Balthasar Vida Desde La Muerte

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HANS URS VON BALTHASAR VIDA DESDE LA MUERTE

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HANS URS VON BALTHASAR

VIDA DESDE LA MUERTE MEDITACIONES SOBRE EL MISTERIO PASCUAL

EDICIONES SAN JUAN 3

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ÍNDICE

I. VIDA HACIA LA MUERTE 1. Existencia en contradicción (11) 2. Abandono (16) 3. Cristo (21)

II. VIDA DESDE LA MUERTE 1. El poder de Dios (29) 2. La sustancia fluidificada (36) 3. Morir en la misión (42)

III. CONCORDIA A TRAVÉS DE LA MUERTE (49) 5

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I VIDA HACIA LA MUERTE

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orir es lo más corriente –los periódicos traen páginas y páginas de anuncios de muertes y sepelios a los que nadie que no esté afectado presta atención– y, al mismo tiempo, es lo más incomprensible en el caso particular, porque quebranta y dispersa en el aire el poquito de sentido que con tanto esfuerzo ha sido recogido en una vida. Cuando la muerte de un ser querido se hace presente, todo el sentido de su vida es puesto entre paréntesis, queda en suspenso: su sentido no era definitivo, válido para siempre, sino fragmentario, en el mejor de los casos. Nosotros sólo podemos percibir islas de sentido en un mar de sinsentido. Y «hacia arriba se nos interrumpe la vista» (Goethe). Toda mirada detrás del telón, toda curiosidad –espiritismo, doctrina de la transmigración de las almas y todo lo que el hombre pueda aún inventar– nunca revela el misterio. Aún menos el materialismo; extender la cadena de esos fragmentos de sentido hacia el futuro con la esperanza de que alguna vez se transformen en una totalidad íntegra, es algo más que utópico. Nosotros hemos de contentarnos con lo fragmentario. Pero, ¿no radica aquí una contradicción, es decir: saber acerca de algo semejante a un sentido, pero sin poder prolongar sus líneas y concluirlo? En primer lugar, pues, debemos ocuparnos de esta contradicción que anida en toda existencia humana, la cual parece no tener solución en el plano puramente humano. Pero si el cristianismo se ofrece como la salvación para el hombre, debemos escuchar qué solución propone para la contradicción, pues ésta es, en definitiva, insoportable. Lo haremos en un tercer capítulo conclusivo. Entretanto, en la parte media de estas meditaciones hemos de intentar 9

encontrar algo en la existencia humana a lo cual la solución cristiana pueda referirse, pues si eso no existiera no se vería cómo lo cristiano es capaz de conectarse con nuestra existencia real. En verdad, ese punto de partida sólo se hará plenamente visible y activo cuando lo cristiano mismo se haga presente, de lo contrario queda expuesto a interpretaciones erróneas peligrosas.

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1. EXISTENCIA EN CONTRADICCIÓN

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l bebé abre sus grandes ojos al mundo. Lo que ve –formas, colores, sonidos…– no llega a comprenderlo. Los fenómenos no le resultan ni familiares ni extraños, porque aún no puede referirlos a sí mismo. Su yo aún no le está abierto a él mismo, su conciencia está a medio camino entre sujeto y objeto. Lo realmente maravilloso de todas las maravillas del inicio es esto: un día la sonrisa de la madre es reconocida por el niño como un signo de su ser aceptado en el mundo y devolviéndole la sonrisa a la madre se le abre el centro de su propio yo. El niño se encuentra a sí mismo, porque ha sido encontrado. Y porque un tú le ha encontrado, los numerosos ‹estos› neutrales que le rodean pueden ser incluidos en la relación de íntima confianza. Esto vale para los años en los que el niño crece en la protección familiar. Cuando algo extraño se le acerca, lo incluye –a ser posible– en su círculo de confianza, de lo contrario no le concede atención real. Naturaleza y espíritu coexisten en armonía. La pubertad arroja las primeras dudas sobre esa armonía. A medida que el joven crece, reconoce por primera vez el carácter único que él posee como persona y, con esto, experimenta una soledad hasta ahora no conocida. El joven se sabe superior a lo simplemente natural, no es un mero ejemplar de una especie como los animales. Junto con el descubrimiento de su unicidad, también se le abre un horizonte –aún semi-real e indeterminado– de una totalidad de sentido, en correspondencia con su ser persona. Y al mismo tiempo va madurando su sexualidad que lo relaciona de hecho con el círculo de la vida de la especie. 11

Las primeras experiencias amorosas serán, inconscientemente, el intento de unir ambos aspectos. Lo arrebatador de la vivencia cubre primero la contradicción, pero ella aparece de un modo aún más craso gracias a la sobria desilusión que necesariamente acontece. El desilusionado se siente engañado no sólo por el pártner, sino –más hondamente– por su propia naturaleza. Ésta le exige –y no cesará de hacerlo durante toda la vida– que grabe algo definitivo en la superficie de un material pasajero. La experiencia se agudiza cuando un joven se pregunta por lo que quisiera lograr en su vida. Es una pregunta que, por ejemplo, un artista experimenta de un modo más consciente y, justamente por eso, también más atormentador; pero algo de ello también siente un artesano, un campesino o un comerciante. El ser humano quisiera crear algo que permanezca, superior al tiempo, hacer una afirmación válida para siempre, definitiva, que sea la expresión de su unicidad personal. Por cierto, a veces también se han de realizar cosas simplemente pasajeras, cotidianas, por ejemplo, decorar una sala para celebrar una fiesta. Y en esto también uno puede poner algo de su personalidad. Pero el deseo del hombre va más lejos. Nadie quiere inscribir en lo efímero la obra en la que intenta expresarse por completo, en la pura transitoriedad; más bien, se ha de acuñar una forma «viva que ningún tiempo ni ningún poder desmembren» (Goethe). Sin embargo, el hombre sabe que todo lo terreno está inscrito en la arena de lo transitorio. Si miramos, por ejemplo, a la historia del arte, muchas obras irrepetibles e irrecuperables nos fueron arrebatadas para siempre. Reunamos 12

tan sólo un par de grandes pérdidas: casi toda la obra de Safo, de Esquilo y de Sófocles; en la música, muchas óperas de Monteverdi, más de veinte obras de Bach, la sinfonía Gasteiner de Schubert; en la pintura, todo lo griego, mucho de lo romano, en la última gran guerra muy arruinada la Última Cena de Leonardo, perdidos los frescos del pisano Gozzoli, sacrificadas muchas obras del romanticismo alemán; en la arquitectura, tantas ruinas –desde Borobudur hasta Cluny–, tantos derrumbes por terremotos, tanto que sólo da una impresión espectral, como el Partenón o la Gran Esfinge de Guiza. Pueblos que tenían la intención de crear para sus dioses eran capaces de derribar lo que había sido arruinado, porque eran conscientes de poder reemplazarlo por algo mejor, y así también lo hicieron. A ese respecto, nosotros somos más pobres, entonces nos dedicamos a restaurar, hormigonamos bóvedas góticas destruidas, mientras tengamos dinero para hacerlo; en Europa oriental disponen de menos recursos. Dicho esto, no significa que los artistas de nuestro tiempo no quisieran decir una única palabra válida igual que lo quisieron los de antaño, sólo que es más duro, porque hoy los productos de la técnica, orientados a un objetivo inmediato, reclaman para sí de tal modo la fuerza inventiva y configuradora del hombre que es más difícil para el artista hacerse sentir más allá del fin inmediato del hoy. Pero las grandes obras que también se dan en nuestro tiempo demuestran que los creadores no han perdido el coraje de luchar contra lo transitorio. Junto a lo que sucede en el arte, hemos de considerar otro lugar donde anida la contradicción de la existencia 13

humana. Habíamos mencionado su irrupción en el amor juvenil y se hace claramente evidente en el matrimonio, allí donde éste es tomado aún en serio. Dos seres humanos deciden «para toda la vida» pertenecerse uno al otro, pero lo hacen frente a una realidad eterna, pues quieren amarse de una vez para siempre. «Para toda la vida» no significa en realidad: «Quiero amarte, mientras vivas, luego volveré a ser libre». Ellos aluden a la contradicción de lo definitivo en el interior de un tiempo limitado. Uno de los dos morirá antes que el otro. Y siempre es una paradoja sensible y dolorosa cuando el que muere libera por amor al que le sobrevive: «Te casarás de nuevo. ¿No es así? Si no, estarás tan sola…». Pero, destacando claramente la contradicción esencial que consiste en que el hombre quiere e incluso debe realizar algo imperecedero en lo transitorio aún no se ha dicho la última palabra. La contradicción no sólo no puede ser eliminada ni superada, sino que ella posee una necesidad paradójica, incluso una fecundidad paradójica. Georg Simmel y, después de él, Max Scheler lo han destacado: precisamente porque mi plazo de tiempo es finito, en el tiempo finito yo debo y también puedo configurar algo de lo cual me hago plenamente responsable. Si todo se extendiera indefinidamente perdiéndose en el horizonte, entonces yo podría una y otra vez revocar cada una de mis decisiones, todo sería reversible, todo giraría en círculo. Los plazos de tiempo reciben un sentido sólo si corren en dirección hacia un fin y un objetivo (se dice: «en el sentido de las agujas del reloj», los franceses dicen: «sens unique» para las calles de una sola dirección). Y precisamente porque 14

sé que soy libre para una elección, para una obra, para amar a una persona, afirmo que soy consciente del carácter único de mi vida finita. Yo soporto conscientemente la contradicción de la existencia, pues sé que la materia en la que quisiera acuñar una forma definitiva no resistirá, se trate de la materia con la que trabajo como operario o de la materia de mis horas que van fluyendo y que seguramente me serán quitadas al final de mis días. Lo que entonces podré decir, en el mejor de los casos, es que en mis momentos más lúcidos, en mis decisiones fundamentales más positivas, bien hubiera querido hacer de mi existencia algo duradero, definitivamente válido, aun sabiendo que la mayor parte de mi existencia al final volverá al polvo y se disolverá. No sólo mi vida biológica, también mi vida personal, de la que he intentado hacer algo sensato. No veo de ningún modo cómo hubiera sido posible cumplir la tarea. Pero tampoco quiero decir que he hecho todo lo que hubiera podido. ¿Y si me hubiera empeñado mejor, no habría llegado, no obstante, al mismo punto? ¡Qué ignorancia tan abismal nos espera al final de nuestra vida y cómo reina a través de toda nuestra existencia! No necesitamos llamar a esta actitud resignación, ni a nuestro obrar una política del avestruz. Simplemente es ignorancia, un no saber hacia qué fuego devorador se encamina todo lo que hemos intentado construir. Y entonces, ¿no debería ser la angustia el sentimiento esencial que vibra a través de toda la existencia?

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2. ABANDONO

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hora bien, por nuestra parte no quisiéramos saltar inmediatamente desde esa situación sin salida a la realidad cristiana, como si lo cristiano no fuera más que un Deus ex machina. Tal cosa vendría a nosotros sólo desde fuera y desde arriba, pero ¿qué clase de solución sería para la contradicción humana? Se ha de osar el intento de encontrar en el interior de lo finito una dirección en la que podamos mirar y gracias a la cual pueda aparecer algo así como una aurora, como un principio de respuesta. Todo el que quiera algo definitivo en la vida, sea un amor sea una obra, tiene que donarse. Debe pagar con sí mismo lo que quiere comprar. También y precisamente si quiere expresarse tan plenamente como fuera posible, por amor a esta expresión debe abandonarse a sí mismo. El joven que tiene ante sus ojos miles de posibilidades para realizar su vida debe elegir: ¿Por qué motivo he de renunciar a mis miles de posibilidades, si la cosa se pone seria? ¿para qué sacrificar mi todopoderosa libertad, ahora que está llegando la hora de realizar lo único necesario? Kierkegaard ha descrito en su Aut-aut (O lo uno o lo otro) la existencia que no quiere decidirse, la existencia «estética», con el brillo del Don Giovanni de Mozart, el cual, sin embargo, no es más que un diletante del amor y, por tanto, al final se lo lleva el diablo. El segundo estadio de vida es el de un matrimonio modesto que nada tiene de deslumbrante, sólo un ligero resplandor interior que los demás, quizá, apenas vean como algo simplemente fortuito. Ahora no es necesario hacer entrar en escena el tercer estadio, el 16

estadio religioso, de Estadios del camino de la vida de Kierkegaard. Y permaneciendo en la situación del joven: él comprende instintivamente que en la elección de una realidad en lugar de miles de posibilidades radica no sólo la seriedad sino la dignidad de la vida. Un instinto, una escucha interior le anima a confiarse a una vocación, a elegir una profesión. Y para eso debe abandonarse. Digamos, además, que nadie se encuentra a sí mismo de otro modo que por medio de un tal dejar-se activo. No se le hará comprensible su yo meditando sobre un almohadón y abstrayéndose de todo lo que le rodea –así, a lo sumo encontrará la nada, y sería una pena si él quisiera encontrarse a sí mismo en ella–, sino sólo en la donación a una realidad o a una persona. El poder-dejar es el principio de todo logro y de toda posesión del amor. ¡La obra debe llegar a ser, aunque yo muera en el camino! ¡Tú debes ser, aunque me cueste la vida! El gran arte no fue obtenido de ningún otro modo. En vano llamaba el papa al que estaba absorto en sus frescos de la Sixtina a que bajase finalmente del andamio. Y este dejar no es una mera finta para poseerse a sí mismo más profundamente en la obra: esto es evidente en la actitud del amor verdadero. Nosotros quisiéramos afirmar que esta actitud, la más bella y fecunda de las actitudes, era la realidad que la mística alemana medieval alabó con la palabra «abandono» [Gelassenheit – cf. Mt 27,46] y designó como el arte más importante de la vida. En la muerte seremos conducidos al pleno abandono automática, forzosamente, porque se nos ordenará dejar todas las cosas y a nosotros mismos. ¿Existe un camino para ejercitarnos en libertad y sin coacción a lo largo de la vida en ese acto que todo lo sustenta? 17

La pregunta no es fácil de responder, porque tenemos la sensación de que aquí se está hablando de dos cosas distintas: una lleva al centro de la alegría del poseer, precisamente porque no me busco a mí mismo sino al otro por amor a él mismo; la otra me quita todo poseer. Y de esta posible ambigüedad del abandonarse se abre un camino y un intento peligroso que quisiera hacer de ambas algo claro y distinto. Aquí debemos detenernos un momento. A lo largo de toda la historia de la filosofía y de toda otra sabiduría de vida se repite la doctrina que nos lega Sócrates al morir: filosofía o sabiduría no es, al fin y al cabo, otra cosa que un perpetuo ejercitarse para la muerte. Esto puede ser verdadero, pero también fundamentalmente falso. Es verdadero allí donde mi decisión más íntima por la obra y por el amor no se curva hacia mí mismo, donde yo no busco una «auto-realización», sino el valor objetivo de una obra y una persona, donde quiero nutrir y fomentar ese valor con mi sustancia. Por mi descenso debe surgir lo esencial que yo deseo. Esto puede ser realmente la más alta y universal sabiduría de vida. El cristianismo la afirmará y cumplirá más allá de ella misma. Pero con harta frecuencia las mismas máximas han sido entendidas y practicadas de un modo falso: dondequiera que abandono sea comprendido como una toma de distancia de las cosas o personas que de todos modos son pasajeras, como un penetrar con la mirada en la nulidad interior de todo lo mundano y finito. Esto puede alcanzar grados muy distintos de intensidad. La sabiduría oriental lo anuncia en su grado máximo. Para ella todo lo finito y limitado es sólo apariencia y engaño: maya, ilusión. Todo lo finito y limitado, por tanto también mi propio yo, 18

rectamente interpretado sólo es un querer ser y tener y, por eso, debe soltársele la mano, lo mismo que al mundo en torno a mí. Esta supuesta sabiduría está hoy entre nosotros más de moda y con más fuerza que nunca. Ella es tanto más tentadora cuanto sólo necesita remitir a la contradicción en la existencia: esta misma es sunyata, vacío. Nuestro deseo por realizaciones permanentes es desenmascarado como «sed» (trsna) que no puede ser saciada de otro modo que cancelando y superando la voluntad del yo, alcanzando así el altruismo desinteresado (sánscrito: an-arman; japonés: muga). En una forma más suave lo ha repetido el estoicismo: las cuatro pasiones fundamentales –el displacer y el placer, el temor y el deseo– deben ser erradicados del alma, para que el hombre interior pueda perseverar en la paz de la apatheia (de aquí la palabra apatía). Pero, ¿puede un tal hombre osar un obrar verdadero, un amor auténtico? La forma más sutil es, por cierto, la platónica-socrática. Ésta nos convence de que no es necesario temer a la muerte, cuando sólo un elemento en definitiva extraño, el cuerpo pasajero, se desprende de nosotros y cae. Entonces, liberados de él podemos, como almas inmortales, ser finalmente libres y vivir sin discapacidades. El iluminismo y el idealismo alemán están saturados de esta doctrina: en la muerte sale la mariposa de la crisálida. Pero también el estoicismo ha actuado de modo duradero en el pensamiento y sentimiento cristianos: ya en los Padres de la Iglesia, en el Medioevo con sus tratados sobre la vanidad del mundo y de un modo aún más fuerte en el Barroco. Esta interpretación –variada y sin embargo concéntrica– del abandono es el enemigo más duro no sólo del cristia19

nismo, sino de la humanidad verdadera en general, pues sostenida seriamente hasta el final paraliza todo empeño real en la vida terrena-pasajera, tanto en el obrar como en el amar. Pero aún no está claro cómo es posible evitar esta interpretación, dicho de otro modo, cómo se unen empeño y abandono. Ésta es una pregunta al hombre como tal, una pregunta humanista. Sin embargo, sólo recibirá una respuesta satisfactoria a partir de la imagen cristiana de la vida.

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3. CRISTO

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esde un punto de vista cristiano tiene sentido preguntarse si el Hijo de Dios se ha hecho hombre para actuar o para morir. Muchos Padres de la Iglesia –por ejemplo, Tertuliano, Gregorio de Nisa, León Magno– han respondido sin vacilar: Él ha nacido para poder morir. Mientras actuó en vida, su actuar quedó sin éxito. Y cuanto más se empeñaba en amar, más claramente era rechazado. Pero por su muerte en cruz se transformó en la forma más determinante de la historia del mundo. ¿Por qué? La respuesta puede ser resumida en una frase: porque desde un principio todo su actuar terreno tuvo lugar en la donación de sí a su Padre que está en el cielo y esta donación de sí encontró su punto culminante y, por tanto, también su acción más eficaz en la cruz. Esta respuesta suena enigmática en su brevedad y, de hecho, para comprenderla correctamente nos falta aún un aspecto esencial. Jesús dice que no ha venido para hacer su voluntad sino la voluntad del que lo ha enviado. Esto es su comida. El aspecto faltante es, pues, el concepto de misión. Gracias a la misión se nos hace visible desde lejos la unidad buscada: porque Jesús, el Hijo de Dios, sólo existe, en todo su obrar y amar, para cumplir una tarea de Dios, Él tomará esta tarea tan seriamente como sea posible; no entra en cuestión un distanciamiento interior frente a la tarea; pero porque Jesús desde siempre ha identificado todo su yo con su misión, también ha abandonado su yo en manos de la voluntad del Padre. Él no puede regresar a un estadio anterior a su misión para encontrar a su yo o a sí mismo. 21

Pero, ¿en qué consiste su misión? En que Él por su obediencia de amor que va hasta lo último reconcilia con Dios el mundo alejado de Dios, lo cual sólo es posible tomando sobre sí toda la enajenación y llevándola –en la forma de tinieblas y oscurecimiento de Dios– hasta su fin, incluso más allá de su fin, porque su obediencia de amor al Padre es incluso más profunda y más definitiva que toda y cada una de las rebeliones del pecado. Por más que la culpa del mundo pueda denominarse la mentira y la ilusión del mundo, sin embargo el mundo mismo, los hombres a los que la tarea de Jesús se dirige, son cualquier cosa menos maya e ilusión. Y su misión corre, además, en la dirección opuesta a la doctrina filosófica sobre la muerte: no se trata de desprenderse de las cosas pasajeras para retirarse en una eternidad real o imaginada, por el contrario todo se juega en sembrar la semilla de la eternidad en el campo del mundo dejando que el Reino de Dios brote en ese campo. El campo es tan poco una ilusión como lo es el hombre, es la creación real y verdadera de Dios que ahora, finalmente, debe dar su fruto. Así, de repente se vuelve claro: el Hijo de Dios viene con su tarea absoluta a este mundo limitado y el Padre espera que esta tarea sea incondicionalmente cumplida. Jesús está, pues, ni más ni menos que todo hombre, en la situación contradictoria de deber cumplir algo definitivo en lo pasajero. ¿Cómo puede suceder esto? Porque Él incluye también su muerte –la más dura de las muertes– en su trabajo de vida, de modo que en la pasividad y negatividad de su muerte se cumple toda su tarea positiva magistralmente llevada a cabo. Él actúa todo lo que mundanamente es imposible de cumplir, llevándolo desde siempre hacia esa hora 22

en la que todo será realmente «cumplido». Lo que resta aún por realizar después de su vida activa ya no puede llevarlo por sí mismo sino sólo serle cargado sobre sus hombros. El tener que soportar un peso insoportable comienza en el Huerto de los Olivos: Jesús debe experimentar desde dentro todo lo que la humanidad ha enajenado en cuanto a pecado y acción anti-divina, sin distanciarse de ello, de modo que Él –nos dice San Pablo– es hecho literalmente «pecado» (2 Co 5,21) por nosotros. Y porque esto es la sobreexigencia absoluta de la capacidad humana y Él a pesar de todo –por la fuerza de su obediencia al Padre– es el que carga este peso, aquí coinciden de tal manera acción y pasión (más allá de sí mismas) que el sufrir ya es un morir. El cuerpo vivo que cumple esto es la suprema obra de arte y de amor del mundo, en ese cuerpo lo más horrible de nuestra historia en todo su realismo es transformado desde dentro en lo más bello: en el amor que carga, perdona, transforma. Por eso conviene que nos sea entregado ese memorial permanentemente en el sacramento de la eucaristía. Ésta no sería lo que es si en ella también nuestra muerte no fuera incluida y transformada en una contribución, en servicio del amor divino-humano. Nosotros bebemos la sangre que ha sido derramada por nuestras manos, pero más profundamente por nosotros, en favor de nosotros. Y si nos aterramos ante la muerte, porque no sabemos cómo es posible estar de acuerdo en que seamos arrebatados como totalidad, no debemos olvidar que Uno lo ha podido de antemano por nosotros, Uno que no murió como individuo junto a nosotros, sino sufriendo y muriendo ya tuvo en sí mismo nuestra muerte. Él ha cumplido la donación 23

total al Padre durante toda su vida, pero en la muerte ha cumplido esa donación total en el interior de nuestra angustia, de nuestro no-poder, de nuestro insuperable no-querer, y esto no para sí, sino para nosotros, de modo que en el mismo acto ha puesto eucarísticamente en nuestro interior todo su servicio, su actuar, su prestación. Su servicio, su obrar consciente va hasta esta unidad de muerte expiativa y eucaristía. Todo el resto lo deja en manos del Espíritu Santo que lo ha conducido durante su vida y al cual expira hacia el Padre en la muerte. Jesús realiza la obra de arte y de amor divina-humana, sería una falta de buen gusto si también la interpretara por sí mismo. Esto no lo entienden muchos exegetas actuales; ellos piensan que el Dios que habla (Theos legon) debería ser su propio teólogo. «Tengo aún muchas cosas por deciros, pero vosotros no podéis cargarlas ahora. Cuando venga el Espíritu de la verdad, os introducirá en toda la verdad. No hablará de sí mismo, sino que me glorificará, pues tomará de lo mío y os lo anunciará» (Juan 16,12-14). Nosotros intentamos, mientras podemos, concluir por nosotros mismos nuestras obras finitas. Jesús no necesita todavía interpretar y acomodar al gusto del mundo la obra infinita que ha comenzado y también terminado. Él puede entregarla al Espíritu divino para una interpretación interminable. Este es el supremo abandono cristiano. Pero no se debe olvidar que en este abandono Él también es dejado solo, es decir, es abandonado. «¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?». En su estar abandonado por Dios desaparece toda visión del sentido, sólo la pregunta y el grito son aún posibles. El camino se pierde en 24

la imposibilidad de hallar una salida. La muerte, que aquí se muere, es la más dura que pueda concebirse (en realidad, es inconcebible). La luz, que brilla en las tinieblas incomprensibles, ya no se comprende a sí misma en el interior de las tinieblas. Y que ella no obstante brille es su obediencia irrevocable al Sol paterno. La luz se entrega y desaparece en las manos del Padre que ya no son sentidas. Cuán dura será nuestra muerte en el interior de la muerte de Jesús no toca a nosotros determinarlo. Dios puede ambas cosas: tanto aliviar nuestra muerte en virtud de la dureza de la muerte de su Hijo cuanto dejarnos sentir con Él algo de esa dureza por pura gracia. Y aún cuando nos sintamos abandonados en Jesús, cuando aparentemente nos precipitemos en un abismo sin fondo, Dios nos recogerá en sus manos paternas. ¿Qué será de nuestra obra realizada en la tierra, no importa lo que pudo haber sido? Cuanta donación gratuita hayamos depositado en ella, no para nosotros, sino para glorificar a Dios y para dar a luz desde el fondo de nuestro ser lo que se nos ha exigido, tanto sobrevivirá también de nosotros pasando a la eternidad. En el «nuevo cielo y en la nueva tierra» nada se perderá de lo que se haya hecho o sufrido en una auténtica donación. En el último libro de la Sagrada Escritura nos es presentada la Jerusalén eterna: todos los tesoros del mundo son recogidos en su interior. Pero ellos serán más preciosos y hermosos que aquí, porque la gracia de Dios llevó a cumplimiento en ellos lo que nosotros habríamos querido expresar pero no pudimos hacerlo. Aquí se hace visible un aspecto de la vida eterna que nosotros esperamos según el final del Credo. Seguramente 25

la vida eterna será «visión de Dios», en un sentido –en verdad– muy misterioso y ahora indescifrable. Pero seguramente no será un estar eternamente sentados ante un espectáculo en el que Dios nos va revelando las profundidades de su ser y de su poder. Esto no bastaría para el cumplimiento de la criatura. Goethe ha dicho, varias veces y seguramente no sin razón, que él esperaba de la vida eterna también un crecimiento de nuestra capacidad creativa, pues el hombre sólo es feliz si puede obrar, regalar, realizar. ¡Cuántas posibilidades sin extraer radican en el fondo de un alma que igualmente ha creado obras supremas, como la de Bach o de Mozart! Por el perfecto abandono de sí de una naturaleza humana en el interior de la muerte de Cristo, que abraza nuestra muerte y la lleva consigo a la plenitud, se liberan en nuestro ser fuerzas para amar y para realizar que se irán desplegando en la eternidad de Dios.

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II VIDA DESDE LA MUERTE

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a primera meditación ha reflexionado sobre la inhabitación de la muerte en toda la vida transitoria, considerando no sólo el hecho de que la muerte como fin biológico de la vida mortal habita en cada uno de sus momentos, sino el hecho de que la muerte le otorga a nuestra vida una dignidad única también en el aspecto espiritual: el peso de la unicidad irrepetible y de la responsabilidad que esta unicidad conlleva. Esta responsabilidad, por tanto, no podía ser interpretada unilateralmente como práctica –ciertamente necesaria– de distanciamiento frente a lo terreno, lo cual corresponde al modo estrecho de comprender el abandono, sino al mismo tiempo como disponibilidad frente a la exigencia del momento siempre-único, lo cual nos hizo percibir la seriedad de la misión. Y tanto en la necesaria distancia como en la disponibilidad frente a la exigencia, la renuncia a gozar exteriormente la vida era condición para un serio arraigarse interior en ella.

1. EL PODER DE DIOS Sin embargo esto no nos condujo más allá de la paradoja insuperable de la existencia humana de deber inscribir algo definitivamente válido en una materia pasajera. La única vez que Jesús ha escrito lo hizo sobre el polvo que se disipa. Y aun la paradoja se disipa frente a la muerte que nos transforma definitivamente en polvo, que sepulta consigo, tarde o temprano, fama, memoria e influencia póstuma. Cristo mismo no ha querido ni podido administrar por sí mismo la totalidad de su actuar y sufrir terreno junto con 29

todo su significado inmanente, sino que lo ha entregado en la manos invisibles del Padre. Y Él tampoco lleva consigo a la muerte el Espíritu de su misión, sino que, muriendo, lo expira de vuelta hacia el Padre. Sólo así se cumple el perfecto y total abandono: ser tomado cual libre dejar-setomar. «Nadie me quita la vida, Yo la entrego por mí mismo» (Juan 10,18). Aquí la muerte –¡y qué muerte!- se manifestó como la realización más viva y elevada de la vida. Y a causa de este obrar, «el Padre me ama», dice Jesús (Juan, 18,17). Ahora bien, de esto no sigue en absoluto que la última muerte que el hombre muere sea una muerte menos seria, que esta realización vital del dejar-se-tomar quite a la muerte su aguijón. Al Viernes Santo no sigue inmediatamente el Domingo de Pascua, sino el «descendió a los infiernos», donde según el Salmo nadie tiene ya la fuerza vital para alabar a Dios. «In inferno quis confitebitur tibi?» (Salmo 6,6). Muerte es supresión de toda vida junto con todas sus funciones, por tanto no es simplemente la nada o la simple aniquilación, si bien nosotros no podemos representarnos este estado de supresión de la vida: el estado en que el cuerpo retorna a la tierra y la vida retorna a Dios «que es quien la dio» ( Job 34,14ss., Salmos 104,29; Qo 12,7). Es como un expirar e inspirar de Dios. Y así deviene claro que sólo Él, la fuente de toda vida, puede infundir vida nueva al muerto, el cual no es una nada. De un modo soberano, libre, sin detrimento de los méritos o deméritos de la vida pasada. Sólo Él es el que «da la vida a los muertos» (Ro 4,17), en el «exceso de la grandeza de su poder … conforme a la energía de la fuerza de su poder», como San Pablo se expresa apilando una 30

montaña sobre la otra (Ef 1,19). Esto vale para la resurrección de Cristo «de entre los muertos», y vale igualmente para nosotros, los muertos espirituales, si bien aún no físicos: «Ofreceos vosotros mismos a Dios como vivos de entre los muertos» (Ro 6,13); «Levántate de entre los muertos, y Cristo te iluminará» (Ef 5,14). Pero esto sólo porque Dios primero ha sacado «de entre los muertos» (Mt 17,9; Lc 16,30s.; 24,46; Juan 20,9; Ac 3,15; 13,30; 17,3; Hb 13,20) a su Hijo muerto llevándolo a su vida divina. Y ahora lo decisivo. Esta vida nueva, que tiene a la muerte «de una vez para siempre» detrás de sí (Ro 6,10), a pesar de todo permanece vida desde la muerte, vida marcada por su paso a través de la muerte: es vida que, por una parte, tiene poder sobre la muerte («Yo tengo las llaves de la muerte y del infierno»: Ap 1,18) y, por otra, permanece interiormente signada por el acontecimiento y la vivencia de la muerte, pues esta muerte como abandono de sí pleno y sin reservas era, y sigue siendo, suprema realización de la vida. Por eso, en el Cordero del Apocalipsis se ve por toda la eternidad la marca de su paso por la muerte: está vivo, pero «como degollado» (Ap 5,6.9.12; 13,8). Y ya que «el Cordero sin tacha ni mancha ya antes de la creación del mundo fue elegido» para la inmolación (1 P 1,19s.), no se ve por qué el pasaje del Apocalipsis 13,8 no podría traducirse por: «Cordero, inmolado desde la creación del mundo». Aquel que debía recibir en sus manos el poder y el juicio sobre vivos y muertos tuvo que haber conocido, necesariamente, también todos los estados del hombre, incluido el de estar muerto; aquel ante el cual debía doblarse «toda rodilla en el cielo, en la tierra y bajo la tierra» (en el reino de los muertos) 31

(Flp 2,10), aquel que debía salir «por encima de todos cielos» tuvo que haber pasado, necesariamente, también por los «lugares» y estados «debajo de la tierra» (en el reino de la muerte) (Ef 4,9).1 Y desde esa altura divina supra-celeste, Cristo no sólo lo «llena todo» sino que también reparte todas las misiones eclesiales marcadas por Él, las cuales –por tanto– también serán marcadas por su vida hacia la muerte y vida desde la muerte. Pero si la muerte, de la que el poder de Dios recuperó al Hijo, imprime su marca en toda su vida eterna, entonces necesariamente también en todo lo mortal que ha determinado su vida terrena. ¡Y qué no fue marcado en esta vida por la renuncia y anonadamiento en la voluntad del Padre! Sobre todo el acontecimiento en la «hora del Padre» y de las «tinieblas», en todas las fases de la Pasión, cuya asunción transfigurada en la vida eterna es testimoniada por las heridas que Él muestra a los discípulos. La más mortal de esas heridas, el corazón abierto, ya no se cierra en la vida definitiva; Tomás, que pone su mano en el costado, sólo toca la apertura de ese corazón. Nada del cuerpo entregado ni de la sangre derramada es vuelto a ser recogido para así producir un cuerpo vivo según nuestra razón, sino que el estado del fluir perfecto en la muerte es lo máximo y extremo en vitalidad que pudo ser alcanzado en la tierra. Desde esa entrega en adelante, el Resucitado corporal vive su vida Sobre esto consultar en ThWNT [Diccionario Teológico del Nuevo Testamento] el artículo katô, katoterô (Büchsel) III, 645s., para tomar distancia de la traducción un poco diluida de la «traducción oficial ecuménica», la cual deja caer simplemente el «bajo la tierra» y en lugar de «sobre todos los cielos» pone el «cielo supremo».

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eterna tan sólo en esa forma de haberse donado hasta el fin. Y esto no de un modo confuso-difuso que disuelve su propio ser, sino en una Gloria soberana supremamente determinada que marca con su carácter de Hijo cada región de un universo habitado completamente por Él. Ahora bien, este carácter filial sólo puede ser correctamente comprendido en un contexto trinitario. Ahora sí es perfectamente transparente para el Origen, el Padre, lo que entonces en la forma terrena del Hijo aún no pareció serlo a nuestros ojos turbios. Por ejemplo, la Gloria deslumbrante con la que el Señor se apareció al perseguidor ante Damasco cumple de un modo superabundante todas las apariciones gloriosas de Yahveh en el Antiguo Testamento, en Isaías, Ezequiel o Daniel; ante esa Gloria, ninguno de ellos perdió tanto su vista corporal como Pablo. «Quien me ve, ve al Padre» ahora ya no es para nosotros una paradoja, sino realidad inmediata. Él sigue mediando, pero ahora lo hace introduciendo en la inmediatez: «Y no os digo que Yo rogaré al Padre por vosotros, pues Él mismo, el Padre, os ama» (Juan 16 ,26s.). Y así como Él introduce en la profundidad del Padre, así sopla en nosotros el Espíritu, el cual nos regala los sentidos y el corazón con el que podemos entrar con una libertad infinita en el eterno amor trinitario. Pues «donde está el Señor, está el Espíritu, y donde está el Espíritu del Señor, ahí está la libertad» (2 Co 3,17).2 2

Que este pasaje puede ser leído así, es decir, que puede estar un «ou-» («donde», en lugar de o bien ante un «o`», «él»): ou- de. ku,rioj to, pneu/ ma evsti,n, ou- de. to. pneu/ma kuri,ou, evleuqeri,a, lo ha defendido de un modo convincente Alberto Giglioli, Il Signore è lo Spirito, en: Rivista Biblica (Brescia) XX (1972) 263-276.

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La libertad de la filiación divina que tiene acceso en el Espíritu por el Hijo al Padre. En el Hijo resucitado su propia naturaleza humana gana participación inmediata en la vida trinitaria, que se hace más evidente allí donde Él ya no simplemente sopla el Espíritu junto con Dios Padre, sino que, en una concreción inaudita, sopla al grupo de discípulos en sus rostros para regalarles el mismo Espíritu Santo y, en el Espíritu, el poder de perdonar los pecados (Juan 20,22). Pero, especialmente en Lucas y Juan, el Resucitado también es la plenitud de la humanidad –plenitud que sólo se puede designar como paradisíaca–. Las palabras, gestos y acciones son de una delicadeza que no tiene nada de abstracto o ensimismado, sino que es totalmente cercana y promueve una íntima confianza. Pero en todos esos gestos se siente el paso a través de la muerte hacia una vida que incluye la experiencia humana última. ¿Qué es más tierno e íntimo que las palabras intercambiadas con María Magdalena ante la tumba abierta, qué más encantador que el diálogo en el camino hacia Emaús que culmina en la partición del pan, qué es a la vez tan íntimo y tan contenido como la comida al amanecer junto al lago? Y allí donde un reproche es justo porque en sus discípulos falta la donación de la fe, ¿qué es más protector y considerado que la advertencia siempre contenga también el regalo de la presencia, incluso del contacto?, como aparece del modo más conmovedor en la escena final del Evangelio de San Juan: a pesar de todo, Él permite que le toquen, pero con la exigencia de renunciar a ese contacto. ¿O el retirarse frente a Magdalena, para darle algo mejor, algo más pascual: la misión con el mensaje de Resurrección para los hermanos? 34

Pero lo más maravilloso quizá sea esto: apareciendo a los discípulos que lo habían negado y que habían huido vergonzosamente, Jesús no les comunica su propio perdón, sino que, callando esto, les pone en sus manos el poder del perdón eclesial como fruto de su cruz: «Recibid el Espíritu Santo, a quienes vosotros perdonéis los pecados…». En el Resucitado, el Dios en Él aparece en su máxima divinidad y el hombre en Él aparece en su máxima humanidad, pero ambos inseparablemente unidos. La majestad divina, que se manifiesta en que Él sólo es conocido si Él se da a conocer, no es distancia de lo terreno cotidiano, sino que se transforma inmediatamente en la cercanía más íntima y llena de confianza. A los temerosos Él les regala la paz. Y, por cierto, su paz que trae a partir de la cruz, la muerte y el infierno, una paz en la que la paz de la muerte, transfigurada, se ha integrado.

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2. LA SUSTANCIA FLUIDIFICADA

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os discípulos tienen que agradecer las apariciones del Señor resucitado durante los cuarenta días ante todo a su condescendencia: les es regalada una muestra palpable de que en la vida y pasión de Jesús toda promesa es cumplida y el mundo es reconciliado con Dios. Pero el Señor tiene cuidado de subrayar la transitoriedad de esos días: Él no puede ser retenido, aparece y desaparece cuando quiere, los remite a la fe y, sobre todo, a esa presencia que Él ha fundado en la Última Cena y que en adelante ha de permanecer decisiva y determinante. Partiendo el pan en Emaús y despareciendo en el mismo momento, Él remite a esa presencia que permanece. Se puede discutir si la orden de repetir la Cena, «Haced esto en memoria mía», fue impartida explícitamente ya antes de su pasión. Pero el hecho de que Él mismo como Resucitado sigue participando en las comidas y de que los discípulos se reúnen de un modo tan evidente para compartir el pan –tal y como San Pablo nos lo transmite por primera vez en la primera Carta a los Corintios (cap. 11)– indica claramente que los creyentes habían comprendido desde el inicio el deseo de Jesús de permanecer de ese modo entre ellos. De modo semejante, el pleno poder de perdonar pecados en el Espíritu Santo es un regalo superabundante que Jesús al atardecer del primer día de Pascua no simplemente hace a la Iglesia, sino que se lo confía para que lo realice por sí misma. Y si esta gracia pascual de la absolución presupone la cruz y la muerte de Jesús, que antes en la muerte de abandono ha sido «hecho pecado» de modo vicario, la institución de 36

la eucaristía incluye en sí anticipadamente esta misma cruz y esta misma muerte, pues el acto de comer y beber presupone tanto el cuerpo en el estado de su desmembramiento cuanto la sangre en el estado de su derramamiento. Permanece un misterio del Señor cómo Él viviendo en el estado de su compacta estructura corporal puede disponer por adelantado de ese estado fluidificado en la muerte. Pero, así como en la Transfiguración del Tabor su filiación divina pudo manifestarse en todo el espacio de su corporalidad, así en virtud de su libre donación de sí («Nadie me quita mi vida, Yo la doy libremente») también puede corresponderle el poder de disponer de su estado de muerte. Y esto en una forma doble: haciéndose a sí mismo comida para los suyos en el estado de su donación última y, como sucede al atribuirles el poder de absolver, entregándoles la administración de ese estado extremo a los suyos que Él consagra consigo (Juan 17,19). De los paralelos entre el acontecer del Jueves Santo y el de la tarde de Pascua se ve cómo el sacrificio de sí de Jesús puede transformarse en un (co-) sacrificio de la Iglesia. Los dos sacramentos, eucaristía y confesión, que no son como los demás sacramentos acontecimientos fundamentalmente únicos en la vida del cristiano, sino que pulsan rítmicamente a través de toda la vida del cristiano, son vida desde la muerte. En la confesión, el pecador –muerto para Dios– es recuperado a una vida por Dios y para Dios por el Señor resucitado de la muerte de los pecadores. Lo que en el pecador estaba muerto, el Señor, que murió y descendió al infierno, allí lo ha sepultado, para permitir que resucite con Él hacia el Padre. «¡Levántate de entre los muertos!» 37

(Ef 5,14) le grita el Resucitado, del mismo modo que antes en un modo terreno simbólico ha llamado a la vida a los muertos corporales. Pero la eucaristía fue instituida antes de la pasión y de la muerte, para capacitar a los que participan en la Cena para ir junto con el Señor hasta la donación última, la «entrega del Espíritu» en las manos del Padre (Lc 23,46), donación que en la muerte es al mismo tiempo el logro supremo de la vida enviada en misión. En Jesús esta realización, este logro es su obediencia de fe al Padre en la fuerza del Espíritu, una obediencia que a partir de la muerte física, incluso de la muerte espiritual, en la que el Padre «abandona» y el Espíritu es «entregado», hace algo que, más allá de toda muerte pero incluyendo todo el radicalismo de la misma, es una obra del Super-viviente. Por eso: «Quien cree en mí, aun cuando muera, vivirá y … él no morirá jamás (Juan 11,25-26). La pregunta que sigue inmediatamente después: «¿Crees esto?» es la pregunta que el Señor le hace al que comulga, el cual no morirá eternamente porque está dispuesto a morir con Él. Esto vale de modo eminente para el que recibe la tarea de pronunciar junto con Él sus mismas palabras: «Ésta es mi sangre derramada por vosotros y por muchos», pero de un modo no menor vale para aquellos que participando en la celebración creen en este misterio y por eso están dispuestos a morir para ya no morir jamás. En ningún lugar como aquí, donde la Iglesia es fundada en su forma particular por medio del sacramento, ella existe de tal modo más allá de sí. Jesús muere por «muchos», los «hijos de Dios dispersos» más allá de Israel (Juan 11,52); no existe ningún pecador por el que Él no haya muerto substitutivamente la muerte de pecado en la lejanía de Dios. 38

Por eso la eucaristía puede ser celebrada sólo «sobre el mundo» (como dice Teilhard), por mucho que ella en primer lugar produzca el Cuerpo [eclesial] que puede comprenderse a sí mismo tan sólo como viviendo por-para los (interminables) «muchos». El creyente cree por-para el no-creyente, él comulga por-para los que no comulgan, porque el cuerpo que recibe ha cargado los pecados de todos. Los pecados de todos son lo que ha matado a Jesús: si Él no nos hubiera quitado eso nuestro, no podría darnos en su lugar lo Suyo, que por eso no nos es extraño (como una prótesis artificial), porque lo Suyo es lo que ha asumido lo nuestro para volver a dárnoslo transformado (de la muerte a la vida) en Él. Pero esto, en su particularidad eclesial, intencionalmente es un acontecimiento universal: el mundo es lo que el Padre intenta reconciliar consigo por la muerte de pecado sufrida por Cristo (2 Co 5,19). En esta universalización –que no anula ni el ser particular ni la personalidad– no puede pasarse por alto el rol del Espíritu Santo, que –en contraste con la donación parcial del Espíritu a los profetas– desde siempre ha permanecido sobre Jesús «sin medida» (Juan 3,34): allí donde el Señor se entrega sin medida en la cruz, puede derramar el Espíritu también sin medida a través de todo tiempo y espacio. Lo histórico se transforma en universalmente histórico sin por eso volverse a-histórico o supra-histórico. Esto se hace visible en el vínculo con el que Jesús se une a la acción y celebración eucarística, que Él confía a su Esposa Iglesia, quien en las personas de María y Juan estaba bajo la cruz, transida viva por la espada mortal, allí donde el corazón muerto de Cristo fue abierto. Y siendo María, la «Iglesia 39

inmaculada» (Ef 5,27), confiada testamentariamente a su nuevo hijo Juan y, con ello, incorporada en la Iglesia visible que tiene en Pedro su principio de unidad, permanece indisoluble la comunidad entre el Jesús traspasado y su «cuerpo» esponsal para todo el tiempo del mundo. A partir de esta unidad –que no puede entrar como una parte en ninguna síntesis (de «Iglesias» o de organizaciones mundiales)– acontece la universalización de la salvación por medio del Espíritu. Pero siempre de nuevo se ha de tener presente que esa universalización no es posible de otro modo que como vida desde la muerte: porque Jesús ha muerto no sólo su muerte personal sino la muerte por todos los pecadores y, así, la muerte de todos, Él ha incorporado la muerte universal en su vitalidad personal. «Yo estaba muerto, y mira, vivo eternamente y tengo las llaves de la muerte y del reino de la muerte» (Apocalipsis 1,18). Tiene esas llaves porque Él mismo estuvo muerto y estuvo en el sheol, pero más allá de esto porque llevó en sí la muerte de todos y, por tanto, tiene el poder sobre todo el reino de los muertos. Como su vida terrena estuvo polarizada hacia esa muerte universal, permanece su vida eterna eucaristizada a partir de esa muerte. En esta forma la vida eucarística de Jesús es, finalmente, también la forma económica de su donación trinitaria al Padre, donación que Él no «tiene» sino que «es». Si la voluntad del Padre y el cumplimiento de su obra era para el Jesús terreno la comida «eucarística» permanente ( Juan 4,34), entonces en la vida interior de la Trinidad todas las Hipóstasis divinas son comida «eucarística» recíproca. También el Padre se «nutre» del Hijo sin el cual no podría ser Padre, 40

así como ambos son Padre e Hijo sólo por el Espíritu Santo. Y el Espíritu es, asimismo, tanto el «nutrido» por ambos como el «alimento» de ambos. Este «perderse» de uno por el otro y de uno en el otro no puede ser denominado muerte (o «kénosis», «anulación»), sino forma y expresión de la más excelsa vitalidad. Y a partir de este misterio de vida de Dios se hace visible que también la muerte natural de las criaturas puede ser una imagen de Dios (lo que no puede decirse de la muerte de pecado) y, aun más, que Jesucristo puede imprimirle a la muerte mundana algo de la vida de donación de la Trinidad.

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3. MORIR EN LA MISIÓN

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ucho de lo dicho hasta ahora se aclara si reconocemos los cuarenta días del Resucitado con los suyos como el tiempo de la misión de la Iglesia en el mundo, pero también del necesario requisito para ello, es decir: el tiempo de la formación de una Iglesia capaz de misionar. Iglesia es, fundamentalmente, la comunidad de los que creen en Cristo y de los que colaboran con Él y misión es el ir más allá de esa forma comunitaria hacia la soledad de la tarea siempre única y personal. Por cierto, los «carismas» se dejan comprender en primer lugar como funciones en el interior de una comunidad (que reposa en sí, «integrada»), pero ese aspecto contenido es hecho saltar casi con impaciencia por el Resucitado: «Me ha sido dado todo el poder (no sólo en la Iglesia, sino) en el cielo y en la tierra. Poneos en camino y enseñad a todos los pueblos, bautizándolos …, y enseñándoles a guardar todo lo que os he dicho. Y he aquí que Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28,18ss.). «Como el Padre me envió, también Yo os envío» (Juan 20,21), no hacia Israel ni simplemente hacia la Iglesia, sino hacia el espacio «fuera», pues fuera va el pastor precediendo a las ovejas, él «las ha sacado» (ekbale, Juan 10,4). Este fuera es el lugar donde están los lobos (Juan 10,12), no es un lugar inofensivo, sino «desgarrador» y «penetrante» (Hch 20,29). Pero precisamente ese es el «adónde» de la misión: «Yo os envío como ovejas en medio de lobos» (Mt 10,16). Aquí la misión adquiere su seriedad mortal. La misión, el centro de la vida cristiana, presupone una doble muerte claramente afirmada: primero, la muerte de la persona privada 42

que ya no vive para sí misma, para sus objetivos e inclinaciones, sino para Aquel que ha «muerto y resucitado» por nosotros (2 Co 5,15); luego, la muerte que él como miembro de la Iglesia ha de morir saliendo de la Iglesia visible hacia el mundo hostil. Esta segunda muerte incluye –sin enfatizarlo de modo especial– también la donación de la vida corporal, el martirio en sentido estricto, mientras que martyrion como dar testimonio es idéntico con cada aspecto de la misión. En el Nuevo Testamento, por tanto, los martirios no tienen nada de patético, porque son la simple consecuencia del hecho de que la misión cristiana finalmente procede de Aquel que ha muerto y resucitado por nosotros. Con esto, ya estamos fundamentalmente desposeídos: «Porque ninguno de nosotros vive para sí mismo ni tampoco nadie muere para sí: si vivimos, vivimos para el Señor; si morimos, morimos para el Señor» (Ro 14 ,7-8a). Pablo cierra expresamente el camino a todo intento de huída hacia una existencia privada: «Así que, ya vivamos ya muramos, somos del Señor. Porque Cristo murió y resucitó para esto: para ser Señor de muertos y vivos» (Ro, 14,8b-9). Esta unidad de ‹ser Señor› y ‹enviar soberano› nos es relatado una vez más [en la Carta a los Efesios], ya que la ascensión de Cristo «sobre todos los cielos» también designa el «lugar» desde el cual el Señor deja proceder todas las misiones, añadiendo además, muy significativamente, que la ascensión sobre todas la cosas presupone el descenso bajo todas las cosas (Ef 4,7-11). Y también puede expresarse de este modo: Dios ha elevado a Cristo sobre todas las cosas, porque Él se había rebajado en su misión hasta la humillación más profunda (Flp 2,6-11). 43

Cómo les irá a las ovejas enviadas en medio de lobos, no es difícil de imaginar. Al que envía le parece evidente la enemistad y el pensamiento homicida que espera a los cristianos enviados, pues ellos le siguen a Él y no pueden esperar ningún otro destino que el de Él. «Si me han perseguido a mí, también os perseguirán a vosotros» (Juan 15,20); «El siervo no está sobre su señor … el siervo ha de estar contento de ser como su señor» (Mt 10,24-25). Y aquí para Jesús se da un crescendo evidente: «Si al dueño de casa le han llamado Beelzebul, ¡cuanto más a sus domésticos!» (ibíd.). Que Pedro sea crucificado «al revés», con la cabeza hacia abajo, es un símbolo claro de este «tanto más» para nada patético. Hoy, como nunca antes en su historia, la Iglesia vive en el seguimiento del Perseguido y puede bien decirse que tanto más, cuanto ella es más Iglesia, Iglesia católica. La Iglesia ortodoxa más que la protestante, y la Iglesia católica más que la ortodoxa. Hoy, la consigna Écrasez l’Infâme [«Aplastad al Infame» (= la Iglesia), Voltaire] alcanza su plena seriedad. Esto es un título de honor, aunque por cierto la Iglesia ha puesto en duda esta nobleza persiguiendo a otros en su larga historia. Quizá como perseguida deba hacer penitencia por muchas cosas de las que fue culpable: ella deberá dejarse decir estas palabras en todo tiempo. Pero, a pesar de todo, existe también el lugar puro donde ella simplemente está en el seguimiento. Y desde los Hechos de los Apóstoles sabe que este ser perseguida garantiza, al mismo tiempo, su fecundidad en la misión. Existe algo semejante a un baño de sangre eucarístico en el que también su propia carne y sangre –¿no es 44

ella acaso el cuerpo de Cristo?– es alimento para la vida del mundo. Aquí avanzamos hacia el centro del misterio de la Iglesia, porque ahora ya no puede decirse si la Iglesia vive más hacia la muerte o más desde la muerte: si ella está ante la cruz y va hacia la cruz o si, por la gracia del Resucitado, vive en la nueva vida eterna con la muerte [clavada] en la espalda. Las dos cosas están inmediatamente una junto a la otra. «Así pues, si habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la derecha de Dios … Habéis muerto, vuestra vida está oculta con Cristo en Dios … Por tanto, mortificad vuestros miembros terrenos … Y todo cuanto hagáis, de palabra u obra, hacedlo todo en el nombre del Señor Jesús, dando gracias [eucharistoûntes] por Él a Dios Padre»: ser eucaristía es dar gracias (Col 3,1.3.5.17). Ambas realidades, estar muerto y estar resucitado, obligan a la mortificación de lo puramente terreno y a una vida en la misión de Cristo, que siempre es una misión eucarística. El Viernes Santo con el Sábado Santo de la muerte en sí y el Domingo de Pascua con la dirección de la ascensión hacia el Padre existen, al fin y al cabo, inextricablemente uno en el otro tanto en la vida de la Iglesia cuanto en la del creyente. A partir de la Pascua, el creyente es remitido al Viernes Santo; emergiendo de la muerte del bautismo, es enviado a vivir eucarísticamente desde la muerte y, por cierto, de nuevo hacia la muerte. El cristiano no puede llegar a imaginarse qué es esto, pero tampoco quiere imaginárselo. Le basta creer en el Señor en plena confianza, creer que Él 45

desde la vida eterna ha elegido la muerte temporal y la ha vivido hasta el fondo, para así otorgarle a la muerte que habita en cada vida pasajera un sentido nuevo que transmuta el valor de la muerte en una vida más profunda: el sentido de la donación trinitaria, que es la vida suprema, que en la vida de Cristo y en su seguimiento asume la forma de la muerte infame –«basura del mundo, escoria», el desecho «de todos» los que se quieren lavar en nosotros (1 Co 4,13)–, y precisamente así sirve al mundo de purificación.3

Sobre esto: Ferdinand Ulrich, Leben in der Einheit von Leben und Tod [Vivir en la unidad de vida y muerte] (Johannes Verlag, 1999)

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III CONCORDIA A TRAVÉS DE LA MUERTE

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odo lo dicho confluye en el misterio de la Comunión de los Santos. Los vivos, como dijo San Pablo, han muerto con el Señor, que ha muerto por ellos, para vivir ocultos con el Resucitado en Dios (Col 3,1-3), más allá de su ser mortal que aún tiene la muerte «ante» sí. Pero los muertos que la tienen «detrás» de sí, nos dice Jesús, viven como «hijos de la resurrección» junto al «Dios de Abraham, Isaac y Jacob. Él no es un Dios de muertos, sino de vivos, porque para Él todos viven» (Lc 20,36-38). Sin embargo, ¿cómo no deberían los que «son con Cristo» (Flp 1,23) no ser igualmente con nosotros, siendo Él eucarísticamente con nosotros? A nosotros la muerte nos parece un límite que nos mantiene alejados del cielo. Pero si el límite ha caído, ¿por qué no debería el cielo estar con la tierra, acompañándola, cuidando solícitamente del peregrinar de la tierra hacia el cielo? Cuando la Iglesia terrena celebra la Eucaristía, llama a la Iglesia celeste en la oración Communicantes [oración del Canon Romano], pero la evoca más para hacer memoria ella misma [de la protección de los santos del cielo] que para recordarle a la del cielo que participe en el acontecer temporal. Pues el «ser para sí» de aquí abajo condicionado por la mortalidad ha cedido su lugar en el cielo al «ser para el otro saliendo de sí» trinitario y verdaderamente personal. Y no sólo el Señor de la Iglesia que ha muerto por nosotros nos ejercita a nosotros mortales en esa realidad, sino también todo lo que ha pasado a la «vida desde la muerte» junto con Él. Existe la distancia (misteriosamente ya superada) de la tierra al cielo, no existe ninguna del cielo hacia a la tierra. Los ciento cuarenta y cuatro mil cuyo canto suena como «el rumor de muchas aguas, como el fragor de un 49

trueno poderoso y como el sonido de cítaras» que «siguen al Cordero adondequiera que vaya» (Apocalipsis 14,2.4) son tanto los que le siguen de la vida a la muerte como los que le siguen de la muerte a la vida. Y si todos ellos realmente le siguen, entonces también los primeros están ya bajo la ley del vivir y morir para (todos) los demás, y ambos grupos andan el mismo camino. «El pastor de la ovejas va delante de ellas, y ellas le siguen porque conocen su voz» (Juan 10,4). Los misterios de la Comunión de los Santos son tan insondables como los de la Eucaristía. Todo el que pertenece a esa Comunión posee sólo para dar y, asimismo, recibe sólo dando. Personalidad y comunidad crecen una con y por medio de la otra. La paradoja de que al que «no tiene, también le será quitado lo que tiene», mientras al que tiene diez talentos, le será «dado en añadidura» el onceavo (Mt 25,29), no asombra a nadie en esa comunión. En la Iglesia de Cristo sólo se tiene para dar, y así se enriquece. Una mirada a María basta para ver la rectitud de esta ley. Ella, que con las siete espadas en el corazón ha donado siempre todo, es decir, ha donado al Hijo que es su todo, es la más rica en esta Comunión y puede cobijar a cualquiera bajo su manto protector. Si ella aparece tan a menudo y, haciéndolo, remite a sí misma como modelo del verdadero ser eclesial, sólo puede hacerlo porque en su Hijo ella ha muerto miles de muertes y por su Hijo puede regalar miles de vidas para sus «otros hijos» (Ap 12,17). Ya en la tierra la misión (o, según Pablo, la «tarea eclesial», «carisma»: 1 Co 12,4ss.) era tanto lo que constituye la «personalidad» única e inmutable del cristiano cuanto su talento, su capacidad para repartirse fecundamente en la Comunión de los Santos. 50

En esta descripción dual de la misión, vida y muerte parecen abrirse y deshacerse una en la otra como transfiguradas, pero esto sólo bajo la condición de que nosotros no olvidemos en qué tinieblas debe entrar la vida que se dona para superar las oposiciones hostiles contra el amor: «Las tinieblas no la recibieron … los suyos no le recibieron» ( Juan 1,5.11). En este ‹brillar en las tinieblas›, la luz debe olvidarse a sí misma para hacerse «martillo que rompe las piedras» (Jeremías 23,29). Piedras que se cierran y se obstinan contra la Comunión de los Santos ‹que mana y corre›, piedras que sólo el poder del sufrimiento y de la muerte quita del camino. Pero la piedra de la muerte –«¿Quién nos retirará la piedra?» [Mc 16,3; ‹retirar› en latín: revolvere]– no resiste todo asalto, «pues el amor es duro como la muerte» y los torrentes del caos no pueden «apagar su fuego» (Ct 8,6s.). Así, finalmente, nadie sabe antes de morir cuánto le exigirá aún su misión, hasta que él –más allá de su muerte siempre más profunda– pueda entrar en la vida eterna de la Comunión de los Santos . ¢

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erechos en la lengua original: ©Johannes Verlag Einsiedeln ¢ Hans Urs von Balthasar: Leben aus dem Tod. Betrachtungen zum Ostermysterium. Freiburg im Breisgau 31997 ¢ Derechos para la edición en español ©The Community of Saint John, Inc. £ Texto traducido por Juan Manuel Sara ¢

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