Bello Como Una Prision

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Bello como una prisión en llamas Ahora bien, los maleantes y los picaros, que abundaban mucho entre el pueblo llano, estaban muy lejos de ser los únicos en emborracharse y saquear, o en despreciar la ley y perturbar el orden mercantil. Desde que se inauguraron las primeras fábricas y minas, lo pobres que vendían en ellas sus brazos, sacrificando su bienestar y su gusto por la vida, se mostraron temibles en un debate social librado tanto por una parte como por la otra como una guerra; los motines también era frecuentes en las naves de la flota, donde aún seguían estando frescos los recuerdos de la edad de oro de los filibusteros. La mayoría de los motines que mecen sin exagerar el bello nombre de “emociones4” fueron, en lo fundamental, obra de jornaleros exasperados por las innumerables y reiteradas injusticias con las que le colmaban los nuevos amos de la riqueza social. Los obreros constituían el grueso de los amotinados, incluso en los disturbios más abiertamente teledirigidos: en ellos encontraban, además de un medio seguro de distracción, la ocasión de desgarrar, durante el intervalo temporal de un tumulto, el espeso velo de la racionalidad económica. La ebriedad colectiva, rara y sabrosa, permitía a los pobres desprenderse de las trabas impuestas de forma insidiosa y brutal a la comunidad y al placer durante siglos. Si bien la histeria mercantil no había llegado todavía a esa omnipresencia que aplasta a nuestros contemporáneos,

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Véase primera nota del traductor. •12•

Julius Van Daal

Bello como una prisión en llamas JULIUS VAN DAAL

Las “emociones 2 populares” de la mob (termino que en aquel entonces era sinónimo de chusma3) apenas eran más que breves tumultos que se producían a la salida de las tabernas. Muchos de ellos tenían como pretexto las más diversas formas de resentimiento social, entre ellas el corporativismo y la xenofobia, que incitaban a los pobres a despedazarse entre sí. Con demasiada frecuencia el odio a los ricos les imprimía su dinámica exclusiva, hasta tal punto que estos últimos no se privaban en absoluto, en ocasiones, de “alquilar” (repartiendo hábilmente unas cuantas guineas) a pequeñas tropas de bribones andrajosos para que ejecutaran venganzas muy particulares e incluso provocaran desordenes de los que esperan obtener una rentabilidad política cualquiera. La facción pro aristocrática era la que empleaba más a menudo el sistema rent-a-mob, aunque tampoco lo desdeñasen los embajadores de las potencias rivales. No solía costarles más que unas cuantas barricadas de “agua de fuego”, o la simple promesa de un pillaje lucrativo, pese a que fuera preferible tener a su servicio personal, entre los numerosos bocazas de las tabernas, a un bellaco que supiera mover los hilos del arte de amotinar. 2 En Francés émotion tiene, entre otros significados, el de “agitación de un cuerpo colectivo que puede degenerar en disturbios”. (N. del T). 3 En la actualidad, la palabra mob, sin haber perdido su significado originario, también es sinónimo habitual de “mafia” (N. del T). •11•

Bello como una prisión en llamas res y niños de todas las edades asedió el parlamento, vejó al desacreditado ministro y le obligó a retirar su proyecto de ley. En 1736 su Gin act, que se conformaba con aumentar los impuestos sobre el alpiste, fue aprobada por el Parlamento con el apoyo de los grandes cerveceros (divide et impera). No obstante, fue tal oposición entre el pueblo llano, que se mostró de los más levantisco y organizo por todas partes procesiones bien regadas para llorar por el “entierro” de su bebida favoritas, que resultó imposible aplicar dicha ley fiscal. Al igual que la poll tax de Thatcher, el impuesto sobre la ginebra (y por tanto, también sobre la pobreza) topó con una resistencia popular y civil de tal magnitud que el Estado tuvo que renunciar a recaudarlo y opto, de manera más solapada, por una imposición progresiva escalonada en el tiempo. Estos movimientos fueron bautizados como los Gin Riots (“Motines de la ginebra”), pese a que dichos “motines” fueran incomparables menos violentos que la sublevación proletaria de 1780 o los primeros conflictos en la industria. Por lo demás, en aquella época todos los motines londinenses (que según un cronista contemporáneo eran dos semanales”), podrían haberse calificado así, pues apenas cabe dudar que todos ellos iban acompañados de copiosas libaciones. En el siglo XVIII, el motín era la forma habitual de protesta social: de hecho, cualquier manifestación de insumisión un tanto colectiva era calificada de motín.

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Julius Van Daal

Difundido y diseñado por Ediciones Salvajes.Sin derechos reservados, recomendándose su difusión y multiplicación por cualquier medio que se tenga más a mano. Piratea, conspira, difunde. Sabemos que el pensamiento que no lucha, nada más hace ruido, y la lucha que no piensa se repite en los errores y no se levanta después de caer. Porque en cada palabra lo poético se distancia tanto de lo rutinario y ceremonico de algunas prácticas constantes y del fetichismo y la moda por las palabras más rabiosas, apostamos por que nuestros dichos sean los pasos que construyen y caminan en la revuelta, y que nuestras explosivas mentes multipliquen las historias de resistencia, porque en el fracaso brilla la experiencia y porque cada semilla empujada por nuestras bocas germinen la incesante lucha. –Vamos a morir peleando por que ha llegado el momento de apuntar con las palabras-

La incipiente industrialización de la sociedad inglesa y el formidable crecimiento de la flota mercante sometían a los obreros y a los marinos a labores arduas e incesantes, que consumían muchas calorías y generaban abundantes penas que ahogar. El triunfo de la austeridad de costumbres y del individualismo, que iban de la mano del triunfo de las relaciones mercantiles, entregaba a los hombres a un nuevo desamparo dado que las ocasiones en las que disfrutar del vértigo de la existencia en gozosa o tierna compañía eran raras, este se comenzó a buscar de forma sistemática y absoluta en la ilusión y, por consiguiente, en primer lugar, en la toxicomanía alcohólica (y muy pronto opiácea). La “epidemia” solo sería frenada por unos recargos fiscales cada vez mayores (cosa que sigue haciéndose en nuestros días) y la “cruzada” contra la “bebida del diablo” emprendida por predicadores de sectas protestantes como John Wesley. Por lo días, fueron los whigs, partido de la burguesía tiranuela dirigido entonces por Robert Walpole, primer lord del Tesoro y ministro de Hacienda entre 1721 y 1742, quienes establecieron los primeros impuestos de consideración sobre las bebidas espirituosas. Walpole intento imponer brutales incrementos de la fiscalidad “moral” en dos ocasiones sucesivas. El pueblo de la City se echó a la calle ante su proyecto de accisa (una especie de concesión administrativa) sobre los alcoholes (excise bill de 1733). Al grito de “¡No a la esclavitud! ¡No a la accisa!”, una “abigarrada multitud de hombres, muje-

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Bello como una prisión en llamas pimplar1 finos caldos y paladear aguardientes elaborados con frutas cuidadosamente fermentadas. Durante la primera mitad del siglo XVIII, la bebida nacional de los pobres, el ale, una cerveza bastante fuerte y aromática, perdió paulatinamente su atractivo a raíz de lo que el higienísmo de los historiadores califica de “epidemia de la ginebra”. El aumento del consumo de aguardiente en general y del sucedáneo de la jenever holandesa en particular se debió a varios factores íntimamente relacionados entre sí. Los progresos técnicos permitían redestinarla a escala industrial y con unos costes mucho menores que la fabricación de vino o de cerveza, a pesar de que, a igual cantidad, el aporte calórico de los aguardientes fuera mayor que el de las bebidas fermentadas. (En el umbral de la era del carbón y en un país de clima más bien frio, una débil relación precio-calorías no era sin duda algo indiferente); Los continuos conflictos comerciales y militares que enfrentaban a las compañías mercantiles inglesas con las potencias continentales exportadores de vino y de productos alimentarios alentaron al mercado interior a volverse, con el favor fiscal de la corona, hacia la producción local o colonial: ginebra de las destilerías londinenses. Ron de las Indias occidentales y uisge (pronúnciese “uisqué”) procedente de los mercados celtas del reino;

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Beber vino u otra bebida alcohólica (N. del E.) •8•

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Libaciones emociones y sediciones Para fabricar ginebra, basta con destilar y rectificar lo que sea, aunque en principio se emplea cereales como cebada, centeno o maíz. Lo que caracteriza a la ginebra, además de la aromatización con bayas de enebro, es que se rectificó de forma casi absoluta, lo que elimina en un santiamén el alcohol amílico, muy nocivo, y permite comercializarla inmediatamente sin necesidad de costosos procesos de envejecimiento. La ausencia casi total de sabor que aqueja a este matarratas se presta a la confección de innumerables mezclas alcohólicas nacidas de la imaginación sin límites de sus consumidores, pues su regusto a medicina incita a añadirle sabores amargos o agridulces. En la Inglaterra del siglo XVIII, la gente acaudalada aun no ingería estas ingeniosas combinaciones; aquel brebaje misteriosamente insípido traído desde Holanda en los últimos años del siglo anterior por soldados embrutecidos, no les inspiraba suspicacia y asco. Cierto, los jóvenes lores depravados y ávidos de sensaciones fuertes regaban copiosamente con ginebra las actividades criminales y voluptuosas que improvisaban en el seno de sociedades secretas, como el club del Fuego del Infierno o el de los Mohawks. Con todo, para animar los banquetes y las fiestas de sociedad, la mayoría de los ricos prefería

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Bello como una prisión en llamas El grueso del tropel se compone, no obstante, de pequeños comerciante y “honrados artesanos” que acuden con su libro de himnos en el bolsillo y que exhiben la dignidad resuelta del fanatismo sereno. Por fin ha llegado el día de mostrar su fuerza y su firmeza, de doblegar a aquellos señores con peluca que conspiraban sin cesar para restaurar el despotismo. El inmenso coro de la multitud soberana entona canticos condenando a la abyecta babilonia a acabar en los cubos de basura del infierno. Hacia las once, el presidente de la Asociación protestante, lord George Gordon, se lanza a un discurso interrumpido por el clamor de los asistentes, impacientes y emocionados, que le obligan a abreviar; le ovacionan de buena gana pero le indican a grito pelado que la hora de la cháchara ya ha pasado: quien reúne a un pueblo siempre lo amotina. Acto seguido se traslada al parlamento en carruaje, donde sus partidarios se reunirán más tarde con él para entregare la petición que exige la abolición de la ley “papista”. Mientras tanto, un sastre se encarga de coser los diferentes rollos de pergamino en los que están inscritos los nombres de los signatarios. Cuando termina, la petición se enrolla como si fuera un tapiz. Pesaba tanto que en el transcurso de la larga procesión subsiguiente que tuvo que ser transportada sobre varios hombros y por turno.

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Julius Van Daal el pillaje, más que un simple reflejo de supervivencia en tiempos de escasez, era ya un arma de la crítica que iba mucho más allá de la “rapiña “organizada como sector de la economía. En una época en la que la trivialidad del comercia todavía no había despojado de su potencia a los símbolos, destruir a hierro y a fuego los símbolos de la opresión era la viva imagen del goce. Por último y ante todo, los motines expresaban la relación de fuerzas entre las clases en guerra y a menudo eran la prolongación de disputas salariales, huelgas y peticiones: eran un momento en el que el proletariado se servía de sus inclinaciones comunitarias y utópicas como un arma. Tanto el honor como el humor incitaban a los pobres a mostrar los dientes, cuando no a morder, para no ser completamente devorados por los chacales que organizaban el reparto de los recursos. Que el motín ingles del siglo XVIII estuviera ligado con tanta frecuencia al consumo de ginebra (y a su consumo “excesivo”) tiene mucho de ardid de la historia: un mal bebistrajo, nacido de la lógica helada del cálculo mercantil y concebido aposta para embrutecer al ganado obrero., no por ello dejo de encontrarse en el centro de la belicosa controversia entre la economía y sus enemigos. Al estimular el gusto por el vértigo, la caótica cultura de los gin rioters amenazaba con disgregar los lazos sociales alienados en los que estaban presos los hombres. En efecto, solo deponemos la “carga del pensamiento” en calidad de bebedores aislados. Cuando la multitud se emborracha, se encoleriza o acaba alterada por los placeres, nace a veces un furor del espíritu cuya única verdad •13•

Bello como una prisión en llamas es la libertad: el tropismo de la comunidad heterogénea de los deseos. Más allá del punto en que se extingue el “conocimiento de las molestas y los disgustos” ligado a la toxicomanía alcohólica, la fiesta ofensiva y el delirio colectivo se convierten en los argumentos más irrefutables de lo negativo. La sublevación de junio de 1780 no se privó de saquear las bodegas de vino de los dignatarios y las destilerías de aguardiente, ni tampoco de imponer gratuidad en las tabernas y de organizar toda clase de orgias báquicas. Hacía falta una cogorza de lo más satisfactoria, y la resaca en forma de metralla, horca cárcel y moralismo) fue especialmente dolorosa. Ahora bien, si la fiesta no hubiera desembocado en la orgía no se habría prolongado con tanta intensidad ni habría amenazado el orden mercantil con la misma energía. Los pobres no inspiraron temor por sus aspiraciones, que eran aún menos capaces de formular que hoy día, sino por la fulgurante revelación de su “estar juntos”: una manada cuya domesticación no era sino un barniz superficial y que amenazaba con regresar a la primera ocasión a la independencia soñadora del estado salvaje… cordero dispuestos a comerse a sus pastores. Pese a que sus amos redoblaron sus esfuerzos por reforzar su dominación (con o sin vaselina), en lo sucesivo los pobres ya no podían ignorar que constituían la fuerza central de la naciente sociedad urbana, máxime cuando habían mostrado a toda Europa mediante el frenesí de sus orgias, la nueva universalidad de su clase, susceptible de derribar los muros de las bastillas y de poner el mundo patas arriba... •14•

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Su majestad la multitud. Sé que no les tiene en cuenta por que la corte está armada; pero le suplico que me permita decirle que se les debe tener muy en cuenta, toda vez que ellos se tienen en cuenta a sí mismos para todo. Han llegado a este extremo; comienzan a no tener en cuenta vuestros ejércitos, y la desgracia es que su fuerza consiste en su imaginación; y en verdad se puede decir que, al contrario de las demás fuerzas de poder, ellos pueden, cuando han llegado a un cierto punto, todo lo que creen poder.

El cardenal de Retz a Ana de Austria En aquella época, St. George´s Fields era un amplio espacio verde situado al sur del Tamesis, limitado al sur por el paseo de la Melancolía y al este por la calle Sale. Era el lugar de encuentro de los mendigos jóvenes y de los aprendices, que acudían allí a practicar juegos de pelota cuando la hierba estaba corta y juegos amorosos cuando estaba alta. A las diez de la mañana del viernes dos de junio de 1780 hace ya un calor tremendo y la sed es inmensa. Entre la multitud andrajosa que converge hacia el punto de reunión, son muchos los que se permiten hacer una o dos paradas para refrescarse en las tabernas, al abrigo del sol de justicia y de las nubes de polvo. Salen de ellas riéndose y cantando, en alegres y turbulentas bandas de aspecto muy puritano. •23•

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El inicio del debate -Despreciable farsante –respondí enérgicamente (a pio VI)-, tu teatro es muy inseguro, ¡basado en la estupidez de las naciones de la tierra! La filosofía lo aniquilará. D.A.F. Sade.

En el umbral de la década de 1780, Londres era la metrópoli más extensa del mundo e Inglaterra se estaba industrializando y urbanizando de forma acelerada. Las fábricas libraban entre ellas una ruda competencia alentada por la proliferación de las máquinas y el rigor de las leyes del valor. El puerto de Londres era el centro de un imperio comercial en plena expansión; el centro de un imperio comercial en plena expansión; el comercio internacional ingles era el señor de los océanos y el gran desvalijador de tierras lejanas. La acumulación de capital que de ello se derivaba engendraba florecientes actividades inmobiliarias, bursátiles y bancarias, no sin transformar a los pobres del campo en pobres urbanos. La lógica mercantil devoraba la actividad manufacturera y artesanal y anunciaba ya el reino de los cálculos mezquinos, la tiranía de los horarios y el aburrimiento de las tareas fragmentarias. El espíritu burgués triunfa en su isla predilecta a la espera de someter al mundo entero a su mediocridad. El protestantismo “inconformista”, antaño rebelde, se agita y divaga: ahora predica el ahorro, la sumisión y el esfuerzo. El metodismo de los discípulos de John Wesley, •16•

Julius Van Daal Asociación protestante:

En vista de que ninguna sala de Londres puede contener a cuarenta mil hombres: Se ha decidido que esta asociación se reúna a las diez de la mañana del próximo viernes 2 de junio en St. George´s Fields, para estudiar la forma más prudente y respetuosa de apoyar su petición, que será presentada ese mismo día a la cámara de los comunes. Se ha decidido, en nombre del buen orden y de la regularidad, que esta asociación, una vez reunida, se separe en cuatro divisiones distintas: la división de Sothwark y la división escocesa. Se ha decidido que la división de Londres se situé a la derecha del campo, mirando hacia Southwark, la división de Westminster en segunda posición, la división de Soouthwark en tercera y la división escocesa a la izquierda y asimismo que todos lucirán una escarapela azul para distinguirse de los papistas y de quienes aprueban la reciente ley a favor del papismo. Se ha decidido la presencia de magistrados de Londres, Westminster y Southwark a fin de intimidar y controlar a todo aquel sujeto malintencionado o sedicioso que pretenda perturbar el desplazamiento legal y pacífico de los súbditos protestantes de Su Majestad. Por orden de la asociación, G. Gordon, presidente, Mayo de 1780.

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Las reuniones públicas de la Asociación protestante se multiplican y atraen cada vez a más descontentos; ciertos comentaristas, que no se equivocan acerca del carácter social del movimiento, temen disturbios muy graves. No por ello quedaran menos consternados cuando asistan, nueve años antes de la toma de la Bastilla, a la primera insurrección proletaria de la era industrial.

especie de puritanismo atenuado que se propaga como la sífilis entre el pueblo trabajador anuncia la mezquina austeridad del siglo venidero. Las instituciones, legado del putsch dinástico protestante de 1688, son las de una monarquía parlamentaria. La Cámara de los Comunes elegida por la burguesía mediante sufragio censitario, decide la composición del gabinete y legisla.

Durante la semana que procedió al saqueo de Londres por la chusma, en junio de 1780, el ambiente fue cargándose de tensión: una emoción difusa se tiño de sorda angustia. Hacía un calor pegajoso y los cuerpos rezumban alpiste y feromonas. Los gestos del trabajo se hicieron lentos e inseguros. Violentas tormentas empapaban a los borrachos a la salida de las tabernas. Un tejedor murió en el acto al ser alcanzado por un rayo a la salida de un burdel de Bethnal Green. Un meteorito hizo añicos la ventana de una casa de Oxford, precipito a una sirvienta escaleras abajo, rompió un gran espejo mural y finalmente se incrusto en la pared. Los días se alargaban cada vez más, incitando los ánimos a la exaltación de lo imposible. En las zonas templadas del hemisferio norte, las tempestades sociales han estallado muchas veces coincidiendo con el retorno de los orgasmos.

Aquel año estaban en el poder los conservadores, o tories, representantes de los intereses del ejército, del alto clero anglicano y de los grandes terratenientes. Libraban contra las antiguas colonias norteamericanas, que estaban apoyadas por Francia, una larga y costosa guerra que estaban perdiendo. Para financiar el impopular conflicto tenían que reclutar nuevas tropas y recaudar nuevos impuestos sin cesar.

El miércoles de aquella semana nació Spitalfields un niño ciclópeo generosamente dotado de dientes cilíndricos; mientras, varios periódicos londinenses publicaban el siguiente anuncio

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En 1778, el Parlamento aprobó una ley de tolerancia que beneficia a los súbditos católicos del rey George II (Catholic Relief Act) y les libera de ciertas restricciones jurídicas, tan absurdas y trapaceras que nadie se había atrevido nunca a aplicarlas. El principal objetivo de dicha ley, justificada en nombre de su moderación y su equidad (sin dejar de conservar muchas restricciones tocantes al culto romano), era permitir que los católicos se alistaran en el ejército real, lo que les estaba vedado desde el siglo anterior: en tal caso, los súbditos quebequenses de la Corona podrían destripar a sus vecinos rebeldes de Nueva Inglaterra, y el ministro de la Guerra tendría derecho a movilizar en los campos de batalla europeos, a católicos irlandeses e incluso a reclutar mercenarios bávaros. •17•

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Pese a ser contrarios a la guerra y a estar tradicionalmente más próximos al pueblo llano protestante, los whigs votaron a favor de esta ley de circunstancias que tanto convenía a sus adversarios tories. Su retórica habitual no les permitía recusar su universalismo de fachada. Los únicos que se opusieron (en virtud del principio “ninguna libertad para los enemigos de la libertad”) fueron los partidarios declarados del proyecto democrático universal, los burgueses y aristócratas ilustrados, que simpatizaban abiertamente con los republicanos norteamericanos y que estaban débilmente representados en el Parlamento. En efecto, el pueblo llano consideraba a la Iglesia católica y a su jefe (el coriáceo Braschi, que accedió al pontificado bajo el nombre de Pío VI5) no sin cierta razón, como los más espantosos representantes de la opresión y la corrupción que había en la tierra.

tros, odiados por el pueblo, eran objeto de pullas y maldiciones en las tabernas. El antipapismo “visceral” de la nación inglesa sirvió de pretexto a una campaña en contra de la guerra y de la corrupción del partido aristocrático. Paradójicamente, el tribuno más popular de la agitación antipapista resulto ser un joven aristócrata, arruinado, Lord George Gordon6. Este se pone a la cabeza de la Asociación protestante, que en pocos meses se transforma en un movimiento de masas apoyado en comités de barrio rebosantes.

Los precios aumentaban y los salarios se estancaban: la guerra era ruinosa. Todas las noches, el rey y sus minis-

Durante la primavera de 1780, la Asociación protestante hace circular por todo el reino una petición destinada a ser sometida al Parlamento que reclama la abolición pura y simple de la ley “papista”.

5 “Braschi es corpulento; tiene el poto grueso, firme y regordo, pero tan duro y calloso, de lo acostumbrado que está a recibir azotes, que ni la punta de una guja lo atravesaría más que la piel de un cazón; tiene el agujero del culo prodigiosamente grande. ¿Y cómo podrían ser de otro modo, si está acostumbrado a que le jodan veinticinco o treinta veces al día?” Sade, Juliette o el vicio ampliamente recompensado. (Entiéndase cazón como: tiburón vitamínico es una especie de elasmobranquio carcarriniforme de la familia Triakidae, ovovivípara, distribuida en aguas templadas de todos los océanos. (N. del E.) •18•

En 1779, la extensión de la ley de tolerancia a Escocia provoca un feroz tumulto en Edimburgo que hace retroceder al gobierno. Los insurrectos, que incendiaron varias iglesias católicas, se salen con la ley suya: en Escocia se suspende la aplicación de la ley.

Ya sea garabateando torpemente una cruz o caligrafiando cuidadosamente su nombre, una multitud rubricó la demanda, que tiene un éxito sin igual en una época en la que abundan las peticiones.

6 Véase al final de este volumen el epilogo que reconstruye brevemente la extraña carrera de este personaje. •19•

Bello como una prisión en llamas sobre la necesidad de crear un cuerpo de policía digno de ese nombre, los ánimos se caldean y se van congregando bandas de pobres armados. Se difunde el rumor de que los trece chivos expiatorios van a ser trasladados del puesto de guardia donde han pasado la noche en un juzgado para que comparezcan ante el juez.

Julius Van Daal Después de realizar algunas maniobras ordenadas en el campo, las cuatro divisiones se estremecen al son de las gaitas: los escoceses abren la marcha. La asociación distribuyo escarapelas azules a los que todavía no tenían. Una masa de más de cincuenta mil descontentos recorrió las calles de una ciudad que en aquel entonces solo tenía setecientos mil habitantes.

En el instante en que salen escoltados del puesto, su cortejo se transforma en una larga procesión formada por una “vasta afluencia de personas” que no oculta su hostilidad a su cautiverio. A los soldados se les arenga y se les insulta y se les rocía abundantemente con lodo y excrementos sin que por ello pierdan la flema. Los detenidos solo pasan un momento en el juzgado, sitiado por una multitud levantisca a la que las bayonetas de la soldadesca apenas logran contener: el tiempo imprescindible para aceptar comparecer en una fecha ulterior y que se ordene su ingreso en la prisión de Newgate.

Una vez atravesado el Támesis, el cortejo fue reforzado por elementos aún menos dóciles, procedentes de los barrios más pobres de la orilla norte. En los aledaños del parlamento, confluye con otros grupos de peticionarios, sin duda menos dados a las procesiones y a los himnos, y que forman por si solos una masa impresionante. Las dos multitudes se saludan con un formidable rugido. El ambiente se va animando y de pronto las miradas se iluminan…

El cortejo vuelve a ponerse en marcha y llega sin encontrar obstáculos a dicho establecimiento, donde la plebe, aunque no intente liberar a los trece detenidos, les prodiga ánimos y les gratifica con una larga ovación antes de que las pesadas puertas de la prisión se cierren sobre ellos. Al final de la tarde la calle recobra la tranquilidad. Mientras la canalla medita, vaso en mano, acerca de cómo darle continuidad a su aventura, una calma aparente atenúa los recelos de los poderosos. Esta astucia del desorden va a dotar al más previsible de los desenlaces de la ventaja de una cierta sorpresa.

El pueblo de los callejones se mezcla con el de los talleres. A él se suma hamponcillos y maleante, capeadores y borrachines. El Londres mestizo está en la calle, sobre todo los negros, supervivientes de la esclavitud antillana o norteamericana, y que constituyen entonces cerca del siete por ciento de la población de la ciudad; han acudido en masa y hacen circular, junto a jarras de ron y de bumbo, pipas humeantes que desprenden acres fragancias. Abundan los predicadores iluminados y los divagadores intransigentes. Con mirada febril y tez macilenta, tribunos vaticinadores y profetisas por un día se encaraman sobre cajones para exhortar frenéticamente a aquellas buenas gentes a la extravagancia y a la venganza proclamando

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Bello como una prisión en llamas urbi et orbi que más valía “perecer en la calle que tener que soportar a un gobierno papista”. A queda partir de ese momento el parlamento aislado por una marea humana que no para de aumentar. Entre la multitud corre la consigna de inmovilizar a todo miembro de la Cámara de los Lores que acuda a ocupar su escaño, por poco sospechoso que sea de complacencia con el partido de Satanás (y a ojos de los pobres, casi toda la nobleza lo era) y obligarle a ponerse la escarapela azul. Estas instrucciones se aplicaron con gran celo, como no tardan en comprobar dolorosamente los primeros lores que se presentan hacia las dos de la tarde. Lord Bathurst, vetusto carcamal pero importante personaje del Estado, fue sacado de su coche sin miramientos y debidamente molestado. Le pegaron en el rostro, le cubrieron de lodo, le trataron de “vieja idiota” y, para colmo de injurias, de “papa”. Al duque de Northumberland, cuyo secretario iba vestido de negro, le calificaron de “jesuita” y le vapulearon a base de bien; un ratero aprovechó para robarle el reloj. La calesa de lord Stormont quedo completamente destrozada. En fin, todo lo que lucía peluca e iba en carroza sufrió una suerte semejante, pero el pueblo, menos sanguinario que sus señores, perdono la vida a todos sus enemigos: algunos refugiaron en el parlamento; otros, más numerosos, optaron por una pronta retirada; la mayoría de estos últimos, a falta de escarapelas azules, se libró con algunos ojos morados.

Julius Van Daal

Los escollos del resentimiento Las grandes revoluciones no siempre tiene grandes orígenes, e importa poco que causa enciende las pasiones siempre y cuando el humo llegue hasta el cerebro… ahora bien, todos los unos son de la misma naturaleza, y el olor que sale de un estercolero tiene tanto merito como el que se esparce a partir de una preciosa masa de incienso. Jonathan Swift

A mediodía del sábado tres de junio en Londres parecía reinar la paz social. Acostumbrados a motines esporádicos y sin continuidad, los lores y diputados se trasladaron al parlamento a ocupar sus escaños. Sin embargo, los acontecimientos de la víspera no habían dejado en los alborotadores la misma sensación de fugacidad que a sus enemigos de la casta política, que creían haberse librado de ellos por el precio de un severo cólico y un nuevo reforzamiento de las medidas de orden publica, la noche no había extinguido las pasiones impacientes. En las tabernas se habían reanudado conciliábulos febriles que habían engendrado grandes proyectos. Los trece pobres tipos detenidos de forma provisional tras la devastación de los antros del oscurantismo romano despertaban tanta compasión como si estuvieran gimiendo entre las garras de la Inquisición. Mientras los parlamentarios, ansioso por extraer las lecciones del peligro por el que acababan e pasar, debaten

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Julius Van Daal En general, los miembros de la Cámara de los Comunes salieron mejor parados. Cierto es que muchos de los miembros del partido whig, buenos burgueses y calvinistas convencidos, habían tomado la precaución de escribir sobre sus carruajes el eslogan del día (“¡No al papismo!”) pese a que la mayoría de ellos, más o menos discípulos de las luces, hubiesen votado hace poco la ley de la tolerancia. A los demás solo los zarandean moderadamente y son sobre todo objeto de amenazas o burlas. El modernista Edmund Burke, futuro denostador de la Revolución francesa, fue colmado de injurias “escandalosas y obscenas”. Solo dos diputados especialmente detestados por el populacho fueron verdaderamente maltratados y poco les falto para que los cortaran en pedazos. La calesa del primer ministro, lord North, se abrió paso frenéticamente entre el tropel intentando llegar hasta los guardias a caballo que custodiaban el parlamento. Ya en las inmediaciones del edificio, tuvo que reducir la marcha. ¡A por sus ocupantes! Un hombre se encarama al cubo de la rueda, logra arrancarle el sombrero al hombre de Estado y se da a la fuga con su preciado trofeo. Luego, ese mismo día, se lo cortara en pedacitos y se los venderá a los curiosos por un chelín. En vista de la evolución de los acontecimientos, muchos de los peticionarios más sobrios o más puritanos7 optan en ese momento por volver a sus casas. Y la mayoría

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La palabra original en el texto es de timoratos (N. del E.) •27•

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de las buenas gentes que siguen allí o que ocupan su lugar están decididas a llegar a las manos. Según la descripción de un plumífero, parecían pertenecer a “la chusma más infame”. A su modo de ver, la fiesta no había hecho más que empezar.

bargo, resulto ser más jugoso: el embajador era un viejo bribón que abusaba de la sede diplomática para dedicarse a un vasto contrabando. El lugar esconde una autentica cueva de Ali Baba, lo que incita a los amotinados a saquear la residencia del embajador a modo de propina.

Dentro del parlamento reina el pánico. La cámara alta decide recurrir a la fuerza pública, pero los escasos lores presentes solo consiguen dar con un magistrado que solo dispone de una reducida tropa compuesta por seis esbirros. En los Comunes, los diputados han renunciado al orden del día, una propuesta de reglamentación de la tasación del almidón y del comercio del polvo de pelucas. Tienen que desgañitarse para hacerse oír, ya que los pasillos han sido invadidos por una turba andrajosa que arma mucho alboroto. Con tan hermoso respaldo, lord Gordon presenta la petición, firmada según el por “ciento veinte mil súbditos protestantes de Su Majestad (…) resueltos a levantarse en defensa de sus derechos y contra los perniciosos efectos de una religión enemiga de todas las libertades y de toda pureza moral, alumbrada por el fraude y la superstición, y que engendra el absurdo, la persecución y la más diabólica crueldad”.

En las calles se encienden muchas otras hogueras, pero se hace tarde y el motín se calma. Se detiene a trece presuntos incendiarios de la capilla sarda. Entre ellos no hay uno solo “cabecilla”: de hecho, la mayoría son simples mirones (y los jueces no dejaran de quejarse de ello a sus esbirros) que habían acudido a presenciar el espectáculo, por desgracia poco común de una iglesia en llamas. ¡Algunos hasta dicen ser de religión católica! Todos ellos son obreros o artesanos, a excepción de un juerguista muy borracho, oficial del ejército ruso.

Ahora bien, el cambiar de cariz, el debate en la calle también ha cambiado de tercio. Como comento el observador ya citado quienes se quedaron “no solo no escucharon ninguno de los argumentos a favor o en contra de la tolerancia, sino que desconocía por completo los motivos de la petición”. Y lord Gordon, cuyo nombre corea la multitud y que presenta todos los indicios de una “extra•28•

Los últimos amotinados se reagrupan y deciden darle un tirón de orejas a cierto obispo anglicano que tiene reputación de ser favorable al papismo: los rumores públicos le acusan de decir secretamente la misa caníbal en las capillas de las embajadas. Sin embargo, esa noche el sospechoso eclesiástico ha tomado la precaución de dormir fuera de casa, y los amotinados que recorrieron su calle no encuentran a nadie sobre quien descargar su ira. Los más encarnizados acaban dispersándose hacia las dos de la mañana, pero las inmensas hogueras que habían encendido por la ciudad continúan ardiendo durante toda la noche, a modo de advertencia dirigida a las fuerzas de las tinieblas.

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Bello como una prisión en llamas el estado de ánimo de los pobres. En torno a los divagadores de taberna se formaron grupos que pretendía ir más allá de todas las consignas de calma. Blandiendo las pancartas antipapistas que habían engalanado la procesión, bandas de exaltados cada vez más numerosas afluyen a los barrios populares a la luz de las antorchas que portan los menos aptos para el combate. Los demás están armados con hachas y tijeras, martillos de pizarreros, mazos y rodillos. Les sigue por todas partes una impresionante multitud de curiosos un poco chiflados. El primer choque entre la idea y la materia se produce en la embajada de Cerdeña. Su capilla católica es una discreta nave, aunque no por eso proyecta una sombra menos enojosa sobre el pensamiento a ojos de los enemigos del despotismo. Un golpe de mazo en una vidriera da la señal para el comienzo de la destrucción. En pocos minutos el templo del Anticristo es devastado. En los oscuros circuitos de la economía paralela desaparecen costosos bibelots de la idolatría. En la calle se enciende una fogata alimentada con el mobiliario de la capilla. Los amotinados, descontentos de ver que se ha enviado al lugar a un centenar de guardias, terminan prendiendo fuego a la propia capilla y entregan a las llamas un rentable “de gran valor”. Pese a que no fue incendiada, la capilla de la embajada de Baviera padeció una suerte parecida. El botín, sin em•32•

Julius Van Daal vagante agitación”, va y viene por la Cámara y los pasillos para informar a sus “partidarios” sobre el desarrollo de los debates y revelarles los nombres de los diputados que no son “en absoluto amigos de la petición”. Se confunde hasta el punto de creer tener al alcance de la mano, si no el poder, al menos su hora de gloria, cuando apenas ejerce influencia alguna sobre la multitud y sus pares no ven en el sino a un vano irresponsable. Varios diputados, entre ellos su propio primo hermano, le amenazan con la mano ya sobre la empuñadura con atravesarle de parte a parte si insiste en arengar a la chusma o si esta irrumpe en la Cámara. El tumulto prosigue durante seis horas más antes de que los políticos acepten someter por fin a votación la propuesta de abolición de la ley papista. De los ciento veinticuatro diputados presentes, solo seis votan en el mismo sentido que lord Gordon. Cuando la multitud tiene conocimientos de esta aplastante derrota parlamentaria, los exaltados y los irreductibles redoblan su ardor a fin de excitar su furia. ¿Acaso ese día no es soberana la calle, mientras que los diputados solo responden de sus votaciones ante los contribuyentes acomodados que los han elegido? Es tal la efervescencia que los diputados contemplan la posibilidad de realizar una incursión espada en mano para huir de la cólera del populacho. Antes de llegar a extremos tan arriesgados, se decide recurrir a la Guardia. Poco ante de las nueve, se envía a las inmediaciones del parlamento sitiado a un modesto destacamento de infantería y de caballería al mando de •29•

Bello como una prisión en llamas juez Addington. Rodeada por la turba y los clamores, la tropa se abre paso sable en ristre. Al llegar a la explanada, los soldados se detienen a aguardar órdenes, sin apenas mostrar disposición belicosa. Las comadres, que les abuchean y les pellizcan cariñosamente el trasero entre risotadas amenazan con desbordarles de inmediato. Indignado, el juez Addington ordena en ese momento a la tropa que cargue. La tentativa engendra la mayor confusión: desprovista de impulso, la caballería arranca débilmente y contribuye así a la avalancha. La multitud achispada y compacta, se desploma por todas partes como un castillo de naipes, desencadenando no el pánico sino la hilaridad general: los cuerpos se vencen suavemente unos sobre otros y el movimiento popular corre el riesgo de desembocar en orgia pública. Si las personas de orden se echan a temblar, la tropa se siente cada vez más tentada de fraternizar con los juerguistas, que tienen ginebra y mujeres y parecen ser dueños de todo menos de su exaltación. La cómica incongruencia de la situación, el paso súbito de la tragedia a la comedia, el efecto contagioso de la alegría, las cosquillas abundantemente intercambiadas en el seno del alboroto: todo contribuye a extender y prolongar los estallidos de risa. Ahora bien, si la euforia es desarmante, lo es para todos… y el juez Addington aprovecha hábilmente ese cambio de humor para encauzar la situación a favor del orden. Se regocija bruscamente y al unísono con la multitud, que le autoriza a parlamentar con ella, aplacada por una buena pinta de cachondeo. •30•

Julius Van Daal Promete retirar a sus espadachines a condición de que las damas y los caballeros presentes le den su palabra de honor de que se disolverán. Y sin esperar a haber recibido en modo alguno tan extraño compromiso por parte de tan abigarrada multitud, ordena a sus guardias que se retires, evitando así que los hagan picadillo. Peor aún, el grueso de la multitud se disuelve sin dejar atrás de si más que algunas aglomeraciones dispersas en la explanada del parlamento y en las inmediaciones. Los diputados van a poder regresar tranquilamente a la Cámara para honrar sus obligaciones vespertinas. En todos los relatos sobre los acontecimientos de esos días hay una laguna que discurre aproximadamente entre las nueve de la noche y la medianoche, hora a la que se informó de nuevos disturbios. Cabe apostar que los descontentos, que seguían siendo dueños de la calle, fueron a fortalecer su determinación con una o dos jarras de cerveza hasta la hora de cierre de las tabernas. En un ambiente de exaltación febril, palpitante de los éxitos o las desilusiones de la jornada, hicieron un balance desigual: éxito de la demostración de fuerza, derrota y traición en el Parlamento. Fue entonces cuando quizá se elaboraron, de cara a las horas y los días venideros, los planes de acción improvisados y heterogéneos que vertebran las andanzas de las insurrecciones sin jefe. Lord Gordon se había retirado a descansar, y los activistas legalistas de la Asociación protestante, desconcertados por su inapelable derrota en la Cámara, estaban inquietos ante su escasa influencia sobre •31•

Bello como una prisión en llamas protección del Parlamento. Algunos minutos después, los amotinados devastan la residencia del magistrado desacreditado e incendian su mobiliario. El patrón de la taberna vecina se ve obligado a ofrecer una ronda tras otra a los sedientes demoledores. Una vez cumplida su tarea, con Jackson a la cabeza, se marchan a reforzar al grueso del genio que asedia la prisión de Newgate, donde aún se cree, se pudren los trece detenidos, cuando lo cierto es que, a falta del menor elemento de acusación en su contra, nueve de ellos han sido discretamente liberados. Bajo la bandera de color sangre y hollín enarbolada por james Jackson, la sublevación parece renegar definitivamente de su fondo puritano y perder sus ilusiones políticas, iluminadas por innumerables hogueras festivas, tiene un aire de carnaval improvisado y disipado, por no decir “libertario”. Es el combate de una comunidad contra los liquidadores de toda comunidad. Las aspiraciones igualitarias de los alegres compadres y comadres se burlan de los principios del individualismo mercantil y de su arsenal jurídico, que no dejan a los pobres entre libertad que la de subastarse a sí mismos en el mercado de trabajo. Pese a que las sectas grupusculares a cual más fanática, proliferan entre el pueblo, las broncas entre facciones se dejan a los políticos, a los que en la practica la sublevación ha dejado de lado. La querella que ahora se ventila enfrenta a los disidentes de la organización moderna de la •48•

Julius Van Daal Y fue así como hacia las nueve de la noche, sin que se hubiera tomado ninguna disposición para prevenirlos, se reanudaron los disturbios a ambas orillas del Támesis. En Moorfields, barrio miserable que alojaba entonces un gueto irlandés, y que por consiguiente era considerado católico, llegan a alcanzar rápidamente una gran violencia. Las propiedades de un empresario irlandés que respondía al nombre de Malo se encontraron especialmente en el punto de mira Explotaba en el barrio numerosos talleres y almacenes en los que empleaba a más de un millar de sus compatriotas a cambio de un salario aún más parco que el que recibían los obreros de origen local. Sería quedarse cortó decir que dicha concurrencia estaba mal vista por estos últimos, que agregaban al resentimiento chovinista y corporativista al fanatismo antipapista. Sin embargo, el motín de ese día, gran parte de cuyos “cabecillas” eran negros, expatriados o ateos declarados, y que arrastro a más de un inmigrante católico de nacimiento, no fue de carácter “étnico” sino de modo muy breve y episódico. Por anticlericales que fuesen, los exaltados más lúcidos sabían que no era el momento de que las armas de los pobres se volviesen contra los pobres: lo que en nuestros días se denominaría un “pogromo” solo habría podido servir a los intereses de los enemigos del levantamiento. No cabe duda, en cambio, de que el personal menor encargado de mantener el orden (que estaba en estrecho contacto con la clientela de las tabernas se enteró de que con la finalidad de liberar a los trece “mártires”, los más decididos habían hecho preparativos que no pretendían otra cosa que la destrucción, por principio y por sistema,

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Bello como una prisión en llamas

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de todas las cárceles. Se imponía una distracción de urgencia que, a ser posible, solo dejase muertos entre los pobres: a esos efectos los tugurios de los guetos irlandeses, lejos de los barrios distinguidos, constituían el objetivo predilecto a ojos de los esbirros, que por lo demás solían estar de acuerdo con los insurrectos en lo teológico. Sabemos a ciencia cierta que el alcalde de Londres, el regidor Kennet, antiguo arrendatario de un burdel que se había convertido en un personaje respetable y que controlaba a la policía de la ciudad (así como a buena parte del hampa), animó y dio cobertura, a través de sus oradores a sueldo, sus chivatos y su esbirros, a la expedición anti-irlandesa de Moorfields. Ésta fue interrumpida cuando el alcalde informo a los amotinados de la llegada inminente (aunque tardía de las tropas que había tenido que convocar para guardar las formas. El asalto contra Moorfields se reanudo al amanecer del día siguiente, tras una pegajosa jornada de resaca, y pese a que corrió muy poca sangre, dio lugar a destrucciones y humillaciones en todo el barrio. Los lugares del culto romano fueron sistemáticamente devastados a iniciativas de elementos que parecía obedecer a instrucciones y que se aplicaban fríamente a su tarea. Incluso se vio a policías acudiendo a los escenarios del motín para asegurarse de que “ningún protestante honrado haya sido herido por bribones papistas”.

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El movimiento libre de sus pretiles y ya a salvo de manipulaciones policiales y definitivamente desengañado tanto del parlamento como del racket antipapista, lejos de aminorarse, se desboca. Al caer la noche, los pillajes y los incendios se reanudan con mayor intensidad. Los insurgentes, que acusan cruelmente la falta de armas, atacan el arsenal de Woolwich; para privar de ellas al enemigo. Por el camino, el populacho ataca el palacio de Buckingham (cabe suponer que lleno de blancas princesas y lindos pajes) pero la guardia del palacio rechaza el asalto enérgicamente. Desde lo alto de una carreta, un mocetón vivaracho llamado James Jackson agita una larga bandera roja y negra. Con una voz que truena como la trompeta del juicio final, exhorta a un grupo de amotinados a acudir sin tardanza al domicilio del juez Hyde que tiene a su cargo la

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Bello como una prisión en llamas Gordon sabe que no está hecho de ningún modo para desempeñar el papel de un Cromwel. El combate entablado en las calles ha perdido, por lo demás, cualquier matiz de controversia política o metafísica. Ahora su envite es el derrocamiento de todo lo existente; el partido de los enemigos de la autoridad no puede cargar con el estorbo de unos dirigentes. Mientras aguarda el desenlace de los acontecimientos, lord Gordon saldrá poco de casa y en vano propondrá al rey que contribuya a apaciguar el motín. No ignora que si la insurrección es derrotada será detenido y conducido a rastra ante la justicia real. Quizá se estremezca pensando que si, por el contrario, triunfa el pueblo llano, acaben presentándole la cabeza de ese mismo rey en bandeja. El parlamento, por su parte, representa el papel de Pantalone.8 Se otorga a sí mismo una jornada de descanso para calibrar las dimensiones del peligro y se retira entre bastidores. El personaje del Capitán9 (un ejército de oficio no muy numeroso y desperdigado por las provincias, pero muy brutal y aguerrido) ya está en camino y su entrada en escena es inminente. El de la Canalla es omnipresente; todo baila al son de música y hasta se lanza a algunas improvisaciones sublimes. 8 Personaje de la comedia dell ´arte. Pantalone es un rico que reme perder su dinero y que cree que todo se puede comprar. La mayoría de las veces termine estafado o sin blanca (N.del T). 9 Otro personaje de la comedia dell´arte, que es un soldado fanfarrón pero en el fondo cobarde (N.del T). •46•

Julius Van Daal El papa y san patricio, patrón de Irlanda papófila, fueron quemados en efigie. Los saqueadores obtuvieron escaso botín, en su mayor parte patadas y alpiste. El alcalde se alegró un poco precipitadamente de ver mitigarse una sublevación popular en el transcurso de uno de esos motines a sueldo que interrumpían la vida londinense. Al final de la noche anunció a los amotinados: “Está bien, señores, para una jornada. Espero que ahora vuelvan a sus casas”. A un oficial de la Guardia que acudió a sus órdenes, el antiguo cafiche le espeto sin ambages: “Todo el desorden parece proceder de que la multitud se ha apoderado de algunas personas y de algunos edificios que no le gustan y que los está quemando. “¿Qué tiene eso de malo?”. En ese momento ignora que acaban de estallar otros motines en los barrios populares de la City y de Westminster y que no cesan de extenderse hacia las afueras, en Spitalfields, Wapping y Southwark, donde escasean mucho los papistas, mientras que los demoledores han dejado al margen los enormes guetos irlandeses de St. Giles-in-the-Fields y de Saffron Hill… al fin y al cabo, el objetivo de la vindicta de la canalla eran los católicos ricos. El movimiento es dueño de la calle. La distracción policial antiirlandesa ha perdido fuelle y ha fracasado, no en lo tocante al envilecimiento de la sublevación a manos de las plumas de los literatos humanistas, desde luego, sino en apaciguar la cólera de los pobres, completamente desbocada. La city está iluminada por grandes hogueras y el saqueo de los almacenes se generaliza, los ricos emprenden el éxodo y los pobres desbordan alegría. El lunes por la mañana no va a ser un lunes por la mañana.

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Julius Van Daal La primera de ellas declara solemnemente que es criminal insultar o agredir a un diputado que acude a ocupar su escaño. Se nombra a una comisión investigadora encargada de descubrir a los instigadores de la sedición, a continuación se ordena que el fiscal general demande a los insurrectos capturados y, por último, se decide indemnizar a las embajadas bávara y sarda. Después de haber esgrimido este frágil palo, los diputados se valen de una escuálida zanahoria: algunos oradores influyentes, con la aprobación de lord Gordon, por lo demás ausente dan a entender que la petición antipapista podría ser sometida de nuevo a examen cuando hayan cesado los disturbios y a condición de que lo hagan lo antes posible. Hacia las seis de la tarde, los diputados salen del parlamento de la misma forma que entraron: por un pasillo que los guardias a caballo, dispuestos en compactas hileras, han organizado en el seno de la multitud soliviantada. Al ser reconocido, lord Gordon es llevado a hombros por pobres que todavía corean su nombre, y que le ponen a su pesar a la cabeza de una procesión que recorre el centro de la capital a grito pelado. Tiene que suplicar a sus “partidarios” que le dejen en casa de su aliado, el regidor Bull, desde donde se escabullo por una puerta secreta. El personaje de lord Gordon, que por obra de la pluma de los cronistas dio nombre a los motines, desaparece entonces del centro de la escena; la sublevación ya no necesita tribuno ni motivos religiosos que le animen, y lord •45•

Bello como una prisión en llamas Circula de mano en mano la literatura más sediciosa. Una octavilla titulada “Inglaterra en llamas”, por ejemplo, mete en el mismo saco “papismo y esclavitud” y exige la liberación de los trece chivos expiatorios. Nada impresionada por la soldadesca, en las calles vecinas la plebe desfila al son de los pífanos y de los violines. Blande sus pancartas engalanadas y exhibe salves, mazos y porras. Conscientes de su fuerza, los sublevados están dispuestos a dar una oportunidad de redimirse a los legisladores, que llegan al parlamento sin demasiados tropiezos, a excepción del ministro de La Marina, lord Sandwich, que tiene la insolencia de presentarse, cuando se sabe execrado por el pueblo como ningún otro; apaleado y abucheado, falta muy poco para que le despedacen. A sus colegas se les amonesta rudamente, se les insulta y se les amenaza, pero todos logran penetrar en el edificio, entre dos hileras de uniformes. Sin embargo, los políticos no están en modo alguno dispuestos a satisfacer al pueblo y no piensan en otra cosa que en darle un escarmiento. Está en juego la supervivencia de su función legislativa y el respeto a las instituciones parlamentarias, garantes de la todavía frágil autonomía de la burguesía. Mientras lord Gordon hace circular entre la multitud su desautorización (que publican todos los periódicos y que llama a “todos los verdaderos protestantes” a respetar el orden y la constitución), la Cámara de los Comunes aprueba una serie de resoluciones represivas.

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Sin cruz ni rey Vengo como un ladrón, de noche, con la espada desenvainada en mano y como el ladrón que soy… y digo: ¡dame la bolsa! ¡Dámela, bribón o te corto el cuello! Digo: dásela a los mendigos, a los ladrones, a las putas, a los cicateros, que son carne de la carne y son dignos de ti, y que están dispuestos a morir de hambre en prisiones pestilentes y calabozos inmundos… POSEED TODAS LAS COSAS EN COMÚN, pues si no el azote de Dios caerá sobre todo lo que podáis tener para podrirlo y quemarlo.

En la mañana del 5 de junio, la “vida” económica de la ciudad más grande de Europa se detiene mientras la multitud recorre las calles con la venganza en los labios. Tiene vía libre. El cuerpo de esbirros, impresionado, apenas interviene, y más de un agente ostenta prudentemente la escarapela azul. La policía está a las órdenes de los regidores y magistrados de la ciudad, y, muchos de ellos apoyan a la Asociación protestante o la temen. En aquellos momentos de guerra colonial, Londres está mal guarnecido. El Estado necesitara varios días para reunir tropas lo bastante numerosas y aguerridas para contener el desbordamiento de la canalla. Ésta última no se ha despojado del todo de su parafernalia religiosa. La escarapela azul es signo de reconocimiento entre los insurrectos, por no decir de adhesión a la insurrección. Los estandartes antipapistas, amorosamente confeccionados para la procesión de la semana •41•

Bello como una prisión en llamas anterior, sirven de bandera a bandas de saqueadores. Sin embargo, los gritos de “!No al papismo!” se ven ahogados por otros, mas reiterados, de “!No a la esclavitud!”: dotada de este objetivo, que no es otro que el rechazo del salariado naciente, la sublevación se da una razón práctica más acorde con la realidad social de una época en que la dominación capitalista estaba saliendo de su infancia. Ese día era el cumpleaños del rey, celebración que paso totalmente desapercibida, y con mayor motivo teniendo en cuenta que se había anulado la mayoría de los festejos previstos salvo un baile en Buckingham, donde se interpretaron una veintena de minuetos en un ambiente fúnebre. El parlamento se ha ido de vacaciones. Sus patrocinadores naturales, cortesanos y mercaderes, han suspendido sus transacciones. Pobre en tropas y consternado por el vacío de un poder que ha caído en desuso, el partido burgués capea el temporal. Mientras algunos jóvenes oficiales de manos blancas bailan torpemente con las viejas brujas del harem real, el entorno del monarca redobla a toda prisa el llamamiento a los generales. Cuando la multitud, que se mofa del rey o aspira a verle colgado, acude a casa de lord Gordon para honrar al tribuno con una inmensa hoguera constituida por los diversos trofeos reunidos en el transcurso de las devastaciones, el excéntrico aristócrata escurre el bulto y redacta de inmediato una desautorización del motín, que para su gusto está yendo demasiado lejos.

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Julius Van Daal Eso no evita que se saqueen las casas de políticos y de propietarios, ni que se enciendan grandes fogatas con el mobiliario y los papelotes que contienen. Se hace un uso liberal de las bodegas, se conmina a los criados a fraternizar y brindar a la salud del buen lord Gordon y los señores se esconden. Se devasta la casa de un mercader de velas y se incendia su stock de sebo. Corre el rumor de que ha denunciado a varios de los trece encarcelados. El vértigo de la fiesta no ha relegado a estos últimos al olvido, desde luego, pero su liberación se aplaza. De momento lo que ocupa los brazos y desata las lenguas es la actividad insurreccional: se imprimen se distribuyen y se pegan octavillas y proclamaciones. El pillaje se organiza y se convierte en aprovisionamiento. La empresa de desmoralización e intimidación de los poderosos continúa sin cesar a la luz de los incendios. Son objetos de burla, se les trata con rudeza y se les excluye. La juerga se prolonga durante toda la noche. La autoridad ha desaparecido, los ricos intentan pasar desapercibidos o se refugian en provincias: dulces son las ensoñaciones de los insurrectos que se abandonan en brazos de Morfeo por unas horas. El parlamento reanuda sus actividades ese martes 6 de junio, y para permitir que los diputados ocupen sus escaños se despliegan todos los guardias a caballo con los que cuenta Londres. Concentrada tras las filas de jinetes, una multitud acude a abuchear a los traidores y a calibrar las fuerzas en presencia. •43•

Bello como una prisión en llamas dados para repeler a los exaltados que juraron “asar vivo” a este alto dignatario del protestantismo de Estado. Son las cinco de la mañana y las tinieblas comienzan a disiparse. El cielo esta rojo. Los primeros resplandores rosados del alba se entreveran con los reflejos escarlatas de los ciento veinte incendios que iluminan la ciudad. Una luz irreal baña las calles, las explanadas y los edificios. Esta “iluminación satánica”, sórdida e incandescente, este cielo apocalíptico, aumenta el pavor de los propietarios, que salen corriendo por millares a refugiarse en sus casas solariegas o sus fincas: huyen de Londres en mayor número que durante la Gran Peste de 1663. Por el contrario, para William Blake y sus compañeros enragés13, para las comadres de las lonjas y los compadres de los talleres, para los niños en harapos de los callejones, esta aurora mágica y esta luminosidad fantástica parecía anunciar la realización de lo imposible: el fin de la dominación de los amos sobre los humanos y el fin de las cerraduras en las puertas la trasformación de los prelados y de los señores en pasto de los cerdos (en virtud del viejo refrán: “Hoy cerdo, mañana jamón”) grandes bailes al son de la orquesta todas las noches en las calles y los bosques; los antros de la religión consagrados a Venus y a Baco: estanques de cerveza bien espumosa en los parques, y cien mil otras innovaciones interesantes y necesarias

13 Mantenemos en francés el original por la alusión a este grupo de sans-cullottes radicales de la revolución de 1789 (N. del T.) •60•

Julius Van Daal esclavitud y a sus beneficiarios. El debate se verifica transformándose en pugilato: “Si los argumentos han hecho correr el sudor, las pruebas harán correr la sangre”10. Al enfrentarse frontalmente a la organización mercantil y jurídica de la sociedad, este primer asalto contra la miseria de la era de las maquinas asesta un golpe letal al debate teológico, que enmascara cada vez más imperfectamente los envites terrenales de la controversia social. Emprendida bajo la bandera del puritanismo, la sublevación obtiene rápidamente el apoyo de la orgia y se da como medio y como meta el goce compartido. Al mostrar a los débiles la fuerza que poseen cuando se unen para tomar en sus manos el presente, la revuelta ridiculiza de paso la creencia en una existencia predestinada, tan cara a los émulos de Calvino y justificadora de todas las sumisiones. El extremismo religioso que reviste la crítica social desde la época de Nerón ha prescrito. En lo sucesivo, las sectas protestantes y todos los albergues de lo irracional que les disputaban la dimisión del espíritu solo pondrán hacerse la competencia en el mercado libre de las almas. La sensualidad, desembarazada de las trabas de la religión, se caerá libremente con el deseo. El inoportuno personaje de Dios abandona así a su vez un escenario cuyas zonas de sombra frecuentaba: el olor a esperma y a aguardiente,

10 William Shakespeare, Julio Cesar, acto V, escena I, el fragmento en ingles ha sido extraído (N. del E.) •49•

Bello como una prisión en llamas las blasfemias y las procacidades, todo le indispone… y la afirmación de una racionalidad indisociable de la revuelta corre el riesgo de resultarle fatal. Inglaterra ha perdido la fe. Para darle la réplica al pueblo, no queda sino un puñado de carceleros asediados en su bastión de Newgate. La noticia de que la multitud está a punto de tomar el asalto la mayor prisión del reino recorre Londres en un abrir y cerrar de ojos y atrae a docenas de miles de curiosos. Los altos muros de Newgate van a desmoronarse, el derecho está desnudo. En aquella época, en Inglaterra los castigos judiciales más habituales seguían siendo la pena de muerte ( el código penal contemplaba ciento cincuenta casos) y la deportación a las colonias. Las cárceles eran fundamentalmente lugares de paso en los que se aparcaba a los detenidos a la espera de trasladarlos a lejanos presidios. La mayoría del resto de presos eran deudores a los que se encarcelaba hasta que saldaban su deuda. Como el capitalismo naciente no se tomaba el crédito a broma, en Londres había varias prisiones reservadas a los deudores, en particular la de Fleet y la de King´s Bench. La guerra en las colonias norteamericanas, sin embargo, había obligado a las autoridades reales a limitar las deportaciones y las cárceles estaban hacinadas. Hacía poco que se había puesto en práctica un programa de inspiración higienista y disciplinario que pretendía modernizar •50•

Julius Van Daal mente la orden de disparar a los guardias en Bloomsbury Square. Sin embargo, la mitad de los soldados presentes se niega a obedecer y casi todos los demás apuntan hacia el cielo. La multitud es tan compacta que a pesar de todo hay cinco muertos y siete heridos. Considerando poco fiables a sus hombres y temeroso de las represalias de la chusma (que se repliega, pero sin ser presa del pánico), el coronel de la Guardia ordena a su pelotón que se retire. Los amotinados regresan un cuarto de hora después equipados con cuerdas alquitranadas, cubos llenos de esencia de terebentina12 y cajas atiborradas de virutas de madera. En pocos minutos, incendian la casa de lord Mansfield “tan bien que no quedó de ella nada salvo los muros, que al día siguiente seguían tan ardientes como brasas como consecuencia de la violencia de las llamas, y solo ofrecía a los ojos de los transeúntes un espectáculo de ruina, desolación y horror”. El arzobispo de York ocupa la residencia contigua a la de lord Mansfield. Un joven libertino llamado Henry Maskall exhorta a los amotinados a ajustarle las cuentas. Mientras saquean su casa, el sujeto huye a gran velocidad en calesa, y escapa por muy poco a la multitud, que esgrime como estandarte el cuerpo de una mujer muerta por los disparos de los soldados. También el arzobispo de Canterbury, cabeza de la iglesia anglicana. Se le asedia en su palacio de Lambeth, y fueron precisos quinientos sol-

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Medios y barnices al óleo, aceite de linaza, aceite de secado para iluminación, apresto,  trementina, diluyentes, geles, todos para su uso con pinturas. (N. del E.) •59•

Bello como una prisión en llamas

En bloomsbury Square, la casa del Lord Justice, Lord Marsfields, es objeto de las atenciones de una “nutrida partida de amotinados |que comenzó| por quemar en la calle todos los muebles, cuadros, libros, manuscritos, documentos, en fin todo aquello que hubiera en la casa de Su Excelencia que |pudiera| ser quemado”. Como es lógico, es un destacamento de los cautivos de Newgate y de sus liberadores, que blande la cuerda destinada a ahorcar a su Excelencia, el que acude a llevar a cabo esta obra salutífera ante trescientos soldados impotentes o complacientes. William Murray, conde de Mansfield y máximo magistrado del reino era un legista muy influyente que se había esforzado por adaptar el derecho ingles “a las necesidades del comercio y la manufactura” redactando sobre todo leyes sobre los seguros y los fletes. Por añadidura, había enviado personalmente a la horca a ciento dos personas y había condenado a la deportación a cuatrocientas cuarenta y ocho, además de haber hecho marcar al fuego rojo a veintinueve “malhechores”. En el habla de los pobres los pinchos que remataban los altos muros de las cárceles del reino llevan el nombre de “diente de lord Mansfield”, lo que dice mucho sobre la popularidad del personaje. Desde el primer asalto de los amotinados, lord Mansfield salió pitando por la puerta trasera y se colocó bajo la protección de la tropa. Pese a que Londres es presa del pillaje y del vandalismo, esa noche la soldadesca no dispara más que una sola salva: a las tres y media de la madrugada y, en cumplimiento con la ley de motines, un magistrado da final•58•

Julius Van Daal el sistema carcelario, conforme a los deseos de reformadores “filantrópicos” que pretendían, como Bentham (el teórico de la abolición de la pena de muerte que hizo ahorcar a uno de sus criados por hurto), ponen a trabajar a los alérgicos a hacerlo. Tras la sacudida que fracaso en declararla caducada para siempre jamás, la racionalización de la función carcelaria será acelerada. Fundada en el siglo XII y símbolo ancestral de la opresión, Newgate era la mayor y la más antigua de las cárceles londinenses. Acababa de ser renovada, ampliada y enriquecida con diversos ornamentos exteriores, pero sus muros seguían supurando angustia, y no había perdido nada de su lúgubre fealdad a ojos de los pobres, que allí languidecen o que cuentan entre sus albergados a buenas gentes que se pudren allí donde antes se pudrieron ellos: palquistas, desvalijadores, escamoteadores y ladrones de todo pelaje, meretrices e “invertidos”, pero también criados ladronzuelos o simplones que llegaron a las manos con el posadero, sin olvidar a los pugilistas irascibles y los virtuosos de la faca. Mientras los centinelas del motín se apuestan junto a cada una de las vías de acceso a la cárcel, la multitud envía delegados a los carceleros para exigir la liberación de los trece detenidos. El alcaide del establecimiento acude a su ventana y les rechaza muy educadamente rogándoles que esperen eventuales instrucciones de la justicia. Ante tal respuesta, los enemigos del encierro, que ya han ahotado su propensión a la urbanidad, le lapidan generosamente y le obligan a refugiarse en el tejado con su familia y •51•

Bello como una prisión en llamas sus criados. Entre aclamaciones un robusto joven rompe todas las ventanas de la planta baja. Se colocan escaleras contra los muros del pabellón de los carceleros; a fin de alimentar la hoguera que han encendido sus camaradas junto al muro de la prisión. Los asaltantes que logran entrar arrojan por las ventanas rotas todo lo que encuentran. Entonces se produce un entremés cómico: un centenar escaso de agentes del orden aparece matraca en mano. Los amotinados les abren servicialmente el paso hasta el lugar de los disturbios. Cuando el último esbirro ha entrado en la trampa, el populacho se lanza sobre ellos y los golpean “con gran furia”. A las ocho de la noche, prenden fuego al pabellón de los carceleros, abriendo así una gran brecha en la formidable fortaleza. Según un testigo ocular, los amotinados, “decididos a forzarla, rompieron las puertas con palancas y otros instrumentos y subieron al tejado del pabellón celular que une las dos alas donde están confinados los presidiarios (…). Rompieron el tejado, desagarraron la estructura y bajaron por medio de escaleras. Ni el mismísimo Orfen tuvo nunca tanto valor ni tanta suerte; estaban rodeados de llamas por todas partes, y se esperaba que apareciera un cuerpo de tropas en cualquier momento, pero despreciaban todos los peligros. El primer liberador que penetra en la prisión se llama Torn Haycok. A los jueces que le interrogaron sobre los móviles de su participación en la toma de Newgate, les respondió sencillamente: “¡la causal! ¿todavía me lo •52•

Julius Van Daal ricachones y los peces gordos. Ansían apasionadamente el fin del orden existente. Arden en deseos de realizar el viejo sueño de Cucaña de las grandes insurrecciones londinenses: ver por fin echar clarete a las fuentes públicas. Toda esa buena gente evoluciona por la calle con una movilidad inaudita, separándose y reuniéndose de nuevo, concentrándose y dispersándose a su capricho. La insurrección no se parapeta tras las barricadas o en los guetos obreros: recorre la metrópoli en forma de bandas itinerantes que van reclutando refuerzos allí donde aparecen. A los lentos desfiles masivos prefiere la dispersión, la deriva y las carreras. Puesto que no aspira a apoderarse del poder sino a disolverlo declarándolo caduca toda autoridad y todo privilegio de casta, elige sus blancos en función de su proximidad psicogeografíca: cuentas que ajustar, residencias opulentas que saquear, símbolos de la esclavitud que demoler. No pretende ni librar batalla ni militarización el enfrentamiento; aspira a destruir todas las separaciones por medio de su omnipresencia y de su vivacidad. Destierra y humilla a sus enemigos, aniquila los bibelots del pasado, pero a penas mata ni captura. Ligadas a la ausencia de disciplina y coordinación, la imposibilidad de una estrategia demuestra ser rápidamente una ventaja para esta insurrección ubicuista. Las escasas tropas presentes persiguen indolentemente a las cohortes de amotinados sin atreverse nunca a darles alcance. Ante el número y la determinación de los exaltados, las pocas patrullas de policía que recorren los barrios (la época todavía pertenecía mas al castigo que a la vigilancia) se ven forzadas a salir pitando o a fraternizar. •57•

Bello como una prisión en llamas o de ser deportados a áridos infiernos, por no hablar de la oportunidad de tomar parte en una espléndida orgia en una ciudad iluminada por multitud de fuegos. En efecto, los portadores de escarapelas azules, a los que ya nadie sueña con contradecir, han dado a todos los londinenses la consigna de dejar una luz encendida por casa a fin de dotar a la calle del aire festivo que considerar apropiado para la ocasión. Los magistrados, pese a que han mostrado muy poco ardor a la hora de movilizar a la fuerza pública contra la revuelta, están sistemáticamente en el punto de mirar de la misma, sobre todo a partir del momento en que los presos a los que han destinado alegremente a presidio o a la horca pueden circular libremente. La caza de los representantes de la autoridad continúa durante toda la noche, bajo la dirección de los exaltados y de los criminales desencadenados, pero es la inmensa multitud que les sigue la que proporciona a la sublevación su fuerza ejemplar y la convierte en mucho más que una simple y vasta revancha. De la noche, de los siums de Whitechapel o de Southwark, de los tugurios y albergues, de los talleres y los puertos, de los burdeles y las tabernas surgen decenas de millares de pobres insomnes y sin futuro.. Se burlan del papa y del rey, de los tories y de los whigs, de los ritos y de las rentas, del arte de gobernar y del administrar. Quieren cortarle la lengua a los sermoneadores o devorar la mano que les arroja las migajas de la expansión mercantil, suprimir las leyes y la autoridad para que todo sea de todos y ver arder los presidios en una ciudad abandonada por los •56•

Julius Van Daal pregunta? Al alba no debía quedar una sola prisión en Londres”. Los demoledores que adoptan este programa sitian con confianza el edificio, que algunos conocen de sobra, y antes que nada fuerzan las puertas de la celdas y sacan a los presos, a los que la multitud ovaciona a medida que van saliendo del horno. Les rinden honores y se pavonean con ellos al ritmo de las cadenas que todavía llevan en los pies. Antes de dejarles mezclarse con el inmenso tropel, les acompañan hasta las herrerías del vecindario para quitarles los grilletes. Trescientos proletarios, deudores o “maleantes”. Entre los que había, tres que iban a ser ahorcados al día siguiente, recuperan así la libertad mientras sus liberadores, encaramados a los muros de la cárcel, asisten extasiados al incendio. Como para atizarlo, algunos orinan sobre el horno mientras profieren entre dos blasfemias “espantosos juramentos”. En la parte inferior de los muros, un gran baile desenfrenado celebra la destrucción en curso. La ginebra y el vino confiscados a los carceleros, con los que hacían grandes negocios entre los reclusos, fueron distribuidos a cubos entre la multitud. El grabador y poeta William Blake, que tenía entonces veintitrés años, participo en la fiesta. En su fértil mirada siguió brillando durante mucho tiempo el fuego festivo que destruyo Newgate estos momentos sublimes seguirán siendo el secreto de sus ardientes visiones:

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Bello como una prisión en llamas La tumba Estalla, el sudario se arruga Los huesos de la muerte, la tierra que los cubre y los músculos atrofiados y resecos Resucitan y se estremecen, respiran y despiertan… Saltan como cautivos redimidos al romper sus ligaduras y sus hierros Que el esclavo que labora en el molino corra hacia el campo abierto Que contemple el cielo y se ría entre la atmosfera luminosa Y el alma encadenada, recluida por la oscuridad y los suspiros Cuyo ostro no ha visto una sonrisa en treinta años de fatigas Se levante y mire en torno a sí; sus cadenas no la retienen y las puertas de su mazmorra están abiertas.11 Está bacanal que el poder tuvo que renunciar a interrumpir, propagó como una evidencia el audaz proyecto de Tom “el loco” y que otros combatientes inspiradores, como el negro George Sims, que se reservó el honor de arrojar al Támesis las llaves e Newgate. Hacer desaparecer sin dilación todas las cárceles de la ciudad, o al menos vaciarlas: la tarea era de gran envergadura, pero estaba a la altura de la sublevación y colmaba su humor: poco falto para llevarla hasta el final. Los siguientes blancos de la rabia anticarcelaria son

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Poema transcrito en ingles extraído (N. del E.) •54•

Julius Van Daal un correccional, Bridewell, y la New prisión, ambas sitas en el vecino arrabal de Clerkenwell. Las puertas de Bridewell son forzadas sin problemas y enseguida se libera y se deshierra a los presos. Los amotinados deciden no incendiar el correccional para no exponer a las casas contiguas al contagio de las llamas. Se precipitan entonces hacia la New prisión, cuyas puertas son abiertas por los mismos carceleros, ansiosos por evitar un combate baldío. A la misma multitud, que decididamente desea un bonito incendio, se le propone ir a quemar una capilla de la zona, la de Northampton. Cuando un festejante escrupuloso indica que se trata de una capilla protestante a la que suele reunirse una honorable secta metodista, le envían a paseo por otros que querían mandar a Dios al carajo. Un amotinado al que le exaspera esta controversia superada, vuele sobre cuestiones más urgentes. “¿Por qué esa maldita capilla?¡Vayamos mejor a la cárcel de Fleet a liberar otros cautivos!”, exclama. La cárcel de Fleet capituló tan pronto como se le puso sitio. Sus puertas, abiertas por los aterrorizados carceleros, dejan escapar un mar de presos. Se aplazó su destrucción hasta el día siguiente, a petición de algunos viejos presos por deudas olvidados del mundo, que dicen que necesitan tiempo para encontrar un sitio donde parar. En ese momento, más de setecientos prisioneros han recobrado la libertad gracias a la sublevación, y algunos de ellos no vacilan en ofrecerse como valiosos refuerzos a la venganza de los pobres que les han salvado del cadalso

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Bello como una prisión en llamas Durante la mañana del jueves 8 de Junio, tropas frescas levantan un campamento militar en el parque de St. George´s Fields, donde todo había comenzado. La ciudad bulle de militares. Como las vísperas, los mirones se apresuran a contemplar el espectáculo de las devastaciones y de los combates nocturnos pero esta vez tropiezan con los cadáveres. Los militares han matado a por lo menos ciento cincuenta pobres de todos los sexos y edades. Otros amotinados, imposibles de contabilizar han sido heridos y tiene que ocultarse, ya que sus heridas les condenan a la horca. Se detiene a cuatrocientos “sospechosos”, setenta y cinco de los cuales serán ahorcados antes de haber transcurrido setenta y dos horas, entre ellos se encuentra un tal Jhon Gray, que fue hallado en posesión de una botella de coñac procedente de la bodega de lord Mansfield.

Julius Van Daal para el enriquecimiento de la vida.

Esta relativa “indulgencia” se debe a que el Consejo de la Corona ha querido contemporizar con el poder judicial entregando oficialmente a los sospechosos-pobres desgraciados con los que se ha prendido sin distinción- a la justicia civil antes que a los tribunales militares, expeditivos por naturaleza. Ahora bien, eso no significa que el ejército no tenga carta blanca para limpiar las calles como mejor le parezca “al calor de la acción”. Se producen ejecuciones sumarias por toda la ciudad: las farolas sirven de horcas a tribunales militares improvisados y se remata a amotinados heridos. Sin embargo, entre los escombros de algunos de los edificios sitiados por el motín subsisten las ultimas bolsas de resistencia armada. Al mismo tiempo, se va esbozando

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Julius Van Daal mer ministro en Downing Street padecen varios asaltos infructuosos. Mientras se repliegan bajo la metralla, los amotinados encienden por doquier grandes juegos para retrasar el avance de los espadachines. A las cuatro de la mañana arden en Londres trescientas hogueras; los insurgentes se lanza de nuevo, con la energía de la desesperación y por tercera vez, al asalto del banco. Menos numerosos pero mejor equipados después de haber reunida la máxima cantidad posible de armas de fuego y de combustible, deciden remedar la táctica habitual de los militares; una primera oleada soporta la primera salva de los defensores y una segunda se abalanza sobre ellos. Pero ¡ay!, se trata de una maniobra que requiere entrenamientos y los insurrectos la ejecutan imperfectamente; su reducido número no les permite resistir el brusco contraataque de los soldados, a los que esperaban ver volver a cargar las armas para una segunda salva. La colectivización salvaje del Banco de Inglaterra fracasa definitivamente. Los insurrectos que no acaban hechos picadillo se retiran hacia los puentes, en ese momento sitiados por la tropa, lo que desemboca en nuevas carnicerías. Cuando llega lúgubre, el alba, la insurrección ha sido vencida: el Támesis arrastra los cadáveres de los insurgentes, de los que las calles también están llenas. El Estado, amo del campo de batalla, consagra los días siguientes a escarmentar a los sediciosos. Entre las brumas y el humo de los incendios aparece el banco a salvo y victorioso.

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Bello como una prisión en llamas Entretanto, la multitud se ha reagrupado y los atracadores de lo absoluto no han renunciado a sus audaces miras sobre el Banco de Inglaterra. Una segunda oleada, encabezada por un obrero cervecero que se ha encaramado sobre una carreta adornada con las cadenas rotas de los prisioneros de Newgate intenta apoderarse del templo de las finanzas. Los amotinados retroceden con cada salva y luego vuelven al asalto, encarnizados y echando espumarajos por la boca. Al fuego de los soldados, los asaltantes responden con un nutrido lanzamiento de proyectiles; los que tienen mosquete o pistola abren fuego. Pero las posiciones de los defensores son inexpugnables y los vanos esfuerzos de los insurrectos se saldan con docenas de muertos. Otro grupo de amotinados ataca de forma simultánea el impopular punto de peaje del puente de Black-Friars. Incendian el edificio que lo alberga, y la tropa aparece y provoca otra carnicería. La soldadesca arroja cadáveres y heridos indistintamente al Támesis, que los arrastra hacia el mar. El ejército sale victorioso de todos los enfrentamientos. Después de las masacres, los esbirros limpian las calles. Las milicias burguesas acuden a la arrebatiña para templar sus sables en las heridas de los vencidos. La insurrección decae, acogotada por la brutalidad de la represión y fatigada por seis días y seis noches de vela tumultuosa. Los últimos arranques de los insurrectos son los más frenéticos. Incendian los colegios de abogados, las iglesias de todas las confesiones y las viviendas de los ricos. Las tropas que protegen la residencia del pri-

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El mal viento La violencia es la partera de toda vieja soledad que lleva otra nueva en sus entrañas. Tambien ella es una potencia económica. Karl Marx

En este ambiente de fin de mundo, llegan a la capital siete mil soldados procedentes de las guarniciones provinciales más próximas. Otros regimientos de provincias más numerosos todavía, se dirigen a marchas forzadas hacia la ciudad insurrecta desde los cuatro puntos cardinales del reino, pese a la oposición de ciertos políticos liberales, que temen que la dictadura del ejército les salga más cara que el reinado efímero de una multitud cuyos ardores se jactan de poder calmar. A las ocho de la mañana del miércoles 7 de junio, un sol resplandeciente invita a los curiosos a contemplar los escombros. La gente se atropella, pasando de aquí y allá por encima de un amotinado borracho e inconsciente para admirar los restos calcinados de una iglesia o de un elegante palacete particular. Centenares de curiosos visitan las ruinas de la prisión de Newgate, que está “abierta a todo el mundo; cualquiera puede entrar y, lo que no era el caso antes, cualquiera puede salir”, en palabras del viejo Samuel Johnson, se ha trasladado hasta allí, no sin toparse por el camino con una banda de amotinados que se afanan en saquear las salas del tribunal de Old Bailey, pues el motín, momentáneamente aletargado, crepita y amenaza, lanzando algunas chispas por la ciudad. •63•

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El número de muertos sigue siendo asombrosamente reducido, habido cuenta de las dimensiones de la sublevación. A lo largo de toda la noche, ni un solo soldado ha muerto a manos de la multitud, pese a que esta esté armada: la impotencia de la represión ha hecho superfluo, a ojos de los rebeldes, el enfrentamiento con los militares. Los insurrectos hasta entonces afortunados en todas sus empresas, solo tienen que lamentar un puñado de muertos entre sus filas. En cuanto a las víctimas de la venganza popular, la mayoría de ellas salva la vida. El frenesí del asalto proletario contrasta de forma sobrecogedora con su benevolencia, pero no por ello será menos feroz la reacción del Estado. El rey que cuenta con la fidelidad del ejército y la docilidad del gabinete, reúne al consejo de la corona, decreta la ley marcial en Londres y ordena a lord Amberst, comandante en jefe del ejército, que sitie la ciudad “de la forma más apta para poner fin a la actual y alarmante insurrección”. Los magistrados municipales de Londres, por sensibles que sean a los humores del pueblo llano, también consideran que se imponga urgentemente el restablecimiento del orden. Para prevenir el debilitamiento de sus prerrogativas como consecuencia de la promulgación de la ley marcial, reúnen apresuradamente a sus tropas más seguras de esbirros y milicianos y se incorporan a las operaciones de contrainsurgencia. Uno de los primeros magistrados en sumarse a la represión no es otro que el viejo marrullero Wilkes, populista domesticado ante todo turbio, cuyo encarcelamiento había provocado motines menores durante la década de 1760, los “motines

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Y cuando en un santiamén el incendio se extiende a la destilería, las llamas, enloquecidas por el áspero espirituoso, sorprende a muchos saqueadores que se han entretenido o que se encuentran completamente trastornados por sus aventuradas libaciones. Cuando la tropa se presenta, abre fuego sobre los desvalijadores de cadáveres que se afanan entre los escombros en busca de una alianza o un diente de oro. El motín en reflujo carga lamentablemente con el desamparo de su época, con esa miseria de estrategia que ya había rozado en sus comienzos, durante los disturbios xenófobos de Mcortfields. Es una nueva y grave derrota.

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mujeres y a niños muchos heridos son rematados a la bayoneta, y la multitud despedaza y descuartiza a los escasos soldados que caen en sus manos.

de Wilkes”; también ese otro populista de motín epónimo, lord Gordon ofrece su espada al rey y juega en vano a hacer de bombero.

Se llega al colmo de la confusión en la destilería Langdale, tomada por asalto por la multitud sedienta. Se saquea e incendia la casa del fabricante de ginebra para castigarle por haberse negado a abastecer gratuitamente a la multitud con su dudoso brebaje. El viento, que se levanta bruscamente, extiende el fuego a todo el vecindario. Los incendiarios se apoderan de un coche de bomberos y se sirven de él para rociar las llamas, no con agua sino con ginebra, bombeada desde las cubas de la destilería. Otro de esos vehículos, rápidamente cargado de ginebra, sirve para llenar la cadena de cubos cuyo contenido se vende a un penique por vaso a los mirones a fin de “alimentar las cajas de la insurrección”.

Los palacios reales, la banca, la bolsa, el ayuntamiento y los tribunales están ahora defendidos por grandes destacamentos de soldado y esbirros. El British Museum y los ministerios han sido transformados en fortalezas. En Hyde Park, que se llena de tiendas de campaña, se acantonan quince mil soldados. El ejército, preocupado por defender los centros nerviosos de la economía y de la administración se parapeta para hacer frente al asalto de un enemigo que no dispone ni de generales ni de soldados de infantería. Brutos y disciplinados, los oficiales de provincias se disponen a declarar la guerra civil a la insurrección.

Los que no están dispuestos a pagar por aquello que pueden tomar se abalanzan sobre la destilería para servirse directamente. Salen de ella con brazos y hombros cargados de toneles o con diversos recipientes en los que han vertido el contenido de las cavas que han abierto a hachazos. Ese esfuerzo no tarda en hacerse inútil, pues la ginebra que se escapa de las cubas acaba corriendo a raudales por la cuneta e inundando la calzada. Mujeres, niños y ancianos llenan sus zapatos o gorros con el precioso líquido, cuando no lo beben a lengüetadas del suelo. Hacen mal: buena parte de las cubas contiene ginebra no rectificada que les abrasa la garganta y las entrañas como si se tratara de vitriolo. Son muchos los que no vuelven a levantarse y quedan tendidos sobre los adoquines. •68•

Ahora bien, dado que esta es obra del sueño en armas y no de una facción armada, existe el riesgo de que su espíritu pervierta a los buenos paisanos que componen la mayor parte de los regimientos de los alrededores de Londres. A la tropa no le gustan demasiado los curas (en los campos de batalla europeos, el adversario, español o francés, es papista) ni la ley cuya votación ha servido de pretexto a la revuelta, pues gracias a ella se arriesga a acabar obedeciendo las ordenes de más de un traicionero secuaz del Anticristo. El estado mayor vacila, por tanto, en enviar a sus hombres a trabar contacto con la multitud, con lo que contribuye al retraso de la represión y al carácter defensivo de los primeros movimientos de tropas Frente a este despliegue de fuerzas, la insurrección

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Bello como una prisión en llamas toma sus propias medidas. La multitud invade el campo de artillería de la capital y se apodera del contenido de su arsenal. Se saquean varias armerías. Los enragés se apoderan de mosquetes, fusiles, pistolas, sables y barriles de pólvora. Todo lo que habitualmente se activa bajo el sol se declara en huelga. Las fábricas están cerradas y cesa todo comercio. Los tenderos han echado el postigo, no sin antes holgar la inscripción abajo el papismo. Todas las ventanas de la ciudad están adornadas con cinta del mismo color azul que la escarapela de los insurrectos, que ahora lucen todos los transeúntes, sea por prudencia o por convicción. Se obliga a los pequeños burgueses a contribuir al “fondo de apoyo al motín”. A los destiladores de aguardiente se les sangra en especie. La única labor que moviliza las energías de los pobres de Londres es la sublevación: sueñan con prolongarla eternamente mientras en las tabernas se ultiman febrilmente los preparativos de las expediciones previstas para la noche. Poco antes del crepúsculo, bandas de jóvenes amotinados de ambos sexos comienzan a recorres los barrios populares para convocar a gritos a sus partidarios. La tensión es tan grande que casi se puede palpar, y las calles se vacían para dejar al terreno libre a los combatientes. Una de las hordas mejor organizadas de la insurrección se ha dado como objetivo tomar el Banco de Inglaterra con intención de repartir sus reservas entre los partidarios de la comunidad de bienes mediantes un inmenso atraco colectivo. La idea es hermosa pero previsible, y el

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Julius Van Daal ejército refuerza considerablemente las defensas del barrio de los valores, situado entre el banco y la bolsa. En el patio del banco se instalan cañones. Para impedir el avance de la multitud, se levantan barricadas y se tienden cuerdas a través de las calles del barrio de los negocios. Cuando los amotinados llegan a las inmediaciones del banco, varios miles de ellos cargan contra esta “sinagoga de Satanás” a través de las calles que convergen sobre ella, pero tropiezan con los obstáculos erigidos por los soldados, por lo que se ven obligados a dispersarse en destacamentos más ligeros que la tropa diezma sin ningún problema en cuanto se aproximan al banco. Tras dejar una veintena de muertos sobre los adoquines, el motín se repliega en busca de otros objetivos. Es su primera derrota en cinco días. Los amotinados se consuelan incendiando otras tres cárceles, ante todo la de Fleet (lo prometido es deuda), después la de King´s Bench, y por último la de Clink en Southwark, no sin haber liberado antes a todos los presos que allí consumían. El correccional de Surrey también es pasto de las llamas. El único de siete presidios londinenses que se libra es New Gaol. Pero en cada una de estas ocasiones, la tropa interviene para interrumpir la fiesta y se multiplican los combates callejeros. En aplicación de la ley marcial, los militares abren fuego contra todas las aglomeraciones y dejan decenas de muertos en la calle. En el centro de la ciudad, el horror de la carnicería provocada a sangre y fuego contrasta con el gozoso ambiente de la víspera: las salvas de los militares abaten por igual a

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Bello como una prisión en llamas ron como un solo hombre y toda la tabernas de la ciudad se estremecieron al grito de “¡No al papismo!”, hasta el punto de que el escritor bien pensante Walpole propuso encerrar en el manicomio de Bedlam a “la poca gente de este país que no ha perdido la cordura. Sería más fácil y menos costoso que internaran a todos los locos”. Sin embargo, lord George no encontró en las multitudes que trasladaron su petición al Parlamento, durante el alba del movimiento insurreccional de junio de 1780, la disciplina que le hubiese permitido dictar sus condiciones a los legisladores, ni uno solo de los cuales había soñado seriamente en sumarse a su causa, dado lo mucho que lo aborrecían todas las facciones. Por lo demás, los medios dirigentes estaban de acuerdo en que sus modales era extravagantes, dicho más claramente, que era un loco peligroso… y cuando Londres parecía condenado sin remedio a padecer la ley del motín, tampoco logro sacar partido del favor del que gozaba entre la hez del pueblo para detener los excesos en los que se consume la capital del reino. Se entiende fácilmente lo agradecido que podían estar sus colegas parlamentarios de que el populacho no le hubiera llevado a la dictadura por el simple hecho de que lo exaltados que gritaban el nombre, seguido a menudo del grito de “¡Libertad!”, consideraban más imperioso vengarse de forma segura arrasando todas las cárceles de la ciudad. Cuesta imaginar, en cambio, el rencor que el pavor retrospectivo llevaría a los diputados a profesarle por haber mostrado tan incapaz de influir sobre una sublevación que había intentado pero cuyo caótico desenlace en ningún caso había deseado.

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Julius Van Daal una especia de guerrilla urbana, pero arranque los últimos irreductibles cuenten con el apoyo del pueblo llano, que les dan de beber y les cobija, el combate es demasiado desigual. Frente a tropas frescas y bien armadas, los amotinados, minados por la fatiga y la resaca, solo disponen de la ventaja que les da su conocimiento del terreno y su furia. Un pelotón de guardias a caballo que se pavonea pimpante, por ejemplo, es atacado en pleno centro de la ciudad por una multitud furiosa que no le da tiempo de cargar sus mosquetes, pero la tropa, que masacra sin dificultad alguna a los asaltantes con sus bayonetas degüella a una treintena carga de estos y solo tienen que lamentar tres heridos entre sus filas. Hacia la tarde, estos combates de hostigamiento cesan poco a poco, en el momento en que los cañones dan cuenta de los últimos bastiones del rechazo. De la insurrección ya no queda más que el recuerdo.

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Bello como una prisión en llamas Por toda la ciudad pululan patrullas: de soldados, de esbirros que han recobrado la moral y de milicias burguesa como la London Military Asocciation. Todas recorren tugurios y alamedas oscuras en los que no se puede entras más que a la fuerza, buscando a centenares de presos evadidos, a los amotinados heridos, a exaltados notorios y a todos los alborotadores. Por más que las buenas gentes más comprometidas con los motines hubiesen actuado a cara descubierta, las cuadrillas de soldados lanzadas a su persecución hacen poca caza. Las milicias burguesas, que han sido invisibles durante la sublevación, son las más feroces: sus destacamentos, años que afluyen voluntarios con los calzones todavía cagados por el miedo, se distinguen por una marcada tendencia a linchar o arramblar ciegamente con todos aquellos a los que sus dirigentes considera pertenecientes al “pueblo más bajo”. Sin embargo, la enérgica represión no impide que se sucedan algunos últimos actos de venganza totalmente aislados y cometidos al amparo de la noche. Se incendian algunas fábricas. Aquí y allá se apalea o se lapida a militares o esbirros, víctimas de emboscadas que les tienden en las esquinas. Un centenar de jóvenes consecuentes con sus ideas decide ir a incendiar los restos de Newgate que lograron sobrevivir a las llamas festivas para que de dicho monumento al horror no subsista nada. Antes de haber podido poner en practica este magno proyecto, son capturados por el ejército y entregados a los jueces que a falta de un lugar donde tenerlos presos, les pone en liber-

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Julius Van Daal primer ministro, lord North, le propuso, por mediación del duque de Gordon, renunciar a su escaño a cambio de una compensación, los denunció a ambos desde la tribuna de la Cámara, y no vacilo en calificar como “infame corrupción” un género de negociaciones que no hacía sino poner de manifiesto (y sigue revelando, pero con una hipocresía infinitamente mayor) el verdadero orden de cosas. Cuando en 1778 se debatió en la cámara la ley favorable al papismo, lord George apenas se opuso a ella. Temiendo que su talento como orador no estuviera a la altura de las circunstancias (y efectivamente, sus discursos, deshilvanados e interminables, consternaban a sus colegas) contuvo modestamente su indignación. Solo más tarde, cuando el pueblo, excitado por los predicadores puritanos y otros divagadores de taberna, levanto la voz contra la tolerancia otorgada a los adeptos del Anticristo romano, lord George mofoseado en tribuno inspirado, trató de agrupar a los desconectados en el seno de la Asociación protestante. Consciente de su popularidad y contando con el apoyo de la plebe londinense, encabezo la campaña contra una ley “abolida””, destinada ante todo, como todo el mundo sabía, a combatir mejor a sus amigos norteamericanos. Tras haber abogado, suplicado, exhortado, refunfuñado, amenazado y fulminado en vano ante el parlamento, los ministerios y el rey, lord George se decidió a recurrir a la presión de la calle. Las gentes del común le siguie-

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de sus numerosas peripecias amorosas, considerado indecente, como por el fanatismo de sus convicciones igualitarias. Imprecatorio, charlatan e iracundo, lord George rara vez perdía ocasión de turbar los somnolientos debates del Parlamento; incomodaba a la casta política.

tad. Por los demás se habilitan apresuradamente barcazas y gabarras para convertirlas en calabozos flotantes y así afrontar el doble problema de la destrucción casi total de las cárceles londinenses y una oleada de detenciones masivas sin precedentes.

Su partido, infinitamente más temible que todas las facciones, se encontraba todo él fuera del Parlamento: artesanos, muchos de ellos metodistas, que nunca se referían a la iglesia Católica con otro nombre que no fuera la “ Gran prostituta” y que la multiplicación de fábricas ávidas de brazos había conducido en masa a las grandes ciudades del reino; el pueblo bajo de las tabernas, donde se mezclaban muchas rellenitas de muslos acogedores, cicateros de manos ligeras y profetas itinerantes con mucha labia y comerciantes agobiados por los impuestos de las guerras coloniales pero que sin embargo estaban excluidos de los escrutinios electorales. Era el partido de la venganza social, pero también el del resentimiento y la amargura, tan susceptible de orientarse hacia la insurrección popular como de volverse contra los indigentes obreros irlandeses. Más que como jefe, este partido había elegido al joven, sincero y romántico lord George como figura emblemática, y la Asociación protestante, que él contribuyo a fundar, servía mas para congregar a los pobres que para encuadrarlos.

Pasados ya los días de felicidad, mientras la llovizna lava la sangre de las calles, la monotonía recobra su derecho sobre la brumosa ciudad de Londres.

Como todos los hijos seguidores de la nobleza escocesa, lord Georges no poseía ninguna clase de bienes; quizá fuera el miembro más pobre de la Cámara. Y lo más asombroso es que se negaba a dejarse comprar. Cuando el •82•

En el transcurso de los días siguientes llegaron tropas procedentes de las provincias más lejanas. Toda la ciudad se transformó en un gigantesco campamento militar. La justicia civil, casi tan brutal como los tribunales militares, procede a los primeros ahorcamientos de insurrectos, cuyo ritmo se aminora a medida que la calma persiste y los magistrados y propietarios se van tranquilizando. El gremio de periodistas de recién creación se suma a la arrebatiña. Si lord Gordon, en ese momento encarcelado, y la Asociación Protestante, ya en vías de autodisolución, se libran hasta cierto punto de las viles injurias de los gacetilleros, a los amotinados, en cambio se les calumnia escandalosamente en los periódicos Londinenses. La prensa público “estadísticas” sobre el número de “carteristas, cafiches y prostitutas” que ha tomado parte en la sublevación, no sin difundir los rumores más extravagantes sobre los supuestos promotores de la revuelta: espías norteamericanos y franceses que han acudido a traer la guerra a Londres.

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Bello como una prisión en llamas Jesuitas deseosos de envilecer la causa protestante, los enemigos oficiales son señalados con el dedo, sin la menor preocupación por la coherencia. Como prueba de su viscoso despotricar, los folicularios juran haber visto a “jóvenes señores elegantes vestidos” entre los insurgentes, encabezándolos en ocasiones. Saben que ciertos hijos depravados de la gentry londinense son celebres por su afición al escándalo y a la violencia, a la orgia y al ateísmo, por no decir al satanismo. Esos jóvenes renegados podrían muy bien haber fraternizado con la orgia popular también haberla dirigido… hacia los domicilios de personajes impopulares cuya dirección conocían. Este lavado de cerebro destinado a asilar a los réprobos, solo duro el tiempo imprescindible para que el partido del Orden rematara su aplastamiento. Para el incipiente Estado burgués se hace cada vez más urgente acantonar a la soldadesca a sus cuarteles y comenzar a concentrar sus esfuerzos en inventar una policía urbana más eficaz y un sistema carcelario mejor adaptado a las exigencias de la economía y de la moral mercantil. En adelante, la domesticación del pueblo llano será encuadrada y debidamente reglamentada. Extenuados por el trabajo, embrutecidos por la indigencia y maniatados por la ley, los pobres, que acaban de hacer temblar las bases de la propiedad y del beneficio, no tardarían en estar listos para extender la ambición de riquezas, en su marcha triunfal a los cuatro puntos cardinales. En Inglaterra, la era de los movimientos populares no

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Julius Van Daal En las tabernas se decía en broma que en el Parlamento había tres partidos: el del ministerio, el de la oposición, y el de lord Georges Gordon. A ojos de los tories, ligados a la aristocracia terrateniente y entonces dueños del gabinete, lord Gordon era una especie de traidor: había resultado elegido por que hablaba con gran soltura el idioma gaélico de las Tierras Altas, tocaba la gaita de maravilla y enarbolaba con mucho gusto el tartán de su clan a despecho de la prohibición que desde la incorporación forzosa de Escocia al reino pesaba sobre la confección de dicha prenda. Además, había adoptado la “extraña costumbre” de decir en voz alta lo que pensaba, cosa que le ayudo más en su carrera de agitador que en la promoción de su carrera naval: el cuerpo de oficiales, tanto en la marina como en las demás armas, estaba dominado por el conformismo de los hacendados. La esclavitud de los negros, con la que los ingleses realizaban un enorme y lucrativo comercio entre la Costa de Oro y sus posesiones norteamericanas, sublevaba el corazón del joven lord, que simpatizaba con los descendientes de los disidentes que durante el siglo anterior habían huido de la pobredumbre de babilonia y que estaban en guerra con el gobierno de su país. Muchos de aquellos puritanos iluminados, herederos de los divagadores, los ranters o los niveladores, seguían soñando con el reino milenario del libre espíritu. Los Whigs, defensores a ultranza de la modernidad capitalista, no veían en lord Gordon más que a un aristócrata excéntrico que ofendía al sentido común (y tan común) de aquellos burgueses prudentes y mojigatos, racionalistas y especuladores, tanto por el inocente libertinaje

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Bello como una prisión en llamas gobierno de su majestad se obstinaba en tomar en contra su libertad y de su prosperidad, y que finalmente les decidieron a proclamar su independencia y mantenerla por la fuerzas de las armas. Dado que los hombres no medran nunca por méritos propios sino mediante intrigas de camarilla, lord Gordon no tenía ningún motivo para esperar que lord Sandwich le otorgase su protección, y menos en pleno fragor de la guerra contra los rebeldes de las colonias, a quienes apoyaba y de cuya causa hacía proselitismo; por tanto, no tenía otra opción que abandonar el servicio de las armas. Se presentó como candidato por la circunscripción del inverness, en lo más remoto de Escocia. Dilapido su escasa fortuna en la campaña electoral ofreciendo un magnifico baile cuyo éxito fue asegurado por la presencia de una quincena de alegres y bellas hijas del clan Macleod, a las que escoltó personalmente desde la isla de Skye, y fue triunfalmente elegido.

Julius Van Daal termino con esta primera derrota decisiva del proletariado moderno. Al contrario, la masa creciente de esclavos asalariables ya no podía ignorar que para aterrorizar a sus amos hasta provocar su desbandada, sus acciones tenían que apuntar al derrocamiento completo del orden existente. Cuando la estrategia de las pasiones tarda en engendras una ardiente pasión por la estrategia entre quienes siguen gustando es decir: no, la venganza de los pobres se resigna a la inanidad ante la dominación capitalista, que prospera por naturaleza mediante la crisis y la controversia. En el transcurso de los dos siglos de domesticación que nos separan de las jornadas de 1780 los sobresaltos del debate social lo han demostrado de sobra.

En un tiempo en el que todas las personas de su rango y todos aquellos que tenían medios de remedarles llevaban peluca, lord Gordon era el único parlamentario cuya larga cabellera pelirroja flotaba sobre sus hombros. Conviene señalar que el agiotaje sobre el trigo engendraba de tanto en tanto crueles hambrunas entre las clases inferiores, sin que eso impidiera nunca que se destinaran de forma prioritaria toneladas de harinas a empolvar las pelucas de gente de postín.

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Epilogo George Gordon Lord Georges Gordon, nacido en Londres en 1750, pertenecía a un largo linaje de escoceses excéntricos. Tercer hijo del difunto duque de Gordon, ingreso muy joven a la marina como aspirante. Según sus detractores, tras obtener el grado de teniente, renuncio a su cargo por despecho, cuando lord Sandwich, primer lord del Almirantazgo, le negó el mando de un navío que había solicitado tras seis años de servicio, opto por ocupar su escaño en la Cámara de los Comunes. Sus enemigos agregan que amenazo al ministro con echarse en brazos de la oposición si no obtenía lo que quería, y que, como su excelencia no quiso ceder, lord Gordon se convirtió a partir de ese día en un resuelto adversario de los ministros de la Corona, lo que le enemisto con el jefe de su casa, su hermano el duque de Gordon. Sus admiradores pintan este episodio con colores muy distintos pretenden que desde la más tierna edad el joven señor había sentido una profunda veneración por la constitución, cuyos preceptos idolatraba con un celo en ocasiones violento, y que no cavilaba en convertirse en portavoz de la tripulación frente a los oficiales cuando la arrogancia de estos últimos incitaba a los marineros a amotinarse. Añaden además que había vuelto de Norteamérica, donde había servido, con un gran efecto por los habitantes de las colonias inglesas y que se había opuesto con las más ardiente convicción a las medidas que el •79•

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Al comienzo de los disturbios, mientras la multitud asediaba el parlamento indefenso, lord George se mostró muy indeciso, como dividido entre el entusiasmo de sus partidarios, que eran dueños efímeros de la calle, y el pánico de sus pares, que le presionaban para que exhortara a la multitud a disolverse, cosa que hizo sin éxito, pero no sin ambigüedades. Tres días más tarde, cuando los disturbios llegaban a su punto culminante, y tras haber rehuido toda controversia, tuvo que esconderse lamentablemente para escapar de una horda de amotinados que pretendía, muy a su pesar, llevarle a hombros. Después del brutal restablecimiento del orden, fue detenido y condenado de nuevo a la torre de Londres. Acusado de alta tracción y de rebelión contra su rey, lord Gordon corría el riesgo de ser ahorcado, pero fue ab-

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Julius Van Daal suelto gracias a la brillante defensa que hizo de él uno de los abogados más elocuentes del reino. No cabe duda de que el deseo de no dotar de un mártir a una causa teñida de religiosidad y alentada por el fanatismo no fue ajeno a tanta clemencia. Puesto en libertad, al año siguiente lord Gordon intento volver a presentarse a las elecciones, esta vez por Londres, pero se vio forzado a retirar su candidatura, hasta tal punto se estremecía el electorado censitario de la capital al oír su nombre, demasiado ligado a la sublevación de junio, y que en Inglaterra jamás ha recibido otro nombre, por abusivo que sea, que “los motines de Gordon”. En 1786 lord Gordon tuvo que comparecer de nuevo ante los tribunales: la Corona le acusó de ser el autor de un panfleto sedicioso a favor de los presos de la cárcel de Newgate, que fue prontamente reconstruida y cuyos huéspedes involuntarios estaban destinado a ser deportados a Botany Bay, en la otra punta del globo. Resulta grato constatar que se le reprochaba, además, haber escrito y dicho, en defensa de su amigo el “conde” de Cagliostro, lo que toda Europa sabía que la reina de Francia, María Antonieta de Habsburgo, era una ramera funesta. Esta vez cometió el error de querer defenderse el mismo. Exaspero a los jueves con sus trapicerias y con un alegato que no fue ni breve ni razonado y en el que se alzó contra la pena capital y rechazo el derecho penal en general. Lo hizo tan mal que tuvo que padecer unos cuantos años de cautiverio por no haber manifestado el menor remordimiento por haberse puesto de parte de unos desgraciados presidiarios (que nada significaban para él y para los que

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Bello como una prisión en llamas él tampoco significaba gran cosa), ni por haber injuriado a la Capeto, a la que ya acechaba la guillotina. Sin embargo, no fue tan insensato como para presentarse ante el tribunal el día en que los jueces iban a pronunciarse y prefirió huir a Ámsterdam. Las autoridades locales, celebres por su benevolencia con los réprobos pero asustadas por la buena acogida que le dieron los medios revolucionarios bátavos, le repatriaron a toda prisa a Inglaterra, pero sin exponerse a la vergüenza de entregarle a la Corona. Desembarcado en secreto, vivió algún tiempo en provincias con la máxima discreción, se convirtió al judaísmo (quizá a fuerza de leer demasiado las Escrituras) y adopto el nombre de Israel Bar Abraham Gordon. Algunos meses después, tuvo la mala suerte de ser reconocido en Birmingham, a pesar de su gran sombrero, sus papillotes y su larga barba, por un sargento de la ciudad. Fue llevado a Londres rodeado por una nutrida escolta para que se escuchara la implacable sentencia que le habían valido sus libelos: cinco años de cárcel. Conducido a Newgate, pasaba mucho tiempo en su celda, donde tanto visitantes distinguidos como humildes se agolpaban en el que fuera el mas ecléctico y más brillantes de los salones de su época. Tras contraer en 1793 el “mal de los presidios”, término sus días en rejas… tarareando con su último aliento esta pequeña melodía, entonces muy en boga en los arrabales de Paris:

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