Bienes Terrenales Del Hombre

La principal dificultad que tienen los hombres corrientes a la hora de interpretar el mundo en el que viven radica en el

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La principal dificultad que tienen los hombres corrientes a la hora de interpretar el mundo en el que viven radica en el hecho de que lo asumen como algo natural e insuperable. Poco puede hacer el ánimo revolucionario ante esta especie de ceguera que no les permite comprender que las estructuras sociales e históricas pueden modificarse, y que si se mantienen en un estado perjudicial e injusto para muchos, la responsabilidad de ello recae, no sólo en quienes tratan de mantener ese modelo a todo costa (porque les resulta provechoso), sino también en aquellos que no mueven un dedo para transformarlo o resistirlo. Ya antes del siglo XIX varios estudiosos habían comprendido la importancia de concebir la sociedad como una organización en permanente cambio; sin embargo, es a través de Karl Marx que esta idea adquiere las cualidades de una verdadera teoría. Hasta la aparición de sus textos socio-económicos, las transformaciones del mundo eran vistas como el resultado de unas pocas mentes brillantes y privilegiadas: artistas, filósofos, científicos y hombres de armas que decidían en momentos cruciales, el rumbo de toda su sociedad. Marx amplía por primera vez esta perspectiva hasta incorporar en el origen de los cambios a todos y cada uno de los hombres: “La historia de todas las sociedades que han existido hasta nuestros días es la historia de las luchas de clases. Hombres libres y esclavos, patricios y plebeyos, señores y siervos, maestros y oficiales; en una palabra: opresores y oprimidos se enfrentaron siempre, mantuvieron una lucha constante, velada unas veces y otras franca y abierta; lucha que terminó siempre con la transformación revolucionaria de toda la sociedad o el hundimiento de las clases beligerantes” [1] Las palabras de Marx implican una demanda imperativa para los individuos; se trata de un llamado para que se reconozcan a sí mismos como agentes históricos, inmersos en una lucha contra miles de fuerzas opresoras. Nunca lo escrito por Marx y Engels tuvo un sentido descriptivo; al contrario, buscó movilizar las masas sujetadas por el capital, la religión, o cualquier otra forma de esclavitud, proponiendo como valores irrenunciables del ser humano, su libertad e igualdad. Y, aunque contemporáneamente se haga ver todo esto como un anhelo romántico e incompatible con la realidad, sólo hace falta algo de sensatez y desprendimiento para convencerse de que vale la pena trabajar por ello. Por tal razón, un libro como Los Bienes Terrenales del Hombre (1936), a pesar de todo el tiempo que ya tiene a sus espaldas, comporta, por un lado, un interés ilustrativo, pero, por otro, también, un uso práctico. Lo que hace en él Leo Huberman, no es únicamente trazar una historia de la economía desde la Edad Media hasta inicios del siglo XX, con el deseo de que su exposición se acomode a las exigencias de un público erudito, sino que intenta que esa historia se convierta, como lo proponía Marx, en una herramienta para el pensamiento y la acción de sus lectores: que ellos utilicen su texto para comprender los hechos que han confluido en la evolución del mundo, y el modo como desde su estado actual, es posible construir un futuro diferente. Huberman, quien se desempeñó en diferentes cargos a lo largo de su vida (profesor de escuela, editor, director de la Unión Marítima Nacional de Estados Unidos, etcétera), encuentra su perfil más adecuado cuando se lo entiende como un intelectual que abogó siempre por el respeto de los pueblos, que denunció las prácticas del neocolonialismo, que apostó

fervorosamente por las experiencias comunistas de la Unión Soviética y Cuba, y que afrontó con severidad todos los problemas que un estadounidense puede tener por pensar de esta manera. Aquí, en Los Bienes Terrenales del Hombre, Huberman propuso una versión marxista sobre el desarrollo económico del mundo, y el modo como este ha incidido en la constitución de ciertos tipos de sociedad (feudal, pre-industrial, capitalista). Su libro está dividido en dos grandes partes: en la primera, “Del Feudalismo al Capitalismo”, el autor reconstruye el Medioevo europeo, el nacimiento de los primeros comerciantes, los cambios que trajo el conocimiento del Nuevo Mundo, el mercantilismo y la formación de las industrias. Por su lado, en la segunda parte, “Del Capitalismo a…?”, Huberman muestra detalladamente la evolución del dinero, las revoluciones industriales, el surgimiento del pensamiento proletario ante los excesos del capitalismo, la avanzada del colonialismo europeo y, por último, los logros y dificultades del socialismo. Como se ve, este es un libro ambicioso: material de estudio y acción para todos aquellos que pertenecen al grueso de la sociedad, y desean entrar en contacto con la historia, no a través de un lenguaje técnico, excluyente, sino de la mano de un experto que traduce bien los grandes pensamientos a un estilo directo y entendible. A continuación, se encontrará un pequeño barrido del libro para ilustrar mejor sobre su contenido. Del Feudalismo al Capitalismo El análisis de Leo Huberman inicia con la consideración del feudalismo como el sistema económico propio de la Edad Media. Desde las primeras páginas del libro, el autor distingue las clases sociales presentes en esa época (clérigos, guerreros y trabajadores) y expone cómo sobre ellas se levanta el modelo feudal, el cual posee, en su opinión, tres rasgos fundamentales: “El primero, que los terrenos labrantíos estaban divididos en dos partes: una que pertenecía al señor y se cultivaba para su exclusivo beneficio, y la otra subdividida entre los muchos arrendatarios. El segundo, que la tierra no se trabajaba en campos compactos, como se hace actualmente, sino dividida en varias franjas dispersas. Y el tercero, que los arrendatarios no sólo trabajaban en las tierras que les correspondían, sino asimismo en la heredad del señor” (Pág. 6) Esta precisión de Huberman permite empezar a dibujar el mapa del feudalismo: un sistema que funcionó sin la presencia de un gobierno o Estado como los conocemos ahora, que permitía la compra y explotación de trabajadores por parte de quienes eran los dueños de las tierras, que facilitó a los clérigos y terratenientes el pleno control social, que se basó sustancialmente en el intercambio de productos –no en su comercialización-, y que impidió durante siglos el advenimiento de las transformaciones económicas. Hay una distinción entre las clases de siervos: los de la gleba, los bodars, los colonos y los villanos, pero más allá de las prerrogativas que tuvo cada uno de estos grupos, se sabe que ninguno de ellos pudo durante el Medioevo ejercer una plena libertad sobre su trabajo, tiempo, espiritualidad, etcétera. La sociedad en conjunto se dirigió hacia donde lo dispusieron los

principios de la iglesia y las órdenes de los propietarios, siendo así que la incredulidad y la rebeldía fueron castigadas brutalmente en ese tiempo. Afirma Huberman que la iglesia era entonces un poder más extenso que el de cualquier corona, y que llegó a poseer la mitad de la tierra de toda Europa Occidental. Obviamente, el control eclesiástico no se limitaba a los terrenos, sino que incluía también increíbles cantidades de oro, producto de los diezmos y donaciones; y el no menos preciado dominio sobre el pensamiento de los hombres y sus creencias, domeñadas todas por el miedo con que los sacerdotes amenazaban a cada momento. Fue tal la hostilidad de esta institución, que el libro hace acopio de cientos de inconformidades: “Los numerosos abusos de la iglesia no podían pasar inadvertidos. La diferencia entre la iglesia que predicaba y la iglesia que actuaba era tal, que hasta el más estúpido podía verla. Su concentración en hacer dinero por cualquier método, no importaba cuál fuese, era cosa corriente. Eneas Silvius, que más tarde fue papa con el nombre de Pío II, escribió: ‘Nada se tendrá en Roma sin dinero’. Y Pierre Bechoire, que vivió en los tiempos de Chaucer, también escribió: ‘El dinero de la iglesia no se gasta en los pobres, sino en los sobrinos favoritos y en la parentela de los clérigos” (Pág. 95) Lo irónico de esta situación radica en el hecho de que fue precisamente el expansionismo de la iglesia y la avaricia de los terratenientes, los detonantes de su ruina, y los insumos para un nuevo orden en el mundo. Las cruzadas, por citar un caso, no se redujeron a la fortificación de la doctrina católica, sino que, además, fueron aprovechadas por grupos emergentes de comerciantes que usaron los caminos creados por los religiosos para llevar más lejos aquellos productos que, antes, eran trocados entre feudos cercanos. De este modo, paulatinamente hubo más hombres dedicados al comercio y transporte: los mismos que abandonaron los terrenos sobre los cuales se había mantenido un estricto control durante siglos. Tal es la verdad de estos hechos que Huberman declara que: “...los cruzados ayudaron a despertar a la Europa Occidental de su sueño feudal, desparramando clérigos, guerreros, trabajadores y una creciente clase de comerciantes por todo el continente; aumentaron la demanda de artículos extranjeros; arrebataron de las manos de los musulmanes la ruta del Mediterráneo e hicieron de ella otra vez la gran vía de tráfico entre el Este y Oeste que había sido en los tiempos antiguos” (Pág. 25) Sobre un mundo estable, controlado puntillosamente, advino otro, más abierto y complejo, en el que, para los trabajadores, ya no era inevitable permanecer toda la vida sometido a las disposiciones de su señor; incluso, la misma escasez de siervos, significó para ellos una mejoría considerable en sus condiciones de trabajo. Por otra parte, la aparición del dinero, permitió superar la idea de la tierra como única medida de riqueza, aspecto que, a la larga, vino a redundar en el hecho de que muchos de esos primeros comerciantes acumularan fortunas y se abrieran paso hacia las clases dirigentes de la sociedad. El modelo feudal fue superado enteramente cuando convergieron en Europa todos estos fenómenos: el nacimiento de una clase comerciante, la aparición del dinero, la conquista de América, la organización de los campesinos en grupos “políticos”, la liberación de muchos trabajadores antes esclavizados y, sobre todo, el surgimiento de una industria doméstica que se encargaría de ir superando progresivamente la época de trueques comerciales, con ella

empezó a hablarse en el mundo de aprendices, jornaleros y sueldos. Al respecto dice Huberman: “Es importante comprender esta nueva fase de la organización industrial. Donde antes se hacían artículos, no para ser vendidos comercialmente, sino meramente para abastecer la casa propia, ahora se los fabricaba para ser vendidos en el mercado exterior. Y eran el producto de artesanos profesionales, propietarios de las materias primas y las herramientas con que trabajaban y que lo vendían, ya acabado. (Los obreros de la industria de hoy no poseen ni la materia prima ni las herramientas, como tampoco venden el producto acabado sino sólo su labor” (Pág. 66) El autor subraya la importancia de esta transición de una economía local a otra de comercio exterior, básicamente porque en ella se halla la explicación para cientos de fenómenos sociales que vinieron después. De allí se desprendió la creación de los primeros monopolios comerciales, la búsqueda de más y mejores medios de producción, los gremios de grandes industriales, la influencia de los dueños de fábricas en las decisiones gubernativas, entre otros. De alguna manera, en los últimos siglos del Medioevo fue imposible mantener ya una economía local: el descubrimiento de América inmediatamente amplió el mapa comercial del mundo; la formación de las naciones europeas despertó el ánimo patriótico y, con él, la idea de fomentar una industria de vanguardia; la reforma protestante asentó un duro golpe a la iglesia, en el sentido de despertar la conciencia en el pueblo sobre muchas de sus incongruencias; y cada vez más figuras aparecían dentro del esquema económico como productores, intermediarios, vendedores, aprendices. En opinión de Huberman, la industria, como medio económico, explica el origen de una larga lista de fenómenos, casi todos ellos palpables todavía en la actualidad; primero, del colonialismo, que ha buscado no sólo imponer modelos de pensamiento, sino también explotar las materias primas de los territorios sometidos; segundo, del poder burgués, pues este se ha mantenido gracias al control de los medios de producción y comercialización; tercero, de la desnaturalización del hombre, limitado en la industria a una labor operativa, mecanizada y; cuarto, del equívoco sobre quién es el que controla realmente una sociedad: “Muchas páginas de los libros de historia están dedicados a las ambiciones, las guerras y las conquistas de tal o cual rey. Dicho énfasis está equivocado. Ese espacio, consagrado a la historia del rey tal o cual, estaría mejor empleado si hablase de los verdaderos poderes que se situaban detrás del trono, es decir, los comerciantes y potentados financieros de dicho periodo histórico. Durante los doscientos años de los siglos XVI y XVII, las guerras se sucedieron continuamente. Era necesario costearlas. Y quienes las pagaron fueron hombres ricos, banqueros y comerciantes de la época” (Pág. 111) Esta fue también la época en la que apareció la noción de mercantilismo, entendida como “un conjunto de teorías económicas” aplicadas, a veces por el Estado y, otras, por los comerciantes, en “sus esfuerzos por reunir poder y riquezas”. En términos generales, el mercantilismo consistió para países como Inglaterra en: 1) exportar un mayor número de productos en comparación con los importados; 2) vender productos industriales terminados, no materias primas, pues estas poseen menos valor; 3) acelerar la productividad, desarrollando maquinaria y vinculando multitudes al trabajo; 4) controlar las rutas comerciales existentes; 5)

crear alianzas Estado-propietarios para usar los valiosos recursos privados; y 6) colonizar, incluso a través de la guerra, los pequeños países productores. Occidente había concluido la etapa de economía local, y se posicionaba frente a una realidad que exigía nuevos medios de comprensión. Para la mayoría de políticos y teóricos de entonces, la respuesta que debía darse ante esta situación se condensaba en los puntos antes citados y, justamente, a ellos le apostaron potencias como Alemania, Inglaterra y Estados Unidos. Muy pronto el panorama del mundo reflejaba una lucha feroz por el control: guerras en las rutas comerciales y en las colonias africanas, asiáticas y latinoamericanas; el malestar multiplicado de los pobres, que vieron cómo su trabajo sólo aumentaba el capital privado; y el comercio libre –el laizzes faire- sepultando definitivamente las expectativas de los países pobres que no encontraban la forma de competir contra economías fortificadas. Así se describe en Los Bienes Terrenales del Hombre esta transición: “En Inglaterra, en 1689, y en Francia después de 1789, la pugna por la libertad del mercado tuvo como resultado un triunfo de la clase media. Bien puede marcarse en el año de 1789 el final de la Edad Media, pues en dicho año la Revolución Francesa atestó el golpe mortal al feudalismo. De entre la estructura de la sociedad feudal, conformada por clérigos, guerreros y trabajadores, surgió un grupo de clase media. Fue fortaleciéndose con el paso de los años, y sostuvo una larga y ardua lucha contra el feudalismo, en la cual se libraron tres batallas definitivas: la primera de ellas fue la Reforma Protestante; la segunda, la denominada históricamente Gloriosa Revolución en Inglaterra; y la tercera, la Revolución Francesa. Al finalizar el siglo XVIII, fue finalmente lo suficientemente poderosa para derrocar el antiguo orden feudal. Y en reemplazo del feudalismo, la burguesía instauró un orden social distinto, basado en el libre intercambio de mercancías, cuyo objetivo principal es obtener ganancias a expensas del trabajo ajeno” (Págs. 185-186) Del Capitalismo a…? Toda la segunda parte de su libro la utilizará Leo Huberman para mostrar cómo se desarrolló en el mundo esta nueva forma económica, posteriormente entendida como capitalismo. Para entender sus alcances y su manera de operar es necesario no perder de vista dos elementos: en primer lugar, que el capitalismo es una invención del pensamiento burgués, esto es, de una clase privada que controla los medios de producción y cuenta con los recursos monetarios para hacerlos funcionar; y, en segundo lugar, que no existe un modo para que el grueso de los trabajadores goce de las mercancías que produce o del dinero por el que se venden, no teniendo más propiedad que su propio trabajo. Las primeras sociedades en las que se instauró el capitalismo correspondieron a las potencias europeas, sobre todo a aquellas que habían acumulado riquezas durante la conquista de América. Hubo un momento en la historia en el que estas sociedades comprendieron que de poco servía el oro o dinero acumulados y que, por el contrario, todos estos recursos podían invertirse para producir aún más riqueza. Una parte de ese capital estaba en manos del Estado (por ejemplo, del gobierno inglés), pero la porción más significativa la poseían sectores privados que habían aprovechado la ruta del Atlántico para comerciar, explotar y acumular capital a su propio riesgo.

Esto explica por qué, al revisar la historia, los países que alcanzaron más rápidamente la industrialización y desarrollaron un modelo capitalista fueron aquellos que acumularon más riquezas durante los siglos XVI y XVII: el robo de oro y piedras preciosas, la esclavitud de los negros, la piratería, la expropiación de territorios en América y demás, proveyó a Europa de ganancias sin precedentes; con justicia escribió Marx que “si el dinero viene al mundo con una mancha de sangre congénita en una mejilla, el capital viene chorreando de la cabeza a los pies, por cada poro, sangre y suciedad”. Pues bien, cuando “los amos del mundo” comprendieron que ya no era productivo dividir el territorio agrícola y hacer que familias enteras trabajaran allí durante todo el día, sino que podían obtenerse más beneficios a través del comercio de mercancías, la estructura de la sociedad se modificó. Los campesinos empezaron a llegar a las ciudades, en donde se asentaban las primeras industrias (textiles y manufactureras), y allí tuvieron que permanecer de pie frente a una máquina, operándola mecánicamente, mientras que los propietarios de esas mismas industrias se reunían con expertos para encontrar mecanismos que las pudieran mejorar técnicamente. De alguna manera, sobre ese capítulo vergonzoso de nuestra historia se ha escrito mucho; las novelas de Dickens o Twain, por ejemplo, describen la pobreza en la que vivía la mayoría de la población y el modo como mujeres y niños (hasta de 2 años) fueron esclavizados en las fábricas. Muchas personas murieron a causa de condiciones infrahumanas y las expectativas de progreso para los trabajadores eran inexistentes. En tal sentido dice Huberman que “la historia de cómo se consiguió la cantidad de trabajo necesaria para la producción capitalista debe ser la historia de cómo se privó a los obreros de sus medios de producción”. Bien es verdad, y esto lo pensaban ya Marx y Engels que “sólo cuando los trabajadores no poseen ni la tierra ni las herramientas terminan trabajando para otros”, y nada distinto fue lo que sucedió en aquella época: la demanda de trabajo se trasladó del campo a la ciudad, los obreros manuales perdieron la batalla frente a las industrias, y las necesidades primarias acosaron fuertemente. ¿Qué hubo por hacer? Someterse, vender lo único que se tenía, la fuerza de trabajo. El citado Marx lo explica así: “La condición esencial para que el propietario del dinero pueda encontrar en el mercado fuerza de trabajo como una mercancía más es que el trabajador, en vez de poder vender mercancías que contengan su trabajo, se vea obligado a vender como mercancía su fuerza de trabajo, que sólo existe en su persona. Para que un hombre pueda vender mercancías que no sean su fuerza de trabajo, ha de disponer de los medios de producción –materias primas, instrumentos, etcétera-. Necesita también de medios de subsistencia (…) Para convertir su dinero en capital, el propietario ha de encontrar, pues, en el mercado trabajadores libres, en el doble sentido de hombres que dispongan libremente de su fuerza de trabajo como una mercancía propia y de hombres que no tienen otra mercancía que vender, que no disponen de los elementos necesarios para la realización de su fuerza de trabajo” [2] Alguien ha hablado de los desposeídos, y ese calificativo aplica aquí acertadamente. Si hemos venido al mundo sin ninguna propiedad, si no tenemos los medios para ganarnos la vida de otra forma, no hay que alertarse, siempre habrá este recurso: trabajar para otro, y vender lo único que tenemos, nuestro trabajo. Y durante aquello siglos las industrias en auge se

aprovecharon hasta la ignominia de la situación: jornadas laborales de 16 horas; salarios inferiores para mujeres y niños; falta de precauciones para evitar accidentes en minas o talleres; epidemias por insalubridad; cero derechos laborales; una injusticia abierta en los litigios por pagos, propiedades o denuncias, etcétera. Ahora bien, era inevitable que, ante semejantes condiciones, no creciera a la par de ellas un movimiento de la clase trabajadora. Es obvio que en su inicio se trató de organizaciones tímidas y aisladas, pero con el paso del tiempo se empezaron a encontrar los puntos comunes de la lucha y a manifestarse a través de los sindicatos, los ceses de actividades, y la denuncia de los excesos que la burguesía –con el favor del Estado- cometían, no ya contra un sujeto en particular, sino contra toda la clase obrera, un conjunto social oprimido que empezaba a reconocerse como tal. Una vez fueron palpables las inconformidades de los obreros, los ideólogos burgueses empezaron a diseñar teorías que pudieran “explicar” a sus trabajadores los motivos que justificaban las diferencias de clases. Malthus propuso que la pobreza de los trabajadores se debía al poco control que tenían ellos mismos sobre su crecimiento, explícitamente decía: el obrero “tiene la culpa por reproducirse tan rápido”. David Ricardo, por su parte, los persuadía de que sus bajos jornales se debían también a su excesivo número; si fuesen menos los trabajadores –argumentaba- y también los miembros de su familia, el dinero que ganaban rendiría mucho más. Teoría tras teoría, cada una más perversa que la anterior, se fueron alzando demagógicamente sobre los trabajadores. “¿Quieren ganar más? –les preguntaban-, pues tendremos que reducir el número de empleados”. “Pero, necesitamos todos el trabajo –respondían los obreros-”. “¿Y bien? Entonces a trabajar para multiplicar las ganancias –concluían los dueños de las fábricas”. Sólo con la llegada de las ideas de Marx, especialmente sobre la plusvalía, pudo empezar a salirse de esta ceguera y a comprender la esclavitud que operaba –y opera todavía- en el modelo capitalista: “Cuando el obrero se alquila a sí mismo, da su fuerza de trabajo no sólo por el tiempo que le toma producir el valor de sus propios jornales, sino por la duración de la jornada de trabajo. Si el día (jornada) de trabajo es de diez horas y el tiempo necesario para el valor de los jornales del trabajador es igual a seis horas, entonces quedan cuatro horas durante las cuales el obrero estará trabajando no para sí mismo, sino para su patrono. A las seis primeras horas, Marx las llama tiempo necesario de trabajo y a las 4 horas tiempo excedente de trabajo o plusvalía. Del valor del producto total de las diez horas de labor, seis décimos equivalen a los jornales y cuatro décimos equivalen a la plusvalía, de la cual se apropia el patrono y con ello forma sus utilidades” (Pág. 266) Resultaría absurdo que alguien –distinto al propietario- estuviese de acuerdo con semejante sistema, más a sabiendas que generalmente un trabajador no recibe ni siquiera por su tiempo necesario de trabajo el pago que merecería en verdad. La luz que trajo Marx sobre este asunto permitió a la clase obrera la toma de conciencia sobre su situación, y la creación de diferentes rutas de acción (ese fantasma que se apoderó de Europa). El socialismo, principalmente, como ideología obrera permitió la organización de toda la clase y la búsqueda de alternativas para superar sus problemas.

Así, el capitalismo empezó a sufrir cada vez más frecuentemente los embates de obreros que exigían la consideración de su situación; incluso, hubo un largo inventario de manifestaciones violentas que reflejaron cuán indignados se encontraban los trabajadores al verse a sí mismos deshumanizados por otra clase, capaz de someterlos, engañarlos y explotarlos sin el menor atisbo de pudor. Sin embargo, ese primer modelo capitalista se volvió crítico merced a su propio desarrollo. En primer lugar, la producción en masa, pronto desembocó en la acumulación de mercancías; en segundo término, el aumento de maquinaria desplazó cada vez más a los obreros, quienes sin un sueldo fijo, ni siquiera podían consumir los artículos primarios; tercero, la creación de monopolios derivó en una concentración de poder especulativo; y, cuarto, las crisis a causa de las inconformidades obreras agudizó la inestabilidad. En este sentido –piensa Huberman- se hizo necesaria la transición hacia otro modelo capitalista, ya no de producción, sino basado en el consumo. Estamos en la época del “New Deal” en Estados Unidos, es decir, cuando la clase media de ese país tomó forma a través de la vida crediticia para consumir las mercancías acumuladas; se empezó a pensar cada vez más en los mercados que antes se habían descuidado, especialmente los del Tercer Mundo, consumidores en potencia, a falta de industrias propias; y, finalmente, los capitalistas también promovieron en las colonias la creación de fábricas y la explotación de recursos para sacar de ello algún provecho (es el caso de Argelia, India o Colombia). En últimas, lograron superar la prueba: “Durante los períodos de prosperidad, los ingresos del capital aumentan mucho más que los jornales de los obreros. El rico se hace más rico con un ritmo increíble. Sus ingresos crecen. No importa cuánto gasten en sí mismos, siempre tienen dinero sobrante. Y, lo que no pueden gastar lo ahorran. Sus grandes sumas de dinero las convierten en la industria y el resultado es un tremendo incremento en los equipos para fabricar artículos, en capacidad productiva. Los equipos nuevos y mejores hacen su tarea y los artículos salen de las fábricas al mercado. Pero los trabajadores no reciben jornales suficientes para comprar la creciente producción. Por ello, los artículos se quedan sin vender, se amontonan en los almacenes y las tiendas y los precios bajan desastrosamente. La producción ya no es lucrativa y es cortada o reducida. El resultado es el desempleo, la depresión y una merma en los ingresos del rico. El ahorro excesivo cesa. Entonces, lentamente, los consumidores se ajustan a la pila de artículos acumulados, las industrias que siguen funcionando encuentran que no pueden seguir por más tiempo sin nuevos y mejorados equipos y, así, gradualmente, la producción aumenta y el ciclo completo de prosperidad, auge, crisis, depresión, queda efectuado una vez más” (Págs. 323-324) Al final de libro, Leo Huberman recupera un poco el caso de Cuba y la Unión Soviética, como sociedades que en su momento buscaron implementar un modelo distinto al capitalista, capaz de distribuir más equitativamente los recursos que no deben pertenecer a grupos exclusivos de propietarios –mucho menos cuando se trata de bienes estatales-, sino a la población en general. Esos capítulos describen las políticas que se trazaron los revolucionarios rusos, concretamente Lenin, con relación al manejo de los territorios, la educación, la participación política, el tratamiento de la salud, y demás.

La conclusión que podría extraerse de esas apreciaciones de Huberman es que sí es posible trabajar en un sentido diferente al que siempre se nos ha citado como normal, el capitalismo. En la Unión Soviética se probaron muchas estrategias positivas, y el desarrollo del país, bajo una condición diferente del proletariado, fue uno de los más increíbles que haya tenido jamás una nación. Fue cuestión de dignidad y de reconocer en el otro a un individuo con expectativas y sueños semejantes a los propios, alguien que también deseaba vivir con justicia. Hubo privaciones, sí, y, sobre todo, no puede borrarse de nuestra mente toda la sangre con la que empañó Stalin los logros de los revolucionarios; pero, en todo caso, esa experiencia formidable está puesta frente a nuestros ojos, para recordarnos que el capitalismo es una realidad fáctica, pero no insuperable.