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CHARLAS CON TROYLO ANTONIO GALA No sé si te has parado a pesarlo alguna vez, Troylo, pero que cerca están los sentimientos de amistad y amor. Vosotros, los perros, sin daros cuenta, cuando queréis a una persona hacéis los gestos del amor. Os lleva confundidos, en estos casos, al amor la amistad. Pero nunca al contrario. El amor, en vosotros, es una necesidad pasajera; la amistad, permanente. Sin embargo, el hombre es un animal de celo perpetuo. Para él es más difícil distinguir. Sus diccionarios - los míos- aseguran que la amistad es un afecto puro y desinteresado; y que el amor es la pasión que atrae un sexo hacia el otro, o el afecto por el cual busca el ánimo el bien verdadero o imaginado, y apetece gozarlo. Ya lo ves, como siempre: los diccionarios se pasan o no llegan. La verdad es que llamamos amor a demasiadas cosas. O quizá a demasiado pocas. (Hubo un hombre respetable – el del amor platónico- que estimó que el amor era el deseo de engendrar en la belleza. Platón no amaba, en consecuencia tan platónicamente.) yo creo que el sentimiento del amor sí es puro como el de la amistad, pero no desinteresado. Lo que acostumbramos a llamar amor persigue una posesión en exclusiva. Ya el primer peldaño de su más o menos larga escala es sentir un interés muy especial por alguien. La fila de los seres está bien alineada, y uno de ellos, de pronto, da un paso al frente, se destaca, reclama nuestra atención, nos interesa. Ha llegado el amor. Pienso que tú y yo, los dos, somos mejores como amigos que como amantes. La semana pasada, casi a la vez, nos hemos encontrado con alguien a quien yo amé, y ha retornado un amigo de siempre, ausente muchos años. La segunda ocasión nos ha proporcionado – tanto a ti como a mí: que curioso- mucha más alegría. Sobre ese hecho he meditado un poco. ¿Por qué una persona que sostuvo en sus manos nuestro arcoiris y el sabor del mundo, en cuyos ojos mirábamos girar las constelaciones e inaugurarse o entenebrecerse nuestros días; por qué una persona de cuya sonrisa dependían nuestras levitaciones y la prisa de los latidos de nuestro corazón, puede perder de tal manera sus poderes?. ¿Quién cambió, que se mudó, qué ha sucedido?. ¿Y por qué – al revés- puede alegrarnos tanto la vista de alguien cuyo recuerdo se había arrumbado en los desvanes del alma; alguien de quien sólo muy de cuando en cuando recibimos noticias, cartas, breves palabras entre meses de silencio y de aparente olvido? ¿ Es que sería más fuerte la amistad que sentí por la segunda persona, que el amor que sentí por la primera? ¿O del tiempo que dure dependerá la intensidad de un sentimiento? No sé. Yo entiendo, Troylo, que el amor, se hable de lo que se hable, es otra cosa; siempre otra cosa. Recuerdo aquella vieja condesa austríacas, seis veces separada y vuelta a casar que, al preguntarle yo con cuál de sus maridos eligiría pasar la eternidad, me respondió: “Con ninguno. Un día de la Primera Guerra, cuando en Viena todos nos vimos obligados a viajar en tranvía, se sentó al lado mío un joven aviador. No hablé con él y apenas me dio tiempo a mirarlo en el corto trayecto. No obstante desde que apareció sobre el estribo yo supe que mi amor, el verdadero, para el cual había nacido, era él, y nunca tendría otro: sólo espejismos, sólo consolaciones. Jamás supe si murió, si su avión fue destruido o si él aún vive. No supe ni su nombre. Tampoco me hace falta. Es el hombre con quien eligiría vivir la eternidad.” Probablemente se equivocaba la señora condesa. No sabemos con certeza qué es la eternidad, ni siquiera qué es el amor ni que la convivencia. Sólo sabemos qué es lo que nos emociona. Lo que nos emociona hoy, porque ignoramos si seguirá emocionándonos del mismo modo mañana y con igual vehemencia. Por eso es por lo que creo que el amor más alto a que puede aspirar el hombre es uno que estuviese hecho de amistad y erotismo al mismo tiempo. El hombre es como la arena y se lo lleva el agua. Es una rama que ajetrea el viento. El hombre no es dueño de instalarse y quedarse a vivir con el eros: es un nido demasiado alto, donde no se respira con soltura. Lo erótico es algo místico, un don no rehuible ni asequible en si mismo; dura un momento; es transeúnte. A nadie se le puede exigir andar con los brazos en cruz y los ojos en blanco: es el mejor camino para la costalada. Nadie puede vivir sólo en éxtasis, sólo en tragedia, sólo en trance, sólo en rapto. ( Ni los españoles, Troylo, a pesar de nuestra vocación, y de las aptitudes y del secular ejercicio que tenemos.) de ahí que entienda yo que la amistades la parte del amor que ancla con lo erótico en lo cotidiano; que vincula lo milagroso – el milagro no tiene día siguiente- con lo real: que crea la continuidad de un sentimiento reduciendo su infinitud a límites domésticos. La amistad es la parte diaria del amor, el cañamazo donde se insertan –incomparables, pero también improrrogables- sus bordados.

Frente a la irresponsabilidad de lo erótico frente a su aislamiento a su unicidad, a su absoluto presente – sin pasado y ay, sin futuro también – la amistad es la parte del amor que se apea del éxtasis, que subsiste a las visiones del Sinaí, que no se ciega ante la deslumbrante luz de Eros. De no existir ese soporte amistoso, el amante se despeña y si sobrevive, olvida. Olvida para sobrevivir. Tal es, Troylo, la explicación de mi escaso enternecimiento al tropezarme con mi antiguo amor: no era mi viejo amigo. La amistad es un amor imperfecto porque le falta lo erótico. El amor es un amor imperfecto porque le falta lo amistoso con su firma y sosegada lealtad. Por desgracia no hay ninguna sociedad de seguros que garantice la permanencia del amor: en último término, lo que pretenden los amantes es conseguir un fondo de compensación. ( Qué costoso para ti comprender esa jerga) Y tampoco existe una sociedad que garantice la permanencia de la amistad. Pero consolémonos, Troylo: no existe porque no es imprescindible: los préstamos de la amistad a fondo perdido . Por tanto, bien estamos tu y yo, perro amigo mío.