paciente búsqueda del elemento desconocido. Ahora vayamos un poco más adelante, hacia el futuro. La doctora Curie, esa laboriosa física francesa de origen polaco, ya ha recibido el Premio Nobel de Física y se encuentra estudiando a fondo las aplicaciones posibles del radio y  de la radiactividad. En su mente se perfila una herramienta eficaz para disolver un tumor dentro de un cuerpo humano sin dañar las zonas adyacentes, y sin recurrir a la cirugía. Lo paradójico es que, mientras ella se afana y sueña con revolucionar la lucha contra el cáncer, la misma enfermedad comienza a corroer su organismo, provocada por la sustancia en la que ella ha puesto todas sus esperanzas. Sería muy triste que lo mismo le ocurriera a toda la Humanidad en su conjunto. Sin embargo, mientras un grupo de hombres de ciencia intentaba avanzar sobre el uso de la energía nuclear para crear energía eléctrica económica y abundante, el gobierno más poderoso del planeta apuró los proyectos para conseguir el explosivo llamado bomba atómica y lo arrojó sobre 63

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dos ciudades repletas de civiles con el único dato cierto de que la explosión “sería terrible”. El hombre siguió avanzando en pos de utilidades prácticas para la energía nuclear, y vaya si las halló. Pero, al mismo tiempo, otros seguían diseñando bombas de mayor poder o capacidad contaminante. Como la frágil Marie Curie en su laboratorio, la Humanidad corre tras un sueño mientras el lado oscuro de ese sueño la enferma cada día más. El lado claro Tenemos la esperanza de conseguir energía inagotable a bajo costo para modificar alimentos, mejorar las comunicaciones e inventar nuevos recursos medicinales, eso es verdad. También lo es que la radiación y la radiactividad se utilizan de manera negligente en máquinas que interactúan con el hombre en su vida doméstica. La tremenda responsabilidad que implica manipular la estructura atómica se ha frivolizado al punto en que cualquiera puede utilizarla sin medir sus consecuencias, como hicieron aquellos militares del Proyecto Manhattan. Por suerte, también existen los otros científicos, los del camino arduo, los que para aportar una nueva riqueza a sus contemporáneos son capaces de dejar la salud revolviendo el incierto caldero del futuro. Recordemos entonces el empeño de la doctora Curie y repasemos los distintos usos que le hemos dado a los efectos de la radiactividad para facilitar nuestra vida cotidiana y mejorar las condiciones de vida. Probablemente, la aplicación más conocida de la radiactividad sea aquella que se emplea con fines médicos: los rayos X, el uso en diagnóstico, la radioterapia, etc. Sobre esto hablaremos en profundidad un poco más adelante ya que es, tal vez, el ejemplo más emblemático de cómo el uso adecuado de la radiactividad puede traer enormes beneficios. Pero, afortunadamente, no es el único ejemplo que se puede erigir en defensa de los usos no bélicos de la energía nuclear.

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Los usos de la radiación se extienden a los campos más variados y fundamentales de la vida moderna. La agricultura, la industria, la minería, la tecnología de la comunicación, y, por supuesto, el factor que a nuestro juicio motiva este libro: el aprovechamiento energético. Trazadores Uno de los usos básicos que se le da a la radiactividad es el de generar sustancias y elementos trazadores. Es decir, se aprovechan sus irradiaciones para observar, por contraste, el funcionamiento del organismo en el cual son inyectadas. En el mundo agropecuario esta técnica ha servido para muchos fines, como conocer mejor la absorción de agua de las plantas y así desarrollar un mecanismo más eficiente de riego y abastecimiento de este elemento. También se ha utilizado la marcación con sustancias radiactivas para contrastar los efectos de los fertilizantes y abonos naturales en los distintos tipos de plantas y poder saber con precisión cuáles son los complementos que más ayudarán en el crecimiento de los cultivos. La ganadería, a su vez, aprovecha esta capacidad para analizar los procesos digestivos de los animales en pos de mejorar las costumbres alimentarias en busca de una mejor nutrición. Semillas transgénicas y pesticidas Otra forma que adopta el uso de la radiactividad es la irradiación. El procedimiento consiste en exponer la materia que requiere ser afectada a las emanaciones directas de energía ionizante. Recordemos que este tipo de radiación tiene la característica de generar la pérdida de un electrón al entrar en contacto con el átomo. En base a esto se la utiliza para producir mutaciones en la semilla a nivel celular, y aprovechar sus efectos en beneficio de la producción. La forma más frecuente en que se lleva a cabo este proceso es a través de los rayos gamma irradiados por los isótopos de cobalto 60. Una vez expuestas a la radiación, las semillas son se65

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leccionadas y propagadas para luego comercializarlas. De esta forma es que aparecen las denominadas semillas transgénicas cuyo rendimiento, notablemente superior al de las convencionales, logra por sí sólo aumentar los índices de productividad y por otra parte, son más resistentes a lluvias, heladas, plagas e insecticidas. En definitiva, las semillas transgénicas nos podrían permitir tener una producción más estable, ya que los riesgos típicos de cualquier plantación en el período de siembra y crecimiento son minimizados. Este es un factor muy importante, pues abre las posibilidades de incrementar la productividad y reducir costos, y nos permite soñar con un nuevo camino para combatir la falta de alimento y su extremo, el hambre en el mundo. Por supuesto, no todo es color de rosa; la problemática de los productos alimenticios transgénicos modificados genéticamente es extensa. Las investigaciones científicas y los desarrollos tecnológicos no pueden alcanzar el ritmo que la sociedad actual impone. En una era en la que los cambios se suceden unos a otros a una velocidad alarmante, muchas veces el camino de la ciencia termina subordinado a decisiones políticas que responden a las urgencias de la situación económica y social mundial. El uso de semillas transgénicas se ha extendido mucho al día de hoy, pero las opiniones están divididas. Algunos países han sido reticentes a incorporarlas en su mercado y muchos, incluso, las han prohibido alegando que podrían traer efectos nocivos para la salud. Esto nunca se ha demostrado, pero es cierto que su rápida introducción ha sido estimulada desde los sectores económicos que más se benefician con su comercialización, cuando aún queda mucho por investigar sobre los efectos de las mutaciones genéticas en semillas. Pero en el mundo de los negocios el tiempo es oro y la competencia no permite demasiada precaución. Así, año tras año, se lanzan al mercado productos cuyas consecuencias a largo plazo nunca han sido determinadas, simplemente porque no hubo “largo plazo”; son productos testeados en animales e inmediatamente sacados a la venta.

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Esto es una constante: las políticas sobre investigación de la radiactividad para beneficio del hombre se ven relegadas a un segundo plano frente a los intereses de los gobiernos y empresas que, mediante una verdadera artillería de patentes y acuerdos, traducen cualquier intento positivo a una simple ecuación económica: “sólo debo ganar yo”. Los procesos relacionados con la capacidad radiactiva del átomo también se utilizan para generar pesticidas más fuertes y evitar plagas, ya que la semilla transgénica es también más resistente frente a las fumigaciones. Y este no es un dato menor. También hay que considerar los potenciales riesgos de estos productos tóxicos y las consecuencias de su aplicación en el medio ambiente. Vacunas y control de plagas La irradiación también se utiliza para el desarrollo de vacunas para el ganado, el control de plagas y la esterilización de alimentos para prolongar su durabilidad y alargar su período de conservación y almacenamiento. La exposición a rayos gamma destruye microorganismos tales como Salmonella, Listeria monocytogenes y la bacteria de la Trichinella, que causan deterioros y enfermedades, y lo logra sin perjudicar al alimento. El procedimiento eleva la temperatura unos pocos grados y así, la pérdida de nutrientes es pequeña comparada con la que conllevan otros medios de conservación como el enlatado y el disecado. El empleo de esta técnica, como una tecnología de salud alimentaria, cuenta con la aprobación de la Organización Mundial de la Salud, la Organización para la Alimentación y Agricultura, y la Organización Internacional de Energía Atómica. Y, tras haber sido estudiada durante más de cincuenta años, ya se ha extendido su aplicación a más de cuarenta países. En cuanto al control de plagas, se lleva a cabo la esterilización de insectos y su introducción en el ambiente de cultivo para que, al no poder reproducirse, disminuya la población. Pero esto no es todo, la irradiación, al generar semillas más resistentes, per-

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mite disminuir el uso de fertilizantes y las necesidades de fumigación y retarda el deterioro natural de la planta. La suma de todos estos factores nos plantea la posibilidad de llevar a cabo un cultivo más estable que al reducir sus costos de producción, disminuya a su vez los precios de comercialización, hecho que claramente beneficia a los sectores más vulnerables de la sociedad en lo que respecta a sus necesidades alimenticias. Carbono 14 Otro de los grandes descubrimientos que se han desarrollado de la mano de la radiactividad es el proceso denominado datación por carbono 14 (C14). Esta técnica se usa en disciplinas como la Arqueología, la Geología y la Antropología para determinar la edad de objetos que contienen carbono hasta unos 60 mil años. El C14 es un isótopo radiactivo del carbono y es producido a partir de una reacción nuclear. Otros instrumentos de medición y análisis El denominado análisis por activación neutrónica es una técnica que, mediante la utilización de compuestos radiactivos, permite la detección de un gran número de elementos y su presencia en el ambiente estudiado. Es un proceso de gran complejidad y basta señalar que es utilizado frecuentemente en los estudios ecológicos para determinar el nivel de polución atmosférica. En minería, se aprovecha en la búsqueda de terrenos aptos y localización de minerales. Para la extracción del oro, por ejemplo, se ha desarrollado un proceso que utiliza isótopos radiactivos de cesio 13 o 14, que en contacto con el oro, produce que éste brille en la oscuridad y facilitando así su detección y explotación. Hidrología En los estudios relacionados con la detección e investigación de recursos naturales, también se emplean técnicas nucleares. La hidrología, por ejemplo, las utiliza en las mediciones y caracteri68

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zaciones de caudales de río y corrientes provenientes de aguas de lluvia y nieve, tanto como en el estudio de las dinámicas de conjuntos lacustres y fugas de embalses. También se aprovecha para la observación de las napas subterráneas: la procedencia de sus aguas, edad, velocidad, dirección, etc. Industria Los rayos X y la radiación gamma se emplean en los procedimientos de control de calidad y mantenimiento de instalaciones. Permiten detectar fallas en las soldaduras y defectos en los materiales: errores de fundición, espesor de láminas, etc. Por otro lado, algunos mecanismos de seguridad como los detectores de humo y los pararrayos utilizan elementos radiactivos Usos en medicina Trazadores El principio es el mismo que se utiliza en la investigación agropecuaria que mencionamos anteriormente, sólo que aplicado al cuerpo humano. Se inyecta en el paciente una sustancia que acompañará el proceso que se desea estudiar, o bien se utiliza a manera de “colorante”, para contrastar determinada sección del organismo y visualizar nítidamente un objetivo determinado (órgano, glándula, malformación, etc.). Un ejemplo concreto es el centellograma de tiroides. El paciente ingiere una ínfima cantidad de un radio medicamento llamado 131l (metaidobencilguanidina), que se acumula naturalmente en determinado tipo de tumores de tiroides. De este modo se puede obtener una imagen nítida de la glándula y cuantificar su funcionamiento. Al mismo tiempo, al contener una dosis mínima de radiactividad, se puede utilizar para atacar malformaciones. Otro ejemplo es el de la detección de tejidos oncológicos. Se emplean compuestos biológicamente activos marcados con ra69

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dioisótopos. Éstos se fijan metabólicamente en un órgano o tejido específico y permiten su lectura desde el exterior mediante una cámara gamma, por ejemplo. Por otra parte la radiología se vale de diferentes agentes físicos (rayos X, campos magnéticos, etc.) para generar imágenes del interior del cuerpo (diagnóstico por imágenes). No debe confundirse con la Radioterapia, que emplea directamente radiaciones ionizantes para el tratamiento de las enfermedades, y que veremos a continuación. Radioterapia Los orígenes de la radioterapia se remontan al último lustro del siglo XIX, cuando los científicos, luego de observar los daños y quemaduras producidos en la piel al ser expuesta en exceso a los rayos X, dedujeron que la capacidad de la radiación de generar alteraciones en el organismo bien podía ser la llave de la medicina para la cura del cáncer. Decidieron entonces extender los horizontes de sus investigaciones de la medicina diagnostica hacia el tratamiento directo de enfermedades. En 1896 se llevó a cabo el primer intento de tratamiento mediante exposición a altas dosis de rayos X. Un médico francés lo utilizó en un paciente con cáncer de estómago y posteriormente publicó un artículo detallando los resultados. Luego de una semana de tratamiento, se observó una reducción en el tamaño del tumor y una disminución de dolor en el paciente, aunque esta mejoría fue breve y el caso terminó siendo fatal. Los resultados no fueron concluyentes ya que se estaban empleando varios procedimientos simultáneos pero, de todas formas, se había sentado el primer antecedente y las investigaciones se multiplicarían en los años venideros. Los éxitos no tardaron en llegar y el mundo académico se plagó de reportes y publicaciones en revistas científicas que respaldaban la eficacia del uso de rayos X en el tratamiento de Lupus y algunas enfermedades de la piel. Sin embargo, la naturaleza terapéutica del procedimiento seguía siendo desconocida. Algunos creían que era resultado 70

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de las descargas eléctricas generadas en el proceso; otros se lo atribuían a la generación de ozono como resultado del mismo; y una tercera posición sostenía que se debía a las propiedades intrínsecas de los rayos X. La intriga no duró mucho y el nuevo siglo trajo luz sobre esta incógnita. Se determinó que los efectos en la salud eran consecuencia de la capacidad de penetración que caracterizaba a las ondas de rayos X. Paralelamente, y a partir de estos descubrimientos, nuevas investigaciones se llevaban a cabo involucrando distintos tipos de radiaciones en la cura de enfermedades. Una de estas se enfocaba en el estudio de los efectos biológicos de la luz, y es por eso que fue conocida como fototerapia. En la misma, los rayos ultravioletas eran proyectados a través de un sistema de cristales de cuarzo que dividían el haz de luz para luego ser filtrado por una lámpara y aplicado sobre el paciente. El creador de este procedimiento, el doctor Niels Finsen, lo empleó en el tratamiento de Lupus, y, para 1905, se estimaba que el mismo era exitoso en un 50% de los caso. Finsen, poco después, fue galardonado con el Premio Nobel de Medicina. Otra de las corrientes de experimentación que surgió durante esta época fue la röntgenoterapia, llamada así en honor al descubridor de los rayos X. Este procedimiento estaba basado en el supuesto de que las células de la zona afectadas morían al instante, y consistía en la aplicación local de los rayos. La excitación generada por las nuevas técnicas y sus impresionantes resultados a corto plazo popularizaron estos tratamientos, que pronto comenzaron a extenderse a todo tipo de enfermedades cutáneas: acné, enfermedades de los folículos pilosos que requerían la eliminación de cabello, carcinomas y otras afecciones que produjeran aparición de células malignas. Incluso llegaron a hacerse pruebas en pacientes con leucemia, tuberculosis (ya que se creía que los rayos X tenían propiedades bactericidas) y epilepsia. Pero pronto las consecuencias de haber introducido apresuradamente estos procedimientos comenzaron a manifestarse. Surgieron reportes acusando los descuidos médicos cometidos 71

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tras la introducción de los nuevos avances. Estos alegaban que, en muchos casos, las enfermedades tratadas empeoraban, y esos resultados eran ignorados y desestimados en medio del éxtasis producido por los nuevos procedimientos. Finalmente se descubrió que los rayos X eran efectivos sólo en un tipo particular de epitelioma, mientras que eran muy poco fiables para la cura del cáncer, ya que éste reincidía después de un corto período de tiempo. Las pruebas en casos de tuberculosis también fallaron, y el peligro que encarnaban estos tratamientos dominó en la opinión popular. Como resultado, las investigaciones relacionadas con la capacidad terapéutica de los rayos X se estancaron durante varios años. Sin embargo, todo este empeño no fue en vano sino que funcionó como prueba preliminar para un nuevo tipo de metodología en el tratamiento médico que recién comenzaba a conocerse. El descubrimiento del radio y sus efectos se posó sobre este nuevo paradigma y revolucionó el mundo científico; y el salto fue tan grande que terminó por desbordar el campo estrictamente médico para inundar otras esferas de la sociedad. El radio había alcanzado fama de cura milagrosa y comenzó a inundar los mercados más variados. La inhalación de vapores, la aplicación directa, la preparación de ungüentos y los baños sólo eran algunas de las formas que adoptaba su uso. La comercialización llegó a límites inusitados: pastas de dientes, cosméticos, pinturas e incluso un spa. Finalmente la fiebre del radio cesó en cuanto se comenzó a saber más sobre los efectos secundarios y los casos de muertes y enfermedades producidas por contaminación radiactiva se hicieron conocidos. Hoy la radioterapia ha progresado enormemente. Los avances tecnológicos han permitido desarrollar técnicas y equipos capaces de administrar las ínfimas dosis de radiación ionizante que son necesarias para el tratamiento médico. El procedimiento no es totalmente inocuo pero, llevado a cabo con un buen seguimiento, ha dado resultados altamente satisfactorios. Esta especialidad se encuentra muy difundida en la actualidad y 72

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cuenta con un gran respeto dentro del ámbito científico. Esto es así al punto de que, junto con la quimioterapia, es considerada el principal método para combatir el cáncer. Hacia el sueño de Marie Como hemos visto a lo largo de todo este capítulo, el empleo de la radiación se ha extendido hasta campos inusitados. Incluso es funcional a la ecología (su vieja enemiga), que la utiliza para aprender más sobre el estado de contaminación actual y combatir el deterioro del medio ambiente. Sería muy importante, y sería deseable, que algún día el término radiactividad dejase de evocar indefectiblemente un Apocalipsis inducido por el ser humano. Pero es éste precisamente quien tiene la llave de ese deseo. Si el hombre logra canalizar su obsesión compulsiva por poseer y controlar, puede que la radiactividad se convierta en una herramienta fundamental para un mundo superpoblado. Y es importante destacar que los usos aquí desarrollados no son ajenos a la problemática de la energía nuclear, tema central del libro. Muchos de los elementos e isótopos radiactivos que se utilizan en medicina provienen de los mismos reactores que generan electricidad a través de reacciones nucleares. De hecho, gran parte de los residuos producidos en las plantas son potencialmente aprovechables para otros fines, pero, por supuesto, eso requiere de una política organizada y de un estricto protocolo de seguridad. No es sencillo, pero podría serlo. Imaginemos un sistema en el que las centrales nucleares y las fuentes de energía renovable abastecieran las necesidades eléctricas de la sociedad y progresivamente reemplazaran a los hidrocarburos. La minería y extracción de recursos sería controlada y poco a poco la contaminación atmosférica disminuiría; los residuos serían utilizados para fines médicos y civiles, y los que no pudieran serlo, serían tratados para disminuir su capacidad 73

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contaminante. Las nuevas tecnologías explotarían para bien la capacidad radiactiva de la materia, se producirían cultivos más resistentes sin contaminar el medio ambiente con pesticidas y su costo disminuiría enormemente. La seguridad industrial se vería mejorada y también la calidad y durabilidad de los productos industriales. Habría un mayor aprovechamiento de los recursos naturales debido a los nuevos conocimientos que se adquirirían gracias a las técnicas que emplearían capacidades radiactivas. La decisión es nuestra: muerte para todos o comida, salud y energía para muchos. La radiactividad siempre estará allí y seguirá estando cuando nosotros ya no. Podemos hacer de ella nuestra herramienta para sobrevivir como especie o podemos hacer que nos destruya. Ella fluye a nuestro alrededor, es parte de la naturaleza y es necesario comprender que, a pesar de los errores cometidos, siempre estamos a tiempo de utilizarla en beneficio de todos, tal y como Marie Curie soñaba desde la barraca con piso de tierra en la que trabajó arduamente durante años.

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Capítulo 5

Contaminación, enfermedades, accidentes

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“Así, los elementos radiactivos formaban extrañas y crueles familias en las que cada miembro era creado por transformación espontánea de la sustancia madre: el radio era un descendiente del uranio; el polonio, un descendiente del radio.” Eva Curie, escritora francesa, hija de Marie y Pierre

En su libro Un mago de Terramar, la escritora norteamericana

Úrsula K. Leguin nos cuenta la historia de un joven e inexperto aprendiz de mago quien, desafiado por un compañero y un poco arrastrado por sus propios traumas, intenta realizar una proeza más allá de sus capacidades y, sin querer, abre una fisura entre la vida y la muerte. La realidad se desequilibra y gime. Por esa grieta se introduce una sombra que desgarra el rostro del joven mago y se adentra en el mundo, para luego comenzar a perseguirlo como una maldición. En su fuga desesperada el mago descubre que la sombra que lo persigue es, al final, su propia parte oscura, con la que deberá fundirse para decidir cuál prevalecerá. El aprendiz dejará de ser el perseguido para asumir el rol de perseguidor de su propio lado oscuro. En esta sencilla fábula zen se podría leer la historia del hombre a partir del descubrimiento de la energía nuclear. La radiactividad es, qué duda cabe, una sombra que el hombre ha dejado escapar sobre la Tierra. Posee un ilimitado potencial de utilidades benéficas, pero también contiene ese lado oscuro que, de algún modo, se ha salido de control. La contaminación está en el agua y en el aire, se posa en la ropa, espera durante años como un depredador al acecho, se cuela en los alimentos, llega hasta los huesos y una vez en el cuerpo desata dolorosas enfermedades. Es un veneno lento y frío que disuelve la estructura molecular de la víctima para convertirla en otra cosa, algo que, la mayoría de las veces, no puede vivir.

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El gran Cuco de la paranoia antinuclear seguro es la falla o el accidente de un reactor, ya sea por causas naturales o por sabotaje. En orden de probabilidades le siguen el derrame de residuos y, cómo descartarlo en la Era del 9/11: el ataque terrorista con armas nucleares. Y se podría agregar las pruebas nucleares de los países neófitos en la producción de armas. Un análisis discreto de las características etnofóbicas de los enfrentamientos del siglo XXI nos plantea la posibilidad de que una vez más vuelvan a usarse armas descontroladamente poderosas contra civiles indefensos. Nadie duda de que existen quienes las usarían gustosos contra los Estados Unidos o Israel, sin contar con que estos países replicarían (también sin duda) de forma inmediata y de la manera más devastadora. Y, como ya mencionamos, tampoco hay que frivolizar las invariables provocaciones entre las dos Coreas, o entre India y Pakistán, sólo por mencionar las más notorias. Claro que todo ese tema lo podríamos archivar momentáneamente bajo el rótulo “catástrofes eventuales”, pues pueden suceder o no; son imprevisibles y cuando ocurren, lo hacen en una órbita en la que el ciudadano común, para su infortunio, suele ser simple testigo. Pero también existe peligro de contaminación en los desechos de muchas industrias que están cerca de los centros urbanos; y ni hablar de la contaminación que produce la minería a cielo abierto, aparentemente indispensable para la obtención de uranio (tema que será tratado en un capítulo específico); las, siempre materia de debate, antenas de telefonía celular; o inclusive algunos electrodomésticos aparentemente inofensivos como los hornos a microonda; la contaminación del ganado que pastó en tierras afectadas; y los percances por la carencia de agua, dada la cantidad que se utiliza en esos procesos; etcétera. Cómo enferma la radiación Como ya hemos dicho, de toda la radiación que hay sobre el planeta (no olvidemos que inclusive el cuerpo humano contiene 78

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elementos químicos ínfimamente radiactivos), sólo es perniciosa la llamada radiación ionizante. Ésta tiene la suficiente energía como para desprender un electrón del átomo que colisiona y hasta destruir su núcleo. O sea, modifica aquello que toca, generando mutaciones atómicas. Dichas mutaciones pueden tener distinto grado de importancia según el tipo de radiación que las haya tocado, ya que existen tres tipos: alfa, beta y gamma. Las partículas alfa son las menos peligrosas, ya que por su baja densidad no pueden atravesar ningún sólido. Una tela basta para detenerlas. De todos modos, sí son pasibles de ser ingeridas o inhaladas, y una vez en el organismo humano pueden producir, según su cantidad, múltiples enfermedades respiratorias, entre las que se incluye el mortal cáncer de pulmón. Las partículas beta son mucho más veloces y pequeñas, lo cual las hace potencialmente más peligrosas. Cuando son emitidas por un átomo moribundo, por ejemplo, logran desplazarse varios metros, lo cual, en su proporción atómica, es todo un universo; y si bien pueden ser detenidas por muchos materiales sólidos, son capaces de atravesar la ropa y la piel, provocando daños y quemadura en los tejidos, como avanzada de lo que vendrá luego: la enfermedad por contaminación. Los rayos gamma, en cambio, son letales. Su altísima energía, sumado a que no poseen masa les permite desplazarse a través de casi todas las formas de la materia. Sólo el plomo y el concreto (en grandes cantidades) consiguen detenerlos. Y si una persona se ve expuesta a ellos, la atravesarán de lado a lado detonando toda su actividad molecular. Afectan desde los tejidos de la piel hasta la médula ósea, como si el cuerpo fuera atravesado por una metralla de locura atómica. La cantidad de radiactividad necesaria para afectar la salud de un ser vivo no es una cifra fija, sino la resultante del total de radiación recibida cualquiera sea su origen, con las pequeñas variaciones que presentan los distintos tipos de organismos. En general se la expresa en una unidad llamada sievert (Sv), que mide la cantidad y el tipo de energía recibida. Si una persona recibe 0,75 sieverts es probable que sufra náuseas y una notable baja en su sistema inmunitario. Si la dosis fuera de 3 sieverts, 79

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la persona requeriría inmediata atención médica, pero podría salvarse si esa atención llegara a tiempo. En cambio, ante una radiación de 10 sieverts la muerte sería inevitable, y por cierto no muy serena. Las radiaciones más altas, sufridas por técnicos u obreros durante los accidentes, producen el deceso en pocas horas; una muerte terrible en que el cuerpo virtualmente estalla y se deshace. Las enfermedades Pero sin llegar a extremos tan dramáticos, si la agresión no fue tan drástica, el cuerpo tiene mecanismos de reconstrucción de las células afectadas. Los órganos más vulnerables son la tiroides y la médula ósea, ya que al estar sus células en permanente estado de reproducción necesitan asimilar yodo; el cual extraen de la dieta. Ante una situación de contaminación no logran diferenciar el yodo normal del yodo radiactivo y lo absorben. Por eso, luego de la catástrofe de Fukushima las autoridades repartían pastillas de yodo entre la población. La idea era que al saturar el cuerpo de esa sustancia, la tiroides y la médula ósea no absorbieran el yodo radiactivo que le llegaba por vía aérea, causa directa del cáncer de tiroides o de médula. Es una lástima que el sistema que funcionó en Fukushima no hubiera sido descubierto cuando tuvo lugar la explosión de Chernobyl. Las consecuencias no hubieran sido tan terribles. La lista de enfermedades que eventualmente puede producir la contaminación radiactiva en verdad intimida. A eso hay que sumar que, muchas veces, sobre todo cuando hablamos de la emisión (digamos que accidental) producida por la industria, los síntomas de una epidemia se revelan tardíamente. Si una población es afectada eso se hará evidente recién cuando el número de enfermos sobrepase holgadamente la medida normal para ese tipo de dolencia en un determinado lapso. Para ello tiene que transcurrir bastante tiempo, y la prueba de causa es una gran cantidad de personas irreparablemente infectadas. Para ese momento, las consecuencias son escalofriantes. 80

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Esto ha generado que, de cada incidente de estas características, existan siempre dos o más versiones contrapuestas en cuanto a su gravedad. Por un lado, los ecologistas son implacables hasta el paroxismo. La radiactividad está en todo, o casi todo. El ciudadano común es agredido permanentemente en su salud física y psíquica por alimentos, polución, combustibles, medicamentos. Lo peor del discurso cuasi fanático de los ecologistas es que es muy probable que tengan razón. Sin embargo, al otro lado de la línea existe toda una escuela científica que afirma que los riesgos de enfermar por radiación son mínimos. Que el hombre actual convive de manera natural con altos índices de radiación (que seguramente antes no existían) que no llegan a ser perniciosos para la salud. Y existe una escuela de científicos ecologistas que afirma que la energía nuclear es el único camino viable para proveer de manera segura y limpia una sociedad que crece desaforadamente, y sin duda tienen razón, siempre y cuando se atienda toda la problemática que iremos exponiendo en estas páginas. Hasta el momento, la contaminación irrefutable (siempre estamos hablando de radiactividad y no de desechos químicos en general) es la que deviene de los accidentes en plantas nucleares. En ese sentido las secuelas del accidente de Chernobyl resultan en un verdadero catálogo de patologías. Entre sus víctimas (contando entre éstas a los habitantes de zonas aledañas) se han registrado numerosos casos de cáncer de tiroides, leucemia, tuberculosis, enfermedades del sistema endocrino, nervioso, digestivo, cardiovascular, cataratas y, en menor medida (aunque hablando siempre de índices altísimos), cáncer de hígado, huesos y recto, estos últimos detectados sobre todo en niños. Accidentes nucleares Ahora bien, ¿con cuánta frecuencia ocurren los accidentes nucleares? Este es un dato importante para los defensores del uso de generadores atómicos. Sobre todo porque los perjuicios hasta 81

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ahora resultantes, obviamente, son ínfimos frente a las espeluznantes cifras de víctimas de accidentes de tránsito, enfermedades de transmisión sexual, violencia urbana, etc. Veamos una breve reseña de los accidentes nucleares más importantes, entre los difundidos, que han ocurrido desde mediados del siglo XX al día de hoy. La saga conocida de los accidentes nucleares comenzó junto con las primeras plantas de energía. Esto evidencia que dichas plantas comenzaron a funcionar mucho antes de que se conociesen a fondo las necesidades de seguridad. Éstas, en verdad, se desarrollaron a medida que surgieron los accidentes. Y en ese caso digamos que la naturaleza, pródiga como siempre, no ha escatimado accidentes a fin de que el hombre pudiera diseñar normas de seguridad que luego infringiría. ••

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El primero de que se tiene noticia ocurrió en Canadá en 1952, cuando el núcleo del reactor comenzó a fundirse. No hubo víctimas directas, pero seis años después, cuando la planta se incendió completamente, hubo importantes fugas radiactivas. El 30 de septiembre de 1957 estalló una central secreta en la Unión Soviética: la Mayack, en los montes Urales. El gobierno tuvo serias dificultades para ocultar los 200 muertos que causó el incidente en sí, pero directamente no pudo disimular la evacuación compulsiva de 10 mil personas ni las decenas de miles que quedaron expuestas a la radiación. Un mes después le tocó al Reino Unido. El incendio de una planta en Liverpool produjo una fuga radiactiva que contaminó 300 km2. Luego hubo un período de calma hasta 1961, cuando una falla en la planta de Idaho Falls, en Estados Unidos, terminó con la vida de 3 técnicos. El 7 de agosto de 1979 estalló otra planta secreta, en Estados Unidos. Y cuando las plantas secretas estallaban, obviamente, dejaban de serlo. Así se conoció ésta, en Erwin, Tennessee, Estados Unidos.

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El 8 de marzo de 1981, en la planta de Tsuruga, Japón, se produjo una fuga de agua radiactiva a la que quedaron expuestas 300 personas. El 26 de abril de 1986, se produjo el accidente de Chernobyl, Ucrania, que en seguida trataremos más en detalle. En 1987, una cápsula de cesio 137 produce una fuga causando 4 muertos y 240 heridos. Ocurrió en Goiania, Brasil. El 30 de septiembre de 1999, hubo un accidente en Japón, en la Prefectura de Tokaimura. El reactor nuclear de una empresa privada sufrió una fuga de uranio que provocó la muerte de 2 operarios y afectó a más de 400. El 6 de abril de 1993, en la Unión Soviética, explotó otra planta secreta, dedicada al reprocesamiento de combustible nuclear. Un contenedor con una disolución de uranio contaminó unos 1.000 km2. El 9 de agosto de 2004, 5 trabajadores murieron, por causa de un escape de vapor en la planta de Mihama, Japón. El 8 de Abril del mismo año una fuga de gas en una central nuclear de Pakistán obligó a la evacuación de toda la población en un radio de 16 km. En Fukushima, Japón, el 11 de marzo de 2011, se dio una catástrofe que por su magnitud, también trataremos con más detalle en las próximas páginas.

Chernobyl La importancia de este accidente radica tanto en su magnitud específica (fue el de mayor gravedad hasta ahora) como en lo que representó para la Humanidad. Si con la explosión de Hiroshima el hombre descubrió que ya poseía la capacidad de destruir la vida sobre el planeta, con Chernobyl adquirió conciencia de que esa destrucción no necesariamente debía provenir de una 83

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situación de guerra, sino que podía ocurrir accidentalmente, debido a una catástrofe natural o la impericia de un grupo de empleados inexpertos, distraídos, abúlicos o mal dormidos. Fue un doloroso despertar, con cientos de muertos, heridos, miles de evacuados y una nube radiactiva cuyo alcance todavía no llega a ser precisado. Pero vayamos a los hechos tal como sucedieron. El mecanismo de una planta nuclear es una operación muy rudimentaria, pero a la que se arriba a través de miles de procesos complicadísimos. Básicamente, esto que en parte ya explicamos, sucede así: en un gran estuche a prueba de radiación se juntan barras de uranio que al acercarse producirán la fisión nuclear entre sí, calentando una cantidad de agua como si fueran los quemadores de un calefón. La magnitud de esta fisión está controlada poniendo en el medio una especie de biombo antiradiación, que impide que haya intervención entre las barras. Ese biombo se levanta para que las barras de uranio se bombardeen mutuamente, produzcan calor y se caliente el agua que impulsa la turbina. Cuando la temperatura ha subido demasiado se bajan las barras, y el uranio deja de reaccionar. No parece complicado. Los reactores están provistos de enfriadores de emergencia que actúan con la misma energía eléctrica circulante en el reactor. La prueba consistía, en este caso, en saber cuánto tiempo podrían funcionar estos enfriadores en caso de un accidente o una baja de energía que anulara el suministro de electricidad provisto por el reactor. Para ello, los técnicos desconectaron los mecanismos automáticos de emergencia y comenzaron a bajar las barras de control a fin de llevar al reactor al nivel mínimo de actividad. Cuando la temperatura bajó demasiado se produjo un fenómeno llamado “envenenamiento por xenón”. El xenón es uno de los gases resultantes de la fisión y tiene la particularidad de absorber neutrones, con lo cual inhibe la fisión. Su incidencia es casi nula cuando el reactor trabaja a pleno, pero cuando se baja demasiado la reacción, el xenón inunda la bóveda e impide el funcionamiento del reactor por varios días.

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Cuando los técnicos bajaron la temperatura del reactor notaron que éste se inundaba de xenón. Esto podía causar su detención total, así que decidieron aumentar la reacción rápidamente. Para ello retiraron las barras de contención en forma manual. Pero sin los controles automáticos no notaron la virulencia de la reacción que estaban provocando. Baste decir que de las 170 barras de acero al boro que forman la reja protectora, como mínimo debía haber 30 en funcionamiento, pero los operarios, en su apuro, no dejaron más que 8. El resultado fue un inmediato y descontrolado aumento de la temperatura del reactor. Entonces quisieron bajar de nuevo las barras de control, pero ya el calor las había deformado y todo el mecanismo se trabó. Como medida desesperada, directamente retiraron los frenos de las barras de control para que cayeran por su propio peso, pero algunas se trabaron, otras se partieron y cayeron al fondo del reactor. La reacción se descontroló. Se produjo una enorme nube de hidrógeno que estalló, volando la gigantesca tapa del reactor, de 100 toneladas, y lanzando una nube incandescente de gases radiactivos directamente hacia el cielo abierto. Y todo esto ocurrió en un lapso de 48 horas. Durante dos días y dos noches, los técnicos habían tratado desesperadamente de domar a la fiera desatada, sin poder evitar la explosión final y el desencadenamiento de la tragedia. Murieron allí, en el momento de la explosión y en los días siguientes, por exposición directa a la radiactividad, 31 personas. En su mayoría fueron técnicos de la planta y los primeros bomberos que intentaron controlar el siniestro. A partir del momento en que la fuga se dispersó en la atmósfera la suma total de víctimas ha sido, y sigue siendo, motivo de polémica y análisis. Entre los 4 mil asumidos por el gobierno y los 200 mil denunciados por la asociación ecologista Greenpeace, hay una brecha de información que es muy difícil de llenar. Es una especie de vacío en el conocimiento que de algún modo señala que frente a las víctimas de la radiación, hay que considerar un nuevo modo de evaluar los daños masivos a nivel global. La dispersión del humo de Chernobyl fue tan extensa que se detectaron partículas hasta en California, Estados Unidos. 85

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El tan temido ataque nuclear comunista que nunca se produjo durante la Guerra Fría, bien pudo haber sido concretado por un simple accidente de la Rusia posperestroika. Afortunadamente la radiación que llegó a atravesar el océano Pacífico y llegó al Nuevo Continente no conservó niveles importantes de toxicidad, pero las partículas allí estaban, y fueron detectadas. De lo que nadie duda es que las emisiones radiactivas que cubrieron toda Europa sí provocaron aumentos en las estadísticas de muerte por cáncer de varios países. El tema es que al ser una medición tan global, es imposible determinar exactamente qué porcentaje puede ser directamente aplicado a la tragedia ucraniana. Y, como se verá a continuación, pese a que las cifras no llegan a revestir importancia en relación a la población total de una región, siempre estamos hablando de miles, decenas o centenas de miles de personas afectadas. Y si nos permitirnos salir por un momento del rigor objetivo que requiere cualquier análisis, cuando entre esos miles contabilizamos criaturas menores de 10 años de edad, que enferman y mueren de cáncer de tiroides, por ejemplo, el valor específico de las cifras se multiplica. No hay manera de quitarle gravedad a la muerte de un niño, y ni qué hablar de centenares o miles por un error humano en un reactor nuclear. La sombra que escapó de Chernobyl no se esparció como una nube uniforme y predecible. Esto hubiera permitido prever su itinerario y tomar los recaudos necesarios: evacuaciones, medicina preventiva, etc. Pero no. La contaminación se esparció como si fueran burbujas, en bolsones radiactivos que se desplazaban erráticamente según las condiciones meteorológicas y se desplomaban aquí o allá sobre la tierra como una plaga, una nube de langostas invisibles para la cual no hubo barreras. Se sabe que el 60% del material contaminante se descargó sobre Ucrania, Rusia y, sobre todo, Bielorrusia. En ese pequeño país agrícola con 10 millones de habitantes, que no poseía ninguna planta de energía nuclear, la contaminación destruyó más de 400 aldeas; 1 de cada 5 habitantes vive allí en tierras contaminadas. Esto incluye unos 700 mil niños. Al respecto, hoy luchan por sobrevivir 300 mil hombres y mujeres

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jóvenes, que fueron niños al momento de la tragedia, y padecen una o más variedades de cáncer. Por su parte, veintisiete años después de la tragedia, Unicef denuncia que siguen incrementándose los daños hereditarios en la población infantil. Enfermedades del sistema nervioso y el aparato circulatorio, anemias, diabetes y malformaciones congénitas, afectan a las nuevas generaciones de niños como si el cataclismo se hubiese producido ayer. Fukushima, cuando la serpiente se muerde la cola La catástrofe de Fukushima, en Japón, del 11 de marzo de 2011, fue la segunda en importancia después de Chernobyl. Por ser tan reciente (este libro se está redactando sólo dos años después), aún no se tienen datos precisos de las consecuencias a mediano y largo plazo. Pero lo que hay basta para dejar algunos datos muy inquietantes. El reactor había comenzado a funcionar en 1971, luego de tres años de construcción, y resulta por demás extraño que en cuarenta años, nadie haya notado que, pese a estar en una zona de riesgo de tsunamis, no contaba con un muro de contención adecuado. Cuando en toda la ciudad las normas de seguridad indicaban la posibilidad de recibir olas de más de 36 metros de altura, la planta atómica tenía un muro de contención que no pasaba de los 6 metros. Al momento del sismo, tres reactores dejaron de funcionar automáticamente. Pero en otros se dañaron los sistemas de refrigeración, y se produjo el fundimiento de combustible. Cuando se conectaron las bombas diésel para evitar el sobrecalentamiento, llegó la ola y, tras superar ese muro sólo simbólico, inundó salas de maquinarias y de controles fundamentales, que también, en otro alarde de ineficiencia del Primer Mundo, estaban emplazadas en zonas inundables, contra toda recomendación. Las bombas se detuvieron y enseguida se registró una fusión de núcleo en tres de los reactores. Siguió la explosión. Mientras la ciudad se ahogaba, su corazón radiactivo comenzó a estallar, 87

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más precisamente el tanque de contención de uno de los reactores. Las consiguientes explosiones de hidrógeno destruyeron los techos de las instalaciones de otros dos reactores, mientras comenzaban a incendiarse los demás. La pileta donde se mantenía refrigerado el combustible usado se vació y éste comenzó a levantar temperatura sin que nada lo atenuase. También entonces se descubrió que Fukushima usaba uno de los combustibles más tóxicos, de los menos recomendados por los protocolos internacionales; se trataba del mox, una peligrosa mezcla de uranio y plutonio. Los trabajadores fueron los primeros en sufrir la radiación. Pero el gobierno reaccionó muy pronto: se evacuó personal, se erradicaron pobladores, se tomaron decisiones pésimas. Desde el inicio de la crisis se había liberado una cantidad no determinada de material radiactivo a la atmósfera con la intención de aliviar la presión en los reactores. Una gran grieta en la estructura de uno de los reactores provocó el derrame de una enorme cantidad de material radiactivo directamente en el mar. No vale la pena enumerar todas las instancias de la catástrofe. Fukushima no tuvo, hasta el momento, gran cantidad de víctimas mortales directas, y aún están en observación sus consecuencias a largo plazo en la salud de la población. Pero nos trae en cambio dos datos inquietantes de cuyo análisis depende gran parte de la respuesta (o tal vez sería mejor decir la serie de preguntas) que este libro intenta esbozar. El primero es que, al día de hoy, segunda década del tercer milenio, en una potencia económica y tecnológica como Japón, célebre por su eficiencia, responsabilidad y sentido del deber, y con experiencia, las cosas se hacen mal. Sin ni siquiera asomarnos al espinoso terreno de las sospechas de corrupción, los simples errores humanos de previsión, procedimiento y emergencia, pueden incurrir en una cadena de malentendidos y torpezas que darán como resultado una catástrofe masiva. El segundo dato no es ni lejanamente tan certero, pero nos abre paso hacia una nueva incertidumbre, cuyos alcances sólo serán mensurables cuando el número de víctimas sobrepase los 88

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datos más pesimistas, y debamos advertir que algo nuevo y malo está sucediendo, como decíamos páginas atrás que suele suceder con las epidemias producidas por contaminación. Y es que existen versiones, no comprobadas todavía, de que el terremoto que derivó en el Tsunami pudo haber sido provocado por explosiones nucleares submarinas realizadas secretamente por el propio gobierno japonés. Para los científicos más ortodoxos esto no tiene ningún asidero. En general sostienen que ninguna explosión nuclear ha tenido la energía suficiente como para provocar un desplazamiento de las capas terrestres. Pero también sabemos que, más allá de la ortodoxia científica, en algunas pruebas nucleares se han registrado irrevocablemente movimientos sísmicos posteriores. Y a nadie le consta que los popes de la ciencia dispongan absolutamente de toda la información necesaria, ya que los gobiernos tienen la costumbre de realizar sus experimentos bélicos más secretamente cuanto mayor es su poderío o riesgo de daño colateral. La hora del Hombre Común El paisaje se ensombrece todavía más si pensamos en las pruebas nucleares que se realizan todo el tiempo, ya sea en cámaras subterráneas o directamente en la atmósfera, que son las más peligrosas. Sucede que aunque los países desarrollados (pioneros en el uso de este tipo de energía) lleven a cabo sus pruebas con todos los resguardos, o siquiera de manera secreta, hoy algunos países en desarrollo han adoptado la vieja modalidad de probar armas nucleares a cielo abierto, como forma de amenaza a sus eventuales enemigos. Este tipo de pruebas son tan peligrosas como las de antaño. Provocan envenenamiento de las napas, con la consecuente contaminación de las tierras de pastoreo, que afecta muy especialmente a las vacas cuya infección llega directamente a los niños, cuyas tiroides son mucho más susceptibles de verse afectadas que las de un humano adulto. 89

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De todos modos, esta mera sospecha nos ubica frente a una situación muy incómoda: que vivamos en un mundo donde las pruebas nucleares desencadenen cataclismos naturales que a su vez provoquen accidentes nucleares. Así, y no es nada exagerado enunciarlo, el mundo quedaría atrapado entre dos contingencias nucleares y un desastre natural. La Humanidad ya no necesitaría de las guerras para autodestruirse. Pero insistimos en que revertir esta situación se trata de una tarea obligatoria. Y el Hombre Común puede y debe hacerlo. Sobre los gobernantes o los grupos de poder económico, el ciudadano siempre puede incidir mediante la estrategia del boicot. Si vive en un país capitalista democrático, puede operar a través de su voto, positivo o negativo; si el abuso sucediera en países de corte totalitario, la cuestión se complica un poco más. Pero los medios de comunicación actuales permiten el armado de redes solidarias internacionales que, a veces, pueden ejercer presión hasta modificar la actitud de los gobiernos. Claro que también es cierto que para lograr un estado de situación semejante, se debe crear otro enfoque de la ciencia y la economía atómicas. Más consciente de los riesgos, solidaria y dispuesta a actuar inmediatamente apenas se detecte algún problema. También es deber de los gobiernos controlar la actividad privada cuando ésta implica un riesgo para la población. Y aquí nuevamente es el ciudadano, con todas las maneras posibles de manifestarse, el que se debe ocupar de que su voz tenga alguna incidencia sobre lo que hacen los factores de poder. En definitiva, retomando el ejemplo del Mago de Terramar con que comenzó el capítulo, debe ser el Hombre Común quien enfrente y controle a su propia parte oscura. Sólo de ese modo, la energía nuclear dejará de ser una hendidura entre la vida y la muerte.

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Capítulo 6

Materia prima y residuos

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“La desintegración de un solo átomo radiactivo es observable (emite un proyectil que produce un centelleo visible en una pantalla fluorescente). Pero dado un átomo radiactivo individual, la probable longitud de su vida es mucho más incierta que la de un gorrión sano. En efecto, no puede decirse nada más que esto: mientras vive (y esto puede ser durante miles de años) la probabilidad, sea grande o pequeña, de estallar en el próximo instante, permanece intacta.” Erwin Schorödinger, físico austríaco

La energía atómica y su relación con la civilización de princi-

pios del siglo XXI podría resumirse en uno de los más antiguos y paradójicos refranes que todavía se escuchan por el mundo: “No puedo vivir sin ella, no soporto vivir con ella”. Hemos visto que existen motivos de sobra para defender el uso de energía nuclear. De hecho, es muy difícil tratar de imaginar un mundo donde se elimine todo mecanismo o producto en cuyo desarrollo no se la utilice. Además, el mundo sigue cambiando a cada momento, y los teóricos de las energías alternativas no han encontrado realmente medios capaces de conformar a una sociedad superpoblada, encadenada a un sistema económico mediante la fascinación de millones de artilugios tecnológicos que no hacen más que crear necesidades allí donde no las había. Por otra parte sabemos que la combustión fósil tiene los días contados. La actitud, en general, parece ser “usemos cuanto queda antes de que se acabe”. Una reacción tan inmadura y suicida que parece que la Humanidad estuviera viviendo una adolescencia tardía. Pero, más allá del inminente agotamiento de los combustibles arqueológicos, con sólo observar cómo se manejan las instituciones de poder (léase gobiernos, mercados, religiones) resulta evidente que es muy poco probable que la producción de energía nuclear desaparezca por completo. Este punto de vista, lo sabemos, se encuentra en las antípodas de lo que desearía

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cualquier ecologista que se precie de tal. Pero, de momento, y a manera especulativa, nos situaremos del otro lado de la línea. Si propiciamos la energía nuclear, debemos estar en condiciones de pararnos sobre el fiel de la balanza y mirar la realidad con el coraje necesario para detectar todas las desventajas de la industria atómica. Así, tal vez logremos definir a ciencia cierta de qué manera se podría desarrollar, cuáles son sus posibilidades reales, qué límites exigir para su explotación y cómo hacer que se los respete más allá de la voracidad comercial del sistema. Hasta ahora hemos visto algunas de las consecuencias que acarrea el mal uso de los recursos nucleares y allí queda clarísimo que todo es desventaja. Pero es necesario que lleguemos un poco más lejos y enfrentemos que el buen uso (esto es: en medicina, generación de energía, manipulación de alimentos, etc.) también acarrea una cantidad de inconvenientes gravísimos. Porque desarrollar tecnología nuclear, aún en el mejor de los mundos posibles, implica enfrentar dos problemas que aún no tienen solución: la procura de combustible para los reactores, esto es, las barras de uranio cuya obtención y refinamiento implica procesos casi tan contaminantes como un accidente nuclear; y, por supuesto, el viejo dilema de qué hacer con los desechos radiactivos. Un problema que no es sólo del presente sino que se extiende hasta un futuro lejano (estamos hablando de residuos que serán peligrosos hasta dentro de cientos de miles de años), y que se está resolviendo de la manera más burda: creando ataúdes, fosas y depósitos que durarán 10 mil años en el mejor de los casos, aunque muchos ya sufren pérdidas o fisuras que afectan el medio ambiente, minuto tras minuto y año tras año. Por más optimistas que queramos ser, por más énfasis que pongamos en el control ciudadano y la participación para asegurarnos un mañana más limpio, debemos estar informados adecuadamente y saber que la energía nuclear es un gigante que se sostiene sobre dos frágiles talones de Aquiles: lo que cuesta obtener su combustible y lo que implica guardar sus residuos, factores imprescindibles a la hora de evaluar todo esfuerzo. 94

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Obtención de combustible nuclear El problema del uranio Uno de los argumentos más sólidos en defensa de la industria nuclear es la cantidad de energía que es posible generar a partir de un gasto de combustible que resulta mínimo en comparación con las cantidades de petróleo, gas o carbón que requiere la energía fósil. Pero este argumento sigue adoleciendo del mismo vicio de conveniencia a corto plazo con que se toman todas las grandes decisiones a nivel energético. Es cierto que un reactor produce increíbles cantidades de calor a partir de un mínimo de combustible. Esto es: 1 kg de uranio produce la misma energía que 200 toneladas de carbón. Pero, ¿cuánto cuesta obtener ese combustible?; ¿a qué costo se lo elabora? Hasta el momento, todo combustible nuclear conocido depende de un mineral: el ya harto mencionado uranio. Éste se encuentra en la naturaleza generalmente a unos 20 o 25 metros de profundidad, y su función aparente en el sustrato rocoso es la de mantener la temperatura del planeta a través de la generación de calor mediante su desintegración. Mientras está sepultado es estable, pero al tomar contacto con el aire se vuelve inestable y emite ondas radiactivas sumamente perniciosas para los seres vivos. Un inconveniente no menor, pero perfectamente subsanable a través de un procedimiento cuidadoso y responsable. Algo que en general no se cumple. Pero vayamos por orden. No todo el uranio es fisionable en un reactor. El único 100% aprovechable es el uranio 235 (U235). (Recordemos que la nomenclatura 235 deviene de la suma de elementos del núcleo: 92 protones y 146 neutrones). Además existen otras nomenclaturas como el uranio 238 y el uranio 234, que también es relativamente utilizable. El siguiente problema es que el U235 es sumamente escaso, en una proporción de 1% contra 99% de U238, que es el que más abunda. Esto hace que para obtenerlo se deban procesar grandes extensiones de tierra. Y es entonces cuando entramos 95

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de lleno en el problema del uranio: el daño que acarrea su extracción y refinamiento sobre el medio ambiente. La minería de uranio presenta varias etapas bien diferenciadas: estudios de potencialidad uranífera del terreno, exploración, extracción, tratamiento y recuperación. Una vez establecida la presencia del mineral en un terreno determinado, se busca establecer las zonas de mayor concentración. Luego se explora más en detalle y, tras identificar las formaciones rocosas más ricas en el mineral, se elabora un mapa a partir del cual se confeccionará un cálculo de viabilidad del proyecto. Una vez que se ha decidido llevar a cabo la extracción y se ha diseñado la estrategia, se da comienzo al llamado ciclo del combustible nuclear. Extracción del uranio Los métodos de extracción son muy diversos, pero la mayoría se realiza mediante dos métodos: la minería subterránea o la minería a cielo abierto. El uranio se encuentra en muy baja proporción en la roca, apenas un 0,1 o 0,2 del total de la formación. Esto hace que para obtener, por ejemplo, 2 kg del mineral, se deba procesar una tonelada de roca. El desperdicio es entonces enorme y está constituido en su mayor parte por las llamadas colas de mineral, esto es, la roca de la que se ha extraído el uranio; y por los estériles de mineral, fragmentos en los que la concentración era tan baja que no fueron aprovechables. Estos residuos consisten en enormes cantidades de roca triturada que, sin embargo, sigue poseyendo las mismas sustancias altamente radiactivas que poseía originalmente: torio, radio y potasio, entre otras. En el caso de la minería subterránea, el proceso de trituración del mineral se lleva a cabo directamente en el yacimiento. Allí el material es livixiado (infiltrado) con una solución de ácido sulfúrico que arrastra las partículas de uranio. La pasta resultante se deja secar y así se obtiene la denominada torta amarilla, que posee alrededor de un 75 de U308, el cual se utiliza para preparar las barras de combustible nuclear. En los últimos años se ha logrado, mediante la utilización de ácidos y sustancias alcalinas, la lixiviación in situ, en la cual 96

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se filtra directamente el mineral de su depósito natural. Este método reduce considerablemente el impacto en el medio ambiente, ya que se evitan las colas y acumulaciones de estériles. Pero, en cambio, produce una importante contaminación en las napas subterráneas y acuíferos circundantes. Asimismo se corre el riesgo de que, ante la menor falla, se produzcan considerables derrames de sustancias ácidas en la superficie. Por otra parte, la minería a cielo abierto requiere de enormes cantidades de agua que resultará absolutamente contaminada y difícil de controlar. De esta manera parte del uranio decaído y sus contaminantes asociados son liberados al ambiente a través del aire, el agua superficial y los acuíferos subterráneos, produciendo un daño sin atenuantes en la tierra y las poblaciones cercanas. Son los llamados drenajes ácidos de minería (DAM), que suelen originarse de manera aleatoria en cualquier punto de las instalaciones (cavas, grietas, depósitos), conservan su capacidad radiactiva durante décadas y pueden recorrer largas distancias río abajo. Este es, extremadamente simplificado, el proceso el extracción de uranio. Pero, más allá de la simple enumeración de procedimientos y compuestos, está el testimonio de los trabajadores de las minas y los habitantes de las poblaciones cercanas. Problema social y costo del agua La minería subterránea, como ya dijimos, produce altos niveles de contaminación en las cuencas acuíferas subterráneas y una considerable cantidad de residuos radiactivos que suelen ser almacenados precariamente a la sombra de las montañas. La minería a cielo abierto es aún más agresiva. Se emiten gases como el radón, el torio y el radio; todos altamente tóxicos. Además, como ya hemos dicho, utiliza enormes cantidades de agua dulce, un bien universal cada vez más escaso, y traslada la contaminación muy lejos, a través del cauce de los ríos, la pastura del ganado, las tierras de siembra y el aire que se respira. La cruel paradoja consiste en que las zonas mineras, suelen estar lejos de las grandes urbes, cerca de poblados donde 97

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la principal fuente laboral pasa a ser, justamente, el trabajo en las minas. La cría de ganado y el cuidado de la pastura suele ser un negocio menor para abastecer a los habitantes locales. Y, en muy poco tiempo todos empiezan a sufrir las consecuencias. Un entrevistado oriundo de San Luis, provincia cordillerana de la República Argentina, manifiesta que desde la instalación de un yacimiento uranífero, el agua de la zona ya no sólo ha dejado de ser apta para el consumo, sino que tampoco se pueden bañar con ella. Los habitantes sufren todo tipo de alergias y enfermedades respiratorias y de la piel. Y, sin embargo, la presencia de la mina de uranio les ofrece un trabajo seguro y bien remunerado, allí donde antes no había nada. Así los pobladores prefieren disimular, o incluso ocultar los síntomas de su intoxicación para no dar pie a que intervengan los grupos ambientalistas que intentan combatir la actividad. Según sus propias palabras: “Todo el mundo se queja de la mina y del deterioro ambiental, todos están o han estado enfermos, pero si se convoca a una protesta social contra la empresa minera, nadie se hará presente. Prefieren tener el dinero en la mano aunque luego tengan que gastarlo en su salud”. Los animales se mueren, la leche, la carne y el agua se envenenan. De momento, no les importa. La gran mayoría aspira a trabajar un par de años, juntar bastante dinero e irse a vivir lejos. Pero pocos pueden cumplir este sueño. En los países en vías de desarrollo un trabajo bien pago no es algo que se abandone. Aunque el mismo implique alimentarse cada día de grandes porciones de enfermedad. Otro de los cuestionamientos, cuya respuesta es deuda por parte de los productores de combustible nuclear, es el costo del agua dulce que se sacrifica en todo el proceso. Y aquí entramos en uno de esos cálculos que los mentores del lucro inmediato no pueden ni quieren resolver. ¿Qué es más necesario?; ¿qué es más importante de medir y preservar: el uranio o el agua potable? La respuesta es tan simple que casi parece pueril. El hombre 98

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posee la inteligencia y la tecnología para seguir dando vuelta las piedras en busca de nuevas y más lucrativas fuentes de energía. Pero cuando el agua dulce se acabe, nada la reemplazará. Durante el proceso de minería de montaña no sólo se contaminan cuencas y ríos, también se destruyen glaciares, verdaderas reservas de agua potable a largo plazo. Y lo peor es que son pérdidas irremediables. Pero claro, las grandes empresas mineras traen ocupación laboral, inversión tecnológica, innumerables negocios y servicios satelitales, contratos ventajosos con los gobiernos locales, promesas de progreso. Ningún gobierno se atreve a truncar semejante negocio para sus posibles votantes. En cambio, el del agua es un problema a mediano o largo plazo. Muchos hasta piensan que es un problema a futuro. Y en ese futuro probablemente habrá otros gobernantes. Que se arreglen ellos con la sequía global. Hasta aquí tenemos un inconveniente importante. Ya no se trata sólo de que el reactor funcione correctamente sin que haya errores humanos, catástrofes naturales o ataques terroristas que lo perturben. Para que el reactor funcione, es necesario agredir al medio ambiente de manera brutal, mediante un proceso caro y engorroso que presenta todo tipo de fisuras en cuanto al riesgo de contaminación ambiental. Y después de toda esta secuencia (que por sí misma implica daño ambiental, denuncias, poblaciones afectadas, cortes de ruta, gente enferma, confrontación política y represión), lo que se obtiene son algunas pequeñas barras de combustible que van a alimentar un reactor. Claro que para el ritmo de la vida moderna, el consumo de energía eléctrica y el volumen de los negocios que nacen y mueren en un mundo dominado por los mercados, la relación entre 1 kg de uranio y 200 tn de carbón merece ese sacrificio y mucho más. Dicen que es necesario mirar a futuro. Pero la mirada a futuro del capitalismo es parcial y alevosamente selectiva. Porque en el caso de la energía nuclear, al menos por ahora, la proyección a futuro no parece detenerse demasiado en ciertos problemas, como el de los residuos radiactivos, que analizaremos a continuación. 99

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Residuos Nucleares Una extraña luz azul El 13 de septiembre de 1987, dos ladrones de chatarra ingresaron en una clínica abandonada de Goiania, ciudad de Brasil, de donde extrajeron un aparato de teleterapia. No era un mal botín, muchos kilos de plomo que cargaron en una carretilla. Al desarmarlo extrajeron de su interior una cápsula de no más de 5 cm de diámetro por 4 de largo, en uno de cuyos extremos había una pequeña ventana de un cristal muy duro. Dos días después comenzaron a sentir náuseas y decaimiento general y se lo atribuyeron a alguna de las ingestas de esas últimas horas. Todavía no sospechaban que estaban a horas de comenzar a sufrir quemaduras espontáneas en la piel. Antes de eso intentaron infructuosamente abrir la cápsula hasta conseguir romper a martillazos esa extraña ventanita de vidrio. Fue entonces cuando observaron con sorpresa que del interior de la cápsula surgía una profunda luz azul. Los ladrones habían abierto sin querer una cápsula de cesio 137, y se estaban exponiendo a dosis sumamente tóxicas de radiactividad. Dos días después le vendieron la cápsula a un chatarrero quien durante varios días invitó a sus amigos a casa para mostrarles la maravillosa linterna mágica que había adquirido. Hasta intentó vanamente extraer el material brillante para hacerle un anillo a su esposa. Finalmente su hermano logró romper la cápsula de plomo y acceder al polvo que emitía esa luz azul. Tanto era su entusiasmo que se pintó una cruz en el abdomen con la sustancia y no advirtió que gran cantidad caía sobre el patio de tierra, donde su pequeña hija solía comer sentada. La niña también se untó el cuerpo con la maravillosa materia fluorescente y se lo enseñó a su madre. Brasil no poseía en ese entonces reactores nucleares. La cápsula había sido extraída de un instrumento medicinal que había permanecido dos años arrumbado en una clínica abandonada que servía de dormitorio a drogadictos e indigentes. 100

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La esposa del chatarrero fue la primera en relacionar los alarmantes síntomas que sufría todo el barrio y la muerte de sus pequeños animales de granja con esa barrita de metal y el polvo azul que caía de su interior. Por eso los guardó en una bolsita y se lo mostró al veterinario del barrio. Por consejo de éste, se dirigió luego a un hospital en un autobús atiborrado de gente. El polvillo seguía emitiendo silenciosamente su letal veneno. A poco más de un mes de que el cacharro fuera sustraído, comenzó a morir gente. Los primeros fueron un muchacho y una chica de 19 y 22 años, respectivamente. El 23 de octubre murió también la esposa del chatarrero (a quién el hombre le quería regalar el anillo azul) y su sobrina, esa niña de 6 años que había estado comiendo en el piso. El 29 de septiembre, un físico convocado de urgencia inspeccionó los residuos con el instrumental adecuado y detectó un altísimo nivel de radiactividad. Los procedimientos de emergencia que se desencadenaron a partir de ese momento tuvieron ribetes épicos. Más de 100 mil personas fueron testeadas y en más de 600 se detectó actividad radiactiva. Los que primero habían manipulado la cápsula, y tuvieron la suerte de sobrevivir, sufrieron quemaduras y amputaciones de sus miembros. Los muertos fueron inhumados en bolsas, encerrados en pesados ataúdes de plomo y sepultados bajo gruesas capas de hormigón en medio de los abucheos de la gente que apedreaba a los camiones que los transportaban. ¿Qué son? Según la Agencia Internacional de Energía Atómica se denomina residuos nucleares a: “...toda materia que contiene radionúclidos en una concentración superior a los valores que las autoridades competentes consideran admisibles en los materiales adecuados para ser utilizados sin ningún control, y para los que no está previsto ningún uso. Vale aclarar que el término radionucleido define al ‘isotopo de un elemento químico que posee la propiedad de emitir radiactividad’”. 101

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Los residuos nucleares se clasifican a partir de dos patrones: sus características físicas y químicas y su actividad. Para el tema que nos atañe nos concentraremos en su clasificación por grado de actividad. Y aquí nos encontramos con tres categorías:  1. Residuos nucleares de alta actividad: son los que derivan directamente del combustible ganado.  2. Residuos nucleares de media actividad: se refiere a los radionucleidos producidos durante la fisión nuclear.  3. Residuos nucleares de baja actividad: aquí se engloban las herramientas, ropajes y demás elementos auxiliares que se utilizan en una planta nuclear. Los de media y baja actividad, que serían los menos peligrosos, se acopian en bidones de acero que luego se solidifican con cemento o alquitrán. Luego se trasladan a centros de almacenamiento. A los que resultan de la medicina o la industria se les brinda el mismo tratamiento que a los que provienen de centrales nucleares. El tema es que ese tratamiento puede ser muy defectuoso. Y en ese único sentido los países desarrollados han demostrado que pueden ser tan o más negligentes que las naciones pobres de la periferia. EE.UU.: Pie Grande contaminado En 1973, en la reserva de Handford, Estados Unidos, se detectaron (tardíamente, por cierto) ciertas anomalías en un enorme tanque de hormigón y acero que se hallaba enterrado en todo su volumen (23 m de diámetro por 10 m de alto), con 2 m de tierra por encima de su cúpula. El mismo contenía aproximadamente 1,5 millones de litros de residuos radiactivos líquidos provenientes de una cercana planta de reprocesado de combustible, aunque se supo que en esa zona había muchos de esos tanques ocultos, no pocos de los cuales databan de la épo102

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ca del Proyecto Manhattan. En efecto, en la planta de Handford se elaboró el plutonio que se utilizó para construir la bomba del proyecto Trinity y la mítica Little Boy que arrasó Hiroshima. Entre el 20 de abril y el 8 de junio de aquel año, el tanque derramó cerca de 450 mil litros de líquido altamente radiactivo directamente sobre la tierra y las napas subterráneas. Afortunadamente la zona se había elegido justamente por no albergar grandes ciudades y sí pequeños poblados escasamente comunicados con el resto del país. Tal vez por eso nunca se ventilaron públicamente las usuales cifras de cantidad de víctimas y territorio afectado. Pero aún hoy (segunda década del siglo XXI), todo ese territorio se considera impregnado de contaminación radiactiva. Rusia: El Yeti contaminado Las peripecias de los habitantes de Tcheliabinsk 40 y Tomsk 7, en la lejana Siberia rusa, merecen un párrafo aparte. No sólo porque sufrieron las consecuencias de graves incidentes relacionados con plantas de energía y depósitos de desechos, sino también porque, y aquí va lo bizarro, fueron ciudades prácticamente diseñadas para soportar este tipo de situaciones. En efecto, ambas fueron ciudades creadas con fines científicos. De hecho sabemos que Tomsk 7 en realidad era un código postal que indicaba al correo que la ciudad quedaba cerca de Tomsk. Allí debían dirigir su correspondencia los parientes o amigos de los pobladores. La ciudad en sí misma se llamaba Seversk, y durante el régimen soviético nunca figuró en los mapas, planos de carretera o libros de geografía. Lo mismo sucedía con Tcheliabinsk 40, una ciudad secreta cuya población más cercana era la conocida Cheliabinsk. Durante muchos años, los pobladores de estas ciudades, que en realidad eran enormes bases disimuladas, sufrieron muchas restricciones para poder movilizarse fuera de su perímetro. Debían atravesar numerosos puestos de control y les era retaceada la comunicación. La misma suerte sufrían quienes querían visitarlos. Debían acreditar un parentesco cercano y buenas razones para ingresar a los complejos. 103

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En 1978, un biólogo disidente de la ex Unión Soviética denunció que su país había ocultado una catástrofe nuclear ocurrida en Cheliabinsk, en los Urales del Sur. El científico afirmaba que el incidente había ocurrido en una planta de producción y almacenamiento con un costo de cientos de vidas y una extensa región contaminada, y que había sido rigurosamente ocultado por el gobierno. Para decepción del biólogo, la misma actitud asumieron los Estados Unidos, seguramente para evitar inquietar a la población frente a sus propios programas nucleares. Pero las autoridades soviéticas pronto aprenderían lo mismo que sus colegas capitalistas. Esto es, que los accidentes nucleares no saben de sutilezas. En 1993, un depósito que guardaba materiales nucleares líquidos de desecho produjo una detonación que lanzó al aire una enorme nube de gas radiactivo. El secreto de Tomsk 7 estalló literalmente a la vista de todo el planeta. En principio la OIEA (Organismo Internacional de Energía Atómica), en connivencia con el gobierno de Rusia, intentó tranquilizar a los medios minimizando el daño. Pero en cuestión de horas se supo que cerca de mil kilómetros cuadrados habían resultado contaminados. El gobierno ruso debió admitir que se trataba de la peor catástrofe nuclear desde Chernobyl. El nudo de la cuestión La esencia del problema (de uno de los problemas) la constituyen los llamados residuos nucleares de alta actividad. Cuando se considera que las barras de plutonio se han gastado, éstas todavía registran una intensa actividad radiactiva. Por eso se debe extraer el reactor entero y sumergirlo en piletas especiales, construidas con hormigón y acero inoxidable, que se ubican dentro de la misma planta nuclear para aislar sus emisiones. En esta situación permanece alrededor de un año, que es el lapso que demoran en perder el calor necesario para ser manipulado. Es entonces cuando se debe decidir qué hacer con él. De momento, la llamada gestión de residuos contempla tres métodos básicos: 104

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  1. Ciclo abierto. Se recolectan profundamente en almacenes excavados en áreas geológicamente estables. Esta solución pretende ser permanente.   2. Ciclo cerrado. Se procesa el combustible gastado para extraer el uranio y el plutonio que pudieran ser reutilizados. Es importante resaltar el detalle de que el plutonio se utiliza fundamentalmente en armamento nuclear, lo que pone bajo sospecha cuál es la verdadera finalidad de los reactores nucleares “civiles”.   3. Métodos alternativos. Desde la última década del siglo XX se estudian las maneras de reducir al máximo la actividad radiactiva del material de desecho. Esto se debe fundamentalmente a que cada vez hay menos áreas geológicamente estables y, por otra parte, nadie quiere tener cerca un cementerio nuclear. Ni siquiera los países periféricos, que se deben enfrentar a la férrea oposición de los ambientalistas y pagar el costo político de semejantes decisiones. A ningún ciudadano le gusta que los países “ricos” utilicen su país “pobre” como basurero. Riesgos y errores A todo lo mencionado sobre la problemática ordinaria de los desechos comunes, hay que sumarle los cada vez más significativos riesgos del transporte de los desechos radiactivos. Veamos algunos casos: •• ••

En diciembre de 1980, en la Autopista 25 de los Estados Unidos, se accidentó un transporte de plutonio. Dos años después, en Alemania, un camión militar que transportaba un misil sufrió un grave accidente que provocó la muerte de un civil, heridas a dos soldados y forzó a una evacuación de 1.200 personas.

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También trascendió que el gobierno Británico había autorizado transportar cajas con pequeñas cantidades de material radiactivo en vuelos de línea. El material viajaba camuflado y con categoría de “valija diplomática”. En 1984 colisionaron en el Canal de la Mancha un transbordador alemán con 935 pasajeros y un carguero francés que zozobró cargado con 375 toneladas de hexafluoruro de uranio, repartidos en 60 contenedores. Toda la zona se puso en alerta máxima durante los dos meses que llevó la recuperación del material. El Akatsuki Maru, un buque de carga japonés asignado al transporte de materiales radiactivos, navegó entre noviembre y diciembre de 1992 desde Francia hasta Japón con una tonelada de plutonio a bordo. Se lo llamó el Chernobyl flotante, y recorrió 25 mil km sin escalas, ya que ningún país del mundo le permitió atracar en sus puertos.

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Hemos preferido presentar sólo estos casos para no caer en la consabida lista de lugares, fechas, cantidad de residuo derramado, víctimas, superficies contaminadas, etc. Pero lo cierto es que dicha lista es interminable. Tenemos accidentes en Estados Unidos, Brasil y Rusia, pero también en Japón, España, Francia, Argentina, Alemania; y estamos hablando tan sólo de los que salen a la luz, de los que las compañías o los gobiernos no llegan a ocultar. Tampoco incluimos en esta lista los vertidos radiactivos que se hacen adrede, en bosques, ríos o mares, porque consideramos que éstos entran directamente en el terreno de la delincuencia ambiental. El largo adiós El problema de los residuos radiactivos no lo constituye solamente su peligrosidad (lo cual no es poco) sino también la duración de sus efectos nocivos, ya que, en muchos casos, 106

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estamos hablando de decenas o cientos de miles de años. Eso es lo que tardan determinadas sustancias en decaer lo suficiente como para resultar inocuas al ser humano y al medio ambiente. Hasta el momento se ha intentado resolver esta situación por dos caminos: ••

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Almacenamiento temporal prolongado. Permite guardar el material entre 100 y 300 años a través de almacenes temporales. Esto es realmente poco si se piensa en miles de años, pero la tecnología actual ofrece una eficacia relativamente admisible mientras se buscan nuevas maneras de resolver el problema de manera definitiva. Almacenamiento definitivo a gran profundidad. También llamado almacenamiento geológico profundo, se trata de contenedores cuyo blindaje es resistente a todo tipo de corrosión conocido, así como al fuego, explosiones o movimientos sísmicos. Estos contenedores son guardados en depósitos subterráneos en zonas geológicamente estables, donde pueda preverse que no serán alcanzados por agentes destructivos.

Se trata siempre de procesos de altísimo costo económico y no exentos de riesgo. Sobre todo en cuanto a la manipulación y transporte de los residuos nucleares. Y allí volvemos a caer en todos los inconvenientes que hemos repasado en los ítems anteriores: violación de las normas de seguridad, riesgos de accidentes, etc. Pero, además, hay que considerar que la tierra se mueve constantemente. En los últimos años la naturaleza ha mostrado, sino un desequilibrio, por lo menos una modificación muy acentuada en cuanto a la frecuencia e intensidad de sus manifestaciones. Hoy las ciudades sufren tormentas inusitadas. Las placas profundas del planeta se mueven con una fuerza tal que se burla de cualquier intento humano de contención (¿qué pasaría si hubiera un depósito allí?). Estos movimientos producen sismos y son cada vez más frecuentes los tsunamis cuya potencia destructiva escapa a cualquier posibilidad de previsión. 107

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Ello hace que cualquier tipo de seguridad para los residuos se convierta en algo relativo. Y lo que es relativo hoy, dentro de cien años puede significar un verdadero desastre. No por nada se siguen barajando opciones para guardar estos desechos. Últimamente se habla de la conveniencia de generar los depósitos de residuos en las mismas plantas nucleares, con lo que se elimina el riesgo de transporte y se incrementa el beneficio del costo de construcción de los reactores. Así, en otras palabras, se les hace guardar su propia basura. Pero es un beneficio tramposo porque, ¿qué nos garantiza que el reactor mismo sea seguro? En ese sentido no hay que perder de vista a Fukushima, donde los efectos secundarios de un tsunami dañaron varios reactores generando un accidente nuclear, y nada menos que en Japón, con todo su poder económico y tecnológico. Tampoco parecen ser tan seguros los sarcófagos temporarios. En estos días (principios del año 2013) ha circulado la noticia de que se desplomó por sí solo el techo del sarcófago de Chernobyl. Tal vez por eso existe un permanente y polémico tráfico de residuos radiactivos. Los países desarrollados pagan enormes sumas a los países emergentes por instalar en ellos sus cementerios nucleares. Ingentes sumas que incluyen, por debajo de la mesa, enormes sobornos a funcionarios inescrupulosos, cuya proyección a futuro se limita a asegurarse la mejor de las vidas posibles al término de sus gestiones. Sólo la acción de los grupos ambientalistas, que aguijonean permanentemente a la sociedad, puede evitar (a veces) que los países pobres truequen sus materias primas por basura nuclear. La esperanza más lógica, hasta dónde llega nuestro conocimiento, es la búsqueda de un reciclado permanente de los residuos radiactivos. Se está intentando procesarlos y reprocesarlos para extraerles hasta la última gota de su capacidad. De este modo, su vida útil se prolongaría indefinidamente generando más energía, que podría ser utilizada para maximizar los beneficios de la industria nuclear y hacer que éstos lleguen a todas las capas sociales.

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La naturaleza puede ser impasible y cruel, pero es también absolutamente generosa. Y su mensaje hacia el hombre parece ser tan simple como inabarcable: “Aún no lo sabes todo”. Esto es aplicable a los alcances de la energía nuclear, a lo imprevisible del clima, a la resistencia de los depósitos y a los efectos que dentro de cientos de años tendrán nuestras acciones de hoy sobre los cuerpos de nuestros descendientes, y sobre el medio ambiente en que les tocará vivir. En definitiva, los residuos que nos desbordan, la gran sequía, la peste, no son más que la resaca sólida de nuestros errores nunca expiados. Como dijimos algunas páginas atrás, es nuestra propia sombra desatada, que promete hacernos daño durante muchos años más.

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Capítulo 7

Política y derecho internacional

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“Ya sabemos lo suficiente como para empezar a hacer frente a todos los grandes problemas que hoy amenazan la vida humana y gran parte del resto de la vida en la Tierra. Nuestra crisis no es de información, sino de política y acción.” George Wald, científico estadounidense “Antes había países pacíficos y países agresivos. Ahora todos quieren la paz. Y para asegurarla, fabrican más armas que nunca.” Antonio Mingote, periodista y escritor español

Cuando los ecos de Hiroshima y Nagasaki todavía resonaban

sobre la conciencia de la humanidad, en la inmediata posguerra, los Estados Unidos trataron de impedir el desarrollo de la bomba atómica en otros países, ya sea monopolizando los materiales nucleares o bien dictando legislación que prohibiera compartir la tecnología nuclear (Ley de Mac Mahon). Sin embargo, en agosto de 1949, la Unión Soviética hizo estallar su primera bomba atómica; el Reino Unido hizo lo propio en octubre de 1952; Francia y China se encaminaban a realizar las suyas. Ante la evidencia de que era muy difícil detener la proliferación del armamento nuclear, y frente a un mundo aterrorizado, el flamante presidente de Estados Unidos, Dwight Eisenhower, pronunció, en diciembre de 1953, un recordado discurso ante la Asamblea General de las Naciones Unidas, al que tituló Átomos para la paz. Habían pasado sólo ocho años de la primera explosión atómica y Eisenhower admitió que desde entonces, Estados Unidos había llevado a cabo 42 ensayos nucleares, y que además poseía un arsenal atómico con bombas 25 veces más potentes que aquéllas, y que en conjunto superaban varias veces el poder explosivo de todas las armas utilizadas durante la conflagración. Y fue bastante gráfico:

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“Un único escuadrón aéreo, puede ahora lanzar un ataque cuya potencia sería superior a todas las bombas que cayeron sobre Gran Bretaña en toda la Segunda Guerra Mundial”. Y si bien asumió la responsabilidad que le cabía a Estados Unidos, en el pasado y en el futuro, involucró a los demás países con desarrollo nuclear (la Unión Soviética, Gran Bretaña, Francia) advirtiendo que se trataba de una tecnología que en el corto plazo podía ser adquirida por muchísimas naciones más; y que cualquiera que poseyera armas atómicas, aunque fuese en cantidades mínimas, podría ocasionar un daño espantoso en términos materiales y de vidas humanas. Luego de trazar ese crudo panorama del mundo que se avecinaba, el mandatario estadounidense hizo un llamamiento para alcanzar una solución aceptable a la carrera armamentística, enfatizando que el problema no se resolvía con una mera reducción o eliminación del material atómico para fines militares: “No es suficiente quitar estas armas de las manos de los soldados; éstas deben ser puestas en las manos de quienes saben cómo ponerlas al servicio de la paz y del bienestar de la humanidad”. Quedó así planteado lo que denominó el terrible dilema atómico: una tecnología con innumerables aplicaciones a favor de la vida, pero que también puede ser usada para destruir a la raza humana. Más allá de juzgar las verdaderas intenciones de Eisenhower (para muchos se trató de pura demagogia), lo cierto es que su planteamiento fue un hito en el enfoque de los usos pacíficos de la energía nuclear y de la necesidad de controlar su uso militar. De allí se derivaron un conjunto de acciones, tanto en el plano del derecho internacional (suscripción de Tratados multilaterales, bilaterales y regionales) como en el institucional (creación de organismos de control, de regulación, de investigación y de cooperación técnica).

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El Organismo Internacional de Energía Atómica (OIEA) Creado en 1957 como organismo autónomo de la ONU y con sede en Viena, fue la primera consecuencia tangible de la política de Átomos para la paz. Actualmente cuenta con 131 Estados miembros, y es el principal foro intergubernamental para la cooperación científica y técnica en materia de utilización de la energía nuclear con fines pacíficos. Entre sus funciones se destacan la de promover el intercambio y transmisión de conocimientos teóricos y prácticos, y la de formular normas de seguridad para la manipulación y transporte de material radiactivo. Pero ese organismo también se encarga de establecer las llamadas salvaguardias nucleares, entendidas como el conjunto de medidas para asegurar que no se produzca un desvío del material nuclear para usos no pacíficos o no declarados. A tales fines, tiene también atribuciones para inspeccionar materiales fisionables, equipos, instalaciones y operaciones en cualquiera de los países miembros. Sin embargo, el sistema de salvaguardas está institucionalizado también a nivel regional, como en el caso de la Euratom (Comunidad Europea de Energía Atómica, creada también en 1957), y a través de numerosos acuerdos bilaterales. Ello ha dado lugar a numerosas disputas de competencias y criterios, especialmente durante la Guerra Fría, por los recelos cruzados entre países desarrollados, países en vías de desarrollo, y de todos respecto de las pretensiones hegemónicas estadounidenses. Adicionalmente, los mecanismos de control creados para evitar que el material nuclear sea derivado a la producción de armas, han sido históricamente cuestionados por terminar resultando (sobre todo para los países periféricos) un freno para el desarrollo de la energía nuclear con fines pacíficos. Para muchos, indirectamente favoreció la utilización indiscriminada de hidrocarburos y carbón para abastecerse de electricidad, con nefastas consecuencias ambientales. En el año 2005, el OIEA y su entonces director general, el egipcio Mohamed el-Baradei, recibieron el Premio Nobel de la Paz. En los fundamentos de la distinción se destacaba que: 115

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“...es el OIEA quien controla que la energía nuclear no se utilice de forma indebida con propósitos militares [...] en un momento en que los esfuerzos del desarme parecen en un punto muerto y existe peligro de que el armamento nuclear prolifere en los estados y en los grupos terroristas...”. El problema de los daños De las múltiples aristas que plantea la problemática nuclear, una de las primeras que concitó la mirada internacional fue la de su peligrosidad intrínseca, ya que no solo utiliza materiales y genera desechos contaminantes, sino que es una actividad susceptible de ocasionar incidentes de graves consecuencias. Así se sucedieron una serie de Tratados internacionales, que procuraron dar un marco a la cuestión de la responsabilidad por los daños y a la compensación económica por los mismos. El primero de ellos fue el Convenio de París sobre responsabilidad de terceros en materia de energía nuclear, aprobado en 1960 y aplicable a los Estados de Europa Occidental. Es la primera norma que establece la responsabilidad absoluta del explotador de una instalación y la reparación a las víctimas de daños causados por accidentes nucleares. En 1963 se firmó la Convención de Viena sobre responsabilidad civil por daños nucleares, que es similar al anterior pero con alcance mundial. Además de la protección financiera contra los daños y la regulación de responsabilidades, se define el concepto de daños nucleares como: “…la pérdida de vidas humanas, las lesiones corporales y los daños y perjuicios materiales que se produzcan como resultado directo o indirecto de las propiedades radiactivas o de su combinación con las propiedades tóxicas, explosivas u otras propiedades peligrosas de los combustibles nucleares o de los productos o desechos radiactivos que se encuentren en una instalación nuclear, o de las sustancias nucleares que procedan de ella, se originen en ella o se envíen a ella”. 116

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Asimismo, existen otros acuerdos sobre aspectos específicos del tema, como la Convención de sobre responsabilidad de los explotadores de buques nucleares (1962), aplicable a accidentes de barcos de propulsión nuclear; y el Convenio sobre responsabilidad civil en la esfera del transporte marítimo de materiales nucleares (1971), que hace recaer en el empresario de una instalación nuclear la responsabilidad por los daños causados por un accidente durante dicho transporte. La limitación de los ensayos nucleares El abordaje de este aspecto tuvo que ver con un doble objetivo. Por un lado, desacelerar la carrera armamentista, ya que las pruebas de armas nucleares son necesarias para lograr el desarrollo de esa tecnología. Y por otro, detener la expansión de la contaminación del medio ambiente con residuos radiactivos. La primera restricción en este tema fue incorporada en el Tratado antártico (1959), en el que se estipula que la Antártida se utilizará exclusivamente para fines pacíficos, quedando prohibida toda clase de actividades militares y ensayos de cualquier tipo de armas, incluyendo expresamente las nucleares. Tratado sobre prohibición parcial de ensayos nucleares Aprobado en Moscú en agosto de 1963, su nombre completo es Tratado sobre proscripción de ensayos con armas nucleares en la atmosfera, en el espacio exterior y en aguas submarinas. Los Estados firmantes se comprometen a prohibir, evitar y no llevar a cabo ninguna explosión de ensayo con armas nucleares, o cualquier otra explosión nuclear, en ningún lugar que esté bajo su jurisdicción, con la excepción de las que se realicen en forma subterránea. Fue suscripto inicialmente por Estados Unidos, la Unión Soviética y el Reino Unido, y posteriormente lo han ratificado otras 130 naciones. Sin embargo Francia, que había realizado su primer ensayo en 1960, no firmó el Tratado, y continuó haciendo pruebas nucleares en la atmósfera hasta 1974. Tampoco 117

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lo firmó China, que desde 1964 hasta 1980 realizó numerosas detonaciones atmosféricas experimentales. A pesar de las declaraciones de buenas intenciones de todos los actores, serían necesarios más de treinta años para llegar a la prohibición total. Tratado sobre prohibición completa de los ensayos nucleares Adoptado por la Asamblea General de la ONU en septiembre de 1996, establece que cada Estado Parte se compromete a no realizar ninguna explosión de ensayo de armas nucleares o cualquier otra explosión nuclear y a prohibir y prevenir cualquier explosión nuclear de esta índole en cualquier lugar sometido a su jurisdicción. Si bien el Tratado actualmente ha sido firmado por 178 países (de los cuales el 80% ha cumplido con el requisito de ratificación por parte de sus respectivos parlamentos), técnicamente aún no está vigente. Para su efectiva entrada en vigor, el mismo Tratado prevé que un conjunto de 44 países (aquellos que poseen reactores nucleares) lo ratifiquen. Curiosamente, entre quienes lo han firmado pero no ratificado aún se encuentran Estados Unidos y China. Y entre las naciones que se han negado a suscribirlo, se encuentran India, Pakistán y Corea del Norte (todas ellas poseedoras de armas nucleares declaradas), Israel (potencia nuclear no declarada), Irán (cuya capacidad nuclear bélica es aún una incógnita) y Egipto. India realizó su primer ensayo nuclear en 1974, Pakistán lo hizo en 1998, y Corea del Norte en 2006 (haciendo una segunda y tercera explosión subterránea en 2009 y 2013). Lo que sí se encuentra en funcionamiento es el sistema internacional de vigilancia que instauró el Tratado, encargado de detectar los efectos producidos por una explosión nuclear. Consiste en una red de sensores sísmicos, hidroacústicos, de infrasonidos y de radioisótopos, ubicados en 321 estaciones repartidas por todo el planeta. Pero, por no haber entrado en vigencia el Tratado, no se pueden llevar a cabo las inspecciones in situ, que 118

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permitirían verificar sobre el terreno la naturaleza y características de la detonación detectada. El freno a la carrera armamentística Tratado de no proliferación nuclear (TNP) Abierto a la firma en julio de 1968, es sin dudas el acuerdo multilateral más significativo sobre control de armamentos concertado hasta la fecha, y piedra angular en los esfuerzos de la comunidad internacional por conjurar el peligro de una guerra nuclear. Básicamente, su cometido fue dar carácter legal al status quo: los únicos países autorizados a poseer armas nucleares (denominados Estados nuclearmente armados) son aquéllos que “han fabricado y hecho explotar un arma nuclear u otro dispositivo nuclear antes del 1º de enero de 1967”. Es decir, Estados Unidos, la Unión Soviética (actualmente sustituido por Rusia), el Reino Unido, Francia y China. Casualmente, los cinco miembros permanentes del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas (creado en 1946, en la inmediata posguerra). Los tres primeros países son firmantes originales (en 1968), mientras que China y Francia recién lo suscribieron en 1992. A partir de esta definición, las obligaciones son sencillas: las naciones poseedoras de armas nucleares se comprometen a no traspasarlas a otras ni a facilitar a terceros la tecnología para su fabricación. Por su parte, los países no poseedores se comprometen a no adquirirlas ni a desarrollarlas por sí mismos. En otras palabras, el principal propósito de esta iniciativa fue impedir que, fuera de las cinco potencias mencionadas, otros Estados posean armas nucleares. Desde este punto de vista, su éxito ha sido por lo menos relativo. India, Pakistán, Israel y Corea del Norte se encuentran fuera de este Tratado; los tres primeros nunca lo firmaron mientras que Corea del Norte renunció en 2003. Y, como ya hemos

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mencionado, todos ellos poseen o han desarrollado armamento nuclear y no han adherido al acuerdo de prohibición de ensayos. La situación de Irán es aún hoy motivo de controversia, ya que su programa de enriquecimiento de uranio (oficialmente orientado a la generación de energía nucleoeléctrica con fines pacíficos) es sospechado por Occidente de estar dirigido a la producción bélica. Sudáfrica llegó a fabricar entre las décadas del 70 y 80 seis armas nucleares, aunque fueron eliminadas de forma voluntaria hacia 1993, en el marco de la disolución del apartheid. Y hay una larga lista de países que, sin llegar a producirlas, en algún momento tuvieron programas de investigación de armas nucleares que luego fueron abandonados. Dentro de éstos, hay dos casos particulares, en que los esfuerzos por desarrollar armamento nuclear se abortaron, pero no como consecuencia de una decisión propia sino por situaciones de guerra. Se trata de la desmembrada Yugoslavia e Irak, que declaró haber destruido su capacidad nuclear en 1996, pero el descreimiento de Occidente, sumado a la comprobada existencia de un arsenal de armas químicas y biológicas, motivaron la invasión a ese país en 2003. Todo ello ha llevado a muchos a considerar al TNP un fracaso absoluto. Argumentan que además de los casos descriptos, hay que agregar a otro conjunto de países que, dado su nivel de dominio de esta tecnología, están en condiciones de equiparse de armas nucleares cuando lo deseen (si es que no lo han hecho ya), como Alemania, Canadá, España, Italia, Japón, Lituania, Noruega y Holanda. Y todavía queda un grupo de naciones que tuvieron o tienen programas nucleares con posibilidades de derivarse a fines bélicos como Argentina, Australia, Brasil, Egipto, Libia, Polonia, Rumania, Corea del Sur, Suecia, Suiza y Taiwán. Por añadidura, en los últimos años se ha sumado la amenaza del “terrorismo nuclear”, la dispersión incontrolada de material atómico en manos de grupos extremistas. El propio presidente de Estados Unidos, Barack Obama, declaró dramáticamente:

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“Con una porción de plutonio del tamaño de una manzana, una organización terrorista podría matar o herir a decenas de miles de personas en un instante, en cualquier lugar del mundo”. Pasados más de cuarenta años de la firma del Tratado, evidentemente el propósito de la no proliferación navega en aguas borrascosas. Frente a ello, una de las principales respuestas de la comunidad internacional ha sido la Resolución 1887 del Consejo de Seguridad de la ONU, de 2009, en la que se exhorta a “crear las condiciones necesarias para un mundo sin armas nucleares”. Aunque en términos imprecisos, esta medida marca un punto de inflexión al promover la supresión escalonada de todas las armas atómicas con el objetivo de lograr un desarme general y completo. El futuro dirá si estas intenciones quedan en el plano meramente declarativo o si, por el contrario, se traducen en una realidad concreta. Otros convenios Desde el nacimiento de la era atómica, ha habido numerosas iniciativas regionales en pos de restringir el armamento nuclear. La primera de ellas fue el Tratado para la proscripción de las armas nucleares en la América Latina y el Caribe, también llamado Tratado de Tlatelolco. Pionero en la materia (fue aprobado en 1967, un año antes que el TNP), plasma el compromiso de los países firmantes de utilizar exclusivamente con fines pacíficos el material y las instalaciones nucleares y de prohibir el ensayo, uso, fabricación, producción o adquisición de toda arma nuclear. Posteriormente, compromisos similares se alcanzaron en otras regiones del globo, adoptando la forma de Tratados de zona libre de armas nucleares, a saber. ••

Pacífico Sur (1985): Australia, Nueva Zelanda e islas del Pacífico Sur.

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Sudeste de Asia (1995): Brunei, Indonesia, Malasia, Filipinas, Singapur, Tailandia, Vietnam, Laos, Camboya y Myanmar. África (1996): ratificado por 28 naciones de ese continente. Asia Central (2006): ex repúblicas soviéticas de Kazajstán, Kirguizistán, Tayikistán, Turkmenistán y Uzbekistán.

Adicionalmente, Mongolia se declaró unilateralmente Estado libre de armas nucleares en 1995. Por último, existen infinidad de acuerdos bilaterales suscriptos entre Estados Unidos y la Unión Soviética (luego Rusia), de limitación mutua de la cantidad de misiles, ojivas nucleares y escudos antimisiles (acuerdos SALT, ABM, START, INF, SORT). El desafío de la seguridad y la prevención de accidentes En esta área, las normas específicas estás dadas mayormente a través de recomendaciones y disposiciones de la Organización Internacional de Energía Atómica y otras organizaciones regionales o supranacionales con competencia en materia nuclear. Los compromisos multilaterales con alcance global constituyen entonces marcos normativos en los que se definen las directivas, prioridades y criterios generales orientados a la protección de los trabajadores, de la población y del medio ambiente frente a las contingencias del uso de tecnología nuclear (básicamente la exposición a radiaciones nocivas y la eventualidad de emergencias radiológicas). Entre ellas se destaca la Convención sobre la protección física de los materiales nucleares y las instalaciones nucleares, aprobada en 1980 y enmendada en 2005. Se aplica a los materiales nucleares utilizados con fines pacíficos, cuando sean objeto de uso, almacenamiento y transporte internacional, y a las instalaciones nucleares destinadas a tales fines, con el objeto de prevenir los peligros de sabotaje o apoderamiento ilegal. 122

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En este contexto se entiende por materiales nucleares a determinados isótopos de plutonio y uranio, a los que se clasifica en tres categorías según la cantidad contenida en cada cargamento. El concepto de protección física durante el transporte alude a los niveles de vigilancia y permisos de acceso al material en las etapas de almacenamiento y de transporte propiamente dicho, por cualquier medio que se efectúe (terrestre, marítimo o aéreo), desde su expedición en el lugar de origen hasta su destino final. En cuanto a las instalaciones −que comprenden a los edificios y al equipamiento−, se refiere a un conjunto de barreras múltiples y métodos de seguridad (estructurales o de índole técnica, humana u organizativa), orientado a evitar robos de materiales y sabotajes. Por su parte, la Convención sobre seguridad nuclear (1994) obliga a cada país firmante a adoptar en su ámbito nacional, las medidas legislativas, reglamentarias y administrativas tendientes a mantener defensas eficaces en las instalaciones nucleares contra los potenciales riesgos radiológicos para las personas y el medio ambiente; y para prevenir accidentes y mitigar sus consecuencias en caso de que se produzcan. De esta forma se enuncian las pautas generales que deben contemplarse en materia de otorgamiento de licencias de explotación; emplazamiento, evaluación e inspección de instalaciones tanto durante su construcción como a lo largo de su vida útil; la existencia de personal cualificado, con formación, capacitación y readiestramiento apropiados; la elaboración de programas de garantía de calidad y planes de emergencia; y la protección de los trabajadores ante la radiación. El manejo de los desechos Los residuos radiactivos son materiales en forma gaseosa, liquida o sólida para los que no está previsto ningún uso, que contienen o están contaminados con elementos químicos radiactivos en concentraciones que pueden suponer un riesgo para el ser humano y el medio ambiente debido a las radiaciones ionizantes que emiten.

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En la Convención sobre prevención de la contaminación del mar (1972), se prohíbe el vertimiento en el medio marino de desechos u otras materias de peligroso nivel radiactivo. La Convención sobre seguridad en la gestión del combustible gastado y de los desechos radiactivos (1997), se aplica exclusivamente a aquellos subproductos provenientes de aplicaciones civiles de la energía nuclear. No contiene normas detalladas de seguridad, sino que estipula los lineamientos a los que deben ajustarse las legislaciones nacionales en relación a las actividades de manipulación, tratamiento previo, acondicionamiento, almacenamiento, clausura (descontaminación y desmantelamiento) o disposición final de desechos radiactivos y del combustible gastado (combustible nuclear irradiado y extraído permanentemente del núcleo de un reactor). Frente a los hechos consumados Los accidentes con materiales nucleares y radiactivos son tan antiguos como la era atómica misma. Pero como muchas veces sucede, el derecho va a la zaga de la realidad. Cinco meses después del episodio de Chernobyl, en septiembre de 1986, la comunidad mundial plasmó medidas para afrontar incidentes de este tipo. Se trata de dos acuerdos aprobados conjuntamente, denominados Convención sobre la pronta notificación de accidentes nucleares y Convención sobre asistencia en caso de accidente nuclear o emergencia radiológica. Sus normas se aplican a todo accidente que ocasione o pueda ocasionar una liberación de material radiactivo que resulte en una emisión transfronteriza internacional. Se obliga al país donde se produzca, a notificar de inmediato a los Estados que se vean o puedan verse físicamente afectados, proporcionando información sobre su naturaleza, el momento y el lugar exacto donde se produjo, sus posibles causas y la evolución previsible. Además, se crean mecanismos de cooperación intergubernamental para facilitar la rápida asistencia en caso de accidente nuclear o emergencia radiológica y reducir al mínimo sus consecuencias.

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Capítulo 8

Energía nuclear y capitalismo

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“Los hombres todavía están aprendiendo a manejar las poderosas fuerzas que han desatado.” Mijaíl Gorbachov, tras el accidente de Chernobyl “Hay una vida mejor, pero es carísima, porque es muy caro dejar todo y salir al camino.” Facundo Cabral, poeta argentino asesinado en 2011

Es notable cómo la problemática de la energía nuclear carece de

zonas grises. O se está radicalmente en contra de su uso (en consonancia con las organizaciones ambientalistas) o se está a favor de su desarrollo, soslayando un inventario de catástrofes que sucedieron, suceden y nada hace pensar que dejen de ocurrir. Podríamos decir que esta polarización se halla relativamente justificada. Los daños causados por la contaminación radiactiva, como todo daño causado por una fuerza “natural”, no contemplan diferencias sociales (aunque ya veremos que en cualquier contingencia, los pobres llevan siempre las de perder). Cierto es que también sus beneficios son para toda la Humanidad. Más allá de la mayor o menor disponibilidad, la medicina nuclear, por ejemplo, puede llegar a estar al alcance de cualquiera si se accionan los resortes necesarios. Por eso hasta ahora nos hemos tomado la licencia de hablar siempre en términos de “nosotros”, “el Hombre”, “el ser humano”, etc.; como si la población planetaria estuviera agrupada en un solo clan con diferentes estratos de poder. Pero a la hora de definir algo tan importante como abandonar o continuar con la industria nuclear, se hace imperativo modificar el punto de enfoque. Es necesario situarse en las distintas realidades del Hombre. No es lo mismo hablar de los japoneses, que viven en una isla atiborrada de tecnología con 50 plantas nucleares, que de los africanos, que beben agua de las acequias; o de los argentinos, que ni siquiera llegan a explotar correctamente sus propios hidrocarburos; o de los estadounidenses, paranoicos porque 127

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cualquier país que genere sus propios reactores parece querer atacarlos; ni de los franceses, los ingleses y alemanes, que proclaman la supuesta intención de cerrar sus centenares de centrales nucleares mientras la mayoría de los países de Latinoamérica tienen, en los mejores casos, una o dos plantas que se esfuerzan en utilizar lo más correctamente posible. Tal vez, sólo tal vez, entre las grandes potencias que deberían limitar el uso de energía nuclear, los países subdesarrollados que deberían desarrollarla y los países pobres que no tienen nada, se encuentre ese punto de equilibrio que quisiéramos esbozar al final de este libro. La energía nuclear como herramienta del capitalismo, I Al final de la Segunda Guerra, Estados Unidos salió totalmente victorioso. Sin haber sufrido daños en su territorio y con su capacidad productiva intacta, contaba además con el aporte de los científicos judíos refugiados desde antes de la guerra y el de científicos nazis captados después de la guerra. Todo esto en un mundo devastado que clamaba por reconstruirse y necesitaba herramientas, insumos, automóviles, materiales de construcción, comida, combustibles. Y con el juguete nuevo de la industria atómica cuyas aplicaciones parecían no tener fin. A partir de ese modelo, la prosperidad de un país comenzó a ser medida por su capacidad para producir, comprar y consumir. Pero claro, pasadas unas cuantas décadas, el mercado comenzó a saturarse. En el siglo XXI ya no entran más automóviles en las calles, los cultivos transgénicos han invadido los campos como plagas, generando nuevos desequilibrios en el medio ambiente y los mercados. En los países subdesarrollados la famosa teoría del derrame del neoliberalismo, se tradujo (en el mejor de los casos) en una política de clientelismo que poco a poco fue minando la cultura del trabajo. Y en los países en que los gobiernos no disponían de medios suficientes para financiar la pobreza, comenzó a producirse el fenómeno de las migraciones masivas, que aun persiste. Enormes masas humanas se infiltran a través 128

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de fronteras cada vez más cerradas; escondidos en contenedores, balsas, barcos pirata, camiones; atravesando mares y desiertos, huyendo siempre de la policía de frontera o los agentes de la migra, escondiendo su acento, su pasado y su color de piel. Desde Latinoamérica a los Estados Unidos, de África a Europa, de la ex Unión Soviética a todo el planeta, en busca de un mercado laboral que ya nunca será lo que supo ser. Mientras tanto, las clases privilegiadas, sumamente irritadas por los controles antiterroristas a que son sometidas en los aeropuertos, se consuelan con los nuevos juguetes que les brinda la nanotecnología, como si vivieran en un mundo de ciencia ficción. Una realidad en la que los medios de comunicación alcanzaron niveles que (por su profunda futilidad) rayan en el absurdo. Un mundo en el que “se piensa” por escrito y públicamente en las redes sociales (caso twitter), mientras se lleva en el teléfono una microcomputadora, con acceso permanente a la más variada información (Internet, gps, instrumentos de medición de presión, pulso, azúcar en sangre, etc.). Lo que hará la gente con esta capacidad aún está por verse. Así como está por verse qué consecuencias tendrán sobre su cuerpo esas capas y capas de radiaciones recitadamente “inocuas”, que adquiere alegremente en las casas de electrónica que florecen en los grandes centros comerciales. Claro que el Mercado nunca olvidó que también los pobres son compradores compulsivos. En consecuencia sólo había que encontrar qué venderles y de qué manera. El capitalismo del siglo XXI no alienta precisamente el sueño de la casa propia. La cultura del ahorro tampoco es de sus preferidas. Por eso, desde hace años, la clase media-baja se ha visto inundada por artilugios electrodomésticos de todo tipo y de bajo costo, que se adquieren mediante tarjetas de crédito, que operan con exiguos límites de compra (poco riesgo) y altísimas tasas de interés (pingües beneficios); las llamadas, con poca sutileza, tarjetas para pobres, que solícitas promotoras de piernas cansadas ofrecen entre las bateas de los supermercados. Para poder hacer uso de esas tarjetas, el consumidor dispone de un infinito catálogo de aparatos de diseño con escasa vida útil, que los proyectistas industriales se dedicaron a pergeñar guiados por el claro mandato corporativo 129

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de que la gente debe “comprar, usar, tirar y comprar”. “Consuma más aunque produzca menos”, parece ser la panacea del paraíso liberal. Así fue como, paulatinamente, el gasto de energía se agigantó para generar más productos cada vez menos lucrativos. Fue entonces cuando, siguiendo las férreas leyes del Mercado, los productores de energía debieron disponerse a abaratar los costos. Pero, ¿por dónde podrían empezar? Capitalismo y seguridad nuclear En 1925, los gobiernos pro-nucleares admitían que el máximo de radiación que podía soportar un trabajador o el vecino de una central nuclear era de 45 Rems (unidad de radiación recibida por un sujeto). En el año 1934, esa cifra fue bajada a 21, esto es, menos de la mitad. En el año 1949 la estimación se redujo a 15 y en 1956 quedó en 5 Rems. Ahora bien, semejante variación no puede menos que despertar sospechas en cuanto a la eficacia de los sistemas de medición. Hoy hay científicos que arriesgan que en realidad no existe un índice inocuo de radiación, ya que es acumulativa y está presente no sólo en las fuentes artificiales (como las ya mencionadas plantas nucleares, basureros, tecnología negligente o en mal estado), sino también en la naturaleza (los rayos solares, sin ir más lejos). Entonces, simplemente, el cuerpo acumula radiación hasta que ésta comienza a enfermarlo. Por otra parte, en consonancia con lo planteado al principio del capítulo, vale preguntarse: ¿el cuerpo de quién comienza a enfermarse? Y aquí nos introducimos en un tema social espinoso pero inevitable, si de veras deseamos que este esbozo (ciertamente sombrío) logre arribar a una conclusión esperanzadora. Hay un viejo dicho que reza que “las desgracias sólo caen sobre los pobres”. Tal vez haya algo de verdad en esta frase; quizá es algo más que un refrán desventurado. Recordemos el terremoto que asoló Haití en 2010. Si bien tuvo una intensidad más que importante (magnitud 7 en la escala Richter) el daño fue amplificado por la extrema pobreza en que vivía la población. Sin 130

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asistencia sanitaria, comunicación ni transportes adecuados, la desgracia se abatió sobre sus chozas como una sucesión de mazazos. El número de víctimas ascendió a 320 mil muertos, 350 mil heridos y más de 1 millón y medio de personas que, salvo la vida, lo perdieron todo. Un año después Japón sufrió un sismo mucho más fuerte (magnitud 9), con el agregado de un increíble tsunami y la explosión de varios reactores nucleares. La cifra de víctimas fatales fue de 13 mil. Una suma importante y por cierto lamentable, pero que dista mucho de la que un temblor de menor magnitud produjo en una de las zonas más pobres del planeta. Obviamente la diferencia de infraestructura, capacidad de previsión y respuesta de las autoridades tuvo todo que ver en la diferencia. Ahora bien, para completar la idea hagamos un pequeño zoom sobre el emplazamiento geográfico de cualquiera de las plantas nucleares que alimentan a las grandes urbes en cualquier lugar del mundo. Por empezar, éstas nunca se sitúan en zonas residenciales; siempre se ubican en la periferia. A su alrededor crecen las barriadas donde habitan la mayor parte de sus trabajadores. Estos, a su vez, generan un pequeño cordón comercial que satisface las necesidades inmediatas. Por fuera de este cordón se ubican asentamientos informales o barriadas pobres, por el simple hecho de que las tierras vecinas a las plantas atómicas suelen ser las más devaluadas. Esto nos lleva a la conclusión, tristemente obvia, de que en caso de que ocurra un accidente, o simplemente existan emisiones (involuntarias, no detectadas) de radiactividad, los perjudicados serán trabajadores, pequeños comerciantes, subempleados o indigentes. Además existe otro detalle, y es que las plantas nucleares de uso civil, que se emplazan para activar generadores de electricidad, producen un importante remanente de plutonio, que se utiliza para fabricar armas nucleares (seguramente en otras plantas no tan visibles y para nada civiles) y de uranio empobrecido, que se utiliza para fabricar municiones. Tal vez así se explique el porqué del empecinamiento de muchos países como Estados Unidos, que pese a producir un 30% más de energía de la que necesita, insiste en seguir insta131

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lando plantas nucleares de “uso civil”. Tal vez de allí provenga la rabiosa negativa de las grandes potencias a que Irán posea su propia planta de energía nuclear, y a que ningún país en general se atreva a utilizar tecnología de diseño propio, en lugar de las provistas por las empresas privadas de los países líderes, que de este modo garantizan para sí el control sobre las actividades atómicas de los pueblos en desarrollo. No estamos elaborando ninguna teoría conspirativa ni haciendo una arenga rabiosa de extrema izquierda. Se trata simplemente de las consecuencias normales, aceptadas y públicas del sistema capitalista tal como funciona hoy. Y es una realidad que el abaratamiento de los costos suele pasar por los sistemas de control y seguridad, y que a la población potencialmente expuesta se le oculta información hasta las últimas consecuencias. Ya hemos hablado de ello, pero vale la pena volver al tema una y otra vez, porque sólo desbrozando la maleza podremos llegar a un esquema de lo que sería una industria atómica realmente segura, práctica y solidaria. La energía nuclear como herramienta del capitalismo, II En relación a la polarización que mencionábamos al principio del capítulo, ya es momento de comenzar a desgajar los mitos de uno y otro lado de la opinión, para tener una imagen cabal de cuál es la realidad de este tipo de energía y definir, lo más exactamente posible, en qué punto de la historia nos encontramos. Por el lado de los defensores a ultranza es menester admitir que, a esta altura de los hechos, queda claro que la energía nuclear no es tan limpia, segura y económica, como se pretende. Que no es tan segura se desprende de que los accidentes, incidentes o catástrofes se producen, se produjeron y seguirán produciéndose. Esto no constituye un impedimento insalvable (existen muchas, pero muchas, industrias potencialmente peligrosas), pero impone la obligación de tomar los recaudos necesarios (a nivel laboral, poblacional, etc.) y de incluir esos recaudos en el costo final de la energía. 132

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Respecto de que se trate de una energía completamente limpia, está muy bien, pero sólo si hablamos del momento mismo de la generación de energía y en condiciones óptimas. La minería a cielo abierto para obtener uranio es un desastre desde el punto de vista ambiental, y el problema de los residuos es como esos cadáveres de las películas policiales que nadie sabe dónde ocultar y terminan logrando que fracase todo el plan. Y que sea económica depende para quién. Porque hasta las grandes potencias deben destinar enormes partidas presupuestarias para lanzar sus desarrollos nucleares; los países en vías de crecimiento, a pesar de disponer de excelentes recursos humanos, tardan años en obtener lo que aquéllas generan en meses, y lo logran sólo después de batallar en la política interna, conseguir subsidios o firmar créditos que inevitablemente mermarán gran parte de su beneficio. Y en la base de la pirámide, los países pobres, en general sólo reciben ofertas para alquilar sus territorios a fin de establecer cementerios nucleares o malvender sus materias primas. Y como a cada cual corresponde lo suyo, también se impone un análisis crudo y autocrítico de las ilusiones ambientalistas. Esto es, hemos llegado al antipático momento de definir claramente qué es lo que puede esperarse de las energías alternativas. Energías renovables Cuando escuchamos hablar de la imperiosa necesidad de desarrollar las energías renovables, solemos tener una idea difusa de paneles de energía solar y poco más. Veamos cuáles son concretamente esos recursos y en qué medida pueden reemplazar a los hidrocarburos y la energía nuclear. •• ••

Energía eólica. Transforma la energía del viento en energía mecánica la cual, mediante un alternador, se convierte en electricidad. Biomasa. Abarca toda la energía orgánica de origen vegetal o animal, incluidos los materiales que resultan de su transformación natural o artificial. Permite aplicacio133

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nes muy distintas según el tratamiento a que se la someta: refinación, fermentación, gasificación, etc. Se utiliza en la elaboración de biocombustibles, energía térmica y electricidad. Energía hidroeléctrica. En un proceso análogo al de la eólica, utiliza la energía de un curso de agua para transformarla en energía mecánica y, mediante un alternador, en energía eléctrica. Se clasifica en tres grupos: de agua fluyente, de pie de presa y de canal de riego o abastecimiento. Geotermia. Tiene su origen en el calor remanente de la tierra, originado en los primeros momentos de formación del planeta o en la disolución de sus componentes radiactivos. Es la energía que en su máxima expresión surge en las explosiones volcánicas, terremotos o bien, en su fase agónica, geiseres, fumarolas o aguas termales. Energía solar fotovoltaica. Se basa en el efecto que se produce al incidir la luz sobre materiales semiconductores. Así se genera un flujo de electrones en el interior de estos elementos y una diferencia de potencial que puede ser aprovechada. Energía solar térmica. Aprovecha la energía del sol, que al ser interceptada por una superficie absorbente, se degrada y produce un efecto térmico. Puede ser baja, media o alta temperatura. Se recoge en colectores térmicos que se utilizan para proporcionar agua caliente sanitaria a las viviendas. Energía undimotriz. Es la de más reciente desarrollo. Obtiene electricidad a partir de la energía mecánica obtenida del movimiento de las olas. Una de sus ventajas, por sobre la energía eólica, por ejemplo, es que el movimiento de las olas es mucho más fácil de predecir que el movimiento e intensidad del viento.

Estas son, básicamente, las energías renovables cuyo desarrollo tiene más posibilidades de convertirse realmente en una 134

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alternativa al uso de hidrocarburos o a la energía nuclear. Cada una tiene sus ventajas y sus desventajas que no viene al caso exponer en esta obra porque sería como empezar a escribir otro libro y nos alejaría del tema que estamos tratando. Todas ellas son factibles, limpias (aunque en ese sentido, tal vez los biocombustibles sean los más cuestionados) y tendrían un potencial de expansión ilimitado si se tomaran las medidas necesarias. Por ejemplo, la energía eólica es una de las mejor aspectadas en el presente y a futuro. En países como España, los blancos molinos que giran al sol como insectos gigantes producen cerca del 20% de la electricidad total. También en Estados Unidos, en la Argentina, en Paraguay. Quizá lo que frena su expansión sea el costo final que implicaría un traspaso total a este nuevo sistema. También hay muchas voces que, increíblemente, se quejan de la contaminación visual que provocarían los enormes sembradíos de molinos en el paisaje. Un argumento cuanto menos estúpido en un mundo en cuyas grandes ciudades la gente debe salir con mascarilla para no respirar el veneno que llega del escape de los automóviles. La energía solar también está bastante difundida. Se puede alegar que todavía es cara, que los paneles solares ocupan mucho lugar y, claro, que habrá que construir contemplando en el diseño de las casas y edificios la posibilidad de incluir estos dispositivos en las paredes o en los muros. Al mismo tiempo son energías de rendimiento aleatorio, porque no se puede prever una seguidilla de días nublados o soleados. Habría que construir muchas y enormes plantas de energía, acumuladores, alternadores, usinas, y tal vez sí resignar paisaje. Pero ante un mundo sobresaturado de consumo, contaminado y energéticamente agotado, nuestra respuesta es: ¿por qué no? La energía nuclear como herramienta del capitalismo, III Tal vez la respuesta más acertada parece ser la que dio el filósofo español Manuel Sacristán Luzón: “el capitalismo sufre de bulimia de energía”. Hasta el momento, frente a la crisis energética en 135

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ciernes, su principal reflejo fue obtener más y más hidrocarburos aun al costo de imponer gobiernos, emplazar dictadores y generar guerras. Con la energía nuclear ocurre algo análogo. No importa si hay que dinamitar cordilleras enteras, contaminar ríos, arruinar tierras de siembra o pastoreo, llenarse de residuos que comprometerán seriamente a las generaciones venideras, como ya lo hacen con las actuales. Lo único que interesa es obtener la energía necesaria para seguir produciendo, vendiendo, creando necesidades; esclavizando a la gente al deseo de poseer innumerables objetos sofisticados y sorprendentes, pero absolutamente prescindibles, que serán reemplazados por otros simplemente porque sí, porque están allí y deben ser comprados. Después del desastre de Fukushima, algunos países europeos hablaron de cerrar sus centrales nucleares. Pero Estados Unidos insiste en renovar su tecnología y crear toda una red de producción de industria atómica con más de 70 nuevos reactores. Es muy difícil que ante semejante avance, sus pares de Europa concreten el cierre de sus plantas. Pero, al mismo tiempo, de algún modo, aun los más radicales cultores de la economía de mercado saben que se avecina un nuevo y gigantesco negocio, del que no quieren quedar fuera. Y, desgraciadamente esto es una realidad: las energías renovables comenzarán a desarrollarse en todo su potencial recién cuando se conviertan en un negocio rentable. ¿Y cuándo sucederá esto? Es una pregunta muy difícil de responder. Pero si fuéramos al campo de lo utópico, la respuesta podría ser: “cuando el ciudadano común les demuestre que generar bestiales cantidades de energía como y para lo que se hace ahora es un esfuerzo vano y oneroso”. Pero para eso deben caer o mutar enormes monstruos que están enquistados en la conciencia de la sociedad toda, por ejemplo, el culto al consumo vertiginoso. Como si consumiendo sin parar se pudiese derrotar al tiempo.

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Epílogo

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Vivimos en una sociedad acostumbrada a utilizar la energía como si fuera agua que se saca de un mar inagotable. Y esta idea la padecemos todos. El hombre común vive en una casa plagada de aparatos electrónicos que ya no se desconectan nunca porque permanecen stand by. La última generación de computadoras está diseñada para no apagarse. De hecho, las máquinas más modernas sufren pequeñas desconfiguraciones si permanecen varios días aisladas de la red, dejan de actualizar sus programas y no pueden realizar sus tareas de autolimpieza y refacción; los técnicos aclaran que no es recomendable apagarlas. Hoy todo se hace online: los juegos en red, las encuestas, las búsquedas laborales, las búsquedas de pareja o de compañía casual. Puertas afuera se suma la cantidad de luminarias superpuestas que hay en cualquier ciudad durante las 24 horas. La publicidad no descansa. La idea de la noche se ha perdido tras una espesa muralla de propagandas de lo que sea. Cada ser humano está permanentemente “enganchado” a una red de satélites que le provee servicios que existen sólo desde medio siglo a esta parte, y sin los cuales la vida parece imposible. En este contexto es lógico pensar que las energías renovables nunca podrán reemplazar a los hidrocarburos o a la energía nuclear. Pero en este contexto estamos condenados a quedarnos sin energía, perdidos en un mundo agotado, contaminado, sediento y radiactivo, y todo esto, en muy poco tiempo. Ya no hará falta una guerra para provocar la ruina, pero es muy probable que las guerras se sucedan cuando la cosa se ponga difícil de verdad. 139

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Y aquí empezamos a llegar a una conclusión ardua, complicada y engorrosa; tanto como lo es curarse de una adicción (un mal de nuestro tiempo), por ejemplo. Desde hace muchos años, tanto el socialismo como el capitalismo se han erigido sobre los principios de producción y consumo. Tal vez en los inicios del tercer milenio, la verdadera revolución pase por un regreso a la austeridad. Esta revolución no se producirá de manera sangrienta y ruidosa como las que se han dado hasta ahora. Es probable que haya algunas víctimas, porque los seres humanos somos buenos para eso. Además, deberán desmontarse infinitos entramados mafiosos que tienen que ver con el uso del combustible, la industria automotriz, la moda, el tráfico de contactos, la industria de las armas, etcétera. En el mejor de los casos será una revolución que se producirá por infiltración. León Tolstoi solía decir que los líderes mundiales no son elegidos para guiar a su pueblo, sino simplemente unos pobres diablos emergentes de una necesidad colectiva. Así que, seguro surgirán algunos líderes de uno y otro lado que se convencerán, y probablemente nos covencerán, de que son los portadores de la Verdad. Una verdad que poco a poco germina en el espíritu del hombre. Sabemos que quienes detentan en el poder no poseen la sensatez o la piedad suficiente para cuidar del destino de todos. Para ellos, cualquier sacrificio es válido para que la Humanidad avance, no importa hacia dónde. Claro que la Humanidad suelen ser ellos mismos, sus parientes, queridas y socios. La muchedumbre gris, la “sal de la tierra”, como dicen los Evangelios y repitieron los Rolling Stones, seguirá buscando líderes dónde sólo hay apostadores. La energía nuclear no es mala, como no son malos los aviones, los autos o los tomógrafos. Los que la hacen mala son los mismos que sostienen que el progreso no está al servicio del hombre, sino que es el hombre quien debe sacrificar su vida en pos del progreso. La única defensa, la única manera de influir, es la vigilancia atenta y la intervención ciudadana. No dejarse deslumbrar por espejitos de colores. Despojarse de necesidades 140

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hasta recuperar la certeza de que no es tanto lo que necesitamos. Y si no necesitamos tanto, nadie tendrá demasiado poder sobre nosotros. Ser solidarios, porque lo que le ocurre a uno le puede pasar a cualquiera. Y ejercer la participación, a rajatabla, hacerles pagar cada error con lo que más les duele, quitándoles poder. Esto es aplicable a todo, también a la energía nuclear y la radiactividad, esa luz extraña que una tal señora Curie vio brillar entre los desechos de un mineral oscuro. Una luz que la guió por un camino invisible hasta llegar a la esencia misma de la materia y descubrir una energía fundamental, tan poderosa como para destruir un tumor, uno de esos pequeños mundos malignos que crecen dentro de un organismo sano y lo devastan. El día que el costo político de negociar con las vidas humanas sea mayor que el beneficio que arroja la energía nuclear cuando es manipulada como un simple negocio, recién entonces los encargados de tomar las decisiones a nivel mundial empezarán a pensar primero en las necesidades reales de la gente, antes que en las necesidades inmediatas que se desprenden de su estatus privilegiado. La nuestra es nada más que una herramienta, pero es lo que tenemos; y el ser humano también se define, porque con una sola idea es capaz de generar enormes cambios. La diferencia está entre formar parte de una historia que sucumba frente a sus propios espejismos, o fundar, con el esfuerzo que haga falta, una civilización que se cuestione, avance, retroceda y se reinvente. De ser posible, bajo un sol que caliente sin matar y el zumbido amigable de los molinos en los campos. Buenos Aires, febrero de 2013

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Quiero expresar mi más profundo agradecimiento a: Marcia y Vivi Pérez, inagotables colaboradoras, compañeras, intérpretes del mundo. Los siguientes especialistas (y amigos) cuyo asesoramiento y diligencia han sido indispensables para la realización de esta obra: Martín Febré, experto en energías renovables, titular de Entropía argentina y Luna de día, servicios de energía con sistemas de bajo consumo y recursos renovables; Ximena Nazar Anchorena, Ingeniera química, UBA; Dalia Goldman, Licenciada en Ciencias Políticas, especialista en interpretación de Tratados internacionales; Hebe Goldman, Bióloga, UBA; Alicia Lencina Bournissén, Licenciada en Historia; Gustavo Cannistraci, radiólogo industrial, presidente de INSCANN, empresa de inspección, diagnóstico y certificación para el uso de radioisótopos y radiaciones ionizantes; Marcelo Gómez, Licenciado en Psicología y especialista amateur en energía nuclear, quien aportó generosamente toda su biblioteca y me sugirió la lectura de la obra Copenhagen, de Michael Frayn; Ricardo Cerqueiro, argentino residente en Tokio, Japón, sobreviviente directo de la tragedia de Fukushima, quién durante largas charlas telefónicas logró transmitirme la magnitud humana del desastre. También al aporte indirecto pero esclarecedor de los textos de Fabián Calle, periodista, y Manuel Sacristán Luzón, Doctor en Derecho y Filosofía. Y, por supuesto, gracias también a Fernando Gato Mazzeo y Julio Acosta, asesor literario y editor, respectivamente, quienes con paciencia infinita me ayudaron a que este conjunto de ideas alcanzara forma de libro. El autor

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Apéndice fotográfico

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Una tesonera soñadora

Marie Salomea Skłodowska Curie (1867-1934), pionera en la investigación de la radiactividad. Única persona que recibió dos Premios Nobel en distintas disciplinas: Física y Química. Esta mujer, que pasó su luna de miel en bicicleta y se premiaba cada logro en el laboratorio con un chocolate, imaginó un mundo donde sus hallazgos hicieran más feliz a la gente.

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Foto: Biblioteca de Congreso, USA

El huevo de la serpiente

Foto: Biblioteca de Congreso, USA

Chicago, 1942. El equipo de científicos que realizó la construcción del primer reactor neutrónico. El de abajo, a la izquierda es Enrico Fermi (1901-1954); el segundo desde la derecha, con piloto, es Leó Szilárd (1898-1964), autor de la célebre carta al presidente Roosevelt.

Albert Einstein (1870-1955), en 1942. Pese a todo, un pacifista. Su frase “La vida es muy peligrosa. No por las personas que hacen el mal, sino por las que se sientan a ver lo que pasa”, tal vez sea el mejor legado para nuestros días.

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Foto: Ed Westcott / Ejército USA

El proyecto Manhattan

Fotos: Departamento de Energía, USA

Estados Unidos trabaja a pleno, en turnos rotativos que cubren las 24 horas del día. Un dato curioso. La mujer sentada a la derecha, se llamaba Gladys Owen. Sólo se enteró para qué había trabajado al descubrir su foto, seis décadas más tarde.

Julius Robert Oppenheimer (1904-1967), físico estadounidense y director científico del proyecto.

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General Leslie Richard Groves (1896-1970), el responsable militar que reportaba al Pentágono.

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Foto: Archivos Nacionales, USA.

“¡Dios mío! ¿Qué hemos hecho?”

Foto: Archivos Nacionales, USA.

Foto: Archivos Nacionales, USA.

Frase del capitán Robert Lewis, tripulante del Enola Gay, al ver esta imagen. Debajo del hongo había habido una ciudad, Hiroshima, abrasada ahora por un mortífero sol artificial de más de un millón de grados centígrados. Era el 6 de agosto de 1945.

A la izquierda, una vista aérea de lo que sería el epicentro del estallido de la bomba Little Boy en Hiroshima. A la derecha, otra desde igual altura, luego de disipado el hongo. Literalmente, nada.

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Foto: Archivos Nacionales, USA

Horror en Nagasaki

Fotos: Archivos Nacionales, USA

Esa mañana del 9 de agosto de 1945, la bomba Fat Man debía haber caído sobre otra ciudad, Kokura. Pero como su cielo estaba muy nublado, se eligió desatar el infierno contra esta otra. Los japoneses creyeron que era un vuelo de reconocimiento. No hubo alarma alguna.

Nuevamente un antes y un después. Sólo quedaron en pie algunos edificios de concreto antisismo. El presidente Harry Truman advertía: “Si no aceptan nuestras condiciones pueden esperar una lluvia de destrucción desde el aire como la que nunca se ha visto en esta tierra”.

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Foto: Onuka Masami

Foto: Shiotsuki Masao

¿Vencedores y vencidos?

Foto: Archivos Nacionales, USA

Incluso la oleada triunfalista de un primer momento en los mismos pueblos aliados, se estremeció al conocerse las imágenes del desastre. La Humanidad comenzaba a perder gran parte de la inocencia que a la fecha le quedaba.

Julio de 1945. En Postdam, Alemania, se unen los nuevos dueños del mundo. En el centro, un orondo Harry Truman; a la izquierda, Winston Churchill; a la derecha, Josef Stalin. Pero pronto comenzaría la Guerra Fría, y los vencidos serían los seres humanos en general, viviendo bajo la amenaza del holocausto atómico.

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Foto: Vincent de Groot

Los desastres de la paz

Foto: Digital Globe

Por cuestiones de sensibilidad no incluimos imágenes de malformaciones humanas. Téngase en cuenta que este es un cachorro de perro nacido en la zona mucho después del accidente en la central nuclear, y que, disecado, se exhibe en el Muso Nacional Ucraniano de Chernobyl.

Restos de la planta nuclear de Fukushima, Japón. La imprevisión y la impericia en una de las potencias tecnológicas mundiales atemorizan, y advierten sobre los riesgos del “factor humano”.

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Foto: Guganijj

Otro mundo es posible… aún

Foto: Difer

Represa de las Tres Gargantas, la actual planta hidroeléctrica más grande del mundo. Está sobre el río Yangtsé, en China. Su construcción generó problemas ambientales y la pérdida de bienes culturales milenarios, pero nos hallamos impelidos a escoger el mal menor.

Parque eólico en La Ventosa, Oaxaca, México. Poco más de cien generadores transforman en energía eléctrica el viento del istmo de Tehuantepec. También la energía atómica sería una buena alternativa, pero para ello, la humanidad debe dar un gran salto en geopolítica, previsión y conciencia ambiental.

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Bibliografía

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Impresos - Alonso E.; Finn , E. J.: Física, Delaware, USA, Wilmington, 1995. - Curie, Eva: Vida y obra de Marie Curie, Madrid, Espasa Calpe, 1973. - Gallegos Rosillo, José A.: La Francia del XIX a través de las obras de Guy de Maupassant, monografía, gentileza de la Universidad de Málaga. - Mittica, Pier Paolo: Chernobyl, herencia oculta, Pontevedra, Ellago, 2006. - Moreno, José Eduardo; Alonso Alonso, Almudena: Energía nuclear, una mirada abierta al futuro energético, Madrid, Prentice Hall, 2007. - Ortega Aramburu, Xavier; Jorba-Bisbal, Jaume: Radiación ionizantes, utilización y riesgos, Barcelona, Ediciones de la Universidad Politécnica de Catalunya, 1996. - Rotkiewicz, Marcin; Suchar, Hrnyk; Kaminski, Rysza: “Chernobyl, el fraude más escandaloso del Siglo XX”, en Revista Wprost, Varsovia, 2001. - Sacristán Luzón, Manuel: Seis conferencias sobre la tradición marxista y los nuevos problemas, Mataró, Editorial El Viejo Topo, 2005. En la web - Calle, Fabián: “Israel e Irán, el equilibrio del terror”, en www.americainfobae.com. - S/A. “Energías renovables. Argentina” en fover@minplan. gov.ar

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Índice Introducción9 Capítulo 1 De qué hablamos cuando hablamos de energía nuclear

15

Capítulo 2 El pecado original, fisión y fusión

27

Capítulo 3 Los usos bélicos, el horror

39

Capítulo 4 Usos no bélicos de la radiactividad

61

Capítulo 5 Contaminación, enfermedades, accidentes

75

Capítulo 6 Materia prima y residuos

91

Capítulo 7 Política y derecho internacional

111

Capítulo 8 Energía nuclear y capitalismo

125

Epílogo137 Apéndice fotográfico

145

Bibliografía155

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El aprendiz de brujo, de Gustavo Lencina, fue impreso y terminado en mayo de 2010, en los talleres de Encuadernaciones Maguntis, Iztapalapa, México, D. F. Teléfono: 56 40 90 62

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