Modo Linterna-Sergio Chejfec

Modo linterna Sergio Chejfec MODO LINTERNA Editorial Entropía Buenos Aires Primera edición: marzo de 2013 1 Índice 1.

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Modo linterna Sergio Chejfec MODO LINTERNA Editorial Entropía Buenos Aires Primera edición: marzo de 2013

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Índice 1.Vecino invisible -3pag 2.Donaldson Park -37pag 3.Los enfermos -71 pag 4.Una visita al cementerio -104pag 5.Novelista documental -147pag 6.El testigo - 187pag 7.El seguidor de la nieve -pag232 8.Deshacerse en la historia -pag 261 9.Hacia la ciudad eléctrica -pag294

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Vecino invisible

Entonces llegué a Caracas como si fuera la primera vez, pero sabiendo que ese deseo, el de la primera vez, sólo es posible cuando se regresa. Recuerdo haber sentido que algo se apagaba mientras atravesaba los accesos de la periferia. Estaba cansado de andar, era temprano de madrugada, venía rodando desde los confines, y la ciudad dormida, con ese régimen autónomo que cunde en las noches sin lluvia, o sea el pulso perfecta-mente audible de la naturaleza en frecuencia nocturna, aún más opulenta que durante el día, se me presentaba, la ciudad, dócil e incomprensible, hospitalaria y artera en un mismo movimiento. Lo dejado atrás, el territorio interior así llamado profundo, venía a ser lo informe y a la vez lo auténtico, siempre había funcionado de esta manera. Siempre había sido así, pensaba, en todos estos países. No obstante había algo que no me convencía en la 3

descripción –aun cuando, lo sabía muy bien por propia experiencia, era muy fácil convencer-me de cualquier cosa con el primer argumento–. ¿Lo profundo es el pasado? ¿Es lo no urbano? ¿Es la vida sin máquinas? ¿Es lo que solamente se visita? El auto avanzaba solitario y rodeado de sombras. Las luces encadenadas, superpuestas dada la lejanía, que en ese momento brillaban pálidas al fondo de la hondonada la ciudad se concentra como un enjambre –un enjambre de qué, podía preguntar, pero prefería no responderme–; esos destellos se mostraban vacilantes, o más bien amenazados, como pendientes de un error a punto de producirse. Habitar el mundo produce cansancio y melancolía, vivir empeora las cosas, y cuando notamos que nuestro sitio es impreciso y todavía más,indecidido, nos rendimos sin ilusiones ni resistencia. Dentro de la ciudad no alcancé a ver a nadie en las calles. La única actividad era la de los semáforos, que titilaban en amarillo. Hacia los costados se sucedían edificios a oscuras con 4

muy pocas ventanas iluminadas, tras las cuales se discernían los típicos pulsos o reflejos de los televisores encendidos. * Ese paisaje de ventanas insomnes me recordó una viñeta que había encontrado tiempo atrás en una revista. El dibujo mostraba una tupida zona de edificios durante la noche; en la oscuridad se destacaban dos ventanas iluminadas. Por una de ellas se asomaba un vecino en camiseta que parecía estar tomando aire junto a su loro, cuya jaula había puesto al costado. Los dos miraban hacia el mismo lugar. Tras la ventana del otro edificio, un segundo vecino estaba recostado sobre una poltrona. Justo en ese momento recibía una especie de pierna ortopédica, o de yeso, de manos de esos repartidores o mensajeros que visten uniforme de pantalón corto. El empleado ofrecía la pierna y con la otra mano adelantaba la planilla o aparato para registrar la entrega. 5

Los otros observaban desde la primera ventana la escena del repartidor. El hombre murmuraba algo, aunque no podía saber si lo hacía para sí mismo, para alguna persona que no estaba visible, o si le hablaba al loro, quien parecía prestar mayor atención. Mientras tanto el de la poltrona extendía los brazos para recibir la pierna, despachar al mensajero y así, uno suponía, volver a mirar por la ventana. La revista era un poco fatua. En la última página de ca-da número aparecían tres viñetas. Una venía sin leyenda, para que los lectores la inventaran. No se trataba de acertar con un diálogo verdadero, sino de sugerir el más divertido o inteligente –según la revista–. Por mi parte, era la primera vez que veía algo por el estilo. La viñeta premiada de esa semana transcurría en la jungla: árboles gigantes, lianas y profusa vegetación. Al pie del árbol más grande estaba Tarzán mirando hacia arriba. Miraba hacia Jane que, sentada casi en la punta de la rama más elevada, sola y con las piernas cruzadas, murmuraba algo. 6

Jane tenía un embarazo como de nueve meses; lo indicaba su barriga –sobre todo el escueto vestido de piel de leopardo que la ceñía–. Desde aquella altura podía seguramente disfrutar de una increíble visión aérea sobre el territorio circundante. Fue lo que presumí, porque el ganador de la semana había propuesto estas tres palabras para el parlamento de Jane: “El tiempo vuela”. ¿Era réplica o era lamento? Imaginé que se refería tanto a la inminencia del parto, después de una espera de largos meses, como a la exagerada elevación desde donde tales palabras se pronunciaban. O sea el tiempo vuela porque se escurre sin que uno se dé cuenta, como todo el mundo sabe, pero también vuela si se lo considera desde la altura, en la medida en que transcurre en cualquier lugar que uno esté. Incluso el diálogo podía sugerir que Jane, incapaz de poner en práctica las acostumbradas debido a su condición, había encarado algún misterioso vuelo como la única manera de alcanzar la última rama. 7

Tomé estas complejidades de la jungla como un desafío y se me dio por imaginar el diálogo más adecuado para el dibujo del loro y los dos vecinos. Entendía que debía tener relación con “La ventana indiscreta”, la famosa película, ya que el trance de la pierna y el hombre en el sillón, pensé, aludía a ella. Y a la vez supuse que el loro reclamaba una participación importante, porque como testigo de lo que ocurría estaba condenado a la ambivalencia: al pertenecer a otra especie era un observador privilegiado, pero a la vez por motivos obvios no estaba en condiciones de ofrecer su versión u opinión acerca de los hechos. Pensé que si el dibujante lo había puesto allí era para que se comunicara con el amo. Por lo tanto, muy probablemente acababa de proferir una de sus aprendidas frases de loro, que sin duda provenían más de las obsesiones del dueño que de observaciones propias. Y me dije que el loro acababa de decir una frase habitual del amo, probablemente inconveniente, referida al vecino de la poltrona. El amo hubiese preferido que el vecino no escuchara, pero no había podido 8

evitarlo debido al silencio de la noche. De todos modos la aparición del mensajero con la pierna había dejado la voz del animal en un cono de sombras, dado que el de la poltrona se había distraído momentáneamente, o había encontrado la coartada perfecta para hacer como que no había escuchado. Y ahora el dueño regañaba al loro por su imprudencia. Mientras avanzaba entre las solitarias calles caraqueñas pensé: “¿Qué podía estar diciendo el dueño del loro?”. Lo pensaba porque aún no había dado con una frase que me conformara; era un enigma que regresaba cada tanto. El paisaje de edificios a oscuras y esporádicas ventanas iluminadas era muy semejante al de la viñeta, debía encontrar alguna inspiración en ello, me dije. Y sin embargo nada se me ocurría. A lo sumo llegaba a fórmulas sin gran consistencia, último recurso de mi flaca imaginación, pero que a la vez encontraba sabias y, a su modo, inteligentes, cosa que en secreto me enorgullecía. Por ejemplo, se me ocurrió que el hombre le dijera a su loro: “Te dije que no lo saludaras”. Me parecía un probable intento de falsear el comentario ofensi-vo del animal, 9

haciéndole pensar al vecino que el loro no había soltado lo que claramente había dicho. * Al rato el viaje había por fin terminado y me encontraba esperando la llegada del ascensor. Mi edificio pertenecía a una familia de torres que por entonces crecían como hongos por los barrios medianos de la ciudad, la familia “Jardín”. Este se llamaba “Jardín de Los Ruices”, nombre que resultaba cómico porque estaba en las antípodas de cualquier sentido recto o figurado de la palabra: una mole vertical de hormigón, mosaicos grisáceos y paredes de envejecido color rosa, todo deprimente pese a que había sido construido tan solo un par de años atrás. Subir hasta el piso 13 era el ascenso que precede al cal-vario, nunca quería llegar a mi apartamento, pero siempre, como en esta circunstancia, acabaría llegando. Y sabía lo que ocurriría: apenas abriera la puerta el ruido de la calle me azotaría como un viento caliente y brutal. 10

Las ventanas daban a una avenida troncal que a esa altura toma forma de elevado, como llaman en Caracas a los puentes urbanos: la calzada subía para sortear el cruce con otra calle de mucho tráfico, la Avenida Principal de Los Ruices. Y la batahola empeoraba por la marcha forzada de autos y buses, y por los frenazos y topetazos que se producían después, en las bajadas, cuando por motivos desconocidos perdían el control con demasiada frecuencia. El único sitio del departamento donde el ruido no llegaba era el baño, aunque una vibración que viajaba por las paredes parecía secuela inevitable de los temblores del elevado. A veces, encerrado en el baño, me consolaba pensando que esa cabina aislada, casi un búnker a nivel tan aéreo, una máquina inmóvil o sencillamente un refugio, desde donde, a veces, podía otear desde la altura, representaba el único privilegio que me había sido concedido. Pero no por eso, por el capricho de gozar de un privilegio, sino por el aislamiento que 11

ofrecía, pasaba largos ratos en el baño, llegada cierta época paulatinamente un poco más cada día, baño estrecho, pero en el que había conseguido acomodar varias cosas necesarias para convertirlo en un refugio más funcional y así gozar de más autonomía. El único inconveniente era que parecía lindar con el baño del apartamento vecino, donde vivían dos hombres, uno de ellos invisible. Esto puede sonar fantasioso y difícil de creer, pero ha si-do rigurosamente cierto. De toda la gente conocida, durante el largo periodo en que viví en ese lugar, la urbanización Los Ruices, nadie me creyó. Algunos lo tomaban como una broma y otros me miraban sin entender. Conocían mis extenuantes quejas contra la avenida y el elevado, y acaso pensaban que había decidido contarles un chiste demasiado elíptico o que ya estaba definitivamente trastornado. * La excepción fue Rafaela Baroni, cuya reacción espontánea fue preguntar si me había 12

comunicado de algún modo con el vecino invisible. Estábamos en Tapa-Tapa, en las afueras de Maracay. En ese momento la dueña de casa, una comadre de Rafaela, se había retirado a atender asuntos de familia, el llamado de una hermana o cuñada, no recuerdo, o el de algún hijo que vivía por ejemplo en Paraguaná. Su casa era uno de esos lugares que de un modo intrigante exteriorizan el mundo, to-do lo que está afuera es de pronto subalterno y hasta ilusorio, porque si bien esa casa no era más grande que cualquier vivienda normal, era el jardín posterior, que parecía escondido en las profundidades vírgenes del territorio, desde donde se irradiaba la fuerza que empujaba hacia más allá lo circundante. Mientras la comadre estuvo ausente, entre Baroni y yo se produjo uno de los silencios más empáticos que haya vivido nunca. Enseguida voy a referir los detalles, por ahora digo que influido por su presencia recordé en ese momento un episodio de la semana anterior, en mi edificio. 13

El recuerdo me llevó a decir frente a Rafaela – lo menciono así porque en realidad fue como si hubiese pensado en voz alta—, me llevó a decir que un vecino mío era invisible. Le expliqué a Rafaela que los dos habíamos compartido el ascensor como en muchas otras ocasiones, aunque en este caso sin hablarnos; él invisible, y yo como de costumbre, visible hasta como supongo que por lo general me presento. Acoté que debido a ello había creído estar solo dentro del ascensor. Un momento después Baroni dijo, en apariencia sin dirigirse a mí, abstraída como si también estuviera sola, que nunca había visto a nadie invisible, pero sabía de animales que a veces lo eran. A continuación pareció regresar de donde la imaginación la había llevado, y fijando sus ojos en mí quiso saber si me había comunicado con el vecino. Respondí varias veces que sí, quise parecer certero, no dejé de confirmárselo hasta que Rafaela dibujó en el aire un amplio ademan abstracto, como si quisiera saludar a alguien o espantar un insecto.

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Rafaela pertenece a una zona montañosa de aisladas y pequeñas fincas familiares. Al rato me dijo que alguna vez había oído hablar de un cencerro, por ejemplo, que sonaba suspendido en el aire, y de los quejidos apagados del animal que lo movía, incapaz de hacerse visible hasta para sí mismo. * Yo conocía el secreto, era mi prerrogativa como vecino, por eso conmigo actuaban normal –no como si fueran visibles, sino como si lo normal fuera no serlo–. Los vecinos se turnaban; solamente uno a la vez tenía el don de ser invisible –por el lapso que gustara o pudiera, pe-ro nunca más de uno a la vez–. Quizás habría un pacto entre ellos, un convenio de alternancia como cuando dos personas se ponen de acuerdo para usar algo que no admite ser compartido. Asistí a todas las muestras o “efectos de verdad” imaginables, esa clase de trucos que aparecen en las pantallas de los cines y sirven para convencer de que se trata de personas 15

realmente invisibles. Pero en este caso yo veía esas pruebas no como trucos preparados sino como circunstancias habituales y obviamente como muestras de confianza y amistad, cosa que por supuesto me halagaba. Veía el número –no sé de qué otro modo llamarlo– de la puerta que se abre o se cierra sola; del portafolio suspendido en el aire, del ascensor con espacio pero sin lugar y donde, dada la estrechez, sólo podía subir una sola persona a la vez; para no mencionar también el truco de la voz sin cuerpo, que en mi caso no implicaba solamente asistir a los diálogos de pasillo de mis vecinos, sino también, cuando estaba solo con el invisible, significaba tener adosada una especie de voz en off. En tales ocasiones cualquiera de los dos que fuera el invisible se sentía a gusto con su papel, digamos, de relator. La voz de la descripción documental se compadecía con lo incorpóreo, con la falta de densidad, la ausencia de espesor y de imagen. Y además la invisibilidad física le daba un 16

matiz impersonal a ese hablante en off, aun cuando aprovecha-ra el viaje del ascensor para contarme alguna circunstancia súper privada. * La comadre de Baroni vivía en Tapa-Tapa desde muchos años atrás. Al entrar yo a la casa y mostrar sorpresa frente a la exuberancia vegetal del fondo, me dijo que en el pasado todo aquello había sido todavía más selvático. Sin embargo, observé, era claro que pese al tiempo transcurrido la lucha no estaba del todo dirimida. La dueña de casa no contestó, a lo mejor tomó a mal mi comentario admirativo. Árboles y plantas nos rodeaban por los cuatro costados, y si no se tenía una impresión de amenaza era obviamente porque en ese breve rato resultaría imposible calibrar el verdadero crecimiento de lo silvestre. Pero estaba el agua, una cisterna o quebrada en algún rincón profundo del monte, desde donde ascendía el arrullo continuo, no muy definido pero bastante adormecedor, que combinado con las 17

voces inesperadas o regulares de los animales a diferente distancia y desde distintas direcciones, producía un clima de envolvente impaciencia, de tiempo martillante. Así como, hay que reconocerlo, aquella tarde la idea de peligro parecía extranjera a cualquier circunstancia, el ambiente plácido resultaba bastante sospechoso. No obstante, Rafaela estaba como si nada, para ella todo transcurría bien y de lo más apacible. Contemplamos el ascenso de una pereza hasta la cima oculta de un árbol cercano. La operación llevó bastante rato. Merced a su gran parsimonia el animal cuestionaba cualquier noción de lentitud, noción que por otra parte aportábamos nosotros como observadores. Una prueba de ello es que suscribimos lentitud a tranquilidad, incluso a una disposición humana probablemente mantenida en secreto por esos animales. La pereza se detenía de a ratos por más tiempo que el habitual. 18

Estos intervalos dobles le servían para girar el cuello y mirar hacia abajo, operación que también efectuaba con la mayor parsimonia, sorprendente además por lo extremado del movimiento, digno de un contorsionista. Parecía obvio que no se daba vuelta por aprensión, ya que su capacidad de reacción frente a cualquier peligro hubiera sido nula. A lo mejor era un ardid del cansancio, el simple deseo de mirar el camino hecho o quizá, más convincentemente, el intento de diluir el compás del ascenso, lento pero al fin y al cabo uniforme como para pasar desapercibido. Me pareció que la regularidad podía ser una amenaza para este animal, por eso le preocupaba durar, y que cualquier avance, por simulado que fuera, lo condenaba al peligro físico y, en un sentido más abstracto, digamos, a la fugacidad psicológica o moral. Pero sobre todo impresionaba esa conjunción entre extrema versatilidad física –por ejemplo, tal cual recién describí, el cuello completamente doblado hacia atrás como si se tratara de un autómata—y la definitiva 19

lentitud de todas sus acciones. Y digo acciones porque también me refiero a operaciones sin movimiento, porque era evidente que la pereza, en lo que podía interpretarse como un simple gesto de vacilación, en realidad evaluaba sin apuro las condiciones imperantes. * Mientras esperaba el ascensor que me llevara al piso 13, pensé en las subidas y declives a bordo del auto por esa accidentada geografía. Y también pensé en los sinuosos tramos, algunos de ellos especialmente panorámicos, descubiertos tras interminables y serpenteantes recodos. Justamente yo me plegaba a tales pensamientos, pensaba con ironía, que jamás me habían conmovido ni apenas impresionado los así llamados grandes paisajes de la naturaleza. Y sin embargo era incapaz de engañarme, porque esas vistas majestuosas seguían sin conmoverme. La emoción, sentía mientras esperaba el ascensor, provenía de otra circunstancia, difícil de 20

describir, mezcla de amargo anhelo y definitiva confusión. Digamos que estaba embargado por la densidad de la experiencia. Aunque dicho de este modo parezca un poco afectado. No había hecho prácticamente nada a lo largo del día aparte de viajar, y muy poco los días anteriores, más allá de contemplar animales, estribaciones, quebradas, valles y terrazas montañosas, y de conversar obviamente con Rafaela. Nada decisivo había ocurrido, ni siquiera importante. Tampoco podía decir que regresaba con alguna enseñanza clave o con anécdotas de provecho; tampoco nada me había perturbado especialmente. Y sin embargo esperaba la llegada del ascensor exhausto y dichoso como si hubiese vivido el momento más próximo a la felicidad más plena y me hubiese enfrentado a la realidad más densa o resistente. Es probable que el sentimiento obedeciera a circunstancias de distinto tipo. Me había 21

ocultado varios días en las montañas y al regresar a la ciudad, dado lo avanzado de la hora y el silencio de la noche, Caracas, como siempre sucede, se había trastocado en un lugar vacío y desposeído, urgido y acosado por la naturaleza nocturna. Rumores, aromas, silencios y reverberaciones; al confundirse, los sonidos llegaban como si fueran lejanos, como advertencias de una emboscada alevosa e inocente a la vez. Y esa mezcla de cansancio físico, agotamiento mental y, digamos, percepción abstracta de la naturaleza, en Caracas, me hizo sentir como una especie de personaje de mí mismo, un héroe cultural a pequeña escala. Sentía que un pliegue diminuto, pero pliegue al fin, del país, se me había revelado, y que el precio pagado por ello era el cansancio físico y el agotamiento nervioso. Ambos iban a pasar, obvio, pero su recuerdo quedaría desde entonces asociado a la experiencia de esa plenitud. Estaba entonces esperando el ascensor, embriagado por la ambigua sensación de ventura, sintiéndome algún tipo de personaje 22

protagonista. Un momento después la puerta se abrió y no salió nadie. Inmediatamente supe que se trataba de alguno de mis vecinos. Sin embargo no me saludó, a lo mejor debido a la sorpresa de verme a esa hora tardía, o quizá debido a cierta vergüenza, ya que fue evidente que había dejado caer un envoltorio de papel medio sucio, sin levantarlo del piso. Sin darle importancia al asunto murmuré un saludo y subí al ascensor. Pero en el trayecto al piso 13 comencé a mirar hacia el piso. El papel era una bolsita de estraza, de esas que las panaderías de la ciudad usan para envolver los bocados que la gente compra. Tenía manchas de aceite y estaba medio estrujada, con el extremo blanco de una servilleta de papel asomando desde el interior. Observé la bolsa, su volumen medio aplastado, definitivamente desfigurada pero sin un desgarro, y recordé el comentario de un amigo cuando, en cierto momento de una larga conversación didáctica, meses atrás, que abarcó desde el único árbol de sándalo en pie en el país hasta el arte de soltar el humo cuando se fuma cigarros, al explicarme so23

meramente lo característico de la topografía venezolana hizo un bollo con un pedazo de papel de estraza que tenía a la mano y después lo recompuso a medias, para decirme «Así son estas tierras». La improvisada maqueta mostraba un desorden de líneas, fracturas y elevaciones, resultado según mi informante de la gran cantidad de movimientos tectónicos, como se los llama, desde el pasado geológico más remoto hasta la actualidad, y que él había abreviado con aquella maniobra de la propia mano. Pues bien, en la cabina del ascensor tuve un sentimiento de compasión hacia aquel papel en el piso, porque dada mi gran susceptibilidad del momento, el mencionado arrobo o sorpresa ante la “densidad de la experiencia” que me invadía producto del contacto con aquel territorio, la bolsa, si bien anodina, se me reveló como un guiño del azar: después del largo viaje, la geografía mandaba un representante inerte en forma de miniatura de sí misma. Y el hecho de haber elegido para ello a un agente invisible como mi vecino, 24

subrayaba todavía más el carácter dirigido y personalizado de la señal: podía sentir que toda esa gran masa geográfica recorrida durante largas horas de alienación me recordaba y me ofrecía su reconocimiento. Ignoro si tomé la decisión de recoger el bollo; sé que a la altura del décimo piso directamente lo levanté del piso. Fue uno de esos actos irreflexivos pero certeros, que se disfrazan del aplomo o ligereza que sólo permite la inconciencia. La bolsa era un pequeño trofeo. Devaluado, sin duda, sucio también, pero al fin y al cabo la máscara portable de un territorio poblado de enigmas que si bien no me reclamaban, me concernían. * Los sábados por la mañana se instalaba un mercado ambulante en la calle trasera de mi edificio. Este sector de Los Ruices era un enjambre de edificios-torre, con cientos de departamentos 25

en cada una. Pero hacia los costados la densidad de las edificaciones se reducía, el paisaje se amortiguaba para contener calles alargadas, grandes galpones y talleres si uno iba en una dirección, y casas bajas, en general de colores claros y techos rojos, hacia la otra. Por esas cosas de la precisión enunciativa que muchas veces ocupa a los venezolanos, la calle del mercado abierto se llama Primera Transversal de Los Ruices. La calle siguiente es la Segunda, etc. A veces encontraba en la Primera Transversal a uno de los vecinos, el visible del día, en la cola de algún puesto esperando ser atendido, y entonces cambiábamos unas palabras sobre cualquier tema. Después, al regresar a mi casa, en el baño a salvo de los ruidos, escuchaba tras las paredes de mosaicos la voz del mismo vecino mientras le contaba al otro que me había visto en la feria. En general, las conversaciones entre ellos se perdían entre acontecimientos sin demasiada importancia y reiteraciones –instrucciones, saludos, opiniones, exclamaciones– convertidas en cosas esenciales. Los únicos 26

momentos para mí dramáticos, en el sentido de intrigantes, se producían cuando les tocaba decidir quién asumiría la invisibilidad. Eso podía ocurrir a cualquier hora. Asumir la invisibilidad en general resultaba para ellos una carga que no podían evadir, y creo que de haber podido transferirla a otra persona lo habrían hecho con absoluta satisfacción. En el baño, a un costado del espejo encima del lavatorio, me preguntaba si dentro de su casa el vecino invisible sería visible, o exactamente en qué circunstancia precisa y de qué forma concreta solía efectuarse el “traspaso” de la invisibilidad. ¿Había una ceremonia, aunque fuera sucinta y ya automatizada para ellos –igual a cualquier otro de los actos repetidos que se instalan en cualquier sitio– luego de tanto tiempo?; ¿eran necesarios unos preparativos, por ejemplo unas palabras, o una pócima simbólica? Y estas preguntas me llevaban a otras interrogantes –como dicen los venezolanos–: ¿El vecino invisible sufría mayor o menor cansancio físico que el visible?; ¿había un límite?; y si lo había, ¿cómo se medía? 27

Resultaba evidente que buena parte del problema radicaba en el hecho de que eran invisibles en una época en que todo aquello había pasado a ser insustancial, casi irrelevante. La invisibilidad podía servir como metáfora, como posición si se quiere ideológica o como blasón existencial, hasta co-mo actitud nerviosa, pero nunca como apelación a una singularidad ni como refutación a nada conocido. Y por eso yo en tanto vecino de ellos me enfrentaba a desafíos o contratiempos prácticos verdaderamente minúsculos, que parecían pertenecer a un teatro de la intrascendencia, pero por otra parte absolutamente arteros en términos materiales. En esa fatal ausencia de singularidad social el vecino invisible encontraba su verdadero drama, del que se liberaba momentáneamente cuando el colega de apartamento ocupaba su lugar.

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De hecho, cierta mañana nuestra circunstancial conversación de pasillo terminó con lo que me pareció una queja bastante amarga contra su condición y contra el mismo mundo. "Invisibles eran los de antes", concluyó mientras se alejaba. Lo imaginé más allá de la puerta, literalmente atravesado por el bullicio del tránsito –del que yo buscaba excluir-me cuanto antes en el baño–, dudando por un momento entre tomar hacia la derecha o hacia la izquierda. En ambos casos lo esperaban rampas de autos, veredas discontinuas, todo ese aire de accidental-instalado-a-perpetuidad de Caracas y que tanto me fascinaba, porque le daba una condición o apariencia de ciudad inestable y a la vez muy definitiva. Inestable y definitiva hasta el fin de los tiempos. * Le comenté a Rafaela que en un primer momento me había asombrado conocer personalmente a alguien invisible, pero que ello implicaba ponerme a veces en su lugar. 29

No imaginaba fácil esa vida, no sólo por las complicaciones prácticas sino, como había dicho, por la inadecuación temporal. Según mi punto de vista, la invisibilidad era en nuestra época un atributo sobre todo técnico, aunque tan contundente que se convertía en extemporáneo. Sometía al invisible a una vida efectista, propuse. Rafaela me escuchaba sin pestañear. La pereza se había perdido en la altura, la comadre se de-moraba más en regresar. Antes de dejarnos había apoyado en la mesa de hormigón y piedra, que servía como núcleo logístico de su jardín y parecía reinar incólume en esa naturaleza palpitante, había dejado tres copas gigantes de jugo, como de un litro cada una. Por cortesía, ni Rafaela ni yo estábamos dispuestos a tomar de ellas antes de que volviera la dueña. Estuvimos largo rato en silencio. Supuse que para Rafaela los casos de seres invisibles se equiparaban a las historias de condenaciones; historias de fantasmas, aparecidos y almas en pena. Lo sobrenatural, digamos, para ella, 30

podía tener un rango natural, mientras que desde mi punto de vista los seres invisibles eran deliberadamente diferentes, y por lo demás consideraban la invisibilidad consecuencia obligada de cierta sofisticación. Que no pudieran liberarse del mecanismo una vez adquirida la destreza –o sea, que la condena fuera posterior a la nueva condición– no cambiaba esencialmente las cosas. Acaso para desviar el curso de una conversación que le resultaba un poco árida, Rafaela quiso leerme la cédula. Después de su periodo de ceguera, varios años atrás, durante el cual se había dedicado a leer el alma y predecir el futuro palpando cráneos y rostros de quienes la consultaban, una vez recuperada la vista había adoptado como instrumento de lectura las cédulas de identidad. Yo sabía de su don, y por esas cosas de creerse uno fatalmente alejado de lo mejor que pueda ocurrir, siempre había pensado que este momento nunca llegaría; por eso no atiné 31

a responder. Rafaela interpretó mi sorpresa como vacilación, y para animarme me dijo que no me cobraría por la lectura. Busqué en mis bolsillos y le di la cédula. Luego reclamó mi mano izquierda. Extendí el brazo y sentí el frío de las piedras incrustadas en el concreto. Casi tocaba dos de las copas de jugo, cualquier movimiento nervioso podía golpearlas. Rafaela tenía mi mano en la suya y deslizaba el otro pulgar sobre la cédula, en especial sobre la superficie de la foto como si quisiera palpar el rostro impreso en ella. Mientras tanto entrecerraba los ojos y leía en voz baja la numeración (ochenta y dos millones, etc.), a veces en orden y a veces no. Los pájaros seguían oyéndose, lógicamente también el arrullo de las aguas escondidas y el rumor de ese mundo vegetal y autónomo. Pero no exagero si digo que por un momento todo aquello se silenció para mí, absorto frente a la concentración de Rafaela. La media sombra de la enramada protegía buena parte de su cuerpo; y el rostro, salpicado de 32

porciones diminutas de luz, parecía una máscara dramática. En cierto momento abrió los ojos y dijo que yo era una buena persona. Viniendo de ella, no podía considerar muy individualizado su comentario. Podía estar de acuerdo en que era certero, pero Rafaela es de esas personas que encuentran el lado bueno de todo el mundo. Vi la fuerza con que se debatía sin resultado. Mi mano estaba a merced de la suya, bastante húmeda debido al trance de la lectura. La cédula brillaba en su otra mano y la so-baba con insistencia, como para sacarle algún inesperado indicio que compensara, pensé, lo negativo que iba encontrando. Rafaela precisaba hablar pero no quería, como si creyera que aquello que captaba no le era dictado. Por mi parte no me animaba a interrumpirla, de tanto que esperaba sus palabras. Un momento después se detuvo y admitió que no era capaz de decir lo que había entrevisto. Soltó mi mano y regresó la cédula, también húmeda, por detrás de las copas de jugo. De a poco su cuerpo se fue relajando. 33

Había sido una escena difícil. Lo difícil había instalado la sospecha. Yo no creía poseer un futuro más inapelable o definitivo que cualquier otro mortal, ni que mis honduras, si opacas o escabrosas, fueran inapropiadas para describir con palabras. Se me ocurrió entonces preguntarle: “Rafaela, ¿no puedes decir lo que has visto o sencillamente no me has visto? * En la madrugada, cuando en medio de esas calles solitarias recordé las viñetas, se había activado un cuadro flotante –sólo impreso en mi mente— en cuyo interior estábamos Rafaela y yo en Tapa-Tapa, como si todavía transcurriera la tarde de ese mismo día. A lo mejor, el cansancio y el delirio de la carretera me habían llevado al sueño mientras manejaba despierto. Recapitulé la historia del loro y la pierna ortopédica, la de Tarzán y su esposa, y también me vi frente a una escena en la que dos individuos, mujer y hombre, están tomados de la mano mientras una pereza sube por el tronco de un árbol de hojas grandes y esporádicas. La escena parece 34

bastante densa en términos dramáticos, por lo menos conmovedora. Hay sobre la mesa tres copas que por su tamaño podrían ser jarrones, llenas de un líquido indiscernible. Navegaba por las sinuosas autopistas de la ciudad sin nadie a la vista. Trataba de pensar en un probable diálogo ¿qué palabras podía predicar el dibujo? Y me dije, probablemente entre sueños, bajo las luminarias ambarinas que se iban sucediendo, que mi réplica real, bajo el yagrumo por donde subía la pereza, podía no haber sido ocurrente o divertida, como se le pide a esas leyendas, pero había sido certera –y por lo tanto me decidí a ponerla en el recuadro donde la escena se desarrollaba–. Ese alguien que venía a ser yo, repitió entonces frente a la persona que venía a ser Rafaela, y que no respondió entonces ni después, por lo menos durante el tiempo inmóvil en que se desarrolló la escena, repitió lo siguiente: “¿No puedes decir lo que has visto, o sencillamente no me has visto?” 35

* Una vez en el apartamento, estuve tentado de usar la bolsa recogida en el ascensor a modo de máscara, aunque fuera por posar frente al espejo a ver cómo me veía. La bolsa sería el objeto ideal para ocultarse, un simulacro de pertenencia o nacionalidad, o la prueba ostensible de nuestra definitiva condición invisible. Pero no lo hice, naturalmente por temor a que no se cumpliera esta ni ninguna otra promesa; quizás en el futuro, pensé. Mientras tanto fui a apoyar la bolsa sobre un mueble como si se tratara de una de esas típicas máscaras artesanales hechas con extrema simplicidad –pero sumamente enfáticas–. Reflexioné sobre todo esto dentro del baño. Un momento más tarde, gracias a la mencionada densidad de la experiencia, que todavía duraba como los efectos de un gran trago, y pese a la confusión del cansancio físico y nervioso, me puse a escribir. 36

Donaldson Park Dedicado a Federico Monjeau

La primera vez que pasé por Old Things For A New Age, había en la vereda una camilla turquesa de psiquiatra. El cartel decía aproximadamente lo mismo, diván psiquiátrico turquesa, y consistía en un bloque en apariencia macizo, alargado, con unos pequeños botones metálicos asomando cerca del piso, que venían a ser las patas donde el objeto se apoyaba. En la cabecera tenía una almohadilla angosta del mismo color, adherida a la superficie por medio de unas costuras disimuladas bajo típicos canelones. Según se sostiene hoy, la cuerina turquesa es sinónimo de los años 60 o 70. Vista a cierta distancia, por ejemplo desde la esquina, donde está el restaurant 7 Hills of Istanbul, o desde el gran estacionamiento de enfrente, que pertenece al supermercado Stop and Shop, la camilla psiquiátrica podía parecer un curioso baúl alargado cuyo vibrante color, gracias al medio sol de la tarde fría, agregaba extravagancia al 37

objeto. Enseguida uno pensaba que alguien podía esconderse dentro, si es que había manera de entrar, o detrás, sin preocuparse de ser descubierto. Pocos días después supe que Highland Park tiene una buena cantidad de psiquiatras y psicólogos, bastante por encima del promedio habitual. Por lo tanto pude resolver de alguna manera la incógnita, y me dije que el diván turquesa habría pertenecido a un especialista local.

Highland Park es un punto inconsistente en la espesa trama de suburbios, carreteras y autopistas que cubre el territorio del estado de Nueva Jersey, en Estados Unidos. Uno se pone a viajar en cualquier dirección y encuentra una sucesión interminable de malls, barrios de viviendas, ciudades, pueblos e intersecciones de rutas y carreteras. La red vial de Nueva Jersey es febril y alocada; allí se superpone el pasado mercantilista, el industrialismo voraz, el optimismo automotor y la era de las conexiones rápidas. Al andar un poco por uno u otro lugar, ya sea por una carretera antigua, hoy convertida en 38

secundaria, por una autopista de alta velocidad o por una ruta troncal, de cualquier modo no pasan treinta minutos antes de que la persona se sienta invadida por una indefinida y mortal desazón. La reiteración de paisajes viales, de señales de tránsito, de nombres de comercios, de conjuntos residenciales, instala en la mente la sensación de estar en un mismo lugar indiferenciado por el que es posible moverse pero del que no se puede salir. La repetición constante contribuye a una economía de símbolos, hasta que rápidamente las cosas se reducen a un reflejo, a un tic perceptivo que pasa por alto los detalles y verifica sólo lo permanente. Los barrios y pueblos cumplen también con esa lógica, al presentar las mismas construcciones, las mismas casas, los mismos colores, los mismos jardines y los mismos árboles. Sólo las ciudades medianas y grandes escapan a esta condena, por supuesto, para padecer otras. Y sin embargo es fácil extraer de ese pesado universo un elemento de belleza, casi metafísico. Es la belleza de la desmesura, de la obcecación y de la falta de inspiración; del 39

simulacro de felicidad, del confort construido e insatisfecho a la vez. Me ha pasado quedarme horas ensoñado pensando en la vida compartida y al mismo tiempo aislada que uno desarrolla en esos lugares, donde las relaciones son individuales y el intercambio social se limita al extremo. La promesa de esa vida hiperregulada, de esos condominios y centros comerciales, es que el mundo va a dejar tranquilos a los habitantes cuanto tiempo ellos quieran, casi sin nada que temer y esperar. Pero el costo que los habitantes pagan no es la alienación, si así fuera sería un precio barato y por otra parte bastante extendido. El precio tiene que ver con la redundancia. Como consecuencia de la reiteración de elementos, uno de los pocos medios de diferenciación pasa por el subrayado, a veces convertido en ornamento, en coloración, o en pretendido respeto hacia los modelos fingidamente naturales. Allí reside el exceso, la condena que termina doblegando a la gente. El exceso de uniformidad tiene el efecto, a veces paradójico, de propiciar el vacío, o de 40

revelar los emblemas naturales como una lengua auxiliar, útil solamente para traducir cosas sueltas, las señales que provienen de la naturaleza domesticada. Es conocida la anécdota del entonces futuro es-cultor Tony Smith. Cierta noche iba manejando y por azar terminó en una autopista recién construida, aún sin señalizar y desierta en ese momento. Se bajó del auto y dio unos pasos, conmovido por la experiencia del volumen, según sus palabras aproximadas, en estado puro. Debido a la oscuridad nocturna, el pavimento era una superficie invisible, pe-ro también era la plataforma material que lo rescataba del vacío –uno supone que sideral– mientras contemplaba las luces lejanas de otras carreteras y poblaciones. En este caso no importa, supongo, la eventual enseñanza estética del hecho; lo menciono como indicio de que en 1967 el paisaje de Nueva Jersey ya inducía contradictorias experiencias de la sensibilidad artística relacionadas con el movimiento y los cambios geográficos (no me parece exagerado llamarlos así, dado que, como probablemente más adelante sugiera, lo construido se normaliza muy rápido gracias a los préstamos que toma, y que por otra parte 41

todo el tiempo reconoce, de lo así llamado natural). Como quizá en pocos lugares, en estos sitios uno repara en el comportamiento cínico del paisaje del hombre, en tanto consumación del comportamiento cínico del hombre frente al paisaje. Estos espacios que describo muy brevemente componen una maquinaria ya independiente del sentimiento individual de los pobladores; son lugares que proponen un idilio perpetuo con el entorno, construido sin embargo sobre la fugacidad. Uno puede ver la delgadez de lo construido como el dominio absoluto de lo pre-hecho; y así como ese barrio, por ejemplo, se levanta en medio de lo que fue hace poco una granja industrializada, mañana podría ser desmontado antes del mediodía para dejar la tierra lisa y horizontal que las máquinas consiguieron en jornadas de trabajo bajo el sol, como fue todo aquello justo antes de ser urbanizado. La capacidad del hombre para cambiar la naturaleza, en Estados Unidos alcanzó grados de brutalidad y decisión conocidos.

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Esto sorprendió a muchos escritores latinoamericanos y europeos, era una pujanza que provocaba admiración y desconfianza. Pero eso de alguna manera ya está hecho, o ya está orientado en una dirección en apariencia inevitable, y por lo tanto lo que se ve hoy es la reposición de la naturaleza bajo otro modo. Son construcciones de lo campestre, del aire libre, de la vida acuática o del mundo del pasado. Semejante uniformidad, digamos, civilizatoria produjo también una elocuente reacción irónica, emparentada de algún modo con la experiencia de Tony Smith. Es cuando por la misma época Robert Smithson descubre, o define, lugares de frecuentación estética en su condado natal de Passaic, también en Nueva Jersey. En el ómnibus desde Nueva York ha venido leyendo el suplemento de arte de un periódico, en parte dedicado a un grabado paisajista del siglo XIX cuya estampa le resulta bastante imprecisa. Smithson llega a un puente sobre el río Passaic. Al costado están ampliando la carretera, pero es sábado, no hay actividad y las máquinas viales le parecen artefactos prehistóricos. Remontando el río 43

encuentra tuberías de desechos, sistemas de bombeo, pontones a medio construir, estanques de de-tritus, cantones de piedra y arena. Clasifica monumentos menores y mayores, fotografiando los principales. El puente es el más importante: por efecto de la luz sobre los tirantes y el entarimado, mientras lo atraviesa cree caminar sobre una enorme fotografía hecha de hierro y madera; o sea, la foto que toma es prueba de la misma experiencia monumental. En cierto momento aparece sobre el agua «una forma rectangular». Entonces el puente comienza a virar sobre su eje: una cabeza hacia el norte y otra hacia el sur. Pero Smithson percibe ese trance mecánico en clave abstracta, incluso astronómica: le parece el movimiento imperfecto, limitado, de un perimido mundo físico. La crónica de Smithson muestra la labor entrópica como la empresa humana característica. A la vez, más allá del impacto que pueda haber tenido en el arte en general, o en las ideas acerca del arte en movimiento y el 44

trabajo de los artistas, el relato es también un ejercicio ideológico sobre el mismo entorno. En la medida en que Smithson se detiene en situaciones estáticas, sin actividad humana visible, su mirada se dirige también a una suerte de asimilación inevitable, por parte del territorio, de lo construido y ruinoso. El tiempo abolido en tanto experiencia del presente, sólo efectivo como evento de un mundo pasado de moda, que predomina en esas imágenes y en el espíritu de la crónica, vendría a ser el suplemento de la disposición económica habitual, que en Nueva Jersey siempre realiza grandes esfuerzos por embellecer y disimular los estragos. La premisa local de ocultamiento se traduce en una curiosa disposición del paisaje a presentarse como momentáneo, variable y terco al mismo tiempo. En cualquier momento puede sobrevenir algo: una decisión, un error; entonces todo va a retroceder y va a adquirir otra forma. Uno anda por esos caminos que constantemente buscan parecerse entre sí, los mismos ángulos, el mismo verdor de los pastos, etc., como ya he explicado, y cree que el paisaje está 45

aquejado de un rictus: hay algo en la tierra que emite señales intrigantes y desorganizadas. El rictus no habita en el deterioro, sería fácil descubrirlo allí. El rictus se forma en el camuflaje, en el esfuerzo, en la imposición y en el simulacro. Para llegar en tren a Highland Park, debe uno bajarse en New Brunswick, la legendaria ciudad del comercio fluvial. Es la línea de ferrocarril que pasa por Washington, por Filadelfia y por Nueva York. El viaje a New Brunswick desde Nueva York tarda menos de una hora. El recorrido en tren es instructivo por varios motivos. El más importante y obvio, según mi criterio, es que pone en evidencia, de manera sencilla, como si uno dijera a la mano, que la regulación del paisaje tal como está construido aquí es prerrogativa del automóvil, una emanación de su excluyente presencia. Al dejar en Nueva York la estación subterránea de ferrocarril, antes de tomar el túnel que pasará por debajo del río Hudson, el tren atraviesa una pequeña parcela descubierta, rodeada de muros grises, cables y conductos de metal, algo que en la escala de aquellas enormes dimensiones vendría a ser tan solo un patio. A veces me he 46

preguntado por el sentido que adquiere esa antesala (o vestigio, cuando se hace el viaje en dirección contraria), como si fuera un sencillo recordatorio. Cuando el tren sale a la superficie del otro lado del río, ya en Nueva Jersey, el pasajero se encuentra con un panorama de abandono y desolación. Hay una madeja de puentes, caminos elevados y de superficie, canales, esclusas y terrenos anegados, todo sucio o cubierto de una maleza pantanosa. Este panorama se extiende mientras el tren avanza durante un largo trecho, y abarca una superficie considerable, en algunos sectores hasta donde llega la vista. Es el espacio que circunda a la estación de Secaucus, una construcción fría y moderna, de cemento y azulejos, rodeada por una degradación irrecuperable. Gustavo, un arquitecto cordobés que trabaja en una compañía de la zona, me ha dicho que en ocasiones se desorienta y termina extraviado en algún camino solitario, rodeado de edificios industriales y artefactos en estado de abandono. Por lo tanto debe desandar el 47

camino con su auto, tratando de encontrar la salida en medio de esa inmensidad herrumbrosa e indistinta. El viajero a bordo del tren entonces se pregunta por los motivos para esa gran superficie olvidada. La respuesta de Gustavo es que no hay inversión capaz de recuperar el costo de sanear los terrenos y las profundidades, que aparentemente permanecerán putrefactos hasta el fin de los días. Esa superficie viene a ser, naturalmente, el soporte de Nueva York, parte modestísima de la naturaleza que debió degenerarse para que la ciudad se reproduzca. Después el tren atraviesa un nuevo sector de transición, el área urbana de Jersey City y Newark, y pasarán unos 20 minutos antes de que el viajero se encuentre en los predios del llamado suburbio. En esos tramos, a veces uno divisa a la derecha la ruta 27, sempiterna paralela de esta línea de tren. La ruta 27 es de las más antiguas, unía Filadelfia y Nueva York, incluso algunos avatares bélicos de la Independencia se 48

produjeron en su recorrido. Hoy la 27 es una carretera discontinua, que se pierde y reaparece varias veces, adquiere distintos nombres distritales y por sobre todo modifica su fisonomía en su accidentado curso. Es la calle donde vi el diván psiquiátrico, en la vereda de Old Things For A New Age. A esa altura su nombre es Raritan Avenue. La Raritan y la Woodbridge Avenue son las dos arterias principales de Highland Park. La Woodbridge es otra vieja carretera del estado; muere oblicuamente todos los días en la 27, en el corazón mismo de este pueblo, a escasos cien metros de Old Things For A New Age, y sin duda desde mucho antes que existiera este comercio dedicado a las cosas viejas. Highland Park tiene un envidiable frente fluvial. El río Raritan separa esta ciudad de New Brunswick; y de hecho la avenida Raritan adopta, del otro lado del río, el nombre de Albany Street. Un sólido y espacioso puente es la transición entre ambas ciudades y entre los dos nombres, a esta altura, de la misma vía. Como consecuencia del ferrocarril, hace ya mucho tiempo que la Raritan perdió la influencia comercial que tuvo desde el siglo 49

XVII. Cuando su curso fue regulado y asociado al también importante río Delaware, formando un imponente sistema de intercambio, obviamente su valor estratégico aumentó: a fines del siglo XVIII New Brunswick era una ciudad de primer orden. De esa regulación fluvial hoy lo más visible es un curioso esquema de aumento y disminución del nivel del agua, como si el río estuviera sometido a un insondable régimen de mareas. Cerca del mediodía las aguas parecen en su punto más bajo, las orillas se han ensanchado y en el medio del curso asoman pequeñas porciones de terreno arcilloso; pero al caer la tarde crecen y el río parece a punto de desbordar, cubriendo las orillas y bañando las ramas bajas de los árboles, algunos de ellos sauces llorones, que tiene muy cerca. La vera del río está, digamos, parquizada en su casi totalidad. No así la de New Brunswick. Highland Park tiene una sola fábrica (de chocolates) y un solo edificio propiamente dicho, el River Ridge Terrace (de ocho pisos, al que los lugareños llaman el Building); el resto son casas de familia, comercios u 50

oficinas profesionales; New Brunswick en cambio es sede de corporaciones, de universidades y de importantes hospitales de avanzada. Debido a su desarrollo económico siempre tuvo población pobre. Marian, una di-rectora de gestión social, dominicana, que trabaja en el Robert Wood Johnson University Hospital, recuerda cómo los terrenos que hoy ocupan el imponente hotel Hyatt, la sede de Johnson y Johnson, otras torres de oficinas, el mismo hospital donde es empleada, etc., estaban ocupados por barrios de gente humilde que en el curso de unos pocos años, en la década de 1980, fue literalmente expulsada para demoler sus casas. Con ello New Brunswick entró en decadencia. Desde fines del siglo XIX y en buena parte del XX, allí estuvo afincada la principal comunidad húngara de Estados Unidos, comunidad de la cual hoy quedan señales esporádicas como iglesias, oficinas bancarias o algún restaurant olvidado en el sótano de una casa. Pero fueron los mexicanos, según Marian, quienes rescataron New Brunswick y evita-ron que se convirtiera en una ciudad fantasma, sólo de servicios y oficinas. 51

La estación de ferrocarril de New Brunswick está sobre la Albany (o sea, la 27), que aproximadamente allí cambia otra vez de nombre para llamarse French. Es un nombre que hoy suena raro, porque se ha convertido en la calle principal mexicana. A pocas cuadras de la estación, pero en sentido contrario de la French, está el río, y cruzándolo está Highland Park. En la primera cuadra después del puente, bastante larga, todos los sábados por la mañana se efectúa una protesta antibélica. Los activistas muestran carteles y pancartas, y ponen contra los muros grandes telas negras con los nombres de los muertos en la invasión a Irak. El grupo pacifista es poco numeroso y muy persistente; en cualquier época del año son 15 o 20, y levantan los carteles hacia el tránsito que está ingresando en Highland Park, para que los automovilistas los vean. A veces recogen algunas bocinas de aliento, saludo al que responden alzando las manos. El sábado 25 de junio una mujer sostenía un letrero que decía: «Matar a 1 = asesinato. Matar a 100.000 = ¿Política exterior?»

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La avenida Raritan es una curiosa mezcla de carretera local y avenida central. Allí se levanta el correo, los restaurantes, las estaciones de servicio, el supermercado y una gama de pequeños comercios curiosísima por su misma diversidad, que van desde quirománticos hasta costureras, pasando por barberías, diners y talleres mecánicos. Los comercios dedicados a artículos ornamentales o rituales judíos se desta-can bastante. Highland Park es la ciudad de Estados Unidos que posee el mayor promedio de población judía; y la mayoría es observante. Boris, un cronista y crítico venezolano, desarrolló un conocimiento minucioso y admirativo de los comercios de la Raritan. Durante años no se le escapó nada de lo que en ellos ocurriera. De hecho, me ha referido con nostalgia su recuerdo de un local que sólo vendía piedras. Si bien esta avenida llama la atención por su misma medianía y previsible diversidad, dentro de los locales se producen circunstancias curiosas, como si fueran los canales discretos, por semipúblicos, por donde la chifladura colectiva decidió manifestarse. Un punto de atracción para toda 53

la ciudad es el Rite Aid, la famosa cadena de farmacias. El Rite Aid de Highland Park es más neurálgico que el correo, y desde la mañana temprano hasta la medianoche hay circulación continua de clientes. El motivo es que, al contrario de casi toda la cadena, tiene una oferta de bebidas alcohólicas que es de primer nivel en varios sentidos. Para este plácido pueblo de casas bajas con jardín, los estantes de vitaminas, de cosas necesarias e inútiles a la vez, de adornos de ocasión y de objetos de gusto dudoso que ofrece el Rite Aid probablemente signifiquen el complemento de su perenne pertenencia a Nueva Jersey. Boris era un viejo fanático de este local, adonde iba a desahogar su esporádica ansiedad consumista comprando alguna baratija, o un bourbon de 20 años cuando tenía motivo de celebración. El 7 Hills of Istanbul es un restaurant previsiblemente turco. Tiene un menú a primera vista híbrido, que está entre lo conocido como árabe, lo mediterráneo y lo caucásico (aparte, al igual que todos los restaurantes de cualquier co-cina imaginada, también ofrece salmón). La primera vez que 54

estuve allí dio la casualidad que atendiera Juan Carlos, que es del barrio de Palermo, de Malabia cerca de Santa Fe. Estábamos escuchando y durante la explicación del menú hizo un paréntesis para aclarar en castellano que tal plato era «como milanesas». Fuera también de Tomás y Gabriela, escritores, y de Silvia, entrenadora cordobesa de natación, no descubrí en Highland Park a ningún otro argentino. Todos los días al caer la tarde puede verse el paso de mexicanos por las veredas de la Raritan, que van en sus bicicletas cansados y ensimismados, solos, de a dos o de a tres, de regreso seguramente a sus casas en New Brunswick. A veces me ha tocado estar lejos de Highland Park, por la 27 o por la 514 (que viene a ser la Woodbridge, ya mencionada), y desde esa lejanía los he visto pedaleando afanosamente por las angostas aceras hacia sus hogares. El ciclista en Nueva Jersey es un ser nulo, por lo general debe andar por las veredas si quiere tener esperanzas de preservar su vida. Los ciclistas re-creativos van por calles arboladas y desiertas, que en la práctica 55

no van a ningún lado, o cargan sus bicicletas en el auto hasta el parque preferido. La oferta gastronómica de Highland Park es, como tantas otras cosas, un tanto previsible y acotada. Chino, tailandés, árabe, mexicano, carnes, diner, italiano, pizza, kosher. Si uno toma en consideración distritos vecinos como New Brunswick o Edison, el panorama se amplía. En las semanas últimas se produjo un cambio importante. Estaba el tradicional Penny’s Restaurant, en la Raritan con la 3ra. Era un típico diner de ciudad, con su permanente menú de hamburguesas, omelettes, sandwiches y café. De casualidad, habrá sido en uno de sus últimos días como diner que estuve en ese lugar con Tomás. Cometimos el error de citar-nos allí para tomar un café y conversar, pero a cada momento nos traían el menú y nos preguntaban si queríamos otra nueva cosa. Tomás terminó pidiendo comida, que casi no comió, y yo pedí sucesivamente té, café y té. Quién sabe, quizá nuestra conducta terminó convenciendo a la dueña italiana, amable y severa al mismo tiempo, de las ventajas de 56

deshacerse del Penny’s. Uno entraba y veía siempre a su marido sentado en una mesa del costado junto con dos o tres invariables amigos. El Penny’s es ahora un restaurant de comida kosher, tiene platos tipo israelí y supongo que alguna cosa tipo americana, pero vigilante de las normas religiosas. El nuevo Penny’s representa, desde mi punto de vista, un hecho que excede el propio cambio. Es diferente a haber creado un nuevo restaurant kosher, porque de algún modo se produjo una sustracción. Ahora la oferta en este rubro consiste en el Bagel Time, el Jerusalem Pizza y el Penny’s. Y la oferta de diner de ciudad se ha reducido a uno, que es Bagel Dish, que está enfrente del Rite Aid, a pocos metros de la bicicletería llamada Highland Park Cycles. (En la cuadra siguiente del Penny’s, yendo hacia el río, frente a la estación de servicio Sunoco, que como todas las estaciones de servicio de Highland Park es atendida por paquistaníes, está el International Food, llamado también Amros. Todo lo que hay allí es ruso, incluso el agua mineral. Es obviamente el único lugar de la zona donde se consiguen unas latitas verdes de exquisitos 57

caramelos coloridos, diminutos y redondos, con frutas exóticas –vistas desde Rusia– en la tapa: kiwi, ananá y papaya. La marca de los caramelos es «Tronucu», o algo parecido en cirílico.) El otro centro de gravedad de la ciudad es el Donaldson Park; considero que es el núcleo ignorado pero efectivo de la comarca. Está a orillas del río, y desde hace años tiene instalada para siempre, convertida en plaga, una cada vez más numerosa colonia de gansos canadienses que en el pasado llegaba cada año como parte de su ciclo migratorio. El Donaldson Park está a unas 8 o 10 cuadras de la Raritan. Hay muchas formas de llegar a este parque, pero quizá lo más gráfico sea decir que en la esquina previa a Old Things For A New Age, o sea en el 7 Hills of Istanbul si uno va hacia New Brunswick, hay que doblar a la izquierda y seguir recto. Es la calle 5ta. Sur. Son cuadras arboladas de suave pendiente hacia la orilla del río. Uno pasará frente al cuartel de bomberos y, también, frente a la sede de gobierno de la ciudad. Obvio, en la última cuadra el declive 58

aumenta bastante. Este parque tiene como particularidad, aparte de su singular o escondida belleza, a la que me referiré más adelante, que difícilmente se lo puede abarcar con la vista desde el exterior pese a su amplia superficie. Porque excepto que uno llegue por el río, o que lo contemple desde la costa de enfrente, perteneciente a New Brunswick (una orilla agreste y sin mejoras ni accesos), sólo podrá tener un panorama completo del lugar cuando ya esté dentro del parque. Un conjunto de árboles, una hilera de casas o las diferentes alturas del terreno circundante pueden ser los elementos que impiden verlo de afuera. A grandes rasgos, el Donaldson Park es un rectángulo recostado sobre el río. A uno y otro la-do, el parque está flanqueado por macizos de vegetación silvestre. Si uno mira hacia el oeste, ve el puente de la 27; si mira hacia el este, ve cómo el río se pierde en una curva bastante amplia y más allá, adivinando el esforzado dibujo del recorrido, ve el gran puente de la ruta 1, que así lo atraviesa. Hace pocas semanas, el caluroso domingo 5 de junio comenzaron en Highland Park las 59

celebraciones de su Centenario. Fue una feria de atracciones dedicada al pasado y se realizó en el Donaldson Park. Cuando llegué estaba terminando. Ya casi no recorrían el parque los carruajes de época, los puestos de juegos infantiles estaban vacíos en su mayoría, algunas familias se alejaban con lentitud por las calles cuesta arriba, etc. Lo único que aún gravitaba con fuerza era la orquesta contratada para amenizar la fiesta, cuya música sonaba firme pese a la indiferencia de todos, con excepción de dos personas que estaban de pie (yo una de ellas) y otra sentada en una silla con su bicicleta detrás. Estábamos a pocos metros del acoplado que servía de escenario, en uno de los predios más grandes del parque donde cabrían seguramente algunos miles de personas. La orquesta que tocaba para el vacío se llamaba The Banjo Rascals. Una mujer y cuatro hombres interpretando dixieland jazz y cosas por el estilo, vestidos con chalecos a rayas rojas y blancas. Para un recién llegado, el contraste entre el profesionalismo del grupo y la indiferencia del público resultaba completamente desconcertante; tanto que no pude prestar atención a ninguno de los tres o cuatro temas que escuché bajo el sol. 60

La primera imagen que tengo del Donaldson Park es invernal. Su superficie estaba cubierta por una buena cantidad de nieve y el hielo blanco hacía que uno apenas pudiera adivinar el río. Después, en sucesivas ocasiones este parque se fue revelando y mostró el suelo roto, la tierra descuidada, las instalaciones sobrias y derruidas por el tiempo, la increíble cantidad de estiércol de los gansos canadienses, que aparece regado por doquier. Fue para mí un verdadero motivo de alegría encontrar algo descuidado en el buen sentido de la palabra, una cosa que no había sido conquistada por la renovación, por lo hecho a nuevo y por la copia falsa de lo natural. Para que pueda tenerse una idea, recorrer el circuito amplio del parque (tomar las calles más cercanas al río y volver por las más alejadas) puede llevar unos 45 minutos de tranquila caminata. Por lo tanto no es demasiado grande. En ocasiones lo recorrí con Kathryn, una experta estadounidense en comunicación humana referida al sida. Con ella teníamos sesiones de walk/talk, nunca una cosa sin la otra, así que tuve oportunidad de 61

comprobar el tiempo promedio que lleva caminarlo. (En una de nuestras caminatas le comenté a Kathryn acerca del cambio ocurrido en el Penny’s, ya que a veces juega softball en el Donaldson Park con la hija de la ahora antigua dueña. Kathryn prometió que averiguaría detalles, pero después no volvimos a tocar el tema.) Como no podría ser de otro modo, los autos pueden circular por las calles del parque y de hecho tienen varios espacios de estacionamiento en el interior. Hay también un sector para perros, otro para niños, el de picnic y parrillas ocupa buena parte de la vera del río; hay también una rampa fluvial y un pequeño embarcadero con su diminuta caseta de vigilancia. Una sola vez vi una lancha, tripulada por un hombre y un niño; el resto de las ocasiones la única actividad humana sobre la superficie del río con la que me encontré fueron dos equipos de remo sincronizado que iban y regresaban cada veinte minutos. Cuando el río crece bastante puede ocurrir que la rampa fluvial quede sumergida por completo. Entonces una parte de la calle paralela a la orilla también se inundará, y el 62

lago interior, en cuyo centro una fuente oculta lanza en todo momento un chorro de agua vertical, se unirá al río a través de arroyuelos espontáneos por donde van y vienen unos peces pequeños y traslúcidos. El parque también tiene algunas canchas de básket, de tenis, de softball; y una de fútbol, que es más bien un campo de usos múltiples. Por su parte, el sector más alejado del río, cercano a las calles de Highland Park, es de leve o acentuado declive, según el punto. Cuando ha nevado lo suficiente, se ve a niños deslizándose por las pendientes sobre unas plataformas circulares de plástico. Los ruidos del Donaldson Park son básicamente dos: los graznidos de los gansos, cuyas colonias ocupan distintas partes del parque según el avance del día, y el rumor permanente de la ruta 18, que pasa por detrás de la orilla opuesta del río, separándolo de New Brunswick. La ruta 18 es, según los tramos, autopista o avenida. 63

Hacia el sur lo lleva a uno, en aproximadamente 45 minutos, a la ciudad de Asbury Park, territorio ruinoso y decadente que supo ser populoso balneario, meca de rocanroleros y motociclistas. Es difícil describir la belleza melancólica de esas instalaciones desoladas y semidestruidas frente al mar. Esqueletos de edificios, rampas de ascenso que se cortan en el vacío, locales abandonados hace tiempo con sus marquesinas sin embargo en buen estado... Hay una gigantesca sala de espectáculos casi sobre el agua (allí la playa se angosta al extremo), cuya ornamentación acuática y monumentalidad, y su definitiva decadencia, recuerdan los solitarios hoteles de las costas europeas o uruguayas. La última vez que estuve allí, no hace mucho tiempo, un solo comercio de los que están sobre la bella caminería de madera que acompaña a la playa tenía sus ventanales limpios y parecía funcionar, aunque en ese momento estaba cerrado. Era el consultorio de una tarotista, Madam Marie, un diminuto local dividido por una cortina de terciopelo color bordó, con dos 64

sillas de madera para la espera. En apariencia, la situación actual de Asbury Park se debe a la debacle del municipio, que en los años 80 emprendió las pocas obras faraónicas que ahora se ven reducidas a ruinas y otras que no llegaron a iniciarse, para lo cual se endeudó sin éxito ni remedio. No obstante anuncian ahora una nueva era de iniciativas y reconversiones. Los ruidos en el Donaldson Park resumen de algún mo-do los ruidos elementales de este país. Sonidos de una naturaleza muchas veces desviada, torcida a propósito o por omisión, y los ruidos de las máquinas, como expresión excluyente del trabajo humano. A veces me pongo a pensar y me produce escalofríos imaginar que los ruidos de Highland Park sean similares a los que se escuchan en cada punta y rincón de este infinito territorio, casi sin opciones para los cambios o las sorpresas. En invierno los vecinos deben limpiar la nieve de la vereda. Entonces después de la nevada, o por la mañana temprano, uno empieza a escuchar las atronadoras máquinas removedoras, que muelen la nieve y la lanzan hacia los costados como si fuera arena blanca. 65

Las máquinas son empujadas por los vecinos, y a su paso dejan un sendero abierto de aproximadamente 50 centímetros de ancho. En general, cada casa tiene un repertorio asombroso de máquinas para lidiar con las estaciones. En otoño se escuchan las aspiradoras de hojas, que succionan con voracidad cualquier cosa que encuentren y la depositan en unas inmensas bolsas de gruesa tela que llevan adosadas; en verano están las cortadoras de césped, las sierras, las barredoras, las podadoras, los tractorcitos, etc. Estos distintos ruidos tienen también, según mi experiencia, cierta capacidad de proliferación autónoma. Me ha ocurrido escuchar alguna máquina en la lejanía y notar cómo poco a poco el concierto de artefactos se iba desplazando, como si cada una se despertara al advertir el ruido de alguna otra cercana. Incluso donde yo estaba, si un vecino encendía la suya, podía estar seguro de que apenas la apagara comenzaría a escucharse la siguiente. Entonces me daba vértigo pensar que ese reguero de ruido se expandiera todos los días 66

con la misma regularidad, desde la costa este hasta las profundidades del continente y más allá, de acuerdo al desarrollo de las horas o la propensión replicante de las máquinas. Y por el contrario, sentía una indecible tranquilidad cuando muy raras veces escuchaba el sonido del trabajo directamente humano: la pala de nieve raspando el piso, la escoba barriendo, el martillo golpeando o la tijera de podar cortando. En una oportunidad estábamos en el Siete Colinas, como lo llamamos entre nosotros, y pudimos verificar cada rigurosos siete minutos, durante el lapso de una hora y media, el paso por la Raritan de alguna sirena. Pero habrá sido durante más tiempo, porque sólo cuando presentimos la regularidad comenzamos a medir la frecuencia. Pasaban seis minutos desde el paso de la última ambulancia, policía o bombero, que ya se oía lejana la tortuosa aproximación de la próxima emergencia. Esto me llevó a pensar que también esta familia de ruidos tenía su propio régimen de reproducción. He reservado para el final la única circunstancia nocturna que quisiera destacar. Se trata del paso de los aviones por el 67

Donaldson Park. Cuando uno va por la noche, y si hay tiempo despejado, puede ver la extraña hilera que se forma en el cielo (hacia el este del parque) en dirección al aeropuerto de Newark, que está a unos 35 kilómetros al norte. Parece un concierto de luces suspendidas, inseguras de titi-lar, cada una con variable grado de nitidez y de altitud, que mantienen en silencio su posición relativa. Cada tanto puede verse también la aparición de un nuevo avión, que se agrega al final de la cola, aunque en ese momento es casi indistinguible, mientras el que estaba primero se ha perdido en dirección al aeropuerto. Es probable que a esa hora rumor de la 18 haya bajado al mínimo, y que los gansos sólo se manifiesten a través de ruidos involuntarios y reprimidos, o de una respiración forzosa. Es entonces cuando el Donaldson Park muestra una naturaleza adicional, inadvertida la mayor parte de las veces. Parece un espacio de rumores, de sombras vigilantes y cuerpos a la expectativa, de aguas dormidas, reunido todo con el único objeto de servir de escenario para esa versión mecánica de estrellas movedi-zas y 68

artificiales, pequeños núcleos de vida que renuevan el sentido equívoco de la inmensidad. Puede haber sido una idea alocada, pero en esos momentos en el Donaldson Park muchas veces se me ocurrió pensar que la labor humana de producir mundo construido y de buscar separarlo de la naturaleza encuentra su refutación en la misma percepción de la gente. Los aviones ordenados sobre el cielo en su fila de descenso parecen las cabinas encendidas de un gigantesco y casi inmóvil sistema funicular. Sabemos que cada uno es una máquina devora-dora, pero recortado sobre la esfera nocturna, y de algún modo solitario en medio de esa cantidad numerosa de estrellas, resistente a la gravedad, parece una cápsula de vida que actúa insegura y expuesta como si fuera la última. No sé por qué, esos aviones me parecían más naturales que las pequeñas luciérnagas volando a ras del piso las primeras noches calurosas de la última primavera. Como tengo dicho, el rumor de la 18 estaba casi ausente, y se escuchaba como un resto, acaso el residuo pegado a las cosas después de 69

tanta actividad. Se me ocurría también que los macizos de oscuridad formados por los árboles eran otro tipo de objeto, quiero decir, poseían un significado adicional que la mera señal de sí mismos, en los límites del parque y al costado de algunas calles internas. Pero por supuesto no tenía la respuesta. Cuando lo recuerdo todo eso me parece todavía un eterno trabajo sin resultado fehaciente, como el de toda vida controlada.

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Los enfermos

Cierta mañana recibe una carta. Le preguntan si, dado que puede considerarse una privilegiada, no estaría en condiciones de acompañar a alguien que arrastra su enfermedad desde hace tiempo y que probablemente está cerca del final. Ella piensa que como argumento puede ser convincente, aunque errado como diagnóstico. La nota dice poco más: señalan el hospital, la sala y el número de cama. No mencionan el nombre de la persona ni su enfermedad. Sugieren llevar algo para leer, un poco de dinero y, si quiere, un cuaderno y un lápiz por si el paciente precisa comunicarse de ese modo. Ahora está mirando el piso y, excepto la nota, todo a su alrededor se ha borrado. Sabe que si la carta da vueltas dentro de su cabeza sin encontrar un lugar es por esa palabra, privilegiada, que parece la asignación de una deuda.

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Antes de decidir una respuesta o curso de acción recuerda un hecho que, a falta de mejor nombre, ha llamado «el extraño episodio»: Es la hora del mediodía, ella está en el sector antiguo de la ciudad, donde las esquinas carecen de ochavas. Fuera de los pocos autos que pasan a poca velocidad, como si los conductores no conocieran la zona, no ve a nadie en las calles. La ilusión de ciudad semivacía y de gran silencio. Le intriga el tipo de murmullo o bramido que producen los autos sobre el empedrado, o más bien que sea un ruido más neto y definido de lo que uno se imagina cuando no lo escucha y por lo tanto, piensa, más tolerable que otros. Le gusta visitar esta parte de la ciudad por el tipo de pensamientos que le despierta; por ejemplo, puede imaginarse la superficie del mundo empedrada en su totalidad, pero no pavimentada, y es capaz de recordar ese ruido como un arrullo amable... Está abstraída en estas divagaciones cuando advierte que a sus espaldas alguien se acerca. Es un hombre que apenas la rozará al pasar y 72

cuyo saco le llamará mucho la atención, a primera vista demasiado grande u holgado, ondeante como una bandera que se despliega al caminar. Enseguida lo verá alejarse desde atrás y se dirá, en el lenguaje a veces obvio de las impresiones, que se trata de alguien caminando apura-do. Pero quizás apuro no sea la mejor palabra. Observa sus piernas y le parece que en efecto se mueven rápido, pero demasiado rígidas, como si pertenecieran a otro. Ella ignora que, dentro de pocos momentos, cuando llegue a la esquina, este hombre va a chocar con alguien que aparecerá desde la derecha. Advierte primero el quejido ahogado, algo previo al grito, producto de la sorpresa o el susto antes que del dolor; y después reconoce o escucha, no está segura, el choque de los cuerpos. El hombre queda tendido en el piso. Ella se va acercando y no sabe cómo reaccionar, en especial porque nadie observa la escena. Nunca se le ocurrió preguntarse sobre la existencia del destino, ahora advierte que tiene una buena oportunidad. 73

Haber asistido a la cadena de los hechos le otorga una seguridad que no alcanza a definir; sirve para justificar cualquier argumento, pero al mismo tiempo es un saber inútil. Sabe que, horas o días después, cuando repase lo ocurrido, el recuerdo habrá cambiado, todo será más pausado, largo o sencillamente distinto al hecho real, breve y concentrado. Cuando llega al lugar del accidente el otro hombre, menos maltrecho y a punto de incorporarse, le pregunta desde el piso cómo se llama el del saco, el que se ha malogrado. Ella no entiende la premisa de la pregunta, que da por hecho que ambos se conocen por venir del mismo lado. La idea le parece forzada. Por lo tanto responde sin palabras y sigue su camino como si el tema no le concerniera, cuando habría si-do natural acercarse y ofrecer auxilio de todos modos. Más de diez días han pasado desde el extraño episodio y cada mañana lo recuerda sin encontrar explicación. No el incidente en general, sino el episodio de su negligencia. La 74

única hipótesis plausible es el progresivo temor al contacto humano que ha ido anidando en ella. Piensa entonces que la carta ofrece una oportunidad de enmendarse. Piensa que lo peor de sí misma es esa indiferencia regulada que la lleva a actuar en el borde del desdén y de la corrección. ¿Le ha ocurrido antes? Un montón de veces; en general se trató de hechos insignificantes y colaterales que probablemente ya no ocupan la mente de nadie sino como el vago recuerdo de una conducta curiosa, hechos que proviniendo por otra parte de una mujer pueden considerarse comprensibles, por aquello de la precaución y el riesgo ante situaciones que pueden tornarse conflictivas. Cuando llega la noche busca el hospital por internet. La prolongada vida en el extranjero (ella cree que fue prolongada) le hizo olvidar varias cosas de la ciudad. En especial tiene problemas con las conexiones, porque no logra recomponer los espacios intermedios entre las zonas que sí recuerda; cada punto conocido es una mancha sobre la superficie evidente, pero ignorada, de lo que se ignora o 75

está olvidado. Carga las dos direcciones en la pantalla. La imagen colapsa e inmediatamente aparece una línea que conecta su casa con el hospital. Se inclina hacia adelante, mira de cerca sin pensar en otra cosa que el camino que debe tomar. Después anota algunos nombres de calles e intersecciones, y está a punto de levantarse y guardar el papel cuando algo la lleva a mantener la vista en la imagen aunque no vea nada en particular. Observa el monitor y es como si asistiera a una escena en la que la han incluido: se ve a sí misma pendiente de la pantalla, concentrada en el mapa como si aguardara una señal. Se pregunta cuánto habrá de pasar hasta que esa forma de buscar recorridos quede obsoleta... Desde hace un tiempo indefinido, no sabe si mucho o poco, es víctima de una especie de reparo que hasta este momento no ha visto en nadie, y sobre el que nunca ha leído ni escuchado hablar. Es una vaga aprensión contra los artefactos o las técnicas demasiado actuales, nuevas o en boga, de uso sofisticado y en fase de difusión. No es rechazo por la dificultad que trae el uso y la adaptación. Más bien piensa que si cede y los incorpora a su 76

vida quedará marcada para siempre por los vestigios del momento cultural que ellos representan. Puede parecer exagerado, pero carece de elementos para verlo de otra manera. Como ignora por cuánto tiempo tendrán vigencia esos nuevos objetos y procedimientos asociados, y en especial desconoce el arraigo de las costumbres y de las formas de la imaginación que se derivan de ellos, sospecha que de sumarse a alguna de esas tendencias tecnológicas su vida perderá densidad, porque terminará diluyéndose en los avatares de lo novedoso y sobre todo acabará «historizada», fechada, expuesta a un presente que en el futuro habrá de verse como un tiempo efímero, un inopinado desvío o una digresión colectiva; ella como prisionera de alguna moda ya semiolvidada, adormecedora y para ese momento escandalosamente vetusta. Por eso cuando se trata de algunas cosas prefiere las costumbres instaladas y comprobadamente durables; porque, a su modo de ver, esos hábitos ofrecen garantías de encadena-miento, es la continuidad que proviene del mundo cierto de lo empírico. Por ejemplo la lectura de diarios. Le gusta leer los 77

diarios por internet, pero desconfía de ellos no por la calidad o fugacidad de los textos o de la información, nada por el estilo, sino porque a lo mejor, en el futuro, esa actividad va a ser percibida como el hábito rudimentario y extendido de una época por ello increíblemente penumbrosa, de esos períodos inexplicables, asociados a camadas de individuos ineptos, en los que por culpa de algún déficit colectivo ninguna persona logra hacerse visible, todos han sucumbido al dictado de aquellos tiempos y de sus formatos sociales, económicos y culturales. (Es una de las formas como el mundo humano devora a la gente, piensa). Y al contrario, se siente más segura con la lectura de los diarios impresos porque la instalan en una costumbre no solo más dilatada, lo que de por sí ya es indicio, según ella, de buen tino, sino más cierta, más comprobadamente neutra: los seguidores de esa ceremonia pueden ser vistos como protagonistas de una época sabia y durable, y por ello merecen distinguirse en su anonimato. (Ésta es otra de las formas). Al leer los diarios por internet se siente amenazada por el peligro de la moda errónea, 78

no tiene mejor forma de llamarlo, cree que esa amenaza es más real de lo que parece, porque puede llegar a teñir, a través de la inconsistencia de la vida de los demás, de inconsistencia su propia vida. Sabe que de un modo u otro, lea los diarios como los lea, ella siempre será un personaje menor y anónimo, un grano de arena demasiado liviano en la acumulación de materia que es el mundo; pero imagina que si evita plegarse a los mandatos y tics probablemente pasajeros, su vida será más cierta y menos afectada. (Justamente ella, que puede considerarse a salvo de ese peligro, le teme a la historia). Al día siguiente se levanta antes que de costumbre, cuando todavía está oscuro. Reúne las cosas que le han sugerido y agrega otras de las que nunca se separa. Tiene un largo trecho hasta el hospital, pero como es temprano, por un lado, y por otro como imagina que el horario de visitas comienza a media mañana, decide ir a pie. Quien conoce esta ciudad sabe que una fracción considerable del mapa antes no existía, partes enteras se asientan en el antiguo 79

lecho de las aguas. Eso ha dado a los habitantes la oportunidad de decir que la ciudad gana terreno, se lo gana al río. Uno puede ubicar el viejo contorno ribereño viendo las barrancas, cuyo declive ha quedado como vestigio del antiguo frente fluvial y ahora es antesala de una inmensa franja de superficie construida. No son pendientes demasiado largas, sí bastante regulares y, sobre todo, ostensibles en la medida en que pueden verse como la única falla que ofrece el territorio en un amplio perímetro, hacia cualquier lado del continente que uno se dirija. Ella avanza entonces por la avenida que bordea las barrancas, lo que podría representar, dice para sí misma, caminar por la fangosa y ancha ribera del río. Recorrer la línea de estas pendientes le da la ilusión de circunvalar una isla, o más bien el símil de una torta. Sabe que desde el lugar donde ella está caminando ahora, hacia buena parte de los puntos cardinales se extiende un territorio virtualmente inacabable; omite sin embargo este dato e imagina que algunos kilómetros más allá, hacia el oeste o el norte, por encima de las calles inclinadas y por donde se 80

adivinan más edificaciones aunque la vista no alcance, otra línea circular de declives replica a esta y se organiza como un frente de laderas en miniatura. Siempre le ha intrigado la inconsistencia inscripta en ese relieve, que esas módicas pendientes, a primera vista inútiles y meramente decorativas, fueran en realidad preámbulo de una gran extensión continental. Y hace tiempo debió rendirse ante la evidencia de que los hechos en general se presentan de ese modo, el mundo que ha conocido en el extranjero lo confirma, las cosas prometen algo distinto de lo que terminan ofreciendo. Sigue entonces por la antigua orilla hasta el sitio donde, según sus anotaciones, debe subir la pendiente para internarse en el territorio no fluvial de la ciudad. Camina después por calles de distinto nombre, aprovecha avenidas de trazado oblicuo, y de a poco va acercándose a la zona del hospital. Imagina por un momento el mapa de internet y se ve a sí misma como un punto que avanza titilante por el camino trazado. Esa imagen la devuelve con crudeza al trance preciso de su caminata, porque gracias a ello advierte que su traslado al hospital está teniendo más de paseo 81

ceremonioso o de excursión que de asumida misión voluntaria: por un momento se ha olvidado de la carta, de los preparativos y hasta de su condición privilegiada. Cuando está llegando al hospital descubre que lo conoce y recupera su recuerdo. Como ha ocurrido con otras cosas, en algún momento del pasado le han cambiado el nombre. Todo en su país cambia de nombre. Piensa que sólo el pasado tiene esa capacidad de proliferación inagotable, conectar hechos y multiplicar denominaciones. Aprovecha y da un rodeo por las cuadras tranquilas que bordean el predio, sobre el cual las calles se cortan una tras otra sin demasiado tránsito, como si acabaran en paz. Frente a la entrada principal encuentra una larga fila de taxis; y más allá, del otro lado de la calzada para ambulancias, se ordenan dos o tres carritos de comida. Se le ocurre comprar el desayuno para el enfermo; y no descarta la idea por insensata sino porque un grupo de internados, que en ese momento cruza la calle, la lleva a pensar que a lo mejor no va a encontrarlo en su cama. Los pacientes 82

caminan despacio, forman una fila india a punto de dispersarse, y están vestidos cada uno a su modo. Ya dentro del hospital, frente al directorio gigante trata de discernir algo que le permita orientarse. La cartelera es un catálogo de especialidades médicas, nombres, títulos y nomenclaturas de localización. Al fin decide tomar uno de los dos pasillos que salen del hall central. A partir de ahí se guía por los avisos y advertencias que va encontrando, varios de esos carteles son precarios, están improvisados o hechos con lo mínimo, como si señalaran caminos provisionales en permanente cambio. Dos veces pregunta si va bien a gente que espera en los pasillos. En la segunda ocasión se detiene frente a una mujer que parece no haberla escuchado, y de hecho responde una niña que está junto a ella, a quien no había visto, probablemente su hija, piensa, pendiente de todo lo que ocurra alrededor de la madre sumergida en su aire absorto. El hospital fue levantado en época antigua y ahora sucesivas renovaciones y cambios 83

imprimen al conjunto una imagen de desorden optimizado y de composición provisoria. Mientras camina por una pasarela que une dos salas a distinta altura (después recordará cómo sus pasos repercutían en la plataforma, que cimbraba), se le ocurre pensar en una red de lugares y corredores donde la gente se extravía reiteradamente, pero siempre por un breve lapso, apenas unos pocos momentos o incluso menos que segundos, como si el precio a pagar por estar allí consistiera en sufrir repentinos raptos de desorientación con sus obligadas recapitulaciones, de modo que después de un corto o impreciso sueño uno debe despertar pese a no haber dormido. Pero es una idea que no avanza y desecha enseguida, por parecerle en primer lugar incomprobable, o demasiado banal o hasta ampulosa, pero que en realidad considera improcedente: si es algo tan generalizado e inevitable como ha supuesto, no encuentra explicación a no haber sido víctima del fenómeno, ella misma que es novata en ese territorio. Y no obstante, ¿si la gente no lo advirtiera?, sigue pensando. ¿Y si le pasa a todos y nadie 84

lo sabe? Porque, se dice, aunque advierta que se trató simplemente de confirmar sus intuiciones, lo cierto es que dos veces se detuvo a preguntar; un atisbo de duda o una leve inconsistencia la habrán empujado a requerir ayuda, y para ello abordó a la primera persona que tuvo a la mano, sin importarle condición o estado, sin pensar tampoco que a lo mejor interrumpía algo, un pensamiento, un ataque imprevisto, un espasmo grave, o justamente uno de esos microsueños, y por supuesto sin considerar que se dirigía a seres más vulnerables, probablemente resignados a largas esperas, soportando afecciones crónicas o desvelos sin medida, etc. Por ejemplo, cuando embistió sin querer a un hombre que impedía el paso mientras hurgaba en una considerable bolsa plástica a la búsqueda de algún medicamento, según ella pudo suponer, solo atinó a preguntarle si estaba bien encaminada; y fue una pregunta que reemplazó las disculpas que debería haber pedido... En este punto la asalta un remordimiento difuso, pero que considera pertinente: ¿debió haber ofrecido una propina a quienes 85

preguntó? Cree haber desfilado frente a eternizadas colas de necesitados. Algunos debieron darle paso con movimientos arduos, en especial las personas en dificultades, tullidas o mutiladas, o con agregados ortopédicos, o directamente impedidas, que en general ocupan bastante lugar, cuando no se trató de seres reconcentrados y ausentes como el individuo de la bolsa plástica, quizás consumidos por sus problemas, cuyas mentes parecían estar en otro lugar, como en el caso de la segunda detención, cuando en reemplazo de la mujer contestó la niña. Es consciente del lento viaje por los corredores que ha emprendido como si se tratara de una expedición a la profundidad. La realidad escondida, el mundo en sombras y paralelo, visto y suprimido por todos, que se organiza de acuerdo con sus propias condiciones físicas. Por ejemplo, en las intersecciones de los pasillos se han improvisado diminutas salas de espera, surgidas por la costumbre como si antes de ello no hubiese existido ese espacio y se creara desde la acción de la gente. 86

Su cabeza está distraída con estas ideas, pero al cabo de una curva encuentra a los hombres que vio chocar en el barrio histórico. Se han sentado en un recodo con las piernas encogidas debido al poco espacio; uno parece asistir al otro, que se agarra los tobillos como si sufriera algún dolor y parece más impedido y desdibujado, a punto de deshacerse bajo los pliegues de su ropa. Ella los mira y siente un malestar difuso, algo parecido a una culpa en gestación, o una especie de indulgencia incapaz de abrirse paso; pero en la misma lucha espiritual, si puede llamarla así, los disuelve y se suman así a la innumerable población anónima de los pasillos. Y de este modo, lo que en otro caso habría sido una casualidad ahora es una comprobación: en el hospital la gente asume un nuevo carácter, y las relaciones con el exterior, un exterior al que sin duda pertenecen o pertenecieron, como ella, están regidas por leyes variables pero que se dictan adentro. Por ejemplo, abocada a encontrar la sala, en este momento la búsqueda del hospital por internet le parece irreal, tanto que no puede creer que haya pasado solamente medio día desde entonces. Por ello se le ocurre pensar que quizás el 87

enfermo asignado a ella ha cortado aún más radicalmente cualquier lazo con la calle... Sigue considerando cosas por el estilo mientras avanza entre bultos y equipos médicos en desuso, algunos claramente anticuados, que parecen haber quedado allí como advertencia de lo efímero del tiempo, es decir, de la vida, y en especial como rastro de todo aquello que los individuos habrán debido tolerar en el pasado, esos artefactos adosados momentáneamente a sus cuerpos en busca de señales o para imponer correcciones, aparatos que, vistos ahora, resulta-ron siempre efímeros y fatales en un mismo movimiento; sigue avanzando y pensando esas cosas por el estilo: a través de los pasillos se abre paso el rumor del hospital, un clamor en voz baja superlativamente expandido, distintos tipos de toses, ruidos de papeles que envuelven comida, quejidos de agonía y el habla apresurada de los reproches. Se le ocurre cerrar los ojos mientras avanza, para ver si escucha mejor. No sabe desde cuándo lo sabe, acaso desde siempre como todo el mundo, quien carece de 88

un sentido afina más los otros. Un tema de la niñez, naturaleza humana y animal al mismo tiempo cuando estaban unidas. Entonces avanza una buena cantidad de metros con los ojos cerrados y en ese lapso, antes de darse contra alguien y abrirlos, alcanza a sentir que la envuelve un rumor insólito, como si deambulara por un corredor solitario que absorbe todos los ruidos del hospital. Un conducto de dimensiones, parecido a esos canales urbanos de desagüe o a los túneles del tren subterráneo, que desemboca en una sala de extracción de sonidos. Le parece entonces que el hospital existe para producir ruido y expulsarlo. Imagina también las incansables máquinas de ventilación, compresores gigantes, que reciben el aire enfermizo y lo reparten de nuevo a sus dueños, y los ruidos circulando por túneles separados, dependiendo de su naturaleza y origen. En fin, la ensoñación concluye cuando choca con un paciente. Abre los ojos y ve que la persona, espantada del susto, se lanza hacia el fondo del corredor esquivando obstáculos pese a su renguera. Quiere darle alcance y preguntarle por qué huye, pero más allá de unas pilas de 89

tarros de pintura que llegan casi hasta el techo, encuentra sobre una puerta el nombre de la sala que está buscando. Es un papel ajado que lleva tiempo colgando de un clavo. Lo usaron también para dejar mensajes. Por ejemplo, en un costado dice: «Ya vengo. El Flaco»; otro, más al medio, hace un juego de palabras con el nombre de la sala y termina diciendo: «No se vuelve de acá». Ella no sabe si golpear la puerta o esperar que alguien salga. Algo le impide abrir, un sentimiento de precaución o el temor a encontrarse con una escena fuerte e inesperada. Mientras tanto la gente del hospital pasa por detrás, algunas la tocan, no sabe si por la falta de espacio o si tratan de reconocerla. Un grupo ha aprovechado un rellano cercano para sentarse con las piernas estiradas, una vez allí todos se pliegan a conversaciones sobre enfermedades: las propias o las de los parientes que deben cuidar, los remedios más adecuados para ciertos síntomas, las curas que aporta la religión, etc. A veces alguien preso de la confusión, o distraído, se acerca al grupo y como saludo le preguntan qué tiene. Toda esta 90

situación le parece a ella bastante irreal pero a la vez demasiado compacta como para serlo. Desde hace tiempo piensa que las cosas pueden ser blandas o compactas, el universo no se organiza por polos opuestos ni complementarios, sino parciales, inadecuados, y eso hace que mucho de este mundo sea incomprensible, y que a nadie explícitamente le importe. Cuando finalmente decide entrar, se sorprende ante la penumbra y las dimensiones de la sala. Ambas cosas van juntas: todo es amplio, oscuro, alto y profundo, también vetusto. Las ventanas, elevadas casi hasta el techo y ajusta-das a las proporciones del lugar, pese a su gran tamaño filtran muy poca claridad. Y como casi no hay luz interior, es difícil distinguir el fondo del dormitorio. Piensa que afuera, antes, habría jardines para los enfermos, y que ahora en esos espacios están los agregados del hospital. Observa la disposición de las camas y piensa que también en el pasado habrá sido distinta: cada cama entre dos ventanas, unas y otras intercaladas. La secuencia se ha vuelto ahora 91

irregular, a veces dos camas están casi juntas bajo una ventana, y luego hay dos o hasta tres casi pegadas antes de la próxima. Otra cosa sobre las camas y las ventanas: podría asegurar que tienen el mismo tamaño y que los barrotes de unas y otras son de diseños muy semejantes. Por lo demás, el paisaje interior es alargado. Para intuir el fondo del dormitorio debe forzar la vista; allí distingue unas sombras andantes que aparecen y se ocultan en la oscuridad. Después comprobará que se trata de las visitas que caminan con cautela, no sabrá si lentas de cansancio o sometidas, alrededor de los enfermos. Tampoco los ruidos llegan nítidos hasta donde ella está, cerca de la puerta. La asalta entonces una curiosidad: le gustaría dar con la caja, nicho o aparato escondido que funcione como aglutinador de ruidos. Pero dadas las condiciones del lugar, especialmente la oscuridad y la altura de los 92

techos, entiende que es una tarea imposible. Allí no hay ruidos sino sucedáneos de ruidos. Es un amortiguamiento que parece capcioso y es al mismo tiempo un rumor, como si se oyeran las resonancias de una actividad colectiva pero secreta. Cree escuchar el sempiterno zumbido de los cierres, el frufrú de las previsibles bolsitas de plástico que lo contienen todo, las cornetas de los sifones cuando sirven soda, el consabido choque de platos y cubiertos, y sobre todo las toses de diferente tipo y los diálogos entrecortados, muchos de ellos extenuantes monólogos de dos o tres palabras continuamente repetidas: «Me voy a morir, Me voy a morir...» o variantes aproximadas. Desde la caja aglutinadora, los ruidos comenzarán su carrera hacia la nada exterior organizados de acuerdo con su origen y, obviamente, con su naturaleza y frecuencia. Ella los imagina a punto de hacerse tangibles de tan densos y compactos, luego de ser absorbidos, mientras viajan a través del ducto, y supone que debe existir un procedimiento para concentrarlos y luego devolverlos a su 93

condición original en el momento de ser liberados. Mientras tanto, sobre el fondo de la sala las lentas figuras humanas aparecen y desaparecen con pasos cortos y borrosos, como si ninguna urgencia pudiera apremiarlas. A veces llevan alguna ropa entre las manos; ella imagina batones de dormir o camisas para los enfermos. Más cerca, alcanza a distinguir junto a las primeras camas del dormitorio los en-seres de los internados, objetos que tienen allí para su conveniencia. Siempre se repiten las mismas cosas, por lo general de colores indefinidos y sobre todo pequeñas, como si se hubiesen fabricado a una escala apta para personas disminuidas. Trata de pensar en los motivos para esa reducción, y encuentra respuestas tanto en la extendida escasez de medios como en la debilidad de los internados, seguramente incapaces de levantar cualquier cosa apenas pesada. En la primera fila de objetos están los vasos y cucharas, los pañuelos o retazos de ropa vieja adaptados al uso del hospital, los frasquitos, seguramente conteniendo remedios, algún 94

paquete de caramelos, en general casi por acabarse; y en segundo plano pueden verse objetos religiosos, también pequeños, estampas o figuras, quizás una vela enana, y entre todas estas cosas una que otra birome y pedazos sueltos de papel que pueden ser tickets de alguna compra u hojas de cuaderno arrancadas con brusquedad, rasgadas en diagonal y con las puntas mochas o dadas vuelta. Ella se pregunta por la luz, cuándo habrá luz en ese lugar, mientras recuerda que le sugirieron que fuera con algo para leer. Da unos pasos por el dormitorio y comienza a escuchar un quejido bastante lúgubre, que consiste en un único sonido, algo parecido a una continua letra e, proferida desde un cuerpo baldado en la más profunda penumbra. Piensa que a lo mejor se trata del enfermo asignado, pero cuando llega a los pies de su cama una chapa colgante indica otro número. Es una placa antigua y borrosa, por lo tanto debe inclinarse para leerla, y en esa postura adivina una especie de composición: el cartel suspendido contra los barrotes de la cama, y enmarcándolo desde más atrás, los pies erguidos del enfermo, cubiertos por una 95

sábana. Ella siente que alguien pasa por atrás, un roce leve. Pero al incorporarse no ve nada, salvo una de las sombras que continuamente se alejan a cierta distancia. Antes el hospital le había parecido un mundo aislado del mundo real, y ahora el dormitorio se manifiesta como un nuevo mundo separado del hospital. Es un esquema de cajas chinas que no sabe si se detendrá. A lo mejor, cuando encuentre a su enfermo se olvidará de la sala y terminará circunscripta al paciente y a su cama. Esto no es algo que ella piense, sino un hecho que podría ocurrir. Por su mente pasan otras cosas: se arrepiente de haber ido al hospital y quisiera irse. Mientras esa mañana rodeaba la línea externa de las barrancas, un hecho de la memoria la distrajo de las antiguas vistas fluviales que quería observar. Primero pensó en el enfermo que le habían asignado, cómo sería, qué dolencia tendría, qué cuidados iba a requerir, etc., y después recordó un cuadro observado años atrás. El cuadro mostraba una pareja de ancianos posando de frente. Ella pensó en el tiempo de un largo matrimonio. Intuyó que el 96

artista, pese a haber muerto probablemente bastante tiempo atrás, o los protagonistas visibles de la obra, de quienes tenía aún menos constancia sobre su existencia cierta, o los tres juntos, la llamaban desde algún lugar profundo del pasado, o de algún lugar escondido del arte, para que precisamente ella corriera en auxilio del desgraciado que estaba muriendo en su postrera cama del hospital. De los contados cuadros veristas que compuso Balla, el italiano, uno se llamó «I malati». Allí se ve a dos ancianos que aguardan sentados en una sala a primera vista lóbrega y despojada. Es probable que se trate de un hospital, es probable que estén enfermos. Lo que sugiere también su expresión es la acostumbrada pobreza y la infinita paciencia, o resignación, también el desamparo, la soledad, la falta de fuerzas o de voluntad, la eterna disposición a que pase cualquier cosa, etc. Una sola vez vio el cuadro original, en la sala de un museo. Como se sintió inmediatamente atraída quiso tomarle una foto, para lo cual estuvo pendiente durante largo rato de alguna 97

distracción del guardia. Observaba el cuadro y después iba hasta las ventanas que daban a un parque, desde donde veía cómo el calor se iba adueñando de todas las cosas al aire libre. Era verano, hacía unos cuarenta grados y la gente caminaba despacio. Apenas advirtió el guardia que ella no dejaba la sala, tomó su presencia como una cosa personal. Por lo tanto tomar la foto se tornó imposible y finalmente desistió. Fue hasta la tienda a ver si vendían una postal del cuadro, también en vano. Dejó el museo cuando caía la tarde, y apenas dio los primeros pasos se sintió aturdida por la temperatura del exterior. Tiempo después se topó en internet con una monografía sobre Giacomo Balla donde este cuadro graficaba su breve etapa humanitarista. Ahora cuando en ocasiones está frente a la computadora abre la imagen y se queda mirándola. ¿Qué esperan esos dos?, pregunta para sí, ¿qué situación se revela cuando los signos de la enfermedad son discretos, o están 98

directamente ocultos? ¿Es una pareja de enfermos de verdad o son sencillamente pobres? Aunque no pueda hacerse una imagen cierta, ve a Balla renunciando a las ideas previas con gesto airado, se lo imagina un poco teatral, lo ve desentenderse rápidamente de estos ancianos incapaces de prometerle nada, aptos tan solo para la indulgencia, y también lo ve ansioso por abrazar alguna secuela del agitado futurismo en boga. Le gusta suponer que el pintor recibió de esos «enfermos» una influencia difusa, o que lo sometieron a una suerte de límite: no pudo ser más compasivo, perdió su capacidad de gracia, ese fue el motivo para abandonar aquellos temas y a la larga hacerse fascista. El cuadro sin embargo es austero y carece de detalles. Es difícil saber si promete algo, o en todo caso promete aquello que en su tiempo cada quien podía reconocer con facilidad. Ahora es tarea complicada, y uno solo ve la pareja sentada sobre unas gradas o bancos de madera, en medio de una sala desierta y casi a oscuras. La poca claridad entra desde la izquierda, alumbrando el costado de los rostros. Enfermedad y penumbra. Cualquiera 99

imagina la sala de espera de un hospital antiguo, tanto es así que el sitio parece un claustro. La pareja es pobre de solemnidad, el hombre mira al frente y la mujer hacia el costado, quizás mortificada por el dolor o abatida por el desamparo; en cualquier caso parecen resignados a esperar el tiempo que sea necesario. Esa falta de escala para la espera, que no está inscripta en ningún lado pero es ostensible, hace pensar contradictoriamente en el momento de composición del cuadro, en la escena y la pose... Ella imagina que se habrán sentado en silencio mientras Balla, impaciente en un costado del recinto, esperaba; y que después empezaron a conversar a tientas y al final acabaron encontrando conocidos comunes, como siempre ocurre en Italia. En el cuadro cada uno está flanqueado por un balaústre de hierro, a la derecha del hombre y a la izquierda de la mujer. Esas columnas anteceden a la pareja como si se tratara de un marco precario, y los dos personajes se muestran así más expósitos de lo que acaso son. La única explicación que ella tiene para los balaústres es suponer que habrán sido 100

usuales en los sitios de espera, algo así como apoyos para que los débiles se sostengan al levantarse. Sin poder explicar el motivo, siente una curiosa añoranza de esa sala y de ese hospital, aunque dude de su existencia, aunque no crea en la existencia real de los que aparecen retratados y menos aún en la escena compuesta. No puede creer que sienta nostalgia por situaciones como esas, de desamparo recreado, que le parecen más rectas en sus manifestaciones, como es el caso del cuadro, que las del mundo cierto de enfermos verdaderos que en breve rato visitará... Por el fondo del dormitorio los visitantes siguen yendo y viniendo como si se tratara de un baile de autómatas tímidos y acuciosos. Mientras tanto el resultado general de los ruidos, siempre sencillos, se ha convertido en música adormecedora. Atisba el paisaje profundo de camas vetustas y ventanas enormes, de seres aplastados contra sus lechos, ca-da uno con su ajuar propio de objetos diminutos como si blandieran esas 101

colecciones privadas igual que argumentos absurdos contra la adversidad. El estertor o la letanía de algún enfermo crea cierto lazo de continuidad colectiva, es el hilo que amarra lo que parece a punto de separarse por efecto del mismo ralentí general. Así, el ambiente reproduce al-go parecido a un adormecimiento... Ella advierte que sería capaz de permanecer un tiempo interminable bajo ese estado de contemplación difusa. Mirar y mirar, impregnarse de a poco, presenciar un rumor. En especial porque ignora lo que realmente está haciendo en ese lugar. Aprovechando un último resto de fuerzas, mientras imagina que podría volver a recorrer el ducto por donde los ruidos son llevados hacia el exterior, opta por la obediencia y, precisando de nuevo el número de cama que porta desde la noche previa, se interna en la sala a la búsqueda de quien la espera para ser consolado y acompañado. En el ínterin ordena una serie de pensamientos sobre los enfermos en general, 102

incluyendo los de Balla y el suyo; pensamientos que trata de retener porque tiene la intención de resumirlos puntualmente apenas inspire confianza en la sa-la y la admitan como una visita más que danza en las sombras esa música de recorridos habituales.

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Una visita al cementerio

Un domingo de primavera hay tres argentinos en París. Caminan por las calles vacías como si tuvieran toda la mañana a disposición. Piensan en sus familias, en la gente que han dejado momentáneamente atrás, y en el inminente reencuentro con la rutina, ya que en pocas horas cada uno emprenderá la vuelta. La ciudad parece en estado de abandono, y gracias a la quietud parece también plegada a una impos-tura deliberada y escénica, quizás efecto de algún acuerdo vecinal de última hora para exhibir edificios, comercios y calles en desuso. Todo a merced del más supremo de los silencios, el silencio constante, o sea el que se pone especialmente de manifiesto cuando algún ruido lo interrumpe y deja un aire de desolación al borrarse. Un teólogo, un narrador y un ensayista componen el grupo. Después se agregará un músico. Caminan despacio y con desgano. Los pasos lentos indican un poco de contrariedad, porque no esperaban que París en domingo se 104

pareciera de tal modo a los domingos de cada una de sus ciudades. La fórmula «domingo por la mañana» describe fácilmente una idea del momento, ya que en cualquier lugar los domingos por la mañana pasa lo mismo. Quizás porque están en el extranjero, o porque se creen los únicos actores de una obra que no alcanzan a precisar, pero que en cierto modo es profunda, una de esas obras de honduras psicológicas, ahora se sumergen en una ociosidad más palpable y en un silencio más elocuente. Se conocen desde hace años, aunque van a separarse y quizá pase largo tiempo antes de que se vuelvan a encontrar. Se comportan como protagonistas... ¿Pero qué significa exactamente ser protagonista? Están juntos como en pandilla, a lo mejor sienten que forman un sujeto colectivo, y que ese colectivo les dicta la conducta a seguir, repartiendo papeles que ellos asumen pero no poseen. Cada cuerpo es una extensión o brazo del otro, que camina al lado. Avanzan como si 105

les interesara todo y nada al mismo tiempo; cualquiera que los viera probablemente pensaría en un aceitado engranaje de personajes recelosos y decadentes. El narrador ha pasado a buscar al ensayista y al teólogo; para eso debió desayunar temprano y sobre todo preparar su valija y dejar enseguida la habitación del hotel, porque viaja esa misma tarde de regreso al país donde vive. El ensayista y el narrador han conversado entrecortadamente –pero a la vez como si fuera para ellos natural comunicarse de ese modo, como si la amistad consistiera en acoplar segmentos de conversación– durante la breve convivencia diurna a la que se sometieron en un Encuentro sobre Ciencias Literarias durante dos días. Un punto recurrente en sus diálogos fueron los desayunos. El narrador y el ensayista suelen sostener conversaciones sobre temas de distinta trascendencia que desarrollan a lo largo del tiempo. En esta ocasión han aprovechado los cafés durante los intervalos, las caminatas de un edificio a otro, las esperas en los pasillos y sobre todo los 106

traslados hacia las alejadas sedes del Evento: todo es oportuno para alimentar la connivencia, y por lo tanto nada aproximadamente serio o definitivo puede mencionarse sin riesgo de interrumpir esa amistad mundana y a la vez arraigada. En cada reencuentro retoman como mínimo un tema proveniente del último; y ambos tienen la sensación de que ese tema, cualquiera sea, aparece siempre gracias a un azar que no controlan, aunque resulte en todo momento certero porque los rescata de la indiferencia. El ensayista se aloja en un hotel caro, el narrador en uno barato: eso ha dado lugar a bromas y comparaciones acerca de los desayunos. El narrador debe conformarse con lo exiguo que le ofrecen en la húmeda catacumba que hace las veces de comedor, mientras que el ensayista tiene las opciones que brinda la abundancia de un amplio salón con manteles y ventanales que dan al boulevard. Un día hablaron sobre estos contrastes, aunque sin llegar a alguna conclusión válida. 107

Antes de este domingo, el narrador ha visto al teólogo en una sola ocasión. Fue en la ciudad de Rosario, probablemente 15 años atrás, cuando se celebraba el casamiento de un amigo de ambos (del ensayista y el teólogo), de profesión filósofo. El narrador asistió a la boda como huésped casual del ensayista. Pese a tener una imagen borrosa del teólogo, el narrador sabe que lo hubiera reconocido aun de habérselo cruzado en cualquier ciudad, bajo cualquier clima, cualquier día de la semana y sin la compañía del ensayista. El ensayista y el teólogo se alojan en el mismo hotel. Son amigos desde la infancia y aprovecharon el Encuentro Científico que trajo al ensayista para reunirse, ya que el teólogo vive en una ciudad cercana y en los últimos años no ha tenido oportunidades de viajar a la Argentina. También, el teólogo y el ensayista provienen del mismo barrio, y el narrador imagina que hasta vivieron en la misma cuadra. Debido a esa larga amistad rosarina el narrador recela de ellos; sobre todo de algo que se pueda formar, que en realidad ya está formado, según cree, y adquiere 108

consistencia casi física al caminar en su compañía. Cree que hay una complicidad de la que está excluido. Su mayor preocupación es que luego de este encuentro de domingo, al final de la jornada el ensayista y el teólogo se dediquen a repasar el día y vayan enumerando los puntos flojos o insostenibles del narrador. El narrador tiene la sensación de estar siendo examinado por el teólogo y el ensayista, y eso provoca que abunde en largos silencios y que piense dos veces antes de decir nada. De a ratos se le da por creer que a la noche abrirán al azar uno de sus libros, leerán cualquier frase en voz alta y se echarán a reír sin remordimientos ni necesidad de explicar nada. El ensayista es el único con máquina de fotos. Su hija le ha hecho un encargo. Le ha confiado su pequeño oso de peluche, de nombre Colita, para que lo fotografíe en distintos lugares y situaciones durante el viaje. Entonces el ensayista interrumpe varias veces la caminata y apoya a Colita sobre el techo de 109

un auto, por ejemplo, o junto a una vidriera famosa o llamativa por algún motivo. Después se aleja hasta cierta distancia y toma la foto. Colita es de color blanco, tiene dibujado un cuello negro y redondo de fantasía, similar al de las camisetas de marineros, y dos cintas angostas del mismo color a la altura de las muñecas. El ensayista pedirá más tarde al teólogo y al narrador que se ubiquen junto al muñeco; dice que eso hará feliz a la hija. El narrador no sabe cómo ponerse cuando posa junto a Colita, al contrario del teólogo, que sale bien cualquiera sea la escena o circunstancia de la foto. Los tres avanzan por el medio de la calle un buen rato hasta el punto donde se encontrarán con el músico. El lugar es un bar o brasserie, y parece el único sitio abierto en varias manzanas a la redonda. Una vez allí aguardan en silencio junto al cordón de la vereda, mientras tanto asisten a situaciones callejeras que no califican para ningún comentario. El músico vive en París desde hace varios años, y citó al narrador en ese lugar. El narrador, aprovechando que iba a encontrarse esa 110

misma mañana con el ensayista y el teólogo, preguntó a los tres si tenían inconvenientes en conocerse. Y como ninguno pusiera objeciones, ya están todos juntos cuando a los pocos minutos se acerca el músico, sonriente, a reunirse con ellos. El músico es el más joven de los cuatro. Y el narrador no sabe si achacar a ello la frialdad con que el ensayista y el teólogo lo saludan, o si se debe a su condición de rosarinos a la defensiva cuando ven que la cosa se ha emparejado, ya que el músico, como también el narrador, son de Buenos Aires. Rato después están sentados a la mesa y listos para comer. Todos pidieron cerveza para tomar. Ante una pregunta del músico sobre su trabajo o actividad, el teólogo cuenta que tiene como vecino a un antiguo operario textil. Ha trabaja-do toda la vida, logrando máximas calificaciones atendiendo procesos sofisticados y manejando maquinaria bastante compleja. Como el edificio es chico, y aparte los buzones de cada uno están juntos, el teólogo se cruza casi siempre con cartas para 111

el vecino; y en todos los casos, cualquiera sea el carácter de la correspondencia, en los sobres anteponen a su nombre el ex oficio. Las cartas están dirigidas al «señor operario textil, etc.». El teólogo lamenta que las cartas dirigidas a él mismo sólo apelen a su nombre y, como debiera ser si interviniera la coherencia, no digan «señor teólogo, etc. » o sencillamente “teólogo”. Aunque el comentario parezca divertido nadie lo considera chistoso sino sobre todo algo para reflexionar. El narrador encuentra en ello inspiración y está a punto de proponer hipótesis sobre títulos honoríficos y fórmulas especiales de tratamiento, sobre la agremiación de oficios, los imaginarios artesanales, las identidades profesionales, etc.; pero permanece en silencio porque advierte que se arrepentirá de cualquier cosa que alcance a decir. Por su parte el ensayista, aparentemente habituado al humor del teólogo, un poco elíptico primero y tortuoso después, mira hacia abajo y apenas sonríe de un modo enigmático, como si ya conociera la preocupación del teólogo pero no hubiese esperado escucharla en ese contexto. 112

El músico no tiene opinión; probablemente para él tampoco se trate de humor. El músico tiene una idea abstracta de lo cómico; no se trata de situaciones en contraste o anticlimáticas, tampoco de ironía dosificada o de la presencia de paradojas, sino de deslizamientos. Cada evento puede tener su desarrollo cómico, sólo que no siempre queda al descubierto. Por eso considera que no hay cosas más cómicas que otras, sino que ello depende de la sintaxis de las circunstancias o sencillamente de la acumulación de información. Y sabe secretamente que por eso se ha dedicado a la música, porque siente que puede ofrecer versiones yuxtapuestas de lo dramático y de lo cómico, o de lo que no es ninguna de esas dos cosas al mismo tiempo, sin ponerlo abiertamente de manifiesto. Piensa que la música es esencialmente un arte de la escena. En la brasserie se sienten cobijados por la compañía, por la conversación en la lengua común y con la misma entonación.

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Debido a eso, e influidos por el comentario del teólogo, empiezan a contar chistes. Los cuatro sienten los chistes como hebras de conexión con el pasado y la propia comunidad. Pero también con el presente, o en todo caso con el pasado todavía reverberando en el presente. Los irán agrupando. Jaimito, de gallegos, de judíos, de santiagueños; luego van a entretenerse con una breve enumeración de «colmos». Se detienen incluso en la idea de «colmo», y tratan de ensayar los colmos de sus propios oficios: el colmo del ensayista, del músico, del narrador y del teólogo. Luego, como si se lo hubieran propuesto desde el principio, dejan para el final el género más huidizo y transversal, el de los chistes malos. En cierto momento álgido de tan animada conversación, el ensayista se inclina para extraer a Colita de los pies de la silla y ponerlo sobre la mesa, contra un par de vasos de cerveza. Como todos los de su género, Colita es un osito bonachón y de cara redonda. 114

Sobre las espaldas tiene puesta una diminuta mochila de cuadraditos negros y blancos, que a cierta distancia parece gris. El ensayista verifica que el muñeco esté bien afirmado, ajusta las correas del presunto equipaje para que quede derecho y espera que el mozo aparezca para pedirle una foto de los cuatro argentinos junto a Colita. Mientras el mozo hace su aparición, el ensayista exhibe otras fotos de Colita guardadas en la máquina. Un rápido listado de situaciones dignas de mencionar: «Colita en un puente sobre el Sena», «Colita en los Jardines de Luxemburgo», «Colita sobre la calva del teólogo», «Colita en una estación del subterráneo», «Colita en Notre Dame», «Colita en el Pasaje Vivienne», etc. El ensayista comenta que es más relevante para su hija el raid de Colita que el de su padre. En ese momento el músico interrumpe para avisar que ha recordado un chiste de judíos buenísimo, y que si no hay objeciones a volver sobre un tema cerrado, está dispuesto a contarlo. Los demás se muestran de acuerdo. Sin embargo esto hará que el ensayista olvide 115

de pedirle una foto al mozo. Colita quedará sobre la mesa el resto del tiempo, y en cierto modo será silencioso testigo del chiste del músico. Minutos antes, el músico había mencionado una anécdota de Witold Gombrowicz; dijo que cuando trabajaba en el Banco Polaco de Buenos Aires, los días de calor se sacaba los pantalones y atendía en calzoncillos. En esa época los bancos tenían mostradores altos e infranqueables, y tan so-lo la parte superior del cuerpo resultaba visible. Esto lo aprovechaba Gombrowicz para estar más fresco y, en palabras del músico, reírse del público del banco como si acaso fuera otro tipo de público, del que en ese momento carecía. Mientras el músico está a punto de comenzar el chiste, el teólogo piensa en la pequeña pero evidente injusticia de que su vecino, el antiguo obrero textil, reciba por parte del correo y todas las demás personas y organismos un trato adaptado a su condición, es decir un tipo de reconocimiento, y que él, teólogo consumado, resulte anónimo para el mundo 116

de la correspondencia. Piensa que el título en muchos casos otorga más identidad que el nombre. Que un nombre lo tiene cualquiera, pero que sólo el título señala al nombre. Sentado frente a él, el narrador advierte, por su parte, que también sabe otro chiste de judíos que olvidó contar en la ronda correspondiente. Es el mejor chiste que ha escuchado jamás, más allá de cualquier género, y por lo tanto se lamenta de haber desperdiciado la oportunidad de compartirlo. Mira fijamente a Colita cuando el músico comienza, y siente alivio al advertir que, contra lo que había temido, no es el mismo chiste. Ahora el ensayista tiene el osito agarrado de una mano y no está dispuesto a soltarlo hasta que el músico acabe la historia, como si el cuento pudiera dañar la sensibilidad del animal. Al extender su brazo ha hecho visible el reloj que lleva en la muñeca derecha. Un reloj negro de cuadrante blanco que no llamaría la atención si no fuera porque en lugar de marcas o números son pequeñas sillas 117

un tanto exóticas las que pautan las horas, distintas las doce que componen el perímetro. Pese a que lo conoce de memoria desde hace años, el teólogo siempre sucumbe a la tentación de fijar la mirada en el reloj del ensayista, sobre todo cuando queda al descubierto por obra de la casualidad, como ahora. El ensayista se mantiene atento al cuento del músico, ha olvidado su mano aferrando a Colita; y el teólogo observa el reloj sin dejar de escuchar, más bien sus ojos oscilan entre los pliegues de la polera gris del músico, que el teólogo considera muy calurosa para la temperatura del día, y el reloj del ensayista, un icono mudo en el centro de la mesa. El teólogo conoce cada uno de los detalles del reloj; por ejemplo –y esto es un saber que confirma la estrecha amistad entre ambos– la hora asignada a varias de las prestigiosas sillas de las que se sirve. Al consagrado modelo de Frank Gehry, hecho con pliegues de cartón, corresponde la hora nueve; el sillón B3 de Marcel Breuer coincide con la hora dos; la silla Tulipán, de Saarinen, señala la hora siete. 118

Ningún detalle del reloj lo tomaría desprevenido, incluso alguna vez ha descifrado las pequeñísimas abreviaturas grabadas que indican su procedencia; pero si no puede dejar de mirarlo es porque pese a ser un objeto sin secretos, conserva un resto insondable como un talismán y más intrincado que cualquier otro reloj. Así de nebuloso es lo que reflexiona el teólogo sobre el artefacto. Casi un pensamiento cero, una breve cadena de pormenores. Sabe por ejemplo que el ensayista no le asigna mayor importancia, pero que un pacto establecido entre máquina y dueño desde un principio hace que le resulte inconcebible dejar de usarlo. Y sabe también que cuando alguien descubre el truco, o sea, que esos signos a primera vista intrincados no son números sino sillas, y muestra una reacción entre divertida y desafiante, el ensayista reacciona con un aplomo noaristocrático, como gusta describir el teólogo, sobre todo reservado, porque aquello que el ensayista menos busca en el mundo es llamar la atención y por lo tanto quisiera desviarla a toda costa, pero al mismo tiempo no está dispuesto a renunciar a la inútil, por breve e 119

ineficaz, distinción que encuentra en el uso de ese reloj. El músico ha recibido comentarios unánimes y súper elogiosos por su gran chiste. Es lo que recuerda complacido cuando enfila, después del almuerzo, hacia la casa que al-quila a pocas cuadras de la brasserie. Es un chiste que siempre le ha dado satisfacciones, y cree que ello se debe en parte a la historia en sí y en parte a su idea de lo cómico en general como deslizamiento. Porque lo cierto es que antes de llegar al final, el narrador, el ensayista y el teólogo parecieron confundidos por no entender muy bien el tipo de cosa que estaban escuchando, se mataron de risa cuando asimilaron el final, pero al cabo quedaron un poco sorprendidos al no saber muy bien de qué se reían, si de los aspectos desgraciados del argumento, de la lengua vívida con que había sido contado, o de la moraleja cínica que se desprendía si uno quería tomar la historia a risa. El músico cree que por un lapso acotado tuvo a los tres en vilo, y se regocijó de ello porque de eso trata lo que persigue con su música, 120

tener a la gente en la palma de la mano, entre la conmoción y el pasmo. Hace mucho tiempo que vive en esta ciudad, y pese a los años transcurridos nunca dejó de tener la sensación, al caminar por ciertas calles, que las casas, alarmantemente inclinadas hacia adelante, en cualquier momento se vendrán abajo. No sobre él sino, benignas, a su paso. En tales ocasiones imagina una música wagneriana acompañando los derrumbes escalonados; tampoco derrumbes completos, tan solo la caída de los frentes. Luego imagina hacer el camino de vuelta y, sumergido en el silencio que sigue a toda catástrofe, avanzar por el tramo de edificios de fachadas desvanecidas y ver el interior expuesto de cada departamento como si estudiara un croquis o la escenografía teatral concebida para su próxima música. Al concluir el almuerzo, el ensayista, el teólogo y el narrador comentaron al músico que tenían pensado ir al cementerio, y preguntaron si no quería acompañarlos. Fue el narrador quien tomó la iniciativa, explicó que siendo la última tarde que pasaba en París, 121

quién sabía por cuánto tiempo, tenía previsto visitar el sitio donde están los restos de Juan José Saer. Antes, en la caminata mañanera había propuesto al teólogo y al ensayista que lo acompañaran; y ahora, debido a una cadena de impresiones en general ligeras, pero bien intencionadas, sentía que la ausencia del músico amenazaba el éxito de la excursión fúnebre. El narrador considera que en ese momento forman un grupo, una especie de individuo plural, y que cualquier cosa que hagan será más eficaz y notoria si la hacen juntos. Sobre todo si se trata de un peregrinaje urbano al lugar de Saer. El narrador tiene varios recuerdos de este escritor, a veces se combinan todos y forman una especie de gran recuerdo religioso. Religioso en la medida en que, tal como lo siente, es un sentimiento aproximadamente devocional. En ese recuerdo se mezclan lecturas, impresiones y hechos del pasado, pero también un tipo de circunstancias de naturaleza mucho más difusa que a falta de mejor palabra ha denominado intuiciones. Las intuiciones serían pensamientos lábiles, inclinaciones tentativas de la voluntad, aunque 122

también convicciones ya asumidas pero todavía no formuladas. Estas intuiciones, al contrario de los hechos ciertos, las lecturas realizadas o las impresiones duraderas, no provienen del pasado y pese a ello tienen, esas intuiciones, un papel decisivo en el recuerdo porque definen en este caso, según el narrador, el carácter devocional de su sentimiento. Una creencia firme en la memoria de quien ya no está, podría resumir el narrador. Pero la pauta de su devoción no deriva de un sistema de argumentos, eso lo sabe muy bien, dado que también po-dría esgrimirlos en alegaciones a favor de otros escritores, y siempre el resultado sería distinto. Antes bien, el narrador supone que debe justificar el recuerdo devocional por sus efectos antes que por sus causas, y en este sentido piensa que es Saer el único escritor cuya presencia difusa, o recuerdo –o la tríada de las circunstancias mencionadas–, le produce un tipo de estremecimiento que no dudaría en llamar espiritual. De este modo, el afecto que siente por este autor y su literatura a veces se galvaniza de un modo material: objetos 123

tangibles como imágenes, piezas autógrafas, libros o papeles en general. Y en este sentido, la posibilidad de conocer el lugar donde sus restos físicos reposan, para llamarlo de algún modo, contiene la promesa de conocer el «lugar» u «objeto» por excelencia, el icono definitivo. Incluso más: el recuerdo religioso lleva al narrador a adelantar los hechos, y prever que ante la tumba de Saer tomará una foto, y que luego la imagen lo acompañará donde vaya como una manifestación adicional, complementaria a las otras que ya posee, del misterioso y por momentos inasible escritor. El músico esquivó la invitación de la manera más directa que pudo. Era cierto por otra parte que en su casa lo esperaba un trabajo urgente; pero como esa excusa suele ser la más habitual, no quiso parecer que subestimaba a sus amigos disculpándose con un lugar común. Entonces brindó una extensa y por momentos confusa explicación, que de a ratos parecía un chiste, sobre ser invitado y no ser invitado a algún sitio, las agregaciones de último momento, los arrepentimientos o desazones ulteriores por no haber sido de la 124

partida, como precio que debe pagarse, y a veces por culpa de una desgraciada intervención del azar, etc. El teólogo interpretó que el músico daba a entender que no estaba lo bastante preparado para la visita. El ensayista supuso que la invitación lo tomaba por sorpresa, y debido a su desconcierto prefirió decir que no de la manera más elegante que se le ocurrió. El narrador pensó que París era la ciudad del músico, donde vivía desde hacía bastante, y que le sonaría inverosímil ser invitado al cementerio de su propia ciudad por quienes no vivían en ella. Pensó que debía haber tenido más tino, que acaso de no mencionar la incógnita de la misteriosa ubicación de Saer, el músico se habría prestado a acompañarlos. Porque, piensa el narrador, dicho así, que irán a buscar una lápida en el enorme cementerio, sin tener mayores precisiones sobre su ubicación, puede desmotivar a cualquiera pero sobre todo a quien vive en la misma ciudad. Se alejan entonces de la brasserie en sentidos opuestos. El músico en la dirección que había 125

venido, y los otros tres con pasos inseguros, dudando entre ir a una estación u otra del subterráneo. No hay tren directo hasta el cementerio, y parlamentan un rato ante un inmenso mapa callejero de la red, tratando de encontrar el recorrido más conveniente. Si alguien los viera de lejos, piensa el teólogo, creería que cada uno le habla al mapa, esperando una respuesta que después transmitirá a los otros dos. Tampoco es fácil memorizar el viaje, ya que son muchas las combinaciones y los nombres de las cabeceras no les dicen nada, como tampoco las estaciones. Desconocen la orientación y la geografía, por lo tanto tienen la impresión, aunque sepan que es errónea, de que el subterráneo como red conecta de a dos lugares por vez: el origen y el destino, y que los puntos restantes, y los enlaces de transferencia, están allí en segundo plano para hacer su aparición sólo cuando alguno de los tres lo requiera o se le ocurra como opción para resolver el viaje, que a esta altura se ha convertido en un acertijo. En cierto momento, ya cuando sobre el andén están a punto de perder un tren, el narrador 126

ve al teólogo y al ensayista salir disparados antes de que las puertas se cierren; le impresiona la forma en que se mueven y esquivan los pasos de la gente, como si pertenecieran a una ciudad donde viajar en subte es cosa de todos los días. Según el narrador, que ha quedado rezagado, esa reacción simultánea es nueva prueba del vínculo que une al teólogo con el ensayista, y del que está reiteradamente excluido. Mientras los ve regresar con aire de fracaso porque no han logrado subir, la falta de explicaciones que encuentra ante lo ocurrido lleva al narrador a fijarse en las ropas que visten, porque, también sin alcanzar a entender, siente que se fija en ellos como si nunca los hubiese visto. El ensayista viste todo de negro, pantalón bastante ajustado y buzo de cuello redondo. Ambas prendas son tan parecidas que resulta muy difícil distinguir dónde acaba una y comienza la otra. Bajo el buzo tiene una camiseta blanca de manga larga; ambas mangas sobresalen bajo las del buzo como si fueran puños en forma de volados. 127

El narrador había quedado inmóvil al ver que ambos corrían hacia el tren, y ahora, al reparar en ellos en medio de la gente, como si no pertenecieran a ningún mundo conocido, advierte una vaga señal proveniente del atuendo del ensayista. Le parece familiar y extravagante a la vez, aunque nada concreto llame su atención. El ensayista lleva en la espalda su habitual mochila gris, donde viaja Colita junto con un paraguas, la cámara y un par de libros –porque siempre se acompaña como mínimo de dos libros, en cualquier ocasión–. Por su parte, el teólogo viste unos vaqueros gastados, camisa clara y suéter marrón. Lleva también una campera liviana, también marrón aunque tirando a beige –al contrario del suéter, que es oscuro–. El narrador los ve acercarse y por un momento tiene la impresión de que son muy distintos y a la vez bastante parecidos. Advierte que murmuran algo y cree que cualquiera de los dos podría estar diciendo lo que dice el otro, sin cambiar el sentido de la conversación. Esta suerte de equivalencia entre el teólogo y el ensayista lleva al narrador a una proposición insólita, mezcla de 128

observación empírica y pensamiento abstracto. Una impresión que se abre paso gracias a su mismo carácter extravagante. El narrador piensa que el teólogo y el ensayista están siempre salpicados por la misma agua. Es lo que se le ocurre pensar mientras los ve acercarse hasta donde se ha quedado quieto. Ignora el significado real de la metáfora, y si bien es capaz de imaginar hipótesis sólo podría admitir como cierta la más extrema e imposible a la vez, o sea la idea de una sintonía absoluta a lo largo del tiempo. Pero esta mezcla de revelación imprevista y observación empírica enciende una alarma en el narrador: sabe que está por presentir algo desusado, y teme ser irracional hasta el punto de ignorar el significado de las ideas que se le ocurren. No el significado moral o psicológico, que por otra parte lo tienen sin cuidado, sino el literal: no sabe qué se está diciendo a sí mismo. Y sin embargo advierte que esa idea, o sea, que el ensayista y el teólogo están salpicados por la misma agua, aunque de aliento 129

inesperadamente intuitivo es más veraz que cualquier descripción razonada. Visitantes al fin y al cabo, se complican más de lo previsto con las conexiones para llegar al cementerio. El teólogo tiene la sensación de que la tarde de domingo se comprime durante el viaje en subte. En los vagones semivacíos los tres hablan de distintos temas, que van de la política a los libros, pasando por los horarios en la vida de todos los días, las costumbres olvidadas, los amigos comunes y la gente de las ciudades en las que viven. El tren abandona una estación y el ensayista saca a Colita de la mochila. Y apenas ve el cuerpo del muñeco, el narrador descubre la extraña reminiscencia que rato antes luchaba por salir a la superficie. Colita y el ensayista visten igual, pero de modo inverso: lo que es blanco en Colita es negro en el ensayista, y viceversa. El narrador tiene deseos de decir algo, pero te-me hacer un comentario inadecuado si es que el ensayista no se vistió así deliberadamente. No quisiera ponerlo en evidencia en ningún sentido de la palabra.

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El ensayista saca de la mochila al animal para sacarle una foto viajando en subte. Los tres deliberan si tomársela solo o acompañado, pero como el responsable de las imágenes es el ensayista, termina decidiendo que en una aparecerá solo, y que en la otra posará junto a él. Sienta entonces a Colita en un asiento vacío y se aleja unos pasos, donde después de varios intentos toma la foto. Mientras tanto, una señora mayor, que vigilaba los movimientos del ensayista con Colita, viene de su lugar y le pregunta con una sonrisa si no quiere que ella tome una foto a los cuatro juntos. El ensayista pone como única condición no sentarse; ella se ríe con más ganas y dice «Por supuesto, por supuesto». El teólogo, que no prestaba atención a lo que ocurría, había empezado a contar que varios de sus alumnos se anotan con él porque suponen que recibirán clases de estética; y que si bien es cierto que en el pasado dio cursos de estética, desde hace bastante tiempo viene dedicándose a la teología, o a las dos cosas a la vez, pero definitivamente no solamente a la estética, aunque haya derivado hacia la teología a partir de ella. El ensayista lo interrumpe para pedirle que se ponga de pie y 131

pose junto con los demás. Entonces los tres se agolpan como si fueran a documentar un momento importante. En la foto aparecerá entonces el ensayista sosteniendo a Colita a la altura del pecho, a su izquierda el narrador y el teólogo en el otro costado. Semanas después el ensayista repasará las fotos del viaje. Cuando llegue a la del subte, en la que están los cuatro, lo primero que advertirá será el detalle de la vestimenta, aquello que el narrador no se decidió a comentar. Pero lo que más llamará su atención será la actitud del muñeco, que quizás influido por la aplicación ceremonial de los tres amigos, se esmera en parecer también vivo, en mantener los ojos mirando hacia la cámara y las piernas levemente hacia arriba, como para salir mejor. De todas las fotos de Colita, ésta es la menos interesante para su hija. Y sin embargo, alcanza a notar el ensayista, es la mejor y en la que el muñeco está más presente y ha puesto más de sí, quizá porque buscaba distinguirse frente a su dueña respecto del trío de adul-tos que lo transportaban. 132

El narrador y el teólogo también recibirán la foto dentro de una selección preparada por el ensayista. El teólogo cree que es una buena foto, pero prefiere no verla en detalle porque recuerda la interrupción a la que lo sometieron. Por su parte, el narrador también está impresionado por la actitud de Colita, como si alrededor de él se afirmara un halo de vida propia. Y considera que el arreglo de la ropa tiene una importancia fundamental, porque el exacto contraste con quien lo sostiene hace pensar que, siendo el más pequeño, Colita adaptó su atuendo para parecer la mascota más dilecta del ensayista, una existencia viva, cercana y a la vez en las antípodas. Entre las otras fotos, se destaca una tomada en el cementerio. Colita sobre una tumba del pasado, ya sin inscripciones ni ornatos agregados y cubierta de ese musgo propio de los lugares vegetales y húmedos. Es una tumba horizontal de apenas dos niveles, de ningún material visible, en la que Colita, si no estuviera posando cerca del borde superior y mirando hacia la cámara, parecería una 133

ofrenda solitaria dejada hace unos momentos. La idea de esta foto provino del narrador. En un principio el ensayista tuvo reparos pedagógicos en incluir el paseo fúnebre en el recorrido fotográfico de Colita, pero los comentarios del teólogo lo convencieron indirectamente, en especial cuando comenzó a hacer una alabanza de tales espacios en general silenciosos y arbolados como los cementerios; el único lugar, según di-jo, donde se permiten los lugares comunes. Enumeró cementerios argentinos e italianos, alemanes y estadounidenses, brasileños, mexicanos y portugueses; mencionó varios más. Pero aclaró que un cementerio no pertenece a un país sino a su ciudad. Entonces enumeró las ciudades, y dijo que el cementerio en el que ahora camina-ban empezó como una empresa macabra, porque quiso parecerse a la ciudad que lo incluía. Ciudad despejada y fúnebre para que los deudos caminen como por las calles cuando vienen a visitar a los antiguos caminantes que ya no están. Por último hizo una alabanza de los cementerios como las miniaturas urbanas más pacíficas y acogedoras, y donde, lo más importante desde 134

su punto de vista, ya el único lugar en el que se acepta sin objeciones la ruina física. De esta gran alabanza, sólo la palabra «miniatura» convence al ensayista de que no resulta inapropiado hacer posar a Colita. Miniatura en la medida en que es una palabra muy vinculada con el universo infantil, y con el hecho de que el mismo Colita es una miniatura. La tarde avanzada, el silencio natural, la humedad que se respira y la cercana penumbra hacen del cementerio un lugar dócilmente hospitalario. Más tarde, habiendo vuelto Colita a la mochila del ensayista, el narrador saca el tema de Saer, que al fin y al cabo es el motivo de la excursión. El ensayista sabe lo que va a decir. Anticiparse a las frases e ideas de los demás ha sido un don paulatino que fue cultivando sin proponérselo. El ensayista vincula el don con su propia actividad, que en cierto modo se ocupa de barajar argumentos. Por lo tanto sabe lo que dirá el narrador. Por conocerlo desde hace tiempo, por conocer a Saer y por advertir la influencia del entorno más 135

inmediato, esa desde hace tiempo así llamada «ciudad de muertos». El teólogo por su parte tiene una actitud más armoniza-da con la circunstancia. No le molestaría seguir caminando por esas angostas calles durante horas siempre y cuando no le pidieran que hable. Piensa que en menos de dos comidas se cruzará con el vecino retirado, probablemente también con una carta dirigida a él, y que este paseo dominical le parecerá un poco quimérico, ambiguamente trascendental. Él, que se ocupa de la más trascendente de las ciencias, se siente autorizado a recelar de la trascendencia de esta caminata. El viejo obrero lo saludará con el amable comentario de todos los días, seguro de haber alcanzado, con su título de ex operario estampado en las cartas, la reconciliación con el mundo que siempre intuyó esquiva. Y él, el teólogo, del otro lado de la pared se pondrá a agendar futuras lecturas de manuscritos antiguos con la intención de descubrir consideraciones estéticas maquilladas de argumentos teológicos. 136

El día anterior el narrador ha recibido indicaciones bastante vagas para encontrar la hornacina de Saer. El informante –como llama a tal persona frente al teólogo y al ensayista– sólo dijo que el nicho estaba en el segundo subsuelo del Crematorium. Ahora están caminando hacia allí, y para orientarse se sirven de señales de madera pintada que de cuando en cuando aparecen en las esquinas. El narrador siente la emoción que sólo muy pocas cosas brindan cuando se cumplen. Algo así como saldar una deuda, o cerrar un círculo. Podría explicar su sentimiento al ensayista y al teólogo, pero no sabe si podrá expresarse con claridad, primero, y tampoco en segundo lugar sabe si será entendido. Prefiere resumir sus motivos diciendo que siente deseo y curiosidad de ver el lugar de Saer. Entiende que dicho así, «el lugar de Saer», puede parecer irónico; pero no está dispuesto a detallar el tipo de lugar al que se refiere, ya que para cualquiera en esas circunstancias resultaría obvio que se trata de la así llamada última morada. Pocos reclaman pruebas de que sea efectivamente la última, pero todos saben a lo que se refiere la 137

fórmula, o sea, el lugar donde los restos descansan. Es así como, habiendo huido durante décadas del lugar común en general, el narrador advierte ahora que está condenado, por los menos en este momento y lugar, a caer en esa trampa, o más bien a servirse de ella, para expresar sus impresiones. Se ha enterado por el teólogo que el cementerio lo permite todo, más cuando se trata de ese tipo de temas y formulaciones; no obstante su conflicto con el lugar común no es moral, aunque tampoco acertaría a arriesgar de qué ti-po es. En vena de ofrecer explicaciones sencillas, diría que es un conflicto emocional, y a lo sumo, por ende, nervioso. Al final de una calle elevada dan con el Crematorium, parecido a primera vista a un monumento gigante, no especialmente antiguo pero sí bastante severo. Ir al segundo subsuelo a esa hora del día es internarse en las sombras. Prácticamente no llega la luz directa, sólo unas pocas y reducidas superficies están alumbradas por reflejos provenientes de la planta principal que, después de viajar por 138

segmentos lustrosos o rebotar en cantos, molduras o cornisas, sobreviven entre tenues destellos y en la semisombra como si se tratara de un ambiente de Tanizaki. Los sectores en este segundo nivel están organizados como salas o pasillos, y las paredes comunes a más de una sala terminan siendo interminables muros poblados de lápidas verticales, de tamaño y diseño regular, y los pasillos terminan pareciendo túneles inhabitables. Sin habérselo propuesto, el ensayista, el teólogo y el narrador se separan para hacer más práctica la búsqueda. El ensayista elige comenzar en un sector apartado. Puede adoptar un orden de lectura horizontal o vertical, pero por falta de costumbre idiomática sucumbe a lo que considera la férrea uniformidad de los apellidos. Por lo tanto se sobresalta cada vez que da con un nombre italiano, español o extranjero en general; y cosa curiosa, en cada caso que ello ocurre siente como si la historia quisiera hablar a través de casos particulares. Se olvida de la búsqueda de Saer por unos momentos e 139

imagina vidas de emigra-dos, la violencia y la confirmación inscripta en ellas. El narrador siente que no sabe por dónde empezar, aun cuando haya elegido un sector para circunscribir la pesquisa. Y asociado al sentimiento de impaciencia está el de fracaso. Se ve a sí mismo dentro de un rato con las manos vacías, caminando con sus dos amigos por la calle pendiente abajo hacia la salida del cementerio, embargado por el pesar de no haber cerrado el círculo, como llama en su idioma individual dar con la hornacina de Saer. Le resulta muy difícil leer las lápidas a causa de la presión a la que está sometido. Entonces se lanza a un ejercicio de observación periférica, a la espera de que algo así como la figura gráfica «Saer», o sea, el minúsculo clan de cuatro letras sin las previsibles b, n, c, l o d de los franceses, ni tampoco con los habituales grupos tipo au, eau, ou, ui o ai, se ponga de manifiesto como una forma antes que como una cadena de signos. Se pone a pensar y supone que, en un 140

punto, de los narradores no debería esperarse otra cosa: poco más que una irradiación discontinua, por otra parte sin resultados garantizados. Por su parte, el teólogo cuenta con una ventaja inesperada. Decidido a realizar una búsqueda exhaustiva, ha comenzado por el rincón más oscuro, quizá pensando, por defecto profesional, que el entorno apartado y difícil preserva mejor el tesoro que esconde, o mejor aún, que crea. Espera entonces que gracias a la oscuridad Saer se ponga de manifiesto, y el arma que blande, su ventaja inesperada, para ello puede ayudar. El teólogo porta un teléfono celular y se le ha ocurrido ponerlo en «modo linterna». Ve entonces las paredes del piso al techo cubiertas de planchas de mármol, como si se hubiera sumergido en una cripta multitudinaria; ve la luz blanca en movimiento, y proyectada desde su mano le parece una luz minuciosa y abstracta. Nunca encontró más adecuada la expresión «baño de luz» como para lo que ahora ocurre, cuando la estela irradiada por el teléfono invade zonas 141

igual a una marea insaciable que consume oscuridad a medida que avanza. Piensa en historias de terror, en historias de investigación arqueológica, en películas de suspenso y en relatos de criminales o cautivos. Está tentado de perseguir algún pensamiento general, y después blandirlo ante el ensayista y el narrador como una ocurrencia profunda y zumbona a la vez. Debería ser algo con la luz, piensa, la luz como símbolo de la fe, ya que es teólogo, como la fe que produce pruebas e ilumina milagros, la luz que beneficia las intuiciones y que echa sombra sobre las dudas, etc. Sabe que está construyendo un escenario onírico, y que dentro de un momento la reiteración de las planchas de mármol veteado con sus leyendas, nombres más apellidos y debajo las fechas indicando el lapso de vida, en un momento le parecerán rostros inmutables que lo observan desde la profundidad más escrutadora; y que cuando ello ocurra no tendrá argumentos de refutación. Pero una voz viene a rescatarlo de ese delirio. Es el narrador, que al grito de «Lo encontré... 142

Lo encontré... ¡Vengan!», suspende las acciones tal como se desarrollaban. Primero llega el ensayista, quien estaba más cerca y pese a eso debe orientarse por las voces. El narrador casi no lo reconoce: debido a su vestimenta oscura tan sólo son visibles el cuello y los puños blancos de la camiseta, como si fuera un fantasma de incógnito. El teólogo se retrasa un poco: prefiere apagar el teléfono y guardarlo en el bolsillo, y que así parezca no haberlo usado. El narrador estaba a punto de pasar a otra área cuando de pronto, proyectando su mirada radial por encima del pi-so, vio algo aproximado a la forma «Saer» en la segunda hilera de nichos. Una placa negra con inscripciones en dorado. Pudo haber sido gris, piensa, como tantas otras en ese edificio; pero alguien eligió negro y dorado y el narrador cree que fue lo correcto. Mientras el teólogo y el ensayista llegan hasta su lugar, el narrador dedica unos instantes a la contemplación solitaria. Se agacha y siente confirmadas sus intuiciones delante del nicho. Ignora lo que hay detrás, pe-ro la placa es el punto, objeto o abstracción frente a lo que quería estar antes 143

del fin de ese día. Tiene una observación obvia pero para él suficiente: que la placa es la fachada visible. Y no puede creer que «eso», cualquier cosa que sea, esté del otro lado, materializado por esto que lo cubre. Cuando llega el ensayista, el narrador le pide prestada la cámara; quiere asegurarse de captar la imagen del nicho, una posesión más del altar todavía sin forma que va componiendo. Mientras tanto se ha acercado también el teólogo, que asiste al préstamo en silencio y enseguida se inclina para contemplar la placa. El ensayista explica al narrador cómo usar la cámara. El teólogo distingue las letras doradas y lee: Juan-José SAER; debajo han grabado los números: 1937-2005. En este momento no piensa en nada; tiene una vaga idea de lo que llegó a entrever en el sector más oscuro de los pasillos y podría decir que todavía está con la mente en ese otro lugar; pero sabe que no vale la pena recordarlo: enseguida se apartará para que el narrador tome la foto. El ensayista reflexiona acerca de las circunstancias encadenadas, en especial sobre 144

el hecho de que porta la cámara para una sola cosa, más allá de las imágenes que capture. Lleva la cámara para documentar. No otra cosa le pidió su hija con otras palabras cuando le encomendó a Colita, y no otra cosa busca ahora el narrador. Piensa entonces en un tema para un próximo ensayo: la idea de documento como noción previa a la experiencia y el tremendo impacto de eso sobre la idea de historia, incluso sobre la idea de literatura. El narrador se aleja del nicho y mientras decide la distancia a la que quiere tomar la foto lee los nombres de los vecinos de Saer: a su derecha está Claude Monteil y la izquierda un tal Serge Mansard. Casi no se ve nada, pero es-tá seguro de estos nombres. Piensa en las inimaginables coincidencias que han llevado a que ahora, a dos pisos bajo la superficie, se haya establecido esta duradera cohabitación, y cree que ésa es la verdadera enseñanza que deja la muerte. Momentos más tarde se produce un contratiempo. El flash de la cámara no responde. El narrador y el ensayista intentan 145

varias veces. El ensayista revisa la configuración para asegurarse de que el flash esté activado, pero sigue sin funcionar. El teólogo, que parece desentenderse, es sin embargo el único que tiene la solución. Le dice al narrador que no se preocupe, que lo puede alumbrar con el teléfono celular en modo linterna. Se pone entonces a un costado de la placa de Saer y extiende el brazo hacia abajo, como si la luz fuera un fluido que puede rociarse. Y quizá no se trate de otra cosa, piensa el ensayista, viendo la dedicación con la que el teólogo ilumina algo que está seco de luz.

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Novelista documental

Dedicado a Diómedes Cordero y Ednodio Quintero Un hotel rodeado de montañas. En uno de los jardines, el más discreto, dos guacamayas gigantes ocupan una gran pajarera. El jardín está medio oculto bajo la alta vegetación, lo que a su vez protege del sol a las aves. Cuando camino por las cercanías asisto al comienzo repentino de las voces –esto puede ocurrir a cualquier hora –. Pienso que no soy capaz de asignarle un nombre concreto a ese sonido, ni por lo menos una fórmula descriptiva, seguramente por ignorancia, pero también porque ninguna palabra resultaría efectiva, aún la más precisa, porque esa palabra debería referir también al aire, a los aromas, a la brisa y al paisaje en general. Suenan como chillidos, o igual a parodias de voz humana. Las exclamaciones de las guacamayas se alternan como si se tratara de temas de 147

conversación habitual, y por eso actuali-zados con rapidez. El visitante ocasional supone, aún confundido por la sorpresa de los gritos y probablemente embargado por la soledad del jardín, que las personas pasan y las guacamayas quedan – tenemos un género de mortalidad más acuciante–. Es la advertencia implícita que el hotel ha decidido formular de este modo. Los viejos cronistas de América ya asimilaban las guacamayas a la familia de los papagayos, y hoy también se las trata casi despectivamente llamándolas loros. En cualquier caso ambas denominaciones son correctas, según me dice la empleada del hotel que las atiende casi todos los días, por la mañana temprano. La empleada vive subiendo por la carretera que sirve al hotel, a cierto tiempo de caminata por la vía que poco a poco se angosta, caminata sobre cuya duración no querrá darme detalles. Piensa que las guacamayas advierten su proximidad cuando baja desde su casa, porque de lejos las escucha hablar de un 148

modo distinto, como si se dieran explicaciones, y eso es prueba de que saben quién se acerca. En una vida repleta de trabajos y preocupaciones, la satisfacción de ser reconocida por estos animales no se compara con nada, me dice la primera mañana de mi llegada al hotel, cuando me encuentra junto a la jaula, observándolos. Como las guacamayas no parecen tranquilizarse ante su presencia, ya que están intranquilas por la mía, lógicamente me pongo a dudar de la empleada. A lo mejor exagera, pienso, porque busca impresionarme. Pero también es probable que su presencia sea insuficiente ante la angustia provocada por la mía, o sea, que si las aves deben elegir entre el peligro y la tranquilidad opten por lo primero llevadas por su sentimiento o instinto de preservación. En el hotel se desarrolla un encuentro de escritores de novelas y de críticos literarios especializados en novelas. Esta restricción hace que el evento parezca especial en su tipo. 149

Los autores que escriben también poesía, por ejemplo, han asumido que no deben hablar de ello, igual que los críticos que a veces dedican sus reflexiones a otro género. Y aparte está el emplazamiento del hotel, la sensación de encontrarse en un punto indistinto y extraviado en la geografía sudamericana, y la idea que este solar y los escasos edificios circundantes podrían desaparecer y de todos modos casi nada cambiaría. Escritores aislados en la zona donde la ciudad montañosa se detiene frente a la misma montaña. Lo que se llama un lugar perdido. A pocos metros del hotel hay una poza de grandes dimensiones alimentada por una quebrada que baja de las alturas. Pasando el puente bajo el cual corre el agua hacia el estanque, y camino hacia la carretera ascendente, han levantado un casino que no cierra nunca. Rato después de mi encuentro con las guacamayas y con la empleada que las atiende, un novelista invitado me dice que fue al casino para retirar dinero, porque es el sitio con cajeros electrónicos más cercano; y agrega que 150

a esa hora tan temprana se escuchaba el ruido de las máquinas y se veía la sombra acuciosa de los jugadores frente a ellas. Me lo dice en pleno desayuno, como una carta de presentación, cuando la mayoría de los participantes del evento no ha aparecido, fuera de unas sombras que vi o me pareció ver caminando, por lo cual él y yo somos las únicas presencias foráneas en la terraza comedor. Obvio, mientras tanto las guacamayas más de una vez han lanzado sus gritos como si compitieran a ver quién rompe mejor el silencio. Pero este novelista parece no oírlas, no ha hecho el menor comentario sobre ellas. Estamos en las mesas cuadradas, tenemos delante los platos del desayuno, al cual quizá me refiera más adelante. En cierto momento el novelista se incorpora para decirme algo, parece que será un secreto –aunque no hay nadie alrededor que pueda escucharlo–. Me dice que no sabe por qué ha venido. Está cansado de los coloquios literarios, le producen la más profunda desolación porque se siente presionado a hablar de literatura, 151

cuando en realidad es algo acerca de lo cual nunca habla. Dice todo esto inclinado sobre mi oído, otorgando a sus palabras el valor de la confidencia. Pero a la vez, sostiene, como sus libros no se leen y apenas se publican con dificultad, no está en condiciones de desperdiciar esta faceta esporádica de disertante. Le digo que mis libros tampoco se leen y que a mí también me espera el momento de no poder publicar. Pero me contesta que en su caso no se trata de no poder publicar, sino de no querer, o las dos cosas, admite. No es capaz de publicar porque ha perdido la curiosidad y el entusiasmo por lo que escribe. Se me ocurre que quizá debido a ello no reacciona ante las voces de las guacamayas. Lentamente se ha ido cerrando al mundo, si se lo puede describir de ese modo. Aunque hay cosas frente a las que sí está atento. De hecho, como me dirá después, padece de una curiosidad inagotable por las emanaciones producidas por el dinero, en especial por el dinero en circulación, por ejemplo en su visita 152

al casino de la que no perdió detalle. A lo mejor esa vida multifacética del dinero, activa a cada momento del día y presente en el más insospechado rincón de la geografía, es la fuerza que lo lleva a escribir novelas. No cae en la jactancia de pensar que el dinero es el principal relato y que su circulación se parece al intercambio de palabras en pos de historias y de objetos. No. Dice que el dinero es la manifestación extrema de una idea: la idea de que siempre se precisa un argumento; un motivo y excusa a la vez para que las cosas se produzcan. El argumento último. Es la primera mañana, como digo, del evento literario; es la primera conversación que tengo con este escritor. Conservo un recuerdo bastante definido de varios fragmentos de sus libros, aunque de ninguno en su conjunto, como si se me hubieran fijado las impresiones de lectura más que las lecturas mismas. Incluso tengo la sospecha de que varios de los climas o hechos que más fuertemente evoco de los libros 153

leídos en general, provienen de sus libros; pero no puedo estar seguro de eso, ya que no asocio ninguna de esas impresiones a algún título en particular –son como escenas novelísticas flotando en una corriente oceánica, mezcla de recuerdos ciertos y reminiscencias esporádicas–. Es la primera mañana y es la primera conversación entre nosotros, como digo, y ya este hombre descubre ante mí su delicada alma de frustraciones en cadena; justamente ante mí, que sin duda no le voy demasiado a la saga aunque me cuido de no ser a tal punto sincero. Por estos y otros motivos el encuentro literario promete ser único. Sin embargo es otro más, pienso durante un momento de silencio del novelista, mientras recapacita –lo sabré después– si es aconsejable participarme de sus opiniones sobre las mujeres en general... Este encuentro no es sino otro de los miles que deben realizarse a lo ancho del mundo cada año. Durante los cinco días que duró el simposio no logré sacarme una sola foto con las 154

guacamayas. Cuando me ponía junto a ellas se corrían hacia un extremo de la jaula hasta hacerse invisibles en la penumbra o sencillamente hasta abandonar el cuadro, y si yo daba la vuelta para ponerme del otro lado, apenas me acercaba se alejaban de nuevo hacia la otra parte. Nunca abandonaban el travesaño que dividía la jaula. A lo sumo levantaban alguno de sus pies en lo que parecía el comienzo de un salto, o un preparativo para algo en particular, pero al cabo de rascarse un poco volvían a apoyar el pie donde había estado. En más de una oportunidad traté de establecer algún contacto con ellas, en estos casos la mirada es lo más a la mano. Pero es difícil mirar un pájaro a los ojos, si es que por milagro uno consigue tener contacto visual; sencillamente la mirada de un ave no se tolera. Cuando advertí que esa estrategia visual sería imposible intenté hablarles. Como el jardín es interior, se encuentra un poco expuesto a las miradas y a los oídos de quienes pasan cerca.

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Hacia el frente hay una galería techada, lugar de tertulia, con sillones de madera y mesas bajas, o lugar de paso hacia la recepción del hotel; y hacia atrás, elevada un tanto, el jardín tiene otra galería que funciona como terraza para comer, donde se reparten mesas cuadradas y redondas con unas sillas asombrosamente cómodas en las que uno es capaz de pasar todo el día y más aún, porque la semipenumbra de la terraza, una luz a medias que se mantiene invariable a lo largo de la jornada, tiene un efecto relajante y adormecedor, allí uno siente la presencia silenciosa de las montañas. Es en esta terraza comedor donde el primer día cumplo el deber social de desayunar con el primer colega a la vista, que resulta ser el novelista mencionado. Por esas cosas de los eventos profesionales, desayunar juntos habrá de convertirse en una costumbre. En las mañanas subsiguientes nadie se acercará a nuestra mesa sino para saludar, unos saludos en general de fórmula y con frases irrelevantes, acompañados de palmadas en los hombros o por encima de los brazos. 156

En una mesa más cercana a la entrada desayunará el principal invitado, el español Enrique Vila-Matas. Todos los días llega a la terraza a la misma hora y sin compañía. Ocupa su mesa extendiendo una servilleta sobre el respaldo de la silla y de inmediato se dirige al buffet desplegado con sus marmitas humeantes, de donde retorna con el plato lleno del guiso del día, en general carne o pollo, y varias arepas. Un mozo le lleva café, agua y jugo; es una abierta excepción al riguroso autoservicio del desayuno, que en este caso todos aprueban. Intento entrar en contacto con las guacamayas. Quiero pedirles que no se muevan para así poder salir junto con ellas en la foto. El segundo día del congreso voy a la jaula y les hablo con lentitud como para que entiendan, y en voz baja para no llamar la atención. Para exponerse a una humillación mayor no hay como mostrar una actitud sumisa. Apenas me acerco las aves comienzan su danza de deslizamientos. Se desplazan dando pasos cortos hacia el costado, con 157

cautela pero a cierta velocidad: en pocos segundos se han alejado. Hago el intento dos veces más: rodeo la jaula y me aproximo a sus cuerpos hesitantes, llenos de inquietud y al mismo tiempo desafiantes por estar protegidos. Es en vano porque se mueven hacia el sector contrario. Quiero que me escuchen pero temo levantar la voz y ser descubierto, entonces mis palabras tienen un matiz de murmullo imperativo, de secreto dicho con urgencia –obviamente quiero convencerlas rápido– que ni a mí me resulta convincente. Les pido que no se muevan por pocos segundos, sólo para obtener la foto. No estoy seguro de que entiendan; sé que me escuchan, en especial por el temblor de alerta de sus ojos mientras les hablo. Pienso que el encuentro de escritores va a terminar y que no tendré la foto para cuando regrese a casa. Una prueba que en cierto modo salvaría mi participación. No sé de dónde viene el deseo de hablar a los animales. Es la verdad, no lo sé, y en esto consiste mi confesión al novelista. Quiero retribuir la 158

confianza que depositó en mí al contarme sobre él. Se lo digo durante el segundo desayuno, me inclino un poco hacia adelante y lo miro fijo, aunque sin levantar-me como él hizo. Al escucharme abre bastante los ojos como si pusiera en alerta todos sus sentidos. Le señalo el lugar donde viven las guacamayas, y se asoma tratando de distinguir la pajarera entre los arbustos. Cosa curiosa, pese a haber podido escucharlas infinidad de veces, reacciona como si no supiera nada de ellas. No es precisamente un deseo de hablar con los animales, sino la creencia de que me podré comunicar con ellos y que de esa forma algún matiz de mi experiencia o de mi sensibilidad será transmisible, le explico; incluso he llegado a escribir novelas por el solo hecho de precisar ese tipo de trances. Cada mañana voy a primerísima luz a la recepción del hotel para pedir el ticket del desayuno. A veces debo esperar un poco, escucho las voces de las empleadas en un cuarto anexo, probablemente seguras de que a esa hora es difícil que alguien aparezca. No alcanzo a entender lo que dicen, hablan con el canto habitual de la zona. Es un canto que 159

eleva y reduce la entonación varias veces en una misma frase, no siempre en función del énfasis. En especial me cuesta entender los finales de frase, que parecen desvanecerse en el sobreentendido de que repiten lo que ya se sabe o lo que está claro desde un principio. Imagino que pedir el ticket para el desayuno es un trámite obligado, por lo menos es lo que me dijeron apenas llegué. En cualquier caso me levan-to temprano, mucho antes de que abra la terraza comedor, de modo que tengo tiempo para ir a la recepción y para varias cosas más. Una de ellas es salir a la terraza de la habitación, una especie de patio rodeado de paredes de más de un metro y medio de altura. Desde allí puedo observar la mañana naciente, las montañas aún bastante oscuras como si fueran formas indefinidas en la altura, y puedo también respirar el aire fresco y absolutamente perfumado de la vegetación humedecida durante la noche. Ahora estoy en la terraza. Me asombra el cielo tan pálido y la presencia apenas encendida de las montañas; me pongo a mirar hacia las otras terrazas que pertenecen a las habitaciones que están a mi costado, y veo 160

cómo una escritora in-vitada al evento me saca una foto mientras la observo sin reconocerla, dados mis problemas de vista. He pensado en salir desnudo a la terraza, pero por esas cosas de las prevenciones me puse una remera y olvidé los anteojos. La escritora no sabe que esa es la única prenda que llevo, lo cual me produce una mezcla de deseo y confusión cuando levanto la mano para saludarla, porque aunque no muestro lo que se dice nada, siento que actúo como un exhibicionista. Días después del congreso literario la novelista me mandará esa foto por correo electrónico. Ahí sobresale mi rostro sobre los hombros apenas ocultos tras el muro, apoyo las dos manos en la cornisa, y al ver la foto me siento como un pervertido acorralado, o como el patético actor de un chiste verde. Mientras tanto las guacamayas hablan en cualquier momento, sin descubrir algún ritmo fijo que regule las pausas. La noche anterior me dormí mirando la televisión. Estaba el presidente dando un discurso que no terminaba. 161

¿Pero cuál era la noche anterior? En realidad eso ocurre todas las noches, a veces se trata del mismo discurso, que parece extenderse durante días enteros. Una de esas noches más temprano, antes de la sesión presidencial, observo imágenes de disturbios ocurridos en el centro de la ciudad, como protesta por la muerte de tres personas en medio de asaltos. Nunca tengo temas de conversación, por lo tanto no desaprovecho esto en un corrillo de novelistas, en el hall del hotel. Varios de ellos esperan un autobús que los llevará al centro, donde se presentarán dos novelas recientes. Es bueno entonces que sepan que no la tendrán fácil, porque Mérida colapsa con los disturbios. Entonces menciono lo de las tres muertes ocurridas durante la jornada. Pero sale un novelista local y replica: «¿Nada más?» Todos reímos. Es verdad, no es mucho para un día que en pocas horas termina. Es el tipo de conversaciones que tiendo a iniciar, supuestamente graves, que cualquiera rápidamente desbarata y después de lo cual me siento nuevamente con las manos vacías. 162

Con cierta cautela suplico a la empleada que cuida a las guacamayas que me saque una foto junto con ellas. Es de mañana muy temprano, muy probablemente nadie vendrá a la terraza inferior, distrayéndolas o excitándolas. Le explico que soy novelista, como todos los demás, y que preciso las fotos para documentar que es cierto lo que escribo; que mi principal temor es encontrar a alguien que me pida cuentas, y después ante mi silencio me acuse de inventar todo. Le explico también que hasta a mí me llama la atención este miedo, porque en realidad nunca me propuse escribir la verdad, al contrario, siempre desprecié las novelas basadas en los hechos reales. Pero de un tiempo a esta parte no sé si la realidad a secas, en todo caso el documento acerca de los hechos verdaderos, es lo único que me salva de una cierta sensación de disolución. La novela, le digo, puede ser ficción, leyenda o realidad, pero siempre debe estar documentada. Sin documento no hay novela, y yo preciso esta foto con las guacamayas para poder escribir sobre ellas y yo, porque de lo contrario cualquier cosa que ponga carecerá de profundidad; no dejará estela, aclaro. El 163

acento andino es exquisita-mente musical, y más cuando lo escuchamos de boca de una mujer. Sonriente, la empleada me dice que no me haga problemas, porque podemos –usa el plural– aprovechar que están por traer un tucán en cualquier momento. Una vez dentro de la pajarera, las guacamayas tendrán menos espacio para moverse y no podrán evadir mi cercanía. Siento que los problemas se evaporan, y la empleada me parece todavía más bella. No advierto inmediatamente, sin embargo, que la foto ocupa ahora un segundo lugar y por lo tanto se ha alejado, ya que he pasado a esperar el tucán. De esto me doy cuenta en el siguiente desayuno, mientras el novelista me dice que fue al casino por segunda vez. Me doy cuenta porque no me puse a pensar en las guacamayas, sino en el inminente tu-cán; probablemente sea yo quien lo espera con más impaciencia. El novelista fue al casino por segunda vez. Según aclara, de nuevo a los cajeros electrónicos. Pero en este caso comete la imprudencia de portar un libro y su cuaderno de notas, la típica libreta de apuntes de cualquier novelista, libreta que le estoy 164

viendo en este momento, de tapas gastadas y verdes sobre el mantel blanco. El problema es que al casino hay que entrar con las manos vacías, no se puede car-gar nada. Le indican dónde está el guardarropa para dejar sus efectos. Pero entonces pasa por su cabeza un razona-miento extraño. Cree que el casino se justifica por los cajeros para sacar dinero, y que por lo tanto no puede convalidar lo inverso depositando sus cosas en el guardarropa. Él va en primer lugar a los cajeros y secundariamente al casino, no al revés. Por lo tanto dice lo obvio en la entrada: que entrará por pocos momentos porque solamente va a los cajeros. Siendo así, le señalan una pequeña mesa donde dejarán sus pertenencias: en el costado de la estrecha antesala, donde los vigilantes apoyan sus vasos, algunas armas de puño y teléfonos celulares. En el cuaderno lleva anotadas las pocas ideas que ha logrado reunir para su intervención. Como novelista está bastante desencantado de la literatura, por consiguiente la gente común le parece más sabia e importante. Sólo es cuestión de traducir la sabiduría a términos 165

convincentes. Pero como no puede permitirse una traducción tan eficaz que oculte el origen «común» y espontáneo de las premisas a proponer, terminará trastabillando por reivindicar, sin que nadie objete su preferencia, aunque sí la calificación que ha elegido, el supuesto origen bastardo de sus pensamientos. Nada de eso todavía ha pasado, pero él sabe que ocurrirá. Más ahora, que ha recuperado el cuaderno y el libro extraviados en el casino, quedándose sin excusas. A la vez, el episodio puede ser el gran argumento, dice de pronto al regreso de servirse más café. Se inclina de nuevo para contarme al oído que durante mucho tiempo el principal leit motiv de sus intervenciones literarias, cuando lo invitaban con frecuencia, era decir que había reflexiona-do sobre el tema durante el viaje hasta el lugar donde ahora estaba hablando. Consideraba que esto era prueba de convicción y de desenvoltura. Después empezó el definitivo ostracismo y 166

esos ardides ahora le parecen demasiado profesionales. Pero el episodio en el casino le permite proponer relaciones infrecuentes, y sobre todo cercanas a su actual sensibilidad. El dinero en definitiva circula por el mundo de un modo bastante ciego y azaroso, sin duda dirigido cuando se trata de las primeras y últimas manos, pe-ro bastante impredecible en sus recorridos y, sobre todo, en los valores o sentimientos que acapara y distribuye. El novelista piensa en el dinero como una gran lucubración que nunca se detiene, un murmullo constante e inaudible, distinto, pero coexistente, al de la literatura, sobre todo al de las novelas. Ahí está el material para su intervención pública, como la llama, basada imperdiblemente en un hecho cierto, el contratiempo en el casino cuando se extravió el cuaderno, su base documental. El novelista me muestra el cuaderno. Parece un objeto personal, de esos que esconden una belleza sin equivalencias con el mundo exterior, con las tapas ajadas por el uso, las puntas un poco melladas, un cintillo roto, etc. Lo abre recorriendo las hojas y me sorprendo: 167

están en blanco. Ha-ce diez años que lo tengo y escribí tres páginas, anuncia. Usado por fuera y nuevo por dentro, me dice al oído. Intento consolarlo porque imagino que es lo que busca o precisa. Sé que soy bueno para inventar argumentos que expongan un pretendido «lado bueno». A esta hora temprana la terraza comedor permanece va-cía. Las fuentes humeantes de comida están rebosantes y desde la mesa se divisan los colores subidos de las carnes, la mancha oscura de las legumbres guisadas, el blanco de las arepas, el oxidado del tocino y el amarillo de los huevos re-vueltos. En un momento aparece Vila-Matas, presencia solitaria como todos los días. Despliega la habitual servilleta y la tiende sobre el respaldo de la silla. Me pregunto si será una costumbre familiar, o algo de uso extendido en su propio país. O a lo mejor se trata de un ardid particular, adquirido después de haber perdido varias veces el lugar para desayunar. Se lo ve preocupado. Nos saluda de lejos, igual que cada mañana. Pero de inmediato parece reparar en algo y se acerca a nuestra mesa con 168

desconcierto, pasando por delante de la comida y mortificando un poco al asistente que estaba listo para atenderlo. «He visto al juez Elizondo», nos dice. «Está hospedado en este hotel.» El colega y yo nos quedamos en silencio. Por un género de ridícula cortesía de la que nunca logro zafarme, enseguida lanzo un entusiasta «Qué bien». Pero lo cierto es que ignoro de qué se trata. Mi compañero novelista, más arraigado a la experiencia –quizá por eso es que no publica–, no puede controlar el ademán de esconder su cuaderno y señala: «El único juez que conozco es Garzón. Y el único Elizondo que recuerdo es Salvador». Se produce un silencio más largo que lo conveniente. A lo mejor Vila-Matas espera que lo invitemos a sentarse, pero justo cuando estoy por decir algo se da vuelta para mirar hacia su mesa, acaso su servilleta. Luego se vuelve y dice frente a nosotros: «El juez Elizondo, el argentino, el árbitro que dirigió el juego final de la Copa del Mundo. El árbitro que expulsó a Zidane después de propinarle un cabezazo a Materazzi...». 169

Mientras nos va contando veo cómo pierde interés en la aclaración. Nunca conforta señalar lo evidente. Asentimos: claro, cómo olvidar el golpe de Zidane y la reacción del juez Elizondo. Sin embargo no podemos disimular que nos cuesta recordarlo. Una vez superado el traspié me invade el asombro. No puedo creer que el juez Elizondo esté en el hotel, un lugar tan indistinto y tan parecido a cientos de lugares en los confines de los Andes venezolanos. Y sin embargo es así, confirma. Lo ha visto y va a mover todas sus influencias para conversar con él. Una vez admitido lo imposible, a mí todo me parece lógico. Encuentro natural que Vila-Matas quiera hablar con Elizondo, como me parece obvio que a mí no se me ocurra hacerlo. Observo a mi compañero de desayuno: mastica ensimismado. Me avergüenza ser incapaz de llevar adelante el tema de conversación, pero la verdad es que no recuerdo contra qué equipo jugaba Zidane. Por su parte, VilaMatas no puede hacer mucho más de lo que 170

hizo, esto es evidente, y entonces se da vuelta y va a buscar su ración de carne con arepas. El mesonero lo espera sonriente con el cucharón en alto. Veo después que llega a la mesa, apoya el plato y quita la servilleta del respaldo como si procediera a un protocolo señorial y a la vez doméstico. Luego se sienta y se dispone a esperar el café. Se trata de un compatriota ilustre, comento ante el novelista. El único entre todas las leyendas argentinas que no se esforzó por ocupar la cima sino que supo estar preparado y sobre todo actuar en el momento necesario. El colega no me responde, quizás abatido por el curso de los hechos recientes. La terraza comedor se va poblando de novelistas y críticos. Observo desde mi lugar las formas de saludo. Como prácticamente amanecemos en la terraza cada mañana, nos sentimos con derecho a no perder detalle. Me llaman la atención las palmadas en los hombros y brazos, o tan solo un leve apretón mientras se sonríe. Es un contacto múltiple que en el lapso del desayuno todos tienen con todos, más de una vez. Me digo que es una muestra de consideración y afecto, y la pasaría por alto 171

sin más observaciones si no fuera porque me resulta demasiado homogénea o indistinta, no distingue afinidades ni brechas. Por lo tanto parece tener un valor meramente protocolar. Entre esos protocolos de litera-tos la música de las guacamayas se pierde, pocos la escuchan; y sin embargo, pienso, son algo así como las exclamaciones profundas del territorio natural, aun pese a que ellas mismas no provengan de allí sino de las selvas un tanto alejadas. Por lo tanto es lógico que recuerde al tucán y me diga a mí mismo que lo espero, que vivo esperándolo mientras me sumo a cualquier simulacro. Y por eso siento angustia cuando en la mitad de la mañana, en pleno intervalo entre dos paneles, veo a la empleada que cuida las aves pero ella no me ve, o me ignora. Está cruzando hacia la piscina, de la que estoy un poco alejado, pero si por un azar mirara hacia el costado advertiría mi presencia y podría esperarme para decir algo, o podría saludarme con la mano. Siento que pierdo la oportunidad de actualizar algo. El próximo panel no promete ser mejor que el previo. La modalidad de hoy es mezclar novelistas y 172

críticos, todo el día. Ayer fueron críticos por la mañana y novelistas por la tarde. Mi lectura consiste en un comentario sobre un deseo que se me va haciendo cada vez más firme. Es el deseo de empezar de nuevo. Por eso pienso que sería un tema adecuado para una mesa mixta, con críticos. Empezar de nuevo es casi lo único que un escritor tiene ve-dado. No voy a hablar sobre mis preocupaciones documentales, que considero más importantes, ni voy a recurrir a anécdotas recientes como mi colega de desayuno. Tengo escrito lo mío desde hace dos meses y me atengo a ello como si fuera lo único cierto. Ahora, como digo, es el intervalo; voy al baño de mi habitación. Cuando salgo veo mi cuarto, las cortinas blancas y luminosas que ocultan la ventana y me da curiosidad por ir a la terraza. Con el sol elevado el marco de montañas tiene un verde menos denso. No veo a nadie alrededor, hacia un costado y otro la hilera de terrazas cuadradas e iguales me produce una sensación de indistinción, como si yo pudiera ser cualquiera de los otros novelistas o críticos que ocupan las habitaciones aledañas. 173

Por la noche, en lugar de ver al presidente por televisión pi-do prestada una computadora para conectarme a You Tube. Estoy en la sala de internet, la música en vivo que hoy tocan en el bar llega muy alta. Busco la escena del juez Elizondo, cuando expulsa a Zidane después del cabezazo al jugador italiano. La presencia de Elizondo se ha convertido en un secreto a voces dentro del hotel, por lo menos dentro del congreso de novelistas. Ignoro el motivo de que no se hable abiertamente de ello. Veo algunos videos, todos bastante parecidos porque provienen de la misma transmisión televisiva. El despliegue de los ángulos, las escenas repetidas y distintas desde otro punto de vista. (Encuentro un video alternativo, pero con el mismo título. Hay dos jóvenes en la tribuna de un estadio desierto. Al fondo se ve el campo de juego. Uno de ellos le da un cabezazo a otro en el pecho, que cae hacia atrás. De inmediato se acerca por una hilera de asientos otro muchacho de la misma edad con una tarjeta roja en la mano. Se ubica frente al agresor y la esgrime ante sus ojos 174

extendiendo el brazo derecho con el índice desplegado. Previsiblemente, se me ocurre que podría organizar mi lectura alrededor de este chiste). El video o la secuencia de la expulsión verdadera comienza bastante antes, durante el desarrollo del juego. Como la agresión de Zidane se produce a muchos metros de donde está la pelota, el juez no ha podido verla. Materazzi está caído y los italianos reclaman. Tengo la impresión de que en un primer momento Elizondo no entiende nada, aunque puede suponer que ha pasado algo malo. Hasta el mismo arquero italiano corre perentorio a decirle algo. En la pantalla aparece a veces Zidane, que mira desde lejos con algo más que curiosidad; yo diría que mira la escena con precaución y con un poco de arrogancia. Como todos, sabe que algo está a punto de ocurrir. La cadena de hechos de la que fue un eslabón se ha diluido, ahora cuenta una so-la acción: el violento cabezazo. Un momento después –aunque no sabemos: quizá los hechos son más simultáneos de cómo se muestran– Elizondo corre hasta el borde la cancha. 175

Esta es la parte que más me impresiona. El juez llega hasta donde está el llamado Cuarto Árbitro, y así como lo escucha se vuelve a ir. El auxiliar no pudo haber dicho más que dos o tres palabras, no tuvo tiempo para más. Pero Elizondo no requiere de más explicaciones. Está seguro de lo que debe hacerse. Encarar el campo de juego y sacar la tarjeta roja de su bolsillo es un mismo trance. Todos saben lo que ocurre después. Yo me quedo en esta escena muy breve. Elizondo sólo precisa la confirmación porque ya sabe lo que ha ocurrido y lo que va a pasar. Su decisión no está afectando a un jugador cualquiera. Se trata de Zidane, el mejor jugador y el más cotizado, el que está a punto de coronarse como estrella suprema del fútbol mundial. La pregunta por lo tanto es si otro juez habría tenido la sangre fría de Elizondo para expulsar al francés como lo hizo, con naturalidad, firmeza y sin ampulosidad. Me sale un comentario, hablo solo, me digo que se trata de un milagro argentino. A la mañana siguiente, Vila-Matas no ha logrado hablar todavía con Elizondo. Se lo ve intranquilo. Pero en su caso la intranquilidad 176

es acotada y no muy elocuente, porque se expresa tan solo como un rápido movimiento de ojos que busca abarcarlo todo como si temiera cualquier sorpresa. Uno de los más altos organizadores del encuentro literario está tratando de interceder ante Elizondo. Piensa comentar-le sobre el especial interés de Vila-Matas en conocerlo; le hablará de su prestigio como escritor, del fervor que siempre ha sentido por el fútbol, etc. Elizondo acaba siendo la presencia borrosa que, vestido de color azul y con pantalones cortos, todas las mañanas desayuna junto con otros dos hombres, también con ropa deportiva, antes de salir sigilosamente del hotel. Hasta que me lo señalan no lo reconozco, supongo que debido a los gruesos anteojos que usa y, naturalmente, con los que no dirige. Me dicen que está en la ciudad impartiendo un curso arbitral. Lamento advertir que se trata de él ya un poco tarde, porque una de las mayores incógnitas que siempre tengo pasa 177

por saber cómo desayunan los argentinos cuando están fuera de su país. La brecha entre el menú de este hotel y el desayuno argentino típico, habitualmente austero, es equivalente a la que puede haber entre el menú de un ascético consumado y de un sibarita metódico. Siempre sucumbo a los desayunos que me tocan en suerte, pero me acompaña la duda de si no estaré obrando mal, de manera inconsistente con mis hábitos y mi cultura, y por ello tengo curiosidad por la actitud que esgrimen mis compatriotas. Noto que mi colega de desayuno se ha llamado a silencio desde cuando Vila-Matas se acercó a nuestra mesa. No es que no hable, sino que no saca temas de conversación ni muestra mayor interés en lo que, a duras penas, digo. Creo que ese contacto lo ha inhibido, y ahora probablemente tema que yo le cuente a Vila-Matas todo lo que él me diga. De todos modos no restan muchos desayunos, y yo puedo dedicarme con su prescindencia a pasar en voz alta de un asunto a otro sin mayores explicaciones, consiguiendo siempre su firme adhesión. No 178

me dice tampoco nada sobre su lectura, a la que no pude asistir. En realidad, también yo tengo mis ansiedades. No pude ir a su lectura porque me la paso esperando al tucán, que finalmente nunca llega. A veces creo que la empleada me esquiva, pero cuando logro hablar con ella advierto que no tiene motivos para hacerlo, y por lo tanto mi propia actitud y desconfianza me mortifican todavía más. Le propongo entonces tomar a las guacamayas por sorpresa. Como suelen estar siempre juntas, puedo llegar imprevistamente a la jaula y ella, ya preparada, disparar la cámara. Cuando explico mi plan se echa a reír. No busco ser divertido sino práctico, le digo. Y sonríe todavía más. Al final acepta y nos preparamos. Me pongo detrás de ella para ayudarla a orientar la cámara hacia la jaula. Le sujeto las manos para enfocar mejor y pienso que la podría tomar de la cintura. Una vez que está preparada salgo del jardín por la parte del muro pa-ra evitar que las aves sospechen. Voy a dar intempestiva-mente en la terraza interior, donde están las poltronas y las mesas bajas, y donde unos novelistas en tertulia se ríen de 179

cierta novela que todos han leído. Cuando hago aparición hacen silencio; y se produce un vacío tan embarazoso que me pregunto si no habrán estado hablando de mí. Veo que la empleada me espera con la cámara en alto. Estoy a punto de hacer fracasar todo, lo sé y no puedo detenerme. Lo sé tanto como Elizondo supo que Zidane abandonaría el partido. Camino despacio hacia la jaula, y cuando estoy llegando me adelanto con dos trancos rápidos. El resultado es que los loros se asustan. Saltan para todos lados y profieren los gritos más desgarradores. Veo a la empleada tomarse la cabeza con las manos, mi cámara junto a su cabello. Por entre los arbustos se asoman los novelistas que estaban conversando. Creo que lo eché todo a perder y me voy. Mientras me alejo sigo oyendo las voces inconexas de las guacamayas, como si trataran de explicarse lo que no en-tienden. Ahora debo esperar ya otra cosa antes que el tucán: que la empleada me devuelva la cámara. Y cosa rara, veo algo que contrasta con su presencia medio borrosa a lo largo del evento, 180

veo a Vila-Matas asomarse por una pared del pasillo descendente, como si estuviera espiando, no del to-do desapercibido bajo su acostumbrada ropa oscura. Después me explicará que trataba de salirle al paso a Elizondo. El presidente del encuentro, un destacado novelista venezolano, le ha dicho que a esa hora el juez regresa de sus ejercicios respiratorios. Salirle al paso y obligarlo a conversar. Vila-Matas está distendido, ha desaparecido el rictus de fatiga que cruzaba su rostro cuando no era seguro que pudiera ver al juez. Más tarde cuenta que han conversado durante un rato y que Elizondo ha respondido a sus preguntas de un modo curioso, con comentarios sobre ellas. La primera pregunta que Vila-Matas hace es sobre aquello que acaso sintió cuando expulsó a Zidane. Antes de responder, Elizondo le dice que eso se lo preguntó mucha gente. Con las otras preguntas es igual, lo mismo con los sobreentendidos de Vila-Matas: Elizondo va a considerar que se trata de ideas o preguntas 181

frecuentes. Sé que a Vila-Matas no le preocupa ser original, no en este caso por lo menos; pero alcanzo a intuir que se siente triste de haber quizá defraudado a Elizondo con preguntas ya formuladas infinidad de veces, no precisamente propias de un escritor consagrado. Sus ojos ya no se mueven queriendo observarlo todo, sino que se mantienen fijos en un vacío cercano. Ahora es de mañana y me dirijo hacia la sala de conferencias. He recuperado mi cámara de fotos, pero no he vuelto a ver a la empleada ni a los loros. Tampoco los escucho. En el desayuno, quizá por la ausencia de sus voces no puedo dejar de pensar en ellos, en dónde estarán. Este pensamiento me mortifica. El compañero novelista advierte mi tristeza, pero no imagina el motivo y trata de desentenderse. Y como él no está mucho mejor que yo, permanecemos durante toda la comida en silencio, prestándonos una colaboración de cucharitas y café, o de vasos con agua, o de viandas para después, como si fuéramos viejitos en una residencia.

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Me dirijo entonces a la sala de conferencias. Para ello debo pasar por la recepción del hotel. Veo que hay un grupo de personas en la entrada (una entrada ancha y espacio-sa, con una rampa semicircular para los autos) y que de allí alguien me llama con las manos. Se trata de un grupo de novelistas y críticos que están alrededor del juez Elizondo. Lo encontraron justo cuando iba a dar su clase matutina y quieren sacarse una foto con él. Me piden que me sume al grupo y me presentan como un novelista argentino. Elizondo me mira y me palmea el hombro. Sé que me tratará distinto; ni mejor ni peor, sólo con más confianza. La foto se demora. Quien intenta tomarla es el presidente del evento. Se pone frente a nosotros pero la cámara no le funciona. Elizondo se impacienta. Para distraerlo le digo que está rodeado de escritores. Me dice que él también escribe. Le pregunto qué tipo de cosas escribe. Contesta diciendo que escribe novelas, cuentos y también poemas. No lo puedo creer, pero justo cuando trato de encontrar una forma de expresar mis dudas 183

sin ser descortés, acota que es-tá por publicar un libro de poemas y que tiene dos novelas inéditas. En un momento se interrumpe y exclama: «Qué pasa con la foto, muchachos». Por suerte está presente Anabella, una novelista de Caracas que nunca se desprende de su diminuta cámara, mezcla de juguete y carnet de espía. Avanza hasta el frente y está por sacar la foto, aunque al costo de no aparecer; al contrario del presidente, que quería salir a toda costa. Me pesa el silencio con Elizondo. Sé que una forma de sacar conversación entre escritores es preguntar sobre los autores preferidos. Y lo hago. Me dice que le gustan Eduardo Galeano y Mario Benedetti. Le pregunto si prefiere algún otro uruguayo, o si prefiere a los escritores uruguayos en general, por sobre todo el resto. Mirando hacia la cámara contesta también de manera elusiva, como en ocasiones los políticos: dice que los argentinos queremos mucho a los uruguayos. Justo en ese momento Anabella sa-ca la foto. La cámara apenas se distingue en su mano, de por sí pequeña. Me siento tentado de explicarle a Elizondo mi teoría sobre el 184

entusiasmo argentino por el Uruguay, pe-ro sé que no es tema para este momento. Y aparte él ya se está despidiendo. Su curso no puede esperar. El evento de escritores se deshilacha. Son las horas finales, hay gente que se despide, los desayunos merman. Cada enésima pregunta sobre el día de partida o el próximo itinerario de cada uno es un fleco más que se le abre a esta cortina maciza de mesas de discusión continuadas. Hay novelistas que me preguntan lo mismo dos o tres veces por día. En ocasiones trato de contestar diferente, como para ponerlos a prueba y ver si han olvidado mi anterior respuesta o si lo hacen para hablar de algo –algo que siempre será breve–. Veo a Vila-Matas desayunando y me acerco a contarle que hablé con Elizondo. Me acerco y se lo digo al oído aunque esté, como siempre, solo en su mesa. Esto de decir las cosas en confidencia lo he aprendido de mi colega y me asombra haberlo adoptado sin darme cuenta. Pero es cierto que lo dicho de este modo adquiere una consistencia particular. 185

La reacción de Vila-Matas no se hace esperar. Me mira a los ojos, creo que es la primera vez que lo hace, y me dice «¿Ah sí?» Asiento sin palabras. Le comento que me ha contado que escribe, y que admira a Galeano y a Benedetti. No puedo decir que Vila-Matas haya esperado escuchar otra cosa –en realidad eso no lo puedo decir de nadie– pero sé que al oír estos nombres se dibuja en su rostro una sonrisa de tranquilidad. Al rato termina todo. Antes de ello busco ya sin disimulo a los loros y a la empleada. El desorden general del fin de fiesta me ayuda, pero a la vez me torna más evidente, porque parezco extraviado caminando por sitios donde nadie tiene nada que hacer. Suena demasiado romántico o poco contencioso como para decir que en eso consiste la vi-da del novelista documental.

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El testigo Dedicado a Graciela Montaldo

El protagonista inicial de esta historia es Julio Cortázar. Está pasando una temporada en Buenos Aires. Dos años antes residió en Bolívar, desde donde, en una carta, dijo que «la vi-da, aquí, me hace pensar en un hombre al que le pasean una aplanadora por el cuerpo». Dentro de ocho meses enseñará en Chivilcoy; allí extrañará la ciudad de Bolívar y se sentirá como en un destierro. Ahora, en la Capital, no sabe muy bien qué hacer con su vida: es lo que se desprende de esta correspondencia. Es enero de 1939 y descarta irse de vacaciones (sin embargo, tampoco aclara qué tipo de actividad lo retiene). En realidad no le interesan las vacaciones, Cortázar busca otra vida, un cambio casual y brusco a la vez: literalmente, quiere subirse a un barco de carga y llegar a México. Podemos comprobar su ansiedad en el hecho de que en la carta siguiente, enviada el mismo 187

mes, lamenta aplazar el proyecto, por lo menos en lo inmediato, ya que desde Buenos Aires no hay barcos con destino a México. El puerto más cercano es Valparaíso, por lo tanto deja el viaje para el año siguiente y mientras tanto se impone ahorrar dinero. Cortázar admira México, quiere conocer las pirámides aztecas y la música popular mexicana. Enero en Buenos Aires, somos capaces de imaginar eso. El bochorno prolongado en los barrios, el verano constante y apenas amortiguado en las calles pobladas de plátanos. Es el año 1939. (Pocos meses más tarde, cuando Cortázar esté desterrado en Chivilcoy, desembarcará Gombrowicz sin entusiasmo. Seis años antes descendió, de otro barco, el mexicano Novo. También podemos imaginarlo, porque todo el mundo sabe que esta ciudad es una extensión del río. El verano, las chicharras y la temperatura aplastante. Novo encuentra a García Lorca, también proveniente de las aguas, en el Hotel Castelar; pero no recuerda 188

dónde está la casa del conscripto que conoce en la Diagonal Norte.) Cortázar escribe las cartas en medio del calor, probablemente a la sombra y en su casa alejada del centro, a la hora del mate. Pregunta a su amigo de Bolívar si acaso no piensa visitar Buenos Aires este verano. Agrega que, si lo hace, recuerde que su número está en la guía de teléfonos, y que le agrada-ría mucho que se vieran para charlar. Ahora se produce un salto en la historia. El nuevo protagonista es alguien que vive en el otro hemisferio, de nombre Samich. Desde el día en que abandonó el país, esta persona sufre una desconexión fatal con la geografía. Consecuencia de esta desconexión es que el mundo se encuentre dividido en dos hemisferios no relacionados. El primero es el propio, el segundo es el otro. Aun cuando tenga décadas viviendo en el mismo sitio del extranjero, o en el extranjero en general, Samich considera que reside en el otro hemisferio. No le da el nombre de este al que ocupa, sino el de otro, ya que este otro no abarca el país de donde proviene. Samich vive 189

en una ciudad calurosa y cuya luz espesa, debido a la presencia de la montaña verde que proyecta continuamente el reflejo cambiante del sol, se asocia de tal modo con la temperatura que los pobladores creen ver el calor cuando distinguen el aire granuloso, como de bruma blanca e incandescente, que atenúa la vivacidad de los colores, de por sí siempre fuertes. Podemos imaginar a Samich levantando la vista del libro que lee; en este momento ve el espectáculo de la atmósfera revuelta, la confusión de tonos que tiende al blanco, y la vibración propia del calor, que desdibuja los contornos de las cosas ubicadas a la altura de la mirada. Samich recién ha comenzado el libro, se trata del célebre epistolario de Cortázar. Considera que un interés pasajero, o directamente erróneo, lo lleva a curiosear en historias que no le incumben; pero el hecho es que los libros llamados normales han dejado de motivarlo desde hace tiempo. Ahora quiere libros donde la vida se muestre sin interferencias. Uno adivina qué es lo que 190

quiere decir. Samich tiene la sensación de que lee por primera vez a alguien llamado Cortázar, porque de su gran literatura y de sus cuentos perfectos tiene un recuerdo bastante vivo aunque –debe admitirlo – sin emociones. Samich conserva el recuerdo de haber leído a este autor, pero no de haber sentido algún impacto consistente, lo que paradójicamente ayuda a leerlo ahora, cuando la tarde comienza y el calor está a punto de alcanzar el punto máximo, porque puede intuir que a los veinticinco años este Cortázar no era todavía el otro Cortázar. Pedir al amigo que avise si pasa por Buenos Aires significa decir aproximadamente: «Me quedaré, me seguiré quedando hasta que algo pase». Es evidente que Cortázar piensa en el barco que lo arranque de la ciudad sin emociones y lo lleve a México; ilusión acaso inspirada en Raymond Roussel, precursor perdurable, y que llegará a realizar visitando otros destinos y con otras historias.

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El acontecimiento Por lo tanto todo está más o menos bien, suponemos que asistimos a un momento de calma: Samich se ha sentado a leer en el lugar del trópico donde decidió gastar los mejores años de su vida. Como es costumbre, la luz se dilata y se revuelve de a ratos, igual a un proceso físico permanente. Pero cuando Samich encuentra la frase de este Cortázar, informando al amigo de Bolívar que el número de teléfono de su casa está en la guía, y que no tiene más que fijarse allí para llamarlo y así encontrarse los dos cuando este sujeto de apellido Gagliardi pa-se por Buenos Aires, algo irrumpe y sacude la calma que lo tiene adormecido. A Samich lo asalta un ataque fulminante de nostalgia y un arrebatado sentimiento de extinción. Esto ocurre en el año 2000. Samich hace cuentas y concluye que han pasado más de seis décadas desde aquella carta del mes de enero. Y sin embargo la frase directa, la apelación a la guía como un medio a la mano para dar con otra persona, le inspira un sentido de convivencia urbana y a la vez do192

méstica, de contigüidad, más bien de vecindad, que tenía sepultado y encuentra vivo a pesar del tiempo transcurrido. Podemos imaginar los pensamientos que ocupan a Samich. En primer lugar quisiera saber la dirección de Cortázar. No tanto el número de teléfono, una referencia caduca y muda en definitiva, sino el domicilio, la clave traducible al preciso lugar donde este Cortázar, el autor de la carta, vivió y soportó aquellos largos veranos. Es como si Samich asumiera el papel de un Gagliardi incompleto, o mejor aún, como si en efecto el pedido de Cortázar hubiese llegado hasta él a través de Gagliardi. En el año 2000 todavía no ha estallado la recordada crisis social que hundió todavía más al país en la catástrofe, pero las señales de un derrumbe sin pausa y multifacético que viene recibiendo desde hace mucho tiempo, llevan a Samich a sentirse emocionado frente a cualquier signo de convivencia proveniente del pasado. Desde su atalaya tropical de luz gra-nulosa es capaz de imaginar el instinto de 193

preservación guardado en cualquier acto de intercambio, y también es capaz de suponer la desesperación creciente frente a la cual toda amenidad antigua es valorada como un tesoro. Ahora la historia da un nuevo salto. Samich ha decidido viajar a Buenos Aires. Pese a los años que lleva viviendo en el otro hemisferio, volvió al país muy pocas veces. Todavía no conoce la frase del famoso Leonardo Sciascia. Sciascia cuenta las desventuras de un emigrante siciliano del siglo XIX, y pone en su boca una sentencia que Samich adoptará como lema y argumento de consolación. Aproximadamente la frase dice que quien ha cometido el error de irse no puede cometer el error de volver. Samich –un sentimental que se conmueve rápidamente ante ciertas frases– va a estremecerse cuando la encuentre, porque en su formulación verá sintéticamente sellado su destino, sin apelación y sin prerrogativas posibles. No su futuro práctico, sino su destino moral.

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Rumiará la frase durante largo tiempo, la dará vuelta y tratará de adaptarla a distintas situaciones, siempre con éxito. Por ejemplo, será capaz de imaginar que quien comete el error de irse de un encuentro al que fue invitado, probablemente no pueda cometer el error de volver. El error se pone de manifiesto cuando se repite, con la segunda acción, que apunta a una enmienda; pero a la vez, sin primera acción no puede haber segunda. Samich todavía no ha conocido la frase y por ello su situación de destierro, como le gustaba decir a Cortázar en Bolívar, carece de profundidades abstractas. La sentencia le va a enseñar que el error es uno solo y asume distintas manifestaciones; aparte le enseñará el intrigante o capcioso uso de ese «no puede», no poder. Mientras tanto, el avión ha aterrizado. Después Samich avanza por la autopista elevada que lo trae del aeropuerto y observa la mezcla de grises de las casas y edificios irregulares.

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Esa luz apagada con manchas de opacidad le recuerda por contraste la atalaya donde vive, y asombrosamente ningún pensamiento o conclusión se desprende de eso. Planea resolver algunas cuestiones prácticas y visitar apenas pueda la Biblioteca Nacional. Por ello, al llegar a destino lo primero que hace es acercarse al teléfono para hablar con su madre, que está esperando la llamada desde antes de que el avión despegara. Después marca el número de su hermana, con quien se pone de acuerdo para reunirse en la casa de la madre. Al rato, mientras atraviesa las calles tiene la primera sensación extraña de esta visita, una sensación hasta ahora completamente inédita. Percibe que lo invade un sentimiento de no pertenencia, de separación o aislamiento, no sabe cómo llamarlo. Se siente igual a un extranjero, descubre que no sabe nada del resto de los pasajeros en el colectivo. Podemos imaginar que no es eso lo que preocupa a Samich, para quien no conocer a nadie es normal en cualquier circunstancia. Más bien, siente que el lazo de compenetración con el lugar está desvanecido, 196

se ha cortado por la parte más débil. Es una sensación súbita y un poco amarga para la que no tiene explicación. Ignora de dónde vienen y hacia dónde van las personas con quienes comparte el colectivo –o si es capaz de imaginarlo, no entiende la cadena de hechos que esas personas ejecutan, o en general ignora el significado o sentido profundo de esos hechos–. Intuye por otra parte que algo ha ocurrido con las palabras comunes, esas pocas decenas de palabras gracias a las cuales la gente en general sigue ligada y se entiende. La madre lo recibe muda y tomando mate, con un plato de galletitas de agua junto a la pava. Como en otras ocasiones, Samich está seguro de encontrar cosas en el mismo lugar donde las vio por última vez, varios años antes. No se refiere a aquello que no se mueve ni cambia, sino a papeles o bolígrafos, sobres, revistas o monedas. ¿Y si las cosas se detuvieran cuando uno está ausente?, piensa. Piensa en dimensiones paralelas y relacionadas, en túneles y conexiones invisibles, en postulaciones alternativas de la realidad. Al ra-to llega su hermana. Parece 197

cansada y después de un breve saludo se suma al silencio de su madre. Por decir algo, Samich informa que apenas pueda planea ir a la Biblioteca Nacional, para adelantar una investigación que tiene entre manos. Ellas no se interesan por la investigación, pero le preguntan qué colectivo lo deja. Depende, contesta Samich. Depende del lugar desde donde uno vaya. Samich no advierte que ha respondido mal; la pregunta se refería a qué colectivos pasan por la biblioteca. Y la respuesta equivocada de Samich confirma la complicidad entre madre y hermana, que advierten el traspié pero siguen como si nada. La Biblioteca es un lugar mentalmente alejado. Es un sitio icónico para las dos, pero tan improbable en términos prácticos como la Casa de Gobierno o el Autódromo. Ellas conocen cines, confiterías, hospitales y supermercados. Una cantidad reducida de cada uno de ellos. A veces se detienen frente a una librería; a veces van por la calle llevando grandes bolsas de nylon. Por eso, mientras conversan la Biblioteca Nacional es para ellas 198

una extensión de la atalaya donde vi-ve Samich, y los improbables colectivos que pasan cerca equivalen a la luz difusa de aquella parte del trópico. Samich por su parte prefiere aludir muy vagamente a lo de la investigación, porque sentiría vergüenza de explicar la verdad si su madre lo interrogara. Está seguro de que la hermana nunca le preguntará nada, aun cuando no sea algo referido a la investigación (hace bastante que su hermana ha dejado de hacerle preguntas), pero lo mortificaría mucho más que ella conozca la respuesta. Le cuesta calcular los años pasados desde su última visita al país. Comienza el recuento y algo lo traba, como si fuera una operación abstracta y enredada. Mientras tanto la madre le convida unos mates. Samich comprueba que están fríos. Su madre ha tomado mate durante toda la vida y nunca supo prepararlos. Si le dice que está frío, ella le pedirá que lo haga él. Es la salvación que ha encontrado hace tiempo, que algún hijo ponga el agua y la cuide. Pero como sabe que el mate es su punto más débil, mientras no se le diga nada 199

lo ceba con descuido, como para restarle importancia. Es lo contrario de Samich, para quien la obediencia rigurosa del mate, tanto de la temperatura como de la ronda o sus tiempos, es una de las premisas de las que depende el mundo y a las que se esclavizó. (Podemos imaginar que el mundo se sostiene mejor cuando piensa en él desde el otro hemisferio, porque el hemisferio llamado Buenos Aires está sometido a las mismas leyes a las que Samich pertenece.) En la calle, el asfalto se ablanda durante los días de verano. Samich recuerda que Cortázar menciona el fenómeno, y se pregunta si en ese enero de 1939 habrá pasado por el trance de pisar el pavimento bajo el sol de las tardes. Se escuchan los colectivos desde la avenida y, casualmente, llega el aroma un poco acre del alquitrán que una cuadrilla de obreros está calentando para arreglar la calle. Los ha visto mientras esperaba que su madre bajara a abrir la puerta; re-llenan los baches servidos de palas y emparejan el asfalto usando rastrillos, que deslizan con las puntas hacia arriba sobre la superficie del suelo. Después se acerca otro operario que maneja una apisonadora eléctrica, de ruido atronador. 200

Los colectivos también son ruidosos, y hacen vibrar las paredes. Pero madre y hermana no parecen escucharlos, se mantienen como si nada, probablemente gracias a la costumbre. La hermana de Samich no toma mate, quizá por eso se ha puesto en este momento a resolver un sudoku. Lleva siempre varios cuadernillos en su cartera y en el pasado, cuando el juego todavía no se había impuesto en el país, pe-día que le consiguiera en el otro hemisferio cuantos pudiera. Samich visitaba tiendas y librerías, pero no podía encontrar demasiado porque para ese momento el sudoku tampoco allí era muy conocido. Samich observa a la hermana y al verla abstraída piensa, con optimismo, que si la madre preguntara en ese momento por la investigación que lo ha traído a Buenos Aires, a lo mejor ella no escucharía la respuesta. Pero es algo que no se produce, la madre no pregunta. La indiferencia de la madre termina siendo decepcionante; Samich percibe cierto desafecto en su desinterés por la investigación que lo ha llevado a Buenos Aires. 201

Días más tarde, Samich ya está prácticamente instalado en su sitio de Buenos Aires, como si no fuera un recién llegado. Por lo tanto se siente en condiciones de iniciar las consultas en la Biblioteca. Ha tenido tiempo de recorrer los lugares más manifiestos de la ciudad, por lo menos los más manifiestos para él. La avenida Corrientes y la zona del centro, la calle Alem, el barrio de Congreso y el de San Cristóbal; Villa Crespo y Parque Patricios. Una tarde tomó el antiguo Ferrocarril Sarmiento, se bajó primero en Haedo y después en Morón, donde caminó por la plaza. Ante la ciudad tenía imágenes muy precisas del pasado, recuerdos vigentes, referidos a alguien que era él mismo, cuya continuidad en la conciencia un poco exterior de Samich tropezaba sin embargo con la propia duración de esos recuerdos, produciéndose un efecto de divergencia. Era así que pasaba por la experiencia común de sentir que los recuerdos propios pertenecen a un tercero. Trataba de ponerse en la piel de alguien que lo ignora todo sobre la ciudad y que observa cada detalle por primera vez. Pero no lo hacía para ilusionarse con una vida 202

distinta ni buscaba ser otro: intentaba evadir el mandato del pasado, que pese a los cambios físicos y a las nuevas condiciones de lo visible, le señalaba a cada momento que Samich era de ahí, que sencillamente las cosas tenían mejor memoria que él. Siempre había despreciado el elogio de los lugares, las idealizaciones del paisaje conocido le resultaban en general odiosas y las miradas enternecidas hacia el pasado le parecían todavía más aborrecibles. Y desde luego nada lo llevaba a cambiar de opinión, al contrario, la ciudad había sido antes funesta en varios sentidos, nunca por otra parte había dejado de ser retorcida de la manera más negativa, y ahora compro-baba que en todo lo malo lo seguía siendo todavía más y en todos los aspectos era infinitamente peor. Se ponía a pensar; lo único que salvaba su vínculo con la ciudad eran los colectivos, esas maravillosas cápsulas de movimiento.

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Colectivos Desde que tenía memoria (esa categoría específica de los recuerdos que es la memoria urbana) Samich se había sentido atraído por la naturaleza episódica de los colectivos, una presencia flotante basada en apariciones discontinuas. Y su entusiasmo tomó forma definitiva de un modo paradójico, la tarde en que literalmente asistió a la extinción de una línea luego de un período de prolongada agonía. La línea atravesaba Villa Crespo proveniente de Retiro, y tenía demoras cada vez más habituales, que para él significaban lagunas de tiempo pasibles de resolverse de la manera más imprevista. A Samich jamás le importó esperar –siempre sintió que los demás, o lo demás en general, era aquello cuyo objeto básico era disponer del tiempo que de una manera u otra le había sido asignado–. Así, un día le tocó esperar tres horas en la parada. Tiempo después, la tarde de la defección, esperó cinco horas. Por entonces Samich estaba dejando la infancia, la abue-la le había ordenado que llegara a la hora del mate. Cuando llevaba tres 204

horas y media en la parada, vio pasar el colectivo en dirección contraria, cosa que le hizo creer que dentro de poco llegaría el que esperaba (los colectivos propiciaban también esas creencias mágicas), o que, en todo caso, ese mismo coche haría rato después el camino de vuelta. Pero no fue así, nunca apareció y Samich supo que jamás volvería a cruzarse con esa línea. (Aparte, entendió que este tipo de desenlace era propio de los colectivos, porque desaparecía algo no anclado en ningún lugar en concreto. Las cabeceras eran para él lo menos intrigante, lo esencial pasaba por el principio de manifestación en el que los colectivos asentaban su dominio: en la calle vacía y oscura, o poblada y febril, cuando de pronto tomaba forma esa cápsula viajera, lanzada como un robot, que se ocupaba de conectar lugares arbitrariamente prefijados, como si la vida real se tratara de intervalos pautados por apariciones episódicas.) Podemos imaginar las palabras que diría Samich de las ciudades en general y de Buenos Aires en particular: que desprecia los mapas y cree solamente en los recorridos de los colectivos. Los mapas son redundantes e insuficientes a la vez. Únicamente los 205

colectivos se le revelaron como objetos anfibios, entre inconcretos y ciertos, bajo la forma de dioramas mentales que resultaban de la trayectoria abstracta de cada línea. También se presentaban como familias de colores pintados. Porque Samich cree, aparte, que las líneas de colectivos fueron las distraídas benefactoras de la única educación cromática que recibió. Los colectivos como paletas combinadas y móviles que atraviesan las calles. El rojo de una línea no era igual al de otra, como tampoco los tonos de azules, grises o verdes de distintas compañías. Y aparte, para mayor variación, existían los bordes de cada color, que dependiendo del modelo, o de la empresa, se resolvían de distintos modos; y también estaban los estilos que definían partes y superficies de manera variable, porque en unos casos, por ejemplo, el color del techo alcanzaba a cubrir los travesaños de las ventanillas, pero en otros llegaba tan solo hasta la moldura superior. Todas esas variaciones ayudaban a reconocer los colectivos a primera vista, sin necesidad de comprobar el número que portaban.

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Aquellos dioramas abstractos tomaban forma entonces a la manera de trazos abstractos, eran las conexiones de las rutas entre los puntos de la ciudad, que se resolvían o graficaban, también imaginariamente, como vehículos parecidos a miniaturas avanzando y alejándose dentro del diseño fijo de las calles. Y encima estaban los números, mezclados y desordenados, que no respondían a nada visible en concreto sino a su papel de pura denominación. Así, la trinidad formada por color, número y recorrido organizaba los dioramas. Samich despreciaba las veleidades ornamentales. Tanto los espejos biselados, las cortinitas de terciopelo con borlas y en especial el fileteado en los casos de abuso, eran elementos que siempre le habían parecido recursos no esenciales y, desde otro punto de vista, efusiones demasiado se-riales. Veía con cariñosa admiración los rasgos individuales de cada compañía, cada una con su propia paleta y su propia composición de colores, frente a lo cual los fileteados y ornatos en general previsibles venían a ser el elemento decorativo 207

que amenazaba con uniformar lo que, según su criterio, era ejemplarmente diverso. Esa suerte de conexiones ideales entre puntos separados de la ciudad, como si se tratara de regueros flotantes tan so-lo ciertos para quien los conoce o puede usarlos, a Samich le parecía extraordinaria en la medida en que desafiaban la organización de las calles, o incluso más, a veces las desmentían o perfeccionaban. Era el carácter trascendente de los colectivos, del cual cada diorama o mapa consistía en la única representación posible. Entre el caótico dibujo que resultaba de combinar diferentes líneas, y entre las fabulosas distancias o trayectos bizarros de recorridos vigentes, Samich prefería las opciones más sencillas, por ejemplo la perpetua rutina del par de líneas unidas por sus rutas inversas y el rojo desleído de sus coches, casi color rosado, sin fantasías ni mayores combinaciones decorativas, que en esa época llevaban en los letreros frontales los números 311 y 312. Eran colectivos de recorridos circulares y solidarios, cada grupo obligado a permanentes 208

viajes de ida. Más tarde se transformaron en el 61 y el 62. Y con el cambio de número, así como con los de las otras compañías, se le hizo evidente a Samich la curiosa virtud de toda denominación, puesta más de manifiesto en casos como estos, ya que los números, cualesquiera fueran, se traducían como sucesiones intermitentes de puntos sobre la superficie física de la ciudad que de otro modo, de no existir esa línea de colectivos, no se habrían dibujado. Los números proponían geografías organizadas. Podemos imaginar a Samich abocado durante cierto tiempo a desandar el trayecto de una línea de colectivos, sin otro argumento ni intención que conocer la ruta desde otra altura de la mirada y a distinta velocidad. Pero la paradoja de las rutas de colectivo consistía en que era mentalmente como mejor se ponían de manifiesto: trayectos e imágenes combinados aparecían en la cabeza de Samich con la claridad de un diagrama. Le fascinaba unir sitios de la ciudad a través de esos recorridos, porque eran algo así como postulaciones de simultaneidad, materia prima para futuras y entonces hipotéticas 209

ficciones urbanas, la vida sincronizada y las infinitas posibilidades de la casualidad. A veces competía con los de-más en encontrar el viaje, la conexión más sencilla entre varios puntos. Y especialmente amaba los colectivos durante los veranos, cuando se convertían en observatorios ambulantes a través de la ciudad silenciosa, también un poco deshabitada por el calor y la ausencia de personas, y cuando tanto las cosas visibles como las ocultas asumían un carácter abstracto, sobre todo saturadas de lentitud y cansadas de la luz prolongada debido a la duración de los días. No obstante, esos recuerdos resultan un poco grises para Samich: dada su irrevocable ignorancia de las claves del paisaje actual, la memoria es casi el único hilo con la ciudad vigente. Mientras tanto supone que si tuviera que viajar de la antigua sede de la Biblioteca Nacional, en la calle México, al edificio actual, cerca de Avenida del Libertador, tendría varias opciones. Entre ellas, el 130; debería bajar por México hasta Paseo Colón. Otra posibilidad sería caminar en dirección contraria, hasta Bernardo de Irigoyen, para esperar el 59. Sabe que no hay recorrido perfecto para unir 210

ambos sitios. De la casa de su madre tendría el 92, magnífica línea según su opinión, casi sublime, de recorrido diverso e incansable, también muy apreciable por sus discretos colores. Biblioteca Ahora está a punto de llegar a la sede de Plaza Francia. Es posible imaginar sus impresiones. Mientras se acerca ve la biblioteca maciza y dura como un búnker. Siente que el largo viaje desde el trópico estará justificado dentro de breve rato. Decidió tomar un colectivo que va por Las Heras, por eso camina a través de la explanada trasera, desde donde puede ver el edificio como una mole imperante en el silencio, con el frente despejado hacia el declive armonioso del antiguo río. También es posible imaginar los sentimientos de Samich cuando entra. En ese momento, para él no hay saber más importante que valga la pena ser protegido y atesorado que la antigua dirección de Cortázar. Completa la planilla de visitante y comienza a vagar por el hall de entrada. Actúa como si todo le 211

interesara: los afiches e informaciones en las paredes, las vitrinas con folletos y publicaciones, los carteles de advertencia, las señales, etc. Es su oportunidad para creerse extranjero, porque también para él, aunque por distintos motivos, en un punto la Biblioteca ha terminado siendo un lugar imposible y se ha convertido en mero ícono aproximativo. Sin embargo –Samich atisba esto en un hilo de pensamiento–, ¿no ocurre lo mismo con la ciudad en su conjunto? ¿No es todo Buenos Aires, o sea los individuos, cosas y geografía puestos en funcionamiento continuado y sincronizado, un signo de otra cosa, una vida que se mueve hacia adelante porque todos creen en las señales contradictorias que produce? Samich actúa en el hall de entrada como si le interesara todo, pero en realidad no le interesa nada. Conserva la conducta del curioso tan solo como vestigio de un ritual de familiaridad. Se siente confundido: la misma aprensión que lo llevaba a ocultar a su madre el tema de su investigación, ahora lo empuja a querer disimularlo. No obstante en algún momento deberá decir qué ha ido a buscar. 212

Arrastrado por la inercia de haber llegado termina en el guardarropa. Allí una empleada silenciosa espera que avance el día. Casi todos los casilleros están vacíos, así que Samich puede elegir dónde guardar lo poco que lleva. Hace todo en cámara lenta, como si estuviera rumiando una idea, y apenas extrae la llave adosada al número 35 se le ocurre lo inopinado, lo que más tarde no tendrá explicación. Acaso para sacar un tema de charla o para evadir el momento de la verdad, le pregunta a la empleada dónde puede consultar guías telefónicas. Samich está a punto de contarle todo; quiere empezar por la carta del año 39, seguir con la vocación viajera de Cortázar y terminar con lo que él mismo sintió frente a la conmovedora mención de la guía. La empleada lo mira un momento y luego baja la vista a unas planillas apoyadas sobre su mostrador, que no son sino copias del mismo croquis de los armarios numerados del guardarropa. Viste un guardapolvo que parece gris, pero que también puede ser beige. Tiene los ojos de un castaño profundo. Después de pensar un momento, la empleada dice que en la biblioteca, las guías se consultan 213

en la biblioteca. Podemos imaginar que pocas veces le han preguntado por un material específico, y que por eso aprovecha la curiosidad de alguien irremediablemente confundido como Samich para responder con convicción. Por su parte, Samich es un hombre vencido por las circunstancias. En este caso ha renunciado a pensar. Toma la respuesta por cierta y se dirige a la biblioteca. En los ficheros no encuentra el material que busca. Entonces pregunta a un empleado, que primero lo mira extrañado y después quiere saber por qué busca allí las guías de teléfonos. Samich siente que se está creando una trama un tanto insidiosa, con el evidente propósito de ocultar la dirección de Cortázar. Responde que una empleada le ha dicho que están allí. Entonces el empleado dice que espere. Lleva un guardapolvo parecido al de la otra mujer y cuando habla da la impresión de estar pensando en otra cosa. Samich no cree que piense realmente en otra cosa, sino que adopta un gesto de concentración excesiva, como si no pudiera apartarse del último pensamiento o del significado de lo que estaba haciendo. Al 214

volver le indica a Samich que se dirija a la supervisora, quien lo espera en una especie de antesala vidriada, rodeada de varios escritorios ocupados por otros empleados. La supervisora no le saca los ojos de encima como si él, Samich, fuera un caso especial. Lo primero que le pregunta es qué busca. Samich responde que está interesado en leer las guías telefónicas de los años treinta. Está a punto de contar su encuentro con la carta de Cortázar y todo lo demás, pero advierte lo inopinado de la palabra leer y entonces aclara que las quiere consultar. Pero al corregirse produce una ambigüedad mayor, ya que cualquiera advierte que leer en este caso significa consultar, tornando sospechosa, por in-necesaria, cualquier aclaración. ¿Acaso Samich piensa que alguien podría tener la intención de leer las guías telefónicas? En este momento ocurre algo curioso, porque es como si la supervisora comprendiera que cuenta con sobrados motivos para impacientarse y desechar esta situación baladí; pero sin embargo no lo hace, toma la ignorancia de Samich como un malentendido 215

subsanable y al mismo Samich como una persona capaz de enmendarse. Entonces pregunta si ha ido a la hemeroteca. Esto produce en él una especie de cataclismo controlado. Recién ahora despabilado luego de abandonar su atalaya varios días antes, es como si Samich escuchara la palabra hemeroteca por primera vez, después de tenerla olvidada por largo tiempo. Samich entiende que debía habérsele ocurrido antes, pero para ocultar su error dice que sí, que de la hemeroteca lo mandaron a la biblioteca. Durante un instante se le pasó por la cabeza confesar que había preguntado en el guardarropa, pero siendo, como creía ser, un ser fronterizo en esta ciudad, un testigo o ejemplo proveniente de la geografía del pasado, sentía que no estaba en condiciones de enfrentar ningún desajuste que pudiera apartarlo todavía más. La supervisora pregunta entonces quién fue. No tanto para encontrar un responsable, supone Samich, sino para aprovechar lo ocurrido y beneficiar a otras personas con la labor de enmienda. Samich intenta describir a la mujer del guardarropa. Habla de sus ojos 216

castaños, de sus labios del-gados y de su estatura. Y cuando está por decir algo sobre el cabello lacio de esa mujer descubre el increíble parecido con una famosa viuda, la más famosa viuda del más famoso escritor argentino. Es una asociación infeliz que beneficia a Samich, porque ahora se mezclan ambas personas en su recuerdo y no sabe qué aspecto corresponde a cada quien. Ante la evidente dificultad de la descripción, la supervisora decide tomar el teléfono. Mientras espera que atiendan tranquiliza por lo bajo a Samich: quiere confirmar la disponibilidad del material buscado. Samich agradece la ecuanimidad de la supervisora: en la biblioteca toda página es por definición un material. Ahora Samich ha llegado a la hemeroteca, está sentado frente a un largo escritorio mientras espera que suban el pedido. Media hora más tarde consulta, o lee, una vieja guía de teléfonos de Buenos Aires. Siente que es la primera persona que la abre en más de sesenta años, y debido a ello no logra entender por qué luce tan usada. La sala de lectura está casi completamente vacía, en el extremo opuesto 217

un lector se afana ante su atril repasando grandes volúmenes con entregas de algún viejo periódico. Samich recibe una guía por vez. El empleado le ha sugerido que pida todos los años que busca, así quedan listos para entregárselos. Los irán subiendo a medida que devuelva los ya revisados. Podemos imaginar el ánimo de Samich al llegar a la hemeroteca. Mientras se aproximaba al mostrador, en medio de ese ambiente y rodeado de nada, adivinó que lo estaban esperando. Supuso que la supervisora había llamado, en primer lugar para verificar si hubo alguien que preguntara por las guías telefónicas. Y todos debieron extrañarse al saber que Samich decía haberlo hecho, cuando en realidad parecía que no era así. ¿Por qué asegurar algo que no era cierto? Fueron incapaces de imaginar una respuesta. En todo caso, la supervisora había advertido que el hombre de las guías, o el tipo de las guías, como supone Samich que comenzaron a llamarlo, se dirigía hacia allí.

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Las guías telefónicas ofrecen la información que se les pide, en este sentido Samich piensa que son inobjetables. Pero a la vez describen un cuadro colectivo; así como son, mudas a su manera, hablan de la ciudad más de lo que muestran. Frente a ellas Samich no piensa en casi nada fuera de su propia curiosidad de lector intermitente. Supone que está frente a un tipo de material ambiguo, ilustrativo y misterioso, tanto que no sabe si decir que también parece un poco inútil. Evidentemente, es lo que Samich ha decidido leer, la consecuencia práctica de buscar libros en los que «la vida se muestre sin interferencias». Descubre que hay años extraviados o definitivamente perdidos; el que ha pedido primero es uno de ellos, 1939, correspondiente a la carta. No obstante Cortázar ya figuraba en la guía de 1938. Una pregunta que se hace Samich: ¿cuándo se producían las guías?; porque si la carta a Gagliardi fue escrita en enero, naturalmente Cortázar debía estar hablando de la guía del 219

año 38. Samich piensa en el 146 o el 105; Cortázar tomaría alguno de los dos en sus viajes al centro, al Pasaje Güemes por ejemplo. Su dirección era Artigas 3246 y el teléfono era el 50 Villa Devoto 4765. Los números telefónicos incluían entonces el nombre de la central. Días más tarde Samich tomará uno de esos colectivos y llegará a una zona que a primera vista parece un reducto de viviendas junto a la gran avenida. Unas pocas manzanas aisladas, de calles cortas y medio curvas, como una colonia de vacaciones, con casas que tienen cierto aire común, anacrónico y campestre, todo a escala pequeña. Una de esas calles que corta Artigas a pocos metros de los terrenos del Club Comunicaciones lleva el nombre, Samich no sabrá desde cuándo, del autor de la carta. Ahora se puede decir «Artigas y Cortázar», pensará Samich. Al contrario de otras paralelas que atraviesan bastante indemnes esta zona de diagonales y terrenos kilométricos, la calle Artigas no ha tenido demasiada suerte, aun pese a provenir de la misma Plaza Flores. A esta altura se 220

interrumpe varias veces frente a cortadas, paredones o vías de ferrocarril. Es posible suponer que Samich esté tentado de encontrar una clave esencial, o definitoria, en las posibles combinatorias alfanuméricas del teléfono de Cortázar. Números y palabras, números y zonas, activan mejor la imaginación. Pero no lo hace. Acaso le parece un juego demasiado sencillo, una guía de procedimientos que quizá no conduzca a nada fuera de su propia justificación. Samich solo piensa en otros números, los de los colectivos. En los días previos, mientras se dedicó a recorrer Buenos Aires montado en ellos, sintió una especial debilidad por los barrios de las comunidades inmigrantes. Se internaba en el barrio coreano, desde donde pasaba al de los bolivianos. Iba al barrio chino y después al peruano. Conocía bien los vestigios del barrio judío. Y una curiosa felicidad o plenitud lo arrastraba hacia esos sitios, porque sentía que solamente allí su curiosidad era capaz de activarse. No era que las cosas parecieran más auténticas, sino que se mostraban más 221

relevantes. Buenos Aires agonizaba entre lo indiferenciado y lo diferido, y solamente los así llamados extranjeros podían venir al rescate. Trama Esto supone Samich ante las guías telefónicas. Sabe que la trama de números, nombres y direcciones le inspira una curiosidad distinta. En este caso es la curiosidad del indiferente. Samich, el curioso indiferente. Ya develó el misterio que lo ha intrigado desde que leyera las cartas del gran escritor, y ahora que se encuentra con las manos vacías, para decirlo de algún modo, porque el resultado ha sido rápido, bastante escueto y sobre todo mudo, no más que un domicilio y un número de teléfono antiguo, supone que puede seguir asomándose a esa ciudad exhibida como clave de calles y centrales telefónicas. Decide entonces ocuparse de una empresa mayor. Emplea su memoria accidentada de lector discontinuo para efectuar un recuento y de este modo ampliar su investigación. Serán por otra parte las mismas palabras con que 222

justificará ante su madre los nuevos viajes a la biblioteca, no tanto para inspirar su curiosidad como para arraigar definitivamente en ella la idea de que se encuentra dedicado a asuntos de importancia especial. Samich improvisa mentalmente una lista de nombres y autores, los primeros que es capaz de recordar, y comienza con la letra A. No encuentra a Roberto Arlt, pero lee en la guía del año 37 que un Pablo H. Arlt residía en la calle Posadas 1556 y contestaba el teléfono 41 Plaza 8409. La letra B es más prolífica. Busca a Enrique Banchs, Leónidas Barletta, Francisco Luis Bernárdez, José Bianco, Adolfo Bioy Casares y lógicamente a Borges. En 1932, Banchs vive en el barrio de Colegiales ( Delgado 835). Bajo el nombre Barletta aparece una mujer (Amelia O. de Barletta) –Samich, en su afán de descubrir coincidencias, pretende que sea la esposa–, que en el año 37 vive en Cangallo 1228, curiosamente, piensa Samich, el mismo lugar donde treinta años después tendrá sede una gran editorial. Con Bernárdez tampoco hay mucha suerte, ya que figura, en el 223

mismo año de 1937, una tal «familia Bernárdez» en Cente-nera 1214. Siguiendo, hay un José Bianco en Paysandú 984; pero dado que puede tratarse de un nombre frecuente, Samich no sabe si tomar por cierta esta información. No se imagina a Bianco viviendo en La Paternal, pero si se pone a pensar supone que puede no haber sido improbable. Con Bioy Casares le va mejor: le corresponde con toda certeza el 174 de Quintana; pero le intriga que entre el año 32 y el año 37 haya cambiado de número de teléfono, manteniendo la misma dirección: pasó del 44 Juncal 2310 al 44 Juncal 2046. A Borges no lo encontró, aunque sí a su dedicada madre: Leonor Acevedo de Borges pasó de Pueyrredón 2190 en el año 38 a Anchorena 1670 en el año 40, logrando sin embargo conservar el mismo número de teléfono: 41 Plaza 5384. Así Samich fue buscando otros nombres, teléfonos y direcciones. Podemos suponer que Samich está absorbido por el silencio de las bibliotecas. Cada tanto se levanta como un sonámbulo para entregar la 224

guía que ha terminado de leer y retirar la siguiente. No puede creer que una investigación consista en esto. Y también piensa en otra cosa: le mortifica imaginar qué pensará sobre su pesquisa el empleado de la sección. Samich recapacita y da con la frase del pasado, escondida en el fondo de su idioma: «Hay cada uno…». Un momento después sigue. En 1938, Arturo Cerretani vive en la calle General Eugenio Garzón, a una cuadra del Parque Avellaneda –o, como prefiere llamarlo en sus libros, la Quinta Olivera–; además, según dice la guía del año 32, a Atilio Chiáppori se lo encuentra en la Avenida Las Heras, a pocos metros del Hospital Rivadavia. Son puntos alejados, pero Samich intuye que el 92, ese gran colectivo, previsiblemente, los acercaría bastante. Samich observa que durante el mismo año 32, Enrique Santos Discépolo y Manuel Gálvez vivieron a poca distancia, cerca del Congreso. El primero en Cangallo 1757 (a cinco cuadras de la supuesta mujer de Barletta), y el segundo en Callao 360. Pero en el año 37, Gálvez se muda a la Avenida Santa Fe, en Palermo. Samich continúa con la letra G y de inmediato el mapa de Buenos Aires se amplía bastante. 225

El así llamado Álvaro Yunque vive, en el año 32, en Sarandí 965, mientras que Alberto Gerchunoff está en San Martín 569. Todavía seguirá en el barrio en 1937, aunque mudado a Sarmiento 212, curiosamente ambos domicilios a dos cuadras de donde bastante tiempo después encontrará la muerte. En 1933, Oliverio Girondo vive sobre Corrientes, en el número 915, y para los años 37 y 38 se ha trasladado, debido al Obelisco, a Suipacha 1440, cerca de Libertador. Los González Tuñón (en la guía dice «Familia González Tuñón») ocupaban el 578 de Yapeyú en el año 32, y el 709 de Pueyrredón en 1937. En un hipotético viaje entre ambos sitios, Samich piensa que el actual 115 podría servir. Roberto Giusti es el primer escritor que, según esta búsqueda, aparece en el año 32 en la provincia, calle José Manuel Estrada 2236, a una cuadra de la estación Martínez. Samich encuentra también que, en 1932, la «Familia Ingenieros» vive en Cangallo 1544, o sea, a tres cuadras de la mujer de Barletta y a dos de la casa de Gálvez. Leopoldo Lugones tampoco está lejos, Callao 676 en 1932, 226

aunque en 1937, como si se tratara de la mudanza postrera, aparece en Santa Fe 1391. Previsiblemente, Leopoldo Marechal vive en su legendaria calle Monte Egmont en 1932, frente a la mítica curtiembre de entonces, y en 1938 ha pasado a Rivadavia 2341, entre Congreso y Once. Samich une ambos puntos: el 19 es una buena opción, o mejor, el 105. Roberto Mariani también se muda: va de Potosí 4260 en 1932, a pocas cuadras del Parque Centenario y frente al Hospital Italiano, a Boulogne Sur Mer 282, cerca del Mercado de Abasto. Ezequiel Martínez Estrada no se muda, pero al igual que Bioy Casares cambia misteriosamente de número de teléfono: en el año 32 tiene, en Lavalle 166, el 31 Retiro 0304, y en 1937 atiende el 31 Retiro 1457. Podemos imaginar lo que Samich imagina: individuos solidarios con Cortázar, que se apuran por cotejar la verdad en las guías telefónicas para que los visitantes de afuera puedan llamarlos, si quieren. Samich también imagina a cada escritor de Buenos Aires repitiendo la fórmula escrita, donde se mezcla 227

una cuota de confianza y de accesibilidad con otra dosis de tono mundano, que dice aproximadamente: «Bús-queme en la guía, donde otros han puesto mis datos por mí». El caso de Gustavo Martínez Zuviría en el año 1932 resulta para Samich un poco curioso, porque tiene como domicilio el lugar del que es director, la Biblioteca Nacional, por entonces en la sede de la calle México 564. El teléfono que figura como suyo es el 33 Avenida 0824. Samich vuelve otro día a la Biblioteca Nacional, precisa completar su raid telefónico. Pasa con rapidez por las hermanas Ocampo. (Silvina vive en el 1650 de Posadas, ya desde entonces permanente, y Victoria se localiza duraderamente en la famosa casa de Rufino de Elizalde 2829 en el año 32, y 2847 en el año 38; mantiene el mismo número de teléfono: 71 Palermo 3671. Y Samich se pregunta por este cambio de pocos metros, en la misma cuadra, si no encubrirá algo importante, o al contrario, si no significará algo menor.) Más tarde, ubica a María Rosa Oliver en Guido 1521, no lejos de su amiga Silvina, y encuentra 228

a Nicolás Olivari viviendo en pleno Once: Valentín Gómez 2610. Samich piensa que el 124 podía llevar a Olivari a la casa de Oliver. Por su parte, Aníbal Ponce ocupa, en 1932, el 705 de Suipacha, y Bernardo Verbitsky vive en 1940 en la calle Quito 3971, a dos cuadras de donde habían estado, años antes, los González Tuñón. Desenlace La historia da ahora otro salto, aunque corto. Samich está abocado a una etapa de verificación empírica. Lleva anotadas varias direcciones de escritores y va de un lado a otro de la ciudad. Camina cuando se trata de puntos cercanos o toma colectivos cuando son lejanos. Si uno lo ve, piensa en alguien absorbido por una actividad burocrática, o por lo menos una actividad hacia la que se siente obligado. En realidad, uno imagina que Samich busca reponer un mundo acotado y silenciosamente democrático de seres antiguos. Por ejemplo, acaba de dejar las manzanas solitarias donde vivió Cortázar y se dirige a 229

Navarro 3528, vieja casa del recordado Lorenzo Stanchina. Hasta donde Samich alcanzó a ver, es el escritor más próximo, unas nueve cuadras si aprovecha la diagonal de la Avenida San Martín. Entiende que no vale la pena subirse a un colectivo. Como si se tratara de un ejercicio de ficción, esas direcciones son las únicas señales sobre-vivientes del pasado, que sin embargo precisan de las guías telefónicas para presentarse como documentos en la mente de Samich. Para la mente de Samich, las guías respaldarían las direcciones, y los lugares físicos vendrían a ser las pruebas de las guías. Pero ocurre que ya casi nada de eso existe… Podemos suponer que acá es cuando Samich opta por abandonar su pensamiento y plegarse a la sucesión indiferente del paisaje de Buenos Aires. En las novelas de Stanchina está también el Pasaje Güemes, asociado a los mismos motivos prostibularios que en Cortázar. Samich imagina a Buenos Aires como una extensa colonia de escritores, el territorio temático donde intercambian números de teléfonos, comidas, fotografías y conversaciones. La ciudad vendría a ser el 230

escenario, y como tal, elemento central y a la vez accesorio. Podemos imaginar que Samich siente haber llegado tarde a la colonia, o intuye haber consultado fuentes demasiado atrasadas. En unos días volverá a su atalaya tropical. Allí distinguirá la luz cremosa y le parecerá poco creíble que cierta lejana comunidad de seres urbanos utilice, en ausencia suya, colectivos y teléfonos para comunicarse. Como si copiaran costumbres de tiempos lejanos mientras simulan aplazar las acciones verdaderas hasta el próximo regreso del testigo. Cosa que este, en verdad sin mejores opciones a la mano, agradece.

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El seguidor de la nieve Dedicado a Arturo Carrera

Su primer gran contacto con la nieve se produjo hace varios años, cuando residió en uno de los innumerables suburbios de viviendas rodeadas de pequeños jardines que hay en Nueva Jersey. Al igual que los vecinos, después de cada nevada debía liberar el paso para la gente en el largo perímetro que correspondía a la esquina que ocupaba (aunque de hecho casi nadie caminaba por las calles de aquel barrio). Para remover la nieve se servía de instrumentos especiales, por ejemplo una pala de gran superficie, que mejoraba el porte, y con mango curvo, que reducía el esfuerzo. Al término de la limpieza quedaban unos pasillos más o menos altos, dependiendo de la cantidad acumulada, con paredes verticales que parecían desfiladeros hechos de algún material blanco de utilería, levantados a una escala callejera o barrial, y que por eso mismo no dejaban de impresionar, porque hablaban de una altura 232

inaudita si se los proyectaba sobre el mundo real al que supuestamente aludían. En algunos casos la nevada había sido intensa y el nivel acumulado llegaba hasta la cintura, cubriendo buena parte de los autos estacionados. Entonces durante el descanso de la tarea, el seguidor levantaba la vista del corredor que estaba abriendo, y se imaginaba en el acto de espiar desde una trinchera, abarcando un panorama inédito, construido para ser contemplado de incógnito, sin decir palabra y sin comparaciones, el paisaje blanco y de formas redondeadas producto de la nieve. La primera asociación que establecía apuntaba a los decorados de repostería y a las tortas de cre-ma propiamente dichas. Los techos de las casas y los autos, los árboles y los postes, los buzones y las señales de tránsito, los bancos para sentarse, los arbustos y las paradas de los autobuses: todo objeto o artefacto que ocupaba una superficie se sometía a la acción envolvente de la nieve, que agrega volumen, por supuesto oculta, suaviza, redondea y por lo tanto tiende a igualar hasta las formas más distintas. 233

Si hubo algo que lo sorprendió más allá de la cantidad de nieve que podía caer sin interrupción –delante de sus ojos se componía una grilla tupida y blanca, liviana e impenetrable–, fue el silencio en el que las cosas quedaban atrapadas. Esto le inspiró pensamientos diversos. Conocía desde hacía tiempo el vínculo entre nieve y silencio, en la medida en que formaba parte de la retórica del tema. Le resultaba frecuente escuchar comentarios sobre esto, libros y personas lo repetían. También lo había encontrado referido en arrebatos líricos y en poesías escritas. Por otra parte, en trenes o autobuses había sido testigo de conversaciones ajenas y que no le interesaban, pero en las que tarde o temprano aparecía el punto como un leit motiv obligado y fatal, o como una cuenta pendiente ante algún dios de la retórica y del clima, que precisaba saldarse. Justamente por eso, aunque sentía remordimientos por la previsibilidad de sus impresiones, debía reconocer que nunca había pasado por experiencias tan radicales de silencio, tan únicas y adormecedoras. Desde cualquier dirección de donde vinieran, los 234

sonidos llegaban rebajados por la amortiguación de la nieve; y si de casualidad alguno adquiría una sobrevida apenas más prolongada que la del resto, su origen incierto parecía escapar hacia las profundidades de ese paisaje blanqueado, como si hubiese estado frente a una selva infinita de planos que se expresaba en un lenguaje de ecos y de resonancias cada vez más apagadas. Así, no solamente en términos de quietud o permanencia, la nieve traducía, o más bien postulaba, un viaje invisible a través del espacio; era una materia insólita y volátil que abolía distancias, ralentizaba los sonidos esparcidos en el aire y los absorbía de inmediato. La nieve es algo que cae paulatinamente, pero cuando lo ha-ce en grandes cantidades se instala durante varios días. Desde el mismo momento en que pierde, digamos, la condición aérea o volátil, comienza a espesarse. Si el volumen es considerable, probablemente mantenga su ligereza por muchas horas. Y también, claro, todo esto depende de las condiciones del tiempo después de la nevada. El momento cuando la 235

nevada cesa y la claridad vuelve a sus condiciones normales de transparencia, es el estado de gracia de la nieve, copos llenos de aire depositados sobre la superficie, o también aire vacío con forma de nieve. Uno mira el paisaje, cualquier paisaje, ya sea urbano o rural, y la composición de las cosas ofrece una total ambigüedad: la realidad parece iniciar un letargo de inmovilidad, o al revés, parece a punto de despertar después de haber dormido durante largo tiempo. Es el más enigmático de todos los momentos que rodean a este fenómeno, y es el momento ante el que todos sucumben, cualquiera sea la edad o la condición social, la tarea que se esté realizando o los pensamientos claros u oscuros que se tengan: todos se interrumpen y levantan la vista para verificar la nueva inmovilidad, el cese de la nieve. Después pasan las tardes y la composición se va haciendo más densa, la superficie de la nieve cambia y adquiere una textura granulada. En el proceso previo se producen las circunstancias misteriosas, como el seguidor las llama; aparecen sobre todo las 236

pisadas: no es infrecuente ver por la mañana pisadas de animales desconocidos, que aprovecharon la oscuridad de la noche para merodear y disfrutar, acaso, de la superficie helada. Pero si hay algo que lo intriga son los hoyos espontáneos, autogenerados, que sin obedecer a acción animal o humana, perforan la masa blanca desde la superficie hasta las profundidades cercanas al piso, como si fueran ductos por los cuales la materia respira. La nieve se contrae, y él supone que a través de las perforaciones negocia la temperatura con el exterior. Así como los copos, convertidos en nieve una vez caídos se degradan, se reducen, se ensucian, se espesan, se hielan o directamente se derriten, los sonidos recuperan el volumen acostumbrado, o sea, su preeminencia, y poco a poco reconstruyen su sistema de influencias hasta volver a la normalidad. A partir de esta observación, el seguidor piensa en una relación inversa, no tanto entre los ruidos y la nieve cayendo, sino entre ruidos y nieve caída. Porque la caída de la nieve impide pensar. El acolchado blanco que 237

absorbe los ruidos, introduce, como efecto secundario, una temporalidad especial. Los días se igualan, los matices cambiantes de las distintas horas tienden a parecerse porque todo se refleja sobre la misma superficie, extendida y del mismo color. Así, las mejores horas, según su punto de vista, son las de la media mañana y las de media tarde. Las horas de la quietud y la ausencia, las horas sin marcas, las indeterminadas. Las horas vacías en las que no se ve a nadie, sólo la aparición furtiva de un punto indistinguible moviéndose casi oculto tras la nieve. Mientras contempla el barrio nevado desde su ventana, un día se le ocurre una hipótesis medio descabellada. Piensa que las eras glaciares borraron las formas de vida previa no tanto por la acción destructiva del frío y de los hielos, si-no por los prolongados silencios que instalaron. Una vez arraigados, esos silencios indujeron primero los síntomas iniciales del olvido, que luego se tradujo en desinterés, más tarde se impuso la falta de conexiones y por último ocurrieron las extinciones generalizadas. Dicho así, piensa, 238

parece un resumen periodístico. Pero no se le ocurre otra forma de describir el proceso. Imagina una nieve eterna, y él mirando desde la ventana o desde la trinchera excavada en la vereda de su casa. Sería como caer despacio en el sueño, los sentidos alertas, aunque ahora absorbidos en una sola dirección: discriminar lo uniforme, lo que encandila, la lámina blanca que cae silenciosa sobre las cosas. Advierte entonces que se ha convertido en un adicto a la nieve. Aunque sin la adicción de quien precisa satisfacer un deseo intolerable, sino con la fiebre del admirador o fanático, la del militante de una creencia. No sabe a través de qué vías, ha terminado creyendo sólo en la nieve. Cualquier otro fenómeno natural, para no hablar de la serie interminable de diligencias y trabajos inútiles y evasivos que, advierte ahora, lo distraen de su principal objeto, el que le da sentido a su vida, cualquier otra cosa le parece banal, superficial y de una inocencia malintencionada. Por lo tanto organiza sus horas según el pronóstico del tiempo, y cuando comienza a nevar deja todo para acceder a un estado de suspensión similar a esa otra suspensión, la de los copos. 239

Cuando comienza a nevar, repite –y le sobreviene el típico gesto de desconfianza que se dedican a sí mismos los entendidos, conscientes de la complejidad de las palabras dichas con rapidez. Como si fuera sencillo precisar el comienzo exacto de la nevada. Al principio, los copos son volutas que parecen materia olvidada, partículas de sedimentos arrastrados desde los techos o los árboles. En el comienzo no es nieve, piensa. Las formas van aumentando poco a poco en volumen y, sobre todo, en frecuencia; y cuando uno quiere precisar el verdadero comienzo del fenómeno advierte que en realidad ya asiste al hecho consumado y, digamos, en pleno desarrollo. Entonces el seguidor se olvida de atender al comienzo y entra en un estado similar al de abandono: sólo quiere observar y perder la mirada en la malla blanca. Incluso los copos veloces y oblicuos que cuando sopla el viento dibujan una red muy poco pacífica, y hasta caótica, tienen sin embargo ese mismo poder que él considera no exactamente hipnótico, 240

sino sobre todo persuasivo, como si se tratara de una tranquila argumentación que busca convencerlo. Y en el extremo, a veces su ensoñación es tan meditativa, su actividad llega casi a cero, a tal punto que olvida estar contemplando la nieve sino al contrario, cree estar siendo observado por ella. Se detiene en este pensamiento. Qué piensa de él la nieve cuando lo ve absorto, mirándola. Eso para no hablar de la sinuosa relación que ha establecido con los muñecos. Nunca se atrevió a hacer ninguno, pero tiene una larga colección de fotografías que fue tomando en caminatas invernales. Entre todas las posibilidades, prefiere los dispuestos en los lugares públicos. Y de ellos, le despiertan más admiración y ternura los ubicados sobre los bancos, porque supone que a un muñeco de nieve sobre un banco de calle, por ejemplo, le falta muy poco para adquirir vida y, llegado el caso, salir caminando. Ha desarrollado una especie de radar para advertirlos escondidos en los lugares más 241

apartados y problemáticos de los parques. Una vez vio uno bajo un árbol enano, sobre una piedra falsa que ocultaba la llave de riego correspondiente a ese amplio sector de césped y pequeños arbustos. No había senderos que llegaran hasta allí, el rincón tampoco era visible desde lejos. Y sin embargo un poder misterioso lo con-dujo hasta ese lugar. Se quedó pensando. Su sexto sentido daba de nuevo muestras de funcionar. Pero no tuvo más que fijarse durante unos breves momentos en el muñeco para saber que dentro de éste, y por lo tanto, suponía, dentro de ca-da uno, anidaba la voluntad de ser encontrado, de darse a conocer; y que esta hipotética, y por lo tanto indemostrable, manifestación de vida despertaba en el seguidor la habilidad para descubrirlos, constantemente dormida, y hasta ignorada, si la irradiación proveniente de los muñecos no la despertaban cada tanto. Muñecos con aditamentos o sin ellos, con o sin piernas, redondeados como gnomos o rectilíneos como estacas o árboles esquemáticos. Cada uno de estos grupos admite innumerables criterios de clasificación, 242

lo que acrecienta las variaciones posibles. El seguidor sabe que una taxonomía sería tanto una tarea imposible como una promesa de dedicación: se vería obligado a caminar más y a tomar más fotos, a conocer más muñecos y acercarse a ellos a veces disimuladamente, desde atrás, como para sorprenderlos mejor. Ha encontrado seres pensantes, absortos en la cavilación desde el origen, con los ojos abiertos como lechuzas, e individuos risueños, con un sombrero de desechos y una zanahoria mustia incrustada en el simulacro de nariz. No debió reflexionar demasiado para llegar a la conclusión de que los muñecos de nieve, detrás del subterfugio de servir a la imaginación infantil y al entretenimiento familiar, son los encargados de preservar la memoria ante el eventual olvido que pudiera producirse si las nevadas y los extremos invernales se prolongaran más de lo acostumbrado. También es capaz de barajar hipótesis más radicales; por ejemplo, que así como los muñecos activan en las personas sensibles y me-rodeadoras, como él mismo, la intuición de que están escondidos en algún 243

sitio cercano y que deben ser localizados, del mismo modo despiertan en otros individuos el deseo de poner manos a la obra para construirlos. La nieve misma, carente de forma todavía, o más bien con la forma que toma prestada de las cosas donde se ha posado, apenas está recién caída comienza a emitir ese latido no material a través del cual pide ser modelada para parecerse a la gente. Como están menos expuestos al juicio de los demás, los niños son los primeros en correr hacia las superficies nevadas. El seguidor ha visto criaturas que caminan con dificultad y debido al apuro gatean o se arrastran sobre la nieve fresca hasta el lugar que consideran apropiado, y una vez allí comienzan a hacer un muñeco cuya forma resulta, para estos niños, impracticable y hasta inconcebible –y pese a eso, si bien con dificultad, lo hacen. La única explicación posible para esta sorpresiva destreza es que la nieve induce el conocimiento de los bebés, y los guía para moldear el cuerpo del muñeco en el que ella, la nieve, busca convertirse.

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El seguidor se interna en parques y callejones, avenidas desiertas y terrenos abandonados. La nieve parece igualar los espacios, y una de las pocas señales de distinción es justamente la presencia esporádica, pero estudiada, de los muñecos. Siempre al acecho y dispuestos a sorprender. Ha visto también muñecos de nieve en azoteas de casas y edificios, incluso en los más altos, desde donde vigilan al resto de la población de su especie como miembros de una hermandad de solitarios. No se pregunta por qué han sido hechos en esos lugares. Sí comprueba que son los que más duran. Mientras otros miembros de la especie adelgazan, se granulan o se pueblan de cráteres como víctimas de una lepra común, o pierden directamente algún costado o parte esencial del cuerpo, los muñecos de las terrazas conservan su presencia adusta y permanecen prácticamente intactos pese a la remisión general de la nieve. Parecen vigías atentos al asedio de la ciudad blanca. Desde abajo se los ve como estatuas estratégicas dedicadas a otra cosa, y que solamente 245

cumplen con sus protocolos de muñecos para disimular. El seguidor mantiene la mirada hacia lo alto, tratando de descubrir nuevas atalayas. Mientras tanto, desde este punto de vista, los muñecos elevados se hermanan a las estatuas cuando están nevadas. Frente a ellas se detiene a cierta distancia y les saca fotos después de observarlas durante unos momentos como se interroga a las cosas nuevas. La nieve se acumula sobre los hombros de los artistas homenajeados, la grupa de los caballos que sirven a los próceres y en general, dependiendo del viento, sobre toda superficie de piedra o bronce, horizontal o hendida, lo que convierte a las estatuas en figuras adornadas sin otro criterio que la dirección que traía la nieve, deformes por los grandes volúmenes agregados y teñidas de blanco. Esta deformidad aleja a los monumentos del mundo de los vivos todavía más. Cuando las estatuas coronan algún pedestal o escalera y están rodeadas de árboles o arbustos que les sirven de escenario, el seguidor ve las superficies blancas sobrecargadas de espesor y encuentra en ello una prueba de que la nieve, 246

como la lluvia y muchos otros fenómenos de la tierra, ignora las jerarquías. Pero la jerarquía se impone a ella. Ocurre con la nieve caída y abandonada. En los lugares más desamparados la nieve permanece y se opaca hasta convertirse en trozos ennegrecidos o fosforescentes de materia helada, o en volúmenes más o menos densos de barro gélido y agua escarchada. Es por donde transita o vive la gente que no tiene importancia, o por donde sencillamente no pasan las máquinas tripuladas. Pero el seguidor también se siente subyugado ante los efectos sucios del deshielo. Le gusta ver toda esa blancura estropeada, mezcla de nieve y agua estancada con arenilla, granos de sal o sustancias anticongelantes. Le gusta meter los pies en los charcos ocultos bajo la nieve vieja. Camina con los zapatos envueltos en gruesos trozos de nylon que le llegan hasta las pantorrillas, amarrados con cordones viejos. Nunca le gustó usar ropa especial para la nieve; le parece impropio y, en un punto, aunque hasta para él mismo sea un argumento 247

difícil de tomar en serio, in-decoroso frente a la materia a la que rinde culto constante. Cree que con estas caminatas por calles y calles cubiertas de lodo acuoso y escarchado se verifica su adicción a la nieve. Es un punto del proceso en que las primeras huellas sobre la nieve fresca parecen lejanas y están hace tiempo borradas. El seguidor es también un seguidor de pisadas sobre la nieve. Cuando ha nevado mucho, siente las primeras huellas sobre la superficie lisa como la promesa de un destino cierto, tangible; no puede explicarlo mejor. Observa las marcas de los zapatos, o directamente, si ha nevado mucho, los hoyos producidos por quienes lo precedieron, y esas hileras de rastros dejados por cualquier individuo, hombre o animal que camine por sus propios medios, lo exaltan a más no poder porque literalmente piensa que esa persona, humana o no, es quien en su recorrido va capturando los ruidos para dejar el área hundida en el silencio a medida que avanza. Se-ría algo así como el arreador de silencios. 248

El seguidor imagina un ejército vocacional de perseguidores, todos adictos a diferentes cosas. El buscador de cavernas, el merodeador de ruinas, el investigador de lluvias, el sondeador de alturas, el especialista en mares, el cazador de puentes, el detective de piedras, el rastreador de vientos, el interpretador de ruidos. La hermandad de secuaces, cada uno sometido a su propia curiosidad. En algún momento, supone, habrá un coloquio de estos creyentes sin iglesia, devotos más bien de un objeto solitario: la única de las variadas manifestaciones del mundo en la que creen. Por otra parte, nada más alejado de la ciencia que la atención inamovible de estos investigadores. Están empujados por un interés perpetuo y superficial a la vez, y en ese sentido el coloquio será una plataforma de intercambio de anécdotas sobre la observación y de puntos de vista o hipótesis sobre algunos episodios particulares. El seguidor se ilusiona con descubrir a sus pares. Durante las estaciones cálidas, y por ende sin nevadas, tiene oportunidad de observar con más atención la conducta de vecinos y 249

conocidos. Quiere encontrar alguna personalidad afín a la suya, que se le parezca, volcada en particular a algo medio indefinible. Se detiene en los distraídos y en los preocupados, incluso en quienes hablan solos y en quienes detienen sus pasos cuando el circunloquio mental que los abstrae se interrumpe por algún motivo, en general un obstáculo; y si es posible intenta seguirlos para descubrir algún punto que los hermane, el tic o el arrebato nervioso que, como un santo y seña, le sugiera que el otro pertenece a su misma creencia. En uno de esos encuentros de especialistas le gustaría explicar sus hipótesis sobre las glaciaciones y el pasado abolido, con la esperanza de encontrar pensamientos afines, herma-nados por criterios o premisas equivalentes que así demostrarían la pertinencia de reunirse como un grupo de personas con los mismos intereses y preocupaciones. Todos los pesquisadores tendrían en común una indiferencia natural hacia las acciones humanas, y en muchos casos hacia la presencia humana en general; y yendo más allá, el seguidor piensa que 250

también sus colegas mostrarían un gran desinterés hacia la vida en el extenso sentido de la palabra. Las vidas de los animales y de las plantas les resbalarían por el costado, y su indiferencia no provendría de ninguna forma de desprecio, o de prejuicio aristocrático, sino del alto grado de especialización que habrán adquirido en sus propios ámbitos, y de los hábitos de su percepción naturalmente selectiva. Na-da fuera de la propia adicción o deseo para los pesquisadores tendría importancia, ni acaso siquiera existiera. El seguidor se figura la rutina del primer coloquio. Estarán alojados en un hotel gigantesco y casi vacío, habilitado para ellos en algún confín del mundo donde sucesivas tormentas de ceniza volcánica habrán desplazado a la nieve y a los visitantes. Desde ventanas y miradores verán el paisaje detenido, de un equilibrio perturbador, y no sabrán cómo llamarlo; sólo van a atinar a quedarse en silencio para tratar de descubrir alguna variante. Los cambios se producirán por la evolución de la luz y del juego de reflejos. Por ejemplo, el sabueso de paisajes sugerirá una aproximación. Tres elementos: 251

montañas, bosques y lagos. Explicará que los lagos reflejan la luz proveniente de las montañas, y que los bosques, como masa oscura, buscan adueñarse de esa luz; dirá que hay una lucha establecida entre aguas y árboles: las aguas los duplican, apropiándoselos, mientras que los árboles las oscurecen. La descripción conformará a todos, y desde ese momento se desplazarán por los espacios circundantes como si fueran exploradores de un paisaje único y domesticado a la vez. Piensa que luego de varias conversaciones los miembros de la hermandad olvidarán sus nombres, que habrán dejado de usar por irrelevantes, para pasar a llamarse según la parte del mundo que les ha tocado perseguir. El seguidor se llamará entonces Nieve; y los otros nombres, por ejemplo, serán Mar, Altura u Oscuridad. Tomarán la denominación de su objeto, y de ese modo estarán listos para convertirse en típicos protagonistas de fábulas y alegorías.

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El seguidor se dará vuelta siempre que escuche «nieve». Y al hacerlo, esclavo de su confusión, sentirá una mezcla de realización y desencanto cuando perciba que si bien la palabra lo interpela, no de manera suficiente como para estar seguro de que le pertenece por completo. Supone que en algún momento alguien de la cofradía va a preguntar por la misión colectiva que los aúna, y que va a reclamar argumentos para estar seguro de los objetivos de todos ellos. ¿Deberían reemplazar a la ciencia?, dirá en voz alta; ¿deberían profesar una religión natural, entre paisajista y hedónica? El seguidor no podrá responder esas preguntas, ni tampoco recoger lo que plantean y expresar alguna opinión. Siente que las ideas propias pertenecen básicamente al objeto en el que siempre piensa y, por lo tanto, como ocurre con los atributos de algo, son en este caso efímeras, se derriten y enseguida desaparecen. 253

Pero hay una opinión que querrá expresar, imagina. Una opinión borrosa e intermitente. Para el seguidor, que sea intermitente no significa que carezca de importancia, al contrario, es una opinión persistente que si bien no plantea una urgencia propone un argumento que lucha por mantenerse a flote. El seguidor considera que el mundo ha envejecido, y que todos ellos, los integrantes de la cofradía, como testimonios vivos del interés que pueden seguir con-citando los elementos y las aristas básicas de las cosas, no sa-be cómo llamarlos, las señales elementales, las facetas o manifestaciones más vinculadas con la superficie visible, todos ellos expresan una última oportunidad para este mundo. No una última oportunidad en el sentido de ser literalmente la última, la final; sino última en el sentido de ser la oportunidad recién llegada. El seguidor decide que rechazará cualquier digresión a la que pueda sucumbir o en la que quieran implicarlo; pe-ro antes querrá decir que, en cualquier caso, no cree en la forma en que a menudo las últimas oportunidades son 254

dramatizadas, en especial porque no entiende su significado. El seguidor proviene de esa zona alejada del mundo, donde por otra parte la nieve cae en una porción mínima del territorio. Tanto es así que uno podría decir, continua-rá explicando, que la nieve es casi el elemento más ajeno a ese continente de todos los que están reunidos en ese momento. Este hecho quizás explica su instantáneo arrebato durante las primeras e interminables nevadas de Nueva Jersey, como su posterior dedicación. La nieve. Lo menos familiar de todo, y por ello quizá lo desbordado y hasta lo pintoresco por excelencia, lo que escasea y se mira con los ojos bien abiertos. Ésa fue la idea que lo ganó. La idea de la nieve. Seguirá diciendo ante sus pares que el territorio de donde proviene enseña muy bien que es posible vivir sin ella; y que es una enseñanza que otras regiones deberían incorporar. No solamente otros sitios del mundo, sino también otros elementos u órdenes de la realidad, como muchos de los que estarán en ese momento representados; porque, sostiene, la ausencia de nieve es el defecto o la ausencia, nunca la virtud, a través 255

de las cuales el mundo se interroga acerca de sus diferencias. El seguidor sostiene que la región de donde proviene podría enseñar al mundo a vivir sin la nieve, y de ese modo, acaso, conjurar la amenaza, o eventualidad, de amnesias prolongadas. Las ensoñaciones de tipo gremial o mundano suelen terminar con escenas como las precedentes. El seguidor las deja como si hubiera sido rescatado de una película que no avanza ni se repite. Cierra los ojos por unos momentos y después vuelve a abrirlos lo más despacio que puede. De esa manera le gusta encontrarse con el paisaje blanco, parecido a despertar en un sitio que en un primer momento puede ser otro. La nieve le brinda esas posibilidades, todo lo cubre. En ocasiones de nieve abundante, cuando emprende caminatas prolongadas y llega a esa zona indefinida en la que le resulta difícil distinguir señales y orientarse, le han servido de ayuda los ángeles de nieve, dispuestos en distintos ángulos y de dimensiones diferentes; y, si puede decirse así, cada uno reflejando una distinta personalidad y un propio deseo de dejar su marca sobre la superficie. 256

El ángel de nieve es una creación humana, no divina, que consiste en caer de espaldas y con los brazos abiertos sobre un mullido espesor de nieve fresca, para comenzar inmediatamente a mover brazos y piernas, cerrándolos y abriéndolos. El resultado es una huella profunda con forma de silueta humana a la que se le hubiesen añadido alas y un par de aletas inferiores gigantes. Alrededor de la silueta se acumula la nieve liberada por la caída y el movimiento, lo que le otorga más profundidad y una extraña reverberación física. Los efectos de la operación son tan extraños que resulta difícil distinguir entre figura y estela; y quizás debido a ello, piensa el seguidor, estos sellos corporales tienen ese nombre, debido a la huella medio humanoide que dejan y a su condición fantasmática. Por lo tanto, siendo cada ángel tan particular, dado que resulta del movimiento, el peso del cuerpo, la vestimenta, el tamaño de la persona que le dio origen, etc., el seguidor individualiza cada una de estas huellas como 257

única. Y ello le permite orientarse en la estepa de laderas nevadas y árboles con ramas cargadas que soportan el peso de la nieve. Supone que los ángeles de nieve son la contracara de los muñecos, en la medida en que consisten en nieve ahuecada. Y ambos son las creaciones humanas que el seguidor más atiende. Le gusta ver el efecto del viento sobre los ángeles, cuando la nieve parece pulverizada y vuela convertida en ráfagas, para depositarse sobre ellos y redondear los perfiles. O también le gusta ver las montañas que se forman cuando se limpian los caminos o las veredas. Las máquinas pasan y lanzan un fluido de nieve hacia el costado, formando una cordillera continua que acompaña el recorrido de la brecha. No puede estar seguro, pero la nieve le brinda la oportunidad de vislumbrar una vida que no se rija solamente por lo manifiesto. Este es uno de los típicos pensamientos del seguidor: el intento de discernir entre lo que la nieve 258

oculta y lo que descubre. La nieve no promete nada concreto, y en su promesa falsa lo deja todo. Si en alguno de esos futuros coloquios de pesquisadores con los que sueña de cuando en cuando, le pidieran que indique el punto de máxima empatía con la materia que ha hecho suya, en este caso la nieve, el seguidor diría, después de pensar un rato, que pisar la nieve crocante, cuando hace tiempo ha caído y ha perdido algo de aire y humedad, es la sensación más extraña y particular, le parece pisar una superficie que no pertenece al mundo de la naturaleza sino a alguno fabricado. En esos momentos en que sus zapatos están envueltos en gruesos trozos de nylon, y pese a ello percibe que tritura las piedras de nieve bajo sus pies, y escucha el consecuente ruido, probablemente también vea a niños del vecindario deslizándose por las laderas blancas sobre unas plataformas a veces improvisadas, que pueden ser tapas de contenedores plásticos o de tachos. Escucha nítidos los breves alaridos de excitación, y las 259

exclamaciones aisladas cuando deben remontar la cuesta para lanzarse de nuevo. Una y otra cosa, la pulverización de la nieve bajo sus pisadas y el juego de los niños, son para él momentos de máxima exaltación. Cosas muy íntimas y muy ajenas a la vez. El seguidor imagina que en el coloquio habrá una ronda de intervenciones, y que cada especialista elegirá su momento de mayor amalgama, de quietud y de extrema sintonía con el objeto propio. Esos momentos en que la materia no rechaza ni tampoco ignora, que acepta el bajo precio que se le impone para servir como hogar y destino de lo humano.

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Deshacerse en la historia

Motivo Como tiene demasiados años sobre las espaldas, el hombre quiere dar testimonio de su experiencia. Ha venido a exponer, no a impresionar y mucho menos a convencer. Por eso imagina como espacio de presentación un escenario simple y austero: algún taburete, una pared sencilla, una mesa vieja. Advierte que llega con lo puesto y carece de otra cosa que argumentos deshechos; incluso no podría darles este nombre más que en un sentido muy general, como cuando uno se refiere a explicaciones azarosas o relatos de episodios incompletos. Entre las cosas que le han ocurrido hay muchas que ignora; además, en una buena cantidad de casos fueron ajenas o a la postre contrarias a su voluntad, si es que puede decirlo así. Como todo el mundo, una parte de su historia le parece definitiva y la otra 261

siempre le ha sido incontrolable; quizá debido a eso no se pregunta por los motivos de lo sucedido, en realidad jamás pudo valorarlos. Se refiere a la naturaleza de esos motivos: encuentra difícil discernir si han sido profundos o superficiales, tampoco sabe si sería importante aclarar el punto. En todo caso, una vaga idea de enseñanza y una fuerte intención de advertencia empujan este propósito de brindar testimonio, porque si no lo ofreciera, aclara, qué quedaría de sus peripecias; acaso debería convalidar las desgracias propias con el silencio y, como suele pasar, bajar la cabeza... No se resigna a eso. Prefiere decir que obedece a su destino antes que no decir nada. A la vez, mientras el mundo siga siendo mundo, aquello que Fierro pueda decir tendrá un efecto bastante limitado. No limitado frente a sus ilusiones, ya está entregado a casi todo y no espera casi nada, sólo una vejez digna y una soledad tranquila, sino limitado respecto a la improbable incidencia concreta de su alegato. Dice que basta con ver el número de historias que se 262

han leído, previamente escritas para inducir algún cambio, aunque sea secundario o puntual, sobre algún aspecto de la realidad, cuyo efecto ha resultado como mínimo desconcertante, en la medida en que fue inverificable, lo que equivale a decir un efecto nulo. Es cierto que nunca nada es del todo nulo, ello va en contra de la ley de la existencia, a veces lo débil impone cambios tangibles después de una incierta cadena de circunstancias; pero eso requiere de gran confianza en una lógica particular, demasiado optimista, y en especial precisa de una verificación tan enredada y controversial que desafía la certeza de cualquier dudoso hallazgo. Puede proponerse alguna novela de Onetti, tantas de ellas bastante parecidas y a primera vista intercambiables. ¿Alguien es capaz de creer que hayan tenido una incidencia práctica sobre el mundo? Para Fierro, eso pertenece al terreno de lo inconcreto. Supone que la incidencia es un 263

tema delicado. Quizás Onetti no sea el mejor ejemplo, porque ningún lector de sus historias supone explícitamente que las cosas vayan a cambiar después de leerlas, al contrario, son libros que sellan la realidad y lo dejan a uno sin esperanza ni consuelo frente a las apariencias y sus causas. Todo el tiempo muestran una verdad impuesta sobre cualquier desgraciada o feliz circunstancia. En una oportunidad, hablando con otro escritor, Saer, hubo un desacuerdo. Saer sostenía que la literatura es capaz de modificar la experiencia; Fierro pensaba lo contrario. Le pedía a Saer un ejemplo; le dio varios, aunque todos pertenecían a la literatura: personajes que buscan parecerse a modelos leídos en otros libros. De manera inversa, Fierro buscaba el ejemplo en la vida: el peón o el estudiante que deciden cambiar después de un cuento revelador; el padre que encuentra en una novela el impulso para disparar a su familia y luego matarse. Fierro piensa que la literatura perfecciona en un plano ambiguo: nos ha-ce más tortuosos y enseña a ser más evasivo. En este sentido, en efecto induce un cambio en la experiencia, aunque no en el 264

sentido positivo que habitualmente se le asigna, y mucho menos inequívoco. Entonces sostiene que no tiene esperanzas acerca del eventual efecto de este relato. Y si algo lo lleva a emprender-lo es un sentimiento de deuda antes que un deseo de ejemplificación o de advertencia. A veces siente que debe algo a todas las personas que conoció, hayan o no tenido, para él, un efecto benéfico. Es de lo más grave que puede ocurrirle a un autor: pensar su obra como reparación, o peor, como gratificación; eso lo sabe. Pero cuando uno llega a la vejez, muchas veces asume la perspectiva que reparte la propia existencia entre los individuos que ha conocido, más allá del verdadero papel asumido por ellos. Fierro está en el punto donde la literatura ya es una prerrogativa de la vida, y como tal se conjuga con la biografía. Primera escena. En la escena inicial se ve al hombre apoyado contra la pared blanca. La pose tiene algo de difícil o displicente, lo que hace pensar en una incomodidad que no podrá mantenerse por mucho tiempo. Pero si 265

alguien asoma la mirada por el costado del personaje, distingue un taburete ejemplarmente adosado a la pared; la tabla delgada, sostenida por una pata solitaria y angosta. Es donde el cuerpo se asienta. El hombre debe arquear un poco las piernas para apoyarse en la tabla, ello da la impresión de una postura forzada o artificial, como si la representación hubiese empezado cuando no estaba listo. La pared, de superficie irregular, está cubierta por una pintura blanca que parece haber sido usada para cuidar el deterioro antes que para disimularlo; o para mantenerlo limpio y sobre todo controlado: para conocer rápido, ante un nuevo grano, fisura o marca, si se ha producido un daño reciente. Fierro levanta la guitarra y se prepara para tocar, extiende los brazos como si los elongara y se inclina sobre ella para escuchar mejor. En realidad lo hace por una suerte de convención teatral a la que supone que debe obedecer, porque en la sala no se oirá su canto como tampoco la música de ese instrumento. Sobre el muro aparecen objetos alusivos al trabajo 266

pastoril, casi exclusivamente de cuero o de madera, apenas muy pocos de hierro, que cuelgan como si se tratara de una exhibición escolar o de la pared de algún restaurante de carne a la parrilla. Esta decoración inspira desconfianza, en todo caso incertidumbre, porque los rebenques, lazos, bolas, incluso guascas y hasta un apero solitario con su jerga, colgando recto como si estuviera listo para la llegada del caballo (una bestia que sin embargo debería acercarse, si lo hiciera, con la precaución de inclinar hacia abajo el pescuezo y la cabeza, para poder pasar, o avanzar de costado hasta chocar contra la pared, o caminar trabajosamente hacia atrás, bajando un poco las ancas para no embestir la montura), ese conjunto de objetos parece un subrayado excesivo, que distrae o distorsiona el supuesto clima asignado al momento. Por su parte, en su inmovilidad Fierro recuerda a esos muñecos de pasta o resina que los artistas contemporáneos presentan en situaciones dinámicas pero congeladas: apoyados sobre paredes, emergiendo de cajas, 267

subiendo o bajando escaleras. En este caso el único movimiento del personaje se verifica en sus manos, cuyos dedos puntean la guitarra. Su destreza parece ambigua, sin duda inverificable, porque consiste en moverlos a poca distancia de las cuerdas, de manera de no producir sonidos. Este simulacro sobre las cuerdas es más evidente que cualquier música y ello produce en la sala un sentimiento de conmoción. Uno se pregunta si el hombre habrá decidido manifestarse sólo a través de gestos y símbolos, de paredes y adornos. Otro tema es la ropa. Fierro tiene puesto un poncho inmenso que casi le llega a los pies. Por los costados se distingue el chiripá, de un color crudo, y sobre el pecho, visible por el escote del poncho, lleva una raída camiseta de color indefinido, por donde asoma el vello entrecano. Las alpargatas también son viejas: hacia los costados parecen aplasta-das o demasiado estiradas, y por adelante se ven dos agujeros producidos por las uñas de los dedos más grandes. 268

El responsable de la escena ha preferido que Fierro mantenga los ojos cerrados, quizá como una forma de concentrar el dramatismo en las facciones y la vestimenta. Uno lo observa y parece afectado, o en plena cavilación alrededor de sentimientos profundos, inseguro de decidirse por alguno de ellos. Este hombre será viejo en poco tiempo; ya está comenzando a serlo, no tanto por sus años, probablemente menos de los que aparenta, como por el rigor con que han obrado sobre él. Tiene el rostro aindiado, y su piel es oscura hasta el punto de desanimar a varios entre el público, que en general espera actores blancos. Quizá sea una ilusión debida al maquillaje, o pudo haber un motivo que lo hizo innecesario. En la sala hay quienes creen que ese aspecto deriva del medio físico, el tiempo incierto y el lugar impreciso a los que alude la escenografía, digamos la ambientación. Quizá la apariencia de Fierro provenga de la vida rústica en el desierto y de la vecindad con los indios, o sea, de la adquisición de nuevos 269

gestos y con ello de otra fisonomía facial, de otra forma de mostrarse y en general de una nueva actitud corporal. Son factores que derivan de un mismo evento. El hombre ha terminado algo, nadie sabe si fue un hecho banal o una acción importante. Esta incertidumbre se proyecta sobre su pasado inmediato, porque tampoco nadie sabe de dónde está llegando en ese momento. A lo mejor recién acaban sus tres años con los indios, ejemplarmente simbolizados en tres rayas cruzadas en el centro, como si fuera un asterisco precario, marcadas con lápiz grueso sobre la pared. O quizás Fierro está a punto de dar por terminados sus famosos cantos y ahora se despide del público y de sus hijos, con quienes, según muchos recuerdan, finalmente se ha reencontrado. Si bien uno no ignora que ha pasado por momentos difíciles y de peligro, el hombre es reticente en la información más allá de lo que sugiere su aspecto. Por lo tanto hay quienes dudan. El rostro es la única apariencia que cuenta; alguien pudo haberle prestado la ropa 270

que lleva, hasta las alpargatas son a su modo falsas. El público debería percibir antes de la segunda escena la contradictoria majestad de este hombre, porque en pocos minutos podrán verse los primeros personajes agregados. Será cuando aparezcan por el costado de la pared sin anunciar-se. Fierro lo intuye y en su cara se dibuja un gesto adusto, como si estuviera preparado para atender historias diferentes, solidarias o contrarias a la suya. En realidad, también se podría tomar esa firmeza como un rictus de dolor: algo molesta o daña, o es la prolongada postura. Qué puede doler. Una herida, un mal evento físico, la decadencia del cuerpo o, como se dice, un recuerdo amargo o algún remordimiento. En todo caso es rictus y es gesto infortunado, porque queriendo reprimir quizás alguna mueca reveladora, a lo mejor tan solo una molestia pasajera, el esfuerzo se congela en la cara de Fierro como turbación continua, de esas que se instalan y no se van.

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Quizá no fue la mejor idea ubicar al personaje junto al rebenque. Es que el rictus puede anunciar peligro, algún malhumor latente o simplemente un desarrollo brutal a punto de desatarse. Las bolas tampoco están lejos, las alcanza con dos pasos si quiere, y también una mirada atenta podrá notar cerca de sus pies el legendario facón, de lima de acero y con gavilán en S, disimulado tras el ruedo oblicuo del poncho. La gente por lo tanto se distrae antes de la segunda escena. Varios esperan lo peor, aunque lo peor sea algo muy difícil de definir y la sola aprensión resulte agorera. Pero de pronto se produce un cambio de tema en la mente de Fierro, un desvío en las aprensiones, algo parecido a un sosiego que se reencauza. Esto repercute en su parodia de música, porque aunque nadie la oye todos son capaces de decir que suena mejor. Tal vez el rictus no fue otra cosa que el prólogo de la nueva escena; el afán del maestro de ceremonias por ofrecer el ambiente propicio a la entrada de los próximos personajes. 272

Segunda escena. Aparecen una mujer y dos niños, vienen a ser la familia del hombre. Avanzan en silencio, uno supone que demorados por la timidez. Cuando se acomodan, el más chico queda junto a su madre; ella, a su vez, a la derecha de Fierro. El más grande se instala a la izquierda del padre. Arman entonces una escena fotográfica. Se ha conformado una pose y más de un espectador tiene la tentación de disparar su cámara. Otros quisieran darles un nombre: cómo llamarla y describirla. Por ejemplo, la familia gaucha. Fierro no ha interrumpido su ejecución aunque fue notorio el cambio de tiempo, o por lo menos un acorde inesperado o un débil sobresalto, porque pudo verse en los dedos y en su semblante el fugaz entendimiento de la nueva situación, acaso emotiva. Como si se tratara de una escena estudiada, los chicos miran el piso. La mujer observa en una dirección incierta, hacia un punto también ubicado abajo, aunque un poco más lejos, mientras entorna los ojos hacia el hijo menor. Esta mirada doble le confiere un aire de 273

desconfianza, en todo caso de persona en guardia y alerta frente a lo que pueda ocurrir. Las ropas de los tres son similares a las de Fierro. La madre y el hijo mayor calzan alpargatas también gastadas; el hijo más chico es la excepción, porque lleva unos zapatos abotinados, viejos y abiertos que le quedan grandes. Uno podría preguntarse si no serían más aptos para el otro hijo, pero de inmediato imagina que no los quiere; es el mayor y acaso conoce la historia de los zapatos y por lo tanto se muestra prevenido. Llevan ponchos largos, como el del hombre; los muchachos visten pantalones cortos, bastante maltrechos, y la mujer una pollera gris, más bien de un indefinible color oscuro. De los cuatro, es ella quien se muestra más intranquila. A lo mejor intuye algo que escapa a la percepción de los de-más. La inquietud se convierte en impaciencia, y después de unos momentos esta impaciencia resulta en desesperación. Esto es notorio por su manera de respirar, que al hacerse irregular, y de a 274

poco más estremecida, se convierte en un resuello que agita el poncho de forma violenta. Es la única señal de lo que ocurre. Mientras tanto, absorbido por la excitación nerviosa de la mujer, más de uno ignora cómo se incorporaron nuevos elementos a la escenografía. Ahora hay una cama blanca, unos barrotes de hierro y en el rincón más oscuro de la sala una pila desordenada y sucia de trastos, de cuya cima emerge una mano a la cual varios perros famélicos miran con avidez animal. Muchos entre el público se interrogan sobre el significado de estos agregados, porque si bien resulta evidente que aluden al futuro, nadie tiene indicios claros para referirlos a cada uno de los nuevos personajes. Cuando la incertidumbre alcanza la máxima intensidad, hasta el punto de resultar difícilmente tolerable para la mayoría, la familia del gaucho empieza a moverse. Madre y niños caminan despacio hacia los costados, como si se tratara de una danza irreconocible de tan simple: ella y el hijo menor hacia la derecha, aunque en 275

direcciones distintas, el hijo mayor hacia la izquierda. Así, los cuatro quedan separados. La gente entiende que es una representación del destino: la familia se dividirá. En este momento es el hombre quien pone la nota emotiva, porque ante la disolución familiar aumenta el énfasis del instrumento, lo que resulta visible por el desplazamiento de los dedos, podría decirse más aparatoso, como si la necesidad expresiva superara las posibilidades de la melodía, ahora en apariencia insuficientes. A esta altura, uno supone que el tiempo avanza. La familia se está separando, de modo que cada quien se embarca en su propia leyenda, con sus condiciones particulares de temporalidad y sus propias reglas de destino. Las historias de los tres serán simultáneas, no tanto porque hayan coincidido en el tiempo, cosa en definitiva indemostrable, sino porque se sustrajeron juntas a la presencia del hombre. Este desgajamiento las hace 276

paralelas, satelitales y autónomas a la vez. Por qué satelitales, puede uno preguntarse. Porque no se apartaron del influjo de Fierro, esa relación es decisiva para que hijos y mujer evadan el anonimato más indeterminado. Tercera escena. Entre la segunda escena y la siguiente no hay espera. Los tres personajes se ponen de nuevo en movimiento, yendo cada uno hacia la escenografía o cuadro donde se representa el propio destino. El hijo menor se acerca al túmulo de cosas ruinosas con la mano solitaria en la cumbre, acaso como símbolo de rendición. Está en un costado de la sala, que a su vez prefigura el rincón de un rancho. Sería largo describir el carácter de estos objetos amontonados, a uno se le ocurre pensar que son el botín de una vida rapiñera y mezquina, reflejo de un deseo de acumulación primitivo, nunca selectivo y sobre todo indetenible. Entre el público se sabe que no es del niño la mano que sobresale del túmulo; ésta es una mano consumida y arruga-da, perteneciente a 277

un cuerpo anciano, que quizá descansa allí abajo. La contradictoria abundancia del túmulo hace pensar que el muchacho tiene como destino ser una especie de dependiente, alguien adosado o asomado a un hombre mayor de ambigua trascendencia. El hijo mayor, por su parte, se habrá dirigido hasta las rejas. Son unos barrotes de hierro apoyados contra la pared blanca, que probablemente han servido en alguna casa antigua para resguardar la ventana. Sin embargo acá prefiguran lo más obvio, la celda y la cárcel. Hay bastante espacio entre pared y reja para que el hijo se siente, si quiere; y si no lo hace uno supone que puede deberse a dos motivos: primero, le parecería una concesión verista a un relato que no precisa de mayores pruebas; o segundo, la reclusión no ocupó completamente el futuro; fue un trance importante, acaso el decisivo, pero no el único. Por lo tanto le habrá parecido excesivo proponer un arraigo con la escenografía que exagere la compenetración vivida, si es que puede decirse así. Los barrotes están 278

desgastados, muestran marcas de golpes, raspones y pintura salta-da, el deterioro del tiempo. A su turno, cuando le toca moverse, la mujer va a plantarse junto a la cama, blanca y solitaria en medio de un espacio vacío. Es una cama antigua, de esas que había en hospitales de jardines umbrosos y pabellones de techos altos. No obstante esta cama alude a otra, que debería ser bastante más vieja y que el público no conoce. A lo mejor en la época de la mujer los hospitales no tenían camas, quién sabe. De hecho, está puesta ahí para anunciar que murió enferma, pobre y olvidada en un hospital. De los tres familiares de Fierro, la mujer es de quien menos información tenemos. Esta cama es el único emblema que puede mostrar. Como el hijo mayor, que no se acomoda tras la reja, tampoco ella se tiende o recuesta en la cama; permanece de pie y aguarda que la representación transcurra. Es probable que 279

alguien del público se ponga a pensar en los contrastes. El hombre sigue tocando la guitarra, cada vez más ensimismado en el instrumento y, uno supone también, absorto ante el futuropasado de cada uno de los suyos, que ahora conoce después de tanto tiempo. Pero cómo el público sabe que ha transcurrido mucho tiempo. Lo sabe gracias a lo único que tiene delante, los elementos de la escenografía y el espesor de tiempo que ellos retienen. En el caso del hijo menor, es evidente que hubo una vivienda, aunque probablemente miserable, y una muerte. En el caso del mayor, el paso por la cárcel pudo haber sido breve, quién sabe; pero en esos trances siempre hay largas antesalas y secuelas, para no decir que esa experiencia deja marcas permanentes. El cuadro de la mujer quizá sea el más renuente a ser descifrado, porque pudo haber estado internada por diversos motivos, desde accidentales a crónicos, lo que a su vez pudo haber ocurrido en cualquier momento sin 280

dejar mayores huellas. Pero si ese fue el caso, por qué poner la cama y no otro objeto más representativo de una vida normal, cualquier cosa que esto quiera decir. Uno piensa entonces que la mujer llegó enferma al hospital y que allí al poco tiempo murió. Cárcel, hospital, objetos acumulados, casi coleccionados. En la lógica de esta representación son indicios del paso del tiempo, y también de un cambio de los tiempos. El comienzo campesino y pastoril de la familia contrasta con esos atributos de la ciudad. Ahora se comprende que el hombre esté en la vejez. Cuarta escena. En la siguiente escena la mujer y los hijos han desaparecido, aunque permanecen a través de sus atributos como si éstos los representaran: el rincón de trastos, la reja de hierro y la cama de hospital. Fierro continúa templando la guitarra, en apariencia ajeno a la sala. Al rato vemos aparecer tres hombres. El primero es un indio montado a caballo, con una lanza en la mano derecha. Está 281

semidesnudo, tiene manchas en la piel que uno no sabe si asignar a la travesía, a un ornato permanente u ocasional, o a la vida del desierto en general. Avanza y se pone a la derecha del hombre. Después entra caminando un negro. Está vestido de un modo elegante y a la vez excéntrico, aunque se advierte que el significado de esta ropa, para quien la viste, pasa por la distinción. Es un atavío de baile, eso queda claro por el cuidado de los detalles y los movimientos amplios que permite. El tercero en entrar parece un gaucho pendenciero. También llega montado y está vestido de forma ostentosa, exhibiendo prendas que sin duda valora. Tanto el negro como este gaucho terminan poniéndose a la izquierda de Fierro, quien mientras tanto ha seguido con su ejecución, sin per-turbarse ni distraerse. Es en los rostros de los recién llegados donde uno descubre las intenciones. La mirada del indio es fiera; la expresión del negro es alegre, aunque irritable con facilidad; el pendenciero 282

presenta una actitud torva y una altivez sobreactuada. El indio es el primero en adelantarse hacia el frente. En el pecho tiene dos grandes marcas, hematomas o quemaduras, que llaman la atención de casi todos. El caballo permanece absorto, como si tuviera una larga experiencia teatral y las luces de la sala no lo molestaran, al contrario, lo ayudaran a mantener el hilo de sus pensamientos. El indio blande la lanza como una amenaza dirigida a nadie en particular, también gesticula como si gritara, aunque sin gritar. No hacen falta más señales, uno entiende que alude a un encuentro con el gaucho. Enseguida baja de un salto del caballo y corre a ubicarse en un lugar marginal de la sala, como si fuera en busca de su propio ostracismo. Antes, cuando el indio pasó al frente, el público ha podido ver bastante bien las pisadas sobre su torso; y si bien todos ignoran cómo lo saben, algo en esta escena, al igual que en las otras, sugiere que esas huellas pertenecen a las alpargatas de Fierro, como si 283

hubiera tenido al indio a su merced ante de liquidarlo. Es curioso que nadie advierta que el caballo se ha retirado, omisión que habría que achacar al dramatismo del episodio. Después le toca el turno al moreno, que se adelanta dando piruetas y ensayando unos pasos de baile, en verdad un poco forzados y hasta estrambóticos, como si algún peso sobre las espaldas le impidiera caminar bien. Bailando parecerá contento. Pero al cabo de esa felicidad inicial y esos gestos divertidos se le ha torcido la cara, algo ha ocurrido. Sabiendo lo que pasó con el indio, el público no iniciado podrá entender que al negro le aguarda parecido destino. En esta parte es cuando uno se sugestiona más, cree que la guitarra del hombre emite una llamada de muerte, voz de una sirena cruel. Entonces varios quieren dejar la sala, temen la escena como una amenaza dirigida a ellos y temen también que algo escondido, maldito o degenerado, proveniente de un tiempo envilecido, se les transmita y los condene. 284

Providencialmente, de ese miedo los distrae el pendenciero, cuyo caballo se ha esfumado en algún momento y ahora se acerca al frente de la sala blandiendo una botella de licor llena hasta la mitad. Va a ocupar el lugar del negro. Pa-ra varios asistentes sus movimientos resultan familiares, quizá porque imita a los compadritos. El pendenciero hace el gesto de invitar un trago pero sólo mueve el costado de la boca; por lo tanto la gente entiende que ha sido una provocación. Incluso varios tratan de imaginar las palabras que pudo haber dicho, en vano. Y en cualquier caso ya todos saben lo que ocurre en estas situaciones: el compadrito es el nuevo condenado. Habiendo matado a tres, sería un error pensar que Fierro no ha conocido peligros. El gesto adusto no debe engañar, y tampoco el ensimismamiento en la ejecución de la guitarra debe hacer suponer que nada le importa. Debe haberse sentido culpable en algunos casos, o inexplicablemente forzado a tomar ciertas decisiones. 285

Quinta escena. En la quinta escena ha desaparecido el caballo del indio. El frasco del compadrito está volcado sobre el piso, como si hubiera rodado en algún momento de la pelea, y también han quedado unos lazos de colores, o moños, junto con el corbatín que llevaba puesto el moreno; quedaron en el piso como marca de su paso por el escenario y, digamos, por el mundo. Y ha quedado por último la lanza del indio, igual a un premio por imponerse en el duelo o a un botín que a veces puede cosechar el soldado. Más tarde Fierro sigue con su música habitual. La luz se ha ido apagando y cuando todo ha quedado casi a oscuras una sombra tumultuosa se aproxima al centro de la escena: son cuerpos que avanzan agazapados en la oscuridad. Alguna silueta se incorpora cada tanto para otear el camino; de este modo, a través de lo que permite la media luz, el público advierte que todos estos hombres están vestidos igual y que, incluso, visten uniforme. 286

El único reflector que ha quedado encendido apunta al cuerpo de Fierro, quien ahora parece blandir la guitarra como escudo protector. Debido a la luz, en la pared blanca donde Fierro está apoyado, se produce un efecto de halo, algo así como un fulgor de representación religiosa, o de afiche del espectáculo. La prolongada sesión instrumental, a lo que ahora se suma la luz concentrada, humedecen de sudor el rostro de Fierro; y es como si ello otorgara a su figura mayor brillo y visibilidad, porque ahora la gente ve mejor sus manos, en especial la izquierda, sobre el puente de la guitarra, que se afana velocísima entre las cuerdas. El sudor como signo de actividad física o de tensión emocional sugiere también la idea de peligro y, dada la cantidad de policías disimulados en la oscuridad, también sugiere la idea de persecución y de combate. Pese a tratarse de una exhibición reticente con los detalles, cualquiera advierte que será una pelea despareja. 287

Cuando la partida de uniformados ocupa el centro de la escena comienza una nueva danza: se levanta un policía por vez: permanece erguido y alerta durante un momento y después se esconde de nuevo. Son los sucesivos ataques que recibe el hombre. Se repite la acción varias veces hasta que uno de los atacantes se separa del grupo y se dirige a un costado, más bien describe una diagonal, acercándose al cuerpo estatuario de Fierro. Cuando se detiene levanta un brazo como si hiciera una señal de «alto», o dijera «hasta aquí llegué». Entonces la sospecha generalizada es que viendo lo desigual del combate este uniformado impugna la injusticia y se propone ayudar a Fierro. De inmediato el grupo de atacantes empieza a menguar, hasta que los últimos tres o cuatro emprenden la retirada tal como llegaron, furtivos en la oscuridad. Sexta escena. En la escena que sigue, este ayudante de Fierro permanece en su lugar. Esto significa que están juntos. Y como confirmación se advierte el cambio en su atuendo: ya no lleva uniforme, está vestido como el compañero, como un gaucho pobre, 288

medio matrero o fugitivo, o las dos cosas a la vez. La nueva vestimenta tiene otra connotación: la convivencia, la compañía y la amistad. Otra prueba: ha dejado de tener el brazo en alto. Comienza ahora un momento bastante sugestivo que infunde en la gente cierta dolorosa tristeza. Los dedos sobre la guitarra se vuelven más lentos, lo que hace presumir una copla menos enérgica. Y al mismo tiempo, el ayudante de Fierro se va desmoronando; primero se inclina un poco y enseguida cada vez más, hasta sentarse un momento después, recostarse luego, y al cabo bajar la cabeza como a merced de un ataque de debilidad fulminante, que se revelará postrero cuando se acueste y quede definitivamente inmóvil. Entonces es como si en la sala se escuchara un réquiem. El amigo ha muerto, probablemente a consecuencia de una enfermedad. Cuando Fierro lo sabe, o en todo caso advierte lo irremediable, retoma su pulso habitual con el instrumento. Es la segunda pérdida que lo 289

afecta; la mujer había sido la primera, por lo menos dentro de la obra. Por una extraña condición de la sala, o de la disposición de objetos y materiales, muchos creen que los hechos no terminan, que transcurren mientras otros se van agregando. En un punto esto siempre es cierto, no solo en este caso, porque las acciones tienen una continuidad pasiva, en el sentido de que es difícil cambiar los hechos ocurridos. Así, la pasividad de Fierro simboliza un sentimiento, más bien una reserva de afectos y padeceres. Séptima escena. Momentos después el cuerpo del amigo ha desaparecido, y vemos en su lugar a una mujer sosteniendo un niño que llora con intermitencia. Junto a ellos hay un indio armado con boleadoras, de semblante temible. La mujer está casi desnuda, con el vestido desgarrado y la piel lastimada por los castigos. El llanto del niño se va apagando, y en un momento de pasaje en que la mujer se mueve 290

como si fuera a desfallecer y se recuesta un poco, uno ve que el niño ya no está y quedan en el piso unos restos humanos que vienen a ejemplificar sus partes. La mujer tiene las manos atadas y hace que llora, Fierro templa la guitarra con más energía, el indio alza los brazos y a través de sus ojos dispara hacia el público la rabia que lo enceguece. Finalmente, en una suerte de episodio mágico, la mujer hace un esfuerzo por levantarse y de inmediato el indio se desploma, en realidad primero trastabilla y su cuerpo vacila, en todo caso termina exánime sobre el piso. Aparecen a continuación dos caballos; uno sin apero, evidentemente es el que ha pertenecido al indio. Varios entre el público suponen que mujer y hombre van a dejar el lugar. Transcurre un largo rato, ni los caballos se mueven. La mujer posa, exhibe el cuerpo dolorido y castigado, las llagas y costuras sobre la piel desnuda, la docilidad frente a una vergüenza que no puede blandir y, también exhibe, una tristeza definitiva. 291

Mientras nada sucede parece imponerse el vacío. Por lo tanto uno vuelve a fijar la atención en las manos sobre la guitarra, para ver cómo recuperan el ritmo tranquilo del comienzo con su dejo de ilación medio triste que podría seguir de un modo indefinido. Es el final de la obra, varios de los asistentes no saben si deben reflexionar de un modo particular o pensar en algo difuso o preciso, o en lo que harán apenas se levanten. Suponen que su presencia allí les permitió conocer una versión de la historia de Fierro. Pasan los minutos y la gente se habitúa de nuevo al silencio, aunque nunca se haya roto. Algunos creen que es el sonido del desierto. Las armas e instrumentos que adornaban la pared blanca también se han esfumado, como si hubieran sido atraídos por el mismo relato. Octava escena. Por último, en un gesto acaso postrero, la mujer lastimada ya se ha retirado, Fierro cambia de mano la guitarra. Ahora tocará con la izquierda. La gente se pregunta por el significado de esta última acción. La respuesta es que para el protagonista es 292

también una manera de irse, aunque le produce cansancio plegarse a un nuevo simulacro. Final Fierro concluye, y ya antes de dejar la sala siente una indefinida nostalgia, tanto hacia los hechos del pasado como hacia la vida que no vivió. Le parece raro tener ese sentimiento. Antes, para él la nostalgia era un tipo de recuerdo para revivir la felicidad; ahora es una disposición o una actitud que lo abarca todo y que cuestiona también el sentido de lo tenido por seguro hasta entonces. Por lo tanto, no sabe a qué parte de su pasado adherir. Nunca había tenido pensamientos tan abstractos como este. Debe pensar que la vida vivida y mostrada suele exponer a la gente a estos misterios.

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Hacia la ciudad eléctrica

Empiezo por el final. Es sábado por la noche. La hora del regreso taciturno, tal como ciertas viejas historias describen el cansancio de los personajes después de un largo día. Bragi y yo hemos subido al tren subterráneo de Nueva York, rumbo al norte de la isla. Arrastramos la fatiga nerviosa de habernos ocupado de actividades inútiles durante horas interminables, y en unas cuantas paradas habremos de despedirnos, probablemente por largo tiempo. En el tren se respira un ambiente de sábado, de esparcimiento ajustado a un corto número de horas. Viajan personas que viven en los suburbios y van al centro, muy probablemente a la zona de los teatros. También hay parejas o familias de turistas, que resultan notorios porque varios de ellos intentan leer durante el viaje los mapas plegables de la ciudad. Algunos piden permiso y se acercan a los planos de la red pegados junto a las puertas del vagón, y luego revisan sus propios mapas 294

como si hubieran olvidado algo esencial, el punto de llegada o la referencia. El viaje en subterráneo es una travesía encapsulada que no pasa por ningún lugar verdadero, va de origen a destino, como si se tratara de un ascensor horizontal. Cada estación consiste en un pequeño enclave apagado, o más bien de una intensidad muy circunscripta, el punto de contacto con la superficie. Siempre me resulta difícil descubrir dónde estoy; sé qué esquina o qué esquinas están servidas por cada parada, lo que me cuesta es definir el sitio de la superficie correspondiente al subsuelo que ocupo mientras el vagón del tren está detenido en las estaciones. A lo largo del día, mientras estuve con Bragi y con los demás, no tuve la valentía de hacerle la pregunta que en cualquier momento dispararé, cuando faltan pocos minutos para que abandone el tren. Bragi bajará varias paradas antes que yo. Después subirá a la calle y caminará hasta su hotel, eso lo puedo imaginar. Una vez en su habitación se quitará el saco y muy probablemente abra una cerveza antes de sentarse frente a la estrecha mesa que le ha tocado, para repasar en su libreta de 295

apuntes los principales acontecimientos del viaje. Lo he visto durante más de un día y no se ha separado de su libreta ni un solo momento –aunque no pude vigilar si escribió mucho en ella–. Muchos años atrás Bragi trabajó con Björk, la famosa cantante islandesa, y tengo curiosidad por saber cómo es ella en su faceta, digamos, laboral. No soy un gran admirador de Björk (¿quién hoy podría serlo?), pero su música no me resultaba indiferente cuando era habitual escucharla. Tranquilamente podría tener una foto suya en mi pared, y si no la tengo es porque nunca se me ha ocurrido recortar alguna y guardarla. Uno podría decir que el mundo se divide en tres partes: 1) aquello de lo cual no queremos tener fotos; 2) aquello de lo que podríamos tener fotos, pero no tenemos; y 3) aquello de lo que tenemos fotos. En mi caso Björk integraría el segundo grupo, que de todos modos resulta siempre el grupo más numeroso. Cuando escucho su voz, en general interpretando su música, me conmuevo inmediatamente, sin saber el motivo. 296

Era casi una conmoción física, quizás absolutamente acústica; como si me aquejara de pronto una debilidad extrema y esa voz que parece estar siempre entre el aullido y el ronroneo se pusiera de manifiesto para despabilarme o devolver-me fuerzas. La verdad es que vivo cansado, la vida es un cansancio: lo advertía, y olvidaba de inmediato, cuando escuchaba a Björk. Frente a nosotros, sobre las ventanas del vagón, han puesto unos avisos de abogados especialistas en accidentes de cualquier tipo. Así es como dicen: cualquier tipo de accidentes, sólo es cuestión de recurrir a ellos. Le menciono a Bragi que estoy cansado. Levanta la vista del piso y asiente sin mirarme. Cree que me refiero al cansancio del día, o a un cansancio vinculado con los carteles de publicidad en el tren subterráneo, pero yo hablo del otro cansancio, el permanente y sin desenlace, del que Björk, por ejemplo, me rescataba. Si Bragi, interrumpiendo su ensimismamiento, me hubiera pedido precisiones, ello habría sido una buena forma de entrar en el tema para derivar hacia la pregunta. 297

Los avisos están escritos en español pero no usan las palabras más adecuadas. Uno de los carteles promete conseguir siempre la mejor indemnización cualquiera sea el incidente, porque tienen un buen sentido de justicia hacia la víctima. Sin embargo, conozco un caso en el que esa afirmación po-dría ser desmentida. Bragi y yo contemplamos los avisos, en especial los rostros de las supuestas víctimas o clientes, imágenes de gente común, todos inmigrantes latinos, y mientras tanto dudo si contarle lo que sé sobre esa rampante pandilla de abogados. Ello exigiría una explicación detallada, probablemente sin demasiado interés para Bragi y, lo peor, ocuparía el resto del viaje y por lo tanto yo terminaría sin chance de hacer la pregunta referida a Björk. No se lo menciono, aunque de todos modos permanezco en silencio mientras repaso la historia: Una persona, a quien llamo Juan y veo con bastante frecuencia. Mientras cruzaba 298

la calle fue atropellado por la camioneta de una importante compañía. Estuvo a punto de perder una pierna, cosa que al final no ocurrió, u ocurrió a medias, para fortuna suya, aunque quedó maltrecha y a merced de un agregado ortopédico. Este estudio de abogados que ha poblado de anuncios el vagón del subte, prometió a mi amigo una jugo-sa indemnización. Le advertían que recordaría el accidente como un día de suerte, algo parecido a sacarse la Grande y dejar la pobreza. Sin embargo ello no ocurrió, los abogados usaron su capacidad de maniobra, digamos, para ser coopta-dos por la compañía y abandonar a la víctima. Entonces, a través de un proceso cada vez más enredado, cuyos detalles mi amigo Juan nunca alcanzó a entender, se quedó sin justicia ni compensación. No sé si Bragi está pensando en algo en particular mientras observamos el aviso, en cualquier caso dudo de que le inspire cualquier tipo de opinión sobre el tema, a favor o en contra, y más bien creo que su sentimiento es de indiferencia. Le quedan dos días en Estados Unidos. A lo sumo, el aviso puede ser 299

una ventana a ficciones imprevistas, con esas figuras marcadas por el paradigma étnico y la mirada social. Uno se siente atraído por las caras. Los rostros en los carteles del subterráneo son vías de interpelación racial, más notorios que cuando aparecen en otros contextos, y mucho más evidentes que cuando se muestran en su faceta, digamos, cierta, de rostros verdaderos e individuos reales. Me gustaría preguntar a Bragi su opinión: si uno podría decir, en islandés, o no, sin producir demasiada vibración o sorpresa, «rostros vivientes» o algo parecido. Mañana, domingo, y pasado, lunes, tiene entrevistas y una o dos presentaciones públicas. Ello se vincula con su nuevo libro, titulado «El embajador». Mientras tanto vemos el tren que avanza por las profundidades de la ciudad. Esta ilusión, que me parece un tremendo lugar común como descripción del momento cuando esto sucede, me produce sin embargo una especie de emoción, porque imagino la línea de vagones en movimiento como una hilera especialmente precaria, amenazada por 300

la oscuridad y por elementos desconocidos, más expuesta al colapso o a la catástrofe de lo que cualquiera podría entrever. También es verdad que esa idea, la del tren avanzando medio ciego y es-tridente, al borde de una crisis de velocidad, a través del así llamado inframundo de este territorio, es una imagen bastante frecuentada por los escritores cuando deciden escribir sobre esta ciudad, en especial los latinoamericanos. A lo mejor ocurre lo mismo con los escritores de cualquier origen. El chileno Enrique Lihn, por ejemplo, según varios poemas fue un gran frecuentador del subterráneo. Lihn describe monjas, ancianas, cuerpos y velocidades. El tren subterráneo es un río, más que un río es un flujo continuo. Y en general, esta ciudad es un territorio invadido por los flujos o ciertos estados inestables de la naturaleza, dice la asertiva poesía de Lihn. Aprovechando este momento de silencio con Bragi, alguien se inclina hacia él para preguntar por una estación: quiere saber cuál es la más conveniente para llegar a determinado sitio. Bragi no tiene la menor 301

idea, espera que yo responda. Pero debido al ruido no he podido escuchar, por lo tanto no sé adónde van esas personas. Y no quiero repreguntar para no parecer demasiado arrogante. Estoy tentado de decir «calle 42», por aquello de que casi todo el mundo se bajará ahí. Pero también pienso que, siendo un lugar tan importante, si el destino es otro cualquiera se daría cuenta de mi consejo errado y pensaría que respondo con negligencia. Por lo tanto decido contestar «calle 34». Si van cerca de la calle 42 estarán a pocas cuadras, y si van a otro lado, aunque alejado, supondrán que les he respondido erróneamente, pero de buena fe. Finalmente no contesto, porque ante mi vacilación (en el subte el tiempo corre más rápido) han preferido dirigirse a otro pasajero, sentado en un lugar desde donde es imposible escuchar nada. Bragi y yo nos mi-ramos y nos entendemos con un gesto, mezcla de impotencia e incredulidad. El día anterior por la mañana tomé el subterráneo en sentido inverso. La lluvia estaba cayendo desde la noche previa. 302

La consigna era reunirse en Jersey City para viajar desde allí a Scranton, en Pensilvania. Yo debía ir en subte hasta una estación cercana a la Zona Cero, y luego tomar la línea suburbana que pasa por debajo del Hudson y comunica Manhattan con varios puntos de la orilla opuesta. Como viajaba a contraflujo y casi nadie iba en esa dirección, andenes, trenes, señales, operarios y pasajeros parecían sumarse a una desganada puesta en escena para la que sobraba el tiempo –o que carecía directamente de objeto–. Aproveché esa soledad para detener la mente en las promesas de la travesía: el viaje hacia una ciudad ignorada, los territorios abiertos, el tiempo esparcido, la fluida y a la vez protocolar convivencia con los demás. Los «demás» serían tres, y todos seríamos cuatro, Bragi entre ellos –a quien para entonces no conocía–. Llegué temprano a destino, como siempre. Faltaba un rato hasta la hora convenida para la cita. Una vez sobre la superficie, creí encontrar la lluvia más densa o la luz más brumosa, o ambas cosas, en todo caso el aire se había puesto turbio, quizá porque 303

mostrándose ahora más despejada la escena urbana, toda la opacidad de la bruma, la humedad de la lluvia y la brisa revuelta producían un efecto «cortina» recortada contra el fondo del escenario. Los andenes de la estación Exchange Place están a una profundidad que cualquiera podría considerar geológica, probablemente debido a la cercanía del río. Unas largas escaleras mecánicas conectan con la superficie, y mientras pasa el rato subiendo uno puede pensar cualquier cosa sin importancia o, como había tenido oportunidad de ver, puede revisar sin apuro su dispositivo portátil, sea o no inalámbrico, o probar el teléfono celular; o también, como preferí hacer yo, frotar los propios anteojos para limpiarlos a cada momento: lanzar aliento medio vaporoso sobre ellos y pasarles el extremo de la camisa infinidad de veces. El tramo es largo, y el hecho es que solamente cuando desde la base se observan esas empinadas escaleras, uno toma conciencia de la profundidad que está remontando, como si emergiera con rapidez, aunque debido al largo tramo con aparente lentitud, de una ciudad oculta o de las ignotas galerías de un sistema de cavernas. 304

Una vez en el exterior, me encontré frente a una plaza seca de grandes dimensiones, con bancos y bohíos metálicos de tamaños variados, en su mayor parte de color rojo, donde protegerse del sol o de las así llamadas inclemencias del tiempo. Era una especie de explanada costera, que de no haber sido por el día y la hora –laborables–, el frío y la lluvia, habría estado repleta de gente disfrutando del espacio abierto y de la vista que ofrecía la ribera opuesta del río. Ahora se distinguía, entre transparencias de bruma y acumulaciones de agua, a primera vista cerca pero en realidad apartado, a una distancia que uno podía considerar propicia para captar el conjunto de las proporciones, se veía el apiñado escenario de torres y edificios del sur de Manhattan. Esas masas desiguales y erigidas como si cada una fuera una pieza solitaria, enemistada con las demás, un monumento dedicado a su propio tamaño, daban una impresión fantasmática, de cosa imponente pero al mismo tiempo, y quizá por esa misma razón, absurdamente frágil o desembozadamente artificial, y, derivado de 305

esa fragilidad, o afectación, parecían transmitir un inquietante clima de amenaza, o en todo caso de peligro inminente. Caminé en dirección a la orilla; más que a una llovizna convencional uno parecía exponerse a una inmersión de densidades variables; las gotas venían desde todas direcciones, como ocurre en los ductos gigantes de los lavaderos de autos. Nada más que en este caso no se veían aspersores ni chorros danzantes, sólo una lluvia volátil y enloquecida empujada por las ráfagas de viento. Los refugios de mayor superficie eran los más indicados para protegerme; especialmente uno, el más hospitalario de todos, que tenía sillas y superficies metálicas del mismo tono colorado, y también algunas mesas elevadas y redondas, de esas para comer o tomar alguna bebida de pie. Pero a causa del viento y las goteras abiertas en el techo, sobre todo cerca de las columnas centrales sobre las que éste se apoyaba, el sitio estaba completamente mojado. Incluso pude advertir cómo pese a estar en el mero centro la lluvia me alcanzaba igual, dispersada por acción del aire, aunque obviamente disminuida. 306

Me puse a mirar hacia donde estaba la isla. En ese momento su imagen espectral parecía la más verdadera entre todas las otras imágenes posibles, innumerables combinaciones de luz y episodios atmosféricos en general; los colores apagados y la ausencia de reflejos igualaban los contornos, que se confundían en lo difuso, y las siluetas y volúmenes elevados parecían corresponder, solidarios, a objetos provenientes de una misma época o pertenecientes a una misma familia de cosas. Edificios, agua, vegetación y cielo hablaban un idioma similar y se acomodaban a una gama común de matices, entre los cuales se imponía, quizá por su densidad homogénea, en realidad inevitable dado la mañana lluviosa, el gris plomizo del agua. La superficie del río era la base a partir de la cual todo lo demás, artificial o por lo menos agregado, se ponía de manifiesto. Y así, creo, debido a esta perspectiva privilegiada que tenía, una vista que no era compartida con nadie, pensaba yo, pude considerar una vez más que la habitual admiración que produce la impecable verticalidad de este sector de 307

Manhattan, quizá no obedezca tanto a la considerable altura de los edificios como al bajo nivel de la isla, porque esas grandes masas de materia construida parecen crecer desde las propias aguas circundantes y haber sido erigidas de un solo golpe para abortar cualquier posible idea o intención de organización apaisada. No sé si estas impresiones habrán sido profundas, en cualquier caso estaba concentrado en el paisaje y los pensamientos asociados, cuando un movimiento en apariencia furtivo me hizo advertir que no estaba solo. Varios metros hacia el costado un hombre que vestía traje pulsaba una pequeña pantalla –un celular de última generación, supuse–. Levantó la vista y también se sorprendió al verme, para ofrecerme enseguida, en el idioma universal de los brazos, un espacio en la única mesa elevada que se mantenía apenas seca. Aparte del carrito de equipaje, no llevaba mucho conmigo: un paraguas sin abrir y un teléfono celular bastante precario. No tengo gran experiencia con los teléfonos celulares, 308

quizás por eso me atraen especialmente los de los de-más, no sólo los aparatos, que en general no entiendo, sino el uso múltiple que hacen de ellos sus dueños; en cualquier caso, debía apoyar el mío en algún lado, abrir mi agenda, buscar el número al que debía llamar y decir que ya había llegado al lugar de encuentro. Pero en lugar de eso me puse a hablar con mi nuevo compañero. De la lluvia, por supuesto, tema obligado. Y en segundo lugar de la vista hacia la isla, acerca de lo cual, pe-se a mi entusiasmo, no se mostró impresionado. Manhattan le parecía invisible. El hombre se llamaba Arvind, vivía en Nueva Jersey y provenía de la India. Tenía una voz un tanto aguda, o chillona, y se expresaba con una convicción que parecía tajante mientras miraba muy fijo a los ojos, una mirada típicamente escrutadora, lo cual hacía que uno, por lo menos yo, tendiera a distraerse porque sospechaba que mientras tanto pensaba en otra cosa o que se concentraba en mí de un modo demasiado excluyente o incisivo. Como muchos hindúes más o menos jóvenes, era especialista en tecnología 309

informática. Un trabajo vinculado al desarrollo de programas lo había traído a Estados Unidos, por lo que pude entender, y a la vez, dividiendo su tiempo, buscaba especializarse en el área de las redes lógicas de los tendidos de telefonía. Desvié la mirada hacia el río, sin saber cómo seguir. Los jirones de niebla se aferraban al agua como si tuvieran cansancio o miedo de levantar vuelo. Yo era un simple escritor, eso creí por lo menos, y el tema que Arvind proponía estaba más allá de mi habitual panoplia de opiniones generales y discutibles. Me dijo que lo más intrigante de esos tendidos son las redes lógicas, mucho más complejas que las topologías físicas con las que se describen. Y encima cambiantes, acotó. Y que el estudio de ellas, y por consiguiente las posibles formas de optimización y las soluciones de problemas, resultaba en general provisorio y por lo tanto inacabable. Según entendí, aunque no estoy seguro de ello, las redes pueden estar físicamente organizadas según distintos diseños, dependiendo de la 310

frecuencia, las condiciones materiales, el tipo o volumen de datos que se transmitan, los usos, etc. Básicamente, esas topologías describen el flujo de información entre los puntos de una red. Ahora bien, cuando se trata de redes de complejidad, por ejemplo las de teléfonos, el diseño físico es extremadamente enmarañado y la trama termina actuando, a veces, de acuerdo a patrones inesperados que afectan, a su vez, para bien o para mal, el uso de recursos de la propia red. Encontré el tema apasionante, pero seguí mirando el agua. Me preguntó de dónde venía. Cuando le dije que era argentino tuvo una expresión de satisfacción, o por lo menos de reconocimiento. Dijo que había visto una película argentina tiempo atrás, cuyo título sin embargo no recordaba. Describió un poco el argumento, en todo caso los detalles más frescos, insuficientes para identificarla, quizá porque yo tampoco era muy asiduo al cine de mi país. Pero sí pude afirmar que por mi parte recordaba muy bien «Slumdog Millionaire», aunque la había visto con bastante demora, comentario ante el cual 311

se sintió halagado porque, acaso, según su punto de vista, verla con retraso significaba hacerlo de un modo, digamos, más certero o deliberado. Arvind vive con su esposa y sus dos hijos pequeños más allá de Edison; según me dijo, y yo sabía, a eso de una hora, o un poco más, de donde estábamos. En las cercanías de Edison se han instalado desde los años 80 una gran cantidad de hindúes; y aunque supiera que no podía tomar su respuesta como indicativa, a raíz de una especie de curiosidad demográfica pregunté a Arvind si tenía pensado regresar a la India. No dudó un instante y me dijo que sí. Quería juntar dinero –dijo «algo de dinero»– y volver a su país, donde los ahorros le rendirían mucho más. Le comenté que en un punto cercano a Edison, o quizá precisamente en Edison, yo me había extraviado por primera vez, al poco tiempo de llegar a Estados Unidos. Era mi primera incursión automovilística y había sido abducido durante varias horas por la densa red de autopistas y carreteras que me llevaban de un lado a otro, sin lograr ubicarme. Arvind sonrió, pero se pu-so serio cuando le dije que en cierto 312

momento entreví que mi futuro sería ese, un náufrago a bordo del auto, expuesto a rodar entre rutas indistintas por el resto de la vida. Quise hacer una broma, y expresé una suerte de sentimiento retrospectivo, que en realidad era falso, cuando acoté que a lo mejor esa tarde me había enfrentado a los inesperados tendidos virtuales de la red de tránsito veloz de Nueva Jersey. Sentí que podía hacerme amigo de Arvind inmediatamente, de una vez para siempre, y que a lo mejor, producto de la casualidad del encuentro, o de haberme contado sus planes de previsión y ahorro, quién sabe, se había creado un lazo de confianza. Unos momentos después, cuando en respuesta a su pregunta le dije que yo era escritor y que me estaba dirigiendo a un evento literario, abrió mucho los ojos, entre sorprendido y embarazado. Por sus comentarios entendí que estaba bastante alejado de las así llamadas letras, incluso en sus formas más accesibles como los largos estantes de las librerías de cadena presentes en cada shopping mall de Nueva Jersey, o las historias contadas en revistas, magazines o blogs, o la literatura llevada al cine, etc. A lo 313

mejor estaba alejado de la lectura en general. Esto no tenía por qué extrañarme, al fin y al cabo es lo que ocurre casi siempre. Pero la forma como se desarrolló esta situación me hizo ver que, al contrario del clisé habitual que describe en forma de burbuja aislada o torre infranqueable el lugar donde perviven los artistas y los escritores en particular, alejados de todo y desentendidos radicales de nada que no sea lo propio, yo tenía más noticias de la ocupación de Arvind que él de la mía, y que a lo mejor en eso consistía el aislamiento: por más que los escritores busquemos abrirnos, inspirar y ser inspirados por la realidad, nuestra actividad no es penetrable por los no escritores, y por lo tanto la natural apertura hacia el mundo es percibida como cerrazón, cuando en realidad los cerrados son los demás, y no nosotros. De este episodio extraje la primera conclusión de la travesía: un escritor es alguien abierto al mundo, un ser curioso por todo lo que ocurre y alguien para quien ningún saber resulta ajeno o extravagante. Pensé que podía ser un buen comentario frente a Arvind, y una valiosa enseñanza para él, que así comenzaría 314

a valorar la literatura desde una verdad de lo más básica, pero a menudo olvidada. Pero por al-gún motivo no dije nada, quizá porque la idea podía resultar difusa y sobre todo irrelevante para la circunstancia. Mientras Arvind agregaba algún comentario superficial y bajaba a veces la vista hacia la pantalla de su teléfono, donde llegué a entrever una foto, la imagen de un rostro mirando fijo hacia la cámara, yo por mi parte miraba hacia Manhattan, que pese al avance de la hora se revolvía todavía más en la bruma. La gravedad de una espera ominosa parecía adueñarse de la situación, mezcla de los rumores del viento, pienso, y de la pasividad de las aguas bajo la lluvia. La neblina se cernía sobre el río como un velo que lucha contra las ataduras, y antes de tomar vuelo de una vez por todas alcanzaba a enrarecer los niveles inferiores de la isla, convirtiendo las bajas alturas en masas confundidas entre celajes y que no alcanzaban a distinguirse, pero que a cierto nivel, si uno levantaba la vista, mostraban su contorno real. 315

De cuando en cuando se hacían visibles las lanchas de pasajeros que conectan ambas orillas. La que venía de Manhattan se revelaba con intermitencias, como si emergiera entre veladuras; y la que iba en dirección contraria parecía adentrarse fatalmente en un incierto mundo de tinieblas. Decidí preguntarle a Arvind sobre sus amistades, quería saber si los amigos que solía frecuentar eran principalmente hindúes, o si tenían otra nacionalidad. Como puede verse, seguía interesado en la demografía. Pero no llegué a decir nada porque justo sonó su teléfono. Me pidió disculpas y se alejó varios pasos para hablar con tranquilidad. Caminaba en redondo y se paralizaba cada tanto, como si cosas imprevistas requirieran la máxima atención del otro lado de la línea. El azar había hecho que nos encontráramos en esas circunstancias, y también que yo ahora lo viera conversar de ese modo. Pensé que era el momento indicado para hacer mi llamada. Revisé la agenda en busca del número. La verdad es que me avergonzaba realizar operaciones tan rudimentarias, cuando 316

cualquier otro hubiera tenido los contactos y números cargados en el mismo aparato. Pero no es que sintiera vergüenza frente a Arvind o cualquier desconocido que pudiera observarme; en realidad tenía una mezcla de vergüenza y compasión, un sentimiento de vergüenza frente a la historia actual, en este caso el así llamado avance de las costumbres, porque me imaginaba como uno de los últimos rezagados absolutos en la carrera diaria por adaptarse a los avances tecnológicos. Sentía que era una batalla perdida, y que la única opción a la mano era evadir la derrota –cosa que me mortificaba todavía más, porque debía optar por el disimulo como conducta–. Esto me dejaba una segunda enseñanza: no importaba lo que pudiera hacer, también debía preocuparme por actuar en el sentido como yo quería que mis actos fuesen considerados; o sea, hacer del disimulo el arma privilegiada. Justamente, también la casualidad hizo que mientras tanto hiciera su aparición Melanie, que era otra de las participantes del evento literario. No la reconocí hasta último momento, pensé que un nuevo desconocido 317

se sumaba a la pareja de refugiados bajo los bohíos metálicos. Llevaba el paraguas de un modo tan embutido –o al revés, ella estaba de tal modo embutida en su paraguas– que parecía alguien que buscaba ocultarse. Como somos aproximadamente amigos, iniciamos una conversación práctica, no referida a la vida, la nacionalidad, las ocupaciones o la demografía, sino a cosas pedestres, como la hora a la que nos habíamos levantado o las condiciones del tiempo, y sobre todo vinculadas con nuestro confort inmediato: Melanie advertía que las instalaciones repartidas por la plaza, o incluso los refugios más grandes, parecidos a quinchos gigantes, no nos protegerían lo suficiente en caso de que la espera se prolongara. Por lo tanto decidimos migrar a un lugar adecuado. Melanie estaba especialmente urgida, quizá porque no quería seguir mojándose. Así fue como no volví a cambiar palabra con Arvind, de quien enseguida me despedí a la distancia mientras él se-guía hablando, levantando un brazo –saludo al que respondió del mismo modo–.

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Llegamos a Scranton cuando empezaba la noche. Habíamos esperado la llegada de Chet, nuestro jefe de ceremonias en todo lo relacionado con el Festival, en un café Cosí de la calle Hudson, donde Melanie y yo finalmente entramos. Apenas se veía el exterior desde donde estábamos, sólo podía ser intuido. Este café ocupa el sector derecho de la planta de un antiguo banco, levantado en la época de esplendor de la ciudad, hará cosa de más de cien años. Pueden verse los cincelados cielorrasos de bronce, las opalinas modernistas, la boiserie de maderas probablemente valiosas, aunque no preciosas, los bancos de los costados, interminables como si hubieran pertenecido a una catedral, entonces probablemente de espera. El espacio está oscurecido por todos estos objetos especialmente densos, también por la proliferación y el ta-maño de las molduras y ornamentos de distinto tipo, y sobre todo por la altura de las ventanas, que parecen haber sido construidas a ese nivel propio de lucernas para que nadie las alcance y pueda colarse a través de ellas.

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Una de las cosas que más me impresionaron de esa zona de Jersey City fue su completa discrepancia respecto de Manhattan, pese a la cercanía. Quiero decir, podía entender las razones para que casi todo fuera distinto, desde el ancho de las calles y la brecha entre los edificios, sus fachadas y funcionalidades, pasando por aquello que en general se llama uso o aprovechamiento de los espacios dentro de la ciudad, la distancia entre los árboles, las paradas del transporte público y tantos detalles del mismo tipo, etc., pero me asombraba que estos rasgos, que de aquí en adelante uno podía ver más o menos repetidos en cada nueva ciudad o poblado que visitara a lo ancho del país, comenzaran, por así decirlo, en ese mismo punto, justo al lado de las aguas que rodean Manhattan, como si alguien empujado por alguna impaciencia hubiera querido aprovechar la primera oportunidad de materializar el deslinde. Una vez que Chet llegó al Cosí, usó su teléfono celular para llamar a Bragi. Yo estaba observando a Chet con mucha atención y pude ver cómo para él fue cuestión de apretar un pequeño botón sobre la pantalla de su 320

teléfono y decir dos palabras. Bragi apareció de inmediato, como si hubiera estado esperando la señal tras alguna de esas pesadas puertas. Resultó que Bragi andaba por la zona desde mucho antes que yo, y había aguardado desde un principio en la calle, bajo un pasaje elevado que apenas lo protegía, observando el tránsito y las carreras de la gente para evitar la lluvia. Al enterarme de esto pensé que Bragi había desperdiciado la oportunidad de contemplar el río durante el tiempo de espera, pero tampoco podía saber si él se habría interesado por ese tipo de cosas. Supuse que estaría sobre todo a la expectativa y concentrado, como Arvind, en otro tipo de cosas. Su novela trataba sobre las peripecias de un poeta islandés que asiste a un festival literario en Vilna; en este sentido, imaginé que quería llegar cuanto antes a Scranton, y acaso de ahí su desinterés en cualquier distracción, así ésta fuera mirar apenas el río, porque lo apartaba mentalmente de su doble objetivo literario: de Scranton podría salir su próximo libro, a publicarse en alguna de las próximas navidades... Porque después me enteraría, de boca de Bragi, que en Islandia sólo publican libros antes de la Navidad, el resto del año no 321

aparece ninguno, como si se tratara de una cosecha anual de hojas impresas. El viaje a Scranton fue largo. Un recorrido que habría requerido dos horas y media en condiciones normales, demandó por lo menos cinco. Ello se debió a algunas obras en construcción que bloqueaban carriles y tramos de la autopista, y a que siendo viernes por la tarde, mucha gente se internaba en el estado de Pensilvania desde la concentrada área urbana de Nueva York. Por cierto también costó encontrar la salida de Jersey City, donde dimos varias vueltas sin verdadero motivo, visitando diferentes barrios. Chet tiene un sentido particular de la orientación y eso hace que se enfrente a los caminos, como se dice, de manera intuitiva, convencido de su capacidad para resolver cualquier evento imprevisto que se presente. Pero a veces eso tiene como consecuencia un avance más periférico que efectivo. Imaginemos que el viaje es una historia, un cuento, y que quien lo cuenta sabe dónde quiere llegar pero ignora no solamente los puntos intermedios sino también el 322

significado y las implicancias de cada evento o señal que aparece. El efecto era una reiterada sensación de paréntesis y puntos suspensivos, como si el relato, más allá de sus eventos, entrara en una sombra de significados, y por lo tanto quienes viajábamos con Chet sentíamos que nuestra condición de viajeros de cuando en cuando se suspendía, como si en verdad no fuéramos a ninguna parte real y el viaje se tratara de un pasaje constante. En ese momento el destino era Scranton. O más precisamente cierta autopista en particular, en un punto de cuyo recorrido Scranton se destacaba como una notoria gema del pasado. Chet se dirigía hacia allí, sabiendo que en algún momento la encontraría, aunque ignorando las alternativas o novedades intermedias, que cuando se ponían de manifiesto lo desconcertaban un poco. Ello derivaba en episodios de incertidumbre que Chet, naturalmente conversador, transmitía al resto de los viajeros, sin embargo, con pocas palabras. Pero solo durante breves momentos, porque como si fuera un impecable anfitrión en su provisorio hogar de cuatro ruedas, introducía una variante en el tema de 323

conversación, u otro tema completamente nuevo, para que nos distrajéramos y, pienso, así calibrar y poner a trabajar mejor su brújula interna. Mientras tanto el paisaje se poblaba de frecuentes estribaciones, que iban quedando atrás sin casi darnos cuenta. Estas montañas, o más bien colinas, suavizadas por la trayectoria de la autopista, acentuaban la naturaleza ondulante del entorno y así creíamos deslizarnos por una cinta que no oponía resistencia. A la vez, dado que los autos avanzaban casi a la misma velocidad, se producía una extraña ilusión de movimiento concertado, ya que el paisaje cambiaba y sin embargo la posición relativa de las criaturas de la caravana, digamos, se mantenía. Qué lejos de otras y tan fatigadas sensaciones de carretera..., por ejemplo cuando se habla de de-vorar el camino y cosas parecidas. Llovía sólo de a ratos, pero de todos modos recuerdo muy bien que se mantuvo encapotado durante todo el camino. Era uno de esos días anticipa-torios del invierno; no porque hiciera demasiado frío o 324

porque fuera especialmente cruento, al contrario, más bien porque todo resultaba lóbrego, el mundo y la naturaleza se habían decidido por lo mortecino y hasta por lo sepulcral. Mientras el auto se deslizaba por alguna de esas amplias y panorámicas curvas, me puse a pensar en la estrategia intuitiva de Chet y me dije que probablemente ésa fuera la forma clásica de conducir en este país, donde para todos resulta claro que el destino de los caminos es conectarse de di-versas maneras en una infinita cantidad de lugares, en cualquier caso no demasiado alejados unos de otros, y que tarde o temprano se terminará llegando a destino. En cierto momento, luego de otro gran rodeo de varios kilómetros, comenzaron a verse carteles anunciando la ciudad de Moscow. Uno más de los nombres duplicados que bautizan pueblos y ciudades, de pequeñas a grandes, como si fueran eslabones de un homenaje al mundo exterior. Me puse a pensar en la cantidad de elementos que hacen de es-te país algo parecido a un parque 325

temático, o a diferentes y por momentos contrapuestos parques temáticos al mismo tiempo. Quizá por ello, aproximarnos a un Moscú alternativo, auxiliar, vicario o como se llame, obviamente no menos cierto que el original, pero sobre todo desconocido, dado que no íbamos a encarar el desvío de la autopista para adentrarnos en el lugar, sino que seguiríamos de largo hacia Scranton, me recordó una noticia que había leído esa mañana. Según el diario, estaban por introducir cambios en las prioridades de la NASA, y el programa lunar ya no tendría sustancial importancia. Ahora tratarían de llegar a lugares más lejanos, una selección de planetas y asteroides. Incluso se suspendía el proyecto de construir una estación lunar de reaprovisionamiento. Frente a la noticia, en mi casa, rodeado de oscuridad porque era bastante temprano, había pensado: tanto trabajo había requerido llegar a la luna y ahora se la dejaba fuera como si se tratara de una apuesta poco rendidora, que sin embargo seguramente había arrastrado secretas justificaciones. Pero no me indignaba solamente por el trabajo que se había pasado 326

para llegar a la luna, sino por la importancia que se le había dado. O sea, el abandono del programa lunar significaba, por supuesto, instalar en el terreno de lo opinable algo que en el pasado había tenido una importancia absoluta. Lógicamente mencioné la noticia con cierto énfasis a mis colegas de viaje, pero ninguno se inmutó. Agregué que veía eso como la culminación de una etapa: ahora se decidía dejar tranquila a la luna, segura y muda en su impasibilidad, como había estado hasta 1969, aportando ideas e ilusiones a toda una cadena histórica de sujetos inspirados. Agregué enseguida que en la Argentina uno de los efectos del alunizaje había sido la aparición de una nueva marca de cigarrillos, de corta vida por otra parte, los Collins, que venían en paquetes color violeta, letras inclinadas, y que una vez yo los había fumado sin demasiado entusiasmo. También recordé, aunque ya en precavido silencio, otras noticias de esa mañana lluviosa: la trifulca entre un periodista y un candidato republicano a gobernador de apellido italiano, proveniente del movimiento Tea Party. Antes 327

de ello había leído que una noche, a las puertas de un bar en Brooklyn, una pelea entre dos perros pequeños había llevado a una riña entre los dueños, propinándole uno de ellos al otro una certera puñalada mortal. Pensé en Borges, naturalmente, y la larga descendencia de duelos bizarros que reclaman una dignidad inverosímil hasta para los duelistas. Pero la noticia que me resultó más intrigante fue una historia de venganza académica. El protagonista era hijo de un antiguo profesor de la Universidad de Chicago, erudito en los Rollos del Mar Muerto, cuyas tesis habían sido desbaratadas por otra eminencia, desde la Universidad de Nueva York. El profesor de Chicago había muerto años atrás. Cierto día, por algún motivo desconocido el hijo comenzó a escribir mensajes falsos, como si pertenecieran al competidor de su padre, en los que admitía haberlo plagiado. El hijo enfrentaba ahora un costoso juicio y, sin dinero, probable cárcel. (Tampoco mencioné esta noticia durante el viaje –sólo más tarde se la conté a Melanie– porque pensé que podía resultar agorero hablar de plagio o atribuciones simbólicas 328

mientras nos dirigíamos a un festival de las letras.) Scranton tiene un apodo que la define y que, supongo, pe-sa sobre sus habitantes: «La ciudad eléctrica». Es quizás uno de los lemas más felices que pueden darse a una ciudad, porque no pretende reconciliarse con la naturaleza, ni abogar por alguna idea estetizante del mundo, ni se pone a favor de algún concepto moral. Es una apelación a la técnica; es enfático como decir «la ciudad ciudad». El legendario esplendor de Scranton se debe a las minas de carbón de las cercanías, que siendo de gran calidad hizo que se dedicara muy tempranamente a producir energía eléctrica. Primero se tendieron vías electrificadas para transportar el carbón. Luego, en 1886, se inauguró el primer tranvía eléctrico de Estados Unidos. Pero ahora, como ocurre en todas la ciudades del interior estadounidense, en las manzanas centrales de Scranton se mezclan opulentos edificios levantados en la época de auge, con construcciones más bajas y mucho menos ambiciosas, cuando no con terrenos vacíos dedicados al estacionamiento de autos o sencillamente abandonados (o las dos cosas). 329

Frente a la plaza principal, en la cima de uno de esos edificios importantes, de diez o doce pisos de altura, se levanta la estructura de hierro con el cartel luminoso que todas las noches brilla como emblema de la comunidad. Es un aro gigante de neón que encierra el nombre y el apodo de la ciudad, escritos con letras rectas y de dimensiones, un trazo familiar a la tipografía de los cómics. Encima del círculo luminoso hay una lámpara incandescente cuyos filamentos, indiscernibles por la luz que irradian, proyectan rayos ambarinos en todas las direcciones, y hacia los dos costados se proyectan penachos también luminosos de un denso color blanco. Este andamiaje que domina la altura, inspirado blasón de una hermandad de seres comprometidos con la electricidad, describe con su permanente halo de luz el nombre y el apodo de la ciudad como si se tratara de una sola cosa, un lugar y su lema, una naturaleza y su promesa: «Scranton. The Electric City».

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La época rutilante de Scranton va desde mediados del siglo XIX, cuando comienzan a explotarse las minas de antracita, hasta pasado el primer tercio del siglo XX, cuando el carbón deja de usarse en rubros importantes, por ejemplo, la calefacción. Uno puede encontrar muchas huellas del pasado minero, y quizás el Museo de la Antracita sea el único elemento concebido para brindar testimonio. Pero en la medida en que la misma ciudad parece sumida en la languidez y la amnesia (incluso uno a veces está inclinado a pensar que el cartel luminoso de Scranton cumple la función de tributo mecánico a una fama que ya no guarda ningún vínculo con el presente) casi no hay señales de la existencia de este museo. Todo esto pude percibirlo mientras caminaba por las manzanas centrales, semidesiertas en todo momento. No falto a la verdad si digo que ese pasado de leyenda podía intuirse andando por las calles ondulantes. De aquel tiempo de bonanza se conserva la antigua y majestuosa estación de trenes, hoy convertida en hotel ya que los ramales de ferrocarril se levantaron, como también se mantienen 331

varios templos dedicados a distintas creencias y sociedades. Quizás el más curioso de todos ellos sea el Templo Masónico, levantado para un uso doble, también como Catedral Escocesa. Mezcla de fortaleza monacal y palacio gótico, es una inmensa construcción saturada de símbolos de la masonería para impresionar al distraído en cada rincón, puerta, marco, herraje, balaústre, ángulo o moldura del edificio. Al día siguiente de nuestra llegada todos los participantes del Festival firmarían ejemplares. Para ello, sobre un costado de la plaza principal, ya mencionada, más allá de una fuente de agua rectangular, se habían instalado algunos toldos o carpas gigantes de color blanco, de esas que se usan para las fiestas. Por fuera podían también verse varias banderas norteamericanas, que a lo mejor estaban allí permanentemente, dado que en ese sector de la plaza se levanta un monumento a los veteranos de guerra. Dentro de las carpas había tablones a modo de mesas, puestos en hilera, con carteles donde se indicaban los nombres de los escritores que estarían sentados en cada lugar, con su 332

correspondiente silla aguardándolos. Las mesas estaban cubiertas por manteles plásticos de color rojo, y había dos o tres bolígrafos asignados a cada escritor, seguramente para que usáramos en la firma de ejemplares el trazo más conveniente a nuestra escritura. Recuerdo todos estos detalles porque durante la hora y media que duró el evento estuvimos de pie frente a las mesas, observando los lugares vacíos como si fuéramos los únicos espectadores de nuestra defección. Tomé varias fotos del acontecimiento, fotos que me sirven ahora como prueba. Hubo un solo autor con seguidores, de hecho una cola bastante larga que se renovaba constantemente. Era un articu-lista de origen inglés radicado en Estados Unidos, que en sus comienzos había sido de izquierda y ahora tenía posiciones cada vez más conservadoras. Hace pocos días, al enterarme de su muerte, supe también que probablemente supiera entonces que sólo le quedaban algunos meses de vi-da. El libro que presentaba era de tapas 333

amarillas, y durante aquel día las pocas personas con las que me crucé por la calle llevaban el libro amarillo bajo el brazo, o dentro de una bolsa de color azul, que era la bolsa oficial del Festival. Pues bien, la cola para la firma del autor inglés era como de 20 personas. Su lugar estaba en la punta izquierda de la larga mesa. Todos los demás autores nos encontrábamos, por así decirlo, liberados de esos menesteres, desocupados. Tomé una foto de mi lugar: se ve mi nombre sobre la mesa, los correspondientes bolígrafos y una silla vacía. En los lugares de Bragi, Melanie y Sean (un traductor que se acopló a la troupe de Chet directamente en Scranton, ya que vino por su cuenta desde Filadelfia) se ve la misma imagen disponible, solamente cambia el nombre del titular del asiento. Abro a veces la computadora y veo la foto con el nombre de Bragi y su silla vacante, y se me ocurre pensar que es el ejemplo de la renuncia física del escritor. No sé qué pensará él en particular sobre esto, sólo puedo tener 334

un par de hipótesis. Pero es probable que no encuentre allí un punto importante. En realidad, para estar seguro, yo debería haber sacado el tema en el tren subterráneo, cuando por la noche viajábamos de regreso; pero no lo hice e incluso en ese momento no se me ocurrió hacerlo. Lo que pienso sobre «la renuncia de Bragi» –a veces me gusta bautizar dramáticamente ciertos episodios– es que, generalizando, siguen produciéndose hechos que deslizan la literatura hasta al borde de la extinción, una y otra vez; y que los escritores, como no siempre se encuentran atentos a tales señales, es más, creen que se les debe dar la espalda ya que básicamente están dirigidas a los otros colegas, se aferran a un mundo cada vez más conocido y abreviado a la vez, en el que lógicamente queda muy poco lugar para cada uno. Esta observación, que sin problema podría catalogar de tercera enseñanza, obviamente no estaba vinculada con Bragi, sino con el argumento que su silla vacía –o imagen ausente– me ayudaba a considerar.

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¿Deberíamos habernos sentado a la mesa de firmas y esperar, expuestos a la brisa y la soledad de las calles de Scranton, que pase el tiempo previsto para la actividad? Recuerdo el pasto mojado de la plaza, llovía desde la mañana, y el viento que sacudía los festones de los toldos, lanzando las gotas dispersas hacia todos lados, mojándonos, tal como me había ocurrido un día antes en Exchange Place, junto a Arvind. Como digo, tomé fotos de los lugares que nos habían asignado sin pensar demasiado en ello. Después vi que en la «mía» aparecía el costado de alguien, a la derecha de la imagen. No sé quién pudo haber sido; nadie de nuestro contingente, eso seguro; muy probablemente se trató de otro escritor invitado que no dudó en ocupar su lugar, si bien de pie, pese a la falta de lectores en busca de su firma. O sea, este escritor anónimo tuvo una actitud inversa a la nuestra, no asumió la ausencia a la que el vacío lo empujaba. Veo que ha puesto la única mano visible en el bolsillo del pantalón, y puedo imaginar la figura entera, una pose con la izquierda en el otro bolsillo, o suelta mientras hace un ademán cualquiera o señala en una dirección si es que está hablando con alguien. 336

Al terminar la firma de ejemplares dejamos la carpa y caminamos hasta el borde de la calle. Allí nos pusimos a de-batir sobre el mejor momento para dejar Scranton. Alguien podía observarnos desde un punto alejado y suponer que estos cinco escritores conversaban sobre alguna cuestión importante, probablemente vinculada con la literatura. Pe-ro lo concreto es que ninguno de nosotros, ni Melanie, ni Chet, ni Bragi, ni Sean y tampoco yo discutíamos sobre nada trascendente ni posábamos de un modo particular. Hablábamos sobre las horas de viaje, si íbamos a parar o no en algún punto del camino, sobre lo que se podía almorzar, etc. En un momento dije, con la esperanza de que alguien se sumara a mi deseo, que con tales planes se hacía difícil visitar el Museo de la Antracita. No coseché ni un asomo de solidaridad, hasta pensé en ese momento que no había sido escuchado; todos habrán pensado que era mejor no abrir la boca y evitar cualquier riesgo que nos impidiera salir de Scranton cuanto antes.

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En un momento Chet quiso hacer un comentario sobre el invitado inglés. Dijo que había asistido a su presentación, realizada por la mañana en la sala principal del Templo Masónico de los escoceses. Un espacio de grandes dimensiones, rodeado de galerías elevadas a las que se llega a través de pasadizos y escaleras angostas. Los muros de piedra, la ornamentación y accesorios, severos y a la vez profusos, los largos y austeros bancos de madera, todo eso convertía la conferencia en una suerte de evento para iniciados. El lleno era completo; y el clima de asamblea deliberativa, dados los murmullos que se escuchaban desde todos los rincones, hacía suponer que el pueblo en su totalidad se había reunido para escuchar al controvertido inglés, de nombre Christopher. Como se trataba del invitado estrella, el festival le asignó dos presentadores. Y la actividad consistió en un par de diálogos sucesivos con otras dos destacadas personalidades de la zona. También hubo variadas preguntas del público, pero sólo pu-dieron hacerlas quienes se 338

habían anotado en una lista preparada en los días previos y que se había llenado apenas abierta. Chet siguió hablando del ambiente y de la ansiedad frente a las palabras de Christopher, quien, en opinión de Chet, redimía temporariamente el aislamiento de Scranton que acaso varios de sus habitantes podían sentir. A cierta altura de la explicación, Melanie levantó la vista hacia el cielo. Chet siguió diciendo que, como todo el mundo sabía, Christopher era un individuo polémico debido a su «copernicana» conversión ideológica. Aunque ahora abrazaba casi todas las causas conservadoras, a veces seguía pensando según los valores del progresismo. Esto producía un poco de desconcierto en la gente, porque algunos tendían a estar de acuerdo con sus premisas pero no con sus conclusiones, y a otros les pasaba al revés, coincidían con las conclusiones pero no con las premisas en las que éstas se apoyaban.

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Esos disensos cruzados descolocaban a los que buscaban instalar a Christopher en un lugar fijo, cristalizado, y estos eran quienes terminaban teniendo la voz cantante cuando lo denostaban como propagandista libertario o cosas peores. Chet siguió hablando, sin embargo Melanie ya parecía no escuchar, absorbida por lo que encontraba en las alturas. Naturalmente, varios en el grupo fueron levantando la vista. Primero con distraída curiosidad y después con un interés absorto, como el de Melanie. Todos fuimos renunciando a seguir el relato de Chet; parecía muy interesante pero la concentración de Melanie intrigaba más. Por otra parte, hablaba del mismo modo que cuando conducía, de manera que todos advertían en ese relato una anticipación de lo que podríamos escuchar durante el retorno, entre curvas y desorientaciones.

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El primero en ausentarse siguiendo los pasos de Melanie fue Sean; después le siguió Bragi. Sobre cinco que éramos, ya había tres que tenían la atención puesta en el cielo y parecían impermeables a cualquier cosa que ocurriera en la superficie. Yo estaba envarado, era el único que seguía escuchando a Chet. Y por eso no estaba dispuesto a mirar hacia arriba por nada del mundo, porque imaginaba la frustración que podía sentir si se quedaba hablando en el vacío. Sin embargo, mi atención estaba puesta naturalmente en los otros tres. Lo que ocurrió a continuación fue bastante curioso y creo que nunca se me va a olvidar: creo haber asistido al silencio repentino de una persona, Chet en este caso, en primer lugar, y enseguida a una especie de extasiada comunión entre varios, los cinco que seguíamos de pie sobre el costado de la plaza. Chet venía hablando de la conferencia de Christopher, decía que en un momento de exaltación derivada de la precisa retórica del orador, porque hilaba frases bastante largas y por momentos parecía subrayar a propósito el acento británico que poseía naturalmente, en 341

un momento especial se había producido una especie de rumor placentero y colectivo, un goce político que se alimentaba de la música de las palabras de Christopher, bajo la cual todos los presentes se sentían protegidos y, sobre todo, pensaba Chet, interpelados o en todo caso comprendidos. Chet dijo que tuvo en ese momento una especie de alucinación: pensó que el público cambiaba de lugar en el templo y se sentaba de acuerdo a sus creencias. A la izquierda de Christopher los progresistas, naturalmente, y a su derecha los conservadores. Chet creyó asistir a ese alineamiento de los cuerpos de una manera tan vívida que debido al asombro no tuvo tiempo de encontrar un lugar para sí mismo. Su delirio tuvo la estructura de los sueños, porque sentía admiración frente a las virtudes oratorias de Christopher, quien, como sucedía a veces con las celebridades literarias, pensaba Chet, sucumbía tan fácilmente a su propia verborragia que no advertía lo que ocurría entre el público –de hecho, en este caso, que todos se estuvieran cambiando de lugar y produciendo una 342

cerrada circulación de cuerpos en movimiento dentro de un espacio limitado–. Según Chet, fue un episodio revelador porque le hizo ver hasta qué punto podía tratarse de una escena de identificación entre el escritor y su público. Chet siguió diciendo que era capaz de interpretar su propia ensoñación de diversas maneras. Recuerdo muy bien que comenzó la frase siguiente diciendo «Sería un error admitir...», pero durante unos instantes de lo más breves dejé de escucharlo, o él se interrumpió, y que un momento después estaba diciendo, mientras seguía mirándome, «porque no se sabe quién es esclavo...». En este preciso punto, como había ocurrido con todos los demás menos yo, dejó la frase sin terminar y se puso a mirar hacia arriba. No lo sentí como un desaire, o en todo caso no me importó que lo fuera o no, sino como la confirmación de una nueva presencia que demandaba el interés de todos nosotros. En realidad yo no estaba escuchando con gran atención, aunque me decepcionó que se interrumpiera en la mitad de una frase, como si se revelara en Chet una irresistible 343

impaciencia. En todo caso terminamos los cinco mirando hacia arriba. No hacia un punto inclinado del cielo, sino hacia el cielo mismo en su centro, o sea, la vertical pura. Veíamos el azul de una intensidad transparente, y las calles de Scranton parecían haberse vaciado y por lo tanto no se escuchaba ruido alguno, ni cercano ni lejano. Estuvimos un buen rato así, mirando el cénit, como extasiados ante la vista de la nada. Pero Melanie, quien había sido la primera en sentirse llamada por la vertical, fue también la primera en ver el objeto pequeño que caía y se dirigía directo hacia nosotros. No dijo nada ni se movió, pero los cuatro presentimos, por un leve cambio en su actitud, o a lo mejor en su respiración, que ella veía algo que nosotros todavía no. Pasaron unos momentos que no sé si fueron pocos o muchos; lo que después vimos los cinco fue un pequeño papel blanco, como si fuera la mínima parte de una hoja despedazada a mano, que caía dando vueltas sobre sí mismo, consecuencia de su misma liviandad, desde un punto lejano del espacio exterior.

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Veíamos bajar el papelito sin desviarse, directo hacia el punto de Scranton en donde nos habíamos detenido, como si fuera algún tipo de proyectil inocente pero dirigido. Por motivos obvios pensamos que era Melanie quien debía interpretar el fenómeno, ella tenía la prioridad y el derecho. Sin embargo prefirió no decir nada, o a lo mejor siguió abstraída pensando en cualquier cosa, más allá de lo que el papel podía representar. Yo preferí extraer mis propias conclusiones, que por supuesto me guardé de ventilar por miedo a que me tomaran por un personaje medio esotérico. Me dije que ese papel era la pieza que nos venía a rescatar como escritores; que después de nuestra defección, digamos, la realidad se mostraba de acuerdo con nosotros y nos anunciaba que estábamos en el buen camino. La defección, el vacío, la ausencia, la espera, todas esas palabras vinculadas con cosas indeterminadas o directamente vacías o negativas, eran las cosas más resaltantes y, creí yo que quería decir ese papel arrojado desde el espacio, también más meritorias. Pero no podía saber si los otros cuatro estarían de acuerdo con mi diagnóstico de los hechos, ni tampoco si coincidirían con mis premisas. 345

Quizá por eso no saqué el tema durante el resto del día. Sólo algunas semanas después le mencioné el episodio a Melanie, quien reaccionó con tal expresión de sorpresa y de incredulidad que temí me tomara por loco. Le dije, «Te debés acordar, en Scranton, después de la firma, nos quedamos hablando en la vereda y en un momento cuando levantamos la vista hacia arriba vimos que caía un papelito del cielo...». Ella puso cara de no entender, o de verse empujada a revivir un sueño o un recuerdo prácticamente olvidado, o de no creerme. Pero yo sé que ocurrió, y tengo la impresión de que por lo menos Bragi siguió pensando en el asunto. Uno siempre puede tener explicaciones caprichosas para cualquier ti-po de eventos. Y este episodio final me dejó, digamos, la cuarta enseñanza –o quizá se tratara solamente de una señal–. Ese pequeño papel blanco que venía hacia nosotros ve-nía a representar una partícula lunar. La luna se ponía de manifiesto de ese modo y protestaba ante el abandono. El mundo material se las 346

había arreglado para crear sus propios símbolos, metáforas y vehículos físicos a través de los cuales dejar sentadas sus posiciones; y nosotros, o yo, como escritores, debíamos recibir las señales y ver después qué hacer con ellas. Dejamos Scranton cuando el prominente cartel citadino ya iluminaba el cielo de la plaza. Chet resultó más asertivo en el viaje de vuelta, tomando un camino casi directo, pero una vez cerca de destino nos extraviamos de nuevo en los suburbios aledaños y las calles de Jersey City. Una vez de-vuelto el auto, pasamos a pocos metros del Cosí, en ese momento ya cerrado, antes de descender a las profundidades de Exchange Place. Había anochecido, toda esa parte de la ciudad estaba deshabitada y bastante oscura, lo cual subrayaba la presencia incandescente de Manhattan, en el otro costado. Regresábamos, regresaba, intrigado de haberme apenas asomado a los vestigios de una civilización superada, llamada eléctrica, que sin embargo se había liberado de toda nostalgia hacia aquello con lo que había elegido identificarse. Eso me dejó pensando durante largo rato – 347

sentía que allí anidaba una quinta enseñanza–. Por ese motivo, todavía distraído al llegar a Manhattan perdí de vista a mis compañeros de viaje y vagué durante unos momentos sin decidir-me a buscarlos o a darme por vencido. Pero me estaban esperando en la salida de la estación, a un costado del tumulto de gente, tanto es así que, para mi asombro, pusieron cara de alivio al verme aparecer. Así volvimos a encontrarnos, como se dice. Chet y Melanie tomarían distintas líneas de Metro, y una vez que nos despedimos de ellos, Bragi y yo fuimos caminando unas cuadras hasta conseguir la estación más cercana de la línea 1.

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Nota del editor Versiones previas de siete relatos de Modo linterna han aparecido según la siguiente descripción: «Donaldson Park» en María Sonia Cristoff (ed.): Idea crónica, Beatriz Viterbo Editora, 2006; «Los enfermos» en Nathalie Bouzaglo y Javier Guerrero (eds.): Excesos del cuerpo, Eterna Cadencia, Buenos Aires, 2009; «El testigo» en VVAA: Buenos Aires. La ciudad como un plano, La bestia equilátera, Buenos Aires. 2010; «Novelista documental» en El banquete, Córdoba, 2010; «Deshacerse en la historia» en Hispamérica Nº 118, 2011; «El seguidor de la nieve» en VVAA: Historias de hotel, Interzona, Buenos Aires, 2011; «Hacia la ciudad eléctrica», en Ediciones el broche, La Plata, 2012. Se publican en esta edición por primera vez los relatos «Una visita al cementerio» y «Vecino invisible». 349

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