Codicia Financiera_Eduardo Olier

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En un mundo cada día más competitivo, sólo las ideas marcan la diferencia. Ideas que abren puertas, métodos para resolver problemas o simplemente información para entender mejor lo que está pasando en el mundo de la economía y de los negocios. En Prentice Hall, contamos con los autores líderes del mundo empresarial y fi nanciero, para presentarle las últimas tendencias del mercado global. Abrir nuevas vías en su negocio, desarrollar su carrera o ampliar sus conocimientos… Le proporcionamos las herramientas adecuadas para llegar a todas sus metas. Para más información sobre nuestras publicaciones, visítenos en: www.pearson.es

Codicia financiera Cómo los abusos financieros han destrozado la economía real Eduardo Olier

Codicia financiera: Cómo los abusos financieros han destrozado la economía real Eduardo Olier

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Introducción

n principio, este libro estaba pensado con otro título. Parecido, aunque distinto. El cambio nada tuvo que ver con motivos comerciales, sino con una sugerencia recibida por una de las ejecutivos de la editorial Pearson que pensó que era más apropiado. Y al autor y al editor les pareció bien: refleja lo que está detrás de las crisis económicas, de la que todavía sufrimos, y de las muchas que sucedieron antes. Esto se irá viendo a lo largo de las páginas que siguen. En lengua inglesa existen varias obras con títulos similares, algunas referencias se dan aquí; si embargo, en todos los casos, sus autores ponen el énfasis en los desmanes económicos realizados por las personas que estuvieron o siguen al mando de varias empresas. No es nuestro objetivo. Lo que aquí pretendemos es, primero, hacer el recorrido sobre la economía financiera y los porqués de sus desviaciones y, luego, dar la voz de alarma sobre la economía política que subyace detrás del afán de enriquecimiento y que, siguiendo tales teorías, se viene realizando desde hace décadas. Teorías económicas de grandes economistas que pensaron que la codicia era una potente arma de creación de riqueza, sin darse cuenta de que la creación de riqueza no es tal si solo se aprovechan unos pocos de ella. No codiciarás los bienes ajenos, es el último de los mandamientos de las Tablas de la Ley. Sin embargo, en este como en otros, el paso de los siglos y las adaptaciones culturales los ha desvirtuado. Por lo que hoy, la codicia —el afán excesivo de riquezas, como se define en español— no es algo que, en el fondo, esté mal visto. Tampoco lo es en su acepción inglesa. Greed, ese deseo de adquirir o poseer, en lo material, más de lo que uno necesita o merece, no es en absoluto negativo. Con frecuencia, es todo lo contrario: muchos apelan a él como remedio de la pobreza. Pues según dicen: ¿quién no busca su propio beneficio? Y es que la codicia, al igual que la avaricia —que viene a ser lo mismo pero con el deseo de atesorar—, son términos que están en desuso. Y cuando una palabra sale del circuito

E

natural de la comunicación humana, se transforma también el concepto que la acompaña. Y en caso de mantenerse su original acepción, se buscan caminos para desvirtuar los significados. De ahí que se hagan esfuerzos por cambiar los términos con el objetivo de modificar lo que significan. Este sería el ejemplo de transmutar terrorismo por lucha armada o aborto por interrupción del embarazo. Con las palabras se van los conceptos. Con ello, unos tranquilizan sus conciencias y otros tratan de adaptar la realidad a sus intereses. Otro tema es la corrupción, que, en una de sus acepciones, nos traslada al uso de la función pública en provecho de sus administradores. Una palabra de amplio espectro que tiene múltiples significados, como son: echar a perder, depravar, dañar o pudrir. Y también, pervertir o seducir a alguien. E incluso, alterar y trastocar la forma de algo. La corrupción está hoy muy en boga: se ha hecho popular; lo que habla de la degradación moral de los comportamientos públicos y, también, de los privados. En lo público, cualquier periódico de cualquier lugar mostrará ejemplos todos los días. La corrupción está perfectamente encastrada en el cuerpo social de cualquier país. Y de tanto vivir con ella, aunque se rechace, se asume con naturalidad. Por ello, en la práctica, en las llamadas democracias avanzadas, con los comportamientos corruptos a la vera del poder casi nunca pasa nada. Quedan exonerados con lo que se entiende como castigo político. Un castigo que se reduce, normalmente, a «perder el poder», para volver a alcanzarlo cuando las aguas se hayan calmado. Y si se mantienen los cargos después de unas elecciones, la consecuencia es que lo que se hizo, aunque fuera una fechoría, se considerará positivo, ya que el pueblo así lo dictamina. De manera que la moral pública se asimila a la opinión de la mayoría. Así, lo que está bien o mal acaba reducido a la relatividad democrática. Hecho que explica, de alguna manera, los porqués de la sociedad relativista actual. Son las mayorías —por lo general mayorías minoritarias— las que dictaminan lo que es bueno y lo que no lo es. Pero la corrupción, en su esencia, nace de la codicia. Ya que la codicia se da siempre en relación con los demás. El codicioso no lo es nunca de sus propios bienes, necesita los de los demás. Es decir, lo que, en justicia, pertenece a otros. De ahí que el mandamiento de la Ley se dirija a la codicia de los bienes ajenos. Sin embargo, aparte del orden moral que encierra, la codicia tiene otras consecuencias: genera pobreza. La pobreza moral que nace

de ella siempre va unida a la material. Algo extensible también a la avaricia. El avaricioso, antes de serlo, fue codicioso. Ya lo dice Aristóteles en el Libro IV de su Moral a Nicómaco al referirse al amor desenfrenado de lucro: «Debe colocarse también entre los avaros al jugador, al salteador de caminos, al bandido; solo van en busca de ganancias vergonzosas y llevados de un amor desenfrenado del lucro; unos y otros obran y desprecian la infamia; estos, arrostrando los más horribles peligros para arrancar el botín que codician, y aquellos enriqueciéndose bajamente a expensas de sus amigos, a quienes más bien deberían hacer donativos. Estas dos clases de gentes, haciendo con conocimiento ganancias donde no deberían hacerlas, tienen un corazón sórdido; y todas estas maneras de procurarse dinero no son más que formas de la avaricia». El libro que el lector tiene ahora en sus manos no es, sin embargo, un estudio sobre la ética de los comportamientos. El autor no tiene esa capacidad, ni esos conocimientos. Aquí se habla de economía. De los porqués de la situación actual y de las malas prácticas que nos introdujeron en esta larga crisis económica. Malas prácticas amparadas en un deseo excesivo de poseer por cualquier medio, que muchos achacan a la pérdida de valores. Así lo expresaba, por ejemplo, el World Economic Forum en un informe de 2010 realizado en colaboración con la Georgetown University: Faith and the Global Agenda: Values for the Post-Crisis Economy, en cuyo prólogo se dice: «A medida que se ha ido desarrollando la crisis actual, se ha hecho evidente que la arquitectura de la comunidad financiera está necesitada de reformas. Y también queda claro que el sistema internacional ha demostrado su poca capacidad en relación con muchos objetivos que debieran ser fundamentales, como el crecimiento económico sostenible, la erradicación de la pobreza, la seguridad humana, la promoción de los valores de todos, evitar los conflictos, y muchos más.» Pero conviene ser concretos. Para conocer las causas y proponer soluciones, no basta tratar con ideas generalistas. Apelar a la pérdida de valores sin más, nos parece demasiado general. Cualquiera se perdería tratando de definir cuáles son los valores perdidos. Cuando se habla de valores, al final, no se sabe de lo que se está hablando. Por ello, a fin de concretar, nos hemos centrado en las causas de los problemas, que vienen de la promoción

sistemática de un neoliberalismo sin control basado en el dejar hacer como fundamento de la creación de riqueza. Unas ideas que perviven con fuerza desde el siglo XVIII, cuando Adam Smith aseguraba que la búsqueda del interés propio acabaría trayendo el bienestar a todos. Según él, una mano invisible, acabaría ajustando los desajustes. Un pensamiento que se ha convertido en la regla de oro de los últimos cuarenta años. Con reconocidos economistas apelando a la codicia sin nombrarla, y con una clase política en connivencia con ellos. Y de ahí, la cohorte de renombrados financieros que pusieron en práctica toda su creatividad al amparo de los responsables políticos que, queriéndolo o no, han permitido prácticas rechazables. Y esto es lo que queremos poner de manifiesto aquí: que la economía financiera sin control y las inestabilidades que ella ha producido en la economía real, han sido las causas primeras de la crisis actual y de las crecientes desigualdades que se ven entre pobres y ricos. Desigualdades que, en países tan avanzados como Austria, llevan a que el 5% de la población acumule el 50% de la riqueza, mientras que el 50% de los ciudadanos no llega siquiera al 4%. Y que, en Alemania, en el período 1998-2008, el 10% de los más ricos hayan pasado de tener el 45% de los bienes a incrementarlo hasta el 53%; con la circunstancia de que el 50% de los más pobres ostentaban en 2008 el 1% de la riqueza, cuando diez años antes llegaban al 4%. O que, en España, uno de cada cinco ciudadanos, el 21% de la población, se encontrara en 2012 por debajo del umbral de la pobreza. Pero las prácticas de la economía financiera actual, como ya hemos apuntado, no serían posibles sin el concurso de los reguladores, es decir, de los responsables políticos. Hoy es la política la que condiciona los mercados. Y son las clases políticas dominantes las que facilitan que los mercados financieros ahoguen a la economía real. Nada del destrozo económico que hemos visto, y aún sufrimos, habría sido posible si los reguladores no hubieran permitido la expansión de productos financieros tóxicos, ni hubieran facilitado unas condiciones en los mercados que fueron el inicio de otros abusos. Tampoco habrían sido posible los problemas habidos en numerosas entidades financieras sin la cohabitación de políticos y gestores empresariales. Entidades que han tenido que ser rescatadas a base de impuestos a los ciudadanos, mientras los responsables se otorgaron, en muchos casos, enormes sumas por su gestión al frente de empresas quebradas. Y este es el contexto del libro que el lector tiene en sus manos. Si bien nuestro objetivo

no es, únicamente, resaltar los defectos, sino poner en perspectiva los contextos y proponer un urgente cambio de rumbo. Cambio de rumbo que no debiera basarse como única solución en llevar a cabo políticas económicas restrictivas y ajustes excesivos que, al final, sufren los que menos tienen. Esto solo llevará a un retroceso de muchos de los derechos hasta ahora adquiridos. Con ello, el Estado de bienestar irá poco a poco desapareciendo. ¿Y cuál es ese nuevo rumbo? Simplemente, estructuras políticas más democráticas, clases políticas más honradas, más separación de poderes y una justicia efectiva e independiente. Todo ello con el esfuerzo de trasladar a los mercados globalizados los mismos mecanismos. Lo irán viendo en lo que sigue.

CAPÍTULO 1

El apetito inmobiliario Regent Street es la calle más comercial de Londres, transcurre entre Picadilly Circus y Oxford Circus. Son unos dos kilómetros de longitud con una pronunciada curva en el arranque con Picadilly. Recibe cerca de ocho millones de turistas todos los años y sus tiendas emplean a unas 10.000 personas. Fue la primera calle construida en la ciudad con carácter comercial. La diseñó el arquitecto John Nash y se terminó en 1825. Conectaba la residencia del rey Jorge IV en Carlton House con Saint Jame’s y Regent’s Park. Las fachadas de los edificios representan lo más característico de la arquitectura londinense. Los precios del metro cuadrado son exorbitantes, de acuerdo con el valor de los edificios, que se estimaba en unos 2.500 millones de euros en 2011. Y encima de los comercios, en los edificios, aparecen lujosas oficinas y no menos exclusivos apartamentos. Los precios de los alquileres están por las nubes, acordes con la exclusividad de la zona: por un local de unos dos mil metros cuadrados se puede llegar a pagar por encima de los tres millones de euros mensuales.

The Crown Estate Regent Street pertenece a The Crown Estate, una sociedad propiedad de la corona británica. Es una de las mayores inmobiliarias del Reino Unido, con unos activos que llegaban en 2011 a unos 9.000 millones de euros, superando los 300 millones de euros de beneficios anuales. The Crown Estate tiene propiedades por toda Inglaterra, incluidos bosques y tierras de labor. Cuenta también con el hipódromo de Ascot y el Parque Windsor. No se puede decir que la corona inglesa tenga dificultades económicas: la revista Forbes estimaba sus ingresos en 2010 alrededor de los 450 millones de dólares; aun así, el

Estado inglés le proporciona más de 50 millones de euros adicionales todos los años. La gran cantidad de propiedades inmobiliarias de la corona inglesa proviene de siglos atrás, cuando los nobles eran los dueños de la tierra y de sus numerosos castillos. Una reminiscencia que arranca en la Edad Media e incluso en tiempos más lejanos aún. Era la aristocracia de los propietarios, muy común en algunos países de Europa donde todavía se conservan privilegios que vienen de épocas feudales. En el Reino Unido esto, en cierta medida, no ha cambiado, ya que, actualmente, en un país con más de 60 millones de habitantes, dos tercios de su suelo pertenecen a unas 190.000 familias. La democracia moderna, por su lado, ha continuado un esquema parecido en todas partes, y existe lo que se podría llamar aristocracia de la clase política. Dedicarse a la «cosa pública» y alcanzar puestos relevantes allí suele, en muchos países democráticos, reportar pingües beneficios económicos, independientemente del color del partido político al que se pertenezca. A principios del siglo XIX, en la Inglaterra rural, únicamente los titulares de derechos de propiedad podían votar en las elecciones. Por aquella época el 20% de los diputados del Parlamento eran hijos de algún par inglés, y más del 70% de ellos se elegían por tan solo 180 señores feudales. Poco a poco, sin embargo, las reformas que se hicieron con el transcurso del tiempo acabaron con las prerrogativas de los nobles. Así, a finales del siglo XIX no era preciso ser propietario, bastaba con pagar 10 libras de alquiler al año para poder votar. Lo que daba unos cinco millones y medio de electores, siendo hombres adultos un 40% de los votantes. Esta norma quedó abolida en 1928 cuando se dio el derecho de voto a todos los hombres y mujeres mayores de edad. Lo que no quería decir que el derecho de propiedad fuera universal: en 1938 menos del 30% de las viviendas tenían propietario. Una situación que fue, quizás, el origen del famoso proverbio inglés: «Para un inglés su hogar es su castillo». Todos querían tener su casa en propiedad al igual que los nobles. Lo mismo que ha sucedido en múltiples lugares: tener una vivienda propia es signo de estatus social, y también de seguridad personal. Ser propietario asegura, de alguna manera, el futuro propio y de los descendientes. Casi nadie en un país desarrollado quiere vivir alquilado de por vida. Y este es el caldo de cultivo de la especulación inmobiliaria y la financiera asociada a ella. Al otro lado del Atlántico, en Estados Unidos, el fenómeno, sin embargo, se comportó

de manera distinta; quizás porque la Guerra Civil americana la perdieron los aristócratas y los terratenientes. Es cierto que, antes de la Gran Depresión de 1929, a no ser que se fuera granjero, o se tuvieran propiedades inmobiliarias, los créditos hipotecarios no eran accesibles. De ahí que, menos del 40% de los americanos tuvieran una vivienda en propiedad: lo normal eran los alquileres. Además, los préstamos hipotecarios eran de muy corta duración, entre tres y cinco años; y no eran amortizables, es decir, se iban pagando los intereses y se devolvía el capital al final del período. La Gran Depresión, sin embargo, trajo un enorme drama también en el sector inmobiliario. Entre 1932 y 1933 se produjeron medio millón de embargos, y a principios de 1934 se contabilizaban ya más de mil diarios. Las caídas de los precios de las viviendas fueron igualmente dramáticas. En ese período los precios se depreciaron más del 20%, y por encima del 50% en las zonas rurales. En 1933, Franklin Delano Roosevelt fue elegido trigésimo segundo presidente de Estados Unidos. Ganó las elecciones a Herbert Hoover al hilo de la canción entonces de moda: Happy Days Are Here Again, que popularizó Leo Reisman con su orquesta. Su mandato se extendió hasta abril de 1945. Roosevelt fue un presidente carismático. Y su mujer, Eleanor, no lo fue menos: gran defensora de los derechos civiles, llegó a ser la representante de Estados Unidos ante la Asamblea General de la ONU, y en esa función presidió el Comité que elaboró y aprobó la Declaración Universal de los Derechos Humanos en diciembre de 1948. Cuando Roosevelt llegó al poder, los Estados Unidos estaban inmersos en lo más crudo de la depresión económica. De ahí que, en los primeros cien días de gobierno, se lanzara con entusiasmo a promover el programa del New Deal, tratando así de estimular la economía con una serie de acciones dirigidas a crear empleo con contrataciones desde el sector público. Adicionalmente, se introdujeron reformas en la regulación financiera y otros sectores como el transporte. El New Deal trajo consigo un nuevo programa social que atendía en sus objetivos a «democratizar las propiedades». Un concepto revolucionario sin duda. Ya no solo los ricos, sino las clases más desfavorecidas, podrían optar a una vivienda en propiedad. Se trataba de terminar con las chabolas, que entonces como hoy en muchos lugares se construían con cualquier cosa que sirviera para poner unas paredes y un techo. Fue el

signo de la incipiente clase media estadounidense, que al correr de los años se haría universal: tener una vivienda en propiedad era el sueño de la mayoría de la gente.

Especulación inmobiliaria en Florida Durante los años veinte, antes de la llegada de Roosevelt y su política del New Deal, se produjo una enorme especulación financiera e inmobiliaria en Estados Unidos. El estado de Florida representa en ese sentido el paradigma de la burbuja inmobiliaria, con un pico en 1925. Muchos paralelismos se podrían hacer entre lo que pasó entonces en Florida y lo que ha sucedido en algunos países occidentales en los últimos veinte años, donde Irlanda y España son los casos más emblemáticos, sin dejar de lado la enorme especulación inmobiliaria en Estados Unidos y otros lugares en este tiempo. En Florida se crearon nuevas zonas habitables en la región de los Everglades, una zona pantanosa entonces. En realidad, la prosperidad económica de los años veinte, después de terminar la Primera Guerra Mundial, sentó las condiciones de esa burbuja inmobiliaria. Parecía que el cambio de ciclo económico por venir hiciera buenas las palabras de Clement Juglar, uno de los teóricos de esta disciplina: «La única causa de la depresión es la prosperidad». Una buena respuesta a los mensajes del presidente americano Coolidge, cuando en 1928 aseguraba en el Congreso que: «Nunca hasta ahora el país ha tenido una situación tan satisfactoria: tranquilidad interior, y un récord en los años de prosperidad». Es la falta de oportunidad de esos políticos que viven alejados de la realidad. Algo ciertamente común en todas las épocas. Muchas parcelas en la zona interior de Miami se vendían por tres y cuatro veces su valor. Incluso especuladores conocidos, como Charles Ponzi, inventaban lugares edificables en zonas inhabitables. Cualquier terreno en cualquier lugar era susceptible de ser recalificado como urbano. Lo mismo que hace tan solo unos pocos años en tantos

sitios. «Durante 1925 —en palabras de John Kenneth Galbraith— el deseo de hacerse rico sin esfuerzo — ¡qué pensamiento tan actual!— llevó hasta Florida a un número de personas cada vez mayor. Se parcelaban terrenos, y se sacaban playas donde no existían». Son bastantes los que consideran el fenómeno especulador de Florida como la causa de la Gran Depresión. No fue así realmente, pero tuvo mucho que ver. Aunque, a decir verdad, no solo fueron los especuladores los que participaban activamente, también entró en el juego la Reserva Federal americana ayudando a engordar la burbuja con su política de altos tipos de interés, a lo que se unieron las masivas compras de valores en Wall Street al hilo de inconsecuentes préstamos bancarios. Préstamos que se daban con enorme facilidad: bastaba aportar un 10% de capital para obtener créditos por el 90% restante; algo muy común también hace pocos años, tanto en Europa como en Estados Unidos. Préstamos que se dedicaban a la especulación inmobiliaria y a la compra de acciones en Wall Street, donde los valores subían como la espuma al igual que los activos inmobiliarios. La historia como se puede ver, se repite. Al dinero fácil se unieron, por un lado, la explosiva industria del automóvil que incitó a un consumo sin medida y, por otro, las autorizaciones administrativas que permitían la construcción de viviendas muy alejadas de los núcleos urbanos. Todo muy actual: la confluencia entre los errores (y también corrupciones) del poder político en connivencia con intereses económicos particulares que buscaban un enriquecimiento rápido y sin esfuerzo.

La política del New Deal La Gran Depresión se llevó por delante todo el espejismo de riqueza que se había generado durante los años veinte. La pujante industria del automóvil de entonces, al igual que sucedió en 2008, se encontró con una crisis inesperada. Las ventas bajaron de tal manera que los despidos masivos no se hicieron esperar. En Detroit, cuna de esta industria, no quedaban en 1933 ni la mitad de los obreros que se ocupaban en la

fabricación de automóviles cuatro años antes. La miseria se veía por todas partes y era imposible encontrar trabajo. Empezaron las manifestaciones por todos los lugares de Estados Unidos, con explosiones de rabia popular que a veces acabaron en tragedia, como la sucedida en Detroit en marzo de 1932, que terminó con disparos de la policía y varios obreros muertos en las calles. A los pocos días, decenas de miles salieron nuevamente a la calle cantando La Internacional. El primer Gobierno de Roosevelt trató de impulsar políticas sociales concentrándose en proporcionar viviendas a aquellos que no disponían de bienes y vivían malamente en chabolas. Era el antídoto contra una revolución socialista en ciernes. El Ministerio de Obras Públicas fue el primero en reaccionar dedicando un 15% de su presupuesto a viviendas baratas. En paralelo, se abrió un mercado hipotecario con condiciones muy asumibles para facilitar el acceso al crédito. De ello se ocupó en primera instancia un nuevo banco federal, la Home Owner’s Loan Corporation, que daba préstamos hipotecarios a pagar en 15 años. Además, en 1932, se creó un Consejo Federal (el Federal Home Loan Bank Board) para estimular que las cajas locales de empréstito (Savings & Loans) dieran préstamos para la compra de viviendas. Estas cajas recibían depósitos de particulares que eran prestados a los compradores de casas. Además, a fin de evitar que los impositores perdieran su dinero en caso de quiebra, el Gobierno habilitó una garantía federal para tales depósitos. La película de 1946, Qué bello es vivir, dirigida por Frank Capra, cuenta bien cómo operaban las cajas locales de entonces. Otra novedad de la Administración Roosevelt vino de la mano del Ministerio de la Vivienda (la Federal Housing Administration) que, para estimular los préstamos en el largo plazo (hasta veinte años), ofrecía garantías por el 80% del valor de la vivienda. Un hecho que ayudó a la creación en 1938 de un mercado secundario de hipotecas. Su nombre es bien conocido también en nuestros días: Fannie Mae, la Federal National Mortgage Association. Una organización que emitía obligaciones hipotecarias, es decir, títulos de renta fija que se utilizaban para la recompra de préstamos otorgados por las cajas locales. De ahí nacieron tantos suburbios de tantas ciudades americanas. En 1968 Fannie Mae se separó en dos entidades. Eran los tiempos del presidente Lyndon B. Johnson, del movimiento hippie, del Ku Klux Klan y de la cuerra de Vietnam. Pero también, un nuevo tiempo de la «lucha contra la pobreza» emprendida por este

presidente, que hacía el número cuarenta y cinco de la historia de Estados Unidos, y que había sucedido a John Fitzgerald Kennedy, brutalmente asesinado en Dallas a finales de 1963. Por el impulso de Johnson se creó la Government National Mortgage Association, Ginnie Mae, una entidad destinada a dar préstamos a las clases más pobres, entre las que se encontraban antiguos combatientes de la guerra de Vietnam. En paralelo Fannie Mae se transformó en una empresa privada con garantías del Estado. Además, dos años después, en 1970, ya en época del presidente Nixon, se creó otra nueva entidad pública: Freddie Mac, la Federal Home Loan Mortgage Corporation, que entraba a competir en el mercado secundario de las hipotecas. Su primer objetivo: bajar los intereses de estas. Con tales decisiones, la política del New Deal de facilitar casas a los pobres se mantenía con los años, y el mercado secundario de hipotecas continuaba boyante con el paso del tiempo.

Las hipotecas se convierten en productos financieros Los problemas actuales y la crisis financiera que aún persiste no empezaron con las hipotecas subprime. Mucho antes, como hemos visto, el Gobierno americano había promovido ya un mercado secundario de hipotecas para gentes con menos recursos económicos que, además, ofrecía garantías sobre los préstamos en ciertas condiciones. En concreto, se garantizaban hasta 40.000 dólares pagando una prima del 0,12%. En contrapartida, las cajas locales podían hacer préstamos para la compra de viviendas siempre que se encontraran en un radio de 25 kilómetros de su zona de influencia. Eso sí, desde 1966, no podían remunerar sino un 0,25% por encima de los intereses ofrecidos por la banca comercial. También podían invertir en otro tipo de productos, incluidos los bonos basura. Una historia conocida en otros lugares, donde, con el paso del tiempo, las instituciones financieras pensadas como instrumentos sociales entraron a especular en productos financieros de alto riesgo. Inversiones especulativas que al final explotaban sin remedio. Como es casi recurrente, la fiebre inmobiliaria en Estados Unidos se desató de nuevo hacia finales de los años setenta. Nadie se acordaba ya de las penurias pasadas en los años treinta. Y de la misma forma que entonces, terrenos que se compraban por pocos millones de dólares se vendían días después por decenas de millones. Estados como Texas

cambiaron su faz de manera abrupta y sin control. Hechos que, casi al mismo tiempo e incluso antes, habían aparecido también en Europa. España, por ejemplo, llenó de inmuebles zonas costeras de Levante y Andalucía al hilo de la especulación desbocada del suelo en los años sesenta. Algo que volvió a repetirse en un ciclo absurdo cuarenta años después. Además de España, en otros países como Irlanda e incluso los Emiratos, surgió el mismo apetito inmobiliario, en el último caso con la construcción de rascacielos por doquier. Dubai es un claro ejemplo. A mitad de los años ochenta, cientos de cajas locales de Estados Unidos entraron en bancarrota y cerraron. Miles de personas fueron perseguidas por diversos delitos económicos, y el coste de la crisis inmobiliaria de entonces se llevó allí un 3% del PIB, unos 150.000 millones de dólares de la época. Una crisis poco conocida pero, sin duda, la mayor después de la Gran Depresión antes de que llegara la actual. Y es aquí donde aparece por primera vez la malsana combinación entre los productos financieros y las hipotecas. Con la debacle de las cajas americanas, y la caída definitiva de la política del New Deal, un banco de inversiones de Nueva York, Salomon Brothers, entró en acción a principios de los años ochenta saliendo a comprar paquetes de hipotecas de aquellas cajas que pretendían refinanciar sus préstamos para mejorar sus baremos de solvencia. El mecanismo fue el anticipo de las conocidas hipotecas subprime. Se procedió a reagrupar un número de títulos hipotecarios y aportarlos como garantía de nuevas hipotecas que se soportaban con garantías del Estado. De esta manera, los créditos hipotecarios se convertían en una suerte de obligaciones cuyos intereses se dividían en niveles de acuerdo con los vencimientos y riesgos de las hipotecas originales. El primero de esos productos veía la luz en 1983, y con ello nacía una nueva era: la ingeniería financiera basada en la titulización de créditos. Además, desaparecía la cercanía entre inversores y emisores de productos financieros, y los riesgos se hacían opacos detrás de intereses muy atractivos. Unos créditos que, en este caso, siempre tenían los mayores ratings de las agencias de calificación, pues seguían existiendo las garantías del Estado mediante sus conocidos instrumentos: Fannie Mae, Ginnie Mae y Freddie Mac. Entre 1980 y 2007 el volumen de dichos títulos pasó de los 200 millones de dólares a los 4 billones [1]. Y si en 1980 solo el 10% del mercado inmobiliario estaba titulizado, en 2007

llegaba al 60%. Titulización —conocida también como securitización—, un término que encerraba tras de sí un arcano financiero incomprensible para muchos inversores que caían en sus redes al hilo del pago de unos intereses muy atractivos. Una explosiva combinación de codicia, avaricia y usura, al igual que ha ido sucediendo después con tantos otros inventos financieros de sugerentes nombres como las ya hoy famosas preferentes. De esta manera, se abría un inmenso campo para hacerse rico: promover la construcción de viviendas y usar los préstamos hipotecarios como productos financieros de altas remuneraciones, con respaldo de las garantías del Estado. Solo un dato: aquellas personas que hubieran invertido en el mercado inmobiliario americano a finales de los años ochenta, habrían triplicado el valor de la inversión veinte años después, descontado el efecto de la inflación, con unos dividendos pagados en el período que habrían supuesto más de siete veces esa inversión. Todo un negocio. Algo mucho más atractivo en Inglaterra, donde el valor inmobiliario se había multiplicado por cuatro, y el valor de la inversión en Bolsa de los productos financieros se multiplicaba casi por diez.

La caída de Fannie Mae y Freddie Mac Según se dice, el hombre es el único animal que tropieza dos veces en la misma piedra, y la piedra en este caso fue el movimiento cíclico del sector inmobiliario y de la economía. En diciembre de 2005, nuevamente en Detroit, el valor de las viviendas había caído el 10%. Algo estaba sucediendo. Es verdad que en los diez años anteriores el precio de los apartamentos había aumentado un 50%, eso sí, mucho menos que el valor medio que, en Estados Unidos, lo había hecho un 180%. Situación muy trasladable a otros lugares de Europa. ¿Qué había sucedido? Lo mismo que antes del crac del 29: la locura inmobiliaria había dado lugar a una nueva fiebre de construcción, y en paralelo, préstamos hipotecarios por doquier. Sin olvidar que en ese tiempo la sofisticación de productos financieros nada tenía que ver con lo que existía antes de los años ochenta. Ingeniería financiera que se había ido sofisticando aún más como iremos viendo a lo largo de estas páginas, especialmente con la venida del presente siglo. Al inicio del siglo XXI, ya no se trataba únicamente de préstamos hipotecarios

garantizados por las agencias estatales: habían surgido otro tipo de préstamos, por ejemplo, las hipotecas jumbo. Préstamos demasiado arriesgados como para ser garantizados por las agencias Fannie Mae o Freddie Mac. Riesgos que, en sí mismos, eran lo que les aportaba el atractivo financiero de grandes ganancias, ya que los jumbo requerían el pago de altos intereses a aquellos que los solicitaban; gente que, evidentemente, tenían más dificultades económicas para salir adelante. Nuevamente codicia y usura en perfecta combinación: unos queriendo obtener el máximo interés por sus inversiones, otros siguiéndoles el juego haciendo opacos los riesgos, y detrás los solicitantes de las hipotecas pagando enormes intereses por ellas. Y todo con una cierta protección del Estado americano, que incluso en tiempos de George Bush hijo, en 2008, aumentó los límites de este tipo de hipotecas mediante una ley, la Housing and Economic Recovery Act de 2008 que, como consecuencia, alimentó aún más la especulación. Los préstamos jumbo se indexaban a los intereses variables de los créditos hipotecarios a corto plazo y, además, no eran amortizables: se trataba de préstamos in fine, en los que se pagaba el capital después de haber abonado los intereses. Estos préstamos, podían tener, por ejemplo, intereses cercanos al 10% durante los dos primeros años, a los que se les podía sumar otros nueve puntos adicionales sobre el interés del interbancario. Todo un ejercicio de avaricia unido al enorme riesgo de impago, ya que los solicitantes de estos créditos eran muy vulnerables económicamente. Y es aquí donde surge el mundo de las hipotecas subprime. Un ejemplo evidente de un malsano juego del Monopoly llevado a la vida real. Fannie Mae y Freddie Mac por su parte establecían los términos según los cuales una hipoteca cumplía los criterios de garantías estatales. En 2006, por ejemplo, el límite para entrar en este baremo eran 417.000 dólares. Así, si la vivienda a comprar tenía una valoración de, digamos, 500.000 dólares, la manera de escapar de la limitación era dividir el préstamo en dos, dejando los 83.000 dólares que no entraban en el esquema (diferencia de los 500.000 y los 417.000 dólares) como una hipoteca jumbo, o en este caso, superjumbo, dado que la vivienda en cuestión era, obviamente, de lujo. De ahí el nombre de hipotecas subprime: aquellas que no entraban en las garantías de Freddie Mac o de Fannie Mae. Hipotecas que, a su vez, habían sido titulizadas según lo explicado anteriormente; es decir, empaquetadas en productos financieros de alta rentabilidad y, por supuesto, alto riesgo,

unidos a la característica de sortear los criterios de Fannie Mae y Freddie Mac en una suerte de connivencia entre especuladores y reguladores. Con estos criterios, entre 2002 y 2007, gracias a las hipotecas subprime, el número de tenedores de hipotecas en Estados Unidos había aumentado en más de tres millones de personas, casi todas con pocas posibilidades económicas de atender los pagos en el largo plazo. La democracia de los propietarios había llegado al culmen de lo posible. Y detrás, el poder político. George Bush, como si quisiera estimular la especulación, aseguraba en 2002: «Queremos que todos los americanos tengan sus casas en propiedad». Para lo cual, en 2003, había promulgado otra ley: la American Dream Downpayment Act, que facilitaba la adquisición de vivienda a los más pobres, siempre con las agencias Freddie y Fannie dando cobertura al mercado de las hipotecas subprime. Todo un desatino. A principios de 2007, el Centre for Responsible Lending, una organización americana sin ánimo de lucro, que persigue educar al público sobre los peligros de instrumentos financieros de alto riesgo, avisaba que más de tres millones de hipotecas no serían atendidas por sus prestatarios. Y en 2008 se hablaba del 11% de todas las hipotecas subprime, con más de nueve millones de hogares que no podían responder normalmente a los pagos. Y detrás de todo ello los productos financieros opacos, especialmente los CDO (Collateralized Debt Obligations). Unas obligaciones de deuda garantizadas que, en un volumen de unos 250.000 millones de dólares, habían sido comercializadas en 2006 con hipotecas subprime escondidas en su interior. Unos productos financieros estructurados de los que hablaremos en próximas páginas. Baste decir ahora que son unos mecanismos financieros que pagan a los inversores unos dividendos de acuerdo con los beneficios que consiguen de un conjunto de bonos o de otros activos. Los inversores se acogen a diferentes niveles de riesgo, con la circunstancia de que si hay pérdidas, aquellos que han asumido los menores riesgos son los que las sufrirán en primer lugar. En este estado de cosas, a principios de septiembre de 2008, el director de la Agencia Inmobiliaria Federal (Federal Housing Finance Agency), James Lockhart, expresaba su decisión de poner a Fannie Mae y Freddie Mac bajo control directo del Estado, es decir

nacionalizarlas. Una decisión que públicamente apoyaron el mismo día los responsables de la política económica americana, Ben Bernanke, presidente de la Reserva Federal, y Henry Paulson, secretario del Tesoro. Ambas empresas estaban inmersas en el negocio de las subprime: en 2008 tenían en sus balances el 80% de todas las nuevas hipotecas que se habían otorgado en los últimos años en Estados Unidos. Se habían metido en el negocio de la compra de hipotecas a los prestamistas originales para después titulizarlas y revenderlas a otros inversores. En junio de 2008 eran propietarias de 1,5 billones de dólares de hipotecas (aproximadamente, vez y media el PIB español). La caída del mercado inmobiliario y la crisis financiera habían hecho el resto: las agencias estatales estaban en quiebra. En diciembre de 2008, los números eran descomunales: Fannie y Freddie tenían más de cinco billones de dólares en hipotecas, a lo que había que añadir otros dos billones al menos en productos titulizados, de ahí que la Administración Obama resolviera intervenir para evitar un colapso financiero de enormes proporciones. Varios millones de personas perdieron sus viviendas, y como consecuencia la clase media americana sufrió un enorme embate del que tardará años en reponerse. El Estado americano tuvo que acudir con 800.000 millones de dólares para tratar de salvar a las dos empresas.

Explota la burbuja inmobiliaria ¿Qué había sucedido? ¿Qué eran realmente los títulos respaldados por hipotecas? La respuesta es simple: a la especulación tradicional del negocio inmobiliario, es decir, a la especulación con el suelo y las viviendas, se había unido la especulación financiera. El simple mecanismo de pedir un préstamo hipotecario para adquirir una vivienda se había transformado con los años en un atractivo sector de instrumentos financieros de alto riesgo: los títulos respaldados por hipotecas (Mortgage-Backed Securities, en inglés). Como siempre correrían con las pérdidas los menos avisados. El mecanismo fue la titulización arriba aludida: trocear las hipotecas y empaquetarlas en títulos de inversión que se vendían por separado de acuerdo con los diferentes apetitos de riesgo de los posibles inversores. Un mecanismo similar al de los hedge funds que trataremos páginas más adelante y que, por otra parte, entraron también a jugar con entusiasmo en este lucrativo negocio. Además, estos títulos respaldados por hipotecas se emitían en ocasiones desde

sociedades residentes en paraísos fiscales, lo que aumentaba las ganancias. Un proceso que ofrecía enormes beneficios a los que comerciaban con ellas. Por un lado, los que otorgaban las hipotecas recibían comisiones sin exponerse a ningún tipo de riesgo, ya que las revendían a otros inversores que las empaquetaban de la manera más atractiva. Y, por otro, los bancos o las agencias de inversión que las empaquetaban y las emitían como atractivos productos financieros de alta rentabilidad que, aparte de limitar el riesgo con la diversificación, obtenían jugosos beneficios de los inversores finales, sobre todo en un mercado donde existía el respaldo del Estado por medio de las agencias estatales Fannie Mae y Freddie Mac tal como se ha indicado. Todo un negocio, para algunos. Negocio en el que entraron con alegría los más importantes bancos de Wall Street: Lehman Brothers, J. P. Morgan, Goldman Sachs, Bank of America y Bear Stearns, así como grandes prestamistas que jugaban con las hipotecas de alto riesgo: Indymac o Countrywide, por ejemplo. Un mercado financiero opaco que estalló al comprobarse que la crisis había roto el circuito: las hipotecas originales dejaban de pagarse por los adjudicatarios y, en consecuencia, todo el entramado se caía por los suelos. De esta manera, el FMI (Fondo Monetario Internacional) estimaba que, a mediados de 2009, las pérdidas producidas por la dispersión de este tipo de productos financieros tóxicos habría producido pérdidas por todo el mundo por valor de unos cuatro billones de dólares, casi cuatro veces el PIB español. Europa, Japón e incluso China sentían el impacto. Baste el ejemplo del Royal Bank of Scotland que anunciaba, en agosto de 2008, unas pérdidas por valor de 1.300 millones de dólares, pues había tenido que hacer frente a un deterioro del valor de sus inversiones en títulos subprime de casi 11.500 millones de dólares. Barclays, casi al mismo tiempo, hablaba de 5.400 millones de pérdidas. Una situación que colapsaría el sistema financiero global y cerraría el negocio interbancario, vital en países como España o Irlanda, así como la propia Inglaterra, que sufrirían para encontrar financiación fuera de sus fronteras. El colapso del mercado inmobiliario traía así una cascada de problemas a todo el sistema financiero: los productos de inversión perdían rápidamente su valor, los bancos y las agencias tenedoras de tales productos entraban en muchos casos en bancarrota, otras entidades financieras quedaban sin capacidad de financiarse y se hundía el mercado de crédito. Ya nadie se fiaba de nadie, y los que todavía podían dar préstamos cerraban la

puerta, lo que afectaba a todo el sistema, incluidos los países que necesitaban financiarse para seguir funcionando. Únicamente los especuladores hacían su agosto. De esta manera, la burbuja inmobiliaria y los productos financieros tóxicos que iban de su mano destrozaban el sistema financiero mundial y, en algunos países, demasiado expuestos a este sector, se llevaba sus economías por delante. Este ha sido el caso especialmente de España o Irlanda; países que sin estar excesivamente expuestos a los productos financieros tóxicos relacionados con las hipotecas subprime, dejaron crecer sin ningún rigor su sector inmobiliario que, al cortarse el flujo de la financiación, acabó por destrozar todo el sistema. España, a inicios de 2011, tenía casi un billón y medio de euros de deudas provenientes del ladrillo que estaban atrapados en su sistema bancario: casi el 50% del total del balance de cajas y bancos. Cifra que se distribuía, más o menos, de la siguiente forma: un 40% en deudas de promotores inmobiliarios, 45% en préstamos hipotecarios a familias y empresas, y el resto, un 15%, a empresas constructoras. Entre 1996 y 2006 el sector inmobiliario en España duplicaba su peso respecto del PIB, pasando del 5% al 10%, siendo el período 2003-2006 el más intenso en construcción de casas: 650.000 viviendas construidas en 2003 y unas 900.000 en 2006. Todo ello bajo el manto de una financiación barata y muy accesible, y unos criterios de recalificación de suelo muy permisibles, al hilo, muchas veces, de la corrupción política. Una circunstancia que puso de relieve las carencias del sistema económico español de forma abrupta y que ha obligado a los enormes ajustes ya conocidos. De manera similar, Irlanda se embarcó en la enfermedad de la construcción. O por decirlo en palabras Morgan Kelly, profesor de economía del University College de Dublín, primero en levantar la voz para alertar de lo que se avecinaba: «La causa primera del boom y la caída de Irlanda desde el año 2000 es bien conocida: la construcción». Irlanda pasó de dedicar el 5% de su PIB a la construcción de viviendas en los años noventa, al 15% en el pico de la «burbuja», es decir durante el período 2006-2007. Lógicamente, la actividad del sector de la construcción trajo en aquellas tierras un enorme

aumento del empleo y de la inmigración, lo que dejó olvidados otros sectores, a la vez que los importantes ingresos derivados de los impuestos de la construcción desbocaban el gasto público. Todo bajo un esquema de enorme endeudamiento privado, y también público. La foto exacta de lo sucedido en España. ¿Y por qué este aumento sin control en un sector de tan poco valor añadido? Simplemente, por la existencia de créditos bancarios casi universales con tipos de interés muy bajos, unidos a una relajación política desmedida en la concesión de licencias para construir cualquier cosa en cualquier lugar. Y en la trastienda, el apetito de todos por tener una casa en propiedad y, en muchos casos, una segunda para disfrutar las vacaciones en zonas costeras o para especular con ella. Lo que fue un perfecto caldo de cultivo para la aparición de unos sofisticados productos financieros opacos que, al hilo del apetito inmobiliario, enfermaron todo el sistema, incluida la debilidad estructural económica y política de la moneda única europea, el euro. La conclusión de todo ello fue que economías como la española o la irlandesa quedaron destrozadas, el entramado financiero de estos países en grave crisis, surgieron enormes deudas públicas y la necesidad de ajustar gastos e ingresos en unos momentos de serias dificultades económicas a nivel global. Todo un drama de dolorosa salida donde la codicia tuvo un importante papel. Quizás el más relevante.

CAPÍTULO 2

Los mercados financieros En octubre de 1760 Jorge III fue nombrado rey de Gran Bretaña e Irlanda. Le sucedió su hijo Guillermo IV en septiembre de 1831. Estas fechas constituyen el período de la primera Revolución Industrial en Inglaterra. Se iniciaba un nuevo tiempo de fuertes cambios sociales y económicos: la población creció enormemente, nació una importante actividad industrial, se inventaron máquinas, aparecieron nuevas fuentes de energía, se abrieron nuevos mercados, y el comercio conoció una expansión sin precedentes. Fue un época en la que surgieron decenas de emprendedores que, con sus inventos, dieron origen a un capitalismo empresarial antes desconocido. También fue el tiempo en que el papel moneda tomó el valor del oro y nació el sistema bancario moderno. Se desarrolló el mercado de capitales que ya no se destinaban al ahorro, sino que los terratenientes invertían en nuevas empresas y nuevos procesos fabriles. En 1793 el Reino Unido tenía unos 400 bancos provinciales, y hacia 1815 llegaban casi a los 1.000. El sistema bancario ayudó a la movilización de capitales que se transferían de las regiones agrícolas de poca demanda y mayor ahorro a las industriales, que estaban hambrientas de capital.

El capitalismo de Adam Smith Adam Smith nace en 1723 y muere en 1790. Tenía 34 años cuando llega al poder Jorge III. En marzo de 1776 (año de la Declaración de Independencia de Estados Unidos) publica La riqueza de las naciones, una obra de gran impacto aunque, quizás, menos representativa de sus ideas que La teoría de los sentimientos morales publicada 17 años antes. En este libro aseguraba que la mejor política económica no es la que impulsan los Gobiernos, sino la

que se deduce de la acción responsable de los individuos. Ideas que provenían seguramente de la admiración intelectual que siempre tuvo hacia su profesor de filosofía moral, el estoico Francis Hutcheson, que era partidario del principio de racionalidad, según el cual las personas actúan racionalmente; es decir, su comportamiento se orienta a poner en práctica aquello que facilita el logro de sus objetivos. O dicho de otra manera, el ser humano no es estúpido y, por tanto, trata de buscar lo mejor para él. Aunque, como demuestra la historia, esto no siempre es cierto. Con La riqueza de las naciones se rompe con tres siglos de capitalismo mercantil, 300 años de gran actividad comercial en la que se vendían todo tipo de cosas: tejidos, productos agrícolas, especias, artículos de piel, hilados, metales, etc., que se transportaban por barcos o caravanas de un lugar a otro del mundo. Se abrían mercados de oriente a occidente, y algunas ciudades como Venecia, Florencia, Amberes, Londres, Ámsterdam o Brujas, se caracterizaban por tener comunidades mercantiles donde los grandes mercaderes tenían un peso determinante en el gobierno del Estado. En esta época, conceptos como salario o precio justo no eran más que palabras sin sentido, y la competencia era inaceptable para los comerciantes. Por ello, con su influencia, los mercaderes forzaban a los gobernantes a aprobar normas dirigidas a mantener sus monopolios de precios y productos. Esto es lo que ve con claridad Adam Smith: la importancia del sistema económico en la vida de las personas, no solo de los grupos dominantes. De donde deduce que habría que establecer unos mecanismos razonables para fijar salarios y precios, y lo mismo con los beneficios. El Estado, por su parte, debía concentrar su acción en promover el progreso económico y llevar la prosperidad a la gente. Y en este nuevo escenario, los mercaderes dejaban de ser las piezas esenciales del entramado económico, tomando este papel las personas involucradas en la industrialización; un proceso que nacía de los ingenios y máquinas debidos a la creatividad de los individuos. Y por eso las personas eran las que tenían que estar en la cúspide del sistema económico. Con este nuevo papel de los individuos en la economía, aparecía una nueva forma de entender el capitalismo: la búsqueda del enriquecimiento individual, que se sustenta, de acuerdo con Adam Smith, en tres principios. Primero, el hombre tiene un impulso natural hacia la riqueza. Segundo, el universo está ordenado de tal manera que en conjunto todo tiende al bien social. Y tercero, lo mejor es dejar que los procesos económicos sigan su

propio curso. En definitiva, una forma de pensar muy imbuida del signo de aquellos tiempos, donde imperaba la tradición newtoniana basada en la filosofía natural, el calvinismo y el estoicismo. Por lo que favorecer una libertad individual sin cortapisas de ningún tipo tenía que conducir, según estas ideas, a la libertad de mercado. En un contexto donde el Estado debía reducir sus gastos y cargar con menores impuestos a los ciudadanos, pues estos eran al final el motor de generación de riqueza. Riqueza que, según este pensamiento, con el potencial que ofrece la naturaleza, podía mantenerse siempre creciente. Lo que llevaba a concluir a Adam Smith que un capitalismo de corte liberal era el modelo perfecto para lograr el bienestar de toda la población. Han pasado ya más de 200 años y, con sus carencias, el sistema económico capitalista en sus diferentes vertientes ha demostrado que es capaz de proporcionar mejores condiciones de vida que cualquier otra opción. Sin embargo, un capitalismo sin reglas al estilo de Adam Smith, donde «dejar hacer» sea la mejor opción, no es la forma ideal para redistribuir la riqueza, ya que existen una gran cantidad de necesidades humanas que escapan de las posibilidades que ofrecen los mercados por sí mismos, pues no todo es susceptible de compraventa. Sin olvidar, además, que aquellos que no tienen recursos suficientes necesitan asistencia al margen del funcionamiento de los mercados, y que la tendencia natural del hombre le aproxima más a la codicia que a la generosidad. Por tanto, el capitalismo, como sistema económico que permite la acción económica individual en un mercado de libre oferta y demanda, siempre precisará un «regulador» que, con mayor justicia, equilibre los desajustes y los ordene al bien común. Lo que tiene que ir más allá de las ideas de Adam Smith, cuando aseguraba en La riqueza de las naciones que: «…al igual que cada individuo se esfuerza en emplear su capital en apoyo de su propia industria y, en consecuencia, la dirige hacia la obtención de las mayores ganancias, así se consigue que cada actividad individual rinda el mayor valor a la sociedad. A la vez que cada persona trata con su esfuerzo de lograr su propio beneficio, …en esto, como en otros muchos casos, se ve dirigida por una mano invisible que la lleva a conseguir un bien que no formaba parte de su intención primera». Ya se comprende por propia experiencia que las solas fuerzas del mercado y los intereses individuales no están dirigidos por una mano invisible que los orienta al bien

común. Más bien al contrario: la experiencia demuestra que parece existir una fuerza en la naturaleza que mueve las acciones humanas hacia la avaricia, la autosuficiencia, el engreimiento y otros muchos defectos. Y aunque en un mercado libre el juego de costes y beneficios, bajo ciertas condiciones, tienda a equilibrarse, no se puede decir que de forma natural se consiga una situación en la que todos salgan beneficiados; pues, sin acudir a principios de orden moral siempre necesarios, surgen «externalidades» económicas, es decir, imperfecciones del mercado. Irregularidades que no fueron contempladas por Adam Smith y que necesitan de una acción externa para ser corregidas. Piénsese, por ejemplo, en una fábrica cuya actividad económica reporte pingües beneficios pero que polucione seriamente el medioambiente. Esta «externalidad negativa» necesitaría ser enmendada fuera del mercado, ya que este, por sí mismo, no sería capaz de hacerlo. Lo mismo ocurre con los mercados financieros, que han demostrado con frecuencia generar externalidades negativas adelantándose a las acciones de los reguladores, incapaces de evitar serios daños sobre el sistema económico en su conjunto. Daños que llevan a considerar que el regulador, como se ha demostrado tantas veces, no es siempre eficiente; ya sea porque esconde intereses particularistas que van en contra del bien común, o porque es ineficaz en sus actos y estimula lo que quería prevenir.

La financiación del ferrocarril al Oeste La Revolución Industrial se acompañó, como se ha dicho, de la creación de nuevos bancos que movían sus inversiones hacia proyectos industriales. Así, fueron apareciendo nuevas factorías y nuevas infraestructuras que eran financiadas por inversores privados. Un buen ejemplo de estos desarrollos fue la construcción de los ferrocarriles norteamericanos en el siglo XIX. Con ellos surgieron innovadores mecanismos de financiación, hoy todavía vigentes. Durante la segunda mitad del siglo XIX se construyeron decenas de miles de kilómetros de vías férreas en Europa y Estados Unidos. Este esfuerzo de ingeniería requirió importantes inversiones. Para abordar su construcción, se crearon a ambos lados del Atlántico nuevas empresas. Con un objetivo inicial: unir prósperas ciudades para incrementar el comercio entre ellas. Así nació en 1828 el primer ferrocarril americano que

conectaba Baltimore con Ohio. Su objetivo: instalar una vía férrea a través de las montañas para evitar la competencia del proyectado canal de Erie que pretendía conectar los Grandes Lagos con el océano Atlántico. Entre 1830 y 1860 estaba en marcha en Estados Unidos la construcción de casi 50.000 kilómetros de vías que precisaban una inversión de unos mil millones de dólares de la época. A lo que había que añadir, aparte de las máquinas y vagones, los terrenos adyacentes, las estaciones, y toda la infraestructura adicional que completaba la red ferroviaria. Un enorme esfuerzo económico y técnico en el que entraban también el Estado Federal por un lado, y las ciudades y las comunidades locales, por otro. Por impulso del Gobierno del presidente Millard Fillmore, el Congreso de Estados Unidos autorizó en 1850 una controvertida concesión de un millón y medio de hectáreas entre los estados de Illinois, Mississippi y Alabama para la favorecer la financiación de un corredor ferroviario entre varias ciudades. La concesión incluía los derechos sobre un corredor de tierra de 60 metros de ancho, así como grandes parcelas salteadas a lo largo del recorrido. Las concesiones permitieron constituir hipotecas con los terrenos como garantía; lo que fue, al final, el activo principal para atraer financiación para la compañía promotora, Illinois Central, así como hacia otras empresas que construían otros tramos de vía. En los siete años posteriores, este tipo de concesiones se generalizaron a otros estados, llegándose a totalizar un paquete concesional de unos siete millones de hectáreas. El apetito por atraer capital no se redujo únicamente a hipotecar terrenos de origen público. Eran precisas nuevas aportaciones que iban más allá de las ayudas estatales; ya que para construir una línea de tamaño pequeño se precisaban como mínimo diez millones de dólares de capital, sin contar los gastos de operación. Enorme cifra en aquellos tiempos. De ahí nacieron las emisiones de bonos como un instrumento ideal para financiar todo este despliegue. Un mercado financiero —los bonos ferroviarios— que solo en 1859 superaba la cifra de mil millones de dólares y que, en la tercera parte del siglo, se había internacionalizado de tal manera que los inversores extranjeros acumulaban más del 25% de los bonos emitidos en Estados Unidos. Mercado en el que entraron nuevas firmas como Lehman Brothers. Un banco que, originalmente, desde su establecimiento en 1850, había dirigido su negocio a la intermediación en el mercado de algodón. Los bonos ferroviarios se constituían según títulos emitidos a nombre del comprador,

eran negociables, y el emisor se comprometía a devolver su importe más un interés (un cupón) que se abonaba periódicamente. Los bonos se ofrecían según varias modalidades: bonos simples (plain vanilla bonds) que caducaban en una fecha determinada y pagaban un interés fijo; bonos respaldados por hipotecas (mortgage bonds) que, en caso de quiebra o impago, permitían reclamar a su tenedor la parte alícuota del activo inmobiliario correspondiente; bonos garantizados por acciones (collateral trust bonds) que daban la opción de reclamar acciones de la compañía si no eran atendidos; o bonos de ingreso (revenue bonds) que pagaban un cupón fijado por contrato. En los años setenta del siglo XIX, atraídos por el olor de las ganancias, entraron en el mercado los brokers de Wall Street, que además de ofrecer bonos, vendían posiciones cortas o largas de las compañías ferroviarias cotizadas, así como nuevos esquemas financieros conocidos como puts y calls. Con las posiciones cortas el broker, que conocía por algún conducto que las acciones de la empresa iban a depreciarse, «pedía» prestadas un número de ellas a algún tenedor al que pagaba un interés durante el tiempo que duraba el préstamo, normalmente días. Una vez conseguidas, las vendía inmediatamente, y al término del plazo pactado con el prestamista compraba nuevas acciones ya depreciadas que devolvía al propietario original, quedándose con las ganancias de la diferencia entre la venta y la compra menos el coste del préstamo, siempre bajo en comparación con las ganancias. Obviamente, si las acciones no bajaban de precio, sufría la pérdida correspondiente, de ahí la importancia de tener información privilegiada sobre lo que podía suceder. Con las posiciones largas se jugaba al revés, es decir, conociendo por información de «buena fuente» que el precio aumentaría, se compraban acciones que se vendían una vez que se habían revalorizado. Unos mecanismos, especialmente las operaciones a corto, muy extendidos en la actualidad, donde brokers expertos pueden manipular el valor de las acciones obteniendo grandes ganancias. De ahí que algunos Gobiernos hayan decidido prohibir este tipo de operaciones especulativas, sobre todo con las emisiones de bonos soberanos. Los put y calls eran, al igual que hoy, opciones de venta o de compra, respectivamente. Instrumentos financieros soportados contractualmente, según los cuales el comprador tenía la opción —pero no la obligación— de ejercitar la compra o la venta de un activo

(acciones, bonos, etc.) en un momento dado. Al igual que hoy, por las opciones se pagaba un precio que era válido hasta la fecha pactada. En realidad, una opción es un contrato a futuro que puede cancelarse antes de que llegue la fecha de su vencimiento, siempre que una de las partes así lo decida. El firmante que tiene este privilegio es el comprador de la opción. Estos nuevos mercados financieros trajeron toda una generación de especuladores que, años después, en la época de la Gran Depresión, pasaron a llamarse los Robber Barons (barones ladrones). Entre ellos estaban, por ejemplo, J. P. Morgan o John D. Rockefeller, y otros como Daniel Drew, Jay Gould o Jim Fisk. Estos últimos conocidos como los Mefistófeles de Wall Street. Financieros que no solo operaban en los mercados relacionados con el ferrocarril, sino también con petróleo, actividades inmobiliarias, materias primas, acero, etc. Había surgido un nuevo mundo lleno de bonos, opciones, etc., que con el paso del tiempo se sofisticaría cada vez más. En 1857 sobrevino una crisis económica conocida como el pánico de 1857. Fue la primera crisis internacional ocasionada por la internacionalización de las actividades financieras de aquel tiempo. La industria del ferrocarril quedó seriamente dañada; cientos de trabajadores perdieron su trabajo y miles de inversores sufrieron enormes pérdidas. En el horizonte se vislumbraba ya la guerra civil americana que comenzaría en 1861. La crisis, aunque no duró excesivamente, mantuvo las penalidades del pueblo norteamericano hasta el final de la guerra cuatro años después. El camino estaba ya sembrado, además, de peligrosos instrumentos financieros.

Las agencias de rating Las empresas norteamericanas de ferrocarriles fueron, quizás, las primeras grandes corporaciones industriales de la historia. Se trataba de organizaciones con múltiples divisiones y filiales que extendían sus operaciones dentro y fuera de Estados Unidos; con actividades industriales dentro de la vasta geografía del país, y actividades financieras expandidas internacionalmente. Se empleaban además cientos de trabajadores que se organizaban según una compleja estructura similar a la de muchas grandes empresas de hoy en día.

Debido a la importancia de esta nueva actividad económica, el elevado número de inversores y la cantidad de empresas dedicadas a esta actividad, apareció hacia 1832 The American Railroad Journal; una publicación que informaba sobre lo que sucedía en este importante sector industrial. En 1849 Henry Varnum Poor compró los derechos de la publicación, convirtiéndose en su editor durante los 13 años siguientes. Desde el inicio, Henry Poor se ocupó de publicar otros detalles sobre las empresas: sus dueños, sus activos, sus ingresos, sus beneficios, y tantas otras informaciones de interés para los inversores. Después de la guerra civil, en 1868, juntamente con su hijo William creó H.V. & H.W. Poor Co. Juntos cambiaron el objetivo del negocio y comenzaron a publicar el Manual of the Railroads of the United States , un anuario que incorporaba datos económicos estadísticos de varios años sobre las más relevantes empresas ferroviarias norteamericanas. Durante mucho tiempo este manual fue la información más autorizada sobre el sector. Hacia 1916, después del fallecimiento de su fundador, la compañía entró a valorar los bonos emitidos por empresas de otras industrias, convirtiéndose así en una agencia de calificación. Posteriormente, en 1941, Poor & Co. se fusionó con otra agencia, Standard Statistics, creando la hoy conocida Standard & Poor’s (S & P) que, en 1966, fue adquirida al 100% por el gigante editorial McGraw-Hill. El caso de John Moody, creador de la agencia de calificación Moody’s, es similar, si bien desde el inicio se orientó a la valoración de bonos. Se trataba así de la primera agencia de calificación propiamente dicha. En 1900, desde la recién creada John Moody’s & Company, Moody lanzó al mercado el Moody’s Manual of Industrial and Miscellaneous Securities, un documento de referencia en el sector financiero. Con el paso de los años y la multiplicación de productos financieros, las agencias de calificación alcanzaron un papel internacional muy relevante, ya que los inversores institucionales o privados se fijaban en sus comentarios para canalizar sus inversiones. Tanto es así, que el reconocido escritor Thomas Friedman aseguraba en un artículo publicado en 1995 en el New York Times bajo el título Foreign Affairs; Don’t Mess with Moody’s: «De hecho, cualquiera puede decir que vivimos nuevamente en un mundo con dos superpotencias. Los Estados Unidos pueden destrozar un país con bombas; Moody’s lo puede destrozar rebajando la

calificación de sus bonos». Son muchos los que se preguntan sobre la independencia de estas empresas, y si sus valoraciones no estarán en el fondo movidas por intereses particulares. Máxime cuando las dos grandes agencias Moody’s y Standard & Poor’s tienen, a día de hoy, nada menos que nueve accionistas comunes, que ostentan el 53% del capital de la primera y el 38% de la segunda; siendo estos últimos, además, propietarios del 37,96% del consorcio de empresas que constituyen McGraw-Hill, dueño a su vez al cien por cien de Standard & Poor’s, como se ha dicho. Moody’s, por su parte, tiene también otros singulares accionistas como son Warren Buffet y la Fundación Gates, dueños del 12,13% de la empresa a través de una sociedad conjunta, Berkshire Hathaway, Inc. Otro singular accionista de Moody’s es el Morgan Stanley Bank, que tiene el 3,5% de su capital. Se trata de cruces de participaciones accionariales que, con suficiente razón, sustentan la duda sobre la objetividad de algunos de sus informes. Sobre todo por la circunstancia de que los accionistas cruzados son, a su vez, grandes multinacionales de servicios financieros, entre las que se encuentran: Capital Group Companies, que gestiona activos por más de un billón de dólares; Vanguard Group, que tiene 1,7 billones en activos; State Street Corporation, que es una importante sociedad de gestión de inversiones; o Fidelity Investments, uno de los mayores fondos mutuos del mundo. Fondos mutuos que, a diferencia del ahorro tradicional, invierten los depósitos de sus clientes sin garantizar una ganancia determinada, ya que los clientes asumen el riesgo de las inversiones. El resto de los accionistas comunes de Moody’s y Standard & Poor’s son: Northern Trust Corporation; T. Rowe Price Associates; Black Rock, Inc.; Bank of New York y Massatchussets Financial Services. Además de las dos agencias antes mencionadas hay que añadir a Fitch Ratings, participada al 50% por la sociedad de servicios financieros francesa Fimalac, S.A., y por Hearst Corporation, uno de los mayores grupos editoriales americanos, propietario de la imponente Hearst Tower, de 182 metros de altura, situada en Manhattan, en Nueva York. Un oligopolio de facto, ya que entre Standard & Poor’s, Moody’s y Fitch controlan el 95% del mercado. Un mercado cerrado para cualquier otra empresa de esas características.

Hasta 1970, los ingresos de las agencias de calificación provenían de la venta de informes a sus suscriptores. Sin embargo, a partir de esa fecha cambiaron la forma de su negocio, siendo los propios emisores de productos financieros los que contrataban a las agencias para que emitieran sus informes. ¿Por qué esto? Simplemente, porque lo que venden unos y compran otros es el «nivel de reputación». Este, sin embargo, no es el caso de las emisiones de deuda soberana: las calificaciones de los grandes países, como Alemania, Estados Unidos, Francia, España, etc., se realizan gratis. Aunque los países menores o en vías de desarrollo pagan una cantidad entre 50.000 y 200.000 euros por informe. ¿Son fiables las evaluaciones? La agencias de calificación se jactan decir que su visión es a largo plazo, aunque pocos se acuerdan ya de la catástrofe financiera de Enron de noviembre de 2001: cinco días antes de entrar en quiebra era todavía considerada «una excelente inversión» por las agencias. Lo mismo sucedió con la empresa de telecomunicaciones WorldCom, e incluso con Lehman Brothers hasta poco antes de su desaparición en 2008. O bien, con las hipotecas subprime. Un producto hipotecario de ínfimo valor, como ya dijimos, que se escondía en otros atractivos productos financieros mediante el procedimiento de la titulización de activos. Las subprime, seguramente, nunca habrían crecido de aquella forma si las agencias de rating no les hubieran dado el respaldo que les dieron manteniéndolas con la máxima calificación.

Wall Street No existe en el mundo otro lugar como este: es la identificación máxima de dinero y poder. Steve Fraser en su libro Wall Street: America’s Dream Palace lo expone con claridad: «Wall Street fue siempre un asilo de locos con manías incontroladas; un centro abracadabrante de sueños inverosímiles y de depresiones irracionales; una democracia de la avaricia, un carnaval, un mundo patas arriba, un bulevar de oportunidades ilimitadas y de desastres endémicos». En los primeros años del siglo XVII los holandeses revolucionaron el sistema financiero internacional inventando las cuentas bancarias y creando un banco central, el Wisselbank

de Ámsterdam. Mucho antes, sin embargo, ya operaban con emisiones de bonos y tenían en funcionamiento todos los instrumentos de un sistema financiero moderno: moneda estable, deuda pública e incluso agencias de valores. La república Holandesa fue la economía más importante del siglo XVII. A finales de siglo, los ingleses emularon a los holandeses fundando el Banco de Inglaterra en 1694. La Revolución Industrial, como ya dijimos, hizo el resto. Con esto reemplazaron a los holandeses como la economía dominante. No fue sino un siglo después cuando, ya independientes, los Estados Unidos establecieron un sistema financiero moderno, copia de los ingleses. Y para 1795 ya contaban con el dólar, importantes mercados de bonos y commodities en diversas plazas, un banco central, etc. Y así como los ingleses habían sucedido a los holandeses en su preeminencia financiera, lo hicieron posteriormente los norteamericanos con los ingleses. Se dice que la Bolsa de Nueva York, la Bolsa de Wall Street, comenzó con un acuerdo entre 24 brokers que, el 17 de mayo de 1792, decidieron comercializar una serie de valores enfrente del número 68 de esta calle. El Banco de Nueva York fue la primera compañía cotizada. De ahí nació el NYSE (New York Stock Exchange), la mayor bolsa de valores del mundo. Pero fue mucho antes, en el siglo XVII, cuando los holandeses que llegaron a América fundaron Nueva Ámsterdam en el lugar que posteriormente se denominó Nueva York. Y allí para protegerse de las agresiones de los nativos construyeron un muro, conocido posteriormente como Wall Street; donde, no muy lejos, se sitúa hoy, en la bifurcación que la calle Broadway hace sobre sí misma, hacia el número 32, el famoso toro, el Charging Bull. Una imponente escultura de más de tres toneladas de peso, de casi cinco metros de largo y tres metros y medio de altura, que representa la fuerza financiera americana y, por supuesto, de Wall Street. Durante muchos años las operaciones de Wall Street fueron un impenetrable arcano donde los inversores no tenían ninguna información de lo que allí sucedía. Después de la Gran Depresión, el Congreso norteamericano aprobó en 1933 The Securities Act, una ley que obligaba a los emisores de títulos a dar información sobre los productos que ponían a la venta. Los escándalos habían sido tan enormes que se estima que de los 50.000 millones de dólares emitidos en títulos negociables desde 1920 hasta 1933, la mitad no tenían ningún valor. Una cantidad de la que un 40% había sido vendida a inversores

internacionales. Ante aquella situación, el entonces senador por Florida, Duncan Fletcher, emitió un informe en 1934 en el que aseguraba: «La mayoría de los abusos de la banca de inversión ha sido ocasionada por la incompetencia, negligencia, irresponsabilidad o codicia de las personas que se dedican a esta profesión». Una visión, sin duda, muy actual. Desde la crisis de 1929, no ha habido nada comparable a lo que sucedió a partir de 2008. Un fenómeno que a modo de terrible tsunami no solo se ha llevado consigo miles de empresas a la tumba, sino que amenaza con llevarse por delante a la propia moneda única europea y dejar arrinconados a varios países, incluidos España e Italia. Una crisis económica en absoluto comparable a otras que sucedieron a finales del siglo XX, como fueron las quiebras ocasionadas en 1982 por la deuda de varios países del Tercer Mundo, el crash de las Bolsas en 1987, o la burbuja Internet del 2000; todas ellas siempre pasajeras y sin excesivos daños globales. El problema de 2008, como tantas veces antes, fue ocasionado por la codicia de bastantes individuos y un gran número de instituciones financieras; los cuales, amparados en una época de tipos de interés absurdamente bajos, amasaron enormes fortunas al hilo de la comercialización de productos financieros de enorme riesgo. Y, como siempre, apareció el fenómeno que se repite en todas las crisis económicas: unos activos que suben de precio de manera imparable, a la vez que las instituciones financieras prestan sin tino a potenciales compradores, con la expectativa de unos y otros de que la revalorización de tales activos no tenga fin. Y cuando se ve que la burbuja va a explotar, los inversores más avisados tratan de vender rápidamente lo que tienen para evitar el desastre. Desastre que conduce al pánico: se colapsa el crédito, los bancos se descapitalizan, y algunos entran en quiebra, se bloquea el consumo, la economía entra en recesión, aumenta el paro y se produce un círculo vicioso del que es muy difícil salir. Y si a esto se une un endeudamiento público y privado desmesurado, el resultado es el que se tiene actualmente. En otras partes del mundo también se produjeron abusos durante este tiempo, pero nada comparable con lo sucedido en Wall Street. Un informe de 639 páginas publicado el 13 de abril de 2011 por una comisión del

Senado de Estados Unidos presidida por el senador Carl Levin, bajo el título Wall Street and the Financial Crisis: Anatomy of a Financial Collapse, comienza con estas duras consideraciones: «En otoño de 2008, América sufrió un devastador colapso económico. Lo que una vez fueron títulos sanos perdieron la mayor parte de su valor, los mercados de deuda se congelaron, las Bolsas se hundieron, e históricas empresas financieras sucumbieron. Millones de americanos perdieron su trabajo; millones de familias perdieron sus casas; y negocios prósperos echaron el cierre. Estos sucesos arrojaron a los Estados Unidos dentro de una recesión económica tan profunda que el país no se ha recuperado aún totalmente». Una descripción que parece hecha para otros países en similares o peores condiciones. ¿Y por qué Wall Street? La explicación la dan los mismos senadores del referido informe: «Durante los pasados diez años, las empresas que operaban en Wall Street idearon, para ser vendidos a los inversores, instrumentos financieros cada vez más complejos, incluidos los títulos respaldados por hipotecas (RMBS: Residential Mortgages-Backed Securities) y obligaciones de deuda garantizadas (CDO: Collateralized Debt Obligations) que tuvieron un papel esencial en la crisis financiera». Y siguen: «Por una comisión, las firmas de Wall Street ayudaron a crear los títulos RMBS y CDO, trabajaron con las agencias de rating para obtener altas calificaciones y vendieron los títulos a inversores tales como: fondos de pensiones, compañías aseguradoras, fundaciones universitarias, ayuntamientos y hedge funds». Concluyendo que: «Sin las agencias de calificación las firmas de Wall Street habrían tenido muchas más dificultades en vender estos productos a los inversores, pues cada inversor habría analizado por él mismo cada instrumento financiero. Adicionalmente, además de haber usado la ingeniería financiera para crear

productos de alto riesgo que fueron clasificados AAA —de primera calidad—, las empresas de Wall Street combinaron estos activos de alto riesgo y los trocearon con títulos respaldados por hipotecas subprime de tipo BBB —de grado medio bajo—, por los que pagaban altos intereses una vez convertidos en otros instrumentos como los CDO, y se emitían como nuevos títulos de tipo AAA, de manera que las subprime RMBS y los CDO relacionados con ellas se convertían en atractivas inversiones». Más claro, imposible.

Especular con commodities Los mercados de commodities se refieren a la compraventa de productos básicos, a las materias primas, principalmente. Funcionan como las Bolsas de valores, con la diferencia de que en lugar de comerciar con acciones de empresas cotizadas se hace con metales (oro, plata, aluminio, cobre, etc.), semiconductores o memorias electrónicas, productos agrícolas (trigo, cebada, algodón, aceites vegetales, etc.), materias primas energéticas (petróleo, gas natural, gasolina, etc.), ganado, y otros productos como café, azúcar, cacao, arroz, etc. El dinero, las divisas, también son un commodity, y tienen, a su vez su propio mercado, el Forex, del que hablaremos en el próximo capítulo. También se comercializan la electricidad o incluso el tiempo atmosférico (precipitaciones, temperaturas, etc.). Un mercado este que, en forma de derivados, creció en el período 2010-2011 un 20% acercándose a los 12.000 millones de dólares en el Chicago Mercantile Exchange. Bolsa donde se venden este tipo de productos. Es evidente que, desde que el mundo es mundo, cualquier cosa es objeto de compraventa. En los mercados de commodities existen, básicamente, dos formas de negocio: las operaciones de ventanilla, llamadas en medios especializados OTC (Over the Counter), y las tradicionales, es decir, comprar y vender en el mercado abierto, en las Bolsas que existen a tal efecto. Se realizan también operaciones spot, que no dejan de ser un tipo de OTC que se restringe a comercializadores determinados, como pueden ser granjeros o mayoristas en el caso de productos agrícolas, lo que incluye también la venta de estos productos en forma de derivados, que se comercializan con contratos estándar. Los derivados se llaman

así porque su valor de cotización se basa en el de otro activo, que toma el nombre de activo subyacente. Finalmente, para complicarlo aún más, con los commodities se realizan operaciones de futuros con opciones y swaps, es decir, permutas. Y también se dan puts, calls y operaciones de hedge, que se denominan así por la cobertura que dan a una inversión correlacionando esta con la compra de otro activo que le da mayor seguridad. Es una manera de minimizar el riesgo. Los mercados OTC, son mercados extrabursátiles. En esencia son un arcano, pues no solo se dan en los mercados de commodities, sino en cualquier mercado financiero, y nadie sabe con exactitud el volumen que circula por el mundo en esta forma de operaciones (algunos hablan de una cifra cercana a los 400 billones de dólares a nivel mundial). En esencia son contratos donde un comprador acuerda con un vendedor los términos de la compra. Un tipo de operaciones financieras que, en teoría, no debería tener ningún problema, ya que los contratos estipulan con detalle las condiciones. El problema surge, sin embargo, cuando el vendedor ofrece intereses absurdamente altos y el comprador, falto de conocimiento o con excesivas ansias de enriquecimiento, se ve atraído por las remuneraciones que le ofrecen. Es el momento en que la codicia de los unos se suma a la de los otros en unos mercados deficientemente regulados; ya que, además, en muchas ocasiones, los mercados OTC son poco líquidos, es decir, los productos que se adquieren no tienen salida en mercados secundarios, con lo que la volatilidad de los precios y, en consecuencia, los beneficios, suben y bajan sin control. Este sería el caso de las acciones denominadas penny stock (acciones centavo). ¿Y qué son? Se trata de commodities que se comercializan fuera de los mercados de Bolsa tradicionales a precios muy bajos, con lo que los riesgos son muy elevados. Un mecanismo que en España causó gran conmoción cuando la empresa Forum Filatélico fue intervenida por la autoridad judicial debido a una estafa a más de 350.000 pequeños inversores. Personas que invertían pequeñas cantidades, a partir de 300 euros, en compra de sellos, con la promesa de que recibirían entre el 6% y el 12% anual de la inversión. Los sellos se convertían así en un producto commodity de supuesta y constante revalorización en operaciones OTC de dudosa rentabilidad y más que dudosa legalidad. Un singular modo de penny stock que, a su vez, encubría un fraude piramidal. Desgraciadamente, los mercados tradicionales de commodities tampoco escapan de

operaciones dudosas. Ya hemos dicho que el comercio se realiza de forma transparente y con precios que se mueven de acuerdo a las reglas de la oferta y la demanda. Esto sucede con el petróleo y con el resto de productos antes señalados, que pueden adquirirse en el mercado spot. Un mercado abierto donde se cierran las operaciones en el momento a un precio conocido como sucede en las Bolsas de valores. Contrariamente a este tipo de operaciones, están las que se realizan en el momento presente pero se cierran definitivamente en el futuro. Son los mercados de futuros. Mercados de muy lejano origen, cuya estructura actual se formalizó en el siglo XIX en Estados Unidos con el fin de estimular la venta de productos agrícolas en momentos de exceso de oferta. Una situación que aumentaba la volatilidad de los precios de los cereales, a la vez que desincentivaba su producción. Para evitarlo se establecieron unos contratos a futuro (forward) donde las dos partes fijaban el precio hoy y los productos se entregaban más tarde en el tiempo. Nada nuevo en este caso, porque ya en la famosa crisis de los tulipanes holandesa durante el siglo XVII, se reservaban los bulbos de los tulipanes con un año de antelación, fijando el precio en el momento de hacer el contrato de compra. Estas operaciones comerciales se pueden complicar aún más en el sentido de no realizar la compra futura del producto acordado sino de otro; es decir permutarlo, o como se entiende en el argot financiero hacer un swap. Un mecanismo muy habitual en los mercados de crudo de petróleo, donde se fija un precio por una cantidad de petróleo que será entregado en un futuro, lo cual asegura los posibles desajustes debido a la variabilidad de los precios en el tiempo: se «permuta» petróleo por seguridad de precio. ¿Y dónde reside la especulación?, ya que especular, aunque se suele entender como algo que encierra un cierto engaño, en realidad no lo es. O no solo. Pues cuando se habla de asuntos económicos, especular se refiere a realizar operaciones mercantiles de las que se puede obtener un beneficio; aunque si ese beneficio se logra de manera fraudulenta estaríamos en el caso de la peor especulación: entraríamos ya en el fraude. Hay varias formas de especular con commodities, pero quizás la más descriptiva tiene que ver con los productos agrícolas. De los que el propio director general de la FAO, José Graziano da Silva, alertaba en julio de 2012 sobre este dramático problema: «Cuanto más se estudia la volatilidad de los precios de los alimentos —decía—, incluida la FAO,

más necesitamos comprender lo que sucede, especialmente en lo relativo al impacto de la especulación». Y continuaba: «Pongamos una cosa en claro: no estamos hablando de la especulación relativa a la formación de precios y el normal funcionamiento de los mercados de futuros. Estamos hablando de la excesiva especulación de los mercados de derivados, que pueden incrementar las oscilaciones de precios y su velocidad de cambio. La excesiva volatilidad de precios, especialmente con la velocidad que se da desde 2007, tiene impactos muy negativos tanto en los consumidores pobres como en los productores pobres alrededor del mundo». ¿Y cual es la especulación que encierran los alimentos? ¿Por qué suben de precio desaforadamente? Hay que decir antes que nada, que la actual crisis alimentaria no puede desconectarse de la crisis financiera global. Sin embargo, los problemas actuales no residen —como muchos argumentan— en los desajustes de oferta y demanda, que apuntan a una mayor demanda de países como China o India. Y por ello los hacen responsables de los enormes incrementos de precios. Es fácil ver que los crecimientos explosivos del PIB en estos dos países no han venido acompañados de incrementos similares en el consumo per cápita de los cereales. Consumo que, sorprendentemente, se ha reducido; lo que también ha sucedido a nivel global: pues si el consumo medio de trigo entre 1980 y 1993 fue de 103 kilos por persona y año, a partir de 1994 la media ha sido de 96 kilos, con un profundo valle de 92,9 kilos en 2007. Y hay que razonar diciendo que el aumento del nivel de vida en países como China o India reduce sensiblemente el consumo de cereales mientras crece el de frutas, verduras y otros alimentos. Es la consecuencia de un mejor nivel de vida. ¿A qué se debe entonces que los precios suban por una supuesta falta de producto en el mercado? Pues, por un lado, al uso de las tierras de labor para la producción de biodiésel para la industria energética, lo que indexa los precios de los cereales al de los combustibles fósiles, y los hace subir al ritmo que marcan los carburantes. Por otro, la subida de precios viene influida también por el agotamiento de los suelos dedicados a la agricultura, e incluso por los efectos del cambio climático en muchas zonas. Pero no solo. Está generalmente aceptado que la causa principal del incremento de precios fue la especulación. Tal fue el caso de los precios de trigo que, en 2010, en plena crisis financiera,

fueron un 40% más altos que en 2007, cuando la crisis no había estallado todavía. Así lo aseguraba un informe del Banco Mundial que reconocía la influencia de la especulación financiera sobre los productos agrícolas. Una posición que va en contra de aquellos que piensan que la especulación tiene efectos positivos sobre los mercados, ya que colaboran a su estabilización. Pues según este criterio, el especulador compra cuando los precios son bajos y vende cuando son altos, por lo que sus predicciones sobre el comportamiento de los mercados reducen su volatilidad, incluso cuando operan con futuros, lo cual se estima positivo. Es decir, como en otros casos juegan a corto o largo manipulando los mercados. Sin embargo, el verdadero problema de la especulación con los commodities agrícolas surgió cuando, en 2000, los Estados Unidos decidieron romper con muchos años de control sobre estos mercados, que se regulaban mediante el CFTC (Commodities Future Trading Commission), que prevenía la manipulación obligando a los traders a hacer transparentes sus posiciones de cada producto, además de mantenerlas. En 2000, se aprobó e l Commodity Futures Modernization Act, una ley que abrió los mercados permitiendo operaciones OTC en las que entraron todo tipo de jugadores: Fondos de Pensiones, Hedge Funds, bancos de Inversión, etc., que vendían y compraban productos financieros ligados a los cereales. Un mercado que en 2007 era ya cercano a los diez billones de dólares. En definitiva, al igual que con el sector inmobiliario o financiero, los productos agrícolas y los mercados de commodities asociados a ellos entraban de lleno en una suerte de casino financiero, y una vez aquí cualquier comportamiento es posible.

Mecanismos financieros islandeses Un folleto de la Oficina de Turismo de Islandia dice que en Islandia «…se puede escapar lejos de todo, aminorar el paso y cambiar el estrés y ajetreo de la vida moderna por el silencio, la paz y la tranquilidad…». Y desde luego es cierto. Islandia es una enorme isla en medio de ningún sitio: a unos 300 kilómetros de Groenlandia, 800 de Escocia y unos 1.000 de Noruega. Un país que dependía fundamentalmente de la pesca, y que giró su economía de manera sorprendente

hacia el sector financiero, los seguros, el sector energético, y, cómo no, la construcción. De manera que si en 1998 la pesca representaba el 16% del PIB, en 2006 había caído al 6%, mientras que las actividades financieras saltaban del 17% al 26% en el mismo período. ¿Qué había sucedido en este pequeño país de 300.000 personas, patria de la cantante Björk, que cuenta con una importante industria de aluminio por sus fuentes de energía geotérmica, para convertirse en un atractivo destino financiero además de turístico? En 2006 la crisis financiera internacional no se percibía en el horizonte. El mundo, en general, se encontraba aún en el nirvana del crecimiento sin límites, en una fase de prosperidad no conocida hasta entonces. Los islandeses, lógicamente, gozaban también de esta perspectiva. De manera que el Banco Central islandés decidió modernizar el sistema financiero del país cambiando la política monetaria de cambio fijo dejando flotar su moneda, la corona islandesa (icelandic krona, ISK), en el mercado internacional. Con la expansión financiera internacional, los efectos no tardaron en hacerse notar: en 2006, los tres mayores bancos comerciales islandeses, Glitnir, Kaupthing y Landsbanki, que vendían todo tipo de productos financieros, tenían 110.000 millones de euros en activos: ¡ocho veces el PIB de Islandia! Pero eso no era todo. A finales de 2006, antes del estallido de la burbuja, Islandia tenía 23 cajas de ahorros y otros dos bancos más, el Icebank y el Straumur-Burðarás, aparte de los tres anteriores. A lo que había que sumar otras 12 instituciones crediticias que incluían cinco bancos de inversiones, dos compañías de tarjetas de crédito, dos fondos de inversión, tres compañías de leasing, además del Housing Financing Fund, un banco propiedad del Estado que ofrecía créditos hipotecarios. ¿Y qué más? Pues añadir a lo anterior: 12 compañías de seguros con activos cercanos a los 2.000 millones de euros, donde las tres mayores, Sjóvá, VÍS y TM, cuyos propietarios eran las compañías financieras FL Group y Exista, controlaban el 90% del mercado. Y todo en un país, como se ha dicho, de algo más de 300.000 habitantes, con un PIB de unos 13.000 millones de euros. Eso sí, con un PIB per cápita en 2006 de 40.000 dólares medidos en términos de paridad de poder adquisitivo, más alto que el de Suecia, por poner un ejemplo. Y de nuevo la fiebre de las finanzas. A primeros de octubre de 2008, Gordon Brown, primer ministro británico, mantenía una fuerte discusión con su homólogo islandés, Geir Haarde. Los tres mayores bancos islandeses antes referidos, Glitnir, Kaupthing y

Landsbanki, no podían responder a sus activos que, en ese momento, superaban los 130.000 millones de euros; y Brown instaba a Haarde a pedir un rescate al Fondo Monetario Internacional. ¿Qué hacía Gordon Brown llamando al primer ministro islandés? Entre otras cosas, informarle que una filial del islandés Kaupthing, el banco inglés Kaupthing Singer & Friedlander, tenía 3.500 millones de euros en depósitos de sus clientes ingleses, y que los servicios de inspección del Gobierno británico, habían detectado la repatriación de más de 2.000 millones de euros hacia la matriz islandesa, lo que era contrario a las leyes inglesas. El desastre estaba ya servido. Lo que Michael Lewis denomina en su libro Boomerang, Wall Street en la tundra al referirse a Islandia. Comenzaba el desastre, y los islandeses se daban de bruces con un crac financiero de enorme magnitud. Habían vivido un espejismo de riqueza. Como en otros países. En palabras de Lewis: «En 2003, los tres mayores bancos de Islandia tenían entonces activos únicamente por unos cuantos miles de millones de dólares, cerca del 100% del PIB. Durante los siguientes tres años y medio los activos bancarios crecieron por encima de 140.000 millones de dólares y eran tan superiores al PIB islandés que resultaba absurdo calcular qué porcentaje de este era debido a ellos. Tal como me dijo un economista, fue la expansión más rápida de un sistema bancario en la historia de la humanidad». Y continuaba: «Otro gestor de un fondo de alto riesgo me explicó cómo funcionaba el sistema bancario islandés con la siguiente imagen: una persona tiene un perro y otra un gato. Acuerdan que ambos valen por separado 1.000 millones de dólares. El uno le vende al otro el perro por 1.000 millones y el otro le vende el gato por 1.000 millones. Ahora ya no son dueños de mascotas, sino de bancos islandeses con 1.000 millones de dólares en activos nuevos. Crearon un capital ficticio comerciando entre ellos con activos inflados —asegura un gestor de un fondo de alto riesgo en Londres—. Así fue como los bancos y las compañías inversoras crecieron sin parar. Pero eran pesos ligeros en los mercados internacionales». ¿De dónde venía realmente el desastre? De inversiones en los mercados financieros de divisas, principalmente. En 2005, los mayores bancos islandeses tenían en sus balances unos 14.000 millones de euros de los mercados de deuda europeos: ¡el doble del PIB

islandés de 2004! Este mercado se hundió en Europa en tan solo un año, pasando de 12.000 millones en 2005 a 4.000 millones de euros en 2006. Sin embargo, la tabla de salvación les vino a los irlandeses del mercado americano de deuda debido a la expansión de los nuevos instrumentos, principalmente los CDO, los Collaterralized Debt Obligations a los que nos referiremos en un momento. Esto les permitió pedir prestados otros 6.000 millones de euros para seguir sus actividades. Toda una huida hacia adelante, sin darse cuenta de que el modelo estaba agotado. Todo un ejercicio de irresponsabilidad, mezclado con importantes errores y mucha negligencia. ¿Por qué? Porque el mecanismo elegido había sido invertir en divisas extranjeras para luego transformarlas en coronas islandesas, sobre la base de que esta moneda, al flotar en el mercado, parecía revalorizarse ad infinitum. Cierto fue que, entre 2001, fecha de su liberalización, y 2005, su punto álgido, se había revalorizado un 50%. Pero, a partir de 2006, en semanas, cayó un 20%, y desde ahí nunca llegó a recuperarse. En 2008 los mayores vendedores de divisas fueron los fondos de pensiones islandeses, que se deshacían de sus posiciones en divisas pensando que la corona volvería a subir. A finales de 2007 los depósitos de los grandes bancos eran 38.000 millones de euros. En 2008, el sistema bancario islandés entraba en quiebra. En noviembre de 2008, el Fondo Monetario Internacional, el FMI, organizaba un rescate de 2.100 millones de dólares para cubrir el 42% de las necesidades financieras; de los cuales, 828 millones se entregaban inmediatamente, y el resto se iría dando en ocho paquetes de 155 millones, sujetos eso sí a revisiones trimestrales de los hombres de negro. Los otros 3.000 millones, el 58% restante, se darían bilateralmente por otros países, a lo que se añadían otros 5.000 millones en cash. Un país intervenido que debía cumplir estrictas condiciones: 1) no realizar depreciaciones bruscas de su divisa, la corona; 2) efectuar una importante reestructuración del sistema financiero; 3) asegurar el sostenimiento del sistema fiscal a medio plazo. El primer ministro del país dimitía y se enfrentaba a un proceso judicial por negligencia; luego sería exonerado. Era sustituido por la socialdemócrata Jóhanna Sigurðardóttir, una mujer en un país donde los principales partidos tienen la característica de que los socialdemócratas son mayoritariamente mujeres, y en el partido oponente son básicamente hombres. Grecia, Irlanda y Portugal también están hoy intervenidos. España sufre grandes dificultades, e Italia tiene su futuro muy comprometido. Cada uno de ellos sufriendo la

crisis por motivos distintos de los islandeses pero con muchas similitudes con ellos. Pues en todos estos lugares se han dado las mismas características: mucha irresponsabilidad, enormes errores y grandes dosis de negligencia: estado perfecto para hacer crecer la codicia de muchos.

Matemáticas financieras Albert Einstein nunca fue un financiero. El descubridor de la Teoría de la Relatividad, que se sepa, nada tuvo que ver con las finanzas. Sin embargo, Einstein fue quien explicó matemáticamente el movimiento browniano, que se refiere al movimiento aleatorio de ciertas partículas cuando «flotan» en un medio concreto. Un hecho observado por el biólogo escocés Robert Brown en el primer tercio del siglo XIX cuando se fijó en el movimiento de unos granos de polen flotando en el agua. Lo que le llevó a decir que las partículas de polen parecían estar «vivas». El hecho es que el precio que toma una acción en el mercado parece seguir un movimiento browniano. Va de aquí para allá como si tuviera vida propia. Y esto es lo que configura el riesgo: la dificultad de predecir con exactitud el valor que tomará en un momento dado. De ahí que, casi desde que existen las operaciones financieras, se hicieron esfuerzos por conocer su comportamiento científicamente, a fin de controlar el riesgo. Medir el riesgo ha sido, y continúa siendo, la clave de las finanzas. Un hecho que muchos inversores, con demasiada frecuencia, pasan por encima y confían su dinero a la suerte, a la intuición o a la confianza depositada en el gestor que, habitualmente, desconoce las entrañas de los productos financieros que vende, pues han sido diseñados por otros. De manera que se depositan los ahorros en operaciones bancarias especulativas sin saber muy bien de qué se trata en realidad. Basta la palabra del asesor financiero de turno, o del analista de inversiones de cierta reputación, para confiar en productos o valores de Bolsa que con excesiva frecuencia pierden su valor con enorme rapidez, y luego ya no hay remedio. Desde la óptica del inversor, el riesgo se asocia a la probabilidad de perder o ganar. De ahí que la información sea un bien muy preciado; especialmente la información privilegiada.

Básicamente, los riesgos tienen varios orígenes: cambios de precios de mercado, tasas de interés, precios de commodities, conversión de divisas, etc.; actos ilegales, negligencia o fallos en la organización responsable de gestionar los productos financieros; y desconocimiento de la marcha de los mercados, países, etc.; o transacciones entre diferentes intermediarios sin conocer con detalle los riesgos asumidos por otros. Complejas situaciones que, con demasiada frecuencia, llevan a desastres financieros de enorme tamaño. Para evitarlo, desde hace años, se desarrollaron modelos matemáticos para tratar de anticipar posibles cambios bruscos que afectaran a las inversiones. Entre ellos, el más extendido es el denominado valor en riesgo o Value at Risk (VaR), que mide la probabilidad de que se produzca una pérdida por encima de un valor estipulado en un horizonte temporal. Uno de los primeros en usar estos mecanismos, fue la firma Long Term Capital Management (LTCM), conocida en los años noventa del pasado siglo como el Rolls Royce de los Hedge Funds. Solo los muy ricos podían hacer negocios con ella, pues el ticket de entrada solicitaba una inversión mínima de diez millones de dólares. LTCM cobraba anualmente un 2% por gastos de gestión, a lo que añadía el 25% de los beneficios obtenidos. Su presidente y mayor accionista, John Meriwether, era toda una personalidad. Y entre sus colaboradores, se encontraban ilustres doctores de Universidades prestigiosas; y entre ellos Robert Merton y Myron Scholes, que conseguirían el premio Nobel de Economía en 1997 por su trabajos de simulación matemática. A principios de 1994, LTCM tenía 1.500 millones de dólares para invertir, a los que se sumaron nuevas inversiones de otros bancos de Wall Street, que consiguieron enormes ganancias con las operaciones que realizaba la firma. Cualquier idea era buena, de manera que LTCM invertía en arbitrajes entre opciones emitidas por bancos japoneses, valores en bolsa, apuestas sobre los diferentes precios que alcanzarían los bonos del Gobierno francés o alemán, apuestas sobre los valores que tomarían en diferentes Bolsas las acciones de una misma compañía multinacional, etc. Y dado que la mayoría eran opacas operaciones OTC, al poco tiempo LTCM hacía negocios que, a veces, superaban los 15.000 millones de dólares. Llegando en una ocasión, gracias a las conexiones de Meriwether en Italia, a comercializar 50.000 millones de bonos del Gobierno italiano en una sola operación. Cosa que pudo llevar a cabo por las lagunas jurídicas que gozaban allí los inversores extranjeros, con el objetivo de aprovecharse de la entrada de Italia en el

Sistema Monetario Europeo. ¿Cuál era la confianza que tenía LTCM en sus operaciones? Fundamentalmente, una fórmula matemática cuyos principios se basaban en los estudios de Robert Merton y Myron Scholes. Un modelo matemático que simulaba el funcionamiento de los mercados cuando se operaba con ciertos derivados financieros. Una fórmula conocida posteriormente como la ecuación de Black y Scholes, que había sido publicada por Fisher Black y Miron Scholes en 1973. La fórmula permitía calcular el precio de una opción europea, aquella que puede ejecutarse en una fecha determinada, al contrario que la opción americana que es factible de llevarse a cabo en cualquier momento antes de que expire la fecha pactada. Una fórmula que llevó al boom de las operaciones financieras de este tipo y que legitimó científicamente la actuación de muchas instituciones financieras alrededor del mundo, pues quedó demostrado que los precios dados por la famosa fórmula se asemejaban bastante a los observados en la realidad. Aunque esto no sucede siempre así, ya que en ciertos casos dicha ecuación falla, como pasa con la conocida sonrisa de la volatilidad de las opciones, que se refiere a la relación existente entre la volatilidad implícita de la opción (oscilaciones de su cotización) y su precio real. Hacia mayo de 1998, LTCM comenzó a presentar fuertes pérdidas. Sus modelos VaR parecían no funcionar. Se dice, que hasta los traders de la firma no sabían el riesgo real de donde estaban invirtiendo. En septiembre, la situación era insostenible, a lo que se añadieron enormes pérdidas provenientes en opciones sobre acciones tomadas de compañías cotizadas, principalmente francesas y alemanas. La preocupación llegó a la Reserva Federal americana que pensaba que una quiebra de LTCM podría arrastrar a todo el sistema financiero, sobre todo porque ya era conocido que para diversificar su riesgo, LTCM había dividido sus operaciones entre numerosos bancos, y nadie sabía realmente ni el volumen total ni donde se ubicaban los mayores riesgos. Warren Buffett, el famoso millonario, entró en acción y con otros 14 grandes bancos acordaron tomar el 90% de la empresa poniendo para su compra 3.600 millones de dólares encima de la mesa. Pero como si todo esto no hubiera servido de lección, un matemático de origen chino, David X. Li, que pretendía supuestamente ser también honrado con el premio Nobel, lanzó su fórmula mágica en 2000 cuando trabajaba en J. P. Morgan Chase. Una fórmula que llamó con el nombre de cópula gaussiana para recordar la famosa campana de Gauss. Su

idea: tratar de enlazar dos de esas campanas en un extremo y de allí calcular el probable precio de las obligaciones de deuda. No somos capaces de seguir sin poner aquí la fórmula de Li. Como se puede ver, es una especie de jeroglífico incomprensible que encerraba en sí el desastre para los que la utilizaron como seguro medio de inversión: Pr [TA < 1, TB < 1] = Φ2 (Φ-1 (FA (1)), Φ-1(FB (1)), γ) Pr indica la probabilidad de que dos inversiones, A y B, quiebren. TA y TB son los tiempos desde ahora hasta la supuesta quiebra de A y B. La probabilidad se iguala a unas funciones de distribución, FA y FB, que se relacionan con el parámetro γ, un número mágico que era lo que en realidad hacía irresistible la fórmula de Li. Sin embargo, el mundo económico no responde a fórmula alguna. El mundo real es en sí mismo impreciso y los eventos suceden de forma inesperada y sorprendente sin responder a ninguna regla. Y como las probabilidades no son certeza, todo el castillo de naipes puede venirse abajo, de ahí que las funciones de distribución FA y FB puedan aumentar la incertidumbre de la expresión matemática. Esto fue lo que ocurrió con muchas inversiones en pasados años que, siguiendo este modelo, se vinieron abajo. Li emigró a China, ya no vive en Estados Unidos y no se hace responsable de nada. En el fondo, él no tuvo la culpa de lo que sucedió. ¿Y dónde estaban los Reguladores? ¿Había tomado alguien alguna medida para poner orden en un mercado financiero desbocado? El presidente de la Reserva Federal entonces, Alan Greenspan, el «maestro» que dirigió durante casi veinte años esta institución, aquel que era capaz de dejar atónitos a los periodistas cuando les decía: «Si han comprendido lo que acabo de decir, es que me he expresado mal» se oponía a cualquier tipo de regulación adicional que controlara este tipo de operaciones. No estaba de acuerdo con poner en marcha leyes que prohibieran el fraude financiero. En concreto, según cita Frank Partnoy en su libro Infectious Greed, Greenspan comentó con una importante persona:

«Nunca estaremos de acuerdo con el asunto del fraude, porque pienso que no hay necesidad de leyes contra el fraude». Su opinión se basaba en su experiencia previa en el mundo de los commodities financieros, que le había persuadido de la ineficacia de reglas en contra del fraude, ya que los profesionales de los mercados descubrirían el fraude por ellos mismos, y la competencia bastaba para regularlos. Greenspan quizás no era consciente de lo que se venía encima. Y como él nadie preveía la crisis que estalló en 2008 y que llenó el mundo de productos financieros tóxicos haciendo tambalear las economías occidentales. Un nuevo efecto dominó de características globales que venía gestándose ya desde 1998.

Burbujas financieras: derivados y estructurados La economía mundial se enfrenta hoy a tres problemas principales. Primero, la globalización económica, que ha permitido, entre otras cosas, acumular una enorme deuda en los países occidentales, que se une a una sorprendente creación de dinero «en papel» de los nuevos países industrializados que han llenado sus arcas de dólares. Segundo, los derivados financieros, que algunos estiman en más de 700 billones de dólares, mayor que el valor de todos los activos mundiales, y de los que no se sabe a ciencia cierta el riesgo que encierran. Y tercero, el problema de la Eurozona donde Alemania se presenta como el acreedor principal que, en parte, financia el billón de euros de deuda vía sus exportaciones, lo que provoca, en consecuencia, una sequía crediticia en el resto de países que, con sus distintas peculiaridades, ven un futuro incierto incluida la viabilidad del Estado de bienestar. Los tres problemas anteriores están estrechamente ligados. Del primero nos ocuparemos en el capítulo siguiente; el segundo lo dejamos para más adelante. Vayamos ahora a los derivados financieros: una permanente bomba de relojería instalada en el centro del sistema económico mundial. Ya hablamos en el capítulo anterior de la titulización de deuda; una creativa forma de empaquetar hipotecas, deudas de tarjetas de crédito y otros compromisos de pago

similares, y hacer con ellos paquetes diferentes en forma de atractivos productos de inversión. De entre ellos, uno de los más innovadores fueron las obligaciones de bonos garantizadas (Collateralized Bond Obligations: CBO) que aparecieron hacia finales de los años ochenta del pasado siglo. ¿Cómo funcionaban? Muy simple: un banco determinado transfería un grupo de bonos basura (junk bonds) a una nueva empresa creada a tal efecto, normalmente residente en un paraíso fiscal. Esta nueva empresa troceaba los bonos basura en piezas que eran vendidas a los inversores ávidos de suculentas rentabilidades. El correspondiente CBO constaba de tres piezas de acuerdo con la antigüedad de sus componentes: la más antigua era la primera en pagarse con un interés de, por ejemplo, 1% mayor que los bonos emitidos por el Gobierno americano. Una vez que se había liquidado esta, se comenzaba con la parte intermedia, denominada en el argot mezzanine, que tenía un mayor rendimiento, digamos un 3% sobre los bonos gubernamentales. Y una parte final, cuyo rendimiento era desconocido, aunque podía ser muy elevado en caso de que los bonos basura que constituían el CBO no hubieran quebrado. En caso contrario, no se recibía nada. El primer CBO fue la empresa TriCapital, Ltd., que en julio de 1988 se vendió por 420 millones de dólares. Un año después, los CBO sumaban ya 3.000 millones de dólares. Un sistema verdaderamente creativo: obtener beneficios de potenciales quiebras. Pero este no fue el único invento. Hacia finales de los años noventa y primeros de los 2000, se produjo la crisis de las puntocom, de las empresas de Internet. Con ella, muchas compañías de telecomunicaciones desaparecieron, al igual que lo hizo la famosa compañía energética Enron que se expandió como la espuma gracias a sus inventos financieros. Luego, más adelante, volveremos a esta empresa. Entre las empresas de telecomunicaciones, es significativo el caso de WorldCom. En el momento de desaparecer, solo el banco J. P. Morgan Chase tenía préstamos con esta empresa por valor de 3.000 millones de dólares. Y Citigroup estaba en el mismo nivel de exposición. Con estas cifras otros bancos menores que también habían dado préstamos deberían haber quebrado. ¿Por qué no lo hicieron? La respuesta estuvo en otro mecanismo: los derivados de crédito. Unos años antes se habían puesto en marcha dos mecanismos financieros para gestionar los riesgos de deuda: las obligaciones de deuda garantizadas (Collateralized Debt Obligations: CDO) y los seguros contra el impago de deuda (Credit

Defauls Swaps: CDS). Solo en 2001 los bancos de Wall Street estimaban ganancias por encima de los 1.000 millones de dólares con este tipo de productos. Unos esquemas que explican bien por qué los bancos estaban a cubierto mientras mucha gente aguantaba, sin saberlo, los riesgos. Unas fórmulas más baratas para los bancos que la emisión de pólizas de seguro como hacen las compañías del ramo. Ya que una póliza de seguro, ya sea contra accidentes o contra incendios, se paga por protegerse contra el suceso que se asegura. Se compra protección. Mientras que en el caso de los derivados crediticios se transfiere el riesgo a terceras partes que pagan un determinado precio a cambio de recibir dicha protección. Los CDO funcionaban como los CBO, si bien con deudas en su interior. Los CDS, por su parte, son seguros contra impago. El comprador de un CDS paga una prima mensual como seguro contra la quiebra, de una inversión. Y en caso de que ocurra recibe una cantidad pactada que paga el vendedor del CDS. Para entenderlo piénsese en un inversor que compra un bono emitido por una entidad financiera por 500.000 euros y para asegurarlo le compra a un Hedge Fund un CDS por 500.000 euros. Esta empresa le cobrará anualmente, digamos, un 3% anual, es decir, 15.000 euros. Si no hay quiebra esta sería la cantidad que iría recibiendo anualmente hasta la cancelación del contrato. En caso contrario, si hay quiebra, podría pagar incluso los 500.000 euros, si así se hubiera pactado. Normalmente se paga una cantidad menor. Los mercados de CDO y CDS crecieron juntos. A finales de 2000 los CDO se estimaban en 275.000 millones de dólares, pasando a 4,7 billones en 2006. Con los CDS fue parecido: 920.000 millones en 2001, y para 2007 habían superado los ¡62 billones! Algo así como el 125% del PIB mundial. Y en este contexto, la fórmula de Li parecía ser el arcano de la creación de riqueza. Sobre todo porque, aparentemente, el riesgo no se da sino en el 1% de las operaciones. De ahí que las agencias de rating dieran la máxima calificación a estos productos, aunque en su interior llevaran otras inversiones de menor valoración. ¿Qué pasó entonces? Simplemente que los CDO estaban repletos de hipotecas subprime y de otros productos basura, y cuando estalló la burbuja todo se vino abajo, incluidos los CDS que actuaban como cobertura. Pero eso no era todo. Se calcula que en 2008 la cifra de transacciones financieras globales fue de ¡320 billones de dólares! De manera que suponía seis veces el valor de la

economía real del mundo, que era de unos 52 billones de dólares. Entre los que existían productos como las participaciones preferentes que tanto revuelo causaron en España; unos instrumentos financieros, vendidos a veces como productos de renta y plazo fijos, que en realidad no lo eran, ya que se trata de deuda exigible y no tienen un vencimiento fijo como pueden ser las obligaciones del Estado, por ejemplo. Además, no otorgan derechos políticos; los dividendos que se pagan suelen, en la mayoría de las veces, condicionarse a que la entidad emisora tenga beneficios, y al no tener plazo de cancelación son permanentes; por lo que el mercado secundario suele ser muy restringido, cuando no inexistente, y el tenedor ve cómo poco a poco su inversión puede quedarse en nada.

CAPÍTULO 3

El dinero Con el descubrimiento de América, y sobre todo con las minas de plata de Perú y México, los conquistadores españoles parecían haber roto con un problema secular: establecer una relación estable entre las monedas y un metal de referencia, en este caso la plata. Cientos de navíos cruzaban el Atlántico y traían plata por toneladas hasta la Casa de Contratación de Sevilla. Allí se dejaba el «quinto del rey», el 20% del oro y la plata que portaban los barcos en sus bodegas, que iba a parar a la Corona. De esta manera, el «real de a ocho» se convirtió en la moneda de referencia en Europa, por no decir del mundo. La moneda, inspirada en el thaler alemán —de donde se derivaría la palabra dólar—, no pudo, sin embargo, mantener el predominio económico español. Para financiar las múltiples guerras en las que estaban metidos, Carlos V y Felipe II extrajeron tanta plata que el valor de la moneda se hundió. Los gobernantes de aquel tiempo no comprendieron que el valor de un metal no es absoluto, y que aumentar su circulación no trae riqueza, pues eleva los precios y destruye la economía.

El dólar entra en escena La decadencia del imperio español vio nacer el poderío británico; de manera que la moneda británica —la libra esterlina— se convirtió en la divisa de referencia. Una moneda apoyada con la creación del Banco de Inglaterra en 1694, que en origen se pensó para financiar las guerras mediante la conversión de deuda pública en acciones del propio banco. En su desarrollo, el Banco de Inglaterra se convirtió en el único emisor de «papel moneda», y creaba dinero basado en la «fe» que sus poseedores tenían en la fortaleza del

Estado: se trataba de dinero fiduciario como el actual, donde un billete de 100 euros vale 100 eurosporque así está escrito en el papel. Otra cosa es su valor real. Es decir, lo que se puede comprar con él. El dinero —ya sea en papel o en moneda— se basa, en realidad, en una convención social: un mecanismo de trueque, insignificante pero insustituible, como explicaba en el siglo XIX el economista John Stuart Mill en sus Principios de Política Económica: «En realidad, no existe en la sociedad otra cosa tan insignificante como el dinero; excepto por su carácter de artificio para escatimar tiempo y mano de obra. Se trata de un mecanismo para hacer rápida y cómodamente lo que se tiene que hacer, aunque menos rápida y cómodamente de lo que se haría sin él: y como otros tipos de maquinaria, solo ejerce una influencia distinta e independiente cuando funciona mal». Y funciona mal cuando es objeto de especulación o pierde su capacidad adquisitiva, como sucedió en Alemania, por ejemplo, después de la Segunda Guerra Mundial, cuando el papel moneda se quedó sin ningún valor y se sustituía por tabaco o café. Los Estados Unidos fueron con el tiempo tomando el liderazgo comercial y económico, y a finales del siglo XIX estaban por delante de Inglaterra en producción de bienes y servicios, siendo en la primera década del siglo XX el mayor exportador mundial. Con la Primera Guerra Mundial se consolidó la situación. La guerra hizo de los Estados Unidos el granero del mundo, y cuando finalizó, el país había pasado de ser deudor a convertirse en el mayor acreedor. La falta de capitales en Europa, por un lado, y la abrupta caída del valor de la libra, por otro, convirtieron el dólar en la moneda de referencia mundial. Al igual que con las monedas de plata, tanto la libra esterlina como el dólar se indexaron al «patrón oro». Esto permitía tener una tabla de conversión clara entre las diferentes divisas. Sin embargo, al aparecer las crisis, esta referencia se rompía con facilidad para evitar las quiebras estatales. Así fue, por ejemplo, en Inglaterra cuando la relación de la libra con el oro se eliminó después de la Primera Guerra Mundial. La Gran Depresión fue dramática para los Estados Unidos. El dólar lo acusó fuertemente. No solo por el impacto interno, sino por los efectos de la crisis en otros países; ya que para comprar productos norteamericanos y evitar los impactos negativos de

los cambios de divisas, los importadores europeos se endeudaban en dólares, que era lo mismo que hacerlo en oro. El proceso se detuvo durante la crisis del 29: si en 1928 las compras de dólares habían llegado a los 1.500 millones, en 1931 no alcanzaban los 200 millones, y un año después se estancaban en los 700.000 dólares. La Segunda Guerra Mundial certificó el predominio del dólar, y los acuerdos de Bretton Woods lo hicieron aún más patente, ya que establecieron un sistema de paridad fija entre el dólar y el resto de las monedas, que debían mantenerse en una banda que no fluctuara más del 1% respecto de lo acordado en las diferentes conversiones. Lo cual les obligaba a comprar o vender sus propias divisas en los mercados de cambio para mantener la paridad. Una situación que habla del poder de Estados Unidos en aquellas fechas, y de la fe que se tenía en el dólar y en la economía norteamericana. Eran los tiempos del Plan Marshall, tan necesario en la recuperación de Europa. El dólar, por su parte, era convertible en oro de acuerdo con un cambio fijo de 35 dólares la onza. Una situación que terminó definitivamente cuando el presidente Nixon, en agosto de 1971, dio por finalizada la relación dólar-oro de forma unilateral sin comunicarlo al Fondo Monetario Internacional (FMI) como era preceptivo. Es lo que se conoce como el Nixon-Shock. La causa principal de esta decisión fueron los gastos de la guerra de Vietnam y los enormes déficits que acumulaba la Hacienda estadounidense. Esto llevó a muchos países a reclamar oro en lugar de los dólares que tenían acumulados como reservas. Así lo hizo, por ejemplo, Suiza en 1970, que cambió 50 millones de dólares en papel moneda por su equivalente en oro, o Francia, que hizo lo mismo poco tiempo después con 191 millones. Con la pérdida del oro como valor monetario, la economía mundial entró en una nueva fase: las diferentes monedas «flotaban» en los mercados mientras el dólar mantenía —y aún mantiene— su primacía. Una situación que, iniciada la segunda década del siglo, muestra signos de cambio, especialmente por la situación del euro y la escondida potencia del yuan chino.

Los mercados de Forex Cuando se compran bienes o servicios en otro país, hay que pagarlos en la moneda local,

salvo que se acuerde de otra manera. Este sería el caso de muchas materias primas como, por ejemplo, el petróleo, cuyo precio se fija en dólares. Y es aquí donde hay que volver de nuevo al problema del valor del dinero. David Ricardo es uno de los economistas más reconocidos de la llamada Escuela Clásica, a la que pertenecieron, además de Adam Smith, otros como Say, Malthus, Prudhon e incluso Marx, al que se considera el último de la lista. Ricardo constituye un caso particular, ya que los marxistas le toman como precedente de Marx. Esto tiene que ver por sus estudios sobre el valor del trabajo y la exigencia de fijar los salarios de acuerdo con las necesidades de los trabajadores. David Ricardo nace en Londres en 1772, hace fortuna dedicado a los negocios, y se convierte en un reconocido economista. Al igual que Adam Smith defiende la libertad de mercado, oponiéndose a medidas proteccionistas. En su obra más reconocida, Principios de economía política y tributación, dedica el capítulo XXVII al dinero. En concreto al dinero y la banca, con interesantes opiniones sobre los mercados, comentando en ese lugar que: «La experiencia demuestra que ni el Estado ni los bancos han tenido una capacidad ilimitada para generar papel-dinero sin abusar de ese poder: por lo que en cualquier Estado la creación de dinero debería estar bajo algún tipo de control; y nada parece tan apropiado para ese propósito como obligar a los emisores a pagar el dinero emitido sea en monedas o lingotes de oro». El problema es, por un lado, la falta de control y, por otro, la pérdida de un nivel de referencia para el dinero emitido. Una vez perdida la referencia con el oro, es el mercado el que fija su valor; y en este caso, desgraciadamente, las divisas están sujetas a especulación como cualquier materia prima. También lo adelantaba David Ricardo cuando decía en el mismo capítulo que: «Una moneda está en su estado más perfecto cuando utiliza solo papel-moneda, pero un papel-moneda de igual valor a la cantidad de oro que dice representar. El uso de papel en lugar de oro, sustituye lo más barato —el papel— por el elemento más caro —el oro—, y permite al país, sin pérdidas para ningún individuo, intercambiar el oro, antes de ser usado efectivamente por materias primas, utensilios y alimentos, por cuyo uso se logra aumentar el bienestar y los placeres».

Algo que parece ya olvidado, pues una vez perdida la referencia con el oro, las diferentes monedas se compran o se venden en el mercado abierto, y su valor tiene que ver con la salud económica del país que las pone en circulación. Y este mercado de compraventa de divisas es el Forex (Foreign Exchange Market, en su terminología inglesa). Un mercado vital, porque su comportamiento afecta a otros capítulos de la economía, como pueden ser la inflación o los riesgos inherentes a los intercambios monetarios, y por tanto las características macroeconómicas de cada país; máxime cuando hoy en día la mayoría de las transacciones en moneda son electrónicas y, en segundos, se realizan operaciones millonarias. Los intercambios económicos en el Forex se estiman actualmente en unos dos billones de dólares diarios. Un enorme mercado que creció un 250% entre 1998 y 2010, y que en 2011 era 36 veces más grande que el comercio de las 35 economías mayores del mundo; o dicho de otra manera: 16 veces mayor que la suma de los PIB de tales economías. Un mercado que, en 2010, estaba dominado por las Bolsas de Londres (36,7% del total) y Nueva York (17,9%). Siendo las divisas de mayor circulación en ese mismo año, el dólar, el euro, el yen, la libra esterlina y el franco suizo; donde, sorprendentemente, se ve la ausencia del yuan chino por estar su área de influencia reducida casi en su totalidad a China. Unas operaciones que se realizan como cualquier commodity en forma de compras spot, swaps, futuros, opciones, etc. Con la circunstancia de que se trata de mercados muy poco regulados y con masivas operaciones opacas del tipo OTC ya comentadas en el capítulo precedente. Contrariamente a lo que se pueda pensar, la situación preponderante del dólar como moneda de referencia global es muy favorable a los Estados Unidos, incluso durante los avatares de la crisis financiera. Una circunstancia que favorece enormemente a este país. Así, en 2007, al inicio de la crisis, aunque el dólar se depreció un 8% en el mercado Forex, el resultado fue nulo al tener Estados Unidos sus deudas en dólares. Sin embargo, esto le produjo a su vez grandes beneficios debido a las inversiones estadounidenses en el exterior que, al ser hechas en otras monedas, se revalorizaron un 8%, con lo que una vez repatriadas y convertidas en dólares aumentaron la cantidad de estos. De manera que, solo en 2007, los Estados Unidos mejoraron su balanza exterior en 450.000 millones de dólares. Circunstancia que, de no haber sucedido con el dólar sino con otra moneda distinta, le

habría ocasionado unas pérdidas superiores a los 600.000 millones. Lo anterior da idea de la importancia económica de las divisas, que no solo se queda en el efecto antes comentado, sino que influye en las relaciones de poder económico entre los Estados, como es la relación del dólar con el yuan chino, del dólar con el euro, o lo que sucedió hace años con el yen japonés y la depresión económica de ese país en los años noventa del pasado siglo. Un interesante caso. Vayamos a ello. Japón durante la década de los ochenta, e incluso antes, se convirtió en una potencia económica, liderando sectores industriales como el electrónico, el informático o el automóvil, donde sus adelantos tecnológicos y las ventajas de la fabricación just-in-time fueron un modelo a seguir. Este hecho convirtió a Japón en un serio competidor de Estados Unidos, ya que disfrutaba de una moneda devaluada respecto al dólar, y ponía en el mercado productos más baratos y, en muchos casos, mejores tecnológicamente. La reacción no se hizo esperar: en 1985, enfrente de Central Park, en el hotel Plaza de Nueva York, tuvo lugar una reunión del G7 (Francia, Alemania, Japón, Reino Unido, Italia y Estados Unidos). El caso principal a tratar fue el valor de la moneda japonesa, el yen. En ese año un dólar se cambiaba por 238,47 yenes. Al año siguiente, forzados por los norteamericanos, los japoneses revaluaban su moneda un 45%, y al final de la década, en 1990, la revalorización había sido casi del 70%. Pero ahí no quedó todo: en 1987 los Estados Unidos impusieron a Japón otra medida restrictiva en una nueva reunión del G7 en París: la bajada de sus tipos de interés; lo que unido a las anteriores revaluaciones produjo una enorme burbuja de sus activos financieros e inmobiliarios, que sumió al país en una recesión de casi 20 años. Este es el poder de las divisas (y de la geoeconomía), algo que los chinos han entendido perfectamente, pues contrariamente a los japoneses, han actuado de forma distinta: ante la presión estadouniense para la revaluación del yuan han optado por una doble estrategia. Primero, convertirse en el mercado ideal para las grandes compañías norteamericanas, que tienen sus plantas de producción en China y un enorme mercado allí; cosa que los japoneses no entendieron al tener casi cerrado su mercado interior. Segundo, comprar masivamente dólares; con lo que las reservas en dólares del Banco de China han pasado de los 200.000 millones del año 2000 a unos tres billones en 2011. Y tercero, adquirir bonos del Tesoro americano, de manera que China posee alrededor del 10% de la deuda emitida

por Estados Unidos. Todo un verdadero esquema de dumping monetario.

Dinero y financiación del Estado La política económica es el instrumento que usan los Gobiernos para proveer infraestructuras, mantener las políticas sociales, la seguridad, y otras actividades propias del Estado moderno. Dentro de ella, la política monetaria es uno de los ejes fundamentales, lo que, básicamente, se concentra en fijar los tipos de interés y el valor de la moneda. El valor de la moneda tiene que ver principalmente con su cantidad; aunque también depende de otros factores como las presiones internacionales, tal como se han comentado en el caso japonés. También depende de la acción de los especuladores, que intervienen en el mercado mediante compras y ventas especulativas. De ahí que, de forma más o menos habitual, se produzcan crisis monetarias que tienen sus origen en «ataques» exteriores. Un aspecto clave de la geoeconomía. Hay otras causas que influyen también en la política monetaria, y vienen producidas por un endeudamiento excesivo del Estado. Para controlarlo la solución suele ser deshacerse de ciertos activos públicos, como pueden ser las reservas de divisas extranjeras, las reservas de oro, o privatizar empresas y servicios públicos. Esquema, por otra parte, que no puede llevarse al infinito: llega un momento en que se alcanza el límite de lo posible; lo que forzará a poner en marcha reformas estructurales que traten de disminuir los gastos estatales e incentivar la economía para aumentar los ingresos, así como realizar reformas fiscales que aumenten la recaudación y, con frecuencia, crear dinero. Si bien, aumentar la masa monetaria es un peligroso mecanismo, pues genera inflación y, en consecuencia, empeora lo que se quería evitar. También, en ocasiones, la estrategia elegida es la depreciación de la moneda. Esto facilita el aumento de las exportaciones, ya que se gana en competitividad. Pero tiene un efecto negativo: incrementa el coste de las obligaciones contraídas con los acreedores extranjeros, lo que hace subir los intereses de la deuda, por un lado y, por otro, limita la capacidad de endeudamiento de las empresas autóctonas debido al mayor coste del dinero. Algo especialmente difícil en nuestros días, dado que los mercados monetarios se mueven

libremente y no es posible tener todo a la vez: un cambio fijo de la divisa propia, una política monetaria independiente y el control de las tasas de interés. Caso patente en las economías de la Eurozona, que no controlan el valor del euro, ni las tasas de interés, ni pueden, en definitiva, mantener una estrategia monetaria independiente, impidiendo de facto tener políticas monetarias restrictivas o expansivas, según convenga. Las primeras para reducir la circulación de dinero aumentando las tasas de interés o vendiendo deuda pública. Y las segundas, haciendo lo contrario. La salida del patrón oro de Estados Unidos y la ruptura con ello de los acuerdos de Bretton Woods en 1971 tuvo, en este sentido, unos efectos extraordinarios. La política económica norteamericana, al perder la relación con el oro, se orientó a poner en marcha la «máquina del dinero». Dinero fiduciario usado para acumular divisas de otros países. Así, poco a poco, con una política monetaria expansiva se ganaba en competitividad, ya que se aumentaba el valor de las divisas competidoras al disminuir el de la moneda propia que crecía en circulación. Con esto se favorecía la exportación de los productos autóctonos en los mercados internacionales. De esta manera, el dinero se convertía en el instrumento ideal para manipular los precios. El resultado fue que, entre 1970 y 2007, los bancos Centrales llegaron a acumular casi siete billones de dólares en divisas extranjeras. Es decir, crearon siete billones de dólares de dinero fiduciario sin relación con ningún metal de valor. De esto, el 75% (unos cinco billones de dólares) se produjeron en Estados Unidos. Un dinero «ficticio» que dio alas al crédito desbocado, tanto de personas o empresas como de los Estados. Problema en el que ahora está sumida media humanidad. ¿Y cuál es el perverso efecto que encierra este mecanismo de producir dinero fiduciario? Veamos qué pasa con China para explicarlo. China es el país que posee las mayores reservas de monedas extranjeras, fundamentalmente en dólares y euros. Su superávit comercial con Estados Unidos (su principal cliente y competidor) fue casi de 300.000 millones de dólares en 2011. Es decir, que los chinos vendieron a Estados Unidos 300.000 millones de dólares más que lo que les compraron. Como las empresas chinas reciben sus pagos en dólares cuando venden en América, al convertirlo a la moneda china —el yuan— tienen que hacer la correspondiente conversión, con lo que a todos los efectos es como si tuvieran que comprar 300.000 millones de dólares en yuanes. Sin la intervención del Gobierno de Pekín

esto llevaría inmediatamente a revaluar el yuan. Para evitarlo, el Gobierno chino «crea» yuanes de forma automática para compensar esa cifra. Yuanes en dinero fiduciario, obviamente. ¿Y cómo se hace? Basta decirle al Banco de China (People’s Bank of China, PBOC) que compre 300.000 millones de dólares. Con esto se equilibra el desequilibrio y se mantiene la paridad del yuan con el dólar, eso sí, con un yuan devaluado respecto del dólar. Un verdadero acierto que los japoneses no supieron o no pudieron hacer en su día, y que ahora presionan para llevarlo a cabo. Es lo que algunos definen como la naciente guerra de divisas que acabará, tarde o temprano, estallando.

La cantidad de dinero El asunto de la cantidad de dinero es uno de los más singulares de la economía. Hagamos una pequeña referencia. Fue el economista Irving Fisher quien dio la moderna expresión que la define, y que viene determinada por: P⋅T=M⋅V donde P es el nivel de precios, T el número de transacciones realizadas, M la cantidad de dinero en circulación y V la velocidad del dinero, es decir el número de veces que el dinero cambia de mano. Llevando a concluir que el precio de lo que se compra en un momento determinado, es decir (P ⋅ T), iguala al gasto total, o sea (M ⋅ V), lo que coincide con el Producto Interior Bruto del país en cuestión, es decir el PIB anual. Una expresión, sin embargo, criticada por importantes economistas como Alfred Marshall, Cecil Pigou, Milton Friedman o el propio Keynes, aunque para nuestros efectos, y sin entrar en mayores discusiones, puede valer, de momento, como guía para entender cómo actúa el dinero en la economía. En la economía actual, sin embargo, eso no es todo: el crédito, o dicho de otra manera, la deuda, tiene un enorme peso. Tanto, que dinero y crédito tienden a confundirse. El propio Fisher intuyó este efecto cuando decía que: «Existen también otras fuerzas que limitan la expansión monetaria e imponen una tendencia a la

contracción. No está limitada únicamente la cantidad de dinero por la ley y la prudencia hasta un máximo relacionado con los depósitos bancarios, sino que las propias reservas bancarias están ellas mismas limitadas por la cantidad de dinero que puede usarse como reservas». Richard Duncan en su libro The New Depression, asegura que, hoy en día, el crédito es la clave de la economía: «Desde 1968, lo que había constituido el dinero, el oro, se fue convirtiendo en una pequeña cantidad de la masa monetaria, tan pequeña que acabó resultando irrelevante en el total de la economía. Es la cantidad de crédito, no el dinero, lo que hoy cuenta». De manera que, para Duncan, ya no es la cantidad de dinero, sino la cantidad de crédito lo que determina el fundamento de la expresión anterior, que cambia, según: P⋅T=C⋅V siendo P la media de los precios, T el volumen del comercio, es decir, las transacciones, C la deuda total, es decir, el crédito, y V la velocidad con que el crédito evoluciona. Una nueva situación donde Estados, empresas y familias se han endeudado de tal manera que la burbuja de crédito es, para este economista, la verdadera causa de la crisis financiera actual. Una deuda que, en el total mundial, se estima hoy en 110 billones de dólares, y que llegará a los 220 billones en 2020. ¡Casi cuatro veces el PIB global! Lo que demuestra que el mundo vive por encima de sus posibilidades y ha chocado de pronto con la cruda realidad: es imposible vivir como se vivía antes. El espejismo se desvanece.

La crisis de deuda The Economist mantiene en su web —en la fecha en que esto se escribe— lo que define como el reloj global de la deuda (The Global Debt Clock), que marca, en tiempo real, el volumen mundial de la deuda pública de cada país, con la siguiente explicación: «Nuestro reloj muestra la deuda de casi todos los países del mundo… ¿Esto importa? Antes que

nada, los Gobiernos del mundo «deben» el dinero de sus ciudadanos, no de los marcianos. Pero el aumento total es importante por dos razones. Primero: cuando la deuda sube más rápido que el crecimiento económico (tal como ha hecho en los últimos años), a mayor deuda estatal mayor interferencia del Estado en la economía y mayores impuestos en el futuro. Segundo, la deuda debe ser refinanciada a intervalos regulares, lo que crea un recurrente test de popularidad para los Gobiernos, al igual que hacen los participantes de los programas de reality-show de las televisiones que votan semanalmente. Un voto negativo, tal como ha sucedido con varios Gobiernos de la Eurozona, ya que el país (y sus vecinos) pueden quedar sumidos en la crisis». A esta hora el reloj marca casi los 50 billones de euros, cerca del PIB mundial total anual que, en 2011, fue de unos 56 billones. Desde el punto de vista macroeconómico, en principio, la deuda no es negativa para la economía. Ni la privada ni la pública; eso sí, siempre que los activos casen con los pasivos. Es decir, que las obligaciones de pago igualen razonablemente al valor de los bienes que se poseen. En niveles aceptables, la deuda puede ser positiva, ya que permite acometer acciones que sin ella no serían posibles, lo cual favorece el crecimiento y el bienestar. Tal es el caso de la deuda pública que, en niveles aceptables, resulta un útil instrumento para incentivar el consumo privado, no solo en el lapso de vida de un individuo, sino más allá de su generación. Siempre, por supuesto, que las generaciones posteriores sean más ricas que las presentes, pues una deuda excesiva penalizará su bienestar, ya que las cargará con demasiadas obligaciones de pago. De ahí la grave responsabilidad que tienen los gestores públicos de ser prudentes y no generar cargas onerosas ni en el presente ni hacia el futuro. El problema aparece cuando la deuda supera cierto nivel, o cuando no se sabe exactamente cuánta deuda se tiene, como es el caso de hoy en día, donde no se conoce a ciencia cierta el volumen de productos financieros que circulan sin control, ni tampoco la deuda que acarrean. Pudiéndose concluir que una acumulación excesiva de deuda, en el caso del Estado, carga las cuentas públicas con el pago de importantes intereses, haciendo más difícil la inversión, a la vez que limita el consumo porque detiene la actividad económica. Y si supera ciertos límites, aumenta el riesgo de quiebra y, en consecuencia, abre la senda de la pobreza. ¿Y cuáles son las causas del endeudamiento excesivo? Existen varias, pero una de ellas

proviene de los bajos tipos de interés y, conectado con ello, del excesivo afán de enriquecimiento. Este último muy unido, por otra parte, al comercio abusivo de bienes primarios como podría ser la vivienda tal como se vio en el Capítulo 1. La crisis de 1929 es un buen ejemplo. El economista americano, ya referido al hablar de la circulación monetaria, Irvin Fisher, adelantó las causas del endeudamiento excesivo de aquella crisis en un famoso artículo escrito en 1933 en la revista Econometrica (The Debt Deflation Theory of Great Depressions), donde aseguraba que: «El sobreendeudamiento puede haber tenido varias causas, de las cuales la más común parece ser las nuevas oportunidades de invertir a la espera de grandes beneficios, comparados con los beneficios e intereses tradicionales, tales como nuevos inventos, nuevas industrias, desarrollo de nuevas fuentes de recursos, recalificación de nuevas tierras o nuevos mercados. El dinero fácil es la causa principal del sobreendeudamiento. Cuando un inversor piensa que puede lograr beneficios por encima del 100% pidiendo prestado al 6%, estará siempre tentado de pedir prestado e invertir o especular con ese dinero». Y este ha sido el caso de la crisis actual. En este sentido, y por referirnos a España, la deuda total en el primer trimestre de 2011 fue muy elocuente: totalizaba el 363% del PIB, distribuida de la siguiente forma: 82% la deuda de los hogares, 134% la de las empresas (no financieras), 76% bancos y otras entidades financieras, y 71% la deuda del Estado. ¿Qué había sucedido? Desde la entrada en la Eurozona, con la adopción del euro, las tasas de interés cayeron un 40%, lo que dio origen, entre otras cosas, a la construcción de cinco millones de viviendas. Además, se crearon dos millones y medio de hogares, y las empresas, por su parte, iniciaron una enorme expansión alrededor de un dinero abundante y barato. La consecuencia fue que, hoy, las empresas españolas están un 20% más endeudadas que las francesas o las inglesas, por ejemplo, o dos veces más que las norteamericanas y tres veces más que las alemanas, lo que les resta competitividad y dificulta su marcha en una época en la que el crédito ha desaparecido. Grave problema que se suma a la caída del sistema financiero debido a los efectos que la crisis ha tenido sobre los impagos de los clientes y la burbuja inmobiliaria que reside en los balances bancarios. Así, a mediados de 2011, los 19 primeros bancos y cajas españolas tenían una cartera

crediticia de más de 1,6 billones de euros (más de un 50% superior al PIB). Esto incluía: deudas de hipotecas, tarjetas de crédito, créditos a empresas, construcción y promoción inmobiliaria, y préstamos al sector público. Una debilidad que llevó a evaluar en 2012 unas necesidades cercanas a los 60.000 millones de euros para salvar el sistema financiero español. La deuda excesiva tiene, obviamente, unos efectos muy negativos sobre la población. Deuda que ha nacido, en múltiples casos, de las necesidades de financiación de infraestructuras innecesarias que esconden con excesiva frecuencia actos de irresponsabilidad económica, cuando no de corrupción. Este sería el caso, por volver a España, de muchos aeropuertos, como han sido los de Huesca, Albacete, Reus, Córdoba, Burgos, Badajoz, Salamanca, Logroño o León, por poner unos ejemplos; cuya construcción o remodelación requirió casi 300 millones de euros para unas necesidades de circulación que no alcanzaban los 1.000 pasajeros mensuales a inicios de 2012. Por no hablar de autopistas de peaje vacías o de las comentadas necesidades de dinero público para «salvar» cajas de ahorros en quiebra por la irresponsabilidad de sus gestores. Deudas que son, normalmente, enjugadas con dinero público, lo que se traduce en mayores cargas impositivas a los ciudadanos. Un evidente acto de injusticia social que, muy ocasionalmente, acaba castigando a los responsables que tomaron decisiones tan negativas para el bien común.

El corralito argentino El primero de enero de 1992 se puso en marcha la Línea Peso: un decreto del Gobierno argentino de entonces que establecía la paridad del peso argentino con el dólar. Los billetes, a tal efecto, tenían la leyenda: convertibles de curso legal. Se acababa así con el Plan Austral del presidente Raúl Alfonsín que, en 1985, había lanzado una nueva moneda —el austral— con la idea de contener la inflación que ahogaba al país. Sin embargo, cuatro años después, el austral se había devaluado un 5.000% respecto del dólar, de ahí que el nuevo Gobierno de Carlos Menem se decidiera por una nueva estabilidad monetaria unida a un fuerte programa de privatizaciones. Hacia 1998, al final del segundo mandato de Menem, se inició de nuevo una profunda

recesión. El Gobierno entrante se encontró con un déficit cercano a los 7.500 millones de dólares. Los impuestos no alcanzaban para pagar el gasto público, y las exportaciones no eran suficientes para cubrir las importaciones y los intereses de la deuda. La consecuencia fue evidente: mayor endeudamiento y, en el cercano horizonte, la bancarrota del Estado, con el problema de que los bancos del país eran los mayores tenedores de la deuda estatal. Una situación tan grave que llevó a los bancos a no cumplir sus compromisos. A finales de 2001 el Banco Central argentino solo tenía 14.000 millones de dólares para responder a la convertibilidad con el dólar. El sistema bancario tenía 48.000 millones a los que no podía hacer frente, pues habían sido prestados a empresas y a personas insolventes y, en consecuencia, el Banco Central no podía salir en su ayuda. De esa cantidad, unos 5.000 millones se debían al FMI. No había un solo dólar para luchar contra el tsunami financiero que aparecía en el horizonte. Antes de la crisis, el sistema argentino se consideraba bien capitalizado. Las reservas fraccionarias, esas que permiten asegurar la solvencia del sistema financiero, eran en ese momento suficientes. Sin embargo, no se escondían los riesgos ocultos del sistema bancario argentino: alta exposición a las deudas del Estado y alto riesgo por sus inversiones en divisas extranjeras. La catástrofe vino con la rápida revaluación del dólar que, de 1996 a 2001, subió un 44% respecto del euro. A lo que se añadió la crisis brasileña y la devaluación de su moneda (el real), que se hundió un 50% respecto del dólar, lo que tuvo un efecto dramático: fue como si las exportaciones argentinas a Brasil hubieran sufrido de golpe un aumento en las tasas del 70%, mientras que las importaciones había que subsidiarlas un 40%. Y por si fuera poco, se produjo la repatriación de capitales debido a las crisis de los países asiáticos. Y en la trastienda, Argentina —inmersa en una profunda recesión económica— dando a entender, con el peso igualando en valor al dólar, que su economía era similar a la americana, lo que se tradujo en la desconfianza de los inversores extranjeros que huyeron en masa: a finales de 2001, alrededor del 70.000 millones de dólares habían sido retirados de los bancos. Con lo que, a fin de detener la sangría, el Gobierno impuso el «corralito» en diciembre de ese año, no sin soportar muchos disturbios y alborotos callejeros, ya que la primera medida del viernes 30 de noviembre de ese año tomada por el presidente de la Rúa, fue la prohibición de sacar más de 250 pesos (o dólares) por persona y semana de los

bancos. Con el agravante de que, cercanos a Navidad, este presidente dimitió y el nuevo Gobierno, presidido por Adolfo Rodríguez Saá, anunció la quiebra del Estado. Hecho nefasto como se puede suponer, pues sumió al país en una década de depresión económica. A los pocos días, después de la renuncia de Rodríguez Saá, el nuevo presidente, Eduardo Duhalde, anunció, casi de inmediato, la «pesificación» de los depósitos bancarios en dólares, revocando la ley de convertibilidad bancaria vigente hasta ese momento. Una medida que algunos denominaron como el «corralón». Una destructiva ley para los dólares «acorralados» en las cuentas bancarias, que se transformaban en pesos al cambio de 1,40 pesos por cada dólar. Con el hecho de que las deudas mantenían su valor anterior: un peso, un dólar. A lo anterior se añadieron otras medidas respecto de las operaciones bancarias internacionales, pagos de intereses, etc. Todo un descalabro para la economía argentina que, al dejar flotar su moneda, situó el dólar en un valor de cuatro pesos: un empobrecimiento enorme del pueblo argentino que vio el traspaso de su aparente riqueza de los acreedores a los deudores. Un hundimiento que se entiende bien si se piensa que la economía argentina operaba en pesos, mientras que sus deudas estaban en dólares, lo que no era en absoluto equivalente por mucho que existiera una convertibilidad idéntica entre ambas monedas. Es decir, los ingresos de los argentinos y la mayoría de sus empresas estaban en pesos y sus deudas en dólares. El corralito se dio por finalizado a finales de 2002, aunque todavía existen juicios pendientes por ello. La Corte Suprema de Justicia argentina avaló la pesificación y la devolución de los depósitos al valor de 1,40 pesos por dólar más la inflación y una tasa de interés del 4% anual, lo que hizo que se pagaran unos tres pesos por dólar, cambio aproximado en aquella fecha. La crisis europea actual y, muy especialmente la de España, ha puesto en el ambiente la posibilidad de un corralito que evitara la salida de fondos de los bancos. Una tesis a la que se sumó en mayo de 2012 el premio Nobel Paul Krugman en su blog del New York Times cuando daba por segura la salida del euro de Grecia en ese mismo mes, diciendo: «Habrá una retirada masiva de dinero de los bancos en España e Italia para intentar llevarlo a

Alemania» (…) Podría haber controles para prohibir transferencias de depósitos fuera del país y limitar las retiradas de dinero en efectivo» (…) Alemania tiene dos opciones: aceptar inyecciones masivas de capital público en Italia y España, seguidas de una drástica revisión en su estrategia (dar a España alguna esperanza de que tendrá un respaldo de su deuda para evitar que la prima de riesgo se dispare, y poner un objetivo de inflación en la Eurozona más alto para permitir un ajuste de precios) o por el contrario, el fin del euro». En este momento no hay visos de corralito ni en España ni en Italia: no hay colas en las oficinas bancarias, está en marcha una profunda reestructuración del sistema financiero, el BCE sigue lentamente comprando deuda, y Grecia se mantiene en el euro. Aunque esto no signifique un deterioro profundo de la moneda europea, es evidente la pérdida de influencia de Europa en el mundo, y la situación precaria de la moneda única con varios países en graves problemas financieros. Vayamos al descalabro de la Eurozona.

De la Unión Monetaria Latina al euro La Unión Monetaria Latina se creó en París el 23 de diciembre de 1865 por iniciativa de Francia, Italia, Bélgica y Suiza, acordándose la conversión de sus monedas al patrón oro (0,29 gramos) o plata (4,5 gramos). Era un serio intento de crear una verdadera moneda europea. Reinaba en Francia Napoleón III, el último emperador de los franceses. Al año siguiente se une el Estado del Vaticano, y tres años después lo hacen España y Grecia. En 1889, se sumarían Austria, Rumanía, Bulgaria, Serbia, Montenegro, San Marino y, sorprendentemente, Venezuela. Poco después, con la tácita aprobación de Napoleón III, el Vaticano acuñó moneda con menos plata que la acordada, y los bancos suizos y franceses decidieron rechazarla. La consecuencia fue su salida de la unión monetaria. Lo mismo sucedió con Grecia años después, en 1908, cuando ya se había abandonado la plata y el oro era el metal de las monedas: los griegos fabricaban moneda con menos cantidad de oro que la fijada. Curiosamente, la entrada de Grecia en el euro más de un siglo después estará también envuelta en un engaño. Aunque la Unión Monetaria Latina se mantendrá hasta 1927, la Primera Guerra Mundial acabará de facto con el sistema. Pasarán, por tanto, 134 años entre la Unión Latina

y la creación del euro el primero de enero de 1999, después de un largo proceso de complejas negociaciones siempre con la oposición inglesa. En 1993 se firma el Tratado de Maastricht que ponía en marcha la Unión Monetaria en el horizonte del final de siglo y daba paso a la creación del Banco Central Europeo. Los Estados miembros del euro debían cumplir el Pacto de Estabilidad, que les obligaba a unos estrictos compromisos: un déficit de las cuentas públicas no superior al 3% de su PIB, una deuda limitada al 60% del PIB, inflación contenida (alrededor del 2%) y tasas de interés cercanas a la media de los países de la Unión Europea. En 1999 entraron 11 países. Grecia se quedó fuera: fue excluida de la primera ronda por no cumplir lo estipulado. Entró en la Eurozona dos años después. Una entrada que dio lugar a una enorme polémica, pues los griegos formaron parte de la Eurozona gracias a la manipulación de sus cuentas públicas bajo el asesoramiento de Goldman Sachs, siendo vicepresidente en Europa de esta entidad el actual presidente del Banco Central Europeo, Mario Draghi. Un fraude que ha traído no pocos problemas a la presente crisis del euro. ¿Cuál fue el sentido de la creación del euro? ¿Se trataba de un interés político? ¿Tenía un fundamento económico? A los ciudadanos europeos nadie, desde luego, les consultó la medida. Una decisión que afectaría su vida de modo tan profundo no se sometió a ninguna discusión pública más allá de las que se produjeron en cerrados entornos políticos. El euro era bueno sin paliativos, porque los dirigentes democráticamente elegidos así lo decidieron. Son las reglas de la democracia actual: el pueblo soberano no entra sino cada cierto tiempo a elegir a sus representantes políticos, y una vez elegidos, estos toman decisiones transcendentes sin preguntarle. Un hecho que transforma la democracia en una votocracia ejercida cada cuatro años, y pone en duda la calidad de los valores democráticos como reglas de universal validez. Pero volvamos a nuestro tema. El euro fue la respuesta a la necesidad de abolir las barreras aduaneras de los países de la Comunidad Económica Europea (Francia, Italia, la República Federal de Alemania y el Benelux, formado por Luxemburgo, Bélgica y Holanda). Pocos habían leído, seguramente, las reflexiones monetarias del economista canadiense Robert Mundell que, curiosamente, recibió el premio Nobel de Economía el mismo año del lanzamiento del euro. Mundell escribió en 1961 un interesante artículo en la revista American Economic Review con un título significativo: A Theory of Optimum Currency Areas, donde expresaba su visión

sobre las zonas monetarias. Allí discutía la oportunidad de que distintas naciones tuvieran una moneda común. Para el caso, Mundell se refería a Canadá y Estados Unidos. Su artículo comienza así: «Es evidentemente obvio que las crisis periódicas de las balanzas de pagos seguirán siendo una parte inherente del sistema económico internacional en tanto que se mantengan rígidas las tasas de interés, los salarios, y los precios, que no dejan a los condicionantes comerciales ejecutar su papel natural de ajuste del proceso». Continuando con esta apreciación: «Es, sin embargo, más fácil plantear el problema y criticar las alternativas antes que ofrecer soluciones factibles y constructivas para eliminar lo que ha llegado a ser un desequilibrio internacional del sistema. Este artículo, desgraciadamente, ilustra en contra del uso práctico, en ciertos casos, de la más plausible alternativa: un sistema nacional de divisas conectadas por tasas de cambio flexibles». Para este economista resultan pues necesarias tres condiciones para tener una moneda común. Primero, una integración económica intensa entre los países que lo pretenden. Segundo, poca asimetría en las economías de tales países. Y, tercero, capacidad para poner en marcha los mecanismos correctores en caso de desajustes, como podrían ser: migraciones entre dichos países para responder a diferencias salariales, o flexibilidad en los precios para ajustar variaciones en la demanda. No hace falta ser muy perspicaz para ver que en el caso europeo, si bien existe una integración económica intensa por la vía comercial y monetaria, los países de la Europa del euro presentan fuertes asimetrías económicas, especialmente los industrializados de la Europa del norte respecto de los más volcados a los servicios de la del sur. Y que los posibles mecanismos correctores son inexistentes, en tanto que son regulados por las políticas económicas locales. Siendo igualmente inexistentes los movimientos migratorios entre ellos, como existen, por ejemplo, en Estados Unidos. La Europa del euro está tan dividida en compartimentos que la aparición de la crisis financiera mundial ha puesto a las claras los problemas que encierra: primero los económicos y después los políticos, o al revés.

Mirando simplemente a lo económico, el diseño del euro no podía ser la cuadratura del círculo económico europeo. Lo que algunos definen como el trilema económico, según el cual no es posible lograr a la vez la estabilidad de los cambios de divisas, la libertad en los movimientos de capitales y la autonomía de las políticas monetarias. ¿Qué ocurrió entonces? Los representantes políticos optaron en Maastricht por dos de ellas: el euro para estabilizar las tasas de cambio y, en paralelo, abrir los mercados de capitales. La política monetaria común quedaba en el aire, ya que, al final, la decisión no presentaba tres, sino dos opciones: seguir la política monetaria de Alemania o renunciar a una moneda común. Se escogió la primera antes de abandonar el proyecto; con lo que el euro de hoy se parece mucho al marco alemán de ayer, siendo el Bundesbank la entidad financiera dominante. Todo ello sin los mecanismos correctores apuntados por Mundell. Otro ejemplo: los precios de bienes y servicios no son los mismos de un país a otro, a lo que se unen las tasas de inflación que son, evidentemente, distintas, lo que aumenta los desajustes. Así, para una misma tasa de interés, digamos del 2%, un país con una inflación del 3% y otro con el 1%, tendrán evidentes diferencias de precios finales. En el primero la inflación llevará a una revalorización de sus activos en un 1%, mientras que en el segundo costarán un 1% más. Una circunstancia que, por ejemplo, sucedió en España en los años 2000, ya que la inflación estaba siempre por encima de las tasas de interés y comprar una vivienda era un negocio en sí mismo por la revalorización que le daba de manera automática la inflación. Otra llamada a una recesión en el momento en que cambiara el ciclo económico: la inflación media del periodo fue en España cercana al 3%, mientras que en Alemania no llegó al 2%. Las caídas de los tipos de interés en un contexto de dinero fácil dieron el espejismo de la riqueza sin límites y fue el inicio del desastre que se anticipaba por el enorme endeudamiento de empresas y familias. Las primeras apoyando su crecimiento en compras financiadas con deuda, y las segundas endeudándose para comprar viviendas o financiar otros bienes con créditos bancarios, sin olvidar cómo algunos utilizaban los créditos baratos para especular en el mercado inmobiliario. A lo anterior se unió el precedente de la ligereza con que Alemania y Francia dieron al traste con el Pacto de Estabilidad, que incumplieron sin ninguna consecuencia a partir de 2003. Casos distintos —por no aludir al fraude griego de engaño de sus cuentas públicas

— que, en realidad, se sustentaban en el mismo fundamento: una gestión indolente e imprudente de las cuentas públicas, y una escalada alocada del crédito privado que ha conducido en los países del sur a una seria caída del ahorro, al deterioro de las finanzas públicas, a la crisis del sistema financiero y a la enorme pérdida de competitividad. Un empobrecimiento generalizado por la mala gestión, cuando no la torpeza extendida, de la clase política en su manejo de la política económica que no supo o no le interesó ver lo que se avecinaba.

La trastienda del euro Quizás, de la insignificancia del dinero que exponía Stuart Mill o de la ecuación de Irving Fisher, se podría llegar a la conclusión de que el dinero no tiene un gran efecto sobre la economía, más allá de ser un simple instrumento. O como decía otro de los economistas de la Escuela Clásica, Juan Bautista Say: «La moneda no es más que un velo. No es sino un útil que sirve como unidad de cuenta y de intermediación en los intercambios comerciales». La revolución monetaria de Milton Friedman, iniciada en los años cincuenta del siglo pasado, puso las cosas en otro contexto. Friedman, nacido en una familia de emigrantes judíos, pasó una pobre niñez ayudando a su madre viuda con todo tipo de pequeños trabajos, a la vez que fue un brillante alumno en la escuela local. Así consiguió una beca para ir a la Universidad de Rutgers y luego a Chicago, donde se graduó en 1932, con 20 años, en Economía y Matemáticas. Para acabar finalmente como profesor en Columbia, ser uno de los economistas más influyentes del siglo XX y lograr el premio Nobel de Economía en 1976. Para Friedman, la Economía tiene que ser una ciencia práctica de resultados comprobables basados en observaciones empíricas. Con esta forma de pensar, revolucionó la teoría del dinero establecida por el ya referido Fisher. Lo que hizo basándose en algunas consideraciones, como son: la relación existente entre la masa monetaria y los diferentes agregados económicos (el PIB o la renta per cápita, por ejemplo), o la influencia de la masa

monetaria en el nivel de los precios de consumo o el nivel de inflación, del que asegura: «La causa inmediata de la inflación es siempre y en todas partes la misma: un crecimiento anormalmente rápido de la cantidad de dinero con respecto al volumen de los bienes producidos». Siendo la inflación, en el fondo, un verdadero impuesto: si los precios crecen, digamos, un 3% anualmente, a igualdad de ingresos, se pierde un 3% de capacidad de compra. Es decir, cada unidad monetaria pierde un 3% de su valor debido a la inflación. Si bien, cuando se compra «a crédito» el comportamiento puede ser beneficioso tal como comentamos anteriormente, pues el efecto de la inflación cuando las tasas de interés son menores revaloriza la inversión. El problema estriba entonces en conjugar ambas posiciones; aunque una inflación alta siempre será signo de empobrecimiento, de ahí que la política económica se oriente a mantenerla en límites razonables. Y a este respecto Friedman es contundente: «La moneda es una cosa demasiado importante como para dejarla en manos de los bancos Centrales». Desde el inicio, el euro estuvo sometido a problemas. En su primer año Alemania y Francia presentaron fuertes déficits en sus cuentas públicas: 43.000 y 25.000 millones de euros, respectivamente. Con la circunstancia de que 10 años después Alemania ya tenía un superávit por encima de los 140.000 millones. En ese período, Alemania había decidido ajustarse y ahorrar, y en el resto, sobre todo en el sur de Europa, se hizo todo lo contrario. Algo así como la conocida fábula de La cigarra y la hormiga del griego Esopo: durante los años 2000 el consumo per cápita se dispara en Francia (19%), España (22%) y Grecia (39%), mientras que se contiene en Alemania (9%), a la vez que en este país se controla el crecimiento de los salarios y se aborda una reforma laboral con el objetivo de reducir el paro al mínimo facilitando trabajos de media jornada y otros esquemas similares. La crisis que estalló en 2008, obviada por los Gobiernos de los países del sur, puso a cada país frente a la cruda realidad. Los tiempos de bonanza se habían terminado y, sobre todo, los créditos se hacían cada vez más caros y difíciles de obtener, con lo que los diferentes sistemas financieros entraron en profunda crisis. De manera que para resolver la situación, los Gobiernos de los países con problemas optaron por la clásica regla: subir los

impuestos para salvar el sistema. O mirado desde otro punto de vista, según acertada frase el director del think tank Bruegel, Jean Pisani-Ferry: «Fueron los financieros los que pusieron de rodillas a los Estados». Ante esta situación, algunos se han preguntado si no sería mejor salir de la moneda única, del euro. Según dicen, esto traería evidentes mejoras a la competitividad de la economía. Sin embargo, los que así piensan, no acaban de comprender lo que ya sucedió en Argentina con su salida de la paridad dólar, como hemos comentado ampliamente más arriba. O como mejor expresa Pisani-Ferry en su libro Le réveil des démons: «Una posible salida del euro tendría varios graves asuntos que resolver». Graves asuntos que Pisani-Ferry desgrana de la manera siguiente. El primer problema es el jurídico: el Tratado de Lisboa, aunque tiene una cláusula de salida de la Unión Europea, no contempla la salida del euro, y menos la expulsión de ningún Estado. El segundo es técnico: la adaptación al euro requirió años de modificaciones de los sistemas informáticos empresariales, así como de cambios en todas las máquinas de vending para aceptar la nueva moneda. Su marcha atrás requeriría igualmente un gran esfuerzo técnico y económico. El tercero es puramente económico: el precio de una nueva moneda sería el que determinaran los mercados, como sucedió con el peso argentino antes comentado. El efecto en los costes de las importaciones se haría sentir con fuerza. Lo mismo ocurriría con las tasas de interés. Unos aspectos que lastrarían aquella economía que optara por salir de la moneda única, sobre todo en el corto plazo. Además los costes sociales no se harían esperar. Y, finalmente, el cuarto obstáculo es financiero: los stocks y las deudas se mantendrían en euros. Ir a una quiebra no sería la solución porque nadie presta a un país quebrado, y un corralito a la europea agravaría la situación del país que se encontrara en esa tesitura. Unas consideraciones que deberían pensar seriamente aquellos políticos —y aquellos que inconscientemente les secundan— que propugnan, con evidente demagogia, las bondades de una posible independencia de sus regiones fuera de sus actuales Estados. La salida del euro les produciría enormes cargas económicas imposibles de soportar, y el

mantenimiento del euro como moneda de referencia fuera de la Eurozona se haría imposible. Todo un camino hacia la pobreza. El euro, sin embargo, se comporta de forma distinta según la economía donde se mueva. Y aquí entran otros elementos. Como son la deuda y el crédito. A partir de 2008, y muy especialmente desde 2009 hasta aquí, las primas de riesgo se desbocaron en los países más frágiles. Las agencias de rating hicieron su trabajo y los especuladores el suyo. Detrás, los CDS de cobertura de las deudas soberanas y corporativas, cuyos precios subieron como la espuma siguiendo a las primas de riesgo. Pues, como dijimos, la deuda es la lacra económica de los países con problemas. Una deuda, cuyas tasas de interés se pueden hacer insoportables para cualquier economía por relevante que sea, a la vez que destroza las expectativas de generaciones futuras. Pues la prima de riesgo —lo que se entiende como el sobreprecio que hay que pagar para financiarse en los mercados respecto de otros países (en Europa, Alemania)— y los intereses de la deuda van unidos. Pongamos un ejemplo. Supongamos que un país tiene una deuda total del 90% de su PIB y la financia al 3%. El resultado será que sus intereses anuales serán el 2,7% del PIB. Cifra que resulta de multiplicar ambos dígitos, 90% por 3%. Sin embargo, si la tasa a pagar fuera el 7%, el resultado sería el 6,3% del PIB, es decir, 90% por 7%. No digamos si ambos números fueran más elevados como ha sucedido, por ejemplo, en Grecia. Las cargas financieras de esta situación empobrecen siempre a los pueblos, que tardan décadas en escapar, si es que lo logran alguna vez. En este contexto, Alemania, principalmente (aunque también otros países, como Finlandia u Holanda), han forzado enormes ajustes a los Estados del sur; todo ello en un complejo equilibrio: ya que ni los unos ni los otros quieren que caiga el euro, si bien por razones poderosamente distintas.

El galimatías del Quantitative Easing Vistos los problemas inherentes a aumentar la masa monetaria, surge la pregunta: ¿Cómo hacer dinero sin fabricar dinero? La solución, como tantas veces, es la creatividad financiera. En este caso, con lo que se denomina expansión cuantitativa o Quantitative Easing (QE), en inglés. Un término que hace referencia al aumento de la masa monetaria sin

necesidad de «fabricar» moneda. Lo que se logra, por ejemplo, bajando los tipos de interés para aumentar el volumen de los créditos y, en consecuencia, dar mayor circulación al dinero existente. Por eso se llama también relajación financiera, que tiene como objetivo movilizar la actividad económica. Otra posibilidad, usada por los bancos Centrales, es comprar ciertos activos financieros, por ejemplo, de otros bancos, para inyectar una cierta cantidad de dinero en el sistema. Dichos activos no suelen ser los tradicionales bonos emitidos por los Gobiernos, aunque a veces sí. Este habría sido el caso de las actuaciones del Fondo de Reestructuración Ordenada Bancaria (FROB) con los bancos españoles. El FROB creado en 2009 con 9.000 millones de euros, que fueron ampliados posteriormente con otros 6.000 millones, más la posibilidad de obtener recursos externos hasta un máximo de 120.000 millones, se pensó para reestructurar el sistema de cajas de ahorros, haciendo que las entidades en serias dificultades fueran absorbidas o fusionadas con otras a fin de dar mayor estabilidad al sistema. En el fondo, se trataba de fusiones virtuales. Con respecto a los bonos de países europeos con problemas, otro esquema de QE fue el usado por el BCE cuando se vio obligado a drenar liquidez del interbancario evitando que hubiera tensiones de inflación y, por tanto, aunque técnicamente no se pudiera asegurar que se trataba de QE, al bajar la calidad del colateral y prestar a los bancos al 1% se creaba un incentivo para la compra de bonos de los países con problemas, generándose a la vez jugosos beneficios mediante el carry trade. ¿Qué significa todo este embrollo? Simplemente, que cuando hay mucho dinero en circulación los precios tienden a subir, es decir la inflación tiende a aumentar con los negativos efectos ya comentados. Para evitarlo, los bancos Centrales salen a vender títulos o hacer subastas para retirar dinero del sistema. Esto es lo que se denomina drenar liquidez, que sería lo contrario de inyectar liquidez, es decir, cuando son los bancos los que «salen de compras». Sin embargo, si es el Banco Central Europeo (BCE) quien sale a prestar dinero barato al 1% cuando los bancos entre sí lo hacen a tasas de interés —el interbancario— mucho más elevadas, se produce un efecto perverso que anima a la especulación. Es lo que se llama carry trade. O mejor dicho: especulación monetaria. ¿Y cómo funciona? Simplemente, tomando prestado del BCE al 1% e invirtiendo todo o parte de esos préstamos en bonos estatales (el colateral) a «primas» (intereses) muy superiores.

Lo explicaremos con más detalle. Supongamos que la rentabilidad de los bonos estatales (prima de riesgo) fuera del 5% y se invirtiera un millón de euros. Este millón pagaría de intereses al BCE 10.000 euros (un 1%) y recuperaría de su compra de bonos 50.000 euros (interés al 5%). Es decir, una ganancia de 40.000 euros. Póngase en lugar de un millón de euros 500 millones, y las ganancias serían 20 millones de euros. Nada despreciable dado que son operaciones a muy corto plazo. ¿Y cuál es el efecto de todo esto sobre la economía? Pues que ese dinero, que podría ir a financiar actividades empresariales, se mueve en un circuito especulador de muy poco riesgo, ya que los bonos estatales son siempre una buena inversión, salvo que el Estado en cuestión quiebre. Típicas operaciones de un casino donde la banca busca ganar siempre. Estos procedimientos de QE, en el fondo, son mecanismos para crear dinero «ficticio» en lugar de dinero en «papel», con lo que aumentan, por tanto, las reservas bancarias. Así, crece el precio de los activos financieros y se disminuyen los intereses. Por otro lado, hay que decir que esta forma de creación monetaria es un buen sistema para controlar la inflación y para evitar que una depresión económica no se sume a una deflación (caída generalizada de los precios). Ejemplos de este procedimiento ya fueron usados por Japón durante su crisis de finales de los noventa del siglo pasado, y sobre todo por la Unión Europea y el Reino Unido desde que estalló la crisis en 2008. También lo hizo la Reserva Federal (FED) estadounidense que gastó 600.000 millones de dólares en noviembre de 2008 para la compra de títulos respaldados por hipotecas (Mortgage Backed Securities). Y en marzo de 2009 realizó una operación similar al comprar deuda bancaria por valor de casi dos billones de dólares, lo que repitió en junio de 2010 con una cantidad similar. Después de esas operaciones, llamadas QE1 ( Quantitative Easing 1), se lanzó el QE2 en noviembre de ese mismo año comprando 600.000 millones de dólares de bonos del Tesoro con vencimiento a un año. Luego vino el QE3. Se trataba, en definitiva, como hemos dicho antes, de una nueva manera de aumentar el volumen del dinero sin necesidad de darle a la «máquina del papel», con la diferencia de que se usaron mecanismos electrónicos, que, como dijo una vez el presidente de la FED, Ben Bernanke, «se hacía porque sí». En sus palabras exactas: «Willy nilly». Es decir: Quieras o no.

El dinero del FMI Los hay que dicen que John Maynard Keynes fue el economista más prominente del siglo XX. Quizás no sea así, pero, ciertamente, sus planteamientos han tenido enorme influencia: le han trascendido y siguen teniendo actualidad, sobre todo entre los ideólogos socialdemócratas. Keynes nace en Cambridge (Inglaterra) a primeros de junio de 1883, muy poco después del fallecimiento de Carlos Marx. Su padre, John Neville Keynes, era profesor de Lógica y Economía Política en la Universidad de Cambridge, y su madre, Florence, era reconocida localmente por sus ideas políticas, de manera que llegó a ser la primera mujer elegida concejal de la villa de Cambridge para después ocupar el puesto de alcalde de la ciudad. Los esfuerzos de ambos harán que Manyard obtenga una beca para entrar en el King’s College de la reputada Universidad de Cambridge. Allí estudiará matemáticas y participará en varias asociaciones, incluida la sociedad de los Apóstoles; una sociedad secreta, conocida también como la Cambridge Conversazione Society, cuyos integrantes trataban de encontrar la verdad desde postulados puramente intelectuales. Allí estuvieron en diferentes épocas: Erasmus Alvey, hermano de Carlos Darwin; el poeta Alfred Tennyson; Bertrand Russell; el filósofo Ludwig Wittgenstein, e incluso el premio Nobel de Economía Amartya Sen, aparte del propio Keynes como hemos dicho. Después de su paso por las matemáticas, Keynes se lanza al estudio de la economía para preparar unas oposiciones a la Universidad de Cambridge. Alfred Marshall y Arthur Cecil Pigou, grandes economistas ambos, serán sus tutores. Keynes conseguirá la plaza número 12 entre un colectivo de 104 presentados y, entre las diversas opciones que tiene, se decanta para ir como funcionario de la Oficina de la India, que se ocupaba entonces de los asuntos de aquel país, parte integrante de la Commonwealth. En 1919 Keynes publica Las consecuencias económicas de la paz, un encendido alegato en contra de las condiciones económicas impuestas a la vencida Alemania después de la Primera Guerra Mundial, que él estima totalmente irrealistas e imposibles de cumplir. El tiempo demostrará que estaba en lo cierto. El problema es que fue demasiado tarde: ya se había desatado el nacionalsocialismo alemán de Hitler y la Segunda Guerra Mundial estaba en el horizonte.

En julio de 1944, ya famoso y adinerado, conduce la delegación británica en las conversaciones de Bretton Woods, que darán paso a la creación del Banco Mundial y del FMI. La obra de Keynes aborda múltiples problemas económicos que siguen vigentes: las cuestiones monetarias, los problemas de la inflación y la estabilidad de los precios, el problema del desempleo, las tasas de interés, el consumo y la inversión, etc. Todo lo cual concentra en su obra más conocida: Teoría general del empleo, el interés y el dinero, que publica en septiembre de 1936 con la idea de contrastar sus argumentos con los de la teoría económica clásica aún vigente en aquellos días. Así lo refiere al indicio del primer capítulo: «He llamado a este libro la Teoría general del empleo, el interés y el dinero, poniendo el énfasis en el prefijo general. El objetivo de este título es mostrar la diferencia entre mis argumentos y conclusiones con los de la teoría clásica, en la que me crié y que domina el pensamiento económico, tanto práctico como teórico, de las clases gobernantes y académicas de este tiempo, al igual que lo ha hecho durante los últimos cien años». Aunque la obra de Keynes ha merecido múltiples libros, no es nuestro objetivo comentar al economista. Baste con este preámbulo y vayamos al FMI. Originalmente, el FMI se creó con 45 países miembros con el objetivo de estabilizar los tipos de cambio entre las diferentes divisas y ayudar en la reconstrucción del sistema financiero mundial después de la Segunda Guerra Mundial. Los países contribuían —y contribuyen— en un fondo mediante unas cuotas determinadas y, en caso de necesidad, pueden tomar préstamos de ahí temporalmente. Actualmente hay 188 países, a los que hay que añadir la República de Kosovo. Los Estados Unidos contribuyen con casi el 18% de las cuotas, seguidos de Japón con un 6,5%, aproximadamente, y Alemania con algo más del 6%. España ocupa el decimocuarto puesto. No llega al 1,7%, y se encuentra detrás de Bélgica más cercana al 2%. Las reservas del FMI no son realmente dinero, sino un mecanismo monetario que solo puede ser transformado en dólares, euros, yenes o libras esterlinas. Se trata de lo que se denominan Derechos Especiales de Giro (DEG), una suerte de moneda sintética, no comercializable. Si bien, el anterior responsable del Fondo, Dominique Strauss-Kahn,

propuso que los países miembros adoptaran los DEG como divisa de reserva, a fin de dar estabilidad al sistema financiero mundial en prevención de crisis monetarias. Esto iba, desde luego, en contra del dólar que es el que desempeña actualmente ese papel. En octubre de 2012, un dólar equivalía a unos 0,65 SDR. Y en esa fecha el banco mantenía en sus arcas unos activos de unos 150.000 millones de dólares, de los que unos 5.000 millones eran en oro. ¿Qué sucede cuando un país necesita asistencia del FMI? En el segundo capítulo nos referimos a los préstamos a Islandia, y en este hemos hablado de Argentina en la época del corralito, vayamos ahora a los «hombres de negro» del FMI. Un término periodístico que se puso de moda con la quiebra de Grecia que hacía mención a los técnicos de esta institución cuando se trasladan a un país necesitado de ayuda. En este caso los técnicos del FMI son los que valoran las necesidades e imponen las medidas correctoras que el país deberá poner en marcha si es rescatado. España tiene en el FMI unos 5.600 millones, lo que le da derecho a un préstamo de 33.600 millones, el 600%.

La estructura del capitalismo financiero Desde el final de la Segunda Guerra Mundial o, más expresamente, desde que se cerraron los acuerdos en Bretton Woods con la creación del FMI y el Banco Mundial, el mundo ha basculado entre dos pensamientos económicos: las ideas de Keynes, fundamentalmente hasta la crisis del petróleo de 1973, y las ideas neoliberales de Milton Friedman y, de alguna manera también, del economista Friedrich von Hayek. Ideas neoliberales que se asentaron fuertemente durante los años ochenta del siglo pasado: en concreto con Ronald Reagan, presidente de Estados Unidos entre 1981 y 1989, y Margaret Thatcher, primera ministra británica entre 1979 y 1990. El período de 1973 a 1980 es un período de transición, algo confuso en lo económico. La caída del comunismo y la unificación alemana consolidó aquella situación; de manera que, en lo económico, la socialdemocracia europea perdió su sitio. No existía otra cosa que la política económica liberal, muy consolidada desde la llegada del euro. Un escenario que no dejaba ningún margen a las políticas socialistas en tanto que la política monetaria era solo una. Una suerte de «fin de la Historia» a modo de lo expresado por Francis Fukuyama

en su artículo de 1989, publicado en la revista The National Interest, bajo el título The End of History?: «El triunfo del Oeste, de las ideas del Oeste, es evidente ante todo por la total inexistencia de alternativas sistémicas viables al liberalismo del Oeste. En la pasada década, ha habido cambios inequívocos en el clima intelectual de los mayores países comunistas, y los comienzos de significantes reformas. Pero este fenómeno se extiende más allá de la alta política y puede verse en la ineluctable expansión de la consumista cultura del Oeste en contextos tan diferentes como los mercados de la gente del campo y los televisores en color tan omnipresentes ahora en toda China, las cadenas de restaurantes y las tiendas de ropa que abrieron el pasado año en Moscú, la popularidad de Beethoven en los grandes almacenes japoneses, y la música rock que gusta de igual manera en Praga, Rangún o Teherán». Estamos ya muy acostumbrados a que la medida del bienestar económico de los países avanzados sea el crecimiento económico, el PIB. Es una manera economicista de ver la bondad de la política económica. Si la economía crece, todo va bien, y nadie se pregunta cómo se distribuye ese crecimiento. Así, durante la época neoliberal que comentamos, entre 1981 y 1999, el crecimiento medio anual en los países de la OCDE fue de un 2%, muy por debajo del 3,5% ocurrido entre 1960 y 1980. Y si se consideran únicamente los países desarrollados, la cuenta se salda con un 0,7% en los años ochenta y noventa contra un 3,2% en los sesenta y setenta. De lo que se podría deducir que las políticas keynesianas fueron más eficaces que las neoliberales. Y aquí entramos en el problema del justo reparto de la riqueza. Pues no se trata de que la economía crezca, o no solo, se trata de que ese crecimiento se distribuya con más justicia. Pues, desgraciadamente, se constata que del 80% de la mejora económica en los países ricos, un 50% se fue a las clases más favorecidas económicamente. Con la consideración de que el 20% de los más pobres solo alcanzan, en líneas generales, entre el 5% y el 9% de la riqueza generada. Y no digamos en los países más pobres, donde el 20% de los ricos se hacen con la mayoría de la riqueza generada (entre el 50% y el 89%), mientras que el 20% de los más pobres solo alcanzan entre el 3% y el 5% de esa mejora de nivel de vida. Constatándose que el 2% de los ricos poseen el 50% de la riqueza mundial.

Es decir: es cierto que el crecimiento económico mundial reduce la tasa de pobreza, pero también es muy cierto que la brecha entre ricos y pobres es cada vez mayor, tanto en los países del primer mundo como, de manera más ostensible, en los más pobres. Unas desigualdades que ponen muy en cuestión la políticas económicas liberales. Lo iremos viendo con más detalle en lo que sigue.

CAPÍTULO 4

El capital «El bienestar de las sociedades donde prevalece el modo de producción capitalista, se presenta en sí mismo como «una inmensa acumulación de mercancías», siendo una mercancía individual su forma más elemental. Nuestra investigación debe, por consiguiente, comenzar con el análisis de una mercancía. Una mercancía es, en primer lugar, un objeto fuera de nosotros, una cosa que debido a sus propiedades satisface las necesidades humanas de una u otra manera. La naturaleza de tales necesidades no hace diferencia si, por ejemplo, nace del estómago o de un capricho. Tampoco importa cómo ese objeto satisface nuestros deseos, ya sea directamente como medio de subsistencia o indirectamente como medio de producción. Toda cosa útil, como el hierro, papel, etc., ha de considerarse según un doble punto de vista: su cualidad y su cantidad. Es un conjunto de muchas propiedades y, como tal, puede usarse de formas diversas. Descubrir los diferentes usos de las cosas corresponde a la historia. Lo mismo sucede con el establecimiento de las normas de medida socialmente aceptadas respecto de la cantidad de esos útiles objetos. La diversidad de tales medidas tiene su origen, en parte, en la distinta naturaleza de los objetos a medir y, en parte, en los convencionalismos».

El marxismo de Carlos Marx El párrafo anterior es el comienzo de El Capital, una crítica de la economía política, la obra cumbre de Carlos Marx. Se trata de un primer capítulo dedicado a las mercancías y el dinero, que arranca con la discusión del valor de las mercancías: su valor de uso y su valor intrínseco, que Marx divide entre la sustancia de ese valor y su magnitud. No en vano Marx había estudiado Derecho y Filosofía, y su enfoque, como en el resto de economistas

clásicos, considera necesario enmarcar los aspectos económicos en sus contextos histórico, sociológico y, especialmente, filosófico. El primer volumen de El Capital, es el que refleja su pensamiento más directo, ya que lo publicó él mismo en 1867. Los siguientes vinieron después de su muerte: los tomos dos y tres, a cargo de su amigo Friedrich Engels, en 1885 y 1894, respectivamente, y el cuarto elaborado en 1910 por Karl Kautsky, un afamado teórico del marxismo. Marx murió en Londres el 14 de marzo de 1883. Se podría decir con esto que Carlos Marx no fue en realidad marxista, lo fueron sus seguidores. Es posible hacer dos interpretaciones de las ideas económicas de Marx, dependiendo de donde se ponga el énfasis. La primera sería la que se refiere a sus críticas sobre el capitalismo económico, que es la que dirige todo el desarrollo marxista posterior. Y la segunda vendría de sus aportaciones a la economía política. Marx puede considerarse, en este sentido, como el iniciador de una visión sistémica de la economía, que incorpora al análisis económico el entorno y las relaciones de poder que ahí existen. Siendo, por tanto, el primero en analizar las crisis económicas como algo esencial en el comportamiento de las economías capitalistas. Crisis originadas, según él, por los cambios que introducen en la economía las políticas monetarias. Con este bagaje, Marx adopta una visión materialista de la historia, asegurando que: «El modo de producción de la vida material condiciona el proceso de la vida social, política e intelectual. No es la conciencia de los hombres la que determina su forma de ser; al contrario, es el ser social el que determina su conciencia». Una forma de pensar que, de alguna forma, anula la libertad individual y que fue origen del materialismo histórico que siguió después de Marx. Un concepto lanzado por Georgi Plejánov, oponente de Lenin y autor de La concepción materialista de la historia. Una forma de pensar, como tantas otras, asumidas por los marxistas revolucionarios, que condujeron a los totalitarismos comunistas que tantas desgracias trajeron a la humanidad con su violencia y rechazo a la dignidad de las personas. Sin embargo, si la puesta en práctica de las ideas marxistas trajo muchos desastres a pueblos y personas, no por eso hay que demonizar todo el pensamiento de Carlos Marx.

Ya que, aparte de sus evidentes errores, tiene aspectos positivos. Entre otros, su visión crítica de un capitalismo sin control y esclavizante. Volvamos de nuevo al primer tomo de El Capital. La segunda parte del capítulo primero se dedica a la transformación del dinero en capital, y se inicia así: «La circulación de mercancías es el punto de arranque del capital. La producción de mercancías, su circulación, y esa forma más desarrollada de su circulación llamada comercio, constituyen la base histórica en la que se apoya». Con lo que las mercancías, y en su esencia, las materias primas, se transforman gracias a la cantidad de trabajo que incorporan. Es el trabajo lo que debe darles su valor final. De aquí nace la teoría del valor de Marx, «poniendo en valor» —como se suele decir ahora— al trabajo y al trabajador. Las mercancías, por su parte, tienen un precio y responden a una necesidad. Lo que lleva a Marx a considerar la necesidad de establecer los precios de los bienes producidos según la cantidad de trabajo social que incorporan. Una visión que relaciona al Marx economista con el Marx filósofo: «En el cálculo del valor de intercambio de una mercancía, es preciso añadir la cantidad de trabajo empleada en último lugar: la cantidad de trabajo incorporada en la materia prima de la mercancía, así como la cantidad de trabajo aplicada a los medios de ese trabajo, a las herramientas, a las máquinas, a los edificios, que han servido para realizar ese trabajo». Marx estimaba que los precios del mercado tienden a fijarse, en situación de competencia, según el valor que comporta el trabajo en la mercancía elaborada. Un hecho que los marxistas posteriores obviaron con sus políticas económicas dirigistas, que mataban el juego de la oferta y la demanda, y despreciaban, en consecuencia, la economía de mercado. Carlos Marx, sin embargo, a este respecto aseguraba que: «Las fluctuaciones de los precios del mercado que, a veces sobrepasan el valor o el precio natural, y a veces caen por debajo, dependen de las fluctuaciones de la oferta y la demanda».

Sin olvidar el hecho de que ha de ser la cantidad de trabajo «socialmente necesario» para la fabricación de bienes y servicios, lo que hay que tener en cuenta para fijar los precios. Según sus propias palabras: «Cuando decimos que el valor de una mercancía viene determinado por la cantidad de trabajo incorporado o cristalizado en ella, entendemos la cantidad de trabajo que es necesario para producirla en un estado social dado, en ciertas condiciones sociales que, por término medio, se dan en la producción, y habiéndose dado una intensidad y una habilidad social, por término medio, en el trabajo empleado». Marx entiende y distingue además un trabajo complejo de aquel que no lo es y, en consecuencia, que una hora de trabajo del primero no puede ser equivalente a la hora del segundo. Al igual que resalta la diferencia entre trabajo y fuerza de trabajo. Términos que se encuentran en el centro de su pensamiento respecto del reparto. De manera que lo que «vende» un obrero es su fuerza de trabajo, y su remuneración debe fijarse, según este pensamiento, en el nivel que corresponde a los gastos socialmente necesarios para asegurar su mantenimiento y renovación. Siendo en este punto muy explícito: «Lo que el obrero vende no es su trabajo directo, sino la fuerza de su trabajo que la cede al capitalista para su disposición momentánea». Una fuerza que, según Marx, nace de la individualidad vital de las personas que, para poder desarrollarse, precisan unos determinados medios de subsistencia. Y como existen diferentes formas de trabajo con distintos valores, se dan, en consecuencia, fuerzas de trabajo diferentes, lo que conduce a precios distintos en el mercado. Por lo que, si hay fuerzas de trabajo distintas, debería existir la posibilidad de ponerlas en el mercado de maneras diversas. Algo que no casa bien con su idea de abolir la propiedad privada expresada en el Manifiesto Comunista, escrito con Friedrich Engels. Fuente primera de muchos de los errores posteriores. Los marxistas que siguieron a Marx no fueron conscientes —o no les interesó para sus objetivos— esta primera visión «marxista» de Marx. Pues persistieron en la equivocación de tratar el trabajo como una simple mercancía, anulando así a la persona, objeto esencial

del trabajo. El trabajo —y ahí está una de las grandes desviaciones marxistas— no es una mercancía, es una actividad inherente a la persona, de donde nace su valor. O dicho de otra manera, la fuerza del trabajo tiene el valor de la persona que, como sujeto protagonista, lo humaniza. Y tampoco fue acertada la apuesta de Marx por el colectivismo que, de nuevo, se dirige a anular la libertad humana sometiéndola al dictado de una mayoría que, al final, como bien se demostró, esclaviza a las personas. Sigamos con El Capital. La diferencia entre la cantidad de trabajo que realiza el obrero para la empresa y la que necesita para su supervivencia y la de los suyos, que el empresario paga en forma de salario, es lo que constituye para Marx la plusvalía que se apropia el capitalista. Y cuando esta plusvalía es abusiva, nace la explotación de los trabajadores, lo que le lleva a deducir que el sistema capitalista engendra la explotación del trabajador a partir del plustrabajo, es decir, el trabajo que excede del necesario para la producción de los bienes requeridos para mantener su existencia. Asegurando que: «La plusvalía, es decir la parte total del valor de las mercancías donde se incorpora el plustrabajo, el trabajo impagado al obrero, lo denomino el beneficio. El beneficio no se lo apropia totalmente el empleador capitalista. El monopolio de la tierra pone al dueño de esta en situación de apropiarse de una parte de la plusvalía en forma de renta, a fin de que la tierra sea empleada para las construcciones agrícolas, para las vías férreas o para cualquier otro fin productivo. Por otra parte, el hecho mismo que la posesión de los útiles de trabajo le da al empleador capitalista la posibilidad de producir una plusvalía, o, lo que viene a ser lo mismo, apropiarse de una cantidad del trabajo impagado, permite al poseedor de los medios de trabajo que le presta, en todo o parte, al empleador capitalista, es decir, en una palabra, al capitalista financiero, reclamar él mismo bajo la forma de interés otra parte de esa plusvalía, de manera que no le queda al empleador capitalista como tal sino lo que se denomina beneficio industrial o comercial». Aunque expresadas de manera compleja, se trata de consideraciones bastante razonables. Sobre todo si se piensa en la evolución del capitalismo que se ha practicado en los últimos 20 o 30 años. Una suerte de turbocapitalismo de carácter global que ha provocado el deterioro de la vida de millones de personas, llevándose por delante las

esperanzas de una clase media que, con enorme esfuerzo y trabajo, pensó siempre que su principal legado sería que sus hijos vivieran mejor que ellos. Una situación donde la globalización de las actividades financieras ha relegado el valor del trabajo al último escalón de la economía, persistiendo aún en muchos lugares injustas condiciones de esclavitud de niños y adultos trabajadores. Un capitalismo que pone excesivo valor en el homo œconomicus: una suerte de nuevo ser humano que ha dado pie al crecimiento desbocado de la especulación financiera, a la que se ha unido la insolidaridad y la ausencia de valores; pues solo se considera el valor de lo económico y su supremacía por encima de todo lo demás. Un grave error que es la fuente primera de la crisis económica actual y del casino financiero que la empapa. Lo que no debe entenderse, de ninguna manera, como un alegato para volver atrás y dar vía libre a un nuevo populismo de izquierdas, sino para aprender de los errores cometidos y hacer los esfuerzos precisos para retornar a una economía de mercado más humanizadora y solidaria.

El otro marxismo: Reinhard Marx El último párrafo del apartado anterior nos traslada al pensamiento de otro Marx: Reinhard Marx. Se trata de un cardenal de la Iglesia católica, arzobispo de Munich y Freising, experto en doctrina social, cuyas ideas casan perfectamente con lo que decimos. Ideas expresadas en su último libro, El capital. Un alegato a favor de la humanidad, donde asegura que Carlos Marx no está muerto y conviene ser tomado en serio. Pues, en su opinión, el problema de la economía actual reside en el capitalismo deshumanizado, injusto e insolidario, en el que estamos instalados. Un capitalismo que carece de moral y que, según este nuevo Marx, no tiene ningún futuro. Para lo cual, Reinhard Marx aboga por abrir un serio debate de carácter social que ayude a discernir la mejor manera de poner la economía al servicio del bienestar de las personas, y no al revés. Así, comenta al tratar del caso del inmoral fraude de la empresa americana Enron: «Es evidente que los responsables de Enron no solo actuaron de forma totalmente inmoral, sino también delictiva. Así lo declararon los tribunales estadounidenses, y algunos fueron condenados a severas penas de prisión… Me dirán que esto demuestra que el sistema funciona. Pero ¿eso es cierto?

Creo que ningún sistema a la larga puede regularlo todo únicamente a través de la justicia y prescindir de la moral y la decencia de las personas. Y eso vale también, y sobre todo, para el sistema económico tan complejo que tenemos; aquí no puede haber reglas perfectamente específicas y estancas que contemplen todas las eventualidades. Sin la ética del hombre y de la mujer de negocios honrados corremos el riesgo de perder el rumbo». Y este es el verdadero asunto. La libertad de mercado no es posible sin un control real de los comportamientos personales. Cosa que tiene que realizar cada persona por sí misma, ya que, de otra manera, se llega, como se constata con frecuencia, a la dictadura de los más fuertes económicamente. Y con esto no hay libertad real, como ya comentamos al tratar del liberalismo económico de Adam Smith. ¿Hay que volver entonces a la economía planificada de corte marxista? Nuevamente, Reinhard Marx nos sugiere el camino de reflexión: «El contramodelo de la economía de mercado, la planificación centralizada comunista, que también prometió “riqueza para todos”, resultó ser en cambio totalmente ineficiente y por tanto absolutamente incapaz de mantener su promesa de bienestar. La historia de la Unión Soviética y sus Estados satélites de Europa oriental demostró de una vez por todas que un Gobierno se ve totalmente desbordado cuando pretende planificar y organizar el éxito de su país de forma centralizada. La economía planificada fracasa, como dijo muy bien Friedrich A. von Hayek, por ser demasiado “petulante”». Pero una cosa es la economía planificada y otra muy distinta es el liberalismo que todo lo deja a las reglas de la competencia y el mercado. De ahí que, como ya escribimos al hablar de Adam Smith, sea precisa la regulación por parte del Estado. Pero ¿qué tipo de regulación?, ¿hasta dónde ha de intervenir la mano del Estado? Tema complejo porque no todo puede ser regulado sin hacer caer la balanza al extremo donde no se quería llegar. Simplemente, habría que decir que el mercado no debería constituir un fin en sí mismo, sino que se necesitaría promover una economía que, de forma sostenible, permitiera el desarrollo digno de las personas. Un juego en el que el Estado tiene que dejar suficiente espacio a los individuos para que, en libertad, tomen sus propias decisiones, a la vez que obligue a la necesaria asunción de responsabilidades poniendo coto a todo lo que se aleje

del bien común. Difícil regla, pero no imposible de llevar a cabo. Sin embargo, hoy en día se multiplican, como vamos viendo, los mecanismos para que unos pocos se enriquezcan de mil y una maneras. Así lo constata también Reinhard Marx: «Hoy los cínicos, los que no tienen escrúpulos en enriquecerse a costa de los demás, ya no están sentados en palacios reales, sino en lujosos despachos en Nueva York, Londres y otras metrópolis de este mundo. A diferencia de los tiranos de oriente en la Antigüedad, no necesitan circunscribir sus razias a su propio pueblo, sino que pueden hacer de las suyas en el mundo entero. Para ello no necesitan tampoco costosos ejércitos, como sus predecesores antiguos; les basta con su ordenador portátil, su móvil y el dinero necesario para hacer un par de inversiones y pagar la minuta a sus abogados». No es tan simple, desde luego, pero lo anterior puede servir de ejemplo de cómo la especulación injusta parece no tener limites en su creatividad. Tal sería el caso de los denominados fondos buitres (culture funds). ¿Cómo funcionan? Se trata de operaciones de capital riesgo o de hedge funds que compran deuda de empresas o entidades que están a punto de quebrar. El negocio está en comprar deuda insolvente (distressed debt, en inglés). Son, efectivamente, como buitres a la espera de alcanzar su pieza una vez muerta. Deuda que compran a precios muy reducidos, como sucedió en Argentina en tiempos del corralito. Algunos fondos compraron deuda pública a precios muy bajos, para luego litigar con el Gobierno una vez acaecida la quiebra en 2002. Se cuenta que un rico heredero, Kenneth Dart, reclamó por este medio 700 millones de dólares al Gobierno argentino. Un hecho que le lleva a Reinhard Marx a clamar en contra de este tipo de procedimientos: «Increíble, pero cierto: mientras la comunidad internacional se rompe la cabeza pensando cómo atajar el problema de la deuda de los países en desarrollo, algunos especuladores se han especializado justamente en hacer negocios con esa deuda. Esos fondos especiales se han ganado a pulso su nombre: “fondos buitres”. Cuando un país tiene dificultades para pagar su deuda, los “buitres” compran con los llamados hedge funds el crédito inicial a un precio más bajo y luego reclaman el reembolso de la suma total con interés y además los intereses acumulados. Este negocio es tan sencillo y lucrativo como inmoral». Y es aquí donde radica el verdadero problema: la inmoralidad tan extendida que se da

en muchos agentes económicos. No se trata ya de ideas marxistas en contra de los tenedores de capital, se trata de ir más allá y reclamar una economía más justa, asentada en valores. Una economía con la vista puesta en las personas, más humana en suma.

Banca comercial y banca de inversión Aunque el primer banco de corte moderno apareció en Venecia para financiar las guerras de la república hacia finales del siglo XIV, no fue sino con la creación del Banco de Ámsterdam, a principios del XVII, cuando se puede hablar con propiedad de una actividad bancaria similar a la actual. Aunque el objetivo primero de esta institución fue proteger el valor la moneda holandesa, ya que la pérdida de valor debida al deterioro de su uso, o al hecho de que había gente que cogía las monedas o trozos de ellas para fundirlas y venderlas de nuevo en forma de lingotes, obligó a las autoridades de la ciudad de Ámsterdam a buscar un mecanismo para preservar su valor. Y este fue la creación de un banco que emitía letras de cambio contra el valor de las monedas. Los suscriptores del banco dejaban allí dinero corriente en monedas por el que recibían una línea de crédito equivalente al valor de sus depósitos. El crédito entonces se conocía como dinero bancario. Años después, en 1694, apareció el Banco de Inglaterra. Se formó con un capital inicial de 1.200.000 libras esterlinas. Capital que no fue depositado en dinero sino en acciones del Gobierno. Los suscriptores del banco habían prestado al Gobierno británico esa cantidad bajo la condición de un interés del 8% más una anualidad adicional de 4.000 libras, a lo que se añadía el privilegio de negociar con el banco recién creado por un período de 12 años. Un negocio que, básicamente, consistía en el descuento de facturas contra las que el banco daba billetes, que eran abonados con monedas a su entrega. Algo similar al factoring moderno. Al ir creciendo el capital y el crédito del banco, sucedió lo mismo con los billetes que se ponían en circulación; de manera que hacia finales del siglo XVII el dinero emitido era equivalente al capital del banco, que se había incrementado hasta los 12 millones de libras. Para cumplir con sus compromisos de pago, el banco tenía, lógicamente, que mantener en sus arcas una importante suma en dinero metálico. Cantidad que, obviamente, era menor

que las letras de cambio emitidas. El capital del banco seguía prestando al Gobierno, por lo que el negocio se centraba en la emisión de letras. Aunque no solo, también se obtenían beneficios de los intereses de los préstamos, de la reducción de impuestos por los adelantos hechos al Gobierno, o de la emisión de Letras del Tesoro, y el descuento de letras de cambio que tenían vencimientos a corto plazo. Este modelo se extendió a otros países, si bien en formas distintas. Tal fue el caso de la Banque Générale francesa y la Compañía del Mississippi en tiempos del rey Luis XV. Un original paso hacia la banca de inversión, si bien con un mal esquema de gestión que dio origen a una importante burbuja financiera en aquel entonces. El nuevo rey, Luis XV, había heredado el trono de su bisabuelo Luis XIV a la edad de cinco años. El reino, en bancarrota, quedó en manos del regente, el duque de Orleans. El duque decidió buscar a un afamado economista para resolver la situación, y llamó al escocés John Law, que había publicado una teoría monetaria según la cual el dinero en papel debía sustituir al dinero en monedas. Así, en 1716, bajo la dirección de Law se crea la Banque Générale, copia del banco de Ámsterdam. Los depósitos se hacían en oro o plata, contra los que el banco entregaba dinero en papel al valor que en ese momento tenían sus depósitos. Una simple banca comercial que emitía moneda al uso tradicional de aquellos días. Sin embargo, en agosto de 1717, John Law decide la compra de la Compañía del Mississippi, que tenía los derechos del Gobierno francés para comerciar con las colonias de ultramar. Se trataba del monopolio del oro y plata, y también de esclavos. Al poco tiempo, Law fusionó la empresa con el banco, de manera que las acciones de la Compañía se vendían a los inversores que querían entrar en el negocio con la condición de que las compraran con dinero emitido por el banco, o también con deuda del Estado francés. Era la manera elegida de enjugar las arcas del Estado y cubrir el déficit. Dos años después, se otorgó a la Compañía el derecho de emitir dinero y recaudar impuestos, lo que llevó al Gobierno francés a reestructurar su deuda, que acabó intercambiada por acciones de la empresa. De esta manera, con la identificación de la empresa, el banco y el Estado, las acciones que se vendían al inicio de 1719 a 500 libras (francesas), se cotizaban en diciembre de ese año a 10.000 libras. Con tal mecanismo se convirtieron en accionistas personas de toda condición, y bastantes de ellas se enriquecieron realizando operaciones «a corto». A partir de 1720 continuó la retirada de

beneficios por los inversores que cambiaban el dinero en papel por monedas de oro. El banco se quedó sin fondos para atender todas las demandas y, a finales de 1720, el desastre estaba servido. La Banque Générale entró en quiebra causando una enorme crisis financiera que fue más allá de la propia Francia, pues alcanzó a sus colonias y a inversores de otros países. Con este largo preámbulo se entiende que, en lo esencial, existen dos tipos de bancos, si bien con difusas fronteras: la banca comercial y la banca de inversión. Obviamente, existen también los bancos centrales que se ocupan de controlar ciertos aspectos de la política monetaria, por ejemplo, la inflación y la emisión de dinero (aunque hoy en día sigue habiendo bancos privados que tienen esta función, especialmente en Inglaterra y Escocia). La banca comercial, como en el pasado, se concentra en tomar depósitos por los que paga un interés. A su vez, prestan los depósitos a terceros acordando un interés mayor y así logran un beneficio. En este modo de funcionamiento entrarían también las cajas de ahorro, un cierto tipo de banco comercial que, en origen, tenía una función social, ya fuera prestando a personas sin recursos con bajos intereses, o desarrollando políticas sociales o culturales de muy variado perfil. Tal fueron las obras sociales de las cajas de ahorro y montes de piedad españolas durante muchísimos años. Unas entidades financieras que hoy han perdido esa función social. La crisis financiera, y la propia estructura de las cajas, solapada con otros desmanes llevados a cabo por algunos de sus gestores, trajeron la destrucción de este patrimonio social al hilo de multitud de actividades especulativas conectadas, principalmente, con la burbuja inmobiliaria. Cajas de ahorros convertidas en bancos, unas, y desaparecidas, otras, gracias al tumulto del casino financiero de nuestros días, una mezcla de ineptitud y codicia como ya hemos referido en algún lugar. Cajas, que han tenido que ser en muchos casos fusionadas primero, y nacionalizadas después, para tratar de salvar lo que ya estaba perdido. Volveremos a todo esto en un momento. Los bancos comerciales son hoy los que acumulan la mayor parte de los activos financieros, ya sea como préstamos, o créditos en múltiples formas. Solo en Estados Unidos, en 2010, tenían activos similares al PIB del país: unos 14,6 billones de dólares. El segundo tipo —los bancos de inversión— son los que se ocupan de ofrecer productos financieros de los diferentes tipos ya comentados en el segundo capítulo. Aunque los primeros entraron de lleno en el negocio de los segundos y dieron paso a gran parte de las

desgracias financieras actuales, como ya hemos referido páginas atrás.

The Glass-Steagall Act La crisis de 1929, aparte de una pobreza generalizada, trajo además importantes consecuencias sobre el sistema financiero americano, como fue la estricta separación entre bancos comerciales y de inversión. Se trataba así de evitar los problemas que surgieron con los primeros, que invertían los ahorros supuestamente seguros de los depositantes en productos financieros que la crisis se llevó por delante. Tal fue —según algunos entienden — la necesidad de la ley que llevó a cabo la separación: la Glass-Steagall Act de 1933; llamada así por los senadores que la impulsaron: Carter Glass de Virginia, y Henry Steagall de Alabama. Los hay, sin embargo, que argumentan que todo fue el resultado de una lucha de poder; en concreto, de los Rockefeller que, con esta ley conseguían perjudicar a su más directo competidor, la banca Morgan. Es decir, que la decisión de separar banca comercial y banca de inversión nada tuvo que ver, según este planteamiento, con el interés general, sino que estuvo en gran medida forzada por la lucha entre esos dos importantes rivales, que habían acumulado entonces un enorme poder político y económico. Ya que, según algunos describen, no existía ninguna evidencia de que los bancos, que mantenían las dos actividades conjuntamente, hubieran aumentado su riesgo durante la crisis, más bien al contrario. Y que las quiebras bancarias no vinieron inducidas por no existir tal separación. Argumento (el de separar las actividades) fuertemente sostenido por el senador Robert Bulkley, uno de los grandes impulsores de la nueva ley Glass-Steagall, que aseguraba: «Obviamente, el banquero que nada tiene que vender a sus depositantes está mucho más cualificado para asesorarles desinteresadamente y diligentemente con respecto a la seguridad de sus depósitos que el banquero que usa la lista de depositantes de su departamento de ahorro para distribuir circulares relativas a las ventajas de tal o cual inversión sobre la que el banco recibirá un beneficio comercial». En realidad, es comprobable que, durante la Gran Depresión, los bancos «unificados» no fueron abandonados en masa por los inversores, lo cual es sorprendente, incluso

cuando la mayoría de los conflictos estaban en su órbita. No en vano eran los que más actividades tenían respecto del resto de instituciones financieras. Toma por tanto interés el problema surgido entre la banca Morgan y las actividades financieras de los Rockefeller. Ambos, en los inicios del siglo XX, eran sin ninguna duda los «dueños» de la economía y de la política norteamericanas. Los Rockefeller se hicieron ricos a través del petróleo con la compañía Standard Oil. Y los Morgan, por su parte, eran desde el principio importantes financieros. La banca Morgan hizo la mayor salida a bolsa de principios del siglo XX con la creación de la U.S. Steel, poniendo 1.400 millones de dólares de capital en juego cuando en aquel entonces la economía americana tenía un PIB de unos 20.000 millones. Las comisiones que recibió el banco por la operación fueron unos 800 millones de la época. Era un banco clave en las industrias más activas de aquellos tiempos: empresas eléctricas, ferrocarriles y plantas siderúrgicas, etc. El peso político y financiero de los Morgan venía de los tiempos del patriarca de la saga, John Pierpoint Morgan, apodado Júpiter, según el nombre del mayor de los dioses griegos. John Pierpoint había intervenido con eficacia y poder para salvar a los Estados Unidos de la fuerte crisis económica que acaeció en 1907. Una crisis, no muy conocida, que arrancó en California el 18 de abril de 1906 coincidiendo con el terrible terremoto que sufrió la ciudad de San Francisco. Un temblor de 8,2 en la escala de Richter que costó al erario norteamericano el 1,5% de su PIB. Con esta desgracia, la caída de Wall Street no se hizo esperar: la Bolsa perdió un 25% de su valor en lo que se dio en llamar el crac silencioso. Como tantas veces, aparte del descalabro en vidas y haciendas, había más: al desastre se unió la especulación financiera sobre un problema que estaba aparentemente dormido: los equilibrios —o desequilibrios— monetarios entre Inglaterra y Estados Unidos causados por el patrón oro. El banco de Inglaterra, centro mundial financiero entonces, había perdido en pocos meses, durante 1907, un 14% de sus reservas de oro, que se habían trasladado directamente a Estados Unidos. Lo que forzó a los ingleses a poner en marcha una ley que impidiera a las empresas norteamericanas poner en marcha emisiones de obligaciones y bonos en el mercado financiero inglés. Ya que con este procedimiento repatriaban oro a su país de origen. La consecuencia de la ley no se hizo esperar: los Estados Unidos perdieron un 10% de sus reservas de oro y desapareció el crédito. Los actores bancarios, estaban divididos en aquel entonces en cuatro categorías: bancos federales, bancos estatales, bancos

privados (Morgan, Kuhn Loeb, etc.) y los Trusts. Siendo estos últimos unos bancos no regulados que remuneraban mejor los depósitos por medio de operaciones a corto. Esquema muy similar a lo que hoy en día hacen los hedge funds. Será entonces Júpiter quien resolverá el problema económico levantando importantes préstamos de otros banqueros estadounidenses para salvar Wall Street. Todo ello, en un momento en el que el PIB estadounidense se había desplomado un 11% entre mediados de 1907 y mediados de 1908, a lo que se sumaron un aumento del desempleo, que varió en el período del 4% al 8%, y una caída del 37% del índice Dow Jones. Una situación similar a la actual crisis en la que han sido precisas importantes inyecciones de capital para salvar el sistema financiero en Estados Unidos. Con la diferencia de que entonces se trató de préstamos privados y hoy lo han sido públicos; un hecho que al final se ha traducido en mayores cargas impositivas a los ciudadanos. Morgan no era en realidad un banco enorme, aunque mantenía muy importantes nexos con grandes empresas industriales. De manera que la interconexión y cruces entre los consejos de administración de unas y otras con el propio banco le proporcionaba una situación de privilegio, aparte de múltiples oportunidades de negocio adicional y, desde luego, mucho poder. Pero no solo eso. La banca Morgan, debido a sus otros lazos con diferentes bancos comerciales, era capaz de financiar emisiones de títulos y valores manteniendo pocas reservas de capital. ¿Cuál era el mecanismo? Volvamos a la enorme U.S. Steel. Si esta firma quería emitir obligaciones de la empresa y ponerlas en el mercado financiero, bastaba con que la banca Morgan las comprara y, a su vez, las financiara mediante préstamos solicitados a otros bancos comerciales que estaban en su órbita, digamos, por ejemplo, el First National Bank. De manera que U.S. Steel podía ir tomando el dinero de tales bancos a medida que lo necesitara. Todo un esquema en red que mezclaba operaciones empresariales y bancarias al tiempo. Una suerte de keiretsu japonés —o de Rumasa, por aludir al caso español— a la americana, donde bancos y empresas se entrelazaban financieramente para eludir las exigencias solicitadas a la banca comercial. En realidad, la Glass-Steagall Act en origen no iba realmente en contra de que los depósitos bancarios se usaran para productos financieros de mayor riesgo, sino que se dirigía a prohibir las interconexiones entre los diferentes consejos de administración de bancos y empresas. Una situación que penalizó, en un principio, por igual a los Rockefeller

y a los Morgan, pero fue mucho más grave para los segundos debido a su forma de operar y el menor tamaño de su banco respecto de los primeros. Un hecho que levanta dudas sobre la bondad de ciertas leyes que vienen, en ocasiones, influidas por lobbies económicos que tratan de proteger sus intereses. Circunstancia que se da también en la actualidad en aquellos negocios donde el poder económico se cruza con el poder político en una malsana cohabitación. En época del presidente Kennedy, en 1963, se abrió la mano para que los bancos comerciales pudieran ofrecer cuentas bancarias «combinadas» que, además de los depósitos corrientes, tuvieran otros tipos de productos financieros. El argumento venía de la necesidad de mejorar la posición de los bancos nacionales, ya que la banca comercial no llegaba entonces al 40% del volumen total, quedando el resto en manos de los bancos de inversión. Bill Clinton acabó definitivamente con esta ley. Ya no tenía sentido, según sus propias palabras en la revista Newsweek de noviembre de 1999: «Es cierto que la ley Glass-Seagall no es ya apropiada para la economía en la que vivimos. Fue muy útil para la economía industrial, que estaba altamente organizada, mucho más centralizada y mucho más nacionalizada que la que manejamos hoy. El mundo hoy es muy diferente».

La debacle de las cajas de ahorro españolas Volvamos a las cajas de ahorro españolas. Unas instituciones creadas en tiempos de la reina Isabel II con el objetivo de ofrecer tipos de interés reducidos, si bien asegurando una alta seguridad a los depósitos de los clientes, para lo que unían su carácter local y su obra social. Sin embargo, con la vuelta de la democracia en España, en 1977, se decidió ir abriendo sus actividades fuera de sus zonas de influencia hasta su total liberalización después de la entrada de España en el Mercado Común Europeo. El éxito de la expansión no se hizo esperar, y el país se llenó por doquier de oficinas de cajas originarias de cualquier parte del territorio. Así llegaron a hacerse con el 50% del negocio bancario español. Sin embargo, la dependencia del poder político local y la ausencia de controles, unida a la expansión desbocada del crédito a partir de 2005, hicieron estas entidades mucho más

vulnerables de lo que pensaban sus gestores. Con la circunstancia añadida de que adquirieron la mayor parte del peso crediticio del sector inmobiliario, pasando del 21% en 2002, al 41,8% en 2007, muy por encima de los créditos otorgados por la banca privada. Los créditos dudosos, al estilo de las hipotecas subprime, crecieron desproporcionadamente entre 2007 y 2008, años del comienzo de la crisis: un 326% en las cajas, respecto de los bancos que habían crecido en este sentido el 265%, o de otras entidades de crédito que lo hicieron en un 184%. Su posterior reconversión en bancos no resolvió la situación, como tampoco lo hicieron las fusiones forzadas. Todo el sistema cayó fruto de la incompetencia y la politización de estas entidades que, hoy, ya han perdido prácticamente su función primera de ser instrumentos de apoyo social. Una enorme pérdida, sin ninguna duda. Caso paradigmático fue el de la nueva entidad Bankia formada por la integración de caja Madrid, Bancaja y otras cinco pequeñas entidades: Caixa Laietana, caja Canarias, caja Rioja, caja Ávila y caja Segovia. Un nuevo banco casi nacionalizado desde su fundación, al recibir unos 4.500 millones de euros del recién creado FROB (Fondo de Reestructuración Ordenada Bancaria). Cuarto banco del país por cuota de mercado, con 10 millones de clientes y casi 340.000 millones de euros en activos a mediados de 2012, cuya caída se consideraba que podía arrastrar a todo el sistema financiero español. Pero la debacle no solo alcanzó a Bankia, ahí estuvieron la primera caja en caer, caja de Castilla-La Mancha (CCM), integrada, a la fecha que esto se escribe, en Liberbak, que requirió más de 7.000 millones de euros del Estado; Novacaixagalicia (Caixanova y Caixa Galicia); Caja Sur, hoy en BBK Bank; la CAM (Caja de Ahorros del Mediterráneo), intervenida en julio de 2011; o Catalunya Caixa, que recibió una inyección de 1.718 millones de euros del FROB. Entidades financieras mal gestionadas, con frecuentes ocultaciones contables, y muchas veces pozos de múltiples corruptelas, donde los gestores salientes se adjudicaron indemnizaciones multimillonarias, algunas de las cuales están sujetas a procedimientos judiciales hoy. ¿Dónde estaba el origen de esta debacle? Para ser ecuánimes conviene decir que los problemas de la caída de las cajas tienen una primera causa de carácter económico: la entrada de España en el euro hizo que estas entidades pasaran de ser prestadoras en el mercado interbancario a tomadoras de ahorro en el mercado europeo. Unas entidades que al no ser sociedades anónimas, no podían dotarse de capital. En consecuencia, las

fluctuaciones de los mercados financieros, unidas a la crisis y a la imposibilidad de recapitalizarse, iniciaron el desastre. Un desastre que la emisión de títulos preferentes o cuotas participativas, no fueron sino paños calientes que, al final, aumentaron los problemas. Y ante esta situación, la ceguera e incapacidad profesional de los gestores, en muchas ocasiones piezas singulares del poder político local, sin ningún tipo de control real sobre la gestión, y con un gobierno corporativo lleno de influencias, las llevó a crecer sin medida. Un crecimiento que promovió, además, la financiación de aventuras empresariales impulsadas políticamente, pero sin ningún futuro. Todo lo contrario a lo que hubiera recomendado la prudencia empresarial más elemental. El resultado es bien conocido. Por un lado, la definitiva desaparición de las funciones tradicionales que les dieron vida. Entre otras, la contribución para aumentar la capilaridad del sistema financiero, la cohesión territorial y la lucha contra la exclusión económica. Y por otro, el descalabro de todo el sistema financiero español que ha necesitado un severo ajuste, y cuyos efectos se han trasladado a la economía real, siendo causa principal de la masiva destrucción de pequeñas empresas, del aumento sin parangón del desempleo, del singular incremento de impuestos, de recortes sociales y de la crisis económica tan pronunciada que aún se vive. Una sorprendente situación donde los supuestos causantes del desastre han quedado eximidos —salvo casos muy particulares— de cualquier responsabilidad. Una curiosa situación donde malos gestores se han ido sin problemas, y donde los ciudadanos han tenido que cubrir las pérdidas con mayores impuestos. Algo no tan inédito según parece: lo mismo sucedió en Estados Unidos con alguna de las entidades financieras rescatadas, donde gestores sin demasiados escrúpulos se adjudicaron antes de salir sumas escandalosas en concepto de éxito por su gestión. Tal fue el caso de AIG (American International Group) que, en 2008, recibió casi 200.000 millones de fondos públicos para evitar la quiebra, mientras sus ejecutivos cobraron unos 450 millones de dólares en concepto de bonus. Algo que va más allá del descaro. Se trata de una demostración, sin ningún pudor, de la codicia.

El juego del interbancario Los bancos para mantener su actividad no solo gestionan los depósitos de sus clientes,

sino que se otorgan préstamos unos a otros. Es lo que se llama mercado interbancario. Este mercado tiene un doble papel. Por un lado, sirve a los bancos centrales para intervenir fijando las tasas de interés, y por otro, cuando funciona correctamente, provee al sistema económico de la liquidez necesaria, dotando a empresas y particulares del crédito que precisan para cumplir con sus obligaciones financieras. Un mercado interbancario ágil y robusto es la garantía de una economía saludable, ya que facilita el consumo y promueve el crecimiento empresarial. La crisis financiera actual ha puesto, sin embargo, en primera persona la fragilidad del sistema financiero y la debilidad de este mercado que, hoy, está prácticamente bloqueado: no hay liquidez en el sistema. Y esto ha llevado a la discusión que tiene esta situación sobre la economía. Unos diciendo que se trata de un hecho muy negativo, y otros pensando de manera contraria: que la falta de liquidez ayuda a salir de la crisis. Los primeros argumentan que la imposibilidad de encontrar crédito destroza algunos mercados considerados esenciales, por ejemplo el inmobiliario, ya que los precios se hunden. A lo que añaden la circunstancia de que la falta de crédito paraliza a las empresas y es causa del aumento del paro. Siguiendo este criterio la Reserva Federal americana reaccionó en octubre 2008 comprando facturas comerciales a 90 días por valor de 150.000 millones de dólares, a la vez que lanzó un programa de compras de bonos hipotecarios ese mismo año que alcanzó 1,25 billones de dólares. Los hay, como hemos dicho, que piensan distinto; pues argumentan que financiar la liquidez del sistema financiero aumenta la volatilidad y el riesgo. Y es aquí donde entra el precio de los préstamos, es decir, las tasas de interés y el papel de los bancos centrales que son, en definitiva, los que fijan el nivel de los intereses. Actualmente hay dos mercados interbancarios principales: el líbor (London Interbank Offered Rate) y el euríbor (Euro Interbank Offered Rate), que se ocupa de fijar los intereses en la Eurozona. El primero se fija diariamente en Londres según el criterio de un pool de importantes bancos, y es usado como referencia en 10 divisas distintas: dólar australiano, dólar neozelandés, libra esterlina, dólar canadiense, dólar americano, euro (solo para ciertos contratos), corona danesa, yen y franco suizo. En el euro, por su parte, participa un panel de 44 bancos, algunos de ellos no europeos, como el USB de Luxemburgo, el Citibank, el Bank of Tokio Mitsubishi y el J.P. Morgan Bank. El euríbor solo es referencia

para operaciones en euros. El euríbor comenzó el 30 de diciembre de 1998, mientras que el líbor lo hizo 12 años antes, el primero de enero de 1986. Una multitud de productos financieros, desde hipotecas a préstamos personales, pasando por sofisticados productos estructurados, bonos, obligaciones, etc., tienen ambas referencias como tipos de interés, sobre los que los bancos u otras entidades financieras «cargan» sus comisiones. Así, se puede hablar de una hipoteca a interés variable de euríbor más 3%. Por dar un dato, el 29 de agosto de 2012, el euríbor mantenía las siguientes tasas de interés: 0,092 para préstamos a una semana, 0,122 para un mes, 0,288 para tres meses, 0,549 para seis meses y 0,819 a un año. A estos valores hay que añadir las comisiones de intermediación tal como se ha dicho. Todo parece perfectamente normal: un mercado financiero que opera según unas reglas marcadas por una multitud de agentes y con la supervisión de los bancos centrales. ¿Y donde esta el fraude? ¿Dónde está aquí el nuevo caso de inmoralidad? La noticia saltó en julio de 2012 cuando David Green, director de la SFO (Serious Fraud Office) inglesa, acusó de manipulación del líbor al Barclays Bank, que fue multado por la Financial Services Authority (FSA) con 420 millones de dólares. Se había demostrado que el banco había alterado el valor oficial del líbor entre 2005 y 2009. Una «pequeña» penalización a un enorme banco, pues entre la FSA y el Tesoro británico no fueron capaces de desentrañar toda la dimensión del fraude. Un mercado —el asociado al líbor—que alcanza la enorme cifra de 350 billones de dólares en todo tipo de productos: derivados, hipotecas, préstamos personales, etc. Todo ello, cuando el líbor se fija entre 18 bancos enmarcados en la British Banker’s Association, que es quien publica la cotización diaria del líbor. bancos que, a su vez, constituyen una poderosa red financiera de operaciones globales. El caso del Barclays alcanzó a su consejero delegado, Robert Diamond, y a su presidente, Marcus Agius, que dimitieron de sus puestos. Eso sí, alegando que ellos eran incapaces de haber manipulado el valor del líbor. Un fraude que podría llegar a los 35.000 millones de dólares en multas una vez que toda la dimensión del escándalo se aclare. Nadie, sin embargo, será capaz de compensar a los miles de personas que pagaron intereses más elevados por sus créditos. En definitiva, un nuevo caso de fraude por parte de unos e incompetencia en la vigilancia por parte de otros.

Greenspan y los tipos de interés Como se ha dicho, los tipos de interés son un elemento clave de la política monetaria. Lo son en nuestro tiempo y lo fueron en el transcurso de la historia. A este respecto, un interesante libro de Sidney Homer y Richard Sylla —A History of Interest Rates— da noticia de esta relevancia y de su aparente relación con las fluctuaciones del progreso humano, incluidas las guerras y el alza y caída de las civilizaciones: «En los gráficos y tablas de los tipos de interés sobre períodos largos de tiempo, los estudiantes de historia pueden ver el espejo del auge y caída de las naciones y civilizaciones, las dificultades y tragedias de la guerra, y los placeres y abusos de la paz. Con ellos se pueden rastrear las fluctuaciones y los progresos en el conocimiento y la tecnología, los éxitos y fracasos de las formas políticas, y la larga e inacabable lucha por la democracia contra los tiranos y las élites». Y es que los tipos de interés nacen de la demanda de crédito que necesitan aquellas personas y empresas que no son capaces de cubrir sus expectativas con sus solos medios. Aunque los intereses, cuando se juntan con la usura, llegan a constituir una excesiva dependencia del deudor hacia el prestamista, cuando no de esclavitud. Piénsese en lo que sucedía en las cerradas economías de la Edad Media, por ejemplo, cuando los más pobres tenían que soportar intereses superiores al 100%, como fue el caso de la Inglaterra del siglo XII. La crisis financiera actual puso de actualidad el nexo que existe entre la política monetaria y el riesgo que son capaces de asumir los intermediarios financieros. Otra consecuencia de la globalización de los mercados: cuando las tasas de interés son bajas, los inversores encuentran incentivos para invertir en activos de alto riesgo: ahí hay mucho dinero a ganar. Lo que da alas a la creación de nuevos y creativos instrumentos financieros. Así nacieron los repos (de la expresión inglesa: Repurchase Sale Agreement). Un ejemplo muy extendido entre los bancos, que se prestan entre sí contra la donación de productos financieros como garantía, más el pago de un interés durante el tiempo de duración del préstamo. ¿Cómo funcionan? Supongamos que el banco A necesita liquidez. Y, a su vez, tiene en su cartera, por ejemplo, bonos del Estado. La operación sería pedirle al banco B el

dinero que precisa dejando esos bonos como garantía, además de pagarle un interés (el precio repo) durante el tiempo del préstamo. Préstamos a muy corto plazo, con frecuencia de un día de duración, bajo contratos OTC. El producto financiero que se deja en garantía (letras o bonos del Estado, por ejemplo) es el colateral de la operación financiera. ¿Y dónde queda Alan Greenspan en todo este contexto? Greenspan fue durante 17 años el presidente de la FED, la Reserva Federal americana, o más concretamente, el presidente del Consejo de Gobernadores del Sistema de la Reserva Federal, como se denomina oficialmente este organismo. Se mantuvo con cuatro presidentes, tres republicanos y un demócrata: Ronald Reagan, George H. W. Bush, Bill Clinton y George W. Bush, desde agosto de 1987 hasta el final de enero de 2006. Fue, por tanto, en su función de presidente de la FED, una persona clave en la marcha de la economía mundial. Descendiente de emigrantes judíos, Alan Greenspan creció en Nueva York y vivió en la isla de Manhattan. Así lo relata en sus memorias, The Age of Turbulence, Adventures in a New World, escritas en 2007: «Si usted se desplaza a la cara oeste de Manhattan y toma el metro en dirección norte, pasará por Times Square, Central Park, y Harlem, llegando al barrio donde crecí. Washington Heights está casi en el extremo opuesto de la isla visto desde Wall Street —no lejos de la pradera donde se dice que Peter Minuit había comprado Manhattan a los indios por 24 dólares (existe aún hoy una piedra conmemorativa en ese lugar)». Continuando al hablar de su familia, «Ambas ramas de mi familia, los Greenspans y los Goldsmiths, llegaron con el cambio de siglo, los Greenspans desde Rumanía y los Goldsmiths desde Hungría. La mayoría de las familias del vecindario, incluida la nuestra, eran de clase media baja —a diferencia de las judías absolutamente pobres de la Lower East Side». The Age of Turbulence es también una interesante historia de la segunda mitad del siglo XX y su paso al XXI. O, mejor, según sus palabras: «The Age of Turbulence es mi propio intento para comprender la naturaleza de este nuevo

mundo: cómo hemos llegado hasta aquí, lo que estamos viviendo, y lo que aparece en el horizonte, para lo bueno y para lo malo. En lo posible, transmitiré cómo lo veo en el contexto de mis propias experiencias. Hago esto por un sentido de responsabilidad a los hechos históricos, de manera que los lectores puedan tener el conocimiento de cómo he llegado hasta aquí». Y aquí, en su propia historia, se puede ver al Alan Greenspan más real: el economista que no quería serlo por alcanzar fama como clarinetista de jazz a lo Benny Goodman; el economista e incipiente político republicano, atraído por la personalidad de Ronald Reagan; para convertirse finalmente en el afamado político-economista, frustrado en lo personal, por no haber terminado la tesis doctoral en su juventud, para realizarla posteriormente y obtener finalmente el grado de «Doctor en Filosofía» en la Universidad de Nueva York en 1977 a los 51 años. Una tesis «perdida», ya que fue retirada de la universidad a petición del propio Greenspan cuando accedió a presidente de la FED. Una persona, sin embargo, brillante, que condujo la maquinaria económica americana con bastante acierto, aunque no supiera ver que alguna de sus medidas desembocarían en la crisis de 2008. Así, en octubre de 2008, durante su comparecencia delante del Comité de Supervisión y Reforma del Gobierno americano, el más importante órgano de control de la Cámara de Representantes, no consideró en absoluto el impacto que los bajos tipos de interés habían supuesto en la crisis, sino que apuntó hacia el conocido problema de las hipotecas subprime: «¿Qué fue lo que estuvo errado en las políticas económicas que fueron tan eficaces durante casi cuatro décadas? El desajuste más aparente ha estado en la titulización de hipotecas. Es realmente evidente que sin el exceso de demanda por parte de los emisores de estos títulos, la creación de hipotecas subprime (sin duda ninguna la causa original de la crisis) habría sido considerablemente menor y las quiebras, en consecuencia, mucho más pequeñas. Sin embargo, las hipotecas subprime agrupadas y vendidas como títulos se convirtieron en el sujeto de la explosión de demanda de muchos inversores alrededor del mundo». Concluyendo, que:

«Debe haber cambios regulatorios adicionales para que esta descomposición del pilar central de la competencia en los mercados vuelva a su estabilidad, especialmente en las áreas de fraude, liquidaciones, y titulización. Es importante recordar, sin embargo, que cualquier cambio regulatorio que se lleve a cabo será mucho menor en comparación con los cambios ya evidentes de los mercados actuales. Los mercados, durante un futuro aún sin definir, serán mucho más restrictivos que cualquier nuevo régimen regulatorio que hoy se pueda contemplar». Con lo anterior parece que Greenspan viene a concluir que la regulación nada podrá ante el comportamiento de los mercados, que ya han reaccionado y en el futuro serán mucho más conservadores. Sin embargo, deja caer algo que ciertamente es una de las fuentes primeras del desastre: el fraude. Pues, como ya hemos visto en estas páginas, este ha sido el caldo de cultivo donde se ha asentado la crisis. Y además, las liquidaciones, es decir el afán de enriquecimiento de los intermediarios en sus abusivas tarifas. Además del problema de los mil y un instrumentos financieros que se vendieron, y aún se venden, escapando al control regulatorio, siempre detrás de la incesante creatividad financiera al hilo, muchas veces, de una codicia desmedida. Pero aún hay que añadir algo más: la política de bajos tipos de interés lanzada por Greenspan como respuesta al colapso de la burbuja tecnológica —la crisis de las puntocom— a inicios de este siglo, tuvo el efecto de inyectar una enorme liquidez a todo el sistema monetario, lo que llevó a los inversores a buscar operaciones con productos financieros de mayor riesgo. Y en este contexto, los intermediarios financieros trataron de enriquecerse mediante sofisticados productos, de un lado, y préstamos masivos a familias y empresas de dudosa solvencia, por otro. Lo que, como hemos visto, alimentó la burbuja inmobiliaria cuya explosión trajo las consecuencias que ya conocemos. Pero aún hubo más: la moda se extendió a Europa y, ante el crédito barato y masivo, grandes empresas entraron también en el juego, poniendo en marcha compras por doquier usando el fácil crédito bancario. De esta manera, por ejemplo, conocidas empresas constructoras españolas adquirieron importantes paquetes de acciones de grandes sociedades energéticas: unas para realizar operaciones puramente especulativas, y otras con un afán cercano a la megalomanía. Algunas están aún pagando las consecuencias y, con ello, el sistema financiero en su conjunto.

Antes de acabar este capítulo, conviene decir que, al final, Alan Greenspan, ya en su nueva ocupación como presidente de Greenspan Associates, y en el contexto de un extenso artículo que escribió sobre la crisis en la Brookings Institution bajo el título de The Crisis en marzo de 2010, dejó entrever el problema que encerraban los tipos de interés, eludiendo, eso sí, el importante papel que él mismo tuvo, llevándolo a un problema global de las economías desarrolladas que trataron con esa medida de estimular de nuevo la economía: «Con la caída de la inversión en todas partes del mundo para tomar el relevo —a la crisis del 2000 —, el resultado fue una caída generalizada en los tipos de interés globales a largo plazo entre 2000 y 2005, tanto nominales como reales». Añadiendo que: «Por supuesto, si se trataba de un intencionado exceso de ahorro o de un retraimiento en las intenciones de inversión, la conclusión es la misma: las tasas de interés reales a largo plazo se hundieron». Es decir, no solo fueron las subprime y los intermediarios financieros, también los reguladores y, en este caso Greenspan y la FED por él dirigida, tuvieron su muy importante cuota parte.

Financiación del Estado y prima de riesgo Para financiar sus necesidades, un Gobierno puede recurrir a seis soluciones: imponer impuestos, «crear» dinero, constituir empresas, privatizar servicios públicos, emitir deuda o pedir prestado. Estando las dos últimas conectadas de alguna manera, ya que los préstamos se conceden contra emisiones de bonos del Estado con unas condiciones de vencimiento. Es decir, poniendo deuda estatal en circulación con garantías e intereses atractivos. Hoy en día, sin embargo, la mayor parte de la financiación de los Estados proviene de los impuestos. Un método tan antiguo como la civilización misma. Impuestos que, según

sugería Adam Smith en La riqueza de las naciones, deberían contemplar cuatro características: no ser arbitrarios, poder ser asumidos por los contribuyentes, ajustarse en proporción a las propiedades que posean los contribuyentes, y tener el suficiente sentido económico para poder ser bien administrados. Smith pensaba además que los impuestos tenían que ser la única fuente de ingresos del Estado, y que este no debía poseer propiedades. Lógicamente, no todos los economistas posteriores a Adam Smith pensaron de igual manera. León Walras fue un prominente economista francés del siglo XIX, el primero en utilizar las matemáticas como medio de convertir la economía política en una «verdadera ciencia». Walras dividía esta disciplina en tres secciones diferentes: la economía política pura, donde se estudian las leyes naturales del valor de intercambio y la teoría de la riqueza social; la economía política aplicada, dirigida al estudio de la producción y de la creación de riqueza, donde intervienen la agricultura, la industria, el comercio, el crédito, etc.; y, finalmente, la economía social, que centra su análisis en los impuestos y el reparto de la riqueza. Y es en este último campo donde Walras no comparte la idea de cargar con impuestos a los ciudadanos, ya que considera que no hay que privar a los individuos de lo que les pertenece; y para ello propone otro mecanismo de financiación que se refiere a la compra de las tierras por parte del Estado, cuyas rentas le proporcionará los ingresos necesarios para su mantenimiento. Esta fórmula, según entiende Walras, es un medio más justo, ya que a través del Estado todos son propietarios y no únicamente los terratenientes. Tampoco compartía la progresividad de los impuestos el famoso economista de la Escuela de Viena —al que volveremos más tarde— Friedrcih von Hayek, que pensaba que un sistema fiscal progresivo, es decir, aquel que impone mayores impuestos a los que más ganan, tiene efectos perversos. Lo que sostiene en su obra Los fundamentos de la libertad, con la siguiente apreciación: «El empleo que se haga de un recurso dado depende de la remuneración neta de los servicios para los que se haya utilizado. Y si se desea que los recursos se empleen eficazmente, es importante que las remuneraciones relativas de los servicios particulares, según determinan los mercados, no sean modificadas por ningún impuesto. Un impuesto progresivo suscita este tipo de modificación, haciendo

que la remuneración neta de un servicio dado dependa de otras ganancias del contribuyente». Añadiendo que: «No únicamente los servicios que, sujetos a un impuesto, reciben la misma remuneración pueden proporcionar distintos beneficios, sino cualquiera que reciba por un servicio dado un pago elevado puede, en definitiva, encontrarse con menos dinero que otro que haya recibido un pago menor». Hayek se pronuncia por un sistema de proporcionalidad impositiva, es decir, sobre la imposición de un tipo único, cualesquiera que sean los ingresos de los individuos. Pues este tipo de mecanismo tiene un efecto neutro: no se modifica por los ingresos relativos de cada actividad y, por tanto, no influye en la libre circulación de los recursos económicos. Una forma de pensar que entra de lleno en las controversias económicas actuales: aquellos que, como Hayek, piensan que el Estado debe intervenir lo menos posible en la economía, y los otros que, siguiendo a Keynes, apuestan por casi todo lo contrario. Un choque de trenes que, tanto en Europa como en Estados Unidos, confronta dos maneras muy opuestas de entender el hecho económico. Lo que conecta de nuevo con la forma en que un Estado debe financiarse y hasta dónde debe llegar esa financiación. ¿Y qué debe financiar un Estado? Un Estado moderno distribuye sus gastos en varias partidas. Unas tienen que ver con el volumen de servicios sociales que asume, lo que podríamos asociar al mantenimiento del Estado de bienestar (pensiones, desempleo, educación, sanidad, etc.), y otras con las necesidades básicas para su sostenimiento. Estas segundas se dividen en: servicios públicos básicos (justicia, defensa, seguridad, política exterior, etc.), actuaciones económicas del Estado (comercio y turismo, infraestructuras, industria y energía, agricultura y pesca, transporte, etc.) y gastos, digamos, generales y de administración, como la gestión tributaria, otros servicios generales, además del pago de intereses correspondiente a la deuda pública emitida. La búsqueda de recursos económicos mediante la emisión de deuda está íntimamente conectada con los tipos de interés que el Estado deberá asumir. La deuda pública, ya sea estatal o de cualquier otra Administración (ayuntamientos, regiones, etc.) se pone en el mercado y son los inversores los que deciden su compra. Una circunstancia que en la economía global tiene un cierto efecto perverso: los intereses a pagar, aunque trate de

fijarlos quien emite la deuda, será al final el mercado el que los regule en una suerte de subasta que da pie a la especulación y a la usura: cuanto más débil y necesitado está un Estado de fondos, mayores intereses deberá pagar a sus prestamistas. Y es en este contexto donde aparece lo que se entiende como prima de riesgo. Que resulta ser el diferencial en forma de tipo de interés que debe pagar un país respecto de otro que se considera como seguro a la hora de comprar sus emisiones de deuda. Emisiones cuyo pago, aparte del capital que se contrate, depende de los intereses que ofrece el país emisor de los bonos. El plazo de vencimiento, normalmente 5, 10 o más años, y ese diferencial, es la prima de riesgo que determinan los mercados. Es decir si, por ejemplo, España, tiene una prima de riesgo de 420 puntos básicos sobre un bono a 10 años, significa que deberá pagar un 4,2% adicional al interés del bono alemán que constituye su referencia. Con lo que si este último cotiza a 1,4%, el bono español deberá pagar un 5,6%. Una circunstancia sorprendente a primera vista, ya que si la inflación alemana es el 2%, en realidad, los compradores de deuda alemana están pagando un «premio» del 0,6% por esa compra, es decir, la diferencia entre ese 2% de inflación y el 1,4% que recibirán de interés. ¿Y cómo es eso? En realidad están comprando la seguridad de tener su dinero en una caja sin riesgo. Más aun, cuando se mira el valor del bono alemán referenciado al americano, y se comprueba que la prima de riesgo alemana es negativa, resulta evidente que los bonos emitidos por el Tesoro americano pagan más interés que los alemanes. ¿Y qué influye en tales valores? Entran aquí los analistas financieros y muy determinantemente las agencias de rating de las que hablamos en el Capítulo 2. Ya que la calificación que hacen de un país establece el riesgo que tiene ese país, con la recomendación de invertir, no invertir o ser prudente. Riesgos que se determinan según una escala en A, B, C y D, que, a su vez, se subdivide para definir si la inversión es recomendable, no recomendable por ser especulativa o muy especulativa o, definitivamente, se trata de un país en quiebra. En octubre de 2012, España fue situada por la agencia Moody’s en el nivel Baa3, calificado como grado medio bajo, un escalón superior al Ba1 que se marca ya como especulativo y tiene la recomendación de no invertir. Una situación que hace referencia a los problemas económicos del país, provenientes de la situación extremadamente elevada de su deuda (privada y pública), del estancamiento de su economía (decrecimiento de su

PIB) y de otras complejidades que afectaban en ese momento a su política interna. Por ello, Moody’s en este caso alertaba a los mercados, es decir a los inversores institucionales que buscan minimizar sus riesgos (fondos de pensiones, universidades, etc.) ante los riesgos de invertir en bonos del Estado español. Los especuladores, sin embargo, actúan de forma distinta. Encuentran en el riesgo la base de sus ganancias, sobre todo cuando invierten a corto. ¿Y cómo se llegó a esta situación? ¿Qué sucedió para que después de casi 20 años algunas economías de la Eurozona, en concreto, Grecia, Irlanda, Italia, Portugal y España, cayeran de manera tan abrupta? Hasta el primer trimestre de 2008, aproximadamente, todos los países de la Eurozona estaban al mismo nivel que Alemania. Es decir, daba lo mismo comprar deuda española o griega que alemana. En septiembre de 2008, sin embargo, se produjo el colapso de Lehman Brothers, y a partir de ahí, desde noviembre de 2008 en adelante, saltó el caso griego, cuyo bono alcanzó los 300 puntos en febrero de 2009, para dispararse hasta los 700 en mayo de 2010, y entrar en quiebra poco después. A ello, casi en el mismo momento se sumó el caso irlandés, y luego Portugal, y luego España e Italia, con los tira y afloja entre el Banco Central Europeo y Alemania, de un lado, y de otro, los países ya mencionados, los PIIGS, según dio en llamar algún medio inglés interesado en llevar los problemas fuera de su territorio. Con ello, el euro parecía romperse, y a su caída la Unión Monetaria que, hoy aún, está de alguna manera en entredicho. ¿Fue un cambio de ciclo, como se suele decir? El hecho es que el Titanic europeo sufrió varias vías de agua de las que todavía no se ha repuesto.

CAPÍTULO 5

Vías de agua en el Titanic europeo A finales de abril de 2006 fallecía a los 97 años John Kenneth Galbraith, un relevante economista nacido en Canadá a principios del siglo XX; y desde la obtención de su grado de Doctor en la Universidad de California Berkeley en economía agrícola, una influyente personalidad de la vida pública americana. Quizás esto le venía de sus padres: él, granjero y maestro de escuela, y ella, una activista política. De su paso por la Universidad de Cambridge en Inglaterra, le quedaron a Galbraith fuertes influencias keynesianas. De nacionalidad americana desde 1937, fue embajador en la India bajo el mandato de Kennedy entre 1961 y 1963. En 1958 había escrito una de sus más interesantes obras: La sociedad opulenta. Se refería en el libro a la sociedad norteamericana, sin embargo, muchas de sus ideas son aplicables al descalabro de la Europa actual del euro, sobre todo cuando asegura que: «Sin lugar a dudas, la riqueza constituye un implacable enemigo de la inteligencia».

Ciclos y crisis económicas En 2004, Galbraith escribió otro interesante libro de pocas páginas y de sugerente título: La economía del fraude inocente, con el subtítulo: La verdad de nuestro tiempo, donde, entre otros temas, abordaba de forma sucinta el mundo de las finanzas. Un lugar donde los fraudes dejan, en demasiadas ocasiones, de ser inocentes. Así lo expresa el autor: «El fraude tiene como punto de partida un hecho determinante y absolutamente evidente que, no obstante, es casi siempre pasado por alto: el comportamiento futuro de la economía; el paso de los

buenos tiempos a la recesión o la depresión y viceversa, es imposible de predecir con exactitud. Existen predicciones de sobra, pero no un conocimiento firme y seguro. Todo depende de una combinación variada de acciones gubernamentales sobre las que no existe certeza y de decisiones corporativas e individuales que desconocemos; y cuando se trata del mundo en general, de la paz y de la guerra». Las crisis económicas, como los conflictos políticos o sociales, no vienen porque sí, si bien son muchas veces impredecibles como indica Galbraith. Siempre hay algo que los alimenta. Y en demasiadas ocasiones, el origen se encuentra en el decaimiento moral de la sociedad, en la pérdida de valores y los abusos que vienen de su mano, sin olvidar en este contexto las acciones gubernamentales como subraya este economista. Así lo expresaba también, por ejemplo, Maurice Niveau, profesor de Economía y director del Gabinete del Ministro de Educación en tiempos del presidente Valéry Giscard d'Estaing, en su obra Historia de los hechos económicos contemporáneos: «No es necesario ser marxista para trazar el cuadro de los sufrimientos que el pueblo tuvo que soportar en las primeras fases de la industrialización capitalista. El evocar la miseria obrera a finales del siglo XVIII y a principios del XIX —o incluso más tarde— se ha convertido en un lugar común. Sin embargo, el investigador no deduce siempre las mismas conclusiones ni ve los mismos síntomas, según cuales sean sus preferencias doctrinales. El peor peligro para la mente, y el peor riesgo para la comprensión de la sociedad contemporánea, serían querer excusar retrospectivamente los abusos de un capitalismo que se ha bautizado como “liberal”». Y es que, de manera permanente, al lado de las sociedades opulentas, o incluso en su seno, se desarrollan injusticias que siempre ocasionan perjuicios más o menos profundos. Injusticias que se hacen más patentes en tiempos de crisis. Nada tiene que ver nuestra época, sin embargo, con otras situaciones anteriores, aunque siempre existan similitudes en la historia humana. La Revolución Industrial fue el caldo de cultivo del capitalismo. La acumulación de capital produjo importantes transformaciones sociales y políticas. Con sus vaivenes, se puede comprobar que la riqueza global no ha dejado de aumentar desde entonces: siempre medida en términos totales, ya que continúan importantes desajustes sociales en el mundo. Y así llegamos al siglo XXI, donde existe una

profunda crisis del modelo económico occidental y, muy particularmente, del europeo. En lo económico, durante el siglo XIX, se produjeron no menos de 10 crisis. Más o menos cada 10 años. Y en la primera parte del siglo XX, concluyendo con el crac del 29, hubo cuatro: 1900, 1907, 1920, 1929, cada una con sus características y con la Primera Guerra Mundial en medio. Son los ciclos que determinó Clement Juglar, un teórico de la materia. Otros, sin embargo, argumentaron la existencia de ciclos con menor periodicidad. Así lo hizo Joseph Kitchin, por ejemplo, que trató de demostrar la existencia de ciclos cortos con una duración de 40 meses; y otros, especialmente Nicolai Kondratiev, situaron los ciclos cada 50 años más o menos, siempre coincidiendo con importantes cambios industriales o tecnológicos, ya fuera por la aparición de la máquina de vapor, el ferrocarril o la explosión en el uso de la electricidad. Esto le llevó a establecer la siguiente serie: el ciclo de 1790 a 1845, el que iba de 1848 a1896, y el que, comenzando en 1896, terminaría en 1945 coincidente con el final de la Segunda Guerra Mundial. Kondratiev, sin embargo, no vería el final de este último, pues había fallecido en septiembre de 1938 con tan solo 46 años. Juglar era médico y no economista. Había nacido en París en 1819 y allí murió en 1905. La medicina le llevó a considerar algunos problemas relacionados con la demografía, y desde ahí se interesó por las fluctuaciones económicas que, en su opinión, no responden a accidentes fortuitos, sino a inestabilidades que se suceden periódicamente en el organismo económico. Cambios que, para Juglar, rompen su tendencia alcista en los momentos de mayor prosperidad. De ahí que concluyera que esta es la causa del cambio de ciclo. Algún otro economista sugirió igualmente períodos de 10 años, si bien por causas aparentemente más científicas. Esta fue la opinión de Stanley Jevons, un importante economista inglés de la época victoriana. Jevons asoció los cambios económicos a la actividad solar y, en especial, al fenómeno de las manchas solares que, según él, tenían un importante efecto sobre la agricultura y la economía. Originalmente, su ciclo, al igual que el comportamiento del sol, lo estableció en 11,1 años, aunque, posteriormente, al comprobarse que las manchas solares aparecían cada 10,45 años cuadró su teoría con este nuevo período: en Economía, siempre existen explicaciones a posteriori para lo que se desea demostrar. Con el tiempo los economistas fueron justificando el comportamiento del ciclo de acuerdo con los fenómenos que daban origen a las crisis económicas, de manera que la

explicación de los cambios de ciclo y de las crisis han ido de la mano. Por nombrar algunos, podemos referirnos, por ejemplo, a Alfred Marshall, ya comentado anteriormente en estas páginas. Marshall refutaba la idea de otro economista, el francés Jean Bautista Say, cuya ley de los mercados —conocida como la Ley de Say— daba una explicación a las ondulaciones económicas. Esta ley asegura que la oferta crea su propia demanda, lo que Marshall no aceptaba pues, según sus comprobaciones, en épocas de crisis siempre hay exceso de oferta. Otros achacaron los cambios económicos a causas más concretas: contracción del ahorro, falta de crédito e, incluso, a cambios en los tipos de interés. Siendo el economista inglés, profesor de la Universidad de Cambridge, Arthur Cecil Pigou, el primero en tratar de dar una formulación cuantitativa al problema, para lo cual hizo una interesante combinación entre los efectos causados por la inestabilidad de los precios y la psicología de las personas. Según su interpretación, si unos inversores son optimistas respecto del comportamiento futuro de la economía e invierten para lograr un beneficio, cuando las expectativas se desvanecen vendrá un período de contención inversora y, en consecuencia, es probable que aparezca una recesión. Crisis globales que afectaran a todos los países a la vez y de la misma manera no han existido nunca. E incluso se han reducido después de la Segunda Guerra Mundial. En 1973 surgió la crisis del petróleo. Su inicio se produjo por el embargo del suministro de crudo hacia occidente con una subida del 70% de los precios. Posteriormente vino la crisis de deuda en Sudamérica durante los años sesenta y setenta del siglo XX, especialmente en algunos lugares como México, donde continuó después, obligando a su presidente, Jesús Silva-Herzog,a anunciar en 1982 que el país no podía atender sus obligaciones de pago: México estaba en quiebra. A finales de los noventa surgió la crisis de las empresas tecnológicas, las puntocom. Y un poco antes, en 1997, los países del Sudeste asiático se encontraron con una importante crisis financiera ocasionada por el colapso del bath, la moneda de Tailandia, que contagió las economías de los países del área, en especial Hong Kong, Malasia, Laos y Filipinas. Y ahora estamos bajo los efectos de la crisis de las hipotecas subprime, aunque bien podría denominarse la crisis del euro o mejor la crisis de deuda, dependiendo de dónde se ponga el énfasis.

De los tulipanes a Bernard Madoff La naturaleza y la sociedad no son estables, están sujetas a cambios, al igual que las personas. Y, en consecuencia, la economía tampoco lo es: sufre ondulaciones, que son tan complejas como el propio comportamiento humano del que forma parte. Vibraciones que pueden ser cortas como sucede con el ritmo de las estaciones o largas en las que se superponen las anteriores. Ya se ha dicho que la teoría de los ciclos económicos tiene mucho que ver con las explicaciones de los economistas más relevantes. Así se construye el pensamiento de las diferentes escuelas por ellos representadas. Analicemos algunas de las más extendidas. La teoría clásica del ciclo económico explica el comportamiento de la economía según el concepto de la frontera de posibilidades de producción, una zona donde participan los diferentes agentes que tienen capacidad de comprar, vender o invertir. Es decir, un entorno donde, por un lado, hay una cantidad de bienes y servicios capaces de ser producidos en un período determinado de acuerdo con las capacidades tecnológicas y los factores productivos existentes y, por otro, unos mercados donde consumo e inversión juegan a la contra de esas capacidades productivas. De manera que, como se asegura, la economía en su comportamiento tenderá a equilibrar ese sistema de oferta y demanda. Otra forma de ver el funcionamiento de la economía y, por tanto, analizar el ciclo, es la teoría keynesiana. De acuerdo con ella, la economía no se comporta según el criterio de la frontera de producción antes aludido, sino que vive en una permanente falta de demanda, de manera que se trata de un estado semi-deprimido que precisa de estímulos exteriores para llevar el sistema hacia el equilibrio oferta-demanda. Estímulos que requieren una política económica expansiva, pues inversión y consumo van siempre de la mano respondiendo a incrementos o decrementos de la demanda agregada, es decir, de los bienes y servicios que los consumidores, ya sean públicos o privados, están dispuestos a adquirir a un determinado precio. Precios que dependerán de la política monetaria y fiscal que se lleve a cabo. Y es aquí donde entran las acciones gubernamentales a las que aludía Galbraith y precisa la economía keynesiana. Por el contrario, si los mercados se consideran en equilibrio, las únicas fluctuaciones posibles vendrán de la mano de la productividad. Es lo que postulan los que sostienen la

teoría del ciclo económico real. Un modelo que explica las fluctuaciones a corto plazo mediante las perturbaciones que se ocasionan en el sistema productivo o según shocks tecnológicos, y no por los cambios que se suceden en la demanda agregada inducidos por la política monetaria. Una explicación ofrecida por el premio Nobel de economía Robert Solow en 1957 y, posteriormente, por Finn Kydland y Edward Prescott, ganadores también del Nobel en 2004 por sus contribuciones a la dinámica macroeconómica y las fuerzas que existen detrás del ciclo económico. Una forma de pensar sustentada también por Dennis Robertson, un economista que trabajó muy cercanamente con Keynes y al se deben muchos de los postulados que el propio Keynes introdujo en su Teoría General. A este respecto Robertson aseguraba que: «No creo que una política que, al buscar la estabilidad de los precios, la producción y el empleo, hubiera cortado de raíz el auge de los ferrocarriles ingleses en los años cuarenta, o el auge de los ferrocarriles de 1869 a 1871 en Estados Unidos, o el auge de la electricidad en Alemania de los años noventa, hubiera sido a fin de cuentas benéfica para los pueblos afectados». Lo mismo pensaba otro insigne economista, Joseph Schumpeter: el progreso tecnológico, o el progreso en general, y en particular el inducido por la clase empresarial, es inseparable de las causas que originan el cambio de ciclo. Schumpeter opinaba que: «Es, por ejemplo, obvio, que en el caso de sustitución de un coche de caballos por un automóvil, el cochero en un sentido estricto quedará tecnológicamente desempleado, aunque no exista ninguna máquina que conduzca en adelante a sus caballos, lo que es similar al hecho de que un contable pierda su trabajo por la introducción de una máquina calculadora u otro dispositivo similar, o que una mujer, cosechadora de algodón, pierda su empleo debido a la introducción de una máquina de recogida de algodón, o porque el algodón quede en desuso por la competencia de la fibra sintética». Otro enfoque sobre el ciclo económico es el que procede de la Escuela Austriaca, que se apoya en la teoría clásica, aunque pone el énfasis en la relación que existe entre consumo e inversión, y considera que la economía se mueve fuera de la frontera de producción igual que hace la Curva de Phillips, debida al economista neozelandés William Phillips. Esta curva, simplemente expuesta, muestra la relación entre empleo e inflación: a

menor desempleo mayor tasa de inflación. Siguiendo el mismo criterio de Phillips, los economistas de la Escuela Austriaca argumentaban que, después de una época de expansión, no se vuelve a la frontera de producción, sino que los cambios (por ejemplo, la influencia del crédito en la inversión) tienen un efecto directo en la estructura de producción y, por ende, en el consumo futuro. Esto tiene —según este pensamiento— una consecuencia en los precios relativos de los productos, lo que lleva a incrementar las tasas de interés y ocasiona una futura recesión; algo que la política monetaria no paliará, ya que la economía necesita tiempo para ajustar la estructura de la demanda. Vayamos después de esta larga introducción al tema que nos ocupa, es decir, a algunas crisis que cambiaron el ciclo. Nos servirá como preámbulo para entender lo que trataremos después. Empecemos con la Holanda del siglo XVII. Un tiempo en el que hacía casi ochenta años que los holandeses habían expulsado a los españoles de las Provincias Unidas después de la Guerra de los Ochenta Años. Una guerra que trajo el hundimiento de la economía española a lo largo de los siglos XVI y XVII, y que había convertido al huspot —el potaje holandés que rememoraba la salida forzada de los tercios españoles de Leiden el 3 de octubre de 1574— en el plato tradicional de la comida holandesa. Hoy la compras y ventas de bulbos de tulipanes no son objeto de especulación financiera. Quien se dedica a esta actividad, o bien es un industrial que comercia con ellos, o es un amante de estas plantas. Los tulipanes, originarios de Turquía, se asentaron en Holanda de una manera muy singular, tanto que hoy constituyen una potente industria que exporta casi 1.000 millones de dólares, sobre todo hacia Estados Unidos. Una industria que produce tres mil millones de bulbos anualmente, de los cuales salen del país las dos terceras partes. Actualmente existen casi dos mil variedades de tulipanes, de las que un 80% son de origen holandés. Los bulbos, es importante señalarlo, pueden tardar hasta 12 años en formarse a partir de una semilla de tulipán. Hacia los años treinta del siglo XVII los bulbos eran uno de los productos claves de la economía holandesa, y su comercio desarrolló un importante movimiento económico: la tulipomanía que, en la primera parte del siglo XVII, desembocó en un delirio financiero. Delirio que acabó en un desastre económico y arruinó a muchísimas personas dentro y fuera de Holanda. Lo que se considera como un cambio de ciclo en una época de gran

prosperidad. El delirio llegó a tales extremos que se cambiaban hasta edificios por unos pocos bulbos, algunos de los cuales como el Semper Augustus llegó a alcanzar la enorme cifra de 1.000 florines por unidad en 1623, para subir dos años después a los 3.000 florines, y situarse en 1637, año del crac, en los 5.500 florines. Con el negocio de los bulbos, un buen comerciante podía llegar a ganar unos 60.000 florines mensualmente, lo que contrastaba con el salario de un artesano cualificado de entonces que podía conseguir unos 150 florines anuales. Los bulbos, por su parte, se reservaban con antelación mediante contratos que se realizaban entre junio y septiembre del año anterior, fijando su precio al igual que se hace hoy en el mercado de futuros. Los contratos eran, según se decía, contratos en el viento, ya que lo que realmente se compraba era un trozo de papel que daba derecho a reclamar unos bulbos durante la primavera siguiente. La clase media holandesa de aquel entonces, juntamente con la explosión del comercio holandés con los países asiáticos, fueron los que, principalmente, alimentaron ese capricho por los bulbos. Un capricho que desembocó en la enorme especulación que rodeó ese mercado en una época de sobreabundancia de riqueza, tal como expresa Simon Schama en su obra The embarrassment of riches, donde comenta la histeria que rodeó la tulipomanía: «La histeria respecto de los bulbos fue bastante real. Los pequeños agricultores construían defensas para proteger sus inversiones día y noche. Un horticultor en Hoorn, en el norte de Holanda, improvisó un cable trampa en su jardín al que ató una campana para que le avisara de posibles intrusos. Pero el punto en el que la especulación causó una seria preocupación entre los productores profesionales y los magistrados de la ciudad ocurrió al final de 1636 cuando se transformó en pura especulación —windhandel, en holandés—, un objeto de apuesta». Una histeria que alcanzó a todas las clases sociales e hizo explotar la especulación y con ella la inflación, según expresaba en 1841 el periodista escocés Charles Mackay en su libro Extraordinary Popular Delusions and the Madness of Crowds, donde se refería al comportamiento irracional de las gentes que quedan atrapadas por la avaricia, la codicia y la arrogancia que da el logro de dinero rápido y fácil. Y con la tulipomanía, Mackay decía que:

«Nobles, ciudadanos, granjeros, mecánicos, marinos, hombres de a pie, criadas, e incluso deshollinadores y mujeres de toda condición, hicieron sus escarceos con los tulipanes. Gente de todo tipo convirtieron sus propiedades en dinero y lo invirtieron en flores. Casas y tierras se ofrecían a precios ruinosos o se ofrecían como intercambio en el mercado de tulipanes. Los extranjeros quedaron entusiasmados con similar intensidad y el dinero llegó a Holanda en todas direcciones. Los precios de los artículos de primera necesidad crecieron de nuevo poco a poco: casas y tierras, caballos y carruajes, y lujos de todo tipo, aumentaron con ellos de valor, de manera que por algunos meses Holanda pareció la antesala del dios griego de la riqueza, Pluto». Y es que debido a la especulación, el precio de los bulbos podía duplicarse o triplicarse en días. Para manejar este comercio se establecían los compromisos según obligaciones de pago, aunque en 1635 empezaron a cambiar las cosas. Primero fue la peste que sufrió Holanda entre 1635 y 1637 que acabó con el 20% de la población. Y después, a principios de 1937, las decisiones de los jueces, que aceptaron una modificación de los contratos a requerimiento de los grandes agricultores. Con esto los contratos firmados después del 30 de noviembre de 1636, y antes de abrir los mercados en primavera de 1637, permitían a los compradores no pagar lo estipulado si se abonaba a los productores un canon del 10% sobre el precio de venta. El resultado fue convertir el mercado de futuros existente en un mercado de opciones, lo que se tradujo en una caída brusca de los precios. La crisis estaba en marcha. El índice de precios de los bulbos que, en febrero de 1637, era de 200, se dividió en dos meses por 20. ¿Son las burbujas financieras una de las causas del cambio de ciclo? Cuando un producto o un bien es objeto de una especulación desmedida que lleva su precio al absurdo, es razonable pensar que el desajuste del sistema económico en su conjunto, tarde o temprano, romperá la tendencia y reaccionará en sentido contrario con resultados imprevisibles. Este fue el hecho de las hipotecas subprime cuya titulización escondía otra verdad: el precio de las viviendas había alcanzado niveles absurdos. Es, quizás, una constante en la historia humana: la búsqueda del enriquecimiento por cualquier medio conduce a burbujas económicas que acabarán estallando. Desde el suceso de los tulipanes muchos han sido los casos de burbujas financieras, causantes de crisis más o menos profundas. Este es el caso de Bernard Madoff que, por su

cercanía en el tiempo, resulta más interesante. El caso Madoff, aunque no haya causado extensos perjuicios, es un claro ejemplo del origen de la crisis actual y, por ende, del cambio de ciclo económico que se ha producido. Bernard Madoff era desde hacía muchos años un reputado financiero que, incluso, había sido presidente del NASDAQ, hasta que, después de un corto proceso judicial, fue condenado en junio de 2009 a 150 años de prisión por sus múltiples fraudes. Se trataba de la cara más patente de los años anteriores al colapso financiero de 2008: fraudes y codicia por doquier. El sistema Madoff no era nuevo, ya había sido practicado por un tal William Miller en Estados Unidos a finales del siglo XIX; aunque el más notorio especialista de este tipo de fraude piramidal fue Charles Ponzi, un italiano de origen al que ya aludimos en el capítulo primero. Ponzi prometía a sus clientes beneficios que podían llegar al 100% de su inversión en tres meses, lo que alimentaba la codicia de los inversores. Un estímulo que pocas veces falla: buena reputación del defraudador que ofrece beneficios enormes. Poco importa lo que encierre el sorprendente mecanismo si en poco tiempo se multiplican los beneficios de manera exponencial. Es la confluencia de dos tipos de codicia: el que busca enriquecerse con el fraude y el que lo hace en la espera de beneficios desmedidos. En el caso de Ponzi el método era la compra de cupones postales de otros países, especialmente italianos, para después canjearlos a su valor nominal en Estados Unidos en función de un acuerdo entre ambos países. Un esquema que, según se dice, Ponzi descubrió al recibir una carta desde España solicitando un catálogo. El sobre contenía un cupón internacional que permitía canjearlo por el correspondiente sello local. Un mecanismo que había sido fijado en 1906 por la Unión Postal Universal para facilitar los intercambios internacionales. El problema surgió cuando se descubrió que para atender las inversiones que había captado Ponzi se precisaban millones de cupones, cuando en realidad estos no llegaban a los 30.000. El fraude alcanzó los 15 millones de dólares de los años veinte, unos 300 millones en la actualidad. Ponzi fue condenado a cinco años de cárcel a los que, posteriormente, se sumaron otros nueve más. Como se apuntó en el Capítulo 1, Ponzi, una vez libre, trató de vender terrenos inhóspitos en Florida, sin mucho éxito por otra parte.

Bernard Madoff es un caso similar, pero con la sofisticación del siglo XXI. Fue capaz de mover 170.000 millones de dólares con su esquema y, cuando se descubrió el fraude, el «agujero» llegaba a los 36.000 millones: 18.000 que sacó antes del colapso de su empresa Bernard L. Madoff Investment Securities, y otros 18.000 que supuestamente se habían perdido. El esquema de Madoff era incluso más simple que el de Ponzi: una vez que firmaba un contrato con un inversor y fijaba el interés a pagar, sus administrativos, mediante un programa de ordenador diseñado a tal efecto, simulaban una inversión en una fecha anterior e introducían ese nuevo dinero «virtualmente» en dicha operación. Según propia confesión de Madoff, su empresa colocaba el dinero en una cuenta del Chase Manhattan Bank, de donde sacaba fondos para ir pagando las comisiones a la vez que recogía nuevo dinero: una verdadera estafa piramidal donde los nuevos inversores servían para pagar a los antiguos. Madoff tenía 70 años en el momento en que se descubrieron sus operaciones. Su empresa había sido creada en 1960 y nunca había sufrido una inspección de las autoridades monetarias; incluso se le reconocía como el experto financiero que había revolucionado el trading bursátil en sus tiempos de paso por el NASDAQ, habiendo también reducido el coste de las operaciones. Su fraude, sin embargo, no se quedó en Estados Unidos y llegó a Europa alcanzado a prestigiosas entidades. Por ejemplo, la unidad de hedge funds del Banco Santander en Ginebra, Optimal Investment Services, S.A., tenía invertidos 2.330 millones de euros en la compañía de Madoff. Era la inversión mayor realizada por un banco comercial. Para evitar las múltiples demandas que se cernían sobre esta institución, el Banco Santander acordó ofrecer a sus miles de inversores privados una cantidad por valor de 1.380 millones en acciones preferentes más un 2% de interés anual durante un período de 10 años, siempre que los inversores firmaran un documento en el que renunciaban a cualquier acción legal posterior. Este no fue el único caso. En Europa también «cayeron» BNP Paribas, HSBC o el Royal Bank of Scotland. Habiendo prestado estos dos últimos cantidades por valor de 1.500 millones de dólares a ciertas firmas de inversión que invertían en la empresa de Madoff, de las cuales los bancos obtenían un colateral igual al valor en acciones de dicha compañía. Es decir, la inversión se aseguraba con acciones de la empresa de Madoff que luego entraría en quiebra. Tampoco fueron los únicos, también

cayeron en la red el Banco Medici de Austria, Société Générale, Union Bancaire Privée de Ginebra, y muchos otros, a los que se añadieron más de 8.000 víctimas que incluían importantes fundaciones, conocidos actores y otros personajes públicos entre los que, según se dice, se encontraba el propio Osama Bin Laden que, supuestamente, habría perdido 1.000 millones de dólares.

Irlanda y el ciclo inmobiliario Ya apuntamos algo sobre Irlanda en el Capítulo 1, sin embargo, en el tema que nos ocupa ahora conviene profundizar algo más. Irlanda es un pequeño país que no fue nación independiente hasta 1800, año en que los Parlamentos británico e irlandés decidieron unir las dos naciones. Con esto se creaba una nueva entidad política, el Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda, que quedaba constituida legalmente el primero de enero de 1801. En el acuerdo se incluía la desaparición de cualquier discriminación a los católicos y otras religiones no anglicanas. Un hecho que venía de antiguo, desde la proclamación de la Test Act, una ley que rebajaba los derechos a los fieles de cualquier otra religión que no fuera la anglicana. Sin embargo, aunque en principio estaba pactado, el rey inglés Jorge III no cumplió el compromiso, de manera que, desde entonces, Irlanda ha pasado por no pocas vicisitudes, incluida la separación de la isla en dos mitades en 1921, con muy graves problemas en Irlanda del Norte, como es perfectamente conocido. Irlanda fue por centurias un país muy pobre hasta que, en los años noventa del siglo pasado, se produjo un sorprendente boom económico. Atrás quedaban las emigraciones de irlandeses hacia Estados Unidos que, en la primera mitad del siglo XIX, escaparon en masa de su país huyendo del hambre y del temible cólera. En total, casi un millón y medio de personas se fueron a la nueva tierra prometida. Y otro millón más se repartió entre Canadá, Australia y Nueva Zelanda. Entre 1990 y 1999 el PIB per cápita de la república de Irlanda creció un 83%, siendo de lejos el país que más lo hizo en ese período. En este capítulo le siguieron Corea del Sur (64%) y Noruega (31%). España lo aumentó en un 25% en el mismo período, mientras

que Francia e Inglaterra lo hicieron en un 13% y un 17%, respectivamente. Además, el PIB per cápita irlandés pasó de ser el 50% del de Estados Unidos en 1976 a casi el 80% en 2000. Una sorprendente generación de riqueza en un cortísimo período. Al igual que lo hacía la productividad, que se incrementó del 60% al 90% respecto de Estados Unidos en ese mismo tramo de tiempo, con una caída de los costes de producción, entre 1982 y 1999, de un 100% en relación a sus más directos competidores. ¿Qué había sucedido para que este pequeño país de unos cuatro millones y medio de personas, hubiera generado tanta riqueza en tan poco tiempo? Como siempre en los procesos económicos, el cambio empezó muchos años antes, cuando el Gobierno irlandés, allá por los años cincuenta del siglo XX, decidió lanzar un programa de búsqueda de inversiones extranjeras mediante una política fiscal muy atractiva. Así, hacia 1956, las industrias que se establecían en suelo irlandés quedaban, durante 15 años, libres de impuestos para aquellas exportaciones que salían de sus fábricas irlandesas hacia otros países. También, por esa época, se constituyó el IDA ( Industrial Development Authority), que promocionaba las inversiones de empresas extranjeras en Irlanda, ofreciendo subsidios a muchas de ellas para sus actividades de I+D o de formación, por ejemplo. Se estableció además una suerte de puerto franco libre de impuestos para todo el tráfico comercial entre Estados Unidos e Irlanda en la ciudad de Shannon que, con esto, se convirtió en la mayor base trasatlántica del norte de Europa. Un proceso que convirtió a Irlanda en lo que se conoce como el Tigre Celta. Un país que, curiosamente, ha sido el que más veces ganó el Festival de Eurovisión: lo hizo en siete ocasiones, seis de las cuales lo fueron entre 1980 y 1996, años centrales de su boom económico. La entrada en el Mercado Común, conjuntamente con Inglaterra en 1973, hizo el resto, pues el continente europeo se convirtió en una alternativa real al Reino Unido y a los Estados Unidos que eran la base del comercio irlandés hasta entonces. Por ejemplo, las exportaciones agrícolas crecieron más del 40% en el período 1973-78. Y la implantación de empresas extranjeras en suelo irlandés continuó aumentando al hilo de la favorable política fiscal antes aludida. Incluso, gracias a esto, la crisis del petróleo de 1973-74 fue menos agresiva en Irlanda que en otros países europeos. A finales de los años setenta del siglo pasado, las autoridades comunitarias forzaron el

cambio de tan favorable política fiscal irlandesa, aunque el Gobierno de entonces tuvo la habilidad de lograr un buen compromiso: un acuerdo de 20 años para mantener el impuesto de sociedades en el 10% para las producciones industriales de empresas foráneas en suelo irlandés, y el cero por ciento durante 25 años a las empresas extranjeras que ya estaban establecidas. Con esto el país se llenó de multinacionales americanas, desde AT&T, IBM o Microsoft, pasando por General Electric o Black and Decker. A lo anterior se sumaron, por un lado, las transferencias comunitarias que totalizaron 700 millones de libras irlandesas en los ochenta y alrededor de 1.500 millones adicionales en los noventa; y por otro, la apuesta por la educación y las telecomunicaciones que ayudaron a la modernización del país y, de paso, al crecimiento de la población y la casi total desaparición de la emigración hacia el exterior. La conclusión fue que el empleo creció un 44% entre 1994 y 2000, y que el PIB lo hizo un 83% en ese mismo período. Una interesante y exitosa combinación del suplpy-side economics (economía basada en la oferta) con la demand-side economics (economía de demanda). La primera, enfocada a promover la desaparición de barreras para la producción de bienes y servicios mediante una política fiscal y regulatoria muy favorable, y la segunda siguiendo la teoría keynesiana de favorecer la demanda agregada de bienes y servicios de los hogares, las empresas y el Estado, en lugar de dejar al mercado actuar con total libertad y sin trabas. Los irlandeses consiguieron aunar en lo principal ambos modelos económicos. Este estado de bienestar permanente, que parecía no acabar, tuvo dos efectos también conocidos en otros países: un desbocado apetito de la mayoría de la población por conseguir una vivienda en propiedad, y un efecto llamada a los emigrantes que llegaban por miles desde los países del este de Europa. Emigrantes que, a su vez, se sumaban al carro de la compra de vivienda. Así, el boom económico desembocó en un boom inmobiliario. Y en el horizonte, más pronto que tarde, estaba a la vista la recesión. La tendencia de crecimiento sin fin se invertiría. Un cambio de ciclo estudiado por el economista de origen bielorruso, Simón Kuznets, nacido en 1901, que emigró en 1922 a Estados Unidos para doctorarse en Economía en la Universidad de Columbia y que acabó siendo posteriormente un reconocido profesor en la Universidad de Harvard. El swing de Kuznets, como se le conoce, se refiere a una onda económica que tiene una duración entre 15 y 25 años, y que se conecta con cambios en los procesos demográficos, en particular

con los flujos migratorios que inciden, entre otras cosas, en una fuerte actividad inmobiliaria. Algo que otros llaman el ciclo inmobiliario, que se ve también influido por importantes inversiones en infraestructuras. Se trata de un movimiento que induce a su vez una imperiosa necesidad de crédito para financiar todo este despliegue constructivo, y que se comporta de una manera muy determinada: durante la fase de prosperidad, la demanda de trabajadores crece y, a su vez, se incrementan los salarios; esto lleva al crecimiento demográfico y se aumenta la necesidad de nuevas viviendas. La construcción masiva aumenta la actividad económica, crece el PIB, y alimenta el efecto llamada. La excesiva construcción, y el excesivo crédito unido a ella, es lo que prepara el cambio de tendencia: el mercado tiende a ajustarse y se invierte el proceso: hay excesivas viviendas a precios exorbitantes para un mercado que no es capaz de absorber esa cantidad de casas y terrenos sin construir a esos elevados precios. El desastre está entonces servido, donde entrarán los bancos que tienen en sus balances enormes riesgos que provienen de créditos otorgados a constructores, promotores y familias, muchos de los cuales, ante la recesión, se quedarán sin capacidad para hacer frente a sus compromisos de pago. Luego vendrán los desahucios y las quiebras bancarias. Y ese cambio estructural vino de la mano de la crisis financiera de 2008 que hizo desaparecer el crédito a todos los niveles. Solo unos datos: en 1991 existía en Irlanda un stock de 1,2 millones de hogares. En 2000 la cifra alcanzaba los 1,4 millones, para llegar a los 1,8 millones en 2008. Año en que la población era de unos seis millones y medio de personas. Siendo la progresión del número de viviendas construidas como sigue: 19.000 en 1990, 50.000 en 2000 y 93.000 en 2006. Con el resultado de que la construcción se convirtió en el instrumento más relevante de la economía irlandesa. Salvando el tamaño, ¿no recuerda todo lo anterior a lo ocurrido en España en los últimos años?

Se hunde el Partenón económico griego Los romanos acabaron con el predominio griego en el Mediterráneo. Era el año 148 antes del nacimiento de Cristo. Macedonia pasaba así a ser una colonia romana. Dos años después vendría la destrucción de Corinto, y con esto desaparecía por completo cualquier

vestigio de poder griego en la zona. Lejos quedaban los tiempos de Alejandro Magno que había muerto 175 años antes. Estaban más o menos en pie, sin embargo, las ruinas del Partenón, el gran templo dórico construido entre los años 447 y 432 antes del nacimiento de Cristo. Una demostración de los conocimientos geométricos de los griegos de aquella época: para lograr el efecto visual de su armónica estética se habían alterado con maestría la construcción de sus columnas, que están algo curvadas hacia el centro y son algo más gruesas en las esquinas para ofrecer esa sensación de perfecto equilibrio en sus volúmenes. Estamos ya en el siglo XXI. La entrada de Grecia en la moneda única en 2001 no estuvo, como apuntamos en el capítulo anterior, exenta de polémica. El Gobierno de entonces, presidido por Konstantinos Simitis del Movimiento Socialista Panhelénico (Pasok), falseó las cuentas públicas para cumplir con los objetivos de Maastricht, a lo que ayudó Goldman Sachs como ya dijimos. Sin embargo, la entrada del país en la zona euro tuvo como primer efecto una fuerte disminución de las tasas de interés de la deuda pública. Si los bonos a 10 años del Gobierno heleno en 1994 estaban al 20%, en 2005 se encontraban en torno al 3%. Después de la crisis, a finales de 2010, alcanzarían casi el 12%. La prima de riesgo, es decir, el diferencial con el bono alemán, cayó desde los 1.100 puntos básicos (11% superior al bono alemán) a principios de 1998 a los 100 puntos en 2000, un año antes de la entrada en el euro, llegando casi a igualarse en 2007: solo les separaban unos 30 puntos de los alemanes. Lo mismo sucedió con la inflación que, de ser tradicionalmente alta, alrededor del 10% antes de la entrada en el euro, se mantuvo como media en el 3,4% entre 2001 y 2008. Una situación que hizo atraer inversiones del exterior y facilitó un crecimiento del PIB hasta el 3,9% como media en ese período. Nuevamente, como en el caso irlandés o el de otros países europeos del sur, se abría la sensación de un período de prosperidad sin límites. Desgraciadamente, detrás del escenario, subsistían los problemas económicos tradicionales: poca competitividad y enormes desajustes fiscales. Sobre todo estos últimos: antes de la crisis, en Grecia, solo el 14% de la población pagaba impuestos, y los armadores, uno de los sectores económicos más relevantes, estaban exentos de pago protegidos por la propia Constitución. Y a esto, por si fuera poco, se unía una enorme evasión fiscal: solo los jubilados y los trabajadores atendían sus obligaciones fiscales, y no

en su totalidad. De manera que el propio Gobierno heleno estimaba en el otoño de 2010 una evasión fiscal de 37.000 millones de euros, casi el 12% de su PIB. Unas 15.000 personas no habían atendido sus responsabilidades fiscales. Un dinero que habría sido suficiente para reducir el déficit público del país, que fue de unos 24.000 millones en dicho año. El Estado heleno acumulaba en esa fecha una deuda pública cercana al 143% de su PIB. En euros, 328.000 millones. Una situación de corrupción generalizada en la que miles de ciudadanos no pagaban impuestos y otros miles tenían cuentas opacas en Suiza: hasta 2.059 según la lista publicada por el periodista griego Kostas Vaxevanis a primeros de noviembre de 2012. Una sorprendente lista en la que, con famosos armadores, joyeros, artistas y políticos, aparecían estudiantes y amas de casa, además de unas 250 empresas que operaban offshore. Un hecho que apunta a otra zona del casino financiero: no solo han sido los brokers, los Gobiernos, las entidades financieras o las empresas los causantes de los desmanes económicos, sino, por decirlo así, la gente de la calle, aquellos que se dejan llevar por la marea de la corrupción. El caso griego es paradigmático aunque, desgraciadamente, no es el único. El estallido de la crisis de las subprime no tuvo, en principio, un gran impacto en Grecia. El problema vino después con la llegada de un nuevo Gobierno en octubre de 2009, que anunció un déficit público mucho más alto que el publicado por el Gobierno saliente. Con los nuevos dirigentes, Grecia pasaba del 6% al 12,7% de déficit. Lo que no quedaba cerrado, porque después de una nueva revisión el Gobierno lo estableció finalmente en el 15,4%. Pero en la economía global los problemas nunca vienen solos. La crisis financiera alcanzó también a los Emiratos, de manera que en noviembre de 2009 el Dubai World, su holding inversor, solicitó una moratoria de seis meses a sus acreedores sobre sus deudas: casi 60.000 millones de dólares. Los cientos de rascacielos en construcción en Dubai quedaban paralizados, y la gente salía en masa de aquella zona. Los mercados reaccionaban con rapidez: se congelaban los créditos y se entraba en un nuevo período de fuerte aversión al riesgo. La debilidad de Grecia era la puerta que abría la debilidad de la Eurozona, la aparente barrera del euro desaparecía con ella. Comenzaba así una nueva etapa y se disparaban las primas de riesgo de casi todos los países, especialmente la de Grecia, hoy un país en bancarrota. La Unión Monetaria, la Eurozona, perdía pie y

comenzaban los rescates. Grecia lo solicitaba formalmente en abril de 2010, un paquete de 45.000 millones de euros que pedía a la Unión Europea y al Fondo Monetario Internacional. Se destrozaba con esto el Partenón económico de la Grecia del euro.

Las cuentas públicas: la deuda El escritor Joseph Conrad publicó en 1912 en la revista English Review un crítico artículo como consecuencia del desastre del Titanic. Hacía en él referencia al SS Arizona, un trasatlántico de mucho menor tamaño que efectuaba la ruta entre Liverpool y Nueva York. El 7 de noviembre de 1879 el SS Arizona chocó frontalmente contra un iceberg en la ruta hacia la ciudad inglesa. Aunque el impacto destrozó gran parte de la proa del casco, el buque consiguió llegar hasta San Juan en Inglaterra, para después de ciertas reparaciones alcanzar a su destino. Conrad, experto marino, se ensañó con el diseño y las dimensiones del Titanic, indicando que debería haber chocado de frente contra el iceberg que lo hundió en lugar de haber chocado de lado tratando de esquivarlo: para él, esta fue la causa primera del hundimiento. El Titanic desapareció el 15 de abril de 1912. Las múltiples crisis económicas que ha vivido la humanidad poco tienen que ver con el Titanic. El mundo siguió progresando y se solucionaron los problemas. Sin embargo, mucho se quedó atrás y muchas personas sufrieron enormes desgracias; y las crisis, a veces, fueron la causa de otros grandes problemas que estallaron después. En todas ellas, el mundo se vio precedido de una suerte de pérdida de sentido, en el que parecía que todo era posible, sin darse cuenta de las limitaciones que tiene el progreso humano que, ciertamente, se asemeja con frecuencia al gran trasatlántico, cuyos propietarios y los ingenieros que lo diseñaron creían que era indestructible. O como apuntaba Conrad: «Sus responsables, aunque desconcertados en su interior ante el desenmascaramiento de un desastre tal, se siguen dando aires de superioridad. Monjes de un oráculo fallido que todavía perseveran en el oráculo. Se supone que son ministros del progreso. De ser así la elefantiasis que causa que la pierna de un hombre se haga más ancha que un tronco de árbol sería una suerte de progreso, mientras que no es otra cosa que una maligna enfermedad».

Pero no lo dejaba ahí, continuaba: «En apariencia hay un punto en el que el desarrollo deja de ser un verdadero progreso, ya sea en el comercio, en el deporte, en la maravillosa obra del hombre e incluso en sus exigencias, deseos y aspiraciones morales y mentales. Hay un punto en que el progreso, para ser un verdadero avance, ha de variar ligeramente el rumbo. Pero esta es una cuestión compleja. Lo que ahora quiero señalar es que el viejo Arizona, maravilla de su tiempo, era proporcionalmente más resistente, manejable y estaba mejor equipado que este triunfo de la moderna arquitectura naval [el Titanic], cuya pérdida, dicho en lenguaje corriente, sigue siendo la sensación del año. El estrépito de la prensa ha estado a la altura de su tonelaje, los preliminares himnos triunfales rodearon su ya desaparecido casco de descabelladas proclamas y elaboradas descripciones de su ornamento y esplendor». Los economistas de la Escuela Clásica fueron muy contrarios al desequilibrio de las cuentas públicas. Adam Smith en la última parte de Las riqueza de las naciones argumenta que los Gobiernos no deberían mantener déficits públicos, ya que de hacerlo tendría efectos destructivos sobre la nación, incluso si las deudas fueran únicamente locales. Su forma de ver se basaba en que las deudas públicas traerían más impuestos y esto tendría efectos muy negativos sobre el potencial inversor y, además, impulsaría la salida de capitales hacia otros países. Al tratar este tema Smith se mostraba muy explícito: «El gasto público, sin embargo, cuando se sufraga de esta manera [mediante impuestos], no hay duda de que entorpece en más o menos la acumulación de nuevo capital». En definitiva, Adam Smith, ya en el siglo XVIII, pensaba que las deudas del Estado socavan la prosperidad de la nación. David Ricardo, al que también aludimos páginas atrás, compartía el mismo pensamiento, es decir, que el carácter improductivo de los gastos de cualquier Gobierno y su necesidad de financiarse mediante deuda pública disminuyen la capacidad inversora y, en consecuencia, van en contra de las posibilidades de la creación de riqueza. Contra esto se podría argumentar que obvia el supuesto efecto intergeneracional, en el sentido de que no son las generaciones actuales las que han de correr con todos los gastos, sino que también las futuras participan de ello; lo que nos lleva a la consideración de la necesaria

responsabilidad que debe tener la generación actual respecto de las futuras, pues, en casos límites, se las puede condenar a la pobreza si las deudas a las que se las someten resultan excesivas, en su cantidad o en sus intereses. John Stuart Mill, otro economista de la misma Escuela, participaba de la misma opinión, si bien lo enfocaba desde la óptica de que el Estado debería buscar otras alternativas de financiación diferente de los impuestos. Quizás esto le venía de su carácter reformista respecto de Smith o Ricardo, pues, aunque defendía la propiedad privada y la economía en competencia, era consciente de las desigualdades sociales que había en su tiempo, y por ello no aceptaba la existencia de una relación directa entre progreso económico y progreso social. Por ello aseguraba que el progreso económico no puede reducirse únicamente al crecimiento de los bienes disponibles, sino a una mejor redistribución de la riqueza. Eran los años de la primera época victoriana, que se vivieron entre 1837 y 1851. Una época reflejada con maestría por Charles Dickens en sus novelas, que muestran muchas veces las brutalidades de aquella sociedad tremendamente injusta donde las clases altas despreciaban a las más pobres. De ahí que Stuart Mill, contemporáneo de Dickens, fuera flexible en aceptar que el gasto público pudiera tener efectos beneficiosos para un país, particularmente cuando se financiara del exceso del ahorro de capitales foráneos, o bien cuando el Gobierno generara beneficios económicos a partir de su actividad. Aunque siempre abogaba por una limitada participación del Estado en la economía a fin de asegurar la independencia de los individuos, favoreciendo el desarrollo de esas actividades de acción colectiva. Una imprescindible necesidad de promover la participación de lo que hoy llamaríamos «sociedad civil». Más modernamente nos encontramos con los economistas de referencia del siglo pasado, que aún mantienen su vigencia: John Maynard Keynes y Milton Friedman. Vayamos a este último de quien se conmemoró el centenario de su nacimiento el pasado 31 de julio de 2012. Friedman nació en Nueva York, hijo de una familia de emigrantes judíos, y llegó a ser el máximo representante de la Escuela de Chicago. Universidad en la que permaneció como profesor durante 30 años. Se trata, seguramente, del economista más popular e influyente del pasado siglo, quizás a la altura del propio Keynes. Alcanzó el Nobel en 1976. En 1963, Friedman publicó con Anna Schwartz un libro de gran impacto: Monetary

History of the United States, donde se argumentaba que la Gran Depresión vino de la mano de una contracción monetaria, consecuencia de una errónea política de la Reserva Federal y de las repetidas crisis del sistema bancario de entonces. Contracción que trataba de reducir la circulación de dinero con varios métodos, incluido el aumento de los tipos de interés. Al contrario que Keynes, Friedman apostaba por una economía fuertemente liberalizada, donde la política monetaria es la clave para definir la política económica. Sus observaciones le llevaron a asegurar que la tasa de variación de la cantidad de dinero en circulación, medida en porcentaje anual, tiene una estrecha correlación con la tasa de variación de los ingresos y de los precios. De ahí el monetarismo con el que impregnó todas sus propuestas. En 1992 Friedman publicó un nuevo libro: Money Mischifs. Episodes in Monetary History. Y al hilo de su publicación The Federal Reserve Bank of Minneapolis le hizo una interesante entrevista en la que se refirió al tema de la deuda pública. «Pregunta: Seis premios Nobel y otros 94 economistas han reclamado recientemente la necesidad de aumentar el gasto federal para estimular el crecimiento económico, incluso aunque esto aumentara el déficit público. Entre ellos están Arrow, Sharpe, Klein, Solow y Modigliani. ¿Tiene sentido esta recomendación colectiva de estos economistas de primera línea? Friedman: No estoy de acuerdo con el punto de vista de estos cien economistas reclamando aumentar el gasto público para estimular el crecimiento económico. Mi desacuerdo se basa parcialmente en consideraciones políticas, y parcialmente en motivos económicos. Desde el punto de vista político, aumentar el gasto puede inicialmente diseñarse como algo temporal, aunque pocas cosas llegan a ser tan permanentes como un gasto temporal. Por lo que estos economistas están llamando a un gasto público todavía más alto, con lo que, en mi opinión, reducir el alcance de ese gasto es nuestro objetivo más importante. Desde el punto de vista técnico, creo que no existe otra evidencia más persuasiva que, dado el curso que toma la política monetaria y de los agregados monetarios, los déficits del Gobierno Federal no tienen ningún efecto de estímulo. Únicamente tendrán un efecto de estímulo económico en tanto que sean financiados con un aumento más rápido de la cantidad de dinero que la que sucedería de la otra manera. Sin embargo, incluso si compartiera el punto de vista de los economistas que firmaron la proposición de que un aumento del déficit podría estimular la economía, debería ser

consistente con su punto de vista técnico de recomendar una reducción de los impuestos como el medio para lograr un déficit mayor de las cuentas públicas. Siguiendo su punto de vista, una reducción de impuestos tendría el mismo efecto estimulante que un aumento del gasto, evitando así el negativo efecto que tiene en el largo plazo aumentar el papel del Gobierno en la economía». El diseño del euro trató en origen de evitar la posibilidad de que los Estados se endeudaran de manera excesiva. Para ello se firmó el Pacto de Estabilidad y Crecimiento, que obligaba a limitar el déficit público al 3% y no superar el 60% de deuda pública (porcentajes respecto del PIB). Además, se incluía una cláusula de «no rescate», lo que debería traer la quiebra (default) para el Gobierno que no cumpliera sus obligaciones de deuda. La crisis financiera internacional puso al euro y a la Unión Monetaria Europea enfrente de tres crisis distintas. Primero una crisis bancaria en la que muchos bancos europeos se encontraron con problemas de liquidez y quedaban descapitalizados, siendo necesario su rescate mediante fondos públicos; es decir, una nacionalización encubierta. Segundo, la crisis de deuda soberana en la que varios países se encontraron con problemas para lograr financiación en los mercados, con la prima de riesgo de sus emisiones aumentando sin control. Y tercero, una crisis económica que limita el crecimiento global de la Eurozona y que en ciertos países se manifiesta con recesión. Tres crisis distintas pero conectadas, ya que los problemas bancarios contribuyeron a la crisis de deuda soberana, a la vez que las posiciones de las entidades financieras respecto de la deuda soberana aumentaron su debilidad debido a los riesgos de quiebra en ciertos países, sobre todo los del sur. A lo que se unía un crecimiento débil o negativo que contribuía a la poca solvencia de las emisiones de deuda, lo que agravaba las políticas de austeridad ya que limitaban el crecimiento. Para terminar diciendo que la debilidad del sector financiero contrae el crédito y, por tanto, incide en la congelación del crecimiento económico que, a su vez, es negativo para la actividad del sector bancario. Múltiples pescadillas mordiéndose la cola; algo de lo que no es tan fácil escapar como se está comprobando en una crisis que dura ya más de cuatro años en Europa y que, como se ve, va más allá de los problemas de la deuda soberana.

La crisis de crédito: comienzan los rescates

En diciembre de 2011 saltaba la noticia a la prensa: «El BCE (Banco Central Europeo) presta medio billón de euros a tres años a la banca para que se sanee». En esa fecha 523 entidades financieras europeas acudieron a la subasta extraordinaria lanzada por el BCE logrando 489.190 millones de euros. Una cantidad suficiente para cubrir la deuda pública que vencería en Italia y España en 2012. El sistema, como es tradicional, consistía en el carry trade: la banca tomaba dinero del BCE a un interés del 1%, para devolverlo pasados tres años, mientras que la mayoría de ese dinero se destinaba a comprar deuda pública a intereses superiores al 5% anual. Un buen negocio sin duda. Sin embargo, el problema había estallado antes de la mano de Grecia, cuyas emisiones de deuda eran consideradas, ya en abril de 2010, al nivel del bono basura. Días después, dada la situación de Grecia y su efecto en toda la Eurozona y en especial sobre el euro, los países europeos acordaban el rescate griego por valor de 110.000 millones de euros en combinación con el FMI. Rescate que implicaba unas duras condiciones de ajuste que obligaban al Gobierno heleno a poner en marcha fuertes medidas de austeridad. Luego vendría Irlanda que, en noviembre, de ese año era rescatada con 85.000 millones de euros. Y, finalmente, aparecían los problemas de Portugal, que recibía 78.000 millones de euros en mayo de 2011: dos tercios en partes iguales de dos nuevos fondos europeos (el FEEF: Fondo Europeo de Estabilidad Financiera y el MEEF: Mecanismo Europeo de Estabilidad Financiera) y un tercio del FMI. Esto fue la primera parte de un drama aún sin concluir, ya que Grecia, después de tensas negociaciones, conseguía un segundo rescate en marzo de 2012: 130.000 millones de euros, con un primer pago de unos 40.000 millones por el FEEF y una contribución adicional del FMI de 28.000 millones, siempre bajo estrictas condiciones de reformas y reducción de los niveles de deuda pública. Una nueva inyección de dinero que se había planteado meses atrás, en octubre de 2011, y que, aparte de las reformas estructurales y un plan de privatizaciones, llevaba a los acreedores privados a perder el 53% de sus préstamos y aceptar menores tasas de interés sobre la deuda griega. Aunque no se contaba con la política. Los partidos de izquierda no aceptaban las condiciones y todavía en mayo de 2012 era imposible formar una coalición de Gobierno. La situación económica no hizo sino empeorar y, aunque después de nuevas elecciones se consiguió cerrar un nuevo Gobierno,

la ruptura del euro y la salida de Grecia del sistema se mantuvieron vivas durante varios meses. Grexit era el término para referirse a esta situación. Y como siempre la política. ¿Cómo es que algunos partidos de la izquierda griega no aceptaban las condiciones? ¿Es que no tenían ninguna responsabilidad en el desastre? ¿Pensaban que los prestamistas debían dar su dinero sin garantías, a fondo perdido? Se trata de uno de los problemas más acusados que sufren las modernas democracias: los dirigentes políticos, al final, no resultan ser responsables de sus actos. Parece que existe un velo que los protege en caso de llevar a su país a la quiebra, ya sea por endeudarlo de forma exorbitante o por usar el dinero de los contribuyentes sin ningún control. Una suerte de malversación socialmente aceptada que no está tipificada en las legislaciones actuales. Una actividad del casino financiero donde la «banca», es decir los dirigentes políticos, también juegan, pero en este caso apostando con el dinero de los jugadores, es decir de los ciudadanos. En el fondo conductas éticas reprobables, tanto en el sector público como en el privado que, por acción u omisión, condujeron al problema generalizado que hoy padece el mundo económico occidental. En definitiva, una crisis de liderazgo ético en las organizaciones que concluye en desastres sociales cuando esta se generaliza; fundamentalmente, porque ética y economía es un binomio inseparable: no existen decisiones económicas ni políticas neutras, o son éticas o no lo son. Por ello, se puede asegurar que la crisis financiera actual está intrínsecamente relacionada con los comportamientos éticos habidos en la política y en la economía; pues economía y política son inseparables del comportamiento humano, tal como refería Lionel Robbins, economista británico, director del departamento de economía de la London School of Economics, en su definición sobre la economía: «La economía es la ciencia que estudia la conducta humana como relación entre los fines y los medios —escasos— que tienen usos alternativos». Es decir, un aspecto de la conducta humana estrechamente relacionado con la generación, uso y distribución de la riqueza, lo que siempre encierra un orden moral y ético. Pero el caso griego del que hablamos no era el único; ya estaban Portugal e Irlanda en zona de rescate. Y este último porque el Gobierno de turno había tomado la decisión de

avalar el desastre bancario. Eran los irlandeses los que corrían con los gastos como ya vimos. Con otros dos países en cuarentena: España e Italia. Sufriendo ambos, aunque en menor medida, las mismas carencias que Grecia. Y como sobreañadido, la banca europea, toda ella en profunda crisis: muchas entidades necesitaban ser rescatadas, ya que se entendía que la caída del sistema bancario era la caída del sistema financiero europeo en su totalidad; lo que incidía en el problema económico general como apuntamos en el apartado anterior. Y para valorar el alcance del agujero bancario nacieron los stress tests. Un grupo asesor independiente, la Autoridad Bancaria Europea (ABE), creada el 24 de noviembre de 2010 como continuación del Comité Europeo de Supervisores Bancarios (CEBS: Committee of European Banking Supervisors) que había sido instituido en 2004 por la Comisión Europea, y que había realizado dos análisis previos de la banca europea (uno en 2009 y otro en 2010), publicaba su primer informe en julio de 2011. En el que, de los 90 bancos analizados, ocho no aprobaban: cinco españoles, dos griegos y un austriaco. Un controvertido análisis, por otra parte, ya que según algunos países (España y Alemania, por ejemplo) el procedimiento no incluía ciertas provisiones reclamadas por los reguladores nacionales. Y comenzaban las negociaciones de rescate de la banca, mientras los mercados, a través de la prima de riesgo, ponían presión a los Gobiernos, especialmente el español que se veía abocado a solicitar un rescate de su sistema financiero, con cifras que, al principio, llegaron a los 100.000 millones de euros para cubrir los déficit de casi 200.000 millones procedentes del crac inmobiliario que residían en los balances bancarios. Rescate que, con posterioridad, se estimó en una cifra cercana a los 60.000 millones, no sin antes haber mostrado las deficiencias éticas que habían llevado a tal situación.

Los PIIGS: el hundimiento europeo Con la puesta en marcha del euro parecía que los países que asumían la nueva moneda entraban en una época de riqueza sin límites, dejando atrás los muchos problemas estructurales que habían padecido en el pasado. Sin embargo, el Pacto de Estabilidad y Crecimiento que daba cobertura a la Eurozona encerraba en sí mismo una futura crisis. No porque fijara, como hemos dicho, un límite del 3% en sus déficits públicos y obligara a no superar en un 60% del PIB el nivel de deuda pública, sino porque dejaba en manos de

cada país la responsabilidad sobre los desajustes que pudieran surgir en la gestión de sus balanzas fiscales o en los ajustes que, de ser necesario, deberían hacer en sus sistemas bancarios y financieros. Lo que no se tuvo en cuenta durante el proceso de formalización del euro fueron los riesgos que se escondían. Primero, aquellos derivados de las diferentes estructuras económicas de los países miembros. Segundo, los relativos a los inexistentes mecanismos de corrección que, en caso necesario, habría que implementar. Y tercero, la ausencia de un mínimo análisis sobre lo que habría que hacer si aparecía un cambio de ciclo económico o, como hemos explicado anteriormente, las medidas a tomar ante una eventual crisis. Quizás el afán de conseguir un acuerdo sobre el euro ocultaba la interesante apreciación expresada por Nassim Taleb en su libro El cisne negro: «…somos ostensiblemente arrogantes de lo que creemos que sabemos. Desde luego sabemos muchas cosas, pero tenemos una tendencia innata a pensar que sabemos un poco más de lo que realmente sabemos, lo bastante de ese poco más para que de vez en cuando nos encontremos con problemas». El problema, con ser grave, no era únicamente ser arrogantes de lo que creemos que sabemos, era aún mayor: no tener en cuenta esos sucesos que pueden ocurrir y que Taleb define como Cisnes Negros: «Lo que aquí llamamos un Cisne Negro (así, en mayúsculas) es un suceso con los atributos que siguen. Primero, es una rareza, pues habita fuera del reino de las expectativas normales, porque nada en el pasado puede apuntar de forma convincente a su posibilidad. Segundo, produce un impacto tremendo. Tercero, pese a su condición de rareza, la naturaleza humana hace que inventemos explicaciones de su existencia después del hecho, con lo que se hace explicable y predecible». Y esto es lo que pasó con el lanzamiento de la moneda única: el voluntarismo político en conseguirla oscureció lo que podría pasar si algo fallaba, si aparecía un cisne negro siguiendo la definición de Taleb. Tal como surgió la crisis del euro para aquellos que habían dado salida a la moneda única era una «rareza». Nadie fue consciente de las alarmas que, desde hacía mucho tiempo, venían de fuera. Nadie se había detenido a leer seguramente a los economistas Mundell o Fisher ya comentados en el Capítulo 3, ni

tampoco se había atendido a Milton Friedman cuando aseguraba en 2000 en una entrevista en relación con un trabajo realizado para el Banco de Canadá que: «Pienso que el euro está en una fase de luna de miel. Espero que sea un éxito, aunque tengo bajas expectativas respecto de esto. Pienso que las diferencias se irán acumulando entre los distintos países y que shocks asíncronos les afectarán. Actualmente, Irlanda es un Estado muy diferente; necesita una política monetaria distinta de la de España o Italia». Todo parecía, sin embargo, bien estructurado, y cuando llegó la crisis nadie en Europa salía de su asombro, y luego, ya instalada, las explicaciones fueron y siguen siendo múltiples. Pero el hecho es que, con el desastre, ni existían los mecanismos para atajarlo, ni había posibilidades de controlar los riesgos que de ahí se derivaban. En definitiva, las instituciones europeas no estaban preparadas. Y los países tampoco. Antes de iniciarse la crisis económica los países de la Eurozona tenían, en lo relativo a deuda pública, una media similar a la de Estados Unidos. Por ejemplo, en 1995, la ratio de deuda respecto del PIB era, aproximadamente, un 60% en Estados Unidos y un 70% en los países de la Eurozona. Con importantes diferencias, sin embargo, entre los europeos: Alemania y Francia, se mantenían por debajo del 50%, de manera similar España y Portugal, mientras que Grecia e Italia estaban alrededor el 100% e Irlanda alrededor del 85%. El euro, sin embargo, al principio, trajo buenas noticias para casi todos. En 1999, Irlanda, España y Portugal cumplían los objetivos de Maastricht al mantenerse por debajo del 60% de deuda respecto del PIB, al igual que Francia y Alemania, si bien Italia y Grecia ya sobrepasaban el 100%. Ambos países nunca cumplieron con lo estipulado. Pero ahí no estaba lo peor. Al hilo de la riqueza aparente surgió la deuda privada que se sumaba a la anterior y ponía en guardia a los mercados. Según datos del Banco Mundial, antes de la explosión de la crisis, en 2007, todos los países europeos tenían una muy abultada deuda privada, especialmente Irlanda (184,3%), España (168,5%) y Portugal (159,8%). A lo que se sumaba como un problema adicional la balanza por cuenta corriente en los años anteriores a la crisis (2003 a 2007), es decir que durante ese tiempo se importó más de lo que se exportó, aumentando así las deudas con el exterior. Nuevamente los países más destacados

en este negativo aspecto fueron Grecia (-9,1), España (-9,2) e Italia (-7,0). Con el boom económico, empresas y hogares salieron en búsqueda del crédito fácil y barato y la alegría duró hasta que vino el cierre en 2010. En algunos países como España o Irlanda el problema venía gestándose hacía bastante tiempo. La expansión del crédito y la desbocada construcción de viviendas daban un aparente efecto positivo que provenía de unas tasas de desempleo muy bajas y un aumento enorme de los ingresos públicos vía impuestos de sociedades, rendimientos del trabajo y otros conceptos similares, a lo que se añadía un consumo sorprendentemente alto. Adicionalmente, una inflación por encima de las tasas de interés fijadas por el Banco Central Europeo hacían que, en la práctica, el coste del dinero fuera negativo: era un negocio pedir prestado. Y en la alegría nadie era consciente de lo que se avecinaba: la aparición de un cisne negro en forma de primas de riesgo y de contracción del crédito. Las tasas de interés de los préstamos que, en otoño de 2009, eran prácticamente las mismas para todos los países de la Eurozona, empezaron una brusca separación desde enero de 2010. Primero, Grecia, cuyo bono a 10 años se situaba en el 12% de interés pocos meses después, y seguía su imparable ascensión para llegar a alcanzar, a mediados del 2012, la increíble cifra del 50% de interés, solo apta para los especuladores más extremos. Y luego, el resto de los países salvo Francia y Alemania; es decir: Portugal, Irlanda, Italia y España que, con Grecia, constituían los PIIGS. Un acrónimo que empezó a circular en los ambientes financieros haciendo referencia al plural de término inglés pig. Unos países que en 2012 presentaban unas economías con importantes debilidades: balanzas fiscales negativas, recesión económica (salvo Irlanda), altas cotas de desempleo (especialmente España con un 25% y Grecia con el 20%) y crecientes deudas públicas respecto de su PIB (Grecia, 140%; Italia, 120%; Portugal e Irlanda por encima del 100%, y España superando el 80%). Lo que fue pensado para lograr una mayor integración económica dentro del Mercado Único Europeo, y así proporcionar una mayor estabilidad y crecimiento económico, tuvo, al carecer de los apropiados mecanismos de corrección, muy negativos efectos, muchos de ellos provenientes de una más intensa relación comercial entre los países miembros. Unos flujos comerciales desproporcionadamente elevados en un contexto cada vez más globalizado de la economía mundial que se han incrementado en un 20% entre algunos

países después de la adopción del euro. De manera que, tarde o temprano, las ineficiencias de los países que despectivamente se denominaron PIIGS, juntamente con una mayor integración comercial y financiera, acabarían llegando a los supuestamente más estables, como son Francia y Alemania. Tal es hoy, cuando se escriben estas páginas el caso: Europa se frena en lo económico, está desestructurada en lo político y tiene cada vez menos peso, como conjunto, en lo internacional. Los PIIGS, por un lado, juntamente con un cierto desapego hacia los del sur por parte de los países del norte y del centro de Europa, por otro, han desembocado en un bloqueo que pone en duda el futuro económico de la Eurozona y la supervivencia del euro como moneda única, en un contexto donde el Banco Central Europeo, el Parlamento Europeo, la propia Comisión Europea, y otros organismos e instituciones existentes, han demostrado ser costosos e incapaces instrumentos para solucionar las vías de agua de este nuevo Titanic que constituye hoy la zona euro.

CAPÍTULO 6

El Estado de bienestar «Que sea promulgado por la autoridad del presente Parlamento, que los churchwarden de cada parroquia, y cuatro, tres o dos relevantes cabezas de familia de ahí, como deberá cumplirse, que tengan respeto a la proporción y grandeza de su parroquia o parroquias, para ser nombrados cada año en la Semana de Pascua, o un mes después de Pascua, bajo la firma y sello de dos o más Jueces de Paz del mismo Condado, de los cuales uno sea del Quorum, que habite en o cerca de la misma parroquia o en la división donde se encuentre la parroquia, serán llamados supervisores de los pobres de esa parroquia: y ellos o la mayoría de ellos, tomarán la decisión, con aprobación de dos o más Jueces de Paz de los que se ha dicho, para ocuparse de los niños cuyos padres, de acuerdo con los churchwarden y cabezas de familia, o la mayoría de ellos, no sean capaces de mantenerse y mantener a sus hijos».

Thomas Maltus y la Poor Law Act El párrafo anterior es el comienzo del artículo primero de la Ley para el Socorro de los Pobres, promulgada en 1601 en Inglaterra bajo el reinado de Isabel I. Como se ve, se dejaba al arbitrio de ciertas personas locales, supuestamente honorables, la decisión del futuro los hijos de las familias pobres. Entre ellos, y quizás los más importantes, eran los churchwarden: unos guardas eclesiásticos, según traducción literal, que tenían un relevante papel en las parroquias anglicanas de entonces. Se trataba de paliar la pobreza sacando a los niños de las familias sin recursos, para llevarlos a otras instituciones o dejarlos al cuidado de ciertas personas, lo que frecuentemente era igual que abandonarlos a su suerte. Unos métodos no

siempre caritativos como explicaba Charles Dickens en Oliver Twist. Una historia donde el famoso novelista pone al descubierto las miserias de aquella época. Y en este caso concreto, aparte de las vicisitudes de Oliver, protagonista de la novela, hace alusión varias veces a la ley de socorro de los pobres, donde las injusticias de los encargados de hacerla cumplir quedan bien al descubierto. Por ejemplo, en el capítulo segundo, escribe Dickens: «Ante esto, las autoridades parroquiales magnánima y humanamente resolvieron que Oliver fuera “cultivado”, o, en otras palabras, que debía ser desplazado a una sucursal de una casa de trabajo, a unas tres millas de distancia, donde veinte o treinta jóvenes habían ofendido a las leyes de los pobres…». Y en el capítulo ventisiete: «Después de haber dado una vuelta por la casa, y pensando, por vez primera, que las leyes de los pobres eran muy duras contra las personas, y que los hombres que habían abandonado a sus mujeres, dejándolas al cargo de las parroquias, debían ser tratadas en justicia sin ningún castigo en absoluto, sino al contrario recompensadas como meritorios individuos que habían sufrido mucho…». Y es que no siempre la caridad ha sido bien entendida, y mucho menos bien practicada. Aunque, hay que comprender que, con la distancia que da la historia, la Poor Law Act tenía en su origen buenas intenciones, pues el Comité Parroquial era también responsable de la asistencia a enfermos, pobres y ancianos, mediante dinero u otro tipo de ayudas. Para lo cual se anotaba en los libros parroquiales la lista de beneficiarios, las prestaciones y cualquier otra incidencia. Además, debido a que se consideraba que la pobreza procedía del desempleo, la ley promovía que las parroquias buscaran trabajo a los pobres, de ahí nacieron en Inglaterra las casas de trabajo, pensadas para las clases más desfavorecidas. Una situación que, con el tiempo, llegó a ser inmanejable por el número de ellas. Y a fin de mejorar el sistema, la ley de los pobres se modificó mediante la Gilbert’s Act de 1782, autorizando la unión de distintas parroquias para constituir casas de trabajo entre ellas. Esto permitió al condado de Kent, por ejemplo, realizar más de doce uniones de este estilo. De manera que, en 1813, estaban concentrados la mayoría de los pobres de ese condado en el 60% de sus parroquias.

L a Poor Law Act se mantuvo, con modificaciones, hasta 1834, momento en que una Comisión Real propuso cambios importantes; entre otros, la necesidad de un sistema unificado para todo el reino, la creación de sindicatos que protegieran los intereses de los más desfavorecidos, así como las condiciones para ser admitidos en las casas de trabajo. Dicha Comisión Real estaba formada por ocho consejeros que tenían como misión analizar los fallos que hasta entonces había tenido la ley. El consejo estaba dirigido por un economista, Nassau Senior, que se apoyaba en un grupo de 26 expertos entre los que sobresalieron Edwing Chadwick y Thomas Malthus. Ambos prominentes representantes del utilitarismo. Una forma de pensar que considera que lo bueno es aquello que causa placer y disminuye el dolor. Lo que, en definitiva, es útil en la vida. Un criterio que queda explicado en su propia reflexión: «La naturaleza ha colocado a la humanidad bajo el gobierno de dos amos soberanos: el dolor y el placer. Ellos solos han de señalar lo que debemos hacer». Según esto, para los utilitaristas, una situación es buena si resulta útil, con lo que cualquier decisión habrá que ordenarla según su grado de bondad o de utilidad; conceptos que, en este caso, coinciden. Esto condujo al consecuencialismo, una forma de ver la vida tratando de ordenar las cosas de acuerdo a la suma de sus utilidades. Sería algo así como decir que hay que buscar todo lo que reporte un beneficio personal, pues esto es lo positivo, es decir, lo bueno. Los economistas de esta tendencia consideraban además que, siguiendo los postulados de Adam Smith, la sociedad tiende al equilibrio, y la utilidad de una persona no puede ser acrecentada ni disminuida por la utilidad de otra. Derivando de ahí que en la Economía de bienestar el único criterio justo —para estos economistas del siglo XIX y en especial para el italiano Vilfredo Pareto— se concreta en la búsqueda de la eficiencia basada en la utilidad, sin prestar atención a ningún otro tipo de consideración de carácter redistributivo. Una proposición que, de acuerdo con su iniciador, toma el nombre de optimalidad paretiana, que conduce al teorema fundamental de la Economía de bienestar, que asegura que: «En la economía de mercado existe un equilibrio competitivo que coincide con la optimalidad

paretiana». Una proposición evidentemente falsa, aunque se haya dado —y aún se mantenga— una generalizada tendencia a implantar esto en el mundo económico actual. Unos errores a los que, sin embargo, Amartya Sen, premio Nobel de Economía en 1998, daba salida desde otra óptica, apuntando a la necesaria redistribución económica: «Un estado puede ser óptimo, en el sentido paretiano, con algunas personas que están en la extrema miseria y otras que nadan en el lujo, de tal manera que no se puede hacer mejorar a los pobres sin disminuir el lujo de los ricos. La optimalidad paretiana puede “como el espíritu del César, venir caliente del infierno”». Thomas Malthus, aunque participaba de la forma de pensar utilitarista, es más conocido por su famosa ley sobre la población. Malthus, segundo hijo de un terrateniente, nació en el condado ingles de Surrey en 1766. Y dado que, al ser el segundo, no podía acceder a la herencia, fue dirigido hacia la carrera eclesiástica, cosa frecuente en aquellos días. De manera que, con 22 años, ya reverendo anglicano, fue destinado a la parroquia de Okewood, una pequeña aldea de su condado natal. En 1798, Malthus escribió un pequeño panfleto anónimo de extenso título: Ensayo sobre el principio de la población en tanto que influido por el progreso futuro de la sociedad con anotaciones sobre las teorías del Sr. Godwing y el Sr. Condorcet y otros autores. Una segunda edición, ya firmada con su nombre, salió en 1803, donde suprimió los pasajes más polémicos y dio pie a su conocida teoría sobre la población. El Ensayo tuvo varias ediciones: 1806, 1807, 1817 y 1826. Malthus dejó sus obligaciones eclesiásticas al ser nombrado en 1807 profesor de economía política en el Colegio de las Indias Orientales de Hailebury, donde permaneció hasta su fallecimiento en 1834, y donde dio vida a su otra obra, Principios de Economía Política, quizás menos conocida e influyente. En su ensayo sobre la población, Malthus entiende que el crecimiento es consustancial a la naturaleza humana de acuerdo con una ley natural que —según él— tiene que ver con la atracción recíproca de los sexos. Así, asegura que:

«Se puede tener por cierto que cuando la población no es detenida por ningún obstáculo, se dobla cada veinticinco años y crece de período en período según una progresión geométrica». Pero Malthus no dejaba ahí sus observaciones, sino que las llevaba a las limitaciones que existen para aportar recursos suficientes de manera sostenida. Según él: «Los medios de subsistencia, en las circunstancias más favorables de la industria, no podrán jamás aumentar más rápido que según una progresión aritmética». Es decir que si la población crece a un ritmo de: 2, 4, 8, 16, etc., los recursos no lo harán sino en la secuencia: 2, 3, 4, 5, 6, etc. O lo que es lo mismo, en tres siglos, la relación entre los medios de subsistencia y la población sería de 13 a 4.096. Algo que, obviamente, no ha sucedido, independientemente de las medidas forzadas que han existido para limitar el crecimiento poblacional en los últimos 40 años con técnicas de todo tipo, incluido el aborto, que, solo en Estados Unidos, contabilizó entre 1973 y 2011 el enorme número de 54,5 millones de casos: ¡un aborto cada 26 segundos! Con esta forma de pensar, Malthus fue uno de los más severos críticos de la ley de los pobres, a la que dedicó una especial atención en su ensayo sobre la población, y sobre la que, incluso, escribió algún contundente escrito pidiendo su abolición. Ya que, según él, el primer efecto negativo de la ley era aumentar la población: «Sin incrementar la comida para su sustento, un hombre pobre podría casarse con una limitada o ninguna expectativa de sostener a su familia sin asistencia de la parroquia». En la idea de Malthus, el pago del sustento de los hijos al que obligaba la ley de los pobres era el mecanismo fundamental del crecimiento de la población; pues, entre otras cosas, eliminaba las desigualdades entre el nivel de vida de un hombre casado y otro soltero. Además —según él—, destruía el sentido de responsabilidad que debe existir en aquel que se decide a formar una familia. Refiriéndose a la gente común, Malthus comentaba al respecto de la ley de los pobres: «…les enseña que no existe para ellos ningún tipo de limitación hacia sus inclinaciones ni solicita

ningún grado de prudencia en el asunto del matrimonio porque la parroquia está obligada a mantener a todos los que nacen». Un pensamiento que, si bien no tan explícito, está muy extendido en la actualidad, bajo la idea de que la limitación de los recursos del mundo no puede soportar un elevado crecimiento de la población. Sin atender, eso sí, a los evidentes abusos que se dan en la utilización y reparto global de esos mismos recursos.

La economía del bienestar de Bismark Otto von Bismarck, conocido como el Canciller de Hierro, el káiser del Segundo Reich, consolidó el imperio alemán bajo el predominio de Prusia, que se mantuvo hasta la Primera Guerra Mundial, mucho después de su fallecimiento, acaecido en 1890. Bismarck fundó el Partido Socialdemócrata alemán con la idea de que un socialismo moderado, en contraposición del marxismo, era la solución justa política y socialmente para Europa. Para él, el marxismo constituía un peligro para la estructura monárquica del imperio por su carácter revolucionario y anárquico. De ahí que acabara prohibiendo la prensa marxista y toda actividad relacionada con el marxismo mediante sus leyes antisocialistas que puso en marcha a partir de 1878. Se comenta que el káiser, detrás de sus leyes sociales que daban cobertura generalizada a los alemanes, incluyendo seguro de salud, pensión, salario mínimo, regulación sobre las condiciones de los trabajadores, derecho a disfrutar vacaciones o seguro de desempleo, no eran sino medidas para contrarrestar sus ataques a los socialistas. Asegurándose que había hecho unas declaraciones a un periódico americano de entonces donde decía: «Mi idea era sobornar a las clases trabajadoras, o mejor dicho, ganármelas, considerando el Estado como una institución social que existe para su bien y que está interesado en su bienestar». Estas declaraciones soportan lo que estaba detrás del Estado Socialista de Bismarck, que encerraba la idea de aumentar la dependencia de las clases trabajadoras hacia el Estado y hacia su propia persona mediante una ideología de carácter colectivista. Un corporativismo

conservador orientado a reducir las desigualdades en lugar de asegurar la cohesión y homogeneidad de los grupos sociales tal como buscaba el modelo socialista. Un modelo que promovía un sistema de protección social universal dirigido a las personas según su clase social. Por ello, contrariamente a los socialistas, el sistema de Bismarck se orientaba a dar protección a la estructura familiar a través del hombre que, se suponía, era el dedicado a sustentarla, mientras que la mujer trabajaba en su cuidado interno. El paso de la ayuda a los pobres de las primitivas leyes inglesas al concepto bismarckiano de Estado de bienestar tiene, quizás, más que ver con el advenimiento de la industrialización. Este fenómeno, aparte de las consideraciones económicas ya comentadas, tuvo importantes consecuencias sociales; sobre todo aquellas que provenían de la emigración del campo a las ciudades. Unas personas que, llegadas allí, «vendían» su trabajo como mercancía, según expresión de Carlos Marx. De ahí que, en muchas ocasiones, esta «mercancía» no podía venderse al estar el trabajador enfermo, ser viejo, sufrir accidentes o, simplemente, porque no encontraba un trabajo adecuado, o ningún trabajo en absoluto. Es lo que comenzó a entenderse entonces como «riesgos sociales». De ahí que, sobre todo en el siglo XIX, nacieran agrupaciones de trabajadores para tratar de paliar estos problemas. Es un error muy común, sin embargo, creer que los patronos o los empresarios iban masivamente en contra de los trabajadores. Esto es una de las múltiples e interesadas interpretaciones de lo que sucedió en aquellas épocas. Ya que mucho antes que el Estado, las sociedades que se ocupaban de dar protección al trabajador, eran promovidas por empresarios. Un hecho extensamente probado por Isabela Mares, profesora en el Departamento de Ciencias Políticas de la Universidad de Columbia, que obtuvo el Premio Gregory Luebbert de la American Political Science Association al mejor libro en política comparada: The Politics of Social Risk: Business and Welfare State Development, publicado en 2003. Mares muestra con claridad que muchos empresarios fueron los impulsores de la mayoría de políticas sociales que hoy conocemos. Un interés que se basaba en dos conclusiones. Primero, porque con estos mecanismos podían compartir los riesgos derivados del pago de ciertos conceptos, por ejemplo, los relativos a accidentes laborales; y, segundo, porque les facilitaba retener a los trabajadores más competentes y menos

problemáticos en los cuales se había invertido mucho en formación. De manera que esta estrategia permitía a los empleadores usar las políticas sociales como medio de gestión empresarial. En palabras de Mares: «Explorando estas cuestiones empíricamente, he examinado el papel jugado por los empresarios durante el desarrollo de las principales instituciones de seguros sociales en Francia y Alemania durante varios episodios que abarcan más de un siglo en la puesta en práctica de estas políticas; he investigado su desarrollo en el caso de accidentes, desempleo, seguro a las personas mayores, y el desarrollo de las políticas de jubilación anticipada de los últimos años. Los resultados refutan la opinión de que las empresas se han opuesto al desarrollo de la seguridad social, una visión que (hasta hace poco) era ampliamente compartida por los eruditos del Estado de bienestar». Y sigue: «He encontrado una amplia y claramente predecible divergencia entre los empresarios cuando se han enfrentado a la introducción de nuevas políticas sociales. En lugar de irreconciliables conflictos de clase, he hallado que las alianzas entre clases por parte de ciertos elementos del movimiento obrero y algunos sectores de la comunidad empresarial, han jugado un papel crítico en el desarrollo de las políticas de protección social». En su evolución, muchos Estados europeos fueron implantando el sistema social bismarckiano, especialmente en la Europa continental. Además de Alemania, lo asumieron, por ejemplo, Luxemburgo, Francia, Holanda, Austria, Bélgica, España, Hungría y la República Checa. Todos se sumaron a este movimiento de protección social, cada uno según sus propias características. Parecidos fueron también los de Suecia o Inglaterra, aunque los del continente, sin ser idénticos, son más cercanos entre sí que con estos últimos. Hay, sin embargo, economistas que aseguran que un sistema universal de seguridad social hace a las personas menos independientes. O, visto desde la perspectiva de Bismarck, más dependientes del Estado. Un ejemplo extremo se dio en el colapso económico de la Alemania de los años treinta durante la República de Weimar, momento en que allí se vivía el Estado de bienestar más avanzado del mundo. Algo que los nazis

llevaron al límite a fin de lograr la lealtad del pueblo alemán, eso sí, financiando las prestaciones mediante la confiscación de los bienes de los judíos alemanes, el saqueo de algunas naciones europeas y aumentando deliberadamente la inflación de los países ocupados, tal como ha mostrado con detalle Götz Aly en su obra: Hitler’s Beneficiaries: Plunder, Racial War, and the Nazi Welfare State.

El caso español: la Ley de Beneficencia La primera Constitución española se aprobó en Cádiz hace algo más de un siglo, el 19 de marzo de 1812. Abrió un período liberal en España que solo duró dos años, pues fue abolida a la vuelta del absolutista rey Fernando VII. Su capítulo tercero en el artículo referente al Gobierno tiene un sorprendente texto: «Artículo 13. El objeto del Gobierno es la felicidad de la nación, puesto que el fin de toda sociedad política no es otro que el bien estar de los individuos que la componen». Desde luego dicha Constitución, como cualquier otra, no trajo en modo alguno la felicidad a los españoles, aunque abrió la puerta para la puesta en marcha de políticas sociales más avanzadas. Los ayuntamientos fueron los encargados de atender hospitales, hospicios y otras instituciones de beneficencia. Siendo las diputaciones provinciales las que se ocupaban de vigilar que los primeros cumplieran sus objetivos. No eran nuevas estas políticas. Ya en tiempos del rey Carlos III, en la segunda mitad del siglo XVIII, se buscó el desarrollo de un sistema público de beneficencia según un criterio caritativo, especialmente con la creación de hospicios en muchos lugares. Y sería antes, en 1822, cuando se estableciera la primera Ley de Beneficencia, lo que sucedió en medio del Trienio Liberal que se mantuvo en España hasta 1823 tras el pronunciamiento de Rafael de Riego y la restauración de la Constitución Liberal de Cádiz en 1820. Una convulsa época en la historia de España. La Ley de Beneficencia creó las Juntas de Beneficencia y puso gran énfasis en el socorro domiciliario, incluida la asistencia médica; de ahí saldrían los médicos de cabecera, conocidos hoy como médicos de familia, aunque realizando distinta función. Además,

prohibía pedir limosna y suprimía la beneficencia privada. Sin embargo, la ley nunca llegó a aplicarse, pues fue abolida en 1823 al retornar los tiempos absolutistas. Volvería a implantarse en 1849 ya en tiempos de la reina Isabel II. Estas leyes se fundamentaban en una forma de ver bien imbricada en la cultura española desde los tiempos de Juan Luis Vives, filósofo humanista nacido en Valencia en 1492. Vives era descendiente de una familia de ricos comerciantes judíos que se vieron obligados a convertirse al cristianismo a fin de mantener sus propiedades. Para protegerle, Vives fue enviado a formarse a la Universidad de la Sorbona en París para pasar luego a Brujas en los Países Bajos, acabando en Inglaterra ante el temor de que le ocurriera lo que a sus padres, que fueron finalmente llevados a la hoguera por la Inquisición. Entre sus escritos, Luis Vives publicó en 1526 el Tratado del Socorro de los Pobres (De Subventione Pauperum). Una obra donde postulaba a los ayuntamientos como encargados de proteger a los más desfavorecidos. Un lógico antecedente: ciertos servicios del Estado, en teoría, se prestan mejor cuanto más cerca están de los ciudadanos. El tratado de los pobres está dedicado a los burgomaestres y al Consejo Municipal de la ciudad de Brujas, a los que Vives se dirige en estos términos: «A vosotros dedico esta obra, tanto porque sois extraordinariamente propensos a la beneficencia y a aliviar a los desgraciados (lo que pone de manifiesto la multitud tan grande de necesitados, que afluye aquí de todas partes como a su refugio preparado para los menesterosos), como porque, siendo el origen de todas las ciudades el hecho de que cada una de ellas fuese un lugar en el que creciese el amor y se robusteciese la sociedad de los hombres mediante el intercambio de beneficios y la ayuda mutua, el deber de los administradores de la ciudad debe ser procurar y esforzarse en que unos se auxilien a otros, en que nadie sea oprimido, nadie sea abrumado recibiendo daño injustamente y el que es más poderoso ayude al más débil, a fin de que la concordia de la unión y congregación de ciudadanos aumente de día en día gracias al amor y dure eternamente». Quizás de aquí nacía la idea de la Constitución de Cádiz de que la función del Gobierno es hacer felices a los ciudadanos. El siglo XX es extenso en leyes sociales en España. Es la consecuencia de lo que venimos diciendo y de los trabajos de la Comisión de Reformas Sociales puesta en marcha durante el

reinado de Alfonso XII en 1883, germen de la legislación posterior, que se concretaría en la Ley de Accidentes de Trabajo de 1900 con Eduardo Dato de ministro de la Gobernación, que fue, posteriormente, presidente del Gobierno entre 1913 y 1917 bajo el reinado de Alfonso XIII. Esta ley, que tenía su antecedente en otra similar promulgada en Francia en 1989, iba dirigida a paliar el problema de los accidentes de trabajo, según el criterio de que debe ser el patrono el responsable de los efectos que tengan los accidentes laborales, salvo en el caso de una «causa mayor extraña al mismo». Con esta ley también surgió la posibilidad de que el patrono transfiriera sus responsabilidades a una sociedad de seguros de riesgos laborales. Un moderno avance, sin duda. En 1903, con Antonio Maura de presidente del Gobierno, se creaba en España el Instituto Nacional de Previsión. También, por esas fechas, comenzaron las discusiones sobre las pensiones vitalicias y las pensiones de retiro, difíciles de llevar a la práctica en aquellos momentos por las míseras condiciones de los asalariados y la dificultad de poner en marcha un sistema de aportaciones fijas en concepto de seguro. Si bien, ya en la primera mitad del siglo XX, quedaban instituidos en España los Seguros Sociales y la Seguridad Social, como ya ocurría en otros países europeos. Anticipo casi exacto de lo que hoy conocemos y que empieza a desmontarse como consecuencia de la crisis económica.

El coste social y el Estado de bienestar Cifrar únicamente los ingresos diarios como medida de pobreza o riqueza puede llevar a confusión. Una cosa es considerar los casos extremos y otra es determinar qué es lo que se entiende por una vida con calidad. O dicho de otra manera: lo que debería considerarse como «calidad de vida». Un concepto muy difícil de definir, ya que depende de cómo lo entiende cada uno. O como lo explica Amartya Sen: «Existen muchas maneras diferentes de ver lo que es la calidad de vida, y solo unas pocas tienen alguna credibilidad. Se podría estar en una buena posición sin estar bien. Se podría estar bien sin ser capaz de vivir la vida que se quiere. Se podría tener la vida que se quiere vivir sin ser feliz. Se podría ser feliz sin tener mucha libertad. Se podría tener una gran libertad sin conseguir nada. Y así podríamos seguir».

Desde el punto de vista social, la «calidad de vida» estaría, sin embargo, relacionada con lo que se entiende como «bienestar económico», y de aquí surgiría el problema de cuál debería ser el mínimo nivel de calidad de vida que fuera aceptable de una manera generalizada. A lo que tendría que añadirse el problema económico del coste asumible para lograr ese mínimo de calidad de vida. Lo que lleva al complejo problema de definir los bienes que sería deseable ofrecer en relación con lo que el Estado puede sostener de acuerdo con sus recursos. O también: lo que en justicia debería proporcionar el Estado sin demagogia ni interés político particular. Todo ello en un contexto donde el problema esencial debería ceñirse a establecer el papel del Estado respecto de las políticas sociales. Lo que lleva a hacerse la siguiente pregunta: ¿Qué servicios y en qué extensión deberían ser públicos? O si se quiere, al revés: ¿Qué rol debería jugar la iniciativa privada en relación con las actividades que entroncan con el Estado de bienestar? Responder a lo anterior no es tarea fácil, especialmente porque de forma continuada, con el paso de los años, las sociedades modernas han ido asumiendo la necesidad de que el Estado utilice una gran parte de sus recursos para sostener aquellos servicios que resultan esenciales en el contexto de ese mínimo de calidad de vida imprescindible para todos los ciudadanos. Se trata de los cuatro pilares que constituyen el Estado de bienestar. Primero, ayudas en caso de desempleo. Segundo, educación. Tercero, servicios de salud y otras ayudas sociales. Y cuarto, cobertura una vez terminada la vida laboral, es decir, pensiones. Sin embargo, una vez definidos los sectores, aparecen los problemas antes aludidos, que tienen que ver con la amplitud de las prestaciones: ¿Hasta dónde deben llegar las coberturas en sanidad? ¿Las prestaciones por desempleo deben tener alguna obligación por parte de los beneficiarios? ¿La educación ha de ser gratuita en todos los casos? ¿Hasta cuando? Lo que lleva al problema del coste social del Estado de bienestar, por un lado, y por otro, al papel de la iniciativa privada en este tipo de actividades. Y esto entronca con el problema económico del coste social. El problema económico del coste social es un antiguo problema que ha sido tratado por relevantes economistas. Un complejo asunto que se imbrica en la relación que existe entre la propiedad privada y el papel del Estado. Algo que ocupó en gran medida los trabajos de Arthur Cecil Pigou, discípulo de Alfred Marshall y autor de The Economics of Welfare, donde aseguraba que:

«…la economía de bienestar de una comunidad tenderá a ser mayor (1) cuanto mayor sea el volumen medio del dividendo nacional, (2) cuanto mayor sea el porcentaje medio que los pobres obtengan del dividendo nacional y (3) cuanto menor sea la variabilidad del volumen anual del dividendo nacional y el porcentaje anual que corresponda a los pobres». Bienestar que Pigou dividía entre «bienestar económico» y «bienestar total». Siendo el primero la parte de bienestar social que puede ponerse, directa o indirectamente, en relación con el dinero como vara de medir. Problemática que, en origen, arranca de Adam Smith que, como vimos, aseguraba que en un Estado donde las personas actúan con libertad sirviendo a sus solos intereses, con este proceder acabarán dando beneficios a la comunidad en la que viven. Pigou, por el contrario, entiende que el sistema económico no funciona como presume Smith. Para esto utiliza un simple ejemplo: el de dos autopistas que unen los mismos puntos, siendo una de ellas ancha y la otra estrecha, si bien esta es más corta que la anterior. La conclusión de Pigou es que el tráfico estaría ineficientemente distribuido, ya que los usuarios tenderían a buscar el camino más corto colapsando la estrecha carretera, mientras que la otra iría casi vacía. Por ello, la diferencia entre el coste «privado» de un conductor, que no considera el coste añadido por la congestión producida por los otros conductores que han elegido esa carretera, y el coste «social» que proviene de la congestión, resulta en el ineficiente reparto entre las dos rutas. Otro conocido economista de origen británico, Ronald Coase, ganador del premio Nobel de Economía en 1991, profesor en Chicago y autor del famoso teorema que lleva su nombre, abordó también el problema del coste social, si bien con otros argumentos que discrepaban de la explicación ofrecida por Pigou. Un análisis que volcó en un renombrado artículo: El problema del coste social publicado en 1960 en el Journal of Law and Economics cuando era profesor de la Universidad de Virginia. El trabajo de Coase se inicia tratando un problema distinto al planteado por Pigou al comparar las dos carreteras. Coase, por su parte, pone el ejemplo de una fábrica que emite gases perniciosos al ambiente. Gases que llegan a un vecindario cercano. La pregunta que sugiere a la vista de esto es qué hacer con la fábrica. Un problema tradicional en economía sobre el que normalmente se suelen aportar tres opciones: responsabilizar al dueño de la

fábrica de los daños producidos por tales emisiones, tasar las emisiones con un impuesto —equivalente a los daños producidos—, o cerrar la fábrica y llevarla a un lugar apartado de cualquier población. La respuesta de Coase es muy directa: el problema real no es qué hacer con los posibles daños producidos, sino evitarlos. Sin entrar a discutir el problema anterior con detalle, lo que nos llevaría demasiado lejos, saltemos al papel del Estado, o mejor del Gobierno como administrador de los bienes de la comunidad. En este sentido, se podría decir que el Gobierno se comporta como una gran empresa, aunque no respete necesariamente las reglas del mercado. Lo que una empresa no puede obviar. El Gobierno tiene a su disposición la capacidad ejecutiva, e influye determinantemente en la legislativa y la judicial. Cosa de la que carece cualquier empresa. Por lo tanto, en principio, el Gobierno podría sacar al mercado actividades o incluso productos a menor coste que una empresa privada, ya que los costes administrativos, generalmente mucho más elevados, quedarían oscurecidos mediante su imputación a partidas de gasto distintas de las propiamente relacionadas con esa actividad. Caso utópico evidentemente, porque la actividad privada es siempre más eficaz que la pública. Y es aquí donde surge el problema del coste social de las actividades propias del Estado de bienestar cuando son asumidas por el Estado, ya que un Gobierno puede tomar la decisión de arrogarse la explotación de ciertos servicios a un coste menor que los que ofrecería el sector privado, no considerando los costes reales y producir así un perjuicio a la sociedad, de manera similar a lo que haría una industria que emitiera gases nocivos, o los conductores que congestionan una carretera perjudicando a otros con su presencia. Perjuicios que pueden ser convertidos, por ejemplo, en mayores impuestos o endeudamiento público excesivo, lo que, normalmente, no tendrá ninguna consecuencia sobre aquellos dirigentes políticos que tomaron dichas decisiones. Cuando por motivos políticos no basados en el bien común, un Gobierno decide incrementar el gasto de educación en materias que, supuestamente, le benefician políticamente; cuando decide financiar un tipo de medicamento o el desarrollo de prácticas eugenésicas o eutanásicas; cuando costea políticas sociales que se apartan de las necesidades generales; o cuando asume actividades en competencia desleal con el sector privado, está, económicamente, incrementando de manera innecesaria el coste social,

rompiendo con esto el postulado esencial del teorema de Coase que se podría expresar como sigue: «En un estado de competencia perfecta el coste privado igualará al coste social». Coste social que la acción del Gobierno aumentará por ineficiencias como las anteriormente indicadas, y que, por lo general, repercutirán tarde o temprano en el bienestar general, sea en forma de deuda pública que se transmite a los contribuyentes futuros, o en mayores impuestos que drenarán las posibilidades de mejora de vida de los ciudadanos actuales. Dejamos al lector que ponga los muchos ejemplos de ineficiencias gubernamentales que, a buen seguro, conoce.

Modelos de pensiones El modelo de Estado de bienestar de Bismarck incluía provisiones para las pensiones de aquellas personas que por edad dejaban su vida laboral. Sin embargo, el sistema se dirigía a dar cobertura a los posibles riesgos laborales de la población ya ocupada. Cobertura, cuyo alcance, dependía de las aportaciones hechas por los trabajadores. En otro extremo, aparece un modelo de prestación universal distinto, que trata de dar cobertura a toda la población, no solo a los ocupados. Su origen está en el Informe Beveridge. William Beveridge fue un economista inglés encargado de dirigir The Report of the InterDepartmental Committee on Social Insurance and Allied Services. Un documento que fue la base para definir en 1941 el alcance del Estado de bienestar inglés que buscaba paliar los cuatro «grandes demonios» sociales que entonces existían: miseria, ignorancia, enfermedad y pereza. Para ello proponía una profunda reforma del Estado de bienestar. Reforma que buscaba cubrir todas las necesidades de todas las personas, hasta un nivel de renta de subsistencia. El informe Beveridge fue la base de la creación del Servicio Nacional de Salud inglés (National Health Service). Con ambos modelos, yendo de uno a otro de forma más o menos acusada se han desarrollado los sistemas de seguridad social que existen actualmente; que, en todos los casos, se dirigen en lo fundamental a sustituir las rentas de trabajo de los individuos que se

quedan sin ellas por diversas causas que escapan de su control (vejez, desempleo, accidentes, etc.), además de paliar situaciones de pobreza o marginalidad asegurando una renta de subsistencia, o también cubriendo ciertas necesidades que se consideran vitales para el sistema social en su conjunto, como puede ser la educación. ¿Y cómo se obtiene su financiación? Simplificando, hay dos métodos generales: o todo corre a cargo del Estado o son los afiliados al sistema los que soportan los gastos. En este último caso, existen, en general, dos maneras de aplicarlo: ya sea según un sistema de reparto, es decir mediante un contrato intergeneracional donde los cotizantes de hoy cubren los gastos de los beneficiarios actuales, o según un sistema de capitalización, que se basa en el ahorro de la generación actual que constituye unas reservas para usarlas ella misma cuando sea preciso en el futuro. Como siempre, existen sistemas mixtos que se apoyan más o menos en los dos extremos, bien en el reparto, bien en la capitalización. De esta manera, los sistemas de reparto permiten a su vez constituir fondos de reserva a fin de mitigar el impacto que pudiera tener una crisis económica, por ejemplo, en las prestaciones o en las aportaciones de los trabajadores en activo. Este es el caso en España del Fondo de Reserva de la Seguridad Social. De otro lado, los sistemas de protección social pueden «funcionar» según dos esquemas: prestación definida, o contribución definida. En el primero la cuantía a percibir por los beneficiarios está fijada. Es decir, una vez que el cotizante entra en este modelo conoce con exactitud la fórmula según la cual percibirá las cantidades que le corresponden en caso de una contingencia (desempleo, jubilación, etc.). El importe de la aportación será, por tanto, variable, en función de lo que pretenda el cotizante en cuestión. En el segundo, por el contrario, el asegurado sufre los riesgos que puedan sobrevenir de situaciones financieras o de mercado, dado que su contribución es fija pero no tiene la seguridad de percibir una cantidad fija en el futuro. Este es el caso del modelo público español, por ejemplo: las cotizaciones a la Seguridad Social están fijadas según las rentas del trabajo, pero este pago no asegura una cuantía fija de la pensión de jubilación futura, que puede variar según las circunstancias, ya que además se basa en un sistema de reparto: los cotizantes de hoy mantienen a los jubilados de hoy, y los cotizantes de mañana harán lo mismo. Una situación que, de seguir en el tiempo, y dada la negativa curva demográfica que se espera, hará imposible el mantenimiento del sistema. Volveremos luego a esto.

En la práctica, sin embargo, los sistemas se combinan con soluciones mixtas públicoprivadas; algo muy común en el caso de las pensiones por jubilación. Otras prestaciones, como puede ser el seguro de desempleo, son totalmente públicas. La educación y la sanidad suelen mantener sistemas separados, bien públicos, bien privados. El grado de cobertura, lógicamente, depende de los países. Así, Estados Unidos hace más énfasis en la educación, mientras que en Europa el foco es la Seguridad Social, no existiendo modelos únicos y permanentes. Es la propia dinámica económica y social la que va marcando el camino de las prestaciones sociales. Los sistemas de seguridad social combinan, por tanto, buena parte de los diseños institucionales descritos en sus diferentes prestaciones. Las pensiones por jubilación están siendo crecientemente gestionadas por el sector privado, mientras que ello no ocurre con las prestaciones por desempleo. En términos de financiación, muchas economías han optado por financiar las prestaciones sanitarias mediante ingresos generales del Estado. Estos diseños son fruto de la propia naturaleza dinámica de estos sistemas, que responde a la evolución social, política y económica de los países. Y demuestran que, en definitiva, no existen modelos de aplicación universal.

Crisis económica y desempleo Jean-Baptiste Say nació en una familia de comerciantes protestantes en Lyon, Francia, en enero de 1767. Se trata de uno de los economistas más renombrados de la Escuela Clásica, muy influido, como es lógico, por las ideas de Adam Smith. Con la Revolución Francesa, Say se suma a las ideas de igualdad y libertad que esta proclama, siendo un decidido defensor del liberalismo económico, la libre competencia y la propiedad privada, condenando, al igual que Smith, el intervencionismo del Estado en la economía. Como otros economistas de esta Escuela de pensamiento, Say distingue entre el valor de intercambio y el valor de uso de los bienes económicos. El primero lo asimila al precio de las cosas, y el segundo al valor real, es decir a la facultad que tienen dichas cosas para satisfacer las necesidades humanas. Lo que Jean-Baptiste denomina también utilidad, y le conduce a definir la riqueza de una manera muy particular:

«Yo diría —dice Say— que crear objetos que tienen una utilidad cualquiera es crear riqueza, ya que la utilidad de las cosas es el fundamento esencial de su valor, y ese valor es la riqueza». En 1803 Say publica su Tratado de Economía Política, donde plantea los problemas que suscita inyectar dinero en la economía para estimular la venta de mercancías. Para él la compra de un producto no puede hacerse sino por medio de la creación de valor. Pues según este criterio lo que no participa en cubrir las necesidades del mercado no producirá ningún tipo de demanda. Dicho de otra manera: solo la producción es la que «abre las oportunidades» a los productos. O como apuntamos ya en el capítulo precedente: es la oferta quien crea la demanda, lo que constituye la conocida Ley de Say. Una ley que se diría también aplicable en el consumista siglo XXI, en el momento que una empresa como Apple, u otras similares, pueden «crear demanda» a partir de productos «innecesarios». Con lo anterior, si la oferta es quien crea la demanda, Say llega a la conclusión de que el dinero obtenido de la venta de los bienes puestos en el mercado será usado para adquirir otros bienes de igual valor al de los suministrados. Con lo que, según este tipo de pensamiento, el dinero fluye a través del sistema económico desde las empresas hacia las personas que lo reciben a modo de salario. Y el nivel de precios cambiará de acuerdo con la cantidad de dinero en circulación, de manera que en el largo plazo la economía encontrará un equilibrio en el cual no existirá desempleo, o este será muy limitado. Keynes, como es sabido, no opinaba de la misma forma, ya que según él oferta y demanda han de analizarse por separado. De manera que la oferta cuando se convierte en productos que son comprados en el mercado genera ingresos que no son utilizados en su mayoría, sino que las personas también ahorran; si bien, el consumo crecerá a medida que crezcan los ingresos. Por lo que el desempleo dependerá de lo que se entiende como demanda agregada que puede ser estimulada mediante gasto público, ya que los ingresos producidos por dicha demanda tienen que ver, además del consumo, con la inversión, y la balanza comercial, es decir, exportaciones menos importaciones. La crisis financiera ha traído, sin embargo, una nueva perspectiva: los mercados son ineficientes, y la oferta no se equilibra con la demanda. El peso excesivo de lo financiero en la economía real ha roto los esquemas previos. Lo mismo pasó durante la Gran Depresión, y lo mismo ha sucedido ahora. Con la circunstancia de que, en ciertas

economías, los ajustes del cambio de ciclo se realizan a través del desempleo, que se hace mucho más cruel con los más jóvenes. La crisis, por un lado, destruye empresas y obliga a otras a buscar la eficiencia de costes y, con ello, destruye empleo, y por otro, cierra la puerta a los que quieren entrar en el mercado de trabajo. Efectos que se notan en el corto plazo e, igualmente, en el largo. ¿Cómo se comporta el desempleo desde el punto de vista económico? Comprender esto resulta esencial para analizas sus causas y determinar sus soluciones. La tasa de desempleo viene, en teoría, del equilibrio que se establece entre aquellos que buscan empleo y aquellos que lo ofrecen, teniendo en cuenta los precios relativos de ambas actividades. Por ello, en momentos de recesión, crece el desempleo por las causas antes indicadas. Todo ello, bajo la circunstancia de que siempre existe una tasa natural de desempleo, tal como indicaba Milton Friedman, a la cual añadía los determinantes macroeconómicos, incluidas las políticas monetarias, las cuales no tienen ningún efecto — de acuerdo con Friedman— en el empleo. La tasa natural no cambiará aunque se pongan en marcha políticas monetarias que traten de estimular la economía. Aunque la evidencia muestra que será imposible mantener tasas de paro bajas si se mantiene una inflación permanentemente elevada. Con esto surge otra cuestión: si la crisis financiera afecta de similar modo a ciertos países ¿por qué en unos el paro es desmesuradamente grande? Lo que nos lleva al caso español. Las causas son tres diferentes que, desgraciadamente, se realimentan unas con otras. La primera viene de la estructura económica y del impacto que tuvo la crisis financiera en ella. Es decir, el excesivo peso del sector inmobiliario donde la crisis tuvo un impacto enorme. En el inicio de la crisis económica, el sector de la construcción representaba en España algo así como el 12% del PIB, y sumaba alrededor del 13% del empleo. Al hundirse el sector inmobiliario se destruyó una enorme cantidad de puestos de trabajo. La segunda causa venía de la regulación laboral. Un esquema rígido que impedía la flexibilidad en las contrataciones. Con la consecuencia de que el empleo en España es básicamente temporal. Los impedimentos en la contratación y en despedir trabajadores dificultan a los empresarios incorporar trabajadores. Y la tercera razón tiene que ver con la marcha de la economía: la recesión genera paro.

El desempleo, aparte de los efectos sobre la persona que lo sufre, tiene también efectos negativos sobre la economía. Un aspecto estudiado por el economista norteamericano Arthur Okun. Muy influido por las ideas de Keynes, Okun desarrolló una ley basada en sus observaciones sobre el desempleo entre los años cuarenta y el inicio de los sesenta, llegando a la conclusión de que, con tasas de desempleo entre el 3% y el 7,5%, un incremento del desempleo del 1% causará un decrecimiento del 2% en el PIB. Okun es también un economista popular por su introducción del índice de miseria y también por un dicho que circula entre algunos de sus colegas: «El dinero de los ricos se lleva a los pobres en un cubo con agujeros. Una parte desaparecerá durante el transporte, de manera que los pobres no recibirán todo el dinero que se tome de los ricos». Pérdidas que provienen, según Okun, de los impuestos y de otros costes de transferencia. Respecto del índice de miseria, Okun llegó a la conclusión de que altas tasas de desempleo unidas a elevada inflación producen enormes costes sociales en los países que lo sufren. Lógicamente, con la tasa de desempleo que actualmente tiene España, el resultado es que s u índice de miseria está alrededor del 30%, peor que países como Sudáfrica, Grecia, Venezuela, Argentina o Egipto. Habiendo superado los niveles que tuvo antes de la entrada en el euro, y estando ya muy lejos del 10% que tenía en marzo de 2007, el nivel más bajo logrado en su historia. De manera que el desempleo constituye el elemento principal en los problemas económicos de España. Problema que no será resuelto mediante las solas medidas de austeridad emprendidas por el Gobierno español en 2012. En este sentido, un estudio del banco holandés ING de junio de 2012 (Roads to survival: How EMU break-up could be avoided), recomendaba escapar de esta estrategia y, al contrario, seguir un camino que los autores del informe definían como las tres erres: reformas, reflación y redistribución. Las reformas serían aquellas reformas estructurales necesarias desde el lado de la oferta, con el fin de estimular el crecimiento económico. En este sentido, recomendaban medidas basadas en una mayor liberalización del mercado de trabajo, a la vez que proponían abrir más a la competencia la oferta de productos y servicios. Una circunstancia que debía ser

acompañada de una «drástica» reducción del sector público, pues el tamaño de lo público suele ser la causa primera del excesivo gasto y de otras muchas ineficiencias. L a reflación hacía referencia a la necesidad de compensar la pérdida de impulso económico debido a un exceso de cargas fiscales. Y la redistribución proponía incentivar la economía desde el centro de Europa; es decir, la necesidad de realizar transferencias de ingresos hacia los países periféricos mediante inversiones públicas en sus mercados, ya que estas inversiones serían motor de generación de riqueza en los países del sur. Cuando esto se escribe, España se encuentra en lo que también los autores definían como Austeria: el paradigma de los ajustes fiscales y las medidas de austeridad. El problema con las medidas económicas austeras, y solo esas, es que se produce una transferencia de los recursos hacia los que más tienen. Lo que incide en la brecha entre estos y los demás, y explica los porqués de la concentración de riqueza en un mínimo porcentaje de la población. Simplemente un ejemplo. El aumento del IVA, a quien realmente impacta es a quien menos iene. Por ello, tiende a reducir el consumo. Y si a esta medida se uniera a la reducción del impuesto de sociedades bajo el criterio de que facilita la creación de empleo, se llega a la contradicción de que con ambas medidas el Estado no obtiene beneficio, ya que una anula prácticamente a la otra. Aunque a quien se perjudica en realidad es a los ciudadanos que ven reducidas sus capacidades adquisitivas ya mermadas por la crisis. Algo que en algunos países, como España, se agravó con el aumento del impuesto sobre la renta de las personas físicas (IRPF), que dañó aún más a las clases medias. Toda una serie de medidas que al final restan capacidad a la propia economía, ya que detrae el dinero en circulación. Circunstancia que no afecta a los que más tienen, lo que se puede comprobar por el negocio del «lujo» tal como se muestra en un informe de 2012 de la compañía Bain & Company (2012 Luxury Goods Worldwide Market Study). En ese año estas actividades crecieron mundialmente por encima del 10% hasta alcanzar los 750.000 millones de dólares, incluyendo yates, coches de lujo, y todo tipo de caros productos, además del turismo de esta categoría, que suma el 40% del total. Todo cuando aún muchos países estaban sufriendo los efectos de la crisis financiera, especialmente en Europa y Estados Unidos. Unos crecimientos que, particularmente, en Asia, están cercanos al 20%, mientras se ven por cualquier parte las enormes desigualdades sociales.

Las medidas de austeridad, particularmente en Europa, están demostrando su incapacidad para resolver los problemas económicos en aquellos países que las practican, ya que, como hemos dicho, reducen el crecimiento económico. A lo que se une, la reducción paulatina de los pilares del Estado de bienestar. Siendo, por tanto, necesarias medidas complementarias basadas en inversiones productivas. Sin esto la brecha entre los que más tienen y el resto será cada vez mayor, y las injusticias sociales derivadas de las desigualdades irán rompiendo las costuras de muchas democracias.

Obama y la Seguridad Social Bajo el título Obama’s Second Term , la revista The New Yorker , al día siguiente de celebradas las elecciones presidenciales, el 7 de noviembre de 2011, ponía sobre la mesa los ocho asuntos mas relevantes que el reelegido presidente debería afrontar. Con ellos relataba los compromisos adquiridos durante su primer mandato: lo que había logrado y lo que, presumiblemente, haría. El primero de ellos se refería al control de armas nucleares. El segundo aspecto se centraba en el grave problema del cambio climático. El tercer gran tema era el déficit federal. Estados Unidos está endeudado en exceso y su balanza comercial es tradicionalmente negativa. Además necesita ese fuerte endeudamiento para mantener su enorme gasto público, especialmente en Defensa que, en 2011, representaba el 4,7% de su PIB. Con la consideración de que China es ya el mayor poseedor de bonos del Tesoro americano, cerca ya de los 3 billones de dólares: ¡un 3 seguido de 12 ceros! El cuarto asunto tenía que ver con el inicio del mandato anterior. Obama fue galardonado, casi al mismo tiempo, con el premio Nobel de la Paz. Muchos no entendieron el porqué, aunque todos esperaban que su política exterior acabara con el problema palestino-israelí. Quizás por eso recibió el galardón. Hizo otras cosas importantes, por ejemplo, salir de Irak y dar por finalizada la guerra allí, además de acabar de una forma brutal con Osama bin Laden y, de forma similar y poco explicada, con Gadafi, aliándose con los rebeldes de aquel país. Como problemas cinco y seis, The New Yorker establecía la inmigración y la vivienda, para pasar luego a las infraestructuras. En este último, Estados Unidos ha obviado durante

demasiados años modernizar el país con nuevas infraestructuras. Europa, e incluso Japón, van muy por delante. Pero las inversiones en este tipo de obras requerirán un esfuerzo económico enorme en tiempos de dificultades. Cosa, desde luego, nada fácil. Finalmente, estaba la política fiscal, lo que tenía relación con el serio problema de la Seguridad Social, que lleva a que los que más tienen paguen más, lo que siempre ha tenido la enorme resistencia de los republicanos e, incluso, de importantes personas dentro de sus propias filas. El programa de reducción de impuestos del presidente anterior, George Bush, finalizaba a finales de 2012. La Seguridad Social en Estados Unidos difiere de la europea. Sin embargo, su situación no es muy distinta. Básicamente, en ese país coexisten tres sistemas: la Seguridad Social como medio de proteger a las personas de más edad; Medicare, el programa nacional de salud que garantiza la protección sanitaria a las personas mayores de 65 años, y a otras personas con graves enfermedades; y Medicaid, un sistema de protección sanitaria a las familias con menores recursos, así como personas con ciertas enfermedades. El problema, sin embargo, lo puso sobre la mesa la crisis financiera de 2007-2008: el sistema está en quiebra. Medicare, por ejemplo, tiene deudas cercanas a los 40.000 millones de dólares, y nadie sabe allí cómo atender sus pagos. Un sistema gestionado a partir de una enorme burocracia que está necesitado de una profunda reforma con la privatización de ciertos servicios. Medicaid cubre las necesidades de 64 millones de familias de pocos ingresos. Esto tiene un coste para el Estado de unos 350.000 millones de dólares, con el agravante de que el 40% de los médicos americanos no aceptan enfermos provenientes de Medicaid porque saben que no cobrarán sus servicios. Esto lleva a que, según se dice, el 50% de los pacientes del sistema tienen más probabilidades de fallecer ante serios problemas, como puede ser una operación de corazón. Dándose el caso de que los fallecimientos de los enfermos de cáncer están entre dos y tres veces más que los pacientes que van por el sistema privado. Y que la mortalidad infantil es entre vez y media y dos veces mayor en estos enfermos tratados por el sistema público. Se diría que la causa es la falta de medios. Sin embargo, Medicaid se «lleva» de media el 25% de los presupuestos estatales, con crecimientos en sus gastos anuales cercanos al 10%. Y se dan datos que muestran que, desde 1970, el coste por paciente en el sistema ha

aumentado un 35% respecto de los diferentes sistemas privados. La Seguridad Social es el tercer capítulo. Su objetivo es atender a 157 millones de americanos, de los cuales 54 millones son mayores de 65 años. En 2010, su déficit era de 37.000 millones de dólares. Y mantiene pasivos sin cubrir por valor de 6,5 billones de dólares. De los cuales, 2,5 billones son préstamos. De ahí que existan presiones para acometer una importante reforma, ya que de otra manera se habla de que los beneficios sociales quedarían reducidos en un 25%. Esto tendrá un importante impacto en ciertas políticas sociales, como son el aumento de la edad de jubilación y la reducción de las prestaciones. Y la necesaria y urgente medida de detraer fondos dedicados a la Seguridad Social para otros fines distintos de este. Un caso ya habitual en otros países que utilizan los fondos de reserva de los capítulos sociales para cubrir otras necesidades. Decisiones que, como todo en ciertas democracias, se toman de forma poco transparente por políticos que saben que nada sucederá porque ellos ya no estarán allí para dar cuentas. Ya se entienden, desde esta otra óptica, los problemas a los que ha de hacer frente un país tan poderoso como los Estados Unidos. Y las dificultades de su presidente para abordar reformas en este complejo capítulo. Unos problemas que tendrán transcendencia también en Europa debido a la interconexión entre las economías americana y europea. Pues lo que pasa a un lado del Atlántico acaba por tener influencia en el otro.

El problema demográfico Páginas atrás nos referimos a las medidas de control de natalidad como consecuencia de la idea de que los recursos de la Tierra no serían capaces de mantener a una población creciente. Un planteamiento que ya Malthus había sugerido. En el fondo, es algo que siempre subsiste y no deja de ser el problema clave de la economía: la escasez. Un concepto distinto de la pobreza, pues la escasez, con frecuencia, preocupa tanto a pobres como a ricos: el pensamiento de que la Tierra será incapaz de mantener a un creciente número de personas es algo que se ha extendido en muchas conciencias gracias a campañas que encerraban y encierran fuertes intereses. En los años setenta y ochenta del siglo XX fue muy común realizar estudios, supuestamente muy contundentes, que hablaban de que los limitados recursos naturales

serían incapaces de mantener a la población si no se ponían medios para detener su crecimiento. Por ejemplo, la Administración Carter publicó en este sentido un impresionante estudio: The Global 2000 Report to the President: Global Future: Time to Act, que expresaba comentarios como este: «Dada la persistente miseria y pobreza humana, el asombroso crecimiento de la población humana, y las demandas siempre crecientes de los humanos, son muy reales las posibilidades de mayores tensiones y daños permanentes en los fundamentos de los recursos del planeta». Pero, como siempre en la historia humana, las cosas venían de lejos. No solo Malthus, sino también Charles Darwin publicitó similares ideas, poniendo sobre la mesa un concepto de gran impacto: no solo se trataba de la evolución humana, sino cómo esta se había producido. Y aquí surgía la lucha por la existencia donde solo los más capacitados seguirían adelante. El resto estaba llamado a desaparecer. Se trataba de biología; sin embargo, sus ideas fueron más allá llegando a las ciencias sociales y, por supuesto a la economía. Hasta Carlos Marx quiso dedicarle a Darwin la versión inglesa de El Capital, cosa que este rechazó. Con estos principios, Herbert Spencer, un filósofo inglés, sostenía la idea de la «supervivencia de los más aptos» en su obra de 1851, Social Statics, dando origen al darwinismo social a la que se sumó el magnate John Rockefeller posteriormente. Una corriente de pensamiento según la cual algunos sostenían que las personas no son criaturas que tengan una innata dignidad, sino que son un elemento en la escala de valor social. Algo así como el conocido refrán: tanto tienes tanto vales. La selección natural de Darwin llevada a la sociología trajo además la eugenesia de la mano de un estadístico, Sir Francis Galton. Una nueva puerta abierta al racismo. Unos conceptos que, en 1911, dieron lugar al Primer Congreso Internacional sobre Eugenesia que se llevó a cabo en Londres y tuvo como vicepresidentes a relevantes personalidades: Winston Churchill, Charles Eliot, presidente emérito de la Universidad de Harvard, y David Jordan, presidente de la Universidad de Stanford. Poco a poco estas ideas fueron calando política y socialmente, e importantes instituciones y Gobiernos se pusieron a la cabeza del control de natalidad, promoviendo

tanto la eutanasia como el aborto. Primero por motivos económicos y luego bajo presupuestos de libertad y defensa de los derechos de la mujer, para llegar a proponerlos como métodos de justicia ante el sufrimiento humano. En lo relativo al control del crecimiento de la población es muy relevante la posición de Estados Unidos en las últimas décadas. Fue el presidente Richard Nixon el primero en dirigirse al Congreso norteamericano solicitando mayores presupuestos para financiar los programas sobre el control de la población. Así, en 1970, constituyó bajo la presidencia de John Rockefeller III, la Commission on Population Growth and the American Future. La elección de Rockefeller para esta función no era descabellada. El potentado financiero había fundado ya el Population Council y era un conocido y activo miembro del movimiento antinatalista. De aquí nacieron los múltiples programas financiados por el Banco Mundial, la ONU, UNICEF, FAO, etc., así como conferencias sobre el caso y una pléyade de ONG dedicadas al control de natalidad y actividades conexas. Sea como fuere, el caso es que los peores augurios sobre los límites del crecimiento, la desaparición del petróleo y otros males, que dio el Club de Roma en los setenta, no han aparecido. Incluso, en el caso del petróleo, las reservas conocidas han tenido un crecimiento sustancial. Sin embargo, en lo relativo al problema poblacional se puede hablar de un desastre, sobre todo en Europa y otros lugares como China, Rusia, etc. Siendo hoy uno de los asuntos que más oscurecen el futuro económico y social de estos países: población envejecida, decrecimiento poblacional autóctono, menores personas en edad de trabajar y riesgo evidente de desaparición de las políticas sociales y de todo el entramado del Estado de bienestar tal como hoy se disfruta, a lo que habrá que añadir una mayor brecha entre ricos y pobres. O por decirlo mejor: en el futuro la riqueza total estará en manos de menos personas. Los cambios demográficos que se esperan serán muy negativos en ciertas zonas, especialmente Europa, incluida la Europa del Este, China y Japón. Donde una población envejecida tendrá verdaderas dificultades para disfrutar de los servicios que hoy se tienen. Un informe de Naciones Unidas de 2004, con proyecciones a 2050, es muy determinante en este sentido. Máxime cuando las tendencias poblacionales son muy fáciles de predecir, dado que los cambios sociales respecto del número de matrimonios por mujer se dan con mucha lentitud. Solo ciertas regiones de África tendrán importantes crecimientos de

población, especialmente la zona subsahariana. Cierto es que la población mundial crecerá. Según este estudio de los 6.100 millones que había en 2000 se pasará a 8.900 millones en 2050. También lo hará la esperanza de vida, siendo este un factor que sustenta la idea de que la población llegue a esos niveles. Sin embargo, las tasas de crecimiento anual irán decreciendo en todos los lugares, siendo muy negativas en Europa para esa fecha, un decrecimiento del orden del 0,5%. Asia, Norteamérica y Latinoamérica creciendo alrededor del 0,5%, y África por encima del 1% de crecimiento. Todo ello, contando con que, hacia 2045, Europa se haya acercado a la tasa de repoblación (2,1 hijos por mujer). Los efectos de esta situación se dejarán sentir en el Estado de bienestar: menos personas en edad de trabajar y más personas mayores conformarán una ratio insostenible, muy acusada en Europa como hemos indicado. Vayamos al caso de España como gráfico ejemplo. Si en 1970, existían 7,5 personas en edad de trabajar (de 20 a 65 años) por cada mayor de 65 años, en 2009 eran únicamente 3,8 personas, y se espera que en 2049 no lleguen a 1,5 personas para cubrir con su trabajo las necesidades de los mayores. Siempre se piensa que hay soluciones. En este caso aumentar la tasa de afiliación a la Seguridad Social o dejar que nuevos emigrantes cubran las necesidades. Sin embargo, la situación no es tan simple. Ya que, si la tasa de afiliación a la Seguridad Social fue aproximadamente del 60% en 2010, debería aumentar hasta el 153% en 2049 si se quisiera cubrir la pérdida de cotizantes por el descenso poblacional. Cosa a todas luces imposible. Y si se quisiera cubrir con emigración se llegaría igualmente a un absurdo: ¡serían necesarios en 2049 más de 26 millones de emigrantes! Lo que es un sinsentido. El resultado será que los estándares que conocemos de prestaciones sociales no serán posibles: el Estado no podrá cubrir gratuitamente todas las necesidades. Se irá abriendo poco a poco un nuevo camino donde cada persona deberá pagar sus necesidades, por mucho que hoy desde las instancias políticas se presente un escenario distinto. Las políticas inducidas de control de natalidad no fueron sino una llamada al egoísmo, y sus resultados se verán con toda crudeza dentro de no mucho tiempo.

La caída del Estado de bienestar Ludwig von Mises es uno de los más reconocidos representantes de la Escuela Austriaca. En 1940 emigró a los Estados Unidos huyendo de los nazis mientras vivía en Suiza. Mises es reconocido por sus trabajos sobre praxeología, que buscaba explicar las acciones humanas mediante axiomas, siguiendo lo que él denominaba axioma de la acción: «La acción del hombre tiene un comportamiento intencional. Dicho de otra manera: cuando una acción se pone en marcha y se transforma en un procedimiento, es la respuesta a los objetivos y los fines, es la respuesta sensata del ego a los estímulos y las condiciones del entorno, es el ajuste consciente de la persona al estado del universo que determina su vida. Estas paráfrasis pueden clarificar la definición dada y prevenir ante posibles malas interpretaciones. La misma definición es adecuada y no requiere otros complementos o comentarios». Mises tuvo una gran influencia en los movimientos libertarios norteamericanos que se dieron después de la Segunda Guerra Mundial. En 1953, von Mises escribió un artículo en la revista libertaria The Freeman que publicaba The Foundation for Economic Education. Su título: The Agony of the Welfare State. El artículo comienza con estas frases: «Durante unos cien años, los comunistas y los intervencionistas de toda condición han sido infatigables en sus predicciones sobre el inminente colapso del capitalismo. Aunque sus profecías no se hayan demostrado ciertas, el mundo hoy asiste a la agonía de muchas de las gloriosas políticas del Estado de bienestar». En el artículo que comentamos, bajo el subtítulo: Let the Rich Pay, se hace también la siguiente observación: «Si el intervencionista dice que el Estado debe hacer esto o aquello (y pagar por ello), es perfectamente consciente del hecho que el Estado no tiene ningunos otros ingresos aparte de reclamar impuestos a los ciudadanos. Su idea será dejar al Gobierno que ponga la mayor parte de los impuestos a los ricos y gastar los ingresos obtenidos en beneficio de la mayoría de la gente. Las riquezas de los más ricos se

consideran inextinguibles, y así, en consecuencia, se estiman los ingresos del Gobierno. No hay necesidad de ser tacaño en materia de gasto público. Lo que puede aparecer sin valor en los asuntos de los ciudadanos individuales, si se tiene en cuenta el presupuesto nacional, es un medio para crear trabajo y promocionar bienestar». Era 1953 cuando esto se escribía. Han pasado 60 años y asistimos al mismo hecho: el Estado de bienestar ve poco a poco su desaparición, su agonía, por mejor decir de acuerdo con von Mises. En este tiempo, sin embargo, se consiguieron grandes avances. En Europa y Estados Unidos las clases medias crecieron de manera sorprendente, lo que llevó a mejoras de todo tipo. Recayendo sobre ellas la mayor parte de los costes sociales. La progresividad impositiva, tan generalizada en muchos países, se concentró en cargar a las clases medias con el peso de los servicios sociales. Sin embargo, la crisis financiera, y con ella los desajustes económicos y sociales que se han sucedido, ha puesto de nuevo de actualidad el futuro del Estado de bienestar, acosado desde varios frentes. El primero, la escasez demográfica de los países más avanzados, a los que se suman otros como Rusia o China. El segundo, el deterioro creciente de la posición económica de la clase media. Y finalmente, la creciente deuda de los países desarrollados, que estrangula a sus Gobiernos y les fuerza a tomar medidas directa o indirectamente sobre los pilares que soportan los beneficios sociales alcanzados en educación, sanidad, pensiones y desempleo. Y en este entorno aparece la gran paradoja de los llamados sindicatos de clase, que dicen representar a los asalariados. Unas organizaciones cuyas cúpulas participan de enormes beneficios económicos al amparo de los Gobiernos y de las grandes corporaciones, aunque su coreografía exterior les haga parecer que forman parte de la clase que dicen defender. Los casos son generales, ya sea en Estados Unidos o en Europa, donde se puede ver, de un lado, los intereses políticos que los animan, y de otro, la patente contradicción de lo que defienden y lo que practican.

CAPÍTULO 7

Casino financiero En septiembre de 2004, el director adjunto del FBI, Chris Swecker, hizo unas declaraciones donde decía que el auge del mercado, impulsado por los bajos tipos de interés y el alto precio de las viviendas, había atraído a profesionales sin escrúpulos y a varios grupos criminales cuyas actividades fraudulentas podrían causar miles de millones de pérdidas en las instituciones financieras. Swecker advirtió que la situación tenía «el potencial de una epidemia», asegurando que: «Creemos que podemos evitar un problema que podría tener tanto impacto como la crisis S & L». Posteriormente, en diciembre de 2005, el FBI sacaba una nota de prensa indicando que, desde el 5 de julio al 27 de octubre de 2005, con otras organizaciones gubernamentales, había encontrado 156 fraudes conectados con hipotecas, lo que había conducido a un total de 81 arrestos, 89 condenas y 60 personas sentenciadas en ese tiempo, con unas pérdidas de más de 600 millones de dólares.

Hacerse rico con los Ninja La crisis S & L a la que se refería Chris Swecker se dio en Estados Unidos durante los años ochenta y noventa del siglo pasado. Tenía que ver con una crisis financiera de ahorro y préstamos (S & L, por las iniciales en inglés de Savings and Loans) que llevó a la quiebra unas 750 asociaciones de este tipo. Alrededor del 25% del total. Unas organizaciones que hacían préstamos a sus socios cuando así lo precisaban. Mecanismo muy conocido en las entidades de ahorro: con las aportaciones de unos, que reciben un interés por ellas, otros toman préstamos por los que pagan un interés mayor. Las quiebras ascendieron a unos 90.000 millones de dólares. El problema, según se asegura, se debió a una errónea política

del presidente de la Reserva Federal de entonces, Paul Volcker, que creó el caldo de cultivo para el fraude mediante una ley que doblaba los intereses de estas sociedades con la idea de reducir la inflación. Volckler, que había trabajado en el Chase Manhattan Bank, era considerado el candidato de Wall Street. Fue la desastrosa época del presidente Jimmy Carter. Las sociedades S & L hacían préstamos a largo plazo a interés fijo invirtiendo a corto en dólares, es decir, compraban dólares para venderlos rápidamente una vez que su precio había subido en los mercados. Con la nueva regulación de Volckler y el aumento de las tasas de interés, estas empresas no podían atraer el capital suficiente para cubrir sus actividades y muchas se declararon en quiebra al no poder atender los pagos. Sin embargo, en lugar de admitir la situación, los directivos de un elevado número de ellas inventaron unos mecanismos que las convirtieron en fraudes piramidales, al estilo Ponzi o Madoff, a fin de hacerlas atractivas a los posibles inversores. La llegada del presidente Ronald Reagan con su política de liberalizar los mercados dificultó descubrir los fraudes hasta que, al final, estalló la burbuja. Esto era a lo que se refería el ejecutivo del FBI en fecha tan temprana como septiembre de 2004, cuando todavía no se percibía el estallido de la crisis de las hipotecas subprime, aunque esto ya flotaba en el ambiente y muchos en Estados Unidos eran conscientes de ello. En origen, los inventores de este tipo de créditos hipotecarios crearon dos fórmulas que, en inglés, se conocieron como low-doc y no-doc. Las primeras —low-doc— hacían referencia a la poca documentación que era precisa para su formalización (low-doc era un acrónimo de low documentation). Las personas que accedían a estos préstamos eran empleados por cuenta propia que tenían dificultades para obtener todos los requisitos que son necesarios en una hipoteca normal. El segundo caso —no-doc— no requería ningún tipo de documentación (no documentation), bastaba la firma de una declaración en la que se aseguraba que el préstamo se dedicaría a una inversión, por ejemplo, una vivienda, que constituía la garantía del préstamo. Normalmente se obtenía el 60% del valor de la propiedad hasta un máximo de un millón de dólares, aunque a veces se podía llegar al 80% del valor total. Ya se entiende que muchas de las hipotecas así conseguidas estaban basadas en el engaño y fueron la puerta para la promoción de hipotecas ninja, que se otorgaban a personas sin recursos. El empaquetamiento de esas hipotecas (el mecanismo de

titulización del que ya hablamos) en productos supuestamente solventes y situados por las agencias de rating con la máxima calificación trajeron los problemas comentados en el Capítulo 2. bancos tan venerables como Goldman Sachs las vendieron según CDO (obligaciones de deuda garantizadas), permitiendo a algunos Hedge Fund especular con estos productos en una cadena de potenciales fraudes, mientras que los reguladores obviaban el problema que se estaba gestando y que estalló con virulencia en 2007, no sin que antes se hicieran grandes fortunas con estas hipotecas «fantasma». Una forma de enriquecimiento basada en el engaño. Fue Charles R. Morris quien por primera vez acuñó el término ninja loan para dar nombre a los préstamos de alto riesgo que se otorgaban a las personas sin recursos. Así lo escribió en su libro, publicado en marzo de 2008, The Trillion Dollar Meltdown, que se acompañaba con el subtítulo: Easy Money, High Rollers and the Great Credit Crash. Los ninja, tal como los definía Morris, tenían no income, no job, y no assets. Es decir, personas que no tenían ni ingresos, ni trabajo, y carecían de propiedades. A partir de ahí se popularizó el término. En octubre del mismo año Morris sacó una nueva edición ampliada con un nuevo título: The Two Trillion Dollar Meltdown, manteniéndose el subtítulo. El prefacio de la edición de bolsillo de este último comienza de esta manera: «En algún momento de octubre de 2008, los mercados, finalmente, «lo consiguieron». El mundo fue atrapado por una crisis viciosa de crédito, quedando al borde de una recesión terrible. Los mercados bursátiles se hundieron por todas partes, las divisas oscilaron violentamente, el interbancario quedó paralizado. Los Gobiernos derramaron billones de préstamos en inyecciones de capital y rescates, mientras que los mercados de crédito quedaron obstinadamente atrapados en la situación de: “cerrado”». ¿Dónde estuvo el negocio y el fraude? ¿Por qué se hicieron préstamos a personas incapaces de pagarlos? La respuesta está en la titulización de la deuda a la que nos referimos atrás: empaquetar las hipotecas ninja con otros productos financieros rentables y vender el conjunto como atractivas inversiones que tenían la calificación AAA de las agencias de rating. Cuando estalló la burbuja se produjo el colapso de los dos billones de dólares según reza el título del libro de Charles Morris. Una burbuja inmobiliaria, tal como refiere

Morris: «Entre 2000 y 2005 el valor de mercado de las casas creció más del 50%, existiendo un frenesí de nuevas construcciones. Merril Lynch calculó que la mitad del crecimiento del PIB americano en 2005 se debió a la actividad inmobiliaria, ya fuera directamente a través de la construcción, o indirectamente mediante la refinanciación de sus cash flows. Más de la mitad de los nuevos puestos de trabajo del sector privado desde 2001, calculaban ellos, fueron actividades relacionadas con la actividad inmobiliaria». Pero no solo fueron las subprime. El frenesí por ofrecer créditos a cualquier precio y a cualquier persona se disparó de una manera vertiginosa. Una pléyade de hipotecas de interés variable (que tomaron la denominación ARM, Adjustable-Rate Mortgages) facilitaron a los consumidores norteamericanos ajustar el pago de la hipoteca a la constante caída de los tipos de interés. Aparecieron también los préstamos concatenados (piggyback loans) para facilitar los pagos iniciales de las hipotecas y los gastos de cancelación a aquellos compradores de viviendas con pocos recursos. Estos préstamos, en realidad, eran dos hipotecas separadas: una por el valor del 80% de la vivienda y la otra para cubrir la diferencia entre los gastos iniciales y el valor de la vivienda. Y, por supuesto, las conocidas subprime. Pero ahí no quedó todo: los prestamistas dieron la bienvenida a los flippers, que hacían referencia al aleteo de aquellos que solo compraban viviendas para venderlas, como mucho, en el plazo de un año. Era un negocio seguro para los bancos prestamistas dado el crecimiento exponencial de los precios. En 2005, en Estados Unidos, más del 40% de las compras de vivienda fueron como inversión o como segunda vivienda. Segundas viviendas que se dedicaban en su mayoría a la especulación desbordante. Lo mismo sucedió en España o Irlanda, por poner los ejemplos más cercanos. Y entonces llegó Greenspan, según dice Morris: «Como siempre, Greenspan se subió al carro. En 2004, cuando las familias tenían la histórica oportunidad de bloquear sus hipotecas tan solo con un interés del 5,5%, Greenspan dijo que se estaban perdiendo miles de dólares por no apropiarse de los ARM, entonces con un interés de 3,25%. En cualquier álbum de recortes de consejos económicos de los peores gurús económicos este debería haber estado en los primeros de la lista. Edward Gramlich miembro del Consejo de la Reserva

Federal dijo entonces que Greenspan no tenía ningún interés de atender a los signos depredadores de la industria de las subprime». Muy claro, y aunque ya nos referimos a Greenspan, su responsabilidad en la crisis resulta de nuevo evidente. Y no solo la suya. En Europa se hizo otro tanto, y los responsables políticos miraron para otro lado sin darse cuenta del desastre que se cernía sobre algunas economías.

George Soros y la explosión de los hedge fund Un hedge fund, o fondo de cobertura, es un instrumento de inversión basado en productos financieros de alta rentabilidad y elevado riesgo. No suele ser adecuado para personas individuales, salvo casos restringidos, y se dirige normalmente a expertos inversores, como fondos de inversión, fundaciones, universidades, Fondos de Pensiones, etc., que conocen el mecanismo de este tipo de operaciones por las que pueden lograr altas rentabilidades. Las inversiones de los hedge fund se dirigen a cualquier cosa que pueda ofrecer grandes beneficios: cualquier cosa en cualquier parte. Pueden, por ejemplo, hacer ventas a corto, jugar con préstamos agresivos, invertir en divisas en cualquier parte del mundo, usar derivados financieros de múltiples maneras, comprar valores bursátiles con fuertes apalancamientos (es decir, poco capital y mucho crédito), etc. En realidad hay pocos límites a sus operaciones; por ello han crecido de manera sorprendente en los últimos años, pasando de ser unos pocos cientos de hedge fund en los años noventa a unos diez mil hoy, con inversiones que superan los dos billones de dólares (algo menos del PIB de Francia por dar una referencia de su tamaño). Un crecimiento muy unido a la permisividad de los reguladores. En concreto, Alan Greenspan, entre otros, fue partidario de promover este tipo de operaciones financieras. Siempre nos encontramos con Alan Greenspan, no en vano, fue durante 18 años presidente de la FED, la Reserva Federal americana, y su política de tipos de interés, ya puesta en marcha años antes sin mucho éxito por su antecesor Volckler, facilitó la tarea de los hedge funds con un carry trade basado en la diferencia entre los tipos de interés a largo y a corto. ¿Qué tipo de carry trade era este? Trataremos de explicarlo.

Hacia 1989, año en que Alan Greenspan asumió el cargo de presidente de la FED, los tipos de interés a largo plazo estaban alrededor del 8% y, para incentivar la economía norteamericana, en 1992, decidió poner los tipos de interés a corto en un 3%, manteniendo los de largo plazo aproximadamente en el 8% anterior. De esta manera, un inversor que hubiera invertido un millón de dólares en bonos del Estado americano a largo plazo hubiera conseguido unos 80.000 dólares anuales de rentabilidad. Y, aunque no estaba nada mal, si ese mismo inversor hubiera pedido un préstamo de otro millón de dólares y los hubiera invertido también a largo al 8%, el resultado sería que habría obtenido el doble, es decir, 160.000 dólares anuales, mientras que estaba obligado a pagar 30.000 dólares anuales por el préstamo del millón (el 3% del interés a corto). Las ganancias le hubieran supuesto, por tanto, 130.000 dólares. Pongan cualquier número mayor que un millón de dólares y verán las ventajas que proporcionaba el carry trade con la política de tipos de interés de Greenspan. Lo mismo que sucede en Europa hoy —tal como comentamos— con los tipos de interés del BCE y la compra de bonos por parte de los bancos en los países del sur. Compran dinero a bajo precio del BCE y lo invierten en bonos del Estado con altas rentabilidades: negocio seguro. Saltemos a otro tema. A principios de los noventa del pasado siglo, Stan Jonas, un conocido trader de la Societé Générale, aseguraba que: «Si un marciano llegara a los Estados Unidos y se fijara en el universo de los gestores de hedge funds, todos le parecerían la misma persona. La mayoría de ellos eran parientes, tenían los mismos hobbies y la misma formación. Todos competían con todos, escudriñando lo que el otro estaba haciendo». Y entre estos gestores sobresale con mucho George Soros. Una persona cuyo credo, según se dice, está enmarcado en su despacho: «Nací pobre pero no moriré pobre». Y también este otro que es la guía de sus analistas: «Discierne lo que se encuentra dentro del caos y te harás rico».

Algo que, al contrario de lo que piensan algunos economistas, no puede ser representado por ninguna fórmula matemática. Para Soros los mercados financieros no están gobernados por las matemáticas, es la psicología el patrón a seguir. O más concretamente, un instinto parecido a lo que hace que un rebaño se mantenga junto. De eso se trata: saber hacia dónde se dirige el rebaño para actuar en consecuencia: seguirle o no. Esta es la norma de George Soros. George Soros nació en Budapest en agosto de 1930. Su nombre original, Dzjchdzhe Sorash, lo transformó posteriormente en el actual. La vida de Soros requeriría escribir una novela: soportó la entrada de los alemanes en Hungría en 1944 cuando vivía con su familia en la isla Lupa en medio del Danubio. Siendo de origen judío escapó de puro milagro de las garras nazis. Con 17 años marchó a Londres, donde vivió como pudo hasta que entró en la London School of Economics. Esto no acabó de resolverle la vida, aunque se planteara seguir la actividad académica de la mano del Karl Popper. Terminada la universidad, consiguió entrar de becario en el banco de inversiones Singer & Friendlander, donde llevó a cabo múltiples trabajos de todo tipo, siempre pobre y lleno de dificultades. Su vida encontró un nuevo rumbo cuando, con 26 años, decidió marchar a Nueva York. Allí cambió su suerte definitivamente. En los años cincuenta, el desconocimiento que tenían las entidades financieras americanas sobre lo que ocurría en Europa le dio a Soros unas enormes ventajas. Y con 30 años ya era consciente de lo que luego escribió en su libro de 1987, Alchemy of Finance: «…básicamente, todas nuestras percepciones sobre el mundo son deficientes o están distorsionadas». Un aserto que, llevado a los mercados, le condujo a otra realidad: «No solo los jugadores de los mercados se comportan con prejuicios, sino que sus prejuicios pueden influir en el curso de los acontecimientos. Y esto puede crear la impresión de que los mercados anticipan de forma precisa los comportamientos futuros, aunque en realidad no son las expectativas actuales las que se corresponden con los futuros acontecimientos, sino que los sucesos futuros se forman por las expectativas presentes. La percepción de los partícipes en el mercado es intrínsecamente deficiente, y existe una doble conexión entre percepciones defectuosas y el actual curso de los

acontecimientos, lo que resulta en una falta de correspondencia entre las dos. Llamo a esta conexión doble “reflectividad”». Asegurando que: «Cuando en los sucesos hay participantes que piensan, el tema no se reduce a hechos sino que incluye también las percepcciones de esos participantes. La cadena causal no se dirige de hecho a hecho sino de percepción a percepción». Y, finalmente: «Cuando conozca lo que va a hacer el mercado, salte en dirección contraria y apueste por lo inesperado». Son frases sacadas de la biografía no autorizada de Soros: SOROS: The Unauthorized Biography, the Life, Times and Trading Secrets of the World’s Greatest Investor, escrita en 1997 por Robert Slater. Slater muestra con detalle la personalidad del que se conoce como el mayor financiero del siglo. Una biografía que no tuvo apoyo del protagonista, pues prefirió hacer otra más a su medida con otro autor. Con este bagaje, Soros se lanzó a comercializar hedge funds, siendo uno de los pioneros en este tipo de mecanismos, jugando siempre a la contra y también desestabilizando algunos mercados para obtener grandes ganancias, según comenta Jeff Madrick en The Age of Greed: The Triumph of Finance and the Decline of America. 1970 to the Present . En 1987, con su entrada en los hedge fund, Soros se hizo rico definitivamente, consiguiendo 300 millones de dólares ese año, a lo que siguieron otros más productivos; de manera que, en 1992, las ganancias eran ya de 650 millones, alcanzando los mil millones de dólares el año siguiente. Las inversiones de Soros se dirigieron incialmente a las emisiones de bonos del Gobierno americano. Las fuertes tensiones inflacionistas de los años setenta en Estados Unidos y la volatilidad que imprimía a los mercados la inflación se presentaron como una fuente de enormes ganancias. Su clarividencia para ver las oportunidades queda reflejada en esta reflexión:

«Esta fue la primera vez que las tasas de interés comenzaron a moverse más de lo normal… Este fue el principio. Invertir en divisas llegaría más tarde». De ahí la lección: un hedge fund puede hacer dinero tanto en los buenos como en los malos momentos. Con esto in mente, el fondo de Soros comenzó a crecer en rentabilidad de forma explosiva desde su inicio: 62% en 1976; 31% en 1977 (justo el año en que el Dow Jones de valores industriales cayó un 13%); 55% en 1978 y 59% en 1979. Y en ese año llegó el cambio de nombre del fondo, que se transmutó en el bien conocido Quantum Fund, cuyo valor en ese momento era de 400 millones de dólares: se había multiplicado 65 veces en menos de 10 años; no sin estar envuelto en supuestos escándalos, antes y después. Por ejemplo, en 1977, la SEC, el Regulador americano, acusó a Soros de haber estado manipulando el valor de la empresa Computer Sciences por medio de un intermediario que vendía grandes cantidades de acciones para bajar su precio y facilitar su compra por parte de Soros. La SEC aseguraba que Soros había adquirido de esta manera 165.000 acciones de la empresa. Más tarde, en 2002, se le acusó de información privilegiada en Francia durante sus compras de acciones de la Société Générale en el momento en que estaba en proceso de venta. Se le impuso una multa superior a los dos millones de dólares. Pero, quizás, lo más controvertido de su carrera tuvo que ver con la manipulación de la libra esterlina, la moneda inglesa, antes del nacimiento del euro, al hilo de la creación del Exchange Rate Mechanism (ERM), el Mecanismo Europeo de Cambio. Un sistema introducido por la Comunidad Europea en 1979 para dar estabilidad al Sistema Monetario Europeo antes de la introducción de euro. El objetivo era reducir la variabilidad cambiaria entre las distintas monedas como preparación a la Unión Monetaria que surgió en 1999. Y en este escenario, Soros —al igual que otros hedge fund— vieron la oportunidad. En este caso, aprovechándose de los problemas del Tesoro inglés. En aquel entonces, el Reino Unido atravesaba una crisis económica y le era difícil sostener el valor de la libra respecto de las monedas de referencia europeas. Los intermediarios empezaron a vender libras de manera masiva, lo que obligó al Gobierno de Su Majestad a comprar libras vendiendo sus reservas de otras monedas, a la vez que subía los tipos de interés para atraer capitales hacia la compra de los bonos que emitía. En paralelo, los alemanes hacían lo propio: aumentaban

igualmente sus tasas de interés para atraer a los inversores hacia el marco, lo que aumentó la venta de libras en el mercado. Sin embargo, el aumento de las tasas de interés en Inglaterra debilitó aún más la economía: por un lado, hundió las inversiones, y por otro, una libra más alta perjudicó las exportaciones, a la vez que debilitaba sus reservas en otras monedas, como se ha dicho. La estrategia de Soros de vender a corto libras esterlinas dio buenos resultados. La política económica del Gobierno inglés de seguir subiendo los tipos de interés y de descapitalizarse de sus reservas de divisas no fue capaz de contener el desastre. Al final, la libra tuvo que salir del ERM y, a mediados de septiembre de 1992, se hundió. En concreto, el 16 de septiembre —conocido como miércoles negro—, Soros había especulado a corto con 10.000 millones de libras, y la salida de la libra del sistema reportó al Quantum Fund unas ganancias superiores a los 1.000 millones de dólares. Soros por su parte ganó 650 millones de dólares aquel año. El Tesoro inglés, por el contrario, perdió más de 3.000 millones de libras. Luego, años más tarde, vendrían otras crisis y, más cercanamente, los problemas del euro, la crisis griega y el problema financiero de la Eurozona. El camino estaba marcado: se podía ganar mucho dinero desestabilizando las divisas. La prima de riesgo sería el indicador de cómo se podría mejorar el proceso de las ganancias. Lo veremos en unas pocas páginas.

Estructurados y derivados financieros En el Capítulo 2 nos referimos a este tipo de productos. Lo enmarcamos en el contexto de las burbujas financieras. Permítasenos ahora volver al tema desde otro ángulo: la creatividad que existe en el complejo mundo de los derivados y estructurados. Es un tema sin fin que ha dado ocasión a múltiples libros y ensayos especializados, sobre todo en los últimos tiempos; y se diría que casi nadie entiende lo que encierran, ni siquiera aquellos que los ponen en circulación en el mercado. Tienen tal complejidad que muy difícilmente su «banquero de confianza» sabrá con exactitud como funcionan y qué le está en realidad tratando de vender. Un derivado, como dijimos en otro lugar, es un producto financiero cuya rentabilidad se «deriva» de otra fuente secundaria que toma el nombre de subyacente de la primera.

Subyacente que puede ser un bono, materias primas, un índice bursátil, una tasa de interés, el valor de una divisa, etc. Las posibilidades son tan variadas que no existen límites al ingenio creador de este tipo de mecanismos financieros. Así, por ejemplo, a principios de los noventa, el banco francés Société Générale ideó un derivado cuya rentabilidad se conectaba con la Super Bowl, la liga de fútbol americano. Su puesta en el mercado se llevó a cabo con gran aparato de marketing en el Equitable Building de Manhattan. Un rascacielos de 164 metros de forma neoclásica diseñado por el arquitecto Ernest Graham que se inauguró en 1931. Los interesados podían comprar opciones de este derivado cuyo subyacente era una suerte de apuesta: que uno de los equipos, el Washington Redskins , ganaría por una diferencia de 10 puntos. También ofrecían una operación de futuros «apostando» a que el equipo de la ciudad de Buffalo, en el estado de Nueva York, el Buffalo Bills, fuera el líder de la liga en un momento dado. Aunque realmente todo esto parece que son —y en realidad lo son— apuestas, el director del departamento de opciones de la Société Générale en aquel momento aseguraba que: «Un banco francés clasificado triple A por las agencias de rating nunca pondría en el mercado nada que pudiera considerarse relacionado con el juego de apuestas». Los derivados se ponen normalmente en el mercado según operaciones OTC (over the counter) ya comentadas páginas atrás. Es decir, contratos donde comprador y vendedor establecen la rentabilidad esperada y el coste que tiene que asumir el inversor. También los hay en mercados abiertos donde las fórmulas son conocidas al igual que sucede en la Bolsa; si bien, no es la norma general. El mercado de derivados ha alcanzado tales volúmenes que, aunque su cifra pueda ser discutible, se asegura que podrían llegar a los 450 billones de dólares en términos nocionales. Un concepto contable —nocional— quizás engañoso, pues se refiere al valor del activo subyacente, que no considera todo el apalancamiento (los préstamos) que caracteriza a este tipo de inversiones. Con lo que las estadísticas muestran cantidades superiores a los desembolsos realmente hechos. Y, además, dado que los inversores suelen asegurar sus operaciones, bien pudiera ocurrir que una sola operación se contabilizara dos o más veces. Aun así, la cifra no deja de ser admirable, pues multiplica por mucho el PIB mundial.

Hay casos sorprendentes en el uso y abuso de los derivados por parte de ciertos hedge funds, tal como describe Nicholas Dumbar en su libro The Devil’s Derivatives . Uno de los ejemplos que comenta Dumbar se refiere a la Congregazione dei Figli dell’Inmmacolata Conzecione; una organización católica fundada en 1857 en Italia, que recibió la aprobación definitiva en manos del papa San Pío X en 1906. Se trata de una pequeña institución de unos 400 religiosos extendida por muchos países, que se dedica fundamentalmente a labores caritativas con niños pobres, hospitales, etc. Debido a esto recibe generosas donaciones. De manera que, en 2001, los directores de la orden buscaron oportunidades para mejorar la rentabilidad de su dinero. Con ello pensaban aumentar sus acciones caritativas. Según refiere Dumbar, el padre Lucchetti, superior de la orden a principios de los 2000, asesorado por un nuevo miembro de la congregación que había trabajado en Goldman Sachs antes de recibir las órdenes religiosas, tomó la decisión de hablar con el Deutsche Bank para ver las oportunidades que le ofrecían. El resultado fue que la Congregazione invirtió 12 millones de euros en un producto CDO (Collateralized Debt Obligation) sintético, es decir, obligaciones sintéticas de deuda garantizada, que a diferencia de los CDO líquidos que se cobran según se van pagando las obligaciones de deuda, se asocian a instrumentos derivados y se cobran en un plazo dado de acuerdo con las rentabilidades obtenidas en dichos instrumentos. Y en el caso de la Congregazione y Deutsche Bank los CDO estaban asociados a deudas de ciertas empresas tecnológicas que, como se sabe, quebraron en masa en aquellas épocas. Al igual que lo hizo la compañía Enron en la que también estaba involucrado dicho banco. El resultado de todo esto fue que, en 2002, la Congregazione recibió un comunicado del Deutsche Bank con la noticia de que su inversión había desaparecido. Habían perdido todo lo invertido. El producto donde estaba localizada la inversión, que se ofrecía con el enigmático nombre de Repackaged Option Note (REPON-16, en este caso), se había volatilizado. Además, la oficina del banco en la Piazza Navona de Roma había desaparecido también. Y el padre Lucchetti tuvo que recurrir a varios expertos abogados para lograr años después la devolución de su inversión por parte de Deutsche Bank con la condición de que diera por olvidado el asunto. Estos productos derivados que comentamos toman el nombre de estructurados. Un nuevo

instrumento financiero puesto en el mercado por el Credit Suisse First Boston en 1990 a través de su filial Credit Suisse Financial Products (CSFP), que buscaba beneficiarse de las ventajas de combinar banca privada y banca comercial. El CSFP se estableció en Londres con 150 millones de dólares de capital y unos 100 profesionales, la mayoría procedentes de Bankers Trust, que conocían bien estos mecanismos. Rápidamente, el nuevo banco logró el nivel máximo de las agencias de calificación. Y entre sus nuevos productos lanzó los bonos estructurados, cuyas rentabilidades estaban ligadas a complicadas fórmulas. ¿Cómo funcionaban este tipo de estructurados? Sigamos a Frank Partnoy y las detalladas explicaciones que ofrece sobre este asunto en su libro: Infectious Greed: How Deceit and Risk Corrupted the Financial Markets. El caso más relevante —quizás el primero en este tipo de operaciones—se dio en 1991 con la empresa Gibson Greetings, Inc. Una sociedad que hacía tarjetas de felicitación de muy variadas formas. Eran los tiempos en que los intereses de los préstamos estaban cercanos al 10% y para reducirlos se pusieron de moda los swaps sobre los intereses de los créditos. Una fórmula que ha sido muy usada en nuestros días, sobre todo con los créditos hipotecarios. El procedimiento es muy simple: convertir el interés fijo en interés variable asumiendo que los intereses bajarían en el futuro, lo que implica el riesgo de que esto no suceda. Una fórmula típica de plain vanilla swap o swaps simples que obligan al pago de una renta fija asumiendo el riesgo del comportamiento futuro del producto asociado, en este caso la subida de los intereses en lugar de su caída. La operación original de Gibson con Bankers Trust fue simple: con los intereses al 9,33% en aquel momento, el banco ofrecía a la compañía el pago de un interés fijo al 5,91% durante dos años, y en los tres siguientes un interés variable de acuerdo con el comportamiento del mercado. Bankers Trust por el contrario ponía este préstamo en el mercado en forma de un derivado, con lo que reducía el riesgo al mínimo. Típico caso de l as subprime: titulizar los créditos. Sin embargo, al poco tiempo los traders del banco pensaron soluciones más creativas: conceder a Gibson un préstamo al 5,5% de interés fijo y pagar un interés variable basado en el líbor (el mercado de referencia en Inglaterra: London Interbank Offered Rate) mediante la fórmula: líbor al cuadrado dividido por el 6%; es decir, multiplicar el interés del líbor por sí mismo y dividirlo por el 6%. Lo que para un interés líbor del 3%, resultaba en un 1,5% (3 × 3 / 6 = 1,5). Es decir, se trataba de un

estructurado financiero: complejas fórmulas donde el inversor espera obtener sustanciosas ganancias basadas en la fiabilidad y reputación de la sociedad que especula con su dinero sin saber realmente cómo se hace. Como ya hemos indicado en algún lugar: la suma de dos codicias. Unos inventando fórmulas financieras para multiplicar sus ganancias con el menor riesgo, y otros queriendo lograr rentabilidades fuera de toda lógica sin saber de dónde proceden con exactitud. De los préstamos estructurados se pasó a los bonos estructurados, que seguían el mismo esquema; y a los que se sumaron todo tipo de instituciones con la idea, siempre atractiva, de obtener dinero fácil y rápido. Así, empresas como IBM, Toyota, DuPont o General Electric crearon estructurados como medio de obtener ganancias adicionales fuera de sus actividades principales. General Electric fue en este capítulo muy activa en la época de su carismático presidente, Jack Welch. Las empresas, sin embargo, no tenían en cuenta la complejidad de las fórmulas que usaban, e incluso que tales fórmulas estaban relacionadas con la cotización de ciertas divisas. Tampoco eran conscientes sus accionistas del riesgo en que entraban al calor de complejas y opacas operaciones financieras. Unas operaciones de alto riesgo que son bastante desconocidas por el público en general y, dado su secretismo, por muchos de los accionistas de importantes compañías, cuyos ejecutivos las siguen usando como fuente adicional de beneficios fuera del negocio tradicional. Innovadores productos como los conocidos Quanto lanzados también por CSFP a principios de los noventa del siglo pasado con gran aclamación por parte de los analistas. En un quanto el inversor recibe un pago basado en las tasas de interés de una moneda extranjera, con la única característica de que los pagos se harán en la moneda en la que el inversor haya hecho la operación. Es decir, por ejemplo, un inversor europeo podría especular en dólares mientras que su remuneración sería en euros. Así, un banco europeo podría ofrecer un producto estructurado de estas características: emitir 100 millones de euros para ser comprados por sus clientes premium, pagándoles —sigue el ejemplo— un cupón de: dos veces el líbor en dólares (US LIBOR) menos el líbor en libras (UK LIBOR) más el 1,5%, todo ello pagado en dólares (US dollars). Complejo mecanismo no apto para personas corrientes, sobre lo que, James M. Mahoney en su artículo de 1995, Correlation Products and Risk Management Issues, aparecido en la Federal Reserve Bank of New York Economic Policy Review, comentaba:

«Algunos individuos e instituciones utilizan productos derivados para eludir (a veces de forma autoimpuesta) restricciones sobre participaciones financieras. Por ejemplo, el comité de inversiones de un fondo de pensiones o de una compañía de seguros puede exigir que las inversiones se hagan en la moneda doméstica. Con este procedimiento se prohibiría invertir en mercados de capitales extranjeros, aunque los gestores de este tipo de inversiones podrían incrementar la exposición en deuda o mercados de capitales extranjeros mediante la correlación con productos tales como diff swaps o quanto swaps». Los diff swaps, de manera parecida a los quanto, son inversiones que se basan en la diferencia entre dos tipos de interés, uno podría, por ejemplo, ser la tasa de interés del euro y otro la del dólar. Todo un esquema solo apto para iniciados que no tendría mayores efectos si no se utilizara al margen de las decisiones marcadas por los accionistas, o con total desconocimiento de los impositores, como tantas veces ocurre.

De bonos y preferentes Sobre los bonos dijimos algo páginas atrás, pero conviene volver ahora con más detalle en este nuevo contexto en el que estamos. En los primeros días de diciembre de 2012 saltó la noticia de que el Departamento de Justicia americano, incluido el fiscal general de Nueva York, habían interpuesto una demanda contra J. P. Morgan en relación con las malas prácticas de Bear Stearns que, supuestamente, había vendido títulos hipotecarios tóxicos. Al parecer Bear Stearns había estado defraudando a sus clientes, que perdieron, entre 2005 y 2007, más de 22.500 millones de dólares, la cuarta parte del valor total puesto en el mercado por el banco en este tipo de instrumentos financieros. J. P. Morgan, por su lado, como es lógico, alegaba su desconocimiento del caso, pues había comprado Bear Stearns en 2008, y reprochaba al fiscal no haberles dado la oportunidad de estudiar el tema con mayor profundidad. Bear Stearns se fundó en 1923, sobrevivió a la Gran Depresión y abrió su primera filial internacional en Ámsterdam en 1955. Sus oficinas centrales se encontraban en Nueva York en el 383 de Madison Avenue en un imponente rascacielos de 47 plantas y 230 metros, que abrió sus puertas en 2002. La crisis de las subprime acabó con el banco en 2007, en ese

momento el quinto en tamaño de Estados Unidos. Ese año Bear Stearns tenía activos superiores a los 350.000 millones de dólares, sin embargo, solo tenía unos 11.000 millones de patrimonio neto. O lo que es lo mismo: la suma de su capital, sus reservas y los beneficios acumulados de otros ejercicios era el 3% de los activos. Muy poco para cubrirlos con garantías. Y mucho menos para soportar los más de 10 billones de dólares que, en términos nocionales, tenía repartidos en múltiples tipos de derivados financieros. El resultado: la quiebra y la compra a precio de saldo por parte de J.P. Morgan. ¿Qué tenían que ver las hipotecas subprime con los bonos? Volvamos por un momento a considerar qué es un bono. En esencia, se trata de un título de propiedad por el que el emisor se compromete a pagar un interés anual al comprador, con la intención de devolverle el capital invertido en una fecha futura. Un mecanismo que utilizan las empresas y las instituciones públicas para financiarse fuera de los circuitos bancarios de crédito. El problema es, sin embargo, que el valor del bono puede variar en el tiempo, al igual que lo hacen los intereses, con la circunstancia de que el valor del bono y el de los intereses se comportan al revés: si el valor del bono crece, decrecen los intereses, y viceversa. Algo que con frecuencia el comprador desconoce y, al final, se puede encontrar con que el capital a percibir es mucho menor de lo que puso al principio. Vayamos ahora de nuevo a las subprime. En esencia, se trata de bonos asociados a hipotecas. Un producto que, sorprendentemente, sigue pujante en el mercado después de haber causado la mayor crisis financiera conocida desde la Gran Depresión, y, además, con gran apetito por parte de los compradores. Así lo refería la agencia Bloomberg cuando las ventas de bonos asociados a hipotecas subprime habían crecido la primera mitad del ejercicio de 2012 un 21,6% con respecto del año anterior. Se podría pensar que un bono es algo así como un depósito, ya que ofrece un interés y existe el pacto de devolución del capital invertido. Sin embargo, no es así: los bonos no se cubren por los Fondos de Garantía de Depósitos bancarios. Es decir, son inversiones con riesgo: el interés fluctúa y el capital invertido se puede perder. Para ello están las agencias de rating, que califican el grado de riesgo o la «calidad» de estas inversiones. Los niveles — en el caso de Standard & Poors— comienzan por el grado A, que a su vez se subdivide en otros tres: AAA (que se juzga con el menor riesgo), AA (que es prácticamente del mismo nivel que el anterior, es decir, sigue manteniendo una alta calidad) y A (que mantiene un

nivel favorable, si bien está ya en un grado medio). Del A se pasa al B, que comienza en BBB, y mantiene un criterio muy similar al AA. A partir de aquí se cae en cascada a los niveles especulativos: BB (el primero de ellos), B (considerado ya una inversión vulnerable), CCC (con posibilidades de entrar en quiebra) o el CC (claramente en riesgo de quebrar). Finalmente, están las inversiones tipo D, que consideran que el emisor entró ya en quiebra y no es capaz de cumplir con sus obligaciones. Moody’s y Fitch tienen medidas equiparables. Esto no quita para que el mercado financiero ofrezca productos en toda la gama, incluso en aquellos que nadie compraría, como son las inversiones tipo D; ya que los hay que consideran que cuanto mayor es el riesgo, mayores posibilidades hay de beneficio. Y es aquí donde entrarían, por ejemplo, los bonos basura, los junk bonds, que se sitúan en el nivel BB en el caso de Standard & Poors, o más abajo. Bonos que, curiosamente, toman el nombre de high-yield bonds, es decir, se los considera de alta rentabilidad. Son bonos emitidos por empresas, Gobiernos, ayuntamientos, etc. Lo que no quita para que sean atractivos incluso para Fondos de Pensiones que con frecuencia invierten en allí. Un mercado que pasó en Estados Unidos de unos 200.000 millones de dólares a finales de los años ochenta hasta los más de 1,3 billones de dólares actuales: ¡alrededor del PIB español! A primera vista, se diría que los inversores que optan por los bonos basura juegan a la ruleta rusa con su dinero. Pero no es así. Edward Altman, profesor de finanzas del NYU Salomon Center, experto reconocido en estos temas, da las claves del atractivo de estas inversiones; ya que, sabiéndolo hacer, los emisores y compradores de bonos basura pueden lograr importantes beneficios. De sus muchas publicaciones y libros, nos centramos en uno de sus últimos artículos de febrero de 2011: Defaults and Returns in the High-Yield Bond and Distressed Debt Market: The Year 2010 in Review and Outlook, donde Altman analiza 50 años de vida en este tipo de inversiones: de 1971 a 2010. Los resultados son sorprendentes: se pueden tener grandes ganancias invirtiendo en bonos basura y otros instrumentos similares. El análisis se centra en Estados Unidos, la meca de los junk bonds, pero también valdría para otros casos. Comentando el año 2010, Altman asegura que: «Desde la perspectiva de retorno de beneficios de una quiebra o una nueva emisión, el año 2010

resultó ser un excelente año para inversores y emisores de bonos basura, con tasas extremadamente bajas de quiebras, récord de nuevas emisiones y, en términos absolutos y relativos, retornos por encima de la media. Adicionalmente, solo un 7,6% de los bonos basura en circulación se clasificaron con problemas al final del año, en comparación con el 15% de año anterior». Comprobando, además, que la rentabilidad de este tipo de bonos respecto de las emisiones del Tesoro americano a 10 años fue un 6,22% más elevada que la media histórica, que se situó en un 2,77% por encima de la rentabilidad de los bonos emitidos por el Tesoro. A lo que se añade que la ratio de bonos con problemas en las emisiones que se ofrecieron a 1.000 puntos básicos, es decir, un 10% por encima de las inversiones sin riesgo, decrecieron en 2010 al 7,6% respecto del 15,3% el año anterior, y desde luego muy lejos de lo que sucedió en 2008, en plena crisis, cuando el 85% de los bonos basura del mercado estuvieron en quiebra o en camino de quiebra. Altman analiza también las emisiones de deuda pública en Estados Unidos, y las compara con el comportamiento de las rentabilidades obtenidas en las Bolsas de valores y los bonos de alto rendimiento (bonos basura), cuyo índice de referencia es el de Citigroup (RIMES: Citigroup High Yield Indices). El resultado no deja duda: invertir en bonos basura es un buen negocio. Aunque pueda quedar la sospecha de si ciertos especuladores son capaces de manipular los precios y las rentabilidades de estos bonos para conseguir importantes beneficios antes de que la entidad emisora entre definitivamente en quiebra. Lo que nos lleva a volver sobre el comportamiento de casos ya comentados, como fueron los movimientos especuladores contra la libra inglesa y las actividades de George Soros en aquellos momentos. Basten los comentarios anteriores como muestra, ya que profundizar aún más en las 51 páginas del artículo de Altman nos llevaría demasiado lejos de nuestros propósitos. Saltemos ahora a otro tema: las emisiones de preferentes que, especialmente en España, se hicieron famosas en 2012, aunque antes nadie parecía darse cuenta de su existencia. Al igual que ningún banco sensato le pediría a un pequeño inversor que pusiera los ahorros de toda su vida en un bono basura o en otro producto financiero de elevado riesgo, tampoco debería haberlo hecho con las emisiones de títulos preferentes. ¿Qué son las preferentes? Al igual que con los bonos, las empresas pueden utilizar

ciertos mecanismos para lograr financiación, como son, por ejemplo, la venta de participaciones de capital o emitir deuda con la garantía de pagar un elevado interés por ella. Sin embargo, con las participaciones preferentes existe un mecanismo algo perverso: el interés a pagar dependerá de cómo vaya la empresa, y la devolución del capital invertido en la operación puede quedar atrapado para siempre si se trata de una inversión «perpetua», como es lo habitual. Las preferentes no son acciones de la empresa, ni son depósitos de rentabilidad fija o variable, sino que son un tipo de bono que ofrece una rentabilidad variable de por vida. Rentabilidad que puede quedar reducida a cero si la empresa va mal, y la única posibilidad de escape es acudir a un mercado secundario de compraventa de este tipo de bonos. Obviamente, si es el caso, el emisor puede comprarlas de nuevo o cambiarlas por acciones ordinarias, aunque esto no está garantizado. Es cierto que, tanto en Europa como en Estados Unidos, los Reguladores imponen reglas para evitar los abusos. Por ejemplo, en la Unión Europea existe la Directiva MiFID (Markets in Financial Instruments Directive), Una ley que armoniza y regula los servicios financieros en los 27 miembros de la Unión Europea además de Islandia, Noruega y Liechtenstein que, entre otras cosas, obliga a los bancos a explicar con detalle a sus clientes los productos que ofrece, especialmente si estos son complejos de entender. Sin embargo, en muchos casos, los clientes no saben lo que compran. En este sentido, se descubrió que una caja española, la caja de Ahorros del Mediterráneo, había vendido a un cliente unos bonos preferentes que vencían en el año 3.000: ¡dentro de unos 1.000 años! Las reclamaciones contra las preferentes se multiplicaron en España en 2012, sin embargo, no parece que el problema se vaya a resolver para los 150.000 ahorradores atrapados en este casino financiero, que según las estimaciones actuales perderán, como poco, el 70% de su inversión.

La deuda pública y la prima de riesgo En noviembre de 2012, la canciller alemana, Angela Merkel, aseguraba que la crisis de deuda soberana europea duraría aún cinco años más. Añadía que quien pensara que la crisis se resolvería en uno o dos años estaba muy equivocado. Reclamaba un poco de rigor, y apelaba a seguir con las reformas a fin de atraer inversión extranjera hacia Europa, que

está atrapada en un complejo arcano de difícil salida: la crisis económica de las economías periféricas, la crisis del euro, la crisis de deuda, y la crisis de identidad: muchos europeos, sobre todo del norte, no creen en la Europa actual. Sin embargo, el problema no es, ni ha sido, solo el actual: se ha dado también en el pasado. En los últimos 40 años, independientemente de las diversas crisis económicas acaecidas —incluida la que aún se padece en algunos lugares—, la deuda pública en relación con el PIB ha llegado a niveles desconocidos desde la Segunda Guerra Mundial; habiendo crecido, por ejemplo, en los países del G7 (Italia, Estados Unidos, Inglaterra, Japón, Francia, Alemania y Canadá), del 86% de media en 2006 a cerca del 120% en 2011. Aunque tener una deuda razonable puede ser positivo, una deuda pública excesiva tiene consecuencias fatales para la economía, en el corto y en el largo plazo; ya que obliga a poner en marcha políticas económicas que, por su complejidad, arrojan efectos muy negativos sobre la población en su conjunto. En el corto plazo, una práctica generalizada se dirige a reducir los déficits públicos, lo que paraliza la economía. También, en caso de recesión económica, se tiende a paralizar la inversión pública, lo que anima la recesión. Otras medidas, como la reducción de beneficios sociales, contención de salarios o aumento de impuestos, suelen ser menos agresivas en lo económico aunque se perciban con mayor crudeza por la población. Lógicamente, la política monetaria que regula los tipos de interés o el valor de las divisas será también determinante, especialmente en el largo plazo. Al final, cuando la economía está en recesión y la deuda es abultada es imposible cuadrar el círculo con rapidez, y salir del atolladero lleva bastante tiempo, porque lo que no deja de aumentar es la deuda, y las medidas de ajuste cuando no están apoyadas por estimulo inversor siempre empeoran la situación. Si la economía de un país no crece o está en recesión, solo se podrán mantener las políticas sociales a cambio de endeudarse. Ningún partido político de ningún Gobierno se decidirá por reducir el gasto social. Se podrán limitar o incluso paralizar las inversiones públicas, o también buscar alternativas desde la privatización de ciertos servicios públicos, pero el mantenimiento del Estado en su conjunto requerirá acudir a préstamos externos para lograr que la máquina siga funcionando. Préstamos que pueden provenir de Estados o instituciones como el FMI, Banco Mundial, etc., o bien de entidades privadas, que

siempre buscan una segura y alta rentabilidad a sus inversiones. Aunque, a veces, pierdan lo prestado debido a que el país en cuestión entre en quiebra, como vimos, por ejemplo, con el caso argentino a inicios de los años dos mil. Algo similar a la Argentina pasó con Rusia después de la caída de la Unión Soviética, cuando a finales de los noventa del pasado siglo el país entró en bancarrota. Un complicado momento que se unía a la crisis financiera de Asia, y se sumaba a los problemas de deuda en Sudamérica, todavía no solventados del todo en aquellos días. Así, en mayo de 1998, la Bolsa rusa cayó un 40%, lo que obligó al Gobierno de entonces a triplicar los tipos de interés a corto plazo hasta el 150%, en un desesperado intento de atraer inversiones y mantener estable su moneda, el rublo. Las reservas en divisas habían caído a un nivel mínimo de unos 14.000 millones de dólares, y estaban atrapadas muchas entidades financieras norteamericanas y europeas que veían peligrar sus préstamos. Cosa que al final sucedió, después de que en ese verano, George Soros recomendara públicamente que Rusia tenía que devaluar su moneda. Esta fue la chispa que incendió el bosque financiero ruso, donde también varios hedge fund sufrieron importantes pérdidas, pues, a veces, las fluctuaciones del mercado se les vuelve en contra. Paul Krugman, premio Nobel de economía en 2008, lo expresa con exactitud en su libro Retorno de la economía de la depresión y la crisis actual: «Lo que hacen los hedge fund, en cambio, es intentar precisamente que el mercado fluctúe lo más posible. La forma en que lo hacen consiste generalmente en ir a corto en algunos activos —esto es, prometer entregarlos a un precio fijado en alguna fecha futura— e ir a largo en otros. Los beneficios se obtienen si cae el precio de los activos cortos (de manera que puedan entregarse a un precio barato) o aumenta el de los activos adquiridos, o ambas cosas a la vez». Cosa ya sabida; si bien, Krugman añade después: «El aspecto negativo, por supuesto, está en que un hedge fund puede también perder dinero muy eficientemente. Los movimientos del mercado que podrían no parecer tan grandes a los inversionistas corrientes pueden destruir rápidamente el capital de un hedge fund, o por lo menos provocar la pérdida de sus cortos, esto es, inducir a los que le han prestado valores u otros activos a exigir que se

los devuelvan». No sabemos si Soros hizo una buena operación con el rublo ruso, pero está demostrado que otros perdieron fuertes sumas. Las observaciones de Soros seguramente provocaron que el Gobierno ruso de aquellos días, ante la presión que sufría el rublo en los mercados, devaluara la moneda —al estilo mexicano, como dice Krugman— y pidiera una moratoria sobre su deuda. El resultado fue un colapso financiero de gran importancia. La crisis de deuda en Sudamérica saltó años antes que la rusa, en concreto, a finales de los años ochenta del siglo XX. Fue, quizás, el principio de los movimientos especulativos a gran escala sobre las emisiones de deuda de los países de aquella zona. Entonces nacieron los Brady Bonds, llamados así en reconocimiento a su «inventor», Nicholas Brady, entonces secretario del Tesoro americano. El objetivo de Brady era paliar los efectos de la crisis de deuda de ciertos países sudamericanos. Su idea era convertir la deuda pública emitida por algunos países latinoamericanos en cierto tipo de bonos mediante los cuales los bancos comerciales podían intercambiar sus reclamaciones de pago con productos financieros «vendibles», ya que tenían una garantía del Gobierno americano. Además el procedimiento tenía otro efecto positivo: las deudas de los bancos salían de sus balances y así mantenían sus coeficientes de solvencia. La demanda de este tipo de bonos se disparó y múltiples instituciones, desde fondos de pensiones, compañías de seguros y, por supuesto, hedge funds, no perdieron la ocasión de buscar altas rentabilidades. Un forma de enriquecerse con ayuda del Regulador. Algo bastante usual. Vayamos ahora a la prima de riesgo. El rendimiento de un bono de deuda soberana depende de varios factores: situación económica del país que lo emite (normalmente, evolución de su PIB), tasa de inflación, balanza comercial, riesgo país, etc. En ausencia de riesgo, los intereses deberían coincidir con el crecimiento de su economía, es decir, el de su PIB en términos reales, matizado con la inflación. Altas tasas de crecimiento o de inflación aumentarán los intereses a pagar, al igual que lo hará la frecuencia de emisiones de deuda, si bien, unas cuentas públicas equilibradas tenderán a bajarlos. Obviamente, si existen dudas sobre la capacidad de un Gobierno para atender los pagos en los momentos fijados, se elevarán con mucho las tasas de interés. El riesgo, sin embargo, estará asociado a los parámetros anteriores, y es lo que definirá la conocida prima de riesgo que, en concreto, es la

diferencia que se paga por los bonos de deuda emitidos entre un país considerado sin riesgo y otro en distinta situación. Se trata, en el fondo, del sobreprecio que hay que pagar por invertir con un mayor riesgo. Es decir, si por un bono sin riesgo se pagara el 0,5%, y por otro hubiera que asumir el 2%, la diferencia, el 1,5%, sería la prima de riesgo. Que traducido a puntos básicos serían 150 puntos básicos de diferencia entre una y otra inversión. Es decir, si se tratara de una emisión de bonos a 10 años, en el primer caso se pagaría el 0,5% del capital invertido todos los años, y en el otro, el 2%. Al final del período, pasados 10 años, ambos países deberían devolver el capital invertido por el inversionista. ¿Quién determina, entonces, el riesgo? Hay que volver a las agencias de rating que con sus valoraciones orientan a los inversores. Los mercados hacen el resto: van o no van, compran o venden. De manera que el volumen de compras en cada emisión de deuda o de bonos definirá los intereses a pagar. O lo que es lo mismo: la prima de riesgo. ¿Hay alguna forma de cubrir ese riesgo? Por supuesto: en el mundo financiero siempre hay soluciones: si se quiere asegurar, más o menos, lo invertido, siempre se puede hacer, basta pagar por ello. Y esta es la función de los CDS, los Credit Default Swaps. Otra peculiar manera de hacer dinero en situaciones críticas.

CDS: armas financieras de destrucción masiva Ya hablamos de los CDS en el Capítulo 2, pero es conveniente volver a ellos con más detalle. Los CDS son un invento de los años noventa. Los puso en marcha por primera vez la banca J. P. Morgan. El mecanismo es muy simple, se trata de una permuta — swap— de carácter financiero. El comprador paga al vendedor un seguro para cubrir el caso de que su inversión quiebre. Y de ser esta la situación, el comprador del CDS recibirá el valor facial del producto financiero que adquirió, que queda en posesión del vendedor del CDS. Valor facial que se refiere al valor que tenía cuando se compró, no a su valor de mercado en el momento de realizarlo, que puede fluctuar. Puede ocurrir, además, que para un mismo producto existan más contratos CDS que el valor real de tal producto; entonces, en caso de quiebra, la cantidad a percibir será mucho menor que el valor facial. Los CDS, sin embargo, no son en realidad un contrato de seguro: se trata de un derivado financiero, ya que lo que se percibirá en caso de quiebra será el valor del colateral

del CDS en ese momento. Imaginemos, para aclararlo, un contrato CDS entre dos bancos, A y B. Supongamos que el banco A compra unos bonos emitidos por una empresa que pretende con este mecanismo financiar su crecimiento en el mercado. Lógicamente, con esta compra el banco A asume el riesgo de los cambios en las tasas de interés que pueden afectar al bono, o en su caso más drástico, la quiebra de dicha empresa. Para reducir el riesgo, el banco A decide comprar un CDS al banco B «asegurando» de esta manera la compra del bono durante el tiempo convenido mediante el pago de una comisión. Así, el banco A transfiere el riesgo al banco B. Supongamos que, en el momento de cancelar el bono el banco A, la empresa en cuestión estuviera en quiebra. Entonces, si la empresa no pudiera asumir el pago del bono que emitió en su día es cuando entra en juego el contrato CDS. Es decir, el banco B deberá pagar al A la diferencia entre el valor del bono en ese momento —no olvidemos que los bonos basura siempre valen algo en el mercado— y el valor facial del bono, o como ya dijimos, lo que el banco A pagó por él. Si la empresa asume el bono, obviamente, el banco B no pagará nada al A. Y es aquí donde está la diferencia entre un seguro y un CDS: el valor del colateral, pues lo que en realidad recibirá el banco A del banco B será un pago asociado a su clasificación crediticia en ese momento. Valor que, como ya sabemos, otorgan las agencias de rating. Y, en consecuencia, cuanto más baja sea la clasificación del banco B más alta será la cantidad que tendrá que asumir por el CDS. Es decir, que si el banco B entrara, a su vez, en crisis, no podrá asumir el pago de los CDS que tenga contratados con otros. Pago que, como decimos, será mayor cuanto mayores sean sus problemas. Un círculo vicioso que explica cómo funciona el casino financiero actual: cuando las cosas van bien, nada sucede, pero cuando no es así, los que tienen problemas encuentran cada vez más dificultades para salir de ellos, mientras que otros hacen grandes ganancias gracias a esta situación. No en vano el magnate Warren Buffet, presidente de Berkshire Hataway, Inc., definió a los derivados financieros como «armas de destrucción masiva» en una carta dirigida a sus accionistas allá por 2003. «Charlie y yo [refiriéndose a su socio, Charlie Munger, vicepresidente de Berkshire Hataway] creemos que Berkshire debería ser una fortaleza financiera —para el bien de nuestros accionistas, acreedores, aseguradores y empleados—. Tratamos de estar alertas contra cualquier riesgo megacatastrófico, y

esta postura nos hace tener enorme aprensión a crecientes cantidades de contratos de derivados a largo plazo y al masivo montante de recibos no colateralizables que crecen en nuestro derredor. Desde nuestro punto de vista, sin embargo, los derivados son armas financieras de destrucción masiva, que llevan peligros que, aunque no latentes, son potencialmente letales». Una visión anticipadora, pues los CDS crecieron sorprendentemente al hilo de la crisis financiera de 2008. Tanto que se estimaban por encima de los 60 billones de dólares en esa época. Con la circunstancia de que promovieron también un negocio en la sombra: los naked CDS: CDS que se compraban, no para cubrir una inversión en riesgo, sino simplemente para comerciar con ellos. Algo que, desde finales de 2011, y en relación con la deuda soberana de los países europeos, está prohibido en la Unión Europea. La utilización de los CDS como instrumento de especulación aumenta además el apalancamiento del mercado financiero, es decir, crea un perverso circuito de endeudamiento. De esta manera, una institución financiera puede comprar un CDS con la idea de que se produzca una quiebra, sin necesidad de asumir el riesgo de que el colateral se pierda. Mercado que explotó en los años de la crisis, sobre todo en el período 20082009, cuando la mayoría de los CDS fueron de este tipo. En 2007, por ejemplo, la cantidad que hubiera habido que asumir si hubieran quebrado todos los colaterales asociados a CDS se estimaba en 62 billones de dólares, contra los siete billones de las MBS (MortgageBacked Securities), cuyos contratos estaban asegurados en su mayoría. Para dar idea de su volumen, baste pensar que el PIB de Estados Unidos en aquellos días era de unos 14 billones de dólares, y solo los 25 mayores bancos estadounidenses tenían 13 billones de dólares expuestos a contratos CDS. No se crea, sin embargo, que este tipo de prácticas son un invento reciente, ya en 1907, el Gobierno americano de entonces, prohibió ciertas prácticas especulativas durante el pánico que asoló el mercado bursátil. Un tiempo en que las calles de Nueva York estaban repletas de establecimientos llamados «bucket shops» (tiendas cubo), donde la gente podía hacer apuestas sobre si ciertas acciones bajarían o subirían de precio, sin llegar a comprarlas. El pánico de 1907 —la crisis silenciosa— se llevó por delante las ganancias de la Bolsa de Nueva York, que cayó un 50% respecto del año anterior. La economía estadounidense estaba en recesión, y tuvo que ser, como dijimos en el Capítulo 5, John

Pierpoint Morgan —Júpiter— quien sacara a los bancos americanos del atolladero. Por dar un par de ejemplos: tanto Lehman Brothers como AIG, American International Group, vendieron miles de millones de dólares de CDS a bancos e instituciones financieras de todo el mundo. No fueron los únicos, sin embargo, se trata de casos emblemáticos. Uno ya no existe, y el otro tuvo que ser rescatado a costa de una fuerte suma: en concreto, la FED acudió en 2008 con un crédito especial de 85.000 millones de dólares para salvarla. AIG comenzó el negocio de CDS, «asegurando» inversiones conectadas con el mercado inmobiliario que, en los inicios del siglo XXI, se consideraban sin ningún riesgo; con el añadido de que la venta de CDS escapaba del control de los reguladores pues no se consideraban actividades ligadas a los seguros. Lehman Brothers, por el contrario, negociaba los CDS como una actividad de su banca de inversión, y aunque en realidad se trata de un derivado, no se consideraba así por los reguladores. De nuevo una negligencia que echó más leña al fuego a la crisis de 2008, ya que algunos bancos europeos utilizaron este mecanismo —los CDS— para «aligerar» sus balances sacando de ellos ciertas inversiones con riesgo. Pues según los Acuerdos de Basilea, los bancos europeos debían tener reservas suficientes para contrarrestar pérdidas potenciales en sus activos provenientes de ciertos derivados financieros con riesgo. Los CDS venían así a ser la puerta de escape para eludir estas exigencias. Y de nuevo, acudían las agencias de rating para solventar el problema, pues los CDS se pueden dividir en «tramos»; siendo los llamados «super senior» los de «mejor calidad», que recibían una valoración entre AAA y A por parte las agencias. Es decir, eran inversiones sin ningún riesgo. AIG y Lehman, al calor de estas «ayudas», vendieron miles de millones de CDS super senior, considerados como «comprar y mantener» por los analistas financieros.

¿Casino en el BCE? El Banco Central Europeo, BCE, nació para proteger la moneda única, el euro. En concreto, para mantener la capacidad de su compra y, con ello, la estabilidad de precios de la zona euro. El banco se estableció mediante el Tratado de Ámsterdam en 1998, tiene sus oficinas centrales en Frankfurt y sus accionistas son los 27 bancos Centrales de la

Eurozona y otros bancos europeos en proporciones muy pequeñas, salvo el Bank of England que tiene el 14,51%. El Bundesbank alemán ostenta la mayoría con el 18,93%. Le siguen: la Banque de France (14,22%), la Banca d’Italia (12,49%) y el Banco de España (8,3%). Antes de la crisis financiera, el papel del BCE fue simplemente controlar la inflación. Cualquier otro aspecto como estabilidad financiera, desempleo, crecimiento económico, etc., fueron sencillamente ignorados. Solo se dedicaba a perseguir con una obsesión casi patológica una inflación del orden del 2%. Un mantra al que añadió una cierta falta de transparencia y una sorprendente independencia de otros organismos de la Unión Europea, lo que, sin duda, ha agravado la crisis financiera en Europa. Independencia que, similarmente a lo que sucede en Estados Unidos con la FED o en Japón con su Banco Central, le lleva a ser en la práctica «inauditable» y, de alguna manera, poco democrático, pues escapa al control real de otras instituciones europeas. Y como decisiones sorprendentes del BCE en relación con la crisis financiera, baste recordar, en un caso evidente de ceguera financiera, la subida de los tipos de interés del 4 al 4,25% en julio de 2008 cuando ya la crisis de las subprime se enseñoreaba en Europa y, entre otros, había llevado a la quiebra al banco alemán Deutsche Industriebank. Añadiéndose que, contrariamente a sus estatutos —según indica su artículo 21.1—, se dedicó a prestar dinero, directa e indirectamente, a los países con problemas. La crisis financiera se transformó en una crisis de deuda, luego en una crisis de crédito, y derivó en una crisis de solvencia en varios países. Lo que llevó a la propia crisis del euro, todavía hoy no solucionada. Una crisis que, en sorprendente círculo vicioso, se realimenta con el aumento de la deuda pública, pasando por el incremento de las primas de riesgo, las incertidumbres sobre la solvencia del sistema financiero en su conjunto, el aumento del coste de financiación y, en consecuencia, el de los créditos bancarios. Todo lo cual hunde el consumo, frena la actividad económica y aumenta los déficits públicos, lo que induce más endeudamiento. Y vuelta a empezar. Y en todo este contexto, el papel del BCE queda oscurecido por su política. De manera general, se puede decir que un Banco Central es una institución gubernamental que tiene la responsabilidad, al igual que el BCE, de emitir moneda, controlar las tasas de interés, gestionar las reservas de divisas extranjeras y, además —lo

que no está en las funciones del BCE— supervisar el sector financiero, y controlar el volumen y las condiciones de las emisiones de crédito. Si bien, en ocasiones, el BCE actúa como un prestamista de última instancia favoreciendo el carry trade a que nos referimos en el Capítulo 5: presta barato a los bancos europeos para que compren deuda soberana a intereses mucho mayores, habiendo gastado billones de euros en este tipo de operaciones en contra de sus principios fundacionales. Una práctica pseudo-keynesiana que buscó estabilizar el sistema económico europeo sin conseguirlo del todo. Los responsables políticos y financieros se supone que no encontraron otro mecanismo diferente que «enriquecer» a los bancos a través de dinero público. Aunque, también hay que decirlo, esto consiguió evitar el colapso que se cernía sobre el euro y la Unión Monetaria. Sin embargo, también hay que decir que las autoridades monetarias europeas no han entendido la heterogeneidad de las diferentes economías de la Eurozona. Unas asimetrías que deberían desaparecer si se pretendiera tener mayor estabilidad económica en Europa. Las diferentes políticas económicas y los intereses de parte de cada país agravan además esta situación, incidiendo negativamente sobre los desequilibrios. De ahí que las brutales políticas de austeridad que se han impuesto afectan a la paralización de las economías de ciertos países, lo que tiene también negativos efectos en los supuestamente sanos. Una situación que no resolverán los nuevos mecanismos, como el FEEF (Fondo Europeo de Estabilidad Financiera) o el MEDE (Mecanismo Europeo de Estabilidad), pues, contrariamente a lo que sucede en Estados Unidos con la FED o en el Reino Unido con el Banco de Inglaterra, que pueden comprar emisiones de títulos públicos, en Europa esto no está permitido para evitar la creación monetaria y, por tanto, acelerar la inflación; un peligro que Alemania considera letal debido en sus pasadas experiencias durante el siglo pasado. El MEDE podrá emitir una pequeña cantidad de títulos, comprar deuda pública o servirse de esta como colateral ante el BCE para conseguir liquidez. Demasiados corsés para que funcione en caso de graves problemas. ¿Y por qué esta situación de cierta inflexibilidad? La respuesta está en el juego de intereses que existen en Europa. Lo que resulta en su propia debilidad. No son realmente las diferencias norte-sur lo que la debilita. Estados Unidos vive esa misma situación: no todos sus estados tienen una misma economía ni son igualmente productivos, ni disfrutan de balanzas comerciales saneadas en su totalidad. Es la ausencia de un verdadero esquema

federalista lo que hace que Europa sea frágil. En ausencia de federalismo los déficit por cuenta corriente se hacen imposibles, ya que conducen a una constante necesidad de endeudamiento exterior en el largo plazo. Cosa que en el país norteamericano las transferencias federales son las que permiten en la práctica mantener los desequilibrios exteriores.

La globalización financiera Pankaj Ghemawat en su libro Mundo 3.0 asegura que: «Según la mayoría de los cálculos, el estado real del mundo actual es de semiglobalización, entendiendo como “semi” la acepción de “parcial” y no del 50%». Para este autor, la integración transfronteriza en lo financiero o en lo comercial se mueve en niveles muy bajos, en cualquier caso por debajo del 40%, con una media global inferior al 10%. Se trata, según Ghemawat, de una globaloney, una globobada como traduce en español: pensar que vivimos en un mundo global que no lo es. No es este el lugar para discutir este problema; sin embargo, aunque la globalización fuera algo tan «irreal», como dice Ghemawat, no es muy discutible que, sea del 10% o del 50%, las interrelaciones financieras actuales son las que han causado el problema financiero que arrancó en 2007-2008. No se trata por tanto de «cuánto» sino de «cómo». Es decir, cómo funcionan los mercados financieros y cómo pueden desestabilizar la economía de una manera global. Y no digamos con los nuevos sistemas que están apareciendo. Sistemas electrónicos que operan libremente en los mercados mundiales sin el concurso de la mano del hombre. Es el caso de los sistemas de comercio de alta frecuencia (HFT – High Frequency Trading) y con algoritmos (AT – Algorithm Trading) sobre los cuales The Government Office for Science del Reino Unido en un informe de 2012 (The Future of Computer Trading in Financial Markets: An International Perspective) indicaba: «El buen funcionamiento de los mercados financieros es vital para el crecimiento económico, la prosperidad y el bienestar de los individuos, e incluso puede afectar a la seguridad de países enteros.

Los mercados evolucionan con rapidez en un difícil entorno, caracterizado por la convergencia e interacción entre fuerzas macro y microeconómicas, tales como la globalización, cambios geopolíticos, competencia, regulación cambiante y cambios demográficos. Sin embargo, se puede argüir que el desarrollo y aplicación de nuevas tecnologías es la causa de los cambios más rápidos en los mercados financieros. En particular, los HFT y AT en los mercados financieros han ocasionado considerable controversia en relación con sus posibles beneficios y riesgos». Riesgos que en concreto causaron una caída del 9% con un repunte de igual cantidad durante veinte minutos el 6 de mayo de 2010. Un suceso debido a un sistema HFT que ya es conocido como el Flash Crash. Del que se dice que, aunque no causado directamente por operaciones HFT, fueron estos movimientos los que incrementaron la volatilidad del Dow Jones; pues, entre otras operaciones, ocasionaron un 1,7% de caída de la empresa E-mini en ¡14 segundos! Otro conocido economista americano, Nouriel Roubini, profesor de la Stern School of Business de la Universidad de Nueva York, que anticipó la recesión mundial que produciría la crisis de las subprime, se pregunta en uno de sus artículos (The Dark Matter of Financial Globalization): «Las turbulencias recientes en los mercados financiero globales —y la contracción de crédito y liquidez que siguieron— traen dos preguntas: ¿Cómo fue que las quiebras de hipotecas subprime en los estados americanos de California, Nevada, Arizona y Florida condujeron a una crisis mundial? Y ¿por qué se incrementó en lugar de disminuir el riesgo sistémico en los últimos años?». Y entre otras consideraciones considera lo que ya conocemos: «Gracias a la titulización, los hedge funds, fondos privados y operaciones OTC, los mercados financieros se han hecho menos transparentes. Esta opacidad significa que nadie conoce quién tiene qué, lo que socava la confianza». Así, en el momento en que el riesgo aumenta, cuando se produce alguna quiebra de importancia, el pánico lleva a la contracción del crédito y la falta de liquidez. Y en esas estamos, ya que la globalización financiera se ha impuesto a la globalización industrial. Y

el valor del trabajo ha quedado oscurecido por la obtención de dinero rápido y fácil. O también, la primacía del negocio en forma de casino financiero en lugar de esfuerzo del trabajo. Circunstancia que el anterior pontífice Benedicto XVI resaltó múltiples veces, la última con ocasión del Mensaje para la celebración de la XLVI Jornada Mundial de la Paz: «Para salir de la actual crisis financiera y económica —que tiene como efecto un aumento de las desigualdades— se necesitan personas, grupos e instituciones que promuevan la vida, favoreciendo la creatividad humana para aprovechar incluso la crisis como una ocasión de discernimiento y un nuevo modelo económico. El que ha prevalecido en los últimos decenios postulaba la maximización del provecho y del consumo, en una óptica individualista y egoísta, dirigida a valorar a las personas solo por su capacidad de responder a las exigencias de la competitividad. Desde otra perspectiva, sin embargo, el éxito auténtico y duradero se obtiene con el don de uno mismo, de las propias capacidades intelectuales, de la propia iniciativa, puesto que un desarrollo económico sostenible, es decir, auténticamente humano, necesita del principio de gratuidad como manifestación de fraternidad y de la lógica del don. En concreto, dentro de la actividad económica, el que trabaja por la paz se configura como aquel que instaura con sus colaboradores y compañeros, con los clientes y los usuarios, relaciones de lealtad y de reciprocidad. Realiza la actividad económica por el bien común, vive su esfuerzo como algo que va más allá de su propio interés, para beneficio de las generaciones presentes y futuras. Se encuentra así trabajando no solo para sí mismo, sino también para dar a los demás un futuro y un trabajo digno».

CAPÍTULO 8

La prosperidad del vicio «Sufrimos ahora mismo de un ataque de pesimismo económico. Es común escuchar a la gente decir que la época de enorme progreso económico que caracterizó el siglo XIX ha terminado; que la rápida mejora del nivel de vida está a punto de frenarse —por lo menos en Gran Bretaña, donde una disminución de la prosperidad es más probable que una mejora en la década que tenemos por delante —. Creo que se trata de una extrema y errónea interpretación de lo que nos está pasando. Estamos sufriendo, no del reumatismo de la vejez, sino de los dolores de crecimiento de un exceso de rápidos cambios, del doloroso reajuste de entre un período económico y otro».

Keynes versus Friedman El párrafo anterior procede de las reflexiones que escribió John Maynard Keynes en 1930 cuando se estaba en medio de los sufrimientos que manaban del crac de 1929, de la Gran Depresión. Llevaba el título Economic Possibilities for our Grandchildren. Estaba dentro de una colección de ensayos que publicó en 1931 con el sugestivo nombre de Essays in Perssuasion. El ensayo que comentamos es el último de los artículos que allí aparecen. Se distribuyen en cinco apartados: The Treaty of Peace, Inflation and Deflation, The Return of the Gold Standard, Politics y The Future. Se trata de un artículo poco conocido; si bien, muestra a un Keynes más cercano, que no se queda en reflexiones de corto plazo, sino que proyecta su visión al futuro lejano: «Desde el siglo XVI, con un crecimiento acumulado después del XVIII, comenzó la gran época científica

y de invenciones técnicas, que, desde el comienzo del siglo XIX, se ha mantenido en un flujo permanente —carbón, vapor, electricidad, petróleo, acero, caucho, algodón, industrias químicas, máquinas automáticas y métodos de producción en serie, radio, imprenta, Newton, Darwin, y Einstein, y miles de otras cosas y hombres demasiado famosos y familiares como para catalogarlos—. ¿Cuál es el resultado? A pesar de la enorme población del mundo, que ha sido necesario equipar con casas y máquinas, la media del nivel de vida en Europa y Estados Unidos ha crecido, pienso, cuatro veces aproximadamente. El crecimiento de capital lo ha hecho en una escala que va más allá de cien veces de lo que nunca conoció otra edad anterior. Y de ahora en adelante no será preciso esperar un incremento de población tan grande. Si el capital se incrementa, digamos, un dos por ciento anualmente, los bienes de equipo del mundo habrán crecido un cincuenta por ciento en veinte años, y siete veces y media en cien años. Piensen sobre esto en términos de cosas materiales —casas, transporte, y cosas similares—». Sigue Keynes: «Déjennos suponer, como hipótesis, que de aquí en cien años estemos de media, en términos económicos, ocho veces mejor que hoy en día. En esto no habrá ciertamente nada que nos sorprenda». A lo que añade después la siguiente reflexión: «Es cierto que las necesidades humanas pueden parecer insaciables. Aunque estas se encuentran en dos categorías: aquellas que son absolutas, en el sentido que se necesitan en cualquier situación en la que se pueda encontrar cualquier persona, y aquellas que son relativas, en el sentido que se precisan únicamente si su disfrute nos eleva, si nos hace sentir superiores a nuestros prójimos. Necesidades estas que son de una segunda categoría, aquellas que satisfacen el deseo de superioridad que puede, en verdad, ser insaciable; ya que cuanto más alto es, en general, el nivel, más altas se muestran. Lo cual no es cierto para las necesidades absolutas, para las que puede alcanzarse un punto, mucho antes de lo que pensamos, en que tales necesidades son satisfechas, en el sentido que preferimos dedicar nuestras energías a propósitos no económicos». Cuánto de cierto hay en ello. Y cuánto de cierto hay en el hecho de que, en ocasiones, se ponen demasiadas energías para acumular cosas materiales usando incluso métodos

inmorales. También Keynes en esto fue preciso: «Veo que nos hará más libres, por tanto, volver a algunos de los más seguros y ciertos principios de la religión y la virtud tradicional: que la avaricia es un vicio, que la exacción de la usura constituye un delito menor, que el amor al dinero es detestable, que aquellos que transitan de manera más verdadera por los caminos de la virtud y una sana sabiduría se preocupan menos por el mañana». Buenos pensamientos, sin duda. Sin embargo, siguiendo la tradición más clásica del pensamiento económico anglosajón, son ideas para un mundo ideal que Keynes considera improbable, ya que continua el párrafo anterior de la forma tradicional de la cultura a la que pertenece: «Pero ¡cuidado! El tiempo de todo esto no ha llegado aún. Por al menos otros cien años debemos pretender para nosotros y para cualquiera que lo justo es indecente y que lo indecente es justo; ya que lo indecente es útil y lo justo no lo es. La avaricia, la usura y la cautela deben ser nuestros dioses un poco de tiempo todavía. Ya que solo ellas pueden sacarnos del túnel de la necesidad económica hacia la luz del día». Volvemos al utilitarismo, al que nos referimos en el Capítulo 6: lo bueno es lo útil y viceversa. Una doctrina creada por el filósofo y jurista inglés Jeremy Bentham, cuyas ideas aterrizaron en la economía de la mano de John Stuart Mill como ya dijimos. Y desde ahí se expandieron con el criterio de que cualquier actividad será correcta si es capaz de dar la máxima felicidad posible; es decir, si es útil. Lo que se concibe de una manera hedonista, pues se trata, en el límite, de buscar siempre el aumento del placer y tratar de anular el dolor. Idea que, llevada al mundo económico, se ajusta bien a la última frase de Keynes: hay que perseguir el bien personal de la manera que sea, incluso con usura o codicia, porque —según los conceptos utilitaristas— el bien general es la suma de los bienes individuales y, por tanto, la forma idónea de lograr el bien común es fomentar el propio interés. No encontramos de nuevo con Adam Smith. No quiere decir esto, sin embargo, que los utilitaristas busquen promover el egoísmo, sino que, al contrario, consideran que las personas son de naturaleza egoísta y, por tanto, buscan su propio interés. Y esto se corrige trasladando a la vida social los criterios que son

válidos a escala individual: calcular los pros y contras de cada decisión para decidirse por aquello que causa más placer, es decir, lo que resulta más útil. Algo que, según nuestra opinión, no quiere decir que, al final, sea lo más equitativo o lo que mejor se ajuste al bien común. Una manera de pensar muy de nuestros días, que ha sido en el fondo la base de múltiples corrupciones y de los numerosos escándalos financieros que conocemos. Estamos aún —cuando esto se escribe— a 18 años de las previsiones de Keynes, pues él proyectaba sus razonamientos hasta 2030. Pasamos a través de una crisis económica que, con sus altibajos, su forma en W, parece no tener fin. No se acaba de encontrar la senda de un crecimiento seguro, al menos en Europa. Una crisis que, sin embargo, ha sido inducida en gran parte por las cualidades que Keynes pensaba que deberían sacarnos de ella: avaricia y usura. Desgraciadamente, ha sido al contrario: han sido las altas dosis de avaricia y usura lo que nos han conducido dentro del túnel. La Fábula de las abejas que escribiera Bernard Mandeville a principios del siglo XVIII, y que tenía como subtítulo: privados vicios, públicos beneficios, no ha dado los resultados previstos. Un poema al que Keynes dedicó mucha atención en su Teoría General, donde rechaza la idea del ahorro y la frugalidad como fórmula para alcanzar la prosperidad de la sociedad y, siguiendo a Mandeville, Keynes comparte la misma fórmula: «El gran arte de hacer una nación feliz, y lo que llamamos floreciente, consiste en dar a cualquier persona la posibilidad de tener un trabajo; lo que debe orientar como primera necesidad al Gobierno a promover una gran variedad de fábricas, artes o artesanías, tantas como el ingenio humano pueda inventar; y en segundo lugar, promover la agricultura y la pesca en todas sus variedades, que la tierra entera pueda ejercer por sí misma al igual que el hombre. Es desde esta política y no desde triviales reglamentos, desde donde se puede esperar la grandeza y la felicidad de las naciones; pues caiga o se eleve el valor del oro o la plata, el bienestar de todas las sociedades dependerá siempre de los frutos de la tierra y del trabajo de las personas; ambos juntos son el tesoro más verdadero, más inagotable y más real que el oro de Brasil o la plata del Potosí». Un difícil juego sin duda, entre el papel de cualquier Gobierno, como indispensable agente que debiera, por un lado, garantizar las condiciones para que se promueva trabajo para los ciudadanos, y por otro, facilitar el desarrollo de la libre iniciativa privada e

impulsar todas las propuestas individuales que se estimen necesarias dentro del marco legal. Así, Keynes se apoyaba en la idea de que la acción del Gobierno debiera ser el primer instrumento para crear riqueza y trabajo. En otro extremo se encuentra Milton Friedman, el padre del moderno liberalismo económico. Y aunque sus postulados sostienen que la creación de riqueza debe hacerse al margen de la actividad gubernamental, al igual que Keynes, siguiendo a los liberales clásicos, asegura que la codicia no es mala cosa, ya que al final conduce al bienestar general. Una idea que Friedman sostuvo con claridad en 1979 durante la entrevista televisiva que le hizo Phil Donahue en el show que llevaba su nombre: «Donahue: Cuando ve alrededor del mundo la mala distribución de la riqueza, la desesperada situación de millones de personas en países subdesarrollados; cuando ve tan pocos que tienen y tantos que no tienen, cuando ve la codicia y la concentración de poder, ¿ha tenido en algún momento dudas respecto del capitalismo y si la codicia es una buena idea para seguir con ella?». «Friedman: Bueno, en primer lugar, dígame, ¿conoce usted alguna sociedad que no funcione basada en la codicia?, ¿piensa que Rusia no se conduce con codicia?, ¿piensa que en China no hay codicia?, ¿qué es la codicia? Por supuesto, ninguno de nosotros es codicioso. Únicamente lo es el otro. El mundo funciona con individuos que persiguen su propio interés separadamente. Los grandes logros de la civilización no han venido de los despachos de ningún Gobierno. Einstein no construyó su teoría siguiendo las órdenes de un burócrata. Henry Ford tampoco revolucionó la industria del automóvil según esto. En los únicos casos en que las masas han escapado del tipo de pobreza extrema a la que usted alude, los únicos casos que registra la historia, son aquellos en los que ha existido el capitalismo y el libre comercio. Si quiere saber dónde las masas están en peor situación, es exactamente en los tipos de sociedades que salieron de ahí. Por lo que el registro histórico es claro como el cristal, que no hay otra alternativa, descubierta hasta la fecha, de mejorar la suerte de la gente común, que poner una vela a las actividades productivas que se desatan en un sistema de libre empresa». Sin embargo, tanto Friedman como Keynes se apoyan en un error: la codicia, aunque ellos lo supongan, no es el motor de la prosperidad. Ni tampoco es la causa de la libre empresa. Ha sido al contrario, la prosperidad ha venido de la mano de la creatividad humana compartida con otros, fuera de una óptica individualista y egoísta; mientras que la

codicia ha sido la causa primera de las burbujas financieras y de las desigualdades. Fue el propio Keynes quien reconoció en su Teoría General el daño que la especulación y las malas prácticas ocasionan sobre la población en general. Aunque no se dio cuenta de que eso era lo que precisamente estaba en la base del daño, sino que para él como para Friedman los resultados eran las causas. Así se expresaba Keynes al respecto de la especulación: «…existe la inestabilidad debida a la propia característica de la naturaleza humana donde, en una gran proporción, nuestras actitudes positivas, ya sean morales, hedonistas o económicas, dependen de un espontáneo optimismo más que de expectativas matemáticas. Lo más probable es que nuestra decisión para realizar algo positivo solo puede ser el resultado de nuestro espíritu animal». Un espíritu animal que, de acuerdo con Keynes, debería ser mitigado por la acción del Gobierno en el momento en que la especulación fuera dañina para el interés general. Lo que, a veces, opera al contrario, ya que en los movimientos especulativos que originan tal daño, siempre se encuentran prácticas financieras discutibles —cuando no punibles—, juntamente con políticas gubernamentales que, de una u otra manera, les abren camino. Siempre en un ciclo que se comporta de la misma manera: boom económico, grandes cotas especulativas, quiebras masivas y, al final, crisis económicas de mayor o menor intensidad.

La Escuela de Viena Durante el período que va de finales del siglo XIX a inicios del XX, Austria, bajo el reinado del emperador Francisco José I, vivió un impresionante esplendor cultural y científico, especialmente en su capital, Viena. Allí se dieron filósofos como Edmund Husserl, Ernst Mach o Karl Popper; matemáticos de la talla de Kurt Gödel o Hans Hahn; escritores tales como Robert Musil o Stefan Zweig; pintores como Gustav Klimt; médicos y psicólogos como Freud o Adler; compositores del nivel de Gustav Mahler, Johannes Brahms, Johan Strauss o Anton Bruckner; y, también, economistas, empezando por el fundador de la Escuela de Viena, Carl Menger, y siguiendo con otros, como Eugen Böhm von Bawerk, Ludwig von Mises, Joseph Schumpeter y, por supuesto, Friedrich von Hayek. Una

actividad, tan floreciente en tantos campos del saber, que convirtió a Viena en la cuarta ciudad más poblada del mundo después de Nueva York, Londres y París. Y no fue sino hacia finales del siglo XIX cuando pasó a ocupar la quinta plaza detrás de Berlín. Los estudios de economía se habían establecido en Austria hacia mediados del siglo XVIII como medio para dotar a la Administración de funcionarios civiles cualificados. De manera que, cuando Carl Menger estudiaba en la Universidad, sus profesores salían de ella para ocupar relevantes puestos en el Gobierno, o volvían allí después de haber tenido importantes cometidos en él. Con 30 años, Menger publicó sus Principios de Economía. Y aunque el libro seguía de alguna manera las teorías de los economistas alemanes en boga, rompía con la tradición y reorientaba sus apreciaciones partiendo de una visión más subjetivista de la humanidad. Dejando también de un lado la visión religiosa, tradicional en los autores alemanes de aquel tiempo. Los Principios, no contenían casi ninguna referencia de este tipo; de manera que se convirtieron en la primera obra escrita en alemán que ofrecía una visión secular de la economía; eso sí, centrada en la persona. Haciendo reflexiones de este porte: «No existe ningún fenómeno que no encuentre su origen y medida en el hombre cuando actúa económicamente o que provenga de sus deliberaciones económicas». De manera que las leyes fundamentales de la economía, como la creación de valor, por ejemplo, podrían demostrarse, según Menger, a partir de personas aisladas y solitarias al estilo de Robinson Crusoe. Explicando, por tanto, los conceptos económicos, no a partir de sus propios atributos, sino desde el punto de vista de las necesidades del hombre y sus relaciones sociales. Una forma de ver que atrajo múltiples seguidores, entre los que se encontraba Eugen Böhm Bawerk, quien mantuvo una encarnizada lucha intelectual con los marxistas respecto de sus doctrinas sobre el capital y los salarios, y que aseguraba que los Principios de Economía de Menger marcarían toda una época. Detrás de Menger vinieron otros influyentes economistas. Todos ellos mirando la economía bajo la premisa de la acción concreta de las personas, aunque en contraposición con el individualismo extremo de los teóricos clásicos. Así se expresaba, por ejemplo, Ludwig von Mises, uno de los referentes de esta escuela de pensamiento:

«La economía no debe quedar relegada a las oficinas de estadística y a las aulas, y no debe restringirse en círculos esotéricos. Se trata de la filosofía de la acción y de la vida humana, y concierne a cualquier persona y a cualquier cosa. Es la médula de la civilización y de la existencia humana». Es una reflexión sacada de una de sus obras clave: Human Action: A Treatise on Economics, donde aborda en múltiples ocasiones el problema de la codicia. Así, dice, por ejemplo: «No se necesita una reforma gubernamental y de las leyes del país, sino la purificación del hombre, una vuelta a los Diez Mandamientos y a los preceptos del código moral, un alejamiento de los vicios de la codicia y del egoísmo. Así será fácil reconciliar la propiedad privada de los medios de producción con justicia, rectitud y equidad. Los desastrosos efectos del capitalismo se eliminarán sin perjudicar la iniciativa y libertad individuales. La gente destronará el capitalismo del dios Moloch sin entronizar al Moloch Estado». Sin embargo, y aunque estos economistas se alejen y sean muy críticos con las ideas socialistas, cuando se comparan sus postulados con los de los economistas clásicos, o con sus sucesores de la escuela neoclásica (donde podríamos encuadrar a los americanos Ronald Coase, Paul Samuelson o Joseph Stiglitz), se encuentran importantes diferencias. Ya que, aparte de la visión subjetivista de los primeros respecto de la individualista de los segundos, está la idea sostenida por ellos de que hay que potenciar el emprendimiento en contraposición al homo œconomicus, concepto defendido por los segundos. El hombre económico es, para los economistas neoclásicos, aquel que mediante su actividad económica busca maximizar la utilidad —siguiendo a Stuart Mill— de sus acciones, ya sea como consumidor o como productor, tratando siempre de alcanzar el mayor beneficio. Lo que contrasta con una visión del hombre que coopera con otros para mejorar el entorno común en el que viven. De ahí las diferencias entre austriacos y neoclásicos, donde los primeros sostienen que la economía debe buscar una sana rivalidad entre emprendedores, y no promover los movimientos que se dan en el seno de una supuesta competencia perfecta, como sugieren los segundos. Friedrich von Hayek es el máximo exponente de la Escuela Austriaca. Uno de los economistas más relevantes del siglo XX, que recibió el premio Nobel en 1974. Muy

concentrado al principio en el estudio de los procesos que se dan en el mercado y, siguiendo la tradición austriaca, en las diferencias entre el subjetivismo y el individualismo metodológico. Es también reconocido por su lucha en favor de la libertad de los mercados monetarios y por sus críticas a la Teoría General de Keynes, así como por su famoso alegato en contra de la tiranía, concretada en la política nazi, cuyas acciones —según Hayek— resultaban del excesivo control gubernamental, lo que explicó con detalle en su libro Camino de servidumbre. Al respecto de las burbujas financieras nacidas de la excesiva especulación, la Escuela Austriaca, y muy especialmente Hayek y antes Von Mises, se centraron en desarrollar una teoría del ciclo económico y, en especial, del comportamiento del mercado, no coincidente con la idea de Keynes basada en el espíritu animal del hombre. Ya que, para Von Mises y Hayek, el cambio de ciclo tiene mucho que ver con el aumento de la cantidad de dinero, lo cual induce una fuerte expansión, cuyo ajuste se convierte en una contracción monetaria y, por tanto, de crédito. Es decir, que el cambio de ciclo vendría precedido de una intervención monetaria en el mercado, especialmente por una expansión crediticia previa o por cualquier otra acción de este tipo, ya sea un aumento de los depósitos, cheques o préstamos. Pues a medida que crece la intervención monetaria, se pueden producir desajustes importantes, tal como indicaba Von Mises en Human Action: «Las tasas de interés moderadas intentan estimular la producción y no causar un aumento en los stocks del mercado. Sin embargo, lo primero que sucede es un aumento de precios. Al principio, los precios de las materias primas no se ven afectados. Existen intercambios entre beneficios y aumento de stocks. Cuando el fabricante se encuentra insatisfecho comienza a envidiar al especulador con sus beneficios de fácil obtención. Y no están dispuestos a consentir esta situación. Piensan que a la producción se le priva de un dinero que se va a los mercados bursátiles. Además, es precisamente el aumento de los stocks lo que amenaza seriamente con una crisis que se mantiene escondida». Según esto las burbujas financieras tienen mucho que ver con la intervención gubernamental en los mercados monetarios y, en particular, con las políticas de bajos tipos de interés. Esto ocurrió en siglos pasados con la crisis de los tulipanes en Holanda y, más cercanamente, en 1929 o en la crisis de 2007-2008 donde, además, se escondía un enorme

cúmulo de malas prácticas. Incluso hoy en día, la manipulación de valor del yuan y la acumulación de depósitos de divisas por parte del Gobierno chino, o el enorme incremento monetario mundial con técnicas como el quantitative easing ya comentado páginas atrás, son las que han llevado a una caída de las tasas de interés que facilitan la especulación con todo tipo de productos financieros que, en la práctica, ocasionan enormes dificultades para mantener estructuras empresariales productivas. Una combinación que, de seguir, promoverá otras crisis similares en el futuro con ciclos mucho más cortos.

Naciones pobres En 2003, dos jóvenes economistas franceses, Thomas Piketty y Emmanuel Saez, publicaron un interesante artículo en el Quaterly Journal of Economics titulado Income Inequality in the United States: 1913-1998. Allí demostraron la concentración de riqueza que existe en la sociedad americana, donde muy pocas personas acaparan la mayor parte de los bienes. Con datos actualizados hasta 2007 las conclusiones son sorprendentes. Ese año, 2007, fue el quinto consecutivo en el que el 1% de los hogares americanos se hizo con la mayor parte de la riqueza generada; en concreto, poseían el 62% del total, mientras que el 90% de la población solo alcanzaba el 4%. Con el 0,1% de la población acumulando riqueza de forma progresiva, pasando de poseer el 7,3% de los ingresos totales del país en 2002, al 12,3% en 2007: el mayor nivel desde antes de la Gran Depresión. Pero esto no se da solo en los Estados Unidos, se trata de una situación que atañe al resto de países del mundo. El Global Wealth Report 2012 del Credit Suisse Research Institute muestra similares conclusiones: África en ese año poseía únicamente el 1% de la riqueza mundial. La región Asia-Pacífico, el 2,27%, excluyendo China que acumulaba el 9,06%, e India el 14,3%. Los países latinoamericanos el 3,9%. Y Europa con América del Norte el 61,19% (31,13% y 30,6%, respectivamente). Con la circunstancia de que las regiones que más tienen son las menos pobladas. Según este mismo informe la población adulta de Norteamérica es un 6%, mientras que, por ejemplo, Asia-Pacífico tiene el 24% y Latinoamérica, el 8% del total. El hecho es que el mundo está dividido entre ricos y pobres, países ricos con rentas per

cápita anuales por encima de los 12.000 dólares, de acuerdo con los criterios del Banco Mundial, y otros, los pobres, que no llegan a los 1.000. ¿Y por qué esta situación? Pues, en verdad, no deja de ser un misterio el porqué unos son ricos y otros pobres. No solo es un problema social, sino fundamentalmente económico. Los hay que aseguran que constituir un país rico tiene mucho que ver con su situación geográfica y la capacidad de sus gentes para producir y exportar bienes que posean características atractivas. Se argumenta también que el desarrollo económico está estrechamente relacionado con la capacidad de acumular capital con rapidez, ya que con ello se pueden realizar las inversiones necesarias para promover el desarrollo. Indicándose que se precisan tasas de inversión anuales por encima del 5% para que esto suceda. Con la característica particular de que los países en vías de desarrollo necesitan hacer un esfuerzo mayor en este sentido, con tasas, de al menos, el 12%. Lo que presenta una sorprendente contradicción: los más pobres necesitan mayores esfuerzos económicos para salir de su pobreza. David Landes, profesor de la Universidad de Harvard, publicó en 1998 The Wealth and Poverty of Nations: Why Some Are So Rich and Some So Poor. Ahí, Landes se expresa de esta manera: «Vivimos en un mundo de desigualdad y diversidad. Este mundo se divide aproximadamente en tres tipos de naciones: aquellas que gastan gran cantidad de dinero en adelgazar; aquellas cuyas gentes comen para vivir; y aquellas cuya población no sabe de dónde vendrá su próxima comida. Y con esas diferencias caminan los fuertes contrastes en tasas de enfermedad y esperanza de vida. La gente de las naciones ricas se preocupa de su vejez, que continúa aumentando. Hacen ejercicio para mantenerse en forma, miden y luchan en contra de su colesterol, mientras pasan el tiempo con la televisión, el teléfono y los juegos, y se consuelan a sí mismos con eufemismos tales como los “años dorados” y la tercera edad. La juventud es buena; la vejez se menosprecia por problemática. Mientras tanto, las gentes de los países pobres tratan de mantenerse vivos. No tienen que preocuparse del colesterol ni de la arterioesclerosis, de un lado por su escasa dieta y, de otro, porque mueren pronto. Tratan de asegurar y garantizar su vejez, si es que llegan allí, mediante muchos hijos que crecerán con un sentido responsable de sus obligaciones filiales».

David Landes desarrolla su libro con una visión histórica y, aunque, no da la solución completa, ofrece una amplia perspectiva de cómo unos se hicieron ricos y otros no tenían para vivir. Tratando de responder a preguntas desde luego difíciles: ¿cómo llegaron las naciones ricas a conseguir su riqueza?, ¿por qué los países pobres son tan pobres?, ¿por qué fue Europa quien lideró el cambio del mundo? Y nosotros podríamos hacernos también la siguiente pregunta: ¿Por qué África, siendo tan rica, es tan pobre? Con el 1% de la riqueza global, como indica el Global Wealth Report, y con una población cercana a los mil millones de personas, África es un continente hundido en la pobreza. África juega un papel marginal en la economía global, participando con un 2%, aproximadamente, en el PIB mundial. Aunque sea cierto, sin embargo, que su Producto Interior Bruto (PIB) ha crecido a tasas importantes en los últimos 15 años y, muy singularmente, desde 2004, con subidas cercanas al 6% anual. Lo que no se corresponde en ningún modo con su riqueza en términos de recursos naturales, ya que produce, a nivel mundial, un 57% del cobalto, 53% de diamantes, 39% de manganeso, 31% de fosfatos y 21% de oro. A lo que hay que añadir el 12,5% del petróleo mundial o el 6,5% del gas. Sin olvidar que posee el 18% de las reservas probadas de uranio. ¿Cómo es posible entonces que África sea el lugar más pobre del planeta, donde viven la mayoría de los seres humanos cuyos ingresos no llegan a un dólar diario? ¿Donde países como Etiopía o Sierra Leona tienen un nivel de vida 50 veces menor que los países más prósperos de la OCDE? ¿Y donde el bienestar, la salud, la educación, y las oportunidades de una vida mejor están cercenadas? No se trata de condiciones geográficas, ni de falta de capacidades para salir adelante, se trata de una combinación de situaciones históricas y de situaciones políticas encastradas en un sistema de tiranías y corrupciones que no facilitan el desarrollo de sus poblaciones. El «reparto» de África fue un proceso que se desarrolló en el período 1880-1914, antes de la Primera Guerra Mundial, no sin antes haber sufrido el escarnio de la esclavitud, donde se compraban por miles africanos que se llevaban hacia América como esclavos hacinados en barcos negreros, como entonces se llamaban. Un indecente comercio de seres humanos, con el que se enriquecían además los caciques locales que transportaron en inhumanas condiciones desde el siglo XVI, y muy especialmente entre los siglos XVIII y XIX a más de 20 millones de personas. Sin embargo, a partir de 1880, comenzando con la

ocupación de Túnez y Egipto, los europeos se repartieron el continente con enorme rapidez, ávidos de las riquezas que encerraba. Así lo expresa Henri Wesseling en Divide y vencerás: el reparto de África (1880-1914): «Alrededor de 1830, las relaciones entre Europa y África empezaron a intensificarse. África fue involucrada cada vez más en el creciente tráfico comercial europeo. Comenzó una penetración informal. No obstante, en el campo político aún faltaban muchos cambios. Ahí la gran transformación no se produjo hasta medio siglo después, es decir, alrededor de 1880. Se inició entonces un proceso en el que los europeos se repartieron el continente a velocidad de vértigo. Veinte años más tarde la partición estaba casi concluida. El resto eran flecos. Casi toda África, unos treinta millones de kilómetros cuadrados, había sido sometida al dominio europeo. Como promedio, cada año se añadía un territorio de un millón de kilómetros cuadrados a las posesiones europeas. Al finalizar el siglo, los europeos dominaban casi todo el continente, un territorio tan extenso como unas diez veces la India». Los procesos de independencia no cambiaron radicalmente la situación. Actualmente, la mayoría de las sociedades africanas están atrapadas en unos regímenes cuyas instituciones políticas y económicas no favorecen el progreso económico generalizado. Por un lado, se trata de democracias en muchos casos imperfectas, con políticas trufadas de absolutismo y centralización de las decisiones. Lo que favorece la riqueza de unos pocos, de la que se benefician los aliados externos. Y por otro, las estructuras económicas no favorecen el desarrollo, ya sea por la presencia de monopolios en la explotación de los recursos naturales o por la ausencia de políticas educativas que ayuden a la creación de empresas locales de suficiente tamaño para asegurar su viabilidad.

Economía social de mercado Hieronymous Bosch —El Bosco— es un reconocido pintor holandés del siglo XV, cuyas obras pictóricas pueden verse en su gran mayoría en el Museo del Prado en Madrid. Sus cuadros llegaron a España de la mano de Felipe II, gran admirador del artista. Se trata de un pintor cuyas alegorías muestran en muchas ocasiones las miserias humanas. Una de sus obras más famosas es El carro de heno, pintada a comienzos del siglo XVI.

Se trata de un tríptico en tabla que se cierra con dos hojas que, unidas, muestran una escena donde aparece un anciano peregrino con una mochila a la espalda. Lleva en la mano un largo bastón con el que aparta a un agresivo perro. Dicen los expertos que esta escena representa al hombre que carga con sus culpas (la mochila) y pretende apartar al demonio (el perro) al final de su vida. Alrededor del anciano están representados los peligros que le acechan en su viaje: cuervos, salteadores, etc. Son, según estas interpretaciones, las tentaciones que han de sortear las personas en el transcurso de su vida. Con las puertas abiertas la tabla muestra tres escenas. A la derecha se representa el infierno; a la izquierda, la creación, con los ángeles rebeldes, el nacimiento de Eva y la expulsión del paraíso; y en el centro, el carro de heno y las personas que lo acompañan. Es el elemento principal. Dicen los especialistas que el carro de heno y la multitud que se agolpa en su derredor hacen mención a un antiguo proverbio flamenco: «El mundo es como un carro de heno y cada cual toma todo lo que puede de él». Una explicación que, según dicen, hace referencia a un versículo de Isaías: «Toda carne es como el heno y todo esplendor como la flor de los campos. El heno se seca, la flor se cae». De esta manera, el heno —aseguran— representa las riquezas temporales del mundo y son objeto de la codicia generalizada. No solo de los ricos, también de los pobres. Es una representación de la avaricia. Todas las clases sociales se acercan al carro para sacar lo que puedan de él. La Holanda de aquellos tiempos fue la que alumbró la crisis de los tulipanes a la que nos referimos en el Capítulo 5. Excesos de riqueza que parecían no acabar nunca en esa época de prosperidad, especulación y lujo. Y haciendo referencia a esa época de prosperidad, así lo expresaba Simon Schama en The Embarrassment of Riches: «¿Decaería alguna vez esa ola de prosperidad? Y este fue exactamente el problema. Nunca los holandeses hubieran imaginado que su ruina no estaba en las manos de algún poderoso depredador vecino, sino en las suyas propias». Y continuaba: «Los ricos parecían provocar su propio malestar, y la opulencia cohabitaba con la ansiedad». Y es que en casi todos los casos que muestra la historia, las burbujas financieras y sus

correspondientes penalidades arrancan en lo general de una codicia excesiva. O como asevera Douglas E. French, presidente del Lugwig von Mises Institute en su obra Early Speculative Bubbles and Increases in the Supply of Money: «A medida que todas las economías del mundo se retuercen de dolor financiero debido al ajuste de la mayor burbuja financiera de la historia, la pregunta necesita respuesta: ¿cómo pudo suceder esto? Por supuesto, las respuestas habituales salen a relucir: codicia, espíritu animal, fraude criminal o el propio capitalismo. La historia financiera moderna ha tenido una serie de subidas y bajadas que parecen combinarse unas con otras haciendo unas casi indistinguibles de las otras. Las expansiones seducen incluso a los más conservadores que toman lo que en retrospectiva parecen ser extravagantes riesgos especulando sobre vehículos financieros sobre los que nada saben». Desconocimiento sí, pero también cerrar los ojos ante inversiones de réditos excesivos, sobre los que nadie se pregunta cómo se obtienen ni de dónde vienen. Un esquema en el que la codicia de los que ofrecen productos de muy alto riesgo, pero de importantes beneficios, se une a la de los compradores a los que solo les basta saber que obtendrán beneficios fuera de toda norma. Y el problema no se reduce a la discusión sobre las bondades del capitalismo o su contrario, el socialismo. El asunto crucial es que la economía no es una ciencia inerte, como podrían ser las matemáticas. La economía es una ciencia moral: hay comportamientos económicos morales e inmorales. O siguiendo a Alfred Marshall en sus Principles of Economics escritos en 1890: «La política económica o economía es el estudio de la humanidad en los asuntos ordinarios de la vida; examina aquellas partes de las acciones individuales y sociales que están más estrechamente vinculadas con la obtención y el uso de los requisitos materiales para el bienestar». O más cercanamente, la definición de Lionel Robbins, director en su día del departamento de Economía de la London School of Economics, en su obra de 1932 An Essay on the Nature and Significance of Economic Science, que dimos páginas atrás: «la ciencia que estudia la conducta humana como relación entre los fines y los medios escasos que tienen usos alternativos».

Y esto nos lleva a una nueva visión de la economía desarrollada en Alemania como una tercera vía alternativa al capitalismo y el socialismo. Se trata de la Economía Social de Mercado (Ordnungspolitik), introducida por Ludwig Erhard en su papel de ministro de Economía bajo la cancillería de Konrad Adenauer después de la Segunda Guerra Mundial. Un sistema que ha dado sus frutos, pues Alemania tiene unas cotas bajísimas de desempleo, a la vez que su economía crece por encima del resto de las economías europeas, bajo un simple concepto que promueve el mercado libre, si bien protegiendo los derechos individuales. Una economía donde la oferta y la demanda no están condicionadas por la intervención pública; donde existe un control de la inflación a la vez que se ajustan las finanzas públicas; y donde se considera que el Estado no debe tener una función económica primordial, sino que este rol ha de dejarse a la iniciativa privada. A la vez que se ponen en práctica políticas sociales con un sistema impositivo progresivo según los ingresos, un esquema de Seguridad Social que protege a los desempleados y a los jubilados, una política educativa basada en la igualdad de oportunidades, y unas asociaciones empresariales y sindicales que con responsabilidad deciden las políticas salariales de manera autónoma. En esencia, el fundamento de la Economía Social de Mercado se deriva de la idea de la dignidad de la persona humana como sujeto político, jurídico y económico tal como se expresa en la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Y en lo económico considera que la actividad humana se desarrolla en un entorno de escasez muy de acuerdo con lo indicado por Lionel Robbins. Escasez que viene determinada por unas necesidades que son ilimitadas, a la vez que los recursos son limitados. De esta manera, la Economía Social de Mercado trata de organizar los mercados buscando una óptima asignación de los recursos, modificando si fuera necesario las condiciones de estos a fin de corregir los excesos que ahí se produzcan, evitando en todo momento una planificación centralizada de la economía. Un esquema que trata de favorecer la libertad económica y, a la vez, buscar la justicia social mediante un principio de solidaridad entre los ciudadanos que han de vivir en un sistema donde se desarrolle la igualdad de oportunidades. Un sistema prometedor en lo económico y en lo social, donde los excesos que provienen de la codicia humana puedan ser mitigados en la búsqueda del bien común.

La nueva economía En los años noventa del pasado siglo se impuso el concepto de nueva economía para referirse a las actividades económicas relacionadas o dirigidas por las modernas tecnologías de la información. Un hecho donde las actividades de servicios dominaban sobre las manufactureras. Una economía que facilitaba tasas de inflación muy bajas, gran crecimiento económico y, lo más importante, escaso desempleo. Las inversiones en este tipo de tecnologías se dispararon. De 1986 a 1993 por ejemplo, la inversión por trabajador en tecnologías de la información pasó en Estados Unidos de los 4.000 a los 27.000 dólares. Y en este contexto, se vio nacer y crecer el fenómeno Internet. El mundo se hacía plano, en palabras de Thomas Friedman. Se extendía el comercio e interaccionaban las distintas culturas a través de sus fronteras, a la vez que se empequeñecía el espacio global mediante las redes de telecomunicaciones y la world wide web, convirtiéndose en una pequeña aldea donde casi todo se conoce al momento; con Google dueño del espacio virtual. El mundo parecía vivir una época de esplendor sin límites. Incluso la burbuja Internet de finales de los noventa fue simplemente eso: una burbuja que se desvaneció con rapidez. Y en este contexto se comprobó que el paradigma económico de la creciente riqueza tocaba a su fin, y quedaba obsoleto debido a la crisis financiera que estalló en 2008. Demostrándose también que las premisas de buscar ganancias personales sin límites en un mundo individualista, egoísta, agresor con el medioambiente, desigual y consumista, no parecían ser ya válidas. La nueva economía traía además otros importantes cambios: el coste de la producción de bienes ya no se atenía a los postulados de la economía clásica. La teoría del plusvalor de Carlos Marx pasaba a mejor vida. Ya no era el valor del trabajo no remunerado del asalariado lo que se apropiaba el capitalista, sino que la plusvalía se concentraba en ciertos intangibles como el conocimiento o el valor de la marca. Las fábricas se deslocalizaban de sus lugares de origen en los países avanzados para irse a zonas de mano de obra baratas, especialmente hacia Asia. La globalización, aunque imperfecta, entraba en acción con sus aportaciones buenas y menos buenas. Lo que el premio Nobel Joseph Stiglitz denomina las «anomalías de la globalización:

«Un régimen desleal en los intercambios comerciales que impide el desarrollo, un sistema financiero global inestable que produce crisis recurrentes, creciente deuda en los países en vías de desarrollo que les impide salir del estado en que se encuentran, el contradictorio hecho de que el flujo monetario va de los países pobres hacia los más ricos, etc.». Y entre las anomalías mayores se encuentra el trabajo infantil. Millones de niños trabajan en el mundo en condiciones infrahumanas con salarios de miseria. UNICEF estima que alrededor de 150 millones de niños en edades comprendidas entre los 5 y los 14 años están en esa situación. Se trata de uno de cada cuatro (entre 5 y 17 años) en el África subsahariana; uno de cada ocho en Asia Pacífico; y uno de cada diez en Latinoamérica. Una situación que daña profundamente su desarrollo mental e impide su desarrollo humano cómo sería deseable. Lo cual refuerza el ciclo de pobreza de los países donde se encuentran y discrimina a ciertos grupos, sean de castas o indígenas, que ven como los más pequeños están explotados en trabajos claramente ilícitos. Y es que la nueva economía y los procesos de globalización sujetos a ella, que favorecen la concentración del conocimiento en ciertas partes del mundo, producen otros desajustes que condenan a millones de personas a situaciones infrahumanas. No se trata tanto de la globalización en sí, ya que sus efectos positivos son evidentes: existen muchas oportunidades para que el libre mercado aporte beneficios y limite los abusos de unos pocos. Pero a la vez, sus desajustes, provenientes de la mala gestión de los procesos globalizadores, son evidentes. Ya que la apertura de los mercados, cuando se desbocan sin control, va en el beneficio de unos, mientras perjudica a otros.

La destrucción del medioambiente Aleksei Yablokov, reconocido experto en seguridad nuclear y asesor en asuntos medioambientales del presidente Boris Yeltsin, reconocía en su día: «Si comparamos el planeta con un edificio de apartamentos comunales, nosotros ocupamos la habitación más sucia».

Durante setenta años, la política industrial de la Unión Soviética favoreció que decenas de ciudades tuvieran niveles de polución que multiplicaban por 10 los niveles estándares de calidad medioambiental. Unos 50 millones de personas vivían en ambientes irrespirables. Igual que sucedía con el agua supuestamente potable; tanto los grandes ríos como otros de menor caudal estaban inundados de productos tóxicos: petróleo, plomo, metales pesados y otros materiales como zinc o cobre, siempre en cantidades mucho mayores que las permitidas. Una polución que a través de los ríos llegaba al océano Pacífico. Fue el resultado de una política promovida desde los Gobiernos soviéticos de aquellos días. Basta ver los efectos en el mar de Aral para darse cuenta del desastre: un lugar paradisíaco en la antigüedad, donde vivían prósperamente miles de personas de los recursos naturales que les ofrecía la pesca y la agricultura que bordeaba el gran lago, que en su interior contaba con más de mil islas hoy desaparecidas. El desastre comenzó con el plan quinquenal de Stalin para lograr que la Unión Soviética fuera autosuficiente en algodón y otros productos agrícolas. La polución masiva y el cambio del curso de los ríos que ahí desembocaban hicieron el resto. Hoy es una región devastada donde se acumulan las enfermedades. El caso del Aral es un caso límite. Sin embargo, no es el único ni solo corresponde a la extinta Unión Soviética. Se da ahora mismo en China, cuya polución de ríos y ciudades es en algún caso dramática y, también, en otras partes del mundo. Una circunstancia que los acuerdos de Kyoto adoptados en diciembre de 1997, firmados en 2011 por 191 Estados, no han conseguido detener por la negativa de algunos importantes países como Estados Unidos o China. En nuestro contexto tratamos de economía y, por tanto, las preguntas no se dirigen al problema político que encierra lo estrictamente medioambiental, sino al impacto económico que se relaciona con la polución y sus posibles desastres. O dicho de otra manera: considerar el problema económico que se encuentra detrás de la destrucción del medioambiente, y por qué cuesta tanto imponer medidas que sean adoptadas internacionalmente cuando sus efectos son dramáticos para todos. Desde la óptica económica, el problema de la polución oscilaría entre dos opciones: si se deberían imponer límites a las emisiones que causan la polución mediante una más estricta regulación, o si se debería tratar de reducirlas mediante cargas impositivas; o bien,

usar ambas a la vez. Un aspecto que remite de nuevo al coste social que sacamos a relucir en el Capítulo 6. Lo que nos lleva de nuevo a Friedrich Hayek. Siendo profesor en la Universidad de Londres, Hayek escribió en 1945 un artículo en The American Economic Review con un título poco usual en un economista: The Use of Knowledge in Society. El artículo comienza así: «¿Cuál es el problema que querríamos solucionar si pretendemos construir un orden económico racional?». Es sin duda una pregunta clave que dice mucho de la profundidad de pensamiento de Hayek. Pues cuando se miran los problemas de la sociedad en su conjunto se encuentran, por un lado, la dispersión del conocimiento y, por otro, las contradicciones que existen a la hora de aplicar una solución global. Y en el caso del problema medioambiental, con ser aparentemente grave, nos lleva, como dice Hayek, a una cierta incapacidad de resolverlo debido a que se tiene un conocimiento parcial del hecho en su conjunto. Martin Weitzman es un conocido economista de la Universidad de Harvard, pionero en la materia conocida como economía medioambiental. Un problema que trató en 1974 desde el Massachusetts Institute of Technology. Era un trabajo que denominó Prices vs. Quantities, donde aborda el problema que comentamos: regulación o impuestos sobre las emisiones perniciosas. Un asunto económico complejo, o como asevera Weitzman: «…una persona no versada en economía suele pensar inicialmente en términos de control directo debido al hecho de que no alcanza a comprender la sutileza y la fuerza del argumento de la mano invisible. La actitud del economista es algo más sorprendente. Comprendiendo que los precios pueden usarse como un instrumento eficaz y flexible para asignar los recursos de manera racional, y que, de hecho, la economía de mercado se regula de forma automática, es muy distinto estar bajo la impresión de que tales controles indirectos son generalmente preferibles para el tipo de problema considerado en este trabajo [precios vs. cantidades]. Sin duda, una cuidadosa lectura de la teoría económica poco ofrece para apoyar esta máxima universal». El asunto es que el juego del mercado no resuelve a veces ciertos problemas complejos como es el de la polución medioambiental, ya que intervienen otros importantes factores

ajenos a la propia teoría económica, como son los políticos, legales, sociales, ideológicos, administrativos, y otros muchos más. En los que unos son al final más relevantes que otros a la hora de buscar una solución adecuada. Así, en la época de Stalin primaba más la ideología que la racionalidad científica. Y por ello desapareció el mar de Aral. En 2008, Martin Weitzman volvió sobre el mismo tema desde una óptica mucho más directa. En este caso, su trabajo se titulaba: On Modeling and Interpreting the Economics of Catastrophic Climate Change, donde vuelve a alertar sobre la aplicación de una visión únicamente economicista no basada únicamente en el coste-beneficio, sino desde la óptica de los riesgos inherentes a que tal situación se mantenga en el futuro. Así, la asociación de los aseguradores ingleses daba ciertos datos sobre un potencial incremento de las temperaturas debido al cambio climático, estimando un aumento del 21% en los costes de los seguros si la temperatura creciera cuatro grados en el Reino Unido, además de unas pérdidas de más de 600 millones de libras debido a posibles inundaciones. Una situación que, según el World Economic Forum en su informe Global Risks 2011, consideraba como un riesgo de alta probabilidad, con un coste cercano a los mil millones de dólares. Cambio climático que se acompañará de otras consecuencias, como pérdida de la biodiversidad en múltiples lugares, terremotos e inundaciones, erupciones volcánicas, grandes tormentas y ciclones, etc. La clave, sin embargo, es que el problema de la degradación del medioambiente no se reduce únicamente a un caso estrictamente económico, ni tampoco político o ideológico. Se trata de un problema que tiene una profunda raíz ética, donde la ecología, la pobreza y el desarrollo están íntimamente conectados. Además, los costes de un mal uso de los recursos naturales alcanzarán a las generaciones futuras, lo que rompe un necesario principio de solidaridad de la actual con ellas, algo que incumbe también a la comunidad internacional. Se trataría así de promover una solidaridad intergeneracional que debiera incluir a los países industrializados y a los que están en vías de desarrollo. Unos deberes que debieran poner en el centro de la economía y la gestión de los recursos naturales a la persona, a fin de promover una ecología más humana. Una visión que resulta central en la nueva disciplina denominada Economía Medioambiental. En este sentido, Kerry Turner, David Pearce y Ian Bateman establecen estas nuevas pautas en Environmental Economics: An Elementary Introduction:

«…para entender la economía medioambiental, es de crucial importancia que reconozcamos que nuestro sistema económico (que nos proporciona todos los bienes y servicios materiales para un “moderno” nivel de vida) se sustente y no pueda funcionar sin el apoyo de un sistema ecológico de plantas y animales, así como sus interrelaciones (conocido colectivamente como la biosfera), y no al contrario». Lo que viene a ser igual que decir que las externalidades económicas y, en especial, el uso y consumo de los activos medioambientales, no sean considerados como bienes tradicionales sino desde un punto vista ético. De manera que, a este respecto, se abre la necesidad de tratar económicamente el medioambiente desde una óptica basada en las ideas de algunos economistas ya comentados aquí, como podrían se Arthur Cecil Pigou e, incluso, su más crítico oponente, Ronald Coase, y sus análisis sobre los fallos en el mercado, y por qué no, también Malthus, Stuart Mill o el mismo Carlos Marx, que podrían ayudar a entender mejor las necesidades de una economía ecológica que ha de considerar el valor esencial del medioambiente fuera del simple juego de oferta-demanda que se da en un mercado libre, así como la importancia de un sistema económico basado en principios morales como daba a entender en su día Ludwig von Mises: «Es cierto que la economía es una ciencia teórica y como tal se abstiene de cualquier juicio de valor. No es su tarea decirle a la gente a qué fines han de apuntar. Es la ciencia de los medios que han de aplicarse para alcanzar unos fines; no la ciencia que establece dichos fines. Las decisiones últimas, las valoraciones y la elección de los fines están más allá del alcance de cualquier ciencia. La ciencia nunca le dice al hombre como debe actuar poara obtener unos logros finales». Pues aunque desde el punto de vista científico sea razonable pensar en una economía neutra moralmente, no lo es en la práctica, ya que, si bien la economía no marca «cómo actuar», quien la pone en práctica debería atenerse a tener un comportamiento ético. Y muy especialmente, cuando, en el caso que nos ocupa, se puede llegar a destruir un medioambiente que es de todos: de los que ahora estamos en el mundo y de los que nos seguirán. De ahí la responsabilidad moral de tales acciones.

La brecha entre ricos y pobres Sigamos el hilo con el que comenzamos un apartado anterior, «naciones pobres». Los pobres no se dan únicamente en los países así llamados. Pobres han existido siempre y están en todos los lugares. Los hay viejos, jóvenes y niños, y estos fueron los que llevaron al poeta Miguel Hernández a escribir: «Me duele este niño hambrientocomo una grandiosa espinay su vivir cenicientorevuelve mi alma de encina». «El aumento de la brecha entre ricos y pobres amenaza con engullirnos a todos». Así titulaba el periódico inglés The Guardian en enero de 2013 una información escrita por Emma Seery, perteneciente a la ONG Oxfam. Tenía que ver con los riesgos sacados a colación en el último informe del Foro de Davos, donde por segundo año consecutivo se alertaba sobre las desigualdades entre pobres y ricos como uno de los mayores desafíos a los que se enfrenta el mundo en los próximos años. Una brecha que se hace cada día más profunda, donde el uno por mil de los más ricos en Estados Unidos han cuadruplicado sus ingresos en los últimos 30 años. Donde, el mercado del lujo crece en ratios de dos dígitos anualmente desde el inicio de la última crisis financiera. Y así se expresa el artículo que comentamos: «También es algo que divide socialmente. Si se ha nacido pobre en una sociedad desigual, es muy probable que se acabe la vida en la pobreza». Que, parafraseando a Gandhi, vendría a decirse: «La Tierra proporciona lo bastante como para satisfacer las necesidades de cualquier persona, aunque no lo suficiente para cubrir toda la codicia del hombre». Y es que las desigualdades provienen incluso de los diferentes sistemas impositivos que contribuyen, a su vez, a agrandar las diferencias. Lo que pone de manifiesto el artículo que comentamos: Warren Buffet, con ingresos anuales cercanos a los 50 millones de dólares,

asume un 17,7% de impuestos, mientras que su secretaria, ganando 60.000 dólares paga el 30%. Con la consideración de que —según asegura Seery— el 25% de la riqueza mundial reside en paraísos fiscales. Algo que no se refiere únicamente a los Estados Unidos, sino que se da de una u otra manera en cualquier país. Sean Randon, profesor de la Universidad de Stanford, analiza el problema desde otro ángulo: los logros académicos entre niños nacidos en familias ricas y pobres; llegando a la conclusión de que la brecha se ha abierto más entre los que nacieron a principios de este siglo y los que vinieron al mundo 25 años antes. Así, escribía en 2011: «Además del descubrimiento clave de que los logros relacionados con el nivel de ingresos se han agrandado sustancialmente, hay otros importantes hallazgos. Primero, que la diferencia respecto de los ingresos (definida aquí como la diferencia entre un niño perteneciente a una familia en el percentil 90 de la distribución de ingresos y un niño en el percentil 10) es ahora más de dos veces mayor que la correspondiente a las diferencias entre blancos y negros. En contraste con esto, hace 50 años la diferencia entre los ingresos de blancos y negros estaba entre una vez y media y dos veces. Segundo, la diferencia de logros respecto de los ingresos es mayor cuando los niños entran en el jardín de infancia y no parece crecer o disminuir a medida que los niños progresan en la escuela. Tercero, aunque las desigualdades en ingresos pueden tener un papel en los logros académicos, no parecen ser el factor dominante. La diferencia parecen crecer, al menos parcialmente, debido al aumento de las diferencias entre las familias por encima del nivel medio de ingresos». Una interesante apreciación, ya que pone otro elemento a considerar en las diferencias entre pobres y ricos: no solo los más ricos y los más pobres abren sus distancias, sino que esto sucede también entre los más ricos y lo que podríamos llamar clase media. Un aspecto que trataremos con más detalle en el capítulo siguiente. Nadie duda de que Estados Unidos es una próspera nación independientemente de sus problemas actuales. Y es aquí donde el contraste entre ricos y pobres resulta más evidente; con la circunstancia de que existe hoy de forma larvada una cierta lucha de clases. Así lo pone de manifiesto un informe del Pew Research Centre publicado en enero de 2012: Rising Share of Americans See Conflict Between Rich and Poor. El informe de Pew Research se basa en una encuesta realizada entre 2.048 adultos, de

los que aproximadamente dos tercios pensaban que entre pobres y ricos existían conflictos muy fuertes o fuertes; lo que representaba un aumento del 19% desde 2009. Con la circunstancia añadida de que el 46% pensaba que los ricos lo eran «debido a su relación con las personas adecuadas o por haber nacido en familias adineradas». Aunque, en una sociedad como la americana, donde históricamente se promueve la igualdad de oportunidades, el 43% achacaba la riqueza «al trabajo duro, la ambición o la educación». También la OCDE se ha ocupado de este importante asunto. En un informe de 2011 ponía en evidencia unas situaciones poco conocidas. Por ejemplo, que el 10% de la población más próspera económicamente tiene unos ingresos 10 veces superiores al 10% de los menos ricos. Circunstancia que varía, evidentemente, de país a país. Los nórdicos no sufren esas diferencias, mientras que Italia, Japón, Corea o el Reino Unido están en ese caso, que se agrava en Israel, Estados Unidos o Turquía, donde los ingresos entre esos dos colectivos se diferencian 14 veces, o casos extremos, como pueden ser Chile o México, que los ingresos del 10% de los ricos son 27 veces mayores que los del 10% de los menos adinerados. Es cierto, sin embargo, que el gap entre ricos y pobres a nivel global ha disminuido. Así ha ocurrido en Sudamérica donde las desigualdades han decrecido en los últimos 15 años, permitiendo que unos 50 millones de personas hayan entrado en lo que se conoce como clase media. Entendido esto según la denominación del Banco Mundial, que lo define como aquellas personas que tienen menos del 10% de probabilidad de volver a la pobreza. Una circunstancia que, según un estudio del Banco Mundial de 2012, alcanza al 30% de la población de esa región. Aunque todavía un 38% de la población se considera vulnerable al tener unos ingresos diarios entre cuatro y diez dólares. Algo que, siendo también cierto en otras zonas como India o China, no evita el hecho de que de manera general la brecha entre la riqueza de los más ricos y la de los más pobres sea cada vez mayor. Lo que supone un foco de tensión social cuyo fundamento se encuentra, sin duda, en las actividades financieras sin control, que incluyen, no solo las prácticas financieras especulativas, sino aquellas otras que dan pie a un capitalismo cuyos abusos destruyen la economía real.

Hedonismo y consumismo

Este epígrafe es la continuación del anterior. ¿Por qué esa brecha entre ricos y pobres? ¿Qué se esconde detrás de esta desigualdad? Y entre muchas de las respuestas que vamos encontrando en estas páginas, hay una evidente que se refiere al dilema entre satisfacer las necesidades humanas o satisfacer los caprichos que, como ya indicamos, son ilimitados. Consumir es parte integral de la actividad del hombre. Se trata de un hecho biológico. Además, en una economía de mercado, aporta una función social, ya que permite la distribución de bienes y servicios de acuerdo con las necesidades de cada persona o de cada grupo o familia. Cosa diferente es el consumismo, que viene a ser una degeneración de la necesidad de consumir para mantener una vida digna. Ya que el consumismo no se dirige a satisfacer unas necesidades vitales, sino que busca la posesión o consumo de bienes en cantidades excesivas, más allá de lo que sería razonable para cubrir esas necesidades vitales. Se pasa del consumir al tener, en ambos casos más allá de lo necesario. Y es aquí donde entra el otro concepto: el hedonismo, que, lejos ya del consumismo, trata de poner el placer como objetivo vital primordial; que, cuando se enlaza con el hecho económico, es la causa primera de las crisis económicas que, como ya hemos visto, traen consigo otros males, incluido el ecológico. El capitalismo conduce de forma natural a la maximización del beneficio. Lo que lleva, quizás, intrínseco, la búsqueda de la mayor satisfacción individual. De ahí que muchos economistas consideren la codicia como algo positivo para el conjunto social, o que la búsqueda de lo útil sea beneficiosa para el sistema económico en su conjunto. El mercado, por tanto, es el entorno ideal para que esto suceda, especialmente si no existen trabas a su libre funcionamiento. Además, si como ya vimos con Adam Smith, se considera que el hombre es egoísta por naturaleza, la actividad económica solo conducirá a un hedonismo consumista. Sin embargo, si como nos indica Hayek, el mercado se desarrolla a partir del conocimiento, puede abrirse una puerta distinta que transforme el hombre económico en el hombre social. El problema es que, desde la Segunda Guerra Mundial, el capitalismo ha estado dominado por el consumismo, en lo financiero y en otras actividades productivas o comerciales. Desarrollado muy especialmente desde los años ochenta del siglo pasado cuando en todas las corporaciones, grandes o menos grandes, el objetivo primordial se

resumía en la búsqueda del beneficio económico para los accionistas, sin otra visión que fijara otro tipo de objetivo, como por ejemplo, repartir los beneficios empresariales entre el resto de los stakeholders. Una forma diferente de ver el hecho económico, ya que en lugar de concentrarse en la búsqueda del beneficio, se trataría de «enriquecer» a todos los que tienen que ver con la actividad empresarial, sean clientes, trabajadores, accionistas, proveedores, e incluso la comunidad y el entorno natural donde se lleva a cabo la actividad económica. Una economía humanista cuyo desarrollo iría más allá de lo que establece la economía social de mercado a la que aludimos páginas atrás, ya que pone su atención en la creación de valor para las personas y para la sociedad en su conjunto. Donde la persona y no el dinero estaría en el centro de sus objetivos. Donde la desigualdad hiriente de que el 1% de la población mundial posea el 40% de la riqueza, mientras una inmensa mayoría sufre inseguridad, hambre y enfermedades por carecer de lo necesario, se mitigue y se reduzca a niveles más tolerables.

CAPÍTULO 9

La destrucción de la clase media La primera cuestión a responder es esta: ¿Qué constituye una clase? Y la respuesta que sigue es naturalmente contestar otra pregunta: ¿Qué es lo que hace que los asalariados, capitalistas y terratenientes constituyan las tres grandes clases sociales? A primera vista salta la identidad de los ingresos y las fuentes de ingresos. Hay tres grandes grupos sociales cuyos miembros, los individuos que los forman, viven de sus salarios, beneficios y rentas de la tierra, respectivamente, de la realización de su poder de trabajo, su capital y su propiedad sobre la tierra. Sin embargo, desde este punto de vista, médicos y funcionarios, por ejemplo, podrían constituir dos clases, ya que pertenecen a dos grupos sociales distintos, recibiendo sus ingresos, los miembros de esos grupos, de una misma fuente. Lo mismo sería también verdad de la infinita fragmentación del interés y rango en la que la división del trabajo social divide a los trabajadores, así como a los capitalistas y terratenientes, dividiendo estos, por ejemplo, en propietarios de viñedos, de granjas, de bosques, de minas o de pescaderías.

Aristocracia, burguesía, clases medias El tercer tomo de El Capital no se publicó en vida de su autor. Lo editó su amigo Friedrich Engels en 1894. Lleva el subtítulo: El proceso de la producción capitalista en su conjunto. Y su último capítulo, el 52, se titula: Clases. Es muy corto. Tiene cinco párrafos en su versión inglesa y acaba con una nota: «Aquí se interrumpe el manuscrito». Iniciamos este capítulo con los tres párrafos finales del capítulo 52 del tomo tercero de El Capital. Sorprende que uno de los asuntos que más revolucionaron el mundo en su día, la lucha de clases, fuera expresado de una manera tan escasa en la obra clave del autor de

El Capital. Y ni siquiera Engels fue capaz de salir de las contradicciones y ambigüedades de Marx sobre este punto. Sorprende igualmente la nota de Engels haciendo referencia a la interrupción de manuscrito, especialmente cuando Marx escribió el borrador de su tercer tomo entre 1863 y 1867, muchos años antes de su fallecimiento que ocurrió en 1883. Quizás el problema es que ellos mismos no salieron de su propia confusión, máxime cuando tanto Marx como Engels usaron los términos «clase» o «clases» en diversos escritos. Todo esto no quita, sin embargo, para que la ideología marxista esté muy identificada con la lucha de clases, y que este concepto haya sido la causa de múltiples revoluciones. Marx trató también al capitalismo de una forma similar, reduciéndolo, en síntesis, a la propiedad privada de los medios de producción. Eran otros tiempos sin duda, aunque hoy todavía, en pleno siglo XXI, algunos sindicatos de izquierda y partidos del mismo signo se agarren al concepto para tratar de conseguir ventajas políticas, mientras viven perfectamente instalados disfrutando con holgura de las comodidades que les ofrece la economía de mercado. La lucha de clases tal como se planteó en el pasado proviene de dos circunstancias: una debida a la posición jerárquica de las personas, y otra que nace de la relación entre clases sociales distintas. En la antigüedad la separación de los diversos estamentos sociales era bastante nítida. Por un lado estaban los aristócratas y el entorno más cercano a ellos, y después el resto, incluido el clero. A partir del siglo XII aparecen los burgueses. Originalmente este término se refería a las personas que vivían en las ciudades. No disfrutaban de los privilegios de la nobleza o del alto clero, y por sus actividades se distinguían de los campesinos y otras gentes del campo. Con el tiempo fueron los que transformaron la imagen económica de Europa, cuestionando a su vez el poder establecido y tratando de ascender en la escala social a partir de su trabajo, ya fuera como comerciantes, prestamistas, recaudadores de impuestos y otras profesiones que los nobles no estaban dispuestos a ejercer. Mucho tiempo después, en el siglo XIX, los burgueses incluían a los hombres de negocio, banqueros, industriales, funcionarios públicos, médicos o abogados, e incluso a los intelectuales, existiendo ciertas diferencias según el país. Los aristócratas, por su parte, lo eran por nacimiento. Es decir, eran descendientes de antiguas estirpes de nobles, o alcanzaban ese rango por voluntad del monarca de turno.

La clase media es un concepto difuso, un «asunto resbaladizo», como algunos dicen. En un principio se asociaba a cierta parte de la burguesía. Un tipo de burgués que disfrutaba de una acomodada posición económica debido a su trabajo. Modernamente se asocia a cierto grupo de personas cuyos emolumentos comprenden, según algunos autores, al 60% de la población. Es decir, se trataría de las personas cuyos ingresos no están entre el 20% de los más ricos, ni tampoco entre el 20% de los más pobres. Una medida que parece demasiado imprecisa. Otra forma de verlo, se refiere a las propiedades. Se podrían tener bajos ingresos y sin embargo llevar una vida confortable viviendo de rentas, ya fueran estas provenientes de activos mobiliarios o inmobiliarios. Incluso, se podría llevar a cabo una profesión que, sin estar sujeta a unos ingresos regulares, permitiera obtenerlos periódicamente en cantidades suficientes. Tal sería el caso de algunas profesiones liberales, incluidas las artísticas. En cualquier caso, ya sea por el nivel de ingresos, por los activos que se posean o, en definitiva, por la capacidad de consumo de los individuos, parece que, desde el punto de vista económico, existe un cierto estándar de vida que define a las clases medias. Quedaría, sin embargo, determinar si estos grupos sociales, que se asemejan en lo económico, compartirían también ciertos aspectos intangibles, como podrían ser el nivel educativo o cultural, ciertas creencias en un modelo de convivencia social, etc. Situaciones que, obviamente, diferirán de un país a otro, tanto en los referentes económicos como en los no materiales. En cualquier caso, estas características parecen ser relevantes, en tanto que, en las democracias modernas, la clase media disfruta de una especial atención por parte de los poderes políticos. Lo que viene a demostrarse por la decisión del presidente Barak Obama al poner en marcha el Middle Class Task Force bajo la dirección de su entonces vicepresidente Joe Biden que, en 2010, encabezaba su informe anual de la siguiente manera: «Sr. Presidente. Estoy orgulloso de presentarle el informe anual del Grupo de Trabajo de la Casa Blanca sobre la Clase Media. Poco después de que tomáramos posesión del cargo, me hizo el honor de presidir este Grupo de Trabajo, haciendo notar que “la fortaleza de nuestra economía puede medirse por la fortaleza de nuestra clase media”. Desde aquel día, esa simple pero potente ecuación —una clase media fuerte es lo mismo que una economía fuerte— ha guiado nuestro trabajo».

Los objetivos de ese grupo liderado por Biden, que podrían ser aplicables a cualquier país europeo, se centraban en la atención de los cuatro elementos esenciales para mantener el nivel de vida de los componentes de la clase media americana: ayudar a esas familias a equilibrar su vida entre trabajo y cuidado del hogar; hacer la universidad más accesible y asequible; mejorar las condiciones de los pensionistas; proteger a los trabajadores y crear trabajos que puedan mantener el estilo de vida de las clases medias. Ya se ve, por tanto, que, además de unas condiciones económicas, se trata de un estilo de vida con ciertos valores para poder, entre otras cosas, alcanzar una educación universitaria y equilibrar familia y trabajo. Teniendo en cuenta que en este grupo social se encuentra el 60% de la población, el interés político resulta evidente: aquí está la mayoría de los votantes. Luego habrá que discriminar sus intereses. Cuando volvemos a Marx, en el mundo actual, y especialmente en las naciones desarrolladas, la lucha de clases no existe hoy como tal. Se podría decir que en estos países los conflictos se dan mayoritariamente entre los elementos de una misma clase. Tal sería el caso del Tea Party en Estados Unidos que, en esencia, trataba de canalizar un movimiento político para desbancar al partido demócrata en el Gobierno, por eso se quedó en nada. Y también los movimientos sociales en contra de las medidas de ajuste económico tomadas por algunos Gobiernos para gestionar la crisis económica. Circunstancia que se dio en Estados Unidos con el movimiento Ocupar Wall Street en septiembre de 2011, en España con el llamado 15M, y en otros lugares de Europa que vieron manifestaciones masivas en una suerte de acción coordinada, especialmente las que sucedieron el 15 de octubre de 2011 en Italia, Alemania, España, Portugal, Reino Unido, etc., que hoy, dos años después, han desaparecido, aunque renacen de manera distinta.

Consumismo: del 600 al BMW Del 600 al BMW es una forma de expresar gráficamente el crecimiento económico de las clases medias en los últimos 40 años. Lo que sin duda produjo la explosión del consumo. Explosión que ha resultado ser una de las causas de la crisis actual, sino estrictamente económica —que también—, sí en cuanto a la pérdida de valores como luego veremos. El Fiat 600 era un pequeño vehículo familiar que se fabricó en Italia de 1955 a 1969. En

España, bajo licencia Fiat, se produjo el Seat 600, que dejó de fabricarse a inicios de los años setenta del pasado siglo. Era el resurgir de una clase media que había vivido muchas penurias en la primera mitad del siglo XX, especialmente en Europa y Estados Unidos. La clave de esta mejora económica había comenzado al término de la Segunda Guerra Mundial. En Estados Unidos, la Guerra Fría y el Plan Marshall dieron un fuerte impulso a su economía. Se abrían los mercados europeos al hilo de la política keynesiana impuesta por el Gobierno americano. En Europa la reconstrucción vendría de la mano de los americanos y su plan económico. Además, en 1946, el Gobierno demócrata de Harry Truman ponía en marcha el Employment Act para lograr el pleno empleo manteniendo la libre competencia y la iniciativa privada. Entre otras cosas, el Employment Act indicaba: «No es tarea del Gobierno suplantar los esfuerzos de la empresa privada por encontrar mercados, o de los individuos para encontrar trabajo. La gente lo que espera del Gobierno, sin embargo, es que cree y mantenga las condiciones en las que los hombres de negocios individuales y los individuos que buscan trabajo tengan la suerte de conseguirlo por su propio esfuerzo». Situación que dio origen al fenómeno conocido como baby boom. Un crecimiento explosivo de la población en Europa y en Estados Unidos. Siguiendo con este último país, su población que, durante los años treinta y cuarenta crecía alrededor de los 2,5 millones de personas al año, en 1946 alcanzó los 3,5 millones, y siguió creciendo hasta los 4,2 millones en 1958. Luego, coincidiendo con el progreso económico cayeron las tasas progresivamente. Lo mismo sucedió en Europa. Y allí de manera abrupta. Ronald Reagan durante los años ochenta, seguido por Margaret Thatcher en Inglaterra, dio el definitivo impulso a la economía con su política de bajas tasas de interés, con la idea de que eso induciría mayores inversiones, mayor producción y, en definitiva, un crecimiento económico sostenido. Es lo que se denominó supply-side economics, según el criterio de que la oferta crea la demanda, tal como aseguraba la Ley de Say. Un fenómeno que, unido al proceso deslocalizador de la producción hacia los países asiáticos, redujo los costes de producción y alimentó el consumismo. Como dijimos: del 600 se pasó al BMW. Con un fenómeno repetido: también el consumo estuvo liderado por los más ricos.

Según datos del Banco Mundial publicados en 2008, en 2005 los más ricos captaban el 76,6% del consumo mundial, mientras que las clases medias llegaban al 21,9%, quedando el 1,5% restante para los más pobres. Y con otro efecto: donde antes había un Fiat 600 como única opción de compra aparecían cientos de posibilidades en diferentes marcas con precios asequibles para todos los bolsillos. Más productos y más opciones hicieron explotar el consumo, con anuncios tan sorprendentes como uno que se encontraba a la entrada de una tienda de Starbucks en Nueva York: «Entre a por una de nuestras 87.000 combinaciones de bebidas. Todas hechas con el 100% de cultivo responsable, y café éticamente comercializado». Múltiples opciones debidas a la apertura de los mercados, a la competencia o a las posibilidades ofrecidas por la tecnología. Así, en Estados Unidos se daban a finales de 2011, 1.600 diferentes modelos de automóviles, 8.500 tipos distintos de hipotecas, 2.500 tarifas diferentes de telefonía móvil y más de 900 canales de televisión. Una situación quizás no tan dispar si miramos Europa en su conjunto. Esta explosión de ofertas, con los grandes almacenes llenos de productos, con la opción de comprar on-line por Internet, o la posibilidad de viajar a precios muy asequibles de una parte a otra del mundo, ha conducido a una nueva situación fuera de toda lógica: lo que Barry Schwartz denomina la paradoja de elegir en su libro de igual título: The Paradox of Choice. Why More is Less. Ya en el prólogo, Schwartz plantea el problema cuando decidió ir a un gran almacén a comprar unos pantalones vaqueros: «“Quiero un par de pantalones vaqueros de la talla 32-28”, dije. “¿Los quiere ajustados, normales, anchos, holgados o muy holgados?, contestó ella. “¿Los quiere con manchas de ácido, rotos o arrugados? ¿Los quiere con cremallera o con botones? ¿Los quiere descoloridos o normales?”». No hace falta comentar la extrañeza del comprador. Lo mismo sucede con los automóviles u otros productos. La configuraciones se encuentran por cientos. Es la imagen de la sociedad de consumo. Son las opciones sin fin. Sin embargo, aunque haya numerosas opciones en el mercado, esto no significa que el

consumidor —las personas en general— tenga más control sobre sus decisiones e intereses. Y mucho menos, mayor satisfacción personal. O, por decirlo de otro modo, que sean más felices. Volvamos a The Paradox of Choice de Barry Schwartz. El autor dice que en los últimos 40 años —el libro fue publicado en 2004— la renta per cápita de los americanos se había doblado, el número de hogares con lavadora había crecido del 9% al 50%, las secadoras, del 20% al 90%, y el aire acondicionado del 15% al 73%. Y el autor se pregunta: ¿significa esto que haya más gente feliz?. Su respuesta es clara: «…el crecimiento en bienes materiales no ha traído una mejora en el bienestar individual». Pero hay más. Dos autores, separadamente, constatan el mismo principio. Se trata de David Myers, autor de The American Paradox: Spiritual Hunger in an Age of Plenty, y Robert Lane en su libro: The Loss of Hapiness in Market Democracies. Este último, escrito en 2000, lleva al autor a similares conclusiones: las democracias actuales basadas en una férrea economía de mercado han elevado el progreso material de muchos ciudadanos, sin embargo, las personas son cada vez menos felices, y un número creciente de ellas están insatisfechas con su vida. La economía de mercado amparada en la filosofía utilitarista, donde el bien se encuentra en conseguir lo material a toda costa, no ha contribuido al bienestar real de las personas. Por su parte, el libro de Myers es de 2001 y se refiere también a la sociedad americana con los mismos resultados: la «paradoja» se mantiene. Explorando las enfermedades sociales en el período que va de 1960 a 1990, este autor llega a la misma conclusión: el materialismo basado en el individualismo radical conduce a una profunda pobreza espiritual. La situación en Europa y en otras sociedades supuestamente ricas no es muy diferente. El consumismo desbocado ha traído los males actuales, los económicos, los materiales y los morales.

Economía low cost El hecho de que la lucha de clases que hemos comentando más atrás no haya conducido a movimientos revolucionarios como los de pasadas épocas, no quiere decir que la estructura social sea sólidamente estable. Lo que se podría definir como capitalismo

democrático ha quebrado muchas de las expectativas sociales que había puestas en él. La crisis financiera, por un lado, y los abusos del liberalismo capitalista, por otro, han puesto en evidencia sus múltiples contradicciones, tanto en lo general, como en lo particular, con las profundas insatisfacciones a las que nos hemos referido antes: crecer en bienestar material no significa ser más feliz. Piénsese, por ejemplo, en el número de suicidios en países como Japón o Suiza, que lideran la tabla de las naciones más desarrollados. En los últimos 10 años, Japón mantiene tasas alrededor de los 20 suicidios anuales por cada cien mil habitantes. Suiza ronda los 10. Además, las interferencias políticas en la economía y, al contrario, las injerencias económicas en la política, han creado una amalgama insana, que se ha traducido en regulaciones imperfectas de los mercados y, de alguna manera, en la pervivencia de la ley del más fuerte. Donde se dan demasiados casos de instituciones que deberían ser independientes y que no lo son, pues los cargos que las dirigen deben su nombramiento a la clase política que decidió su elección. De ahí que los movimientos de protesta contra la situación que se vive en Estados Unidos, en Europa, y en otros lugares, tenga, independientemente de los intereses que se mueven detrás de ellos, un fondo de comprensible repulsa social a unas prácticas políticas y económicas insostenibles. Un hecho que confronta capitalismo con democracia. En un contexto donde la hipocresía institucional lleva a permitir que grandes corporaciones tengan decenas de compañías filiales en paraísos fiscales, a la vez que son, de algún modo, protegidas por sus Gobiernos. Tal sería el caso de empresas como Chevron, Boeing o General Electric en Estados Unidos, la primera de las cuales, según se apunta en el libro de Adriana Huffington que luego comentaremos, recibió más de 80.000 millones de dólares en contratos del Gobierno de su país mientras tenía 38 filiales en paraísos fiscales como Bermudas o las Islas Caimán. Como también sucedió con importantes bancos ayudados con importantes rescates por el Gobierno, por ejemplo: Morgan Stanley, que tenía 273 filiales en paraísos fiscales, con 158 de ellas en las Islas Caimán, y de manera similar Bank of America, Wells Fargo, J. P. Morgan o Goldman Sachs. Una evidente contradicción que lleva a los Gobiernos democráticos del signo político que sean, a tratar de conjugar dos mundos que han demostrado ser contradictorios en sus objetivos: por un lado pretender la protección económica de la mayoría mediante una justa

redistribución de la riqueza, y por otro, proteger las fuentes productivas o financieras que, en general, buscan intereses particulares. Un capitalismo democrático que, como decimos, ha roto las expectativas de una gran mayoría de personas, hoy instaladas en la clase media, cuyas frustraciones las alejan de las supuestas bondades del sistema político y económico actual. Situación que en otros regímenes, como pudiera ser China, no se dan de momento con similar crudeza debido al sistema político que sostiene al país, pero que, de no cambiar, se verá amenazado con similares problemas en el futuro. La economía liberal de mercado, según la cual el juego de la oferta y la demanda acabará por ajustar las imperfecciones del sistema económico se ha demostrado ineficaz. Ya que la economía es hoy, quizás más que nunca, una ciencia social, pues necesita demostrar que es capaz de construir un cuerpo social equilibrado, donde la igualdad de oportunidades y la búsqueda del bien común sean la primera prioridad. Algo que, por sí solas, las leyes del mercado o los derechos de propiedad no aseguran. Es preciso que las personas, cada persona, actúen éticamente. Los desordenes económicos actuales, en forma de déficits públicos excesivos, deudas públicas y privadas enormes, destrucción de empleo o pérdida de beneficios sociales, no encontrarán la solución únicamente en las proposiciones económicas. La exaltación de la política económica como medio de solución universal no logrará la vuelta a los equilibrios a menos que se inviertan los términos de los intereses: lo particular detrás de lo general. Ya que el capitalismo democrático no es de izquierdas o derechas en el sentido tradicional del pensamiento político al uso, sino que afecta a ambos a la vez; pudiéndose argumentar en los mismos términos usando el concepto de capitalismo socialista. Ambos sistemas —capitalismo socialista o capitalismo democrático— vienen a ser sustitutivos uno del otro en la realidad económica de las democracias occidentales actuales. No en vano en Francia está muy extendido el concepto de la gauche caviar. Un término que describe a la perfección a aquellos que se definen de izquierdas mientras viven sumidos en el lujo de los valores económicos del liberalismo que rechazan. Un concepto que sería igualmente aplicable a muchos socialistas europeos, no solo a los franceses. Lo que lleva a la conclusión de que, ya sea democracia liberal o socialdemocracia, las políticas económicas de ambas vienen a ser hoy intercambiables. Hay otro hecho a tener en cuenta a nivel global: el mundo mueve su centro de gravedad

económico hacia el lejano oriente; de manera que, en 2050, se encontrará al sur de China, cuando en 2010 estaba situado en Arabia Saudita. Además, el 82% de la población del mundo vive en países en vías de desarrollo, esperándose que la cifra llegue al 96% en 2020. Y a este desplazamiento se une el movimiento industrial del mundo desarrollado hacia el que está en vías de lograrlo. En los últimos 20 años, la búsqueda de costes menores impulsó a las multinacionales a deslocalizarse de sus lugares de origen. Una economía lowcost en cuanto a la producción que, con salarios muy bajos, ha llevado el valor añadido de las actividades productivas hacia los países en vías de desarrollo. En 1995 el reparto era, aproximadamente, del 80% en el primer mundo y el 20% en los países menos desarrollados; estando actualmente (también en números aproximados) en la proporción 70-30%. Con sectores como la producción textil, que creció en los países menos desarrollados del 46% al 64,5% en el período 2000-2007, o los metales básicos que lo hicieron durante esos mismos años del 27,4% al 50%. Circunstancia que demuestra que, con el peso económico global moviendo hacia el este, también lo hace el industrial. Una economía lowcost que descapitaliza al primer mundo que va perdiendo su razón de ser económica al hilo de la pérdida de sus valores. Siendo sus clases medias las que más sufren con este cambio. Lo anterior se acompaña además con un mayor crecimiento del PIB en los países no desarrollados. Se verá nacer así una nueva clase media en aquellas zonas, a la vez que la del primer mundo decrece. Circunstancia muy evidente en China e India que hoy suponen el 5% del consumo mundial, mientras que la Unión Europea, Japón y Estados Unidos juntos llegan al 60%; con el hecho de que las proyecciones para 2030 llevarán a esos dos países, China e India, al capturar el 80% del crecimiento del consumo mundial de los próximos 20 años. Un crecimiento que, según el World Economic Forum , se estima en unos 35 billones de dólares. Solo Estados Unidos y, en Europa, Alemania, participarán de ese movimiento. El resto verá la destrucción paulatina de su actual clase media, a menos que tome seriamente en consideración la necesidad de un cambio de modelo hacia las actividades productivas basadas en la innovación, y con una más excelente educación como elemento esencial. Lo contrario será una caída paulatina del nivel de vida y una mayor brecha entre ricos y pobres. Se podría concluir que la economía lowcost promovida desde los países del norte se ha vuelto, de alguna manera, en su contra.

Incentivar la compra de vivienda A estas alturas del libro se puede decir que la crisis económica de los países ricos se debe, en lo esencial, a tres causas: 1) promover el consumo desmedido en lugar de favorecer los procesos productivos; 2) apoyarse en la deuda excesiva sin impulsar el ahorro y la contención de los gastos suntuarios; y 3) la pérdida generalizada de los valores intrínsecamente humanos, haciendo del utilitarismo y la codicia los pilares del crecimiento económico. A lo que se ha añadido la pérdida del valor del trabajo y del esfuerzo como medio vital de subsistencia. Y en este contexto, como ya hemos tratado en varios lugares, surgió una política de bajos tipos de interés y la promoción del endeudamiento bancario a toda costa. No fueron tanto los consumidores (que también), sino los intereses financieros, los que lanzaron, apoyados por las políticas de bajos tipos de interés, hipotecas para todos a bajo coste, cuyos efectos se hacen sentir todavía. Por dar datos de tales efectos, en Estados Unidos, donde este problema alcanzó enormes proporciones, en 2009, casi tres millones de hogares estaban amenazados con la ejecución de sus hipotecas. Cifra superada en 2010. Detrás vinieron los desahucios en masa, ya que el Senado norteamericano no aceptó la propuesta del senador Dick Durbin para facilitar a los deudores renegociar sus deudas. Solo en 2009 se produjeron 800.000 ejecuciones hipotecarias. Otros países como, por ejemplo, España, sufrieron las mismas penalidades. Así, en España, se llevaron a cabo unos 60.000 desahucios en 2011, y la cifra creció enormemente en 2012 a un ritmo superior a los 500 desahucios diarios. Todo ello sin dar una solución adecuada a los problemas humanos que esto suscita, a la vez que, en paralelo, se nacionalizaron ciertos bancos a cuenta de los impuestos de los ciudadanos. Un hecho que, de ninguna manera, exime de sus responsabilidades a aquellos que se lanzaron a endeudarse muy por encima de sus posibilidades, y que ahora pretenden ser exonerados de sus obligaciones. Adriana Huffington, fundadora de The Huffington Post, publicó en 2010 un libro bajo el título, Traición al sueño americano. El subtítulo era igualmente aleccionador: Cómo los políticos han abandonado a la clase media. El libro es muy revelador y tiene reflexiones muy adecuadas. Así, al tratar de la crisis, la define como una trampa tendida en la clase media:

«En este país hay quienes ven las peripecias de la clase media —las hipotecas hundidas, las notificaciones de embargo, las facturas crecientes de las tarjetas de crédito en los buzones, la quiebra en el horizonte— y piensan: Se metieron en ese lío por su propia voluntad; tienen lo que se merecen. ¿Quién les dijo que compraran esa casa que no podían pagar, que firmaran esa hipoteca sin leer la letra pequeña sobre el pago final y que se valieran de una tarjeta de crédito con un interés del 30 por ciento? ¿Por qué los demás, que hemos sido más prudentes, deberíamos asumir la carga de los irresponsables?». Una reflexión muy oportuna aparentemente, y la tendencia es a pensar así. Ya lo hemos indicado en algún otro lugar en este libro: la codicia de unos se unió a la de los otros. Sin embargo, también es válida la siguiente reflexión de Adriana Huffington: «Esta respuesta ignora la horrible verdad de lo que produjo esta crisis. No fue un repentino arrebato de irresponsabilidad por parte de la clase media estadounidense. Fue el inevitable resultado de trucos y trampas deliberadamente para maximizar los beneficios de unos pocos mientras que se creaban las condiciones para maximizar la miseria de muchos». Y hay mucho de cierto en esto. Los contratos de préstamos, como de otros productos financieros que se ofrecen al público, no son siempre claros, y las personas que los firman son, en la mayoría de los casos, incapaces de entender lo que ahí se dice. No es un asunto exclusivo de los Estados Unidos, es un caso que se generaliza en otros muchos lugares. Baste, siguiendo con el libro de Huffington, la siguiente anotación: «En 1980, el contrato típico de una tarjeta de crédito tenía una página y media. Hoy tiene treinta y una páginas. Las otras veintinueve y media están llenas de trucos y trampas». Traición al sueño americano que se podría traducir también en traición al sueño europeo, y al italiano, al portugués, al español, etc. Lo que Huffington denuncia de manera muy cruda: «Obviamente, los banqueros sabían que la burbuja inmobiliaria, como todas las anteriores, tenía que estallar. Y cuando sucediera, se producirían embargos y quiebras en masa. Así que necesitaban tender

sus trampas de oso para protegerse. Apareció entonces el proyecto de ley de quiebras que los grupos de presión de la banca lograron que se tramitara en el Congreso y que el presidente Bush sancionó como ley en 2005. Era un instrumento tan hostil a las familias estadounidenses que solo podía haber surgido en un lugar tan corrupto, cínico y desentendido de la realidad como Washington». Una descripción verdaderamente desoladora de cómo a veces los intereses políticos en connivencia con los económicos pervierten los fundamentos de la democracia. Lo que también denunció Ian Kershaw en su biografía de Hitler: Hitler: Una biografía. La siguiente cita de Kershaw está apuntada por Huffington: «Hay épocas que marcan las líneas rojas del sistema político, cuando los políticos ya no pueden comunicarse y dejan de comprender el lenguaje del pueblo al cual se supone que representan». Unos males que no son exclusivos de otras épocas o del caso comentado por Adriana Huffington, se dan actualmente en muchos regímenes democráticos. También en Europa, evidentemente.

Los impuestos directos y los indirectos John Stuart Mill nació en Londres en 1806. Su padre, James Mill, fue el autor de un reconocido libro en su época: Principios de Economía Política. James era amigo de David Ricardo, y fue este quien inició al joven John Stuart en los fundamentos de la economía política. Con 14 años, Mill va a Francia invitado por el hermano de Jeremy Bentham. Allí conoce también a Juan Bautista Say. Al poco tiempo, seducido por estas ideas, se alista en el pensamiento utilitarista y funda una «sociedad utilitarista», que reúne a sus jóvenes amigos que están convencidos de que el utilitarismo ha de ser el criterio que guíe las actividades económicas y políticas. Mill es desde luego un reformista en su pensamiento. Consciente de las penurias de la sociedad de aquellos tiempos es, sin embargo, contrario a las ideas socialistas, pues entiende que conducen a la tiranía de la sociedad sobre los individuos. Aun así, está convencido de que el progreso económico no puede reducirse a un crecimiento constante de los bienes

disponibles, ni puede asimilarse al progreso social, incluso si este es un factor que lo favorece. Para Mill lo esencial es asegurar una vida adecuada para cada persona, lo que se consigue a partir de una mejor distribución de la riqueza. Incluso, adelantándose a su tiempo, expone argumento a favor de la igualdad entre los sexos, asegurando que no utilizar las capacidades femeninas en la mayoría de las actividades es una pérdida para la economía de cualquier país. Como Adam Smith y otros economistas liberales, Stuart Mill rechaza la excesiva presencia del Estado en las actividades económicas. El laisser-faire debería ser la regla general, permitiendo la acción del Estado en ciertos casos, ya que el mercado no asegura por sí mismo la calidad de las mercancías vendidas ni el consumidor tiene el suficiente juicio como para saber lo que quiere. El Libro V de sus Principios de Economía Política se titula Sobre la influencia del Gobierno. El capítulo primero, siguiendo a Adam Smith, ofrece las cuatro reglas fundamentales sobre los impuestos. Primero: los individuos de cada Estado deben contribuir a ayudar al Gobierno tanto como sea posible de acuerdo a sus capacidades respectivas. Segundo: los impuestos a pagar por cada individuo deben ser exactos, no arbitrarios. Tercero: cada impuesto debe ser reclamado en el tiempo o manera en la que sea la más adecuada para que el contribuyente responda al pago. Cuarto: todo impuesto debe ser establecido de forma que mantenga el dinero fuera de los bolsillos de la gente lo menos posible por encima de lo que ya aporte al Tesoro Público. Los impuestos, para Mill, pueden ser directos o indirectos. Nada ha cambiado desde entonces. Los primeros son los que cada persona debe atender de acuerdo con lo establecido por el Gobierno. Y los segundos son aquellos por los que una persona debe pagar de acuerdo con «la expectativa de recibir ella misma una suerte de indemnización a expensas de otra». Los impuestos directos —siguiendo a Stuart Mill— vienen de los ingresos o de los gastos, aunque estos segundos son normalmente indirectos. Los ingresos serían los debidos a beneficios, rentas o salarios. Los gastos, en el caso del inquilino de una vivienda, serían impuestos directos, mientras que los correspondientes al constructor o propietario serían indirectos. Impuestos indirectos que se relacionan con el consumo, es decir, la compra de mercancías.

Estos criterios son básicamente los mismos que existen actualmente, casi doscientos años después: impuestos directos que gravan las fuentes directas de riqueza (propiedades, rentas, etc.), e indirectos que gravan el consumo (por ejemplo, el impuesto de valor añadido). Que debe haber impuestos para soportar las cargas del Estado y permitir una mejor redistribución de la riqueza es algo que nadie discute. Otra cosa es el alcance impositivo: hasta dónde han de llegar las cargas del Estado hacia los ciudadanos y su progresividad. En este sentido, Friedrich Hayek era contrario a la progresividad impositiva; es decir, que un impuesto sobre los ingresos sea más elevado cuanto más elevados sean aquellos. Para él esto tiene efectos perniciosos, especialmente por su impacto sobre los recursos económicos. Así aseguraba en The Constitution of Liberty: «El empleo que se haga de un recurso dado depende de la remuneración neta de los servicios en que se emplee, y si se quiere que los recursos se empleen eficazmente, es importante que las remuneraciones relativas de los servicios que determinan los mercados no sean modificadas por ningún impuesto. El impuesto progresivo suscita este género de modificación, haciendo que la remuneración neta de un servicio dado dependa de otras ganancias del contribuyente». Se trata de una opinión controvertida ya que parece más equitativo que pague más el que más tiene. Sin embargo, aquí la pregunta resulta doble. Primero, si un impuesto progresivo es justo y, segundo, si el Estado es, por definición, garante de una óptima redistribución de la riqueza. Respecto de la justicia parece que esta debería ser equitativa, es decir, la misma para todos; por lo que la progresividad es, en principio, una suerte de injusticia: hay unos que tienen mayores cargas impositivas que otros, lo que abundaría en lo indicado por Hayek. De lo segundo, es evidente que el Estado, cualquiera que este sea, no es por principio eficaz en su redistribución de la riqueza. Se ha comprobado demasiadas veces hasta aquí la ineficacia de muchos de sus postulados económicos. Ahí están las crisis para demostrarlo. Pero no solo los economistas clásicos como Stuart Mill, o los neoclásicos más modernos, como Hayek, eran contrarios a los impuestos excesivos, también otros como Paul Samuelson estaban en contra. Samuelson, premio Nobel de economía en 1970,

fallecido en 2009 a los 94 años, fue el primer economista americano en recibir tal galardón. Se trata de un economista mundialmente conocido por su curso de economía moderna que, según se dice, es el libro de economía más vendido de todos los tiempos. Samuelson nunca aceptó un puesto en la Administración Kennedy aunque fue su asesor en varios momentos, fundamentalmente cuando le alertó de una próxima recesión y la necesidad de estimular la economía al modo keynesiano: mediante una expansión del gasto. Lo que sugirió complementarlo con una reducción de impuestos como medida adicional contra la recesión. Una opinión que, como hoy, resultaba contradictoria a muchos: si la recesión aumentaba el déficit, el recorte de impuestos lo haría crecer aún más. A lo que Samuelson argumentaba de manera contraria pues, para él, los déficits provenientes del recorte impositivo nada tienen que ver de los ocasionados por el excesivo gasto: «Los déficits que proceden automáticamente de una recesión o que son parte intrínseca de un esfuerzo específico para devolver la salud al sistema económico son un fenómeno muy diferente [de los déficits impulsados por un gasto descontrolado]. Estos son el signo de que nuestros estabilizadores automáticos están funcionando, y que no nos encontraremos ya con el riesgo de entrar en una de las grandes depresiones que caracterizaron nuestra historia económica de antes de la guerra». Una circunstancia que todavía algunos Gobiernos en Europa no acaban de comprender y siguen aumentando los impuestos, lo que no facilitará la salida de las profundas crisis en las que se encuentran. Pues a los déficits de naturaleza distinta les corresponden tratamientos económicos distintos. Y está demostrado que no es adecuado, en economías abiertas, responder a la depresión, causada por un excesivo gasto, con políticas de aumentos de impuestos. Siendo paradójico, además, que si la progresividad impositiva trata de beneficiar a los más pobres cargando más a los que más tienen, tal como asevera Hayek, estos últimos tendrán menos capacidad para invertir y, por tanto, serán incapaces de generar más riqueza. Con lo que los afectados serán de nuevo los que menos tienen. Se dirá que esto es la percepción liberal de la economía. Sin embargo, conviene analizar el segundo aspecto con más detalle: si el Estado es justo y equitativo con sus cargas impositivas. Tomemos para su explicación el caso español, donde los ingresos del Estado

provienen en lo fundamental de cinco fuentes: IRPF (40%); IVA (22%); impuesto de sociedades (13%); impuestos especiales (12%); y otros impuestos (13%). Con lo que el impuesto del rendimiento de las personas físicas es el que más aporta. Siendo este un impuesto directo que tiene dos vías de ingresos: rendimientos del trabajo (80%) y rendimientos de capital (20%). Con la circunstancia de que si, de media, los rendimientos de trabajo se mueven alrededor del 30%, los de capital son del 10%. Siendo estos además objeto de varias posibilidades para disminuir sus cargas impositivas, cosa imposible en los ingresos del trabajo. Una circunstancia que grava a las clases medias a favor de las más ricas. A lo anterior se une el hecho del aumento de las cargas impositivas debido a la crisis económica. Circunstancia que perjudica la marcha económica como es bien sabido. Ya en Alemania, después de la Segunda Guerra Mundial, se comprobó la eficacia de la disminución de impuestos. De ahí salió el llamado milagro alemán. Su promotor fue el ministro de Economía, Ludwig Erhard al que ya nos referimos. Era la época del canciller Adenauer. La eficacia de disminuir los impuestos fue demostrada posteriormente por el economista Arthur Laffer, nacido en 1940, y profesor de la Universidad de Southern California. Su famosa curva —la curva de Laffer—, tiene la forma de una elipse partida, y demuestra varios asertos. Cuando las cargas impositivas corresponden al 100% cesa toda actividad productiva. La gente no trabajará para ver que todo el esfuerzo de su trabajo es confiscado mediante impuestos, con lo que los ingresos del Estado serán cero. Al contrario, cuando las tasas impositivas son cero, todo el dinero va a la economía. La producción se maximiza y el dinero que fluye es el que los trabajadores usan para sus necesidades de consumo. Ahora bien, como los impuestos son cero, los ingresos del Estados también lo serán. El punto medio, con impuestos del 50% (en la gráfica de Laffer) es donde desean estar los impositores. Difícil equilibrio ya que el Estado siempre necesita más para gestionar sus necesidades.

El desempleo: una juventud sin futuro En otoño de 2012, el Departamento de Empleo americano anunció que el desempleo

había bajado del 8%; se situaba exactamente en el 7,8%. El más bajo de toda la era Obama. Sin embargo, dentro de los parabienes por la situación, también se daban otras cifras: el desempleo era del 22,8% para los jóvenes entre 18 y 19 años; el 12,4% para aquellos en edades comprendidas entre los 20 y 24 años; y el 8,1% en la franja entre 25 y 34 años. Más de cinco millones y medio de jóvenes estaban sin empleo. Las cifras en Europa son aún más escalofriantes. Según Eurostat, la agencia estadística de la Comisión Europea, en diciembre de 2012 había cinco millones setecientos mil jóvenes menores de 25 años sin trabajo. Se trataba del 23,4% de media en los 27 países de la Unión Europea, y el 24% en la Eurozona. Un año atrás, en diciembre del 2011, las cifras eran, respectivamente, el 22,2% y el 21,7%. Las menores tasas correspondían en 2012 a Alemania (8%), Austria (8,5%) y Holanda (10%). En el otro extremo estaban Grecia (57,6%) y España (55,6%). Aquí podríamos terminar este capítulo. Las cifras son pavorosas. En septiembre de 2011, la revista The Economist alertaba sobre este problema en un artículo titulado: Left Behind. Abandonados, podríamos decir mejor. Más no se podía añadir. Un problema que se sentirá en la sociedad durante décadas. Algo distinto al fenómeno demográfico (Europa envejece sin remedio), pero que se suma a él. Si en el futuro no habrá jóvenes que trabajen, y los jóvenes de ahora se dejan en la cuneta, Europa será un continente sin salida. Un continente perdido. Se trata, sin embargo, de un hecho que encierra además graves males sociales. Si no nacen niños, y si a los jóvenes no se les abre el mercado de trabajo, algo hay en el cuerpo social que está profundamente enfermo. No solo la ceguera de no ver que en poco tiempo la sociedad estará envejecida y sin posibilidades de salir adelante, sino otros males escondidos que demuestran grandes dosis de egoísmo social. Unas enfermedades necesitadas de un serio tratamiento curativo para devolver la salud a la sociedad. Los datos de España o Grecia son escalofriantes, tal como los describía el artículo de The Economist al que hemos hecho referencia. Se dice, para tratar de esconder el problema, que la situación no es tan grave porque la cohesión familiar ayuda a paliar el problema, sin darse cuenta que el daño a los jóvenes está hecho, estén o no amparados en el cuerpo familiar. Se trata de personas, muchas de ellas con estudios universitarios o profesiones especializadas, que ven cercenado su futuro y no saben realmente qué hacer.

Existen multitud de estudios realizados en varios países (Reino Unido, Suecia, Estados Unidos, etc.) que demuestran que los jóvenes en paro, sin perspectivas razonables de encontrar un empleo, quedan atrapados en un estado que conduce a la depresión, pérdida de la autoestima, frustraciones, dificultades para encontrar realmente un empleo, cierto fatalismo respecto del futuro de sus vidas, imposibilidad para crear una familia o tomar compromisos duraderos, desilusión, perspectivas desalentadoras, etc. Llegando el caso de que muchos, ante esta situación desesperada, aceptan subempleos mal pagados por explotadores sin conciencia, lo que realimenta sus dificultades vitales. Mal menor, pues en otros casos aparece la delincuencia como única salida. Una gravísima situación que destroza las vidas personales y las familiares y enferma a la sociedad como hemos dicho. ¿Qué hacer? ¿Qué soluciones se pueden dar? Las vías que se suelen poner políticamente en práctica tienen que ver con el emprendimiento; es decir, favorecer la salida a los jóvenes en paro mediante la creación de un trabajo nuevo por ellos mismos. O lo que es lo mismo: convertir a los jóvenes en empresarios. Sin embargo, esto no es ni tan fácil, ni automático. Hay personas que sirven para ello, pero son las menos. E incluso, puede ser un camino que añada frustración a la frustración cuando el éxito, el relativo éxito en este caso, no surja. Es preciso abrir el mercado de trabajo incentivando a las empresas existentes a contratar jóvenes. Quizás a tiempo parcial. Quizás en período de formación. Las fórmulas pueden ser diversas, aunque la legislación ha de promover eficazmente soluciones. Incluso aquellas que detraigan beneficios empresariales para dar solución a un problema social gravísimo. Beneficios sociales que siempre pueden encontrar soluciones mediante nuevos esquemas fiscales. Un trabajador es siempre mejor, en lo personal y en lo social, que un desempleado. La economía social de mercado ha demostrado ofrecer una solución. Alemania puede ser un ejemplo en este sentido. Sería aplicar la economía social de mercado adaptándola a cada caso. Un cambio económico hacia una economía más humana centrada en la persona en lugar del capital.

Los sistemas educativos El apartado anterior tiene que ver con este: algo falla en los sistemas educativos cuando

muchos jóvenes, aparentemente bien formados, no entran a formar parte de la estructura económica productiva y quedan orillados en el camino. Y es que, en general, muchos sistemas educativos no responden a las necesidades reales del mundo empresarial. Las universidades, al igual que la política, o quizás en connivencia con ella, se han convertido en cuerpos cerrados ajenos a lo que sucede en la economía real. No son todos los casos, evidentemente, pero el hecho está tan generalizado que parece ser mayoría. Se siguen impartiendo disciplinas cuyos alumnos, al terminar, con ellas no podrán encontrar un puesto de trabajo, ya que lo que les enseñaron responde a necesidades de épocas pasadas. A lo que se une, en muchos casos, una inflación universitaria repleta de centros ubicados en lugares sin industria o servicios adecuados para acoger a los que de allí salen, que han de buscar su vida en otros lugares, muchas veces fuera de su propio país. Lo que representa una pérdida de capital humano nada desdeñable, que es muy evidente en casi todos los países de África, por ejemplo. Circunstancia a la que se une un desdén generalizado por las profesiones no universitarias, como si ello fuera un desdoro social. Error que lleva a aumentar significativamente las cifras del paro juvenil como es el caso de España o de Grecia. La educación es el elemento diferencial para el éxito de cualquier persona en el mundo actual. Y el cambio en las profesiones que se dará en el siglo XXI exige nuevos sistemas educativos y nuevas enseñanzas adaptadas a las necesidades que demandan los agentes económicos. La creciente globalización, las nuevas tecnologías, Internet, etc., presentan nuevos desafíos y nuevas oportunidades. Incluso las actividades más o menos tradicionales, se verán forzadas a incorporar nuevos profesionales, con nuevas habilidades, para hacer frente a una competencia creciente en los mercados. El informe PISA de la OCDE es, quizás, el estudio más relevante en cuanto a características educativas. Compara la situación de 65 países en sus habilidades en comprensión lectora, matemáticas y ciencia, elementos que son cruciales en el mundo actual. En el último informe (2009), solo 11 países están en todos los elementos por encima de la media. Cinco países son orientales: Shangai-China, Hong Kong-China, Corea, Singapur y Japón. Tres europeos: Finlandia, Holanda y Bélgica. En el continente americano, Canadá; y en el Pacífico, Nueva Zelanda y Australia. Hay otros países que se aproximan a la media en algunos conceptos y en otros están por encima: Noruega,

Estonia, Suiza, Polonia o Islandia, por ejemplo, pero a partir de ahí se comprueba un deterioro generalizado. Incluso Estados Unidos, país de referencia en muchas de sus universidades, presenta enormes deficiencias. Y otros dentro del primer mundo, están con enormes dificultades en sus sistemas educativos. Este sería el caso de Italia, Grecia y España además de Austria o Luxemburgo en Europa. Sorprendiendo también el caso de Israel. No se trata tanto de las puntuaciones, ya que, por ejemplo, España está unos 12 puntos por debajo de la media en los conceptos indicados; aun así muestra muchas carencias en sus sistemas educativos, fuente, seguramente, de la excesiva politización de sus planteamientos. Como dato: Italia está en el puesto 29, Grecia en el 32 y España en el 33. Detrás de Shangai y Corea, Finlandia es el país que demuestra tener los mejores niveles: 43 puntos en comprensión lectora, 45 en habilidad matemática, y 53 en aptitud científica. ¿Cuáles son sus diferencias sobre otros países? Comparado con Estados Unidos, Finlandia, con la mitad de estudiantes que la ciudad de Nueva York, por ejemplo, tiene el mismo número de profesores. Profesores que en su totalidad poseen un máster que es pagado por el Estado, y para ser profesor hay que estar entre el 10% de los mejores estudiantes. Pero hay más: la escuela obligatoria no comienza sino a partir de los siete años, y los estudiantes no tienen ninguna evaluación obligatoria sino a la edad de 16. Los más jóvenes disfrutan de más de una hora de recreo diario y las clases no tienen más de 16 alumnos. Ningún estudiante se deja en abandono; en caso de que alguno quede retrasado, un profesor especializado se ocupará de él para que coja de nuevo el ritmo. Por su parte, las escuelas no compiten entre sí, colaboran con métodos y trabajos conjuntos. No existiendo los trabajos en casa: todo se realiza en la escuela. En Finlandia no existen escuelas privadas. El Estado es el encargado y garante de la educación. Sin embargo, el sistema educativo responde a las necesidades de excelencia del sistema: no está en absoluto politizado ni políticamente influenciado. La politización de la educación, o la incorporación de materias ideológicamente dirigidas, es un tipo de fraude de graves consecuencias para los alumnos, aparte de que conduce en muchas ocasiones al fracaso escolar. La politización de la educación se vuelve siempre en contra de cualquier país, sea en el corto o en el largo plazo. El estudio de la UNESCO Educación para Todos llevaba en 2012 el subtítulo Los jóvenes y

las competencias. Algunos resultados indican las debilidades de algunos sistemas educativos, no solo en países pobres o en vías de desarrollo, sino en países desarrollados del primer mundo. Así, en Europa, por ejemplo, se han fijado objetivos contra el abandono escolar prematuro; con la idea de que en 2020 no supere el 10% los jóvenes que dejen la escuela antes de cumplimentar el segundo ciclo. España es un caso paradigmático: uno de cada tres jóvenes no terminan el segundo ciclo de la enseñanza secundaria, lo que unido al enorme paro juvenil constituye un enorme problema social. Con la circunstancia de que la falta de atención de los padres en el hogar aumenta las posibilidades de abandono en el 22%. A lo que habría que añadir el concepto novedoso de los denominados ninis, aquellos jóvenes que no estudian, ni trabajan, ni buscan empleo. También España en esto es uno de los líderes: al menos el 25% de sus jóvenes entran en esa categoría después de abandonar sus estudios en el primer ciclo y son el 20% de ninis los que tienen el bachillerato.

La pérdida del bien común El concepto de bien común suele malentenderse. Primero por la referencia al «bien», y segundo, por el adjetivo «común», una generalización que hace referencia a la comunidad. Ya que cuando se habla de ello se concluye que el bien común es el bienestar de las personas que viven en un mismo entorno; es decir, de una sociedad concreta en su conjunto. Lo cual, con la generalización, como decimos, hace perder el sentido real de este importante concepto, que no es otro que la búsqueda del bien para cada uno de los miembros que forman una comunidad, ya que la sociedad no es simplemente la suma de los sujetos que la componen. Cada persona es única, singular e irrepetible. Y la sociedad es el conjunto de esas personas únicas e irrepetibles. Circunstancia que, al referirse al bien común, tiene que ver con la búsqueda del bien para cada una de las personas que viven en una comunidad. Por tanto, si se lograra el bien de todos y cada uno de los miembros de un grupo (que no coincide con la suma de los bienes individuales, ni tampoco con el bien de algunos, ni por supuesto con el bien de la mayoría), se estaría en disposición de alcanzar el bien de toda la sociedad. Sin embargo, logrando el bien de todos y cada uno de los ciudadanos se

alcanzaría el bien de la sociedad en su conjunto. Aspecto a no perder de vista, ya que el colectivismo, o lo que es lo mismo, mirar el conjunto, o a un grupo, y no a cada persona, acaba conduciendo a los errores que ya hemos ido viendo a lo largo de estas páginas. Ocurriendo lo mismo cuando solo se atiende a la búsqueda del bien personal. Aquí ya vimos el error de Adam Smith, entre otros. ¿Qué sucede si se miran los recursos económicos únicamente? Es cierto que hay bienes que, en la sociedad, son públicos; es decir, se comparten de una manera general. Piénsese en una autopista pública. E igualmente, existen bienes privados, de uso exclusivo de sus propietarios. Estos no se comparten. Y también, hay bienes públicos cuyo uso se privatiza por decirlo así; es decir, son unos los que los distribuyen a los demás manteniendo su propiedad, algo muy común con los recursos naturales. Una circunstancia que alerta sobre la confrontación que existe entre lo privado y lo público. Y aquí volvemos al principio, ya que la búsqueda del bien privado no debería oponerse al público porque forma parte de él. El bien común es más importante que el bien particular, no porque se refiera a la comunidad, sino porque es el bien de todas y cada una de las personas que forman parte de ella. Y es aquí donde Adam Smith y los utilitaristas se encuentran de nuevo con sus contradicciones. De ahí que la codicia que propugnan muchos economistas anglosajones porque piensan que es positiva, se vuelve en contra de la sociedad porque está repleta de egoísmo. O como decía el filósofo Jacques Maritain: «El bien común no es la simple colección de bienes privados…no es el bien de la vida humana de multitud de personas, sino que es la comunión en el buen vivir». Lo anterior parece que contradice el ejercicio de la libertad de cada persona, ya que dicha libertad parece estar constreñida por la sociedad a la que debería servir. Es un corsé que podría no ser justo con el interés individual. Y es que cuando se analiza el contexto económico, lo primero que resulta patente es que la sociedad es indispensable para ejercer la actividad económica. Es algo social, no particular. Solo se puede lograr cubrir las necesidades de las personas en comunidad. Como ya dijimos, Robinson Crusoe es, de alguna manera, una patología económica que, en realidad, es lo que muchos parecen promover: la búsqueda del provecho individual, sin darse cuenta de que esto no es posible

sin los demás. La personas son sociales: siempre se encuentran formando grupos. Con lo que la sociedad resulta ser el lugar donde los individuos, cooperando unos con otros, obtienen sus beneficios personales. Y es que la sociedad es el lugar donde las personas son realmente personas. El lugar donde Robinson Crusoe aprendió todo lo que necesitaba para salir adelante cuando se encontró solo en aquella isla. La crisis financiera, en sus diversas formas y maneras, tiene mucho que ver con la pérdida del sentido del bien común. La industria financiera, si bien regulada en ciertos aspectos, goza de gran capacidad para buscar los huecos que facilitan la búsqueda del bien privado olvidando el público. Incluso los reguladores practican en múltiples ocasiones, ya sea por desconocimiento, incapacidad, desidia o connivencia, la estrategia del laissez-faire. Así se gestaron muchas crisis, y también la actual, cuyas secuelas se viven todavía. Se dejó (primero en Estados Unidos, pero también en otros lugares) crecer la burbuja inmobiliaria permitiendo la escalada de precios y las hipotecas para todos a bajos tipos de interés. Luego se dejó trocear y empaquetar las hipotecas en productos financieros tóxicos. Las agencias de rating miraron para otro lado. Y, en la alegría de la riqueza sin fin, se dejaron crecer productos financieros de todo tipo que se vendían como inversiones seguras. Los Gobiernos siguieron la pauta y, al final, lo particular prevaleció sobre lo general. El bien común desapareció de la escena porque a lo mejor nunca fue una prioridad para nadie. De manera que la clase media se enfrenta ahora a la necesidad de cubrir los errores de otros mediante importantes impuestos, pérdida de poder adquisitivo, desempleo, disminución de sus niveles de bienestar, y un largo etcétera de dificultades añadidas.

CAPÍTULO 10

La economía real Los medios de información y el tratamiento periodístico de cualquier tema han hecho que, de manera general, cualquier persona algo informada sea capaz de opinar sobre temas complejos que necesitan años de preparación y estudio. Y este es el caso de la economía. La banalización de las opiniones es lo que llevó a Thomas Sowell, uno de los economistas más influyentes de Estados Unidos, a asegurar: «Creo que en Estados Unidos, y en la mayor parte del mundo la comprensión pública sobre la economía es abismal. Pero una cosa es no entender algo —y yo no entiendo de cirugía cerebral—, y otra cosa querer definir políticas en las que uno es ignorante. He oído una frase maravillosa: “Quiero hacer una propuesta”, cuando se trata de definir una política. Yo estaría horrorizado si quisiera opinar sobre cirugía cerebral. La única diferencia es que conmigo moriría más gente en la mesa de operaciones».

El mundo poscrisis Thomas Sowell es un economista influyente y controvertido. Profesor en Stanford, fue muy crítico en varias ocasiones con la política del presidente Obama. Concretamente, en mayo de 2009, declaraba: «Pienso que Barak Obama es peor que Jimmy Carter. Carter puso en marcha muchas políticas insensatas internacionalmente y también a nivel nacional. Aunque creo que Obama le ha superado en ambos aspectos».

Sowell nació en Carolina del Norte, vivió en Harlem una niñez y juventud difíciles, para lograr después incorporarse a la Universidad de Harvard y de ahí a la Universidad de Chicago, donde consiguió doctorarse en Economía. Sirvió también en la guerra de Corea. Es un experto fotógrafo. Ha escrito más de 30 libros, no solo de economía, sino también de otros temas, como fue el estudio de los niños que tardan en hablar, lo que trató en su libro El Síndrome de Einstein. En 2009, Sowell publicó The Housing Boom and Boost. En el prefacio del libro abre el problema que luego aborda: «El tsunami financiero se ha continuado con un torrente retórico político, acompañado por dedos señalando en todas direcciones. ¿Quién fue realmente el responsable? ¿Qué fue lo que lo impulsó?». El argumento de Sowell es que el Gobierno americano fue el que impulsó la burbuja inmobiliaria, permitiendo un incremento desorbitado de los precios, que crecieron, entre 2000 y 2005, un 79% en Nueva York, 110% en Los Ángeles y 127% en San Diego, California. Problemas de índole local, a los que el Gobierno respondió con medidas globales, a la vez que permitía la dispersión de productos financieros de alto riesgo que contagiaron todo el sistema, como ya hemos comentado ampliamente páginas atrás. Y es que la economía real no casa normalmente con la economía financiera, y las políticas gubernamentales de índole monetario miran más a la segunda que a la primera, con lo que la acción de los Gobiernos resulta en muchos casos perniciosa. Una circunstancia que viene demostrada en múltiples casos por el peso que tiene el sistema financiero en la economía, a la vez que se han disminuido las inversiones en la economía productiva. Es lo que algunos economistas denominan financiarización. Un término inventado para definir un proceso según el cual los beneficios empresariales, e incluso los ingresos personales, provienen únicamente de transacciones financieras y no producto de un crecimiento económico real, que debiera traducirse en una generación mayor de empleo y unas tasas mayores de producción industrial. Algo que se comprueba perfectamente en algunos países tradicionalmente industriales de nuestro entorno como, por ejemplo, Alemania, donde los activos financieros bancarios crecieron de 1950 a 2010 cuatro veces más que el PIB. O también en el ejemplo singular de Islandia donde, entre

2003 y 2008, los activos financieros de los tres mayores bancos islandeses acabaron siendo más de ocho veces el PIB del país, como ya apuntamos capítulos atrás. Hecho muy similar en otros lugares, lo que demuestra que la economía real ha quedado atrapada por la financiera. Existen, además, modelos económicos que demuestran que este proceso continuará, llevando incluso a disminuir el PIB mientras se mantiene la expansión de los activos financieros. Y es que, al ser el PIB el resultado de sumar el consumo, la inversión, el gasto público y la balanza comercial, resulta que aunque crezcan los activos financieros, no por ello lo harán las inversiones, concluyendo lo que se viene diciendo: mayor actividad financiera no redunda necesariamente en mayor actividad económica real. Y, por tanto, mayor actividad financiera no genera necesariamente mayor riqueza, salvo en una élite limitada. Hoy se vive en una economía de mercado cuya característica fundamental es que la generación y distribución de riqueza no se realiza a partir de la producción de bienes y servicios, sino a partir de sus intercambios; que se efectúan, obviamente, de manera voluntaria en un mercado libre. Si bien, tales intercambios están fuertemente mediatizados por el sistema financiero y, también, por el monetario. Un hecho que se demostró esencial en el profundo valle que originó la crisis de 2008. Ya que por primera vez en la historia de los últimos 60 años el mundo entró en depresión de manera global al año siguiente, en 2009. Un hecho insólito: el PIB acumulado global fue negativo, aunque fuera positivo en algunos lugares, como China, por ejemplo. Así, durante los años 2007, 2008 y 2009, los crecimientos (y decrecimientos) del Producto Interior Bruto fueron, respectivamente, los siguientes: Estados Unidos: 2,0, 1,1 y -2,3; los países de la Unión Monetaria en Europa: 2,7, 0,7 y -2,3; Rusia: 8,1, 5,6 y -6,0; Japón: 2,4, -0,7 y -6,5; y China: 13,0, 9,0 y 6,5. La crisis financiera, ha demostrado así la volatilidad económica que puede producirse cuando son únicamente las finanzas y no la producción de bienes las que sostienen el entramado económico. Fundamentalmente, porque como hemos visto exhaustivamente hasta aquí, el sistema financiero en sus movimientos globales no tiene reglas que lo controlen, sus objetivos son la obtención máxima de las ganancias, y sus acciones pueden resultar devastadoras. El mundo poscrisis ha mostrado nuevos escenarios. Incluso los Estados Unidos,

reconocidos como la única superpotencia capaz de desplegar su enorme capacidad en cualquier parte del planeta, han demostrado sus carencias. Su dominio político, económico, militar, científico, tecnológico e incluso intelectual y cultural, está hoy muy debilitado. La crisis ha obligado a ajustes económicos impensables hace unas pocas décadas. Su presencia militar en el exterior será cada vez menos global debido a tales ajustes. La enorme deuda exterior solo se aguanta por la potencia de su moneda, pero limita las inversiones internas, haciendo de Estados Unidos un país muy retrasado en términos de trenes de alta velocidad, infraestructuras eléctricas o de agua, autopistas, con deficiente educación y sanidad públicas, y otras carencias que obligarían a enormes inversiones para poder actualizarse de manera conveniente. Solo en carreteras se necesitaría invertir una cifra no inferior a los 200.000 millones de dólares anualmente para hacer que el país tuviera unas rutas acorde con sus necesidades económicas. Un hecho que el senador demócrata por Delaware denunciaba en 2010 poco antes de abandonar este cargo y pasar a ser el presidente del Congressional Oversight Panel del Gobierno Federal: «Los contribuyentes han aportado más de 2,5 billones de dólares para salvar el sistema [financiero]. ¿Y qué han salvado exactamente? Un sistema de poder financiero abrumador, muy concentrado, que se ha vuelto extremadamente peligroso…Un sistema en el que el Estado de Derecho ha sido quebrantado una vez más…Nuestros mercados solo podrán florecer cuando los americanos confíen de nuevo en que son justos, transparentes y responsables». Y esta es la clave. El mundo se ha demostrado muy vulnerable por el exceso de malas prácticas financieras y por una corrupción casi general. Los ajustes económicos que se han tenido que llevar a cabo han sido muy onerosos para muchas sociedades occidentales, donde las clases medias han tenido que soportar la mayor carga, ya fuera en forma de menores servicios, aumentos de impuestos, destrucción de empleo o dificultad para que los jóvenes puedan entrar en el mercado laboral. El sistema financiero global y, en consecuencia, sus ramales locales a nivel de países o regiones, se han demostrado ineficientes y, en muchas ocasiones, alentadoras o permisivas con la codicia. Y a la vez que las entidades financieras eran rescatadas por los Gobiernos y trasladaban los problemas a los ciudadanos, no se ha tomado casi ninguna medida para crear un esquema de control

que asegure que no se producirán nuevos desmanes en el futuro. ¿Y cómo llegar a esto? Jacques Attali, economista francés, antiguo hombre fuerte de los Gobiernos socialistas de François Mitterrand y primer presidente del Banco Europeo para la Reconstrucción y el Desarrollo, expuso en 2008 una serie de oportunas ideas sobre qué hacer una vez pasada la crisis económica. Su libro La crise, et après? sugiere poner en funcionamiento un sistema regulador global: «Ya no es posible usar el FMI para poner en marcha una moneda única mundial. No es tampoco indispensable imaginar su reemplazo o sustitución por otras instancias. Es preciso, por el contrario, reagrupar todos los poderes de vigilancia hoy dispersos y reforzarlos considerablemente». Y continúa: «Para establecer el equilibrio del mercado y de la democracia, condición para un desarrollo armónico a escala planetaria, sería preciso en toda lógica crear los instrumentos necesarios para una soberanía global: un parlamento (un hombre, un voto), un Gobierno, una aplicación planetaria de la Declaración Universal de los Derechos Humanos y de sus protocolos ulteriores, una puesta en acción de las decisiones de la OIT en materia de derecho al trabajo, un Banco Central, una moneda común, una fiscalidad planetaria, una justicia y una policía planetarias, un salario mínimo planetario, notarios planetarios, un control global de los mercados financieros». Buenas intenciones sin duda, aunque impracticables si se pretenden poner en marcha todas ellas globalmente y a la vez. Sin embargo, nos quedaríamos con la última sugerencia: un control global de los mercados financieros. Algo que, en octubre de 2011, planteó también con sólidas razones el Consejo Pontificio para la Justicia y la Paz en un documento en inglés cuyo título sugiere ya las reformas que habría que poner en marcha: Towards Reforming International Financial and Monetary System in the Context of Global Public Authority. Un escrito que tiene reflexiones muy a tener en cuenta: «Con relación al presente sistema económico y financiero global, habría que hacer hincapié en dos factores decisivos. El primero, la decadencia gradual en eficacia de las instituciones de Bretton Woods que comenzaron a inicios de los años setenta. En particular, el Fondo Monetario Internacional ha

perdido un elemento esencial para estabilizar las finanzas mundiales, tales como regular la creación monetaria global y la vigilancia sobre la cantidad de riesgo de crédito asumida por el sistema. Es decir, estabilizar el sistema monetario mundial ya no es un «bien público universal» dentro de sus capacidades. El segundo factor es la necesidad de un mínimo y compartido conjunto de reglas para manejar el sistema financiero global, que ha crecido mucho más rápidamente que la economía real. La situación del rápido e irregular crecimiento se ha producido, de una parte, por la aniquilación de los controles sobre los movimientos de capital y la tendencia a desregular las actividades financieras y bancarias; y por otro, debido a los avances de las tecnologías financieras, ocasionado en su mayor parte por las tecnologías de la información». Los Acuerdos de Bretton Woods fueron el mecanismo para dar estabilidad al sistema financiero global y para ayudar a los países más pobres. De ahí nacieron el Banco Mundial y el FMI. Sin embargo, es patente su ineficacia ante los nuevos retos actuales. Y, por tanto, es fundamental caer en la cuenta de la necesidad de volver a recuperar unos controles perdidos para evitar que las crisis financieras por venir vuelvan a golpear con la fiereza con que lo ha hecho la última de ellas. Un liberalismo financiero sin control, que atiende solo a beneficios particulares, volverá sin ninguna duda a destruir las economías más débiles y aumentará con mayor intensidad la brecha entre ricos y pobres. La clase media comenzará a ser historia si no se ponen las medidas adecuadas.

Cibereconomía y ciberdelincuencia Las tecnologías de la información en sí mismas han traído mucha prosperidad al mundo. El ingenio y la creatividad humanas han demostrado con estos avances unas capacidades nunca vistas, y han sido el elemento esencial para facilitar la globalización financiera. Algo no necesariamente negativo en sí mismo, si no fuera por las malas prácticas que se han desarrollado en su uso. Y es que, aparte de los productos financieros que se diseminan a través de las redes de comunicaciones de un lugar a otro del mundo, existe hoy otra dimensión incluso más perniciosa, que afecta a la seguridad económica y social en forma de ciberdelincuencia: el uso de las tecnologías de la información y de las telecomunicaciones para realizar delitos. Es

otra de las facetas de la codicia en su peor cara: la entrada de expertos delincuentes en los dominios de la Red. Algo que en el sector financiero es especialmente grave, como indica un informe de la consultora PwC de 2012: El cibercrimen es el segundo en importancia en las organizaciones de servicios financieros, en las que el 45% han sufrido fraudes de este tipo durante 2011. Los delitos más comunes incluyen: apropiación indebida de activos financieros, lavado de dinero, sobornos y otras corrupciones, y fraudes contables. Y es que el entorno Internet es ya la verdadera aldea global que imaginó el filósofo canadiense Marshall McLuhan en su obra más conocida: The Gutenberg Galaxy: The Making of Typographic Man. Lo que el Departamento de Comercio de Estados Unidos expone en su informe de junio de 2011: «Internet ha tenido un crecimiento asombroso, lejos de cualquier medida, en los últimos años. De 2000 a finales de 2010, el número de usuarios de Internet creció de unos 360 millones a casi dos mil millones. El número de ordenadores principales conectados a Internet aumentó de unos 30 millones en 1998 a cerca de 770 millones en la mitad de 2010. Según estimaciones de la Industria, esta red global facilita 10 billones de transacciones anualmente». Y dentro de este contexto, aparecen nuevos mecanismos como el denominado ciberespionaje que se dirige, entre otras actividades, al robo de patentes y propiedad intelectual, cuyo impacto económico, según estimaciones del FBI superó la cifra de 13.000 millones de dólares en 2011 y una pérdida de puestos de trabajo cercana al 19% del total, unos 27 millones de puestos de trabajo. Lo que el director adjunto de la división de contrainteligencia, Frank Figliuzzi, del FBI «justificaba» entonces de la manera siguiente: «Para algunas naciones extranjeras, siempre es más barato robar la tecnología americana, que investigar y desarrollarla por ellas mismas». No es algo ocasional, se trata de «ataques» regulares que, según el FBI, en las 102 empresas analizadas, se daba en una media de 1,8 ataques exitosos por semana, un incremento del 42% respecto del año anterior.

La delincuencia en la Red incluye una amplia gama de actividades: robo de identidades privadas, fraudes financieros (phising, spoofing, pharming, etc.), virus informáticos de múltiples formatos, blanqueo de dinero, ataques contra empresas cotizadas, intrusiones en infraestructuras críticas, espionaje industrial, etc. Unas prácticas delictivas que encierran intereses políticos y económicos en la lucha, en muchas ocasiones, por la primacía tecnológica en los mercados globales. En cuanto al espionaje industrial, sus formas son, igualmente, muy variadas, y vienen de antiguo. La Guerra Fría entre Estados Unidos y Rusia, después de la Segunda Guerra Mundial, fue el clásico escenario. En la actualidad, sin embargo, los ataques y contraataques contra objetivos tecnológicos que se realizan desde Internet utilizan sofisticados programas informáticos. Uno de ellos es el envío de correos electrónicos a empleados de las compañías objeto de la ofensiva. Medio por el que se introducen virus informáticos que infectan masivamente los ordenadores de las intranet corporativas. Virus que, de forma silente, obtienen la información que desean explorando las carpetas de Mis Documentos de los ordenadores atacados. Tal fue el caso, en 2008, de una empresa de tecnología residente en Houston en la que por este medio quedaron infectados 300 ordenadores de la entidad. El ataque, supuestamente, se había originado en Turquía. Todo lo anterior es una de las oscuras caras de la Sociedad de la Información, que ha introducido profundos cambios sociales, políticos y económicos. Según asegura Manuel Castells, antiguo profesor de la Universidad de California, en The Rise of the Network Society: «Vivimos uno de esos raros intervalos de la historia caracterizados por la transformación de nuestra base cultural mediante un nuevo paradigma tecnológico basado en las tecnologías de la información». Y dentro de estos cambios culturales, ha venido a asentarse una nueva y compleja forma de criminalidad que utiliza esas tecnologías y el potencial que tienen dentro de las redes de ordenadores conectadas en Internet. Una nueva manera de alcanzar la superioridad tecnológica y comercial en los mercados globales en la que ninguna empresa o institución está verdaderamente a salvo.

El fraude corporativo

En 1992, un periodista de la revista Fortune, Philip Mattera, publicó World Class Business: A Guide to the 100 Most Powerful Global Corporations. Muchas de ellas son hoy historia y otras están en crisis profunda y ya no representan lo que fueron. Allí aparecían las llamadas Baby Bells, las mayores empresas de telecomunicaciones de Estados Unidos. Ya no existe ninguna de ellas. Otras, sin embargo, como Apple, son hoy enormes compañías, muy influyentes socialmente con sus innovadores productos. Todas ellas perseguían, sin embargo, los mismos objetivos corporativos: remunerar al accionista. Una frase que, convertida en objetivo prioritario, se ha vuelto en el lema y misión fundamental de cualquier empresa privada. Y, en especial, de las grandes corporaciones. De ahí nacieron múltiples programas en famosas escuelas de negocio para formar a los nuevos ejecutivos bajo el paraguas de un único objetivo: «El objetivo primordial en la gestión de cualquier compañía es crear, e incluso maximizar, el valor para los accionistas». Una nueva teoría del valor que, a nivel empresarial, obviaba el fundamento de cualquier empresa, que no solo es remunerar a los accionistas, sino cumplir una función social en el entramado económico del que forma parte. De manera que, para maximizar el valor de los accionistas, muchas empresas entraron también en el circuito de la especulación financiera mediante emisiones de productos financieros de alto riesgo. Este fue, por ejemplo, el caso de la compañía Enron sobre el que pasamos rápidamente páginas atrás. Un caso, quizás paradigmático, por sus efectos colaterales. Unos en forma de fraudes económicos, y otros en forma de fraudes de control por parte de los que debían hacer esa función. Así desapareció la enorme y reputada firma de auditoría Arthur Andersen, que era el auditor de la empresa. Actividades de auditoría que con frecuencia se ven envueltas como partícipes de los fraudes por la laxitud de sus prácticas. Con Enron, además, desaparecieron importantes firmas de consultoría, como fue el caso de Deloitte Consulting que se vio obligada a cerrar por las exigencias de una nueva ley, la SarbanesOxley, que prohibía realizar actividades de consultoría y auditoría en una misma sociedad. Lógicamente, los consultores eran los más perjudicados por esta nueva regulación. Los auditores no lo sufrieron en tan gran medida.

El caso Enron fue posible por la diseminación de productos financieros derivados, a lo que se unió la inexistente regulación que debiera haber luchado contra la innovación financiera que lanzaba productos de alto riesgo. Enron, una empresa eléctrica en origen, con la anuencia de sus auditores de Arthur Andersen y varios bancos de Wall Street, puso en el mercado complejos instrumentos financieros para manipular sus resultados y evitar la regulación a la que estaban sometidas las empresas de su sector. Al principio, sus prácticas financieras proporcionaron suculentos beneficios. Una red de empresas colaboradoras en las que se compraban activos, se pedía prestado, y se entraba en operaciones dudosas, completó el escenario ante la pasividad de los auditores. Entre las alianzas que realizó Enron se encontraba CalPERS, el sistema público de pensiones del estado de California. Ambas entidades invirtieron conjuntamente 250 millones de dólares en varios derivados financieros. En 1999, Enron era ya una empresa de actividades financieras. Sus beneficios por estos conceptos en 2001 se estimaban en 3.800 millones de dólares. La historia terminó en un desastre financiero y la puesta en prisión de sus principales ejecutivos. Se dejaba detrás un rastro de corrupción y codicia desmedida. El caso Enron fue el resultado de un fraude organizado. Es, quizás, el extremo de la laxitud en los comportamientos corporativos, la ausencia de verdaderos controles. Lo que John Kenneth Galbraith denomina: el fin de la inocencia corporativa. «Recientemente —decía Galbraith— la opinión pública ha advertido, con sorpresa y conmoción, la tendencia de los directivos a buscar el poder y el enriquecimiento propio. Los ejecutivos de Enron, Worldcom, Tyco y otras empresas han sido objeto de críticas ampliamente difundidas, que rayaban en la indignación. Fue así como surgió la expresión de «escándalos corporativos». Sin embargo, se evitó mencionar la irresistible oportunidad de enriquecimiento que se había ofrecido a los directivos de las modernas corporaciones, y esto en un mundo que considera que la riqueza es la principal recompensa por los propios méritos». La cita está sacada de un libro de Galbraith al que hicimos ya mención: La economía del fraude inocente. La verdad de nuestro tiempo. Lo publicó en 2004. Todavía no había estallado la crisis financiera global en forma de subprime y otros productos financieros tóxicos. Galbraith falleció dos años después a los 97 años.

Galbraith también cita en el libro que comentamos a otros dos autores: Adolph Berle y Gardiner Means que, en 1991, publicaron un descriptivo libro sobre las modernas corporaciones: The Modern Corporation and Private Property, donde se demostraba el «divorcio» entre los propietarios de las corporaciones y los encargados de su administración, es decir, los ejecutivos. Estos son los que, en realidad, gobiernan las empresas. Los accionistas minoritarios, incluso si se organizan en asociaciones para defender sus derechos, pueden acabar en manos de personas que son la «larga mano» de los ejecutivos corporativos que, con pocos escrúpulos, los «compran» en ocasiones. Y, por supuesto, dichas personas, que debieran defender a los minoritarios, se «dejan comprar». Y los grandes accionistas, corporaciones a su vez, en forma de fondos de pensiones o inversores similares, acaban, de igual manera, en las manos de sus propios ejecutivos. El resultado es que, al final, en múltiples ocasiones, ejecutivos con participaciones muy minoritarias «hacen y deshacen» en las corporaciones que gobiernan. Es lo que se conoce bajo el término de Corporación Berle-Means. Sobre lo cual asevera Galbraith: «…la creencia de que el propietario constituye la autoridad última persistió, y continúa vigente en nuestros días. En la Junta Anual se proporciona a los accionistas información sobre la marcha de la empresa, sus beneficios, las intenciones de la dirección y otras cuestiones, incluyendo muchas ya conocidas. Todo ello tiene cierto parecido con una ceremonia de la iglesia baptista. La autoridad de la dirección se mantiene incólume, incluida la facultad de fijar el monto de su propia compensación, bien sea en efectivo o en stock options. En épocas recientes, como hemos señalado, las retribuciones anuales para los ejecutivos aprobadas de este modo alcanzan cifras millonarias, algo posible en un entorno en el que ganar dinero no es visto en términos desfavorables». Aunque Galbraith, una «joven» y lúcida persona de 95 años cuando publicó este libro, no se queda solo en esto. Y concluye: «Los mitos de la autoridad del inversionista y del accionista activo, las reuniones rituales del consejo de administración y la junta general anual se mantienen, pero ningún observador de la corporación moderna que esté en sus cabales puede pretender ignorar la realidad: el poder corporativo reside en la dirección, una burocracia que controla sus tareas y decide sus retribuciones. Que en ocasiones estas

retribuciones están cerca del robo es algo que resulta evidente desde todo punto de vista. Recientemente se ha hecho referencia en muchas ocasiones a esta situación catalogándola de escándalo corporativo».

De la economía del carbón a la economía virtual Esta muy extendida la idea de que la Revolución Industrial vino de la mano del carbón, el vapor, el hierro y los ferrocarriles. Y entre muchos historiadores, el carbón es lo que está en el centro del proceso. El carbón vegetal y luego el mineral, desde la Edad Media, fue el combustible utilizado para fundir metales. Incluso un joven profesor de Historia en la Universidad de Chicago, Kenneth Pomeranz, presidente de la American Historical Association, argumenta en su libro The Great Divergence: China, Europe, and the Making of the Modern World Economy, que el Reino Unido, a diferencia de China, explica sus éxitos económicos durante la Revolución Industrial por la accesibilidad de sus minas de carbón desde los centros de producción. A lo que se sumó el necesario impulso innovador y tecnológico que, si bien, también existía en China durante la misma época, le restaba capacidad por la dificultad de acceder fácilmente a sus minas de carbón. Un hecho que viene avalado además por los precios del carbón, que disminuyeron un 40% durante ese período, a la vez que la producción se multiplicaba 18 veces. Unos precios que hicieron caer los costes de las máquinas de vapor, haciéndolas más competitivas respecto de la tracción animal; ya que, poco a poco, el coste del carbón acabó resultando, por diferentes motivos, más favorable que el forraje de los caballos, tal como indica Nicholas von Tunzelmann en Steam Power and British Industrialization to 1860. Pues, aunque, la introducción de las máquinas de vapor no revolucionaron la industria en un principio, hacia la mitad del siglo XVIII, su coste no era más que un 25% mayor que el uso de caballos. Lo que acabó definitivamente con la tracción animal. Existiendo incluso cálculos que demuestran que, en ausencia de estas nuevas tecnologías basadas en la producción de vapor, la extracción de carbón en las minas se habría incrementado alrededor de un 20%. Un hecho, quizás tangencial, pero que se suma a los otros avances tecnológicos y económicos de la Revolución Industrial. El carbón, obviamente, no ha desaparecido de nuestras vidas. Es un combustible esencial en la producción eléctrica. De hecho, es la fuente primaria de generación de

energía eléctrica, y además en proporción creciente. Actualmente, el carbón proporciona más del 42% de la electricidad generada en el mundo, siendo responsable, a la vez, del 28% de las emisiones globales de CO2. Con países, como China o India, donde el uso del carbón en la generación eléctrica es el 79% y 68%, respectivamente. Y otros como Sudáfrica (93%), Polonia (87%) o Australia (78%), son extremadamente dependientes de este combustible. Sin embargo, no se puede decir que la economía global sea la economía del carbón. Aunque se espere que su demanda crezca en torno al 2,6% anualmente hasta 2017, convirtiéndose en una fuente energética tan esencial como el petróleo. Según la Agencia Internacional de la Energía, el carbón alcanzará en ese año un consumo de 4.320 millones de toneladas equivalentes de petróleo, comparado con los 4.400 millones de toneladas de crudo. Unas exigencias provenientes del crecimiento económico de China y de otros países asiáticos. Una vuelta al pasado, ya que tanto en el transporte como en usos domésticos el carbón había dejado paso a los derivados del petróleo y al gas natural. Productos que han tenido un relevante papel en pasadas décadas como instrumentos de desestabilización económica. El embargo del petróleo de 1973, la revolución iraní en 1979, y la invasión de Kuwait por Sadam Hussein en 1990, son excelentes ejemplos de cómo la geopolítica y la geoeconomía de los recursos naturales pueden causar también estragos económicos. A lo que se podría añadir la intervención militar en Libia durante 2011 y, quizás, los problemas tradicionales en Afganistán. Sin olvidar que en el norte de África y Oriente Medio se produce más de un tercio del petróleo mundial. El caso de Libia, por ejemplo, tuvo un rápido impacto en el precio del crudo Brent que, hacia finales de febrero de 2011, subió un 15% alcanzando los 120 dólares/barril. Lo que se mitigó posteriormente con una mayor producción desde Arabia Saudita. Efectos que siempre preocupan por la influencia que tiene el precio del petróleo en la economía. Impacto que viene de forma habitual en forma de aumento de inflación y mayores precios de los alimentos, que siguen en lo fundamental las fluctuaciones de los productos petrolíferos. El caso más sorprendente de una subida espectacular en los precios del petróleo se dio en 2008, coincidente con la explosión de la crisis financiera. Una «burbuja petrolera» que explotó de los 90 dólares del precio del WTI (West Texas Intermediate) en enero de 2008, a los 147 dólares del 11 de julio de ese año. Unos hechos de difícil explicación si no se

considera la financiarización de los mercados de commodities. Algo que nos devuelve a la sociedad actual donde la economía financiera lo impregna todo. Es lo que luego definiremos como la sociedad economicista. Y es que, previo a ese «salto» en los precios, al igual que la especulación se dispersaba con productos financieros creativos en forma de derivados o estructurados, la especulación entraba también en los mercados de materias primas rompiendo los tradicionales equilibrios que gobiernan la oferta y la demanda. Una situación sobre la que, en un artículo firmado conjuntamente, Gordon Brown, Primer Ministro del Reino Unido, y Nicolás Sarkozy, presidente francés, denunciaban en el Wall Street Journal del 8 de julio de 2008: «Durante dos años el precio del petróleo ha sido peligrosamente volátil, desafiando las reglas aceptadas de la economía. Primero, creció más de 80 dólares el barril, para caer rápidamente más de 100 dólares, antes de duplicar su actual nivel de unos 70 dólares. En ese tiempo, sin embargo, no ha habido una seria interrupción del suministro. A pesar de los conflictos de Oriente Medio, el petróleo ha continuado fluyendo. Y aunque la recesión y el aumento de precios han tenido algún efecto en el consumo, las previsiones de demanda en el medio plazo se mantienen con robustez. El mercado del petróleo es complejo, pero esos erráticos movimientos en los precios en una de las materias primas cruciales del mundo es una creciente causa de alarma. El aumento de precios del año pasado dañaron gravemente la economía mundial y contribuyeron a la crisis. El riesgo ahora es que un nuevo período de inestabilidad pueda socavar la confianza ahora que estamos empujando la recuperación». Movimientos especulativos que se aprecian también cuando se compara el petróleo con el oro, un metal que desde antiguo es conocido por sus tradicionales movimientos especuladores alejados del simple esquema oferta-demanda. Esto sucedió con el incremento de los precios del petróleo en el período 2002-2008, que fueron mucho mayores que en todo el lapso que fue de 1970 a 2008, demostrando así el atractivo de los inversores sobre este producto. Movimientos especulativos que fueron superiores a los que sufrió el oro en el mismo período: durante la primera mitad de 2008, mientras que el petróleo se apreció un 50%, el oro solo lo hizo el 13%. A lo que habría que sumar el hecho de que, si en 2002, la negociación diaria de contratos de futuros de petróleo (lo que se denomina como barriles de papel) respecto del petróleo físico (barriles reales) era de uno a

cuatro de estos segundos respecto de los primeros, en 2008 la relación era de uno a quince. Nivel que se mantuvo hasta mediados de 2009. Operaciones de compraventa que nos trasladan a una suerte de economía virtual donde los productos reales se han convertido en piezas de información. Y donde la economía real queda supeditada a la financiera. Con una actividad en la que el petróleo que se compró nunca llegará a su destino: ya que se trataba de «piezas de papel» que establecían unas condiciones financieras en forma de un precio a pagar según lo que sucediera en el futuro. Un hecho también reconocido por la UNCTAD (United Nations Conference on Trade and Development) que, en una breve nota de septiembre de 2012, bajo el título Don’t blame the physical markets: Financialization is the root cause of oil and commodity price volatility, denunciaba el mismo problema: «No se suele reconocer que la demanda de los inversores financieros en los mercados de commodities ha llegado a ser abrumadora durante la última década. Es cierto que los sobresaltos de oferta y demanda pueden mover los precios una y otra vez. Pero los volúmenes de derivados intercambiados en los mercados de commodities, que se encuentran entre 20 y 30 veces por encima de la producción física, tienen tal influencia que han transformado sistemáticamente los mercados reales en mercados financieros. Lo que precisa de una inmediata respuesta política regulatoria en los mercados financieros más que en los mercados físicos». Una presencia financiera en el mundo de las materias primas que, según este mismo documento, había pasado de menos de 10.000 millones de dólares al inicio de la década, a superar los 450.000 millones en abril de 2011. Y si se miraba más atrás, habían pasado de suponer un 25% de todos los participantes en esos mercados en 1990, a más del 85%, y en algunos productos commodities, a dominar el mercado al cien por cien. Una situación que, de no controlarse, volverá a generar nuevas burbujas financieras en estos u otros mercados.

La sociedad economicista Los economistas durante el último siglo han promovido el crecimiento constante. La salud

económica se ha entendido como el crecimiento económico ilimitado. Todo lo que no sea crecer no resulta aceptable económicamente. La abundancia sin límites, sin embargo, no es posible. El mundo es finito y limitado, al igual que lo son sus recursos; por lo que un crecimiento económico permanente solo es posible en un esquema donde unos pocos tengan mucho, y los demás tengan menores medios económicos. El crecimiento sostenido solo es factible si se aumenta el reparto de la riqueza generada entre la población. ¿Significa esto que el crecimiento debería detenerse? El problema no está en el crecimiento sino en la forma en que este se mide y, sobre todo, en cómo se distribuye. Cuando se habla de crecimiento económico este se refiere normalmente al aumento del Producto Interior Bruto, del PIB. Y también al comportamiento del PIB per cápita. Dando a entender que a medida que ambos crecen hay más riqueza para todos y, por tanto, las personas aumentan su bienestar material. Sin embargo, como se ha dicho, el PIB depende de diferentes factores, uno de los cuales es el consumo. Además, en su medición no se tienen en cuenta las externalidades; con lo que se podía dar el caso de que un país muy populoso con una red viaria ineficiente, que produjera enormes atascos automovilísticos, podría llegar a tener un enorme consumo de carburantes, y, en consecuencia, un elevado PIB. Al igual que ocurriría con un Estado en el que su Gobierno dedicara la mayor parte de su presupuesto a la compra de material militar, mientras su población estuviera viviendo en condiciones penosas. Allí podría alcanzar un PIB per cápita muy elevado. Y este es el error. La economía no es simplemente econometría ni matemáticas financieras. O no solo. Una economía únicamente estadística no refleja sino eso, curvas o análisis econométricos sin ningún sentido respecto de la esencia económica, que no es sino la manera en que se reparten y se distribuyen los bienes generados. Lo que nos devuelve al comportamiento humano. Algo, hoy olvidado, que sacaba a colación en su día John Stuart Mill en sus reflexiones sobre la economía, que la entendía «…no como una cosa en sí misma, sino más bien como un fragmento de una totalidad más amplia, una rama de la filosofía social tan interrelacionada con las otras ramas que sus conclusiones, aun circunscritas a su ámbito particular, tienen valor solo condicionalmente, estando sujetas a la interferencia y a la acción neutralizadora de causas que no se encuentran directamente dentro de su área».

Consideración que, ciertamente, los economistas actuales han olvidado, pues consideran la economía como una ciencia total, independiente de su validez moral y de su relación con otras ciencias. Un modo de pensar que Jacques Attali hacía ver en un libro hoy descatalogado, si bien de título muy sugestivo: El antieconómico. Un libro escrito con Marc Guillaume en 1974, cuando ambos eran los asesores económicos del partido socialista francés. Y aunque el trabajo de Attali y Guillaume trataba de buscar —sin demasiado éxito, por cierto— el punto medio entre capitalismo y marxismo, aportaba interesantes sugerencias, como esta que reproducimos aquí: «La pobreza y la fragilidad del análisis económico es patente tanto en el Este como en Occidente; en ambos campos la sociedad industrial crea perjuicios y alienaciones sin que ningún tipo de análisis ni de práctica económica lo evite». Sin embargo, la sociedad posindustrial hace tiempo que desapareció, dando paso a una sociedad economicista nacida al amparo de la excesiva financiarización de la economía. Una sociedad donde priman los factores económicos sobre todo lo demás. Y, quizás, aun más: donde lo que tiene importancia son los factores financieros, ya sean estos en estado puro o, simplemente, según su influencia sobre los factores productivos, políticos e incluso sociales. Y es que el liberalismo radical promovido en el contexto de esta nueva sociedad economicista encierra una ideología que, como primer efecto, promueve —con mayor o menor aceptación— la codicia, que se constituye en sí misma como el elemento esencial de la generación de riqueza. Una forma de pensar que ha sido el origen del nuevo ciclo económico que trajo la crisis financiera iniciada en 2007. Una crisis que sacó a la luz una fuerte degradación moral, siempre en la idea de que el crecimiento económico era imparable, y que cuanta mayor riqueza, mayor felicidad. Lo que volvía a poner de actualidad el conocido axioma de Gandhi: «La Tierra proporciona lo suficiente para satisfacer las necesidades de cada hombre, pero no la codicia de cada hombre». Así, la propia inestabilidad del capitalismo ha puesto a las claras las perversas consecuencias de una liberalización sin control de los mercados financieros, que se han

llenado a su vez de cientos de productos capaces de enriquecer a unos pocos y empobrecer a sociedades enteras. Y de nuevo, la ausencia de unos mínimos principios éticos en una carrera por asentar definitivamente el modelo social economicista que, con la globalización de los mercados financieros, pretendía consolidar el pensamiento económico neoliberal como la única verdad en la materia. Haciendo, eso sí, que la brecha entre ricos y pobres se abriera cada vez más. De esta manera, yendo de Keynes a Milton Friedman, y pasando por Hayek, se impuso la ideología del laissez-faire ya sugerida por Adam Smith, y se estableció como verdad una economía de base matemática que justificaba cualquier postulado que tuviera sentido financiero, a la vez que apoyaba este tipo de sentir por encima de cualquier otra consideración, tanto en lo económico como en lo político y lo social. Y con la llegada de la globalización y el enorme aumento de los flujos financieros alrededor del mundo, se establecía un capitalismo financiero que hoy lo impregnaba todo. Capitalismo financiero que impulsa un incremento desorbitado de los activos financieros globales sin contrapartida con los activos reales creados por la economía productiva. A lo que se une la explosión de derivados, estructurados y otros múltiples productos asociados a ellos, que separa definitivamente la economía real de la financiera, con el enorme daño de crear una riqueza virtual que solo beneficiaba a aquellos que se encuentran en el entramado financiero y, a veces, no a todos sino solo a unos pocos. Y, para terminar, el logro de unos réditos excesivos por parte de aquellos que conocen los arcanos de cómo conseguir beneficios con mínimo riesgo, a la vez que otros son víctimas de sus excesos, que vienen en forma de oscuros y complejos productos de inversión de alto riesgo. Una situación que pone en primera línea lo que se debería entender como riqueza real, separándola de esa otra «ficticia» de la que ya habló Adam Smith, y que en el volumen tercero de El Capital aparece definida como capital ficticio, que no es sino el aumento irreal del valor de las cosas tangibles como consecuencia de su impacto financiero, ya sea en forma de apalancamiento excesivo o de la propia especulación debida a la financiarización. De manera que los precios pueden llegar a multiplicarse de forma desorbitada como hemos visto con detalle páginas atrás. Lo cual se constata además cuando se ofrecen productos financieros con rentabilidades mucho mayores que el propio crecimiento que refleja la economía real.

Y detrás de este escenario está la preeminencia de un neoliberalismo financiero que, contrariamente a lo que se piensa, romperá el tradicional movimiento cíclico que ha caracterizado la economía capitalista: en la sociedad economicista, las crisis financieras serán permanentes, ya que el sistema está viciado en su interior. Una enfermedad que se ve en forma de deudas soberanas enormes, soportadas a su vez por el propio sistema financiero privado que es sostenido por el esfuerzo de la población en general. A lo que se unen, en algunos lugares, tasas de paro insostenibles, que los tímidos crecimientos de la economía no podrán solventar. Una economía, donde su actividad real en forma de trabajo, capital, organización, etc., está marginada por la financiera. De manera que el flujo financiero que debería llegar a la economía real está detenido en operaciones fuera de este circuito que, en esencia, constituye la vida económica de los países, es decir, la producción y el comercio. La especulación financiera que congela el crédito a la actividad empresarial, ya lo hemos visto, destruye la economía real, aumenta los riesgos y acaba teniendo un efecto boomerang en contra de sus iniciadores, sean los bancos comerciales o los puramente financieros, o ambos a la vez. En un perverso ciclo que se torna en pánico y acaba empobreciendo a la sociedad que debe cubrir al final tales excesos.

Política y economía Se dice que la decisión del presidente Nixon de abolir, en 1971, el patrón oro respecto del dólar terminó con más de dos décadas de capitalismo floreciente. Cierto es que con aquella decisión se truncó la relación entre el dinero y el valor real de los bienes. La moneda, como dijimos, se hizo fiduciaria. Es decir, su valor reside hoy en la confianza que se tenga en la economía que la emite. Sin embargo, la confianza es algo que ya no tiene valor, o lo tiene en muy pequeña medida. La crisis financiera y la sociedad economicista se la han llevado por delante. Y las malas prácticas también. Lo que se destruyó, poco a poco —no de golpe—, fue el concepto de valor y, por tanto de riqueza. Lo cual parece una contradicción, ya que cualquier economista diría que a todo lo que tiene valor le corresponde un precio, pues la economía, en el límite, es la ciencia del valor. Para Marx el valor residía en el trabajo, y, anteriormente, Adam Smith diría que los bienes tienen valor de uso. Es decir, siguiendo a los utilitaristas a los que nos referimos

páginas atrás, tendrá valor aquello que es útil. Aunque el problema es como poner precio a lo útil. Adam Smith, al respecto, sugería el ejemplo del agua: un elemento esencial, pero de escaso o nulo valor en el mercado (aunque hoy existan multitud de aguas embotelladas). Para lo cual, David Ricardo, siguiendo a Smith, propuso como medida para fijar el precio la cantidad de trabajo incorporada en los bienes. Cosa que, posteriormente, Stuart Mill no consideró adecuada. Algo ciertamente comprensible, porque los bienes raros y escasos, cuando tienen fuerte demanda, son muy caros, y los abundantes y poco demandados son muy baratos. Sin perdernos por los vericuetos de los economistas de la Escuela Clásica, y sin entrar en los conceptos de utilidad marginal que alguno de ellos sugirió (es decir, la satisfacción suplementaria que se obtiene con el bien adquirido), se llega a que el libre juego de la oferta y la demanda acabará garantizando un uso óptimo de los recursos si se dan las debidas condiciones de flexibilidad de precios y de competencia en los mercados. Sin embargo, con esto llegaríamos también a deducir que, en el fondo, los precios en una situación de equilibrio no dejan de ser, en caso de mercados abiertos, una cuestión subjetiva. O dicho de otra manera, lo que los consumidores atribuyan al bien que pretenden adquirir, tal como también sugirió Marx. Pues si ante una oferta no existe demanda, la solución es jugar con el precio. Sin embargo, en la sociedad economicista dominada por el neoliberalismo financiero al que nos hemos referido, la libre competencia dejada a su albur lleva a una suerte de jungla económica. No todo se puede abandonar al libre funcionamiento del mercado. Con lo que se entra en la contradicción de la economía occidental actual que, pretendiendo dejar al mercado operar libremente, incorpora las externalidades que provienen de la acción del sistema público regulador que, con sus interferencias, empeora lo que debería mejorar, y causa los problemas que, supuestamente, no quería producir. Ya que en el momento en que aparece el Estado interviniendo en la economía en aquellas zonas que deberían estar reservadas a la actividad privada, surgen desajustes indeseables, que se traducen tarde o temprano en cargas impositivas a la población. Lo que viene a concluir que, si el mercado es más eficiente que el Estado en la producción de ciertos bienes, este debería dejar desarrollarse con entera libertad a la actividad privada. El Estado no trae la felicidad, como pretendía hacer creer la Constitución española de

1812. Como tampoco lo hace el mercado por sí solo. Una economía socialista planificada está demostrado que trae mucha pobreza y enormes desigualdades. Las ventajas del libre mercado son pues evidentes, ya que permite la descentralización de las actividades productivas, la libre fluctuación de los precios, la creatividad y el emprendimiento, y otros muchos elementos generadores de riqueza. El tiempo y las realidades históricas demuestran su superioridad sobre el Estado; el cual debería ocuparse de las actividades que le son propias; es decir, la gestión de los bienes estrictamente públicos y los esquemas regulatorios. Circunstancia que, en muchos lugares, incluso con economías de mercado abiertas, no se practica; viéndose al Estado o, a sus Administraciones regionales o locales, entrar en actividades que deberían ser exclusivamente privadas, las cuales se tiñen de «servicio público» para enmascarar lo que no es sino la búsqueda de réditos políticos, ya sean de poder o materiales. Lo que hace a tales Administraciones excesivamente onerosas en sus costes, y las pone en competencia desleal con la actividad privada. Ante lo que hay que reclamar, en estos casos, la urgente necesidad de poner en marcha unas prácticas de exigencia pública que, desgraciadamente, no están generalizadas. Para lo cual se precisa una nueva teoría de la función pública y de su política económica. Una utopía que parece imposible a priori, y mucho menos de ser aplicable internacionalmente. La idea de que el mercado por sí solo logrará los equilibrios es una supuesta ley que en realidad no existe. Ya a finales del siglo XIX, el economista francés Léon Walras expuso una teoría sobre el equilibrio general. Anteriormente ya había producido la teoría del valor marginal que antes apuntamos. Se trataba de ecuaciones matemáticas que, desgraciadamente, no respondían a lo que sucede en la vida real. Fueron dos economistas posteriores, el americano Kenneth Arrow (ganador del premio Nobel en 1952 con tan solo 51 años), y Gérard Debreu (de origen francés y posteriormente nacionalizado americano, que logró igualmente el Nobel en 1983), los que expusieron una teoría respecto del equilibrio general del sistema económico, que se daría bajo ciertas condiciones. Lo que se conoce como el modelo Arrow-Débreu. Según ellos, el equilibrio se logrará en una situación de competencia «pura y perfecta» en el mercado. Para ello, son precisas cinco condiciones: transparencia perfecta entre los competidores; atomicidad, es decir, muchos actores en el mercado, sin que ninguno tenga una posición de dominio; homogeneidad de los productos; perfecta movilidad de capitales y trabajadores; y acceso libre a los mercados.

No hay que decir que se trata de algo imposible: no existe ningún mercado en el que se den estas condiciones. La competencia siempre es imperfecta, los productos no son homogéneos, etc., etc. Además, en la sociedad economicista, el peso de la financiarización aumenta las diferencias y las inestabilidades. Con lo que la posibilidad de un equilibrio general no deja de ser una discusión teórica. ¿Y qué es lo que ocurre en la realidad cuando aparecen los desequilibrios? Lo hemos visto: las empresas, ante las dificultades de una menor demanda y menores créditos, buscan la eficiencia de los costes, lo que se traduce en reducciones de producción y ajustes de plantillas, es decir, crean desempleados; eso sí, con la ayuda del regulador que les facilita la tarea en forma de fáciles esquemas de regulación de empleo, pensando que será el mercado quien equilibre la situación en el futuro. Cosa imposible como hemos visto: no existe la posibilidad de un equilibrio económico general. Y con los ajustes se realimentan los problemas: los trabajadores que pierden su empleo dejan de consumir, a la vez que aumentan los costes de los programas de seguro de desempleo que van contra los costes sociales, lo que incide en la actividad económica y, por lo general, endeuda más a los Estados. Es decir, el desequilibrio genera otros desequilibrios. Y los desempleados, llegados a un número fuera de toda lógica, no serán absorbidos en el futuro: muchos no volverán a trabajar nunca, ya que la mayoría de las empresas en las que trabajaban desaparecieron a la vez que desaparecían sus empleos. La crisis de 1929 en Estados Unidos es concluyente a este respecto: en 1929, el paro fue del 3,2%, pasando al 8,7% en 1930, para llegar al 24,9% en 1933. En 1939 estaba todavía en el 17%, y solo la entrada de Estados Unidos en la Segunda Guerra Mundial tuvo, sorprendentemente, efectos positivos al respecto: en 1940 se situó en el 14,6%. Los ajustes económicos por la vía laboral son muy difíciles de absorber. La economía poscrisis será distinta de la anterior y los empleos que genere no servirán para absorber a muchos desempleados que quedaron fuera del sistema. El problema esencial es que, en las modernas democracias, la política se ha separado de la ciudadanía a la que dice representar. Después de efectuadas las elecciones, una vez conseguido el poder, todo será diferente. El juego político cambia su faz y se suma, de alguna manera, a los intereses económicos que representan el entramado financiero. De ahí que muchos Estados pierdan su función reguladora y de búsqueda del interés común. Dado que el mercado no es capaz de lograr por sí solo la estabilidad, tampoco lo hará el

Estado que se somete a él. No importa ya que se trate de un socialismo de mercado o de un liberalismo más o menos profundo, el caso es que, al final, la financiarización económica acabará regulando los comportamientos. Pues el Estado, al igual que las corporaciones, está dirigido por personas concretas que, con su dirección, influyen determinantemente en la marcha económica. Joseph Schumpeter es sin duda uno de los economistas más reconocidos del siglo XX. Sus teorías sobre el ciclo económico son, quizás, la referencia para todo aquel que quiera adentrarse en esta problemática. De origen austriaco, llegó a ser ministro de Finanzas en su país en 1919. Duró poco en el cargo. Emigró a Estados Unidos, donde consiguió la nacionalidad en 1958. Fue profesor en Harvard durante 18 años, muriendo joven, en Connecticut, a los 66 años. En 1942 publicó un libro de gran impacto: Capitalism, Socialism and Democracy. En la introducción de su quinta edición hay una cita de John Kenneth Galbraith: «Este es un libro para ser leído, no por las adhesiones o desacuerdos que provoque, sino por los pensamientos que sugiere». Una de sus proposiciones es que la democracia que se practica en el mundo —era a principios de los años cuarenta del pasado siglo, y parece que el tiempo no ha pasado—: «Ya no es el Gobierno del pueblo para el pueblo y por el pueblo, sino que el pueblo elige un Gobierno al final de una libre competición en función de las papeletas de voto». Aparte de criticar la corta visión de los «padres del utilitarismo», Schumpeter considera que la democracia es una consecuencia del capitalismo. Sin embargo, no debe ser entendida como un fin en sí mismo, tal como hoy en muchos lugares se considera. O, de nuevo, en palabras de Schumpeter: «La democracia es un método político, es decir, un cierto tipo de arreglo institucional para alcanzar unas decisiones políticas —legislativas y administrativas— y, por tanto, incapaces de constituir un fin en sí mismas, independientemente de las decisiones que puedan tomarse en ciertos momentos históricos. Y este ha de ser el punto de arranque de cualquier intento en definirla».

Y al no ser un fin en sí misma, la democracia queda pervertida en el momento en que sus dirigentes, una vez conseguido el voto y el logro del Gobierno, no cumplen lo pactado en las urnas. Cosa habitual que se justifica en aras de los cambios que impone la realidad una vez concluido el proceso electoral. Una suerte de fraude que pervierte al final el contexto social y, ante lo cual, no hay forma de actuar salvo esperar a nuevas elecciones. El problema añadido es que, tal como apunta Schumpeter, los ciudadanos son más o menos ignorantes, y sus motivaciones suelen ser emocionales en lugar de racionales. Algo que los estrategas electorales conocen bien y utilizan en consecuencia. De manera que las disfunciones económicas que podrían ser contenidas gracias al curso democrático, se ven en la mayoría de los casos agravadas por el propio funcionamiento de la democracia. Lo que apela por la institución de verdaderos regímenes democráticos cuyos valores se alejen de los presupuestos democráticos actuales que, más bien, funcionan con la lógica de una democracia de mercado en lugar de una democracia de los ciudadanos. ¿Cómo subvertir entonces esas disfuncionalidades democráticas? Si la democracia tiene por base la libertad y la separación de poderes, no hay otra opción que mejorar estos presupuestos. Es decir, facilitar más libertad y ahondar en la separación de poderes, de manera que existan cuerpos legislativos verdaderamente democráticos y una justicia independiente de los poderes políticos. Ir en definitiva a una democracia más humana, que llevará, en consecuencia, a una economía más humana, donde la persona sea el centro de la vida económica y no su periferia. Proteger desde la democracia los intereses personales evitará la aparición de productos financieros que se distribuyan sin ningún control efectivo, a la vez que limitará la extensa financiarización de la economía. Con sistemas democráticos más sanos, el control de las crisis económicas, cuando retornen, será mucho más efectivo. Para ello habrá que convertir la sociedad economicista en una sociedad más social en lo económico. Es decir, focalizada en la búsqueda y consecución del bien común.

Schumacher: lo pequeño es hermoso Crecimiento económico no es igual que desarrollo económico, tampoco coincide con reparto de la riqueza. El desarrollo tiene que ver con asuntos diferentes. Se trata de mejor educación, mayor nivel de vida, disminución de desigualdades sociales, aumento de

esperanza de vida, más libertades, y otras cosas similares. El desarrollo es una cuestión de largo plazo que, encierra un criterio ético, mientras que el crecimiento es una estadística de corto plazo de orden matemático. Un crecimiento sin desarrollo, que aumenta las desigualdades es en sí mismo destructivo. Tanto la economía de tipo keynesiano, como las ideas neoclásicas, impulsan el crecimiento entendiendo que de él se deriva el desarrollo. Algo que no es exacto. Ya que, siendo evidente que sin crecimiento económico será difícil impulsar políticas de desarrollo, el crecimiento por sí mismo no implica mejoras en la calidad de vida de las personas. Ernst Friedrich Schumacher fue un economista británico de origen alemán. Nació en Bonn en 1911 y cursó estudios de economía en la universidad de su ciudad natal y en Berlín. Antes de las Segunda Guerra Mundial, en 1930, fue a Inglaterra para continuar sus estudios en Oxford. Durante la guerra mundial, debido a su origen alemán, estuvo confinado en una granja donde escribió un artículo que llamó la atención de Keynes. Gracias a esto fue redimido del internamiento a que estaba sometido y paso a trabajar como economista con el Gobierno británico durante la guerra. El artículo en cuestión, Multilateral Clearing, publicado en 1943 en la revista Economica, trata de la importancia que tiene desarrollar el comercio multilateral mediante una cámara de compensación internacional que facilite los intercambios. Posteriormente, Keynes le facilitó la entrada como profesor en la Universidad de Oxford. Schumacher es mundialmente conocido por su libro de 1973 Small is Beautiful. Una obra que se considera como uno de los trabajos de economía más influyentes del siglo XX. Allí se desarrollan las teorías básicas de la economía del desarrollo, con un concepto de gran impacto: Tecnología Intermedia. Schumacher escribió también otros dos libros de gran difusión: Good Work y A Guide for the Perplexed. Siendo este último una crítica del materialismo científico, donde se encuentran reflexiones como esta: «En el caso ideal, la estructura del conocimiento humano debería coincidir con la estructura de la realidad. En el nivel más alto debería estar “el conocimiento para comprender” en su forma más pura; en la más baja se encontraría el “conocimiento para manipular”. La comprensión se necesita para decidir qué hacer; la ayuda del “conocimiento para manipular” es precisa para actuar de manera efectiva en el mundo material».

Small is Beautiful comienza con el problema de la producción, respecto de lo cual el autor establece: «Que las cosas no están marchando como debieran debe atribuirse a la inmoralidad humana. La solución es construir un sistema político tan perfecto que la inmoralidad humana desaparezca y cada uno se comporte bien, no importa cuán inmoral sea por dentro». Han pasado 40 años y parece que en este punto no se ha avanzado demasiado. A lo largo de estas páginas hemos visto que queda mucho por hacer: hay excesiva inmoralidad, corrupción y codicia por retirar del entramado económico, que es lo mismo que decir de la vida en general. Podríamos llevar las palabras de Schumacher del problema de la producción al problema financiero y todo encajaría de la misma forma. Al igual que son válidas estas palabras: «¿Y cuál es mi tesis? Simplemente, que nuestra más importante tarea es salir de la pendiente por la que nos deslizamos. ¿Y quién puede emprender tal tarea? Pienso que cada uno de nosotros, sea viejo o joven, fuerte o débil, rico o pobre, influyente o no. Hablar de futuro solo es útil cuando conduce a la acción ahora». En la sociedad economicista, tal como la hemos definido, el problema es el excesivo peso de la financiarización en la economía real. A lo que se une la promoción de la codicia y el «dejar hacer». Sin embargo, la economía tiene una influencia vital en el mundo actual. Como dice Schumacher: «Decir que nuestro futuro económico está determinado por los economistas sería una exageración; pero que su influencia, o en cualquier caso la influencia de la economía, es de un gran alcance, difícilmente puede ponerse en duda. La economía juega un papel central en la configuración de las actividades del mundo moderno, dado que proporciona los criterios de lo que es “económico” y de lo que es “antieconómico”, y no existe otro juego de criterios que ejercite una influencia mayor sobre las acciones de los individuos y los grupos, así como también sobre las acciones de los Gobiernos». Sin embargo, la economía y sus representantes distorsionan con frecuencia la realidad.

¿Por qué? Simplemente, porque tratan a las mercancías y a los productos, físicos o no, que circulan por el mundo, según el valor del mercado. Todo funciona según el dictamen de los mercados, que son, a su vez, influidos por agentes externos a ellos, como pueden ser las agencias de calificación. De manera que los bienes económicos, ya sean materias primas o productos elaborados pierden su valor intrínseco, y por tanto, pierden el valor del trabajo que les acompaña. Una explicación del porqué, en la sociedad economicista, el trabajo y el esfuerzo que lleva consigo no es hoy valorado. Solo se considera importante el conseguir altas remuneraciones o réditos casi sin importar cómo. De ahí la proliferación de actividades comerciales basadas en la «influencia», o la importancia de tener «información privilegiada» y, en el límite, conseguir importantes estipendios sin casi esfuerzo pero con mucha corrupción. El ser humano queda así postergado en el hecho económico, ya que la economía, como dice Schumacher, ignora la dependencia del hombre del mundo natural. El mercado —siguiendo con las reflexiones de este economista— solo expone la superficie de la sociedad, y su significado solo muestra situaciones momentáneas. No se profundiza en la esencia de las cosas y, por tanto, se olvidan los hechos naturales y sociales que están siempre detrás. Todo en economía son hoy cantidades, no cualidades. Lo que lleva a una limitada visión de la realidad. De manera que el ser humano, desde la perspectiva económica actual, pierde una importante dimensión del mundo real, ya que solo percibe una parte, y esta es muy limitada. Volvamos a Schumacher: «Hasta tal punto el pensamiento económico está basado en el mercado —hoy diríamos: los mercados — que lo sagrado se elimina de la vida porque no puede haber nada de sagrado en algo que tiene un precio. Por ello, no debe causar sorpresa que si el pensamiento económico tiene vigencia en la sociedad incluso los simples valores no económicos tales como belleza, salud o limpieza pueden sobrevivir solo si prueban que son “económicos”». La economía no puede explicar cómo funciona el mundo. No puede explicar cómo se produjeron las cosas, ya fueran en forma de automóviles u ordenadores, ni tampoco explicar el comportamiento del ser humano. Como ya dijimos antes, no es una ciencia global; y, por tanto, sin el concurso de otras ciencias muestra una pobre perspectiva. Perspectiva que llevada a la vida diaria es causa de muchos errores como hemos visto

profusamente en estas páginas. La economía puede explicar el comportamiento de los sucesos únicamente en su evolución, no cómo se originaron. O como expresa una economista de la Universidad de Illinois —Deirdre Nansen McCloskey— en un artículo de sugerente título: Why Economics Can’t Explain the Modern World: «La economía explica de manera muy inteligente, en un detalle micro-geográfico, cómo se comporta la corriente, cómo se canaliza por una u otra entrada, mezclándose río arriba, lamiendo el muelle en esta u otra altura. Pero la corriente se debe a causas distintas». Es preciso, por tanto, hacer el esfuerzo de cambiar nuestra visión económica dotándola de más educación. Hay que comprender lo que sucede en su totalidad, con una visión integradora con otras disciplinas, desde la historia, pasando por la filosofía, si no la economía no dejará de presentar un mundo parcial, y su uso volverá a producir profundas crisis de manera concatenada. Sin embargo, como dice Schumacher, más educación solo puede ayudar si produce más sabiduría. Lo que lleva a la esencia de la educación según este pensador: «La esencia de la educación es la transmisión de valores, pero los valores no nos ayudan a elegir nuestro camino en la vida salvo que ellos hayan llegado a ser parte nuestra, una parte por así decirlo de nuestra conformación mental. Esto significa que esos valores son más que meras fórmulas o afirmaciones dogmáticas. Nosotros pensamos y sentimos con ellos, son los verdaderos instrumentos a través de los cuales observamos, interpretamos y experimentamos el mundo». Está asumido que la crisis financiera que explotó en 2008 fue en su origen una crisis de valores. Esta última frase de «Fritz» Schumacher muestra el camino a seguir.

Postscriptum

uando este libro estaba ya en la editorial en proceso de edición han surgido importantes acontecimientos. El primero, ha sido la elección de Francisco, primer papa jesuita y sudamericano. Un hecho de primera magnitud, por la persona, su trayectoria y por lo que encierra su significado. El segundo, menor en impacto mundial, el rescate de Chipre, un pequeño país de la Unión Europea, cuyos ciudadanos tendrán que soportar por vez primera la imposición de unas injustas cargas; todo un anuncio de lo que se cierne en el horizonte. Dos hechos que abundan en muchos de los presupuestos que aquí hemos sacado a colación. De ahí que hayamos querido introducir este apunte de última hora. Vayamos al primero: la elección del cardenal Jorge Mario Bergoglio como obispo de Roma. Una persona desconocida para casi todo el mundo, pero de gran trayectoria como arzobispo de Buenos Aires. Y aquí, en nuestro contexto, lo que nos interesa son sus planteamientos económicos. No es un economista, desde luego, pero como ya hemos dicho repetidamente, la economía es una ciencia que encierra una gran carga ética, y la voz del cardenal Bergoglio puede ser valiosa, especialmente porque, como él dijo al ser elegido, «habían ido a buscarle sus hermanos cardenales hasta el fin de mundo». Son varias las veces que este arzobispo jesuita, antes de ser entronizado papa de la Iglesia católica, se ocupó de temas de economía, de economía social diríamos mejor. Un asunto largamente tratado por varios pontífices en los últimos 130 años, desde que León XIII publicara su encíclica Rerum Novarum en 1891. Un cuerpo de doctrina que ha ocupado a casi todos los pontífices desde entonces para constituir lo que se entiende como Doctrina Social Católica. En este sentido, el arzobispo Bergoglio, siendo presidente de la Conferencia Episcopal argentina, pronunció el 30 de septiembre de 2009 una conferencia bajo el sugerente título de Las deudas sociales. Allí, hace referencia a otros pontífices, en concreto a Pablo VI, Juan Pablo II y Benedicto XVI, sin olvidar una cita de la obra El suicidio, escrita por el

C

sociólogo francés Émile Durkheim que, con Carlos Marx y Max Weber, es considerado el padre de la sociología moderna. Cita que reproducimos aquí: «[cuando el individuo] se individualiza más allá de cierto punto, si se separa demasiado radicalmente de los demás seres, hombres o cosas, se encuentra incomunicado con las fuentes mismas de las que normalmente debería alimentarse, ya no tiene nada a que poder aplicarse. Al hacer el vacío a su alrededor, ha hecho el vacío dentro de sí mismo y no le queda nada más para reflexionar que su propia miseria. Ya no tiene como objeto de meditación otra cosa que la nada que está en ella y la tristeza que es su consecuencia». Bergoglio se centra en el problema de la deuda que estrangula a los que más necesitan. Y apela a «cultivar» una conciencia de la deuda, ya que es algo que interpela a la sociedad. Un hecho que para el arzobispo: «No se trata solamente de un problema económico o estadístico. Es primariamente un problema moral que nos afecta en nuestra dignidad más esencial». Y es que el problema económico que afecta a las personas no ha de mirarse desde la óptica macroeconómica y estadística, como decía el prelado, pues la necesidad de crear un mundo más justo, próspero y equitativo interpela a todos y, muy especialmente, a las clases dominantes, sean políticas o económicas; ya que en su esencia los problemas económicos, como hemos repetido varias veces, son una cuestión antropológica en cuyo centro está el hombre, es decir, la persona, sea varón o hembra. Lo que exige darles lo que les es debido, y reclama políticas coherentes y decididas para el bien común de la humanidad. Algo que la crisis financiera ha puesto en evidencia con sus desajustes y desigualdades largamente silenciadas. Desajustes que provienen de una cultura —la nuestra— que propone con insistencia modos de vivir contrarios a la dignidad de los seres humanos, que abunda en las desigualdades, y que mira para otro lado ante la diseminación de la codicia como hemos comprobado largamente hasta aquí. Con el resultado de que, al final, se ha perdido el sentido de la justicia, y por ello el mundo camina por los senderos de la desigualdad. Es preciso, por tanto, un sentido de justicia que sea social y dirigido al bien común; pensando, como ya dijimos, en las personas concretas, no en las mayorías. Lo cual, en definitiva,

clama por una economía más humanista y humana a la vez. Y aquí es donde surge el segundo de los asuntos: el rescate chipriota. Una suerte de corralito que incorpora una confiscación parcial de los bienes monetarios de la población. Ya que de los 10.000 millones de euros que supuestamente aportarán el FMI y los mecanismos europeos de rescate, parte de la población deberá asumir unas pérdidas que serán descontadas de manera automática de sus cuentas bancarias. Todo un ejercicio de prepotencia económica que rompe cualquier regla antes establecida. Una forma de ejercer el poder político y económico de manera autoritaria, que abre la puerta a la impotencia jurídica de aquellos que nada tuvieron que ver en los desmanes de sus representantes políticos y de los gestores económicos que actuaron sin control. Decisiones que debieran ser independientes de quienes sean los damnificados; aunque algunos, para exonerar la prepotencia de otros, se agarren al hecho de que la mitad de los pasivos en los bancos de Chipre pertenezcan a ciudadanos rusos no residentes allí.

Referencias

Los libros que se citan a continuación han sido usados en la realización de esta obra. No se incluyen aquí los artículos referidos en el texto. El lector interesado podrá fácilmente hallarlos en la Red.

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Notas

[1] En lo que sigue, billones expresa millones de millones, según la acepción española.