Desde El Exilio - Mariella Sala

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desde el exilio y otros cuentos

mariella sala

© Mariella Corvetto y Mariella Sala Carátula: Cecilia Lafosse Cuidado de la edición: José Luis Carrillo M Segunda edición aumentada. Lima, Perú, Junio de 1988

índice

I Barcelona, 13 El microbús, 23 Día de salida, 29 La mujer invisible, 35 La última carta, 43

II El lenguado, 51 Eterno amante, 59 Vacaciones, 65 Bajo la sombrilla, 71

III Desde el exilio, 79

I

No soy nada Nunca seré nada No puedo querer ser nada Aparte de esto tengo en mí todos los sueños del mundo Fernando Pessoa

barcelona

Llegó a la ciudad de madrugada, sin dinero y con frío. Avanzó por las calles cercanas al puerto, sin mirar a los costados, como temiendo que alguien la reconociera, la señalara, recordara la muerte de su esposo. "Ahora o nunca", se dijo para darse ánimos y caminó de prisa, buscando, como al vuelo, un hotel barato. Al fin lo encontró y subió a él por los peldaños de una vieja casa, tal como anunciaba el sucio letrero a la entrada. – ¿Hay habitaciones? – preguntó a la mujer ante el mostrador. – Cuatrocientas pesetas a la semana... por adelantado –dijo secamente. Era gorda y tenía el cabello largo y desteñido. – Muy bien, ¿dónde es? –se apresuró a preguntar mientras contaba el poco dinero que llevaba en el bolso. El precio le pareció extraordinariamente bajo. –Yo la llevaré; espere un momento –musitó la mujer. La ansiedad que le producía el haber encontrado hospedaje con tanta facilidad, hizo que sus nervios cedieran. Recordó a su marido, la escena infinitas veces repetida en su memoria: él rodando por las escaleras, ella mirándolo con frialdad. Empezó a temblarle un párpado: cada vez que lo recordaba sucedía lo mismo. Hacía meses que ese tic no la abandonaba. – ¿Va tomarme los datos? –preguntó con temor. – No, no se preocupe –contesto la mujer con una sonrisa, como adivinándola. Yolanda se tranquilizó.

La siguió por un pasadizo oscuro que olía a humedad La mujer empujó una puerta y señaló su interior. – Esta es... no hacemos limpieza Las sabanas se cambian una vez a la semana. La mujer desapareció. Yolanda inspeccionó con asco la habitación de una sola cama La comparó con la aséptica blancura que acababa de dejar. Esta no tenía cerrojo. Trancó la puerta con una silla y cayo agotada sobre la cama. A pesar de la incomodidad, éste era el sitio que necesitaba. Aquí nadie la buscaría y podría pensar cómo cumplir el plan que se había trazado durante las interminables noches de insomnio en el sanatorio. Lo único que tenía claro hasta el momento, era que iría a esperar a Livia a la puerta de la escuela. ¿Dónde irían después, ambas indocumentadas? No quería ni pensarlo. Sólo estaba segura de la necesidad que sentía de estar con ella y de protegerla de la familia de su marido, que la había dejado huérfana al encerrarla a ella, en un sanatorio.

Unas risitas sofocadas, muy cerca de ella, la despertaron. Ya era de mañana. – Mira, mira, se está despertando –dijo una vocecita. Era una niña de unos siete años. – Es guapa la chavala, ¿eh? –intervino un niño. –Mejor vámonos –dijo otro. – No. Hay que darle los buenos días –dijo la primera. Yolanda al fin abrió los ojos, sorprendida. – ¿Qué hacen ustedes aquí? –preguntó con desconcierto. – Buenos días –contestaron a coro. – Buenos días. Esta es mi habitación –trató de explicar ella–, y ustedes han empujado la puerta sin pedir permiso.

– Nosotros vivimos aquí; vinimos a conocerte –dijo la niña de siete años. – ¿Cómo te llamas? – Perla... ¿es tuya esa muñeca? – De mi hija. – ¿Y dónde está ella? – Aquí en Barcelona. – Y... ¿cómo se llama? – Livia. – Él se llama Pedro; ella, Ninfa –los presentó Perla. – ¿Sois hermanos? – Sí... aunque –dudó un segundo– …Sí, somos hermanos – concluyó con firmeza. Los tres niños no se parecían mucho. Yolanda los miró impaciente. –Ahora me disculpan, pero quiero levantarme. ¿Pueden irse un momento? –pidió Yolanda con suavidad. –No –dijo Pedro–, queremos acompañarte. Se incorporó resignadamente. No tenía fuerzas ni para contradecir a estos niños. Se había acostado vestida; cuando alzó las sábanas, los niños rieron. – ¡Se ha ajado tu ropa! ¡Se ha ajado tu ropa! –cantaron a coro. – ¡Váyanse, por favor! –gritó, desesperándose. – Me voy su me das esa muñeca –propuso Perla muy confiada. – ¡No, y lárguense! ¿Me oven? –chilló Yolanda, fuera de sí. Los niños se asustaron y huyeron. Ella salió después, llevando en un brazo ropa limpia y la toalla. En el otro, la muñeca aferrada a su costado. En el pasillo se cruzó con una joven, casi una niña, quien le preguntó atentamente: – ¿Está buscando el baño?

– Sí. – Está allá, al fondo del pasadizo –tenía el pelo pintado de rubio y estaba muy maquillada. Pero no hay agua caliente –añadió. – Oh, no importa. Gracias. Yolanda sintió que sonreía después de mucho tiempo. –No tiene por qué. Me llamo Iris, por si necesita algo. Soy hija de la señora Merceditas, la dueña.

Yolanda volvió a cruzarse con Iris cuando salía del baño, pero esta vez ella estaba acompañada de un hombre alto, gordo, ligeramente calvo. Ella no la miró. Iris entró apresuradamente a la habitación contigua a la suya. Yolanda dejó la ropa sucia encima de su cama y salió con la muñeca en la mano. – ¡Ahí está! ¡Ahí está! Regálanos tu muñeca –gritaron los niños al verla. Ahora jugaban ante el mostrador de la recepción del hotel. – ¡Dejen en paz a la señorita! –gritó Merceditas. – ¿Durmió bien? –le preguntó la dueña. – Sí, muy bien –respondió Yolanda. – Venía cansada, ¿eh? – Sí –admitió–, muy cansada. – Las que estamos cansadas somos nosotras –las voces venían de la escalera. ¡Por la santísima virgen, qué noche! –continuaron. Yolanda descubrió a dos mujeres que se acercaban. Estaban ojerosas, despeinadas. – Nos vamos a dormir –anunció una. – Buenos días, maja –saludaron al pasar a Yolanda y se alejaron por el oscuro pasadizo.

Yolanda buscó el lugar más barato para tomar desayuno. Después se dirigió a la calle Balmes. Esperó intranquila la hora de salida de la escuela. Al fin salieron las niñas pero no pudo encontrar a Livia entre ellas. Esperó unos minutos más y luego, sin medir consecuencias, caminó tres cuadras más abajo, impacientemente. Cuando estuvo frente a la casa blanca, respiró hondo y se dispuso a tocar el timbre con insistencia. Dentro de su cerebro, como en una caja de resonancia, escuchaba su propia voz diciendo “ahora o nunca”, “ahora o nunca”. Un dolor punzante martillaba sus sienes. Abrió la puerta una mucama que, al descubrir su rostro, la miró horrorizada. – No señora, no está –contestó con miedo. – ¿A. qué hora regresa? –preguntó ella agresivamente. – Se fue a Madrid con los abuelitos... dijeron que regresarían en cuatro días. – ¿Y cuándo salieron? –su voz se había perdido y estaba a punto de romper en llanto. – Ayer, de mañana. – O sea el martes estará aquí –dedujo, calculando los días que tendría que esperar. – ¿Le deja algún recado? –preguntó la mucama. Yolanda contestó con furia: – Le dices a la niña Livia que vine trayéndole su muñeca. Pero se lo dices sólo a ella, ¿me oyes? Si los abuelos se enteran, me las pagarás –amenazó. Luego dio media vuelta, abrazando a la muñeca con fuerza.

Los niños jugaban en la calle, a la entrada del hotel. Empezaron a saltar de alegría cuando la vieron. – ¿A dónde fuiste?

– A ver a Livia – repuso, desanimada – ¿Y por qué no se la diste? –Perla señaló la muñeca. – Qué te importa, preguntona –contestó Yolanda. – Arriba hay dos policías –dijo de pronto Pedro. – ¿Quéee? –se aterró Yolanda. – Que arriba hay dos policías –reiteró de mala gana el niño. Yolanda quiso huir. Un torbellino negro le nubló la vista. No puede ser –susurró para sí misma. Entonces han venido a buscarme. – Sí –respondió Pedro sin entender–, ya han venido otras veces. Esto la tranquilizó y pensó que probablemente ella no tenía nada que ver en el asunto. Para cerciorarse, propuso a los niños: – Vayan a ver qué buscan y regresan y me cuentan, ¿ya? Si lo hacen bien, les regalaré algunas pesetas a los tres.

Se escuchaban gritos allá arriba, pero los niños no bajaban. Impaciente, Yolanda se decidió a subir. Lo primero que vio fue a dos policías forcejeando a Iris y a Merceditas. Ellas los insultaban. Más atrás, los niños lloraban abrazados a una anciana vestida de negro. Ante esta escena, Yolanda intentó irse, pero los policías la descubrieron. – Y usted, ¿qué hace aquí? – Soy inquilina –respondió con una voz bajísima. Los policías rieron sin disimulo. – Conque inquilina, ¿no? A ver, sus papeles. – Están en mi habitación –mintió, temblorosa. – Usté es extranjera, ¿verdá? –indagó con curiosidad uno de ellos. – Sí.

– Seguramente ni sabe dónde se ha metido – comentó a su compañero. – Está bien, déjala nomás –respondió él. – Bueno, señorita, hasta luego – continuó el primer policía. Me llevo a estas dos señoras porque no tienen licencia de trabajo – explicó con sorna el policía. Las dos mujeres seguían forcejeando inútilmente. Los cuatro bajaron estrepitosamente, mientras Yolanda corría asustada a su habitación. De pronto, ya no quería permanecer en la ciudad; se sentía rodeada de enemigos. Cuando salía, maletín en mano, vio que los niños seguían llorando. Esto la apenó, pero se sentía incapaz de protegerlos del miedo, del abandono. – Nos hemos quedado solos con la abuela – se lamentó Perla. Mi mamá e Iris y tú y todos se van. – No seas zonza – la consoló Yolanda–, tu mamá va a regresar. – No, no va a regresar –lloriqueó. – Sí, sí va a regresar –insistió Yolanda y fue corno si le estuviera hablando a Livia. Toma, te regalo la muñeca –le dijo. Ahora es tuya, pero ya no llores, por favor. Perla la apretó contra su pecho mientras Yolanda descendía cabizbaja por la escalera. Nuevamente, un párpado le temblaba. Caminó atemorizada hacia la estación del tren, sin mirar a los costados, temiendo que alguien la mirara, la reconociera, la señalara, La ciudad estaba llena de enemigos y ella no tenía papeles. “Ahora o nunca”, “ahora e nunca”: volvió a sentir la voz martillando en su cerebro. “No existe nunca”, se respondió tratando de darse ánimos. Tenía miedo, tenía frío. Era mejor que regresara al sanatorio, antes de que el director se enterara de su ausencia.

el microbús

Un aire casi humo, de sudores evaporándose, llena el ambiente, Todo nos aplasta. Hasta el grito casi cómico del hombre que se descuelga por el estribo del carro. Otro grito. Una mujer que protesta. Hay mil caras. Todas tienen el mismo aspecto de indiferencia. No me doy cuenta de que yo también estoy gritando. Es igual. Si yo grito, no sucede nada. Si armo un escándalo por los pellizcos en las nalgas, por los codazos en las tetas, nada sucederá. Me dejarán sin trabajo si llego con algunos minutos de retraso. Es mejor hacerse la idiota. Pronto descenderé y caminaré tres cuadras, sola, sola. Un alivio. Por cinco minutos estaré sola; entre bosques de cemento y casi sonámbula, pero sola. Luego será como entrar a otro microbús. Una mujer cargando un bebe ha caído al suelo, precisamente al costado de un muchacho que viaja sentado. Enseguida éste se levanta, sale de su sopor, se alarma, la ayuda pidiéndole disculpas. Se siente culpable de no haberle ofrecido el asiento. Ahora se lo ofrece. Otros hombres enterrados también han reaccionado; sólo los entornados. Se muestran solícitos. La mujer sonríe: gracias al tropiezo ha conseguido un asiento. Su bebe no ha llorado: está fláccido como un títere abandonado. Pienso en Maritza. Hace unos meses tenía la edad de este bebe y yo solía pasarme las horas contemplándola, maravillada de su existencia. Hasta que tuve que salir de esa especie de letargo para entrar a este otro, a esta concatenación de empujones. Madre soltera. Sí, me empujaron, como ahora me empujan los pasajeros.

El carro ahora se detiene, tropieza, ruche a arrancar y yo me dejo llevar por la marea humana. El joven que cedió el asiento a la mujer me mira con interés. Yo lo miro como si fuera un árbol. Intenta sonreírme. La escena de la mujer caída debe haberle hecho despertar algún resorte dormido de su cerebro. Desea acercarse, pero yo desvío la mirada. Dentro del estrecho espacio que me corresponde obligo a mi cuerpo a cambiar de dirección. Siento su pierna contra la mía, friccionándome. ¿Lo hará a propósito? Sólo me resta esperar a que baje; a mí me falta aún media hora para llegar. El sexo impuesto. De pronto veo sólo los rostros lascivos mientras noto que el sudor y los humores de todos los cuerpos ascienden en un vaho. Huele a dormitorio cerrado a media mañana. Se empañan los vidrios. Empiezo a sentir calor a pesar del invierno. Sudo, me asfixio. Dos hombres se miran con complicidad y, por simple reflejo, agarro mi cartera con fiereza. Pero ellos no me miran. Uno esconde la mano con un periódico de donde sobresalen, como gruesos gusanos, dos dedos que ahora se mueven en el interior del bolso de una señora gorda. El otro mira atenta-mente a su alrededor. ¿Me quedaré callada? Todos lo hacen. Nadie dice nada: A pesar de percatarse del incidente, tratan de mirar hacia otro lado. Se hacen los desentendidos. “Señora, ¿no se da cuenta de que le están robando?”, digo a voz en cuello. Después me asusto. La mujer gorda atrae hacia sí su cartera y busca en el interior. Revuelve con la mano desesperadamente. No encuentra lo que busca. Grita, pero ya los hombres están bajando a la carrera sin que nadie haga el menor esfuerzo por detenerlos. Uno de ellos me mira un segundo socarronamente. A pesar de mi advertencia logró lo que quería, y ahora la señora me observa con hostilidad como si yo fuera culpable de lo ocurrido. En todo este alboroto, un hombre mayor me cede el asiento. En quince minutos mi tarjeta de entrada marcará la hora en rojo. Maritza estará jugando con el osito que le compré; mi madre regañará a la nueva sir-vienta; yo transcribiré números de una hoja a otra, redactaré cartas, llenaré algunos cheques. Estoy sentada

pero no puedo ver la calle por la ventana del microbús. Cada vez está más atestado, el aire es más denso, el ambiente más opresivo. Pienso en pueblos serranos, en playas desérticas, en una pobreza más limpia. No sé dónde estoy, pero decido descender en la próxima esquina. Doy tumbos, tropiezo. Al fin logro pagar, pero dudo. No bajaré, no puedo arriesgar una tardanza. Permanezco de pie. Ahora los empujones me hacen trastabillar. La gente entra y sale con la cabeza gacha, sube y baja, hormigas gigantes. Resisto, resisto hasta que al fin llego al paradero. Sólo entonces me percato de que se inicia la primavera. Escucho trinar a los gorriones. Crean una música disonante pero hermosa. Disfruto del aire, de una ráfaga de soledad, pero al cabo de tres cuadras me encuentro ante el conocido edificio. Entro y automáticamente busco mi tarjeta. Mujeres y hombres se agolpan ante la máquina, apresurados por un amenazante rojo. Una sala llena de escritorios me espera. Allí, en un rincón, está el que me corresponde. Me acerco; apenas esbozo un saludo y ya empezaron a llegarme cuentas por revisar. Un auxiliar se aproxima precipitadamente; sin querer me empuja. Se disculpa. No importa: me zambulliré de por vida en este microbús. regresara al sanatorio, antes de que el director se enterara de su ausencia.

día de salida

Elvira llegó al mediodía de un lunes, el primer día que Teresa empezaba a confiar en la casa donde trabajaba. La limpieza de los pisos, todavía extraños, los ventanales –tan fastidiosos–, iban siendo lentamente dominados por su paciencia y dedicación Se acostumbraba también a una patrona rara que nunca estaba en casa, hecho que le gustaba, ya que cuando le hablaba era sólo para corregirla o darle órdenes agriamente. No estaba descontenta a pesar del miedo. La habitación era cómoda, la comida buena y el sueldo normal. Iba haciéndose a la rutina: en las mañanas la limpieza, en las tardes un poco de televisión, pero siempre atenta, por si le pedían algo. Las noches, en cambio, eran de placer ahora que había traído su radio-cassette: música y nostalgia mirando las fotos de su novio y la del hermanito menor, a quien ella había criado. A veces extrañaba el cuerpo de Rubén encima de ella, pero pronto, bajando la mano, encontraba un placer similar que la hacía dormir casi instantáneamente. Y de pronto, cuando ya se hacía a la casa y a esta forma de vivir ensimismada en su solitario trabajo, apareció Elvira. Tuvo que atreverse a preguntarle a la señora. Trabajaría en la casa y compartiría el dormitorio con ella, le informó fríamente. No era su culpa que Teresa no supiera cocinar, dijo. Se sintió avasallada, violada: Elvira era una desconocida; quien sabe qué manías tendría. Pero nada podía hacer. Ahora menos que nunca podía perder el trabajo, pues acababan de quitarle el cuarto que alquilaba, Tampoco la iban a emplear fácilmente en otra casa. La señora ya lo

había dicho: no sabía cocinar, no sabía hablar bien, ¿quién podría contratarla? Pero de todas maneras le parecía un atropello. Para colmo tendría que ceder su cama, porque la nueva empleada venía con bebita y todo. Con las pichis y las cacas y los llantos, de repente ni música le iba a quedar en las noches. Como la señora adivinó su mal talante, la recriminó: no seas mala, pobrecita, si no tiene dónde ir con su hijita, mírala. En verdad, Elvira no venía asustada como llego ella; venia triste y cansada. Después le contó que había escapado de casa porque el esposo le pegaba y lo peor de todo era que también le daba duro a la bebita, y que como todo el tiempo tomaba licor, en eso se gastaba el dinero y no le ayudaba para la comida: y fíjate cómo está mi hijita: flaquita, chiquitita se ha quedado. Teresa quiso ayudarla y se olvidó de su propia comodidad. Además, la presencia de Elvira hizo que ella perdiera el miedo. De pronto, se sentía en confianza con la familia. Sus noches cambiaron. Había con quién conversar antes de que el sueño la venciera, comentar la tediosa jornada, el silencio de las habitaciones durante la mañana. Se podía soñar despierta en ese aislamiento, encontrar anécdotas para la conversación nocturna, inventar la emoción. En cambio, durante el día, era el aburrimiento, despertar alerta a todo lo que ordenaran antes de que los señores se fueran a trabajar. Se iban acostumbrando juntas. Elvira seguía a Teresa por toda la casa; preguntaba mucho cuando su bebita dejaba de llorar. Casi eran felices, dueñas por algunas horas de la casa ajena. Hasta que ocurrió aquello que Teresa no pudo comprender bien, aunque supuso que nunca debió permitir que Elvira pidiese permiso para salir con ella el sábado por la tarde. Ya se les había dicho que sólo podrían salir los domingos. Lo extraño fue que la señora aceptara que las dos salieran juntas; ya Teresa le había explicado a Elvira que ella no lo iba a permitir pero Elvira, aunque no tenía necesidad del permiso, se puso terca: no quería separarse de Teresa; hasta quería ir al bautizo de su sobrino.

Dos horas más tarde, mientras se cambiaban de ropa en el dormitorio de ambas, escucharon unos gritos provenientes de la sala. Eran los señores que se estaban peleando. Distinguieron la voz del señor que le gritaba a la señora: eres una estúpida, le decía. Nunca aprenderás a manejar una casa; deberías aprender de mi madre. La señora también gritaba y Teresa presintió que algo muy malo iba a ocurrir. Segundos después, la patrona irrumpió en la habitación, vociferando: por la culpa de ustedes el señor no tendrá cómo atender a sus amigos que vienen esta noche; tendré que trabajar sola como una mula. Estaba muy agitada; se detuvo para tomar aire y siguió gritando: pero sí, se van ahora; les doy el permiso, pero se van con todas sus cosas ahora mismo y no quiero que regresen nunca más, malagradecidas: se van cuando más se las necesita. Teresa, en medio de los gritos, susurraba a Elvira que diera marcha atrás, que dijera que ella no saldría, comprendiendo que su propio compromiso era ineludible: no podía dejar a su ahijado el día del bautizo. Pero Elvira, inocente, inexperta, quedó muda. Tercamente se negó a hablar casi sin entender lo que ocurría, mirando a la señora corno si ésta fuese una 1oca. Teresa entonces comprendió que, en realidad, tenía un miedo enorme a quedarse sola en esa casa y caminar sin compañía por la calle al día siguiente. Cuando la señora salió de la habitación, un silencio delimitó el reducido espacio donde habían convivido. Sólo el desconcierto en la mirada de ambas hizo que se reconocieran como iguales, algo que Teresa hasta ese momento no había sentido en absoluto con respecto a Elvira. Allí, pues, estaban ellas con toda su vida libre por delante: hambre, miseria, violencia. Los días anteriores habían sido solo un paréntesis., una mentira. Arreglaron sus cosas en silencio y partieron sin una sola despedida. Atravesaron la calle. La prisa de Teresa por asistir a su compromiso había desaparecido. Caminaron sin hablar; ambas pensaban en los últimos minutos que permanecerían juntas. Los hombres silbaban a Teresa, pero era Elvira quien reaccionaba con miedo. Teresa recordó aquella vez, hacía muchos años, cuando la

habían violado, pero no quiso contárselo a Elvira temiendo que se asustara aún más: tantas veces había sido violada por su propio marido. Llegaron a la avenida y esperaron el ómnibus que debía tomar Elvira. Cuando subía al estribo, casi colgando con su niña a la espalda, Teresa le dijo: suerte; ya encontrarás otro trabajo. Ella todavía tardó unos minutos en subir al microbús que le correspondía. Le iban a poner mala cara en casa de su prima, donde llegaría nuevamente sin dinero, a estorbar a la familia.

la mujer invisible

Y bien, finalmente me he convertido en la mujer invisible. Y aunque deba seguir cumpliendo con mis obligaciones cotidianas, no puedo negar que esta situación entraña para mí algunos beneficios. Por ejemplo, estar eximida de la penosa tarea de hablar. Por ejemplo, no tener que dar explica a nadie. Lo más importante, sin embargo, es que mi nueva condición me ha salvado definitivamente de desintegrarme, riesgo que he llevado conmigo desde que viniera a vivir a esta casa. En ese entonces Marisol, la hija del primer matrimonio de mi marido, tenía apenas seis años y constantemente me reclamaba la presencia de su madre. Yo percibía esa presencia en todas las estancias de la casa y pensaba ingenuamente que cada objeto estaba lleno de su espíritu. Pronto descubrí que la madre de Marisol había sido una víctima como lo fui yo del extraño hechizo que existe aquí. Ignacio me ayudó a constatarlo, pero, riendo, disipaba de mi alma las extrañas sensaciones que me embargaban cuando me quedaba sola en casa. Su risa me inspiraba, me llenaba de alegres .intenciones. Entonces yo confiaba en que la casa finalmente me pertenecería, cedería ante mí, tendría que ceden Pensaba que podría despojarla de ese aire de presidio que la recorría de largo a largo.