Cuerpos, Masas, Poder: arren ontag

T itu lo o r ig in a l: Bodies, Masses, Power: Spinoza and his Contemporaries V e rs o , 1 9 9 9 War r en Mo n t ag

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Bodies, Masses, Power: Spinoza and his Contemporaries V e rs o , 1 9 9 9

War

r en

Mo n t ag

© W A R R E N M ON TAG

Cuerpos, masas, poder: Spinoza y sus contemporáneos

© de la presente edición (diciem bre, 2005) tierraden adie ediciones, S.L. © in troducción y traducción: A u relio Sainz Pezonaga © im agen de portada: N atividad Salguero © d iseñ o y m aqueta: tierradenadie ediciones, S.L.

ISBN: 84-932873-5-0 D epósito legal: M -49986-2005

im prim e: Xiana Color G ráfico C/ D epósitos, 24 - local 28903 G etafe (M adrid)

T IE R R A D E N A D IE E D ICIO N ES, S.L. C/ Jerónim o del M oral, 35 28350 CIE M PO ZU E L O S (M A D R ID ) h ttp ://w w w .tierraden adieediciones.com correo electrónico: in fo@ tierradenadieediciones.com

CUERPOS, MASAS, PODER S pi n o z a y s u s c o n t e mpo r á n e o s

Int r oducción

S o b r e l a d if ic u l t a d

d e

pe n s a r

Pensar es difícil y es difícil poner en común el pensamiento. Parece que no, pero es difícil generar las nociones adecuadas, darles la forma y la articulación precisa, componer una modulación certera del discurso. Hay que pelearse con las ideas y las palabras... Hay que sacarles toda la punta a las proposiciones, esquivar las incoherencias, abrirse paso entre la maleza de las conexiones... Hay que intentar evitar a toda costa que en nuestras expresiones pueda infiltrarse justamente el sentido contrario de lo que queremos decir... Hay que tener en cuenta lo que otros han pensado sobre el asunto, sus argumentos, sus puntos de vista, sus compromisos, el modo en que lo que nosotros planteamos se inser ta en una discusión que siempre ya ha empezado... Pensar es una actividad, una práctica y, como todas las prácticas, es difícil. Requiere un arte y unos medios específicos sin los que es impo sible llevarla a cabo. El pensamiento requiere hacerse, no esta hecho y, por tanto, está abierto a todas las resistencias y contingencias del deve nir. Pero además es una práctica peculiar, es una práctica que no actúa sobre una realidad exterior con vistas a modificarla, sino que, como lo expone Althusser, interviene en un campo movedizo de relaciones entre ideas en el que está inmersa y que se transforma a causa de la pro pia intervención. El pensamiento es una fuerza en un campo de fuerzas, una potencia de transformación en un proceso complejo de interaccio nes. Pensar es difícil porque es difícil sostener, afirmar y potenciar unas ideas en confrontación con otras y porque las ideas tienen su eficacia so cial, no toda la eficacia, pero sí "la suya", la suficiente como para que nadie quiera dejarla en manos del azar. Tengamos esto presente cuan do leamos o escuchemos a quien intenta expresar un pensamiento: si es difícil entender el pensamiento de otro la razón es que pensar es difí cil, la razón es que al otro le está costando igualmente un tremendo esfuerzo pensar y expresarse.

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Digámoslo ahora a la manera de Spinoza. Las ideas son realidades acti vas, no son pinturas mudas en un lienzo sino conceptos del alma, accio nes de la mente, causas de otras ideas. Nuestra mente vive en un campo de batalla donde las ideas se reprimen o suprimen unas a otras. Pero, también en im campo de cooperación donde las ideas se favorecen o pro mueven entre sí. Esta es una tesis de la que deja prueba evidente el pro pio quehacer de Spinoza (la Ética como paradigma de obra filosófica difí cil) y en la que él insiste hasta hacer de ello bandera ("todo lo excelso es tan difícil como raro"). Y es la tesis que recoge con fidelidad Warren Montag y que guía este estudio de la filosofía de Spinoza. Parece, sin embargo, que hasta aquí no hemos dicho nada que no sea obvio, incluso trivial. Ahora bien, la fuerza de las ideas no se mani fiesta cuando las exponemos aisladamente. La fuerza de las ideas se muestra en sus consecuencias, en sus efectos, en el modo en que se engarzan o chocan con otras ideas. Que las ideas sean realidades activas en un campo movedizo de fuerzas implica que la tesis del perfecto autodominio del pensamiento, de la fluidez perfecta de las ocurrencias, de las ideas como bailarinas deslizándose sobre patines en una pista de hielo espiritual aparezca como lo que es, un mito. Nadie tiene un perfecto control sobre su pen samiento, nadie es enteramente libre en el interior de su hogar mental, y no lo es porque eso supondría controlar todo el campo de fuerzas ide ológicas en el que su mente está inmersa. Y aunque hay momentos his tóricos, como el actual, en que parece ocurrir algo así, que todo está dominado, ni ese control lo realiza un individuo, sino que está sosteni do por todo un sistema complejo, ni es tal como para que no haya fil traciones, pérdidas y chorreos, fugas abiertas por todas partes. A la hora de "leer" no podemos, entonces, obviar esta condición del pensamiento e intentar buscarle una autenticidad a un texto que por sí mismo es un fragmento fragmentado de un espacio pluridimensional de múltiples y cambiantes fragmentaciones; lo que nos cabe es incidir en los rotos del texto para explicarlos, no coserlos o pegarlos, no disi mularlos con un parche de pureza o simplicidad. La tesis sobre la dificultad del pensamiento de Spinoza deja igual mente al descubierto el mito del poder absoluto de la verdad como ver dad. ¿Qué energía extraordinaria puede tener la verdad, fuerza entre fuerzas, para imponerse sobre la falsedad? Que una idea sea falsa no significa que sea débil. Fuerza y verdad no van necesariamente unidas. Una idea verdadera para prevalecer tiene que vencer a las ideas falsas que la contradicen, pero las podrá vencer únicamente en cuanto sea más fuerte que ellas no en tanto que sea más verdadera (E, IV, prop. 14). 6

La verdad no es ningún lugar de descanso, no es ningún lugar de llega da, es el comienzo de las alianzas y la contienda. Y si es una ilusión pensar que el pensamiento puede dominarse a sí mismo, ¿qué no será creer que puede dominar al cuerpo? Ni se domi na a sí mismo ni domina al cuerpo, no hay de hecho ámbitos de liber tad. Lo que puede haber y queremos que haya son esfuerzos de libera ción, liberación que no consiste en escapar de las relaciones de fuerza mentales y corporales en las que indefectiblemente estamos inmersos y que, en sí mismas, son, o pueden ser, fuente tanto de nuestra miseria como de nuestra fortaleza. La liberación consiste en esforzarse en que esos campos de fuerza se articulen de tal modo que todas las potencias mentales y corporales que intervienen promuevan mutuamente su acrecentamiento. Y este punto de vista nos lleva, en consecuencia, a distanciamos de la idea de que hay algo así como pensamientos aislados de individuos aislados. Del mismo modo que no hay cuerpos aislados, no hay mentes aisladas. Todo pensamiento es colectivo y abierto, colectivo por el colec tivo que nosotros mismos somos y por los colectivos a los que, querá moslo o no, pertenecemos, y abierto porque pensar es encontrarse con otras ideas, exponerse a ellas, chocar con ellas, unirse a ellas, rasgarlas, aferrarías, resbalar al contacto con ellas; pensar, en efecto, es vivir en continua interacción con otras ideas. La liberación proviene, no cabe duda, de la cooperación. La tesis del pensamiento como fuerza entre fuerzas, de la lucha y cooperación entre ideas, por último, impide clasificar el planteamiento spinoziano en los términos de una separación entre la ética y la políti ca, por un lado, y la ciencia y la tecnología, por otro. Impide seguir man teniendo la separación entre la práctica y la teoría. Y también impide quedarse en uno de los dos polos de la distinción. Si la filosofía de Spi noza es inmediatamente política es porque la lucha o cooperación de ideas y cuerpos se despliega tanto en el pensamiento y la investigación como en las demás prácticas individuales o colectivas. Quizás haya quien opine que Montag exagera al decir que Spinoza ofrece la crítica a la dominación más potente que jamás se haya visto, pero nadie negará que su estudio es extraordinariamente exacto a la hora de hacemos entender dónde reside la dificultad de pensar; así es, reside en pensar contra el pensamiento dominante. Aurelio Sainz Pezonaga noviembre de 2005

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Ret onocimient os

He tenido el gran privilegio no sólo de haber leído las obras de muchos importantes estudiosos de Spinoza de nuestro tiempo sino, más aún, de haberme beneficiado de su conversación y su amistad. En particular, Étienne Balibar y Pierre Macherey han sido guías y modelos en éste co mo en otros muchos de mis empeños. La erudición inmensa de Gabriel Albiac y Pierre-François Moreau ha establecido un nivel al que constan temente apunto, pero que no puedo esperar igualar. Este estudio se concluyó en el mismo momento en el que Toni Negri regresaba a la cárcel en Italia por el “crimen” de haber llevado a sus lec tores a la violencia contra el estado con su escritura. Es mi ferviente es peranza que la versión publicada de este trabajo le encontrará en liber tad. Si no, quizá pueda mi libro disminuir, aunque sólo sea durante unas horas, la soledad de su confinamiento y mostrar que su obra ha pro ducido efectos que ningún aparato de estado puede esperar dominar. Sin el conocimiento enciclopédico de Ted Stolze, su extraordinaria habilidad para discutir con igual facilidad sobre figuras tan diversas como Deleuze y Tácito, este trabajo hubiera sido ciertamente menos de lo que es. Hasta tal punto mi pensamiento es inseparable de mis conversaciones con él que casi tendría que nombrarle como co-autor si no estuviera convencido de que él hará su propia contribución, que, en contraste, me deberá muy poco. Tuve la suerte de participar en el seminario de verano sobre Hobbes y Spinoza del National Endowment for the Humanities en la Universi dad Northwestern en 1992 dirigido por Edwin Curley. Fue un tiempo de intensa lectura y reflexión durante el que adquirieron forma bastan tes de mis ideas. En particular, deseo agradecer al mismo Edwin Cur ley, así como a los compañeros de seminario Heidi Rawen, Jacob Adler y J. Thomas Cook por el reto y el estímulo que para mí supusieron. Mis colegas del Occidental College han proporcionado una atmós fera de apoyo extraordinaria. Agradezco especialmente a Daniel Fineman y John Swift su cuidadosa lectura de algunos capítulos. Mis estu diantes han, ya durante algunos años, escuchado pacientemente cómo elaboraba mis ideas frente a ellos y luchaba a través de la Ética con ellos

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a la zaga; les agradezco su tolerancia y apertura. Además, quiero reco nocer, particularmente, el trabajo de mi asistente de investigación, Alison Tymozcko, su ayuda al preparar el manuscrito. La Louis and Hermione Brown Humanities Support Fund, por mediación del decano de la facultad, David Axeen, ayudó a hacer posible este trabajo. Tengo una deuda de otro tipo con algunos de mis muy viejos ami gos cuya capacidad para resistirse a la superstición de nuestro tiempo ha aumentado, sin medida, mi propio poder de pensar y actuar. Nunca han dudado de la existencia de luchas que atraviesan nuestro mundo ni de la necesidad de tomar partido en esas luchas: Mike Davis, Geoff Goshgarian y John Barzman. Finalmente, debo agradecer a Michael Sprinker su apoyo firme a este proyecto y a otros muchos a lo largo de los años. Ha sido un mode lo de perseverancia y compromiso.

U

n a n o t a

s o b r e

l a s o t a s

d e

S

pin o z a

Existen ahora buenas traducciones inglesas de la Ética, tanto la de Curley (1985) como la de Shirley (1992), de la correspondencia de Spinoza (Shirley, 1995) y una traducción adecuada del Tratado teológicopolítico (Shirley, 1991). Las traducciones que existen del Tratado polí tico no son adecuadas. Mientras que he consultado las traducciones existentes de las obras de Spinoza y deseo otorgar pleno crédito a sus traductores, se me ha hecho necesario en casi todos los casos volver al original latino y realizar mi propia traducción que, no pudiendo dejar de ser deudora de esfuerzos anteriores, está inevitablemente marcada por las preocupaciones peculiares a mi estudio. Cito, por tanto, la Ética (E) y el Tratado político (TP) por medio de la parte y el número de la proposición o parágrafo. Dado que el Tratado teológico-político (TTP) está dividido sólo por capítulos, cito por el número de página de la tra ducción de Shirlev, aunque mi traducción a menudo difiere significa tivamente de ella .

* Para la traducción hem os usado el m ism o procedim iento que W arren M ontag. Aunque hemos tenido delante las traducciones al castellano que citam os en la bibliografía, hem os optado siem pre por la fidelidad a la traducción de W . Montag, en el caso de Spinoza, o ai contexto de la obra, para los dem ás autores. Cuando W. M ontag cita por medio del núm ero de la página, nosotros señalamos entre corchetes el número de página de la traducción española recogida en la biblio grafía. (N. del T.)

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P r e f a c io

Como tantos de mi generación, debo a Louis Althusser no sólo mi inte rés por Spinoza, sino también toda mi habilidad para leer su obra. Había comenzado la Ética varias veces antes de encontrarme con Alt husser, pero lo único que había conseguido era sentirme rechazado por las definiciones y los axiomas que custodian las primeras páginas. Al leer las definiciones no podía evitar del todo el sentimiento de que cada término se refería a otros que a su vez se referían al primero en lo que parecía ser un círculo de abstracciones vacías: sustancia, modos, atributos, esencias. Cuando recurrí a los archivos académicos en len gua inglesa en busca de ayuda, me enteré de que Spinoza era poco más que un cartesiano disidente cuya singular historia hacia de él una especie de Geulincx judío, un autor menor cuyo trabajo, más un obje to de curiosidad que merecedor de un genuino interés, uno podía con tranquilidad dejar a un lado para otro momento. Por si esto no fuera suficiente, la única traducción que podía realmente conseguirse era la de Elwes, ahora más que centenaria, que destacaba por hacer lo difícil incomprensible. En semejante contexto, no deja de ser sorprendente que unas pocas palabras, unas muy pocas palabras de Althusser bastaran para orientar a este lector en el, de otra manera, desconcertante paisaje de la filosofía de Spinoza. Pues Althusser nunca dijo mucho acerca de Spinoza: escri bió no más de cincuenta páginas sobre el tema y la mayoría de ellas en la última década de su vida. Lo que estaba al alcance del lector a media dos de los años setenta sumaría quizás doce páginas. Althusser nunca realizó nada similar a un estudio en sentido estricto de Spinoza, es de cir, un examen de los textos. Ocurrió más bien lo contrario: las afirma ciones más deslumbrantes y efectivas acerca de Spinoza adquirieron la forma de aforismos y fragmentos que, como algunos de los pensée ?de Pascal, poseían una 1116™ más que retórica que los impulsaba fuera de

* Geulincx, Arnold ( ií >ü 4* i Mm)). Filósofo Iwlna, cartesiano ¡m u con un fuerte lastre místico. Planteó algo similar a la teoría ocasiona)isla de Malehiant lir anles de (|iieéste la desarrollara. (N. d elT.)

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las líneas entre las que se encontraban dispersos y les posibilitaba per sistir en la mente del lector durante mucho tiempo después de haber ce rrado el libro y haberlo devuelto a la estantería. Althusser ofrecía la sen cilla pista que era necesaria para descifrar el aparente enigma de los tex tos de Spinoza, el misterio de su aparente dificultad por no decir ininte ligibilidad: nos dijo (y aquí hizo poco más que citar a Spinoza -aunque, ¿quién lo sabia?) que la verdad de una filosofía existe en sus efectos. Alt husser dijo exactamente que si querías comprender a Spinoza, obser varas a sus críticos. ¿De qué le acusaron? ¿Qué es lo que encontraron más objetable en su filosofía? ¿Con qué fuerza reaccionaron? ¿Qué medidas legales o coercitivas provocó su obra? Sin duda, tal manera de abordar el asunto hace las cosas más fáciles, dado que los escritos de Spinoza produjeron una de las más violentas reacciones en la historia de la filosofía, provocando no sólo innumerables refutaciones sino tam bién acciones jurídico-políticas de exclusión y prohibición. Althusser insistía en que si considerábamos estas reacciones no simplemente como errores subjetivos en las mentes de sus lectores (una historia de la “recepción” de Spinoza), sino más bien como los efectos objetivos de la filosofía misma de Spinoza, podíamos llegar a una sola conclusión: “Se puede decir que el spinozismo es una de las más grandes lecciones de herejía que el mundo ha visto.” (Althusser, 1976,132 [44]) Pero Althusser fue más lejos incluso: hizo de Spinoza, antes consi derado marginal dentro de la historia de la filosofía, su centro ausen te, hizo de sus obras las verdades negadas a las que la entera historia de la filosofía no puede dejar de aludir porque esta historia no es otra que la historia de su represión y rechazo: La filosofía de Spinoza introdujo una revolución teórica sin prece dentes en la historia de la filosofía, posiblemente la mayor revolución filosófica de todos los tiempos... Sin embargo, esta revolución radical fue objéto de una represión histórica masiva, y la filosofía spinozista sufrió el mismo destino que ha sufrido y todavía sufre en algunos paí ses la filosofía marxista: sirvió como evidencia condenatoria ante el cargo de ‘ateísmo’... La historia del spinozismo reprimido de la filoso fía se desarrolla, entonces, como una historia subterránea, actuando en otros lugares, en la ideología política y religiosa (deísmo) y en las ciencias, pero no en el escenario iluminado de la filosofía visible. Althusser, 1977,102 [113].

Las palabras de Althusser permiten comprender la dificultad del comienzo de la Ética como una necesidad táctica y, por tanto, como un

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efecto deliberado de la propia obra. Podría verse como una maniobra diseñada para desviar la atención de los censores y para disuadir a todos menos a los lectores más serios. Pero la dificultad de leer, no sólo el comienzo de la Ética, sino la obra entera, podría también atribuirse a la dificultad de pensar de un modo revolucionario, esto es, realmen te nuevo; sería una consecuencia del enorme esfuerzo que se necesita para emplear los términos y conceptos existentes con el fin de pensar algo todavía no pensado. Quizás es a este aspecto al que Spinoza se refiere en la última frase de la Ética, en la que declara que “todo lo que es excelente es tan difícil como raro”. De cualquier manera, Althusser dejó sin especificar el contenido de la “herejía” de Spinoza o el programa de su “revolución”: ¿qué en su obra excitó semejante oposición? Generalmente se asumía, y después se esperó, que detrás de las memorables frases de Althusser existía un cuerpo coherente de trabajo, un manuscrito, un esbozo, incluso notas de lectura que podrían sugerir respuestas a estas preguntas. Nadie sos pechaba, como ahora ha resultado de hecho ser el caso, que Althusser no tuviera nada más que decir directamente sobre Spinoza. Afortuna damente, otros habían dado pasos para reconstruir el significado de “la mayor revolución filosófica de todos los tiempos”. Un grupo de filó sofos que habían descubierto a Spinoza con Althusser, si no a través de él, produjeron, comenzando a mediados de los 70, estudios que ilumi naban aspectos en los escritos de Spinoza en los que Althusser nunca hubiera soñado: Macherey, Balibar y Moreau, por nombrarles sólo a ellos. Por supuesto, hubo otros que, desde una perspectiva diferente y tomando un camino diferente, llegaron a la misma posición que Alt husser había delineado tan provocadoramente en su texto de 1965, La revolución teórica de Marx: Gilíes Deleuze, Antonio Negri y Alexandre Matheron. Todos los filósofos nombrados arriba han producido obras mayores sobre Spinoza que, lejos de ser meros comentarios, son inten tos altamente originales de pensar con Spinoza y no simplemente acerca de él, como lo expuso Pierre Macherey, que han alterado irre vocablemente la recepción de su filosofía. De hecho, estos filósofos, entre los que hay serias diferencias, coinciden, sin embargo, en suge rir que Spinoza es, en el pleno sentido de la palabra, nuestro con temporáneo y que la aparente impenetrabilidad de su escritura es, en alguna medida, la opacidad del presente para sí mismo. Ante la dificultad que Spinoza supone para los lectores actuales, merece la pena recordar que la gran mayoría de los lectores (o al me nos de aquellos cuya lectura ha dejado huella escrita) de finales del si glo diecisiete y comienzos del dieciocho no sólo reclamaban la eapa-

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cidad, inmediata y sin ayuda de comentarios especializados, de en tender el significado de su obra, sino que generalmente incluso esta ban de acuerdo en cuál era ese significado. Esto es más sorprenden te, quizás, si tenemos en cuenta que el significado que atribuían a la obra no coincidía con las intenciones expresadas por el propio Spinoza. La Ética, por citar uno de los comentarios más memorables y re presentativos de su época, era nada menos que “el tratado más siste mático de ateísmo jamás escrito”, el ateísmo más efectivo dado que se presentaba bajo la máscara no sólo de una prueba de la mera exis tencia de Dios, sino de su perfección absoluta. De este modo, el con cepto de causa inmanente, la inmanencia completa de Dios en su cre ación -por la que Dios no es ni anterior ni exterior a ésta, por la que no crea para alcanzar un propósito cuyos medios no existían hasta ese momento-, llegó a ser una manera astuta de convertir a Dios en “lo que existe” o incluso en “todas las cosas que son”. El mundo, despro visto así de Dios, no poseía ni unidad, ni coherencia, ni propósito: una infinidad de singularidades. Por muy asombrosas que las afirmaciones de Spinoza fueran en su tiempo, difícilmente lo son en el nuestro. De hecho, si la dejásemos en este punto, la filosofía de Spinoza podría reducirse a uno de los momen tos de la ilustración europea, una anulación de toda explicación sobre natural (tanto teológica como no) del funcionamiento de la naturaleza y un intento de liberar a la humanidad de su paradójica dependencia respecto a ídolos creados por ella misma. Aunque semejante observa ción no sería completamente falsa, produce el efecto de limitar la importancia de Spinoza a la de un antecedente, irrelevante para el pre sente excepto por el hecho de que fue un estadio necesario en nuestro devenir lo que somos. Althusser, sin embargo, recordemos, insistía en que Spinoza era un hereje no sólo en su tiempo sino también en el nues tro, y en que el silencio relativo que rodeaba su obra a mediados del siglo veinte no era otra cosa que una defensa contra ciertas ideas into lerables. Para comenzar a entender el significado de la herejía de Spi noza para nosotros en la actualidad, deberíamos recordar las afirma ciones que hace Foucault casi al final de Las palabras y las cosas (1973) de que la desaparición de Dios sólo puede significar la muerte del hom bre, que la antropología es para nuestros días lo que la teología era ante riormente: un obstáculo en el camino del conocimiento. Aquí, por supuesto, Foucault se refiere a la declaración nitzscheana de la muerte de Dios y sus intentos de ir más allá de lo humano. Foucault, no obs tante, hubiera podido referirse a Spinoza con mayor provecho, éste analizó el círculo teológico-antropológico con mucho más detalle que

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Nietzsche, quien, si hemos de juzgar su trabajo por sus efectos, debe admitirse, no escapó completamente a una especie de antropología. Al tiempo que Spinoza rechaza cualquier noción de un Dios existente an tes o fuera de su creación, y por ello cualquier forma de trascendencia teológica, debe rechazar, como el error central de la reflexión filosófica sobre la humanidad, el supuesto de que el hombre existe fuera de la naturaleza, “un reino dentro de otro reino” que “perturba, más bien que sigue, el orden de la naturaleza y tiene un poder absoluto sobre sus acciones y que sólo es determinado por sí mismo” (E, III, prefacio). En contra de miles de años de argumentos teológicos y filosóficos según los cuales un alma o mente inmaterial trasciende la existencia corporal que la ata y la emplaza a un conflicto permanente con el mundo natural, Spinoza sostiene que la mente y el cuerpo son la misma cosa, y que las fuerzas físicas que afectan al cuerpo afectan a la mente en el mismo grado y de la misma manera. Una de las tesis más revolucionarias escri tas por Spinoza es que “aquello que disminuye el poder del cuerpo dis minuye el poder de la mente”. Su renuncia a separar al ser humano de la naturaleza, la mente del cuerpo, el pensamiento de la acción, hace de él, quizás, el más completo anti-humanista de la historia de la filosofía; sin duda es esto lo que constituye su herejía para nuestro tiempo y lo que da cuenta de las formas específicas de incomprensión y ansiedad que su obra estimula hoy en día. Al identificar el anti-humanismo teó rico de Spinoza, entendemos hasta qué punto no pertenece al pasado sino al presente y de qué modo los debates que pudieron anteriormen te parecer exclusivos del siglo diecisiete se repiten en la actualidad con pocas modificaciones. De hecho, si yo buscara enfatizar la paradójica e insospechada contemporaneidad de Spinoza, podría haber titulado es te estudio Restituyendo el cuerpo, con el fin de hacer eco a un clásico de la sociología, el discurso presidencial de George C. Homans en la con ferencia anual de la American Soeiological Association, publicado con el título “Restituyendo a los hombres” en 1964. Expresando su desa cuerdo con la escuela funcionalista de sociología, Homans esbozó una posición que emergería como hegemónica en nuestro tiempo (por ra zones demasiado heterogéneas y complejas para enumerarlas aquí), atravesando las fronteras de las distintas disciplinas. Toda la charla en tomo a estructuras, instituciones, normas y roles, argumentaba, oscu recía el hecho de que estas entidades se originan en lo que Durkheim llamó (precisamente con el fin de rechazarla como objeto apropiado del análisis sociológico) “conciencia individual” y, por tanto, deben expli carse a partir de ella (Homans, 1964,810). En un gesto altamente sin tomático, cuyo significado tendré ocasión de examinar más tarde,

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Homans elige reemplazar la expresión de Durkheim “conciencia indi vidual” por lo que considera ser un sinónimo más apropiado: “hom bres” (creyendo aparentemente que este último concepto es, de algún modo, más “concreto” que el anterior). A la tendencia del análisis funcionalista a describir meramente la reproducción del equilibrio social, contrapone un enfoque que “volviera a situar a los hombres en primer término”, y añadía: “y pongamos algo de sangre en ellos”. La expresión “poner sangre en ellos” no sólo se refiere a las abstracciones sin vida que se han convertido en el género con el que comercia el discurso socioló gico, tiene un significado incluso más preciso: es la figura metonímica que simboliza lo que, según Homans, está “en nuestra sangre”. Lo que circula por las venas de todos los hombres o, mejor, de todos los hom bres que no son meras abstracciones, es la inevitable necesidad de per seguir el interés privado. Los fenómenos a partir de los que razonaban antes los sociólogos con el fin de explicar el comportamiento humano deben ser ahora explicados. En el origen ya no está la sociedad sino el individuo autónomo de cuyas libres decisiones (enfrentado, por su puesto, con un “menú” de opciones siempre limitado -e s aquí y sólo aquí donde la historia hace acto de presencia en este mundo de otro modo intemporal) surgen todos los hechos sociales. Aunque Homans insiste en que él no supone que los hombres estén “aislados” (817), supone de fado que están, originariamente, fundamentalmente o por naturaleza (la expresión que se prefiera), separados: cada hombre sin gular es movido por su interés privado, un interés que le pertenece úni camente a él y en el que los demás no pueden participar sin subvertir el esquema completo de individuos que persiguen su interés privado y el de nadie más. No hay necesidad de especular en tomo a las afinidades históricas de esta posición; Homans las reivindica explícitamente. El frmdamento de toda acción humana, la realidad primaria que está detrás de las abstracciones secundarias del razonamiento sociológico, es aquello que esboza el capítulo 13 del Leviatán. Parafraseando a Rous seau, Homans fue en busca de la realidad y encontró a Hobbes. La pri mera pregunta que toda teoría social debe responder (y esta es una pre gunta que no tiene sentido plantearse si no suponemos que los hom bres están “aislados” o son “asocíales” tal y como Homans pretende no suponer) es por qué hay vinculo social del tipo que sea en lugar de una simple guerra de todos contra todos. En la base de esta nueva teoría so cial hay, como en el caso de Hobbes, una antropología, esto es, una teo ría de la naturaleza humana. El mismo año, en 1964, Althusser publicó un ensayo titulado “Mar xismo y humanismo” (incluido un año después en la recopilación La

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revolución teórica de Marx) en el que, sin referirse a Homans, cuyo trabajo casi con toda seguridad no era conocido por Althusser, some te a la posición diseñada arriba a una crítica detallada en términos de rivados del “anti-humanismo teórico” de Spinoza, según admite el propio Althusser. El “hombre”, lejos de ser la realidad concreta de toda acción social, es un “mito filosófico (teórico)” que sólo puede impedir el conocimiento de la humanidad. Los hombres, según la antropología filosófica de la que Homans es un ejemplo perfecto, son, todos y cada uno, realizaciones de una esencia singular que precede y explica toda la historia humana: en el origen se halla una abstracción que, por sí sola, infundirá vida a la carne. Lo que es extraordinario respecto a es tos asertos totalmente contrapuestos producidos exactamente en el mismo momento histórico es que, después de casi trescientos años de la muerte de Spinoza, se están librando las mismas luchas filosóficas. Esto, a su vez, sugiere que la filosofía no es el lugar de una progresión dialéctica conducida hacia delante por la resolución de sus conflictos internos, sino, más bien, el lugar de una repetición infinita y un con flicto irresoluble. Para comprender lo que está enjuego en este conflicto eternamen te recurrente, podemos examinar el punto en el que parecen estar de acuerdo los dos pensadores, que son, por otra parte, completamente opuestos política, filosófica y culturalmente. Podemos recordar que Homans elige interpretar la “conciencia individual” de Durkheim -una expresión aparentemente “abstracta”, filosófica, descamada, es to es, “sin vida”, por utilizar la metáfora de Homans- como los “hom bres”, dando de ese modo a lo abstracto su forma concreta y haciendo real lo ideal. Althusser, de hecho, lleva a cabo una interpretación simi lar (que alude dil ectamente a Spinoza tanto en forma como en conte nido) cuando escribe acerca de “la ‘conciencia’ de los hombres, esto es, su actitud” (en el sentido físico de una postura o pose) “y su conducta” (1990,242 [195)). Pero las apariencias pueden confundir. La interpre tación que hace Homans de la conciencia como el hombre conserva la conciencia al darle la carne y la sangre que le permitirán actuar o, más específicamente, realizar sus intenciones. El hombre es, por tanto, conciencia corporeizada, conciencia con los medios a su disposición para actuar sobre el mundo con el fin de alcanzar los objetivos que de sea. Este es el principio en el que toda práctica humana tiene su origen, en ausencia del cual el mundo humano no puede ser explicado, sino sólo descrito. Para Homans, las acciones de un hombre son expresiones o corporeizaciones de lo que les precede y les da dirección y sentido, un “yo” incorpóreo o personalidad, i. e., una conciencia. Es esencial para

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cualquier explicación realizada en los términos de Homans mirar pre cisamente más allá del cuerpo, de sus disposiciones, sus movimientos, sus conjunciones con otros cuerpos, hacia lo que se halla más allá de él y lo controla. En un sentido muy importante, entonces, el problema no era que el funcionalismo fuera insuficientemente concreto, que los fe nómenos que describía fueran demasiado abstractos o incorpóreos, sino más bien que eran demasiado concretos, que no miraba, más allá del mundo material, hacia sus orígenes en la conciencia, hacia aque llos actos espirituales de pensamiento y voluntad que por sí solos mue ven los cuerpos y las cosas, al menos en un modo que tenga sentido para las “ciencias humanas”. La esencia del hombre es aquello que trasciende el mundo simplemente material y que, desde su “más allá”, lo explica. Es aquí donde la alianza de Homans con Hobbes adquiere pleno sentido. Ya que no es sólo el método de Hobbes lo que se pone en fun cionamiento sino también la política de semejante método. Ya que en la historia de la filosofía política la proyección de una “conciencia” o de una voluntad anterior al cuerpo y dueña de su disposición ha repre sentado un papel necesario en la justificación al menos tan a menudo como la explicación de una relación social dada. La teoría libera!, de Hobbes en adelante, nos pide que juzguemos una sociedad, su estado, además de las libres interacciones entre individuos “iguales”, tales co mo la del trabajador y su empleador, no a partir de la apariencia física de obediencia y sujeción (después de todo las apariencias pueden en gañar, de ahí la necesidad, como todo filósofo sabe, de ir más allá del mundo aparente para alcanzar el mundo real) sino por los actos de vo luntad individuales que son el origen de tales relaciones. No importa lo opresiva o desigual que pueda ser una relación, si esta relación tiene su origen en el consentimiento voluntario e interesado de los indivi duos, debe afirmarse que posee absoluta legitimidad. Por el contrario, al situar la conciencia en el comportamiento y la práctica, Althusser la hace desaparecer en sus efectos, como el Dios de Spinoza, dejándonos con un mundo puramente material de cuerpos y sus fuerzas, un mun do en el que los cuerpos son movidos por otros cuerpos, un mundo puramente material de fuerza contra fuerza, un mundo en el que, si la conciencia existe de alguna manera, es un efecto y no una causa. La conciencia ya no puede explicar o justificar nada, aparece, si lo hace, como suplemento, retroactivamente proyectada sobre una relación de dominación para autentificarla. Una vez desplazado este nivel de rea lidad, más profundo, más real, nos quedamos con un mundo de cuer pos sujetados que resaltan crudamente. Volver a situar el cuerpo en

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primer término es despertar del sueño de la conciencia, del sonambu lismo político de los individuos que sueñan ser los dueños de su desti no, ignorantes de las fuerzas que determinan sus acciones y, por tanto, incapaces de cambiarlas. Es situarse sobre la materialidad del mundo sin pensamientos retroactivos, apologéticos o justificantes. Referirse de esta manera al cuerpo, sin embargo, no es establecer un punto terminal o estable en el análisis, una cosa, átomo o mónada al que se reducirían todos los demás fenómenos. Al contrario, para Spi noza, el cuerpo, cada cuerpo es necesariamente compuesto, compuesto de otros cuerpos más pequeños, estos mismos compuestos a su vez de otros cuerpos ad inñnitum. Lejos de mostrar unos limites estables, los cuerpos están sujetos a una constante recomposición. Al tiempo que la mente, en la medida en que se podía pensar que trascendía la naturale za, funcionaba como el principio de la autonomía individual (de modo que incluso la res cogitaos de Descartes pudo irriaginar, aunque sólo fuera por un instante, la absoluta soledad), el cuerpo era devaluado pre cisamente porque parecía condenar al individuo a una existencia dependiente tanto en relación con la naturaleza tomada en su totalidad como en relación con otros seres humanos: el cuerpo necesita muchos otros cuerpos, humanos y no humanos, para sobrevivir. Fue precisa mente esta reflexión la que estuvo detrás del empeño de Foucault por escribir “una historia del cuerpo” para la que ya no sería relevante la dis tinción entre lo natural y lo social y a través de cuya perspectiva los sis temas políticos más liberales aparecen como “sociedades de control”. Las reflexiones de Spinoza han llevado también a las investigaciones feministas actuales a moverse, más allá de la idea según la cual la opre sión de las mujeres pertenece primeramente a un sistema de derechos y propiedad desigualmente distribuidos, hacia un examen de las formas corporales de sujeción, no sólo independientes de toda legalidad sino incluso opuestas a ella (Butler, 1993; Grosz, 1994; Gatens, 1996). “Nadie ha sabido hasta ahora qué puede o no puede hacer el cuer po sin que la mente lo determine”: este es el principio del materialis mo de Spinoza, que puede resumirse en tres tesis que me propongo explorar en el estudio que sigue: 1. No puede haber liberación de la mente sin liberación del cuerpo. 2. No puede haber liberación del individuo sin liberación colec tiva. 3. La forma escrita de estas proposiciones mismas posee una existencia corporal, no en cuanto realización o materializa ción de una previa intención mental, espiritual, sino como un

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cuerpo entre otros cuerpos. La filosofía de Spinoza nos fuer za a reemplazar las preguntas del tipo “¿quién lo ha leído?” y “¿de ellos, quiénes lo han entendido?” por “¿qué efectos materiales ha producido, no sólo sobre sus m entes, sino tam bién sobre sus cuerpos?”, “¿en qué m edida ha m ovido a los cuerpos y qué los ha movido a hacer?” Com enzaré abordan do esta última serie de preguntas.

i.- E

s c r it u r a y

n a t u r a l e z a

:

LA M A TER IA LID A D D E I A LETRA

No es para mí de mucho peso la autoridad de Platón, de Aristóteles o de Sócrates. Me habría llamado la atención que hubiérais citado a Epicuro, Demócrito, Lucrecio o alguno de los atomistas o partidarios de los átomos: no es de extrañar, en cambio, que los que hablan de cualidades ocultas, especies intencionales, formas sustanciales y mü otras necedades, hayan inventado espectros y lémures dando fe a las viejas, para quitare autoridad a Demócrito, cuya fama envidiaban tanto que entregaron sus libros, de tan merecido renombre, al fuego. Ep. 56.

Podría parecer obvio comenzar una lectura de la obra de Spinoza exa minando la teoría de la lectura que defiende este filósofo; sin embar go, lo primero que tendremos que reconocer es que semejante comienzo no se corresponde para nada con el proceder característico del mismo Spinoza. El Tratado teológico-político, la obra en la que desarrolla su idea sobre “la interpretación de la Escritura” no comien za estableciendo una teoría de la lectura para luego ponerla en prácti ca. Más bien, al contrario, la práctica de la lectura se desarrolla a través de seis capítulos (casi cien páginas en la versión latina) antes de que Spinoza decida exponer y argumentar su método de “interpretación”. Semejante modo de proceder revela el abismo que separa a Spinoza de los más famosos de sus contemporáneos, casi todos los cuales creyeron necesario comenzar con “un discurso sobre el método” (por citar sólo el caso de Descartes). En un trabajo anterior, el Tratado de la reforma del entendimien to, Spinoza define el método como “conocimiento reflexivo, o una idea de una idea; y dado que no hay una idea de una idea a menos que haya primero una idea, no habrá método a menos que haya primero una idea” (§ 38). Fierre Macherey, quien sugiere provocadoramente en Hegel ou Spinoza (1979) que “debemos leer el Tratado de la reforma

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del entendimiento como si fuera una especie de ‘Discurso contra el método”’ (57) señala en este pasaje una inversión del orden de proce der tradicional: el método “no es la condición de la manifestación de la verdad, sino, al contrario, su efecto, su resultado. El método no ante cede al desarrollo del conocimiento sino que lo expresa o refleja” (56). Si Spinoza se espera a explicar su método de interpretar la Escritura hasta después de haber desarrollado completamente su análisis de los relatos bíblicos de las profecías y los milagros, es porque “es necesario haber empleado un método antes de ser capaz de formularlo”. Incluso en la Ética, una obra que toma prestado su modo de exposición de la geometría y comienza con definiciones y axiomas, Spinoza rechaza la noción de mi método anterior y por tanto extemo al mismo proceso o actividad de conocimiento. Si hemos de localizar un punto de partida lógico de la Ética, ese sería el axioma 2 de la Parte II, la breve afirma ción “Homo Cogitaf (el hombre piensa), un punto de partida que, co mo Althusser ha sugerido, marca su propia condición de ser algo superfhio. No hay puntos de partida y por tanto no son necesarios ni los pre liminares ni los prolegómenos: pensamiento y conocimiento han em pezado ya siempre. El método es sólo una reflexión (la idea de la idea) sobre lo ya conocido. En el caso del Tratado teológico-político, sin embargo, hay razones adicionales por las que posponer la exposición del método. El poner delante seis capítulos es también estratégico, una consecuencia del cál culo que realiza Spinoza de que su audiencia no estará preparada para aceptar, o siquiera considerar, el método que propone hasta que no ocupe un cierta posición filosófica, los seis capítulos anteriores están di señados para conducirles hasta esa posición. Tal pmdencia (después de todo, el sello de Spinoza llevaba el lema caute, es decir, icautela!) era, ciertamente, en parte, una consecuencia de estar escribiendo bajo la amenaza de la persecución, como han argumentado Leo Strauss (1952) y, más recientemente, André Tosel (1984). Era más importante, sin em bargo, la ineludible condición de practicar la filosofía tal y como él la concebía. Para Spinoza, no basta con establecer verdades y esperar a que iluminen la oscuridad e ilustren o convenzan a los lectores por la fíierza de la razón únicamente. La capacidad que el argumento racio nal tiene de afectar al pensamiento es extremadamente limitada, in cluso entre los doctos: el estado común de la especie humana es la ser vidumbre de cuerpo y mente. Esta observación, no obstante, de nin guna manera excusa los errores de la filosofía o justifica el martirio de los que la practican a manos del vulgo: como cualquier otro empeño humano, la filosofía debe juzgarse no por sus intenciones sino, única

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mente, por los efectos que produce. Spinoza, como ha señalado Macherey, era seguidor de Maquiavelo tanto en filosofía como en políti ca: ni para el filósofo ni para el político hay corte suprema, un Tribu nal Supremo de la Razón ante el que uno pudiera apelar los veredictos de la historia, capaz de “anular” los errores cometidos por uno en este mundo, o de resarcir ya sean príncipes vencidos o filósofos tergiversa dos. Spinoza retuvo toda la devoción de Maquiavelo hacia “fa verità effetuale della cosan y todo su desdén por los ámbitos imaginarios como el moral (en relación con el que juzgamos si una acción es bue na) o el legal (que demanda que establezcamos si una acción es de de recho), preguntando en lugar de eso sólo si ima acción es necesaria para producir un efecto detemiinado. Las palabras de Maquiavelo con servan tanta brutalidad como verdad: “los profetas armados vencieron y los desarmados perecieron” (1964,45 [50]). La filosofía comienza a armarse cuando reconoce que, para conseguir obtener una existencia efectiva, y no meramente imaginaria, debe producir efectos reales. De hecho, Spinoza argumenta en la última proposición de la Parte Prime ra de la Ética que “nada existe de cuya naturaleza no se siga algún efec to”. Para que sea así, la filosofía no debe contentarse con establecer la verdad sino que debe buscar activamente producir efectos de verdad, dos actividades que, dependiendo de las circunstancias, no necesaria mente coinciden. ¿Cómo produce un filósofo efectos de verdad cuando establecer la verdad conduce al siguiente dilema: o bien uno se desarma a sí mismo excitando las pasiones de su audiencia hasta el punto de que su razón acaba siendo vencida, o bien, de modo más simple, imo se hace incom prensible al no tener en cuenta los diversos y variados prejuicios que han de ser neutralizados como paso previo antes de que el entendi miento de los lectores pueda actuar libremente? Es posible, por supues to, que textos rechazados puedan, más tarde, quizás siglos más tarde, de repente e inesperadamente, hacerse comprensibles como conse cuencia de un encuentro con nuevas ideas. Spinoza cita el caso de los atomistas antiguos, Democrito, Epicuro y Lucrecio, cuyas obras fueron atacadas por las filosofías dominantes de los mundos antiguo y me dieval y, por ello, permanecieron latentes hasta que fueron reactivadas gracias a su encuentro con la ciencia galileana. Siguiendo su ejemplo, pero no contento con abandonar pasivamente sus obras a la fortuna, Spinoza no buscó convencer a sus lectores de que abandonaran la teo-

* “La verdad efectiva de la cosa” (N. del T.)

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logia (que no es meramente una serie de ideas incorpóreas que pudie ran ser aceptadas o rechazadas a voluntad, sino más bien ideas inma nentes a una serie de prácticas corporales que son, en ciertas maneras, ineludibles), sino, al contrario, mostrarles cómo pensar racionalmente dentro de ella, en sus términos, de una manera que no sólo acepta las premisas de cualquier teología, sino que incluso se ofrece como la defensa más fuerte de la teología, volviéndola así contra sí misma. ¿Cómo pudo Spinoza no sólo ocupar las posiciones de sus oponen tes sino volver sus armas más poderosas contra ellos (Althusser, 1994)? Siguiendo a Tosel (1984,55), podemos llamar a su estrategia retóricofilosófica “la operación del sive” (conjunción latina que se traduce por “o”), una estrategia de traducción y desplazamiento cuyo ejemplo más famoso sería la expresión “Deus, sive Natura”, “Dios, o la naturaleza” del Prefacio a la Parte Cuarta de la Ética. Esta consigna filosófica, co mo podríamos llamarla, resume el contenido y la forma de la filosofía de Spinoza en el mismo acto por el que afirma y niega afirmar, simul táneamente, la radical abolición de la trascendencia. Spinoza nunca comienza con las definiciones o, mejor, desplazamientos que hicieron a su filosofía “terrorífica para su propio tiempo”, como lo expresa Alt husser con agudeza. Llegan, en cambio, como conclusiones de ciertas cadenas de argumentación que normalmente no están marcadas como tales conclusiones y aparecen, en lugar de eso, como pensa mientos subsiguientes. Así, la insistencia repetida en la Ética de que debemos conocer las cosas a partir de sus causas, y de que el conoci miento de Dios debe anteceder, por tanto, el conocimiento del mundo, lo que parecería reafirmar una especie de trascendentalismo, esto es, una noción de la primacía de lo sobrenatural sobre lo natural, adquie re un significado opuesto cuando sabemos que Dios es el tipo de causa que no existe fuera o antes de su creación, y que la unidad de Dios no sólo se expresa como la diversidad de una infinitud de esencias singu lares sino que es constituida por ella. En el Tratado teológico-político, Spinoza espera hasta el tercer capí tulo para decimos que la expresión “dirección de Dios”, normalmente asociada con la idea de un actor libre y consciente, debería interpretarse como “leyes de la naturaleza” o que “la voluntad de Dios” se refiere, sim plemente, a aquello que ocurre de hecho. De forma similar, la crítica que realiza Spinoza a la trascendencia jurídica, su insistencia, con Maquiavelo, en que la verdad de la política la constituyen las relaciones de poder o relaciones de fuerza, se oscurece en parte por la exigencia de hacerla comprensible a una audiencia para la que la política es esen cialmente jurídica, un campo definido por las cuestiones de la sobera

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nía, el derecho y la obligación. El lenguaje del derecho es conservado al tiempo que es constantemente traducido al lenguaje del poder (“jus, sivepotentia”, “el derecho, o el poder”). En efecto, podríamos sintetizar la filosofía de Spinoza con las consignas que él mismo, directa o indi rectamente, proporciona: Dios o la naturaleza, y el derecho o el poder. Estrictamente hablando, no estamos en absoluto ante equivalencias, porque no son reversibles: la naturaleza nunca deviene Dios, el poder nunca deviene el derecho. Por el contrario, el primer término es tradu cido y, en ese momento, desplazado por el segundo. Dios desaparece en la naturaleza (la causa inmanente que no existe con anterioridad a sus efectos y que no puede ser sin ellos), y el derecho en el poder, esto es, en la potentia, el poder en su sentido físico, o en la fuerza (fuera de la cual el derecho no tiene ningún sentido o realidad). Á diferencia de lo que hemos visto respecto a Dios o el derecho, Spinoza nunca escribió la expresión “Scríptura, sive Natura”. Pero po dría haberlo hecho: la consigna apunta hacia aquello que hace de Spi noza menos el primero en practicar una lectura crítico-histórica de la Biblia o una hermenéutica general Qecturas habituales que subesti man radicalmente tanto el alcance como la fuerza de la crítica que Spi noza hace a los anteriores enfoques dirigidos sobre la Biblia) que el pri mer filósofo en considerar explícitamente la Escritura, esto es, la ac ción de escribir, como una parte de la naturaleza en su materialidad, como irreducible a ninguna otra cosa exterior a ella, ya no más algo se cundario respecto a lo que representa o expresa, no una repetición o emanación de algo puesto como primarioa. Para Spinoza, la naturale za es una superficie sin profundidad; la Escritura como parte de la na turaleza no oculta nada, no guarda nada de reserva. En lugar de hablar de su sentido, deberíamos hablar de los efectos que produce como un cuerpo entre otros cuerpos. No es extraño, entonces, que tantos comentadores, especialmente aquellos que supuestamente le eran afines, no hayan visto aquello que en la filosofía de Spinoza no tenia precedentes: se dejaba con frecuen cia a sus adversarios, precisamente por su miedo a las conclusiones a las que podían conducir las tesis de Spinoza, la tarea de identificar el

a.- Entre los estudios m ás im portantes acerca de la discusión que realiza Spinoza en tom o a la interpretación de la Escritura se hallan: Sylvain Zac, Spinoza et l ’interprétation de 1 Écriture; André Tosel; Spinoza et la crépuscule de la servitude, cap. 2; Stanislaus Breton, Politique, religion, écriture chez Spinoza, cap. 4; Pierre-François M oreau, Spinoza: l ’éxperience et 1 éter

nité, 307-77; Jean Pierre Osier, “L ’herm eneutique de Hobbes et de Spinoza”.

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alcance de su herejía (que, como muestra su correspondencia, sus amigos a menudo preferían no ver). Su herejía era lo más herética que podía ser, ya que no era simplemente una desviación de ciertos dogmas teológico-políticos prescritos sino, más bien, la puesta en duda de la problemática filosófica que compartían, incluso de forma particular, los dogmas de su tiempo. Pero para captar la teoría de Spinoza acerca de la existencia mate rial de la Escritura se necesita captar la teoría misma de Spinoza en su existencia material no como un conjunto de argumentos abstraí dos de la escoria del lenguaje, sino, precisamente, en su materialidad textual, gráfica. Ignorar la filosofía de Spinoza en su realidad, buscar significados potenciales o ideales escondidos en ella es llevar a cabo una operación análoga a aquella que realizan los que buscan la ver dad de la naturaleza en lo que se halla escondido dentro de ella o más allá de ella, lo sobrenatural. Por supuesto, rechazar la pregunta por lo sobretextual no es declarar que los textos son independientes de los cuerpos que los rodean; por el contrario, afectan a otros cuerpos y son afectados por ellos en innumerables encuentros. Lo sobretextual funcionaría de modo análogo a como lo hacen los orígenes y los fines en los intentos de entender la naturaleza; consistiría en un añadido que desprecia aquello a lo que se añade, haciéndose pasar por su ver dad, su causa y su sentido. Considerar el texto de Spinoza en su mate rialidad significa señalar y explicar sus contradicciones, discrepan cias y lagunas sin sentir la necesidad de justificarlas, de reducirlas a un orden ideal que se hallara latente en el texto. El capítulo 7 del Tratado teológico-político comienza haciendo re ferencia a la fatal discrepancia con la que está marcada la práctica humana en materia de religión: todos los hombres afirman conside rar la Biblia como palabra de Dios que enseña el camino de la salva ción, pero el vulgus, término usado aquí por Spinoza para designar a la gente común que vive en la ignorancia y es guiada por sus pasio nes, no intenta vivir bajo sus enseñanzas. De cualquier manera, la condena que Spinoza realiza de la muchedumbre en este punto es un tanto insincera, ya que no es sólo la gente sin educación la que mues tra esa discrepancia entre la creencia y la acción sino “casi todos los hombres”. El problema no reside en que carguen con una voluntad débil que les impida realizar las acciones que saben que íes convie nen, sino en que no hacen ningún esfuerzo por determinar lo que realmente es la palabra de Dios tal y como ha sido revelada por la

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Escritura. En lugar de atenerse sólo a lo que la Escritura afirma cla ramente y rechazar todo aquello que no contiene (o lo que dice con fusamente), la mayor parte de la humanidad, en la fimdación de sus miles de religiones en continua proliferación, ignora completamente los textos que son la única encarnación existente de la palabra divi na. Los textos sagrados en su realidad son negados, rechazados (negare) o, cuando son consultados de alguna manera, se convierten en meros pretextos (praetexta) sobre los que los teólogos y los predi cadores se apoyan para intentar vender sus propias invenciones (commenta) como palabra de Dios. En este pasaje inicial del capítu lo 7, Spinoza usa el sustantivo latino praetextum que significa no sólo “pretexto”, sino también la cobertura exterior de algo: para los comentadores la escritura en su existencia literal, textual, es simple mente el ornamento o la cubierta, el atuendo exterior de lo que ellos afirman que es una verdad “más profunda”, “escondida”, pero que, de hecho, es su propia invención. Desprecian la existencia textual, y única, de la Palabra Sagrada, al igual que desprecian la naturaleza como una expresión secundaría, distanciada de algo más real, como un simple medio para los fines de la voluntad de Dios (como si ésta pudiera encontrarse fuera de los actos en que se manifiesta). De este modo, Spinoza condena la “temeridad” de los teólogos que “arrancan de la escritura sus propias ideas arbitrariamente inventadas, para las que redaman autoridad divina” (TTP, 140 [191]). Spinoza dibuja una primera línea de demarcación entre el texto de la Escritura y la mara ña de artilugios (tanto añadidos como alteraciones) tejida tan estre chamente alrededor de ella como para parecer indistinguible de la Escritura misma. La incapacidad para distinguir entre las enseñan zas del Espíritu Santo y la invención humana ha conducido no sólo a innumerables disputas teológicas, sino, incluso, al enfrentamiento civil y a la guerra. Sin embargo, tal distinción no es fácil de hacer para la mayoría de los hombres: se apodera de ellos un “deseo ciego y desatento de interpretar la Escritura” (TTP, 140 [192]). Se ven impul sados a buscar el significado de la Escritura fuera y más allá de ella, del mismo modo que buscan el conocimiento de la naturaleza en aquello que la trasciende. ¿Cuáles son las causas de este desprecio de la literalidad, llamado por otro nombre “deseo de interpretar”? Esta es una cuestión impor tante para Spinoza, ya que los hombres son siempre conscientes de sus deseos pero no de las causas que les determinan a desear (E, I,

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Apéndice). Una motivación es, por supuesto, la ambición y el deseo de gloria que, seguramente, se dirigirían hacia el descubrimiento en la Escritura (esto es, el añadido) de nuevos significados. Pero, una causa más fundamental del deseo de interpretar la Escritura es “la supersti ción, que enseña a los hombres a despreciar la razón y la naturaleza y a admirar y venerar sólo lo que es contrario a ambas” (TTP, 140-41 [192]). De hecho, cuando nos dirigimos a la discusión que Spinoza rea liza acerca de la superstición en otra parte del Tratado teológico-politico, especialmente en el Prefacio, encontramos que la superstición dispone a los hombres a (des)considerar la naturaleza y la Escritura de un modo casi idéntico. Así, los teólogos se acercan a la Escritura como si ‘los misterios más profundos se hallaran escondidos en ella” y le atribuyen un interior que sólo puede ser “penetrado” por un tipo de in terpretación que Spinoza describe con los verbos negó (rechazar, rehu sar o negar), torqueo (retorcer, torturar) y extorqueo (arrancar, de formar), marcando el hecho de que el interior putativo del texto es todavía su exterior, aunque un exterior o bien rechazado, o bien retor cido hasta alcanzar una nueva figura. De la misma manera, la persona afectada por la superstición “interpreta” la naturaleza y encuentra en ella “cosas extraordinarias” (TTP, 49 [62]), milagros o “acontecimien tos” que no son otra cosa que rechazos de la naturaleza tal como es, que descansan en la necesidad de encontrar causas finales fijas. La ver dad de la naturaleza, para el supersticioso, es algo exterior a ella, está revestida de una existencia material que no es más que un pretexto. El nombre más común para este “más allá” sin el que la naturaleza no puede existir y que es la condición de la inteligibilidad de la naturale za es, por supuesto, Dios, que puede asumir la forma de espíritu en to das las cosas al tiempo que preserva su trascendencia. De este modo, la superstición depende de la imaginación de una dimensión sobrena tural como la verdad a la que la naturaleza sería reducida por medio del acto de conocimiento. Para el supersticioso, la naturaleza no es tanto conocida como disipada, una expresión distante e imperfecta de aquello que la interpretación busca en su pureza original. La supersti ción concibe el mundo como un simple medio para los objetivos de la voluntad de Dios: la concatenación de causas interna a la naturaleza es algo insignificante, lo que busca es únicamente la causa final, anterior y exterior a la naturaleza, la voluntad o designio de Dios. Cuando en 1664 la peste azotó Amsterdam, los adversarios eclesiásticos de Spinoza no preguntaron qué causas naturales determinaban que ocurriera seme jante suceso, sino que, en lugar de eso, buscaron identificar la inten ción divina que cumplía o el propósito providencial al que servía: ¿era

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un aviso o un castigo (Schama, 1987,147)? En ambos casos, la perso na supersticiosa renuncia a la superficie (de la naturaleza o de la Escri tura) a favor de la profundidad en la que se halla escondido un orden de sentido que, por sí solo, hace coherente y comprensible la superfi cie que lo oculta. El supersticioso degrada la encamación textual (y única) de la Palabra Sagrada a un mero conducto para la verdad y per fección que oculta. No sólo no la conocen tal y como es en su existen cia material, sino que no saben que no la conocen, hasta el punto de ser incapaces de distinguir entre la Escritura tal como es y los añadi dos que se le hacen. El conocimiento de la Escritura comienza con un rechazo de la hermenéutica, que podríamos definir así: la postulación de un sobretexto como la verdad del texto. Así comienza la recupera ción del texto en su existencia material como la condición absoluta de cualquier conocimiento de la Escritura. Sostengo que el método de interpretar la Escritura no es diferente del método de interpretar la naturaleza, de hecho está en completo acuerdo con éste. Ya que el método de interpretar la naturaleza con siste esencialmente en componer un detallado estudio de la natura leza del que, como fuente de nuestros datos seguros, podemos dedu cir las definiciones de las cosas de la naturaleza. Ahora, exactamen te de la misma manera, la tarea de la interpretación bíblica requiere que hagamos un estudio exhaustivo de la Escritura, y, a partir de este, como fuente de nuestros datos fijos y de nuestros principios, deducir por inferencia lógica los sentidos de los autores de la Escri tura. De este modo -esto es, no aceptando otros principios o datos para la interpretación de la Escritura y el estudio de sus contenidos excepto aquellos que pueden recogerse en la misma Escritura y de un estudio histórico de la Escritura— puede realizarse un progreso firme sin peligro de error. TTP, 141 [193]

Este método es particularmente importante dado que la Escritura raramente aborda asuntos deducibles de axiomas de la razón univer salmente aceptados. Es un texto singular que describe sucesos singu lares de la historia tanto natural como humana: narraciones históricas de determinadas naciones en determinadas épocas y “eventos natura les poco frecuentes” (milagros) tal como fueron comprendidos por los individuos que los percibieron. Igualmente, en el caso de doctrinas morales a las que se podría llegar por medio de métodos distintos del recurso a la autoridad de la Palabra Sagrada, las pruebas sustentadas en la razón universal son irrelevantes para el conocimiento del texto. 3i

La única cuestión que nos concierne es saber si la Escritura enseña una determinad doctrina. Despojada de comentarios y añadidos, del entero aparato de lo sobretextual, y devuelta a su materialidad literal, la Escritura se ofrece al conocimiento. Pero, ¿qué es? ¿Qué define su existencia específica? Primero, está compuesta de elementos básicos, los elementos del len guaje o, más específicamente, de la escritura. Es en este punto donde la alianza de Spinoza con los atomistas antiguos alcanza su máxima significación. Lucrecio en el De Rerum Natura describe no sólo el dis curso como una materia sutil que produce los efectos de significado por medio de la incidencia en el órgano del sentido auditivo, sino la escritura misma como una disposición de elementos materiales, letras, cuya articulación determina el sentido. Spinoza argumenta que una investigación racional de la Escritura comienza con un análisis de ‘la naturaleza y propiedades de la lengua en la que la Biblia fue escri ta” (TIP, 142 [195]), esto es, el hebreo. Los sentidos posibles de las palabras y los pasajes no han de ser determinados por la inventiva de los intérpretes que frecuentemente intentan retorcer la Escritura {verba Scripturae torquere) hasta que se convierte en algo distinto de lo que originariamente era, renunciando a la literalidad de la Escritu ra a favor de sentidos metafóricos que permiten moldear el texto en conformidad con el dogma preferido de un interprete particular. Los sentidos (tanto literales como metafóricos) de una palabra o expresión deben ser determinados en referencia únicamente al uso lingüístico establecido. El lenguaje no es un depósito de sentidos posibles espe rando a ser realizados. Por el contrario, el sentido existe siempre en un estado de realidad y la serie de sentidos adheridos a una expresión dada es finito, limitado a aquellos sentidos realmente en uso (Moreau, 1994, 331-8 ). En consecuencia, una investigación racional de la Escri tura sólo puede admitir los sentidos ya existentes en hebreo. Hacerlo de otra manera, multiplicar los sentidos “posibles” o “potenciales” se corresponde exactamente con lo que Spinoza define como “torturar” el texto. Y, aunque debemos rechazar todas las tradiciones de interpre tación bíblica, podemos considerar una “tradición” judía como inco rrupta e incorruptible: los significados atribuidos a las palabras hebre as. Y es que mientras que los intérpretes pueden inventar sentidos para textos concretos e imponérselos, hasta el punto de llegar a alterar los pasajes, nadie puede alterar un idioma dado porque “es preserva do a la par por doctos e incultos” (TTP, 148 [203]). El lenguaje es una parte de la naturaleza, infinita, que se produce a sí mismo continua mente según leyes inmanentes siempre cambiantes que ningún indi

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viduo puede desobedecer sin caer en el absurdo. Es tanto el productor como el producto de una colectividad. El método que Spinoza propone para la interpretación de la Escri tura, lejos de permitimos devolver el texto a una pureza o coherencia originales que las interpretaciones hubieran corrompido, nos fuerza a afrontar el hecho de que tales interpretaciones traicionaron el original ocultando las contradicciones, las discrepancias y las lagunas que el texto hebreo indudablemente contiene. Es más, una vez reconocemos que un conocimiento exhaustivo del hebreo es la precondición del co nocimiento adecuado de la Escritura nos enfrentamos a la primera de varias paradojas importantes que concita cualquier intento de leer la Escritura seriamente: no es posible adquirir un conocimiento exhausti vo del hebreo. Ningún diccionario ni tratado gramatical o de retórica ha sobrevivido a las vicisitudes sufridas por la nación judía. De acuerdo con esto, “el significado de muchos sustantivos y verbos que aparecen en la Biblia es o completamente desconocido u objeto de disputa” (TTP, 149 [204]). Además, dada nuestra ignorancia de los modismos he breos, incluso cuando conocemos el significado de palabras concretas, el sentido de la expresión que las incluye puede escapársenos total mente. El primer afrontamiento genuino con el texto será un afrontamiento con la pérdida, con una incomprensibilidad que la historia ha esparcido a través de la superficie de la Escritura. Para empeorar la si tuación, “mientras que existen fuentes de ambigüedad que son comu nes a todos los idiomas, hay otras propias del hebreo que dan pie a muchas ambigüedades” (TTP, 150 [205]). Spinoza enumera cinco fuentes de ambigüedad que sólo existen en hebreo. La letras que perte necen a la misma clase, como alefy ain, se suelen sustituir la una por la otra arbitrariamente. Una simple conjunción (por ejemplo, vav) puede significar “y”, “pero” o “porque”, lo que hace que se confundan las rela ciones de adición, oposición y causalidad. Los autores de los libros de la Escritura se despreocuparon de los modos y los tiempos verbales, mez clando indiscriminadamente el pasado, el presente y el futuro. Pero, las ambigüedades más fundamentales del hebreo derivan de aquello de lo que carece: vocales y puntuación. Y aunque el texto, tal como nos ha sido trasmitido, contiene ambas, son meros añadidos realizados “por hombres de un época posterior cuya autoridad no debería tener ningún peso para nosotros” (TTP, 151 [206b y que intentaron dar coherencia y sentido a lo que no lo tenía. El método de Spinoza ha sido comparado con una arqueología, pero, si se parece a algo, recuerda más la actividad de la paleontología moderna que, en lugar de la evolución gradual, uni forme y continua imaginada por Darwin y sus seguidores actuales, ha

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devuelto a los registros de fósiles sus lagunas y discontinuidades, y, en ese proceso, ha demostrado la existencia de una historia natural reple ta de catástrofes y reveses, un tiempo no lineal puntuado por extincio nes en masa y especiaciones eruptivas sin precedentes. Pero, las letras, por supuesto, forman palabras y las palabras enun ciados. Es significativo que al referimos a lo que podríamos llamar el con tenido de la Escritura, como lo opuesto a su forma, el sentido que comunica, Spinoza usa el término sententia, que combina “sentido” y “enunciado”, como para recordamos que las doctrinas que contiene la Escritura no pueden ser separadas de la forma literal en la que están materializadas, los enunciados que, de otra manera, podríamos consi derar como meros envoltorios, praetexta: todas las “declaraciones” (sententiae) hechas en cada libro de la Biblia deben “ser reunidas y ordenadas bajo encabezamientos” (TTP, 143 [195])- Este procedi miento nos permitirá anotar qué “pasajes” (sententiae) “son ambiguos u oscuros, o parecen contradecirse entre sí” (TTP, 143 [195-96]). En este punto, Spinoza nos advierte que la oscuridad y la contradicción han de ser juzgadas únicamente sobre la base de la propia Escritura y no en referencia a la naturaleza ola razón. De hecho, para leer la Escri tura en su literalidad, “debemos precavemos contra la indebida influencia, no sólo de nuestros prejuicios, sino de nuestra facultad de raciocinio en tanto esté sustentada por los principios del conocimien to natural” (TTP, 143, [196]). La verdad de la Escritura, esto es, su co rrespondencia con algo (no sólo la razón o la naturaleza sino también los dogmas religiosos) fuera de sí misma a lo que podría ser reducida, es irrelevante para la tarea que tenemos entre manos. Es más bien el sentido (sensus) que explican con detalle las letras de las que está com puesta, el sentido inmanente en su literalidad material, irreducible a nada exterior al texto, lo que proporciona el punto de partida de nues tra investigación. De este modo, la “frase” (sententia) atribuida a Moisés, “Dios es fue go”, es “perfectamente clara siempre y cuando nos atengamos sólo a los significados de las palabras; y así, a pesar de su oscuridad desde la pers pectiva de la verdad y la razón, clasifico estas frases como claras” (TTP, 143 [196]). Si Moisés no hubiera dicho también claramente “que Dios no tiene semejanza con las cosas visibles ni en el cielo ni en la tierra”, esto es, si la afirmación no contradijera claramente lo que se dice en otro lugar de la Escritura acerca de Dios, seríamos llevados a aceptarlo como parte de la enseñanza bíblica por muy absurdo que lo encontrá ramos respecto a las normas de la razón. En este caso, sin embargo, el

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lector atento se enfrenta con una discrepancia doctrinal: la sentencia “Dios es fuego” contradice claramente otras afirmaciones de Moisés acerca de Dios. En esta situación, debemos determinar si, de hecho, es una contradicción sólo aparentemente, examinando el uso lingüístico para determinar si hay constancia de que la palabra “fuego” tenga otros significados. Spinoza nos recuerda que debemos permanecer tan cerca del significado literal de las palabras como sea posible y buscar signifi cados metafóricos sólo a partir del uso real. Dado que “fuego” aparece en el Libro de Job como sinónimo de ira o celos, la contradicción se so luciona: todo el mundo sabe que Moisés describe un Dios iracundo y celoso (de nuevo, no importa la medida en que tal óptica se desvía de la razón). ¿Y si no pudiera descubrirse una metáfora semejante? “Enton ces, estos pasajes deberían considerarse irreconciliables y deberíamos por tanto suspender el juicio respecto a ellos” (TTP, 144 [197]). De hecho, las sententiae de las que se compone la Escritura difieren res pecto a puntos fundamentales de la doctrina semejantes, tales como “qué es Dios, de qué manera percibe todas las cosas y provee por ellas, y temas similares” (TTP, 145 [199]). Estas diferencias no pueden resol verse con el único apoyo de la Escritura y deben, por tanto, considerar se irreducibles e irresolubles. Finalmente, a causa de que la Escritura es un artefacto material, tiene una existencia histórica. Los libros que la componen fueron pro ducidos bajo condiciones específicas con propósitos específicos por individuos particulares que escribieron en un lenguaje específico para una audiencia específica. Una vez escritos, los mismos textos están sujetos a las vicisitudes de la historia o, como escribe Spinoza, “de la fortuna” (fortuna) (TTP, 101 [149])* Cayeron (inciderunt) en manos de muchas personas diferentes y fueron reproducidos por escribas que pudieron ser fieles o no a los textos originales que ahora se han perdi do irremediablemente. El tratamiento que hace aquí Spinoza del des tino de la Escritura a manos de la fortuna recuerda los términos de la crítica de Platón a la escritura (que Derrida ha hecho ahora famosa) en el Fedro. La palabra escrita, seccionada de la voz viva y de la mente de las que no puede separarse, está silenciosa y muerta, destinada a “caer en cualquier sitio entre aquellos que pueden comprenderla o no”. Del mismo modo, los diversos textos de los que consta la Escritura fueron ordenados en un todo mucho tiempo después de ser escritos, un hecho que puede deducirse fácilmente del Pentateuco por sí solo: Si uno simplemente observa que todos los contenidos de estos cinco libros, narraciones y preceptos, están reunidos sin distinción ni

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orden y sin considerar la cronología, y que frecuentemente se repite la misma historia, con variaciones, se reconocerá inmediatamente que todos estos materiales fueron recogidos indiscriminadamente y guardados juntos con vistas a examinarlos y organizados más tarde de un modo más conveniente.

TTP, 175 [241] Escindidos de sus orígenes, reunidos posteriormente de modo que el sentido de cada texto fue modificado por su proximidad con los otros, además de por su lugar en el orden de la narración, estos textos diver gentes, cada uno de ellos heterogéneo y construido de un elemento sólo parcialmente inteligible, forman una totalidad facticia que sólo puede describirse como “defectuosa, mutilada, adulterada e inconsis tente” (TTP, 205 [286]) La insistencia implacable de Spinoza en la materialidad de la Escri tura (sus marcas, letras, palabras, frases, tanto como sus lagunas, su puntuación inexistente y sus expresiones fragmentadas) le sitúa en frente de casi todas las tradiciones interpretativas. Mientras que éstas comienzan con lo que afirman ser el desorden y conflicto interno, me ramente aparente, de la Escritura y terminan demostrando su perfec ción, esto es, su unidad y coherencia formal y doctrinal, Spinoza toma precisamente la dirección opuesta. Comienza enfrentándose a la ilu sión de perfección que funciona en la práctica como precondición de cualquier lectura, mostrando que es, lo que podríamos llamar, una de fensa contra cualquier reconocimiento del texto tal como es: desorde nado, incompleto y defectuoso. Podría incluso argumentarse que el in menso aparato de interpretación que ha crecido alrededor de la Biblia, y que se interpone entre cualquier lector y el mismo texto, es conduci do por una necesidad urgente de rechazar (Spinoza emplea varias ve ces el verbo negó, rechazar, rehusar o negar, para describir la actividad que realizan los comentadores en relación con el objeto de su comen tario) la realidad de la Escritura, multiplicando los “misterios” sobretextuales, cuyo descubrimiento completaría lo incompleto y perfec cionaría lo imperfecto. Incluso los más grandes intérpretes, pensadores como Maimónides, han reconocido las contradicciones textuales sólo con el fin de “justificarlas” (TTP, 158 [216]). Maimónides abordaba la Escritura partiendo del supuesto de que “los profetas estaban de acuerdo en todos los temas”, esto es, que la unidad doctrinal y la homogeneidad eran características del texto. Además, Maimónides sostenía que el texto era no solo armonioso sino verdadero (esto es, que nada en la Es

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critura es contrario a la razón) y que los profetas “eran teólogos y filó sofos sobresalientes” que “sustentaban sus conclusiones en la verdad” (TTP, 158 [216]). Así la Escritura, que en su existencia real está atra vesada’ de discrepancias, inconsistencias y contradicciones debe ser ar monizada y reducida a una verdad externa a ella con el fin de calmar las ansiedades de ‘dos perplejos”. Para llevar a cabo una tarea tan difí cil, Maimónides convierte el texto en un pretexto, por medio de la negación de su literalidad y la multiplicación de sentidos metafóricos, hasta que las palabras de las que se compone la Escritura han sido “de formadas” adquiriendo un estado no sólo de consistencia interna, sino de correspondencia con la razón. Con el objetivo de defender el texto, Maimónides, paradójicamente, lo ha negado y lo ha reemplazado por su doble corregido que sólo le parece el mismo texto al vulgo porque no pueden liberarse de la literalidad. Spinoza examina también el caso de un influyente rival de Maimó nides, Jehuda Alpakhar (o, más comúnmente hoy, Alfakar), que re chazó toda reducción de la Escritura a las verdades de razón y cual quier subordinación de la teología a la filosofía. Insistió en preservar el significado literal de las palabras y frases con independencia de su correspondencia con la razón. Los sentidos metafóricos podían admi tirse sólo en casos de contradicción interna donde el significado de una palabra o pasaje entrara en conflicto “con aquello que la Escritura en seña de forma dogmática” ya que - y esta era la regla cardinal de Alfa kar- “la Escritura nunca afirma o niega nada que contradiga lo que en otra parte afirma o niega” (TTP, 230 [320]). Así, mientras que el texto era irreductible a una verdad exterior, partes del texto debían, sin em bargo, ser negadas y rechazadas, deformadas en conformidad con los pasajes juzgados como universalmente válidos, transformándolas en algo distinto de lo que en realidad eran. Hay un problema, de cualquier manera, con el que Alfakar debe encontrarse si practica su método fielmente: cuando se enfrente a una contradicción doctrinal clara, ¿según qué criterio determinará qué afirmación ha de tomarse literal mente y cuál metafóricamente? Spinoza utiliza el ejemplo de afirma ciones contradictorias realizadas por Samuel y por Jeremías. El pri mero declara que Dios nunca se arrepiente (1 Sam. 15: 29), mientras que el segundo establece sin ambigüedad “que Dios se arrepiente de lo bueno y de lo malo que pudiera haber decretado” [Jer. 18: 8,10]. ¿No son estas enseñanzas directamente opuestas la una a la otra? ¿Cuál de las dos explicará metafóricamente?” (TTP, 231 [323-4]). Al mismo tiempo, hubo comentadores que admitieron algunas de las más obvias discrepancias que mostraba la Escritura e intentaron, al

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menos, enfrentarse a ellas. Spinoza manifiesta un poco frecuente res peto por el erudito del siglo XII, Abraham Ibn Ezra, a quien considera como “un hombre de mente lúcida y con un conocimiento considera ble” (TTP, 161 [221]), como el primero en cuestionar abiertamente la creencia de que Moisés era el autor del Pentateuco. Ocurre, sin embar go, que Ibn Ezra no se atrevió a explicarse abiertamente, sino que úni camente apuntó a la verdad en términos “oscuros” (TTP, 162 [222]), que Spinoza ofrece para replantearlos con más “claridad” (TTP, 162 [222]). En su comentario acerca del Deuteronomio, Ibn Ezra señala lo que él llama “ciertos misterios”, las claras indicaciones, ajuicio de Spi noza, de que el libro fue escrito mucho después de la muerte de Moisés: “algún misterio se esconde aquí y quien lo entienda que se calle” (TTP, 163 [223]). En este caso, el comentador advierte las “imperfecciones” del texto, sus discrepancias y lapsos, pero esta vez no los transforma por medio de un lectura metafórica que violente las palabras, sino que más bien los convierte en misterios cuya resolución, incluso si es posible, está prohibida. El misterio no es lo mismo que la incomprensibilidad, del tipo de la ausencia de sentido causada por la desaparición de ciertas palabras; no denota la ausencia de sentido en absoluto, sino más bien un sentido que se mantiene, deliberadamente, a una cierta distancia, para ser visto pero no leído, para ser advertido silenciosamente por lo pocos que se comprometen a no hablar de ello a los muchos. Sylvain Zac (1965) ha señalado una serie de interesantes aspectos en la relativamente larga discusión de Spinoza sobre Ibn Ezra, una figura, que, aunque era conocido por los judíos doctos de la época, hubiera parecido oscuro a todos los eruditos cristianos, excepto a un pequeño número. Primero, juzgado según sus propias reglas, Spinoza es tan abu sivo en su interpretación de Ibn Ezra como Maimónides lo es respecto a la Escritura: de hecho, podría perfectamente estar equivocado en la atribución a Ibn Ezra del rechazo de que Moisés fuera autor de la Escri tura. Hay, ciertamente, otras lecturas posibles de los pasajes que cita, sin hablar del comentario del Deuteronomio en su totalidad que hace Ibn Ezra. Spinoza trata el texto de Ibn Ezra exactamente coma un pre texto cuyas sententíae velaran una verdad sobretextual, empleando exactamente el método hermenéutico, que procede de “lo oscuro” a lo “claro”, que él critica en otros. Se encuentran, como pronto veremos, discrepancias y contradicciones en el Tratado teológico-político que no son meros accidentes que haya que desestimar como irrelevantes sino que son constitutivos: ¿es éste uno de ellos? Parecería que no; la discusión entera sobre Ibn Ezra podría ser una artimaña, una manera de referirse a los argumentos de un filósofo cuyo

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solo nombre podría excitar el rencor de los rivales calvinistas de Spino za y el interés de los censores. Ibn Ezra era una figura completamente desconocida para la audiencia de Spinoza, cuyos trabajos no habían sido traducidos del original hebreo: como en el tratamiento que hace de la Guía de perplejos de Maimónides y de la carta de Alfakar a David Kimchi (que aparece como apéndice en una recopilación de cartas de Maimónides), Spinoza cita el texto original hebreo (que nunca es indi cado) y luego lo acompaña con una traducción latina. Después de exa minar las citas textuales de Ibn Ezra, además de cuatro pasajes adicio nales que, según argumenta (de nuevo, quizás, abusivamente), ponen en cuestión, incluso de forma aún más definitiva, que Moisés fuera el autor del Pentateuco, Spinoza se centra en “los otros libros” del Viejo Testamento: Josué, Jueces, Samuel y Reyes. Estos libros “son todos obra de un único historiador que resolvió escribir los hechos antiguos de los judíos desde sus primeros comienzos hasta la destrucción de la primera ciudad. Estos libros están de tal modo conectados los unos con los otros que eso sólo es suficiente para permitimos decidir que forman la narración de un único historiador” (TTP, 169 [232]). Estos argumentos que Spinoza extrae forzadamente del texto de Ibn Ezra fueron fijados de la manera más clara posible, exactamente en el mismo orden, en un texto cuya traducción al holandés había apa recido tres años antes de la publicación del Tratado teológico-político en 1670: el Leviatán de Hobbes, traducido del inglés (la traducción latina del propio Hobbes apareció un año después, en 1668) por Abra ham van Berkel, un miembro del círculo de Spinoza (1968, 32-3). En el capítulo 33 del Leviatán, Hobbes debilita sistemáticamente la evi dencia del origen divino de la Escritura para concluir respecto a los libros de la Escritura “que nadie puede saber si son la palabra de Dios (aunque todos los verdaderos cristianos ío creen) excepto aquellos a los que Dios se lo ha revelado de manera sobrenatural” (425 [456-7]), esto es, nadie. Dado que no podemos determinar la divinidad (o su falta) de la Escritura, no tenemos otra elección que aceptarla en cuan to ha “sido ordenado para que sea reconocida como tal por la autori dad de la Iglesia de Inglaterra” (416 [447]). Siendo que no es posible determinar el origen y el propósito de la Escritura, perdido para siem pre su sentido primigenio, con todo seguridad surgirán tantas inter pretaciones como individuos privados hay, cada uno de los cuales, de acuerdo con las leyes de la naturaleza humana formuladas por Hob bes, intentará forzar a todos los demás para que reconozcan la supe rioridad de su lectura. Sin una fundación claramente inteligible en la voluntad de Dios, cuya única expresión existente es la Biblia, la cues-

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tiones religiosas se hacen indecidibles: cualquiera puede apelar a la Escritura para justificar cualquier acto. Por esta misma razón, el dere cho a interpretar, en ausencia de revelación directa divina, debe reca er en el soberano que es el único que posee jurisdicción sobre los actos, incluyendo los “actos de habla” (como opuestos a los pensamientos), de los ciudadanos que domina. Caramente, Hobbes y Spinoza compartían ciertos objetivos: ambos buscaban describir la Escritura de tal manera que los agitadores teológico-políticos no pudieran seguir apelando a ella para respaldar su rebelión contra la autoridad legítima. Pero aquí terminan las similitu des. Hobbes, horrorizado por la facilidad con la que la revuelta contra Carlos I se extendió y venció en la década de 1640, ocupó los últimos cuarenta años de su vida defendiendo la monarquía absoluta. Al con trario de lo que sucede en sus obras políticas tempranas como Los ele mentos de la ley (1640) o el De ave (1642) en las que la religión apenas aparece, la discusión que Hobbes realiza en tomo a asuntos religiosos, tanto doctrinales como institucionales, ocupa la mitad completa del Leviatán, un hecho que, hasta hace muy poco, era desatendido por los comentadores. La razón para este cambio de terreno es clara: cada uno de los tipos de radicalismo político y social que surgió en el transcurso de la guerra civil inglesa se expresaba en términos religiosos, elaboran do argumentos y consignas a partir de la Escritura, reclamando cada uno de ellos para sí la autoridad del Soberano de todos los soberanos, Dios. En Behemoth, la última obra de Hobbes y una extensa reflexión sobre las lecciones de la guerra civil, dice a su interlocutor: No puedes dudar de que aquellos que, desde el pulpito, animaron a la gente a tomar las armas en defensa del Parlamento de entonces, alegaron la Escritura, esto es, la palabra de Dios a favor de ello. Si es lícito, entonces, que los súbditos resistan al rey cuando ordena algo contrario a la Escritura, esto es, contrario al mandato de Dios, y juz guen el sentido de la Escritura, es imposible que la vida de ningún rey o la paz de ningún reino cristiano pueda ser asegurada por mucho tiempo. Hobbes, 1990,50 [67]

Así, Hobbes, como Spinoza (si no tan “audazmente” como se dice que él comentó), atacó todas las formas de sobrenaturalismo en cuanto poten cialmente subversivas de la autoridad legítima. “¿Puede cualquier pastor decir ahora que él ha recibido directamente de la boca de Dios un man dato para desobedecer al rey, o que sabe por la Escritura que cualquier

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mandato del rey, que tenga la forma y la naturaleza de una ley, es con trario a la ley de Dios?” (53 [70]). El derecho a interpretar la Escritura se convierte en el derecho a autorizar la rebelión apelando a la voluntad de Dios. Según Hobbes, “un pastor no debería pensar que su dominio del latín, del griego o del hebreo, si posee alguno, le otorga el privilegio de imponer sobre los demás súbditos su propio sentido, o lo que él preten de ser su sentido, de cada punto oscuro de la Escritura” (53 [70]). Ahora vemos el significado completo de la insistencia por parte de Hobbes en la indecidibilidad del sentido de la Escritura: no sólo es erróneo interpre tar la Biblia, es, estrictamente hablando, imposible hacerlo. El misterio representa un papel importante tanto para Hobbes como para Ibn Ezra Tanto para el primero como para el segundo los misterios exigen silen cio. Hobbes argumenta en el Leviatán que es correcto “mirar” los libros de la Escritura, “pero interpretarlos; esto es, husmear en lo que Dios dijo a aquel a quien eligió para gobernar en su nombre, y designarse a sí mis mos como jueces acerca de si gobierna del modo en que Dios le ordenó o no es transgredir los límites que Dios nos ha dado y mirar a Dios de manera irreverente” (505 [532])a. Para Spinoza, el término “misterio” es siempre peyorativo. Habla con dura ironía de los “profundos misterios” que los teólogos han des cubierto en la Escritura. En realidad, aquello que se llama “misterio” es o bien una discrepancia de forma o bien una discrepancia de conte nido. En el primer caso, se trata de pasajes sin sentido, que conducen a una confusión gramatical o son ambiguos. Dado que no disponemos de los textos originales, estos pasajes deben dejarse de lado como erro res irremediables en tomo a los que no se esconde ningún misterio, por muy desafortunada que pueda ser nuestra pérdida del texto origi nal. De ninguna manera sugieren o requieren un sentido más profun do, no más del que sugeriría o requeriría la única copia de una carta de la que el fuego hubiera en algún momento consumido la mitad. Las discrepancias de contenido han ocupado en mucha mayor medida la mente de los comentadores. Hemos visto las proposiciones aparente mente contradictorias expuestas por Moisés de que Dios es incorpóreo y de que Dios es fuego. Antes de establecer que ahí existe verdadera mente una contradicción, debemos determinar todos los significados

a.- Por supuesto, el mismo Hobbes no podía evitar mirar irreverentemente al rostro de Dios: en el capítu lo 34 del Leviatán ofrece una lectura de la Escritura m uy tradicional de forma aunque no de contenido. Invirtiendo el procedimiento habitual, insiste en que cada aparición del término “espíritu” en la Biblia debía entenderse, en términos puramente materiales, significando “soplo” o “viento”.

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que la palabra “fuego” posee en el hebreo bíblico. Entonces, descubri mos que “fuego” no se refiere únicamente al proceso de combustión sino que además sirve para significar celos o ira y que lo que parecía ser una contradicción o discrepancia era, más bien, producto de nues tra ignorancia del uso del hebreo. Si no hubiéramos encontrado otro significado de “fuego” excepto combustión, la contradicción hubiera sido real e irreducible y, dada la carencia de otra información, hubié ramos tenido que “suspender el juicio”. Las contradicciones doctrinales de mayor amplitud, como hemos señalado, han generado un aparato interpretativo inmenso diseñado para reconciliar el sentido del texto y restaurarle su armonía. Para la tradición interpretativa, cada contradicción se presenta como un mis terio que resolver, una incapacidad temporal humana de comprender una perfección que sobrepasa nuestro entendimiento. Una lectura más atenta e informada revelará la naturaleza simplemente aparente de la contradicción, su efecto en cuanto artimaña de la perfección de la Escritura. Para Spinoza, resolver o superarlas contradicciones textua les de esta manera no es explicarlas sino justificarlas. Spinoza usa el ejemplo del mandamiento de Cristo “si un hombre te golpea la mejilla derecha, ofrécele también la izquierda”, que con tradice claramente la ley de Moisés que exige ojo por ojo sin ninguna ambigüedad. Ninguna apelación al uso reconciliará estos mandatos, el método de Spinoza no nos permite metaforizar el conflicto con el fin de justificarlo (transformando, por ejemplo, a Moisés en una anticipa ción de Cristo si proyectamos una teleología tanto sobre el texto como sobre la historia). Pero Spinoza tampoco puede llamarlo un misterio, poseedor de un significado mantenido siempre en suspenso, siempre más allá de los límites de nuestro conocimiento. En lugar de eso, la ausencia de armonía doctrinal se convierte en la condición de la inte ligibilidad de la Escritura, forzándonos a examinar la historia de la producción del texto: “por tanto deberíamos considerar quién dijo eso, a quién y en qué época” (TTP, 146 [200]). Una historia natural de la Escritura muestra que Moisés y Cristo escribieron en épocas diferen tes con objetivos diferentes. Moisés estaba, sobre todo, comprometido con la fundación de una sociedad y con la regulación de las acciones externas de los hombres. Cristo intentaba enseñar a los hombres cómo mejorar sus mentes en medio de una sociedad tan corrupta que no había ninguna esperanza de cambiada. Las contradicciones de este tipo indican la heterogeneidad real de la Escritura, su carácter comple jo en cuanto artefacto histórico fabricado por manos humanas a partir de una multiplicidad de materiales narrativos pre-existentes. Han de

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ser explicados, pero no justificados, han de tomarse como índices ir dispensables de las diversas fuentes de la Escritura. Así, para regresar al tema con el que habíamos comenzado nuesti discusión del procedimiento interpretativo de Spinoza, el “paralelí; mo” de la naturaleza y de la Escritura (o quizás es mejor hablar de 1 Escritura como un pliegue de la naturaleza sobre sí misma, por emplc ar la figura de Deleuze, una continuación que es también un frunce vemos el abandono del tema, esencial para cualquier hermenéutica, d lo interior y lo exterior de la Escritura. No hay una reserva de sentid< ningún residuo más allá de su superficie. El sentido y la forma coinc: den exactamente en la materialidad gráfica y la Escritura no exist separada de esta. Aquello que los comentadores han tomado como { interior escondido de la Escritura es únicamente el desorden y la core plejidad de su superficie. De acuerdo con esto, no hay nada sagrado e: las sentenüae que conforman la Escritura, ningún Logos que llene e vacío esencial o que dé vida a la letras muertas. La Escritura es ’’pape y tinta” (TTP, 206 [288]) y “trazos, letras y palabras” (TTP, 211 [295] tan materiales como el edificio de un templo hecho de cemento y pie dra: serán sagrados o no dependiendo únicamente del uso que se hag de ellos. Las palabras adquieren un sentido fijo únicamente a partir de si uso; si de acuerdo con este uso están dispuestas de tal manera qu los lectores son movidos a devoción, entonces estas palabras será] sagradas, e igualmente el libro que contiene esta disposición de la palabras. Pero, si estas palabras posteriormente caen en desuso has ta perder todo significado, o si el libro es completamente olvidadc por malicia o porque los hombres no sienten necesidad de él, enton ces tanto las palabras como el libro no tendrán ningún valor ni san tidad. Por último, si estas palabras se disponen de manera diferente o si por la costumbre adquieren un sentido contrario a su sentido orí ginal, entonces tanto las palabras como el libro se convertirán ei algo impuro y profano en lugar de sagrado. TTP, 207 [289]

De este modo, Spinoza confirma el miedo de Platón respecto a la escri tura. La palabra escrita, separada de sus orígenes, puede llegar a signi ficar cualquier cosa, incluso lo contrario de lo que significaba original mente, que el uso (usus) determine que signifique. Puede perder todc significado (Moreau, 1994,334). La materialidad de la Escritura no e< diferente de la materialidad del simple edificio que en un momento de terminado puede ser ‘la casa de Dios”, en otro “la casa de la perversi

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dad” y, todavía en otro, caer en desuso, sin que esto dependa de ningu na de sus cualidades intrínsecas sino de la variabilidad de la historia o la fortuna que le asigna su carácter sagrado o profano (TTP, 206 [289]). Pero el carácter sagrado de la Escritura no es sólo, ni incluso principal mente, determinado por el sentido que el uso le impone; es determina do además por los efectos producidos por la precisa disposición (Spinoza utiliza el verbo dispono) de las palabras. ¿Las palabras dispuestas de una determinada forma “mueven a sus lectores a la devoción” (TTP, 207 [289]) (eadem iegentes ad devotíonem moveant)? Y la frase “mue ven a los lectores a la devoción”, si seguimos la definición de devoción ofrecida en otro lugar del Tratado teológico-político, debe entenderse en sentido físico: ¿cuál es el efecto de la Escritura sobre las obras y las prácticas humanas? ¿Mueve a los hombres no simplemente a pensar o a hablar de acuerdo con la voluntad de Dios sino a poner en práctica su obediencia? Y es que, dado que “la fe sin obras está muerta”, si los hom bres practican la obediencia, la verdadera creencia “es puesta necesa riamente... Sólo por las obras podemos juzgar si alguien es creyente o incrédulo” (TTP, 222 [311-2]). Del mismo modo, los dogmas religiosos (tengan su origen en la Escritura o en otro sitio) no deberían juzgarse por su verdad o falsedad sino según muevan o no al creyente a realizar actos de devoción tales como amar al prójimo como a uno mismo: “por tanto la mejor fe no es necesariamente manifestada por aquel que des pliega los mejores argumentos, sino por aquel que realiza las mejores obras de justicia y caridad” (TTP, 226 [31Ó]). Así, la escritura, sagrada o no, es fundamentalmente corporal, no sólo en su ser sino en sus efectos: la escritura puede afectar a los cuer pos, “moverlos” sin haber afectado la mente, pero no puede afectar a la mente sin afectar al cuerpo. No sabemos qué son las creencias indi viduales excepto por su puesta en práctica. Si practican la devoción, sus palabras e ideas en sentido contrario son irrelevantes; no saben lo que verdaderamente creen. La verdadera fe es el correlato “necesario” de los actos piadosos. La escritura es parte de la naturaleza, un cuerpo entre otros cuerpos, y, si es efectiva, “mueve” a otros cuerpos a actuar o evita que actúen, o, mejor, mueve los cuerpos y las mentes (que, por referimos a la Ética, son meramente atributos de una única sustancia) a actuar y pensar simultáneamente: ninguna creencia sin acción, nin guna acción sin creencia (independientemente de que seamos cons cientes o no de la creencia puesta por nuestra acción). Hasta este punto, parece que hemos desentrañado a partir de la obra de Spinoza algo así como una doctrina filosófica, coherente en sí misma, que puede oponerse, y de hecho se opuso, a otras doctrinas de

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interpretación y escritura, un materialismo intransigente de la letra. Tal coherencia, sin embargo, puede sólo sostenerse en tanto este ele mento se considere separado del Tratado teológico-político. Cuando lo reubicamos en el texto, comenzamos a ver la turbulencia que hace al Tratado teológico-político ser lo que es, una obra profundamente en conflicto consigo misma, incompleta e inacabable, una obra cuyas conclusiones, se puede decir, constituyen una negación precisamente de sus afirmaciones filosóficas más poderosas. Y es que, como hemos visto, la discusión que realiza Spinoza de la interpretación de la Escri tura comienza con un rechazo del dualismo que opone el lenguaje y la * naturaleza, lenguaje y realidad, como si aquel estuviera separado de ésta y subordinado a ella, siendo la naturaleza la verdad del lenguaje sin la cual no puede existir en absoluto. En lugar de esto, él argumenta que el habla y la escritura, las formas actuales del lenguaje, poseen una exis tencia irreductiblemente corporal, y, en tanto que tales, afectan a otros cuerpos, “moviéndolos” a actuar. Si la Escritura fuera incapaz de afec tar a cuerpos y acciones, dejaría por completo de tener sentido; de hecho, de acuerdo con el principio de que toda causa debe tener un efecto, la Escritura dejaría de existir como algo más que hojas de papel. Por eso es tan sorprendente que uno de lo puntos políticos princi pales del Tratado teológico-político, el punto que lo conecta con un cierta tradición liberal, es la afirmación de que la estabilidad y el bie nestar del estado descansan en una distinción constitutiva y constitu cional entre palabras y acciones, una distinción que reintroduce un dualismo de mente y cuerpo, lenguaje y ser, como si el primero estu viera completamente separado del segundo. El Tratado teológico-polí tico comienza y termina con la afirmación de que, si únicamente los hechos estuvieran regulados por ley, y el discurso se ejerciera sin limi taciones, habría paz (porque los desacuerdos nunca irían más allá de las palabras, asegurándose así que la razón, y no la fuerza, decidiera los argumentos) y prosperidad (porque todas las soluciones posibles a los problemas sociales se expondrían abiertamente y se considerarían). Como ha comentado Balibar, esta “solución” jurídico-constitucional a las luchas de finales del siglo XVII en la sociedad holandesa contradi ce flagrantemente los argumentos que componen el cuerpo del Trata do teológico-político en cuanto descansa, en efecto, en la posibilidad de distinguir claramente entre palabras y pensamientos, por un lado, y acciones, por el otro. Pero la idea de ‘derecho’ ya no se entiende aquí en el sentido de poder: se transforma en un criterio formal, establecido a priori por alguna auto

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ridad. Desde el punto de vista del poder (y, por tanto, en realidad), las palabras y pensamientos más efectivos -en particular aquellos que atacan las injusticias y los males del estado existente, son ellos mismos acciones, y las más peligrosas de todas las acciones, ya que inevitable mente incitan a los hombres a pensar y actuar (TTP, 37 [65]). Balibar, 1989,37.

De hecho, la propuesta de Spinoza que equivale a la primera forma de la consigna kantiana para la Ilustración (“argumenta todo lo que quie ras pero obedece”) representa un rechazo masivo de la verdad esta blecida por él mismo, concretamente la materialidad del habla y de la escritura, la verità effetuale del lenguaje, su capacidad no sólo para mover a las mentes (una afirmación que, estrictamente hablando, no tiene ningún sentido para Spinoza en tanto que las mentes y los cuer pos son afectados simultáneamente e inseparablemente), sino para afectar también a los cuerpos, sin el conocimiento consciente o acuer do de la mente (que puede no conocer las ideas que son puestas nece sariamente por sus acciones). Las palabras pueden “mover” a los hom bres a realizar actos píos o impíos, de obediencia o de rebelión. La corporeización de la Escritura que realiza Spinoza estaba dirigi da contra los partidarios de una teocracia calvinista, que eran aliados tácticos del Stadholder (y futuro monarca) Guillermo de Orange con tra el partido autollamado “republicano” (en realidad, oligárquico) de los regentes, compuesto porla burguesía comercial y marítima. A dife rencia de los regentes, los calvinistas tenían una tradición de organi zación y militancia de base proveniente de la revuelta contra la domi nación española; conocían de forma práctica el significado del poder político. Spinoza pretendía privarles de su habilidad para usar los “misterios” de la Escritura, y todo el discurso de milagros y profecías (que con tanta amplitud es analizado en el Tratado teológico-políticó), para explotar la superstición de las masas y movilizarlas activamente contra la autoridad de los gobernantes ‘legítimos” y ‘legales” de la República de Holanda. La discrepancia entre el poder formal Qegal), por un lado, y el poder real, por el otro, era asombrosa. Todo el capí tulo 16 del Tratado teologico-poiítico, centrado en la idea de que el derecho se extiende hasta donde llega el poder (esto es, que sólo quien tiene el poder de hacer algo tiene el derecho de hacerlo), podría haber sido una advertencia a los regentes, muy en el espíritu de Maquiavelo, de que no confiaran únicamente en las leyes para salvaguardar su soberanía (para la que no puede haber otra garantía real que la fuer za); si en efecto era una advertencia, el mismo Spinoza hizo caso omiso

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a su propia sabiduría. Señala que la habilidad de los calvinistas para presionar a los regentes y determinar la política desde fuera del esta do por medio de la movilización de las masas casi les había permitido gobernar desde abajo: ‘la ira de las turbas es el mayor de los tiranos. Fue dando vía libre a la ira de los fariseos como Pilatos ordenó la cru cifixión de Cristo, sabiendo que era inocente” (TTP, 276 [387]). Los regentes, partidarios de la tolerancia y la razón, fueron llevados a acep tar la persecución y encarcelamiento del amigo y colaborador de Spinoza, Adrián Koerbagh, a manos de una comisión eclesiástica, por la presión implacable de la base de masas calvinista (Meinsma, 1983, 355-77). Koerbagh murió en prisión en 1669, convirtiéndose, a ojos de Spinoza, en una figura comparable a Cristo. Pero, al tiempo que avisa contra cualquier confusión de la soberanía legal con la soberanía real, él mismo, como ha mostrado Balibar (1989), se retira a un legalismo enteramente inútil. Frente a una escalada de conflictos teológieo-políticos, a un equilibrio de fuerzas sociales cada vez menos favorable para el partido del comercio, la tolerancia y la libertad formal, con moviliza ciones de masas en apoyo de la iglesia y el Stadholder, Spinoza no pue de hacer nada mejor que refugiarse en una “solución” que es imagina ria de acuerdo con su propia definición del término: invierte las causas y los efectos. Reinstaura un dualismo según el cual un mundo de discursividad racional con sus conflictos y desacuerdos trasciende el mundo físico de los cuerpos y las fuerzas (o, al menos, debería hacer lo, de acuerdo con las normas legales que Spinoza expone). Niega, así, la materialidad de las palabras de los agitadores calvinistas, su habili dad para “agitar” (TTP, 293 [412]) la indignación de la multitud y mo ver sus cuerpos a cometer actos despiadados, postulando, en cambio, un habla inmaterial que nunca amenazará, o nunca debería hacerlo, el orden social, haciéndose real y efectiva. La inutilidad de este principio de paz se expresa en la matización posterior de su aserto de que las palabras no deberían ser castigadas en el Prefacio del Tratado teológico-político: hay, por supuesto, palabras sediciosas, palabras diseñadas para vilipendiar a las autoridades legítimas, y, sobre todo, palabras que incitan (intencionadamente o no) a la multitud a rebelarse. Como él mismo ha demostrado, sin embargo, las mismas palabras, depen diendo de las circunstancias y la fortuna, pueden producir efectos con trarios, efectos que ninguna prohibición legal puede alterar. De este modo, Spinoza retrocede, imaginariamente, a pesar de sí mismo, para decir que el derecho o la ley (jus) determina el poder (y es anterior a él), incluso después de haber demostrado que es únicamente el poder el que determina el derecho. ¿Cómo podemos explicar una discrepan-

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cia tan fundamental? Spinoza no necesita del don de la profecía para predecir el futuro: podía ver que el poder del despotismo y la supers tición organizada crecía rápidamente, mientras que las fuerzas “repu blicanas” eran cada vez menos eficaces y estaban cada vez más disper sas; la caída del partido del progreso era probable al final de la década de los 6o y un hecho consumado en 1672, dos años después de la publicación del Tratado teológico-político. “Es el miedo”, escribió, ‘lo que lleva a los hombres a la superstición”, a la que “todos los hombres están expuestos” (Prefacio). Fue el miedo lo que le llevó a rehusar, no tanto la realidad, como su propia demostración de la materialidad de las palabras, y a abrazar, aunque sólo fuera por un momento, la fanta sía de la trascendencia jurídica.

I

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2.- V e r

l o m e j o r y h a c e r l o pe o r

: ¿ po r

qué

LO S H O M B R E S L U C H A N C O N T A N T O C O R A JE P O R S U S E R V ID U M B R E C O M O PO R S U S A L V A C IÓ N ?

.

¿Pero es posible rechazar, completamente, el edificio del dualisrm filosófico que separa la mente del cuerpo, el espíritu de la materia y e lenguaje del se^? Nada es menos seguro. Podríamos, incluso, argu mentar que la notable dificultad de la obra más importante de Spino za, la Ética, deriva de los múltiples problemas que no sólo encuentra sino que produce, en su esfuerzo por explorar las consecuencias de ur pensamiento sin dualismos. De cualquier manera, la Ética no retomi la que, según he argumentado, quizás es la contradicción central de Tratado teológico-político con el fin de resolverla (y así reemplazar e dualismo con un monismo, como tantos comentadores han aducido) en lugar de eso, la Ética continúa la ardua tarea de desmontar el apara to del dualismo, un aparato que, de acuerdo con el propio argumente de Spinoza, no puede abandonarse nunca completamente, dado que \¿ tendencia a imaginar otro mundo, el doble de este mundo al que daría verdad y propósito, es inevitable, surgiendo como la consecuencia ne cesaria de la variabilidad de la fortuna (Moreau, 1994,467-86). Es, en tonces, una tarea que se lleva a cabo necesariamente desde adentro Podríamos, incluso, argumentar que una tarea semejante, cuya difi cultad la ha hecho excesivamente rara entre los filósofos, requería to dos los recursos estratégicos que Spinoza pudiera reunir. Por esto, pa ra trazar el itinerario de su pensamiento, debemos abandonar los ilu minados caminos del orden demostrativo de la Ética y buscar esa “otra Ética” que Deleuze identificó hace treinta años (1969): la corriente “subterránea” que fluye a través de los prefacios, apéndices y escolios y que, en lugar de avanzar a través de la obra, da vueltas internamen te sin aparente comienzo ni final. Los signos que nos permiten trazai la dirección de esta corriente son sin duda sutiles, quizá nada más que la repetición de unas pocas palabras o frases, por lo demás raras en la Ética; la abrupta detención de un argumento, como en respuesta a un imperativo que el texto nunca identifica, y que deja un vacío sobre lo que, de otro modo, sería una superficie compacta. Estos fenómenos

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ofrecen la promesa de que hay en juego algo más que una palabra o una frase. Leer la Ética de esta forma nos permite conectar proposi ciones procedentes de diferentes partes de la obra, que de otra mane ra parecerían tener muy poco en común, y, haciéndolo así, podemos producir un orden que diverge sorprendentemente del orden formal de la prueba spinoziana. Con toda seguridad, no se trata del texto esotérico que Leo Strauss y sus seguidores actuales reclaman encontrar cuidadosamente escon dido, por miedo a la persecución, debajo de un exterior diseñado para ser consumido por los lectores ortodoxos. Semejante planteamiento asume, en contra de los argumentos más básicos del texto en cuestión (argumentos, por lo demás, que pretendo examinar en detalle), que Spinoza sabía exactamente lo que estaba haciendo y era dueño abso luto de su trabajo. Dado que sería difícil imaginar una posición más opuesta a la de Spinoza, quizás merecería la pena aplicarle a él su pro pio protocolo de interpretación y preguntarle de qué modo sus propios textos están determinados no solamente por el poder interno de su mente, sino por fuerzas externas más poderosas que él y, lo que es más, al margen de su control o comprensión. El producto de fuerzas tan heterogéneas será necesariamente un compuesto, nada más que una unidad facticia cuyos diversos elementos, aunque combinados, nunca armonizan. Por supuesto, ¿qué podría ser el “algo más” sino la dimensión sobrenatural / sobretextual que Spinoza rechaza con tanta vehemencia? Elijamos, entonces, como punto de entrada un pasaje que nadie podría confundir con un comienzo o con un fin anunciado como comienzo y diseñado para desplegarse ineludiblemente por sí mismo, un pasaje pasado por alto por todos menos unos pocos de los comen tadores más atentos y discutido por ellos en unas pocas líneas. Cerca de la mitad de la Parte Cuarta, como si estuviera escondido entre las setenta y tres proposiciones (y el largo apéndice consistente en treinta y dos pruebas en el que Spinoza intenta reordenar su exposición de “la manera correcta de vivir” de modo que “pueda ser abarcada de un vis tazo”) se halla el escolio de la proposición 39: No tengo ninguna razón para sostener que un cuerpo no muere a menos que se convierta en un cadáver; de hecho, la experiencia pare ce enseñar otra cosa. A veces ocurre que un hombre sufre tales cam bios que yo no estaría preparado para decir que es la misma perso na. He oído decir acerca de cierto poeta español que padeció una enfermedad y que, aunque se recuperó, continuó tan inconsciente de

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su vida pasada que no creía que las narraciones y tragedias que había escrito fueran suyas. En efecto, podría haber sido tomado por un niño con forma de adulto si hubiera olvidado también su lengua nativa. Y si esto parece increíble, ¿qué vamos a decir acerca de los bebés? Un hombre de edad avanzada cree que la naturaleza de estos es tan diferente de la suya que no podría ser persuadido de haber sido alguna vez un bebé si no se pusiera a sí mismo en paralelo con otros casos. Pero, con el fin de no proporcionar a los supersticiosos materia para nuevas cuestiones, prefiero dejar aquí el asunto. 1

*

Un conjunto de rasgos hacen dirigir la atención hacia el escolio y lo hacen inusual, sino único, en la Ética. Mientras que otros escolios, es cierto, acaban abruptamente, Spinoza tiende en estos casos o bien a prometer resolver la discusión en un punto posterior (una promesa que no siempre mantiene) o bien a remitir al lector a otra parte del tex to. El escolio de la proposición 39, sin embargo, adquiere expresamen te la forma de un cabo suelto en el argumento de Spinoza, haciendo que surjan problemas, que él, en sus propias palabras, prefiere “dejar a un lado” (relinquere). Su justificación para suspender la investiga ción en este punto es, como mínimo, sorprendente: Spinoza nos dice que no quiere “dar a los supersticiosos materia a partir de la que plan tear nuevas preguntas”. Pero, ¿a quién está Spinoza hablando aquí? Hasta este punto, ha asumido que el lector de la Ética comparte su crí tica de la superstición; ¿por qué ahora, en un pasaje situado de tal mo do que nadie excepto el lector más entregado va a prestarle atención, en una obra que es bien conocida por la dificultad a la que alude, en efecto, la última frase de la Ética, imagina un lector supersticioso que mirara, como si dijéramos, por encima del hombro del lector in tencionado y leyera, de este modo, la frase que aparece concebida no tanto para ser escuchada directamente como para ser oída de pasada? Una mirada más cuidadosa al contenido del pasaje, sin embargo, nos fuerza a afinar nuestro pensamiento: de acuerdo con los argumen tos expuestos en la Ética, el mundo de los lectores, como el mundo de la misma filosofía, no puede dividirse en campos opuestos como Platón imaginó en el Sofista, fijos y estables en su oposición: el campo de la ilustración contra el campo de la superstición, o el campo de la razón contra el campo de la sinrazón. Si sigue siendo posible habla: de cam pos, es necesario observar que el mismo hombre puede, en un momen to, pertenecer al campo de la razón y, en otro, al campo de la supersti ción; el mismo hombre podría incluso pertenecer, en tanto que es movi do por deseos y creencias en conflicto, a ambos campos simultáneamen-

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te. Ya que, dado el hecho de que, como Spinoza dice en otro lugar de la Ética, “todos los hombres están expuestos a caer en la superstición”, las tendencias opuestas en filosofía no enfrentan tanto a un hombre contra otro, a un grupo contra otro, como a cada hombre contra sí mismo. Ade más, la superstición puede dominar la mente de un hombre, incluso del más racional, esto es, del mismo Spinoza (frente a causas externas de poder incontenible), sin su conocimiento o conformidad. En breve, in virtiendo a Hegel, la superstición no siempre adopta una forma supers ticiosa, mientras que la racionalidad es siempre temporal y reversible; su dominio sobre la mente de un hombre, dependiente de un equilibrio de fuerzas internas y externas, alterado con demasiada facilidad, es ne cesariamente precario. El escolio déla proposición 39, entonces, marca un cierto límite o, más bien, marca la paradoja de la razón intentando aferrar su propia finitud: quizás sea verdad, como argumenta Spinoza en otro lugar, que “en nada piensa menos el hombre libre que en la muerte” (EIV, prop. 67): como muestra el curioso caso del poeta espa ñol, sin embargo, hay muchos tipos de muerte, incluyendo una muerte en vida, una muerte de la mente, una muerte de la razón en la vida de una persona. Spinoza prefiere abandonar el camino que abren tales cuestiones, cuestiones que difícilmente generarán interés entre los su persticiosos, aunque estén plenamente relacionadas con la supersti ción. Es este camino el que seguiremos a través de la Ética. Con el fin de abordar el escolio de la proposición 39 que no se sigue, al menos de ninguna manera inmediatamente obvia, de la proposición a la que va unido, es útil trazar la progresión de la Paite IV hasta la pro posición 39. Para comenzar, merece la pena recordar el título latino de la Parte IV, De servitute humana, seu de affectuum viribus, literalmen te, “De la servidumbre [servitude] humana, o de la fuerza de los afec tos”. Aunque los traductores al inglés de Spinoza (en este caso tanto Shirley como Curley) han decidido, comprensiblemente, seguir una cierta tradición traduciendo servitute humana como “esclavitud [bondage] humana”, no deberíamos descuidar la conexión que el término latino servitute nos invita a hacer tanto con otros pasajes de la Ética como con pasajes de otras obras de Spinoza, especialmente el Tratado teológico-político. En particular, estos enlaces conceden a la Parte IV, que, con la excepción de irnos pocos escolios, trata de temas éticos (cuál es la definición adecuada de bueno y malo y cómo y hasta qué punto podemos perseguir lo primero y evitar lo segundo), un sentido directa mente político. Como ha señalado Macherey (1997b, 9), Spinoza emplea el térmi no “servidumbre” solamente siete veces en toda la Ética, y Giancoti

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(1970) muestra que es igualmente raro en el Tratado teológico-político y en el Tratado político. Sin embargo, cuando emplea el término tiende a hacerlo en lugares tan conspicuos que varios siglos de lectores han identificado a Spinoza precisamente con los pocos pasajes en los que el término aparece. Junto con el título de la Parte IV, “De la servi dumbre humana”, probablemente el uso más célebre del término se encuentra en el Prefacio del Tratado teológico-político, en un pasaje cuyos contenidos, aunque formulados en el lenguaje de la política, son precisamente los de la Parte IV: “el mayor secreto del régimen monár quico es engañar a los hombres y dar el nombre de religión al miedo que los domina, de modo que los hombres lucharán por su servidum b re como si estuvieran luchando por su salvación [utpro Servitio, tanquam pro Salute pugnent], y considerarán no una desgracia, sino el más alto honor sacrificar sus vidas por un hombre” (TTP, 51 [64-65]. La forma de servidumbre descrita en el Prefacio del Tratado teológicopolítico es simplemente una forma política de la servidumbre im puesta por la fuerza {viribus) de los afectos, como consecuencia de la cual, en lugar de buscar lo que nos conviene e incrementar nuestro po der, nos debilitamos a nosotros mismos y buscamos activamente nues tra propia destrucción. Es una aplicación a la vida política de una frase de Ovidio que Spinoza repite tres veces en la Ética (atribuyéndosela a Ovidio en una nota sólo la tercera y última vez que aparece la frase), concretamente la queja de Medea en el libro 7 de Las metamorfosis de que “ve lo mejor pero hace lo peor” (video mehora proboque, dete riora sequor) (Moreau, 1994, 389). Y, aunque su queja es importante para su pasión irracional y destructiva por el extranjero Jasón, la repe tición de Spinoza del término “servidumbre” nos permite ver el víncu lo entre el Prefacio del Tratado teológico-político y la Parte IV de la Ética, esto es, entre la subordinación individual a las emociones pasi vas que impiden al individuo buscar lo que le conviene y la subordina ción colectiva a los regímenes despóticos que demandan sacrificio, sufrimiento y tristeza. Así, como ha argumentado Balibar (1985b), es posible leer la Ética no solamente como la exposición de una doctrina metafísica que sólo en otro lugar, en el Tratado teológico-político y el Tratado político, es aplicada a la sociedad, sino como una obra que es, al mismo tiempo, metafísica (u ontològica) y política, especulativa y práctica, funcionando cada una de sus exposiciones sobre (por lo me nos) dos planos simultáneamente. La senda que conduce al escolio de la proposición 39 comienza con la observación en el Prefacio de la Parte IV de que un hombre domi nado por sus emociones “ve lo mejor y hace lo peor”. Pero, ¿cuál es

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exactamente el significado de términos como “mejor” y “peor” o, lo que viene a ser lo mismo, ‘"bueno” y “malo”? Por todo lo que Spinoza ha dicho en las tres partes anteriores de la Ética es claro que “bueno” no puede referirse a una norma, exterior a lo que existe, confrontada con la cual se mide y juzga la existencia: “por perfección y realidad quiero decir lo mismo” (EIV, Prefacio, def. 6). Pero tampoco rechaza simplemente Spinoza semejantes términos en un intento de ir “más allá del bien y del mal” (Macherey, 1997a, 25). En lugar de eso, los tra duce al lenguaje de la realidad o, para ser más preciso, al lenguaje del poder: “por virtud y poder quiero decir lo mismo” (EIV, Prefacio, def. 8). El poder al que se refiere aquí es lo que antes ha llamado conatus (de conor, esforzarse o luchar) que es menos un impulso hacia un fin que el poder de cada cosa singular “para persistir en su esencia actual” (actualem essentiam), un poder que, de acuerdo con los argumentos de la Parte III no es otro que el poder de Dios expresado “de cierta y determinada manera” (E III, prop. 6). Así, “la basé de la virtud es el mismo esfuerzo por perseverar en el ser” (EIV, esc. 18). Es más, “dado que la razón no demanda nada contrario a la naturaleza, demanda, en consecuencia, que cada hombre busque lo que le conviene” (ibid.). Aunque toda una tradición filosófica, cuyo más reciente represen tante era, para Spinoza, Hobbes, argumentaba que semejante interés en uno mismo sólo podía producir la descomposición de la sociedad en una guerra de todos contra todos, y debe ser conjurado en atención a la mera supervivencia, Spinoza oponía que “cuanto con más ahínco busca cada hombre lo que le conviene, tanto más convenientes son los hombres los unos para los otros” (EIV, prop. 35, cor. 2). El individuo que busca aumentar su poder de pensar y actuar (y así, de acuerdo con Spinoza, aumentar su virtud) buscará unirse con otros individuos para componer un individuo proporcionalmente más poderoso que cada uno de ellos por separado (EIV, prop. 18, esc.). Por el contrario, nada podría ser más dañino para una república libre, como nos recuerda en el Prefacio del Tratado teológico-político, que la propagación de un espíritu de renuncia y auto-sacrificio que transformara la sociedad en un infierno identificatorio de odio y auto-desprecio. Pero, ¿qué es exactamente lo que Spinoza quiere decir cuando habla de lo que nos conviene o, tal como define lo bueno después de rechazar las normas morales trascendentales, de lo útil (utile)? En la Parte IV, en la propo sición 38, declara que lo útil es aquello que “proporciona al ser huma no la capacidad de ser afectado del mayor número de maneras posible o lo que le permite afectar a los cuerpos exteriores del mayor número de maneras posible” y lo peijudicial (noxium), por el contrario, aque-

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lio que “disminuye la aptitud del cuerpo”. La proposición 39, entonces, continúa definiendo lo bueno (bonum) como aquello que “conserva” la trabazón formada por las partes del cuerpo humano cuya integridad se define por una cierta “relación de movimiento y reposo” y lo malo {malum) como aquello que conduce las partes del cuerpo a una rela ción diferente por la que deja de ser el cuerpo singular que era y es, por tanto, destruido. Lo bueno es, así, identificado con las fuerzas de la vida y con el aumento del poder y del placer necesarios meramente pa ra conservar la vida y resistir a la muerte. Lo malo, en oposición, es la espiral de dolor y debilidad (cuya justificación puede ser teológica, po lítica o simplemente “personal”, la superstición privada de un hombre áesbordado por la fortuna) que disminuye la vida hasta el punto de que no es más que una preparación para la muerte, que es, simultá neamente, una imitación de la muerte, dando fe de sí misma, por to mar sólo el caso del cristianismo, en la imagen del dios asesinado cuya crucifixión refleja nuestra existencia y le da sentido. El escolio de esta proposición, sin embargo (particularmente en el pasaje citado arriba), complica considerablemente el mismo concepto de muerte, postulando una diversidad de muertes, de las que la trans formación del cuerpo humano en un cadáver es sólo una variante. Spi noza comienza su argumento (si es que puede llamársele argumento) de forma extremadamente indirecta: “No me atrevo a negar [nam ne gare non audeo] que el cuerpo humano puede, de cualquier manera, transformarse en otra naturaleza completamente diferente de la suya, incluso aunque la sangre continúe circulando y muestre otros signos de vida. No tengo razones para pensar [nam nulla ratio me cogit] que un cuerpo no muere a menos que se convierta en un cadáver; de he cho, la experiencia parece sugerir otra cosa”. La elección de palabras que Spinoza realiza aquí es, en efecto, curiosa: “no me atrevo a negar”. ¿En relación a qué o a quién constituiría un acto de audacia negar que hay sólo un tipo de muerte del cuerpo, aquel en el que deja de exhibir los signos de vida? Parecería que ha sido impulsado a llegar a una con clusión que preferiría no encarar pero no osa hacerlo. Efectivamente, cuanto más examina el asunto, más se da cuenta de que la noción co mún de muerte, tan extendida que es casi incuestionable, contradice la “experiencia” (experientia) a la que él no tiene “razón alguna” para oponerse o de la que no puede dudar. No es la razón, que en este caso no le ofrece ninguna guía, sino la experiencia la que le fuerza a recha zar una visión de la muerte que ahora debe ser rechazada como mera mente imaginaria, un añadido que enmascara una diversidad esen cial: hay muertes corporales distintas de la Muerte comprendida como

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la interrupción de las llamadas funciones vitalesa. El cuerpo puede morir, esto es, convertirse en algo distinto de lo que es, sin dejar de vivir. Así, la muerte no es más que un umbral de transformación. ¿Cómo ocurre semejante transformación? El cuerpo no es un “reino dentro de otro reino”, un sistema auto-regulado y auto-suficiente, no lo es más de lo que lo es la mente. “Requiere otros muchos cuerpos para conservarse” (E, prop. 39). La conservación de uno mismo requiere una actividad constante y cuanto más activos y más poderosos son la mente y el cuerpo del individuo humano mayores son las probabilidades de conservarse. El cuerpo, por supuesto, requiere aire, agua, alimento, esto es, el consumo de una gran cantidad de cuerpos exteriores, para man tenerse, sin los que rápidamente perecería. Además, el agua y la comi da, junto con la ropa y el cobijo necesarios para proteger el cuerpo de los elementos, son, en la mayor parte de los casos, obtenidos sólo a tra vés de la cooperación con otras personas, normalmente muchas otras personas. El cuerpo humano necesita de otros cuerpos humanos para sobrevivir y, por ello, no sólo está compuesto de una gran cantidad de partes, sino que debe, como condición para su supervivencia, interac tuar constantemente con otros cuerpos, constituyendo una parte entre otras partes de otros cuerpos mayores, unidades mayores, conjuntos mayores, incluyendo la sociedad humana que, en sí misma, es una par te de la naturaleza. Como Spinoza escribirá en el Tratado Político, “na die en soledad es lo suficientemente fuerte como para defenderse y pro curarse las necesidades de la vida” (TP, cap. 6, § 1). En pocas palabras, el cuerpo depende de otros cuerpos con los que interactúa de formas sistemáticas para su propia supervivencia; una modificación de las rela ciones tanto internas como externas que le permiten vivir puede aca rrear la muerte: “Cualquier cosa que produzca un cambio en la propor ción de movimiento y reposo de las partes del cuerpo humano... es cau sa de que el cuerpo humano adquiera una forma diferente; esto es, (co mo es evidente por sí mismo, según señalamos al final del Prefacio de la Parte IV), es causa de su destrucción” (EIV, prop. 39). De este modo, las mismas interacciones externas necesarias para mantener la vida pueden, ellas mismas, producir la muerte. Pero, ¿qué muerte?, ¿y cuán tos tipos hay?

a-' Este pasaje confirma sorprendentemente la tesis de Moreau (1994) de la importancia de la experiencia en la filosofía de Spinoza. En este pasaje no es la razón sino la experiencia la que ofrece los criterios para una crítica de la imaginación y la superstición.

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“A veces ocurre que un hombre sufre tales cambios que yo no estaría preparado para decir que es la misma persona. He oído decir acerca de cierto poeta español que padeció una enfermedad y que, aunque se recuperó, continuó tan inconsciente de su vida pasada que no creía que las narraciones y tragedias que había escrito fueran suyas”. Hay, entonces, una muerte interna a la vida, dado que un cuerpo particular, “manteniendo la circulación sanguínea y cualquier otra cosa que sea considerada esencial para la vida, puede, sin embargo, asumir otra naturaleza bastante diferente de la suya”. En este punto, Spinoza ofre ce algo que es, por otro lado, muy raro en la Ética: un ejemplo especí fico. Él ha “oído hablar [narrare audivi] de cierto poeta español” a •quien rehúsa identificar con más detalle. No está completamente claro por qué Spinoza debe apuntar a un caso específico o por qué a este caso particular. El poeta español estaba enfermo y “se recuperó” (Spi noza usa el verbo convalesco que sugiere mejora o que se recobra fuer za más que una “recuperación” completa), esto es, su cuerpo retuvo sus funciones vitales, pero él (su cuerpo y su mente que, según Spino za, es la idea del cuerpo) había cambiado hasta tal punto que “yo no es taría preparado” para decir que era la misma persona. Había olvidado las obras que él mismo había escrito y no podía creer que él fuera el autor: el cuerpo, del que la mente del poeta español era la idea, se ha bía convertido en otro cuerpo y, en consecuencia, la mente en otra mente. Los encuentros con otros cuerpos, necesarios para la conser vación de un ser singular, incluyen tanto las interacciones regulares como las “fortuitas” y, por ello, llevan consigo el riesgo siempre pre sente de que un encuentro impredecible cambie, en lugar de conser var, la realidad de un ser singular. La enfermedad es, por supuesto, re sultado de un encuentro semejante. Afectado por la enfermedad, la relación entre lo interior y lo exterior, que define su cuerpo y su mente en su indisoluble singularidad y que fue la causa de que él, y no otro, escribiera unas narraciones y tragedias específicas, había cambiado y él se había convertido en otro individuo sin relación necesaria alguna con las obras a él atribuidas. Numerosos comentadores, incluyendo a Curley (1988), han visto este pasaje como parte de la discusión en el siglo XVII acerca de la iden tidad personal, especialmente acerca de la posibilidad de que la identi dad se mantenga más allá de la muerte, lo que explicaría la reticencia de Spinoza a continuar la discusión ante lo extendido de la supersti ción en tomo a la vida después de la muerte, el cielo, el infiemo, etc. El pasaje parecería, sin embargo, tratar precisamente el asunto contra rio: ¿cómo deja de existir la identidad incluso en mitad de la vida? ¿Có

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mo un cuerpo sobrevive a un gran cambio en las relaciones internas y externas que lo definen, pero sobrevive únicamente a costa de dejar de ser el mismo? Macherey (1997a) ha argumentado que el pasaje es un ejemplo de la fascinación con el fenómeno de la locura mostrado por numerosos filósofos en el siglo XVII, incluyendo, por supuesto, Descartes. De acuerdo con esta perspectiva, Spinoza podría haber in terrumpido la discusión con el fin de impedir que esta “experiencia” fuera explotada para sumar “ejemplos” de posesión o inspiración divina (o demoníaca). Balibar (1994) ha sugerido una interpretación bastante diferente del escolio que acaba abruptamente “para no pro porcionar nuevas cuestiones a los supersticiosos”. Argumenta que la preocupación de Spinoza aquí es, precisamente, la superstición en sí misma (a la que todos los hombres están expuestos) y la posibilidad de su propia muerte teológico-política o, al menos, de una regresión (esto es, la posibilidad de transformarse en “un niño con forma de adulto”, de “olvidar su propio lenguaje”, olvidar el lenguaje de la razón y llegar a creer aquellas doctrinas que el filósofo Spinoza mos tró no sólo que eran falsas, sino que eran perniciosas en sus efectos). ¿No sería posible que él sufriera tal transformación (ya no estamos hablando obviamente sólo de enfermedad o incluso sólo de enajena ción) de modo que pudiera recordar haber escrito sus libros y cartas, pero ya no fuera capaz de comprenderlos o llegara a oponerse a ellos, dado que él ya no es la misma persona que los escribió? Efectivamente, la correspondencia de Spinoza muestra dos ejem plos de amigos que, tiempo antes, habían participado en la elabora ción de su pensamiento (Albert Burgh y Nicholas Steno), quienes, después de compartir el proyecto de Spinoza de intentar vivir única mente de acuerdo con los dictados de la razón, de repente y de mane ra imprevisible, se convirtieron al catolicismo mientras visitaban Ita lia. Ambos escribieron a Spinoza (cartas 67 y 67a) para reprobarle por haberse dejado, en palabras de Burgh, “entrampar y engañar por el Príncipe de los espíritus del mal más miserable y arrogante” (Ep. 67) y decirle que su filosofía era “pura ilusión y quimera” (ibid.). Mientras que Spinoza nunca llegó a responder a Steno, su respuesta a Burgh es expresada, significativamente, en un lenguaje muy simi lar al del escolio de la proposición 39 de la Parte IV. Escribe que “no podía creerse” (credere vix potueram) la transformación de Burgh cuando fue informado de ella por otros, y que le responde, aunque teme que los argumentos racionales pueden hacer poco efecto, sólo porque algunos amigos de ambos le han pedido que “piense en lo que tú eras no hace mucho y no en lo que eres ahora” (quod nuper íiieris,

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quam quod nunc sis) (Ep. 76). Como en el caso del poeta español, que ya no es el mismo ser que era, la persistencia de ciertos rasgos y de un nombre concede, meramente, una apariencia fantasmagórica de repetición a lo que de hecho es diferente, dos seres singulares. Las palabras de Spinoza, por supuesto, caen en saco roto. Lo mismo hubiera sido haber escrito a un cadáver: el Albert Burgh que, hasta hace poco, compartía la crítica de Spinoza a la superstición y su com promiso con la racionalidad, estaba ahora transformado irreversible mente -e n una palabra, muerto. En su lugar se hallaba un fanático motivado no por la razón sino por el miedo, que aceptaba todos los misterios, milagros y fenómenos sobrenaturales que la Iglesia ofrecía * a los fieles, y que rechazaba la demostración racional para defender la “la certeza de la fe que sobrepasa todas las demostraciones”. Este nuevo, otro Albert Burgh ya no podía comprender la crítica que él había ayudado a elaborar (había olvidado su propio lenguaje, el len guaje de la prueba y la demostración racionales) y, lo que es más grave, se había vuelto impermeable a ella, tan perdido en la supersti ción como un hombre ignorante, inculto cuya mente no hubiera conocido nunca la razón y hubiera sido conducida siempre por espe ranzas y miedos irracionales. ¿Qué cadena de causas podría condu cir al cuerpo a la vez que a la mente a una transformación tan profun da que sólo podría calificarse como un tipo de muerte? De hecho, si seguimos rigurosamente la argumentación de la “segunda” Ética (por emplear de nuevo la distinción de Deleuze), se mejante regresión se hace, si no exactamente probable, por lo menos, una posibilidad siempre presente, y obliga a darle la vuelta a la cues tión: ¿cómo es posible resistirse a la superstición a la que “todos los hombres están expuestos” y ser capaz de (no dejar de) “pensar de otro modo”? El rechazo del dualismo que Spinoza realiza le ha traído a este paso o, mejor, a este callejón sin salida: parece como si preferiría inclu so abandonar esta cadena rota de razones antes que alcanzar dos con clusiones igualmente inevitables y, por tanto, enfrentarse a sus necesa rias consecuencias históricas y políticas: (1) no puede haber liberación de la mente sin una correspondiente liberación del cuerpo, y (2) no puede haber salvación individual que no sea parte de una salvación colectiva. Este capítulo abordará la primera de estas consecuencias. Comenzaremos con el Prefacio de la Parte III de la Ética, De ori gine et Natura Affectuum o “Sobre el origen y la naturaleza de los afectos” (o emociones), que contiene lo que Macherey ha llamado una sorprendente formulación del “anti-humanismo teórico de Spi noza” (1995):

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La mayoría de aquellos que han escrito acerca de las emociones [affectibus] y de la conducta humana parecen estar tratando no con fenómenos naturales que siguen las leyes comunes de la naturale za sino con fenómenos que suceden fuera de la naturaleza. Parecen ir tan lejos como para concebir al hombre en la naturaleza como un reino dentro de otro reino. Creen que perturba en lugar de seguir el orden de la naturaleza, que tiene un poder absoluto sobre sus acciones y no es determinado por ninguna otra causa que por sí mismo.

Spinoza comienza rechazando cualquier idea de que el mundo hu mano trascienda el entramado de causas y efectos que componen la naturaleza, y rechazando, asi, c ualquier consideración de lo humano como algo separado de la naturaleza o “fuera” de ella. No es posible concebir la inmanencia de lo humano en la naturaleza en la forma jurídica de un imperíum in imperio o “un reino dentro de otro reino” como si estuviera rodeado por la naturaleza, pero fuera, de algún modo, independiente de ella, una ilusión que Spinoza captura admi rablemente usando la metáfora jurídica del imperíum, como si toda una tradición filosófica hubiera confundido las leyes de la naturaleza, que describen lo que existe necesariamente, con las leyes sociales, que describen cómo deberían ser las cosas, aunque puedan no serlo, y el poder físico con el poder legal. ¿De qué otro modo podría uno imaginarse que lo que está en la naturaleza podría “escapar” a sus leyes o “desobedecerlas”? Entonces, también se podría intentar decir de una piedra en caída libre que puede “desobedecer” la ley de la gra vedad. Si una ley de la naturaleza pudiera desobedecerse, ya no sería una ley. La tesis de la trascendencia humana, la idea de que el hom bre está libre de las determinaciones que se limitarían a una natura leza meramente física, funciona precisamente para impedir todo conocimiento de las causas reales de nuestras acciones, haciendo de cada individuo el dueño (por usar de nuevo una metáfora jurídica) único y soberano de sí mismo, sus pensamientos y acciones. Anticipándose a Nietzsche, Spinoza argumenta que se nos decla ra libres y responsables de nuestros actos con el fin, precisamente, de poder ser condenados por no hacer lo que deberíamos haber hecho y por no sentir y pensar de un modo distinto al que realmente, senti mos y pensamos. Somos, entonces, declarados la causa única de nuestras acciones que no pueden téner otro origen que nuestra irre ductible voluntad libre, y, consecuentemente, somos imputados res

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ponsables por ellas, esto es, declarados culpables de manera inevitable y, por tanto, merecedores del castigo que, con toda seguridad, les seguirá: toda una tradición que incluye tanto la doctrina del pecado original como los principios utilitaristas de incentivos y disuasión, se convierte en no otra cosa que una “metafísica del verdugo”. De acuer do con esto, los afectos o emociones han sido objeto menos de un co nocimiento que buscase explicarlos a través de sus causas, que de un juicio moral que los condena (y normalmente castiga a aquellos en los que se manifiestan) por no ser de un modo distinto del que necesaria mente son. Por el contrario, Spinoza defiende que incluso los afectos más destructivos y dañinos, tales como la ira, el odio y la envidia, inde pendientemente de las molestias que puedan causar, “se siguen de la misma necesidad y fuerza de la naturaleza que las otras cosas singula res” (EIII, Prefacio). Como argumenta en el primer capítulo del Tra tado Político: es necesario desde el punto de vista del conocimiento considerar incluso el más terrible de los afectos humanos, aquellos que más “perturban” el alma, “no como perversiones (vitiá) de la naturale za humana, sino como propiedades que le pertenecen, del mismo mo do que el calor, el frío, las tormentas, el trueno y otras cosas similares pertenecen a la atmósfera; aunque causen molestias, son necesarios y tienen causas a través de las que intentamos conocer su naturaleza, y la mente extrae tanto placer contemplando estas cosas como cono ciendo aquellas otras que agradan a los sentidos”. ¿Significa esto, como preguntaba uno de sus críticos, que han de excusarse los actos malvados? Spinoza responde apartando a un lado el completo apara to de condena y aprobación moral: “los hombres malvados no son me nos temibles ni menos peligrosos cuando son necesariamente malva dos” (Ep. 58). De este modo, traza una línea de demarcación que sepa ra aquella filosofía que compara la realidad humana con una norma ideal con el único fin de rechazarla (o de demostrar clemencia “excu sándola”) por no corresponder con aquella norma, de aquella otra filo sofía que busca explicar lo que es en su positividad. A su vez, esto le permite plantear una nueva cuestión: si nosotros no dirigimos libre mente los pensamientos de nuestras mentes ni las acciones de nues tros cuerpos, ¿cuáles son las causas de nuestras acciones y pensa mientos? ¿Cómo somos determinados a actuar y a pensar? Para responder a esta pregunta, el rechazo de la concepción de hombre como imperíum in imperio debe ser llevado hasta sus últimaí consecuencias. Ya que una de las formas más tenaz y, al parecer, má¿ incuestionable que adopta esta concepción es la idea de que no es sólc que la mente esté separada del cuerpo, y, por tanto, esté libre de deter

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minaciones, que siempre se limitarían a tener un carácter puramente físico, sino que la mente controla el cuerpo y hace que éste realice sus mandatos. Indisolublemente unida a la idea de que “el hombre tiene un poder absoluto sobre sus acciones y no es determinado por ningu na otra causa que por sí mismo” (EIII, Prefacio) está la idea, tan “ob via” que pocos se han aventurado a cuestionarla, de que “con la mera intención de la mente el cuerpo puede ser bien puesto en movimiento, bien llevado al reposo y realizar numerosas acciones que dependen únicamente de la voluntad del alma y del ejercicio del pensamiento” (E m , prop. 2, esc.). Spinoza tiene que dedicar uno de los escolios más ex tensos de la Etica a realizar una crítica prolongada de esta idea porque la mayoría de los hombres “están tan firmemente persuadidos” (ñrmiterpersuasi sunf) de que la mente determina a actuar al cuerpo que só lo pueden ser llevados a cuestionar este supuesto “hecho de expe riencia” con la mayor de las dificultades. Spinoza no explica en el escolio de la proposición 2 de la Parte III las causas de la peculiar fuerza de esta convicción. Una explicación, sin embargo, muy detallada e interesante se encuentra en otros lugares del texto. Particularmente importante en este sentido es el Apéndice de la Parte I en el que se esfuerza “por remover los prejuicios que po drían obstaculizar la aprehensión” de sus pruebas con respecto a la “naturaleza y las propiedades de Dios” (que es el objeto de esta prime ra parte de la Ética). Entre los prejuicios que interfieren con, si no im piden, la comprensión de las demostraciones de las que no se puede dudar siguiendo cualquier criterio que esté basado únicamente en la razón, hay uno en particular que es tan persistente como dañino y está, además, directamente relacionado con la falsa idea del auto-dominio humano que Spinoza critica en la Parte III. “La mayoría de las perso nas son víctimas de este prejuicio... y todos están... naturalmente dis puestos a aceptarlo”: la idea de que Dios es el gobernante “de la natu raleza, dotado de la libertad humana” que ha creado todo, en conse cuencia, con el propósito de que sirva al hombre. El problema con se mejante idea tiene dos caras: no sólo impone un orden teleológico so bre la naturaleza que es, en realidad, infinita y eterna y, por tanto, sin origen, ni fin, ni destino, sino (y es aquí donde su relación necesaria con las tesis de la Parte III se hace clara) que además atribuye a Dios una “libertad humana” que en sí misma no existe. Pero, éste no es el final de la historia: la visión supersticiosa de Dios atribuye tal libertad a Dios precisamente con el fin de que éste funcione como garante de nuestra libertad, nosotros que somos creados a su imagen. El Dios que se encuentra más allá del mundo (material) y es libre para dirigirlo de

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acuerdo con su voluntad incondicionada es, entonces, la imagen refle jo del hombre que trasciende el mundo físico y gobierna su propic cuerpo con un dominio absoluto, él mismo una imagen reflejo de Dios: un círculoa vicioso teológico / antropológico. El espejo refleja otro es pejo que, a su vez, refleja al primero; no hay origen en esta relación en la que lo reflejado es ello mismo un reflejo de lo que le refleja. Los argumentos del Apéndice de la Parte I son resumidos en el Pre facio de la Parte IV (en el que se nos remite dos veces explícitamente al Apéndice). Llamamos a las cosas en la naturaleza perfectas o imper fectas, buenas o malas porque imaginamos que Dios es un artífice cuya creación es precedida por una intención y un objetivo que realiza. Juz gamos que una cosa es perfecta o imperfecta de acuerdo con el grade en el que parece corresponder con la intención que está en su origen, Lo que nosotros entendamos como intención de Dios, sin embargo, nc es más que una proyección humana sobre la naturaleza. Y es que aquel “ser eterno e infinito que llamamos Dios, o Naturaleza actúa por la mis ma necesidad con la que existe... del mismo modo que no existe con un fin no actúa con un fin” (Parte IV, Prefacio). No es accidental que Spi noza introduzca la expresión, tan controvertida en su propio tiempo. “Dios, o la naturaleza”, en su intento de traducir la idea de Dios (tan car gada de asociaciones antropomórficas) no en una entidad (la del mo nismo) sino en aquello que, dado que es infinito y eterno y, por tanto, sin origen ni fines, no sólo se opone a absurdos tales como la atribu ción a Dios de emociones humanas (Dios ama, Dios se enfada) sino a todas las formas de finalismo (Dios lo crea todo con un propósito). De nuevo, como en la Parte I, Spinoza argumenta que las intenciones de Dios o la naturaleza coinciden totalmente con sus actos; Dios no es co mo una artesano que concibe una idea en su mente que es, entonces, hecha real por medio de su actividad y juzgada de acuerdo con su gra do de correspondencia con su intención originaria. La idea de un Dios o naturaleza que, de ninguna manera, pre-existe a su propia realiza ción (EI, prop.33, esc. 2) nos fuerza a rechazarla misma noción de im perfección: “Por realidad y perfección quiero decir lo mismo”. Que la idea de causalidad final, como la de voluntad libre, sea falsa, sin embargo, no le hace ser por ello menos real. Tales ideas, como todo

a.- El lector reconocerá la referencia ai fam oso ensayo de Althusser (1971) “Ideología y aparatos ideológicos de estado”. Sin referirse nunca al texto en cuestión, y a Spinoza m ism o no m ás de dos o tres veces, el ensayo, sin em bargo, sigue siendo uno de los com entarios m ás detallados y perspicaces que existen sobre el A péndice de la Parte I de la Ética.

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lo que existe, deben ser entendidas a través de sus causas. De acuer do con esto, argumenta Spinoza, “lo que se llama ‘causa final’ no es otra cosa que el apetito humano en tanto que es considerado como el punto de partida o causa primera de alguna cosa” (E IV, Prefacio). Pero, como “ha dicho repetidamente”, la idea de la acción humana proyectada sobre Dios o la naturaleza es ella misma una consecuen cia imaginaria del hecho de que los hombres son “conscientes de sus acciones y apetitos pero inconscientes de las causas por las que son determinados a perseguir algo” (ibid.). El individuo así engañado imagina que este ser proyectado ‘le amará más que a los otros y diri girá la totalidad de la naturaleza de modo que sirva a su ciego deseo y a su insaciable avaricia” (E I, Apéndice). Por el contrario, el amor intelectual de Dios (amorDei inteUectualis) del que Spinoza habla en la conclusión de la Ética sólo puede surgir de la destrucción del círcu lo vicioso teológico / antropológico, el juego de espejos de reconoci miento que garantiza la voluntad libre del Dios-Hombre: “Aquel que ama a Dios no puede esforzarse en que Dios le ame a su vez a él” (E V, prop. 19). De hecho, el amor intelectual de Dios, o beatitud ( beati tudó) no es, en absoluto, un acto individual sino que es “parte del amor infinito con el que Dios se ama a sí mismo” (E V, prop. 36). Esta doble sujeción (si es que lo podemos llamar así, ya que, al fi nal, no está completamente claro quién está sujeto a quién y dado que la relación de sujeción es reversible), sin embargo, tanto en sus causas como en sus efectos, no es simplemente un asunto de nuestra conciencia de nuestros deseos combinada con nuestra ignorancia de las causas de éstos o de nuestra incapacidad de seguir hasta el infini to la cadena de causas de la naturaleza, que da como resultado, según argumenta Spinoza en el Apéndice de la Parte I, que nos refugiemos en la causa final de la voluntad de Dios, el asilo de la ignorancia. La libertad ilusoria que atribuimos a Dios de forma que él, a su vez, pueda donárnosla a nosotros es, ella misma, una causa o parte de un entramado de causas que “hace que los hombres luchen con tanto coraje por su servidumbre como por su salvación”, como lo expresa Spinoza en el Prefacio del Tratado teológico-político. Y es que no es sólo que los hombres estén determinados (de maneras que quedan por especificar) a obedecer al tirano que les oprime, esto es, a reali zar los actos, incluyendo los actos de habla, que él ordena; es además que esta determinación es pensada (o es experimentada) como un acto de la voluntad del individuo obediente (un acto que emana de la mente considerada libre del cuerpo y soberana suya), haciendo así parecer que su opresión “no tuviera otra causa que él mismo”. Igual -

que “un bebé cree que apetece libremente la leche, un niño enfadado que apetece libremente la venganza, un hombre tímido que apetece libremente la huida”, así el hombre que obedece a su amo piensa que lo hace por su propia voluntad, que él ha “consentido” (y, por tanto, elegido) una servidumbre que, en realidad, produce el efecto de con senso, la decisión mental que es el correlato necesario de la obediencia física. Incluso si el individuo bajo sujeción siente 'que, obedeciendo al soberano, obedece a Dios, cuya voluntad es que él se sujete a otro (o a ‘los poderes que sean”), el individuo podría elegir el mal y no el bien y buscarse voluntariamente la condenación. Por supuesto, Hobbes ha bía ya demostrado que la noción de consenso como fundación del or den político no era, de ninguna manera, incompatible con el absolutis mo o incluso con teorías del derecho divino del soberano a quien nos sujetamos voluntariamente y que, por el contrario, proporcionaba una fundación de derecho para el régimen más opresivo. Spinoza, sin em bargo, rompe este círculo de sujeción en el que somos declarados li bres de forma que siempre ya habremos elegido sujetamos. El camino hacia la liberación comienza en otra parte, con una pregunta que no presupone su respuesta: ¿qué ocurre cuando dejamos de considerar las mentes como trascendentes respecto a los cuerpos, cuando las de cisiones mentales, los actos de voluntad son vistos como enteramente inmanentes a las acciones físicas de las que se dice que son la causa, no teniendo, como Dios con respecto a su creación, una existencia sepa rada de ellas? Nuestra atención es desviada abrupta e irreversiblemen te de los fenómenos de la interioridad humana, los actos de voluntad, el consentimiento dado o quitado, la aprobación o desaprobación y el entero aparato jurídico de leyes y derechos para el que sirven como fundación. En lugar de eso, la sujeción se convierte en un asunto físi co, corporal, un asunto acerca de lo que los cuerpos hacen y no hacen y de cómo se afectan los unos a los otros. El escolio de la proposición 2 de la Parte III que contiene algunos de los pasajes más revolucionarios de todo el texto posee una serie de rasgos que le hacen único en la Ética. No sólo es uno de los escoüos más extensos de toda la obra, sino que es el único lugar de la Ética or ganizado en forma de objeciones y respuestas. Parecería que Spinoza considera la idea del dominio de la mente sobre el cuerpo como una de las formas más tenaces del círculo teológico / antropológico, una for ma cuyo poder, para ser reducido, requerirá de un nivel más alto de fuerza argumentativa. Spinoza comienza su ataque señalando que, da do su argumento anterior, establecido primero en el escolio de la pro posición 7 de la Parte II y repetido ahora en la Parte III, de que “la

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mente y el cuerpo son una y la misma cosa, concebida bien bajo el atri buto del pensamiento, bien bajo el atributo de la extensión”, la idea de la prioridad causal de uno sobre el otro se convierte en un absurdo. Por el contrario, “el orden de los estados pasivos y activos de nuestro cuer po es simultáneo en la naturaleza con los estados pasivos y activos de la mente”: no es sólo que la mente no determina al cuerpo, sino que ambos son determinados simultáneamente por las mismas causas. Es importante señalar que ni aquí (que es donde sería más probable que lo hiciera) ni en ningún otro sitio de la Ética emplea Spinoza el térmi no “paralelo” o paralelismo para describir la relación entre mente y cuerpo, y por una buena razón: tales nociones separan mente y cuer po incluso al tiempo que los unen, haciendo uno exterior al otro. De la misma manera que la superstición no busca explicar la natu raleza desde la misma naturaleza, sino que busca su verdad fuera de ella, en una dimensión imaginaria sobrenatural, y rehúsa explicarla Es critura únicamente desde la Escritura y demanda significados más pro fundos, de la misma manera rehúsa explicar las acciones del cuerpo a partir únicamente de razones corporales y estipula causas extra-corpo rales para eventos corporales. De este modo, alejarse del cuerpo y bus car su verdad más allá de él nos impide preguntamos las cuestiones que son decisivas para Spinoza: ¿qué puede hacer el cuerpo en tanto cuer po, “sin estar determinado por la mente, solamente por las leyes de su naturaleza en cuanto es considerada como corpórea”? Para convencer a los lectores de que simplemente consideren la posibilidad de que sea el cuerpo el que determina al cuerpo, Spinoza introduce una figura que será central en este escolio, una deslumbrante imagen tan poderosa a su manera como la del poeta español (con la que está, ciertamente, rela cionada), la figura de los somnambuli o sonámbulos. El hecho de que "los sonámbulos, a menudo, lleven a cabo acciones mientras duermen que no se atreverían a hacer despiertos... lo que muestra suficiente mente que el cuerpo, a partir de las leyes de su propia naturaleza, puede hacer muchas cosas de las cuales se asombra su mente”. Dado que “nadie sabe de qué manera y por qué medios la mente puede mover al cuerpo, o cuántos grados de movimiento puede provocar en el cuerpo y a qué velocidad puede moverlo”, cuando los hombres dicen que una acción específicamente corporal es producida por la mente, sus pala bras no sólo ocultan lo que en realidad es un vacío en su conocimiento, sino que muestran no tener ningún interés en llenar ese vacío. En este punto, Spinoza imagina dos objeciones al argumento ante rior apoyadas en una apelación a la experiencia. Se objetará que, aun que no sabemos el modo en que la mente mueve al cuerpo, sabemos 66

que lo hace: la experiencia nos dice que, a no ser que la mente lo dinja, “el cuerpo permanece inerte. Y de nuevo, la experiencia nos dice que está en el solo poder de la mente tanto hablar como permanecer callado, y hacer otras muchas cosas que nosotros, en consecuencia, creemos que dependen de una decisión mental”. Spinoza responde, como en otros lugares en la Ética, no rechazando la experiencia como fuente de conocimiento, sino, precisamente, apelando a ella: la expe riencia también muestra que (en el caso del durmiente) cuando el cuerpo es inerte la mente es incapaz de pensar, sugiriendo que el poder de la mente, su habilidad para pensar es inseparable del poder de ac tuar del cuerpo. Es, por tanto, imposible que la mente no sea afectada por determinaciones puramente físicas: cualquier cosa que afecta al cuerpo afecta a la mente en el mismo grado. A la idea de que es sólo la decisión mental la que determina que hablemos o mantengamos si lencio, Spinoza responde que ‘la experiencia nos muestra con abun dantes ejemplos que nada está menos bajo el poder de los hombres que sujetar sus lenguas o controlar sus apetitos”. La experiencia mues tra, además, no sólo que “hacemos muchas cosas de las que luego nos arrepentimos” sino también que somos conducidos por emociones en conflicto que nos determinan, de acuerdo con la frase ahora familiar, a “ver lo mejor y hacer lo peor”, a conocer qué deberíamos hacer para buscar lo conveniente y, hasta cierto punto, a desear hacerlo, y a que, sin embargo, otra emoción contraria de fuerza superior nos impida lle var a cabo esa acción útil para nosotros. Es precisamente la sensación de haber realizado acciones sin, de ninguna manera, haber querido hacerlas ni haber tenido conciencia de realizarlas mientras las llevába mos a cabo lo que relaciona a aquellos que ven lo mejor y hacen lo peor con los sonámbulos, quienes, cuando despiertan, se llenan de asombro < {admiratió) ante lo que han hecho. Así, el borracho “cree decir por libre decisión mental, lo que más tarde, sobrio, desearía haber calla do”. Existen, por supuesto, estados de sonambulismo y embriaguez de los que uno nunca despierta, estados en los que la determinación de nuestras acciones y palabras por causas externas a nosotros produce simultáneamente la creencia de que hemos elegido libremente hablar y actuar y podríamos haber actuado de otro modo, pero simplemente elegimos no hacerlo. Así, el loco, la cotilla (el sustantivo latino, gárru la, indica claramente el género femenino) y el niño, argumenta Spino za, son incapaces de controlar su impulso a hablar, pero a esta caren cia de control la llaman “libre decisión”. Claramente, en tales casos nc es la mente la que lleva al cuerpo a hablar y actuar: el cuerpo es lleva do a mover sus manos o a producir sonidos por fuerzas exteriores a la

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mente, fuerzas que son solamente corporales, cuerpos que mueven otros cuerpos. Pero tales casos parecen, ciertamente, salirse de la norma. De he cho, el loco, la mujer y el niño a los que Spinoza se refiere en este pasa je son, precisamente, aquellos que deben quedar excluidos de la vida política de acuerdo con el argumento expuesto en la sección del Trata do político en la que el manuscrito, el último de Spinoza, se interrum pe: capítulo 11, “De la democracia”. Incapaces de gobernarse a sí mis mos, este tipo de gente será gobernada por otros, de cuya voluntad se mantendrán dependientes. En alguna medida, se esperará que, en su debilidad e inmadurez, actúen a instancias de fuerzas externas a ellos y situadas fuera del alcance de su conocimiento. Spinoza, sin embar go, ofrece un argumento bastante más radical y provocativo que ese. Mientras que se podría, generalmente, admitir que fenómenos tales como el sonambulismo y las acciones compulsivas son consecuencias de la determinación corporal, la idea de que todas las acciones, inclu yendo las acciones “premeditadas” y creativas, las acciones que, supuestamente, se llevan a cabo con vistas al bien individual o social, incluso las acciones con las que se pretende servir a Dios o se realizan obedeciendo sus mandamientos, son determinadas, únicamente, por causas corporales, físicas no puede dejar de tener consecuencias enor memente revolucionarias para nuestro pensamiento acerca de la sociedad. Por esta razón Spinoza imagina que sus tesis serán, inevita blemente, recibidas con asombro e incomprensión: sus lectores, segu ramente, responderán airados que “es imposible que las causas de los edificios, de los cuadros [picturamm] y otras cosas de este tipo, que só lo son hechas por la habilidad [arte] humana, puedan ser únicamente deducidas de la naturaleza considerada como corpórea, el cuerpo humano no es capaz de construir un templo [templum] a menos que esté determinado y guiado por la mente”. La respuesta que Spinoza da a esta objeción es curiosa: repite casi palabra por palabra lo que ha dicho ya en el escolio respecto al prejui cio de que la mente gobierna al cuerpo: no sabemos lo que puede se guirse de la estructura del cuerpo y los sonámbulos hacen muchas co sas que no dejan de asombramos. Estas respuestas, por supuesto, no son nada adecuadas para el reto ante el que ha puesto a sus propias po siciones. En un sentido muy importante no son, en absoluto, respues tas a las preguntas que ha realizado, sino la interrupción del argu mento en un punto crucial, el punto en el que la idea de que los cuer pos únicamente pueden ser determinados por otros cuerpos comien za, aunque sólo sea a través de la sinécdoque, a adquirir significación 68

teológico-política. Spinoza deja, de este modo, al lector elaborar una respuesta a partir de materiales ofrecidos en otros lugares de la Ética, así como en otras obras de Spinoza. Comencemos con el ejemplo de un cuadro (pictura), no tan provo cativo, es verdad, como el ejemplo del templo, pero suficientemente provocativo en el contexto del siglo de oro de la pintura holandesa. ¿Es posible negar que Rembrandt fue el creador de La ronda de noche o que La vista de Delft de Vermeer fue producto de la habilidad de éste, una realización de su propósito? ¿Cómo podrían ser producidos tales cua dros por sonámbulos que movieran los pinceles a través del lienzo im pulsados únicamente por causas corporales? Por su propia definición, , un cuadro no podría ser producido por un sonámbulo; es el resultado de una intención, una voluntad de actuar que se origina en la in terioridad de la mente, anterior a la acción que no es más que el medio para el fin de su realización. Un cuadro es, entonces, la ejecución de una idea que existe primero sólo en la mente, concebida sólo por la mente, que es, de este modo, determinada únicamente por sí misma. Pero, la concepción del artista como creador que subyace al asom bro con el que Spinoza imagina será recibida su tesis de que el cuerpc que produce un edificio o un cuadro es determinado por causas corpo rales y de que buscar causas extra-corporales o supra-corporales sólc puede distraer nuestra atención de las verdaderas razones de nuestras acciones, precisamente refleja, como hemos visto, los prejuicios teoló gicos respecto a la creación que Spinoza se toma gran empeño en disi par a lo largo de toda la Ética: aquellos que conciernen a la naturaleza de Dios. Dios o la naturaleza no actúa con vistas a un fin, realizando dé forma material una intención espiritual y, por tanto, existiendo prime ro como espíritu y, sólo después, como materia. Es más, Spinoza de muestra que el entendimiento de Dios no sólo no existe potencialmen te sino que es co-extensivo a sus actos, “pero como lo eterno no admi te un cuando, un antes o después, simplemente se sigue de la perfec ción de Dios que Dios no puede nunca decretar de otra manera ni pue de haber decretado jamás de otra manera; en otras palabras, Dios nc podría haber existido antes de sus decretos ni puede existir sin ellos1 (E I, prop. 33, esc. 2). Y, como hemos visto, la visión imaginaria d( Dios refleja y garantiza, simultáneamente, la visión imaginaria de la li bertad y la acción humanas: el rechazo de una implica necesariamen te el rechazo de la otra. De hecho, Spinoza elabora un argum ento m uy similar respecto ; la acción humana en el Tratado teológico-político cuando, discutien do la relación entre la fe y las obras en la práctica religiosa, desech; 69

cualquier idea de que la fe pueda existir fuera o antes de sus manifes taciones, que, de acuerdo con el modelo que rechaza, sólo imperfec tamente podrían realizar la fe que expresan: “sólo por las obras pode mos juzgar si alguien es un creyente o un incrédulo. Si sus obras son buenas, es un creyente, por mucho que pueda distanciarse de los dog mas religiosos de otros creyentes; mientras que si sus obras son malas, es un incrédulo, por mucho que pueda estar de acuerdo con ellos verbalmente. Ya que, puesta la obediencia, la fe está puesta ne cesariamente, y la fe sin obras está muerta” ( I I P, cap. 14). Así, la fe ya no tiene una existencia interna, mental o espiritual, anterior a su encamación en un acto. Por el contrario, no tiene existencia fuera de las manifestaciones corporales respecto a las que, como Dios mismo, el Espíritu de los espíritus, es una causa inmanente. El rechazo a ad mitir una intención separada del acto, un rechazo que asume que los individuos a menudo no conocen sus propias intenciones o creencias, esto es, no conocen las creencias que sus acciones necesariamente postulan y, en consecuencia, no conocen lo que piensan o creen dado que sus pensamientos y creencias están planteados fuera de ellos, en acciones que incluso podrían no reconocer como propias. Ahora pare ce que la noción de sonambulismo, que sólo hace un momento pare cía tan lejos de ser aplicada a lo que pensábamos que eran las acciones humanas intencionales, se ha convertido en el término más apropiado para describir la realidad de la práctica: incrédulos creyendo que creen aunque llevan a cabo actos de incredulidad y creyentes dudando de su propia creencia aunque practican, sin saberlo, la obediencia a las le yes de Dios. ¿No podría decirse algo similar acerca de la pintura? El artista pue de creer que el cuadro es la realización o materialización de una deci sión mental, espiritual por medio de un acto de voluntad, pero, de acuerdo con Spinoza, no hay intención fuera de su “realización”. El ar tista observa su cuerpo pintando, esculpiendo o escribiendo (¡el poeta español!) e imagina, porque ignora la verdadera cadena de determina ciones, que él, su voluntad libre, es la única causa de sus movimientos corporales que están dirigidos con vistas a imitar un diseño que tiene en su mente. Las intenciones que el artista imagina ser las causas de sus obras son, más bien, sus consecuencias, ejerciendo no más fuerza causal que las decisiones que tomamos cuando soñamos: “cuando so ñamos que estamos hablando, pensamos que lo hacemos por decisión mental libre; sin embargo, nosotros no estamos hablando o, si lo hace mos, es el resultado de un movimiento espontáneo del cuerpo”. Pero el mundo onírico en el que vivimos buena parte de nuestras vidas se

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extiende mucho más allá de los actos privados de los individuos: ha] un sonambulismo de la vida social. Es, indudablemente, a este sonambulismo al que se refiere la cláu sula final de la segunda objeción del escolio: “tampoco el cuerpo hu mano es capaz, a menos que sea determinado por la mente, de cons truir un templo [templum]”. Spinoza ha expuesto ya, en la misma fra se, la objeción de que la causa de los edificios (aediñciorum), que pue de ser atribuida únicamente a la habilidad humana, pudiera ser dedu cida de causas corporales. ¿Por qué repite este punto, usando el ejem plo específico de un templo? Quizás, Spinoza distingue el templo di otros tipos de edificios porque parecería no servir, en absoluto, par« ninguna función práctica y, por tanto, no tener lugar alguno en un or den puramente corpóreo. Es más, el templo es un monumento m ate rial dedicado a una verdad que se halla más allá del mundo simple mente material, un recordatorio material de la prim ada del espíriti sobre la materia, de Dios sobre la creadón, del alma sobre el cuerpo Los que lo construyeron no sólo concebirían su diseño antes de cons truirlo, sino que, al pensarlo, buscarían su propósito y su guía más allí de la naturaleza. El término templum, sin embargo, funciona además como un eje que conecta el escolio de la proposición 2 de la Parte III a un argumen to cercanamente relacionado en el Tratado teológico-político, un argu mento que sugiere una vía para leer el escolio políticamente. Ya que e término no puede dejar de recordar el templo del pueblo hebreo, e ascenso y caída de cuya nadón ocupa la mayor parte de los capítulos 17-18 del Tratado político-teológico. Tal y como subrayó uno de los más perspicaces lectores modernos de Spinoza (quien, desafortuna damente, nos dejó poco más que fragmentos en tom o a Spinoza), 1c que, quizás, es más asombroso acerca de la discusión de Spinoza sobre el pueblo hebreo (cuyo poder y originalidad todavía no han sido sufi cientemente apreciados) es su descripdón de la sodedad judia tem prana como un “régimen disciplinario” en el que la superstición nc sólo dominaba la mente de sus miembros sino también sus cuerpos, organizando cada momento de su vida física (Althusser, 1994). Entre las causas de la prolongada estabilidad del estado hebreo, estabilidad en la que consistió, según Spinoza, su carácter de pueblo elegido de Dios, se encontraba “la formación de la gente para la obediencia disci plinada [obedientíae disciplina] que les compelía a hacer todas las cosas [omnia] de acuerdo con una ley fijada, prescrita. Un hombre nc podía arar cuando le apetecía, sino sólo en estaciones y momentos fija dos, y aun entonces sólo con un animal cada vez; igualmente, sóle 7i

podía sembrar y cosechar de una cierta manera y en un cierto momen to” (Ti'P, cap. 17, 266 [373]). La disciplina que gobernaba “todas las cosas” no dejaba ninguna actividad física, por muy insignificante que pareciera, fuera de su ámbito de influencia: “No podían siquiera co mer, vestir, cortarse el pelo, afeitarse, divertirse o hacer cualquier otra cosa, excepto si lo hacían de acuerdo con mandatos e instrucciones establecidas por la ley” ('II P, cap. 5,118-119 [160]). Dado el argumen to de Spinoza en el escolio de la proposición 2 de la Parte III de que “las decisiones mentales no son otra cosa que los apetitos mismos, que varían de acuerdo con la variada disposición del cuerpo” y que, en el estado hebreo, la disposición del cuerpo estaba determinada hasta el más mínimo detalle por la ley, necesariamente sucedía que “nadie deseaba lo que estaba prohibido y todos deseaban lo que era ordena do” (TTP, cap. 17,266 [373]). Además, “a los hombres formados de esa manera en la obediencia, ésta no debía parecerles servidumbre [servítus] sino libertad [libertas]” (ibid.). Si, bajo tales condiciones, los hom bres construyen un templo, es porque sus cuerpos son movidos por otros cuerpos, otros cuerpos que les impulsan a actuar de ciertas maneras. Ellos pueden imaginar, y, en efecto, es inevitable que lo hagan, dado que ignoran las causas que les empujan y creen tener poder absoluto sobre sus acciones como Dios lo tiene sobre la crea ción, que son libres. Tales ideas son la prueba más segura del sonam bulismo que acompaña al estado de servidumbre. ¿De qué otra mane ra podríamos explicar nuestra tendencia a actuar de modo contrario a nuestro interés propio racional no sólo cuando ignoramos o cuando somos engañados por sacerdotes y tiranos, sino incluso cuando clara mente “vemos lo mejor y hacemos lo peor”? Si “el mayor de los secre tos del régimen monárquico” consiste en usar la religión para justifi car la opresión, la religión ya no debe entenderse simplemente como creencia, un estado interno. Spinoza nos fuerza a enfrentamos con la materialidad que hace efectiva a la religión, la materialidad del templo que encierra y jerarquiza los cuerpos de los fieles, la materialidad de los actos, posturas y palabras de sumisión y súplica. Si tomamos seria mente el argumento de Spinoza de que “las decisiones mentales no son otra cosa que los apetitos mismos, que varían de acuerdo con la variada disposición del cuerpo”, una religión ha de entenderse a través de la disposición de los cuerpos que organiza y el grado en el que esta disposición produce la decisión mental de obedecer al sacerdote y al rey. El secreto del despotismo no se halla en su habilidad para persua dir a las mentes sino en su habilidad para mover los cuerpos, para extraer de ellos su fuerza y poder, o para dirigir ese poder en su propio

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beneficio, produciendo, en todo momento, el efecto retroactivo de un consentimiento que se concibe a sí mismo como origen de las acciones del cuerpo. Y la “obediencia disciplinada” puede ser máximamente efi ciente cuando el sistema del despotismo trabaja sin un déspota, un juego de fuerzas produciendo un mundo de siervos sin amos. No es ex traño que Spinoza pudiera hablar de una muerte del cuerpo en el que éste retuviera los signos vitales: un cuerpo sobre el que se actúa pero no puede actuar, o si actúa disminuye su propio poder, un cuerpo cuyo movimiento es cada vez más limitado, constreñido, repetitivo, un cuerpo que, si siente algo, siente dolor, está, en efecto, muerto. Pero, deberíamos ser muy claros: es verdad que esta línea de argu mentación, la insistencia en la primacía del cuerpo en política, enfren ta a Spinoza con la tradición patriarcalista asociada en el siglo XVII con figuras tales como Filmer o Bossuet que defendieron la “naturalidad” de las relaciones de mando y obediencia y que señalaron a la familia como el origen y modelo de la sociedad. La forma peculiar de esta crí tica del despotismo, sin embargo, asegura que no se limita al “régimen monárquico”, que aparece como agente inmediato de la servidumbre en el Tratado teológico-político. Por el contrario, la insistencia de Spi noza en que la disposición de los cuerpos prima sobre las decisiones mentales le enfrenta también, lo que es más importante para el fin de siglo XX, con toda la corriente de la filosofía liberal desde Grotius ¿ Hobbes y Locke. Los argumentos expuestos en el escolio de la pro posición 2 de la Parte III proyecta una luz severa y desfavorable sobn la concepción de la libertad propia del liberalismo. Para esta tradición la disposición de los cuerpos es mucho menos importante que la deci sión mental que determina esta disposición. Así, la servidumbre, la obe dienciay la disciplina, incluso, bajo ciertas condiciones, la esclavitud, n< son en sí mismas injustas o ilegítimas en la medida en que sean efecto; de una decisión voluntaria. Para juzgar una relación social determina da, sea entre dos individuos o entre un soberano y su pueblo, es nece sario preguntar no cuán constreñido está el cuerpo, si, por medio de es relación, sus fuerzas se incrementan o disminuyen, o incluso si experi menta placer o dolor, sino, más bien, qué actos mentales precediera] tales acuerdos: ¿fueron tomados voluntariamente? El pensamient liberal del siglo XVII se aleja de la realidad del cuerpo y sus fuerzas par buscar los orígenes incorpóreos, espirituales, una búsqueda, precise mente, de la decisión mental, el acto de voluntad que, por definiciói precede y excede la disposición del cuerpo. Tales filosofías plantear necesariamente, el dominio de la mente sobre el cuerpo con el fin d justificar el procedimiento hermenéutico que les impulsa a mirar mé

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allá del cuerpo, sus poderes y sus placeres, en busca de un origen tras cendental que determine su disposición. La definición de la libertad hu mana como habiendo sido siempre ya ejercida, como habiendo siem pre ya precedido el estado de subordinación y como habiendo siempre existido en el pasado que precedió al presente, lejos de permitir una crí tica de la servidumbre, se convierte en su más astuta justificación, pro duciendo retroactivamente la fundación que le da su legitimidad, una legitimidad que no se deriva de la naturalidad del mando y la obedien cia, y, así, de la jerarquía, sino una legitimidad derivada de la voluntad incondicionada de individuos naturalmente libres e iguales que, según puede mostrarse, han cedido, no sus vidas (derecho “inalienable”), en verdad, sino simplemente su poder y productividad. El caso de Hobbes es particularmente instructivo en este aspecto. En un sentido muy importante, Hobbes es uno de los materialistas más intransigentes no sólo del siglo XVII (en el que sus obras publicadas fueron recibidas con al menos tanto escándalo como las de Spinoza), sino, quizás, de toda la historia de la filosofía. Después de todo, sus afir maciones en el Leviatán parecen inequívocas: “Siendo el universo el agregado de todos los cuerpos, no hay, por ello, parte real que no sea también cuerpo” (428 [459]). Para Hobbes, el término “incorpóreo” sólo puede significar inexistente, mientras que “espíritu” puede tener dos significados posibles: “es o bien un cuerpo sutil, fluido e invisible, o un espectro, u algún otro ídolo o fantasma de la imaginación”. Y si es verdad que Hobbes parece dejar abierta la posibilidad de la substancia espiritual o incorpórea con su argumento de que “la naturaleza de Dios es incomprensible; o, lo que es lo mismo, nosotros no entendemos nada de lo que él es, sólo que él es”, introduciendo, así, una distinción entre el mundo de los cuerpos finitos presente a nuestra concepción y un mundo infinito, y, por tanto, inconcebible, más allá del agregado de cuerpos, él confirmó en el Apéndice a la edición latina del Leviatán que negar “que haya alguna sustancia incorpórea” es afirmar “que Dios es un cuerpo” (740). De forma similar, en sus “Objeciones” a las Medita ciones de Descartes, Hobbes rechaza con vehemencia el dualismo de mente y cuerpo que Descartes reclama establecer en la Segunda Medi tación y deriva de los argumentos de éste no la conclusión de que soy una cosa pensante” sino la contraria: “Una cosa pensante es algo corpóreo” (122 [141]). El rechazo de cualquier forma de dualismo, la re ducción a lo corporal de todas las cosas espirituales parece ser total en Hobbes. Es de lo más sintomático, entonces, cuando precisamente halla mos que Hobbes se ve obligado por la lógica de su pensamiento a rein

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ventar el dualismo que había rechazado por otras vías. En la subesti mada tercera parte del Leviatán, cuando se hacen patentes todas las implicaciones del materialismo de Hobbes, despliega sus argumentos contra el espíritu y contra cualquier posibilidad de que un individuo apele a los fenómenos de los milagros, profecías o inspiración de cual quier tipo para reclamar un conocimiento único de la voluntad de Dios. Como señalamos en el capítulo anterior, Hobbes pretende dejar a los posibles rebeldes sin el tipo de justificación que apela a lo sobre natural, que era un lugar común en el periodo entre 1640 y 1660: nadie puede reclamar saber si el soberano se ha ganado la gracia de Dios o su ira y no es simple sedición sino blasfemia invocar el juicio de Dios para intentar conseguir la autoridad legítima. Es más, hacer incognos cible e indecidible la voluntad de Dios, como hace Hobbes, es hacer del espacio de la interpretación un espacio de continuo conflicto que, ine vitablemente, alterará el orden social a no ser que el derecho de inter pretación, como el derecho de auto-gobierno, sea transferido al sobe rano. Hobbes recuerda a sus lectores, que podrían tener razones para temer que su interpretación de la voluntad de Dios no coincidiera exactamente con la del soberano, aquel mandato de San Pablo a los siervos cristianos de amos paganos: “Siervos, obedeced en todo a vues tros amos respecto a la carne, no porque sois vigilados, como harían quienes quieren complacer a los hombres, sino con la sencillez de co razón de los que temen al Señor” (526 [552]). De forma similar, un príncipe infiel debe ser obedecido “no sólo por miedo a despertar su ira, sino además por el bien de la conciencia” (527 [553]). Hobbes irá incluso más lejos y considerará el caso más extremo: “Pero qué (se podría objetar) si im rey o un senado u otro soberano nos prohibiera creer en Cristo”. Es en este punto en el que Hobbes, teórico de un mundo de cuerpos determinados por otros cuerpos, es impulsa do por la lógica de su argumento a construir un ámbito por encima y más allá del cuerpo y las determinaciones que le afectan, un asilo de la libertad interna, por muy palmariamente que semejante argumento viole la principales premisas de su obra. Primero, y en evidente contra dicción con los argumentos centrales de la Parte III del Leviatán, afir ma que “tal prohibición no tiene efecto, porque la creencia y la incre dulidad nunca obedecen a los mandatos de los hombres. I a fe es un don de Dios que el hombre no puede dar ni quitar por medio de prome sas de recompensas o amenazas de tortura” (527 [553]), pase lo pase, mantenemos nuestra ‘libertad”, según Hobbes, porque “la veneración con la palabra sólo es una cosa externa, y no más que cualquier otro gesto por el que significamos nuestra obediencia” (527-8 [553])- Hob-

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bes cita el ejemplo del siervo Namaan (2 Reyes 5:17) quien, aunque “se convirtió de corazón al Dios de Israel” continuó acompañando a su amo en el culto de los falsos dioses, yendo tan lejos como para hacer reve rencias al entrar en sus templos. Namaan temía que su acción fuera tomada por Dios como una negación, igual que si hubiera renegado de Dios de palabra. Hobbes señala, sin embargo, que el profeta Eliseo excusó sus acciones “y le exhortó a ir en paz” (528 [554]). En tanto que Namaan actúa obedeciendo a su amo, las acciones, aunque realizadas por él, son, estrictamente hablando, de su amo. Hobbes separa un mundo interno de libertad perfecta de un mundo externo de obediencia y determinación. Argumentar, como hace Spinoza, que no hay fe ver dadera excepto en las obras, que si la fe existe de alguna manera, lo hace sólo en tanto que es inmanente a los actos externos (incluyendo los actos de habla), supone, para Hobbes, autorizar a “todos los hombres privados a que desobedezcan a su príncipe”. Por el contrario, debemos reconocer que Dios ve más allá de las exterioridades de los cuerpos, las acciones, los discursos, y que acepta “la voluntad por la obra” y el “esfuerzo por obedecerle” por la obediencia misma (611 [642]). De este modo, Hobbes, en contra del núcleo de su filosofía, inventa un mundo interno de libertad donde cada hombre puede pensar y creer como le plazca, no condicionado por las fuerzas meramente físicas que le rode an, un mundo del que, por definición, no puede haber ni una sola mani festación externa, corporal. Lo que es extraordinario respecto a esta erupción de idealismo en una obra que declara que la existencia y el cuerpo son la misma cosa no es simplemente la contradicción que marca; más importante, incluso, es el hecho de que muestra la inven ción de la interioridad, de un mundo interior de libertad ilimitada, el mundo en el que se origina libremente el consentimiento y la misma fe, como el suplemento necesario de la servidumbre. Aunque el siervo obe dezca a su amo, el ciudadano a su soberano en todas las cosas, ellos son, quizás a pesar de las apariencias, perfectamente libres porque, aunque incluso la acción del cuerpo más diminuta fuera prescrita y controlada, hay un mundo interior, un mundo, el único mundo, reconocido por Dios y reflejando en miniatura su incomprensible poder de libertad, no afectado (del mismo modo que él tampoco afecta) por el mundo corpó reo que lo rodea. Un hombre puede no actuar nunca de acuerdo con su fe o no hablar de ella ni siquiera a una persona (si eso ordenara el sobe rano), su “voluntad” y su “creencia” permanecerán sin cambio, dado que este espacio interior, precisamente porque no produce ninguna manifestación corpórea, tampoco vocal o gráfica, se encuentra más allá de la jurisdicción del soberano.

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Fue Kant quien, en dos de sus más famosos ensayos coyunturales u oca sionales, ¿Qué es la ilustración? y ¿Qué significa orientarse en el pen samiento?, ofreció la crítica más perdurable de las posiciones de Hob bes, perdurable porque es una crítica realizada enteramente dentro de los límites del liberalismo. En el último ensayo citado, Kant advierte, exactamente como hace Hobbes, contra el “fanatismo” [Schwärmerei] que acompaña a la idea de lo que podríamos llamar ahora “la omnipo tencia de la razón”, esto es, cualquier idea de que la jurisdicción de la razón no tiene límites y de que no hay ámbito en el que su ejercicio no esté garantizado. Para Kant, por el contrario, la primera tarea de la razón es descubrir sus propios límites: dentro de estos límites es posi ble evitar todo error, mientras que, por el contrario, el intento de apli car la razón más allá de ellos sólo puede ser causa de error. El esfuerzo por conocer el mundo suprasensorial, los seres que lo componen y las leyes que lo gobiernan, por ejemplo, jamás puede conducir al conoci miento sino únicamente a un “sueño vacío” (199b 241 [14])- Debemos saber que tal mundo existe (y aquí se separa de Hobbes cuyo rechazo de los “fines últimos” es expresado con una vitalidad significativa en el Leviatárí), pues, ¿de qué otro modo podríamos explicar ‘la finalidad y el orden que son evidentes en todas las cosas” (241 [15]) y que, a su vez, nos llevan a asumir la existencia de “un creador inteligente”? Pero, debemos, también, saber que nunca podremos conocer el mundo (y el creador) que, de cualquier manera, debemos asumir. Es en este punto exacto en el que Kant invoca los errores de Spi noza o, mejor, del spinozismo, una doctrina caracterizada por un “uso anárquico de la razón”, por no asignar al entendimiento humano sus límites inevitables y no ver que las ideas no son más que propiedades del sujeto humano y que, como tales, están confinadas al interior de sus márgenes propios. Esta desconsideración del sujeto de conoci miento conduce a Spinoza, según Kant, a hablar de “pensamientos que piensan ellos mismos”, una idea “grotesca” que abandona el sujeto de conocimiento para abrazar el fanatismo de una razón que no conoce sus límites e intenta conocer lo incognoscible y demostrar lo indemos trable. Así, Spinoza reclama haber “percibido la imposibilidad de un ser cuya idea está compuesta únicamente de conceptos puros del en tendimiento que simplemente ha sido separado de todas las condicio nes de la experiencia sensible” (Kant, 1991, 246 [22]). Las consecuen cias del rechazo de la razón a estar limitada por leyes que se impone 3 sí misma, esto es, su rechazo, primero, a establecer y, después, a respe tar los márgenes de su territorio es, primero, una “incredulidad racio nal” que produce “libertinismo (esto es, el principio de no reconocei

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ningún deber)” (249 [26]). Tales efectos prácticos sólo pueden provo car a las autoridades, quienes, viendo que la razón no puede gober narse a sí misma, impondrán su gobierno sobre ella, en detrimento de todos. La “coerción civil”, como la llama Kant, sólo puede destruir la razón. Se dice comúnmente (y aquí Kant retoma la posición de Hobbes) que “aunque una autoridad que esté por encima de nosotros puede privamos de la libertad de hablar y escribir, no puede privamos de la libertad de pensamiento” (247 [23]). Kant, sin embargo, argu menta que la libertad de pensamiento sin la libertad de hablar y escri bir es pura ilusión: “¡Cuánto y con qué rigor pensaríamos si no pensá ramos, por así decir, en comunidad con otros a quienes comunicamos nuestros pensamientos y que nos comunican los suyos! Debemos, por tanto, concluir que la misma coacción externa que priva a las personas de su libertad para comunicar sus pensamientos también les sustrae su libertad de pensamiento” (247 [23-4]). Deberíamos recordar aquí que, aunque el objetivo declarado de Kant es descubrir las condiciones universales del pensamiento y la acción, al mismo tiempo, estaba comprometido con su presente histó rico, las condiciones singulares que gobernaban su práctica filosófica y le dictaban sus tareas. De acuerdo con esto, en ¿Qué es la ilustración? ve la necesidad de la comunicación del pensamiento como una condi ción para pensar en términos históricos. En una época en la que “una gran cantidad de hombres” carecen de la habilidad necesaria para hacer uso de su “propio entendimiento sin la guía de otro” y, en cambio, con fían en “dogmas y recetas”, los individuos en solitario, estando su entendimiento tan debilitado después de años de dependencia y tan poco acostumbrado al libre movimiento del pensamiento, son, con la excepción de unas pocas de las almas más audaces, incapaces de en frentarse incluso con el menor de los problemas sin replegarse en bus ca del apoyo de prótesis conceptuales. “Hay más posibilidades”, sin em bargo, “de que todo un público se ilustre a sí mismo, y hasta, si se le deja en libertad, [es] casi inevitable” (1991, 55 [27]). Tal libertad, por su puesto, debe definirse con precisión: es la libertad del individuo para desprenderse de los dogmas y las recetas, para pensar por sí mismo y para expresar sus pensamientos a otros, la libertad, en pocas palabras, de todos los individuos para argumentar y debatir y para no aceptar otros criterios a la hora de juzgar exigencias contrapuestas que los de la razón pura. Pero, las mismas circunstancias históricas que necesitan de la libertad de expresión como medio de ilustración, requieren, simul táneamente, restricciones en el ámbito de la acción. Trasladar ideas, aunque sean racionales, a la acción con demasiada rapidez supone alte78

rar el orden social, provoca un colapso de la autoridad y, sin darse cuen ta, marca el comienzo de una nueva serie de prejuicios que sim plemente remplazan a los viejos. En efecto, llevar las cosas al extremo esto es, el caso de la revolución, implica que, de hecho, una nueva serie de prejuicios, dogmas y recetas “servirán de riendas para controlar a k gran masa irreflexiva” (55 [28]). La condición de la ilustración es entonces, “un gobernante que sea él mismo ilustrado y no tema a I o í fantasmas, y que, al mismo tiempo, tenga a su disposición un ejércitc bien disciplinado que garantice la seguridad pública” (59 [36-7]). De esta manera, Kant no rechaza sino que reconfigura el dualismo de Hob bes de las mentes libres que habitan cuerpos obedientes. No es tantc que Kant permita una cierta exteriorización del pensamiento (en el ha bla y la escritura), como que redefine el habla y la escritura como in terioridades, o mejor, inmaterialidades, incorporalidades situadas m á allá de un mundo que ellos representan sin siquiera participar de él. E habla ya no es una forma de acción sino una extensión del pensamien to, se refiere al mundo pero ya no está en él. Como Hobbes, Kant debí asumir que uno puede continuar pensando (y, a diferencia de Hobbes continuar hablando) racional y críticamente incluso si en sus accione está determinado a obedecer y, así, que la mente trasciende y no es afee tada por el mundo puramente físico de la disciplina y la obediencia cor porales. En realidad, tal obediencia es la condición del pensamienti libre: “un alto grado de libertad civil parece ventajosa para la liberta« intelectual de un pueblo, sin embaído también levanta barreras que ell no puede superar. Inversamente, un menor grado de libertad civil d a . la libertad intelectual espacio suficiente para desplegarse en su píen extensión” (59 [37]). La consigna kantiana para la Ilustración capture precisamente, esta paradoja: “¡Argumenta tanto como te plazca y acei ca de lo que te plazca, pero obedece!”. Desde la posición que hemos identificado en la obra de Spinoza, la posiciones liberales de Hobbes y Kant, en tanto que dependen de un separación de la mente y el cuerpo o del discurso y el cuerpo sólo pue den presentarse como astucias de la servidumbre, doctrinas diseñada para convencer a los individuos de que acepten la regulación de su cuerpos en un régimen de obediencia con la promesa de que sus mer tes (y palabras) permanecerán libres, cuando, en realidad, de acuerd con el escolio de la proposición 2 de la Parte III, “las decisiones mentí les no son otra cosa que los apetitos mismos, que varían de acuerd con la variada disposición del cuerpo”. De este modo, Hobbes y Kar han dado forma filosófica al sonambulismo generalizado en el que vrv la gente, soñando que hablan libremente, cuando, en realidad, no cor 79

trolan lo que dicen, creyendo que son los dueños de sus cuerpos y autores de sus obras, cuando, en realidad, están determinados por causas corpóreas que ni controlan ni siquiera conocen. El mundo de la disciplina y la obediencia es un mundo de gente “soñando con los ojos abiertos”, ellos pueden pensar que piensan y hablan críticamente pero el cuerpo tiene una mente propia y se mueve siguiendo formas dis puestas. Lo más frecuente, sin embargo, y esto es hasta cierto punto inevitable, será que decidamos que hemos decidido hacer lo que el cuerpo hace determinado por otros cuerpos, que hemos, libremente, elegido una servidumbre que, puesto que imaginamos que es una con secuencia de nuestra voluntad incondicionada, sólo puede aparecer como libertad perfecta. La obra de Spinoza está habitada por figuras de ese tipo: los “autómatas” de la nación hebrea en el Tratado teológico-político, y los sonámbulos de la Parte III de la Ética, figuras patéti cas cuya creencia en su propia libertad es la confirmación más segura de su servidumbre: no sólo ven lo mejor y hacen lo peor, sino que creen que han elegido libremente actuar así. Pero, en los márgenes de la obra más importante de Spinoza o, mejor, escondido en su densi dad, se halla la imagen de lo que parecería ser, en un mundo en el que los cuerpos determinan otros cuerpos y las decisiones mentales son determinadas por la disposición del cuerpo, el destino inevitable de todos aquellos que buscan la libertas humana en un mundo de servi dumbre: la imagen del poeta español, el hombre que escribió unas obras que ya no puede reconocer, que dijo cosas que ya no puede en tender, el hombre que, de repente e impredeciblemente, se encontró a sí mismo creyendo las supersticiones que anteriormente criticaba. Es aquí, entonces, donde la negativa de Spinoza a separar el alma del cuerpo, su crítica de la voluntad libré y de la idea del dominio de la mente sobre el cuerpo termina: ¿un mundo de muerte en la vida en el que la razón, inmanente a las emociones activas, parpadea sólo impre visible e intermitentemente, producto de “encuentros fortuitos”, ilu minando la oscuridad que le rodea por un momento, sólo para extin guirse de inmediato, hundiéndonos de nuevo en un abismo de oscuri dad y olvido? Efectivamente, es posible leer la parte final de la Ética (“Del poder del intelecto, o de la libertad humana”) como la expresión de una libe ración máximamente paradójica, aquella en la que la mente se hace cada vez más poderosa hasta llegar a “comprender todas las cosas en cuanto gobernadas por la necesidad” (E V, prop. 6), incluyendo, por supuesto, a sí misma. ¿Qué podría “el poder de la mente” significar aquí si no es su poder para abandonar las ilusiones de un Dios gober 8o

nante de la naturaleza y de un individuo amo de su cuerpo con vistas a, finalmente, contemplarse a sí misma como un ser dependiente, de terminado, no impotente, dado que es parte de la naturaleza (incluida la sociedad) y partícipe de su poder, pero incapaz de modificar la nece sidad que la dirige? ¿No concluye la Ética, y lo hace justamente, defen diendo un amor intelectual de Dios (o la naturaleza) que es una con formidad ante lo que puede ser amado precisamente porque no hay otro posible que pueda ser preferido por encima de él? Si aprendemos a pensar desde el punto de vista de la necesidad eterna e infinita, ¿no podemos ser llevados a amar, por medio del amor fati, no sólo la tor menta que hunde el barco o el terremoto que mata a miles de perso nas, sino al déspota y sus sacerdotes que nos envían a la muerte, o in cluso el despotismo sin déspota del mercado cuyas fluctuaciones arro jan a decenas de millones de personas a la pobreza mientras unos po cos se enriquecen? ¿A través de esta devaluación de la mente y de la voluntad, esto es, por medio de su materialismo decidido, no ha des crito Spinoza un mundo en el que la servidumbre y la superstición es tán tcfn efectivamente (en tanto corporalmente) organizadas que la li beración humana es literalmente impensable, y haciendo eso no ha afirmado que este es el único mundo posible (y, por tanto, el mejor)? Si seguimos literalmente el énfasis que Spinoza pone sobre el cuerpo, sin embargo, tales conclusiones son insostenibles. Y es que todavía tene mos que responder a una cuestión que es, hablando estrictamente, ine vitable desde la perspectiva delineada en las Partes III y IV de la Ética: si no hay un ámbito intelectual que trascienda el corporal, si la mente no trasciende el cuerpo, ¿cómo es entonces posible pensar, no hablemos ya de hablar o escribir, contra el orden establecido? Por decirlo de otra ma nera, ¿cómo podemos explicar no simplemente la muerte intelectual de quienes antes fueron hombres racionales, sino su recaída en la supers tición y en la reverencia a la autoridad? Es más, ¿hay alguna manera de explicar la existencia del pensamiento racional en un mundo de servi dumbre y superstición? ¿Cómo es que algunos continúan viviendo inte lectualmente mientras que otros mueren? Un joven que ha crecido en la superstición y diariamente participa en sus ceremonias, ¿cómo ejerce poder para romper con ese mundo físico, rechazando sus prácticas, y mentalmente, negando y componiendo argumentos en contra de sus ar tículos de fe? Para comenzar a responder a estas preguntas, recordemos, como señalamos en la conclusión del capítulo anterior, que el mismo Spinoza ofreció una versión de la doctrina kantiana “argumenta pero obedece”, pero una versión tan debilitada por sus propias incoherencias, que se hunde bajo el peso del materialismo de Spinoza:

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Así, mientras que actuar en contra del decreto del soberano es defini tivamente una infracción de su derecho, esto no es lo que ocurre con el pensamiento, el juicio y, en consecuencia, con el discurso, siempre que uno no haga otra cosa que expresar o comunicar su opinión, defendiendo por medio sólo de la convicción racional, y no a través del engaño, el odio o la voluntad de efectuar tantos cambios en el estado como decida. Por ejemplo, supongamos que un hombre sos tiene que cierta ley es palmariamente irracional y, por tanto, defiende su revocación. Si, al mismo tiempo, somete su opinión al juicio del poder soberano, (que es el único competente para aprobar o revocar leyes) y, mientras tanto, no hace nada contrario a lo que manda esa ley, se merece la aprobación del estado, actuando como un buen ciu dadano debe hacer. Pero, si, por el contrario, el propósito de su acción es acusar al magistrado de injusticia y remover el odio popular contra él, o si, sediciosamente, busca revocar esa ley pasando por encima del magistrado, no es más que un agitador y un rebelde. Spinoza, TTP, 293 [411-12]

Es ima conclusión sorprendente para una obra que ha argumentado ante un mundo escandalizado que el lenguaje también es parte de la naturaleza y que, como tal, posee una existencia corporal tanto en la cor poralidad de la voz como en la materialidad gráfica de la escritura y, por tanto, de la Escritura. Desde las posiciones que Spinoza ya ha delineado en el Tratado teológico-político, la mayor parte del capítulo final apare ce como una defensa prolongada contra las verdades que él mismo ha traído a la luz, y este pasaje, en sus dudas y contradicciones, muestra, de forma concentrada, todas las paradojas del “liberalismo” de Spinoza. En realidad, la versión de Spinoza del “argumenta pero obedece” es consi derablemente menos liberal que la kantiana. ¿Y cómo podría ser de otra manera? Si el lenguaje no es externo al mundo corporal, entonces, el habla no sólo es un tipo de acción en el sentido físico, sino que, en tanto que tal, esto es, en tanto que cuerpo, posee la capacidad de mover otros cuerpos. Es, así, imposible separar el habla de la acción: argumentos poderosos contra una ley tenderán inevitablemente, con independencia de las “intenciones” (como hemos visto una noción altamente dudosa para Spinoza: quizás es mejor decir con independencia de los pensa mientos simultáneos al acto corporal de hablar o escribir) del autor, a producir, si no desobediencia, sí resistencia, incumplimiento, etc. En un intento de negar este hecho, Spinoza produce una distinción, irrisoria desde el punto de vista de su teoría de las emociones, y ausente por com pleto en Kant (al menos en tanto que trata del discurso público), entre el discurso racional, definido como algo no sólo libre de los afectos de ira y 82

odio, sino incluso de la voluntad de intentar cambiar las cosas por uno mismo, por un lado, y, por el otro, un discurso tan contaminado por las emociones que se hace contagioso, “incitar al vulgo” a realizar actos de habla y corporales. La distinción no es más que un deseo: él mismo ha argumentado hace menos de una página que no es tanto que sea erró neo restringir el discurso, es imposible. Del mismo modo que no pode mos dejar de pensar, no podemos dejar de expresar a otros lo que pen samos, y más, si cabe, cuando estamos enfadados o indignados: “ni siquiera los hombres versados en asuntos pueden guardar silencio, no digamos las clases bajas. Es un debilidad común de los hombres confiar lo que piensan a otros, incluso cuando es necesario el secreto” (TTP, 292 [410]). Desde esta perspectiva, la visión de Hobbes de una sociedad de súbditos que hablan sólo cuando y como se lo indica el soberano es una de las fantasías utópicas que Spinoza denuncia al comienzo del Tractatuspoliticus (I, § 1): Hobbes espera que el miedo “racional” a la muerte violenta y el deseo de evitar las incomodidades del estado de naturaleza harán que los hombres dejen de ser como son y pasen a ser como a él le gustaría que fueran y como, en realidad, deben ser para que la sociedad de HobbeS no sucumba ante la intrusión desintegradora de la naturale za. Podría pensarse que Spinoza apoyaría la primera parte de la consig na de Kant no tanto porque sea deseable sino por ser una condición inal terable que ninguna ley puede cambiar: (no puedes dejar de) argumen tar tanto como te plazca y acerca de lo que te plazca. En cambio, Spino za retrocede a una fantasía jurídica que consiste en prohibir legalmente lo inevitable: “mientras que es imposible privar a los súbditos completa mente de esta libertad, otorgarla sin poner ninguna reserva ocasionaría las consecuencias más desastrosas” (TTP, 292 [410]). ¿Por qué ignora Spinoza su propia definición del derecho como poder para hablar de un poder soberano que otorga o retira una libertad que es, no moral o legal mente, sino físicamente, inalienable: “nadie puede nunca transferir a otro tan completamente su poder y, en consecuencia, sus derechos de modo que llegue a dejar de ser un hombre” y “los hombres nunca hasta ahora han cedido su poder hasta el punto de dejar de ser temibles para sus gobernantes” (TTP, 250 [351])? Quizás, la insistencia de Spinoza en limitar lo que se resiste a todo límite es, de hecho, un reconocimiento desplazado de lo que es el tercer paso y la conclusión lógica de la crítica de Spinoza a Hobbes: siendo que los hombres pensarán, como están determinados a hacerlo, y expresarán oralmente y por escrito lo que piensan, por ello mismo, tenderán inevitablemente a expresar en la acción sus ideas y creencias, especialmente aquellas que sean críticas con el orden teológico o político establecido.

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De hecho, si seguimos los argumentos planteados en este capítulo, de beríamos decir incluso que la desobediencia y la resistencia a la servi dumbre y a la superstición deben preceder o, al menos, acompañar su crítica racional, para que esa crítica pueda ser planteada de alguna manera. Ya que, como hemos visto en el caso de la nación hebrea, el efecto de la obediencia disciplinada es el deseo de obedecer, un sentido, puramente imaginario en tanto que invierte las causas y los efectos, de que, libremente, hemos ordenado a nuestros cuerpos realizarlo que, en realidad, ellos son determinados a hacer por otros cuerpos: la crítica en un mundo semejante es imposible. Pero, la estabilidad que caracterizó a la nación hebrea y que descansaba en la unidad afectiva y corporal del pueblo judío fue tan inusitada en la historia que era considerada como el signo más fidedigno de que esa nación era la elegida de Dios. Su sin gularidad era tal que, para Spinoza, podía encamar simultáneamente la mayor esperanza para una sociedad (en tanto que presenta la posibili dad de que “una comunidad de sabios” en la que las emociones activas dominaran tendencialmente a las emociones pasivas podría disfrutar de una estabilidad y duración semejantes) y el mayor de los miedos (una sociedad cuya estabilidad fuera consecuencia de una dominación total del cuerpo y la mente en la que la gente no sólo obedeciera sin vaci lar a sus amos, sino que no pudiera desear ninguna otra cosa que obe decer, incluso, o especialmente, cuando la obediencia significase sacri ficio y sufrimiento). Para casi todas las otras sociedades, el rechazo de Spinoza de tomar el mundo humano como un reino dentro de otro rei no, con el resultado de que todo soberano, nc importa lo poderoso que aparentemente pueda ser, estará sujeto a una cadena infinita de causas que no puede controlar, junto con el rechazo de Spinoza a confundir la ley con el hecho o el derecho con el poder, significarían que la idea de un poder o un derecho absolutos estaría, excepto en momentos de la historia altamente inusuales y necesariamente precarios, determinados por una improbable conjunción de innumerable factores, un simple sueño utópico (o un temor anti-utópico, dependiendo de la perspectiva que se adoptara). No existe ningún sistema de gobierno, no importa lo absoluto que parezca, que no descanse sobre un equilibrio de fuerzas y el gobernante que ignore este hecho no gobernará por mucho tiempo. Paradójicamente, es este mismo antagonismo insuperable, interno a cada sociedad, el que es tanto una amenaza permanente para la estabi lidad que la vida racional requiere, como la condición para que haya, de alguna manera, racionalidad en un mundo que parece destinado a no desprenderse nunca, de una vez por todas, de la superstición.

3.- E l

c u e r po d e i a mu l t it u d

Nullum profundum mare, nullum vastum fretum et procelosum tantos ciet fluctus, quantos multitudo motus habet . Quintus Curtius, Historiarum Alexandri

Magni Macedonis

Como hemos visto, la historia del estado hebreo, tal y como está reco gida en el Antiguo Testamento, ofrecía a la reflexión política un ejem plo de ambivalencia permanente en el que la esperanza utópica de una sociedad tan bien organizada que en ella podría hacerse coincidir de continuo la lay, el deseo y la razón, de modo que “todo hombre, inde pendientemente de su carácter, pondrá el derecho público por delan te de la conveniencia privada”, nunca podía separarse totalmente del miedo producido por la anti-utopía de una sociedad en la que la gente vive siempre engañada y carente incluso de la capacidad para dudar de las supersticiones que justifican su servidumbre (el imperio otomano, según se lo imagina Spinoza, por ejemplo, en el Prefacio del Tratado teológico-potttico, es expuesto como la realización de un estado seme jante). De cualquier manera, las historias de otros estados, ofrecidas inicialmente como una justificación de la necesidad “de alcanzar una constante estabilidad”, llevan a desplazar la esperanza / miedo de una sociedad constantemente estable por una serie distinta de esperanzas y miedos: la Roma de Livio (y por tanto tam bién de Maquiavelo), Salustio y Tácito, la Macedonia de Quinto Curcio y la Florencia de Ma quiavelo. Spinoza convoca a estos autores, principalmente en el Trata do teológico-político, cuando busca advertir a sus desahuciados alia dos que la autoridad legal, formal no equivale a la fuerza real, y que el estado, incluso con su “aparato represivo”, descansa sobre la acepta ción, o más a menudo el mero consentimiento, de la gente, cuya opo sición activa ningún régimen puede soportar.

* “No hay mar profundo, no hay océano inm enso y to rm e n to s o cuyo oleaje se agite tanto com o movimientos experimenta la m ultitud” (N. del T.)

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Así, Spinoza cita a Tácito (aunque sin dar la referencia) cuando argu menta que “los hombres nunca han transferido su derecho ni rendido su poder a otro tan completamente que no fueran temidos por aque llas mismas personas que recibían su derecho y poder, y que el gobier no no haya estado en mayor peligro por causa de sus ciudadanos, aun que privados de su derecho, que por causa de los enemigos exteriores” (TTP, 250 [351]). “Aunque privados de su derecho”: es obvio que aquí Spinoza usa “derecho” en su sentido comúnmente aceptado, esto es, trascendental, sentido diametralmente opuesto al de la definición que expone en el capítulo 16, de acuerdo con la cual el derecho es equiva lente al poder. En un comentario reciente, Richard Tuck (1993), refi riéndose a la primera mitad del siglo XVII, llama a la tradición de la que se nutre Spinoza “escepticismo político”, en tanto que, como Táci to (como el Maquiavelo de El príncipe), considera que la ley y el dere cho están siempre subordinados a relaciones de fuerza y parece consi derar los valores morales trascendentales como productos de la imagi nación que, en la medida en que guían la práctica política, sólo pueden conducir al fracaso. De acuerdo con este punto de vista, tal escepticis mo podría conducir únicamente al cinismo de una raison d ’etat que atribuye derecho absoluto al estado mientras niega todo derecho a sus súbditos, una doctrina que, en realidad, sirve para justificar cualquier violencia que la dominación estatal requiera. Un trabajo reciente, aunque todavía incompleto, ha mostrado la incontestable filiación de Spinoza con esta tradición (elijamos denomi narla escéptica, realista o materialista) (Proietti, 1985). Encontrare mos, no obstante, que esta devaluación de los valores morales trascen dentales y su rechazo de la eficacia de la ley, lejos de proporcionar a la violencia del estado (o a cualquier otra acción llevada a cabo por el es tado por cualquier motivo) un fundamento de derecho, ofrece la críti ca más potente que se haya visto a la dominación. Y es que Spinoza exi ge no simplemente la liberación de las mentes, no una libertad de la mente que nunca se expresara en el cuerpo, ni una libertad cuyo me jor modo de autentificarse es mostrando que ya ha sido ejercida, sino una libertad también del cuerpo; no simplemente la libertad de un in dividuo que es propietario de sí mismo y de sus derechos, sino la libe ración de la colectividad fuera de la cual el individuo no puede existir y separado de la cual la libertad del individuo es inconcebible. La exi gencia de abandonar la idea de un derecho o una justicia que trascien de las relaciones de poder (y que sirve así como un punto desde el que criticarlas o “rechazarlas”, aunque sólo mentalmente) es, al mismo tiempo, la exigencia de acabar con aquellas relaciones de poder que

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requieren y estimulan la ilusión de la trascendencia, y de provocar los cambios que nos posibiliten vivir nuestro derecho como poder. Así, aunque el Tratado teológico-político es considerado común mente como una intervención contra las fuerzas del absolutismo y la teo cracia, junto con la superstición con la que justifican su campaña por la dominación de los Países Bajos, el capítulo 16 aborda claramente otro problema completamente distinto. Aquí, las ilusiones que Spinoza busca disipar son las del incipiente liberalismo: el contrato social, el imperio de la ley, la transferencia voluntaria de su derecho que el individuo hace al estado. Por supuesto, no rechaza estos conceptos más explícitamente que los de la teología, pero, de idéntico modo a como trata a esta última tanto en el Tratado teológico-político como en la Ética, vuelve el léxico de los derechos contra sí mismo, traduciendo sistemáticamente el lenguaje de la trascendencia jurídica al lenguaje del poder. De igual manera que escribe “Deus, sive Natura” en la Ética, con el mismo número de pa labras dice en el Tratado teológico-político“Jus, sive Potentia” (derecho, o poder), y los efectos de esta particular “operación del sive”, por usar de nuevo la expresión de Tosel (1984), son tan devastadores para la doc trina liberal como su tratamiento de Dios lo es para la religión. Spinoza comienza su discusión de “las bases de la república” (de reipublicae ñwdamentis) examinando el derecho natural del individuo. Al seguir insistiendo en que el mundo humano es parte del mundo natu ral, tal investigación debe comenzar con una consideración del “orden [institutum] establecido y de derecho de la naturaleza”. Siendo que la naturaleza, o Dios, hace todo lo que puede hacer, y siendo que para Dios no hacer algo que podría hacer sería una imperfección y Dios es per fecto, “el derecho de la naturaleza es co-extensivo a su poder”. De aquí se sigue que las cosas individuales, de las que está constituida la na turaleza (o Dios) en su infinitud, poseen el “derecho soberano” a hacer las cosas que les determina a hacer la naturaleza como un todo. Este es, por supuesto, un ejemplo extraordinario del anti-humanismo filosófico de Spinoza. El derecho, lejos de pertenecer a un mundo humano de li bertad, fuera y más allá de la necesidad que gobierna el mundo natural, se hace co-extensivo a esa misma necesidad, fuera de la cual no existe nada. Desde la posición de Spinoza, negar que los entes singulares (tan to no-humanos como humanos, tanto animados como inanimados) se realizan (existen y actúan) con pleno derecho es negar que Dios, cuya expresión ellos, en su infinitud, constituyen, existe con ese mismo dere cho. Para ilustrar este punto, Spinoza ofrece un ejemplo cuya brutal economía ha molestado a más de unos pocos: los peces, nos dice, están

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determinados a vivir en el agua y, por ello, lo hacen conforme a dere cho, del mismo modo que los peces grandes están determinados a co merse a los peces pequeños, también con todo derecho. La primera parte del ejemplo parece suficientemente clara: las cosas son lo que son, existen en su realidad con derecho a existir y ¿cómo podría ser de otro modo, a menos que el derecho se haga trascendental, una norma sobrenatural por la que juzgamos, condenamos o negamos aquello que existe de hecho?. Los peces tienen derecho a ser como son y no otro; tienen derecho a vivir en el agua pero no tienen derecho a (esto es, es imposible para ellos) hablar. Pero, no deberíamos dejamos con fundir por este ejemplo: cuando habla de los peces, Spinoza no se re fiere a ninguna abstracción o universal. Todos los peces individuales que viven en el agua tienen derecho a hacerlo; si, por alguna razón, un pez particular desarrollara una enfermedad que le impidiera filtrar el oxigeno del agua y, por tanto, no pudiera vivir en ella, ya no tendría de recho a hacerlo. Si muriera, ya no tendría derecho a vivir. En la misma línea, del argumento de Spinoza en la carta 21 (a Blyenbergh), pode mos concluir que un hombre ciego (al menos alguien cuya condición es inmodificable) no tiene más derecho a la vista que una piedra (Ep. 21). “Los imbéciles, los locos y los cuerdos” tienen el mismo derecho para actuar como cada uno de ellos lo hace; las acciones irracionales son llevadas a cabo con el mismo derecho que las racionales. Todo lo que es real es de derecho: “el derecho de la naturaleza y su orden... prohíben sólo aquellas cosas que nadie desea y nadie puede hacer” (TTP, 238 [334 ])- Pensar de otra manera supone rechazar lo que es en nombre de lo que no es y, por tanto, no puede (al menos actualmente) ser, una operación que, como hemos visto en el caso de la Escritura, no puede conducir a ningún conocimiento o verdad y, por tanto, no puede servir de ayuda alguna para cambiar el mundo que condena. Por muy controvertidas que sean las implicaciones del rechazo de Spinoza del derecho que trasciende el hecho en la primera mitad de su historia de peces, la segunda mitad está concebida para provocar al lector, quien, sin duda, será incapaz de evitar el asociarla con el mundo humano: el pez grande que se come al más pequeño con pleno dere cho, porque, del mismo modo que el derecho de la naturaleza como un todo es co-extensivo con su poder, el derecho de cada cosa individual es co-extensivo con su poder. El derecho equivale al poder, el pez gran de se come a los más pequeños: ¿no hemos llegado, precisamente, al “escepticismo” (acerca de las normas trascendentales) que justifica cualquier acción de los poderosos y que, todavía peor, nos priva inclu so de un mínimo suelo desde el que criticar cualquier acción, desde la 88

simple opresión hasta el genocidio abierto, en tanto que sea realizada por “los grandes peces” de este mundo? El fin de la superstición, con su afirmación de que los acontecimientos naturales tienen causas so brenaturales, es una cosa, pero, ¿qué puede venir de una supresión si milar del derecho trascendental (o justicia) en el mundo humano (po lítico y social)? Después de todo, una cosa es decir que los tiburones comen sardinas y que condenar este estado de cosas como “injusto” o ilegítimo, o intentar negar a los tiburones el “derecho” a hacer lo que están determinados por naturaleza a hacer, es absurdo. Y otra cosa bastante diferente, sin embargo, es decir que si las fuerzas de la reac ción clerical y el absolutismo pueden hacerse con el poder, derrocan do un gobierno “legítimo”, su poder para hacerlo es, al mismo tiempo, su derecho. Una vez en el poder, ¿tendrían, entonces, tales fuerzas, si guiendo el argumento de Spinoza, un derecho ilimitado? La respuesta, por supuesto, es que no. Mientras que un régimen podría “poseer” un derecho absoluto para hacer todo lo que le plazca por ley o en teoría, ningún régimen ejerce realmente un poder absolu to. De hecho, desde la perspectiva que Spinoza proyecta, el poder ab soluto no puede ser nada más que una ficción jurídica, un ejemplo más de un derecho legal que nunca puede realizarse. Uno de los distintivos del absolutismo europeo en la época de Spinoza y el objetivo indiscu tido de sus críticos más celebrados era la ausencia de protección legal de la propiedad. Bajo la monarquía absolutista, tal como lo imaginó Locke en el Segundo tratado, nadie podía tener una propiedad como suya ni estaba a salvo de las depredaciones de un soberano caprichoso o rapaz. La historia, sin embargo, sugiere precisamente lo contrario: con la excepción de los impuestos, vinculados con mayor frecuencia a los avatares de la guerra (y así a los intereses comerciales de naciones en teras) que a la magnificencia personal del soberano, la propiedad dio prueba de ser bastante estable tanto en las monarquías absolutas co mo en las limitadas, y pocos, por no decir ninguno, de los soberanos se dignaron a expoliar a sus súbditos independientemente de los dere chos que la ley les garantizara. En efecto, argumenta Spinoza, en gene ral “es excesivamente raro que los gobiernos impongan mandatos muy irracionales; en su propio interés y por mantener el gobierno, le co rresponde especialmente mirar por el bien público y conducir todos los asuntos bajo la guía de la razón. Y es que, como dice Séneca, ‘vio lenta imperia nemo continuit diu* -lo s gobiernos tiránicos nunca du ran mucho tiempo” (TTP, 242 [339]). En el Tratado político irá tan le jos como para decir que, siendo que los regímenes extremadamente violentos u opresivos no pueden durar, incluso si tales regímenes tie

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nen licencia legal para emprender acciones violentas y opresivas (por “razones de seguridad interior” o “para salvaguardar la propiedad”), no tienen derecho a hacerlo. Spinoza, por supuesto, no invoca doctri nas morales inmutables o un criterio universal de justicia al exponer ese argumento. Una vez más es una cuestión de poder; “un estado no tiene derecho a hacer aquello que provocará la indignación de la ma yoría [quae plurimis indignantur]” (TP, cap. 3, § 9) porque “no hay duda de que el poder y el derecho del estado disminuyen en la medida en que promueve que muchos conspiren juntos contra él” (ibid.). De repente, ya no está claro quiénes son los peces grandes y quiénes los pequeños en el mar de la civitas. O quién se beneficia realmente del derecho trascendental abstraído délas relaciones sociales de fuerza. Si el derecho equivale al poder, ¿dónde reside el poder? Tales preguntas, sin embargo, nos llevan lejos del tema declarado de la primera parte del capítulo 16 del Tratado teológico-polítíco: “el derecho natural del individuo” (TTP, 237 [331]). En realidad, consti tuyen lo que convierte a Spinoza en una “anomalía salvaje”, como lo expresó Negri (1981a), en el mundo de la filosofía política del siglo XVII, a igual distancia del patriarcalismo y del individualismo político. Pero Spinoza no puede ignorar los conceptos centrales de la reflexión política (al menos en sus formas más “progresivas”) en mayor medida que los conceptos teológicos en su discusión sobre la naturaleza. De igual manera que en el capítulo 3 del Tratado teológico-polítíco tradu ce la noción teológica de dirección de Dios como “orden fijo e inmuta ble de la naturaleza” y la ayuda de Dios como “todo aquello que la na turaleza humana puede efectuar sola, por su propio poder, para pre servar su propio ser” y como “todo aquello que conviene al hombre y proviene del poder de causas extemas”, así traducirá el lenguaje de un derecho que trasciende el poder en términos de un mundo sin tras cendencia, un mundo cuyas luchas, dado que no existe una autoridad que esté por encima de ellas, no están nunca sujetas a decisión última o ajuicio. No hay nada ni nadie a quien uno pudiera apelar el resulta do del conflicto, para que “anulara” los “veredictos” de la fortuna, aun que sólo fuera en la última hora del juicio final. Así, Spinoza parece reproducir la idea de Hobbes de una transición de un estado de naturaleza, en el que individuos disociados tienen, todos, derecho a todo, a un estado civil cuya condición es la transfe rencia del derecho natural al soberano a cambio de la paz social, que es la única que puede garantizar no sólo la prosperidad, sino incluso la supervivencia: “Con el fin de alcanzar una vida segura y buena, los hombres tienen que unirse necesariamente en un cuerpo. Ellos, por 90

tanto, determinaron [determinaverunt3 que los derechos ilim itados que cada individuo posee naturalmente se pusieran en propiedad co mún y que este derecho no estuviera ya determinado por la fuerza y el apetito del individuo sino por el poder y la voluntad de todos juntos” (TTP, 239 [335]). La naturaleza del contrato (pactum) que Spinoza des cribe, es, sin embargo, como ha argumentado Balibar (1985a), diam e tralmente opuesta a la que posee en Hobbes. Primero, no ocurre sim plemente que los hombres deberían vivir en sociedad pero podrían, en realidad, vivir en un estado de naturaleza (“hay muchos lugares donde viven así ahora”, según Hobbes). Como Spinoza argumentará en el Tra tado político, los hombres viven necesariamente en sociedad: “porque nadie en soledad tiene fuerzas [vires] para defenderse a sí mismo y para obtener lo que es necesario para la vida, de ahí se sigue que los hombres desean naturalmente el estado civil, y nunca pueden disolverlo total mente” (TP, cap. 6, § 1). La sociedad no es el efecto de un acto de volun tad por parte de individuos originariamente autónomos; por el contra rio, los hombres están naturalmente determinados a vivir en sociedad, la existencia de ésta es necesaria para su supervivencia. La sociedad Hu mana no es algp separado u opuesto a la naturaleza; es parte de ella. Co mo tal, no hay un momento de fundación, ni un origen constitucional marcado por la transferencia de derechos. Como ha argumentado Negri (1981a), la concepción que Spinoza tiene de la sociedad excluye cualquier idea de individuos naturalmente disociados que son unifica dos por mediación de una instancia superior (artificial), el estado. Pero, quizás más importante incluso es la condición del individuo en Spinoza, cuyo trabajo desafía totalmente la división contemporá nea del pensamiento social entre holismo e individualismo metodoló gico. Ya que, por paradójico que pueda parecer, el nominalista más consistente es Spinoza y no Hobbes. Ya que, es en este punto donde la limitaciones del nominalismo se muestran con toda claridad. Mientras que éste argumenta en el Leviatán que “no hay nada en el mundo que sea universal excepto los nombres; pues las cosas nombradas son to das ellas individuales y singulares” (102 [141]), encontramos, al menos en el mundo humano, que sus individuos no son precisamente singu lares. Al modo del individualismo metodológico, reduce toda colectivi dad humana a sus componentes irreduciblemente simples, los indivi duos, que, en consecuencia, funcionan como puntos absolutamente terminales, origen y fin, al mismo tiempo, del análisis. Los individuos de Hobbes, sin embargo, son todos exactamente iguales; cada uno de ellos es motivado por “un deseo perpetuo e insaciable de poder tras poder” (161 [199]) que puede ser (y necesariamente será) sometido por

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el miedo más primario a la muerte y los medios que la razón prescri be para evitar semejante destino. Así, la singularidad de los individuos es sólo aparente: Hobbes, a pesar de haber expresado desdén por el lenguaje de la “escuela”, es llevado a plantear una esencia universal del hombre de la que cada individuo es el portador, si no la expresión, y en la que la diferencia específica de cada uno se diluye. Desde la perspectiva de Spinoza, Hobbes se equivoca de dos mane ras. Primero, como ha mostrado Macherey, “el individuo, o el sujeto, no existe por sí mismo en la simplicidad irreducible de un ser único y eterno, sino que está compuesto por el encuentro de seres singulares que, coyunturalmente, concuerdan en él” (1979, 216). Es más, “los ele mentos constitutivos de un individuo son realidades complejas en sí mismas, compuestas de partes distintas que co-existen juntas y son, ellas mismas, determinadas desde fuera de esta relación y así hasta el infinito, dado que el análisis de la realidad es, según Spinoza, intermi nable y no puede conducir nunca hasta unos seres absolutamente sim ples sobre la base de los cuales se construiría el sistema complejo de sus combinaciones” (1979, 218). Un nominalismo riguroso (tal como es expresado en la Ética, Parte II, proposición 13) no puede tomar nin gún ente como unidad irreducible; no hay nada más que “articulacio nes” (por usar la expresión de Macherey), cada una hecha de partes, ellas mismas compuestas de partes y así hasta el infinito. Desde esta perspectiva, el individuo no es un todo orgánico en mayor medida que la “sociedad” o ‘da comunidad”. Al mismo tiempo, concebir el individuo como un ente compuesto formado a partir del “encuentro de seres sin gulares” supone abolir una esencia general de la especie humana (de la que cada individuo sería sólo la realización) y remplazaría con esencias absolutamente singulares cuyos deseos, miedos y comportamientos, incluso bajo condiciones idénticas, están sujetos a variaciones infini tas: “Hombres diferentes pueden ser afectados de maneras diferentes por uno y el mismo objeto, y uno y el mismo hombre puede ser afec tado por uno y el mismo objeto de diferentes maneras en momentos diferentes” (E III, prop. 51). Y de la misma manera que no hay límite hacia abajo para los seres que componen otros seres, esto es, no hay “átomos” a partir de los cuales serían conjuntados todos los seres más complejos, tampoco hay límite hacia arriba. Así, los grupos, las colec tividades, las sociedades componen individuos, o singularidades, que no son menos reales que los individuos humanos. Incluso una pareja, según Spinoza, forma un individuo que es tan real como los dos indi viduos de los que está compuesta: “si dos individuos que posean com pletamente la misma naturaleza se combinan, componen un indivi

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dúo doblemente poderoso que cada uno de ellos tomado separada mente” (EIV, prop. 18, esc.). La concordancia coyuntural de elemen tos complejos que define el “carácter” específico o disposición de un individuo (Spinoza emplea el término latino ingenium) se encuentra a una escala mayor en las formas colectivas de existencia humana: pare jas, masas, naciones, todas tienen un ingenium específico que les hace ser lo que son y no otra cosa (Moreau, 1994,427-65). El rechazo del atomismo de Hobbes, según el cual los individuos están disociados por naturaleza y unidos sólo artificialmente, impi diendo que la naturaleza se convierta, precisamente, en el imperium in imperio (cuya sola posibilidad niega Spinoza en el Prefacio de la Parte III de la Ética) conduce en cambio a la identificación no sólo de de recho y poder, sino de derecho social y derecho natural. En su único comentario directo acerca de Hobbes, Spinoza argumenta: “Con res pecto a la teoría política, la diferencia entre Hobbes y yo... consiste en que yo siempre preservo el derecho natural en su totalidad, y sostengo que el poder soberano en un estado únicamente tiene derecho sobre un súbdito en proporción a lo que su poder excede el poder del súbdi to” (Ep. 50).«En efecto, ¿cómo podría ser de otra manera? El poder, es pecialmente el poder físico, nunca puede ser alienado como si fuera propiedad, o entregado como si fuera una posesión de un sujeto. Así, “los hombres nunca han transferido su derecho y entregado su poder a otro tan completamente de modo que no fueran temidos por esa mis mas personas que recibieron su derecho y poder” (TTP, 250 [351]). En realidad, como ha señalado Matheron, aunque Spinoza continúa ha blando de una transferencia de derechos, su equiparación de derecho y poder, y así, de lo legal y lo físico, hace de semejante transferencia algo imposible: “Ya que nuestro poder sigue siendo físicamente nues tro: no lo abandonamos, sino que lo mantenemos y es precisamente porque lo mantenemos por lo que otros lo necesitan para realizar sus propios fines” (1985a, 269). Dado que no acontece ninguna transfe rencia de derechos, es posible hablar del derecho del estado sobre el individuo sólo en tanto que el estado, en su capacidad para hacer uso del poder de muchos individuos, es más poderoso que uno cualquiera en solitario. Por supuesto, si el estado provocara la indignación activa de una mayoría, con independencia del modo en que la mayoría hu biera expresado su voluntad anteriormente, con independencia de los acuerdos que ella o sus representantes hubieran aceptado, el derecho de la autoridad soberana disminuirá a la par que su poder. Es en este punto en el que la distinción entre Hobbes y Spinoza emerge con toda claridad. Ya que, aunque Hobbes admite que los pac

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tos realizados en el estado de naturaleza, en ausencia de “un poder común... con derecho y fuerza suficientes como para impulsar al cum plimiento” son inciertos, y se convierten en algo vacío “ante cualquier sospecha razonable” de que la otra parte no vaya a actuar como se acor dó, tales pactos son, de cualquier manera, “obligatorios” (1968, 198 [235]). Semejante obligación contractual trasciende totalmente las rela ciones de fiierza reales: incluso se me requiere que mantenga la pro mesa que hice al ladrón que me ha soltado con la condición de que yo me comprometa a pagarle más adelante” (ibid. [236]). “Si yo pacto pagar un rescate o servicio por mi vida a un enemigo, estoy obligado a ello” (ibid.) con independencia del hecho de que mi enemigo deje de te ner poder sobre mí. Spinoza, que rechaza cualquier trascendencia de ese tipo, emplea los mismos ejemplos para llegar a conclusiones opues tas: “Supon que un ladrón me fuerza a prometer que le daré aquellos bienes míos que apetece. Ahora, dado que mi derecho natural, como ya he mostrado, está determinado sólo por mi poder, es patente que si puedo librarme de este ladrón por medio del engaño, prometiéndole to do lo que quiere, tengo el derecho natural de hacerlo, esto es, de preten der estar de acuerdo con aquello que él quiere” (TTP, 240 [336]). Si con sigo convencerle para que me suelte, una vez fuera de su poder, “tengo el derecho soberano para no cumplir lo prometido y dar marcha atrás en la palabra dada” (TTP, 240 [336]). Spinoza, por supuesto, sólo con firma el mayor de los miedos de Hobbes: que el incumplimiento de la más pequeña de las obligaciones contractuales tenderá inevitablemen te a la destrucción del pacto de todos los contratantes según el cual “ca da hombre debería decir a cada uno de los otros hombres: yo autorizo y cedo mi derecho de gobernarme a mi mismo a este hombre, o a esta asamblea de hombres, con la condición de que tu le cedas tu derecho y autorices todas sus acciones de la misma manera” (1968, 227 [267]). Concluido este pacto, sus sujetos están vinculados, obligados a obede cer al soberano en todas las cosas, excepto, por supuesto, el mandato de destruirse a sí mismos. De la equiparación de derecho y poder, Spino za sólo puede deducir que no importa qué juramentos de obediencia o acuerdos formales puedan sellar los súbditos con las autoridades sobe ranas, tales contratos son válidos sólo en tanto que el soberano tenga poder para instar a los hombres a obedecerle por medio del amor o el miedo: ‘Tos poderes soberanos poseen el derecho a mandar todo lo quieran sólo en tanto que detentan realmente el poder supremo. Si pierden este poder, con él pierden también el derecho al mando com pleto” (TTP, 242 [339]). Como comenta Matheron: “Si el soberano, por medio de su método de gobierno determina que sus súbditos se rebe

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len contra él, no podrá invocar la más mínima norma jurídica en defen sa de su propia causa: desde el momento en que se rebelan, tienen el derecho de hacerlo” (1985b, 174). En consecuencia, en una época en la que sus más ilustres compa ñeros filósofos se esforzaban por demostrar la novedad de su pensa miento que, como garantía de veracidad, tenía que comenzar con una evidencia primera de la razón o de la experiencia sensible, Spinoza se vuelve hacia la antigüedad clásica, específicamente hacia un puñado de historiadores romanos, en busca de los términos, si no de los con ceptos, necesarios para analizar las realidades de la práctica política: en orden decreciente de importancia, Tácito, Quinto Curdo, Salustio y Livio. Es verdad, como ha argumentado Moreau (1994), que las referendas de Spinoza a la historia romana son casi todas negativas (como lo son, podríamos añadir, sus referencias a la Macedonia de Quinto Curdo): en el Tratado teológico-político, Roma funciona como ejem plo del extremo político que ha de ser evitado, ni una ruptura del or den, ni, menos todavía, una descomposición de la sociedad civil en in dividuos disociados, sino, más bien, el recuerdo de la guerra civil laten te en cada sociedad, del frágil equilibrio de fuerzas sobre el que descan san incluso las épocas más prósperas. En el Tratado político, Spinoza lleva este punto de vista más lejos todavía: en cierto sentido, Roma es la política sin ilusión. Su historia, como se lamentaba Tácito, muestra de manera realmente brutal hasta qué punto las constituciones, las leyes, los sistemas de derechos de mayor alcance, los deberes y obliga ciones son totalmente dependientes de las relaciones de fiierza, que no ofrecen en último término ninguna seguridad ni a los gobernantes ni a los gobernados. Augusto subió al poder, cuenta Tácito en los Anales (1,2), asegurándose, primero, el apoyo del ejército y del pueblo y, des pués, procediendo a “adjudicarse las funciones del senado, de los magistrados y de la ley misma”. Contra esta usurpación, ‘Ta ley, inca pacitada por la fuerza... ofrecía una protección muy débil”. Al mismo tiempo, Tácito lamenta, en la conclusión del Libro I de los Anales, que. durante el reinado de Tiberio, la servidumbre más detestable viniese disfrazada de “palabras especiosas” y “apariencia de libertad”. En el Tratado político, Spinoza toma la cita primera (casi literal mente, aunque, como tan a menudo, sin nombrar a Tácito) (Wirszubski, 1955; Proietti, 1985), separada de su contexto específico y la ofrece como una máxima general. Lo hace, sin embargo, en un lugar de lo más inesperado e, incluso, paradójico. Los capítulos 6 y 7 están dedicados a la cuestión del régimen monárquico: ¿cómo puede un régimen seme jante alcanzar la estabilidad e incrementar la prosperidad y el poder de

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la sociedad sobre la que gobierna? Entre los medios necesario para con seguir tales fines, especialmente en un estado monárquico, se encuen tra el imperio de la ley. Por su propia supervivencia, el monarca debe colocar la ley por encima de sí mismo, de modo que las leyes “han de ser consideradas decretos eternos del rey hasta el punto de que sus ministros le obedecen al rehusar ejecutar sus órdenes cuando él manda algo contrario a las leyes” (TP, cap.7, § 1). Las tentaciones del gobierno monárquico son, en realidad, tan grandes que para resistirse a ellas un rey debe atarse con leyes, de la misma manera que Uhses ordenó a sus hombres que le ataran al palo mayor y no lo desataran con indepen dencia de las ordenes o amenazas que él profiriese. Estos monarcas, que “no son dioses sino hombres” y “que tan a menudo son capturados por la canción de las sirenas” (ibid.), deben, en su propio interés, obli gar a sus súbditos a que les impidan rendirse ante la tentación de tira nía. Pero, una vez más, no basta con exponer el problema en términos legales; la pregunta primordial debe ser, “qué hay que hacer para que los hombres, sean guiados por la razón o por los afectos, obedezcan las leyes establecidas. Si el derecho del estado [imperíum], o la libertad pú blica está sustentada únicamente sobre la débil protección de las leyes, no sólo el pueblo no tendrá asegurado el mantenimiento de la libertad, sino que eso le conducirá al desastre” (TP, cap. 7, § 2). Spinoza ofrece el ejemplo de Aragón (TP, cap. 7, § 30), un caso que se asemeja a los Países Bajos en ciertos aspectos clave. Después de libe rarse de los moros, las gentes de Aragón eran libres para decidir qué tipo de estado les sería el más adecuado. Instituyeron la monarquía, “pero no podían ponerse de acuerdo acerca de las condiciones que ha bía que imponer al monarca y resolvieron, entonces, consultar al Sumo Pontífice de Roma” (ibid.). El Papa reprochó a la gente de Aragón por no seguir el ejemplo de los hebreos, evitando la monarquía, pero les aconsejó que, si persistían en sus planes, establecieran un conjunto de costumbres sustentadas en el ingenio gentís, el carácter de la gente. “En particular, deberían crear una asamblea suprema ... que se opusiera a los reyes, dotada con el derecho absoluto para decidir cualquier dispu ta que pudiera ocurrir entre el rey y los ciudadanos” (ibid.). No sólo si guieron el consejo del Papa, sino que establecieron por ley, entre otras limitaciones, el derecho de los súbditos a resistir la violencia ilegal con tra la nación llevada a cabo por cualquiera, incluido el rey. Con el tiem po, sin embargo, sucedió que” la gran mayoría, por medio del deseo de halagar a los poderosos (pues es necio dar patadas a los aguijones), y el resto, por medio del temor, no mantuvieron de su libertad otra cosa que palabras vacías y costumbres sin sentido” (ibid.).

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Las leyes se mantienen, pero una relación de fuerzas sociales desfavora bles, determinada como en el caso de Aragón no por la violencia abier ta, sino por el deseo de la gente, puede, como lo plantea Spinoza, ha ciándose eco de Tácito (transformando de nuevo una descripción d< una situación histórica específica en una guía general para la reflexiór política), vaciarlas de su relevancia tradicional. Quizás Spinoza leyó ¿ Tácito a través de Maquiavelo (quien puede que nunca llegara a leer ¿ Tácito: el fragmento recuperado de los Anales no comenzó a circula] por Europa hasta 1515, dos años después de que fuera escrito El prínci pe) que ofrece un consejo similar al príncipe que busca construir un es tado estable: “Los fundamentos principales de todos los estados, sear nuevos, viejos o mixtos, consisten en buenas leyes y buenas fuerzas ar madas; y dado que no puede haber buenas leyes donde faltan bueno* ejércitos, y donde hay buenos ejércitos debe haber buenas leyes, dejare de lado la discusión sobre las leyes y hablaré acerca de la fuerza arma da” (1964,99 [71-72]) ¿Qué es el ejército, cuya misma existencia deter mina que habrá buenas leyes? “La espada o derecho del rey es, en rea lidad, la voluntad de la multitud” (TP, cap.7, § 25) cuya indignación nin gún gobernante puede sobrellevar por mucho tiempo. Es en este senti do en el que la ley social recoge la fuerza y necesidad de las leyes de k naturaleza, no como una expresión de lo que debería ser, sino de lo que es, ni fuera del poder de la naturaleza (por el que una ley sería simples palabras), ni opuesto a él, sino como su realización. Aunque Deleuze (1983, comentando a Negri, 1981a y 1981b) acertaba al identificar e “anti-juridicismo” como una de las principales características de Spino za, se mantiene la cuestión de que Spinoza nunca abandonase los con ceptos de derecho y ley, sino que buscase, en cambio, reelaborarlos er un sentido materialista. Del mismo modo que la sociedad nunca puede disolverse, sino sólo cambiar de forma, así nunca puede haber una so ciedad sin leyes, incluso si estas leyes no están registradas en ningún si tio o no fueron nunca decretadas por una decisión original individual c colectiva; y lo que es mucho más importante, estas leyes son las leyes inmanentes a la práctica real. La ley, entonces, no existe con anteriori dad a su realización, ni puede existir sin ella; para cambiarla, no basta con anunciar o anular algunas palabras, sino que debe cambiarse la rea lidad material en la que está encamada. Balibar (1994), Negn (1994) y Matheron (1986), entre otros, han remarcado que la interrupción del Tratado político con los cuatro pa rágrafos del capítulo dedicado a la democracia (Spinoza había ya ocu pado dos capítulos discutiendo el gobierno monárquico y otros dos, el aristocrático) es signo tanto de la existencia de dificultades teóricas co97

mo de la brevedad de su vida. Merece la pena señalar, sin embargo, no para oponerse a este punto, sino para agregar, que el parágrafo con el que concluye el Tratado político debía abordar la cuestión de la ley, una cuestión que Spinoza no comenzó a considerar y, quizás, ni siquie ra podría haberlo hecho. Y es que primero tenía que ser abordada una cuestión previa que, por si sola, daba a la idea de ley toda su relevancia. Es una cuestión cuya importancia sólo ha surgido en nuestra época (gracias a los esfuerzos de Matheron, Negri y Balibar), aunque al leer el Tratado político no podamos dejar de ver su centralidad: la cuestión de la multitud. En el Tratado teológíco-político comienza, una y otra vez, a hablar acerca del derecho del individuo y, una y otra vez, cambia la discusión, sin indicar de ninguna manera que lo está haciendo, y pasa a hablar de entidades colectivas (que, como hemos visto, deben ellas mismas ser consideradas como individuos en la perspectiva de Spinoza). En el Tratado político lo dice explícitamente: si el derecho es co-extensivo al poder, el individuo en soledad únicamente puede tener poco poder o derecho. El derecho del individuo, si es que el término se refiere a algo real, es insignificante comparado con el del estado (o con cualquier otra cosa en este asunto). Así, “el derecho [Jus] del estado... es deter minado por el poder [potentia] no de cada individuo, sino de la multi tud”. En este punto, estamos forzados a dejar de lado las traducciones y volver al texto latino. Ya que Spinoza emplea una serie de términos altamente refinados, aunque no siempre consistentes, para designar las diferentes modalidades de existencia colectiva. Como ha apuntado Negri (1981a), ninguno de los contemporáneos de Spinoza contempló siquiera la posibilidad de construir un léxico semejante (aunque no descuidaron totalmente, como veremos, las realidades sociales que ocuparon a Spinoza); no hubo ni un solo pensador moderno (con la excepción parcial del no tan moderno Maquiavelo) cuyo trabajo pueda servir como modelo o guía o, incluso, ofrecer las herramientas con ceptuales necesarias para su proyecto. En realidad, las filosofías libera les de su época tendían a reducir (por razones que examinaremos con algún detalle) precisamente las complejidades que interesaron a los historiadores romanos a una o dos oposiciones esquemáticas: el indi viduo y el estado (o soberano) y el pueblo y el estado (por tanto, com primiendo todos los movimientos de masas en “el pueblo”). Es preci samente esa operación de reducción y abstracción, la renuncia a la his toria real a favor de los orígenes míticos y los momentos constitucio nales, a favor de elaborados sistemas de derechos y obligaciones que descansan sobre no otro fundamento que el hecho de que constituyen

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lo que debe ser, lo que condujo a Spinoza a denunciar la filosofía con la vehemencia con la que lo hace al comienzo del Tratado político. En contra, él propone que consultemos los trabajos de los politici (hom bres que están implicados activamente en la política), tradicionalmen te considerados como el mal, como poseedores de no otro propósito que enseñar a los gobernantes sin escrúpulos cómo “conspirar contra la humanidad” con éxito (debería estar ya claro que Spinoza se refiere aquí no simplemente a Maquiavelo, sino a Tácito, Salustio y a otros también, que eran, y son, sospechosos de “escepticismo moral”). A di ferencia de los diseñadores de utopías jurídicas, los politici “no ense ñaban nada que fuera inconsistente con la experiencia” y la experien cia les mostraba muy claramente que la relación política central no era entre el individuo y el estado, sino entre el estado y, lo que Spinoza lla mará con gran consistencia en el Tratado político, la multitud. Mien tras que para muchos de sus contemporáneos, la relevancia de Roma residía precisamente en la grandeza de la constitución republicana y en la exhaustividad de su código de ley civil, lo que interesa a Spinoza no es el ideal proyectado por sus juristas, sino la realidad descrita por sus historiadores. Aquí, de nuevo, Spinoza se mostró como un lector extraordinariamente despierto de los historiadores romanos cuyo re chazo de las “ilusiones constitucionales” les llevó a describir con gran detalle la composición y disposición de las fuerzas cuyo conflicto deter minó el destino tanto de la República como del Imperio Romano, al igual que el de la Macedonia de Quinto Curdo (segundo en importan cia para Spinoza, después de Tádto). De estos escritores extrajo Spinoza los cinco términos que utiliza para designar las formas de vida colectiva: populus, plebs, vulgus, tur ba, multitudo. Cada uno de estos términos, aunque están claramente reladonados los irnos con los otros, tiene un significado distinto en tan to que denota o bien las condidones específicas de una colectividad (tanto el carácter de clase de la mayoría de sus miembros o simplemen te su situadón legal), o bien el tipo de acdones que lleva a cabo (legales o ilegales, pacíficas o violentas, radonales o irradonales). Por supues to, dada la naturaleza altamente descriptiva de la escritura en cuestión, no hace falta decir que cada uno de estos términos retiene una derta equivoddad que permite que su fundón vacile entre la pura descripdón y la condena (que puede ser moderada o severa). Así, Yavetz ha mostrado que Tádto, por ejemplo, en una sólo obra (en este caso, los Anales) usa los términos plebs y turba en un sentido neutral en dertos lugares, en un sentido moderadamente despectivo en otros y en un sentido “abiertamente despectivo” (1969,141) en otros más. Populus

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era usado generalmente para designar tanto “el populacho” como, in cluso, ‘la población”, y, al mismo tiempo, “el pueblo” como una enti dad casi legal, cuyo equivalente griego seríaSr^oq . La plebs, por su puesto, tanto urbana como rústica, se refería ampliamente a las clases trabajadoras, ocupando los esclavos un lugar marginal, ni completa mente interno ni completamente externo a la categoría. Los términos restantes, vulgus, turba y multitudo (cuyos equivalentes griegos ) serían ol t ioXXo í y óyXoq eran usados en un sentido todavía menos preciso: todos podían ser usados simplemente para designar una mu chedumbre (aunque turba probablemente sería la palabra más elegi da para este propósito); todas servían para denotar la muchedumbre, o las masas, también. Estos últimos nombres a menudo describían en tidades compuestas de plebs organizados con el propósito de impli carse en comportamientos amenazantes o abiertamente violentos contra sus superiores. No es necesario decir que ninguno de los autores a los que Spinoza se refiere podría ser acusado de simpatizar con los movimientos de ma sas que describían, ni de ningún otro sentimiento que no fuera el de des precio. En realidad, es precisamente su “miedo de las masas”, por usar la expresión de Balibar (1994) fundada en una fórmula que se encuen tra en varios lugares en Spinoza (ella misma tomada, como anota Bali bar, de Tácito), lo que les persuade para asignar a las masas un lugar central en la historia, incluso si su papel es abrumadoramente destruc tivo, un principio de negatividad interno insuperable que condena a la ruina incluso al sistema de gobierno más estable y mejor organizado. Las masas son inconstantes, impredecibles y, sin embargo, por su capa cidad económica, necesarias para la vida social; ellas son, por tanto, el abismo sobre el que está construido todo estado. Una de las figuras más comunes a través de la que son explicados la naturaleza y el poder de las masas es el océano Oa metáfora se encuentra en Tácito y en Quinto Curcio), habitualmente un telón de fondo de los asuntos del estado que pasa desapercibido, es capaz, durante las épocas conflictivas, de desen cadenar una fuerza que nada puede contener. La menor fisura en el estado, sea una muerte (por ejemplo, la de Augusto para Tácito o la de Alejandro para Quinto Curcio) o una disensión Ga conspiración de Catilina para Salustio), puede provocar la acción de las masas y el desmo ronamiento del orden. En este sentido, la verdad de estos momentos históricos definitivos no reside dentro del mismo sistema político, sino fuera de él, en el poder de una multitud indignada. Así, según Salustio, la ruina de Catilina estuvo en su última y definitiva incapacidad para ganarse a la “ urbana pleb& para su causa, aunque inicialmente “el cuer

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po entero de la plebs, debido a su deseo de cambio, estaba a favor c Catilina” (1920, XXX, 7). El senado estaba tan preocupado que impus medidas de emergencia, incluida la de desplazar a todos los gladiadí res fuera de Roma por miedo a que se unieran a la revuelta. En el lím te, entonces, la aristocracia de Roma nunca pudo conjurar completí mente el espectro del bellum servile, la rebelión de los esclavos, de i cual Espartaco fue sólo el ejemplo más espectacular. Es verdad, por si puesto, que las masas nunca actuaron con el objetivo decidido de ren plazar el poder de los gobernantes con su propio poder, ni los histori; dores en cuestión les atribuyeron ningún objetivo semejante. Sin en bargo, funcionaban como las fuerzas internas o inmanentes a todo rég men político, fuera monárquico, republicano o tiránico, en el que, esti vieran formalmente representadas o no, su poder, que ningún gobei nante podía ignorar ni ignoró, les garantizaba su derecho, estuviei legalmente sancionado o no. Como algunos comentadores han señalado (Giancotti, 1970; Negi 1981a; Balibar, 1994; Matheron, 1986), el uso que hace Spinoza de ] literatura romana sobre los movimiento de masas es bastante comph jo. En particular, hay un desplazamiento tanto terminológico com conceptual del Tratado teológico-político (publicado en 1670) al Tn tado político (inacabado en el momento de la muerte de Spinoza e 1677), con la Ética ocupando una ambivalente posición media. En < Tratado teológico-político el término más frecuentemente usado, pe mucho, para describir a las masas es vulgus. Como ha mostrado Bal bar (1994), sin embargo, el uso que Spinoza hace de vulgus (al contn rio del que hacen los historiadores romanos) es generalmente peyón tivo: a menudo denota simultáneamente una entidad política y episte mológica, si no exactamente una turba ignorante, sí una masa con ter dencia a la superstición (aunque no necesariamente condenada par siempre a ella). Típica en este aspecto es la segunda frase del capítul 6 (“De los milagros”, donde el térm ino vulgus aparece con mayor fre cuencia que en ningún otro capítulo). “Ya que la gente común [vulgui supone que el poder y la providencia de Dios se muestran más ciar? mente cuando ocurre algún suceso inusual en la naturaleza, contrari a sus creencias habituales respecto a la naturaleza, particularm ente: tal suceso es claramente beneficioso o ventajoso para ellos” (TTP, 12 [168]). Aquí el vulgus es la masa cuya esperanza y temor a las inte rrupciones del curso regular de la naturaleza revela su creencia en t Dios-Hombre dotado de libertad hum ana que puede redirigir la natr raleza para su beneficio si le sirven bien o castigarles si se desvían d< camino de la rectitud. Suponen una masa de base para aquellos qu

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puedan convencerles de que son capaces de leer los signos de la volun tad de Dios en los acontecimiento insólitos: la debilidad epistemológi ca del vulgus, por tanto, es lo que les hace ser útiles para el régimen monárquico / teocrático que, según pensaba Spinoza, estaba adqui riendo forma en los intersticios de la República Holandesa. La crítica de los milagros es, por supuesto, uno de los objetivos principales de la Parte I de la Ética y si el argumento de Spinoza de que Dios no puede ser libre para alterar la necesidad con la que se gobierna a sí mismo no fuera suficientemente explícito, extrae la conclusión directamente política en el Apéndice: “Y así ocurre que todo el que busca las verda deras causas de los milagros y entender la naturaleza del modo docto, en lugar de asombrarse ante ellos como un necio, es, a menudo, con siderado un hereje y un hombre malvado y proclamado como tal por aquellos que el vulgus venera como intérpretes de la naturaleza y de los dioses. Ya que estos últimos saben bien que la superación de la ignorancia supone la destrucción del confuso asombro que es su único argumento y medio para asegurar su autoridad” (E, I, Apéndice) Por lo anterior, podría parecer que el concepto de vulgus pertene ce a una teoría elitista del conocimiento y la ilustración de acuerdo con la cual la masa está destinada a permanecer ignorante para siempre, al tiempo que unos pocos selectos ascienden al amor intelectual de Dios. En efecto, es posible leer el temprano e inacabado Tratado de la reforma del entendimiento como una exposición de tal doctrina. Si persisten rastros de esta idea en el Tratado teológico-político (y en la Parte V de la Ética, que nunca ha dejado de inspirar lecturas de ese tipo), sin embargo, se sostienen en marcada contradicción con los más importantes argumentos de Spinoza. Como ha mostrado Moreau (i994> 383), la distinción sabio / necio no tiene cabida en la obra de madurez de Spinoza, incluyendo el Tratado teológico-político, donde se expone que “todos los hombres por naturaleza están expuestos a la superstición” (una afirmación que se repite casi literalmente en la Ética) y que basta un cambio de fortuna para que salgan corriendo a “leer cosas extraordinarias en la naturaleza como si la misma natura leza les acompañara en su locura” (TTP, Prefacio). Permanece el hecho, sin embargo, de que, incluso en la Ética, vul gus es la palabra preferida de Spinoza para nombrar a las masas y de que ésta retiene su sesgo peyorativo. La mayoría de los siete pasajes que contienen el término, según la cuenta que hace Giancotti, repro ducen el uso del Tratado teológico-político: el vulgus proyecta sus fan tasías de auto-dominio sobre la naturaleza (o Dios). Un pasaje, no obs tante, destaca, no porque sea menos peyorativo, sino porque atribuye

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al vulgus no una debilidad de comprensión o ima inconstancia paral zante, sino, por el contrario, un poder real: Terrei vulgus, nisi metua el vulgus es temible si no tiene miedo (E IV, prop. 54, esc.). No hac falta seguir la demostración de Balibar (1994) para poner de relieve 1 importancia en Spinoza del miedo de las masas, en los dos sentidos d la expresión: tanto el miedo que inspiran como el miedo que exper mentan. En un sentido, por supuesto, y a la luz del “tacitismo” de Sp: noza, el pasaje de la Parte IV de la Ética podría verse como la expre sión de un punto de vista acerca de las masas más negativo incluso qu el que se expresa en el Tratado teológico-político. En la proposició anterior Spinoza expone su crítica de la humildad como uno de le afectos tristes que disminuyen nuestro poder de actuar, mientras qu en la demostración de la proposición 54 argumenta que el arrepentí miento es doblemente doloroso en tanto que el individuo “es vendd por un deseo malvado [prava cupiditaté] y, luego, sufre dolor”. El esce lio, sin embargo, parece ofrecer una matización de estos argumentoí dado que pocos hombres viven bajo la guía de la razón, la humildad el arrepentimiento, e incluso el mismo miedo, pueden ser más ùtile que dañinos: “Pues, si los hombres de espíritu débil fueran todos igual mente orgullosos, si no se avergonzaran de nada ni temieran ñadí ¿qué les podría persuadir para que se unieran, vinculándose los uno a los otros? El vulgus es temible, si no se le hace temer”. Spinoza caí ha llegado peligrosamente a ofrecer un teoría platónica de las “noble ficciones” que se han de repetir a la mayoría para asegurar su obe diencia: a las masas hay que enseñarles que la debilidad es buena y c poder es malo, sobre todo se les debe hacer vivir con miedo para qu no sean, a su vez, la causa del temor. Semejante posición, sin embarge es completamente insostenible ante los propios argumentos de Spi noza en la conclusión de la Parte IV (y que se repiten en otros lugares) no se puede confiar en una armonía social producida por el miedo (d las masas) (TTP, cap. 16), mientras que, simultáneamente, ningúr gobernante puede dejar nunca de temer el poder de sus súbditos coi independencia de la autoridad legal que tenga sobre ellos (TTP, cap 17). En realidad, es precisamente este miedo de su propio pueblo, má que ningún enemigo externo, lo que frenará al soberano de dejarse lie var por el canto de las sirenas y permitirse conductas irracionales ; violentas. Esto da una función racional al “miedo de las masas” o, a menos, al miedo que infunden. La posición de Spinoza en tomo al miedo de las masas en el Trata do político, sin embargo, es todavía más sorprendente. De hecho, en e parágrafo 27 del capítulo 7, le da claramente la vuelta a la posiciói

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mantenida en la proposición 54 de la Parte IV de la Ética. Anticipa que su argumento de que la monarquía, como cualquier forma de domi nación, descansa sobre la voluntad de la multitud (multitudinis volun tas) será recibido con risas por “aquellos que usan expresiones tales como el vulgus es temible si no se le hace temer [terrere, ni paveant], la masa [plebs] es o bien un siervo [servit, que además puede significar esclavo] humilde o un amo tiránico y no posee ni verdad ni juicio”. De este modo, un cambio muy importante sucede en el Tratado político, que es mucho más que un simple cambio terminológico. Vulgus casi desaparece del Tratado político, remplazado por “multitud”. Si de algún modo sobrevive en la última obra de Spinoza es para designar no a las masas mismas, sino a aquellas personas (incluyendo al mismo Spinoza) que usan el término para referirse a lo que ahora llama “la multitud”, expresando así su rechazo de lo que en él Tratado político es considerado como la realidad de la vida política: el poder de la mul titud. Su desprecio de las masas es tan grande que les impide ver lo que todos los grandes historiadores y politici, desde Salustio a Maquiavelo, han descrito con tanto detalle: el papel decisivo de las masas, su inac tividad, su turbulencia e incluso sus insurrecciones, para cualquier régimen o forma de gobierno. De acuerdo con esta perspectiva, cual quier rey que desee conservar su derecho “será llevado, sea por miedo a la multitud o por un deseo de vincularla a él, o sea por un espíritu generoso, un deseo de consultar el bien [utilitatí} público, a apoyar siempre la opinión de la mayoría” (TP, cap. 7, § 11). Spinoza irá todavía más lejos, rechazará no sólo a sus oponentes, sino la posición mantenida en la proposición 54 de la Ética. El miedo de la multitud (esto es, el miedo inspirado por la multitud) y el des precio por ella descansan sobre el mismo error fundamental: la atri bución únicamente a las masas (plebem) de ‘la debilidad inherente en todos los mortales. Hay una naturaleza y es común para todos” (TP, cap. 7, § 27). Spinoza repite la expresión aún una vez más: “’terrere, nisi paveant, el vulgus es temible si no se le hace temer, porque la libertad y la servidumbre no son fácilmente reconciliables” (ibid.). La política de mantener a la multitud en un estado de ignorancia y de alentarla para que viva desacostumbrada a deliberar acerca de los asuntos políticos, lejos de contribuir a la paz social, sólo puede provo car la indignación de las masas. Aunque sería más racional suspender el juicio respecto a asuntos sobre los que poseen una información in suficiente, la gente simplemente no lo hace; ante los “secretos de esta do”, en realidad, “darán a todo una interpretación siniestra” (ibid.). Contra el argumento de que la política abierta a la multitud es una in

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vitación al caos de opiniones en conflicto y disputas interminables Spinoza argumenta que, a causa de que el poder del pensamiento d< la mayoría es necesariamente mayor que el de la minoría, es, en conse cuencia, más fácil para la multitud seguir el curso de la razón que parí una minoría, por muy sabios o doctos que sean éstos: Ya que si es cierto que mientras los romanos debatían perdieron Sa gunto (una referencia a la ciudad española perdida ante Aníbal al co mienzo de la Primera Guerra Púnica), ocurre también que, cuand< unos pocos deciden todo de acuerdo con sus afectos, se pierde 1; libertad y el bien común; ya que el carácter [ingenia] humano e demasiado débil para poder comprender todo de una vez; pero con sultando, escuchando y debatiendo se hacen los hombres más inte ligentes, y, después de usar todos los medios, descubren finalmenb lo que quieren, y lo que todos aprueban, pero a lo que ningún« hubiera llegado por sí solo. TP, cap. 9, § u De esto modo, no es sólo que la multitud aporte un mínimo de racio nalidad a la vida política por medio de su poder físico, que limitand< el poder limita también el derecho de la autoridad soberana a impone la tiranía sobre sus súbditos, es además, en sí misma, una fuente d< toma de decisiones racionales; al menos, si a la multitud se la mantie ne informada, es mucho más fácil que se conduzca a sí misma d acuerdo con la razón que lo que lo haría cualquier pequeño grupo d así llamados sabios o estudiosos. Aquí, Spinoza vuelve a las posicione que esboza en la Ética: de igual manera que un individuo en solitari» carece casi por completo de poder corporal, carece casi por complefi de poder mental. Este hecho corta cualquier posible retirada de la vid en sociedad con otros, cualquier huida de lo vulgar en busca de la sabi duría. Este no es, entonces, un asunto de obligación moral o de debe que demanda que nos ocupemos de la condición de la multitud; es más bien, una cuestión de necesidad, estamos condenados a hacerle Su poder es la condición de nuestro poder, su debilidad sólo nos debí lita, su miedo y su ira son tan contagiosos como la peste que arras» Amsterdam en los años sesenta del siglo XVII, e igual de letal (para 1; razón). Somos impulsados a mirar por la condición de la multitud ei vistas a nuestro propio bien corporal e intelectual. Cuanto mayor es si poder de actuar, mayor será su poder de pensar y vivir bajo la guía d la razón, más se entregarán a la búsqueda de su propio bien, y “e cuando cada hombre se entrega a la búsqueda de lo que le conviene cuando los hombres son más convenientes los unos a los otros” (EIV

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prop. 35, cor.). Los hombres que se gobiernan por la razón “no buscan nada para sí mismos que no lo deseen para el resto de la humanidad” (ibid.). Esforzarse por perseverar en el ser propio y por incrementar el poder de uno mismo es desear lo mismo para los otros porque “si un hombre vive entre individuos cuya naturaleza concuerda con la natu raleza humana, por ese hecho, el poder de actuar de ese hombre será apoyado y estimulado” (E IV , Apéndice 7). Uno debe esforzarse por incrementar el poder de otros; es imposible vivir entre el impotente y el auto-destructivo “sin un gran cambio” (ibid.) en uno mismo. Ya que “se requiere un espíritu particularmente poderoso para contenerse de imitar las emociones” (E IV, Apéndice 13) de los pasivos, los débiles y los serviles. Así entonces, no es a partir de ningún tipo de idealización de la multitud que Spinoza llega a adoptar “el punto de vista de las masas”, por usar la expresión de Balibar (1994). Por el contrario, es a partir de un realismo cuyas consecuencias Spinoza sólo llega a aceptar con dificultad y nunca completamente. Guste o no, la salvación será colectiva o no será: ¡Hoc opus, hic labor est! De hecho, las cargas, tanto prácticas como teóricas, que impone esa posición son tan enormes que Spinoza continuará resistiéndose a reco nocerla hasta el final de su vida. Las últimas pocas páginas del Tratado político intentan precisamente negar, y del modo más espectacular mente contradictorio, lo que se ha esforzado en demostrar más allá de la duda a través de toda la extensión de la obra: la centralidad del poder de la multitud. El fragmento de un capítulo sobre la democracia consta de cuatro parágrafos, que ocupan dos páginas en la edición de Gebhardt de la Opera de Spinoza. De estas, sólo dos parágrafos, aproximada mente una página, están dedicados a la discusión de la democracia. “Es posible concebir diferentes formas de estado democrático”, nos dice Spinoza al comienzo del parágrafo 3, pero él únicamente hablará del es tado democrático en el que “absolutamente todos aquellos que están bajo la jurisdicción de las leyes de su país, que sean suijurís, legalmen te independientes, y lleven vidas honestas tienen derecho a votar en la asamblea suprema y asumir cargos públicos” (TP, cap. 11, § 3). Las limi taciones a la forma absoluta de democracia, sin embargo, que Spinoza se apresura a aducir para el lector son, en efecto, bastante sorprenden tes. Son excluidos no sólo los extranjeros, que están bajo la jurisdicción de las leyes de su nación, no sólo los niños, que dependen de sus padres, o los criminales, que han perdido sus derechos por causa de acciones*

* “¡Esto es lo que cuesta trabajo!” (N. del T.)

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ilegales y deshonestas, sino todas las mujeres y todos los sirvientes. De un golpe, Spinoza ha eliminado de la participación política en su demo cracia absoluta a la gran mayoría de la población, dejando con derechos democráticos a una pequeña minoría. No había, por supuesto, nada in sólito alrededor de la adopción de tal posición entre los demócratas del siglo XVII; era incluso la posición de todos menos un pequeño grupo de los radicales durante la Revolución Inglesa. Los famosos debates de Putney entre los Levellers en 1647 mostraban que una mayoría sustan cial de la tendencia organizada más radical de la época de la guerra civil estaba a favor de negar el derecho al voto a arrendatarios rurales, tra bajadores asalariados, aprendices y sirvientes domésticos, no porque estos “órdenes más bajos” fueran ignorantes o irracionales, sino porque su dependencia económica de un terrateniente, dueño o empleador les impediría probablemente ejercer cualquier independencia política. Su voto, por tanto, fortalecería aquellas mismas fuerzas que los Levellers buscaban debilitar. No es necesario decir que el mismo argumento se aplicaba a las mujeres, que, dependiendo de un hombre, fuera el padre o el marido, podía contarse con que seguirían las opiniones de ese hom bre en asuntos tanto políticos como económicos. Lo que es sorprendente acerca de que Spinoza adoptara esa posición - y los muchos comentarios valiosos sobre el capítulo 11 no han dado suficiente énfasis a este punto- es, entonces, no que sea particularmen te intolerante o “injusto” (especialmente si lo situamos en el contexto de la política democrática del siglo XVII), sino más bien que, desde el punto de vista de la filosofía de Spinoza como un todo, es absurdo. ¿Quiénes son estas mujeres, estos trabajadores asalariados, estos arrendatarios agrícolas, estos aprendices y estos sirvientes domésticos, si no la misma plebe de la que Spinoza habla en otro lugar del Tratado político, esto es, la multitud cuya voluntad determina el derecho del estado, con indepen dencia de lo que diga la ley? Son aquellas mismas fuerzas que entraron en la escena política con tan violenta eficacia tanto en Inglaterra como en Francia, en la década de los cuarenta del siglo XVII: las manifestaciones de masas (compuestas principalmente, como se quejaba el Conde de Clarendon, de ‘lo s órdenes más bajos”) que, a pesar del hecho de que la mayoría de los participantes no poseían “derecho” al voto, fueron capa ces de imponer su voluntad y de determinar, por medio del miedo que inspiraron, la adopción de decisiones parlamentarias clave; los constan tes levantamiento por toda Francia durante toda la década (incluyendo, significativamente, una acción de masas bien conocida llevada a cabo por las mujeres de Valence contra los recaudadores de impuestos), cul minaron con la movilización de masas que caracterizó la Fronda en París

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y en unas cuantas ciudades de provincias, un fenómeno que aterrorizó tanto a la aristocracia disidente que estuvieron dispuestos a aceptar una centralización del estado monárquico mucho más completa que aquella contra la que en un principio se habían rebelado (Duby, 1988); final mente, por supuesto, el movimiento de las masas urbanas después de 1670 en las Provincias Unidas, luchando por su servidumbre con tanto coraje como si lucharan por su liberación, que suprimió la República Ho landesa y asesinó a los hermanos De W itt Esta es, precisamente, la mul titud que nunca puede ser privada de su derecho o poder hasta el punto de dejar de ser temible para las autoridades o, podríamos añadir, de de jar, en consecuencia, de tener una voz en los asuntos públicos, incluso cuando aquella esté compuesta de todas las excepciones a la democracia sin excepción y esta voz sea negada por ley. El fin del Tratado político, entonces, no es tanto el abandono de un proyecto cuya realización Spinoza no puede visualizar, como el intento completamente inútil de negar lo que los capítulos anteriores habían ilustrado con detalle. Spinoza, en su búsqueda de estabilidad y equilibrio político, enfrenta un formalismo jurídico contra el poder de la multitud, blandiendo simples leyes contra el mar tempestuoso cuya fuerza nada puede contener. La alternativa, que se nos deja deducir de los diez capítulos anteriores, es, en efecto, de enormes proporciones; es, podríamos decir, una política de revolución permanente, una política completamente desprovista de garantías de ningún tipo, en la que la estabilidad social debe siempre re-crearse por medio de una constante reorganización de la vida corporal, mediante una movilización de masas permanente, con el fin de incrementar al má ximo el poder de actuar y pensar de acuerdo con la guía de la razón, sin que quepa, como hemos señalado, la más mínima posibilidad de una so lución “individual”, ya sea a través del retiro intelectual o de la ilumina ción mística. Como ha argumentado Matheron (1994,164), la misma idea de estado democrático, el imperíum democraticum, presenta una paradoja. Si la democracia, de alguna manera, requiere un estado (o qui zás, somos llevados a decir en este punto, un apparatus de estado) es porque una parte de la sociedad ejerce poder contra otra. Una comuni dad racional, al menos en tanto que sus miembros vivieran bajo la guía de la razón y buscasen incrementar su propio poder de pensamiento y acción, sería necesariamente una democracia sin estado. Lo peor, sin embargo, no ha llegado todavía: el parágrafo cuarto y último del capítulo 11 en el que Spinoza busca probar que las mujeres están por naturaleza, y no simplemente por “institución”, sujetas a la autoridad de los hombres. Si la subordinación de las mujeres fuera meramente un asunto de ley y costumbre, no habría razón para ex-

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eluirlas del gobierno, pero en todas partes los hombres gobiernan y las mujeres son gobernadas. Si las mujeres fueran naturalmente iguales a los hombres en fortaleza de espíritu y en carácter, “seguramente, entre las numerosas y diversas naciones, existiría alguna en la que goberna ran ambos sexos y algunas otras donde las mujeres gobernaran a los hombres”. Spinoza concluye, entonces, el Tratado político con el argu mento de que, dado que las mujeres inspiran en los hombres, no los sentimientos de la comunidad racional, sino simplemente los afectos del deseo sexual que sustituirán la virtud cívica por los celos egoístas, ellas no pueden ser admitidas en la tarea de gobierno. La frase final del Tratado político: Sed de his satis, “Pero, ya es suficiente”. En efecto. Por supuesto, no se trata de condenar a Spinoza, como algunos comentadores han hecho, sino, más bien, de determinar las causas del callejón sin salida, cuya singularidad hay que reconocer, con el que el Tratado político se detiene tan bruscamente. No sólo las páginas ante riores del Tratado político, sino la entera obra filosófica de Spinoza pa recería excluir argumentos semejantes (Gatens, 1996). ¿No se oponía Spinoza con gran vehemencia a cualquier idea de que la historia de la nación hebrea pudiera deducirse ex gentis contumacia, esto es, de la terquedad de la raza: “ésta es verdaderamente una idea pueril; ya que, ¿por qué iba a ser esta raza mas terca que otras? ¿Por naturaleza? Pe ro, sin duda, la naturaleza crea individuos, no naciones, y es sólo la di ferencia de lenguajes, leyes y costumbres lo que divide a los individuos en naciones” (TIP, 267 [375]). La posición de que la naturaleza crea sólo individuos parecería contradecir los argumentos que se fundan en una esencia de género tanto como los que se fundan en una esencia de la raza o la nación. ¿No sería probable, dada la concepción de Spinoza de la esencia singular del individuo, que determinado hombre se dife renciara más de otro hombre que de una mujer? Es más, él argumen ta no simplemente que la totalidad de las mujeres, consideradas como una entidad compuesta, se diferencian de los hombres, entendidos de forma semejante, sino que ellas son inferiores en fortaleza de carácter y en poder intelectual. De hecho, llega a una teoría de la jerarquía natu ral (cuya forma original es la familia, o incluso simplemente la pareja) que no se diferencia en lo fundamental de las expuestas por figuras tales como Filmer o Rossuet en su justificación patriarcalista del abso lutismo. Así, mientras que todo lo que precedía al parágrafo final del último capítulo del Tratado político parecía llevar a Spinoza a ver la su bordinación de la mujer como algo histórico, no natural, y, por tanto, siendo causado por las costumbres y las leyes, susceptible de ser cam biado por otras costumbres y otras leyes, la obra termina con una re

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ferencia más o menos directa a la teoría aristotélica del o íx o q o casa familiar, en el lib ro I de la Política, según el cual “el varón es por naturaleza más apto para mandar que la mujer” (1,12 ,1259b). La referencia a Aristóteles sigue siendo válida en el caso del otro grupo de los que han de ser excluidos, de acuerdo con las directrices del parágrafo 3, de la democracia sin excepciones. La palabra que usa Spinoza es servos, que yo he traducido coherentemente como “sirviente” para darle su significado más amplio entre los posibles. El término, sin embargo, es a menudo traducido como “esclavo”, y del adecuado trata miento de los esclavos y del ejercicio de la autoridad sobre ellos se ocu pa buena parte del Libro I de la Política. De hecho, el argumento de Spinoza en contra de la igualdad entre hombres y mujeres recupera con bas tante proximidad los términos del argumento de Aristóteles a favor del carácter natural de la esclavitud y de la relación amo / esclavo en gene ral. Aquellos hombres cuyas almas son capaces de dominar los impulsos del cuerpo son amos por naturaleza, mientras que aquellos con almas débiles, dominadas por el cuerpo, son por naturaleza esclavos, un argu mento que reaparece en la evocación de Spinoza de la “debilidad” de las mujeres. La obra de Spinoza, desde el comienzo hasta el final, está habi tada de figuras de lo inasimilable, las excepciones a la democracia sin excepciones, y, simultáneamente, por la imposibilidad de su exclusión. En efecto, testimonia a favor del poder del pensamiento de Spinoza, pre cisamente un pensamiento que rechaza todas las formas de la trascen dencia para ponerse como objeto el poder, el que ningún obstáculo (incluyendo, y especialmente, aquellos que Spinoza se pone a sí mismo) puede contener la fuerza de su movimiento hacia la democracia absolu ta. Si, como ha subrayado Balibar (1994), la figura de la mujer en el Tra tado político funciona como sustitución metonímica de las masas, la plebe, debemos seguir la lógica del argumento de Spinoza hasta su con clusión e incluir entre sus referentes aquellos que se hallan al margen de los márgenes: los esclavos. Sabemos que el auge del comercio de escla vos transatlántico coincidió, exactamente, con el florecimiento de la filo sofía política del siglo XVII, pero que los grandes filósofos no tuvieron nada o casi nada que decir acerca de ello, quizás porque estaba dema siado próxima la sugerencia de que los derechos de propiedad y el siste ma de acumulación que justificaban dependían de la violencia, ya fuera en primera o en última instancia; o quizás porque su violencia era un recordatorio demasiado visible de las formas más sutiles de coerción que hacían aceptable la concesión de derechos formales, la tiranía de la vida cotidiana, la disciplina constante del mercado y del estado, que asegura ban que la multitud viviera su servidumbre como libertad.

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El 20 de julio de 1664, y así sin duda temprano en su carrera filosófi ca, Spinoza relata el sueño siguiente en una carta a Pieter Balling, un negociante involucrado en el comercio con España y las colonias espa ñolas en las Américas: Cuando una mañana, justo al amanecer, desperté de un sueño muy profundo, algunas imágenes que me habían venido durante el sueño se presentaban ante mis ojos con tanta vivacidad como si hubieran sido reales, en particular la imagen de cierto brasileño negro y mugriento [cujusdam nigri & scabiosi Brasilianí] que nunca había visto antes. La imagen desapareció casi por completo cuando, para pensar en algo distinto, fijaba los ojos en un libro o en otra cosa; pero, tan pronto como apartaba los ojos de tal objeto y no miraba a nada particular, la misma imagen del mismo etiope seguía apare ciendo con la misma vivacidad una y otra vez hasta que, gradual mente, desapareció de mi vista. Ep. 17 ¿Quién es este brasileño si no la condensación de todos aquellos a quienes Spinoza negaría la voz legalmente en la democracia absoluta, quienes, tomados todos juntos, formarían una mayoría numérica en cualquier sociedad: mujeres, esclavos, asalariados, extranjeros? Ellos son la multitud cuyo poder real ninguna ley, ninguna constitución puede hacer desaparecer y cuya misma existencia la filosofía política, precisamente en sus formas más liberales, busca, activamente, negar: pero hay más, y es esto lo que da a la obra de Spinoza su extraordina ria cualidad, haciendo de ella, si no exactamente anómala, sí parte de un archivo de textos heréticos cuya capacidad para activar las defen sas teóricas de los poderes teológico-políticos realmente existentes parece inagotable. Es bien sabido que entre los ancianos de la comunidad judía que juzgaron a Spinoza estaba Isaac Aboab. Aboab, antiguo profesor de Spinoza y después conocido como cabalista y ferviente seguidor del auto-proclamado mesías Sabbatai Zevi, ocupó el puesto de Gran Rabi no en el Pemambuco holandés hasta que los holandeses fueron expul sados de Brasil en 1654 (dos años antes de la excomunión de Spinoza). La caída de Pemambuco en manos de los portugueses fue, en parte, resultado de su habilidad para movilizar a los esclavos contra sus amos holandeses (y los primeros superaban en número a los segundos en una proporción de, al menos, diez a uno), dándoles la libertad y ar mándoles para el combate. Incluso antes de la reconquista de los por tugueses, las revueltas de esclavos y una persistente guerra de baja in-

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tensidad contra las comunidades cimarronas (comunidades de escla vos fugados) bastante amplias fueron una amenaza constante para la frágil colonia holandesa. Aboab permaneció en Pemambuco hasta el amargo final, cuando fue invadida por los portugueses y su ejército de esclavos liberados. ¿Expresaba el sueño de Spinoza, diez años más tarde, la ansiedad de una “identificación proyectiva”? ¿Era la imagen que persistía ante él, incluso después de despertar, la imagen que la mirada de sus jueces le devolvía al pronunciar su exclusión perpetua de la comunidad, el mugriento esclavo cuya rebelión destruyó su auto ridad? Pero la encamación de los excluidos que persistía apareciendo con tanta vivacidad es todavía otra. Lo que acosa a Spinoza, y el con flicto intemo de su obra lo atestigua, es precisamente su parentesco con este marginado, el hecho de que son “aliados objetivos” en una lu cha común. Incluso en el Tratado Político, al tiempo que Spinoza, im pulsado menos por amor que por necesidad, parece estar preparado para abrazar a la multitud, ya no más una amenaza sino el único, aun que completamente incierto y siempre sólo temporal, medio de salva ción, una vez más le da la espalda, dejando su trabajo inacabado. Así, en el mismo momento en el que los filósofos estaban implica dos en la definición de los derechos recíprocos y los deberes del sobe rano, del ciudadano y, admitámoslo, del esclavo, el comercio triangu lar que iba a proporcionar el capital necesario para la industrialización de Europa y el Norte de América fraguó nuevas colectividades de tra bajo tanto esclavo como libre. Mientras que la monarquía absoluta, al igual que sus rivales burgueses y aristócratas, tenían sus partisanos filosóficos, sus “intelectuales orgánicos”, la práctica política de estos movimientos de masas emergentes parecía destinada a quedarse no sólo sin justificación, sino sin teorización. Spinoza es el único de los filósofos de su tiempo que no sólo sitúa a la multitud en el centro de la reflexión política, sino que incluso llega a pensar desde el punto de vista de las masas. No está claro finalmente si el esclavo rebelde, el mugriento brasileño /etíope, era una imagen en el sueño de Spinoza o si Spinoza mismo, sus palabras y sus obras, era el sueño de un esclavo rebelde, el sueño de todos aquellos, esclavos, trabajadores, mujeres, que en ese momento tomaron distancia respecto a la servidumbre y comenzaron a luchar por la liberación. Durante el tiempo de vida de Spinoza, los regímenes de domina ción fueron sacudidos hasta sus raíces como sólo les volvería a ocurrir en 1789 y 1848, y las masas se manifestaron como las que hacen la his toria. Spinoza no es realmente una anomalía; se diferencia de otros fi lósofos de su tiempo sólo en que él aborda directamente lo que a los

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otros les acosa como el centro ausente de sus proyectos políticos. Hemos preguntado qué pensaban Hobbes y Locke (por tomarlos sola mente a ellos) del estado y si favorecían o se oponían a la monarquía absoluta. Hemos preguntado también qué derechos concedían a los individuos ciudadanos y qué obligaciones les imponían. La obra de Spinoza nos conduce a preguntar una cuestión más insidiosa: ¿cuál es el lugar de la multitud (que, como hemos visto, no es lo mismo que el pueblo), las masas, esa colectividad que está más allá de cualquier ley excepto de la ley inmanente a sus acciones, en su filosofía política? Con más precisión, ¿hasta qué punto estaba conformada la primera filoso fía liberal por su miedo a las masas?

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Después de haber desmareado claramente el pensamiento de Spinoza respecto del liberalismo naciente, podría resultar productivo retomar alguno de los monumentos textuales del pensamiento político del siglo XVII e interpretarlo a la luz de Spinoza. Si tomamos el caso de Hobbes, encontraremos que la posición fílosófico-política de Spinoza nos per mite explicar ciertos pasajes clave de la obra de Hobbes que establecen su peculiar forma de individualismo político. En este contexto, explicar un pasaje no es reconstruir el orden ideal de sus argumentos abstraído del texto, eliminando aserciones que, aunque ligadas al argumento, son consideradas innecesarias, inconsistentes o contradictorias. Consiste, más bien, en explicar el orden real de los asertos o enunciados. El obje to de la investigación es la letra misma de la obra. Tanto Hobbes como Spinoza vivieron en una época en la que la con cepción de la política había comenzado a centrarse en tomo a la relación entre el individuo y el estado (se defendiera o atacara el régimen absolu tista): “en lugar de afirmar que el estado es un hecho natural como la familia, una necesidad dada la existencia del pecado y la crueldad huma na, un poder otorgado por Dios directamente al Príncipe o una asamblea orgánica de corporaciones, órdenes y ciudades, se dirá que el estado emana (a través de una delegación cuyas modalidades pueden variar considerablemente) de la voluntad originaria de los sujetos jurídicos, los depositarios últimos de la fuente déla soberanía” (Moreau, 1981,133). El individualismo político, tal y como surgió en el siglo XVII, fue a menudo ideado con el objetivo de poner límites al poder del estado (como en la defensa que hace Locke de los derechos de propiedad absolutos del indi viduo), pero, de la misma manera, podía servir con mayor efectividad y poder de convencimiento para establecer el poder absoluto del estado sobre los súbditos que habían transferido voluntariamente sus dere-* * En todo este pasaje, traducimos el mismo término inglés “subject” por sujeto o por súbdito dependiendo del contexto (N. del T.).

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chos al soberano (como lo planteará Hobbes). En cualquiera de los dos casos, era un discurso centrado en tomo a los derechos y las obligacio nes, aquellos del soberano y el estado, y aquellos de los sujetos jurídicos individuales de cuya asociación (o sociedad civil) estaba compuesto. Resumamos brevemente los fundamentos del rechazo completo de esta problemática que Spinoza realiza tal como fueron explorados en los capítulos anteriores: (1) Spinoza rehúsa disociar el derecho del poder: “La naturaleza... tiene el derecho supremo a todo lo que está en su poder... Pero siendo que el poder universal de la naturaleza entera no es algo dis tinto del poder de todos los individuos juntos, se sigue de aquí que cada individuo tiene un derecho supremo a hacer todo lo que esté en su poder” (TTP, cap. 16). Si el poder es su propia legitimación, es igualmente verdad para Spinoza que nosotros no tenemos dere cho a hacer aquello para lo que no tenemos poder o capacidad. Ha blar de derecho en otro sentido es hablar paradójicamente. Spinoza desplaza nuestra atención desde el derecho como una afirmación de lo que debería ser hacia el hecho, desde las palabras hacia las accio nes. Rechaza tanto el mundo de la trascendencia jurídica como cual quier sistema de normas que permanezca por definición extemo a lo que realmente existe. Desechando el lenguaje de la legalidad y la moralidad, Spinoza nos permite ver la política en su materialidad y su sustancialidad, al modo en que es definida por la fuerza y el po der, o más bien como una relación, un equilibrio entre fuerzas en conflicto (Matheron, 1985a). (2) Una vez concebimos la política como poder, el individuo deja de ser un elemento de análisis relevante. Y es que el poder del individuo en tanto individuo, esto es, en tanto separado y autónomo, es tan reducido que no es posible tenerlo teóricamente en cuenta. De hecho, la noción de estado de naturaleza en la medida en que cons tituye un estado pre-social de individuos separados y disociados es, para Spinoza, una completa imposibilidad: “Dado que nadie en soledad es suficientemente fuerte para defenderse a sí mismo y satisfacer las necesidades de la vida, se sigue que los hombres aspi ran de forma natural a vivir en el estado civil: no puede ocurrir que los hombres lo disuelvan totalmente” (TP, 6, § 1). Así, el problema de explicar la transición desde la libertad (bien terrorífica o sim plemente incómoda) de los individuos separados en el estado de naturaleza a la fundación de una sociedad en la que serán coaccio nados o persuadidos de modo que integren una unidad artificial sostenida por la ley, no es un problema para Spinoza. Los indivi-

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dúos solos no poseen poder suficiente para perseverar en la exis tencia y, a causa de ello, se unen por necesidad con otros para sobrevivir: “si dos se agrupan conjuntamente y unen sus fuerzas, tendrán conjuntamente más poder y, en consecuencia, más dere cho sobre la naturaleza que por separado, y cuantos más se unan en alianza, todos ellos poseerán colectivamente más derecho” (TP, 2, § 13). Para Spinoza, y en contra de las filosofías políticas indivi dualistas, la existencia colectiva, en lugar de limitar o reprimir el poder de los individuos, lo incrementa. (3) Dado que la política se define por las relaciones de fuerza y el indi viduo tiene poca fuerza, la relación (o antagonismo) social central no es la que se da entre el estado y el individuo, sino entre el esta do y la multitud (esto es, las masas y sus movimientos). “Es evi dente que el derecho del estado o de los poderes supremos no es algo diferente al derecho natural, determinado por el poder no de cada individuo, sino de la multitud, que es guiada como por una mente” (TP, 3, § 2). Es más, podría argumentarse que, mientras que el poder soberano puede sostenerse sobre la aceptación o sim plemente el consentimiento de la multitud, es imposible físicamen te que tenga lugar una transferencia de poder (en cuanto opuesto a derecho). Ya que, incluso en un estado absolutista en el que la mul titud ha permitido al soberano disponer de un ejército permanente (suponiendo que el ejército pueda mantenerse separado de la mul titud), “los hombres nunca han cedido tanto su derecho y transfe rido a otro su poder como para no ser temidos por sus gobernan tes, y los estados se han encontrado siempre en mayor peligro por causa de sus ciudadanos que por la de enemigos exteriores” (TTP, cap. 17). El poder absoluto, por tanto, no es más que una ficción jurídica, basada en la separación de los derechos del soberano de su poder. Y los soberanos tienden a ignorar la ficción y a atenerse a los hechos: pocos dejan de reconocer los límites irreducibles de su poder y la inevitable fragilidad de la misma soberanía: “Así es muy raro que los soberanos impongan mandatos completamente irracionales, pues están forzados a tener en cuenta sus propios intereses y a contener su poder teniendo en cuenta el bien público y actuando de acuerdo con los dictámenes de la razón. Como dijo Séneca: ‘un gobierno violento no dura mucho tiempo’” (TTP, cap. 16). Dado que el derecho del imperium “se define por el poder de la multitud” (TP, 2, § 17), argumenta Matheron que, para Spinoza, no puede haber contrato social propiamente dicho: “la sociedad política no se crea por medio de un contrato, es incesantemente

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engendrada y re-engendrada por un consenso que debe ser reno vado continuamente” (Matheron, 1985a, 259-73). La argumentación de Spinoza parecería oponerse a la doctrina de Hobbes casi punto por punto. Como ha explicado Matheron (1985a), la equiparación de derecho y poder no puede dejar de minar profunda mente el sistema de Hobbes, dado que la transferencia de derechos rea lizada por los súbditos al soberano es irrevocable en tanto que la socie dad siga existiendo. Pero, estos filósofos no son simplemente opuestos: Hobbes puede ser leído como la negación sistemática del “materialis mo” o anti-traseendentalismo que caracteriza al pensamiento de Spi noza. Pero, la negación misma marca este materialismo como una rea lidad que ha de ser evitada, reprimida, rechazada. De este modo, la fi losofía política de Hobbes emerge como un “sistema de defensa pre ventiva” contra una realidad que no puede reconocer, una realidad que declara, al mismo tiempo, imposible y peligrosa: la multitud y su poder (Balibar, 1994,16). Hobbes vivió en un periodo de movimientos de masas y revolucio nes, un periodo que él mismo analiza con gran detalle en su último libro Behemoth, escrito después de la Restauración en la década de los sesenta del siglo XVII. El libro es un testimonio de la máxima: “la mul titud, si no teme, inspira no poco temor” (TP, cap. 7, § 27). Una de las principales causas de la revolución de 1642 fue que “el pueblo en gene ral ignoraba su deber hasta tal punto que ni siquiera uno entre diez mil sabía qué derecho tenía alguien para mandarle o qué necesidad había de un rey o de una república” (Hobbes, 1990,4 [9]). Sin miedo e igno rante, la multitud no dudó en usar su superioridad numérica para inti midar, esto es, atemorizar, a los miembros del Parlamento para que votaran en contra de sus propias opiniones. Hobbes no duda, por ejemplo, que, aunque los lores envidiaban la grandeza del conde de Strattford (el primer ministro de Carlos I), “no tenían por sí mismos voluntad de condenarle por traición”. Pero, de hecho, votaron para condenar a Strattford por traición, y, lo que es más, le sentenciaron a muerte. ¿Qué determinó que los lores realizaran semejante acción? Fueron intimidados a realizarla por el clamor de la gente común que fue a Westminster, gritando: “¡Justicia, justicia contra el conde de Strattfordr (69 [90-1]). En realidad, el estallido de la guerra civil dependió de “la gente común, cuyas manos habían de decidir toda la controversia” (115 [150]). Y aunque la multitud era constantemente seducida por falsos profetas y oportunistas en busca de poder, se mos tró totalmente variable en sus lealtades, cambiando sus filiaciones

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políticas de forma tan rápida como cambiaba de fe. Así, si bien los hombres ambiciosos podían “seducir” a la multitud, y los predicado res, “aterrorizarla” y “fascinarla”, no podían esperar depender de su lealtad o apoyo, y debían, por el contrario, suponer que se volvería con tra ellos como se había vuelto contra otros. Hasta tal punto es más amenazante el tumulto de la multitud que cualquier amenaza externa, que los príncipes vecinos, en lugar de aprovecharse de las revueltas en los reinos colindantes (especialmente cuando la revuelta “es contra la monarquía misma”) “deberían, más bien, primero, formar una liga en contra de la rebelión” (144 [187]). Si Behemoth es un testimonio del poder de los movimientos de masas, aunque sólo sea con propósitos descriptivos, un poder al que ningún monarca se puede oponer por mucho tiempo y del que su posi ble sucesor debe hacer uso con el fin de reinar (pero que igualmente podría producir su propia caída), es en verdad sorprendente que este elemento esté completamente ausente de los planteamientos filosófico políticos que Hobbes elaboró durante las guerras civiles de la década de los cuarenta del siglo XVII y poco después. De hecho, no es una exage ración decir que no sólo el concepto de*multitud como fuerza determi nada no aparece en los textos políticos de Hobbes, sino, lo que es más, ese concepto es, hablando estrictamente, una imposibilidad desde el punto de vista de su sistema. En el De cive (1642) explícita esto de ma nera suficiente. No es correcto hablar de la multitud como una cosa in dividual; siendo que está compuesta de muchos hombres, no puede “ser entendida como si tuviera una voluntad que le hubiera dado la na turaleza”, ni “se le puede atribuir ningún tipo de acción. Por ello, una multitud no puede prometer, contratar, adquirir un derecho, transfe rir un derecho, actuar, tener, poseer y demás cosas similares, a no ser que lo haga cada uno por separado y hombre por hombre, de modo que deberá haber tantas promesas, acuerdos, derechos y acciones co mo hombres” (Hobbes, 1972, De cive, VI, 1). Una multitud no puede actuar. Por supuesto, podríamos leer esta frase simplemente como una declaración de legalidad: la multitud no tiene el estatuto legal de autora. Cuando parece que la multitud actúa, la acción es, de hecho, la concurrencia de acciones realizadas por acto res singulares. Una multitud no puede ser culpable de un crimen; sólo pueden serio los individuos. Una multitud no puede hablar; sólo hay individuos separados que hablan separadamente, aunque lo hagan al mismo tiempo, cada uno de los cuales es responsable personalmente sólo de lo que él dice. El concepto de la mayoría, una vez que se ha esta blecido la república, no puede tener ningún significado. Pero, incluso

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esta lectura limitada de la afirmación de Hobbes plantea problemas. Las masivas manifestaciones fuera del Parlamento en 1640-41, algunas reuniendo casi cincuenta mil personas (la mayoría de las cuales prove nían de los estratos más bajos de la población londinense) no tenían categoría o validez legal. Su sentido, según las críticas de Hobbes, es equivalente al de los individuos que llegaban en solitario, día tras día, año tras año, “hombre a hombre”, al Parlamento para presentar sus humildes peticiones, aunque Hobbes admite que esta “muchedumbre”, unida sólo aparentemente, produjo efectos políticos reales de un carác ter extraordinario, esto es, que una multitud puede actuar, como tal multitud, de acuerdo con el poder propio de la mismaa. Es precisamente en este punto donde Spinoza y Hobbes parecen oponerse en mayor medida. Ningún soberano podría sobrevivir por mucho tiempo si creyera que la multitud como tal multitud, con su poder específico y “con una mente”, como precisa Spinoza contra Hobbes, no puede actuar y hablar, o que las acciones de una multitud semejante son, en realidad, el equivalente de una sucesión de hombres hablando uno por uno. Es más, desde la perspectiva de Spinoza una multitud de hombres actuando en concierto tiene más poder y, por tanto, más derecho que los individuos actuando por separado. Y eso es lo que Hobbes demuestra en Behemoth. Uno de los participantes en el diálogo lo expone muy claramente al comienzo: ¿Por qué Carlos I no poseía un ejercito suficiente “para impedir que el pueblo se uniera con tra él”? (1990,2 [7]). La respuesta a esta pregunta fundamental reside no simplemente, o incluso primeramente, en el hecho de que Carlos carecía de dinero para pagar a un ejército semejante (gracias a la con tumacia del Parlamento). Más crucial si cabe es el hecho de que el mismo ejército, formado necesariamente a partir del pueblo, no podía encargarse de forzar a los hombres para que cumplieran sus obliga ciones: “si los hombres no conocen sus deberes, ¿qué puede forzarles a obedecer las leyes? Un ejército, dirás. Pero, ¿qué forzará al ejército?” Especialmente un ejercito “infectado por los agitadores” (160 [209]). ¿No ha admitido Hobbes de esta manera la verdad de la máxima spinozista (y maquiaveliana) de “que la espada del rey, o derecho [g¡a~ dius, sivejus] es en realidad la voluntad de la multitud misma” (TP, cap. 7, § 25). Pero, si, al menos de alguna manera, Hobbes reconoce el poder de la multitud como “constitutivo” en el sentido de Negri (1981a) (incluso si no admite que por ello adquiera ningún derecho),

¿por qué excluye tan decididamente a la multitud de su conceptualización de la política? Leer a Hobbes desde la óptica spinozista nos per mite ver no simplemente el concepto ausente que, muy posiblemente, es central para la política de Hobbes, sino entender que su exclusión es precisamente uno de los principales objetivos teóricos de Hobbes. Este no busca simplemente mostrar que la multitud no tiene existen cia legal y, por tanto, no debería (o no se le debería permitir) reclamar derechos. Debe ir más lejos y “probar” (con el fin de persuadir a los hombres para que cumplan su deber, especialmente siendo que no se puede confiar en que las fuerzas armadas lo hagan) que la multitud no puede existir de manera distinta a como existen sus partes individua les, y que ninguna forma de unidad entre individuos es posible fuera del pacto de subordinación mutua al soberano. Así, rebelarse no sólo es siempre un error, es (o al menos debe hacerse aparecer como) imposible (Matheron, 1985b, 167). El primer paso osado de esta prueba es la especificación del estado de naturaleza. La vieja justificación de la obediencia al estado y al sobe rano sustentada sobre la noción teleológica de la naturaleza (de la que la sociedad era una parte) como un orden jerárquico, en el que las rela ciones de subordinación y autoridad eran necesarias para el propio funcionamiento de la totalidad (una visión cuya expresión inglesa más completa fue Las leyes del gobierno eclesiástico (1600) de Richard Hooker) ya no era capaz de motivar la obediencia. La rebelión y el periodo subsiguiente mostró esto de forma suficientemente clara. Era necesario apelar en mayor grado a la pasión que, más que ninguna otra, determinaba las acciones de los hombres: el miedo, especial mente el miedo a la muerte3. Así, el estado de naturaleza no era tanto un estado original, como esa condición inhabitable, invivible a la que los hombres podrían en cualquier momento regresar, como a una con dición cuyo trauma y horror sólo pueden ser experimentados en retrospectiva. La deducción del estado de naturaleza en el capítulo 13 del Leviatán es rigurosa. La igualdad humana en asuntos de fuerza físi ca e intelecto, junto con un mismo deseo por objetos escasos, asegura

a - Ver Brian Manning (1991), para una descripción de las movilizaciones de masas que tuvieron lugar en los

den y Hobbes se los toma muy en serio. Las partes tercera y cuarta del Leviatán están dedicadas a lo que

primeros años del Parlamento Largo y sus efectos sobre el Parlamento.

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a.- A pesar de declarar que la auto-preservación era la principal ley de la naturaleza, Hobbes creía que otros miedos podían anular el miedo a la muerte, en particular el miedo a un “tormento eterno” inculcado a los hombres por los predicadores que buscan incrementar su poder convenciendo a los otros para que les obedezcan con el fin de alcanzar la felicidad eterna y evitar los tormentos del infiemo. Además, ciertas pasiones, por ejemplo el deseo de gloria, podrían vencer el miedo a la muerte. Tanto los miedos como las pasiones que pueden superar el miedo a la muerte física pueden, por ello, ser causas de rebelión y desor podríamos llamar una crítica materialista de la religión. Ver David Johnston (1986).

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la puesta en marcha de un juego de suma-cero. Y de la “igualdad de capacidades surge la igualdad de esperanzas en conseguir nuestros fines... Y viene así a ocurrir que, allí donde un invasor no tiene otra cosa que temer que el simple poder de otro hombre, si alguien planta, siembra, construye o posee un cómodo habitáculo, pueda esperar que otros vengan probablemente preparados con fuerzas unidas para des poseerle y privarle no sólo del fruto de su trabajo, sino también de su vida, o libertad. Y el invasor, a su vez, se encuentra en el mismo peli gro frente a un tercero” (Hobbes, 1968,184 [222]). Siendo necesario para sobrevivir que el individuo anticipe los ataques de los otros hom bres, el único proceso racional es el asesinato preventivo del otro, o el esclavizarlo, hasta que no quede nadie que pueda suponer un peligro -a sí la necesaria guerra permanente “de cada hombre contra cada hombre” que no deja ningún lugar donde encontrar cobijo. La deducción es hasta tal punto rigurosa, de hecho, que si segui mos la cadena de argumentos literalmente, llegamos a un individua lismo tan solitario, a una anti-sociabilidad humana tan absoluta que la posibilidad de una reproducción regular de la especie humana se pone en cuestión. De ahí, uno de los callejones sin salida de la teoría de Hob bes: la familiaa. La contradicción está ya presente en el capítulo 13 del Leviatán. El estado de naturaleza, que ha sido definido como una gue rra de todos contra todos, no existió generalmente como una condi ción original, “en todo el mundo: sino que hay muchos lugares donde viven así todavía. Pues, los pueblos salvajes de América, con la excep ción del gobierno de pequeñas familias, cuya concordia depende de la lujuria natural, no tienen gobierno alguno; y viven hoy en día de la bru tal manera que antes he dicho” (1968,187 [225]). El contemporáneo de Hobbes, Robert Filmer, el teórico del absolutismo patriarcalista, señalaba este pasaje con gran satisfacción, preguntando si la existen cia de las familias, unidas por el amor natural, no era inconsistente con la idea de la guerra de cada individuo contra todo otro individuo. Y, en efecto, dada la definición de Hobbes del estado de naturaleza, es per fectamente válido preguntar si los padres no podrían considerar a sus hijos como competidores potenciales que han de ser eliminados o ene migos futuros cuyo ataque debe ser prevenido. La misma cuestión po

a.- Richard Ashcraft (1988) argum enta que H obbes consigue reconciliar lo que podría parecer una descripción contradictoria del estado de naturaleza creando “justo la m ezcla correcta” de los enfoques sobre la autoridad política patriarcalista y contractualista. Yo estaría de acuerdo con los contem poráneos de Hobbes com o Filmer y Clarendon en que su obra m uestra incom pati bilidades severas e irresolubles que han de ser explicadas.

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dría preguntarse en tom o a la relación marital misma, ya que la mera proximidad de otro individuo (al menos otro individuo que no esté dominado o al que no se le haya reducido su poder) de poco más o menos las mismas proporciones e inteligencia supone una amenaza que, racionalmente, no puede ser ignorada. Es más, si hay un amor natural entre los miembros de la familia, ¿por qué no entre los seres humanos en general como intentan defender las teorías de la sociabi lidad natural?3 Precisamente, con el fin de excluir a la familia como modelo de socie dad y la justificación patriarcalista del absolutismo, Hobbes debe reconceptualizar radicalmente la familia, postulando una igualdad original entre hombres y mujeres y entre progenitor e hijo. De este modo, entre los sexos no hay relaciones naturales de dominio y subordinación: el va rón no es por naturaleza “poseedor del sexo con mayor excelencia... Pues no siempre hay esa diferencia de fuerza o prudencia entre el hombre y la mujer como para que el derecho pueda determinarse sin una guerra” (1968,253 [291-2]). De la misma manera, el derecho del progenitor so bre el hijo, el derecho del dominio paternal, no es la consecuencia natu ral de que el progenitor haya engendrado al hijo, sino que se deriva “del consentimiento del niño, bien expreso o por otros signos suficientes de clarados” (ibid. [291]). Se podría poner en duda el sentido del “consenti miento” de un bebé o un niño a la dominación paternal (teniendo en cuenta, especialmente, que la expresión “otros signos suficientes” se refiere a niños demasiado jóvenes para expresar su consentimiento por medio de la palabra). La respuesta, por supuesto, como en todas las co sas que son naturales para Hobbes, reside en la fuerza y en la amenaza de la muerte violenta: “un hombre hace que sus hijos y los hijos de estos se sometan a su gobierno como siendo capaz de destruirlos si rehúsan” (228 [268]). A pesar de admitir un amor natural entre los miembros de la familia fuera del estado civil, así como “una inclinación natural de los sexos, el uno hada el otro y hacia sus hijos”. Hobbes es llevado por la ló gica de su definidón del estado de naturaleza a ver la familia bien como un tipo de reladón temporal (en tanto que las reladones de ese tipo son temporales) entre un amo (o ama -una posibilidad muy real en el estado de naturaleza) y sus esclavos, sustentado en la habilidad de un miembro de la pareja para usar la fuerza con la que obligar al otro y a su retoños a a.- Hay una inconsistencia sim ilar en el capítulo 17 del Leviatán, donde Hobbes habla de un esta do de naturaleza en el que “todo hom bre podría legítim am ente apoyarse sobre su propia fuer za o aptitud para protegerse frente a todos los dem ás hom bres”, pero en el que es igualm ente el caso que “los hom bres han vivido en pequeñas fam ilias” (224 [264])

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obedecer y para infligirles una muerte violenta si rehúsan, o bien como una entidad artificial fundada en la transferencia voluntaria de derechos (253 [291]). Esto es lo menos que necesita Hobbes si quiere evitar cual quier apelación a la familia como signo de sociabilidad humana irre ducible, o a su orden natural como modelo para el gobierno humano. . Pero, si Hobbes está forzado a tener en cuenta a la familia en el esta do de naturaleza con el fin de explicar la reproducción de la especie, hay otras contradicciones en su argumento que parecen más difíciles de explicar. En un pasaje del capítulo 13 del Leviatán citado antes, Hobbes argumenta que “allí donde un invasor no tiene otra cosa que temer que el simple poder de otro hombre... pueda esperarse de otros que vengan probablemente preparados con fuerzas unidas para desposeerle y pri varle no sólo del fruto de su trabajo, sino también de su vida, o libertad” (1968, 184 [222]). De este modo, Hobbes admite la posibilidad de unión en el estado de naturaleza, si bien es cierto que en la forma de alianza militar de la que todos van a sacar ventaja. Pero, como afirma la frase siguiente, tales alianzas son siempre temporales: “Y el invasor, a su vez, se encuentra en el mismo peligro frente a un tercero”. De hecho, Hobbes se ha deslizado del plural de “fuerzas unidas” al singular del invasor solitario (sus compañeros de invasión han desaparecido sin decir palabra) quien, habiendo vencido, ahora está en peligro de inva sión, pero esta vez no por otras fuerzas, sino simplemente por “un ter cero”. En este pasaje elíptico, la unión se disuelve tan pronto como apa rece, señalándose y explicándose tan poco la aparición como la desapa rición^ Hobbes rellena la elipsis, al menos hasta cierto punto, en un pasa je parecido del capítulo 17 del Leviatán. Aquí habla de la posibilidad de “agruparse en un pequeño número de hombres” en el estado de na turaleza por “seguridad” (1968,224 [264]). Pero, continúa hasta espe cificar que, aunque podría ser natural unirse con otros para constituir una fuerza poderosa para disuadir, si no derrotar, a un enemigo más numeroso, semejante alianza ni puede durar, ni, mientras dura, puede conseguir el fin para el que se formó. De este modo, la posibilidad de unión en el estado de naturaleza sólo es presentada para ser inmedia-

tamente retirada, no es más que otra manera en la que el individuo que busca preservar su vida fuera de la sociedad se encuentra atrapa do en un mundo de muerte violenta. Ya que no puede haber “defensa ni protección contra un enemigo común, ni contra las injurias de unos a otros” si las acciones de los individuos humanos que forman la mul titud (y la multitud es sólo sus individuos) “se rigen por sus juicios y apetitos particulares” (224 [264]). Sería, precisamente, imposible para esos individuos alcanzar ningún plan de acción, ofensivo o defensivo, y menos poner en práctica un plan acordado: “Pues estando distraídos en opiniones sobre el mejor uso y aplicación de su fuerza, no se ayu dan unos a otros, sino que se obstaculizan; y reducen a nada su fuerza mediante la oposición mutua”a. Estas tendencias centrífugas no podí an ser contrarrestadas mediante la elección de un líder temporal o ge neral, ya que incluso si la multitud pudiera unirse durante suficiente tiempo como para obtener la victoria sobre el enemigo, “más tarde, cuando o bien no hay enemigo común o bien el que por una parte es considerado un enemigo es por otra considerado un amigo, necesitan disolverse debido a la diferencia de sus intereses, y caer nuevamente en una guerra entre ellos” (225 [265]). . La paz sólo se alcanza por medio de la sujeción a un poder sobera no. La multitud disgregada sólo se une por medio del “pacto de todo hombre con todo hombre” en el que cada individuo acuerda ceder su derecho de gobernarse a sí mismo, un derecho que cada uno posee por naturaleza, con la condición de que todos los otros hagan lo mismo. Sólo por medio de esta entrega de derecho y poder al estado se hace posible la existencia colectiva. Sólo la unidad artificial de la república ofrece las condiciones necesarias para que los hombres sean defendi dos de ‘la invasión extranjera y las injurias de unos a otros (asegu rando así que, por su propia industria y por los frutos de la tierra, los hombres puedan alimentarse a sí mismos y vivir en el contento)” (227 [266-7]). Algunos comentadores han preguntado, con justificación a.- Leviatán, cap. 17, 224-5 [264-5]. Deberíam os señalar que este pasaje es seguido inm ediata m ente por la afirm ación de que los hom bres de la m ultitud irrem ediablem ente dividida que se acaba de describir “son no sólo fácilm ente som etidos por unos pocos puestos de acuerdo, sino

defensa” en el estado de naturaleza (ver Kavka, 1986). M ientras que tales com entarios inten tan ofrecer los argum entos que faltan en el texto de Hobbes, a m enudo con gran inventiva, yo, sim plem ente, señalaré cuándo y dónde los argum entos están presentes o ausentes, y ofreceré algunas ideas acerca de por qué el texto es elíptico, inconsistente o, incluso, contradictorio en

que cuando no existe un enem igo com ún se hacen tam bién la guerra unos a otros por sus inte reses particulares”. Pero, ¿no acaba de negar la posibilidad de que los individuo se unan para decir ahora que, disociados com o están, son precisam ente presa de - aquellos que se han pues to de acuerdo para unirse? ¡Esto es, es im posible que los individuos en el estado de naturaleza se unan, y la consecuencia es que estarán expuestos a ser invadidos por aquellos que se unen! Basta decir que la unidad, siem pre im posible de alcanzar por “nosotros” aquí y ahora, aparece, tanto en el capítulo 13 com o en el 17, atribuida a aquellos a quienes tem em os y precisam ente

algunos puntos.

com o su rasgo m ás temible.

a.- Uno de los tem as m ás destacados en los com entarios anglo-am ericanos recientes de la obra de Hobbes ha sido precisam ente la posibilidad de lo que un autor llam a “cooperativas de auto

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aparente, cómo es posible aceptar el estado de naturaleza de Hobbes del modo en que está literalmente descrito, siendo que, según su expo sición, sería imposible que los hombres confiaran los unos en los otros el tiempo necesario para cerrar un acuerdo semejante (al menos si no dejan en suspenso su razón) con el que hacer la transición desde el estado de naturaleza al estado civil, y para permanecer en éste en caso de que se llegara, de alguna manera, a un acuerdo (Hampton, 1986, cap. 2). Pero, quizás estén haciendo las preguntas equivocadas. Ya que no es la transición del estado de naturaleza al estado civil lo que le pre ocupa a Hobbes. De hecho, como él mismo admite, ha habido relati vamente pocas transiciones de ese tipo porque la “condición de pura naturaleza” y la guerra de todos contra todos no pre-existió en general a las repúblicas actuales. Tales condiciones sólo existen en lugares co mo América donde, incluso en la época de Hobbes, estaba bastante claro que estos “brutos” iban a disfrutar los beneficios de una repúbli ca por adquisición antes que por institución (187 [225]). En realidad, todas las elaboradas discusiones en tom o al contrato, la autorización y la república por institución, el compromiso con la transferencia volun taria del derecho natural realizada por individuos libres e iguales, en breve, todos los elementos que distinguen la filosofía política de Hob bes carecen de cualquier realidad histórica o validez a causa de su des deñoso rechazo de la cuestión misma del origen de las repúblicas (y, por tanto, de cualquier transición de la naturaleza a la sociedad) al fi nal del Levíatán: “apenas hay una república en el mundo cuyos co mienzos puedan justificarse en conciencia” (722 [737]). ¿Cuál es, entonces, la función del concepto de estado de naturaleza en la filosofía de Hobbes si no es describir los orígenes necesarios (sean históricos o hipotéticos) de la sociedad civil? El estado de naturaleza, precisamente en tanto que expone un individualismo insociable tan extremo que la más básica de las relaciones humanas se convierte en algo inconcebible, no es el origen de la sociedad, es la situación que pro duce la rebelión (exitosa) contra la autoridad soberana. Ya que aban donamos la república del mismo modo en que entramos: uno por uno. Y el acuerdo que todo hombre hace con todo hombre se convierte en la guerra de todos contra todos, todo hombre contra todo hombre. Una paradoja central se aloja en toda rebelión. Una revuelta de grandes pro porciones, suficiente como para derrocar al soberano armado con los medios de la coerción, debe ser la obra de un gran número de indivi duos trabajando coordinadamente. Pero, como ha establecido Hobbes, la condición necesaria para que un gran número de individuos trabajen en coordinación para alcanzar un resultado exitoso sin caer en la mutua

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oposición, es la existencia misma del soberano que intentan derrocar El éxito de los rebeldes sólo puede ser su propia disolución: en el mo mento en el que “se desprenden de la monarquía”, vuelven “a la confu sión de una multitud desunida” (229 [269]). Al mismo tiempo, Jean Hampton, entre otros, ha argumentado que algunos de los oponentes royalistas tenían razón al llamar al Leviatái “el catecismo de los rebeldes” (1986,197-207). Después de todo, no ha) “obligación de hombre alguno que no suija de algún acto suyo, pueí todos los hombres son igualmente libres por naturaleza” y “todo súbdi to tiene libertad en aquellas cosas cuyo derecho no puede transferirse por pacto” (Hobbes, 1968, 268 [306]). En efecto, este no es el tipo de doctrina que uno esperaría encontrar en una obra cuyo objetivo decla rado es la justificación del estado absolutista. Hobbes va tan lejos come para decir que tenemos el derecho de resistimos a cualquiera, incluyen do los representantes del estado, que intente matamos, o, incluso, sim plemente encarcelamos, y esto con independencia de lo justa o injusfe que sea la sentencia que ha caído sobre nosotros. Es más, tenemos e derecho de negamos a matar a otro, e incluso, con la condición de nc poner en peligro a la república, el derecho a negamos a “ejecutar cual quier oficio peligroso o deshonroso” (269 [307]). Y ¿quién, aparte de individuo en cuestión, puede determinar eso? De este modo, Hobbeí abre la vía de una interpretación privada de lo que constituye una am e naza para nuestra supervivencia, y de un derecho generalizado a cues tionar al soberano fundado en la auto-conservacióna. Pero, consideremos con un poco más de detalle los derechos y liber tades que Hobbes nos concede. El individuo que se ha alzado en arma* contra la república, considerando que esta era injusta, ha sido con denado a muerte en ausencia (si estuviera ya bajo la custodia del estado sus derechos carecerían de sentido), y tiene el derecho a resistir. El esta do, por su parte, tiene derecho a usar toda la fuerza a su disposiciór para capturarlo y hacerlo ejecutar: “si aquél que intenta deponer a si soberano fuese muerto o castigado por éste debido al propio intento, é es autor de su propio castigo, pues por la institución es autor de todc

a.- Ham pton (1986) se equivoca al asum ir que Hobbes no limita las sanciones que pudieran consi derarse amenazas para nuestra supervivencia. D e hecho, son enum eradas con bascante precisión encarcelamiento, mutilación o muerte. Había otras formas de castigo, particularmente la confis cación de la propiedad (una forma de castigo que podían sufrir con m ucha m ayor probabilidad lo lectores de Hobbes), a las que el infractor no podía resistirse con derecho, especialmente porqui en la república de Hobbes no h ay propiedad absoluta ( Levíatán, cap. 29,367-8 [399]). Dentro de contexto de la política del siglo XVII, esta no era una distinción menor.

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cuanto su soberano pueda hacer. Y siendo que es injusticia para un hombre hacer cualquier cosa por la cual pueda ser castigado mediante su propia autoridad, es también a ese título injusto”. (229 [269]). El re belde, a pesar de su derecho de resistencia, es, por tanto, culpable de una doble injusticia: contra el soberano y contra sí mismo (infringien do de este modo la ley de la naturaleza: se destruye a sí mismo por su propia autoridad). Pero, lo que es incluso más importante, sólo los indi viduos en tanto que individuos tienen derecho de resistencia: los otros, a menos que hayan sido también condenados a muerte, no sólo no tie nen derecho a ayudarle, sino que están obligados a respetar y defender las decisiones del soberano, esto es, a colaborar en la captura y ejecu ción del inculpado. La resistencia de derecho se reduce a las acciones de un único individuo solitario, virtualmente falto de todo poder, según la propia definición de Hobbes, contra la abrumadora fuerza coercitiva del estado apoyado por toda la ciudadanía. Al mismo tiempo, el hecho de que Hobbes ha hecho del derecho in alienable a la auto-conservación el fundamento y la fuente constante de legitimación para la alienación de todos los otros derechos al sobe rano (esto es, como una manera de demostrar la naturaleza voluntaria y auto-interesada de la transferencia del derecho de gobernarse a sí mismo) deja abierta una última posibilidad de revuelta efectiva (en tanto que revuelta de masas). “Pero en el caso de muchos hombres juntos, que hayan resistido injustamente al poder soberano o perpe trado algún crimen capital por el que cada uno de ellos espera la muer te, ¿tienen o no tienen entonces libertad para unirse, ayudarse y defen derse unos a otros? La tienen, ciertamente. Pues no hacen sino defen der sus vidas, cosa que el hombre culpable puede hacer tanto como el inocente” (270 [308]). ¿Ocurre, como ha argumentado Jean Hampton, que Hobbes no sólo ha aprobado “como derecho cierta actividad rebelde en una república”, sino que “se implica en la defensa de la con tinuación de la actividad rebelde en una república una vez ha comen zado” (1986,199-200)? Incluso esto no está claro. Ya que mientras un grupo de individuos permanece bajo sentencia de muerte (sea cual sea la injusticia particular que cada uno haya cometido para merecer esa sentencia), Hobbes dice que tienen derecho a “ayudarse y defenderse unos a otros” y que un acto realizado por ese grupo será justo a condi ción de que se realice “únicamente para defender sus personas”. No está nada claro que el derecho de auto-defensa se extendiera hasta el derrocamiento del soberano y la destrucción de la república. E incluso el mero derecho de auto-defensa que permite la unidad temporal de los condenados es disipado por un único acto del soberano que redu

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ce así la multitud que le amenaza a individualidades autónomas y antagonistas: “Pero la oferta de perdón suprime en aquellos a los que se ofrece la excusa de defensa propia y hace ilegítima su perseverancia al asistir o defender al resto” (270-1 [308]). Evitar que la gente se una: esta es la función del estado de Hobbes y el justo objetivo de la política de todo soberano. Si la individualización de la política llevada a cabo por Hobbes patina en ciertos puntos, tanto en la descripción del estado de naturaleza (por ejemplo, la familia y las alianzas temporales para beneficio mutuo) como en la discusión en tomo al estado civil (la multitud), es ciertamente porque intenta desa probar una tesis que no puede reconocer, ni siquiera pronunciar. Es una tesis que, si fuera pronunciada, minaría el sistema entero de Hob bes. Como podríamos esperar, Spinoza no duda en establecer esta tesis de manera abierta. Dado que el derecho de los poderes supremos se extiende sólo hasta donde llega su fuerza, no tienen derecho a hacer aquello que provocaría la ira de un gran número de gente en la repúbli ca. Este no es un límite jurídico sino físico de su poder. ‘Y a que es segu ro que los hombres son guiados por la naturaleza a unirse para realizar una acción hostil bien por causa de un miedo común o por el anhelo de vengar algún daño ” (TP, cap. 3, § 9). Esta ya no es una cuestión de lega lidad, del derecho del rebelde contra la opresión. Por el contrario, es un asunto de física del poder, de acciones y reacciones, de relaciones entre cantidades de fuerza opuesta. Los hombres son guiados por la natura leza para unirse en la rebelión. Su combinación no es resultado de nin guna mediación de ninguna especie: simplemente es lo que ocurre. Hay resistencia y revuelta, y así será mientras exista una fuerza opuesta a la de la multitud. El sistema de Hobbes se esfuerza hasta el límite para negar y prohibir, simultáneamente, este hecho, pero al final sólo puede conjurarlo con la ayuda de un ensalmo cuya naturaleza paradójica es demasiado obvia: una multitud no puede actuar.

2. E

s pa r t a c o

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En 1673, 200 esclavos Coromantís se alzaron en la plantación de Libby en la parroquia de St. Ann [Jamaica], mataron a una docena de blancos, capturaron armas y huyeron a las montañas entre las parroquias de Clarendon y St. Elizabeth, donde fueron perseguidos

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y mermados, pero nunca enteramente expulsados de ellas. Tres años más tarde hubo una deserción tan grande en la parroquia de St. M aiy que se declaró la ley marcial en el distrito.

Michael Craton, Testing the Chains Espartara, un tracio de nacimiento, que había servido como soldado con los romanos, pero que después fue hecho prisionero y vendido para gladiador, y estaba en la escuela de entrenamiento de gladiado res de Capua, persuadió a unos setenta de sus compañeros para que lucharan por su propia libertad y no para diversión de los especta dores. Vencieron a los guardias y escaparon, armándose con los garrotes y las espadas que quitaban a la gente del camino y se refu giaron en el Monte Vesuvio. Allí muchos esclavos fugitivos e incluso muchos hombres libres de los campos se unieron a Espartara y este saqueó la comarca vecina... Como dividía el botín imparcialmente, pronto tuvo muchos hombres.

Apiano, Las guerras civiles

La parte del trabajador, siendo rara vez algo más que la mera sub sistencia, nunca ofrece a ese cuerpo de hombres el tiempo y la opor tunidad para elevar sus pensamientos por encima de su situación o para luchar contra los más ricos por lo suyo (por un interés común), excepto cuando algún gran peligro común, uniéndolos en una agita ción universal, les hace olvidar el respeto y los envalentona para luchar por sus deseos con las armas; y, entonces, algunas veces, irrumpen sobre los ricos y todo lo barren como una inundación. Pero esto ocurre raramente, excepto en la mala administración de un gobierno negligente o desorganizado.

Locke, Consecuencias de bajar el interés y subir el valor del dinero A Locke, cuya preocupación no era justificar el absolutismo, sino preci samente ofrecer su refutación definitiva, difícilmente se le puede acusar de las extravagancias del individualismo político de Hobbes. Hobbes argumentaba que era tan erróneo como poco razonable el derrocar un estado y que en el insólito caso de que las autoridades emprendan la destrucción del pueblo el estado civil se transforma en el estado de na turaleza en el que los individuos pueden activar las virtudes cardinales de la guerra, la fuerza y el engaño, para preservar sus vidas. Locke, por el contrario, no sólo considera justo que un pueblo disuelva el gobierno cuando “el príncipe o el legislativo actúan de manera contraria a su co metido”, sino que al hacer esto ofrece una definición del consentimien to legítimo mucho más estrecha que la de Hobbes. En particular, por

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que para Hobbes la llamada eufemísticamente “república por adqu ción” (“donde el poder soberano es adquirido por la fuerza”) es m u más común que la extremadamente rara, quizás incluso no exista república por institución (en la que todo hombre se pone de acue: con todo hombre para ceder su poder de gobierno si el otro hace lo n mo), la primera no se funda menos en el consentimiento que la segi da, dado que ‘lo s pactos realizados por miedo en el estado de m era: turaleza son obligatorios”. En el capítulo 16 del Segundo tratado so. el gobierno civil, De la conquista, Locke comienza directamente a re tar la generosa definición de consentimiento dada por Hobbes, arj mentando que la conquista no puede ser nunca “origen del gobien (433 [333 b- Para Locke, el conquistador que “injustamente invade derechos de otro hombre no puede jamás, como resultado de esa gue injusta, tener derecho alguno sobre el conquistado” (433 [333]). Asur que la aquiescencia de una población sometida por la violencia consti ye un consentimiento real es dar a ‘ladrones y piratas... derecho a mí dar sobre aquéllos a quienes han sometido por la fuerza” (432 [33^ Mientras que no es nada sorprendente que los conquistadores pued arrancar promesas o juramentos de sus víctimas, tales compromisos í lo podrían ser, desde la perspectiva de Locke, tan vados como las pron sas que un hombre hace a un ladrón que le pone una daga en el cuel Si esta especificación del consentimiento no fuera suficiente p¿ establecer que el Segundo tratado es un “manifiesto radical”, como ha llamado Richard Ashcraft (1986), en el contexto particular de la c sis de la Exclusión y de la llamada “Revolución Gloriosa”, Locke ii más lejos incluso: “Pero supongamos que la victoria favorece a qui tiene la razón, y consideremos qué poder obtiene, y sobre quién, el q vence en una guerra justa” (433 [335]). Ya que hay limitaciones estr tas en el poder (un término que vacila entre sus significados jurídicc físico en este pasaje y a través del Segundo tratado) que incluso 1 conquistador legítimo puede ejercer. El vencedor en una guerra jus puede reclamar un poder “puramente despótico” (434 [336]) sobre 1 personas de aquellos que lucharon contra él, pero ahí terminan si derechos. No tiene dominio sobre las “posesiones” o las familias de 1 combatientes (aunque puede descontar daños y gastos del ilegítin agresor al que ha vencido), ni tampoco tiene dominio sobre aquell* “que conquistaron junto con él” (433 [335]). El límite que Locke im p ne sobre el derecho del soberano, incluso cuando éste vence por med de una conquista “justa”, conduce a su vez a una ampliación de noción de tiranía que, como anuncia al comienzo del capítulo 18 d Segundo tratado, no es otra cosa que “el ejercicio del poder más al

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del derecho” (446 [350]). La consecuencia de una definición tan am plia, por supuesto, es que cualquier gobierno, no importa lo popular o representativo que sea, puede fácilmente y sin previo aviso convertir se en una tiranía en virtud de lo que hace y no de lo que es, necesitan do y justificando, simultáneamente, su disolución a manos del pueblo. Pero, además, y quizás con mayor importancia, la idea anti-spinozista de Locke de un poder que rebasa el derecho y su correlato, un derecho más allá del poder, puede ser señalado con la misma efectividad con tra el pueblo en tanto tenga el poder y la inclinación para hacer lo que no tiene derecho a hacer. Así, no importa cuan “desigual y despropor cionada” sea la división de la tierra, la mayoría sin tierra, no importa lo necesitada, indignada e impotente que se halle, nunca tendrá dere cho a apoderarse de la propiedad de un hombre mientras sea usada productivamente (Locke, 1960, 344 [236]). Tal acción marcaría la emergencia de una “tiranía de los muchos”. En efecto, la tiranía de los muchos recibe una atención significati va en el Segundo tratado. Locke ofrece relativamente pocos ejemplos históricos para ilustrar sus argumentos o definiciones y la mayoría de los ejemplos que ofrece están extraídos de la Biblia. Cuando aparecen ejemplos no bíblicos, podemos estar seguros de que han sido elegidos con mucho cuidado. Así, aunque no cita ningún caso de tiranía per se, elabora ejemplos para mostrar que la tiranía no es “sólo achacable a las monarquías” (448 [351]), sino que cuando el poder es ejercido sin derecho “se convierte en tiranía, tanto si está en manos de un solo hombre como si está en la de muchos” (448 [352]). Después, expone dos ejemplos de tiranía de los muchos: los treinta tiranos de Atenas y el decem viri de Roma. La primera es una referencia bastante conven cional; la segunda quizás no tanto. El decem viri citado por Locke fue un grupo de diez patricios que, después de la suspensión de la consti tución romana en el 451 a. C., ejercieron un poder absoluto y redacta ron un nuevo código legal; después de un tiempo breve su gobierno degeneró en la tiranía del patricio Apio Claudio, que fue pronto desti tuido por una invasión militar. La referencia de Locke al “dominio in tolerable” podría aludir al interregno y a lo que él llamará más tarde “intentos infructuosos” (463 [368]) de construir una república Oo que para Locke podría equivaler a “una tiranía de los muchos” antes de re ducirse a la tiranía de Cromwell) y la Restauración que él apoyó fer vientemente. Los ejemplos de conquistadores injustos que Locke aduce, sin em bargo, son mucho más remarcables. La historia ofrece una vasta pano plia de conquistadores que han ejercido poder más allá del derecho;

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es, entonces, realmente sorprendente que cuando Locke busca en 1 anales de la historia ejemplos particularmente destacables de co quistadores que se han impuesto injustamente sobre la propiedad y 1 libertades de naciones derrotadas y que, de ese modo, son poco m que piratas y bandoleros (aunque a gran escala) con los que él gus compararlos, encuentra exactamente dos. Uno es tomado de la hist ría inglesa: el ejemplo de Hinggar y Hubba, líderes de la invasic danesa en el 866, que establecieron un dominio independiente qi duró casi cien años, hasta que fue reconquistado por los sajones. Aui que éesta podría parecer una elección relativamente oscura, trae a memoria imágenes de los vikingos, una nación a la que se le achacal: haber vivido de la depredación de la propiedad y el producto de otro, una nación de piratas. El ejemplo también alude al tema de la invasió de un extranjero (que, a diferencia de la de los normandos dos siglc después de la derrota de los daneses, fue, al final, repelida) en una épc ca en la que se temía que el ejército francés podía ser usado para defen der a Jacobo II (y después de 1668, para devolverlo al trono). El otro ejemplo de “conquistador despótico” (o mejor de “conquis tador ilegítimamente despótico”, dado que el poder despótico puede bajo ciertas circunstancias, fundarse en la justicia), el tipo de conquis tador que sería incluso mejor que el vencedor de una guerra justa s éste traspasara el límite de su derecho (por seguir el argumento y la re tórica de Locke), es mucho más significativo. Su importancia, de he cho, es doble: no sólo está fuera de lugar de modo sorprendente en e argumento de Locke, y es un sinsentido en sus propios términos, sinc que, no menos importante, su peculiaridad ha pasado, que yo sepa, desapercibida. Ni uno sólo de los muy capaces lectores de Locke pare ce haber atendido este ejemplo, ni siquiera haber señalado su existen cia. Aquí, por supuesto, hay una complicidad: no es simplemente que, durante siglos, los lectores hayan “pasado por alto” las obvias parado jas de este ejemplo, sino más bien que éste es pasado por alto por el texto mismo como una inconsistencia que produce pero que no regis tra en ningún sitio ni la intenta resolver. Debemos, así, tomar la com pleta inconveniencia del segundo ejemplo de conquistador ilegítimo propuesto por Locke no como un mero descuido, sino más bien como un síntoma de lo que está presente en el argumento de Locke sin haber, sido asimilado, los elementos filosóficos, políticos que debe negar para validarse a sí mismo, incluso si el acto de negación no puede dejar de dirigir nuestra atención hacia lo que está siendo negado^ El otro ¿con quistador”, seleccionado de entre el vasto abanico de ejércitos barba ros, hordas asiáticas, así como de sus equivalentes modernos y civíh13 3

zados (Locke ha admitido que la mayor parte de los gobiernos del mundo se han fundado en “la fuerza de las armas”, más que “en el con sentimiento de la gente” (433 [333])) que la historia de las sociedades humanas ha producido, no es otro que Espartaco, el líder de la rebe lión de esclavos en Roma. En este punto, el lector atento comenzará a asombrarse, legítimamente, antela elección de Locke: Espartaco que, al menos según ciertos testimonios, acabó sus días, junto con 6000 de sus compañeros rebeldes, crucificado en el camino hacia Roma (mien tras que las restantes versiones insisten en que murió en la batalla final contra las legiones de Craso), nunca conquistó nada ni a nadie. ¿Por qué tiene que partir Locke del hecho histórico para referirse a lo que el contrafáctico tirano Espartaco hubiera sido “si hubiera conquistado Italia” (444 [346-7]? La meditación sobre la tiranía que Espartaco, si hubiera conquistado Italia, “hubiera” intentado establecer sobre el pueblo conquistado, así como “el intento de incautarse de sus propie dades” (444 [346]) que hubiera realizado, conduce a Locke a insistir en que se hubiera colocado en “estado de guerra contra ellos” y que el contrafáctico triunfo por la fuerza de Espartaco no le hubiera dado “más derecho a asumir el título de príncipe” que a “sacudirse su yugo” tan pronto “como Dios dé a sus súbditos coraje y la oportunidad para hacerlo” (444 [347]). Pero, la cuestión permanece sin respuesta: ¿por qué Espartaco? Existen unas setenta y cinco referencias a Espartaco en los escritos de la antigüedad clásica (Yavetz, 1988). Pocos de los historiadores ro manos más importantes que trataron, aunque fuera brevemente, el periodo de la dictadura de Sila (por ejemplo, Uvio, Salustio, Tácito, Suetonio) dejan de, al menos, nombrar a Espartaco o la bellum servile identificada con él. Se encuentran también referencias en escritores tan diversos como Cicerón, Plinio, Catón el Joven e incluso San Agus tín. Sólo dos fuentes, sin embargo, ofrecen una descripción relativa mente exhaustiva de la rebelión y del individuo al que se le atribuye su liderazgo: La vida de Craso de Plutarco y Las guerras civiles de Apia no. De modo significativo, ninguna versión sugiere que Espartaco bus cara conquistar Roma o hacer algo diferente de escapar y regresar a su Tracia natal, primero, por tierra y, finalmente, por mar (mientras que algunos de los otros rebeldes buscaban alcanzar sus lugares de origen en la Galia). Al mismo tiempo, aunque varias de las referencias, tanto mayores como menores, a Espartaco apuntan a la injusticia de su es clavitud (Apiano informa que había sido soldado del ejército romano), todos, inclusos los más comprensivos (por ejemplo, Plutarco), hablan con horror de la revuelta y del pillaje llevado a cabo por el ejército re

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belde. Así, San Agustín pregunta acerca de la rebelión de Espartaco < La ciudad de Dios (a la que Locke se refiere al menos una vez en : obra): “¿Quién posee la suficiente elocuencia para poder hacerse carj adecuadamente de los hechos, el número y el horror de sus actos < bandolerismo, o lo que es lo mismo, la guerra hecha por piratas?” (L 26). Un repaso de las fuentes de las que Locke podría haber inferk su visión de Espartaco ofrece poco con lo que justificar o incluso expl car este pasaje en el que Locke parece sugerir que Espartaco intent ba, pero fracasó, conquistar Italia que en ese momento hubiera est; do, como estaba, según el Prefacio a los Dos tratados, la misma Ingl; térra en 1688, “justo al borde de la esclavitud” (171 [43]). Si en las fuentes históricas que estaban al alcance de Locke no s puede encontrar respuesta alguna, el pasaje en sí mismo ofrece un poc más de esperanza, no en lo que dice sino en lo que no dice y, quizás, n puede decir, esto es, en ciertos silencios determinados. Estos silencie le permiten invertir y condensar con extraordinaria economía tres reía ciones de dominación: el esclavo se convierte en amo, el conquistado e; conquistador, los muchos en los tiranos de los pocos. La primera debe ría ser clamorosamente obvia: en ningún sitio reconoce Locke el hech de que Espartaco era un esclavo, y su ejército, un ejército de esclavo rebeldes. De hecho, las palabras “esclavo” y “esclavitud” no aparecen ei ningún sitio unidas a la referencia a Espartaco en el Segundo tratade Por supuesto, suprimir la complicación que introduce la esclavitud per mite que Espartaco sea leído como un equivalente antiguo del case medieval de los conquistadores Hingaar y Hubba, como han hecho precisamente, generaciones enteras de lectores. Comencemos, poi tanto, con esta ausencia, la ausencia de cualquier referencia a la escla vitud no sólo en un pasaje dedicado a Espartaco, sino en la obra come un todo donde éste forma parte de un gran esquema de silencio en tomo a la esclavitud. Semejante afirmación sorprenderá, sin duda, a algunos lectores como absurda: después de todo, ¿no se encuentra el término “esclavitud” a lo largo de toda la obra? ¿No aparece el término “esclavitud” dos veces en el primer párrafo del Prefacio a los Dos trata dos? ¿No hay un capítulo entero dedicado a este asunto? La respuesta reside en el hecho de que, aunque Locke habla con frecuencia de escla vitud, la esclavitud que condena es la esclavitud de la que, según Locke argumenta en el Prefacio a los Dos tratados, Inglaterra estaba “justo al borde” antes de que Guillermo de Orange “salvara la nación” y, por tanto, una esclavitud que nunca se realizó o fue establecida. Ésta, por supuesto, era la esclavitud que caracterizaba la condición de los súbdi tos, sus personas y propiedades, bajo la monarquía absoluta donde al

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soberano le basta un decreto para hacer leyes y recaudar impuestos. La condena que hace Locke de la esclavitud de los súbditos bajo una monarquía absoluta estaba históricamente pensada al menos para insi nuar una condena de esa otra esclavitud de la que no escaparon millo nes de africanos, aunque hoy pocos comentadores defenderían ese punto de vista. De nuevo, es importante ver ese tipo de lectura, esto es la aceptación, contra la evidencia directa del texto, de que Locke con dena la esclavitud per se, como determinada objetivamente por el texto y no como una especie de lectura errónea colectiva; en efecto, incluso un lector tan atento como Ashcraft declaraba que la visión que Locke tenía de la esclavitud en los Dos tratados simplemente no podría deter minarse (1992). Si seguimos los argumentos de Locke literalmente, sin embargo, y examinamos la función material, histórica de los argumen tos que ha expuesto claramente a favor de una esclavitud justa, no sólo él no cuestiona la esclavización de africanos y su uso como fuerza de tra bajo en las colonias, sino que proporciona el fundamento de derecho sobre el que se puede establecer una cierta esclavitud. Locke, siguiendo a Hobbes, rechaza inequívocamente la idea de fendida por pensadores políticos anteriores como Suarez (interesado de forma similar en especificar el adecuado fundamento moral de la conquista y la esclavitud) de que el hombre, como propietario de sí mismo, tenga derecho a venderse o alienarse a sí mismo: “un hombre, al no tener poder sobre su propia vida, no puede, ni por medio de un pacto ni por su consentimiento, esclavizarse a nadie, ni ponerse bajo el poder arbitrario y absoluto de otro, que pueda quitarle la vida cuando desee” (325 [220]). El hecho de que nadie puede someterse volunta riamente al poder absoluto o despótico de otro no significa, sin embar go, que no pueda haber un ejercicio legítimo del poder absoluto o des pótico. Por el contrario, no sólo puede ser legítimamente ejercido el poder despótico, sino que puede decirse que aquellos que están some tidos a él se han sometido ellos mismos al “perder” su derecho a la vi da por haber realizado voluntariamente un acto injusto. Así, si uno no puede elegir esclavizarse, no es menos verdad que la esclavitud legíti ma comienza con un acto de consentimiento. El vencedor en una gue rra justa adquiere el derecho absoluto sobre la vida del enemigo que ha perdido ese derecho voluntariamente: un conquistador justo “puede (cuando lo tiene en su poder) prorrogar el tomarla, y emplear lo en su servicio, y no le hará por ello ninguna injuria” (325 [220]). De hecho, el esclavo legítimo retiene un cierto poder aparentemente ina lienable: “pues, en el momento en que considere que la dureza de su condición de esclavo sobrepasa el valor de su vida, está en su poder

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atraer sobre sí la muerte que anhela, negándose a obedecer la volui tad de su amo” (325 [220]). Si seguimos a Ashcraft (1992) y negami que la Constitución de Carolina, abiertamente favorable a la esclaviti y escrita, sin ninguna duda, por Locke, represente sus propias opinii nes, sino que, más bien, expresa las ideas de sus superiores, debenu entonces reconocer que en el Segundo tratado cita la opinión que mismo expuso casi literalmente en 1669. El Artículo 110 de la Consí tución establece: “Todo hombre libre de Carolina tendrá poder y aut< ridad absolutos sobre sus esclavos negros, con independencia de s opinión o religión” (Locke, 1993, 230). Capítulo 15 del Segundo trah do: “El poder despótico es un poder arbitrario y absoluto que un hon bre tiene sobre otro” (429 [331]). ¿Cómo llega alguien a adquirir legítimamente ese poder sobi otro? “Y así los cautivos, tomados en una guerra legal y justa, son le únicos súbditos de un poder despótico” (429 [331]). Esta especificí ción de un derecho, tan marginal en la exposición de Locke que in d i so los comentadores más atentos lo han pasado por alto y han reck mado, en contra de las palabras del texto, bien que Locke se opone toda forma posible de esclavitud, bien que Locke no toma posición res pecto al tema, históricamente era todo menos marginal. Es útil señe lar que la Compañía Real Africana, varias décadas después de la publi cación del Segundo tratado, recurrió a sus operarios para que certifi caran que los esclavos comprados en África eran combatientes qu habían sido hechos prisioneros en un guerra justa entre naciones afri canas. Por supuesto, es bien sabido que Locke fue un inversor funda dor de la Compañía Real Africana y que, como secretario del Consejt de Comercio y Plantaciones desde 1673 hasta 1675 y como uno de lo siete miembros de la Cámara de Comercio y Plantaciones desde 169« hasta 1700, estaba íntimamente familiarizado con los detalles de comercio de esclavos, incluyendo, como ha señalado Robín Blackbun (1997)»las frecuentes rebeliones de esclavos que tantos problemas die ron a los plantadores de Barbados, Jamaica y Virginia. Pocas cosa podían ser tan aterradoras para los propietarios de esclavos de Jamai ca, por ejemplo, tan superados en número por sus esclavos, que la ide< de un Espartaco africano, un hombre capaz de unir a los esclavos pan conquistar a sus amos. Precisamente una figura semejante fue conce bida, sufriendo por ello un trágico final, por Aphra Behn en su roman ce Oroonoko publicado en 1688 (una copia del cual se encontró en 1í biblioteca de Locke después de su muerte). La esclavitud, sin embargo, no es la única ausencia que desfigura k versión que Locke ofrece de Espartaco. Está, por supuesto, el asunte

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de la conquista y la inversión inexplicada de los conquistados en con quistadores. Locke limita el derecho del conquistador legítimo sobre la propiedad del conquistado a la exacción del equivalente a los costos y daños resultantes de la guerra y no le da ningún derecho sobre “aque llos que conquistaron junto con él” (433 [333]). Ofrece un ejemplo, en su polémica con Filmer en el Prim er tratado, que en sí mismo repre senta una inversión semejante: imagina que un plantador de las Indias Occidentales “sin el dominio absoluto de un monarca que descendie ra hasta él desde Adán”, reúne a los hombres de su familia “y los con duce a luchar contra los indios con el fin de buscar compensación por alguna injuria recibida de ellos” (276 [168]). Aquí, de nuevo, los indios, por aquella época considerablemente reducidos en número a causa de la guerra y la enfermedad en las Indias Occidentales, son imaginados como agresores ilegítimos contra quienes la violencia, en la que la com pensación y la prevención coinciden eficazmente, está plenamente jus tificada. Como en el caso de la esclavitud, la posición de Locke en la administración colonial le hacía estar perfectamente familiarizado con las guerras que los colonialistas, legítima o ilegítimamente, llevaban a cabo contra los indios americanos. Es más, los indios no son invisibles en el Segundo tratado: hay quizás una docena de referencias a “los habitantes de las Américas” cuyos derechos sobre las tierras estaban sujetos a una violación constante y progresivamente mayor por parte de los europeos. ¿Por qué Locke no cita este ejemplo de conquista ile gítima? Nada en el capítulo “De la conquista” prohíbe a un conquista dor legítimo (o a cualquier otro en este aspecto) apropiarse tierras que los derrotados simplemente ocupan. Las restricciones se aplican úni camente a la “propiedad”, cuya definición Locke expone en el capítulo 5 del Segundo tratado. Allí nos dice que la tierra “común e incultiva da” la da Dios para que “la use el hombre industrioso y racional” (333 [227]) categorías de las que los indios que Locke fabrica (uso esta pala bra intencionalmente -Locke estaba familiarizado, aunque sólo fuera por los libros de su biblioteca, con la realidad de la vida indígena, in cluida su agricultura) en el capítulo 5 están claramente excluidos. “Pre gunto si en los bosques salvajes y en las inmensas extensiones de Amé rica, abandonados a la naturaleza, sin ninguna mejora, labranza o cul tivo, mil acres entregan a los necesitados y desdichados habitantes los mismos bienes utilizables para la vida como diez acres de una tierra de igual fertilidad en Devonshire, donde son bien cultivados” (336 [231]). Tamaña justificación de la conquista no puede ser llevada a cabo sin una violencia textual que mutila el cuerpo de la realidad histórica, des figurando a las víctimas de la expansión europea con el fin de repre

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sentarlos como agresores, no mejores que bestias de presa o sus eqi valentes humanos, los criminales y los tiranos. Pero quiero enfocar una tercera ausencia, demasiado fácilmente p sada por alto en la breve discusión que Locke hace de Espartaco. Señ lé hace un momento que Locke no había mencionado en ningún m mentó el hecho de que Espartaco era un esclavo y su ejército, un ejérc to de esclavos rebeldes. En la realidad más literal, sin embargo, Locl no menciona ningún ejército en absoluto. Espartaco aparece eomplet mente solo. Esta ausencia particular, por supuesto, tiene una funcic retórica: impide que el lector pregunte quién apoyó a Espartaco y cóm esto es, con qué fuerzas, un bandido como él consiguió derrotar a h legendarias legiones romanas. Impide que el lector se interrogue p( aquellas causas de la rebelión que no sean el simple deseo de coi quistas. Es ciertamente verdad que Locke en los Dos tratados tiende reducir todo conflicto social a una contienda entre lo que después sei llamado el estado y la sociedad civil, con la sospecha de que aquél est vulnerando continuamente los derechos de ésta. En una obra distint publicada varios años después, sin embargo, sugiere que los conflictc económicos, concretamente aquellos que se dan entre los propietaric y los que carecen de propiedad, pueden emerger cuando el poder d( estado, menguado por alguna catástrofe, es insuficiente para permith le ejercer su función propia de salvaguardia de la propiedad. Esta... contienda se produce normalmente entre el propietario d tierras y el mercader: ya que la parte del trabajador, siendo rara ve algo más que la mera subsistencia, nunca ofrece a ese cuerpo d hombres el tiempo y la oportunidad para elevar sus pensamiento por encima de su situación o para luchar contra los más ricos por 1< suyo (como un interés común), excepto cuando algún gran peligri común, uniéndolos en una agitación universal, les hace olvidar e respeto y los envalentona para luchar por sus deseos con las armas y, entonces, algunas veces, irrumpen sobre los ricos y todo lo barrei como una inundación.

1824,7. Cuando los trabajadores “olvidan el respeto”, esto es, dejan de tenei miedo, entonces se vuelven temibles: terrentnisipaveant Cuando “s í unen en una agitación universal... todo lo barren como una inunda ción”. Locke quien, después de todo, vivió una guerra civil y fue testi go de la tendencia a que los ataques a la autoridad política se exten dieran a la propiedad, tanto en hechos como en palabras, de repente

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parece estar más próximo a Spinoza de lo que pudiéramos haber ima ginado. Aunque en general se contenta con establecer un orden jurídi co de derechos desencamados, en ciertos momentos, Locke reconoce que tales derechos descansan necesariamente en una relación especí fica de fuerzas sociales que es asumida como algo dado. Espartaco, tan distante en el tiempo como lo están en el espacio la esclavitud y la con quista de tierras indígenas, sirve, así, como un recordatorio sinecdótico de la rebelión latente de aquellos que no tienen otra propiedad que su persona y que no tienen más derecho sobre las propiedades de los amos que el que tiene el monarca absoluto. Son una mayoría en cual quier sociedad realmente existente, pero no son “el pueblo”; es, por supuesto, la multitud, y su fuerza, al menos cuando está unida, no la puede contener ningún régimen de propiedad o de gobierno. Para comprender la función del concepto de multitud en la obra de Locke debemos distinguirlo de la noción de pueblo. Aunque no es posible trazar aquí el desarrollo de esa distinción a lo largo de la escri tura política de Locke en un periodo de casi cuarenta años desde lo que se ha venido a llamar E l prim er tratado breve sobre el gobierno (1660) hasta su Esbozo de los m étodos para el empleo de los pobres (1697), po demos hacer unas pocas observaciones. Desde el comienzo de la ca rrera filosófica de Locke el término “multitud” estuvo diferenciado sis temáticamente y con bastante consistencia del término “pueblo” y esta diferenciación se hizo cada vez más sistemática conforme se desarro lló su filosofía. Ya que, como este último era la única fuente legítima de soberanía, una entidad semi-jurídica que surgía siempre con la deci sión mítica de entrar en sociedad que una gran cantidad de individuos disociados adopta y, así, persistía a través de todos los cambios de gobierno, e incluso en su ausencia, la multitud aparece como su doble destructivo o destruido. Esta es esa fuerza en parte interior y en parte exterior a la nación política (que está constituida por poseedores de propiedad: ‘la única razón por la que los hombres entran en sociedad es la preservación de su propiedad”) que o bien, como en los escritos tempranos de Locke, causa la destrucción del gobierno, o, como en el Segundo tratado, es el resultado de la disolución de la sociedad, la suma de los individuos disociados “sin orden ni conexión”, privados de todo estatuto jurídico, excepto uno puramente negativo. El primer escrito de Locke deja ver claramente un miedo de la mul titud y su poder y, así además, un reconocimiento de que ella también, y no sólo el estado, es capaz de tiranía (entendida como el ejercicio del poder más allá del derecho). En 1660, Locke deseaba garantizar a la autoridad política el derecho a “imponerse y determinar” los particula

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res indiferentes del culto religioso, en oposición directa a la postura qi adoptaría en Carta sobre la tolerancia escrita veinticinco años despué A aquellos que temen que garantizar a la autoridad política el derecl a decidir sobre la formas de culto conduciría a una pérdida de toe libertad religiosa, Locke responde que garantizar a la autoridad polític el derecho a encarcelar criminales o a recaudar impuestos podría, de 1 misma manera, conducir a un confinamiento general o a una confisa ción universal, al menos en principio. Aun así nadie duda en garantiza al soberano estos derechos, precisamente porque tales posibilidade “pueden a menudo asustar, pero su práctica rara vez peijudica al pue blo”. De hecho, no importa qué derechos formales se concedan a 1 autoridad política: hay poco peligro de que los ejerza de modo absolu to. La razón será familiar a todos los lectores de Spinoza: porque nin gún pueblo ha entregado de tal manera su poder que deje de ser temi do por aquellos que gobiernan, la monarquía absoluta es una ficción ju rídica. La falta de límites legales es irrelevante; la capacidad de la auto ridad política para ejercer sus derechos está limitada, no jurídicamente sino “en la práctica”, por el poder de la multitud. Y la multitud de Locke en 1660 es realmente poderosa; es como “el mar... contra cuyas tem pestades y aluviones no es posible protegerse bien. ¿Se consideraría peligroso o inconveniente que alguien permitiera hacer bancos o vallas contra las olas por miedo a que pudiera adueñarse del océano?” (ibid.). La autoridad política es comparada con el piloto de un barco que “aumenta su fuerza y violencia sólo cuando aumenta la tempestad o el tumulto; los vaivenes y varios giros del barco provienen de afuera y no son engendrados en las bodegas o en el timón” (ibid.). Y si la compara ción de la multitud con el mar es, en ciertos sentidos, desafortunada, ya que sugiere que las masas no pueden ser nunca disciplinadas o contro ladas, sólo precariamente manejadas, Locke se pasa a una analogía más esperanzadora para ilustrar el límite de tacto siempre presente del ili mitado poder deju re del soberano. Este es comparado con el jinete de un caballo cuya conducta siempre será moderada por el conocimiento “de que tanto un freno demasiado fuerte como una rienda demasiado floja pueden hacer que esta bestia indómita haga caer al jinete” (ibid.). Lo que es extraordinario respecto a este documento temprano, enton ces, no es tanto su conservadurismo, su aprobación del absolutismo, sino más bien su clara subordinación de la ley al poder (en el sentido de Spinoza), la sugerencia de que ciertos derechos pueden y deberían ser garantizados legalmente precisamente porque el equilibrio de poder no permitirá, excepto bajo circunstancias extraordinarias, que sean ejerci dos. El poseedor de estos derechos irrealizables es, en este caso, el sobe

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rano cuyo poder real, con independencia de la ley, está sujeto a unos límites inexorables. Nada en el argumento de Locke, sin embargo, le impediría, en una coyuntura histórica caracterizada por una distinta disposición de fuerzas que él juzgue ser relativamente estable, invertir la relación y garantizar al pueblo derechos que nunca podría ejercer dado el mayor poder proporcional del estado. Efectivamente, podría argumentarse que el debilitamiento del contra-poder opuesto al poder del estado requeriría un ajuste semejante. ¿No fueron las décadas que separan E l prim er tratado breve de los Dos tratados, asumiendo con Ashcraít y otros que estos últimos fue ron escritos en los primeros ochenta del siglo XVII, precisamente el tiempo en el que ocurrió una transformación de ese tipo? Una valora ción exacta del cambio en el equilibrio de fuerzas entre 1660 y 1680 debe tener en cuenta no simplemente los conflictos internos a ‘la nación política”, esto es, la clase dominante, conflictos cuya lucha se realiza en el Parlamento, en comités de un pequeño número de hom bres prominentes que, ocasionalmente, recurrieron a la movilización de una base de masas para incrementar su “peso” (como durante la crisis de la Exclusión), sino además una apreciación del estado de movilización de las masas mismas. El periodo inmediatamente ante rior a la composición de E lprim er tratado breve fue testigo de una rea nimación del radicalismo religioso y social, después de la exitosa con tención realizada por el régimen de Cromwell. La muerte de Cromwell en 1658 produjo una crisis de liderazgo, que a su vez condujo a un vacío de autoridad. Los panfletos sectarios, suprimidos durante casi una década, inundaron las ciudades una vez más como en los años cuarenta, cuestionando la religión, la jerarquía social e, incluso, la pro piedad. Cuáqueros, anabaptistas, “quintamonarquistas” promovieron reuniones de masas en numerosas ciudades y era sabido que tenían apoyos significativos en el ejército. Es más, en este ambiénte, los arrendatarios se impacientaron, protestando contra el aumento de las rentas y organizando motines en contra de los cercamientos. Como es bien sabido, las clases terratenientes, temiendo una renovada radiealización general, se unieron en tomo al programa de la restauración de la misma monarquía e iglesia que muchos de ellos habían rechazado antes como única vía de salvaguardar su privilegio y propiedad. Será necesario no sólo la restauración de la monarquía, sino casi una década de represión civil y religiosa y asentar de manera decisiva no pocos aparatos ideológicos y disciplinarios (especialmente la Igle sia Anglicana) para cambiar el equilibrio de fuerzas o, en términos de Locke, para domar y domesticar aquella bestia, la multitud. Probable

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mente las medidas que más quebrantaron a la disidencia radical fi ron aquellas conocidas comúnmente como el Código Clarendon. Ley de Uniformidad obligó a una rígida conformidad en los clérigo prohibió los sermones políticos. Al mismo tiempo, las reuniones c propósito religioso fueron declaradas ilegales, mientras que aquel con propósitos políticos podían ser consideradas motines. Miles radicales e inconformistas fueron arrestados bajo estas leyes, m ud fueron encarcelados o deportados. En 1661, la Ley contra Peticior Tumultuosas hizo ilegal reunir más de veinte firmas o más de diez pi sonas para dirigirse al rey o al Parlamento, habiéndose encontra que tales mensajes “han sido usados para servir a fines de persor facciosas y sediciosas metidas en el poder para la violación de la j pública, y han sido una de las grandes causas de las últimas e infelk guerras, confusiones y calamidades de esta nación” (66). La Ley Permisos de 1662 creó una amplia y efectiva censura que acabó con animado panfletismo de los años anteriores. Además, varias leyes directamente políticas en sí mismas permitieron al estado y a los ten tenientes de cierta categoría entrar en los hogares privados y reg trarios (Douglas, 1955-79 ; Hill, 1980); en el caso del Impuesto Hogar, para estimar el valor de la propiedad y en el caso de la Ley Juego, para buscar y, si se encontraba, confiscar, entre otras c o s í cualquier pistola o arco. A la coerción del estado se añadía la disciplina del mercado. 1 1660, 50.000 soldados regresaron a la vida civil, añadiéndose a 1 cargas de una economía ya sacudida por los acontecimientos de 1 dos años anteriores. La “necesidad, la cantidad y el continuo aumen de los pobres, no sólo dentro de las ciudades de Londres y Westmir ter, sino a lo largo de todo el reino de Inglaterra y el dominio de Gale planteaba una amenaza tan grande para el orden público que en 161 el Parlamento aprobó la Ley de Reforma de la Ley de Pobres, flamai comúnmente Ley de Asentamiento (Douglas 1955-79,464): “a eau de algunos defectos en la ley, a la gente pobre no se le impedía ir de ui parroquia a otra, y, por tanto, se esforzaban por asentarse en aquell parroquias donde hubiera las mayores reservas, los más extensos c mímales o extensiones para construir pequeñas viviendas, y los may res bosques para destruir, y cuando lo habían consumido, entonces movían a otra parroquia y, al final, se convertían en granujas y vag bundos” (Douglas, 1955*79 ,464). La Ley (que Locke intentó reforz en 1697) confinaba a los pobres en la parroquia “donde hubieran est do asentados legalmente por última vez”, excepto durante aquell épocas en las que su trabajo era requerido por un empleador. Vari»

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años después la peste debilitó aún más la economía, al igual que las guerras anglo-holandesas. Los oficios que tendían a aportar la base de masas del radicalismo, los de tejedor, carpintero, zapatero y sastre, fueron particularmente golpeados con dureza por la innovación tec nológica y la competencia extranjera. El efecto combinado de las rea lidades políticas y económicas de los años sesenta fue la completa derrota, desmovilización y desmoralización de los radicales, que habí an sido ya debilitados significativamente por la persecución durante los años de Cromwell. Ya no se recuperarían de esa derrota. Christopher Hill ha hecho la crónica, con admirable detalle, de los efectos de la represión y de la disciplina del mercado no sólo sobre las actividades de los primeros radicales, sino sobre su pensamiento mismo, ya que muchos se retiraron hacia el misticismo y una espiritualidad muy ajena a los años cuarenta. No hay duda, como argumenta, que “des pués de 1660, la dase terrateniente estaba segura frente a la revuelta social de los de abajo”(i98o, 173). Al final de los años 60, la multitud como concepto que se refiere a las masas en cuanto fuerza social activa desapareció completamente de la filosofía política de Locke, al tiempo que el término “pueblo” en su obra se desprendía de cualquier asociación peyorativa que poseye ra en sus obras tempranas. Podría ser, como argumentan la mayoría de los comentadores de Locke, que su pensamiento político evolucio nara desde los argumentos semi-absolutistas de los sesenta hasta el pensamiento liberal “maduro” de los setenta y ochenta e, incluso, que el encuentro con Shaftesbury y la experiencia de la crisis de la Exclu sión produjeron un cambio decisivo en su pensamiento. Aunque tales experiencias ayudaron, sin duda, a dar forma a las posiciones políticas de los Dos tratados, al menos igual de importante es señalar que la multitud como fuerza activa desapareció de los escritos de Locke en el preciso momento en el que los movimientos de masas independientes (en tanto diferenciados de las movilizaciones de masas promovidas por las varias facciones de las clases dominantes en su propio prove cho -una táctica empleada al menos tan a menudo por los toríes como por los whigs) desaparecieron de la vida política inglesa. Lo que Locke había antes imaginado como un océano, indiferenciado e incontrola ble, se ha,quedado reducido a un animal domesticado, dócil, del que se podía esperar, si no que obedeciera inmediatamente sin riendas ni espuelas, al menos que nunca se iba a volver tan inquieto como para derribar a su amo. No podemos discutir de manera inteligible las supuestas continuidades o discontinuidades del pensamiento político de Locke si no reconocemos el cambio decisivo en el equilibrio de fuer

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zas sociales que se dio en este periodo. Ya que fue este equilibrio de fuerzas el que hizo posible el surgimiento de ciertas ideas liberales, especialmente aquellas que implicaban el consentimiento, sin ningún peligro de que tales ideas pudieran provocar o justificar tumultos de los de abajo que, como mostraba la experiencia misma de ese siglo, tendían a convertirse en un cuestionamiento de los derechos de los poseedores de propiedad, si no en intentos reales sobre su propiedad. El Segundo tratado define, así, un nuevo régimen de dominación cuya apología está escrita en el lenguaje individualizante de la igualdad, los derechos y el imperio de la ley, un lenguaje diseñado para hacer desa parecer a la multitud y para situar, definitivamente, fuera de su alcan ce la propiedad y las ‘libertades” de sus amos. En la coyuntura que surgió después de 1670 (o 1675 por adoptar el año que marcó el comienzo de la estabilidad de Inglaterra, según J.H. Plumb), la amenaza que dio lugar a la unificación de las clases terrate nientes normalmente peleadas desapareció y surgieron las facciones y las luchas entre ellas, cristalizadas alrededor de la oposición entre la corte y las provincias. Una cierta cantidad de medidas represivas antes necesarias para dispersar a los radicales se hicieron superfluas o, peor, podían ser usadas por la corte contra sus rivales dentro de la élite. Con la neutralización, si no desaparición, de las sectas, las sanciones con tra los inconformistas en particular se percibieron como algo dañino, innecesariamente restrictivas de las observancias religiosas de los disi dentes menores y de los debates políticos carentes de peligro en cuan to internos a la “nación política”. De este modo, no sólo la relación de fuerzas sociales había cambiado dramáticamente, sino que la existen cia de numerosas formas de compulsión y coerción, desde lo que Marx llamó ‘la silenciosa compulsión del capital” a las más sonoras formas de coerción llevadas a cabo por el estado, parecían garantizar la obe diencia de las clases trabajadoras. Esto mismo dice Locke en lo que parece ser la parte más radical de su “manifiesto radical”, la parte del Segundo tratado en la que defien de el derecho de rebelión contra cualquier intento por parte del poder soberano “de adueñarse y destruir la propiedad del pueblo o reducirlo a la esclavitud bajo un poder arbitrario” (460 [365]). Del mismo modo que hace irnos treinta años había argumentado que se le podían garan tizar a la autoridad política derechos que nunca tendría poder sufi ciente para ejercer, así, ahora, en una coyuntura diferente, podemos garantizar al pueblo el derecho de rebelión, sabiendo con seguridad que, al menos como movimiento de masas, no ejercerá (y quizás no puede ejercer) ese derecho.

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Quizá podría responderse a esto diciendo que, como el pueblo es ignorante y está siempre descontento, sería exponerse a una catás trofe segura el basar los fundamentos del gobierno en la inconstan te opinión y talante indeciso del pueblo; y que ningún gobierno podrá subsistir por mucho tiempo si al pueblo se le permite estable cer un nuevo poder legislativo siempre que se sienta ofendido por el viejo. A esto respondo: muy al contrario. El pueblo no está tan pre dispuesto a salir de sus viejas formas de gobierno como algunos quieren sugerir. Es muy difícil convencerlo de que tiene que corregir los errores declarados que tienen lugar dentro del régimen al que está acostumbrado. Y si hay defectos que aquejan a dicho régimen desde un principio, o que con el tiempo y la corrupción se han ido introduciendo en él, cuesta mucho trabajo hacer que el pueblo los corrija, aunque el mundo entero vea que hay una oportunidad para ello. Esta lentitud y aversión que el pueblo muestra a la hora de abandonar viejas constituciones, se ha visto en las muchas revolu ciones que hemos presenciado en este país, en estos y en otros tiem pos; y ha seguido sujetándonos, o, tras algunos intervalos de infruc tuosos intentos, ha vuelto a sujetamos a nuestro viejo orden legisla tivo de rey, lores y comunes

462-3 [367-8] Así, aunque es cierto que Locke estuvo a favor de una mayor discipli na estatal sobre los pobres, como hizo evidente en su Esbozo de una representación que contiene un esquema de m étodos para el em pleo de los pobres de 1697, no es a causa de que tema que vayan a unirse “en una agitación universal”. Los pobres han quedado reducidos a una multitud desorganizada que, aunque “abarrota las calles” (1993, 453) del reino, es más una carga que una amenaza. En efecto, si suponen una amenaza en algún sentido, es a causa de su “vileza” (453), esto es, los crímenes contra la propiedad a los que les conducirán su pereza y su disipación. Así, el contrapunto de Espartaco en los Dos tratados sería “el ladrón que me asalta para robarme aunque sólo sea mi caba llo y mi gabán” y a quien como a Espartaco “puedo matar” (231 [216]). El remedio para tales males no consiste en negar a los pobres la sub sistencia y la ayuda como habían argumentado algunos contemporá neos menos humanitarios en su celo por preservar la racionalidad del mercado. Tales medidas dejarían a los pobres, cuyos movimientos sin restricciones por todo el reino son fuente de inconvenientes significa tivos, “libres para una nueva marcha” (449). Por el contrario, el obje tivo debe ser restringir la circulación incontrolada de los pobres por medio de su confinamiento en una casa de trabajo cuyos empleos

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transformen la pereza en laboriosidad y la disipación en sobriedad.1 cuanto antes mejor: a los niños de tres años sería mejor confinarlos ei una casa de corrección que dejarlos expuestos a los peligros de uno padres de carácter dudoso y, lo que es más, “desde la infancia, serái habituados al trabajo, lo que no es de menor importancia a la hora d( hacer de ellos personas sobrias y laboriosas durante toda su vida pos terior” (453). El año 1688, por supuesto, confirmó la estimación de Locke respec to al equilibrio de fuerzas sociales y el nivel de combatividad de las cla ses trabajadoras. No hubo ningún apoyo de masas a favor de la aboli ción de la monarquía, sólo para el cambio de monarca; ni una sola peti ción de las masas reivindicó un cambio “de raíz” del mundo y la activi dad de masas demandaba la conservación del orden, especialmente de] orden eclesiástico, que se percibía amenazado por la políticas protoabsolutistas de Jacobo. Leyendo los Dos tratados uno pensaría que la guerra civil y la revolución de los años cuarenta (reducidas por Locke a un simple “intervalo de infructuosos intentos”) no hubieran nunca ocu rrido, que la multitud que antes él pudo describir “tan poco tolerante de las restricciones como el mar” no hubiera nunca amenazado tanto la propiedad como la autoridad de sus amos. Pero, esta historia no puede ser enteramente reprimida: regresa en la persona solitaria de Esparta co, esclavo fáctico y tirano contrafáctico, un recuerdo lejano del poder que la multitud puede ejercer cuando la disciplina del mercado y del estado falla y los muros ceden ante la tempestad. Parece, entonces, que Althusser tenía razón al hablar del “spinozismo reprimido de la historia de la filosofía”, al menos si Hobbes y Locke pueden ser considerados como casos ejemplares de esta historia. Ya que ¿no podemos entender los objetos filosóficos de Spinoza, los cuer pos, las masas, el poder, como los mismos objetos cuya represión constituye el desarrollo concreto no meramente de la filosofía política desde su época, sino de la filosofía per se en cuanto que nuestra lectu -7 ra de Spinoza nos impele a considerar la filosofía desde sus orígenes y> a través de sus divisiones como fundamentalmente, inevitablemente, política? Hoy más que nunca, e invocando a menudo los nombres .de,; Hobbes y Locke, la filosofía en sus formas dominantes trabaja incan*^v sablemente para desmaterializar e individualizar el campo político,i inventando esferas enteras de interioridad y trascendencia íque, .coit¿ independencia de las intenciones y los compromisos subjetivos de losb filósofos individuales, funcionan desviando nuestra atención d ed a ? composición y disposición de los cuerpos y las fuerzas* Balibar..esta seguramente en lo cierto cuando argumenta que nuestro tiempo, no 147

menos que el de Spinoza, está habitado por su propio miedo a las masas. No es extraño, entonces, que Spinoza ocupe un lugar tan poco importante en el canon filosófico anglo-americano: frente a las doctri nas filosóficas unidas en su diversidad alrededor de este miedo, la crí tica que Spinoza realiza de la servidumbre sólo puede aparecer como un rechazo de la política misma; su anti-humanismo, un nihilismo descreído; su énfasis en las masas, una subversión permanente de los mismos fundamentos constitucionales de los que, se piensa, depende nuestra libertad (y propiedad, si es que ambas pueden ser separadas). Así, la historia de nuestro propio tiempo ha concedido un cierto inte rés a la insistencia de Hegel de que Spinoza era un eco de un pensa miento no europeo pensado dentro de la filosofía europea, y, al llamar a su teoría “orientar quizás no se refiere tanto al contenido de la filo sofía de Spinoza (la “teoría de la identidad absoluta” que Hegel le atri buye) como a su condición de extranjero, a su imposibilidad de ser asi milado. Por usar la frase de Hegel, Spinoza bien puede ser el obstácu lo que la “filosofía europea” (como la denominó Hegel en la Historia de la fílosofía) debe “superar” (esto es, reprimir y negar) para llegar a ser lo que es. Por supuesto, Spinoza no es el único hereje cuya excomunión vuel ven a promulgar diariamente los guardianes de la justicia y la morali dad. La represión de los cuerpos y las masas, la del tipo de poder que nunca puede ser poseído sino únicamente ejercido, jam ás ha dejado de ser cuestionada. Por supuesto, desde el punto de vista de la filoso fía de Spinoza no podría ocurrir de otra manera. Los últimos treinta años en particular han sido testigos de un renacimiento de los estudios sobre Spinoza más importante que cualquier otro desde que la filoso fía de Spinoza se convirtió en spinozismo, un renacimiento del que es eco el presente estudio. He citado repetidamente los trabajos de figu ras tales como Deleuze, Matheron, Maeherey, Negri, Balibar, Albiae y Moreau (por resaltar sólo a ellos) que nos han permitido ver lo que en otra parte he llamado “un nuevo Spinoza”, un Spinoza impensable en el pasado. Seguramente no es un accidente que el nuevo Spinoza sur giera coincidiendo con la explosión social que atravesó el planeta ente ro, dejando pocos lugares sin afectar, y cuyo trigésimo aniversario he conmemorado, sin la menor intención, al concluir este libro. Fue segu ramente en este tiempo de acción de masas contra el despotismo tanto de la “sociedad civil” como del estado, un tiempo en el que se mostró que nuestros estados “democráticos” temían a su propio pueblo más que a cualquier enemigo exterior y periódicamente requerían la fuer za armada para mantener la “seguridad interna”, en los que se reveló,

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aún con mayor fuerza, que las prácticas corporales, materiales de vida cotidiana determinaban incluso a aquellos que veían lo mejor hacer lo peor, fue en este tiempo, digo, cuando los conceptos de S j noza anteriormente desatendidos se hicieron de repente asombros mente visibles y su crítica de la servidumbre reapareció en las expr siones mas sobresalientes de esta experiencia, especialmente aquell de Althusser y Foucault. Invocar estos nombres supone reconocer el riesgo de que el spin zismo de la historia de la filosofía puede haber ya desaparecido una v más en su averno subterráneo, olvidado en el mismo instante d recuerdo. Se diría que Spinoza (re)apareció demasiado tarde, como filosofía lo hace siempre, según Hegel, post festum . Nuestro tiemp como el descrito por Christopher Hill, ha atravesado su propia “exp rienda de derrota” y, como los radicales desilusionados de aquell« tiempos, muchos se han retirado hacia nuevas formas de quietismc superstidón. El lenguaje de la materialidad, de los cuerpos, las fiierz y las masas ha adquirido un aire ligeramente arcaico, si no vagamen amenazante. Frente a lajmpredeeibilidad y complejidad de la histori cuyo movimiento parece cualquier cosa menos progreso, con una reí ción de fuerzas sodales profundamente desfavorable para tod menos para los que dirigen el mundo, pocos han resistido la supers ción a la que precisamente esta variabilidad de la fortuna hace qi todos tendamos. Algunos se han retirado en un huida mística y, con aquellos sacerdotes que Spinoza criticaba en su tiempo, proelaim estridentemente la incognoscibilidad de un mundo indeteiminado y imposibilidad de la acción. Para otros, una mayoría, la supersticit jurídica y moral ha reemplazado los delirios teológicos del pasado; 1 nuevas teodiceas, laicas sin duda pero no menos perniciosas que 1 antiguas, son aquellas del mercado y su expresión espiritual, la esfe pública, los mecanismos por los que, según se piensa, será selección do el mejor de los mundos posibles. Queda por ver hasta qué punto por cuánto tiempo, incluso el “nuevo” Spinoza puede alterar este s nambulismo político. Por supuesto, si no queremos caer en las nocí nes idealistas que Spinoza rechaza, no podemos concluir otra co que, en ausencia de una resistencia, de masas y activa, a la servidur bre y a la dominación, su crítica a la teodicea tanto divina como lai no puede permanecer efectiva y se perderá, casi con total certeza, en oscuridad como lo hizo a menudo en el pasado. Pensar esto seríame te supone reconocer la posibilidad de que la historia pueda hacer qi sus textos sean tan incomprensibles como si estuvieran escritos en 1 lenguaje que ya nadie conoce.

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Por supuesto, la filosofia de Spinoza es suficientemente difícil de apre hender incluso para aquellos que conocen su lenguaje. Al igual que en el caso de la misma Escritura, tanto el objeto de análisis como, en la difi cultad que asigna a la tarea de interpretar (un espejo privilegiado de los antagonismos y atolladeros de su propia labor), el orden aparente de sus textos, especialmente la Ética con su imitación del método geomé trico, pueden ser una defensa contraía fuerza de sus propios conflictos. Y es precisamente la ausencia de resolución, la acumulación de tesis inacabadas, de argumentos suspendidos e incluso de ciertas imágenes que la mitad de las veces surgen de improviso en contra del hilo de sus argumentos, inexplicables y sin embargo inolvidables, lo que da a la fi losofía de Spinoza su inmensa fuerza. Su filosofía está siempre por es cribir, en los actos tanto como en las palabras. Si, en consecuencia, deja mos a sus pensamientos pensar por sí mismos sin asignarles ningún límite o frontera (por utilizar los términos de la crítica que Kant hace a Spinoza) nos llevarán a desplegar un camino hacia la liberación que casi es inimaginablemente difícil: una liberación de la mente que depende de la liberación del cuerpo y una liberación del individuo cuya condi ción es la liberación colectiva. Si el camino por el que el pensamiento de Spinoza nos lleva es inimaginable, no obstante, es porque este camino carece por completo de los desvíos que la imaginación y la superstición están siempre dispuestas a proporcionar. Señalamos antes que el inacabado capítulo 11, “De la democracia”, de la última obra de Spinoza termina con las palabras de su anónimo editor, “reliqua desiderantuf’, el resto se echa en falta. Después de que hayan cesado las palabras de Spinoza, una imagen, o quizás la estela de una imagen, persiste en el espacio de esa falta. En el silencio de una mañana invernal, un silencio onírico, un brasileño intolerable perma nece de pie, quieto, ante él, aterrador y osado, el esclavo rebelde a quien las batallas han marcado con cicatrices y que no necesita hablar. ¿Por qué le asusta tanto a Spinoza? Quizás porque, comò una sombra muda delante de la puerta del averno, le hace señas para que comien ce el viaje en busca de lo otro en lo que la filosofía de Spinoza debe con vertirse con objeto de ser ella misma

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Ín d i c e

Introducción (Aurelio Sainz Pezonaga).......................................

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Reconocim ientos.......................................................