Cuentos y Versos Rotos

1 “…y la miré y me sentí un niño. Y ella se alejó, esperando para siempre que yo creciera.” 2 Agradecimientos A mi

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“…y la miré y me sentí un niño. Y ella se alejó, esperando para siempre que yo creciera.”

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Agradecimientos A mi familia gracias por corresponder, aun sin entender. Gracias Beatriz por insistir siempre en lo mismo, y gracias Olga, Edel, Franco, María Ester, Leonor, Lida y Lili por creerle a veces. A Marcela Prósperi, mi mentora, por confiar y aguardar con paciencia a que yo lo entendiera por mí mismo. Cómo no podía ser de otra manera, ella descubre las primeras ideas, los primeros sentimientos de este libro. Gracias. A la crew de Ángel (el cuento que le falta a este libro) gracias por aguantar los tropiezos de un trabajo quijotesco de un sueño agudo que no podía parirse de otra manera. Sepan que Ángel no ha muerto, está durmiendo. Un enorme agradecimiento a mi amigo Eros Buttarelli, al que aun le faltarán algunos años para dimensionar el favor que me ha hecho. A Juli gracias por el sólo hecho de ESCUCHAR. A Rubén, por tratar de enfocar a un niño desbocado, caprichoso y violento. A sus justificados enojos y espacios; a sus impagables espacios. Gracias. A Carla Rodríguez, Pablo Solari, Andrés Leyton, Mónica Martínez, Claudia Ruiz (algunos de ellos ni siquiera saben que escribo) por instruirme en esto de ser y hacer; en la niñez, adolescencia y juventud de mi vida. Gracias. A Daniela, sepa ella que vuelvo a sentarme en aquel viejo pupitre de primer grado A, cada vez que me pongo a escribir. Gracias. A Anita, por pintar sin querer el corazón de lo que escribo, gracias. A Dani, Ariel, Flavio, Franchu, Lea. Gracias por cada café, por cada Coca Cola, por algún que otro desvelo. Por el tiempo sin culpa, sin peaje. Gracias. Al final de este libro, el cuatro de diciembre de dos mil diez, a las 19:30 horas, en Laguna Gómez, Junín. Gracias. A aquellas tristezas que dejo ir por fin, gracias por transformarse en la inspiración de estos textos, el tiempo que duró mi luto. Al que lee. Tengo la extraña sensación de que nos conocemos de mucho antes, de que nos hemos visto alguna vez. Gracias por estar.

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Prólogo "Cuentos y Versos Rotos … y Algunos Poemas para Armar" de Ezequiel Miere comienza con una frase extraída del cuento Carta a una señorita muy lejos de aquí; “La miré y me sentí un niño. Y ella se alejó, esperando para siempre esperando que yo creciera”. En ella se condensan los elementos esenciales del libro: el yo poético, la mujer y el tiempo. La imagen se instala en nuestra mente, y vemos como una mujer se aleja para siempre y esa ausencia es tan visceral que se instaura como una presencia, aquella que nos interpela, que se recuesta en el alma y despierta la necesidad de contar, convirtiéndose en esencia. En el primer texto Causas y criterios sobre mi poesía nos encontramos con la delimitación del espacio creativo, y éste nos remite a un mundo interior solitario, privado, cuyo destello apenas se asoma transformado en palabras. Los momentos vividos se multiplican en versos que heroicamente subsisten a pesar de sus intentos suicidas. El libro seguirá recorriendo la imagen femenina que cambia de rostros y de nombres: Magui, Edel, Clarita, Victoria o simplemente “ella”. Podríamos hablar de muchas mujeres o quizás sea sólo una, o seguramente sea la imagen femenina idealizada la que inspire estos versos, como lo viene haciendo desde hace siglos. La memoria es el único elemento capaz de aprehender la realidad que se esfuma en un presente cargado de recuerdos e historias inventadas. Acaso la realidad no exista y sólo nos engañe con jirones de voces y objetos sin importancia. El verso no es más que un puente capaz de tocar la realidad: Me he permitido invadir con la rima tu espacio, que el verso llegue, te toque y te acaricie despacio. Penetrar con esta melodía en lo más profundo de tu sexo, hacer el amor en la trinidad, que tú y yo, componemos con el verso. Poema del Imposible III

Realidad y literatura son la misma cosa, y volvemos a reformular la tríada planteada en el comienzo de este texto: el yo, el tú y la ausencia, la distancia que se intenta llenar con las palabras. Marcela Prósperi, Profesora en Letras.

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Causas y criterios sobre mi poesía Bienvenida a mi insomnio. Encontrarás por un lado un triste accidente de ideas, un heroico cementerio de intentos. Sé que no tengo que pedírtelo, pero ten piedad de ellos, la angustia los ha golpeado mucho. Desde hace años se suicidan religiosamente. Se esmeran, es cierto; nacen animados, se garabatean inquietos, piensan que lo pueden todo. Pero pronto reaccionan a lo que son, se avergüenzan de sí mismos y la impotencia los anula. ¿Has visto alguna vez morir a un verso? Es lo más triste del mundo. Están ahí, inertes, apenas culpables de su falta de gracia, de su falta de arte. Y los sepulta la sombra de un cajón cerrado. Mueren sin que nadie los lea, que para un verso, es como morir dos veces. Encontrarás por otro lado, lo que queda; un puñado de palabras apenas eximias. Ilusionadas aberraciones que pretenden corresponder a tu esencia. Pero bueno, es lo que puedo darte, un cuaderno de poemas rotos con un prólogo humilde. Una advertencia y un juguete caro. El juguete de nuestra historia, que a mí me costó una vida. Te cito en mi insomnio porque en él me resulta más fácil soñarte. Es esa clase de cosas que hacen los muchachos insignificantes; invitan a su musa a tomar una copa, en un rincón de su propio olvido, para que no pueda mofarse de su compañía. Así soy yo, Así soy yo con tu ausencia; comparto con ella mi soledad de noche. Es esa clase de cosas que hacen los chicos con problemas; les dan forma al desprecio de aquella que adoran, cuidan y adornan ese desprecio, 5

para tener con quién pasar sus melancolías nocturnas. Por eso me permito este poemario triste. Y esta noche desvelada. Y la presencia de tu vacío. Por eso tantos versos muertos en un cajón y otros menos insanos manchando este cuaderno. Eres todo el arte que no puedo darte y al menos el poco que he logrado quiero ofrecérselo a tu memoria mientras esté conmigo. Por eso te cito en mi insomnio y no en la realidad de todas las cosas . Porque aquí puedes sentarte a leer, y emocionarte. No importa cuán lejos estés, no importa cuánto me odies.

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Edel sueña Edel, acostada, se siente profundamente sola. Y tal soledad, rebalsando la cama, le ofende. Entiende que esa absurda geografía desértica de dos plazas conspira contra su insignificancia. Y se siente aun más pequeñita, como de juguete. Y cae en cuenta de que perdida en ese inmenso acolchado blanco, parece una lágrima de trapo. ¿Va a llorar ahora? No, Edel no llora. Es un experimento triste de un dios sin memoria. Quien fuera responsable de ordenar las chispas divinas que dieran origen a esa criatura, dejó escapar ciertos detalles. Entonces Edel simplemente mira el techo como tendida en la morgue, sin regalarle a este relato el más mínimo estímulo. Pero es sabido que éste relato depende sólo de ella para ser, así que le compromete con un sueño. Y ese cuarto anónimo resuelve una paradoja. Porque los ojitos más lindos del mundo se cierran porque no tienen quien los mire, y la boca más dulce, como dibujada con rocío, se seca con un beso ausente, con la parsimonia amarga de esas cosas que de tanto esperar nunca suceden. Entonces Edel duerme. Simplemente. Con esa hermosa simpleza que Edel tiene para dormir. Y si alguien creyó que este cuento le iba a llevar a la muerte, está equivocado. Lo hubiera hecho al principio, pero al correr de las líneas, se descubrió enamorado. Y un cuento enamorado, eterniza a su musa. No obstante, las desventuras de la joven Edel, son el verdadero matrimonio de este accidente literario. Tendrá entonces este cuento que reaccionar a su cónyuge. Aunque no lo ame, aunque no esté de acuerdo. Y Edel, que hubiera querido dormir en paz, es víctima de su enamorado. Entonces se hace presente en un inmenso desierto de hielo. Quisiera sorprenderse, pero no es muy distinto de la cama donde duerme. En realidad sería mucho más increíble descubrirse en una peatonal, con gente alrededor. Allí, como está, ni siquiera cree estar experimentando un sueño. Y si un sueño es, los guionistas del plano onírico han de estar cansados. Desde aquí, nosotros, omnipresentes en sus dos mundos, no guardamos piedad, y voraces ansiamos el quiebre. El relato, dolido pero generoso, cumple con nuestras expectativas. A su lado Edel descubre un cuerpo desnudo, una figura masculina de rasgos bellos y músculos firmes. Camina a su ritmo. -¿Dónde está tu corazón? –Pregunta Edel sin mirar. Casi ausente de él, casi ausente de sí misma. Casi ausente del sueño y de este cuento, casi ni escrita en este papel. Edel pregunta por su corazón, y suena tan ausente la pregunta que el mismo cuento se nubla, y es necesario un vacío pequeño, que contenga toda la ausencia de Edel. -¿Qué? –responde la figura y Edel se muerde el labio. “Si, si –reflexiona ella- los guionistas han de estar cansados”. -Mírate. Y el muchacho sigue el índice de Edel y descubre el hueco en su pecho. “No debería yo guiar este espectáculo ridículo –observa Edel-. Lo único que me falta es guionar mis propias frustraciones”. Y a su lado arena blanca. Sin más. El espectro se ha suicidado de vergüenza y se le plantó para siempre en un recuerdo absurdo. “Malditos sueños, siempre pretenden dejarle a uno pensando”. Ahora Edel se ve a sí misma correr a los doce años con el cordel de un barrilete en la mano. El barrilete en cuestión, alto en el cielo. Se sabe el trauma de memoria: esa niña feliz, de vestidito rosa y coletas, entrará en la carpa de un circo. En la vida real ni barrilete ni circo, y siguen desfilando las obviedades. Se pregunta si podría llorar de ese lado. Pero por más que pudiera, entiende que no tendría sentido, si el viento que arrasa la planicie helada, es metáfora suficiente. Llega ahora a una casa a orillas de un río. Así de repente. Casa y río. Porque es un sueño. Adentro el rostro de alguien que no quiere conocer. O que quiere pero no puede. Es lo mismo. 7

El rostro asoma a la ventana. Edel se hace una apuesta estúpida: “A que si entro todo desaparece”. Bosteza aburrida. Tales redundancias le han agotado hasta la debilidad misma de desesperarse por sus miedos. Llegando al límite inferior derecho del sueño encuentra una hamaca suspendida en el aire. En la mentira, más bien. Va y viene apacible. El relato sabe que es demasiado, pero no puede evitar el ensañamiento. Nosotros, que sufrimos con Edel, pero que secretamente aprobamos su desdicha, alegramos nuestra lectura. El sueño verdugo, nos mira a los ojos, hacha en mano; nosotros asentimos. Y Edel que no tenía la culpa, que solamente quería dormir. Edel que aún no ha podido enamorarse, por ser simplemente ella, angustiada por encontrar en ese animal que la urbe ha domesticado, un guiño de pureza, un corazón, se aturde de nuestra necesidad de herirla. Edel que vio pasear por el cielo barriletes de otros niños, y vio desfilar a esos mismos niños a las carpas mágicas de espectáculos felices a los que nunca entró, se planta de cara a su última maquinita de tortura esperando que duela, que duela mucho. Edel que no conoció a su padre, que sólo pudo imaginarle en una cabaña, a orillas de un río, porque alguien le dijo alguna vez que era pescador, se sienta en la hamaca. Y es pequeñita. Y el vaivén se estanca. Y tiene seis años y ve los dedos de sus manitos soldarse a las cadenas de la hamaca. Y en un pentagrama de renglones gruesos de hierro oxidado siente escribir la melodía de aquella escena con la fragilidad de su silencio, a voluntad de su sueño, ante la impotencia de este relato y para regocijo de sus lectores. Ve a mamá irse sin remedio. Hacia el punto infinito de su cama real y la alarma de las siete.

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Poema del imposible I Me gustaría llorar más. Quebrar mi angustia y desperdiciar su cauce, secarlo antes de que inunde mis estrategias. Me gustaría ver más allá de mis errores, llegar hasta los nudos que interrumpen mi espíritu y retroceder para evitarlos. Encontrar la inspiración que nace del vacío que genera tu nombre, cuando no lo pronuncio y duerme en mi boca, sin necesidad de echar a sangrar mis textos. Me gustaría definirte con un concepto, determinarte en un plano lejano y contundente, encontrarte en un mapa perpetuo, para poder guardarte. Descubrirte mortal, obsoleta, articulada en el correcto disponer del tiempo, y hallarte en el pasado de una vez y para siempre. Solo, me encuentro contando mis eternidades; transitando este monótono camino de nostalgias, gastado hacia las horas de mi sueño, que parece no llegar nunca. Me sobran las palabras de amor, en los versos más tristes del mundo, para acariciar tu oído. Y me sobran razones para hacer de esas palabras las cenizas de lo que dejamos de compartir, eso que tras tantos intentos, hemos terminado de entender, merece quedarse en blanco. Descansar en la reflexión de lo que pudo haber sido. Ojalá dejaras de ser mi vida, y si, la sonrisa por lo que he vivido. Ojalá no fueras arte, y yo no sufriera mi existencia, colgado de su lado estéril. Haciendo todos los días el mismo castillo de arena para que las olas se los lleven por delante.

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Carta a una señorita muy lejos de aquí Tengo la necesidad compulsiva de escribir. He descubierto en mis cuadernos una suerte de máquina del tiempo, donde logro que cada vivencia que escojo, que cada suceso que invento, ancle, se repita, se infinite. Y diría que es una vocación, pero una vocación es un llamado de Dios, y a mí me llamó un trauma. Me arrancó más bien, de la realidad que estaba viviendo, y me sentó a escribir. Y yo de principio lloré mucho, pero me acostumbré. Ahora lo encuentro cómodo. Allá afuera el mundo corre rápido y aquí los instantes no terminan de sucederse nunca. ¿Piensa que es triste? Ya sé. Visto desde su perspectiva seguramente lo es. Pero fíjese que para mí no puede haber sitio más acogedor que mi solitaria habitación. Aquí aun la tengo a usted, siendo parte de mi soledad. Fundamental en mi simpatía por este encierro. No pido mucho supongo. Sufrir en paz me basta (valga la paradoja). Y si es una cuestión ridícula para el mundo, me conformo también con que no me lo comunique. Será mi absurdo afecto por usted un problema psicológico, psiquiátrico. Será un dilema, será no vivir realmente. Pero es lo que he elegido y lo abrazo con tanto cariño todos los días que si me viera hacerlo se enamoraría de mí de nuevo. Me he dedicado, desde aquello, a guardar cada beso, cada mirada, cada sonrisa. Aquella vez que se quedó dormida en mi pecho, aquella que despertó con una caricia mía. Aquella vez que me dijo que me amaría toda la vida. ¿Sabe?, ha sido usted la mentirosa más dulce del mundo. Lo guardo todo en una caja. Lo saco, lo estudio y lo vuelvo a guardar todos los días. Y así lo haré para siempre. Y para siempre es decir mucho tiempo, y de todo ese tiempo dispongo. Para mí solo. Creo que mi miedo es realmente que vuelva, porque no sabría que hacer entre el mito que he hecho de usted y la mentira en la que, después de tantos años, se habrá convertido. No quiero obligarme a elegir, sabiendo que me equivocaría de cualquier manera. Realmente he llegado a disfrutar su ausencia y la congoja que me produce imaginar su vida desde lo nuestro. Así está bien, una pinturita. Usted siendo usted, y yo siendo un puñado de recuerdos y conjeturas sobre que fue de usted. Por eso tampoco leerá este centenar de cartas. Ni usted ni nadie. Soy muy celoso del mundo que me he creado y cuido mucho de que no lo ofendan con opiniones. Los médicos dicen que no está bien, que debiera ser más generoso con mi producción artística, que uno no es artista hasta que otro es testigo de su arte. Pero a mí no me importa. Yo no pretendo ser un Borges. Estoy muy a gusto siendo simplemente un loco con un mundo aparte. Para ellos es fácil; no están aquí, no lo estarán nunca, desamparados ante las críticas de otros. ¿Qué sabrán? Si han nacido perfectos, de saco y corbata, y con esos apellidos europeos que llevan de chapa patente en el bolsillo de la camisa. Así es fácil no estar loco. Si se apellida uno Snaider, Smith, McCarthy o Stegmaier. Yo soy Gómez, y claro, de acuerdo a mi apellido tengo la locura cantada. Pero no es de aquel trauma que quiero hablarle señorita. Bastante tengo con el suyo, como para andarle escribiendo también sobre traumas periféricos. Sólo se lo refiero rápidamente para que le resulte más clara mi postura. En el caso trágico de que este manicomio explote, encuentren esta caja llena de cartas entre los escombros y decidan entregárselas. Puede pasar, aunque suene ilógico, sabrá que este lugar se construyó para concentrar la falta de juicio. Cosas ilógicas suceden aquí todo el tiempo. Incluso por parte de los doctores. Si le diré que llevan años tratando de convencerme para que les lea estas cartas. No sé para qué, saben que no desistiré nunca. Dígame si no es ilógico eso. Hay veces que pasan horas hablándome para que se las muestre. Yo últimamente he optado por no prestarles atención, me abstraigo pensando en chicas desnudas teniendo sexo, pero no conmigo, porque yo sin amor nada. Calculo que es normal en la adolescencia, lo he comprobado con los chicos del pabellón dos, que se pasan todo el día hablando de esas cosas. Yo tengo treinta y cuatro años, entonces debe haber algo en mí que falla, pero me pone contento; quiere decir que soy un loco coherente. Ahora, si a mí me preguntan, esos jóvenes deberían estar todos sueltos, gritando saludables barbaridades a las colegialas por la calle. Hasta que consigan una colegiala cada uno y se enamoren. Y esa colegiala les parta el corazón y tengan excusas para volver aquí. Porque de eso se trata el amor, ¿no? Es un acto de locura, un precipicio al que uno se tira sin sentido, un error 10

irremediable que uno no puede dejar de cometer. ¿Qué sería de mí si no hubiera encontrado el amor, cierto? Nunca hubiese conocido este hermoso lugar, y hubiera tenido que salir a la calle todos los días a ganarme la vida y no podría ser escritor. Recuerde que soy Gómez, y por más cuerdo que hubiese estado, el mundo real no hubiese dejado que un tipo sea escritor con un apellido tan aberrante. Entonces aquí estamos, en orden. Asumo que también usted lo está. Casada y con hijos, tal vez dos, ama de casa feliz. Con un marido que la quiere, que la merece. Preparándoles la comida todos los mediodías, porque llegan tan cansados de la escuela, porque llega tan cansado de la oficina. El domingo irán juntos al parque; como familia. Les gusta ir al parque como familia. Envidio tanto su felicidad señorita. Eso de tener familia por decisión propia y no tener como padres siete u ocho empleados del estado, o como hermanos cuatro pabellones de enfermos mentales. ¿Tiene idea de su suerte? ¿...Y como implica su suerte mi desgracia? ¿Cómo la lleva de la mano? ¿Recuerda cuándo decidió todo esto? Yo sí. Fue una tarde de primavera, en una plaza. No he de olvidarme nunca. Con decirle que aun la veo de espaldas irse para siempre, con mi corazón chorreándole de las uñas. Con ese vestidito floreado de colores claros. Si parecía la primavera misma. Tengo al menos cinco cuadernos de cuarenta y ocho hojas cada uno describiendo aquel momento. Cito una frase de alguno de ellos que me ha resultado particularmente bonita: “...y la miré y me sentí un niño. Y ella se alejó, esperando para siempre que yo creciera.” Es bonita, ¿cierto? Debo agradecerle entonces. Todo su amor antes y toda su ausencia después. Todo lo que ha sido y todo lo que nunca será, todo lo que tendré que inventarme para que siga existiendo aquí dentro, conmigo. Debo agradecerle mi locura en definitiva. Creo que hoy es un buen día, un día adecuado más bien, hoy es mi aniversario en este lugar. Recuerdo que esa mañana tenía mucha rabia y quería insultarlos a todos, pero solo podía pronunciar su nombre. No sé por qué. Lo grité como cinco horas seguidas hasta que me drogaron. Al otro día unas hojas y unos crayones de colores. Pero yo no dibujé. Ahí empezó todo este asunto de escribir. Los médicos dicen que mejoré, yo me veo igual que hace doce años. Me escucho gritar su nombre en este cuaderno. Y mi voz es cada vez más nítida, más fuerte. Lo bueno es que al cuaderno nadie puede drogarlo y yo puedo gritar todo lo que quiero. Momento: entonces si he mejorado. Experimento alguna especie de libertad quizá, si se me permite la paradoja. Y en este punto no puedo evitar una sonrisa. Esta carta parece un diccionario de paradojas. Compartir mi habitación con alguien ausente, sufrir en paz, gritar desde un cuaderno. Es extraño, no importa cuánto me esfuerce por escribir como un cuerdo, me sigo leyendo como un loco. Bueno, viene siendo hora de que me vaya a acostar. He estado toda la noche haciendo una carta inútil y necesito dormir para mañana poder escribir otra. A esta tampoco la arrancaré del cuaderno, me gusta la sumatoria. Pareciera que fuera a escribir una gran novela cuando en realidad es siempre lo mismo. ¿No le digo?, estoy muy loco. Soñaré con usted señorita. Permítame. Con el último beso que me dio y con sus uñas manchadas del corazón mío. Con las conjeturas de siempre, sobre usted hoy y sobre nosotros si algunas cosas hubieran sido diferentes. Si por ejemplo yo no la hubiera engañado, si por ejemplo mi cordura de hace tiempo, no la hubiera maltratado tanto.

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Contemplo el andén Incapaz ya, contemplo el andén; un desenfocado cuadro de metal gastado, barnizado con ceniza. En el centro de éste, sin embargo, se resiste una figura; es el cuerpo de una mujer. Transgrede, perfectamente definido, el escenario pétreo, activando un ritmo inmóvil. Y sólo para mis ojos danza esa dulce silueta, en su dulce quietud. Sacudiendo el plomo que agota el paisaje, desde su vestido amarillo. Me siento enamorado. Ella me ignora. Me siento a observar la hora anclada en que debí detenerla. Ella me advierte y parte. Incapaz ya, la sueño de nuevo. Contemplo el andén; un cuadro de metal gastado, barnizado con ceniza…

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Poema del imposible II Voy a buscar un verso en el corazón de una lágrima. Quizá en la de tu mejilla, quizá en la de alguna otra. Tengo demasiadas ausencias como para considerarte exclusiva. Voy a despegarme de vos si me sirve y puede que también vaya a prescindir de tus recuerdos. Tu falta me ha servido mucho pero prefiero hoy escribirle a lo que no se ha ido. Si alguna noche me desnudaste un momento irrepetible, guardaré el sabor de ese momento, pero al momento en sí mismo, lo perderé en un bolsillo roto. No es bueno pensar que por alguien, más que por uno mismo, se viva. Todo ser humano persigue un fin egoísta. Tu virginidad entre mis sábanas, tu sueño sobre mi almohada, tu sonrisa de aquella vez, son nuestros más claros ejemplos. Vos no sos, sin mi mirada que te atraviese, más que la verdad lógica del mundo real del que me despego cuando escribo un poema. Así que no te extrañe que hoy, con la misma inspiración, cuente la historia de otra.

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Clarita Esos últimos días habían sido bastante tensos. Yo tenía que entrar a la casa sin hacer ruido y deslizarme por ella como un fantasma hasta descubrir donde había puesto mi esposa, ese día, la mesa. Luego fingía mi completa aceptación de los hechos, la artífice cotidianeidad, y comíamos; en el patio, en el altillo, en el lavadero, en el baño. Siempre sin hablar, para no estorbarnos. Con mi resignación y su mal humor como costumbre. Entonces daba igual que comiéramos pollo al disco o polenta, albondigones de carne o ensalada de tornillos y tapitas de gaseosa. Yo debía hacerlo en silencio, sin dejar escapar un guiño de disconformidad. Amaba a Clarita. Con todo el odio que me tenía. Y digo odio y no locura porque a la locura uno no la elige pero el odio es un sentimiento consciente, que se trabaja. Y Clarita lo había trabajado durante los casi cinco años de matrimonio. Por eso nunca hube de reaccionar de mala manera a su violencia, siempre comprendí sus razones. Bien sabía yo que su desprecio era, en nuestra relación, el único acto de justicia. Pudiera entenderse esto quizá, como perverso. Por eso agrego, como defensa, la teoría que me ha permitido sostenerlo: lo que aquí se entiende por perversión es una fisura, en el sentido ético de mi persona, que es pergeñada por el profundo afecto, por el amor desmedido. Clarita no fue feliz conmigo, y no lo dudo, pero yo no habría podido experimentar de otra manera, toda la felicidad que ella me causó mientras estuvo a mi lado. Por consiguiente, hube tomado la estoica responsabilidad de soportar sin la menor queja sus peores momentos, a sabiendas de que ella hubo de soportar los mejores míos. Claro que algún que otro cólico indomable me han causado las porquerías que me hacía comer, así como también mis buenos traumatismos y hematomas he tenido que sufrir, cuando algún fin de semana la encontraba aburrida de tanto leer y decidía pegarme. Con todo esto seguía siendo Clarita, mi Clarita. Y si bien soñarla ahora, como a mí me gusta, es mucho más relajado, no puedo evitar extrañar aun más su belleza salvaje, su belleza violenta, genuina. Daría todos mis sueños de mi muñeca bailando sobre una alfombra de nubes por una sola de sus sonrisas cuando lograba, por ejemplo, atinarme con un plato en la cabeza. La Clarita real, con sus defectos y sus virtudes (¿?), fue siempre la mejor Clarita. Y seguramente alguno pudiera entender esto como masoquismo; pues respondo de la misma manera con la que expliqué el equívoco anterior: yo estaba enamorado. ¿Qué razón más noble que esa para soportar tales circunstancias? La noche que decidió morirse se había pasado casi dos horas corriendo a lo loco por el patio con una cuchara en la mano. De repente había entrado a la casa y declarado muy enojada que iba a suicidarse porque no había podido agarrar un puto bichito de luz. Mentiría si dijera que, al menos por un instante, dudé de su decisión. También lo haría si dijera que sufrí por aquello algún remordimiento. No me siento traidor ni estúpido. Dudo también de que le haya facilitado la muerte. Quizá lo hice algún tiempo atrás, cuando me descubrí enamorado de ella, pero en ese momento en particular, creo que simplemente la especté. De todos modos razono que a una criatura a la que no le fue permitido elegir su vida, al menos era justo que se le permitiese elegir su muerte. Esta reflexión condiciona, entre otras, mi paz. Clarita subió hasta nuestra habitación y se tiró de la ventana que daba al patio. Un salto limpio desde casi cinco metros de altura, cabeza abajo. El golpe seco le destruyó las vértebras del cuello y agonizó correctamente. Sentí dolor, por supuesto, era la mujer de mi vida, pero fui respetuoso de su decisión. Por eso no la asistí, ni pedí ayuda. Sólo me limité a mirarla en silencio y a espantarle un par de bichitos de luz que habían venido a posársele en la mano, para que no se sintiera ridícula. Casi no podía hablar, pero en sus últimos segundos se esforzó por dedicarme algún insulto, y quizá me hubiera escupido (pues así lo anunciaba el fruncimiento de sus labios) pero se le paró el corazón antes.

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La policía concluyó que yo tenía directa responsabilidad en el hecho y yo no lo negué. La causa se caratuló como homicidio premeditado y la condena fue agravada por la condición mental de la víctima. La cárcel es un lugar angustiante y frío. Se come mal y las duchas son compartidas, lo que me molesta bastante. No pienso demasiado en las circunstancias finales de mi libertad, como en su momento no lo hizo Clarita tampoco, a sus dieciséis, cuando le anunciaron su matrimonio. He entendido que es justo que a mí, que se me dio el privilegio de decidir la vida de aquella criatura, se me condene ahora a subyugarme a la que ella, para mí, hubiera elegido. Esta reflexión condiciona, entre otras, mi paz.

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Del sentir y sus estrategias… Las rimas trepaban por mi garganta, agonizaban en mi boca, morían en la quietud de mis labios. No les acogía, acaso, ni la lástima de un suspiro. La angustia de un verso roto es un espacio vacío que lo inunda todo. Es un acontecimiento hecho para sobrar. Por eso resolví otra estrategia: si aquella presencia no volvería jamás a apagar mi voz; su recuerdo no dejaría jamás de agitar mi pluma. La melancolía escribe poemas en el purgatorio de una habitación cerrada. Activa en tales circunstancias la capacidad de generar arte. Toda una vida vuela desde mi pecho hasta un hilo de grafito. Mientras se desgrana el lápiz, las palabras de alguna vez, muertas en mi boca, despiertan el oído que no me oye en un millón de lecturas.

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Memoria Aquellas circunstancias se me presentan confusas. Te recuerdo apenas, recostada sobre el lomo de un sauce que se inclinaba hacia la calma de un río plateado. Luego hay un vacío instantáneo que pasa a enredarse con un beso. Un beso profundo y nervioso, con ganas de llorar. Pasan años que no puedo llenar con nada. De vez en cuando chispea una sonrisa, un desayuno, un café caliente, una caricia antes de irnos a dormir. Un día de repente me encuentro llevando a los niños a la escuela. Conduzco un auto modesto de color gris, visto de sport. Y perdóname si me quiebro ahora, si tartamudeo al hablar, es que me angustia tanto no saber el nombre de mis hijos. Hemos tenido una vida feliz, puedo recordar eso. Aunque no recuerde un solo aniversario, un solo cumpleaños, una sola navidad. Aunque más se parezca esto a una intuición que a un recuerdo en sí mismo. Hemos tenido una vida feliz y tú has muerto de la misma manera. Y sinceramente no tengo la menor idea de cómo haya sido tu despedida, pero podría apostar a que fue emotiva, porque fuiste muy querida y seguramente, como yo, mucha gente sufrirá tu pérdida. Tenemos un nieto creo, que acaba de nacer. Es muy bonito y se parece mucho a su papá. No lo sé a ciencia cierta, pero su papá posiblemente se parezca mucho a mí. Sin embargo algo de ese niño me hace acordar a ti, quizá los ojos, aunque debo confesarte, ya no recuerdo tu mirada. Es todo tan triste amor, que me alegra saber que posiblemente, cuando me vaya de aquí, no pueda regresar a visitarte. Es que ya no tendría nada que decirte, la memoria se me descascara como este otoño y dudo mucho que mi salud me deje volver. No obstante entiendo que todo está bien, que no tendría de que preocuparme. Debo haber llegado al punto en que las experiencias rebalsan de mi espalda y ya no tengo fuerzas para llevarlas todas juntas. Es un final justo, con cierto criterio. Habrá sido más difícil para ti, que te fuiste con tanta memoria dentro, con tanto vivido. ¿Cómo se puede morir con tanto vivido? Igual debe ser hermoso recordarlo todo y no disfrutar sólo de algunas pocas nostalgias que a veces no puedes hilar con nada. Habrá sido hermoso, sin duda, irte de aquí con todos tus años colmados de recuerdos, y no como voy a irme yo, transitando mis últimos pasos con la vida recortada, remachada a veces incluso, con imaginarios. Porque en definitiva lo más triste no es morir, sino sobrar en la ausencia de otro, o en la de uno mismo.

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Reflexiones sobre mi literatura Entiendo la literatura como la intimidad de uno con uno y de uno con el mundo. Desde allí te conozco, desde antes de tu rostro. Y desde allí te di forma, determinando tus contornos a partir de los versos que escribí sobre los rastros de tu aura. Y que no se malentienda; no eras menos real antes que ahora. Si entendemos por realidad que mis caricias sobre tu mejilla y las líneas sobre este papel son la misma cosa. Que no represente para vos, el detalle de una lágrima en una sábana de rocío, no hace para mí la diferencia entre haberte visto hoy, o reconocerte desde toda la vida como la constante que determina mis insomnios. El tuyo es un nombre perpetuo, has de saber. Es el reflejo de mi pulso ante una hoja en blanco. Lo llevo encendido en la yema de los dedos. Es la línea contundente que me une con mi humanidad, que rectifica mi presencia en el mundo cuando se me ocurre abstracta, anónima.

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Luna ¿Cuántos fantasmas pueden dormir en tu cuna, Luna? ¿Por cuánto tiempo? Es una situación extraña, compuesta por una infinidad de prismas que marean nuestra costumbre de pensarte. Es el margen inferior de este desastre, el margen inferior de la última página. Es el final en infinitivo. El “¿qué pasará después?”, rezando en el vacío de la contratapa. Es el sueño marginado, puesto en penitencia en los límites de tu cuarto. Yo sé bien que no voy a morirme, mi condena es esa. Pero tú, que de condenas sabes tan poco, ¿dónde cumples con tu angustia? ¿Y por qué si no naciste, si no pudiste nacer, hay tantos fantasmas en esa cuna, durmiendo en nombre de la presencia tuya? Te veo jugando, con mis expectativas entre los deditos. Sentadita sobre un álbum de fotos ciego, y recostada sobre un enorme oso de peluche blanco. Ese que se muere en un rincón del agujero negro que se vino a comer la habitación de nuestras ilusiones, en nuestro departamento de alquiler. Te veo con un vestidito y dos coletas. Y la sonrisa de tu mamá. Con la carita encendida de fascinación, descubriendo el mundo al que no viniste. Trato de imaginarte diciendo “papá”, pero la pena te borra la boca. Trato de tocarte en la desesperación de un sueño que se rompe, y me encuentro despierto, envidiando a la mujer que duerme a mi lado, mientras arrulla una almohada.

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Magui Me cuarteo los labios con el sabor amargo de un poema mientras las promesas que me escribiste con arena transitan mis venas en simbiosis con mi sangre. Sin más remedio seguiré adelante, le arrimaré el paso a mi sombra, arrastrando la vida que me sobra por los momentos que me dejaste. Por este corazón que quedó bacante, aquella noche ... de primavera. Quizá la piel se te desgrana ahora en el roce de otros dedos que acarician las huellas de mis manos como si suyo fuera el recorrido. Mientras yo, ni despierto ni dormido, repaso mi incertidumbre en una oscuridad polar, recostado sobre la escarcha que deja en el alma el tiempo …cuando se lo ha perdido, cuando se infecta de olvido. …y la verdad, ya no sé si mi vida es la siesta de un despierto, o si en este cementerio de recuerdos quedará algo cierto para contar. Sólo sé que esta herida no se quiere callar y que necesito tanto que estés conmigo. Antes de que estos versos se hayan extinguido, y vuelva a estar solo. Quizá aquel que comparte tu cama tenga los escrúpulos de no verte dormir, de cerrar los ojos y partir cuando haya terminado. Para que al menos mi imaginación no tenga vergüenza de arrimarse a tu lado, y acurrucarse a un costado, de tu mesita de luz. Viéndote ser en la plenitud de tus párpados cansados. Mi amor, cuánto dolor se vence en las horas desperdiciadas de esta luna. Y cuanta mentira se disimula 20

en mi respiración gastada, como si esta desesperación estuviera separada de tu noche acompañada y de mi cuarto vacío. De estos versos que me he permitido y del hastío de tanta ausencia que rebalsa hasta mi presencia y me convierte a mí también …en un personaje anónimo.

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Mi poesía Mi poesía es el exponente más crudo de tu falta. La entiendo como la compañía que no me diste y la despedida que no fue. Es aquel momento concreto, de ese espacio real, que no puedo construir con recuerdos. Ella reivindica mi herida preferida, la subraya y la expone, y existe a partir de ella. ¿Entiendes ahora por qué me cuesta tanto desprenderme de tu ausencia? La necesito para mantener el flujo sanguíneo de esta caravana de versos rotos. Eres mi inspiración y mi manera; el curso práctico que debe llevar mi agonía hacia mi concepción del arte. La lucidez y el orden de mi criterio estético y la canalización más aguda de mi capacidad creadora.

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Poema del imposible III Me he permitido invadir con la rima tu espacio, que el verso llegue, te toque y te acaricie despacio. Penetrar con esta melodía en lo más profundo de tu sexo, hacer el amor en la trinidad, que tú y yo, componemos con el verso. Un circuito intenso entre tu cuerpo y lo que escribo, sobre el tempo que marcan mis latidos cuando estoy contigo. En ese juego adictivo, interactivo, entre tus labios y los míos, en esta geografía de pliegues en la que nos hemos perdido. Delimitando el espacio práctico de mi concepto de estar vivo: tu y yo, de a dos (cama o papel, ya da lo mismo). Porque no sé en qué momento perdí mi noción de contexto, no sé si ésta es nuestra realidad o mi intimidad jugando sola, entre mis textos.

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Algunas cosas que no entiendo de vos Cuando me dijiste que te ibas me perdí. Simplemente. El tiempo espacio de nuestro contexto se sacudió de repente hacia un cuadro vivo de hace muchos años atrás; una niñita de vestidito blanco y dos coletas, y un mocoso de pelo enmarañado y pantalones emparchados. Ambos desparramando sus risas por el parque Central. Para cuando volví ya habías abandonado el bar, y yo tardé en definir si regresaba a la realidad desde aquella infancia o si aquella infancia era la realidad de la que me había despegado para venir a tomarme un café con vos. Ordené mis ideas como pude, y armé, ante las circunstancias, una postura con cierto criterio. Aun así, hubieron dudas que no pude disipar. No entiendo algunas cosas Eric, que me hubiera gustado resolver en esta última charla. ¿De qué te reías en aquel parque? ¿Y por qué a aquellas carcajadas teníamos que sumarles esa carrera incoherente, agitando los brazos como si estuviéramos locos? Parece mentira que el primer recuerdo que tengo de vos sea el de un niño insoportable tirándome del brazo con las manos llenas de tierra para que yo me abandonara a la histeria, detrás suyo. ¿Por qué hiciste eso Eric? No eras normal. Me hiciste daño aquella vez, me dolió. Me dolió y aun así te seguí. ¡Si serás tonto Eric, si serás tonto! ¿Por qué eras así? ¡¿Por qué?! Toda tu vida fuiste un malcriado. Un malcriado y un mentiroso. Decías que tus zapatillas te mordían, por eso no te atabas los cordones; decías que debajo de tu cama dormía un caimán, por eso no podíamos jugar en tu cuarto. Lo cierto era que no sabías atarte los cordones y que compartías el cuarto con tus padres. Dijiste que no me dejarías nunca y aquí estoy: sola, mirando cómo se enfría el café que no te tomaste. Yendo y viniendo en el tiempo, probando qué lugar me queda mejor, pero sabiendo que con los buenos momentos de ayer se destruyen los de hoy, ya no me siento cómoda en ningún lado. Eso se llama Melancolía. Melancolía Eric, ¿entendés? Es el proceso por el cual uno puede herir su presente con una serie de detalles insignificantes desde su pasado. Te veo chorreando moco, con la cara toda sucia mientras abanicás una sonrisa de dientes a medio carear y siento el melancólico deseo de abrazarte y besarte. Así los dos, niños de jardín de infantes, pero enseguida me arrepiento porque veinte años después voy a tener que pedirle explicaciones a una silla vacía de por qué me dejaste. Y todo es un círculo. Un maldito círculo, Eric. Es que cuando me dijiste que te ibas me perdí. Simplemente. Vi a esa niña y a ese mocoso, y ya no pude seguir la línea de fuga. Acaso intento descifrar como hacés vos para seguirla, pero no puedo hacerlo. Extraña facultad la tuya, si parece que hubieras venido al mundo programado. Te he visto sufrir, te he visto equivocarte, pero nunca te he visto detenerte. Aun con todos los momentos nuestros que te llevaste por delante. Y si has cruzado nuestra historia entera de punta a punta y no lo has hecho, ni con todas las fuerzas de mis ilusiones puedo esperar que lo hagas ahora. De todos modos entiendo esto, y no me sorprende en absoluto. Conozco tu carácter y no pretendo tampoco, cuestionar ese impulso sanguíneo que te ha acompañado siempre. Pero si, estas reflexiones me habilitan a otras preguntas: en aquella incesante carrera tuya, ¿no podía ir yo contigo? Y si al fin y al cabo no formaba parte de tus planes, ¿qué necesidad tenías de participarme de esas fantasías? Nos veo tirados en el pasto, exhaustos, y no puedo evitar las ganas de morirme a la salud de ese momento. Allí mismo, en la perpetuidad del recuerdo voraz. Es muy difícil dejarte ir, niño absurdo. Porque todo lo que hemos vivido no ha correspondido a un orden, a una lógica, no daba lugar a planteos. Y hoy que ya no estás, tengo que hacer todo aquello, de golpe, para sobrevivir a los tiempos en que no fue necesario. Tengo que encontrarle un sentido a tu risa, a tus locuras y al hecho de estar separados, implicando la pregunta fundamental de todo esto: ¿cuánto te conozco? Y es que no sé si he llegado a conocerte. Hasta ahora me había bastado saber que te amaba. Hasta este café mi mundo terminaba en vos, pero cuando salga de aquí el mundo será tan vasto que para no caer en el caos, voy a tener que empezar a clasificar las cosas. 24

Prefería aquella geografía mínima, donde no importaba por qué reíamos, ni si me hacías daño, porque al fin y al cabo, lo uno y lo otro eran parte de la misma cosa.

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La estación de las margaritas No había sido recurrente en su recuerdo a través de los años. No podía decir realmente que aquella relación hubiera marcado mi vida. No al menos de la manera poética con que algunos escritores tienen el gusto de dejarse marcar, en esos extremos espectáculos dramáticos de sus relatos, en los que alternan una felicidad platónica con algún dolor que presumen eterno. Magui ha sido un chasquido de dedos en la vida larga de alguien que no pudo compartir en su momento, con ella, el afectuoso apego que le reclamaba. Devoto de mi profesión tomé aquella bonita línea de recuerdos y aquel final osco y las encajé en una novela corta por todos conocida. Mentí lo suficiente como para hacer el relato lo bastante interesante y el resto lo sabe el lector; el premio del ’83, las consecuentes entrevistas en diarios, radio y televisión, la promesa forzada de un segundo libro. Fue mi época de gloria, me sentía el rey del mundo. Con apenas diecisiete años y ya un best seller. Recién entrado en la facultad de letras. Cuando me preguntaban si aquella novela había sido basada en una experiencia personal, respondía que sí, pero no pensaba en ella realmente. Con prudencia omitía cualquier otro tipo de detalle y filtraba la pregunta, la minimizaba. Confieso que pudiera haber allí un reflejo egocentrista, como escritor joven quizá no entendía que uno era lo que escribía, y me empeñaba en subrayar con sutileza que las experiencias no me habían hecho escritor, sino mi voracidad literaria y mi talento entrenado. En el ’85 publiqué Septiembre y hacía ya un tiempo que aquel tema había sido olvidado. No fue un libro tan aceptado como el otro pero gané un buen dinero y excitado por tal circunstancia me apresuré a un tercero que salió a la venta menos de ocho meses después con el nombre de La Armadura del Colibrí. Éste, más delgado y sin la impronta innovadora de los otros dos, no tuvo buenas críticas. En enero del ’86 la editorial decide que sería buena idea que me tomara unas extensas vacaciones y publicitarlas como un “viaje de búsqueda”. Yo me tomé muy en serio su estrategia, me propuse un repaso exhaustivo de mi propia literatura y de los contextos nuevos que pudieran soldar las fisuras de ésta. El director de la editorial habría de confesarme tiempo después: “Cuando te mandamos a dar vueltas solamente pensábamos en venderte un último libro, aquella basura que trajeras del viaje.” El hecho es que volví con Pacha Mama y Aquí no Existen los Tigres. Dos libros bien recibidos que volvieron a remontar mi carrera. Si me hubieran preguntado en 1989 si conocía a alguna muchacha con el nombre de Magalí Deliot, hubiera tardado mucho en responder. En 2001, afectado por la grave crisis económica que sufría mi país escribí El Último Castillo. En 2003, volví a una búsqueda más introspectiva. Recuerdo un alejamiento de los círculos que frecuentaba, me mudé incluso, de la casa de mis padres. Aquel retiro sería la precuela de Arena de la Costa, en 2004. A principios de 2005 murió mi madre y en consecuencia nació Aquel Sueño. En 2006 retomé la introspección, tomando como eje viejos escritos que nunca había usado, fue el año de Cuentos y Versos Rotos (y algunos poemas para armar). En ese año también terminé la licenciatura en letras y conseguí un cómodo puesto como docente que me obligó a mudarme a Capital Federal. La estabilidad económica desde entonces propició mi casamiento y mi abandono literario. El catorce de diciembre de 2011 murió mi padre. Volví a Rosario un par de semanas para el entierro y para pasar con mi hermano un tiempo de luto. A esa fecha llevaba casi seis años sin escribir nada y si un minuto antes de leer esa carta me hubieran preguntado por Magalí Deliot hubiera dicho con toda seguridad que no conocía a tal persona. El hecho es que si conocí a Magui, la volví a recordar toda cuando revisé la mesita de luz de mi padre. Amarillento entre otros tantos papeles, recibos, tarjetas postales y el sobre roto que lo contenía, estaba el testimonio de aquel pedacito de vida olvidada, polvoriento en el cajón de un muerto. Transcribo aquí aquellas líneas: 26

Esquel, 27 de septiembre de 2003. Querido Eric: Me ha costado sobrellevar tu libro, la verdad. Lo he intentado, de miles de maneras, pero no he podido. No me ha bastado con desprenderme de la copia, ni de aquellas cartas de cuando novios (nunca pensé que ellas fueran, en definitiva, el bosquejo de tu increíble legitimación literaria). Tampoco las fotos y los peluches y los regalitos: todos y cada uno citados prolijamente a lo largo de esos lacerantes doce capítulos. Viajar al sur ha sido otro frustrado intento. El sur, mis fugaces relaciones, mis años de terapia. No he encontrado el modo y once años después de todo aquello y diez desde que decidiste contárselo al mundo, he comprendido que lo más prudente es morir. Con la huella del amor que me dejaste y con la sentencia de saber que no volverías a estar conmigo porque entedés que “el amor en su máxima expresión es joven y efímero, y sólo se lo encuentra una vez por cada vida” (línea 8, capítulo 12, página 117), no puedo hacer otra cosa. Por eso respondo de la manera que esperás, detallada en el capítulo 9. Yo también creo que morir de amor no es más que la transición necesaria para nacer de nuevo y amar otra vez (discurso de Ezler frente a la tumba de Marian, en el campo de margaritas). “Si pudiera aquella entender mi decisión…”, comienza el diario de tu protagonista en el capítulo primero. “Gracias por entender.”, dice al final, en la última línea del capítulo 12, al sembrado de margaritas que florece. Diez años ha tardado tu libro en formarse a sí mismo, en hacerse corpóreo. Te espero al pie de mi lápida, para confirmarme que todo esto es cierto. La única que te amó, la única que amaste; tu Magui. El destinatario decía “Eric Ross. Paraguay 744. C.P. 2000. Rosario” Cuando esta carta llegó a casa de mis padres, hacía ya tres meses que yo alquilaba un mono ambiente en el centro. Las razones de mi padre para no mencionarla son fáciles de deducir. Me descubrí volviendo a la capital con un luto más agudo del que había ido a padecer. A mi departamento lo encontré como siempre, pero irreconocible. Me extrañó el beso cotidiano de aquella mujer desconocida con la que habría de compartir el resto de mi vida, quizá a sabiendas de que yo cumpliría ese otoño cuarenta y cinco años y el amor era joven y efímero, y sólo se lo encuentra una vez por cada vida. Un mes después volví a Rosario, haciendo averiguaciones pude enterarme de que la familia de Magui había hecho traer el cuerpo a su ciudad natal y que descansaba en el cementerio municipal. Fui a visitarla y le confirmé su teoría. Sobre la lápida dejé un ramo de margaritas.

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Poema del imposible IV Sigo la pista de mi huella pero ya me he ido demasiado lejos. Si llegas a encontrarme más adelante cierra los ojos y déjame pasar, al menos hasta que yo pueda estar conmigo. Créeme que sin mí, yo no seré el mismo y necesito estar a mi lado para estar a su vez, al lado tuyo.

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Jonás Arponeaba las olas, y si el golpe había sido certero y enunciaba al menos un guiño de flaqueza, se apresuraba a montar sus crestas. Las tomaba por las crines con toda la fuerza que sus manitos le permitían, y apostaba su paciencia esforzada contra el cansancio efervescente de aquellas, hasta que esa misma efervescencia se les reducía a un murmullo de bestia solapada. Las revolcaba un poco en la arena, para sujetarlas bien, y emprendía el regreso a casa. Mamá le veía llegar y rodear el cerco del patio para entrar por el frente, desde la ventana de la cocina, mientras cortaba las verduras para el guiso. Le oía subir las escaleras del zaguán y abrir la puerta mosquitera. Le oía cruzar la sala con sus prisioneras arrastradas por detrás. Le oía por fin exagerar una tos que no tenía para delatarse a sus espaldas, ansioso de mostrar su hazaña. Entonces ella sonreía y le echaba una mirada por encima de su hombro, para encontrarlo tal cual se lo imaginaba; parado solemne, todo sucio y con el pelo enmarañado, sujetando fuerte el burbujeo arisco que le había mojado media casa. “Devuelve esas aguas al río”, le decía. Y volvía al guiso. Y Jonás sufría porque no eran aguas de río, sino de kilómetros lejanos recorridos centímetro a centímetro por sus pies descalzos. Muy hacia el norte, incluso más al norte del norte que podía verse desde la ventana de la cocina. Allá en el norte más extremo de todos los nortes que había visto; allá en el mar. Sin embargo, Jonás no se inmutaba. Acataba la orden sin mediar una queja, siquiera una palabra, ni para asentir, ni para justificarse. A paso marcial partía hacia la costa. Sin un guiño de flaqueza, aun con los músculos entumecidos de cansancio y las plantas de los pies masticadas por el pedregal caliente. Apretando los labios para mantener el dolor en la prudente intimidad, mientras atravesaba con el pensamiento las consecuencias absurdas de sus actos, que pretendían trascender heroicos y terminaban ahogados en un guiso de verduras. Regresaba con las últimas luces de la tarde, para comerse ese mismo guiso enfermo, pasado en grumos, invadido de moscas. Lo comía sin hambre, con asco y por respeto. Hacía la sobremesa solo, mientras mamá cosía en la sala de estar. Llevaba la cuenta de los quince minutos reglamentarios que imponía la ley de la casa sin despegar la vista de la foto del general, colgada en la pared. Aquel general que había peleado en quince batallas y las había perdido todas, pero que posaba como si las hubiese ganado. Pensó alguna vez, en alguno de aquellos minutos estancos de su vida, que él debería haberse llamado Aureliano. Era demasiado joven para entender entonces que los nombres no vienen cargados de nobleza, sino que a los nombres los carga de nobleza la historia, a medida que ella misma se va haciendo. Para cuando volvía a salir, la noche estaba bien plantada y se había terminado de atragantar con la identidad de todas las cosas. Pero a Jonás no lo amedrentaba en lo más mínimo. Atravesaba la oscuridad escopeta en mano, como si fuera de él, la recorría de memoria como si él mismo la hubiera dibujado. Sabiéndose por encima de ella, entendiéndola como subordinada a su silencio insolente, sintiéndose con la autoridad de poder borrarla de un grito. Y quizá podría, porque de tantas veces que la invadió, ella nunca fue capaz siquiera de clavarle una astilla de esa soledad tan inmensa con la que suele atravesar a los hombres. Con ese coraje Jonás subía al monte y trepaba a la copa de su árbol más alto. Luego él y el cielo infinito. Tan cerca el uno del otro, como si estuvieran sentados en la misma rama. Y no había, a tal proximidad, luto tan denso que pudiera apagar aquella melodía cósmica que le desbordaba los ojos. En el corazón de la madrugada vacía se escuchaba un disparo. Una hora después entraba Jonás a la casa, hervido en sudores y con el lucero desangrado a cuestas. Mamá ya se había ido a acostar; en el sillón de la sala de estar descansaban sus costuras, sus hilos y su cajita de agujas.

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Entonces Jonás se mofaba del tiempo y de sus prisas, del día corto y de la noche hecha para dormir. De aquel coronel absurdo en la pared de la cocina, que al menos tendría que haber ganado una batalla para demostrarle que con voluntad nada es imposible. Soltaba al lucero en el zaguán para que no se le muriera adentro de la casa. Pero el lucero parecía estar encaprichadísimo con su vida, y ya libre se apresuraba a cruzar el patio de adelante, achicharrándole el pasto de tropiezo en tropiezo. Jonás se sentaba en la escalinata, esperando que el lucero entre en buena carrera y despegue de una vez. Y en efecto el lucero despegaba, medio mareado, y volvía a donde estaba antes. Jonás entraba a bañarse pensando cómo iba hacer para justificar mañana medio patio quemado. Y su jornada terminaba inconsecuente, tardía, inútil. Ya acostado lloraba, porque no era su culpa ser él y cazar sueños todos los días. Ser un pequeño complicado en un mundo simple, donde las cosas son como tienen que ser las cosas, y un niño de seis años sólo es un detalle mínimo en la vida de una mujer ocupada que cocina guisos y cose trapos para ver si de tanto esfuerzo se le termina de olvidar un hijo.

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Victoria Me sonríe a veces, desde la oscuridad. Aparece en cualquier rincón de la habitación, deslumbra mi insomnio y vuelve a apagarse. Cargando el vacío con la angustia de su eco. No es justo lo que pasó, no está bien. Yo apenas tenía veintisiete años, no había transitado ni la mitad de mi vida, y ya cargaba con eso como si al crimen lo hubiera cometido yo. Y ni hablar de ella, que tenía veinticuatro y lo único que le pedía al mundo era dejarla ser; entre sus poemarios y sus rompecabezas, entre sus tareas de ama de casa y la novela de las tres. Es difícil aceptar la muerte, pero paradójicamente no aceptarla es el primer paso para convivir con ella. De repente me encuentro rindiéndole culto, en un circuito triste. En la costumbre de visitar una tumba, de contemplar una foto, de prenderle velas a los aniversarios… Un día me encuentro con que no vivo realmente, y que estoy sometido a la memoria de lo que fue una vida. Y me observo… y me defino como un chiste trágico. Paso mucho tiempo así, llego a pensar que me consumirá el anhelo. Pero una noche sucede lo imposible. Una noche la veo. Aparece por fin. ¿Y cómo no iba a aparecer?, si ya hace tiempo que da vueltas por las ausencias de esta casa. Está preciosa, con el vestidito blanco con el que le tocó morirse. Sonríe y se esfuma en un rincón, y en su eco descubro que volverá a aparecer. Entiendo que todo está bien. El dolor, la pérdida y el recurso nacido de la conjugación de estos dos factores encajan de repente en aquel momento. Entonces me sonríe a veces, desde la oscuridad. Se le hace costumbre. Al principio sólo la disfruto, pero con el correr del tiempo me surgen preguntas y empiezo a dudar. Digo; sobre si estoy loco, sobre si me he inventado una gran mentira. Lo pienso intensamente. Concluyo que la verdad no es el pilar más importante de la supervivencia, sino el amor. Y que el precepto más importante para edificar tal pilar no es necesariamente preservar la cordura, sino cultivar la pasión. Victoria en sí misma, no tiene que ser necesariamente cierta. Si, puedo asegurar, me es saludable seguir defendiendo su certidumbre. Y a la justicia de este razonamiento, trasciendo la verdad, la lógica y la oscuridad del cuarto. Me convierto en prestidigitador de términos, en una habitación de tiempo anclado. Hablando de Victoria termino hablando de mí mismo. Y aparte de deberle el afecto, siento que le debo mi identidad y mi manera de ver el mundo. El concepto del amor se me rebalsa, dispara una telaraña de nexos a otros conceptos. Se vincula a ellos y a través de ellos por una red infinita que abraza al Universo entero. Y siendo yo tan pequeño, me siento en la cima de ese Universo… a escribir. Escribo mucho, muchísimo. Pero nunca demasiado. Otro día, sin querer, descubro que en todo este tiempo bien podría haber escrito material para un libro o dos. No lo entiendo, si todo este asunto ha sido propuesto por un reflejo… Si no soy escritor, si no leo ni los encabezados de los periódicos que reparto. Si no fui el mejor de mi clase, si no terminé siquiera la secundaria… R se sorprende de escuchar mi voz en el teléfono. Es marzo de dos mil diez. Victoria lleva cuatro años muerta, y dos años y ocho meses apareciendo secretamente en mi habitación. No le comento nada de esto a R porque sé que ha de molestarse y querrá volver a insistir con el asunto del psicólogo. “¿Cómo va?”, pregunta. Miento; digo que bien. Hablo de trivialidades; del buen tiempo de otoño, de que hace mucho que no nos vemos y esas cosas. En algún momento menciono que estuve de salidas con alguien, pero que todo terminó, sin rencores. Él se alegra de esta última mentira, dice que ya llegará la indicada, que lo importante es que he superado lo de Viky. Me muerdo los labios hasta sangrar, pero logro reaccionar antes de ponerlo incómodo. Le suelto la bomba: he escrito algunas cosas. “¿Cómo es eso? ¿Desde cuándo escribes?”, se sorprende. “Te mandaré unas copias si tienes algún tiempo para leerlas”, le contesto. “Oh, claro. Y si no lo tengo me lo haré.” Le sonrío a su lástima, pero él no lo nota. Vuelve a preguntarme desde cuando escribo. Luego dice algo más, pero corto antes de que termine. No sé porque lloro en ese momento, sólo sé que lo hago por varias horas, arrodillado frente a la mesita del teléfono, en la sala de estar. Victoria se acerca y me 31

arremolina el pelo con los dedos. Es la primera vez que sale de la habitación desde que se aparece, y también es la primera vez que me toca. Yo me abrazo a su falda. Al día siguiente le mando a R las copias. Diez días después sucede otro milagro. R telefonea sólo para decirme que vendrá a visitarme. Dos días después de eso, cuando vuelvo del trabajo, lo veo sentado en su BM frente a mi cochera. Bromeo; “Saca ese juguete de ahí, que tengo que guardar un vehículo de verdad.” Lo cierto es que yo termino estacionando la furgoneta en la vereda y lo obligo a él a meter su auto adentro. Mi barrio no es seguro. R no es de la clase de tipos que pierde el tiempo, así que va al grano. Pregunta de quién son los cuentos. Le digo. Me lo vuelve a preguntar. Le vuelvo a decir. Me pregunta si he vuelto a pensar en ella. Le digo que sólo a veces, cuando se me da por escribir. Me dice que si prometo mantener mi cordura, promete publicar lo que he escrito y hacerme ganar mucho dinero. Miento, digo que nunca estuve más cuerdo. Victoria mira desde el otro lado de la habitación. Y sonríe. Pasa algún tiempo. R cumple lo que promete. Yo dejo de manejar la furgoneta. Él insiste en que debería mudarme, pero tengo miedo de que Victoria no pueda seguirme. Sólo le digo que estoy encariñado con el vecindario. Suena gracioso, ni siquiera conozco al vecino de al lado. Mi vida deja de ser una pirámide de cartas. Es extraña, si, pero paulatinamente dejo de temer que se desmorone de repente. En esos días escribo la mayoría del tiempo, generalmente en compañía de Viky, que está muy contenta con el giro que esta situación ha dado. Todo es perfecto, pero cumple un ciclo. Un día me levanto, y de repente, agoto mi inspiración. Es mayo de dos mil dieciséis cuando escribo mi última línea. Lo recuerdo como un día triste, porque Victoria está muy feliz en la cocina, lavando platos. “…este último momento es de los dos…”, le escucho cantar. Como si aun ignorante de lo que sucede, quisiera alivianar mi culpa. El dos de junio meto las últimas copias mecanografiadas de mis textos en el último sobre que le enviaré a R. Ella termina de ver su novela de las tres y está a punto de ir a dormir su siesta. Nos encontramos en la sala; yo solemne con el sobre en la mano, ella sonriendo con su carita de lástima. Ya lo sabe. Le digo que voy al correo y que volveré enseguida. Asiente, nos besamos. Hago el trámite. Vuelvo a casa. Sin expectativas ya de encontrarla. Y en efecto, no vuelvo a verla nunca. Mi soledad no me genera ninguna angustia, y pienso que quizá, sería bueno mudarme.

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Poema del imposible V Entre un futuro que no tengo y un pasado que perdí, el presente corre ausente, no late lo suficiente, y a veces hasta pretende que ya no estoy aquí. Concluye por finita mi pretendida línea de fuga. Sobre tu pasado estrella mi espíritu y me define como un recuerdo; apenas un tropiezo mínimo en tu historia. Un guiño en tu memoria, una superflua victoria …sobre tus olvidos.

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Cuentos y versos rotos …y algunos poemas para armar Escrito por Ezequiel Miere, Prólogo y corrección Marcela Prósperi, Ilustración Ana Bosch, Diseño Gráfico y diagramación Gabriel Alba, ([email protected]) Rosario, 2012

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Índice 4

Prólogo

5

Causas y criterios sobre mi poesía

7

Edel sueña

9

Poema del imposible I

10

Carta a una señorita muy lejos de aquí

12

Contemplo el andén

13

Poema del imposible II

14

Clarita

16

Del sentir y sus estrategias

17

Memoria

18

Reflexiones sobre mí literatura

19

Luna

20

Magui

22

Mi poesía

23

Poema del imposible III

24

Algunas cosas que no entiendo de vos

26

La estación de las margaritas

28

Poema del imposible IV

29

Jonás

31

Victoria

33

Poema del imposible V

35

36