Sergio Chejfec Boca de lobo Siempre me ha inquietado que la geografía no cambie pese al tiemp
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Sergio Chejfec
Boca de lobo
Siempre me ha inquietado que la geografía no cambie pese al tiempo, pese a nuestros cambios y los cambios que se producen en ella. Conservamos algo inmaterial, equivalente a lo que conserva la geografía, también inmaterial. Y sin embargo, aunque no cambie, la geografía es la medida de los cambios. Tal como ocurre con la temperatura de los cuerpos: mantienen un resto de calor previo, ese resto les permite seguir siendo ellos mismos, pero a la vez el cambio es la medida de la diferencia. Los cuerpos son y no son; son menos y más a la vez. Con la geografía sucede algo similar, quiero decir que es indócil. He leído muchas novelas donde el protagonista retorna al lugar olvidado. Resulta indiferente que el paisaje pertenezca a la ciudad o al campo. Las laderas conservarán su inclinación, pero el verde será distinto; o las montañas, si mantuvieron los colores, defraudarán con sus ángulos domésticos, no tan abruptos como se los recordaba. Pasa lo mismo con la ciudad: la antigua esquina ahora está restaurada, destruida, abandonada, etcétera. El protagonista obtiene un residuo, una mezcla de realidad y olvido, algo inasible que proviene de lo circundante, pero a través de cuyas señales contradictorias, junto con su propia decepción y aliento, le permite reconocer los lugares. Es así que para encontrar lo oculto hay personajes que se aferran a lo superficial. Esto es exactamente lo que ahora sucede conmigo. Hoy visito los lugares donde me encontraba con Delia y veo que muchas cosas han cambiado habiendo conservado su lugar. Este galpón industrial era un terreno de media manzana donde las flores silvestres crecían a su antojo, flotando indolentes sobre un mar de cardos. Delia me contaba la fuente de pesadillas infantiles que representaba el terreno de los cardos, también llamado baldío de los cardos, antes de que ambos, ella con su infancia poco tiempo atrás superada y yo impaciente por que la olvidara todavía más rápido, nos apretáramos contra el muro de ladrillos que lo circundaba. Esa zona era de calles apenas inclinadas. Recuerdo que las construcciones daban la impresión de haber sido puestas al azar. Grandes locales industriales lindaban con casas de poco más de cinco metros, ordenadas en hileras y apiñadas –aquí las filas se hacían irregulares, se acercaban– para aprovechar lo ventajoso de los terrenos más altos. Pero también sucedía a la inversa: un galpón angosto, en la práctica un cuarto, albergaba una fábrica con diferentes turnos de trabajo y, algo más alejada, otra vivienda se levantaba en el centro de un terreno amplísimo quedando perdida entre la vastedad. Mientras tanto, a Delia y a mí las diferencias de tamaño nos parecían cosa irrelevante, y lo mismo ocurría con la
disposición de los lugares. Incluso la idea de “lugar” estaba puesta en entredicho por nuestra rutina. No había sitios ni confines, tampoco espacios vacíos o colmados. Inmunes a toda influencia, nada nos contenía. Ese trabajo de siglos que representa cualquier parte de la ciudad, aunque sea reciente, para nosotros no existía. Los contrastes se anulaban, caminábamos y percibíamos un aire a campamento levantado con apuro, a empresa incompleta, recién instalada o a punto de abandonarse, algo pacífico, campestre e indefinido que sin embargo parecía más duradero que la tierra. La soledad de las calles atraía los sonidos alejados. Por ejemplo, se seguía oyendo, aunque fuera en sentido contrario al nuestro y se alejara cada vez más, el colectivo que antes nos había dejado en la esquina de los Huérfanos, cuando Delia acababa de bajar. Pero los lugares podían estar ausentes o abolidos que de todos modos una parte nuestra, a lo mejor los cuerpos, los percibía: ya cerca del baldío de los cardos la piel de Delia comenzaba a sudar, sin mojarse sin embargo. Era un mador que transformaba el rostro, ahora un poco más pálido, y helaba sus manos y brazos. Ella temblaba, el temor infantil y el deseo adulto se confundían en su nerviosismo. Aunque resistencia y atracción habían dejado de enfrentarse, quedaba el recuerdo vivo de las dos, una lucha entre reminiscencias que la empujaba hacia los límites. Por lo tanto se confundía, no por ignorancia, inconsecuencia o inseguridad, sino porque una inspiración le señalaba que, al estar sobre un umbral, los hechos suelen ser inacabados. Y Delia vivía en la frontera, la frontera mental de su juventud y la física de su familia. Todo comenzó en la esquina de los Huérfanos, donde la veía bajar del colectivo. Delia llegaba cuando caía la tarde, ponía un pie sobre el pavimento y sin distraerse tomaba el camino de su casa. Más adelante hablaré de la forma como apoyaba ese pie. Recuerdo que pasado un tiempo fueron a esperarla. Era una mujer que aparecía diez minutos antes y miraba hacia el fondo de la avenida, atenta a la aparición del colectivo. A veces la delataba su impaciencia, como cuando apretaba los puños hasta tenerlos rojos, encarnados, unas manos inquietas por hacer otra cosa. Recibía a Delia con dos palabras, luego le tomaba un brazo y ambas dejaban la esquina caminando hacia una calle lateral. Siempre la vi bajar: el mismo pie, el mismo movimiento, el mismo aire. Hasta que un día, gracias a la casualidad, descubrí dónde subía; y ello significaba adivinar su ocupación. En realidad no recuerdo el día ni la circunstancia, pero sé que sucedió de este modo. Iba sobre el colectivo en sentido contrario y metros más allá vi a alguien haciendo señas con el brazo. Reconocí su espalda, el cuello, la punta de los dedos, el talle de niña recortado sobre el declive de la tarde. Un par de cuadras hacia el este había una escuela, un edificio plano y ajado, construido hacía como cien años; seguramente Delia estudiaba allí. Ese colegio reunía el orgullo local, tan castigado: no había por la zona sitio más viejo y más señero, más digno para enfrentar con su sola presencia el sentimiento general de adversidad. Hoy, sin ir más lejos, pasé por allí y he visto que sigue tal cual era. A distintas horas los alumnos se derramaban
desde las puertas del colegio; salían a la calle con hambre, inconscientes del significado profundo, si es que lo había, de su rutina. La muchacha que era Delia, y que para mí entonces carecía de nombre, entraba cada día en aquel edificio para, pretendidamente y como dice la fórmula, adquirir conocimientos. Después se iba, iniciando un regreso del que yo conocía el momento fundamental, cuando apoyaba el pie en el asfalto de la esquina de los Huérfanos. El colegio irradiaba estudiantes, siendo Delia uno de sus innumerables rayos. Dentro de esa rutina los alumnos rodaban inadvertidamente, despreocupados y casi siempre olvidados de sí, aunque por el contrario fueran muy notorios para todo el mundo. Pero lo que no se quiere saber muchas veces termina sucediendo. No recordé en ese primer momento que también a dos cuadras, aunque hacia el oeste, había una fábrica. Para quien no quisiera verla, al contrario de la escuela, la fábrica pasaba inadvertida; y sin embargo allí estaba la verdad, y no me refiero sólo a Delia. Quiero decir que de la fábrica emanaba el poder, la contundencia, algo fuerte y amargo a la vez. Que Delia trabajase no me gustaba; pero era una idea que carecía de forma. Contra lo que pudiera pensarse, no tenía ningún reparo sentimental, tampoco venía al caso alegar ninguna injusticia, por lo menos en este aspecto. No me gustaba que Delia trabajara por lo más obvio, la circunstancia que paradójicamente la llevaba a hacerlo: porque así se convertía en otra cosa, en algo exterior a sí misma; sus pies pisaban una frontera más. Delia no sería menos inocente, si se puede hablar de inocencia, de lo que era usual para alguien como ella, pero sí tendría otra costumbre, una rutina distinta; en fin, “sabría” más y distinto de lo que cualquiera sabe a su edad. Y lo que ella sabía era lo que uno no quería saber, pero sucedía. Sin embargo después, cuando camináramos durante la noche por las calles desiertas, yo encontraría cierto orgullo en el hecho de que las manos que a veces me tocaban fueran las mismas que horas antes se habían ocupado de operar máquinas, manipular herramientas o acarrear futuras mercancías. Esa actividad, dirigida en principio a aprovechar la fuerza de su cuerpo –y por ende a debilitarla–, le otorgaba al mismo tiempo un inmenso vigor, bajo la forma de plenitud o entusiasmo, dispuesto a sobreponerse a los contratiempos y las circunstancias más desdichadas. De a ratos yo pensaba que Delia dibujaba un círculo: de la inocencia que le asigné al principio, a la entereza moral que uno imagina en un obrero, volviendo a la simplicidad de quien concibe su tarea como algo esencialmente individual, tan subjetivo que resulta invisible hasta para sí mismo. Así era Delia. De hecho, esa convicción podía estar apoyada en una sabiduría profunda, pero se manifestaba de un modo tan llano y permanente que funcionaba como el cierre perfecto del círculo, conjugando en uno solo todos los momentos y recorridos de su espíritu. Descubrir que era obrera, aunque me sorprendiera, fue decisivo para enamorarme de ella. Sin exagerar, era la marca que la distinguía del resto del género humano, y la condición que la señalaba entre
todas las mujeres. Yo pensaba: “Ella, y obrera...”, asignándole una doble densidad. Como pensamiento era nulo, casi vacío, pero lo poco que formulaba se compensaba con la elocuencia que provenía de la palabra y circunstancia: “obrera”. Un círculo plateado parecía subrayar su condición, destacándolo sobre el conjunto de denominaciones y actividades de la gente. Así todos sus gestos, hasta el mecánico de descender con el pie derecho en la esquina de los Huérfanos, adquirieron otro significado. Y aunque todavía no la conociera, porque en verdad jamás había cruzado palabra con ella ni tenido oportunidad de observarla con detenimiento y de cerca, ya Delia encarnaba para mí el ideal de mujer más deseable y acabado. De esta manera fragmentaria y casual todos mis sentidos se dirigieron hacia ella; primero buscaron orientarse, cuando cada tarde recibían señales de sus gestos, y cuando lo lograron, evidentemente se orientaron, para siempre. Durante aquellas caminatas Delia me preguntaba por mis verdaderos sentimientos. Acostumbrada al mundo de las fábricas, donde la verdad se mide, cuenta o clasifica, se sentía confundida ante la posibilidad de convertirse en objeto de algo cierto e inasible a la vez, como lo puede ser un sentimiento. Porque todo lo que se enumera es falso. Para confundirla aún más, y demostrar lo absurdo de sus prevenciones, le explicaba que mis palabras podían ser falsas, pero que los hechos que vivíamos eran verdaderos; o al revés, que nos sometíamos a acciones falsas bajo el mandato de palabras verdaderas. Verdad y falsedad no son palabras que pertenezcan a nuestro mundo, quería decirle. ¿Qué distinción podía haber entre el pensamiento de Delia, que necesitaba agregar y modificar para verificar resultados, y por ejemplo el de un comerciante, cuya labor se rige por la idea de diferencia? Como obrera, Delia se enfrentaba al producto de su trabajo: algo cambiaba, una mercancía se completaba o la parte de una pieza avanzaba en su recorrido hacia la terminación. El pensamiento del comerciante era de naturaleza distinta, porque se basaba más que en un cambio de condición, en un cambio de aspecto. Por otra parte, Delia no era propietaria de las cosas que pasaban por sus manos, y por ello sus nociones acerca de lo mensurable y lo concreto estaban despojadas de cálculo. Como obrera, asumía frente a los objetos un papel subalterno y esencial a la vez. De la mercancía provenía su identidad, la determinaba como obrera; pero a la vez, esa misma mercancía se apropiaba de ella, tenía el efecto de alejarla hacia una distancia insalvable, como si perteneciera a un mundo diferente. Tal como sucede con la geografía: un ámbito estático, aunque parezca contradictorio, porque la importancia no reside en el cambio o la circulación, en la idea de avance o de meta final, sino en ese movimiento que confiere la identidad, como las horas; o, más adecuadamente, como los husos industriales que no hacen más que ir y venir. Así, las manos de Delia eran la superficie por donde la producción alcanzaba su condición de mercancía. He leído muchas novelas donde los protagonistas no perciben la diferencia entre lo falso y
lo verdadero: hay un lado cierto y otro falso de las cosas, las personas tienen perfiles verdaderos y perfiles falsos, uno elige por ejemplo la derecha como falsa y la parte izquierda de una habitación como verdadera, etcétera. Incluso me ha ocurrido leer un libro falso, o falseado por las circunstancias, referido a hechos que podrían haber sido ciertos, pero que al exponerse de un modo dado no conseguían serlo. Resultaban blancos y negros al mismo tiempo, o más bien, ni blancos ni negros; eran absurdamente falsos o absurdamente verdaderos. Pues bien, junto a Delia yo comprobaba que tales confusiones eran inexistentes. Aunque a veces careciera de palabras, su expresión siempre resultaba recta, y ninguna ambigüedad interfería en el significado de su conducta. Proviniendo de ella, los silencios eran algo vivo, elocuente, parecían trabajados con la paciencia de las piedras, aptos para descubrir lo evidente sin nombrarlo. Una noche, en lugar de pasar por el costado de los Cardos los atravesamos. Fuimos con Delia derecho hacia una casa, una casucha levantada al fondo del baldío, en el borde de la otra calle, un pequeño galpón en cuyo vacío resonaba un rumor de amplitud, de espacio abierto, de silencio sin obstáculos. Empujamos la puerta y antes de entrar nos llegó el anuncio de su eco; con nuestras pisadas pasaba igual: los golpes de los pasos volvían a nosotros, desde las paredes, antes de levantar el pie. Una vez más logré distinguir el propio olor de Delia sin buscarlo, que llegaba mezclado con los de la vegetación que más allá de las tablas – las paredes– nos rodeaba. Y así como los ruidos de los pasos se escuchaban antes de darlos, del mismo modo el olor de Delia me llegaba como una premonición, lo recibía antes, como se dice, de unirme más a su cuerpo. Entonces algo se interrumpía, el tiempo pedía un descanso, incapaz de contener lo que estaba ocurriendo. Una mezcla de olores, a vecestan aguda como enigmática y por momentos elusiva, se desprendía de ella. Más adelante hablaré, supongo, de los olores de Delia, esa cédula invisible de la gente, que en su caso, sin embargo, tendía a esconderse y replegarse hacia las profundidades. Delia era tímida, pero nunca indecisa; por lo tanto la contención era en ella una forma desviada de la firmeza, una demora. Siempre me miraba de un modo frente al cual me sentía extraviado; unos ojos estáticos, veraces, que sólo se expresaban a través de la profundidad, como los pozos. Lo que a primera vista parecía cautela, en Delia era certeza, y lo que yo interpretaba como pudor, ella lo sentía como un deseo que la acechaba y confundía de diversas maneras, excepto en su urgencia por ser obedecido. Quiero decir con esto que Delia ignoraba su deseo, sólo tenía de él una serie difusa de ideas aproximadas, pero ese deseo la empujaba a obedecerlo, buscando su propia satisfacción. Ahora recuerdo cómo atravesamos el terreno. De la espesura de la noche nos introdujimos en otra más espesa, la espesura de los Cardos, que tanteábamos vacilantes, con las piernas como si fueran manos. Yo iba adelante. Tanto los olores
como los vapores tenían un camino propio por donde se acercaban, reunían y conjugaban, demostrando que la naturaleza continuaba su labor indolente. Como cortaderas, a veces una hoja nos rozaba la piel, dejando una irritaciónque ardía con el choque del aire. Si en ese momento nos hubiéramos detenido, intrigados por nuestras acciones, no habríamos sabido responder con precisión: aunque parezca improbable, era una agitación instintiva la que actuaba sobre nosotros, no la voluntad ni por supuesto la conciencia. Yo me sentía empujado por esa fuerza que lanzaba los olores hacia arriba, una cosa evidentemente abstracta, natural, pero que también tenía un fin perentorio, y a la vez me veía arrastrado por Delia, aunque caminara detrás de mí. Dentro del galpón sentimos retroceder las paredes. No era mi boca la que la besaba, ni eran sus manos las que me sujetaban. La miraba sin ojos y la tocaba sin brazos. Aún más: así como el recuerdo de mis manos conteniendo sus senos es el recuerdo de mis manos sosteniendo el mundo, así mis labios que besaban no eran míos, sino los de alguien a quien yo estaba unido y que me sobrepasaba, era superior a mí desde todo punto de vista, y bajo cuyo dominio encontraba una plenitud que de lo contrario jamás habría obtenido. Los senos de Delia eran delicados, obviamente pequeños. Recuerdo la embriaguez que sentía, como puse, al sujetarlos cuando a veces quedaban mirando hacia abajo, palpando el grano del pezón en el centro de las manos; y no tenía más que sostenerlos para comprobar su absurdo peso, como si fueran pétalos. Antes de entrar, Delia se había puesto a temblar. “Es el frío, el descampado”, mintió. En un primer momento me dejé llevar por la sorpresa, pero enseguida pensé que si Delia mentía también debían mentir la noche, el rocío, las estrellas y los cardos. La mentira unánime convertida en verdad. Recuerdo la tarde cuando me acerqué a ella por primera vez; antes de decir nada ya Delia me miraba de una forma que anticipaba su respuesta, no con palabras sino con la inteligencia. Me decía algo así como “Estoy completamente alerta para atender todo lo que usted diga, y preocupada por responder con sinceridad”. Esto prometían sus ojos. Apenas puestos los pies sobre la esquina de los Huérfanos, la abordé y me recibió de esa forma, con la mirada transparente. Yo, que ya conocía su secreto, pensé que sólo un obrero (obrera en este caso) podía responder de ese modo. Y una prueba adicional de la franqueza de Delia fue precisamente esto: que me estaba respondiendo sin que yo hubiera hecho aún pregunta alguna. Antes mencioné su manera de pisar, la forma como apoyaba el pie sobre el pavimento al bajar del colectivo. Ahora voy a decir cómo era esa forma: era la de quien vive atravesando umbrales. Estribos de colectivos, portones de fábricas, lajas de jardines, cercas de terrenos, umbrales de casas, bordes de caminos. Con su levedad, Delia nunca parecía recuperar del todo una memoria trabajosamente acumulada; estaba aquí, por ejemplo, pero daba la impresión de demorarse mucho antes de terminar de llegar. Más arriba me referí a una frontera mental; bueno, es casi lo mismo. Si uno la miraba trabajar frente a su banco, de inmediato advertía la
concentración; sin embargo tocaba las piezas con una distancia que evocaba el abandono. Se situaba en algo previo o algo posterior, nunca en ese preciso momento. Las partes de la fábrica que más atraían a Delia eran justamente los bordes, el perímetro donde el pasto ralo y descuidado convivía con materiales en desuso, donde la fatiga curva del alambre aún soportaba el papel de linde. Los obreros salían en las horas de descanso y disfrutaban del lugar, se distraían. Delia no precisaba instalarse allí para gozar, porque mucho antes de que se escuchara la sirena del horario ocupaba mentalmente su sitio, un gran cajón de hierro cubierto por una alfombra marrón. En los días de sol se subían allí cuatro o cinco obreros. La alfombra, dañada por el tiempo, mostraba a través de sus agujeros el metal frío, lustroso, en principio concebido para otro fin. Delia se acercaba al extremo más bajo del cajón y se encaramaba hasta el más alto, venciendo el declive. Eso imaginaba hacer antes de la sirena, y era lo que hacía cuando sonaba. Se bajaba las mangas de la camisa de trabajo y preparada para la intemperie iba hacia los bordes, desde donde miraba los gruesos y elevados muros de los talleres, que reflejaban la luz como montañas. Esos mismos ventanucos que ahora se veían pequeños, vistos desde adentro, ella sabía, desde su altura dispersaban una claridad violenta, como potentes soles. Era natural que el pasto fuese menos ralo al costado del cajón; luego, sentada allí Delia balanceaba sus pies entre la maleza. De las novelas que he leído, no recuerdo una sola que haya tomado partido por la verdad; a lo sumo alguna alcanza a descubrir la marca de algo firme, contundente, pero es como la punta del “iceberg”, que sirve para prometer cuánto esconde. Esa parte escondida es un secreto, o es la amenaza que se cierne sobre los navegantes. Algo similar sucede con los nombres. Los barcos van a tientas por la noche plagada de peligros; nunca se conoce el riesgo que oculta la superficie. Recuerdo haber leído sobre una travesía en la que nadie durmió por una semana. Del mismo modo, hoy pronuncio “Delia” y me invade el asombro: no puedo decir su nombre, sin embargo lo escribo y es poco lo que sucede. Una cosa es escribir, otra es hablar. “Delia, Delia mía, soy yo”, recuerdo el murmullo imposible de fijar en palabras. El trazo que preciso para dibujar sus cinco letras no se compara con el susurro breve, la ínfima parte de la corta expiración necesaria para nombrarla. Hay un gran trabajo de equilibrio en la escritura de apenas un nombre o una palabra, donde intervienen complejas operaciones mentales, motrices y plásticas; un trabajo mucho más grande que el que lleva pronunciarlas. En parte porque lo escrito se concibe para que permanezca. Sin embargo, somos más débiles frente a lo pasajero, lo susurrado y dicho. Por ejemplo ahora, cuando digo “Delia” en voz baja, invocarla me produce un temblor pavoroso, porque al escuchar mi propia voz me siento llamándola o hablándole como hace años, siempre a punto de recibir su atención. Y esto me deja indefenso. Quiero decir que detrás de Delia no hay sólo una mujer, una obrera o la persona sin la cual yo era incapaz de despertarme y actuar; también están los símbolos y las fuerzas escondidas en su nombre. Esto
puede sonar un poco esotérico, pero es así. Hacia el norte, después de la esquina de los Huérfanos venía la esquina de Pedrera. Pocas veces fuimos en esa dirección con Delia, pese a que yo, como sabían todos los que merodeaban por los Huérfanos, provenía precisamente de allí; no justamente de esa esquina sino de esa dirección. Es curiosa la ambigüedad que pueden tomar los sitios y las orientaciones. Pedrera no era el límite de nada, sin embargo allí comenzaba algo que empezaba en realidad mucho después, varias cuadras más allá, un abanico de manzanas sin otra denominación fuera del genérico “más allá de Pedrera” con que se las nombraba. A la incertidumbre de los lugares se agrega la ambigüedad de los nombres: ¿por qué se decía “más allá de Pedrera” si después había otras esquinas, cada una con su título propio, más cercanas y por ello más aptas para describir el “más allá”? Como dije, con Delia casi nunca fuimos hacia allí, pese a ser de donde yo venía cada tarde y hacia donde regresaba en lo oscuro, de madrugada, con el recuerdo fresco de su contacto. La presión que Delia imprimía a sus manos era algo extrahumano, incluso sobrenatural. Era la presión justa y propicia, una cosa premeditada e inocente a la vez; y eso que no me refiero a sus caricias. El contacto de Delia dejaba un recuerdo en la piel que se diluía después de varias horas, pero se borraba de manera engañosa: de pronto podía volver bajo la forma de contactos reflejos, roces imaginarios ante los cuales uno se sentía indefenso y desconcertado porque, teniendo un origen preciso, Delia, se trasladaban a través de cuadras y cuadras de distancia y oscuridad. Esos reflejos aparecían como un leve ardor, semejante al producido por el contacto de los cardos, y se condensaban alrededor de cosas intangibles en ese momento: la tersura de la piel de Delia, el calor proveniente del cuerpo, incluso el ansia derivada de su proximidad, como si procedieran de un campo gravitatorio que necesitaba ponerse a prueba. Así, lo que yo había sentido como un apremio que, digamos, comenzaba o nacía de sus manos, una vez lejos de ella era el apremio que provenía del recuerdo de su contacto. Quizá por su edad, los poros de Delia respiraban más de lo normal. Su piel era húmeda, consolaba y protegía, pero también tenía un efecto enervante. Por eso puse antes que la creía sobrenatural, porque sentía estar tocando una superficie indiscernible, ni suave ni rugosa, tampoco opaca, brillante ni traslúcida. Como si ante cierto tipo de misterios sólo pudiera retrocederse, nunca se me ocurrió preguntarle por esa rara condición de su piel. Esto prueba, creo, la naturaleza enigmática de su secreto, aunque también habla de su acotada simplicidad, que se presentaba con la contundencia de todo lo verdadero. Delia era una persona a la que no hacía falta preguntarle nada, porque ella se ocupaba de responder a todo sin necesidad de mencionarlo. Sin embargo, está claro que me refiero a cierto tipo de preguntas, porque siempre existen las que sólo se pueden preguntar y responder con palabras. Hay quien piensa que lo
fundamental, precisamente por ello, por ser esencial, no necesita ser dicho; que las palabras agregan y distorsionan la verdad. Por el contrario, he leído muchas novelas donde las palabras son capaces de descubrirlo todo, primero ocultan la verdad con distintas capas de significado y después la van develando, como las capas de la cebolla protegen su propio núcleo. Pero al llegar al centro vemos que no hay nada, que el trabajo fue justificarse y de esta manera crearse a sí misma. ¿Las vidas humanas son así de inútiles y enteras al mismo tiempo? Eso preguntan las novelas. Delia era una promesa, y a la vez era esa promesa ya cumplida. Ocupaba un lugar neutro. Cuando por primera vez me pidió que hiciera algo por ella, comprendí que era una persona que tendía a desvanecerse, a diluirse entre los demás y el resto de las cosas, dejando, como olvidadas, unas pocas marcas a primera vista ocasionales en aquello que se ha dado en llamar el mundo de todos los días, o sea el testigo indiferente de sus actos y travesías. Tal vez vuelva después sobre esto, aquella doble inclinación de Delia: a disgregarse y repartir un poco de sí y a mantenerse aislada, a contraerse y proliferar al mismo tiempo. Durante una larga época hicimos el mismo recorrido por la noche, como tengo dicho, a través o dentro del baldío de los cardos y las zonas aledañas. Pero una tarde Delia quiso que nos desviáramos, me preguntó si no podía acompañarla unas cuadras más allá. Como sentía entonces –y como todavía hoy lo sigo sintiendo–, respondí que sí, que por ella todo, cualquier cosa que dijera. Delia explicó que debía pedir ropa prestada. No fuimos hacia Pedrera, tampoco hacia su casa; nos adentramos en una zona a medio construir, con casas apenas levantadas hasta la mitad, dentro de las cuales bandas de niños se entretenían con sus juegos. De noche era difícil discernir si eran ruinas o si se estaba construyendo algo en particular: barrio, caserío, vecindario, casas aisladas, etcétera. Eso lo pensé –o pensamos con Delia– entonces; ahora creo que demasiada diferencia no hay: todo lo que se edifica es una promesa de ruina, lo que se acaba de levantar también. Uno vive rodeado de escombros; habitar casas significa ocupar ruinas –y esto no lo digo sólo en un sentido literal. El brazo o la cara de un niño se dejaban ver entre los vanos abiertos para las ventanas; o también ocurría que se escondían sin éxito tras unas delgadas columnas de hormigón que no sostenían nada. Me acuerdo de esos rostros encendidos por la luz lunar, furtivos como los animales. Nunca un lugar me pareció más entregado a la buena de Dios, pese a que yo había estado en sitios peores. Era la incompletud, la sensación de que la naturaleza no oponía resistencia –porque nadie la forzaba–, pero tampoco demandaba nada, sólo se preocupaba por renovar paciente su presencia frente al mundo construido. Caminamos en silencio durante más de una hora; la noche avanzaba sin que el paisaje cambiara. Esto, que es imposible, ocurría como si fuera verdad. Y era así porque pertenecíamos a un género engañoso de las cosas: no era que el paisaje no cambiara, sino que ni a Delia y ni a mí nos importaba. Mi “paisaje” estaba a mi lado, era ella, un rostro abierto a la contemplación ajena, entregado sin inquietud, un poco confiado y otro poco
indiferente a quienes fijaran la atención sobre él. Como ocurre con la brisa que al mover las hojas señala la actividad del mundo, el aire que movía el cabello de Delia ponía en evidencia su propia concentración, casi diría su sustracción, una renuncia particular en la medida en que no se abandonaba a nada en particular. Las ondas, el trabajo del viento sobre su pelo, eran otra muestra de la presencia cabal de Delia. Como en las figuras clásicas, del movimiento emanaba la profundidad, el misterio; pero era un misterio contradictorio, porque precisaba de un instrumento superficial, como el aire, para ponerse de manifiesto. Del mismo modo, como ocurría durante su trabajo, Delia renunciaba a sí cuando la mayor parte de las veces tomaba partido por la abstracción; si alguien la observaba podía esperar que enseguida dejara de ser ella misma, abandonarse para ceder a una fuerza que de inmediato aislaría su figura y ocuparía su cuerpo por completo. Pero había algo que la detenía en el límite, y era que Delia se mantenía en un delicado equilibrio entre la ausencia y la compenetración. Recién dije que el paisaje no importaba, que mi paisaje era otro, uno cercano que tenía al lado, ella. A esa larga serie de ruinas formada por excasas o preedificios, dispersa sobre la tierra, indolente a los usos de las personas, yo la sentía como una demora, un retardo, un segundo plano de lo que ocurría en la vida real, el paisaje verdadero. ¿Pero cuál era el paisaje de Delia? Ella estaba a mi lado, por lo tanto era yo. Esto puede sonar apresurado, también un poco vanidoso, sin embargo no tengo un recuerdo capaz de desmentirlo –mucho menos de esa noche. Son varias las novelas donde el carácter y la naturaleza se manifiestan en el rostro de la persona; se lee el retrato, se ve el alma. Pero la verdad es que los rostros dicen lo propio y lo diverso, a veces lo contrario, jamás una sola cosa. Los cuellos lánguidos se enervan de pronto sin motivo; ¿qué se lee, fuera de la angustia del observador?, ¿la confusión de quien ha sido el destinatario del gesto? El labio sensual se crispa no de deseo, sino de rencor; la curva de la frente promete inteligencia, pero también resume la próxima traición. Los ojos brillantes bien abiertos, grandes como lunas, una sinceridad profunda similar a los pozos que antes mencioné hablando de Delia, se ofrecen y deshacen, se vacían sin haber ofrecido lo que anunciaban. Cejas suplicantes, carrillos inocentes, aletas apasionadas. Mientras tanto las caras completas dicen lo inverso, contradicen las partes del rostro. La fuerza que transmitía Delia, esa serena concentración, se apoyaba en las cejas. Unas cejas hirsutas, ensilvecidas como crines; al pertenecer a algo medianamente convencional como lo puede parecer un rostro, eran la marca de un pasado indómito, o más bien salvaje, que existiendo como señal se convertía en promesa, realizada sin embargo. Frente a la frase “pedir ropa prestada” tuve una impresión errónea, semejante a aquello que había querido ver y no ver cuando supe dónde tomaba el colectivo. “Pedir ropa prestada” fue para mí “pedir la devolución de la ropa; la
ropa que había prestado”. Evidentemente una lectura particular; no errada, pero sí equívoca. Y no la más llana, la que no había querido imaginar, que no obstante era la verdadera: Delia necesitaba pedir ropa porque en ciertas ocasiones no tenía otra forma de vestirse. Esto lo descubrí varios días después, bajo tristes circunstancias, cuando le tocó devolverla. Estábamos caminando por una calle de tierra, había llovido desde el día anterior. Mientras la tierra se secaba el vapor que subía de los charcos olía a barro, un perfume que evocaba la raíz, la hoja, el fruto y el insecto o animal mezclados. El aroma era preciso y fulminante, uno creía haber sido transportado a centímetros del suelo, a esa altura superficial donde las partículas flotan a merced del aire, el clima y los movimientos del terreno, que las levantan un poco y las dejan a caer, formando una corteza en estado de suspensión, un halo de gravedad inmediata. Pues bien; estábamos caminando, erguidos los dos, compenetrados con el perfume húmedo del barro que nos alcanzaba como si estuviéramos por sorberlo, cuando en un momento Delia comentó: “Ojalá no me salpique ningún auto, mañana tengo que devolver la pollera”. Esta pollera era de un color oscuro, ocasionalmente según la luz a veces azul y a veces negro. Yo se la había ponderado desde un primer momento, porque veía que las caderas de Delia, unas caderas que atraían con su inocencia, su forma armoniosa, se volvían aún más atractivas con esa pollera. Viéndola caminar, sus dos piernas parecían sostener un misterio, el capullo cargado que espera un momento propicio para reventar y desplegarse. Con esto quiero decir que la pollera parecía estar hecha para Delia, que su naturaleza o sentido se realizaba completamente cuando –como se dice siempre de la función primera de la indumentaria– la protegía. Pero esta impresión se diluyó de improviso cuando escuché su comentario. Me tomó tiempo saber que los préstamos también podían pertenecer a un orden tan natural como los otros, como por ejemplo el de la posesión; que el hecho de que esa pollera hubiese sido fabricada especialmente para Delia no se desmentía porque pudiera llevarla sólo cuando se la prestaban. Porque eso le daba al préstamo una importancia nueva; era la coartada elegida por el destino para mostrar una verdad, en este caso referida a Delia, que de otro modo habría quedado oculta. Esa tarde comprobé también que la idea de préstamo puede contener acepciones distintas y hasta contradictorias. Préstamo, deuda. He leído varias novelas que intentan resolver el sentido de estas palabras. No sé si lo consiguen; en todo caso ninguna plantea una forma de préstamo o de deuda apenas parecida a lo que, según su práctica, Delia depositaba en ellas. Delia pensaba que los préstamos no se cancelan; que aunque se devuelva, el préstamo introduce un cambio decisivo en el curso de los hechos en general, y que por eso la idea de devolución como reintegro, vuelta a la normalidad o compensación, es errada e incompleta. Pensaba que el préstamo sigue actuando en el tiempo aunque se haya efectuado la
devolución. Esto era así porque en el objeto, en este caso la pollera, quedaban fijadas las huellas de los distintos propietarios temporales, o más bien usuarios, por los que había pasado. Esas marcas eran invisibles para cualquiera, pero ante los ojos de aquella comunidad eran también indelebles, lo que tornaba a los objetos únicos e inconfundibles. Con cada nuevo préstamo, el objeto –aquí la pollera– ascendía en la valoración colectiva. La prenda podía deteriorarse con el uso y la circulación, pero el daño se compensaba con el mayor cuidado que todos mostraban hacia ella. De este modo, los préstamos en general carecían de pautas temporales. No porque no existiera el compromiso de devolver las cosas, sino porque, al inscribirse las distintas posesiones en los objetos, la deuda se reproducía en el recuerdo de la comunidad. En esto consistía la deuda, según Delia, en una compensación innecesaria y siempre aplazada. Como se ve, era un sentido alejado de cualquier implicancia material, como por lo general se lo entiende. Y eso que, como quizá describa más adelante, convivía diariamente con aquella otra forma de los préstamos, más extendida, que sólo busca la ganancia. Es cierto que hasta ese momento resultaba obvio que Delia era incapaz de poseer esa pollera; pero la sorpresa que tuve al saber que no era de ella, provenía justamente de esa parte de lo obvio que no nos gusta reconocer. El costado obvio de las cosas nos parece inocente, insustancial, acumulado allí para sostener la cara oculta de lo no obvio. Sin embargo, el mundo se rige según lo descubierto. Así, con su comentario sobre la devolución, Delia le agregaba otra dosis de verdad a lo evidente y la contundencia de la realidad se hacía más fuerte. Varias veces la había visto con su uniforme de trabajo, cuando en el descanso del mediodía salía al “ralo”, como llamaban en la fábrica al perímetro donde el pasto era de un color ceniza irreal. Veía a Delia desde el otro lado de la verja de alambre, siempre con la misma ropa aplanada, de un color abatido, a veces subida al cajón. Al igual que las ropas de sus compañeros, las de Delia estaban consustanciadas con lo que representaban, lo que hacían, harían y habían hecho. Una forma de desnudez se ponía de manifiesto a través de la ropa. Una desnudez en la que la piel es inútil, nada expresa. Yo veía a todos los obreros, una masa gris y deforme en la que Delia era una estrella titilante, una luz a punto de desaparecer para replegarse entre sus compañeros o liberarse en su propia miniatura. Los obreros reunidos en la hora de descanso, en silencio y sin apenas moverse. Los recuerdo impasibles, con las ropas del mismo color, mientras los cubre una sombra que se mece lenta, como una nube que no termina de pasar. Aquella mezcla de reflejos y sombras alternadas, un efecto a primera vista casual pero misteriosamente ordenado, era la única actividad que se advertía. Allí nada había para descubrir fuera del rumor del conjunto, el propio brillo de Delia y la presencia imponente del edificio fabril. Sin embargo, había un grupo de obreros
con sus propios usos y costumbres y no creo cometer violencia alguna si digo también que parecía un rebaño. Aguardaban en el lugar más aislado del ralo, adonde llegaba un sendero de tierra bien gastada. El breve descanso que otorgaba la fábrica era lo bastante largo para que se inquietaran; se podía sentir el aire incómodo, la impaciencia que los unía y de la cual precisaban defenderse. Como una vez me había explicado Delia, se debía a la costumbre de pasar la mayor parte del tiempo en el taller, vigilantes frente a la máquina, con las partículas metálicas flotando en el aire y en medio del estrépito que se escuchaba, por el hábito, en un mismo nivel de ruido. Pero, pensaba sobre la verja exterior de la fábrica, mientras observaba a Delia y sus compañeros, aquello que en otra circunstancia significa destacarse –hacer algo infrecuente, no estar en el ámbito habitual–, justamente eso los tornaba más imprecisos, los disminuía. De lejos parecían replegados, intentando contraerse para compensar la amplitud que los rodeaba. Y esa imprecisión los aunaba, los subrayaba más como grupo y menos como personas. Hay una expresión un poco amarga y bastante ambigua, aunque en este caso gráfica: “organismo colectivo”. Quiero decir, no una cosa relacionada con las instituciones y con jerarquías definidas, como por ejemplo un sindicato fabril, sino un ser compuesto por numerosos individuos equivalentes y que tiene una vida molecular. Algunos obreros se movían trazando órbitas alrededor del resto, otros tenían un recorrido más complejo, pasaban por delante de unos o por atrás de los demás sin un circuito definido. También estaban los movimientos individuales: alguien bajaba la cabeza, apoyaba las manos en la cintura o en los hombros, etcétera. En cualquier caso el observador asistía a un espectáculo confuso, de una incierta teatralidad, en el que los blusones grises, distorsionados por las variaciones de luz, conjugaban los movimientos del grupo y los mostraba como meras condensaciones de color y profundidad. Me ocurría estar a varios metros de ellos, del otro lado de la verja –hoy ese alambre tejido se ha convertido en una firme y sólida reja–, incluso del otro lado de la calle, y advertir que yo no era el único que permanecía absorto. De a poco se poblaba la esquina, gente que, como sucedía conmigo, se quedaba mirando la tribu imprecisa y sus suaves y controlados movimientos. Creo que ese sentimiento de presenciar una ceremonia especial, en este caso los rudimentos de un rito celebratorio del ocio; la sensación de asistir a una escena que sólo se desarrolla a medida que se observa –sin comienzo ni fin, sino con esa disposición continua, sin desvíos ni interrupciones, que tienen los animales–; creo que esta sensación de enfrentarse a un exceso de naturaleza derivaba en gran medida de sus trajes. Gruesos o delgados, altos o bajos, todo el grupo llevaba su uniforme como una segunda piel. Más adelante hablaré de la intimidad que los obreros tenían con esta segunda piel, de la cruel paradoja a la que los sometía, cuando a veces debían optar entre la salvación o seguir siendo ellos mismos. Ahora quiero decir que los blusones, en conjunto, aludían a lo más obvio, o sea, a todo lo relacionado con la
ropa para prisioneros, etcétera; pero en segundo término, multiplicados sobre los cuerpos de Delia y los demás compañeros, componiendo esos juegos de luz y movimiento, como antes describí, producían otro efecto, que era el de mostrarse con un volumen exagerado, como una masa, como una novedad topográfica salida de la nada. En esta escena anónima y a la vez ejemplar, Delia se destacaba. Tratándose de ella las cosas adquirían un valor mayor; si había indiferencia, Delia era la más indiferente; y si allí se encontraba alguna gracia se hacía evidente que provenía de la persona más agraciada del grupo, que era Delia. Se movía entre todos como un miembro más de la familia, pero también como quienes saben que son los elegidos. Y en este caso la distinción era mayor, porque ella era al mismo tiempo “mi” elegida. A través de su ropa, Delia mostraba algo de sus tareas en la fábrica. Y si bien por muchas de sus marcas pensé a veces que realizaba un trabajo inadecuado para un cuerpo como el suyo, debo decir que en otros momentos sentía una vaga complacencia –mezcla de orgullo y compasión– frente a las heridas que aparecían en su segunda piel. Cuando Delia oía la sirena y se bajaba las mangas de la camisa para salir al ralo, sus antebrazos exhibían la antigua calidad de la ropa. Por contraste, en su conservación podían imaginarse los tiempos y trajines frente a las máquinas. Ésta era una manera de saber lo que ocurría dentro de la fábrica, una manera de atisbar la verdad oculta. Porque podemos leer o escuchar acerca de la vida en las fábricas, enterarnos de las tareas que se desarrollan, los procesos que se cumplen, las normas que se obedecen, etcétera, pero la prueba de que sabemos muy poco es que cada nueva información la recibimos con avidez, sedientos sin satisfacción. Así miraba yo el traje de Delia cuando se bajaba las mangas; quería tener el detalle revelador, la marca providencial que, junto con alguna otra pista recibida tiempo atrás, me permitiera armar su jornada. La ropa es especialmente útil para eso, ¿verdad? He leído muchas novelas en las que los personajes estudian los trajes de los otros para conocer aquello que las palabras no dicen ni los actos descubren. Incluso hay novelas donde la gente puede dejarse engañar por la ropa, a sabiendas de que ella misma es la forma del engaño. Esto con Delia no sucedía. Siempre se escribe sobre lo accesorio y pocas veces sobre lo fundamental. Antes puse que al ver reunido el grupo de obreros en el ralo, el brillo de sus ropas gastadas producía un reflejo particular, como una nube que cuando oculta el cielo deja en los cuerpos una fugaz memoria de ceniza; pues bien, me equivoqué, las siluetas en realidad estaban sumergidas en un líquido traslúcido, como si una sombra proyectada desde la superficie las cubriera. El movimiento del reflejo deformaba los cuerpos, y en tanto era la única variación que los hacía visibles, en cierto modo puede decirse que les daba vida. Así, dicho de esta manera, así, no sé si puede pensarse que esta metáfora quiere revelar algo oculto; sin embargo no hay mucho para descubrir. Nunca se escribe para descubrir lo que
se esconde, al contrario; si ahora me he puesto a hacerlo es porque en relación con Delia y todo lo demás las cosas están claras y hablan por sí mismas –y ante la elocuencia de los hechos yo puedo callar. Recuerdo cuando una tarde me vieron desde el ralo. El sol caía de golpe sobre la tierra, fulminante, desmintiendo los millones de kilómetros que se interponen entre uno y otra. Mis pensamientos iban del grupo de obreros a la distancia del sol, me distraía con cosas de un sencillo simbolismo, por ejemplo la paradoja de que así como toda la fuerza de la naturaleza proviene de la energía solar, en los obreros se encarna el poder que sostiene y empuja a la realidad. El grupo me reconoció, pero no como el novio de Delia sino como un caminante –por llamarme de algún modo– que se esmeraba en contemplarlos y cuya actitud estaba al borde de la admiración y del pasmo. El sueño del observador es ser anónimo, igual que el sueño de toda la gente. Me sentí descubierto cuando se fijaron en mí, y por unos momentos, me pareció, sus ropas dejaron de ser reflejos de otra cosa. Algo me decía que no había reprobación en su silencio, y que incluso estaban dispuestos a hacer lo necesario –si de ellos dependía y sabían cómo hacerlo– para que mi contemplación no se interrumpiera. Alguien ajeno a la escena no habría percibido nada anormal, y la verdad es que nada anormal ocurría. Mientras la suma de las partes decidía que aquello efectivamente fuera lo que estaba viendo, el trastorno más leve en cualquier detalle podía hacer que la situación cambiara. Por ejemplo, podía estar frente a una fiesta rural, con los labriegos a punto de levantar el enésimo vaso mientras las campesinas respiran desde hace rato el deseo de los hombres. Pero el grupo de obreros era algo más que la suma de sus partes; allí intervenían elementos puestos por mí, requerido sin motivo aparente ni entusiasmo ante ese rito fabril. En un momento se me ocurrió pensar que ellos aguardaban que, dando por terminado el espectáculo, me diera vuelta para seguir mi camino; que así como los había creado como rebaño y figura de baile, como objeto de observación e interrogación, del mismo modo daría por concluida su existencia como quien se levanta para apagar el televisor. Entre los uniformes, el de los obreros es el más necesario y natural. He visto personas convertidas en obreros apenas se vistieron con su blusón de trabajo por primera vez. Entonces me dije que Delia era una más de ellos. Antes me referí a su traje llamándolo la segunda piel, la vestidura por la que se manifestaba una naturaleza profunda. Pues bien, ahora me parece que era la primera, no la segunda; un traje más verdadero que la primera piel. Delia se alarmaba ante la posibilidad de que un auto salpicara su pollera, aunque estaba claro que durante los próximos días no pasaría ningún auto. Era propio de esa calle que no pasara nada durante semanas; las huellas de los vehículos se iban borrando y quedaban unas combas imprecisas, donde se juntaba el agua, que hablaban del paso infrecuente. Llegamos a la casa, aislada en el centro
de una manzana hipotética, sin fronteras a la vista, donde Delia devolvería la pollera. Los terrenos estaban delimitados con alambres, con cercas precarias o con unas piedras y bloques partidos que prefiguraban tapias. No había otras construcciones, pero tengo el recuerdo de haber atravesado corredores. Tampoco había árboles, sólo arbustos y un pasto precario creciendo entre las matas espinosas. El sendero, angosto y accidentado, era una brecha abierta por los pasos que llegaban hasta la casa, levantada en el centro del extenso lote como si fuera el núcleo del universo. Mientras caminábamos por allí pensé en la noche, evidentemente en el baldío de los cardos, y me dije que las diferencias, en la oscuridad, son poco decisivas. Animales de la claridad, las personas necesitan adaptarse a la noche. El caminito que terminaba en la casa, como si fuera el sendero de un bosque, pero sin árboles, me parecía grandioso por su misma simplicidad, algo gratuito, una cosa que no atravesaba nada digno de atravesar. Al final del camino aguardaba la dueña de la pollera, quien la precisaba para esa misma noche. La casa era un rancho, y en esto también se parecía al baldío de los cardos. Delia abrió la puerta sin golpear ni decir palabra, y al entrar vimos una estancia vacía. Piso de tierra, muebles desnivelados, unos artefactos carcomidos, manchados por el óxido, de un color rojo más vibrante que el suelo. No me extenderé sobre el escenario; sólo agrego que las ventanas eran agujeros hechos a la fuerza sobre las paredes, con unos contornos filosos e irregulares, como los que deja una chapa mal cortada. Me puse a pensar en esa casa, en el barrio, en la poesía pobre que allí se levantaba, que a primera vista me parecía una muy débil escena, cansada y a punto de desfallecer. En cierto momento, Delia salió a cambiarse. Volvió después con un pantalón gastado, que yo conocía, y la pollera debajo del brazo. Su ausencia fue breve, el tiempo que cualquiera emplea en quitarse una pollera y ponerse los pantalones, pero suficiente para imaginar que la casa –y no sólo esa casa, también toda la zona– carecía de pasado y de futuro. Podía ver el rastro del trabajo del hombre, las marcas distraídas de la rutina, el avance de una comunidad incipiente, etcétera; sin embargo eran las señales de un trabajo invisible, fortuito como el de la naturaleza. La gente trabajando como hormigas, laboriosa y ajena a alguna finalidad, a algo distinto del accidente... Cuando rato después la amiga de Delia salió a probarse la pollera, o directamente a ponérsela, pensé si no estábamos en el mundo como seres anónimos, empujados por una fuerza inocente, impiadosa y brutal. Delia podía sentirse a salvo de ese poder y gracias a su condición –al hecho de ser mujer y obrera–, no sucumbir a su influencia. Muchas veces he pensado que los obreros con su cuerpo, con la fuerza que emplean a costa de su energía, son quienes expían nuestra indiferencia por el mundo; que ellos pagan con su trabajo en primer lugar lo literal, o sea lo que reciben como salario –por otra parte una cantidad que jamás se iguala con el valor verdadero de su esfuerzo–, y que también pagan todo aquello que no tiene precio, es decir, la deuda infinita acumulada por la
humanidad. Yo conocía muy bien las operaciones con que la amiga de Delia se quitaba la ropa y se ponía la pollera, unas maniobras universales y que en ese caso particular buscaban confirmar si, como siempre se dice, le seguía quedando bien. La amiga estaría allá afuera, mal protegida de las miradas tras la pared de la casucha, o en el baño angosto donde la falta de luz se volvía engañosa, porque se tendía a interpretarla como amplitud y uno acababa golpeando codos y pies contra las paredes. En un rincón de la casa estaba la cocina: era un radio estrecho y concentrado de objetos que aludían a acciones constantes y, aunque parezca contradictorio, discontinuas. Delia estaba en silencio; me parece que no pensaba en otra cosa que en la entrada inminente de su amiga. No era un pensamiento, pero llamarlo predicción sería excesivo. Participábamos de una de las millones de microescenas que despliega todo el mundo a cada momento. Se escuchaba el murmullo del aire, a veces interferido por los chifles en las paredes cuando soplaba más brisa. En ese momento no había mucho para decir, y por ello estuvimos largo rato sin hablar. De la esquina donde estaba la hornalla, inestable sobre la garrafa de gas, circundada de ollas, jarras y cacharros en desorden, cada uno en el lugar donde el uso mismo dictó que se quedara, provenía el lazo invisible que aunaba toda la casa. Eso era palpable; el calor que entibiaba la leche para los pequeños, las viandas de los adultos, etcétera, abarcaba también el tiempo del hogar y dejaba su marca inconfundible. Era la presencia que le permitía distinguir, por ejemplo, al niño ciego, que ese interior era el interior de su casa, donde habitaba su familia. El resto de la vivienda también estaba en penumbras, una oscuridad similar a la de la cocina; sin embargo todo era menos visible, más confuso, el desorden de mantas y colchones, de camastros unidos en ángulos alocados, como las piezas revueltas de un dominó, pertenecía –o parecía obedecer– a un orden distinto, contradictorio con el de la cocina. Mientras la cocina significaba la fuerza aglutinante, el resto de la casa representaba las fuerzas de la dispersión. Allí trabajaban los sueños, los deseos, incluso era el sitio donde los cuerpos querían escapar de sí mismos. En ese momento las dos leyes estaban replegadas, alcanzaban una convivencia más pacífica, sin exclusiones, y en esto radicaba la sugestión de ese instante. Podían verse dos ejércitos dormidos, olvidados de su propia debilidad, de su propio egoísmo y en especial de sus respectivos contrarios. Tampoco antes había encontrado nada para decir al quedarme a solas con la amiga mientras aguardábamos que Delia se quitara la pollera. Ella seguramente esperaba cualquier obviedad, algún comentario de circunstancia (también en el caso de que ninguna palabra mía tuviera ese valor); pero yo sentía que la persona que nos unía, Delia, era también nuestro deslinde, la barrera que no comunicaba. Las paredes hablaban mejor; el ángulo de la cocina, oscuro y abigarrado de cosas como un rincón funerario, decía más que el silencio distraído de la amiga de Delia. En manos de ese ser transparente Delia dejará la falda más propicia y delicada, pensé; la prenda que la hacía todavía más única, que la señalaba frente a mis ojos
como la elegida y la que mejor alegaba en favor de su inmediata hermosura. Esto lo podía interpretar como otra de las paradojas a que nos somete la propiedad: no siempre las cosas pertenecen a la gente indicada; y excepto quienes tienen muy poco, los demás piensan que no les pertenecen en cantidad suficiente. Siempre quieren más, quieren distinto. He leído muchas novelas donde las cosas ocurren a espaldas de la propiedad; los personajes se van, se quedan, vuelven, se olvidan o se perpetúan. Lo mismo pasa con las acciones. Pero con la propiedad hay una omisión equívoca, porque se da por sentado, como natural, un universo construido alrededor de ella. Quizás éste hubiera sido un buen tema para matar el silencio con la amiga de Delia, y también lo desperdicié. Olvidé su nombre, pero mantengo de esa tarde la imagen de sus dedos jugando con el ruedo de la camisa que llevaba puesta. Era verde, tenía dibujos de frutas secas amarillas: nueces, castañas, etcétera. Cuando se enroscaban entre la fruta como si una mano sin experiencia quisiera agarrarlas, uno podía ver en los dedos de su dueña la justificación imprevista, pero razonable, de esa decoración. Pese a ser, según Delia, tan joven como ella, aparentaba mayor edad. Había nacido en el Interior, al igual que la rala población del caserío. Cuando todavía no acababa su niñez, el hermano de su madre la mandó llamar. Alguien, no recordaba quién, la llevó hasta la estación para montarla en el tren. En el andén vio hombres fumando –unos cigarrillos que se destacaban por su blancura. Siempre llamaban su atención las cosas con que se rodeaban los varones. Podían ser pañuelos, llaveros, cigarrillos; la amiga de Delia sentía hacia esos objetos una veneración que pasaba enseguida, pero sólo para concentrarse en algún nuevo elemento. Durante el viaje había visto fumar por primera vez en un lugar cerrado, pero más la sobresaltó descubrir el brillo de una cosa que un hombre guardaba a la altura del pecho. Estaba sentado a espaldas de ella, en el otro extremo del vagón. Atisbar el objeto metálico sin saber lo que era, venerarlo como un elemento masculino, pero ser incapaz de reconocerlo: un triple sentimiento que aumentaba su ansiedad. A la mañana siguiente el pasajero dio un trago y ella descubrió que era una petaca. Ahora sabía de qué se trataba el objeto, pero seguía pensando cuál podía ser su nombre. Y esta nueva ignorancia, que duplicaba el misterio, hizo aumentar su fascinación. El resto del viaje tuvo pensamientos por el estilo, de ensueño; si algo valía la pena conocer, al contrario de la triste vida rural, eran los objetos de los hombres, promesas de una felicidad duradera. Cuando el tren llegó a destino, la amiga de Delia se dispuso a bajar. Tomó su atado de ropas y la maleta pequeña, miró sus zapatos y esperó unos segundos. Sentía que debía prepararse, después de tantos días había llegado el momento. Pese a esperarla, el hermano de la madre se ocultó al verla sola en el andén. Ella intuyó la presencia, la tensión de una mirada dirigida a su persona que sin embargo era incapaz de descubrir. Desde entonces el hermano de la madre nunca se dio a conocer, pero siempre la observó. No tenía un interés especial en ello, era una conducta que provenía de una difusa noción acerca
de la familia: un lazo que debía prolongarse, y a la vez un contacto que debía estar a punto de perderse. Porque donde se afinca la seguridad también se esconde el riesgo. Y nada más peligroso que una sobrina, pensaba el hombre. La muchacha se quedó en el andén hasta la noche. Hay muchas novelas que dicen: Nunca se deja de esperar, aunque pase una vida. Era evidente que ya extrañaba, algo claro en primer lugar para ella misma, tan acostumbrada a excluir sus sentimientos. Pero la fuerza que la había empujado le impedía volver. No en última instancia, la existencia del tío, quien, suponía, la seguía esperando. Para ella la espera era una situación sin término. Fue así como los dos aguardamos pacientemente la entrada de Delia, vestida con su ropa común y la falda propicia plegada bajo el brazo. En el interior del rancho, una vez acostumbrado a los olores de la casa, se respiraban los olores del campo silvestre, o en todo caso los olores aproximados a algo denominado silvestre. Por un lado venía un vaho caliente de humedad, una especie de brisa del estío saturada de aromas picantes y detritus inclasificables; por otro lado estaba el consabido olor a tierra removida, una mezcla, en este caso fría, de piedras y raíces que de inmediato se asociaba con lo oscuro y la profundidad. Fuera de los olores no había nada común. Quiero decir que sólo ellos me indicaban la presencia del mundo familiar y conocido. Podía afirmar, si no fuera una fórmula abusiva, que estaba en “mi país” gracias a la presencia de esos olores. Llegaban y permanecían; sólo se iban cuando una renovada tanda de fragancias ocupaba su lugar. He leído muchas novelas donde los olores sirven para rescatar recuerdos olvidados, demostrando que un lazo más eficaz y verdadero se pone de manifiesto cuando la conciencia se abandona a la sorpresa. Pero esas novelas no hablan de los olores conocidos, o sea del recuerdo inmediato, de los olores que aparecen más fatales que el sol para reiterarnos la costumbre circular en la que nos hundimos. En esa casa de la amiga de Delia aquellos olores no eran una cosa ni la otra, detrás de ellos no venía ninguna verdad, sólo algunas viejas convicciones que no podían sostenerse sin la ayuda del afuera. Por la ventana, como ya puse, se veía un paisaje recortado. Las cosas que estaban más allá, aun en el caso de que fueran lo más idílico que pueda pensarse, se abrían paso a dentelladas por el marco irregular de las chapas. Como se sabe, el paisaje nunca tiene una sola voz, más allá del hecho de que las miradas difícilmente son iguales. La ventana del rancho invitaba a mirar hacia afuera, era el elemento que tornaba la casa verdadera. El adentro pertenecía a una dimensión, el exterior a otra. La ventana entre ambas, con su aspecto precario ponía de manifiesto la incertidumbre general. Ahí me puse a pensar en otro episodio de la vida de la amiga de Delia, cuando en el tren que la había sacado de su tierra natal, mientras pensaba con devoción en los artículos masculinos, alguien la confundió con otra persona. (La amiga de Delia fue hasta una de las camas, levantó un cuaderno y al abrirlo me enseñó una foto que la mostraba más joven, casi pueril, con un gesto contenido que escondía reserva y prometía audacia.)
Ella, que iba hacia lo desconocido, debió enfrentarse a una abstracción mayor, más compleja. Horas antes del episodio, el tren se había detenido en una estación solitaria. El andén era gris, del color de las piedras, y tenía un borde blanco y despintado, recuerdo de una mano de cal. El edificio daba la impresión de ser bajo, y es que la decrepitud de las paredes le quitaba altura. Durante la larga espera, la amiga de Delia pudo comprobar varias veces la longitud del andén, que sólo abarcaba dos vagones. El sol bajaba sin obstáculos, los pocos árboles que custodiaban el edificio no brillaban, estaban dejando de ser verdes, habían perdido su fuerza, pensó. Si alguien de improviso hubiera observado la escena habría supuesto que recién se estrenaba el sitio: una niña sola frente a la ventana de un vagón, observando de pie. La amiga de Delia se distraía con pensamientos imprecisos, que no acababan de configurarse cuando eran reemplazados por una nueva idea, o inesperadamente volvía alguna que había quedado trunca. Por ejemplo, pensaba que la sombra de los vagones ignora el andén. El contorno del tren se recuesta sobre el piso de la estación, dibuja un escalón al subir al andén, sigue sin sobresaltos y baja, en el otro extremo, retomando la normalidad silvestre. Este hecho, la silueta forzosa de las sombras, dejó pensando a la amiga de Delia durante largo rato. Intuía que la naturaleza toma partido por la arbitrariedad, pero casi siempre prefiere mostrarse con cautela. Lo demostraba su propia experiencia en la casa natal, y los hechos posteriores –por ejemplo el sol deslucido de ese momento, el silencio de la estación– y las cosas –que se ordenaban con disciplina para aparecer y desocupar su atención– no hacían más que confirmarlo. Ella pensó: “No es tan malo estar sola”, o algo por el estilo. Estuvo mirando por la ventana y repitiendo la idea hasta que se sobresaltó: alguien la observaba a pocos pasos. Se sintió en peligro, pero fue un temor que dejó de lado. Llamar la atención de un desconocido la conmovió: en medio de una realidad abrumadora e impávida, por lo menos una cosa estaba dirigida a ella. Después conservaría el recuerdo de los pasos del hombre mientras se acercaba, sin poder asignarles tiempo alguno: innumerables o demasiado pocos, nunca las dos cosas juntas. Estaba confundida sin saber cuál debería ser su reacción, cuando otro hecho la inquietó todavía más: el desconocido traía una pequeña fotografía y no dejaba de observarla. Ella cree que escuchó un ruido, a lo mejor enganchaban otro vagón al tren. El hombre terminó de llegar y se mantuvo en silencio. Un silencio que decía poco, pero de una clara elocuencia, la de la espera. La amiga de Delia no supo qué hacer; por la ventana se veía la vaga sombra del vagón, la línea pareja del techo. Como los trenes en las estaciones, pensó, las personas dejan sobre otras unas marcas breves, que se van enseguida; éste era un pensamiento que le convenía, ella deseaba que el hombre se fuera rápido. De repente recordó ciertas historias, en su barrio pobre la gente solía creer en episodios mágicos, esas escenas en las que hombres millonarios descubren por casualidad a sus hijas, anónimas y hundidas en el desamparo. Su cabeza corría
veloz, se sentía incapaz de atender a todas las ocurrencias, tan perentorias. Finalmente el hombre habló, aunque sólo para preguntar su nombre. La amiga de Delia no supo contestar algo tan simple. Toda pregunta es difícil, pero las conocidas plantean problemas adicionales. Debió poner a trabajar sus reminiscencias, como cuando un adulto calcula los años para recordar su edad. Al concluir, mientras decía su nombre advirtió –aunque lo tenía presente todo el tiempo– que se alejaba de su casa. Supo que con su respuesta, pese a ser verdadera, se rompía un lazo que hasta entonces había sido firme. El hombre, por su parte, no pudo creer lo que escuchaba; dijo “No es posible” mientras volteó la foto para que ella pudiera verla. La amiga de Delia tuvo una mueca de horror. Su soledad se veía sorprendida por el flanco más débil de cualquier persona. Vio la propia imagen en la foto; cada una de las facciones se reconocía, por ejemplo, en el recuerdo de sus manos al tocarse la cara. Se dijo que no podía ser y se preguntaba por el resultado de esta aventura. Ella pensó, en su inocencia, que de haber mentido nada de esto estaría ocurriendo, que la coincidencia no se establecía entre la imagen y su rostro, sino entre ella misma y su nombre. Hay que decir que nunca resolvió la duda. Enseguida encontró un nuevo problema que no favorecía la situación: había otra diferencia, que si bien afectaba la similitud física, también la destacaba: el color de la piel era distinto. Pese a ser evidente, esto el desconocido no lo advirtió. Para la amiga de Delia verse a sí misma con otra piel fue trasladarse a un tiempo distinto; no futuro o pasado, sino un tiempo simultáneo y aledaño. Más adelante, narrando una vez más ante Delia este episodio, la amiga agregó que, en realidad, el hombre llevaba la foto de un cuadro. Era un retrato oval, con fondo oscuro y un falso marco de color dorado. Lo que al principio había imaginado como la fotografía de una persona, veraz como los documentos, ahora era un dibujo disuelto en una secuencia ignorada de mediaciones. Una vuelta de tuerca, dijo con otras palabras, que a su modo de ver complicaba aún más las cosas. Porque si la prueba documental, como se dice, dependía de una pintura, no importaba tanto el modelo como la mano de quien le había dado forma. El dibujante, daba lo mismo que con acierto o error, parecía haber lanzado una profecía de paciente cumplimiento: ya sobrevendría el encuentro con el modelo, resultaban secundarios el tiempo y la distancia que debían sortearse. Así era como estaba fijado el episodio en el pasado de la amiga de Delia, en un fondo de confusión. No se puede decir que lo hubiera olvidado, pero el misterio, que nunca dejaba de sumirla en una temerosa angustia y la colocaba al borde de las lágrimas, hacía que no quisiera recordarlo. Después de abandonarla, la primera noticia que me llegó de Delia fue que había tenido el hijo. Antes, como quizá después explique, sólo hubo encuentros inesperados. La podía encontrar en cualquier lugar, adonde había ido a buscarme. Para mí, que quería olvidarla, enfrentarme a ella me tomaba siempre por sorpresa.
Después de aguardar durante horas, a veces Delia se distraía y no me veía llegar; en estos casos podía escabullirme a tiempo, sin que se diera cuenta. Pero otras veces me descubría antes de que yo pudiera advertirlo, y entonces debía escaparme sin vergüenza ni compasión por ella. Precisaba que el tiempo pasara rápido y que acabara el trance de tenerla al alcance de la vista, hacía lo primero que tenía a la mano, caminaba hacia otro lado, miraba hacia otro sitio, no sé, quería disimular, siendo el disimulo la reacción más alevosa. Al mismo tiempo, sabía que esconderme era imposible: abiertos hasta la exageración, vastos y transparentes, esos lugares planos hacían patente lo invisible. Pero igual lo intentaba. Ignoro la reacción de Delia; quiero decir, el efecto que podía tener mi actitud. Ella me veía escapar y seguramente no entendía; y supongo que también el paisaje que no permitía que me ocultara era otra condena para ella, porque de ese modo me tenía siempre a la vista. Estas situaciones terminaban pronto, pero para Delia debían de tener una duración intolerable. Por mi parte las cosas no estaban mejor, era un final patético, sabía en el fondo que cualquier truco era insuficiente. Por ejemplo, podía lanzarme sobre el primer matorral, o correr lejos; Delia en ningún caso me seguiría, pero serían formas de moderar lo irremediable, o sea, el hecho de que me hubiese visto, cuando lo que necesitaba era confundirme, pasar inadvertido y borrarme, algo inconcebible en aquellos barrios. Otra cosa que había en esa casa eran las moscas, antes en pocos sitios para mí tan evidentes. Cuando la amiga de Delia levantaba un caldero para enseñármelo, mientras yo podía distinguir las melladuras del fondo, las marcas de las cucharas con que los niños raspaban incansables, de la sombra surgía alguna mosca que ascendía espantada. Esto, cosa común en la vida de la gente, adquiría allí un significado especial. Puede parecer un poco ingenuo, pero lo percibía como otra muestra de la hospitalidad sin límite de los pobres. No me avergüenzo de decirlo así, callando una cantidad de cosas. Eran moscas negras, robustas, sumadas desde tiempo atrás al orden habitual de la vivienda. En un instante de vacilación parecían estar a punto de caer de su vuelo, como si el animal advirtiera, de repente y sin que nada fuera o dentro suyo hiciera preverlo, la propia materia y reaccionara con espanto. Y por eso volaba rápido hacia arriba. La amiga de Delia se inclinaba en la oscuridad a la búsqueda de algún otro objeto para enseñarme –rato después entre dos colchones encontraría un tarro con peines– cuando se me ocurrió pensar si todos nosotros no seríamos moscas también. Nos plegamos a la vida como ellas, sobrevolamos la tierra y nos asustamos de nuestro propio peso. Era difícil intentar explicar esto a la dueña de casa, podía imaginar el silencio intranquilo con que respondería, por lo tanto no valía la pena; aunque tampoco había mucho para explicar. Mientras Delia estuvo afuera cambiándose, una y otra vez tuve la impresión de que su amiga estaba a punto de decir algo. La costumbre de mostrarme objetos era una manera de comunicarse, especialmente cuando se demoraba sin encontrar nada y abría los labios como si fuera a hablar, para
arrepentirse enseguida. Rato después, al salir de esa casa tuve la impresión de entrar en un mundo distinto, delimitado. Debería haber sido al revés, uno entra en las casas con la idea de separarse de lo circundante, pero al dejar atrás la puerta creí que ese afuera era el adentro más real, un interior verdadero. Delia estaba a mi lado, callada, expuesta al descampado. Sentí que el interior de la casa era el exterior, y el exterior la casa: o mejor, que la casa era la intemperie infinita y el exterior circundante una parte del todo. Nos detuvimos más allá de la puerta, donde el piso se hundía formando una comba, la tierra gastada por la frecuencia de los pasos. A los costados dos parterres con malezas de distinto tipo indicaban que alguna vez alguien, seguramente ya olvidado de sus acciones, había querido plantar una especie de jardín o de huerto. La inmensidad del territorio se abría hacia el frente; una extensión en apariencia ilimitada, salpicada de arbustos apiñados, de casas en diferente disposición y de lentas elevaciones. No era sólo la sensación que produce una superficie extensa, sino que uno creía verla de este modo porque era homogénea, tenía el vértigo de lo simple. Esta simplicidad enaltecía el paisaje, pero también le quitaba la voz, lo enmudecía. Era la casa la que hablaba por él, la que le confería sentido y existencia. La casa atrás, el ancho territorio adelante. Algo pequeño justificaba algo grande; pensé que la vastedad es accesoria cuando existe un epicentro, que en aquel momento estaba detrás de nosotros. La luz declinaba y en poco tiempo más llegaría la noche. Mientras volvíamos, Delia me contó unas cosas referidas a su amiga, en especial detalles de lo ocurrido en ese legendario tren. Me habló del trayecto monótono; ella sentía que era un viaje hacia la profundidad, por eso no terminaba nunca. Cuando contaba, Delia lo hacía como si no existiera cosa capaz de perturbarla. Me dijo que el hombre, al ver la confusión de la niña, sacó del bolsillo otro retrato, le señaló que eran iguales y se lo entregó. Antes de irse acarició su cabeza, paternal. Desde entonces la amiga de Delia pasaría años contemplando su doble. Cuanto más guardaba la imagen entre sus ropas, más consustanciada con ella creía estar. Amuleto, clave, salvación. Incrustaba el retrato en el ángulo superior del espejo, se acercaba y con los ojos bien abiertos buscaba las diferencias. Ansiaba descubrir una cosa imprevista, inadvertida hasta ese momento. Eran sesiones extenuantes; la amiga sentía un placer demorado, tortuoso, al estudiar uno y otro rostro. Pasó el tiempo, sin resultados, y se hacía con más frecuencia la misma pregunta, ¿cómo se puede encontrar lo insustancial? Acostumbrada a las operaciones del espejo, reflejo y retrato le resultaban iguales; tanto que si sus facciones no hubiesen sido idénticas a las del modelo, por el hábito de mirarlas de todos modos habrían terminado igualadas. O sea, que el predominio de lo indistinto tornaba imposibles la diferencia y la novedad. Pasaron los días, los meses. En su estilo críptico, después de una agobiante pero reveladora sesión, un
día la amiga de Delia tuvo una premonición: “Ahora encontrar algo nunca será encontrar lo nuevo”. Pensaba que sería lo contrario: descubrir lo viejo, lo que siempre había estado y nunca había visto. Este sentimiento de unión y frustración era el vínculo que la hermanaba con la imagen. A medida que Delia hablaba, el camino desaparecía bajo nuestros pies. Sin verlas, las fallas de la tierra eran distintas, se ponían de manifiesto pese a ser invisibles, en ocasiones también resultaban imprevistas, lo que nos hacía tropezar. La noche negra se volvía más espesa hacia los costados de la calle, donde macizos de arbustos y objetos abandonados, a veces animales inmóviles, nos atraían con su presencia palpitante, como una corriente desvía al nadador. Esa negrura en apariencia ajena y probablemente hostil, para nosotros era todo lo contrario, nos recordaba la negrura de los Cardos. La oscuridad, una incitación que prometía lo salvaje, la intimidad. A veces un foco vacilante aparecía en alguna dirección lejana: la linterna de alguien. Otras veces una lámpara solitaria alumbraba el aire inmóvil, con la excepción de los insectos o los pájaros que atravesaban el cono de luz. Una frase común puede dar la idea de aquellos pozos de oscuridad: boca de lobo. Había muchas bocas de lobo; o más bien el conjunto de la tierra era una bien grande e insaciable. Allí, en el reino de lo velado, todo parecía perdido y sin nombre. He leído muchas novelas donde la oscuridad es el reflejo invertido de lo claro; éste no era el caso. Si hay una belleza en el mundo, pensábamos con Delia, si algo golpea la emoción hasta dejarnos sin aliento, si algo confunde los recuerdos hasta el límite de su propia memoria impidiéndoles volver a ser tal como eran, ese algo vive en lo oscuro y muy de cuando en cuando se manifiesta. Como dije, cuando Delia me refería alguna cosa se alejaba todavía más de su entorno cercano, se compenetraba de tal modo con su historia que jamás la apartaba del pensamiento. Podía producirse una interrupción, cualquier cosa, que Delia regresaría de inmediato a lo suyo, más firme y ensimismada que antes de la distracción. Esto no era terquedad, era un tipo particular de persistencia; uno más de los tantos rasgos suyos que no volví a encontrar en persona alguna, aparte de ella. Apenas la dejó en manos de su amiga, Delia se olvidó de la pollera. Una prenda viajaba por varias personas y lugares, a veces puesta –como en el caso de Delia de manera ideal– y a veces dentro de paquetes o bolsas, envuelta en papeles, doblada y enrollada en carteras o morrales. Un objeto flotante, a la intemperie, que con la circulación, al contrario de lo previsible, no se reducía, sino que adquiría más realce y notoriedad. A nadie le importaba a quién pudiera pertenecer la pollera; y ello obedecía a una verdad, que no pertenecía a nadie. La consigna era devolverlo. Esto puede parecer un mero símbolo o emblema de otras cosas, y efectivamente lo es; pero también es cierto que fue así como ocurría en la realidad. Mientras tanteábamos la tierra en la oscuridad del barrio, nos cubría la noche estrellada. Con el cielo tan salpicado y el piso tan negro, uno se sentía en el
fondo de un pozo cosmológico. Yo pensaba en la amiga de Delia, en las paredes sencillas de su casa y me convencía de que, a su manera, todavía dirigían nuestros pasos. Recuerdo que en un momento me habían llamado la atención unos dibujos que estaban sueltos sobre las sábanas. Me incliné a mirar y la amiga de Delia tuvo un gesto de contrariedad, quiso adelantarse y ocultarlos; después, cuando vio que había reaccionado tarde, se ruborizó. Me puse a observarlos. Más que figuras, los dibujos mostraban movimientos; por ejemplo, el movimiento de una mano que frota el papel sobre el piso de tierra. No sé por qué entre tantos objetos que me enseñaba, la dueña de casa había preferido que yo no viese las hojas. Lo primero que me llamó la atención fue que, si las manchas mostraban algo, era en gran medida la conciencia del procedimiento empleado. Los dibujos podían ser más o menos tenues, de variable y regulada concentración según la forma como se había aferrado el papel y el terreno elegido; otros tenían la delicadeza de un pulso levantado: quizás alguno se había propuesto despreciar el instrumento –la tierra en su conjunto– llevando la hoja por el filo de una piedra... Pensé que estas superficies precisas y extravagantes querían decir algo; para ello empleaban una lengua, forma, que yo ignoraba. Y por eso a primera vista permanecían mudas, como la amiga de Delia. Imaginé los niños o adultos de la casa dedicados de cuando en cuando a calcar la superficie, eligiendo un pedazo de suelo y estampando la presión ejercida sobre la tierra. Estos papeles, unas hojas de cuaderno escolar arrancadas con descuido, quedarían como documentos temporales, de corta vigencia teniendo en cuenta la duración del mundo. Pero con su sencillez, que se traducía en elocuencia, parecían eternizarse como símbolo o conjuro de algo que, si bien todavía no había sucedido, ya se manifestaba como prueba de lo que iba a ocurrir. Quizá más adelante vuelva sobre estas hojas. Entonces, como estaba diciendo, en aquellas caminatas por los barrios alejados comprobé que la naturaleza reina más en lo oscuro, como sucede con la belleza. Si uno ponía en alerta todos sus sentidos, era capaz de escuchar la crepitación de las hormigas en marcha, de la misma forma como, pese a estar dispersos en el aire, uno adivinaba por los aromas las comidas que se preparaban en las casas invisibles. No sé. Quiero decir que esas noches nos rebajaban, que frente a la inmensidad aquello que pudiéramos hacer siempre resultaría un consuelo o un simulacro. No sé. Ahora estoy frente al espejo y me quedo en silencio. Uno puede buscar la señal, tal como hacía la amiga de Delia durante horas enteras, descubrirla una tarde y no entender cómo se mantuvo oculta tanto tiempo. Recuerdo el día que encontré el espejo bajo. Pensé que era lo último que faltaba para que este baño pareciera de hotel. Esa mañana me había despertado pensando en Delia, era probablemente un pensamiento arrastrado desde el sueño. Aún no había abierto los ojos y, como siempre, ya tenía una insensatez de la que ocuparme: pensé que para Delia también sería de mañana; esto fue todo, no hubo mucho más. Una banalidad así era suficiente para crear un simulacro de rutina. Mientras caminaba
hacia el baño enumeraba las posibles acciones de Delia: madrugar, comer un bocado, pensar en la fábrica y el hijo, etcétera. Ya para entonces no sabía nada de su suerte, y sin embargo era ella, su recuerdo, quien cada mañana me rescataba de mi completa indiferencia. Aquel día, entonces, salvado temporalmente de las aguas, porque también era cierto que enseguida me hundiría de nuevo hasta el final del día, como tenía previsto, entré en el baño, me detuve frente al espejo, y vi con sobresalto que mi rostro no estaba. La realidad se había desplazado sin que nada lo advirtiera. Por un instante tuve una idea absurda, temí que el baño hubiese cambiado de lugar. El espejo reflejaba un estómago, grave y poco expresivo. Era mi abdomen abultado, semejante a un barril, estirado por la gordura, compacto de pelos y piel. Y admití que aunque imprevista, la realidad había obrado con justicia, que el espejo en esa nueva posición no era una amenaza, tan solo una advertencia, obviamente del pasado. Me puse a pensar, de inmediato, en cómo se han abandonado los pensamientos acerca del futuro, todo es una pelea por lo que ha ocurrido o dejado de ocurrir. Pensé en el hijo, que alguna vez contemplaría su vientre henchido, un vientre similar a este que había chocado contra el de Delia con el inesperado, pero previsible, efecto de concebirlo. A veces he pensado que si hubiera sabido del hijo por medio de Delia no la habría abandonado. Es verdad que esto no me disculpa, si es cierto que debe haber una disculpa, pero el modo como nos enteramos de las cosas, más allá de lo que ellas digan, inspira nuestra reacción. He leído varias novelas en las que esto ocurre. Cuando supe del hijo me recluí en Pedrera, más allá de la esquina. Era una verdad tan inverosímil, injusta; enterarme por terceros me hizo ver que el abandono había comenzado antes, que la realidad no hacía más que leer mi indiferencia, que se había anticipado al desenlace y que por adelantado le asignaba a mis acciones una incidencia mayor a la que, pienso, tenían sobre los hechos. Entonces le di la espalda al asunto y me plegué al encadenamiento, a esa “lectura” de la realidad. Si bien mi intervención había sido decisiva, al fin y al cabo era el padre del hijo, me sentí ajeno de una forma que habría sido inconcebible poco tiempo antes. Sentí que una mano invisible tocaba mi piel, una mano de otro planeta que me marcaba y condenaba. Mi primera ocurrencia fue que debía disculparme. Si no era posible enmendar el daño, hacer por lo menos lo necesario para que se diluyera rápido en el día tras día de este confín del mundo. Pero así como no veía la mano que me tocaba, tampoco acertaba a saber a quién debía pedirle disculpas. Esa mano, pensé, venía del futuro, era el reconocimiento de la especie. Por lo tanto el perdón no podía concedérmelo nadie en particular... Los días previos, si alguien me hubiera advertido que estaba a punto de renunciar a ella, abandonarla, borrarla de mis lugares y cortar cualquier trato, no le habría creído nada y me hubiese indignado. Delia era todo, ocupaba las emociones y pensamientos que pudiera tener a cualquier hora, y era quien dirigía mis acciones y desvíos, sin quererlo. Pero lo cierto es que en buena parte los nueve meses que necesitó el hijo para tomar forma,
crecer y desprenderse de la madre, los usé para apartarme, obviarla y compadecerla. Esto puede parecer contradictorio, pero fue así; compadecer y borrar, o si se quiere en orden inverso; en cualquier caso fue lo que me impuse. Desde entonces habría dos personas: Delia por un lado y la madre por otro. La madre del hijo y Delia, el sujeto previo a la madre. Lo que había sido una sacudida agónica dentro de ella, seguramente en el galpón vacío de los Cardos, al fin y al cabo se convertía en hijo. Evidentemente, en esa época la mujer que esperaba a Delia, una vecina o pariente que vivía en su casa, según creo, ya había dejado de esperarla en la esquina de los Huérfanos; ahora lo hacía yo. En invierno, cuando oscurece antes, o cuando a Delia le tocaba horario nocturno en la fábrica, de un edificio a pocos metros de la esquina provenía una luz blanca, firme, desusada en aquella zona. La aprovechaban para tareas de carga y traspaso de mercadería. De un camión a varios carros tirados por mulas o caballos; o de varios carros a un camión. Había carretillas manuales, de cuatro ruedas, que llamaban trasbordadores; los usaban para trasladar las mercancías desde un vehículo a otro, sin tener que llevarlas a pulso. Para eso se aprovechaba la luz de los Huérfanos, para trasbordar mercadería. Un camión, dos o tres carros a los costados. Los hombres se movían en silencio, con la espalda encorvada, mientras las bestias aguardaban sin inmutarse. Cosa curiosa, la luz no llegaba bien a la vereda de enfrente (más bien lo que hacía las veces de “vereda”), o sea donde yo aguardaba a Delia, y por lo tanto se producía algo parecido a una media luz teatral, como si los trabajos del trasbordo fueran el número central de un espectáculo. Al bajar, Delia apoyaba el pie en el límite mismo de la luz. En ese momento la sombra del colectivo confundía todo, hacía la noche más oscura de lo que era, pero al desvanecerse los pies de Delia quedaban a pocos pasos de la frontera. Antes hablé de su inclinación natural a ocupar bordes, umbrales y transiciones; y la forma que tenía de apoyar el pie era un ejercicio de su tendencia. Cuando se reunía con los obreros de cara maciza en el ralo de la fábrica, también allí ocupaba los bordes del grupo. Un borde material, porque terminaba ubicándose en los costados más extremos de la concentración, apenas como un satélite lejano, adventicio, cuya presencia es casual y obedece a fuerzas que están más allá del ámbito inmediato de la reunión; y también un borde simbólico, por su condición de mujer, niña tardía, entre varones endurecidos por el trabajo corporal. Recuerdo que el trajín pausado de la descarga, los esfuerzos, los pasos cortos de quienes andaban entre bestias y carros, significaban para mí una anticipación de la lentitud que alcanzaríamos en un rato, cuando bajara del colectivo, con Delia. A metros de los Huérfanos comenzaba la boca de lobo de la calle oscura, que se internaba en un lugar hecho de retazos, promesas de casas y transversales imaginarias. El colectivo que se alejaba nítido, el mismo colectivo que había dejado a Delia y cuyo ruido se escuchaba muy bien pese a estar cada vez más distante, era casi el único rastro que hablaba, para llamarla de algún modo, de una
vida en comunidad. Era asistir a los primeros intentos de una voluntad gregaria, los rudimentos de una concentración que, por una extraña paradoja, llevaba inscripta en su destino la imposibilidad de su desarrollo. Entonces, de haber leído a tiempo las señales de aquella inscripción, los pocos pobladores hubieran podido estar seguros de que nunca llegarían a nada como tales, como pobladores. Delia bajaba cansada del colectivo; la fábrica consumía de manera lenta, y con paciencia, la fuerza de los obreros. La máquina que le había tocado en suerte operar tenía centenares de veces el tamaño de Delia, tanto que junto a ella quedaba como una persona todavía más expuesta y diminuta. Sobre el costado había una especie de banco o mostrador, era el sitio donde Delia debía trabajar simultáneamente con varias piezas mientras la máquina funcionara bien, sin necesidad de atenderla. Teniendo en cuenta que realizaba el trabajo de Delia, era lógico suponer que la máquina fuera una especie de sustituto; pero el hecho de estar pendiente del ruido, vigilar su funcionamiento, ajustar las fallas y corregir de cuando en cuando la inercia mecánica, todo hacía que, al contrario, Delia se viera a sí misma como un factor auxiliar. Y este confuso sentido de la responsabilidad la agotaba: era la máquina quien controlaba y, para decirlo de alguna manera, marcaba el paso. Frente a algo tan basto y rudimentario Delia debía realizar una labor también antigua, vigilar, aunque varios procesos y gran parte de los detalles se le escaparan. Teniendo en cuenta sus tremendas dimensiones, resultaba contradictorio que un ser tan pequeño como Delia pudiera manejarla. Por los ruidos sabía si todo marchaba como correspondía; ese traqueteo de locomotora antigua debía confundirse con la intermitencia de las convulsiones neumáticas; el zumbido uniforme, semejante a un quejido, algo similar al idioma silbado de los animales acuáticos, señalaba que por la máquina circulaba otro fluido, no el de la energía sino el de la materia prima. La máquina consumía varias cosas, aparte de la labor de los obreros, decía Delia. Energía, materia prima, tiempo, trabajo, etcétera. Mientras la máquina hacía su tarea Delia realizaba la propia, que era doble: escuchar, observar y sentarse frente a su banco para poner a trabajar sus manos. Mientras tanto, desde el último rincón de la fábrica llegaban confundidos entre la batahola los formidables golpes de unos martinetes también gigantes. En un ángulo elevado del edificio, justo antes del techo, había una ventana. La luz se repartía desde allí por todo el espacio de la fábrica, haciendo visibles las partículas que flotaban en el aire. Una noche, al rato de bajar del colectivo, Delia me contó que no recordaba cómo había comenzado a trabajar. Esto era natural, porque consideraba lo fabril como un valor, era motivo de orgullo, y en definitiva era el hecho que le otorgaba la identidad más acabada y plena, el rasgo con el que podía sentirse ella misma, frente al mundo en general, sin menoscabo. Una sensación cercana a la omnipotencia, o algo parecido: que el mundo podía amenazar con cesar, acabarse de repente, pero el obrero –obrera en este caso– sería el personaje apto para impedir que terminara de derrumbarse.
He leído muchas novelas donde la gente vive en un mundo sin tiempo; quiero decir, no tiene tiempo lineal, mental, cosmológico ni de ningún otro tipo. El animal de cualquier especie, reducido a poner en práctica unas pocas nociones de su instinto, incide en el tiempo de manera más tangible que los hombres. Una persona cierra el libro y se sorprende frente al abismo diario, el tiempo con sus diversas escalas y velocidades, lentas o rápidas, que va dejando unas delgadas capas invisibles sobre la superficie de las cosas. Como el polvo en los cuartos vacíos, estas capas caen uniformes y sin prisa; pero la diferencia es que se acumulan sin engrosar, por lo que siempre son de un mismo espesor y pueden ser levantadas de una sola vez, sin importar el tiempo transcurrido. Como el tiempo, que no se ve, son capas invisibles que no se tocan. Voy a dar un ejemplo. El personaje de este libro es un trabajador inmigrante que ha llegado al ocaso de su vida. En su país de origen trabajó desde niño, pero una compleja elipsis de la memoria lo lleva a creer que sólo comenzó a hacerlo cuando emigró. Que haya dejado el alma sobre la tierra blanca y caprichosa de su aldea, de lunes a domingo, desde los ocho años, se guarda en su memoria bajo otra forma, no bajo el rubro “trabajo”. Piensa, por ejemplo, en las carretilladas de mierda que debía empujar, y lo que evoca no son las dificultades –los tropiezos, la agitación, el frío, la oscuridad– sino el tiempo detenido que se niega a pasar. Era una carretilla enclenque, más pesada de lo que podía transportar, desbordante de aquello que su familia había descargado en la letrina durante el último año. Sabía que en el sendero estaban marcadas las pisadas del padre, unas huellas demasiado grandes para contener sus pies. Y el hecho de comprobar con su propia experiencia, con los tropiezos que daba, que estaba haciendo un recorrido efectuado antes por otro, nadie menos que el padre, lo llevaba a pensar que el tiempo no avanzaba sino gracias a la reiteración de las acciones. No se trataba del acto repetido del enajenado, el inconsciente o el desesperado, sino de la representación repetida, el paso que oculta al anterior y se anticipa al que viene detrás. Como si el sujeto fuera la acción (llevar la mierda, partir la leña, desmalezar la huerta, etcétera) y no quien la lleva a cabo. Esto le producía al niño la sensación de ocupar un tiempo quieto y perdurable, monótono. Sin embargo se daba cuenta de que la inmovilidad era relativa, porque unos metros más allá enseguida volcaría la carretilla con el último resto de fuerzas. Este hecho, simple y tosco desde varios puntos de vista, le indicaba cómo lo irreversible impregnaba lo bajo y lo sublime por igual. Tampoco era que lo conmoviera especialmente lo cíclico –las estaciones, la gradual variación del paisaje, la progresión de las labores–; era sentirse incluido en un tiempo libre, compacto, amarrado con fuerza e imposible de disgregarse. Ahora volvemos al presente. Muchos años después de su “notrabajo”, apoltronado en su sofá de jubilado, sin querer escucha la alusión de uno de sus hijos al ferrocarril de Einstein. Le resultó comprensible, la lógica parecía sencilla, y encontró allí la mejor explicación para el desconcierto que lo dominaba cuando
temía que la carretilla se le volcara encima. En ese momento entrevió que el campo, la casa, la propia familia, las labores que realizaba y hasta él mismo, ocupaban el vagón con que el sabio quería explicar la teoría. Y el ejemplo tuvo un alcance retrospectivo inmediato: se desprendieron partes enteras de recuerdos, como cuando al olvidar un idioma la vida antigua se traduce al nuevo. Igual que cuando era pequeño, nada le gustaba más que escuchar sin ser advertido; no porque se sintiera atraído por lo inconfesable o lo impropio, sino porque algo en su interior despojado necesitaba del complemento de vida que se guarda en los secretos. Mientras escuchaba al hijo, el hombre entendía que no se trataba de aquellas ingeniosas paradojas de la vida cotidiana; más que eso, era la explicación que le permitía comprender el antiguo comienzo, la nueva vida, como la llamaba, en contraste con la que había quedado en la aldea natal. Así, transportables desde o hacia el olvido, sus recuerdos no le pertenecían cabalmente, formaban parte del vagón de uso múltiple ocupado por la tierra y su familia. En un momento había dejado el tren y desde entonces corría su propio tiempo autónomo. Vagón de uso múltiple; era una idea bastante adecuada para lo que quería decir, una navegación colectiva. El hombre se extrañaba, estaba en la vejez y de ese pasado conservaba solamente una moneda rústica, ya sin valor y solamente prueba de sí misma. Cierta pregunta siempre lo había inquietado: ¿qué podía haberle ocurrido como para abolir con naturalidad partes completas de su vida? Ahora entendía que el error radicaba en buscar motivos y razones. Los trenes sirven para muchas cosas, la solución pasaba por el mismo ejemplo del hijo; una simple comparación, una metáfora comprobada, incluso trasegada, pero por ello mismo eficaz... El problema estaba en que si bien el argumento le permitía entender y justificar su nuevo comienzo, al mismo tiempo le explicaba que no era nuevo: la metáfora también ponía al descubierto su vida anterior, borrada hasta el momento. De este modo sentía en su cuerpo, digamos, las diferentes aceleraciones que puede producir algo tan inasible como el tiempo. Disminuido en su sillón, una poltrona mimetizada después de décadas con las paredes de la casa, el hombre, mientras escuchaba el murmullo desparejo de las voces de sus hijos, asistía a una acelerada renovación de las tardes: una tras otra, veloces como comer y dormir. El protagonista se preguntaba por el significado real de estos hechos; si podían anunciar el final inminente. Un suspiro, cualquier bocanada de aire más profunda, le traía el olor del crepúsculo en su infancia. Igual sucedía con los ruidos. Debía llevar varias veces la carretilla hasta un pozo, que tiempo después se cubriría con tierra para siempre. Esta tarea anual, de contundente simplicidad, le parecía ahora la acción más decidida que hubiese hecho en la vida. Uno puede suponer: el tiempo campesino, un ciclo fijo, preciso como el año solar, discreto como un murmullo y abarcador como el mundo. Pero no era solamente esto. Ese tiempo se había roto cuando el niño había partido –más bien cuando lo habían arrancado– y no existía modo de que siguiera avanzando. Detenido en el recuerdo del pasado,
esa historia se comprimía hasta adquirir tal velocidad que ocupaba un momento, principio y fin, algo vivo como una huella inmaterial, intangible pero verificable como una sombra. Bueno, si ahora dijera “Ese hombre soy yo” se entendería lo que quiero decir, que uno está en la vida ocupando tiempos distintos. Cuando Delia quedó embarazada trabajó poco tiempo más. Los obreros de cara maciza, como tengo dicho, juntarían dinero para ayudar a que el hijo siguiera abriéndose camino. Había en el corazón de muchos algo impreciso, una mezcla de compasión y solidaridad. Por un lado, el grupo debía prepararse para que el nuevo miembro encontrara las menores dificultades: era alguien de la propia clase, muy posiblemente un futuro obrero. Y por el otro, toda ocasión era buena para renegar del mundo y compadecer al niño que nacería siendo tan poca cosa, un náufrago aislado. De un momento para otro aparecería el huérfano, en el medio de una realidad no solamente dura o impiadosa, sino por sobre todo abstrusa. Los compañeros de Delia no entendían. “Alguien más”, se decían, “Otra boca”. Y pocos años después, dos brazos que se habrían de sumar al trabajo colectivo. Al pensarlo así, demorando un abrir y cerrar de ojos, en abstracto el tiempo parecía correr más lento que en la práctica. Sin embargo era asombroso ver todo ya prefigurado, como si la vida fuera una simple jornada en la fábrica que aguarda el paso de los años como quien espera el parpadeo siguiente. En fin, mientras los obreros mascullaban sobre la llegada del hijo y ejecutaban colectas secretas para facilitarle a Delia algunas cosas, me pasé casi todo el tiempo encerrado en Pedrera. Como todo por allí, como en todos lados, las edificaciones tenían una disposición no sólo imprecisa y arbitraria, sino también variable y superconcentrada. Esto se hacía más evidente cuando debía atravesarse el interior de unas casas para llegar a otras, y a la inversa si se quería salir de Pedrera, o cuando uno se encontraba con sitios que, siendo particulares, edificados o no, pertenecían a varios hogares a la vez. Mi cama, por ejemplo, estaba junto a un pasillo que comunicaba dos salas con un baño, que por otra parte también debía atravesarse para llegar a un conjunto de casas que se levantaban más allá, arracimadas. A veces me ponía a pensar en esa geografía y no encontraba palabras para los imperiosos y alocados recorridos que imponía a los habitantes, como si el simple acto de atravesarla fuera un ritual de sometimiento a su autoridad. Recostado, veía pasar la gente con una puntualidad astronómica; día tras día, con la constancia de las hormigas. Pensaba: Yo, que siempre había admirado a la clase obrera, abandonaba sin pena a la más débil representante de la especie como si no ahorrara esfuerzos ni maniobras en buscar su extinción. Era una idea que no se encadenaba a ninguna otra; se demoraba, duraba el largo de cada cigarrillo o quedaba momentáneamente suspendida, mientras alguna voz cercana de las personas que pasaban me distraía. Era una frase inerte que no derivaba en réplicas o asociaciones, tampoco se traducía en palabras y mucho menos en actos.
La mañana cuando escuché al pasar estas palabras, “Allí va Delia, la obrera que preñaron”, la certeza de que ella había cambiado me sacudió como un rayo. Yo estaba caminando por los Huérfanos, era después del mediodía, la comunidad se demoraba en las indecisiones de la siesta. Y en cierto momento, de unos sujetos apoyados contra el muro salió la voz que dijo “Allí va Delia...”. Miré hacia los lados y no la encontré, tampoco cuando corrí hasta las esquinas para asomarme. No supe qué pensar, pero recuerdo lo que sentí: en vez de dudar del comentario, sentí que no encontrar a Delia en ese momento me lo confirmaba como cierto; ella se ocultaba de mi presencia. La tarde se detuvo, el tiempo fue un punto suspensivo en el medio de nada. Me pareció que el mundo se desplomaba y sentí que Delia se pasaba al bando del mal. Hasta hoy no recuerdo el camino que hice de regreso; quién sabe por los lugares que habré pasado, me habré perdido buscando atajos imposibles. Si alguien me hubiera visto llegar a Pedrera, habría dicho que en lugar de caminar me arrastraba. Pero al rato debía recibir otro golpe, que por esos crueles mecanismos del dolor lograba moderar el anterior: encontré el barrio, y en especial la periferia de mi casa, sumidos en su humillante normalidad. Allí no había rastros de mi tragedia, la vida se conformaba con seguir distraída. Fue entonces, casi llegando a la puerta, cuando sentí la mano de otro planeta tocando mi cuerpo. Delia ya pertenecía al pasado; esa imaginación del obrero que antes describí, que con sólo un parpadeo veía el desenlace de años enteros, esa misma imaginación me dictaba que Delia pertenecía a un pasado reciente y abismal a la vez. Recién dije que se había pasado al bando del mal. Esta creencia jamás me abandonó, aunque ahora, por el obvio trabajo del tiempo y los recuerdos, aquel mal me parezca menos malo y más inocente. Pero allí también se esconde algo, ¿no? Una cosa que lo transforma en ominoso: la inocencia de Delia era un abandono, lo que tornaba al mal definitivo. Y estas cosas me traían la mayor desolación. Quería hundirme en la cama vencida, que la comba del colchón fuese un pozo sin fondo y que por el agujero de la cima, como la respiración de un volcán, saliera el humo que fumaba sin descanso. Y esto era vivir, pasar por los trances de la amargura. La vida se escandía en acciones mínimas, insignificantes. Por ejemplo, cada paquete de tabaco era importante, cada cigarrillo único, último cada movimiento de la mano, definitiva cada exhalación del humo, postreras las idas al baño, etcétera. Conozco la sintaxis del desconsuelo, semejante a la del distraído. El mundo se alimenta de fantasías, las fantasías de la amargura; la gente dedica largos años a confiar en algo, una ilusión que consuele, rescate o entusiasme. Como se ve, tenía pensamientos de alguien derrumbado.
Había algo en la situación de Delia que, si bien no se contradecía con su maternidad, sí lo hacía con mi imprevista condición de padre. Era el hecho de que fuese obrera. Puede parecer descabellado, pero sentía que el mundo le infligía así otro daño, en este caso el segundo, a través de mí. Y que ella, como víctima inocente, incapaz de rebelarse apenas, era captada por el mal pese a su propia condición, alojada naturalmente en el bien. Quizás haya pocas cosas menos necesarias que mencionar las injusticias del mundo; son ideas que en general no ablandan el corazón. Y por lo mismo no encuentro la forma de explicar que con Delia debería haber sido diferente. Que ella fuese obrera, como antes puse, no me parecía algo especialmente objetable, para mí formaba parte de la naturaleza de las cosas, una naturaleza que, como en este caso, a veces podía mostrarse amarga aunque siempre con sabiduría; pero cuando fuera madre, su condición obrera sería el segundo plano, el telón velado de su persona. Su virtud proletaria seguiría siendo una virtud, pero quedaría a la sombra de otro estado fatal. Y yo, que siempre había soñado con pasar por la vida sin dejar rastros, y que por eso mismo la condición obrera de Delia me parecía la que mejor iba con ello, precisamente porque estaba unido a alguien que perduraba a través de los objetos pero a condición de borrarse, de hacerse poco a poco casi nada a medida que aumentaba su entrega, su cansancio, y su energía se agotaba; yo, pues, que siempre había confiado en aquello, encontraba que por una vuelta traicionera del destino no sería así, que el hijo perduraría. Esto por mi lado, que puede parecer un tanto egoísta. Por el lado de ella las cosas no estarían mejor, ya que se sabe cómo les va a las madres obreras en un mundo hecho para hacer de a una cosa por vez y ser de hecho una sola cosa en la vida. Cierto día, tiempo después de la devolución de la pollera, caminamos toda una tarde sin hablar. No hace falta decir que caminar era para nosotros una danza obligada. Es la distracción más al alcance de la mano, la más duradera y la que requiere menos dinero. Caminan los desesperados, pero también los libres. Tampoco hace falta recordar que, hasta que cayera la noche y los Cardos se abrieran para nosotros, no teníamos dónde ir. Delia y yo parecíamos dos enajenados que andaban de un lado para otro por vías que no conducían a ningún lugar en particular. A lo largo de los caminos laterales, desde el borde de los terrenos a veces asomaban unos gatos muertos; de lejos podían distinguirse los claros, efecto de los pastos elevados que sus cuerpos aplastaban ahora contra la tierra. Esto quería decir que una fuerza superior a la de ellos, en todo caso superior a su peso, los había tirado sobre la espesura. He leído muchas novelas donde la muerte, pese a buscarlo, no consigue plegarse a la naturaleza. Estas escenas, por el contrario, estaban bien logradas: los cuerpos callados de los animales, anunciando con los despojos de los que se rodeaban que el último acto dedicado a ellos era el haber sido arrojados. Por lo demás, mientras nuestro silencio se prolongaba el paisaje mostraba su cara invariable. Para Delia no había misterio en esas
estructuras indiscernibles que se imponían solitarias en el medio de los terrenos; un agregado de ladrillos, hierros, losas y premoldeados en cuyas formas parecía actuar, diferente de la natural, una segunda naturaleza particular a este tipo de materiales. Rodeamos la cerca de un campo que no terminaba; sobre un costado, una poza que no tenía más de tres metros de ancho recibía el exagerado nombre de “La Laguna”. Pensé que los silencios de Delia obedecían a sus pensamientos; y que éstos estaban en la fábrica. Pensé que así como Delia repartía su energía en cada objeto que pasaba por sus manos, dándole también a cada uno un poco de su propia naturaleza, del mismo modo la fábrica, como pensamiento, reclamaba un espacio de su memoria –pequeño pero profundo– aunque no fuera más que para recordarle que era parte indisociable de su identidad. Hay estados cerebrales más estáticos que pensar o dormir, en realidad son todavía más pasivos que la llamada “mente en blanco”; así era el pensamiento fijo que bajo la idea de la fábrica ocupaba a Delia. En general se habla de la alienación del trabajo manual; muchas veces se han analizado sus causas, formas y consecuencias. Sin embargo, la concentración flotante y atenta, como a la defensiva de nada en particular, la pasividad de Delia ante sus propios movimientos mecánicos no puede llamarse alienación. Ella se trasladaba con la mente, como ahora parecía estar en otro lado mientras caminaba junto a mí. Y era esa capacidad para poder abstraerse sin ausentarse, o abandonarme sin irse, el don que encontraba más afín a su naturaleza. Esa tarde los campos que se abrían a derecha e izquierda mientras caminábamos parecían jardines rústicos, con una plaza inconclusa levantada sin concierto en el medio de cada uno. Cualquiera podía señalar la mano del hombre, y enseguida advertía una labor insuficiente para extensiones tan abiertas e indolentes; el trabajo a medias se enfrentaba al crecimiento confiado de la vegetación, el trabajo apresurado retrocedía ante la renovada prolongación de la tierra. Pero muy probablemente las manos de alguien que hubiese querido levantar un jardín no habían existido; la idea de jardín la poníamos nosotros, nos llegaba al descubrir esos terrenos que parecían modelados y abandonados en el mismo momento, como las acciones de quien en realidad está en otro lugar. Así, la ausencia especial de Delia durante esa caminata tenía para mí semejanzas con sus letargos fabriles; eran las formas diversas de una misma disposición sentimental, nada más que adaptada a situaciones diferentes. Y para evitar el trabajo de encontrar palabras quizá más adecuadas –pero menos gráficas– llamaré a esos letargos o ausencias de Delia su “disposición proletaria”. La verdad es que no sé si los obreros tienen una idiosincrasia particular; después de conocer a Delia y a unos pocos de sus compañeros tiendo a creer que sí. En cualquier caso uso la fórmula como una simple asociación: la abstracción en las situaciones fundamentales, como frente a la máquina, se repetía en el caso de Delia en varias otras circunstancias. Un tipo de ausencia quizá relacionada con las operaciones cuantitativas que suelen
realizar los obreros. Antes dije que la cantidad, para un obrero, es una cualidad despojada de todo cálculo; las piezas pueden multiplicarse hasta el infinito, las operaciones dividirse hasta su mínima expresión, y siempre serán objeto de pensamientos inmateriales: no el inventario fabril ni la ganancia empresaria, sino la naturaleza abstracta de la acumulación, algo parecido a la ciencia de los números. Esta secuencia numérica, más allá de su magnitud, revertía su condición indeterminada sobre los objetos, y desde los objetos se dirigía en primer lugar a la conciencia de los obreros y después a las cosas en general, al mundo y al tiempo de todos los días. De este modo Delia seguía siendo ella misma aunque estuviéramos caminando a kilómetros de la fábrica; un hilo invisible comunicaba a una con otra. Tendía la mirada hacia un grupo de árboles y, mudos hasta ese momento, esos árboles adquirían vida y se recortaban sobre el paisaje; pero a medida que se hacían más visibles era Delia la que se borraba. Lo mismo ocurría con las piedras, con los animales que encontrábamos de cuando en cuando y con el resto de las cosas. Ella tenía una capacidad especial para repartir una sobredosis de existencia; no un exceso temporal de vida, sino una presencia real más enfática. Y esa cualidad, por un previsible mecanismo de compensación, tendía a ausentarla, diluirla y hacerla casi transparente, como tengo dicho, tal cual ocurría cuando se instalaba día a día frente a sus máquinas de trabajo. En definitiva, para continuar con el símil, no otra cosa hacen los obreros: añaden excesos a los objetos sobre los que fijan su atención. No sé si esos agregados tendrán el efecto de mejorarlos, es algo que no me parece decisivo pensar; en todo caso, según sucedía con Delia, es cierto que los tornan más evidentes. Ahora es de noche. Hasta hace unos momentos estuve sentado sobre la cama sin pensar en nada en particular, mirando el piso. Ya empezaba a percibir ese tiempo de espera que confluye en la mitad de la noche, hecho de sueño y de ruidos ahogados, cuando algo parecido a una señal me llevó a levantarme y llegar hasta la ventana. Allí vi el silencio antes que lo negro: en el aire flotaba un rumor falso, una resonancia vacía que no provenía de ningún sitio en particular, sino de la noche cerrada como un bloque. Era verdad lo que puse más arriba, que la naturaleza impera en la oscuridad, porque uno sentía que si alguna cosa provenía del vacío era esa mezcla que aunaba lo diverso con lo indiferente. Esos momentos que en las novelas suelen llamarse “el palpitar de la noche”. El mundo descansa, la noche se agita; el día se estremece, el mundo trabaja. Por razones obvias, la noche es más profunda y cósmica que el día, pero también es el momento cuando el olor de la tierra, desde los detritus elementales hasta las fragancias levantadas por el rocío, se prepara para ponerse más de manifiesto. Y esta combinación de contrarios, lo general e impasible de la esfera celeste, con la galaxia navegando rauda y extraviada, a todo motor, por el medio del universo, y la labor particular de la
tierra, abriendo semillas y corrompiendo cuerpos, segura como el trabajo de una obsesión, es lo que a veces se llama el rumor, o palpitación, de la noche. Por ello no sabría decir si me “llamó” alguna cosa en particular. En el medio de esa noche, maciza como una zanja de oscuridad, encontré la luz de una ventana suspendida en el aire. Un hombre mayor se recostaba sobre la cama. La lámpara, pegada a la pared, alumbraba un costado del cuerpo. Mientras tanto, a mis espaldas estaba el otro rumor, el pasillo que absorbe los ruidos de los cuerpos en la noche, desde las habitaciones. En cierto momento el hombre cambió de postura, se recostó un poco más. La pared del cuarto parecía de color ceniza, a lo mejor había sido antiguamente blanca. Era admirable ver los movimientos mínimos, indiscernibles y a la vez elocuentes, como cuando apoyaba su costado con cautela como si precisara cada partícula del edificio para no desplomarse. Me puse a pensar en el trabajo de la enfermedad: un cuerpo sin resistencia en la mitad de la noche, esperando que el mal termine de actuar, o por lo menos tome un descanso, para asistir al final de la historia. Por su parte, fuera de esa habitación, también en medio de la oscuridad, en la pieza contigua otra persona piensa en el enfermo. Por un lado estaba la profundidad del mal, atormentando el cuerpo para expresarse, por el otro, continuaba la noche navegando a través de tanta inmensidad. Imaginé que en esa conjunción había un mensaje dirigido a mí, y que tenía un tiempo muy breve, lo que dura la noche, para interpretarlo. Mientras tanto en la puerta de la casa unos hombres sin rostro aguardaban la señal para entrar. Velaban al enfermo, o acosaban al condenado, en breve lo harían con el muerto. Fijé los ojos en la ventana y al rato me pareció que el cuerpo se atenuaba de a poco; desvaída de por sí, la piel se apagaba todavía más; y sus pocas ropas se adelgazaban despacio, como si carecieran de carne para cubrir. Hasta entonces nunca había reparado en la persona, y era asombroso que a pesar de las circunstancias ahora pudiera ver los detalles. A lo mejor se debe a la oscuridad, pensé; una ocurrencia que desapareció sin dejar rastros. La habitación estaba atravesada por un sendero, eran las marcas de los pasos caminados durante la vida. Ese camino indicaba una vieja costumbre y una dirección única; la diagonal que llegaba hasta la ventana,a cierta distancia del colchón donde ahora se recostaba la víctima. Entonces me quedé pensando en esto y en la noche, en el capricho del cielo y la voluntad de la ventana, que mostraban más de lo que era visible. El mundo podía derrumbarse, me dije frente a la oscuridad, y de todos modos seguiremos sostenidos por la luz de una habitación. Pensé en los animales; ¿qué siente la bestia cuando en el medio de la inmensidad encuentra otra vida aparte de la suya? No me refiero al reflejo de la especie, las operaciones que regulan el movimiento o la pasividad, sino al momento de tensión espontánea cuando la soledad profunda del animal advierte que no es única. En ese primer momento, me dije frente a la ventana, el animal se siente sostenido por la otra vida; hay una palpitación que lo ampara, porque sabe que es común a la propia que lo sostiene. El desahuciado advierte lo mismo, continué, porque quien va a morir recupera el aliento original y el instinto primero.
Por otra parte, la noche seguía su camino escalonado por las exhalaciones profundas, los cambios de temperatura y los estremecimientos, como sucede cuando los pájaros nocturnos están a punto de chocar con nosotros y sacuden el aire. Escribir sobre esta noche, como hago ahora, y recordar las del pasado en los alrededores de los Cardos son dos pasos de un mismo movimiento. Antes me sumaba al viaje sin plazo hacia lo profundo, participaba de la navegación confiada. Ahora me detengo en la inmovilidad. Sería un error llamar a esto comparación, tampoco es asociativo, es algo más autónomo, un núcleo de reminiscencias que se compone de dos partes, sin alguna de las cuales no es nada. Algo así como la doble cara de las medallas, o las monedas. Desde entonces hasta ahora pensar en eso que se llama noche bajo cualquiera de sus aspectos –sin duda algo tan abstracto como el día–, es para mí recuperar la época en que los encuentros con Delia se plegaban a un desarrollo sigiloso, clandestino y anónimo. Cuando nos perdíamos por esas barriadas sin medida, discernibles sólo por el hecho de que seguíamos juntos, caminando uno al lado del otro, a lo largo de regiones inconcebibles en su extensión, para advertir más tarde, con un poco de regocijo y otro poco de sorpresa, que una guía invisible nos conducía hacia el baldío común para llegar al galpón con tiempo suficiente de abrazarnos y hacer algo furtivo y esmerado a la vez; cuando eso ocurría podíamos sentir que, aunque estaba fuera del tiempo, la noche poseía una medida, era una magnitud que se abandonaba paciente y laboriosa, empeñada en no marcar la hora. Ignoro la consecuencia de esto en Delia, pero a mí me hacía vacilar; si bien podía suponer que no era un daño, temía estar cumpliendo con algún tipo de acto indefinido, gratuito y artero a la vez, egoísta o despiadado. En la noche, como puse arriba ese montón de materia oscura e ignorada, Delia se entregaba con la perpleja confianza de los animales, tanto que sería fácil pensar en ella como en una víctima indefensa. Sin embargo, incluso en el caso de que fuera inversa, sería difícil decir que la realidad era distinta. Los abrazos con los que Delia quería aferrarme tenían una breve agitación, eran cosas urgentes, algo que por su misma naturaleza no puede prolongarse sin riesgo de agotar su intensidad. Se podría decir que era amor, o la ansiedad que produce la noche, no sé; que era una pasión exaltada, ávida y profunda tratando de escapar de sí misma, que era su manera de plegarse a lo oscuro y renunciar a la fábrica, etcétera. En la casucha de los cardos, yo podía advertir muy bien cuándo Delia dejaba de escuchar el rumor de las cosas, o las gotas contra las chapas cuando llovía, o si dejaba de oír la carrera furtiva de las alimañas. Toda ella era algo abierto, volteado como un guante, ajeno de sí a la espera de una cosa que podía ser pasajera o definitiva, pero siempre abrumadora. En esos momentos, cuando Delia se desplegaba en su abandono, con la necesidad imperiosa de recibir, yo me veía como quien estaba de más, no dominaba nada, había resultado suficiente dar el primer paso y ahora era un extraño. Desde un punto de vista mi intervención
podía parecer esencial, pero si esto tenía alguna consecuencia en los actos de Delia, lo cierto era que ellos me dejaban afuera, convirtiéndome en algo transitorio y abstracto a la vez, aunque, como puede imaginarse, fueran momentos de máxima conmoción física. Puede sonar exagerado, pero me sentía más ajeno que cuando me acercaba a los lindes de la fábrica para observarla durante el tiempo de descanso. De este modo Delia no se cansaba de ser enigmática, más allá de lo que ella realmente fuera o quisiera ser. El animal se siente sostenido por la otra vida, me repetí frente a la ventana. Noche, profundidad, pensé. He leído muchas novelas donde la verdad se revela durante la noche. Pero es una verdad temporal, porque necesita de la amenaza del día para mostrarse sin vacilaciones. En la noche somos el centro, como ocurre cuando queremos ver el pasado. Di media vuelta para alejarme de la ventana y sentí a mis espaldas, clara como un puñal, la tensión de una mirada. Escondido, en la oscuridad, alguien me observaba. Quise saber quién, de dónde, por qué. Eran las preguntas de alguien sostenido por la otra vida. Bajé la vista sin saber cómo reaccionar. Eso hacen también los animales que durante un breve momento carecen de respuestas. En el piso vi marcas parecidas a las del otro cuarto: yo era otro más de los que dibujan calles. Como en la naturaleza, los senderos hablaban de un hábito, de una frecuencia y de una dirección. El camino de mi cuarto nacía en la puerta, seguro y transitado, pero se dividía a los dos pasos en cursos previsibles: la ventana, la cama y el ropero. El camino hacia el ropero era el primer brazo de la ruta hacia la ventana, el principal, dado que era el más largo. Por su parte, el camino de la cama era el segundo desvío, aunque en realidad formaba un estuario, una zona ancha e imprecisa, pero discernible, que sin desembocar en nada en particular se extendía como una mancha de claridad variable hasta el ropero. De repente, el recuerdo de la otra pieza me hizo pensar si toda esta escena no me tenía como principal destinatario. Algo particular ha ocurrido, pensé; y es natural que si sólo yo lo advierto sea una cosa dirigida a mí. Ésta es la habitación que recorro todos los días. Antes, con Delia caminaba la ciudad, o lo que quedaba en las afueras, y ahora solamente camino mi pieza. A veces el recuerdo de Delia me llega como si perteneciera al sueño. No al mundo de lo soñado, que no conocemos, sino a esa parte de la realidad pocas veces alcanzada, donde está a punto de suceder lo que finalmente no ocurre. No hace falta dar ejemplos de lo sobrenatural, la magia o la vida de todos los días; conozco muchas novelas que se han ocupado de eso. Muchas veces pienso en Delia como alguien, algo que se alejó cuando estaba punto de tomar otra forma, una cosa en camino de ser otra. Y por ello lo que digo, o los recuerdos en general, no tienen que ver con la nostalgia sino con el misterio. Porque el resultado que siempre obtengo es algo indiferente, impreciso, la memoria más o menos certera –los hechos, la interminable serie de actos y circunstancias–, pero borrosa en cuanto al sentido
verdadero de las cosas. Esto puede tener varias razones, aunque todas comienzan, divagan y concluyen con Delia. Como quizás explique más adelante, por lo general Delia se manifestaba como un enigma. Nunca he visto a nadie imponer de tal modo su presencia tratando precisamente de hacer lo contrario, de desaparecer, borrarse y repartirse entre la cantidad de objetos que nos rodean y amenazan. Y Delia lo lograba sin intentarlo. Callada, ausente, olvidada de sí, demorada, lo conseguía de manera natural; eficaz e inconcebible a la vez, y por supuesto invisible para casi todo el mundo. ¿Cómo podía ocurrir esto? Aunque no tengo muchas explicaciones, voy a arriesgar una: Delia era una persona que iba hacia atrás. Para ella el tiempo no avanzaba; y si evidentemente tampoco retrocedía era claro que ocupaba dimensiones contiguas, donde la progresión o el retroceso, incluso la lentitud o la aceleración, estaban abolidas como posibilidades prácticas. Ese “ir hacia atrás” significaba que siempre ocupaba el momento previo, muy raramente el actual. No era posible el alcance ni la diferencia. Un don que le permitía no estar, como ya describí varias veces, sin irse del todo. Pero claro, ese minuto “previo” era engañoso, porque como ocurre con todo el mundo estaba obligada a participar del mismo tiempo que los demás. Entonces, para que ocurriera esto y lo inverso, Delia ponía en ejecución una impresionante cantidad de recursos involuntarios, que siempre por una u otra vía acababan dando esa idea de ausencia y regresión. Tengo la imagen de Delia viniendo sola por la avenida bajo la luz rara de la tarde; camina sobre el borde del pavimento como si hiciera equilibrio. Están la poca luz del día, ya en retirada, y la más escasa de las lámparas que todavía no iluminan. En esta claridad inútil del atardecer las cosas actúan como si aparecieran y desaparecieran a cada momento, seguramente a merced del aire, que con sus cambios de temperatura o circulación les brinda un poco más de sobrevida, o sea de visibilidad, antes de que caiga la noche hasta el otro día. Bueno, todavía me parece ver a Delia en esa penumbra caprichosa, capaz de descubrir lo alejado y ocultar lo evidente a pocos metros. Tengo el recuerdo de ella aproximándose y sin embargo no la veo acercarse. Yo estoy esperando que aparezca el colectivo, no pienso en otra cosa. De vez en cuando observo la tarea de la estiba, se levantan los pesados cajones y los obreros caminan alrededor de los carros; me fijo en la espera de las bestias, caballos o mulas, el pensamiento hecho de nada que ocupará su tiempo mientras los hombres trabajan. Me imagino el olor de los animales, que a otra hora de la jornada llegaría hasta mí con facilidad. Pienso en esas cosas, pensamientos sin mayor objeto, como si la mente asistiera a un juego de abstracciones. A veces algún animal mueve la cola de una forma, digamos, más instintiva que el hecho de caminar; observo el foco que alumbra la escena, y supongo que sin duda encandila a más de uno. Pienso en estas cosas una y otra vez, que arman un circuito puntual, y de repente, como si se alertaran todos los sentidos, me sobresalto por la repentina aparición de Delia. Está a dos pasos,
recortada sobre la oscuridad, y se detiene antes de esbozar su sonrisa insegura. Me digo que es imposible, no vi llegar el colectivo. Hombres y bestias se detienen por un lapso impreciso, corto o largo. Confundida y halagada ante mi preocupación, Delia explica que vino caminando desde la fábrica. Al salir de la ventana apagué la luz y me puse a escribir en la oscuridad. En un primer momento, por el hábito, me inclinaba para ver lo que iba escribiendo. Y previsiblemente advertí que así veía menos que si tendía la vista hacia adelante. Hacia abajo la sombra era más oscura, hacia el frente un débil reflejo podía ofrecer algún simulacro de profundidad. Porque lo profundo no está en lo oscuro, sino en el contraste. Entonces, cerrando los ojos, y mirando luego hacia adelante para no ver otra cosa que matices borrosos y sombras en movimiento, me puse a escribir. Sin la vigilancia de la vista, la mano primero y la letra después, instrumento y resultado, parecían tener una vida más autónoma que de costumbre. Ponía una frase y la presentía inmediatamente liberada, como sucede con el paisaje cuando acabamos de pasar. Por ello se me ocurrió, en un momento en que describía los abrazos de Delia, urgidos como eran y también profundamente impotentes, se me ocurrió pensar que la libertad está siempre vinculada con la brevedad. La duración prolonga, esclaviza, en primer lugar a sí misma. Las frases a ciegas pasaban enseguida, y por ello tenían una vida no hecha sólo de fugacidad, sino también de premura. El cuaderno, las hojas lisas, el costado del brazo apoyado sobre el papel, tejiendo el sueño de la mano. Había escrito apenas poca cosa cuando llegó otro rumor desde la ventana. Soy yo, me dije, que no puedo dejar de escuchar ruidos. He leído muchas novelas en las que la oscuridad tiene sus implicancias particulares: el personaje se hunde en ideas amargas y pesimistas, o en pensamientos negativos hasta que cae en la peor desesperanza y en la aflicción más destructiva. Sin embargo, en la realidad, digamos la vigilia, la energía nocturna se extingue muy rápidamente, el enigma representado por la noche, del que se deriva una amplia gama de implicaciones metafísicas y una gran cavilación abstracta, no dura nada, es como una llama espontánea que se autoconsume. Mientras pensaba en esto la densidad del aire se hacía distinta: por imperceptible que fuera, la luz que entraba por la ventana se ponía de manifiesto en sus variantes. Así vamos, pensé, respirando los matices. Al rato de estar escribiendo en la oscuridad encontré que había otros efectos. Las frases aparecían y desaparecían, tal cual dije, como el paisaje a medida que avanzamos; y gracias a esta progresión acumulativa, o mejor dicho antiacumulativa, yo iba encontrando, en donde menos la esperaba y bajo otra forma, la naturaleza de la espera. Uno está acostumbrado a aguardar que las cosas ocurran: la hora de la comida, el día siguiente, el próximo suceso, en realidad pocas cosas más; por lo general la espera pone en el horizonte algún suceso que la satisface. Pues bien; aquella noche era una espera en estado puro, hecha de nada y sin promesa alguna. Recordé el repertorio de sombras rodeando el terreno de los cardos, en el medio del silencio, algo tan saturado de esperas que era una sola e
indefinida. Oculto en la penumbra el cuerpo de Delia se reducía todavía más, hasta alcanzar un estatuto inmaterial; toda su levedad se hacía más tenue, contagiada por lo ligero de la oscuridad. Entonces en mi cuarto pensé: las sombras antes, las sombras hoy. Una y otra vez se repiten los ingredientes y las cosas de cada vida; como ahora, me dije, que habiéndonos conocido con Delia en cierto modo gracias a lo oscuro, yo encontraba de nuevo, al cabo de años de abandono, en otras sombras, aunque parecidas, una parte de aquella verdad. Delia me dijo algo así como “Me vine caminando desde la fábrica”. Solo entonces advertí que la había esperado demasiado, que la carga y descarga de bestias y estibadores me había distraído. La luz daba entera sobre los cuerpos de los animales, a cuyos pies merodeaban las sombras de los hombres. Algunos restos de mercaderías en el piso, que enseguida serían olvidados, completaban un cuadro de actividad no muy febril, en todo caso ensimismada. Una labor primaria, pensé: levantar y llevar, la carga y la descarga. ¿Por qué nos distrae mejor lo elemental, el fuego por ejemplo? Allí estaba yo parado, como se dice en las nubes, mirando la vereda de enfrente, cuando de improviso se interpuso Delia, que sin haber terminado de llegar, emergiendo de la noche temprana como una sombra, ya me transportaba a una dimensión lateral, a su modo complementaria de la realidad, cuando todavía no había dejado atrás el sobresalto. “No es nada, me vine caminando desde la fábrica”, repitió con su sonrisa. No atiné a preguntar nada en ese momento, y sin embargo aquello era tan inusual. Ella dio una vuelta, me rodeó por delante y sin dejar de observarme se colgó de mi brazo izquierdo, lista para empezar a caminar –o más bien, en su caso, lista para seguir la caminata. De haberle preguntado, Delia podría haberme respondido con la verdad, pero como no lo hice, hasta ahora ignoro qué dejó de decirme. La paga atrasada, una huelga de transporte, dinero perdido, las explicaciones podrían haber sido múltiples, muchas de ellas veraces. Uno a veces no pregunta por temor a arruinar las cosas; otras porque, cuando la realidad se presenta conforme a lo que uno espera, siente que cualquier pregunta está de más. También, como antes puse con otras palabras, a veces no se pregunta para evitar saber lo que ya se conoce. Yo sabía entonces muy pocas cosas de Delia, y pese a ello no se me ocurría hacerle preguntas. Las preguntas la espantaban, quizá ponían en evidencia su debilidad. No hace falta repetir que Delia se expresaba con largos silencios, y cuando hablaba sus palabras siempre resultaban escasas. No tanto porque pareciera haber hablado a medias sino porque uno tenía la impresión, al terminar de escucharla, que durante el breve momento que había durado su voz, de por sí débil, algo que estaba a punto de decir se había alterado para adquirir otra forma, sin duda comunicativa como las palabras o los gestos, pero de distinta elocuencia. Esta elocuencia funcionaba por la negativa, era el terreno de la antipalabra, algo que está en el extremo opuesto del silencio. Tenía la reserva de los obreros, lo que
resulta lógico. Un mutismo hecho de nada, pero contundente. Por lo general se piensa que es en el mundo rural donde están los herméticos: el pastor que dice lo mínimo, el isleño que calla, el labriego insondable. Gente con un silencio, como el de los árboles, que se interpreta profundo. Yo creo que el silencio de la gente del campo es resistencia a hablar, algún modo de ignorancia, timidez, al contrario del silencio de los obreros, la otra fracción heredera del mutismo, un silencio complejo, atravesado de intrigas y señales contradictorias, de avances, distracciones y por sobre todo de implicaciones morales. El silencio del obrero, lo sé por Delia, es estático; al contrario del silencio rural, no transmite nada, a lo sumo poco, y cuando lo hace, por su misma complejidad no es otra cosa que una forma de comunicación contradictoria. Esta ausencia de expresión se convierte en contratiempo y nos desorienta, son múltiples mensajes a la vez, disímiles pero solidarios; no es posible entenderlos como conjunto y no existen de manera individual. Muchas veces confié en recibir el significado de aquel silencio, en vano. El olor del verano, residual en ese otoño debido a un viento tenaz desde las zonas cálidas, traía la promesa autocumplida del clima. Olor a agua, a descomposición lenta y resurrección espontánea. Cuando Delia terminó de llegar y me tomó del brazo, momentos después de escuchar su comentario, comprendí en qué medida siempre ocupaba un tiempo distinto, retrasado del que en la práctica transcurría en ese momento. Esto, como dije más arriba, era uno de los rasgos que la hacía única. Esa forma sutil de ocupar un leve después, para decirlo de alguna manera, o un leve antes, una especie de “apenas” cronológico. Hablaba desde esa demora, quizá por eso su voz sonaba débil; y lo que decía se refería a algo que estaba a punto de ser superado, nunca transcurriendo en ese mismo momento. Así se desplazaba ella, por carriles diferentes. Estaba por ejemplo conmigo, toda su conciencia podía estar segura de acompañarme, y sin embargo había una parte que no estaba. Y cuando digo parte quiero decir tiempo, no lugar. Esto, por supuesto, sería difícil tomarlo en su sentido literal, pero no puede expresarse sino a través de esta forma. Antes di a entender que Delia tenía varias existencias simultáneas; una de ellas se destacaba y era la verdadera, la que resultaba de su labor en la fábrica. Ese edificio antiguo y en ruinas, aunque parecía fuerte, que irradiaba una de las pocas formas de la verdad, o sea, ser el sitio donde se produce la transformación de las cosas, la combinación de trabajo humano y materia dócil que da como producto final la mercancía, los objetos que cada uno después compra, si puede; ese edificio vulgar, pero importante, era también un epicentro de emociones, casi siempre individuales, que se verificaban en las particulares dosis de existencia que eran atributo de los obreros, quienes muchas veces las poseían sin advertirlo. Esto no las hacía menos naturales, pero en ocasiones podían parecer más artificiosas. Tiempo después, ese regreso de Delia a pie, la incógnita de su caminata desde la fábrica, comenzaría a develarse. En cierta oportunidad escuchábamos la inquietud
anticipada de algún pájaro, la noche estaba por terminar, ya habíamos dejado atrás los Cardos e íbamos por el medio de calles y manzanas oscuras, como si allí la noche no fuera más que una boca de lobo extendida y obligatoria, unánime como diría Borges, cuando Delia comenzó a explicarme con su delicado hilo de voz por qué aquella vez se había vuelto caminando desde la fábrica. Terminó siendo una larga historia. Lo que al inicio fue un comentario más, esas cosas que dice una pareja después de haber caminado por mucho tiempo, saciados de amor y confundidos de cansancio, derivó en una verdadera historia que Delia debió explicarme a lo largo de varias jornadas. Una persona, que llamaremos F, había quedado atrapada en la red de intereses acumulados que imponían los prestamistas que rondaban la fábrica. No todos los obreros estaban en condiciones o dispuestos a ayudar, y lo que se juntaba no bastaba para cancelar la deuda. Todos los días F se había visto obligado a llegar a la fábrica con un disfraz, e irse cuando terminaba su turno disfrazado de otro modo; era el único recurso. A veces el disfraz era un subterfugio, o un truco teatral que ponía en escena frente al ancho portón con el objeto de que no lo reconocieran los acreedores. Tampoco estaba en condiciones de salir al descampado en el tiempo de descanso; en ese lapso F debía quedarse adentro, escondido, y atisbar desde allí los movimientos de sus compañeros y las miradas vigilantes de los prestamistas, que se reunían más allá del alambrado a la espera del final del día y, de paso, de que él apareciera. A los obreros, me dijo Delia, la paga que reciben no siempre les alcanza para aquello que necesitan. Para eso están quienes ofrecen préstamos; porque cuando llega el martes, por ejemplo, y todavía el obrero debe esperar hasta el viernes para cobrar de nuevo, y mientras tanto arreglarse como pueda, muchas veces sin tener plata para el transporte, el recurso a la mano, unas veces extremo y muchas otras también el único, es acudir a ellos. Son préstamos de subsistencia, pueden sumar el equivalente a unos pocos viajes, o el alimento previsto para dos días. Y por eso mismo, como no están pensados para “inversiones de importancia”, como quienes se endeudan no son personas que vayan a hacer una operación de envergadura, los intereses que deben pagar son los más altos. El número 10 puede convertirse en 20 en el lapso de cinco días, me dijo Delia. A menos dinero mayor interés. Hay una suerte de castigo por tomar préstamos pequeños; probablemente estos prestamistas no tienen otra forma de asegurar su negocio, quizá también reducido. Pero también está el empeño de escarnecer cuanto se pueda al obrero deudor. Una vez Delia debió pedir. Era un jueves por la mañana (los prestamistas van al comienzo de la jornada todos los días excepto los viernes, día de cobro, que aparecen al final del día). Necesitaba dinero para comprar un jabón, que se había acabado antes de tiempo. Y ante la alternativa de no poder asearse por un día la gente de su casa prefirió que ella tomara un préstamo. Me dijo Delia, a veces es más sencillo endeudarse de ese modo que pedir a quien no nos cobraría intereses. No era algo vinculado con el orgullo; en caso de haber entendido bien, era una
conducta impuesta por la lógica colectiva. Como en los sectores obreros el dinero era un bien escaso, no podía ser objeto de circulación más allá de lo utilitario, o sea, lo destinado a la satisfacción de necesidades. Podían cambiar de mano en calidad de préstamo los bienes que carecían de valor de cambio, como la ropa, las herramientas o utensilios, incluso insumos o el trabajo mismo, pero raramente alimentos y jamás dinero. Que esta circunstancia no estaba sometida solamente a una regla de la escasez (lo que no abunda no circula) lo prueba el hecho de que para los obreros fuera también vergonzante pedir dinero. Y paradójicamente, esto derivaba en una lectura equivocada de la conducta de los prestamistas, cuyos gruesos intereses eran percibidos por los obreros como adecuados en tanto imponían un castigo, severo pero justo. Como la identidad proletaria, que sólo se adquiere en determinadas circunstancias, esta concepción del dinero era una cualidad exclusiva de los obreros, formaba parte de la mitología personal de cada uno y de las ideas sobre el mundo que tenían sus familias. Disfraz, coartada escénica. Una palabra no siempre es únicamente esa sola palabra, como muestran muchas novelas. En el contexto de su atribulada situación, cualquier cosa que disimulara, estuviera o no relacionada con el atuendo, adquiría para F el valor del disfraz. Los ojos de los prestamistas lo buscaban entre la multitud, pero debían rendirse ante la capacidad mimética de los obreros: vestidos casi igual, con los cuerpos trabajados de manera semejante por movimientos similares, una forma parecida de plantarse en el exterior, de cara a la calle y al mundo, todas eran cosas que borraban las diferencias individuales. En conjunto no se parecían a nada en particular, aunque su indeterminación los señalaba. Los problemas de F se prolongaron bastante. Sin embargo, no duraron lo suficiente para dejar alguna nueva enseñanza entre los pares. Fue una duración equívoca, escandida más por las penas y tribulaciones que por los hechos propiamente dichos. Hubo un momento en que los prestamistas amenazaron con dejar de prestar en general si F no cancelaba su deuda, con el tiempo cada vez más abultada. Por su parte, F nunca pensó en abandonar la fábrica para evadir, acaso, el pago; las alternativas eran más radicales, quitarse la vida por ejemplo. Es que para un obrero tener una deuda de dinero es vergonzante, lo siente como algo que pone en entredicho su propia naturaleza. Y en ciertos casos, como ahora el de F, no poder pagar le daba un cariz trágico a los hechos, porque en el fondo de su conciencia el suicidio no era el recurso último para evadir el problema, sino el pago total. Visto de un modo completamente literal, era capaz de sentir que debía “pagar con su vida”. Es probable que con esto el prestamista no recuperara la plata, pero como contrapartida era lo que vindicaría su razón. Así, el sentido del dinero se revelaría una vez más a través de la muerte. Una larga experiencia con los préstamos, con sentimientos diversos y a veces cambiantes hacia los deudores, una larga trayectoria en el manejo de estas cosas le había
enseñado al prestamista a calibrar los matices más leves de las reacciones; y en este caso sabía que la conducta evasiva de F no respondía solamente a la falta de dinero: se debía también a que había encontrado “la verdad del deudor”, como la llaman los prestamistas, que es la de la muerte como garante último. Por su parte, los compañeros de F, al tanto de sus opciones prácticas y disyuntivas emocionales, se preocupaban. El suicidio de un obrero significaba la renuncia del individuo más ejemplar de la especie, la clase en este caso. No es que F se diferenciara especialmente, más bien al contrario, cada sujeto debe tener un grado neutro de distinción si quiere pertenecer a la tribu, pero hay acciones que se plantan como banderas, asumen una representación hasta ese momento inexistente. Y era en especial esta circunstancia, el hecho de que inevitablemente fuera a ser una representación pasiva, dado que la encarnaría un colega muerto, lo que temían los obreros de la fábrica. Mientras Delia me contaba estos detalles advertí que yo pasaba por un prestamista más cuando algunas tardes iba hasta el cercado a observarla en su rato de descanso. Como escribí antes, me había visto rodeado de otros sujetos, que tomé por curiosos. Quizá los movimientos de los compañeros de Delia, esas coreografías lentas y concentradas, parecidas a rituales excéntricos, unos pasos que me habían llamado la atención porque eran tan minuciosos e insustanciales al mismo tiempo; quizás esos movimientos de los obreros no eran otra cosa que los ardides, el disfraz, para mantener oculto a F. Los prestamistas miraban con atención hacia el grupo, igual que yo, que buscaba distinguir a Delia. Sin embargo, según recuerdo, las miradas con que los obreros respondían a las nuestras tenían una cualidad ambigua, eran una solicitud de amparo y a la vez una señal de indiferencia; no había pizca de desafío o indignación y, aunque esto resulte difícil de entender, tampoco buscaban disimular. Eran las miradas de alguien que acaba de desviar los ojos y observa a medias para comprobar si sigue acaparando la atención. Como sucede tantas veces, en el momento de bordear la inocencia es cuando se produce la escena más vil, o la más insidiosa, en todo caso la más difícil de calibrar en su completa medida e incluso la de concepción más equívoca –para no decir directamente incomprensible. Por ello el sentido de esos momentos, como entonces, se me escapa también ahora, si bien debido a otros motivos. Esos espectáculos desde el enrejado, que para mí tenían que ver con el interés que despertaban unos obreros durante el recreo, dedicados a la holganza permitida por el reglamento, muy estricto por otra parte, ahora se revelaban como escenas de vigilancia y, de alguna manera, evasión. Que la vida no es fácil, Delia ya podía saberlo muy bien; que las cosas siempre pueden ser peores, pese a su corta edad también podía entenderlo. Solo le había faltado descubrir que la pasividad puede ser infinita, cosa que F le demostró. Había una rara disponibilidad en la manera como F evadía a sus perseguidores; lo hacía sin poner nada de sí, como un trámite gris e irrazonable que realizaba por motivos desconocidos. Una prueba estaba en
su gesto tan poco alerta, más bien inexpresivo, con el que acaso aspiraba a diluirse en el medio de tanta materialidad. Pocas cosas motivaban en él una reacción. Y como día a día se encerraba más en su cerco de ausencia, nada lo tomaba desprevenido. Así en F se ponían de manifiesto, de un modo casual pero de manera acentuada, algunos atributos obreros. El más perfilado era esa presión antigua para que el obrero se confundiera con la máquina; no que se acoplara a ella, sino, más simplemente, que fuera su brazo ejecutor. Esto ya lo expliqué un poco en relación con Delia –su inocencia práctica, su ausencia mental–, y de algún modo alcanzaba en F su máxima expresión. La presencia amenazante de los acreedores se había hecho ineludible, era palpable a lo largo de todo el día y tenía en F sus efectos hipnóticos, dejando a salvo un resto de adhesión a la realidad apenas suficiente para mantener en funcionamiento la línea de producción. Según Delia, varios prestamistas eran ex obreros. Esto lo dijo sin inmutarse, en su medio tono de susurro. Al escucharlo me detuve, la noche desierta se vació un poco más. ¿Cómo era posible que un obrero, después de reprimir tantas veces y a duras penas su desprecio por el dinero, habiendo empleado buena parte de la vida en una convivencia forzosa con sus efectos, se convirtiera al cabo en su reproductor más entusiasta? Delia no podía responder a esta pregunta, era probable que tampoco la entendiera; y por eso no la formulé. Pero un exobrero tenía importantes ventajas, me explicó. Conocía a sus antiguos colegas –y también éstos lo conocían a él–, por otra parte, y especialmente, había pasado por el religioso temor de clase hacia el dinero. Con esa resistencia y sus desarrolladas habilidades miméticas, F era un ejemplo perjudicial para la causa de los prestamistas; aunque por esas ironías de la realidad sin habérselo propuesto estaba haciendo el mejor aprendizaje para que el día de mañana, como se dice, cruzara el cerco. Muchos compañeros se preocupaban por el estado de F; pero la mayoría sencillamente permanecía atónita. Vista desde afuera, la vida de la fábrica podía parecer normal, sólo quien estaba dentro era capaz de advertir la conmoción. Sin embargo, una típica clasificación entre “adentro” y “afuera” como ésta, era en sí misma confusa y un poco inútil; prueba de ello había sido precisamente yo, que estando afuera no había advertido nada, y los prestamistas, quienes junto a mí aquellas tardes tras el cerco no sólo sabían todo lo que ocurría sino que tenían un papel destacado en la situación. Al final se organizó una colecta, que debió ser anónima para que nadie se enfrentara a la vergüenza de aportar dinero. Y como puede imaginarse, Delia entregó lo que tenía para el colectivo de vuelta; ése fue el motivo de su regreso a pie. Se arrepintió enseguida, un remordimiento que duró semanas, recuerdo con claridad. No por haber ayudado a F, sino por transigir frente al orden monetario estampado en cada detalle de la historia y en esa operación en particular. Delia recordaba la mueca de F cuando algunos colegas le entregaron el dinero en
nombre de todos –aunque pocos habían aportado, en este caso la palabra “todos” no buscaba extender la solidaridad sino diluir la deshonra. El deudor tuvo un gesto de conmoción, a medias contenido con una sonrisa; aunque no lo supiera, precisaba que el trance acabara cuanto antes. La delegación de obreros formaba un arco; F sentía ser el centro de un trámite falso, mal concertado, también impropio, una escena fallida. Es que en ese momento hubiera preferido estar soñando y despertar amenazado por un ejército de acreedores. De las personas, al cabo de las peripecias más extravagantes o dramáticas, siempre nos queda un rostro dibujado en la oscuridad. No la oscuridad real, sino la de la evocación. Los recuerdos, cosa curiosa, no tienen luz. El rostro de F, luego de semanas enteras de disimular, se enfrentaba a la inquietante novedad de que enseguida podría –y debía– dejar de hacerlo; y ello le demandaba un complejo ajuste facial. Era imposible saber qué cosas pasaban por su mente. Esto, que puede decirse de cualquier persona, en el caso de F se confirmaba todavía más al observar los movimientos de su rostro. Una sonrisa nerviosa buscando el punto impreciso de equilibrio, me dijo Delia; era notorio que de allí no emanaba alivio ni alegría, como tampoco confianza ni vanidad. Por su parte, los miembros de la delegación no la pasaban mejor. Estaban inmóviles y en silencio, rodeando al deudor como si fuera el centro de un culto inconveniente y forzado por las circunstancias. Sería fácil hablar de donaciones, ofrendas, etcétera. Los obreros corrigiendo el ritual hogareño, cumplido tantas veces en la intimidad, cuando les toca repartir el cobro escaso entre los miembros del grupo familiar. Estos obreros expiaban una culpa que a veces se volvía intolerable, para ello hacían un poco de “mal” que en la práctica, como en este caso, se traducía en “bien”. Y todo se debía a que F, en un momento inseguro del pasado que lo confundía, había necesitado “más” para vivir; una tarde el dinero no le alcanzó y debió esperar hasta la mañana siguiente para acercarse a los prestamistas. En esa simple paradoja, creo, se apoyaba buena parte de esa sabiduría silenciosa que sostenía a los compañeros de Delia. Y de algún modo quise decir eso cuando puse, varias páginas más arriba, que a su manera los obreros soportan el mundo. No hablo de la injusticia abstracta, presente todo el tiempo, tampoco de la concreta, por momentos tan extendida que es parte de la naturaleza, sino de la fuerza que empuja las cosas: entre el “mal” y el “bien” se levantaban barreras móviles, a veces invisibles y otras infranqueables, y los obreros se movían entre una y otra, todo el tiempo de manera obligada, sin poder modificarlas pero con una intuición tan certera que les permitía reconocerlas. Desde el primer pie apoyado sobre el suelo de la fábrica, el obrero estaba comprometido con el “bien”, pero vivía con la contradicción de que prácticamente todo lo que hiciera una vez alejado de su máquina pertenecería al dominio del “mal”. Por supuesto, el nombre de las categorías no provenía de los obreros; ellos habían llegado cuando, digamos, estaban clasificadas y repartidas por adelantado. Hubo un momento en el que los obreros advirtieron esto y se rebelaron; según su
manera de ver, la maquinaria era la responsable. Entonces decidieron destrozar esas moles imponentes, intrincadas y metálicas. Juntaron fuerzas de la propia debilidad y se lanzaron contra ellas. Que cedieran como si estuvieran hechas de cartón fue motivo de asombro; tuvieron una primera reacción de espanto, sin darse cuenta habían ingresado en un mundo mágico y sobrenatural: las máquinas caían como casas de naipes; lo que un momento antes representaba el imperio de la fuerza, un mundo que iba hacia adelante gracias a la simple pero eficiente lógica del engranaje, ahora se desmoronaba con el primer golpe; y cuando había máquinas muy juntas se derrumbaban en secuencia, una después de otra. Muchos obreros recordaron entonces los propios hogares, las humildes taperas cuando las abatía el viento los días de tormenta. Pero les resultaba inconcebible presenciar un efecto similar en la maquinaria. Esto, que podría ser interpretado como otra prueba de la debilidad del bien y la invencibilidad del mal, los obreros lo percibían a la inversa: era la inestabilidad del mal frente a la inmutabilidad del bien. Esta leyenda medianamente heroica estaba asentada en la memoria atemporal de los compañeros de Delia. Y aunque muchos no la recordaran o incluso no tuvieran la menor idea de su existencia, en cualquier caso todos estaban bajo su influjo –a veces protector, otras inocuo o hasta destructivo–, y organizaban su trabajo y forma de vida de acuerdo con ella. Historias como la de F surgían, progresaban y concluían según este fondo de leyenda. A primera vista, viéndolos trabajar, los obreros podían parecer individuos bastante prácticos y desenvueltos; pero no eran lo bastante empíricos como para ser inmunes a la contradicción o como para desatender las vacilaciones. Cada paga recibida, cada moneda, representaba ante ellos la dominación de la máquina. A la vez, no eran tan ingenuos como para pensar que esta percepción era completamente real; sabían que ese pago significaba sólo una parte del valor final de su trabajo, y que no salía de las máquinas. Pero tampoco ignoraban que el trabajo proveniente de sus fuerzas era en sí mismo de escaso valor, que aislado de todo lo demás, complementario pero decisivo, terminaba siendo algo insignificante y muy probablemente inútil. A esta complicación natural se sumaban otras incógnitas, ya reconocidas y a su modo generalizadas. Por ejemplo, los obreros que trabajaban sin trabajar. No eran personas sin actividad, tampoco estaban libres de obligaciones. Sencillamente era gente que no consideraba trabajo aquello que hacía día tras día, aunque en los hechos fuese similar, más duro o de mayor complejidad que el trabajo de los otros. Delia quería decirme que el mundo de la fábrica era un mundo especial. Irrazonable desde un punto de vista, incomprensible desde otro, y siempre así. Cuando todo lo demás se caía a pedazos, como dice la expresión, podía ser entonces normal ver a los obreros como una tribu de seres excéntricos preocupados por cumplir su horario, calibrar los tornos y consustanciarse con materias primas y plazos de producción. Pero Delia pensaba que en esa rutina, ahora extravagante, estaba el origen ya desesperado de la confusión actual. Esto
me lo dijo con otras palabras, muchas veces con silencios y frases distraídas que de hecho aludían a otros temas, casi siempre simples, o más bien triviales, y que me ayudaban a imaginar un orden de pensamiento sustancial aunque irremediablemente oculto. No hace falta decir que mis conclusiones fueron siempre hipotéticas, débiles hasta el punto de no habérselas referido nunca a Delia. He leído muchas novelas donde hay personas que sacan conclusiones arbitrarias sobre los demás. Estas ideas pueden ser falsas, casi siempre lo son de hecho, y por eso mismo sirven para generar todo tipo de malentendidos, sospechas y en general opiniones sin retorno. Y esto, que en las novelas es tan común, en la realidad lo es todavía más. Vivimos con ideas equivocadas acerca de los otros; toda la vida sigue igual hasta que llega una mañana, o cualquier otra hora, y alguna señal imprevista nos sacude, quedamos perplejos y advertimos enseguida que todo el tiempo habíamos estado dominados por el error y la falsedad. Por la noche, F sentía la vergüenza de llegar a su casa. La familia lo esperaba con su habitual y descuidada anuencia; una sombra callada que se va cuando escala el día y vuelve cuando la tarde languidece. La vergüenza de F tenía un solo motivo, el dinero, y dos causas, el haber debido pedirlo y ahora tener que devolverlo; como a los mejores obreros, le espantaba la perspectiva de pensar en eso. Sólo ansiaba recuperar aquella paz de vivir, hacer el trabajo y, a través de un abstruso mecanismo económico que le resultaba extraño y complicado, recibir lo suficiente para seguir mal, pero hacia adelante, según se le ocurría pensar por las noches, cuando lo invadía la absurda y salvadora esperanza del día siguiente. Como el padre, los hijos de F eran personas calladas. Antes de su llegada se los veía en los alrededores, siempre en silencio, como aturdidos. Uno podía pensar que escuchaban ruidos o palabras interiores, y que su piel fina y empalidecida, de hecho traslúcida, era el signo más visible del que se valían en su aspiración a borrarse, a desaparecer confundidos en medio del paisaje. En cierta ocasión Delia me los señaló, tiempo después del episodio del préstamo, cuando íbamos caminando por una senda que, pensábamos, cortaría en diagonal unos campos inacabables. Encontramos a los hijos de F en el punto donde el sendero hacía esquina con una calle, también de tierra, que un poco más allá terminaba en una quebrada después de unas vanas sinuosidades. Era curioso, pensé, que la calle actuara como el arroyo; y éste, recto, como por lo general lo hacen las calles. Pienso que de no conocer a los hijos de F, igual Delia los habría identificado por su actitud tan parecida a la del padre, hierática, para decir algo. Miraban hacia abajo, la espesura de un pajonal, aunque parecían no estar viendo nada en particular. Hubiera sido muy fácil pensar en esos niños como futuros obreros, pensé. La escuela del padre, aunque un poco hermética, sin duda dejaba su huella en el día tras día de la vida familiar. Como ocurre con los campesinos, cuando se reconoce en sus cuerpos el tipo de trabajo al que se han dedicado desde antiguo las generaciones familiares, a veces creía distinguir, como en el caso de estos niños, la “especialidad” laboral que estaban llamados a cumplir mejor en el futuro. Un chico tendría ocho años, el otro apenas habría pasado los diez. Y pese a
haber visto tanto, como es fácil imaginar, en ese momento sentí una ambigua sorpresa, mezcla de decepción y alivio, de desencanto y confirmación, cuando Delia me dijo que ambos ya trabajaban desde hacía tiempo. Ella misma tenía casi la misma edad que el mayor de ellos, sin embargo hasta ese momento había pertenecido al mundo de los adultos –y no sólo por estar junto a mí. Ahora, con esta revelación, los hijos de F también se asomaban a nuestro campo; eran los nuevos dioses de lo real, mientras sus cuerpos practicaban unas maniobras que evocaban la puerilidad. Me dijo Delia que a los obreros infantiles los observan mientras hacen sus tareas, que a los más grandes los ponen a trabajar junto con las máquinas, y que a los mayores los relacionan con el exterior de la fábrica –los prestamistas, por ejemplo–; y que estas etapas forman parte de la educación obrera. Pensé, mientras nos alejábamos con Delia de la tierra húmeda cercana a la quebrada, qué buscarán los hijos de F en la parte más espesa de la maleza. Quizá una tuerca, me dije, una mecha partida que justifique una búsqueda, una reposición de material, o un martillo sin mango escondido entre el fondo de los tallos. Niños: ocho, diez años. Un lapso que para alguien, con un simple trabajo del pensamiento puede representar un abrir y cerrar de ojos, en el caso de los hijos de F, por ejemplo, eran ya dos vidas palpitantes con una buena cantidad de tiempo a cuestas. Y junto a Delia pensé, mientras caminábamos en silencio respirando ese aire cansado del verano, una mezcla de olores húmedos y bruma plástica, pensé algo así como “La niña que es Delia me puede dar un niño”. Fue una reflexión instantánea, como si algo se desbaratara sin aviso. No era un deseo de posesión, sino más que eso: una urgencia por alcanzar la conquista arrollando, destruyendo, aniquilando. Sentí que Delia tenía algo que ya me pertenecía, y que si no se lo arrancaba a como diera lugar nunca lo habría de obtener. Esto era algo completamente distinto del deseo, por supuesto también diferente de la pasión, aunque debería reconocer que en alguna medida la contenía. Era sentir a Delia como mi enemiga, de quien sólo destruyéndola y adorándola podía obtener aquello que precisaba, un sacrificio. Esa boca de lobo que era el conjunto de los campos cuando bajaba el sol –un sector baldío de la tierra, una cueva de oscuridad que duraba hasta el otro día– se duplicaba y continuaba por un lado con su recorrido natural –o sea el desarrollo de la noche y toda esa navegación astronómica que se intuye mirando las estrellas–, con su contraparte de pozos de penumbra, sobre la tierra, donde la luz de los astros no alcanza; esa boca de lobo se duplicaba y continuaba su carrera natural, entonces, la noche y todo lo que eso implica, y por el otro se manifestaba muda, y muy probablemente también sorda, en el interior de Delia. No me refiero a un interior figurado; digo “dentro” de Delia: literalmente en sus partes internas, entrañas, como se las llama. La noche inmensa, que devora el
tiempo y la luz a una velocidad incesante, y el vientre de Delia, que esperaba alimentarse de mi fuerza para despojarme de lo que todavía no existía. El silencio de la noche era completo, y bajo la semipenumbra del cielo de estrellas se distinguían lejos las figuras ensombrecidas de los árboles, como los relieves tortuosos de algún paisaje impostado. Así sentí, o sentimos –yo creo que ambos–, que vivíamos en un sitio sin existencia real. No puede llamarse ciudad el lugar donde uno se pone a caminar y encuentra solamente ruinas maltrechas y tierra abandonada, como tampoco puede llamarse campo ese territorio señalado por la improvisación y la indolencia. Uno puede decir que un país así, con su naturaleza incompleta y su cantidad de palabras que no aluden a nada, no hará más que estimular la depravación o bestialidad de sus habitantes. Pero de esa bestialidad sólo recibíamos el primer impulso, por otra parte bastante débil; enseguida una fuerza en sentido contrario nos contenía, como si una voz tranquila persuadiera al colérico hasta hacerlo bajar la cabeza en un resignado gesto de entendimiento. ¿Cómo es posible recibir indicios tan contradictorios, excluyentes en cualquier otra circunstancia? Eso era así, creo, porque las cosas se combinaban para que todo fuera un conjunto de desechos, pero al fin de cuentas restos de nada. Uno era capaz de rastrear el recorrido de una señal trunca, como por ejemplo aquellos parterres fósiles en el “jardín” de la amiga de Delia, en realidad unos montículos que apenas se elevaban sobre el nivel del terreno olvidado; esa marca estaba allí como prueba de una voluntad dirigida hacia algo, pero ya no destacaba la mano que la había construido sino el olvido en el que había quedado abandonada. A eso me refería cuando puse restos de nada, a mantos superpuestos de inacción y desamparo. Este desamparo era visible aunque, disimulado por la acción neutra del tiempo, difícilmente podía tomarse como una señal. Y por un motivo u otro lo concreto es que, en mi caso, no me provocaba sensación ni pensamiento alguno. Es de esta manera como en realidad piensa la gente cuando dice “no vi nada”, “no pensé en nada”: una complejidad contradictoria, donde se mezclan indicios excluyentes y sentimientos demasiado vagos, o leves, para sostener un juicio; entonces es cuando la gente toma partido por la indeterminación. Los hijos de F probablemente no estaban a más de doscientos metros detrás de nosotros; la pregunta era si, pese a la oscuridad, seguirían absortos mirando la maleza espesa que rodeaba sus pies, a la espera de un enigma que estaban seguros de no resolver allí. Estaban así despojados de todo, a su modo preparándose para enfrentar la amargura de la vida adulta, cuando ese impulso salvaje que antes traté de explicar me llevó a tomar a Delia de los hombros y derribarla con toda mi fuerza hacia la parte más negra de la vegetación. Y me lancé sobre ella. Junto con su largo grito de sorpresa, al caer sentí el sobresalto de algún animal que salió escapando. Sé lo que pasó después, pero todavía me avergüenza recordarlo. Puedo
decir que me parecía estar frente a un abismo, mi única salvación era Delia. Yo me iba a perder en el tiempo, o sea el olvido, quedaría extraviado y nada, cuando sólo podía aferrarme a la huella transitoria de un paso o de un cruce de miradas, sería lo bastante firme como para señalarme. Me pareció que la única verificación derivaría de Delia, o sea de mi intervención sobre ella, arrollando su voluntad y por supuesto su cuerpo. Era el hijo lo que buscaba; el animal salvaje bramaba por asegurar su estirpe. Este sentimiento era del todo diferente de la atracción erótica que nos aunaba en el baldío de los cardos. Ahora no me interesaba amarla. Me movía un impulso más silvestre, perentorio, que puedo explicar pero me resulta cada vez más difícil entender. De esa escena, Delia salió maltrecha. Alma inocente, o sabia, pudo soportar el susto y mi violencia como los animales débiles que intentan encogerse cuando no hay escapatoria. Recuerdo que yo quería ir más allá. La aferraba con la intención de atravesarla, de deshacerla entre mis manos. Quería partirla y que se desvaneciera, pero sólo para darle alcance, aprisionarla y someterla con más fuerza. Mientras tanto, la noche seguía impasible. El terror de Delia se había hecho silencioso, y a través del silencio se oía ese regodeo anónimo que adopta la naturaleza en la oscuridad. En un momento pensé que la lenta navegación nocturna era menos humana que irracional, que había una gran dosis de insania, o irreflexión, o no sé cómo llamarla, en esa paz llamada noche, que no tenía nada de pacífica. Y era aquella locura, que creaba el simulacro de armonía para combatirlo, la que me tenía arrebatado y me confirmaba, con esa especie de justicia astronómica, que si no lo correcto, sí estaba haciendo lo justo. Pensé en Delia como algo incorpóreo, un ser cuya masa de carne se debatía entre la negación de su profundidad y el olvido de su condición material; que de su aliento salía más que aire, era el mensaje cifrado con que ella, como representante acabado de su especie, se perpetuaría. Este aliento, no sé por qué, adquiría su naturaleza más plena cuanto más negado –en el sentido de sojuzgado, atropellado y sometido– estuviera el cuerpo. Delia quedó inerme durante un largo rato, como desmayada. El reflejo lunar hacía la escena más conmovedora; me quedé sentado junto a su cuerpo el tiempo que tardó en despertar. Ella no era víctima del amor, o la pasión, parecía más bien la víctima de una violación. Veía llegar los insectos desde la nada para posarse sobre las pequeñas nalgas de Delia, atraídos por esta inesperada bóveda que se ofrecía con sutil resplandor. También puede ser el calor de los cuerpos, pensé. Y comencé a escuchar, sólo entonces liberado de su fondo de ranas y grillos, el fluir monótono de la quebrada. Algo retornaba a su cauce, la noche se acomodaba. Delia y su cuerpo. Rendido y a la vez tan escaso, me parecía imposible que momentos antes hubiese podido ser la encarnación de una fuerza que me desafiaba, una infinitud imposible de contener y dominar. Pensé: lo que queda de ciudad se hace más campo por la noche, de un modo tan preciso que a la mañana siguiente nunca se recupera todo el terreno perdido. Después de lo hecho me sentí
triste y sin fuerzas, y se me ocurrió pensar que en este cuadro, junto a Delia, se resumía la carga primitiva que tenía la escena. Yo tenía una amargura próxima al arrepentimiento; con esto no quiero disculparme, no era un remordimiento cabal, era el reflejo egoísta de saber que con lo ocurrido, aunque suene grandilocuente, ya estaba condenado y no había retroceso. Sin embargo, pensé en la noche, pocas veces uno tiene un sentimiento cabal, esas cosas son siempre aproximativas. Puede haber sentimientos sinceros, pero nunca precisos. Las únicas reacciones de Delia habían sido primero de sorpresa y luego de temor; más tarde de dolor y al fin de espanto. Ningún gesto airado, nada que indicara resistencia, tampoco después ningún reproche. Yo hubiera querido saber si ello obedecía a su naturaleza de niña o de mujer. Pero había un poco de las dos en proporciones tan iguales, incluso confundidas, que me preguntaba si esa diferencia no sería, en este aspecto, irreal. Por otra parte, siendo obrera, en el caso de Delia era también una diferencia irrelevante, esto ya lo expliqué varias veces, y de hecho si la pregunta me seguía preocupando era porque no hablaba de Delia sino de mí. Ella era un ser indeciso, en gran medida insustancial, frente al cual yo precisaba definir su identidad. Llegó el día en que salí del pozo y me asomé de nuevo; pero “salir” alude a una serie de maniobras espaciales: uno puede moverse todo el tiempo y, en un sentido figurado, estar siempre en el mismo lugar. Quiero decir, nada había cambiado al cabo del encierro, su única utilidad, por otra parte relativa, había sido la de ocultarme, en primer lugar de mí mismo, mientras su único logro consistía en hacer mi ruina más concluyente. Pero en cualquiera de los casos yo seguía ignorando mis propósitos. Fuera de la reacción que antes describí –cuando al saber que Delia estaba en espera di media vuelta y huí como un enajenado, como alguien a quien le ha ocurrido una desgracia y quiere protegerse sin encontrar el camino–, más allá de esa reacción de caminar a ciegas hasta encontrar de casualidad mi cuarto, no tenía la menor idea de lo que me había propuesto. En definitiva la ruina consiste en eso, en no saber... Una ruina que no remonté. No importa si mi derrumbe había sido rápido o agónico, inesperado o previsible, me desconsolaba la profundidad de la caída, que desde la cima de la felicidad más cierta –aunque se veía que no perdurable– me hubiese desplomado hasta acabar hundido en el colchón. En el lapso de una rápida tarde yo había descendido hasta lo indecible. He leído novelas donde hay situaciones parecidas que por lo general suenan cursis, y es probable que lo sean. Pues así me sentí yo: me sentí actuando la escena más patética en una historia que necesitaba de la cursilería para, según se dice, respirar por sus poros y de este modo desplegarse mejor. Pensé que somos trabajados por las formas de las emociones, aunque éstas sean ajenas. Yo había hecho un hijo, después había despreciado a la madre. Esta madre era una mujer que, obrera y recién salida de la infancia había logrado, sin proponérselo, que yo adoptara su mundo como propio. Y ahora me dedicaba a caminar por mi barrio pateando piedras, por calles y corredores a cuyos costados se abrían las ventanas
con la gente derrumbada desde siempre en su colchón. Unas ventanas protegidas con retazos de tela, a veces cartones o ropa tendida. Conocía muy bien la poca oscuridad del interior de esas casas, las tardes de calor zumbón, estático, entrando por el piso, las paredes y el techo junto con una luz resistente e intolerable. Ocurría lo mismo cuando se trataba del frío. Fue entonces, en una vuelta de página entre la parálisis y el tedio, cuando empecé a distinguir las voces provenientes de los niños; una música que siempre había estado a mi disposición, pero que nunca me había puesto a escuchar. Y en Pedrera los llantos, exclamaciones y gritos de los pequeños se expandían sin otra lógica que su ley de intensidad. Cuando salí de Pedrera buena parte de lo ocurrido con Delia me pareció imposible. Hay nociones que nos acompañan todo el tiempo, por ejemplo la serie de pruebas que nos indican dónde estamos y, ay, qué representamos en cada circunstancia. Sin embargo, después de mi ostracismo no había ni una regla o señal que me ayudara a entender lo ocurrido. Antes me referí a lo que sucede en la mente cuando la gente dice “no vi nada”, “no pensé en nada”, etc. Pues bien, algo similar me ocurría cuando me asomaba apenas a la ventana, más bien escondido, sin mirar nada en particular, comprobando el paisaje habitual de cosas abruptas y asimétricas, un panorama siempre cambiante y nunca completo; algo similar me ocurría cuando apoyado en la ventana me repetía “no lo puedo creer”. Yo, que siempre había despreciado lo trágico, incluso sin saberlo, como una manera de acoplarme a ello, y como la negación de mi naturaleza más profunda que tendía a reconocerse precisamente allí, ahora lo tenía a mi alcance sin escape ni alternativa. Mientras estuve recluido en la cama, mi tragedia se había presentado como los actos repetidos de un mal sueño. Eran episodios de intensidad devaluada, que aparecían en la invariable duermevela y que así, en gran medida gastados y descoloridos por la misma repetición, ponían en entredicho el grado de verdad de aquello que supuestamente debían expresar. Pero al salir... Otra cosa fue al salir de nuevo a la calle, al barrio y a la intemperie. Sentí que todo el mundo me señalaba. No como el simple responsable de un acto cruel o depravado, sino como la persona que encontraba en ello la justificación final para sus días. No la disculpa, tampoco la condena; más sencillo, tan sólo la identidad. Así era cómo Delia se sumaría a mi tiempo, supe esa inútil mañana cuando salí a la calle. He leído más de una novela donde la desventura ayuda a la mala suerte de la gente; quiero decir, hay personas en las novelas que tienen peor suerte de la que merecen. Este exceso de desgracia, como una sobrecarga de mal, absuelve los contrastes del carácter: hace al inocente más inocente, más calculador al calculador, y el indolente alcanza el súmum de la indolencia. Todos los matices y rasgos son finalmente redundantes: de muy poco le sirve al generoso tener la máxima bondad, para dar un ejemplo sencillo, si básicamente termina a merced de su propia suerte. Quiero decir, lo que ocurre en las novelas es un engaño. Lo concreto
es que esta historia debería haber sido más desgraciada de lo que parece, y sin duda fue mucho más verdadera de lo que se da a entender, porque lo cierto es que desde un principio me sentí envuelto en una tragedia que no prescribe. Es tan fácil invocar la absolución y tan difícil conseguirla, incluso cuando la conceden las víctimas. Por ejemplo, a veces me pongo a pensar si al fin de cuentas Delia me habrá perdonado, me sumerjo en la idea y le doy vueltas a las distintas formas del perdón, todas de algún modo engañosas. Allí hay algo que no me convence, pienso, esos pensamientos son un regodeo vano. Y es así porque Delia no tiene de qué perdonarme. Desde un punto de vista sí, más bien no sé, porque quizá obtuvo mayores ventajas con mi abandono, pero al mismo tiempo no, porque yo no obré contra ella ni contra nada en particular. Por eso es que la absolución es imposible, porque no tiene de dónde o de quién proceder ni objeto alguno donde sostenerse. Un sistema ideal sería el de los obreros, recuerdo que pensaba en mi cama. Cuando F tuvo su problema, comenzaron a juntar el dinero en silencio y avergonzados. Y a través de este rito delegatorio era que en nombre de algo abstracto, como la clase amenazada o el orgullo de clase, cada uno hacía un aporte para que F pudiera eludir la amenaza de los prestamistas. Sería ideal un sistema como ése, porque absuelve sin repartir la culpa, pero sí el sacrificio. Entre los obreros había una fórmula olvidada, obedecida raramente, que se activaba en ocasiones excepcionales como las de F. Una ignota conciencia colectiva ponía en marcha el mecanismo perdido en el recuerdo, el acervo cultural o la sencilla pero profunda memoria empírica de los obreros. Consistía en dejar olvidadas pequeñas cantidades de dinero, sin motivo aparente o lógica manifiesta, en sitios donde los demás supieran que estaban allí para ayudar al obrero en desgracia. Estas operaciones no eran anónimas. Cada quien era su propio personaje, el obrero que se acercaba receloso a dejar su contribución, era el mismo individuo que retornaba con apuro, confusamente arrepentido, a la normalidad de su rincón de trabajo. Y ello hacía del ritual una cosa más efectiva y perdurable. Porque cada uno se perdía, sin diluir su identidad, en la aspiración de salvación colectiva –encarnada en este caso en F. Antes me referí a la atención que este obrero comenzó a prestar a los disfraces desde que los prestamistas trataron de atraparlo. Ahora pienso que es exagerado llamarlo disfraz. Como Delia, F era todo el tiempo consciente de su diferencia, incluso aunque ésta fuera la cosa más pequeña o simple y se manifestara como el detalle más elemental. Esa diferencia podía servir, como ocurre por lo general, para distinguirse; pero también provocaba un sentimiento más profundo –y, como dije, simple– relacionado con la simplicidad del disfraz. En tanto obreros, una de sus convicciones más propias y arraigadas era la de ser diferentes. Esto tenía una consecuencia doble: su propia identidad los distinguía todo el tiempo, y casi cualquier atuendo, en el amplio sentido de la palabra, diferente del blusón de trabajo, los transfiguraba momentáneamente. Era un disfraz fatal; un traje natural y sencillo, pero
irremplazable, si como obreros querían conservar la cara oculta de donde provenía su verdadera naturaleza. Es difícil saber cuándo la ropa se convierte en complemento de la verdad; la vestimenta es un rasgo inadvertido que la gente asume. Y fue de este modo cómo para F todo lo relacionado con el disfraz impregnó sus acciones y actitudes, más allá de la indumentaria. Son pocas las cosas que guardo de Delia, en general pequeños accesorios sueltos que aislados parecen incomprensibles e inútiles: una perilla, el broche de un corpiño, una tapa de plástico. También tengo un pequeño botón de su camisa de trabajo. No recuerdo en qué circunstancias me lo dio, supongo que habrá sido casual. Lo cierto es que una mañana, mientras hurgaba con la ilusión de encontrar una moneda, apareció en el fondo de mi bolsillo. Puedo probar o imaginar alguna cosa que reemplace el misterio. Algo como un botón, simple y superfluo en muchas circunstancias, si se trataba del blusón de Delia se convertía en objeto de vigilancia y control por parte de la fábrica. Una de las coacciones más humillantes padecidas por los obreros era la que se dirigía a los objetos subalternos. Y como el rigor de la fábrica pretendía ser ejemplar, se concentraba en adminículos y cosas casi insignificantes. Así la empresa advertía que nada, por diminuto que fuera, podía escapar a su control. Habría sido sencillo poner el acento en el atuendo de los operarios, por ejemplo la revisión diaria de los trajes, en especial los blusones, etcétera. Sin embargo el procedimiento era de una complejidad inadecuada para las circunstancias, fundamentalmente cuando se trataba de inspeccionar unos calcos que los obreros debían tener preparados. Unos calcos parecidos a esos dibujos que yo había encontrado en la casa de la amiga de Delia. La diferencia consistía en que, en lugar de copiar las piedras o el suelo, los papeles debían mostrar las marcas de los botones. Era desconcertante saber que un plantel de obreros más o menos calificados se convertía una vez a la semana en un grupo dedicado a actividades a primera vista pueriles. En la casa o en la esquina, antes de ingresar en la fábrica, cada uno debía poner un papel sobre los botones del traje y pasarles un lápiz por encima, para después presentar el calco en la puerta de entrada. Naturalmente, cada botón era único; y si no lo era, así lo creían los obreros. Esto había ocurrido con el botón de Delia. En uno de esos controles semanales probablemente se le habría caído, y en la noche, después de la jornada, por esas cosas de los amantes había pasado de su bolsillo al mío. Cuando Delia me contó sobre estos controles semanales, me pregunté si cierto grupo de seres no tendrá como misión dejar “calcos”, unas marcas equivalentes a las cosas del mundo mismo. Como “misión” sería particular, dado que tendría un sentido ignorado para los propios actores; pero quizá por ello mismo tendría un alcance más profundo y verdadero, la pista de una facultad original y forzosa, un don instintivo. Al fin de cuentas, sin las pruebas o documentos anónimos –las de los seres anónimos y las anónimas propiamente
dichas que dejamos todos– el mundo sería intolerable. No quiero decir que cada uno calque o escriba a su manera –es lógico y beneficioso que casi todo se pierda–, ni que por ejemplo la tremenda cantidad de novelas existentes sea un sucedáneo de aquellas hojas de la amiga de Delia, o de los dibujos redondos en los que los obreros debían dejar marcados sus botones como prueba de que estaban todos en su sitio, de que no faltaba ninguno y por ende, presumiblemente, ningún error o amenaza se cernía sobre la fábrica; no quiero decir todo esto. Al contrario, tiempo atrás he pensado que precisamente las marcas de la gente anónima sobre el mundo, incluidas las hechas sobre papel, tienen como objeto enfrentarse a la letra escrita, en primer lugar a las novelas. No es un combate abierto, no es que algunas nieguen aquello que las otras afirman; es un combate secreto y mutuamente ignorado. Entre la infinidad de caminos que existen, hay dos que jamás se comunican. Por un lado tenemos el mundo de las marcas propiamente dichas –las acciones y hechos en general–; y por el otro lado tenemos la letra escrita, representada de manera ejemplar por las novelas. Estos dos elementos, como contendientes de una “batalla” continua, son justamente las entidades que se esconden detrás de las fábulas. Las marcas de la experiencia buscan borrar, o por lo menos diluir, el énfasis de la letra escrita; y ésta quiere evitar la redundancia de las marcas (por ello se presenta como versión). Es una puja estéril sobre la que los individuos, como representantes de la especie, tenemos poco para decir, más allá de nuestra contribución anónima al mundo de las marcas. Es probable que los papeles de la amiga de Delia respondieran también a alguna revisión periódica. Un juego familiar, un rito de la comunidad, las pruebas de haber estado en cierto lugar y no en otro, un archivo colectivo (como si alguien dijera “las prendas de la tribu”), etcétera; y que por eso ella se hubiera arrepentido de tenerme allí cuando los descubrí entre el desorden de sábanas: no eran cosas para que viera un extraño... Mientras tanto, la reacción desprevenida de la amiga me pareció, por un espontáneo movimiento de la percepción, afín y casi común a los gestos sorprendidos de Delia. Suele pasar que en los gestos y tonos similares es donde se verifica la afinidad. Y esa tarde me pareció así; en esa enconada resistencia a la violación del secreto, que no precisa o no puede recurrir a palabras, reconocí la forma como Delia se sorprendía cuando se veía descubierta; y esto pese a que, según mi modo de ver, no había dos personas en apariencia más diferentes. No hace falta aclarar que así como la amiga de Delia pareció estar a punto de decir algo durante el tiempo en que estuvimos solos, de la misma manera su casa ofrecía señales contradictorias, a veces muy evidentes y otras veces demasiado tenues o imprecisas, incluso aparentemente irrelevantes, que impedían descifrar –si es que había algo para descifrar– el supuesto mensaje que estaba dando. Como correlato de su mismo arte de entresacar los objetos menos esperados justamente del caos acumulado de objetos, la amiga de Delia ejecutaba su magia con la destreza de quien ha aprendido en medio de la privación y el abandono. Esta maniobra, que
también puede recibir el nombre de costumbre, al estar dirigida entre otras cosas a la exhibición, debió haber tenido como primer objeto reiterarse y perfeccionarse. Una destreza que fue impregnando otras costumbres y acciones de la amiga de Delia; primero las inmediatas, después las cercanas y por último las más alejadas. Un ejemplo de ello era, creo, esa indecisión que antes describí para hablar: siempre a punto de decir algo y nunca decir palabra. De este modo, la amiga de Delia ponía en escena, sin advertirlo, la sorpresa que ejecutaba con maestría cuando se trataba de exhibir objetos. Porque mostrar como ella lo hacía, con determinación mecánica pero dejando el ademán suspendido a la espera de alguna aprobación, por lo menos un asentimiento, era poner al descubierto la profundidad de su vacilación. Voy a dar un ejemplo. Antes me referí al tarro con peines, la manera sinuosa que tuvo de mostrar las ollas y la contenida irritación con que reaccionó cuando descubrí sus hojas con calcos: estaba violando la sincera –pero limitada– confianza que demostraba haber puesto en mí. Intenté vincular su contrariedad con el sentido que guardaban o prometían las hojas, pero desde ese momento hasta cuando regresó Delia, abriendo con el hombro la puerta entornada y con la pollera doblada bajo el brazo, nada volvió a ser igual. Esta frase que parece automática describe la esencia de lo ocurrido. He leído muchas novelas donde lo que sucede no guarda relación con lo descripto; novelas que no organizan la realidad, sino al contrario, buscan que ésta organice las palabras. Nada volvió a ser igual con la amiga de Delia, aunque por el breve tiempo restante que duró mi visita nada diferente o igual, verificable, podría haber ocurrido. Delia volvió con la prenda, la amiga salió a probársela y como tengo dicho nos fuimos enseguida. No hablé entonces, ni después, de mis ideas del momento; pero como se ve fueron impresiones perdurables. Con la amiga de Delia, con sus compañeros de la fábrica, con los hijos de F cuando los encontrábamos abstraídos, con la demás gente relacionada con ella, al fin de cuentas con casi todo el mundo, siempre me sentí en el papel de ubicarme en el exterior, registrar las cosas y extraer alguna conclusión de ello, cualquier circunstancia de la que se tratara. Era tan grande mi inclinación que parecía un hurgador, de hecho un celoso típico. Sin embargo, toda esa naturaleza, pese a formar también parte de mi origen, me rechazaba; y entonces observaba con distancia, tenía la sensación de vivir cercado y atraído por una frontera difusa e infranqueable, como dije recién, un mundo que compensaba su crudeza y excesiva simplicidad con el empuje de su elocuencia. Delia me ofrecía su mundo, cuando al contrario era muy poco lo que yo ponía a su alcance. Pero es un error plantear esto en términos de compensación, en especial si se trataba de Delia, que como obrera era extranjera a muchos de los típicos cálculos utilitarios que componen, para decirlo de algún modo, la vida de todos los días de la mayoría de la gente. Incluso algo exterior, el paisaje en su concepción más neutra, como ya mencioné varias veces, cuando lo recorría con Delia adquiría unas virtudes insólitas, solamente atribuibles a ella. Los pozos de
oscuridad eran tan profundos como siempre, pero ahora estaban hechos de una profundidad invertida, que estaba allí sin hundirse ni acumularse; quiero decir que mostraban, digamos, una oscuridad transparente. Había una lógica con la que siempre se había asociado a la oscuridad, una lógica que gracias a Delia se demostraba inadecuada y contraria al sentido recto de la palabra, ahora por otra parte también inútil. Sin poder ser consciente de ello, Delia me mostraba un mundo nuevo, más bien renovado cada noche. Este mundo tenía, como siempre, sus actores y sus reglas. En primer lugar los obreros, que tendían a plegarse sin resistencia a la organización mecánica de los procesos, y en segundo lugar los mismos protocolos fabriles, que todo el tiempo buscaban optimizar la producción y la actitud física de los obreros, para lo cual era necesario predecirlas. Delia tenía la misteriosa virtud de ocultar y revelar sin razón aparente, según un mecanismo que funcionaba de un modo a primera vista accidental, las cosas que, como suele decirse, integraban su mundo. En realidad, llamarlo “su mundo” es más bien redundante: era el todo que formaba parte de Delia; cada elemento, por menor, lejano y superfluo que fuera, la componía. No sé si esto derivaba de otra de las lógicas proletarias, pero lo cierto es que yo sentía cómo poco a poco la realidad, en cada una de sus manifestaciones y circunstancias, llegaba hasta mí habiendo pasado antes por Delia, como un cedazo; todo me remitía a ella, y no en última instancia porque con Delia había encontrado una nueva forma de descubrir de nuevo todo. Y esto tenía sus consecuencias, porque si por un lado este sentimiento se hacía cada vez más permanente, por el otro se multiplicaban las señales de un mundo reiterado, expuesto, desnudo, que ponía de manifiesto la falta de Delia, o sea su proliferación negativa. Así, esa tarde, cuando ambos nos alejábamos de la casa de su amiga, tuve la extraña sensación de haber dejado atrás una parte de Delia. Nos fuimos por el sendero que hacía las veces de camino, enseguida dejamos atrás el propio terreno de la amiga de Delia. Recuerdo que el aire era de quietud, algo así como de espera, una cosa disponible para que en definitiva nada ocurriera; o sea la luz se hacía más opaca, la noche bajaba y la tierra comenzaba a respirar. Hay perros que llevan de aquí para allá la presa atrapada días atrás. Pese a estar muerta desde hace tiempo, por lo visto conserva para el cazador algo vital, porque si no fuera así la olvidaría –como ocurre cuando de la víctima no queda otra cosa que un triste andrajo de cuero. A veces imagino un breve diálogo, una fábula mínima sin posterior significado: la presa dice “Por favor, no”, el cazador responde “Sí” y concluye su plan. No sé de dónde vienen estos pensamientos repentinos, aunque las situaciones que buscan referir puedan ser a menudo transparentes. En el lenguaje universal de la súplica, “Por favor, no” es la frase de la petición última, por otra parte ya denegada, y del fin cercano. Y en el mundo de los hechos verdaderos sin duda el “Por favor, no” es el ruego final más repetido a lo largo de la historia. Creo que el cazador no abandona la presa pese a que sólo es
una tira de cuero, porque allí se revive la escena del “Por favor, no”. En la llanura extensa, en la cima escarpada, en la estepa solitaria siempre sucede lo mismo. Por esos caminos que tomábamos con Delia se me ocurría preguntarme quién llevaba a quién. Algo de lo que ella me ofrecía significaba para mí todo; a veces eso puede resumirse en la palabra “amor”, aunque es cierto también que una palabra puede querer decir muchas cosas a la vez, la mayoría de las veces significados de lo más diversos y contradictorios. Al mismo tiempo, como puse más arriba, siempre ignoré qué era lo que yo entregaba. Otra cosa que puede ocurrir es que el cazador precise arrastrar y arrastrar los restos de la víctima porque es lo único que le permite olvidar la naturaleza que lo rodea, el mundo bestial y enceguecido del que no puede evadirse. Con su obligada pasividad, la antigua presa concentra los detalles del escenario, todas las propiedades del entorno se reúnen en ella; la víctima sin vida es entonces el talismán del cazador, un “trofeo” antiheroico. Esta versión puede parecer un tanto mágica, pero no encuentro otra que explique mejor las circunstancias. Porque se trata de eso, ¿verdad?, de ilustrar, sentarse a ver una explicación que le dé un sentido a las preguntas. La parte decisiva de la magia no consiste en comprobar que puede ocurrir lo inverosímil, y que por lo tanto existe; más bien busca mostrar que lo inverosímil necesita de la magia para anunciar que es improbable. Pero a veces ocurre; lo impensado nos toma por sorpresa, y no tanto por imprevisto sino por irracional. He leído muchas novelas que se afanan por demostrar como natural lo sobrenatural. Una realidad hasta el momento acechante y oculta se pone de manifiesto, la naturaleza sólo se preocupa por desmentirse a sí misma, los personajes se pliegan, se disgregan o retroceden frente a leyes insólitas, etcétera. El problema es que la naturaleza nunca habla de sí misma, y lo sobrenatural es la manera más inocente de ponerse de manifiesto. Como se sabe, la presa le da vida al cazador. Antes hablé del sentido que para Delia solían tener los préstamos. A quién pudieran pertenecer las cosas era un aspecto secundario de ellas, un aspecto que si a veces tenía un efecto negativo, o restrictivo, podía solucionarse con facilidad a través de los préstamos. En la comunidad de obreros, o en la sociedad barrial, había ocasiones en que los objetos alcanzaban la posesión colectiva. El “dueño” de algo se convertía en el custodio de la pieza, para llamarlo de algún modo, y cada quien sabía que de manera indirecta, pero sin complicaciones, podía contar con ella cuando se la necesitara. Esto se expresaba en la vida de todos los días, hasta en los detalles menores y las circunstancias más banales. Así, llegar a poseer todo, o la mayor cantidad de cosas, podía seguir siendo un sueño para muchos obreros, la mayoría, que sabía muy bien cómo funcionaba la sociedad en general, pero desde hacía tiempo era una quimera reconocida como inútil. Creo que a través de los préstamos los obreros aumentaban el grado de consistencia de los objetos; la existencia material de las cosas, digamos “a primera vista”, y su función primaria adquirían una relevancia inesperada, que a su vez se multiplicaba con la mayor
circulación e intercambio: los objetos eran más y más útiles a medida que cambiaban de mano. Y esto resultaba de gran ayuda para los obreros, que de por sí tienen una existencia delgada y, como se sabe, muy escasos bienes. Así como la presa le da vida al cazador, los préstamos acrecientan la identidad de las cosas. Un martillo, por ejemplo, es más martillo cuantas más veces sea prestado. Pero el cazador no devuelve nada; por lo menos no a la presa. Y si devuelve algo lo hace de manera tan elusiva que solamente un trabajoso ejercicio de rastreo y comprobación podría confirmar la devolución. Una de las diferencias más importantes es que el cazador cree tomar lo que le pertenece; siente que algo así como un derecho lo asiste para asediar, perseguir, acorralar, etcétera, y finalmente matar. Otra fábula, un poco más larga que la anterior, podría aclarar estas diferencias: por ejemplo la comunidad de obreros se dice entre sí “Por favor” para llevar adelante sus intercambios; la presa dice “Por favor, no”; y el cazador, como siempre, recurre a su habitual idioma unisilábico: “Sí”. Debo decir que apenas fijé mi atención en ella, supe que Delia me prestaría vida. Esto lo escribo en un sentido figurado, no inmediato. Pude comprobar que fue una premonición cierta; incluso es un hecho que no me abandona hasta hoy, cuando hace tanto que dejé de verla. No me refiero a los agregados de los intercambios, que recién expliqué, sino a una cosa adicional, un nervio suplementario, un ensueño cumplido que en su realización excluye momentáneamente el tiempo y se ubica sobre todo lo demás, más allá de lo que miramos. Voy a dar un ejemplo. Ahora sostengo el lápiz sobre el cuaderno, debajo de la luz, y la sombra atraviesa –es un puntero delgado– los renglones en blanco de papel amarillo. Como la forma de esta sombra, con su agregado de matiz y profundidad, devaluando el color sobre el que se recorta, tengo la impresión de que Delia ejercía un dominio similar conmigo, absoluto y desvanecido a la vez. Es secundario si ella era consciente o no de esto –quizá de haberlo sido difícilmente lo habría hecho. En cualquier caso, aunque parezca impreciso igual lo diré: Delia proyectaba una sombra benéfica sobre mí. Como la punta del lápiz sobre el papel, que no sólo escribe sino que ejecuta su sombra movediza, de la que no quedan señales, por lo menos visibles, creo que también de Delia hubo cosas hechas para perdurar en mí, que “dejaron marcas”, y otras que pasaron entonces inadvertidas y volvieron después, o terminaron olvidándose,etc. En primer lugar, como siempre ocurre, están los recuerdos, cosas para las que cada uno no necesita pruebas. No diré nada sobre su calidad; hay pocas cosas más imprecisas que la calidad de los recuerdos. Por otra parte hablar sobre esto sería hacerlo sobre la forma de todo esto, un intento del que sólo rescataría mi vacilación. En momentos así uno busca fijar circunstancias esenciales; según la ley de la evocación, concentrarse en los detalles hasta alcanzar la médula protegida en el fondo, guardada en un núcleo de sabiduría. Pero lo que se rescata son agregados convencionales; en primer lugar, los detalles de los cuerpos recuperados bajo la forma de rostros, talles, miembros,
etcétera. Quiero decir que para rescatar el pasado, lo escondido detrás de las cosas, también se precisa de la serie de elementos y circunstancias, físicas y mecánicas, que nos hace vivir y perdurar todavía hoy; aquel pasado nos sostiene, pero si lo recuperamos tal como fue nos abandona. Allí hay un primer mensaje al que debemos someternos con humildad y paciencia. Y con mayor motivo al tratarse de Delia, que como he dicho se replegaba sobre sí misma cuanto más se ponía de manifiesto. Una debilidad constitutiva la hacía temblar como las hojas. Al quedar al descubierto, por lo general después de reaccionar, Delia se encerraba en un silencio delicado, abrumado de expectativa, como el tiempo a la espera de que el cristal se quiebre o el cazador ataque. Estas cosas estaban más allá de los cuerpos y los rostros, aunque evidentemente se manifestaban a través de ellos; y por eso son agregados convencionales. Algo similar a lo que había ocurrido con su amiga al ser descubierta, cuando encontré los calcos o cuando el viajero en el ferrocarril le entregó su retrato desviado. Una reacción que dura un momento muy breve, y que por eso puede considerarse inadecuada o producto de algún desajuste, pero que deja una marca perdurable. Un día encontramos a los hijos de F en un descampado. También ahora estaban dedicados a la contemplación. Había unas bolsas con basura, silenciosas, que llamaban la atención de los hermanos. Ellos permanecían inmóviles con la vista hacia abajo, al rato se erguían, paseaban la mirada por el horizonte y de inmediato retornaban al cúmulo para seguir buscando una explicación. Delia me dijo que en muchos casos mirar la basura era poner en práctica la imaginación, “Lo que no se tiene”, acotó. No respondí. Toda mi vida había visto la ceremonia, ahora comprendía que quizá también yo la había practicado, pero por un extraño mecanismo de la memoria, o de la conciencia, recién entonces, observando a los hijos de F en actividad, su contemplación organizada según lapsos de pausa y concentración, pude distinguir aquello como un acto cuyo insólito significado, si es que aún lo tenía, ya estaba penetrado por la costumbre local. El pasatiempo consistía en desentrañar el pasado: el origen de la basura –que era diverso, o sea, las diferentes sustancias en sí mismas– y las cosas que se habían hecho con ella antes de que se convirtiera en desperdicio. Efectuada día tras día, era una tarea indeterminada que sólo los hijos de F, esa mañana, pudieron destacar para mí. Algunos pensaban que la basura hablaba, que mostraba una verdad oculta mediante mensajes organizados así, como basura, cuyo único destino consistía en ser descifrados. Y en este “destino único” estaba incluido el lenguaje específico, necesario para leer y observar, que se activaba al ejecutar el análisis. La basura podía ser de origen rural, doméstico o industrial. Posiblemente esta tarea colectiva prolongaba esa arcaica labor del mundo que consistía en adivinar el futuro desde un sistema de señales; pero en algún momento se había producido la inversión, y desde entonces era una labor dirigida a desentrañar el pasado. ¿Era otra prueba de que el futuro había dejado de importar? Los pobladores quizá se revelaban contra
el tiempo lineal, “histórico”, que tanto los castigaba, optando por las alternativas que tuvieran más a la mano. Así, los desperdicios, para muchos un tipo de materia terminada que ha llegado al final de su ciclo de utilidad, tomaban un poco más de aliento: no importaba el futuro o el pasado, mejor o peor; importaba que fuera distinto. Resulta fácil imaginar el limitado repertorio de desechos en una comunidad tan señalada por la escasez; y por lo mismo era uno de los pasatiempos predilectos, porque las posibilidades de que se produjera algo inesperado, una sorpresa, eran mínimas. La gente siempre necesita estudiar las señales de los otros; y en ese lugar de privaciones la basura era una fuente pródiga de indicios. Se detenían a contemplar y comparaban. Una cosa con otra, lo visto anteayer con lo encontrado hoy, y esto con el recuerdo de algo descubierto el mes pasado; una ilusión de continuidad que los pobladores celebraban, porque les aliviaba el pesado avance del día tras día. Pero era ostensible cómo esta costumbre tampoco estaba libre de llevar, igual que otras, un germen de delirio; probablemente hiciera falta muy poco para que se activara, un desvío menor en plena rutina, una conjunción casual, cualquier cosa. Los gérmenes son mecanismos a la espera de su oportunidad. Entonces, por ejemplo, podía ocurrir que toda la realidad se viera como un universo de desechos a la deriva, o como cosa u opción “desperdiciada” en relación con lo demás, con lo que podría haber sido, etcétera. O sea los rastros, las marcas de despojos. Porque todas son labores arcaicas, ¿verdad? Siempre hubo algo que descifrar, un mensaje a la espera de ser liberado. En el baldío de los cardos, después del amor, Delia dormía tres minutos, o cinco. Cerraba los ojos y su cuerpo, junto con la mente, terminaba de abandonarse sólo cuando había cesado toda actividad. Al cabo tenía un despertar similar al de cada mañana: abría los ojos de improviso, los abría antes de despertar. Algo hacía que se anticiparan: eran sus ojos los que la despertaban, no su mente. Una vez despierta, simulábamos unos rápidos juegos como si todo volviera a comenzar, pero enseguida nos poníamos de pie y dejábamos los Cardos, a veces para continuar nuestras caminatas, casi hasta el alba, otras para llegar a su casa y despedirnos a unos metros de la puerta, o entrada, donde la presencia latente de los demás se ponía de manifiesto, sin verse perturbada por nosotros sin embargo. Había unos perros que podían ser de cualquier lugar; brillaban unas luces, tan tenues que parecían olvidadas de sí mismas, al borde de la extinción, alumbrando un espacio amplio e imposible de iluminar. La casa de Delia, como toda ella, me parecía única. Esto se comprende desde el momento en que albergaba a quien era, para mí, la maravilla de sentimiento y hermosura, una persona que beneficiaba todo lo que tocaba y habitaba. Podía ver en la casa los signos de la precariedad, las dificultades para salir adelante, etcétera; y todas estas señales mostraban su costado meritorio de autonomía y constancia, nunca de abandono. Quiero decir que si puede haber algo de ejemplar en ello, la casa de Delia tenía una pobreza ejemplar por su misma indiferencia de sí, ese barniz hecho de silencio y entereza,
expuesto al mayor desamparo. A lo lejos una luz, un farol mortecino, indicaba el sitio más elevado del barrio de Delia, un promontorio que anunciaba algo histórico, aunque olvidado,algo topográfico –evidentemente– y confuso a la vez, pero que pese a todo le otorgaba al barrio una identidad concreta, como ocurría con la esquina de Pedrera en el sitio donde yo vivía. Muchas veces he pensado que esos barrios jamás podrían haber sido materia sustanciosa para novela alguna; incluso si alguien los reuniera uno por uno, como piezas de dominó, o como se los ve en los mapas, hasta alcanzar un gran conglomerado barrial, tampoco así se alcanzaría la mínima densidad como para verse representados, si no con un poco de fortuna, por lo menos con algo de convicción. En las primeras visitas, el descampado absoluto donde vivía Delia subrayaba para mí el carácter único de esta mujer. Como las divinidades que reinan solitarias, ella era capaz de hacer sublime su belleza en medio del mayor abandono. A veces su casa parecía un rancho, otras veces un agregado de materiales o artefactos diversos, a primera vista forzado y arbitrario, pero ya consolidado gracias al uso y al paso del tiempo. Este uso duradero hacía que los elementos fueran otros, distintos: el tiempo dignificaba cosas que en un primer momento, pienso, podrían haber parecido impropias, demasiado fortuitas o también poco naturales. Y de este hecho, como es de imaginar, se derivaban otras enseñanzas específicas. No voy a reseñar los materiales y objetos que componían la casa de Delia; por ejemplo, no voy a decir cartón, zinc, pevecé o diversas telas de plástico. Hoy he visto en el medio del frío una vivienda del tamaño de una persona: dos cajas de cartón acopladas que, por supuesto, terminaban semejando un ataúd. Ese cartón era endeble como el papel, pero en ese momento tenía la resistencia de las piedras. Lo mismo ocurría con la casa de Delia, cuyos materiales extraían su fuerza de la necesidad y constancia de los moradores. El pasado de estos objetos quedaba olvidado para siempre; sólo sería recuperado, previsiblemente, cuando dejaran de ser parte de la casa. Pero era un olvido ilusorio, porque únicamente de ese pasado emanaba su virtud para servir como vivienda. Desde entonces fue común encontrar grupos de personas, o algún observador solitario, en el trance de mirar las basuras que se agitaban con el viento. Un día hubo una foto tomada en la calle, o algo equivalente a una calle. La tarde era de sol; probablemente Delia gozaba de uno de los raros francos que concedía la fábrica. Estábamos caminando desde hacía rato; yo miraba el suelo, la tierra disciplinada del camino, hecho de guijarros diversos y tantas piezas pequeñas, objetos reducidos o seccionados por el tiempo y el uso, veía estas cosas y pensaba que, siendo ese suelo igual a sí mismo, semejante a como seguramente había sido desde hacía mucho y seguiría siendo durante largo tiempo más, sin embargo, estando junto a Delia este suelo tenía un agregado especial, había un
argumento escondido, que lo enaltecía, al que solamente ella daba forma y develaba. Mientras yo miraba el suelo y pateaba, a veces sin querer, alguna piedra, ella me explicaba las insólitas normas de un juego fabril, como lo llamaba, que consistía en subdividir el tiempo en unidades mínimas. Dado que la atracción del juego residía en la división más que en la variación, terminaban siendo momentos cada vez más breves, paulatinamente imposibles de verificar. Y cuando se llegaba a ese punto los jugadores recomenzaban. Pero como existía una destreza adquirida con el mismo juego, los propios participantes debían reconocer que los lapsos eran cada vez menores, y que aquello iniciado para doblegar el tiempo, con las diversas implicancias que ello puede tener para un obrero, terminaba siendo una costumbre automática, un sexto sen`tido que se ponía en funcionamiento sin que nadie se lo propusiera, cuando el azar, por lo general, despertaba el deseo lúdico del grupo. Me pareció que Delia se sumaba a esos juegos en tanto obrera, igual que el resto, pero también como niña; como obrera necesitaba controlar el tiempo, del mismo modo que sus compañeros, doblegarlo y sumarlo a su propia naturaleza, para después, una vez hecho propio, enajenarlo hacia la fábrica, que lo convertía en trabajo realizado; y como niña precisaba algo similar, poner en escena sus diferentes dimensiones para después, más adelante, ir desechándolas por impracticables. De esta manera ese juego encontraba en ella una doble y completa realización. Pues bien, mientras íbamos caminando Delia me explicaba las reglas de la sorpresa y de la espera, la forma instantánea de la sincronización, los protocolos del triunfo, que se olvidaba antes de ser declarado, etcétera; me daba detalles sobre todo esto cuando, surgiendo de entre los arbustos –unas matas compactas y achaparradas que parecían formar una isla más oscura que el conjunto– y saliendo al encuentro como si fuera una aparición teatral, la amiga de Delia se nos acercó. Nos detuvimos; ella se aproximó sin dejar de observar a Delia. “Hola”, “Qué tal”, “Bien”, se dijeron las dos. Recuerdo que vestía la camisa con frutas que yo le había visto, y que en un momento de indecisión sus dedos volvieron a enrollarse en la tela. La amiga de Delia llevaba una cámara de fotos, que estaba a punto de devolver. Y quiso aprovechar el encuentro para tomarnos una. Delia se resistió, aunque sin demasiada convicción. Una foto que debería estar pegada aquí, sobre la hoja, como prueba de esa tarde. La amiga de Delia nos ubicó, acomodó nuestros cuerpos con sus brazos sin fuerza, como si quisiera imprimirnos una nueva forma, y después, mientras sostenía su cámara a punto de disparar, todavía tuvo tiempo de hacernos señas con la otra mano mientras nos pedía en voz baja que mirásemos hacia adelante. Con Delia estábamos uno al lado del otro, abrazados, buscando que la cámara registrara la única verdad, a punto de ser liberada por un instante. Recuerdo que Delia sonreía, tímida y ansiosa, y que su piel, opaca como la madera, brillaba por adelantado. Lo cierto es que en el momento de la toma no lo supimos. Sólo más tarde, al ver la foto, reconoceríamos detrás de nosotros a varias personas
alrededor de un cúmulo. Durante largos momentos nos habíamos dedicado a buscar la vista más ventajosa. Y habíamos encontrado la ideal, una extensión cuyo suave declive hablaba de silencio y abandono, un panorama propicio en su escasa, aunque para nosotros esencial, significación. Al fondo se distinguía el dibujo de una fábrica, un detalle que no podía dejar de estar, tan presente como estaba en la vida de Delia. Y a media distancia se veía cómo la tierra descendía en una inclinación, que poco a poco se tornaba más acentuada y que terminaba donde la cámara nunca registraría, una pobre laguna sin agua. Posando con nuestro abrazo amantísimo, felices, entusiastas, complacidos, etcétera, Delia y yo mirábamos hacia la cámara, como si “adelante” fuera también el nombre del futuro. La amiga de Delia levantaba el brazo, queriendo decir algo sin decir nada, una mancha atravesando el aire. Recuerdo que teníamos el sol de frente y que debimos entrecerrar los ojos a la espera de la foto. La amiga dijo algo que no escuché, por supuesto, pero ahora porque el sol bloqueaba los sonidos. Hasta que un instante después, durante un lapso que no supimos advertir pero que Delia y yo reconocimos, la tarde se detuvo y oímos el disparo de la cámara. Recién me referí a un “adelante” en sentido figurado. Pues bien, ocurrió que el “adelante” real tenía un “atrás” invisible en ese momento. Un atrás que no borraba el adelante, o sea nosotros, pero lo convertía en una imagen devaluada. Semanas después, seguramente meses, cuando recordar esa tarde hubiera requerido una lenta reminiscencia, la amiga de Delia apareció con la foto. Estábamos caminando y alguien chistó desde el costado, a unos cincuenta metros; era ella, que venía con su paso vacilante, a primera vista lento, pero en realidad débil y cansado. Mientras nos detuvimos a esperar la observamos acercarse. Lo único que llevaba en la mano era la fotografía. Los pasos de la amiga de Delia me recordaron su casa, y entendí que acciones mínimas como las suyas precisaban de espacios reducidos para desplegarse mejor, más a sus anchas dentro de la escala. Cuando al fin nos alcanzó, tendió la foto hacia Delia. Estuvimos un rato sin saber lo que ocurría. Delia se mantuvo en silencio, no fue capaz de expresarse con palabras. Y es que para la foto no habíamos existido. El sol, que según dije nos había cegado, también había impedido que nos pusiéramos de manifiesto. Las siluetas se recortaban demasiado claras, de las caras se veían solamente los contornos, incluso menos que eso, y las facciones estaban barridas por la luz. Imaginé esos cuadros en los que el pintor oculta el rostro con una pincelada burda y empastada, el trazo rápido que habla de una forma de silencio, en todo caso de omisión, de un apuro o de la propia impotencia de la imagen; esto parecíamos Delia y yo. En cambio, el grupo de atrás se destacaba como un pájaro recortado contra el cielo. Para ellos era fácil estar a la altura de las circunstancias; quiero decir que cada uno mostraba lo mejor de sí mismo, en todo caso lo más elocuente, mientras vigilaba la basura de una manera que recordaba ritos frente al altar o al fuego. Y en primer lugar sobre la foto estábamos Delia y yo, las caras sin rostro,
señalados por un estigma y ajenos a cualquier ceremonial. Antes dije que me sorprendió este resultado; debo decir que después me pareció previsible. Accionando un mecanismo secreto, Delia y yo permitimos la aparición del grupo. La foto debió elegir y optó por ellos, rescató la escena más primitiva; lo remoto, lo arcaico, muchas veces se impone por sí solo. Pero también es cierto que cualquier opción entre alguna de las dos “escenas” planteaba serias dificultades. Por un lado había un grupo de individuos, seis o siete, absortos en la contemplación de algo, en este caso la basura. Por eso uno dice “primitivo”, porque esa actitud ensimismada parece menos mundana que la asumida con Delia, cuando los dos nos mantuvimos atentos a la mejor pose, ángulo o ventaja, a la busca del futuro o a la vanidad fotográfica. Pero también es verdad que, desde otro punto de vista, Delia y yo tuvimos una actitud espontánea, más simple, por lo mismo más antigua o primitiva: quisimos perdurar. Los seis o siete estaban ahí desde hacía rato, la tierra mostraba la distinta presión de sus pasos y las procedencias, todas diversas. No se distinguía ningún rostro, pero se veía que cada uno miraba hacia abajo con aplicación, y aunque no se pudiera comprobar, era evidente que en ese momento nadie escuchaba ningún ruido. La indeterminación a la que aspira, entre otras cosas, todo desperdicio daba un vuelco con la observación: la basura no provocaba indiferencia sino interés, transfiriendo su importancia a quienes la observaban. Así, la supremacía del grupo sobre nosotros no sólo tenía relación con el número. Es muy probable que más de uno haya pensado, antes de bajar de nuevo la mirada, que el padre se fotografiaba con la hija; era un desvío natural del pensamiento cuando se nos veía juntos, para después volver al curso de asociaciones que estaba llevando. Y por eso había reacciones tan contradictorias cuando la gente asistía a la verdad. Quizá más adelante lo describa, los rostros de sorpresa o confusión. Por ahora sólo digo que las reacciones llegaban a nosotros, especialmente a mí, como el recordatorio de lo que Delia y yo éramos y no éramos, lo que podíamos ser y lo que se nos permitía. El amor termina siendo igualitario. Como ocurrió con nuestros rostros en la foto tomada por su amiga, entre Delia y yo se borraban las diferencias. Pero la igualdad, algo obvio entre los dos, para muchos era irrealizable tratándose de nosotros. Cosas que son y no parecen, o al revés, lo oscuro que es para todos claro, o lo promisorio que se intuye como un desastre, etcétera, todo esto es un tema del que se han ocupado varias novelas. A primera vista los asuntos son obvios, naturales, las cosas siempre parecen otras, no sólo diferentes, bajas o irrelevantes. Ahora veo la corteza de pelos frente al espejo, el estómago abultado, creciendo hacia arriba, buscando más cuerpo y lugar; veo esto y me cuesta creer que yo sea el mismo que, por ejemplo, se sacó la foto junto a Delia. Tarde fui
entendiendo que para algunos Delia y yo no éramos semejantes; podíamos parecer varias cosas, pero nunca pasar por quienes, digamos, tienen una relación de equivalencia. Por el contrario, muchas veces era más notorio lo divergente. Como dije antes, hay novelas donde la gente se enfrenta a la adversidad de una manera sólo equiparable a la fuerza de sus convicciones y a la medida de su pasión, donde la realidad se pone de manifiesto a través de los riesgos: el mundo es un precipicio sin forma, innumerable, trascendente, y por si fuera poco, parece obedecer a un comando centralizado. No hace falta decir que no fue mi caso, y no solamente porque ahora esté alejado de la realidad de las novelas. Delia y yo nos sentíamos unidos, igualados en nuestras distintas y equivalentes naturalezas, gracias a la indiferencia general. La gente reaccionaba como las piedras o las plantas, nada la distraía de las contemplaciones abstractas en las que se sumergía durante horas, como tampoco nada se igualaba al extravío, quiero decir al desamparo, que transmitían sus acciones en general. Sin embargo, la verdad era que estábamos bajo una observación vigilante, paciente y despreocupada a la vez. Al mismo tiempo, Delia y yo necesitábamos la indiferencia de los otros para confundirnos entre ambos y, de este modo, borrarnos; por eso percibíamos el exterior en el mismo sentido. Había un ideal, que nunca debimos aclarar pero en el que siempre pensamos; el ideal dictaba que era necesario disolverse, abolir lo propio de cada uno y convertirnos los dos en otra cosa, indiscernible para los demás y evidente para nosotros. Delia, la obrera; yo, el hombre anónimo. Debíamos ser una pareja transparente, anclada en el fondo invisible del paisaje. Pero tal como escribí más arriba, muchas veces lo que no se quiere saber termina sucediendo. Todas las cosas que tememos e ignoramos deliberadamente, las cosas a las que damos la espalda por no querer enterarnos, la infinidad de hechos que obviamos y quisiéramos abolir, optando por la ignorancia, lo que termina sucediendo es toda esa serie de circunstancias, que nos sorprende rodeados de nuestra mayor soledad. Pues terminó ocurriendo que Delia y yo nos sorprendimos señalados por los gestos de todo el mundo, que nos acusaba de distintos, acaso solo atípicos, pero seguro extranjeros, frente a la indolencia y la indeterminación general. No quiero decir que fuéramos especiales; al contrario, teníamos una inercia suprema, también estábamos ganados por la lasitud; una prueba fueron las caminatas sin trabajo ni límite que realizábamos, impasibles y ajenos al cansancio. Una naturaleza engañosa nos había enrolado a favor de su causa, convirtiéndonos en seres engañosos. Por ejemplo, miraba el barro los días de lluvia y mi primer pensamiento se orientaba, por supuesto después de pensar en Delia, a imaginar si aquella mezcla esencial, como todo barro, en un primer momento no habría estado destinada a sostener otro mundo, otras personas o a modelar una distinta naturaleza. No me refiero a condiciones originarias, que siempre me han tenido sin cuidado; quiero decir que me preguntaba si aquel lodo no habría estado llamado a sostener barrios, hechos, situaciones, una serie de cosas, construidas
completamente diferentes de las que habían tomado forma en la realidad; y si en tal caso aquel lodo no habría cumplido mejor su papel. Mudo como es, del barro no puede esperarse demasiada elocuencia. Se expresa a través de la cantidad, las colosales masas de materia, o tierra, que le dan forma al planeta, las montañas, provocando los aludes, las grandes acumulaciones de sedimento, etcétera. Pero mi pregunta se dirigía a la porción, el puñado de barro. A esa parte absurda y arbitraria del todo, por ejemplo la dibujada por unos zapatos que han dejado la huella que después se endurece, le preguntaba yo por el sentido verdadero de esos despojos. Por supuesto era una pregunta sin formular, de la que no esperaba respuestas. Era la retórica del pensamiento, similar a la que hacía las preguntas sobre Delia, esa otra parte del todo. Acostumbrada a los controles industriales, a los grandes volúmenes y a los procesos complejos, Delia era inconmovible frente a las extravagancias de la naturaleza. Una pasividad que también podía interpretarse como la máxima compenetración, un grado de aquiescencia, solidaridad, al que sólo aspiran las personas marcadas o elegidas, no por nada o nadie en particular, sino dotadas de una sensibilidad especial hacia el entorno. En el caso de Delia, creo que ello estaba estrechamente vinculado con su trabajo en la fábrica: a través de mecanismos desde un punto de vista abstrusos, similares por otra parte a los mismos procesos de producción a los que daba continuidad con sus propias manos, Delia se hacía protagonista de ese engranaje siempre inconcluso y a primera vista frágil que es el de la industria. Esta familiaridad tenía el efecto paradójico de distanciarla más y más de aquello que ocupaba sus acciones y pensamientos; y, a la larga, derivaba en esa especie de mirada irónica con que apreciaba todo lo que fuera abrumador, contundente, como a fin de cuentas se nos presenta la naturaleza. Es cierto que antes me referí a cosas parecidas llamándolas aproximadamente la “disposición proletaria” de Delia. Pero ante el paisaje natural, las enormes extensiones de campo, la topografía o los cambios de clima, su sensibilidad no se expresaba solamente como distancia o indiferencia, tal cual ocurría en relación con el resto de las cosas, sino más bien, como recién dije, a través de aquel desapego sordo, un abandono... Había algo irónico en Delia. Frente a los paisajes, como se los llama, la organización más o menos armónica de los contrastes naturales, a Delia se le dibujaba una sonrisa de comprensión suficiente, como si ahí ninguna nueva verdad pudiera estar guardada para ella. Un gesto imperceptible, aunque muy elocuente, en el que se mezclaban compenetración y desafecto, distancia y conocimiento. Tengo la impresión de que precisamente su diaria convivencia en la fábrica con grandes cantidades de producción y materia prima, había hecho de ella un ser que no encontraba motivos de admiración –sino de aquiescencia– en las magnitudes exageradas. Por supuesto, era un rasgo que compartía con el resto de sus compañeros obreros. Los paisajes o escenarios naturales no producían tensión
emocional; ninguna fibra interior temblaba ante nada, natural o artificial. Al contrario, las máquinas tremolando: ésa era la lengua franca de su sensibilidad, y a la que recurrían los obreros para descifrar las claves del mundo exterior. Esto puede parecer esquemático, también arbitrario, en cualquier caso es parte de aquello que, según dije, hacía de los obreros los garantes o sostenedores del mundo. Igual que con la leyenda heroica, recurrían a su lengua cuando menos lo advertían, incluso cuando creían hablar otro idioma. Ocurre que los obreros, como casi todo el mundo, estaban trabajados por ideas y actos que en un punto resultaban exteriores a ellos. Digo en un punto porque, naturalmente, nadie puede negar la interioridad de sus pensamientos o el trance práctico de las propias acciones; sin embargo, las cosas exteriores eligen las ideas y actos de la gente para ponerse de manifiesto. Nunca es al revés; la gente no se expresa hacia el exterior, sino que el exterior se pone de manifiesto a través de los individuos. Voy a dar un ejemplo. Había un obrero, compañero de Delia. La casualidad hacía que siempre compartieran los turnos. Otro detalle, en absoluto menor, es que tenían la misma edad. Al verlos juntos, se pensaba en dos hermanos llevados por las cosas del destino a enfrentarse con las máquinas. Este personaje, G, en nada se destacaba sobre el resto del plantel. Un cable invisible enlazaba a todo el mundo, por donde se transmitía cierta velocidad de trabajo y una misma fuerza física; no es que fuese siempre el mismo ritmo, sino que siempre era común. Con la edad casi de un niño, pese a ello G trabajaba con llamativa concentración, similar a la que transportaba a Delia a kilómetros de la fábrica, aunque en ese momento no existieran para ella otro mundo ni otros ruidos que los provenientes de su labor. A veces podía verse a G, el blusón raído y los botones relucientes, caminar por el ralo mientras sus compañeros se agrupaban al costado del cajón de hierro. Allí se había subido Delia, y hacía equilibrio en el extremo más alto. En esos momentos G parecía un ser a la deriva, una conciencia en disgregación que paseaba por la módica naturaleza de ese patio las secuelas de su contacto con las máquinas, cuyo influjo alienante había estado recibiendo durante horas seguidas. En el bolsillo superior de la camisa quedaban las migas del magro desayuno; y G, en su corta edad, había adquirido la costumbre de buscarlas con los dedos y llevárselas a la boca, sin darse cuenta de nada y abstraído en sus pensamientos. Cuando la sirena anunciaba el fin del recreo, G era el primero en retornar a la fábrica. Adentro debía adaptar sus ojos a la penumbra, esto le llevaba unos pocos momentos y enseguida retomaba su paso diligente con el que siempre se dirigía a la máquina. Iba encontrando los talleres vacíos, para él era una vida sin vida, y sentía tristeza de haberse ausentado durante el recreo; como muchos otros, sólo al lado de la máquina, participando e incidiendo en la manufactura, encontraba una delicada, pero profunda, justificación de su existencia. G no estaba en condiciones de recordar su primer día de trabajo en la fábrica, pero intuía que hasta ese momento la vida no había sido real; la recordaba como un tiempo de espera, una
antesala. La vida antes de la fábrica era una ficción, pero no tanto por haberlo sido realmente sino por la forma como la recordaba. Y al contrario, ahora pertenecía al imperio de la verdad. Como se ve, G no esperaba que esto terminara: las ficciones concluyen, la realidad no. Sin embargo los títulos estaban a punto de invertirse y sólo restaba que el drama se desencadenara de improviso. Ocurrió cierto día, cuando llegó al taller y se encontró con dos máquinas; no una sola, la habitual, sino otras dos. En el suelo se dibujaban las marcas de la anterior, huellas profundas, imborrables, que señalaban el paso del tiempo y el antiguo peso. En un primer momento creyó que las nuevas máquinas tendrían las mismas funciones que la otra, y que entonces se trabajaría con ellas de manera similar. Pero cuando advirtió que no era así, sino al revés, que no habría podido pensarse en nada más alejado de su viejo artefacto, se negó a trabajar. La fábrica aturdía con su labor cotidiana; se oían las trepidaciones de las máquinas, los tableteos robóticos de la cadena de montaje, el runruneo incansable de las cintas transportadoras, se escuchaba todo eso como símbolo de la faena industrial, que no se detiene, pero G permanecía sin moverse y abstraído frente a las viejas huellas. No hace falta decir que lo despidieron de la manera menos contemplativa; según la fábrica, se necesitaba una respuesta “ejemplar” ante el resto de los operarios. Una máquina fuera de circulación dejaba una rémora: un obrero en desuso, en este caso G, desde varios puntos de vista el mejor de la fábrica, joven, sano y disciplinado. Pero su reacción, si bien había nacido en su interior, se materializaba desde el exterior: era la vieja máquina, diciendo que no, la que hablaba a través de G, y para hacerlo elegía paradójicamente el silencio, mejor dicho la quietud, del muchacho. Es así como se expresaba el exterior, en este caso la máquina antigua. G permanecía callado frente a las marcas del piso y aunque sólo hubiesen transcurrido unos pocos días, el recuerdo del antiguo artefacto le venía bajo la imagen de una labor remota: idea única y borrosa, desfigurada por el tiempo y enaltecida por la simplicidad. En esa edad antigua la armonía era, digamos, la expresión de la brutalidad. Es difícil detener el trabajo obrero cuando todos están inspirados, porque cada uno siente la labor de los demás, es un sentimiento grupal que renueva el impulso y multiplica las fuerzas. Sin entender por qué, en sus abstracciones G recordaba un viejo problema fabril: si un obrero precisa dos días para hacer, por ejemplo, un martillo, ¿cuántos martillos harán en cuatro días diez obreros? Los colegas se reían ante la formulación del problema, en buena medida porque ponía el acento en el número. La respuesta podía ser una cifra, y de hecho bastante más alta de lo que indicaría el simple cálculo aritmético, pero lo decisivo para los obreros estaba en el avance de la acción, o sea el incremento de la actividad realizada junto con el desarrollo del día. Más arriba señalé que el obrero es incapaz de medir su producción, ahora debo agregar que ello es así porque el trabajo, y en especial el producto, el resultado, tiene para él la forma de una cosa abstracta, algo un poco irrazonable, debido a la repetición de la labor, pero por esto
mismo tangible, incluso contundente. Los obreros, desde siempre expertos consumados en las transformaciones materiales, se quedaban pasmados si debían traducir el valor de su trabajo a un orden exterior a la fábrica, por ejemplo el dinero o el tiempo lineal. Para los obreros el salario significaba mucho, era lo que permitía la subsistencia; pero también representaba muy poco, porque ignoraban la incidencia del esfuerzo físico tanto en aquello que recibían como, por otro lado, en aquello que estaban produciendo. En esta traducción imposible se asentaba el poder que irradiaba la fábrica, no sólo hacia los obreros sino hacia el verdadero exterior, o sea las calles aledañas y la comunidad en general, para llegar incluso a aquella gente que ignoraba la existencia de la fábrica de Delia en particular. Despojado del instrumento que le confería su identidad, G fue olvidado por el resto de los obreros bastante antes de que abandonara físicamente el taller. Desde aquella mañana fatídica su presencia tuvo una marca adicional, la del estigma: mientras sus pensamientos, observando las huellas de la máquina, creían enredarse en la labor arcaica, las miradas de los otros se fijaban en su gesto, cautivadas por la amenaza que representaba. Veían en G un futuro probable y un triste pasado; aunque no quisieran y aunque no fuera completamente verdad, todos provenían de allí, G tenía algo de lo que ellos querían huir, borrándolo con un rápido plumazo de la conciencia. Pero como entendían que la dificultad del muchacho no pertenecía al tiempo lineal, que su persona o “problema” no significaba retroceso ni avance alguno, el rechazo –y la propia presencia– se tornaban abstractos. Es que la amenaza de G era la peor de todas porque se asentaba en la contigüidad. Más que un futuro posible o un pasado olvidable, esto hubiera podido tolerarse con el empeño de la voluntad, G era la escena trágica que sostenía la vida proletaria de la comunidad. De un día para otro el muchacho se había convertido en el reverso de toda la fábrica junta, y su conciencia no estaba en condiciones de soportarlo; del mismo modo, los obreros encontraban que una parte del mundo inmediato se daba vuelta como un guante, representando aquello que toda la coreografía de la fábrica, la actividad de las máquinas, la destreza de las manos y la gimnasia de los cuerpos necesitaba siempre mantener oculto. Según me contaría Delia, una mañana G no apareció junto a su exmáquina, o sea, junto a las nuevas incapaces de esconder las marcas de la vieja. Si siempre había sido el primero en llegar,durante la crisis había llegado todavía más temprano para irse cuando su turno tenía mucho tiempo de concluido. Era curioso ver que la vida en el exterior de la fábrica seguía sin cambios mientras en el interior se desarrollaba esta tragedia. Digo curioso por decir alguna cosa, en realidad era muy mortificante. La verdad es que también todo seguía igual dentro de la fábrica, fuera de la amenaza moral representada por G y sufrida por sus compañeros. Pero si bien adentro se producía la anomalía y también se ignoraba buena parte de sus efectos y causas, en el exterior se ignoraba todo olímpicamente. Y esto producía una sensación amarga, porque el mundo seguía girando sin enterarse de la penosa
experiencia de G, de su comienzo como tampoco de su final. Como él, cuántas víctimas anónimas produce el mundo cada día: ésa es la verdadera fábrica del hombre, aunque decirlo de esta manera parezca de una sensibilidad inadecuada. Delia y G. Varias veces he pensado que ese lazo que los acercaba, ostensible a primera vista hasta el punto de parecer hermanos, como un vínculo concreto e indisoluble, siguió vivo pese al despido de G y los distintos caminos que tomaron sus vidas. El muchacho terminó siendo un expósito de la fábrica, del mismo modo como lo terminó siendo Delia, aunque de mí. Así como la fábrica despreció la mortificación de G ante las nuevas máquinas, inspirándole todavía mayor recelo y desconfianza, de la misma manera le di la espalda a Delia, dejándola en el abandono más lastimoso. Recién me referí al mundo exterior y al interior fabril, a cómo aquél ignoraba lo que ocurría en éste; ahora quiero decir algo sobre la manera en que se producía una cosa similar, pero entre el mundo en general y el interior de Delia. Aunque bárbaro y cruel, mi abandono no trastornó el mundo, que siguió su curso pese al sufrimiento de Delia. Sin embargo, el mundo también le daba la espalda a otra cosa que Delia y yo conocíamos: la célula de vida que desde hacía poco tiempo se asentaba en su interior. Es así que tanto una como la otra terminaron siendo víctimas, si bien de cosas distintas y bajo diferentes circunstancias. Recuerdo la expresión de Delia; no lo podía creer. Voy a decirlo de manera sencilla: lo recibió como un golpe efectivo y brutal. Los ojos se abismaron, se hicieron más grandes y profundos, inseguros por el miedo; ella no era capaz de reaccionar, siendo como era una forma de reacción. Recuerdo también sus palabras, como siempre adecuadas. “No me dejes”, murmuró. Ahora las escribo y me recuerdan las otras tres que escribí más arriba, también refiriéndome a Delia, aquel “Por favor, no” con que la víctima suplica. Y ahora como entonces no fui capaz, por lo menos, de moderar el daño. Aparte de los ojos también la voz de Delia se trastocó. Venía de más atrás de la garganta, se escuchaba como si perteneciera a otra persona y parecía un ronroneo quebrado y lastimoso. Y recuerdo cómo pese a todo luchaba por conservar su matiz: era ella quien hablaba aunque pareciera estar a punto de ser otra. Me tomó la mano. “No me dejes”, repitió. Quizá sin darse cuenta, con eso quería subrayar sus emociones, ya bastante elocuentes. Como G, Delia reaccionaba con espontaneidad. Esto derivaba seguramente de su condición de muchachos, casi niños. El problema con las reacciones es que nunca son claras en el mundo real, al contrario de lo que ocurre en las novelas, donde la acción más imprevista o intrincada tiene por parte de los otros personajes una lectura, o reacción, acorde con su supuesta oscuridad. Pues bien, debo decir que en mi caso no ha pasado lo mismo. Una vez íbamos caminando con Delia. Ya dije que había territorios deshabitados y dispersos, que tenían sin embargo un modo de vida en comunidad. Y también estaban los casos opuestos, lugares híbridos en los que, menos que un barrio, toda la zona parecía ser poco más que una misma vivienda múltiple: las calles eran pasillos por donde
sólo se podía caminar, las plazas tenían las dimensiones de los patios. Había también comedores colectivos, muchas veces a la intemperie, del mismo modo como a lo largo del perímetro barrial unas puertas de chapa eran las únicas entradas del lugar. Semejantes a Pedrera, una vez dentro las cosas resultaban diferentes de lo que parecían desde afuera... Estaba caminando con Delia por el borde de uno de esos barrios, o villas, cuando en un corredor, o sea una calle, vimos una infinidad de marcas, los pasos de la gente sobre el polvo. Uno está habituado a encontrar huellas diferentes, también puede acostumbrarse a ver, como en este caso, muchas pisadas. Pero en el dibujo de la multitud había un enigma que nos demoraba; gente y gente caminando, quién sabe hacia dónde. Contemplamos aquello durante un largo rato, rodeados de un silencio apenas alterado por los sonidos comunes del lugar. La calle tenía un declive irregular que bajaba hacia nosotros. Creo que cuando dimos con el misterio, más nos sorprendió que fuera una cosa tan evidente, aunque resultaba también lo más extraño: todas las pisadas tenían la misma dirección. Esto no habría sido más que una curiosidad si un poco más allá no hubiésemos encontrado un corredor parecido, aunque con las huellas en sentido contrario. Caminar por el lugar significaba pasar por el interior de las casas; o, como dije antes, atravesar una casa repartida en numerosas versiones de ella misma. Alguna vez las paredes tenían sus ventanas correspondientes; y en general todas –las paredes– estaban levantadas con los materiales más diversos. En ese momento nos cruzamos con varios ancianos, hombres, que parecían dirigirse a su lugar diario de reunión. Por allí la gente caminaba en grupos, pero siempre en silencio, a lo sumo murmurando esa lengua común de las familias o las tribus, un lenguaje hecho de exclamaciones, la mayoría de las veces inconsciente y hermético para los forasteros, y en varias ocasiones tan sordo como mudo. Vimos un perro que dormía a la sombra de un viejo cartel. En ese momento faltaba bastante para la noche, y con Delia terminamos rodeando el amplio perímetro del barrio antes de tomar un camino lateral que nos llevara hasta los Cardos. Me acuerdo de que al rato de dejar el barrio nos detuvimos y miramos hacia atrás. Por encima de unos profundos matorrales, que crecían en una depresión, bastante lejos y casi sobre la línea del horizonte, se divisaba un conjunto de casas en desorden. El sol en declive las iluminaba de modo diferente, según los materiales con que habían sido levantadas. Así, cada una parecía obedecer a un tiempo propio. Algunas todavía estaban en el día mientras otras ya estaban en la oscuridad; pertenecían al futuro inmediato, al pasado reciente o a la historia antigua. Más tarde, ese mismo día, una vez que salimos de los Cardos, después de dejar la casucha desolada donde nos ocultábamos, seguimos caminando un poco más hasta llegar a metros de la casa de Delia, donde el silencio se hacía más profundo con los ladridos esporádicos, y la oscuridad parecía vibrar, sujeta a la palpitación del campo alrededor.
Pisadas, huellas, caminos. Con Delia conjugamos de forma incansable estas palabras; andar era para mí una extensión obvia y práctica de su compañía, y por eso cuando lo hacía sin ella tenía la sensación de estar en otra cosa, de apartarme de aquello para lo que creía vivir predestinado. Era carecer de algo propio y determinante, sentirme en falta y también era ser menos. Mientras Delia estaba en la fábrica yo asistía al mundo, más bien “presenciaba” la vida de todos los días, veía las costumbres de la gente, por ejemplo el hecho de hablar mañana tras mañana, prestar atención al tiempo, etcétera, y me parecía insólito que todo siguiera su curso en apariencia normal cuando precisamente el sostén último del mundo, Delia, en ese momento estaba lejos de allí. De hecho yo era capaz de entender la conducta de la gente, que al no saber nada de Delia seguía con los asuntos habituales, pero lo que no comprendía era mi pasividad frente a tamaña y desdichada ignorancia. Puede parecer paradójico, pero la ausencia de Delia me impedía actuar, incidir en cosa alguna más allá de mis contemplaciones habituales, inútiles y, en lo profundo, completamente desinteresadas. Delia influía en mí a la distancia, pese a la lejanía, de una manera parecida a como lo hacía en su taller: pensativa, ausente, compenetrada, aislada, como imaginé muchas veces que ella regulaba la fábrica. Su forma de actuar daba la impresión de dirigir y organizar todos los detalles del trabajo colectivo. Quizá fuera la única impresión posible ante una tarea como aquélla, que conjugaba ritmos de máquinas y personas en una combinación armoniosa y rauda a la vez; en cualquier caso Delia, con su reserva y concentración, empequeñecida y casi oculta detrás de su mesa de trabajo, parecía el cerebro de la comunidad. Su influjo, una fuerza que se difundía desde Delia, el epicentro, alcanzaba primero la fábrica y organizaba, como dije, la producción y la velocidad, pero también atravesaba las paredes y se extendía hacia el exterior, interviniendo en la vida de la gente, sin que se advirtiera. Mientras tanto, Delia seguía, como siempre, con sus medias palabras. Tenía ese verbo escaso de lo más elocuente. Yo la escuchaba hablar, esporádica y en la práctica inaudible, una forma de expresarse que me confirmaba su profunda identidad proletaria, y por otro lado me parecía esos personajes de novela que, servidos de un solo gesto y de pocas palabras –palabras que por lo general pronuncian los demás y muy raramente son propias–, están en condiciones de trasladarse entre los libros y perdurar en el recuerdo de la gente. Tenía una ley que obedecía, que era su hablar esporádico. Pero decir “ley” no es del todo gráfico, en primer lugar porque carecía de mandato. Esa tarde cuando rodeamos la villa, después de descubrir los callejones con pisadas en la misma dirección, Delia me dijo que creía haber visto a G, el obrero despedido por rechazar su nueva máquina. Pudo verlo unos momentos, que bastaron para apreciar el penoso efecto del despido. Delia hacía uno de sus acostumbrados viajes detrás de alguna prenda,bien para recibirla o para devolverla, esas travesías que podían requerirle hasta media jornada, varias horas con toda seguridad, en transportes precarios o en el más común de los casos
caminando. Estaba distraída pensando en el atractivo secreto de las ropas, ese hecho, paradójico desde varios puntos de vista, por el cual vestirse consiste en disfrazarse, en expresar algo profundo, que en todo caso no está en la superficie, recurriendo al simulacro de ocultarse; Delia estaba distraída pensando en estas cosas cuando descubrió a G, inmóvil en una esquina cualquiera, a la espera de nada en particular, con las manos colgando al costado del cuerpo como un peso difícil de despertar. Fueron suficientes unos pocos segundos. Vio el rostro infantil y endurecido, abrumado por el desánimo, probablemente a kilómetros de distancia de donde estaba en ese momento. Esto le bastó para entender por qué la ausencia de un saber específico, o de una destreza especial, puede ser para un obrero una falta que se traduce en ventaja. Otro obrero que no supiera conducir la antigua máquina ni estuviera consustanciado con ella no habría tenido dificultades para adaptarse a la nueva. Por eso la capacidad de G resultaba un obstáculo. Era una desgracia que los obreros supieran hacer algo, me dijo Delia; no es posible imaginar cuánto más útiles son cuanto menos saben. No siempre el trabajo es tosco y brutal, pero a menudo precisan una gran impericia para ejecutar sus tareas incompletas, truncas si se las mira bien, injustificables fuera de lo que se llama la línea de producción; y G era buena prueba de ello. Ese vagabundeo por los campos de la ciudad, que Delia presuponía sin mayor objeto, representaba el intento de volver a la falta de destreza original. Basta la menor habilidad sobre lo estrictamente necesario para que el obrero se torne inútil y nada lo salve, porque todo aquello que sabe de más representa para la fábrica un gasto potencial y una pérdida real. Es probable que Delia dijera estas cosas con otras palabras, pero poniéndolo así su sentido me parece más cercano al pensamiento propio. No se trataba de la ignorancia común, de falta de saber, experiencia o lo que fuera, sino de una ignorancia positiva, mezcla de ingenuidad y contrición. Si quiere ser obrera, la persona sabe que debe olvidar buena parte de sus destrezas y adquirir otras, circunscriptas a un radio limitado y relacionadas con una serie de tareas repetidas y relativamente sencillas. Y debo decir que ese olvido de sí, el “abandono”, era otro elemento que convertía a los obreros, a mi modo de ver, en sostenedores del mundo. Entonces, dentro de esta parábola en la que se había convertido la vida de G, como antes había pasado con la de F, se llegaba a un punto donde los seres se movían, iban de acá para allá, deambulaban por caminos apartados y barrios caídos a veces en el desamparo, con la intención, no siempre del todo clara y vehemente, de eliminar el lastre anterior, de perder el antiguo saber que los había hecho terminar tan mal para después, y con suerte, recuperar alguna aptitud general, una pericia nula que los convirtiera en personas aptas para comenzar desde cero la próxima etapa como operarios. Seguramente G estaba en ese trance la tarde en que Delia lo vio, parado en esa esquina hecha de nada, un cruce de tierra y grava, como alguien que ha olvidado su identidad. Horas después, de regreso ella pasó por el mismo lugar. Antes de llegar a la
esquina, Delia se preguntaba si todavía encontraría a G, y si en tal caso sería aconsejable hablarle, aunque más no fuera para ver hasta dónde recordaba todavía el otro mundo. Pero cuando llegó, G ya no estaba. Una brisa lejana traía las fragancias, siempre delicadas, de un terreno donde en otro tiempo alguien había cultivado, no sé, frutas u hortalizas, por ejemplo. Ahora allí había plantas que crecían sin concierto, con formas y olores que si bien aludían al antiguo uso doméstico, descubrían en primer lugar la fuerza de lo silvestre. Era curioso ver cómo la gente precisaba retornar a una nada para alcanzar algo que sirviese como próximo refugio contra la indeterminación. De la nada original, por ejemplo el nacimiento, pasaban por situaciones que suministraban un saber, costumbres y experiencia; y lo más probable era que llegara un momento de la vida en el que deberían desprenderse de todo lo adquirido y empezar desde cero, o sea volver a una nada indiferente para recomenzar. En el trayecto de ida podía verse a G parado en la esquina a la espera de alguna cosa más o menos fundamental; estaba en el apogeo de su inconsciencia juvenil y, de algún modo, su candidez proletaria. Acostumbrado al trajín mecánico de la fábrica, a su mundo de transmisiones, poleas y engranajes, no alcanzaba a precisar los criterios según los cuales se desenvolvía su nueva vida de desocupado. Pero al pensar un poco más en ello, advertía también que tampoco había comprendido lo anterior, el mundo fabril, porque de haberlo hecho nunca se habría visto desterrado. Delia volvía con su ropa prestada, o quizá acababa de restituirla al fondo colectivo que proveía las mejores prendas de la comunidad, había cumplido con su trámite; pero de G no quedaban rastros en la esquina... Un cartel de chapa, deslucido y arruinado por el paso del tiempo, apenas visible entre la vegetación, anunciaba un “Se vende terreno” a destiempo, más bien rudimentario; era evidente que hacía mucho ese lugar había dejado de venderse. Esos sitios se multiplicaban en señales por el estilo, no hacía falta que Delia me lo dijera para saberlo. En una oportunidad pasamos con Delia por esa esquina. Ella me indicó el cartel, que obviamente todavía estaba, y el lugar preciso donde G había aguardado una señal. Para ver el letrero había que internarse un poco en los matorrales, era cuestión de dar unos pasos hasta chocar casi con la chapa vetusta, que según se notaba había servido en su momento para prácticas de tiro. Y si había un poco de viento, era posible verlo desde más lejos, ya que el movimiento de la maleza, en especial en su cresta, descubría con intermitencia el cartel. Por un motivo que hasta ahora ignoro, para Delia ese letrero tenía el valor de una prueba, presumiblemente el de la oportuna presencia de G aquella tarde. Ver a G, descubrir el cartel, no ver a G, olvidar el cartel, ésta había sido la secuencia del pensamiento de Delia, por lo menos respecto de esto, aquella tarde. El letrero se convertía en el único objeto capaz de avalar una versión de la historia. El terreno al que el cartel aludía podía ser tan extenso como todo el planeta. No se veían los límites, por lo menos no en ese momento. Es así como los dos, pero no solamente
nosotros, estábamos a merced de los signos contradictorios de las cosas, donde se mezclaba el pasado reciente con el antiguo, el futuro mediato con el cercano o inminente, el presente efímero y la duración más intolerable. Debo decir que nunca volví a sentir de un modo tan marcado la presencia del tiempo. A veces me parecía contundente como el cielo, inconmovible, permanente y constante. Y otras veces podía escurrirse e incluso arrastrarse como una mentira, entre un vértigo apresurado de asociaciones contradictorias. El tiempo era una boca de lobo; primero nos apartaba y después nos devoraba, para luego dejarnos, y no existía forma de comprobar esto, en el mismo punto donde supuestamente nos había secuestrado. Yo podía imaginar muy bien el desconsuelo de Delia, cuando de regreso vio que G ya no estaba en la esquina. Aquello que la imaginación de los demás veía en los dos, como antes señalé, una pareja de hermanos empujados por el destino hacia la fábrica, Delia lo veía distinto, pero por supuesto con la misma intensidad. Sentía que algo la hermanaba a G; no sabía si podía ser la edad o alguna otra condición. En cualquier caso estaba segura de que la fábrica, al expulsarlo, era la responsable de interrumpir la armonía. Así comenzaron para ella unos sentimientos contradictorios que, con períodos de mayor o menor recurrencia, la acompañaron por bastante tiempo. Delia y sus compañeros podían sentirse un tanto responsables de la ausencia de G; pero sabían que la causa última no estaba en esa fábrica en particular. El problema radicaba en todo el mundo fabril, que siempre hacía lo necesario para que los operarios sintieran una deuda recíproca ante el menor desvío de la norma, cuando en realidad era un mundo que se manejaba a su antojo, con su propia justicia, y que se servía de máquinas y obreros como instrumentos de un teatro donde ponía en escena su verdad. No quisiera abusar del símil, pero así como la noche es la boca de lobo de los caminantes, por su parte la fábrica era la boca de lobo de los obreros. Después de aislarlos, evaluar y anticipar el provecho que podía sacarse de ellos, los contrataba, engullía y al final los devolvía a una vida corriente hecha de actos repetidos. Una palabra tiene un matiz que lo define muy bien: “conchabar”, emplear a la persona para someterla al trabajo en cuerpo y alma, y así sacarle todo el jugo posible. Delia recordaba un gesto, cuando G sin darse cuenta se mesaba el cabello. Eso quería decir que algo lo preocupaba. Podía ser un ruido anormal de la máquina, alguna falta de sincronización con el trabajo de los demás o la tensión de la luz inesperadamente baja: en cualquier caso antes de levantar los ojos o dirigir todo su cuerpo tras una reacción, levantaba la mano derecha, la misma que usaba para buscar en el bolsillo las migas de pan viejo, y se la pasaba por el pelo como si quisiera acomodarlo. Y precisamente su abstracción había hecho que tuviera el mismo gesto cuando, al pasar por la esquina, Delia fijó su atención en él. Es curioso que las personas cercanas a Delia, por lo menos las que conocí, tuvieran todas ese ademán tan señalado. Me refiero a su amiga. Era un movimiento suave, una cosa ondulante que buscaba suavizar lo grave, aliviar lo
complejo, olvidar enseguida la pesadumbre, o por lo menos la preocupación. Era también un movimiento para conjurar la sorpresa. Y sin embargo, era un gesto al que Delia muy pocas veces recurría. Ahora he vuelto del baño, del espejo donde observo mi barriga marcada por los años, indiferente, similar a la corteza de un árbol castigado. Pienso que guardamos los gestos de los otros como si fueran manchas, las figuras impuestas al azar sobre alguna superficie, que por esas cosas de la casualidad han decidido permanecer en el recuerdo, al contrario de casi todas las demás. Volví a mi pieza con un vaso de agua, tenía el ropero descalabrado frente a mí, estaba parado sobre el estuario, abierto a los pies de la cama. Pensaba en Delia, en la gente que estuvo cerca de ella, por lo menos tanto como lo estuve yo, y sin darme cuenta levanté la mano para mesarme el pelo. ¿Qué quise buscar con ese gesto?, ¿había algo escondido que pudiera descubrirse? Es curioso, hoy encuentro en este acto una ternura superior. Antes veía impaciencia, vacilación, esa forma de urgido nerviosismo que se resuelve con un gesto, por otra parte un poco teatral. Ahora sin embargo veo más el ademán mecánico, y por ende invisible, donde, como consecuencia de sentimientos desde un punto de vista tan remanidos como timidez, orgullo, humildad e inocencia, pero desde otro punto de vista verdaderos, o por lo menos permanentes. Veo el ademán mecánico con el que la especie se defiende blandiendo, digamos, su dignidad. La amiga de Delia levantó así su mano cuando descubrí las hojas dibujadas, y una vez tras otra la levantaba cuando creía que el silencio, mientras esperábamos a Delia, era algo por donde podía colarse mi indiscreción; por eso precisaba hablar, para que yo dejara de escudriñar en su casa. Pero, como puse antes, no encontraba las palabras. También G, cuando levantó la mano así, solitario en la esquina,como una manera de absolver el tiempo de la tarde que se empecinaba en no pasar, levantó la mano para olvidar por un momento esa nada que lo invadía desde abajo, la raíz de los pastos, y desde los costados, el paisaje sin expresión. Entonces no lo advertí, pero ahora veo que habría sido un milagro que ocurriera lo contrario, que ambos no levantaran la mano para tentar aquel ademán al encontrarse frente a eso que los desbordaba, quiero decir que los ponía fuera de sí, no en el sentido de carecer de conciencia de sus actos, sino más bien al contrario, de enfrentarlos al hecho de actuar cuando apenas la conciencia se va dando cuenta, con lentitud, de lo que está sucediendo. A todo esto cabe agregar que también Delia tuvo sus pocos y esporádicos momentos en que levantó las manos, aunque en su caso, previsiblemente tuvieran una motivación distinta, de algún modo más indirecta, como era todo en ella, más complejo, sinuoso, delicado y en definitiva sabio. La amiga de Delia levantó la mano en otra ocasión. Fue durante el viaje legendario, cuando el hombre del tren le enseñó la foto. Tuvo el gesto insólito, que para ella no reflejaba más que indecisión, pero que el otro recibió como la prueba
que esperaba: la figura del retrato ensayaba un gesto similar. Visto así parecía un experimento, un gesto teatral, de algún modo ésa es la naturaleza de las fotos, pensó el hombre. El problema era que confrontado con la realidad, puesto delante de la amiga de Delia efectuando, digamos, la misma acción, aquélla revelaba toda su carga de verdad. El ensayo podía entonces seguir siendo un simple ensayo, pero recuperaba doblemente su condición de acto real: el de quien había levantado la mano aunque más no fuera para que el cuadro pudiera hacerse de ese modo, y el de quien había elegido ese gesto y no otro porque guardaba un preciso significado que debía transmitirse. Y era esto último, el doble motivo que podía encontrarse tanto en la imagen como en la realidad (la amiga de Delia), lo que confirmaba para el hombre que se trataba de la misma persona. También G hizo aquello en dos oportunidades decisivas. La otra se produjo aquella desgraciada mañana, al rato de llegar a trabajar. En un principio el joven obrero no entendió nada, creyó haberse equivocado de sitio, de taller, incluso de fábrica. Con su mentalidad de niño que poco a poco abandona la infancia, entrevió la posibilidad de un juego inocente; pero esto duró un momento. Si era un juego, tenía una duración muy breve, que llegaba hasta el momento en que advertía que sus efectos habrían de perdurar. Fue entonces cuando levantó la mano para mesarse el pelo. Sería exagerado decir que la fábrica interrumpió por un momento el trabajo, pero resultaría muy gráfico como descripción de lo que estaba ocurriendo. Apenas G tuvo la mano levantada, cada uno de sus compañeros comprendió que más temprano que tarde él abandonaría el trabajo. Simple, fugaz, y aunque también habitual, en ese contexto era sin embargo el gesto del inadaptado. Los operarios que la noche previa habían retirado la antigua máquina e instalado las dos nuevas, más de una vez habían tenido ese gesto durante la operación, así como también miles de obreros lo repiten todos los días. Pero como siempre ocurre, una precisa combinación de circunstancias lo distinguía sobre todo lo demás. Quizá G sólo había querido tomarse un descanso frente a la sorpresa, como quien suspira antes del esfuerzo inminente, aunque fuera un ademán que descubría más de lo que disimulaba. Tuvo el gesto y comenzó a apartarse. Igual que en esa esquina, cuando tuvo el gesto y eso representó que se había apartado de todo. Pues bien, ahora he vuelto a mi pieza con un vaso de agua. Caminé por el largo corredor, las baldosas frías, desde las paredes se oían voces en alerta, a lo mejor advertidas de mis pasos, mientras las puertas permanecían cerradas. Entré en la pieza y me detuve junto al estuario, en el extremo de la cama y frente a la luna ciega del ropero. Se me ocurrió un pensamiento equívoco, apenas un error redundante; me dije algo así como “Tomo agua junto al estuario”. En la esquina de los Huérfanos, donde a unos metros se realizaba la carga y la descarga, había hombres que parecían caminar con dificultad por el peso de la mercadería. A veces esto se comprobaba, y después de cada maniobra y antes de la próxima, algunos volvían con sus manos libres y una renguera evidente. Mientras tanto, los animales
seguían impasibles, exhalando de vez en cuando un suspiro de vapor, que venía a ser su propia medida del tiempo. Como describí antes, en esa esquina es donde aguardaba a Delia todos los días. Esperaba que ella bajara del transporte con su pie inseguro, pero firme. Mi ansiedad crecía a medida que los minutos pasaban; por esas cosas de los sentimientos, de algún modo tan confusas, temía que Delia no llegara. Era un temor infundado, ya que no había fuerza que pudiera desviarla; esto yo lo había comprobado en varias ocasiones, por ejemplo cuando debió llegar caminando. A veces me he preguntado por mi verdadero sentimiento durante esas esperas. Temor, ansiedad, impaciencia, etcétera. Hasta que una tarde advertí que esos momentos no tenían nada de particular, que la fuerza que me llevaba a estar pendiente de la aparición lejana del colectivo, en los Huérfanos, era la misma que me trasladaba con el pensamiento hasta Delia, a cada momento del día. Yo pasaba por el trance de una cita permanente, a la que era imposible que Delia renunciara pero que en cualquier momento, por esas cosas del destino, podía dejar de cumplir. En las madrugadas, apenas la despedía a metros de su casa ya estaba esperándola, quedaba pendiente de ella y me preguntaba cómo haría yo para que el tiempo transcurriera ágil y llano, o sea sin detenerse en todo lo que faltaba hasta el próximo encuentro. De manera que decir que la aguardaba en los Huérfanos es decir algo muy vago, porque en realidad siempre la esperaba, durante cada minuto del día. Delia era el eje de mis acciones y pensamientos, y yo existía solamente en la medida en que mi vida se relacionaba con ella. Y entonces por eso, mientras observaba los esfuerzos de bestias y hombres bajo las cargas, me sentía colmado por la feliz ansiedad de que en apenas unos momentos, mi espera constante, a veces amarga y angustiosa los días en que la hora no avanzaba, se vería provisoriamente premiada. Había tardes en las que caminar por la zona era una excusa que no hacía falta mencionar, porque Delia y yo esperábamos la noche espesa para ir hasta los Cardos. Pero incluso siendo excusa, esos recorridos sin destino fijo tenían su peso propio, valían no solamente por lo que demoraban. Dije más arriba que caminar con Delia era asistir a un cambio de la geografía; que nada se modificaba en la práctica, y ello hacía más sugestivo y extravagante el cambio. Era similar a lo que ocurría con los préstamos, que cambiaban de mano aumentando su valor. Como también antes puse, cuando Delia llevaba una pollera en particular, quien la viera tendría la impresión de que esa prenda había sido concebida especialmente para ella. El préstamo la embellecía en general y realzaba lo mejor de su naturaleza. En un punto, pienso, la forma de la pollera era secundaria, porque Delia precisaba que la ropa con la que se vestía no le perteneciera para destacar todavía más su propia belleza. Pues bien, algo semejante ocurría con el paisaje de la geografía. Yo iba caminando a su lado, miraba sus cejas tan pobladas, un bosque en miniatura, bien espeso, y el otro paisaje formado por los árboles de verdad, las casas, cañadas o, en general, las cosas truncas de la naturaleza o del hombre y ese paisaje me parecía
inmejorable, asombrosamente más sugestivo y de algún modo enaltecido por la presencia de Delia. En síntesis, lo que ocurría es que ella “prestaba” una condición a la geografía y ésta se la devolvía a Delia, como si fuera un espejo, beneficiándola. Eso ocurría con la ropa y era lo que pasaba con el paisaje, la fábrica o cualquier otra circunstancia. La fábrica sin Delia podía considerarse vacía; aunque el resto de sus compañeros estuviera en su puesto, frente a las máquinas y haciendo su trabajo, era como si una huelga imprevista, o una catástrofe, la hubiera vaciado de contenido dejando a cada uno girando en falso sobre la nada, o al contrario, hubiera hecho de la fábrica el sitio más despoblado aunque todos, por supuesto menos Delia, estuvieran dentro. He leído muchas novelas donde los lugares desaparecen una vez que el personaje, o protagonista, los abandona. Esto, que puede ser interpretado como una regla del arte, a veces deja un sentimiento de desazón profunda, entre otras cosas porque la geografía nunca es un mero escenario y son los recorridos de las personas, aunque pertenezcan a la ficción, lo que marca el cambio y la perduración del mundo. En muy raras ocasiones la gente se sobrepone a ello; los sitios, sean paisajes naturales o artificiales, difícilmente sobreviven a quienes los pueblan. Cuando el protagonista está extraviado, abandonado o sencillamente muerto, es poco lo que queda como señal, o promesa, de su paso por el escenario. Y cuando queda algo, termina desapareciendo más rápido que tarde. Voy a dar un ejemplo. Se trata de un hombre y una mujer. Ella está en edad de asistir al colegio, pero trabaja en una fábrica. Él es bastante mayor, desde este punto de vista podría ser el padre, aunque por varios otros motivos no podría serlo nunca. El hombre tiene los típicos rasgos de los personajes de novela, edad indefinida y todo lo demás: el carácter es una sola imprecisión, como también, digamos, su voz –en el amplio sentido de la palabra– o procedencia. Seres insignificantes, y limitados por una complicada serie de circunstancias, ambos se enamoran. Decir amor es poco; se idolatran y veneran, si no están uno junto al otro no se sienten colmados, la belleza les parece incompleta, la felicidad esquiva, etcétera. Durante el prolongado idilio comprueban la vitalidad de una geografía hasta entonces encubierta, por lo menos para ellos. No es que les guste, más bien se les presenta como lo único que están en condiciones de apreciar, o disfrutar. Es una geografía similar a ellos mismos, convencional y a la vez escasamente definible; está entre una ciudad levantada a medias y unos campos a medias trabajados; las cosas a medias, en trance de abandono, con mucho desánimo. La gente parece poblar la nada. Además todo ha sido hecho con medios escasos, con materiales a primera vista inapropiados y con muy escasa voluntad, más propicia para la renuncia que para la constancia. Ambos caminan por esos lugares como seres solitarios y desesperados; y si bien no lo advierten, el mundo los ve. Serían capaces de continuar con esa vida hecha de nada por el resto del tiempo; aunque mientras tanto se incuba algo definitivo que habrá de separarlos: un hijo que ella espera. También es probable que, más allá de
la existencia del hijo, en el primer contacto ya hubiese quedado inscripto el abandono. Sea como fuere, la historia entre ambos toma un giro relevante: el hombre decide alejar su vida de la obrera, y con ello el paisaje que les ha servido de escenario, como un decorado inútil una vez cerrado el telón, se agota, no se torna irreconocible pero sí intrascendente. A esto quería llegar. ¿Habría manera se sobreponerse y decir, por ejemplo, “No, no me importa el fin de la historia, la separación de las personas, etcétera. Quiero que la geografía siga su camino, hasta donde pueda revelarse y expresar su valor por sí misma”? Cuando caminábamos con Delia por esas calles que no eran calles, y veíamos esas casas a punto de comenzar o dejar de serlo, había algo en la naturaleza del entorno que nos intrigaba. Nuestra frecuentación, el día a día de los paseos, el avance de las estaciones y la labor de los hombres sobre las cosas, los cambios en general, todo eso nos devolvía renovadas las pruebas de cómo lo permanente predomina sobre lo variable; sin embargo, nunca pudimos dejar de percibir la teatralidad de aquellos ciclos, en especial según las frecuencias regulares con que recorríamos los espacios. De aquí para allá, de noche o de día, a cada lugar dejado a nuestras espaldas lo sentíamos como un decorado en repliegue, urgido por disolverse, dormir o descansar, hasta que Delia y yo decidiéramos darle vida de nuevo al visitarlo. Ésta era la percepción, real aunque finalmente se comprobara falsa o equivocada. Incluso las visitas que de cuando en cuando hago ahora, con la intención de recuperar algo, son la indicación tardía de que aquello no era así, de que la naturaleza no se disolvía ni se replegaba cuando la abandonábamos, porque lo cierto es que ahora encuentro todo más o menos igual, reconocible y estricto en su sencilla naturalidad. Como dije al principio, es inquietante que la geografía no cambie pese al tiempo; hay algo esencial que queda para siempre. Incluso las crónicas o las novelas, muchas con siglos de historia, continúan siendo de una sugestiva fidelidad; está el árbol, la columna sigue en pie, el puente que saluda al viajero, la posada que lo despide, las marcas del alud que lo sepulta. Las crecidas de los ríos se repiten, como las señales del trabajo del hombre. También esto lo veíamos con Delia, ninguno de los dos hubiera negado la existencia autónoma de la realidad; sin embargo no nos importaba creer en ello, porque cada nuevo día y cada noche repetida eran para nosotros los primeros. Y a su vez, por un previsible mecanismo de asociación, según una secuencia sencilla y una lógica inconsciente, si cada momento era inaugural debía existir uno previo que acababa de desaparecer. Por eso dije más arriba que nunca esperaba a Delia; ella siempre estaba, era como un latido, volvía y se deshacía incesante hasta que, en ciertos momentos del día, se ponía de manifiesto para estar junto a mí, pequeña, hermosa y rotunda como era. A veces, cuando se dormía por pocos minutos en la casucha de los cardos, yo hundía mi cara en su axila, también hirsuta, y me embriagaba. Eran olores contundentes, fuertes y diferenciados. Estaba el olor de su cuerpo, por supuesto, el más maravilloso que haya sentido en la vida; un olor animal sería
decir poco, porque se mezclaba en ella el vaho de la bestia cerril y el sudor del esfuerzo humano después de un día de áspero trabajo. El olor de su cuerpo se descomponía de varias maneras, y al aspirar cada una de esas formas, yo creía alcanzar una verdad que de otro modo se mantendría oculta. Encontraba restos: estaba el rastro textil de su blusón, el de alguna sustancia tratada en la fábrica, hasta reconocía el aroma de una comida confundida y procesada por el gusto de su piel. La axila de Delia era un bosque donde podría ocultarme, pensaba. Para no hablar de la otra fronda, la más profusa de su entrepierna. En la medida en que atendía a la abundancia, mi admiración podría parecer primitiva y elemental, pero el número sólo era una excusa para el asombro; la verdad es que me sentía fascinado ante aquella proliferación, era estar frente a las pruebas de una divinidad. Me maravillaba la copiosidad capilar de Delia, que inconforme con el territorio asignado procuraba expandirse, y me maravillaba también la negra espesura de su vello, que cubría la piel tan densamente que la primera reacción era dudar de lo que escondía debajo. Y aparte estaba la dureza del pelo, que se erizaba al roce más leve, no sé, como alambre delgado. Así vamos, pensaba mientras Delia dormía y respiraba su profundo abandono; las partes nos reemplazan, cada fracción representa mejor el todo de cada uno de nosotros... Una prueba material de esto podía encontrarse en las piezas que día tras día pasaban por las manos de Delia. Cada objeto fabricado se quedaba con algo de ella, una propiedad que ya nunca lo abandonaría. No me refiero a una cosa alegórica o intelectual, sino a algo bien concreto aunque careciera de marca ostensible. Era el hecho de estar constituido, por lo menos en parte, por el trabajo de Delia. La mañana cualquiera cuando ella entró en la fábrica, se desnudó entre las paredes estrechas que hacían las veces de vestidor de los obreros, se quitó la ropa que llevaba debajo del blusón y caminó hasta su banco para cumplir con la tarea, esa mañana, como cualquier otra, Delia resolvió dejar una parte de sí en cada fracción y propósito de su trabajo. Sin la renuncia de Delia, representada por su tiempo, su esfuerzo, la energía, su escasa paga y su intervención en el trabajo colectivo de la fábrica, sin esa renuncia la producción no tenía posibilidad de salir adelante. Era así cómo la marca de todos los obreros, Delia en este caso, perduraba, aunque intangible, en la mercancía. Igual que un halo negativo, hecho de sombra. En la oscuridad se escondía todo lo que Delia y sus colegas habían dejado de recibir, o hacer, para darle vida al objeto –así como también, por supuesto, todo lo que habían hecho y recibido; pero no sólo para que llegara a ser un producto con sus dotes o propiedades, sino también para que se constituyera como pieza, para algunos fundamental, del rompecabezas económico de la vida de todos los días. Y toda la gente que no es obrera advierte esto, percibe, como una señal anónima y como una advertencia, la marca proletaria en las cosas que posee o utiliza; es un agregado fatal. Pero no es agregado, es constitutivo. Por supuesto, Delia lo sabía, y si no era capaz de argumentar sobre esto, en todo caso su saber práctico, por su
propia experiencia, conocía hasta los últimos detalles de la cuestión. Es por eso que los objetos tenían para ella una índole particular. A los efectos de buscar un ejemplo, desde el caso extremo de la pollera y la propiedad flotante de las cosas, hasta el más cotidiano de sacrificar el transporte para, indirecta y simbólicamente, pagar la cuota semanal por la compra de un pequeño jabón. Siendo únicos, los objetos se multiplicaban a través de sus marcas invisibles; uno solo proliferaba repartido en la cantidad de instantes que tiene un día, o una vida, traduciéndose en señales muchas veces contradictorias. Lo esencial de las mercancías era poseer una historia larga y compleja, que paradójicamente se interrumpía cuando la mercancía alcanzaba su pleno desarrollo, se constituía como tal. Después vivía en la gente a través de esas apariciones y préstamos simbólicos. Quizá derivaba de allí el apego colectivo a los objetos; que guardaban marcas de otros tratos y manipulaciones, ignorados y esenciales, sin las cuales perderían, los objetos, su valor auténtico. Ahora estoy junto al estuario de mi pieza y recuerdo, es una asociación simple, el estuario invertido de Delia. Uno lo veía abrirse en abanico desde el ano, escalando y rebasando el ancho de la ingle. Parecía un territorio de vértigo. Este territorio avanzaba hacia arriba conquistando la piel y doblegando la superficie, hasta alcanzar un fin inesperado, no sé, prodigioso, cuando presa de una súbita debilidad se convertía en un simple y raleado surco de vello que, ya casi sin fuerzas, se introducía en el ombligo. Ahora está el ropero, la cama, la silla y la ventana por donde entra una luz maciza, firme como un bloque. Al llegar la noche, o mejor después, en la madrugada, luego de haber dado más pasos sobre este río de madera, seguramente se encenderá la luz de la ventana donde días atrás a duras penas se sostenía la vida de alguien. Muchas veces me ha parecido que buena parte de la vida de cada uno está ocupada por pensamientos sin futuro. Observar la débil llama, contar los días que faltan de la semana, precaverse ante el frío de los metales. Esto sería sólo el comienzo; quiero decir, uno puede partir de la base de que todo pensamiento carece de futuro porque está hecho para sostener un tiempo muerto, alguno de manera más evidente que otro, pero al final todos se confunden en la misma inutilidad. Puedo sentarme en el extremo de la cama a esperar la noche, y mientras tanto mirar las paredes para descifrar algo de las voces que se escuchan más allá. En días así me sorprende la derivación del pensamiento, que de un lado a otro y sin advertirlo me lleva hasta la pregunta por el destino de Delia. Pocas veces la palabra destino me ha parecido más adecuada. Podría haber puesto “el futuro” de Delia; pero ese futuro en sentido estricto sería ahora el pasado. Por el contrario el destino, haya transcurrido o no, se impone siempre como incógnita. Debo decir que cuando la dejé ella reaccionó con una sabiduría que, si bien no me provocaba sentimiento alguno, con el tiempo terminó avergonzándome. Cada vez más y más; incluso después de un largo período, una cantidad de años, cuando puede decirse que el tiempo ya hubiera debido sumarse al trabajo del olvido, primero el recuerdo de Delia me enternecía y después me abochornaba. Sin
embargo no me arrepentía ni tampoco compadecía a Delia. La ternura, como se sabe, dura poco. Cualquiera sea la circunstancia es difícil que algo como la ternura perdure, incluso ante la reiteración de la circunstancia más tierna. Pero la vergüenza no. Una vergüenza bien merecida puede acompañarnos la vida entera, y no resulta raro encontrar vergüenzas heredadas sin mella de generación en generación. Como dice la letra, “La muchacha guardó, en el brillo final de su cabello oscuro, la trémula mirada que avergonzó al galán”. Delia comenzó a esperarme en los lugares más inverosímiles, pero no tanto como para que me sorprendiera. Alma sencilla, dije hace tiempo de ella; pero también dije sabia. Con su silencio y paciencia quería decirme que no necesitaba hablar, que el sitio elegido y su mirada disponible eran señales suficientes. Pese a la repetición de las situaciones, a la cantidad de encuentros así, mudos y cancelados con mi huida, ella nunca dejó de tener la mirada franca, atenta a mi reacción como quien está pendiente del primer signo de vida. Yo la esquivaba con la vista, primero, y con el cuerpo cuando desviaba mis pasos. Ella no hablaba, lo único que hacía era seguirme con los ojos. Tenía la enajenación de las víctimas y, para quien no la conociera, podía parecer alguien extraviado. El aumento de la barriga no interfirió. Yo la veía más gorda, como sucede a veces con las mujeres grávidas más hermosa, embellecida, sosteniendo el embarazo con sus piernas derechas como dos palos bien firmes, siempre a la espera y con gesto anhelante. En su mirada había incomprensión, era fácil descubrir eso; pero también había una falta de reclamo, sólo la mirada que busca cerciorarse de que todo es un mal sueño, una tormenta que demora en pasar. En esto consistía su sabiduría, y fue lo que terminó avergonzándome. Porque seguía sin reclamar, era como si pusiera la otra mejilla mientras la barriga en aumento era una prueba creciente de su dignidad. Aparecía al costado de los Cardos, frente a la parada del colectivo en la esquina de los Huérfanos, a metros del arroyo donde una vez habíamos visto a los hijos de F, en la esquina (si es que podía llamársela así) de la casa de su amiga, etcétera. Como si Delia, en su necesidad de recuperar mi atención, se hubiera dado cuenta de que debía actualizar la geografía: ésos ya no eran los sitios donde habíamos estado, sino donde ella había terminado aguardándome todos los días. Debo decir también que esta entereza y esta decisión me exasperaban; yo respondía con una brusquedad elemental, quería que la tierra me tragara, y huía del lugar sin saber qué dirección tomaba, lo importante era salir, alejarme. Puede sonar un tanto impropio, pero creo acercarme a la verdad si digo que Delia actuaba de este modo porque así se lo imponía su naturaleza proletaria. Como tengo dicho, pocas tareas humanas han hecho de su relación con la resignación, o espera, el atributo, incluso el valor, fundamental; es lo que en los obreros se pone de manifiesto a primera vista y es en ellos lo más perdurable.
Muchas veces se habla de la paciencia campesina, del interminable tiempo de espera de que es capaz la tierra, de las estaciones hilvanadas como una misma era del tiempo donde no somos más que una parte minúscula de la arena universal, etcétera, pero pocas veces se menciona la infinita paciencia de los obreros y la inconmovible duración de las máquinas. Esto se deriva del ciclo de funcionamiento, siempre a la vista y repetido, y de la transmisión de energía, que al traducirse constantemente en fuerza impone la idea de un proceso indetenible e interminable y por sobre todo insondable. Las distintas leyendas fabriles, cuando ponen en escena la fragilidad de las máquinas, como aquella en la que fueron destruidas con apenas el descuido de los operarios, justamente buscan destacar su mayor fortaleza, ante la cual todo lo demás retrocede, que es su continuidad. La tierra nos dice todo el tiempo que en cualquier momento puede desaparecer, que el suelo no es más firme que nuestras percepciones; por el contrario, la industria nos promete un funcionamiento permanente que se impone sobre lo accesorio. Pues bien, ya sea una fuerza que la psicología de los obreros transmite a las máquinas, o sea una fuerza que actúa al revés, desde la máquina hacia la mente del obrero, lo cierto es que la fortaleza de Delia para esperar y esperar, más allá del sitio y sin importar el clima, si bien podía deberse a su corazón sorprendido, para decirlo de algún modo, se nutría de esa fuerza inconmovible que provenía de su condición proletaria. Como tenía la virtud de aparecer en el medio de mi camino, y como obviamente yo debía verla antes de apartar la mirada, pude ver también cómo su barriga crecía uniforme. Era tan joven que el embarazo paradójicamente subrayaba su inocencia, la hacía parecerse a una niña que hubiese descubierto un mecanismo secreto del juego, o a una presa que no había conseguido la piedad del cazador. Así, la barriga se hacía cada vez más pesada. En los últimos tiempos veía a Delia esperarme apoyada contra lo que tuviera más a la mano, poste, árbol, cerca o tapia; hasta que un día, en un reflujo de la vergüenza, advertí que ya no aparecía en mi camino. Ella y el hijo habían entrado en la boca de lobo.
Este libro se terminó de imprimir en el mes de julio de 2000 en Indugraf, Sánchez de Loria 2251, Buenos Aires, República Argentina.