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REPENSAR LA NATURALEZA HUMANA

REPENSAR LA NATURALEZA HUMANA Juan Manuel Burgos

EDICIONES INTERNACIONALES UNIVERSITARIAS MADRID

Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y transformación, total o parcial, de esta obra sin contar con autorización escrita de los titulares del Copyright. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Artículos 270 y ss. del Código Penal).

Primera edición: Mayo 2007

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2007. Juan Manuel Burgos Ediciones Internacionales Universitarias, S.A Pantoja, 14 bajo • 28002 Madrid Tfno.: +34 91 519 39 07 • Fax: +34 91 413 68 08 e-mail: [email protected]

Tratamiento: Pretexto. Pamplona ISBN: 978-84-8469-206-5 Depósito legal: NA 1.545-2007 Impreso en España por: GraphyCems, S.L. Pol. San Miguel. Villatuerta (Navarra)

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A Maribel, Charo, Óscar, Elena, Juanjo y todos aquellos que me ayudaron en el inicio de la Asociación Española de Personalismo.

Índice

INTRODUCCIÓN ..............................................................................

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PARTE I EL PROBLEMA TEÓRICO 1. 1. 1. 1. 1.

CONCEPCIONES DE LA NATURALEZA HUMANA ........ 1. La naturaleza humana como naturaleza: el naturalismo 2. El concepto clásico de naturaleza humana ..................... 3. El concepto moderno de naturaleza humana: el cultura3. lismo ..................................................................................

2. 1. 1. 1. 1.

PRIMER DEBATE: CLASICISMO VERSUS MODERNIDAD ........................................................................................ 1. Los términos del debate ................................................... 2. El conflicto aparente ......................................................... 3. El conflicto real .................................................................

39 39 44 49

3. 1. 1. 1. 1.

SEGUNDO DEBATE: TOMISMO VERSUS PERSONALISMO .................................................................................... 1. ¿Un debate cerrado?: las razones de la modernidad ...... 2. El lastre griego y el problema de la ampliación .............. 3. La doctrina tomista de la naturaleza humana ...............

53 53 58 64

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17 19 27 33

4. 4. 4. 4. 1. 4.

NATURALEZA Y PERSONA ................................................ 1. Recapitulando ................................................................... 2. La naturaleza humana como humanidad ....................... 3. Reformulación del concepto metafísico concreto de na3. turaleza humana: de la teleología a la autoteleología .... 4. De la naturaleza a la persona ..........................................

89 89 94 99 102

PARTE II ESCENARIOS CULTURALES 5. UNA INSTANCIA DE APELACIÓN MORAL .....................

111

6. 4. 4. 4. 1. 4. 4.

EL PROBLEMA DE LA LEY NATURAL ............................. 1. Ley natural y objetividad moral ...................................... 2. La ley natural como código universal .............................. 3. La ley natural como estructura práctico-moral de la 3. persona .............................................................................. 4. La transición a la persona en la ley natural ................... 5. La ley natural como herramienta cultural .....................

121 121 125 130 138 142

7. 4. 4. 4.

¿ES LA FAMILIA UNA INSTITUCIÓN NATURAL? .......... 1. Planteando el problema .................................................... 2. Buscando respuestas ........................................................ 3. Implicaciones sociales y culturales ..................................

147 147 152 158

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Introducción

Repensar la naturaleza humana. El título de este libro puede parecer, desde luego, profundo, pero también bastante abstracto y, por lo tanto, suscitar un cierto rechazo. ¿Qué interés puede tener reflexionar sobre algo a primera vista tan alejado de lo real? ¿No sería mejor emplear las propias energías intelectuales en algo más concreto y, por lo tanto, más provechoso? Desde luego, temas relevantes y de actualidad no faltan. La observación parece pertinente, y creo que lo es, al menos en parte. El concepto de naturaleza es sin duda abstracto y eso supone un cierto alejamiento del mundo cotidiano, pero lo abstracto y, por tanto, general o universal, también tiene su utilidad que, en el caso de los conceptos fundamentales, como es el de naturaleza, puede resultar muy alta. Por eso tiene sentido, desde luego, y está plenamente justificado, hacer el esfuerzo de pensar y repensar el concepto de naturaleza; especialmente, el de naturaleza humana. ¿Qué puede tener más valor intelectual que pensar sobre el hombre para precisar y mejorar las claves de la propia antropología? En este terreno todo tiene un valor singular. No sólo cuentan los grandes planteamientos y las visiones globales; también importan los detalles, los matices. Los errores básicos sobre lo 11

qué es el ser humano son, por supuesto, los principales. Pero son también los más patentes. Si alguien propone una visión crasamente materialista del hombre, resultará evidente para muchos que está equivocado. Los errores secundarios, por el contrario, son mucho más difíciles de detectar, pero un ligero desajuste en la formulación inicial de un concepto fundamental puede tener enormes repercusiones que, además, corren el riesgo de pasar desapercibidas porque es justamente ese conceptobase ligeramente distorsionado el que determina la arquitectura conceptual de la teoría que sobre él se construye. ¿Sucede algo de este estilo con el concepto de naturaleza humana? ¿Tiene algún problema –grande o pequeño– que deba resolverse y exija un repensamiento? Sí, el concepto de naturaleza humana tiene problemas. Es más, se podría decir que el mismo concepto es problemático puesto que existen infinidad de nociones no sólo de naturaleza humana sino del concepto previo de naturaleza, pero el objetivo de este libro no es hacer un elenco de tales nociones. Semejante lista requeriría ante todo una erudición que no poseemos pero, por encima de ello, sería probablemente inútil. Las visiones que el hombre tiene de sí mismo y de su naturaleza pueden ser tan diversas que hacer una lista de ellas no conduciría a ninguna parte. Nuestro objetivo es otro. Lo que nos proponemos es repensar el concepto de naturaleza en la tradición clásica, lo que significa pensadores como Sócrates, Aristóteles y Platón, San Agustín, Santo Tomás, las filosofías medievales y las antropologías realistas del siglo XX. Esta tradición ha desarrollado a lo largo de más de dos milenios una visión muy poderosa del concepto de naturaleza y, en particular, de su aplicación al hombre: la naturaleza humana. Este concepto ha sido muy fecundo durante mucho tiempo y ha disfrutado de una gran relevancia cultural, pero poco a poco ha ido suscitando perplejidades y oposiciones hasta el punto de que, ya desde hace siglos, ha ido perdiendo prestigio hasta convertirse en una noción más bien sospechosa. Muy pocos, por ejemplo, se atreverían a defender hoy en un debate público que el matrimonio es una institución natural o que no se debe realizar un determinado comportamiento porque es contrario a la ley natural. Y, en el caso de que lo hicieran, contarí12

an con toda seguridad con una oposición cerrada por parte del entorno cultural. Algunos, probablemente, interpretarían este hecho exclusivamente en clave de coherencia personal. La presión externa, por fuerte que sea, no debe llevar a cambiar las propias convicciones e ideas. Es una posición respetable, por supuesto, pero puede que el problema sea de otro tipo y existe un ejemplo reciente tremendamente significativo en ese sentido. Alguien tan poco sospechoso como Ratzinger decidía prescindir del concepto de derecho natural en su conocido debate-diálogo con Habermas por considerar que este concepto había dejado de ser fiable por el influjo de la teoría de la evolución1. El problema, en efecto, es de tipo estructural: el concepto de naturaleza humana sufre una crisis significativa que exige un profundo repensamiento que vaya a sus raíces más profundas e indague los motivos de tal situación. ¿Por qué ha entrado en crisis? ¿Por qué ha perdido su prestigio? Hay muchas respuestas posibles. Para algunos, el problema está en el concepto que es poco preciso o incluso erróneo, lo cual genera muchas preguntas, todas ellas difíciles: ¿cuáles serían las consecuencias?, ¿estaría afectando y perturbando a la tradición clásica sin que esta fuera consciente de ello?, ¿habría entonces que modificar el concepto, y en qué sentido? Para otros el problema está en el entorno cultural, que niega validez a este concepto para no asumir algunas de sus implicaciones, como, la aceptación implícita de la existencia de una dimensión trascendente o de un cúmulo de cualidades no disponibles por parte del hombre. Si esto fuera cierto surgiría otro grupo distinto de preguntas, pero también difíciles: ¿Cómo habría que actuar? ¿Habría que modificar en parte el concepto para adaptarlo o, por el contrario, habría que intentar modificar el entorno cultural? ¿Tendría sentido alguna estrategia para mejorar la imagen del concepto?, etc. Este es el tema que pretendemos abordar en estas páginas. Se trata de una cuestión bastante compleja aunque quizá una primera reflexión algo ingenua pudiera pensar lo contrario. El concepto de naturaleza es semánticamente resbaladizo, incluso 1 Cfr. J. RATZINGER y J. HABERMAS, Dialéctica de la secularización, Encuentro, Madrid 2006, p. 61.

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dentro de la tradición clásica. Por eso, nuestra primera tarea consistirá en intentar determinar con la mayor precisión posible los principales sentidos que puede adoptar en la medida en que afecten a la tradición clásica, bien porque la contrasten (como el naturalismo o el culturalismo), bien porque se trata de acepciones diversas dentro de esta tradición (el tomismo o el personalismo). A ello hemos dedicado la primera parte de este texto que concluye con una propuesta de trabajo: la transición a la persona. En la segunda parte exploramos diversos escenarios culturales en los que tiene aplicación el concepto de naturaleza: como instancia de apelación moral, la ley natural, la familia. Si bien esta parte puede considerarse un desarrollo de la primera, más teórica y de fundamentación, en realidad ambas se encuentran estrechamente relacionadas. Un concepto vive de sus aplicaciones y gracias a ellas, y en esas aplicaciones define de manera última su perfil y sus características. Por eso, el análisis de los escenarios culturales no es solamente una consecuencia de lo establecido en la primera parte; es también, un punto de partida para el repensamiento y redefinición del concepto. Lo que funciona o lo que no funciona del concepto de naturaleza en los ámbitos reales de la existencia es, en el fondo, definitivo acerca de su validez. Repensar el concepto de naturaleza humana es una osadía por la que pido disculpas. La grandeza del concepto exigiría un analista mejor y más profundo. Pero esta vez no ha podido ser. Afortunadamente puedo compartir parte de la culpa con José Pérez Adán, quien me propuso abordar esta tarea después de la lectura de un artículo mío sobre el tema, «Sobre el concepto de naturaleza en el personalismo», que se publicó en la revista Espíritu y suscitó después un animado debate en la red. Le agradezco sinceramente la oportunidad que me ha brindado de medirme, en la medida de mis posibilidades, con un concepto tan poderoso, al igual que agradezco a Urbano Ferrer la lectura del original y la aportación de valiosas sugerencias. Espero que el resultado aporte, por lo menos, algunas luces a los lectores antes de la llegada de nuevos estudios, mejores y más profundos, sobre uno de los conceptos centrales de la antropología.

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Parte I

El problema teórico

1. Concepciones de la naturaleza humana

Intentar determinar de manera absoluta el concepto de naturaleza humana es una tarea no solo imposible sino probablemente inútil. Preguntarse por la naturaleza humana es, en el fondo, preguntarse por el hombre, interrogarse sobre lo que significa ser una persona. Pero la complejidad inagotable de ese ser misterioso ha hecho que las respuestas a esta cuestión a lo largo de la historia de la humanidad sean tan inabarcables como dispares. El hombre se ha pensado a sí mismo tanto cercano a los ángeles o a los dioses como siendo un pedazo de materia condenado a la aniquilación más absoluta, junto con todas las posibilidades intermedias unidas a una cantidad asombrosa de mutaciones, permutaciones y combinaciones. Seguir y perseguir todas esas visiones no conduciría a nada, más que a obtener, después de un trabajo ímprobo, un inventario inmenso correspondiente a los innumerables modos en los que el hombre se ha entendido a sí mismo 1. Pero eso no nos ayudaría mu-

1 Solamente a modo de ejemplo doy dos referencias para indicar esa complejidad del término. Ferrater Mora afirma que «se han dado centenares de definiciones del término ‘naturaleza’, y ello, además, en diversos terrenos: en las ciencias positivas, en la jurisprudencia, en la ética, en la teología, en la esté-

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cho. A lo más, obtendríamos un voluminoso libro de referencia útil para consultas eruditas. Sea de ello como fuere, no es la tarea que pretendemos realizar en esta obra. Ya lo hemos apuntado en la introducción. Nuestro objetivo es repensar la noción de naturaleza exclusivamente en el entorno de la tradición clásica por dos motivos 2. El primero, porque intelectualmente nos situamos en el interior de esa tradición entendida en sentido amplio, es decir, en la medida en que comprende a las filosofías que se pueden denominar realistas; el segundo, porque el concepto de «naturaleza humana» de esta tradición no se encuentra actualmente en su mejor momento, y, justamente por ello, resulta necesario repensarlo para intentar llegar al fondo de los problemas que plantea –reales o presuntos– y de las críticas que recibe para valorar si son consistentes o no y cuáles son los caminos que deben adoptarse a la luz de los resultados de ese análisis. Por todo ello, nuestra reflexión se va a limitar voluntariamente a los conceptos de naturaleza humana relacionados con esta tradición, bien porque nos indiquen su origen y sus raíces, bien porque se trata justamente del concepto clásico, bien porque se oponen a este concepto y lo rechazan o incluso lo combaten. Esto nos conduce a tres concepciones básicas que son las que analizaremos a continuación: 1) la naturaleza humana

tica, etc. Parece ser, pues, lo más razonable concluir que no hay en la modernidad ningún concepto común de naturaleza» (Voz «Naturaleza» en J. FERRATER MORA, Diccionario de Filosofía, Ariel, Barcelona 2004). Pannikar, por su parte, en su primer trabajo, que fue de carácter metafísico, señala hasta 20 significados distintos del concepto de naturaleza, y si bien subraya que el rasgo fundamental es el de principio, según aquello que se tome por principio se obtiene uno u otro concepto de naturaleza, pudiéndose llegar a identificar como tal no solo realidades muy diferentes, sino totalmente antagónicas como la materia y Dios. Cfr. R. PANIKKAR, El concepto de naturaleza. Análisis histórico y metafísico de un concepto (2ª ed.), CSIC, Madrid 1972 y, en particular, el esquema conceptual de p. 52. 2 Ya hemos señalado en la introducción que por tradición clásica entendemos la compuesta por pensadores como Sócrates, Aristóteles, Platón, San Agustín, Santo Tomás, las demás filosofías medievales, y las antropologías realistas (fenomenológicas, existencialistas, neoescolásticas, personalistas) del siglo XX, etc.

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como naturaleza; 2) el concepto clásico y 3) el concepto moderno. Accederemos a ellas mediante un procedimiento histórico si bien debe quedar muy claro que en ningún modo pretendemos realizar una historia concienzuda y exhaustiva del concepto de naturaleza (esto nos conduciría de nuevo al inventario que pretendemos evitar). Se trata únicamente de utilizar las bondades del método genético para introducir los conceptos sobre los que va a versar nuestra reflexión.

1. La naturaleza humana como naturaleza: el naturalismo El concepto de naturaleza, como casi todos los grandes conceptos de la filosofía, tiene origen griego. Proviene de la palabra latina natura, que es una traducción del griego physis, un sustantivo cuya raíz phyo significa nacer, brotar, surgir, producir, crecer, etc. En el mundo griego, la pregunta por la naturaleza fue, inicialmente, una pregunta por el sentido y por el significado de todo lo real, también por el fondo último de todo lo que existe y, desde esta perspectiva, se identifica inicialmente con el arché de los presocráticos, el principio último que daba sentido y explicaba todo lo real. Explica Zubiri que, «cuando el hombre griego se enfrenta con el universo preguntando: ¿Qué es la Naturaleza?, entiende por Naturaleza el conjunto de todo cuanto existe: conjunto no solamente en el sentido de que sea ella suma de las infinitas cosas que en el universo hay, sino, sobre todo, en el sentido de que, naturalmente, brotan de la Naturaleza toda esas infinitas cosas, y dentro de ellas el hombre, con su propio, personal e individual destino. Por eso es este conjunto natura, physis, Naturaleza» 3. La naturaleza es, simplemente, el conjunto de lo que existe y que posee en su interior una fuerza originaria y dinámica que genera el maravilloso flujo de la materia y de la vida que el hombre puede contemplar. El aire, el fuego, el viento, el agua, los materiales y las rocas, las

3 X. ZUBIRI, Naturaleza, historia, Dios, Alianza, Madrid 1994, p. 270 y, más en general, todo el tema «Hegel y el problema metafísico», pp. 267-287.

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plantas y los animales nacen, crecen, se desarrollan, viven y mueren impulsados por una tensión y fuerza interior que les dirige y les orienta. Todo ello es naturaleza. Este es el origen y el primer significado del término naturaleza; un significado que permanece vigente literalmente en nuestro lenguaje y que podríamos traducir –de manera repetitiva, pues los conceptos primarios sólo se pueden describir– como el conjunto de las cosas naturales, es decir, el cosmos, las plantas y los animales. ¿Pertenece el hombre a la naturaleza? Por supuesto que pertenece. La naturaleza es todo. El problema es hasta qué punto se diferencia. Diógenes de Apolonia y Demócrito usaron ya la expresión antrophine physis (naturaleza humana) apuntando así la necesidad de distinguir al hombre del resto de los seres, pero, en general, como veremos con detalle más adelante, los griegos no insistieron en esta diferencia y, sobre todo, no lo hicieron a través del concepto de naturaleza que quedó referido y fijado fundamentalmente al mundo natural. Sólo por extensión se aplicaría a los hombres. En cualquier caso, lo que nos interesa a nosotros ahora no es tanto la datación y fijación histórica detallada de este concepto sino el hecho de que el mundo griego genera una primera concepción del término naturaleza que es, por otra parte, la más difundida actualmente, y que se identifica con el mundo configurado por los seres materiales y biológicos y por las leyes que los gobiernan. La naturaleza es así, en buena medida, el mundo específico de lo no humano a la que el hombre pertenece si se le identifica con ella (perdiendo o difuminándose de este modo su humanidad) o si se considera sólo los aspectos naturales de su estructura antropológica. ¿Qué contenidos implica hoy en día este concepto? La naturaleza así entendida sugiere perfección, belleza, espontaneidad, armonía, pureza, antigüedad no violada, situación originaria. Contiene la idea de principios o leyes de desarrollo establecidos por vías independientes del hombre que este no puede alterar ni controlar internamente. La naturaleza se configura como el mundo de lo dado, de lo estable y de lo definido (aunque con matices por la aparición de la teoría de la evolución) y también de lo independiente del hombre puesto que éste no ha 20

intervenido para nada en su constitución. De hecho, el hombre sólo puede acceder a la naturaleza «desde fuera», utilizando sus recursos para alcanzar sus objetivos, o alterándola, algo que generalmente ha hecho para mal mediante una destrucción ignorante y violenta que ha generado –como reacción– la moderna mentalidad ecológica. Obtenemos de esta manera el primer núcleo de significado de lo natural o de la naturaleza y también el más difundido y asentado en la actualidad. Cuando hoy afirmamos que algo es «natural» es muy probable que estemos remitiendo de un modo más o menos directo y más o menos consciente al núcleo de significado que se cela dentro de esa idea originaria griega asumida por nuestras sociedades. Así, por ejemplo, los «productos naturales» están elaborados según las reglas propias de la naturaleza y con mínima intervención humana que, en todo caso, se dirige justamente a preservar la pureza del proceso «natural»; se dice que alguien se «comporta de manera natural» cuando actúa de manera espontánea y sin artificios; «un parque natural» es un territorio en el que se conserva la naturaleza tal como es originariamente eliminando todo tipo de intervención y presencia del hombre si no es exclusivamente para la preservación de la vida «natural y salvaje» o para su contemplación, etc. Este concepto de naturaleza no es, de todos modos y como se podría pensar a primera vista, un concepto simple. Hay acontecimientos «naturales» que se presentan de manera paradójica como «antinaturales», como contrarios al desarrollo esperado y previsto por parte de las reglas materiales y biológicas. Los monstruos, por ejemplo, no parecen seguir las reglas de generación de las especies y, si bien han surgido sin ninguna intervención humana, no dejan de aparecer como antinaturales, como contrarios a la naturaleza; hay fuegos surgidos por causas naturales que destruyen la naturaleza calcinando miles de hectáreas de bosque y requieren –también paradójicamente– la intervención humana (antinatural o no natural) para reponer el orden «natural». Además, no se puede dejar de lado otro factor relevante: la misma concepción de «naturaleza» como conjunto de las cosas naturales varía su significación con el tiempo. «Lo natural», al 21

fin y al cabo, no deja de ser un concepto que el hombre forja para describir una parte del mundo existente, por lo que resulta inevitable que esté transido de la visión que tiene de sí y de su relación con el mundo natural. La moderna mentalidad ecológica, de respeto y cuidado de la naturaleza, surge, por ejemplo, en una época en la que el hombre no sólo ha dejado de temer a la naturaleza, sino que por el enorme incremento de su poder tiene la capacidad efectiva de destruirla, algo totalmente inconcebible en otras épocas. De hecho, en las épocas primitivas, el poder enorme e inescrutable de la naturaleza, ante el cual el hombre aparecía como una débil criatura que luchaba por sobrevivir, fue la causa de que algunas sociedades le confirieran un carácter sagrado o semi-sagrado. El cristianismo, como ha mostrado Jaky entre otros, contribuyó decisivamente a la desacralización de la naturaleza mediante el concepto de creación. El Dios cristiano trascendía totalmente a la naturaleza creada por lo que ésta perdió su carácter mistérico o religioso y se convirtió en naturaleza en el sentido más moderno de la palabra: un mundo biológico regido por leyes que pueden ser conocidas, estudiadas y utilizadas 4. De todos modos, y a pesar de estos matices y dificultades, parece que puede aislarse aquí de manera bastante definida el primer núcleo de significado del término naturaleza: el conjunto de los seres físicos y biológicos, es decir, el conjunto de las realidades no humanas. Esta primera conquista terminológica puede suscitar ya una primera perplejidad en relación con nuestro tema. El objetivo de estas páginas no es repensar el concepto de naturale-

4 Para Glacken, que ha realizado un monumental trabajo de investigación sobre la evolución del concepto de naturaleza a lo largo de la historia, las relaciones del hombre con el mundo natural se han concebido básicamente de tres modos (que pueden interactuar entre sí): 1) el mundo natural entendido como designio, es decir, una producción de los dioses (de Dios) para el hombre; 2) el mundo natural entendido como un medio que influye en el modo de ser de los hombres; 3) el hombre como trasformador de la naturaleza (agente geográfico). Cfr. Huellas en la playa de Rodas. Naturaleza y cultura en el pensamiento occidental desde la Antigüedad hasta finales del siglo XVIII, Ediciones del Serbal, Barcelona 1995.

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za biológica, sino el ser del hombre, la naturaleza humana. Ahora bien, lo que acabamos de encontrar es que el concepto más genuino y originario de naturaleza parece erigirse justo como contraposición y diferenciación de lo que es humano, como el conjunto de las cosas que no son humanas. Tendremos tiempo para reflexionar sobre este hecho e intentar sacar sus consecuencias; ahora todo lo que podemos hacer es tomar nota de ese dato y apuntar dos primeras indicaciones. El título de este libro, Repensar la naturaleza humana, apunta a evitar esa equivocidad. No pretendemos de ninguna manera reflexionar sobre el concepto de naturaleza en su acepción más común, como conjunto del mundo natural; por eso hemos precisado que se trata de la naturaleza humana; eso es lo que nos interesa en estas páginas. La segunda cuestión, más relevante por el momento, es que no todos los filósofos ni pensadores están de acuerdo en que se pueda o se deba establecer una distinción estricta entre naturaleza y naturaleza humana. Es más, para la corriente contemporánea que Spaemann ha denominado «fisicalista» y que nosotros denominaremos «naturalista» por abarcar un espectro más amplio de ideologías –una posición que, por otro lado, siempre ha existido, pensemos, por ejemplo, en los atomistas–, la naturaleza humana no es una naturaleza especial, no se diferencia esencialmente de la naturaleza de los animales y las plantas y, por eso, entra perfectamente dentro del reino de la naturaleza, forma parte de ella. Existen numerosos representantes y tendencias dentro de esta corriente. Nos limitaremos a apuntar la posición de una versión reciente, la sociobiología de E. O. Wilson. Esta teoría tiene dos vertientes: desde un punto de vista científico consiste básicamente en una interesante ampliación de la biología mediante el estudio del comportamiento colectivo de los animales. Wilson, un prestigioso biólogo, desarrolló durante años profundos estudios sobre animales muy sociales (los insectos y en particular las hormigas) y, sobre la base de esos estudios y de un enorme y brillante trabajo de síntesis del material elaborado por otros investigadores, generalizó las reglas de comportamiento que había observado en los animales y las expuso en su 23

famoso libro: Sociobiology: the New Synthesis (1975). El libro fue muy bien recibido desde el punto de vista científico con una excepción: el último capítulo de su obra en el que aplicaba las reglas generales del comportamiento social de los animales, obtenidas en los capítulos precedentes, a los hombres. Su posición fue criticada desde muchas perspectivas y planteamientos (la sociología, por ejemplo, lo consideró una invasión injustificada de su territorio académico), pero Wilson no sólo mantuvo su tesis, sino que la expuso de manera sistemática varios años más tarde en una obra ya explícitamente no científica, sino ideológica, On Human Nature (1978). La sociobiología ha encontrado una amplia acogida entre autores de orientación naturalista o animalista (que identifican a los hombres con los animales), probablemente porque proporciona un instrumento conceptual muy útil para superar uno de los puntos más débiles en la identificación de los hombres con los animales: la presencia de comportamientos complejos y culturales en las sociedades humanas. Es evidente que tales comportamientos no pueden surgir en ningún caso de tendencias meramente instintivas, sino de complejos procesos de aprendizaje. Y si esto no se explica existe aquí un potente argumento a favor de la radical diferenciación entre hombres y animales. Wilson, sin embargo, habría superado esta dificultad al explicar cómo se generan comportamientos similares en los animales (sociedades de insectos) y al proporcionar las reglas para su generalización en el caso de los hombres. De este modo, para explicar este tipo de comportamiento en los humanos ya no habría que acudir a ningún principio nuevo de tipo espiritual o inmaterial sino a un mero proceso de incremento de la complejidad en el caso de los hombres que se podría solventar mediante el recurso a la correlativa complejidad cerebral. En torno a este núcleo de pensamiento se ha generado una curiosa tendencia que, frente a la posición culturalista –que consideraremos más adelante y que, al afirmar que lo propiamente humano es la cultura, rechaza con dureza el concepto de naturaleza humana–, reivindica por el contrario con entusiasmo la idea de naturaleza humana, entendida como un conjunto de estructuras innatas en el hombre no dependiente de la 24

cultura, con la peculiaridad de que considera que esa naturaleza humana es esencialmente de tipo animal. Existe una naturaleza humana, afirman con convicción los representantes de esta tendencia, sólo que esa naturaleza humana es animal, es pura naturaleza. Steven Pinker, uno de los principales representes de esta corriente ha sistematizado el rechazo a la posición culturalista dominante mediante una crítica sistemática de sus tres estereotipos fundamentales simbolizados en tres construcciones teóricas: la Tabla Rasa, generada por el empirismo y que afirma que no hay nada innato en el hombre, todo es cultura; el Buen Salvaje (la posición romántica cuyo representante típico es Rousseau y afirma que el hombre es bueno por naturaleza) y el Fantasma en la Máquina (el dualismo representado idealmente por Descartes según el cual, el hombre sería una mente que emplearía un cuerpo para sus fines) 5. Sin descartar las razones que presenta esta crítica de la ideología culturalista, no parece nada claro que la solución al culturalismo exagerado sea una vuelta al biologicismo, y menos aún si se hace, como Mosterín (otro representante de esta tendencia), con una radicalidad sorprendente y aparentemente también con una notable superficialidad. «Pocas dudas caben, afirma, de que la tesis de la inexistencia de una naturaleza humana o la de su carácter incorpóreo y cuasiespiritista son falsas. Aunque en el pasado las concepciones tradicionales, de raíz religiosa, han inspirado gran parte de las ideas filosóficas acerca de la naturaleza humana, su incompatibilidad con la ciencia actual las hace irrelevantes. Parece que lo que necesitamos es, valga la redundancia, una concepción naturalista de la naturaleza humana. Tal concepción solo ha resultado posible desde la revolución llevada a cabo por Charles Darwin (1809-1882) y sus seguidores en la biología. Aunque el naturalismo evolucionista ha triunfado en toda regla en el pensamiento científico y en la filosofía cercana a la ciencia, todavía colea la resistencia a considerarnos como lo que somos, como animales, y la predilección por los mitos que nos identifican con ángeles caí-

5 S. PINKER, La tabla rasa. La negación moderna de la naturaleza humana, Paidós, Barcelona 2003.

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dos, fantasmas incorporados, sujetos trascendentales en un reino de espíritus puros o meros productos culturales implantados en tábulas rasas»6. Como se ve, Mosterín se sitúa explícitamente en la línea del «nuevo materialismo» de Wilson hasta el punto de que acude explícitamente a los principios generalizadores del comportamiento social animal para superar el escollo que supone la presencia de la cultura para la posición naturalista. En el fondo, no se trataría más que de un problema de origen; desde luego no de cantidad, pero tampoco de cualidad. «La información cultural se genera en el cerebro mediante un invento o descubrimiento más o menos aleatorio o intencional, y se transmite de unos cerebros a otros por aprendizaje social. El que cierto rasgo del comportamiento de un organismo sea natural o cultural no depende del tipo de rasgo de que se trate, sino de la manera como se transmita. Si se transmite genéticamente, es natural; si se transmite por aprendizaje social, es cultural»7. El asunto, por otra parte, parece quedar completamente aclarado cuando se afirma sin ningún rubor que «los chimpancés son animales muy culturales» lo que confirmaría definitivamente –si es que hiciera alguna falta– que no hay ningún tipo de diferencia esencial entre los animales y los hombres. Sin embargo, y, por lo que atañe a nuestra investigación, esta posición tiene muy poco interés. Pocas dudas caben que la tesis que identifica a los animales y los hombres es falsa 8. Aunque hay posiciones cientificistas que, tomando prestado el prestigio de las ciencias, insisten en este hecho, su evidente incom-

6 J. MOSTERÍN, La naturaleza humana, Espasa Calpe, Madrid 2006, p. 23 (cursiva nuestra). 7 Ibid., p. 243. 8 Una interesante crítica de este reduccionismo desde una perspectiva de origen kantiano la proporciona Habermas. Por un lado, estima que el análisis filosófico de la persona muestra que no puede reducirse a biología. Además, considera que la sociedad postmetafísica no puede inhibirse de los retos que la genética plantea a la naturaleza humana pues se está poniendo en juego la igualdad básica de los sujetos humanos y se corre el peligro de cosificarlos (J. HABERMAS, El futuro de la naturaleza humana, Paidós, Barcelona 2002, en particular, pp. 134-137).

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patibilidad con la experiencia las hace irrelevantes. Recuerdo en este sentido un congreso de antropología de hace varios años en el que ante mi quizás ingenua sorpresa, algunos de los participantes mantenían posturas explícitamente animalistas. Nadie se oponía explícitamente y con rotundidad a estas tesis y el escenario me recordaba al cuento del emperador desnudo. Sólo algunos apuntaban leves matizaciones a las tesis dominantes. Por mi parte, sorprendido o temeroso o sin ganas de significarme, o todo ello a la vez, no alcé la voz para discrepar de esas tomas de postura, pero no podía dejar de pensar en lo grotesco de la situación. Un congreso de filósofos proclamaba no sólo nuestra cercanía sino incluso nuestra identificación con el mundo animal. Pero, sobre la base de la importancia hermenéutica de la experiencia quizá habría que esperar a las conclusiones del primer congreso de animales para dar razón a este grupo de filósofos y, mientras ello no suceda, admitir al menos tímidamente que parece existir una cierta diferenciación esencial entre el mundo animal y el humano. El sucedido sí puede mostrar, sin embargo, un punto de investigación conceptual interesante e importante. Si bien la diferenciación hombre-animal es evidente, no siempre resulta tan sencillo precisar conceptualmente en qué consiste exactamente, pues los animales, y especialmente los animales superiores, realizan funciones similares a las humanas (pensemos, por ejemplo, en el lenguaje). En ese sentido, intentar determinar los rasgos propios e identificativos de funciones como el lenguaje, la inteligencia o la sociabilidad en hombres y animales supondría sin duda una buena contribución tanto a la comprensión de lo que son radicalmente esas funciones como a la diferenciación científica entre los hombres y los animales.

2. El concepto clásico de naturaleza humana Debemos volver ahora al pensamiento griego que habíamos abandonado para determinar el segundo concepto básico de naturaleza humana que vamos a emplear. Y esto nos conduce fundamentalmente a Aristóteles, pues si bien puede encontrarse ciertamente el concepto de naturaleza en muchos otros filóso27

fos –por ejemplo, en los estoicos– su formulación filosófica precisa en el marco de la tradición clásica depende sobre todo de Aristóteles. Este concepto de naturaleza, con muy pocas modificaciones, es el que ha perdurado a lo largo de los siglos y ha tenido –a través de la tradición aristotélica-tomista– una influencia inmensa en el pensamiento occidental en general y en el cristianismo en particular. Pensemos, por poner sólo un ejemplo, en el impresionante proyecto especulativo de definición dogmática de los misterios trinitario y cristológico a partir de los conceptos de naturaleza y persona (hypostasis) que ocupó al cristianismo en sus primeros siglos de existencia 9. El gran mérito de Aristóteles es la transferencia del concepto de naturaleza del mundo empírico al filosófico, acción que se consolidaría por la elucidación precisa y poderosa de un principio fundamental de la realidad que –en el marco de un sólido cuadro metafísico– se convertiría en uno de los conceptos claves del pensamiento filosófico occidental sea –como sucedió inicialmente– para asumirlo, sea, como sucedería a partir de la modernidad, para rechazarlo. En un primer acercamiento al concepto aristotélico de naturaleza se podría pensar que se trata de un principio simple cuya misión consiste en indicar el ser esencial de las cosas. Pero un primer aviso para navegantes nos lo proporciona el mismo Aristóteles en un texto breve de la Metafísica en el que distingue cinco sentidos de este término: «se llama naturaleza, en un sentido, la generación de las cosas que crecen; por ejemplo, si uno pronunciara la v alargándola; en otro sentido, aquello primero e inmanente a partir de lo cual crece lo que crece. Además, aquello de donde procede en cada uno de los entes naturales el primer movimiento, que reside en ellos en cuanto tales […] Y se llama también naturaleza el elemento primero, informe e inmutable desde su propia potencia del cual es o se hace alguno de los entes naturales. Y todavía en otro sentido, se llama naturaleza la substancia de los entes naturales» 10.

9 Un resumen de ese complejo proceso se puede encontrar en J. A. SAYÉS, Señor y Cristo. Curso de cristología, Palabra, Madrid 2005, pp. 201-271. 10 ARISTÓTELES, Metafísica, 1014b.

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Para intentar recoger la complejidad de matices de este concepto, y no perderse al mismo tiempo en esa complejidad, probablemente lo más práctico es proceder desde el origen, desde la fuente desde la que Aristóteles ha forjado su concepto. Y esa fuente es la naturaleza material, el concepto de naturaleza biológico tal como lo entendemos hoy y lo entendían la mayoría de los griegos. El resultado de esta reflexión es lo que podemos denominar el concepto filosófico aristotélico de una «naturaleza corpórea». Desde esta perspectiva, el concepto de naturaleza recoge fundamentalmente dos ideas esenciales. La primera es que las cosas naturales tienen un modo de ser material, estable y con una estructura dada y fijada: la esencia. La segunda es que este modo de ser no es estático, sino dinámico: los seres naturales poseen un principio activo que les orienta y les empuja hacia su perfección que consiste en desarrollarse según los patrones correspondientes a su modo de ser. Ese principio es también naturaleza, es más, se configura como el sentido más auténtico de naturaleza: «la naturaleza, primariamente y en el sentido fundamental de la palabra, es la entidad de aquellas cosas que poseen el principio del movimiento en sí mismas por sí mismas»11. La unión de ambos lleva a la conocida definición de naturaleza como la sustancia o la esencia corpórea en cuanto principio de operaciones o pasiones. Artigas y Sanguineti han sintetizado muy bien los rasgos principales de la «naturaleza corpórea aristotélica». «La naturaleza, explican, se distingue de lo que es espiritual y de lo que es artificial. Veamos cómo: a) Respecto al ser espiritual: la noción física de naturaleza incluye materia, y, por tanto, todo lo que de alguna manera es suprafísico o supramaterial no es natural. Natural es lo espontáneo que no procede de la razón. Los hechos naturales se repiten siempre del mismo modo –salvo los eventos casuales–, pues obedecen a la necessitas materiae, al condicionamiento unívoco que impone la materia; en cambio, los fenómenos de la

11

ARISTÓTELES, Met V, c. 4, 1015a 10-15.

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vida del espíritu son variadísimos y libres (por ejemplo, que un individuo dé una conferencia no se considera un fenómeno de la naturaleza). b) Respecto de lo artificial: objetos artificiales son los producidos por el trabajo o ingenio humano (que lo antiguos denominaban ars, arte). El arte es un principio racional de hacer cosas externas, que la naturaleza no hace. Estos objetos se mueven totalmente ab extrínseco, como una silla, un martillo, o una computadora, aunque, evidentemente, estos entes poseen fuerzas naturales que el hombre aprovecha para que produzcan efectos no previstos por la naturaleza»12. En resumen, el concepto originario aristotélico de naturaleza se toma del mundo físico e importa las siguientes notas: carácter no espiritual, no racional, determinado unívocamente y opuesto al arte o a lo artificial que se define por proceder de la razón o de la intervención humana. La determinatio ad unum se enmarca también en el contexto de una causalidad más bien rígida establecida por los fines que fija la naturaleza. Por su carácter dinámico la naturaleza apunta y tiene sentido en relación a ese telos o fin que determina el comportamiento del ser en cuestión; sus acciones se orientan a la consecución de ese telos, pero de manera necesaria, porque la materia no deja lugar a la libertad. Hasta aquí el concepto de naturaleza corpórea, un concepto preciso y poderoso pero que nos plantea algunas perplejidades para aplicarlo directamente al hombre, es decir, para llegar al concepto de naturaleza humana, que es el que realmente nos interesa. ¿Cabe aplicar el concepto de naturaleza al hombre? En principio parecería que no, pues no parece diseñado para albergar la libertad; es más, parece diseñado justamente en con-

12 M. ARTIGAS y J. J. SANGUINETI, Filosofía de la naturaleza (3ª ed.), Eunsa, Pamplona 1993, pp. 116-117. Como es sabido, Artigas ha desarrollado posteriormente una filosofía de la naturaleza muy sugerente en torno a los conceptos de dinamismo y estructura. Ver, por ejemplo, M. ARTIGAS, La inteligibilidad de la naturaleza, Eunsa, Pamplona 1992 y M. ARTIGAS, Filosofía de la Naturaleza, 4ª edición renovada, Eunsa, Pamplona 1998. Uso este texto porque me parece que refleja bien la posición aristotélica.

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tra de la libertad y la racionalidad humana puesto que intenta definir y determinar el reino de lo natural en contraposición justamente al de lo artificial. Aristóteles lo dice expresamente: «Algunas cosas son por naturaleza, otras por otras causas. Por naturaleza, los animales y sus partes, las plantas y los cuerpos simples como la tierra, el fuego, el aire y el agua –pues decimos que éstas y otras cosas semejantes son por naturaleza. Todas estas cosas parecen diferenciarse de las que no están constituidas por naturaleza, porque cada una de ellas tiene en sí misma un principio de movimiento y de reposo, sea con respecto al lugar o al aumento o a la disminución o a la alteración. Por el contrario, una cama, una prenda de vestir o cualquier otra cosa de género semejante, en cuanto que las significamos por su nombre y en tanto que son productos del arte, no tienen en sí mismas ninguna tendencia natural al cambio»13. Esta es, pues, la pregunta trascendental: ¿cabe o no aplicar el concepto de naturaleza al hombre? Para Aristóteles –y para la tradición clásica que le sigue– la respuesta es afirmativa porque si bien el concepto ha surgido de unos presupuestos naturales y en el marco de la filosofía de la naturaleza, el concepto, en sí mismo es metafísico o tiene una valencia metafísica, y, por lo tanto, puede ser despojado de sus caracteres materiales y ser aplicado trascendentalmente a toda la realidad. En palabras de Artigas y Sanguineti, «el concepto de naturaleza puede perder su connotación material, y extenderse así a todo ente. Desde esta perspectiva, naturaleza es la esencia en cuanto principio de operaciones»14. Cabe hablar por tanto, de una ampliación trascendental o metafísica del concepto cosmológico de naturaleza que permite su utilización en toda la realidad. La ampliación desmaterializa el concepto transformándolo en un principio metafísico universal que –ahora sí– se puede aplicar al hombre sin empacho –o a los ángeles o incluso a Dios– puesto que ya no hace referencia al modo de ser de la naturaleza, sino al modo de ser específico de cada ente. Y, puesto que el modo de ser del

13 ARISTÓTELES, Física, II 192 b, 1-19, traducción de G. R. de Echandía, Gredos, Madrid 1998. 14 M. ARTIGAS y J. J. SANGUINETI, Filosofía de la naturaleza, cit., pp. 118-119.

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hombre es libre, su principio de operaciones, es decir, su naturaleza, incluye en este caso la libertad. Desde esta perspectiva, el hombre tiene una naturaleza como el resto de los seres creados pues, en la medida en que se es algo, se tiene inevitablemente una esencia y un principio de operaciones, es decir una naturaleza; pero, a diferencia de los demás entes –y esto es lo fundamental–, puede adherirse o no libremente a ella; puede obrar según lo que ella le dicta u oponerse a esas indicaciones. Aquí está la diferencia esencial gracias a la cual es posible salvar la noción de naturaleza para el hombre y aplicarle una noción que, inicialmente, no sólo no había sido forjada para él sino, más bien, para distinguir a algunas realidades (las naturales) de ese mismo hombre. En definitiva, y por cuanto se refiere a Aristóteles, tenemos lo siguiente. El concepto metafísico de naturaleza es aplicable a todos los entes e implica básicamente dos ideas distintas: 1) lo que las cosas son, el qué de las cosas. La naturaleza de una cosa indica su modo de ser y en este sentido es un concepto muy cercano a la esencia; 2) el principio intrínseco de movimiento de las cosas que les hace tender hacia sus fines; la naturaleza desde este punto de vista es un principio dinámico y activo. Estos dos elementos se unen para dar el concepto general y clásico de naturaleza desde el punto de vista de la tradición metafísica: la esencia en cuanto principio de operaciones, el principio de cada realidad que le lleva a comportarse de la manera adecuada a lo que ella es. El concepto de naturaleza así concebido trae en causa también a otras dos importantes nociones. La primera es la de sustancia que, desde cierto punto de vista, se asemeja a la esencia. La segunda, quizá más importante que la primera para los razonamientos que vendrán a continuación, es la de causa. La naturaleza es causa del movimiento de la cosa desde dos puntos de vista. Ante todo es causa porque produce de hecho el movimiento; el ser se mueve gracias a la fuerza que se cela en su naturaleza; pero es también y sobre todo causa final. La naturaleza determina los fines de los entes y, como sabemos, estos 32

determinan a su vez el movimiento. Por tanto la naturaleza es causa final. Ejemplificar estas nociones es sencillo. La naturaleza de los animales es el modo de ser que les impele a conseguir y obtener aquello a lo que aspiran (fines) y que viene determinado por su mismo modo de ser. Y lo mismo ocurre con el hombre. Su naturaleza le hace actuar para conseguir y obtener aquello que es propio del modo de ser del hombre. Ni el medioevo ni, en concreto, Tomás de Aquino, parecen haber hecho aportaciones significativas a la herencia aristotélica sobre el concepto de naturaleza por lo que se refiere a su estructura intrínseca. Pero sí hay un aporte significativo por lo que se refiere al origen de las naturalezas. El cristianismo vio aquí la mano de Dios. El carácter dado y estable de las naturalezas (incluida la humana), su definición mediante un conjunto de leyes y principios internos que ningún ser (tampoco el hombre) se había dado a sí mismo remitía necesariamente en última instancia a un agente inteligente capaz de crear esa hermosísima constelación de causas finales. Y ese agente sólo podía ser Dios. Las tesis griegas fueron así asumidas e integradas originalmente en la cosmovisión cristiana dando lugar, según Glacken, a «una concepción del mundo habitable de tal fuerza, poder de persuasión y flexibilidad, que pudo mantenerse como una interpretación de la vida, la naturaleza y la tierra aceptables para la gran mayoría de los pueblos del mundo occidental hasta el sexto decenio del siglo XIX»15.

3. El concepto moderno de naturaleza: el culturalismo La irrupción de la modernidad, sin embargo, dio al traste con esta estructura de pensamiento invirtiendo de forma radical la concepción de la naturaleza humana. Generalmente se suele considerar a Descartes y su separación radical entre la res extensa y la res cogitans como el elemento desencadenante de este cambio de tendencia. La physis aristotélica –como acaba-

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C. J. GLACKEN, Huellas en la playa de Rodas, cit., pp. 179-180.

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mos de ver– nunca había sido una realidad estática ni pasiva sino, al contrario, la fuente intrínseca del movimiento de cada ser. Pero Descartes reduce la corporeidad a extensión expulsando automáticamente los principios del movimiento hacia las dimensiones espirituales de la persona. El cuerpo se convierte de este modo en una máquina pasiva movida por el espíritu (el dualismo del «Fantasma en la máquina» criticado entre otros por Pinker). Pero, probablemente, sería más exacto decir que Descartes no es propiamente quien inicia el cambio de tendencia sino quien formaliza, de una manera ya clara y rotunda, un planteamiento que se había iniciado justo con la crisis del mundo medieval y que se manifiesta, por lo que a la concepción del hombre se refiere, en la exaltación humanista de su capacidad creativa, una capacidad que también debía afectar de algún modo al hombre mismo, es decir, a su naturaleza. Este es exactamente el momento en el que irrumpe una nueva concepción de la naturaleza humana –más flexible, más móvil, incluso aparentemente capaz de modificarse a sí misma– que comienza a distanciarse y separarse de la concepción aristotélica. Este espléndido texto de Pico Della Mirandola refleja ese cambio de mentalidad de manera incomparable: «Así pues, (Dios) tomó al hombre, obra de aspecto indefinido y, colocándolo en la zona intermedia del mundo, le habló de esta forma: ‘No te hemos dado una ubicación fija, ni un aspecto propio, ni peculio alguno, ¡oh Adán!, para que así puedas tener y poseer el lugar, el aspecto y los bienes que, según tu voluntad y pensamiento, tú mismo elijas. La naturaleza asignada a los demás seres se encuentra ceñida por las leyes que nosotros hemos dictado. Tú, al no estar constreñido a un reducido espacio, definirás los límites de tu naturaleza según tu libre albedrío, en cuyas manos te he colocado. Te he situado en la parte media del mundo para que desde ahí puedas ver más cómodamente lo que hay en él. Y no te hemos concebido como criatura celeste ni terrena, ni mortal ni inmortal, para que, como arbitrario y honorario escultor y modelador de ti mismo, te esculpas de la forma que prefieras»16. 16 PICO DELLA MIRANDOLA, Discurso sobre la dignidad del hombre, edición de P. J. Quetglas, PPU, Barcelona 1988, pp. 50-51.

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Frente a este estado de los espíritus, el escolasticismo decadente no fue capaz de mantener el dinamismo intrínseco y poderoso de la physis aristotélica, abogando por una naturaleza cada vez más mecanicista y depauperada y abriendo de este modo el camino a la contraposición abierta entre las exigencias del espíritu de los tiempos sobre la autoconcepción del hombre y las formulaciones filosóficas que lo reflejaban. Así, señala Spaemann que, si bien Tomás de Aquino, como fiel seguidor de Aristóteles, opta por concebir la naturaleza humana como un principio metafísico y abierto, todos los tomistas del siglo XVI caen en la consideración pasiva-corporal de la naturaleza. «El hombre es pensado en analogía con los ‘cuerpos celestes’»17. De este modo, la ruptura estaba servida pues, a partir de esta concepción resulta imposible concebir simultáneamente al hombre como ser natural y como persona. Uno de los dos lados de la balanza debía vencer y humillar al otro, lo que ocurrió por el lado más lógico, el espiritual. Si bien el hombre es cuerpo y alma, en la medida en que ambos aspectos se pueden separar, es más alma que cuerpo y aquella tiende a prevalecer (al menos en los niveles teóricos). De este modo, el concepto moderno del hombre se forja en confrontación directa al de naturaleza. Si bien se admite, pues se trata de un hecho incontestable, que el hombre tiene una base biológica, se considera que lo específicamente humano es justamente lo que no es naturaleza, sino aquello que supera a la naturaleza: la libertad, la razón y sus obras, es decir, la cultura. La formulación concreta de este principio es tan variada como lo son los pensadores «modernos», pero el núcleo fundamental en todos ellos es el mismo: el hombre, en sentido estricto, no tiene naturaleza; tiene una base material y biológica que le convierte en un ser de la especie humana, pero el constituirse plenamente como hombre es fruto de la actividad de su inteligencia y de su libertad que no conoce límites ni fronteras y que evoluciona continuamente y está en continua construcción. Intentar imponer, por lo tanto, un contenido fijista, estable y universal de la naturaleza humana es un tremendo error his-

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R. SPAEMANN, Lo natural y lo racional, Rialp, Madrid 1989, p. 43.

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tórico puesto que la historia muestra con superabundancia de ejemplos que el hombre se va haciendo a sí mismo a lo largo de su devenir, transformándose y perfeccionándose de civilización en civilización y, además, equivale a una esclavización del hombre pues se le obliga a someterse a lo más bajo y material de su ser: la parte biológica y material, cuando lo que pide la realidad de las cosas es justamente lo contrario: que lo material se someta y ordene a lo espiritual o, en otras palabras, que el sustrato biológico humano se ponga a disposición de la inteligencia y la libertad. Este es el origen de la poderosísima dicotomía espíritu-naturaleza que opera en el pensamiento contemporáneo desde hace siglos y que ha dado lugar, en numerosísimas versiones, a la concepción culturalista del hombre. El tema está presente en Kant, quien entiende que «toda propensión es física –esto es: pertenece al albedrío del mismo como ser natural– o es moral, esto es: perteneciente al albedrío del mismo como ser moral»18, un planteamiento que determina toda su concepción de la moral; en Marx, quien, como es sabido, niega el concepto de naturaleza humana porque considera que «esta suma de fuerzas de producción, capitales y formas de intercambio social con que cada individuo y cada generación se encuentran como con algo dado, es el fundamento real de lo que los filósofos se representan como la ‘sustancia’ y la ‘esencia’»19; en los existencialistas radicales (léase Sartre) que dan prioridad a la existencia sobre la esencia transformando al ser humano en un vector proyectivo sin estructura y en un largo etcétera. Ortega, con sus matices peculiares, también se sitúa en esta tradición de pensamiento y ha expresado sintéticamente su posición de manera brillante: «Podéis llamar a la Naturaleza como gustéis; es la diosa que acude a una evocación de mil nombres: naturaleza es la materia, es lo fisiológico, es lo espontáneo. En una sinfonía de Beethoven pone la Naturaleza las tri-

18 I. KANT, La religión dentro de los límites de la pura razón, Alianza, Madrid 2001, p. 49. 19 K. MARX y F. ENGELS, La ideología alemana, Pueblos Unidos-Grijalbo, Montevideo-Barcelona 1970, p. 34.

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pas de cabra sobre el puente de los rubios violines, da la madera para los oboes, el metal para los clarines, el aire vibrátil para las ondas sonoras. Y todo lo que en una sinfonía de Beethoven no es tripas de cabra, ni madera, ni metal, ni aire inquieto, es cultura»20. Una observación conclusiva que quizá pueda sorprender a primera vista, pero que es perfectamente cierta. En realidad, la concepción moderna del concepto de naturaleza coincide con la perspectiva naturalista. Ambas, en efecto, consideran que la naturaleza es el conjunto de realidades físicas y biológicas que existen en el universo consideradas como conjunto (la Naturaleza) o tomadas de modo individual (los seres naturales). En lo que se distinguen es en la concepción del hombre. Para los naturalistas, naturaleza humana y naturaleza simplemente coinciden (de ahí el título que hemos dado al epígrafe en el que nos hemos ocupado de esta corriente); para la concepción moderna o culturalista, por el contrario, se oponen. El hombre se afirma justamente en contra o por encima de la naturaleza biológica; el hombre es tal por su inteligencia y libertad, no por una carga biológica por otra parte cada vez más prescindible gracias a la tecnología. De hecho, este es el sustrato de muchas de las concepciones culturales contemporáneas como, por ejemplo, la teoría de género que no hace más que aplicar estos presupuestos a la diferencia varón-mujer. Para esta teoría, los hombres y las mujeres nos diferenciamos exclusivamente en el aspecto biológico-corporal pero no en el cultural, que, una vez superadas las barreras de género (opresión de la mujer), es idéntico para ambos. Pero como lo cultural es la dimensión principal de la persona, esa estructura biológica –justamente por ser sólo biológica– no es algo que deba imponerse a los sujetos; al contrario, el ejercicio pleno de la humanidad por parte de hombres y mujeres supone e incluso exige una superación de los condicionamientos biológicos en la medida en que se vean llamados a ello. Vistas así las cosas, la sexualidad plenamente humana

20 J. ORTEGA Y GASSET, Renan, Obras Completas, I, Alianza, Madrid 1909, p. 459. Sobre el concepto de naturaleza en Ortega vid.: F. J. MASSA, El concepto de naturaleza en Ortega y Gasset, Editeuro Universitaria, Lérida 1996.

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consiste no en el sometimiento a las leyes de una estructura somática sino en una elaboración cultural y libre a partir de unos datos somáticos; una elaboración, lógicamente, que queda al arbitrio de cada sujeto puesto que la cultura no conoce reglas específicas a las que tendría que someterse.

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2. Primer debate: clasicismo versus modernidad 1. Los términos del debate El debate, por tanto, está servido. Nuestra primera exploración en torno a los significados del concepto de naturaleza humana nos ha conducido a tres concepciones enfrentadas de diversas maneras. La concepción naturalista ve al hombre fundamentalmente como biología y, por ello, se opone a la visión culturalista que lo concibe, fundamentalmente, como cultura. Sin embargo, ambas comparten una misma visión de la naturaleza humana que remite exclusivamente a los aspectos somático-fisiológicos de la persona. Desde esta perspectiva, ambas se oponen a la posición clásica puesto que, para ésta, la naturaleza humana refleja al hombre entero, no solo su dimensión biológica. Pero los motivos de la oposición son muy diversos. El naturalismo rechaza de la posición clásica que no reduzca al hombre a pura naturaleza y defienda la existencia de una dimensión espiritual. El culturalismo, por su parte, rechaza su concepto de naturaleza humana (que le parece similar al del naturalismo) y la acusa tanto de fijismo y universalismo como de naturalismo, es decir, de supeditación de lo propiamente humano a lo biológico y natural. 39

Un análisis detallado de cada una de estas confrontaciones sería, sin duda, muy interesante y sugestivo pero quizá también excesivamente prolijo. Por otro lado, lo que nos interesa no es una reflexión genérica sobre el concepto de naturaleza sino repensar y ajustar –en la medida en que sea necesario– la noción clásica. Por eso, y teniendo en cuenta que consideramos intelectualmente irrelevante la reducción del hombre a biología, nos vamos a limitar a considerar el enfrentamiento entre la posición clásica y la moderna o culturalista. ¿En qué términos se establece este debate? En principio y en una primera aproximación parece que en los de un enfrentamiento directo y total. Hay, ante todo, una oposición histórica pues, en buena medida, la concepción moderna de naturaleza procede de una determinada interpretación o comprensión de la noción clásica que se ve como negativa y, por lo tanto, se rechaza. El principal motivo de este rechazo –que habría que matizar según los autores pero que, en esta perspectiva global, no podemos tomar en cuenta– es la convicción de que la concepción aristotélica de la naturaleza establece un marco teleológico excesivamente estricto que, si ya presenta fisuras en el mundo propiamente natural, impide de manera decisiva la posibilidad de existencia de las categorías específicamente humanas como la libertad, la cultura, el arte o el espíritu. Lo propio de la naturaleza (fisiología, biología, etc.) es la determinación mientras que lo propio del hombre es la libertad. Por eso, para los modernos, la indagación y comprensión de lo específico humano debe hacerse liberándose, más aún, oponiéndose a la concepción clásica de naturaleza. Massa ha sintetizado muy bien el núcleo del problema: «La noción de ‘naturaleza’ tenía, antes de Descartes, un sentido muy diverso del que después de él ha adoptado la modernidad. Resumiendo mucho, puede decirse que esa diferencia consiste en que modernamente se contraponen los ámbitos de la naturaleza y de la libertad, debido a la concepción mecanicista-geometrizante que surge del reducir la naturaleza a la ‘res extensa’. A partir de ese momento no tendrá ya ningún sentido hablar de una actuación natural libre, ni de una ley moral natural»1.

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F. J. MASSA, El concepto de naturaleza en Ortega y Gasset, cit., p. 48.

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Frente a esta postura, la filosofía clásica reacciona señalando que este rechazo del concepto de naturaleza, además de estar intelectualmente injustificado, genera muchos y muy graves problemas, entre ellos el de propiciar un deletéreo relativismo antropológico. La experiencia nos muestra que todo ser, incluido el hombre, tiene una naturaleza, un modo de ser esencial. Y si rechazamos ese concepto, caemos tanto en un profundo error intelectual como en una grave confusión antropológica y ética. Porque, si el hombre no tiene naturaleza, es decir, un modo de ser determinado, ¿de qué hablamos cuando hablamos del hombre? ¿A qué nos referimos? Como todas las plantas y animales tienen su naturaleza específica, los podemos conocer y reconocer, pero si el hombre no tiene naturaleza, si es sólo cultura, arte y libertad: ¿qué es el hombre, si es que existe? ¿Cómo podemos establecer un mínimo común denominador –que habría que llamar naturaleza– entre los hombres del siglo XXI, los medievales, los romanos o los primeros pobladores del planeta? ¿Estaríamos hablando del mismo ser o, simplemente, de una realidad indiferenciada que evoluciona y que, por comodidad, denominamos hombre? ¿Qué posibilidades quedarían entonces para una ética colectiva más allá de un mero relativismo moral? El problema, además, no se plantea sólo a nivel diacrónico, sino también sincrónico: ¿Qué nos permite afirmar que todos los hombres que hoy existen en el planeta son auténtica e igualmente hombres? ¿Y qué nos permite afirmar, en consecuencia, la validez universal de los derechos humanos? Si intentamos sistematizar las líneas principales de esta controversia podemos encontrar al menos las siguientes oposiciones: • Datitud contra libertad: la posición clásica, al apostar por una naturaleza humana determinada y configurada, apuesta simultáneamente por el carácter «dado» o recibido del ser humano. El hombre no se ha hecho a sí mismo; recibe gratuitamente lo que es y queda configurado como hombre, independientemente de su voluntad, antes de que ejercite su libertad. No se trata de afirmar con esto que el hombre no sea realmente libre; lo que se afirma es que esa libertad se establece en el 41

marco de una naturaleza dada, determinada y establecida, de la que el hombre no puede disponer, entre otras cosas, por la razón de que no se la ha dado a sí mismo sino que es su punto de partida desde el que ejercita su libertad. El culturalismo, por el contrario, se sitúa en la orilla opuesta y puede ser representado idealmente (aunque se trate de una de las formulaciones más radicales) por el existencialismo sartriano. El hombre no es, sino que se hace; la existencia precede a la esencia y si algo caracteriza al hombre es su libertad, pero una libertad radical no atada por la esencia ni por cualquier otra estructura metafísica. El hombre dispone radicalmente de sí mismo salvo el peso de una instancia biológica por la que puede quedar limitado e incluso derrotado, pero en cuanto ser natural no en cuanto hombre. • Universalidad frente a singularidad: la existencia de una naturaleza humana metafísica permite a la concepción clásica fundamentar de manera consistente la universalidad de las características básicas de las personas. Todos somos hombres porque todos disponemos de la misma naturaleza humana (si bien individualizada) y, por eso mismo, las características básicas de todo hombre son idénticas. Aquí se encuentra la base para la fundamentación absoluta e igualitaria de los derechos humanos ya que, si se negase esta universalidad, caería toda posible sustentación. La posición culturalista, por su parte, admite como mucho una universalidad muy formal aplicable a algunos rasgos especialmente emblemáticos del hombre: inteligencia, libertad, autonomía, etc.; pero, en la medida en que se desciende a un terreno más concreto, la universalidad es rechazada de plano sobre base de la experiencia. Lo que muestra la cultura y la historia es que los hombres difieren entre sí. Las costumbres, las instituciones sociales, las reglas morales varían de cultura a cultura de modo tan profundo que resulta imposible intentar establecer un conjunto de reglas universales (ya sea morales o comportamentales) válidas en cualquier cultura. La estructura familiar, por ejemplo, admite innumerables variantes (monogamia, poligamia, divorcio, poliandria, etc., etc.) sin que tenga sentido afirmar que una de ellas es la que responde realmente a la naturaleza humana. 42

• Fijismo frente a historicidad: pretender determinar y fijar formalmente ese conjunto de reglas universales implica, para el culturalismo, un error más: desconocer el carácter variable e histórico de la naturaleza humana. En el fondo, para el culturalismo, suele haber aquí un engaño, consciente o inconsciente, por parte de la posición clásica. Se formaliza lo que hoy se considera bueno, correcto y conveniente de acuerdo con la «naturaleza humana» y se proyecta retrospectivamente a lo largo de la historia. Pero se trata de un procedimiento ficticio –cuando no manipulador– porque un examen atento de la historia muestra que nunca ha existido tal constancia en la moral o en las costumbres. Los representantes de la tradición clásica, por ejemplo, pueden hoy defender con pasión la democracia o rechazar la tortura, pero no lo han hecho en el pasado. Y, como es sabido, Aristóteles, el representante por excelencia de esta tradición, consideraba «natural» la esclavitud. A esto, la tradición clásica responde (con una diversidad de matices) que los errores en la concepción de la naturaleza humana no anulan la existencia de tal naturaleza y que, si bien esta puede modificarse de manera accidental, en sustancia sigue permaneciendo idéntica. Ciertamente que las civilizaciones desaparecidas se diferencian profundamente de nosotros, pero no tanto como para que quienes las construyeran fueran radicalmente diversos. Bárbaros y romanos, aztecas y egipcios, persas y hunos vivían de modo muy diferente y pensaban de modo muy diferente, pero eran hombres y, por encima de esa diversidad, tenían los mismos anhelos, ambiciones y angustias que han afectado a los seres humanos de todos los tiempos. • Naturalismo frente a moral: por último, cabe añadir que la posición culturalista puede incluso acusar de naturalismo a la tradición clásica. Apoyándose en la crítica kantiana al empirismo de Hume señala que la sumisión a los principios de la naturaleza no es en sí moral, sino más bien amoral ya que supone imponer a lo libre la rendición ante lo natural, es decir, obligar a lo superior a inclinarse ante lo inferior. La moralidad, por el contrario, debe ser autónoma y no inclinarse ante lo natural sino asumirlo en su dinamismo. Lo contrario, aunque se realice utilizando una nomenclatura excelsa, supone reducir el hombre a lo biológico-material. Para la tradición clásica tal acu43

sación, sin embargo, no tiene sentido y además se vuelve contra sí misma, desencarnando al hombre y convirtiéndolo en un fantoche desarraigado e irreal (el «Fantasma en la máquina» de Pinker). No se trata de someter el hombre a «lo» natural sino a «su» propia naturaleza; con eso no se le humilla sino que se le rinde el servicio más precioso: mostrarle el camino que le conduce a la felicidad.

2. El conflicto aparente ¿Es posible solucionar esta controversia? ¿Cabe un acercamiento entre ambas posiciones? Probablemente, un primer impulso llevaría a responder que no, puesto que ambas posiciones se presentan no sólo como diversas sino como opuestas, y no sólo en un punto sino en muchos y fundamentales. Cabría achacar la radicalidad de la oposición a la exposición que acabamos de hacer. Quizás impulsados por el deseo de presentar una controversia brillante y atractiva habríamos caído en el defecto de radicalizar las posturas y eliminar sus contornos de modo que el resultado final aparecería dibujado como un dúo de posturas globalmente opuestas y contradictorias. Algo de esto, puede haber sucedido, efectivamente. Toda exposición –sobre todo cuando versa sobre problemas importantes y no se quiere descender a los detalles para no perder la visión de conjunto– lleva consigo necesariamente una cierta simplificación. Pero, a pesar de todo, estimamos que las líneas principales del conflicto –con todos los matices y precisiones que quieran añadirse– están correctamente dibujados. ¿Cabe entonces –volvemos a nuestra pregunta– alguna aproximación entre ambas, algún tipo de conciliación? Teniendo en cuenta que, de hecho, la posición victoriosa es la culturalista, no es de extrañar que los intentos de armonización entre ambas posturas hayan venido de la posición clásica. El culturalismo se ha dedicado más bien a disfrutar de su victoria. Algunos representantes de la tradición clásica, por el contrario, han intentado tender puentes con el objetivo de salvar la noción de naturaleza en el debate cultural contemporáneo porque, si bien esta noción no presenta particulares problemas en 44

el interior de la tradición clásica, sí los presenta –y notables como hemos visto– para el culturalismo, que es la opción victoriosa y vigente culturalmente. Por eso, si no se logra ningún tipo de conciliación, de acercamiento o de toma en consideración por parte de los culturalistas, el concepto de naturaleza humana corre el peligro de quedar confinado exclusivamente al debate interno, y en cierto sentido endogámico, de la tradición clásica puesto que ha sido apartada del main stream cultural. Justamente para evitar este peligro y esta «desaparición en combate» algunos representantes de la tradición clásica han intentado algunas vías de conciliación entre ambas posiciones. Una de las argumentaciones más básicas y recurrentes ha consistido en señalar que la concepción que la modernidad tiene de la noción metafísica de naturaleza es errónea y reductiva, por lo cual, al menos una parte de este debate no consistiría en realidad en un conflicto intelectual poderoso, como los puntos de fricción previamente señalados podrían dar a entender, sino en un conflicto aparente de tipo terminológico, en uno de los pseudo-conflictos filosóficos que se ha complacido en denunciar la filosofía analítica. Lo que ocurriría en realidad es que los tomistas y los modernos o culturalistas, al referirse al concepto de naturaleza o de naturaleza humana, estarían usando el mismo término lingüístico, pero le atribuirían una significación filosófica muy diferente. Y esa equivocación de partida es la que daría origen a la confusión. Karol Wojtyla ha desarrollado explícitamente esta idea del conflicto aparente en un artículo titulado «Persona humana y derecho natural», por lo que seguiremos de cerca su argumentación: «Si comparamos estas dos realidades, por un lado, la noción de persona y, por otra, la noción de naturaleza, debemos darnos cuenta de que hay al menos dos significados de la noción de ‘naturaleza’. En la escuela tomista, en la escuela de la ‘filosofía perenne’, estamos acostumbrados a entender exclusivamente la naturaleza en sentido metafísico, es decir, como sustancia de una cosa tomada como principio de toda actualización de la misma cosa. Subrayo toda, porque esta acentuación más adelante se nos revelará útil. Nos será particularmente útil cuando procuremos darnos cuenta de que ‘naturaleza’ puede tener otro significado. 45

Sin duda será el significado que atribuyen a esta noción los fenomenalistas, pero quizá también los fenomenólogos. Se puede decir que, desde su punto de vista, la naturaleza es como el sujeto de una actualización instintiva. Tiene, por tanto, un significado más estricto y limitado. Si decimos que algo sucede por naturaleza, subrayamos inmediatamente que eso ‘ocurre’, que se ‘actualiza’ y no que alguien realiza un acto, que alguien actúa. En un cierto sentido, la naturaleza según este último significado excluye a la persona como sujeto activo»2. Los conceptos moderno y clásico de naturaleza aparecen en este texto con mucha claridad y con la conciencia de que, si se mantiene la diversidad de significados, la discrepancia resulta irresoluble. Pero justamente ahí se atisba la posible solución del problema. La posición moderna, apunta Wojtyla, rechaza para la persona un concepto de naturaleza limitado al mundo de lo biológico e instintivo. Y en esto tiene razón porque tal concepción es incompatible con la afirmación de la persona como sujeto activo. Si el hombre debiera regirse por una tal naturaleza sería más bien un juguete pasivo en manos de los instintos o de las fuerzas biológicas, algo que, evidentemente, es inasumible, y que la posición culturalista rechaza (no así el naturalismo, como hemos visto). Lo que ocurre es que la tradición clásica nunca ha concebido la naturaleza humana de tal modo. Aristóteles y Santo Tomás jamás aceptarían semejante tesis; ellos hablan de otra cosa y aquí es donde se produce el error y la confusión que genera la controversia. Ortega proporciona un buen ejemplo de conflicto aparente. En una famosa y conocida frase sentencia rotundamente «que es falso hablar de la naturaleza humana, que el hombre no tiene naturaleza»3. La afirmación no parece dejar lugar a equívocos y, sin embargo, es profundamente equívoca si no se lee en su contexto, pues a renglón seguido añade: «Yo comprendo que oír esto ponga los pelos de punta a cualquier físico, ya que signifi-

2 K. WOJTYLA, «La persona humana y el derecho natural», en Mi visión del hombre (4ª ed.), Palabra, Madrid 2003, p. 354 (cursiva nuestra). 3 J. ORTEGA Y GASSET, Historia como sistema, Ed. Revista de Occidente, Madrid 1975, p. 33.

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ca, con otras palabras, declarar de raíz a la física incompetente para hablar del hombre». En realidad, a quien parece que se le deberían poner los pelos de punta es a cualquier representante de la posición clásica, no a los físicos. Pero Ortega no los menciona porque lo que tiene en mente no es un puro historicismo ni un relativismo radical sino algo muy diverso: la reivindicación de lo específicamente humano y de su dignidad, como explica a continuación: «La vida humana, por lo visto, no es una cosa, no tiene una naturaleza y, en consecuencia, es preciso resolverse a pensarla con categorías, con conceptos radicalmente distintos de los que nos aclaran los fenómenos de la materia». Si Ortega realiza esta tarea correctamente o no, es algo que no interesa ahora. Interesa y mucho esa confusión o reducción explícita del concepto de naturaleza a lo físico-biológico unida a una visión del hombre con la que la tradición clásica puede entablar, sin duda, un diálogo razonable. Un caso paradigmático, por tanto, de conflicto aparente. El concepto clásico de naturaleza, sin embargo, no se limita ni se reduce a las dimensiones instintivas; en realidad ni siquiera se funda en ellas porque no se identifica con la naturaleza corpórea aristotélica, sino con la versión ampliada transformada en principio metafísico que da razón del dinamismo de todo el ente, no sólo de un sector. El concepto de naturaleza humana, por tanto, no se limita en absoluto a los dinamismos biológicos de la persona sino que, en cuanto concepto metafísico, da razón de ser de todos los dinamismos del sujeto, como subraya Wojtyla, e incorpora tanto los aspectos somáticos como los psíquicos y espirituales con sus rasgos ineludibles e inseparables de inteligencia y libertad. Que el hombre tenga naturaleza, en consecuencia, no significa en absoluto que tenga que comportarse de modo instintivo, mecánico o biológico, como si se tratara de un animal; significa que, al igual que las plantas o los animales, tiene un modo de ser específico, una esencia en cuanto principio de operaciones, si bien a esa igualdad fundamental hay que añadir una profunda diferencia, que la misma naturaleza del hombre es inteligente y libre. Por eso, cuando se dice que la persona se comporta o se debe comportar según su naturaleza no se está haciendo una cesión al mecanicismo ni se está describiendo a la persona con una instrumentación conceptual deficiente; se está, 47

simplemente, expresando de manera verdadera y completa –aunque quizás de modo implícito– la realidad del ser humano: que el hombre tiene una naturaleza, que debe comportarse de acuerdo con esa naturaleza, y que esa naturaleza es libre. Se podría contraargumentar objetando que, en realidad, la dimensión espiritual y libre de la naturaleza humana es una consideración externa a ese concepto, a la que se recurre para resolver el problema que la historia del pensamiento ha acabado planteando: la confrontación entre naturaleza y libertad, entre naturaleza y espiritualidad. Estaríamos, por así decir, ante el último recurso de una estrategia defensiva. El tomismo, sintiéndose acorralado ante las acusaciones de naturalismo, recurriría a esta estratagema reivindicando una relevancia de la razón y de la libertad que nunca habría estado, al menos de una manera tan clara, ni en sus presupuestos ni en su doctrina. Pero esta acusación resulta a todas luces infundada e injustificada. La reivindicación de la racionalidad del hombre y de la naturaleza humana por parte del tomismo y del aristotelismo es un rasgo demasiado evidente como para que pueda ser borrado de un plumazo. Se trata, por el contrario, del rasgo esencialmente característico del hombre para Aristóteles (animal racional) al igual que para Santo Tomás, si bien su posición puede estar atemperada por el influjo del cristianismo en el sentido de limitar un cierto racionalismo latente en Aristóteles. No es esta, de todos modos, la cuestión ahora. Lo que importa recalcar en este momento es que el tomismo siempre ha reivindicado la racionalidad de la naturaleza humana y, consecuentemente, su espiritualidad, reivindicación que se encuentra en una amplia multitud de textos que no vale la pena elencar. Valga por todos la referencia a la conocidísima definición boeciana de la persona plenamente asumida por Tomás de Aquino por lo que se refiere al hombre. El hombre, la persona, es una «substancia individual de naturaleza racional» 4. Racional, es decir, voluntaria y libre puesto que, como sabemos, para Tomás de Aquino, la voluntad es un apetito racional.

4 BOECIO, Liber de persona et duabus naturis contra Eutychen et Nestorium, PL 64, 1343 D.

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3. El conflicto real Vistas así las cosas, el rechazo moderno de la noción clásica de naturaleza parecería consistir en realidad en un malentendido lingüístico, ligado quizás a una diferente ponderación de las cualidades de la persona en las diferentes tradiciones filosóficas. La posición clásica atendería más a las estructuras esenciales y permanentes al referirse a la naturaleza de la persona, mientras que la modernidad, enamorada de la libertad, resaltaría los aspectos de creatividad e irrepetibilidad propios de cada sujeto humano. Ahora bien, como la naturaleza de la que habla el tomismo es una naturaleza libre no tendría por qué plantearse una oposición sustancial entre ambas a menos que la posición moderna en realidad pretendiera otra cosa, a saber, negar la realidad de un núcleo común en todas las personas. Ahí sí que nos encontraríamos frente a un problema real y, por lo tanto, a una ruptura y oposición radical entre ambas. En la medida en que la posición moderna negase la estabilidad de un núcleo personal y nos deslizásemos hacia un concepto completamente evolutivo o historicista de la naturaleza, la confrontación con la posición clásica sería total e insuperable porque lo que estaría en juego no sería un banal malentendido lingüístico, y ni siquiera una malinterpretación de algunos conceptos filosóficos; estaría en juego la concepción más profunda de la persona. Para unos, los clásicos, el hombre sería una estructura estable y unitaria, formada de soma y espíritu, y esencialmente idéntica a sí misma tanto diacrónica como sincrónicamente. Para otros, los culturalistas modernos, el hombre sería un mero proyecto que forjaría su propia naturaleza a lo largo de la historia, una naturaleza más o menos cambiante según las diversas escuelas de pensamiento, pero nunca, por principio, esencialmente estable. Los motivos por los que la posición culturalista (en sus diversas modalidades) puede rechazar una noción estable de hombre son muchos, pero ahora queremos detenernos especialmente en uno: las referencias a una realidad externa al hombre que implica el carácter de «datidad» intrínseco al concepto clásico de naturaleza. El hombre entendido como creación de sí mismo (en mayor o menor medida) no necesita (al menos de un modo muy directo) una referencia explícita a un Ser diverso de él que le 49

funde o establezca como hombre. Cabe pensar –aunque se trata, evidentemente, de una solución insatisfactoria– que la libertad está ahí como dato y el hombre sólo tiene ante sí la tarea de utilizarla. Ahora bien, este panorama se complica notablemente si lo que encuentra el hombre ante sí, mejor, dentro de sí, es una estructura estable que él no se ha dado a sí mismo y a la que debe obedecer (libre y racionalmente, por supuesto). ¿A quién se debe entonces recurrir para fundarla? Los griegos, que no poseían un concepto radical de trascendencia, podían operar con la carga pasiva que supone el concepto de naturaleza sin resolver explícitamente esta pregunta. Aristóteles, de hecho, no lo hizo, y la divinidad que él concibe, con unas características bastante difusas, opera como motor inmóvil, pero no desde luego como formadora de las esencias. Pero, en un mundo cristiano, esto ya no es posible porque se ha enunciado otra respuesta: Dios es el creador de las naturalezas y, en especial, de la naturaleza humana por su dignidad espiritual: «Y vio Dios que era muy bueno». En ese marco, que es el nuestro, el problema ya no puede ser eludido porque la pregunta no sólo ha sido formulada en toda su radicalidad sino que ha recibido una respuesta concreta –la creación– que, si bien está inspirada en el dogma cristiano, es perfectamente formulable y sostenible desde una perspectiva filosófica. Ante este hecho, determinadas posiciones ateas o agnósticas han podido considerar ineludible la eliminación del concepto metafísico de naturaleza porque apela de manera natural a Dios como su fundamento. Si existe una naturaleza humana y el hombre no la ha creado, sólo puede haberla creado Dios. Wojtyla ha expresado el problema con lucidez: «la coherencia entre la persona humana y el derecho natural es posible sólo cuando se admite una cierta metafísica de la persona humana y, por consiguiente, también una cierta subordinación con relación a Dios, subordinación, por lo demás, muy honorable. Si, por el contrario, no admitimos tal concepción del hombre, entonces el conflicto es inevitable y real»5.

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K. WOJTYLA, «La persona humana y el derecho natural», cit., p. 359.

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No se trata de ninguna suposición arriesgada o malintencionada. El rechazo del concepto metafísico de la naturaleza humana por sus inevitables implicaciones teológicas está presente en un buen número de pensadores contemporáneos entre los que destaca de modo singular Sartre por la lucidez, rayana con el cinismo, con la que ha afrontado la cuestión. Sartre entiende, en efecto, que la idea de naturaleza humana está ligada inevitablemente al concepto de un Dios creador. Correspondería, en concreto, a la idea o proyecto que Dios tiene sobre el hombre. En la Ilustración, muchos pensadores prescindieron de Dios (Diderot, Voltaire, quizá Kant 6), pero siguieron manteniendo el concepto de naturaleza como el modelo universal de lo humano presente en todos los hombres. Sin embargo, explica Sartre, «el existencialismo ateo que yo represento es más coherente. Declara que si Dios no existe, hay por lo menos un ser en el que la existencia precede a la esencia, un ser que existe antes de poder ser definido por ningún concepto, y que este ser es el hombre o, como dice Heidegger, la realidad humana. ¿Qué significa aquí que la existencia precede a la esencia? Significa que el hombre empieza por existir, se encuentra, surge en el mundo, y que después se define. El hombre, tal como lo concibe el existencialista, si no es definible, es porque empieza por no ser nada. Sólo será después, y será tal como se haya hecho. Así, pues, no hay naturaleza humana, porque no hay Dios que pueda concebirla» 7. La contundencia de las afirmaciones de Sartre, al no dejar margen a la interpretación, cierran esta primera parte del debate que podemos resumir en los siguientes términos. El conflicto entre los conceptos clásico-metafísico y moderno-culturalista esconde un problema aparente y un problema real. Hay un problema aparente cuando la controversia se limita a malinterpretar el concepto clásico de naturaleza identificándolo con una visión biologicista y naturalista. Se concluye entonces que

6 Cfr. J. M. BURGOS, «Sobre el concepto de religión en Kant», en Paideia, n. 72, 2-2005, pp. 233-249. 7 J. P. SARTRE, El existencialismo es un humanismo, Edhasa, Barcelona 1989, pp. 16-17.

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el tomismo propone una visión mecanicista del hombre y se rechaza el concepto de naturaleza. Solucionar este conflicto es muy sencillo: basta con darse cuenta de que el concepto tomista de naturaleza humana es metafísico, no naturalista. Sin embargo, este conflicto aparente puede ir acompañado de un conflicto real: el rechazo del concepto clásico como consecuencia inevitable de la negación de cualquier tipo de dependencia de la estructura ética y antropológica humana de una instancia superior; en otras palabras, el rechazo de cualquier tipo de subordinación a Dios. En este caso, el conflicto sí resulta intelectualmente poderoso hasta el punto de que se torna irresoluble ya que enfrenta a dos visiones irreconciliables sobre el hombre y el mundo: una abierta a la trascendencia y otra radicalmente inmanente.

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3. Segundo debate: tomismo versus personalismo 1. ¿Un debate cerrado?: las razones de la modernidad Los argumentos esgrimidos hasta el momento podrían llevar a pensar que el debate está completamente cerrado y que simplemente habría que optar por una de las dos opciones disponibles. O por el culturalismo contra la posición clásica o por la clásica frente al culturalismo. En medio estaría el débil puente tendido para el caso de que se hubiera producido una hipotética confusión de conceptos. Pero, si se mantuvieran opciones ideológicamente consistentes, la separación entre ambas parecería asemejarse a la que encontramos en la parábola evangélica sobre el pobre Lázaro y el rico Epulón. Sin embargo, a nuestro juicio el debate dista mucho de estar cerrado. ¿Por qué? Porque no toda la corriente de pensamiento que podemos incluir dentro de la tradición clásica se manifestaría satisfecha con la argumentación desplegada ni con las conclusiones. Estaría de acuerdo con la sustancia, pero no con los matices, con la letra pequeña o quizá no tan pequeña como intentaremos mostrar a continuación. Esta discrepancia de pareceres es la que va a originar un segundo debate sobre el concepto de natu53

raleza, con la importante diferencia de que ahora se trata de un debate dentro de la tradición clásica, o, en términos más generales, si se quiere, un debate en el interior de la filosofía realista. El marco de esta nueva controversia es el siguiente. Por un lado, encontramos la posición tradicional dentro de la postura clásica que podemos identificar ahora de manera más estricta como la filosofía aristotélico-tomista. Por otro lado, encontramos al personalismo 1. Y la cuestión que se debate es la siguiente. Para el tomismo habría muy poco que añadir a la controversia en torno al concepto de naturaleza humana sobre lo que ya se ha contado en estas páginas. Quedaría, fundamentalmente, una toma de decisión intelectual sobre la base de las reflexiones y convicciones personales. El personalismo, sin embargo, ve las cosas de diferente manera. Si bien acepta sin reservas el núcleo de la argumentación, al mismo tiempo la considera insuficiente; estima que, a pesar de su aparente solidez, deja cabos sueltos y no acaba de tocar fondo. Es cierto que el recurso a la dimensión espiritual de la naturaleza resuelve una parte sustanciosa del contencioso que se había planteado, incluso la más importante, pero no resuelve el problema por completo. Deja flecos pendientes, preguntas abiertas. Ante todo, el mero planteamiento del problema. En efecto, ¿por qué se ha producido esta controversia, este rechazo de la noción de naturaleza o, para ser más preciso, esta identificación por parte de la modernidad con las dimensiones instintivas o biológicas? No se trata en absoluto de una pregunta baladí, pues hay que tener en cuenta que el tomismo o la tradición clásica, si se prefiere, dispuso de la hegemonía cultural en la Edad Media. ¿Qué es lo que falló para que esa hegemonía se perdiera? Y, limitándonos a nuestro asunto particular: ¿qué es lo que pasó para que la noción de naturaleza comenzara a apa-

1 Una visión clásica del personalismo es la de E. MOUNIER, El personalismo, Acción Cultural Cristiana¸ Madrid 1997. Una perspectiva actualizada se encuentra en J. M. BURGOS, El personalismo (2ª ed.), Palabra, Madrid 2003 y J. M. BURGOS, Antropología: una guía para la existencia (2ª ed.), Palabra, Madrid 2005.

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recer como insatisfactoria? ¿Se podría haber evitado esa insatisfacción si hubiera estado patente siempre con claridad que el concepto de naturaleza implica necesariamente la historicidad, la cultura, la libertad y la creatividad? O, por el contrario, ¿no se ha ido afianzando esta posición al no subrayar la posición tomista estos factores con la suficiente intensidad? Es más, ¿no quedaría confirmada esta tesis por la escasa presencia de la dimensión creativa en el pensamiento tomista, tanto por lo que se refiere al tratamiento específico del tema como al desarrollo de las áreas que lo configuran: la estética o la cultura, por ejemplo? En definitiva, y es la cuestión esencial, el rechazo moderno al concepto de naturaleza, ¿es fruto sólo de un malentendido –dejando de lado a quienes sostienen una visión relativista del ser humano– o está basado en argumentos más sólidos, en un fondo de realidad, en una intuición o constatación de una rigidez y determinismo excesivo en el concepto tomista de naturaleza? El personalismo es de esta opinión. Acepta plenamente la solución clásica al primer debate tanto por lo que se refiere a la posible existencia de un conflicto aparente (generado por una concepción reductiva de la naturaleza) como a la existencia de un conflicto real (generado por el rechazo del concepto de naturaleza como consecuencia de la hostilidad a cualquier tipo de subordinación a un ser divino). Pero añade un punto más: la perspectiva moderna tiene parte de razón, no está completamente equivocada. El concepto metafísico de naturaleza tal y como se ha presentado habitualmente no ha subrayado con la suficiente decisión la dimensión creativa y libre de la persona –incluso en relación consigo misma (autodeterminación limitada frente a mera libertad de elección)–, no ha sabido articular de forma suficientemente satisfactoria la relación entre las estructuras antropológicas humanas dadas y la dimensión cultural de la persona. Y esta carencia es la que ha impulsado o, al menos, potenciado, el paulatino rechazo de un término que privilegiaba lo fáctico frente a la libertad. Como, por otro lado, la cultura occidental ha mostrado de manera cada vez más patente el creciente poderío de la inteligencia y de la libertad humanas, ese rechazo se ha ido generalizando y fortaleciendo hasta llegar a la situación actual en la que se ha dejado de considerar a la naturaleza como un rasgo distintivo de la per55

sona, identificándola por el contrario con las dimensiones deterministas propias de la biología. Trataremos esta cuestión con detalle porque su relevancia lo merece, pero antes de iniciar nuestra investigación puede ser interesante detenerse en una posible objeción previa que podría formularse más o menos así. Como correctamente se acaba de indicar, el concepto metafísico de naturaleza incluye automáticamente la racionalidad y se presenta, por tanto, como un flujo flexible de tendencias hacia la perfección de la persona. No tiene ningún sentido, por tanto, acusar a este planteamiento de rigidez o de desatención a la dinamicidad humana en ninguna de sus posibles acepciones puesto que, estructuralmente, se trata de un concepto sumamente flexible. En todo caso, cabría aceptar esa crítica para algunas versiones escolásticas del tomismo que no han sabido captar ese aspecto tan esencial y que, quizás influidas por los epígonos de la Ilustración, han ofrecido versiones del tomismo con un sesgo racionalista. Pero esta crítica no es en absoluto válida para los grandes responsables del neotomismo contemporáneo como Pieper, Gilson, Maritain o Fabro, que han desarrollado una filosofía dinámica y abierta. En definitiva, los espíritus más perspicaces serían capaces de captar al auténtico Santo Tomás frente a pensadores bien intencionados pero menos sutiles que tomarían, al menos en parte, el rábano por las hojas. Creo que la observación se sostiene. Es cierto que ha habido interpretaciones reduccionistas y esclerotizadas del pensamiento de S. Tomás, llegando en algunos casos a exposiciones tan esquemáticas y logicistas que han acabado –a pesar de su deseo de adhesión leal– por deformar su pensamiento. De hecho, León XIII lamentaba justamente ese hecho en la encíclica Aeterni Patris y abogaba por una vuelta a las fuentes, es decir, al estudio directo del Aquinate, para solventar esas injustas y estériles deformaciones. Y, en efecto, un acceso directo al pensamiento de S. Tomás resuelve muchos de los reduccionismos que han podido consagrarse con el paso de los siglos y permite recuperar una doctrina poderosa y viva. Todo esto es cierto y resuelve parte de las objeciones que se han planteado, pero ¿las resuelve todas? Esta es la cuestión fundamental y, para diluci56

darla de una manera definitiva, hay que plantear con honestidad y valentía lo siguiente: ¿por qué las visiones deformadas o limitadas del tomismo conducen siempre hacia posiciones estáticas, logicistas y excesivamente objetivistas y no en otras direcciones? Subrayo que se trata de doctrinas deformadas. No estoy diciendo que el auténtico tomismo esté formulado de esta manera, pero lo que sí resulta fuera de duda es que el tomismo empobrecido o excesivamente formalizado tiende a acabar en este concreto callejón sin salida y no en otro. La cuestión me parece fuera de discusión y por eso no abundo en ella. Remito únicamente –como modo de exposición formalizada– a la conocidísima obra de J. Gredt, Elementa philosophiae aristotelicothomisticae 2 que comienza justamente por un tratado de lógica. Y apunto también una percepción típica de ese hecho por parte de un estudiante que recibió ese tipo de enseñanza: Joseph Ratzinger. Después de relatar la influencia que tuvieron en él algunas escuelas filosóficas y teológicas, añade: «En cambio, tuve más bien dificultades en el acceso al pensamiento de Tomás de Aquino, cuya lógica cristalina me parecía demasiado cerrada en sí misma, demasiado impersonal y preconfeccionada. Pudo influir en ello también el hecho de que el filósofo de nuestra Escuela Superior, Arnold Wilmsen, nos presentara un rígido tomismo neoescolástico que para mí estaba sencillamente demasiado lejano de mis interrogantes personales (…) Nos impresionaba profundamente su entusiasmo y su profunda convicción, pero ahora no parecía ser alguien que se planteara preguntas, sino alguien que defendía con pasión frente a cualquier interrogante lo que había encontrado»3. ¿Por qué sucede esto? A mi juicio, tal fenómeno no puede tener otra respuesta posible que la siguiente: ese rasgo se encuentra de una manera más o menos implícita en la arquitectura conceptual tomista, de modo que es fácil que una mente no atenta o no excesivamente perspicaz se deslice con facilidad por esa pendiente. Se puede discutir, por supuesto, el grado en que esto ocurre y hasta qué punto es más o menos cierto, pero el nú-

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Herder, Barcelona 1958, 12ª ed. J. RATZINGER, Mi vida (4ª ed.), Encuentro, Madrid 2005, pp. 68-69.

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cleo de la argumentación me parece irrefutable: el pensamiento tomista empobrecido y debilitado ha conducido de manera más o menos clara hacia posiciones especulativas de tipo racionalista y formalista y esto sólo puede justificarse si esas tendencias están presentes –en qué medida no es una cuestión que interese ahora– en la fuente originaria. No hay otra explicación posible. La argumentación a contrario conduce al mismo camino: ¿han surgido concepciones estáticas u objetivistas de la tradición agustiniana? Ni han surgido ni pueden surgir porque no contiene tales semillas. Esta tradición puede tener y tiene otros problemas pero nunca el de conducir a la estaticidad o al objetivismo. Es posible, por supuesto, afirmar que las características comunes al tomismo depauperado no están en los textos de S. Tomás, pero la observación no satisface. De algún modo o de otro, en mayor o menor medida, tienen que estar ahí puesto que la tradición tomista se orienta sistemáticamente en esa dirección.

2. El lastre griego y el problema de la ampliación Retomemos ahora nuestro problema. Queremos determinar si es cierto que la modernidad tiene razones para oponerse al concepto de naturaleza humana o, al menos, a un determinado concepto de naturaleza humana, en concreto, al que propone la tradición aristotélica-tomista. Y esto sólo podremos esclarecerlo mediante un análisis detallado de este concepto, lo cual nos conduce directamente a Aristóteles. El origen de cualquier realidad suele ser siempre muy instructivo sobre su sentido y su significado y la noción de naturaleza no constituye ninguna excepción, tanto más cuanto, como veremos posteriormente, Tomás de Aquino modificó muy poco este concepto. Vayamos, pues, a Aristóteles. El punto clave en torno al cual hay que interpretar toda la construcción aristotélica es tan simple como radical: Aristóteles, al igual que todos los griegos, desconoció el concepto de persona con la unicidad y el valor que le concedería posteriormente el cristianismo. El hombre es, para Aristóteles, el ser más perfecto de la naturaleza, pero no es persona; es, en concreto, un ani58

mal racional, pegado a la tierra, al mundo material sin que resulte muy clara su inmortalidad. El biólogo Aristóteles transfiere parte de su mentalidad científica y terrena al hombre y lo convierte y considera como un animal muy perfecto, una especie singular y única, pero que se despega poco del devenir del mundo natural. Wojtyla ha sido muy claro al respecto: «La antropología aristotélica tradicional se fundaba, como se sabe, sobre la definición anthropos zoon noetikón, homo est animal rationale. Esta definición no sólo corresponde a la exigencia aristotélica de definir la especie (hombre) a través del género más próximo (ser viviente) y el elemento que distingue una especie dada dentro de su género (dotado de razón); esta definición está estructurada, al mismo tiempo, de tal modo que excluye –al menos cuando la asumimos inmediata y directamente– la posibilidad de manifestar lo irreductible en el hombre. Esa definición contiene –al menos como evidencia primordial– la convicción de la reducción del hombre al mundo. (…) Este tipo de comprensión podría ser definida como cosmológica»4. La cuestión es clara y ha sido puesta de manifiesto por muchos autores: los griegos, y entre ellos Aristóteles, desconocieron teóricamente tanto el concepto de persona como su profunda originalidad por su tendencia a considerar al hombre sumergido y medio identificado con el cosmos 5. He subrayado la palabra teórico porque me parece importante aclarar que semejante observación no pretende poner en solfa toda la construcción aristotélica ni tampoco tildar groseramente a Aristóteles de naturalista. Los hermosísimos capítulos que dedica a la amistad en la Ética a Nicómaco o sus sutiles y profundas ob-

4 K. WOJTYLA, «La subjetividad y lo irreductible en el hombre», en El hombre y su destino (4ª ed.), Palabra, Madrid 2005, pp. 27-28. John Crosby se inspira expresamente en este texto para desarrollar su particular antropología personalista en The Selfhood of the Human Person, The Catholic University of America Press, Washington 1996. 5 La metafísica griega «tiene una limitación fundamental y gravísima, la ausencia completa del concepto y del vocablo mismo de persona» (X. ZUBIRI, El hombre y Dios, Alianza, Madrid 1984, p. 323). «Con semejante noción (la de persona) nos vemos llevados mucho más allá del pensamiento griego, ya se trate del de Platón o del de Aristóteles» (E. GILSON, El espíritu de la filosofía medieval, Rialp, Madrid 2004, p. 208).

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servaciones sobre los hombres y sus deseos en la Política, por mencionar simplemente dos ejemplos, constituirían una refutación incontestable. Lo que queremos decir es que, en Aristóteles, hay, en ocasiones, resabios naturalistas y que estos afectan a su definición de hombre y, como veremos a continuación, a su concepto de naturaleza, algo que también Julián Marías ha señalado con frecuencia 6. Intentaremos ahora analizar con más detalle la estructura de este concepto, para lo cual nada mejor que recordar su importantísimo texto de la Física en la que Aristóteles expone su posición sobre el tema. «Algunas cosas son por naturaleza, otras por otras causas. Por naturaleza, los animales y sus partes, las plantas y los cuerpos simples como la tierra, el fuego, el aire y el agua –pues decimos que éstas y otras cosas semejantes son por naturaleza. Todas estas cosas parecen diferenciarse de las que no están constituidas por naturaleza, porque cada una de ellas tiene en sí misma un principio de movimiento y de reposo, sea con respecto al lugar o al aumento o a la disminución o a la alteración. Por el contrario, una cama, una prenda de vestir o cualquier otra cosa de género semejante, en cuanto que las significamos por su nombre y en tanto que son productos del arte, no tienen en sí mismas ninguna tendencia natural al cambio»7. ¿Qué es lo que afirma aquí Aristóteles? Lo que afirma es que el concepto de naturaleza está ligado a las realidades naturales (la tierra, el fuego, el aire, el agua, los animales y las plantas), sin que el hombre aparezca en ningún momento; y lo que se dice también es que este mundo se opone al de las realidades artificiales (que son, justamente, las producidas por el hombre). Podría objetarse que esa oposición no tiene nada que ver con el hombre, sino que sólo se menciona para señalar que los objetos

6 «Es dudoso que se pueda aplicar a la vida humana la noción de naturaleza; en todo caso, no en el sentido de las cosas, sino una naturaleza en expansión. Lo indiscutible es la condición histórica» (La perspectiva cristiana, Alianza Editorial, Madrid 1999, p. 19) y también, más en general, Antropología metafísica, Alianza, Madrid 1987. 7 ARISTÓTELES, Física, II 192 b, 1-19, cit.

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naturales tienen el principio del movimiento en sí mismo y los artificiales, no. Y se trataría de una observación cierta que subraya además el carácter dinámico del concepto de naturaleza. Pero, al mismo tiempo, no pueden dejarse de lado los ejemplos que se usan para describir cada cosa: para la naturaleza, ejemplos «naturales»; para lo artificial, ejemplos procedentes de la actividad humana. Hay muchos elementos más en esa línea en el pensamiento de Aristóteles. Sin ir más lejos, su libro sobre la física (physis, es decir, naturaleza) trata del mundo material y, de ahí surge la materia filosófica clásica denominada «Filosofía de la naturaleza» que igualmente estudia sólo el mundo material. No parece que sea necesario insistir, tanto más cuanto que no estamos afirmando que Aristóteles utilice ese concepto sólo para el mundo natural, sino que su origen está en el mundo natural, es decir, que Aristóteles, cuando lo ha pensado, tenía en mente ante todo y sobre todo, la tierra, el aire y el fuego, los animales y las plantas, y no al hombre y menos al hombre-persona. El tema, por supuesto, es conflictivo por lo que no esperamos que todos apoyen esta tesis. Spaemann, por ejemplo, considera que, si bien antiguamente la teoría del hombre formaba parte de la Filosofía de la naturaleza, no por ello era una antropología naturalista. «Y no lo era porque el concepto de naturaleza no era ‘naturalista’. La naturaleza, según Aristóteles, no era precisamente la pura exterioridad. Physei, por naturaleza, es más bien aquello que tiene ‘en sí mismo’ el principio del movimiento y del reposo. Pero lo que significa ‘tener en sí mismo’ un comienzo, sólo puedo saberlo porque soy un sí-mismo, porque tengo la experiencia de mí mismo como comienzo, como origen de una espontaneidad»8. A mi juicio, Spaemann mezcla aquí dos cuestiones distintas. Que el concepto metafísico de naturaleza no sea pura exterioridad, que se refiera al principio interior de los entes y en este sentido sea aplicable al hombre es algo perfectamente correcto y plausible. Pero no es esto lo que estamos discutiendo aquí. Lo que estamos buscando es ir más allá de esta primera afirmación para determinar cuál es el mo-

8

R. SPAEMANN, Lo natural y lo racional, cit., pp. 30-31.

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delo concreto y específico de naturaleza que propone Aristóteles, pues no basta simplemente con decir que ésta es el principio del movimiento. De hecho, Aristóteles no se queda aquí, y construye sobre ella su poderosa teoría teleológica. Y, en este segundo nivel, en un nivel de concreción de ese principio metafísico, discordamos con Spaemann y nos acercamos a Wojtyla señalando un cierto «naturalismo» en la posición aristotélica. Ante todo, y es lo que estamos discutiendo ahora, por su origen. Que Aristóteles se basara en la propia experiencia de sí mismo para forjar el concepto parece sumamente discutible ya que se trata de un procedimiento filosófico mucho más tardío, prácticamente contemporáneo; pero, además, lo que sucede es que, de hecho, habla de otras cosas: los cuerpos simples, los animales y las plantas; ellos son la materia de la filosofía de la naturaleza. Artigas y Sanguineti, como vimos –y justamente en un texto de filosofía de la naturaleza–, también son de esta opinión y, por eso, postulan la necesidad de lo que hemos llamado la ampliación. La ampliación de un concepto originariamente pensado para el mundo natural al mundo humano. Para efectuarlo, se requería que el concepto perdiera «su connotación material» para «extenderse así a todo ente» y transformarse en un principio metafísico genérico: «la esencia en cuanto principio de operaciones». La cuestión que debemos analizar ahora es si esta «ampliación» ha funcionado correctamente. Y la respuesta, a nuestro juicio, es negativa, aunque también en una segunda dimensión. Nos explicamos. En un primer nivel, la ampliación es perfectamente válida, pues al «desmaterializar» el concepto de naturaleza procedente de la realidad corpórea nos encontramos con un principio «trascendental» que se puede aplicar a cualquier realidad. Todo ente, en la medida en que existe, tiene un dinamismo, y el principio íntimo o motor de ese dinamismo es justamente la naturaleza. El hombre, pues, al igual que todos los demás seres, tiene una naturaleza. Hasta aquí, todo concuerda perfectamente. Pero el problema es que existe un segundo nivel en el que se concreta ese principio, y aquí las cosas ya no están tan claras. La naturaleza aristotélica, en efecto, no sólo es un principio, es 62

mucho más, es el elemento central de la compleja teoría teleológica con todas sus implicaciones: la tendencia hacia unos fines, la existencia misma de esos fines, la consecución de esos mismos fines mediante la transición de la potencia al acto, etc. La pregunta del millón es la siguiente: ¿Sirve esta estructura sin más y directamente para los hombres? Aquí es donde se distancian los caminos del tomismo y del personalismo. El tomismo considera básicamente que sí; el personalismo disiente. Estima que, si bien esa estructura refleja una parte de la verdad del ser humano, es necesario repensarla profundamente para aplicarla al hombre so capa de deformar u oscurecer la realidad personal. El problema es que el hombre no tiende como tienden los animales, y, en realidad, ni siquiera tiende, sino que responde libremente a los motivos; tampoco sus fines están estrictamente fijados como los de los animales sino que la persona interviene en su determinación; no se dirige sólo hacia objetos exteriores sino que se busca a sí mismo, etc. En definitiva, su estructura dinámica es profunda y radicalmente diferente de la de los animales, por eso, no se le puede aplicar sin más una estructura dinámica cuyo origen se basa en la biología. Es necesario reelaborarla con profundidad. Esto es lo que el tomismo no hizo y lo que la modernidad ha sabido o intuido de manera más o menos lúcida, y lo que detecta –dejando aparte las concepciones anti-teológicas– en determinadas exposiciones del concepto de naturaleza, que son, por eso rechazadas. En ese punto personalismo y modernidad coinciden porque ambas advierten y sienten o presienten una cierta «falta de humanidad» en la descripción de ese «segundo nivel» del concepto tomista de naturaleza. El tema está, por supuesto, únicamente apuntado. Es necesario profundizar y lo haremos a continuación, pero antes nos parece de justicia señalar que, si bien Tomás de Aquino, no avanzó sustancialmente con respecto a Aristóteles en el concepto de naturaleza, sí lo hizo en el de la persona9. El Estagirita no habló de la persona; Tomás de Aquino sí, al asumir la de-

9 Cfr. E. FORMENT, Ser y persona, Ediciones Universidad de Barcelona, Barcelona 1983.

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finición de Boecio e insistir en su carácter individual. Ahí intuimos ya esa reinvidicación moderna de la singularidad e irrepetibilidad de cada persona que, iniciada por Kieerkegaard, se convertirá en la piedra de toque del personalismo. Pero en Tomás de Aquino sólo se encuentra intuida, como señala con acierto Wojtyla: «la doctrina tradicional del hombre en cuanto persona, cuya expresión más clara fue la definición de Boecio como rationalis naturae individua substantia, expresaba sobre todo la individualidad del hombre en cuanto ser sustancial que posee una naturaleza racional o espiritual, y no todo lo específico de la subjetividad esencial del hombre como persona»10. El descubrimiento del hombre como persona acontecería muchos siglos más tarde.

3. La doctrina tomista de la naturaleza humana a) El concepto metafísico y su potencial ambigüedad Superados los prolegómenos iniciales, es el momento de intentar llegar al fondo de la cuestión para ir definiendo posiciones sobre el concepto de naturaleza humana en el contexto de la tradición clásica. Y ello nos conduce inevitablemente a un análisis de este concepto en S. Tomás. Comenzaremos por un aspecto que, en parte, ya hemos tratado: la naturaleza como concepto metafísico. En una reflexión somera sobre el hombre podemos distinguir dos dinamismos básicos; aquellos en los que el hombre siente que algo sucede o se origina dentro de él («algo ocurre en el hombre», en terminología de Wojtyla), y aquellos en los que el hombre se yergue como realizador y causante («el hombre actúa»). También muy someramente, podemos identificar los primeros con la parte somático-biológica de la persona (con sus inclinaciones naturales) y los segundos con la dimensión espiritual-personal, con la acción libre, con aquello que decidimos hacer.

10

K. WOJTYLA, «La subjetividad y lo irreductible en el hombre», cit., p. 30.

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Pues bien, en la medida en que identificamos la naturaleza con el primer tipo de dinamismo se produce automáticamente la oposición naturaleza-persona (o sujeto) que, en diferentes versiones, ha denunciado la modernidad. Ser hombre o sujeto autónomo supondría –justamente y necesariamente– elevarse por encima de esa naturalidad (o rebelarse) para ejercer lo que es propiamente humano: el dinamismo racional-volitivo. Ya sabemos lo que responde a ese punto la doctrina clásica. Tal dinamismo no responde al concepto metafísico de naturaleza humana; este concepto da razón de todos los dinamismos del sujeto (incluidos los racional-volitivos) y, por tanto, no hay tal oposición. Dicho en otros términos, la naturaleza del hombre es una naturaleza racional y libre de modo que, al ejercer la racionalidad y la libertad, no se opone en ningún modo a ella misma, al contrario, se autoafirma como naturaleza humana. Hasta aquí, todo es correcto y no hemos aportado ninguna novedad al discurso ya expuesto previamente. Sin embargo, ahora debemos añadir dos matices que son muy importantes. El primero lo aporta Wojtyla en su análisis del concepto de naturaleza en Persona y acto, su obra principal y posterior al artículo que hemos comentado previamente. Wojtyla acepta sin problemas toda esta discusión previa, es más, la desarrolla y expone él mismo; pero añade a continuación que todo esto se puede aceptar sin ningún inconveniente siempre que quede muy clara la distinción entre persona y naturaleza porque ambas realidades ni son idénticas ni reconducibles: la persona es mucho más que la naturaleza porque la naturaleza es lo común pero la persona es lo individual y, al contrario de lo que sucede con el resto de los seres, en el hombre, el individuo está por encima de la especie 11. La persona, cada persona, es más y es distinta que su naturaleza. Por eso, si bien Wojtyla es partidario

11 Se trata de una tesis clásica del personalismo y de sus precursores. «En el género humano, la situación, a causa del cristianismo, se invierte y el individuo es más alto que el género» (S. KIERKEGAARD, Diario, 1854, XI, Planeta, Madrid 1993, p. 485). «En el hombre, todo individuo es, por decirlo de algún modo, único en su especie» (L. PAREYSON, Esistenza e persona, Il Melangolo, Genova 1985, p. 176).

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de integrar la naturaleza en la persona y no oponerla (como hace el culturalismo) explica con claridad que tal integración «no puede consistir sólo en la individualización de la naturaleza por la persona, lo que alguno podría considerar ateniéndose estrictamente a la definición de Boecio: ‘persona est rationalis naturae individua substantia’. La persona no es sólo ‘humanidad individual’. Es, por el contrario, un modo de existencia individual exclusivo (entre los seres del mundo visible) de la humanidad. Este modo de existir deriva del hecho que la existencia individual propia de la humanidad es personal. La primera y fundamental dinamización de cualquier ser deriva de la existencia, del esse. La dinamización a través del esse personal debe encontrarse en la raíz de la integración de la humanidad por la persona»12. Lo que Wojtyla parece querer decir, en definitiva, es que si queremos explicar radicalmente el dinamismo total del sujeto, el primer paso que hay que dar es acudir al concepto de naturaleza, pero ese recurso no es suficiente porque ahí sólo encontramos la «dinamización común y general» de todos los hombres; ahora bien, como cada persona es singular e irrepetible, su dinamicidad también lo debe ser y para justificarla sólo cabe recurrir en última instancia a su ser personal que incluye también, lógicamente su comunidad de naturaleza con el resto de los hombres, pero no sólo eso. Este primer matiz refleja, de algún modo, lo que no dice o a dónde no llega el concepto metafísico de naturaleza. Diríamos quizá que parece quedarse corto. La segunda reflexión es de otro tipo, apunta a una confusión o ambigüedad que parece generar automática e inevitablemente el concepto metafísico de naturaleza a causa de su origen, o, en la terminología que hemos acuñado, del «lastre griego». Sabemos que el concepto de naturaleza tuvo su origen en el mundo natural y que este concepto fue ampliado. Pues bien, el problema que queremos señalar aquí es que este concepto parece ser incapaz de liberarse de su marca de origen y una y otra vez recae sobre su significado primario creando un grave problema de interpretación y de comprensión. Resulta muy común, en efecto, un desplaza-

12

K. WOJTYLA, Persona e atto, LEV, Roma 1982, p. 109.

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miento de significado inconsciente e intuitivo del significado metafísico al biológico (que es el original) con la consiguiente y grave confusión interpretativa y de análisis 13. Este malentendido influye y afecta a muchísimos temas y cuestiones. Uno de ellos –como veremos con detalle más adelante 14– es la concepción de la familia como «institución natural» que, con frecuencia, tiene marcados tintes biologicistas y naturalistas; pero no resulta necesario esperar a una «aplicación» del concepto de naturaleza. Esa confusión y ambigüedad se da también en la misma teorización general del concepto de naturaleza. Pienso que Spaemann, que es un partidario decidido y consciente del concepto metafísico, nos da un buen ejemplo de esa problemática ambigüedad. Tomemos ante todo el título de uno de sus libros en el que afronta justamente esta materia: Lo natural y lo racional. Ya aquí parece darse esa ambigüedad pues –conscientemente o no– se plantea una oposición entre ambas: lo natural y (es decir, algo distinto) lo racional. Pero si se trata de cosas distintas, parece lógico pensar que «lo natural» debe ser lo biológico ya que la disyuntiva que se aplica deja fuera la racionalidad. Pero, dejando de lado la intencionalidad o no del título y yendo a los contenidos, encontramos que lo que Spaemann quiere afirmar es una tesis muy correcta e integradora. Sólo se puede hablar de la naturaleza del hombre si se tiene en cuenta no sólo lo «natural» sino también lo «racional» ya que no tiene sentido hablar del hombre ni de sus dinamismos fuera de la racionalidad. Sus dinamismos, sus inclinaciones, deben ser interpretados racionalmente y sólo entonces son humanos y morales.

13 Buttiglione también ha advertido el problema: «La doctrina tradicionalista usa un concepto de naturaleza que es equívoco y que, por su ambigüedad, pone en peligro de perder de vista la diferencia entre el orden personalista (fundado en la naturaleza espiritual particular del hombre y, por consiguiente, en la libertad) y el orden propio al resto de la naturaleza (en el cual la naturaleza en el sentido ontológico coincide con la naturaleza entendida en sentido fenomenológico-naturalista, o al menos se desprende de ella de una manera menos drástica que en el caso de la persona)» (R. BUTTIGLIONE, El pensamiento de Karol Wojtyla, Encuentro, Madrid 1982, p. 214). 14 Cfr. cap. 7.

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Afirma Spaemann, en concreto: «de por sí, la naturaleza no da lugar a algo así como un deber ser. Lo que contiene son tendencias. Como dice Fichte, la productividad de la naturaleza se agota con la generación de la inclinación. Es a un ser racional, reflexivo y libre al que la inclinación y la naturaleza se desvelan como tales. Allí donde la naturaleza puede ser distanciada por la reflexión es donde puede ser reconocida a la vez en libertad y convertirse en una fuente de apreciaciones morales»15. La pregunta que nos hacemos ante este texto es la siguiente: la naturaleza de la que habla Spaemann, ¿es una naturaleza metafísica que, por lo tanto, afectaría a toda la persona, o es una naturaleza biológica y, por lo tanto, afectaría sólo a la parte biológica? En el texto parece claro que se trata de una naturaleza biológica si bien Spaemann es defensor de la naturaleza metafísica. ¿Qué sucede entonces? ¿Se está contradiciendo o es que lo estamos malinterpretando? Nada de eso. Se trata simplemente de un problema de ambigüedad semántica o de un uso analógico del concepto que raya en la equivocidad como muestra de manera incontrovertible otro texto distinto. «La interpretación de la inclinación no tiene lugar por sí sola. No es naturaleza, sino precisamente eso que llamamos lo racional. Es justamente en la razón donde la naturaleza aparece como naturaleza»16. La ambigüedad no sólo es aquí patente, sino que está conscientemente asumida o incluso buscada. Spaemann está hablando de dos sentidos distintos de naturaleza: uno biológico y otro humano, que se caracteriza por asumir racionalmente la biología. Sólo este, en realidad, es el que podría representar de verdad a la naturaleza humana. Y así, si hacemos explícita la significación oculta del texto, llegaríamos a la siguiente formulación: «La interpretación de la inclinación no tiene lugar por sí sola. No es naturaleza (biológica), sino precisamente eso que llamamos lo racional. Es justamente en la razón donde la naturaleza (biológica) aparece como naturaleza (humana)».

15 R. SPAEMANN, «La naturaleza como instancia de apelación moral», en R. ALVIRA (ed.), El hombre: inmanencia y trascendencia, vol. I, Servicio de Publicaciones de la Universidad de Navarra, Pamplona 1991, p. 64 (cursiva nuestra). 16 Ibid., p. 59 (cursiva nuestra).

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Quedaría sólo por comentar que utilizar el mismo concepto con dos significados tan distintos es muy arriesgado. Puede que Spaemann no se confunda pero quizá otros sí, y el precio que se paga por semejante equivocación es muy elevado: imponer más o menos conscientemente una tendencia «biologicista» a la naturaleza humana o, cuando menos, contraponer automáticamente naturaleza y razón, dando la razón así al culturalismo. Y si, por último, nos preguntáramos por qué razón utiliza esta doble terminología, creo que habría que recurrir a la idea de «lastre griego» para encontrar una explicación satisfactoria. Spaemann tiene en mente sin duda una visión integral de la persona17, pero la explica utilizando el concepto metafísico concreto (es decir, teleológico) de naturaleza que, por su diseño de fábrica, es biologicista. De ahí las dificultades, y de ahí que tenga que, de algún modo, racionalizar –es decir, humanizar– ese concepto impregnándolo –desde fuera, ese es el problema– de razón. b) La particular visión tomista de la naturaleza humana Desvelada la potencial ambigüedad del concepto metafísico hay que abordar otro aspecto del problema: el carácter genérico de este concepto y las consecuencias que de ello se deducen. Una descripción precisa del concepto de naturaleza desde un punto de vista metafísico permite superar las críticas más elementales del culturalismo (lo que hemos denominado problema aparente) e identificar y, por lo tanto, estar en condiciones de superar (al menos desde un punto de vista teórico) el problema de la ambigüedad. Pero todavía queda un punto pendiente: su carácter genérico. El concepto metafísico de naturaleza, por ser trascendental, no dice nada concreto sobre la naturaleza del hombre. Dice, y resulta muy importante, que todos los hombres tienen naturaleza y que esa naturaleza recoge todas sus tendencias (incluidas las espirituales), pero no dice nada específico sobre el hombre. Para eso hace falta una antropología que

17 Cfr. R. SPAEMANN, Personas. Acerca de la distinción entre ‘algo’ y ‘alguien’, Eunsa, Pamplona 2000.

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desarrolle y concrete una determinada visión del hombre y de la naturaleza humana. Resulta fácil ver que, aceptando la existencia del concepto metafísico, se pueden tener visiones muy diferentes del hombre según las características que se asignen a las tendencias humanas y el modo de concebirlas. El tomismo, por supuesto, tiene una. Pero, y aquí está la cuestión esencial, tiene una específica y concreta, la propia del tomismo, que se puede distinguir, es más, que resulta importantísimo distinguir del principio metafísico. ¿Por qué? Porque no es la única posible. Concepto metafísico de naturaleza y visión tomista de la naturaleza humana no son exactamente la misma cosa; este es el punto que debemos resaltar ahora porque su relevancia es trascendental. Lo que estamos intentando señalar, en definitiva, es que el tomismo propone: 1) un concepto metafísico de naturaleza, 2) una concepción específica de la naturaleza humana. Ya hemos analizado suficientemente el concepto metafísico; toca ahora describir la visión específica de la naturaleza humana que tiene el tomismo y sacar las consecuencias. Para el tomismo, hablando de manera muy sintética, podríamos decir que la naturaleza del hombre consiste en un dinamismo inscrito en el interior de su ser por el Creador que lleva consigo, de manera automática, una potencialidad de desarrollo hacia los fines propios de esa naturaleza 18. La naturaleza es, por su propia estructura, finalista y tiende a lograr la plenitud de esos mismos fines en los que consiste tendencialmente. Al hacerlo, pasa de la potencia al acto y, al actualizarse, se va dirigiendo hacia la plenitud. En el hombre hay diferentes tipos de tendencias y dinamismos, pero los que le caracterizan y distinguen de los animales (a los que se podría adscribir plenamente la descripción previa) son los espirituales y, en concreto, la inteligencia y la voluntad. El hombre, ante todo, es capaz de conocer sus fines en cuanto fines. Los animales pueden tener algún tipo de conocimiento del fin, pero no bajo la razón de fin. El hombre, por el contrario, sabe lo que signifi-

18 Esta visión la desarrolla S. Tomás en muchos lugares pero el principal es la I-II de la Summa Theologiae, donde recoge de manera magistral su teoría de la acción.

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ca el fin y conoce sus fines en cuanto tales. La segunda gran diferencia es la libertad. Los animales tienden automáticamente, o mejor, instintivamente, hacia sus fines. El hombre lo hace libremente. Lo cual significa, entre otras cosas, que puede oponerse a su naturaleza y a su dinamismo eligiendo el camino del error. Puede saber que algo es, efectivamente, un fin suyo, por tanto, algo que le conviene, y no quererlo o incluso optar en su contra. Estamos ante el misterio de la libertad que genera la moralidad y el reino del bien y el mal. Si el hombre opta por aquellos fines que le convienen, se perfecciona y hace el bien; si el hombre opta por los fines que no le convienen, elige lo incorrecto, lo que le perjudica y hace el mal. Los fines, por último, están encadenados y un fin inferior remite a otro superior, siendo Dios el último de todos y el que actúa como motor y criterio definitivo de acción. Esta estructura de fines está sustanciada metafísicamente pero el hombre tiene la capacidad de aceptarla o rechazarla. La persona que actúa correctamente es la que concreta la tendencia general a la felicidad –presente en todo hombre– en la búsqueda de la relación con Dios concebido como fin último. La persona que no lo hace rompe o distorsiona de diversos modos la cadena de los fines pero siempre, de una manera o de otra, acaba poniendo como fin último al propio yo en vez de a Dios. Maritain lo sintetiza así: «Damos por sentado que hay una naturaleza humana y que esta naturaleza es la misma en todos los hombres. Damos también por sentado que el hombre es un ser dotado de inteligencia y que, en consecuencia, obra comprendiendo lo que hace y con el poder de determinarse a sí mismo los fines que persigue. Por otra parte, al poseer una naturaleza o una estructura ontológica que es un lugar de necesidades inteligibles, el hombre tiene fines que corresponden necesariamente a su constitución esencial y que son los mismo para todos»19. Se trata, por supuesto, de una descripción sencilla y sumaria de la visión tomista de la naturaleza humana, pero estimo que suficiente para comenzar nuestro análisis.

19 J. MARITAIN, La loi naturelle ou loi non écrite, Editions Universitaires, Fribourg (Suisse) 1986, pp. 20-21.

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En todo caso, y si resulta necesario, desarrollaremos los puntos que vengan al caso. El primer aspecto que nos interesa resaltar, porque quizá no sea evidente para algunos lectores, es que no hemos descrito «la» naturaleza humana, sino «la concepción tomista» de la naturaleza humana. El punto puede parecer sutil, pero no lo es en absoluto. Hay muchas visiones no sólo de lo que es el hombre, sino de cómo debe concebirse la naturaleza humana y esta es una de ellas. Es, desde luego, una visión potente, sensata y con una poderosísima tradición a sus espaldas que la apoya y la confirma. Pero, a pesar de todo, es una perspectiva concreta y, por ello, la filosofía no puede menos de hacerse la siguiente pregunta: ¿es una concepción válida?, ¿es una concepción adecuada? A nuestro juicio, se trata de una concepción correcta pero limitada; dice muchas cosas sobre el hombre y las dice bien, pero no dice todo lo que debería decir, o, por lo menos no lo dice con suficiente claridad. Y, el problema que de ello se deriva, es que una descripción incompleta puede acabar siendo una descripción incorrecta, no por lo que dice, sino por lo que deja de decir. Un ejemplo –un poco chusco, ciertamente– puede aclarar lo que intentamos señalar. La afirmación: «los gatos tienen tres patas», ¿es falsa o verdadera? Podríamos decir que es verdadera puesto que los gatos tienen tres patas. Ahora bien, en realidad, no lo es porque los gatos no tienen tres, sino cuatro patas. Y, cuando decimos que los gatos tienen tres patas, lo que en realidad estamos pensando, y lo que se espera que signifique la afirmación es que los gatos solo tienen 3 patas o, en otros términos que lo propio y lo normal de los gatos es que tengan tres patas. Ahora bien, como lo normal es que los gatos tengan 4 patas, por eso, la afirmación anterior, en sentido estricto, es falsa, aunque en sentido amplio no lo sea pues nos da una información verdadera pero incompleta sobre los gatos. Esto es en mi opinión lo que le pasa a la descripción tomista de la naturaleza. Es esencialmente correcta (mucho más que el ejemplo elemental del gato por el que pido disculpas), pero es incompleta y, en ese sentido, no da, hoy en día, una buena y precisa descripción de la naturaleza humana, es decir, del hombre. Mostraré ahora brevemente lo que, a mi juicio, constituyen los prin72

cipales límites de esta descripción que se pueden agrupar alrededor de tres ejes: estaticidad, rigidez y exterioridad. 1. Estaticidad. Parecería que no tiene sentido acusar a la concepción tomista de estaticidad cuando la naturaleza se concibe justamente como el principio del dinamismo del ente. Esta objeción tiene su parte de verdad. En efecto, el concepto de naturaleza tomista es dinámico. Pero, ¿lo es suficientemente? Esta es la auténtica cuestión que debemos plantearnos. Para el personalismo (y no sólo para él), la respuesta a esta pregunta es negativa; la dinamicidad que imprime el tomismo al concepto de naturaleza es insuficiente. Este hecho se puede advertir, al menos, en los siguientes puntos. Por un lado, los dinamismos tomistas están muy definidos y se dirigen estrictamente a los fines; hay pues dinamicidad, sí, pero unidireccional, sólo de ida y de retorno hacia el fin, nada más; lo que se confirma por la gran importancia de la causa final. Lo que podríamos denominar dinamicidad transversal es muy escasa sobre todo en la medida en la que los fines no son modificables ni variables, o lo son en muy escasa medida. Pero, además, hay otra cuestión todavía más importante: la misma concepción de la dinamicidad en el tomismo tiene un cierto carácter de pasividad que se refleja al menos en dos aspectos: el primero es su caracterización como tendencia. La tendencia, en efecto, sugiere un movimiento en cierto sentido automático que se impone al hombre y que éste sólo puede asumir o rechazar, pero no modelar. La tendencia está ahí y el hombre la sufre, aceptándola o rechazándola, pero sin ser nunca el responsable pleno de ella sino sólo su gestor. De este modo, el hombre aparece como un ser relativamente pasivo frente a sus tendencias. La libertad humana, sin embargo, parece pedir algo más. Ante todo, no una mera aceptación de las tendencias –aunque esto en parte sea cierto– sino un ejercicio creativo y responsable. Parece, en efecto, mucho más adecuado describir a la persona no como un ejecutor de tendencias, sino como un ser personal que responde libremente y creativamente a los valores, y que ejerce su autodeterminación y su autoposesión determinando en alguna medida sus propios fines, no siguiendo exclusivamente los fines de la especie humana. No podemos 73

ahora extendernos en este sentido 20. Se trata de dar únicamente una pincelada para subrayar que la descripción del hombre como un mero aceptador de tendencias supone una descripción reductiva de la libertad humana con una orientación estaticista. El poder de la libertad no está adecuadamente reflejado en este modelo caracterizado por una cierta pasividad. Una nueva dimensión de esta pasividad se encuentra en la relación hombre-Dios y se hace explícita cuando se explica que el responsable último de esas tendencias no es el hombre, sino Dios, que «mueve» a todos los seres naturales –y también al hombre, aunque a su modo– a través de esas tendencias inscritas en su ser. Así, el hombre se convierte en un instrumento (aunque libre), en las manos de Dios. Es bien cierto que S. Tomás superó en este terreno a S. Agustín, como recordó Gilson, e insistió en la autonomía relativa de las causas segundas con respecto a la causa primera, pero la terminología que emplea sigue siendo deficiente. Afirma, por ejemplo, en la cuestión 6 de la I-II: «Y así como no es contrario a la índole de la naturaleza que el movimiento natural venga de Dios como del primer motor, en cuanto que la naturaleza es cierto instrumento de Dios que mueve, tampoco es contrario a la índole del acto voluntario que venga de Dios, en cuanto que la voluntad es movida por Dios»21. ¿Resulta satisfactoria esta expresión hoy en día para referirse al hombre? A mi juicio, nos encontramos de nuevo con el problema que estamos arrastrando a lo largo de todo este ensayo: el «lastre griego» y sus consecuencias. Afirmar que Dios mueve a los seres a través de su naturaleza puede quizá servir para explicar el comportamiento del mundo material y biológico, pero, desde luego, resulta chocante para el hombre que no es movido como si fuera una cosa sino que se autodetermina libremente porque se posee parcialmente. La expresión puede justificarse, ciertamente, y Santo Tomás lo hace, aunque necesite para ello recu-

20 El mejor tratamiento de la libertad que conozco se encuentra en la obra de Wojtyla Persona y acto. Ahí puede profundizarse ampliamente en esta problemática. 21 TOMÁS DE AQUINO, S. Th. I-II, q. 6, a. 1, ad 3.

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rrir a todo su espíritu italiano bajo una envoltura de formalismo. Así, cuando se le objeta, por ejemplo, que entonces Dios mueve al hombre de manera necesaria, su respuesta es la siguiente: «Si Dios mueve la voluntad a algo, es imposible que la voluntad no se mueva a ello. Sin embargo, no es imposible absolutamente (simpliciter). De donde no se sigue que la voluntad sea movida por Dios de manera necesaria»22. ¿Resuelve plenamente la objeción? El tema daría para mucho si bien, en términos españoles esta vez, diríamos que se trata de una respuesta gallega. En cualquier caso, a nosotros nos basta señalar que, tenga o no solución la cuestión dentro de la doctrina del Aquinate, lo que resulta indiscutible es que, con este planteamiento, lo que se privilegia no es la libertad ni la diminacidad, sino la pasividad y la instrumentalidad y, justamente por eso, tiene que defenderse de esas objeciones y no de otras. En este sentido, Álvarez Munárriz, ha caracterizado el concepto de naturaleza del mundo clásico precisamente por la estaticidad y ha señalado con agudeza que una de las razones que lo explican es la concepción griega del movimiento como imperfección 23. Es sabido que Aristóteles explicó genialmente el movimiento como el paso de la potencia al acto: «El movimiento es la actualidad de lo potencial en cuanto potencial»24. Pero conviene advertir que, desde este punto de vista, el movimiento se concibe como imperfección a la búsqueda de la perfección, lo que conlleva automáticamente una revalorización de lo acabado o estático. En esta formulación encontramos, sin duda, un brillante logro intelectual, un núcleo de verdad imperecedero sobre el movimiento. Pero, volvemos a lo mismo: ¿puede aplicarse esa construcción pensada para el movimiento local directamente al «movimiento humano»? Y, si se hace, ¿no acabará el pensamiento arrastrando una vez más el «lastre griego» que lleva a pensar en las personas como si fueses cosas? La hipótesis no parece muy alejada de la realidad.

TOMÁS DE AQUINO, S. Th. I-II, q. 10, a. 4, ad 3. Cfr. L. ÁLVAREZ MUNÁRRIZ, Perspectivas sobre la naturaleza humana, DM, Murcia 1996, p. 47. 24 ARISTÓTELES, Física, III 201 b, 5, cit. 22

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Ante todo, el hombre no se «mueve», sino que actúa, lo cual es algo muy diferente. Y, en esa acción, la perfección no está siempre en la quietud, sino, a veces, en la misma la acción: correr, construir, nadar, cazar, etc. no son acciones que se realicen exclusivamente en vista de un fin, de un resultado, sino por el mero gusto de la acción. A ningún cazador le interesa que le den las piezas que intenta capturar para evitarse la caza, pues lo que desea justamente es cazar, con todo lo que eso supone de cansancio, riesgo, invención y, en definitiva, de aventura. Del mismo modo, a ningún piloto de carreras le apetecería que le colocasen directamente en la línea de llegada, ya que lo que busca es la adrenalina de la competición. Y esta perspectiva de la acción por la acción está muy poco presente en la teorización tomista. Por eso, y por las otras razones que hemos señalado, no parece injusto considerar que existe en el tomismo un cierto carácter estático o, si se prefiere, una infravaloración de la actividad. 2. Rigidez. La segunda característica negativa de la concepción tomista es una cierta rigidez que se puede detectar sobre todo en el modo en el que se describe la estructura finalista. En efecto, los fines parecen presentarse muchas veces como una estructura ya dada, organizada jerárquicamente y conectada entre sí quasi-silogísticamente por la razón práctica, frente a la cual, la misión o la tarea que le quedaría al hombre, sería sobre todo la de descubrirla y aceptarla libremente, y, esto es menos claro, la de determinarla en algunos aspectos menores. Caben, desde luego, diversas matizaciones dentro del tomismo en el modo concreto de exponer esta estructura y en la rigidez con la que se describa, pero el esquema que hemos descrito es el marco común general. Por ejemplo, si analizamos la cuestión en términos de ley moral tenemos en primer lugar la ley eterna, después la ley natural con sus categorías de principios coordinados por la razón práctica: el primer principio evidente por sí mismo, los primeros principios también evidentes y, después, los principios secundarios pero que se deducen de los primeros principios mediante la razón práctica. Todos ellos serían necesarios. Sólo después llegaríamos a la ley positiva que sí es coyuntural y depende del arbitrio humano. No pre76

tendo ahora entrar en la pertinencia o no de este esquema pues requeriría prácticamente una revisión de toda la moral 25. Pretendo simplemente hacer patente que presenta una estructura de tipo algo racionalista –un nivel de principios da lugar a otros, etc.– y más bien rígida. Se insiste sobre todo en la datidad de los esquemas y en su estructura ya determinada y queda oscurecido un aspecto dinámico que, sin embargo, es muy importante en la vida diaria: la intervención del hombre en la determinación de sus propios fines. ¿Puede o no el hombre determinar sus propios fines y en qué medida? La respuesta a esta cuestión dentro del tomismo no es evidente pues Tomás de Aquino no la rechaza de plano, como sí hacen otros tomistas. De hecho, parece haber ciertas oscilaciones en su pensamiento. Por ejemplo, en la q. 13 de la I-II señala que «el fin en cuanto tal, no cae bajo la elección»26 si bien continúa indicando que lo que es fin en un orden puede ser medio en otro, y así sí que cae bajo la elección. Pero un poco antes, también en la q. 10, afirma que «el fin último mueve a la voluntad necesariamente, porque es un bien perfecto. Y, de igual modo aquello que se ordena a este fin, sin lo cual el fin no puede ser, como ser y vivir y cosas similares»27. Por tanto, el asunto, como decíamos, no es sencillo pero lo que sí resulta claro –y retomamos la observación del punto anterior– es la tendencia general que se desprende: una imagen de la libertad dependiente de unos fines que existen, en principio, independientemente del hombre y que, eso sí, este puede o no asumir. Otro rasgo que pone de manifiesto el carácter rígido de esta concepción es la escasa sensibilidad que presenta para las dimensiones culturales e históricas y que alimenta la oposición entre naturaleza y cultura. Los fines que aquí se describen no aparecen mediatizados por la cultura y la historia; son presentados como atemporales por su arraigo en la naturaleza humana que es también universal y ahistórica. Este planteamiento

25 Más adelante, en el cap. 6, tratamos con detalle un aspecto concreto, la ley natural. 26 TOMÁS DE AQUINO, S. Th., I-II, q. 13, a. 3. 27 TOMÁS DE AQUINO, S. Th., I-II, q, 10, a. 2.

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tiene ciertamente una parte de verdad: la naturaleza humana no cambia esencialmente. El problema es que esa naturaleza humana, junto con sus fines, existe siempre en un momento de la historia y en una cultura determinada, y si no se tematiza y se formula esa relación, si no se establecen y se teorizan los mecanismos de variación, se corre el peligro de acabar proponiendo una estructura de fines abstracta y aislada de la historia y de la cultura concreta y que, por eso mismo, carezca de interés y atractivo. Esto es justamente lo que ha sucedido con algunas formulaciones neotomistas –influidas tal vez de modo inconsciente por el racionalismo de los siglos XVII y XVIII– que presentan una estructura finalista tan rígida o un esquema tan deductivo y predeterminado de las leyes morales que parece tener poco que ver con la vida real de los hombres y que, en todo caso, se siente más que como una motivación o estímulo para el obrar, como una estructura agobiante y opresiva que se abate sobre la estructura libre y creativa del obrar humano 28. En los casos extremos, se puede llegar incluso a posiciones logicistas, en las que las estructuras antropológicas concretas son sustituidas por conceptos quasi-lógicos, que, si bien tienen un origen antropológico, han perdido en el proceso de elaboración filosófica buena parte de su carga humana y operan en los razonamientos como entidades autónomas liberadas de su relación con el sujeto, que es, sin embargo, el único lugar en el que tienen sentido y significación. Pensemos, por ejemplo, en la teorización sobre la estructura medios-fines. Es evidente que responde a un dato elemental de la experiencia sobre la acción humana. Podemos buscar algo como medio o como fin, y en ese sentido es totalmente válida. Pero lo que no se puede hacer es absolutizar ese dato y crear un mundo de medios y de fines separado estructuralmente y vivencialmente del sujeto que les

28 La ética moral católica y la teología moral llegaron a ser muy conscientes de este problema lo que impulsó poderosos movimientos de renovación desde diversas perspectivas y sobre la base de las reflexiones del Concilio Vaticano II. Una reciente línea de trabajo en esta dirección, que incluye orientaciones de Veritatis splendor, se debe a L. Melina, J. J. Pérez-Soba y J. Noriega. Ver, por ejemplo, La plenitud del obrar cristiano (2ª ed.), Palabra, Madrid 2006 y Una luz para el obrar, Palabra, Madrid 2006.

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confiere sentido. Expresándolo de modo esquemático: 1) el medio y el fin (o, mejor, las cadenas de medios y de fines), no existen aisladamente del sujeto sino que representan la intencionalidad de las acciones que el sujeto se propone; 2) tampoco existen como entidades puras; la intencionalidad de la acción humana es muy compleja y no reducible a un simple mecanismo mediofin. Si esto no se tiene en cuenta, se procede a hablar de la estructura medio-fin prácticamente como de entidades a-antropológicas existentes por sí mismas al margen de los sujetos reales, y regidas por las leyes de una lógica quasi-mecanicista, y no, como debería suceder, de unas acciones de intencionalidad compleja en las que la estructura medio-fin es relevante, pero no la única ni, por supuesto, sustituye a la persona. 3. Exterioridad. El tercer punto problemático del concepto de naturaleza tomista lo podemos sintetizar en torno a la idea de exterioridad. Con ello queremos decir que la estructura finalista tiende a presentarse como externa al hombre al menos desde dos puntos de vista. Ante todo, parece que esos fines están siempre fuera del hombre, son cosas que hay que alcanzar y que obtener, pero que no tienen que ver con lo que el sujeto es hoy y ahora, sino que están allí fuera y hay que ir a por ellas. Correlativamente, se ve la poca importancia que parece tener la subjetividad de la persona, es decir, su individualidad irrepetible. Se insiste en que los fines son los mismos para todas las personas porque todas tienen la misma naturaleza humana, pero quién sea esta persona concreta, cuál sea su itinerario vital y qué es lo que desea conseguir en la vida parece que cuenta poco en esta estructura finalista determinada. Wojtyla fue perfectamente consciente de la existencia de este problema en la ética tomista y por eso señaló que «la concepción de la persona que encontramos en Santo Tomás es objetivista. Casi da la impresión de que en ella no hay lugar para el análisis de la conciencia y de la autoconciencia como síntomas verdaderamente específicos de la persona-sujeto. Para Santo Tomás, la persona es obviamente un sujeto, un sujeto particularísimo de la existencia y de la acción, ya que posee subsistencia en la naturaleza racional y es capaz de conciencia y de autoconciencia. En cambio, parece que no hay lugar en su 79

visión objetivista de la realidad para el análisis de la conciencia y de la autoconciencia, de las que sobre todo, se ocupan la filosofía y la psicología modernas. (…) Por consiguiente, en Santo Tomás vemos muy bien la persona en su existencia y acción objetivas, pero es difícil vislumbrar allí las experiencias vividas de la persona»29. El tomismo analiza la persona, pero no su interioridad, quizás al intercambiarla con un subjetivismo o sentimentalismo desechable. Pero reflejar y asumir la subjetividad de la persona no es ningún ejercicio de subjetivismo sino, al contrario, una muestra de realismo que asume uno de sus rasgos más valiosos, lo más propio y singular que la hace diferente de los otros millones de personas que (con la misma naturaleza) pueblan el mundo y le confiere un valor irrepetible. Cabría señalar, por último, que exterioridad y rigidez se autoalimentan y también están conectadas con la pasividad. Son, en realidad, facetas de un mismo problema. La exterioridad produce una desconexión del sujeto. Como éste no es tenido en cuenta en la determinación de los fines, estos nunca se convierten en proyectos, en elaboraciones personales, sino en estructuras compactas ya dadas y fijadas. ¿Y qué genera este planteamiento? Pasividad y rigidez. Pasividad porque el sujeto no interviene en su elaboración; él no es coautor de su propia finalidad sino mero receptor de un orden existente y determinado por Dios; su misión es la mera recepción libre de ese orden. Pero, ¿qué estímulo para la acción puede tener una persona a la que se le da ya todo decidido? ¿Dónde puede dejar el destello de su singularidad? Y, si no hay singularidad, la rigidez está servida porque la variabilidad procede del hombre individual que elabora su propio mundo, distinto de cualquier otro. Pero la desconexión con el sujeto generada por la exterioridad

29 K. WOJTYLA, «El personalismo tomista», en Mi visión del hombre, cit., pp. 311-312. Maritain, respondiendo en parte a Sartre, también insistió en la necesidad de rescatar la importancia de la dimensión personal y subjetiva en la moral, aunque sin abandonar la norma objetiva. «En todo acto auténticamente moral, el hombre, para aplicar y al aplicar la ley, debe encarnar y asumir el universal en su propia existencia singular, en la que está solo frente a Dios» (Court traité de l’existance et de l’existant, Oeuvres Complètes, vol. IX, Étitions Universitaires (Fribourg) y Éditions Saint Paul (Paris), p. 63).

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no permite acceder a esa originalidad y, por eso, al final sólo destaca la naturaleza con su inevitable universalidad uniformizadora que, si bien puede presentar al hombre la verdad de sus aserciones generales, simultáneamente ofrece la carencia de humanidad consiguiente a la pérdida de la subjetividad. Una carencia que el hombre individual percibe –especialmente en nuestra mentalidad contemporánea– como una deficiencia grave y ante la que reacciona –o puede reaccionar– con un rechazo más o menos rotundo con el que pretende reivindicar su dignidad personal, es decir, su singularidad irrepetible. c) El problema en una cuestión tomista: I-II, q. 10, a. 1: c) «Si la voluntad se mueve naturalmente hacia algo» Dando una vuelta de tuerca más a la cuestión, la última, vamos a estudiar el problema directamente en un texto tomista. Con ello pretendemos ante todo hacer un esfuerzo último de profundización para verificar la validez de nuestras tesis. Y, además, hacer justicia a S. Tomás estudiando con detalle al menos un punto de los muchos que estamos apuntando. Estamos proponiendo, por tanto, un modelo de análisis generalizable, en principio, al resto de cuestiones que no hemos tratado por falta de espacio. Para este objetivo, hemos escogido un texto de la I-II que nos parece especialmente adecuado porque en él, es el mismo S. Tomás el que se plantea con franqueza y directamente una de las cuestiones claves de toda la discusión que estamos desarrollando: la relación entre la naturaleza y la libertad, o, más precisamente, la voluntad. Se trata del artículo 1 de la cuestión 10: «Si la voluntad se mueve naturalmente hacia algo»30. Esta cuestión examina el concepto de voluntad como elemento esencial de la teoría de la acción del Aquinate y, en concreto, se plantea si tiene una base natural. Estamos, por tanto, en el núcleo de nuestro debate. De hecho, las objeciones con las que se abre el artículo plantean directamente la oposición entre voluntad y

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«Utrum voluntas ad aliquid naturaliter moveatur».

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naturaleza y, precisamente por eso, resultan particularmente interesante ver lo que responde S. Tomás. Las objeciones, en concreto, son tres. La primera plantea sin ningún tipo de ambages la oposición directa entre lo natural y lo voluntario que parece implicar el concepto aristotélico de naturaleza, y hace referencia al mismo texto que hemos usado en estas páginas. «El agente natural se divide contra el agente voluntario, como se muestra al inicio de II Physic. La voluntad, por lo tanto, no se mueve naturalmente hacia algo»31. La objeción segunda indica que lo que es natural tiene lugar siempre mientras que ningún movimiento se da siempre en la voluntad y, por lo tanto, ningún movimiento se da naturalmente en la voluntad. Por último, la tercera objeción, señala que la «naturaleza está determinada ad unum mientras que la voluntad se dirige (se habet) a los opuestos. Por lo tanto, la voluntad no quiere nada naturalmente». Como se ve, se trata de objeciones de peso que apuntan al núcleo de la discusión: ¿es compatible lo natural con lo voluntario? La contestación de Santo Tomás, en el corpus del artículo, es la siguiente. «Respondo, indica, diciendo que, como Boecio dice en el libro De duabus naturae y el Filósofo en V Metaph., la naturaleza se dice de muchos modos. Algunas veces se dice como el principio intrínseco en las cosas móviles. Y tal naturaleza es o materia o forma material, como se muestra en II Physic. De otro modo naturaleza se dice de cualquier substancia o de cualquier ente. Y en este sentido se dice ser naturaleza de la cosa lo que le conviene según su substancia. (...). Y, por lo tanto, es necesario que, tomando a la naturaleza de este modo, siempre el principio de aquello que conviene a la cosa, sea natural. Y esto resulta manifiesto en el intelecto, pues los principios del conocimiento intelectual son conocidos naturalmente. Del mismo modo, el principio del movimiento voluntario conviene que sea algo querido naturalmente»32. El texto muestra ante todo que S. Tomás es consciente de la necesidad de replantear el problema porque las dificultades, tal

31 32

TOMÁS DE AQUINO, S. Th., I-II, q. 10, a. 1. TOMÁS DE AQUINO, S. Th., I-II, q. 10, a. 1, c.

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como se expresan en las objeciones, no tienen solución. Sólo cabe salvarlas si se supera una visión de la naturaleza reducida al mundo material. De ahí que comente que el término naturaleza no es unívoco sino que se dice de muchas maneras. Una de ellas corresponde al principio intrínseco de los cuerpos móviles. Pero no es la única posibilidad; en realidad, naturaleza se dice «de cualquier substancia o de cualquier ente» o de «lo que le conviene según su substancia». Ahora bien, como es fácil de observar, este desplazamiento semántico coincide con lo que hemos denominado proceso de ampliación, sólo que aquí lo encontramos descrito por el mismo Santo Tomás. La naturaleza pasa de estar limitada a los cuerpos móviles a aplicarse o decirse de cualquier realidad. De este modo, el conflicto que opone naturaleza y voluntad parece resolverse en su raíz ya que, al hablar de naturaleza, no se está refiriendo a los cuerpos móviles sino a cualquier clase de sustancia que, por tanto, podrá tener modos de acción muy variados y no necesariamente deterministas. ¿Resuelve este planteamiento de manera completa las objeciones? Lo vamos a analizar a continuación con detalle pero ya adelantamos que S. Tomás ofrece aquí lo que hemos denominado solución aparente del conflicto, cuya esencia consiste en que la oposición voluntad-naturaleza se salva, pero no de modo completo. Se salva por la ampliación del concepto pero no de modo completo porque el concepto de naturaleza va a recaer una y otra vez de manera inevitable en los rasgos propios de su origen: necesidad y determinación. No va a haber, por tanto, superación completa de la dificultad. Analicemos las respuestas a las objeciones para constatar la validez de nuestra tesis. La objeción primera decía lo siguiente: «El agente natural se divide contra el agente voluntario, como se muestra al inicio de II Physic. La voluntad, por lo tanto, no se mueve naturalmente hacia algo». S. Tomás responde: «la voluntad se divide contra la naturaleza como una causa contra otra: en efecto, unas cosas suceden naturalmente y otras voluntariamente. Pues el modo de causar propio de la voluntad, que es dueña de su acto, es distinto del modo que corresponde a la naturaleza, que está determinada ad unum. Pero como la voluntad se fundamenta en una naturaleza, es ne83

cesario que participe, de algún modo, del movimiento propio de la naturaleza, así como de lo propio de la causa anterior participa la posterior. Porque en cada cosa el ser mismo, que es por naturaleza, es anterior al querer, que es por voluntad. Por eso la voluntad naturalmente quiere algo»33. Analicemos esta compleja respuesta. Ante todo, lo primero que hay que advertir es que, como adelantábamos, S. Tomás no ha sido fiel a la ampliación y, de hecho, acaba recayendo en el concepto determinista de naturaleza cuando afirma que «el modo de causar propio de la voluntad, que es dueña de su acto, es distinto del modo que corresponde a la naturaleza, que está determinada ad unum». Aquí, en efecto, no hay ampliación, sino de nuevo oposición entre naturaleza (determinista) y voluntad (libre). Parece, por tanto, que S. Tomás está incurriendo asimismo en el uso semánticamente ambiguo del concepto de naturaleza por la incoherencia al asumir la ampliación. Afirma que se amplía, que el concepto es genérico, pero el que se usa en concreto es el corpóreo. Ya hemos visto los problemas que este planteamiento puede generar. Veamos ahora si también los encontramos aquí. La clave de la respuesta de S. Tomás se encuentra en la frase siguiente: «Pero como la voluntad se fundamenta en una naturaleza, es necesario que participe, de algún modo, del movimiento propio de la naturaleza, así como de lo propio de la causa anterior participa la posterior. Porque en cada cosa el ser mismo, que es por naturaleza, es anterior al querer, que es por voluntad. Por eso la voluntad naturalmente quiere algo».

33 «Ad primum ergo dicendum quod voluntas dividitur contra naturam, sicut una causa contra aliam; quaedam enim fiunt naturaliter, et quaedam fiunt voluntarie. Est autem alius modus causandi proprius voluntati, quae est domina sui actus, praeter modum qui convenit naturae, quae est determinata ad unum. Sed quia voluntas in aliqua natura fundatur, necesse est quod motus proprius naturae, quantum ad aliquid, participetur in voluntate: sicut quod est prioris causae, participatur a posteriori. Est enim prius in unaquaque re ipsum esse, quod est per naturam, quam velle, quod est per voluntatem. Et inde est quod voluntas naturaliter aliquid vult» (TOMÁS DE AQUINO, S. Th., III, q. 10, a. 1, ad 1, cursiva nuestra).

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Vayamos por partes. S. Tomás dice que «la voluntad se fundamenta en alguna naturaleza». Ahora bien, esto, ¿qué quiere decir exactamente? Acaba de afirmar que ambas operan de modo diferente. ¿Cómo es posible entonces que se fundamente la una en la otra? Esto sólo es posible si se trata de la naturaleza ampliada, porque en este caso todo ente tiene una naturaleza y, por lo tanto, la voluntad también la tiene. Pero antes de avanzar recordemos que la naturaleza ampliada no dice nada concreto sobre el modo de ser de las cosas, simplemente dice que tienen un modo de ser. La naturaleza corpórea, en cambio, sí aporta cualidades específicas porque se refiere a un tipo concreto de entes. Sigamos ahora. Santo Tomás concluye que, como la voluntad tiene necesariamente una naturaleza, necesariamente quiere algo de modo natural. ¿Qué significa en concreto esta afirmación? Para poderlo saber hay que precisar de qué sentido de naturaleza está hablando porque, como acabamos de ver, usa de manera alternativa el metafísico y el corpóreo. Ahora bien, el sentido metafísico no puede ser porque con este concepto la afirmación no significa nada. En efecto, como acabamos de recordar, el concepto metafísico es genérico y lo único que afirma es que los entes tienen un modo de ser, pero no dice cuál es. En este caso, como el modo de ser de la voluntad es la libertad, lo único que se estaría afirmando es que la voluntad es libre, lo cual es evidente y no aporta nada. La posición de S. Tomás, lógicamente, no puede ser ésta, pues para semejante conclusión no habría hecho falta toda esta argumentación. Lo que está afirmando es que la voluntad se apoya en un fondo de necesidad que proviene de la naturaleza. Como la voluntad tiene una naturaleza y la naturaleza quiere necesariamente algo, la voluntad quiere naturalmente, es decir, necesariamente, algo. Lo que la voluntad quiere necesariamente no es ningún misterio. Lo explica con detalle en la respuesta a la tercera objeción, que planteaba una dicotomía, en principio insalvable, entre la naturaleza, que opera necesariamente de modo determinado y la voluntad, que puede operar hacia los opuestos. ¿Es posible compaginar ambos elementos? La respuesta de Santo Tomás es la siguiente: «la naturaleza siempre responde a una 85

cosa (unum), pero proporcionada a su naturaleza. La naturaleza en general, responde a algo unitario en general, la naturaleza en una especie determinada responde a algo unitario en especie, y la naturaleza individuada responde a un uno individual. Como la voluntad es una fuerza inmaterial, como el intelecto, responde naturalmente a un algo común, es decir, el bien: como el intelecto lo hace a algo común, es decir a lo verdadero, al ente o a lo que es. Bajo el bien común se contienen muchos bienes particulares, a los que la voluntad no está determinada»34. Santo Tomás sostiene en definitiva que la voluntad quiere algo necesariamente, el bien, pero que este objeto de la voluntad es de tipo formal por lo que genera espacio para la libertad al no particularizar completamente su objeto. Cabría así categorizar la voluntad tomista como una estructura bipolar formada por un fondo necesario (voluntas ut natura) sobre el que emergería una estructura libre que se ejercería en la elección concreta del bien (voluntas ut ratio). ¿A dónde hemos llegado? En realidad, tenemos dos tipos de cuestiones diferentes. La primera, que es la que realmente nos importa, es cómo emplea S. Tomás el término de naturaleza. La segunda, que es el vehículo que hemos utilizado para saberlo, su concepción de la libertad. Respecto a la primera, lo que hemos podido comprobar es que en Tomás de Aquino aparecen con claridad los problemas y dificultades en torno a este concepto que hemos detectado en la tradición tomista: 1) el origen concreto de esta noción está en el cuerpo móvil de Aristóteles, lo que le confiere un carácter determinista; 2) hay una ampliación metafísica del concepto que conduce a una solución aparente del problema; 3) esa solución no acaba de ser satisfactoria porque con frecuencia se produce una ambigüedad semántica o equivocidad en el uso del término por no precisar qué sentido se está utilizando y 4) porque el uso concreto acaba remitiendo casi siempre a la versión corpórea y determinista. En el caso que hemos estudiado supone justamente que la dimensión natural de la libertad es aquella por la que no es libertad, sino por la que está determinada. A la vista de estas conclusiones, obte-

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TOMÁS DE AQUINO, S. Th., I-II, q. 10, a. 1, ad 3.

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nidas ahora de un estudio directo del Aquinate, se entiende entonces mejor el rechazo moderno al concepto de naturaleza y las objeciones del personalismo a la perspectiva tomista. Sobre el segundo punto, la concepción tomista de la libertad, cabría decir –muy apresuradamente, pues no es el lugar para estudiarlo– que la solución de S. Tomás es brillante. Mantiene el concepto determinista de naturaleza pero elimina parte de las trabas de esa determinación generalizando y formalizando el concepto de uno; el uno concreto y determinado de los entes naturales se convierte para el hombre en un uno meramente formal capaz de contener dentro de sí una pluralidad de entes variados. El hombre quiere necesariamente el bien, pero este bien no es más que un principio formal que acoge bajo sí la infinita gama de bienes que han sido creados, ninguno de los cuales responde perfectamente a la noción de bien. Santo Tomás, en definitiva, acepta que la voluntad se fundamenta en una necesidad sólo que de tipo formal, y es en esta formalización donde abre el espacio para la libertad. Ahora bien, ¿resulta lógico, o mejor, resulta intelectualmente satisfactorio fundamentar la libertad en una necesidad de tipo formal?, ¿no habría que justificar más bien la libertad por la libertad y no por la necesidad? ¿No topamos aquí tanto con uno de los motivos del escaso valor que se le ha dado tradicionalmente a la libertad en la escuela tomista como a la presencia de carencias significativas o paradojas de difícil solución? Mencionaremos rápidamente para concluir una carencia y una paradoja. La libertad, en la tradición tomista, se ha entendido siempre fundamentalmente en relación al objeto del acto, pero no en relación a la persona. Se subraya con acierto que la persona es libre de elegir, de asumir o no el fin, pero no se afirma, ni por supuesto se insiste, en que esa libertad afecta al mismo hombre. En otras palabras, la tradición tomista ha entendido básicamente la libertad como indeterminación frente al acto, pero no como autodeterminación, y esto significa que el hombre es principalmente dueño de su libertad pero no dueño de sí mismo35.

35 Wojtyla ha analizado el acto de libertad partiendo de la expresión fenomenológica que mejor lo representa: «Yo quiero algo». Una de las conclusiones

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Consideremos ahora la paradoja. La posición tomista afirma que el hombre es libre frente a todo, excepto frente a Dios. ¿Por qué? Porque el Sumo Bien colma todos los aspectos formales posibles del bien y, por lo tanto, activa el mecanismo de la necesidad. La libertad tomista, recordémoslo, está fundada en la necesidad y no se transforma en necesidad exclusivamente por una limitación del bien terrestre, porque este nunca es suficientemente perfecto. El hombre, por tanto, desde una perspectiva tomista no está obligado a elegir a Dios, si bien no deja de resultar sorprendente que «en toda la obra de Santo Tomás jamás se encuentra la expresión electio finis ultimi o electio Dei»36. Pero, en cualquier caso, cuando se supera la condición terrenal y se presenta el Bien Sumo, la libertad se convierte inevitablemente en necesidad. Ahora bien, esto significa, y ahí está la paradoja, que en el cielo, donde estamos cara a cara con el Sumo Bien, no puede haber libertad. Pero ¿qué es entonces la libertad si debe desaparecer en el cielo: un don o un defecto? Puede ser complicado –lo es, ciertamente– explicar cómo se puede compaginar en el cielo la no pecabilidad con la existencia de la libertad pero lo que parece evidente es que la solución no debe ir por la transformación de la libertad en necesidad porque se paga un precio excesivamente alto: la destrucción, entre otras cosas, del concepto cristiano de cielo. Un hombre no libre no es un hombre, y, además, no puede amar, por lo que el cielo deja de tener sentido.

a las que llega es que «en la tradición filosófica y psicológica este ‘quiero’ se ha examinado probablemente de manera excesiva desde el punto de vista del objeto externo, considerado por tanto de un modo excesivamente unilateral como ‘quiero algo’ y quizá no lo suficiente desde el punto de vista de la objetividad interna, como autodeterminación, como simple ‘quiero’» (K. WOJTYLA, Persona e atto, cit., p. 137). 36 T. ALVIRA, Naturaleza y libertad. Estudio de los conceptos tomistas de voluntas ut natura y voluntas ut ratio, Eunsa, Pamplona 1985, p. 87. Maritain ofrece buenas exposiciones de la visión tomista de la libertad con explícitas referencias a este problema en De Bergson à Thomas d’Aquin, Oeuvres complètes, vol. VIII, cit., pp. 71-93 y La philosophie bergsonienne, Oeuvres complètes, vol. I, cit., pp. 415-458.

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4. Naturaleza y persona

En los capítulos previos hemos expuesto diversas concepciones acerca de la naturaleza humana y hemos hecho asimismo muchas observaciones sobre dichas concepciones. Parece, pues, llegado el momento de establecer conclusiones así como de determinar, en la medida de lo posible, líneas de investigación para el futuro. Y, para avanzar con claridad en esa dirección, nada mejor que comenzar por una recapitulación. 1. Recapitulando Ante todo, el concepto de naturaleza humana se ha presentado como un concepto complejo, lo cual ha diluido de partida una posible perspectiva inicial que lo considerase simple y evidente. Si bien tal perspectiva es posible, filosóficamente no está justificada y resulta inviable. Es más, el concepto ha resultado enormemente polisémico por lo que, para estudiarlo, hemos debido limitarnos exclusivamente a algunos significados particularmente relevantes en relación a una tradición clásica entendida en sentido amplio. Por esta vía, hemos llegado a la determinación de tres significados fundamentales: 1) el concepto naturalista de naturaleza humana; 2) el concepto clá89

sico: corpóreo y ampliado y 3) el concepto culturalista. El concepto naturalista concibe la naturaleza humana como el conjunto de tendencias físicas y biológicas que existen en el hombre con la particularidad de que reduce el hombre a ese conjunto de tendencias. Es, por tanto, una posición decididamente materialista que identifica la noción de naturaleza como conjunto de realidades materiales (el mundo natural) con la naturaleza humana. No habría ninguna diferencia esencial entre ambas. La posición clásica, por el contrario, incluye en la naturaleza todas las tendencias de la persona, las físico-biológicas y las espirituales. Es una perspectiva integradora y global. Hay que señalar, de todos modos, que el concepto clásico, históricamente, se piensa para las realidades físico-biológicas y, después, se amplia, al hombre. Hay, así, dos modalidades en la posición clásica. La original generada en la filosofía de la naturaleza: naturaleza como esencia corpórea en cuanto principio de operaciones; y la ampliada, metafísica o general: naturaleza entendida como esencia en cuanto principio de operaciones. Por último, la posición culturalista se identifica con la posición naturalista en lo que se refiere al modo de entender la naturaleza humana pero difiere radicalmente en la manera de entender al hombre. Para los culturalistas, la naturaleza humana coincide con lo que dicen los naturalistas pero, justamente por eso, el hombre no solo no se reduce a la naturaleza sino que más bien se opone a ella. Lo propio de la persona humana es la libertad y la creatividad, la cultura y la historicidad, el dominio de sí y la autodeterminación, cualidades, todas ellas, que sólo se pueden ejercitar en la superación y/o oposición a una naturaleza biologicista y, por tanto, determinista. El hombre, en definitiva, tiene naturaleza pero es cultura y, por lo tanto, puede usar su naturaleza como le parezca conveniente ya que ésta no es, especialmente en las versiones más extremas –Sartre, la teoría radical del género–, más que la materia de su libertad. Este primer esquema de posiciones ha sacado a la luz diversas controversias y debates. Hemos dejado de lado la posición naturalista, por considerarla demasiado elemental, y nos hemos centrado en lo que hemos denominado «primer debate»: 90

la controversia ideológica entre la posición clásica y la culturalista. ¿Qué es lo que se achacan una a otra? El culturalismo, que constituye la posición actualmente predominante, se opone a la visión clásica por considerar que ofrece una imagen inadecuada del hombre; y, si bien sus críticas son múltiples, se pueden agrupar grosso modo en estas cuatro categorías: datitud frente a libertad; universalidad frente a singularidad; fijismo frente a historicidad, naturalismo frente a moral. La posición clásica, según esta perspectiva, ofrecería una imagen del hombre que privilegiaría los aspectos preconstituidos o naturales (en el sentido biológico) frente a la libertad que lo hace dueño de sí y de su destino; insistiría en la universalidad abstracta de la naturaleza humana sin tener en cuenta que cada hombre es distinto de los otros y forja su propio destino y, por esta cortedad de miras, no contemplaría para nada la historicidad, es decir, la evolución y modificación del modo de ser de los hombres que se opone, como un dato de hecho, a esa pretendida universalidad que sólo es posible mantener ignorando la temporalidad. Por todas estas razones, concluye el culturalismo, el concepto clásico de naturaleza humana debe ser rechazado como contrario a la verdadera realidad del ser humano. La posición clásica responde a esta poderosa crítica distinguiendo dos aspectos diversos que permiten desdoblar este debate en un conflicto aparente y en un conflicto real. Solo hay un conflicto aparente cuando este debate se basa en una equivocación consistente en una malinterpretación del concepto metafísico de naturaleza. De acuerdo con esta perspectiva, las críticas del culturalismo, en realidad, no tendrían sentido ni estarían justificadas ya que se basarían en una identificación errónea entre el concepto naturalista y el metafísico. En el principio metafísico no hay rigidez, ni universalidad abstracta ni ahistoricidad. Puede haberla, quizás, en el naturalista, que deja fuera de su definición la inteligencia y la libertad pero esto no tiene nada que ver con el planteamiento metafísico que incluye en su interior todos los dinamismos humanos. Así pues, y dentro de los términos que acabamos de delimitar, estaríamos frente a un conflicto aparente generado por una confusión que se disolvería si ambas tradiciones fueran capaces de dialogar y superar el equívoco que genera su distinto uso de la palabra 91

«naturaleza»: con sentido naturalista para los culturalistas, con sentido íntegro para los clásicos. Pero, añade la posición clásica, cabe ir más allá. Cabe que los culturalistas se opongan al concepto de naturaleza no por una equivocación, sino con plena conciencia, para evitar que se introduzca subrepticiamente en la concepción del ser humano cualquier rasgo que lleve consigo el carácter de «datidad», es decir, de cualidad recibida y no generada completamente por la persona. ¿Por qué esta oposición? Porque este carácter remite –se quiera o no– a un ser creador. Si el hombre tiene unos rasgos determinados y precisos que no dependen de su libertad, alguien –mejor Alguien– debe haberlos hecho existir. Aquí se entra en un terreno diferente y el conflicto se hace real porque la posición clásica mantiene justamente ese origen último divino de la naturaleza: el hombre no se ha creado a sí mismo, le ha creado Dios. Y, si esto no se quiere aceptar, o, si de manera más sutil, se quiere prescindir del concepto de naturaleza para bloquear esa vía, entonces el debate está servido pues para la tradición clásica tal posición resulta, además de falsa, inaceptable. Así concluye el primer debate, un debate entre tradiciones filosóficas diversas. Pero justamente aquí se inicia el segundo que, esta vez, tiene lugar dentro de la tradición clásica entre dos posiciones que hemos agrupado en torno al tomismo y al personalismo. ¿Por qué se genera esta controversia? Porque para el tomismo ya no hay nada más que decir sobre la cuestión mientras que el personalismo considera que, en realidad, el debate se ha cerrado en falso. En efecto, si bien acepta fundamentalmente los términos en los que se ha planteado el primer debate añade una coletilla decisiva: la posición culturalista o moderna tiene algo de razón. No, por supuesto, en el rechazo o bloqueo de la trascendencia sino en una parte de sus críticas al concepto metafísico de naturaleza. Lo que el personalismo advierte es que, si bien el concepto metafísico, es, en teoría, un concepto lo suficientemente abierto para escapar a las críticas del culturalismo, de hecho no ha funcionado como tal sino que ha proporcionado una imagen del hombre excesivamente rígida y pasiva, en la que lo dado, la naturaleza, ha prevalecido sobre la libertad, la cultura y la histo92

ria. Lo que indica el personalismo, por tanto, es que el presunto conflicto aparente no sería en realidad tan aparente, sería un conflicto real en el que la posición moderna-culturalista se opondría, al menos con una parte de razón, a la perspectiva que, de hecho, ha desarrollado la posición clásica. ¿Es esto cierto o no? Para dilucidarlo, advierte la posición personalista, es necesario distinguir dos conceptos metafísicos: el primero consiste exclusivamente en la definición genérica (esencia como principio de operaciones). Este concepto no genera ningún problema, pero es excesivamente general porque no dice nada concreto sobre cómo es la operatividad humana. Y, por tanto, es insuficiente. De hecho, el tomismo no se limita a entender la naturaleza humana así, sino que tiene un modo específico de entender la naturaleza humana que se puede identificar con la teleología aristotélica. Y aquí es justamente donde se origina el problema porque la teleología aristotélica –especialmente en algunas formulaciones– refleja muy adecuadamente una parte del dinamismo humano pero no refleja tan bien otras características también propias de ese dinamismo. Es más, con cierta facilidad puede dar lugar a una descripción de la dinamicidad del hombre con tintes pasivos y estáticos, rígidos y a-subjetivistas u objetivistas. La teleología, en efecto, insiste con suma facilidad en la estructura de fines ya dados y constituidos y presta poca atención al sujeto humano libre y creativo en el que tales fines existen y en relación al cual sólo tienen sentido. Estos son, a grandes rasgos, las líneas principales de nuestro análisis histórico-crítico del concepto de naturaleza. Ahora se trata de establecer conclusiones y de determinar las salidas que, desde una perspectiva personalista, pueden darse a los problemas y dificultades que hemos señalado. Ante la entidad y relevancia de los problemas apuntados cabe, en efecto, preguntarse: ¿es viable el concepto de naturaleza o no?, ¿lo asume el personalismo de algún modo o de ninguno?, ¿cuál es el concepto de naturaleza que el personalismo emplea? Estas cuestiones las vamos a abordar desde tres perspectivas que, en nuestra opinión, son las principales vías de salida y de superación de los problemas relatados. La primera apunta al mante93

nimiento del concepto de naturaleza entendido como humanidad; la segunda investiga la posibilidad de una reformulación del concepto metafísico concreto y la tercera propone un deslizamiento del concepto de naturaleza al de persona 1.

2. La naturaleza humana como humanidad Comenzaremos planteándonos si, a la vista de las dificultades que hemos constatado, resulta oportuno o no, y en qué condiciones, emplear el concepto de naturaleza, para lo cual es importante tener en cuenta el marco cultural. Las palabras, en efecto, no están semánticamente aisladas, sino que toman su significado último del contexto en el que son utilizadas. Por eso, si bien se puede hacer un análisis para determinar con la mayor precisión posible lo que teóricamente debería ser su verdadero y auténtico significado, no se puede tener la ingenuidad de pensar que ese significado se va a imponer socialmente de modo automático y con facilidad por el simple hecho de haberlo dilucidado en una investigación. El sentido que, de hecho, seguirá teniendo es el que esté impuesto socialmente, dato que es muy importante tener en cuenta para valorar si conviene o no emplearlo. Pues bien, en el caso de la naturaleza, que es el que nos ocupa, los significados mayoritariamente vigentes desde un punto de vista social son dos. El primero, dentro de la tradición filosófica clásica es el metafísico pero en su vertiente teleológica. Desde que Aristóteles elaborara esta teoría hace 25 siglos, la naturaleza, en el marco de esta tradición, se ha entendido generalmente no sólo como la esencia en cuanto principio de operaciones sino también y simultáneamente como una estructura

1 Las propuestas que se presentan a continuación son elaboraciones personales apoyadas en Mounier y sobre todo en Karol Wojtyla, dos representantes de la vía más ontológica del personalismo. La vía dialógica no se plantea directamente este problema pues su modo de acceder al misterio del hombre es diverso, a través de la relación interpersonal. Véase, por ejemplo, M. BUBER, Yo y tú (3ª ed.), Caparrós, Madrid 1998 o E. LÉVINAS, Totalidad e infinito (5ª ed.), Sígueme, Salamanca 2002.

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dinámica de tipo teleológico. A lo largo de todo ese tiempo esa conexión se ha consolidado, se ha fundamentado y se ha automatizado. Y, como 25 siglos son muchos siglos, esto significa, a nuestros efectos, que, en el interior de esta tradición resulta muy difícil, por no decir prácticamente imposible, referirse al concepto de naturaleza sin emplear automáticamente la interpretación teleológica o metafísica-concreta; o, en otros términos, que hablar de naturaleza humana dentro de esta tradición y no identificarla automáticamente con la estructura teleológica aristotélica lleva consigo un esfuerzo intelectual enorme pues sólo resulta posible superando una inercia milenaria. El segundo factor que hay que tener en cuenta es que el término naturaleza en el lenguaje común se identifica de manera abrumadora y general con el mundo biológico-natural: plantas, animales, etc., lo cual coloca al filósofo que pretenda usar este concepto en una perspectiva no naturalista en una tesitura muy incómoda. En efecto, cuando él lo emplee querrá indicar al hombre en su totalidad –dejamos de lado ahora si su perspectiva es teleológica o no pues no viene al caso– pero la mayoría de los oyentes pensará que se está refiriendo a lo que ellos entienden por naturaleza con la probable consecuencia de adjudicarle una posición naturalista que es justamente la que intenta rechazar. Por lo tanto, lo primero que deberá hacer al incorporarse a un debate es intentar evitar este inoportuno equívoco, para lo cual tendrá que comenzar aclarando los equívocos que genera su terminología. Desde luego, no es una perspectiva muy halagüeña. Estos dos problemas –prácticamente insuperables por el profundo arraigo de ambos significados– son los que han llevado en general a los autores personalistas a un uso escaso o renuente del término naturaleza o naturaleza humana. Desde un punto de vista filosófico, su uso implica la identificación con una perspectiva teleológica que, si bien no se rechaza totalmente, tampoco se asume de manera integral. Pero no se trata tan sólo de una posible «etiquetación» por parte del mundo filosófico. El problema es más profundo. Por esa conexión automática que existe entre el concepto de naturaleza y el paradigma teleológico resulta prácticamente imposible usar ese concepto sin em95

plear, al mismo tiempo, toda la estructura teleológica. El peligro que se corre está a la vista: introducir de una manera clandestina y poco consciente en la propia elaboración filosófica los esquemas y planteamientos de una estructura conceptual que no se comparte de modo pleno. Además, como ya hemos comentado, se corre el riesgo de ser automáticamente tachado de naturalista. De ahí la consiguiente renuencia o cautela ante el uso de este término. Esta cautela ha sido a veces malinterpretada dentro de la tradición clásica. En ocasiones se ha pensado que los personalistas no adoptaban con claridad una posición favorable a la existencia de una naturaleza humana con la consiguiente e inevitable caída en el relativismo; en otras se ha pensado que no se daban cuenta del significado metafísico del concepto y lo identificaban con el naturalista. «Los personalistas, afirma por ejemplo Rodríguez Lizano, suelen evitar hablar de naturaleza al referirse al hombre porque, por influencia de las posiciones fenoménicas y existencialistas, tienden a reducir el concepto de naturaleza a lo corpóreo y determinado. (...). No aprecian que la naturaleza expresa el modo de ser de cada ente y por ende reflejará que una naturaleza es libre cuando se refiere al ser humano o a cualquier ser espiritual»2. Pero, como creemos haber mostrado con claridad, ninguna de estas perspectivas acierta. Ni los personalistas tienen un concepto de naturaleza limitado a lo corpóreo ni ignoran que el concepto metafísico incluye la dimensión espiritual ni tienen dudas sobre la igualdad esencial de todos los hombres; el problema que advierten, y en el que no quieren caer, es el lastre determinista que puede incorporar el concepto de naturaleza. Y una manera de evitarlo es usándolo poco y con cautela. Sin embargo, el concepto de naturaleza humana resulta irrenunciable porque, en su estructura más esencial, además de significar la dinamicidad humana, da razón de un hecho humano fundamental: la igualdad esencial de todos los hombres.

2 J. RODRÍGUEZ LIZANO, «El personalismo. Sus luces y sombras», en El primado de la persona en la moral contemporánea, Universidad de Navarra, Pamplona 1997, p. 306.

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Todos los hombres somos radicalmente iguales –y, por lo tanto, tenemos las mismas reglas morales, los mismos derechos y deberes, la misma dignidad– porque tenemos la misma naturaleza, porque somos igualmente hombres. No está en juego aquí un mero principio filosófico, sino un postulado básico de la sociedad: la asunción de la igualdad de hombres y mujeres con todas las consecuencias que conlleva para el ordenamiento jurídico, moral, político y para la vida cotidiana 3. ¿Cómo compaginar entonces ambos aspectos: es decir, las connotaciones negativas que tiene el concepto tanto desde un punto de vista filosófico como en el lenguaje común, con sus aspectos positivos e irrenunciables? La vía utilizada por algunos personalistas ha sido la de entender la naturaleza humana como simple humanidad o, en otros términos, como el modo de ser común de todos los hombres pero sin entrar en ningún tipo de especificación técnica. Esta acepción tiene la gran ventaja de que se usa en el lenguaje común sin una significación negativa. En efecto, una afirmación del tipo: «las leyes de la naturaleza humana» genera normalmente una sensación negativa porque sugiere una estructura rígida que aherrojaría la libertad; en cambio, la afirmación: «está en la naturaleza de los hombres el amar (o el odiar)» no genera esa reacción porque implica más bien que, a pesar de que los hombres somos muy distintos, hay algunos rasgos comunes que hacen que, a pesar de todo, nos podamos considerar hombres, siendo uno de ellos, en este caso, nuestra capacidad de amor o de odio. Nótese, y es el segundo punto, que aquí no hay ninguna referencia técnica al modo concreto de concebir la naturaleza humana; lo que está implícito exclusivamente en el uso del término es que, de algún modo u otro, todos los hombres somos iguales en algunos aspectos (en este caso, el amor o el odio) pero deja completamente abierto el modo filosófico en el que se entiende o se formula esa igualdad. Esto es lo que entiendo por emplear el concepto de naturaleza humana como humanidad. Esta perspectiva, por

3 Álvarez Munárriz señala, que, además de la universalidad, en el concepto clásico están implícitos los siguientes valores: realismo, orden y sentido. Cfr. L. ÁLVAREZ MUNÁRRIZ, Perspectivas sobre la naturaleza humana, cit.

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otro lado, está presente también en numerosos estudios filosóficos que, cuando se plantean determinar los rasgos propios de la naturaleza humana, lo único que intentar es determinar qué es el hombre. Trigg, por ejemplo, en su libro Concepciones de la naturaleza humana 4, se limita a exponer una docena de concepciones sobre el hombre de algunos de los filósofos más importantes de la historia sin entrar en los problemas más técnicos relativos a lo que signifique propiamente naturaleza. Y, el mismo Hume, en su conocido Tratado sobre la naturaleza humana, tampoco aborda directamente el concepto de naturaleza, sino que se limita a exponer su visión del hombre. Mounier ha descrito esta opción con su característica brillantez: «Hay un mundo de las personas. Si ellas formaran una pluralidad absoluta, resultaría imposible pronunciar a su respecto este nombre común de persona. Es necesario que haya entre ellas alguna medida común. Nuestro tiempo rechaza la idea de una naturaleza humana permanente, porque toma conciencia de las posibilidades aún inexploradas de nuestra condición. Reprocha al prejuicio de la ‘naturaleza humana’ limitarlas de antemano. En verdad, resultan a menudo tan sorprendentes que no se debe fijarles límites sino con extremada prudencia. Pero una cosa es negarse a la tiranía de las definiciones formales y otra negar al hombre, como a menudo lo hace el existencialismo, toda esencia y toda estructura. Si cada hombre no es sino lo que él se hace, no hay ni humanidad, ni historia, ni comunidad (…). Así, el personalismo coloca entre sus ideas claves la afirmación de la unidad de la humanidad en el espacio y en el tiempo, presentida por algunas escuelas de fines de la Antigüedad y afirmada en la tradición judeocristiana»5. En resumen. Frente a las consistentes dificultades que plantea el término de naturaleza humana, una de las opciones que adopta el personalismo es la de emplearla exclusivamente en el sentido de «humanidad» o «unidad de la humanidad», lo cual implica: 1) asunción sin reservas de la común humanidad

4 Cfr. R. TRIGG, Concepciones de la naturaleza humana. Una introducción histórica, Alianza, Madrid 2001. 5 E. MOUNIER, El personalismo, cit., p. 26 (cursiva mía).

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de los hombres o, en otros términos, de su esencial igualdad a pesar de todas las variaciones culturales e históricas; 2) empleo del concepto de naturaleza humana en el sentido general de unidad esencial de la humanidad o de modo de ser de los hombres; 3) uso restringido o muy limitado del concepto de naturaleza desde un punto de vista técnico para evitar el peligro de ser malinterpretados culturalmente e incurrir en los problemas filosóficos que tiende a generar la teleología.

3. Reformulación del concepto metafísico concreto de naturaleza humana: de la teleología a la autoteleología La segunda opción que resulta viable ante las dificultades que plantea el concepto de naturaleza es la reformulación del concepto metafísico concreto. Recordemos que podemos distinguir dos modalidades del concepto metafísico (el ampliado, por tanto). La primera es el concepto metafísico genérico, es decir, simplemente la esencia entendida en cuanto principio de operaciones. La segunda es la versión metafísica concreta que explicita la estructura dinámica de la persona empelando la teleología aristotélica. Como esta segunda versión no parece completamente asumible y la primera, que sí lo es, tiende a utilizarse con el significado de la segunda, la mayoría de los personalistas –como acabamos de ver– ha decidido restringir el uso general del concepto y emplearlo sólo en el sentido genérico de humanidad. Otros autores, sin embargo, han intentado una vía distinta: la reelaboración del concepto metafísico de naturaleza para lograr que incorpore los elementos que se echan en falta dentro de la perspectiva tomista. Esta es, en concreto, la perspectiva que Karol Wojtyla ha desarrollado al proponer su concepto de autoteleología. Wojtyla es perfectamente consciente tanto de las virtualidades de la posición tomista como de sus límites. En particular, es muy sensible a la escasa presencia en esta tradición de la dimensión subjetiva –no subjetivista– de la persona porque es ahí donde reside aquello que la hace irrepetible. El hombre nunca está volcado al mundo exterior sin estar vol99

cado al tiempo sobre sí mismo; es más, la autorelación es mucho más importante que la tendencia hacia objetos exteriores porque el hombre es mucho más digno y más relevante para sí mismo que los objetos que le rodean, a menos que se trate de personas; y, en este caso, y por muy fuerte que sea la relación interpersonal, la autodependencia y autoresponsabilidad del yo nunca es transferible. ¿Qué significa esto? Significa, en definitiva, que el hombre nunca tiende a algo fuera de sí sin tender hacia sí mismo o, en otras palabras, que la teleología es, en realidad, autoteleología. Para desarrollar esta idea, Wojtyla emplea el doble sentido del término telos: el de fin y el de confín o límite mostrando que, siempre que el hombre se dirige hacia un fin, se dirige también hacia sí mismo. «En esa relación, precisamente, afirma, está contenido de algún modo el ‘núcleo’ de la autoteleología del hombre. Ya hemos dicho que telos significa no solo ‘fin’ sino también ‘confín’. El análisis de la autodeterminación indica que el voluntarium, en cuanto estructura dinámica interior de la persona constituyente del acto, encuentra su ‘confín’ propio, no en los valores, hacia los cuales intencionalmente se dirige el acto humano del querer, sino en el mismo ‘yo’ subjetivo que, a través del acto de voluntad que quiere cualquier valor y la elección contenida en él, dispone, al mismo tiempo, de sí mismo y quiere y se escoge a sí mismo en un cierto modo»6. Se trata de una perspectiva muy novedosa, que todavía no ha sido estudiada a fondo, y que sin duda requeriría mucha mayor atención de la que ha recibido hasta el momento. No es, por otro lado, un mero apunte o sugerencia. Si bien Wojtyla no pudo desarrollar esta idea porque su elección como Papa truncó su investigación filosófica, este planteamiento no es más que un desarrollo y una ampliación de todo lo tratado en Persona y acto 7. En este texto, en efecto, ha desarrollado con gran pro-

6 K. WOJTYLA, «Trascendencia de la persona y autoteleología», en El hombre y su destino, cit., pp. 141-142 7 Cfr. J. M. BURGOS, «La antropología personalista de Persona y acción», en J. M. BURGOS (ed.), La filosofía personalista de Karol Wojtyla, Palabra, Madrid 2007.

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fundidad una concepción de la persona con una estructura voluntaria bi-direccional. En la dirección horizontal, el hombre elige objetos (cosas o personas); en la dimensión vertical se elige a sí mismo a través de la elección de objetos o, más precisamente, se autodetermina a través de esas elecciones. De estas dos dimensiones, y en contra de lo que podría parecer inicialmente, la más importante es la vertical porque la primera implica instancias externas al sujeto mientras que la segunda implica al mismo sujeto. ¿Puede el hombre decidir sobre sí mismo? Para Wojtyla, esto no solo es evidente, sino que la estructura central de Persona y acto no es más que una articulación de esta idea. Pero esto sólo es posible, y es el punto que nos interesa ahora, porque el hombre es fin para sí mismo. Es más, si bien los fines externos son importantes, no cobran sentido en cuanto fines más que en relación al sujeto que los elige. Sólo son fines para el hombre porque este, a su vez, es fin para sí mismo. Con esta teorización tan original, Wojtyla, de hecho, ya ha transformado la teleología en autoteleología, sólo que en Persona y acto no insiste en esta perspectiva pues lo que le ocupa en ese momento es la comprensión de la libertad. Pero, ciertamente, las bases de la teoría autoteleológica ya están puestas y, además, a su modo, es decir, no suprimiendo la teleología, sino asumiéndola e integrándola en una perspectiva más amplia que implica un giro antropológico en el que el hombre se eleva sobre el mundo circundante, lo que traducido en términos finalistas significa que la autofinalidad prima sobre la heterofinalidad, pero no la elimina. «La autoteleología, afirma expresamente Wojtyla, presupone la teleología: el hombre no es el confín de la autodeterminación, de las propias elecciones y de los propios actos de voluntad independientemente de todos los valores hacia los cuales se dirigen las elecciones y los actos de la voluntad. La autoteleología del hombre no significa, ante todo, un encerrarse del hombre en sí mismo, sino un contacto vivo, propio de la estructura de la autodeterminación, con toda la realidad y un intercambio dinámico con el mundo de los valores, en sí mismo diferenciado y jerarquizado. La autoteleología del hombre implica sólo que tal contacto e intercambio vivificante tiene lugar en el nivel y en la medida que es propia del ‘yo’ personal, en el que encuentra su punto de llegada y de partida, en el 101

que de algún modo comienza y en el que, en última instancia, se funda, del que toma su forma y al que da forma»8.

4. De la naturaleza a la persona Karol Wojtyla, sin embargo, ha usado de manera muy limitada el concepto de naturaleza en su gran obra de antropología Persona y acto. Y esto resulta muy significativo pues vendría a constatar que, para él, el concepto de naturaleza no es importante en la antropología. Esta afirmación podría sorprender ya que parece que se contradice con cuanto hemos dicho en el apartado anterior, es decir, con su intento de reformular el concepto de naturaleza. Por eso, vale la pena analizar la cuestión con detalle. En Persona y acto el uso del concepto de naturaleza se puede considerar residual. Apenas se le dedica atención en unos cuantos epígrafes donde, eso sí, se trata con profundidad y precisión. ¿Por qué sucede esto? Porque Persona y acto es un tratado sobre la persona, no sobre la naturaleza, es una reflexión en la que Wojtyla quiere determinar lo que constituye la estructura específicamente personal del ser humano. Y esta estructura, que para él estriba en la autodeterminación, no es posible encontrarla en el concepto clásico de naturaleza humana porque, como hemos visto, está limitado a la dimensión tendencial-objetiva. Ese concepto está pensado para describir cómo el hombre tiende a objetos exteriores, pero lo que le interesa recalcar a Wojtyla es que la persona es tal fundamentalmente por la relación de autodominio y la capacidad de autodeterminación que tiene sobre sí misma. Y como acceder a esta perspectiva desde la visión teleológica clásica es prácticamente imposible, de ahí su uso limitado, de acuerdo con la posición general de los personalistas que ya hemos descrito. Ahora bien, en escritos posteriores señala que el autodominio y la autodeterminación pueden ser aplicados directamente a la teleología haciendo que

8 K. WOJTYLA, «Trascendencia de la persona y autoteleología», en El hombre y su destino, cit., pp. 142-143.

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se transforme en autoteleología mediante una integración del mecanismo teleológico y el autoreferencial, cuya síntesis es la autoteleología. A esta reelaboración integradora es a lo que hemos llamado concepto reformulado de naturaleza humana. ¿Hasta qué punto es posible emplear este concepto reformulado de naturaleza en la elaboración de la antropología? A mi juicio, y hoy por hoy, se trata de una cuestión abierta. Ante todo, porque es un tema muy poco estudiado y que, por lo tanto está pendiente de precisar y explorar en muchos aspectos. Y, en segundo lugar y sobre todo, porque el personalismo, y este es el aspecto que queríamos abordar ahora, prefiere, en el fondo, hacer una transición a la persona 9. El motivo principal ya lo hemos señalado: el peso de la tradición en torno al concepto de naturaleza es enorme y, por eso, su utilización en un nuevo marco conceptual resulta problemática. De manera prácticamente inevitable va a forzar la orientación de los conceptos hacia la perspectiva teleológica. Por eso, el mejor modo de evitar este problema es, justamente, el de transitar hacia la persona y limitarse a usar el concepto de naturaleza de manera restringida y entendida simplemente como humanidad, es decir, como modo de ser de los hombres 10. Transitar hacia la persona quiere decir fundamentalmente construir la antropología no a partir del concepto de naturaleza sino a partir del concepto de persona 11. Tal opción metodológica tiene grandes ventajas porque supera desde el mismo punto de partida los inconvenientes doctrinales que presenta el concepto de naturaleza. Considerémoslo. Al concepto tomista de naturaleza humana se le habían achacado tres límites ligados a su excesiva dependencia de la

9 Un interesante análisis de esta tesis para el caso de la moral sexual en K. WOJTYLA, «El problema de la ética sexual católica», en El don del amor (3ª ed.), Palabra, Madrid 2003, especialmente pp. 136 y ss. 10 La transición hacia la persona por parte de la corriente realista de la fenomenología (Scheler, Stein, Hildebrand) está expuesta con detalle en U. FERRER, ¿Qué significa ser persona?, Palabra, Madrid 2002. 11 Esto es justamente lo que he intentado en J. M. BURGOS, Antropología: una guía para la existencia, cit.

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estructura teleológica: estaticidad, rigidez y exterioridad; límites que, conjuntamente, pueden describirse como una falta de sensibilidad frente a las dimensiones culturales y creativas de la persona. ¿Sucede esto también en el caso de la persona? En absoluto. Esta noción no depende estructuralmente de la teleología y, por eso, no genera las características conceptuales comunes a esta descripción y tampoco la sugiere en el marco del lenguaje común. Referirse a la persona como criterio de moralidad o de acción no implica ningún «riesgo cultural». Al contrario, supone, en bastantes casos, una apelación a un marco de valores comúnmente aceptado. De igual modo se supera la contraposición naturaleza-cultura que parece generarse automáticamente en cuanto se recurre a la naturaleza, a pesar de todos los esfuerzos de clarificación de la posición clásica. Hablar de naturaleza significa inevitablemente –recordemos el análisis de la cuestión tomista– separarse de lo que no es naturaleza, es decir, de la voluntad y de la cultura. Pero tal contraposición genera confusión y desorientación, y distorsiona la elaboración de una antropología equilibrada en la que esos dos factores, que son ambos constitutivos esenciales de la persona –no existe persona sin cultura–, se articulen de manera armónica. El mejor modo de solventar el problema y facilitar esa articulación es no diferenciarlos en el punto de partida, pues la experiencia muestra sobradamente que todo aquello que se diferencia desde el inicio en una teoría filosófica muy difícilmente puede ser unido a posteriori de manera consistente. También se supera automáticamente la ambigüedad potencial del término «naturaleza» porque la polisemia del término persona es mucho más limitada. Sabemos que naturaleza puede significar mundo de lo «natural» o bien «naturaleza humana espiritual». Entre ambos significados media un abismo que es la causa de múltiples malentendidos. Se puede acusar a quien lo usa de naturalismo, pensando que reduce la naturaleza humana a materialidad porque erróneamente se identifica esta posición con el naturalismo biologicista, y, por oscilación pendular, justificar la posición culturalista que se centra exclusivamente en la dimensión creativa olvidando que el hombre 104

no se hace exclusivamente a sí mismo sino que tiene un modo de ser específico que sólo puede modificar en parte. Todas esas confusiones y contraposiciones desaparecen automáticamente con el recurso al término «persona» porque este implica conceptualmente tanto la libertad como el cuerpo y la psique: es una integración equilibrada y armónica de estos elementos. Esta es, pues, en definitiva, la opción última y más profunda del personalismo: la transición a la persona, una transición que no tiene por qué olvidar ni prescindir del término «naturaleza» pero que se usará habitualmente de manera limitada –para no recaer en la arquitectura conceptual ligada a este concepto– y en el sentido amplio de humanidad. Esta posición puede recibir la siguiente objeción. Se puede admitir, efectivamente, que el concepto de persona supera algunos de los límites o de las sensaciones intelectuales que genera el concepto de naturaleza en la línea que se ha señalado: rigidez, determinismo, etc. Pero esto sólo sucede porque pasamos de un concepto preciso y lleno de contenidos a un concepto vacío y difuso, a un mero contenedor. De acuerdo, se diría, hablemos de la persona; pero, ¿cómo se define a la persona? Como es sabido, los personalistas no quieren o no saben dar una definición de persona. Y si no se dispone de esta definición se puede pasar de una situación con defectos pero definida y controlada a un escenario abierto que supera algunas objeciones pero totalmente indiferenciado. Y de aquí al relativismo no hay más que un paso. La objeción, inicialmente, puede parecer poderosa, pero, en realidad, no lo es. ¿Por qué? Por la sencilla razón de que exactamente lo mismo puede decirse del concepto de naturaleza. ¿Quién puede dar una definición de la naturaleza humana que no sea formal? Porque –como venimos insistiendo– afirmar que la naturaleza es la esencia en cuanto principio de operaciones no es decir nada concreto y específico del hombre. De ahí no se saca ningún contenido ni antropológico ni moral. Para que eso sea posible hace falta, en primer lugar, desarrollar esa concepción mediante la teleología y, después, dar contenido específico a las tendencias humanas pues, si prescindimos de la libertad, la teleología opera de manera prácticamente idéntica en hom105

bres y animales. En otras palabras, ni de la definición general de naturaleza humana ni de la definición específica-teleológica se puede extraer lo que es bueno o propio del hombre. Analicemos un caso concreto: el tema del bien. La posición clásica sostiene que el bien es lo que conviene a la naturaleza humana o lo que es conforme a la razón. Ambas afirmaciones son esencialmente correctas aunque el personalismo preferiría probablemente decir que lo bueno es lo que conviene a la persona porque así evitaría: 1) el riesgo de identificar persona y naturaleza humana cuando, en verdad, la persona no es su naturaleza humana, sino mucho más: un sujeto concreto e irrepetible; 2) el riesgo de racionalismo o intelectualismo de la segunda formulación. En efecto, si no se tiene cuidado se puede acabar pensando que lo bueno no es lo conforme a la razón sino lo que conviene a la razón, mientras que, en realidad, lo que hace la razón únicamente –aunque no es poco– es mostrar lo conveniente a la persona; pero el punto de referencia para establecer el contenido del bien es el hombre no la razón. Pero, independientemente de estos matices –que son importantes– lo que importa tener presente en este momento es que ambas definiciones son igualmente formales. O se tiene una idea concreta de lo que es la naturaleza humana o no se puede ir más allá; no puedo determinar los bienes concretos del hombre. Exactamente lo mismo que sucede si no se tiene una idea específica de persona. Por tanto, la objeción no es particularmente relevante. Pone de manifiesto que, para seguir adelante, no basta con una referencia a la persona. Hace falta un concepto de persona desarrollado. Pero eso no es un problema para el personalismo; al contrario. La antropología es su punto fuerte y donde más energías ha concentrado, si bien queda todavía mucho trabajo por delante. El terreno está por tanto despejado, es más, parece muy prometedor. Sin embargo, y a pesar de esta hermosa panorámica, llega el momento de detenerse. El objetivo de este ensayo no es desarrollar un tratado de antropología personalista sino definir el marco teórico actual del concepto de naturaleza humana con especial referencia a la tradición clásica entendida en sentido amplio, pues es la tradición con la que nos iden106

tificamos. Estimamos que ese marco ha quedado dibujado de una manera suficientemente clara como para estar en condiciones de abordar la vertiente más concreta de la cuestión: las aplicaciones y utilizaciones del concepto de naturaleza humana en diversos escenarios culturales 12.

12 Si bien este texto es filosófico, dada la trascendencia del concepto que estamos analizando, me interesa remarcar que las tres vías que acabo de proponer plantean sin duda retos teológicos pero no afectan para nada al núcleo doctrinal cristiano, en particular al cristológico. En efecto, la primera vía entiende la naturaleza humana como el modo de ser común de los hombres sin entrar en más especificaciones y coincide en esto con la posición del Catecismo de la Iglesia Católica que, sin entrar en tecnicismos, afirma: «Creados a imagen del Dios único y dotados de una misma alma racional, todos los hombres poseen una misma naturaleza y un mismo origen» (CIC 1934). Lo que afirma el dogma es que Cristo asume esa naturaleza humana común. La transformación de la teleología en autoteleología es una cuestión técnica sobre cómo los hombres se entienden a sí mismos que no afecta directamente a la cristología. Quizás puede plantear más dificultades a primera vista la transición a la persona por su uso limitado del concepto de naturaleza. Pero tampoco aquí hay ningún problema sustancial. Por un lado, el concepto de naturaleza o de humanidad se sigue usando y, en cualquier caso y sobre todo, lo que permanece es el contenido: la asunción de que todos los hombres comparten unos rasgos esencialmente idénticos. Lo único que ocurre es que no se construye la antropología sobre el concepto de naturaleza por los problemas que genera (por ejemplo, la contraposición automática con la cultura) sino sobre el de persona. Pero nada de esto afecta a la doctrina central cristológica; es decir, al hecho de que se estima que los hombres son esencialmente iguales y que Dios, al encarnarse, ha asumido ese modo de ser común.

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Parte II

Escenarios culturales

5. Una instancia de apelación moral Resulta frecuente en el lenguaje cotidiano el recurso a la naturaleza como criterio moral. Afirmar de una acción que resulta anti-natural significa descalificar tal acción, mientras que señalar, por el contrario, que un determinado comportamiento corresponde a la «verdadera naturaleza» de la persona constituye un elogio de su bondad. Tal comportamiento resulta natural (valga la redundancia) puesto que si la naturaleza refleja el dinamismo del hombre, comportarse de acuerdo con esos parámetros significa, de un modo u otro, ser leal a la propia esencia y tener un comportamiento correcto y, en el caso del hombre, bueno. Este modo de hablar es frecuente y, en determinados contextos tanto sociales como culturales, puede resultar válido y útil. La naturaleza se convierte así, como reza el título del epígrafe –que he tomado prestado de un artículo de Spaemann–, en una instancia de apelación moral y en un recurso hermenéutico que nos permite conocer qué es lo correcto y lo bueno para el hombre. Esta presentación de esta cuestión –con toda la verdad que encierra– podría dar la impresión de que el recurso al concepto de naturaleza es una vía fácil y segura para argumentar socialmente en problemas morales. Pero, un análisis mínimamente atento muestra que, para bien o para mal, las cosas no 111

son tan sencillas. Para comenzar, hay muchos conceptos de naturaleza, y no resulta arriesgado deducir que eso va a complicar notablemente la cuestión. Pero, además, entre esos conceptos, la postura dominante es la culturalista que se caracteriza por rechazar el concepto de naturaleza humana o, lo que es lo mismo, por reducirlo a una versión biologicista superable por la cultura. El resultado es que, hoy en día, el concepto de naturaleza humana está desprestigiado al identificarse con la posición naturalista y su empleo como instancia moral no se acepta pacíficamente en muchas ocasiones. Más bien al contrario, quien lo utiliza puede tener que emplearse a fondo para defenderse de las acusaciones de naturalismo. Si se afirma, por ejemplo, que usar preservativos está mal porque es contrario a la naturaleza de las relaciones sexuales entre el hombre y la mujer, una respuesta bastante probable diría que, en realidad, en esa visión de la naturaleza se esconde un prejuicio biologicista según el cual el hombre y la mujer tendría que someterse a su estructura biológica sin tener en cuenta lo que les dicta su inteligencia, sus sentimientos y su voluntad. Esta percepción es justamente la que Ratzinger tiene presente cuando decide no emplear el término naturaleza en su debate-diálogo con Habermas acerca de la secularización. «El derecho natural ha seguido siendo –sobre todo en la Iglesia Católica– el argumento con el cual se apela a la razón común en el diálogo con la sociedad laica y con las demás comunidades religiosas y se buscan las bases para un entendimiento sobre los principios éticos del derecho en una sociedad laica y pluralista. Pero este instrumento, por desgracia, ha dejado de ser fiable, y por eso en esta conversación mía no quiero basarme en él. La idea del derecho natural presuponía un concepto de naturaleza en el que la naturaleza y la razón se entrelazaban y en el que la naturaleza misma era racional. Al prevalecer la teoría de la evolución, esta concepción de la naturaleza se ha quebrado: la naturaleza en cuanto tal no es racional –se nos dice– aunque haya en ella comportamientos racionales; éste es el diagnóstico evolucionista, que hoy en día parece indiscutible»1.

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Cfr. J. RATZINGER y J. HABERMAS, Dialéctica de la secularización, cit., p. 61.

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¿Anula entonces la perspectiva naturalista a la anterior? No necesariamente. Es más, generalmente, ambas conviven de manera natural en el lenguaje y en las argumentaciones porque se emplean con significados diferentes. En el primer caso, se usa en el sentido de «humanidad» o «modo de ser del hombre» y, con este significado, la argumentación busca el apoyo del concepto de naturaleza para indicar que lo que se afirma (o se rechaza) es justamente lo propio y adecuado (o lo inadecuado) para los hombres. Valgan como ejemplo las afirmaciones siguientes: «el masoquismo es un comportamiento antinatural» o «es natural o conforme con la naturaleza humana ayudar a los demás cuando tienen alguna dificultad». Tenemos, por tanto, en una primera aproximación, que el concepto de naturaleza humana puede operar como criterio general de orientación moral pero que ese uso no siempre va a ser aceptado de forma generalizada y sin oposición. Si la naturaleza se entiende como «humanidad» generalmente será bien aceptada, pero si se entiende –con razón o no es otra cuestión– como un factor biológico o determinista que constriñe la libertad de la persona, será rechazado. Estas reflexiones, de todos modos, se mantienen en un nivel formal. Con ello queremos decir que estamos considerando casos en los que la naturaleza interviene sólo como apoyo a una conclusión ya sacada o a una opinión ya establecida. El recurso a la naturaleza, aquí, es un mero apoyo retórico, pero poco más. No se busca argumentar a partir de él sino confirmar la posición que ya se mantiene. En otros términos, primero está la convicción moral: el masoquismo es malo; y después viene el intento de apoyar esa convicción en el argumento «naturaleza»: el masoquismo es malo porque es anti-natural. Establecido este primer punto es necesario dar un paso más y plantearse lo siguiente: ¿Tiene la naturaleza capacidad de ser criterio moral de manera concreta y específica más allá de una apelación general? Para responder a esta cuestión me parece que se deben distinguir dos ámbitos de moralidad porque operan de modo diferente en la argumentación moral relacionada con el concepto de naturaleza. Uno se refiere a las características que apelan a la igualdad de los hombres, el segundo a ac113

ciones morales específicas no relacionadas explícitamente con la igualdad. En el primer ámbito, el concepto de naturaleza opera de un modo eficaz defendiendo la igualdad esencial de todos los hombres pues es uno de los rasgos integrados en su significado tanto si se usa el concepto metafísico (que hace referencia a la esencia) como el de «unidad de la humanidad». Desde este punto de vista, la naturaleza es el concepto que recoge esa igualdad esencial y se puede apelar a él tanto cuando esa igualdad ha sido violada, para defenderla, como, en una actitud positiva, para fomentarla. Por ejemplo, frente a un comportamiento racista o xenófobo, cabe afirmar: este comportamiento es inmoral porque todos los hombres somos esencialmente iguales, todos tenemos la misma naturaleza. No creo que nadie cuestionara esta afirmación. Lo mismo ocurriría si, por ejemplo, se discriminara a la mujer. No se puede discriminar a la mujer, se podría argumentar, porque tiene la misma naturaleza que el hombre. Es posible que, hoy en día, sea más frecuente recurrir al concepto dignidad humana o de derechos humanos: no se puede discriminar a la mujer porque tiene la misma dignidad que el hombre, o bien, no se puede discriminar a ninguna raza porque los derechos humanos son los mismos para todos. Pero, aún siendo esto cierto, la afirmación basada sobre la naturaleza probablemente sería aceptada. Y lo mismo podemos decir de cualquier intento de fundamentación universalista de la ética. Una ética que valga para todos sólo puede apoyarse en la universalidad de la naturaleza humana. Kant, por ejemplo, fomentó la visión biologicista del concepto clásico de naturaleza y su consiguiente rechazo, pero, al mismo tiempo, intentó establecer una ética universal que, sólo se puede basar en que todos los hombres somos esencialmente iguales, es decir, en la naturaleza común de los hombres. De hecho Kant usa de vez en cuando el término naturaleza en este sentido, pues resulta muy difícil prescindir absolutamente de él. Vemos, por tanto, que el concepto de naturaleza tiene una utilidad práctica, concreta y fundamental en el discurso moral cuando está en juego la esencial igualdad del género humano: derechos humanos, discriminación, universalidad de la ética, 114

etc. Y hemos visto también que esta potencialidad la puede poner en juego no sólo en el discurso teórico-filosófico sino en el cultural (más adelante profundizaremos en esta diferencia). Queda ahora por ver si es capaz también de intervenir significativamente en la determinación de la moralidad de comportamientos específicos no relacionados explícitamente con la igualdad de los hombres. En este terreno, sin embargo, las cosas están mucho más difíciles. ¿Por qué? Porque cuando no está en juego la igualdad, todo depende del concepto concreto de naturaleza que se tenga, y no me refiero principalmente a los conceptos teóricos de naturaleza, sino sobre todo a la visión concreta que se tenga del hombre. La discusión sobre los diferentes conceptos teóricos de naturaleza ya la hemos llevado a cabo en la primera parte y, por tanto, no vamos a repetirla. Se trata, fundamentalmente, de una discusión entre escuelas filosóficas aunque tiene, por supuesto, repercusiones prácticas. La que más afecta al punto que estamos considerando es el prejuicio contra la naturaleza en cuanto esta se presenta con resabios –reales o presuntos– deterministas. Ahora vamos a tratar otra cuestión. Vamos a examinar si, en un debate cultural, se puede acudir o no a la naturaleza para establecer la moralidad de una acción y, para no complicar la argumentación, vamos a prescindir de esa pequeña o grande espada de Damocles que la naturaleza –por el prejuicio culturalista– tiene sobre su cabeza. Pues bien, aquí todo depende, fundamentalmente, de si el tema en discusión es un valor compartido socialmente o no. Si el valor moral del comportamiento que se discute tiene una calificación moral más o menos unánime en la sociedad, el recurso a la naturaleza puede tener un cierto peso; en el caso de que no sea así, su utilidad es escasa y puede ser casi contraproducente. Pensemos, por ejemplo, en la tortura. Si se afirma que torturar a otra persona es un comportamiento antinatural, que va contra la naturaleza del hombre o contra la verdadera naturaleza de la persona, es muy probable que la objeción no suscite ningún comentario crítico. Pero ¿se debe esta aceptación al poder del concepto de naturaleza o a otros motivos? A mi juicio, la aceptación de esta tesis se funda sobre todo en que la afirma115

ción «la tortura es mala» es un valor socialmente compartido. Todo el mundo (en términos sociológicos, se entiende, siempre puede haber algún fanático o perverso que no esté de acuerdo con ello) acepta esta idea y, por eso, socialmente hablando resulta muy fácil sostenerla. En realidad, el debate no necesita prácticamente de la argumentación puesto que, en realidad, ni siquiera se va a iniciar ya que tan solo plantear la validez de la tortura supondría automáticamente el rechazo y la exclusión social. La afirmación «la tortura es mala» se sostiene hoy en día socialmente por sí sola por lo que, en la práctica, se puede apoyar en cualquier sostén conceptual: los derechos humanos, la dignidad del hombre, la naturaleza humana, etc. Ahora bien, cuando el comportamiento en discusión no se refiere a un valor compartido sino en discusión la cuestión cambia completamente (y, con más motivo, si el valor no sólo no es compartido sino que se rechaza de manera generalizada). Ahora es bastante probable que el recurso a la naturaleza tenga poca utilidad porque no dispone de ese sustrato común en el que apoyarse. Entendámonos, no estoy hablando aquí del valor absoluto (bueno o malo) del comportamiento. Para eso, el concepto de naturaleza en el marco de una teoría específica siempre tiene un valor muy importante. Lo que estoy intentado establecer es hasta qué punto el recurso a ese concepto en el marco del debate social puede ser útil para establecer con validez social la moralidad o inmoralidad de un comportamiento. Estos dos aspectos –bondad o maldad moral absoluta e implantación social– están ciertamente unidos, pero son distintos y operan con mecanismos relativamente distintos. El aborto, por ejemplo, es un hecho radicalmente negativo (primera versión del problema), pero, lamentablemente, la sociedad (o parte de ella) no lo considera así. De hecho, en España y en muchos otros países no está solo despenalizado sino, en la práctica, legalizado. Lo que aquí nos planteamos es dilucidar cómo es posible que ese valor se imponga socialmente y, en concreto, si el concepto de naturaleza resulta útil para ello. Y nuestra respuesta es que su utilidad es escasa cuando se discute sobre comportamientos sobre los cuales la sociedad no tiene una opción definida. ¿Por qué? Porque en estos casos el concepto de naturaleza opera sólo desde un punto de vista formal, como un 116

punto de referencia genérico sobre el modo de ser global del hombre, pero no aporta contenidos concretos y, por lo tanto, no sirve para la argumentación. En esos casos, la defensa o rechazo de una posición solo puede basarse en argumentación antropológica concreta. Pongo un primer ejemplo. Afirmar en un debate en España, hace 50 años, que el divorcio era contrario a la naturaleza del matrimonio probablemente cerraría la discusión del problema. Hoy, esa afirmación es socialmente inviable e insostenible. ¿Por qué? Porque hace 50 años la inmensa mayoría de los españoles compartía esta tesis. Por eso, el recurso a la naturaleza servía como apoyo teórico para la fundamentación del rechazo del divorcio. Pero hoy no es así y, por lo tanto, no es posible la misma argumentación ya que la contrarréplica inmediata sería: ¿de qué matrimonio se habla? Porque hay muchas concepciones del matrimonio y el divorcio ser contrario a la naturaleza de lo que algunos entienden por matrimonio, pero no a lo que muchos otros entienden. Por eso, se podría incluso sobreargumentar que recurrir a la naturaleza humana para fundamentar la indisolubilidad del matrimonio es, en el fondo, una estrategia demagógica en la que se intenta pasar por «perteneciente a la naturaleza humana» lo que, en realidad, no es más que la opinión personal de un sujeto o de un grupo social o religioso. No se trata en absoluto de un argumento banal o capcioso en el contexto de un debate pluralista. Tiene su peso y, frente a él, sólo cabe una honesta y profunda argumentación antropológica, es decir, no una apelación a un concepto genérico de naturaleza sino un razonamiento detallado de por qué ese concreto comportamiento es dañino para el matrimonio 2. Pongamos otro caso todavía más reciente, en el que además se puede contemplar cómo la cultura varía la concepción de lo natural o de lo normal: la homosexualidad. Hace 30 años (o incluso menos), la homosexualidad se consideraba en España un comportamiento antinatural. Y, en línea con los ejemplos que

2 El argumento también vale, por supuesto, para rechazar otras visiones sociales, como el laicismo, que pueden pretender imponerse presentándose como «la» visión justa de la sociedad.

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hemos mencionado, bastaba con esa identificación para que fuese rechazado. Sin embargo, y de manera muy rápida, esa percepción social ha variado radicalmente hasta convertirse en un comportamiento aceptado socialmente, especialmente como opción individual. ¿Cabe sostener hoy en el debate público que la homosexualidad es un comportamiento antinatural? Es muy complicado. Y no sólo porque quien lo intentara tendría encima automáticamente la presión mediática del lobby gay, sino porque ha desaparecido o se ha debilitado notablemente la percepción social de la antinaturalidad del comportamiento. Si bien muchos ciudadanos lo consideran todavía extraño o poco frecuente, la sociedad ha asumido que es una posible opción sexual que los hombres o las mujeres pueden elegir gracias al poder que tienen de superar su biología (teoría del género). Me parece claro que, en semejante contexto, el recurso a la naturaleza es poco eficaz. ¿Por qué? En el fondo, porque lo que se está discutiendo justamente es en qué consiste la naturaleza en este preciso punto, por lo que el argumento se vuelve circular 3. Quien justifica la homosexualidad lo hace en nombre de la naturaleza humana, es decir, en nombre de lo que piensa que es realmente la persona; y quien la rechaza, lo hace por el mismo motivo: porque considera que este tipo de comportamiento no es adecuado para la persona. Por eso, el recurso a la naturaleza en estos casos no resuelve nada; es, en buena medida, una mera petición de principio que puede ser rechazada con la argumentación elemental de que esa posición responde únicamente a una determinada visión de la naturaleza humana o de la persona. Sólo cuando esa posición no puede rechazarse por las implicaciones sociales que conlleva –como en el caso de los valores compartidos– es cuando esa apelación tiene valor. Pero si no es así, lo único que tiene valor es la argumentación antropológica concreta. En el ejemplo que estamos analizando, ar-

3 Rhonheimer ha advertido el problema: «Por paradójico que parezca: para saber qué es la ‘naturaleza humana’, o para interpretarla adecuadamente, tenemos que conocer ante lo ‘bueno para el hombre’. El conocimiento de la naturaleza humana, así pues, no es un punto de partida de la ética, sino más bien uno de sus resultados» (M. RHONHEIMER, La perspectiva de la moral. Fundamentos de la ética filosófica, Rialp, Madrid 2000, p. 194).

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gumentar específicamente por qué el comportamiento homosexual daña moral y antropológicamente al hombre y a la mujer. En definitiva. El recurso a la naturaleza en el marco del debate social puede resultar de utilidad cuando lo que está en juego es un valor socialmente compartido, especialmente, si tal valor apunta a la igualdad básica de todos los hombres. Pero, en el caso de que no sea así, en el caso de que se estén oponiendo posiciones encontradas ninguna de las cuales tiene un sólido apoyo social, el recurso a la naturaleza no puede ir más allá de una mera apelación formal, cuya incidencia en el debate será probablemente irrelevante. Lo que resulta imprescindible es una argumentación antropológica poderosa y específica. Cabe añadir, por último, que, por idénticos motivos, el límite del concepto de naturaleza en las discusiones específicas tampoco se solventa recurriendo al concepto de persona. En una discusión pluralista, el concepto de persona opera también de manera formal porque lo que está en juego, lo que se está debatiendo, es justamente qué es lo bueno para la persona; eso es lo que no está claro socialmente hablando y por eso se discute. El recurso a la persona genera, por tanto, el círculo vicioso al que ya hemos hecho referencia. La única ventaja que puede tener recurrir a este término en vez de al de naturaleza es evitar la contra-argumentación biologicista que, hoy en día, es un arma poderosa siempre al alcance de la mano. Esto se puede ver con facilidad, por ejemplo, en el caso de la homosexualidad. La afirmación de que el comportamiento homosexual es contrario a la naturaleza es más que posible que atraiga automáticamente las iras de la corrección política junto a la acusación de biologicismo, es decir, de confundir al hombre con su biología y de pretender esclavizarle a ella 4. Pero si la afirmación toma la siguiente forma: «el comportamiento homosexual es contrario al modo de ser del hombre y de la mujer», será igualmente rechazada por quien no esté de acuerdo, pero quedará libre de la objeción biologicista.

4 Un ejemplo muy claro del peso social de este argumento lo encontramos en la reciente novela de Álvaro Pombo, que sigue una línea pro-homosexual, y que se titula polémicamente Contra natura.

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6. El problema de la ley natural

1. Ley natural y objetividad moral Uno de los grandes temas y aplicaciones del concepto de naturaleza lo constituye la ley natural. Se trata de una construcción intelectual de gran potencia y complejidad y muy arraigada en la tradición clásica y en importantes sectores del pensamiento cristiano. Por eso conviene examinarla con cierto detalle si bien, evidentemente, no podremos más que apuntar algunas ideas de fondo que consideramos especialmente importantes pues, el argumento, en sí mismo, es inabarcable. Pero antes de entrar en materia conviene realizar un prolegómeno breve pero absolutamente esencial, ya que, si no se es consciente de este punto, se puede alterar o distorsionar toda la discusión posterior. Todas las personas tienen una experiencia de la moral, un sentimiento y un conocimiento, más o menos claro, más o menos profundo, más o menos preciso, del bien y del mal. Y también todos –o la inmensa mayoría de los hombres– tienen una experiencia sobre la objetividad del bien y el mal. Esa objetividad significa –en términos un tanto generales– que el bien no es un «invento» o «producción» de la persona, sino algo con lo que, en una u otra medida, el hombre se encuentra y con lo que tiene que ha121

cer cuentas. El bien está ahí, en las acciones; la persona no lo crea. Hay cosas que son buenas o malas y que, por lo tanto, el hombre tiene o no tiene que hacer. Y esas cosas, al menos las más grandes, importantes y generales son buenas y malas para todos. Matar, robar, torturar, odiar son cosas malas y ayudar al prójimo, pagar a los empleados, ser leal con los amigos son cosas buenas. Y no hay nada que se pueda hacer sobre ello. No está en el poder del hombre cambiar este tipo de cosas. Por mucho que se desee, robar nunca será una cosa buena y ser leal con los amigos nunca será una cosa mala. Puede que los ladrones se multipliquen y los amigos leales disminuyan, pero esto no cambia la realidad de las cosas, porque el hombre no puede decidir lo que es bueno y lo que es malo. Puede hacer el bien y el mal, que es un gran poder, ciertamente, pero una cosa muy distinta. Este discurso algo rudimentario presenta un aspecto del misterio humano que, no me parece arriesgado decirlo, muchos hombres a lo largo de la historia, han captado de una manera similar. Aunque no todos. Algunos han entendido la realidad el bien y del mal de una manera muy distinta: como un fenómeno meramente sentimental o una emoción sin valor cognoscitivo, como un discurso bello pero falso o, simplemente, como una sucesión de palabras. «Esta tendencia, comenta Maritain, encuentra su expresión más clara y a ultranza en ciertos seguidores del positivismo lógico (empirismo lógico). Según Ayer, ‘la presencia de un símbolo ético en una proposición no añade nada a su contenido como enunciación de un hecho’. Se trata de una pura orquestación emocional, que no constituye ninguna afirmación y no implica ninguna posibilidad de verdad o de error. Un hombre puede disputar conmigo acerca de mi apreciación moral de tal o cual caso, pero no me puede contradecir. Yo expreso simplemente ciertas emociones morales y mi oponente también expresa, simplemente, otras emociones morales. En este terreno somos el uno y el otro como animales que se enfrentan sin un lenguaje común. Esta manera de ver es coherente con el sistema del positivismo lógico. Yo la considero absurda»1. Quien está de acuerdo

1 J. MARITAIN, Neuf leçons sur les notions premières de la philosophie morale, Oeuvres complètes, cit., vol. IX, p. 782.

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con los elementos esenciales de esta postura –en sus múltiples variedades posibles– podría ser clasificado en términos muy amplios de relativista de uno u otro tipo. Para este tipo de personas, el bien, entendido como una realidad sustancialmente objetiva e independiente del querer humano, no existe. La postura contraria es la objetivista u objetiva y afirma, simple y sencillamente, que existe el bien y el mal y que no depende, al menos en lo esencial, de la voluntad humana. Pues bien, el punto esencial que hay que aclarar antes de abordar nuestro argumento es que la objetividad moral no se identifica con la ley natural o, dicho de modo más preciso, que la ley natural es sólo uno de los muchos modos en los que se puede intentar sistematizar y formular la experiencia moral. La cuestión es clave porque la objetividad de la moral es un punto irrenunciable en la estructuración de las sociedades. Resulta muy sencillo –especialmente en nuestros tiempos– elaborar discursos o actitudes provocadoras en las que se rompe con la moral convencional y se erigen nuevas leyes, o, dando un paso más, promover posturas abiertamente relativistas en las que se alaba cualquier toma de posición por el mero hecho de ser espontánea y auténtica. Pero este discurso, socialmente hablando, es inviable. La sociedad y la persona necesitan la moral y, si la moral sucumbe, todos pagaremos el precio con nuestra propia destrucción. Quien es consciente de este hecho –y responsable– defiende por eso la objetividad de la moral, la existencia del bien y del mal, y está dispuesto incluso a luchar por ello. Pero, y aquí está el punto que nos interesa remarcar, si bien la existencia de una moral y de una realidad moral objetiva es un dato fundamental que no admite ningún tipo de juego, componenda o debilidad, eso no quita que los modos concretos de entender y de formalizar conceptualmente esa realidad son, han sido y serán inevitablemente diversos. La complejidad de la realidad humana y la limitación y sectorialidad de nuestra inteligencia lo hacen inevitable. Existen muchos modos de teorizar la objetividad moral, y la ley natural es uno de ellos, pero sólo uno. La teoría de la ley natural es un modo determinado y específico de explicar dicha objetividad; un modo con una gran tradición y, por tanto, con un gran valor, pero sólo un modo: no 123

es la objetividad moral. La ley natural o la teoría de la ley natural no ha existido siempre. Hay atisbos en Grecia (la famosa tragedia de Antífona, por ejemplo) y en Roma, pero sólo atisbos. Cobra un gran desarrollo con los estoicos (aunque ellos la concebían más bien con un sentido cosmológico) y se consolida en el medioevo gracias, especialmente, a la gran síntesis de Tomás de Aquino 2. Posteriormente aparece una línea de tradición protestante, con nombres tan significativos como Hugo Grotio y Samuel Pufendorf (siglos XVI-XVIII), que intenta, en el marco de las luchas de religión, fundamentar la moral en una naturaleza universal depurada de referencias explícitas a la trascendencia. Es el famoso «como si Dios no existiera» de Grotio. Esta línea se agotaría entrando el siglo XIX, mientras que la tomista siguió vigente, es más, llegó a conocer un auge en el siglo XX merced al impulso de la neoescolástica. Después, empieza también a decaer hasta llegar la situación actual en la que resulta poco utilizada más allá de ámbitos culturales restringidos de sustrato católico. La ley natural, en definitiva, es una teoría filosófica y teológica y como tal ha de ser tratada. Ni menos ni tampoco más. Eso significa, en concreto, que valorar, criticar o incluso dudar de la validez de la teoría de la ley natural no es equivalente a valorar, criticar o incluso dudar de la objetividad moral. Es, simplemente, reflexionar y opinar sobre una construcción teórica, con una poderosa tradición y una enorme relevancia por los contenidos a los que se refiere, pero no tiene por qué significar en principio cuestionar esos contenidos. Esta es la observación que deseábamos hacer antes de comenzar nuestras reflexiones. Para el filósofo o teólogo será probablemente insustancial; pero quizá no ocurra lo mismo con un lector menos técnico. Dependiendo de la formación intelectual que se haya recibido la identificación entre ley natural y objetividad moral puede ser tan estrecha que no se conciba mentalmente la posibilidad de teorizar esa realidad de otro modo. 2 Se le considera el representante por excelencia de la ley natural, a pesar de que tampoco le dedicó excesiva atención. La referencia fundamental es la Summa Theologie, I-II, qq. 90 y ss, especialmente la 94 que es la única que dedica específicamente al tema.

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Y si, con toda la razón del mundo, se está a favor de la objetividad moral, se puede rechazar automáticamente toda crítica a la ley natural considerando que se está poniendo en duda la objetividad moral. Pero se trata de dos cosas diferentes. La ley natural es una teoría, la objetividad moral es una realidad que una y otra vez intentamos comprender y explicar. Además, en realidad, la ley natural no es una teoría, es un conjunto de teorías sobre una base común. Dicho en otros términos, no existe una única teoría de la ley natural sino varias, lo cual, por otra parte, resulta lógico, teniendo en cuenta la complejidad de lo que se quiere explicar. En este ensayo, nos vamos a limitar a analizar las dos que nos parecen más interesantes e importantes dentro de la tradición de la filosofía clásica y, en particular, de la tradición aristotélico-tomista. La primera es una versión simple y divulgativa, pero muy extendida, que consiste en entender a la ley natural como un código universal de comportamiento. La segunda, mucho más sofisticada, identifica la ley natural con la estructura-práctico moral de la razón.

2. La ley natural como código universal La versión simple o divulgativa de la ley natural se puede encontrar en las versiones escolásticas del tomismo, lo que incluye tanto el escolasticismo decadente como algunas modalidades de la neoescolástica o neotomismo del siglo XX; en las propuestas racionalistas procedentes de la tradición protestante de la ley natural y, también, en algunas explicaciones de tipo doctrinal catequético sobre la ley moral apoyadas principalmente en la síntesis tomista de la ley natural o en alguna de sus versiones más o menos acertadas. Tal propuesta, en sus líneas principales, sostiene lo siguiente. El hombre tiene una naturaleza inmutable y universal, es decir, una naturaleza que no cambia con el tiempo y que contiene los aspectos comunes a todos los hombres de todos los tiempos. Por ser la naturaleza una realidad dinámica esas dimensiones universales se presentan como principios de movimiento o de actualización de su ser y, por ser válidos para todo hombre, se presentan como universales y necesarios. Constitu125

yen, por tanto, una ley de su obrar acorde con la naturaleza, es decir, una ley natural. Dicho en otros términos, la ley natural constituye la ley necesaria y universal del obrar del hombre. Esta ley admite una cierta graduación en la universalidad de los principios (los hay de diversos niveles), pero los más básicos son conocidos por evidencia por todos los hombres de todos los tiempos y obligan moralmente a la persona. Puede seguirlos o no, porque es libre; y, de hecho, con cierta frecuencia no lo hace, lo que explica en parte la enorme variabilidad de los comportamientos humanos a lo largo de la historia. Pero todo hombre dispone de esa luz interior para dirigir su destino de manera digna de una persona. Y, en la medida en que esos principios se formalizan, se transforman en un código de comportamiento moral de gran utilidad pues permite orientar de una manera precisa la conducta. La formulación más clara y precisa que se ha dado de hecho de estos principios es la que se encuentra en el Decálogo. Allí se encuentran expresados con la mayor universalidad posible, y también de modo inequívoco, dada la autoridad divina de las Escrituras. Pero la conciencia del hombre también puede llegar a formularlos, si bien lo más frecuente es que se equivoque y, por eso, el Decálogo constituye una ayuda preciosa en esa difícil tarea. La coincidencia entre ambos caminos muestra, por otro lado, que tanto la naturaleza humana como la inteligencia reflejan de diversos modos la razón divina que ha creado tanto la ley natural como la luz de la razón que permite conocerla. También es una muestra del carácter sagrado que posee la ley natural y que justifica su fuerza moral obligatoria absoluta: la ley natural no admite excepciones. Hasta aquí un resumen de la versión simple, clásica o divulgativa de la ley natural que puede describirse con más o menos detalle. La nuestra ha sido bastante sintética pues no resulta necesario entrar en pormenores y, por otra parte, se trata de una concepción muy conocida que se puede encontrar descrita en muchos lugares 3. Lo que nos interesa es valorarla como 3 Ver, por ejemplo, entre muchos otros sitios posibles J. GREDT, Elementa philosophiae aristotelico-thomisticae, cit.

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una de las posibilidades o escenarios de aplicación del concepto de naturaleza. Es muy claro, en primer lugar, que estamos ante un modo brillante de formalizar el principio general de la objetividad de la moral: apela a la conciencia de las personas; establece una conexión perfecta con los principios morales del Decálogo; permite fundamentar los denominados absolutos morales al obtenerlos de un concepto de naturaleza universal; etc. La prueba de todas estas ventajas es que ha sido una concepción que ha gozado de gran favor durante mucho tiempo en la tradición clásica y en la cultura cristiana, especialmente en la católica. Sin embargo, y aunque quizá a primera vista no resulte evidente, no todo son ventajas. Esta versión de la ley natural presenta también problemas de notable entidad que no son fáciles de resolver. Señalaremos a continuación algunos de ellos. En primer lugar, encontramos el ya conocido problema de la contraposición entre naturaleza, cultura e historia. El recurso a la universalidad de la naturaleza resuelve, en principio, la cuestión de la universalidad de los principios morales pero al precio de considerar cultura y de la historia como ajenos a la naturaleza humana o, por lo menos, externos a ella. La naturaleza sería como un núcleo estable e inalterable separado de la cultura e historia que serían los elementos variables. La dificultad, posteriormente, se desplaza a la formulación y determinación de los conceptos universales: ¿cabe una formulación acultural y ahistórica de esos principios? Es decir, ¿cabe una formulación que prescinda totalmente de la sociedad en la que uno se encuentra? Parece difícil, ciertamente, que el mundo en el que uno habita no influya tanto en la comprensión como en la formulación de esos principios; pero, si esto es así, ¿no quedaría afectada su universalidad? La necesidad de expresar formalmente los principios genera a su vez otras dificultades: ¿quién los formula y cómo se determina el contenido exacto de la naturaleza humana o de esos principios? Cabe una respuesta teórica: los contenidos los determina la naturaleza humana. El problema es que la naturaleza humana, en abstracto, no existe. Lo que existe, de hecho, son hombres concretos que, con frecuencia, entienden de ma127

nera muy diversa tanto la ley natural como su contenido 4. A este propósito, Jacques Maritain comenta que, en el frenesí del racionalismo, que pretendía establecer de modo completamente deductivo la ley de la naturaleza humana se llegó a decir en Alemania «que después de la feria de 1870, cada año aparecían en Leizpig al menos ocho sistemas diversos de la ley natural y J. P. Richter podía escribir que cada guerra y cada feria traen consigo una nueva ley natural»5. Cabría hacer una referencia al Decálogo como punto de discriminación de las diversas teorías, pero, lógicamente, este recurso no tiene validez filosófica. Por otro lado, y con esto entramos en la cuestión de los contenidos, el alcance estricto de los conceptos del Decálogo tampoco es evidente si se va más allá de una mera referencia catequética o doctrinal. «No matarás», por ejemplo, es uno de los principios más evidentes. Pero, ¿qué incluye exactamente?: ¿Prohíbe la pena de muerte? ¿Prohíbe la defensa propia? ¿Prohíbe la guerra? Otro tipo de problemas surgen por el modo de conocimiento de los primeros principios. Para la teoría codicial se conocen de modo necesario y universal, y si esto es cierto, quedan resueltas de raíz un buen número de dificultades, como el de la moralidad de la ley natural. Hay que tener en cuenta, en efecto, que si la ley natural no es conocida no es ley natural (en sentido moral). El hombre sólo está moralmente obligado a realizar lo que conoce como bueno. Por tanto, si el hombre no conoce un principio de ley natural, para él, de hecho, no es ley natural (moral). Vemos de este modo que la dimensión cognoscitiva puede afectar a la universalidad real de la ley natural. Y un modo de evitar radicalmente este problema es postular que todos los hombres conocen necesariamente los principios esenciales de la ley natural. Para sostener esta tesis de manera concluyente habría además que establecer exactamente cuáles son los principios esenciales de la ley natural. Pero, dejando de lado los contenidos, y

4 Una aguda crítica de este problema en N. BOBBIO, Giusnaturalismo e positivismo giuridico, Edizioni di comunità, Milano 1972, pp. 168-172. 5 J. MARITAIN, La loi naturelle ou loi non écrite, cit., p. 19.

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centrándonos en la cuestión cognoscitiva hay que plantearse lealmente: ¿es posible afirmar con certeza que todos los hombres conocen necesariamente los primeros principios de la ley natural? La respuesta, al menos en nuestra opinión, no es en absoluto clara. Es cierto que parece existir una luz interna que guía de algún modo nuestro comportamiento moral. Y yo me atrevería a afirmar que esta luz no admite error en el primer principio moral por excelencia: hay que hacer el bien y evitar el mal. Pero que se conozcan de modo evidente los primeros principios morales concretos es harto dudoso. Volvamos al precepto «no matarás». No hay duda de que el respeto a la vida humana está enraizado en el hombre de manera muy profunda. Pero también está igualmente enraizada la agresividad. El hombre es agresivo por naturaleza y existen culturas de la agresividad. El imperio azteca basado estructuralmente en la muerte y en los sacrificios humanos. Y –por poner tan solo un ejemplo– en el famoso juego de pelota, de gran importancia ritual –de hecho no era exactamente un juego– se sacrificaba a los dioses a quien ganaba, lo cual era considerado un honor Las consecuencias para nuestro tema son evidentes. Un azteca educado desde su nacimiento en esta cultura, ¿habría llegado a pensar en algún momento que matar a los enemigos o a quien se le oponía era malo? ¿Podía un azteca haber conocido de manera evidente nuestros criterios de respeto de la vida humana? Y es que no se puede dejar de lado nunca que la cultura forma parte de la naturaleza humana, lo que significa que es inseparable del modo concreto en que cada generación y grupo humano se entiende a sí mismo 6. Otra opción posible es el innatismo, pero esta vía tiene todavía mayores dificultades. Por un lado habría que justificarlo filosóficamente, lo cual no resulta nada sencillo si se tiene en cuenta que todo nuestro conocimiento parece proceder de la experiencia; y, por otro, resultaría probablemente más difícil de

6 El reciente Compendio de la doctrina de la Iglesia Católica parece adoptar esta posición pues a la pregunta (417): ¿Son todos los hombres capaces de percibir la ley natural?, responde: «A causa del pecado, no todos, ni siempre, son capaces de percibir en modo inmediato y con igual claridad la ley natural».

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explicar –o, por lo menos, igual– la variabilidad del comportamiento moral según las culturas. Si los primeros principios son innatos, ¿cómo es posible que los comportamientos morales sean tan dispares? ¿Podría achacarse sin más a errores en la aplicación de esos principios o al mal moral inseparable del corazón humano? Parece excesivamente simple. Otro grupo de dificultades proceden del concepto de ley. ¿Qué se debe entender exactamente por esta palabra? La ley, en principio, es externa al sujeto al que se aplica; esa exterioridad hace posible la coactividad y de ahí surge la utilidad y viabilidad de la ley. Nadie se va a imponer a sí mismo normas que no quiera cumplir. Pero si la ley natural es ley en este sentido entonces aparecerá ante la persona como una imposición, como una realidad heterónoma, producto de una voluntad ajena que pretender someter la voluntad humana a sus deseos. ¿Es esto la ley natural? Y, si no lo es, como parece evidente, si es una ley interior, ¿qué tipo de ley es y quién la determina? Si la determina el propio hombre parece que entraríamos en un círculo vicioso: el hombre se dictaría la ley moral a sí mismo; pero si no la dicta él, ¿quién lo hace? ¿La naturaleza? ¿No significaría esto –si distinguimos entre naturaleza y hombre– someter a la persona a algo inferior, abstracto e impersonal? También cabría señalar que es Dios, a través de la naturaleza humana, quien muestra al hombre la ley moral. Pero esta respuesta, en principio correcta, conduce a otra de difícil solución: ¿cómo lo hace exactamente? ¿Prescinde de la razón humana, y entonces queda en el aire la moralidad de la acción; o lo hace a través de la razón humana? Pero, si asumimos la segunda opción, volvemos al punto de partida. El hombre sería quien, de hecho, dictaminaría con su razón cuál es el contenido de la ley natural.

3. La ley natural como la estructura práctico-moral de la persona Las dificultades apuntadas son consistentes. Se puede intentar responder a cada una de ellas, pero, en nuestra opinión, apuntan a debilidades importantes de la teoría sobre todo si, como hemos hecho hasta el momento, esta se expresa en una 130

forma particularmente rígida y universalista. En el fondo, y no resulta sorprendente, encontramos aquí, en una nueva versión, algunos de los problemas que suscitaba el concepto de naturaleza tomista: carácter a-cultural y a-histórico, una excesiva rigidez y abstracción, la minimización del papel del sujeto, el riesgo de un cierto naturalismo por la insistencia en la primacía de la naturaleza, etc. El problema ha sido advertido dentro del tomismo y ha generado un amplio movimiento de repensamiento y actualización de la ley natural 7. Jacques Maritain, por ejemplo, fue muy consciente de la existencia de los problemas mencionados –y aún añadió otros– y trabajó con intensidad en la renovación de la ley natural tomista. Su gran aportación puede considerarse el rechazo de la idea de ley natural entendida como código escrito y su reelaboración y repensamiento como una estructura interna de la persona. De hecho, este es el título que dio a su tratado específico sobre la ley natural: La ley natural o ley no escrita. Actuando así volvía, en buena medida, a la formulación original tomista. Tomás de Aquino, en efecto, no insistió machaconamente, como han hecho muchos de sus seguidores en el carácter de código de la ley natural, y menos de un código universal escrito. Esta no era la mentalidad de la Edad Media, sino la del racionalismo siempre proclive a cuadricular la vida. Hay, ciertamente, elementos en Tomás de Aquino que apuntan hacia una estructura codicial pero están matizados y controlados, y basados en una profunda concepción del acto moral que se desarrolla sobre todo en la I-II de la Summa 8. Por otro lado, la ley na7 Cfr. C. I. MASSINI CORREAS, La ley natural y su interpretación contemporánea, Eunsa, Pamplona 2006. El libro de E. SERRANO VILLAFAÑE, Concepciones iusnaturalistas actuales, Editora Nacional, Madrid 1967 también sigue siendo útil aunque trata sobre todo del derecho natural. 8 La perspectiva codicial está más presente en sus escritos de juventud como el Scriptum super Sententiis, De veritate y la Summa contra Gentiles mientras que en sus escritos tardíos y de madurez, como la Summa, su posición es más abierta. Esta evolución ha sido estudiada con mucha seriedad por G. ABBÀ, Lex et virtus. Studi sull’evoluzione della dottrina morale di san Tommaso d’Aquino, LAS, Roma 1983 aunque, a mi juicio, tiende a modernizar excesivamente las posiciones últimas del Aquinate. También Maritain fue consciente de la diversidad de perspectivas y la estudia en el capítulo IV de La loi naturelle ou loi non écrite, cit.

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tural no constituye para el Aquinate el principio de su teorización moral, sino la cumbre o síntesis final o, casi mejor, el nombre que culmina una estructura que ya está elaborada previamente. De hecho, Santo Tomás, estrictamente hablando, sólo trata la ley natural (y le dedica exclusivamente una cuestión) en la famosísima q. 94 de la Summa, cuando toda la estructura de la acción humana moral está ya perfectamente pensada, analizada y explicada. Pues bien, Maritain, como decíamos, advirtió estos problemas y volvió a la pureza de la doctrina tomista, además de añadir otros elementos de su propia reflexión, a veces basados en sugerencias del Aquinate, como, por ejemplo, su teoría del conocimiento por inclinación de la ley natural que pretendía responder a algunas de las objeciones de tipo cognoscitivo que hemos mencionado anteriormente. Otro importante impulso de renovación y profundización a la teoría de la ley natural ha venido de la denominada «nueva teoría de la ley natural», desarrollada sobre todo en ámbito anglosajón, y cuyos principales representantes son Germain Grisez y John Finnis 9. Por su origen anglosajón, esta teoría se ha confrontado especialmente con las posiciones analíticas y ha puesto especial cuidado en superar la denominada «falacia naturalista» según la cual no se podría pasar de enunciados sobre hechos a enunciados sobre deberes. La formulación de esta falacia se atribuye generalmente a Hume, quien tendría el honor de haber sido el primero en detectar la barrera que separa el mundo del ser (naturaleza) del mundo del deber (moralidad) así como la consecuencia que se deriva: de afirmaciones sobre lo que el hombre es no pueden en ningún caso deducirse afirmaciones sobre lo que el hombre debe ser. Se han vertido ríos de tinta sobre esta «falacia» pero en este texto no hemos querido prestarle mucha atención pues no la consideramos especialmente relevante. En nuestra opinión tal

9 El artículo seminal de esta teoría es G. GRISEZ, «The First Principle of Practical Reason. A Commentary on the Summa Theologica, 1-2, Question 94, Article 2», Natural Law Forum, 10 (1965), pp. 168-201; otro de los textos más importantes es: J. FINNIS, Natural Law and Natural Rights, Clarendon Press, Oxford 1980. Información y bibliografía sobre esta corriente en C. I. MASSINI, La ley natural y su interpretación contemporánea, cit.

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enunciado sólo puede sostenerse sobre una separación artificial de dos realidades que se dan integradas en la persona: su ser y su deber-ser. La persona es y debe-ser al mismo tiempo porque tiene una estructura dinámica-moral inseparable de lo que ella misma es. El hombre no es una realidad estática a la que se le insufla el dinamismo desde el exterior. Es, originariamente, un ser dinámico-moral que se ve impelido por su misma estructura antropológica a la consecución del bien. La «falacia naturalista», por tanto, es, en sí misma, una falacia. Existen, sin embargo, formulaciones de la moral que sí pueden ser afectadas por la «falacia naturalista». Esto sucede cuando se utiliza –conscientemente o no– una visión de la naturaleza excesivamente estática y naturalista. Si en la naturaleza del hombre no se incluye desde el principio su dimensión dinámica-moral, entonces la acusación de Hume puede resultar razonable. La biología, el puro ser-fáctico no es capaz de imponer ninguna obligación moral. Del hecho de que el hombre tenga dos manos, no se sigue que esté obligado moralmente a coger objetos, del mismo modo que, del hecho que tenga capacidad generativa, no se sigue que esté obligado a tener hijos. Lo que sucede es que, en el hombre, no hay separación estricta entre biología y moral. El hombre tiene una estructura personal en la que todos esos elementos están coordinados e imbricados y la tendencia moral no está fuera de ellos, sino que representa la misma estructura del ser humano en su tendencia hacia el bien sea este de tipo sexual, alimenticio o interpersonal. Justamente para obviar este problema, los autores de la «nueva teoría de la ley natural» han insistido en el carácter práctico de la razón moral y también en que el razonamiento práctico no surge de premisas meramente teóricas (hechos, por tanto), sino que se inserta desde el inicio en la tendencia del hombre hacia el bien. No hay pues, ningún paso «al deber» ya que se parte desde el deber. Un punto débil quizá de esta teoría es su insistencia en el carácter autoevidente de los primeros principios morales. Tal aserto asegura la corrección inicial de todo el razonamiento moral pero, como hemos señalado anteriormente, parece difícilmente compatible con lo que muestra la experiencia de la humanidad. 133

Otra área de renovación del concepto clásico de la ley natural conecta con el movimiento de la rehabilitación de la razón práctica que surgió en Alemania a mitad del siglo pasado 10. Tal movimiento quería recuperar –fundamentalmente en un contexto neoaristotélico– la dimensión práctica de la razón que, se encuentra profusamente afirmada tanto en Aristóteles como en Tomás de Aquino, pero que la tradición neoescolástica había dejado caer en el olvido. Una de las consecuencias de esta actitud –además del abandono de áreas como la filosofía política, por ejemplo- había consistido justamente en derivar hacia formulaciones racionalistas y estáticas de la acción humana y de la ley natural. Se pensó entonces que la superación de estas dificultades podía venir por una revalorización de la razón práctica y por una integración –o más bien– por una identificación de la ley natural con esta estructura. Si la ley natural dejaba de aparecer como un código escrito, es decir, como una estructura externa impuesta al hombre y se identificaba con su misma razón moral, muchas de las críticas y de los problemas que suscitaba la versión codicial desaparecerían automáticamente. Spaemann y Martin Rhonheimer pueden considerarse dos de los principales representantes de esta línea, si bien es el segundo quien ha afrontado el tema de manera más sistemática especialmente en su obra Ley natural y razón práctica 11. También Ana Marta González se puede encuadrar en esta tendencia y, en un texto algo largo pero que vale la pena reproducirlo por entero, ofrece muchas de las claves más importantes de esta posición.

10 Cfr. F. VOLPI, «Rehabilitación de la filosofía práctica y neo-aristotelismo», Anuario Filosófico, 1999 (32/1), pp. 315-342. 11 M. RHONHEIMER, Ley natural y razón práctica. Una visión tomista de la autonomía moral, Eunsa, Pamplona 2000. Esta publicación suscitó una encendida reacción tanto por parte de teólogos morales progresistas que rechazaban cualquier intento de fundamentación de la moral en la naturaleza, por más que se tratase de una naturaleza racional-dinámica, como por parte de tomistas más tradicionales que estimaban que este replanteamiento no respondía a la auténtica mente del Aquinate. Los pormenores se puede seguir en el «Postcriptum 1995» de la edición española (pp. 521-554) que es muy posterior a la primera alemana que fue la que suscitó la discusión.

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La ley natural, afirma González, «en primer lugar, es ley, y por tanto un principio extrínseco, que tiene su último origen en Dios legislador; pero es al mismo tiempo natural, y por tanto un principio intrínseco a la propia razón humana. Esto se debe a que es un principio intelectual y, como tal, metafísicamente constitutivo del obrar moral, es decir, del obrar racional y libre, sin por ello ser innato, pues se asienta sobre la noción de bien, que el alma racional forma al hilo de la experiencia. En todo caso, en virtud de ese principio se introduce la primera diferencia en el ámbito de la acción, del mismo modo que el principio de no contradicción introduce la primera diferencia en el ámbito del pensamiento. Así, el primer principio práctico prescribe algo tan básico como hacer el bien y evitar el mal. En la práctica, la razón puede o no atenerse a tal principio, y, en función de eso, será verdadera o falsa, y el obrar será bueno o malo. Pero, en todo caso, su vigencia metafísica permanece. En segundo lugar, la ley natural es una ley de la razón, sin embargo no excluye la referencia a los bienes anunciados en las inclinaciones naturales. En efecto: aunque el primer principio sea muy simple no es puramente formal: la referencia al bien, en el nivel mismo del principio, entraña la referencia a un contenido todavía por concretar. Según Santo Tomás, la primera concreción de ese contenido, con valor universal, la proporciona la razón que capta como buenos los fines a los que apuntan las inclinaciones naturales. De acuerdo con ello, pertenecen a la ley natural aquellos preceptos que prohíben las acciones cuya estructura intencional entraña una contradicción directa a los bienes propios de tales inclinaciones, en la medida en que el intelecto los reconoce como constitutivos del bien humano. Pero también los actos de virtud, a los que inclina la naturaleza. En tercer lugar, por tanto, la ley natural es universal, pero no minimalista, porque cuando prescribe obrar el bien se desvela efectivamente como semillero de virtudes. En cuarto lugar, la ley natural es universal, pero no ahistórica, porque su misma indeterminación reclama una determinación positiva. Con todo, la ley natural no se identifica con las 135

leyes positivas, sino que, en el caso de las leyes humanas, opera desde dentro de ellas como su criterio corrector, y en el caso de la ley divina, reclamando ser corregido por ellas»12. Veamos ahora cómo responde esta nueva versión de la ley natural a las críticas que había suscitado la formulación de código escrito. Ante todo, habíamos observado una contraposición con la cultura y la historia por su carácter universal. Aquí, observamos en primer lugar que se es consciente de esa dificultad, pues se rechaza que sea ahistórica y la razón que se da es que la ley natural es en principio indeterminada y se debe concretar en cada momento. Hay, pues una renuncia explícita a una universalidad formal, es decir, a la posibilidad de que la ley natural se pudiera redactar de una vez y para siempre. La ley natural tiene un aspecto indeterminado que corresponde concretar a los hombres de cada época. Al asumir este planteamiento desaparecen también lógicamente todos los problemas relativos a la formulación explícita de los principios, ya que no se contempla esa posibilidad como contenido imprescindible de la ley natural. Lo que ésta proporciona es la orientación de fondo, el bien humano, y un criterio de acción más cercano: «pertenecen a la ley natural –afirma González– aquellos preceptos que prohíben las acciones cuya estructura intencional entraña una contradicción directa a los bienes propios de tales inclinaciones». Pero no llega a la determinación concreta de los bienes. No dice cuáles son. Eso es una tarea de cada hombre en cada cultura. El repliegue de esta versión de la ley natural hacia los niveles morales más profundos también desactiva los problemas de tipo cognoscitivo. Ahora, el único conocimiento que se considera evidente por sí mismo es el primer principio de la ley natural: obra el bien y evita el mal. Los demás exigen una elaboración de la inteligencia y, por eso, caben errores en su proceso de formulación explícita. Y el innatismo, con buen sentido, se rechaza. Quizás el problema que parece peor resuelto es el que

12 A. M. GONZÁLEZ, «Ley natural como concepto límite. Una lectura de Tomás de Aquino», Ponencia en el Congreso, La ley natural, Universidad de Navarra, 2006 (en prensa). Su posición la desarrolla en Moral, razón y naturaleza: una investigación sobre Tomás de Aquino (2ª ed.), Eunsa, Pamplona 2006.

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genera el concepto de ley, que obliga a afirmar en la misma frase que la ley natural es un principio extrínseco e intrínseco. González, en efecto, sostiene que la ley natural «en primer lugar, es ley, y por tanto un principio extrínseco, que tiene su último origen en Dios legislador; pero es al mismo tiempo natural, y por tanto un principio intrínseco a la propia razón humana». Si bien la afirmación, obviamente, se hace respecto a realidades diferentes, no deja de resultar algo paradójica. La versión renovada de la ley natural, en resumen, está basada en un recurso más atento a los textos tomistas, lo que genera una mayor fidelidad al Aquinate, y en una insistencia especial –en parte por influjo de la corriente de renovación de la filosofía práctica– en la dimensión práctico-racional de la ley natural. Desde el punto de vista de su configuración, consiste en un repliegue hacia la estructura moral más profunda de la persona. La ley natural no consistiría tanto en el catálogo de bienes y males concretos que hay que realizar, sino en la estructura moral profunda del hombre que le orienta hacia el bien y que da sentido a ese catálogo de bienes que deben concretarse inevitablemente en cada momento de la historia. Esto significa que, en cierto sentido, la ley natural queda prácticamente reducida al primer principio, pero entendido este no como un mero principio intelectual sino como el fundamento del dinamismo moral o como el núcleo de la razón práctica moral 13. El impulso racional para realizar el bien y evitar el mal es, en efecto, el núcleo y centro de toda la ética que, sin él, no se sostiene y pierde su sentido. Entendido el primer principio de este modo, la ley natural, si bien pierde extensión con respecto a la formulación codicial, gana en profundidad y evita la mayor parte de las críticas y objeciones que se hacían a esa versión más tosca. No desaparecen todos los problemas, desde luego. Ya hemos hecho referencia a la cuestión de la ley, y existen otras dificultades a las que no hemos aludido. Atendiendo a estos problemas, González ha señalado que la ley natural debe entenderse

13 Una profundización de esta perspectiva, inspirada en la posición de Maritain, en J. M. BURGOS, La inteligencia ética. La propuesta de Jacques Maritain, Peter Lang, Berna 1995, pp. 113-127.

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como un concepto límite, que mantiene en delicado y difícil equilibrio numerosos elementos que operan en direcciones opuestas: universalidad y determinación, principios intrínsecos y extrínsecos, etc. Podemos concluir, de todos modos, que, a pesar de estos inconvenientes, esta teoría de la ley natural aparece como un buen instrumento para entender con profundidad la moralidad.

4. La transición a la persona en la ley natural ¿Cuál es la valoración personalista de la versión renovada de la ley natural? Personalmente, estimo que se trata de una teoría consistente que supera los principales problemas de la versión más divulgativa (si bien, más cómoda y útil desde un punto de vista práctico: una lista de principios válida en cualquier momento y circunstancia). Quizá el punto más problemático es la persistencia, si bien mucho más matizada, de la contraposición naturaleza-razón. El esfuerzo de profundización de los sostenedores de esta teoría ha evitado una visión simplista y excesivamente rígida del concepto de naturaleza, pero el concepto no ha sido modificado sustancialmente y se encuentra, por tanto, muy cercano a lo que hemos denominado posición metafísicaconcreta. El resultado es que el «lastre griego» vuelve a hacer su aparición a través de la tradicional oposición naturaleza-razón. En el fondo, nos encontramos de nuevo con los mismos problemas o perplejidades que suscitaba la posición de Spaemann sobre la naturaleza aunque desde otra perspectiva. Recordemos que, para Spaemann, era la razón la que daba sentido en última instancia a la naturaleza, hasta el punto de que sólo la unidad o integración de ambas generaba la auténtica naturaleza humana. Pero –como vimos– este es un lenguaje ambiguo que acaba generando, facilitando o manteniendo la dualidad razón-naturaleza. Exactamente lo mismo ocurre con la ley natural. Si se sostiene, siendo en esto estrictamente fiel a S. Tomás, que la ley natural es «una ley de la razón»: ¿no volvemos exactamente al mismo problema? ¿Qué pasa entonces con la naturaleza? Que es interpretada por la razón; luego la naturaleza en sí misma no es ley. 138

Una buena formulación de estas perplejidades o ambigüedades la encontramos en el texto de González: «la ley natural –afirma– es una ley de la razón, sin embargo no excluye la referencia a los bienes anunciados en las inclinaciones naturales»14. Ante todo, parece paradójico afirmar que la ley natural es una ley de la razón. ¿Por qué no se llama entonces ley racional, en vez de ley natural? De nuevo la extraña contraposición o descoordinación entre naturaleza y razón. Pero, dejando de lado la cuestión terminológica, lo que podemos observar es que se produce la contraposición naturaleza-razón típica de este planteamiento. Por un lado está la razón (que parece formal), por el otro los bienes «anunciados en las inclinaciones naturales», que «no se excluyen». ¿Cómo se van a excluir si son los que aportan el contenido del bien? Pero, si esto es así, y me parece el punto clave: ¿Quién genera el sentido de este bien: las inclinaciones o la razón que adviene desde fuera? No se trata de una cuestión fácil. Estamos tocando la dimensión última de la moral. Pero, justo por eso, de la respuesta que se dé depende toda la estructura de la ética. La propuesta renovada de la ley natural ofrece una respuesta sólida pero tiene, a nuestro juicio, un punto débil en el gran protagonismo que se da a la razón y que, si no se controlara, podría degenerar en un cierto racionalismo de tipo kantiano. En esta perspectiva, en efecto, la razón domina ampliamente todos los pliegues y resortes de la ley natural pues es la que interpreta y determina –desde fuera, si no nos equivocamos– el contenido de las inclinaciones naturales que no son racionales. El planteamiento, como ya he dicho, se sostiene pero deja la impresión de un cierto desequilibro a favor de la razón, de una cierta inestabilidad antropológica generada por una integración insuficiente y poco armónica de las diversas dimensiones de la persona. En este sentido, una observación fundamental que haría el personalismo es: ¿dónde está el sujeto? En efecto, llevamos mucho tiempo hablando de la ley moral, pero el sujeto, el yo del hombre, no ha comparecido por ningún lado. Si volvemos men-

14 El tema requería un tratamiento mucho más detallado. Aquí nos limitamos a plantear la dificultad que entrevemos en esta posición.

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talmente sobre las reflexiones previas podemos comprobar que en todo momento ha dado la impresión de que estamos tratando de realidades impersonales: «la naturaleza», «la razón», etc. Pero, ¿no deberíamos haber tratado, por lo menos algo más, del hombre y de su yo, que es, al fin, quien toma las decisiones morales, no «la razón»? ¿El recurso al sujeto no permitiría, por otra parte, una mejor integración de las diversas dimensiones del hombre en torno al yo? La posición clásica muy raramente tiende a referirse al yo, porque no entra dentro de su esquema conceptual, dado que normalmente no tematiza la subjetividad. Y esa es, en nuestra opinión, una de las claves que genera la inestabilidad antropológica, ya que entonces debe recurrirse a la razón. Pero la razón es una facultad formal; en sí misma no tiene más contenido que el que recibe y, si se constituye como criterio último, se corre el peligro de caer en un cierto racionalismo. Desde el punto de vista del personalismo, la mejor opción para solventar esta situación es renunciar al concepto metafísico-concreto de naturaleza y apostar por una integración de sus contenidos en la persona. El uso de este concepto (lo acabamos de comprobar otra vez) genera de una manera automática y prácticamente insuperable una dialéctica naturaleza-razón contraria a la experiencia, pero no es la única opción posible para teorizar la moralidad. Cabe describir las tendencias o dinamismos del hombre de modo integral desde el principio, es decir, como tendencias de la persona. Se puede concebir la tendencia sexual, por ejemplo, como una tendencia biológica que la razón debe comprender, moderar y a la que se debe dar sentido. Pero, ¿no se trata de una descripción de corte dualista? En el hombre hay una dimensión biológica que tiene un cierto grado de autonomía; pero tal dimensión sólo existe en el contexto de la realidad personal. Separada del hombre o de la mujer, tal tendencia no tiene ni vida ni sentido. Al fin y al cabo, no son las tendencias quienes son atraídas, es el hombre o la mujer quienes se sienten atraídos por las personas del sexo contrario. La tendencia sexual, por tanto, si bien tiene una base corporal y biológica, es eminentemente personal. La atracción sexual entre el hombre y la mu140

jer es una atracción entre personas y, por lo tanto, inevitablemente voluntaria y racional. No se trata, por tanto, de que la razón tenga que interpretar la naturaleza biológica, se trata de que la persona tiene que entender qué significa y qué repercusiones tiene que le atraigan (sexualmente, afectivamente o de otros modos) las personas del otro sexo. Lo que proponemos, por tanto, es un análisis de la tendencialidad humana desde la perspectiva personal, es decir, teniendo como elemento de juicio y de referencia a la persona. Y para realizar este análisis, repetimos, no hace falta el recurso al concepto metafísico-concreto de naturaleza. Es más, no sólo no hace falta, sino que es bastante probable que distorsione el análisis generando las dialécticas razón-naturaleza con las que nos hemos topado ya en numerosas ocasiones. Basta con un concepto de persona suficientemente potente y estructurado. Lo que proponemos, en definitiva, es aplicar el concepto de «transición a la persona» a la ley natural. Esta transición conceptual se debería completar con una transición terminológica. Si se desea prescindir del concepto metafísico-concreto de naturaleza, no parece que tenga mucho sentido seguir hablando de «ley natural». Tal expresión es perfectamente coherente si se pretende fundar la moral en la naturaleza, pero si no se quiere actuar así, el cambio de nombre parece imprescindible. Las posibilidades son múltiples: se puede hablar de ley moral de la persona, de ley moral o simplemente de análisis de la moralidad. El personalismo no se ha decantado por ninguna de ellas por una razón muy concreta, porque no es necesario. Ya vimos en su momento que, incluso desde la perspectiva tomista, el término de ley natural no es estrictamente necesario. Cuando Santo Tomás lo emplea en la Summa (y recordemos que le dedica una única cuestión) ya está todo dicho. ¿Por qué? Porque el problema fundamental es otro. El problema real es explicar la moralidad humana y, en particular aquella objetividad a la que nos referimos al comienzo de este capítulo. Eso es lo fundamental. La «etiqueta» que se ponga a esa explicación no tiene por qué ser única. La ventaja de la expresión «ley natural» es que parece implicar en su misma formulación esa objetividad moral que se quiere defender. Y, 141

por eso, resulta cómodo recurrir a ella. Pero también tiene sus problemas y no son pequeños. Cabría, por último, plantearse si las reflexiones que hemos realizado son aplicables a un concepto ligado estrechamente al de ley natural, el derecho natural. Hay una corriente que tiende prácticamente a identificar ambos conceptos pero, a nuestro juicio, se trata de realidades que, si bien tienen una conexión profunda (y no sólo por el apelativo «natural»), son muy diferentes. La ley natural es un concepto fundamentalmente moral, mientras que el derecho natural es un concepto esencialmente jurídico que requiere, para su adecuado tratamiento, la elucidación precisa de conceptos como lo justo, la ley, el derecho, etc. Por tanto, debemos detenernos aquí. De todos modos, nos consideraríamos muy satisfechos si, alguna de las observaciones que hemos hecho, sirviera para avanzar en el viejo debate entre el derecho natural y positivo que, a pesar de algunos intentos recientes de mediación, como el del «positivismo inclusivo» está lejos de resolverse. Nuestra intuición, que aquí sólo podemos proponer, es que la solución puede encontrarse en un recurso al concepto de persona que permita: 1) evitar las notables ambigüedades del término natural y 2) una construcción antropológico-social de los conceptos jurídicos que dé al derecho natural la fundamentación antropológico-ontológica del derecho y al derecho positivo la especificidad de lo jurídico, es decir, la admisión, con palabras de Ollero, de que «sólo es derecho el derecho positivo»15.

5. La ley natural como herramienta cultural Cuando reflexionamos en el capítulo anterior sobre la eficacia y utilidad del concepto de naturaleza humana, nuestra conclusión fue ambivalente siendo el punto de referencia la

A. OLLERO, «Derecho positivo y derecho natural, todavía…», en J. A. RAy M. A. RODILLA (eds.), El positivismo jurídico a examen. Estudios en homenaje a José Delgado Pinto, Ediciones Universidad de Salamanca, Salamanca 2006, p. 914. Este estudio proporciona una buena síntesis actualizada del estado de este viejo debate. 15

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aceptación social del argumento en discusión. Si este disfrutaba de buena receptividad social el recurso podía ser eficaz. Se sumaba, además, la posibilidad de recurrir a la naturaleza como unidad de la humanidad, perspectiva que en general es bien recibida. El aspecto negativo consistía en la altísima posibilidad de ser acusado de mantener posiciones naturalistas apenas se hiciese uso un poco sistemático del concepto de naturaleza. A mi juicio, sin embargo, esta ambivalencia no existe en el caso de la ley natural. La percepción social de esta noción es fundamentalmente negativa. Ello se debe a que no sólo incorpora todos los problemas subyacentes al término natural, sino que añade y suma todos los relativos al concepto de ley aplicado a la moralidad. Los problemas del término naturaleza los conocemos. Los problemas del término ley, sin embargo, los hemos apuntado muy someramente. El núcleo de las dificultades estriba en que socialmente –y de forma abrumadora– el término de ley se entiende desde un punto de vista jurídico y, por lo tanto, como un ordenamiento externo impuesto coactivamente a la persona. ¿Qué sucede si aplicamos este término a la moralidad humana? Que, lógicamente, tiende a concebirse también como un conjunto de leyes heterónomas impuestas desde fuera. Esta impresión se suaviza un poco si se habla de ley moral, porque la moralidad apela de algún modo al mismo sujeto, pero si el calificativo que se añade es el de natural, la percepción de exterioridad impuesta no hace más que reforzarse, sólo que ahora con el agravante de que lo más directo es pensar que las leyes a las que se hace referencia son las naturales en el sentido estricto del término, es decir, las físicas y biológicas, etc. Recurrir a la ley natural, en otros términos, puede ser interpretado como una propuesta de que el hombre se rija por sus dinamismos naturalbiológicos 16. Tenemos pues que el concepto de ley natural, hoy en día, se entiende por una buena parte de la población como: 1) unas leyes de tipo jurídico que alguien impone heterónomamente a los

16 De hecho, como vimos al comienzo, esta es la tesis explícita de la sociobiología de Wilson y de sus seguidores: Pinker, Mosterín, etc.

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sujetos; 2) un conjunto de leyes biológico-naturales; 3) una confusa mezcla de ambas. A la vista de este panorama no parece muy arriesgado concluir que recurrir a este término puede conducir, con suma facilidad, a situarse automáticamente en un contexto cultural extraño a la cultura en la que se vive. Este hecho me parece que debería hacer pensar bastante a los defensores de la versión renovada de la teoría de la ley natural. ¿Tiene realmente sentido continuar manteniendo este término? Porque, al final, se puede llegar a situaciones realmente paradójicas. Si alguien recurre en un debate cultural a la ley natural, lo que quiere hacer en la mayoría de los casos es revindicar la existencia de unos principios universales válidos para todos los hombres. Esta es la utilidad fundamental que estima que le proporciona este concepto tanto para uso propio –sus convicciones personales– como para el debate social. Si hay una ley natural, existen unos principios válidos para todos y aquí se acaba el problema. Otra cuestión es si la sociedad quiere seguirlos o no; esta es una dificultad importante, pero de tipo práctico, no conceptual. Ya se sabe que los hombres no siempre nos comportamos como deberíamos. Ahora bien, esta posición, si bien resulta ventajosa en algunos aspectos presenta –y los hemos considerado– numerosos problemas a un análisis detallado. Y, por eso, las nuevas teorías de la ley natural no sostienen esta posición (la codicial o divulgativa) sino una mucho más compleja y sofisticada que, sobre todo, se cuida muy mucho de concretar. Porque concretar, en efecto, es complicado. Pero entonces se produce un fenómeno muy curioso. Los defensores de las nuevas versiones de la ley natural acaban sosteniendo una posición que no coincide con lo que la mayoría de la gente piensa que es la ley natural y, me parece que no me equivoco, también con lo que les interesa que sea. En una reciente entrevista –por tanto, de tono divulgativo– Ana Marta González señalaba dos rasgos de la ley natural que atañen al caso. El primero es que, «más allá de las controversias académicas, tanto la referencia a una ley natural como la referencia a los derechos humanos recogen una idea fundamental: hay criterios morales que preceden a nuestros acuerdos convencionales, que son anteriores incluso a nuestras diferen144

cias de credo, cultura, nación o partido»17. Personalmente estoy completamente de acuerdo con esta afirmación. De hecho coincide con nuestra descripción de la objetividad moral. Pero tengo una objeción importante de tipo terminológico. Para sostener esta tesis no hace falta recurrir a la ley natural; se puede hacer –y de hecho se hace muy eficazmente– desde otros parámetros muchos más convincentes culturalmente: los derechos humanos, que se mencionan explícitamente, o, simplemente, la referencia a la existencia de una objetividad moral, de una ética que no puede estar al arbitrio de los gustos, sino de lo que el hombre realmente es. El segundo punto que se explica es el modo en que se concreta (o mejor en que no se concreta) la ley natural. «La ley natural es un principio muy básico: ‘Haz el bien y evita el mal’, en eso estamos todos de acuerdo, porque somos seres morales por naturaleza. El problema viene cuando eso tan general se concreta en situaciones distintas, de lugar, de cultura, de tiempo. Acertar, en la práctica, no es cuestión de fórmulas hechas: es cuestión de meter cabeza, de ponderar los bienes que están en juego. Y ahí podemos equivocarnos de muchas maneras». Personalmente también me encuentro perfectamente de acuerdo con esta tesis, pero permítaseme la expresión: para este viaje no hacían falta tantas alforjas. Porque si, al final, lo que se afirma es la existencia de una estructura moral fundamental –el primer principio de la razón práctica– que tenemos que concretar en nuestro contexto cultural con la inteligencia que Dios nos ha dado, ¿para qué insistir tanto en describir esa realidad como ley natural, cuando, cultural y socialmente esta expresión suscita un rechazo generalizado y, en realidad, no responde a lo que la mayoría de la gente busca en ese concepto? Una de las razones que a veces se esgrime en este sentido es que el concepto de ley natural refleja muy adecuadamente el aspecto de «datidad», propio del ser humano, un concepto que la sociedad contemporánea parece haber perdido. El hombre, efectivamente, no es completamente dueño de sí, ni se ha hecho a

17 Entrevista realizada por Corina Dávalos en el marco de las XLIV Reuniones Filosóficas de la Universidad de Navarra.

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sí mismo, sino que tiene una estructura recibida, dada, que refleja el concepto de ley natural. Es un punto a favor ciertamente. No tengo claro, sin embargo, que compense por el resto de problemas que presenta, toda vez que, estrictamente hablando, la dimensión de datidad no desaparece en otras concepciones. El concepto de persona, por ejemplo, también implica esa «datitud»; no es un invento nuestro; somos personas por concesión de Alguien. Otra razón que me parece que opera con fuerza en la apuesta por mantener el término de ley natural es el reparo a romper o a cortar el hilo con una tradición que ha usado esa terminología durante siglos. El reparo me parece fundado. La tradición no debe valorarse a la ligera. Pero si un análisis serio de un aspecto de la tradición muestra que ésta debe renovarse, continuar ligados a fórmulas antiguas es un flaco servicio a nuestros contemporáneos. Es dar gato por liebre en dos sentidos. Ante todo porque se mantiene una fórmula con una fisura fundamental entre su significado técnico y el vulgar. Y en segundo lugar porque se mantiene una fórmula que ha perdido su vigencia y que genera un cierto desprestigio cultural de quien la usa, existiendo otras fórmulas mucho más adecuadas y aceptables socialmente de sostener en lo esencial las mismas posiciones.

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7. ¿Es la familia una institución natural?1

1. Planteando el problema Otra de las aplicaciones o desarrollos importantes del concepto de naturaleza toca a la familia, mediante su descripción como una «institución natural» en el marco de la tradición clásica. Aunque está cayendo poco a poco en desuso –porque sugiere una visión naturalista– sigue utilizándose todavía y, sobre todo, está muy arraigada en el subconsciente de esa tradición 2. Es una idea que, de un modo u otro, pervive en los cimientos intelectuales de la perspectiva clásica aunque se use con menos frecuencia por motivos de corrección política. Por ello, estimo que es de sumo interés analizarla a fondo tanto

1 Este capítulo recoge sustancialmente las reflexiones del artículo: «¿Es la familia una institución natural?», Cuadernos de bioética, XVI, 2005/3ª, pp. 359-374. 2 Esta definición es la que emplea recientemente la asociación familiar Profam: «la familia es una institución natural que existe antes que el Estado o cualquier otra comunidad, constituye la célula básica de la sociedad y se conforma como elemento angular del desarrollo social». El texto completo se adjunta como apéndice al final del capítulo y se emplea, evidentemente, sin ningún afán polémico. Únicamente porque resulta muy ilustrativo de una determinada mentalidad.

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para establecer si se trata de una definición correcta como para descubrir cuáles son esas vías profundas que hacen que, en el marco de la tradición clásica, se tienda a recurrir a esta perspectiva. Como intentaré mostrar, si bien esta perspectiva puede parecer que funda de manera radical a la familia alejándola del peligro del subjetivismo o de las interpretaciones eso no se logra sin generar problemas culturales de una entidad quizá mayor. Pero no adelantemos acontecimientos. Comenzaremos afrontando la parte directamente teórica, lo cual se puede hacer preguntándose simple y llanamente si la afirmación «la familia es una institución natural» es correcta o no. A estas alturas de nuestra reflexión sabemos ya que tal pregunta es esencialmente ambigua por la polisemia del concepto de naturaleza. Y sabemos también por tanto que sólo es posible seguir adelante de una manera medianamente sensata si distinguimos los diversos conceptos de naturaleza que hemos obtenido y analizamos la respuesta en relación a cada uno de ellos. Por motivos de simplicidad hemos agrupado los diversos significados de naturaleza del siguiente modo: • concepto naturalista (significado 1); en este debate la posición culturalista queda fuera, pues, evidentemente no sostiene en ningún momento que la familia pueda ser una institución natural sino todo lo contrario; • concepto metafísico corpóreo (significado 2). Nos referimos a la interpretación aristotélica de physis, que consiste fundamentalmente en la formulación filosófica del concepto naturalista y, por eso, los consideraremos de manera conjunta; • la naturaleza como modo de ser del hombre (significado 3). La naturaleza entendida de este modo incluye tanto el concepto de humanidad como el principio metafísico ampliado, puesto que no significa otra cosa que lo que el hombre verdaderamente es, aunque cada posición lo formule filosóficamente de manera distinta). Si resulta necesario a lo largo de la discusión distinguiremos los dos sentidos que están unidos en este significado. Una vez realizadas las definiciones pertinentes toca comenzar a recabar respuestas a un interrogante que ahora po148

demos formular de una manera más precisa refiriéndonos a uno u otro de los sentidos que hemos establecido. El sentido común, quizá, llevaría a descartar de modo absoluto el primer significado y, entre las dos posibilidades de carácter filosófico, optar decididamente por la segunda. Sin embargo, aunque pueda resultar sorprendente, no siempre ocurre esto. En la tradición que tiende a designar a la familia como «institución natural» más bien sucede lo siguiente. Se descarta de modo general la definición 1 aunque tomando algunas de sus características y no se realiza ninguna opción clara entre las definiciones 2 y 3. En realidad, parece más bien que se da una cierta confusión entre ambas que se emplean de forma alternativa y sin distinguirlas suficientemente. En ocasiones se opta abiertamente por expresiones y formulaciones muy cercanas a la posición 2, lo que significa que la familia se concibe de manera muy naturalista y, en otras, se opta por la posición 3 mediante un recurso general y muy indefinido a la naturaleza humana. Un texto muy útil para observar este planteamiento es el estudio de Jean Leclercq, La familia según el derecho natural 3 porque es un estudio profundo, relativamente moderno (se escribe en 1959), e incorpora ya una cierta evolución conceptual en relación a formulaciones mucho más arcaicas de esta tradición 4 debido a la toma de conciencia por parte del autor de la necesidad de asumir algunos cambios en el modo de entender y estudiar a la familia. Pues bien, en este texto encontramos las siguientes definiciones e ideas acerca de la familia. «Respecto a la familia, afirma Leclercq, se da un acuerdo universal del género humano que se explica por el mismo carácter de la institución familiar. No hay institución más cercana a la naturaleza. Sociedad simple, apoyada de manera muy inmediata en ciertos instintos primordiales, la familia nace espontáneamente del mero desarrollo de la vida humana»5. Más

3 J. LECLERCQ, La familia según el derecho natural, Herder, Barcelona 1961, 384 págs. 4 Cfr., por ejemplo, I. GOMÁ, La familia según el derecho natural y cristiano (1926), Barcelona, 1959 (7ª ed.). 5 J. LECLERCQ, La familia según el derecho natural, cit., p. 12.

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adelante insiste en la misma idea. «La familia, aun entre los pueblos más civilizados, se conserva en un estado muy cercano a la naturaleza. Compuesta de un padre, una madre y sus hijos, la familia se apoya en sentimientos naturales sensiblemente idénticos tanto entre los civilizados como entre los primitivos, y no evoluciona, como la sociedad civil, hacia un organismo complicado, cada día más artificial»6. Y, en este punto, se apoya en un texto más antiguo escrito por Bonnecasse, que suscribe un naturalismo extremo, en el que se afirma: «La familia es, en verdad, aun en la época moderna, no tanto un conjunto de personas y voluntades individuales agrupadas arbitrariamente, cuanto un dato de la naturaleza misma de las cosas que se nos impone y que se manifiesta por un organismo especial de contornos precisos, animado de una vida colectiva propia, de la cual participan de modo absolutamente necesario lo mismo nuestra condición física y patrimonial que nuestra existencia moral»7. Probablemente, los textos sorprendan al lector por su intenso reclamo a una visión naturalista de la familia. En efecto, no se trata sólo de que se considere una institución adecuada a la naturaleza humana sino que se la concibe como un hecho casi natural en el sentido biológico y cosmológico de la palabra. Las expresiones no dejan lugar a dudas. La familia «se conserva en un estado muy cercano a la naturaleza», es una realidad «simple», surge «espontáneamente», de «instintos primordiales», «no evoluciona» hacia realidades artificiales, etc.; expresiones que, en el texto de Boneccasse, se convierten en «un dato de la naturaleza misma de las cosas que se nos impone y que se manifiesta por un organismo especial de contornos precisos, animado de una vida colectiva propia». Ahora bien, ¿qué es esto más que una visión cosmológica –o cuasi-cosmológica si no se quiere cargar las tintas– de la realidad familiar?, ¿una visión en la que los elementos propiamente humanos –libertad, razonabilidad– prácticamente desaparecen hasta transformar a la familia en una institución quasi-biológica cercanísima a las estruc-

Ibid., p. 33 (cursiva nuestra). J. BONNECASSE, La philosophie du Code Napoléon appliquée au droit de famille (cit. en J. LECLERCQ, La familia según el derecho natural, cit., p. 33). 6 7

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turas de reproducción de los animales? Es este, pues, un primer significado de la familia como institución natural: una estructura análoga (no idéntica, evidentemente) a las unidades de reproducción animales, cercana a la naturaleza, estable (no evoluciona o muy poco) y en la que las referencias a los rasgos específicamente humanos son escasas. Jean Leclercq, sin embargo, no usa exclusivamente las definiciones 1 y 2. También usa la tercera. Cuando pasa de la definición conceptual de familia a una descripción más fenomenológica, el discurso cambia de registro. Se habla del hombre y de la mujer, de su igualdad, diferenciación y complementariedad, del compromiso y entrega que supone la creación de una nueva unidad familiar, etc. Este no es, ciertamente, el contexto de las definiciones 1 y 2, sino el de la definición 3; es decir, ahora se describe a la familia como una realidad adecuada al modo de ser del hombre, pero sin un recurso intenso al término naturaleza. Recalco esta última idea porque me parece importante ya que, en efecto, tiende a ocurrir lo siguiente: si se recurre con mucha frecuencia al término naturaleza parecen primar las ideas de tipo naturalista. Cuando esa referencia no es reiterativa el discurso se dulcifica de estas connotaciones. Pero Leclercq todavía emplea el término naturaleza en una tercera modalidad consistente en usar los diversos significados de manera simultánea, confusa y con tintes contradictorios. El texto más claro es el siguiente. «La familia, afirma, es una institución natural; nace espontáneamente dondequiera que haya hombres. No espera, para aparecer, a que el Estado le asigne un estatuto jurídico. En la mayoría de sociedades la familia existe sin intervención del Estado y se rige por costumbres tradicionales. Sin embargo, la unión de los sexos y la procreación pueden darse en condiciones contrarias a las exigencias de la naturaleza humana» 8. El texto muestra, en efecto, una primera referencia a la naturaleza de tinte biologicista pues se afirma que surge de manera espontánea (¿significa eso que se produce sin que inter-

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J. LECLERCQ, La familia según el derecho natural, cit., p. 32.

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venga la razón?), se rige por costumbres tradicionales (¿significa eso que deberían ser iguales en todas partes?) y conduce, también en versión biologicista, a la unión de los sexos (no de las personas) y a la procreación (perpetuación de la especie). Ahora bien, y aquí es donde surge la sorpresa, todo esto puede acabar realizándose de «manera contraria a las exigencias de la naturaleza humana». Esta naturaleza, ahora, tiene que ser evidentemente la del sentido 3, pues, de otro modo, el texto resultaría incoherente. En efecto, ¿cómo puede surgir la familia de manera espontánea, sin intervenciones externas, de modo natural y, al mismo tiempo, ser contraria a la naturaleza humana? Parece, ciertamente, algo de muy difícil explicación a menos que se esté usando el término naturaleza en sentidos distintos.

2. Buscando respuestas a) ¿Es la familia una institución natural? a) (Sentido naturalista) Una vez hechas las distinciones pertinentes, e introducidos en el argumento a través de la obra de Leclercq es el momento de afrontar directamente la pregunta que nos interesa: «¿Es la familia una institución natural?». Pero, para evitar las confusiones a las que hemos hecho alusión, desdoblaremos esta pregunta en dos. La primera es la siguiente: ¿Es la familia una institución natural en el sentido naturalista? A este interrogante, la respuesta sólo puede ser una: no. La familia no es una institución natural en el sentido de simple, espontánea, cercana a la naturaleza, no influenciada por el artificio, etc. No existen familias humanas de estas características. No existen, ante todo, por una cuestión de principio. La familia es una instancia humana y, por tanto, voluntaria, libre, racional y cultural. Las familias no surgen como las setas o los árboles, son el producto de decisiones que se toman en contextos sociológicos determinados y, por tanto, están mediadas siempre por la inteligencia y la voluntad individuales y por la cultura. 152

La respuesta teórica negativa está corroborada –o fundamentada según se mire– por la antropología cultural. Si la familia fuese un hecho espontáneo y natural tendría que ser básicamente idéntica en todas las sociedades, pero esto, de hecho, no es así. Por un lado, existen formaciones familiares muy difundidas y al mismo tiempo diversas, como la monogamia y la poligamia, lo cual plantea ya cuestiones muy sustanciosas. ¿Cuál de ellas sería la familia natural? Ambas quizá podrían considerarse naturales pues están ampliamente difundidas pero, precisamente por esto, también es cierto lo contrario: ninguna de ellas puede considerarse natural porque no lo pueden ser simultáneamente. O bien, si ambas lo son, entonces cabe pensar que cualquier tipo de estructura familiar lo puede ser puesto que significaría que el criterio para adscribirla a esta categoría consiste simplemente en que «surja espontáneamente» de la vida de los hombres, lo cual plantea, a su vez, una nueva dificultad: ¿con qué criterio determinamos la espontaneidad?, ¿con el de «salvajismo», en el sentido de mera antigüedad histórica y, por lo tanto, de presunta menor influencia de la cultura o de la civilización? Si así fuera, entonces algunas costumbres aberrantes serían particularmente espontáneas (primitivas) y, por lo tanto, naturales (en algunas tribus africanas, por ejemplo, había que presentarse con los cráneos de tres enemigos para poderse casar ). Además, para acabar de complicar la cuestión, lo estudios etnológicos y antropológicos nos muestran una amplia variedad de estructuras familiares (¿espontáneas?) tan distintas entre sí que, por ejemplo, en el trabajo realizado por Zelditch en el que se intenta buscar lo común a todas ellas, se concluye que el único factor presente en todas sería, asombrémonos, la capacidad de dar legitimidad a un tipo de relaciones (sexuales, de procreación, etc.) que, sin embargo, no se podrían definir estrictamente como familiares porque también se dan en estructuras o relaciones sociales que no tienen ese carácter 9.

9 Cfr. M. ZELDITCH, «Familia, matrimonio y parentesco», en R. E. L. FARIS (dir.), Tratado de sociología, vol. IV, Hispano Europea, Barcelona 1976, pp. 1-4.

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Es cierto que del análisis del estudio de Zelditch se desprende la impresión de que ha querido insistir más en la diversidad que en la comunidad del hecho familiar y que hubiera resultado más correcto remarcar el núcleo de elementos familiares comunes; pero este matiz, aunque tiene su importancia, en el fondo no es significativo. Y no lo es porque la diversidad existente, la que ya conocemos, es tan grande que da al traste con cualquier intento de pretender explicar o fundamentar la familia en un concepto de tipo biologicista que debería dar lugar –como sucede en los animales– a unos comportamientos esencialmente idénticos en el tiempo y en el espacio. Esto, en los hombres, simplemente no sucede porque se pueden encontrar excepciones para todos los comportamientos, y no sólo en grupos minoritarios sino en grupos relativamente extensos de población. La diferencia entre familia monógama y familia polígama –que no es cuestión de poca monta– no es más que uno de estos casos. Leclercq, en su momento, intentó responder a esta objeción minimizando la diversidad. En realidad, afirma, las diferencias en las costumbres familiares no serían tan importantes como parecen demostrar la cultura o las leyes. La vida iría por otro lado y, a pesar de que las leyes de las civilizaciones han sido diversas, la gente se comportaría a lo largo de la historia de un modo básicamente similar. Hay un punto de verdad en esta cuestión, pero sólo un punto. Ciertamente, al fin y al cabo todos somos hombres (naturaleza como unidad de la humanidad) y, por eso, nos comportamos de modo similar, pero también justamente porque somos hombres nos comportamos de modo diverso. Y el problema básico es que resulta muy difícil, por no decir imposible, determinar el tipo específico de comportamiento que se daría en «todos» los hombres porque la inteligencia humana es tan natural como la biología y, por eso, no existen estructuras matrimoniales o familiares que se hayan formalizado socialmente sin la intervención de la concepción mental que el hombre tiene del matrimonio y de la familia. Una manera de intentar atajar esa variabilidad es prescindir de la razón y de la voluntad y acercar la familia a la naturaleza. Pero esa vía es doblemente errónea porque despoja al hecho familiar de su dimensión humana y, posteriormente, se estrella con la contradicción de los hechos que ponen de relieve la diversidad. 154

No es raro, por último, que la insistencia en el carácter natural de la familia se base en un deseo más o menos consciente de asegurar su universalidad e inmutabilidad, y preservarla así de cualquier ideología que pretenda criticar o alterar sus principios básicos. Y también se evita de este modo la influencia quizá nociva o deformante, pero en cualquier caso variable, de la acción civil y estatal. En otras palabras, si la familia es natural, no hay nada que discutir sobre su estructura pues es inmutable y de lo que se trata es de implementarla, de llevarla a la práctica o de oponerse a las teorías que la contradicen. Y lo mismo sucede en relación al Estado. Si la familia es natural, el Estado tampoco tiene nada que decir ni que opinar ni que afirmar; sólo tiene que apoyar a ese institución previa (por ser más natural y básica) que es la familia. Este planteamiento puede ser, desde luego, bienintencionado. Su único problema es que es falso y sólo puede subsistir –y con dificultades– en un contexto social que apoye mayoritariamente esta posición y en el que no exista un debate cultural significativo. Los hechos son los hechos. Y el dato sociológico ineludible es que no existe la familia natural; existen muchos tipos de familia diversos entre sí aunque con elementos comunes. Por eso, el intento de apoyar un determinado tipo de familia en su presunta naturalidad está inevitablemente condenado al fracaso en cualquier debate sociológico serio. Esto no quiere decir, sin embargo, que la realidad familiar en nuestras sociedades sea algo completamente arbitrario. En todas las sociedades humanas existe lo que podemos denominar «hecho-familia», es decir, un modo interpersonal y social de concebir y vivir las realidades humanas relacionadas con la transmisión de la vida, el amor y la procreación. Pero, como venimos insistiendo, no existe ninguna que sea la «natural», porque tal afirmación no tiene sentido ni desde un punto de vista antropológico ni sociológico.

b) ¿Es la familia una institución conforme b) a la naturaleza humana (sentido 3)? Respondida la pregunta para el sentido naturalista, debemos responder a la misma pregunta para el tercer sentido. En 155

este caso, sin embargo, y como puede observarse en el título del epígrafe, hemos cambiado el modo de formularla para evitar ambigüedades. La pregunta sobre si la familia es una institución natural remite de manera casi inevitable a una concepción biologicista y acabamos de mostrar que tal concepción es profundamente errónea. Por eso, preferimos plantear la pregunta de manera que se evite desde el principio esa posible interpretación desviada. La pregunta, reformulada de acuerdo con estas premisas, queda del siguiente modo: ¿es la familia una institución conforme con la naturaleza humana? Quizás podría dar la impresión de que, ahora sí, se podría dar rápidamente y sin dudarlo, una respuesta positiva a este interrogante, pero tampoco en esta ocasión las cosas son tan sencillas. Ante todo, cabría preguntarse si un entramado de relaciones –como es la familia– puede tener naturaleza o esencia. La familia, señala Pérez Adán, no tiene esencia sino relaciones 10, lo cual no significa que la familia no sea «algo concreto» sino que ese algo tiene estructura relacional. La expresión apunta igualmente al carácter social-institucional de la familia. La familia se diferencia de la persona en que esta nace naturalmente hombre o mujer, es decir, como un individuo subsistente con una naturaleza radicalmente no modificable. Pero la familia no nace, sino que se hace. Es el conjunto de relaciones que establecen el hombre y la mujer en torno al mundo de la procreación; por eso, es inevitablemente una estructura relacional. Esto no quiere decir que la familia pueda ser cualquier cosa, sino que no tiene una esencia de igual modo que la puede tener el hombre, puesto que es, inevitablemente, se quiera o no, una construcción interpersonal y social; el resultado del modo en que el hombre, la mujer y la sociedad entienden que debe gestionarse interpersonal y socialmente las experiencias vitales relativas a la perpetuación de la sociedad: amor, matrimonio, relaciones sexuales, maternidad y paternidad, procreación, etc. Pues bien, insistimos, todo este complejo entramado de ex-

10 Cfr. J. PÉREZ ADÁN, Repensar la familia, Eunsa, Pamplona 2005. Vid. también P. DONATI, La famiglia come relazione sociale, Franco Angeli, Milán 1989.

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periencias humanas nunca sucede de modo «natural» y «espontáneo». Acontecen siempre en el contexto de la reflexión y experiencia personales y de la cultura. Esta discusión nos lleva, de todos modos, hacia el terreno de la familia como institución, que no es el punto focal de nuestra atención y, por eso, debemos volver de nuevo a nuestro problema. Puesto que la definición 3 supera los límites de la visión biologicista, parece que ya no hay ningún problema en asumir esta posición y se puede responder que la familia es conforme a la naturaleza humana. Esto es perfectamente cierto, pero cuando se da esta respuesta hay que ser muy consciente de que para que tenga valor, para que no sea meramente formal, y, por lo tanto, carente de contenido, hay que explicitar de qué familia y de qué naturaleza humana estamos hablando. «La familia» no es un concepto unívoco y la «naturaleza humana» tampoco lo es. Hay muchas visiones de la familia y de la naturaleza y, para unificar ambas significativamente, es necesario antes dotarlas de contenido. El texto de Profam al que nos hemos referido al comienzo del capítulo, consciente de esta necesidad, da ese paso de manera explícita e indica: «La familia está fundada sobre el matrimonio, unión íntima de vida, complemento entre un hombre y una mujer, constituido por un vínculo formal y estable, libremente contraído, públicamente afirmado y al que se le ha confiado la transmisión de la vida. El matrimonio, continúa el texto, responde a la estructura personal del ser humano, que se expresa en la diferencia y la complementariedad sexual entre el varón y la mujer, de tal manera que, mediante la unión de los esposos se puede generar una nueva vida». Ahora sí, disponemos ya de una definición lo suficientemente concreta como para intentar dictaminar su adecuación a la naturaleza humana. ¿Lo es? Sí; este tipo de familia es el más adecuado al modo de ser del hombre y de la mujer y por eso se puede afirmar que es concorde con la naturaleza humana. En resumen. A la pregunta de si la familia es una institución natural se debe contestar que no porque supone de manera casi inevitable una visión biologicista y naturalista del hombre y de la mujer. A la pregunta sobre si la familia se corresponde con la 157

naturaleza humana hay que responder en principio que sí, pero añadiendo rápidamente que se trata de una pregunta formal puesto que requiere una definición de familia y de naturaleza humana. Sólo si se da una definición correcta de ambas, se puede responder que sí sin ningún tipo de ambigüedad.

3. Implicaciones sociales y culturales Vamos ahora, por último, a intentar desentrañar las implicaciones y repercusiones prácticas de las concepciones que hemos analizado. Se trata de un aspecto importante porque esta reflexión no tiene un mero objetivo teórico y especulativo, sino que está motivada por problemas culturales concretos, a cuya solución se pretende contribuir en la medida de lo posible, aunque sea solo señalando su existencia.

a) Implicaciones socioculturales de la posición naturalista La posición naturalista, recordémoslo, supone una visión biologicista de la familia que conlleva los caracteres de a-culturalidad y a-historicidad. La familia se concibe como una realidad, simple, sencilla y espontánea, que depende mínimamente de la historia y de la cultura porque tiene un modo de ser muy específico y determinado. Y así, empujada por su propio dinamismo, por su fuerza interior, acaba siempre adoptando la forma que conviene a su estructura esencial, sin que le alteren, más que de forma muy secundaria, los cambios externos a ese impulso teleológico. La pregunta que nos hacemos es la siguiente: ¿cuál es la mentalidad que forja este tipo de planteamiento y, a su vez, cuál es la mentalidad que impulsa y difunde en la medida que se generaliza? Ante todo, cabría apuntar la presencia más o menos explícita de una actitud de apoyo y defensa de la institución familiar. Ya lo hemos comentado, se defendería la naturalidad de la familia por sus supuestas ventajas de cara a una defensa de esta institución. Pero, siendo esto cierto, no es este el matiz que queremos desentrañar. No nos interesa determinar la actitud pro 158

o anti-familia de este planteamiento –aunque pueda tener su interés–, sino las coordenadas intelectuales, la mentalidad, el modo de pensar, que conduce a su elaboración y a su difusión. Pues bien, y asumiendo el riesgo de parecer excesivamente críticos, se pueden señalar al menos las siguientes: • superficialidad y atonía intelectual. La posición naturalista, supone, en primer lugar una notable superficialidad porque apuesta por una presunta sencillez y espontaneidad de la familia frente a su manifiesta complejidad. La familia, en efecto, sólo puede parecer una institución sencilla y espontánea a quien no la haya estudiado con un mínimo de profundidad. Su riqueza humana, antropológica, social y cultural es inmensa, como lo es su historia y sus implicaciones jurídicas y religiosas. La familia no es en absoluto una realidad simple como una mirada superficial puede llevar a creer. Es simple sólo si no se profundiza, si no se va más allá de una mera apariencia de estabilidad y armonía que puede darse en sociedades muy estáticas (desde luego no en las nuestras). Esta superficialidad que se encuentra en las raíces de la posición naturalista tiene, además, un problema añadido: genera superficialidad reforzando la mentalidad pasiva y poco inquisitiva que está en su origen y creando de este modo un poderoso círculo vicioso que tiende a aislarse de la cultura circundante. Nótese que no estamos hablando principalmente de actitudes morales (aunque estas puedan tener su relevancia) sino de mecanismos intelectuales que tienden a generar, se sea consciente de ello o no, un determinado tipo de pensamiento y de estructura mental. Y esto es justamente lo que sucede con la mentalidad naturalista: genera mecánica y automáticamente superficialidad intelectual. ¿Por qué? Porque si la familia es natural, es decir, es una institución que se constituye de manera espontánea por la misma realidad de las cosas, no tiene mucho sentido ni mucho interés intentar profundizar en por qué las cosas suceden o son de esta manera. Equivaldría, en cierto modo, a preguntarse por qué las cosas son como son, pero esta pregunta no tiene respuesta más allá de una referencia a Dios creador. ¿Por qué las gacelas son animales herbívoros y los leones son carnívoros? ¿Por qué existen hombres y mujeres y se reproducen y 159

nacen nuevas generaciones? No sólo no lo sabemos, sino que nunca podremos saberlo. Son realidades que exceden a la capacidad humana. Proceden del designio de Dios creador que ha querido que las cosas fueran así, y el hombre puede admirarlas y aceptarlas. Pero, nada más. Preguntarse el por qué no resulta ni práctico ni inteligente. Eso –proseguiría el razonamiento– no supone cancelar toda investigación. Cabe, por supuesto, investigar, pero lo inteligente es centrarse más bien en el cómo, en el modo en que se ejecutan y realizan los proyectos divinos, pero no en las razones o en los motivos de su existencia. Esto significa, en concreto, para la familia, que no tiene mucho sentido reflexionar sobre su estructura y concepción, ya que es espontánea y natural, y nos conduciría a resultados obvios. Cabe, evidentemente, realizar algún tipo de reflexión para rechazar aquellas teorías que, por motivos ideológicos, se oponen a la auténtica estructura familiar. Pero, en realidad, continúa esta línea de argumentación, a poco que se vaya a la sustancia del asunto, a poco que se profundice, se descubre que esas teorías no tienen ningún valor y por eso la actitud más sensata consiste simplemente en rechazarlas sin prestarles una atención que no se merecen por rechazar la evidencia que muestra la naturaleza. • ignorancia sociológica: esta postura necesita también para sustentarse una cierta dosis de ignorancia sociológica. El conocimiento de los hallazgos de los antropólogos culturales o, simplemente, de las culturas de otros tiempos debería dar fácilmente al traste con ella pues muestra de modo fehaciente la diversidad de las estructuras familiares. Ha habido, por supuesto, como ya hemos comentado, intentos de explicar teóricamente desde la posición naturalista esta variabilidad –que siempre, de algún modo, ha sido conocida–, intentos que han apuntado generalmente hacia la presencia de errores intelectuales o morales en el proceso de construcción social de la familia. Pero estimamos que un estudio mínimamente profundo de esa variabilidad (no sólo en culturas exóticas y extrañas) sino en la misma familia europea habrían servido para plantear preguntas profundas sobre la estructura real de la familia. No deja de ser en este sentido muy paradójico y aleccionador 160

que las primeras teorías desarrolladas sobre la historia de la familia hayan sido elaboradas por autores de tendencia anti-familiar como los marxistas o los evolucionistas. • Estos dos rasgos constitutivos generan, a su vez, un tercero de gran trascendencia: la vulnerabilidad. Esta concepción, en efecto, resulta extremamente vulnerable desde el punto de vista intelectual y cultural. En primer lugar, por su debilidad intrínseca, pero, además, porque la atonía intelectual que genera impide de raíz la creación de instrumentos formales que permitan analizar a fondo la estructura familiar. De este modo, se convierte en una presa muy fácil para estructuras conceptuales competidoras. Si estas estructuras alternativas, además, y como es lógico suponer, están al tanto de los avances sociológicos, la debilidad de la postura naturalista se incrementa todavía más y resulta muy difícilmente sostenible. Alguien podría pensar que hemos exagerado de modo caricaturesco esta posición para poder rebatirla con facilidad, pero lamentablemente no es así. Refleja con bastante fidelidad la actitud de una parte sustanciosa de la cultura de raigambre católica a lo largo del siglo XIX y XX. Escuchemos a Leclercq: «En cuanto a los principios fundamentales de la moral familiar, hay que decir que han sido considerados como evidentes hasta época reciente. Apenas existe la preocupación de demostrarlos. Las teorías opuestas se refutan despreciándolas, y los argumentos del consentimiento del género humano y de las exigencias de la naturaleza son los que más se esgrimen. Hoy en día la situación ha cambiado. Una doctrina nueva propugna opiniones contrarias a la moral tradicional; y los autores católicos sienten la necesidad de apoyar la concepción tradicional y cristiana de la familia en una argumentación racional y más estricta. Esta actitud es reciente y no todavía general»11. Hay poco que añadir a lo que ya de por sí dice este texto, pero puede ser interesante aportar un dato que refleje la entidad del problema. Corría el año 1959 cuando Leclercq escribía

11 J. LECLERCQ, La familia según el derecho natural, cit., p. 15 (cursiva nuestra).

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estas líneas y afirmaba que la actitud de reconocimiento del problema era reciente y todavía no general. Pues bien, las potentes teorías familiares que se oponían a la concepción tradicional de la familia (evolucionistas, marxistas, freudianas) estaban plenamente operativas desde hacía un siglo 12. Hoy, afortunadamente, la mentalidad de la cultura pro-familia, en particular de la cristiana, ha cambiado de forma sustancial. Existe un poderoso proyecto innovador de comprensión de la familia, inspirado en buena medida en la filosofía personalista, y una de cuyas manifestaciones principales por lo que se refiere al cristianismo se puede encontrar en el tratamiento tan innovador que se plantea en la Gaudium et Spes y que ha sido después reforzado por otros documentos magisteriales como la Familiaris Consortio o la Carta a las familias. Pero se ha pagado un gran precio por tan enorme retraso: la profunda debilitación cultural y social de la familia occidental, es decir, del modelo de familia forjado en nuestro continente bajo la influencia de la cultura occidental y del cristianismo 13.

b) Implicaciones socioculturales de la posición 3 ¿Se enfrenta la posición 3 con los mismos problemas de orden social y cultural que la posición naturalista? No, puesto que la definición de naturaleza es mucho más sólida y le permite dejar de lado los planteamientos simplistas o erróneos que surgen de aplicar una visión biologicista a la familia. Sostener que la familia es conforme a la naturaleza humana no conlleva en principio ningún límite para una concepción más sofisticada y profunda de la naturaleza de esta misma familia. Sin embargo, en la práctica, las actitudes de quienes sostienen esta posi-

12 Por ejemplo, el decisivo libro de ENGELS, El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado es de 1884. Una síntesis de las principales tesis sobre la familia se puede encontrar en J. M. BURGOS, Diagnóstico sobre la familia, Palabra, Madrid 2004 y R. BUTTIGLIONE, La persona y la familia, Palabra, Madrid 1999. 13 Sobre el concepto de «familia occidental» vid. J. M. BURGOS, Diagnóstico sobre la familia, cit., pp. 107-131.

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ción no siempre son tan distintas de la anterior, y esto fundamentalmente por dos motivos. Ante todo porque, como ya comentamos al hablar de la obra de Jean Leclercq, no siempre se posee una clara conciencia de la distinción que hay –que debe haber– entre los dos conceptos. Leclercq, por ejemplo, no los distinguía con claridad, pero podemos advertir que el texto de Profam que estamos comentando tampoco lo hace. De hecho, comienza con una declaración de intenciones muy precisa –«La familia es una institución natural»– que se encuadra en el concepto naturalista. Pero luego, en el cuarto párrafo, el sentido se traslada, en principio claramente, a la posición 3. Lo transcribo de modo completo: «El matrimonio no es el resultado de la cultura, de la historia o de los dictados del poder, sino que pertenece a la propia naturaleza humana y permite que el ser humano se realice en el amor y se realice como persona»14. ¿Qué cabe deducir de estas expresiones? Pues que de la misma manera que no se distingue claramente entre la perspectiva naturalista y la ampliada, de esa misma manera es posible que se caiga, al menos en parte, en los defectos que caracterizaban a la posición naturalista. Y, de hecho, esto es exactamente lo que sucede. Volvamos a leer el texto que ya hemos mencionado: «El matrimonio no es el resultado de la cultura, de la historia o de los dictados del poder» se afirma. Ahora bien, ¿qué implica este tipo de afirmación?, ¿cuál es la mentalidad que lleva a una expresión de estas características? La mentalidad que genera afirmaciones de este tenor es, justamente, de tipo naturalista, y se manifiesta en que tiende a separar la familia del mundo de la historia, de la política y de la cultura. Tal afirmación es, sin duda, bienintencionada. Su objetivo es asegurar la estabilidad de la concepción familiar que se sostiene: esta sería natural y, por tanto, independiente del devenir de la humanidad. Ya hemos hablado de esto. El problema es que tal afirmación, tomada en su literalidad, es falsa. El matrimonio y la familia, son, al menos en parte y como cualquier realidad

14

La cursiva es nuestra.

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humana, el resultado de la cultura y de la historia. Y no hay que irse demasiado lejos para comprobarlo. Basta observar nuestra sociedad. El matrimonio en España es hoy distinto del de hace 40 años y del de hace 80. Los españoles cambian, la sociedad cambia y, por lo tanto, el matrimonio también cambia. Y lo mismo puede decirse de la política o de «los dictados del poder». No se puede establecer una separación artificial entre la política y las leyes, y el resto de las realidades humanas como si fuesen de distinto género. Las leyes las hacen los hombres a impulsos de la sociedad, y una vez establecidas repercuten directa o indirectamente sobre esa sociedad. Esto vale para cualquier sector social y, por supuesto, para la familia puesto que esta no es en absoluto un ente aislado del tejido social por algún tipo de cápsula invisible. La familia, de hecho, no es más que el modo concreto en el que una sociedad regula las relaciones sexuales y la procreación y, por tanto, inevitablemente, está sometida a una evolución similar a la que sufre la sociedad. Por lo tanto, el texto, tomado en su literalidad, es incorrecto. Otra cuestión diferente –aunque muy importante– es si el matrimonio cambia totalmente, es decir, si es sólo un producto de la cultura, de la historia o del Estado o, por el contrario, tiene un núcleo inalterable en todas las sociedades. Se trata de una cuestión trascendental pero difícil de resolver. A nuestro juicio, una respuesta correcta o, por lo menos, iluminadora, sólo se puede dar distinguiendo con claridad dos tipos de perspectivas: una, sociológica, que nos hable de lo que es la familia de hecho; y otra, ideológica, que se refiera a lo que debe ser la familia. Perspectiva sociológica. Establecer mínimos comunes para el hombre resulta una tarea muy difícil, si no prácticamente imposible. Hemos topado con el problema al considerar la ley natural y lo volvemos a encontrar con la familia. Resulta muy complejo y dificultoso establecer estructuras sociales que se den o se hayan dado en todas las agrupaciones matrimoniales que han existido en nuestro planeta. Y el problema se complica si esos mínimos se pretenden describir con precisión. Este dato, pues se trata de un dato, no tiene, sin embargo, por qué conducir a una especie de relativismo familiar al igual que la discusión sobre la ley natural no conducía a un relativismo moral. Ante todo, por164

que si hablamos de familia y sabemos de qué estamos hablando es porque hay un núcleo de significado común que nos permite utilizar este concepto de modo no equívoco. Si no fuera así, ni siquiera nos entenderíamos. Nuestra conversación caería en el absurdo. ¿Cuál es, en este caso, el núcleo de significado común? Lo que hemos denominado hecho-familia: el núcleo de relaciones sociales, existente en toda sociedad, que opera sobre la sexualidad y la procreación. El problema es que resulta muy difícil ir mucho más allá de esta genérica afirmación si se pretende que esa concreción esté presente en todas las culturas. La inteligencia y la libertad humana, presentes también en todas las culturas, lo impiden. Parece ser, de todos modos, como se han encargado de poner de relieve los estructuralistas, que es posible señalar la existencia de una estructura social familiar que sí estaría presente en todas las sociedades: el tabú del incesto, que prohíbe las relaciones sexuales entre los miembros del mismo clan familiar, genera la exogamia, obligando a los miembros de cada clan a buscar mujeres fuera del propio grupo social, y constituye así el primer principio de una organización social más compleja 15. No se puede infravalorar, desde luego, la importancia de semejante descubrimiento, pero de igual modo hay que advertir que tal estructuración resulta mínima en relación con lo que hoy podemos entender por familia. El número de estructuras familiares que se fundan y que respetan el tabú del incesto puede ser muy variado (lo hacen, por ejemplo, sin ir más lejos, tanto la poligamia como la monogamia). Todo esto significa, en definitiva, que desde un punto de vista sociológico no se puede afirmar que la familia «no es el resultado ni de la historia ni de la cultura». Perspectiva ideológica o de principios. Una perspectiva diversa sobre la familia es la que atiende no a los datos históricos o sociales sino a los principios. Se puede considerar, en efecto, que si bien, el matrimonio y la familia se han concretado sociológicamente de muchas maneras a lo largo de la historia, su auténtica formulación, la que responde de hecho a la verdad

15 Cfr. C. LÉVI-STRAUSS, Las estructuras elementales del parentesco, Paidós, Madrid 1998.

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antropológica más profunda sobre el hombre y la mujer, sólo es una, por ejemplo, la familia entendida como la unión de un hombre y de una mujer con afán de perpetuidad y abierta a la vida. La afirmación ideológica se presenta, por lo tanto, no como una afirmación de hecho sobre lo que ha sido la familia a lo largo de la historia, sino como una afirmación de derecho sobre lo que la familia debe ser, sobre cuáles son sus características a partir de una determinada concepción del hombre y de la mujer (que, en el caso del ejemplo que hemos dado es una antropología de corte occidental y cristiano). Este planteamiento es perfectamente válido. De la misma manera que es razonable admitir afirmaciones sobre lo que la persona debe ser, cabe admitir la posibilidad de realizar este tipo de afirmación sobre la familia. Ahora bien, quien sostiene este tipo de afirmación debe ser muy consciente de las características de esta tesis, es decir, que no se trata de afirmaciones de hecho sino de derecho, no se habla de historia de la familia sino de lo que la familia debe ser desde una perspectiva determinada (basada, por ejemplo, en la igual dignidad del hombre y de la mujer). Y debe ser consciente además que una descripción de principio es siempre una afirmación genérica que debe ser concretada culturalmente incluso aunque se esté hablando del matrimonio cristiano. No podemos salirnos de la cultura. Nunca. Se trata de una pretensión utópica y en cierto sentido infantil. No existen matrimonios reales a-culturales o a-históricos por la sencilla razón de que no pueden existir. Las familias reales no son separables de la cultura circundante ni de la visión que el hombre y la mujer tienen de sí mismos en un determinado momento de la historia. Por eso, incluso la realidad del matrimonio cristiano cambia ya que no es separable de las circunstancias en las que se desenvuelve. Sí es cierto en este caso que la Iglesia propone un núcleo fundamental invariable ya que está ligado a la Revelación. Pero nadie vive exclusivamente con ese núcleo invariable (unicidad, estabilidad, etc.); vive en un mundo específico con una cultura y unas condiciones mediomabientales determinadas que varían. Y el matrimonio cristiano real se constituye por la fusión de ambas realidades: la invariable y la cultural. 166

En este sentido, si bien resulta muy sugerente y útil la perspectiva teológica difundida recientemente que invoca un proyecto divino originario sobre la familia 16, los defensores y promotores de este planteamiento no deberían olvidar lo siguiente: 1) ese proyecto y ese modelo se sustentan en una antropología cristiana, por lo que sólo logrará aceptación social en la medida en que se acepte también esa antropología; 2) ese proyecto así formulado no es completamente real en el sentido que acabamos de indicar, pues si bien propone contenidos específicos para la configuración de la estructura familiar no la hace de modo totalmente concreto. Sólo dando ese último paso, «el diseño de Dios sobre la familia» se convierte en un tipo de familia sociológicamente existente en una época y cultura determinada (familia tradicional, familia moderna o nuclear, etc.). Pero es muy importante darlo. Si se omite y se insiste en la perspectiva teológica, las familias que lo sigan pueden tener un problema de conexión con su entorno social. Serán capaces quizá, de saber, cómo tender puentes entre su vida familiar y su vida cristiana y espiritual, pero desconocerán cuál es su papel en el conjunto de la sociedad y cómo defender o exigir los derechos correspondientes a las funciones sociales que realizan. * * * «Modelo familiar que defiende Profam: La familia es una institución natural que existe antes que el Estado o cualquier otra comunidad, constituye la célula básica de la sociedad y se conforma como elemento angular del desarrollo social. La familia está fundada sobre el matrimonio, unión íntima de vida, complemento entre un hombre y una mujer, constituido por un vínculo formal y estable, libremente contraído, pú-

16 El desarrollo más elaborado de esta propuesta lo ha hecho Juan Pablo II, Hombre y mujer lo creó, Cristiandad, Madrid 2000. El Instituto Juan Pablo II para la Familia se ocupa de desarrollar sistemáticamente esta propuesta.

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blicamente afirmado y al que se le ha confiado la transmisión de la vida. El matrimonio responde a la estructura personal del ser humano, que se expresa en la diferencia y la complementariedad sexual entre el varón y la mujer, de tal manera que, mediante la unión de los esposos se puede generar una nueva vida. El matrimonio no es el resultado de la cultura, de la historia o de los dictados del poder, sino que pertenece a la propia naturaleza humana y permite que el ser humano se realice en el amor y se realice como persona.»

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COLECCIÓN REPENSAR Repensar las Virtudes Carlos Díaz Repensar la Universidad. La Universidad ante lo nuevo (2.ª edición) Alejandro Llano Repensar la Cultura José Luis González Quirós Repensar el Trabajo Miguel Alfonso Martínez-Echevarría Repensar la Familia José Pérez Adán Repensar la Paz Jesús Ballesteros Repensar la Ciencia Natalia López Moratalla Repensar la Educación Inger Enkvist Repensar la Sociedad. El enfoque relacional Pierpaolo Donati Traducción y estudio introductorio de Pablo García Ruiz Repensar la naturaleza humana Juan Manuel Burgos