Dossier Wallerstein - El sistema - mundo en el siglo XXI

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Créditos de la imagen de portada Alberto Rocha Valencia y Daniel Efrén Morales Ruvalcaba. El Sistema Político Internacional de post-Guerra Fría y el rol de las potencias regionales mediadoras. Los casos de Brasil y México. En: Espiral Volumen15, No.43, Guadalajara – México, sep./dic. 2008.

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ÍNDICE Página Nota Introductoria.

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A modo de presentación. Wallerstein: el marxista que predijo la caída del muro y la actual crisis económica.

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Isidro López. 1. Utopística o las opciones históricas del Siglo XXI.

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Immanuel Wallerstein. 2. Crisis estructural en el sistema – mundo. Dónde estamos y hacia donde nos dirigimos.

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Immanuel Wallerstein. 3. El conflicto de clases en la economía-mundo capitalista.

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Immanuel Wallerstein. 4. Marx y la historia: la polarización.

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Immanuel Wallerstein. 5. La americanidad como concepto, o américa en el moderno sistema mundial

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Aníbal Quijano e Immanuel Wallerstein. 6. Este es el fin, este es el comienzo. Immanuel Wallerstein.

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NOTA INTRODUCTORIA Los ensayos y artículos que se reúnen en el presente Dossiers han sido recogidos de diversas fuentes que se consignan en el pie de página vinculado a cada uno de los títulos. El objetivo es dar a conocer el pensamiento de Emmanuel Wallerstein y su legado intelectual para las nuevas generaciones, que se desprende de él, sin que haya una contraprestación económica de por medio. Los textos seleccionados, a nuestro modo de ver, cumplen ampliamente con este propósito. Es importante señalar que, en todos los casos, se tratan de textos de libre disponibilidad que se pueden bajar del Internet. Una aproximación más detallada a las ideas de Wallerstein, obviamente, pasa por la lectura de sus libros, sobre todo los tres tomos de El Moderno Sistema Mundial, que han sido traducidos al castellano. Sin más que señalar, dejó a disponibilidad de los lectores los textos seleccionados. AOMG

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A MODO DE PRESENTACIÓN Wallerstein: el marxista que predijo la caída del muro y la actual crisis económica* Ayer falleció Immanuel Wallerstein, el representante más destacado de la teoría de los sistemas-mundo, un enfoque deudor de Karl Marx y el historiador francés Fernand Braudel, que, frente a los excesos teorizantes del marxismo estructuralista y post estructuralista francés, puso encima de la mesa el análisis del capitalismo realmente existente en términos históricos y geográficos concretos y de larga duración. En los cuatro volúmenes de 'El Moderno Sistema Mundial', su obra más completa y conocida, analiza los distintos momentos de expansión política, social y territorial del capitalismo desde el siglo XVI al siglo XIX, con sus ciclos de hegemonía genovesa, holandesa, británica y finalmente, norteamericana. Wallerstein contaba con el cierre de esta monumental saga con un quinto volumen dedicado al siglo XX. Las luchas de clases, el sistema de estados, los movimientos de liberación nacional y descolonización o la huida del capital al este de Asia tras la crisis de 1973 fueron analizados por Wallerstein desde una perspectiva que arrancaba en el siglo XVI con la extensión progresiva del capitalismo al mundo. Wallerstein comienza a escribir en un momento en que los callejones sin salida teoretizantes de un marxismo europeo que tardó décadas en recuperarse de las derrotas de los movimientos obreros en el periodo de entreguerras y al que la reconstrucción de posguerra bajo la batuta del keynesianismo y los estados de bienestar dejó la reflexión marxista confinada a las universidades y a la discusión de salón. Sin embargo, Wallerstein como sucedió con Giovanni Arrighi, otro de los *Fuente:

https://www.elconfidencial.com/cultura/2019-09-02/immanuel-wallersteinmuerecapitalismo_2206099/?utm_source=facebook&utm_medium=social&utm_campaign=B otoneraWeb

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grandes teóricos de los sistemas mundo, parte de la experiencia política del 68 norteamericano, con la preeminencia de la guerra de Vietnam y la expansión imperialista norteamericana, para devolver a Marx a donde pertenecía, la reflexión histórica orientada a la práctica política. Un mundo en conflicto permanente Su concepto flexible de las clases sociales como alianzas políticas antes que como posiciones sociales prefijadas y su visión de la necesaria soberanía limitada de los estados en un marco político transnacional funcional al desarrollo capitalista, dieron al análisis de Wallerstein una capacidad de análisis muy superior a la de los intérpretes "izquierdistas" del sistema, anclados en las peculiaridades de un determinado país o periodo histórico. Para Wallerstein, han sido los llamados movimientos antisistémicos, la contestación al capitalismo en sus distintas encarnaciones históricas, los que han llevado la iniciativa política sobre la que el capitalismo ha movilizado su capacidad para operar en la escala mundial y dejar a los movimientos antisitémicos confinados en los espacios del sistema de estados-nación. Pero en cada movimiento de huida y recomposición del capitalismo aparece un nuevo escenario de conflicto entre los capitalistas y los trabajadores, que a su vez se concreta en toda una serie de conflictos entre todas las segmentaciones sociales que componen la fuerza de trabajo ya sean de género, raza, religión u orientación sexual. Pero también conflicto de los capitalistas entre sí y con los ecosistemas. Ahora que vivimos un repunte del discurso del repliegue sobre los estadosnación como atajo a la larguísima crisis del capitalismo que estamos viviendo, es conveniente recordar que, para Immanuel Wallerstein, los estados-nación solo han servido para que las burguesías nacionales hayan encontrado nichos internos de protección frente a la competencia mundial y para contener dentro de las fronteras las explosiones de las luchas de clases. Y para que la "nación", la "patria", haya servido de cemento interclasista en situaciones de conflicto interno latente y para segmentar los mercados de trabajo entre nacionales y extranjeros en situaciones de crisis. Wallerstein, que vivió tiempo en África y fue traductor de Frantz Fanon, a quién admiraba profundamente, hacía un balance crítico de los movimientos de descolonización y de liberación nacional, precisamente por su incapacidad para operar fuera de los contextos impuestos por las fronteras inventadas por el poder europeo y norteamericano. 6

Frente a la quimera de la emancipación en un solo estado-nación, algo para Wallerstein imposible desde el siglo XVII en adelante y en lo que coincide más con Rosa Luxemburgo que con Lenin, Wallerstein dejó bien claro que solo la emergencia de movimientos antisistémicos que superasen las fronteras nacionales desde la comprensión de un destino común y no de la buena voluntad internacionalista, tendrían la posibilidad producir cambios profundos en el sistema-mundo, hasta llevarlo más a allá de la subordinación capitalista al mandato del beneficio económico creciente. La bola del mundo frente a la bola de cristal Wallerstein ha sido uno de los pocos especialistas en ciencias sociales capaz de emitir predicciones solventes con décadas de antelación Esta solidez en sus planteamientos analíticos ha hecho que Wallerstein ha sido uno de los pocos especialistas en ciencias sociales capaz de emitir predicciones solventes con décadas de antelación. Wallerstein anticipó en casi quince años la caída del muro de Berlín basándose en una concepción de la Unión Soviética como un estado capitalista más surgido del triunfo de un movimiento antisistémico, cosa que le confería ciertas peculiaridades internas, pero lo hacía plenamente dependiente de las evoluciones del capitalismo mundial. Lo mismo podía ser dicho para sus países satélites y los movimientos del tercer mundo, en la medida en que estaban protegidos por el paraguas soviético. Pero también predijo el ascenso de China como receptor de capital que huía de los crecientes costes salariales, ambientales y fiscales de la crisis global de rentabilidad que se inicia en 1973 y cierra en falso el auge las finanzas en los años ochenta. O de los propios Estados Unidos, a quien también desde finales de los ochenta, ve confinado en un dilema entre la decadencia de su rol como amo hegemónico del mundo capitalista y el desgarro interno de la sociedad estadounidense, a la que de forma absolutamente brillante, ve asediada en lo que entonces era "el futuro" y hoy el sangrante presente por movimientos populistas xenófobos y racistas, que intentarían restaurar por la vía ideológica la posición privilegiada del trabajador blanco americano que estaba perdiendo en la arena económica global.

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También esos años, Wallerstein ya situaba en el periodo 2010-2030 una potente crisis del capitalismo, más allá de una simple recesión, en la que se dirimiría el futuro político del mundo. Tres crisis de distinta duración, como dijo en uno de sus últimos artículos de calado en la 'New Left Review'. Una recesión profunda pero superficial vista en la perspectiva larga, como la que vivimos desde 2007. Otra crisis del ciclo hegemónico norteamericano, que se expresa en la forma en que retiene "solo" la fuerza financiera y militar, pero ha perdido totalmente la posición dominante del aparato productivo global en términos propiamente capitalistas, esto es, a través de la competencia, ahora en manos de Asia, y muy especialmente China. Y todavía otra crisis de un ciclo aún más largo, de quinientos años, en los que el capital ha podido depredar los entornos no capitalistas y huir de las demandas populares y democráticas encontrando lugares con menores costes de producción, reproducción, fiscales y ambientales. Después de la última huida a Asia el capital no tiene donde fugarse, sin afrontar las crecientes demandas de redistribución que le plantean los movimientos antisistémicos heredados del 68, ya sean en su vertiente obrera, ecologista o feminista. En su última columna periodística, Wallerstein consciente de que dejaba su última palabra, recordaba que la lucha sigue en un 50% de posibilidades de un futuro de mayor dominio y explotación, y un 50% de posibilidades de una salida de la crisis parecida a una emancipación. Desde hace años, Wallerstein defendía que ese horizonte de emancipación era el socialismo. Y ponía tres condiciones para identificar el socialismo, que ningún estado "socialista" ha cumplido aún: 1) Un sistema en que las decisiones económicas están tomadas en términos de utilidad social y no de beneficio; 2) Un sistema que reduce las desigualdades y no las amplia; y 3) Un sistema en que las libertades personales y colectivas están tan enraizadas material y socialmente que no dependen del capricho de los estados. Isidro López

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1 UTOPÍSTICA O las opciones históricas del Siglo XXI* Immanuel Wallerstein PRÓLOGO Esta obra es una versión revisada de las conferencias Sir Douglas Robb impartidas en la Universidad de Auckland, Nueva Zelanda, los días 16, 22 y 23 de octubre de 1997. Agradezco a la universidad el haberme invitado a dar estas pláticas y permitirme formular los argumentos de este ensayo. Parte del capítulo 2 se integró a un artículo publicado en la revista Canadian Journal of Sociology, en 1998. 1. ¿EL FRACASO DE LOS SUEÑOS, O EL PARAÍSO PERDIDO? ¿Utopías? ¿Utopística? ¿Se trata de un juego de palabras? No lo creo. Utopía, como todos sabemos, es una palabra acuñada por Tomás Moro y significa literalmente "ninguna parte". El verdadero problema con todas las utopías que conozco no es sólo que no han existido en ninguna parte hasta el momento, sino que, en mi opinión y en la de muchos, parecen sueños celestiales que nunca podrán hacerse realidad en la Tierra1. Las utopías cumplen funciones religiosas y a veces también son mecanismos de movilización política. Pero políticamente tienden a fracasar, ya que son generadoras de ilusiones y —cosa inevitable— de desilusiones. Las *Fuente:

Wallerstein, Immanuel. Utopística o las opciones históricas del siglo XXI. Madrid, Siglo XXI Editores, 1998, 91 pp. Disponible en: https://periferiaactiva.files.wordpress.com/2016/04/wallerstein-e-utopstica.pdf (Traducción: Adriana Hierro). Véase mi discusión en "El invento de las realidades del Tiempo Espacio: hacia una comprensión de nuestros sistemas históricos", en pensar las ciencias sociales. Límites de los paradigmas decimonónicos, México, Siglo XXI, 1998, pp. 149-163. 1

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utopías pueden usarse —y se han usado— como justificaciones de terribles yerros. Lo último que necesitamos son más visiones utópicas. A lo que me refiero con la palabra "Utopística", que inventé como sustituto, es algo bastante diferente. Es la evaluación seria de las alternativas históricas, el ejercicio de nuestro juicio en cuanto a la racionalidad material de los posibles sistemas históricos alternativos. Es la evaluación sobria, racional y realista de los sistemas sociales humanos y sus limitaciones, así como de los ámbitos abiertos a la creatividad humana. No es el rostro de un futuro perfecto (e inevitable), sino el de un futuro alternativo, realmente mejor y plausible (pero incierto) desde el punto de vista histórico. Es por lo tanto, un ejercicio simultáneo en los ámbitos de la ciencia, la política y la moralidad. Si en el lazo estrecho entre ciencia, política y moralidad parece faltar el espíritu de la ciencia moderna, apelo a lo que dijera Durkheim sobre la ciencia: Si la ciencia no puede ayudarnos a elegir la meta óptima, ¿cómo puede determinar el mejor camino para llegar a ella? ¿Por qué ha de sugerirnos el camino más rápido antes que el más económico; el más seguro en lugar del más sencillo, o viceversa? Si no puede guiarnos en la determinación de nuestros fines más elevados, tampoco puede determinar los fines secundarios y subordinados que llamamos medios2 Por supuesto que nuestros códigos morales también se jactan de ofrecernos una guía para llegar a las metas óptimas. Y la política es el logro terrenal de esas metas, o al menos pretende serlo. La utopística trata de reconciliar lo que la ciencia, la moralidad y la política nos enseñaron que deben ser nuestras metas: nuestras metas generales, no los fines subordinados secundarios que llamamos medios. Estos últimos son sin duda importantes, pero constituyen los problemas permanentes de la vida cotidiana de un sistema histórico. Establecer con eficiencia nuestras metas generales suele resultarnos difícil. Sólo en momentos de bifurcación sistémica de transición histórica, la posibilidad se convierte en realidad. Es en estos momentos, en lo que llamo Tiempo Espacio transformacional3 Emile Durkheim. Las reglas del método sociológico. México. Fondo de Cultura Económica. 1986. 2

3Véase

mi discusión en “El invento de las realidades del tiempo Espacio: hacia una comprensión de nuestro sistema histórico”, en Impensar las ciencias sociales. Límites de los paradigmas de cimonómicos, México, Siglo XXI, 1998 .pp.149 -163.

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que la utopística se convierte en algo no tan sólo pertinente, sino en nuestro principal interés. Justo en ese momento nos encontramos ahora. Este análisis se centra necesariamente en el concepto de racionalidad material concebido por Max Weber en contraste con el de racionalidad formal. Con esto se refería a la elección de fines desde la perspectiva de los "postulados de valor" (werlende Postúlate). Weber nos dice que el concepto está "Lleno de ambigüedades" y que "existe un número infinito de posibles escalas de valores para este tipo de racionalidad". En este sentido, agrega, "el concepto 'material' es genérico abstracto"4. Estos valores, como nos lo dice la expresión original de Weber en alemán, son "postulados", y obviamente en torno a los postulados podemos disentir. De hecho, es casi seguro que no estemos de acuerdo. Nuestras preferencias morales nos llevan directamente a luchas políticas. ¿Dónde entra entonces la ciencia? ¿Cómo es que el conocimiento social nos ayuda a tomar estas decisiones morales y políticas? En el ámbito político, en el sentido más amplio de la frase, nadie afirma tan sólo las elecciones políticas. En el mundo moderno, por lo menos, todos tenemos que recurrir a un grupo de personas más numeroso que aquel con el que compartimos nuestros intereses y preferencias comunes en busca de apoyo para nuestros razonamientos. Eso es lo que cuenta para legitimarlos. La legitimación es el resultado de un proceso a largo plazo cuyo componente central es la persuasión de un tipo específico: implica persuadir a quienes al parecer están teniendo un rendimiento deficiente en el corto plazo de que van a mejorar mucho más a la larga precisamente por la estructura del sistema, y que, por lo tanto, deberían apoyar el funcionamiento de éste y su proceso de toma de decisiones. Esta pérdida de legitimidad es, a mi juicio, un factor primordial de la crisis sistémica en que nos encontramos. La recreación de cierta clase de orden social es cuestión, no sólo de construir un sistema alterno, sino también, en gran medida, de legitimarlo. Es posible legitimar los sistemas —todavía lo hacemos en cierta medidaapelando a la autoridad o a las verdades místicas, pero en la actualidad también lo hacemos, y quizá en mayor grado, mediante los llamados argumentos racionales. Éstos forman parte del discurso de la 4Max

Weber, Economía y sociedad, México, Fondo de Cultura Económica, 1964, vol. I, pp. 64-65 Véase mi análisis de este concepto en "Social science and contemporary society: The vanishing guarantes of rationality", International Sociology, XI, 1 de marzo de 1996, pp. 7-26.

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ciencia y afirman su validez con base en el conocimiento científico aceptado. Por supuesto, no todo lo que los científicos afirman que es cierto necesariamente es correcto. Y existen aún mayores dudas sobre la validez de las deducciones que las personas del ámbito político extraen de lo que creen —o fingen creer— ha sido demostrado científicamente. La validez de nuestro conocimiento colectivo, y en particular las conclusiones que podemos sacar de él sobre nuestros sistemas históricos, es un elemento crucial en el afán por definir lo que constituye la racionalidad material. Por lo tanto, la utopística implica replantear las estructuras del conocimiento y de lo que en realidad sabemos sobre cómo funciona el mundo social. Desde que tenemos sueños —sueños importantes, sueños políticos— hemos sufrido desilusiones. La Revolución francesa agitó a muchos millones y sorprendió a todos aquellos que participaron en ella. Parecía el comienzo de una nueva era. Y no mucho tiempo después uno de sus primeros seguidores, William Wordsworth, escribió su amargo canto fúnebre, los Preludes, por los terribles estragos que causó. La Revolución rusa, que empezó como los diez días que sacudieron al mundo, se convirtió para muchos, una generación después, en el Dios que falló. Y esta historia, tan clara para las precursoras revoluciones francesa y rusa, se ha repetido incontables veces en los muchos otros acontecimientos políticos que denominamos ''revoluciones" en el mundo moderno. Para los pensadores conservadores, desde Burke y De Maistre, ésa ha sido la reflexión de lo que inevitablemente ocurre como resultado de la ingeniería social. Y, según ellos, cuanto más grande es la ambición, mayor es el daño. El núcleo del conservadorismo, como ideología moderna, es la convicción de que los riesgos de una intrusión colectiva consciente en las estructuras sociales existentes que han evolucionado de forma histórica y lenta son muy elevados. En el mejor de los casos, arguyen, se pueden aprobar algunas oportunidades, siempre y cuando se las valore con mucha prudencia y se las considere absolutamente necesarias. Y aun entonces deben establecerse con toda cautela y reserva. En esta doctrina conservadora hay una mezcla de dudas teológicas sobre la manipulación humana con el mundo de Dios, y de escepticismo con respecto a la capacidad del hombre para alcanzar la sabiduría, o más bien para tomar decisiones razonadas, sabias y colectivas. Sin duda hay una buena razón histórica para tal escepticismo. Y vemos cómo personas inteligentes y sensibles podrían llegar a la conclusión de que en general es mejor que el cambio político se vaya gestando 12

lentamente, no sea que la situación empeore aún más. El problema con ese conservadorismo honesto el que representa la posición (y los intereses) de quienes están mejor en términos de la posición económica y social y en todas las demás áreas relacionadas con la calidad de vida. Lo que esta postura les deja a quienes no están tan bien, y en especial a los que realmente están mal no es otra cosa que el consejo de ejercer una paciencia temperada con cierto grado de caridad inmediata. Pero en vista de 5 que la paciencia que se requiere carece en cierto sentido de límite de tiempo (y los conservadores hablan con frecuencia de la inevitabilidad de la jerarquía social y. por lo tanto, de la permanente desigualdad social), representa poco adelanto que para la mayoría de los mortales sea algo concreto en su vida o en la vida de sus hijos. Los orígenes de los llamados movimientos revolucionarios en el mundo moderno constituyen una cuestión muy difícil y polémica y, en lo personal, acepto que no representan, en su mayor parte, levantamientos espontáneos de masas oprimidas en busca de transformar el mundo, sino, más bien, de aprovechar la oportunidad —al menos en un principio— que se les presenta a grupos particulares en momentos en que se viene abajo el orden del Estado (al que estos grupos han contribuido sólo ocasionalmente). Pero, sin importar cómo se pusieron en marcha estas revoluciones, las que han perdurado son aquellas que han atraído un considerable respaldo popular. Creo que el respaldo post-hoc tiene una explicación muy sencilla. La paciencia que los pensadores conservadores aconsejan a los menos adinerados nunca ha sido adoptada en forma amplia, profunda o entusiasta, y la fe que estos subgrupos tienen en la sabiduría de las estructuras tradicionales y sus líderes ha sido bastante limitada. Por el contrario, los subgrupos han sufrido a la autoridad y tienden a verla como inevitable en el peor de los casos o, en el mejor, como difícil de afectar y mucho menos de anular. Lo que los levantamientos revolucionarios ofrecen a la población que claman representar y cuyo apoyo moral y político necesitan, es la perturbación de las expectativas sociales, la repentina intromisión de la esperanza (incluso de las grandes esperanzas) de que todo (o al menos mucho) en verdad puede transformarse, y transformarse rápidamente hacia una mayor igualdad y democratización entre los seres humanos. Si no entendernos que es esta esperanza, que abrigan los seres humanos para sí y para sus hijos, lo que hace que las Madames Deíarges de este mundo tejan mientras los aristócratas mueren en la guillotina, no podremos comprender la historia política de los últimos doscientos años del moderno sistema mundial. Esto no quiere decir que las personas comunes 13

y corrientes aplaudan el régimen del Terror o los gulags. Muchas sí lo hicieron, pero muchas no. Algunas les dieron su apoyo consciente; otras apoyaron los movimientos revolucionarios a pesar de los regímenes de terror, y muchas otras se auto convencieron de que ignoraban su existencia. Pero ciertamente dieron su apoyo a las revoluciones, al menos durante mucho tiempo, y esto se debió a que las revoluciones inspiraban esperanza en situaciones que de otra suerte serian desesperadas; desesperadas no tan sólo antes de las revoluciones, sino, previsiblemente, después de cualquier contrarrevolución. Por cierto, las revoluciones de cualquier clase se deterioran, por razones tanto externas como internas. En lo externo, se las combate, y con ardor. En lo interno, todas se han degenerado. Quienes detentan el poder caen en una profunda desunión, en parte a causa de las tácticas, pero en gran medida como resultado de la rivalidad por el poder. Las revoluciones comienzan a devorar a sus hijos y a mostrar la fealdad de su rostro, y así empiezan a perder gran parte del apoyo que se han ganado. Hoy en día es muy aceptado —aunque no universalmente—, que la Revolución francesa no fue un movimiento burgués y que la Revolución rusa no fue una revolución proletaria. Entonces, ¿qué fueron? ¿Fueron revoluciones? Todo depende, por supuesto, de lo que se quiera decir con "revolución" (política y/o social). El concepto mismo de una revolución moderna supone la importancia de las fronteras de los estados para el análisis y la acción, así como su relativa autonomía en evolución. Supone que los estados en el mundo moderno pueden caracterizarse como feudales o capitalistas o socialistas o cualquier otra cosa. De ahí que podamos hablar sobre las rupturas que marca la transformación de la estructura de un Estado en particular y llamarlas revoluciones. De ahí también que podamos provocar de manera deliberada (o tratar de hacerlo) tales rupturas. Esto es lo que en esencia queremos decir cuando hablamos de revoluciones y de actividades revolucionarias. Por cierto, se ha generado gran inconformidad sobre qué criterios distinguen el llamado cambio político normal (aun cuando se dé a través de medios violentos) y el llamado cambio verdaderamente revolucionario. Pero esta inconformidad no afecta el modelo básico de ambos lados de este argumento de que las transformaciones básicas pueden ocurrir en el mismo nivel, y que ciertamente (para muchos, si no para la mayor parte de los 6 analistas) tales cambios sólo pueden ocurrir en el mismo nivel. Yo 14

ofreceré un modelo diferente, uno que sostenga que no ha habido revoluciones en los estados que conforman el moderno sistema mundial, y que no podía haberlas si por revolución entendemos un cambio que transforma la estructura social subyacente y el funcionamiento del Estado en el que supuestamente se produjo la revolución. Sin embargo, debo señalar que estas llamadas revoluciones han sido elementos muy importantes en la historia de la evolución del moderno sistema mundial, porque ciertamente han cambiado parámetros importantes de cómo es y de cómo ha venido evolucionando en su conjunto. Por último, debo también señalar que como resultado de este cambio de énfasis, ni las ilusiones ni las desilusiones se han justificado y, por lo tanto, no representan actitudes razonables antes de estos acontecimientos políticos. El moderno sistema mundial, que es una economía-mundo capitalista, ha existido desde el siglo XVI. Se creó originalmente sólo en una región del globo, en casi toda Europa y parte del hemisferio occidental. Con el tiempo se expandió con una dinámica interna y gradualmente incorporó a su estructura otras regiones del planeta. El sistema moderno se globalizó desde el punto de vista geográfico apenas a finales del siglo XIX, y tan sólo en la segunda mitad del siglo XX se han ido integrando los rincones y las regiones más recónditas del globo. La creación de la estructura de los estados (los llamados estados soberanos, que operan dentro de las restricciones de un sistema interestatal) fue parte de la creación de un mundo y una economía capitalistas, y fue un elemento necesario en su estructuración. La evolución de la estructura de los estados, su capacidad para ganar fuerza en su interior y en relación con otros estados del moderno sistema mundial, reflejó la evolución de dicho sistema como un todo integral. Los estados nunca fueron entidades autónomas, sino más bien una característica institucional importante del moderno sistema mundial. Tenían poder, aunque no ilimitado, y desde luego algunos estados tenían más poder que otros. Podía decirse que el moderno sistema mundial en su conjunto se caracterizaba por su modo de producción. El moderno sistema mundial era, y es, un sistema capitalista, es decir, un sistema que opera sobre la premisa de la acumulación incesante de capital a través de la mercantilización de todo. Los estados que figuran dentro de este sistema son instituciones del mismo, así que cualquiera que sea su forma particular, responden de alguna manera a la premisa de su impulso capitalista. Por lo tanto, si por 15

revolución entendemos que un Estado antes feudal se convierte en capitalista, o que un Estado antes capitalista se convierte en socialista, el término no tiene ningún significado operativo y es una descripción engañosa de la realidad. Para ser exactos, hay muchas clases posibles de regímenes políticos, y no hay duda de que a las personas que viven en un Estado en particular les importa muchísimo la naturaleza de ese régimen. Pero estas diferencias no han cambiado el hecho básico fue que todos estos regímenes han sido piezas de la maquinaria del moderno sistema mundial, es decir, de la economía-mundo. Y tampoco podría haber marcado una diferencia antiguamente. Puedo oír las objeciones. Las he oído muchas veces. ¿Cómo afirmar que los antiguos estados socialistas (o los que siguen estando regidos por partidos marxistas-leninistas) eran (o son) capitalistas? ¿Cómo asegurar que los estados que están aún bajo el régimen de jerarquías tradicionales son capitalistas? Yo no afirmo nada porque no creo que los estados puedan tener esas atribuciones. Lo que sí aseguro es que estos estados se localizan dentro de un sistema mundial que opera con una lógica capitalista, y que si las estructuras políticas, o las empresas, o las burocracias del Estado intentan tomar decisiones en términos de alguna otra lógica (y desde luego que lo hacen con frecuencia), tendrán que pagar un precio muy alto. El resultado será que cambiarán su modo de operar o bien perderán poder o capacidad para afectar al sistema. Me atrevo a sugerir que la lección más clara que podemos aprender de la llamada caída de los comunismos — aunque yo no acepto que lo sea sólo porque los partidos comunistas ya no están en el poder— es que la supremacía de la ley de los valores ha operado de manera eficaz en estas áreas. Creo que ya operaban sobre esta base desde hace mucho tiempo. La refutación constante que oímos en contra de esa descripción de los llamados regímenes socialistas es que quizá sea cierta, pero no tenía que serlo. Ésta es la apreciación que afirma que estos regímenes eran impuros, inadecuadamente socialistas, hasta traidores al sueño. Tampoco acepto esta afirmación. La mayor parte de los revolucionarios tratan ciertamente de ser revolucionarios al principio de sus esfuerzos como tales. Muchos de los regímenes revolucionarios realmente tratan de cambiar el mundo. No traicionan sus ideales. Descubren que, como individuos y como regímenes, las estructuras del sistema mundial los restringen a comportarse en cierta forma y dentro de determinados parámetros o. de lo contrario, pierden toda capacidad de ser actores importantes en ese 16

sistema mundial. Y así, tarde o temprano, doblegan sus intenciones a la realidad. Todo se reduce a comprender cómo operan los sistemas de cualquier tipo. Los sistemas tienen fronteras, aunque éstas cambien. Los sistemas tienen reglas, aunque éstas evolucionen y los sistemas cuentan con mecanismos interconstruidos para recuperar el equilibrio, de manera que las grandes desviaciones -intencionales o accidentales- de los patrones esperados tienden a convertirse a mediano plazo en cambios relativamente pequeños. No es que los sistemas sean estáticos. Nada de eso. Tienen contradicciones inter-construidas y como resultado de su intento por hacerles frente manifiestan tendencias seculares. Llegan a puntos de bifurcación, y el resultado es que se transforman en otro sistema o son sucedidos por otro. El punto crucial es distinguir entre la vida normal y continua de un sistema y sus dos momentos de transformación: su principio y su fin. Las revoluciones francesas y rusa, y todas las otras sobre las que hemos hablado tuvieron lugar dentro de la vida normal y continua de la economía-mundo capitalista. Aunque representaban desviaciones relativamente grandes con respecto a los patrones esperados, dieron por resultado, a mediano plazo, cambios relativamente pequeños. El entusiasmo de algunos por las revoluciones, y la enorme hostilidad de otros, eran parte de los mecanismos del sistema. El hecho de que el entusiasmo fuera acumulativo era un mecanismo: el hecho de que el entusiasmo diera paso a la desilusión era otro. Las revoluciones nunca funcionaron en la forma en que sus promotores esperaban o del modo que sus opositores temían. Eso no significa que fueran irrelevantes. En realidad, el patrón repetido de tales levantamientos ha sido un elemento importante en el establecimiento de ciertas tendencias seculares en el sistema, tendencias seculares cuyo impacto estamos sintiendo apenas desde 1945, y aún más desde 1989. La mayor parte de las ilusiones y de las desilusiones acerca de las revoluciones francesa y rusa (y la mayoría de los escritos al respecto) tienen que ver con su impacto en Francia y en Rusia, y el debate sobre los méritos de lo que realmente sucedió atrae la retórica de opiniones encarnizadamente opuestas. Yo asumo una postura similar a la que adoptara Tocqueville con respecto al impacto interno: la de la longue 17

duré (la larga duración). Si uno compara estos países en un momento determinado, veinte años antes de la revolución, y otros veinte años después de la fecha en que se considera que ésta terminó, no queda claro que los cambios que uno ve sean mayores que los encontrados en países comparables que no atravesaron por una supuesta revolución. Sin embargo, esto no sería cierto si uno viera el sistema mundial como un todo. Se pueden rastrear cambios más importantes en la geocultura del sistema mundial como resultado de esas dos revoluciones, cambios que se reflejan en las tendencias seculares del sistema mundial en su conjunto. Y esto es cierto —aunque puede decirse que las revoluciones "fallaron"— en el sentido de que los gobiernos revolucionarios (y los sucesores inmediatos que se proclamaron sus herederos o que eran vistos como tales) fueron derrocados por una contrarrevolución. Todos conocemos las reivindicaciones básicas de los revolucionarios franceses. Se oponían a los privilegios hereditarios. Defendían la igualdad moral y jurídica de los individuos, insistían en la importancia del concepto de ciudadanía, es decir, de ser miembro de una comunidad llamada nación que ofrecía, en 8 principio, iguales derechos de participación en la arena política al menos para todos los varones adultos. Sin duda estas demandas eran la expresión de una presión aún mayor que la mera expresión de quienes forjaron la Revolución francesa. Pero fue ésta precisamente —por su violencia, entusiasmo y empuje— la que hizo que esas demandas parecieran saltar del reino marginal de las ideas revolucionarias a la arena de los elementos normales, hasta obvios, de cualquier sistema político. El hecho de que esas reclamaciones se difundieran entonces, sin duda en forma bastante ambigua, por medio de los intentos napoleónicos de conquista, fue importante para su arraigo en la mentalidad popular. La importancia de la transformación puede verse después de 1813, después de la Restauración en Francia, ya que entre 1845 y 1848 los conceptos básicos de la Revolución francesa siguieron abriéndose paso hacia la categoría de supuestos generalizados de lo que se acepta como las premisas legitimas de la acción política. En realidad hubo tres conceptos que se ganaron esa clase de legitimidad. El primero fue que el cambio político era continuo y normal más que excepcional y esencialmente ilegitimo. El segundo fue que la soberanía reside en el pueblo, más que en el gobernante o en un órgano corporativo aristocrático. El tercero fue que los individuos que residen en un Estado constituyen una nación, de la cual son ciudadanos. 18

Para ser precisos, ninguno de los tres conceptos fue aceptado como legítimo por las autoridades del Estado en la era posnapoleónica, al menos en un principio. Ciertamente la ideología de la Santa Alianza era a todas luces contraria a estos conceptos; de manera específica y enfática afirmaba su ilegitimidad y hasta su inmoralidad. Sin embargo, los conceptos eran suficientemente poderosos como para requerir una denuncia clara, razonada, no una represión brutal que, de por sí, era el reconocimiento de su fuerza. De esa manera, la ideología conservadora se formuló en el rechazo de la Revolución francesa y simuló el desarrollo de la ideología liberal que, aunque ambivalente con respecto a ciertos elementos de la Revolución francesa, avaló sus conceptos básicos. La realidad fue que la Revolución francesa abrió una caja de Pandora y generó aspiraciones, expectativas y esperanzas populares que todas las autoridades constituidas, tanto conservadoras como liberales, encontraron difíciles de contener. En esencia, conservadores y liberales diferían en sus estrategias básicas sobre cómo contener una posible insurrección popular. Los conservadores se pronunciaron por fortalecer la autoridad de las instituciones tradicionales y los líderes simbólicos, comprendiendo el daño que el cambio legislado podía infligir en el orden social. De esa manera, la monarquía, la Iglesia, las celebridades locales y las familias patriarcales eran los puntos de concentración preferidos. Los liberales argüían que, históricamente, era demasiado tarde para que tales instituciones funcionaran bien, ya fuese rigiendo, ya aplacando el descontento popular. Propugnaron los principios teóricos demandados por las fuerzas populares normalidad del cambio, soberanía popular y ciudadanía— pero administrando el cambio que podría ocurrir bajo sus auspicios. Su programa para administrar era poner en práctica gradualmente estos principios bajo el control de expertos que analizarían de manera racional el ritmo y la técnica necesarios para asegurar que el cambio fuera gradual, y que no desplazara a familias y grupos gobernantes. Los liberales, en pocas palabras, querían un cambio controlado, y cedían apenas lo preciso para seguir aferrándose a casi todo lo que tenían. Sin embargo, los liberales pensaban que se requería cierto cambio, y pronto, mientras que los conservadores tendían a dejar que su cautela superara su capacidad de juicio, o a recurrir a la acción represiva para contener el desorden.

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Esta lucha de conservadores y liberales entre las minorías gobernantes tuvo lugar en los principales estados del sistema mundial entre 1815 y 1848. La historia de esos años es un incremento constante de la inquietud popular en diferentes formas y lugares. Aun así, lo que podríamos llamar la revolución mundial (o del sistema mundial) de 1848 no estaba prevista, y fue una sorpresa para todo aquel que estaba en el poder. Por un lado, esto mostró que dos grupos populares podían movilizarse con más seriedad de lo que nadie podía haber creído antes. Estos grupos eran, por una parte, los obreros urbanos/industriales y, por la otra, las nacionalidades/naciones oprimidas. El levanta- miento empezó en Francia 9 como una revuelta social que se extendió con rapidez a otros países, con frecuencia como insurrección nacional. Parecía como si la Revolución francesa empezara de nuevo, pero en esta ocasión no sólo en contra de los conservadores, sino también en contra de los ideólogos liberales. Las revoluciones de 1848 constituyeron el surgimiento de una tercera ideología, una ideología de izquierda que emergió de lo que ahora se consideraba un liberalismo de centro y que se oponía a éste y al conservadorismo de derecha. Esta ideología de izquierda recibió diferentes nombres, pero en general empezó a llamársela socialismo. Debemos considerar: la revolución mundial de 1848 en dos lapsos: los hechos y consecuencias inmediatos, y los efectos a largo plazo; Vista como un conjunto de sucesos ocurridos en un período de; varios años, podría decirse que era; como un ave fénix. Se inflamó muy rápidamente; y se extinguió por sí sola casi con la misma rapidez La-época-más radical en Francia, por; ejemplo sólo duró cuatro meses. Estos levantamientos (e incluso los; menos radicales) fueron controlados en todas partes con una fuerza a la que los elementos radicales no pudieron oponerse. Aun así, no hay duda de que los que detentaban el poder estaban atemorizados ante estas revueltas, y su miedo tuvo como consecuencia la unión de conservadores y liberales en defensa del orden establecido. En retrospectiva, parece como si hubiera habido un acuerdo tácito entre conservadores y liberales. Los conservadores encontraron él camino en el corto plazo: la seguridad de la, autoridad represiva y, en; particular la proscripción de todos los elementos radicales. Pero los liberales encontraron el camino a mediano plazo: la institución eventual de una serie de; reformas racionales y graduadas, no sólo con el apoyo conservador sino con los conservadores compitiendo; para ver; si podían superar a los liberales en su propio juego.

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Los socialistas, promotores de la tercera ideología, estaban tan profundamente afectados por 1848 como los conservadores y .los liberales. Mientras que los protosocialistas del periodo previo a 1848 estaban comprometidos con el insurreccionismo conspirador (Carbonari, Blanqui) o la retirada utópica como estrategia (Owen, Cabet, y muchas otras variantes), los fracasos de 1848 (el hecho de que los levantamientos espontáneos no tuviesen ningún efecto político significativo) dejaron caer sobre la izquierda un balde de agua fría de realismo político. Optaron por organizarse, estrategia que en última instancia sólo podía tomar la forma de una teoría de acción política en etapas. Conocemos la que los socialistas prepararon en la segunda mitad del siglo XIX. En la primera etapa tratarían de obtener el poder en cada Estado soberano; en la segunda, transformarían la sociedad nacional usando el poder del Estado. Todavía más adelante los socialistas dividirían las tácticas de la primera etapa, ya fuera que obtuvieran el poder a través de las urnas o de una insurrección planeada (que se convertiría en la diferencia teórica entre la Segunda y la Tercera Internacionales). Lo que debería subrayarse sobre la estrategia socialista de la búsqueda organizada del poder del Estado es que, a la larga, no había mucha diferencia con respecto a la estrategia liberal del cambio racional administrado por expertos. Sólo que los expertos se ubicaban en la estructura del partido, más que en la burocracia. Así que en el periodo posterior a 1848 surgieron dos patrones muy claros. Por un lado teníamos una tríada de ideologías -conservadores, liberales, socialistascompitiendo políticamente casi en todas partes. Por el otro, el liberalismo centrista se convirtió en la ideología dominante en todo el mundo, precisamente porque los programas tanto de conservadores como de socialistas tendían a convertirse en meras variantes del tema liberal subyacente de reforma administrada. Ambos patrones permanecieron vigentes no sólo hasta 1917, sino hasta 1968. En consecuencia, podemos argüir que el resultado a largo plazo de la Revolución francesa fue que, al legitimar una serie de conceptos que antes habían sido marginales, dio lugar a un trío de ideologías, interesadas en contener una presión popular legitimada que buscaba el cambio. A su vez este conflicto político entre las tres ideologías se tradujo en que una de las tres —el liberalismo centrista llegaría a dominar y podría imponerse como la geocultura del sistema mundial, con lo que se establecieron los parámetros dentro de los cuales habría de tener lugar toda la acción social, durante, más de un siglo. 21

Toda la evolución podría verse, como una dialéctica de procesos. Las pasiones populares, desatadas, y en particular la legitimación de los objetivos populares, forzaron a los grupos dominantes a hacer concesiones importantes a mediano plazo por medio del programa del liberalismo; las más-importantes de ellas fueron el sufragio (universal en, última instancia) y la redistribución económica parcial (el Estado benefactor). Estas concesiones fueron la consecuencia de la presión popular alimentada por la esperanza y las expectativas, pero las concesiones mismas fortalecieron la esperanza y las expectativas. Al final del arco iris liberal parecía estar la visión de la sociedad democrática Pero esta esperanza estas expectativas volvieron mucho, más pacientes, mucho menos insurrectos, a los estratos populares. En pocas palabras, las concesiones liberales, condujeron a una significativa democratización de las estructuras sociopolíticas (el supuesto objetivo de la Revolución francesa), y también a reducir la presión de cambios más fundamentales (el supuesto deseo de quienes se oponían a la Revolución francesa). En ese sentido, el liberalismo como ideología logró, con enorme éxito, mantener el orden político subyacente de la economía-mundo capitalista. Pero en ese sentido la Revolución francesa dejó su huella en la estructuración y en las tendencias seculares del moderno sistema mundial. El siglo XIX no fue sólo el siglo de las demandas populares de democratización y del dominio emergente de la ideología liberal como forma más efectiva de contener las demandas populares. También fue la época de la aparición del nacionalismo/identidad, del racismo y del sexismo como temas subyacentes básicos de la geocultura. Esto no quiere decir que las pasiones o las prácticas detrás de estos temas se conocieran por primera vez en este siglo, sino que por vez primera se mostraron como partes explícitas y teorizadas de la geocultura y, por lo tanto, cobraron un significado nuevo y mucho más peligroso. A primera vista, los tres temas parecen estar en contradicción directa con respecto al liberalismo y, por lo tanto, dan la impresión de negar el dominio confirmado de la ideología liberal. Pero, en realidad, resultaron estar en una oculta relación simbiótica con el liberalismo. El nacionalismo tiene dos caras. Es la protesta de los oprimidos en contra de sus opresores. Pero también es la herramienta de los opresores contra los oprimidos. Así ha sido en todas partes. ¿Pero qué es lo que da al nacionalismo esa propiedad? Esencialmente es su vínculo con la ciudadanía. La 22

ciudadanía se inventó como un concepto de inclusión de las personas en los procesos políticos. Pero aquello que incluye también excluye. La ciudadanía confiere privilegios, y éstos están protegidos al no incluir a todos. Lo que la ciudadanía logró fue que la exclusión dejara de ser una barrera nacional o de clases oculta. Esta doble característica del nacionalismo -inclusión y exclusión- es crucial para el objetivo liberal de administrar el cambio, social para ofrecer concesiones que apacigüen pero no destruyan el sistema capitalista básico. Incluirlos a todos verdaderamente a todos, habría hecho imposible, mantener la acumulación interminable de capital porque habría difundido la plusvalía hasta hacerla. Casi irrelevante. No incluir a nadie mantener realmente el antiguo régimen, habría hecho imposible mantener la acumulación interminable de capital porque habría conducido a la ira popular y a la destrucción de la coraza política del sistema. La transición de la ciudadanía —la inclusión de algunos y la exclusión de otros— sirvió precisamente para apaciguar a los estratos más peligrosos de los países de las zonas neurálgicas —las clases trabajadoras—sin dejar de excluir de la división de la plusvalía y de; la, toma de decisiones política, a la gran, mayoría de los pueblos del mundo. De ahí que el nacionalismo de las naciones poderosas (como Inglaterra/Gran Bretaña y, Francia) ayudó a preservar el statu quo global. Pero lo mismo hizo el nacionalismo de las naciones oprimidas, que en el siglo XIX todavía significaba el nacionalismo de las naciones europeas llamadas históricas y su transformación de identidades étnicas a estados). En su caso el nacionalismo significaba la inclusión de las clases medias y, en cierta medida de las, clase trabajadoras urbanas, en la repartición global del pastel. Siempre y cuando, algunas de estas naciones se adueñaran a la vez de su soberanía política, su inclusión no provocaba más problema que la extensión del sufragio dentro de naciones poderosas ya soberanas, y era perfectamente compatible con el programa global del liberalismo. Desde luego, el nacionalismo es un concepto que en forma inherente no tiene límites geográficos, y esto, como veremos, habría de ocasionar algunos problemas más adelante. El nacionalismo/identidad y el racismo han estado entrelazados. El racismo —la explicación teorizante de la superioridad de la raza blanca, o de los arios—, floreció durante el siglo XIX en el norte y el occidente de Europa, así como en los países dominados por colonizadores europeos. ¿Cuál era el mensaje esencial? Que la inclusión en la política liberal 23

implicaba una especie de superciudadanía, una ciudadanía de los estados poderosos que excluía colectivamente a los pueblos del resto del mundo, incluidos aquellos originarios étnicamente del resto del mundo pero residentes actuales en las naciones poderosas, así como a los pueblos nativos en los países del colonizador blanco. El nacionalismo más el racismo se unen para justificar ideológicamente el imperialismo, sin temor a expresar estas opiniones de modo abierto. El sexismo también formaba parte de este escenario. El sexismo, visto como una ideología explícita, implicaba la creación y santificación del concepto del ama de casa. Las mujeres habían trabajado siempre, e históricamente la mayoría de los hogares habían sido patriarcales. Pero lo que ocurrió en el siglo XIX era algo nuevo. Representó un intento serio de excluir a las mujeres de lo que arbitrariamente podría definirse como trabajo remunerado. Se colocaba al ama de casa detrás del hombre proveedor de la familia, que dependía de un solo ingreso. El resultado no fue que las mujeres trabajaran más o más arduamente, sino que su trabajo se fue devaluando en forma sistemática. ¿A quién podía convenirle eso?, Debemos tener presente que esto ocurría en un momento en que la clase trabajadora presionaba para ser incluida en los ámbitos político, económico y social y la clase dominante se esforzaba por apaciguar, estas demandas ofreciendo una inclusión limitada mientras seguía reteniendo la mayor parte de; los privilegios, restringiendo el alcance de la inclusión. La creación del concepto de ama de casa, sirvió aI logro de este objetivo en tres formas distintas. La primera era que ocultaba cuanta plusvalía se estaba asignando realmente a las clases trabajadoras. El hombre proveedor de un único ingreso podría haber visto acrecentado éste como resultado de la exclusión de la competencia de mujeres (y niños) en el mercado laboral, pero parte de estos salarios estaban siendo subsidiados para el ingreso familiar por el ama de casa y, por lo tanto, el ingreso total real de toda la familia no iba al ritmo del incremento en los niveles de la acumulación de capital.} De ahí que, en términos materiales, el resultado puede haber sido un juego de manos negar con una mano lo que la otra ofrecía a las clases peligrosas. La segunda fue un efecto sociopsicológico. El valor de la inclusión aumentó con la realidad del gran grupo que había sido excluido. Las mujeres blancas simplemente se sumaron al mundo no blanco como 24

grupos excluidos, y sin duda esto propició qué el sufragio masculino y el empleo remunerado de los hombres en los estados poderosos parecieran por demás satisfactorios, o que al menos dieran la impresión de que las clases trabajadoras masculinas estaban siendo menos humilladas (y por ende menos revolucionarias). Por último, no olvidemos que una de las características clave de los estados liberales construidos en el siglo XIX era que un corolario de la ciudadanía era el servicio militar (permanente en algunos países; en otros sólo en tiempo de guerra). El atractivo limitado de tal servicio se incrementaba claramente al proponerlo como un atributo crucial de los ciudadanos del sexo masculino: machismo patriótico. Es de dudar que los ejércitos de masas movilizados en todas partes durante la primera y la segunda guerras mundiales hubieran sido reclutados tan fácilmente sin este elemento ideológico. La ideología liberal propuso la protección de los derechos humanos supuestamente fundamentales, pero en la práctica siempre se le brindaba a una minoría de la población mundial. En los regímenes antiguos un grupo muy pequeño integraba los estratos privilegiados. Los estados liberales sostenían que, siguiendo los ideales de la Revolución francesa, se abolirían los privilegios. Lo que realmente querían decir era que los privilegios (o al menos algunos de ellos) se harían extensivos a un gran grupo de personas denominadas ciudadanos, pero que este grupo ya representaba una minoría. La combinación de nacionalismo, racismo y sexismo definía las fronteras de quién era incluido y quién excluido. La Revolución rusa marcó otro momento crucial en esta historia. Pero este momento crucial no era el que sus seguidores u opositores decían que era. El bolchevismo era originalmente la denuncia de los movimientos socialistas por haberse convertido en avatares de la ideología liberal. La solución que proponían residía en la confirmación de la fe socialista por medio de la creación de un partido comprometido con una verdadera revolución antisistémica. La Revolución rusa, como sabemos, no fue el resultado de una insurrección planeada por los bolcheviques, sino más bien del hecho de que los bolcheviques estaban mejor organizados para aprovechar la completa desorganización del orden político en Rusia, que obedecía a una combinación de graves derrotas militares y del hambre generalizada entre la población. Sabemos también que los bolcheviques, inmediatamente después de llegar al poder, estaban esperando una revolución en Alemania, según les hacía creer su posición teórica, y la 25

cual consideraban necesaria para poder continuar con su revolución nacional. La revolución alemana nunca tuvo lugar y los bolcheviques tuvieron que ajustarse; a esa realidad El resultado fue el socialismo en un país: el stalinismo, los gulags, después Jrushov y Gorbachov, y más adelante el final de la URSS y del Partido Comunista de la Unión Soviética en 1991. En este sentido, la Revolución rusa, como la francesa, parece, haber sido un fracaso, ya que cuando comparemos a Rusia veinte años antes de la Revolución- y veinte años después de ella no es seguro que podamos sostener que cambió más que otros países comparables que no tuvieron la experiencia de la revolución. Con todo, propongo que la Revolución rusa tuvo un efecto profundo en la geocultura, pero en una forma bastante diferente a la que defendía, la teoría bolchevique. El mensaje de la Revolución rusa tuvo efectos diferentes en el mundo de las naciones poderosas lo que podríamos llamar el mundo paneuropeo y en el mundo extraeuropeo. Visto en retrospectiva parece no haber duda de que la amenaza de una clase trabajadora más militante en las naciones poderosas, amenaza que parecía simbolizada por el movimiento comunista mundial, despertó una intensa respuesta de las clases dominantes de estos países. Logró elevar considerablemente la oferta inicial que debería contener el paquete liberal para aplacar a las clases trabajadoras en los países paneuropeos. En particular condujo a ampliar de manera importante el componente del Estado benefactor, en especial en el periodo posterior a 1945, cuando la fuerza militar y política soviética parecía cobrar mucha importancia. Es muy poco probable que un mundo sin la Revolución rusa hubiera visto la clase de keynesianismo paneuropeo que hemos experimentado. Pero sin tomar en cuenta cuán importante pueda ser este resultado —y creo que lo es mucho— palidece ante el impacto de la Revolución rusa en el mundo extraeuropeo. Este no formaba parte de la visión bolchevique original, y cuando Sultán Galiev trató de integrarlo fue exterminado. Aun así, al iniciarse el Congreso de Bakú de 1920 los bolcheviques empezaron a reflexionar en torno a esta inesperada popularidad de la Revolución rusa en el mundo extraeuropeo y trataron, aunque sin éxito, de canalizar la energía política que generaba. Lo que realmente sucedió fue que el esfuerzo bolchevique llegó demasiado tarde para el mundo europeo. Las peligrosas clases 26

paneuropeas habían estado mucho tiempo bajo el control del compromiso liberal, y la amenaza bolchevique, al mejorar el poder de negociación de las clases trabajadoras paneuropeas, sólo vino a fortalecer ese proceso. Mientras tanto el germen del nacionalismo se había extendido más allá de las fronteras de las "naciones históricas*' paneuropeas. En los albores del siglo XX no sólo teníamos movimientos y levantamientos nacionalistas en las tres estructuras imperiales que quedaban —Austria-Hungría, Rusia y el Imperio Otomano — sino que se observaban los inicios de movimientos nacionalistas serios en Asia (por ejemplo China, India, Filipinas), el Medio Oriente (Afganistán, Persia, Egipto), África: (negros; sudafricanos) y Latinoamérica (por ejemplo. México). La lección de la Revolución rusa para todos estos movimientos era que; un país extraeuropeo (como todos ellos definían a Rusia) podía liberarse del control europeo y lograr la industrialización y el poderío militar (especialmente evidente después de la segunda guerra mundial); Mientras la: Revolución francesa infundió esperanza expectativas e incrementó las aspiraciones en las clases peligrosas del mundo paneuropeo; la Revolución Rusa infundio esperanza, expectativas e incrementó las aspiraciones dé las clases peligrosas del mundo extraeuropeo. Esta dinámica del siglo XX tuvo él mismo, impacto ambiguo que el movimiento análogo del siglo XIX. El inicio de los que se denominaron movimientos de liberación nacional en Asia, África y Latinoamérica significó que la ideología liberal tenía que globalizarse, y que sus concesiones debían tener contenido global. El liberalismo global asumió la forma de la autodeterminación de las naciones (descolonización) y el proyecto del desarrollo económico de las naciones en vías de desarrollo (la versión de un Estado benefactor global). En cierta forma este programa tenía tanta importancia y éxito como el programa paneuropeo del siglo XIX. Así como el sufragio universal se convirtió en la regla, lo mismo sucedió con la descolonización formal en todas partes. Y así como las clases trabajadoras paneuropeas parecían renunciar definitivamente a toda idea de insurrección, así también los estados extraeuropeos parecían renunciar a toda idea de guerra civil global. En pocas palabras, parecía haberse logrado el objetivo liberal de arreglar de alguna manera el orden político por medio de concesiones limitadas sin sacrificar la prioridad básica de la acumulación incesante de capital.

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Eso parecía hasta la revolución mundial de 1968, que desempeñó un papel comparable con el de 1848 en términos de su impacto en la geocultura. La revolución mundial de 1968 representó una combinación dramática de apoteosis y mutación del espíritu de la Revolución rusa, tal como 1848 había representado la apoteosis y la mutación del espíritu de la Revolución francesa. Pero era una mutación en dirección contraria. Mientras que la revolución mundial de 1848 llevó a la instalación del liberalismo como el apuntalamiento de la geocultura del sistema mundial, la revolución de 1968 condujo al derrocamiento del liberalismo precisamente a partir de ese papel. Por un lado, los participantes en los levantamientos de 1968 criticaron a los leninistas por haberse convertido en los avatares del liberalismo tanto como lo hicieran los leninistas con los social-demócratas. Por otra parte, eligieron como blanco precisamente el papel dominante del liberalismo en la geocultura, y trataron por todos los medios de quitarle esa posición. La revolución de 1968, al igual que la de 1848, debería analizarse en dos lapsos: los hechos y las consecuencias inmediatas, y los efectos a largo plazo. Vista como un conjunto de acontecimientos ocurridos durante un periodo de unos años, podríamos decir aquí también que fue como un ave Fénix. Se encendió muy rápido (y desde luego más globalmente que en 1848), y se extinguió casi con la misma rapidez. Pero a la larga sus efectos hicieron cimbrar el sistema. El derrocamiento del liberalismo como el evidente metalenguaje del sistema mundial condujo a alejar tanto a los conservadores como a los radicales de la ideología liberal. El mundo regresó a una división ideológica realmente trimodal. La derecha política revivida, que a veces se etiquetaba como neo-conservadora y otras (en forma confusa) como neoliberal, representó un conservadurismo social muy tradicional que defendía el papel socio-moral central de la Iglesia, los personajes locales y la comunidad, así como hogares patriarcales, más una actitud de oposición extrema al Estado benefactor (cosas que habían resultado bastante afines para los conservadores del periodo anterior al movimiento de 1848), y que se combinaron con una retórica ingenua de laissez faire que podría haber sorprendido a sus predecesores. El papel del centro liberal ha sido desempeñado en gran medida por los partidos que siguen llamándose socialdemócratas, que en su mayoría han renunciado a todo vestigio de oposición histórica al capitalismo como sistema y han abrazado abiertamente la tradición del bentamismo-

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millsianismo de la reforma administrada por expertos, además de una economía levemente "social". ¿Y los radicales? Las tres décadas siguientes a. la revolución mundial de 1968 fueron años de creciente desorden. Aunque las diversas sectas maoístas de principios de los setenta subrayaron que 1968 era la apoteosis de 1917 más que una mutación, pronto desaparecieron. Los llamados movimientos neoizquierdistas estaban más interesados en la mutación. Sin embargo, en su calidad de movimientos pronto se vieron enfrascados en fuertes luchas internas, divididos entre quienes buscaban una nueva transformación apocalíptica y quienes estaban interesados primordialmente en revisar los programas reformistas de la política de Estado. Tarde o temprano los últimos tendieron a prevalecer. No obstante, concentrarnos en la política interna de los "nuevos" movimientos posteriores a 1968 equivale a dejar de ver lo general por ver lo particular. Lo más importante que estaba sucediendo en las tres décadas posteriores a 1968 era que los movimientos antisistémicos tradicionales (la llamada Vieja Izquierda) perdió el apoyo popular en todas partes del mundo donde estaba en el poder, que en realidad, en la década de 1970, era en muchos lugares. En gran parte de Asia y África los estados estaban regidos por movimientos de liberación nacional. En la mayor parte de Latinoamérica lo estaban por gobiernos populistas. En el llamado bloque socialista estaban encabezados por partidos marxistas-leninistas. Y en Europa Occidental. America del Norte y Australasia estaban regidos por partidos de tradición socialdemócrata (considerando a los demócratas de la Nueva Plata en Estados Unidos como una variante de esta tradición). El elemento esencial que provocó el retiro del apoyo popular a estos partidos fue la desilusión, el sentimiento de que ya habían tenido su oportunidad histórica, que habían conseguido el apoyo con base en una estrategia de dos etapas para transformar el mundo (lograr el poder del Estado, después transformar), y que no habían cumplido con su promesa histórica. En amplios ámbitos del mundo imperaba el sentimiento de que la brecha entre los ricos y los pobres, los privilegiados y los desposeídos, lejos de haberse reducido, había crecido. Y esto después de uno o dos siglos de lucha continua. Fue algo más que una decepción temporal ante el desempeño de un equipo gubernamental específico: era la pérdida de la fe, de la esperanza. Culminó en el desmantelamiento

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espectacular (y prácticamente incruento) del comunismo en Europa Oriental y Central y en la antigua Unión Soviética. La pérdida de esperanza reflejaba una profunda duda de que la polarización del sistema mundial existente fuera auto-corregible o pudiera ser contrarrestada de manera efectiva por la acción reformista del Estado. Por lo tanto, era una pérdida de la convicción en la capacidad de las estructuras del Estado de lograr el objetivo primordial de mejorar la mancomunidad. Resultó en un antiestatismo generalizado y amorfo, de un tipo totalmente desconocido en el largo periodo transcurrido entre 1789 y 1968. Trajo debilitamiento y generó miedo e incertidumbre. El antiestatismo popular era ambivalente. Por un lado, implicaba una deslegitimación general de las estructuras del Estado y un giro hacia las instituciones extra-estatales de la solidaridad moral y la auto-protección pragmática. El movimiento conservador revivido trató de usar este sentimiento para desmantelar la protección del Estado y se encontró con una gran resistencia por parte de los estratos populares que trataban de aferrarse a los beneficios adquiridos y se oponían a las medidas que disminuirían aún más sus ingresos reales. Siempre que se han aplicado programas neoliberales se han suscitado reacciones electorales, a veces muy dramáticas, en todas partes del mundo. Pero tales reacciones electorales han sido medidas de defensa provisionales y no momentos triunfales de una transformación social renovada. No ha habido entusiasmo. La ausencia de esperanza y de fe sigue siendo penetrante y corrosiva. Lejos de representar el triunfo del liberalismo, y mucho menos del conservadurismo renovado, este antiestatismo generalizado, al deslegitimar las estructuras del Estado ha vulnerado un pilar esencial del moderno sistema mundial, el sistema de los estados, un pilar sin el cual no es posible la acumulación incesante de capital La celebración ideológica de la llamada globalización es en realidad el canto del cisne de nuestro sistema histórico. Hemos entrado en la crisis de este sistema. La pérdida de esperanza y el miedo que la acompaña son parte de la causa y el síntoma principal de esta crisis. La era del desarrollo nacional como meta plausible ha terminado. La expectativa de que pudiéramos alcanzar los objetivos de las revoluciones francesa o rusa cambiando a quien tiene el control de las estructuras del 30

Estado se enfrenta ahora con el escepticismo generalizado que la historia ha demostrado se merecía. Pero el hecho de que la mayor parte de las personas hayan dejado de sentirse-optimistas con respecto al futuro y, por lo tanto, sean pacientes con el presente, no significa que estas mismas personas hayan abandonado sus aspiraciones de lograr una buena sociedad, un mundo mejor del que conocen. El deseo es más fuerte que nunca, lo que hace que sea más desesperante la pérdida de la esperanza y la fe. Esto 15 garantiza que estamos entrando en una transición histórica. Garantiza también que adoptará la forma de una etapa de problemas, un periodo negro que durará tanto como dure la transición. 2. ¿LA DIFÍCIL TRANSICIÓN, O EL INFIERNO EN LA TIERRA? Estamos viviendo el tránsito de nuestro sistema mundial vigente, la economíamundo capitalista, a otro u otros sistemas mundiales. No sabemos si esto será para bien o para mal. No lo sabremos hasta el final de esta etapa, que quizás esté a cincuenta años de distancia. Sabemos con certeza que el periodo de transición será muy difícil para todos los que lo vivan. Será difícil para los poderosos y para la gente común. Será una etapa de conflictos y disturbios graves, y para muchos representará el colapso de los sistemas morales. No paradójicamente, también será un periodo en el que el "libre albedrío" alcanzará su punto máximo, lo que significará que la acción individual y colectiva pueden tener un impacto mayor en la estructuración futura del mundo que en tiempos más "normales", es decir, durante la vida cotidiana de un sistema histórico. Me referiré constantemente a las dificultades que enfrentan los poderosos, y a las que enfrenta la gente común. Empecemos con lo que hasta ahora parece ser el elemento más fuerte, pero ciertamente es el eslabón más débil del moderno sistema mundial: la viabilidad continua del modo de producción capitalista. El capitalismo es un sistema que permite y valida la incesante acumulación de capital. Ha tenido un éxito maravilloso en los últimos cuatrocientos o quinientos años. Desde luego, para poder mantener semejante sistema los capitalistas (o al menos algunos capitalistas) tienen que obtener utilidades cuantiosas de sus inversiones. Y eso es menos fácil de lo que pensamos. Por una parte, la competencia es adversa a la obtención de utilidades, ya que los competidores reducen los precios y por lo tanto, los márgenes de ganancia.

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La fabricación de cualquier producto cuesta x y se vende en y y - x es la utilidad. A mayor y y menor x. mayor la utilidad. ¿Hasta qué grado puede una empresa capitalista controlar x o y? La respuesta es: hasta cierto punto, pero no totalmente. Este control parcial crea los dilemas básicos de los capitalistas, tanto en el ámbito individual como en el colectivo. Otra forma de decir lo mismo es afirmar que la "mano" que determina la oferta y la demanda, el costo y el precio, no es ni invisible ni completamente visible, sino que se ubica en un mundo de sombras, en lo que Fernand Braudel denomina las "zonas opacas" del capitalismo. El precio es lo que se afecta primero, según afirma la teoría capitalista, con la fuerza de la competencia. Cuanto más monopolizado está el mercado real al que tienen acceso los productores, más alto puede fijar el precio el vendedor dentro de los límites que permite la elasticidad de la demanda. Obviamente, entonces, cualquier capitalista prefiere incrementar su participación en el mercado, no sólo porque aumenta la utilidad total (a la tasa de utilidad actual), sino también porque incrementa la tasa de utilidad futura. E igualmente obvio es que el grado al que cualquier capitalista puede monopolizar un mercado dado depende en gran medida de la acción del Estado, que puede legitimar el monopolio con tan sólo requerirlo (y de esa manera protegerlo), antes que nada mediante patentes. Las acciones del Estado pueden ser directas (y por lo tanto se las puede definir como políticas), así como de largo plazo e indirectas. Un ejemplo de las últimas serían los esfuerzos por imponer el uso de un lenguaje específico o de una moneda determinada en el mercado mundial. Tales acciones son designadas por el analista de efectos culturales, o la mano invisible del mercado mundial, pero con un poco de esfuerzo se pueden identificar los apoyos del Estado que las sostienen. En pocas palabras, los precios responden en gran medida a cuestiones políticas dentro de ciertos límites que se derivan del hecho de que ningún Estado puede controlar por completo el mercado mundial, lo que significa que existe un rango económico construido socialmente (aunque bastante amplio) dentro del que deben caer los precios. Por lo tanto, los estados son importantes para los capitalistas que se proponen incrementar, y sus precios de venta. Pero no se trata de cualquier Estado, 16 sino de preferencia los fuertes, con los que tienen alguna relación. Los capitalistas japoneses dependen principal, pero no exclusivamente, del Estado japonés. Quizá también dependan (por lo general en menor grado) del Estado indonesio y del Estado estadounidense, por ejemplo. El 32

punto es doble. Todos los capitalistas necesitan un Estado o estados. Y sus competidores pueden depender de un grupo de estados diferentes. La geopolítica es un elemento de importancia para determinar en qué grado los productores pueden o no incrementar sus precios de venta de manera significativa. Tradicionalmente los teóricos capitalistas, siguiendo a Adam Smith, han condenado la "interferencia" de los estados en los mercados, y han manifestado que esta interferencia ha afectado en forma negativa las tasas de utilidad. En virtud de que en su práctica los empresarios capitalistas casi no han prestado atención a esta teoría (salvo cuando arguyen que podría afectar en forma negativa a los competidores directos), creo que podemos decir sin temor a equivocarnos que la aseveración de que el laissez-faire ilimitado es un pilar del capitalismo es sólo un engaño. Sin embargo, los precios de venta son una función de dos cosas: no sólo del grado posible de monopolización de un mercado, sino también de la demanda efectiva en el mismo. Y esto crea un dilema más para los capitalistas: la tensión entre los salarios que pagan, que incrementan el consumo mundial, y los salarios que no pagan, que aumentan sus ahorros/inversiones. A mayor consumo, mayor la demanda efectiva real; a mayores ahorros/inversiones, mayor la acumulación de capital. Es en parte una diferencia en el lapso del objetivo, y en parte son los intereses de un grupo de capitalistas contra otro en un momento dado. Sin duda éste es un problema crónico, pero se ha vuelto mucho más agudo en la actualidad por la forma en qué incide en los costos de producción. La demanda efectiva es una función del gasto total sobre salarios y sueldos, ya que al final de toda cadena de artículos básicos debe haber consumidores. De ahí que sea paradójicamente cierto que cuanto más grandes sean los costos salariales, mayores serán las utilidades potenciales y cuanto menos grandes sean los costos salariales, mayores serán las utilidades inmediatas. El primer enunciado se aplica a la economía-mundo en su conjunto, el segundo en cuanto a las empresas individuales. Veamos ahora la x, los costos de producción. Podemos dividir los costos en tres categorías principales: salarios, impuestos y adquisición de maquinaria e insumos. Los costos de la maquinaria y los insumos llevan a los productores a buscar tecnologías que los reduzcan, pero también contrapone a los productores capitalistas entre sí. Cuanto menor sea la y 33

de los otros, menor será la x de los productores. Esto explica en parte la actividad política de cualquier grupo de productores, que tienden a actuar en contra de las medidas del Estado que resultan en el incremento de los precios de venta de otros grupos de productores. Sin embargo, la reducción del costo de los insumos puede no conducir a mayores utilidades, ya que puede reducir los precios de venta gracias a la competencia en el mercado, y dejar un margen de utilidad constante o casi constante. Los productores capitalistas invierten mucha energía tratando de reducir los costos de salarios e impuestos. Una vez más, debemos verlo como un dilema. Si los costos por salarios fueran casi nulos, sin duda el margen de utilidad inmediato aumentaría, pero el impacto a mediano plazo en la demanda efectiva sería desastroso. Lo mismo sucede con el pago de impuestos. Los impuestos son el pago de los servicios que los productores necesitan, incluidos los esfuerzos de los estados por asegurar la monopolización parcial de los mercados a determinados grupos de productores. De manera que una tasa impositiva demasiado baja tendría los mismos resultados negativos. Por otra parte, los aumentos en los costos de salarios e impuestos inciden en el margen de utilidad. Están entre la espada y la pared, y cada productor debe navegar lo mejor que pueda. Sin duda ésta es la prueba de fuego entre los capitalistas, un juego en el que gana el más astuto y/o el más influyente desde el punto de vista político. Lo que nos interesa a nosotros no son los mecanismos con los que se las arreglan los capitalistas para tener más éxito que los demás en este difícil juego, sino las tendencias históricas en general. En los últimos diez o veinte años hemos visto una embestida ideológica masiva orientada a reducir en todas partes los costos de salarios e impuestos, y en virtud del éxito aparente de esta embestida nos olvidamos de que la realidad es que las reducciones recientes en salarios e impuestos han sido a corto plazo y menores, en medio de su aumento histórico global a largo plazo por razones estructurales. La parte de la plusvalía que se transfiere a los empleados en forma de sueldos y salarios superiores a los costos de reproducción definidos socialmente es el resultado de la lucha de clases que se libra en el lugar de trabajo y en el ámbito político. Veamos en forma esquemática cómo funciona esto. Un grupo local de trabajadores se organiza, ya sea en el lugar de trabajo o en el ámbito político, o más probablemente en ambos, 34

y provoca que el costo de que los productores rechacen incrementos salariales sea mayor que el costo de aceptarlos, al menos en el corto plazo. Desde luego, un incremento en los costos salariales también es un incremento en la demanda efectiva y, por ende, es un aumento para algunos grupos de productores, pero no necesariamente para el que está ofreciendo mayores sueldos. Cuando tales aumentos empiezan a parecer onerosos para un grupo de productores y éstos no pueden combatirlos políticamente en el ámbito local, quizá busquen una solución en la reubicación de parte de su producción, o la totalidad de la misma, en áreas donde los sueldos históricos son menores, lo que significa que por las razones que sean, los trabajadores son más débiles desde el punto de vista político. El costo de la mano de obra en el área donde se está reubicando la producción debe ser significativamente menor, ya que el productor está pagando no sólo los costos de transferencia de la planta (costo único), sino también, y con toda seguridad, costos de operación más elevados (costo continuo). Es por ello que, las reubicaciones, que ocurren especialmente en tiempos de contracción económica cíclica, tienden a producirse en las áreas más próximas donde los trabajadores son políticamente débiles, y a la larga alcanzan aquéllas donde los trabajadores son los más débiles de todos. En términos históricos, los grupos de trabajadores más débiles son aquellos que llegan por primera vez a las zonas de producción urbana (o al menos a zonas más monetizadas), procedentes de áreas rurales y menos monetizadas. Las causas de la debilidad política inicial son culturales y económicas. Del lado cultural, existe cierta desorientación y desorganización debido a la migración física de la fuerza de trabajo, más un cierto grado de inexperiencia ante las políticas locales existentes, o al menos falta de influencia política local. Del lado económico, los sueldos en la zona de producción urbana, que son extremadamente bajos con respecto a los estándares mundiales, con frecuencia representan en el ámbito local un ingreso mayor que el que existía en el área rural, o al menos que el que podía esperarse desde él punto de vista político. Ninguna de estas condiciones de debilidad política (de índole cultural y económica) es inherentemente perdurable. Se podría plantear que cualquier grupo de trabajadores en tal situación ha sido capaz de superar estos puntos débiles en un periodo de treinta a cincuenta años, y en la actualidad es posible hacerlo en mucho menos tiempo. Esto significa que, desde el punto de vista de los productores reubicados, la 35

ventaja del traslado es más bien temporal, y que si han de conservarla deben contemplar la posibilidad de reubicarse a mediano plazo en repetidas ocasiones. Ésta ha sido una de las principales historias del sistema-mundo capitalista en quinientos años. Pero la curva que señala el porcentaje del globo donde existen posibles zonas de reubicación está alcanzando una asíntota, como ocurre con muchas de las curvas que se trazan para representar las tendencias en un sistema. A esto se llama la desruralización del mundo, que avanza a un paso vertiginoso. Y a medida que disminuye el número de esas zonas, el poder de negociación mundial de los trabajadores aumenta. Esto se ha traducido en una tendencia global de incremento en los costos salariales. Si los precios de los productos se pudieran expandir al infinito, esto sería motivo de poca preocupación. Pero no pueden expandirse por los límites impuestos por la competencia y la capacidad de los estados para asegurar la monopolización. El costo de la mano de obra se analiza con frecuencia en función de algo que se denomina eficiencia de la producción. ¿Pero qué es la eficiencia? En parte es una mejor tecnología, pero de igual manera es la voluntad del trabajador de realizar bien su trabajo a una velocidad razonable. ¿Pero con cuánta rapidez? El taylorismo fue la doctrina que consistía en que la velocidad debe ser tan grande como sea posible desde el punto de vista fisiológico. Pero esto parte de la base de que esta alta velocidad no dañe al organismo. Estamos obteniendo velocidad a corto plazo con agotamiento a largo plazo de la capacidad del organismo para sobrevivir. La velocidad máxima en una hora quizá no lo sea en una semana o un mes. Sin embargo, en este momento aparece en escena un conflicto de valores; por ejemplo, el valor que tienen para el trabajador los placeres psíquicos del "tiempo libre" frente a las necesidades del patrón. Éste podrá invocar los placeres psíquicos de la "satisfacción del trabajo" como acicate para el trabajador, pero eso supone que el patrón está dispuesto a estructurar la situación laboral de manera que exista alguna "satisfacción" en el cumplimiento del trabajo. El asunto se convierte entonces en político, y se resuelve con el poder de negociación. De ahí que la definición de eficiencia nos remonte directamente a la fuerza política de la mano de obra. En el tema de los impuestos puede apreciarse el mismo problema de una asíntota que limita una tendencia. La causa básica de la tendencia histórica para incrementar la carga impositiva ha sido la confluencia de dos presiones: las demandas que imponen a los estados los productores 36

capitalistas para recibir más y más servicios y redistribuciones financieras, por un lado, y las demandas del resto de la población, que podemos ubicar bajo el rubro de "democratización". Esto se traduce, entre otras cosas, en la exigencia de más y más servicios y redistribuciones financieras. En pocas palabras, todos quieren que los estados gasten más, no sólo los trabajadores, sino también los capitalistas, y si los estados han de gastar más deben incrementar la carga impositiva. Esto da como resultado una contradicción obvia: en su calidad de consumidores del gasto público, los contribuyentes demandan más; en su calidad de proveedores del ingreso público quieren pagar menos, y este sentimiento crece a medida que aumenta el porcentaje de impuestos que deben pagar por sus ingresos. La presión que tienen los estados de gastar más, pero al mismo tiempo cobrar menos impuestos, es lo que denominamos la "crisis fiscal de los estados". Hay una tercera curva que está llegando a una asíntota. Se trata ele la curva de agotamiento de las condiciones de supervivencia. La demanda de atención que reclama el daño ecológico a la biosfera ha cobrado mucha fuerza en las últimas décadas. Esto no se debe a que el moderno sistema mundial se haya vuelto inherentemente más destructivo para el ecosistema, sino a que hay mucho más "'desarrollo" y por lo tanto mucha más destrucción, y a que por primera vez esta destrucción ha alcanzado dos asíntotas: el punto —en algunos casos irreparable— de peligro; y el punto de total agotamiento, de bienes no económicos sino sociales. Deberíamos analizar un poco más la última asíntota. Si se talaran todos los árboles del mundo sería posible inventar sustitutos artificiales para los usos de los productos de madera como insumes de otros productos, pero su valor como elemento estético en nuestro entorno, como bien social, habría desaparecido. La razón principal por la que el capitalismo como sistema ha sido tan increíblemente destructivo para la biosfera es que, en gran medida, los productores que se benefician de la destrucción no la registran como un costo de producción sino, todo lo contrario, como una reducción de los costos. Por ejemplo, si un productor arroja desperdicios en un arroyo y lo contamina, está ahorrándose el costo que representan otras formas más caras pero más seguras para desechar los residuos. Los productores han venido haciéndolo por quinientos años, y cada vez en mayor número conforme ha ido desarrollándose la economía-mundo. A esto se lo llama, en términos económicos neoclásicos, la externa- lización de los costos. Con frecuencia se la defiende considerándola como la producción de 37

bienes públicos, pero lo que se crean son males públicos. La externalización de los costos no es más que el paso de los costos del productor al Estado o a la "sociedad" en su conjunto. Por lo tanto, la tasa de utilidad del productor aumenta de manera significativa. Ahora que este proceso se ha convertido en un asunto político central, se presiona a los estados para que estudien las formas de preservar el medio ambiente. La realidad económica esencial es que las medidas que se lleven a la práctica para enfrentar este problema deben incrementar los costos de los productores, ya sea directamente, obligándolos a internalizar los costos que antes se externalizaban, indirectamente, aumentando los impuestos para suministrar fondos con los que los estados puedan realizar trabajos de reparación, o ambas cosas. Sí los costos de tales reparaciones y de la prevención de mayores daños fueran menores, podríamos pensar que el esfuerzo realizado para tal efecto no es más que otro beneficio social impuesto a los productores capitalistas. Pero los costos no son menores son monumentales, y crecen día con día. Y están aumentando a la vez la compresión de las utilidades de los productores y la crisis fiscal de los estados, aunque es justo señalar que los problemas ecológicos apenas están empezando a abordarse como tales. Si una crisis más urgente llamara la atención de la opinión pública mundial, como por ejemplo que se requirieran más fondos porque ha aumentado el tamaño del agujero en la capa de ozono, podríamos esperar un grave incremento de la compresión mundial de las utilidades y de la crisis fiscal de los estados. Recapitulando, existe una tendencia mundial a largo plazo a incrementar el costo salarial de los productores como consecuencia del mejoramiento a largo plazo de la posición negociadora mundial de los trabajadores (principalmente como consecuencia de la desruralización del mundo). Hay una tendencia mundial a incrementar el gasto público derivada de las demandas tanto de los productores capitalistas como de los trabajadores, que ha aumentado los costos fiscales de los productores. Hay una tendencia mundial a exigir cada vez más que se pague la reparación de la ecología global y a que se pongan en práctica las medidas preventivas adecuadas para el futuro, lo cual amenaza con incrementar tanto los costos fiscales como los demás costos de la actividad productiva a los productores. Lo que los capitalistas necesitan en estos momentos, evidentemente, son presiones para debilitar la 38

posición negociadora de los trabajadores, una reducción de los costos fiscales sin mermar los servicios públicos (directos o indirectos) a los productores capitalistas, y límites severos a la internalización de los costos. Este es desde luego, el programa del neoliberalismo que ha resultado tener tanto éxito en la última década. Sin embargo, padece de dos limitaciones inherentes. La posición de negociación cada vez mayor de los trabajadores es de largo plazo y estructural y debe conducir — ya lo está haciendo— a un grave rebote en contra del programa neoliberal en materia de actividad política de los estados. Pero en segundo lugar —y mucho más importante—, los productores capitalistas necesitan a los estados mucho más que los trabajadores, y su principal problema a largo plazo no será que las estructuras estatales sean demasiado fuertes, sino que, por primera vez en quinientos años, están en proceso de desaparecer. Sin estados fuertes no puede haber monopolios relativos, y los capitalistas tendrán que sufrir las negativas de un mercado competitivo. Sin estados fuertes no pueden darse las transferencias financieras con la intermediación del Estado ni la externalización de los costos sancionada por el Estado. ¿Pero por qué los estados están creciendo cada vez con menor fuerza? En la medida en que los analistas hablan al respecto, generalmente arguyen que se debe a que las organizaciones transnacionales son ahora tan globales que pueden burlar a los estados. La naturaleza transnacional de las empresas no es nada nuevo, sólo que se habla más al respecto. Por otra parte, este argumento da por sentado que las organizaciones transnacionales necesitan estados débiles, lo cual sencillamente es falso. No pueden sobrevivir sin estados con estructuras fuertes, y especialmente en las zonas centrales. Los estados fuertes son su garantía, su sangre y el elemento crucial en la generación de utilidades cuantiosas. Los estados están creciendo con menor fuerza, no debido a la apoteosis de la ideología del liberalismo y a la fuerza de las organizaciones transnacionales, sino al colapso creciente de la ideología del liberalismo y a la vulnerabilidad de las organizaciones, por las razones antes señaladas. La ideología del liberalismo ha sido la geocultura global desde mediados del siglo XIX. Apenas en los últimos veinte años perdió la capacidad de legitimar las estructuras estatales, y era esa capacidad lo que en realidad había contenido la presión de los trabajadores por más de un siglo. El liberalismo global prometía reformas, mejoras y la reducción de la polarización social y económica del sistemamundo capitalista. Perdió su magia al tomarse conciencia en todo el mundo, en los últimos 39

veinte años, de que no sólo no se había reducido la polarización, sino que la historia de los últimos 125 -de los últimos quinientos, de hecho- ha sido de polarización constante y creciente en el ámbito mundial. Y esta polarización continúa con su ritmo acelerado en la actualidad5. Las consecuencias de la compresión global de las utilidades podrían quizá mitigarse con la intervención de estados fuertes, posponiendo así sus efectos. Pero ni siquiera este consuelo está al alcance de los productores capitalistas debido a que el poder — y por lo tanto la voluntad— de los estados se está esfumando. Oímos en todas partes las voces del antiestatismo. He señalado que las voces neoliberales antiestatistas son en parte hipócritas, en parte contraproducentes. El antiestatismo conservador tiene por objetivo debilitar el poder negociador de la fuerza laboral del mundo. Pero las voces antiestatistas más significativas provienen de la fuerza laboral misma, y son el producto del desencanto ante el programa reformista de los estados liberales, ya sea en el modelo occidental modulado de la "economía social", en el ahora desacreditado modelo soviético, o en el modelo "desarrollista" del Tercer Mundo. La vulnerabilidad creciente de las organizaciones transnacionales se deriva de la también creciente democratización del mundo y de la deslegitimación de los estados vinculados a ella. La fuerza laboral del mundo luchará, por supuesto, por retener los beneficios adquiridos que genera la redistribución del Estado. Pero ya no legitimará los estados, y ya no espera que las reformas conduzcan al fin de la polarización mundial. Es por ello que hemos entrado en una época problemática o en una era de transición para el actual sistema mundial. Además del neoliberalismo existe un segundo programa que puede responder al recorte de las utilidades: la extensión del principio de la mafia. Las mafias no son del todo una invención del siglo XX. Siempre han sido un elemento intrínseco del moderno sistema mundial. Por mafia me refiero a lodos aquellos que tratan de obtener ganancias sustanciales evadiendo las restricciones legales y los impuestos o extorsionando costos de protección, y a todos aquellos que están dispuestos a usar la fuerza privada, el soborno y la corrupción de los procesos formales del Estado para garantizar la viabilidad de este modo de acumulación de capital.

5El

argumento sobre el papel histórico del liberalismo y la situación actual se explica en detalle en Después del liberalismo. México. Siglo XXI, 1996.

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La distinción entre las mafias y lo que se dio en llamar en el siglo XIX los "barones ladrones" no es muy clara. Lo que podemos decir es que las mafias se cuentan entre los más importantes acumuladores en gran escala, y que los principales acumuladores, ya sean mañosos o técnicamente legales, siempre tratan de legitimar su riqueza por lo menos en la segunda generación. Los estados fuertes son una restricción para las mafias, así como éstas existen para vulnerar la fuerza de los mecanismos del Estado. Con el tiempo se ha alcanzado un cierto grado de equilibrio: las mafias han permanecido más o menos marginales al proceso general de acumulación de capital, y auto-destructivas a través del proceso de la asimilación personal de los mañosos con éxito (o de sus herederos) en posiciones de riqueza y poder legítimos; autodestructivas pero, desde luego, renovándose siempre en algún otro rincón de la economíamundo. La situación es diferente ahora, y es por eso que la prensa mundial publica tanta información sobre las mafias. Los burócratas y los políticos de estados débiles (e incluso de los fuertes), que se están debilitando aún más y están perdiendo su legitimación popular (y por lo tanto cierto control popular), han tendido en muchos casos a fusionar sus intereses con los de las mafias externas al Estado. En algunos casos quizá no valga la pena tratar de distinguir entre los dos grupos. Esta confusión de papeles puede disolver momentáneamente el problema de cómo contrarrestar la compresión general de utilidades, pero deslegitima aún más a los estados. Hasta ahora sólo he analizado los problemas de los poderosos. ¿Qué sucede con la gente común? Debería haber señalado al principio que la "gente común" integra una categoría muy heterogénea. Forma continentes y culturas y representa numerosas capas de niveles de ingresos reales. De ninguna manera constituye un grupo. La característica que comparten —quizá la única— es que ninguna de esas personas es poderosa en lo individual. Es decir, no están en posición de ganar en las controversias con las personas poderosas, en asuntos pequeños o grandes, recurriendo a la influencia de la opinión pública, a alguna combinación de los favores que les deben con su capacidad de representar una amenaza real para otros, en el presente o en el futuro cercano, lo que podría llevar a los otros a tomar decisiones en su favor. Los poderosos tienen influencia. Eso es lo que los hace poderosos. 41

La gente común por lo general se apoya en la influencia colectiva a través de los mecanismos del Estado, en el acceso individual a los poderosos en calidad de clientes, o en la creación de estructuras de autodefensa colectivas externas al Estado. Al oponerse al Estado, por haber perdido la confianza en la posibilidad de que este actúe en favor de los intereses populares, la gente común ha provocado que los estados pierdan la capacidad de responder a sus demandas. Se trata de un círculo vicioso en el que ya nos encontramos. Esto significa de manera inevitable que, en lugar de depender de cambiar las decisiones del Estado, la gente común tendrá que hacer más hincapié en el clientelismo individual, en la defensa personal extraestatal, o en una combinación de ambas. Permítanme señalar que esto equivale a revertir la tendencia secular del mundo moderno, que por casi quinientos años ha sido la historia de la reducción del papel del clientelismo y de la autodefensa extraestatal como formas para que la gente común protegiera sus intereses. Sin duda las ideologías del mundo moderno se han jactado precisamente de esa reducción, y con frecuencia han medido el desempeño de los estados por el grado en que han podido reducir el clientelismo y los mecanismos de autodefensa dentro de sus fronteras. Esa presunción suena hueca en la actualidad, toda vez que la tendencia se está revirtiendo. Para la gente ordinaria el resultado más grande e inmediato de la reducción de la legitimidad del Estado es el miedo, el miedo a perder el sustento, su seguridad personal, su futuro y el de sus hijos. El miedo, como bien sabemos, no siempre es el mejor consejero. Podemos ver las expresiones de este miedo en dos realidades evidentes, de las que los medios nos mantienen informados: la criminalidad y los llamados conflictos étnicos. Veamos cada uno por separado. Es un lugar común quejarse, casi en todas partes, del incremento en los índices de criminalidad, así como de la creciente brutalidad de la misma. Esta quizá sea en parte una observación empírica justa, pero es una percepción generalizada. Según nos dijeron hace mucho tiempo los escépticos, "si los hombres perciben una situación como real, sus consecuencias serán reales". Así que tan pronto como las personas perciben un incremento en el índice de la criminalidad actúan en consecuencia, lo que generalmente significa tres cosas: evitan lugares asolados por la delincuencia, con lo que al disminuir la densidad de uso se vuelven más vulnerables a la comisión de actos criminales: presionan 42

a los estados para que incrementen las estructuras represivas v penales, lo que a la larga representa una mayor carga impositiva para el sistema, tanto en términos de legitimidad como de recursos fiscales, y quizá sea un factor a largo plazo en el aumento, más que en la disminución, del índice de criminalidad; empiezan a auto-procurarse protección policiaca; compran armas; organizan patrullas comunitarias; levantan bardas. Y todas estas acciones, aunque reducen algo el riesgo inmediato, transforman la calidad de vida de todos y disminuyen el sentido de una comunidad moral. Todo esto ha venido sucediendo tanto en los países ricos como en los pobres. Quizá haya algunas excepciones, pero ésta ha sido la constante en las últimas tres décadas. Una vez más observemos cómo incide esto en el cambio de la tendencia. La creación del concepto mismo de fuerzas policíacas data de principios del siglo XIX. La idea era acabar con un ambiente de miedo que había conducido a la gente a convertirse en su propia policía. El concepto se difundió por todo el sistema del mundo y alcanzó su mayor eficiencia en los 25 años siguientes al final de la segunda guerra mundial. Ahora la tendencia va claramente en la dirección contraria. La difusión del crimen, de pequeña y gran escala, está debilitando a los estados, menos por la actividad criminal misma que por la respuesta popular a esa actividad. Se expresa en una gran impaciencia popular ante la incapacidad manifiesta de los estados para hacerle frente. Por otra parte, en la medida en que la gente invierte en autodefensa externa al Estado, le ve menos sentido a pagar los impuestos que supuestamente son para que el Estado le garantice su seguridad. Otro círculo vicioso. Pero todavía hay un problema más. Conforme aumentan el índice de criminalidad y de autodefensa, las fuerzas policíacas reaccionan de manera más enérgica y menos restringida. La línea entre la actividad criminal ilegal y la actividad policiaca ilegal se reduce en la realidad, pero aún más en la percepción del público. En la medida en que se reprime y castiga a "más personas, la acción de la policía empieza a afectar a un número cada vez mayor de familias. Lo que era una pequeña minoría ahora es una gran mayoría. Y los grupos que antes habían legitimado la acción policiaca ahora se muestran más escépticos o hasta abiertamente hostiles. Lo que era visto por muchos como el policía protector y amigable ahora es visto como el policía peligroso y con frecuencia arbitrario. 43

Un buen ejemplo es la Oficina Federal de Investigaciones (FBI) en los Estados Unidos. Otrora idealizado como el heroico perseguidor de los delincuentes, y visto después por la mayoría de los ciudadanos estadounidenses como el defensor contra la supuesta amenaza del comunismo, el FBI se ha convertido en los últimos años en una estructura envilecida por su ilegalidad e incompetencia, y es más probable que este envilecimiento venga de la derecha política que de la izquierda. No se trata realmente de que el FBI esté actuando en forma diferente, sino que se lo percibe en forma distinta. El tan discutido problema de la drogadicción es real si por real entendemos que un gran número de personas en todo el mundo consumen diferentes drogas ilícitas y, por supuesto, alguien tiene que estarlas produciendo y comercializando. No se trata de que la culpa (o la explicación) radique en los consumidores o en los vendedores. El consumo es obviamente un signo adicional de desintegración social, o de rebelión, o de deslegitimación del sistema histórico existente. Y la industria es, en consecuencia, una de las más rentables en la actualidad y necesariamente la dirigen las mafias, que propician la corrupción de funcionarios públicos en forma masiva. La realidad es que después de unos treinta años de aparente preocupación por parte de los gobiernos de todo el mundo, el nivel de rentabilidad y el nivel de consumo son probablemente más elevados que nunca. Pero la criminalidad y hasta el narcotráfico palidecen frente al llamado conflicto étnico, que ha sido redescubierto como una realidad central del mundo moderno. Dije redescubierto porque el discurso general hace una década era que el conflicto étnico era un arcaísmo, vestigio de épocas premodernas y, por lo tanto, un fenómeno agonizante. En la actualidad es muy evidente que lejos de ser un vestigio, es un fenómeno creado por el moderno sistema mundial, y que sea lo que sea es probable que se incremente radicalmente en las décadas venideras. Cuando existe una lucha homicida entre dos o más grupos que se autodefinen, y son definidos por otros, en términos muy particulares (religión, lenguaje, supuesta descendencia común o algo parecido) — como ha ocurrido de manera espectacular y reciente en Líbano. Bosnia. Afganistán, Somalia, Ruanda y, por supuesto, Ulster (por mencionar sólo algunos lugares que son objeto de una amplia cobertura por parte de los medios)—, el análisis acostumbrado es que se trata de enfrentamientos 44

primordiales. Pero desde luego esto no explica nada. En primer lugar, las luchas ancestrales con frecuencia son inventos de la imaginación contemporánea. E incluso cuando no lo son, lo que hay que explicar no es tanto la hostilidad actual como los largos periodos en los que no se manifestaron conflictos. No hace mucho tanto Somalia como la antigua República Federal de Yugoslavia fueron aclamadas como modelos de la ausencia de luchas interétnicas. Y desde luego existen otras zonas con poblaciones mixtas donde por el momento no hay indicios de luchas étnicas. Debemos empezar haciendo notar que la identidad "étnica" no es algo en sí misma o para toda la eternidad. Es una identidad afirmada dentro del marco de la estructura del Estado, una estructura moderna. Es una identidad que se forja constantemente, tanto a ojos del grupo que la reclama como a través del reconocimiento de otros de que esa identidad existe. Los nombres mismos tienen vida histórica. Se dividen, se fusionan y con bastante frecuencia simplemente desaparecen. La historia de las identidades está muy vinculada al poder cambiante y a las estructuras de clase en evolución de los estados, así como a las líneas divisorias del moderno sistema mundial en su conjunto. Es por demás irrelevante tratar de reconstruir controversias pasadas para explicar las actuales. Esa reconstrucción es más un elemento en el proceso de la movilización y la mitificación étnicas que una forma de análisis erudito o político. Las identidades étnicas, en su forma más aguda y combativa son antes que nada un modo de acción política, y se tornan agudas y combativas precisamente cuando la estructura del Estado existente queda deslegitimada como elemento capaz de garantizar un nivel mínimo de juego limpio, y cuando otras líneas —las líneas divisorias políticas e ideológicas, supuestamente más aceptables— han perdido relevancia desde el punto de vista político. El incremento de las luchas étnicas es un indicador importante de la deslegitimación del Estado. No importa que con mucha frecuencia surja el llamado a crear una nueva estructura del Estado, con fronteras étnicas puras o más puras, ya que incluso las nuevas autoridades, étnicamente puras, enfrentan serios problemas para hacer valer su legitimidad como líderes. La clase de lucha étnica que hemos estado observando en las dos últimas décadas no se compara con la ola de nacionalismo que el sistema mundial conoció desde principios del siglo XIX hasta mediados 45

del XX. Esos nacionalismos eran en su mayoría estatales, territoriales, y "étnicos" sólo en la medida en que necesitaban distinguirse de las embestidas imperialistas. Pero sobre todo eran seculares, optimistas y modernistas en su orientación. Apelaban a las tradiciones de las revoluciones francesas y rusa. Los seguidores actuales de la purificación étnica actúan precisamente en contra de esa tradición. No son optimistas, sino pesimistas. No esperan un glorioso amanecer, sino que se remontan a un glorioso ayer que nunca podrá recuperarse. Es por ello que los conflictos son tan cruentos y además casi imposibles de conjurar. Este no es como se arguye en ocasiones, un fenómeno de las naciones pobres, con el subtexto de que se trata de un fenómeno de pueblos retrógrados, de pueblos primitivos. Es muy evidente que estamos siendo testigos de la aparición de esta clase de luchas desesperadas en las naciones más ricas, que pretenden ser más civilizadas. Vemos este fenómeno en los albores de las estructuras y la legislación mediadoras, en el surgimiento de un racismo abierto centrado en la invasión de bárbaros, llamados migrantes, que traen consigo la delincuencia y la degeneración. Ya habíamos visto esta enfermedad antes, pero el sistema-mundo reaccionó, aunque demasiado tarde, ante la gravedad de la enfermedad, y le practicó cirugía al fascismo. Pero esta cirugía se llevó a cabo como parte de una lucha entre Alemania y los Estados Unidos por la hegemonía del sistema-mundo, y con la ayuda necesaria de la URSS. ¿Quién podrá practicar ahora esa cirugía si las nuevas doctrinas de pureza racial que se están propagado en Norteamérica, Europa Occidental y Australasia se desplazan de los márgenes de la vida política al centro de la misma? Existe otro elemento que debemos agregar a la escena. A medida que el mundo se adentre en el siglo XXI sin duda habrá un alza Kondratieff, una expansión renovada de la producción y el empleo en la economíamundo y, por lo tanto, oportunidades renovadas para invertir y acumular capital. Esto debería iniciar una competencia intensa entre los Estados Unidos, la Unión Europea y Japón para decidir cuál de los tres deberá ser el principal beneficiario del alza y servirá como principal sede de acumulación de capital. Esta clase de competencia no será nada nuevo, y la lucha será muy semejante a las luchas anteriores. Sin embargo, habrá una diferencia importante. La polarización mundial no sólo está en un nivel nunca antes alcanzado, sino que la fase Kondratieff A debería ampliar aún más la brecha. Dada la desesperanza que ya existe y la ausencia de los movimientos antisistémicos de antaño que han 46

canalizado el descontento y los impulsos reformistas, este periodo será, como ya he mencionado, especialmente explosivo. Esta erupción adoptará al menos tres formas diferentes, ninguna de las cuales es totalmente nueva, pero todas habrán cruzado un umbral de importancia en la vida del sistema, y comprometido las fuerzas centrífugas inherentes a la crisis estructural, al periodo de bifurcación. Un elemento es la deslegitimación de la ideología del progreso inevitable que fue uno de los pilares principales de la estabilidad mundial por lo menos durante dos siglos. Veremos movimientos muy fuertes —ya los estamos viendo—, en particular en las zonas no centrales (que incluyen no sólo al antiguo Tercer Mundo, sino al otrora bloque de países socialistas), proclamar su total rechazo a la premisa fundamental de la economía-mundo capitalista, la incesante acumulación de capital como principio dominante de la organización social. Esto es en cierto sentido mucho más fuerte que el rechazo marxista hacia el capitalismo, que implicaba la idea de que el capitalismo era una etapa histórica necesaria en dirección al comunismo, que por lo tanto era históricamente progresista y que sus avances tecnológicos representaban su principal virtud. Los argumentos que ahora oímos rechazan todo progreso hacia el sistema existente y, por lo tanto, cualquier forma de adaptación intelectual al mismo. El gran número de movimientos que con tanta ligereza llamamos “fundamentalistas”, refleja esta actitud, que con frecuencia reviste el argumento con un lenguaje religioso. Hay varias cosas que debemos hacer notar sobre este fenómeno. No está restringido al mundo islámico. Hay judíos, cristianos, hindúes, budistas y otras variedades de esta especie. Lo que comparten es el rechazo teórico a la modernidad occidental y al espíritu capitalista. El origen de su respaldo popular tan amplio reside en la desilusión experimentada con los movimientos antisistémicos clásicos y las estructuras del Estado que ellos erigieron, debido a su incapacidad manifiesta de superar la polarización inherente al sistema mundial existente. Su énfasis común es el antagonismo al concepto mismo de un Estado secular, de tal modo que propagan un antiestatismo agravado. Esos movimientos no tienen ningún interés en ayudar a las estructuras del sistema-mundo a superar sus dificultades. Constituyen una fuerza que lleva a la desintegración. Para ser más precisos, estos movimientos probablemente ejercerían muy pocos cambios fundamentales. Pero en el contexto de los factores que 47

están fuera de su alcance —la compresión global de las utilidades y el desencanto global hacia el liberalismo reformista— esos movimientos provocan grandes estragos a la estructura. Una fuerza aún más desintegradora es la democratización de los arsenales mundiales. La historia armamentista, por varios miles de años, ha consistido en que los poderosos toman la delantera con sus caras innovaciones tan pronto como los débiles tienen acceso a la generación anterior de armamentos. Aunque esto no ha cambiado todavía, la capacidad para infligir daño sí se ha transformado. Unas cuantas armas atómicas anticuadas pueden hacer un daño increíble; la guerra bacteriológica no es muy difícil, técnicamente hablando. Desde mi punto de vista, la proliferación de armas nucleares es incontenible. Los Estados Unidos han trabajado arduamente para frenarla, con cierto éxito, pero es probable que haya una docena de países, además de los seis oficiales, que tienen o que podrían producir rápidamente armamento nuclear en la actualidad, y apostaría a que habrá veinte más en la próxima década. Por otra parte, algunas armas quizá ya estén (o estarán pronto) en manos de grupos ajenos al Estado. Lo mismo podría decirse de las armas bacteriológicas y químicas. Aum Shinryiko nos ha mostrado el daño que un grupo ajeno al Estado puede provocar con armas químicas. Sin duda los países fuertes son más fuertes que los débiles, pero los débiles o intermedios son lo suficientemente fuertes ahora como para provocar daños reales a los fuertes. Lo que podemos deducir de esto es realmente muy sencillo. Las naciones de fuerza intermedia localizadas en las zonas no centrales podrán desafiar militarmente a los estados poderosos, solas o en forma colectiva. Saddam Hussein nos mostró el camino. Y aunque perdió el primer round, fue necesaria una intensa movilización política de los Estados Unidos para contenerlo, algo que quizá no puedan volver a hacer y que no habrían podido manejar de haberse presentado más o menos simultáneamente varias situaciones parecidas. Creo que seremos testigos de otros desafíos como ése en los próximos veinticinco o cincuenta años. Finalmente, el último reto sin duda estará en el acto menos violento y menos susceptible de ser contenido: el de la migración individual de los países más pobres a los más ricos. Ha tenido lugar desde hace quinientos años, y con el progreso del transporte se ha dado aun ritmo mucho mayor en los últimos cincuenta. La realidad estructural es que el mundo está polarizado, no sólo económica y social-mente, sino también desde el 48

punto de vista demográfico. Las zonas centrales necesitan cierto grado de inmigración, pero no quieren admitir a todos los que desean migrar, en especial durante las contracciones Kondratieff. De tal modo que construyen barreras, cada vez más despreciables. Pero las barreras son por demás ineficaces y reducen el flujo en un porcentaje muy bajo. De ahí que el mundo blanco paneuropeo se esté volviendo, defacto, cada vez menos blanco. No todos los migrantes son no blancos, pero todos están así definidos socialmente. Si bien es probable que el bloque de países paneuropeos no puede; detener el flujo real de migrantes y su multiplicación demográfica subsecuente dentro del mundo paneuropeo, puede organizar la estructura política para que estos migrantes no tengan los mismos derechos políticos y sociales que líos "ciudadanos", y ciertamente también para que tengan acceso a los empleos peor remunerados. De hecho, cada vez en más países se está aprobando la legislación para tal efecto. Esta clase de manipulación podría no afectar la estabilidad política interna si los grupos definidos como migrantes (con frecuencia definidos en formas que incluyen la segunda, tercera e incluso cuarta generación de descendientes de migrantes verdaderos) fueran relativamente pequeños. Pero cuando ese grupo alcanza un porcentaje significativo, tenemos una receta para la guerra civil. Por otra parte, los migrantes (o los que socialmente se definen como tales), a los que con frecuencia se reconoce físicamente y que muy probablemente adquirirán un fuerte sentimiento de identidad étnica, se confrontarán con nacionalistas racistas y derechistas que buscan la purificación étnica. Puesto que también es de esperar una cuasi segregación por vecindarios y áreas, no será difícil hacer que se organicen los dos elementos en conflicto. Y en vista de que todos los países tendrán su propio polvorín, cualquier brote de hostilidades podría extenderse fácilmente más allá de sus fronteras, como un incendio forestal sin control. A estas alturas ya no estamos hablando de fundamentalistas en zonas alejadas de los países ricos, o de los llamados países bravos, prestos a probar qué tal les va en la guerra, sino de una gran inestabilidad en el corazón de la economía-mundo capitalista. Los empresarios capitalistas no sólo tendrán que preocuparse acerca de la compresión de utilidades, sino también de su seguridad personal. La inseguridad que ya experimentan, digamos, en Colombia, por no hablar del factor de alto

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riesgo si se es banquero en Rusia hoy en día podría extenderse a Canadá o Dinamarca. El panorama que he pintado no es agradable. Es un escenario de mucho desorden e incertidumbres e inseguridad personal; de problemas estructurales fundamentales para los que no sólo no hay solución fácil, sino quizá ninguna posibilidad de mitigación. Es el escenario de un sistema histórico en grave crisis. Algunos dirán que soy pesimista. Yo creo que soy realista, pero no necesariamente pesimista. Desde luego, si uno tiene la certeza de haber estado viviendo en el mejor de todos los mundos posibles, no le agradará oír que se está acabando. Pero si se duda aunque sea un poco de que así sea, se hará frente al futuro con un poco más de sangre fría. Se deben subrayar tres aspectos sobre el presente y el periodo venidero de desorden y desintegración. Aunque la experiencia será terrible, no será eterna. Sabemos que las situaciones caóticas producen por sí solas nuevos sistemas ordenados. Esto quizá no sirva de gran consuelo si agregamos que ese proceso podría tomar hasta cincuenta años. Lo segundo que-debemos tener presente es que la ciencia de la complejidad nos enseña que en situaciones caóticas derivadas de una bifurcación el resultado es inherentemente impredecible. No sabemos, no podemos saber, cómo terminará todo esto. Lo que sí sabemos es que el sistema presente no puede sobrevivir como tal. Habrá un sistema que lo suceda, o varios. Podrá ser mejor o peor, pero no será demasiado diferente en su calidad moral. Es el tercer aspecto de las situaciones caóticas el que ofrece el lado amable de la historia. En los sistemas históricos, como en todos los sistemas funcionales vigentes, incluso las grandes fluctuaciones tienen efectos relativamente menores. Eso es lo que queremos decir con sistema. Un sistema tiene mecanismos que tratan de reinstaurar el equilibrio, y han tenido cierto éxito. Es por eso que a largo plazo las revoluciones francesa y rusa podrían percibirse como "fracasos". Ciertamente lograron menos en cuanto a transformación social de lo que sus partidarios esperaban. Pero cuando los sistemas se alejan mucho del equilibrio, cuando se bifurcan, las pequeñas fluctuaciones pueden tener efectos serios. Ésta es una de las razones principales por las que el resultado es tan impredecible. No podemos siquiera imaginar la multitud de pequeños detalles que tendrán un impacto crucial.

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Traduzco este marco conceptual al lenguaje antiguo de la filosofía griega. Opino que cuando los sistemas funcionan normalmente el determinismo estructural pesa más que el libre albedrío individual y colectivo. Pero en tiempos de crisis y transición el factor del libre albedrío se vuelve fundamental. El mundo del 2050 será lo que hagamos de él. Esto nos deja carta blanca para que nos comprometamos y ejerzamos nuestro juicio moral. También significa que este periodo será una etapa de terrible lucha política porque hay más en juego que en la llamada etapa normal. Ahora pasaré a la cuestión de la naturaleza de esta lucha, y a los problemas de la misma. 3. UN MUNDO MATERIALMENTE RACIONAL, O ¿SE PUEDE RECUPERAR EL PARAÍSO? Si en realidad, como he estado argumentando, estamos en una transición, larga y difícil, de nuestro sistema mundial existente a otro u otros, y si el resultado es incierto, nos enfrentamos a dos grandes preguntas: ¿qué tipo de mundo realmente deseamos? y, ¿por qué medio o camino tenemos más probabilidades de llegar a él? Éstas, son antiguas interrogantes que muchos se han hecho por largo tiempo; durante los últimos dos siglos, para ser precisos. Pero la primera pregunta generalmente se ha formulado en términos de utopías y yo deseo referirme a ella en términos de utopística, es decir, de la evaluación seria de alternativas históricas, del ejercicio de nuestro juicio en lo que toca a la racionalidad fundamental de posibles sistemas históricos alternativos. Y la segunda pregunta se ha hecho en términos de la inevitabilidad del progreso, y yo deseo presentarla en términos del fin de la certeza, la posibilidad pero también la no ineludibilidad del progreso. Todos conocemos las principales afirmaciones acerca de nuestro sistema histórico vigente. Aquellos que aseguran que representa el mejor de todos los mundos posibles tienden a destacar tres virtudes que se han reivindicado: la abundancia y la conveniencia material; la existencia de estructuras políticas liberales y la prolongación del promedio de vida. Cada una de éstas se ha sostenido al compararse con todos los sistemas históricos anteriores que se conocen. Por otro lado, la causa en contra de los méritos de nuestro sistema histórico existente defiende virtualmente lo opuesto a la misma lista de tres. Donde los defensores ven la abundancia y la conveniencia materia), los críticos ven la iniquidad y la polarización marcadas, y sostienen que la abundancia material y la conveniencia sólo existen para unos cuantos. Donde los defensores ven estructuras políticas 51

liberales, los críticos ven la ausencia de una importante participación popular en la toma de decisiones. Donde los defensores ven una expectativa de vida más prolongada, los críticos resaltan la calidad de vida seriamente degradada. De hecho, éstos son debates antediluvianos, pero podría resultar útil revisar las críticas a la luz de las evaluaciones positivas con el fin de ver a qué conclusiones podemos llegar acerca de lo que se necesita satisfacer en cualquier sistema alternativo que deseemos construir, ahora que la cuestión se presente ante nosotros. Por lo que ya he dicho, debe ser evidente que estoy del lado de los críticos, y no considero que el sistema mundial presente sea el mejor de todos los mundos posibles. Ni siquiera estoy seguro de que sea el mejor de los mundos que ya conocemos. Sin embargo, no deseo volver a tratar este asunto aquí6. En cierto modo resulta irrelevante demostrar las que considero limitaciones de nuestro actual sistema mundial. He estado afirmando que un número suficiente de personas piensan que tiene tantas limitaciones que no va a sobrevivir. La cuestión real que se nos presenta es qué deseamos sustituir. Pero antes de concentrarme en esa pregunta debo dejar que descanse en paz un fantasma. Se trata de las fechorías de lo que en años recientes a algunos les ha dado por llamar "socialismo histórico", para referirse principalmente al conjunto de estados marxistas-leninistas que alguna vez fueron denominados "bloque socialista". Pero por analogía y extensión con frecuencia se usa el término para designar a muchos de los movimientos de liberación nacional y hasta a los partidos socialdemócratas en el mundo paneuropeo. Repasemos esta historia brevemente, ya que se ha usado para explicar que ninguna alternativa a nuestro sistema actual es realista o ni siquiera remotamente deseable. Los tres, principales cargos contra el socialismo histórico son: l) el uso arbitrario de la autoridad del Estado (y del partido); en el peor de los casos, el terror infundido por el Estado; 2) la extensión de los privilegios a una nomenklatura, y 3) extensas deficiencias económicas derivadas de la participación del Estado en la economía y que ocasionaron un retroceso, en lugar de promover el aumento del valor social. Permítanme comenzar por admitir que estas imputaciones son, en gran medida, verdaderas, con toda certeza las dos primeras, como una evaluación histórica de los regímenes de Estado que existieron bajo los

6Véase

El futuro de la civilización capitalista. Barcelona, Icaria, 1997.

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auspicios de estos partidos. Sin embargo, lo que uno puede replicar de inmediato es que también es cierto que muchos regímenes no auspiciados por estos partidos también hicieron uso arbitrario de la autoridad del Estado y hasta del terror infundido por el Estado, que concedieron privilegios extensos y excesivos a grupos vinculados o favorecidos por las autoridades del Estado, y que han sido increíblemente ineficientes, por lo que sin duda alguna retardaron el aumento del valor social. No es excusa para las autoridades de cualquiera de los llamados estados socialistas mencionar que estas características han sido comunes a la mayor parte de los regímenes de Estado a lo largo de la trayectoria histórica del moderno sistema mundial. De hecho, estas prácticas están tan difundidas que uno se podría preguntar por qué sus vicios no se atribuyen al sistema mismo, en lugar de a las instituciones (regímenes) dentro del sistema. ¿No será que fue el sistema en su conjunto el que creó dichos regímenes porque los necesitaba para su funcionamiento regular? Seguramente algunos responderán que no todos los regímenes de Estado han sido así. Pero ni el mejor de los regímenes, en el mejor de sus momentos, estuvo exento de estos diversos vicios. Lo que es más importante, en la medida en que algunos regímenes eran (o parecían) mejores, se los consideraba estados liberales. Todos estos estados liberales se encontrarían en un rincón muy estrecho del sistema mundial, localizado en las áreas de riqueza y conocido únicamente en tiempos recientes. No es difícil explicar las razones, pues son las que suelen esgrimirse: el extenso estrato medio que reside dentro de las fronteras de estos países: la relativa satisfacción de este grupo con la parte que le corresponde del reparto global: la consecuente institucionalización del "Estado de derecho", que protegió a este estrato medio, aunque de alguna manera también sirvió para proteger a otros. Pero todas estas características dependían de la realidad de la polarización del sistemamundo existente. Afirmar que las raíces de los regímenes liberales eran internas y "culturales" es dar una interpretación incorrecta de la historia y pasar por alto la fuerza relativa de diversos factores que contribuyeron a los resultados globales. En cualquier caso, como hemos visto con frecuencia, el liberalismo de los estados liberales fue siempre más precario de lo que solemos admitir. Cualquiera que sea la explicación de estas limitaciones de los llamados estados socialistas, se debe recordar que nunca fueron entidades 53

autónomas, que siempre operaron dentro del marco de la economíamundo capitalista, limitada por las operaciones del sistema interestatal, y que no representaron —no pudieron representar— el funcionamiento de un sistema histórico alternativo. Sin embargo, esto no quiere decir que no podamos aprender de esta experiencia en nuestros esfuerzos por ejercer la utopística. Hemos aprendido lecciones útiles acerca de las consecuencias de mecanismos particulares que en el último de los casos son un alimento para el pensamiento. Si hacemos una elección histórica fundamental en los próximos cincuenta años, ¿qué hay mientras tanto? Es claro que nuestra opción se encuentra entre un sistema (análogo al actual en algunos de sus fundamentos) en el que unos tienen privilegios muy superiores que otros, y otro que es relativamente democrático e igualitario. De hecho, todos los sistemas históricos que se conocen han sido del primer tipo hasta llegar al de ahora, aunque algunos han sido peores que otros en este aspecto. En realidad, afirmaría que es muy posible que nuestro sistema existente ha sido el peor, por haber mostrado la mayor polarización precisamente debido a su supuesta virtud, la increíble expansión de la producción de valor. Con mucho más valor producido, la diferencia entre el estrato superior y el resto podría ser y ha sido mucho mayor que en otros sistemas históricos, aun cuando sea verdad que el estrato superior del sistema presente ha abarcado un porcentaje mayor de la población total que el de los sistemas históricos precedentes. No obstante, el simple hecho de que todos los sistemas históricos previos hayan sido sistemas no democráticos, desiguales, no quiere decir que no se pudiera avizorar un sistema relativamente democrático e igualitario. Después de todo, hemos estado mucho tiempo hablando acerca de esta posibilidad, y es claro que le resulta atractiva a mucha gente. En nuestro actual sistema lo que garantiza las iniquidades y por consiguiente, necesariamente, la ausencia de una verdadera participación democrática en la toma colectiva de decisiones, es la prioridad de la acumulación incesante de capital. Lo que la gente teme es que si se elimina esta prioridad se tendría que sacrificar la relativa eficiencia productiva o una sociedad libre y abierta. Averigüemos si cualquiera de estas consecuencias tiene una correlación imprescindible con la eliminación de la prioridad de acumulación incesante de capital. ¿Se podría idear una estructura que le diera prioridad a maximizar la calidad de vida para todos (supuestamente el original ideal liberal benthamita) al tiempo que se limitasen y controlasen los medios de violencia colectiva 54

de tal modo que todos se sintieran relativa e igualmente seguros en su persona y disfrutaran la variedad más amplia posible de opciones individuales sin poner en riesgo la supervivencia o la igualdad de derechos de los demás (supuestamente el ideal original de John Stuart Mili)? A esto se lo puede llamar la realización de ideales liberales en todo el mundo en el contexto de un sistema igualitario, o una democracia, como dicta la teoría, en oposición a las autocracias modificadas y ocultas que engañosamente hemos calificado de regímenes democráticos. Esto, por sí mismo, no cumpliría con el objetivo de un sistema democrático e igualitario. Tendría que suceder que todos pudieran trabajar en el empleo o empleos que les satisficieran y que, en caso de una necesidad especial e inesperada, se contara con asistencia social. Y, por último, necesitaríamos saber que los recursos de la biosfera se preservaban adecuadamente, de modo que no hubiera pérdidas intergeneracionales y, por lo tanto, no hubiera explotación intergeneracional. ¿Qué podría lograr esto? Comencemos con el asunto de la remuneración. Por lo general se afirma que la retribución monetaria es un incentivo para el trabajo de calidad. Supongo que en ocasiones es verdad, pero una cosa es retribuir a un artesano por la artesanía de calidad y otra retribuir a un ejecutivo por lograr extraordinarias ganancias para una empresa. Son diferentes en dos sentidos. Es claro que una buena artesanía es un trabajo de calidad. Pero la obtención de extraordinarias ganancias sólo es trabajo de calidad si uno acepta la prioridad de la acumulación incesante de capital. Es difícil justificarlo en cualquier otro terreno. La segunda diferencia es la dimensión de la retribución. Aumentar el ingreso de un artesano en un 10 o hasta 25% por su trabajo de calidad es muy diferente de aumentar el ingreso de un ejecutivo en un 100 o hasta un 1000 por ciento. ¿Es realmente cierto que un gerente industrial sólo trabajará bien si recibe el tipo de incentivos que puede obtener en el sistema presente? Considero que es absurdo pensar así. Tenemos el claro ejemplo de muchos tipos de profesionales (como los profesores universitarios) cuyo principal estímulo para trabajar bien no es el aumento relativamente pequeño en las retribuciones materiales sino más bien una combinación de reconocimiento y mayor control sobre su propio tiempo de trabajo. Por lo general la gente no gana premios Nobel bajo el estímulo de la acumulación incesante de capital. Además, hay un número 55

notablemente mayor de personas en nuestro sistema actual cuyos incentivos no son en gran medida monetarios. De hecho, si el reconocimiento y el control cada vez mayor del propio tiempo de trabajo se ofrecieran de manera general como incentivos ¿no habría mucha más gente que los encontrara satisfactorios por sí mismos? Si luego agregáramos a este conjunto un tanto modificado de prioridades sociales un sistema mucho mejor de elección de carreras, de tal modo que la gente pudiera hacer el tipo de trabajo que por cualquier razón encontrara más satisfactorio, tal vez se reduciría de manera importante la anomia. Y si permitiéramos, estimuláramos y organizáramos múltiples funciones dentro de una carrera, cada año y/o sucesivamente a lo largo del tiempo, ¿quién sabe con qué esquema podríamos incrementar la satisfacción general? Además, esto aumentaría las posibilidades de igualar las responsabilidades familiares, sobre la cuales hemos hablado tanto en años recientes... y hecho tan poco, agregaría. La codicia es una emoción muy corrosiva, y nuestro actual sistema la fomenta, la alaba, prácticamente, pues la retribuye. ¿Queremos decir con esto que ninguna sociedad puede ser libre si no se pone algún freno moral a la codicia y si en esa sociedad se incorporan contravalores en nuestro superyó? Algunas personas afirman que la caridad puede equilibrar la codicia, pero la caridad no demuestra la ausencia, ni siquiera la disminución, de la codicia. Bien puede ser meramente la expresión de la culpa derivada de la codicia. Las contribuciones caritativas sólo representan la verdadera caridad —es decir, cariño, afecto, consideración, como nos lo dice su etimología— cuando se realizan como una obligación derivada del clamor por justicia, no cuando se trata de una ofrenda de paz a los dioses. La eficiencia es un fenómeno deseable, pero sólo es un medio para llegar a un fin. ¿Para qué fin la hemos estado utilizando? ¿La podemos emplear para otros? Por ejemplo, si aumentamos la producción de acero o de computadoras o de granos —es decir, si demostramos que se pueden producir con el mismo nivel de calidad con costos menores de insumos reales—, ¿por qué lo hacemos? Si no hubiera retribuciones por aumentar la acumulación de capital pero sí por satisfacer las necesidades reales ó por extender la distribución, ¿es realmente inconcebible que quienes realizaron la operación no hubieran trabajado con eficiencia? Seguro que eso no puede ser, o no podríamos justificar toda la variedad de actividades que llamamos profesionales. ¿Es realmente cierto que, en 56

promedio, los grandes hombres de negocios de la actualidad son más eficientes que los arquitectos o los mecánicos de las poblaciones pequeñas? Nunca he visto nada que lo demuestre, y eso contradice mis observaciones iniciales del ámbito social. Si la eficiencia en la acumulación de capital fuera la única consideración, los zares de la droga que hay en el mundo serían magníficos modelos de los alcances de la codicia por estimular la productividad. ¿Las grandes organizaciones son más eficientes que las pequeñas? Una vez más, depende del criterio. Por supuesto que el tamaño afecta los costos, pero no siempre en una dirección estrictamente lineal. En cualquier caso, en nuestro sistema actual el tamaño de las operaciones productivas tiene que ver con mucho más que con una eficiencia productiva. Tiene que ver con optimizar la evasión de impuestos y de reglamentaciones, o con los beneficios del monopolio relativo ante los beneficios de reducir los costos de coordinación, o de cambiar las cargas de riesgos en tiempos de expansión económica mundial contra los tiempos de contracción económica mundial. Éstas son todas las consideraciones que desaparecen una vez que se elimina la prioridad de la acumulación incesante de capital. En sí mismas, las consideraciones de eficiencia probablemente llevarían a una gran variedad de tamaños de actividad económica. Sin duda alguna habría menos estructuras gigantes y un mayor número de estructuras medianas, en lugar del implacable gigante del aumento de tamaño —la concentración mundial de capital y, por lo tanto, de propiedad y estructuras organizadas— que existe en el sistema actual. Supongamos que todas las estructuras económicas se definieran como estructuras no lucrativas, pero que el control privado fuera una opción abierta, hasta ampliamente usada. Desde hace varios siglos hemos conocido este sistema en los llamados hospitales no lucrativos. ¿Son notoriamente menos eficientes y menos competentes desde el punto de vista médico que los hospitales privados y del Estado? De ninguna manera, por lo que sé. En realidad, probablemente sea todo lo contrario. ¿Por qué se debe limitar esto a los hospitales? ¿No se podría tener una compañía de luz no lucrativa con el modelo del hospital no lucrativo? Desde luego que se puede argumentar que la tendencia en la actualidad, incluso en los hospitales, es avanzar hacia el modelo de estructuras privadas y lucrativas. No cabe duda, pero éste es precisamente el resultado de la mercantilización de todo, que es la base de nuestro sistema actual. ¿Esto ha mejorado la eficiencia? ¿Ha 57

mejorado la atención médica? El principal argumento en el que se basan quienes lo propusieron es que mantendrá reducidos los costos de la atención médica. Personalmente, dudo que lo logre. Lo más probable es que se logre redistribuir el dinero que hasta la fecha se había gastado en la atención médica para aplicarlo a la acumulación de capital. ¿Esto es realmente deseable? ¿Quién lo desea? Entonces, el primer elemento estructural que propongo como una posible base de un sistema alternativo es la construcción de unidades descentralizadas no lucrativas como modo subyacente de producir dentro del sistema. Podría ofrecer los mismos incentivos para la eficiencia que los de nuestro actual sistema — probablemente mayores— y evitaría el temor de que la centralización, sobre todo a través de los mecanismos del Estado, haga poco probable la experimentación y la diversidad, y con el tiempo lleve a una toma de decisiones autoritaria y a una pereza burocrática. Pero esto aún deja en pie preguntas sobre cómo se podrían relacionar entre sí estas unidades, y sobre qué bases. Tampoco trata el asunto de la organización interna dé estas unidades de producción, lo que podríamos llamar democracia en el lugar de trabajo. ¿Cómo se entrelazan múltiples empresas productivas no lucrativas? Tal vez precisamente en la forma que dicta el modelo teórico del laissezfaire: mediante el mercado, el mercado real y no el mercado mundial controlado de manera monopólica que tenemos en el actual sistema. ¿Necesitamos algún tipo de regulación? Por supuesto que sí, tal vez sí, alguno parecido a las luces del semáforo en una vía transitada. No se requieren oficinas encargadas de planear la producción. La regulación se puede limitar a contrarrestar el fraude, mejorar las deficiencias de información y enviar señales de advertencia ante una sobreproducción o subproducción. Tampoco es necesario que estas unidades de producción no lucrativas sean internamente autocráticas. Aun así, los intereses de los trabajadores pueden diferir de los intereses de los administradores. Seguirá siendo esencial algún modo de negociación, con sindicatos o con alguna institución similar que represente los intereses colectivos del trabajador: además también se necesitará instrumentar alguna forma de participación del trabajador en la toma de decisiones en los altos niveles. Se necesitaría establecer un modo de libertad del trabajador para moverse entre las organizaciones contratantes sin perder las prestaciones vitalicias. (Es decir, las prestaciones vitalicias tendrían que asignarse a una 58

estructura ajena a la organización misma de la producción). Además, se tendría que idear un método para ajustar el tamaño de la fuerza laboral a las necesidades de la producción, junto con algún tipo de mecanismo para asegurar que los trabajadores puedan encontrar un empleo alternativo satisfactorio. Por último, se tendría que construir un sistema de penalización para la pereza y la incompetencia verdaderas. Podríamos debatir durante mucho tiempo los detalles de cómo cumplir cada una de estas necesidades. Y cuando va se hayan decidido, seguirán estando en discusión constante. La cuestión es que ninguno de ellos representa un obstáculo inherentemente insuperable que la gente de buena voluntad no pueda resolver, más o menos bien, dentro del marco de un sistema mundial no impulsado por la acumulación incesante de capital. ¿Entonces qué sucede con las cuestiones que tanto y tan enérgicamente hemos estado discutiendo en los últimos años: las inequidades raciales, de género y nacionalidad? No vale la pena luchar por ningún sistema mundial que no haga un mayor esfuerzo que el actual para tratar estos aspectos. Yo no diría que eliminando la prioridad dada a la acumulación incesante de capital se asegurará de manera automática la igualdad racial, de género y de nacionalidad. Lo que pienso es que eliminaría una de las razones más poderosas de las inequidades. Después de todo, el verdadero trabajo comienza libre de esta onerosa limitación. Tal vez con la eliminación de los temores económicos —o por lo menos su reducción—, en el último de los casos desaparecerá el elemento letal. Uno de los principales asuntos que ha estado en discusión se refiere a los resultados, dentro del sistema actual, de lo relativo a la distribución de las posiciones y retribuciones. La realidad del actual sistema es que los resultados de la asignación de trabajos y de verdadera calidad de vida están marcadamente sesgados según la raza, el género y la nacionalidad. Los defensores del sistema actual argumentan que esto es simplemente el resultado de usar como criterio la meritocracia, y que este criterio representa un modo moralmente virtuoso de distribución. Los críticos afirman que la meritocracia oculta las tendencias institucionalizadas en la distribución, las cuales afectan la capacidad de competir en "pruebas" para adultos mucho antes de que los candidatos lleguen a la línea de inicio. De hecho, ambas opiniones son correctas. La meritocracia sí representa una presión democratizadora, pero también es verdad que en nuestro actual sistema los dados están cargados. No obstante, analizaremos lo 59

que en realidad implica la meritocracia. Supongamos que le ponemos una prueba, cualquier prueba, a un grupo de cien personas, y obtenemos resultados cuantificados. ¿Acaso la persona que obtiene el lugar 38 es en realidad más competente que la persona 39? La idea misma es absurda. Lo que probablemente podríamos decir, si ésta es una prueba de competencia, es que las 10 primeras son muy buenas y las 10 últimas son muy deficientes, y que las 80 intermedias son sólo eso, intermedias. Supongamos que luego se nos pidiera que asignásemos 50 puestos según el resultado de esta prueba, ¿Debemos darlos a los primeros 50? Otra posibilidad sería otorgar 10 puestos a los 10 primeros, descartar a los 10 últimos y sortear a los 80 intermedios para ocupar los 40 puestos restantes. Por supuesto que estoy inventando los porcentajes exactos, pero las pruebas de cualquier tipo son un mecanismo limitado para discernir la capacidad, y en realidad no siempre califican de manera convincente a las personas. Sin embargo, es verdad que siempre hay una minoría que es excepcionalmente apta y otra minoría que es excepcionalmente no apta. Siempre que tomemos en cuenta este hecho, pero recordemos que estas dos categorías son relativamente pequeñas, podremos realizar una distribución al azar de los puestos entre los demás. El simple hecho de seguir esta práctica reduciría el racismo y el sexismo institucionalizados. Recordemos que no estoy proponiendo una utopía, sino rutas para una racionalidad material mayor. La reducción seria de estas inequidades requerirá mucho trabajo colectivo. No obstante, sería intrínsecamente posible idear un mundo social en el que las discriminaciones lleguen, cuando mucho, a ser menores, en lugar de continuar siendo fundamentales para la operación del sistema histórico como lo son hoy. En la actualidad envenenan toda la vida social, en cualquier parte; dominan nuestra mentalidad; causan indecibles estragos, tanto físicos como psicológicos, no sólo entre quienes pertenecen a los grupos oprimidos, sino también entre quienes pertenecen a los grupos dominantes. Los fatales resultados no han mejorado, sino empeorado. Estas inequidades son inaceptables desdé el punto de vista moral, e irresolubles dentro del marco de nuestro actual sistema mundial. Afortunadamente, este sistema está por extinguirse. La pregunta es, ¿qué está por llegar? ¿Tendremos entonces una sociedad sin clases? También dudo esto, en el sentido de que acabar con la polarización no significa acabar con la variación, incluyendo la variación en la posición de las clases. Pero al igual que con la raza, género y nacionalidad, significa transformar la distinción, de una profundamente arraigada y corrosiva, a 60

otra que podría tener un impacto relativamente menor y limitado. No hay ninguna razón fundamental por la que no podamos superar estas tres grandes consecuencias de la diferencia de clases: acceso desigual a la educación, a los servicios de salud y a un ingreso honorable garantizado de por vida. No debería ser dejar estas tres necesidades fuera de la mercantilización para proporcionarlas mediante instituciones no lucrativas y pagadas de manera colectiva. En la actualidad así lo hacemos con el suministro del agua y, en muchos países, con el servicio de bibliotecas. Hay quienes afirman que entonces los costos mundiales se saldrían de control. Podría ser, pero hay muchas respuestas para las asignaciones colectivas de costos que no pasen por la mercantilización. Se trata de una decisión social que no podemos evitar y no debemos querer evitar. ¿Podemos evitar la creación de nomenklaluras? Puesto que el cargo público ya no debe ser la única garantía rápida de un mejor acceso a la educación, la salud y el salario mínimo de por vida (porque éstos serian universales), y puesto que río habría establecimientos para estructuras económicas lucrativas, ¿cuál sería el objetivo de una nomenklatura? Por primera vez podríamos alcanzar el ideal de Weber: un servicio civil desinteresado en el que todos los miembros participasen por satisfacción laboral y no por todas las demás razones por las que participan en la actualidad. Desde luego que un elemento esencial para evitar una nomenklatura sería un conjunto verdaderamente democrático de instituciones políticas. Y en este caso puede ser útil la idea de los periodos de ejercicio limitados, tan apreciada por las fuerzas conservadoras de la actualidad. Pero nada funcionará a menos que la mayoría de la población considere que en realidad tiene una importante influencia en la toma de decisiones políticas, un impacto que tiene que ir mucho más lejos que el simple poder de veto para votar una vez cada cuantos años en contra de los que están en el poder. Aquí llegamos a la pregunta sobre cómo se obtienen una participación y un sentido de participación amplios, en formas que no se puedan canalizar y. por lo tanto, distorsionar, mediante la inversión masiva de dinero en campañas en los medios de comunicación. De nuevo tenemos una cuestión problemática, pero apenas insalvable. Para empezar, ¿de dónde vendrán las inmensas sumas si no hay una acumulación incesante de capital: Y. dados los avances tecnológicos en los flujos de información de estos días?, ¿no se podrían organizar las cosas de tal modo que no hubiese desequilibrios financieros entre las perspectivas opuestas?.- Otra 61

vez tenemos algo no del todo imposible desde el punto de vista técnico. Esto puede no ser suficiente para garantizar un sentido de democracia real, pero sería un comienzo. Aquí también apenas se iniciaría, no terminaría, el trabajo verdadero con el establecimiento de este tipo de sistema histórico. En lo concerniente a la preservación de la biosfera, sólo hay un elemento sencillo, viable y necesario para lograrla. Debemos exigir que todas las organizaciones de producción incorporen todos los costos, incluso los necesarios para garantizar que su actividad, productiva no contamine ni agote los recursos de la biosfera. Es decir, los costos de restauración y/o limpieza inmediata serían integrados al proceso de producción y, por lo tanto, a los costos de producción. Desde luego que esto no bastaría por sí mismo, pero por lo menos garantizaría que el desperdicio nunca fuera un asunto superficial. Aún puede haber diferencias de opiniones acerca de las consecuencias que tiene una actividad productiva particular para la biosfera. No hay respuestas científicamente definitivas. Estas cuestiones acaban por convertirse en decisiones políticas. ¿Es x en realidad más importante que y? Con frecuencia ésta es una elección entre el consumo presente y el futuro, entre las generaciones actuales y las que todavía no nacen, entre los riesgos calculados en un dominio del universo contra los riesgos calculados en otro. Éstos son juicios sociales que deben hacerse de manera democrática, con la participación de todos los que resulten afectados por las decisiones. El asunto subyacente es la evaluación medida de los costos sociales, y el problema es cómo hacer que dicha evaluación sea realmente colectiva. No es una cuestión restringida a los asuntos ecológicos. Cuando consideramos los costos de salud, ¿debemos gastar más en los niños o en los ancianos? El ingreso real de la población trabajadora más saludable, de edad intermedia, ¿debería reducirse para cubrir los gastos de salud marginales para los jóvenes, los ancianos y quienes necesitan atención especial? ¿Cuánto debería reducirse? En nuestro sistema actual estas decisiones se toman con base en intereses individuales, tal vez moderados por una limitada interferencia colectiva. A medida que suben todos los costos y aumenta la demanda social de democracia e igualdad, los resultados de nuestro sistema actual cada vez parecen más absurdos e irracionales. ¿Pero cómo evaluamos esto de manera colectiva? ¿Qué es fundamentalmente racional en términos de la asignación de nuestros recursos no ilimitados? Seguro que no podemos saberlo sin una plática abierta, con una amplia variedad de gente y en 62

la mayor cantidad posible. Pero, ¿cuál es la mejor manera de institucionalizar esto, y a escala mundial, sin retirar el terreno de decisiones de las aportaciones y el control de la gente común? Hay una cosa de nuestra parte en esta búsqueda de racionalidad fundamental para la buena sociedad (o por lo menos para una sociedad mejor): la creatividad humana. En este aspecto no hay límite para el potencial. Lo que sabemos acerca de los sistemas complejos es que se organizan a sí mismos y que repetidamente inventan nuevas fórmulas, nuevas soluciones para los problemas existentes. Sin embargo, no deseo introducir aquí furtivamente un concepto de progreso inevitable, ya que la creatividad no siempre es positiva. Lo que funciona no es necesariamente lo que es bueno desde el punto de vista moral, y lo que es bueno desde el punto de vista moral no se logra con sólo predicarlo. Como nos dicen casi todas las religiones del mundo. Dios nos dio el libre albedrío y, por lo tanto, la posibilidad intrínseca de hacer el bien y el mal. Así, llegamos a la cuestión política; ¿cómo podemos lograrlo o qué podemos hacer en los próximos 25 a 55 años para alcanzar un sistema histórico y social materialmente más racional? Esto nos hace retroceder al periodo de transición, al periodo del infierno en la tierra. No presenciaremos un simple debate político que vuelva a lo anterior, una discusión amistosa entre angelitos. Será una lucha de vida o muerte, pues estamos hablando de sentar las bases para el sistema histórico de los siguientes quinientos años, y estamos debatiendo si sólo deseamos un tipo más de sistema histórico en el que prevalezca el privilegio y se minimicen la democracia e igualdad, o si deseamos avanzar en la dirección opuesta, por primera vez en la historia conocida de la humanidad. Lo primero que hay que tomar en cuenta es cómo reaccionarán —y de hecho están reaccionando— los actuales privilegiados. No se puede esperar que un segmento importante de quienes gozan de privilegios, los cedan sin luchar, simplemente por cumplir con sus responsabilidades éticas o hasta por su visión histórica. Se debe suponer que buscarán preservar el privilegio. Cualquier otra suposición es inverosímil y alejada de la realidad. Aun así, no sabemos cuál será su estrategia. La estrategia óptima para defender el privilegio —la que tiene más probabilidades de resultar eficaz— ha sido desde hace mucho tiempo tema de debate entre los privilegiados, y no es una cuestión sobre la que 63

hasta ahora las ciencias sociales nos hayan ofrecido una evidencia definitiva. Para comenzar por lo más fácil, existe una divergencia de opiniones entre los que consideran que la clave es la represión (por lo menos la represión sensata) y quienes piensan qué el secreto son las concesiones de un poquito de participación con el fin de preservar el resto. Por supuesto que se puede intentar hacer una mezcla de ambas fórmulas, pero sigue en pie una pregunta: en qué proporción y en que secuencia. El hecho de que históricamente se hayan utilizado ambos métodos no es por sí mismo una evidencia de que los dos funcionen igual de bien, o de que alguno o algunos que funcionaron bien en el pasado funcionen bien en el presente, o de que alguno que funcionó bien durante la trayectoria continua normal de nuestro actual sistema histórico funcionará bien en el periodo de bifurcación y transición. Lo que podemos decir es que el conocimiento acumulado de historia mundial y los medios de 33 comunicación global, en gran medida mejorados, garantizan que durante esta transición histórica habrá más reflexión inteligente, una toma de decisiones más consciente por parte de los privilegiados, que durante cualquier otra transición anterior. Los privilegiados inevitablemente están mejor informados y, por lo tanto, tienen más conciencia social que antes. También son mucho más ricos y tienen medios de destrucción y represión mucho más fuertes y efectivos que nunca. Podría pensarse que cuentan con la capacidad para desempeñarse bien. Desde luego que tendrán el problema de siempre. No son un grupo sectario organizado y disciplinado. Son un grupo amorfo, muy variado, de beneficiarios de las circunstancias actuales. Algunos son más poderosos y acaudalados que otros, y por mucho. Algunos son más inteligentes y sofisticados que otros. Algunos están realmente organizados en grupos más bien pequeños, otros un tanto a la deriva, y por supuesto compiten entre sí en la medida en que tienen un interés colectivo, de clase, sobre ciertos resultados. Aun así, como he afirmado, se encuentran colectivamente en dificultades estructurales. Esto significa que tienen que hacer algo. Pero la pregunta no es sólo qué, sino también cuándo, ¿Se deben limitar a buscar ventajas a corto plazo hasta que el sistema muestre signos más visibles de derrumbe, o deben aceptar sus pérdidas de inmediato bajo la suposición de que una puntada a tiempo ahorra ciento? Esta pregunta es más difícil dependiendo: de quién estemos hablando, si se trata de los 64

superpoderosos o simplemente de los privilegiados comunes. Los primeros pueden aceptar con mayor facilidad las pérdidas a corto plazo que los segundos, con el fin de salvaguardar sus privilegios a largo plazo. El problema más grande para los privilegiados surge con la conciencia de una crisis sistémica, cuando finalmente les llega (si les llega), e integran esta expectativa a sus procedimientos operacionales. En ese punto es posible que busquen poner en práctica el principio de Lampedusa cambiarlo, todo (o fingir que lo cambian) con el fin de que nada cambie (aunque parezca que sí). Este procedimiento es extremadamente engañoso. El primer problema es inventar el cambio (menos fácil y obvio de lo que uno podría pensar). El segundo es engañar a una gran parte del bando del que se forma parte. El tercero es engañar a los oponentes. ¿Qué tipo de alternativa pueden inventar? No tengo la menor idea. ¿Alguien en la Europa del siglo XV pudo haber predicho qué tipo de alternativa inventaría un estrato feudal en desintegración para salvarse a sí mismo? Y si alguno lo hubiera predicho, ¿cuán probable era que hubiera previsto nuestra actual economía-mundo capitalista, que precisamente ha tenido el resultado de Lampedusa: un sistema capitalista que es en la mayor parte de los aspectos diferente del sistema feudal, excepto en la consecuencia crucial de asegurar resultados desiguales, y en muchos casos hasta los mismos estratos, por lo menos en los siglos iniciales?. Ciertamente no voy a tratar reinventarlos. Sin embargo, supondré que el método con más probabilidades de triunfar sería aquel que incluyera muchos de los términos de los inconformes. Hace veinte años hubiera dicho que el programa vendría bajo ala apariencia del marxismo, pero por muchas razones ahora esto parece muco menos probable. Puede venir con el pretexto de la ecología o del multiculturalismo o de los derechos de la mujer. No estoy sugiriendo nada sospechoso acerca de quienes hoy apoyan estas diversas causas; las tres me parecen formas indispensables de rebelión contra los abusos de nuestro actual sistema mundo. Pero la retórica es proselitista, aun cuando los movimientos se resistan al proselitismo. Y como hemos visto, es muy difícil para los movimientos no dejarse llevar por la corriente al paso del tiempo, en especial si por este medio pueden obtener parte de sus objetivos inmediatos. No obstante, los privilegiados necesitan algo más que limitarse a adoptar una retórica radicalmente diferente. Tienen que usar la retórica para establecer un conjunto de instituciones radicalmente diferentes. Es aquí donde se enfrentan a dos problemas más. Uno yace en su propio bando 65

y en dos formas. La primera es que lo que puede ser bueno para un todo mundial puede no serlo para subgrupos entre los privilegiados. Desde luego que los subgrupos perdedores no desearán continuar, lo que puede alterar la viabilidad política de la operación. Es imposible incluso intentar predecir los detalles. Pero la segunda forma de dificultad dentro del bando de los privilegiados presenta dilemas aún más grandes. Supongamos que algún grupo astuto idea una estrategia efectiva conforme al principio de Lampedusa. Es posible que muchos de los de su bando no comprendan lo que está sucediendo, por lo que pueden mostrarse renuentes a dar su apoyo político (o financiero en realidad). ¿Qué hacer en este caso? Por supuesto que los proponentes podrían dar una explicación clara, pero eso frustra el propósito mismo de una estrategia de Lampedusa. Entonces tendrán que defenderla discreta e indirectamente, lo cual puede o no convocar a los demás. Y esto conduce directamente a la tercera forma de dificultad: como persuadir a la gran mayoría de que el no cambio es en realidad un cambio, de que la transformación va en dirección de un mundo materialmente más racional que el solo cambiar la forma de irracionalidad material. El elemento clave de una estrategia de Lampedusa es nunca proclamar la verdadera estrategia muy abiertamente, sin insistir es una estrategia superficial. Hasta donde yo sé nunca ha funcionado en realidad un enfoque tipo Ayn Rand de, la glorificación del derecho de los individuos fuertes a recoger sus ganancias desiguales. Es aún menos probable que funcione ahora, aunque la atracción momentánea de la teoría neoliberal puede parecer evidencia de lo contrario. Yo sostendría que la reacción pública ya se está mostrando y es muy visible, y que oiremos cada vez menos argumentos neoliberales a medida que avanzamos hacia el siglo XXI. Si embargo, el bando de los privilegiados debe tender una peligrosa cuerda floja dar suficientes explicaciones a favor para congregar a sus partidarios, pero no tantas como para sostener la evidencia y los motivos de fiera oposición del otro bando. No será fácil, y éste es otro elemento absolutamente imposible de prever con detalle. En cuanto a los oprimidos en nuestro sistema actual, ¿cómo actuarán? Tienen por lo menos tantos problemas como los privilegiados. Si estos 66

constituyen un grupo heterogéneo y amorfo, los oprimidos lo son aún más. Si el bando de los privilegiados contiene una amplia variedad de intereses inmediatos e incluso a largo plazo, lo mismo ocurre con el bando de sus oponentes. Y, desde luego, en comparación con los privilegiados, los oprimidos tienen en la actualidad menos poder, menos organización, menos recursos a su disposición para librar cualquier batalla política global. Sobre todo, cabría agregar que se librará una lucha en formas múltiples: violencia abierta, batallas electorales y legislativas casi corteses, debates teóricos dentro de las estructuras del conocimiento y llamamientos públicos a una retórica desconocida y con frecuencia acallada. En realidad, no puedo decir más acerca de esto, excepto que el concepto de una coalición de arco iris es probablemente el único viable, pero es tremendamente difícil de poner en práctica. Además, la táctica de exigir que los privilegiados estén a la altura de la retórica liberal sin duda causara estragos, pero también es muy difícil de poner en práctica. Lo que debe quedar claro es que no he propuesto un programa, sino sólo algunos elementos que deben incluirse en la dilucidación de un programa, sobre cómo se puede institucionalizar un sistema histórico materialmente más racional y cómo se puede atravesar el periodo de transición con el fin de lograr el objetivo planteado. Estas propuestas deben debatirse, complementarse o remplazarse por otras mejores, y el debate debe ser mundial. Ahora debemos regresar a las afirmaciones originales acerca de la estructura de los sistemas. Recordemos el patrón nacen, perduran según las reglas y en algún punto entran en crisis, se bifurcan y transforman en otra cosa. El último periodo, el de transición, es en particular impredecible, pero también está particularmente sujeto a aportaciones individuales y de grupo, lo que yo he llamado el factor del aumento del libre albedrío. Si deseamos aprovechar nuestra oportunidad, lo que me parece una obligación moral y política, primero debemos reconocer la oportunidad por lo que es y lo que consiste. Esto exige reconstruir la estructura del conocimiento de modo que podamos entender la naturaleza de nuestra crisis estructural y, por lo tanto, nuestras opciones históricas para el siglo XXI. Una vez que entendamos nuestras opciones, debemos estar listos para participar en la batalla sin ninguna garantía de ganarla. Esto es crucial, ya que las ilusiones sólo engendran desilusiones, con lo que se vuelven despolitizantes. Por último, nuestra acción táctica —nuestros juicios intelectuales, morales y políticos— debe ser directa y 67

clara sin dejar al mismo tiempo de ser sutil y a mediano plazo. Se nos insta a que tengamos cuidado con un oponente engañoso y que confiemos en la buena fe fundamental de los aliados que no comparten todos nuestros antecedentes, necesidades o predisposiciones, o de hecho nuestros intereses. Esto puede parecer una fórmula para superpersonas. Considero que lo es más bien para aquellos que esperan alcanzar un mundo materialmente racional, mejor que el que vivimos hoy. Me gustaría plantear una última pregunta. ¿La gente que está en el poder sólo construye su privilegio? Por supuesto que no; nunca ha sido así. Algunas veces cede algo de éste, pero sólo como una táctica para mantener la mayor parte. La gente que está en el poder nunca ha sido tan poderosa o acaudalada como lo es en el mundo contemporáneo. Y, ciertamente, la que no está en el poder (o por lo menos mucha de ella) nunca ha estado en tan malas condiciones, en un sentido relativo y, en grado considerable, en un sentido absoluto. Por lo tanto, la polarización nunca ha sido tan grande como ahora, lo que significa que la probabilidad de una renuncia noble al privilegio es el resultado menos factible. Que se diga eso es irrelevante para mi tesis. He afirmado que existen limitaciones estructurales para el proceso de acumulación incesante de capital que rige nuestro mundo actual, y que esas limitaciones en la actualidad saltan a la primera plana como un freno para el funcionamiento del sistema. He señalado que estas limitaciones estructurales —que he llamado las asíntotas de los mecanismos operativos— han creado una situación estructuralmente caótica, difícil de soportar y que tendrá una trayectoria por completo impredecible. Por último, he sostenido que un nuevo orden surgirá de este caos en un periodo de cincuenta años, y que este nuevo orden se formará como una función de lo que todos hagan en el intervalo, tanto los que en el actual sistema tienen el poder como quienes no lo tienen. Este análisis no es optimista ni pesimista, en el sentido de que no predigo y no puedo predecir si el resultado será mejor o peor. Sin embargo, es realista al tratar de estimular las discusiones sobre los tipos de estructuras que en realidad mejor nos pueden servir a todos nosotros y los tipos de estrategias que nos pueden impulsar en esas direcciones. Así que, como dicen en África Oriental, ¡harambee!

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2 CRISIS ESTRUCTURAL EN EL SISTEMA-MUNDO. DÓNDE ESTAMOS Y A DÓNDE NOS DIRIGIMOS* Immanuel Wallerstein He escrito repetidamente acerca de la crisis estructural del sistemamundo; la ocasión más reciente, en la New Left Review de febrero de 20107, por lo que me limitaré aquí a resumir mi posición sin entrar en los argumentos detallados de la misma. Estableceré mi posición en forma de un conjunto de premisas. No todo el mundo las comparte, aunque son la composición que hago acerca de dónde nos encontramos hoy. Sobre la base de esa composición, me propongo abordar la pregunta de a dónde dirigirnos desde este punto. Premisa 1 Todos los sistemas, desde el universo astronómico hasta el más pequeño de los fenómenos físicos, incluyendo por supuesto los sistemas sociales históricos, tienen una vida. Empiezan su existencia en un cierto momento, un hecho que es necesario explicar, y tienen una vida «normal» cuyas reglas también es preciso explicar. A lo largo del tiempo, el funcionamiento de su vida normal tiende a llevarlos lejos del equilibrio, momento en el que entran en una situación de crisis estructural, y a su debido tiempo dejan de existir. El funcionamiento de su vida normal tiene que analizarse en términos de ritmos cíclicos y tendencias seculares. Los ritmos cíclicos son conjuntos de fluctuaciones sistémicas (ascendentes o descendentes) con las que el sistema, regularmente, retorna a una *Fuente:

https://kmarx.wordpress.com/2012/09/24/crisis-estructural-en-el-sistemamundo-donde-estamos-y-a-donde-nos-dirigimos/ Immanuel Wallerstein, «Structural crises» [Crisis estructurales], New Left Review, nº 62, marzo-abril de 2010, pp. 133-142. Una discusión previa y más extensa de la temática se puede consultar en Utopistics, or Historical Choices of the XXIth Century, The New Press, Nueva York, 1998, especialmente el capítulo 2; versión castellana: Utopística. O las opciones históricas del siglo XXI, UNAM: Siglo XXI Editores, 1998. 7

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situación de equilibrio. Se trata no obstante de un equilibrio dinámico, puesto que, al terminar un ciclo a la baja, el sistema no retorna nunca exactamente al lugar donde se encontraba al iniciarse un ciclo ascendente. Esto ocurre porque las tendencias seculares (que implican incrementos lentos y a largo plazo de algunas características sistémicas) empujan la curva a un parsimonioso movimiento ascendente que se puede medir por un cierto porcentaje de esas características del sistema. Al final, las tendencias seculares mueven al sistema demasiado cerca de sus asíntotas, con lo cual aquél se muestra incapaz de mantener su lento, regular, normal, impulso ascendente. A partir de ahí, el sistema empieza a fluctuar violenta y repetidamente en su camino hacia una bifurcación, esto es, hacia una situación caótica en la que no puede mantenerse un equilibrio estable. En tal situación caótica, existen dos posibilidades notablemente divergentes de crear un nuevo orden a partir del caos, o sea, de alcanzar un nuevo sistema estable. Podemos denominar este período la crisis estructural del sistema, en cuyo seno se produce una batalla —política en el caso de sistemas sociales históricos—, que abarca todo el sistema y que sirve para dilucidar cuál de los dos resultados posibles y alternativos será el que colectivamente se «elija». Premisa 2 Se trata de la descripción de las características más importantes con las que la economía-mundo capitalista, en tanto que sistema social histórico, ha operado. El impulso implícito que guía la conducta de los capitalistas en un sistema de mercado es la acumulación sin fin de capital, independientemente de dónde y cómo se alcance esa acumulación. Puesto que dicha acumulación tiene como condición de existencia la apropiación de plusvalía, ese mismo impulso produce también la lucha de clases. Acumular capital de manera sustantiva solo es posible si una empresa, o grupo de empresas, tiene una posición de cuasi-monopolio sobre la producción en el nivel de la economía-mundo. Y que se alcance esa posición depende del apoyo activo de uno o más estados. Llamaremos a esos cuasi-monopolios industrias dominantes, empresas que presentan importantes cadenas de vínculos comerciales y de intereses tanto con proveedores («hacia atrás») como con clientes («hacia delante»). Con el paso del tiempo, sin embargo, todos los cuasi-monopolios se autocancelan o se extinguen, puesto que nuevos productores, atraídos por el muy alto nivel de ganancias, adquieren la capacidad, de una u 70

otra manera, de entrar en el mercado y reducir el grado de monopolio. La competencia acrecentada reduce los precios de venta pero también el nivel de ganancia y, con ello, la posibilidad de una acumulación de capital significativa. Podemos denominar la relación entre actividades productivas monopolísticas y competitivas una relación del tipo centroperiferia. La existencia de un cuasi-monopolio permite la expansión de la economía-mundo —en términos de crecimiento—, así como un cierto goteo o una filtración de los beneficios hacia enormes grupos de las capas sociales inferiores de las poblaciones del sistema-mundo. El agotamiento de un cuasi-monopolio conduce a un estancamiento de alcance sistémico que reduce el interés de los capitalistas en la acumulación por medio de empresas productivas. Las antiguas empresas dominantes proceden a un cambio de ubicación hacia zonas con menores costes de producción, y aceptan el incremento de los costes de transacción a cambio de la reducción de los costes productivos, en particular, de los costes salariales. Los países donde se reubican esas industrias consideran que tal cambio conlleva «desarrollo», pero son esencialmente los receptores de operaciones que antes eran características del centro y que allí ya han sido descartadas. Entre tanto, el desempleo crece en las zonas desde las que se deslocalizan esas industrias y el antiguo goteo, o filtración, de beneficios hacia las capas inferiores queda invertido o se detiene, al menos en parte. Este proceso cíclico suele conocerse como «ciclos largos de Kondratiev», que en el pasado han tendido a durar un promedio de 50 o 60 años para el ciclo entero8. Ciclos como este se han sucedido durante los pasados quinientos años. Y una consecuencia sistémica de los mismos es una constante y lenta reorientación en lo que se refiere a la ubicación de las zonas más favorecidas económicamente, sin que, no obstante, cambie la proporción de las zonas así aventajadas. Un segundo ritmo cíclico fundamental de la economía-mundo capitalista es el que implica al sistema interestatal. Todos los estados del sistemamundo son teóricamente soberanos, pero, en la práctica, se encuentran altamente constreñidos por los procesos que afectan al sistema interestatal. Sin embargo, algunos estados son más poderosos que otros, 8Para

una explicación más amplia de cómo funcionan los ciclos de Kondratiev, véase el Prólogo a la nueva edición del volumen III de The modern world-system, University of California Press, Berkeley, 2011.

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en el sentido de que poseen un mayor control sobre la fragmentación interna y la intrusión externa. Ningún Estado, no obstante, es totalmente soberano. En un sistema de multiplicidad de estados, hay ciclos notablemente largos durante los cuales un Estado se las arregla para convertirse, de forma relativamente breve, en el poder hegemónico. Y ser un poder hegemónico equivale a hacerse con un poder geopolítico cuasimonopolístico en el cual el Estado en cuestión está capacitado para imponer sus reglas, su orden, al sistema en su conjunto y de hacerlo de maneras que favorezcan la maximización de la acumulación de capital a empresas ubicadas dentro de sus fronteras. No es fácil alcanzar la posición de poder hegemónico, por lo que solo ha sido verdaderamente el caso en tres ocasiones en los quinientos años de historia del moderno sistema-mundo: las Provincias Unidas o Países Bajos, a mediados del siglo XVII; el Reino Unido, a mediados del siglo XIX, y los Estados Unidos, a mediados del siglo XX9. La hegemonía de verdad ha durado, en promedio, solo veinticinco años. Al igual que los cuasi-monopolios de las industrias dominantes, los cuasimonopolios de poder geopolítico se autoextinguen. Otros estados mejoran su posición económica y, por ende, la cultural y la política, y acaban por disminuir su disposición a aceptar el «liderazgo» del antiguo poder hegemónico. Premisa 3 Esta premisa equivale a una lectura de lo que ha ocurrido en el moderno sistema mundial entre 1945 y 2010. Divido este lapso en dos períodos: aproximadamente de 1945 a 1970, y de 1970 a 2010. Sintetizo aquí, nuevamente, lo que he argumentado a fondo con anterioridad. El período que va desde 1945 hasta alrededor de 1970 constituye uno de los grandes momentos de expansión en la economía-mundo; de hecho, de lejos, la más expansiva fase A de Kondratiev de la historia de la economía-mundo capitalista. Cuando los cuasi-monopolios fueron quebrados, el sistema mundial entró en una fase B descendente de Kondratiev en la cual todavía se encuentra. Como era previsible, los Para una explicación más amplia de cómo funcionan los ciclos de hegemonía, véase el Prólogo a la nueva edición del volumen II de The modern world-system, University of California Press, Berkeley, 2011. 9

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capitalistas, desde la década de 1970, han reorientado su actividad central desde el área productiva a la financiera. A continuación, el sistema mundial entró en la más extensa y sostenida serie de burbujas especulativas de la historia del moderno sistema mundial, que ha generado los mayores niveles de endeudamiento múltiple. El período que va aproximadamente de 1945 a 1970 fue también el período de hegemonía completa de los Estados Unidos en el sistemamundo. Una vez ese país llegó a un acuerdo (llamado retóricamente «Yalta») con la Unión Soviética, el único entre los restantes estados militarmente fuerte, la hegemonía norteamericana fue esencialmente incontestada. Pero, a continuación, una vez quebrado el cuasimonopolio geopolítico, los Estados Unidos iniciaron un período de declive hegemónico que ha escalado desde un declive lento a uno precipitado durante la presidencia de George W. Bush10. La hegemonía norteamericana fue de lejos mucho más extensa y total que la de los previos poderes hegemónicos, y su declive pleno promete ser el más veloz y más completo. Hay otro elemento que debe introducirse en la imagen, a saber, la revolución mundial de 1968, que tuvo lugar esencialmente entre 1966 y 1970 en las tres regiones geopolíticas principales del sistema mundial: el mundo paneuropeo («Occidente»), el bloque socialista («Oriente») y el Tercer Mundo (el «Sur»)11. Dos elementos comunes confluyeron en estos levantamientos políticos locales. El primero fue la condena, no solo de la hegemonía norteamericana, sino también de la connivencia soviética con los Estados Unidos. El segundo consistió en el rechazo, no solo del «liberalismo centrista» dominante, sino también del hecho de que los movimientos antisistémicos tradicionales (la «Vieja Izquierda») se hubieran convertido 10Véase

mi «Precipitate decline: the advent of multipolarity» [Se precipita el declive: el advenimiento de la multipolaridad], Harvard International Review, primavera de 2007, pp. 54-59. 11Véase

mi «1968: Revolution in the world-system, thesis and queries» [1968, revolución en el sistema-mundo: tesis e interrogantes], en Theory and Society, XVIII, 4 de julio de 1989, pp. 431-449, y también, con Giovanni Arrighi y Terence K. Hopkins, «1989, the Continuation of 1968» [1989, la continuación de 1968], Review, XV, nº 2, primavera de 1991, pp. 221-242. .

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en lo esencial en encarnaciones del liberalismo de centro (como lo habían hecho los movimientos conservadores de la corriente principal)12. A pesar de que los levantamientos en sí de 1968 no duraron mucho, se produjeron dos consecuencias políticas principales en la esfera ideológico-política. La primera fue que el liberalismo centrista terminó su prolongado reinado (1848-1968) en tanto que única posición ideológica legítima y tanto la izquierda radical como la derecha conservadora recuperaron sus papeles contestatarios autónomos en el sistema mundial. La segunda consecuencia, para la izquierda, fue el fin de la legitimidad de la reivindicación de la Vieja Izquierda de ser el actor político nacional primordial en representación de la izquierda, a la que debían subordinarse todos los demás movimientos. Las denominadas gentes olvidadas (mujeres, «minorías» religiosas, raciales y étnicas, naciones «indígenas», personas de orientación sexual no-heterosexual), así como las comprometidas con temas relativos a la ecología y la paz, reafirmaron su derecho a ser considerados actores primordiales con el mismo nivel que los sujetos históricos de los movimientos antisistémicos tradicionales. Esos grupos rechazaron definitivamente la pretensión de los movimientos tradicionales de controlar sus actividades políticas y culminaron con éxito su demanda de autonomía. Después de 1968, los movimientos de la Vieja Izquierda accedieron a la reivindicación política de esos grupos de que sus demandas gozaran del mismo trato habitual en lugar de relegarlas a un futuro postrevolucionario. Desde el punto de vista político, lo que ocurrió en los veinticinco años que siguen a 1968 fue que una derecha mundial revigorizada se reafirmó de manera más efectiva que el más fragmentado mundo de la izquierda. La derecha mundial, liderada por los republicanos de Reagan y los conservadores de Thatcher, transformó el discurso y las prioridades políticas del mundo. El pomposo término «globalización» sustituyó al pomposo término previo de «desarrollo». El denominado Consenso de Washington exhortó a la privatización de las empresas productivas estatales; a la reducción del gasto público; a la apertura de las fronteras para un incontrolable flujo de 12Para

una explicación de cómo radicales y conservadores se convirtieron en encarnaciones del liberalismo centrista, véase «Centrist liberalism as an ideology» [El liberalismo centrista como ideología], capítulo 1 de The modern world-system, IV, The triumph of centrist liberalism, 1789-1914 [El moderno sistema-mundo, El triunfo del liberalismo centrista, 1789-1914], University of California Press, Berkeley, 2011.

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entrada de mercancías y capital, y a orientar la producción hacia la exportación. Sus objetivos primordiales eran invertir el avance de los estratos bajos durante la fase A de Kondratiev. La derecha mundial buscó la reducción de la totalidad de los costes principales de producción, destruir el Estado de bienestar en todas sus versiones y reducir el ritmo del declive del poder norteamericano en el sistema-mundo. La Sra. Thatcher acuñó el eslogan «No hay alternativa», o TINA por sus siglas en inglés. Para asegurarse de que, en efecto, no hubiera alternativa, el Fondo Monetario Internacional, respaldado por el Tesoro norteamericano, puso como condición de cualquier asistencia financiera a países con crisis presupuestarias su adhesión a las estrictas condiciones neoliberales del FMI. Esta draconiana táctica funcionó durante unos veinte años, conllevó el colapso de los regímenes liderados por la Vieja Izquierda o la conversión de los partidos de esa Vieja Izquierda a la doctrina de la primacía del mercado. Pero hacia mediados de la década de 1990 emergió una resistencia popular al Consenso de Washington de intensidad significativa y cuyos tres momentos principales fueron los siguientes: el alzamiento neozapatista en Chiapas el 1 de enero de 1994; las manifestaciones de Seattle contra la reunión en dicha ciudad de la Organización Mundial de Comercio, que echó por tierra el intento de aprobar medidas de ámbito mundial que constreñían los derechos de la propiedad intelectual, y la fundación del Foro Social Mundial de Porto Alegre en 2001. La crisis asiática de la deuda de 1997 y el colapso de la burbuja de la vivienda en los Estados Unidos, en 2008, nos condujeron a la actual discusión pública sobre la denominada crisis financiera del sistema mundial que no es, de hecho, otra cosa que la penúltima burbuja en la serie de crisis de la deuda en cascada desde la década de 1970. Premisa 4 Esta premisa consiste en la descripción de lo que ocurre en una crisis estructural, que es lo que afecta en la actualidad al sistema mundial, ha estado presente al menos desde los años de la década de 1970 y continuará presente hasta probablemente alrededor de 2050. La característica primordial de una crisis estructural es el caos. Caos no equivale a una situación hecha de acontecimientos totalmente fortuitos. Es una situación de fluctuaciones rápidas y constantes que afectan a todos los parámetros del sistema histórico, lo que incluye no solo a la 75

economía mundial, el sistema interestatal y las corrientes culturalideológicas, sino también la disponibilidad de recursos vitales, la naturaleza adversa de las condiciones climáticas y la presencia de pandemias. Los virajes constantes y relativamente rápidos en las condiciones inmediatas convierten en extremadamente problemáticos incluso los cálculos a corto plazo que llevan a cabo estados, empresas, grupos sociales y unidades domésticas. La incertidumbre hace que los productores sean muy cautos acerca de la producción, porque están lejos de saber con certeza si hay clientes para sus productos. Se trata de un círculo vicioso, puesto que una reducción de la producción significa una reducción del empleo, lo que significa menos clientes para los productores. La incertidumbre se agrava debido a los cambios rápidos en los tipos de cambio de las monedas. Para los que poseen recursos, la especulación en los mercados es la mejor alternativa. Pero incluso la especulación exige un cierto nivel de garantías a corto plazo que reduzca el riesgo hasta proporciones manejables. A medida que el riesgo aumenta, la especulación se convierte cada vez más en un juego de puro azar en el que hay grandes ganadores de vez en cuando y, mayormente, grandes perdedores. Si nos situamos en el nivel de las unidades domésticas, el grado de incertidumbre que existe empuja a la opinión popular tanto hacia la formulación de demandas de protección y de proteccionismo, como hacia la búsqueda de chivos expiatorios y de los verdaderos especuladores. El malestar popular determina la conducta de los actores políticos, a los que empuja a lo que se denomina posiciones extremistas. El ascenso del extremismo («el centro ya no sirve») provoca la parálisis de la situación política en los niveles nacional e internacional. Puede que haya momentos de respiro para algunos estados concretos o para el sistema mundial en su conjunto, pero esos momentos pueden acabarse también rápidamente. Uno de los elementos que interrumpe esos momentos de respiro son las marcadas subidas de los costes de todos los insumos básicos, tanto para la producción como para la vida cotidiana: energía, alimentos, agua, aire respirable, a lo que debe añadirse la insuficiencia de los fondos destinados a prevenir, o al menos reducir, los daños derivados del cambio climático y las pandemias.

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Finalmente, el aumento significativo de los estándares de vida de segmentos de la población de los denominados países BRIC (Brasil, Rusia, India, China y algunos otros) ha venido a agravar, de hecho, los problemas de acumulación de los capitalistas, al diseminar la plusvalía y, con ello, reducir el monto disponible para la delgada capa superior de la población de las sociedades mundiales. El desarrollo de las denominadas «economías emergentes» agrava de hecho la tensión sobre los recursos existentes en el mundo y, en esa medida, agrava también el problema de demanda efectiva de esos países, con lo que amenaza su capacidad de mantener el crecimiento económico de la última o dos últimas décadas. Davos contra Porto Alegre Si se toman en cuenta todos los datos, el cuadro resultante no es atractivo y nos conduce a la siguiente pregunta política: ¿qué podemos hacer ante una situación como esta? Pero ante todo: ¿quiénes son los actores en la batalla política? En una crisis estructural, la única certeza es que el sistema existente, la economía-mundo capitalista, no puede sobrevivir. Lo que se hace imposible saber es cuál será el sistema sucesor. Se puede concebir la batalla como una batalla entre dos grupos que he etiquetado como «el espíritu de Davos» y «el espíritu de Porto Alegre». El objetivo de cada grupo es totalmente opuesto al del otro. Los que proponen «el espíritu de Davos» quieren un sistema diferente: un sistema que es, en realidad, «no capitalista», pero que aún retiene tres de las características esenciales del sistema actual: jerarquía, explotación y polarización. Los que proponen «el espíritu de Porto Alegre» pretenden una clase de sistema que nunca ha existido hasta ahora: relativamente democrático y relativamente igualitario. Denomino «espíritu» a cada una de esas posiciones porque no hay organizaciones centrales en ninguno de los lados de esta lucha y porque, por cierto, los patrocinadores dentro de cada corriente se hallan profundamente divididos sobre qué estrategia adoptar. Los patrocinadores del espíritu de Davos están divididos entre quienes se inclinan por el puño de hierro y buscan aplastar a sus oponentes en todos los niveles, y los que desean cooptar a los que favorecen la transformación mediante falsas señales de progreso (como es el caso del «capitalismo verde» o la «reducción de la pobreza»).

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Existe también división dentro de quienes promueven el espíritu de Porto Alegre. Están los que quieren una estrategia y un mundo reconstruido que sea horizontal y descentralizado organizativamente; son los que insisten en los derechos de los grupos, tanto como de los individuos, como característica permanente del futuro sistema mundial. Y están los que, una vez más, buscan crear una nueva Internacional que, por lo que se refiere a su estructura, sea vertical y, por lo que se refiere a sus objetivos de largo plazo, sea homogeneizadora. Esta es una situación política confusa, agravada por el hecho de que grandes sectores del establishment político y de sus reflejos en los medios de comunicación —los expertos presentes en el espacio público y académico—, insisten todavía en utilizar el discurso de que el sistema capitalista pasa por dificultades momentáneas y transitorias pero que, en lo esencial, se mantiene equilibrado. Eso crea una nebulosa en cuyo interior se hace difícil debatir los temas reales. Sin embargo, debemos hacerlo. En mi opinión, es importante distinguir entre la acción política a corto plazo (entendiendo por corto plazo, a lo sumo, los próximos tres a cinco años) y la acción a medio plazo, que busca que el espíritu de Porto Alegre prevalezca en la batalla por el nuevo «orden a partir del caos», colectivamente «elegido». En el corto plazo, hay una consideración que alcanza preeminencia sobre todas las demás, a saber: minimizar el dolor. Las fluctuaciones caóticas infligen enormes dosis de dolor en los estados más débiles, en los grupos más débiles y en las unidades domésticas más débiles en todos los segmentos del sistema-mundo. Los gobiernos de todo el mundo, crecientemente endeudados y carentes de recursos financieros, toman constantemente decisiones de todo tipo. La lucha para garantizar que los recortes en la asignación de las rentas recaigan en menor medida sobre los más débiles y en mayor medida sobre los más fuertes constituye una batalla permanente. Es una batalla que, en el corto plazo, requiere que las fuerzas de izquierda escojan siempre el llamado mal menor, por muy desagradable que pueda ser. Desde luego, uno puede siempre debatir cuál es el mal menor en una situación dada, pero en el corto plazo nunca hay una alternativa a esa elección. Si no es así, lo que se consigue es maximizar el dolor en lugar de minimizarlo.

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La opción de medio plazo es exactamente el caso opuesto. No hay aquí posada a medio camino equidistante de los espíritus de Davos y de Porto Alegre: no hay compromisos. O alcanzamos un sistema-mundo significativamente más satisfactorio, que sea relativamente democrático y relativamente igualitario; o bien obtendremos uno al menos tan malo como el actual o, muy posiblemente, mucho peor. La estrategia que corresponde a esta alternativa consiste en movilizar apoyos en todas partes, en cada momento y de todas las formas posibles. La concibo como una mezcolanza de tácticas que nos ayuden a transitar en la dirección correcta. La primera consiste en otorgar gran importancia al análisis intelectual serio, no en una discusión conducida meramente por intelectuales, sino a lo largo y a lo ancho de las poblaciones del mundo. Debe ser una discusión animada por una gran apertura de espíritu entre los que se inspiran en el espíritu de Porto Alegre, lo definan como lo definan. Parece una recomendación anodina. Pero el hecho es que, en el pasado, jamás hemos tenido realmente algo parecido y, sin ello, no podemos esperar avanzar ni, mucho menos, prevalecer. Una segunda táctica consiste en rechazar categóricamente el objetivo del crecimiento económico y reemplazarlo por el de una máxima desmercantilización (eso que los movimientos de las naciones indígenas de las Américas llaman «buen vivir»). Lo que significa, no solo resistirse al impulso acrecentado hacia la mercantilización de los últimos treinta años, en educación, en las estructuras de salud, en lo que se refiere al cuerpo, el agua y el aire, sino desmercantilizar asimismo la producción agrícola e industrial. Cómo se hace eso no es algo inmediatamente obvio, y lo que implique en la práctica solo lo podemos saber experimentando con ello ampliamente. Un esfuerzo por crear mecanismos de autosuficiencia, en especial por lo que se refiere a los elementos básicos de la vida, como es el caso de alimentos y refugio, es una tercera manera de enfocar la cuestión. La globalización que deseamos no consiste en una división del trabajo única y totalmente integrada, sino en una «alterglobalización» de entes autónomos múltiples que se interconectan en su búsqueda por crear un «universalismo universal» compuesto de los universalismos múltiples que existen. Tenemos que socavar las reivindicaciones provincianas de los

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universalismos particulares que se imponen sobre el resto de nosotros y nosotras13. Una cuarta táctica surge de inmediato de la importancia de la autonomía. Estamos obligados a luchar de inmediato para poner fin a la existencia de bases militares extranjeras por parte de quien sea, independientemente de su ubicación o de cualquier otra razón. Los Estados Unidos poseen la más amplia colección de bases, pero no es el único Estado que las tiene. Por supuesto que la reducción de bases nos permitirá también reducir la cantidad de recursos mundiales empleados en maquinaria, equipo y personal militares, a la vez que permitirá asignar esos recursos a usos más adecuados. La quinta táctica, que tiene que ver con las autonomías locales, consiste en un agresivo esfuerzo por acabar con las desigualdades sociales fundamentales: las de género, raza, etnicidad, religión y sexualidades (entre otras). Actualmente, estas actividades son asumidas con fervor por la izquierda mundial, pero ¿ha sido una prioridad real para todos nosotros? No lo creo. Y por supuesto, no podemos esperar un sistema-mundo mejor alrededor de 2050 si, entretanto, estalla alguna de las tres supercalamidades pendientes: cambio climático irreversible, pandemias de largo alcance y guerra nuclear. ¿Es lo que he presentado una lista inocente de tácticas irrealizables por parte de la izquierda mundial, la que patrocina el espíritu de Porto Alegre, para los próximos treinta a cincuenta años? No lo creo. La única característica esperanzadora de una crisis sistémica es el grado en que acrecienta la viabilidad de la agencia, de lo que llamamos «libre albedrío». En un sistema histórico que funciona con normalidad, incluso los grandes esfuerzos sociales tienen efectos limitados a causa de la eficacia de las presiones para retornar al equilibrio. Pero cuando el sistema está lejos de una situación de equilibrio, cada pequeño elemento que se añade provoca grandes efectos, y la totalidad de nuestros elementos, que se producen cada nanosegundo en cada nanoespacio, puede (puede, no debe) marcar la diferencia para inclinar la balanza de la decisión «colectiva» en la bifurcación.

13He

presentado argumentos en esa dirección en European universalism. The rhetoric of power [El universalismo europeo. La retórica del poder], The New Press, Nueva York, 2006.

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3 EL CONFLICTO DE CLASES EN LA ECONOMÍA-MUNDO CAPITALISTA* Immanuel Wallerstein El concepto de clase social no fue inventado por Karl Marx. En Grecia ya se conocía, y volvió a aparecer en el pensamiento social europeo del siglo XVIII y en las obras que siguieron a la Revolución Francesa. La aportación de Marx se basa en tres tesis. En primer lugar, considera que toda la historia es la historia de clases. En segundo término, señala el hecho de que una clase an sich (en sí) no es necesariamente una clase für sich (para sí). Por último, mantiene que el conflicto fundamental del modo de producción capitalista es el que enfrenta a burgueses y proletarios, a quienes poseen los medios de producción y quienes no los poseen. (Esta tesis es contraria a la idea de que el antagonismo principal se registra entre un sector productivo y un sector no productivo conflicto en el que propietarios activos y trabajadores se alinean en el misino bando como personas productivas frente a los rentistas no productivos). Cuando el análisis de clase comenzó a utilizarse con fines revolucionarios, los pensadores no revolucionarios lo rechazaron en términos generales y muchos de ellos, tal vez la mayoría, negaron apasionadamente su legitimidad. Desde entonces, cada una de estas tres afirmaciones fundamentales de Marx sobre las clases ha suscitado violentas controversias. A la tesis según la cual el conflicto de clases representa la forma fundamental del conflicto entre grupos sociales, Weber respondió afirmando que la clase solamente era una de las tres dimensiones de la formación de grupos; las dos restantes serían la posición social y la ideología. Y las tres tendrían parecida importancia. Muchos de los

*Fuente:

kmarx.wordpress.com/2011/07/28/el-conflicto-de-clases-en-la-economiamundo-capitalista/

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discípulos de Weber fueron más lejos e insistieron en que el conflicto fundamental o “primordial” entre los grupos era el determinado por la posición social. Frente a la tesis que mantiene que las clases existen an sich, con independencia de que en determinados momentos sean für sich, diversos psicólogos sociales han insistido en que la única concepción significativa era la supuestamente “subjetiva”. Los individuos solamente son miembros de las clases a las cuales ellos mismos reconocen pertenecer. Por último, a la tesis que defiende que la burguesía y el proletariado son dos grupos hegemónicos y antagónicos en el modo de producción capitalista, numerosos analistas han respondido afirmando que existen más de dos “clases” (citando al propio Marx), y que el “antagonismo” no se intensifica con el tiempo, sino que se atenúa. Cada uno de estos contraataques a las propuestas marxianas, en la medida en que fueron aceptadas, surtió el efecto de viciar la estrategia política derivada del análisis marxista original. Una de las réplicas frecuentes ha consistido en señalar las bases ideológicas de estos contraataques. Sin embargo, dado que las distorsiones ideológicas implican incorrecciones teóricas, a largo plazo es más eficaz, tanto en el plano intelectual como en el político, centrar el debate en la utilidad teórica de los conceptos en cuestión. Por otra parte, el ataque permanente contra las propuestas marxianas sobre las clases y el conflicto de clases se ha unido a la realidad mundial para crear una incertidumbre intelectual interna en el campo marxista que con el tiempo ha tomado tres dimensiones: debate sobre la importancia de la denominada “cuestión nacional”; debate sobre la función de determinados estratos sociales (en particular el “campesinado”, la “pequeña burguesía” y/o la “nueva clase trabajadora”); debate sobre la utilidad de los conceptos de jerarquización espacial global (“centro” y “periferia”) y del concepto afín de “intercambio desigual”. La “cuestión nacional” comenzó a intoxicar los movimientos marxistas (y socialistas) en el siglo XIX, sobre todo en los imperios austrohúngaro y ruso. La “cuestión campesina” comenzó a ocupar un lugar destacado entre las dos guerras mundiales, con ocasión de la Revolución China. El papel 82

dependiente de la “periferia” se convirtió en una cuestión fundamental después de la II Guerra Mundial, siguiendo la estela de Bandung, de la descolonización y del “tercermundismo”. Estas tres “cuestiones” son en realidad variaciones sobre un mismo tema: ¿cómo interpretar las propuestas de Marx? ¿En qué se basa la formación de las clases y la conciencia de clase en la economía-mundo capitalista en su evolución histórica? ¿Cómo se concilian las explicaciones del mundo basadas en las corrientes con las definiciones políticas que proyectan sobre el mundo de los grupos que las formulan? Partiendo de estos debates históricos, examinaremos qué nos dice la naturaleza del modo de producción capitalista acerca de quiénes son en realidad los burgueses y los proletarios, y cuáles son las consecuencias políticas de las diferentes posiciones ocupadas por burgueses y proletarios en la división capitalista del trabajo. ¿Qué es el capitalismo como modo de producción? No es fácil responder a esta pregunta, y por ello no ha sido objeto de grandes debates. Me parece que son varios los elementos que se unen para formar el “modelo”. El capitalismo es el único modo de producción en el que la maximización de la creación de excedentes se recompensa por sí misma. En todos los sistemas históricos ha habido una parte de la producción destinada al uso y otra reservada al cambio, pero sólo en el capitalismo todos los productores reciben una recompensa cuya cuantía depende ante todo del valor de cambio que producen y son penalizados en la medida en que no producen ese valor. Las “recompensas” y las “penalizaciones” se materializan a través de una estructura denominada “mercado”. Se trata de una estructura, no de una institución; una estructura modelada por muchas políticas, económicas, sociales e incluso culturales), y es el principal escenario de la lucha económica. No sólo se otorga la máxima importancia al excedente por sí mismo, sino que reciben más recompensa que utilizan los excedentes para acumular más capital con el fin de producir aún más excedentes. Así pues, la presión se ejerce en el sentido de una expansión constante, aunque simultáneamente la propuesta individualista del sistema haga imposible la expansión constante. ¿Cómo funciona la búsqueda de beneficios? Mediante la creación de protecciones legales para que empresas concretas (cuyas dimensiones pueden ir desde las empresas individuales hasta las grandes sociedades, 83

incluidas las entidades paraestatales) se apropien de la plusvalía creada por el trabajo de los productores directos. Si toda la plusvalía o su mayor parte fuera consumida por la minoría que posee o controla las “empresas”, el capitalismo no existiría. Esta era la situación aproximada de los distintos sistemas precapitalistas. El capitalismo implica además estructuras e instituciones que recompensan fundamentalmente al subsegmento de propietarios y controladores que sólo utilizan una parte de la plusvalía para su propio consumo, y otra (habitualmente mayor) para la reinversión. La estructura del mercado garantiza que quienes no acumulan capital sino que se limitan a consumir la plusvalía acaban por perder terreno económicamente con el tiempo en beneficio de quienes acumulan el capital. Podemos decir por tanto que la burguesía está formada por aquellos que reciben una parte de la plusvalía que no han creado y que utilizan en parte para acumular capital. Lo que define a la burguesía no es una profesión determinada, ni siquiera el estatuto jurídico de propietario (por importante que haya sido históricamente), sino el hecho de que el burgués obtiene, a título individual o como integrante de una colectividad, una parte de los excedentes que no ha creado, estando en condiciones de invertir, individual o colectivamente, una parte de esos excedentes en medios de producción. La gama de modalidades de organización de la producción que permiten la situación expuesta es muy amplia, y entre ellas el modelo clásico de “empresario libre” es sólo un ejemplo. Las formas de organización que prevalecen en determinados momentos en Estados concretos (ya que estas formas dependen del marco jurídico) están en función de la fase de desarrollo de la economía-mundo en su conjunto (y del papel del Estado concreto en esa economía-mundo), por una parte, y de las formas consiguientes de la lucha de clases en la economíamundo (y en el Estado concreto), por otra. Así pues, al igual que los restantes conceptos sociales, el término “burguesía” no es un fenómeno estático, sino que designa una clase en el proceso de recreación perpetua y, por ende, de cambio constante en cuanto a la forma y el contenido. En cierto sentido, esto es tan evidente (al menos si admitimos ciertas premisas ideológicas) que parece una perogrullada. Sin embargo, la 84

literatura al respecto está repleta de especulaciones para saber si determinado grupo local es o no es “burgués” (o “proletario”) de acuerdo con un modelo organizativo procedente de otro tiempo y otro lugar del desarrollo histórico de la economía-mundo capitalista. No existe un tipo ideal. (Por curioso que pueda parecer, aunque el concepto metodológico de “tipo ideal” tenga su origen en Weber, muchos weberianos son conscientes de esta realidad y, a la inversa, muchos marxistas recurren constantemente a los “tipos ideales”). Si admitimos que no existe un tipo ideal, no podemos definir (es decir, abstraer) en términos de atributos, sino únicamente en términos de procesos. ¿Cómo un individuo llega a ser burgués, sigue siendo burgués y deja de ser burgués? La fórmula clásica para convertirse en burgués es el éxito en el mercado. La manera en que inicialmente se llega a una posición propicia para triunfar es una cuestión secundaria. Hay muchas formas de hacerlo. Tenemos el modelo de Horatio Alger: diferenciación de la clase trabajadora a base de un esfuerzo adicional. (Resulta sorprendente el parecido con la vía “verdaderamente revolucionaria” del feudalismo al capitalismo de Marx). También está el modelo de Oliver, Twist: cooptación en función del talento. Por último, existe el modelo de Horace Mann: demostración de las posibilidades a través del rendimiento en el sistema educativo oficial. El camino que conduce al trampolín es menos importante. La mayor parte de los burgueses son burgueses por herencia. El acceso a la piscina es desigual y a veces caprichoso, pero la pregunta crucial es si una persona o empresa determinadas saben nadar o no. La condición de burgués exige aptitudes que no todo el mundo posee: astucia, dureza, diligencia. En un momento dado, cierto porcentaje de burgueses fracasa en el mercado. Sin embargo, más importante es el hecho de que un nutrido grupo triunfa, y que muchos de sus componentes, tal vez la mayoría, aspiran a disfrutar de las ventajas que ofrece la situación. Una de las posibles ventajas consiste en no tener que competir con tanta intensidad en el mercado. Pero habida cuenta de que presumiblemente fue el mercado el que proporciono los ingresos iniciales, se ejerce una presión organizada para encontrar los medios de mantener el nivel de ingresos sin mantener un nivel equivalente de aportación de trabajo. Se trata del esfuerzo -social y político- para transformar el éxito en la posición social. La posición social

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no es sino la fosilización de las recompensas generadas por el éxito pasado. El problema de la burguesía es que la dinámica del capital está localizada en la economía y no en las instituciones políticas o culturales. Por consiguiente, siempre hay nuevos burgueses que carecen de posición social y reivindican el derecho a acceder a ella. Dado que la posición social elevada carece de valor si demasiadas personas la comparten, los nuevos ricos (los nuevos triunfadores) siempre tratan de expulsar a los demás para hacerse sitio. El objetivo evidente es ese subsegmento compuesto por los viejos triunfadores que disfrutan pasivamente de su status pero que ya no intervienen en el mercado. Así pues, en todo momento coexisten tres segmentos de la burguesía: los nuevos ricos, los “rentistas” y los descendientes de burgueses que siguen obteniendo resultados satisfactorios en el mercado. Para comprender las relaciones entre estos tres subgrupos, debemos tener presente que casi siempre la tercera categoría es la más numerosa, y habitualmente representa una proporción que supera a la suma de las otras dos. Esta es la razón de la estabilidad y la “homogeneidad” relativas de la clase burguesa. Sin embargo, hay momentos en que aumenta el porcentaje de “nuevos ricos” y de “rentistas” entre la burguesía. En mi opinión, suelen ser momentos de contracción económica en los que se asiste simultáneamente a un incremento del número de quiebras y al crecimiento de la concentración del capital. En estos momentos ha sido habitual que se agudicen las disensiones políticas internas de la burguesía. Para definir estos conflictos suele hablarse de la lucha de los elementos “progresistas” contra los “reaccionarios” en la que los grupos “progresistas” exigen que los “derechos” institucionales se definan o redefinan en función de los resultados del mercado (“igualdad de oportunidades”), mientras que los grupos “reaccionarios” ponen el énfasis en el mantenimiento del privilegio adquirido anteriormente (la supuesta “tradición”). La Revolución Inglesa ilustra perfectamente esta forma de conflicto interno de la burguesía. Lo que hace que el análisis de estas luchas políticas se preste tanto a la controversia y que su resultado real sea a menudo tan ambiguo (y 86

esencialmente “conservador”) es el hecho de que el segmento más numeroso de la burguesía (incluso durante el conflicto) posea tantos privilegios de “clase” como de “posición social”. Es decir, con independencia de la definición que prevalezca, ni como individuos ni como subgrupos tienen las de perder automáticamente. Por consiguiente, ha sido normal que se muestren políticamente indecisos o vacilantes y que busquen “compromisos”. Si no pueden alcanzar inmediatamente esos compromisos debido a las pasiones que agitan a los demás subgrupos, esperan el momento oportuno hasta que la situación esté madura. (Por ejemplo, 1688-1689 en el caso de Inglaterra). Aunque un análisis de este tipo de conflictos internos de la burguesía en términos de la retórica de los grupos enfrentados sería engañoso, no quiero decir que tales conflictos carezcan de la importancia o que no afecten a los procesos en curso en la economía-mundo capitalista. Estos conflictos internos de la burguesía forman parte precisamente de las conmociones periódicas que imponen al sistema las contracciones económicas, y pertenecen al mecanismo de renovación y revitalización del motor fundamental del sistema: la acumulación de capital. Son conflictos que limpian al sistema de cierto número de parásitos inútiles, ponen las estructuras sociopolíticas en consonancia más estrecha con las redes económicas cambiantes de la actividad y dotan de un barniz ideológico al cambio estructural en curso. Si se desea, esto puede llamarse “progreso”, pero yo prefiero reservar el término para transformaciones sociales más trascendentales. Las transformaciones sociales a las que me refiero no son consecuencia del carácter evolutivo de la burguesía sino del carácter evolutivo del proletariado. Si hemos definido a la burguesía como el conjunto de personas que reciben una plusvalía que no crean y que utilizan una parte de ella para acumular capital, debemos concluir que el proletariado está formado por aquellas que entregan a otras una parte del valor que han creado. En este sentido, en el modo de producción capitalista sólo hay burgueses y proletarios. El antagonismo es estructural. Seamos precisos en lo que se refiere a los efectos de este enfoque del concepto de proletariado. Este concepto elimina como característica definitoria del proletario el pago de salarios al productor y parte de otra perspectiva. El productor crea valor. ¿Cuál es el destino de ese valor? Las posibilidades lógicas son tres: el productor “posee” (y por lo tanto guarda) la totalidad, una parte o nada del valor. Si no lo guarda 87

en su totalidad, sino que lo “transfiere” total o parcialmente a otro (o a una empresa), recibe a cambio, o nada, o mercancías, o dinero, o mercancías además de dinero. Si el productor guarda realmente todo el valor producido por él a lo largo de su vida no interviene en el sistema capitalista. Pero, en el marco de la economía-mundo capitalista, ese productor es un fenómeno mucho menos común de lo que suele admitirse. Si profundizamos en la cuestión, resulta que la denominada “agricultura de subsistencia” transfiere con cierta frecuencia plusvalía a alguien por algún medio. Si eliminamos a este grupo, las demás posibilidades lógicas forman una matriz de ocho variedades de proletarios, de las cuales sólo una se ajusta al modelo clásico: el trabajador que transfiere todo el valor que ha creado al “propietario” y recibe dinero a cambio (es decir, salarios). En otras casillas de la matriz podemos colocar variedades que nos son tan familiares como el pequeño productor (o “campesino medio”), el arrendatario, el aparcero, el bracero y el esclavo. En la definición de cada una de las “variedades” hay que considerar otro aspecto. Tenemos, por una parte, la cuestión de en qué medida el trabajador acepta desempeñar su papel de una manera determinada debido a las presiones del mercado (lo que cínicamente llamamos “libertad” de trabajo) o a causa de las exigencias de cierto aparato político (lo que de modo más sincero llamamos trabajo “forzado” o trabajo “obligado”). Otra cuestión es la duración del contrato: días, semanas, meses, años o toda una vida. Una tercera cuestión es saber si la relación del productor con un propietario determinado puede transferirse a otro propietario sin consentimiento del productor. El grado de sujeción y la duración del contrato están vinculados al modo de pago. Por ejemplo, la mitad del siglo XVII en Perú era un trabajo asalariado forzado pero de duración determinada. El trabajo mediante contrato de aprendizaje era una forma de trabajo en la que el productor transfería todo el valor creado, recibiendo a cambio generalmente mercancías; su duración era limitada. El bracero transfería todo el valor y recibía en teoría dinero, aunque en la práctica mercancías y el contrato era en teoría anual y en la práctica indefinido. La diferencia entre un bracero y un esclavo existía en la teoría, pero también en aspectos en la práctica. En primer lugar, un propietario podía “vender” a un esclavo, pero normalmente no podía hacerlo con un bracero. En segundo lugar, 88

si un tercero entregaba dinero a un bracero, éste podía rescindir el “contrato”, lo cual no sucedía en el caso del esclavo. No he elaborado una morfología para sí, sino para clarificar procesos de la economía-mundo capitalista. Hay grandes diferencias entre las diversas formas de trabajo en lo que se refiere a sus implicaciones económicas y políticas. En el aspecto económico, puede decirse que, de todos los procesos de trabajo que pueden supervisarse fácilmente (es decir, con un coste mínimo), el trabajo asalariado es probablemente la forma de trabajo mejor pagada. Por consiguiente, siempre que sea posible, el beneficiario de la plusvalía preferirá no relacionarse con el productor como asalariado sino como algo otro. Naturalmente, los procesos de trabajo que exigen una supervisión más costosa resultan menos costosos si parte del excedente que de otro modo se hubiera gastado en supervisión regresa al productor. El método más sencillo es a través del salario: ésta es la fuente histórica (y permanente) del sistema salarial. Dado que la modalidad del trabajo asalariado resulta relativamente costosa, es fácil comprender por qué el trabajo asalariado nunca ha sido la única forma de trabajo de la economía-mundo capitalista, y hasta hace poco ni siquiera la principal. El capitalismo tiene sus contradicciones, y una de las fundamentales estriba en que lo que es rentable a corto plazo no lo es necesariamente a largo plazo. La capacidad de expansión del sistema en su conjunto (necesariamente para mantener la tasa de beneficio) se precipita regularmente en el callejón sin salida de una demanda mundial insuficiente. Una de las fórmulas para salir de esa situación consiste en la transformación social de algunos procesos productivos de trabajo no asalariado para convertirlos en trabajo asalariado. Con esta actuación se tiende a incrementar la parte de valor producido que el productor conserva, y por tanto a incrementar la demanda mundial. En consecuencia, el porcentaje global a escala mundial del trabajo asalariado como forma de trabajo ha crecido sin cesar a lo largo de la historia de la economía-mundo capitalista: es lo que habitualmente se denomina “proletarización”. La forma de trabajo también reviste gran importancia en el aspecto político. Puede afirmarse que, a medida que aumentan los ingresos reales 89

de los productores y se amplían los derechos legales formales, la conciencia de clase proletaria crece hasta cierto punto. Digo hasta cierto punto porque, al alcanzar cierto nivel de crecimiento de los ingresos y los “derechos”, el “proletario” se convierte en realidad en un “burgués” que vive de la plusvalía producida por los demás, lo que afecta de modo más inmediato a la consciencia de clase. El burócrata/profesional del siglo XX es un ejemplo claro de este cambio cualitativo que a veces es visible en las pautas de vida de determinados círculos. Aunque este enfoque de las categorías de “burgués”, “proletario” sea de clara aplicación a los “campesinos”, los “pequeños burgueses” o la “nueva clase trabajadora”, podemos preguntarnos si sigue siendo válido para la cuestión “nacional” y para los conceptos de “centro” y “periferia”. Para abordar este aspecto debemos considerar una cuestión muy en boga actualmente: el papel del Estado en el capitalismo. El papel fundamental del Estado como institución en la economía-mundo capitalista consiste en acrecentar la ventaja en el mercado de unos en detrimento de otros; es decir, en reducir la “libertad” del mercado. Todos están a favor de esta actuación, en la medida en que les beneficie “la distorsión” y todos están dispuestos a oponerse en la medida que les toque perder. Sólo depende de quién sea el dueño del buey que se va a sacrificar. Son muchas las maneras de acrecentar la ventaja. El Estado puede transferir ingresos tomándolos de unos y entregándoselos a otros. El Estado puede restringir el acceso al mercado (de bienes o de trabajo), lo cual favorece a quienes ya se lo reparten en los oligopolios u oligopsonios. El Estado puede impedir que las personas se organicen para modificar la actuación del Estado. Y, desde luego, el Estado puede actuar no sólo dentro del marco de su jurisdicción, sino fuera de él. Esta actuación puede ser licita (normas relativas a la circulación a través de las fronteras) o ilícita (injerencia en los asuntos internos de otro Estado). La guerra es uno de esos ‘mecanismos. Es crucial entender el Estado como una organización de carácter especial. Su “soberanía”, una idea del mundo moderno, es la reivindicación del monopolio (o regulación) del empleo legítimo de la fuerza dentro de sus fronteras y le pone en una situación de fuerza relativa 90

para inmiscuirse eficazmente en el flujo de los factores de producción. Es obvio que también puede ocurrir que determinados grupos sociales modifiquen la ventaja modificando las fronteras del Estado: aquí tienen su espacio los movimientos secesionistas (o autonomistas) y los movimientos anexionistas (o unionistas). Esta capacidad efectiva de los Estados para interferir en el flujo de los factores de producción proporciona la base política de la división estructural del trabajo en la economía-mundo capitalista en su conjunto. Las circunstancias normales del mercado pueden explicar las tendencias iniciales a la especialización (ventajas naturales o sociohistóricas en la producción de uno u otro producto), pero es el sistema de Estados el que solidifica, impone y amplifica los modelos y ha sido preciso recurrir regularmente al aparato del Estado para modificar la división mundial del trabajo. Por otra parte, la capacidad de los Estados para interferir en los flujos económicos es cada vez más diferenciada. Es decir, los Estados del centro se hacen más fuertes que los de la periferia y utilizan esta diferencia de poder para mantener un grado diferente de libertad de circulación entre los Estados. Concretamente, los Estados del centro han dispuesto históricamente que, en todo tiempo y lugar, el dinero y las mercancías circulen más “libremente” que el trabajo. La razón es que, de este modo, los Estados del centro han sido los beneficiarios del “intercambio desigual”. En efecto, el intercambio desigual es simplemente parte del proceso de apropiación de excedentes a escala mundial. Sería un error tratar de adoptar literalmente el modelo de un solo proletario ante un solo burgués. De hecho, la plusvalía que el productor crea pasa a través de una serie de personas y empresas. Lo que ocurre, por tanto, es que muchos burgueses comparten la plusvalía de un proletario. La proporción exacta que corresponde a los diferentes grupos de la cadena (propietarios, comerciantes, consumidores intermedios) está sujeta a grandes cambios históricos y es, a su vez una variable analítica fundamental en el funcionamiento de la economía-mundo capitalista. Esta cadena de la transferencia de la plusvalía cruza habitualmente (¿a menudo? ¿casi siempre?) las fronteras nacionales y al hacerlo, la actuación del Estado interviene para inclinar el reparto entre los burgueses hacia los situados en los Estados del centro. Este es el

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intercambio desigual, un mecanismo presente en todo el proceso de apropiación de la plusvalía. Una de las consecuencias sociogeográficas de este sistema es la desigual distribución de la burguesía y el proletariado en los diferentes Estados: el porcentaje de burgueses es superior en los Estados del centro que en los de la periferia. Por otra parte, hay diferencias sistemáticas en los tipos de burgueses y proletarios de cada zona. Por ejemplo, el porcentaje de asalariados es sistemáticamente más elevado en los Estados del centro. Dado que los Estados son el principal escenario del conflicto político en la economía-mundo capitalista, y como quiera que el funcionamiento de la economía-mundo es tal que la composición de las clases nacionales varía considerablemente, es fácil entender por qué debe haber tantas diferencias entre la política de los Estados según su ubicación en la economía-mundo capitalista. También es fácil comprender que la utilización del aparato político de un Estado determinado para modificar la composición social y la función de la producción nacional en la economía mundial no modifica por sí misma el sistema-mundo capitalista como tal. Es evidente, sin embargo, que las diversas iniciativas nacionales para cambiar la posición estructural (que a veces llamamos engañosamente “desarrollo”) afectan de hecho al sistema-mundo y a largo plazo lo transforman. Pero esto ocurre gracias a la intervención de la variable de su repercusión en la conciencia de clase del proletariado a escala mundial. Así pues, centro y periferia sólo son expresiones que se emplean para identificar una parte crucial del sistema de apropiación de excedentes por la burguesía. Simplificando en exceso, el capitalismo es el sistema en el que el burgués se apropia la plusvalía producida por el proletariado. Cuando este proletario se encuentra en un país diferente que el burgués, uno de los mecanismos que influye en el proceso de apropiación es la manipulación del control de la circulación en las fronteras de los Estados. De aquí se derivan modelos de “desarrollo desigual” que se resumen en los conceptos de centro, semiperiferia y periferia. He aquí un instrumento de trabajo intelectual que ayuda a analizar las múltiples formas de los conflictos de clases de la economía-mundo capitalista.

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4 MARX Y LA HISTORIA: LA POLARIZACIÓN* Immanuel Wallerstein Por regla general; la mayor parte de los analistas (y en particular los marxistas) tienden a conceder mayor importancia a las ideas historiográficas más dudosas de Marx y, en ese proceso, tienden a descuidar sus ideas más originales y fructíferas. Quizá sea lo lógico, pero no resulta de gran utilidad. Suele decirse que cada cual tiene su Marx, y sin duda es cierto. De hecho, yo añadiría que cada cual tiene dos Marx, como nos recuerdan los debates de los últimos treinta años sobre el joven Marx, la ruptura epistemológica, etc. Mis dos Marx no son cronológicamente consecutivos y tienen su origen en lo que me parece una contradicción interna fundamental de la epistemología de Marx, que se traduce en dos historiografías diferentes. Por una parte, Marx es la rebelión suprema contra el pensamiento liberal burgués, con su antropología centrada en el concepto de naturaleza humana, sus imperativos categóricos kantianos, su creencia en la mejora lenta aunque inevitable de la condición humana, su preocupación por el individuo en busca de la libertad. Contra este conjunto de conceptos, Marx sugirió la existencia de múltiples realidades sociales, cada una de ellas dotadas de una estructura diferente y localizada en mundos distintos, cada uno de los cuales se definía por su modo de producción. La cuestión estribaba en descubrir el funcionamiento de estos modos de producción tras sus pantallas ideológicas. Creer en “leyes universales” nos impide precisamente reconocer las particularidades de cada modo de producción, descubrir los secretos de su funcionamiento y, por consiguiente, examinar claramente los caminos de la historia.

*Fuente:

https://kmarx.wordpress.com/2011/08/17/marx-y-la-historia-la-polarizacion/

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Por otra parte, Marx aceptó el universalismo en la medida en que aceptó con su antropología lineal la idea, de un avance histórico inevitable hacia el progreso. Sus modos de producción parecían estar en fila, como colegiales, por estaturas, es decir, según el grado de desarrollo de las fuerzas productivas. (Aquí se encuentra en realidad el origen del gran desconcierto que provoca el concepto de modo de producción asiático, que parecía desempeñar el papel de escolar travieso, negándose a seguir las normas y a colocarse en su sitio). Es obvio que el segundo Marx es mucho más aceptable para los liberales, y es con este Marx con el que han estado dispuestos a ponerse de acuerdo, tanto intelectual como políticamente. El otro Marx es mucho más molesto. Los liberales temen y rechazan a Marx y, desde luego, le niegan legitimidad intelectual. Héroe o demonio, el primer Marx es el único que me parece interesante y el que todavía tiene algo que decirnos hoy. Lo que está en juego en esta distinción entre los dos Marx son las diferentes expectativas de desarrollo capitalista que se deducen de los mitos históricos opuestos. Podemos construir nuestra historia del capitalismo en torno a uno de los dos protagonistas: el burgués triunfante o las masas empobrecidas. ¿Cuál de ellas es la figura clave de los cinco siglos de historia de la economía mundo capitalista? ¿Cómo valoraremos la época del capitalismo histórico? ¿Globalmente positiva porque conduce, dialécticamente, a su negación y a su Aufhebung? ¿O como globalmente negativa porque trae consigo el empobrecimiento de la gran mayoría de la población mundial? Me parece incuestionable que esta elección de óptica se refleja en cualquier análisis detallado. Sólo voy a citar un ejemplo, el de una observación realizada de pasada por un autor contemporáneo. La cito precisamente porque es una observación hecha de pasada, y por tanto podemos decir que de manera inocente. En un debate erudito y perspicaz sobre las ideas de Saint-Just acerca de la economía durante la Revolución Francesa, el autor llega a la conclusión de que sería adecuado calificar a Saint-Just de “anticapitalista”, y de que este calificativo podría ampliarse de hecho al capitalismo industrial. El autor añade: “En este sentido, podemos decir que Saint-Just es menos progresista que algunos de sus predecesores contemporáneos ¿Por qué

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“menos” progresista y no “más” “progresista”? Ahí está el quid de la cuestión. Marx era, desde luego, un hombre de la Ilustración, smithiano, jacobino y saint-simoniano. El mismo lo decía. Estaba profundamente imbuido de las doctrinas del liberalismo burgués, al igual que todos los buenos intelectuales de izquierda del siglo XIX. Es decir, compartía con todos sus colegas la protesta permanente y casi instintiva contra todo lo que oliera al Antiguo Régimen: privilegio, monopolio, derechos señoriales, holgazanería, piedad, superstición. Frente a este mundo caduco, Marx defendía lo racional, serio, científico y productivo. El trabajar duro era una virtud. Aun cuando Marx tuviera algunas reservas sobre esta nueva ideología (y no tenía demasiadas), consideró útil desde el punto de vista táctico afirmar su lealtad hacia estos valores y utilizarlos después políticamente contra los liberales, atrapándolos en sus propias redes. No le resultó muy difícil mostrar que los liberales abandonan sus principios siempre que el orden se ve amenazado en sus Estados. Así pues, para Marx fue tarea fácil hacer que los liberales se atuvieran a su palabra; llevar la lógica del liberalismo hasta su extremo y hacer así que los liberales tragasen la medicina que prescribían para los demás. Podría decirse que una de las consignas fundamentales de Marx fue más libertad, más igualdad, más fraternidad. Sin duda, a veces estuvo tentado de dar un salto con la imaginación hacia un futuro saint-simoniano; pero es evidente que dudó a la hora de ir demasiado lejos en esa dirección, tal vez por temor a aportar su granito de arena al voluntarismo utópico y anarquista que siempre había considerado desagradable y, desde luego, pernicioso. Es precisamente a las ideas de ese Marx, el Marx burgués y liberal, a las que debemos acercarnos con una gran dosis de escepticismo. Es en cambio al otro Marx, al que veía la historia como una realidad compleja y sinuosa, al que insistía en el análisis del carácter especifico de los diferentes sistemas históricos, al Marx que era, por tanto, crítico del capitalismo como sistema histórico, a quien debemos devolver al primer plano. ¿Qué encontró Marx cuando examinó a fondo el proceso histórico del capitalismo? Encontró no sólo la lucha de clases, que a fin de cuentas era el fenómeno “desde las sociedades existentes hasta el presente”, sino también la polarización de las clases. Esta fue su hipótesis más radical y atrevida y, por consiguiente, la más criticada.

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Al principio, los partidos y los pensadores marxistas esgrimieron este concepto que, por su carácter catastrofista, parecía asegurar el futuro. Sin embargo, al menos desde 1945, a los intelectuales antimarxistas les resultó relativamente fácil demostrar que, lejos de empobrecerse, los trabajadores de los países industriales occidentales vivían mucho mejor que sus abuelos y que, en consecuencia, no se había producido empobrecimiento, ni siquiera relativo, ni mucho menos absoluto. Por lo demás, tenían razón. Nadie lo sabía mejor que los propios obreros industriales que constituían la base social fundamental de los partidos de izquierda en los países industrializados. Así pues, los partidos y los pensadores marxistas comenzaron a batirse en retirada en lo que se refiere a este tema. Tal vez no fue una desbandada, pero al menos a partir de ahí, tuvieron sus dudas a la hora de sacar a colación el tema. Poco a poco, las referencias a la polarización y al empobrecimiento (al igual que al debilitamiento del Estado) disminuyeron radicalmente o desaparecieron, al parecer refutadas por la propia historia. De este modo se produjo una especie de descarte imprevisto y desordenado de una de las ideas más perspicaces de nuestro Marx, porque Marx fue más absoluto en lo que se refiere a la perspectiva a largo plazo de lo que solemos pensar. La realidad es que la polarización es una hipótesis históricamente correcta, no falsa, y podemos demostrarlo empíricamente, siempre que utilicemos como unidad de cálculo la única entidad que realmente importa para el capitalismo, la economía-mundo capitalista. En esta entidad, hace más de cuatro siglos que se registra una polarización de las clases no solo relativa sino absoluta. Y si esto es cierto, ¿dónde reside el carácter progresista del capitalismo? Huelga decir que hemos de concretar qué entendemos por polarización. La definición no es en modo alguno evidente. En primer lugar, debemos distinguir entre la distribución social de la riqueza material (en sentido amplio), y la bifurcación social que es resultado de los procesos inseparables de proletarización y burguesificación. Por lo que se refiere a la distribución de la riqueza, puede calcularse de diversas formas. Debemos elegir inicialmente la unidad de cálculo, no sólo espacial (ya hemos indicado nuestra preferencia por la economíamundo sobre el Estado nacional o la empresa), sino también temporal. ¿Hablamos de distribución por hora, por semana, por año o por treinta años? Cada uno de estos cálculos podría ofrecer resultados diferentes, 96

incluso contradictorios. En realidad, a la mayoría de las personas les interesan dos cómputos temporales. El primero de ellos es un plazo muy corto, que podemos denominar cálculo de supervivencia; al segundo podemos llamarlo cálculo de vida, y se emplea para medir la cantidad de vida, la valoración social de la vida diaria. El cálculo de supervivencia es por naturaleza variable y efímero. El cálculo de vida es el que nos ofrece la mejor medida, objetiva y subjetivamente, de si ha tenido lugar o no una polarización material. Debemos establecer comparaciones intergeneracionales y a largo plazo de estos cálculos de vida. Sin embargo, no nos referimos a comparaciones entre generaciones de un solo linaje, porque de este modo se introduciría un factor no pertinente desde la perspectiva del sistema-mundo en su conjunto: el índice de movilidad social en zonas concretas de la economía-mundo. Por el contrario, debemos comparar estratos semejantes de la economíamundo en momentos históricos sucesivos, midiendo cada estrato a lo largo de la vida de sus integrantes. La pregunta es si, para un estrato dado, la experiencia de vida en un momento histórico es más o menos dura que en otro, y si con el tiempo ha aumentado o no el espacio que separa a los estratos superiores de los inferiores. El cálculo debe incluir, no sólo el total de ingresos de la vida, sino también estos ingresos divididos por el total de horas de trabajo de la vida dedicadas a la adquisición (en la forma que sea) con el fin de obtener cifras que sirvan de base para el análisis comparativo. Debe considerarse también la duración de la vida, calculada preferiblemente a partir de la edad de un año o incluso de cinco (con el fin de eliminar el efecto de las mejoras sanitarias que puedan haber reducido la tasa de mortalidad infantil, sin afectar necesariamente a la salud de los adultos). Por último, debemos introducir en el cálculo (o índice) los diversos etnocidios que, al privar a muchas personas de descendientes, desempeñaron un papel en la mejora de la suerte de otras. Si finalmente se llega a algunas cifras razonables, calculadas a largo plazo y en el conjunto de la economía-mundo, creo que esas cifras demostrarían con claridad que en los últimos 400 años ha tenido lugar una importante polarización material en la economía-mundo capitalista. Hablando claro, quiero decir que en la actualidad la gran mayoría (todavía rural) de Ia población de la economía-mundo trabaja más y durante más tiempo y por una recompensa material menor que hace 400 años.

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No tengo la menor intención de idealizar la vida de las masas en épocas anteriores; sólo deseo valorar el nivel global de sus posibilidades humanas comparándolo con el de sus descendientes actuales. El hecho de que los trabajadores especializados de un país occidental disfruten de una situación económica mejor que la de sus antepasados dice muy poco de la vida de un obrero no especializado de la Calcuta actual, por no hablar de un jornalero agrícola peruano o indonesio. Tal vez pueda objetarse que soy demasiado “economicista” al utilizar como medida de un concepto marxista como la proletarización el estado de cuentas de los ingresos materiales. Después de todo, mantienen algunos, lo importante son las relaciones de producción. Sin duda es un comentario acertado. Por consiguiente, consideremos la polarización como una bifurcación social, una transformación de múltiples relaciones en la antinomia burgués-proletario. Es decir, consideremos no sólo la proletarización (un elemento permanente de la literatura marxista), sino también la burguesificación (su compañero lógico, del que sin embargo apenas se habla en esta misma literatura). También en este caso debemos concretar qué entendemos por estos términos. Si aceptamos que, por definición, sólo puede ser burgués el típico industrial de la “Franglaterra” de comienzos del siglo XIX, y sólo puede proletario ser la persona que trabaja en la fábrica de ese industrial, es completamente cierto que no se ha registrado una gran polarización de las clases en la historia del sistema capitalista. Podemos defender incluso que la polarización se ha reducido. Sin embargo, si por burgués y proletario auténticos entendemos aquellos que viven de sus ingresos actuales, es decir. Sin depender de ingresos procedentes de fuentes heredadas (capital; propiedades, privilegios, etc.), y hacemos la distinción entre aquellos (los burgueses) que viven de la plusvalía que los otros (los proletarios) crean, sin que intervengan en exceso los roles mixtos, podemos afirmar que a lo largo de los siglos ha ido aumentando el número de personas que se han situado inequivocadamente en una u otra categoría y que esto es consecuencia de un proceso estructural que dista mucho de haber terminado. El razonamiento quedará más claro si analizamos a fondo todos estos procesos. ¿Qué ocurre realmente en la “proletarización”? Los trabajadores de todo el mundo viven en grupos reducidos de “estructuras familiares” en la que se comparten los ingresos. No es habitual que estos grupos que no están ni necesaria ni totalmente vinculados al parentesco 98

ni comparten necesariamente la misma residencia, prescindan de ciertos ingresos salariales. Pero tampoco es habitual que subsistan exclusivamente gracias a sus ingresos salariales. Redondean sus ingresos salariales con pequeñas producciones de bienes de primera necesidad, arrendamientos, regalos y pagos de transacciones y, por último aunque no lo menos importante, producción de subsistencia. Así comparten múltiples fuentes de ingresos, naturalmente en proporciones muy distintas en lugares y tiempos distintos. Por consiguiente, podemos pensar que la proletarización es el o de crecimiento de la dependencia de los ingresos salariales en relación con el conjunto de ingresos. Es totalmente ahistórico pensar que una estructura familiar pasa súbitamente del cero por ciento al ciento por ciento en su dependencia de los salarios. Es más probable que se pase, por ejemplo, de una dependencia del veinticinco por ciento a una dependencia del cincuenta por ciento, habida cuenta de los cambios operados en las estructuras familiares, a veces en períodos reducidos. Así ocurrió más o menos, por ejemplo, en un locus classicus, los “enclosures” ingleses del siglo XVIII. ¿A quién beneficia la proletarización? Dista mucho de ser cierto que sea a los capitalistas. A medida que aumenta el porcentaje de los ingresos de la estructura familiar que proceden de los salarios, el nivel salarial debe aumentar simultáneamente y no descender, con el fin de acercarse al nivel mínimo necesario para la reproducción. El lector tal vez piense que el razonamiento es absurdo. Si estos trabajadores no hubieran recibido previamente el salario mínimo biológico, ¿cómo podrían haber sobrevivido? Sin embargo, la verdad es que no es absurdo. Si los ingresos salariales sólo equivalen a una pequeña proporción del total de ingresos de la estructura familiar, el patrón del trabajador asalariado puede pagar un salario por hora inferior al mínimo, obligando a los demás “componentes” del total de ingresos de la estructura familiar a “completar” la diferencia existente entre el salario pagado y el mínimo necesario para sobrevivir. Así pues, el trabajo exigido para conseguir unos ingresos superiores al nivel mínimo, a partir del trabajo de subsistencia o de la producción de bienes de primera necesidad a pequeña escala, con el fin de “alcanzar el promedio” en un nivel mínimo para el conjunto de la estructura familiar actúa de hecho como una “subvención” para el empresario del trabajador asalariado, como una transferencia a este empleador de una plusvalía adicional. Así se explican las escalas salariales escandalosamente bajas de las zonas periféricas de la economía-mundo.

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La contradicción fundamental del capitalismo es bien conocida. Se trata de la existente entre el interés del capitalista como empresario individual que pretende conseguir el máximo de beneficios (y por tanto reducir al mínimo los costes de producción, incluidos salarios) y su interés como miembro de una clase que no puede ganar dinero a menos que sus miembros realicen sus beneficios, es decir, vendan lo que producen. Por consiguiente, necesitan que se incrementen los ingresos en efectivo de los trabajadores. No voy a examinar aquí los mecanismos en virtud de los cuales los reiterados estancamientos de la economía-mundo conducen a incrementos discontinuos, aunque necesarios (es decir, repetidos) del poder adquisitivo de algún (nuevo en cada ocasión) sector de la población (mundial). Sólo diré que uno de los mecanismos más importantes en el incremento del poder adquisitivo real es el proceso que llamamos proletarización. Aunque la proletarización pueda redundar a corto plazo en beneficio (sólo a corto plazo) de los capitalistas como clase, va en detrimento de sus intereses como empleadores individuales y, por tanto, la proletarización tiene lugar normalmente a pesar de ellos y no causa de ellos. La exigencia de proletarización tiene otro origen. Los trabajadores se organizan de diversas formas y así consiguen algunas de sus reivindicaciones, lo cual les permite de hecho alcanzar el umbral de unos verdaderos ingresos salariales mínimos. Es decir, los trabajadores se proletarizan gracias a sus propios esfuerzos, y después cantan victoria. El verdadero carácter de la burguesificación es asimismo muy distinto del que nos han hecho creer. La descripción sociológica clásica del burgués que hace el marxismo está llena de contradicciones epistemológicas que residen en la base del propio marxismo. Por una parte, los marxistas insinúan que el burguésempresario-progresista es lo contrario del aristócrata-rentista-ocioso. Entre los burgueses se distingue entre el capitalista comerciante que compra barato y vende caro (por tanto, también especulador-financieromanipulador-ocioso) y el industrial que “revoluciona” las relaciones de producción. Este contraste es más marcado cuando el industrial ha tomado el camino “auténticamente revolucionario” hacia el capitalismo, es decir, cuando el industrial se parece al héroe de las leyendas liberales, un hombre pequeño que con su esfuerzo se ha convertido en un gran hombre. De esta manera, inaudita pero profundamente arraigada, los

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marxistas se han convertido en algunos de los mejores proveedores de alabanzas para el sistema capitalista. Esta exposición hace que casi nos olvidemos de la otra tesis marxista sobre la explotación del trabajador, que adopta la forma de obtención de plusvalía de los trabajadores por parte del mismo industrial que, a partir de ese momento engrose lógicamente las filas de los ociosos, junto con el comerciante y el “aristócrata feudal”. Pero si todos son iguales en este aspecto esencial, ¿por qué debemos dedicar tanto tiempo a explicar las diferencias, -a estudiar la evolución histórica de las categorías, las supuestas regresiones (por ejemplo, la “aristocratización” de las burguesías que se niegan, según parece, a “desempeñar su papel histórico”)? ¿Es correcta esta descripción sociológica? Del mismo modo que los trabajadores viven en estructuras familiares cuyos ingresos proceden de múltiples fuentes (sólo una de las cuales son los salarios), los capitalistas (especialmente los grandes capitalistas) viven en empresas que en realidad obtienen ingresos de diversas inversiones (rentas, especulación, beneficios comerciales, beneficios “normales” de producción, manipulación financiera). Cuando estos ingresos adquieren la forma de dinero, son idénticos para los capitalistas: un medio para que continúe esa acumulación incesante e infernal a la que están condenados. En este punto entran en escena las contradicciones psicosociológicas de sus respectivas posiciones. Hace mucho tiempo, Weber señaló que la lógica del calvinismo está en contradicción con el aspecto “psicológico” del hombre. La lógica nos dice que es imposible que el hombre conozca el destino de su alma porque, si pudiera conocer las intenciones del Señor, ese mismo hecho limitaría Su poder y El ya no sería omnipotente. Pero psicológicamente el hombre se niega a aceptar que no pueda influir en modo alguno en su destino. Esta contradicción condujo al “compromiso” teológico calvinista. Si pudiéramos conocer las intenciones del Señor, podríamos reconocer al menos una decisión negativa por medio de “signos externos”, sin extraer necesariamente la conclusión inversa en ausencia de tales signos. Así, la moraleja llegó a la siguiente formulación: llevar una vida recta y próspera es una condición necesaria, aunque no suficiente, para la salvación. En la actualidad, la burguesía sigue haciendo frente a esta misma contradicción, aunque con una apariencia más secular. Lógicamente, el Señor de los capitalistas exige que el burgués no haga otra cosa que 101

acumular, y castiga a quienes vulneran este mandamiento, empujándolos antes o después a la quiebra. Pero la verdad es que no es tan divertido no hacer otra cosa que acumular. En ocasiones se desea saborear los frutos de la acumulación. El demonio del “aristócrata-feudal” ocioso encerrado en el alma burguesa emerge de las sombras, y el burgués pretende “vivir noblemente”. Sin embargo, para “vivir noblemente” hay que ser rentista en sentido amplio, es decir, disponer de fuentes de ingresos que exijan poco esfuerzo, que estén “garantizadas” políticamente y que puedan “heredarse”. Así pues, lo “natural”, lo que “pretenden” todos los actores privilegiados de este mundo capitalista no es cambiar el status de rentista por el de empresario sino precisamente lo contrario. Los capitalistas no quieren convertirse en “burgueses” sino que prefieren con mucho convertirse en “aristócratas feudales”. Si es cierto que, no obstante, los capitalistas se burguesifican cada vez más, no es por su voluntad, sino a pesar de ella. La situación guarda grandes semejanzas con la proletarización de los trabajadores, que no se produce por la voluntad de los capitalistas sino a pesar de ella. El paralelismo va más allá. Si el proceso burguesificación avanza, se debe en parte a las contradicciones del capitalismo y en parte a las presiones de los trabajadores. Objetivamente. a medida que se extiende, el sistema capitalista se racionaliza, provoca una mayor concentración, la competencia se hace cada vez más dura. Quienes descuidan el imperativo de la acumulación sufren los contraataques cada vez más rápidos, certeros y feroces de los competidores. Por consiguiente, cada paso en dirección a la “aristocratización” se penaliza de modo aún más severo en el mercado mundial, y exige una adecuación interna de la “empresa”, sobre todo si es de grandes dimensiones y está (cuasi) nacionalizada. Los niños que pretendan heredar la dirección de una empresa deben recibir una formación externa, intensiva y “universalista”. El papel del ejecutivo tecnócrata se ha ido ampliando poco a poco. Este directivo es quien personifica la burguesificación de la clase capitalista. La burocracia estatal, si pudiera monopolizar realmente la obtención de plusvalía, la personificaría a la perfección, haciendo que la totalidad de los privilegios dependieran de la actividad presente y no una parte de la herencia individual o de clase. 102

Es evidente que la clase trabajadora hace avanzar este proceso. Todos sus esfuerzos por apropiarse de los mecanismos que dominan el funcionamiento de la vida económica y eliminar la injusticia tienden a presionar a los capitalistas y hacerles retroceder hacia la burguesificación. La ociosidad feudal-aristocrática se torna demasiado obvia y demasiado peligrosa políticamente, De este modo se cumple el pronóstico historiográfico de Karl Marx: la polarización material y social en dos grandes clases: burguesía y proletariado. Pero ¿por qué tiene importancia esta distinción entre los enfoques útiles e inútiles que pueden derivarse de la lectura de Marx? Importa mucho cuando se aborda la formulación de una teoría de la “transición” al socialismo, en realidad de una teoría de las “transiciones” en general. El Marx que calificó al capitalismo de “progresista” frente a la realidad anterior también habla de las revoluciones burguesas, de la revolución burguesa, como una especie de piedra angular de las múltiples “transiciones” nacionales del feudalismo al capitalismo. El mismo concepto de “revolución” burguesa, prescindiendo de sus dudosas cualidades empíricas, nos lleva a pensar en una revolución proletaria a la que de algún modo está vinculada como precedente y como condición previa. La modernidad se convierte en la suma de estas dos “revoluciones” sucesivas. Naturalmente, la sucesión no se produce sin dolor ni es gradual, sino violenta y disyuntiva; es, sin embargo, inevitable, como lo fue la transición del feudalismo al capitalismo. Estos conceptos implican una estrategia para la lucha de las clases trabajadoras, una estrategia llena de vergüenza moral para los burgueses que descuidan su papel histórico. Sin embargo, si es cierto que no hay revoluciones burguesas, sino simplemente luchas intestinas entre sectores capitalistas, rapaces, tampoco hay un modelo que copiar ni un “retraso” político que superar. Puede darse el caso de que incluso haya que huir de la estrategia “burguesa”. Si es cierto que la “transición” del feudalismo al capitalismo no fue progresista ni revolucionaria, si esta transición fue la gran salvación de los estratos dominantes, que les permitió reforzar su control sobre las masas trabajadora y aumentar el grado de explotación (ahora hablando el idioma del otro

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Marx), podemos concluir que, aunque hoy sea inevitable una transición, no es inevitablemente una transición al socialismo (es decir, una transición hacia un mundo igualitario en el que la producción se destine a valor de uso). Podemos concluir que la cuestión clave en la actualidad es la dirección de la transición global. Que veremos la defunción del capitalismo en un futuro no demasiado lejano me parece a la vez cierto y deseable. Es fácil demostrarlo mediante un análisis de sus contradicciones endógenas “objetivas”. Que la naturaleza de nuestro mundo futuro sigue siendo una cuestión abierta que depende del resultado de las luchas actuales, me parece igualmente cierto. La estrategia de la transición es, de hecho, la clave de nuestro destino. No es probable que encontremos una buena estrategia si nos entregamos a la apología del carácter progresista histórico del capitalismo. Esa forma de énfasis historiográfico corre el riesgo de implicar una estrategia que nos lleve a un “socialismo” no más progresista que el sistema actual, un avatar, por así decirlo, del sistema.

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5 LA AMERICANIDAD COMO CONCEPTO, O AMÉRICA EN EL MODERNO SISTEMA MUNDIAL* Aníbal Quijano e Immanuel Wallerstein El moderno sistema mundial nació a lo largo del siglo XVI. América -como entidad geosocial- nació a lo largo del siglo XVI. La creación de esta entidad geosocial, América, fue el acto constitutivo del moderno sistema mundial. América no se incorporó en una ya existente economía-mundo capitalista. Un a economía mundo capitalista no hubiera tenido lugar sin América. En el primer volumen de El Moderno Sistema Mundial (Wallerstein, Siglo XXI Editores, 1976, Madrid), se señala que: «El argumento de este libro será que para el establecimiento de tal economía-mundo capitalista fueron esenciales tres cosas: una expansión del volumen geográfico del mundo en cuestión, el desarrollo de variados métodos de control del trabajo para diferentes productos y zonas de economía-mundo, y la creación de aparatos de Estado relativamente fuertes en lo que posteriormente se convertirían en Estados del centro de esta economía-mundo capitalista» (pp. 53-54).

América fue esencial para las primeras dos de estas tres necesidades. Ofrecieron espacio y constituyeron el locus y el primer terreno experimental de los «variados métodos de control del trabajo». Se podría decir, quizás, lo mismo acerca de la Europa Central y del Este y partes de *Fuente:

Revista Internacional de Ciencias Sociales. UNESCO. Vol. XLIV, Número 4, 1992, pp. 583 – 591. Disponible en: https://antropologiadeoutraforma.files.wordpress.com/2013/04/quijano-anibal-laamericanidad-como-concepto-o-america-en-el-moderno-sistema-mundialrevista.pdf?fbclid=IwAR0rAC6TgjHXtqTBdaDHUcfu7sdGE99p_QZJWKDiLx1R_53F8EKP6fHEeA

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Europa del Sur. Hubo, sin embargo, una diferencia crucial entre estas áreas y América, que es por la cual hablamos de americanidad como concepto. En estas zonas periféricas de la nueva economía-mundo capitalista que se hallaban localizadas en el continente europeo (por ejemplo, en Polonia o Sicilia), el vigor de las comunidades agrícolas y de sus noblezas indígenas era considerable. Por eso, enfrentados a la reconstrucción de sus instituciones económicas y políticas, lo que ocurría en el proceso de periferización, estaban en condiciones de fundar en su historicidad su resistencia cultural a la explotación, y esa base les ha sido útil incluso hasta el siglo XX. En América, sin embargo, hubo una destrucción tan vasta de las poblaciones indígenas y una importación tan abundante de mano de obra, que el proceso de periferización generó menos una reconstrucción de instituciones políticas y económicas, que su construcción, virtualmente ex-nihilo toda-parte (salvo tal vez en las zonas mejicanas y andinas). Incluso, desde el principio, la forma de resistencia cultural a las condiciones opresivas fue menos en términos de historicidad que en términos de un salto hacia la «modernidad». La americanidad ha sido siempre, permanece como tal hasta hoy, un elemento esencial en lo que entendemos como «modernidad». América fue el «Nuevo Mundo», un estandarte y una carga asumida desde la partida. Pero a medida que pasaban los siglos, el Nuevo Mundo se convirtió en el patrón, en el modelo del entero sistema mundial. ¿En qué consistía esta «novedad»? Las novedades fueron cuatro, una pegada a la otra: colonialidad, etnicidad, racismo y el concepto de la novedad misma. La colonialidad se inició con la creación de un conjunto de estados reunidos en un sistema interestatal de niveles jerárquicos. Los situados en la parte más baja eran formalmente las colonias. Pero eso era sólo una de sus dimensiones, ya que incluso una vez acabado el status formal de colonia, la colonialidad no terminó, ha persistido en las jerarquías sociales y culturales entre lo europeo y lo no europeo. Es importante entender que todos los estados de este sistema interestatal eran creaciones novedosas -desde aquellos situados en la cúspide hasta aquellos situados en la parte más baja. Las fronteras de estos estados han cambiado constantemente a lo largo de los siglos, a veces en mayor medida, casi siempre en menor medida. A veces las fronteras mostraban algún tipo de continuidad histórica con los sistemas políticos premodernos; pero por lo general no lo 106

hacían. En América todas las fronteras eran nuevas. Y durante los tres primeros siglos del moderno sistema mundial, todos los estados de América fueron colonias formales, subordinadas políticamente a un puñado de estados europeos. La jerarquía de la colonialidad se manifestaba en todos los dominios político, económico, y no menos en lo cultural. La jerarquía se reprodujo a través de los años, aunque siempre fue posible para algunos estados escalar de rango en la jerarquía. Pero un cambio en el orden jerárquico no alteraba la continua existencia de lo jerárquico. América se convertiría también en el primer campo experimental para que algunos, nunca sino unos pocos, pudieran alterar su lugar en el ranking. La instancia ejemplar fue la bifurcación de los caminos de Norteamérica y de América Latina, desde el siglo XVIII. La colonialidad fue un elemento esencial en la integración del sistema interestatal, creando no sólo un escalafón sino conjuntos de reglas para la interacción de los estados entre ellos mismos. Fue así como el denotado esfuerzo de aquellos situados en la parte más baja del escalafón por ascender en el ranking, sirvió de diversas maneras para consolidar al sistema de ranking mismo. Las fronteras administrativas establecidas por las autoridades coloniales requerían tener cierta fluidez, de mod o tal que desde la perspectiva de la metrópoli, la línea fronteriza esencial fuera la del imperio frente a los otros imperios metropolitanos. Fue la descolonización la que fijó la situación estatal de los estados descolonizados. Los virreinatos españoles fueron compartidos en el proceso de las guerras de independencia hasta erigir, más o menos, los estados que hoy conocemos. Trece de las más de treinta colonias de la corona británica pelearon juntas en una guerra de independencia y se convirtieron en un nuevo estado, los Estados Unidos de Norteamérica. Las independencias cristalizaron la situación de estos estados como el medio por el cual el sentimiento común de nacionalismo podía cultivarse y florecer. Reafirmaron a los estados en su jerarquía. La independencia no deshizo la colonialidad; sencillamente transformó su contorno. Fue la estadidad de los estados, y ante todo la de los estados de las Américas, producida en las condiciones de la colonialidad, la que hizo posible que la etnicidad emergiera como un elemento constitutivo del moderno sistema mundial. La etnicidad es el conjunto de límites comunales que en parte nos colocan los otros y en parte nos los imponemos nosotros mismos, como forma de definir nuestra identidad y 107

nuestro rango con el estado. Los grupos étnicos reivindican su historia. Pero ellos crean su historia, en primer término. Las etnicidades son siempre construcciones contemporáneas, de manera que son siempre cambiantes. Pero todas las grandes categorías por medio de las cuales dividimos hoy en día a América y el mundo (americanos nativos o «indios», «negros», «blancos» o «criollos» / europeos, «mestizos» u otro nombre otorgado a las supuestas categorías «mixtas»), eran inexistentes antes del moderno sistema mundial. Son parte de lo que conformó la americanidad. Se han convertido en la matriz cultural del entero sistema mundial. Que ninguna de estas categorías está anclada ni en lo genético, ni en una antigua historia cultural, es evidente con sólo mirar las modificaciones de sus usos en las Américas, estado por estado y siglo por siglo. La categorización entre cada estado en un determinado momento fue compleja o simple según la situación local requerida. En situaciones y momentos de agudo conflicto social, las categorías étnicas fueron a menudo reducidas en su cantidad. En situaciones y momentos de expansión económica, las categorías se expandían para calzar diferentes grupos en una más elaborada división del trabajo. La etnicidad fue la consecuencia cultural inevitable de la colonialidad. Delineó las fronteras sociales correspondientes a la división del trabajo. Y justificó las múltiples formas de control del trabajo inventadas como parte de la americanidad: esclavitud para los «negros» africanos; diversas formas de trabajo forzado (repartimiento, mita, peonaje) para los indígenas americanos; enganches, para la clase trabajadora europea. Desde luego éstas fueron las formas iniciales de distribución étnica para participar en la jerarquía laboral. A medida que avanzamos hacía el período posindependencia, las formas de control del trabajo y los nombres de las categorías étnicas fueron puestas al día. Pero siempre se mantuvo una jerarquía étnica. La etnicidad sirvió no sólo como una categorización impuesta desde arriba, sino como una reforzada desde abajo. Las familias socializaron a sus hijos en las formas culturales asociadas con las identidades étnicas. Esto fue un calmante político (aprender cómo adaptarse y así sostenerse); pero a la vez radicalizante (aprender la naturaleza y el origen de las opresiones). La insurrección política asumió una coloración étnica en las múltiples revueltas de esclavos africanos y de indígenas americanos. La etnicidad coloreó también el conjunto de movimientos 108

independentistas de fines del siglo XVIII y de principios del XIX, en la medida en que varios de ellos se hicieron cada vez más claramente movimientos de los colonos blancos, horrorizados por los espectros de repúblicas de ex - esclavos negros como en Haití o por los reclamos de indígenas americanos rurales de echar por tierra la jerarquía étnica, como en la rebelión de Túpac Amaru. En consecuencia, la etnicidad no bastó para mantener las nuevas estructuras. En tanto que la evolución histórica del moderno sistema mundial, trajo el final del dominio colonial formal (primero en las Américas) y la abolición de la esclavitud (ante todo un fenómeno de América), la etnicidad fue reforzada por un consciente y sistemático racismo. Por supuesto, el racismo estuvo siempre implícito en la etnicidad, y las actitudes racistas fueron parte y propiedad de la americanidad y la modernidad desde sus inicios. Pero el racismo hecho y derecho, teorizado y explícito, fue en gran medida una creación del siglo XIX, como una manera de apuntalar culturalmente una jerarquía económica cuyas garantías políticas se estaban debilitando eh la era de la «soberanía popular» después de 1789. La realidad subyacente al racismo no siempre requiere la acción verbal o incluso la exteriorizada postura social que hay en la conducta racista. En las zonas más periféricas de la economía-mundo capitalista, por ejemplo, en la América Latina de los siglos XIX y XX, el racismo podía disimularse detrás de los pliegues de la jerarquía étnica. La segregación formal o incluso la discriminación menos formal no necesariamente fueron practicadas. Así, la existencia de racismo en países como Brasil o Perú suele ser negada firmemente. Los Estados Unidos del siglo XIX, por otro lado, tras la abolición formal de la esclavitud, fue el primer estado en el sistema moderno en aplicar la segregación formal, así como el primero en estacionar a los indígenas americanos en reserva. Aparentemente, fue precisamente a causa de su fuerte posición en la economía mundo que Estados Unidos requirió semejante legislación. Es un país en el cual el tamaño del estrato social más elevado crecía como el mayor porcentaje de la población nacional; y en el cual, consecuentemente, había tanta movilidad individual ascencional, las restricciones étnicas más informales parecían ser insuficientes para mantener el control del trabajo y las jerarquías sociales. Así, el racismo formal devino una contribución más de la americanidad al sistema mundial. 109

La ascensión de Estados Unidos, después de 1945, a la hegemonía del sistema mundial, hizo ideológicamente insostenible el mantenimiento de la segregación formal en este país. Por otro lado, la misma hegemonía hizo necesario para los Estados Unidos permitir una vasta inmigración legal e ilegal desde los países no-europeos, tanta que dio origen al concepto de «tercer mundo interno». Una contribución más de la americanidad al sistema mundial. La etnicidad necesitaba aún ser mantenida a flote por el racismo, pero el racismo necesitaba ahora una carta más sutil. El racismo se refugió en su aparente opuesto, el universalismo y, su derivado, el concepto de meritocracia. Es en los debates de los últimos veinte años que encontramos esta última contribución de la americanidad. Dada una jerarquización étnica, un sistema de exámenes favorece, inevitablemente, de manera desproporcionada a los estratos étnicos dominantes. Esa ventaja adicional es lo que en el sistema meritocrático justifica las actitudes racistas sin necesidad de verbalizarias: aquellos estratos étnicos que se desempeñan más pobremente lo hacen así porque son racialmente inferiores. La evidencia parece ser estadística; de allí, «científica». Esto nos lleva a la cuarta contribución de la americanidad, la deificación y la reificación de la novedad, ella misma un derivado de la fe en la ciencia, la cual es un pilar de la modernidad. El Nuevo Mundo era nuevo, esto es, no viejo, no atado a la tradición feudal del pasado, al privilegio, a las maneras anticuadas de hacer las cosas. Cualquier cosa que fuera «nueva» y más «moderna» era mejor. Más aún, todo era presentado siempre como nuevo. Puesto que el valor de la profundidad histórica fue moralmente denigrado, su uso como herramienta analítica fue igualmente desechado. Fueron las independencias de América las que representaron la realización política de esa novedad que se reputaba de mejor. A partir de ahí, a medida que Norte América se separaba de Latinoamérica, su ventaja fue adscrita por mucha gente al hecho de que encarnaba mejor lo «nuevo», de que era más «moderna». La modernidad se convirtió en la justificación del éxito económico; pero también en su prueba. Se trataba de un argumento circular perfecto que desviaba la atención del desarrollo del subdesarrollo. El concepto de la «novedad» fue así la cuarta y quizás la más eficaz contribución de la americanidad al desarrollo y la 110

estabilización de la economía-mundo capitalista. Bajo la apariencia de ofrecer una salida a las desigualdades del presente, al concepto de lo «nuevo» empujaba e insertaba su inevitabilidad en el superego colectivo del sistema mundial. De ese modo, la americanidad fue la erección de un gigantesco escudo ideológico al moderno sistema mundial. Estableció una serie de instituciones y maneras de ver el mundo que sostenían el sistema, e inventó todo esto a partir del crisol americano. Sin embargo, la americanidad constituyó su propia contradicción. Porque la americanidad ha existido demasiado tiempo en América; porque sus consecuencias indirectas han llevado a tanto alboroto políticointelectual durante cuatro siglos, la americanidad se ha expuesto a la mirada crítica, y primero que todo en América. No fue casualidad el hecho de que el análisis centro periferia se propagara en la escena intelectual del mundo desde la CEPA L (Comisión Económica para América Latina). No fue casualidad que la movilización política antirracista recibiera su primer y más grande impulso en Norte América.

II Separadas en el período colonial, las Américas se han articulado entre sí directamente, desde el siglo XIX, hasta llegar a constituir juntas una parte específica del sistema-mundo, en una estructura de poder cuya hegemonía es detentada por Estados Unidos. Desde fines del siglo XV hasta el siglo XVIII, fue en las colonias ibéricas donde la producción era más variada y más rica y la sociedad y la cultura más enraizadas y más densas. Sin embargo, esa situación es revertida desde mediados de siglo XVIII. Al final del siglo, el Sur es periferalizado y es derrotado el primer proyecto de independencia con real potencial descolonizador (Túpac Amaru, en el Virreinato del Perú. El Norte, Estados Unidos, conquista su independencia. Y desde el siglo XIX, su poder ha sido continuamente dilatado hasta constituir la sede del primer poder realmente mundial de la historia. ¿Qué condujo por tan distintos cursos la historia de América? La explicación fundamental debe encontrarse en las diferencias en la constitución del poder y en sus procesos, en cada momento y en cada contexto históricos.

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Para partir, la colonialidad en el área iberoamericana, no consistió solamente en la subordinación política a la Corona metropolitana, sino, sobre todo, en la dominación de los europeos sobre los aborígenes. En cambio, en el área britano-americana, consistió de manera virtualmente exclusiva en la subordinación política a la Corona inglesa. Eso quiere decir que las colonias británicas se constituyeron, inicialmente, como sociedades-de-europeos-fuera-de-Europa. Las ibéricas, como sociedades de europeos y aborígenes. Sus procesos históricos serían, pues, muy diferentes. Eso responde a las conocidas diferencias entre las sociedades aborígenes de cada una de las áreas. Pero que eso no fue lo único importante salta a la vista si se recuerda que los británicos llamaron naciones a las sociedades aborígenes del Norte y durante el período colonial la trataron como a tales naciones, ciertamente subordinadas, pero desde fuera de sus respectivas sociedades, como proveedoras de pieles y otros materiales y aliadas en las guerras, entre los europeos. Después de la Independencia, los norteamericanos prefirieron exterminarlos en lugar de colonizarlos. Los ibéricos, en cambio, discutían ardorosamente si los «indios» era realmente humanos y tenían «alma», mientras conquistaban y destruían, precisamente, sociedades aborígenes de alto nivel de desarrollo. Esclavizaron y, en las primeras décadas, casi exterminaron a sus poblaciones, sobre todo empleándolas como mano-de-obradesechable. Y a los supervivientes, en los escombros de sus sociedades, los sometieron a relaciones de explotación y dominación, sobre las cuales fueron organizadas las sociedades coloniales. Es necesario, en consecuencia, volver la vista hacia las sociedades colonizadoras para encontrar otros factores en la historia colonial. Hay que recordar, primero, que con la conquista, colonización y bautismo de América, al terminar el siglo XV, comienza la historia del mercado mundial, del capitalismo y de la modernidad. La llegada de los británicos a la otra América, poco más de un siglo después, ocurre ya cuando esa nueva historia está en pleno proceso. En consecuencia, las sociedades colonizadoras eran radicalmente diferentes y lo serán también las modalidades de colonización y sus implicaciones sobre cada metrópoli y sobre cada sociedad colonial.

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En el momento del primer encuentro con América, España está terminando la Reconquista e iniciando la formación del estado central. El establecimiento de la dominación colonial en esas condiciones, tuvo implicaciones peculiares en la sociedad ibérica. Durante el siglo XVI, la Corona combina la centralización del estado con un modelo señorial de poder, ya que destruye la autonomía, la democracia y la producción de los burgos, para ponerlos bajo el señorío de la nobleza cortesana. La Iglesia encarna la Contrarreforma y es dominada por la Inquisición. La ideología religiosa legitima la expulsión de los agricultores y artesanos mozárabes y mudéjares, así como de los comerciantes y financistas judíos. Eso no evita que las riquezas coloniales estimulen la difusión de las prácticas materiales y subjetivas del mercantilismo. Pero queda estancado el tránsito entre el capital mercantil y el industrial en la Península, lo que además se agrava durante la crisis europea del siglo XVII. La simultaneidad y el desencuentro entre las prácticas sociales mercantilistas y los patrones y valores formales de origen señorial en la sociedad ibérica, es el producto característico de ese proceso. Son la sociedad y el momento fijados para siempre en la más grande imagen histórica de la literatura europea: Don Quijote aún ve gigantes y contra ellos arremete lanza en ristre; pero, no por casualidad, son molinos de viento que lo reciben y dan en tierras con él. Todo ello no habría sido, quizás, posible sin la súbita adquisición de las inmensas metalíferas y del trabajo gratuito virtualmente inagotable de la América colonial, que permitían el reemplazo de la producción local y de las clases y grupos productores. De otro lado, la Corona se lanza a expandir su poderío europeo, por motivaciones dinásticas de prestigio, no de beneficios mercantilistas. Los ingentes gastos respectivos son sostenidos por las riquezas coloniales; pero con la producción local estancada, ellas son transferidas en beneficio de los banqueros centroeuropeos y de los industriales y comerciantes británicos, franceses, holandeses o flamencos. Como consecuencia, durante el siglo XVII España pierde la lucha europea frente a Inglaterra, y las sociedades ibéricas ingresan en un largo período de periferalización. Las implicaciones de todo ello en la conformación de la sociedad colonial fueron decisivas. El conquistador ibérico es mentalmente portador de modelos de poder y de valores sociales de carácter señorial, a pesar de que sus actos y motivaciones en la conquista corresponden a 113

las tendencias del mercantilismo. Por ello, en el primer momento de la organización del poder colonial, detrás de la «encomienda indiana» y del «encomendero» es discernible la sombra del patrón feudal. Pero en el desmantelamiento del régimen encomendero, no mucho después, y en la imposición de la centralización político-burocrática de las colonias bajo el poder de la Corona, actúan ya las necesidades del mercantilismo. Aquel orden político fue centralizado y burocrático, y en ese sentido no feudal. Pero fue también señorial, arbitrario, patrimonialista y formalista. La estructura productiva fue montada ante todo para el mercado externo y fue desmedrado el mercado interno (lo que no equivale al consumo interno, que ciertamente fue muy grande, especialmente el señorial y el eclesiástico, pero cuyos elementos no pasaban, en su mayor parte, por el mercado). El señorío se exacerbó en las relaciones con los «indios» y los «negros», con todas sus implicaciones psicosociales (el desprecio al trabajo, sobre todo el manual; el cuidado del prestigio social, la «honra», y sus correlatos: la obsesión con las apariencias, la intriga, el chisme, la discriminación). El cambio dinástico por los Borbones en el siglo XVIII, no fue ventajoso para las colonias. La nueva geografía de la administración colonial española, benefició en la práctica los intereses del comercio inglés por el Atlántico. Desarticuló la estructura productiva y comercial producida; desangró financieramente las áreas más ricas en servicio de las guerras de la Corona y estancó su producción manufacturera en favor de las importaciones de la producción de las hasta entonces productivas regiones. Y poca duda cabe de que fundó las bases de la «balcanización» de las ex - colonias en el siglo XIX. Por contraste, cuando los primeros colonizadores británicos desembarcan en la otra América, ya a comienzos del siglo XVII, Inglaterra procesa todas las tendencias sociales e intersubjetivas de la transición capitalista que, inclusive, llevarán pronto a la primera revolución política específicamente burguesa de Europa (Cromwell) y al primer debate político - filosófico propiamente moderno de la historia europea, aunque producido y moldeado en el matrimonio del poder con la inteligencia. Y desde fines del siglo XVI, logra el dominio marítimo y la dominación del mercado mundial en plena expansión. La sociedad colonial britano-americana no fue el resultado de ninguna conquista y destrucción de las sociedades aborígenes. Se organizó como 114

una sociedad de europeos en tierra americana. Pero, por encima de todo, fue el caso excepcional de una sociedad que se configura directamente, desde sus inicios, como sociedad capitalista, sin los agrupamientos e intereses sociales, instituciones, normas y símbolos que en Inglaterra correspondían aún a la historia señorial. Y con recursos naturales largamente superiores. La producción se organiza primero para el mercado interno y no al revés. Y se articula a la economía metropolitana no solamente como proveedora de materias primas, sino como parte del proceso de producción se organiza primero para el mercado interno y no al revés. Y se articula a la economía metropolitana no solamente como proveedora de materias primas, sino como parte del proceso de producción industrial. El estado regula y dicta las normas, pero no controla, ni es propietario de los recursos, ni de la producción, como en el caso ibérico. Y ninguna iglesia es todopoderosa, ninguna Inquisición se opone al desarrollo de la modernidad y de la racionalidad, como en el área iberoamericana antes de los Borbones. Inclusive el régimen esclavista se establece ya formando parte del engranaje del capitalismo. Es verdad que produce y permite al señorío en las relaciones sociales; pero modulado por el hecho de operar con mercancías (incluido el esclavo), para producir mercancías, por motivaciones y necesidades de beneficio. No se opone, sino impulsa la innovación tecnológica que hace parte de la revolución industrial, al revés del señorío ibérico sobre mano de obra «india» gratuita, cuya fuerza de trabajo no es mercantilmente producida. Los procesos de independencia tienen, por todo ello, lógicas e implicaciones muy distintas en cada lado. Las colonias iberoamericanas llegan al final del siglo XVII con economías estancadas, con patrones de poder social y político en crisis. Derrotados el movimiento de Túpac Amaru en 1780, las revueltas independentistas sólo corresponden muy parcialmente a la revuelta anticolonial «india» o a las necesidades de la expansión capitalista y de su control nacional. De hecho, en los centros coloniales principales, la emancipación sólo culmina exitosamente cuando los señores dominantes deciden autonomizarse respecto del régimen liberal en la España de comienzos del siglo XIX. Se está lejos de una revolución. Al terminar el colonialismo ibérico, en las excolonias no están presentes fuerzas sociales hegemónicas o capaces de articular y dirigir coaliciones hegemónicas para preservar la unidad política del área iberoamericana, y ni siquiera para erigir y sostener establemente un

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estado local. El caso de Brasil fue diferente. Pero no se independizó sino mucho más tarde. En cambio, las ex - colonias britanoamericanas se organizan inmediatamente como los Estados Unidos de América, con un orden político bajo una hegemonía social muy clara, con un estado fuerte, pero con una sociedad civil provista de mecanismos para regular sus relaciones con las instituciones estatales. La independencia combina las exigencias del desarrollo capitalista nacional y las del debate político ordenado sobre las nuevas bases de modernidad/racionalidad. Nada sorprendente, en consecuencia, que en la perspectiva norteamericana la independencia tenga el lugar de toda una revolución: la Revolución Americana. Las dos Américas ingresaron en el s. XIX son muy desiguales condiciones y por caminos muy distintos. Estados Unidos siguió un patrón de desarrollo, de nuevo, excepcional: se fue constituyendo como nación al mismo tiempo que como centro hegemónico imperial. De ello, el «destino manifiesto» es una ceñida expresión ideológica. Ese patrón ha tenido varias etapas y modalidades históricas. Primera, la expansión territorial violenta que permitió a Estados Unidos duplicar en menos de 80 años el territorio continental heredado, a costa del territorio de los «indios» del Oeste y de la mitad del mexicano. Segunda, la imposición de un cuasi protectorado sobre los países del Caribe y Centroamérica, incluyendo el «rapto» de Panamá y la construcción y control del Canal de Panamá, así como sobre Filipinas y Guam. Tercera, la imposición de una hegemonía económica y política sobre el resto de América Latina, desde el fin de la Primera Guerra Mundial. Cuarta, desde la Segunda Guerra Mundial, la imposición de su hegemonía sobre todo el mundo, conduciéndolo a integrarse en un orden global de poder. Dos factores decisivos deben ser anotados a ese respecto. Uno, el rápido desarrollo capitalista de Estados Unidos, que ya a fines del s. XIX le permite competir con Europa y con Inglaterra en particular. Dos, su asociación hegemónica con Inglaterra después de la Primera Guerra Mundial frente a Europa y América Latina, lo que finalmente llevará al apoyo británico a la hegemonía mundial de los Estados Unidos.

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Durante el mismo período, América Latina se «balcaniza»; se desangra en guerras de frontera y en guerras civiles en cada país; el poder se organiza sobre bases señorial-mercantiles; se estanca el desarrollo del capital y de sus respectivas relaciones sociales. El pensamiento moderno, en esas condiciones, sufre la kafkiana tortura del exilio interior o de la fuga utópica. Las clases dominantes, eurocentristas, adoptan el mistificado modelo europeo de estado-nación, para sociedades cuyo rasgo fundante es aún la colonialidad entre lo europeo y lo no-europeo; y el modelo liberal de orden político, para sociedades dominadas mercantilseñorialmente. Todo ello permite la perduración del carácter dependiente del patrón de desarrollo histórico y la subordinación al imperialismo europeo, primero, y estadounidense después. Durante el siglo XX, América Latina ha permanecido en gran medida apresionada en el nudo histórico formado por el entrelazamiento entre las cuestiones de nación, identidad y democracia; cuestiones y problemas que en otros contextos, como los europeos, se sucedieron en etapas. El desenlace o corte de tal nudo histórico pareció comenzar con la revolución mexicana; pero la derrota de la revolución democráticonacional en los demás países, no solamente no resolvió el problema, sino que abrió una crisis de poder no resuelta, cuya más ajustada expresión es, seguramente, la perduración de ese peculiar animal político, específicamente latinoamericano: nacionalista-populista-desarrollistasocialista, cuyos componentes se combinan de muchos modos en cada país y en cada situación.

III Las Américas se preparan a ingresar en el siglo XXI casi con las mismas desigualdades que en el siglo XIX. Pero a diferencia de entonces, no lo harán ni separadas, ni por caminos diferentes, sino como partes de un mismo orden mundial en el cual Estados Unidos ocupa, aún, el lugar primado, y América Latina, un lugar subordinado y está afectada por la crisis más grave de su historia postcolonial. En la perspectiva americana del futuro, ciertos procesos merecen ser puestos de relieve. Uno, la tendencia a una más sistemática articulación entre las Américas, bajo la hegemonía de América del Norte (lo que incluye tan secundaria como tardíamente a Canadá). Eso incluye el creciente flujo migratorio desde todas las Américas hacia el Norte y en particular hacia Estados Unidos. Dos, la mayor articulación interna de 117

América Latina, a pesar de las presiones en contra desde el capital global, Europa, Japón, Estados Unidos. Tres, el desarrollo de la descolonización en la producción de la cultura, del imaginario, del conocimiento. En breve, la maduración de la americanización de las Américas. Las Américas son el producto histórico de la dominación colonial europea. Pero no fueron nunca sólo una prolongación de Europa, ni siquiera en el área britanoamericana. Son un producto original, cuyo propio y sui generis patrón de desarrollo histórico, ha tardado en madurar y abandonar su condición dependiente de su relación con Europa, sobre todo en América Latina. Pero actualmente, si se atiende a los sonidos, a las imágenes, a los símbolos, a las utopías americanas, es lícito admitir el tiempo de maduración de ese patrón autónomo, la presencia de un proceso de reoriginalización de la cultura en las Américas. Eso es lo que podemos llamar la americanización de las Américas. El proceso es apoyado por la crisis del patrón europeo. La formación de Estados Unidos directamente como sociedad directamente capitalista, fundó allí la utopía de la igualdad social y de la libertad individual. Esas imágenes velan, por supuesto, las muy reales jerarquías sociales y su articulación en el poder; pero también impiden su sacralización y mantienen el espacio del debate y legitiman la capacidad de regular desde la sociedad la acción del estado. En América Latina, la persistencia del imaginario aborigen bajo las condiciones de la dominación, ha fundado la utopía de la reciprocidad, de la solidaridad social y de la democracia directa. Y bajo la crisis presente, una parte de los dominados se organiza en torno de esas relaciones, dentro del marco general del mercado capitalista. Tarde o tempano, esas utopías americanas se encontrarán para formar y ofrecer al mundo la específica utopía americana: La migración de pueblos y de culturas entre las Américas y la gradual integración de todas ellas en un único marco de poder, es o puede ser uno de sus vehículos más eficaces.

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6 ESTE ES EL FIN, ESTE ES EL COMIENZO* Immanuel Wallerstein Mi primer comentario apareció el 1º de octubre de 1998. Fue publicado por el Centro Fernand Braudel (FBC) en la Universidad de Binghamton. He producido comentarios el primero y el 15 de cada mes sin excepción. Este es el comentario 500. Este será el último comentario que escriba. Me he dedicado a escribir estos comentarios con total regularidad. Pero nadie vive para siempre y no hay modo de que pueda seguir haciendo estos artículos por más tiempo. Así, hace algún tiempo me dije que haría el número 500 y después me retiraría. Ya hice el número 500 y me retiro. Mis comentarios tienen un formato especial. No son blogs, que son escritos en que los escritores los van cambiando a su voluntad. Por el contrario, se supone que mis comentarios sean permanentes y que no cambien nunca. Los comentarios han tenido un formato claro. Algunos, como en el comentario número uno, el título es el tema. Pero con más frecuencia el título es el tema según el modo particular que anoto a continuación. El comentario abre con algunas cuantas palabras para atraer la atención del lector, seguidas ya sea por una pregunta o por dos puntos. De ahí sigue lo que podría decirse un subtítulo en que hago referencia concreta a lo que este comentario alude. Éstas son unas cinco o seis palabras adicionales.

*Fuente:

https://billieparkernoticias.com/immanuel-wallerstein-este-es-el-fin-este-es-elcomienzo-ultima-columna-en-la-jornada/

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Pueden traducirse todos los comentarios y yo he intentado que se traduzcan los más posibles. Las traducciones tienen un formato estricto. Concedemos derechos de traducción gratis para las primeras mil copias de la traducción inicial. Esto es para pagar los costos de traducirlos. De nuevo, los comentarios deben seguir ciertas reglas. Nada puede añadirse y nada puede suprimirse del comentario, que debe ser reproducido en total fidelidad. Con el fin de garantizar que éste sea el caso, la propuesta de una nueva traducción debe responderse de la siguiente manera. Primero, revisamos si antes se ha traducido un comentario. Si éste es el caso, agradecemos a la o el proponente su interés y le indicamos que ya se hizo. Les indicamos dónde puede hallar la traducción completa. Sólo puede haber una traducción, y sólo puede haber una versión en inglés. Hay un solo lenguaje al que se tradujeron todos los 500 comentarios. Este lenguaje es el chino mandarín. Es más, la traductora siempre fue la misma persona. Ella es una antigua estudiante mía y está muy familiarizada con mi pensamiento. Otros lenguajes cuentan con muchos artículos traducidos, pero sólo el mandarín los tiene todos. Desde hace tiempo, están disponibles para su compra por publicaciones con fines de lucro. Pueden entrar en contacto con mi agente: la Agence Global. Aprovecho la ocasión para agradecer a todas las personas involucradas en cumplir con estos acuerdos. Soy yo, y nadie más, quien elige el tema del comentario y quien garantiza la singularidad de la traducción. Todos los comentarios y todas sus traducciones están archivados y están disponibles para cualquiera, sea la persona que nos escribe con regularidad o simplemente alguien que se sintoniza con nosotros por una sola ocasión. Estos comentarios son miembros permanentes de la comunidad de los comentarios. Es en este sentido que el presente comentario está llegando a su fin. Es el futuro lo que es más importante y más interesante, pero es inapresable inherentemente. Debido a la crisis estructural del moderno sistema-mundo, es posible, posible pero no absolutamente cierto, que un uso transformador de un complejo 1968 sea logrado por alguien o algún grupo. Probablemente llevará mucho tiempo y continuará mucho 120

después del final de los comentarios. Es difícil predecir lo que configura esta nueva actividad. Así, el mundo puede seguir recorriendo senderos paralelos. O no. He indicado en el pasado que pienso que hay una lucha crucial, que es la lucha de clases, entendiendo clase en su sentido más amplio. Lo que puedan hacer quienes vivan en el futuro es luchar consigo mismos para que este cambio sí sea uno real. Sigo pensando, por tanto, que hay una probabilidad de 50-50 de que ocurra un cambio transformador, pero sólo 50-50.

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