Desmond Morris-El Honbre Desnudo

D e s m o n d M o rris EL HO M BRE D E S N U D O Traducción de Nuria Pujol Valls W o. C l a s i f i c a c i ó n Sr*«ì

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D e s m o n d M o rris

EL HO M BRE D E S N U D O

Traducción de Nuria Pujol Valls

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Este libro no podrá ser reproducido, ni total ni parcialmente, sin el previo permiso escrito del editor. Todos los derechos reservados Título original: The Naked Man © Desmond Morris, 2008 © por la traducción, Nuria Pujol Valls, 2009 © Editorial Planeta, S. A., 2009 Diagonal, 662-664, 08034 Barcelona (España) ISBN 9780224080422 Composición: Ormograf, S.A. ISBN-13: 978-84-08-08599-7 ISBN-10: 84-08-08599-9 Editorial Planeta Colombiana S. A. Calle 73 N ° 7-60, Bogotá ISBN-13: 978-958-42-2172-8 ISBN-10: 958-42-2172-8 Primera reimpresión (Colombia): junio de 2009 Impresión y encuadernación: D ’Vinni Ltda.

Introducción 1. 2. 3. 4. 5. 6. 7. 8. 9. 10. 11. 12. 13. 14. 15. 16. 17. 18. 19. 20.

La evolución El cabello La frente Las orejas Los ojos La nariz La boca La barba El bigote El cuello Los hom bros Los brazos Las manos El pecho El vientre La espalda Las caderas El vello púbico El pene Los testículos

7 9 34 60 70 82 91 110 127 149 156 173 180 1&8 208 216 229 239 247 252 276

b ib lio te c a u is

índice

21. 22. 23. 24.

Las nalgas Las piernas Los pies Las preferencias

Bibliografía

292 301 309 329 338

Introducción

El papel de las mujeres en la sociedad m oderna y el hecho de que se las trate como a hembras en un m undo dominado por machos ha sido objeto de m ucho debate y análisis durante los últimos años. El movimiento feminista de los años setenta le dio un nuevo enfoque y dirección a esta polémica y, a lo largo de las cuatro décadas siguientes, se multiplicaron los trabajos y las investigaciones acerca de la hem bra hum ana, incluido mi libro La mujer desnuda, publicado en 2004. Pese a que se han corregido muchos errores, al menos en Occidente, a lo largo y ancho de este m undo las mujeres siguen siendo tratadas como propiedades y se les prohíbe participar en los sistemas de po­ der social, económico y político. Las religiones más im por­ tantes han venido favoreciendo al hom bre por encima de la mujer a lo largo de los últimos dos mil años. Hay que rem on­ tarse muy atrás para hallar a la gran Diosa M adre y a la Madre Tierra, e incluso más allá, en el caso de las sociedades tribales de los tiempos prehistóricos, para hallar a las mujeres en el centro de la sociedad hum ana, con los hombres en la perife­ ria, cazando los alimentos. De m odo que no resulta sorprendente que los autores, al abordar el género femenino y el masculino en nuestros días, se concentren mayoritariamente en la asediada fémina. Hay po-

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eos libros dedicados al macho de la especie que aborden sus debilidades y su fortaleza. Le han considerado el enemigo atrincherado, la causa de todos los males sociales, y sus cuali­ dades especiales han caído normalm ente en el olvido. En tan­ to que punto de partida para la reafirmación de la naturaleza del macho hum ano, este libro se plantea de entrada la historia de su exitosa evolución, y luego pasa a estudiar el cuerpo mas­ culino de la cabeza a los pies, deteniéndose a analizar la ana­ tom ía masculina al centímetro — el ojo, la oreja, la barba, el pelo, etcétera— y tom ando nota de las características biológi­ cas de cada caso, para describir después las muchas maneras en que las costumbres locales o los cambios en los usos socia­ les han modificado, suprimido o exagerado dichas caracte­ rísticas. N o se trata de un texto médico; no se adentra en el cuerpo. Sólo aborda sus características superficiales. En este sentido, es una historia natural del H om bre Desnudo, un re­ trato zoológico, que le considera un espécimen fascinante de una especie no por más propagada menos en peligro. Este libro es la secuela natural de La mujer desnuda y si­ gue la misma estructura. La diferencia más notable es que, en este caso, he incluido un capítulo final sobre las preferencias sexuales. En los últimos años, se ha convertido en un tema im portante, que suscita opiniones m uy polarizadas y contro­ vertidas. En algunos países, hoy en día es un crimen perseguir a los homosexuales; en otros, un acto homosexual puede cas­ tigarse con la muerte. Consideré que necesitábamos un infor­ me biológico y reposadamente objetivo de este aspecto de la conducta humana, y me esforcé por conseguirlo. Al escribir este libro, conté con la inestimable ayuda de mi esposa, Ramona. Com o con el resto de mis libros, ha con­ tribuido aportando docum entación y colaboración en la edi­ ción, pero en este caso su ayuda ha sido excepcional. Sospe­ cho que el tema sobre el que trata tuvo algo que ver con ello.

CAPITU LO 1

BIBLIOTECA

No existe forma de vida que haya provocado mayor impacto cu este planeta que el macho hum ano. Exploradores, inventó­ le., constructores, guerreros y silvicultores han sido, en su amplia mayoría, machos, y en calidad de tales han cambiado 11 superficie de la Tierra hasta un punto tal que hace que el testo de las especies parezcan insignificantes. En los mares, deberían ocupar un segundo lugar tras los organismos humiltles i|iie construyeron los enormes arrecifes coralinos, pero en l.i i ierra el macho hum ano reina con supremacía, tanto como dest ructor de elementos naturales como en calidad de construci «»1 de elementos artificiales. ¿Qué tiene el macho hum ano »111»■haya hecho que su legado sea tan radicalmente distinto al •I» i ras lormas de vida, incluida la hem bra humana? Para ha­ ll. n la respuesta, tendremos que regresar a los tiempos prehisihimpancé, por ejemplo, en realidad es marrón. Lo que signilii a que es mucho más difícil ver cómo cambia el enfoque de la vista de un chimpancé. Cuando los humanos están en gruI•s nos dicen a cada m om ento qué enfocan. La consecuencia

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e l HOMBRE DESNUDO

de ello es que, inconscientemente, podemos leer las señales de los ojos de los demás en las situaciones sociales. Utilizamos dicha información para enterarnos de las relaciones que exis­ ten entre nuestros compañeros, de quién está más interesado en quién, y quién se siente más amenazado por quién. Además de la dirección de la mirada, también estamos in­ conscientemente ocupados controlando las señales de la pupila del otro. El punto negro del centro del ojo se hace más peque­ ño o más grande según la cantidad de luz que llegue a la retina, pero también existe una respuesta emocional que puede inter­ ferir con esta reacción. Si vemos algo que nos gusta, nuestras pupilas se dilatan más de lo debido, y si contemplamos algo desagradable, las pupilas se contraen más de lo debido. Intuiti­ vamente, un hombre sabe si una mujer se está enamorando de él por la exagerada dilatación de sus pupilas. No sabrá cómo lo sabe, pero lo sabe. Si, por otra parte, ella está fingiendo que le gusta mucho, pero sus pupilas son dos puntos pequeños, inclu­ so con luz tenue, entonces es que está fingiendo su interés. Sus pupilas no mienten porque no tenemos control consciente so­ bre ellas, de modo que, igual que la dirección de la mirada, emi­ ten señales acerca de nuestros estados de ánimo. O tra de las rarezas de los ojos humanos es que sus glán­ dulas lacrimales parecen ser indebidamente activas. O tros pri­ mates no lloran copiosamente, pero los humanos sí. Es más intenso en la mujer, pero los hombres duros también lloran abiertamente cuando sus normas culturales se lo permiten. En algunas sociedades, que un hombre llore en público es una muestra grave de debilidad. Suele darse el caso en países con una historia militar poderosa, donde se supone que los hom ­ bres de honor deben m antener una actitud soberbia. Sin em­ bargo, cuando no se aplican dichas normas, se puede ver .1 hombres adultos llorar abiertamente en público cuando les ocurre alguna desgracia. En realidad, los hombres que contie-

los ojos

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lien el llanto se hacen un flaco favor, porque las lágrimas pro­ vocadas por la tristeza contienen elementos químicos antiesi res que no incluyen las lágrimas contenidas. El acto de llorar contribuye así a rebajar los niveles de estrés interno, algo muy beneficioso para quien esté abrumado. Por eso nos sentimos mejor después de dar rienda suelta al llanto. Los hombres du­ ros que se esfuerzan por contener el llanto se privan a sí mis­ mos de esta ventaja. La tensión ocular temporal es una afección común en el liombre civilizado. Nuestros ojos evolucionaron para funcio­ nar con eficiencia en distancias mayores de las que solemos contemplar en la vida moderna. Los hombres prehistóricos no estaban sentados en sus despachos ni se pasaban el día en una butaca calculando cifras, leyendo una letra dim inuta o contemplando imágenes parpadeantes en una pantalla. En ia uto que cazadores, sus ojos estaban más ocupados en imá­ genes lejanas. La musculatura del ojo tiene que hacer un es­ fuerzo mayor para enfocar los objetos que están cerca que los 2 nuestra era, esta prenda reaparece sólo esporádicamente, en los extravagantes trajes que Llevan algunas de las estrellas del pop más excéntricas, o en algunas películas de ciencia ficción.

De entre las 4.000 especies distintas de mamíferos que existen en Id acttialidad, los humanos son los únicos que caminan y corren sobre sus extremidades inferiores a lo largo de toda su vida adulta. Las piernas de los hombres, poderosamente musculosas, pueden realizar hazañas de lo más sorprendente en actividades tales como el ciclismo (ARRIBA), la danza irlandesa (A LA DERECHA) o elfútbol (ABAJO).

PIERNAS

ARRIBA: Cuando el papa desea realizar un acto de humildad cristiana para contrarrestar la pompa de su elevado cargo eclesiástico, opta a veces por expresar la subordinación que implica lavar y besar los pies de los que son socialmente inferiores a él. Eso implica una servil inclinación de todo el cuerpo, un acto de extrema sumisión insólito en las sociedades modernas. Hoy en día, aparte de los ritos papales, es una actividad que sólo practican losfetichistas de los pies.

DERECHA: El pie humano es una estructura notablemente compleja que contiene 2 6 huesos, 33 articulaciones, 114 ligamentos y 20 músculos. Leonardo da Vinci lo consideró una obra de arte de la ingeniería y, habida cuenta de la delicada

m

labor de equilibrio y contrapeso que debía realizar un bailarín como Rudolph Nureyev, cuyo pie aparece en la foto, no queda sino mostrarse de acuerdo con el genio italiano.

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ARRIBA: Las botas militares son una

ABAJO: No existe explicación para la

muestra del tipo de calzado que prefieren los

habilidad de los habitantes de las islas

hombres radicales en la violenta sociedad

Fidji para caminar descalzos sobre piedras

urbana de hoy. Dicho calzado no sólo

lo bastante calientes como para prender un

constituye una valiosa arma defensiva

pañuelo si lo dejáramos caer sobre ellas.

durante las peleas callejeras, sino que además

Sería lógico pensar que deben de salirles

transmite la señal visual de que quien las

unas ampollas terribles en los pies, pero

lleva es un macho hostil y de pies temibles.

les quedan intactos.

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ABAJO: N o existe explicación para la

muestra del tipo de calzado que prefieren los

habilidad de los habitantes de las islas

hombres radicales en la violenta sociedad

Fidji para caminar descalzos sobre piedras

urbana de hoy. Dicho calzado no sólo

lo bastante calientes como para prender un

constituye una valiosa arma defensiva

pañuelo si lo dejáramos caer sobre ellas.

durante las peleas callejeras, sino que además

Sería lógico pensar que deben de salirles

transmite la señal visual de que quien las

unas ampollas terribles en los pies, pero

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r intactos.

LAS. M A N O S

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sus manos. Las sortijas, brazaletes, lacas de uñas y pinturas con alheña han sido siempre adornos predom inantem ente femeninos. Tan identificados han estado con las mujeres que, en general, a los hombres más afeminados les gusta llevarlos. No obstante, existen algunas excepciones im portantes a di­ cha regla. La excepción más im portante es la costumbre de llevar un anillo con un sello. Al principio, se trataba de un objeto para firmar los documentos importantes. En la antigüedad, se firmaba estampando los sellos oficiales, no anotando la firma de puño y letra, por lo que llevarlos engarzados en un anillo era un medio de protegerlos. Los nobles llevaban sellos en los que aparecía su escudo heráldico, o cualquier otro emblema, y lo estampaban sobre un pedazo de cera caliente y suave para sellar un documento. Y los seguidores leales podían jurar su fi­ delidad besándoles el anillo. H oy en día, el sello más famoso es el Anillo del Pescador, o Pescatorio, que lleva el papa en la mano. Cuando comparece uno ante el papa no le estrecha la mano; el saludo correcto consiste en agacharse sobre la rodilla izquierda y besarle el ani­ llo. Surge un problema si quien le saluda es, a su vez, un gran líder que se considera del mismo estatus o de un estatus más elevado que el papa. La diplomacia papal resuelve dicho con­ tratiempo. Si no cabe esperar del visitante que se arrodille ante el pontífice, entonces éste levanta la mano y le ofrece el anillo a la altura de la boca, para que pueda besarlo sin nece­ sidad de inclinarse sumisamente. Eso fue, por ejemplo, lo que hizo Yasir Arafat cuando visitó al papa Juan Pablo II. Incluso así, para poder besar el anillo, Arafat tuvo que inclinar la ca­ beza, por lo que, en la consiguiente fotografía, da la sensación de que un líder musulm án se inclina ante el líder católico. Cada papa recibe un anillo nuevo, que se coloca en el cuarto dedo de su mano derecha en cuanto se le proclama

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nuevo pontífice. Cuando muere, se destruye ceremonialmen­ te el anillo y lo aplastan en presencia de los cardenales. Con ello se impide que utilicen el sello de un papa tras su muerte, para datar documentos con fechas anteriores o falsificarlos. En la actualidad, es una mera formalidad puesto que ya no se utiliza el sello para firmar documentos. Desde el siglo xix se usa un troquel con tinta roja como sustituto del sello papal. Son muchos los hombres que, como el papa, siguen lle­ vando anillos con sello a pesar de que no los utilicen para se­ llar documentos. N o obstante, a pesar de que el anillo ha so­ brevivido a su función inicial, sigue conservando su diseño original, con una superficie ancha y plana, normalm ente de­ corada con algún tipo de emblema, o las iniciales de quien lo lleva. Hasta los anillos bling bling de hoy han conservado los engarces anchos y achatados de los antiguos sellos. De este modo, el hombre m oderno puede llevar un anillo puram ente decorativo que, pese a todo, exhibe la tradicional forma mas­ culina. Existen tradiciones distintas acerca de dónde colocar el anillo de sello. Un inglés, por ejemplo, lo llevará en el dedo me­ ñique de su m ano izquierda; un noble francés, en el dedo anular de la mano izquierda, y un suizo, en el dedo anular de la mano derecha. La costumbre de llevar un anillo de boda entre los hom ­ bres es mucho más reciente, del siglo xx. Se inició en tiempos de guerra, cuando los hombres que debían abandonar a sus esposas durante largos períodos sintieron la necesidad de lle­ var consigo un recordatorio de sus votos matrimoniales. Si­ guió siendo costumbre entre muchos hombres en tiempos de paz, sin duda animados por sus esposas y los mismos joyeros. En Europa del Este surgió una extraña superstición rela­ tiva al hábito de llevar anillos de casado entre los hombres. Se creía que, si lo llevaban más de cuatro horas diarias, les roba­

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ba el vigor sexual. Com o consecuencia, los hombres eslavos se quitaban periódicamente las alianzas para protegerse de un destino tan funesto. U na mente sagaz concluiría que lo que conserva la potencia de un hom bre fuera del lecho marital es la mera ausencia de un anillo de boda. Los brazaletes masculinos eran, hasta fechas recientes, una rareza, aunque en la actualidad se han popularizado entre los más jóvenes. Una vez más, a m enudo suele aducirse algu­ na función especial a m odo de excusa para llevar ese tipo de adornos corporales. Se inició en el antiguo Egipto, donde los hombres de estatus elevado llevaban brazaletes protectores contra los malos espíritus. Hoy, los viajeros que regresan de Africa suelen llevar un brazalete de pelo de elefante. Dichos pelos se extraen de la cola, donde son gruesos aunque flexibles. Com o se ha m en­ cionado anteriormente, se suelen adjudicar virtudes protecto­ ras a estos adornos, que evitan que quien los lleva caiga enfer­ mo, tenga algún accidente o se hunda en la pobreza. Según una vieja leyenda, los nudos del brazalete representan las fuer­ zas de la vida, y las hebras las estaciones del año. Finalmente, una de las maneras en que los hombres pue­ den exhibir adornos lujosos en las manos disfrazados de obje­ tos funcionales es llevar relojes de pulsera caros o de diseños innovadores. Los hay con diamantes incrustados que cuestan una fortuna, o enormes y deportivos, y en teoría se llevan para saber la hora. Una vez más, esto les proporciona un toque masculino y permite que el hom bre se adorne como su com ­ pañera femenina sin resultar afeminado. Cuando se trata de lenguaje corporal, las manos ocupan el segundo lugar, después del rostro, a la hora de m andar se­ ñales visuales a nuestros interlocutores. Aunque las caras de las mujeres son más expresivas que las de los hombres, éstos son más expresivos con los movimientos de sus manos. En rea­

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lidad, en algunas culturas se les prohíbe a las mujeres que ha­ gan gestos con las manos. Existen dos tipos de gestos con las manos. El primero son las gesticulaciones que solemos realizar inconscientemente cuando hablamos. Contribuyen a dar mayor intensidad a nuestras palabras, a la vez que indican nuestro estado de áni­ mo. Se les llama ademanes de batuta porque marcan el ritm o de nuestro discurso, y cuanto más emotivo sea el comentario, más se agitarán nuestras manos en el aire. Las palmas de las manos indican el estado de ánimo de quien habla. Si las palmas están para arriba, te está im ploran­ do que estés de acuerdo con él. Es la posición de las manos de un pedigüeño. Si las palmas de las manos están para abajo, está intentando calmarte, bajar la intensidad de tu estado de ánim o com prim iendo las manos para abajo. Si las sostiene de modo que te muestra las palmas frontalmente, intenta echar­ te para atrás, repelerte o rechazarte mientras sigue hablando contigo. Si las palmas están cara a cara mientras se aproxima a ti, quiere abrazarte con sus ideas. Si las palmas están orienta­ das hacia su pecho, está a punto de abrazarse o intentando atraerte hacia él. Esos gestos de batuta acompañan siempre nuestro discur­ so, pero existen otros gestos que reemplazan el discurso. Son los gestos simbólicos que emiten mensajes que podríamos, si quisiéramos, expresar en voz alta. Normalmente, los utiliza­ mos porque nuestro interlocutor no nos oye, sea porque está demasiado lejos, porque hay demasiado ruido, se está bajo el agua o a ambos lados de un panel de cristal. Cada uno de los cinco dígitos de la mano tiene su propio significado y sus gestos característicos. El primer dígito, el pulgar, transmite varias señales de gran importancia. Puede señalar el camino, realizar el gesto con el pulgar para arriba que significa «Todo va bien» o el del gesto para abajo que sig­

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nifica «Ha salido mal», o el pulgar que se agita verticalmente y señala un insulto fálico. La utilización del pulgar como puntero es menos habi­ tual que la utilización del índice y, en algunos contextos, se considera más bien hosco. En las carreteras podemos ver una excepción de esta norma. En tiempos modernos se ha conver­ tido en la señal del autoestopista, con la que indica la direc­ ción en la que desea viajar. En tiempos antiguos existía tam bién el pulgar para abajo, apuntando al cuerpo caído del gladiador derrotado, que seña­ laba el destino que se le deparaba al luchador en el anfiteatro romano. La m uchedum bre podía indicar su deseo de sacrifi­ car a la víctima señalándola con el pulgar para abajo. Si, por el contrario, querían salvarle la vida, invertían sus pulgares. Este gesto de inversión dio lugar al gesto del «pulgar para arriba» tan popular en nuestros días. En los países donde no se ha producido este equívoco, ha sobrevivido el significado del pulgar para arriba como «¡Que te jodan!» y da lugar a una confusión considerable entre los viajeros y turistas. Los autoestopistas de algunos países mediterráneos se sorprenden al ver lo airada que es la reacción de los conductores de otros lu­ gares ante quienes enarbolan sus pulgares, pues no com pren­ den que se trata de un insulto de lo más obsceno. El dedo índice es el más im portante de los cuatro restan­ tes. Es el dedo del gatillo, el de señalar, el de marcar el dial, el que llama por señas y el que aprieta el detonante de una bom ­ ba. En la antigüedad se creía que era venenoso y se prohibía que interviniera en la manipulación de medicinas. El índice masculino difiere del de la mujer de un modo extraño. En el 45 por ciento de las mujeres, el dedo índice es más largo que el dedo anular, un hecho que sólo se da en el 22 por ciento de los hombres. N o se conoce el motivo de dicha diferencia.

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Aparte de los gestos ampliamente usados consistentes en señalar y llamar la atención, el dedo índice se utiliza también en varias señales obscenas. Com o muchos de los gestos grose­ ros con la mano, son casi exclusivamente masculinos. El más conocido es la «pistola», en el que el dedo índice se introduce a través de los dedos cerrados de la otra mano o de un anillo formado por el pulgar y el otro índice con un movimiento de bombeo. Es un remedo tan claro del pene introduciéndose en la vagina que se entiende casi en todo el m undo y, al menos en un caso, le causó la m uerte a quien lo hizo. El caso de la m uerte por la «pistola» es curioso, además, porque está relacionado con la creación del único billete de banco obsceno de la historia. Cuando los japoneses invadie­ ron China justo antes de la segunda guerra mundial, emitieron billetes del gobierno títere en algunas ciudades chinas. Aun­ que controlados por los japoneses, los impresores encargados de la fabricación de los billetes eran chinos. Uno de los gra­ badores se sentía tan ultrajado por la tarea que decidió añadir un pequeño detalle que, al principio, pasó inadvertido. El an­ ciano sabio que aparece en los billetes, cuyas manos debían es­ tar en una postura formal de reverencia, realiza el gesto obsce­ no con el índice de una mano. Cuando repararon en ello, las autoridades japonesas persiguieron al grabador rebelde y le decapitaron públicamente, un precio m uy elevado a cambio de la satisfacción de hacer un gesto obsceno. Entre los hombres árabes existe otro gesto obsceno con el índice que también puede recibir respuestas intempestivas si no se utiliza correctamente. Parece de lo más inocente, y con­ siste en golpear con el índice de una mano la punta de los de­ dos juntos de la otra. En este caso, el dedo índice no se utiliza como símbolo fálico sino como símbolo de la madre de la persona a la que va dirigida la acción. Los cinco dedos de la otra mano simbolizan los hombres con los que ha copulado la ma­

dre, y el mensaje verbal de este gesto es: «Tienes cinco padres.» No hay noticia de que el gesto le haya causado la m uerte a na­ die, aunque tampoco sería de extrañar. El dedo medio es el más largo de todos. Tuvo gran variedad de nombres en la antigüedad, los más conocidos son los títulos romanos de impudicus, infamis y obscenus. Le llamaban im pú­ dico, infame y obsceno porque se trataba de la pieza clave del más grosero de los gestos de la mano que, dos mil años después, sigue siendo popular en Estados Unidos donde se conoce como «enseñar el dedo.» El gesto consiste en dejar el dedo medio tie­ so mientras se doblan los otros dedos. La mano imita entonces a un pene erecto sobresaliendo del saco escrotal. El dedo anular, el cuarto, se llamaba digitus medicus en Roma, el dedo médico, y se utilizaba en las ceremonias de cu­ ración. Probablemente eso explica que sea el menos utilizado de los dedos, el más difícil de mover solo. También se com ­ prende que sea el dedo del anillo, aquel donde el novio y la novia se colocan la alianza el día de la boda, símbolo del acto en que renuncian ambos a su independencia. El dedo más pequeño, el quinto, en castellano se llama meñique y en inglés pinkie. Entre los niños, existe un m o­ m ento del juego en que alguien pide una «promesa pinkie», que significa que el compañero debe unir el dedo meñique al suyo y formular un juramento. Una vez hecho, la promesa es en firme, y el que la rompe deberá cortarse el dedo meñique como expiación. Aunque no es más que un juego de niños, tiene un origen serio. Hace muchos años, los jugadores japoneses llamados bakuto sabían que, si dejaban de pagar una deuda de juego, tendrían que cortarse uno de los meñiques como método de pago alternativo. Aparte de que desfiguraba sus manos, tam ­ bién significaba que no podían em puñar igual de bien la es­ pada, por lo que estaban en desventaja durante los combates.

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Posteriormente, los gángsteres japoneses conocidos como yakuza transform aron dicha am putación en un rito especial llamado yubitsume, que significa, literalmente, acortam iento de los dedos. Se trata de una forma de castigo, o de discul­ parse por alguna falta, o un acto que acompañaba la expul­ sión de un grupo de yakuzas. Lo que lo hacía especial es que el hom bre castigado tenía que cortarse el dedo él mismo, m u­ cho más difícil que cortárselo a otro. Existían normas para el rito, que se iniciaba colocando un pequeño retal de tela lim ­ pia sobre una superficie. Luego el ofensor colocaba la mano izquierda, con la palm a para abajo, sobre la tela, asía un cu­ chillo m uy afilado, o tanto, y am putaba con un corte seco la últim a falange del meñique. Para com pletar el rito, envolvía entonces el trozo am putado en la tela y se lo ofrecía como sa­ crificio al jefe de la familia yakuza, que había supervisado todo el proceso. El conocimiento de este rito probablemente explica el in­ tento, por lo demás inexplicable, que realizó el inconformista actor de Hollywood Mickey Rourke cuando quiso cortarse dicho dedo en un ataque de ira. C om entó sobre el incidente: «Me corté el meñique porque pensé que no lo quería. Estaba enfadado por otra cosa y pensé que no necesitaba la punta del dedo meñique de la mano izquierda. N o lo corté del todo, lo dejé colgando de un tendón [...] El cirujano tardó ocho ho­ ras en cosérmelo. Sigo sin poder doblarlo.» Además de las acciones relacionadas con un dedo en con­ creto, existen varios gestos simbólicos en los que concurre toda la mano. H ay más de cien, muchos de los cuales tienen significados distintos según los lugares. Los que algunos hom ­ bres enfadados utilizan a m odo de insulto obsceno en algunos países pueden ser malinterpretados si quienes los hacen, in­ conscientemente, son forasteros, y pueden dar lugar a enfren­ tamientos violentos.

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Uno de los gestos sexuales utilizados por los hombres de maneras distintas es el misterioso signo de la higa. Para este gesto, se cierra la mano, pero asomando la punta del pulgar entre el índice y el corazón, doblados. En el norte de Europa es un comentario sexual muy indecente, pues el pulgar sim­ boliza el pene inserto. El mensaje básico es «Esto te haría yo a ti.» En buena parte del sur de Europa el significado cambia li­ geramente. Se trata más bien de un insulto obsceno o de una amenaza que significa «Métetelo por el culo.» En Portugal y en Brasil, sin embargo, el gesto se utiliza como protección contra el mal de ojo. En las ocasiones en que otros «tocarían madera», cruzarían los dedos o harían el signo de la cruz para evitar la mala suerte, los portugueses y los brasileños harían el signo de la higa. Para ellos no tiene connotaciones sexuales, una fuente obvia de malentendidos de lo más embarazoso cuando los viajeros van de un país a otro. La utilización del signo de la higa a m odo de mecanismo de protección puede parecer extraña, pero tiene su origen en la creencia primitiva de que cualquier gesto abiertamente se­ xual debía de resultarles tan atractivo a los malos espíritus que les llamaba la atención y les mantenía ocupados. Ese es el m o­ tivo de que se colocaran gárgolas explícitamente sexuales en las puertas de las iglesias, para impedir que los malvados en­ tren en ellas. Durante, como mínimo, dos mil años, gentes de todo el m undo han llevado pequeños amuletos en los que se ve la mano con la posición de la higa, de la antigua Roma al moderno Río de Janeiro. En la actualidad, sin embargo, quie­ nes los llevan suelen ignorar el significado sexual de su buena suerte, y tal vez les escandalizara saber que exhiben un col­ gante con un gesto obsceno. El signo italiano del cuerno, que consiste en mantener el meñique y el índice tiesos y los otros dos doblados y sostenidos por el pulgar, tiene una historia similar a la del signo de la higa.

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Mostrarle la mano con esta forma de cornamenta a un hombre de Sicilia podía, y en el pasado probablemente ha sido así, com portar la muerte. Conocido localmente como cornuta, el mensaje de este gesto es: «Tu mujer se está tirando a otro», un comentario no muy bien recibido en las costas mediterráneas. Es de lamentar que los estudiantes de la Universidad de Tejas empleen, orgullosos, ese mismo gesto de los cuernos a modo de emblema, y lo utilicen libremente en los acontecimientos deportivos. Cualquier día de éstos va a haber un choque de gestos entre los turistas norteamericanos y los nativos de Italia. Existen varias explicaciones de por qué resulta tan ofensi­ vo el mensaje de esos cuernos. La más popular considera que la m ano cornuda es el símbolo de un toro. A la mayoría de los toros se les castra para hacerles más dóciles, de modo que, en realidad, la mano dice: «Tu esposa adúltera te ha castrado sim­ bólicamente.» En algunas zonas de Italia y en las zonas contiguas tam ­ bién se utilizan los cuernos como protección contra el mal de ojo. Cuando es así, se suele apuntar con los cuernos el objeto que se cree pernicioso, en lugar de agitarlos en el aire. En esta versión, los cuernos pertenecen simbólicamente al gran y pro­ tector dios toro de la antigüedad. Una vez más, la costumbre de llevar un amuleto con ese gesto como protección contra la mala suerte tiene más de dos mil años de historia. El gesto del aro, formado con el pulgar y el índice dobla­ dos creando un redondel, también tiene varios significados en distintas partes del globo. En la mayoría, significa «OK», «todo va bien», pero en algunos lugares de la zona mediterrá­ nea, en Alemania, en Rusia, en O riente M edio y en partes de Sudamérica, es un gesto obsceno equivalente a mostrar un orificio. En la actualidad, se acostumbra a utilizar como signo de que alguien piensa de otro que es homosexual, o al menos afeminado. En algunas zonas de Francia y de Bélgica se utiliza

para señalar que algo es insatisfactorio; en ese caso, el círculo es un cero. En Japón, el anillo simboliza una moneda, y el mensaje del gesto es dinero. En Inglaterra, existe ahora una nueva versión popular del signo del círculo, que consiste en agitarlo espasmódicamente, imitando el movimiento de la mano durante la masturbación masculina. El signo V es otro gesto con significados conflictivos. En todo el m undo es, sencillamente, la V de Victoria, con el ín­ dice y el dedo medio estirados y separados entre sí formando una V, con el resto de los dedos doblados. Tal cual, no parece que haya duda alguna acerca de su significado, excepto en un país, Gran Bretaña. Ahí, quien lo haga debe cuidar un detalle, m antener la mano con la que realiza el gesto lejos de su cuer­ po. Si le da la vuelta a la mano y la palma mira hacia el cuerpo, mientras la lanza breve y repetidamente hacia arriba, la señal inglesa cambia drásticamente del signo V de Victoria al «mé­ tetelo por el culo.» Este insulto únicamente británico suele sorprender a los extranjeros, que confunden hostilidad por cordialidad. Existe una historia encantadora sobre cómo surgió este gesto en la batalla de Agincourt en 1415, cuando los franceses amenazaron con cortarles los dedos del arco a los arqueros in­ gleses, que tantas dificultades les creaban durante la batalla. Cuando los franceses perdieron la batalla, se dice que los mgleses se burlaban de ellos mostrándoles los dos dedos del arco, el índice y el medio, para jactarse de que los seguían te­ niendo. Enarbolando los dos dedos, se reían de sus derrotados oponentes, lo que se supone que dio lugar a la interpretación insultante de la V que se da en Inglaterra. Desgraciadamente, no hay pruebas históricas que ratifiquen esa historia tan atrac­ tiva. Está claro que no nació en la batalla de Agincourt porque el historiador Jean Froissart, que murió antes de la batalla, dejó testimonio de la costumbre inglesa de mostrarles los de­

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dos a los franceses durante un sitio mucho anterior. Aunque no queda claro que esa burla consistiera exactamente en el sig­ no de la V. La historia de los arqueros tampoco explica la inten­ sa naturaleza sexual del insulto moderno. Parece más probable que, para la mayoría de los hombres que lo utilizan hoy, se trate simplemente de un insulto fálico con doble énfasis. Pasando de los gestos de la mano a los contactos de la misma, está claro que la mayoría de los hombres adultos ofre­ cen una gran resistencia a tocar o ser tocados por un extraño, especialmente si es otro hombre. Por ello, el contacto de las manos se ha formalizado a lo largo de los siglos hasta ofrecer­ nos una acción de saludar cuidadosamente estilizada que po­ demos realizar sin sentirnos azorados. Se trata del apretón de manos, otrora una costumbre europea y ahora literalmente global. En Europa ha existido una larga tradición de estrechar manos para sellar una venta o acordar un trato. Ese era el uso original del apretón de manos, antes de que se convirtiera en un saludo. En tiempos medievales se utilizaba como garantía de honor o fidelidad, y normalm ente iba acompañado de una genuflexión por parte del subordinado. Sabemos que el apre­ tón de manos completo se daba ya en el siglo xvi porque en Como gustéis de Shakespeare se dice: «Se estrecharon la mano y se juraron lealtad.» En la actualidad existen varios estilos de apretón de ma­ nos. Está el apretón de manos del policía, para el que se usan ambas manos, cubriendo la mano del otro como un guante. En este apretón ampliado, la mano derecha aprieta la otra normalm ente, pero la mano izquierda agarra el otro lado de la mano de quien se saluda. Se trata de un gesto favorito de las figuras públicas que quieren dar una imagen muy amistosa, y a veces se refieren a ella como la mano encantada. Se parece a un abrazo en m iniatura en el que se recoge, en la medida de lo

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posible, la mano del otro. El efecto pretendido es emitir una intensa señal de cordialidad, conservando a la vez la formali­ dad de este tipo de saludo. Una versión aún más efusiva colo­ ca la mano izquierda en el antebrazo del compañero, a medio camino del abrazo. Existen varias normas relativas a la etiqueta del apretón de manos. La persona de mayor edad debe iniciar la acción. Un subordinado no le ofrece la mano a un superior. El hom ­ bre no debe ofrecerle la m ano a una mujer, debe esperar a que sea ella quien se la tienda, a menos que se trate de un hombre muy importante. Entre los boy scouts existe una extraña costumbre consis­ tente en darse el apretón con la mano izquierda. Se supone que, con ello, dan muestra de una gran confianza puesto que, en teoría, el compañero puede seguir sosteniendo una arma en la m ano derecha. Dicen que utilizan la izquierda porque se halla más cerca del corazón del scout. Lo cierto es que tener un apretón de manos singular le da algo de ceremonia secreta a la acción. Son muchas las sociedades secretas que utilizan apre­ tones de manos idiosincrásicos, con pequeñas alteraciones de la posición de los dedos que dan a conocer al otro nuestra per­ tenencia a un grupo u organización especial. En los Estados Unidos de la década de los sesenta apare­ ció un elaborado apretón de manos conocido como el apretón entre Herm anos del Alma. Surgió entre los hombres afroame­ ricanos, pero luego se extendió y es popular entre los adultos jóvenes a modo de saludo entre amigos íntimos. Se trata de una acción en tres partes, que se inicia con la palmada tradi­ cional de una mano contra la otra, seguida en rápida sucesión por un sujetarse por la base de los pulgares y, finalmente, un engancharse por los dedos cerrados. También se puede igno­ rar este últim o movimiento y repetir de nuevo el movimiento inicial, palma contra palma.

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La explicación tradicional del origen del apretón de ma­ nos es que se inició en la antigua Roma, cuando se enlazaban los codos o los antebrazos en un gesto de confianza con el que dos hombres demostraban que no llevaban armas en sus ro­ bustos brazos derechos. A modo de alternativa, también se ha sugerido que se trataba de una manera de comprobar la fuer­ za del brazo del compañero, y que en realidad se palpaban la musculatura para determ inar su fuerza física. Hoy en día, al­ gunos individuos inseguros siguen utilizando este apretón tan fuerte, y aplastan los dedos del otro con la esperanza desespe­ rada de impresionarles. Se ha dicho que el apretón de manos es la manera más co­ m ún de contagio de las enfermedades que abundan en las so­ ciedades modernas, y no es de extrañar que a los hombres no les guste prolongar el contacto de sus manos con las de otros hombres. También existe la sensación de que sostenerse las manos es de afeminados y que, en público, puede interpretar­ se como una señal homosexual. No obstante, esa lectura no se da en todas partes y hay muchos países donde los hombres se sientan, se quedan de pie o caminan con las manos cogidas, un gesto de amistad sin la menor connotación de homose­ xualidad. Así es en la mayoría de los países de Oriente Medio y también en Asia y en África, y existe la famosa fotografía de un azorado presidente Bush en su rancho de Tejas, cam inan­ do junto a un príncipe saudí con las manos cogidas. U n deta­ lle que el líder árabe debió de considerar completamente nor­ mal pero que abochornaba al tejano, pese a sus esfuerzos por seguir sonriendo. En palabras de un comentarista crítico del momento: «¡Hay que ver lo que hay que hacer para rebajar el precio del petróleo!» O tro, más sarcástico, señaló que «en to­ das las fotos menos una, Dubya [como sus detractores llaman a George W. Bush y que representa la fonética de pronunciar

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la W como lo haría un paleto de Texas] toca a Su Alteza saudí con la mano izquierda, la mano con la que, según la costum ­ bre árabe, ¡debe limpiarse el culo!.» Ahí es donde el senti­ miento anti-Bush va más allá del sentido com ún dado que, si dos hombres caminan codo con codo, uno de los dos debe utilizar necesariamente la mano izquierda. Un joven afroamericano que visitó Sudáfrica señaló que, ahí, «es habitual que los hombres, jóvenes y ancianos, se cojan de las manos. Era una costumbre que para mí, un afroameri­ cano del país que creó la imagen del gángster, resultaba muy difícil de comprender. En mi m undo los hermanos no se to­ can y, los que lo hacen, suelen esconderse en un armario.» Y concluía diciendo: «Pasará mucho tiempo antes de que la imagen de dos afroamericanos cogidos de la mano evoque algo distinto a un arrebato homófobo o miradas cohibidas. Aunque tal vez podamos aprender del extranjero [...] En África, muchos de esos hombres que se cogían de la mano eran revolucionarios que iban armados y luchaban contra el yugo del apartheid. Tal vez ha llegado el m om ento de que pro­ bemos con un poco de ternura fraternal.»

CAPÍTULO

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El pecho

C uando nuestros ancestros optaron por la caza como medio de vida, el cuerpo hum ano se vio sometido a nuevas pre­ siones. Los hombres que salían a cazar tuvieron que perfec­ cionar su respiración. Si se quedaban sin aliento, se quedaban sin comida. Com parados con otros monos y simios, tenían que ampliar la capacidad de su pecho para albergar unos pul­ mones más grandes. Así, la caja formada por la colum na ver­ tebral, las costillas y el esternón tuvo que ensancharse hasta adquirir una forma parecida a un barril. Se hizo más grande y más ancha. El pecho del hombre se convirtió en el pecho de un atleta. La mujer se desarrolló de otra manera. Dada su dedica­ ción al cuidado de los niños y al embarazo, su movilidad era más reducida. Su pecho no se ensanchó como el del hombre. Se desarrolló en otro sentido, la caja torácica siguió siendo la misma, pero los senos se hincharon como un par de hemisfe­ rios suaves. Esos senos más grandes cumplían dos funciones, una maternal y otra sexual. Por el contrario, el pecho del hom bre no era más que un aparato respiratorio mejorado. Si tenía atractivo sexual, era secundario, y se debía a que un hom bre con el pecho más ancho y musculoso era mejor caza­ dor y por lo tanto un compañero potencialmente más seguro.

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En la actualidad, los hombres acostumbran a llevar vidas tan sedentarias que sus modernos pechos son demasiado es­ trechos y canijos como para atraer a posibles compañeras. Para los individuos que quieren mejorar su musculatura pec­ toral, y sacar un poco más de pecho, existe una simple opera­ ción que les ofrece «unos pectorales más definidos y esculpi­ dos.» Se practica una pequeña incisión en cada sobaco a través de las que se insertan unos implantes sólidos y cónicos en una suerte de bolsillos que el cirujano realiza bajo los músculos pectoralis major. Sin embargo, a la mayoría suele bastarles con una chaqueta con un buen corte. N o obstante, cuando se desnudan el problema subsiste. Los pechos masculinos tienen do? variantes, peludos o tersos, y el dilema está en saber cuál de los dos tiene mayor atractivo erotico. Al hom bre de pelo en pecho le es posible, aunque doloroso, depilarse esa zona del cuerpo y exhibir una musculatura tersa y reluciente. Para los que no tienen pelo en el pecho, la única solución consiste en ponerse un tupé de pecho, un accesorio que disfrutó de un breve período de popularidad en la década de los setenta, y en rezar para que no se caiga en los momentos de intimidad. Cuando se les pregunta si prefieren a los hombres con el pecho peludo o terso, las mujeres se muestran muy divididas en sus respuestas. Algunas insisten en que, dado que los hom ­ bres suelen tener el cuerpo más peludo que las mujeres, cuanto más vello tengan en el pecho, más masculinos resultan, y por lo tanto más atractivos. Añaden que no sólo parece sexy sino que tam bién lo es al tacto, como el de un osito de peluche. También arremeten contra los pechos tersos porque les resultan infantiles. Las mujeres que prefieren los pechos tersos afirman que el hecho de que los hombres no tengan vello pectoral les hace parecer más jóvenes y mencionan que, en las distancias cortas,

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la piel tersa es mucho más sensible y erótica al tacto. De modo que, al parecer, el jurado sigue deliberando respecto a este tema. Puede que haya una variación cultural relativa al tema porque el cantante irlandés Ronan Keating se depiló el vello pectoral para gustar a sus seguidoras norteamericanas cuando quiso hacer fortuna en Estados Unidos. N o lo hizo físicamen­ te, se limitó a pedir que eliminaran el vello de su pecho en las fotografías de prom oción en Norteamérica. En la cubierta de su últim o single inglés, el vello de su pecho se asoma por en­ tre la camisa abierta pero, en Estados Unidos, ha desapareci­ do mágicamente de la misma foto. Se dijo que con ello pre­ tendía parecer menos temperamental, más afable. O, dicho de otro modo, menos masculino y más juvenil. Depilarse de verdad, no en las fotos sino en la propia piel, parece estar poniéndose de moda en California, y varias estre­ llas de Hollywood se han sometido recientemente al doloroso proceso de depilarse el vello con cera. Los actores Brad Pitt y George Clooney, por ejemplo, lo han hecho, respondiendo a esta tendencia general femenina a favor de los pechos tersos y relucientes. En contra de la m oda por imperativos de guión, O rlando Bloom tuvo que aplicarse vello cuando apareció en E l Reino de los Cielos, una película épica sobre las Cruzadas de Ridley Scott. Para dar mayor credibilidad a su personificación de un duro guerrero se vio obligado a llevar un postizo de vello en el pecho para cubrir su torso liso. Imposible cerrar el tema del pecho masculino sin abordar la vieja cuestión: ¿por qué tienen pezones los hombres? Cual­ quiera que haya dedicado un rato de ocio a esta cuestión se ha enfrentado, perplejo, a la evidencia de que un rasgo anatóm i­ co funcionalmente relacionado con el am am antamiento de un bebé aparezca en el pecho de los hombres, que no tienen

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leche. Si los pezones fueran atributo de unos pocos, se consi­ derarían monstruos circenses, la versión masculina de la m u­ jer barbuda. Pero todos los hombres tienen pezones, de modo que form an parte de la anatom ía hum ana y su presencia re­ quiere una explicación. Es fácil comprender cómo se desarrollan los pezones mas­ culinos. D urante las primeras catorce semanas de vida de un embrión hum ano, independientem ente de su sexo, no mues­ tra ninguna característica de género masculina. Y los pezones se desarrollan en ambos sexos durante esta fase. Luego, al cabo de catorce semanas, aparece la horm ona masculina llamada testosterona y empezamos a observar características masculi­ nas en el feto. No obstante, aunque los nuevos rasgos mascu­ linos van intensificándose, los pezones no desaparecen, sino que se advierten en el pecho de ambos sexos. En ocasiones se ha considerado que eso responde a la pre­ gunta de por qué los hombres tienen pezones, pero la evolu­ ción no suele operar así. Los rasgos que no cumplen ninguna función tienden a desaparecer. Si conservamos los pezones, es razonable suponer que deben tener algún valor para el hom ­ bre, más allá de tratarse de un simple error que se rem onta a nuestro embrión. La respuesta es que le proporcionan una zona erógena muy im portante al macho hum ano durante los preliminares sexuales. Según un informe, cada pezón masculino contiene entre 3.000 y 6.000 terminaciones nerviosas ultrasensibles al tacto, y entre 2.000 y 4.000 terminaciones nerviosas erógenas. Las terminaciones nerviosas erógenas se hallan justo de­ bajo de las ultrasensibles al tacto y, entre todas, crean un frag­ mento de piel altamente sensible. Sorprendentemente, se ha descubierto que, en términos de sensibilidad erótica, los hombres tienen un pezón más sen­ sible que otro. Igual que tenemos un ojo izquierdo dom inan­

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te o un ojo derecho dom inante sin saberlo, la mayoría de los hombres ignoran cuál de los pezones les da mayor placer se­ xual durante los juegos preliminares. Se ha señalado que Ken, el novio de plástico de la famo­ sa m uñeca Barbie, carece de pezones, lo que ha creado cierta confusión entre las niñas. Algunos adultos recuerdan haberle pintado los pezones a Ken para que fuera más realista y otros, que jugaron con esos muñecos, ofrecen la ausencia de pezones en Ken como prueba de que los pezones masculinos son una zona erógena y, por lo tanto, había que eliminarlos para no excitar a Barbie. Lejos de eliminarlos, algunos hombres alardean abierta­ m ente de los pezones, insertándoles piercings y adornándolos con aros de oro o de plata. Los piercings de pezones masculi­ nos han existido, como mínimo, durante los últimos dos mil años, y los centuriones romanos adoptaron la costumbre para exhibir su valentía y su virilidad. En tiem po modernos, los pe­ zones son sólo una de las zonas sujetas a la crecientemente po­ pular práctica del body-piercing. Incluso existe un hom bre que lleva cuatro piercings en los pezones, pues es uno de esos esca­ sos varones que posee cuatro pezones. O tra de las preguntas que nos hacemos sobre los pezones masculinos es: ¿Dieron leche alguna vez? ¿Pudo, en algún mo­ mento, el macho hum ano amamantar una cría? Una autoridad de la altura del gran Charles Darwin contempló en su día la posibilidad de que la presencia de pezones en los hombres pu­ diera indicar que, hace mucho tiempo, «los machos mamíferos ayudaran a las hembras a alimentar a sus vástagos y que, pos­ teriormente, los hombres dejaran de prestar dicha ayuda....» Razonó luego que «la caída en desuso de los órganos durante la madurez comportaría que se volvieran inactivos», aunque «en un estadio temprano, dichos órganos quedarían intactos, de modo que estarían igual de bien desarrollados en los jóve­

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nes de ambos sexos.» Lamentablemente, no existen pruebas que fundam enten la idea de que nuestros ancestros directos masculinos pudieran dedicarse a la lactancia y de las cuatro mil especies de mamíferos de la actualidad, sólo en una, el murcié­ lago de la fruta dayak, tienen los machos glándulas mamarias activas y pueden ayudar a las hembras a amamantar a sus crías. No obstante, y pese a que es m uy raro que un hom bre produzca leche, se han dado algunos casos. Los más comunes se han observado entre hombres que están sometidos a un tra­ tamiento médico con hormonas femeninas, aunque también se ha detectado, pese a que a m enor escala, en situaciones de estrés inusitadamente alto y una alimentación pobre. Los su­ pervivientes masculinos de los campos de concentración nazis y los presos de guerra que regresaron de Vietnam o de Corea presentaron algunos casos de secreción de leche por las ma­ mas. Asimismo, algunos padres que han desarrollado una anormal necesidad de am am antar a sus bebés han conseguido estimular sus pezones para que produzcan un poco de leche, aunque no suficiente como para proporcionarles una alimen­ tación adecuada. Para muchos otros hombres, la cuestión no radica en si pueden producir leche, sino si sus pechos presentan una hin­ chazón demasiado femenina hasta el punto de que ofenden su tosco ego masculino. En el colegio o el instituto, suelen ator­ mentar a estos hombres con «senos» y a ponerles apodos tales como Tetudo o Nenaza. Este tipo de bromas suelen desencadenar profundas de­ presiones e inseguridades, y los hombres con estas caracterís­ ticas buscan desesperadamente una solución. Su única espe­ ranza está en la cirugía plástica y los estiramientos de senos se han popularizado entre los hombres, aunque siguen siendo un tema tabú. El año pasado nada menos que 14.000 hom ­ bres estadounidenses se sometieron al bisturí para una reduc­

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ción de senos. Cierto que, comparados con las 400.000 m u­ jeres que se pusieron pecho, la cifra no es m uy elevada, aun­ que indica lo im portante que es para muchos hombres poder exhibir un pecho viril. Uno de los hombres que se sometió a la cirugía lo explicó en estos términos: «Ahora puedo hacer el amor sin camisa.» En cuanto a los gestos con el pecho, existen dos principa­ les elementos simbólicos. La zona del pecho se utiliza o como representación del yo o como área sexual. El pecho como yo se percibe cuando quien habla quiere enfatizar el concepto de «yo» o «mí.» Cuando pronuncia estas palabras, se toca o gol­ pea el pecho con los dedos. En m om entos de gran felicidad, hay quien realiza el gesto de abrazarse a sí mismo. Sacar pecho o golpearlo con las manos o los puños es una acción masculina com ún a muchas culturas. Es un gesto de afirmación, y tam bién utiliza la zona del pecho como repre­ sentación de toda la persona. En el pasado, los más allegados al muerto, en su funeral, se rasgaban las vestiduras a la altura del pecho o lo golpeaban con amarga aflicción. Cubrirse esa zona del «yo» puede actuar como señal opuesta. En Oriente, cruzar los brazos a la altura del pecho se considera un gesto de hum ildad que acompaña la reverencia; y, entre los árabes, tocarse el pecho, junto con la boca y la frente, es la forma educada de saludar. En Italia, cruzarse las palmas de las manos planas sobre el pecho equivale a hacer el signo de la cruz cristiano, y a veces se utiliza durante las pro­ mesas o juramentos. Entre las señales sexuales en las que interviene el pecho hallamos varias formas de ahuecar las manos alrededor de los pechos, cuando el hom bre quiere im itar o llamar la atención sobre los hemisferios sexuales de la mujer. En Grecia, se dan un golpe seco en el pecho con los dos puños a la vez, que re­ presentan los senos de una mujer.

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El simple hecho de llevarse la mano plana al pecho es an­ tiquísimo, pues se rem onta a la Grecia clásica e incluso antes. Se utilizaba como signo de lealtad y también como ratifica­ ción ritual de un juramento. Para los esclavos griegos, llevarse la mano izquierda al pecho era un gesto de obediencia, cuyo significado era que estaban esperando las órdenes de su amo. En la actualidad, el gesto formal de llevarse la mano al pe­ cho se observa mucho en Estados Unidos, donde lo utilizan los civiles mientras suena el him no nacional, en sustitución del saludo militar. En estas ocasiones se utiliza la mano dere­ cha, y el origen de la acción es de lo más evidente. Equivale a colocarse la mano sobre el corazón. Hoy en día consideramos que el corazón simboliza las pa­ siones y los sentimientos, pero no era así cuando se originó el gesto de llevarse la mano al pecho. Por aquel entonces, se creía que el corazón era la esencia de una persona, su inteligencia y el centro de su ser. Eso es lo que los antiguos tocaban simbó­ licamente cuando se llevaban la mano al corazón. Creían que el cerebro no era más que el instrum ento de la inteligencia del corazón. Dado este origen, que sigue percibiéndose en los usos actuales, colocar una mano en el pecho de otra persona es una acción bastante íntima, que sólo se realiza entre am an­ tes o viejos amigos.

CAPÍTULO

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El vientre

El doctor Johnson describió apropiadamente el vientre hum a­ no como la parte del cuerpo que va de los pechos a los muslos y que contiene los intestinos. En términos médicos, es el ab­ domen. Aunque excluye los genitales, está tan cerca de la zona reproductiva que ha sido objeto de cierta censura. Los Victo­ rianos se negaban a utilizar la palabra, la consideraban dema­ siado vulgar. Para ellos, el vetusto dolor de vientre se convir­ tió en un moderno y educado dolor de estómago o, en los niños, dolor de barriguita. Pese a que ya hace tiempo que abandonamos la mojigatería victoriana, conservamos la ten­ dencia a utilizar esos términos inadecuados, y prolongamos la confusión entre estómago y vientre. Visualmente, existen leves diferencias de género en la re­ gión del vientre. Los vientres masculinos son más peludos que los femeninos. Cuando los chicos llegan a la pubertad, el vello abdom inal empieza a mostrarse en líneas verticales que van de la región púbica al pecho. Conocidas en argot como «el sendero del tesoro», el vello empieza a extenderse por el resto de la zona del vientre cuando el joven adulto se hace mayor. Existen cuatro modelos de vello abdominal:

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El horizontal. En este caso, el límite superior de la mata de vello púbico es horizontal y no crece vello en la zona del vientre. (Se halla en el 40 por ciento de los hombres menores de veinticinco años. También es el modelo mayoritario entre las mujeres.) El sagital. Aquí observamos una estrecha tira de vello abdo­ minal que se extiende verticalmente desde la mata púbica hasta el ombligo. (La hallamos en el 6 por ciento de los hombres.) El acuminado. El modelo típicamente masculino, con una V invertida de vello abdominal que va de la línea superior de la mata púbica hasta, o incluso más allá, del ombligo. (Lo hallamos en el 55 por ciento de los hombres.) El cuadrangular. También conocido como modelo disper­ so, presenta vello abdominal más o menos repartido por toda la región del vientre. (Lo hallamos en el 19 por ciento de los hombres.) Para muchos de los hombres de nuestros días, la presen­ cia del vello en el vientre no es deseable y existe una tenden­ cia creciente a depilarse con cera el vello de estas y otras áreas del cuerpo con el fin de obtener una piel tersa y juvenil, inde­ pendientem ente de la edad. Aparte del vello, existen otras diferencias entre sexos en la forma precisa de la zona del vientre. En los jóvenes adultos sa­ nos, el vientre del hom bre es m enor y menos curvado. C on­ cretamente, la distancia entre el ombligo masculino y sus ge­ nitales es m enor que la del equivalente femenino. Un hombre atlético tiene un vientre pequeño, liso y discreto que debe su atractivo sexual a aquello de lo que carece. Uno de los sueños del m oderno Narciso consiste en po­ der exhibir los famosos abdominales de la «tableta de chocola­ te», una musculatura tan tonificada que esté dura como una

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roca y pueda soportar un fuerte puñetazo en la zona. En algu­ nos hombres, este vientre ideal se convierte en una obsesión, alimentada por artículos de las revistas masculinas, donde se considera equivalente de un estado de supremacía física mas­ culina que rezuma virilidad y sex-appeal. Se han comercializado aparatos gimnásticos especiales para mejorar el vientre masculino y darle el aspecto de la ta­ bleta. Funcionan en base a la dudosa premisa de ejercitar lo­ calmente una musculatura determinada. Prometen unos ab­ dominales duros como una roca pero olvidan mencionar que, para obtener el resultado deseado, hay que reducir la cifra masculina del contenido normal de grasas corporales del 12,5 por ciento al 10 por ciento, un cambio que impone la disci­ plina a largo plazo consistente en seguir una dieta y realizar un ejercicio intensivo. Sólo el esclavo del gimnasio puede alcan­ zar la mágica tableta que produce el vientre idealizado de los jóvenes. Todo eso cambia con la edad. Dejarse llevar por los pla­ ceres de la comida y la bebida engorda tanto al hom bre como a la mujer, aunque de maneras distintas. En las mujeres, el peso se reparte por todo el cuerpo, mientras que en los hom ­ bres se deposita exageradamente en la zona abdominal. Exis­ ten ancianos con cuerpos larguiruchos que soportan panzas enormes, una silueta que no acostumbra a verse en las muje­ res. Es casi como si el macho hum ano tuviera una «joroba de camello» en la barriga, donde se concentra el almacenamien­ to de la grasa sobrante, mientras que las mujeres la almacenan en todo el cuerpo. En tiempos en que escaseaba la comida y muchos pobres pasaban hambre, el vientre de un hom bre era motivo de or­ gullo y una exhibición ostentosa de riqueza y éxito. En estos días, en que en los países avanzados y pudientes existe un cul­ to obsesivo a la juventud, y una creciente preocupación por la

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buena forma y la buena salud personal se ha apoderado de nuestra sociedad, las barrigas se consideran tristes muestras de incontinencia y falta de moderación. El hombre política­ mente correcto de nuestra era tiene el vientre liso. Solemos referirnos a los vientres abultados como barrigas cerveceras, de lo que se sigue la implicación de que consumir regularmente esta bebida provoca un vientre hinchado. C u­ riosamente, se ha descubierto que eso es un mito. Estudios concienzudos han determ inado que «el consumo de alcohol no guarda relación con el aum ento de peso, por motivos que todavía no comprendemos.» ¿Cuál es, pues, la explicación de este vínculo tan obvio entre em pinar el codo y tener un barri­ gón? La respuesta está en la personalidad del típico bebedor. Suele ser un hom bre afable que sucumbe a los placeres carna­ les, un hedonista que disfruta de las comilonas, a m enudo de comida basura, igual que de la costumbre de beber en com ­ pañía. El perfil de su vientre se debe a la ingesta excesiva de comida, más que a la cerveza. Recientes investigaciones realizadas en Italia han descu­ bierto que existe un gen que determ ina el desarrollo del vien­ tre protuberante. Si los miembros de un grupo de hombres comen y beben en exceso, sólo algunos de ellos se volverán obesos aunque consuman todos lo mismo. A partir de los re­ sultados de ese grupo de prueba, se determinó que los hom ­ bres que habían echado tripa compartían algunos rasgos ge­ néticos entre sí. Los que carecían de esas características podían entregarse a los mismos excesos sin que se notara en sus cin­ turas. Curiosamente, esos hallazgos les proporcionaron una ex­ cusa a los barrigudos, que aducen que estar gordos no es cul­ pa suya. Está en sus genes. O, en términos oficiales: «Com­ prender la predisposición genética a ganar peso es un paso esencial para borrar el estigma de que la obesidad es siempre

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un error del individuo.» Se trata de un ejemplo clásico del pensamiento distorsionado de lo políticamente correcto que se niega a utilizar la palabra «gordo» y prefiere recurrir a pará­ frasis tales como «horizontalmente desafiado.» Lo cierto es que ninguna persona sana engorda a menos que coma en ex­ ceso y no practique ejercicio alguno. El factor genético sim­ plemente significa que, por una de esas ironías, existen indivi­ duos que pueden comer en exceso y no practicar ningún ejercicio y no están gordos, aunque eso no justifica a los hom ­ bres barrigudos. Si comer en exceso no es culpa suya, ¿a quién podemos achacársela? Cuando se trata de llevarse un bocado extra a la boca, todos nos prestamos voluntarios. H ay que añadir que eso sólo se aplica a los individuos que, de entrada, gozan de buena salud. Una pequeña minoría con problemas glandulares específicos, básicamente hiperactividad tiroidea, puede padecer obesidad sin comer en exceso, y sólo pueden resolver el problema sometiéndose a un trata­ m iento médico adecuado. Algunos hombres se rebelan descaradamente contra el asalto que la moda ha emprendido contra los vientres genero­ sos. En palabras de uno de ellos, mejor morirse de un ataque al corazón a una edad tem prana habiendo disfrutado de una vida feliz y sin inhibiciones, que consumirse como esos ancia­ nos vegetarianos malhumorados, tristes y escuálidos. Los par­ tidarios de la misma opinión incluso tienen su propia camise­ ta, en la que leemos: «No es una Barriga Cervecera, es el Tanque del Combustible de una M áquina Sexual.» Esta desafiante actitud masculina está particularmente extendida en Escocia, donde el 43 por ciento de los hombres tiene exceso de peso, y otro 20 por ciento está en la categoría de los obesos. Un equipo de investigadores se sorprendió al saber que los hombres escoceses prefieren tener exceso de peso a que les consideren canijos. Lo preocupante es que no sólo

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los hombres con exceso de peso rechazan perderlo, sino que los hombres con un peso normal quieren aumentarlo. La investigación se realizó entre los hombres de un turno laboral en Edimburgo y Glasgow, donde les m ostraron una serie de dibujos con figuras masculinas en ropa interior, em­ pezando por uno enclenque, con las costillas y los huesos de las caderas sobresalientes, hasta un cuerpo fortachón y con so­ brepeso y barriga cervecera. Pese a vivir en una cultura bom ­ bardeada por imágenes de hombres famosos esbeltos, todos los hombres escogieron su cuerpo ideal entre las imágenes de hombres con niveles clínicos de sobrepeso. La reacción se vio confirmada cuando investigaron a hombres claramente obesos. A los dietistas les encantó descu­ brir que, en realidad, a todos les apetecía reducir su volumen, pero les alarmó saber que el cuerpo ideal al que aspiraban no era una atractiva figura esbelta sino otra que, técnicamente, seguía presentando exceso de peso. Esas constataciones horrorizaron tanto a las autoridades sanitarias que, sensatamente, decidieron cambiar de táctica. En lugar de intentar motivar a los hombres escoceses a comer hojas de lechuga y ponerse a dieta — pues comprendieron que era tarea condenada al fracaso— les instaron a que hicieran más ejercicio. Practicar ejercicio sin ponerse a dieta es la norma de oro de ciertos deportistas del otro lado del m undo, donde se con­ templa con reverencia y admiración a los barrigones luchado­ res de sumo japoneses en tanto que celebridades del deporte. Cultivan esos vientres gigantescos por dos motivos. Les hace más pesados, y por lo tanto capaces de echar a su oponente de la cancha, y también baja su centro de gravedad, lo que difi­ culta que les tum ben. Alim entan sus barrigas comiendo m on­ tañas de un estofado especial cada día. Lo llaman chankonabe, y lleva pescado, aves, carne, huevos, verduras, azúcar y

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salsa de soja, y lo acompañan con doce grandes boles de arroz y seis pintas de cerveza. Consum en diariamente unas siete mil calorías, tres o cuatro veces el consumo de un hom bre co­ rriente. El luchador de sumo con más peso de la historia fue un hawaiano llamado Konishiki, cuyo apodo cariñoso era Vol­ quete. En su m om ento culminante llegó a pesar 272 kilogra­ mos y cuando llegaba a un hotel había que comprobar el peso que resistían la taza del lavabo y reforzar la cama y las sillas. En la actualidad está retirado, pero sigue pesando seis veces más que su mujer. Lamentablemente, la esperanza de vida de un luchador de sumo es sólo de cuarenta y cinco años, aunque en ese espacio de tiem po tienen la compensación de gozar de más ceremonia y adulación que la que los hombres corrientes podrían esperar ni aunque vivieran diez vidas. ¿Cómo explicar la moderna obsesión por los vientres lisos que lleva a algunos hombres a gastar millones en reducciones de vientre que consisten en eliminar quirúrgicamente una masa sobrante y coser luego la piel? Acceder a someterse a una cirugía tan drástica y potencialmente peligrosa significa que el deseo de evitar un aspecto barrigudo debe ser muy grande. Se ha aducido que tener una barriga grande no sólo es antiestético sino también un peligro para la salud dado que las capas pro­ fundas de grasa dentro de la cavidad abdominal están cerca de las arterias mayores y, por ello, un vientre obeso aumenta drásticamente el riesgo de sufrir una crisis cardíaca. La barri­ ga tam bién sugiere que quien la posee es indulgente consigo mismo, indolente y poco disciplinado, cualidades que no son atractivas ni para el sexo opuesto ni para los que nos van a contratar para algún trabajo. El ombligo es un recordatorio de que otrora fuimos be­ bés. Si el ombligo masculino está rodeado de una barriga suave y redondeada, parece más infantil y crea un aspecto de

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amable indefensión. Incrustando el ombligo en la tabla de músculos se puede destruir su simbólica vulnerabilidad. Cuan­ do hablamos de que los sentimientos nos salen de la tripa, o los notam os en la tripa, estamos equiparando el vientre con reacciones emocionales m uy intensas. Si un hom bre quiere parecer duro ocultando sus emociones, tam bién debe ocul­ tar sus tripas. Rodeando el vientre de una m usculatura es­ culpida en el gimnasio m uestra tam bién su control sobre sus emociones. Si puede controlarse a sí mismo, tam bién puede controlar a los demás, y convertirse en una persona de éxito. Finalmente, cada hom bre debe decidir qué sendero quie­ re seguir, si el de un hedonista amablemente redondeado o el del liso y vil maníaco del abdomen. En el m undo religioso existe sólo una imagen barriguda, y es la estatua del Buda Feliz, símbolo de la prosperidad y la buena fortuna. Se le representa siempre como un ser calvo, corpulento y acuclillado, con la barriga redondeada y desnu­ da asomándose sobre la ropa, y se dice que frotarle el vientre da buena suerte. Está claramente basado en la actitud temprana ante el vientre masculino, cuando simbolizaba que tenía uno la suerte de comer bien. La danza del vientre se ha considerado siempre una ac­ tividad puramente femenina, pero el bailarín del vientre mas­ culino también tiene una larga historia. En tiempos del Impe­ rio otomano, que transcurrió entre 1345 y 1922, se introdujo la danza del vientre femenina como entretenimiento en los ha­ renes del sultán y se representaba sólo en la intim idad de los palacios. Los hombres de a pie no tenían ocasión de asistir a estos bailes exóticos y las mujeres de a pie de esos días no so­ ñaban siquiera en interpretar los movimientos de ese baile ex­ plícitamente sexual en público. La solución del problema fue la creación de un baile del vientre de hombres. Las meyhanes, las tabernas nocturnas de

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Estambul, asistieron al nacimiento de esa nueva forma de en­ tretenimiento, exhibiciones exóticas y escandalosas de la danza del vientre masculino, hombres bailando para el placer de otros hombres. Los apuestos bailarines del vientre, llamados rakkas, se vestían con ropas vistosas y bailaban ante públicos exclusivamente masculinos. Escogidos entre familias no m u­ sulmanas, normalmente cristianas, eran grandes expertos en una danza para la que empezaban a formarse a la temprana edad de siete años. El aprendizaje duraba unos seis años, hasta que empezaban a ser adolescentes. Entonces se dedicaban a ello durante el lapso de tiempo que les era posible, hasta que les empezaba a salir barba y tenían que retirarse y casarse. Des­ pués, acostumbraban a entrenar a un nuevo grupo de chicos. H abía dos tipos de bailarines del vientre masculinos, los tavsan oglans y los koceks. Los tavsan oglans, o chicos conejo, llevaban unos sombreros especiales y medias muy ajustadas. Los koceks se vestían con ropas de m ujer y llevaban el pelo lar­ go y suelto. Se calcula que hacia la m itad del siglo xvii había unos tres mil chicos bailarines, todos ellos expertos, sensuales, afeminados y sexualmente provocativos. Sus movimientos re­ m edaban los de las mujeres en los harenes, con suaves ondu­ laciones del vientre y gestos provocativos. Com o sustituto del baile del vientre femenino, que estaba prohibido, esos chicos se convirtieron en personajes famosos que despertaban pasio­ nes, y los arrobados miembros de su público les com ponían poemas románticos alabando su belleza. En ocasiones, se ofre­ cían sexualmente al mejor postor. La tradición de la danza del vientre masculina continuó hasta el siglo xix, cuando los públicos masculinos empezaron a mostrarse mucho más violentos. Cuando competían por los favores sexuales de los bailarines más apuestos, se arrojaban vasos, discutían, peleaban e incluso se mataban entre sí. Con el tiempo, los alborotos alcanzaron tal grado de violencia que,

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en 1856, el sultán decidió prohibir la danza del vientre mas­ culina en Turquía. Eso forzó la emigración de todos los baila­ rines al resto de países de O riente Medio, donde pudieron seguir interpretando sus exóticos bailes ante públicos mascu­ linos agradecidos. En el siglo xxi todavía se pueden hallar bailarines mascu­ linos en Turquía, pero sus actuaciones suelen quedar circuns­ critas a poco más que exhibiciones del folclore tradicional. No obstante, en la sofisticada Estambul, algunas salas nocturnas están recuperando en la actualidad la sexy versión original de la danza del vientre, con hombres vestidos de mujeres. Curio­ samente, uno de los bailarines más famosos de esta nueva hor­ nada se niega a actuar ante grupos exclusivamente masculinos y sólo baila ante audiencias mixtas, refutando así la creencia de que se trata de una danza con connotaciones sexuales «es­ pecializada» para hombres. A los elementos más conservadores de la sociedad turca les disgusta profundam ente que se haya recuperado esa tradi­ ción, y se dice que un padre ultrajado llegó al extremo de atar a un hijo suyo a su cama durante tres días en un intento de acabar con su carrera de bailarín. El futuro de este baile de­ penderá de que Turquía se convierta en un país con estrictas normas musulmanas, o no. El ombligo masculino, el centro del vientre, ha suscitado menos interés que el de la mujer. Se acostumbra a considerar que el ombligo femenino tiene algo de erótico porque es un eco simbólico del otro orificio sexual que la mujer tiene un poco más abajo. El ombligo masculino, que carece de esa resonan­ cia, raramente se ha tenido por una parte erótica del cuerpo del hombre. Su único interés tiene un significado religioso: ¿tenía ombligo Adán? Si lo tenía, ¿significa eso que Dios tam ­ bién tiene ombligo, puesto que moldeó a Adán a su imagen y semejanza? Si Dios tiene ombligo, ¿quién fue su madre? Son

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el tipo de cuestiones teológicas que, en opinión de algunos, reducen la religión a una farsa. Para evitarse el ridículo, algu­ nos musulmanes defienden la ingeniosa idea de que, cuando Alá creó al prim er hombre, el Dem onio se puso tan furioso que escupió en el cuerpo del hombre. Su esputo cayó en el centro del vientre del hombre y a punto estuvo de causar tan­ tos daños que Alá se apresuró a eliminarlo con la ayuda de una espátula para prevenir el desastre. N o obstante, el D em o­ nio dejó una pequeña cicatriz en forma de primer ombligo. Los budistas, que se pasan mucho tiempo contem plán­ dose el ombligo, tienen una forma de meditación que no está tan centrada sobre sí mismos como cabría imaginar. Para ellos, el ombligo no es una pequeña cicatriz, sino el centro simbólico del universo. De modo que centrarse en él no sig­ nifica concentrarse en sí mismo sino en el conjunto de la exis­ tencia. Totalmente en otro sentido, para el filósofo Nietzsche: «El vientre es lo que hace que el hom bre no se confunda con Dios.» En otras palabras, el vientre es la bolsa de la comida vulgar y carnal diam etralm ente opuesta a todo lo espiritual. Este simbolismo occidental tan poco halagador desmiente com pletam ente el simbolismo oriental que considera que el vientre es la sede de la vida. En Japón, el vientre se considera el centro del cuerpo y por ello el rito suicida masculino se di­ rige directam ente contra él. El acto japonés del hara-kiri consiste en destriparse uno mismo con la ayuda de un sable afilado. La traducción literal de hara-kiri es «corte en el vientre.» Com o m étodo de suicidio es tan agonizantemente ineficaz que se contem pla la presencia de un asistente que decapite a quien se suicida, para term inar tajantem ente con sus tor­ mentos. En términos de lenguaje corporal, existen relativamente pocos gestos con el vientre. Ocasionalmente, nos golpeamos

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el vientre, o nos lo abrazamos, cuando nos sentimos ligera­ mente amenazados por nuestros semejantes. Los brazos fun­ cionan como una señal de barrera que instalamos frente a nuestro cuerpo. Inconscientemente, decimos: «Debo proteger mi blando bajo vientre de la posibilidad de un ataque.» Es una variante del típico gesto que consiste en doblar los brazos so­ bre el pecho. Todos estos movimientos de barrera corporal responden a situaciones sociales incómodas, cuando la rela­ ción interpersonal es ligeramente embarazosa. Dicho esto, sin embargo, es im portante señalar que la persona que se está abrazando el vientre después de darse un atracón de manzanas verdes responde al estímulo de un dolor de barriga, sin más lecturas subliminales. Existen varios gestos simbólicos con el vientre. El más co­ m ún es la palmadita que se administra quien acaba de comer opíparamente, para indicar que está saciado. Existen varios gestos locales con la barriga que sugieren exactamente lo con­ trario: tengo hambre. En Italia, adquiere la forma de un gol­ peteo rítmico con la mano plana, la palma hacia abajo, evolu­ cionando de un lado al otro del vientre. En Latinoamérica, se aprietan los puños contra la panza, abren la boca y fingen la agonía del hambre. En muchos países existe el movimiento circular de acariciar la barriga, que implica que hay que aliviar el dolor de un vientre vacío. Este último gesto puede confundirse con un gesto centroeuropeo que consiste en frotar la mano arriba y abajo con­ tra la barriga. El mensaje es: «Disfruto de tu desgracia», y está basado en la idea de que «Me he reído tanto que me duele la barriga.» En Francia, hallamos el gesto de rebanarse la barriga, con la mano plana, la palma para arriba, que cruza el vientre de iz­ quierda a derecha. Este gesto va asociado a la expresión «Plus rien!», cuyo mensaje es: «¡No más!»

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Norm almente, tocar el vientre del otro es un tabú, dada su proximidad con la zona genital, aunque los amigotes de borrachera pueden palmearse las barrigas tranquilamente, co­ m entando con guasa el aum ento de sus circunferencias. Más allá de las arenas de combate, el único contexto público en que el vientre de un hom bre se acerca a otro cuerpo durante un tiem po es la pista de baile. El prim er baile que incorporó el contacto entre vientre y vientre fue el vals. Hoy en día pa­ rece un baile de lo más anticuado, pero, cuando apareció en Inglaterra por primera vez, en 1812, lo denostaron por obsce­ no y de mal gusto. La divisa era «la corrupción ha entrado en las salas de baile.» «La proximidad de los bailarines lo hace vulgar y carente de toda gracia [...] le da al espectador la sen­ sación de que se trata de gemelos siameses de alguna nueva es­ pecie [...] Una exhibición realmente magnífica para los par­ ques zoológicos [...] pero no para los selectos salones de baile.» D ado que el único otro m om ento en que un joven com­ prim ía su vientre contra el de una joven era durante el acto de la copulación, el contacto corporal frontal que im ponía el vals era excesivo para los ojos Victorianos. Se describió gravemen­ te como «corruptor de voluntades», «calculado para dar lugar a las más licenciosas consecuencias [...] y para despertar pa­ siones indecorosas.» N o es de extrañar que, a principios del si­ glo xix, se convirtiera en el baile de moda entre la juventud.

CAPÍTULO 1 6

La espalda

De todas las partes de las que se compone el cuerpo hum ano, la espalda probablemente sea la que tratamos peor. El proble­ ma se inició hace millones de años cuando nos erguimos so­ bre nuestras extremidades inferiores y forzamos los músculos de la espalda a trabajar a tiem po completo soportando nues­ tra nueva postura vertical. En aquellos tiempos, sin embargo, los machos tribales eran físicamente activos y mantenían sus músculos en buena forma, a pesar de que cargaban mucho peso. H oy en día, nuestras actividades cotidianas son cada vez menos activas, y eso com porta que la musculatura de nuestra espalda se ha debilitado. Estar todo el día sentado en el des­ pacho y relajarse luego en casa en un sofá mullido viendo la televisión no es la mejor m anera de tonificar los músculos de la espalda, el trapecio, el dorsal ancho y los glúteos. En estas condiciones, cuando queremos levantar un objeto volum ino­ so o llevar peso, estamos tentando a la suerte. Los músculos de nuestra espalda, que han estado tanto tiempo ocultos y que no solemos tener en cuenta, nos hacen saber que existen y que la orden que acabamos de darles no les satisface. El dolor de espalda puede ir de un estorbo soportable hasta una agonía realmente paralizante, y es una de las aflic­ ciones más comunes del hom bre moderno. Nueve de cada

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diez hombres lo padecerán en algún m om ento de sus vidas, habitualm ente entre los treinta y cinco y los cincuenta y cin­ co años. Cinco de diez lo sufrirán anualm ente durante su vida laboral. Es una de las cinco causas por las que se visita más a m enudo la consulta del médico. La mayor parte de los pro­ blemas los genera la región lumbar. Esta zona soporta todo el peso de la parte alta del cuerpo, además del que llevamos en los brazos o en los hombros. Cada vez que nos doblamos, nos torcemos o levantamos algo, la que realiza el trabajo es la re­ gión lumbar. Además de los esfuerzos físicos, se ha descubierto que el estrés mental, la ira reprimida y la depresión también pueden provocar dolor de espalda. Este tipo de dolor de espalda m en­ talmente inducido crea una prolongada tensión muscular fru­ to de algunas posturas que adoptamos cuando estamos ansio­ sos o tristes. En conjunto, la falta de ejercicio, una mala postura y el estrés prolongado son excesivos para la espalda del hombre, por más brillante que sea su diseño. Se ha calculado que, sólo en Estados Unidos, el dolor de espalda cuesta cincuenta mil millones de dólares anuales. Pasando del dolor al placer, se ha dicho que la única sa­ tisfacción de índole sexual que puede proporcionarle la espal­ da a un hom bre es que le azoten, si es masoquista. D urante años, era la espalda la que soportaba lo peor de los castigos fí­ sicos. Ai parecer, la eligieron porque ofrece una amplia zona de piel donde se pueden infligir daños sin afectar los órganos vitales. Desde el punto de vista de la víctima, lo único positi­ vo es que la piel de la espalda es más gruesa que la de otras partes del cuerpo, y tiene menos terminaciones nerviosas. En otros tiempos los latigazos eran el castigo tradicional de la M arina Real Inglesa, y los aplicaban con un gato de nue­ ve colas sobre la piel desnuda de la víctima. Este tipo de flage­

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lo se inspiró en un tem a cristiano: Tres veces Tres, la Trinidad de las Trinidades. La idea consistía en que, tras los azotes, el marinero volvería a la senda del bien. El instrum ento se co­ nocía como gato porque, tras los latigazos, la espalda del ma­ rinero parecía haber sufrido el afilado ataque de las garras de un felino enfurecido. Algunos hombres llevaban la cruz cris­ tiana tatuada en la espalda con la esperanza de que ningún ca­ pitán de navio, por severo que fuera, se atreviera a flagelar la imagen sagrada. Los azotes no eran prebenda exclusiva de la Marina Real Inglesa. También era el castigo del ejército y de las cárceles. En los primeros penales australianos se utilizaba una versión parti­ cularmente brutal del gato de nueve colas que llevaba una pie­ za metálica en la punta de cada una de las nueve colas de cuero. Los azotamientos oficiales se dejaron de practicar en In­ glaterra durante el siglo xix pero, en otras partes, las espaldas de los hombres siguieron sufriendo. En fecha tan reciente como la década de 1990, en algunas de las islas caribeñas (An­ tigua, Barbuda, las Bahamas, Barbados y Trinidad) se reins­ tauró el azote de los criminales. En algunos países musulma­ nes, incluso en este nuevo siglo, la severidad de la ley de la sharia impone el castigo del azotamiento público para algunos crímenes. En Arabia Saudí, Irán y partes de Nigeria, el musulmán al que pillan bebiendo, apostando en juegos de azar o m ante­ niendo sexo fuera del matrimonio puede ser condenado a un azotamiento público de entre 80 o incluso 100 latigazos. D u­ rante el régimen talibán en Afganistán, azotaban a los hombres por afeitarse. En los Emiratos Arabes Unidos, la pena imparti­ da a un hom bre por violar el código de circulación es el azota­ miento público en la mezquita que quede más cerca de su casa. Las sentencias van de los 50 latigazos por exceso de velocidad a los 80 por conducir ebrio.

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En Irán, dos hombres de negocios fueron condenados a un sorprendente castigo de 339 y 229 latigazos respectiva­ m ente por delitos financieros relacionados con sabotajes eco­ nómicos. También en Irán, un muchacho que rompió el ayu­ no durante el ramadán recibió 85 latigazos, un castigo que le adm inistraron con tanta severidad que le mató. En Irak, cuando Sadam Husein era presidente, se rum o­ reaba que se sometía al equipo nacional de fútbol a una pecu­ liar forma de motivación. Se decía que Uday, hijo de Sadam, presidente de la comisión nacional de deportes, ordenó que azotaran a los jugadores si no se esforzaban en el campo. Y, al parecer, en algunos jugadores la amenaza se convirtió en rea­ lidad. Uno de ellos contó que «le habían azotado hasta que le sangraba todo el cuerpo, y se vio obligado a dormir sobre su vientre en una minúscula celda de la cárcel de Al-Radwaniya en la que le encerraron.» Comprensiblemente, desertó al cabo de poco y se fue a Europa, donde la peor forma de castigo que le cabe esperar tras un mal partido es una buena reprimenda verbal. Para los que han conseguido evitar el dolor de espalda y los azotes públicos, existen sin embargo tres modalidades más de molestias de la espalda masculina. H ubo una época en que la espalda del hom bre cubierta de vello — algunas hasta el punto de que parecían realmente peludas como las de los ani­ males— resultaba atractiva al sexo opuesto, aunque las modas han cambiado. En la actualidad, las mujeres se inclinan por los hombres desnudos suaves y lustrosos, no agresivamente cubiertos de vello. Ahí es donde intervienen las tiras de cera depilatorias. Los aficionados conocen el proceso como «huida de la masculinidad» y se ha comentado que, además de hacer que la espalda de los hombres sea sexualmente más atractiva para las mujeres, tam bién encubre un movimiento religioso que pretende eliminar todos los rastros de afinidad del hom ­

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bre con los simios, confiriéndole un doble incentivo a la eli­ minación del vello del cuerpo masculino. Se plantea así un dilema para el hom bre moderno; si se depila la espalda con cera hasta dejarse una superficie lisa y tersa, ¿está siendo terriblemente afeminado o, dado el dolor que comporta, está siendo duro y estoico y, por lo tanto, in­ tensamente masculino? La respuesta a este enigma sigue sin estar zanjada, pero las cifras muestran que la popularidad de la depilación de espalda entre los hombres va en aumento, al menos en el sofisticado m undo de los urbanitas a la moda, donde se dice que las mujeres m urm uran que las espaldas pe­ ludas son groseras. Para los cobardes, que se arredran ante la incom odidad de depilarse a la cera, se ha comercializado una maquinilla de afeitar especial para la espalda con la que pue­ den afeitarse sin problemas. Conocida como Razorba, parece un rascador para la espalda con una cuchilla en uno de los ex­ tremos. D ada la superficie ancha y lisa que ofrece, la espalda es uno de los lugares favoritos para la detallada decoración de un tatuaje. U na de las ironías que se desprenden del diseño de nuestro cuerpo es que el mejor lienzo es el que está peor ubi­ cado, pues los que llevan tatuajes en la espalda sólo pueden vérselos a través de un espejo o en las fotografías. Existe tam ­ bién otra grave desventaja en llevar un tatuaje muy grande. Es perm anente y tal vez no se ajuste a los cambios de la moda. Los tatuajes en la espalda, algunos de los cuales constituyen realmente complejas obras de arte, han sido descritos como «la expresión últim a de la antim oda tradicional.» Ponen en evidencia una industria de la moda que basa su supervivencia económica en el cambio constante y en los ciclos de estilo. A pesar de ello, cada vez son más los famosos que se han pasado a las filas de los tatuados. A unque no todos ellos han convertido sus espaldas en obras de arte. Algunos se han

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aventurado tím idam ente en el m undo del tatuaje con un pe­ queño emblema en el antebrazo, pero el hecho de que estén dispuestos a someterse a la aguja del tatuador indica que se ha convertido en una m oda generalizada. En otros tiempos, los tatuajes identificaban a quien los lle­ vaba como marineros. Luego, en el siglo xx, los tatuajes se hi­ cieron populares entre gángsteres, moteros y músicos de gru­ pos p u n k y heavy metal. H oy en día, en el siglo xxi, los llevan los actores de cine, las estrellas del pop, los deportistas famosos y los modelos masculinos. Los tatuajes están por todas partes, y resulta inevitable que los seguidores de famosos tatuados quie­ ran imitar el ejemplo de sus ídolos y se hagan tatuar. Actores como Robert De Niro, Bruce Willis, Mickey Rourke, Sean Connery, Ewan McGregor, Gerard Depardieu, Colin Farrell, Ben Affleck, Johnny D epp y Nicolás Cage lle­ van tatuajes. El diseño del de Nicolás Cage es muy particular, lleva un varano con sombrero de copa en la región dorsal. En el m undo de la música, David Bowie, Marilyn M anson, Liam Gallagher, Justin Timberlake, Jon Bon Jovi, Em inem y Robbie Williams tam bién llevan tatuajes. Robbie Williams lleva la cita musical «All you need is love» en la parte baja de la espalda. Entre los deportistas, Diego M aradona, Michael Jordán, M uham m ad Ali, Mike Tyson, Dennis Rodman y David Beckham están tatuados. El excéntrico jugador de baloncesto norteamericano Dennis Rodman va cubierto de tatuajes, in­ cluidos el dibujo de una Harley Davidson, un retrato de su hija, un tiburón y una cruz. El futbolista icónico David Beckham lleva un m ínim o de nueve tatuajes distintos. En la zona dorsal lleva un ángel guardián y, en la lumbar, el nombre de su hijo Brooklyn. Sorprendentemente, en el pasado también se tatuaron varios jefes de Estado, tales como W inston Churchill y Fran-

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klin D. Roosevelt. Hacerse tatuar fue un pasatiempo popular entre varios monarcas europeos, incluidos el rey Alejandro de Yugoslavia, el rey Alfonso XIII de España, el rey Federico IX de Dinamarca, el rey Jorge II de Grecia y los reyes H arold II, Ricardo Corazón de León, Enrique IV, Eduardo VII y Jorge V de Inglaterra. Q ueda por ver si el delirio por los tatuajes que se ha ex­ tendido tan rápidamente hoy en día persistirá, o si los láseres que se utilizan para eliminarlos tendrán un exceso de trabajo en el futuro. La extraña costumbre de tumbarse en un lecho de clavos parece haberse originado en la India, donde los faquires la han practicado durante siglos. Estos ascetas afirman querer de­ mostrar que el sacrificio voluntario es el camino hacia la ilu­ minación y los poderes celestiales. H an aprendido a meditar en lechos de clavos durante horas, y creen que si someten su cuerpo al dolor físico, acabarán por comprender la verdad. Algunas de esas torturas autoinfligidas a las que se some­ ten los faquires, como insertarse ganchos metálicos en la car­ ne, o ensartarse pinchos en las mejillas, son realmente horro­ rosas, pero tumbarse en un lecho de clavos sólo lo es en apariencia. En realidad, basta con algo de valentía y paciencia. En tiempos recientes, en Occidente se ha popularizado como truco de magia y, aunque potencialmente puede dañar a quien lo hace, de hecho es comparativamente inocuo. C uando un hom bre se tum ba de espaldas sobre una su­ perficie de clavos equitativamente espaciados, el peso se distri­ buye de m odo que no penetran en la piel. Aunque se coloque una plancha lisa sobre el pecho del hombre, y se distribuyan objetos en ella que se destrozan luego con la ayuda de un mar­ tillo, los clavos no dañan la piel. El único problema consiste en levantarse del lecho de clavos. Puesto que, si no incorpora el cuerpo con mucho cuidado, y en un m om ento dado parte

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de su cuerpo descansa su peso sobre unos pocos clavos, sufri­ rá sus pinchazos. Finalmente, existe un desafortunado gen que aparece de vez en cuando y crea la joroba de la espalda. Conocemos lo que provoca la joroba — es una deformidad, una curvatura extrema de la colum na vertebral— pero la im portancia que se le ha concedido a esta minusvalía física en particular en rela­ ción con la buena suerte sigue siendo un misterio. Pues anta­ ño se consideraba que daba muy buena suerte tocarle la che­ pa a un jorobado. Especialmente en Italia, donde se creía que acariciar una joroba protegía del mal de ojo. Incluso se fabricaban amuletos con la figura de un jorobado, conocido como Gobbo, en co­ ral rojo, oro, plata y marfil. Eran m uy populares entre los ju ­ gadores, que acariciaban la joroba con los dedos de una mano mientras la ruleta daba vueltas, lanzaban los dados o se repar­ tían las cartas. La fama de G obbo se extendió por todo el Mediterráneo. Se sabe que, en los mercados de Constantinopla del siglo xix, se vendían amuletos de la suerte de plata con la figura de un jorobado. En ese mismo período, tam bién eran los amuletos preferidos en los casinos de Montecarlo. Incluso dejaron su huella en la lengua inglesa. La frase «jugar un jorobado» se re­ fería originalmente a la jugada que se realizaba en las mesas de juego después de tocar al jorobado. En Francia, los corredores de bolsa parisinos acostumbraban a tocarle la chepa al joroba­ do antes de realizar sus operaciones. Incluso hoy en día, en la moderna Italia, a pesar de la cre­ ciente sensibilización respecto de las minusvalías de nuestros semejantes, se pueden comprar llaveros de plástico con el jo­ robado Gobbo que, supuestamente, protegen del mal de ojo. Curiosamente, Gobbo era siempre un hom bre jorobado. Las jorobadas daban mala suerte y los jorobados buena.

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Para hallar una explicación de por qué se asocia a los jo­ robados con la buena suerte debemos rem ontarnos hasta el antiguo Egipto donde existía un dios enano de la buena suerte llamado Bes. Bes aparece siempre retratado como un enano grotesco con un cuerpo deforme, obeso y contrahecho, una cabeza enorme, ancha y barbuda y sacando la lengua. Era una de las imágenes más utilizadas como protección contra los malos espíritus. Su expresión amenazante, que recuerda el saludo de los guerreros maoríes y los ruidos que emiten con los instrumentos que acarrean, pretendía ahuyentar a los malos espíritus. En el antiguo Egipto dicha imagen se hallaba en to­ das partes, no sólo la llevaban colgada sino que tam bién de­ coraba los hogares y otros edificios. Los egipcios lo utilizaron como espíritu protector durante casi dos mil años, de 1500 a. C. a 400 d. C., y lo adoptaron tanto en Grecia como en Roma. Probablemente, su transmisión de Egipto hasta la antigua Roma propició la tradición que, con el tiem po, pasó a ser la del G obbo italiano. Bes y Gobbo eran dos ejemplos de «persona pequeña», una categoría que incluye a gnomos, enanos, duendes y elfos. Com o estas «personas pequeñas» estaban tan cerca del suelo, una de sus cualidades especiales consistía en «saber dónde es­ taba enterrado el tesoro.» De ello se sigue que tocarles pueda contribuir a que tú obtengas algún tesoro. La mayoría de ellos son intocables, dado que son personajes fantásticos, pero cuando aparece el gen de la joroba, crea a una persona de una estatura inusualmente baja disponible para el tacto en el m un­ do real. Y, evidentemente, el lugar obvio donde tocarle es la parte de su espalda que le hace especial, su joroba. En nuestro siglo xxi hay quienes siguen intentando atraer la buena suerte con la ayuda de una joroba. En Togo, en Afri­ ca occidental, la policía tuvo que intervenir en una iglesia donde se decía que conservaban la joroba am putada de un

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hom bre en una vasija cerca del altar. Cuando se les preguntó al respecto, un representante de la iglesia dijo que le habían comprado la joroba y otros tantos fetiches a un doctor-brujo, y que sólo se trataba de una ayuda mágica para atraer a más gente a la iglesia. Hasta el m undo del béisbol ha sucumbido a la magia de la joroba. En 1911, los Filis de Filadelfia estaban tan desespe­ rados por ganar a los Giants de Nueva York en la Serie M un­ dial que recabaron la ayuda de un dim inuto jorobado llama­ do Louie Van Zelst, cuya joroba acariciaban antes de salir al campo. Les confirió tal seguridad en sí mismos que, efectiva­ mente, ganaron a los Giants.

CAPÍTULO

17

Las caderas

La amplia pelvis hum ana produce un ensanchamiento de cuerpo en el punto en que el tronco se une a las piernas. Lla­ mamos caderas a esta protuberancia. Com o la pelvis masculi­ na es más estrecha que la femenina, los hombres con la pelvis estrecha se consideran atractivamente masculinos. El ancho medio de las caderas de un hom bre es de unos 36 centímetros comparados con los 39 centímetros de la mayoría de las m u­ jeres. No parece tanta diferencia, aunque el hecho de que las mujeres tengan la cintura más estrecha magnifica el efecto vi­ sual de sus caderas. La proporción ideal entre la cintura y las caderas de una mujer es 7:10, mientras que en el hom bre es de 9:10. C uan­ do a los hombres se les enseñan imágenes de mujeres con dis­ tintas proporciones cintura/cadera y se les pregunta cuáles son las más atractivas, señalan siempre a las que guardan una pro­ porción de 7:10. La misma prueba realizada con mujeres con­ cluye que prefieren a los hombres con una proporción de 9:10 entre la cintura y las caderas. La respuesta ante estas diferen­ cias de silueta parece estar m uy bien asentada y resulta intere­ sante constatar que la distribución de los depósitos de grasa en hombres y mujeres ratifica sus gustos. Cuando una mujer acumula grasa en su cuerpo, cambia menos en la zona de la

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cintura que en otras partes. Así, aunque su cuerpo engorde, la crucial proporción cintura/cadera del 7:10 está en cierto m odo protegida. Cuando el hom bre engorda, su cintura no está igual de protegida. Ahí donde existe alguna diferencia de género en el cuer­ po hum ano, por m enor que sea, ambos sexos se apresuran a hallar maneras de subrayarla. Así, mientras las mujeres la exa­ geran llevando corsés ajustados a la cintura o fajas que au­ m entan el perfil de las caderas, los hombres se esfuerzan por exhibir unas caderas estrechas. La silueta hipermasculina pre­ senta un contorno ancho en los hom bros que se va estrechan­ do a medida que se aproxima a las caderas. La exageración ideal masculina sería no tener ningún tipo de protuberancia a la altura de la pelvis. Para tal fin, las prendas masculinas tien­ den a ajustarse cuanto les es posible a las caderas. Asimismo, hay que evitar los movimientos que impliquen el cimbreo o el bamboleo de las caderas, porque subrayan esta parte del cuer­ po. Existe una sola excepción a esta norma: la arremetida pél­ vica. D urante la cópula, los movimientos sincopados de las caderas que acompañan la inserción rítmica del pene son la quintaesencia de lo masculino. Cuando Elvis Presley apareció en la escena musical du­ rante la década de los años cincuenta, le llamaban Elvis la Pel­ vis por la exagerada rotación de sus caderas cuando bailaba. Las jóvenes féminas que asistían a sus actuaciones considera­ ban que sus movimientos eran de lo más excitante sexualmente y no les parecían nada femeninos. Sus estrechas caderas realizaban movimientos vigorosos, casi violentos, que re­ cordaban los de un macho sexualmente activo. Nada que ver con las ondulantes caderas de, pongamos, una bailarina hawaiana. Tan lascivos parecían sus contoneos que las cadenas televisivas se vieron obligadas a filmarle sólo de cintura para arriba, «con el fin de que los jóvenes espectadores no se exal­

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taran ante la visión del movimiento de sus caderas.» Hoy en día, sus rotaciones nos hacen sonreír, pero en la década de 1950 se consideraban grotescamente obscenas. Frank Sinatra, movido sin duda por la envidia, fue uno de los que censuraron las actuaciones de Elvis, y dijo que se trataba «de la forma de expresión más desagradable, brutal, desesperada y depravada.» Típica, en su opinión, «de todos los delincuentes de la faz de la tierra.» Sacerdotes indignados en­ cabezaron manifestaciones en las que se destruían los discos de rock and roll de Elvis. Decían que su conducta constituía un «factor desencadenante de la desinhibición y la rebelión de la juventud.» Y todo por unas caderas masculinas contoneán­ dose. H ubo un elemento racial en esta campaña anticaderas. Antes de Presley, los cantantes melódicos de raza blanca solían estarse quietos cuando actuaban, mientras que los de raza ne­ gra se movían con mayor libertad. Los Predicadores Evange­ listas de Pentecostés y otros fanáticos religiosos reclamaban que las emisoras de radio prohibieran la música de Presley, y la condenaban por ser «una música demoníaca y de negros», pecaminosa, pagana y malvada. Al mismo Elvis le colgaron la etiqueta de «el títere pentecostal reincidente.» En 1956, un juez de Florida amenazó con detenerle si agitaba las caderas durante su actuación en ese estado. Presley se vengó permane­ ciendo quieto durante la actuación, pero giraba uno de sus dedos como si remedara los movimientos de caderas y apun­ taba con él al juez, que estaba entre el público. El artista de raza negra que había destacado por el movi­ miento de su pelvis m ucho antes que Presley — y del que na­ die se acordaba entonces— fue una estrella de los espectácu­ los nocturnos llamado Earl Snakehips (Caderas de serpiente) Tucker. Sus actuaciones en el C otton Club a lo largo de las dé­ cadas de 1920 y 1930 causaron sensación e influyeron en toda

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una generación de bailarines a los que, posteriormente, Pres­ ley imitó con esos efectos tan devastadores. Se describía el baile de las «caderas de serpiente» como «un tipo de danza en el que se contorsionaba, contoneaba y agitaba la zona del estómago, caderas y trasero [...] llevado hasta el extremo.» D uke Ellington, que contrató a Tucker, dijo: «Creo que procede de una de esas colonias primitivas perdidas donde practican ritos paganos y su estilo de baile evolucionó a partir de sus convulsiones místicas.» Tucker, a quien tam bién conocían como la Boa Constrictor H um ana, empezaba la actuación con el cuerpo enroscado como el de una serpiente lista para atacar. A m edida que avanzaba la danza, «sus caderas iban trazando círculos cada vez más am ­ plios, hasta que parecía que se le iban a dislocar según la in­ tensidad melódica de la música.» Fue este tipo de baile, acep­ table en el am biente desenfadado de las salas nocturnas de Harlem a lo largo de la década de los treinta, el que provocó tantos problemas cuando lo adoptó un joven blanco y tem e­ roso de Dios llamado Elvis en la austeridad de la posguerra de los cincuenta. En el siglo xxi, hallamos el legado de Tucker y Presley en los estilos de baile del hip hop y el freak que, una vez más, so­ liviantan a los padres dada la explícita naturaleza sexual de los movimientos de cadera que conllevan. Recientemente, algu­ nos institutos de enseñanza media norteamericanos han solici­ tado que tanto estudiantes como sus padres firmen un formu­ lario en el que se prohíbe «los tocamientos íntimos, acuclillarse o inclinarse sexualmente» durante los bailes del instituto. Tam­ bién se les prohíben los bailes freaks que comportan «la adop­ ción de posturas sexualmente explícitas, como aquella típica en la que la chica roza la entrepierna frontal del chico con su trasero.» La potencia del movimiento de caderas hum ano ha aparecido de nuevo.

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En algunos países, especialmente en Sudamérica y en O riente Medio, existe un gesto obsceno muy popular que consiste en agitar las caderas. No tiene nada que ver con el baile y el hom bre que lo realiza está, sencillamente, emitiendo la señal de «Esto es lo que me gustaría hacerle a esta mujer» o «Esto es lo que haríamos juntos.» Se trata de la repetición si­ lenciosa del movimiento pélvico del hom bre durante el acto sexual. El hombre, de pie, echa las caderas hacia delante rít­ micamente m anteniendo los codos pegados a sus costados. En la versión sudamericana, los antebrazos van adelante y atrás siguiendo el movimiento de las caderas, remedando el gesto de sostener el cuerpo de una mujer durante la cópula. En la versión de Oriente Medio, que al parecer surgió de for­ ma independiente, se mueven las caderas adelante y atrás, pero se m antienen los brazos firmes. En cuanto a los gestos con la mano, sólo existe una ac­ ción relacionada con la cadera masculina: poner los brazos en jarras, uno apoyado en cada cadera, y los codos señalando para afuera. Se trata de una acción inconsciente que realiza­ mos cuando nos sentimos ariscos en público. Se observa cuando un jugador ha fallado un tanto vital. Es como si estu­ viera adoptando automáticamente una posición «antiabrazo» sin darse cuenta. También ocurre cuando los hombres se reú­ nen, de pie, en círculo, y alguno de ellos quiere excluir a otro del pequeño grupo. Sin pensar, levantamos un solo brazo y lo ponemos en jarras, con el codo señalando a quien se desea m antener a distancia. En cierto modo, la posición en jarras significa: «Ahora mismo no quiero que nadie me abrace así que, por favor, manteneos alejados de mí.» Com o si los codos, que salen a ambos lados del cuerpo, fueran enormes flechas apuntando hacia el exterior. O , tal vez, arcos preparados para lanzar fle­ chas a ambos lados. En inglés se llama postura akimbo, que, al

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parecer, ha evolucionado de a keen bou), que se puede inter­ pretar como un arco apuntado. Esta expresión no tiene nin­ gún equivalente en otro idioma. Existe una profesión en la que la postura en jarras se uti­ liza específicamente a m odo de insulto moderado, entre los actores de teatro. Tras la representación, si alguien ha sobreactuado, los demás pueden referirse a él como alguien «que ha estado un poco en jarras esta noche», lo que significa que ha utilizado excesivamente el lenguaje corporal. En el sudeste asiático, especialmente en Malasia y las Fi­ lipinas, ponen los brazos en jarras como señal específica de haber m ontado en cólera. N o es más que una exageración de su uso común, pues normalm ente la postura en jarras im­ plica enfado, que en este caso se extiende hasta la ira. También existe una versión ligeramente modificada de la postura de las manos en las caderas, en la que los codos siguen asomando por los lados, pero se llevan las manos hacia delan­ te, y normalm ente se hunde el pulgar en los bolsillos delante­ ros o en el cinturón, dejando los demás dedos a la vista y apuntando hacia los genitales masculinos ocultos. Ahí, el én­ fasis cambia de los codos apuntando para afuera a las manos señalando para abajo, en dirección al pene. No es de extrañar que sea un gesto muy popular entre los machos sexualmente enérgicos que, como lamentó una chica, inconscientemente «desean que observes, toques y admires esa parte de la que tan orgullosos están.» En tanto que jóvenes adultos, un poderoso movimiento pélvico forma parte esencial de nuestra capacidad atlética. En palabras de un entrenador: «Los atletas de élite de todas las modalidades tienen una cosa en com ún [...] unas caderas só­ lidas y expresivas. El desarrollo de una fortaleza muscular de­ cisiva y de un vigor explosivo es esencial para despuntar en el deporte.» En la vejez, sin embargo, las caderas tienden a aban­

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donarnos. La articulación se desgasta mucho y, a medida que nos hacemos ancianos, nos llega el día de utilizar bastones, andadores y, a su debido m om ento, la silla de ruedas. En calidad de simios que caminan erguidos, parece que nuestro nuevo modo de locomoción es todavía muy perfecti­ ble. El problema, claro está, consiste en que mucho antes de que esta decadencia de la cadera haga mella en nosotros, ya hemos procreado y transm itido nuestros genes, por lo que hay poca presión evolutiva que salga en nuestra ayuda. La cirugía moderna, no obstante, mejora constantemente y las operacio­ nes de implantación de prótesis de caderas cada vez son más eficientes y habituales. Por motivos que desconocemos, las ca­ deras del hom bre son mejores que las de la mujer al respecto. La proporción de implantes de cadera es de 4 a 1 entre m uje­ res y hombres. Finalmente, habría que comentar brevemente términos tales como hipster, hip y hippie. Cabe excusar a quien crea que están relacionados con las caderas, que en inglés se dice hip, pero no es así. El término hipster se utilizó en las culturas del jazz y del swing de los años cuarenta y cincuenta del siglo xx, y significaba que alguien estaba en la onda, o era hip. Esta acepción del término hip procede del argot militar del cam­ bio de siglo pasado. Cuando la orden «up-two-three-four!» se transformó en: «hip-two-three-four!», el equivalente a nuestro «¡un-dos-tres-ar!», se decía que el grupo que estaba bien sin­ cronizado era hip. D urante la década de los sesenta, emergió un nuevo tipo de cultura juvenil, los rebeldes de pelo largo, consum idores de drogas y partidarios del am or libre de esa década tan anim ada. Tom aron prestada la palabra hipster y se llamaron a sí mismos hippies. Sin duda alguna, les habría horrorizado saber que habían escogido un nom bre relativo a la disciplina militar para su movimiento decididamente anti­ belicista.

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En el siglo xxi, la cultura hipsteriva. surgido de nuevo, bajo una forma distinta. El térm ino hipster se refiere ahora a los «seguidores de irónicas modas retro, música y películas inde­ pendientes, y otras formas de expresión ajenas a los consumos culturales mayo ri taños.» También existe una nueva subcultu­ ra de clase media cuyos miembros se autodenom inan neohip­ pies, el equivalente m oderno de los hippies peludos de los años sesenta. Son anticapitalistas y anti-chav y se consagran a cues­ tiones como los derechos de los animales, los de los homose­ xuales, las mujeres, la defensa de los productos orgánicos, el reciclaje, la costumbre de am am antar a los recién nacidos y el medio ambiente. ( Chav es el término despectivo con que se refieren en Inglaterra al consumidor de productos «piratea­ dos» o de baja calidad. Suele aplicarse a una subcultura juve­ nil caracterizada por su pertenencia a una clase social baja y sus actividades delictivas.)

CAPÍTULO 1 8

El vello pubico

El vello pùbico aparece prim ero como un parche triangular de pelos m uy cortos y rizados justo encim a del pene, en el m om ento en que el chico llega a la pubertad, alrededor de los trece años. N aturalm ente, ello es debido a la aparición de las horm onas masculinas que, además de iniciar la produc­ ción de esperma, estim ulan la aparición repentina de vello corporal en los hombres. A m edida que aum entan los nive­ les de testosterona, la secuencia de aparición del nuevo vello refleja la sensibilidad horm onal en las distintas zonas. La re­ gión pubica es la más sensible, y es ahí donde el vello suele crecer antes. En los chicos, los primeros pelos púbicos aparecen aisla­ damente en el escroto o en la base del pene. Un año después, los pelos que rodean la base del pene ya son incontables y, al cabo de tres o cuatro años, cubren toda la zona pùbica. A di­ ferencia de la cabeza de los hombres, esta zona de su cuerpo no se queda nunca calva ni le salen canas con la vejez. Así que, al menos pùbicamente, se m antiene eternamente joven. Este fragmento particular de vello pùbico actúa a m odo de señal visual inmediata que indica madurez sexual y, cuando íbamos desnudos, podía detectarse a distancia. Se ha com en­ tado que ésa era su función primordial durante los inicios de

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la historia humana, cuando perdimos el resto de nuestras pie­ les ancestrales. Lo cierto es que en las razas de piel clara el triángulo de pelo oscuro es m ucho más visible. El argumento resulta me­ nos convincente en el caso de las personas de piel oscura, sin embargo, y parece probable que tuviera también otras funcio­ nes. Se han sugerido dos. Una es que esas matas de pelo ac­ túan como amortiguadores que previenen la irritación de la piel de los vigorosos y a menudos prolongados embates pélvicos de la copulación cara a cara. Teniendo en cuenta que ha ha­ bido culturas enteras que se depilaban la zona púbica sin que haya constancia de daños en la piel, parece una explicación poco convincente. La tercera función parece la más plausible. Sugiere que, igual que la proliferación de vello en las axilas, la mata de vello púbico es, básicamente, un receptáculo de aromas. Existe una gran concentración de glándulas sudoríparas apocrinas en la zona de la entrepierna y un pelo denso que se impregna de las feromonas que segregan. Com o ocurre con otras partes del cuerpo, las ropas demasiado ajustadas pueden crear problemas para este sistema de señales aromáticas, pues permiten que las secreciones se tornen rancias y convierten fragancias sexuales naturales en desagradables olores corporales. Sin embargo, en los primeros tiempos en que íbamos desnudos, cuando nuestra especie estaba experimentando espectaculares cambios evoluti­ vos, la explicación resulta bastante satisfactoria. En la pubertad, los chicos se jactan de que les está salien­ do vello, aunque algunas chicas no parecen tan entusiasma­ das. Son plenamente conscientes de que el vello púbico dela­ ta su madurez sexual, aunque inconscientemente puede que sientan que, en el fondo, es un rasgo masculino porque los cuerpos de los hombres adultos acostumbran a ser más vellu­ dos que los femeninos. El miedo irracional que las mujeres

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sienten por las arañas peludas en la pubertad es un reflejo de ello. Entre los chicos y chicas de unos diez años no hay dife­ rencia respecto de las reacciones que les provocan las arañas, pero a los catorce son m ucho más intensas en las chicas que en los chicos, y todo lo «peludo» les hace estremecer. Algunos estudiosos de profundas creencias religiosas han sugerido, seriamente, que la verdadera función del vello pùbi­ co es ocultar los desagradables detalles de los genitales, y los escritores anteriores que se atrevieron a abordar el tema eran de la opinión de que se trataba de una treta muy hábil por parte del Todopoderoso. N o obstante, si lo que Dios buscaba es una tapadera, en el caso del macho hum ano fracasó estre­ pitosamente. Pese a la m ata de pelo rizado, el pene y los testí­ culos siguen asomándose tercamente. Sin duda, a la Deidad le hubiera gustado saber que en Corea, la carencia de vello pùbico femenino ha provocado la inquietud de los amantes masculinos y que algunas mujeres atrevidas han llegado al extremo de hacerse implantar quirúr­ gicamente el pelo de la cabeza al pubis para lograr el atractivo deseado. Lamentablemente, la motivación primaria no parece ser crear una buena cobertura genital, sino satisfacer los de­ seos eróticos de los hombres. Esta medida tan drástica va curiosamente en contra de las tendencias actuales sobre vello pùbico, puesto que hoy en día se favorece la depilación de la región pùbica tanto en hombres como en mujeres. Existen cinco motivos para ello. En primer lugar, se trata de una cuestión de higiene. Los genitales depi­ lados son potencialmente más limpios que los peludos y cual­ quiera de las enfermedades que permanece al acecho en la frondosidad pilosa tiene menos posibilidades de proliferar en una piel tersa y sin vello. Eso se aplica particularmente al caso de las ladillas, unos piojos que se adhieren al vello pùbico y se alimentan de sangre humana.

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En segundo lugar, hay que tener en cuenta la creciente vulnerabilidad y exposición de los genitales externos, puesto que su forma se va delineando claramente. En tercer lugar, tenemos el aspecto más juvenil de la re­ gión púbica sin vello, que permite que el macho adulto ocul­ te algunos años, lo que, inevitablemente, le hará más atracti­ vo sexualmente en una sociedad cada vez más obsesionada por la juventud. El cuarto motivo para depilarse la zona púbica es que al­ gunos hombres han notado que, sin vello, el pene parece más largo. Y, finalmente, algunas mujeres han señalado que si los hombres van depilados se elimina el riesgo de que los restos de vello delaten un encuentro ilícito. Lo realmente fastidioso es que el vello púbico se cae con facilidad. Para los aficionados a las estadísticas estrafalarias, se ha calculado que a lo largo de una vida de setenta y cinco años, el hom bre se despoja de unos 45.260 pelos púbicos. Dicho de otro m odo, la población m undial masculina pierde cada año unos dos billones ciento noventa mil pelos púbicos. D ada la creciente tendencia a realizar pruebas de A D N , al­ gunos de ellos acabarán sin duda compareciendo ante un tri­ bunal. Existen, por lo tanto, buenas razones para desprenderse del vello púbico, pero ¿quiénes son, entre los integrantes de la población masculina mundial, los más dispuestos a ello? El más numeroso es el grupo de los musulmanes, guiados por M ahoma, quien al parecer dijo: «El estado natural de un hom bre se basa en cinco aspectos: circuncisión, recortarse el bigote, cortarse las uñas, depilarse el vello de las axilas y afei­ tarse el vello púbico.» La fe musulm ana im pone la costumbre de eliminar el ve­ llo púbico y el axilar con finalidades de aseo y limpieza gene­ ral. El vello de esas zonas se considera indeseado. Pese a que

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no se prohíbe, se recom ienda encarecidamente a los creyen­ tes no dejar crecer el vello más de cuarenta días. Para los musulmanes, eliminar el vello púbico es esencial­ mente un acto de aseo personal y no tiene connotaciones se­ xuales. Para otros hombres, se ha convertido en una moda m o­ derna, en la estela de la depilación femenina, y para ellos no es sólo una cuestión de higiene sino que tiene un fuerte compo­ nente sexual. Eso es así porque se pone el acento en la zona más sexual del cuerpo. Cuidando la zona púbica y transform ándo­ la con esmero, incrementan automáticamente el valor erótico que conceden a sus cuerpos. Sean cuales sean las ventajas espe­ cíficas que com porta la depilación, se trata de una intensifi­ cación de la alerta sexual que acompaña dichas modificaciones, y que contribuye a alimentar esta nueva moda, aunque requie­ ra cuidados prolijos y fastidiosos. Naturalmente, las modas no duran siempre, y el clamor de que el cuerpo peludo de un hom ­ bre es primitivo y poco considerado puede apagarse un día y dar lugar a un regreso al hombre natural, para quien acicalarse y asearse tanto es excesivamente presumido y narcisista. Finalmente, para los hombres que se niegan a sucumbir a la moda de los cuerpos tersos, apareció recientemente un anun­ cio en el que se ofrecían abalorios para el vello púbico mascu­ lino. Se ha observado que la fricción causada por los em pujo­ nes pélvicos de la copulación hum ana no afecta directamente al clítoris, la zona erótica más sensible del cuerpo femenino. Para corregir esa debilidad del sistema, se ha propuesto que los hom bres se trencen unos abalorios al vello púbico para que las cuentas froten rítm icam ente el clítoris durante la pe­ netración. La publicidad de dichos abalorios reza: «Nos enor­ gullece presentar los abalorios del vello púbico del hombre atento [...] con los que mejorará la estimulación de su pareja. Disponibles en bronce bruñido, madera de azobé, hueso pe­ trificado y marfil de colmillo de morsa.»

CAPÍTULO

19

El pene

Comparado con los penes de otros simios, el pene hum ano es bastante insólito. Es mucho más largo y más grueso, posee una punta con una forma muy curiosa y carece del hueso del pene que contribuye a la erección. Dada su rareza, se comprende que haya sido objeto de tanto interés, tanto académico como por­ nográfico. Se han escrito docenas de libros al respecto, está ro­ deado de tabúes, sujeto a leyes, y es motivo de miles de bromas. Incluso en nuestra m oderna y permisiva sociedad, el pene erecto es una de las imágenes más prohibidas. Podemos con­ templar algo tan agresivo y tan íntim o como una operación a corazón abierto en las pantallas de los televisores, igual que imágenes de cuerpos heridos y mutilados a consecuencia de un bombardeo, pero el falo hum ano está proscrito por obsce­ no. Com o dijo alguien: «Puedes enseñar una arma de fuego, que dispara muerte, pero no un pene, que dispara vida.» C on el fin de cum plir con los objetivos de este libro, de­ beremos dejar a un lado el tabú y examinar el pene con la mis­ ma objetividad con que hemos abordado otras partes del cuerpo. En prim er lugar, tomémoslo en consideración en tan­ to que parte de la anatom ía del hombre. El pene hum ano medio, cuando está completamente erecto, mide unos 15,2 centímetros de largo y tiene una cir­

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cunferencia de 12,7 centímetros. Dichas cifras están basadas en el famoso estudio que Kinsey realizó entre 3.500 hombres norteamericanos. Investigaciones posteriores dieron el mismo resultado; una, realizada entre 3.000 hombres, arrojó unas ci­ fras de 16 y 13 centímetros, respectivamente; y otra, que lle­ vó a cabo una empresa fabricante de preservativos, también entre unos 3.000 hombres de 27 países, concluyó que las me­ didas eran 16,3 y 13,3 centímetros. La longitud de un pene cuando no está erecto es de 7,6 a 10,1 centímetros y su circunferencia es aproximadamente la misma, de m odo que el aum ento durante la erección es con­ siderable. Se consigue gracias a un mecanismo notable, por el que se interrum pe la circulación de la sangre, creando una es­ pecie de «atasco» de la sangre en el interior del pene. Los va­ sos sanguíneos se dilatan y los vasos constrictores que retienen la sangre se comprimen. Cuando esto ocurre, el pene no sólo crece en longitud sino que también adquiere rigidez, por lo que ya no cuelga sino que se m antiene horizontal. En un 20 por ciento de los hombres, se yergue en un ángulo de 45 grados sobre la horizontal, y en un 10 por ciento adopta una posición vertical. En los hombres no circuncidados, dicha acción retrae el prepucio y expone las terminaciones nerviosas de la punta del pene. Cuando se inserta en la vagina, durante el encuentro se­ xual típico, el pene realizará de 100 a 500 embestidas antes de alcanzar la eyaculación. Muchas más que en el resto de los pri­ mates. U n m ono típico eyacula y se retira al cabo de pocas embestidas; por ejemplo, de 2 a 8 embestidas en el caso de un macaco; de 3 a 4 en el m ono búho; de 5 a 20 en el mono au­ llador. Se han identificado tres variaciones en la forma de un pene erecto: el tipo romo, el tipo botella y el tipo proa. El tipo romo es el más común, con un fuste recto y la cabeza ligera­

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m ente más ancha. El tipo botella tiene el fuste ligeramente más ancho que la cabeza. Y el tipo proa se curva ligeramente hacia arriba a medida que se acerca a la punta, como si fuera un plátano. El tipo proa tiene un interés especial pues parece ser la adaptación masculina a la posición del punto G femenino. Si, durante las embestidas pélvicas, se ejerce presión sobre esta di­ m inuta zona erógena ubicada en la pared frontal o superior de la vagina, aum enta la excitación de la mujer. Al estar curvado hacia arriba, el pene proa aum entará automáticam ente dicha presión, a medida que avanza, erecto, dentro y fuera de la ca­ vidad vaginal. En términos evolutivos, debe considerarse la forma más avanzada del pene humano. La longitud del pene asegura que, cuando se alcanza el clí­ max sexual y se llega a la eyaculación, el fluido seminal que con­ tiene el esperma se deposite al fondo del pasadizo vaginal, cerca de la abertura cervical. Con ello, aumenta considerablemente la posibilidad de que el esperma migre con éxito hacia el óvulo. La form a del pene asegura que todo el fluido seminal pre­ sente en él se desplace. Se ha dicho que el glande de la punta del pene hum ano ha adquirido esa forma inusual como parte de una estrategia que les ayuda a com batir la infidelidad fe­ menina. Cuando la compañera sexual de un hom bre le ha sido infiel y lleva semen de otro hombre en la vagina, si el miembro de la pareja masculino tiene un pene con un glande de buen tamaño contará con la ventaja de que, al penetrar en la mujer, le funcionará como un desatascador, expulsando el semen indeseado. El glande, ubicado como un yelmo en la punta del pene, tiene un anillo sobresaliente llamado coroni­ lla o corona del glande. Cuando el pene se hunde en la vagi­ na, todo el líquido cercano al cérvix quedará detrás de la co­ rona y, cuando el pene salga, arrastrará dichas secreciones con él. Luego, cuando el compañero sexual estable de la mujer

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eyacule, su líquido seminal sustituirá con éxito los fluidos del macho rival. Significativamente, en el m om ento mismo de la eyaculación, el hom bre siente de pronto la necesidad de dejar de empujar. Es im portante porque, si no se detiene, corre el peligro de desplazar sus propios fluidos seminales. Para probar esta teoría del desplazamiento del semen, un equipo de científicos norteamericanos simularon encuentros sexuales utilizando vibradores y penes artificiales, y descubrie­ ron que las embestidas profundas de los penes artificiales des­ plazaban efectivamente el semen, y con mucha eficiencia. Los penes artificiales más cortos no operaban dicho efecto, como tampoco los que no se empujaban con fuerza hacia el interior de la vagina. Curiosamente, un cuestionario al que se sometió a seiscientos hombres jóvenes reveló que los emparejados tien­ den a embestir con más fuerza cuando sospechan de la infide­ lidad de sus mujeres. En los casos en que los hombres han acusado explícitamente a las mujeres de engañarles, las em ­ bestidas son aún más vigorosas. Dicha teoría proporciona una explicación para el tamaño inusualmente grande del pene hum ano y su peculiar forma, aunque existe una alternativa que merece ser tomada en con­ sideración. Para sus defensores, el especial diseño del pene hu­ mano responde, en prim er lugar, a su función como mecanis­ mo de excitación. Ya se ha mencionado anteriormente que la tarea de la procreación de la especie hum ana com porta obli­ gaciones que condujeron a un sistema reproductivo basado en la pareja. Con una progenie serial de la que cuidar, la fémina hum ana necesitaba la ayuda y la protección de una pareja masculina estable y duradera. La presencia del hombre dupli­ caba los cuidados parentales y aum entaba drásticamente las posibilidades de supervivencia de su prole. El intenso placer sexual obtenido en los encuentros se­ xuales prolongados contribuiría a cim entar la pareja hum a­

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na. Las embestidas pélvicas de un m ono típico duran unos ocho segundos. En hum anos duran, en general, unos ocho m inutos, sesenta veces más. En algunos casos puede durar más, en ocasiones hasta una hora. Además, el mayor tam año y longitud del pene hum ano, que se ensancha y llena la va­ gina, increm enta la excitación de la mujer. El diseño del glande, con su coronilla carnosa y protuberante, hacia arri­ ba, que no hacia abajo, proporciona una estim ulación adicional de las paredes superior y frontal de la vagina, pre­ cisamente donde se ubica el hipersensible punto G de las mujeres. Visto así, el pene hum ano no es tanto un mecanis­ mo de bom beo como de placer, que excita a la m ujer hasta un nivel orgàsmico desconocido entre las demás especies de primates. El sentimiento de placentera extenuación que sigue al or­ gasmo tiene como consecuencia que, normalmente, la mujer permanezca tum bada un rato más, y que su cuerpo se mueva poco. Este es otro de los aspectos importantes del encuentro sexual hum ano, puesto que si se incorporara de inmediato, se podría perder parte del semen. Probablemente no sea acci­ dental que el único primate bípedo sea también el único que tiene una hem bra intensamente orgàsmica. A m odo de conclusión, la peculiar forma del pene hum a­ no y la excepcional intensidad del orgasmo de la m ujer com­ binados crean un sistema reproductivo del que se expulsa el esperma forastero y se retiene el esperma del compañero esta­ ble. Asimismo, el aum ento del tiempo y la intensidad de la ex­ citación sexual de ambos miembros contribuye a cimentar y proteger la pareja hum ana. Si con ello se pretende, en primer lugar, proteger a la pareja y, en segundo lugar, intervenir en el control del esperma, o si el mecanismo de desplazamiento y retención del esperma es primario y el emparejamiento se­ cundario, es algo que no se ha podido dirimir. N o obstante,

no existe contradicción entre ambas teorías, se trata sencilla­ mente de una cuestión de prioridad evolutiva. Volviendo al mecanismo de la eyaculación en sí, consta de dos fases. La primera implica el movimiento del líquido se­ minal y su contenido, procedente de distintas fuentes, hacia una posición lista para la emisión. Cuando esto ocurre, el ma­ cho percibe que la eyaculación es inm inente e inevitable. Se sigue luego una pausa de uno o dos segundos, durante los cuales no se puede detener ni demorar el proceso mediante un control consciente. En el inicio de la segunda fase, el pene ex­ perimenta intensas contracciones expulsivas, con las que em­ puja el fluido seminal que sale por la punta. Las primeras dos o tres contracciones son tan fuertes que, si el pene está fuera de la vagina, el líquido seminal puede proyectarse hasta 61 centímetros. Cuando las contracciones remiten, el pene erecto recupe­ ra su estado flácido y, en ese m om ento, es imposible que se vuelva a excitar. El lapso de tiempo que se tarda en recuperar la erección varía según el individuo y, notablemente, según la edad. El período de recuperación más rápido observado por Masters y Johnson fue en un joven capaz de eyacular tres ve­ ces en diez m inutos, aunque debemos subrayar que es una ex­ cepción. A partir de los treinta, la mayoría de los hombres son incapaces de eyacular por segunda vez al cabo de poco rato. Con el tiempo, y la edad, el hombre sólo podrá eyacular una vez, y deberá esperar un día, o más, hasta el siguiente clímax sexual. En hombres ancianos, la explosiva eyaculación del jo­ ven se convierte en poco más que una infiltración seminal. Ello está relacionado con el hecho de que los niveles de testosterona de un hom bre de setenta y cinco años descienden a la m itad de los de uno de veinticinco. Además, entre el 70 y el 80 por ciento de los hombres de setenta años son incapaces de tener una erección completa. En términos evolutivos, tiene

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sentido porque, a esa edad tan avanzada, tan cerca de la m uer­ te y la senilidad, no están en condiciones óptimas para cuidar de la cría que podrían engendrar. En el m undo de los deportes y del atletismo existe una creencia generalizada en que la eyaculación de esperma de­ bilita de algún m odo las condiciones físicas de un hom bre, y que debe evitarlo cuando va a competir. Son muchos los entrenadores que instan a la abstinencia sexual antes de un acontecimiento deportivo im portante, pero Masters y John­ son, en su prolijo estudio de la sexualidad hum ana, afirman tajantem ente que no existen pruebas fisiológicas que apoyen dicha teoría. Si funciona, debe de ser porque los hombres es­ tán tan contrariados que aum enta su deseo de derrotar a los adversarios. Recientes descubrimientos de investigadores norteam eri­ canos han sugerido que hay algo especial en el fluido seminal en el que flota el esperma activo. Además de ser el líquido que contribuye a que el esperma llegue a su destino, afirman que tie­ ne un impacto químico directo en el cuerpo de la mujer. Cuan­ do estudiaron a mujeres jóvenes sexualmente activas, se encon­ traron con que aquellas cuyos compañeros sexuales no se ponían condón obtenían un beneficio desconocido hasta el m om en­ to. Al parecer, el semen en sus vaginas influenciaba de alguna manera en su estado de ánimo, haciéndolas más felices que aquellas cuyos compañeros usaban siempre condón. La controvertida conclusión fue que las hormonas esti­ mulantes del estado de ánimo contenidas en el semen se ab­ sorben a través de las paredes vaginales. Ciertamente, es posible y tendría mucho sentido en términos evolutivos, generando una sensación de bienestar a partir de la satisfacción de las ac­ tividades potencialmente reproductivas, lo que incrementaría el placer de procrear. No obstante, hay algo erróneo en esta conclusión porque las mujeres en dicho estudio eran perfecta­

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mente conscientes de si sus compañeros llevaban preservativo o no. También podría ser que las que practicaban sexo con protección estuvieran inconscientemente tristes ante la pers­ pectiva de que no hubiera posibilidad de procreación. Y eso no significa que codiciaran secretamente quedarse embara­ zadas sino que, en un nivel más profundo, estaban respon­ diendo con menos intensidad al sexo recreativo que al sexo procreativo. El estudio mencionado plantea una cuestión interesante: ¿se excita más la pareja que practica el sexo seguro con pasti­ llas anticonceptivas que la que recurre al uso de preservativos? Está claro que en ambos casos saben que practican el sexo con fines recreativos, pero en el caso de la píldora no hay una evi­ dencia directa del hecho. No notan la píldora en la misma medida en que sienten físicamente la presencia de un condón y ello tal vez implique que, psicológicamente, el sexo con an­ ticonceptivos orales sea más satisfactorio. Las actitudes culturales respecto del pene han cambiado mucho. En general, en Occidente se ha ocultado el pene y lo cortés es no mencionar siquiera su existencia. No obstante, hubo una extraordinaria excepción a dicha regla: un modesto revestimiento de los genitales masculinos que empezó a utili­ zarse en el siglo xiv. La moda masculina había cambiado tanto que, dado que el jubón se llevaba más corto, se consideró ne­ cesario cubrir la entrepierna con una bolsita especial que evita­ ra la exposición accidental de las «vergüenzas» de los señores, que en castellano se puede llamar bragueta o portañuela. Sin embargo, a partir de su función original se fue ha­ ciendo cada vez más prom inente y más conspicuo hasta que, lejos de tratarse de un modesto revestimiento, se convirtió en un reclamo descarado del órgano sexual masculino. Acolcha­ dos, decorados y ornamentados con incrustaciones de joyería, de formas caprichosas, se asomaban por la entrepierna de los

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hombres vestidos a la últim a como la proa de una nave orgullosa. Incluso había armaduras que incorporaban portañuelas o braguetas cuidadosamente esculpidas. C on el tiempo, tomó forma de media luna y se erigió en vertical, creando la sensa­ ción de revestimiento protector de una erección permanente. El escritor satírico francés del siglo xvi François Rabelais ridiculizó la forma extrema de la bragueta, y describió una en los siguientes términos: Y la forma de aquélla [la bragueta] era como un arbotante, y atábase gozosamente a dos hebillas de oro prendidas a dos broches de esmalte, cada uno de los cuales llevaba engastada una gran esmeralda del grosor de una naranja. Pues [...] tiene la esmeralda virtudes erectivas y confortativas del miembro natural. La abertura de la bragueta era de una toesa de largo, con cortes como las calzas y abombamiento de damasco azul como ellas. [François Rabelais, Gargantua, Alianza Editorial, Madrid, 1992, traducción de Camilo Flores Varela.]

N o obstante, para algunos hombres esa prenda tan gran­ de no tenía función erótica alguna. Los miembros de la no­ bleza que sufrían de sífilis la empleaban en tanto que revesti­ m iento protector del vendaje médico que cubría su zona genital. Para ellos, era una suerte poder disimular su triste y dolorosa condición y darle la apariencia de una afirmación di­ soluta de la moda fálica. N i que decir tiene que la Iglesia se mostró horrorizada ante esa «prenda pecaminosa» pero no pudo detener su ex­ pansión hasta que, como ocurre con todos los estilos del ves­ tir, pasó de moda. O currió durante el siglo xvi y bajo el reina­ do de Isabel I. Estamos en tiempos de Isabel II y no se ha

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recuperado como complemento del vestir. En nuestros días, sólo aparece como ornam entación del vestuario exótico de al­ gunas de las estrellas del pop más excéntricas, o en los trajes de las películas de ciencia ficción. En la década de los setenta hubo un intento abortado de recuperar la portañuela como complemento estándar del ves­ tir masculino, pero incluso para los jóvenes rebeldes de la épo­ ca se trataba de una pieza demasiado explícita. En 1975, Eldridge Cleaver, un líder estadounidense de la lucha por los derechos civiles y miembro del partido de los Panteras N e­ gras, intentó introducir una línea de pantalones masculinos muy ajustados que incluían lo que él dio en llamar la manga cleaver. Se trataba, básicamente, de un gran calcetín que col­ gaba de la parte delantera de los pantalones, albergando el pene y perm itiendo «que se moviera libremente y cambiara de tamaño.» Curiosamente, Cleaver afirmaba que este nuevo di­ seño de moda iba a «revolucionar la actitud sexual de tal modo que provocaría la desaparición de delitos tales como la viola­ ción. También aboliría [...] el delito del “exhibicionismo” y lo sustituiría por la “exhibición decente”.» A pesar de la campaña de Cleaver, ningún hombre vesti­ do norm alm ente se atrevería a incorporar semejante prenda en su atuendo, pese a que no cabe descartar que, si nuestra ac­ titud cada vez más liberal respecto de la exhibición sexual ex­ plícita sigue en aum ento y los diseñadores de moda se quedan sin ideas, se recupere. Si echamos la vista atrás y nos remitimos a las civilizacio­ nes antiguas, también ha habido momentos en los que el pene ha sido celebrado bastante más abiertamente que hoy en día. Los antiguos griegos, por ejemplo, consideraban que el pre­ pucio era especialmente hermoso y contemplaban con culturizado desprecio a sus vecinos, fenicios, egipcios, etíopes y sirios, que practicaban la circuncisión. Los griegos rechazaban

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los argumentos religiosos en que se basaban los «sangrientos rituales de reducción del pene», que es como ellos lo llama­ ban, e incluso intentaron convencer a los fenicios para que abandonaran sus mutilaciones genitales. La obsesión griega por el prepucio era tal que incluso te­ nían nombres especiales para sus distintas partes. La sección que cubre el glande se llamaba posthey la parte ahusada que se extiende más allá del glande, y term ina en el orificio de la punta, se llamaba akroposthion. Al parecer, la parte que des­ pertaba más interés era la terminación, y cuanto más larga era, más les gustaba. D urante los ejercicios gimnásticos, y cuando competían en los Juegos Olímpicos, los atletas griegos estaban completa­ mente desnudos. (Se prohibía la asistencia a las mujeres.) Los griegos no tenían ningún problema con la exhibición de los genitales masculinos, con una excepción. D urante los force­ jeos de la lucha, o en el curso de otras actividades enérgicas y muy movidas, existía el riesgo de que se viera el glande si se re­ tiraba accidentalmente la piel del prepucio. Dado que la emergencia súbita del glande estaba asociada con la erección, y por lo tanto con la actividad sexual, y como pretendían in­ sistir en la naturaleza no sexual de su atletismo, tom aron me­ didas para impedir que se viera el glande. Lo lograron atando estrechamente la punta del prepucio con un cordón, lo que imposibilitaba que se asomara el glande. Incluso había un nom bre para dicho cordón. Se llamaba kynodesme, que signi­ fica literalmente «correa de perro.» Se trataba de una estrecha tira de cuero anudada alrededor del akroposthion que se rema­ taba con un lazo o se ataba alrededor de la cintura. En las imágenes de algunas vasijas griegas se puede ob­ servar este cordón del prepucio, y se conserva un dibujo de un atleta que se lo está anudando, preparándose para com pe­ tir. Algunos autores griegos dejaron claro que llevar la correa

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respondía básicamente al deseo del atleta de m antener su dig­ nidad estando desnudo, como signo de modestia, más que a modo de protección de sus genitales. O tros señalaban que el uso prolongado de la correa alargaba el prepucio y, por lo tanto, mejoraba el placer estético según los cánones de los griegos. Los hombres de otras culturas también han vestido o de­ corado sus penes de muchas maneras, algunas benévolas y otras más brutales. En Nueva Guinea, los feroces miembros de las tribus tradicionales siguen exhibiendo sus extraordina­ rias calabazas para el pene, una antigua costumbre por la que van completamente desnudos excepto una caperuza hecha de una larga calabaza de color amarillo dorado. La forma de la calabaza u horim recuerda una zanahoria muy alargada, que se estrecha ligeramente hacia la punta. Consiguen que adquiera dicha forma sujetándole un peso en un extremo mientras crece, lo que la va alargando. Cuando la llevan, cubre y oculta totalm ente el pene, que va insertado en la base. Los testículos, sin embargo, cuelgan sueltos sobre la caperuza. A veces es recta, y a veces se encorva hacia arriba y se sostiene con la ayuda de un cordel, el bilum, que se ata a la cintura. El ángulo más corriente de la caperuza es de 45 gra­ dos sobre la horizontal, por lo que adquiere la forma de un falo erecto. A ojos de los occidentales puede parecer una cos­ tumbre obscena, pero para los habitantes de Nueva Guinea supone un motivo de orgullo y exhibición digna del estatus de hombre adulto. Por ello, y para que destaquen más si cabe, al­ gunas calabazas están decoradas con conchas y borlitas. Los hombres de estatus más elevado en la tribu poseen una colec­ ción de calabazas y las utilizan únicamente en las ceremonias o las ocasiones especiales. El gobierno actual de Nueva Guinea ha intentado, inútil­ mente, prohibir esa forma tan insólita de atavío local. De mo-

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m entó, sólo han conseguido prohibir que se lleve en los edifi­ cios gubernamentales. La decoración tradicional del pene de los dayaks de Bor­ neo implicaba un asunto bastante más doloroso, consistente en practicar un agujero de izquierda a derecha a través del glande, en el que se coloca un hueso pulido en las ocasiones festivas. Para diario, llevan una pieza de m adera o una plu­ ma. En fechas más recientes, se dice que emplean una varilla de cobre, plata u oro, con un pequeño guijarro o una bolita de metal en uno de los extremos. La varilla es de unos 2 m i­ lím etros de diám etro y unos 4 centím etros de largo y, una vez se ha insertado, se cuelga una bolita del otro extremo. Ello hace que lleven dos esferas sobresaliendo del glande. N orm alm ente quedan cubiertas con el prepucio pero, d u ­ rante la erección, se asoman y se dice que, para las mujeres dayaks, ser penetradas por un pene sin estos insertos es como comer sin sal. En el famoso tratado sánscrito sobre el amor sexual, el Kamasutra, se menciona la decoración del pene, pero la vari­ lla es vertical, no horizontal. Eso debía de mejorar sus pres­ taciones como mecanismo de excitación, dado que la esfera superior rozaba la pared superior de la vagina, donde se halla la zona erógena del punto G. En Java, los miembros de las tribus modificaban sus pe­ nes de un modo ligeramente distinto, pero también calculado para atraer a sus mujeres. Realizando unas incisiones cortas en el glande, insertaban pequeños guijarros y piedras bajo la piel. Cuando los cortes sanaban, y las piedras quedaban fijas bajo la piel, la punta del pene presentaba bultos y protuberancias que, al parecer, proporcionaban mayor placer sexual a las m u­ jeres de la tribu. Algunos de los preservativos que se fabrican en la actualidad tienen el mismo efecto, aunque sin necesidad de someterse a una cirugía tan dolorosa.

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Si estas mejoras del pene parecen extremas, palidecen comparadas con el rito de mutilación del pene que hallamos entre algunas tribus, especialmente las de aborígenes austra­ lianos. Practicaban una cirugía llamada subincisión, consis­ tente en circuncidar el pene del chico cuando llegaba a la pu­ bertad y, más tarde, dividirlo prácticamente por la mitad. En el momento de la circuncisión, los miembros más ancia­ nos de la tribu sujetaban al chico, de unos trece años, y silencia­ ban sus gritos, en ocasiones dándole a morder un boomerang. O tro sujetaba el prepucio, retorciéndolo y retirándolo, y otro le aplicaba dos o tres cortes con una pieza afilada de cristal volcánico. El resto de los miembros de la tribu contemplaban detenidam ente la operación, y estaban obligados a matar a los circuncidadores que no realizaran bien su tarea. Al cabo de unos cuatro años, el joven circuncidado se so­ metía a la operación, bastante más seria, de la subincisión. Para ese fin, el hombre del cuchillo tajaba la parte inferior del pene en dos, a lo largo, casi hasta su base, dejando la uretra al aire. Se impedía que la herida se cerrara, por lo que el pene quedaba, como alguien dijo elegantemente, «como un aren­ que ahumado.» Abierto así, el pene extendido era mucho más ancho, y se dice que aum entaba el placer de las mujeres. Para los hombres suponía que, en algunos casos, debían orinar sen­ tados igual que las mujeres porque el chorro de líquido salía hacia abajo, desde la base del pene, y no de la punta. Algunos hombres llevaban consigo unos tubos agujereados que mejo­ raban su puntería y les ahorraban dicho oprobio, mientras que otros debían presionar el escroto contra la parte inferior del pene para dirigir el chorro hacia el frente, como suelen ha­ cer los hombres. Con ello también se malograba el eficiente mecanismo de la inserción del esperma, aunque la supervi­ vencia de las tribus aborígenes prueba claramente que algunos lograron procrear a pesar de todo.

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La importancia social de este rito de paso era enorme. Si el joven no se sometía a él, no se le perm itía unirse al grupo de mayores que acompañaban a su padre, y se le negaba el per­ miso para asistir a las ceremonias religiosas. Más im portante aún, oficialmente no podía tom ar mujer, y básicamente se convertían en marginados sociales. Todo su futuro en la tribu dependía del estrafalario rito de la mutilación del pene. Cabe preguntarse cómo se originó la singular idea de de­ jarse partir el pene en dos para obtener un estatus más eleva­ do en la comunidad. Se ha sugerido que el pene seccionado se parece más a una vulva, y el sangrado a una pseudomenstruación, aunque parece una conclusión un tanto aventurada. También se ha querido interpretar la subincisión como un intento de los aborígenes por imitar el pene bífido de los canguros. Si es así, la imitación no es m uy buena. El pene del canguro sólo está ahorquillado en la punta, y la operación de subincisión no crea esa forma. Abre el pene y lo aplana en dos mitades, no divide la punta en dos. Una explicación más plausible es que la operación tenga un origen mitológico. Según la leyenda aborigen, un hombrelagarto legó el rito a sus ancestros en sueños. Si los lagartos te­ nían un significado especial para los primeros aborígenes, es razonable que se fijaran en los machos de dichos reptiles que, cuando se aparean, extienden lo que parece ser un doble pene. El órgano copular de los lagartos está compuesto por un par de hemipenes, y puede m uy bien ser que la primera vez que un ser hum ano se abrió el pene fuera en un intento de im itar­ les. Si se consideraba que el mítico hombre-lagarto poseía po­ deres especiales, pudo llegar a suponerse que copiar su con­ ducta durante el apareo transmitiría dichos poderes a los miembros masculinos de la tribu. La circuncisión egipcia, una forma mucho más extendida de mutilación del pene, parece tener también un origen rep­

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til, aunque por casualidad. Se considera que surge de la obse­ sión de los antiguos egipcios con la inm ortalidad. Se ha aven­ turado que, cuando observaban cómo las serpientes m udaban la piel, pensaban que estaban renaciendo. El cuerpo viejo se quedaba, reseco y ajado, en el suelo, y la serpiente emergía con un nuevo cuerpo terso y reluciente. Si desembarazarse de una capa de piel le proporcionaba la inm ortalidad a la ser­ piente, el hombre, al desembarazarse de una parte de la piel, también podría llegar a ser inmortal. Y, dado que el pene y las serpientes tienen una forma parecida, y de la punta del m iem ­ bro masculino colgaba un pellejo, parecía obvio cómo había que proceder. Eliminar la piel y, como la serpiente, renacer. Se requería paciencia, sin embargo, ya que el renacimiento h u ­ mano tenía que esperar al m om ento de la muerte, por lo que tendría lugar en el más allá. Los primeros egipcios, la élite del m undo antiguo, fue­ ron imitados rápidam ente por las culturas de O riente Medio y, al cabo de poco tiem po, los jóvenes de la zona estuvieron dispuestos a pagar un doloroso precio a cambio de com pa­ rarse con los egipcios. Pronto se olvidaron de la adoración de las serpientes y la única razón que se adujo entonces era que Dios prefería los penes circuncidados, aunque nunca ha que­ dado claro por qué el Divino tom aba partido por esta pecu­ liar form a de m altrato infantil. Se estableció de tal manera como práctica religiosa aceptada que, a pesar de su extrava­ gancia, logró sobrevivir durante siglos, y se sigue practicando en nuestros días. Se considera que unos quince millones de muchachos se someten anualm ente a la circuncisión, por lo que es la cirugía más com ún y más rentable que conoce el hombre. C on los progresos educativos del m undo desarrollado, la gente ha empezado a cuestionar recientemente la relevancia de esta forma santificada de escultura sexual y los circuncida-

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dores empiezan a temer que su antiguo rito sucumba al au­ mento del sentido com ún objetivo. Defienden su postura aduciendo excusas más modernas para sus delicadas am puta­ ciones, e insisten en las ventajas médicas de los hombres cir­ cuncidados. Se realizaron varios estudios médicos en busca de sus hipotéticas ventajas y, ante esa nueva campaña, se animó a los más reticentes a seguir sometiendo a sus hijos a la m utila­ ción genital. Los argumentos a favor y en contra de la circuncisión masculina han sido objeto de controversias muy furibundas, y no se ha conseguido ofrecer una perspectiva equilibrada al res­ pecto. Los que están en contra insisten en que los defensores de las ventajas médicas aportan pruebas espurias y claramente partidistas. Señalan que a la medicina moderna no se le h u ­ biera ocurrido jamás un procedimiento como éste si no estu­ viera vinculado a una práctica religiosa. Se trata del único caso de eliminación quirúrgica de un tejido natural y perfectamente sano del cuerpo hum ano. Si la evolución lo puso ahí, ¿por qué quitarlo? Si, siendo adultos, alguien tiene motivos para de­ searlo, que lo haga. Las mutilaciones corporales con fines es­ téticos son de lo más comunes. Pero imponérselas a un bebé o un adolescente sano es inexcusable. A lo largo de las décadas de los ochenta y los noventa se fundaron varias organizaciones que se oponían a la circunci­ sión. D enunciaban que la práctica médica se había dejado co­ rrom per por la codicia y las presiones religiosas, y pretendían cambiar la situación. Entre otras cosas, afirmaban que la costumbre de la cir­ cuncisión equivale a la mutilación genital, y que no tiene bene­ ficios higiénicos ni a corto ni a largo plazo. En realidad, tiene efectos psicológicos negativos de leves a graves, y les inflige un dolor severo y un gran terror a los niños y los muchachos, mar­ cando sus mentes con un recuerdo violento. Los efectos a largo

plazo del procedimiento incluyen el suicidio y la depresión, y algunos terapeutas aducen que los hombres sin prepucio sien­ ten una pérdida, reviven la violencia y no se sienten «enteros» con un pene menguado. También defienden que la pérdida del tejido erótico del prepucio disminuye el placer sexual. Se ha dicho que la circuncisión aum enta el riesgo de in­ fección por estafilococos en los niños recién nacidos. El esta­ filococo ha alcanzado proporciones epidémicas y se ha con­ vertido en un problema mundial. Eliminando la única parte movible del pene, am putando el prepucio, se dice que se in­ crementa la fricción durante la copulación, produciendo pe­ queños desgarros del tejido y, por lo tanto, aum entando el riesgo de infección por V IH . En Estados Unidos el índice de circuncidados es elevado, así como el riesgo de infección por V IH . Escandinavia, en cambio, tiene poca población circun­ cidada y pocos infectados por VIH. Los grupos de presión contrarios a la circuncisión afir­ man que, pese al intento de probar las ventajas médicas de la circuncisión masculina — que incluyen m enor riesgo de in­ fección de vejiga, cáncer de pene o cáncer de cérvix en las m u­ jeres— , lo único que ha quedado establecido es que son esca­ sas, si no inexistentes. Desde el punto de vista de un médico, la circuncisión de un niño viola el derecho legal del paciente a su integridad física, y viola asimismo la Convención Europea de Derechos Humanos. Finalmente, se han criticado los m o­ tivos por los que algunos médicos abogan por la circuncisión de los niños y se ha denunciado su ambición monetaria, en primer lugar, y también su deseo de vengarse del dolor que les infligieron al circuncidarles a ellos. Los opositores más extremos a la circuncisión fundaron una organización llamada U N C IR C y publicaron un libro con el sorprendente título de The Joy ofUncircumcizing (El re­ gocijo de los no circuncidados). Partían de la idea de que, si

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algunas poblaciones tribales pueden estirarse los lóbulos de las orejas tironeando prolongadamente de ellos, también debería poder hacerse lo mismo con un pene circuncidado. Defen­ dían que debería ser posible, de varias maneras, recuperar la gloriosa forma original del prepucio. Señalaban que la piel del pene acostumbra a ser inusitadamente elástica y que, colgán­ dole pesos o estirándola para abajo — o, si falla todo lo demás, mediante la reconstrucción quirúrgica del mismo— , el pene debería recuperar su estado original. Si los hombres están dispuestos a someterse a medidas tan extraordinarias, entonces está claro que, al menos para al­ gunos, la circuncisión constituye una pesadilla con la que hay que acabar de una vez por todas en el futuro. Los grupos de presión a favor de la circuncisión insisten en las ventajas médicas de la misma y niegan que exista evi­ dencia alguna de daños psicológicos o pérdida de placer se­ xual posteriores. Es evidente que estos dos puntos de vista se contradicen en tres aspectos clave: psicológico, sexual y médico. Sus con­ clusiones, basadas en ambos casos en investigaciones médicas exhaustivas, se oponen frontalmente. Obviamente, hay pode­ rosos factores emocionales en juego, por lo que habrá que es­ perar todavía un tiempo antes de que se llegue a una conclu­ sión final, objetiva, al respecto.

Además de la subincisión y la circuncisión, existen otras dos formas de mutilación genital que merecen comentario. Una, la incisión, es la menos dañina forma de cirugía, y la otra, la intervención por la que se arranca la piel del pene, la más agresiva. La incisión es una forma moderada de circuncisión, por la que se realiza un solo corte en el prepucio, para exponer

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parte del glande, pero sin extirpar piel. Entre algunos pueblos del este de Africa, y en algunas islas de Asia y Oceanía, se ha observado dicha costumbre. Probablemente surgió como for­ ma simbólica de circuncisión, que perm itía someterse al rito de paso con un m ínim o de daño quirúrgico. La forma más severa de mutilación del pene, que otrora se practicaba en algunos lugares de Arabia, era la brutal prác­ tica por la que se arrancaba la piel de todo el fuste del pene. Sólo los jóvenes capaces de soportar esta forma extrema de tortura genital sin gritar pasaban a ser considerados adultos respetables. En algunas tribus africanas, antes de la existencia de los preservativos modernos, se realizaba una pequeña modifica­ ción en los hombres que les permitía disfrutar de la copula­ ción sin riesgo de procrear. Consistía sencillamente en practicar un pequeño agujero en el tubo uretral, o en la base d e l__ ) pene jun to al escroto. Eso les perm itía eyacular por la base del pene, y no por la punta, de modo que el esperma no entrara en la vagina. Si deseaban procrear, se tapaban el a g u je ro ^ J con un dedo en el m om ento de la eyaculación. Controlaban, * . . la orina de la misma manera. * Resulta imposible pasar por alto la modalidad m odernaf'í"' ■ de modificación del pene con fines decorativos: el piercin$ genital. Justo cuando buena parte de la opinión pública ha empezado a mostrarse contraria a las antiguas formas de m u- J tilación del pene, como la circuncisión, ha aparecido unfttfY moda a contracorriente consistente en esa forma de decoración del pene. No hay nada tribal, religioso ni místico en las incisiones modernas del piercing. Se las practican por puro placer, táctil durante el sexo o visual en los preliminares. Para citar a un profesional del piercing: «Obtienen placer de las sensaciones suplementarias que les proporcionan los piercings o las joyas

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que llevan en sus cuerpos. Además, para algunas personas, el placer visual es tan excitante como el sensorial. Los piercings son exóticos y eróticos. Existe un motivo físico concreto para aum entar la sensibilidad de las zonas a las que se les practica el piercing. Las piezas que se llevan en los piercings se ponen en contacto con terminaciones nerviosas a las que normalm ente no se tiene acceso ni se estimulan.» A los que consideran que las mutilaciones decorativas son horrendas les sorprenderá saber que, en la actualidad, existen nada menos que ocho estilos distintos de joyería para el pene para satisfacer los gustos de gente dispuesta a m uti­ larse para llevarlos. El más tradicional es el príncipe Alberto. Lo llevaba el marido de la reina Victoria y, originalmente, consistía en un anillo inserto en el pene con el que se sujeta­ ba éste al muslo para evitar que sucediera algo inconveniente con el perfil de los ajustados pantalones de la época. El dic­ tador italiano Benito Mussolini tam bién llevaba un príncipe Alberto y le practicaban un agujero en el bolsillo de los pan­ talones para que pudiera toquetearlo y jugar con él en m o­ mentos de estrés. El príncipe Alberto no inventó el piercing. Se conocía ya como una costumbre alemana entre los luchadores, que lo utilizaban para m antener el pene bien sujeto y protegido en la entrepierna, y evitar heridas con la espada. Fue el primer esti­ lo de decoración del pene cuando se inició la era m oderna del piercing en las partes íntimas a finales del siglo xx. Se practica un agujero en la parte inferior del pene, junto a la punta, don­ de no hallamos más que una delgada membrana, puesto que el tubo uretral pasa m uy cerca de la piel inferior del fuste del miembro. Se inserta entonces un anillo de metal a través de la abertura natural de la uretra y se desliza a través de ella. Pue­ de hacerse tanto en hombres circuncidados como no circun­ cidados, y tarda unas cuatro semanas en curarse. Estos anillos

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modernos se llevan con pantalones sueltos y normalmente no van atados al muslo como los del siglo xix. El piercing delfín es similar pero se coloca más abajo en el tronco del pene, 1,6 centímetros por debajo del agujero del príncipe Alberto. Se inserta una barrita metálica de forma curva por el agujero del príncipe Alberto y se saca a través del nuevo agujero. Se rematan luego los extremos con una pequeña bolita metálica en cada uno. El resultado es una barrita curva dentro de la uretra, y dos bolitas metálicas en la parte inferior del pene. El ^zmvwgAmpallang recibe su nom bre de la barrita ho­ rizontal que se les inserta a los muchachos dayaks (Borneo) en la punta del pene cuando llegan a la pubertad. La versión m o­ derna se coloca del mismo modo: un agujero practicado en horizontal a través de la cabeza del pene con una barrita me­ tálica y una bolita o pesa en cada uno de los extremos. C on eso se crea lo que se ha dado en llamar el aspecto de «los ojos de la bestia.» Este piercing, mucho más agresivo, tarda varios meses en sanar del todo. El piercing Apadravya es parecido, pero en sentido verti­ cal, no horizontal. Recibe el nombre de su primera mención, en el Kamasutra. El piercing frenum pasa a través de la superficie del tejido en la parte inferior del pene, junto a la base. Algunos hombres llevan más de un piercing frenum a lo largo de la parte inferior del pene, conocidos popularmente como «topes reductores de velocidad.» El piercing lorum es como un frenum más bajo que se practica a través del tejido que une la base del pene al escroto. El piercing dydoe pasa a través de la corona del glande. Se suele insertar por pares y en hombres que tienen una corona bien definida. Finalmente, existe el piercing^úb'ico, que se practica en el punto en que la región pélvica frontal se encuentra con la base

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del pene, en la parte superior del mismo. Se dice que propor­ ciona mayor placer sexual durante la llamada posición del m i­ sionero. Sólo cabe esperar que a estos hombres modernos que si­ guen la moda del piercing no les caiga un rayo. Finalmente, se dice que un stripper inglés llamado Frankie Jakeman se aseguró el pene por valor de 1,6 millones de dólares, por lo que cabe imaginar el goce de sus compañeras de cama. Aunque no hay duda de que dicho órgano tiene un papel decisivo en el tipo de representaciones teatrales a las que él se dedica, lo que no está claro es qué tipo de desgracia cree él que pueda ocurrirle. Tal vez tiene presente el famoso caso de John Wayne Bobbitt, un norteamericano cuya esposa Lorena le cortó el pene con un cuchillo de cocina mientras él dormía. Lorena declaró que estaba enfadada porque él no le proporcionaba orgasmos. Después de cercenarle ese apéndice tan ofensivo, ella se fue a dar una vuelta en coche y arrojó el miembro por la ventanilla. Tras una exhaustiva búsqueda, la policía lo en­ contró y pudieron reimplantárselo quirúrgicamente a la vícti­ ma. Para pagarse dicha operación, Bobbitt apareció en varias películas pornográficas, incluida una titulada Frankenpenis. Posteriormente, trabajó en un burdel de Nevada, y como sa­ cerdote oficiante en Las Vegas. Al parecer, su pene funciona correctamente porque se ha casado dos veces más. En el caso de Bobbitt, obviamente, el que le implantaron era su propio pene, pero en China hallamos una anécdota más dramática en que a alguien se le trasplantó un pene que no le pertenecía. Un desafortunado individuo, con el pene seccio­ nado debido a un extraño accidente, se sometió al primer trasplante de pene del m undo. Los cirujanos del Hospital Ge­ neral de Guangzhou, en China, realizaron una meticulosa microcirugía, que duró quince horas, para injertarle el pene de

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un donante. La operación fue un éxito. El cuerpo del hombre no rechazó el trasplante de pene aunque, desgraciadamente, lo rechazó su mujer, quien no pudo establecer relaciones ínti­ mas con el órgano sexual de un extraño. Con gran pesar, los cirujanos tuvieron que resignarse entonces a amputarle el miembro, por lo que su sorprendente proeza médica se quedó en agua de borrajas.

CAPÍTULO

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Los testículos

Los sabios han ponderado largamente la ubicación exacta del alma inmortal. ¿Está en el cerebro? ¿Está en el corazón? No, la respuesta es que está en los testículos, porque es ahí donde el hom bre fabrica su esperma y en ese esperma lleva su única auténtica esperanza de inm ortalidad, la inmortalidad genética a través de su descendencia. Dado que los testículos son una parte tan vital del cuer­ po del hombre, cabe preguntarse por qué están en una posi­ ción tan difícil. Parece que la evolución se hubiera mostrado poco cuidadosa al perm itir que cuelguen fuera del cuerpo, en­ tre los muslos. Expuestos como están, es fácil dañarlos seria­ m ente con un golpe fuerte entre las piernas. Los cazadores primitivos, cuando forcejeaban con una presa herida que se debatía, debieron de ser de lo más vulnerables. Asimismo, los deportistas modernos son perfectamente conscientes del do­ lor que se siente cuando les golpean esa zona. Menos dramático, aunque igual de molesto, es el hecho de que cuando un hom bre desnudo corre, nota la incom odi­ dad de los testículos chocando contra el interior de sus m us­ los. Este aparente error del diseño del cuerpo del hom bre pro­ bablemente provocó la invención de la primera prenda de vestir hum ana, el equivalente primitivo del suspensorio. Sin

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embargo, sujetar así el aparato reproductor externo del hom ­ bre com porta un nuevo problema: la irritación de la piel del escroto, pues el roce de la prenda causa escoceduras y llagas. No hay forma de evitarlo: los testículos internos que ha­ llamos en otros animales hubieran sido más seguros y más có­ modos para el nuevo macho hum ano bípedo en proceso de evolución. Así, la pregunta obvia es: ¿por qué tienen los hom ­ bres los genitales externos? La respuesta tradicional, que se ha aducido durante años, es que tenerlos fuera del abdomen los mantiene ligeramente más frescos, y este leve descenso de la tem peratura favorece la producción de esperma. Se han realizado muchas investiga­ ciones con el fin de corroborar esta teoría. Una autoridad en el tema afirma que la temperatura ideal para la producción de esperma es de 3 grados menos que la tem peratura corporal normal. O tra afirma haber demostrado que diez m inutos de sauna durante diez días seguidos dismi­ nuye la producción de esperma a un dramático 50 por ciento al cabo de diez semanas. Otras actividades o hábitos que aum entan la tem peratu­ ra de los testículos de m odo perjudicial incluyen trabajar con un ordenador portátil sobre el regazo, las largas horas de con­ ducción de los camioneros, dorm ir en una cama de agua ca­ liente, el ejercicio intenso o llevar ropa interior o pantalones demasiado ajustados. No son sugerencias aventuradas al azar sino el resultado de detallados estudios. El ejemplo del ordenador, por ejem­ plo, está basado en una investigación a partir de veintinueve jóvenes a los que les pidieron que estuvieran unas horas sen­ tados trabajando con los ordenadores portátiles sobre los muslos. Eso provocó un aum ento de la temperatura del escro­ to de nada menos que 2,8 grados. En otras palabras, eso ca­ lentó los testículos tanto como si estuvieran dentro del cuer­

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po hum ano. Sólo parte de ese calor procedía del calentamien­ to del ordenador sobre las piernas. Cuando se les pedía a los hombres que se sentaran con los muslos apretados, aun sin or­ denadores, también se daba un significante aumento de tem ­ peratura, nada menos que 2,1 grados. El calentamiento del ordenador no hacía más que aum entar un efecto que se pro­ duce por simple contacto. En otras palabras, la primera causa de aumento de la tem ­ peratura en los testículos es tenerlos apretados entre los mus­ los, sea por la postura o por llevar prendas demasiado ajusta­ das. Cualquier actividad, sea en el trabajo o durante nuestro tiempo de ocio, que implique estar sentado durante mucho rato con las piernas juntas, es susceptible de reducir la pro­ ducción de esperma. Si, en cambio, los testículos pueden m o­ verse con libertad, entonces un músculo que controla el nivel a que se sostienen los ajusta a la tem peratura ambiente. C uan­ do aum enta el calor, el músculo permite que el escroto cuel­ gue más abajo y facilita que se ventile. Cuando se enfrían, el músculo se contrae y los testículos se elevan hasta una posi­ ción más abrigada y cálida. De esta manera, los testículos sueltos se mantienen a la tem peratura exacta que contribuye a la producción eficiente de esperma. El músculo que retrae los testículos de un hom bre cuan­ do siente frío tam bién reacciona del mismo modo ante el es­ trés. Esto se debe a que, en tiempos primitivos, un aum ento súbito del estrés estaba asociado con un posible peligro físico, cuando había que proteger los testículos de posibles daños. Curiosamente, el otro m om ento en que se contrae el músculo y los testículos se elevan hacia el cuerpo del hombre es justo antes de eyacular. La única explicación para ello es que, si ambos amantes alcanzan el clímax sexual juntos, pue­ de que las convulsiones de los miembros sean tan intensas que dañen los testículos si están demasiado expuestos.

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Uno de los problemas a los que se enfrentan los testículos es cómo ajustarse entre los muslos del hombre. N o hay m u­ cho espacio, especialmente si el hom bre en cuestión tiene unos robustos músculos de atleta. La evolución resolvió ese problema haciendo que un testículo cuelgue más que el otro. De ese m odo, se necesita menos espacio. Si colgaran exacta­ mente a la misma altura, su simetría im pondría la necesidad de más espacio. En la mayoría de los hombres, el testículo izquierdo cuel­ ga más que el derecho. Un estudio realizado en 386 hombres revela que el 65 por ciento de los hombres tienen el testículo izquierdo más bajo, el 22 por ciento tienen el testículo dere­ cho más bajo, y el 13 por ciento los tienen iguales. En el Ins­ tituto para el Estudio del Sexo de Kinsey se llevó a cabo un estudio para el que se analizó a 6.544 hombres, y en esta oca­ sión las cifras eran aún más radicales: el 90 por ciento tenían el testículo izquierdo más bajo, sólo el 5 por ciento tenían el tes­ tículo derecho más bajo y otro 5 por ciento los tenían iguales. Nadie parece saber por qué sólo el 10 por ciento de los hombres carecen de la característica del testículo izquierdo más bajo, igual que no se sabe por qué sólo el 10 por ciento de los hombres son zurdos, aunque se ha sugerido que ambos grupos están, de algún m odo, relacionados. N o obstante, si es así, la relación está más bien traída por los pelos. La simple idea de que el 90 por ciento de los hombres diestros tengan también el testículo izquierdo más bajo no funciona. La ver­ dad, m ucho más sutil, es que la posibilidad de tener el testí­ culo izquierdo más bajo es ligeramente superior en los dies­ tros que en los zurdos. N o obstante, la conexión es tan dudosa que, hasta el m om ento, la inclinación de los testículos en una u otra dirección sigue siendo un misterio. En los hombres que tienen un cuerpo musculoso y unos muslos realmente gruesos, la falta de espacio para sus testículos

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constituye, en ocasiones, un verdadero problema, aunque tie­ nen soluciones a las que recurrir. O tro de los efectos de los es­ feroides anabolizantes que acostumbran a tomar para aum en­ tar espectacularmente el tamaño de sus músculos reduce sus testículos a más o menos la mitad de su tamaño normal. Así, a medida que empiezan a dilatarse los músculos del culturista, sus testículos empiezan a menguar, por lo que son más fáciles de acomodar. El motivo de dicha ecuación es que los esteroides imitan los efectos de la testosterona y, dado que los testículos son la principal fuente de esa horm ona masculina, reaccionan como si no fuera necesario continuar produciéndola. Cuando los culturistas dejan de tom ar esteroides, sus testículos no tar­ dan en recuperar su tamaño normal. Cuando trabajan con eficiencia, los testículos humanos, con forma ovoide y unos 5 centímetros de largo, producen unos doscientos millones de espermatozoides cada veinticua­ tro horas. Los testículos poseen estrechos conductos y es en su interior donde, en realidad, se producen los espermatozoides. Alrededor de estos conductos se hallan las células que produ­ cen la horm ona masculina llamada testosterona. El esperma­ tozoide es minúsculo; si colocáramos unos quinientos en fila, m edirían sólo unos 2 centímetros y medio. Una vez produci­ do, se almacena, listo para una posible eyaculación. Cuando se alcanza el clímax sexual, se mezclan con el fluido que secre­ tan las glándulas y se proyectan, a través de la uretra, hacia la punta del pene. Si, durante los preliminares sexuales, se retrasa delibera­ dam ente el clímax sexual del hombre durante un largo perío­ do de tiempo después de que se ha logrado una erección com ­ pleta, los estadios preparatorios del esperma se prolongan de un m odo antinatural hasta el punto de que empiezan a doler los testículos. Un incidente lo bastante habitual como para que, en argot, se conozca con el nombre de «testículos azules.»

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Si un hom bre no está sexualmente activo, la acumulación de esperma puede provocar emisiones nocturnas, normal­ mente llamadas «sueños húmedos», en los que el hombre eya­ cula espontáneamente durante el sueño y libera la tensión del esperma almacenado. Si no hay eyaculación, el esperma que no se utiliza se reabsorbe con el tiempo. N o obstante, eso no contribuye a que su sistema reproductivo funcione mejor, pues se ha comprobado que la eyaculación habitual mejora la producción de esperma. De lo que se sigue que si un hombre está inactivo temporalmente, la masturbación le ayudará a mantener su sistema en buena forma. Existe una gran variación en el núm ero de espermatozoi­ des liberados con cada eyaculación, nada menos que de dos millones a doscientos millones. Se suele cifrar en sesenta m i­ llones el m ínim o requerido para una fertilización adecuada, aunque sólo uno entrará realmente en el óvulo femenino y lo fertilizará. Se requiere un núm ero mayor para crear el cultivo químico óptim o que transporte el espermatozoide victorioso en su largo itinerario. Son tantos los estudios que han probado, más allá de toda duda, que la producción de esperma es mucho más efi­ ciente cuando la tem peratura de los testículos es ligeramente menor, que se ha dado por sentado que ello responde a la pre­ gunta de por qué los testículos están colocados en una posi­ ción tan vulnerable, fuera del cuerpo del hombre. Evidente­ mente, están en riesgo porque eso les hace más eficientes. Todos los libros de texto se han hecho eco de esa idea, hasta el punto de que se ha incorporado al saber popular. Desgracia­ damente, no se ajusta a los hechos evolutivos. Y, en tanto que explicación, cabe señalarle dos defectos. El primero es que, en los climas muy cálidos, como los del África tropical, donde evolucionaron nuestros antiguos ancestros, la tem peratura del aire suele ser tan elevada que te­

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ner los genitales externos no hubiera resultado de gran ayuda. Efectivamente, en algunas de las zonas más cálidas del globo, donde el termómetro puede elevarse hasta los 58 grados, los testículos externos pasan más calor que si estuvieran cómoda­ m ente albergados en el interior del cuerpo humano. En se­ gundo lugar, cuando se examinan otras especies mamíferas re­ sulta que, aunque algunos sí tienen el escroto con los genitales externos, otros muchos no. Si tantas especies pueden procrear con éxito en climas ca­ lientes, o poseyendo los genitales internos, entonces debe de existir otra ventaja por la que la evolución los puso en riesgo en el m undo exterior. Hasta el m om ento, la única sugerencia que se ha propuesto para ello es la Teoría de la Contusión de Michael Chance. La idea se le ocurrió cuando leyó un infor­ me sobre las pruebas de orina a las que se sometía a los m iem ­ bros de los equipos de remo de Oxford y Cambridge. Com o en tantos acontecimientos deportivos, dichas pruebas se reali­ zan para detectar la utilización de fármacos prohibidos, pero Michael Chance reparó en algo muy distinto. El informe afir­ maba que la orina recogida tras la carrera contenía fluido prostático que no se observaba en las muestras recogidas antes del encuentro. Dicho de otro modo, una de las glándulas internas que se­ grega el fluido seminal que contiene el esperma goteaba como consecuencia de la intensa presión muscular de la acción de re­ mar durante la famosa y extenuante competición de remo. Cada golpe de remo causaba una presión súbita y una sacudi­ da en el abdomen del remero. A diferencia de la vejiga de la orina, el tracto reproductivo del hombre carece de esfínteres, y la presión continuada en la glándula prostática que provocan los enérgicos movimientos de un remero provocaban que su contenido se derramara en el tubo uretral, donde lo recogía la orina objeto de las pruebas posteriores a la carrera.

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Gracias a ello Chance entendió que, si el macho hum ano tuviera testículos internos, tam bién estarían sometidos a una presión súbita y enérgica, cuya consecuencia sería una pérdi­ da considerable de esperma. Las actividades cazadoras de los hombres de la tribu debieron de provocar inevitablemente di­ cha presión cuando el cazador saltaba, brincaba o se debatía por reducir a las piezas de mayor tamaño. Si sus testículos hu­ bieran sido internos, la tensión y contracción continuas de los músculos abdominales hubiera provocado una pérdida de es­ perma y de fluidos seminales. Sin embargo, gracias a los testí­ culos externos, se evita someter al esperma a tantos cambios de presión, por lo que no se desperdicia en vano. En base a ello, todas las especies mamíferas, indepen­ dientem ente de la tem peratura del entorno en el que viven, deben tener los testículos internos si llevan una vida sedenta­ ria, y externos si se ven sometidos a presiones y sacudidas sú­ bitas. En otras palabras, las especies que trepan, caminan o se internan en madrigueras deben tener los testículos internos y las que saltan, corren o se golpean deben tenerlos externos. Y eso es exactamente lo que descubrió cuando estudió una am­ plia variedad de especies, confirmando dicha idea y relegando el principio del enfriamiento al nivel de una adaptación se­ cundaria. Ello nos proporciona dos ejemplos: todos los osos hor­ migueros y los armadillos llevan un estilo de vida libre de con­ tusiones y tienen los testículos internos, incluso los que vi­ ven en los trópicos más tórridos. Todos los animales astados — vacas, cabras, antílopes, ciervos y demás— se ven obliga­ dos a soportar im portantes presiones durante las sacudidas, especialmente en la tem porada de celo, cuando se enfrentan a cabezazos en furiosas competiciones de fuerza, pese a lo que tienen testículos externos, tam bién independientem ente de dónde vivan.

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Una de las desafortunadas consecuencias de este desarrollo evolutivo es lo fácil que resulta castrar a un macho humano. La extirpación de los testículos internos requiere una cirugía espe­ cial. Si se realiza de un modo inadecuado, puede provocar la muerte. Con los testículos externos se trata, simplemente, de un tijeretazo seco. Com o consecuencia de ello, en el pasado he­ mos asistido a la aparición de dos categorías especiales de ma­ cho humano, los castrados o castran y los eunucos. Los castrati fueron las víctimas del rechazo de la Iglesia católica romana a que las mujeres cantaran en sus coros en el siglo xvi. A los sacerdotes les gustaban los tonos puros y agu­ dos de los muchachos en el coro y querían conservar sus dul­ ces voces cuanto les fuera posible. Lamentablemente, cuando les cambiaba la voz durante la pubertad, perdían esas bellas tonalidades cristalinas. Eliminando de ese modo la fuente de testosterona, se evitaba el desarrollo de las características mas­ culinas adultas y los chicos se hacían mayores conservando la voz aguda y pura que tanto les gustaba a los sacerdotes. Ade­ más, al crecer en altura, los adultos castrados desarrollaban voces más potentes, distintas tanto de las de los niños como de los adultos, masculinos o femeninos. Ese era el sonido que embelesaba a los sacerdotes, y por el que estuvieron extirpán­ doles los testículos a sus cantores durante más de tres siglos. Lo trágico para esos niños era que sólo un 1 por ciento de los castrati eran cantantes de éxito en su edad adulta. Aunque, eso sí, los que lo lograban tenían una existencia de lujo y ve­ neración. Eran como las estrellas del pop de su época, y des­ plegaban sus actividades cantoras tanto en las iglesias como en los teatros de ópera, donde les trataban como celebridades y les acompañaban séquitos ansiosos de colmar todos sus deseos y m ultitudes de seguidores admirados. La Iglesia católica romana no anuló esa forma tan brutal de abuso sexual infantil hasta la época victoriana. La última

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mutilación se realizó en Italia en 1870, y en 1902 el papa pro­ hibió la práctica en lo sucesivo. Para entonces todavía canta­ ban algunos de los antiguos castrati y se dice que el último si­ guió cantando en el coro de una iglesia hasta 1913. Los eunucos, producto de otra tradición y otras necesida­ des, tienen una historia m ucho más larga. Las primeras cons­ tancias escritas datan de hace más de cuatro mil años, en la antigua Sumeria, y se sigue practicando en algunos lugares del mundo. La principal razón para ello ha sido siempre crear a hombres adultos que no puedan disfrutar de la procreación y, por lo tanto, no supongan ningún desafío para los machos ri­ vales, dominantes. C uando un tirano lograba el poder suficiente como para reunir un harén de mujeres capaces de procrear, debía enfren­ tarse al problema de protegerlas y prevenir, a la vez, que otros hombres sexualmente activos tuvieran acceso a ellas. Reque­ rían los servicios de guardas masculinos y fuertes, pero ¿cómo confiar en ellos? La respuesta, naturalmente, era que no po­ dían confiar en ellos y la única solución consistía en hacerles impotentes. Con este fin, se castraba a los muchachos que iban a for­ mar parte de esa guardia. La compensación por la pérdida ge­ nital era pasar a ser tan valiosos para sus amos que tenían el trabajo asegurado, además de un tren de vida inusualmente cómodo y regalado. Su principal tarea consistía en cerciorarse de que las mujeres del harén le fueran fieles a su señor, por lo que recibieron el título especial de eunucos, literalmente «guardacamas.» Según algunas leyendas, los jóvenes que no estaban cas­ trados se esforzaban por practicar un disimulo consistente en retirar los testículos hacia el interior del abdomen. Cuando lograban hazaña tan notable, podían hacerse pasar por eunu­ cos y se les perm itía la entrada a los baños públicos en los días

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reservados a las mujeres protegidas de estatus elevado. Lo que ocurría a continuación no aparece en los anales, pero es fácil de imaginar. Además de su función como guardas del harén, los eunu­ cos solían pasar a formar parte del servicio de los gobernantes poderosos y las cortes antiguas. Se confiaba más en ellos que en el resto del personal masculino porque no tenían ni am bi­ ción ni lealtades familiares. En la dinastía M ing de la antigua China había nada menos que 70.000 eunucos sirviendo en el Palacio Imperial. Se consideraba que el papel que desempeña­ ban era tan deseable y la recompensa tan grande que se popu­ larizó la autocastración para acceder a ello. Tanto se extendió dicha costumbre que, con el tiempo, la declararon ilegal. Con el paso de los siglos, fue menguando el número de eunucos que vivían en el Palacio y, cuando finalmente se puso punto final a la práctica en 1912 — casi coincidiendo por casualidad con la prohibición de los castrati en Italia— , había menos de quinientos. Cuando las autoridades chinas lo prohibieron, los eunu­ cos siguieron viviendo como pudieron en un m undo que ya no les valoraba. En la década de 1960 quedaban treinta, el últim o murió en 1996 a la avanzada edad de noventa y tres años. H oy en día, el único lugar donde puede encontrarse un buen núm ero de eunucos es en la India, donde en la actuali­ dad viven aproximadamente un millón de ellos. Se les cono­ ce con el nom bre de hijras y tiene varias fuentes de ingresos. Una de ellas es mendigar agresivamente, es decir, abordan a la gente por la calle amenazándoles con mostrarles las cicatri­ ces de su am putación. Ante tal apuro, la gente opta por dar­ les dinero. Los hijras tam bién se han procurado una función social asistiendo a ceremonias sociales especiales tales como los naci­

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mientos o las bodas, e insistiendo en bendecir cada acto, lo re­ quiera la gente o no. Los eunucos, que viven juntos en unos guetos especiales, tienen espías en todas partes que les anun­ cian todos los nacimientos y bodas y, cuando llega el m om en­ to, se presentan en las casas, cantan y bailan, y luego piden enormes sumas de dinero a cambio de sus bendiciones. Si no les pagan, las bendiciones se convierten en maldiciones, tem i­ das por las más supersticiosas de sus víctimas, que acaban por darles el fruto del sudor de sus frentes a cambio de proteger a sus recién nacidos o a sus matrimonios. El proceso de conversión de un muchacho en hijra es más radical que aquel al que se someten los demás eunucos, pues­ to que además de los testículos, pierden el pene. Anestesian al chico con opio y le atan un cordel alrededor de los genitales. Entonces cercenan el pene y los testículos con un corte seco de un cuchillo afilado. Cuando la cicatriz ha sanado, un gurú tom a al muchacho bajo su protección, le cuida y se ocupa de su educación hasta que es adulto. D urante el resto de su vida, le darán nom bre de mujer y se referirán a él como «ella.» Y él/ella probablemente ganará un em olum ento especial como prostituta al servicio de los homosexuales o de heterosexuales que no pueden pagarse una mujer. Dichos eunucos m odernos se refieren a sí mismos como el tercer género en la India, aunque al extranjero le resulte complicado comprender por qué habría de someterse un hom ­ bre o un chico a una m utilación como ésa para formar par­ te de ese grupo. Al parecer, la respuesta está en su estrategia consistente en la superioridad numérica. La mayoría de ellos nacen con tendencias homosexuales y se sienten condenados por la sociedad. Incapaces de enfrentarse a la perspectiva de una boda y de fundar una familia, sólo les quedan dos alter­ nativas: o pasar a ser un marginal aislado, del que se burla la sociedad, o unirse a la vasta sociedad paralela de los eunu­

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cos. Efectivamente, el acto de la castración se convierte en un rito iniciático que les destina, perm anente e irremisible­ m ente, a una larga vida de pertenencia a ese grupo especial y distinto. En los últimos años, y dadas nuestras actitudes más libe­ rales, se han realizado intentos de elevar el bajo estatus de la com unidad de los eunucos. Incluso ha habido concursos de belleza de hijra y desfiles de moda, y parece que su futuro es más halagüeño. Si esta tendencia continúa, puede que llegue el día en que la com unidad gay de la India ya no sienta la ne­ cesidad de cortarse los genitales para pertenecer a su com uni­ dad especial. Pasando a otro tem a, existe la creencia popular de que la palabra «testamento» deriva de «testículo», una idea que ha ofendido a algunos piadosos estudiosos de la Biblia. La verdad es que ambas palabras derivan de la voz latina testis, que significa «testigo.» La raíz testis ha dado lugar a varias palabras m odernas, que incluyen «testificar», «contestar», «testimonio» y «atestado», además de «testamento» y «tes­ tículo.» Todas ellas guardan relación con la idea de dar testi­ m onio. Se sabe que, en tiempos prebíblicos, los hombres acos­ tum braban a jurar o a testificar colocando la mano sobre los testículos de otro, basándose en la idea de que los testículos dan fe, son testigos, de la virilidad de un hombre. En el Gé­ nesis hallamos una recatada referencia a ello cuando «el sir­ viente puso su mano bajo el muslo de Abraham, su amo, y se lo juró.» Posteriormente, en tiempos romanos, se sabe que los hombres se llevaban la mano derecha a los testículos y juraban antes de testificar ante el tribunal. La explicación está en que, en la antigua Roma, los eunucos y las mujeres no podían tes­ tificar ante un tribunal, y los hombres debían demostrar que estaban «enteros.» La ley romana im ponía que ningún hom ­

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bre podía prestar testimonio si no poseía ambos testículos. El fiscal podía solicitar constancia de ello y había un viejo dicho legal que rezaba: Testis Unus, Testis Nullus, lo que significa que si el testimonio sólo tenía un testículo, su palabra era nula y vacía. Esta frase sigue utilizándose en la abogacía, pero su sen­ tido ha cambiado. En la actualidad, se entiende por ello: «Un solo testigo no es un testigo.» H ay que m encionar brevem ente la leyenda popular re­ lativa a los testículos del papa. D urante unos dos mil años, ha sido norm a estricta que ningún eunuco, ni ninguna m u ­ jer, fueran elegidos y elevados a la función de Santo Padre. El pontífice debe poseer dos testículos y el hecho debe que­ dar establecido más allá de toda duda. N o está claro para qué necesita un papa célibe los dos testículos pero lo más probable es que esté relacionado con la tendencia sexista de la Iglesia católica romana. Para probar la existencia del par de apéndices papales, una de las ceremonias del proceso de elección del nuevo papa le obliga a sentarse en una «silla de testículos» especial con un agujero en el centro del asiento. La silla debía de ser o una vieja silla de partos rom ana o una silla especialmente diseñada para perm itir que el gran h o m ­ bre, por decirlo de algún m odo, depositara su tren de ate­ rrizaje. Una vez está sentado en esta silla, los testículos del futu­ ro papa se examinan formalmente. Según una versión de la historia, los cardenales van pasando, y echan un vistazo para cerciorarse de que está entero; según otra, un cardenal espe­ cialmente designado para ello desliza la mano debajo de la si­ lla y palpa los testículos. Cuando confirma que, efectivamen­ te, hay dos testículos, grita en voz alta: «Testículos habet» («Tiene testículos»), a lo que todo el clero replica: «Deo gratias» («Gracias a Dios»). Algunos autores afirman que la frase que, en realidad, pronuncia el cardenal examinador es «Tes-

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ticulos habet et bene pendentes», que significa: «Tiene testícu­ los, y cuelgan espléndidamente.» Dicen que hace más de mil años que se realiza este rito, y que se adoptó originalmente porque, según la Ley de Moisés, los eunucos no pueden entrar en el santuario. La historia se ha ido adornando, probablemente para ha­ cer de ella una sátira papal, y dice la leyenda que la papisa Jua­ na, una joven inglesa de quien se cuenta que viajó hasta Roma en el siglo ix disfrazada de hombre, logró hacerse elegir papa. La descubrieron cuando, inoportunam ente, rompió aguas y dio a luz durante una procesión papal. La m ultitud, enardeci­ da, la castigó entonces apedreándoles, a ella y a su vástago, hasta la muerte. Tras ese escándalo, el breve papado de Juana — que duró dos años, cuatro meses y ocho días, del 855 al 858, bajo el nombre de Juan VIII— se borró de los anales y se decidió que, en el futuro, los cardenales no debían correr ries­ gos, por lo que se introdujo el uso de la silla testicular. Hoy en día, se sabe que esta historia es pura ficción, pero los hechos básicos acerca del rito de los exámenes íntimos del papa pare­ cen ser com únm ente aceptados. Finalmente, existen dos piercings de escroto que se han popularizado en los últimos años, como parte de la creciente obsesión por la moda consistente en mutilarse el cuerpo con fines decorativos. En prim er lugar, está el piercing Hafada, consistente en insertar un anillo en el saco escrotal. N orm al­ m ente se coloca a un lado, aunque también los hay en el cen­ tro. En ocasiones se le añaden un par de anillos más. Al pare­ cer, el nom bre procede de un rito de paso árabe que tiene lugar en la pubertad. En segundo lugar, está el piercing Giche, que recibe su nom bre de un rito de la pubertad que se realiza en algunos lugares del Pacífico Sur. Se trata de un piercing horizontal que se coloca en la parte trasera del escroto, en el punto en

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que se encuentra con el perineo. Pese a que los que se han sometido a dicha im plantación dicen que el adorno metáli­ co les procura placer erótico, no parece recomendable para hombres que, por ejemplo, quieran participar en el Tour de Francia.

CAPÍTULO 2 1

Las nalgas

Los seres humanos son los únicos animales que exhiben un par de nalgas musculosas y hemisféricas. Si buscáramos un nom bre para distinguirnos de los otros primates, una de las alternativas al M ono Desnudo sería el M ono con las Nalgas Redondas, gracias al par de gluteus maximus que poseemos to­ dos en el trasero. Nuestras nalgas evolucionaron como respuesta a nuestra recién desarrollada postura vertical, pues nos permitían m an­ tenernos erguidos durante largos períodos de tiempo. Por lo tanto, deberíamos considerarlas una parte noble de nuestra condición única cuando, en general, son motivo de ridículo. Tal vez si el ano estuviera situado en otro punto del cuerpo hum ano las hubiéramos tratado con un poco más de respeto, pero, tal como son las cosas, constituyen el objeto de un sin­ fín de bromas. N o obstante, cuando se les pregunta a un grupo de m u­ jeres qué parte del cuerpo del hom bre consideran más atracti­ va, la mayoría de ellas tienen que adm itir que es esta región, rivalizando con los ojos. Un trasero enérgico y duro, como el que exhiben despreocupadamente los hombres atléticos cuan­ do pasan junto a una mujer, es el centro de las miradas feme­ ninas, por más que a ellas les pese reconocerlo.

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Una de las mujeres que tuvo el valor de arriesgarse al ri­ dículo cantando las alabanzas de las nalgas masculinas fue la actriz californiana Christie Jenkins. En 1980 se publicó su li­ bro A Woman Looks at Merís Bums, ilustrado con una serie de fotografías de traseros masculinos realizadas por la misma au­ tora. Para un hombre, dichas fotografías no tienen nada de es­ pecial, no son más que una colección de retaguardias mascu­ linas, aunque, al parecer, para una mujer tienen un atractivo enorme, siempre que esté dispuesta a admitirlo. La autora afirma ser tan experta que puede distinguir el trasero de un atleta del de un corredor ocasional o del de un ejecutivo sedentario con un simple vistazo, y que ahí está el secreto. A las mujeres les gustan los traseros duros y musculo­ sos, cuanto más, mejor. Existen dos motivos principales para ello. En prim er lugar, las nalgas musculosas simbolizan la sa­ ludable forma física de un cazador con éxito, que puede co­ rrer, saltar y perseguir, y llevarse la presa a casa para alimentar a su familia. En segundo lugar, un trasero musculoso indica que ese hom bre puede realizar impresionantes embestidas púbicas, capaces de satisfacer las necesidades sexuales de una mujer. Por más elevado que sea el genio intelectual del posee­ dor de un trasero blando y fofo, sus nalgas carecen de su atrac­ tivo original. Com o ocurre con las otras partes del cuerpo masculino, existen métodos para mejorar la forma y la firmeza de las nal­ gas. Los cirujanos plásticos ofrecen un servicio de moldeado de las nalgas, o de aum ento de nalgas, que consiste en insertar unos implantes especiales que sustituyan el volumen natural perdido. Insisten en que dichos implantes ni se notan ni in­ terfieren en el movimiento, y que la sensación de sentarse so­ bre ellos es perfectamente natural. Tampoco se perciben cica­ trices porque los implantes se introducen a través de unas incisiones realizadas en la ranura vertical que separa las nalgas.

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Los implantes de nalgas están hechos de silicona sólida, más resistente, dicen, al desgaste y al desgarro, o de una forma más blanda de silicona cohesiva envuelta en una bolsa de sili­ cona de tacto más natural que, sin embargo, puede romperse si se somete a mucha presión. Para los hombres reticentes a pasar por el quirófano para mejorar sus traseros existe la posibilidad, menos drástica, de vestirse apropiadamente. La costumbre tiene una larga histo­ ria que se rem onta al siglo xiv. Según los historiadores de la moda: «En esa época los nobles abandonaron sus ropas largas y, en las apariciones públicas, llevaban jubones cortos o cha­ quetas acolchadas ajustadas al cuerpo y calzas que revelaban y enfatizaban los muslos y las nalgas.» En tiempos modernos, llevar pantalones o vaqueros ajus­ tados sin una chaqueta logra un efecto similar y, en un m o­ m ento dado, el m undo de la m oda introdujo los acolchados en los rellenos de las nalgas, aunque al parecer los utilizaron más las mujeres que los hombres. Dado que las nalgas son únicamente humanas, en la an­ tigüedad se consideraba que el Diablo no las tenía y las viejas descripciones revelan que, en lugar de nalgas, tenía otro rostro donde debía estar el trasero. La gente muy supersticiosa pien­ sa que si las fuerzas del mal, controladas por el Dem onio, la amenazan, la forma más efectiva de defenderse consiste en en­ señarle el maravilloso trasero redondeado al Demonio, con lo que se le atorm enta recordándole su deficiencia. La idea con­ siste en que la envidia le corroe de tal m odo que no puede so­ portar la visión de esa parte única de la anatom ía humana, por lo que tendrá que desviar la mirada. Eso protegerá a los su­ persticiosos que le enseñan el culo de la terrible amenaza del mal de ojo. Estos ejemplos primitivos de lo que se conoce como «ha­ cerle un calvo» a alguien no tenían intención jocosa. Eran de

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lo más serios. Se dice que incluso M artín Lutero utilizó dicho método de protección cuando le atormentaron las visiones del Diablo, y algunas iglesias cristianas primitivas estaban de­ coradas con personajes esculpidos en piedra que mostraban sus traseros para proteger a dichos edificios del mal de ojo. En caso de violenta torm enta nocturna, con truenos y relámpa­ gos causados, creían, por la ira del Diablo, algunos hombres salían a las puertas de sus casas y asomaban el trasero en di­ rección a la torm enta en un intento de alejarla. Los modernos exhibidores de traseros constituyen un fe­ nóm eno muy distinto, y es probable que no sepan de las serias actividades de sus predecesores. El acto de bajarse los pantalo­ nes y mostrar las nalgas desnudas a los sorprendidos o diverti­ dos espectadores no es más que una osada befa o un insulto, una forma parcial de desnudarse. Tampoco es un gesto sexual porque los genitales se m antienen siempre cuidadosamente ocultos. Está más relacionado con la idea de defecar en la víc­ tim a de uno, o de amenazarle con hacerlo. D icha versión m oderna de «hacer un calvo» se inició en 1968 cuando los estudiantes de una universidad norteameri­ cana empezaron a asomar sus traseros desnudos por la venta­ na para dejar pasmados a los transeúntes. Desde entonces, la costumbre se ha extendido y ha desarrollado su propia termino­ logía en inglés. Por ejemplo, mostrar el trasero comprimiendo las nalgas contra la ventanilla del coche se llama pressed ham, «jamón envasado» y hacerlo un día de mucho frío blue moon, «luna azul.» Se ha cuestionado a m enudo la legalidad de mostrar el trasero. En países en los que es ilegal mostrar los genitales, han intentado prohibirlo pero, como en ningún caso se exhiben los genitales, se ha convertido en una cuestión peliaguda para la ley. Recientemente, un tribunal de M aryland llegó a la con­ clusión de que «hacer un calvo es una forma de expresión pro­

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tegida por el derecho constitucional a la libertad de expresión en Estados Unidos», aunque no está claro qué palabras esta­ ban pronunciando las nalgas en esa ocasión. Aunque los estudiantes norteamericanos iniciaron la lo­ cura m oderna de enseñar el trasero en tono de guasa, también se conoce en otras regiones y otras culturas. En Nueva Zelan­ da, hacer un calvo entre los maoríes es símbolo de falta de res­ peto. Para ellos, las nalgas son una zona tabú, por lo que en­ señársela a alguien es insultante. En una de las ocasiones en que Isabel II visitó Nueva Zelanda, un maorí le hizo un calvo a m odo de protesta y le detuvieron rápidamente. Posterior­ m ente le condenaron por escándalo público. Se defendió adu­ ciendo que sólo estaba realizando un gesto tradicional de pro­ testa, y que era parte de su cultura. La reina recibió un tratamiento parecido en Londres en el año 2000, cuando un grupo de antimonárquicos organizaron el encuentro «Haz un calvo contra la monarquía» ante el pa­ lacio de Buckingham. Se destacó un impresionante núm ero de agentes de policía para proteger los ojos reales de esa exhi­ bición tan extraordinaria de nalgas apiñadas, lo que disuadió a algunos exhibicionistas, aunque no a otros que fueron arres­ tados. En el m undo del deporte, el acto de mostrar el trasero sale muy caro. Cuando un futbolista norteamericano le mos­ tró el trasero a la afición rival tras marcar un gol en el año 2005, su defensa sostuvo que sólo les estaba devolviendo la cortesía a los seguidores rivales que les hacían lo mismo, a él y a otros miembros del equipo, desde las ventanillas de sus au­ tobuses al marcharse del estadio. No obstante, tuvo que pagar una m ulta de 10.000 dólares. En el caso de M arlon Brando, el acto improvisado de en­ señar el trasero le acarreó, no una detención ni una multa, sino una ovación cerrada del equipo de rodaje. Hacia el final

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cíe la famosa película E l último tango en París, vemos a Bran­ do marchándose de un tedioso salón de baile donde parejas de ancianos bailan el tango con mucha concentración. Al direc­ tor no le satisfizo la salida, y le pidió a Brando que hiciera algo estrafalario. En la siguiente toma, sin advertencia alguna, Bran­ do se bajó los pantalones y apuntó al rostro de una m atrona encargada del salón de baile con sus nalgas desnudas. D ada su dureza, los músculos gluteus maximus se han ele­ gido a m enudo como el lugar más apropiado donde adminis­ trar un castigo físico. La carnosidad de las nalgas les permiten resistir a un buen asalto, por más doloroso que sea, sin que se causen daños irreparables en los huesos o los órganos inter­ nos. Las azotainas en las nalgas eran la forma normal de casti­ go habitual en las escuelas europeas hasta fechas recientes, y los latigazos en el trasero constituían también un castigo legal muy extendido en el pasado. En algunos países se siguen prac­ ticando hoy en día y, recientemente, en Singapur se condenó a un adolescente norteamericano a seis golpes de caña de In­ dias por un acto de vandalismo. En Estados Unidos, la opinión pública se mostró airada ante el cruel castigo al que querían someter a un compatriota y el presidente Clinton intervino, requiriendo una condena más leve para el muchacho. El jefe de Estado de Singapur re­ plicó reduciendo a cuatro los golpes, como gesto de buena vo­ luntad hacia su homólogo norteamericano. N o era exacta­ mente lo que C linton pretendía, pero tuvo que conformarse. En Singapur, desnudaron completamente al muchacho en el cuarto de los latigazos de la cárcel. Tenía los brazos y las piernas atadas con correas a un caballete y quien le adminis­ traba el castigo, utilizando todo el peso de su cuerpo, azotó las nalgas del chico con una caña de Indias de 13 milímetros de diámetro que habían tenido en remojo toda la noche para evi­ tar que se partiera. Los golpes cayeron con una diferencia de

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medio m inuto. Tras el último latigazo, el adolescente estrechó la mano del azotador y regresó a su celda sin la ayuda de na­ die. El siguiente capítulo de esta historia de azotes en el trase­ ro fue sorprendente. No menos de siete estados distintos, a lo largo y ancho de Estados Unidos, quisieron aprobar leyes si­ milares a las de Singapur. En cada uno de los casos, reivindi­ caban el derecho a azotar a los jóvenes vándalos como castigo por sus crímenes. En California intentaron aprobar una ley que castigaba a los autores de grafitis con una azotaina en las nalgas con una pala de madera. En Tennessee, quisieron pe­ nalizar con azotainas públicas en las escaleras de los tribunales a los vándalos locales. Ninguna de estas propuestas se convir­ tió en ley, aunque en algunos casos la diferencia entre los vo­ tos a favor y los votos en contra fue mínima. Además de Singapur, todavía hay quince países donde azotan a sus criminales. Incluyen Malasia, Pakistán y Brunei. El argumento en contra de las azotainas, en el resto del m un­ do, es esencialmente que la violencia genera violencia. Los que reciben los azotes pedirán venganza por ello y, en lugar de evitar crímenes, los castigos violentos no harán más que au­ mentar. Una comparación entre el elevado índice criminal en Estados Unidos y el bajo índice en Singapur parece refutar di­ cha presunción, pero el asunto no es tan simple. En otros paí­ ses que han prohibido los castigos corporales no se observa ningún aum ento de la criminalidad posterior. Existe aún otra complicación. Los azotes pueden suscitar resentimientos y resquemores que, a fin de cuentas, com por­ tarán represalias violentas contra la sociedad, aunque también el efecto contrario, generando un placer masoquista en el he­ cho de que le golpeen a uno. Los rituales dolorosos que con­ llevan azotes, latigazos o fustigamiento de las nalgas son ca­ racterísticas muy comunes del extravagante m undo de las

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