Aves Nocturnas de David Lagmanovich

Aves nocturnas Están sentados frente al mostrador del bar, el uno junto a la otra. Él tiene puesto un chambergo gris y

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Aves nocturnas

Están sentados frente al mostrador del bar, el uno junto a la otra. Él tiene puesto un chambergo gris y su traje casi no puede distinguirse en la general penumbra del local. Ella, con la cabeza descubierta -es pelirroja, pero su pelo parece una peluca- luce una blusa de mangas muy cortas, un escote discreto, y ningún adorno. Los dos están afirmados en el mostrador: él apoya allí las manos, una de las cuales -la derecha- sostiene un cigarrillo; ella parece descansar sobre los codos, con el brazo izquierdo doblado y, en cambio, ·la mano derecha levantada en dirección a la cara. Están evidentemente silenciosos. Frente a ambos hay tazas de café, o más bien jarros, del tipo llamado «mugs». El hombre tiene la cara afilada de un tahúr; la mujer, el aire cansado de una camarera que ha terminado su tarea, pasada la medianoche, o tal vez la sugestión de haber hecho un alto en algún otro oficio nocturno y callejero. Allí donde el mostrador hace un ángulo hay otro hombre, ajeno a la pareja; también lleva sombrero y está solo, encorvado junto a los implementos que hay en toda barra semejante: azúcar, servilletas de papel, sal, pimienta. Pero volvamos a la pareja: frente a ellos está

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el dependiente, con casaca blanca y un birrete ridículo, como si fuera un recuerdo de su tiempo de recluta en la marina. También está encorvado, en la dirección contraria, y parece buscar algo en la parte inferior del mostrador, el hueco que queda de su lado. Detrás de él, una antigua máquina de café, metálica, es el único elemento vertical que alcanza a distinguirse. El hombre y la mujer piensan que de aquí, una vez terminado el café, irán a alguna otra parte, tal vez a yacer juntos. Pero nunca lo harán: están inmovilizados para siempre en el cuadro de Edward Hopper, en el Art Institute de Chicago.

Calles

En aquella ciudad todas las calles (no había avenidas ni bulevares ni malecones ni pasajes, tan sólo calles) tenían la misma dirección. No ocurría eso tan sólo con las calzadas, sino también con las aceras; de modo que a vehículos y a peatones tocaba igual suerte. Los habitantes de la ciudad estaban muy orgullosos de este avance urbanístico: habían inventado la acera de mano obligatoria, siempre adosada a una calzada de las mismas características. A los críticos que objetaban esto, por suponer que la vida en calles de una sola mano sería necesariamente aburrida, los habitantes más patriotas respondían que los peatones podían también caminar hacia atrás, siempre que respetaran la ley de circulación obligatoria: caminando hacia adelante o hacia atrás o inclusive ele costado) debían circular siempre en la misma dirección. Las leyes ele la ciudad eran benévolas, pero no en este punto: penas terribles aguardaban a los infractores. Cuando el ciudadano ingresaba en una calle eo acera), se encendía sobre su cabeza un gran letrero que en alegrísimas letras luminosas proclamaba: WELCOME TO THE USA.

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