Cantar de Los Cantares

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EMILIANO JIMENEZ HERNADEZ

CANTAR DE LOS CANTARES RESONANCIAS BIBLICAS

Feliz el que comprende y canta los cánticos de la Escritura, pero mucho más feliz el que canta y comprende el Cantar de los cantares. ORIGENES

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INDICE PRESENTACION 5 a) Canto de amor 5 b) El Cantar de los cantares como alegoría 7 c) El Cantar es cantar 10 d) Comentario del Cantar 11 PROLOGO 13 a) Los diez cánticos 13 b) Siete cantares 14 1. BESOS DE SU BOCA: 1,2-4 17 a) Lenguaje esponsal del cuerpo 17 b) Besos de la palabra 18 c) Cristo Palabra de Dios 20 d) Los dos Testamentos 21 e) El buen olor de Cristo 22 f) Tu Nombre es ungüento derramado 24 g) Cámara nupcial 25 2. NEGRA, PERO HERMOSA: 1,5-8 27 a) Geografía e historia del Cantar 27 b) Negra, pero hermosa 28 c) Casta meretriz 30 d) ¡Mi propia viña no he sabido guardar! 34 e) Tras las huellas 35 3. MUTUA CELEBRACION DE LOS DOS: 1,9-2,7 a) Palabra celebrativa 37 b) A mi yegua te comparo 38 c) Tu cuello entre collares 39 d) ¡Palomas son tus ojos! 42 e) Narciso de Sarón 43 f) Manzano entre los árboles del bosque 45 g) En la bodega del amado 46 4. LA VOZ DEL AMADO: 2,8-17 49 a) Lenguaje simbólico49 b) ¡La voz de mi amado! 50 c) Como un joven cervatillo 53 d) Levántate, amada mía 54 e) Paloma mía 58 f) Las raposas 60 g) Mi amado es mío y yo soy suya 61 5. BUSQUEDA DEL AMADO EN LA NOCHE: 3,1-5 a) Del Aleluya al Maranathá 63 b) La noche oscura 64 c) Busqué al amor de mi alma66 d) Me encontraron los centinelas 67 e) La alcoba de la que me concibió 69

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6. ¿QUIEN ES ESA QUE SUBE DEL DESIERTO: 3,6-11 71 a) ¿Quién es ésa? 71 b) La columna de humo 72 c) La litera de Salomón 73 d) Los sesenta valientes 76 e) La tienda de Salomón 78 7. ¡QUE HERMOSA ERES, AMADA MIA!: 4,1-5,1 81 a) Celebración de la belleza de la amada 81 b) ¡Qué hermosa eres, amada mía, qué hermosa! 82 c) Tu hablar es melodioso 85 d) Ven del Líbano 87 e) Panal que destila son tus labios 89 f) Jardín cerrado 90 8. AUSENCIA Y BUSQUEDA DEL AMADO: 5,2-8 95 a) Mientras dormía, mi corazón velaba 95 b) La voz del amado 96 c) La mano en la cerradura 98 d) Le busqué y no le hallé 100 e) Herida de amor 102 9. ¡ASÍ ES MI AMADO!: 5,9-6,3 105 a) Eres el más bello de los hombres 105 b) Su cabeza es oro finísimo 107 c) Sus ojos como palomas 107 d) Sus labios destilan mirra 108 e) Sus manos, aros de oro 109 f) Sus piernas, columnas de alabastro 110 g) Ven y lo verás 112 h) Yo soy para mi amado 113 10. ¡BENDITA TU ENTRE TODAS LAS MUJERES!: 6,4-7,11 115 a) ¡Qué hermosa eres, amada mía! 115 b) Unica es mi paloma 117 c) ¿Quién es ésa que asoma como el alba? 118 d) Bajé a mi nogueral 120 e) Danza de dos coros 121 f) ¡Qué hermosos son tus pies! 124 g) Subiré a la palmera 125 11. EL ESPIRITU Y LA NOVIA DICEN: ¡VEN!: 7,12-8,4 127 a) ¡Aleluya! ¡Maranathá! 127 b) ¡Ven, amado mío! 128 c) ¡Ay! ¡Si fueras mi hermano! 129 d) Apoyada en el amado 132 e) Debajo del manzano 133 f) Sello sobre el corazón 134 EPILOGO 137 a) Nuestra hermana pequeña 137 b) Mi viña está ante mí 138 c) Huye, amado mío 139

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PRESENTACION a) Canto de amor El Cantar de los cantares es un canto sublime al amor del hombre y la mujer, como reflejo, imagen y signo del amor de Dios a los hombres. Es un cancionero de bodas, que canta la belleza de la esposa y del esposo, y la alegría de su amor. Lo que canta no es ciertamente el amor erótico de un encuentro ocasional, sino el amor permanente, "más fuerte que la muerte", el amor matrimonial con todos sus encantos y todas las peripecias cotidianas de un amor para siempre y sin vuelta atrás posible. Este amor es el que se hace signo e imagen del amor de Dios. Es así realmente como el Dios vivo ama a su pueblo y como Israel conoce y recibe a su Señor: con esta novedad, con este asombro, con este vigor insólito, como en el primer día de la creación, como el día del Mar Rojo, de Pascua o del Bautismo. Lo mismo que nadie se instala en el amor verdadero, tampoco hay rutina en la vida ante el Dios vivo. Todo es nuevo, renovado sin cesar. Se comprende que el pueblo del éxodo y del destierro nos haya transmitido este cántico de amor nunca rutinario y siempre joven. ¡Así es como ama el Dios de la alianza, con esa pasión, con esa impaciencia y con ese gozo! El amor, en toda su belleza, como lo presenta el Cantar, es una invitación a un amor matrimonial plenamente humano, reflejo del amor de Dios, símbolo del amor de Cristo, que lo hace posible, pues tal amor sólo se puede vivir iluminado y fundado en el único amor perfecto: "Quien no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es amor" (1Jn 4,8). Y Dios, al principio, "creó al hombre a imagen suya, a imagen de Dios lo creó, hombre y mujer los creó" (Gén 1,27). "Llamando al hombre a la existencia por amor, lo ha llamado al mismo tiempo al amor. Dios, al crear al hombre a su imagen, inscribe en la humanidad del hombre y de la mujer la vocación del amor y de la comunión" (Familiaris consortio 11). "Dios es unidad en la comunión. El hombre y la mujer, creados como unidad de los dos, reflejan en el mundo la comunión de amor que se da en Dios. Solamente así se hace comprensible la verdad de que Dios es amor (1Jn 4,16)" (Mulieris dignitatem 7). Juan Pablo II, hablando de la familia, concluye: "No hay en este mundo otra imagen más perfecta, más completa de lo que es Dios: unidad, comunión. No hay otra realidad humana que corresponda mejor al misterio de Dios". El hombre y la mujer unidos en una sola carne son el sacramento primordial de Dios, reflejo del amor trinitario y del amor incondicional de Dios al hombre. Es la imagen de Dios, creada por el mismo. Los profetas, boca de Dios, nos iluminan el misterio del amor de Dios, presentando su amor con el símbolo del amor del hombre y la mujer. El matrimonio es el signo e imagen de la alianza de Dios con su pueblo. Dios es el esposo que ama a Israel con un amor nupcial. En su experiencia conyugal, el profeta Oseas descubre y manifiesta el misterio del amor esponsal de Dios e Israel. El matrimonio de Oseas se ha convertido en signo e imagen de la alianza

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de Dios con su pueblo. El amor inquebrantable de Oseas a Gomer es un gesto elocuente del amor de Dios a Israel. Este simbolismo nupcial del amor de Dios para con su pueblo lo repiten Jeremías, Ezequiel e Isaías. El esposo del Cantar se identifica con Yahveh que se dirige a su esposa Israel. El Cantar evoca la historia de las relaciones de Dios con su pueblo orientada hacia el día de la salvación. La cautividad de Babilonia, la liberación y el retorno a la tierra constituyen el trasfondo del Cantar, que canta lo anunciado por los profetas: "Me desposaré contigo para siempre" (Os 2,21); "lo mismo que un joven se casa con su novia, también tu creador se casará contigo. Y el gozo del esposo por la esposa lo sentirá tu Dios contigo" (Is 62,15), "Yahveh crea una novedad en la tierra: la mujer abraza al varón" (Jr 31,22). Después de la visión inicial de la Escritura, que muestra al hombre y a la mujer en la belleza de su ser y de su encuentro, el Génesis evoca la ruptura entre el hombre y Dios y, consiguientemente, entre el hombre y la mujer. La bondad original se tiñe de violencia. El engaño, astucias, infidelidades y violencias marcan la relación del hombre y la mujer. Este amor, con su marca de miedo, de deseo de dominio, necesita una salvación que lo recree, lo devuelva a lo que era en el designio de Dios. La alianza, vivida por Israel con sus infidelidades, llega a su plenitud en Jesucristo, donde se da la recreación del "principio". En el Cantar se vislumbra al Mesías que viene a Sión. Jesucristo, con el don del Espíritu, renueva el corazón duro del hombre, para que pueda vivir el amor indisoluble con Dios y entre el hombre y la mujer, sacramento del amor de Dios. El símbolo llega a su plenitud en el Nuevo Testamento. Lo mismo que Dios, al principio, conduce la mujer al hombre, en la plenitud de los tiempos, une a su Hijo con la Iglesia, su esposa, haciendo de ella su cuerpo. Cristo, nuevo Adán, tiene una esposa, la comunidad cristiana. El matrimonio es presentado por San Pablo como sacramento del amor de Cristo a la Iglesia (2Cor 11,2-3; Ef 5,2527). Cristo renueva a la Iglesia y la prepara para las bodas definitivas en la escatología (Ap 19,7-8; 21,2-9; 22,17). El simbolismo esponsal, aplicado a la alianza de Cristo con la Iglesia, llena todo el Evangelio. El Reino de Dios se describe bajo la alegoría de las bodas o como banquete que prepara el rey para su hijo.1 En el Nuevo Testamento el mismo término gamos, no designa directamente el matrimonio humano, sino más bien las bodas escatológicas de Cristo y los rescatados. Como hay un amor carnal, llamado eros, y quien ama según él siembra en la carne (Gál 6,8), así existe también un amor espiritual, llamado agape, y el hombre interior, al amar según él, siembra en el espíritu (Gál 6,8). El portador de la imagen del hombre terreno, según el hombre exterior, se mueve por el deseo y el amor terrenos; en cambio, el portador de la imagen del hombre celeste (1Cor 15,49) según el hombre interior se mueve por el amor celeste. Este amor viene de Dios, que es amor (1Jn 4,7-8); se ha manifestado en Jesucristo, que dice: "Salí del Padre y vine a estar en el mundo" (Jn 16,27s). Si este "amor permanece en nosotros, Dios permanece en nosotros" (1Jn 4,12), según la palabra del mismo Señor: "El Padre y yo vendremos a él y haremos morada en él" (Jn 14,23). 1

Mt 8,11; 9,15; 22,2-14; 25,1-12; Lc 5,34-35; 12,35-36; 14,16-24; Jn 3,29. 6

Y como Dios es amor y el Hijo, que procede de Dios, es también amor, está exigiendo en nosotros algo semejante, de modo que nos unamos a El con una especie de parentesco, de afinidad por amor, haciéndonos un solo espíritu con Cristo, como esposo y esposa se unen en una sola carne. De este amor habla el Cantar de los Cantares. En él arde y se inflama por el Verbo de Dios el alma bienaventurada, y canta este cantar de bodas, movida por el Espíritu Santo, por quien la Iglesia se enlaza y une con su esposo celeste, Cristo, ansiosa de juntarse con El y así salvarse gracias a esta casta maternidad (1Tim 2,15). El Paráclito, que procede del Padre (Jn 15,26), que conoce lo que hay en Dios (1Cor 2,11), anda rondando en busca de almas a las que pueda revelar la grandeza de este amor que viene de Dios (1Jn 4,7). Bajo esta luz se entiende la interpretación rabínica del Cantar: alegoría del amor de Dios a su pueblo. Esta interpretación es recogida por los Padres, vista en su culminación: el amor de Cristo a la Iglesia. En el Cantar se esconde el designio de Dios y el destino del hombre. Un lazo de fuego une al hombre con Dios. Dios, fuego ardiente, incendia el corazón del hombre, ilumina su mente y marca el camino de sus pasos. "Amar a Dios con todo el corazón, con toda la mente y con todas las fuerzas" es la vida del hombre. b) El Cantar de los cantares como alegoría Las múltiples alusiones, que hay en el Cantar a toda la Escritura, ha llevado fácilmente a esta interpretación alegórica. El Dios vivo del Sinaí se comprometió un día con su esposa para darle su vida y su amor, y este amor sigue caminando, a través de los siglos, hasta el momento de la gracia final, del amor definitivo en Cristo. El Cantar se encuentra entre el Génesis y el Apocalipsis. La primera mujer del Génesis camina de generación en generación hasta hacerse, por Jesucristo, la nueva Jerusalén, que baja del cielo "como novia adornada para su esposo". Es el "gran misterio" (Ef 5,32) del amor del hombre y la mujer, de Dios e Israel, de Cristo y la Iglesia. El lugar del encuentro, tálamo de las bodas de la asamblea de Israel con Dios, es el Templo, que acompaña toda la historia de Israel: primero es el Tabernáculo erigido en el desierto, luego el Templo de Salomón, el "segundo Templo" de Esdras y Nehemías y, finalmente, el Santuario mesiánico, en el que la liturgia será totalmente agradable a Dios con su "incienso de aromas de suavísimo perfume". Sólo en él llegará a plenitud el amor y la unión entre Dios y su esposa. La comunión nupcial del esposo y la esposa se consuma en la oración: la bendición que desciende de Dios y la alabanza que sube del pueblo. La oración hace a la esposa bella y amable a los ojos de Dios. La bendición de Dios hace de ella la "perfecta paloma", de modo que, cuando abre su boca con cantos de alabanza, destila dulzura como leche y miel. Dios anhela oír su voz. Y como Dios anhela oír la voz de la esposa en la oración, así la esposa anhela escuchar la Palabra de Dios. La Palabra es el don de Dios a su esposa. En la escucha de la Palabra Israel logra la más dulce intimidad con su Señor: "El Señor ha hablado con nosotros cara a cara, como quien besa a alguien", dice el Midrás.

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El Cantar es un Midrás alegórico que prolonga los textos nupciales de los profetas para conducirlos hacia el cumplimiento de la alianza y de la plenitud del amor: el día en que Dios será conocido por Israel y será verdaderamente amado, como anuncia el profeta Oseas. En la interpretación rabínica, dada por el Targum y el Midrás, el Cantar ofrece, versículo por versículo, la alegoría de toda la historia del Israel, la pasada y la futura. Se dice en el Zohar: "Este Cantar comprende toda la Torá, toda la obra de la creación, el misterio de los Padres; comprende el exilio en Egipto y el cántico del mar; comprende la esencia del decálogo y la alianza del monte Sinaí y el peregrinar de Israel por el desierto, hasta la entrada en la tierra prometida y la construcción del templo; comprende la coronación del santo nombre celeste en el amor y la alegría; comprende la resurrección de los muertos, hasta el día que es el sábado del Señor". La historia de Israel es interpretada como un diálogo de amor entre Dios y su pueblo. El Cantar se convierte en epopeya y epitalamio. El esposo del Cantar es rey y pastor, correspondiendo a la figura del pastor real que anuncia Ezequiel. El Cantar evoca los momentos concretos de esa historia de amor y profetiza los acontecimientos futuros en que ese mismo amor se va a manifestar. En el Midrás y en el Targum, al precisar el momento histórico al que mejor se adecua cada palabra del Cantar, la espera mesiánica adquiere un relieve singular. El deseo de la restauración escatológica, llevada a cabo por el Mesías, se entiende como una vuelta a la perfección de los orígenes. Por ello son tan frecuentes las alusiones al Edén, con el canto a la belleza de los árboles (1,17), de las flores (2,1), de sus frutos (2,5), de su "agua viva" (4,12;7,3), de sus perfumes (4,13;7,9). El Cantar se impregna de los frutos, olores y cantos del Edén, y también de la espera, el deseo, el sobresalto y la admiración de Adán frente a Eva, de Dios frente a su imagen: "Y vio Dios que era muy bueno cuanto había hecho" (Gén 1,31). El Cantar celebra la gloria y llora los pecados de su pueblo, conjugando la nostalgia del Edén perdido con la espera de la redención mesiánica. De este modo, la historia se transforma en el canto de amor entre Dios y su pueblo. La historia pasada, los prodigios de Dios para con su pueblo primogénito, en el Cantar, comentado por el Targum y el Midrás, se transforman en signo y profecía de los días mesiánicos. Por eso, todo tiende a esa espera; de este modo, la promesa del Mesías informa toda la historia de la salvación, desde Moisés al último destierro; a Moisés ya le fue revelado el Mesías e Israel en el destierro no hace sino escrutar el tiempo de la redención. Sólo entonces los pobres serán consolados, alzarán la cabeza de su humillación y se vestirán de púrpura (7,6). Entonces se cantará en Israel el último cántico y callará la penúltima alabanza, el Cantar de los Cantares. El Mesías está, pues, presente en todo el Cantar como protagonista del último acontecimiento de la historia de la salvación. El es el Rey al que, desde siempre, en el plan de Dios, está reservado el dominio sobre Israel y sobre el mundo; el reunificará a Israel reconduciéndolo al templo y quien enseñará a su pueblo, de modo nuevo e infinitamente más dulce y eficaz, las palabras de la Torá; El nutrirá a los elegidos con la carne del Leviatán, con el vino primordial y con los frutos deliciosos del paraíso; por medio de El le será dada a Israel, como puro don suyo, la salvación. Los Padres, apoyados en esta tradición rabínica, han leído el Cantar en el mismo sentido, comenzando por Orígenes: "El esposo es Cristo, la esposa es la

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Iglesia sin mancha ni arruga". San Agustín dice a los catecúmenos: "Ya conocéis al esposo: Jesucristo. Y conocéis a la esposa: es la Iglesia. Honrad a la que se ha desposado como honráis a su esposo, y así seréis hijos suyos". El Concilio Vaticano II nos presenta el misterio de la Iglesia a través de las imágenes que aparecen en el Cantar: pueblo, viña, rebaño, cuerpo, esposa. Lo mismo que el hombre y la mujer están unidos en una sola carne, también lo están Cristo y la Iglesia, ya que "él se entregó por ella para santificarla, purificándola con el baño del agua acompañado de la palabra; porque quería presentársela a sí mismo resplandeciente, sin mancha ni arruga, ni nada semejante, sino santa e inmaculada" (Ef 5,25-27). La confesión de fe cristiana identifica con Cristo al amado, mientras que la amada se convierte en figura de la Iglesia, comprendida en su totalidad o vista de un modo singular, pues la Iglesia se realiza en cada bautizado. La interpretación espiritual, dice Orígenes, aplica estas palabras a la relación de la Iglesia con Cristo, bajo la denominación de esposa y de esposo, y a la unión del alma con el Verbo de Dios. Cristo dejó la casa del Padre para unirse a su esposa, haciéndose con ella un solo espíritu (1Cor 6,17). "Grande misterio es éste, lo digo respecto a Cristo y la Iglesia" (Ef 5,32). La alusión a la unión de Adán y Eva (Gén 2,21-22), le lleva a Pablo a descubrir el misterio de la unión de Cristo, nuevo Adán, y la Iglesia, su esposa. En efecto, como de Adán dormido fue formada la mujer, así de Cristo dormido en la cruz fue formada la Iglesia e incorporada a él. Como la mujer fue formada del costado de Adán, así también la Iglesia lo fue del costado abierto de Cristo (Jn 19,34-35). Del costado de Cristo brotó sangre y agua. Quien lo vio da testimonio de ello (Jn 19,35). Con el agua, que brotaba de la roca de Cristo (1Cor 10,4), la Iglesia fue santificada, purificada en el bautismo, para ser presentada al Esposo resplandeciente, sin mancha ni arruga, sino santa e inmaculada (Ef 5,2627). Con la sangre del costado traspasado por la lanza fue redimida y unida a Cristo en alianza nueva y eterna (Lc 22,20; 1Cor 11,23). Cuando Dios condujo la mujer a Adán, éste exclamó: "Esta sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne. Por eso deja el hombre a su padre y a su madre y se une a su mujer, y se hacen una sola carne" (Gén 2,22-23). Pablo dice de Cristo y de la Iglesia lo mismo, pues somos miembros del cuerpo de Cristo: carne de su carne y hueso de sus huesos. Cristo tomó nuestra carne humana y, al mismo tiempo, se dio totalmente a la Iglesia, a la que dice: "Tomad y comed, esto es mi cuerpo", "tomad y bebed, ésta es mi sangre" (Mt 26,26-28). Unidos a Cristo, nos hacemos un solo espíritu con él (1Cor 6,17). Este es el amor, el beso de su boca, con el que la esposa, cual casta virgen, ha sido desposada con un solo Esposo, Cristo (2Cor 11,1). En el bautismo el rey de la gloria viste a su esposa con el habito nupcial (Mt 22,11-12), la túnica blanca con la que seguirá al Esposo al banquete de la Jerusalén celestial (Ap 3,4; 21,2ss). Entre la inauguración y la consumación, las nupcias de Cristo con la Iglesia se celebran en la vida sacramental. Dice Teodoreto: "Al comer los miembros del Esposo y beber su sangre, realizamos una unión nupcial". c) El Cantar es cantar Hay que leer o mejor oír el Cantar dejando que broten las analogías que evoca. Nos hallamos, más que ante unas palabras escritas, ante unas voces que cantan. La palabra está modulada por la música del amor. En él resuenan todas las

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modulaciones de la palabra oral en el encuentro de los amantes, que se interpelan y se responden con todos los tonos de voz que el amor sabe inventar. El cantar es cantar: "la música callada, la soledad sonora en el silbo de los aires amorosos" (S. Juan de la Cruz). No habla simplemente del amor. ¡Canta al amor! El amor inefable se desborda del corazón a los labios, con sus llamadas, ecos, preguntas, réplicas, deseos y gozos. Cada momento de presencia reanima las brasas del amor, para mantener vivo el corazón en la ausencia, en vela para un nuevo encuentro. El cantar es un diálogo personal. Todo es expresión de un yo que se dirige a un tú, o que evoca a ese tu en el interior durante la ausencia. El oyente del Cantar está invitado a entrar con su yo personal en diálogo con el tú, que le busca, le interpela, desea su presencia o, con su ausencia, suscita el anhelo del encuentro. El oyente es la amada, la hermana, la novia, la esposa, que celebra el amor y anhela la comunión plena con el Amado. Quien no se sienta "enferma de amor" (2,5) no gustará el encanto del Cantar. Para penetrar en el misterio del Cantar, advierte Orígenes, es necesario tener iluminados los ojos del corazón: "Aquellos que, en cuanto al hombre interior, son aún de edad tierna e infantil y se nutren de la leche de Cristo y no de comida sólida" (1Cor 3,2), y apenas han comenzado a "bramar por la leche espiritual y sin engaño" (1Pe 2,2), no pueden comprender estas palabras. Porque en las palabras del Cantar se contiene la comida de la que dice el apóstol: "La comida sólida, por el contrario, es de perfectos" (Hb 5,12); y esta comida exige que cuantos escuchan, "para poder participar, tengan los sentidos ejercitados en discernir el bien del mal" (Hb 5,14), "habiendo alcanzado el estado de hombre adulto, la talla de la plenitud de Cristo" (Ef 4,13). Este hombre espiritual tiene su propia comida, que es "el pan bajado del cielo" (Jn 6,33.41), y su bebida, que es el agua ofrecida por Jesús: "El que beba del agua que yo le daré nunca más tendrá sed" (Jn 4,14). Como amonesta Gregorio de Nisa, quien se encuentre aún sometido a las pasiones no puede escuchar la palabra del Cantar. Para poder penetrar en los escondidos misterios que se revelan en este libro necesita salir de sí mismo, dar muerte al hombre de pecado. Para acercarse a la montaña santa, donde resuena la voz del Amado, es necesario lavar antes los vestidos del corazón (Ex 19,10ss). Sólo así será posible escuchar, sin morir, el sonido de la trompeta, que resuena con fuerza (Ex 19,13.16), pues es la voz de Dios, que humea como fuego devorador (Ex 19,18). La voz santa, que nos llega desde el santo de los santos, sólo puede escucharla quien ya ha sido caldeado por el fuego que el Señor ha venido a traer a la tierra (Lc 12,49). "Vosotros, los que siguiendo el consejo de Pablo, os habéis despojado, como de un vestido miserable, del hombre viejo con sus obras y ambiciones, y que os habéis vestido por la pureza de vuestra vida con los vestidos espléndidos que el Señor mostró el día de su transfiguración en el monte, o mejor dicho, que os habéis revestido de nuestro Señor Jesucristo, con su santa túnica, y os habéis transfigurado con él para veros libres de pasión, oíd los misterios del Cantar de los cantares. Entrad en la incorruptible cámara nupcial, vestidos de la túnica blanca de pensamientos puros y sin mancha". Lo mismo dice San Gregorio Magno, uniendo el Evangelio de las bodas y el Cantar: "Hemos de venir a estas santas bodas del Esposo y la Esposa con el

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traje nupcial, pues si no nos hemos vestido con el traje nupcial seremos expulsados de este banquete nupcial a las tinieblas exteriores, es decir, a la ceguera de la ignorancia". Cuantos, siguiendo el consejo de Pablo, se han despojado del hombre viejo (Col 3,9) y se han revestido de las cándidas vestiduras del Señor, con las que él se mostró durante la transfiguración (Mt 17,2), mejor aún, se han revestido del mismo Señor Jesucristo (Rom 13,14;Ap 6,11) y se han transfigurado con él (Flp 3,10.21), ellos pueden escuchar los misterios del Cantar de los Cantares. Sólo se entra en el interior de la inmaculada estancia nupcial revestidos de vestiduras blancas (Mt 22,10-13). Vestido de esposa, el bautizado puede unirse con Cristo en el amor. No se entra en la cámara nupcial con el espíritu de temor (1Jn 4,18), ni movido por interés, en busca de dones, sino buscando al que es la fuente de todos los dones. Entra quien ama al esposo con todo el corazón, con toda la mente y con todas sus fuerzas (Dt 6,5). d) Comentario del Cantar Este comentario lo hago guiado, en primer lugar, por el olfato de los rabinos de Israel, siguiendo sobre todo el Targum y el Midrás. Y, en segundo lugar, sigo el rastro de los Padres de la Iglesia: Orígenes, Gregorio de Nisa, Filón de Carpasia y San Bernardo... Merece la pena seguir este múltiple rastreo para acercarnos a la intimidad del amor de Dios a los hombres, al misterio del amor de Cristo a la Iglesia. Orígenes confiesa que, a veces, es difícil descubrir todos los significados de las palabras de la Escritura: "Me parece encontrarme en situación parecida a la de quien sale a rastrear la caza, valiéndose del olfato de un buen galgo. Ocurre alguna vez que, mientras el cazador, atento sólo a las huellas, cree estar ya cerca de las ocultas madrigueras, de repente el perro pierde el rastro y tiene que volver sobre sus pasos por las sendas ya recorridas, aguzando aún más el olfato, hasta que halla el punto en que la caza tomó, sin que la vieran, otro sendero; y cuando el cazador da con éste, lo sigue más animado por la esperanza cierta de la presa. También nosotros, cuando perdemos el rastro de la explicación, volvemos un poco sobre nuestros pasos, con la esperanza de que el Señor ponga en nuestras manos la caza y que nosotros, preparándola y sazonándola según la ciencia de la madre Raquel, con la salsa de la palabra, merezcamos obtener las bendiciones del padre Jacob (Gén 49,1ss). Esto supone repetir a veces lo mismo para dar con el significado más adecuado". Con el Midrás es posible dar interpretaciones diversas de un texto, leído en el contexto de otros, que se arrastran mutuamente, como cerezas sacadas de una cesta, formando una cadena interminable. La Escritura es una, toda ella englobada en el único plan de Dios. De aquí que los hechos se hagan eco entre sí; se preparan y se desvelan mutuamente. La luz de la fe da vueltas a la palabra en el corazón, escrutando cada palabra dentro de la cadena de palabras que la preceden o la siguen. Así la Escritura se ilumina con la misma Escritura. "El Nuevo Testamento está latente en el Antiguo y el Antiguo se hace patente en el Nuevo" (DV 16). El Antiguo Testamento está, como Moisés (Ex 34,34), cubierto por un velo, que sólo desaparece en Cristo. Cuando alguien se convierte al Señor, se arranca el velo, porque el Señor es el Espíritu, y donde está el Espíritu del Señor,

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allí está la libertad" (2Cor 3,14-17). Por eso se dice que "la letra mata, pero el espíritu vivifica" (2Cor 3,6). Fray Luis de León reconoce que muchas veces la lengua no alcanza al corazón cuando trata de expresar el entrañable amor de Cristo a su Iglesia: "Bajo los amorosos requiebros explica el Espíritu Santo la encarnación de Cristo y el entrañable amor que tuvo siempre a su Iglesia". Este amor es el corazón del Cantar de los cantares. Amor escondido bajo la corteza de la letra. Quien no ha gustado este amor de Dios no rompe la corteza, quedándose como quien contempla un baile sin escuchar la música que mueve los pies. Gregorio de Nisa, sin embargo, nos anima: "Quienes emprenden un viaje más allá del mar, movidos por la esperanza de una ganancia, cuando se hallan en alta mar, elevan una oración a Dios, pidiéndole que un viento suave y favorable hinche las velas y envista, según el deseo del timonel, por la popa. Pues, si el viento sopla según sus deseos, es agradable el mar, que espléndidamente se encrespa con sus plácidas olas, mientras la nave se desliza con facilidad sobre las aguas. Ante los ojos de todos fulguran las riquezas que esperan alcanzar, pues la bonanza del mar es buen presagio de ello. Así a nosotros nos esperan grandes riquezas, mediante esta navegación en la barca de la Iglesia. Para ello, también nosotros elevamos a Dios nuestra plegaria, pidiéndole el viento suave y favorable del Espíritu Santo, para deslizarnos por las olas del texto y llegar al conocimiento del amor de Dios hacia nosotros, manifestado en la unión de Cristo con su Iglesia". Orígenes nos exhorta con las palabras que dirigía a sus oyentes: "Escucha el Cantar de los cantares y apresúrate a repetir con la Esposa lo que dice la Esposa, para poder oír lo que ella misma oyó". Sólo el hombre "espiritual", es decir, el hombre dócil al Espíritu de Dios, puede oír el Cantar como revelación del amor más alto, pues el Espíritu le abre el acceso al misterio del corazón de Dios. Como dice San Bernardo: "El amor habla aquí por doquier. Y si alguno quiere adquirir alguna inteligencia de él, ha de amar. El que no ama, en vano escuchará o leerá este Cantar de amor, pues sus palabras inflamadas no pueden ser comprendidas por un alma fría". Quienes lo viven reconocen "lo que pasa entre Dios y el alma", dice Santa Teresa a sus hermanas, comentándolas el Cantar. No se trata, pues, de explicar intelectualmente el Cantar, sino de hablarlo en nombre propio. La vocación cristiana consiste en ser esa amada en la que se realiza el plan inicial de Dios. Cristo ha venido a salvar a la Iglesia con su amor, haciéndola capaz de amar también ella con amor pleno. PROLOGO a) Los diez cánticos Cantar de los cantares de Salomón (1,1). En la Biblia hay muchos cánticos. Hay cantos de gozo y de duelo, cantos de siembra y de recolección o de vendimia, cantos triunfales y cantos de amor, cantos de peregrinación y cantos de alabanza. Pero entre todos sobresale el Cantar de los Cantares. Según el Targum y el Midrás, diez cánticos se han dicho en este mundo, de los cuales éste es el más glorioso de todos.

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El primer cántico lo entonó Adán cuando fue absuelto de su pecado, ya que llegó el Sábado y lo defendió. Entonces Adán abrió su boca y dijo: "Salmo, cántico para el día del Sábado" (Sal 92,1). El segundo cántico lo cantó Moisés con lo hijos de Israel cuando Yahveh les abrió el Mar Rojo: "Entonces Moisés y los hijos de Israel cantaron la alabanza" (Ex 15,1). El tercer cántico lo cantaron los hijos de Israel cuando les fue dado el pozo de agua: "Entonces Israel cantó la alabanza" (Nú 21,17). El cuarto cántico lo dijo Moisés, profeta, cuando le llegó el tiempo de partir de este mundo. Con el canto amonestó a la casa de Israel, como está escrito: "Escuchad, cielos, y hablaré" (Dt 32,1). El quinto cántico lo entonó Josué cuando luchó contra Gabaón y el sol y la luna se pararon treinta y dos horas, cesando en su cántico. Josué pidió al sol que se callase y el sol dijo a Josué: Y mientras yo calle, ¿quién dirá la alabanza del Santo? Josué le respondió: Tú, calla, y seré yo quien diga un canto en tu lugar. Entonces "Josué cantó la alabanza delante del Señor" (Jos 10,12). El sexto cántico lo entonaron Barac y Débora el día en que el Señor puso a Sísara y a su siervos en manos de los hijos de Israel: "Y Débora y Barac cantaron la alabanza" (Jos 5,1). El séptimo cántico lo dijo Ana, cuando le fue dado un hijo de parte del Señor: "Y Ana oró en profecía y dijo" (1Sam 2,1). El octavo cántico lo entonó David, rey de Israel, por todos los prodigios que el Señor había hecho en su favor: "David en profecía cantó la alabanza delante del Señor" (2Sam 22,1). El noveno cántico lo dijo Salomón, rey de Israel, en Espíritu Santo, delante del Soberano de todo el mundo, el Señor (Cant 1,1). ¿Con qué se puede comparar esto? Con un barril lleno de piedras preciosas y perlas, cubierto con un cobertor de hilo y escondido en un rincón, sin que nadie supiera lo que había dentro. Llegó uno y lo volcó y todos descubrieron el tesoro. Es lo que hizo Salomón, cuyo corazón rebosaba sabiduría. Cuando la santa inspiración se posó sobre él nos descubrió el tesoro escondido en la Torá, los amores entrañables del Rey a la asamblea de Israel. Hasta que surgió Salomón nadie pudo penetrar en el misterio del amor de Dios, oculto bajo las palabras de la Torá. El décimo cántico lo entonarán los redimidos cuando sean rescatados del exilio, como está escrito: "Los rescatados del Señor volverán a Sión con un cántico de triunfo, una alegría perpetua coronará su cabeza" (Is 51,11). "Aquel cántico será alegría para vosotros, como la noche en que se celebra la fiesta de Pascua y hay alegría en el corazón del pueblo que aparece delante del Señor tres veces al año con varias especies de instrumentos y al son del tímpano, sobre el monte del Señor, para dar culto al Señor, el fuerte de Israel (Is 30,29)".2 R. Aqiba dijo "que toda la historia no vale lo que el día en que fue compuesto el Cantar de los Cantares. ¿Por qué así? Porque si todos los Escritos son santos, el Cantar de los Cantares es el Santo de los Santos". Como el santo de los santos, el Cantar es una palabra incandescente. El Cantar es como harina candeal, es el mejor de los cantares, el más excelso, el más exquisito. En todas las canciones de la Escritura o Dios alaba a Israel (Dt 32,13) o Israel alaba a Dios (Ex 15,2); pero en el Cantar de los Cantares Israel alaba a Dios y Dios alaba a Israel. El dice: "¡qué hermosa eres, mi amor!" (1,15), e Israel dice: "¡Qué hermoso eres, amado mío, qué delicioso!" (1,16). 2

Las citas bíclicas corresponden al texto ampliado del Targum. 13

En el Zohar encontramos el elogio más sublime del Cantar: "Este cántico lo profirió el rey Salomón cuando fue construido el Templo a imagen del Templo celeste. Cuando el Templo inferior fue construido hubo tal alegría ante el Santo como no la había habido desde el día en que fue creado el mundo hasta aquel día. Entonces el mundo fue puesto sobre su fundamento y todas las ventanas del cielo se abrieron de par en par para irradiar luz; nunca antes hubo tanta alegría como la de aquel día; entonces todos los seres del cielo y de la tierra entonaron un canto: el Cantar de los cantares. Este himno de alabanza, santo de los santos, comprende toda la Torá; en él participan los seres del cielo y los de la tierra. Es el canto imagen del mundo celeste, que es el sábado supremo; es el canto con el que el santo Nombre celeste es coronado: por ello es el 'santo de los santos'. Este es el canto de alabanza de la Asamblea de Israel cuando es coronada en el cielo; en ningún himno del mundo se complace el Santo cuanto en este himno". b) Siete cantares También Orígenes indaga sobre los cantares de los que éste se dice ser el Cantar: "Pienso que estos cantares son aquellos que desde hacía tiempo se venían cantando por obra de los profetas y de los ángeles, es decir, por los amigos del Esposo. En cambio éste es el Cantar propio del Esposo a punto de recibir a su esposa. En él la esposa no quiere ya que le canten los amigos del Esposo, sino que anhela las palabras del Esposo en persona, presente ya cuando dice: Que me bese con besos de su boca. Los demás cantares, que la ley y los profetas cantaron, parecen haber sido cantados a la esposa todavía niña, cuando aún no había pasado los umbrales de la edad madura, mientras que este Cantar parece estar cantado a la esposa adulta, apta para el vigor fecundante del varón. Por ello se dice de ella que es paloma única y perfecta, y así, en cuanto esposa perfecta de un esposo perfecto, ha concebido palabras de doctrina perfecta". El primer cantar lo cantaron Moisés y los hijos de Israel cuando vieron a los egipcios muertos en la orilla del mar; al ver la mano fuerte y el tenso brazo del Señor entonaron: "Cantemos al Señor, pues gloriosamente se ha cubierto de gloria" (Ex 15,1). Este canto lo cantará todo el que haya sido liberado de la esclavitud de Egipto. Pero aún no puede cantar el Cantar de los Cantares. Para ello, deberá antes caminar a pie enjuto por en medio del mar, vivir todo lo que describen el Exodo y el Levítico, ser incorporado al censo divino, entonando entonces el segundo cantar junto al pozo de Zared (Nú 21,16)...3 Con todos estos cánticos la esposa va avanzando paso a paso hasta llegar al tálamo del Esposo, "al lugar de la tienda admirable, hasta la casa de Dios, entre gritos de júbilo y alabanza, entre el bullicio de gente en fiesta" (Sal 41,5). De etapa en etapa, llega al tálamo mismo del Esposo, para escuchar y cantar el Cantar de los Cantares. Cantar de los cantares de Salomón. Es el cantar de Salomón, a quien Dios colmó de su sabiduría (1Re 3,12;5,9-14). Quizás pienses, dice Gregorio de Nisa, que estoy hablando de aquel Salomón nacido de Betsabé en Belén (1Re 3,4; 11,68). No, hay otro Salomón, del que aquel era figura. También éste nació según la carne en Belén del linaje de David (Rom 1,3); su nombre es paz y es el verdadero 3

Así recorre Orígenes los seis cánticos, que para él, preceden al Cantar de los Cantares, que es el séptimo y perfecto Cantar. 14

Israel (Heb 7,2), el constructor del templo de Dios (1Re 5,19; Mt 23,61). El posee la sabiduría de Dios (1Cor 1,30). El es el autor del Cantar, que es el canto de su amor, sin el que nada existiría, pues todo es fruto de su amor (Sab 11,24s). Su amor hizo arder el sol y los astros del cielo. El dio el ser a la pequeña hija de Sión y la enriqueció de gracia y belleza, elevándola hasta su trono, como reina. Y, como canto del amado, es también el eco del amor de Dios en el corazón de la amada que, desde la tierra se eleva al cielo como exhalación de gratitud. La amada, por ser amada, hace suyo el canto del amado. San Bernardo comenta: "Yo creo justa la designación de Cantar de los cantares por ser fruto de todos los demás. Es un canto que inspira sólo devoción y sólo enseña experiencia. No es un simple sonido de la boca, sino júbilo del corazón; no es un retintín de los labios, sino una pulsación de la alegría; es un acorde de voluntades y no sólo de voces. No es allá fuera donde se oye, no es en la calle donde suena; tan sólo lo oye aquella que lo canta; tan sólo aquel a quien se canta: la esposa y el esposo. Es un canto de bodas y celebra el abrazo puro, encantador, de corazones, el acorde de un arte de sentir y de vivir, su unísona y recíproca tensión de amor. Es el canto apropiado para el que, bajo la guarda y cuidado de Dios, ha llegado a la mayoría de edad, ha madurado hasta la edad del matrimonio y está preparado para la unión nupcial con el esposo celeste". El Cantar de Salomón, el Pacífico, comienza con un signo de paz, con un beso. Es el beso casto de los fieles, que han sido purificados por Cristo del tumulto de las pasiones. Como canto nupcial, que celebra las dulzuras inefables del amor de Cristo y la Iglesia, se cubre de símbolos y figuras, como Moisés cubrió con un velo su rostro (Ex 3,6), porque de otro modo no se podrían resistir los fulgurantes rayos de su luz. Es el Cantar de los Cantares, cantado al Rey de reyes y Señor de señores (1Tim 6,15) por aquellos que, antes, han cantado los cánticos graduales, es decir, han ido subiendo grado a grado hacia el tálamo nupcial del Señor y ahora viven para cantar su gloria: "Cantad en vuestro corazón salmos, himnos y cánticos espirituales" (Ef 5,19). Tras el largo camino hacia la unión con el esposo, se oyen "voces de júbilo y de salvación en las moradas de los justos" (Sal 117,15). Es el cantar de quienes han recibido el beso de su boca. Boca del Padre es el Hijo, la Palabra hecha carne, que besa a sus discípulos con el soplo del Espíritu Santo: "Jesús sopló sobre ellos y les dijo: Recibid el Espíritu Santo" (Jn 20,22). El Espíritu Santo, beso mutuo del Padre y el Hijo, es quien inspira el Cantar y quien lo hace cantar a la esposa del Padre y del Hijo, a Israel y a la Iglesia, que piden a su esposo: ¡Que me bese con el beso de su boca! Sólo en el beso la esposa conoce al esposo, en quien halla vida eterna: "Esta es la vida eterna: conocerte a ti, único Dios verdadero, y al que tú has enviado, Jesucristo" (Jn 17,3). "El Espíritu, que sondea hasta las profundidades de Dios, es quien nos lo ha revelado" (1Cor 2,10).

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1. BESOS DE SU BOCA: 1,2-4 a) Lenguaje esponsal del cuerpo El Cantar comienza con el suspiro interior, que brota del corazón de la amada: "Que me bese con besos de su boca" (1,2). Es el deseo de toda la persona, en cuanto espíritu encarnado. La palabra de la amada, con la mención del beso, del vino, de la fragancia de los perfumes, del bálsamo y de las caricias, implica todos los sentidos: oído, tacto, olfato, gusto y vista. Como comenta Juan Pablo II: "Ya los primeros versículos del Cantar nos introducen inmediatamente en la atmósfera de todo el poema, en el que parecen moverse el esposo y la esposa dentro del círculo trazado por la irradiación del amor. Las palabras de los esposos, sus movimientos, sus gestos corresponden al movimiento interior de los corazones. Sólo a través del prisma de ese movimiento es posible comprender el lenguaje del cuerpo". El cuerpo tiene un significado sacramental. La realidad personal, interior, se expresa visiblemente en el cuerpo, a través del cuerpo. El cuerpo es palabra en sí mismo. Palabra, gestos y silencio son el lenguaje del cuerpo, con el que la persona se comunica. Los ojos que se miran, las bocas que se hablan o besan, la risa y el llanto, la admiración, extrañeza, dolor, paz, alegría... se expresan en el lenguaje del rostro. La cara es el espejo del alma, es la persona misma. El rostro es un mensaje. En él sorprendemos a la persona, la descubrimos, la hallamos. En el rostro, los ojos se abren con la mirada al otro y abren la persona a la mirada del otro. Los ojos son una invitación a la comunicación mutua de los amantes. Luego la boca traduce en palabras esa invitación y realiza la comunicación en el beso, donación de intimidad y amor. El beso es la palabra oblativa del alma del amado a la amada. A Juan Pablo II le gusta repetir que el cuerpo tiene un significado esponsal: "expresión del sincero don de sí mismo" (Mulieris dignitaten 10). El cuerpo humano es ante todo presencia de la persona para los demás. La presencia de persona a persona se hace cercanía, comunicación y palabra a través del cuerpo. Toda respuesta personal a la llamada del otro pasa a través del lenguaje oblativo del cuerpo. El Verbo de Dios, Palabra de vida, tomando cuerpo humano, se deja oír, ver y tocar para hacer que el hombre entre en comunión con él (1Jn 1,1ss). En Cristo, el Padre vuelve su rostro hacia nosotros con toda su gloria y amor: "Y la Palabra se hizo carne y hemos contemplado su gloria, gloria que recibe del Padre como Hijo único, lleno de gracia y de verdad" (Jn 1,14). La liturgia no se celebra nunca en la interioridad, sino en el ámbito de lo sensible, incorporando a todos los sentidos en la celebración. Los gestos de mirar, oler, oír y tocar son fundamentales y necesarios en toda liturgia sacramental: en ella se escucha la palabra, pero la proclamación del Evangelio se acompaña de

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una procesión, del incienso, los cirios encendidos, el beso, el estar en pie. Los gestos llenan toda celebración: inmersión en el agua, imposición de manos, signación, unción, beso de paz, comer y beber... El Cantar, liturgia de amor, habla desde el principio el lenguaje esponsal del cuerpo. El beso, primera palabra del Cantar, transmite con su hálito la vida: "Dios formó al hombre con polvo del suelo e insufló en sus narices aliento de vida, y el hombre se convirtió en ser vivo" (Gén 2,7). La amada añora los días del Edén, cuando gustaba las delicias del amor de Dios, más sabroso que el vino, que alegra el corazón del hombre (Sal 104,15): "Gustad y ved qué bueno es el Señor" (Sal 34,9). ¡Cómo no amarle! El amor de Dios es el "vino bueno" guardado en sus bodegas (Jn 2,10). Y con el vino, la amada añora los perfumes del paraíso con su fragancia original. Toda enamorada sabe reconocer y amar el aroma personal de su amado. El olfato se adelanta a la vista. La presencia, aún invisible del amado, se deja sentir ya en el perfume que difunde a su alrededor. Es la fragancia de Dios, "paseándose entre los árboles del jardín a la hora de la brisa de la tarde" (Gén 3,9), lo que la amada anhela sentir. La amada, embriagada por el "perfume de fiesta con su olor a mirra, áloe y acacia" (Sal 45,8s), con que es ungido el amado para las bodas, suspira: "¡Ah, llévame contigo al tálamo nupcial para celebrar nuestra fiesta!". "Atráeme a ti con lazos de amor, con cuerdas de cariño" (Os 11,4); introdúceme en "la sala alta, en la sala interior" (He 1,13), en el Santo de los Santos del templo (1Cro 28,11), donde reside el Arca de tu presencia (Ex 30,6). Los patriarcas, profetas y justos (Mt 13,17) unen su ardiente deseo en este suspiro: "¡Que me bese con besos de su boca!." b) Besos de la palabra El término hebreo Dabar significa palabra y hecho. La comunidad de Israel, amada de Dios, recibe en el Sinaí su palabra. Entonces ve, oye, besa, palpa y gusta la palabra. La Torá, que el Señor le da, es alegría que recrea más que las riquezas, deleite del corazón, cantar en tierra extranjera, más valiosa que miles de monedas de oro y plata, antorcha para los pies, luz para el sendero, refugio y escudo... Maravillosas son tus palabras, al abrirse iluminan a los sencillos ¡Son dulces al paladar, más que miel en la boca! Mi alma languidece esperando tu palabra; mira, languidecen mis ojos, ¿cuándo vas a consolarme? (Cfr Sal 119). El Cantar de los Cantares fue escrito, dicen los rabinos, en el Sinaí; por eso comienza: "Que me bese con besos de su boca". La Palabra decía: ¿Aceptáis como Dios al Santo? Ellos respondían: Sí, sí. Al punto la Palabra les besaba en la boca, grabándose en ellos: "para no olvidarte de las cosas que tus ojos han visto" (Dt 4,9), es decir, cómo la Palabra hablaba contigo. El pueblo ve, oye y besa cada una de las diez palabras de la misma boca de Dios, sin intermediario alguno, por eso dice: "que me bese con los besos de su boca". Según el Midrás, cuando Dios hablaba, salían de su boca truenos y llamas de fuego. Así vieron su gloria. La voz iba y venía a sus oídos. La voz se apartaba de sus oídos y la besaban en la boca, y de nuevo se apartaba de su boca y volvía al oído. Luego, ante el temor a morir, el pueblo se dirige a Moisés y le dice: Moisés, se tú nuestro mediador: "Habla tú con nosotros y te escucharemos" (Ex 20,16), "¿por qué tenemos que morir?" (Dt 5,22). Así se dirigían a Moisés para

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aprender, pero olvidaban lo que escuchaban. Entonces se decían: como Moisés es humano, también su palabra es perecedera. Le dijeron: ¡Moisés, ojalá se nos revele el Santo por segunda vez; ojalá "que nos bese con los besos de su boca"; ojalá que grabe las palabras de la Torá en nuestros corazones como en la vez primera. Moisés les contestó: No está previsto para ahora, sino para el futuro: "después de aquellos días pondré mi ley en su interior y la escribiré en su corazón" (Jr 31,20). El Mesías cumplirá esta palabra. Los creyentes en él podrán decir: "En mi corazón he escondido tu palabra para que no pueda pecar contra Ti" (Sal 119,11). Mejores son tus amores que el vino. Las palabras de la Torá, besos de la boca de Dios, son mejores que el vino. Se parecen una a otra como los pechos de una mujer; son compañeras una de otra; están entrelazadas una con otra y se esclarecen mutuamente. La Torá es comparada con el agua, con el vino, con el ungüento, con la miel y con la leche. Como el agua es vida del mundo, "la fuente del jardín es pozo de agua viva" (Cant 4,15), "pues sus palabras son vida para quienes las encuentran" (Pr 4,22). Agua y palabra descienden del cielo, como don de Dios: "Al sonar de su voz se forma un tropel de aguas en los cielos" (Jr 10,13), "pues desde el cielo he hablado con vosotros" (Ex 20,19). Es la voz potente del Señor, envuelta en truenos y relámpagos: "la voz de Yahveh sobre las aguas", pues "al tercer día, de mañana, hubo truenos y relámpagos" (Ex 19,16). Agua y palabra purifican al hombre de su impureza, "rociaré sobre vosotros agua pura y os purificaréis" (Ez 36,25). Y, como el agua no apetece si no se tiene sed, tampoco se encuentra gusto en la Torá si no se tiene sed. Como el agua abandona los lugares altos y fluye hacia las profundidades, así la Torá abandona a los orgullosos y se une a los humildes. Y como el agua se conserva, no en recipientes de oro ni de plata, sino en recipientes más baratos, así la Torá no se mantiene más que en quien se considera como un recipiente de barro. ¿Acaso se puede decir que, así como el agua se corrompe en una vasija, lo mismo sucede con la Torá? No, porque dice la Escritura que "la Torá es como el vino"; y así como el vino mientras madura en el tonel mejora su calidad, así también las palabras de la Torá, mientras reposan en el hombre acrecientan su grandeza. ¿Acaso se puede decir que, así como el agua no alegra el corazón, lo mismo sucede con la Torá? No, porque dice la Escritura que "la Torá es como el vino"; y así como "el vino alegra el corazón del hombre" (Sal 104,5), así también las palabras de la Torá "alegran el corazón" (Sal 19,9). ¿Acaso se puede decir que, como el vino es a veces pernicioso tanto para el cuerpo como para la cabeza, lo mismo sucede con la Torá? No, porque la Escritura dice que "la Torá es como ungüento" (Cant 1,3); y como el ungüento es agradable para el cuerpo y la cabeza, así también las palabras de la Torá son agradables para el cuerpo y la cabeza, "lámpara de aceite para mis pies son tus palabras" (Sal 119,105). Por eso dice la amada: "el aroma de tus ungüentos es delicioso" (Cant 1,3); se refiere a los ungüentos de la Torá. Cuando tienes en la mano una copa llena de aceite a rebosar, por cada gota de agua que le cae se derrama una de aceite, así por cada palabra de Torá que entra en el corazón, sale una palabra de frivolidad; y al contrario, por cada palabra de frivolidad que entra en el corazón, sale una de Torá. Pero, ¿acaso se puede decir que, así como el aceite comienza siendo amargo y termina por ser dulce, lo mismo sucede con la

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Torá? No, porque la Escritura dice que "la Torá es como miel y leche" (Cant 4,11); y así como éstas son dulces desde el principio, así también las palabras de la Torá son "más dulces que la miel" (Sal 19,11). ¿Acaso se puede decir que, así como la leche es insípida, lo mismo sucede con la Torá? No, porque la Escritura dice "miel y leche", y así como la miel y la leche, al mezclarse, no perjudican al cuerpo, así también la Torá "será salud para tu vientre" (Pr 3,8), pues sus palabras "son vida para quienes las hallan" (Pr 4,22). c) Cristo Palabra de Dios La amada que, a lo largo de la historia de Israel, ha conocido a Dios a través de mediadores, que velaban su presencia, al llegar la plenitud de los tiempos exclama: "Que me bese con besos de su boca". ¿Hasta cuando mi esposo me seguirá enviando sus besos por medio de Moisés? ¿Hasta cuando me los enviará por medio de los profetas? Son los labios mismos del esposo los que yo deseo besar; ¡que venga él mismo!¡que me bese con los besos de su boca! Estos son los besos que Cristo ofreció a la Iglesia cuando, en su venida en la carne, le anunció palabras de fe, de amor y de paz, según había prometido, cuando Isaías fue enviado por delante a la esposa: no un embajador ni un ángel, sino "el Señor mismo nos salvará" (Is 33,22). El Cantar expresa el deseo de la Iglesia y se convierte en la palabra de los últimos tiempos: "Después de haber hablado en muchas ocasiones y de muchas maneras a los padres por medio de los profetas, en estos últimos tiempos nos ha hablado por su Hijo, a quien ha establecido heredero de todas las cosas, por el cual hizo también los mundos" (Heb 1,1). Después de escuchar tantas veces y de tantos modos a Dios, la esposa quiere oír directamente la voz del Esposo que le han anunciado. Le han dicho de él que viene de Edom todo vestido de esplendor (Is 63,1); le han anunciado como el más hermoso de los hijos de Adán (Sal 44,3), como el amigo fiel, tesoro sin precio para quien le encuentra (Eclo 6,14ss). Más aún, le han dicho: "Escucha, hija, y mira, olvida tu pueblo y la casa de padre y el rey se prendará de tu belleza, porque él es tu Señor" (Sal 44,11-12). Ella ha escuchado y se ha creído su declaración de amor: "Como se casa un joven con una doncella, se casará contigo tu Creador, y con gozo del esposo por su novia se gozará por ti tu Dios" (Is 62,5). Con tales promesas la esposa le dice: "No quieras enviarme de hoy ya más mensajeros, que no saben decirme lo que quiero y déjame muriendo un no se qué que quedan balbuciendo" (Juan de la Cruz). Gregorio de Nisa nota que no es el esposo, como sucede entre los hombres, quien comienza a hablar, sino la esposa. La casta virgen se anticipa al esposo, manifestándole abiertamente el deseo de sus besos. Los buenos padrinos de bodas, patriarcas y profetas, le han prometido tales "dones nupciales" (remisión de los pecados, cancelación de las iniquidades, transformación de la misma naturaleza corruptible en incorruptible, la delicia del Paraíso, la alegría sin fin) que han suscitado en ella el ardiente deseo del esposo, fuente de tales dones. Cuando estos amigos del novio, oyendo la voz del novio, se alegran y exultan (Jn 3,29), la esposa exclama: "Que me bese con los besos de su boca". El Espíritu hace hablar así a la esposa, pues "el Espíritu viene en ayuda de nuestra flaqueza. Pues nosotros no sabemos cómo pedir lo que nos conviene; mas el Espíritu intercede por nosotros con gemidos inefables, y el que escruta los corazones

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conoce cuál es la aspiración del Espíritu, y su intercesión en favor de los santos es según Dios" (Rom 8,26-27). Así, pues, una vez que la esposa ha recibido del esposo, además de la dote, los regalos esponsales, ahora se ve atormentada por el deseo de su amor; se consume, abatida, lejos de su esposo y anhela verlo y disfrutar de sus besos. Y como el esposo se demora, recurre a la oración a Dios, sabiendo que El es el Padre del esposo. Levanta sus manos puras, sin ira ni contienda, vestida con decencia y modestia (1Tim 2,8s) y, abrasada por el deseo y atormentada por una herida interna de amor, lanza su oración a Dios y le pide: ¡Que me bese con los besos de su boca! Es la oración de la Iglesia. Y lo mismo se puede decir de cada alma que busca la unión con Cristo, su esposo. Los dones recibidos no pueden satisfacer plenamente su deseo, por ello implora: ¡que me bese con los besos de su boca! "Señor mío, no os pido otra cosa en esta vida que me beséis con beso de vuestra boca y que, de esta manera está siempre mi voluntad dispuesta a no salir de la vuestra" (Santa Teresa de Jesús). Imagen de este beso que el esposo, el Verbo de Dios, da a su esposa, es el beso que mutuamente nos damos en la Iglesia cuando celebramos los misterios. Le sucede a la esposa lo mismo que a Moisés; después de haber hablado con Dios boca a boca (Ex 33,11), se sintió con deseos mayores de los besos de su boca, hasta pedir al Señor que le mostrara su rostro (Ex 33,12-18). Cuanto más se muestra el Señor mayor es el deseo de contemplarle. Su presencia no apaga la sed de él, sino que suscita el grito: Maranatha. Su amor suscita amor cada vez más ardiente. Gracias a las primicias del Espíritu (Rom 8,23) que ha recibido, la esposa siente el deseo de penetrar en las profundidades de Dios, que sólo conoce el Espíritu de Dios (1Cor 2,10ss). Desea ser arrebatada, como Pablo, hasta el tercer cielo y escuchar las palabras inefables, que el hombre no puede pronunciar (2Cor 12,2s). Como sus palabras son espíritu y vida (Jn 6,63), quien se une a él, pasa de la muerte a la vida (Jn 5,24) y, con ello, se la enciende el deseo de llegar a la fuente de la vida (Jn 4,14), que es la boca del esposo, de la que brotan palabras de vida eterna (Jn 6,68). Pero para beber de esta agua es necesario acercar la boca a la boca del Señor: "Si alguno tiene sed venga a mí y beba" (Jn 7,37). El Señor, quiere que todos se salven (1Tim 2,4) y no deja a quienes lo desean sin el beso de su boca. Por ello reprocha a Simón el leproso: "Tú no me has besado" (Lc 7,45). Si lo hubieras hecho habrías quedado limpio de tu enfermedad. Pero como él no sentía amor, quedó insensible al deseo de Dios. La pecadora, en cambio, "porque amaba mucho", "desde que entré no ha dejado de besarme" (Lc 7,45.47). d) Los dos Testamentos Mientras la esposa está aún hablando, se le otorga lo que suplica: el esposo le da los besos que pide. Y ahora, al ver presente el esposo, excitada por la hermosura de sus pechos y la fragancia de su perfume, exclama: "Tus pechos4 son mejores que el vino, y el olor de tus perfumes, superior a todos los aromas". En tus pechos se ocultan "todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia" (Col 2,3). 4

Pechos leen los Setenta y la Vulgata, que comentan los Padres. 20

El vino recibido antes de tu venida, por medio de la ley y los profetas, alegraba mi corazón (Sal 103), pero ahora, al contemplar los tesoros que escondían tus pechos, estupefacta de admiración, veo que son mejores que el vino. Es el vino bueno de Caná de Galilea. Cuando se acabó el viejo, Jesús dio otro vino mucho más excelente que el anterior: "Todo el mundo pone primero el vino bueno, y cuando ya están bebidos, el inferior; tú en cambio has guardado el vino bueno hasta ahora" (Jn 2,1ss). Comenta Filón de Carpasia: Los dos pechos son los dos Testamentos, con los que son amamantados los hijos de la Iglesia. Esta bebida, palabra de la boca de Dios, que se derrama como lluvia, que cae como rocío sobre la hierba verde (Dt 32,1-2), es mejor que el vino. ¿Qué mayor alegría que escuchar en el primer Testamento: "Yo mismo cancelo tus pecados y no los volveré a recordar" (Is 43,25;Jr 31,34)? ¿Qué mayor gozo que volverse al Nuevo Testamento y oír: "Al que venga a mí no lo echaré fuera" (Jn 6,37)? Como ambos pechos están adheridos al corazón, así los dos Testamentos proceden del mismo Espíritu, del corazón de Dios, que difunde su amor inagotable. Realmente puede decir la esposa: "Rebosante está tu copa, con la que me embriagas" (Sal 22,5). Y con Jeremías puede repetir: "Se me estremeció el corazón en mis adentros, me quedé como un borracho por causa de Yahveh y de sus santas palabras" (Jr 23,9). Ante la sublimidad de esta embriaguez del conocimiento de Cristo todo lo demás es nada (Flp 3,7-8). Con esta embriaguez los mártires iban cantando a la muerte. Sí, amaremos tus pechos más que el vino. "En este gozo el alma queda embebida con una manera de borrachez divina, suspedida de los pechos de su costado" (Santa Teresa de Jesús). e) El buen olor de Cristo Los perfumes del esposo, con su fragancia, deleitan a la esposa, que exclama: "¡El olor de tus perfumes, superior a todos los aromas!". Es el olor del óleo con que eran ungidos los reyes y los sacerdotes. Pero Cristo no fue ungido con un óleo cualquiera, sino con el mismo Espíritu Santo. La esposa ya había conocido algunos aromas, es decir, las palabras de la ley y de los profetas, con las cuales, antes de venir el esposo, se había instruido, aunque vivía todavía como niña, bajo tutores y pedagogos: "Pues la ley ha sido nuestro pedagogo hasta Cristo" (Gál 4,1ss; 3,24s). Con estos perfumes la esposa se preparaba para su esposo. Pero, cuando llegó la plenitud de los tiempos, ella creció y el Padre le envió a su Unigénito. La esposa aspiró su fragancia divina y exclamó: "El olor de tus perfumes, superior a todos los aromas". El perfume del Espíritu Santo, con el que fue ungido Cristo y cuyo olor percibe la esposa, se llama óleo de alegría (Sal 44,8), pues el gozo es fruto del Espíritu (Gál 5,22). Con este óleo ungió Dios al que amó la justicia y odió la impiedad (Sal 44,8). Por eso mismo se dice que el Señor su Dios le ha ungido con óleo de alegría más que a sus compañeros. En las Catequesis mistagógicas de S. Cirilo de Jerusalén se dice a los neófitos: Bautizados en Cristo, os habéis revestido de Cristo, adquiriendo una condición semejante a la del Hijo de Dios. Pues Dios, que nos predestinó a la adopción de hijos suyos, nos hizo conformes al cuerpo glorioso de Cristo. Por esto, hechos partícipes de Cristo, que significa Ungido, no sin razón sois llamados ungidos. Fuisteis hechos cristos (o ungidos) cuando recibisteis el signo del

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Espíritu Santo; todo se realizó en vosotros en imagen, ya que sois imagen de Cristo. El, en efecto, al ser bautizado en el río Jordán, salió del agua, después de haberle comunicado a ella el efluvio fragante de su divinidad, y entonces bajó sobre El el Espíritu Santo en persona y se posó sobre El. De manera similar vosotros, después que subisteis de la piscina bautismal, recibisteis el crisma, símbolo del Espíritu Santo con que fue ungido Cristo. Cristo no fue ungido por los hombres con aceite o ungüento material, sino que el Padre, al señalarlo como salvador del mundo, lo ungió con el Espíritu Santo. Como dice Pedro: "Dios ungió a Jesús de Nazaret con poder del Espíritu Santo"; en los salmos hallamos estas palabras: "el Señor, tu Dios, te ha ungido con aceite de júbilo entre todos tus compañeros". El Señor fue ungido con una aceite de júbilo espiritual, esto es, con el Espíritu Santo, llamado aceite de júbilo, porque es el autor del júbilo espiritual; pero vosotros, al ser ungidos materialmente, habéis sido hecho partícipes de la naturaleza de Cristo. Por lo demás, no pienses que es éste un ungüento común y corriente. Pues, del mismo modo que el pan eucarístico, después de la invocación del Espíritu Santo, no es pan corriente, sino el cuerpo de Cristo, así también este santo ungüento, después de la invocación, ya no es un ungüento simple o común, sino don de Cristo y del Espíritu Santo, ya que realiza, por la presencia de la divinidad, aquello que significa. Tu frente y los sentidos de tu cuerpo son ungidos simbólicamente y, por esta unción visible de tu cuerpo, el alma es santificada por el Espíritu Santo, dador de vida. Ni Salomón en todo el esplendor de su reino vistió como uno de los pequeños del reino de Cristo (Mt 6,28-29). Pues el nombre de Cristo, Ungido, es perfume derramado sobre nosotros, transformándonos en "el buen olor de Cristo" (2Cor 2,15). El nombre de Cristo es perfume derramado, cuyo olor se difunde allí donde es anunciado el Evangelio por la Iglesia (Mt 26,13). Por ello le aman las doncellas y corren tras él, como la hemorroísa, que se acercó a él por detrás y tocó la orla de su manto (Mt 9,20-22) y la cananea, que corría gritando detrás de él y fue escuchada (Mt 15,23). Ambas corrieron con su fe, como doncellas, detrás del Señor. También Pablo ha corrido su carrera en la fe hasta llegar a la meta y recibir la corona de la gloria (2Tim 4,6ss). Este amor exultante entre el amado y la amada se irradia y envuelve a las doncellas que también se enamoran del amado. En torno a la amada se forma un círculo de compañeras, que se sienten atraídas por ella hacia el amado. Invitadas por la amada -"¡Corramos!"- emprenden el camino, o mejor, la carrera en busca del amado. f) Tu Nombre es ungüento derramado "Por eso te aman las doncellas". Israel dijo al Señor: Si aportas luz al mundo, tu nombre será enaltecido por todo el mundo: "Cuando vean a mis siervos, obra de mis manos en medio de ellos, santificarán mi nombre" (Is 29,23). Todos te bendecirán cantando a coro: "¡Se han visto, oh Dios tus procesiones: delante los cantores, los músicos detrás y en medio las doncellas tocando adufes" (Sal 68,26). A la voz de tus prodigios con la casa de Israel, todas las naciones oyeron tu fama. Tu nombre, que es más puro que el ungüento de la consagración de reyes y sacerdotes (Ex 30,22-33), se ha difundido por toda la tierra. La hija de

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Sión desea que todas las naciones conozcan el Nombre del único Señor y proclamen su gloria. "Perfume derramado es tu nombre, por eso te aman las doncellas y corren al olor de tus perfumes". Estas palabras, dice Orígenes, encierran una profecía. Con la venida de nuestro Señor y Salvador, su nombre se difundió por toda la tierra: "Pues nosotros somos para Dios el buen olor de Cristo entre los que se salvan" (2Cor 2,15), es decir, las doncellas, que están creciendo en edad y en belleza, que cambian constantemente, de día en día se renuevan y se revisten del hombre nuevo, creado según Dios (2Cor 4,16; Ef 4,23). Por estas doncellas se anonadó (Flp 2,7) aquel que tenía la condición de Dios, a fin de que su nombre se convirtiera en perfume derramado, de modo que no siguiera habitando en una luz inaccesible (1Tim 6,16;Flp 2,7), sino que se hiciera carne (Jn 1,14), para que estas doncellas pudieran atraerlo hacia sí. Ellas le atraen mediante la fe en su nombre, porque Cristo, al ver a dos o tres reunidos en su nombre, va en medio de ellos (Mt 18,20), atraído por su fe y comunión. Cuando lleguen a la unión plena con Cristo se harán un solo espíritu con él (1Cor 6,17), según su deseo: "Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que también éstos sean uno en nosotros" (Jn 17,21). Y si la esposa, prisionera de un solo sentido, el olfato, corre al olor de los perfumes del esposo, ¿qué hará cuando el Verbo haya ocupado también su oído, su vista, su tacto y su gusto? El ojo, cuando logre ver su "gloria como de Unigénito del Padre" (Jn 1,14), ya no querrá en adelante ver ninguna otra cosa; ni el oído querrá oír a nadie, sino al Verbo de vida y salvación (1Jn 1,1). Ni la mano, que haya tocado al Verbo de la vida (1Jn 1,1), querrá ya tocar nada material, frágil o caduco; ni el gusto, cuando haya gustado la bondad del Verbo de Dios, su carne y el pan que baja del cielo (Hb 6,5; Jn 6,52ss; 6,33), soportará ya el gustar otra cosa. En comparación con la dulzura y suavidad del Verbo, cualquier otro sabor le parecerá áspero y amargo, y por ello se alimentará sólo de él. El que sea hallado fiel en lo poco, será puesto al frente de lo mucho (Mt 25,21), gustará y penetrará en el goce del Señor (Sal 26,4), conducido a un lugar que, por su abundancia y variedad, recibe el nombre de lugar de delicias (Sal 33,9; Ez 28,13s). Allí se le dice: Deléitate en el Señor (Sal 36,4). Pero no se deleitará con un solo sentido, el de comer y gustar, sino también con el oído, con la vista, con el tacto y con el olfato, pues correrá al olor de sus perfumes. Así se deleitará con todos sus sentidos en el Verbo de Dios. Ciertamente se trata de los sentidos espirituales del hombre interior, que se han ejercitado en discernir el bien del mal. El olfato de la esposa, con el que percibe el olor del perfume del esposo, no se refiere al sentido corporal, sino al olor divino del hombre interior. Este es el sentido que, al percibir el olor de Cristo, conduce de la vida a la vida. La Escritura habla constantemente de estos sentidos espirituales. Así está escrito: "El precepto del Señor es lúcido y alumbra los ojos" (Sal 18,9). ¿Qué ojos son los que alumbra la luz del precepto? Y de nuevo: "El que tenga oídos para oír, que oiga" (Mt 13,9). ¿Qué oídos son éstos, pues sólo el que los tiene oye las palabras de Cristo? Y además: "Somos buen olor de Cristo" (2Cor 2,15) Y en otro lugar: "Gustad y ved qué bueno es el Señor" (Sal 33,9). Y ¿qué dice Juan? "Lo que tocaron nuestras manos del Verbo de la vida" (1Jn 1,1). ¿Piensas que en todos estos pasajes no se habla de los sentidos espirituales del hombre interior (Rom 7,22)?

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g) Cámara nupcial ¡Arrástrame, correremos tras de ti! Cuando la casa de Israel salió de Egipto, la Shekinah del Señor los guiaba, yendo delante de ellos en forma de columna de humo de día y de columna de fuego de noche (Ex 13,21). Los justos de aquella generación decían: Señor, arrástranos tras de ti y correremos detrás de tu Ley; haznos llegar a los pies del Sinaí y danos tu Ley y exultaremos y nos gozaremos con ella; nos acordaremos de ella y te amaremos. El recuerdo de tus palabras engendrará y custodiará el amor hacia Ti, alejando de nosotros la infidelidad y la idolatría de las naciones. Y cuando la comunidad de Israel entró en la tierra dijo: Por habernos introducido en una tierra buena y espaciosa "correremos tras de ti". Porque has hecho posarse tu Shekiná en medio de nosotros "correremos tras de ti". Y si la alejas de en medio de nosotros también "correremos tras de ti", en busca de ella. Dios cumple la súplica ¡Arrastrame! incitando contra Israel a sus enemigos vecinos. Se asemeja a un rey que se enojó con la reina e incitó contra ella a sus malvados vecinos y ella comenzó a exclamar: "¡Oh rey, mi señor, sálvame!". Así hizo Dios con su esposa, la comunidad de Israel: "cuando los sidonitas, amalequitas y ammonitas os oprimieron, clamasteis a Mí y yo os libré de su mano" (Ju 10,11). Se asemeja a un rey que tenía una hija única y estaba ansioso por conversar con ella. ¿Qué hizo? Hizo una proclama: "¡Que todo el pueblo vaya al campo de juego!". Cuando todos estaban en el campo de juego, hizo una señal a sus siervos y éstos se echaron sobre ella de repente como si fueran salteadores. Ella, entonces, comenzó a gritar: "¡Padre, padre, sálvame!". El le dijo: "Si no te hubieran hecho esto, no habrías gritado: ¡Padre, padre, sálvame!". Así también, cuando los israelitas estaban en Egipto, los egipcios los oprimían, y ellos comenzaron a gritar y a alzar sus ojos hacia el Señor: "acaeció, al cabo de aquellos largos días, que falleció el rey de Egipto y los hijos de Israel gemían bajo la servidumbre y clamaron" (Ex 2,23), y al punto él "escuchó su lamento" (Ex 2,24) y los sacó con mano fuerte y brazo extendido. El Señor estaba ansioso por oír su voz, pero ellos no querían. Hizo que el Faraón cambiara de opinión y los persiguiera: "endureció Yahveh el corazón del Faraón, rey de Egipto, y los persiguió" (Ex 14,8). Cuando los israelitas vieron a los egipcios a sus espaldas, alzaron los ojos el Señor y gritaron en su presencia: "Los israelitas alzaron sus ojos y allí estaban los egipcios" y "gritaron los israelitas a Yahveh" (Ex 14,10) con el mismo grito que habían dado en Egipto. Cuando él les oyó, les dijo: "Si no os hubiera hecho esto, no habría oído vuestra voz". Y al punto "les salvó Yahveh en aquel día" (Ex 14,30). La súplica ¡Arrástrame! significa, por tanto: ponnos en peligro o haznos pobres y "correremos tras de ti". Cuando Israel se ve obligado a comer algarrobas, entonces hace penitencia. Por ello dice R. Aqiba: "La pobreza le cuadra a la hija de Jacob como cinta roja en el cuello de un caballo blanco". La pequeña hija de Sión desea correr hacia el amado, pero siente su debilidad. Sus piernas no son capaces de llevarla donde su corazón anhela. Su única fuerza es el deseo. Por ello implora al amado que la transporte con él; que el carro de fuego de su amor la arrebate hasta su morada, como hizo con Elías.

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Después que la esposa ha indicado al esposo que las doncellas, prendidas de su olor, corrían en pos de él, dice que el rey la ha introducido en su cámara del tesoro, mostrándola todas las riquezas reales, y ella se alegra contemplando los secretos y misterios del rey. La cámara del tesoro de Cristo, el depósito de Dios en que Cristo introduce a la Iglesia o al alma que está unida a él es lo que Pablo dice: "Pero nosotros poseemos el sentido de Cristo, para conocer lo que Dios nos ha dado" (1Cor 2,16.12) Es "lo que ni el ojo vio ni el oído oyó ni subió al corazón del hombre, y que Dios preparó para los que le aman" (1Cor 2,9). Allí, en la cámara de los tesoros del rey, "están ocultos los tesoros de su sabiduría y de su ciencia" (Col 2,3). Es lo que había prometido por el profeta: "Te daré los tesoros ocultos, escondidos, invisibles. Te los abriré, para que sepas que yo soy el Señor tu Dios, el que te llamó por tu nombre, el Dios de Israel" (Is 45,3). Arrastrada por el esposo, la esposa dice con satisfacción: "Me ha introducido el rey en sus habitaciones. Exultaremos y nos alegraremos por ti". Israel es arrastrado por Dios a la alegría y al júbilo: "Alégrate sin freno, hija de Sión" (Za 9,9). "Mucho me alegraré en Yahveh" (Is 61,10). "Alegraos con Jerusalén" (Is 66,10). "Regocíjate y alégrate, hija de Sión" (Za 2,14). "Prorrumpe en gritos de júbilo y exulta" (Is 54,1). "Exulta y grita de júbilo" (Is 12,6). "Mi corazón ha exultado en Yahveh" (1Sam 2,1). "Exulta mi corazón, y con mi canto le alabo" (Sal 28,7). "Aclama a Yahveh, tierra toda" (Sal 98,4). "Aclamad a Dios con voz de júbilo" (Sal 47,2). Al ser introducida en la cámara del tesoro del rey, se convierte en reina. De ella se dice: "Está la reina a tu derecha, con vestido dorado, envuelta en bordado" (Sal 44,10). Y con ella "serán llevadas al rey las vírgenes; sus compañeras te serán traídas a ti entre alegría y algazara; serán introducidas en el palacio real" (Sal 44,15). Y como el rey tiene una cámara del tesoro en la que introduce a la reina, su esposa, así también ella tiene su propia cámara del tesoro, donde el Verbo de Dios la invita a entrar, a cerrar la puerta y a orar al que ve en lo secreto (Mt 6,6).

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2. NEGRA, PERO HERMOSA: 1,5-8 a) Geografía e historia del Cantar La amada, iluminada con la presencia del amado, ve su tez morena. Esto la lleva a evocar toda su historia pasada. Y, como vive su amor en comunidad, con las hijas de Jerusalén, les hace partícipes de su historia: la hostilidad de sus "hermanos de madre" es causa del color oscuro de su semblante. Esa historia iluminada, se hace canto, testimonio del amor del esposo, que no la ha rechazado por el color de su rostro, sino que la ha amado y hecho hermosa a sus ojos. La amada está en plena tierra de Israel. Evoca los pasos de su vida desde Engadí, el oasis fecundo y espléndido a orillas del desierto de Judá, donde se canta la canción de amor del amigo por su viña: "Una viña tenía mi amigo en fértil otero. La cavó, despedregó y plantó cepas exquisitas. Edificó una torre en medio de ella y excavó un lagar. Y esperó que diese uvas, pero dio agraces. ¿Qué más cabía hacer por mi viña que yo no lo haya hecho? Voy a quitar su valla para que sirva de pasto, voy a derruir su cerca para que la pisoteen; en ella crecerán zarzas y cardos; prohibiré a las nubes que lluevan sobre ella. La viña del Señor es la casa de Israel, son los hombres de Judá su plantel preferido. Esperaba de ellos justicia, y hay iniquidad" (Is 5,1ss). Es la historia pasada de la amada, de la que lleva en su cara morena el recuerdo permanente. Pero ahora sabe que Dios, aunque por un momento oculte su rostro, vela siempre con amor por su viña deliciosa: "Yo, Yahveh, soy su guardián. A su tiempo la regaré, y de noche y de día la guardaré. No me enfadaré más; si brotan zarzas y cardos saldré a quemarlos. Si se acoge a mi protección, que haga las paces conmigo" (Is 27,2ss). Es la paz que vive ahora la amada. El desierto de su vida se ha transformado en un vergel de delicias, donde florecen árboles cargados de frutas y flores, símbolos para cantar la belleza del amado y de la amada. El o ella, en un intercambio de requiebros, aparecen como "manzano del bosque", "flor de nardo", "ramo florido de ciprés", "lirio de los valles", "rosa entre los cardos". El cedro y el ciprés, con que Salomón levantó el Templo, recubren la casa y el lecho de sus amores. Y con los árboles aparecen aves y animales. Se convoca a tórtolas y palomas, gacelas y ciervas del campo, que vuelan y retozan en torno al amado y la amada, ovejas y cabras. Todo evoca una vuelta a los orígenes del Edén antes del pecado (Gén 2), aunque abierto a una perspectiva escatológica, según la descripción de Oseas, en la que Dios, esposo fiel, anuncia: "Yo sanaré su infidelidad, los amaré graciosamente, pues mi cólera se ha apartado de él. Seré como rocío para Israel; él florecerá como el lirio, echará raíces como el álamo del Líbano; se extenderán sus vástagos, tendrá el esplendor del olivo y el aroma del Líbano. Volverán a sentarse a mi sombra, harán crecer el trigo, harán florecer la viña, que tendrá la fama del vino del Líbano. ¿Qué tiene que ver Efraím con los ídolos? Yo lo escucho y lo miro. Yo soy como un ciprés siempre verde; de mí proceden sus frutos" (Os 14,6-9).

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La creación es testigo y partícipe del amor del amado y la amada, que se visten y elogian con toda la belleza de la tierra. En los seres de la creación, con su belleza y encanto, descubren sus sentimientos y emociones. Un paseo por la policromada geografía del Cantar nos revela el escenario de la historia de Israel. Es la Tierra Santa, don del amado a la amada. Con los ojos de la amada podemos contemplar los montes del Líbano, del Senir y el Hermón; la montaña de Galaad, con sus rebaños de ovejas y cabras; el Sarón con sus flores; el Hesbón de Transjordania y el oasis de Engadí; las ciudades de Tirsa, de Damasco y de Jerusalén; los roquedales y las terrazas, los jardines y los viñedos; los animales salvajes como la gacela, el león y la raposa, el cuervo y la paloma; los sabrosos frutales y las innumerables plantas aromáticas. El Cantar no es un mito, como no lo son los amores de Dios a Israel, de Cristo a su Iglesia. Los nombres propios, que aparecen en el Cantar, están cargados de historia. Sólo nombrarlos es hacerlos presentes, vivos, memoriales del amor salvador de Dios. El Cantar se puebla de ciudades, que señalan puntos claves de la amplia geografía, pero tan concreta y cercana, donde Dios ha dejado sus huellas salvadoras. Por eso sus nombres son evocadores, rebosantes de simbolismo. La figura esbelta del amado es como el Líbano; su cabeza es como el Carmelo, corona del valle de Esdrelón y gloria de todo el país; el aroma inconfundible del amado se refleja en el racimo de las viñas de Engadí. La amada es narciso del Sarón, la fértil llanura entre Jafa y el Carmelo, que se tapiza de flores durante la primavera; sus cabellos tienen la gracia de la montaña de Galaad con sus cabras negras extendidas por sus colinas; sus ojos son como las albercas de Jesbón, capital del reino de Moab. Es hermosa como la deseable Tirsa; graciosa como Jerusalén, la ciudad gloriosa y santa. La creación, contemplada con ojos de fe, se convierte en canto al Creador. Los montes y los valles abiertos, los huertos cercados, los minerales y sus metales preciosos, los vegetales y sus árboles, plantas y flores, los animales salvajes y domésticos, los manjares y bebidas... todo concurre para exaltar el gozo del encuentro del amado y la amada. Todos los seres se mueven libres y gozosos en montes perfumados, en huertos fértiles, en jardines deleitables. Es el paraíso recreado, donde Dios desciende a la hora de la brisa de la tarde a pasear con la amada. Ya no hay árbol prohibido. El amado es manzano, que ofrece manzanas a la amada. Todo invita a celebrar el amor en la fiesta de los sentidos. El gozo que se disfruta no produce inquietud, es inocente y hermoso. Todo es luz, flores y cantos. El agua corre alegre, portadora de vida; el viento airea el perfume de las flores. Es el salto del invierno a la primavera, cuando el sol da luz y calor y los árboles echan sus brotes, presagio de sus frutos. La vida se renueva en cada cosa. b) Negra, pero hermosa Negra soy, pero hermosa. La asamblea de Israel dice: "negra soy" a mis propios ojos, "pero hermosa" ante mi Creador, que dice "¿No sois acaso como hijos de los etíopes", pero "para mí sois la Casa de Israel!" (Am 9,7). Negra soy por lo que sucedió en el Mar Rojo, pues "fueron rebeldes junto al Mar Rojo" (Sal 106,7), pero hermosa, por haber cantado allí: "El es mi Dios y he de cantarle" (Ex 15,2). Negra por lo sucedido en Mara, donde "murmuraron contra Moisés, diciendo: ¿Qué vamos a beber?" (Ex 15,24), pero hermosa, pues "Moisés clamó a

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Yahveh, quien le mostró un madero que echó al agua y se volvió dulce" (Ex 15,24-25). Negra soy por lo sucedido en Refidim, pues "puso por nombre a aquel lugar Tentación y Litigio" (Ex 17,7), pero hermosa, ya que allí "Moisés construyó un altar y lo llamó Yahveh mi bandera" (Ex 17,15). Negra soy se refiere a lo sucedido en Horeb, cuando "se hicieron un becerro en Horeb" (Sal 106,19), pero hermosa por haber dicho "todo lo que Yahveh nos diga haremos y obedeceremos" (Ex 24,7). Negra soy se refiere al paso por el desierto, donde "¡cuántas veces se rebelaron en el desierto!" (Sal 78,40), pero hermosa, porque en el desierto se levantó el Tabernáculo y "el día que se erigió, lo cubrió la Nube" (Nú 9,15). Negra soy se refiere a los exploradores, porque "difamaron ante los hijos de Israel la tierra que habían explorado" (Nú 13,32), pero hermosa por Caleb y Josué, de quienes se dice "excepto Caleb y Josué" (Nú 32,12). Negra soy se refiere a lo sucedido en Sittim, donde "se estableció Israel y el pueblo comenzó a prostituirse" (Nú 25,1), pero hermosa, porque "surgió Pinjás e hizo justicia" (Sal 106,30).5 También dice la asamblea de Israel: "Negra soy" todos los días de la semana, "pero hermosa" el Sábado; o bien "negra soy" todos los días del año, "pero hermosa" el Yom kippur. "Negra soy" por haber hecho el becerro; "pero hermosa" por el arrepentimiento. Tengo la iniquidad del becerro, pero también el mérito de haber acogido la Torá y haber hecho el Tabernáculo, sobre el que se posó la Shekinah. Soy "como las tiendas de Quedar", que se ven feas por fuera, pero por dentro están decoradas con piedras preciosas y gemas. A pesar de que a los ojos del mundo aparezca sin relevancia, sin embargo en mi interior llevo la riqueza de la Torá. Soy "como las cortinas de Salmá": Así como las cortinas se ensucian una y otra vez, y una y otra vez se lavan, así también Israel, a pesar de que se ensucia con las maldades que comete todos los días del año, cuando llega el Yom Kippur les sirve de expiación (Lv 16,30), de modo que "aunque fueran vuestros pecados como la grana, quedarán blancos como nieve" (Is 1,18). La pequeña hija de Sión nace en Israel, su tierra, entre los hititas y los amorreos. Nace entre las naciones, de las que toma su carácter rebelde, inconstante, infiel. Pero conserva la herencia de sus madres: la nobleza de Sara, la gracia cautivadora de Rebeca, la belleza y pasión de Raquel. Cuando era aún una niña, el Señor la vio y se prendó de ella. Con amor, ardiente y celoso, decidió ser para ella Salomón, el Príncipe de paz. Se la llevó al desierto, para hablarle al corazón y enamorarla. Es el tiempo de los primeros amores, que ni él ni ella olvidarán. La primavera del amor hizo del desierto un paraíso. Negra como las tiendas de Quedar, por el sol y pruebas del desierto, pero hermosa con el reflejo del esplendor del Sinaí, cubierta de gloria por la palabra del Señor. Bajo la nube luminosa corría tras el amor del Señor, sin importarle por dónde la llevaba. En su corazón sentía la voz del amor: "para ir donde no sabes has de ir por donde no sabes". Para llegar a la cámara nupcial, el amor abría caminos donde no hay caminos. Como la sed guía hacia la fuente, el amor conduce a la alianza. "No os fijéis en que soy morena, pues me ha quemado el sol. Los hijos de mi madre se airaron contra mí, me pusieron a guardar viñas; ¡mi propia viña no he podido guardar!". Dijo Israel a las naciones: Vosotras no me despreciéis porque soy negra como vosotras, puesto que he adorado lo que vosotras adoráis, 5

El Midrás sigue la historia con Jos 7,1.19; 1Re 21,27; 2Re 6,30... 28

y me he postrado ante el sol y la luna (Dt 4,19;17,3). Profetas de mentira han provocado contra mí la ira del Señor, enseñándome a servir a vuestras iniquidades y a caminar según vuestras leyes (Dt 13,2ss). Por ello no he servido a mi Dios y no he caminado según sus leyes y no he guardado sus preceptos y enseñanzas. También dice a los profetas: No os fijéis en mi tez morena, pues Moisés no entró en la tierra prometida por decir: "¡Escuchad, rebeldes!" (Nú 20,10). También Isaías dijo "habito en medio de un pueblo impuro de labios impuros" y Dios le reprendió: ¡Isaías!, que digas de ti mismo "soy un hombre de labios impuros", puede pasar, pero no que insultes a mi pueblo. Por ello un Serafín voló hacia él con un carbón encendido (Is 6,6) y quemó la boca del que había calumniado a los hijos de Dios. Lo mismo le sucedió a Elías, que dijo: "ardo en celo por Yahveh, pues los hijos de Israel han abandonado tu alianza" (1Re 19,14). El Señor le replicó: Es la alianza hecha conmigo, no contigo; "derruido tus altares": Se trata de mis altares, no de los tuyos; "y asesinado a espada a tus profetas": Se trata de mis profetas, ¡y a ti qué te importa! No le quedó más salida que decir: "Es que quedo yo solo y buscan mi vida para arrebatármela". Y Dios le replicó: ¡Elías, antes de acusar a estos, ve y acusa a esos otros: "anda, vuelve tu camino por el desierto hacia Damasco" (1Re 19,15). c) Casta meretriz "Negra soy, pero hermosa", dice la Iglesia, congregada de entre los gentiles (He 21,25), a las hijas de Jerusalén. Ella no puede atribuirse la nobleza de origen de las hijas de Jerusalén, descendientes de Abraham, Isaac y Jacob. Le ha tocado en suerte morar en las tiendas de Quedar (Sal 120,5). Sin embargo, olvidando su pueblo y la casa paterna (Sal 44,11), llega a Cristo. Por ello, no teme levantar el velo de su cara y revelar el origen de su existencia; iluminada, reconoce: "negra soy", pero tengo mi belleza, que me viene de la creación, en que fui hecha a imagen de Dios (Gén 1,27). Y ahora, al acercarme a Cristo, he recobrado mi belleza. Realmente podéis compararme, por la oscuridad de mi color, con las tiendas de Quedar y con las pieles de Salomón. Quedar, ciertamente, desciende de Ismael (Gén 25,13), pero también él tuvo parte en la bendición divina (Gén 16,11ss), que en mí se ha cumplido según el anuncio del profeta: "¡Levántate, brilla, Jerusalén, que llega tu luz; la gloria del Señor amanece sobre ti! Mira, las tinieblas cubren la tierra; la oscuridad, los pueblos; pero sobre ti amanecerá el Señor, su gloria aparecerá sobre ti; y caminarán los pueblos a tu luz, los reyes al resplandor de tu aurora. Echa una mirada en torno, mira, todos esos se han reunido, vienen a ti; tus hijos llegan de lejos, a tus hijas las traen en brazos... Los rebaños de Quedar los reunirán en ti; sus ovejas subirán en holocausto agradable a mi altar y mi hermosa Casa la hermosearé aún más" (Is 60,1ss). Y las pieles de Salomón, con que me comparáis, ¿no son acaso las pieles de la tienda de Dios (Ex 25,2;26,7)? La belleza visible del Tabernáculo del testimonio, comenta Gregorio de Nisa, no era nada en comparación de la belleza escondida en su interior. Tapices de lino fino y cortinas de pieles de cabra, recubiertos de púrpura violeta, constituían el aspecto externo del Tabernáculo. Pero en su interior brillaba el oro, la plata y las perlas preciosas en las columnas, las basas, los capiteles, el turíbulo, el altar para el sacrificio, el arca, el candelabro,

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el propiciatorio, los varales... (Ex 26). Su belleza brillaba como el centelleo del arco iris. Es la belleza del "Tabernáculo verdadero, erigido por el Señor", que refulge en su interior por la belleza de los misterios escondidos tras el velo de las imágenes de la Escritura, que nos invitan a superar la letra y a penetrar en su espíritu. La amada es la morada del Señor; en su interior se halla el Santo de los Santos. Todo creyente lleva velado, ¡en vaso de barro!, este tesoro del Evangelio de la gloria de Dios (2Cor 4,1ss). ¡Me extraña, pues, que vosotras, hijas de Jerusalén, queráis echarme en cara mi color oscuro! ¿Cómo no recordáis lo que padeció María por criticar a Moisés cuando éste tomó por esposa a una etíope negra (Nm 12,1ss)? Yo soy aquella etíope, negra ciertamente por mi linaje, pero hermosa por la penitencia y por la fe, pues he acogido en mí al Hijo de Dios, he recibido al Verbo hecho carne (Jn 1,14). Me he revestido del que es imagen de Dios, primogénito de toda criatura (Col 1,15) y resplandor de su gloria (Heb 1,3); así me he vuelto hermosa. Canta San Juan de la Cruz: "No quieras despreciarme, que, si color moreno en mí hallaste, ya bien puedes mirarme después que me miraste, que gracia y hermosura en mí dejaste". Esto puede decirlo cada alma que, después de sus muchos pecados, se convierte y hace penitencia. Negra por los pecados, hermosa por los frutos de la penitencia. De ella se dice con admiración: "¿Quién es ésa que sube toda blanca, recostada sobre su amado?" (Cant 8,5). Se hizo negra porque bajó al pecado; cuando comience a subir, recostada sobre el amado, adherida a él, se irá emblanqueciendo hasta ser totalmente blanca y entonces, eliminada toda negrura, resplandecerá envuelta por el resplandor de la verdadera luz del sol de justicia (Ml 3,20; Jn 1,9s). Entonces ella misma será llamada luz del mundo (Mt 5,14). Aquel día se cumplirá el salmo: "De día el sol no te quemará ni la luna de noche" (Sal 120,6). El sol tiene doble poder: ilumina a los justos y quema a los pecadores, porque éstos, al obrar mal, odian la luz (Jn 3,19-20). El Señor es luz para los justos y fuego para los pecadores. Comenta san Gregorio: "No os extrañéis de que, a pesar de estar negra por mi pecado y emparentada con las tinieblas por mis obras, me haya amado mi esposo. Porque, con su amor, me ha hecho bella, cambiando su belleza por mi deformidad; tomando él la suciedad de mis pecados, me ha comunicado su propia pureza, me ha hecho partícipe de su propia hermosura". Con otras palabras también lo dice Filón de Carpasia: Negra por los pecados, bella por la conversión. Negra por mí misma, bella por la clemencia del esposo, que me concede la conversión y el perdón de los pecados. Aunque era negra como las tiendas de Quedar, cuyos habitantes nunca abandonan la idolatría (Jr 2,10-11), sin embargo el esposo me vistió con las pieles de Salomón, me introdujo en el templo santo y me revistió de su santidad. Mientras vivía en la locura de la idolatría, guardando sus viñas, ¡mi propia viña no pude guardar! Me quemó el sol hasta que "el más hermoso de los hijos de Adán" (Sal 44,3), me escondió a la sombra de sus alas (Sal 16,8), imprimiendo en mí la luz de su rostro (Sal 4,7), adornándome con el esplendor de su gloria (Sal 89,16). Cristo mismo dice que no vino a llamar a conversión a los justos, sino a los pecadores (Lc 5,32), haciéndoles "brillar como antorchas en el mundo" (Flp

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2,15), mediante el bautismo de regeneración. Es lo que ya contempló David en la ciudad celeste, fundada sobre los montes santos (Sal 86). En ella nacen a la vida, como ciudadanos de Jerusalén, los paganos y pecadores, Rahab la prostituta, los habitantes de Babilonia, de Tiro y de Etiopía. La prostituta se vuelve virgen casta y los negros de Etiopía luminosos. Pues, cuando el esposo toma a uno, aunque sea negro como las tiendas de Quedar, lo hace hermoso, haciéndole partícipe de su gracia y hermosura. Lo hace Templo de Salomón, es decir, del rey de la paz, que viene a habitar en él. Así lo entiende San Bernardo en un discurso de navidad: "Animada la Iglesia del sentimiento y del espíritu del Esposo, su Dios, acoge en su seno a su amado para que repose en él, mientras que ella misma posee y conserva para siempre el primer lugar en su corazón. Es ella la que ha herido el corazón de su esposo; es ella la que ha hundido el ojo de la contemplación hasta el abismo profundo de los secretos divinos. El y ella han hecho su eterna morada en el corazón uno del otro". La encarnación de Cristo es un misterio nupcial. La Iglesia, amada de Cristo, no es una realidad espiritual ideal, lejos de nuestra experiencia. La esposa amada está formada de bautizados, es decir, de pecadores llamados por Dios de las tinieblas a la luz. La Iglesia es a la vez santa y pecadora: casta meretriz, como la llaman los Padres. El esposo la ama a pesar de su pecado. Es amada con un amor destinado a cambiar su fealdad en belleza. "Soy negra, pero hermosa, hijas de Jerusalén". Con esta declaración, la esposa, que ha gustado el amor del Esposo, da testimonio a los demás de las maravillas que él ha hecho en ella, invitándolas a gozar de sus amores. No os admiréis, les dice, si me ha amado a mí, pues no soy distinta de vosotros. El me ha embellecido con su amor, mientras era negra por el pecado. El ha cambiado mi fealdad, revistiéndome de su belleza, tomando sobre sí mis pecados. Es lo que dice Pablo a Timoteo: "Doy gracias a Cristo Jesús que me consideró digno de colocarme en el ministerio a mí, que antes fui blasfemo, un perseguidor y un insolente... Es cierta y digna se ser aceptada por todos esta afirmación: Cristo Jesús vino al mundo a salvar a los pecadores; y el primero de ellos soy yo. Y si encontré misericordia fue para que en mí primeramente manifestase Jesucristo toda su paciencia y sirviera de ejemplo a los que habían de creer en él para obtener vida eterna" (1Tim 1,12-17). "Sed, pues, como yo, pues yo soy como vosotros" (Gál 4,12). La esposa no quiere que desesperen las hijas de Jerusalén, que la contemplan. Les abre el corazón y les muestra su vida pasada: Aunque ahora en mí resplandece la belleza, fruto del amor del Esposo, yo sé muy bien quién era antes de que él me encontrara; no era luminosa, sino negra, envuelta en las tinieblas del pecado. También vosotras, aunque os veáis negras como las tiendas de Quedar, levantad los ojos y mirad a vuestra madre, a Jerusalén, pues podéis ser transformadas en "pieles de Salomón", es decir, ser transformadas en el Templo (1Cor 3,16) del rey, revestidas de su belleza y de su paz. Pablo no se cansa de insistir en el amor de Dios hacia nosotros, que éramos pecadores y enemigos suyos, haciéndonos luminosos y dignos de amor por su gracia (Rom 5,6-11). Dios se complace en la simplicidad, abaja de sus tronos a los soberbios y exalta a los humildes. El Señor prefiere lo que el mundo desprecia. La verdadera belleza, que enamora al Amado, no es la que el mundo busca y aprecia: "Ha escogido Dios lo necio del mundo, para confundir a los sabios. Ha escogido Dios lo débil del mundo, para confundir lo fuerte. Ha escogido Dios lo despreciable, lo

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que no es, para reducir a nada lo que es. Para que nadie se gloríe en la presencia de Dios. De él os viene el que estéis en Cristo Jesús, a fin de que el que se gloríe, se gloríe en el Señor" (1Cor 1,27ss). El creyente no olvida nunca su origen. Vive siempre en la simplicidad de su alma nómada, como extranjero, peregrino por este mundo, sin instalarse en los palacios de la tierra. Canta siempre a su amado: "¡Qué deseables son tus moradas. Mi alma se consume y anhela los atrios del Señor, mi corazón y mi carne se alegran por el Dios vivo. Dichosos los que viven en tu casa alabándote siempre. Dichosos los que encuentran en ti su fuerza al preparar su peregrinación: cuando atraviesan áridos valles, los convierten en oasis; caminan de altura en altura hasta ver a Dios en Sión. Un solo día en tu casa vale más que mil fuera; prefiero el umbral de la casa de Dios a vivir con los malvados. Porque el Señor es sol y escudo, él da la gracia y la gloria" (Sal 84). Ligera y libre, la amada marcha por el mundo, sin sentirse del mundo. Su patria no es la tierra; su verdadera patria es el corazón del Amado, por el que suspira continuamente. Sabe que es bella solamente porque es amada. Sólo el amor da belleza a su rostro. El amor es siempre creador de belleza. De lo vil saca lo bello (Jr 15,19). También los habitantes de Quedar están invitados a entonar el cántico nuevo: "Cantad a Yahveh un cántico nuevo, llegue su alabanza hasta el confín de la tierra, alégrese el desierto con sus tiendas, las explanadas en que habita Quedar" (Is 42,10s). En el interior de su simplicidad lleva el tesoro del amor de Dios, como esperanza del mundo. Su aparente esterilidad es fecunda de vida. Por eso se la invita a saltar de alegría: "Grita de júbilo, estéril que no dabas a luz, rompe a cantar de alegría, porque la abandonada tendrá más hijos que la casada. Ensancha el espacio de tu tienda, despliega tus lonas, alarga tus cuerdas, clava bien tus estacas, porque te expandirás a derecha e izquierda. Tu estirpe heredará las naciones y poblará ciudades desiertas. No temas, que no te avergonzarás; ni te sonrojes, que no te afrentarán; olvidarás la vergüenza de tu juventud y la afrenta de tu viudez. El que te creó te tomará por esposa: Yahveh Sebaot es su nombre, el Santo de Israel" (Is 54,1ss). d) ¡Mi propia viña no he sabido guardar! La esposa sabe que el Creador no la hizo negra. Al principio no era así. Plasmada por las manos luminosas de Dios, se ennegreció por el pecado. El sol la quemó. En la parábola del sembrador, la semilla no cae sólo en el buen corazón. La generosidad del sembrador le lleva a sembrar su palabra sobre todos, también en el corazón de piedra, en el corazón con espinas y sobre el camino, donde es pisada (Mt 13,3-7). Al explicar la parábola, refiriéndose a la que cae sobre la piedra, se dice que brota en seguida por no tener hondura de tierra, "pero al salir el sol se agostó y, por no tener raíz, se secó" (Mc 4,5-6). Se trata del sol de la tentación (Lc 8,13). La semilla era buena, pero apenas germinada, ante la prueba se agostó y no dio fruto. El sol, vez de alumbrarla y hacerla luminosa, la quema y la vuelve negra. Sólo a quien levanta los ojos al Señor, que hizo el cielo y la tierra, confiando en él, "de día el sol no le hará daño ni la luna de noche" (Sal 120). En cambio, el sol hace daño si su calor no es reparado por la nube del Espíritu, que es la nube que el Señor extiende como protección de sus rayos abrasadores.

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En el principio el hombre, puesto en el paraíso, disfrutaba de todos los dones que el Señor le otorgaba, sin necesidad de procurárselos por sí mismo. Pero, "los hijos de mi madre se airaron contra mí, me pusieron a guardar viñas y ¡mi propia viña no he podido guardar!". La insidia de mis enemigos me despojaron de todos mis bienes, haciéndome perder la herencia, la propia viña, que Dios me había dado. Así me convertí en guardiana de las viñas ajenas, yendo tras los bienes terrenales, fuera del paraíso. Seducida por mis instintos, hermanos míos de madre, me perdí a mí misma, guardando viñas engañosas. Es lo que enseña Pablo: "Sabemos que la ley es espiritual, mas yo soy de carne. Realmente mi proceder no lo entiendo, pues no hago lo que quiero, sino que hago lo que aborrezco. Queriendo hacer el bien, es el mal lo que hago. Me complazco en la ley de Dios según el hombre interior, pero advierto otra ley en mis miembros, que me esclaviza a la ley del pecado, que está en mis miembros" (Rom 7,14ss). La esposa confiesa: Esta lucha interior es obra de mis hermanos, hijos de mi madre, pero enemigos de mi salvación. Vencida por ellos, no he guardado mi viña, he perdido el paraíso, y "mi piel se ha ennegrecido sobre mí" (Job 30,30). "¡Ay, cómo se ha deslucido el oro más puro! Los hijos de Sión eran más blancos que la nieve, más blancos que la leche; eran más rojos que corales, con venas como zafiros, ahora están más negros que hollín, no se les reconoce en la calle, pues la culpa de la hija de Sión supera al pecado de Sodoma" (Lam 4,1ss). Como fruto del pecado, "vuestra tierra es desolación; vuestras ciudades, hogueras de fuego. Ha quedado la hija de Sión como cobertizo en viña, como choza en pepinar, como ciudad sitiada" (Is 1,7-8). Privada, por su desobediencia, de los frutos que custodiaba (Gén 2,15), ahora se ve forzada a cultivar otras viñas, "las viñas de Sodoma y de Gomorra, que producen uvas venenosas, cuyos racimos son amargos y su vino, un veneno de serpiente, mortal ponzoña de áspid" (Dt 32,32-33). "De su maldad está lleno el lagar y las cavas rebosan" (Joel 4,13). Por esto, -se lamenta la esposa-, me he vuelto negra, porque, cultivando la zizaña del enemigo (Mt 13,25), no he guardado mi viña. Es el lamento de los profetas: ¿Cómo ha podido volverse prostituta la fiel ciudad de Sión, tan llena de equidad y justicia? (Is 1,21); ¿cómo ha sido abandonada la hija de Sión? (Is 1,8); ¿cómo yace solitaria la ciudad populosa? ¡Como una viuda se ha quedado la grande entre las naciones! La Princesa entre las provincias está sujeta a tributo (Lam 1,1). ¿Cómo se ha vuelto negra la que inicialmente resplandecía con la luz verdadera? (Jn 1,9). Ah, "¡cuántos pastores devastaron mi viña, convirtieron mi parcela deseada en desolado desierto!" (Jr 12,10). Señor "tú arrancaste una vid de Egipto; echaste a los extraños, la plantaste; preparaste el terreno para ella, echó raíces, llenó la tierra; cubriéronse los montes de su sombra, y de sus ramas los elevados cedros; extendió sus sarmientos hasta el mar, hasta el río sus brotes. ¿Por qué has demolido su cerca y la vendimia cualquier viandante, la pisotea el jabalí del bosque, y las fieras salvajes allí pacen? ¡Pastor de Israel, despierta, tú que guías a Israel como un rebaño! (Sal 80,1.9-14). Con la luz del amado, recobrado de nuevo, a la amada se le ilumina la raíz de sus desgracias: Todo esto me ha sucedido porque no he guardado mi viña. En exilio, extranjera entre los míos, me he hecho infiel y no he custodiado mi viña, por ello me he visto privada de sus frutos. Despojada de todo, he tenido que cubrir mi desnudez "con una túnica de pieles" (Gén 3,21). ¡Ay!, ¿quién me librará de este cuerpo que me lleva a la muerte? ¡Gracias sean dadas a Dios por Jesucristo

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nuestro Señor! (Rom 7,24). Gracias al amor de mi vida, que se ha vuelto hacia mí, soy de nuevo hermosa y radiante de luz. Se alegra mi espíritu en Dios mi salvador porque ha puesto sus ojos en la pequeñez de su sierva (Lc 1,46). Sin embargo, la esposa ha aprendido a no fiarse de sí misma. Por eso, eleva al Esposo su oración: "Dime tú, amor de mi vida, dónde apacientas el rebaño, dónde lo llevas a sestear a mediodía, para que no ande tras los rebaños de tus compañeros". ¿Dónde apacientas el rebaño, tú, que eres el buen pastor y cargas sobre tus espaldas a la oveja descarriada y la devuelves al redil? (Lc 15,5ss). El amor gratuito despierta en ella el amor y el deseo de estar con el amado a la luz plena del mediodía. e) Tras las huellas Cuando le llegó a Moisés el tiempo de partir de este mundo, dijo ante el Señor: Se me ha revelado que este pueblo pecará contra ti e irá al exilio (Dt 31,27.29). Dime cómo les proveerá, pues habitarán entre naciones de leyes duras como la canícula y el ardor del sol a mediodía. ¿Por qué deberán vagar con los rebaños de los hijos de Esaú y de Ismael, que te asocian como compañero de sus ídolos? El amado responde a la amada: "Si no lo sabes, oh la más bella de las mujeres, sigue las huellas de las ovejas y lleva a pacer tus cabras al jacal de los pastores". Así dijo el Señor: "Yo iré en su busca para poner fin a su exilio" (Ez 34,13.16). Yo les haré salir de en medio de los pueblos y los reuniré de las regiones; iré en busca de la oveja perdida. La Asamblea de Israel, que es como una niña hermosa a la que ama mi alma, caminará por la vía de los justos, aceptando la guía de sus pastores y enseñando a sus hijos, que son como cabritas, a ir a la sinagoga y a la casa de estudio. En recompensa se les proveerá en el destierro, hasta que mande al rey Mesías. El les guiará (Ez 34,23) con dulzura a su jacal, que es el santuario que para ellos construyeron David y Salomón, pastores de Israel (Sal 78,70-72). Moisés, pastor fiel del Señor, se lo transmite a Josué: Te entrego este pueblo, que yo he guiado hasta aquí. No te entrego un rebaño de carneros sino de corderos, pues aún no han practicado suficientemente la Torá; aún no han llegado a ser cabras o carneros, según se dice: "Si no lo sabes, ¡oh la más bella de las mujeres!, sigue las huellas del rebaño y pastorea tus cabrillas junto al jacal de los pastores" (Cant 1,8). La morada de los pastores fieles es la morada del Señor. Según Gregorio de Nisa, la Iglesia dice a su esposo: Muéstrame los prados de fresca hierba, condúceme a las aguas de reposo (Sal 22,2), sácame y condúceme a la hierba que nutre, llámame por mi nombre, para que oiga tu voz (Jn 10,16). Yo soy oveja tuya, dame con tu voz la vida eterna. Dime, dónde pastoreas, para que yo encuentre el pasto de la salvación y me nutra con el alimento celestial, sin el que no se puede tener vida (Jn 3,5). Yo correré hacia ti, que eres la fuente de la vida, y beberé la bebida, con la que tú sacias a los sedientos, el agua que brota de tu costado (Jn 19,34), con la esperanza de que en mí surja la fuente que salta hasta la vida eterna (Jn 4,14). Con esta comida y bebida me harás reposar al mediodía contigo en la paz y luz sin sombra. Hazme, pues, hijo de la luz y del día, tú que eres el sol de justicia (Mal 3,20), para que no

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pierda el camino, siguiendo las sendas de otros rebaños, no de ovejas, sino de cabras, cuyo redil ha sido rechazado a la izquierda (Mt 25,32ss). Al mediodía el sol golpea implacable y "nada escapa de su calor" (Sal 19,7). "El sol a mediodía abrasa la tierra, ¿quién puede resistir su ardor? Un horno encendido calienta al fundidor, un rayo de sol abrasa a los montes, una lengua del astro calcina la tierra habitada y su brillo ciega los ojos" (Si 43,3-4). La amada no quiere correr en esta hora de un aprisco a otro. Por ello suplica al amado: Muéstrame dónde llevas a sestear el rebaño a mediodía, es decir, en la hora de la pasión, cuando se extienden las sombras sobre toda la tierra (Mt 27,45). Que no me suceda como a los apóstoles, que en aquella hora se dispersaron, escandalizados de la cruz. Es la hora de la tentación, ya que al "herir al pastor se dispersan las ovejas" (Mc 14,16ss). El mediodía, cuando los pastores reúnen sus rebaños en torno a un pozo, es la hora de las discusiones y peleas (Gén 13,7; 21,25s; 36,7). Es la hora en que la amada necesita estar con el amado, su salvador (Ex 2,16; Gén 29,1ss). Es la hora de hallar al esposo sentado junto al pozo para recibir de él agua viva, el agua que apaga toda sed, para no tener que ir vagabunda detrás de tantos maridos (Jn 4,1ss). Al grito anhelante de la esposa responden las "hijas de Jerusalén", la Iglesia madre: "Si no lo sabes, tú, la más bella de las mujeres, sigue las huellas de las ovejas, y lleva a pastar tus cabritas junto al jacal de los pastores". Sigue las huellas de los pastores que yo elegí para conducir a mis ovejas al monte de Sión, morada de los verdaderos pastores. Allí encontrarás "al Dios en cuya presencia anduvieron Abraham e Isaac, al Dios que ha sido mi pastor desde que existo hasta el día de hoy" (Gén 48,15). Pues en Belén, la menor de las familias de Judá, cuando dé a luz la que ha de dar a luz, "El se alzará y pastoreará con el poder de Yahveh" (Miq 5,1ss).

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3. MUTUA CELEBRACION DE LOS DOS: 1,9-2,7 a) Palabra celebrativa Dios se comunica al hombre personalmente y no mediante ideas. La fe, más que razonarla, se testimonia. Dios se revela actuando y actúa hablando. Su Palabra -Dabar Yahveh- es acción, acontecimiento y no manifestación de verdades abstractas. Dios, más que hablar de sí, se da a conocer actuando. La Palabra de Dios antecede, acompaña y supera a la Escritura; se hace viva en la Iglesia; al proclamarla, la Iglesia reviste el esqueleto de la Escritura de carne y le da vida. El lenguaje de Dios es, pues, un lenguaje histórico-salvífico, celebrativo; se hace Palabra de Dios en la celebración, donde el mensaje de salvación del Evangelio, ya incoado en el Antiguo Testamento y cumplido en Jesucristo, se hace actual y operante en la Iglesia. La fe confesada en la adhesión a la Palabra de Dios es celebrada en los sacramentos y vivida en la caridad cristiana. En la celebración de la asamblea, al proclamar la Escritura, habla Dios mismo: "Pues cuando se proclama en la Iglesia la Sagrada Escritura es El (Cristo) quien habla" (SC 7). "En la Liturgia Dios habla a su pueblo; Cristo sigue anunciando el Evangelio. Y el pueblo responde con el canto y la oración" (Id. 33). La liturgia es el coloquio del esposo y la esposa: En la alabanza, la esposa, es decir, la Iglesia, habla de su amado y se complace en decir todas sus bellezas; en la lectura, el amado le habla a su vez y la regocija con el sonido de su voz; finalmente, en la oración, la esposa que ha hablado al esposo, que ha reconocido su presencia y oído su voz, le habla a su vez y le confía sus deseos, sus dolores y alegrías, sus necesidades y acciones de gracias. El cristiano, engendrado en la Pascua de Cristo, celebra su fe en la liturgia y en la vida, sin divorcio entre ellas, porque la Pascua es la fiesta de la Vida. "Cristo resucitado convierte la vida en una fiesta perenne" (S. Atanasio). El mismo Jesús compara constantemente el reino de Dios, predicado y vivido por El, con la "alegría de las bodas". Como "primogénito de los muertos" y "conductor de la vida" contra los poderes de la muerte, El es "el que guía las danzas nupciales" y la comunidad es "la esposa que danza con El", como decía S. Hipólito. El es "el Señor de la gloria" (1Cor 2,8). La gracia del perdón se manifiesta en la asamblea en fiesta, en el banquete, en el canto, en las salas tapizadas y llenas de luces y flores, en las danzas, en la alegría de la celebración y de la vida (Lc 15,11ss). El Cantar habla con imágenes, que expresan el encanto interior del amado o de la amada. Lo que se ofrece a la vista no es un paisaje exterior, sino interior, lo que acontece en el corazón. Los seres, con que se comparan el amado y la amada, son tomados como símbolos por lo que sugieren, por los sentimientos que despiertan. La torre, la fruta sabrosa, el huerto, la paloma son símbolos de la amada porque alguna cualidad de ellos apunta a un rasgo interior de ella: "La belleza de la mujer ilumina el rostro; si habla, además, con dulzura, su marido no

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es ya como un mortal" (Eclo 36,22s). "Una mujer virtuosa supera en precio el de las perlas" (Pr 31.10). "Encontrar mujer es la mejor de las venturas; ella es ayuda, fortaleza y columna de apoyo" (Eclo 36,29). Bella es Eva en cuanto ayuda adecuada para Adán; bella es Rebeca para Isaac en cuanto consuelo por la muerte de su madre (Gén 24,67). El amado y la amada, abrazados en el Edén recreado, se alaban mutuamente, evocando lo más hermoso que Dios ha creado: joyas, oro, plata, nardo, mirra, vino y vides, palomas, cedros, cipreses, azucenas, lirios, manzanas, frutos sabrosos, gacelas y ciervos... Los rasgos con que el Cantar describe al amado o a la amada están tomados del mundo visible y tangible, cercano y asequible, pero sin pretender nunca hacer una descripción física. Las cosas hablan, más que por lo que son, por lo que suscitan y evocan. Los símbolos comunican las vivencias que embargan el corazón, así hacen partícipes a los demás de las emociones interiores. Las personas, los seres, las cosas son interiorizados para balbucir con su ayuda lo inefable. b) A mi yegua te comparo Después de haber hablado la esposa, los amigos del esposo y las compañeras de la esposa, ahora es el mismo esposo quien habla. La esposa se ha preparado, purificándose, para acoger la voz del esposo y participar de su misma vida, pues él se da a sí mismo en su palabra. Para escuchar su voz en el Sinaí, Israel se preparó con abluciones durante dos días (Ex 19,16), para al tercer día al alba escuchar su palabra. Ahora Dios no hablará ya "con truenos y relámpagos y una densa nube sobre el monte y un poderoso resonar de trompeta" (Ex 19,16-19), sino con la suavidad de voz del esposo: "A mi yegua, entre los carros del Faraón, yo te comparo, amada mía". El mismo que con su fuerza destruyó los carros y caballos del Faraón cabalgando sobre las olas del mar (Is 43,16ss), desciende ahora sobre la amada para destruir las potencias enemigas. También en ti, amada mía, he derrotado al enemigo, haciéndote atravesar las aguas del bautismo, donde quedaron sepultados los carros del Faraón, que te habían esclavizado. Canta con el Profeta: "Contra el mar arde tu furor, Yahveh, que montas en tus caballos, en tus carros de victoria" (Hab 3,8). "El carro de Dios, tirado por millares de miríadas, lleva a Dios desde el Sinaí al Santuario" (Sal 67,18). Es el "carro de fuego con caballos de fuego" (2Re 2,11s) que arrebata de la tierra al cielo. Son los caballos de Zacarías (1,10s) que recorren la tierra y llevan la paz al mundo. Dios cabalga sobre su yegua llevando la salvación: "Cabalga el Señor sobre un querubín cerniéndose sobre las alas del viento" (Sal 18,11). Sobre la amada recorre la tierra destruyendo los carros del enemigo, "los caballos lustrosos y vagabundos, que relinchan por la mujer de su prójimo" (Jr 5,8), los caballos sin rienda ni freno (Sal 31,9). Cuando los hijos de Israel salieron de Egipto, el Faraón y sus siervos los persiguieron con sus carros (Ex 14,5-9). El camino estaba cerrado por los cuatro costados a su alrededor; a derecha e izquierda había desiertos llenos de serpientes de fuego (Dt 8,15); detrás, el impío Faraón con sus siervos; y delante, el Mar Rojo. El Señor se reveló con su potencia en el mar y lo secó abriendo un camino entre las aguas para que los israelitas cruzaran el mar. Las olas del mar tomaron

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apariencias de yeguas y los caballos rijosos de los egipcios corrieron tras ellas hasta quedar hundidos en el mar. La Asamblea de Israel entonó el Cántico de alabanza: "Cantaré al Señor, sublime es su victoria, caballos y carros ha arrojado en el mar. Mi fuerza y mi poder es el Señor, el fue mi salvación" (Ex 15,1ss). Orígenes recoge esta tradición hebrea y comenta: Hay caballos del Señor, en los que monta él mismo. Son las almas que aceptan el freno de su disciplina y llevan el yugo de su dulzura, dejándose guiar por el Espíritu de Dios. En el Apocalipsis leemos que apareció un caballo y, sentado sobre él, el Verbo de Dios: "Y vi el cielo abierto; y había un caballo blanco, y el que estaba sentado sobre él era llamado fiel y veraz y que juzga y pelea con justicia. Y sus ojos eran como llama de fuego, y en su cabeza, muchas diademas, con un nombre escrito que nadie más que él conocía. Y vestía un manto empapado en sangre, y su nombre era Verbo de Dios. Y su ejército estaba en el cielo, y le seguía en caballos blancos, vestidos de lino blanco y puro" (Ap 19,11ss). El caballo blanco es el cuerpo del Señor, o sea, la Iglesia (Col 1,24), que no tiene mancha ni arruga, pues él la santificó para sí en el baño del agua (Ef 5,26-27). La milicia del Verbo de Dios monta caballos blancos y va vestida de lino blanco y puro. Esta caballería fue tomada de entre los carros del Faraón. De allí proceden todos los creyentes, pues Cristo vino a salvar a los pecadores (1Tim 1,15), que ahora le siguen en caballos blancos, purificados por el bautismo. Dichosas, pues, las almas que curvan sus espaldas para recibir encima como jinete al Verbo de Dios y soportan su freno, de modo que pueda él llevarlos a donde quiera, según su voluntad. El Señor, que tiene el mundo en la palma de su mano, ha querido cabalgar sobre su amada. Es el misterio de la elección de Israel, de la elección de la Iglesia. Como un caballero depende del caballo, el Señor, en un misterio insondable de amor, ha querido depender de su pueblo, para llegar a los confines de la tierra. Si sus elegidos no le llevan, su nombre no será conocido por las naciones. Si ellos no le anuncian a los hombres, éstos no recibirán la luz de su rostro. c) Tu cuello entre collares Bellas son tus mejillas entre los zarcillos, y tu cuello entre los collares. Cuando los israelitas salieron al desierto, el Señor dijo a Moisés: ¡Qué bello es este pueblo, al que daré mi Ley! Las Diez Palabras serán como anillos en sus fauces para que no se desvíen del buen camino, como no se desvía un caballo con el freno en la boca. Y ¡qué bello su cuello con el yugo de mis preceptos (Lam 3,27)! Es sobre ellos como yugo sobre la cerviz del buey, que ara la tierra y se sustenta a sí y a su señor: "Efraím es una novilla domada que trilla con gusto; yo colocaré el yugo sobre su cuello, engancharé a Efraín para que are, a Jacob para que labre la tierra" (Os 10,11). Los collares son las palabras de la Torá que se ensartan unas con otras, se apoyan entre ellas, cruzadas unas con otras. Con ellas el Señor hace zarcillos de oro con cuentas de plata, según dijo a Moisés: Sube y te daré las dos tablas de piedra (Ex 24,12), talladas en zafiro del trono de mi gloria (Ez 1,26;Ex 24,10); escritas por mi dedo (Ex 31,18), brillan como oro puro. En ellas las Diez Palabras son más puras que plata refinada siete veces al crisol (Sal 12,7).

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Comenta Orígenes: la esposa de Cristo, la Iglesia, es también su cuerpo. En éste, unos miembros se llaman ojos, por la luz de la inteligencia; otros, oídos porque oyen la Palabra; otros, manos por las buenas obras; y hay otros que se llaman mejillas, la parte del rostro en que se reconocen la dignidad y la modestia del alma. A través de las mejillas, se dice a todo el cuerpo de la Iglesia: "Qué hermosas se han vuelto tus mejillas". No dice: qué bellas son tus mejillas, sino qué hermosas se han vuelto, pues antes no eran hermosas; sólo después de recibir los besos del esposo, y después de que él la limpió para sí con el baño del agua, dejándola sin mancha ni arruga (Ef 5,26s), entonces sus mejillas se volvieron hermosas. Efectivamente, la castidad, el pudor y la virginidad, que antes le faltaban, se esparcieron por las mejillas de la Iglesia con magnífico esplendor. En este sentido se habla de la cerviz de la esposa, a la que Cristo dice: "Tomad sobre vosotros mi yugo, que es suave" (Mt 11,29s). A la obediencia se la llama cerviz, que se torna hermosa como un collar. A la que antes hizo fea la desobediencia, la hace hermosa la obediencia de la fe. Como la esposa toma sobre sí el yugo de Cristo, su collar es Cristo. El fue el primero que se "hizo obediente hasta la muerte" (Flp 2,8). Y "como por la desobediencia de uno solo -es decir, Adán- todos fueron constituidos pecadores, así por la obediencia de uno -esto es, Cristo- todos serán constituidos justos" (Rom 5,19). Por eso el adorno, el collar de la Iglesia es su obediencia, por la que se hace semejante a Cristo. Este collar se menciona en el Génesis. El patriarca Judá lo entregó a su nuera Tamar, cuando se unió a ella creyéndola meretriz (Gen 38,11ss). Así Cristo lo da a la Iglesia, con la que se ha unido sacándola de la prostitución de sus idolatrías. Este collar de oro tiene realces de plata, pues "las palabras del Señor, palabras limpias, son plata refinada en el fuego" (Sal 11,7), "corona de gracia para tu cabeza y un collar de oro para tu cuello" (Pr 1,9). Con este collar la esposa "desborda de gozo con el Señor y se alegra con su Dios: porque me ha vestido un traje de gala y me ha envuelto en un manto de triunfo, como novio que se pone la corona o novia que se adorna con sus joyas" (Is 61,10). Filón de Carpasia dice que los zarcillos de oro con cuentas de plata son los mártires, que probados a través del fuego, mostraron los quilates de su fe (1Cor 3,10ss): "Como oro en el crisol los probó y como holocausto los aceptó" (Sab 3,6). Del crisol salieron con las improntas de plata: "Llevo en mi cuerpo las señales de Jesús" (Gál 6,17). Con el testimonio de su fe "el nardo de la Iglesia exhaló la fragancia" de Cristo. Pues el martirio es la "bolsita de mirra, que reposa entre los pechos" de la Iglesia, formada con el agua y sangre brotados del costado de Cristo. Mientras el rey se halla en su diván, mi nardo exhala su fragancia. Mientras el Rey de reyes se encontraba en su diván del firmamento, los israelitas exhalaron su perfume agradable en el Sinaí, cuando dijeron: "lo que Yahveh ha dicho haremos y escucharemos" (Ex 24,7). Bolsita de mirra es mi amado para mí, que reposa entre mis pechos. Cuando el Señor le dijo: "Ve, baja, porque tu pueblo se ha corrompido. ¡Déjame que los destruya!" (Ex 32,7.10), Moisés se volvió a él para implorar misericordia (Ex 32,11-13). Y el Señor recordó el aroma de Isaac cuando fue atado por su padre en el monte Moria y puesto sobre el altar (Gén

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22,1ss) y cesó en su ira (Ex 32,12-14) e hizo habitar su Shekinah entre ellos como antes, entre mis pechos, es decir, entre las dos barras del Arca. El amor es dulce y amargo como la mirra: dulce al olfato y amargo al paladar. El amor es un vino oloroso, que pasa suave pero arde en las entrañas. En este mundo el amor está siempre mezclado con el sufrimiento, pues no hay amor sin ofrenda de sí mismo. Sólo en el mundo futuro, cuando el Señor enjugue toda lágrima, el amor será delicia plena. Ahora es agridulce, hecho de gracia y perdón. Son la miseria del hombre y la misericordia de Dios unidas en el amor. El amor es fuerza y debilidad; hace al hombre atrevido y vulnerable; como flecha hiere el corazón y hace languidecer el rostro. El amor es sed y agua, hambre y alimento de vida; suscita anhelo en la ausencia y gozo en la presencia del amado; se tiñe de nostalgia, da alas para la búsqueda, se goza en la unión. "Es paciente, servicial, no se engríe, no toma en cuenta el mal, se alegra con la verdad; todo lo excusa, cree todo, todo lo espera. Soporta todo" (1Cor 13,4ss). Es muerte y resurrección, pues es más fuerte que la muerte. Mientras el rey se hallaba en su diván, mi nardo exhaló su fragancia. La esposa, yegua de Dios en la batalla contra el Faraón, es el diván donde se sienta el rey victorioso. Gracias a la fe, la esposa recibe al esposo y se hace trono de su presencia: "Porque nosotros somos santuario de Dios vivo, que dijo: en medio de ellos habitaré y andaré entre ellos" (2Cor 6,16), pues son "instrumento de elección para llevar mi nombre ante los gentiles" (He 9,15). La esposa puede decir: "No vivo yo, sino que Cristo vive en mí" (Gál 2,20). La amada responde al amado, no sólo con los labios, sino con todo su ser. Su persona, invadida por el amor del amado, se transforma en amor, exhala el perfume del amor, se hace amor, que se da. Arde sin consumirse, se quema como incienso sin desaparecer. Muere de amor, sin morir, pues morir de amor es su vida. El nardo que, mientras estaba en la esposa no había dado olor, exhaló su fragancia en cuanto tocó el cuerpo del esposo, como si el nardo recibiera el perfume del esposo. Por eso se lee en una variante: Mi nardo exhaló el olor de él. El nardo tomó el olor del esposo. Parece como si la esposa dijera: Mi nardo con el que ungí a mi esposo, al retornar hacia mí, me trajo el olor del esposo. Fruto del Espíritu de Cristo, la esposa exhala amor, alegría, paz, afabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, dominio de sí (Gál 5,22). Este es el buen olor de Cristo en ella para los demás (2Cor 2,15-17). Para entenderlo, dice Orígenes, representemos aquí a la esposa-Iglesia en la persona de María, que lleva consigo una libra de perfumes de nardo puro muy caro, unge los pies de Jesús y los enjuga con sus propios cabellos (Jn 12,3), y así, gracias a la cabellera, recibe y recupera para sí el perfume, impregnado ahora de la calidad y virtud del cuerpo de Jesús; al atraer hacia ella, no tanto el olor del nardo, sino el olor del mismo Verbo de Dios, gracias a los cabellos con los que enjugaba los pies, puso también sobre su cabeza la fragancia de Cristo. "Y toda la casa se llenó del olor del perfume". Esto indica ciertamente que el olor que procede de Cristo y la fragancia del Espíritu Santo llena con sus efluvios toda la casa, la Iglesia entera, y se expande por todo el mundo con el anuncio del Evangelio (Jn 12,1ss; Lc 7,37s; Mt 26,7; Mc 14,3-5). Y no nos debe extrañar esto. Si Cristo es manantial del que fluyen ríos de agua viva y pan que da la vida eterna (Jn 4,14;6,35;7,38), es también nardo que exhala su fragancia, haciendo cristianos (ungidos) a los que unge. Cristo se llama

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verdadera luz (1Jn 2,8), para que los ojos del alma tengan con qué ser iluminados; palabra (Jn 1,1), para que los oídos tengan qué oír; pan de vida (Jn 6,35), para que tenga qué gustar el gusto del alma. También a sí mismo se llama perfume o nardo, para que el olfato del alma tenga la fragancia del Verbo. El Verbo de Dios encarnado no deja un solo sentido del alma privado de su gracia. También se dice de él que es vid verdadera (Jn 15,1). Por ello puede decir la esposa: "Racimo de alheña es mi amado para mí, en las viñas de Engadí". El esposo lleva a la esposa, la Iglesia, al lagar donde se derrama la sangre de la uva, la sangre de la Nueva Alianza, para ser bebida el día de la fiesta en la planta superior, donde está preparada una gran mesa.6 d) ¡Palomas son tus ojos! Esposo y esposa porfían entre sí en elogios y requiebros de amor. Ante la fragancia de la amada, responde él: ¡Qué bella eres, amada mía, que bella eres! ¡Palomas son tus ojos! Cuando los hijos de Israel hicieron la voluntad de su Rey, El compuso la alabanza de ellos: ¡Qué bellas son tus obras, hija mía, amada mía, Asamblea de Israel! Son como los pichones de las palomas, dignos de ser ofrecidos sobre el altar (Lv 1,14). El esposo que antes sólo se había fijado en el cuello y las mejillas de la esposa, ahora la mira a los ojos, espejo del alma, y le dice: "¡Palomas son tus ojos!". La esposa entiende ahora las Escrituras, no ya según la letra, sino según el Espíritu. Efectivamente, la paloma simboliza al Espíritu Santo (Mt 3,16). Por ello, entender la ley y los profetas en sentido espiritual es tener ojos de paloma. En los Salmos se habla de las alas de la paloma para volar hasta los misterios divinos y descansar en los atrios de la sabiduría (Sal 54,7). Son alas plateadas para volar a comprender la palabra (Sal 67,14), con reverberos de oro, que significan la constancia de la fe. Ahora tus ojos son palomas, pues ven y comprenden espiritualmente. Con esos ojos de paloma la esposa contempla al esposo y le ve realmente. Por ello exclama: "¡Que hermoso eres, amado mío, que delicioso! Nuestro lecho es frondoso". El amor saca amor. Al amor del esposo responde el amor de la esposa. El amor humano es siempre responsorial. El nos amó primero. Amada por él descubre el amor. Después que él la declara hermosa, descubre ella la fuente de su belleza. La esposa, que no es deudora de la carne, pues con el Espíritu ha hecho morir las obras del cuerpo (Rom 8,12), vive en el Espíritu y camina según el Espíritu (Gál 5,25); posee los ojos de la paloma y puede contemplar al esposo, cosa que antes no podía, pues "nadie puede decir: ¡Jesús es Señor! sino con el Espíritu Santo" (1Cor 12,3). A las palabras de la esposa responde el esposo, enseñándola la casa común: "Las vigas de nuestra casa son de cedro y sus artesonados de ciprés". Así describe Cristo a la Iglesia: "la casa de Dios es la Iglesia del Dios vivo, columna y fundamento de la verdad" (1Tim 3,15). Y, si la Iglesia es la casa de Dios, como todo lo que tiene el Padre es del Hijo (Jn 16,16), la Iglesia es también casa del Hijo de Dios. La Iglesia es, pues, la casa del esposo y de la esposa, unidos en una sola carne: "Gran misterio es éste, lo digo respecto a Cristo y la Iglesia" (Ef 5,32). En lecho de frondas se unen y levantan la casa firme, sobre la roca de su unión. Aunque caiga la lluvia, vengan los torrentes, soplen los vientos contra ella, no 6

Gén 49,11; Mt 26,28-29; Mc 14,15.24; Lc 22,1.12ss. 41

caerá, porque está cimentada sobre roca firme (Mt 7,25). Los cedros del Líbano, que Dios plantó, se empapan bien y no dejan pasar la lluvia; en ellos ponen seguros sus nidos los pájaros; y en la copa, la cigüeña su casa (Sal 104,16-17). El cedro da firmeza al tálamo nupcial y el ciprés, con su fragancia, le da ornato. "De verdes frondas es nuestro lecho", dice la esposa contemplando la tierra santa, rica de olivos, de higueras, trigales y viñas. Y el esposo añade que esta frescura y verdor del amor no será pasajero, sino perenne, durará para siempre, pues las vigas son de cedro y el techo de ciprés, árboles de hoja perenne. El amor tierno y ardiente de la luna de miel será firme, imperecedero como el cedro y el ciprés. Las vigas de nuestra casa son de cedro y sus artesonados de ciprés. Dijo Salomón: "¡Qué bello es el Santuario del Señor, que le he construido con madera de cedro!" (1Re 5,20;6,15-18). También para la reconstrucción del Templo a la vuelta del exilio "vendrá a ti el orgullo del Líbano (sus cedros), con el ciprés, el abeto y el pino para adornar mi Santuario" (Is 60,13). Pero más bello será el Santuario de los días del Rey Mesías: El cuerpo de Cristo resucitado será el lugar del culto en espíritu y verdad (Jn 4,21s), el lugar eterno de la presencia de Dios con los hombres. Dios y el hombre se abrazarán finalmente en la intimidad de la Jerusalén celeste, cuyo Santuario es el Cordero (Ap 21,22). e) Narciso de Sarón La amada no tiene la pretensión del cedro, sino la humildad de una planta frágil como el narciso, que busca sombra y frescor debajo de otras plantas. Crece como el lirio de los valles en las tierras bajas; no aspira a las cimas altas: "Señor, mi corazón no es ambicioso, ni mis ojos altaneros; no voy en busca de cosas grandes que me superan; sino que acallo mis deseos como un niño en brazos de su madre" (Sal 130). Su esplendor le viene de florecer donde el Señor la planta. Yo soy el narciso de Sarón, el lirio de los valles. Lo dice Israel: Esa soy yo, y soy amada. El Señor me eligió por compañera. Yo soy el narciso de Sarón, porque quedé oculta a la sombra de los egipcios y él me encontró, y destilé buenas obras como un lirio, entonando ante El mi canción (Ex 15,1). Cada año se la canto al amado: "Tendréis canción como en la noche en que celebrasteis la fiesta" (Is 30,29). Yo soy el narciso, porque estuve oculta a la sombra del Mar Rojo y destilé buenas obras como un lirio y Le señalé con el dedo al salir de mi inmersión: "El es mi Dios y he de alabarle" (Ex 15,2). Yo soy el narciso, porque estuve escondida a la sombra del Sinaí y destilé como un lirio buenas obras, diciendo ante El: "todo lo que ha dicho Yahveh haremos y obedeceremos" (Ex 24,7). Yo soy el narciso, porque pisoteada a la sombra de los imperios, cada vez que él me libera destilo buenas obras como un lirio y le dedico un cántico nuevo: "Cantad a Yahveh un cántico nuevo, su diestra me ha salvado, su brazo santo" (Sal 98,1). Se llama narciso y lirio, dos flores que crecen en lugares húmedos y poco soleados, pues necesitan de mucha agua: "como lirio junto a un manantial" (Eclo 50,10). Y sin embargo el desierto dice: Yo soy amado, pues todas las cosas buenas del mundo están ocultas en mí, como está escrito: "Pondré en el desierto cedros y acacias" (Is 41,19). El Señor las puso en mí para que estuvieran resguardadas y, cuando El me las pidiera, yo le retornara su depósito sin detrimento. Y yo destilo buenas obras y entono ante El una canción: "Alégrese el desierto y el yermo" (Is 35,1). También dijo la tierra: Esa soy yo y soy amada, pues todos los muertos se hallan ocultos en mí, como está escrito: "Revivirán tus muertos, mis cadáveres

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resurgirán" (Is 26,19). Cuando el Señor me los reclame, se los devolveré y destilaré buenas obras como una azucena, y entonaré una canción ante El: "Desde el borde de la tierra oímos cánticos" (Is 24,16). El narciso crece al final del invierno; es uno de los pregoneros que madrugan para anunciar la primavera. Los campos se vuelven alegres con su aparición. El Padre les viste como "ni siquiera Salomón en toda su gloria se vistió como uno de ellos" (Mt 6,28ss). Como flor entre los cardos es mi amada entre las muchachas. Es la flor silvestre, no cultivada por la mano del hombre, sino que florece con la lluvia y se abre con el calor del sol. Las espinas son su protección o las que laceran sus pétalos. Cuando me desvío del camino del Señor, El aleja de mí su Shekinah y yo, como flor que crece entre espinas, veo mis pétalos lacerados. Sin embargo, como una flor que languidece con el bochorno, pero al recibir el rocío rebrota, así languidezco en medio del mundo, pero cada día rebroto al recibir el rocío del Señor: "Seré como rocío para Israel que, como una flor, se abrirá" (Os 14,6). Como una flor despunta entre las malas hierbas, así también Israel despunta entre las naciones extranjeras: "cuantos los ven los reconocen, pues son una descendencia que Yahveh ha bendecido" (Is 61,9). Y, como una flor no deja de serlo mientras conserva su aroma, así Israel no dejará de existir mientras conserve la Torá y las buenas obras. Y, como una flor no tiene otra razón de ser que esparcir su aroma, así también los justos no fueron creados más que para la salvación del mundo. Y, como las flores son para días festivos, así Israel lo es para la salvación futura. Se asemeja a un rey que tenía un huerto; lo removió y plantó en él una fila de higueras, otra de vides, otra de granados y otra de manzanos. Después lo puso en manos del hortelano y se fue. Al cabo de un tiempo volvió el rey y se paseó por el huerto para ver qué había producido y lo encontró lleno de cardos y de espinos. Buscó entonces a unos leñadores para talarlo, pero entre los cardos vio un capullo de rosa; lo cogió, lo olió y recuperó su buen humor. Entonces dijo: por esta sola flor se ha de salvar todo el huerto. Por eso el Señor ordenó a Moisés que dijera a los israelitas: Hijos míos, cuando estabais en Egipto erais "como una flor entre los cardos", y ahora que vais a entrar en la tierra de Canaán seguiréis siendo "como una flor entre los cardos": "No haréis lo que hacen los egipcios, donde habéis estado, ni conforme a los cananeos, a cuyo país os llevo" (Lv 18,3). Como una flor entre los cardos es mi hermana entre las muchachas. "Mi hermana" dice la versión que comenta Gregorio de Nisa, con lo que subraya el camino progresivo de unión entre Cristo y la amada. Primero fue comparada a la yegua; luego es llamada amiga y ahora es hermana. Esto significa que ha escuchado su palabra y cumple la voluntad del Padre. Pues Jesús dice: "Mi madre y mis hermanos son aquellos que oyen la palabra del Dios y la cumplen" (Lc 8,21), y también: "Todo el que cumpla la voluntad de mi Padre celestial ése es mi hermano, mi hermana y mi madre" (Mt 12,50). Con su oído atento, la esposa, lirio entre cardos, ha olvidado su pueblo y la casa de su padre, por lo que el rey se ha prendado de su belleza y la llama "hermana mía", hija del Padre, gracias al Espíritu de adopción, que ha recibido (Rom 8,15). f) Manzano entre los árboles del bosque

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Entre todos los árboles, la esposa, amante de los perfumes, elige, para comparar al esposo, al manzano, árbol fecundo de fruta y que exhala el perfume más fuerte y agradable. Como un manzano entre los árboles del bosque, así mi Amado entre los jóvenes. A su sombra deseo sentarme, pues su fruto es dulce a mi paladar. Así alabó al Señor la asamblea de Israel cuando se reveló en el Sinaí y le dio su Torá. Entonces Israel gozó sentándose a la sombra de su Shekinah. Las palabras de la Torá fueron dulces a su paladar (Sal 119,103). Como el manzano sobresale entre los otros árboles del bosque, así también el esposo supera a todos en sabor y en olor, satisfaciendo al gusto y al olfato. La Sabiduría prepara una mesa con diversos manjares y en ella, no sólo pone el pan de vida, sino que inmola la carne del Verbo; y no sólo escancia en la copa su vino (Pr 9,2ss), sino que sirve también en abundancia manzanas dulces y olorosas, que endulzan labios y boca, conservando dentro de ésta el dulzor: "¡Cuán dulces al paladar son tus palabras, más que miel en mi boca!" (Sal 19,11). Gracias al esplendor del Amado, la Iglesia brilla como antorcha en medio de una generación tortuosa y perversa (Flp 2,15). Pues el Amado, como manzano, que da alimento, jugo y olor, le ha dado comida, bebida y perfume: su cuerpo, su sangre y el Espíritu Santo (Mt 26,27-28; Jn 20,22). "El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna y yo le resucitaré el último día. Porque mi carne es verdadera comida y mi sangre verdadera bebida" (Jn 6,54s). Quien se sienta a la sombra de los árboles silvestres, que no dan fruto, se sienta en la región de sombras de muerte (Mt 4,16). De ellos dice el Evangelio: "Mira, el hacha está ya puesta a la raíz del árbol, pues todo árbol que no dé buen fruto será cortado y echado al fuego" (Mt 3,10). La esposa, por ello, desea sentarse a la sombra del manzano, esto es, bajo la protección del Hijo de Dios, meditando sin cesar su palabra, rumiéndola siempre como animal puro (Sal 1,2; Lv 11,3). A él había dicho la esposa: "A tu sombra viviremos entre los gentiles" (Lam 4,20), "guárdame como la pupila de los ojos, escóndeme a la sombra de tus alas" (Sal 17,8). Y el ángel del Señor dijo a la esposa, a María: "El Espíritu Santo vendrá sobre ti y la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra" (Lc 1,35). Puestos a la sombra de Cristo, hemos pasado de estar bajo la ley a estar bajo la gracia (Rom 6,15). La ley sólo contenía la sombra de los bienes futuros (Heb 10,1; Col 2,16; Heb 8,5). Siendo Cristo camino, verdad y vida, bajo él nos ponemos a la sombra del camino, a la sombra de la verdad y a la sombra de la vida: "¡Qué precioso tu amor, oh Dios! Los hijos de Adán se cobijan a la sombra de tus alas" (Sal 36,8). Caminando por este camino que es Cristo, llegaremos a contemplar cara a cara lo que antes sólo veíamos en sombra y enigmas (1Cor 13,12). Sólo la sombra del manzano, de Cristo, puede librar a la esposa del ardor de aquel sol que, en cuanto sale, seca y mata la semilla, que tiene raíces poco profundas (Mt 13,6). La sombra de Cristo, es decir, la fe en su encarnación, lo apaga. Por ello podemos decir: "Bajo la sombra de tus alas exultaré" (Sal 56,1). Sentada bajo tu sombra esperaré hasta que despunte el día y huyan las sombras. g) En la bodega del amado

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Me metió en su bodega y el estandarte que enarbola sobre mí es el amor. La Asamblea de Israel dijo: Me metió el Señor en la gran bodega del Sinaí y allí me entregó la Torá. La esposa, que ya ha visto la cámara real del tesoro, ahora es introducida en la sala del vino, para participar del banquete real y disfrutar del vino de la alegría, pues allí "la Sabiduría ha mezclado su vino" (Pr 9,2) y ha invitado a los sencillos: "Venid, comed mis panes y bebed el vino que yo he mezclado para vosotros" (Pr 9,5). Es la sala del banquete, en el que los de oriente y de occidente se sentarán con Abraham, Isaac y Jacob en el reino de Dios (Mt 8,11). En ella se sirve el vino de aquella vid que dice: "Yo soy la vid verdadera" (Jn 15,1) y que el Padre, celestial labrador, ha exprimido. Este es el vino que produjeron aquellos sarmientos que permanecieron en Jesús: "Todo sarmiento que no permanece en mí no puede producir fruto" (Jn 15,4ss). Con este vino desean embriagarse los justos y los santos, que cantan: "Y tu copa embriagadora ¡qué hermosa es!" (Sal 23,5). En nada se parece al vino con que se embriagan los amantes de la falsedad, que "comen manjares de maldad y se embriagan con vino de iniquidad" (Pr 4,17); "su cepa era de la vid de Sodoma, y sus pámpanos de Gomorra; sus uvas, uva de ira; y sus racimos, amargos; ponzoña de áspides y veneno de víboras era su vino" (Dt 32,32). El vino que procede de la vid verdadera, en cambio, es siempre nuevo y sólo se conserva en odres nuevos (Mt 9,17). De él decía Jesús a sus discípulos: "Lo beberé nuevo con vosotros en el reino de mi Padre" (Mt 26,29). Es el mandamiento nuevo del amor, el estandarte que enarbola el amado sobre la esposa, que ha aprendido ya que el amor es lo único que nunca pasa (1Cor 13,8.13). Por ello, la esposa, según el comentario de Gregorio de Nisa, dice: Hacedme entrar en la casa del vino, que se sacie mi amor. Es tal la sed, que siente la esposa, que no le basta el "vino mezclado de la sabiduría" (Pr 9,2-6), que le derraman en la boca, sino que quiere ser introducida en la bodega del vino y beber directamente del lagar, que rebosa de mosto (Pr 3,10), quiere ver los mismos racimos, que son exprimidos en el lagar, más aún, desea llegar a la misma vid que produce la uva; quiere ver incluso al cultivador de la vid verdadera (Jn 15,1), que ha dado un fruto tan nutritivo y dulce. Quiere saber cómo se han vuelto rojos los vestidos del esposo, al que pregunta: ¿Y por qué está rojo tu vestido como el de un lagarero? (Is 63,2). Le complace oír su respuesta: "El lagar he pisado yo solo; de mi pueblo no hubo nadie conmigo. Los pisé con furia y salpicó su sangre mis vestidos". Por ello ansía entrar en la bodega del vino. Sólo allí puede saciarse su amor, embriagada en el Amor, que es Dios mismo (1Jn 4,8). De este amor se siente herida la esposa y dice: Confortadme con pasteles de pasas, reanimadme con manzanas, que estoy herida de amor. La fuerza del amor, como los efluvios del vino nuevo en fermentación, hacen que la esposa se desvanezca y pida que la sostengan con pasteles de pasas y manzanas, frutos de la vid verdadera y del manzano. En efecto, la Iglesia se sustenta y se apoya sobre aquellos que fructifican por permanecer unidos a Cristo, "árbol de la vida" (Ap 2,7). Como comenta Santa Teresa: "En lo activo, y que parece exterior, obra lo interior, y cuando las obras activas salen de esta raíz, son admirables y olorosísimas flores, porque proceden del árbol de amor de Dios y por solo él, sin ningún interés propio, y estiéndese el olor de estas flores para aprovechar a muchos". El Padre, buen labrador, planta estos árboles en la Iglesia de Cristo, que es el huerto de las delicias (Gén 2,15). En cambio "toda planta que no plantó mi

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Padre celestial será desarraigada" (Mt 15,13). Las plantas del Padre no son desarraigadas porque echan raíces profundas en la humildad, descendiendo hasta lo más hondo como Cristo: "Tened entre vosotros los mismos sentimientos de Cristo, el cual, siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios, sino que se despojó de sí mismo, tomando la condición de siervo; semejante a los hombres, apareciendo en su porte como hombre; y se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz. Por lo cual Dios le exaltó y le otorgó el Nombre que está sobre todo nombre" (Flp 2,5ss). San Juan de la Cruz canta: "En la interior bodega de mi Amado bebí, y cuando salía por toda aquesta vega ya cosa no sabía y el ganado perdí que antes seguía. Allí me dio su pecho, allí me enseñó ciencia muy sabrosa y yo le di de hecho a mí, sin dejar cosa; allí le prometí de ser su esposa". Si hay alguien que alguna vez se abrasó en este fiel amor del Verbo de Dios; si hay alguien que ha recibido la dulce herida de su saeta escogida (Is 49,2); si hay alguien que ha sido traspasado por su dardo amoroso, hasta el punto de suspirar día y noche por él, hasta no saber ni gustar, pensar, desear o esperar mas que a él: esta alma con toda razón dice: Estoy herida de amor, y la herida la recibí de aquel que "me puso como saeta escogida en su aljaba" (Is 49,2). La flecha de amor, que la traspasó el corazón, la convierte a su vez en flecha de amor, en manos del Señor (Sal 126,4). El golpe de la flecha, que hiere a la esposa, se transforma en alegría nupcial. Es lo que desea la amada: "Descubre tu presencia y máteme tu vista y hermosura, mira que la dolencia de amor, que no se cura sino es con la presencia y la figura" (San Juan de la Cruz). "¡Oh Dios, visita a esta viña que plantó tu diestra! Esté tu mano sobre el hombre de tu diestra y no volveremos a apartarnos de ti. Haznos volver y que brille tu rostro sobre nosotros para que seamos salvos" (Sal 80,15ss). Existen también las saetas de fuego del maligno (Ef 5,16), que hieren de muerte al alma que no está protegida con el escudo de la fe. De tales saetas dice el salmo: "Mira, los pecadores tensaron el arco, prepararon sus saetas en la aljaba, para herir en lo oscuro a los rectos de corazón" (Sal 10,2). Estos demonios invisibles tienen saetas de fornicación, de codicia, de avaricia, de jactancia, de vanagloria... Con ellas traspasan al alma que no se halle revestida con la armadura de Dios, cubriéndose por entero con el escudo de la fe (Ef 6,11ss). Pues, si encuentran al hombre protegido con el escudo de la fe, aunque sean saetas encendidas con las llamas de las pasiones y con los incendios de los vicios, la fe apaga todas. El esposo, solícito ante el desmayo de la esposa, acude con un remedio mejor del que ella pedía: la toma en sus brazos. Su izquierda está bajo mi cabeza, y su diestra me abraza. Cuando el pueblo de Israel marchaba por el desierto la nube de la gloria de Dios lo abrazaba, librándoles del ardor del sol; como un padre lleva en brazos a su hijo pequeño, les precedía en el camino, para encontrar el lugar donde acampar (Nm 10,33; Dt 33,33), abajando las montañas y alzando los valles (Is 40,4; Bar 5,7); matando las serpientes de fuego y los escorpiones del desierto (Dt 8,15). Su izquierda está bajo mi cabeza y su diestra me abraza. La izquierda contiene riquezas y gloria; y la derecha, largura de vida (Pr 3,16). Ahora bien,

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¿que riquezas y qué gloria tiene la Iglesia, sino las que recibió de aquel que, siendo rico, se hizo pobre para que ella se hiciera rica con su pobreza (2Cor 8,9)? ¿Y qué gloria? Indudablemente aquella de la que dice: Padre, glorifica a tu Hijo (Jn 12,28), señalando la gloria de la Pasión. La fe en la Pasión de Cristo es la gloria y riqueza de la Iglesia contenidas en su izquierda. Esta izquierda es la que la Iglesia desea tener bajo su cabeza y así tenerla protegida con la fe en quien reclinó su cabeza en el madero del pesebre y en el de la cruz. La izquierda es el tiempo presente y la derecha la vida eterna; en este tiempo, la esposa reposa apoyada sobre el Amado; y de él recibirá después en herencia la gloria (Pr 3,16), cuando, puesta a su derecha, le diga: "Venid, benditos de mi Padre, recibid la herencia del Reino, preparado para vosotros desde la creación del mundo" (Mt 25,34). La esposa, desvanecida, se ha dormido con la cabeza apoyada en el brazo izquierdo del esposo, que la abraza con el derecho. El esposo la contempla con amor y no quiere que nada ni nadie interrumpa su abrazo de amor. Ya se despertará cuando oiga la voz del esposo. ¡Os conjuro, hijas de Jerusalén, por las gacelas, por las ciervas del campo, no despertéis ni desveléis a mi Amor hasta que le plazca!

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4. LA VOZ DEL AMADO: 2,8-17 a) Lenguaje simbólico El lenguaje simbólico tiene un valor primordial para el hombre. El Concilio Vaticano II, más que darnos una definición de la Iglesia, la describió mediante la integración de múltiples imágenes tomadas de la vida pastoril, agrícola, familiar o de la construcción. El símbolo orienta más que analiza; inspira más que explica. Habla a todo el hombre, incidiendo directamente en la vida de fe. Incluso en nuestro mundo técnico, eficientista y desacralizado, el hombre en los momentos fundamentales de su existencia no puede por menos de recurrir a los símbolos, es decir, dar un significado no material a las cosas. Nacimiento y muerte, la comida y la misma relación sexual son algo más que pura biología, se cargan de significado interno. El comer, por ejemplo, no es un simple engullir alimentos; el comer se hace banquete, celebración, comunión con los demás. El hombre, espíritu encarnado en el mundo, hace de las cosas símbolos, cuyo significado transciende su valor material inmediato. En esta realidad humana entra Jesucristo en su encarnación. Dios se comunica al hombre entero, en su ser corpóreo y espiritual, sin dualismo alguno. Hechos, palabras y cosas son sacramentos, signos visibles que manifiestan y realizan en la Iglesia lo que significan. Los símbolos en la liturgia constituyen un lenguaje que prolonga e intensifica la palabra; su poder evocador ilumina la palabra y saca a la luz los sentimientos interiores del hombre. La alianza de Dios con su pueblo se sella con gestos y ritos y no solamente mediante palabras. Más aún, palabra y acción están íntimamente vinculadas. Los siete sacramentos, signos sacramentales de la Iglesia, realizan lo que significan. Y no sólo los sacramentos, toda la liturgia es acción; une palabra y cosas, que se cargan de significado: piedra como memorial del encuentro divino (Gén 28,18), óleo derramado como unción de reyes o sacerdotes, incienso como símbolo de la nube de la presencia de Dios, que baja al hombre, o de la oración del hombre que sube a la presencia de Dios, ceniza como signo de duelo penitencial, "sal de la alianza de Dios" (Lv 2,13; Nm 18,19). El Nuevo Testamento recoge los símbolos del Antiguo, dándoles un nuevo significado: pan, vino, agua, aceite, perfume. La Iglesia sigue haciendo lo mismo: fuego nuevo, luz, mezcla de leche y miel, flores, el soplo del hálito, imposición de manos. Los símbolos cósmicos en la liturgia reciben una significación nueva al convertirse en símbolos históricos. Ya Israel injerta en ellos una referencia a la historia de la salvación. La Iglesia los enriquece refiriéndolos a Cristo. El símbolo llega a su plenitud cuando el hombre le incorpora a sí en el gesto litúrgico,

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entrando en contacto corporal con él. Entonces el símbolo, bajo la acción del Espíritu Santo, actúa sobre el creyente y realiza lo que significa. Así el agua se convierte en baño lustral o inmersión regeneradora; el aceite, en unción; el pan, en comida; la luz, en iluminación. La liturgia no es una oración mental, se expresa por medio de los labios, se traduce en actitudes corporales. Y es que la Revelación no divorcia el cuerpo y el alma; ve al hombre en su unidad, como espíritu encarnado en el mundo. En el hombre lo espiritual y lo corporal están unidos; por ello, un culto puramente espiritual no sólo no sería humano, sino que es imposible. La liturgia no se celebra en la interioridad, sino en el ámbito de lo sensible; primero, porque es comunitaria y con los otros nos comunicamos por los sentidos; y segundo, porque es preciso incorporar la dimensión corporal, esencial al ser humano. La celebración litúrgica, por ello, despierta y plenifica todos los sentidos del hombre y, a través de su corporeidad, toda la persona. Por la liturgia, la palabra se inserta en un arte total, en una experiencia de santa belleza, que transfigura nuestros sentidos, todas nuestras facultades. Todos los aspectos de la celebración, -perfume, incienso, luces vivas, cantos-, son símbolos del cielo y de la tierra unidos y renovados en el cuerpo de Cristo bajo las llamas del Espíritu. En la liturgia, con su belleza y armonía, los símbolos y gestos llevan al hombre a participar plenamente del misterio divino manifestado en Cristo Jesús. Con San Juan, podemos decir: "Lo que existía desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que hemos contemplado y tocaron nuestras manos acerca de la Palabra de vida, lo que hemos visto y oído os lo anunciamos para que estéis en comunión con nosotros. Y nosotros estamos en comunión con el Padre y con su Hijo Jesucristo" (1Jn 1,1-4). La Escritura no aprecia la belleza en sus formas quietas, como hacen los griegos. En el Cantar, el movimiento de atracción de los amados conmociona lo que les circunda. Todos los seres saltan, van y vienen, buscan, se pierden y encuentran, como reflejo exterior de la búsqueda, del encuentro, de la ausencia o del gozo de la unión del amado y la amada. El entorno participa de la vida de la pareja, celebrando su amor y prestándose como símbolo verbal de sus vivencias inefables. Las descripciones son siempre celebrativas, expresadas en símbolos que implican todos los sentidos. Pero más que en la piel de las cosas, la belleza para la Biblia radica en el interior; se descubre mejor con el corazón que con los ojos. La belleza se encuentra en lo amado. Bello es lo que se ama y produce gozo. El amor a una persona lleva a desvelar su belleza oculta. Por ello, cuando el Cantar celebra la belleza del amado o de la amada, no se refiere a sus formas, a sus rasgos exteriores, sino a su figura que suscita atracción, enamoramiento, amor. La belleza se percibe en la gracia, que enciende e ilumina los ojos del corazón. b) ¡La voz de mi amado! En el episodio anterior, amado y amada respiraban el aire impregnado de los efluvios del otoño, con el sabor agridulce y embriagador de la vendimia. Luego ha llegado el invierno y las lluvias, separándoles. La amada ha quedado recluida en la intimidad de la casa, rumiando con nostalgia los anteriores momentos de gozo. El esposo ha emigrado con los rebaños a lugares más cálidos. Ahora vuelve y estalla la primavera por fuera y por dentro. La primavera ha

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llegado, pero la esposa no siente sus rumores y perfumes hasta que le llega la voz del amado. La esposa siente el mundo externo mediante los sentidos del esposo. Sin él todo está mudo, no toca ni estremece su corazón. Sólo la voz y presencia del amado da esplendor a los seres de la creación. La voz del amado despierta el universo, al despertar el corazón de la amada. Higueras en flor y viñas en cierne, frutas y aromas, montes y colinas, gacelas y ciervos, y el canto de la tórtola alertan el oído y la vista, incitando a la amada a salir del invierno frío para celebrar en el campo su pertenencia al amado. El contraste entre invierno y primavera resalta la diferencia entre la ausencia y la presencia. Con la llegada de la primavera todo se hace lenguas para anunciar el tiempo del encuentro y del canto de amor. El amor da oídos para oír lo que los demás ni oyen ni entienden (Mc 4,9). "El pastor llama a sus ovejas una por una y las saca fuera; las ovejas le siguen porque conocen su voz" (Jn 10,3s). La esposa, embriagada de amor, se ha quedado dormida. Pero, antes de que llegue el esposo, ya oye su voz: ¡La voz de mi amado! La voz tiene una luz que ilumina; la luz del oír es más clara que la luz de la mirada, a la que engañan las apariencias. El oído es el sentido de la fe que no falla (Rom 10,17). A Isaac le engañaron los sentidos del gusto, del tacto y del olfato; sólo el oído, al que no dio crédito, le mostró la verdad (Gén 27,18ss). También a Samuel, el vidente, las apariencias engañaron a sus ojos (1Sam 16,6ss). La fe ilumina lo ojos del corazón, con los que se ve al amado. Antes de que él traspase el umbral de la casa ya le ve la amada: ¡He aquí que llega! Salta por los montes, brinca sobre los collados. El amor pone alas en los pies. Es el amado quien desciende siempre de los montes en busca de la amada. El toma la iniciativa del amor. El esposo irrumpe en el silencio y espera de la amada. La tensión del abandono se rompe con su presencia como se rompe el invierno con la explosión de la primavera. La brisa cálida ahuyenta sombras y temores. El amor hace florecer la vida. "¡Qué hermosos son sobre los montes los pies del mensajero que anuncia la paz, que trae la buena nueva de la paz!" (Is 52,7). Con oír su noticia el horizonte desolado del invierno se transforma en cuadro de colores y en música coral de ecos y voces en armonía: "¡Oh Dios!, tu mereces un himno en Sión. Tú cuidas la tierra, la riegas y la enriqueces sin medida; la acequia de Dios va llena de agua, preparas los trigales; riegas los surcos, igualas los terrones, tu llovizna los deja mullidos, bendices sus brotes; coronas el año con tus bienes, las rodadas de tu carro rezuman abundancia; rezuman los pastos del páramo, y las colinas se orlan de alegría; las praderas se cubren de rebaños y los valles se visten de mieses que aclaman y cantan" (Sal 65). Cuando Moisés dijo a los israelitas "en este mes vais a ser liberados" (Ex 12,2), le contestaron: ¿Cómo vamos a ser liberados si todo Egipto está lleno de la inmundicia de nuestra idolatría? Moisés les contestó: Puesto que El desea vuestra liberación no se fija en la idolatría, sino que "salta sobre los montes", que no son otra cosa que los ídolos, pues "sobre las cimas de los montes sacrifican y sobre las colinas ofrecen incienso" (Os 4,13). "¡Ojalá escuchéis hoy su voz!" (Sal 95,7). Día tras día, "mientras dure este hoy" (Heb 3,13), el amado despierta con su voz a la amada. Ella, con Pablo, dice cada día: "Lo que era para mí ganancia, lo he juzgado una pérdida a causa de

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Cristo. Más aún, juzgo que todo es pérdida ante la sublimidad del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por quien perdí todas las cosas, con el deseo de conocerle a él, el poder de su resurrección y la comunión en sus padecimientos hasta hacerme semejante a él en su muerte, tratando de llegar a la resurrección de los muertos. No que lo tenga ya conseguido o que sea ya perfecto, sino que continúo mi carrera por si consigo alcanzarlo, habiendo sido yo mismo alcanzado por Cristo Jesús" (Flp 3,7ss). La voz del Amado le levanta hasta el tercer cielo (2Cor 12,2-4), donde escucha palabras inefables, que suscitan el deseo de contemplar el rostro amado. Por ello con gozo exclama: ¡He aquí que viene! El amado viene, se deja ver, pero desaparece. Viene bajo una figura cada vez distinta (Mc 16,12). Cada aparición del Señor confirma lo que la voz de los profetas había anunciado (Sal 67,12). La profecía se cumple: "Lo que habíamos oído lo hemos visto" (Sal 47,9). Habíamos oído: "He aquí que viene", y esto es lo que hemos visto con nuestros ojos: "Muchas veces y de muchos modos habló Dios en el pasado a nuestros Padres por medio de los Profetas; en estos últimos tiempos nos ha hablado por medio del Hijo" (Heb 1,1). Viene el Amado, saltando sobre los montes y los collados, pisoteando y disolviendo la maldad de los demonios, pues "los arroja al fondo del mar" (Sal 45,3-4). El Señor dice a sus discípulos: "Yo os aseguro que si tenéis fe como un grano de mostaza, diréis a este monte: ¡desplázate de aquí allá! y se desplazará" (Mt 17,20); se refería al demonio lunático (Mt 17,15). O como dice Marcos: "Yo os aseguro que quien diga a este monte: ¡quítate y arrójate al mar! y no vacile en su corazón, sino que crea que va a suceder lo que dice, lo obtendrá" (Mc 11,23). Así viene el amado, saltando sobre los montes y colinas, destruyendo a todos los enemigos, poniendo bajo sus pies el león y la víbora, el leoncillo y el dragón (Sal 90,13), la serpiente y el escorpión (Lc 10,19), es decir, todos los demonios.7 Por la voz es como primero se conoce a Cristo. Cristo envía primero su voz a través de los profetas y así, aunque no se le veía, sin embargo se le oía. Se le oía gracias a lo que anunciaban acerca de él, y la Iglesia, que se venía congregando desde el comienzo del tiempo, estuvo escuchando sólo su voz hasta que pudo verle con sus ojos y decir: Mira, él viene saltando sobre los montes, brincando sobre los collados. Saltaba, efectivamente, sobre los montes que son los profetas, y sobre los santos collados, o sea, quienes en este mundo fueron portadores de su imagen. Si queremos ver al Verbo de Dios, oigamos primero su voz y luego podremos verle cuando pase el invierno de las pruebas. Pasada la tribulación la esposa reposará con la cabeza apoyada en el esposo, abrazada por él, para que no vacile en la fe. "Los montes altos son para los ciervos" (Sal 103,18), mensajeros de la Buena Noticia: "Sube a un monte alto, alegre mensajero para Sión; levanta con fuerza tu voz, alegre mensajero para Jerusalén" (Is 40,9). Juan Bautista, que ha oído su voz y ha exultado con ella, se hace mensajero del amado y clama: "He aquí el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo" (Jn 1,29). Hipólito, en su comentario, como alegre mensajero, proclama: "Oigo a mi amado. He aquí que llega, saltando por los montes, brincando por las colinas. 7

Cfr Mt 9,32-33; 17,14ss; Mc 1,23ss; Mt 8,28ss; 2Cor 10,5... 51

Mi amado se parece a una gacela, a un cervatillo. El Verbo saltó del cielo hasta el cuerpo de la Virgen. Del vientre sagrado saltó luego a la cruz. De la cruz saltó a los infiernos. Y desde allí, en la carne de la humanidad, a la tierra. ¡Oh, nueva resurrección! Luego saltó enseguida de la tierra al cielo y allí está sentado a la derecha del Padre, hasta que dé un salto de nuevo para volver a la tierra en la salvación final". c) Como un joven cervatillo Es mi Amado como una gacela o un joven cervatillo. Vedle que se para detrás de nuestra tapia, mira por las ventanas, atisba por las celosías. El mostrarse y esconderse, atisbar por las celosías de las ventanas sin entrar, es propio de enamorados. Es el juego del amor, absurdo o necio para los extraños, pero que deleita a los amantes. Dios mismo se recrea en el juego del escondite. Se muestra al hombre y se esconde para que éste le busque. El esposo, antes de aparecer a la vista de la esposa, se da a conocer solamente por la voz; luego se muestra ya a la mirada, pero saltando sobre los collados y los montes, igual que el ciervo y la gacela. Viene a toda prisa al encuentro con la esposa. Sin embargo, al llegar donde mora la esposa, se para detrás de la casa, de modo que se perciba su presencia, pero sin dar señales de querer entrar en la casa, porque primero quiere, como cualquier enamorado, mirar a la esposa a través de las celosías de las ventanas. Como un gamo salta de monte en monte y de llano en llano, de árbol en árbol y de cercado en cercado, así el Señor saltó de Egipto al Mar Rojo; del Mar al Sinaí; del Sinaí al futuro que ha de venir. En Egipto le vieron, según su promesa: "pasaré por la tierra de Egipto" (Ex 12,2); en el Mar "vio Israel su gran poderío" (Ex 14,31); y en el Sinaí le vieron, pues "cara a cara les habló en el Monte" (Dt 5,4). Al manifestarse la gloria del Señor en la noche de Pascua, dando muerte a los primogénitos (Ex 12,29), él cabalgó sobre una nube ligera y fue a Egipto (Is 19,1), corriendo como una gacela y un cervatillo. Protegió las casas donde estábamos y se paró detrás de nuestras tapias, miró por las ventanas, atisbó por las celosías y vio la sangre del sacrificio de Pascua sobre nuestras puertas. El esposo se queda junto a la tapia, pues su deseo, no es entrar, sino sacar a la esposa fuera: "Sal de tu casa y ve donde yo te conduciré" (Gén 12,1). Cuando llegue en la noche y le pida que le abra la puerta, tampoco entrará dentro; su deseo es sólo levantar a la esposa del sueño y hacerla correr en su busca (5,2-3). Dios es un Dios de vida. Su presencia no es estática, no instala al hombre en su mundo y en sus inestables seguridades. Su presencia es pascua, paso, irrupción, que pone al hombre en éxodo. El pueblo, siempre, se siente tentado a quedarse en sus seguridades, renunciando al futuro prometido (Ex 16,3). Pero la bendición del futuro es incompatible con las "lentejas" del presente (Gen 25,29-34). El hombre que se atiene a lo que tiene, a lo que posee, a lo que él fabrica, pierde a Dios, el inasible, que lleva al pueblo al desierto, donde no puede agarrarse a nada tangible, siguiendo una nube que día y noche le precede. Aunque el esposo promete a la esposa, a los discípulos elegidos: "Mirad, yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo" (Mt 28,20), sin embargo, también les dice que el amo llamó a los criados, repartió dinero a cada uno para que negociaran con él y se marchó; y luego vuelve a pedir cuentas. Por

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eso, en el drama de amor del Cantar, el esposo a veces está presente y a veces ausente. Como si se hablara del esposo ausente, en medio de la noche se siente un clamor de gente que dice: ¡Viene el esposo! (Mt 25,6.14s; Lc 19,12). El esposo, pues, está presente y enseña; está ausente y se le desea. Lo uno y lo otro se aplica a la Iglesia y a cada creyente. En efecto, cuando se permite que la Iglesia padezca persecuciones y tribulaciones, parece que él está ausente de ella; y luego, cuando crece en paz y florece en la fe y en las buenas obras, se entiende que está presente en ella. Esta situación, de presencias y ausencias, la sufrimos durante toda nuestra vida hasta que el Salvador nos diga: "Si alguno me ama, guardará mi palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él y haremos morada en él" (Jn 14,22s). En el Antiguo Testamento el anuncio de Cristo estaba oculto por un velo. Al quitar el velo a la esposa, la Iglesia convertida al Señor (2Cor 3,14-16), ella ve al esposo que salta sobre los montes de la ley y sobre los collados de los profetas. En cada página de la Escritura encuentra a Cristo (Mt 17,1ss). La voz del Señor, la ley y los profetas, llega hasta Juan Bautista, que dice: "Preparad el camino del Señor, enderezad las sendas de nuestro Dios" (Mt 3,3). La voz hacía que "como el ciervo ansía las fuentes del agua, así mi alma tiene ansia de ti, Dios mío" (Sal 41,2). Y "el ciervo amigo" (Pr 5,19), ¿quién podría ser sino aquel que aplasta a la serpiente, que sedujo a Eva (Gén 3,4;2Cor 11,3) y con el soplo de su palabra inoculó el veneno del pecado, contagiando a toda la prole venidera? El ciervo amigo vino, pues, a eliminar en su carne la enemistad (Ef 2,15) que el maligno había creado entre Dios y el hombre. Por ello la esposa compara al esposo con el cervatillo y no con el ciervo, pues "siendo de condición divina" (Flp 2,6), "un niño se nos ha dado, un niño nos ha nacido; y su poder, sobre sus hombros" (Is 9,5). Por tanto, cervatillo, porque nació niño chiquito. Es el "más pequeño de los cervatillos". En las manadas de ciervos, cuando salen a pastar, no son los adultos quienes abren la marcha, sino los más pequeños, y todos los demás se adaptan a su paso. El esposo se asemeja, pues, al más joven de los cervatillos; va delante de todos, abriendo el camino, que los demás siguen. d) Levántate, amada mía Empieza a hablar mi Amado y me dice: Levántate amada mí, hermosa mía, y vente. La voz del Señor resuena con fuerza: "Escucha, Israel, Yahveh nuestro Dios es el único Dios. Queden en tu corazón estas palabras; átalas a tu mano como una señal, como una insignia entre tus ojos" (Dt 6,4). La palabra queda guardada en la memoria y en el corazón de la amada. Ahora la recuerda, dándola vueltas en su interior (Lc 2,18) y proclamándola en voz alta. En ello encuentra su gozo y su vida: "Cerca de ti está la palabra, en tu boca y en tu corazón. Porque si confiesas con tu boca que Jesús es Señor y crees en tu corazón que Dios le resucitó de entre los muertos, serás salvo. Pues con el corazón se cree para la justicia, y con la boca se confiesa para la salvación" (1Cor 10,8ss). Cuando llegó la mañana (Ex 12,22), el amado tomó la palabra y dijo: Levántate, ven, asamblea de Israel, amada mía desde el principio. ¡Parte! ¡Sal de la esclavitud de Egipto! ¡Mira! El invierno ha pasado, han cesado ya las lluvias y se han ido. El tiempo de la esclavitud, que es como el invierno, se ha acabado; y el dominio egipcio, que es como la lluvia incesante, ha pasado y se ha ido; ya no lo veréis nunca más (Ex 14,13). Aparecen las flores en la tierra, el tiempo de las

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canciones ha llegado, el arrullo de la tórtola se deja oír en nuestra tierra. Moisés y Aarón, que son como las flores de la palma, han aparecido para obrar prodigios en la tierra de Egipto (Ex 4,29s). El tiempo de la poda de los primogénitos ha llegado. Y la voz del Espíritu, arrullo de la paloma, anuncia la redención de que hablé a Abraham; ya llega a su cumplimiento. Ahora me complazco en hacer lo que juré con mi palabra. Echa la higuera sus yemas y las viñas en ciernes exhalan su fragancia. Levántate, amada mía, hermosa mía, y vente. La Asamblea de Israel, que es como los primeros frutos de la higuera, abrió su boca y dijo el cántico del Mar Rojo (Ex 15,1). Hasta los pequeños y lactantes, las yemas y las viñas en ciernes, alabaron al Señor con sus lenguas (Sab 10,20; Sal 8,3). Incluso los embriones en el seno de sus madres son invitados a cantar: "En las asambleas bendecid a Dios, al Señor, fuente de Israel" (Sal 68,27). "Fuentes de Israel" son las madres; por consiguiente, desde el seno de las madres, bendecid al Señor. Al oír el cántico, el Señor dijo: ¡Levántate, ven, Asamblea del Israel! Amada mía, bella mía, sal de aquí, ven hacia la tierra que juré a tus padres que te daría (Ex 13,5; 33,1). La misma voz anuncia a Israel cautiva que llega su salvación: "¡Despierta, despierta! ¡Levántate, Jerusalén!" (Is 51,17). Es la voz que repite en cada cautiverio: "Despierta, despierta! ¡Vístete tus ropas de gala, Jerusalén, ciudad santa! Sacúdete el polvo, levántate, cautiva Jerusalén. Líbrate de las ligaduras de tu cerviz, cautiva hija de Sión. Soy yo quien dice: Aquí estoy" (Is 52,1ss). "¡Arriba, resplandece, que ha llegado tu luz, y la gloria de Yahveh sobre ti ha amanecido!" (Is 60). Es también la voz del Rey Mesías que pregona: "¡cuán bellos son sobre los montes los pies del que trae buenas noticias" (Is 52,7). Mirad, se ha parado tras la tapia, está mirando por la ventana, atisba por las celosías. Las ventanas y celosías son la ley y los profetas, por los que llega a la casa del mundo la luz verdadera (Jn 1,9), iluminando a los que habitan en tinieblas y sombras de muerte (Lc 1,79). Con la voz de los profetas, el Amado dice a la Iglesia: ¡Levántate, amada mía, hermana mía! ¡Vente! Ha pasado el invierno, el tiempo del hielo de la idolatría, en que se han convertido quienes han hecho los ídolos y cuantos en ellos han puesto su confianza (Sal 113,16). Como quien contempla a Dios se asemeja a Dios, quien mira a los ídolos se hace semejante a ellos (Ez 36,25-26), se congela. Pero llega el sol de justicia (Mal 3,20) y con él el deshielo. El hielo se hace agua que salta hasta la vida eterna (Jn 4,14): "Envía su palabra y hace derretirse el hielo, sopla su viento y corren las aguas" (Sal 147,7), pues "cambia la peña en un estanque y el pedernal en una fuente" (Sal 113,8). Para las aves, el tiempo del canto es el tiempo del amor. La tórtola, que durante el invierno emigra, vuelve con la primavera y deja oír su voz en nuestra tierra. Hay un tiempo para todo, tiempo para llorar y tiempo para cantar (Eclo 3). Y cada cosa tiene sus signos anunciadores: "Cuando la higuera echa sus brotes se sabe que está cerca el verano" (Mc 13,18). El amado dice: ¡Levántate de la nada y vive! ¡Levántate del sueño de la muerte y recobra la vida! ¡Levántate del pecado y vuelve a mí! ¡Responde al amor con amor! ¡Levántate y ven! ¡Yo he abierto para ti un camino desde la muerte a la vida! ¡Yo soy el camino y la vida! ¡Ven! Referido a Cristo y a la Iglesia, la casa en que habitaba la Iglesia significa las Escrituras de la ley y los profetas, pues en ellas se halla la cámara del tesoro

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del rey, repleta de sabiduría (Col 2,3). En este sentido, Cristo, al venir, se paró un poco detrás de la pared del Antiguo Testamento, pues no se manifestó al pueblo abiertamente; pero, cuando llegó el tiempo, invitó a la Iglesia a salir de la letra de la ley, para ir hacia él, pues si no camina, pasando de la letra al espíritu, no puede unirse a su esposo, incorporarse a Cristo. Por eso la llama y la invita a pasar de lo carnal a lo espiritual, de lo visible a lo invisible, de la ley al Evangelio. La palabra de los profetas, que llegan hasta Juan Bautista (Lc 16,11), es la lluvia del invierno (Is 5,6). Con la muerte y resurrección de Cristo se puede decir que el invierno ha pasado y la lluvia se ha ido. Esto fue una ganancia para la Iglesia, pues, ¿qué necesidad hay de lluvias allí donde el río alegra la ciudad de Dios (Sal 45,5), donde en cada corazón creyente brota un manantial de agua viva que salta hasta la vida eterna (Jn 4,14)? ¿Y para qué se necesitan las lluvias donde ya aparecieron laalegre mensajero, s flores en nuestra tierra y donde, desde la venida del Señor, no se ha vuelto a cortar una higuera por no dar fruto? Ahora, efectivamente, ha producido ya sus higos (Mt 21,19). Y también las viñas han exhalado su fragancia, "porque para Dios somos buen olor de Cristo" (2Cor 2,15). Ya no tiene necesidad de mandar sobre la tierra el agua de la nube de los profetas. La misma voz de la tórtola hablará en la tierra: "Yo mismo, el que hablaba, estoy presente" (Is 52,6). Con la resurrección ha pasado el tiempo de la poda de la pasión. La Iglesia, a la que Cristo tenía oculta en la higuera, esto es, en la ley, no aparece ya árida ni sigue la letra que mata, sino el espíritu que florece y da vida (2Cor 3,6). Incitándola a levantarse, dice Orígenes, Cristo está llamando a la esposa a salir de la carne para vivir en el espíritu: "Pues vosotros no estáis en la carne, sino en el espíritu" (Rom 8,9). En efecto, Cristo no puede llamarla esposa mía, si ella no se une a él y se hace con él un solo espíritu (1Cor 6,17); ni llamarla hermosa, si no ve que su imagen se renueva en ella de día en día (2Cor 4,16); ni paloma mía, si no la ve capaz de recibir el Espíritu Santo, que descendió sobre él en forma de paloma en el Jordán (Mt 3,16). En efecto, esta alma, por amor a Cristo, deseando llegar a él en raudo vuelo, ha dicho: "¿Quién me diera alas de paloma, para volar y descansar?" (Sal 54,6). El Verbo de Dios, mirando por la ventana y dirigiendo su mirada a la esposa, la exhorta a levantarse y a venir a él, esto es, a dejar las cosas visibles y apresurarse hacia las realidades invisibles y espirituales, "puesto que las cosas que se ven son temporales, mas las que no se ven son eternas" (2Cor 4,18). Así también se dice que el espíritu de Dios va buscando almas dignas (Sab 6,16) y capaces de convertirse en morada de la sabiduría. Por otra parte, el mirar por las celosías significa que el alma, mientras está en la casa del cuerpo, no puede captar la sabiduría de Dios en desnuda claridad, sino sólo a través de ciertos indicios e imágenes de las realidades visibles puede contemplar las invisibles. Lo mismo dice Gregorio de Nisa: "El anuncio, que escucha la Iglesia a través de los profetas, sólo es sombra de lo venidero, pues la realidad es el cuerpo de Cristo" (Col 2,17). La realidad le llega con el Evangelio, que derriba el muro de separación y muestra a Cristo, que anula en su carne la ley, para crear el hombre nuevo (Ef 2,14s). Por ello el esposo no sólo le dice: Levántate, amada mía, sino que añade: ¡Vente! Levántate y camina, dice Jesús al paralítico (Mt 9,5ss). Es la voz potente del Señor (Sal 67,34), que crea lo que dice (Sal 32,9). Así, la esposa recibe la orden y, con ella, la fuerza para hacer cuanto le manda.

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Acercándose a la luz se transforma en luz, sobre la que se transparenta la imagen de la paloma, con la que es figurado el Espíritu Santo (Lc 3,23). Sí, el esposo la invita a levantarse y caminar tras él. Es la llamada continua a la conversión hasta formar en ella la imagen cada vez más perfecta del Amado: "Todos nosotros, con el rostro descubierto, reflejamos como en un espejo la gloria del Señor, y nos vamos transformando en esa misma imagen de gloria en gloria; así es como actúa el Señor, que es Espíritu" (2Cor 3,18). La Iglesia proclama esta lectura en la fiesta de la visitación de María a Isabel. Es una invitación a salir del propio mundo cerrado y a derramar sobre la humanidad el amor recibido del amado. Brotan las flores en la tierra. Es el momento de cogerlas y hacer una guirnalda. Lo dice la tórtola, es decir, la voz que grita en el desierto, Juan Bautista (Jn 1,23;Mt 3,3). El escuchó la voz estando en el seno de su madre y saltó de gozo (Lc 1,44). Luego, como amigo del novio que se alegra con su voz (Jn 3,29), se presentó como precursor de la esplendorosa primavera, mostrando la flor que despunta del tronco de Jesé (Is 11,1), el cordero que toma sobre sí los pecados del mundo (Jn 1,29). Anuncia que el invierno ya ha pasado y han cesado las lluvias. De otro modo lo anuncia también Pablo: "Si hemos muerto con Cristo, creemos que también viviremos con él, sabiendo que Cristo, una vez resucitado de entre los muertos, ya no muere más, pues la muerte ya no tiene poder sobre él. Su muerte fue un morir al pecado, de una vez para siempre; mas su vida, es un vivir para Dios. Así también vosotros, consideraos como muertos al pecado y vivos para Dios en Cristo Jesús" (Rom 6,8-11). Los apóstoles, pasada la tempestad de la Pasión, con la resurrección de Cristo encontraron la calma y dieron frutos de fe para vida eterna. El Espíritu Santo dejó oír su voz en ellos. La tórtola encontró en los creyentes en Cristo un nido donde colocar sus polluelos (Sal 83,4). La higuera dio fruto en los apóstoles, que difundieron el perfume de la fe con la difusión del Evangelio. En realidad, de la misma manera que quienes reciben la muerte de Cristo y mortifican sus miembros aquí en la tierra (Col 3,5) se hacen partícipes de una muerte semejante a la suya (Rom 6,5), así también reciben la fuerza del Espíritu Santo y son por él santificados y colmados de dones. Y como él apareció en forma de paloma, también ellos se vuelven palomas, para volar a los espacios celestiales en alas del Espíritu Santo. Pasado el invierno de las perturbaciones y la borrasca de los vicios, no andando ya más fluctuando a la deriva ni siendo juguete de todo viento de doctrina (Ef 4,14), entonces comienzan a brotar las flores, frutos del Espíritu Santo. Pues entonces se oirá la voz de la tórtola, es decir, la voz de aquella sabiduría de Dios, oculta en el misterio (1Cor 2,6s). La higuera echa sus yemas, que llevan el germen de los frutos del Espíritu Santo: gozo, amor, paz... (Gál 5,22). El árbol bueno da frutos buenos (Mt 12,33). e) Paloma mía La paloma, con la que el esposo compara a la esposa, es la paloma "que tiene su nido en las hendiduras de la roca". En estas palomas la fidelidad está más acentuada que en las demás. La pareja permanece unida de por vida. Macho y hembra se prodigan recíprocamente las más variadas demostraciones de afecto. La hembra encuba ininterrumpidamente desde las tres de la tarde hasta las diez de la mañana; el macho lo hace las otras pocas horas restantes. Durante el largo tiempo en que la hembra está en el nido el macho le lleva el alimento. Cuando llega al

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nido, deja el alimento ante la hembra y se prodiga en reverencias, zureando suavemente hasta que ella, alargando el cuello, toma el alimento. El macho no parte hasta que la hembra, respondiendo a sus muestras de afecto, saca fuera la cabeza, aureolada con las blancas plumas del cuello y, mostrándole el rostro, le despide con un breve zureo. Entonces satisfecho emprende el vuelo. El esposo, que anima a la esposa a emprender con confianza el camino hacia él, le describe el lugar donde quiere que descanse con él: al abrigo de la peña. Allí desea que ella vaya para, quitándose el velo, contemplar su cara al descubierto (2Cor 3,13-18; 1Cor 13,12). Quiere ver su cara y oír voz, seguro ya de que su rostro es hermoso y su voz, suave y deliciosa: Paloma mía, en los huecos de la peña, en los escarpados escondrijos, muéstrame tu semblante, déjame oír tu voz; porque tu voz es dulce, y gracioso tu semblante. Sólo desea el amor y el canto de su paloma: rostro y voz, luz y sonido, ojos y oídos. La paloma es el símbolo de Israel. Como tal la ve el Señor: "Efraím se ha tornado cual ingenua paloma" (Os 7,11). ¿A qué se pueden comparar los israelitas cuando salieron de Egipto? A una paloma que, huyendo del halcón, se fue a refugiar en una grieta de la roca y encontró que allí anidaba una serpiente, que había llegado antes que ella. La paloma no podía entrar en la grieta de la roca, porque la serpiente estaba en su nido, ni podía volver atrás porque el halcón la perseguía. ¿Qué hizo entonces la paloma? Comenzó a zurear y a golpear sus alas para que la oyera el dueño del palomar y viniera a salvarla. Semejante a la paloma fueron los israelitas junto al Mar. No podían entrar en el Mar porque todavía no se había abierto para ellos. Ni podían volver atrás porque el Faraón les perseguía. ¿Qué hicieron? "Los israelitas sintieron gran temor y clamaron a Yahveh" (Ex 14,10), y al punto "salvó Yahveh en aquel día a Israel" (Ex 14,30). Y ¿por qué el Santo, bendito sea, les puso en tal aprieto? Se parece a un rey que tenía una hija única y estaba ansioso por conversar con ella. ¿Qué hizo? Hizo pública una proclama, diciendo: ¡Que todo el pueblo vaya al campo! Y una vez que fueron, ¿qué hizo? Hizo una señal a sus siervos, que cayeron sobre la hija del rey como salteadores. Ella entonces comenzó a gritar: ¡Padre, padre, sálvame! El le dijo: Si no te hubiera hecho esto, no habrías gritado: ¿Padre, padre, sálvame! Así, cuando los israelitas estaban en Egipto, los egipcios los oprimían, y ellos comenzaron a gritar y a alzar los ojos al Santo: "acaeció, al cabo de aquellos largos días que falleció el rey de Egipto y los hijos de Israel gemían bajo la servidumbre y clamaron" (Ex 2,23) y al punto "Yahveh escuchó su lamento" (Ex 2,24) y los sacó con mano fuerte y brazo extendido. Y como estaba ansioso de oír su voz de nuevo, ¿qué hizo? Hizo que cambiara la opinión del Faraón y les persiguiera: "endureció el corazón del Faraón, rey de Egipto, y les persiguió" (Ex 14,8). Cuando los vieron: "los israelitas alzaron sus ojos y allí estaban los egipcios y gritaron a Yahveh" (Ex 14,10) con el mismo grito con que lo habían hecho en Egipto. Cuando Dios lo oyó, les dijo: Si no hubiera hecho esto, no habría oído vuestra voz. De aquella ocasión está dicho "paloma mía, en los huecos de la peña déjame oír tu voz; no dice "la voz", sino "tu voz", la que ya oí en Egipto. Jeremías también invita a Israel a dejar las ciudades para acomodarse en la peña, "como las palomas que anidan en las paredes de las simas" (Jr 48,28). El alma fiel establece su morada en el Señor. Al abrigo de la roca que salva se ríe de

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los ataques de la serpiente y del halcón. La hendidura del costado de Cristo está abierta como refugio de la débil paloma, que no tiene el pico o garras del águila con que defenderse. En los huecos de la peña, "y la peña era Cristo" (1Cor 10,4); en la fe en Cristo, se apoya la esposa y así puede contemplar su gloria, como Dios mismo prometió a Moisés: "Yo te pondré en la hendidura de la peña y me verás" (Ex 33,18-23). La peña, que es Cristo, no está cerrada por todas partes, sino que tiene una hendidura en su costado. En esa hendidura, entrando en ella, se le revela Dios al creyente. Pues, en realidad, "nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar" (Mt 11,27). Lo mismo dice Juan: "A Dios nadie lo vio jamás: el Hijo unigénito de Dios, que está en el seno del Padre, él lo dio a conocer" (Jn 1,18), "porque os he dado a conocer todas las cosas que oí de mi Padre" (Jn 15,15). Y además dice: "Padre, quiero que donde yo estoy ellos estén también conmigo" (Jn 17,24). Entonces la esposa, despojada del velo a requerimiento del esposo, que desea ver su rostro, puede decir: "Y vimos su gloria, gloria como del unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad" (Jn 1,14). Y quien ve a Cristo, ha visto también al Padre. Es lo que dice Pablo: "Por tanto nosotros, mirando a cara descubierta" (2Cor 3,18) le "veremos cara a cara" (1Cor 13,2), pues "sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal cual es" (1Jn 3,2). En todo semejante a Cristo, renovada en ella la imagen del que la creó, sin mancha ni arruga, sino santa e inmaculada, tal cual Cristo se presentó la Iglesia a sí mismo (2Cor 4,16; Col 3,10; Ef 5,27), hace exclamar al esposo: ¡qué hermosa tu figura! La proclama hermosa en su figura, pues su corazón, inflamado en amor, la hace toda hermosa: "Signo del corazón en los buenos es la cara alegre" (Si 13,26), pues "el corazón alegre hermosea la cara" (Pr 15,13). El corazón está alegre cuando tiene en sí el Espíritu de Dios, cuyo primer fruto es el amor, pero el segundo es la alegría (Gál 5,22). Por ello, exultante de alegría, desbordando de amor, exclama la esposa: Mi amado es mío y yo soy suya. Filón de Carpasia pone en labios de la esposa la súplica: Muéstrame tu rostro y déjame oír tu voz. Este era el deseo de Moisés: "Déjame ver tu rostro" (Ex 33,13.18). Pero el Señor le dijo: "Mi rostro no podrás verlo; porque no puede verme el hombre y seguir viviendo" (Ex 33,20). Pero, en la plenitud de los tiempos, accediendo al deseo de la esposa, mostró su rostro de carne, al ser engendrado por el poder del Altísimo en el seno virginal de María (Lc 1,35). Así pudimos verle con nuestros ojos, oír su voz y palparle con nuestras manos (1Jn 1,1). Y su voz fue muy dulce para nosotros, al decirnos: Venid a mí todos los que estáis cansados y sobrecargados y yo os daré descanso" (Mt 11,28), "¡animo, hijo, tus pecados te son perdonados!" (Mt 9,2), "¡animo, hija, tu fe te ha salvado!" (Mt 9,22), "tanto ha amado Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna" (Jn 3,17)... f) Las raposas Cazadnos las raposas, las pequeñas raposas que devastan las viñas, pues nuestras viñas están en flor. Después que hubieron pasado el Mar, los hijos de Israel murmuraron a causa del agua (Ex 15,22.24; 17,1-7). Vino entonces contra ellos el impío Amaleq (Ex 17,8), que les tenía odio a causa de la primogenitura y de la bendición que Jacob, su padre, había quitado a Esaú (Gén 27,1-41), y

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presentó batalla contra Israel, porque se habían separado de los preceptos de la Torá. En aquella hora la casa de Israel, que es como una viña, hubiera merecido ser destruida, si la flor de los justos de aquella generación no hubiese exhalado el buen perfume de incienso que sube a lo alto del cielo. Las "raposas pequeñitas" son las crías de los chacales, que consumen los racimos de uva en maduración. La viña en flor es símbolo del esplendor de la amada, toda vida, frescura, floración y perfume (1,6). La zorra, animal impuro, como Herodes Antipas (Lc 13,32), desencadena la fuerza de la lujuria, de la violencia y del odio contra el amor desarmado e inocente de la vid en ciernes. El amado sabe que las raposas merodean por su heredad (Jr 12,9s). Gregorio de Nisa pone en labios de la amada las palabras: En los huecos de la roca. Piedra es la gracia del Evangelio (1Cor 10,4;Mt 7,24), donde la esposa es invitada a refugiarse, pasando de estar bajo la ley a estar bajo la gracia. Es lo que pide la esposa: Muéstrame tu rostro y déjame oír tu voz. Esto le basta como al anciano Simeón: "Ahora, Señor, puedes, según tu palabra, dejar que tu siervo se vaya en paz, porque han visto mis ojos tu salvación" (Lc 2,29-30). Lo que Simeón vio es lo que desea ver la esposa; y escuchar su voz como la escucharon los que le dijeron: "Tu tienes palabras de vida eterna". El esposo acoge la plegaria de la esposa y, para mostrarse abiertamente, manda a los cazadores que atrapen a esos zorros, que destrozan la viña. Esos zorros son el asesino (Jn 8,44), potente en el mal, cuya lengua es como espada afilada (Sal 51,3-4) o flechas de guerrero afiladas con brasas de retama (Sal 119,4), que está siempre tendiendo insidias desde su guarida (Sal 9,30). Es el gran dragón (Ez 29,3), el infierno con la boca abierta (Is 5,14), dominador del mundo tenebroso (Ef 6,12), que posee la fuerza de la muerte (Heb 2,14), con sus lomos de bronce, su columna dorsal de hierro (Job 40,18). El demonio y sus secuaces son, sin embargo, "pequeñas zorras", cuya caza encomienda el Señor a sus cazadores, a quienes también llamó pescadores de hombres (Mt 4,19). No hubieran podido recoger en las redes del Señor a los que se salvan si no les hubieran arrebatado de los lazos del maligno. Estos cazadores o pescadores hacen lo uno y lo otro con la potencia de quien ordenó: ¡Arrojad el jabalí que devasta la viña de Dios (Sal 79,14) o el león rugiente (Sal 21,14) o la gran ballena (Jn 2,1) o el dragón de debajo de las aguas (Ez 32,2). A los cazadores el Señor ha dado poder para arrojar todas estas bestias de su viña (Ef 6,12). La viña del Señor es la esposa de la que se dice: "tu esposa como vid florida en el secreto de la casa" (Sal 127,3). g) Mi amado es mío y yo soy suya Mi Amado es mío y yo soy suya, el pastorea entre mis rosas. Dijo la Asamblea de Israel: "Mi amado es mío y yo soy suya". El es mi Dios y yo soy su pueblo: Es mi Dios, pues me dijo: "Yo, Yahveh, soy tu Dios" (Ex 20,2); y yo soy su pueblo, pues me dijo: "Escúchame, pueblo mío, préstame oído" (Is 51,4). El es mi padre y yo soy su hijo. El es mi padre (Jr 31,9) y yo soy su hijo, su primogénito (Ex 4,22). El es mi pastor (Sal 80,2) y yo su rebaño, ovejas de su pastizal (Ez 34,30). El es mi guardián (Sal 121,4) y yo soy su viña (Is 5,7).

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El me cantó y yo le canté. El me alabó y yo le alabé. El me llamó: "hermana mía, esposa, paloma mía, la más pura" (Cant 5,2). Y yo dije de El: "Así es mi amado y mi amigo" (Cant 5,16). El me dijo: "¡Qué hermosa eres, mi amor!" (Cant 4,1). Y yo le contesté: "¡Qué hermoso eres, mi amor, qué maravilloso!" (Cant 1,16). El me dijo: "¡Dichoso tú, Israel, quién como tú!" (Dt 33,29). Y yo le dije: "¡Quién como Tú entre los dioses, oh Yahveh!" (Ex 15,11). El me dijo: "¡Quién hay como Israel, nación única en la tierra!" (2Sam 7,23). Y yo dos veces al día declaro que El es único (Dt 6,4). Mi Amado es mío y yo soy suya, "carne de mi carne, hueso de mis huesos". Unidos somos "dos en una sola carne". La amada evoca y acoge la alianza que Dios reiteradamente ofrece a Israel: "Vosotros sois mi pueblo y yo soy vuestro Dios" (2Cor 6,16). La repetición de la fórmula de pertenencia mutua (Cant 2,16;6,3;7,11) es expresión de la continua renovación de la alianza. Las montañas de Beter son una clara alusión a la alianza sellada con Abraham (Gén 15,10). Antes de que expire la brisa de la tarde y se alarguen la sombras (Jr 6,4), la esposa espera que su amado vuelva, ligero como una gacela o un gamo y pase con su antorcha de fuego, como hizo con Abraham, entre los "montes separados" (Beter), quemando los animales partidos de la Alianza (Gén 15,7ss). La unión debe renovarse continuamente porque las ausencias, las distancias y los silencios son constantes en la vida. El encuentro, en la tarde, a la hora de la brisa, es siempre una sorpresa, un don, algo esperado en vela y con trepidación cada día. Antes que sople la brisa del día y huyan las sombras, ¡retorna, Amado mío!, como una gacela o un joven cervatillo por el monte de las balsameras. A los pocos días los hijos de Israel hicieron el becerro de oro (Ex 32,1-6). Entonces se alzaron las nubes de la gloria, que le habían dado sombra, y quedaron al descubierto, privados del adorno (Ex 33,5ss) de sus armas, sobre las que estaba escrito el gran Nombre. El Señor les hubiera destruido y barrido de este mundo si no hubiera recordado el juramento hecho a Abraham, a Isaac y a Jacob (Ex 32,13), quienes fueron solícitos como una gacela y como un joven cervatillo en rendirle culto; si el Señor no hubiera recordado el sacrificio que ofreció Abraham en el monte Moria (Gén 22,1ss), monte de las balsameras, les hubiera destruido. La noche es la hora de las sombras y de los chacales (Sal 44,20). Es la hora en que reina la muerte. La esposa le implora: Retorna, Amado mío, con la brisa de tu Espíritu, que ahuyente las sombras y amanezca el día sin noche ni sombras de muerte.

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5. BUSQUEDA DEL AMADO EN LA NOCHE: 3,1-5 a) Del Aleluya al Maranathá Después de la declaración de pertenencia mutua entre el amado y la amada del capítulo anterior, éste se abre con la ausencia del amado. El amado ha desaparecido y la amada se encuentra con la soledad inquieta del alma. La noche se hace larga, casi infinita, dando vueltas y vueltas en la cama sin poder conciliar el sueño. A derecha e izquierda alarga sus manos sin encontrar al amado: En mi lecho, por las noches, busqué al amor de mi vida; le busqué y no le hallé. El esposo, como hombre, no siempre está en casa ni sentado junto a la esposa, que sí permanece dentro de casa. El sale con frecuencia, y ella le desea y busca; y él vuelve a ella. Por eso, el esposo unas veces es buscado como ausente y otras habla con la esposa como presente. Por su parte, la esposa, aunque le haya visto en la cámara del tesoro, pide que la introduzca en la bodega del vino. Pero ocurre que, una vez que ha entrado y ha visto al esposo, él no permanece en casa, y entonces ella, atormentada de nuevo por su amor, sale fuera y se pone a dar vueltas, yendo y viniendo alrededor de la casa, entrando y saliendo, mirando por todas partes para ver cuándo regresa a ella el esposo. La Iglesia, o el cristiano, viven su relación con Cristo, recibiendo en sí al que en el principio estaba junto a Dios (Jn 1,1), que la visita y la deja, para que así ella le desee aún más. Pues el Señor se deja encontrar de los que le desean y le buscan. El esposo se para tras las celosías de la ventana, sin manifestarse abiertamente y por completo, incitando de este modo a la esposa a no quedarse dentro sentada y perezosa, sino a salir fuera e intentar verle, no ya a través de las ventanas y celosías, ni por medio de un espejo y por enigmas, sino saliendo fuera y estando cara a cara con él (1Cor 13,12). Cristo ha venido en nuestra carne, se ha manifestado vencedor de la muerte en su resurrección y ha derramado su Espíritu sobre la Iglesia, como don de bodas a su Esposa. Y la Iglesia, gozosa y exultante, canta el Aleluya pascual. Pero el Espíritu y la Esposa, en su espera impaciente por la consumación de las bodas, gritan: ¡Maranathá! (Ap 22,17). La Iglesia, en su peregrinación, vive la tensión entre el Aleluya, por la salvación ya cumplida en Cristo, y el Maranathá, anhelante de la manifestación de su Señor en la gloria de su retorno. Ahora ya vemos al Señor entre nosotros, pero le "vemos como en un espejo" y anhelamos que se rompa el espejo para "verle cara a cara" (1Cor 13,12). Ahora "ya somos hijos de Dios, pero aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a El, porque le veremos tal cual es" (1Jn 3,1-2). En efecto, todos los que son guiados por el espíritu de Dios son hijos de Dios. Pues no recibisteis un espíritu de esclavos para recaer en el temor;

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antes bien, recibisteis un espíritu de hijos adoptivos, que nos hace exclamar: ¡Abba, Padre! El Espíritu mismo se une a nuestro espíritu para testimoniarnos que somos hijos de Dios. Y, si hijos, también herederos, herederos de Dios y coherederos de Cristo, ya que sufrimos con El, para ser también con El glorificados. Porque estimo que los sufrimientos del tiempo presente no son comparables con la gloria que se ha de manifestar en nosotros. Pues la ansiosa espera de la creación desea vivamente la revelación de los hijos de Dios. La creación, en efecto, fue sometida a la vanidad, no espontáneamente, sino por aquel que la sometió, en la esperanza de ser liberada de la servidumbre de la corrupción para participar en la gloriosa libertad de los hijos de Dios. Pues sabemos que la creación entera gime hasta el presente y sufre dolores de parto. Y no sólo ella; también nosotros, que poseemos las primicias del espíritu, nosotros mismos gemimos en nuestro interior anhelando el rescate de nuestro cuerpo. Porque hemos sido salvados en esperanza (Rom 8,14-24). Con Cristo se ha puesto en marcha la nueva era de la historia de la salvación: la plenitud de los tiempos. En Cristo, el hombre y la creación entera encuentran su plenitud escatológica. Por su unión a Cristo muerto y resucitado, el cristiano, por su bautismo, no vive ya en la "carne", sino bajo el Espíritu de Cristo (Rom 7,1-6). Con Cristo -con su amén al Padre- toda la humanidad ha sido definitivamente integrada en la aceptación de la voluntad del Padre. Esta realidad ya no podrá ser arrancada jamás de la historia humana. La Iglesia, en su fase actual, es sacramento de salvación, encarna la salvación de Cristo, que se derrama de ella sobre toda la humanidad y sobre toda la creación. Pero aún la Iglesia, y con ella la humanidad y la creación, espera la manifestación de la gloria de los hijos de Dios en el final de los tiempos. El "hombre nuevo" y la "nueva creación", inaugurada en el misterio pascual de Cristo, cantan el aleluya, pero viven los dolores del parto y gritan maranatha, anhelando la consumación de la "nueva humanidad" en la resurrección de los muertos en la Parusía del Señor de la gloria. La Iglesia se siente Reino de Dios solamente en su fase germinal. Por eso tiende a la consumación gloriosa de este Reino, anunciándolo y estableciéndolo entre los hombres. La Iglesia pertenece a la etapa de la historia abierta por la Pascua y orientada a la consumación de todas las cosas en la gloria de la Parusía. Su tiempo es tiempo de camino hacia la plenitud. Tiempo del Espíritu, que la impulsa a actuar la salvación en el mundo. El Espíritu Santo, que habita en ella, le comunica la vida de Cristo, implantando en ella el germen de la gloria, pero siempre dentro del dinamismo de la Pascua, haciéndola pasar por la muerte a la vida. Por ello vive en posesión radical de las realidades futuras y en esperanza de su posesión definitiva. Esta es su tensión, nuestra tensión: gozar y cantar lo que ya somos y sufrir y anhelar por aquello que seremos, a lo que estamos destinados: "Por tanto, mientras habitamos en este cuerpo, vivimos peregrinando lejos del Señor" (2Cor 5,6) y, aunque poseemos las primicias del Espíritu, gemimos en nuestro interior (Rom 8,23) y ansiamos estar con Cristo (Fil 1,23). b) La noche oscura La vida cristiana es la búsqueda continua de Dios por parte del hombre, pues Dios mismo comenzó por buscar al hombre. El Cantar es el texto

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privilegiado de los que "buscan el rostro de Dios". Es el canto de la vida cristiana, comprendida como vida inmersa en el misterio del amor de Dios, conducida bajo la guía de Dios, en la intimidad inefable de su presencia. Es el canto que mejor responde al deseo del alma de "estar unida al Verbo de Dios y de penetrar en los misterios de su sabiduría y de su ciencia como en la alcoba de su esposo celestial" (Orígenes). El hombre cautivado por Dios halla en el Cantar la descripción de sus delicias en el Señor (Sal 36). Ahora bien, antes de llegar a esta unión, "los israelitas vivirán muchos días sin rey y sin príncipe, sin sacrificios ni estelas, sin imágenes ni amuletos. Después volverán a buscar al Señor, su Dios; con temor volverán al Señor" (Os 3,4). Es la noche oscura, en que la amada, dando vueltas en su corazón a los memoriales del amado, espera en vela que él vuelva a mostrarle su rostro. En su interior resuena la voz del amado: "¡Despierta, despierta! ¡Revístete de fortaleza, Sión!" (Is 52,1). Por ello deja el lecho del sueño y corre en busca del amor de su alma. Perdiéndose a sí misma, encontrará la vida. Corriendo por las calles de Jerusalén, la ciudad de Dios, encontrará al amado, "pues él habita en medio de ella" (Sal 46,5s). El Señor oculta su rostro a la amada "para que vuelva a buscar a Yahveh, su Dios" (Os 3,5). Con su ocultamiento suscita la conversión: "Volveré a mi lugar, hasta que se reconozcan culpables y me busquen; en su angustia, me desearán ardientemente" (Os 5,15). "Yo conozco a Efraím, e Israel no se me oculta. Sí, tú, Efraím, has fornicado, e Israel está contaminado. No les permiten sus obras volver a su Dios, pues hay dentro de ellos un espíritu de prostitución y no conocen a Dios. El orgullo de Israel testifica contra él; Israel y Efraím tropiezan por sus culpas y también Judá tropieza con ellos. Con ovejas y vacas irán en busca del Señor, sin encontrarlo, pues se ha apartado de ellos" (Os 5,3-6). El Señor, en aquellos días, "enviará hambre al país: no hambre de pan ni sed de agua, sino de oír la palabra de Dios. Irán errantes de oriente a poniente, vagando de norte a sur, buscando la palabra de Dios, y no la encontrarán" (Am 8,11s). En la noche Israel brama como brama el mar, pues la luz se ha oscurecido, envolviendo la tierra en densas tinieblas (Is 5,30). Es la noche de la prueba, de la tentación, del exilio. Es la noche que Adán vio caer con terror sobre el mundo en la tarde del sexto día. Es la noche en que el alma ansía al Señor (Is 26,9) y pregunta a los profetas, vigías del Señor: "Centinela, ¿qué hay de la noche?, ¿qué hay de la noche" (Is 21,11). Y el profeta le responde: ¡Animo! La noche no ha pasado aún. Pero ya se oyen en el horizonte los pasos del que viene. "El pueblo que caminaba en tinieblas ha visto una luz potente; habitaban en tierra de sombras y una luz ha brillado para ellos" (Is 9,1). Cuando él llegue, dirá a los cautivos: "Salid", y a los que están en tinieblas: "venid a la luz" (Is 49,9). Entonces el Señor gritará: "¡Levántate, brilla, Jerusalén, que llega tu luz; la gloria del Señor amanece sobre ti! Mira, las tinieblas cubren la tierra; la oscuridad, los pueblos; pero sobre ti amanecerá el Señor, su gloria aparecerá sobre ti; y caminarán los pueblos a tu luz, los reyes al resplandor de tu aurora" (Is 60,1-3; Sal 112,4). Filón de Carpasia dice: Cuando, entorpecidos por el pecado, dormimos y damos vueltas en la cama, si buscamos al Amado, no lo hallaremos, a no ser que lo busquemos como nos dice el profeta: "Buscad a Yahveh mientras se deja encontrar, llamadle mientras está cercano. Deje el malo su camino, el hombre

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inicuo sus pensamientos, y vuélvse a Yahveh, que tendrá compasión de él, a nuestro Dios, que será grande en perdonar" (Is 56,6-7). El Señor, fiel a su alianza con el pueblo, oculta su rostro sólo para suscitar el verdadero amor en el corazón de la amada: "Así dice el Señor, Dios de Israel: Yo conozco mis designios sobre vosotros, designios de paz, no de desgracia, de daros un porvenir de esperanza. Me invocaréis, vendréis a implorarme y yo os escucharé; me buscaréis y me encontraréis, si me buscáis de todo corazón. Me dejaré encontrar de vosotros y cambiaré vuestra suerte" (Jr 29,11-14). Desde el anuncio del amor, que llena el corazón de alegría, hasta la alianza definitiva, desde los esponsales hasta el matrimonio, hay un largo camino por recorrer, con sus riesgos, crisis y noches oscuras de purificación. Dios, en su amor, desciende hasta el hombre, hasta el pecado donde el hombre se encuentra, hasta la alcoba donde "en pecado le concibió su madre" (Sal 51,7). Y desde allí, con pedagogía divina, lo lleva a despojarse del hombre viejo para conducirlo a su reino, a la casa del Padre. Para gozar del beso de su boca, dice San Bernardo, es necesario postrarse antes a sus pies, sin atreverse a levantar los ojos al cielo (Lc 18,13); y, postrado, besar los pies del Señor, bañarlos con las lágrimas y enjugarlos con los cabellos, para oír su voz: "Tus pecados te son perdonados" (Lc 7,36ss), "levántate y no peques más" (Jn 8,10;5,14). c) Busqué al amor de mi alma En mi lecho, por las noches, he buscado, al amor de mi vida; le busqué y no le hallé. Cuando Israel vio que se había alzado de sobre ellos la nube de la gloria (Ez 9,3; 11,22-23), -que durante cuarenta días se había posado sobre el Sinaí (Ex 24,15ss) y, luego, había llenado la Tienda (Ex 40,34-35) y, más tarde, el Templo (1Re 8,10-11)-, todo les pareció tenebroso como la noche; entonces se pusieron a buscarla y no la hallaron. La Asamblea de Israel oró ante Dios: Señor, en el pasado nos iluminabas entre una noche y otra noche: entre la noche de Egipto y la noche de Babilonia, entre la de Babilonia y la de Persia, entre la de Persia y la de Grecia, entre la de Grecia y la de Roma, pero ahora, que me he dormido, se me junta una noche con otra; me hallo a oscuras "en mi lecho por las noches". Israel, al retorno a Palestina, no goza de los bienes de Dios, que ha vuelto con ellos del exilio. Aunque se halla en la tierra santa, está aún en la noche, en el tiempo de la incertidumbre y del sufrimiento. En su angustia busca a Dios en Jerusalén, la ciudad santa, elegida por Dios como su morada desde los tiempos antiguos, pero él oculta su rostro (Is 58,59; 60,62; 63,15-64,12; 66,1). Desea que la amada salga de sí y corra tras él. Apenas se da el encuentro, de inmediato surge la separación, dejando en el alma la duda: ¿Ha sido real la presencia del amado o he abrazado a un fantasma? Los encuentros de los apóstoles con el Resucitado dejan en ellos esta duda (Mt 28,17): "Cuando él se presentó en medio de ellos, les dijo: La paz con vosotros. Sobresaltados y asustados creían ver un espíritu. Pero él les dijo: ¿Por qué os turbáis, y por qué se suscitan dudas en vuestro corazón? Mirad mis manos y mis pies; soy yo mismo. Palpadme y ved que un espíritu no tiene carne y huesos como veis que tengo yo" (Lc 24,36ss). Sor Juana Inés de la Cruz expresa estos sentimientos en una bella poesía: Detente, sombra de mi amor esquivo

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imagen del hechizo que más quiero, bella ilusión por quien alegre muero, dulce ficción por quien penosa vivo. ¡Y qué trajín, ir, venir, con el amor en volandas, de los cuerpos a las sombras, de lo imposible a los labios, sin parar, sin saber nunca si es alma de carne o sombra de cuerpo lo que besamos, si es algo! ¡Temblando de dar cariño a la nada! ¿Serás, amor, un largo adiós que no se acaba?

La decepción de la búsqueda infructuosa, en lugar de apagar el deseo ardiente de la esposa, lo enciende aún más. Lo busca en la cama y no lo encuentra. Pero, como dice Fray Luis de León, "no pierde la esperanza el amor, aunque no halle nuevas de lo que busca y desea, antes entonces se enciende más... Porque es así siempre, que al amor sólo el amor le halla y le entiende". Se alza y recorre en su búsqueda las calles y plazas de la ciudad y tampoco lo halla. El encuentro con el amado no es nunca fruto del afán del hombre. Es él, cuando quiere y como quiere, quien va al encuentro de la amada. No es el hombre quien sube hasta Dios. Es él quien desciende hasta el hombre. La fe es don gratuito de su amor. "Si el Señor no construye la casa, en vano se cansan los constructores; si el Señor no guarda la ciudad, en vano vigilan los centinelas" (Sal 127,1). c) Me encontraron los centinelas Me encontraron los centinelas, que hacen la ronda en la ciudad: ¿Habéis visto al amor de mi vida? La esposa ni se presenta, ni pide excusas por andar en la noche por las calles de la ciudad. Se deja llevar por el impulso del amor que la embarga, como si aquellos a quienes pregunta por su amado supieran de quién se trata. Ella busca y no encuentra, pero es encontrada. En su búsqueda es ella quien está perdida, no el amado. Cuando un hombre pierde su camino, no es el camino quien se ha perdido; el camino sigue en su sitio; es el hombre quien se halla perdido y quien debe ser encontrado. Por ello, cuando el hombre pierde el Camino, se siente desorientado, desesperado, sin vida. Entonces se opera la maravilla: el Camino se desplaza y se acerca con bondad al encuentro del hombre perdido y lo salva. Igualmente, cuando un hombre se queda ciego, pierde la luz, no porque la luz desaparezca; ella sigue alumbrando como siempre. Es el ciego quien camina a tientas cuando pierde la Luz. Y de nuevo ocurre el milagro: La Luz eterna y viva parte en busca del ciego, le abre los ojos y se deja ver por él. Y, cuando el hombre pierde la Vida divina, es la misma Vida la que baja en busca del hombre muerto hasta que le encuentra y le devuelve la vida. La amada corre en busca del amado, que ha perdido, y no lo encuentra hasta que él la encuentra. La encuentra en el dolor, en la angustia o en la desesperación, como Job vio cara a cara a Dios en medio de la tempestad (Jb 42,5). El amado encuentra a la amada, en primer lugar, mediante "los guardianes que ha apostado sobre los muros de Jerusalén" para vigilar y custodiar su ciudad santa. Ellos "no callan ni de día ni de noche" (Is 62,6); profetas del Señor, su voz

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es siempre viva y gozosa, tiene la misión de "anunciar a la hija de Sión que viene su salvación" (Is 62,11). El amado siempre envía delante de él a su precursor: "Mira, envío a mi mensajero delante de ti, el que ha de preparar el camino. Voz del que clama en el desierto: Preparad el camino del Señor, enderezad sus sendas" (Mc 1,1-3). El mensajero no es el salvador; él siempre repite: "Detrás de mí viene uno a quien no soy digno de desatar la correa de su sandalia. El es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo" (Jn 1,27ss). Juan Bautista es la palabra del Adviento. ¡Ha visto y confesado al Mesías y se encuentra en la cárcel! En la prueba del absurdo, no es una caña que quiebra el viento. Cree a pesar de todo, espera contra toda esperanza. Es el mensajero, que prepara a Dios el camino en su propia vida; prepara el camino a un Dios que tarda en manifestarse, que no tiene prisa, aunque él esté a punto de perecer. Su corazón está en apuros y su cielo encapotado. La pregunta de su corazón suena a angustia de parto: "¿Eres tú el que ha de venir?" (Lc 7,19). Pero es una pregunta dirigida a Dios, al Cordero de Dios que ha conocido y confesado. En un corazón orante queda siempre fe, aunque se encuentre en prisión. En la prisión de la muerte, de las preguntas sin respuesta, de la propia flaqueza, de la propia miseria, el cristiano, peregrino de la Pascua a la Parusía, espera contra toda esperanza, enviando mensajeros de su fe y oración a Aquel que ha de venir. Estos mensajeros volverán con la respuesta: "He aquí que vengo presto" (Ap 22,20); "bienaventurado el que no se escandalice de mí" (Lc 7,23). "Cuando los apóstoles y sus sucesores y cooperadores son enviados para anunciar a los hombres al Salvador del mundo, se apoyan sobre el poder de Dios, que manifiesta la fuerza del evangelio en la debilidad de sus testigos" (GS 76) La fragilidad del vaso de barro está siempre amenazada de quebrarse, de escandalizarse de su propia debilidad, de la precariedad de su fe y de la fragilidad de su vida. "¿Qué haces tú ahí, si no eres el Mesías esperado?" (Lc 1,25). El hombre tiene sed de Dios, espera en El, espera que pronto instaure su reino, que la verdad radiante aparezca y con su resplandor queme toda duda del espíritu. Y he aquí que sólo vienen precursores, heraldos de la verdad de Dios en palabras tan humanas que con frecuencia la oscurecen; como mensajeros de Dios sólo vienen hombres con todos los defectos de los hombres; o sólo se dan acciones simbólicas, sacramentales. Mensajeros y signos confiesan una y otra vez: "Yo no soy"; pero detrás de mí, oculto en las palabras y en los signos" está el Salvador. En la liturgia cristiana, lugar privilegiado del encuentro entre Dios y el hombre, Dios desciende hacia el hombre y el hombre sube hasta Dios bajo el velo de los signos. Ante la propia pobreza, la debilidad de los mensajeros y la insignificancia de la palabra y los signos, el hombre, en su impaciencia, es tentado a creer que puede hallar a Dios fuera de los hombres, de las palabras y signos de la Iglesia: en la naturaleza, en la infinidad del propio corazón, en la política que quiere erigir ya de una vez para siempre el Reino de Dios sin Dios sobre la tierra... Pero esta huída sólo puede llevar al desierto del propio corazón vacío, donde moran los demonios y no Dios; al desierto de la naturaleza ciega y cruel, que sólo es benéfica como creación de Dios en la alegría del reposo dominical; al árido desierto del mundo en que las aguas de los ideales se escurren tanto más cuanto más se penetra en él; al desierto desolador de una política, que en lugar del reino de Dios, instaura la tiranía de la violencia.

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La Iglesia, con Juan Bautista, confiesa "Yo no soy"; el Reino glorioso de Dios está aún por venir. Pero, aunque esta voz suene con todos los ecos humanos, no debe desoírse. No puede dejarse de lado al mensajero porque "no es digno de desatar las sandalias del Señor", a quien precede. La Iglesia, no puede menos de decir: "No soy yo", pero tampoco puede dejar de decir: "Preparad el camino al Señor que viene". Y entonces, escuchada esta pobre palabra, Dios viene ya. Los fariseos, que no escucharon al precursor del Mesías, porque él no era el Mesías, tampoco reconocieron al Mesías. e) La alcoba de la que me concibió La escena se cierra con el mismo estribillo del primer encuentro, después de la búsqueda por el desierto (2,7). Nada debe perturbar la paz recuperada con el encuentro del esposo. Yo os conjuro, hijas de Jerusalén, por las gacelas, por las ciervas del campo, no despertéis, no desveléis al amor, hasta que le plazca. Tan inesperada como había sido la desaparición es ahora la nueva aparición del amado, que termina "en la casa de mi madre, en la alcoba de la que me concibió". Allí el esposo puede decirle al oído y al corazón: "Ya no te llamarán la abandonada ni a tu tierra la devastada. Se te llamará la preferida y a tu tierra la desposada. Como un joven desposa a una joven, así te desposará a ti el que te creó. El gozo que siente el novio por la novia lo sentirá por ti tu Dios" (Is 62,4s). El estribillo del Cantar invita a no despertar al amor antes de la hora. El despertar, signo del tiempo escatológico, no puede venir más que a su debida hora, en el tiempo señalado por el Padre, en la hora de la verdadera conversión del corazón. Hasta entonces, Dios se deja encontrar y abrazar, pero no se deja aferrar o poseer. Está siempre en pascua, de paso. Con su huida invita a la esposa a salir de sí y a buscarlo en la ciudad, en las plazas, en las calles, es decir, en la historia, en medio de los acontecimientos. Ahí es dónde ella tiene que preguntar: ¿Habéis visto al amor de mi vida? Los ojos de la fe descubren la presencia del Amado en los hechos de la vida, en medio de la noche, aunque haya que esperar al alba, a que la noche haya pasado: Apenas los había pasado, encontré al amor de mi vida. Lo agarré y ya no lo soltaré hasta que le haya introducido en la casa de mi madre, en la alcoba de la que me concibió. Al Amado se le abraza, abrazando la cruz de cada día, para no perderle más. La Liturgia de las horas "consagra el curso entero del día y de la noche con ese admirable canto de alabanza, que es en verdad la voz de la misma esposa que habla al esposo" (SC 84). El está detrás de los centinelas. Para encontrar "al amor de mi vida" es necesario acercarse a sus mensajeros, escucharles y luego pasar adelante, siguiendo sus indicaciones: detrás de mí está él. El viene con ellos, detrás de ellos. El centinela aguarda la aurora y anuncia a los demás el sol que viene de lo alto: "Y tú, niño, serás llamado profeta del Altísimo, pues irás delante del Señor para preparar sus caminos, anunciado la Luz que viene de lo alto a iluminar a los que habitan en tinieblas y sombras de muerte y guiar nuestros pasos por el camino de la paz" (Lc 1,76ss). Cuando parece que no hay esperanza, la gran sorpresa: "Encontré al amor de mi alma". "Mi alma espera en el Señor, espera en su palabra;

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mi alma aguarda al Señor más que el centinela la aurora; más que el centinela la aurora, aguarde Israel al Señor, porque con él viene el amor" (Sal 130,5ss). La amada, sin palabras, abraza fuertemente contra su pecho el tesoro de su vida, abandonándose a su amor: "No lo soltaré más". En la mañana de Pascua, con encendido deseo, María Magdalena busca al amor de su alma: "El primer día de la semana, al amanecer, cuando aún estaba oscuro, fue María Magdalena al sepulcro y vio la losa quitada. Fue corriendo a donde estaba Simón Pedro con el discípulo amado de Jesús... Pedro y el discípulo salieron para el sepulcro... Fuera, junto al sepulcro, estaba María llorando. Se asomó al sepulcro sin dejar de llorar y vio dos ángeles vestidos de blanco... Le preguntaron: ¿Por qué lloras, mujer? Les contestó: Porque se han llevado a mi Señor y no sé dónde lo han puesto. Dicho esto, se volvió y vio a Jesús, de pie, pero no sabía que era Jesús. Le dice Jesús: ¿Mujer, por qué lloras? ¿A quién buscas? Ella, pensando que era el hortelano, le dice: Señor, si tú lo has llevado, dime dónde lo has puesto, y yo me lo llevaré. Jesús le dice: María. Ella se vuelve y le dice: Rabbuní -Maestro-. Dícele Jesús: No me toques, que todavía no he subido al Padre" (Jn 20,1-18). La praxis normal establecía que fuera el hombre quien, acompañado del cortejo de amigos, condujera en procesión a la novia desde la casa paterna, donde ella lo esperaba con su cortejo de doncellas, a su propia casa, para introducirla en la alcoba de su madre (Gn 24,67). Pero "al principio" no fue así. Cuando Dios condujo a Eva ante Adán, éste exclamó: "¡Esta sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne! Por eso el hombre abandona a su padre y a su madre y se une a su mujer y se hacen una sola carne" (Gn 2,22ss). La amada abraza a su amado y lo conduce a casa de su madre y allí él la abraza; a ella sólo le toca abandonarse en brazos del amado: "Su izquierda bajo mi cabeza, y su derecha me abraza". En el comentario más antiguo del Cantar que se ha conservado, Hipólito (+ 235) combina la escena de las dos mujeres, María Magdalena y la otra María (Mt 28,1-10) con la escena de María y Jesús solos. Con palabras del Cantar y del evangelio hilvana su comentario: Dice el evangelio: vinieron las mujeres aún de noche a buscar a Cristo. Lo busqué y no lo encontré, dice ella. ¿Por qué buscáis al vivo entre los muertos?... Me encontraron los guardias. ¿Quiénes son, sino los ángeles allí sentados? ¿Qué ciudad guardaban, sino la nueva Jerusalén de la carne de Cristo? Preguntan las mujeres: ¿habéis visto al que ama mi alma? Contestaron: ¿A quién buscáis, a Jesús Nazareno? Ha resucitado. Apenas los pasé: cuando se volvieron y se marcharon, les salió al encuentro el Redentor. Así se cumplió lo dicho: Encontré al amor de mi alma. El Redentor dijo: María. Ella dijo ¡Rabbuni!, que significa Señor mío. Encontré el amor de mi alma y no lo soltaré. Después de abrazarse a sus pies no lo suelta, y le dice: No me sujetes que todavía no he subido al Padre. Pero ello lo agarraba diciendo: No te soltaré hasta que te meta en mi corazón; no te soltaré hasta meterte en la casa de mi madre, en la alcoba de la que me llevó en su vientre. Como el amor de Cristo lo siente ella en el cuerpo, no lo suelta. Dichosa mujer que se abrazó a sus pies para poder volar por el aire... Me agarré a las rodillas, no como a una cuerda, que se rompe, sino que me agarré a los pies de Cristo. No me dejes en tierra, no me vaya a extraviar, llévame contigo al cielo. Dichosa mujer que no quería apartarse de Cristo.

Para San Ambrosio, María Magdalena es la nueva Eva, y como ella ha de ser el alma cristiana: 68

Sujétalo tú, alma, como lo sujetaba María y di: Lo agarré y no lo soltaré. Marcha la Padre, pero no abandones a Eva, no vaya a caer otra vez. Llévala contigo, ya no extraviada, sino agarrada al árbol de la vida. Agarrada a tus pies arrebátala para que suba contigo. No me abandones, no vaya la serpiente a inocular otra vez el veneno, no intente de nuevo morder el tobillo de la mujer para echar una zancadilla a Adán. Diga, pues, el alma: te sujeto y te meteré en casa de mi madre. Acoge a Eva, ya no tapada con hojas de higuera, sino vestida de Espíritu Santo y gloriosa con nueva gracia; que ya no esconde su desnudez, antes bien acude envuelta en el esplendor de un vestido reluciente, pues la viste la gracia. Tampoco Adán estaba al principio desnudo, cuando lo vestía la inocencia.

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6. ¿QUIEN ES ESA QUE SUBE DEL DESIERTO?: 3,6-11 La amada desea llevar al amado a casa de su madre. Inmediatamente nos encontramos con el cortejo nupcial, que acompaña a Salomón, el esposo, a quien la amada ve espléndido como un rey en su litera. Al esposo en la fiesta de bodas le acompañan sus amigos, los valientes de Israel, lo mismo que la esposa se encuentra acompañada por sus amigas, las hijas de Sión, invitadas a contemplar la casa y el lecho matrimonial. a) ¿Quién es ésa? El Cantar nos presenta toda la historia de Israel, la amada del Señor. La amada comenzó, al presentarse a sí misma, confesando: "Soy negra como las tiendas de Quedar". Era el origen de su historia, la época de los patriarcas, cuando acampaba en tiendas, guiada por Abraham, Isaac y Jacob. Entonces oyó la voz del amado, que la invitaba a salir de su tierra, de la casa paterna y ponerse en camino. La misma voz del Dios de los padres la llamó de nuevo invitándola a salir de Egipto. El amado abrió para ella un camino en el desierto hacia la libertad. ¿Quién es ésta que sube del desierto? Es la amada, que sube a tierra santa, guiada por la nube del Señor. Esta historia de los orígenes de Israel está presente en cada época. La la vive en su carne la amada constantemente. En el hoy del amado ella se ve negra y amada por él. Hoy escucha su voz y sube del desierto, bajo la nube protectora, del desierto a la tierra prometida. Desde la esclavitud o desde el exilio avanza triunfante como una reina al encuentro con su rey. La palabra del Cantar sigue viva en cada generación. Si nos situamos en un lugar alto de Jerusalén, como el monte de los Olivos, aparece toda la ciudad ante nosotros. Si, con los ojos abiertos, nos giramos en torno, a la izquierda vemos el desierto de Galaad, a la derecha el desierto de Judá, de frente el desierto oriental y detrás de nuevo está el desierto. Si mantenemos los ojos abiertos, en cualquier dirección contemplamos las columnas de humo blanco que se elevan hacia el sol, brillantes como el oro. Es siempre la amada, la yegua libre y ufana, que ha roto el freno de la esclavitud y retorna de su exilio. Es Rut que aparece en la mañana ante los ojos deslumbrados de Booz. Son los ciento cuarenta y cuatro mil marcados con el sello de todas las tribus de Israel (Ap 7,4), a los que sigue una multitud inmensa, incontable, de toda nación, razas, pueblos y lenguas (Ap 7,9). "¿Quiénes son y de donde vienen? Son los que vienen de la gran tribulación, han lavado sus vestidos y los han blanqueados con la sangre del Cordero" (Ap 7,13s). La gloria del Señor amanece sobre Jerusalén. De los cuatro costados de la tierra avanzan las naciones hacia su luz. "Alza los ojos en torno y mira: todos se

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reúnen y vienen a ti. Tus hijos vienen de lejos y a tus hijas las traen en brazos. Tú, al verlo, te pondrás radiante, se asombrará y se ensanchará tu corazón, porque vendrán a ti los tesoros del mar y las riquezas de las naciones. Te inundará una multitud de camellos, de dromedarios de Madián y Efá. Vienen de Saba, trayendo oro e incienso, y pregonando las alabanzas del Señor. ¿Quiénes son estos que como nube vuelan, como palomas a sus palomares?" (Is 60,4-8). Todos vienen del desierto del mundo, del país de Canaán. Hijos de padre amorreo y madre hitita, al venir al mundo, nadie les cuidó. Quedaron expuestos en pleno campo, repugnantes, agitándose en su sangre. Pero el Señor pasó junto a la pequeña huérfana, la lavó, cuidó e hizo crecer hasta el tiempo de los amores. Entonces extendió sobre ella, con Booz sobre Rut, el borde de su manto, cubrió su desnudez, se comprometió con ella en alianza y la hizo suya (Ez 16). Vienen todos del desierto de la prueba, del mundo donde anduvieron errantes por su infidelidad. El amado, con su amor celoso, dejó a la amada desnuda como el día de su nacimiento, convertida en un desierto, reducida a tierra árida (Os 2,5). Allí, despojada de todo, el amado le habló al corazón y la sedujo. En el desierto, amado y amada viven su primer amor y celebran los esponsales. El la alimentó con el maná, le dio agua de la roca, la envolvió en la nube de su gloria, como anticipo de la leche y miel de la tierra prometida. Ahora ella sube del desierto cual columna de humo. La hija de Sión regresa a su tierra, abrazando a Dios, que vuelve con ella del exilio. Del desierto se levanta la nube de humo, semejante a la columna de polvo que levanta una caravana de peregrinos, que suben a la ciudad santa cantando los "himnos de las subidas" (Sal 120-134). Es una procesión nupcial. La nube emana perfumes de mirra, de incienso y aromas preciosos. Desde los muros de Jerusalén, los centinelas ven la columna de humo y exclaman: ¿Qué es eso que sube del desierto? "¿Quién es ése que viene de Edom, vestido de rojo y de andar tan esforzado? Soy yo, un gran libertador; yo solo he pisado el lagar y la sangre ha salpicado mis vestidos" (Is 63,1ss). b) La columna de humo La procesión nupcial evoca el cortejo de los israelitas cuando, liberados de la esclavitud de Egipto, subían por el desierto a la tierra prometida. La columna de humo es la nube con que Dios iluminaba en la noche y protegía durante el día a su pueblo del ardor del sol (Nú 9,15ss). Cuando Israel subió del desierto y atravesó el Jordán con Josué (Jos 3), dijeron los pueblos de aquella tierra: ¿Quién es esa que sube del desierto, cual columna de humo, como nube de mirra e incienso, mejor que perfume exótico en polvo? ¿Quién es esa nación elegida, que sube del desierto perfumada de incienso y aromas? Pues todos los dones con que el Señor adornó a Israel se los dio en el desierto. Del desierto provienen la Torá, la profecía, el sacerdocio, la realeza. La columna de humo es también el humo de los sacrificios y el humo de las oraciones que suben sin cesar hacia el cielo. Es, sobre todo, el humo de la gloria de Dios que se difunde por la tierra desde su Templo santo. Desde el alba de la historia se eleva el humo del sacrificio de Abel, el justo, que sube hacia el

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cielo blanco y puro como la lana de los corderos. Sube, como aroma suave, el humo del sacrificio de Abraham con el que sella la alianza con Dios. En la noche oscura, un fuego refulgente pasa entre los animales partidos y el humo luminoso asciende hasta el cielo de la gloria de Dios. Más suave y glorioso aún, sube desde el Moria el aroma del sacrificio de Isaac y del cordero. Una columna de humo se eleva hasta el cielo en el sacrificio con que Moisés sella la alianza del Sinaí. Sube desde el altar el humo del incienso de los sacrificios de la tarde y de la mañana, el humo de las primicias, el humo del sacrifico de expiación en el día del perdón, el humo del sacrificio de los corazones contritos y humillados, que Dios no desprecia, el humo del sacrificio de Samuel, de Elías y de los otros profetas. Es también la columna que acompaña las marchas del Arca por el desierto y en su procesión solemne hacia Jerusalén. Es la columna de humo que envuelve y guía al pueblo de Dios a lo largo de los siglos en su peregrinación hacia la casa de Dios. Es la sombra protectora de las alas de Dios que protegen constantemente a su amada. "Es el humo de la gloria de Dios que llena el Santuario" (Ap 15,8). Es también la columna de las oraciones que suben al cielo en alas de ángeles: "Vi a los siete ángeles que están ante el trono de Dios. Se les dieron muchos perfumes para que, con las oraciones de todos los santos, los ofrecieran sobre el altar de oro colocado ante el trono. Y por manos de ángeles subió delante de Dios la humareda de los perfumes con las oraciones de los santos" (Ap 8,2ss). El incienso es la alabanza de la creación al Creador. Oro, incienso y mirra son los dones de las naciones al Señor de la gloria (Is 60,6;Mt 2,11). La mirra, que destila gota a gota el corazón herido, es el perfume que exhala el sufrimiento ofrecido a Dios. Es el aroma del corazón de María, traspasado por la espada, ofrecido a Dios en el altar de la cruz de su hijo (Lc 2,35;Jn 19,25). Las hijas de Jerusalén y los amigos del esposo se sorprenden al ver a la amada, transformada después de pasar el desierto de la prueba: ¿Quien es ésa que sube del desierto? A su paso todos experimentan el perfume de mirra e incienso que exhala. Con estupor se preguntan: La que antes vimos toda negra, ¿cómo es que ahora sube del desierto toda resplandeciente de blancura? El desierto no la ha quemado, sino que la ha purificado. La mirra es el signo de la sepultura del hombre viejo y el incienso es el signo de su consagración a Dios. El incienso del culto a Dios sólo sube hacia él si va unido a la mirra, a la mortificación de los miembros de pecado. Ante este testimonio de la muerte del hombre viejo y del nacimiento del hombre nuevo, los amigos del esposo preparan el tálamo nupcial para la esposa, le muestran la belleza del lecho real, invitándola a unirse más íntimamente con el esposo, el amor de su vida: He aquí el lecho de Salomón.8 c) La litera de Salomón El esposo se muestra siempre solícito con la amada: cuando está lejos viene a encontrarla (2,8-16); está junto a ella en los momentos más delicados y la toma en brazos, velando amorosamente su sueño (2,6;3,5); de noche va a visitarla (5,2-5); manda una litera para recogerla (3,7): Ved la litera de Salomón. Cuando Salomón, rey de Israel, construyó el Templo en Jerusalén (1Re 6), dijo el Señor: ¡Qué bello es este Templo, que me ha construido Salomón, hijo de David! ¡Qué bellos son los sacerdotes, cuando extienden sus manos y bendicen a la Asamblea 8

Lecho traduce la Vulgata que comentan los Padres. 72

de Israel! La litera evoca también el Arca de la alianza envuelta en la nube de incienso que la circundaba durante la marcha por el desierto (Ex 25,10ss;33,9ss) o al trasladarla procesionalmente a Jerusalén (2Sam 6). Jesús, Hijo de Dios, Esposo único de la Iglesia, es el verdadero Salomón, príncipe de paz, que inaugura los tiempos de la nueva alianza, en los que el hombre y la mujer viven en la unidad querida por Dios en el principio (Mt 19,39). La Virgen de Israel, arca viviente de la alianza, casa de oro, vaso de elección, lleva en su seno al Amado, al verdadero Salomón, el príncipe de la paz (Is 9,5). Con el anuncio: "Concebirás en tu seno" (Lc 1,31) se cumplen los anuncios proféticos a la Hija de Sión: "Alégrate, Hija de Sión; Yahveh, Rey de Israel, está en medio de ti" (Sof 3,16-17). Por medio de María se realiza la aspiración del Antiguo Testamento, la habitación de Dios en el seno de su pueblo.9 El "seno de Israel" indica la presencia del Señor en el Templo (Sof 3,5;Jl 2,27). La tienda, el templo y el arca son la morada de Dios en el seno de Israel: "No tiembles, porque en tu seno está Yahveh, tu Dios, el Dios grande y terrible" (Dt 7,21). María, Hija de Sión, Madre del Mesías, es la morada de Dios sobre la cual baja la nube del Espíritu, lo mismo que descendía y moraba sobre la tienda de la reunión de la antigua alianza (Lc 1,35;Ex 40,35). Ella, envuelta por la nube del Espíritu, fuerza del Altísimo, está llena de la presencia encarnada del Hijo de Dios. La imagen del arca, lugar singular de la presencia de Dios para Israel, aparece como una filigrana en la narración de la visitación de María a Isabel (Lc 1,39-59). María, que lleva en su seno al Mesías, es el arca de la nueva alianza. El relato de Lucas parece modelado sobre el del traslado del arca de la alianza a Jerusalén (2Sam 6,2-16;1Cro 15-16;Sal 132). El contexto geográfico es el mismo: la región de Judá. El arca de la alianza, capturada por los filisteos, tras la victoria de David sobre ellos, es llevada de nuevo a Israel en diversas etapas: primero a Quiriat Yearim y luego a Jerusalén. En ambos acontecimientos hay manifestaciones de gozo; David y todo Israel "danzan delante del arca con gran entusiasmo", "en medio de gran alborozo"; "David danzaba, saltaba y bailaba" (2Sam 6,5.12.14.16). Igualmente, "el niño, en el seno de Isabel, empezó a dar saltos de alegría" (Lc 1,41.44). El gozo se traduce en aclamaciones de sabor litúrgico: "David y todo Israel trajeron el arca entre gritos de júbilo y al son de trompetas" (v.15). También "Isabel, llena del Espíritu Santo, exclamó a grandes voces" (v.41-42). Ante la manifestación de Dios, David, lleno de temor sagrado, exclama: "¿Cómo va a venir a mi casa el arca de Dios?". La llevó a casa de Obededom de Gat, donde "estuvo tres meses y Yahveh bendijo a Obededom y a toda su casa". Entonces David hizo subir el arca a su ciudad con gran alborozo. María sube a la Montaña, a la casa de Zacarías e Isabel y, como David, Isabel exclama: "¿Cómo es que viene a mí la madre de mi Señor?". Y como el arca estuvo tres meses en casa de Obededom, tres meses estuvo María en casa de Isabel. La liturgia maronita canta: "Bendita María, que se convirtió en trono de Dios y sus rodillas en ruedas vivas que transportan al Primogénito del Padre eterno". María, lugar privilegiado de la epifanía de Dios, nos muesstra y ofrece al Salvador del mundo. María encinta es el Arca de la nueva alianza en camino. 9

Is 12,6;Sal 46,6;Os 11,9;Miq 3,11.

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Jesús sube en María hacia Jerusalén, iniciando así aquella larga subida a Jerusalén, que culmina en la cruz, donde sella su alianza definitiva con la Iglesia. "Se abrieron las puertas del templo celeste de Dios y en él apareció el Arca de la Alianza. Y apareció una gran señal en el cielo: una Mujer" (Ap 11,19ss). La mujer estaba encinta y, precisamente por ello, revestida de sol. Dios mismo la había preparado su traje de bodas, cubriéndola con el Espíritu de gloria. Es la nube que guió al pueblo del éxodo, la que cubrió la cima del Sinaí, la que llenó la tienda de Dios en el desierto y el templo en el día de su dedicación. Es la gloria de Dios que, según el anuncio de Isaías (4,5), se extenderá sobre la asamblea reunida en el monte Sión, cuando lleguen los días profetizados. Es la nube que cubrió a Jesús en la transfiguración (Mc 9,7). Esta espesa nube de luz, cargada de la gloria de Dios, cubre a María, revistiéndola de luz. María es la mujer rodeada de la gloria de Dios. El Espíritu Santo, el Espíritu de la gloria de Dios (1Pe 4,14), envuelve a María con su sombra luminosa. El Espíritu de gloria y de poder (Rom 6,4;2Cor 13,4;Rom 8,11) desciende sobre María y la hace madre del Hijo de Dios. Esta Mujer, vestida de sol, con la luna bajo sus pies y coronada con doce estrellas, es la Mujer en trance de dar a luz. Es la Mujer encinta que grita con los dolores de parto. Son los dolores escatológicos de la Hija de Sión en cuanto madre: "Retuércete y grita, hija de Sión, como mujer en parto" (Miq 4,10). Con gran vigor describe Isaías este gran acontecimiento: "Voces, alborotos de la ciudad, voces que salen del templo. Es la voz de Yahveh, que da a sus enemigos el pago merecido. Antes de ponerse de parto, ha dado a luz: antes de que le sobrevinieran los dolores, dio a luz un varón. ¿Quién oyó cosa semejante? ¿Quién vio nunca algo igual? ¿Es dado a luz un país en un día? ¿Una nación nace toda de una vez? Pues apenas ha sentido los dolores, ya Sión ha dado a luz a sus hijos. ¿Voy yo a abrir el seno materno para que no haya alumbramiento?, dice Yahveh. ¿Voy yo, el que hace dar a luz, a cerrarlo?, dice tu Dios. Alegraos con Jerusalén y regocijaos con ella todos los que la amáis. Llenaos de alegría con ella los que con ella hicisteis luto" (Is 66,6-10). El hijo, que la Mujer da a luz, son todos los hijos del pueblo de Israel, los hijos del nuevo pueblo de Dios. Jesús, en la última cena, inmediatamente antes de la Pasión y Resurrección recurre a la misma imagen (Jn 16,19-22). Los dolores de parto de la mujer, con los que compara la tristeza de los discípulos, son un signo del nuevo mundo que se hace realidad en el acontecimiento pascual. A través de la Cruz y la Resurrección tiene lugar el alumbramiento del nuevo pueblo de Dios. Las angustias de la mujer, el odio de la bestia y la elevación del Hijo hacen presente el misterio pascual, donde nace el nuevo pueblo de Dios, pasando de la muerte a la vida. La resurrección es una nueva concepción (He 4,25-28). El varón que la Mujer da a luz es Jesús (Ap 12,5), pero no se trata del alumbramiento de Belén, sino del nacimiento de Cristo en la mañana de Pascua. La Resurrección es un nuevo nacimiento. El Padre dice: "Tú eres mi Hijo, yo te he engendrado hoy" (He 13,32-33). La Resurrección es el "nacimiento" de Cristo glorificado, el comienzo de su vida gloriosa, de la "elevación del Hijo hacia Dios y su trono" (Ap 12,5), victorioso sobre el gran dragón. El hijo es, pues, el Jesús

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histórico resucitado y glorificado. Pero también es el Cristo total, Cabeza y miembros, "el resto de su descendencia", sus hermanos, "que guardan los preceptos de Dios y mantienen el testimonio de Jesús" (12,17). Estos son también hijos de la Mujer, los hijos que María ha recibido de Cristo desde la cruz, los hijos que la Iglesia da a luz a lo largo de los siglos. La maternidad de María se halla ligada al Gólgota. Allí María es llamada "Mujer" lo mismo que en el Apocalipsis. Es allí donde la madre de Jesús se convierte en madre del discípulo, de todos los discípulos de Jesús. d) Los sesenta valientes Tras la victoria de Cristo, "se enfureció el dragón contra la mujer y se fue a hacer la guerra contra el resto de su descendencia, los que guardan y mantienen el testimonio de Jesús" (Ap 12,17). La Mujer tiene que "huir al desierto", al lugar donde se selló la alianza entre Yahveh y el pueblo, lugar donde Israel vivió sus esponsales con Yahveh, lugar de su refugio, donde es especialmente protegido y conducido por Dios (1Re 19,4-16). El desierto es un lugar de protección y defensa contra el peligro de los enemigos, porque es el lugar del encuentro con Dios. Rodeada de pruebas y persecuciones, la Mujer, la Iglesia, huye al desierto para permanecer por un tiempo aún, hasta que sea definitivamente derrotado "el gran dragón, la antigua serpiente, llamada Diablo y Satanás" (Ap 12,9), enemigo de la Mujer desde el comienzo hasta el final de la historia. Sesenta valientes la rodean, los más fuertes de Israel. Todos son diestros en la espada, veteranos en la guerra. Todos llevan al flanco la espada. Los sacerdotes y levitas, y todos los hijos de Israel son diestros en la Torá, que es como una espada (Sal 149,6;He 4,12;Ef 6,17). Discuten de ella como guerreros adiestrados para la batalla. Y cada uno de ellos lleva en su propia carne el sello de la circuncisión, como la llevó en su carne Abraham (Gén 17,11;Rom 4,11). En virtud de ella son fuertes, como guerreros que llevan la espada al flanco. Por ello no tienen miedo de los espíritus malignos, que rondan de noche. La litera de Salomón avanza protegida por sesenta valientes de Israel, bien adiestrados en la guerra (2Sam 10,7;23,8ss). Están armados, prontos a enfrentarse a los asaltos y "sorpresas de la noche". La noche es siempre señal de peligro y terror (Jn 3,19s). El demonio ronda, ante todo, en torno al lecho nupcial para destruir el amor y la vida (Tob 3,7ss).10 La Iglesia, nuevo Israel, conoce el tiempo de los dolores de parto y es objeto de la persecución del dragón. Pero así como su Señor ha salido vencedor de la muerte y del antiguo adversario en su resurrección, también la Iglesia superará la prueba y se salvará por el poder de Aquel que está junto al trono de Dios. El triunfo pascual del Hijo de la Mujer es anticipación y promesa segura 10

En la liturgia matrimonial de la Iglesia oriental se bendice a los esposos, diciendo: "Sea bendito tu tálamo nupcial y tu casa" (Iglesia siria); "guarda, Señor, puro su lecho conyugal" (Iglesia copta); "conserva santo el lecho de su matrimonio" (Iglesia armena); "su lecho se conserve puro y santo y que tu fuerza venga en su ayuda" (Iglesia siria); "conserve el Señor vuestro tálamo en santidad y pureza" (Iglesia maronita); "defiende, Señor, su lecho de todas las insidias del Enemigo" (Iglesia armena); "que tu cruz les defienda" (Iglesia siria); "bendice, Señor, la casa en la que entra la esposa y santifica el tálamo nupcial" (Iglesia caldea). En la liturgia nupcial copta se ungía con óleo a los esposos para defensa de las insidias malignas en el ejercicio santo de la comunión conyugal. 75

del triunfo escatológico de la Iglesia, aun cuando en el tiempo presente viva en medio de los dolores de parto, atravesando su "desierto", tiempo de prueba y de gracia. Puede cantar: "Ya está aquí la salvación y el poder y el reinado de nuestro Dios. Ha sido precipitado el acusador de nuestros hermanos, el que día y noche los acusaba delante de nuestro Dios. Ellos mismos lo han vencido por medio de la sangre del Cordero y por el testimonio que dieron" (Ap 12,10-11). La Iglesia, como testigo de Dios en medio del mundo, se ve sometida a pruebas, pero goza de la protección del Señor y tiene garantizada la victoria. María, su figura escatológica, es el signo seguro de esperanza. La serpiente acechará su talón, pero será finalmente aplastada. La Iglesia mira a la Madre de Jesús, la Mujer, como al "gran signo" de esperanza frente a todas las amenazas del dragón a lo largo de la historia. En María, la Iglesia de los mártires contempla la imagen triunfante de la victoria del Hijo que ella dio a luz, y se siente alentada para su combate. La Mujer esplendente, "hermosa como la luna, resplandeciente como el sol", es también "terrible como escuadrones ordenados" (Cant 6,10). Durante este tiempo es necesario ir armados de espada para el combate. La espada es la Palabra de Dios: "Ciertamente, es viva la Palabra de Dios y eficaz, y más cortante que espada de dos filos. Penetra hasta la médula, hasta las junturas del alma y el espíritu; escruta los sentimientos y pensamientos del corazón" (Heb 4,12). "Que los fieles celebran su gloria y desde su lecho canten de alegría; los elogios de Dios en su garganta y en su mano la espada de dos filos" (Sal 149,5s). La Iglesia, Ciudad Santa, está rodeada de montes. El Señor rodea y defiende a su pueblo desde ahora y por siempre (Sal 124,2). "Aquel día se cantará este cantar en tierra de Judá: Ciudad fuerte tenemos, para protección se le han puesto murallas y baluarte" (Is 26,1). La esposa ya no se fía de sí misma, conoce las alarmas de la noche, sabe que el enemigo acecha, "ya que las tendencias de la carne llevan al odio a Dios, no se someten a la ley de Dios, ni siquiera pueden" (Rom 8,7). Por ello el lecho del amor a Dios se circunda de guerreros, expertos en la lucha contra la carne, ceñidos con la espada de la Palabra de Dios, para que el enemigo no les sorprenda con las trampas que urde en la oscuridad de la noche (Sal 10,2). La pascua del Señor se celebra "ceñidas las cinturas, calzados los pies y el bastón en la mano" (Ex 12,11). "Los verdaderos circuncisos son quienes dan culto a Dios según el Espíritu, gloriándose en Cristo Jesús, sin poner su confianza en la carne" (Flp 3,3;Rom 2,23). Por ello el Señor mandó a Josué que se hiciera cuchillos de piedra para la segunda circuncisión de los israelitas (Jos 5,2). La segunda circuncisión es la circuncisión del corazón hecha con la piedra, que es Cristo: "En él fuisteis circuncidados con la circuncisión no quirúrgica, sino mediante el despojo de vuestro cuerpo mortal, por la circuncisión en Cristo" (Col 2,11;Ef 2,11ss). Con el corazón circuncidado en Cristo (Rom 2,29), ceñidos los lomos con la espada del Espíritu, que es la Palabra de Dios, "revestida de las armas de Dios" la esposa está equipada para "resistir las asechanzas del Diablo" (Ef 6,1020). Por ello el lecho del rey, es decir, el propio corazón, donde el esposo aguarda unirse con la esposa, está circundado de los setenta valientes. e) La tienda de Salomón

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El rey Salomón se hizo un palanquín de madera del Líbano. Ha hecho de plata sus columnas, de oro su respaldo, de púrpura su asiento y su interior, tapizado de amor por las hijas de Jerusalén. La tienda o palanquín aparece en todo su esplendor. Los ojos se quedan deslumbrados admirando su belleza. La madera es del Líbano lo mismo que la del Templo (1Re 6,15ss), las columnas de plata, el espaldar de oro, los revestimentos de púrpura, la misma que reviste el Arca de la alianza (Ex 26,1.36; 27,16); de púrpura es también el velo del Templo (2Cro 3,14) y las vestiduras sacerdotales (Ex 28,5ss). ¿A que se asemeja esto? A un rey que tenía una hija pequeña. Hasta que creció y se desarrolló, el rey se encontraba con ella en el mercado y le hablaba en público, en las calles y en las plazas. Pero una vez que creció se dijo el rey: No conviene que hable a mi hija en público; le haré un pabellón, y cuando quiera hablar con ella, lo haré dentro del pabellón. Así hizo el Señor: "Cuando Israel era un niño Yo lo amé" (Os 11,1). En Egipto y en el Mar se veía en público con Israel: "Los israelitas vieron su gran poder" (Ex 14,31). Pero, una vez que los israelitas llegaron al Sinaí y recibieron la Torá, dijo el Señor: No conviene que hable con mis hijos en público. ¡Que me hagan un Santuario! Y cuando quiera hablar con ellos lo haré dentro de él: "Moisés entraba en la Tienda de Reunión para hablar con El" (Nú 7,89). Cuando Salomón acabó de construir el Templo, puso en él el Arca del testimonio, que es la columna del mundo. Hasta que se construyó el Templo el mundo vacilaba, pues se apoyaba en un trono de dos pies. Cuando se construyó el Templo, fueron firmes las bases del mundo. Dentro del Arca depositó la dos tablas de piedra, tablas más preciosas que la plata refinada en el crisol y más bellas que el oro puro (Sal 12,7;19,11). Después extendió y colgó la cortina de color púrpura (Ex 26,31-33). Y entre los querubines, más allá del velo, habita la Shekinah del Señor (Nm 7,89), que habita en Jerusalén con preferencia a todas las ciudades de Israel. Hoy el templo es la Iglesia, edificada con los cedros del Líbano, las naciones idolátricas que, una vez regeneradas por el bautismo, forman parte del cuerpo de Cristo; la púrpura es la sangre de los mártires y la corona es la gloria de la resurrección. La corona es el símbolo de la felicidad (Job 19,9;Sab 2,8): "Desbordo de gozo en el Señor, mi alma exulta en mi Dios, que me ha revestido de ropas de salvación, me ha envuelto en un manto de justicia, como esposo que se pone una corona, como la novia se adorna con sus joyas" (Is 61,10). El día de los esponsales, día de alegría y gloria, es el día de la venida del Mesías, que renueva y consagra para siempre la alianza del Sinaí, llevándola a su perfección. La madre del rey, la hija de Sión, lo corona, aceptándolo como esposo y como rey. Con gozo exclama la esposa: Salid, hijas de Sión, a contemplar al rey Salomón, con la corona con que le ciñó su madre, el día de sus bodas, el día del gozo de su corazón. Cuando Salomón hizo la dedicación del Templo, un heraldo proclamó con fuerza: ¡Salid, habitantes de la tierra de Israel y pueblo de Sión, mirad la corona con la que la casa de Israel ha ceñido al rey Salomón en el día de la dedicación del templo! Y el pueblo se alegró con la alegría de la fiesta, porque el rey Salomón hizo durar la fiesta catorce días (2Cro 7,9). Para ir hacia el amado, al encuentro del Señor, siempre es necesario salir de sí mismo. Es necesario abandonar las construcciones precarias en las que el hombre se instala. Sin arriesgar la propia vida no se encuentra al Señor.

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Comenta Gregorio de Nisa: En muchos aspectos el rey Salomón es símbolo del verdadero Rey. Se dice de él que era pacífico (1Re 3,9), poseía una sabiduría ilimitada (1Re 5,9-10), levantó el templo y reinó sobre Israel y juzgó al pueblo con justicia (1Re 2;3,16-28); se dice que desciende del semen de David (2Sam 12,24) y que la reina de Etiopía fue a visitarlo (1Re 10,1-13). Todas estas particulares, y otras similares, se dicen de él en sentido real y en sentido típico, como figura del Evangelio. ¿Quién tan pacífico como el que destruyó la enemistad clavándola en la cruz (Ef 2,16), reconciliándose con nosotros, que éramos sus enemigos (Ef 2,14), más aún, destruyendo el muro de separación para crear en sí de los dos pueblos un solo hombre nuevo (Ef 2,15), edificando así la paz? ¿Quién más pacífico que el que anuncia la paz a los lejanos y a los cercanos? ¿Quién es el constructor del Templo sino aquel que puso sus fundamentos sobre los montes santos, es decir, sobre los profetas y los apóstoles (Ef 2,20), levantando el Templo con piedras vivas (1Pe 2,5), es decir, con los que mediante la fe en Cristo, piedra angular, se elevan en la edificación bien trabada hasta levantar un Templo santo para el Señor y ser morada de Dios en el Espíritu (Ef 2,21-22)? Y ¿qué diremos de la sabiduría si el Señor es la Verdad, la Sabiduría y la Potencia, hasta el punto que el mismo David dijo de él que "todas las cosas fueron creadas con la Sabiduría" (Sal 103,24) y el Apóstol, interpretando las palabras del profeta, dice que en él fueron creadas todas las cosas (Col 1,16)? Y que el Señor sea el Rey de Israel lo afirman hasta sus enemigos, que escribieron sobre la cruz: "Jesús Nazareno, Rey de los Judíos" (Mt 27,37). Y ¿quién es el que juzga con justicia, sino aquel a quien "el Padre ha entregado el juicio" (Jn 5,22.30)? Y que el Señor descienda del semen de David según la carne (Rom 9,5) no necesita prueba pues todos lo admiten. Y, para terminar, en cuanto al misterio de la reina de Etiopía, que deja su reino y, atravesando la amplia región que la separaba, se dirige a visitar a Salomón por su fama de justicia y magnificencia, llevándole regalos de piedras preciosas, oro e incienso, ¿acaso no se cumplió en el mismo nacimiento del Señor con la visita de los magos (Mt 2,1ss)? Pero además, ¿no es cierto que la Iglesia, compuesta de paganos, era negra por la idolatría antes de hacerse Iglesia, pues habitaba lejos del Señor? Sin embargo, cuando apareció la gracia de Dios y resplandeció la sabiduría, y la luz verdadera (Jn 1,9) envió su rayo sobre los que estaban sentados en las tinieblas y en las sombras de la muerte (Lc 1.79), entonces Israel cerró los ojos a la luz, y llegaron los Etíopes, es decir, los pueblos paganos, que corrieron a la fe, y los que antes eran lejanos se hicieron cercanos (Ef 2,17;Is 57,15), lavando en el agua del bautismo su color negro y llevando al rey sus dones, oro y perfumes. Este palanquín de Cristo es la Iglesia, su único cuerpo aunque posea muchos miembros. Cada miembro, según la gracia recibida, ejerce su ministerio para la edificación de todo el cuerpo según la medida de la fe: la profecía, la enseñanza, la exhortación, la presidencia, la misericordia... (Rom 12,3ss). En realidad, "en el cuerpo de Cristo, hay diversidad de carismas, pero el Espíritu es el mismo; diversidad de ministerios, aunque el Señor es el mismo; diversidad de operaciones, pero es el mismo Dios quien obra todo en todos A cada cual se le otorga la manifestación del Espíritu para provecho común..." (1Cor 12,4-31). Así es como el Señor se prepara su palanquín. Entre todos llevan al Señor y lo muestran a los demás. Dios en Cristo ha hecho de nosotros el lugar, morada, trono, escabel, carro, yegua o palanquín de su presencia, adornándonos con oro, plata y púrpura. De este modo el amor de Dios se muestra a las hijas de Jerusalén.

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Quien lleva a Dios en sí se hace palanquín de su amor para los demás. Quien no vive para sí, sino que Cristo vive en él (Gál 2,20), en él habla Cristo (2Cor 13,3), pues es palanquín de quien lleva en sí, aunque más bien sea sostenido por aquel a quien lleva. Llevando a Cristo, invitan a los demás a salir, a convertirse, para transformarse en hijas de la Jerusalén celestial. Cristo, en la Iglesia, se muestra como un rey victorioso (Sal 20,6), coronado por el Padre, pues es El quien prepara las bodas del Hijo Unigénito con la Iglesia, su corona de gloria, hecha de piedras vivas (1Pe 2,5). A entrar en ella invitan a todos: Salid, hijas de Sión, salid de la maldición de la ley y contemplad al rey Salomón, es decir, a Cristo que, hecho él mismo maldición por nosotros, nos rescató de la maldición y nos hizo partícipes de la bendición de Abraham (Gál 3,12ss). "Salgamos, pues, fuera del campamento, donde él padeció por nuestros pecados para santificarnos con su sangre" (Heb 13,11ss). Allí se ciñó de gloria, al esposarse con la Iglesia, cumpliendo la profecía: "Yo te desposaré conmigo para siempre, te desposaré en amor y compasión, te desposaré en fidelidad y tú conocerás al Señor" (Os 2,21-22).

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17. ¡QUE HERMOSA ERES, AMADA MIA!: 4,1-5,1 a) Celebración de la belleza de la amada Una vez hecho el silencio, tras la procesión nupcial, se eleva en lo íntimo de la tienda el canto de amor del esposo. Unidos esposo y esposa, él se complace en cantar la belleza de la esposa. Colores, sonidos y perfumes se mezclan en los símbolos del retrato de la amada, que hace el esposo, describiendo las diversas partes de su cuerpo. Tras el velo nupcial brillan los ojos fascinantes, se entrevé el negro de los cabellos en contraste con el blanco de los dientes. Un hilo de púrpura son los labios, rosadas como pulpa de granadas las mejillas, firme y esbelto es el cuello como una torre que se lanza hacia el cielo; los senos bajo el vestido evocan el gracioso saltar de las gacelas. El esposo, enamorado, exclama: ¡Qué hermosa eres, mi amor, qué hermosa! La visión bíblica de la persona humana no es maniquea. Contempla al hombre "todo entero, cuerpo y alma, corazón y conciencia, inteligencia y voluntad" (GS 3). En la "unidad de cuerpo y alma" se manifiesta la imagen de Dios en el hombre. La corporeidad es una dimensión fundamental del hombre como persona, pues el hombre existe realmente como ser corpóreo. El cuerpo está revestido de humanidad, cargado de significado humano. Este significado humano del cuerpo no está inscrito en las estructuras biológicas del cuerpo. El significado humano del cuerpo le viene del hecho de que es el cuerpo de una persona humana. Sólo a la luz de la totalidad de la persona es posible descubrir el significado humano del cuerpo y de sus acciones. El cuerpo humano no es un objeto, sino "la persona humana en su visibilidad". En este sentido, el cuerpo tiene un significado sacramental, en cuanto que la realidad personal se expresa visiblemente en el cuerpo y a través del cuerpo. Como gusta repetir Juan Pablo II, el cuerpo tiene un significado esponsal. En las relaciones con los demás, el cuerpo humano es ante todo presencia de la persona para los otros. Esta presencia de persona a persona se hace cercanía, comunicación y palabra a través del cuerpo. Toda respuesta personal a la llamada del otro pasa a través del lenguaje oblativo del cuerpo. El Cantar muestra una sensibilidad singular para apreciar y celebrar la belleza de la persona en su totalidad unificada de cuerpo y espíritu. El esposo canta la belleza de la amada (c. 4) y ella canta la del esposo (c. 5). El Cantar celebra la belleza, que suscita la atracción y el amor mutuo. La Biblia recoge constantemente el gozo de la belleza, que suscita el amor entre los esposos. Sara aparece como muy bella para Abraham (Gén 24,16); Rebeca para Isaac, que la "introdujo en la tienda y pasó a ser su mujer, y él la amó y se consoló por la pérdida de su madre" (Gén 24,67): "era muy hermosa" (Gén 26,7). "Hermosa y graciosa" es Raquel para Jacob, que "sirvió por ella siete años (más otros siete después de las bodas) y se le antojaron unos cuantos días, de tanto como la amaba" (Gén 29,17.20). "Bella y sensata" es Abigaíl a los ojos de David (1Sam 25,3) y "muy bella" le parece Betsabé (2Sam 11,2s), como también Abisag, la

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joven sunamita (1Re 1,3s). Y, por no citar más ejemplos, el profeta Ezequiel narra su desolación cuando, con la muerte de su esposa, pierde "su gloria, su fuerza, la delicia de sus ojos, su apoyo y el anhelo de su alma" (Ez 24,15-25). La literatura sapiencial insiste sobre la belleza del amor, vivido dentro del marco de la fe, pues sin el temor de Dios no vale nada (Sab 3,13-14;Eclo 16,1-3). Dentro de la fe se exalta el amor conyugal y se canta a la mujer como "un tesoro", don de Dios: "Encontrar una mujer es encontrar la felicidad, es alcanzar el favor de Dios" (Pro 18,22). Semejante felicidad no cae en suerte sino al que teme a Dios: "Dichoso el esposo de una mujer buena, el número de sus días se duplicará. Mujer buena es buena herencia, asignada a los que temen al Señor; sea rico o pobre, su corazón estará contento, y alegre su semblante en todo tiempo" (Eclo 26,1-4). "La belleza de la mujer recrea la mirada del marido y el hombre la desea más que nada. Si habla con ternura, a su marido no le falta nada; la esposa es para él una fortuna, una ayuda semejante a él y columna de apoyo; porque sin mujer el hombre gime y va a la deriva" (Eclo 36,22-27). "Ella vale más que las perlas" (Pro 31,10). "Un matrimonio feliz es una bendición de Dios" (Pro 18,22; 19,14; Eclo 26,3.4). "Sol que sale por las alturas del Señor es la belleza de la mujer buena en una casa en orden. Lámpara, que brilla en sagrado candelero, es la hermosura sobre un cuerpo esbelto. Columnas de oro sobre bases de plata las bellas piernas sobre talones firmes" (Eclo 26, 16-18). Lo mismo leemos en los Proverbios: "Sea tu fuente bendita. Gózate en la mujer de tu mocedad, cierva amable, graciosa gacela: embriagantes en todo tiempo sus amores, su amor te apasione para siempre. ¿Por qué apasionarte, hijo mío, de una ajena, abrazar el seno de una extraña? Pues los caminos del hombre están en la presencia de Yahveh, El vigila todos sus senderos" (5,18-21). No es bueno alabar a "una mujer bonita" que no es la propia y es preciso desviar los ojos de la "hermosa mujer ajena" porque "muchos se perdieron por la belleza de una mujer" (Eclo 9,8-9; 23,18-21; Pro 5,214; 7,5-27). La literatura sapiencial proclama, por tanto, la felicidad del esposo de una hermosa mujer, que sea al mismo tiempo fiel y recta, llena de sentido y temor del Señor, como canta el himno alfabético, escrito en alabanza de la "mujer perfecta", como conclusión del libro de los Proverbios. El Dios, que nos muestra la Escritura, no es el Dios de los filósofos, un ser impasible, mudo y frío. Es un Dios con corazón apasionado por el hombre. Su amor es sensible y pasible. Sufre hasta sentir celos cuando su pueblo se aparta de él. Padece con Israel en el exilio, donde va con él. El amor insondable de Dios a los hombres no tiene límites: "Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único para que todo el que crea en él no muera, sino que tenga vida eterna" (Jn 3,16). Ciertamente, el hombre ha robado el corazón a Dios. Enamorado exclama: b) ¡Qué hermosa eres, amada mía, qué hermosa! El día en que el rey Salomón ofreció mil holocaustos sobre el altar (1Re 8,62) y su sacrificio fue acogido con agrado por el Señor (1Re 9,3), salió una voz del cielo que cantó a la Asamblea de Israel: "¡Qué hermosa eres, qué encantadora!". ¡Qué hermosa! en las buenas obras y ¡qué encantadora! en la penitencia. ¡Qué hermosa en la circuncisión y en la recitación del Shemá! ¡Qué bella, amada mía, cuando haces mi voluntad y escrutas mi Torá!. ¡Tus ojos son

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como pichones de paloma, dignos de ser ofrecidos sobre el altar! ¡Qué hermosa en este mundo! y ¡qué encantadora! en el mundo venidero y ¡en los días del Mesías! Palomas son tus ojos a través del velo. Estas palabras, pronunciadas al comienzo del Cantar (1,15), ahora resuenan con nueva fuerza. La amada ha recorrido una larga historia y se ha vuelto realmente hermosa. El Señor la ha hecho pasar el mar, la ha lavado en su sangre, la ha ungido con óleo, la ha vestido de lino y seda, la ha adornado con joyas, collar, anillo y pendientes y la ha alimentado con flor de harina, hasta hacerla esplendente como una reina (Ez 16,1ss). Ahora aparece perfecta a los ojos del amado. Es la amada que desciende del cielo revestida de la gloria del Señor: "Y vi la ciudad santa, la nueva Jerusalén, que bajaba del cielo, de junto a Dios, engalanada como una novia ataviada para su esposo" (Ap 21,2). La Iglesia, esposa de Cristo, es su cuerpo: forma con él un único cuerpo, aunque con muchos miembros, cada uno con su función (1Cor 12,12-27). El Señor ve a la Iglesia incorporada a él y elogia los miembros de su cuerpo: Palomas son tus ojos tras el velo. ¿Qué hay en el cuerpo más precioso que los ojos? Por ellos percibimos la luz con la que distinguimos todas las cosas. Ojos del cuerpo de Cristo son los maestros. Se hallan en una posición elevada para ver mejor, pues son episcopos, que vigilan sobre los demás. Ojos eran Samuel (1Sam 9,9ss), Ezequiel (Ez 3,17; 33,7), Amós, el vidente (7,12), Moisés... Ojos son cuantos están constituidos como guía del pueblo. Para ello necesitan ojos de paloma, ser sencillos como palomas (Mt 10,16), vivir iluminados por el Espíritu Santo, la verdadera Paloma (Mt 3,16). Así no buscan la gloria de los hombres, pues su vida se mueve únicamente bajo la mirada de Dios (Mt 6,4.18). De ellos se dice: Palomas son tus ojos tras el velo. El velo, símbolo de la consagración al amado, es signo de bodas, de pertenencia al esposo. El velo separa del mundo; la esposa, unida a su único esposo, dedica su corazón no dividido a agradar al Señor (1Cor 7,32ss). La simplicidad se muestra en los ojos del corazón, escondidos tras el velo; en el silencio interior se comunica con Dios (Mt 6,4.6.18), que reprochó a Moisés: "¿por qué me gritas?" (Ex 14,15) y, en cambio, le agradó la oración silenciosa de Ana (1Sam 1,10-20). Como la paloma ofrece su cuello para la inmolación, así la amada dice: "Por tu causa se nos mata todos los días" (Sal 44,23;Rom 8,36). Como la paloma sirve de expiación por las faltas, también Israel sirve de expiación por las naciones: "en pago de mi amor me acusan, mas soy todo plegaria" (Sal 109,4). Como la paloma, una vez reconocida su pareja, no la cambia por otro, Israel, una vez que reconoció al Señor, no lo cambió por otro. Como la paloma no abandona jamás su nido, ni siquiera cuando la quitan las crías, tampoco Israel dejó de celebrar las tres peregrinaciones, aunque el Templo hubiera sido destruido. Como la paloma renueva cada mes su nidada, Israel renueva cada mes el estudio de la Torá. Como la paloma trajo luz al mundo, también Israel la trae: "los pueblos caminarán a tu luz" (Is 60,3). ¿Cuándo trajo luz al mundo la paloma? En tiempos de Noé: "regresó a él la paloma al atardecer y traía en su pico una rama de olivo" (Gén 8,11). Como la paloma es perfecta, también la comunidad de Israel es perfecta. Como la paloma camina airosa, también Israel camina airoso en el tiempo de sus tres peregrinaciones. Como la paloma es modesta, también Israel debe ser modesto. Ternura, fidelidad y amor traslucen los ojos de la amada a

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través del velo, como ojos de paloma. El velo oculta y desvela la gracia de la mirada. Tras el elogio de los ojos, alaba los cabellos, que son como un hato de cabras, que ondulan por el monte Galaad. Las colinas suaves de Galaad, ricas en arbolado y buenos pastos, se orlan de cabras y ovejas (Gén 31,21), que ondulan como los cabellos de la amada, agitados por el viento. San Pablo dice que la gloria de la mujer son los cabellos, que le han sido dados como velo (1Cor 11,15). Pero no se trata de los cabellos externos: "Las mujeres, vestidas decorosamente, se adornen con pudor y modestia, no con trenzas ni con oro o perlas o vestidos costosos, sino con buenas obras, como conviene a mujeres que han hecho profesión de piedad" (1Tim 2,9-10). La cabellera, gloria de la Iglesia, es la multitud de sus hijos, con los que "se reviste como con velo nupcial" (Is 49,18). Tras los ojos y los cabellos elogia los dientes: Tus dientes, rebaño de ovejas prontas para ser esquilado, recién salido de bañar. Cada oveja tiene mellizos; no hay ninguna estéril. Recién lavadas para el esquileo, las ovejas blanquean sobre el prado verde (Sal 65,14). El espectro de colores -rojo, verde, blanco, dorado-, da una sensación de frescura, vitalidad y vigor al rostro de la amada. La blancura de la lana, como punto de comparación, es proverbial en la Escritura (Sal 147,16;Is 1,18;Dan 7,9). Recién salido de bañar, es decir, al salir de las aguas del bautismo, cada oveja tiene mellizos; no hay ninguna estéril. Por la fe y el testimonio de vida, cada bautizado se hace apóstol, dando fecundidad a la madre Iglesia. Los dientes blancos, que deja ver la amada cuando sonríe, no son hermosos cuando falta uno. Así los hijos de Israel, cuando están unidos son bellos, como la sonrisa de la amada. Al pastor de Israel no le agrada la soledad. Manda siempre de dos en dos a sus discípulos, pues sólo está presente donde hay dos o más reunidos en su nombre (Mc 6,7; Mt 18,19s). Los doctores y maestros, como dientes, desmenuzan y rumian el pan de la Palabra de Dios, para darlo masticado a los demás. Para cumplir su misión sus dientes, rebaño de ovejas recién salido de bañar, deben haber sido bañados, "purificados de toda mancha de la carne y del espíritu, consumando la santificación en el temor de Dios" (2Cor 7,1). La imagen de cabras, que descienden de la montaña, y la de ovejas, que suben del baño, se oponen y complementan entre sí. Al descenso de lo alto sigue la subida desde las aguas. Descienden cabras negras y ascienden ovejas blancas. Es el camino de la amada, primero negra, que baja al fondo de las aguas, donde sepulta su ser viejo, para salir de las aguas como hombre nuevo, oveja del rebaño del Señor. En la montaña alta del Líbano nace el Jordán; sus aguas descienden hasta formar en Moab la jofaina del Señor (Sal 60,10;108,10). Allí Israel baña sus pies antes de entrar en la tierra prometida (Jos 3). También Rut, antes de presentarse a Booz, "se lavó, se perfumó y se puso el manto" (Rut 3,3) y Booz la tomó como esposa (4,13). No se entra en el Santuario sin lavar las manos en la inocencia (26,6), sin ser regenerado en las aguas del Jordán, como Naamán el leproso "bajó y se sumergió siete veces en el Jordán y su carne se volvió como la de un niño pequeño" (2Re 5,14). Jesús dice a Nicodemo: "El que no nazca de nuevo no puede ver el Reino de Dios". Replica Nicodemo: "¿Cómo puede uno nacer siendo ya viejo? ¿Puede acaso entrar otra vez en el seno de su madre y nacer?". Le responde Jesús: "El que no nazca de agua y de Espíritu no puede

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entrar en el Reino de Dios. Lo nacido de la carne es carne; lo nacido del Espíritu es espíritu" (Jn 3). c) Tu hablar es melodioso Renacidos en el agua, los fieles pasan a la Eucaristía, donde sus labios quedan marcados con la sangre del Cordero: sus labios se adornan de una cinta escarlata. Alimentados con el cuerpo y sangre de Cristo y fortalecidos con el don del Espíritu Santo, su hablar se hace melodioso en el canto de las alabanzas al Señor y en la predicación de Cristo crucificado, salvación de los hombres. Con la cinta escarlata, colocada en la ventana, Rahab salvó toda su casa (Jos 2,18). Con la sangre de Cristo en los labios, ventana de la Palabra, se orlan de rojo también las mejillas, dando testimonio de la redención de Cristo con la propia sangre. Los mártires de Cristo son sus mejillas, medias granadas tras el velo, del mismo color de la sangre de Cristo, que llevan en su interior. Así, del tronco de Jesé se levanta la torre de David, el cuerpo de Cristo, nacido del seno de María y de la sangre derramada sobre el monte. Así el Hijo Unigénito sube a los cielos como Primogénito de una multitud de hermanos (Rom 8,29), "pues convenía que llevara muchos hijos a la gloria. Por tanto el santificador y los santificados tienen el mismo origen, por lo que no se avergüenza en llamarles hermanos" (Heb 2,10ss). Melodiosos son los labios del Sumo Sacerdote que pronuncia ante el Señor la oraciones en el día de la expiación. Sus palabras cambian los pecados de Israel, rojos como escarlata, en blancos como lana pura (Is 1,18). Los predicadores, labios de la Iglesia, purificados con la sangre del Señor, llevan siempre en su boca el anuncio de la redención, realizada mediante la sangre del Señor. La profesión de fe en la pasión de Cristo y el amor a los hombres redimidos con la sangre de Cristo forman un lazo de escarlata en sus labios. La cinta escarlata es, pues, la fe que actúa por medio del amor (Gál 5,6). Con este lazo de amor se abren los labios en la predicación: "Pues si confiesas con tu boca que Jesús es Señor y crees en tu corazón que Dios le resucitó de entre los muertos, serás salvo. Pues con el corazón se cree para conseguir la justicia, y con la boca se confiesa para conseguir la salvación" (Rom 10,9-10). Con la predicación, la Iglesia recoge los frutos de la redención de Cristo y se hacen sus mejillas, medias granadas tras el velo. Desde el rostro pasa al cuello de la amada, semejante a la torre de David, que se recorta en el cielo terso de Jerusalén: Tu cuello, la torre de David, construida como ciudadela. Mil escudos penden de ella, todos paveses de valientes. De la torre de David cuelgan "las insignias de oro que llevaban los oficiales del rey de Hadadézer. David las llevó a Jerusalén y las consagró al Señor, con la plata y el oro consagrado de todos los pueblos sometidos" (2Sam 8,7ss). Lo mismo hizo Salomón (1Re 10,16-17). En el cuello de la amada se ven como adornos y collares. La torre de Babel, en el vano intento de los hombres por llegar con sus fuerzas al cielo, terminó en la confusión y dispersión de los hombres. La torre de David, levantada por el Señor, es el centro de unidad: "Aquel día -dice el Señor- yo recogeré a las ovejas cojas, reuniré a las dispersas. De las cojas haré un Resto, de las alejadas una nación numerosa. Reinará Yahveh sobre ellos en el monte Sión, desde ahora y por siempre. Y tú, Torre del Rebaño, monte de Sión, recibirás el poder antiguo, la realeza de la hija de Jerusalén" (Mq 4,8). El cuello, fortaleza o torre de David puesta en alto, lleva sobre sí y

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manifiesta a todos la cabeza, a Cristo. Así Pablo llevaba el nombre del Señor a los lejanos (He 9,15). Cuanto hablaba era Cristo, la cabeza, quien hablaba en él (2Cor 13,3). Ya dijo el Señor: "No puede ocultarse una ciudad situada en la cima de un monte" (Mt 5,14). Sigue el elogio de los dos pechos: Tus dos pechos, con dos cervatillos, mellizos de gacela, pastan entre azucenas. La gacela es uno de los animales salvajes más bellos. Su cuerpo es fino, ágil, elegante, camina con la cabeza alzada y ojos vivos. Es toda agilidad, soltura y gracia como la amada. Sus dos pechos son como Moisés y Aarón (Ex 6,20), que eran como dos crías mellizas de gacela y pastorearon al pueblo de Israel durante cuarenta años en el desierto, alimentándolo con el maná, las codornices y el agua de la fuente de Myriam (Ex 15,22-16,32). Desde su nacimiento Israel es uno, pero nutrido siempre por dos pechos iguales e inseparables como los dos montes de Siquén, Garizim y Eval: Efraím y Judá, Moisés y Aarón, Pedro y Pablo, apóstoles y profetas. El Mesías se mostrará transfigurado entre Moisés y Elías, sobre la Ley y los Profetas (Mt 17,1ss). Antes que sople la brisa del día y huyan las sombras, me iré al monte de la mirra, a la colina del incienso. La brisa es el Espíritu Santo, que aspira donde quiere y conduce donde quiere (Jn 3,8). El Espíritu Santo, con su soplo, aleja las sombras de la noche y trae la luz del día. Los regenerados por el Espíritu (Jn 3,15) se hacen hijos de la luz e hijos del día (1Tes 5,5). En ellos crece la palabra como en tierra buena (Lc 8,15), donde pueden pastar los cervatillos, que se nutren de leche, como recién nacidos (1Cor 3,1-2). La Iglesia, como madre, cuida así a sus hijos (1Tes 2,7). Por ello, Cristo dice a sus discípulos: Antes que sople la brisa, antes que surja la aurora de la resurrección, "os conviene que yo me vaya" al monte de la mirra, a la colina del incienso, pues he venido para dar mi vida, en ofrenda de incienso al Padre, por el mundo. "Os conviene que yo me vaya, porque si no me voy, no vendrá a vosotros el Paráclito, pero si me voy, os lo enviaré" y hará huir las sombras. Pues "cuando él venga, convencerá al mundo de pecado, porque no creen en mí; de justicia, porque me voy al Padre; y de juicio, porque el Príncipe de este mundo está juzgado" (Jn 16,7ss). La mirra es la resina olorosa que emana del tronco y de las ramas del arbusto pequeño, herido con el hacha. Semejante al arbusto de la mirra es el del incienso; con una incisión en su tronco exuda el líquido, que cae gota a gota, con su fuerte olor. La esposa herida de amor destila incienso y mirra. Descrito cada miembro, el esposo, que ha ido al monte de la mirra, es decir a la muerte, canta al cuerpo entero de la Iglesia, arrebatado, mediante su muerte, al señor de la muerte (Heb 2,14), y revestido de su misma gloria: ¡Toda hermosa eres, amada mía, no hay tacha en ti! La amada, sin defecto, es como las víctimas perfectas del sacrificio (Lv 21,17-23; 24,19-20). Con su belleza inédita, es la esposa recreada por Dios "en la justicia y el derecho, en la ternura y la misericordia" (Os 2,21); es la Iglesia "sin mancha ni arruga, santa e inmaculada" (Ef 5,27), que Pablo "ha desposado con un esposo único para presentarla como virgen casta a Cristo" (2Cor 11,2). La comunidad, redimida por Cristo (Ef 1,4; Col 1,22; Ap 14,5) es en todo semejante a Cristo (Heb 9,14; 1Pe 1,19). La liturgia canta a María, figura acabada de la Iglesia: "¡Tota pulcra est, Maria, et macula originalis non est in te! Eres toda hermosa, porque eres amada y has sido lavada,

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curada, purificada, perfumada y adornada por el amor del amado, como canta San Juan de la Cruz: Cuando tú me mirabas, su gracia en mí tus ojos imprimían, por eso me adamabas, y en eso merecían los míos adorar lo que en ti vían.

d) Ven del Líbano Los puros de corazón ven a Dios (Mt 5,8). Esta visión de Dios es inagotable, pues cada manifestación de Dios suscita el deseo de una mayor manifestación. La fuente, que sacia la sed, enciende nuevamente la sed: Ven del Líbano, novia mía, ven del Líbano conmigo. La fuente misma dice: "Si alguno tiene sed, venga a mí y beba" (Jn 7,37). Quien ha gustado el agua, experimentando cuán bueno es el Señor (1Pe 2,3), desea beber de nuevo. A ello invita el amor con sus continuos y repetidos reclamos: "Ven, amada mía", "ven, paloma mía", "ven al reparo de la roca", "ven del Líbano, esposa mía". Ven tú, que me has seguido en las experiencias pasadas y has llegado conmigo al monte de la mirra, donde has sido sepultada conmigo en el bautismo, ven tú, que has llegado conmigo al monte del incienso, donde te has hecho partícipe de mi resurrección (Rom 6,4). El Líbano, con su cadena montañosa, ciñe como una corona a la Palestina del norte. Pero el Líbano es también símbolo de la idolatría (Is 17,10; Ez 8,14). En medio de la idolatría viven los exiliados, más allá del Tigris y el Eufrates. Dios les invita a volver a Palestina, donde se reconstruye el templo de su presencia. En su regreso, les invita a contemplar, desde las cumbres del Senir y del Hermón, el país de sus padres, que aparece ante sus ojos: Otea desde la cumbre del Amaná, desde la cumbre del Senir y del Hermón, desde las guaridas de los leones, desde los montes de los leopardos. El Hermón, con su alta cima nevada todo el año, difunde una bocanada de frescura a quien viaja por Galilea bajo el rayo abrasador del sol. En su altura áspera y salvaje, poblada de bosques, leones y leopardos, nace el Jordán. Como guarida de fieras estos montes son lugares peligrosos, de donde el amado quiere sacar a la amada: ¡Ven, novia mía! Ven a mí, sal del dominio del maligno, que ha sido juzgado y condenado. Escapa de los cubiles de leones y panteras. Conmigo subirás al Templo, donde te ofrecerán dones los jefes del pueblo, que habitan junto al Amaná (2Re 5,12), los que moran en la cima del monte de las nieves, las naciones que están sobre el Hermón (Is 66,20; Sal 72,10). Desde la cumbre de los montes, donde están los manantiales del Jordán, contempla el misterio de tu regeneración. En esas aguas has dejado el hombre viejo, con todas sus fieras, leones (Sal 9,30-31) y leopardos, para renacer a una vida nueva. Contempla de donde te ha sacado el Señor, para transformarte en su esposa, a través de las aguas del Jordán. Me robaste el corazón, hermana y novia mía, me robaste el corazón con una mirada tuya, con una sola vuelta de tu collar. Lo dice el que por ti tomó tu carne y se hizo hermano tuyo; el que se unió a ti y te hizo su esposa; el que no tenía pecado y llevó tus pecados en su cuerpo, sanando tus heridas con las suyas (1Pe 2,22-23; Is 53,5); el que con la debilidad de la cruz destruyó el poder de tus enemigos; el que, para rescaterte, se hizo precio de tu rescate (Mt 20,28). Exulta y

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grita de estupor con los ángeles, con los amigos del esposo, con él mismo, pues te ha hecho hermana y novia suya. A ti, "la menor de todos los santos, se te ha concedido la gracia de anunciar la inescrutable riqueza de Cristo y dar a conocer a todos el misterio escondido desde los siglos en Dios, para que la multiforme sabiduría de Dios sea ahora manifestada mediante la Iglesia, conforme al previo designio eterno que realizó en Cristo Jesús, Señor nuestro" (Ef 3,8-11). En ti ha hecho maravillas el Señor, cuyo nombre es santo (Lc 1,48). Al hacerte su esposa, el amado te ha hecho hermana suya: "A partir de ahora, tú eres su hermano y ella es tu hermana. Tuya es desde hoy para siempre" (Tob 7,11;8,4ss). La amada es para el esposo hermana, en todo igual a él (Flp 2,7;Heb 2,17), su ayuda adecuada, hija del mismo padre (Jn 20,17). Jesús lo proclama en casa de Pedro: "¿Quién es mi madre y mis hermanos? Y mirando en torno a los que estaban sentados en corro, a su alrededor, dice: Estos son mi madre y mis hermanos. Quien cumpla la voluntad de Dios, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre" (Mc 3,31-35;Mt 12,46-50;Lc 8,19-21). La familia de Jesús se halla constituida por aquellos que cumplen la voluntad del Padre. ¡Me robaste el corazón, hermana mía! Más aún, María, la Hija de Sión, la Virgen fiel, esposa y madre, le ha dado un corazón de carne para amar hasta el extremo a los hombres (Jn 13,1). El corazón de Cristo no conoce la apatía, sino la pasión que le lleva a morir en la cruz. Toda su vida manifiesta este amor pasional de Dios por el hombre. Vive frente a la muerte, curando enfermos, acogiendo leprosos, no vengando pecados sino perdonándolos, es decir, combatiendo contra la muerte, hasta entrar en ella para aniquilarla. Jesús se entregó libremente al combate con la muerte, tomó espontáneamente el camino de Jerusalén, donde mueren los profetas. Sobre la cruz su corazón fue traspasado (Jn 19,34;Zac 12,9s): "El soportó nuestros sufrimientos y cargó con nuestros dolores. Sus cicatrices nos curaron" (Mt 8,17). "Sí, os lo aseguro, si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda solo; en cambio, si muere, da fruto abundante" (Jn 12,24). La esterilidad del grano, que no quiere caer en tierra y morir, es la muerte más absurda, ya que es una muerte sin esperanza. "El que quiera salvar su vida, la perderá, pero quien pierde su vida, la encuentra", la está haciendo fecunda, eterna. Entregar la vida es salir de uno mismo, amar, exponerse y darse. En esta enajenación se hace viviente la propia vida, ya que vivifica otras vidas. Quien vive verdaderamente la vida, puede también morir. Quien ya está muerto no pude morir por nadie ni por nada. O, si se quiere, una vida no vivida, en apatía, puede no morir, pero no es vida. La apatía pretende ahorrarnos la muerte y por eso nos desposee de la vida. El amor, en cambio, hace de la vida una pasión, haciéndonos capaces de sufrir. Mirar a la pasión de Dios y a la historia de la pasión de Cristo nos lleva de la muerte a la vida e impide que nuestro mundo se hunda en la apatía. e) Panal que destila son tus labios ¡Qué bellos son tus amores, hermana y novia mía! ¡Que sabrosos tus amores! ¡más que el vino! ¡Y la fragancia de tus perfumes, más que todos los bálsamos! El amado devuelve a la amada el elogio que la amada le hizo (1,2s). Robándole el corazón, ha recibido de él toda su belleza; se ha hecho semejante a él. La única diferencia es que, hallándonos nosotros siempre llenos de necesidades y deseos, la amada se fija en la bondad del amor; el esposo, en cambio, se

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complace desinteresadamente en la belleza del amor de la amada. Su mirada de amor halla en la amada todas sus delicias (Lc 1,30). En la Iglesia, el invisible se hace visible. Aquel, a quien nadie vio jamás (Jn 1,18), porque habita en una luz inaccesible (1Tim 6,16), se ha dejado ver en Cristo, cabeza de la Iglesia, que es su cuerpo. Mediante la incorporación de los llamados a la salvación, él va edificando su cuerpo hasta que alcance el estado de hombre perfecto, la madurez de la plenitud de Cristo (Ef 4,12-13). Para ello da forma al rostro de la Iglesia con su misma impronta (Ef 5,27). La Iglesia muestra la belleza de los amores de Dios y expande la fragancia de su vida divina: "Si habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la derecha de Dios. Aspirad a las cosas de arriba, no a las de la tierra. Porque habéis muerto y vuestra vida está oculta con Cristo en Dios. Cuando aparezca Cristo, vida vuestra, también vosotros apareceréis gloriosos con él" (Col 3,1-4). La fragancia de la esposa supera el perfume de todos los sacrificios y holocaustos (Gén 8,21) que en la Antigua Alianza se elevaban a Dios. Ya los profetas anunciaban que el Señor "no aceptaría los terneros de su casa ni los cabritos de sus rebaños, ni la carne de toros" (Sal 49,13.19), "pues sacrificio a agradable a Dios es un espíritu contrito; un corazón contrito y humillado, oh Dios, tu no lo desprecias" (Sal 50,19). El sacrificio de alabanza que la esposa ofrece a Dios es el sacrificio que él desea, en el que se complace. Por ello le dice: ¡Qué sabrosos tus amores! ¡más que le vino! ¡Y la fragancia de tus perfumes, más que todos los bálsamos! Cual casta virgen unida a Cristo (2Cor 11,2), sus pechos no destilan ya leche, que es el alimento de los niños en Cristo (1Cor 3,1-2), sino vino puro, que alegra el corazón del hombre (Sal 103,15). Mi sangre en tus entrañas me unen a ti, pues te hace en todo semejante a mí, hermana y novia mía. A la esposa, "transfigurado su cuerpo miserable en un cuerpo glorioso como el suyo" (Flp 3,21), Cristo dice: Un panal que destila son tus labios, novia mía. Hay miel y leche debajo de tu lengua; y la fragancia de tus vestidos, como la fragancia del Líbano. "Acércate a la abeja y observa cuán laboriosa es y qué imponente la obra que realiza. Rey y pueblo usan su miel; todos la buscan y estiman" (Pr 6,8). La esposa busca el néctar de la sabiduría en toda la Escritura y sus labios se convierten en un panal que destila dulzura. Guardando en su corazón la Palabra y dándola vueltas en su interior, saca del buen tesoro de su corazón su hablar que es como leche y miel, que nutre y endulza a quienes la escuchan, sean niños o adultos en Cristo (1Cor 3,1-2). Los labios de la esposa hablan y manifiestan "una sabiduría de Dios, misteriosa, escondida, destinada por Dios desde antes de los siglos para gloria nuestra" (1Cor 2,6ss). El amor es suave como un vino embriagador; las caricias transtornan como una bebida fuerte; besar es como sorber néctar o purísima miel: "Sus palabras (besos de Dios) son más dulces que la miel, más que el néctar de panales" (Sal 19,10). Miel y leche es el símbolo de la tierra prometida (Ex 3,8.17; Lv 20,24;Nm 13,27; Dt 6,3). La amada es para el esposo deseable como la tierra de la libertad. Miel virgen indica el panal que gotea espontáneamente la más dulce miel. Es la dulzura de las palabras de ternura de la esposa (Eclo 36,22-27). "Panal de miel son las palabras suaves, dulces al alma y saludables para el cuerpo" (Pr 16,24). Tus plegarias, cuando brotan del corazón, son un panal que destila de tus labios. Cuando oran los sacerdotes en los atrios del Santuario, sus labios destilan miel

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virgen. Tu lengua, oh esposa casta, cuando dices los cánticos y las alabanzas, son dulces como leche y miel. Dios unge con óleo de alegría de modo que "los vestidos huelen a mirra, áloe y casia" (Sal 45,9). El perfume del vestido de los sacerdotes (Lv 8,30; Ex 30,22-25) es como perfume de incienso. Pero el que proclame las palabras de la Torá y no consiga que resulten tan agradables a los oyentes como una novia resulta agradable en el día de su boda, más le valiera no haber hablado. La fragancia de los vestidos es símbolo de las bendiciones de Dios (Gén 27,27). La amada exhala el aroma del amado y destila la miel de su palabra, eco de la palabra del amado. Cantar a la amada es un canto al amado, a quien ella debe su ser, su hablar y toda su vida. Gota a gota, palabra a palabra, la amada difunde la sabiduría bebida en la fuente de la Sabiduría. No es como la palabra de la mujer perversa, "cuyos labios destilan miel y su paladar es más dulce que el aceite, pero luego es amarga como ajenjo, mordaz como espada de dos filos, pues conduce a la muerte" (Pr 5,3-4). En cambio, la Sabiduría del Señor lleva a la vida: "Come miel, hijo mío, porque es buena, el panal de miel es dulce al paladar. Es sabiduría para tu alma; si la hallas, hay un mañana y tu esperanza no fracasará" (Pr 24,13s). La miel del panal del Señor ilumina los ojos (1Sam 14,27). Unidos en matrimonio, Cristo y la Iglesia, se dan el uno al otro su amor y se ensalzan mutuamente, repitiéndose las mismas palabras de amor. Revestida de Cristo, la esposa es asimilada a Cristo, llevando la impronta de su divinidad, la fragancia del incienso, los frutos del Espíritu de Dios: amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, dominio de sí (Gál 5,22). Es lo que destila el vestido de la esposa, cuyo "ser corruptible se ha revestido de incorruptibilidad; y su ser mortal se ha revestido de inmortalidad" (1Cor 15,53). f) Jardín cerrado Eres jardín cerrado, hermana mía, novia, huerto cerrado, fuente sellada. Huerto cerrado son las vírgenes, custodiadas y escondidas en las tiendas. Y fuente sellada son las mujeres casadas, castas como el jardín del Edén, donde sólo los justos pueden entrar; están selladas como fuente de agua viva que mana bajo el árbol de la vida y se divide en cuatro brazos (Gén 2,10); si no estuviese sellada con el Nombre grande y santo estallaría, desbordándose hasta inundar todo el mundo (Gén 8,2). El Cantar evoca constantemente el Paraíso (6,1;6,11;8,13). Los profetas comparan a Israel, al entrar en los tiempos escatológicos, con un jardín lleno de verdor, saturado de fragancias deliciosas, regado por aguas y colmado de frutos maravillosos (Os 14,6-7; Ez 36,35; Is 51,3; 61,11). El huerto cerrado con su fuente sellada es el jardín del Edén donde Dios acoge al hombre y lo colma de bienes y consuelos (Sal 46;Eclo 24). Cerrado por el pecado, custodiado por la espada de fuego (Gén 3,24), lo abre Cristo con la llave de la cruz, árbol de vida eterna, donde nos ha desposado el Señor. El esposo elogia la fidelidad de la esposa, que ha mantenido toda su agua para el esposo: "Bebe el agua que brota de tu pozo. ¿Se va a desbordar por fuera tu manantial, las corrientes de agua por las plazas? Que sean para ti solo, sin repartirlas con extraños. Sea bendita tu fuente, embriágate de sus amores y que su amor te

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apasione siempre" (Pr 5,15ss). Jardín cerrado al diablo, abierto al esposo; fuente sellada con el sello del Espíritu de Cristo. Unida a Cristo (Ef 5,31-32), la esposa hace la voluntad de Dios y así se hace hermana de Cristo (Mc 3,35). De este modo se transforma en huerto florido, cuyos brotes son un paraíso de granados, con frutos exquisitos, como anunció David: "El justo florece como la palmera, crece como un cedro del Líbano. Plantados en la Casa de Dios, dan flores en los atrios de nuestro Dios" (Sal 92,1314), y también Isaías: "En lugar del espino crecerá el ciprés y en lugar de la ortiga, el mirto" (Is 55,13). Y Miqueas anunció la paz y gozo de quien "se sentaría bajo su parra y su higuera" (Miq 4,4). El Señor hace florecer en la Iglesia el jardín y lo protege, teniéndolo bien cerrado, sin una brecha "para que no le vendimien todos los que pasan por el camino, ni le devaste el jabalí salvaje, ni le pisotee el ganado de los campos" (Sal 79,13-14). El jardín necesita de una fuente para que no se agosten sus árboles. Por ello el Cantar añade: fuente sellada. El agua de la sabiduría de Dios, encauzada a regar la plantación de Dios, hace que exhale el perfume de nardo y azafrán, caña aromática y canela, con todos los árboles de incienso, mirra y áloe, con los mejores bálsamos y aromas. Es el perfume del Espíritu, "que todo lo sondea, hasta las profundidades de Dios" (1Cor 2,10); al comunicárselo a la esposa del Hijo de Dios, desbordada por tanta gracia, exclama: "¡Oh abismo de la riqueza de la sabiduría y de la ciencia de Dios! ¡Cuán insondables son sus designios e inescrutables sus caminos!" (Rom 12,33). Sólo con balbuceos y símbolos del paraíso o de la tierra prometida, que mana leche y miel (Ex 3,8.17), puede expresar lo inefable de la comunicación de Dios. El alma, más que habitar en el jardín del Edén, se convierte ella misma en jardín, y ya, no como al principio, jardín abierto, sino cerrado, bien custodiado por el Amado. Y al mismo tiempo que jardín, se hace también fuente de aguas vivas (Jr 2,13), que fluyen del Líbano, para cuantos tienen sed. De su boca brotan palabras de vida que apagan la sed de cuantos las beben con el oído de la fe. El Señor se la ofrece a la Samaritana: "Si conocieras el don de Dios, y quién es el que te dice: 'dame de beber', tú le habrías pedido a él, y él te habría dado agua viva.., y el que beba del agua que yo le dé, no tendrá sed jamás, sino que el agua que yo le dé se convertirá en él en fuente de agua que brota para la vida eterna" (Jn 4,10-14). Se trata del don del Espíritu Santo: "Si alguno tiene sed, venga a mí y beba, pues el que crea en mí, como dice la Escritura, de su seno correrán ríos de agua viva. Esto lo decía refiriéndose al Espíritu que iban a recibir los que creyeran en él" (Jn 7,37-39). Con razón se dice de la esposa: La fuente del jardín es pozo de agua viva, que fluye del Líbano. El pozo normalmente no fluye como la fuente, pero tiene aguas frescas, aguas vivas (Gén 26,19). "Dios es un manantial de aguas vivas y no una cisterna agrietada, que no retiene el agua" (Jr 2,13;17,13). Las aguas de Siloé guían al pueblo con dulzura (Is 8,6) más excelente que el vino. Estas fluyen del Líbano para irrigar la tierra de Israel; de hecho, los hijos de Israel estudian los preceptos de la Torá, que son como fuente de agua viva (Jr 2,13; Is 55,1). En el altar del Templo, construido en Jerusalén y llamado Líbano, se derrama el agua en libación. Las aguas de Dios fluyen frescas como las que brotan del Líbano. La amada es graciosa y alegre, transparente como agua de fuente y de torrentes.

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Tus brotes, un paraíso de granados, con frutos exquisitos: nardo y azafrán, caña aromática y canela, con todos los árboles de incienso, mirra y áloe, con los mejores bálsamos y aromas. El granado es un árbol frondoso, de flores rojas, delicadas. Su fruto, con sus múltiples celdillas para cada grano rojo, es símbolo de la fertilidad. La hija de Sión ha dado el fruto bendito de su seno, cumpliéndose en ella lo anunciado por los profetas: "El Señor consuela a Sión, pues convertirá su desierto en un edén, su yermo en paraíso del Señor" (Is 51,3); "el Señor será rocío para Israel, que florecerá como azucena y arraigará como álamo; echará vástagos, tendrá la lozanía del olivo y el aroma del Líbano; volverán a morar a su sombra, revivirán como el trigo, florecerán como la vid, serán famosos como el vino del Líbano" (Os 14,6-7); "volverán a labrar la tierra asolada, después de haber estado baldía a la vista de los caminantes, que exclamarán: Esta tierra desolada está hecha un paraíso" (Ez 36,34s). San Agustín dice: En el huerto del Señor no sólo hay las rosas de los mártires, sino también los lirios de las vírgenes y las yedras de los casados, así como las violetas de las viudas. En la Iglesia, comunión de los renacidos en Cristo, los estados de vida están de tal modo relacionados entre sí que están ordenados el uno al otro. Son modalidades diversas y complementarias de vivir la universal vocación a la santidad en la perfección del amor. Los estados de vida están al servicio del crecimiento de la Iglesia, se coordinan dinámicamente en su única misión: ser imagen del amor de Dios. De este modo, el único e idéntico misterio de la Iglesia revela y vive, en la variedad de vocaciones, la infinita riqueza del misterio de Cristo. Así la Iglesia es como un campo espléndido por su variedad de plantas, flores y frutos. San Ambrosio dice: Un campo produce muchos frutos, pero es mejor el que abunda en frutos y flores. Ahora bien, el campo de la santa Iglesia es fecundo en unas y otras. Aquí puedes ver florecer las gemas de la virginidad, allá la rica cosecha de las bodas bendecidas por la Iglesia, que colma de mies abundante los grandes graneros del mundo; los lagares del Señor Jesús sobreabundan además de los frutos de vid lozana, frutos de los cuales están llenos los matrimonios cristianos. ¡Levántate, cierzo, ven ábrego! ¡Orea mi huerto, que exhale sus aromas! ¡Entre mi Amado a su jardín y coma sus frutos exquisitos! La amada lanza una llamada a los vientos del norte y del sur, a los vientos fríos y a los cálidos, para que corran por el jardín y le hagan exhalar todos sus aromas ocultos. Y tras invocar el soplo del viento, invita a entrar al amado. Es su jardín, pues él le ha hecho florecer. En él entra el amado y se deleita con los frutos de la amada, que el viento de su Espíritu desprende de ella. En el jardín de delicias de la amada puede recrearse con todos sus sentidos: vista, tacto, gusto y olfato. O quizás lo que pide la esposa a Dios es que aleje al viento cierzo, según su promesa: "Alejaré de vosotros al que viene del norte y le echaré hacia una tierra de aridez y desolación" (Jl 2,20). En cambio, implora el don del viento ábrego, que es el soplo del Espíritu de Dios: "Viene Dios de Temán, el Santo, del monte Parán. Su majestad cubre los cielos, de su gloria está llena la tierra" (Hab 3,3). Con el soplo del Espíritu Santo el huerto, el corazón de la esposa dará los frutos que agradan al Esposo, cuyo alimento es hacer la voluntad del Padre y llevar a cabo su obra (Jn 4,34). Levántate, cierzo, y llévate contigo las sombras de la noche, tú que soplas hacia el Occidente, la región de las tinieblas. Levántate y

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vete, para que yo no me aleje del Oriente, instalándome en la confusión de Babel (Gén 11,2). Levántate cierzo y huye con tus pretensiones de grandeza, para que venga el ábrego y me lleve hacia Oriente, hacia el Sol de justicia, mi Señor. Vete, cierzo, para que venga el ábrego, pues no hay nada en común entre la justicia y la iniquidad, entre la luz y las tinieblas, entre Cristo y Belial (2Cor 6,14). Sólo si se disipan las tinieblas, brilla la luz: "Los que viven en la carne, desean lo carnal; mas los que viven según el espíritu, lo espiritual. Pues las tendencias de la carne son muerte; mas las del espíritu, vida y paz, ya que las tendencias de la carne llevan al odio a Dios, de modo que los que están en la carne no pueden agradar a Dios. Mas vosotros no estáis en la carne, sino en el espíritu, ya que el Espíritu de Dios habita en vosotros" (Rom 8,5-9). Este es el deseo de la esposa: despojarse del hombre viejo para revestirse del hombre nuevo (Col 3,9). Revestida de las armas de Dios puede resistir a las asechanzas del Diablo en el día malo (Ef 6,10ss). En pie, ceñida la cintura con la Verdad, revestida de la Justicia como coraza, calzados los pies con el celo por anunciar el Evangelio de la paz, embrazando siempre el escudo de la Fe, para poder apagar con él todos los dardos encendidos del Maligno; tomando además el yelmo de la salvación y la espada del Espíritu, que es la Palabra de Dios; siempre en oración y súplica (Ef 6,14ss). Ordena al cierzo, que se aleje de su huerto, para que el ábrego le oree de todos los residuos de su vida anterior de pecado. El cierzo es el viento del invierno; trae desolación y tristeza (Mt 24,20), pues arrasa flores y verdor del jardín, donde la esposa desea exhalar sus aromas y que entre el Esposo y se deleite con los frutos exquisitos del ábrego, del viento del Espíritu (He 2,2ss). Ya sabe la esposa que si sopla el viento del Espíritu, se derrite el hielo y corren las aguas (Sal 147,17). ¡Entre mi Amado a su jardín y coma sus frutos exquisitos! La esposa invita al Amado a comer de sus frutos. Ha preparado en sí el alimento que le agrada: "Mi alimento es hacer la voluntad del que me ha enviado y llevar a cabo su obra" (Jn 4,34). Hacer la voluntad del Padre y realizar su obra es la misma cosa, pues "El quiere que todos se salven y lleguen al conocimiento pleno de la verdad" (1Tim 2,4). Este es el alimento exquisito que desea y espera el Amado encontrar en el jardín de la esposa, de la Iglesia, de cada fiel, que todos los días implora: "Santificado sea tu Nombre" y "hágase tu voluntad" (Mt 6,9-10). Antes de que la esposa termine de hablar, él le dice: Heme aquí en mi jardín, he entrado a recoger mi bálsamo y mi mirra, a comer de mi miel y mi panal, a beber de mi leche y de mi vino. Con prontitud escucha el Amado el deseo de la esposa (Lc 18,6-8). Se deleita recogiendo los frutos que él mismo ha hecho crecer en el jardín de la esposa, "porque de él, por él y para él son todas las cosas" (Rom 11,35). Dice el Señor a la casa de Israel: He venido a mi Templo que tú, hermana mía, asamblea de Israel, que eres como una esposa casta, me has construido y he hecho habitar en medio de ti mi Shekinah (1Re 8,10-13). He aceptado el incienso de tus aromas, que has preparado para mi Nombre; he mandado fuego del cielo, que ha consumido los holocaustos y el sacrificio santo (2Cr 7,1); me ha sido agradable la libación de vino rojo y blanco, que los sacerdotes han derramado sobre mi altar. Y ahora, ¡venid, sacerdotes que amáis mis mandamientos! ¡Comed y gozaos de cuanto ha sido preparado para vosotros!

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¡Comed, amigos, bebed, embriagaos! Se puede comparar a un rey que organizó un banquete e invitó a muchos huéspedes. Después de probar los manjares y el vino, dice a los invitados: comed también vosotros, bebed también vosotros, bebed y embriagaos, mis amigos. El gozo del amor impulsa a los amantes a compartirlo con los demás, haciendoles partícipes de su alegría: "El Señor prepara un banquete para todos los pueblos, en esta montaña, un festín de vinos generosos, de manjares exquisitos, de vinos de solera. Alegrémonos y celebremos su salvación" (Is 25,6-12). "Escuchadme y comed lo que es bueno: os deleitaréis con manjares exquisitos" (Is 55,2). Todos los compañeros del amado y las compañeras de la amada son invitados a participar en el banquete nupcial (Mt 25,1-13;22,1-14;Mc 2,19-20). El amor tiene una fuerza tal que se derrama y busca provocar amor. Resuena la invitación del esposo al banquete escatolégico: "Oíd, sedientos todos, acudid por agua, también los que no tenéis dinero: venid, comprad trigo, comed sin pagar, vino y leche de balde. Aplicad el oído y acudid a mí, oíd y vivirá vuestra alma" (Is 55,1ss). Dichoso el jardín que tiene a Cristo como labrador, pues al tiempo oportuna dará frutos variados: el buen perfume de la mirra en el tiempo de la purificación de los miembros terrenos (Col 3,5); pan que nutre y fortifica en el tiempo de crecimiento hasta lograr la estatura del hombre adulto, condimentado con la miel del panal, pan de la resurrección. Y para los sedientos no falta el vaso de leche y la copa de vino. Los amigos son sus hermanos más pequeños (Mt 25,40), sus discípulos, invitados a disfrutar de los frutos del jardín: ¡Comed, amigos míos, bebed, embriagaos, hermanos míos! "Mientras estaban comiendo, tomó Jesús pan y lo bendijo, lo partió y, dándoselo a sus discípulos, dijo: "Tomad comed, éste es mi cuerpo. Tomó luego una copa y, dadas las gracias, se la dio diciendo: Bebed de ella todos, porque ésta es mi sangre de la Alianza, que es derramada por muchos para perdón de los pecados" (Mt 26,26-28). Es la invitación a la "sobria embriaguez", de la que gozan quienes se nutren de la abundancia de la casa del Señor, como Pablo (2Cor 5,13) y Pedro (He 10,10-16).

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8. AUSENCIA Y BUSQUEDA DEL AMADO: 5,2-8 a) Mientras dormía, mi corazón velaba Tras la plenitud de gozo en el encuentro del huerto, vuelve la noche y la separación. Mientras peregrinamos por este mundo, el amor se vive en tensión entre la presencia y la ausencia, el encuentro y la búsqueda, gozando de las primicias del Espíritu y esperando la visión eterna cara a cara, sin que la noche siga al día (Ap 21,25; 22,5). Ahora, con la embriaguez llega el sueño: Yo dormía, dice la esposa después del banquete con el Esposo y los amigos. No es un sueño común, se trata de un sueño particular. En el sueño normal, quien duerme no está despierto y quien está despierto no duerme. Lo uno pone fin a lo otro; el sueño y la vigilia se excluyen mutuamente. Aquí, en cambio, ocurre algo insólito: Yo dormía, pero mi corazón velaba: "Con toda mi alma te anhelo en la noche, y con todo mi espíritu te busco por la mañana" (Is 26,9). Es el sueño de Jacob en Jarán con la cabeza recostada sobre una piedra, donde su corazón despierto contempla la escala que une cielo y tierra (Gén 28,10ss). Es el sueño de Elías bajo la retama del desierto, cuando se le aparece el ángel del Señor y le dice: "Levántate y come que el camino hasta el Horeb es largo" (1Re 19,1ss). Comenta Gregorio de Nisa: La esposa, embriagada por el vino del esposo, cae en el sueño. Los sentidos, con que ha buscado las cosas terrenas, se han cerrado, pero su corazón sigue en vela, a la espera del Amado, según su consejo: "Estén ceñidos vuestros lomos y las lámparas encendidas, y sed como hombres que esperan a que su Señor vuelva de la boda, para que, en cuanto llegue y llame, al instante le abran. Dichosos los siervos, que el señor al venir encuentre despiertos, os aseguro que se ceñirá, los hará sentarse a la mesa y, yendo de uno a otro, les servirá" (Lc 12,35-37). La esposa se asemeja a los ángeles, que aguardan que vuelva el Señor de la boda con los hombres. Están sentados, vigilantes, a las puertas del cielo, para abrirle apenas llegue para ser coronado como rey de la gloria (Sal 23,7-10). El Señor vuelve como rey glorioso al reino de los cielos, donde es acogido con aclamaciones. Vuel como esposo que sale de su tálamo (Sal 18,6) después de haber celebrado las bodas con la virgen (2Cor 11,12) que, mediante la regeneración del agua bautismal, ha dejado de ser una meretriz en pos de la idolatría (Ez 16,15ss). A nosotros, muertos para el mundo, se nos invita a vivir despiertos en los atrios de nuestro santuario interior, esperando la vuelta del Señor de la gloria.

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Ahora bien, cada texto de la Escritura contiene innumerables significados: "No es ésta una palabra vacía para nosotros" (Dt 32,47). "Como un martillo golpea la roca" (Jr 23,29) y la rompe en muchos fragmentos, así también de cada palabra de la Escritura se desprenden muchos significados: "Una cosa ha dicho Dios, dos he escuchado: porque de Dios es la potencia" (Sal 62,12). Yo dormía se puede entender de otra manera. Después de los hechos salvadores del Exodo, Israel pecó; se durmió y el Señor lo entregó en manos de Nabuconosor, rey de Babilonia, que lo llevó al exilio. En el exilio los hijos de Israel eran como un hombre adormilado que no sabe despertarse de su sueño. La voz del Espíritu les amonestaba mediante los profetas para despertarlos del sueño de su corazón: "¡Despierta, despierta, Jerusalén" (Is 51,17). "Despierta, despierta, levántate, Jerusalén prisionera" (Is 52,1s). Es el sueño del perezoso: "Un poco dormir, otro poco dormitar, otro poco tumbarse con los brazos cruzados; y llegará como vagabundo tu miseria y como un mendigo tu pobreza" (Pr 6,10s). Es el sueño de Jonás bajo la retama, que le lleva a desear la muerte (4,8s). Es el sueño de la tibieza, que amenaza al justo, que se cree rico y se duerme, perdiendo el celo de sus comienzos, exponiéndose a ser vomitado por el Señor (Ap 3,14ss). Es el sueño de Israel en su espera del Mesías, es el sueño de las vírgenes necias, que se quedan fuera del banquete de bodas por no tener aceite en las alcuzas (Mt 25,1ss). "Velad y orad, dice el Señor a sus discípulos, para no caer en tentación, porque el espíritu está pronto, pero la carne es débil" (Mt 26,41). b) La voz del amado Tras el encuentro luminoso vuelve la noche. La amada duerme, pero el amor no duerme, se mantiene en vela. De repente se oye una voz conocida, que hace saltar el corazón: es el amado que golpea a la puerta: "Mira que estoy a la puerta y llamo; si uno me oye y abre, entraré en su casa y cenaremos juntos" (Ap 3,20). ¡Dichosos los siervos a quienes su Señor encuentre así! (Lc 12,43). Ellos oirán la voz del amado apenas llegue y llame: La voz de mi Amado que llama. Cada día empieza todo de nuevo. La esposa, que ha alejado de sí el cierzo y ha atraído el soplo del Espíritu; que ha visto florecer las granadas en su jardín y ha preparado al Señor de la creación la mesa del banquete donde no había ningún manjar impuro (He 10,15), pues Dios todo lo había purificado: la mirra, el pan untado con miel, el vino mezclado con la leche; la que ha oído al Esposo decirle: "Eres toda bella, y no hay mancha alguna en ti"; ahora, ésta misma se encuentra como si le esperase por primera vez. Escucha su voz con la emoción de la primera vez. Toda estremecida exclama: ¡La voz de mi Amado que llama! Cada vez es nueva la voz del Amado: "Si alguien cree conocer algo, aún no lo conoce como se debe" (1Cor 8,2). Moisés comenzó a gozar de la visión de Dios en la luz (Ex 19,3) y después Dios le habló desde la densa nube (Ex 19,9; 20,21). En el conocimiento de Dios pasamos de la luz a la nube, del conocimiento aparente al conocimiento oscuro de su misterio insondable; cuanto más se acerca el hombre a Dios más se adentra en la nube de su misterio, descubriendo la falsedad de todas las imágenes de Dios, que antes se ha formado, hasta llegar a la fe desnuda, que confiesa que Dios es Dios. De las cosas visibles pasamos a las invisibles. La amada, de etapa en etapa,

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pasa de ser negra, por la ignorancia de la idolatría, a la purificación interior de la fe. Dicho de otro modo, su carrera hacia Dios la hace ser, primero, como yegua y, luego, volar como paloma hasta posarse a la sombra del manzano, entrando en la nube donde se une con el Esposo. Aunque el Esposo se haya dejado ver en tantas ocasiones, sin embargo, sigue dándose a conocer a través de su voz. Siempre que uno se acerca a la fuente de la Escritura, que es el manantial que al principio brotó de la tierra y regó todo el suelo (Gén 2,6), experimenta la maravilla de su novedad inagotable. Aunque pase siglos sentado junto ella, bebiendo de ella y contemplándola manar, nunca descubrirá todos sus veneros escondidos. Su agua salta hasta la vida eterna. Siendo fuente de agua viva, siempre está manando agua nueva. Cada día sacia y cada día suscita la sed, para beber de nuevo de ella. La esposa se admira y estremece cada vez que oye la voz del Amado. Cada día el Esposo deja oír su voz: ¡Abreme! Y da a la amada las llaves para abrirle la puerta. Las llaves son los nombres que le da: hermana mía, amiga mía, paloma mía, mi perfecta. Si uno quiere abrir las puertas del alma para que entre el rey de la gloria (Sal 23,7-9), ha de hacerse hermano suyo, acogiendo su palabra y haciendo la voluntad del Padre (Mc 2,35); amigo suyo, para que le revele todos los misterios del Padre (Jn 15,15); paloma suya perfecta, que no en la carne, sino en el Espíritu (Rom 8,4ss). Con estas llaves se abre al Esposo, cuya cabeza destila el rocío y el relente de la noche, con que arroja del seno de la tierra las sombras de la muerte (Is 26,19). Tomó entonces la palabra el Señor y dijo: "¡Arrepentíos y convertíos!" (Jr 3,12s). Abre tu boca, grita (Lam 2,18s), hermana mía, amada mía, Asamblea de Israel, que eres como una paloma por la perfección de tus obras. Mira que mis cabellos están llenos de tus lágrimas, empapados de rocío; y mis rizos están llenos del relente de tus ojos, pues "llora que llora por la noche Jerusalén y las lágrimas surcan sus mejillas" (Lam 1,2). Los rizos de su cabellera están perlados del relente de la noche, impregnados de rocío como el vellón de Gedeón (Ju 6,37-40). Llegando de noche, en el tiempo de la prueba, el esposo se deja sentir como indicio de las bendiciones de Dios para la amada: "Seré como rocío para Israel, que florecerá como el lirio y hundirá sus raíces como el Líbano. Sus ramas se desplegarán y su esplendor será como el del olivo" (Os 14,6s). En un ambiente seco como el de Palestina, el rocío es signo de bendición (Gén 27,28), es un don divino precioso (Job 38,28;Dt 33,13), símbolo del amor de Dios (Os 14,6) y señal del amor entre los hombres (Sal 133,3); es también principio de resurrección: "Revivirán tus muertos, tus cadáveres revivirán, despertarán y darán gritos de júbilo los moradores del polvo; porque rocío luminoso es tu rocío, y la tierra echará de su seno las sombras" (Is 26,19). El vellón es el seno de María en el que cae el rocío divino del Espíritu Santo que engendra a Cristo. La liturgia sirio-maronita canta: Oh Cristo, Verbo del Padre, tú has descendido como lluvia sobre el campo de la Virgen y, como grano de trigo perfecto, has aparecido allí donde ningún sembrador había jamás sembrado y te has convertido en alimento del mundo... Nosotros te glorificamos, Virgen Madre de Dios, vellón que absorbió el rocío celestial, campo de trigo bendecido para saciar el hambre del mundo.

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Gotas de rocío, que caen de los rizos de la Cabeza, Cristo, sobre su cuerpo, la Iglesia, son las palabras de sus apóstoles. Son simples gotas de rocío de la fuente inagotable de la Palabra. Pablo no se cansa de repetir: "Parcial es nuestra ciencia, parcial nuestra profecía. Cuando venga lo perfecto desaparecerá lo parcial" (1Cor 13, 9-10;Flp 3,13). La fuente es inagotable; siempre queda en ella agua para apagar la sed: "Jesús, puesto en pie, grita: Si alguno tiene sed, venga a mí y beba el que cree en mí" (Jn 7,37). Cristo resucitado encuentra a los discípulos con las puertas cerradas por el miedo. El llama, les anuncia la paz y les muestra las manos y el costado (Jn 20,19ss). Ocho días después vuelve y dice a Tomás: Abreme tu corazón con la llave de la fe, "ven, acerca aquí tu dedo, mete tu mano en mi costado y no seas incrédulo, sino creyente". Y con Tomás nos dice a nosotros: "Dichosos los que no han visto y han creído". Tocar a Cristo o ser tocado por Cristo es lo que estremece las entrañas hasta la confesión de fe: "¡Señor mío y Dios mío!" (Jn 20,24ss). En el oficio de Santa Catalina de Siena se dice: Abreme, hermana mía, que has llegado a ser coheredera de mi reino; amada mía, que has llegado a conocer los profundos misterios de mi verdad; tú que has sido enriquecida con la donación de mi Espíritu; tú que has sido purificada de toda mancha con mi sangre. Sal del reposo de la contemplación y consagra tu vida a dar testimonio de mi verdad. c) La mano en la cerradura Me he quitado la túnica, ¿cómo voy a ponérmela de nuevo? Me he lavado los pies, ¿cómo volver a mancharlos? La Asamblea de Israel respondió a los profetas: Ya he sacudido de mí el yugo de sus mandamientos (Lam 1,8) y he dado culto al abominio de las naciones, ¿cómo podría atreverme a volver a El? Le responden los profetas: El Señor, en su amor, te encontró desnuda y te cubrió con la túnica blanca de la santidad (Ez 16;Ex 28,39-40;29,8;39,7;40 14); estabas bella como una palmera, como la virgen Tamar vestida con la túnica de hija de rey (2Sam 13,18). ¿Cómo te has quitado la túnica nupcial, volviendo a quedar desnuda (Gén 3,7)? ¿Es que ya no esperas al esposo, que siempre llega a la hora que menos se piensa? Escucha: En medio de la noche se oyó una voz: "¡Ya está aquí el novio! ¡Salid a su encuentro!" (Mt 25,6.21). ¡Pobre esposa que se ha quitado la túnica, con que la revistió el Amado! ¿Cómo podrá ponérsela de nuevo? Imposible para ella, pues se trata de la túnica de gloria del Señor (Sal 104,1). Sólo de él puede recibir "los vestidos blancos para cubrirse y que no quede al descubierto la vergüenza de su desnudez. Sé, pues ferviente y arrepiéntete. Mira que estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y me abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo" (Ap 3,18ss). Como hija de Abraham, en vez de pensar en sus pies, debería pensar en los pies del viajero que visita su tienda: "Permitid que os traiga un poco de agua, os lavaréis los pies y reposaréis a la sombra de este árbol" (Gén 18,4). Como se siente pura, porque se ha lavado los pies, ignora que necesita que el amado la lave toda entera para ser realmente pura de todas sus inmundicias: "Cuando haya lavado el Señor la inmundicia de las hijas de Sión y haya limpiado las manchas de sangre del interior de Jerusalén, entonces extenderá Yahveh sobre el monte de Sión el resplandor de su gloria" (Is 4,4ss). Por ello el Señor le responde por medio

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de los profetas: Yo también he quitado mi Shekinah de en medio de ti (Ez 10,18s), ¿cómo podría volver? Puesto que tú has hecho obras malas y yo he santificado mis pies de tu impureza, ¿cómo podría volver a mancharlos en medio de ti con tus obras malas? ¿Has olvidado mi palabra "Este es el lugar de la planta de mis pies, aquí habitaré en medio de los hijos de Israel para siempre y no contaminarán más mi santo Nombre con sus prostituciones" (Ez 43,7)? La frialdad de la esposa frente a su fiel esposo refleja la frialdad de Israel en tantos momentos de su historia. Pero Dios, en su fidelidad, insiste, mete la mano en el agujero de la cerradura de la puerta, hasta estremecer las entrañas de la amada. "Vino a su casa y los suyos no le recibieron. Pero a todos los que la recibieron les dio poder de hacerse hijos de Dios" (Jn 1,11s). El Señor, cuyas entrañas maternas se estremecen ante la amada (Jr 4,19; 31,20; Is 16,11; 49,15), insiste sin cansancio: ¡Hijos míos! Abridme un resquicio de penitencia como el ojo de una aguja y Yo abriré puertas tan grandes que podrán pasar por ellas carros y camellos. "Cesad en vuestras malas acciones y sabed que Yo soy Dios" (Sal 46,11). Es suficiente abrir un pequeño resquicio para que el amado meta sus mano, estremezca nuestras entrañas y nos haga saltar del lecho. Un resquicio de conversión, un zureo de arrepentimiento le basta al amado: "andarán por los montes, como palomas de los valles, gimiendo cada uno por sus culpas" (Ez 7,16), "zureando sin cesar como palomas, porque fueron muchas nuestras rebeldías frente a ti" (Is 59,11s). "A la tarde, a la mañana, al mediodía me quejo y gimo: él oye mi clamor" (Sal 55,18). El Señor está cerca de quien, con corazón contrito y humillado (Sal 51,19), "desahoga ante él su alma en pena" (1Sam 1,15s). "Mira, Señor, que estoy en angustia, me hierven las entrañas, el corazón se me retuerce dentro, pues he sido muy rebelde" (Lam 1,20s). La confesión del propio pecado cambia radicalmente todo: La esposa ha escuchado la voz del Amado y le ha obedecido: se ha hecho hermana suya, amiga, paloma, perfecta. Se ha quitado la túnica de pieles, con que se había revestido después del pecado (Gén 3,21) y ha lavado el polvo de sus pies (Jn 13,10). En Cristo se ha quitado el velo de su corazón: "Sólo en Cristo desaparece el velo, puesto sobre los corazones. Cuando uno se convierte al Señor se arranca el velo" (2Cor 3,14-16). La redención de Cristo libra totalmente del pecado y hace innecesario el velo, que sólo cubría el pecado, sin eliminarlo. El hombre viejo es el que necesita del velo; quien se ha despojado de él y se ha revestido del hombre nuevo (Col 3,9) no se corrompe siguiendo la seducción de las concupiscencias, pues está revestido del Hombre Nuevo, creado según Dios en justicia y santidad (Ef 4,22ss), es decir, está revestido de Jesucristo (Rom 13,14), que dejó en la tumba el sudario y las vendas, con que antes se había revestido (Jn 20,6-7). La esposa, que se ha despojado de la túnica, no desea ponérsela de nuevo; le basta estar revestida de Jesucristo; le basta una sola túnica (Mt 10,10). Quienes han recibido la túnica blanca del bautismo, no pueden volver a revestirse de la túnica del pecado. Dos túnicas, la de Cristo y la del pecado, son inconciliables (2Cor 6,4). Y menos aún echar un remiendo nuevo en la túnica vieja, pues se haría un desgarrón y la situación sería peor que antes (Mc 2,21). Quien se ha revestido de la túnica luminosa, que mostró el Señor en su transfiguración (Mt 17,2), ¿como puede aceptar vestir el andrajoso vestido del borracho y el fornicador (Pr 23,21)?

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Quien se ha lavado los pies para pisar la tierra santa (Ex 3,5), ¿cómo va a mancharlos otra vez? Moisés, que preparó las vestiduras sacerdotales según el modelo celeste que se le mostró en el Monte (Ex 28,4ss), no preparó sandalias para los pies. El sacerdote, que camina sobre tierra santa, no puede llevar en sus pies calzado de animales muertos. Por ello el Señor prohíbe a sus discípulos llevar sandalias (Mt 10,10) o caminar sobre el camino de los paganos (Mt 10,5). El Señor es el camino, por donde marchan quienes se han despojado de la vestidura del hombre muerto. La esposa ha comenzado a caminar por esa vía; el Señor le ha lavado los pies y se los ha secado (Jn 13,5), ¿cómo volver a ensuciarlos?. Quien, por el bautismo, ha sido lavado, apoya sus pies sobre la roca y no sobre el fango: "Me sacó de la fosa fatal, del fango cenagoso; asentó mis pies sobre la roca, consolidó mis pasos" (Sal 39,3). La roca es el Señor (1Cor 10,4), que es luz (Jn 1,4; 8,12) y verdad (Jn 14,6), incorruptibiliadad (1Cor 15,53-57) y justicia (1Cor 1,30), virtudes con que está empedrada la vía de la santidad. Quien camina por esta vía, sin desviarse ni a derecha ni a izquierda, encuentra al Señor: Mi Amado metió la mano por la cerradura y se me estremecieron las entrañas. La voz del Amado le hace presente. Un pequeño resquicio es suficiente para que él meta su mano y toque en lo más íntimo al alma. La mano o potencia de Dios hace exultar, estremece el ser del hombre, como saltó de gozo Juan en el seno de su madre ante la presencia del Señor en el seno de María (Lc 1,44). Es la exultación de los ciegos, cojos, leprosos y muertos a los que el Señor curó tocándoles con la potencia de su mano. d) Le busqué y no le hallé Me levanté para abrir a mi Amado y mis manos destilaron mirra, mirra fluida mis dedos, en el pestillo de la cerradura. Cuando sentí fuerte contra mí el golpe de la potencia del Señor, me arrepentí de mis obras, ofrecí sacrificios e hice subir el incienso de los aromas ante el Señor. Pero no fue acogida mi ofrenda, porque el Señor había cerrado frente a mí las puertas de la conversión: "Aunque grito y gimo, El sofoca mi oración. Ha interceptado mis caminos con bloques de piedra, ha obstruido mis senderos" (Lam 3,8s). El Señor corrige a quien ama: "Que te enseñe tu propio daño, que tus apostasías te escarmienten; reconoce y ve lo malo y amargo que te resulta dejar a Yahveh tu Dios" (Jr 2,19). La gloria de Dios se ha alejado y ahora te toca caminar hacia el exilio "amargado, con quemazón de espíritu, mientras la mano de Dios pesa fuertemente sobre ti" (Ez 3,15s). Pero no desesperes, pues la mirra que destilan tus manos exhala el perfume del arrepentimiento. La mirra del sacrificio fluye sobre tus manos y las purifica. Ellas serán transformadas en fuentes de oro para la ofrenda del incienso en honor del Señor (Nm 7,84ss). Si las puertas de la oración están cerradas, no lo están las de las lágrimas: "Escucha mi oración, oh Dios, inclina tu oído a mi lamento; no seas sordo a mis lágrimas" (Sal 39,13). La oración es como una cisterna, la penitencia como el mar; la cisterna está a veces abierta, a veces cerrada; pero el mar está siempre abierto, o sea, las puertas de la penitencia están siempre abiertas. Me levanté para abrir a mi Amado con el arrepentimiento; y mis manos gotearon mirra por la amargura de mi pecado. "Y Yahveh se arrepintió del mal" (Ex 32,14). La oración y las lágrimas conmueven al Señor: "Todo el que invoque el nombre del Señor será salvo" (Jl 3,5). Di con el corazón: "me levanté para abrir a mi amado". Me levanté de mi

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pecado para abrir a mi amado con el arrepentimiento; mis manos gotearon mirra por la amargura y mis dedos destilaron mirra, pues el Señor pasó por alto tu rebelión "y se arrepintió del mal" (Ex 32,14); en verdad Israel puede decir: "Yo soy de mi amado y El me busca con deseo" (Cant 7,11). Nosotros somos débiles, pero oteamos y esperamos todos los días la salvación de parte del Señor. Y cada día declaramos dos veces que su Nombre es único, cuando decimos: "Escucha, Israel, Yahveh es nuestro Dios, Yahveh es único" (Dt 6,4). La amada se levanta. Y mientras sus dedos levantan la manija de la cerradura, siente el perfume que ha dejado en ella la mano del amado. Loss dedos de la amada quedan impregnados del aroma del amado. La mirra, con su olor fuerte y penetrante, es el perfume preferido del amado, que visita a la amada en la noche, no para entrar donde ella, sino para sacarla del sueño. Por ello le deja un signo tangible de su venida: la mirra fluida de sus manos. Cuando el Amado metió la mano por la cerradura, a la esposa se le estremecieron las entrañas. El toque de amor del Amado la levantó y sus manos destilaron mirra. Esta es la experiencia de todo el que se une al Señor. No es posible que él se una a nosotros, si antes no damos muerte a los miembros terrenos (Col 3,5) y nos despojamos del velo de la carne (2Cor 3,16). De este modo las manos destilan mirra, se hacen fuente de mirra, llenando todos los dedos. Me levanté, porque había sido sepultada con él en la bautismo para la muerte. La resurrección no puede darse en quien no muere, es decir, en quien no da muerte a su hombre de pecado con todas sus pasiones. Con la muerte del hombre viejo se da muerte a todas las pasiones; los dedos destilan mirra, es decir, la mortificación de las pasiones. La palabra dedos especifica las diversas formas, distintas unas de otras, de las pasiones. Es como si dijera: con la fuerza de la resurrección he dado muerte a los miembros terrenos (Col 3,5); pues ni es suficiente dar muerte a la intemperancia, si se alimenta el orgullo, la envidia, la ira, la ambición o cualquier otra pasión; si una vive en el interior, no es posible que los dedos destilen mirra. Si el grano de trigo no muere, no brota la espiga (Jn 12,24). La muerte precede a la vida; sólo por la muerte se llega a la vida. Por ello, el Señor dice: "Yo doy la muerte y la vida" (Dt 32,39). Así Pablo, muriendo, vivía (2Cor 6,9-10); cuando estaba débil, entonces era fuerte (2Cor 12,10); encadenado, seguía su carrera (He 20,22-24): "pues llevamos este tesoro en vasos de barro para que aparezca que una fuerza tan extraordinaria es de Dios y no de nosotros. Llevamos siempre en nuestro cuerpo el morir de Jesús, a fin de que la vida de Jesús se manifieste en nuestro cuerpo. De modo que la muerte actúa en nosotros, mas en vosotros la vida" (2Cor 4,7ss). Por la muerte, pues, llegamos a la vida. Su muerte nos levanta de la muerte, pues con su muerte es vencida la muerte. El hombre, creado a imagen de Dios, recibió de él el hálito de la vida (Gén 2,7), le dio además el Paraíso, que con su fertilidad alimentaba esa vida (Gén 2,9), y el mandamiento de Dios como ley de vida, pues prohibía al hombre morir (Gén 2,16-17). Pero junto al árbol de la vida estaba el árbol, cuyo fruto era la muerte, fruto que Pablo llamó pecado, al decir que "el fruto del pecado es la muerte" (Rom 6,23). El árbol era bello, pues todo pecado tiene siempre su placer, sea el de la ira, el de concupiscencia o cualquier otro; era bello, pero dañino, como "la miel que destilan los labios de la extraña, que es dulce al paladar, pero al fin es amargo como ajenjo, mordaz como espada de dos filos" (Pr 5,3-4). De este modo fue engañado el hombre, comiendo

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del fruto prohibido, y el pecado le llevó a la muerte. El hombre gustó la muerte; perdió la vida. Acogió en sí una vida que es muerte; nuestra auténtica vida quedó, por tanto, muerta. Por ello, cuando el hombre se une a Cristo, da muerte a esa muerte que lleva en sí y recobra la vida perdida. Sólo muriendo a la vida del pecado recobra la vida (Rom 6,11). Por ello la esposa, al levantarse con la llegada del Esposo, muestra que sus manos destilan mirra, porque ha muerto al pecado y vive para quien es su vida (Jn 14,6). El discípulo de Cristo vive esta muerte cada día (1Cor 15,31), experimentando así "el poder de la resurrección del Señor y la comunión en sus padecimientos hasta hacerse semejante a él en su muerte, tratando de llegar a la resurrección de entre los muertos" (Flp 3,10-11). e) Herida de amor Abrí a mi Amado, pero El ya no estaba. El alma se me salió en su huida. Le busqué y no le hallé, le llamé, y no me respondió. Abrí a mi amado, lo busqué, pero él había quitado su Shekinah de en medio de mí. Mi alma, en su ausencia, bramó por oír la voz de sus palabras. Busqué su gloria y no la encontré; oré delante de El, pero oscureció el cielo con nubes y no escuchó mi oración: "Te has envuelto en una nube, para que no pase la oración" (Lam 3,44). Al abrir la puerta, me encontré con el vacío. El amado se había disuelto como una sombra (Sal 144,4). Pero el amor se enciende y la amada sale en busca del amado por las calles y plazas de la ciudad desierta. A sus llamadas sólo responde el silencio. Como mujer perdida, vagabunda, recorre la ciudad. De pronto, en una esquina, me encontraron los guardias que hacen la ronda en la ciudad. Me golpearon, me hirieron, me despojaron del manto los guardias de la muralla. Pero nada puede alejar a la amada del amor de su vida: ni la tribulación, ni la angustia, ni la persecución, ni el hambre, la desnudez, los peligros, la espada, ni la muerte, ni la vida, ni otra criatura alguna podrá separarla del amor de Dios, manifestado en Cristo Jesús, Señor nuestro (Rom 8,35ss). Ella sigue buscando al amado, llamando en su auxilio a las hijas de Jerusalén. La voz del amado ha suscitado la sed irresistible de su palabra: "He aquí que vienen días en que yo mandaré hambre a la tierra, no hambre de pan ni sed de agua, sino de oír la palabra de Dios. Entonces vagarán de mar a mar, de norte a levante andarán errantes en busca de la palabra de Dios, pero no la encontrarán" (Am 8,11-12). Me agarraron los caldeos, que guardaban las calles y cerraban el cerco alrededor de la ciudad de Jerusalén. Mataron a algunos de los míos a espada; a otros los condujeron a la esclavitud. Y quitaron la diadema del reino del cuello de Sedecías, rey de Judá, lo llevaron a Ribla, cegaron sus ojos, los hombres de Babilonia, que asediaban la ciudad y guardaban los caminos (2Re 25,1-7). "De la planta del pie a la cabeza no hay en ella cosa sana: golpes, magulladuras y heridas frescas, ni cerradas, ni vendadas, ni ablandadas con aceite. Ha quedado la hija de Sión como cobertizo en viña, como choza en pepinar, como ciudad sitiada" (Is 1,6ss). "Por cuanto son altivas las hijas de Sión y caminan con el cuello estirado guiñando los ojos, y andan a pasitos menudos, haciendo tintinear las ajorcas de los pies, el Señor rapará sus cabezas, desnudará sus vergüenzas y arrancará sus adornos: ajorcas, diademas, pendientes, pulseras, velos, trajes, mantos, chales, vestidos de gasa y de lino..." (Is 3,16ss). El Amado llega y llama; con su mano estremece y levanta a la esposa, pero pasa adelante, sin detenerse jamás, invitando a la esposa a salir de sí misma, a

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seguirle, a buscarle en las calles y plazas, en la vida. La llave que abre el pestillo de la cerradura de la puerta estrecha (Mt 7,14) es la fe viva, que actúa en la caridad (Gál 5,6; 1Cor 13,2ss; Sant 2,14ss). Son las llaves que el Señor da a quien tiene la fe de Pedro (Mt 16,16-19). Con su huida el Esposo no abandona a la esposa, sino que la arrastra en pos de él. ¡Dichoso quien sale de sí siguiendo al Esposo! El Señor guardará sus entradas y salidas (Sal 120,8). Cristo mismo se presenta como la puerta, de modo que "quien entra por mí, estará a salvo, entrará y saldrá" (Jn 10,9; 14,6). La experiencia de la esposa es la misma de Moisés. Cuando quiso ver el rostro de Dios, Dios pasó ante él y siguió adelante, sin detenerse (Ex 33,19-23). Deslumbrado por la visión de Dios, Moisés caminó de gloria en gloria, hasta el final de su vida. Ya desde el comienzo prefirió el oprobio de Cristo a los tesoros de Egipto (Heb 11,25-26) y estimó más sufrir con el pueblo de Dios que el placer momentáneo del pecado. Arriesgó su vida, dando muerte el egipcio, para defender al israelita (Ex 2,11-12). Luego su oído fue iluminado gracias a los rayos de la luz (Ex 3,1ss); para ello descalzó sus pies de todo revestimiento egipcio; destruyó con el bastón las serpientes de Egipto (7,12); liberó de la esclavitud del Faraón al Pueblo de Dios, al que guió mediante la nube (13,21), dividió en dos partes el mar (14,21-31), sumergió en las aguas la tiranía, hizo dulces las aguas amargas (15,25), golpeó la roca (17,6), se sació del pan de los ángeles (Sal 77,25), oyó las trompetas de los cielos (19,19), subió al monte que estaba envuelto en llamas (19,20ss), penetrando dentro de la nube (24,18), en cuya oscuridad se hallaba Dios (20,21), recibió el testamento (31,18), su rostro quedó radiante, pues en él brillaba la luz inaccesible del Señor (34,29-35)... Su vida fue un caminar continuo de teofanía en teofanía. Y, sin embargo, su deseo del Señor no quedó nunca saciado. Aunque Dios hablaba con él "cara a cara" (Ex 33,11), "boca a boca" (Nú 12,8), aún suplica: "Si realmente he hallado gracia a tus ojos, hazme saber tu camino, para que yo te conozca y halle gracia a tus ojos" (Ex 33,13). Y el Señor pasó ante él, pero antes le metió en la hendidura de la roca, le tapó los ojos con la mano, y sólo logró ver las espaldas, después que El hubo pasado (Ex 33,21-23). A Dios sólo se le ve de espaldas, sólo lo ve quien le sigue. Dios nunca se deja apresar. Está siempre de paso, en pascua. Es el comienzo del Cántico espiritual de San Juan de la Cruz: "¿Adónde te escondiste, Amado, y me dejaste con gemido? Como el ciervo huiste habiéndome herido; salí tras ti clamando, y eras ido" Aunque diga que buscó al amado y no lo halló, le llamó y no la respondió, no es inútil su salida tras el Esposo. Las palabras: Me encontraron los guardias que hacen la ronda en la ciudad. Me golpearon, me hirieron, me despojaron del manto los guardias de la muralla, no son un lamento, sino las palabras con que la esposa se gloría, como Pablo, mostrando sus trofeos por seguir a Cristo: "Porque pienso que a nosotros, los apóstoles, Dios nos ha asignado el último puesto, como condenados a muerte. Nosotros, necios por seguir a Cristo, débiles, despreciados, hasta el presente pasamos hambre, sed y desnudez. Somos abofeteados, andamos errantes" (1Cor 4,9ss). "Nos recomendamos en todo como ministros de Dios: con mucha constancia en tribulaciones, necesidades, angustias, en azotes, cárceles, sediciones, en fatigas, desvelos, ayunos." (2Cor 6,4ss). "De cualquier cosa que alguien presuma, yo más que ellos. Más trabajos, cárceles y azotes; en peligros de muerte. Si hay que gloriarse, me gloriaré en mis flaquezas. Con sumo gusto seguiré gloriándome sobre todo en mis flaquezas, para que habite en mí la fuerza

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de Cristo. Por eso me complazco en mis flaquezas, en las injurias, en las necesidades, en las persecuciones, y las angustias sufridas por Cristo" (2Cor 11,11-12,10). "¡Dios me libre de gloriarme si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por el cual el mundo está crucificado para mí y yo para el mundo! En adelante nadie me moleste, pues llevo sobre mi cuerpo las señales de Jesús" (Gál 6,14-17). Las cicatrices de los malos tratos sufridos por Cristo (2Cor 4,10; Col 1,24) son más gloriosas que cualquier otra señal en la carne (Flp 3,7). Los siervos del Guardián de Israel, que encuentran a la esposa, la despojan del velo, que cubría su cabeza y sus ojos, impidiéndola correr sin tropezar y ver al esposo (Gn 24,65). El poder del Espíritu arranca el velo al discípulo de Cristo, para que camine con libertad: "Cuando uno se convierte al Señor, se arranca el velo. Porque el Señor es Espíritu, y donde está el Espíritu del Señor, allí está la libertad. Por eso nosotros, que con el rostro descubierto reflejamos como en un espejo la gloria del Señor, nos vamos transformando en esa misma imagen cada vez más gloriosos: así es como actúa el Señor, que es Espíritu" (2Cor 3,16-18). A esta transformación se ordenan los golpes y heridas de los guardias: "No ahorres corrección al niño, que no se va a morir porque le castigues con la vara. Con la vara le castigarás y librarás su alma de la muerte" (Pr 23,13-14). El Señor mismo "hiere para sanar" (Dt 32,39). Por ello la esposa puede decir: "Tu vara y tu callado me consuelan" (Sal 22,4). Con la vera del Señor se atraviesa el valle oscuro y se prepara el fiel para participar en la mesa divina, donde es ungido con el óleo y bebe del cáliz el vino puro, que produce la "sobria embriaguez". El alma se me salió en su huida, pero quien pierde su alma por Cristo, la guarda para la vida eterna (Jn 12,25). Los profetas y los apóstoles, guardias apostados día y noche sobre Jerusalén (Is 62,6), me encontraron y golpearon con su palabra, pues no callan hasta restablecer a Jerusalén como alabanza de toda la tierra (Is 62,6-7). Gracias a sus golpes "estoy herida de amor", "llevo en mi cuerpo las señales de Jesucristo" (Gál 6,17). Con las señales de Cristo en el cuerpo, con el rostro descubierto, despojada del velo, en mí se refleja, como en un espejo, la gloria del Señor (2Cor 3,18). Os conjuro, hijas de Jerusalén, si encontráis a mi Amado, ¿qué le diréis? Que estoy enferma de amor. La amada ha descubierto que, sola, no puede encontrar al amado. Necesita implorar a las hijas de Jerusalén, sus compañeras, que le busquen con ella, que la acompañen en su búsqueda, que intercedan por ella ante el amado, que le digan que está herida, enferma de amor. "Pastores los que fuerdes allá por el otero, si por ventura vierdes aquel que yo más quiero, decidle que adolezco, peno y muero" (S. Juan de la Cruz).

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9. ¡ASÍ ES MI AMADO! : 5,9-6,3 a) Eres el más bello de los hombres Contemplando las señales del amado, marcadas en el rostro de la amada, las hijas de Jerusalén, deseosas de conocerle, preguntan: ¿En qué se distingue tu Amado de los otros, oh la más bella de las mujeres? ¿En qué se distingue tu Amado de los otros, para que así nos conjures? La esposa, que guarda en su memoria bien custodiada la imagen del amado, le describe a las hijas de Jerusalén con la pasión de su amor. Su retrato es casi un calco del elogio que él ha hecho antes de ella (Cant 4). ¿No es ella su cuerpo, una sola carne con él? Dice San Gregorio de Nisa: Si somos hijos de la Jerusalén celeste (Gál 4,26) escuchemos lo que nos enseña la esposa. Digamos con el rey David: "No entraré bajo el techo de mi casa, no subiré al lecho de mi descanso, no daré sueño a mis ojos, ni reposo a mis párpados, hasta que encuentre en mí mismo un lugar para el Señor, haciéndome morada de su presencia" (Sal 131,3-5). No demos descanso a nuestros ojos hasta recibir la "herida de su amor", pues "son preferibles las heridas del amigo a los besos del enemigo" (Pr 27,6). El amigo, cuyas heridas son mejores que los besos del enemigo, no ha cesado de amarnos cuando éramos sus enemigos (Rom 5,8), mientras que el enemigo, sin que le hubiéramos hecho ningún mal, nos infligió la muerte. A nuestros primeros padres les pareció que era una herida la prohibición del mal, mientras que les pareció un beso el comer el fruto de aspecto bello y agradable. Pero se vio claramente que las heridas del amigo eran preferibles a los besos del enemigo. Sin embargo, el amigo siguió amándonos a nosotros que, dudando de su amor, pecamos; por nosotros dio la vida en la cruz. Con gozo la esposa se muestra herida por su amor. Dios es amor (1Jn 4,16) y su amor penetra el corazón mediante la flecha de la fe: este dardo, que hiere a la esposa, es la fe que actúa en la caridad (Gál 5,6). Tal herida de amor hace brillar el rostro de la esposa, haciéndola la más bella de las mujeres. Su esplendor lleva a las hijas de Jerusalén a dar gloria al Esposo (Mt 5,16); por ello preguntan: ¿En qué se distingue tu Amado de los otros, oh la más bella de las mujeres? ¿Cómo podremos conocerlo, si no es posible hallarlo, si no responde cuando se le llama, si no se deja aferrar cuando se le halla? Quítanos también a nosotras el velo de los ojos, como han hecho contigo los guardias de la ciudad, para que podamos caminar tras él.

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Indícanos las señales para que también nosotras podamos amarlo, heridas con la flecha de su amor. La esposa, herida de amor, exclama: "Me brota del corazón un poema bello, recito mis versos a un rey. Eres el más bello de los hombres, en tus labios se derrama la gracia..." (Sal 44,1ss). Y vuelta a las hijas de Jerusalén, despojada del velo, con los ojos del espíritu iluminados (2Cor 3,13-16), les describe los rasgos del cuerpo glorioso de Cristo (Flp 3,21), el Esposo amado: Mi Amado es fulgurante y encendido, distinguido entre diez mil. Mi Amado, por quien todo fue hecho (Jn 1,1-4), "se hizo carne y puso su morada entre nosotros y hemos contemplado su gloria, gloria que recibe del Padre como Hijo único, lleno de gracia y de verdad" (Jn 1,14-15). ¡Grande es el misterio de la piedad: El se ha manifestado en la carne! (1Tim 3,16). "Siendo de condición divina, se despojó de sí mismo tomando la condición de siervo, haciéndose semejante a los hombres; se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz. Por lo cual Dios lo exaltó y le otorgó el Nombre que está sobre todo nombre" (Flp 2,6ss). El amado, "sentado sobre su trono de llamas, con ruedas de fuego fulgurante, se envuelve de día en un manto cándido como la nieve" (Dn 7,9) y en la noche su rostro se enciende de luz; el esplendor de su Gloria, irradiado por su rostro, es como el fuego (Ez 1,27s). Así se distingue entre todos. Supera a José que "era hermoso y de buen aspecto" (Gén 39,6), a David, que "era de buen color, de ojos hermosos y buen aspecto" (1Sam 16,12;17,42), a Absalón "aunque no había en todo Israel hombre más apuesto ni tan admirado como él; de pies a cabeza no tenía un defecto" (2Sam 14,25). Este es el Amado, la Palabra hecha carne, "que hemos visto con nuestros ojos y hemos contemplado y tocado con nuestras manos" (1Jn 1,1). Es fulgurante y encendido, distinguido entre diez mil. Hecho hombre, en todo semejante a nosotros menos en el pecado (Heb 5,15), concebido por la potencia del Altísimo, que como una sombra cubrió el seno virginal de María, el Amado es distinguido entre diez mil. Pues como eternamente fue engendrado por el Padre sin concurso de madre, en el tiempo fue concebido por la Madre sin intervención del varón. Así es engendrado constantemente como primogénito de una multitud de hermanos (Rom 8,29), quienes, acogiendo la Palabra y haciendo la voluntad del Padre, se hacen su madre, concibiéndolo en sí mismos. El es también primogénito de entre los muertos (Col 1,18), el primero que deshizo los lazos de la muerte y, mediante su resurrección, abrió para todos el camino de la vida. El nacimiento del agua (Jn 3,5) es la regeneración de los muertos, con la que seguimos al Primogénito de la nueva creación (Col 1,15). El es la primicia de la nueva creación. "Y si las primicias son santas, también lo es la cosecha; y si la raíz es santa, también lo son las ramas" (Rom 11,16). La cosecha y las ramas son quienes, unidos a él por la fe y el bautismo, forman su cuerpo, la Iglesia (Ef 5,29-32). Uno sólo es el cuerpo y muchos sus miembros, cada uno con su función propia (Rom 12,4; 1Cor 12,12-28). "El mismo dio a unos ser apóstoles; a otros, profetas; a otros, evangelizadores; a otros, pastores y maestros, para edificación del Cuerpo de Cristo, hasta que lleguemos al estado de hombre perfecto, a la madurez de la plenitud de Cristo" (Ef 4,11-13). Así "crecemos en todo hasta Aquel que es la Cabeza, Cristo, de quien todo el

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Cuerpo recibe trabazón y cohesión por medio de toda clase de junturas, que llevan la nutrición según la actividad propia de cada una de las partes, realizando así el crecimiento del Cuerpo para la edificación en el amor" (Ef 4,15-16). La belleza de todo el Cuerpo se refleja en cada miembro que, con su misión propia, se mantiene inseparable del Cuerpo, que es la Iglesia, con Cristo como Cabeza (Col 1,18), en la que reside corporalmente la Plenitud de la divinidad (Col 2,9). b) Su cabeza es oro finísimo Su cabeza es oro finísimo; sus rizos, racimos de palmera, negros como el cuervo. Su cabeza, Sabiduría de Dios, que la "creó al comienzo de su camino, antes que sus obras más antiguas" (Pr 8,22), es más deseable que el oro puro, "más que mucho oro fino" (Sal 19,11). Sus palabras, para quien las cumplen, son blancas como la nieve, pero para quienes no las observan son negras como las plumas del cuervo (Sal 111,10). De la Cabeza, de oro finísimo, sin escoria alguna, reciben vida y gloria todos los demás miembros. En primer lugar, de la cabeza descienden los rizos, racimos de palmera, negros como el cuervo, porque se hallan llenos del relente de la noche; los profetas les llaman nubes, pues de ellas cae la lluvia que riega los campos vivientes de la plantación de Dios (1Cor 3,7-9). En la "gran nube de testigos" (Heb 12,1) destacan los apóstoles, que fueron primeramente negros como el cuervo: uno publicano, otro ladrón, otro perseguidor, carnívoros y que "sacan los ojos" (Pr 30,17). Así lo testimonia Pablo: "Vosotros estabais muertos en vuestros delitos y pecados, viviendo según el proceder de este mundo; así vivíamos también nosotros en otro tiempo, en las concupiscencias de nuestra carne, siguiendo las apetencias de la carne y de los malos pensamientos, destinados como los demás a la Cólera. Pero Dios, rico en misericordia, por el grande amor con que nos amó, estando muertos a causa de nuestros delitos, nos vivificó juntamente con Cristo y con él nos resucitó y nos hizo sentar en los cielos en Cristo Jesús" (Ef 2,1-10). Nunca olvida Pablo que él, antes de unirse como rizo a la Cabeza, a Cristo, era blasfemo, perseguidor e insolente: "Doy gracias a aquel que me revistió de fortaleza, a Cristo Jesús, Señor nuestro, que me consideró digno de confianza al colocarme en el ministerio, a mí, que antes fui un blasfemo, un perseguidor y un insolente. Pero encontré misericordia porque obré por ignorancia en mi infidelidad. Y la gracia de nuestro Señor sobreabundó en mí, juntamente con la fe y la caridad en Cristo Jesús. Es cierta y digna de ser aceptada por todos esta afirmación: Cristo Jesús vino al mundo a salvar a los pecadores, y el primero de ellos soy yo. Y si encontré misericordia fue para que en mí primeramente manifestase Jesucristo toda su paciencia y sirviera de ejemplo a los que habían de obtener vida eterna" (1Tim 1,12-16). Bañado en el rocío de la gracia de Cristo, Pablo destiló por toda la Iglesia la palabra de la salvación, de la que era testigo personal. Y lo mismo Pedro, Mateo y los demás apóstoles. Llenos del rocío del Espíritu, son corona de la Cabeza: "Has puesto en tu cabeza una corona de piedras preciosas" (Sal 20,4), como una palmera rica en racimos. c) Sus ojos como palomas

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Sus ojos como palomas junto a corrientes de agua, bañándose en leche, posadas junto a un estanque. Sus ojos, como palomas que se detienen junto a las corrientes de agua, miran siempre a Jerusalén para bendecirla (1Re 8,29). Los ojos del amado son idénticos a los de la amada (4,2; 6,6), pues, mirándose, se reflejan mutuamente. Es el deseo permanente de la esposa: "¡Oh cristalina fuente, si en esos tus semblantes plateados formases de repente los ojos deseados que llevo en mis entrañas dibujados!" (S. Juan de la Cruz). La imagen fresca, grácil y apacible de las palomas junto a las aguas es el símbolo de la impresión que producen los ojos del amado en la amada. Los ojos, según el Apóstol, están unidos a las manos, pues "no puede el ojo decir a la mano: ¡no te necesito!" (1Cor 12,21). Los ojos, cuya misión es ver, son los encargados de guiar la acción de las manos. Los ojos son puestos como centinelas (Ez 3,17; 33,7) para vigilar la vida de los fieles de la Iglesia. Por eso son como palomas, es decir, iluminados por el Espíritu Santo, que se manifestó en forma de paloma junto a las aguas (Jn 1,32). Quien ha sido puesto como ojos en la Iglesia necesita sumergirse en las aguas purificadoras, para revestirse de la humildad y mansedumbre de las palomas (Mt 10,16). Bañándose en leche, dice la esposa, es decir, en el líquido que no refleja la imagen de quien se mira en ella. Los ojos no son para verse a sí mismos, sino para ver y mostrar a Cristo. Dicho de otro modo, quienes están al frente de la Iglesia no se buscan a sí mismos, ni su gloria, ni sus intereses personales, sino que buscan únicamente la gloria de Cristo. Reposan junto a las aguas de la vida y no junto a los canales de Babilonia (Sal 136,1), para no escuchar el reproche divino: "Me dejaron a mí, Manantial de aguas vivas, para hacerse cisternas agrietadas, que no retienen el agua" (Jr 2,13). Dan frutos abundantes si están "como árbol plantado junto a corrientes de agua, que da fruto a su tiempo" (Sal 1,3). En cambio, si se alejan de la Palabra, yendo en pos de la cisterna agrietada de la avaricia, la vanagloria o la soberbia, serán "ciegos que guían a otro ciego, cayendo ambos en el hoyo" (Lc 6,39). d) Sus labios destilan mirra Sus mejillas son bancal de balsameras, semilleros de plantas aromáticas. Sus labios son lirios, que destilan mirra fluida. Jardín de flores perfumadas son sus mejillas, todas salpicadas de aromas: "como el ungüento fino que baja por la barba, por la barba de Aarón, hasta la orla de sus vestiduras" (Sal 133,2). Gregorio de Nisa lee mandíbulas en lugar de mejillas. Y sobre esa palabra hace su comentario. Pablo, como una madre (1Tes 2,7), nutre a "los niños en Cristo" (1Cor 3,1-2) con leche y reserva el pan de la sabiduría para quienes se han hecho adultos en cuanto al hombre interior (1Cor 2,6). En el Cuerpo de Cristo es necesario que haya mandíbulas para alimentar a quienes, destetados, desean el alimento sólido. Para que este alimento nutra, es necesario que las mandíbulas desmenucen y mastiquen la palabra hasta hacerla exhalar todos los jugos y aromas, adaptados a todos los oyentes. De este modo "la palabra del Señor es segura, instruye a los sencillos; es luminosa e ilumina el corazón" (Sal 18,8-9). La palabra, desmenuzada, apta para nutrir a quien la recibe, es ofrecida en el vaso, que forman las mandíbulas. Pablo, despojado de las escamas de sus ojos, lleno del Espíritu Santo, es constituido vaso de elección para difundir el perfume del Señor ante los gentiles, los reyes y los hijos de Israel (He 9,15). El desmenuzaba la Palabra, haciéndose judío con los judíos, griego con los griegos, todo a todos a fin

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de ganarlos para Cristo, pues en Cristo "ya no hay judío ni griego, ni esclavo ni libre, ni hombre ni mujer, ya que todos son uno en Cristo Jesús" (Gál 3,28). Esta palabra de vida para todos es la que anuncia el enviado del Señor. Por ello, a continuación, la esposa se fija en los labios: Sus labios son lirios, que destilan mirra fluida. La mirra, que destila de la boca y nutre a quienes la acogen, es la llamada a conversión, a dar muerte al hombre de pecado, para resucitar a una vida nueva, esplendorosa como los lirios. Así se presentó Pedro, lleno del Espíritu Santo, el día de Pentecostés, suscitando la compunción en quienes le escuchaban, de modo que preguntaron: ¿Qué hemos de hacer, hermanos? Y Pedro les contestó: "Convertíos y que cada uno de vosotros se haga bautizar en el nombre de Jesucristo, para remisión de vuestros pecados, y recibiréis el don del Espíritu Santo" (He 2,37ss). Lo mismo hizo en casa de Cornelio, donde, apenas escuchada su palabra, cuantos estaban congregados fueron sepultados con Cristo mediante el bautismo y recibieron la vida de resucitados, mediante el don del Espíritu Santo (He 10,34-38; Col 2,12-13; Rom 6,4). Lo mismo acontecía siempre que los constituidos en boca de la Iglesia abrían sus labios para anunciar a Cristo. Todos llenaban a sus oyentes de mirra fluida, como testimonian, de un modo singular, los confesores de Cristo, los mártires de la fe. Los labios destilan mirra fluida. La dulzura de palabra da sabiduría (Pr 16,21), pues la palabra del amigo brota del corazón y recrea a quien la oye (Pr 27,9). Por ello, quien gusta la palabra (Nh 8) se goza en el Señor y confiesa: "La alegría del Señor es nuestra fuerza" (Nh 8,10). e) Sus manos, aros de oro Sus manos, aros de oro, engastados de piedras de Tarsis. Su vientre, bloque de marfil, recubierto de zafiros. Las doce tribus de Jacob están en torno al pectoral de la santa diadema de oro (Ex 28,36), engastadas en doce gemas, con los tres padres del mundo: Abraham, Isaac y Jacob (Ex 28,15-21). Rubén está engastado en rubí; Simeón, en coral; Judá, en antimonio; Isacar, en esmeralda; Zabulón, en perla; Dan, en berilo; Neftalí, en zafiro; Gad, en topacio; Aser, en turquesa; José, en ónice; y Benjamín, en jaspe. Se asemejan a las doce constelaciones: lucientes como cristal y esplendentes como marfil, brillan como zafiros. La palabra se hace vida. Las manos llevan a la práctica lo que los ojos ven y los labios anuncian. La palabra de la fe se hace amor; de este modo el oyente de la palabra se asemeja a Cristo, Palabra encarnada. Las manos, de oro, hacen a los creyentes semejantes a la Cabeza, también de oro finísimo. A esto hemos sido llamados, "a seguir las huellas de Cristo, que no cometió pecado, y en cuya boca no se halló engaño; al ser insultado, no respondía con insultos; al padecer, no amenazaba, sino que se ponía en manos de Aquel que juzga con justicia; llevó en su cuerpo sobre el madero nuestros pecados, a fin de que, muertos a nuestros pecados, vivamos también nosotros para la justicia, pues con sus heridas hemos sido curados, nosotros que éramos como ovejas descarriadas, pero hemos vuelto al pastor y guardián de nuestras almas" (1Pe 2,21ss). Estas son las manos de oro del Cuerpo de Cristo. No son manos de Cristo las que buscan agradar a los hombres y se enredan en el amor al dinero, la gloria, la vana apariencia, el lujo, el placer. Estas no se asemejan a la Cabeza. "Pues si fiel es Dios, por quien hemos sido llamados a la comunión con su Hijo Jesucristo"

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(1Cor 1,9;10,13), "lo que se exige de un administrador es que sea fiel" (1Cor 4,2), que en todo se asemeje a su Señor. No se asemejaba al maestro el discípulo Judas, a quien la avaricia llevó a la muerte (Jn 12,4-6; Mt 27,5). Tarsis en la Escritura tiene dos significados. Unas veces se refiere a algo condenable y otras a algo santo. Por ejemplo, cuando Jonás huye de Dios, se embarca hacia Tarsis (1,3); por ello "el viento fuerte destroza las naves de Tarsis" (Sal 47,8). El viento impetuoso, que vino del cielo sobre los discípulos reunidos en el piso de arriba (He 2,1-3), transformó a los que antes, por miedo, habían huido del Señor, escandalizados de la cruz y, ahora, están también con las puertas cerradas por miedo a los judíos. Este viento impetuoso, que destroza las naves de Tarsis, abrió las puertas y, posado sobre los discípulos en forma de lenguas de fuego, les llevó a testimoniar sin miedo al Señor. Así Tarsis representa también las ruedas de crisólido del carro de fuego de Ezequiel: "Su aspecto era como el destello de Tarsis" (Ez 1,16). En la ruedas estaba el espíritu (Ez 1,20), que les hacía ir en las cuatro direcciones. Las manos, que pueden llevar al hombre a alejarse de Dios, penetradas por el Espíritu de Dios, se convierten en aros de oro, engastados de piedras de Tarsis. Sobre ellas, como carro de fuego, se difunde por todo el mundo la gloria de Dios. Su vientre, bloque de marfil, recubierto de zafiros. El Señor le dijo a Moisés: "Sube hasta mí, al monte; quédate allí y te daré las tablas de piedra" (Ex 24,12), en las que estaban grabadas las letras divinas. Luego, en el Evangelio, las Palabras divinas no fueron escritas en tablas de piedra, sino en bloque de marfil, recubierto de zafiros. Este es el vientre, el interior del hombre, el corazón, donde el Espíritu graba las letras divinas. El Señor dijo al profeta Ezequiel: "come lo que se te ofrece; come este rollo y ve luego a hablar a la casa de Israel". Y añade: "Yo abrí mi boca y él me hizo comer el rollo, y me dijo: Aliméntate y sáciate de este rollo que yo te doy. Lo comí y fue en mi boca dulce como la miel" (Ez 3,1-3). La escena se repite en el Apocalipsis: "La voz del cielo me dijo: Vete, toma el librito y devóralo; te amargará las entrañas, pero en tu boca será dulce como la miel" (Ap 10,8ss). Jeremías identifica vientre y corazón: "Me duelen las entrañas, me duelen las entretelas del corazón, se me salta el corazón del pecho" (Jr 4,19). En el vientre o en el corazón es donde penetra la palabra de Dios y hace correr raudales de agua viva: "De su seno correrán ríos de agua viva. Esto lo decía Jesús refiriéndose al Espíritu que iban a recibir los que creyeran en él" (Jn 7,38-39). El vientre de que habla la esposa coincide con el corazón, en el que es escrita la ley del Señor (Rom 2,15), "no con tinta sino con el Espíritu del Dios vivo, no en tablas de piedra, sino en tablas de carne, en los corazones" (2Cor 3,3). f) Sus piernas, columnas de alabastro Tras el elogio del vientre sigue la alabanza de las piernas: Sus piernas, columnas de alabastro, asentadas sobre bases de oro puro. Siete columnas tiene la casa de la Sabiduría, que ella misma se construyó (Pr 9,1). Corresponde al Santuario, que edificó Besalel, lleno del espíritu de Dios y experto en el trabajo del oro, la plata y el bronce, en labrar piedras de engaste (Ex 35,30-33). Los justos son las columnas del mundo (Pr 10,25), puestas sobre bases de oro puro, pues eso son los preceptos de la Torá, que ellos estudian. Ellos amonestan a Israel a hacer la voluntad del Señor. Y El, como un anciano, está lleno de amor por ellos, y vuelve blancos como la nieve los pecados de la casa de Israel (Is 1,18). Y, como

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un joven valiente y fuerte como el cedro, se apresta a vencer y a combatir a las naciones que transgreden su palabra (Ex 15,3). Pablo llamó columnas de la Iglesia a los apóstoles Pedro, Santiago y Juan (Gál 2,9). En ellos se hallaba el fundamento de la verdad (1Tim 3,15). Gracias a ellos la fe de la Iglesia posee firmeza y seguridad, por estar apoyada en la roca, que es Cristo, Cabeza de oro de todo el Cuerpo, "pues nadie puede poner otro cimiento que el ya puesto, Jesucristo" (1Cor 3,11). Cristo es la verdad (Jn 14,6), sobre la que se asientan las columnas de la Iglesia. Pero así como la Ley tenía muchas columnas, sobre las que se alzaba el edificio de la Sabiduría, las columnas de la Iglesia, casa del Dios vivo (1Tim 3,15), el Evangelio las ha sintetizado en dos: "De estos dos mandamientos penden toda la ley y los profetas" (Mt 22,40): "el primero y mayor es amar al Señor, tu Dios, con todo el corazón, con toda el alma y con todas las fuerzas y el segundo, semejante a éste, es amar al prójimo como a sí mismo" (Mt 22,37-39). Pablo, invitando a Timoteo a ser morada de Dios, coloca como columnas la fe y la conciencia (1Tim 1,19). Con la fe indica el amor a Dios y con la conciencia señala la disposición interior de amor al prójimo. Quien vive estos dos mandamientos se convierte en columna firme de la verdad (1Tim 3,15). Las dos columnas se asientan sobre Cristo, base firme de oro. Por ello Juan une los dos mandamientos en uno: "Y este es su mandamiento: que creamos en el nombre de su Hijo Jesucristo y que nos amemos unos a otros como él nos lo mandó" (1Jn 3,23). Después del elogio de cada miembro en particular la esposa dirige su mirada a todo el Cuerpo, "pues todos los miembros del cuerpo, no obstante su pluralidad, no forman más que un solo cuerpo, así también Cristo. Porque en un solo Espíritu hemos sido todos bautizados, para no formar más que un solo Cuerpo" (1Cor 12,12-13): Su porte es como el Líbano, esbelto como un cedro. Su boca es muy dulce y todo El es un encanto. Así es mi Amado, así mi amigo, hijas de Jerusalén. Líbano elegido es el aspecto del Esposo. Pues el Líbano es ambivalente en la Escritura: tiene su significado negativo, de altivez, y entonces la palabra de Dios desgaja su cedros (Sal 28,5), y su significado positivo como Líbano elegido y precioso, símbolo del justo "que, plantado en la casa de Dios, crece como un cedro del Líbano" (Sal 91,13-14). Así florecen en los atrios de nuestro Dios quienes han puesto las raíces de su fe en Cristo, el verdadero justo. Cristo Cabeza y sus miembros, los cedros, dan al Esposo el aspecto esbelto del Líbano. El vástago, que brota del tronco de Jesé, sobre el que reposa el espíritu de Dios (Is 11,1ss), reconcilia al lobo y al cordero, al leopardo y al cabrito, la baca y la osa, pues nadie hará daño en todo el monte santo de Dios (Is 11,6ss). Todo ello gracias al hijo que ha nacido y nos ha sido dado, y que lleva sobre sus hombros el señorío (Is 9,5). Es el niño que anunciaron todos los profetas, en quienes hablaba el Espíritu de Dios. De él dice la esposa: así es mi Amado, así mi amigo, hijas de Jerusalén. Todo él es un encanto. g) Ven y lo verás ¿A dónde se ha ido tu Amado, la más bella de las mujeres? ¿A dónde se ha dirigido, para que le busquemos contigo? La vida cristiana es una realidad nupcial. De un modo especial los sacramentos realizan la unión del fiel con Cristo.

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La invitación "corred, amigos, bebed" (5,1) es figura de la iniciación cristiana. En las catequesis bautismales se instruía a los catecúmenos sobre los sacramentos con el Cantar. La entrada solemne en el bautismo es lo que la amada dice: "El rey me ha introducido en su alcoba" (1,4). Así comienza una catequesis San Juan Crisóstomo: "Así, pues, vamos a hablaros como a la esposa que va a ser introducida en la santa alcoba de sus bodas, dándoos a conocer la riqueza sobreabundante del esposo y la bondad inefable que atestigua a la esposa y los bienes que ella va a disfrutar". La iniciación cristiana es realmente una configuración con Cristo resucitado que sube al Padre. Las hijas de Jerusalén, que antes han preguntado a la esposa quién era su Amado, ahora, después de haber oído su testimonio, preguntan dónde se encuentra. El testimonio de la esposa les ha suscitado el deseo de verlo. Es la misma súplica del salmista: "Muéstranos tu rostro y seremos salvos" (Sal 79,4). La esposa, fiel discípula del Maestro, responde con él: "Venid y lo veréis" (Jn 1,39). Juan se encontraba con dos discípulos. Fijándose en Jesús, que pasaba, dice: "He ahí el Cordero de Dios". Los dos discípulos lo oyeron y siguieron a Jesús. Jesús se volvió y, al ver que le seguían, les dice: "¿Qué buscáis?" Ellos le respondieron: "Maestro, ¿dónde vives?" Les respondió: "Venid y lo veréis" (Jn 1,35ss). Luego Jesús se encuentra con Felipe y le dice: "Sígueme". Felipe, entrando en la luz verdadera, que ilumina a todo hombre, se hizo lámpara, que alumbra a los demás. Se encuentra con Natanael y le dice: "Ese del que escribió Moisés en la Ley, y también los profetas, lo hemos encontrado: Jesús, el hijo de José, el de Nazaret". Le respondió Natanael: "¿De Nazaret puede venir algo bueno?". Le dice Felipe: "Ven y lo verás" (Jn 1,43ss). Natanael entonces, dejando la higuera de la Ley, cuya sombra le impedía ver la luz verdadera, se llegó a Aquel que estaba secando las hojas de la higuera, incapaz de dar buenos frutos (Mt 21,10). Y Jesús, viendo en él un verdadero hijo del patriarca Israel (Gén 25,28), le acogió diciéndole: "He aquí un verdadero israelita en el que no hay engaño" (Jn 1,47). La esposa responde a las hijas de Jerusalén: buscad al Señor en las Escrituras: "todos vosotros, humildes de la tierra, buscad la humildad y hallaréis cobijo el día de la Cólera del Señor" (Sof 2,3). Buscad también en mí que no os ocultaré dónde ha ido. Hoy mismo podéis estar con él en el paraíso (Lc 23,43) si confesáis vuestro pecado y confiáis en él. El apacienta sus ovejas entre los lirios, que siguen al Cordero con vestiduras blancas y palmas en las manos (Ap 7,9), después de haber pasado la gran tribulación y blanqueado sus túnicas en la sangre del Cordero (Ap 7,14). El Cordero los apacienta y guía a los manantiales de las aguas de la vida (Ap 7,17). La esposa misma conduce a sus compañeras al encuentro con el Señor: Mi Amado ha bajado a su jardín, a la era de las balsameras, a pastorear en su huertos y recoger los lirios. Mi amado ha bajado, pues "siendo de condición divina no retuvo ávidamente el ser igual a Dios, sino que se despojó de sí mismo, tomando la condición de siervo, haciéndose semejante a los hombres y apareciendo como hombre; se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte, y muerte de cruz. Por elllo, Dios lo exaltó y le otorgó el Nombre sobre todo nombre. Para que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en los cielos, en la tierra y en los abismos, y

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toda lengua confiese que Cristo Jesús es Señor para gloria de Dios Padre" (Flp 2,6-11). Descendió y vino a este mundo, a su viña, la que plantó su diestra (Sal 79,9.16), a su casa, a su jardín, a la plantación de Dios (1Cor 3,9), que había devastado el jabalí salvaje (Sal 79,14). Descendió, "se hizo carne y puso su Morada entre nosotros" (Jn 1,9ss). El, la luz de lo alto, "descendió para iluminar a los que habitábamos en las tinieblas y sombras de muerte y guiar nuestros pasos por el camino de la paz" (Lc 1,78-79). Descendió como buen samaritano en busca del hombre malherido que, bajando de Jerusalén a Jericó, cayó en manos de salteadores quienes, después de despojarlo y golpearlo, le abandonaron dejándole medio muerto. Como la Ley, -el sacerdote y el levita-, no pudo sanar sus heridas, pues la sangre de cabritos y toros no quita el pecado (He 9,11ss), entonces él, movido a compasión, se acercó y vendó sus heridas, echando en ellas aceite y vino; luego, montándolo sobre su propia cabalgadura, es decir, sobre su propia carne, lo llevó a la posada y cuidó de él (Lc 10,30ss). Cristo hace la misma bajada del hombre, desde la Jerusalén celestial a Jericó, desde cielo al mundo de los hombres, haciéndose hombre para salvarnos. Pues "así como los hombres participan de la carne y de la sangre, así también participó él de las mismas, para aniquilar mediante la muerte al señor de la muerte, es decir, al Diablo, y libertar a cuantos, por temor a la muerte, estaban de por vida sometidos a esclavitud" (Heb 2,14-15). h) Yo soy para mi Amado En la posada, en la Iglesia, que es casa de la misericordia, se encuentra el Amado, para acoger a los pecadores y sanarles de sus heridas con el aceite y el vino de sus manos sacramentales. En la Iglesia está la copa de la salvación, el vino que recrea el corazón del hombre y el aceite que da brillo a su rostro (Sal 103, 15), el ungüento del amor, que desciende por la barba de Aarón. La Iglesia es el aprisco donde pastorea y recoge las ovejas perdidas, cargándolas sobre sus hombros (Jn 10,11ss). Como buen pastor no empuja a su rebaño a lugares desérticos y espinosos, no le nutre con pastos secos, sino con el lirio de la Palabra de Dios que permanece para siempre (Is 40,6-8). El mismo se da como alimento de sus ovejas: "yo doy mi vida por las ovejas" (Jn 10,15). En Cristo los fieles encuentran todo cuanto hay de verdadero, de noble, de justo, de puro, de amable, de honorable, todo cuanto es virtud y cosa digna de elogio (Flp 4,8). Por ello confiesa la esposa: Yo soy para mi Amado y mi Amado es para mí, El pastorea entre lirios. No necesita buscar nada fuera de él, pues en él lo encuentra todo: "El Señor es mi pastor, nada me falta. Por prados de fresca hierba me apacienta. Hacia las aguas de reposo me conduce y conforta mi alma. Prepara para mí una mesa frente a mis adversarios, unge con óleo mi cabeza y mi copa rebosa. Sí, dicha y gracia me acompañan todos los días de mi vida; mi morada será la casa de Dios a lo largo de mis días" (Sal 22) ¡Qué amables son tus moradas, Señor, mi corazón se alegra en sus atrios. Un solo día en tu casa vale más que mil fuera de ella, mejores son sus umbrales que los palacios de los potentes! (Sal 83). Santa Teresa desea "arrojarse en los brazos del Señor, tan abrasado en amor nuestro y hacer un concierto con él: que mire yo a mi Amado y mi Amado a mí, y que mire El por mis cosas y yo por las suyas".

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En la morada de la misericordia, el amor transforma a la esposa, hasta llevarla a reproducir la imagen del Esposo (Rom 8,29). Así es transformado Pablo, muerto al pecado, y vivo sólo para Dios en Cristo Jesús (Rom 6,11): "En efecto, con Cristo estoy crucificado y no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí; la vida que vivo al presente en la carne, la vivo en la fe del Hijo de Dios, que me amó y se entregó a sí mismo por mí" (Gál 2,19-20). "Para mí la vida es Cristo" (Flp 1,21). Yo soy para mi Amado y mi Amado es para mí. En Pablo, en la esposa y en cuantos hacen de Cristo su vida, brilla el esplendor del Señor (Sal 89,16). A quienes glorifican al Señor, él les cubre de gloria (1Sam 2,30). La esposa, con su agradecido memorial del esposo, le ha hecho presente (Cant 6,4). Hacer memorial del amado no es sólo recordarle, sino hacerlo presente. El tiempo de Dios, en su unicidad, se desenvuelve y desarrolla en acontecimientos únicos, que no se repiten ni se pierden, es decir, que no pasan, pues quedan en la "memoria-anamnesis" de la liturgia con su propia virtualidad y eficacia salvífica. En la liturgia, los eventos salvíficos, superando el tiempo, son siempre actuales, presentes en el hoy del memorial. Así el tiempo litúrgico testimonia que la salvación es una realidad que se actualiza continuamente. El tiempo litúrgico es el tiempo de la actuación de Cristo mediante su Espíritu presente en la Iglesia. En la liturgia Cristo está presente y actúa. El es el liturgo en la Iglesia, en su cuerpo eclesial. En Cristo, los siglos, el año, la semana, el día, las horas, los instantes son kairos para el cristiano, porque pertenecen a Aquel que vive "en los siglos de los siglos". El, colocado en el centro, da sentido al año. El ritma las semanas con el día que se llama Domingo: día del Señor. El es el hoy en el que la Iglesia celebra los sacramentos y la liturgia de las horas. El llena cada latido del corazón de los fieles. La liturgia transfigura los días del creyente, convirtiéndolos en momentos favorables de configuración con el Señor que vive y reina por los siglos de los siglos. El hoy litúrgico ritma la existencia rescatada y redimida del cristiano. El memorial continuo de los acontecimientos de salvación, al actualizarlos, los transforma en encuentros con Cristo, Señor del tiempo y de la historia. El memorial del futuro anticipado y del pasado vivido se hace presente en el hoy de la gracia. Por ello, a continuación, el Esposo abre su boca y se deshace en elogios a la esposa.

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10. ¡BENDITA TU ENTRE TODAS LAS MUJERES!: 6,4-7,11 a) ¡Qué hermosa eres, amada mía Hermosa eres, amiga mía, como Tirsá, encantadora como Jerusalén, imponente como batallones. Dijo el Señor: ¡Qué bella eres, amada mía, cuando te complaces en mi voluntad! Entonces tu terror te acompaña ante todas las naciones, como cuando tus cuatro batallones andaban por el desierto: "Cuando el Arca se movía, Moisés decía: Levántate Señor y se dispersen tus enemigos y huyan de tu presencia los que te odian" (Nú 10,35; Sal 68,1). ¡Qué hermosa eres, amada mía! Por un momento de olvidé, pero de nuevo me acordé de ti. Te conduje al desierto, te hablé al corazón y tú has respondido con el impulso de una nueva juventud. Me has llamado "esposo mío" y te has desposado conmigo en gracia y ternura. Tú eres mi pueblo y yo soy tu Dios (Os 2). Ahora que has vuelto a mí estás más bella que nunca. Las lágrimas de tu conversión te han hecho encantadora. El amor recreado supera al primer amor. La amada, con belleza fulgurante, crea en quien la contempla la emoción que se siente al ver desplegadas al viento las banderas de un ejército inmenso. Es una imagen de triunfo, con dos ciudades emblemáticas de Israel al fondo. Una es Jerusalén, "ciudad firme y compacta" (Sal 122,3), "altura hermosa, alegría de toda la tierra, capital del gran Rey" (Sal 48,3), "la ciudad de nuestras fiestas" (Is 33,20), "revestida de esplendor, con los más hermosos vestidos" (Is 52,1), "revestida de luz" (Is 60,1), "hermosura perfecta y gozo de toda la tierra" (Lm 2,15). Jerusalén es el signo de lo más precioso y fascinante que existe en la tierra: "Sus puertas serán renovadas con zafiros y esmeraldas y de piedras preciosas sus murallas. Sus torres serán edificadas con oro, y con oro puro sus baluartes. El pavimento de las plazas será de rubí y piedras de Ofir" (Tb 13,17-18). Y junto a Jerusalén, capital de Judá, el reino del sur, aparece Tisrá, capital de Israel, el reino del norte (1Re

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14,17; 15,21; 16,6ss); su nombre significa "la deseable". La amada une en sí la belleza de los reinos. En ella encuentra el amado paz y gozo pleno. Con el resplandor del Señor de la gloria, brillando sobre el rostro de la esposa, ella se hace luminosa como la luna con los rayos del sol. El coro de los ángeles la incluye en su alabanza al Señor: "Gloria a Dios en lo alto de los cielos y en la tierra paz a los hombres en quien él se complace" (Lc 2,13-14). Con la encarnación de Cristo, Jerusalén se ha hecho realmente "la ciudad del gran Rey" (Mt 5,35). Encantadora como Jerusalén es la Iglesia, morada permanente del Señor de la gloria. Y con la Iglesia, cada fiel, habitado por el Señor, se transforma en luz, donde el Padre es glorificado (Mt 5,16). Con el descenso del Hijo desde el seno del Padre (Jn 1,18) al seno del cristiano, éste se transforma en templo de Dios, casa de oración para todas las gentes (Mc 11,17), lugar de la salvación y misericordia para los hombres. Pues nuestro Señor Jesucristo, siendo rico, por nosotros se hizo pobre para enriquecernos con su pobreza (2Cor 8,9). El se hizo siervo para que nosotros reináramos con él (Rom 5,17). La presencia del Señor hace de la Iglesia la nueva Jerusalén, madre fecunda de hijos libres: hijos de la promesa (Gál 4,26-28). Rescatados, no por la espada, sino por el brazo potente de Dios (Sal 44,4ss), los hijos de la Iglesia, se sienten libres y firmes en el amor: "Para ser libres nos libertó Cristo. Manteneos, pues, firmes y no os dejéis oprimir nuevamente bajo el yugo de la esclavitud. Porque, hermanos, habéis sido llamados a la libertad; sólo que no toméis de esa libertad pretexto para la carne; antes al contrario, servíos por amor unos a otros. Pues toda la Ley alcanza su plenitud en este solo precepto: amarás a tu prójimo como a ti mismo" (Gál 5,1ss). "Actuar, pues, como hombres libres, y no como quienes hacen de la libertad un pretexto para la maldad, sino que, como siervos de Dios, honrad a todos, amad a los hermanos, temed a Dios" (1Pe 2,16-17). Para defenderse de la tentación de volver a la esclavitud, la Iglesia está dotada de toda la potencia del Señor, imponente como batallones en orden de batalla. Aparta tu ojos porque me turban. La esposa había suplicado al esposo: "Guárdame como la pupila de los ojos, escóndeme a la sombra de tus alas, de esos impíos que me acosan, enemigos ensañados que me cercan" (Sal 16,8). El esposo ha escuchado la plegaria, según dice el salmista: "El te libra de la red del cazador, con sus plumas te cubre, y bajo sus alas tienes un refugio" (Sal 90,3-4). El encontró a la esposa en tierra desierta, en la soledad rugiente de la estepa, la envolvió y cuidó como a la niña de sus ojos (Dt 32,10). Luego, como un águila incita su nidada revoloteando sobre sus polluelos, el esposo desplegó sus alas, tomó a la esposa y la llevó sobre sus plumas (Dt 32,11). Bajo la protección de las alas de Dios, la esposa recibió alas de paloma para volar y reposar (Sal 54,7) en los ojos de Dios: "Halló gracia en el desierto el pueblo que se libró de la espada, va a su descanso Israel" (Jr 31,2). Una vez que halló gracia a sus ojos, como Noé (Gén 6,8), entró en el arca y se salvó del diluvio; como David, halló gracia a los ojos de Dios y encontró el lugar de la Morada para el Señor (He 7,46). "No temas, dijo el ángel a María, porque has hallado gracia a los ojos de Dios" (Lc 1,30). Es la gracia con que el Padre nos agració en el Amado (Ef 1,6). Ahora el esposo, encontrándose con la amada, exclama: ¡Cómo has cambiado, amada mía! Los tímidos ojos de paloma, que escondías tras el velo, después de la prueba del fuego, han quedado bruñidos como espadas, hasta turbarme. Como Jacob has luchado

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con Dios toda la noche hasta el alba y, como él, has vencido. Ahora eres fuerte, irresistible, pues cuentas con la fuerza de su bendición (Gén 32,23ss). Herida de amor, cojeando, te has echado a sus pies y él te ha estrechado entre sus brazos abiertos, más aún, has entrado en su costado, herido también de amor por ti. Como no es posible fijar los ojos en el sol que ilumina Jerusalén, tampoco el esposo puede resistir los ojos fulgurantes de la amada, que le subyugan y encadenan. A su luz refulgen los cabellos, los dientes y las mejillas. Los amantes se dicen una y otra vez los mismos piropos. Por eso aquí se repiten los elogios de los cabellos y de los dientes y la mejillas (Cfr 4,1ss): Aparta tus ojos porque me turban. Tus cabellos son un hato de cabras que ondulan por el monte Galaad. Tus dientes, un rebaño de ovejas, recién salido de bañar. Cada oveja tiene mellizos y entre ellas no hay estéril. Tus mejillas, como medias granadas tras el velo. Esposo y esposa son una sola carne; lo que la esposa dice del Cuerpo del Esposo (4,1ss), lo repite él de ella. Lo primero en que se fija es en la cabellera, "que es la gloria de la mujer" (1Cor 11,15). Luego alaba los dientes, es decir, a quienes nutren el cuerpo de la Iglesia, bañados en primer lugar ellos en la sangre del Cordero, para dar a los demás el alimento de la Palabra de vida. Así la Iglesia, fecunda en hijos, crece y se difunde con el testimonio y con la palabra. El testimonio de vida y el anuncio de los labios se completan. Con ambas cosas las mejillas de la esposa aparecen como medias granadas tras el velo. El martirio y el anuncio de Cristo crucificado son las dos medias granadas rojas que dan belleza y vida a la Iglesia. La palabra de la Iglesia es eficaz cuando está colorada de rojo, de la sangre que nos ha rescatado. Así Pablo no quería hablar de otra cosa que de Cristo, y Cristo crucificado (1Cor 1,23;2,2). Y la palabra, que predica, la lleva encarnada en sí mismo: "Con Cristo estoy crucificado y no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí; la vida que vivo al presente en la carne, la vivo en la fe del Hijo de Dios, que me amó y se entregó a sí mismo por mí" (Gál 2,19-20). Este es el tesoro escondido tras el velo del corazón, pues la esposa no pone su corazón en otra cosa (Mt 6,20-21), "pues en él ha sido enriquecida en todo, en toda palabra y en todo conocimiento, en la medida en que se ha consolidado en ella el testimonio de Cristo" (1Cor 1,5-6). Con David dice: "Para mí, mi bien es estar junto a Dios; he puesto mi cobijo en el Señor, a fin de publicar todas sus obras a las puertas de la hija de Sión" (Sal 72,28). Y con Pablo proclama: "¿Quién nos separará del amor de Cristo? Estoy seguro de que ni la muerte ni la vida, ni los ángeles ni los principados, ni lo presente ni lo futuro, ni las potestades ni la altura ni la profundidad, ni otra criatura alguna podrá separarnos del amor de Dios, manifestado en Cristo Jesús, Señor nuestro" (Rom 8,35ss). "No hay temor en el amor, pues el amor perfecto expulsa el temor, que mira al castigo; quien teme no ha llegado a la plenitud del amor" (1Jn 4,18). b) Unica es mi paloma Esta plenitud del amor es el fruto del Espíritu Santo, don esponsal de Cristo a la Iglesia, por lo que puede decir de ella: Unica es mi paloma, mi perfecta. Ella, la única de su madre, la preferida de la que la dio a luz. Las doncellas que la ven la felicitan, reinas y concubinas la elogian. El Espíritu, con el vínculo de la paz, es el lazo de la unidad, creando un solo Cuerpo, una esperanza, una fe, un solo bautismo (Ef 4,3ss). El Espíritu hace comprender a los discípulos

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que Cristo está en el Padre y ellos en él y él en ellos (Jn 14,16.20). La plenitud del amor, fruto del don del Espíritu, hace que el Padre nos ame y venga junto con el Hijo a morar en nosotros (Jn 14,23). Es el deseo del Amado: introducir a la amada en la unidad de la vida trinitaria: "Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado. Yo les he dado la gloria que tú me diste para que sean uno como nosotros somos uno: yo en ellos y tú en mí para que sean perfectamente uno, y el mundo conozca que tú me has enviado y que los has amado a ellos como me has amado a mí" (Jn 17,21-23). Verdaderamente es única la esposa del Señor y, en su unidad, testimonia al mundo el amor de Dios. Por su amor y unidad la felicitarán las doncellas, la elogiarán reinas y concubinas. En ella, milagro de amor y unidad, el mundo encontrará la vida. Filón de Carpasia canta: Eres hermosa, Iglesia santa, como la Jerusalén celeste, porque "te has acercado al monte Sión, a la ciudad del Dios vivo, la Jerusalén celestial, a miríadas de ángeles, reunión solemne y asamblea de los primogénitos inscritos en los cielos, a Dios, juez universal, y a los espíritus de los justos llegados ya a su consumación, y a Jesús, mediador de la nueva Alianza, y a la aspersión purificadora de una sangre que habla mejor que la de Abel" (Heb 12,22-24). Pues, en tus santos, estás ya ante mi presencia, vuelve los ojos de tu corazón hacia mí, tu tesoro, y olvida los ajos y cebollas de tu vida pasada en la esclavitud. Tus hijos eran como un rebaño de cabras; la fe les ha despojado de su hombre viejo y ahora son un rebaño de ovejas lavado en el baño de regeneración. Entraron solos en el seno fecundo de la Iglesia y salieron con el Espíritu Santo. Y como recién nacidos se les tiñeron los labios de escarlata al beber la sangre de Cristo. Con la confesión de su fe se volvieron rojas también sus mejillas; esta sangre de Cristo se hizo patente en su testimonio. Así se unieron a la multitud innumerable de los creyentes de toda nación, razas, pueblos y lenguas (Ap 7,9). De todos ellos dice el Esposo: Unica es mi paloma, mi perfecta. Unica es la madre Iglesia, extendida por toda la tierra. La asamblea de Israel, como una paloma perfecta (Os 7,11), daba culto al Señor con un solo corazón y se adhería a la Torá con corazón perfecto y sus obras eran como cuando salió de Egipto. Entonces los hijos de los Asmodeos y Matatías y todo el pueblo de Israel salieron a entablar batalla contra sus enemigos, y el Señor se los entregó en sus manos (1Mac 7,43-48). Cuando vieron esto los habitantes de la tierra les felicitaron y los reinos de la tierra y los potentados los elogiaron (1Mac 8,17ss; 10,22ss; 12,1-23). La esposa es única, ella sola sacia cualquier deseo de amor en el amado, colma su corazón. La amada es insostituible. Entre sesenta reinas, ochenta concubinas e innumerables doncellas ella es la amada, la única, la perfecta. Como para una madre su hijo es el ser más bello del mundo, para el amado su esposa es la predilecta, que hace empalidecer a todas las demás. El amor exige la exclusividad. Las doncellas en coro elogian y felicitan a la elegida, "bendita entre todas las mujeres"; cantan su dicha: "Se levantan sus hijos y la llaman dichosa: ¡Muchas mujeres hicieron proezas, pero tú las superas a todas!" (Pr 31,28s). "¡Bendita tú entre las mujeres!" (Lc 1,42), exclama Isabel ante María, que "ha hallado gracia a los ojos de Dios" (Lc 1,30). "Dios ha puesto los ojos en la

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pequeñez de su sierva; todas las generaciones la llamarán bienaventurada, porque ha hecho en ella maravillas el Poderoso, Santo es su nombre" (Lc 1,48s). Isaías, que en otro tiempo la contempló desolada (Is 37,26ss), la felicita: "Ya no se te dirá abandonada ni a tu tierra desolada, sino que te llamarán mi complacencia y a tu tierra, Desposada. Yahveh se complacerá en ti, y tu tierra será desposada. Porque como se casa un joven con una doncella, así se casará contigo tu Creador, y con gozo de esposo se gozará por ti tu Dios" (Is 62,4-5). La felicita Malaquías: "Todas las naciones te felicitarán entonces, porque serás una tierra de delicias" (Ml 3,12). c) ¿Quién es esa que asoma como el alba? Sorprendidos, todos se preguntan: ¿Quién es esa que asoma como el alba, bella como la luna, refulgente como el sol, imponente como batallones? Mientras flamean al viento las banderas gloriosas del esposo, vencedor de la muerte, la esposa asoma revestida del delicado brillo del alba, del encanto de la luna y del fulgor del sol. La aurora, con su luz tenue, apaga las luces de la noche y abre el camino a la luz del día. Dicen las naciones: ¡Qué espléndidas las obras de este pueblo! Son como el alba. Sus jóvenes son bellos como la luna y sus obras refulgen como el sol. Y su terror está en todos los habitantes de la tierra, como cuando lo cuatro batallones anduvieron por el desierto (Nm 10,35). Habiéndola conocido antes, los que la ven ahora se preguntan: ¿Quién es esa? Pues como el alba surge de las tinieblas, también la Iglesia surge de la idolatría, como anuncia Zacarías: "Y tú, niño, serás llamado profeta del Altísimo, pues irás delante del Señor a preparar sus caminos, anunciando a su pueblo la salvación, el perdón de los pecados. Por la entrañable misericordia de nuestro Dios, nos visitará una luz de lo alto para iluminar a los que viven en tinieblas y en sombras de muerte" (Lc 1,76-79). Como la aurora precede al sol, la amada precede al Sol de justicia, la luz verdadera que alumbra a todo hombre que viene a este mundo (Jn 1,9). La luz del sol, que nace de lo alto, se refleja en la Iglesia, bella y dulce como la luna que brilla en la noche. El Señor la ha mirado y en ella se refleja la luz del amado: "Por ser Cristo luz de las gentes, su claridad resplandece sobre el rostro de la Iglesia" (LG 1). La luna no tiene luz propia, pero refleja en la noche la luz del sol. Penetrada por la luz del sol la irradia sobre la tierra. La aurora nos da la certeza de la llegada del sol (Os 6,3). San Gregorio Magno dice que con razón se designa con el nombre de aurora a toda la Iglesia de los elegidos, ya que la aurora es el paso de las tinieblas a la luz. La Iglesia, en efecto, es conducida de la noche de la incredulidad a la luz de la fe, y así, a imitación de la aurora, después de las tinieblas se abre al esplendor diurno de la claridad celestial. Por esto dice acertadamente el Cantar de los cantares: "¿Quién es ésta que se levanta como la aurora?". Efectivamente, la santa Iglesia, por su deseo del don de la vida celestial, es llamada aurora, porque, al tiempo que va desechando las tinieblas del pecado, se va iluminando con la luz de la justicia. La aurora anuncia que la noche ya ha pasado, pero no muestra todavía la íntegra claridad del día, sino que, por ser la transición entre la noche y el día, tiene

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algo de tinieblas y de luz al mismo tiempo. Así nosotros, en parte obramos ya según la luz, pero en parte conservamos también restos de tinieblas. Por eso dice Pablo: "La noche va pasando", pero no añade: "El día ha llegado", sino: "El día está encima". Nos hallamos, pues, en la aurora, en el tiempo que media entre las tinieblas y el sol. La santa Iglesia será pleno día cuando no tenga ya mezcla alguna de la sombra del pecado. Será pleno día cuando esté perfectamente iluminada con la fuerza de la luz interior. Anhelando llegar a la perfecta claridad de la visión eterna, la Iglesia ora con el salmista: "Mi alma tiene sed del Dios vivo, ¿cuándo entraré a ver el rostro de Dios?". Y con Pablo confiesa: "Para mí la vida es Cristo, y la muerte una ganancia". Se extrañaron las gentes al ver al paralítico de nacimiento que saltaba (He 3,10), al ver a Dorcás resucitar de la muerte (He 9,36-42), al ver la fuerza de Pedro, cuya sola sombra curaba a los enfermos (He 5,15). "Al oír esto los gentiles se alegraron y se pusieron a glorificar la Palabra del Señor; y creyeron cuantos estaban destinados a la vida eterna. Y la Palabra del Señor se difundía por toda la región" (He 13,48-49). A este jardín desciende el Esposo a ver si ha florecido la viña de Israel, arrancada de Egipto y trasplantada en la buena tierra (Sal 79,9). Y con sorpresa ve los frutos excelentes de las Iglesias, dispersas por la faz de la tierra, pero unidas, como granadas de color naranja vivo y sabor de vino, con sus innumerables granos bien compactos. Gozosa la Iglesia muestra al Esposo sus dos pechos: la Palabra de los dos Testamentos cumplida, duplicada: "Señor, cinco talentos (la Torá) me entregaste, aquí tienes otros cinco que he ganado. Señor, dos talentos me entregaste (en el Evangelio: amor a Dios y al prójimo), aquí tienes otros dos que he ganado" (Mt 25,14ss). El Esposo, complacido por su fidelidad, le invita a entrar en el gozo del Señor. Ella, sorprendida, nos dice: Sin saberlo, me encontré en la carroza con mi príncipe. d) Bajé a mi nogueral El Apocalipsis (12,1ss) nos recuerda el Génesis (3,15), donde se anuncia la perenne enemistad entre la mujer y la serpiente, entre la descendencia de ésta y la descendencia de aquella, hasta que la descendencia de la mujer aplaste la cabeza de la serpiente, "serpiente antigua, que tiene por nombre Diablo y Satanás y anda seduciendo a todo el mundo" (Ap 12,9). También evoca el Exodo, con la alusión al desierto (v.6) y con "las alas de águila" dadas a la mujer para volar hacia él (v.14): "Ya habéis visto lo que he hecho con los egipcios, y cómo a vosotros os he llevado sobre alas de águila y os he traído a mí" (Ex 19,4). Este trasfondo permite reconocer en la Mujer al Israel de la espera y, sobre todo, al nuevo Israel del cumplimiento. Al centro aparece una figura gloriosa: una mujer vestida de la luz del sol, como lo está Dios mismo (Sal 104,2), apoyada sobre la luna y coronada de doce estrellas: "¿Quién es ésa que surge como la aurora, bella como la luna, esplendorosa como el sol, terrible como escuadrones ordenados?" (6,10). Esta Mujer es la Madre, la Esposa, la Ciudad Santa, símbolo de la salvación, encinta del Mesías. Los dolores del parto aparecen en los profetas como imagen del preludio de la llegada del Mesías. Bajé a mi nogueral para ver los brotes de la vega, a ver si la vid estaba en ciernes y si florecían los granados. Del palacio real el esposo desciende a la intimidad del jardín. Paseando por él, a la hora de la brisa de la tarde, contempla

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los brotes, las vides en flor, las gemas de las granadas. Es su nogueral. El Midras compara a la Asamblea de Israel con el nogal. Como el nogal se poda y rebrota, pues le sienta bien la poda, así todo lo que los israelitas recortan de sus frutos para el diezmo, la limosna o para darlo a los que se ocupan de la Torá en este mundo, les sienta bien y se les renueva. Con ello aumentan la riqueza en este mundo y consiguen el premio para el mundo futuro. Y como una piedra puede romper una nuez, así la Torá, llamada piedra (Ex 24,12), puede romper la mala inclinación, aunque sea dura como la piedra: "Quitaré de vuestro cuerpo el corazón de piedra" (Ez 36,26). Como en la nuez la cáscara protege el fruto, así los israelitas mantienen intactas las palabras de la Torá, que se convierte en "árbol de vida para los que las mantienen" (Pr 3,18). Igual que cuando una nuez cae en la basura se la lava y vuelve a ser como antes, apta para comerla, así los israelitas, por mucho que se ensucien pecando a lo largo del año, cuando llega el Yom Kippur se les absuelve de todo, "porque en ese día se hará expiación por vosotros" (Lv 16,30). Y así como las nueces no pueden burlar la aduana, pues se oye su ruido y son descubiertas, así los israelitas, vayan donde vayan, no pueden ocultar que son el pueblo santo. ¿Por qué? Porque se les reconoce siempre: "Todos los que los ven los reconocen, ¡son la semilla que ha bendecido Yahveh!" (Is 61,9). Todas las acciones de Israel son distintas de las acciones de las naciones extrajeras: su forma de labrar (Dt 22,10), plantar (Lv 19,23), sembrar (Dt 22,9), segar (Lv 19,9), amontonar las gavillas (Dt 24,19), trillar, almacenar (Ex 22,28), pisar la uva (Nm 18,27), construir sus tejados, tratar las primicias (Dt 15,19), tratar su cuerpo (Lv 19,28), cortarse el pelo (Lv 19,27) y calcular el tiempo, porque los israelitas se rigen en su calendario por la luna y las naciones extranjeras lo hacer por el sol. Y así como, al coger una nuez del montón, todas ruedan una tras otra, así también en la Asamblea de Israel, si es golpeado uno, todos lo sienten: ¿Acaso si un hombre solo peca te encolerizas con toda la comunidad?" (Nm 16,22). Sin saberlo, me encontré en la carroza con mi príncipe. El Señor, que levanta a los caídos, dijo: No les afligiré más, no les exterminaré más porque he decidido hacerles bien y ponerlos, gloriosos, en carros de reyes (Ba 5,6). Por ello, la asamblea de Israel dice a las naciones extranjeras: "No te alegres de mi suerte, oh enemiga mía, pues si caí me levantaré" (Miq 7,8), pues, cuando estaba sumida en las tinieblas, el Señor me sacó a la luz: "Aunque me siente en las tinieblas Yahveh es mi luz" (Ibidem). Se parece a una princesa que andaba espigando entre los rastrojos y resultó que el rey pasó por allí y, al reconocer a la hija de su alma, la recogió y la hizo sentarse con él en el carro. Se maravillaron sus compañeras y decían: Ayer andaba espigando entre los rastrojos y hoy se sienta en el carro con el rey. Y ella les dijo: Tal como os extrañáis vosotras me maravillo también yo, pues "sin saberlo, me encontré en la carroza con mi príncipe". Así mismo, cuando los israelitas estaban en Egipto, oprimidos en el barro y los ladrillos, eran despreciados a los ojos de los egipcios. Pero, cuando el Señor les salvó, se convirtieron en gobernadores de todo el mundo. Las naciones se maravillaron y les dijeron: Ayer andabais trabajando en el barro y los ladrillos y hoy gobernáis todo el mundo. La Asamblea de Israel contestó: Tal como vosotras os extrañáis me maravillo yo, pues "sin saberlo, me encontré en la carroza con mi príncipe". Sin saberlo, como le sucedió a Eliseo con Elías (2Re 2,1ss), el amor arrastró al esposo a los cielos en el carro de fuego; es el carro de Amminadad, que acoge en Quiryat Yearim el arca de Dios durante su traslado a Jerusalén (1Sam

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7,1). La esposa dice: "Sin darme cuenta, él hizo de mí el carro de Amminadab, lugar de la presencia de Dios, arca o templo donde él habita: "He aquí que la virgen está encinta y dará a luz un hijo, y le pondrá Emmanuel" (Is 7,14). "La generación de Jesucristo fue de esta manera: Su madre, María, estaba desposada con José y, antes de empezar a estar juntos, se encontró encinta por obra del Espíritu Santo" (Mt 1,18). e) Danza de dos coros San Cirilo de Jerusalén, anunciando las catequesis que siguen al bautismo, habla a los catecúmenos del nuevo "estilo de vida que conduce al cristiano a la vida eterna". El estilo de vida es el despliegue del nuevo ser en su actuar. La nueva vida se rige por el amor y la alegría que suscita el Espíritu Santo. Los cristianos son artistas y su arte es su vida. La vida cristiana es ars Deo vivendi, el arte de vivir con Dios y para Dios; cada uno hace de su vida una obra de arte, que muestra "la gloria de la gracia con que nos agració el Amado" (Ef 1,6), pues en realidad el artista que modela la vida del cristiano es el Espíritu Santo. El Cantar, obra de arte del Espíritu, es un poema lírico, con toda su música y emoción sugestiva. El encanto poético lo llena de hechizo y maravilla. Forma y contenido se compenetran y se arropan mutuamente, velando y desvelando el inefable amor de Dios a los hombres. El canto explota en el júbilo de la danza y el baile se hace canto, pues el amor se contagia con el eco que produce en cuantos acompañan a los amantes. La voz vence el silencio y la soledad; se olvida el pasado y el futuro no existe; se vive plenamente el presente. Cuando en Israel no se oyen cantos es como si faltara vino en las bodas: "Haré cesar en las ciudades de Judá y en las calles de Jerusalén toda voz de gozo y alegría, la voz del novio y la voz de la novia; toda la tierra quedará desolada" (Jr 7,34; 16,9). "La tierra ha sido profanada bajo sus habitantes, que rompieron la alianza. Languidece el mosto, la viña está mustia; se han trocado en gemidos las alegrías del corazón. Ha cesado el alborozo de los panderos y de las cítaras. Ya no beben vino entre canciones. Se lamentan en las calles porque no hay vino, ni fiesta; ha desaparecido la alegría de la tierra" (Is 24,1ss). El pesado silencio de la tierra, sin cantos de novios, engendra lamentaciones: "Los jóvenes silencian sus cantos, se acabó la alegría de nuestro corazón, la danza se ha vuelto luto" (Lm 5,14s). Sin embargo, el mismo profeta Jeremías anuncia: "En este lugar que veis ahora desolado se volverán a escuchar las voces alegres y las voces gozosas, los cantos del novio y los cantos de la novia" (Jr 33,10). Con Cristo vuelve la abundancia del vino y la alegría de las bodas de Dios con su pueblo (Jn 2,1-12; 15,11; Ap 19,1ss). Para celebrar estas bodas en la alegría, el novio enamora a la novia: "Ahora voy a seducirla, la llevaré al desierto y le hablaré al corazón. Y ella responderá y me llamará esposo mío. Entonces la desposaré para siempre con amor y cariño" (Os 2,ss). María, la hija de Sión, recoge la profecía que compara a Israel con una viña pisoteada y convertida en erial, en la que "ya no hay vino","se lamentan en las calles por el vino", "desapareció toda alegría, emigró el alborozo de la tierra" (Is 5,1-7; 24,7-13)-, y se lo hace presente a su Hijo. Y Jesús, el Esposo, cambia el agua en vino y "en abundancia". Para esto ha venido Jesús: "para que tengan vida y en abundancia". Con Cristo llega la alegría de las bodas de Dios con los hombres. Mandando llenar las tinajas hasta el borde, Jesús

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expresa su deseo de colmar los corazones de su alegría: "Os he dicho esto para que mi alegría esté en vosotros y que vuestra alegría se vea colmada" (Jn 15,11). En la Iglesia, María sigue siendo y haciendo lo mismo: Movida a compasión por la indigencia humana, sin vino, ella dispone el corazón de los hombres a la fe en la Palabra de Cristo y mueve a Cristo a darnos el "vino bueno" de la fiesta nupcial. En forma de banquete de bodas es prometida la salvación final de Dios: "Alegrémonos y regocijémonos y démosle gloria, porque han llegado las bodas del Cordero, y su Esposa se ha engalanado de lino deslumbrante. Dichosos los invitados al banquete de bodas del Cordero" (Ap 19,7-9). Tras el canto de la esposa en reposo (6,4-12), sigue el himno a la belleza de la esposa en movimiento, mientras danza. ¡Gira, gira, Sulamita, vuelve, vuelve, que te veamos! ¿Por qué miráis a la Sulamita, cuando danza entre dos coros? ¡Vuelve, vuelve, asamblea de Israel! ¡Vuelve a Jerusalén, vuelve a escuchar a los que te profetizan en nombre del Señor! (Is 55,6s). El esposo no se cansa de repetir a su amada: "Vuelve, vuelve, pequeña virgen de Sión" (Jr 31,21). ¡Vuelve, vuelve de Babilonia! "Y me dijo Yahveh: Anda y pregona estas palabras al Norte y di: Vuelve, Israel apóstata; no estará airado mi semblante contra vosotros, porque soy piadoso y no guardo rencor para siempre" (Jr 3,11ss;12,15). Vuelve de la fornicación a la castidad, de la ira a la mansedumbre, del furor a la dulzura, de los ídolos a Dios y veremos en ti la Luz: "Pues en ti está la fuente de la vida, y en tu luz veremos la luz" (Sal 35,10). Noemí escuchó la voz del amado "y volvió a los campos de Belén con su nuera Rut" (Rut 1,22). Cuando Noemí, hija de Israel, vuelve a Belén, la casa del pan, tras ella van las naciones en busca del Señor. Rut dijo a Noemí: "Donde tú vayas, yo iré, donde habites, habitaré. Tu pueblo será mi pueblo y tu Dios será mi Dios" (Rut 1,16). En la amada, las gentes ven el esplendor de Dios y, por ella, le dan gloria (Mt 5,14ss). La Sulamita es el santuario donde resplandece la gloria del Señor (Sal 63,3). Cuando la Sulamita se ilumina en el cielo, vestida del sol y coronada de doce estrella, brilla como una señal que atrae la mirada de todos hacia el Señor de la gloria (Ap 12). Danzando, cantan a dos coros: "Contaré a Egipto y a Babilonia entre mis fieles; filisteos, tirios y etíopes han nacido en ella, madre de todos los pueblos" (Sal 87). El amado la llama Sulamita, cambiándola el nombre. En la Escritura hay dos Sunamitas, procedentes de Sunam, el territorio de Isacar, "un asno corpulento que busca el reposo y el suelo le parece agradable, pero ofrece su lomo a la carga y termina sometiéndose al trabajo" (Gén 49,14ss). Los hijos de Isacar son buenos "siervos del Señor", pero siempre inclinados al descanso. Buenas siervas fueron las dos Sunamitas de la Escritura. Abisag era una virgen sumamente bella, que sirvió a David en su vejez, durmiendo en su seno para dar calor su carne enferma. Abisag permaneció virgen y cuidó a David como una madre (1Re 1,1ss). La otra Sunamita recibió en su casa al profeta Eliseo, del que dijo a su marido: "Mira, sé que es un santo hombre de Dios que siempre viene por casa. Vamos a hacerle una pequeña alcoba en la terraza y le pondremos en ella una cama, una mesa, una silla y una lámpara, y cuando venga por casa, que se retire allí" (2Re 4,9ss). La amada del Cantar tiene las cualidades de las mujeres de Sunam, pero también los defectos de Isacar. Por cuatro veces la grita el esposo: ¡Vuélvete, vuélvete! Pero el amado la cambia el nombre y la llama Sulamita. Es el nombre que le da el amado cuando a su llamada, ¡vuélvete!, ella se da la vuelta hacia él. Girada hacia él, su

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cara ha resplandecido de paz. Ella ha corrido hacia él a toda prisa, danzando por los montes, hasta echarse en sus brazos. Se ha convertido en Princesa de paz, desposada con él, el Príncipe de la paz. Como Isha, la mujer, era esposa de Ish, el hombre, así la Sulamita es la esposa de Salomón. Lleva el nombre de él, porque se asemeja a él en todo, es su compañera, carne de su carne y hueso de sus huesos. Es su esposa, su presencia, su beldad, su esplendor, su paz. Es el milagro del príncipe de la Paz en favor de quien se une a él. La amada, invitada a bailar la danza de la victoria (Ex 15,20; Ju 11,34; 1Sam 18,6), atrae la mirada hacia los pies. Si en el capítulo cuarto la descripción de la esposa partía de la cabeza, ahora, mientras danza, la descripción va desde los pies hasta el rostro. También las evocaciones geográficas van desplazando la mirada desde el sur hacia el norte de Palestina, llevándonos hasta el monte Carmelo. Se corresponden la geografía del cuerpo de la amada y la de la tierra. En la amada se reconstruye la unidad de la tierra prometida. f) ¡Qué hermosos son tus pies! ¡Qué bellos son tus pies en las sandalias, hija de príncipe! Los contornos de tus caderas son como ajorcas, obra de manos de artista. Dijo Salomón, en espíritu de profecía: ¡Qué bellos son los pies de Israel en las peregrinaciones, cuando suben para comparecer ante el Señor tres veces al año (Ex 23,14-17)!; van con las sandalias de cuero fino (Ez 16,10) y ofrecen sus dones voluntarios (Ex 23,15). Sus hijos, fruto de sus caderas, son bellos como las gemas engarzadas en la corona santa que hizo el artista Bezaleel para el sacerdote Aarón (Ex 23,15). Los pies encajados en sandalias elegantísimas muestran a la esposa como hija de príncipe: "Qué hermosos son sobre los montes los pies del mensajero que anuncia la paz, que trae buenas nuevas, que anuncia la salvación, que dice a Sión: Ya reina tu Dios" (Is 52,7). La esposa en sus pasos hacia el esposo se hace ella misma anuncio de paz, como indica su mismo nombre: Sulamita, la pacificada, la pacifica. Identificada con el esposo Salomón, lleva su mismo nombre en femenino. ¡Qué bellos son tus pies, calzados con el celo por el Evangelio de la paz (Ef 6,15)! Son los pies de los apóstoles, enviados por todo el mundo, de los que dice la Escritura: "Qué hermosos los pies de los que anuncian la paz" (Rom 10,15). "Mis pies se mantuvieron firmes en tus caminos y no vacilaron mis pasos" (Sal 17,5). Tocado en el fémur por el Señor, no vacilan los pasos de Israel, pues su debilidad ha quedado revestida de la fuerza del Señor (Gén 32,26ss). Como la sabiduría hizo una corona para la cabeza, la humildad hizo una sandalia para el pie. La sabiduría hizo una corona para su cabeza: "el comienzo de la sabiduría es el temor de Dios" (Sal 111,10). La humildad hizo una sandalia para su pie: "la base de la humildad es el temor de Dios" (Pr 22,4). ¿A qué se puede comparar? A un rey que dijo a uno: ¡Pídeme lo que quieras! El se dijo: si le pido oro o plata me lo dará. Más bien voy a pedirle la mano de su hija y, con ella, me dará todo. Así hizo Salomón: "Se apareció Yahveh a Salomón y le dijo: ¡Pídeme lo que quieras!" (1Re 3,5). El se dijo: si le pido oro o plata, piedras preciosas o gemas, me las dará; más bien voy a pedir sabiduría y lo tendré todo junto. Dijo: "¡Dame un corazón sabio!" (1Re 3,9). Le contestó el Señor: "Porque has pedido sabiduría en vez de pedir para ti larga vida, riquezas, o la muerte de tus enemigos,

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cumplo tu ruego y te doy un corazón sabio e inteligente, y también te concedo lo que no has pedido: riquezas y gloria" (1Re 3,11-13). Como ajorcas fruto de manos de artista, es decir, fruto del arte del Señor del mundo. Se puede comparar a un rey que tenía un huerto en el que plantó hileras de nogales, manzanos y granados y se lo traspasó a su hijo, diciéndole: Yo sólo te pido que, cuando estas plantaciones den sus primeros frutos, me traigas los primeros, para ver el fruto de mis manos y me alegre por ti. Así dijo el Señor: Hijos míos, sólo os pido que, cuando os nazca un primogénito, me lo consagréis, (Ex 13,2) y, cuando subáis en peregrinación, subidlo con todos vuestros varones para mostradlos ante Mí y yo me complazca en ellos: "tres veces al año comparecerá la totalidad de tus varones ante la presencia de Yahveh" (Ex 23,17). Tu ombligo es redondo como la luna. ¡Que nunca falte vino mezclado! Tu vientre es un montón de trigo, rodeado de flores. Tu ombligo (o regazo) es una copa redonda en la que nunca falta el vino mezclado. Jerusalén es el ombligo del mundo: "Dice el Señor: Esta es Jerusalén; yo la he colocado en medio de las naciones, y rodeada de países" (Ez 5,5). El vientre, por su piel blanca y dorada, es comparado al trigo y a los lirios, símbolos de fecundidad. Y se pregunta el Midrás: ¿Por qué montón de trigo? ¿No sería más bello decir montón de piñas? Y responde: Quizás, pero el mundo puede vivir sin piñas y no puede vivir sin trigo. Sobre ello se cuenta que la paja, el tamo y el rastrojo estaban discutiendo entre ellos. La paja dijo: La tierra se siembra por mi causa. Lo mismo decían el tamo y el rastrojo. Pero el trigo les replicó: Esperemos hasta que llegue el momento de la trilla y entonces sabremos por quién se sembró el campo. Llegó ese momento y el propietario, después de la trilla, se dispuso a aventar la era. Cogió la paja y la tiró a la tierra; al tamo se lo llevó el viento; y el rastrojo lo quemó. El trigo, en cambio, lo recogió y formó con él un montón. Todos los que pasaban por allí, al ver el montón de trigo, lo besaban: "Besad el grano no sea que El se enoje" (Sal 2,12). Así sucede con las naciones. Unas y otras dicen: "Por nosotras fue creado el mundo". Pero Israel les contesta: Esperemos que llegue el día del Señor y entonces sabremos por quién fue creado el mundo, "pues he aquí que llega el día, abrasador como un horno" (Mal 3,19); aquel día "los aventarás y el viento se los llevará, pero tú exultarás y te gloriarás en Yahveh, el Santo de Israel(Is 41,16). Tus dos pechos, como dos cervatillos, mellizos de gacela. Tu cuello como torre de marfil. Tus ojos, los estanques de Jesbón, junto a la puerta de Bat Rabbim. Tu nariz, como torre del Líbano, centinela que mira hacia Damasco. Tu cabeza, sobre ti, es como el Carmelo. Y el cabello de tu cabeza es como púrpura. ¡El rey queda cautivo en las trenzas! Para los pechos cfr 4,5. El cuello blanco se lanza hacia el cielo como una torre de marfil. Los ojos son como dos espejos de agua, limpias albercas de Jesbón que reflejan el cielo. Jesbón es la capital del reino de Moab, residencia de reyes, recordada por los profetas. Sus albercas semejan ojos grandes y azules. Tu cabeza, el hijo de Judá, "lava en vino sus vestidos y en sangre de uvas su estola" (Gén 49,11), por ello es como el Carmelo, la viña de Dios; sus rizos de púrpura son tan fascinantes que el rey queda cautivo en sus trenzas. El Carmelo sugiere verdor perenne con su abundancia de árboles, arbustos y flores. Es la corona del valle de Esdrelón y gloria de todo el país. A los racimos de dátiles de la palmera o también a los racimos de uvas se comparan los senos de la esposa.

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g) Subiré a la palmera ¡Qué bella eres y qué encantadora! ¡Qué delicia en tu amor! ¡Qué hermosa eres tú, Asamblea de Israel, cuando llevas sobre ti el yugo de mi realeza! ¡Qué bella cuando reconoces a Dios como Rey y Señor."¡Qué hermosa eres, qué encantadora!". ¡Qué hermosa en los mandamientos! y ¡qué encantadora en las obras de misericordia! ¡Qué hermosa en el Templo, en el reparto de las ofrendas y los diezmos, la gavilla olvidada, la esquina del campo no segada, diezmo del pobre! (Lv 19,9-10; Dt 14,28-29; 24,19-21). ¡Qué hermosa en las buenas obras! y ¡que encantadora en la penitencia! ¡Qué hermosa en este mundo! y ¡qué encantadora en el mundo venidero! y ¡en los días del Mesías! ¡Qué bella eres! "Tus caminos están llenos de gracia y todas tus sendas de paz" (Pr 3,17); tus palabras rezuman gracia, más dulces que panal de miel (Pr 16,24). Tu talle es de palmera, y tus pechos se parecen a sus racimos. Cuando los sacerdotes extienden sus manos en la oración y bendicen a la Asamblea de Israel, sus manos extendidas parecen ramos de palmera, y semejante a la palma es su talle. La Asamblea está entonces cara a cara frente a los sacerdotes, con los rostros doblados hacia el suelo, semejantes a racimos de uva (Eclo 50,12-17). La elegancia del tallo y la dulzura de los frutos hacen a la amada bella y apetecible. Me dije: subiré a la palmera, cogeré sus frutos. ¡Tus pechos son racimos de uva y el olor de tu aliento como de manzanas! Tu boca es un vino generoso, que fluye por los labios de los que duermen. Aunque un estudioso de la Torá muera, sus labios siguen recitando desde la tumba. Es como un depósito de uvas maduras, que sueltan jugo por sí mismas. Es como el que bebe vino de solera que, aún después de beberlo, el sabor y el aroma permanecen en su boca. La esposa ha logrado el deseo de su corazón, expresado al comienzo del Cantar: "Que me bese con los besos de su boca". Ahora, estrechada por el amado, que sube a la palmera de la cruz, recibe el beso del esposo. Dormido en el lecho de la cruz, derrama sobre la esposa el vino generoso de su sangre, mezclada con agua (Jn 19,34). Yo soy de mi Amado y hacia mí tiende su deseo. Es el grito exultante de la esposa: la situación de Eva ha sido invertida, pues no es el deseo de la esposa el que tiende hacia el esposo para caer bajo su dominio (Gén 3,16); esto era fruto del pecado. El amor del esposo ha recreado las relaciones iniciales: la esposa es toda del esposo y hacia ella tiende el deseo de él. No es el hombre quien busca, en primer lugar, a Dios. El hombre más bien se esconde de Dios entre los árboles (Gén 3,8). Dios entonces busca al hombre; como buen pastor desciende en busca de la oveja perdida y no descansa hasta que la encuentra, la carga sobre sus hombros y la lleva al redil. Tres veces se repite la fórmula de la alianza, con sus diferencias que marcan el itinerario espiritual. En la primera (2,16), la esposa reconoce el amor de Dios hacia ella como fuente de su amor a él. En la segunda (6,3), tras reconocer el amor con que es amada, la esposa declara el amor con que ella ama al esposo. Y la tercera (7,11) evoca la situación del Génesis invertida, sugún lo anunciado por los profetas: "El Señor encontrará en ti su placer. El Señor hallará en ti el gozo del esposo por la esposa" (Is 62,4-5).

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111. EL ESPIRITU Y LA NOVIA DICEN: ¡VEN!: 7,12-8,4 a) ¡Aleluya! ¡Maranatha! Cristo, en su resurrección, se ha manifestado vencedor de la muerte y ha derramado su Espíritu sobre la Iglesia, como don de bodas a su Esposa. La Iglesia, gozosa y exultante, canta el Aleluya pascual. Pero el Espíritu y la Esposa, en su espera anhelante de la consumación de las bodas, gritan: ¡Maranathá! Iglesia vive en tensión entre el Aleluya y el Maranathá. Tenemos las primicias del Espíritu, pero aún esperamos la redención del cuerpo. Somos hijos de Dios y le llamamos Abba, pero todavía ansiamos la filiación. La fe es certeza y dolor al mismo tiempo. La fe es siempre pascual, es vivir crucificado con Cristo esperando la liberación no sólo del "cuerpo de pecado", sino del "cuerpo de muerte" (Rom 7,24). La celebración cristiana es memorial, presencia y esperanza de la salvación. La memoria del misterio salvador de Cristo hace presente esa salvación, suscitando la esperanza anhelante del maranathá: ¡Ven, Señor Jesús! El anuncio gozoso de que el Señor está presente entre nosotros suscita la llamada al Señor para que venga, pues estando presente continúa siendo el que ha de venir. Esto hace del presente un kairós. Para la Iglesia el momento presente, grávido de la gracia de Cristo muerto y resucitado y que viene con gloria y potencia, es fecundo de frutos de vida para el mundo. La esperanza no aliena al cristiano del presente y del mundo, sino que le sumerge en el mundo como fermento que transforma todas sus realidades, como sal que da sentido y sabor. La esperanza en una vida más allá de la muerte llena de sentido la vida del más acá de la muerte. El acontecimiento esperado de la manifestación gloriosa del Señor transforma la existencia cristiana; da al cristiano una actitud nueva y un estilo

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nuevo de vida. El cristiano encuentra un sentido al sufrimiento, a la persecución, a la vejez, a todo lo que le anuncia el final de su peregrinación y le acerca al encuentro con el Señor al término de su existencia y al final de los tiempos. Esta vida con la mirada en la Parusía del Señor le invita a vivir cada instante como kairós de gracia, en perenne adviento. El acontecimiento esperado da significado a la vida en Cristo, al llevar en nuestro cuerpo por todas partes el morir de Jesús, para que también en nuestro cuerpo se manifieste su gloria cuando El vuelva. La Parusía es un acontecimiento real y actual, como lo es la resurrección de Cristo, que garantizan la fe y la esperanza cristiana. La resurrección de Cristo es ya el anuncio de nuestra resurrección; su parusía gloriosa será la realización plena de la victoria de Cristo sobre el pecado y la muerte, llevando con El, como cortejo de gloria, a todos los rescatados del señor de la muerte. La fe en Jesús como Siervo de Yahveh es inseparable de la esperanza en Cristo como Hijo del Hombre, Señor del Universo. La celebración del Adviento hace presente al cristiano que este mundo está en tránsito. Nada en él es estable, duradero. Pasa la escena de este mundo con las riquezas, los afectos, llantos, alegrías y construcciones humanas (1Cor 7,29- 31). El poder y la gloria que ofrece "el señor del mundo" es efímero (Mt 4,1-11). Cristo ha vencido el pecado, venciendo a Satanás y desposeyéndole de su reino. Pero el cristiano aún vive este tiempo en tensión entre la carne y el Espíritu. Recibiendo el Espíritu, vive según el Espíritu, libre del poder del pecado, "condenando como Cristo el pecado en sí mismo". Pero lo que en Cristo ha sido una realidad cumplida, definitiva, el cristiano lo vive cada día, de conversión en conversión. En el aquí y ahora, gracias a la acción de Dios en el hombre, se hace presente el Reino de Dios. El creyente vive así el hoy de su vida como kairós de gracia. La presencia del Espíritu de Dios le anticipa la vivencia del Reino. Con esta experiencia de vida eterna, el cristiano persevera con firmeza, aguardando la plenitud futura del Reino, anhelando la consumación que nos traerá "el Día del Señor",11 es decir, la Parusía de Cristo,12 cuando tenga lugar la resurrección (1Cor 15,51-52; 1Tes 4,14-17), la renovación de la creación (Rom 8,19-22) y el mundo presente llegue a su fin (1Cor 15,24-28). Siendo todas las manifestaciones del Espíritu Santo tan solo una primicia de la gloria futura, comienzo y anticipación de la plenitud de la vida prometida, el Espíritu Santo se hace la garantía de la esperanza; el cristiano vive en el gozo y en el anhelo de la consumación. Como dice San Ireneo: Ahora recibimos sólo una parte de su Espíritu, que nos prepara a la incorrupción, habituándonos poco a poco a acoger y llevar a Dios. El Espíritu es la prenda que nos ha sido conferido por Dios: "En Cristo, después de haber oído la Palabra de la verdad, el Evangelio de nuestra salvación, habéis recibido el sello del Espíritu de la promesa, que es prenda de nuestra herencia" (Ef 1,13-14). Si, pues, esta prenda, que habita en nosotros, nos hace gritar "Abba, Padre", ¿qué sucederá cuando, resucitados, le veamos cara a cara? (1Cor 13,12; 1Jn 3,2). ¡Nos hará semejantes a El, según el designio de Dios, pues hará realmente "al hombre a imagen y semejanza de Dios"!.

11

Cfr 1Cor 1,8;5,5;2Cor 1,14;Flp 1,6.10;2,16;1Tes 5,2;2Tes 2,2.

12

Cfr 1Tes 4,15;2Tes 2,1;1Cor 15,23;1,7;2Tes 1,7.

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Rebosando de esperanza, el cristiano une, pues, su invocación al suspiro del Espíritu, invitando al Señor a volver glorioso para consumar la historia y la salvación: "El Espíritu y la novia dicen: ¡Ven!" (Ap 22,17). b) ¡Ven, Amado mío! Yo soy de mi Amado y hacia mí tiende su deseo. La esposa, que ha hecho del esposo la roca de su corazón, siente que "su bien es estar junto a Dios, pues se ha cobijado en el Señor, a fin de publicar todas sus obras" (Sal 72,28). Con firmeza proclama: "Yo exulto a la sombra de tus alas; mi alma se aprieta contra ti, tu diestra me sostiene" (Sal 62,8-9). Con esta confianza, desea salir al mundo a proclamar las maravillas que él ha hecho en ella. Por ello dice al Amado: ¡Ven, Amado mío, salgamos al campo!, pasemos la noche en las aldeas, amanezcamos en las viñas. Las mandrágoras han exhalado su fragancia. A nuestras puertas hay toda clase de frutas. Las nuevas, igual que las añejas, Amado mío, que he guardado para ti. "El campo donde ha sido sembrada la semilla de la Palabra es el mundo" (Mt 13,38). Por todas partes se ha extendido el Evangelio y las Iglesias han surgido en todas las aldeas. La predicación ha florecido en las viñas; en ellas se ha esparcido el suave aroma de los granados, teñidos del color de la sangre de Cristo. Los pechos de la Iglesia han nutrido a los fieles, las mandrágoras han exhalado su fragancia, con el aroma de la fe. El campo, por otra parte, se contrapone a la ciudad por su aire abierto; ofrece a los amantes la posibilidad de sumergirse en la primavera en flor. La naturaleza se llena de vida, signo de la recreación que hace el amor. El día despierta con la aurora invitando a recorrer los campos, para ver si ha brotado la vid en "la viña de Yahveh, que es la casa de Israel" (Is 5,7). La hija de Sión, que lleva en su seno la esperanza mesiánica desde Eva, suspira por la llegada del Mesías. Cuando Israel pecó, el Señor lo desterró a la tierra de Seír, heredad de Edom. Dijo entonces la Asamblea de Israel: Te suplico, Señor, que acojas la oración, que elevo a ti desde la ciudad de mi exilio, en la tierra de las naciones. Los hijos de Israel se dijeron el uno al otro: Alcémonos pronto, en la mañana, busquemos en el libro de la Torá y veamos si ha llegado el tiempo de la redención, el tiempo de ser rescatados del exilio; veamos si ha llegado el tiempo para subir a Jerusalén y allí alabar al Señor, nuestro Dios. Antes era el esposo quien invitaba a la amada a salir (2,10-14). Ahora es ella quien le invita a él a salir al campo en la madrugada para descubrir los signos de la primavera; a recorrer los senderos de los prados perfumados por el brotar de la vida. Apenas despunte la aurora recorrerán la viñas, que están echando sus yemas. Con la mirada saltarán de las flores a los granados, símbolo del amor y la fecundidad. El áspero aroma de las mandrágoras les mantendrá despierto el amor. Todo será una invitación al amor: "Allí te daré mi amor", los frutos exquisitos del corazón: frutos frescos y fragantes y también frutos conservados de la estación anterior: "Comerán de cosechas almacenadas y sacarán lo almacenado para hacer sitio a lo nuevo" (Lv 26,10). El amor antiguo se hace nuevo cada día: "Queridos, no os escribo un mandamiento nuevo, sino el mandamiento antiguo, que tenéis desde el principio. Este mandamiento antiguo es la palabra que habéis escuchado. Y sin embargo, os escribo un mandamiento nuevo, lo cual es verdadero en él y en vosotros, pues las tinieblas pasan y la luz verdadera brilla ya" (1Jn 2,7-8).

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c) ¡Ay! ¡Si fueras mi hermano! ¡Oh si fueras mi hermano, amamantado a los pechos de mi madre! Al verte por la calle te besaría, sin que me despreciaran. Te besaría como se besaron aquellos dos hermanos, es decir, Moisés y Aarón, quien "fue y, al verlo en la montaña de Dios, le besó" (Ex 4,27). Cuando se manifieste el rey Mesías a la Asamblea de Israel, los hijos de Israel le dirán: ¡Ven, y estáte con nosotros como nuestro hermano! Subamos a Jerusalén y mamemos contigo las palabras de la Torá, como un lactante mama del pecho de su madre (Pr 5,19). Pues como en el pecho de la madre el lactante siempre encuentra leche, así las palabras de la Torá, como pechos inagotables, están llenos de leche para tus hijos. El Amado no defrauda a la amada. En la plenitud de los tiempo "envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que se hallaban bajo la ley, y para que recibiéramos la filiación adoptiva". Realmente el Amado se hizo hermano nuestro: "No se avergüenza de llamarnos hermanos. Pues, así como los hijos participan de la sangre y de la carne, así también él participó de las mismas, para aniquilar mediante la muerte al señor de la muerte, es decir, al Diablo, y liberar a cuantos, por el temor a la muerte, estaban de por vida sometidos a esclavitud. Por eso se asemejó en todo a sus hermanos" (Heb 2,11,ss). Y, como hermano, se ha amamantado a los pechos de María, nuestra madre: "Mientras Jesús hablaba, una mujer de entre la multitud dijo en voz alta: Dichoso el seno que te llevó y los pechos que te amamantaron" (Lc 11,27). El Hijo de Dios se ha hecho realmente hermano nuestro, pues a todos los elegidos, el Padre "los conoció de antemano y los predestinó a reproducir la imagen de su Hijo, para que El fuera el primogénito entre muchos hermanos" (Rom 8,28-30). Dice San Cipriano: "Dos hombres son hermanos entre sí porque son hijos del mismo Padre; dos cristianos, por el contrario, son hijos del mismo Padre porque antes son hermanos, hermanos de Cristo; en Cristo tenemos acceso al Padre". La filiación divina del cristiano está vinculada a la hermandad con Jesús. El nos presenta al Padre como hijos. El evangelio (Mc 3,33) llama "hermanos" de Jesús a quienes cumplen la voluntad de Dios y escuchan su palabra de labios de Jesús. De esta nueva familia de Jesús Dios es Padre. La invocación de Dios como Padre crea una familia, una comunidad, constituye una Iglesia. El que invoca a Dios como Padre está descubriendo que tiene como hermanos a cuantos le invocan con el mismo nombre. Como dice el beato Isaac de Stella: El Hijo de Dios es el primogénito entre muchos hermanos. Por naturaleza es Hijo único, por gracia asoció consigo a muchos para que sean uno con él. Pues a cuantos lo recibieron les dio poder de llegar a ser hijos de Dios. Haciéndose él Hijo del hombre, hizo hijos de Dios a muchos. El que es Hijo único asoció consigo, por su amor y su poder, a muchos. Estos, siendo muchos por su generación según la carne, por la regeneración divina son uno con El. Cristo es uno, el Cristo total, cabeza y cuerpo. Uno nacido de un único Dios en el cielo y de una única madre en la tierra. Muchos hijos y un solo Hijo. Pues así como la cabeza y los miembros son un Hijo y muchos hijos, así también María y la Iglesia son una madre y muchas, una virgen y muchas.

Te conduciría y metería en casa de mi madre, para que me instruyeras. Te daría a beber el vino aromado, el licor de mis granadas. Del campo pasan a la ciudad. La esposa desea ser iniciada en el amor, pues el amor nunca se acaba de aprender: "El amor es paciente, es servicial; no es envidioso, ni se jacta ni se 129

engríe; es decoroso, no busca su interés, no se irrita, no toma en cuenta el mal; no se alegra con la injusticia, sino que se alegra con la verdad. Todo lo excusa, todo lo cree, todo lo espera, soporta todo. No acaba nunca" (1Cor 13,4ss). La asamblea de Israel dice a sus hijos: "Venid, subamos al monte del Señor, a la casa del Dios de Jacob, para que él nos enseñe sus caminos y nosotros sigamos sus senderos. Pues de Sión saldrá la Ley y de Jerusalén la palabra de Dios" (Is 2,3-3). Es la misión del Siervo de Yahveh: "El Señor me ha dado lengua de discípulo para que haga saber al cansado una palabra alentadora" (Is 50,4). Es el vino nuevo del Evangelio. El vino, mezclado con especies y aromas, es oloroso y agradable, y se conserva sin picarse por el calor. Vino y jugo de granadas son el símbolo repetido del amor de la esposa a su amado. "Aquel día los montes destilarán vino y las colinas fluirán leche; por todas las torrenteras de Judá fluirán las aguas; y una fuente manará de la Casa del Señor que regará el valle de las acacias (Jl 4,18; Am 9,13). El Señor dará a beber el vino bueno guardado hasta el final (Jn 2,10). Es el vino del Espíritu Santo, con el que se embriagarán los discípulos de Cristo resucitado. Pentecostés era la fiesta de la recolección, cuyas primicias habían sido ofrecidas el día después de pascua, con lo que ambas fiestas quedaban unidas como principio y fin de la cosecha. Luego, Pentecostés pasó a ser la fiesta de la donación de la Ley de la alianza. Pentecostés será el don pleno de la ley de la nueva alianza: el Espíritu Santo. Las tablas de la ley fueron escritas por el dedo de Dios (Ex 31,18). En adelante ese dedo será el Espíritu Santo (Lc 11,20), que graba la ley nueva en el corazón de los cristianos. Así como el nuevo santuario es Jesucristo, abierto a todas las naciones, la ley nueva será el Espíritu Santo, que da testimonio de Jesús en todos los pueblos. Los discípulos hablan la lengua de todos los pueblos, anuncian en esas lenguas las maravillas de Dios. Dice San Cirilo de Jerusalén: "Burlándose decían: están llenos de mosto" (He 2,8). Decían la verdad, aunque fuera de burla. Porque el vino era realmente nuevo: la gracia del Nuevo Testamento. Este vino nuevo procedía de la viña espiritual que había dado muchas veces fruto en los profetas y que había rebrotado en el Nuevo Testamento. Porque así como de manera visible la viña permanece siempre la misma, pero a su tiempo da frutos nuevos, de igual modo el mismo Espíritu, permaneciendo lo que es, actuó muchas veces en los profetas, pero ahora se ha mostrado en modo nuevo y admirable. Ahora ha venido sobreabundantemente. Pedro, que tenía el Espíritu Santo, dice: "Israelitas éstos no están ebrios como vosotros pensáis", sino como está escrito: "Se embriagarán de la abundancia de tu casa y les darás a beber de los torrentes de tus delicias" (Sal 35,9). Están ebrios con sobria embriaguez que da muerte al pecado y vivifica el corazón, con una embriaguez contraria a la del cuerpo. Esta produce el olvido incluso de lo conocido y aquella proporciona el conocimiento incluso de lo desconocido. Están ebrios porque han bebido de la vid espiritual, que dice: "Yo soy la vid y vosotros los sarmientos" (Jn 15,15).

La embriaguez del Espíritu es embriaguez no de vino, sino del Espíritu Santo, por lo que es sobria, lúcida y penetrante. San Pablo dice a los Efesios: "No os embriaguéis con vino, que es causa de libertinaje; llenaos más bien del Espíritu y recitad entre vosotros salmos, himnos y cánticos inspirados" (5,18s). Comenta Orígenes: Nuestro Salvador después de su resurrección, cuando todo lo viejo había pasado y todo se había hecho nuevo (2Cor 5,17), siendo El en persona el hombre nuevo (Ef 2,15) y el primogénito de entre los muertos (Col 1,18), dice a los Apóstoles, renovados también por

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la fe en su resurrección: "Recibid el Espíritu Santo" (Jn 20,22). Esto es sin duda lo que él mismo había indicado en el Evangelio al decir que el vino nuevo no puede verterse en odres viejos (Mt 9,17), sino en odres nuevos, es decir, en los hombres que anduvieran conforme a la novedad de vida (Rom 6,4). Sólo ellos pueden recibir el vino nuevo, es decir, la novedad de la gracia del Espíritu Santo.

Su izquierda está bajo mi cabeza y su derecha me abraza (Cfr 2,6). La oración ardiente de la esposa atrae con sus deseos al esposo, que se hace presente y le abraza. El es fiel a su palabra: "Pedid y se os dará; buscad y hallaréis; llamad y se os abrirá. Porque todo el que pide recibe; el que busca halla; y al que llama se le abrirá" (Mt 7,7-8). "Yo os digo: Todo cuanto pidáis en la oración, creed que ya lo habéis recibido y lo obtendréis" (Mc 11,24). Quien pide con fe, sin vacilar, recibe lo que desea (Sant 1,6). No hace esperar el esposo a la amada que le invoca, sino que enseguida se presenta ante ella (Lc 18,8). El deseo de la esposa es el deseo del esposo: "que donde yo esté, estéis también vosotros" (Jn 14,3). Os conjuro, hijas de Jerusalén, no despertéis, no desveléis a mi amor hasta que le plazca (Cfr 3,5). Oigamos a San Juan de la Cruz: "¡Oh noche, que guiaste! ¡Oh noche amable más que la alborada! ¡Oh noche que juntaste amado con amada, amada en el amado transformada! Quedéme y olvidéme, el rostro recliné sobre el amado;cesó todo, y dejéme dejando mi cuidado entre las azucenas olvidado". d) Apoyada en el amado Terminada la oración, sigue la vida con los demás, que preguntan: ¿Quién es esa que sube del desierto, apoyada en su amado? (3,6; 6,10). Siempre crea estupor el milagro del amor de Dios, que se manifiesta en la amada, trasformada por su amor. La amada apoyada en el brazo del amado, en abandono total de sí misma en él, es "un espectáculo para el mundo, los ángeles y los hombres" (1Cor 4,9). El amor, manifestado en Cristo, es algo extraordinario (Mt 5,47). El amor y la unidad son los signos de la presencia de Dios entre los hombres: "Amaos como yo os he amado. En esto conocerán todos que sois mis discípulos" (Jn 13,34). "Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que yo soy tu enviado" (Jn 17,21). Dice San Agustín: El Señor dice a sus discípulos: "Os doy el mandato nuevo: que os améis como yo os he amado". ¿Por qué llama nuevo a lo que nos consta que es tan antiguo? La novedad está en que nos despoja del hombre viejo y nos reviste del nuevo. Porque el Señor renueva en verdad al que cumple este mandato, teniendo en cuenta que no se trata de un amor cualquiera, sino de aquel amor acerca del cual, para distinguirlo del amor carnal, añade: "Como yo os he amado". Este es el amor que nos renueva, que nos hace hombres nuevos, herederos del Testamento nuevo, capaces de cantar el cántico nuevo. Este amor es el que hace que el género humano, esparcido por toda la tierra, se reúna en un nuevo pueblo, en el cuerpo de la nueva esposa del Hijo único de Dios, de la que se dice: Resplandeciente, en verdad, porque está renovada por el mandato nuevo. Este amor es don del mismo que afirma: "Como yo os he amado, para que os améis mutuamente". Para esto nos amó, para que nos amemos unos a otros; con su amor nos ha otorgado el que estemos unidos por el mutuo amor y, unidos los miembros con tan dulce vínculo, seamos el cuerpo de tan excelsa cabeza.

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De la esposa se dice que "camina por la vía de la justicia" (Pr 8,20). No se desvía ni a la derecha ni a la izquierda porque se apoya en "el árbol de la vida" (Pr 3,18), que nutre a los que se apoyan en él como sobre una columna firme. El Señor es vida y apoyo. Por eso dice a la esposa: "Guarda mis palabras en tu corazón. Adquiere sabiduría y no te apartes de las palabras de mi boca. No la abandones y ella te guardará y será tu defensa. Adquiere sabiduría y ella te ensalzará; si tú la abrazas, pondrá en tu cabeza una diadema de gracia, te protegerá con una espléndida corona de delicias" (Pr 4,4ss). "En tus pasos será tu guía; cuando te acuestes, velará por ti; conversará contigo al despertar" (Pr 6,22). Con estas palabras el esposo enciende el amor de la esposa, atrayéndola hacia él, pues dice: "Yo amo a los que me aman" (Pr 8,17). Tú, Iglesia, eres hermosa. De ti se dice: ¡Oh hermosa entre las mujeres! De ti se dice también: ¿Quién es ésa que sube blanqueada?, es decir, iluminada. Pues se acercó la gracia iluminándote. Primeramente fuiste negra, ¡oh alma mía!, mas después te hiciste blanca por la gracia de Dios: "Fuisteis en algún tiempo tinieblas, mas ahora sois luz en el Señor" (Ef 5,8). También se dice de ti con admiración: ¿Quién es esa que sube tan hermosa, tan llena de luz, tan sin mancha ni arruga (Ef 5,28)? ¿Por ventura no es ésta la que yacía en el cieno de la iniquidad? ¿No es ésta la que se hallaba en medio de la inmundicia de toda concupiscencia y deseo carnal? Luego, ¿quién es ésa que sube blanqueada? "Bendito quien confía en el Señor y busca en él su apoyo, pues él no defraudará su confianza. Será como árbol plantado a las orillas del agua, echando sus raíces junto a la corriente. No temerá cuando venga el calor, su follaje seguirá verde; en año de sequía no se inquieta ni deja de dar fruto" (Jr 17,7-8). e) Debajo del manzano Debajo del manzano te desperté, allí donde te concibió tu madre, allí donde tu madre te dio a luz. La asamblea de Israel dice: "Debajo del manzano te desperté" se refiere al Sinaí. ¿Y por qué se compara con el manzano? Como el manzano produce sus frutos en el mes de Siván, también la Torá fue dada en el mes de Siván. ¿Realmente fue en el Sinaí "donde les dio a luz su madre"? Se parece a uno que pasó por un lugar peligroso y se vio libre de la muerte. Cuando le encuentra un amigo, le dice: ¿Pasaste por ese lugar? ¡Hoy te ha dado a luz tu madre! ¡Hoy has nacido de nuevo! Después de pasar por tantos sufrimientos eres un hombre nuevo. Lo mismo dice la asamblea cristiana viendo a los recién bautizados acercarse al banquete con sus túnicas blancas, apoyados en Cristo, al que se han incorporado. Sepultados con Cristo, debajo del árbol de la cruz, han sido despertados de la muerte, resucitando con Cristo, para sentarse a la mesa de los santos. Sobre el árbol de la cruz, del costado abierto de Cristo, ha nacido la Iglesia, como Eva fue formada del costado de Adán dormido en el Edén. El esposo mismo es el manzano, bajo cuya sombra se cobijó la amada (2,3). En sus brazos se ha quedado dormida, tras su largo caminar por los campos y las viñas. El esposo, que ha vigilado el sueño de la amada, pidiendo a las hijas de Jerusalén que no la molesten, ahora la despierta y la hace salir de la sombra del manzano, de sus brazos, para sacarla y conducirla al coronamiento de su amor. El árbol donde su madre Eva la engendró es donde ahora es despertada y desposada. El árbol de la vida recreada es el árbol de la cruz. "Donde abundó el pecado,

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sobreabundó la gracia" (Rom 6,20). Bajo un árbol en pecado nos concibió Eva, bajo todo árbol frondoso se prostituyó la madre Israel (Jr 2,20), bajo el árbol de la cruz fuimos despertados del sueño de la muerte y devueltos a la vida, cuando la espada atravesó el costado del amado y de él "brotaron sangre y agua" (Jn 19,34). La salvación consiste en la recreación de lo que había destruido el pecado. Para ello, Cristo ocupa el lugar de Adán, la cruz sustituye al árbol de la caída y María ocupa el lugar de Eva. De esta manera se desata el nudo del pecado. La desobediencia fue vencida por la obediencia, la muerte con la resurrección. El esposo, después del largo camino de noviazgo, desea sellar con alianza eterna su amor a la amada. El mismo despierta a la amada, dormida entre sus brazos; con ella sale de casa, dispuesto a celebrar la unión nupcial definitiva. Ella, del brazo del esposo, apoyada en él, avanza suscitando la admiración de las doncellas de su cortejo nupcial. Antes (3,4), la amada ha abrazado al amado y lo ha llevado a casa de su madre; ahora, ella se abandona en los brazos del esposo, que la sostiene y conduce, allanándola el camino: "Hablad al corazón de Jerusalén y decidle bien alto que ya ha cumplido su milicia, ya ha satisfecho por su culpa. Una voz clama: En el desierto abrid camino al Señor, trazad en la estepa una calzada recta a nuestro Dios. Que todo valle sea elevado y todo monte o cerro rebajado; vuélvase lo escabroso llano, y las breñas, planicie" (Is 40,1ss; Mt 3,3). e) Sello sobre el corazón Grábame como sello sobre el corazón, como tatuaje sobre tu brazo. Porque es fuerte el amor como la muerte, implacable como el sol la pasión. Saetas de fuego sus saetas, una llama del Señor. En aquel día la asamblea de Israel dice a su Señor: Te suplicamos, ponme como un sello de anillo en tu corazón, como un sello de anillo sobre tu brazo para que no vuelva más al exilio. Porque fuerte como la muerte es mi amor por ti, pero duro como el Se'ol es el odio con que los pueblos nos odian. La hostilidad que nos tienen arde como brazos de fuego de la Gehenna, que tú, Señor, creaste en el segundo día de la creación del mundo, para quemar a los idólatras. Nacida de la cruz de Cristo, la Iglesia quiere llevar el sello de la cruz en el corazón y en los brazos: en el corazón para mantenerse firme en la fe y en el brazo para que toda actividad sea conforme a esa fe. La esposa desea que el esposo la lleve como sello en el corazón, sede del pensamiento y decisiones, y como tatuaje en el brazo, sede de la acción. Es el deseo de ser indisolublemente suya en todo, en su fe y en la vida, sin divorcio posible. El sello colgado del cuello, sobre el corazón, o en la mano es signo de la misma persona (Jr 22,24): "Aquel día, oráculo del Señor, te tomaré a ti, Zorobabel, y te haré mi sello, porque a ti te he elegido" (Ag 2,23). La esposa, que desea hacerse una carne con el esposo hasta decir "ya no vivo yo; es Cristo quien vive en mí" (Gál 2,20), le suplica: Haz lo que en tu corazón planeaste, al decir "he aquí que sobre las palmas de mi mano te he grabado, tus muros están ante mí de continuo" (Is 49,16). ¿Puede acaso un hombre olvidar sus manos, o una mujer a su hijo de pecho? "Pues aunque éstas llegasen a olvidar, Yo no te olvido" (Is 49,15). Que tu corazón y tus manos, amado mío, lleven esculpida mi imagen para que nunca te olvides de mí. La esposa hace eco a las palabras del amado: "Escucha, Israel. Yahveh nuestro Dios es el único Dios. Amarás a Yahveh tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu fuerza. Graba estas palabras en tu corazón. Las atarás a tu mano

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como una señal, y serán como una insignia ante tus ojos; las escribirás en las jambas de tu casa y en tus puertas" (Dt 6,4ss). El sello del Espíritu Santo nos configura con Cristo. Dice San Atanasio: "El sello confiere la forma de Cristo, que es quien sella, a cuantos son sellados y hechos partícipes de El. Por eso dice el Apóstol: "Hijos míos, nuevamente estoy por vosotros como en dolores de parto hasta que Cristo tome forma en vosotros". La unción con el sello del Espíritu en el bautismo significa que Dios acoge al recién nacido como hijo en el Hijo. Lo sella, lo marca con su Espíritu. Luego, la vida entera del cristiano será sostenida y marcada por el Espíritu "hasta hacerle conforme a Cristo", hasta hacer de él "fragancia de Cristo" (2Cor 2,15): "Quienes se dejan conducir por el Espíritu de Dios, son hijos de Dios. Y, si hijos, también herederos; herederos de Dios y coherederos de Cristo" (Rom 8,14.17). "En Cristo vosotros, tras haber oído la Palabra de la verdad, el Evangelio de vuestra salvación, y creído en él, fuisteis sellados con el Espíritu Santo de la Promesa, que es prenda de vuestra herencia, para redención del Pueblo de su posesión, para alabanza de su gloria" (Ef 1,13-14). Marcados con el sello del Espíritu, los fieles se hacen cristóforos, portadores de Cristo, convirtiéndose en templos de la Trinidad. Lo dice bellamente una fórmula del rito de confirmación de la Iglesia oriental: "Oh Dios, márcalos con el sello del crisma inmaculado. Ellos llevarán a Cristo en el corazón, para ser morada trinitaria". San Pablo se siente confortado en sus tribulaciones, sabiéndose ungido con el sello del Espíritu: "Es Dios el que nos conforta en Cristo y el que nos ungió y el que nos marcó con su sello y nos dio en arras el Espíritu en nuestros corazones" (2Cor 1,21-22). Para vivir la unión con Dios en Cristo es necesaria la acción del Espíritu Santo, que imprime en nuestros corazones, como en la cera, la imagen de Cristo, ques es imagen visible de Dios. Dice San Cirilo de Alejandría: El Espíritu Santo es fuego que consume nuestras inmundicias, fuente de agua viva que fecunda para la vida eterna y sello que se imprime en el hombre para restituirle la imagen divina. Nos hace conformes con Dios y nos ensambla en el cuerpo eclesial de Cristo con su fuerza unificadora, que funde en la unidad la Cabeza y los miembros. El Espíritu Santo no diseña en nosotros a la manera de un pintor que, siendo extraño a la esencia divina, reprodujera sus rasgos; no, no nos recrea a imagen de Dios de esta manera. Porque El es Dios y procede de Dios, se imprime, como en la cera, en los corazones de los que le reciben, a la manera de un sello invisible; así por esta comunicación que hace de sí mismo, devuelve a la naturaleza humana su belleza original y rehace el hombre a imagen de Dios.

Es centella de fuego, llamarada divina. Fuerte como la muerte es el amor que Dios os tiene (Mal 1,2), "es llama de fuego que devora el rastrojo y consume la paja" (Is 5,24). Sólo resisten el fuego devorador de Dios el oro, la plata y las piedras preciosas, que salen de él acrisoladas; en cambio quedan abrasadas la madera, el heno y la paja (1Cor 3,10ss). Sólo el amor es eterno, no acaba nunca (1Cor 13,4). Su llama es fuerte como la pasión, es un rayo que cruza del cielo a la tierra y la abrasa (Job 1,16; 2Re 1,10ss). El amor es más potente que las aguas incontenibles, que arrollan lo que encuentran a su paso. Ni una inundación, que desbordara los ríos, extinguiría "el amor de Dios derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado" (Rom 5,5). "Ni la tribulación, ni la angustia, la persecución, el hambre, la desnudez, los peligros, la espada, ni la muerte ni la vida... podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo 134

Jesús, Señor nuestro" (Rom 8,35ss). El amor sobrevive a la muerte misma. La llama de Dios es invencible, arde en la zarza sin consumirse ni consumirla (Ex 3,2). La llama de amor es Dios: "Dios es amor" (1Jn 4,8). El amor es más fuerte que la muerte y que el Seol, que nunca se sacia (Pr 15,16). Sus llamas son inextinguibles. La fuerza de las aguas arrolladoras no lo apagan. La llama del Señor abre caminos en el mar y sendas en las aguas caudalosas (Is 43,16). Las aguas torrenciales no pueden apagar el amor, ni los ríos anegarlo. Si alguien ofreciera todos los bienes de su casa por el amor, se granjearía el desprecio. El Señor dijo a la casa de Israel: Aunque se reúnan todos los pueblos, que son como las grandes aguas del mar, no podrán apagar mi amor hacia ti; y aunque se reúnan todos los reyes de la tierra, que son como las aguas de los ríos, no podrán anegarte (Sal 46,2-4). El que construye su vida sobre la roca del amor indefectible de Dios está seguro. Aunque caiga la lluvia, se desborden los torrentes, soplen los vientos y embistan contra ella, no caerá por estar edificada sobre roca (Mt 7,24ss). Comenta Balduino de Cantorbery: Es fuerte la muerte, que puede privarnos del don de la vida. Es fuerte el amor, que puede restituirnos a una vida mejor. Es fuerte la muerte, que tiene poder para desposeernos de los despojos de este cuerpo. Es fuerte el amor, que tiene poder para arrebatar a la muerte su presa y devolvérnosla. Es fuerte la muerte, a la que nadie puede resistir. Es fuerte el amor, capaz de vencerla, de embotar su aguijón, de reprimir sus embates, de confundir su victoria. Es fuerte el amor como la muerte, porque el amor de Cristo da muerte a la misma muerte. Por eso dice: "Oh muerte, yo seré tu muerte". El Señor, "vestido de esplendor y majestad, arropado de luz como un manto, que hace de las nubes su carro y se desliza sobre las alas del viento" (Sal 103,1ss), hace también de sus apóstoles saetas de fuego, que percorren la tierra: "tomas por mensajeros a los vientos, a las llamas de fuego por ministros" (Sal 103,4). Ellos son los ejecutores de su voluntad (Sal 102,21). Llenos del Espíritu Santo, posado sobre ellos en forma de lenguas de fuego, proclaman las maravillas de Dios a todos los hombres (He 2,1ss). Con este fuego divino no tienen miedo a salir abiertamente de sí mismos, pues "¿quién nos separará del amor de Cristo? En todo salimos vencedores gracias a aquel que nos amó" (Rom 8,35). Si alguien diera todos los bienes de su casa por el amor, se granjearía el desprecio. El amor es gracia, don, libertad. Es superior a todos los bienes de este mundo, "más precioso que las perlas" (Pr 3,15), más que las piedras preciosas, ninguna cosa apetecible se le puede comparar (Pr 8,11s). El amor de Dios, como la sabiduría divina, es "preferible a cetros y tronos, y en comparación con ella nada es la riqueza. Ni la piedra más preciosa se la puede equiparar, porque todo el oro a su lado es un puñado de arena, y barro parece la plata en su presencia" (Sb 7,8s). Es el tesoro escondido y la perla preciosa, que colma de alegría a quien la halla y todo el resto ya no le interesa (Mt 13,44ss).

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EPILOGO a) Nuestra hermana pequeña Al final del Cantar, después del largo camino, terminado el catecumenado: Tenemos una hermana pequeña. Los recién bautizados son como recién nacidos que desean la leche espiritual pura, a fin de crecer con ella para la salvación (1Pe 2,2). Los hermanos mayores la contemplan y dicen: No tiene pechos todavía. ¿Qué haremos con nuestra hermana, el día que vengan a pedirla? Los hermanos mayores la ven sin gracia, incapaz, en su pequeñez, de defenderse, de atraer la mirada de nadie hacia ella, incapaz de alimentar con la leche de su doctrina a los demás. Según ellos no sirve para nada, pues no ven en su debilidad la fuerza del Señor (2Cor 12,10; 1Cor 1,17ss). Desean proteger a su hermana pequeña como se defiende a una ciudad: Si es una muralla, edificaremos sobre ella almenas de plata; si es una puerta, apoyaremos contra ella como defensa planchas de cedro. Desean revestirla de lo que ella se ha despojado. Ella protesta: Yo soy una muralla, y mis pechos, como torres. Por ser pequeña y humilde, sabe defenderse a sí misma de los asaltos del enemigo, pues no pone la confianza en sí misma, sino en "el que derriba a los potentes de sus tronos y exalta a los humildes" (Lc 1,52). Sus senos, ocultos, son como torres; pequeña en inocencia, es adulta en la fe, "niña en malicia, adulta en el juicio" (1Cor 14,20), "ingeniosa para el bien e inocente para el mal. Así el Dios de la paz aplastará a Satanás bajo vuestros pies" (Rom 16,19s). Después de su largo itinerario se ha hecho pequeña, pero "no es como los niños llevados a la deriva y

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zarandeados por cualquier viento de doctrina, a merced de la malicia humana y de la astucia que conduce engañosamente al error, antes bien, siendo sinceros en el amor, crezcamos en todo hasta Aquel que es la Cabeza, Cristo, de quien todo el cuerpo recibe trabazón y cohesión por medio de toda clase de junturas, que llevan nutrición según la actividad propia de cada una de las partes, realizando así el crecimiento del cuerpo para su edificación en el amor" (Ef 4,14-16). La esposa se sabe fuerte porque ya ha aprendido a "combatir no con la carne. ¡No!, las armas de nuestro combate no son humanas; es Dios quien da el poder de arrasar fortalezas, deshacer sofismas y toda altanería que se levanta contra el conocimiento de Dios" (2Cor 10,3ss). Con la confianza en Dios el pequeño David puede enfrentarse al gigante Goliat: "Tú vienes a mí con espada, lanza y jabalina, pero yo voy contra ti en el nombre de Yahveh Sebaot, Dios de los ejércitos de Israel, a los que tú has desafiado. Hoy mismo te entrega Yahveh en mis manos" (1Sam 17,45). Los hermanos mayores, como Saúl, pretenden revestirla "de sus propios vestidos, con un casco de bronce en la cabeza, una coraza en torno al pecho y una espada ceñida sobre el vestido" (1Sam 17,38). Ella ya no se deja engañar, se ha despojado de las obras de las tinieblas y se ha revestido de las armas de la luz (Rom 13,12). Conocida su debilidad, su fuerza es el Señor: "Revestíos de las armas de Dios para poder resistir a las asechanzas del Diablo. Por eso, tomad las armas de Dios para que podáis resistir en el día malo, y después de haber vencido en todo, manteneos firmes, ceñida vuestra cintura con la Verdad y revestidos de la Justicia como coraza, calzados los pies con el celo por el Evangelio de la paz, embrazando siempre el escudo de la fe, para que podáis apagar con él todos los dardos del Maligno. Tomad también el yelmo de la salvación y la espada del Espíritu, que es la Palabra de Dios; siempre en oración y velando con perseverancia" (Ef 7,10ss). Así, levantada sobre la roca (Mt 7,24), es una muralla inexpugnable. Así soy a sus ojos como quien ha hallado paz. No necesita otra defensa quien vive bajo la protección del esposo. Ha hallado paz y es mensajera de paz. La amada, la nueva Jerusalén, con su fe renovada es constituida esposa y madre, a cuyos pechos abundantes serán alimentados sus innumerables hijos. El amado le ha llevado, a través de la humildad, a la sencillez de la paloma; ahora vive "para alabanza de la gloria de la gracia con la que le agració el amado" (Ef 1,6). b) Mi viña está ante mí Salomón tenía una viña en Baal Hamón. Encomendó la viña a los guardas, y cada uno le traía sus frutos: mil siclos de plata. Mi viña es sólo para mí; para ti los mil siclos, Salomón; y doscientos para los que guardan sus frutos. Salomón "hizo obras magníficas: se construyó palacios, plantó viñedos, se hizo huertos y parques y plantó toda clase de árboles frutales, hizo albercas para regar la frondosa plantación" (Qo 2,4-6). Salomón confió esta espléndida plantación a los guardianes para que la guardaran y cultivaran. El amado o la amada se dicen mutuamente: No me interesa una viña rica como la de Salomón; ellos están contentos con la viña que les ha tocado en suerte: "Para mí, dice la esposa, mi bien es estar junto a Dios, he puesto mi cobijo en el Señor, para publicar todas sus obras" (Sal 73,28). El Señor elige a Israel como su heredad, le arranca de Egipto, le lleva "sobre alas de águila" (Ex 19,3) y le planta en el monte de su herencia, en

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el lugar que se había preparado como su sede (Ex 15,17). Por ello le dice: "Tú eres un pueblo consagrado a Yahveh tu Dios; él te ha elegido a ti para que seas el pueblo de su propiedad personal entre todos los pueblo de la tierra" (Dt 7,6). "Tú no tendrás heredad; no habrá para ti porción entre ellos; Yo soy tu porción y tu heredad" (Nm 18,20). La esposa, que se siente llamada a cantar las alabanzas del Señor (43,21), acoge agradecida su don y canta: "El Señor es mi heredad y mi copa; mi suerte está en su mano; me ha tocado un lote hermoso, me encanta mi heredad" (Sal 16,5). No desea otra cosa; se siente feliz "morando en la casa de Dios todos los días de su vida, gustando de su dulzura" (Sal 27,4). "!Feliz la nación cuyo Dios es Yahveh, el pueblo que se escogió por heredad!" (Sal 33,12;144,15). Sí, "vale más un día en tus atrios que mil en los palacios de los potentes; mejor es estar en el umbral de la casa de mi Dios que habitar en las tiendas de los malvados" (Sal 84,11). El amado proclama: "Vosotros sois linaje elegido, sacerdocio real, nación santa, pueblo adquirido, para anunciar las alabanzas de Aquel que os ha llamado de las tinieblas a su admirable luz. Vosotros que no erais pueblo, ahora sois el pueblo de Dios; vosotros, de los que antes no se tuvo compasión, ahora habéis alcanzado misericordia" (1Pe 2,9s). Con razón canta la esposa al Cordero: "Eres digno de tomar el libro y abrir sus sellos, porque fuiste degollado y por tu sangre compraste para Dios hombres de toda raza, lengua, pueblo y nación; y has hecho de ellos para nuestro Dios un reino de sacerdotes y reinan sobre la tierra" (Ap 5,9ss). La viña del Señor es más preciosa que la que produce al rey frutos cuantiosos. Dios mismo la cuida y protege. Cuando Israel era un niño, Dios manifestó con él su solicitud y ternura (Os 11,1-4). A Dios le gusta rodearse de los niños, de cuya boca recibe la alabanza perfecta (Sal 8,3; Mt 21,16). En el regazo de Dios el niño se siente seguro (Sal 131,2). Con un niño, Dios restablecerá su reino, se hará Emmanuel, "Dios con nosotros" (Is 7,14ss; 9,5ss). Niño pequeño apareció entre nosotros el Hijo de Dios (Lc 2). El bendice a los niños (Mc 10,16), les revela los misterios del Padre (Mt 11,25ss), "pues de ellos es el reino de los cielos" (Mt 19,14). Sólo "como niño pequeño se puede acoger el reino" (Mc 10,15). Todo el itinerario en pos de Jesús es para "volver a la condición de niño" (Mt 18,3), "renacer de lo alto" (Jn 3,5) para tener acceso al reino. "Hacerse pequeño" (Mt 18,4) como un niño es el camino para ser hijo del Padre celestial. Pequeño y discípulo son equivalentes (Mt 10,42; Mc 9,41). ¡Bienaventurado quien acoja a uno de estos pequeños! (Mt 185;25,40), pero ¡ay del que los escandalice o desprecie! (Mt 18,6.10), pues "ha escogido Dios lo débil del mundo para confundir lo fuerte" (1Cor 1,27). Mi viña, la mía, está ante mí. ¡Qué largo camino ha recorrido la amada! Ella que empezó confesado "mi propia viña no la he guardado" (1,6), ocupada en las viñas ajenas, ahora está bien atenta a su propia viña (Lc 16,12). Al final puede decir: "He competido en el noble combate, he llegado a la meta, he conservado la fe" (2Tim 4,7). c) Huye, amado mío

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Tú que habitas en los jardines, donde tus compañeros te escuchan, déjame oír tu voz. El Señor dice: ¡Oh Asamblea de Israel, tú que estás entre las naciones como un pequeño jardín, hazme oír la voz de tus cantos, la alabanza de tus labios. Levanta tu voz y que la oigan todos los que te rodean. Los compañeros, los amigos fieles, que han seguido el itinerario de la esposa hasta el final, escuchan su voz, eco de la voz del Señor, que dice: "Escuchad al amado" (Mt 17,5). La esposa repite: "Haced lo que él os diga" (Jn 2,5). Se parece a un rey que se irritó con algunos de sus vasallos y los encerró en el calabozo. ¿Qué hizo el rey? Tomó a todos sus oficiales y fue a escuchar qué himno cantaban. Entonces oyó que entonaban: "Nuestro señor, el rey, es nuestra alabanza, él es nuestra vida". Entonces el rey exclamó: Hijos míos, alzad vuestras voces para que todos lo escuchen. Así mismo, aunque los israelitas tengan que dedicarse durante seis días a sus ocupaciones y pasen tribulaciones, el sábado madrugan y van a la sinagoga y recitan el Shemá, danzan ante el armario que guarda los rollos y leen la Torá. Entonces el Santo les dice: Hijos míos, alzad vuestras voces para que todos lo escuchen. ¡Huye, Amado mío, sé como una gacela o como un joven cervatillo, hasta el monte de las balsameras! Entonces dirán los ancianos de la Asamblea de Israel: ¡Huye, Amado mío, de esta tierra contaminada y haz habitar tu Shekinah en los cielos excelsos! Y en el tiempo de la angustia, cuando oremos a ti, sé como la gacela que, cuando duerme, tiene un ojo cerrado y otro abierto, o como un cervatillo que, cuando huye, mira hacia atrás. De la misma manera, cuida tú de nosotros y, desde los cielos excelsos, mira nuestra angustia y nuestra aflicción (Sal 11,4) hasta que te dignes redimirnos y nos hagas subir al monte de Jerusalén: allí te ofreceremos el incienso de aromas (Sal 51,20s). Simón el justo, uno de las últimos miembros de la Gran Asamblea de Israel, solía decir: "El mundo se sostiene sobre un trípode: la Torá, el Culto y la Misericordia". La amada escucha la palabra del amado; el amado se complace en oír la voz de la amada en el canto de la asamblea; y de la palabra oída y cantada brota la misericordia que salva al mundo. Se parece a un rey que organizó un banquete y convocó a los invitados. Después de comer y beber, algunos de los invitados se mostraron agradecidos con el rey; pero otros le criticaron. El rey lo notó y se enojó. Pero la reina abogó por ellos, diciendo: ¡Majestad!, en vez de fijarte en los que después de comer y beber te han criticado, fíjate más bien en los que se han mostrado agradecidos y te han alabado. Así mismo, cuando los fieles del Señor, después de comer y beber, se muestran agradecidos y alaban al Señor, El presta atención a su voz y se complace: en cambio, cuando las naciones extranjeras, después de comer y beber, blasfeman y le insultan con las obscenidades que dicen, entonces él piensa incluso en destruir el mundo. Pero la Torá entra y aboga en su favor, diciendo: ¡Señor del universo!, en vez de fijarte en éstos que blasfeman y te provocan, mira más bien a tu pueblo, que se muestra agradecido, te ensalza y alaba tu Nombre excelso con himnos y alabanzas. Y en atención a ellos el Señor no destruye el mundo. El Cantar no termina instalando a los esposos; la esposa guarda en su memoria la imagen del esposo como gacela o cervatillo saltando por los montes.

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Siendo así es como ella se ha enamorado de él y eso quiere que siga siendo: ¡Sé como gacela o el joven cervatillo por los montes de las balsameras! Día a día le seguirá esperando, anhelando que él llegue y la sorprenda. El amor no es rutina, siempre es nuevo, esperado, deseado, recreado. Así seguirá su peregrinación por este mundo hasta que, al final, una muchedumbre inmensa, con el fragor de grandes aguas y fuertes truenos, cantará: "¡Aleluya! Alegrémonos, regocijémonos y démosle gloria porque han llegado las bodas del Cordero y su Esposa se ha engalanado con vestidos de lino deslumbrante de blancura" (Ap 19,7).

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