Aprender de Los Grandes Cambios - Josefa Perez Bla

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APRENDER DE LOS GRANDES CAMBIOS VITALES JOSEFA PÉREZ BLASCO UNIVERSITAT DE VALENCIA

ÍNDICE AGRADECIMIENTOS AGRADECIMIENTOS A LA SEGUNDA EDICIÓN PRÓLOGO PRÓLOGO A LA SEGUNDA EDICIÓN CAPÍTULO 1. TRANSICIONES Y CRISIS EN LA VIDA ADULTA 1. LAS TRANSICIONES Y CRISIS EN LA CONFIGURACIÓN DEL CURSO DE LA VIDA 2. DEFINICIÓN DE TRANSICIÓN. CRISIS Y OTROS CONCEPTOS RELACIONADOS 3. EL ESTUDIO DE LOS MOMENTOS CRÍTICOS DEL DESARROLLO ADULTO 4. CATEGORIZACIÓN DE LAS TRANSICIONES 5. LAS TRANSICIONES Y CRISIS COMO IJN PROCESO DE FASES CAPÍTULO 2. LA RESPUESTA A LOS GRANDES CAMBIOS VITALES: DEL DESORDEN AL CRECIMIENTO 1. EL ESTUDIO DE LA REACCIÓN A LA ADVERSIDAD Y EL ESTRÉS: DESDE EL ENFOQUE EN LA VULNERABILIDAD HASTA EL DE LA FORTALEZA 2. EL ENFOQUE CENTRADO EN EL RIESGO Y LA VULNERABILIDAD 3. EL ENFOQUE CENTRADO EN LA PROTECCIÓN Y LA FORTALEZA CAPÍTULO 3. VARIABLES QUE DETERMINAN EL DESENLACE DEL AFRONTAMIENTO EN LAS TRANSICIONES Y CRISIS 1. EL MODELO DE LAS 4-S PARA EL ANÁLISIS DEL AFRONTAMIENTO DE LOS GRANDES CAMBIOS VITALES 2. VARIABLES DE LA SITUACIÓN 3. VARIABLES DEL SELF 4. APOYO SOCIAL 5. MECANISMOS DE DEFENSA Y AFRONTAMIENTO 6. ACTITUDES Y RESPUESTAS SALUDABLES Y NO SALUDABLES ANTE LOS DESAFÍOS VITALES CAPÍTULO 4. EL DESARROLLO SALUDABLE 1. INTRODUCCIÓN

2. EL DESARROLLO SALUDABLE DESDE LA PSICOLOGÍA POSITIVA 3. EL DESARROLLO SALUDABLE DESDE LA PSICOLOGÍA EXISTENCIAL-HUMANISTA CAPÍTULO 5. LA INTERVENCIÓN EN CRISIS Y EMERGENCIAS 1. ORÍGENES Y PLANTEAMIENTO BÁSICO DE LA INTERVENCIÓN EN CRISIS 2. LA AYUDA DE PRIMER ORDEN CAPÍTULO 6. PSICOTERAPIA Y ASESORAMIENTO INDIVIDUAL EN LAS TRANSICIONES 1. INTRODUCCIÓN 2. FASES EN EL PROCESO DE ASESORAMIENTO 3. ESTRATEGIAS DE INTERVENCIÓN EN LAS CRISIS. TRANSICIONES Y SITUACIONES POTENCIALMENTE TRAUMÁTICAS CAPÍTULO 7. ASESORAMIENTO GRUPAL EN TRANSICIONES 1. CARACTERÍSTICAS GENERALES DE LA INTERVENCIÓN EN GRUPO 2. PROGRAMAS DE INTERVENCIÓN GRUPAL MÁS EXTENDIDOS CAPÍTULO 8. LA INTERVENCIÓN BASADA EN LA MEDITACIÓN DE LA ATENCIÓN PLENA (MINDFULNESS) Y EL AFRONTAMIENTO DE LOS GRANDES CAMBIOS VITALES 1. QIJÉ ES MEDITAR Y QUÉ QUIERE DECIR MINDFULNESS 2. LO QUE NO ES MEDITAR. ALGUNOS MITOS Y MALENTENDIDOS EXTENDIDOS ACERCA DE LA MEDITACIÓN 3. LOS COMPONENTES DE LA MEDITACIÓN: LA INSTRUCCIÓN Y LA ACTITUD 4. POR QIJÉ LA MEDITACIÓN MINDFULNESS ES ÚTIL EN EL AFRONTAMIENTO DE LOS GRANDES CAMBIOS VITALES 5. LA PRÁCTICA 6. INSTRUCCIONES BÁSICAS DE MEDITACIÓN 7. RECURSOS ÚJTILES EPÍLOGO REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS A Carlos

No es posible descender dos veces al mismo río, tocar dos veces una sustancia mortal en el mismo estado, ya que a causa del ímpetu y la velocidad de los cambios, se dispersa, vuelve a reunirse, y aflora y desaparece.

Lo contrapuesto concuerda, y de los discordantes se forma la más bella armonía, y todo se engendra por la discordia. Nada es, todo fluye. HERÁCLITO DE ÉFESO

Es la vida lo que da sentido al dolor y no el dolor lo que da sentido a la vida. B. VERGELY

AGRADECIMIENTOS Así como las ondas se propagan en la superficie de un lago al lanzar una piedra, nuestros actos provocan reacciones encadenadas en la vida de los otros. Es difícil saber la duración del movimiento y el alcance de su expansión y profundidad. Cuando la oscilación que nos llega de otros ha sido benéfica, enviar un acuse de recibo agradeciéndolo convierte en redundante nuestra felicidad. Muchas son las personas que han alimentado mi interés por el estudio del afTontamiento de los grandes cambios vitales, imposible nombrarlas. Según la idea de las ondas concéntricas, aprendemos de otros lo que, a su vez, estos aprendieron de quienes les precedieron, y es esperanzador pensar que también nosotros contribuiremos al aprendizaje de quienes nos seguirán. De entre todos mis acreedores, quiero expresar mi agradecimiento a los alumnos que asisten a mis cursos y comparten conmigo la seducción por el estudio del cambio. Es al preparar las clases, pero sobre todo al impartirlas, cuando han surgido las reflexiones más interesantes que se incluyen en este texto. Redactar este libro ha reavivado el recuerdo de los momentos más críticos de mi vida; en todos ellos ha estado a mi lado mi hermana, Ester. Tanto para un roto como para un descosido, su apoyo ha sido constante entre tanto cambio: me ayudó a cambiar pañales, escuchó pacientemente el ensayo de mi primera clase en la Universidad y me ha pasado los pañuelos de papel cada vez que se me ha hecho trizas el corazón. En esta ocasión ha leído, capítulo tras capítulo, este texto, regalándome su crítica como solo ella sabe hacer: con perspicacia, sensatez, sentido del humor y, sobre todo, con una generosidad proverbial. Finalmente, quiero agradecer a Michel que, en su propia vorágine creativa, me haya arrastrado a iniciar la escritura de este libro, haya leído partes del original y ofrecido valiosas sugerencias. Lástima que el título que me regaló, inspirado en su propia experiencia: Crisis: un drame pour le bonheur?, suene demasiado romántico en castellano. Saber que su entusiasmo por mi trabajo no es objetivo, no degrada mi reconocimiento ni mengua la fuerza que me infunde. AGRADECIMIENTOS A LA SEGUNDA EDICIÓN Gracias a todos los que han asistido a los talleres de mindfulness en la Universidad y en la Asociación Viktor Frankl por su confianza, aliento y por lo mucho que he aprendido con ellos sobre la felicidad y el sufrimiento humano. A Elena, gracias por regalarme la foto que presenta este libro. Cuando la vi supe que no quería otra portada. Me gusta mucho lo que en ella se ve: esa silueta humana ante el infinito; y también lo que no se ve: todo el sentimiento que hay detrás de la cámara. Gracias por la complicidad que me brindas en esto y en tantas cosas. Por último, y de modo muy especial, quiero agradecer a quienes han compartido conmigo su tiempo, su saber y su experiencia meditando y estudiando lecturas sobre meditación. Hablo de el grupo de los jueves. Y particularmente de Vicente Simón, con quien nunca saldaremos la deuda de gratitud. Esas tardes son un privilegio de por vida.

PRÓLOGO Somos seres cambiantes insertos en un mundo asimismo cambiante. Desde que nacemos hasta que morimos, no dejamos de enfrentarnos a cambios que a veces son esperados, en tanto que el contexto cultural o el programa genético los impone, y a veces inesperados, accidentales y debidos al azar; cambios anhelados o temidos cuyo impacto a largo plazo desconocemos de antemano. Ganando y perdiendo, tomando y dejando, aferrándonos al pasado o deslizándonos con el devenir, vamos diseñando el curso de nuestra vida describiendo un itinerario único cuya individualidad se manifiesta y acentúa con los años. Aunque no hace falta gran sabiduría para apreciar que el universo está en mutación permanente, pocos aprendizajes se nos resisten tanto como aceptar que todo cuanto se nos brinda es transitorio. Que jamás nos bañamos en el mismo río de la vida, que nada es, que todo fluye, aunque en ciertos momentos nada parezca fluir y nos sintamos estancados o nadando a contracorriente intentando sobrevivir entre sus rápidos. A pesar de que continuamente estamos respondiendo a las variables demandas del entorno, hay cambios especialmente difíciles, amenazantes, incluso devastadores, que retan nuestra habitual forma de replicar al mundo en ese permanente diálogo que es nuestro desarrollo. Todo curso vital incluye etapas de relativa estabilidad y períodos que pueden considerarse como umbrales que las separan de forma más o menos abrupta. En esas fronteras sin posibilidad de retorno, nos sentimos de paso hacia un destino indefinido, sin saber a ciencia cierta cómo avanzar. Cuando perdemos o abandonamos condiciones de vida conocidas, lo que incluye rutinas, vínculos, creencias sobre la realidad o proyectos de futuro, nos adentramos en una zona llena de incertidumbre donde nos vemos confrontados a tareas cruciales para nuestra existencia: aceptar las pérdidas, darles un sentido, integrar la experiencia vivida, resistir la ambigüedad de lo indefinido y reconstruir una nueva trama con el mundo. La forma que adoptan los grandes cambios vitales varía enormemente de una persona a otra. Así, un mismo evento puede desencadenar una grave crisis en una persona y en otra suponer un desafío mucho menor. Pero, quizá, lo más remarcable sea que en ambos casos existe tanto la posibilidad de avanzar, de incrementar la competencia y la madurez personal como de todo lo contrario, de involucionar, de enfermar, de abandonar. La popular idea de que las crisis albergan tanto el peligro como la oportunidad difiere de la que durante largo tiempo ha imperado en las ciencias de la salud, tradicionalmente inclinadas a lo patológico. Una visión más positiva está imponiéndose con fuerza erigida sobre un ingente apoyo empírico: el ser humano tiene recursos no solo para resistir la adversidad sin enfermar, sino para enriquecerse gracias a los esfuerzos de afrontarla. El libro que se presenta parte de estas premisas generales y de una concepción del desarrollo que pone el énfasis en la ineludible responsabilidad del adulto en la construcción de su evolución personal. Consta de siete capítulos. En el primer capítulo se introducen los conceptos básicos que van a aparecer a lo largo del texto, intentando dar respuestas a cuestiones como: ¿qué reacciones cabe esperar cuando enfrentamos los

grandes cambios vitales? ¿Qué importancia tienen en nuestra historia personal? ¿Qué diferencia y qué asemeja los sucesos vitales, las transiciones, las crisis, los traumas y el duelo? En el segundo capítulo, se exponen los dos enfoques desde los que la psicología y la psiquiatría han estudiado los grandes cambios vitales: el más tradicional, denominado patogénico, centrado en la vulnerabilidad humana frente a los efectos dañinos del estrés, y el más actual, que recibe el nombre de salutogénico, orientado a la comprensión de la fortaleza humana frente a los desafíos de la vida y del potencial para el crecimiento que encierra hacerles frente. El tercer capítulo tiene como finalidad responder a preguntas como: ¿por qué unas personas responden enfermando ante cambios que a otras las llevan a madurar y mejorar? ¿De qué depende que un cambio se viva más o menos críticamente? ¿Qué variables dan cuenta de las diferencias que observamos ante los mismos sucesos? Si, como se defiende desde el enfoque salutogénico, las personas tenemos recursos para afrontar la adversidad aprendiendo y mejorando, si es posible desarrollarse saludablemente a pesar de o contando con los infortunios de la vida, cabe preguntarse: «¿Qué se entiende por desarrollo saludable?». La respuesta a esta cuestión, fundamental para guiar la intervención y establecer los criterios que permitan evaluar su resultado, es la temática que se aborda en el capítulo cuarto. Los tres siguientes capítulos están dedicados a la intervención; en ellos se acomete una cuestión general: «¿Qué puede hacer la psicología para ayudar a que los grandes cambios vitales sean manejados con el menor sufrimiento y las máximas ganancias posibles para el desarrollo personal?». En el capítulo quinto, se presentan los orígenes y los planteamientos básicos de la intervención en crisis y de la ayuda en emergencias. En el sexto, se exponen las directrices generales de actuación en el asesoramiento individual, y se enfatizan las que, desde un enfoque positivo, se dirigen no tanto a evitar la patología como a incrementar el desarrollo saludable. Por último, en el séptimo capítulo, se presenta una panorámica general de la intervención en grupo, en la que se señalan sus ventajas e inconvenientes frente a la individual, y se refieren ejemplos de iniciativas que se han demostrado eficaces en este ámbito. Este es un libro para estudiantes del desarrollo humano, estén matriculados en la Universidad o no. Está escrito con el fin prioritario de que sirva de material de consulta de diferentes asignaturas de la licenciatura y el grado de Psicología, del itinerario de la Nau Gran, y de posgrados y másteres de Psicología de la Salud y Psicogerontología. Mi propósito es que sea también de utilidad para quienes se dedican a prestar ayuda profesional o voluntaria a personas que atraviesan circunstancias vitales adversas y, de forma más general, para cualquier lector interesado en la comprensión y reflexión sobre los momentos críticos del desarrollo y el conocimiento de las respuestas que desde la psicología se proponen, para aprovechar el propio potencial con vistas a impulsar la madurez personal y una evolución saludable. Aprender de los grandes cambios vitales es esencial para cualquier ser humano; para los psicólogos es imprescindible. PRÓLOGO A LA SEGUNDA EDICIÓN Esta segunda edición incluye un capítulo dedicado a la práctica del mindfulness. Durante los cinco años que han pasado desde que se publicó la primera, el estudio, la investigación y la práctica de mindfulness me han llevado al convencimiento de su enorme poder para fomentar un desarrollo saludable. Y lo creo por experiencia personal directa y porque veo día a día sus efectos en quines la

práctican. En los últimos cursos, he impartido talleres teórico-prácticos de mindfulness en la Universidad, tanto para estudiantes de grado y licenciatura como para estudiantes de la Nau Gran (programa para mayores de 55 años), y he dirigido grupos de mindfulness para personas en duelo en la Asociación Viktor Frankl. También, con otros compañeros, hemos iniciado una línea de investigación en mindfulness con diversos colectivos, algunos de cuyos resultados han sido presentados en congresos internacionales y otros están en trámites para ser publicados en revistas científicas. Hasta la fecha, no ha habido un solo grupo -y a fuera de personas en duelo, cuidadores de enfermos crónicos, madres primerizas, personas enfrentadas a sucesos como la jubilación, el nido vacío y otras pérdidas y circunstancias asociadas a la mediana y tercera edad o, simplemente, estudiantes universitarios más o menos estresados en unas circunstancias tan poco alentadoras como las actualesque al finalizar el taller de dos meses no haya experimentado beneficios y haya preguntado: «Y ahora, ¿qué? ¿Dónde podemos seguir con esto?». Hay muchas y muy buenas publicaciones divulgativas de mindfulness en español, pero, al preparar la segunda edición de este libro, no quería dejar pasar la oportunidad de incluir un capítulo dedicado a la que creo que es la herramienta más poderosa para afrontar los grandes cambios de la vida: la conciencia plena.

CAPÍTULO 1. TRANSICIONES Y CRISIS EN LA VIDA ADULTA 1. LAS TRANSICIONES Y CRISIS EN LA CONFIGURACIÓN DEL CURSO DE LA VIDA Nuestro desarrollo describe una historia de la que somos a la vez protagonistas y autores, una historia de historias encadenadas que reclama unidad y sentido. Esa es la razón por la que suele haber una relación entre las elecciones que hacemos y una suerte de argumento o esbozo de guión del que no siempre somos conscientes. Puesto que las historias son los hechos y la forma en que se cuentan, es decir, los hechos y el significado que se adjudica, nuestra narrativa personal reconstruye el pasado, condiciona nuestra percepción del presente y nos lleva a proyectar el futuro con una cierta coherencia. Sobre la base de la dotación genética que impone sus límites y bajo la influencia de las circunstancias más o menos azarosas que están fuera de nuestro control, vamos construyendo y reconstruyendo un entramado de nuestro yo con el mundo absolutamente idiosincrásico, una estructura de vida que es siempre única en un momento dado, como única es la trayectoria vital de cada cual. La peculiaridad de las trayectorias va acentuándose con el tiempo debido a que cada experiencia constituye una plataforma de partida para los cambios posteriores. Aunque efectos como el de cohorte (influencias históricas y culturales que afectan a los miembros de una generación en un contexto determinado) y el de período de edad (influencias normativas de edad que están relacionadas con la programación genética y de socialización) hacen semejantes, en algunos aspectos, al desarrollo y en ese sentido lo condiciona, querámoslo o no, no dejamos de hacer elecciones que van encauzando nuestra vida en una particular dirección. La forma que adoptan los cambios está mediatizada por la identidad de cada cual, en tanto que tiende a elegirse la alternativa más acorde con lo que uno ha llegado a ser con el paso del tiempo. Aunque no somos siempre libres para elegir lo que nos pasa, sí que lo somos para responder a lo que nos pasa; optamos por lo que nos parece bueno o conveniente para nosotros, y en ese sentido vamos inventando nuestra forma de vida... «y como podemos inventar y elegir, podemos equivocarnos» (Savater, 1991: 32). Considerando que ser libre para elegir implica hacer elecciones más o menos acertadas (que dan lugar a situaciones o experiencias de crecimiento y maduración o deterioro), las trayectorias de vida pueden ser concebidas como una cúmulo de ventajas o desventajas que siguen lo que se ha denominado principio de acentuación (Elder, 1998). Este principio viene a decir que las disposiciones y los atributos que se han ido gestando en momentos pasados modelan la forma de reaccionar ante nuevas situaciones y tienden a persistir. Este principio explica, en parte, que la heterogeneidad entre las trayectorias personales vaya incrementándose con la edad y que se tienda a acopiar cierto tipo de ventajas o desventajas en función de las experiencias vividas. No obstante, es evidente que el principio de acentuación no es una ley inquebrantable. En esa compleja interacción biológico-psicológico-social continuamente cambiante a lo largo del tiempo que da cuenta del desarrollo, pueden producirse -y de hecho se producen- experiencias que conducen a tomar decisiones que desafían las creencias, los compromisos y las costumbres establecidas y que rompen en algún sentido los ciclos de ventajas y desventajas iniciados. Estas experiencias suelen vivirse como transiciones y crisis. Tanto las transiciones como las crisis, entendidas de modo muy general como procesos que implican

«un cambio de estado psicosocial que exigen tomar decisiones importantes respecto a su afTontamiento» (Clausen, 1972), son momentos del desarrollo en los que más fuerza tiene o cuando más se debilita la acentuación. Precisamente es la magnitud del desafío a las creencias básicas lo que puede conducirnos bien a aferramos a la seguridad de lo conocido y decidir de forma continuista, bien, por el contrario, a buscar, evaluar y comprometernos con formas nuevas de pensar o actuar que den lugar a un cambio en la trayectoria vital. La metáfora del desarrollo adulto como el descenso de una montaña surcada por senderos y barrancos (Bee, 1996) permite representar la idea anteriormente expuesta de que las trayectorias vitales adoptan formas muy diversas y que, aunque condicionadas por el contexto y por el pasado, dependen en última instancia de las elecciones de la persona (figura 1.1). El viaje de la vida adulta comienza en cada caso particular en un punto determinado de la montaña, que en función de cómo se vivió en la infancia y la adolescencia tendrá un relieve más o menos abrupto. No importa desde dónde se inicia el viaje, cualquier descenso incluye tramos de desigual dificultad: suaves pendientes que atravesamos sin especial esfuerzo y trechos escarpados y resbaladizos en los que hemos de cambiar el ritmo y la forma de marchar anteriores y, a veces, decidir si modificamos o no de rumbo ante un cruce de caminos. El viaje, dependiendo en gran medida de las decisiones tomadas en las encrucijadas, va transcurriendo como una sucesión de etapas que bien llevan a zonas cada vez más angostas y accidentadas, bien podrán vivirse como una sucesión de experiencias de enriquecimiento, aprendizaje y satisfacción. En esta metáfora, las transiciones y las crisis evolutivas aparecen no simplemente como nexos entre los períodos de estabilidad, sino como los momentos en los que de forma decisiva se construyen las estructuras vitales y se van configurando las trayectorias de vida. Figura 1.1. El viaje por la vida adulta (tomado de Bee, 1996)

2. DEFINICIÓN DE TRANSICIÓN, CRISIS Y OTROS CONCEPTOS RELACIONADOS Los conceptos de transiciones, sucesos y crisis poseen ciertas características comunes que conducen, en muchas ocasiones, a su utilización indiscriminada, como se aprecia, por ejemplo, en el siguiente texto: El curso de la vida está constituido por grandes y pequeñas transiciones... De forma apropiada, las grandes transiciones son denominadas frecuentemente crisis. La palabra crisis procede del griego krinein, ‘separar’, y significa momento decisivo, punto de giro o momento crucial. En Medicina se utiliza para referirse al punto en el transcurso de una enfermedad cuyo desenlace puede ser la recuperación o la muerte. Esta implicación patológica y a menudo fatalista parece estar asociada comúnmente con el término. Para evitar esta connotación negativa, algunos autores emplean el término suceso, que, en un sentido general simplemente significa algo que ocurre, y que puede

emplearse sin ningún género de dudas a crisis positivas como la graduación, el matrimonio, una promoción laboral, tanto como a crisis negativas como un despido laboral o un divorcio (Reese y Smyer, 1993: 1-2).

Estos conceptos están relacionados con el cambio psicológico, con la inestabilidad y la ruptura o alteración de una situación personal previa, con la adaptación y el afTontamiento, etc. Sin embargo, también poseen otras características diferenciales que conviene tener en cuenta cuando iniciamos su estudio. Suceso El término suceso lo emplearemos para designar experiencias concretas que, aunque usualmente dan lugar a transiciones o crisis, no siempre actúan como demarcadores de estos procesos de cambio. En muchas ocasiones, se produce una crisis o una transición precisamente porque no ocurre un suceso que se espera, y en otras muchas por una acumulación de estrés o insatisfacción en situaciones cotidianas o cambios paulatinos en el contenido de los roles que se desempeñan o en las relaciones que se establecen. Un suceso es simplemente algo que ocurre; así visto, su gravedad e impacto es de una amplitud infinita. Por ejemplo, una experiencia como la menopausia puede ser vivida como un cambio sin relevancia alguna, como un cambio significativo biológico que no altera las asunciones ni la conducta habitual de la mujer, como una redefinición de su propia identidad y su manera de comportarse, como una nueva situación que le exige ciertas adaptaciones y un cierto estrés o como una crisis personal grave debido a que asocie, por ejemplo, el fin de su capacidad reproductiva con la pérdida de su valor como mujer y como decrepitud. Por otra parte, no todos los grandes cambios vitales están provocados por sucesos concretos y fácilmente identificables; por ejemplo, una persona puede sufrir una crisis debido a un replanteamiento de sus creencias religiosas, o por la acumulación de conflictos no resueltos en una relación de pareja o de amistad, o por la insatisfacción creciente en un determinado rol laboral. Transición La definición de transición continúa siendo una cuestión abierta. Mientras que algunos autores la definen por el propio suceso que las marca -paternidad/maternidad, convertirse en abuelos, jubilación, menopausia-, otros consideran que solo podemos hablar de transición cuando existen importantes cambios cualitativos internos en la persona que los vive, que afectan a sus roles y relaciones interpersonales (Pérez Blasco, 1998): • Las transiciones ocurren cuando cualquier fenómeno -biológico, social, histórico, etc.- produce, de manera súbita o por acumulación, cambios de importancia en la vida de una persona que pueden ser evidentes en el momento inmediato a la ocurrencia del fenómeno, algún tiempo después, o permanecer inadvertidos para los demás (Spierer, 1977). • Una transición es una entrada o salida de un rol o estatus que resulta de la tensión o insatisfacción con algún aspecto de la vida diaria -la frustración por un trabajo aburrido-; de la ocurrencia de sucesos predecibles -menopausia-; o de sucesos impredecibles -ser víctima de un atraco (Stwart, 1982). • Una transición es la ocurrencia o no ocurrencia de cualquier suceso que produce un cambio experimentado como significativo y desestabilizador en las relaciones, rutinas, asunciones y/o roles en el área personal, laboral, familiar, de salud y/o económica (Scholssberg, 1984). • Transiciones son procesos de larga duración que tienen como resultado una reorganización cualitativa tanto de la vida interior como de la conducta externa de las personas. Para que un cambio se

considere transición debe ir acompañado de importantes modificaciones tanto en la visión desde dentro -ideas y sentimientos acerca de uno mismo y el mundo- como en la visión desde fuera cambios en las competencias y conductas observables externamente- (Cowan, 1991). • Experiencias que tienen lugar a lo largo del ciclo vital que, debido a que requieren la adopción de nuevos roles y que plantean nuevas exigencias, son momentos potencialmente propicios para que tengan lugar cambios importantes, tanto a nivel intrapersonal como interpersonal, sin que se pueda prejuzgar cuál será el patrón de reacción ante estos acontecimientos (Hidalgo, 1995). • Una perturbación en el sistema individuo-ambiente, tan potente, que convierte en inadecuadas e ineficaces las formas de interacción habituales con el entorno. Suponen una ocasión para que ocurran bien regresiones, bien progresos en el desarrollo. Pueden deberse a adiciones -entrar en el mundo laboral-, sustituciones -cambiar de trabajo- o eliminaciones -jubilación- de algún rol (Demick, 1996). Si extraemos elementos comunes y específicos de todas estas definiciones, podemos decir que: Una transición es un período de cambio significativo entre dos etapas de estabilidad que exige un importante esfuerzo de adaptación, provocado por la ocurrencia o no ocurrencia de algún evento o por la acumulación o persistencia de conflictos e insatisfacción, fácilmente observable externamente o no, que afecta a cualquier área de la vida de una persona, que es experimentado de manera idiosincrásica y peculiar por la persona y cuyo desenlace, positivo -mayor madurez, autoconocimiento, satisfacción personal- o negativo -depresión, conductas autodestructivas-, es desconocido a priori (Pérez Blasco, 1998: 30).

Crisis De acuerdo con la Teoría de la Crisis, la diferencia entre una transición y una crisis está en la intensidad de la vivencia y en su duración: las crisis suponen un estado de desorganización y desequilibrio mayor y son más breves que las transiciones (Slaikeu, 1988). Así, se considera que una transición es una versión suavizada de una crisis, o a la inversa, que la crisis es una versión extrema de una transición. Ambas pueden estar precipitadas por los mismos factores, pero es más fá c il que tenga lugar una crisis y no una transición cuando, ante un mismo desencadenante: • se produce un déficit en las habilidades, la información, los recursos materiales o el apoyo social requerido por la situación o en la disposición de la persona que debe asumir los riesgos que comporta el cambio; • existe una sobrecarga en las demandas o una acumulación de sucesos que por separado supondrían cambios menos desafiantes; • la persona no se siente dispuesta a asumir los riesgos que comporta el cambio, o rechaza el hecho en sí mismo o no está pertrechada para afrontarlo o lo percibe fuera de tiempo. Las crisis se definen como: Un estado temporal de trastorno y desorganización, caracterizado principalmente por la incapacidad del individuo para abordar situaciones particulares utilizando métodos acostumbrados para la solución de problemas, y por el potencial para obtener un resultado radicalmente positivo o negativo (Slaikeu, 1988: 11).

Algunos de los conceptos consolidados y comúnmente aceptados sobre las crisis son los siguientes (Swanson y Carbon, 1989): 1. Las crisis son experiencias que cabe considerar normales en la vida en tanto que reflejan la lucha de

un individuo que intenta mantener el equilibrio con un medio que en ocasiones se presenta como adverso. 2. La crisis tiene un carácter temporal; el estado de crisis es agudo (ataque repentino de corta duración), como opuesto al trastorno crónico. Caplan, a quien se considera el fundador de la Teoría de la Crisis, sostiene que estas típicamente se resuelven en un período de cuatro a seis semanas, aunque no existe un acuerdo total entre los autores respecto a la duración concreta. Se parte del supuesto de que es la inestabilidad o desorganización lo que está limitado en el tiempo. El equilibrio puede restaurarse en unas cuantas semanas, pero eso no se interpreta necesariamente como una resolución constructiva de la crisis. 3. Lo que precipita la crisis, la mayor parte de las veces, es un suceso identificable que, dependiendo de su naturaleza, dará lugar a una crisis del desarrollo o a una crisis circunstancial. Las primeras están relacionadas con el paso de una etapa a otra del curso de la vida o con el afrontamiento de desafíos propios de alguna edad o etapa concreta, mientras que las circunstanciales están desencadenadas por sucesos altamente impredecibles y suelen tener un efecto de gran impacto. 4. El resultado de la crisis puede ser un cambio para mejorar o para empeorar. Las crisis tienen un potencial de resolución para conducir hacia niveles de funcionamiento más evolucionados, complejos e integrados, y para todo lo contrario. Un resultado satisfactorio implica ganancias personales e incremento de recursos para enfrentar tensiones futuras, mientras que el resultado negativo implica riesgo para la propia vida o la de otros y diferentes grados de afectación patológica. 5. La resolución adecuada de la crisis implica no solo recobrar el equilibrio y dominar la situación presente, sino trabajar conflictos irresolutos que puedan resurgir del pasado y aprender estrategias para el futuro y adquirir nuevas fuerzas yoicas. En una crisis, como en una transición, siempre hay pérdidas significativas que requieren de la elaboración del duelo: aprender a decir adiós a una etapa y abrirse a otra diferente. Duelo El duelo puede definirse como el proceso por el que una persona que ha perdido algo de gran importancia para ella se adapta a la pérdida y se dispone a vivir sin lo perdido. Se trata de un proceso, puesto que las vivencias y manifestaciones van cambiando a lo largo del tiempo, no son estáticas. Ese cambio se produce porque la persona, lejos de limitarse a sufrir pasivamente, está activamente implicada realizando una serie de tareas que van a permitirle adaptarse a la nueva situación (Fernández Liria et al., 2006). Aunque por regla general el término duelo se asocia a la reacción ante la muerte de una persona amada, se ha ampliado su uso a la pérdida de no importa qué objeto significativo para el individuo, lo que puede incluir pérdidas por muerte, evidentemente, pero también pérdidas por divorcio, separaciones, bienes materiales, alguna capacidad o función fisiológica, pérdidas simbólicas de poder o de valor personal, etc. (cuadro 1.1). Cuadro 1.1. Tipos de pérdidas (Tizón, 2004) Pérdidas relacionales

de seres queridos, de seres odiados, de relaciones de intensa ambivalencia, consecuencias relacionales de la enfermedad, separaciones y divorcios, abandonos (infancia), privaciones afectivas, abuso y maltrato físico o sexual, resultados de la migración.

Pérdidas

en desengaños por personas, en desengaños por ideales o situaciones -por ejemplo burn -o u t profesional-, pérdidas físicas o

intrapersonales enfermedades limitantes, afectaciones del ideal del yo infantil o de la adultez joven, de la belleza o fortaleza física, sexual o mental. Pérdidas materiales

posesiones, herencias, objetos de alto valor simbólico o emocional.

Pérdidas evolutivas

en cada «edad» y particularmente en el paso de fases infantiles, en la adolescencia, la menopausia y andropausia, la jubilación, en cada transición psicosocial.

La primera referencia al duelo en la literatura psicológica se encuentra en la obra de Freud (1948) Duelo y melancolía. Desde el psicoanálisis, se concibe el duelo como un proceso de retirada de la energía libidinal que estaba invertida en el objeto de amor perdido y su posterior derivación hacia otro objeto diferente. Esta visión del duelo, como un tiempo necesariamente difícil en el que lo importante es llegar a recuperar la energía invertida y reinvertirla, no es compartida por la mayor parte de los especialistas actuales entre quienes predomina una visión más constructivista y contextualista. El duelo requiere, ante todo, reconstruir el mundo del doliente sin el objeto perdido. Lo perdido ya no está, pero no se trata de olvidarlo o de reemplazarlo, sino de darle un significado, de redefinirlo, de darle un nuevo lugar en la nueva vida y quedar abierto a otros objetos. Así, las tareas que se imponen son: aceptar la realidad de la pérdida, trabajar las emociones derivadas de esta, adaptarse a un medio en el que lo que se perdió está ausente y recolocar emocionalmente lo perdido y seguir viviendo. Aunque estas son tareas universales, no hay una forma universalmente mejor de hacerles frente. Trauma En el extremo más negativo de las vivencias de cambio, se sitúa el trauma. Cada vez más expertos están alertando sobre las consecuencias nefastas que puede tener la trivialización de su uso como categoría diagnóstica. Dentro de esa corriente crítica, es notable en nuestro país la labor del equipo de Pérez Sales, autores del Programa de Autoformación en Psicoterapia de Respuestas Traumáticas (Pérez Sales et al., 2006), que describen el trauma como una experiencia que amenaza la integridad física o psicológica de la persona y que se presenta asociada con frecuencia a emociones extremas y vivencias de caos y confusión durante el hecho, fragmentación del recuerdo, absurdidad, horror, ambivalencia, desconcierto, humillación, desamparo o pérdida de control sobre la propia vida. El trauma tiene un carácter inenarrable, incontable e incomprensible para los demás. También se caracteriza por que supone un cuestionamiento de los esquemas del yo y del yo frente al mundo: quiebra una o más de las asunciones básicas que constituyen los referentes de seguridad del ser humano y, muy especialmente, las creencias de invulnerabilidad y de control sobre la propia vida, la confianza en los otros, en su bondad y su predisposición a la empatía. Como veremos en un capítulo posterior, es un concepto muy controvertido, ya que, según un juicio cada vez más extendido, tal como aparece en los manuales de la ortodoxia diagnóstica, el dsm-iv (apa, 1994) y el cíe- 10 (who, 1992), exagera la vulnerabilidad e ignora la fortaleza humana frente a la adversidad, patologizando y medicalizando inapropiadamente lo que debería contemplarse como respuestas normales e incluso adaptativas. Su estudio está de plena actualidad, especialmente enfocado desde una perspectiva positiva en la que se busca comprender las variables y los procesos que explican cómo, a partir de estas experiencias, es posible una mejora y evolución personal. Punto de giro

Los sucesos, las transiciones y las crisis son, como vemos, experiencias de cambio inevitables y muchas veces de extrema dificultad que pueden dar lugar a lo que se denominan puntos de giro en nuestra trayectoria de vida. El concepto de punto de giro (turningpoint) se define como: Una nueva forma de percibirse a uno mismo, a alguien significativo o una situación vital de importancia; esta percepción se vuelve un motivo que conduce a redirigir, cambiar o mejorar la propia vida. Las experiencias de «punto de giro psicológico» son de este modo un marcador o registro de los momentos del curso vital en que ocurren cambios de sentido importantes en las creencias y percepciones sobre uno mismo o lo demás (Moen y Wethington, 1999: 14).

Los puntos de giro ocurren después de vivir una determinada experiencia o de lograr una nueva comprensión de la realidad que conduce a la persona a reconsiderar su forma de vida y a cambiar creencias fundamentales sostenidas durante largo tiempo. Suponen una profunda reinterpretación de uno mismo, de una relación significativa o de ciertas formas de comportamiento, que va acompañada de cambios conductuales, cognitivos y afectivos. A partir de los resultados de una investigación empírica llevada a cabo bajo su dirección, Clausen (1998) identifica cuatro tipos de puntos de giro: • la persona reformula su compromiso respecto a un rol sobresaliente en la propia vida o respecto a alguna relación significativa; • experimenta un cambio importante en sus creencias vitales y su filosofía de vida; • modifica sus metas y proyectos personales; • cambia en aspectos profundos la visión que tiene de sí misma. Los puntos de giro emergen la mayor parte de las veces a partir de circunstancias que nos sacan de nuestro vivir cotidiano y despiertan en nosotros la reflexión sobre cuestiones existenciales. Nos vemos enfrentados a lidiar con nuestra responsabilidad ineludible y, aunque en muchas ocasiones optamos por intentar evadirla, en otras sentimos el impulso de reordenar prioridades poniendo lo trivial en su justo lugar: renunciar a hacer aquello que realmente no nos aporta nada valioso pagando el precio que sea, no perder tiempo ni energía en actividades o relaciones formales huecas de interés, entramar vínculos profundos y sinceros basados en la apreciación y el amor y apreciar en el presente los hechos elementales de la vida son ejemplos de punto de giro. En definitiva, los puntos de giro nos impulsan a construir una vida comprometida, con sentido y conexión, que nos lleve a autorrealizarnos. 3. EL ESTUDIO DE LOS MOMENTOS CRÍTICOS DEL DESARROLLO ADULTO 3.1. Estabilidad y cambio en la etapa adulta Hasta los años setenta, la literatura científica sobre el desarrollo adulto era escasa; la adultez se consideraba un período relativamente estable, al menos en comparación con la infancia y la adolescencia, cuando los cambios son muchos, rápidos y evidentes. Desde esta visión tradicional, se ha estimado que una vez atravesada la adolescencia las personas, comprometidas con un sistema de valores y con una serie de decisiones vitales referidas a su trayectoria laboral y afectiva, entran en una etapa de consolidación del desarrollo; el descontento o las dudas acerca del estilo de vida adoptado es interpretado como una manifestación de funcionamiento poco saludable, de inmadurez o de inestabilidad psicológica; en cualquier caso, como una anormalidad. Sin embargo, la investigación empírica no ha dejado de acumular evidencia de todo lo contrario. Desde cualquier posición teórica actual, se acepta que el desarrollo adulto normal, al menos por lo que respecta

a las actuales generaciones, implica necesariamente hacer frente a desafiantes cambios y decisiones que se viven con un cierto grado de inseguridad, malestar y conflicto. Las transiciones -entendidas de modo general como períodos de inestabilidad en los que se pasa de una etapa estable a otra- no aparecen exclusivamente durante la vida adulta; la escolarización, la llegada de un hermano, el paso de la escuela al instituto, las primeras relaciones afectivas en la adolescencia son claros ejemplos. Sin embargo, es al tratar de comprender el desarrollo adulto cuando su estimación se hace necesaria, puesto que permite una comprensión más realista y profunda del cambio que la edad cronológica, que ha sido la variable independiente utilizada tradicionalmente por los psicólogos evolutivos. La edad cronológica posee, sin duda alguna, una gran idoneidad para estudiar las primeras etapas de la vida, pero pierde valor como criterio explicativo a medida que avanzamos en el ciclo vital y se hace necesario incluir otras variables más o menos relacionadas con la edad que dan cuenta de los cambios adultos. Aunque existe una gran variedad en las trayectorias vitales concretas, es posible identificar ciertos principios, temas y conflictos característicos de distintos momentos en la etapa adulta. Las diferencias interindividuales de esas trayectorias, así como la acomodación y vivencia de los cambios, están determinadas por causas externas -como la generación a la que se pertenece, los recursos disponibles en el entorno, etc.- e internas o personales -como el género, las capacidades intelectuales, la experiencia previa, factores de personalidad, etc. 3.2. Teoría de Levinson Daniel Levinson es el autor de una de las primeras teorías sobre desarrollo adulto elaborada a partir de sus investigaciones empíricas. El concepto central de su obra es el de estructura de vida que surgió, según sus propias palabras, a saltos y empujones, tras abandonar los acercamientos que habían guiado inicialmente sus trabajos y que suponían abordar por separado el estudio de los cambios en la personalidad, la carrera laboral u otros aspectos parciales de la vida. Para comprender en profundidad la complejidad de la evolución de los adultos, es necesario «concentrarse en la pauta general del vivir y su evolución a lo largo del tiempo» (Levinson, 1980: 389). Aunque en principio fue una idea intuitiva empleada en los análisis biográficos de sus investigaciones, progresivamente fue siendo conceptualizada más explícitamente y situada dentro de un marco teórico más amplio. Levinson define la estructura de vida en los siguientes términos: La pauta o diseño de la vida de una persona, un entramado del yo-en el mundo. Sus principales componentes son las relaciones de cada uno: consigo mismo, con otras personas, grupos e instituciones, con todos los aspectos del mundo exterior que tienen importancia para su vida... Cada relación es como un hilo en un tapiz; el significado de un hilo depende de su lugar en la totalidad del diseño (Ibíd.: 391).

La estructura de vida posee tanto aspectos externos como internos. Los factores externos se refieren a los vínculos con personas importantes para uno -amigos, pareja, hijos-, así como los que se mantienen con organizaciones y grupos sociales - la Iglesia, clubs, asociaciones- e incluso con lugares, animales u objetos inanimados con los que existe una especial relación. Los aspectos internos son «valores, deseos, conflictos, habilidades, es decir, multitud de partes del yo que se vivencian en las diferentes relaciones» (Ibíd.: 391). La estructura vital se genera y va cambiando a partir de los compromisos con el mundo en los que se invierten partes importantes del yo. De este modo, el desarrollo se concibe como un proceso de interpenetración recíproca del yo y el mundo.

No todos los componentes de la estructura poseen el mismo significado en un momento determinado. Algunos son centrales en tanto que suponen una mayor inversión de energía y tiempo, mientras que otros ocupan lugares periféricos y, consecuentemente, se ignoran o desaparecen más fácilmente. Una característica de la estructura de vida es su dinamismo. En ocasiones, los cambios se producen porque un componente se desplaza de la periferia al centro o a la inversa (como cuando una mujer que ha estado comprometida con la crianza de su hijo comienza a despegarse de su rol materno y a volver a interesarse por su carrera laboral). Otras veces, un componente que fue central puede quedar totalmente eliminado (por ejemplo, el vínculo con una relación de pareja que se rompe). O puede ocurrir también que cambie el carácter o significado de alguna de las relaciones (por ejemplo, cuando los hijos llegan a la adolescencia y cambian las responsabilidades y la interacción). Los hallazgos de las investigaciones de Levinson permitieron concluir que la estructura vital evoluciona durante los años adultos pasando por una secuencia de períodos relativamente ordenada. Esta secuencia consiste en una serie alternante de períodos de construcción y períodos de cambio de estructuras, todos ellos sobre una macroestructra de eras: Las eras forman la macroestructura del ciclo vital; proporcionan un mapa aproximado del orden subyacente en el curso de la vida como un todo, desde el nacimiento a la vejez. Los períodos evolutivos proporcionan un mapa más detallado del curso de la vida; forman transiciones entre las eras y generan cambios dentro de cada una de ellas (Ibíd.: 395-396).

Tal como puede apreciarse en la figura 1.2., Levinson distingue cuatro grandes eras en el ciclo vital: preadultez (0-22 años), adultez temprana (17-45), adultez intermedia (40-65) y adultez tardía (60-?), cada una de las cuales tiene una duración aproximada de veinticinco años. Las eras están conectadas por períodos de grandes transiciones: transición a la vida adulta (17-22 años), transición de la mediana edad (40-45) y transición de la adultez tardía (60-65). Dentro de cada era distingue, además, sendas etapas de entrada y salida en la estructura correspondiente conectadas por una transición menor. Figura 1.2. El modelo de Levinson sobre el desarrollo adulto (1980)

La primera era, la preadultez, se extiende desde el nacimiento hasta los 22 años, cuando la persona pasa de la dependencia de la infancia a la capacidad para vivir como un adulto relativamente autónomo y responsable.

La segunda era, la adultez temprana, que abarca desde los 17 a los 40 años, comienza con la transición a la temprana vida adulta (17-22 años) en la que se dan los primeros pasos en el mundo adulto, se exploran posibilidades y se contraen compromisos tentativos. Le sigue la etapa de entrada en el mundo adulto (22-28 años),_en la que se crea la primera estructura importante, que puede incluir: matrimonio y separación de la familia de origen, establecimiento de la relación con un mentor y la construcción de un sueño que comienza a perseguirse. Durante la transición de los 30 (28-33 años), el individuo toma conciencia de los fallos de la primera estructura y la reevalúa, reconsiderando las primeras elecciones y tomando nuevas decisiones que estima necesarias. Esta segunda era finaliza con la culminación de la adultez temprana (30-40 años), etapa en la que se crea la segunda estructura de vida adulta, lo que implica comprometerse y concentrarse en el trabajo, la familia, los amigos y la comunidad o lo que es lo mismo: lograr un puesto en la sociedad y esforzarse en progresar para lograr el sueño. La tercera era, adultez intermedia, comienza con la transición de la mediana edad (40-45 años), un período en el que lo más característico es que la persona se plantee cuestiones como «¿qué he hecho con mi vida?» o «¿qué quiero para mí mismo y para los demás?», que pueden ir acompañadas de una importante crisis - la popular crisis de la mediana edad. Las tareas más importantes de la transición de la mediana edad son: la evaluación de la propia vida (lo que intensifica la conciencia de la propia mortalidad); la integración de las grandes polaridades: viejo-joven, masculino-femenino y apegoseparación, y la toma de decisiones para elaborar una nueva estructura. A la transición de la mediana edad le sigue la etapa entrada en la adultez intermedia (45-50 años) en la que se crea la nueva estructura, lo que a menudo -pero no siempre- supone iniciar algún cambio importante en la vida familiar, laboral o un nuevo estilo de vida general. Sigue la transición de los 50 (50-55 años), que cumple una función similar a la transición de los 30 en tanto que se intenta ajustar y modificar la estructura anterior, en este caso la de la adultez intermedia, y en la que, si no se atravesó una crisis durante la mediana edad, fácilmente puede producirse ahora. Esta era finaliza con la etapa culminación de la adultez intermedia (55-60 años), en la que se consolida la estructura de la mitad de la vida. Puede ser un período de gran satisfacción personal si el adulto ha ido adaptando su estructura de vida a los cambios que ha ido experimentado en sí mismo y en sus roles. La última era, adultez tardía, comienza con la transición a la adultez tardía (60-65 años), en la que concluyen los esfuerzos de la mediana edad y aparece la necesidad de prepararse para la jubilación y el declive físico de la vejez. Es una importante encrucijada en el ciclo vital que da paso a la etapa adultez tardía (65-?), en la que se crea una nueva estructura de vida con la que se intenta lograr una adaptación a los condicionamientos de las numerosas pérdidas que se producen en estos años: seres queridos, rol laboral, salud física, etc. A diferencia de otras teorías evolutivas de etapas, la sucesión propuesta por Levinson no supone una progresión jerárquica que vaya de niveles inferiores a superiores de madurez o mejora personal (Ibíd.: 394): «La imagen se parece más a la de las estaciones del año: cada una es necesaria, cada una tiene su lugar adecuado en la totalidad del ciclo, y cada una posee su valor dentro de un proceso único que evoluciona de manera orgánica». Durante los períodos de construcción y afianzamiento, la tarea que se impone es dar forma y consolidar una estructura nueva, lo que implica realizar ciertas elecciones decisivas e ir en pos de los valores y objetivos consecuentes. La duración de un período de construcción suele ser de seis o siete años, diez a lo sumo; a partir de entonces, la estructura que ha servido de base a la estabilidad comienza

a ponerse en tela de juicio y es preciso modificarla. Los períodos de transición aparecen cuando finaliza una forma de estructura vital y surge la posibilidad de crear otra nueva. En ellos las tareas fundamentales consisten en reevaluar la antigua estructura, explorar las diversas posibilidades de cambio en el yo y en el mundo, realizar un proceso de toma de decisiones y comprometerse con lo que formará la base de la siguiente estructura. Estos períodos duran generalmente alrededor de cinco años. Gran parte de nuestras vidas giran en torno a las separaciones y los nuevos comienzos, los abandonos y los inicios: las transiciones son parte intrínseca de la evolución, y suelen vivirse con tensión y dolor, lo que no excluye la presencia de emociones como la excitación y la esperanza. El autor distingue las transiciones ligadas a la edad que hemos comentado, de otras transiciones más concretas y menos globales, como la que se produce tras la muerte de una persona cercana o la que se origina por un cambio importante de rol, como la entrada en el mundo laboral, que pueden darse tanto en los períodos de construcción como en los de cambio de eras. Al finalizar una transición, la persona se compromete con nuevas opciones y vínculos, les asigna un significado y comienza a construir y afianzar la nueva estructura vital (Ibíd.: 393): Las opciones son, en cierto sentido, el producto principal de la transición. Cuando todos los esfuerzos de esta transición están hechos -los esfuerzos por mejorar el trabajo o el matrimonio, por explorar posibilidades alternativas, por entenderse mejor consigo mismo-, se deben concretar las opciones y hacer las apuestas. Uno debe decidir: Me quedaré con esto, y empezaré a crear una nueva estructura vital que sirva como vehículo para la etapa siguiente del viaje.

Las transiciones y las crisis impactan en nuestro sistema personal de significados: a veces invalidan las teorías y el sentido de aquello sobre lo que ha apoyado nuestra forma de estar ante el mundo; otras veces, por el contrario, las reafirman. En cualquier caso, son cambios que propician la construcción y reconstrucción de nuestra identidad. Puesto que nuestra identidad está en relación con los otros y con las cosas que nos importan en el mundo -lugares, objetos o ideas-, cuando alguno de esos vínculos deja definitivamente de ser una realidad, nos vemos impelidos a cerrar capítulos a los que hay que dar un sentido coherente en la narrativa de nuestra historia. Nadie es igual después de un gran cambio vital. 4. CATEGORIZACIÓN DE LAS TRANSICIONES Hemos visto que las transiciones pueden originarse en cualquier dominio de la existencia. Son muy numerosas las propuestas de agrupar las transiciones en función de variados criterios que no por ser más sofisticados resultan más útiles. La que presentan Schlossberg et al. (1995) incluye tres categorías: intrapersonales, interpersonales y laborales. Las transiciones intrapersonales tienen una naturaleza fundamentalmente individual o personal en tanto que, aunque pueden estar desencadenadas por la ocurrencia o no ocurrencia de cualquier tipo de suceso, lo característico es que la persona experimente ante todo un cambio en su mirada interior; se plantee con especial insistencia cuestiones como: ¿Quién soy yo? ¿Hacia dónde voy en mi vida? ¿Qué he logrado? ¿Qué sentido tiene mi vida? Puede ser que, al mirar retrospectivamente, se llegue a conclusiones del tipo: no soy la persona que esperaba ser o miro hacia atrás en mi vida y solo veo las cosas que nunca han ocurrido. En este tipo de transiciones, existe un trasfondo en cierto sentido filosófico y trascendental; más estrictamente, existencial. El individuo necesita frenar el ritmo y pararse a reflexionar sobre el armazón que sostiene su vida. El pensamiento gira en torno a cuestiones como el paso del tiempo y la forma en que se ocupa o se ha ocupado; la conciencia de su limitación y de que, aunque el pasado condiciona, aún es

posible diseñar el futuro; las dudas acerca de la idoneidad de los compromisos establecidos; en definitiva, hay una necesidad imperiosa de definir lo que uno es, ha sido y quiere ser en el mundo. En el origen de estas transiciones, pueden encontrarse los hechos más diversos: desde los más dramáticos hasta los más -aparentemente- anecdóticos. La muerte inesperada de una persona coetánea, tomar conciencia del proceso de envejecimiento propio o de los padres, abandonar algún rol fundamental, cambios importantes en la vida de algún conocido, la lectura de un libro impactante, el cumpleaños en el que se cambia de década, etc., y así una lista interminable. Temas como la identidad, la autonomía, la libertad, la responsabilidad, el sentido de valía personal y la búsqueda de significado de la vida emergen con especial relevancia durante estas transiciones. Las transiciones interpersonales están ocasionadas por la presencia o no de sucesos que afectan a las relaciones del individuo con personas destacadas en su vida y a los vínculos afectivos. El establecimiento de la pareja, el nacimiento de los hijos, la ruptura de una relación amorosa, dificultades o insatisfacción con la red de amigos o miembros de la familia, la responsabilidad de cuidar de los padres ancianos, perder el contacto con amigos y familiares como consecuencia de un cambio de domicilio, etc., son ejemplos de desencadenantes en este tipo de transición. Esta gran variedad de factores pueden suscitar la reflexión y preocupación por temas y tareas del desarrollo como la intimidad, el sentido de pertenencia y la generatividad. Los adultos que están preocupados por la intimidad consideran la clase de relaciones que quieren establecer, y se preguntan si serán capaces de encontrar alguna vez un compañero apropiado, o algún amigo íntimo como los que han dejado atrás. Si acaban de romper alguna relación, puede aparecer el temor a quedarse solo para toda la vida, temor que se agrava en el caso de aquellos que experimentan una ausencia total de intimidad en su vida sin una relación de pareja estable. Las cuestiones referidas a la pertenencia pueden aparecer en estas transiciones cuando se producen pérdidas de una unión notable, lo que suele vivirse con un sentido de extrañamiento. Este sentimiento de marginalidad se ve especialmente claro en el caso de los emigrantes, pero también en todas aquellas transiciones que conducen al individuo a romper el contacto con grupos que hasta entonces formaban parte de su vida. Cuando una persona se divorcia o queda viuda pierde el vínculo con un círculo social al que pertenecía y, en muchas ocasiones, gran parte de su aflicción reside en este hecho. La generatividad, entendida como la necesidad de dejar un legado valioso a través de la atención y el cuidado de otras personas, es otro tema que surge como consecuencia de los cambios importantes de las relaciones. El nacimiento de los hijos o atender a los propios padres cuando envejecen o enferman pueden conducir a la persona a cuestionarse su capacidad para adaptarse a las demandas internas o externas de responsabilizarse de la atención a las personas que de ella dependen. Otros cambios, como los que ocurren cuando los hijos llegan a la adolescencia o dejan el nido vacío, exigen en muchos casos un replanteamiento de las propias conductas generativas. Las transiciones laborales incluyen los numerosos cambios que se relacionan con el trabajo. Integrarse o reintegrarse en el mercado laboral, ser despedido, jubilarse, y experiencias como sentirse quemado en la profesión o sobrepasado por las exigencias laborales conducen frecuentemente a experimentar una transición. La relevancia del trabajo en la propia vida y la competencia personal son las cuestiones de fondo

características de estas transiciones. La primera se refiere a la importancia que el trabajo tiene en términos del tiempo y el esfuerzo que exige, la satisfacción o el refuerzo de diferente naturaleza que proporciona, el balance entre la actividad laboral y el área personal, etc. En muchas ocasiones, las personas, durante una transición laboral, se cuestionan para qué trabajan tanto como lo hacen o cómo pueden salir de la rueda de compromisos laborales contraídos y tener más tiempo para dedicar a sus necesidades relacionales, formativas o de ocio. Con respecto al trabajo, la cuestión de la competencia personal se refiere a la confianza en las propias capacidades y valía para responder a las demandas planteadas en el mundo laboral. Es una cuestión que sobresale en transiciones provocadas por situaciones como estar en busca de empleo, ser promocionado, sentirse bajo demasiada presión, etc. En la jubilación, el tema de la competencia personal puede adoptar otra forma y verse seriamente dañado, especialmente cuando el individuo ha centrado sus intereses, su tiempo, esfuerzo y valoración personal en su rol laboral. La competencia personal, entendida en un sentido amplio como la creencia de que uno tiene control e influencia sobre su entorno y que no está totalmente a merced de fuerzas externas, es una cuestión recurrente a lo largo de la carrera laboral. Cuando nos acercamos al estudio de las transiciones, es útil diferenciar los temas que pueden emerger como núcleos de interés y análisis. No obstante, es evidente que, como el ser humano no es un conjunto de compartimentos estancos, los cambios, en cualquiera de las tres esferas anteriores -personal, interpersonal y laboral-, afecten a las otras dos. El divorcio puede desencadenar una transición familiar, pero también repercutir en la competencia profesional. Quedarse sin trabajo puede modificar el tipo de relaciones que uno mantiene con sus amigos y familiares. Ambos sucesos pueden llevar a cuestionarse aspectos importantes de la propia identidad. Y, por supuesto, una transición personal, en la que uno se plantea el sentido de su vida como consecuencia de la muerte inesperada de un amigo de su edad, puede impulsar a cambiar radicalmente las relaciones y la dedicación al trabajo. 5. LAS TRANSICIONES Y CRISIS COMO UN PROCESO DE FASES Las transiciones y las crisis se definen como procesos porque, al hacerles frente, la interpretación de la experiencia, la reacción emocional predominante y las conductas que se despliegan van cambiando con el tiempo en un intento de lograr una adaptación a la nueva situación. Un proceso, tal como lo define el Diccionario de la Real Academia Española, es la «acción de ir hacia delante», implica «transcurso del tiempo», más concretamente, transcurso de «las fases sucesivas de un fenómeno». Las transiciones pueden considerarse como procesos de desorganización y organización que se dan de forma natural y universal en la vida de todo ser humano y que, aunque parezca paradójico, como sostiene Bridges (1980, 2005), uno de los autores más reconocidos en su estudio, comienzan con un final y terminan con un principio. Final. Cuatro elementos son característicos de esta primera fase de la transición: la des-conexión, la des-identificación, el des-encanto y la des-orientación. Toda transición comienza con la des-conexión o des-implicación con algún rol, alguna relación, creencia, rutina o algún modo de vida tal como se daba hasta ese momento. Puesto que nuestra identidad -entendida como la conciencia que tenemos de lo que vivimos como individuos- está referida al ensamblaje de roles, relaciones, rutinas y el modo de vida que nos concierne, cuando alguna parte significativa de todo esto pierde, desaparece o cambia de relevancia, la vieja identidad se desvanece, en cierto sentido nos des-identificamos. Los otros dos aspectos del comienzo de una transición, el des-encanto y la des-orientación, son una consecuencia de la pérdida que

se está viviendo. Zona neutra. La fase intermedia de la transición es descrita como de moratoria, un tiempo aparentemente vacío e improductivo entre la vieja y la nueva vida. En esta fase, la persona no se identifica con los roles, las relaciones, rutinas y el modo de vida anteriores, pero tampoco ha establecido un vínculo con otros nuevos que los sustituyan, ni llega a sentirse identificada con nada nuevo. Se considera que esta etapa es la que produce más zozobra e inquietud, ya que nada parece sólido, todo está en el aire. En contrapartida, al estar abiertas todas las posibilidades, incluso algunas ignoradas, la creatividad, la renovación y la oportunidad tienen un espacio de honor. Comienzo. El proceso de la transición finaliza cuando, con la sensación de estar recuperando el timón de la propia vida, se afianza una nueva identidad, se establecen nuevos compromisos y se da por superada la pérdida de la vieja forma de existencia. En esta etapa, se desarrolla y se ejecuta lo que durante la fase anterior se proyectó: una apertura al futuro y un abandono del pasado, lo que no implica olvidar o rechazar el valor de lo vivido, sino integrarlo; dejar partir lo que fue porque, simplemente, ya no puede seguir siendo. Los modelos que vamos a ver a continuación describen más etapas que las de Bridges y las denominan de otra manera, pero, en definitiva, todos son congruentes con la idea según la cual una transición supone: «Desprenderse de la forma en como solían ser las cosas y adaptarse a la forma que adoptan después. Entre el momento de soltarse y volver a asirse existe una zona neutral, caótica, aunque potencialmente creativa, en la que las cosas no son como eran, pero en realidad tampoco son de una nueva forma» (Bridges, 2005: 16). 5.1. El modelo de las siete etapas Uno de los modelos sobre las fases de una transición, que aparece con más frecuencia citado, fue formulado en la década de los setenta por Hopson y Adams (1976). Basándose en su experiencia clínica, sugieren que cuando aparece una disrupción o inestabilidad en la trayectoria de vida se desencadena un ciclo predecible de reacciones y respuestas emocionales que siguen un patrón definido. Los criterios que los autores emplean para diferenciar unas etapas de otras son las emociones predominantes y los pensamientos y las creencias de la persona acerca de la experiencia que está viviendo. Se traza la secuencia general desde que se origina la transición hasta que queda integrada, aunque no se fija una duración típica ni correcta para cada etapa (figura 1.3). Figura 1.3. El modelo de las siete etapas de una transición E&TACD 3E ÁhIMD

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1. Descentramiento. En la primera etapa, predomina la paralización emocional, la dificultad para reconocer y expresar sentimientos y la sensación de incredulidad. «Es como la experiencia de mirar a través de una cámara de fotos cuando las lentes están desenfocadas» (Ibíd.: 13/ Al principio de una transición, la mayoría de las personas tienen dificultades para hacer planes de futuro o para concentrarse por mucho tiempo, ya que hay una incapacidad para ver las cosas claramente y con perspectiva. No importa la naturaleza y la valoración del cambio, el primer momento de la transición puede considerarse como un estado de shock, de sorpresa, de irrealidad, de extrañeza: la persona toma conciencia de estar en una situación en la que se ha alterado o se está alterando su espacio vital profundamente y, en cierto modo, se siente sobrepasada por el impacto de la novedad. Cuando la transición tiene una connotación a priori positiva, es decir, en los casos en los que el cambio se produjo por un suceso en principio deseado -por ejemplo, el traslado voluntario a otro país u otra ciudad-, aún con oscilaciones, lo que predomina es la excitación y el optimismo. La persona se siente alegre y llena de energía y, aunque en algunos momentos sienta dudas, rápidamente recupera el buen ánimo. En el caso contrario, es decir, cuando la transición está provocada por un cambio claramente negativo -por ejemplo, una ruptura de pareja inesperada-, el estado anímico decae y a menudo el shock se experimenta con embotamiento emocional, el malestar es tan intenso que las emociones paralizan. 2. Minimización del impacto o ajuste provisional. Muy pronto la inmovilización emocional es sustituida por una breve etapa en la que se resta importancia o gravedad a la situación y en la que se produce un ajuste o, al menos, se percibe aparentemente. En la transición positiva, desaparecen las oscilaciones y se mantiene un nivel alto de bienestar psicológico, se vive una especie de luna de miel con la nueva situación, de la que se remarcan sobre todo los aspectos positivos. En la transición negativa, la incredulidad de la etapa anterior da paso a una disminución del malestar y a una cierta negación del impacto o la pérdida, lo cual puede ser el reflejo de mecanismos de defensa o de la utilidad del apoyo social que a menudo se recibe del entorno al inicio de las transiciones, o por una combinación de ambos factores. 3. Dudas sobre uno mismo y crisis. Esta etapa se produce de forma muy similar en las transiciones que podemos llamar positivas y negativas. La mejora del estado de ánimo de la etapa anterior desaparece, ya que, muy pronto, la persona va dándose cuenta de los ajustes que aún quedan por hacer tras el suceso que ha vivido. Las emociones negativas siguen una tendencia progresiva debido a la incertidumbre de la situación, la confusión sobre los proyectos de futuro, la inseguridad sobre la forma idónea de alcanzar las metas, así como a las dudas sobre las posibilidades y la capacidad para progresar adecuadamente. El humor depresivo se agrava hasta un punto crítico. Este punto crítico, que los autores denominan crisis o el foso, es la etapa del proceso en la que se alcanza el nivel de malestar más elevado, cuando se siente que se está tocando fondo. El talante negativo predomina tanto en las cogniciones como en las emociones (tristeza acusada, desesperación, etc.). Se trata de un momento crítico en el desarrollo de la persona, ya que su resolución puede conducir a niveles extremadamente opuestos de ajuste. En el caso extremo negativo, la crisis podría desembocar en cualquier tipo de patología grave, por ejemplo, una depresión que en caso extremo puede conducir a atentar contra la propia vida. Sin embargo, para la mayoría de las personas, el proceso continúa hacia la recuperación y la reconstrucción.

4. Aceptación de la realidad y abandono del pasado. Tras sentir que se ha tocado fondo (lo cual es enormemente subjetivo y particular en cada persona), en general quienes se enfrentan a una transición llegan a un punto en el que se dicen: «Esto es lo que hay, puedo seguir en este foso toda mi vida o intentar salir de aquí». Es la fase de la aceptación. En este momento, aún no se ha manifestado ninguna transformación externa; sin embargo, el mero cambio de interpretación de la realidad va acompañado de una mejora en el estado de ánimo, de la confianza y el optimismo, aunque pueden darse oscilaciones de banda estrecha en un movimiento zigzagueante. Esta tónica seguirá en las siguientes fases. 5. Exploración y ensayo de posibilidades. Esta es una etapa en la que aumentan las emociones positivas, sobre todo el entusiasmo y la esperanza, así como el tono vital. Crece la confianza en el futuro y se prueban nuevas formas de conducta en un intento de acoplarse a la nueva situación. Es una fase de búsqueda activa de alternativas que lleven a la adaptación. Hábitos, conductas, compromisos, valores o creencias se ponen a prueba sucesivamente ajustando y reajustando los planes que van construyéndose. 6. Búsqueda de significado. Lo característico ahora es la toma de conciencia del cambio que se ha afrontado, de lo que este ha significado para uno, de lo que está cambiando en la estructura vital: uno percibe las pérdidas y las ganancias e intenta encontrar congruencia a todo ello. Es una etapa en la que predomina la reflexión y la necesidad de hacer balance y comprender el impacto de la transición. En esta etapa, se va tomando conciencia de la nueva estructura que comienza a despuntar, en la que se conservan ciertos elementos del pasado, se incorporan elementos nuevos y todos ellos quedan integrados en una unidad. En comparación con el resto de etapas, en esta aumentan emociones como la serenidad y la satisfacción. 7. Integración. Después de haber encontrado un sentido y unas ganancias a lo vivido, la persona es capaz de aplicar sus aprendizajes y experiencias a su vida cotidiana. A menudo, como resultado de todo el proceso, habrá tenido lugar un cambio significativo en la forma de percibirse uno mismo, en los compromisos con los demás, o la vida en general. Con excepción de algún retroceso ocasional en el que la melancolía o la nostalgia o los temores frente al futuro resurgen temporalmente, la transición ha terminado. Atravesar el ciclo descrito rara vez es un proceso unidireccional ni exento de dificultades. Las personas pueden oscilar entre distintas etapas o permanecer concentradas en los requerimientos y estados emocionales propios de varias de ellas simultáneamente. El afrontamiento de la transición es un proceso que tiene dos aspectos: uno que está orientado a la pérdida y consiste en hacer frente al dolor, romper las ataduras y reorganizar el vínculo con lo que se ha perdido, y otro que está orientado a la restauración que supone involucrarse con actividades que permitan distanciarse del duelo por la situación perdida, en un intento de normalizar la vida (lo que puede suponer la negación y supresión de la pena, la evitación del tema, hacer cualquier cosa que distraiga del dolor). Parece inevitable vacilar y buscar un compromiso entre esos dos polos, lo que de alguna forma puede estar reflejando los aspectos de lucha y huida de la respuesta del estrés. Existen grandes variaciones entre los individuos y las situaciones respecto a la magnitud de la respuesta a la transición. No se asume que todos los individuos completen el ciclo en todas las transiciones. Es posible quedarse estancado en una etapa bien porque el temor impide avanzar, bien porque no se sabe cómo hacerlo. Es posible también que la persona se centre en otros cambios o requerimientos distintos que aparecen simultáneamente. Las transiciones rara vez se presentan una detrás

de la otra, siendo habitual que, cuando se está afrontando un cambio, se presente otro distinto que no tiene por qué estar relacionado necesariamente con el primero. En suma, una transición particular debe ser considerada en el contexto del individuo en cuestión, la transición concreta y las peculiares circunstancias personales y sociales que concurren. No obstante, el modelo de las etapas ofrece un patrón general de cómo evoluciona la experiencia emocional del individuo a lo largo del proceso, y permite saber a la persona en transición que la secuencia de emociones descritas es normal, es decir, no inherentemente patológica, y normativa, en la medida en que refleja las experiencias comunes. Esta información tendrá un efecto positivo en tanto que aumente la confianza y la esperanza y disminuya el sufrimiento derivado de sentir que las dificultades de la transición se deben a la incompetencia para manejar la propia vida. 5.2. El modelo de Kulbler Ross La semejanza entre el modelo de las siete etapas y el popularmente conocido de Kulbler Ross es evidente. Desde que la célebre psiquiatra suiza publicase, en 1969, su libro Sobre la muerte y los moribundos, sus ideas acerca del proceso que atraviesan las personas en la aceptación de la propia muerte, fruto de sus experiencias ayudando a pacientes desahuciados, no ha dejado de citarse como referente indiscutible, unas veces venerado y otras criticado. De acuerdo con este modelo, las etapas del duelo por la propia muerte o, más exactamente, por la pérdida de la propia vida - que se ha generalizado a los duelos vividos por otras pérdidas significativas- son las siguientes: 1. Negación. El paciente rechaza el diagnóstico y sus consecuencias, rehúsa creer que su estado sea terminal y se muestra convencido o trata de convencerse de que existe un error en las pruebas médicas y que su enfermedad remitirá de alguna forma. Es una respuesta temporal que se presenta frecuentemente ante las malas noticias. Además de la negación, se observa a menudo un aislamiento por parte de la gente que conoce la situación, incluso miembros de la propia familia que tratan de evitar la compañía del enfermo. 2. Ira. En esta fase, predomina la hostilidad, la irritación y el resentimiento que cada cual dirige a un objeto particular: el personal médico, los familiares, la vida o las fuerzas sobrenaturales. Es un estado de cólera por algo que se vive como injusto y a menudo se piensa que otros merecen morir con más razón. Ese enfado comporta también frecuentemente una cierta envidia. 3. Negociación. La conciencia de que la pérdida es inevitable va siendo cada vez mayor, y eso conduce a intentar una negociación para postergar los plazos; normalmente esto se vincula al deseo de concluir algún asunto de gran importancia. De nuevo, las promesas pueden ir en diferentes direcciones y adquirir tintes irracionales. Frecuentemente, esa solicitud de prórroga va acompañada de algún tipo de promesas: cuidarse más, controlar la ira, rezar, etc. 4. Depresión. Una vez se pierde la esperanza de que la pérdida sea evitable o reversible, cuando se hace evidente que la negociación ha fracasado, surge la cuarta etapa. Ahora las emociones que predominan son la tristeza y la pena por lo que se ha perdido (trabajo, rutinas, bienestar, movilidad, etc.) y por lo que se anticipa (dolor, incapacidad, dependencia y, finalmente, la muerte). Este humor depresivo implica, además de lamentarse por la propia situación, desinteresarse por el tratamiento médico y un cierto abandono desesperado.

5. Aceptación. Llegar a esta etapa exige un arduo esfuerzo, por eso no todos los pacientes lo logran. La propia Kubler-Ross afirma que aceptar, en este contexto, no quiere decir felicidad y estar contento, sino más bien un cese de la lucha contra el sufrimiento y, en ese sentido, un descanso. El modelo de Kubler-Ross ha sido criticado por parte de investigadores cuyas observaciones contradicen en muchos casos la secuencia descrita. Así, con frecuencia, los pacientes parecen zigzaguear entre las etapas de negación, enfado y depresión hasta que mueren. Por otra parte, no se ha probado que las vivencias y los sentimientos hacia la propia muerte sean tan universales ni parece sencillo dictaminar si existe una forma de morir que pueda considerarse como la mejor. Aunque todo ser humano sabe que es mortal, en algún momento de la vida la propia finitud se evidencia como una experiencia que sobrepasa el saber teórico. A esa toma de conciencia se le da el nombre de muerte psicológica. Ramón Bayés la define con las siguientes palabras: «Por muerte psicológica entiendo el conocimiento subjetivamente cierto, que se suscita en un momento concreto de vida, de que ‘voy a morir’. Certeza psicológica que puede preceder a la muerte biológica en un tiempo cronométrico cero, segundos, horas, días, meses o incluso años» (Bayés, 2006: 28). El autor nos recuerda que, al ser la variabilidad una característica de los seres vivos, y a pesar de que puedan identificarse ciertos rasgos comunes en el ámbito cognitivo y emocional de las personas que se enfrentan a la muerte psicológica, la complejidad del fenómeno no admite una descripción con carácter universal. Cita investigaciones que apoyan la presencia de intensos, múltiples y multifactoriales síntomas, incluidas las experiencias cognitivas y emocionales, en enfermos terminales que cambian con enorme rapidez incluso dentro de un mismo día. Asimismo, afirma que, aunque la ansiedad y la depresión a veces surgen como secuelas, la muerte psicológica en sí misma no tiene por qué engendrar inevitablemente sufrimiento; a veces, va acompañada de cierta tristeza o nostalgia, otras se alcanza el terror y, otras, en definitiva, es serenamente aceptada. Ello dependerá de circunstancias biográficas, sociales o culturales que concurran cuando se presente. Evidentemente, hay que considerar las peculiaridades culturales y las circunstancias de cada individuo y, probablemente, la forma de morir es tan singular de la persona como lo ha sido su vida. El mérito del modelo de Kubler-Ross, sin embargo, es incuestionable; no se puede ignorar el efecto sin parangón que sigue teniendo en la labor de los profesionales y voluntarios que, de una u otra forma, se ven involucrados en la ayuda de personas que van a morir, ni la cantidad de investigaciones que ha suscitado y que permiten conocer cada vez más y mejor el afrontamiento de la muerte psicológica. Si, como se ha demostrado empíricamente una y otra vez, la mayor parte de las personas se enfrenta a la adversidad sin necesidad de ayuda psicológica, si las transiciones, las crisis, los duelos, son procesos naturales, ¿cómo saber que las conductas, los pensamientos y las emociones que hemos descrito a lo largo de este tema no son patológicas? ¿Existe una duración normal de la transición? La mejor manera que se nos ocurre de dar respuesta a estas preguntas es hacer estas otras preguntas: a pesar del dolor de la pérdida, del desconcierto, etc., y a pesar de que la eficacia de la persona pueda disminuir eventualmente, ¿es capaz de seguir haciendo frente a sus responsabilidades y compromisos? ¿Cuida de sí mismo? Aunque probablemente preferiría no haber sufrido la pérdida, ¿es capaz de encontrar en la experiencia la oportunidad de aprender algo valioso de sí mismo y de sus necesidades personales a partir de esa transición? ¿Se da cuenta de algo que desconocía de sí mismo, de los demás o de la vida? ¿Amplía su

conciencia de la realidad? ¿Descubre nuevos valores, reajusta los que poseía? A pesar de las dificultades, ¿puede ver alguna ganancia en la experiencia? ¿Aprende, por ejemplo, a controlar mejor sus sentimientos? ¿Ha incorporado alguna rutina, actividad o habilidad mientras busca cómo atenuar el sufrimiento? ¿Se ha dedicado con más ahínco a alguna actividad productiva para distraerse del dolor? Si la respuesta a cuestiones similares a estas es afirmativa, si puede resistir el golpe y avanzar en la vida, tal vez lo mejor que podemos hacer los psicólogos, psiquiatras y otros agentes de ayuda es inhibir nuestra actuación y no victimizar ni patologizar un proceso natural evolutivo. Sin embargo, es preciso discriminar y detectar aquellos casos en los que ese proceso se complica y en los que la intervención, cuanto más tempranamente se inicie, más fácilmente evitará sufrimiento innecesario y alteraciones verdaderamente patológicas. Pero vivimos en una sociedad que medicaliza el dolor y victimiza a quienes lo enfrentan, en la que las teorías y prácticas de la salud mental han contribuido, tradicionalmente, a transmitir una imagen de vulnerabilidad humana frente a la adversidad que no refleja la experiencia mayoritaria. Evidentemente, la ayuda psicológica es necesaria en muchos casos, pero si esa ayuda es indiscriminada acarrea un riesgo nada despreciable de inhibir procesos de resistencia y evolución que se darían de forma natural, e incluso de crear patología o estigma de patología donde se podría evitar. El reto está en cambiar el enfoque, en enfatizar la búsqueda y comprensión de los factores que favorecen un afrontamiento y un desarrollo saludable.

CAPÍTULO 2. LA RESPUESTA A LOS GRANDES VITALES: DEL DESORDEN AL CRECIMIENTO

CAMBIOS

1. EL ESTUDIO DE LA REACCIÓN A LA ADVERSIDAD Y EL ESTRÉS: DESDE EL ENFOQUE EN LA VULNERABILIDAD HASTA EL DE LA FORTALEZA Filósofos, dramaturgos y novelistas de todos los tiempos han recreado, en sus obras, la idea de que el ser humano tiene, en las situaciones vitales adversas, una oportunidad para desarrollar lo mejor de su naturaleza. Curiosamente, en la psicología y otras ciencias de la salud, ha predominado una visión más pesimista desde la que tales situaciones se contemplan como factores precursores de trastornos psicológicos y físicos. Debido a su polarización hacia el estudio de la enfermedad, los riesgos, las debilidades y la vulnerabilidad, a esta forma de encarar la temática se le suele llamar enfoque patogénico. En contraposición a esta tradición, en las últimas décadas está extendiéndose con gran dinamismo el enfoque denominado salutogénico, que se centra en comprender los procesos y mecanismos que subyacen a las fortalezas y virtudes humanas y la capacidad de las personas para resistir, rehacerse y evolucionar a partir del afrontamiento de los infortunios de la vida. En realidad, esta orientación hacia lo saludable no surge ahora. En el núcleo teórico de algunas escuelas psicológicas, particularmente en los modelos humanista y existencialista, ha estado siempre presente. Lo que sí que resulta novedoso y llamativo es la potencia de su difusión y arraigo, gracias, sin duda alguna, al movimiento de la psicología positiva, cuyo inicio formal se ha fijado en la conferencia que pronunció Martin Seligman para inaugurar su período como presidente de la American Psychological Association. En este acto, este reconocido científico definió como objetivos prioritarios de la psicología: comprender los procesos que subyacen en las cualidades y emociones humanas positivas; consolidar teóricamente conceptos como bienestar, emociones positivas y salud positiva; desarrollar herramientas de evaluación adecuadas a estos conceptos, y explorar y elaborar vías de intervención que promuevan o ayuden a mantener el bienestar de los ciudadanos. En definitiva, se alienta a investigar con la finalidad de impulsar el bienestar y la felicidad humana, incluso para iluminar lo que es el sufrimiento psicológico (Seligman, 1999; Vera, 2006). Este cambio en la psicología está imprimiendo un giro de gran interés en el estudio del afrontamiento de las crisis; al punto de vista simplista, reduccionista y negativo que implica asociar adversidad a trauma y daño, le está ganando terreno otro más complejo en el que las respuestas y el resultado de este afrontamiento se conciben como el resultado de la interacción de múltiples factores del individuo y del contexto y que, en la mayoría de los casos, reflejan no solo ausencia de patología, sino resistencia y evolución positiva. 2. EL ENFOQUE CENTRADO EN EL RIESGO Y LA VULNERABILIDAD 2.1. El estrés como precursor de trastorno La aproximación tradicional al estudio de la reacción ante la adversidad se ha interesado tanto en los procesos intrapsíquicos como en los acontecimientos o contextos que pueden asociarse a patologías en aras de comprenderlos, señalar los elementos de fragilidad internos y externos, proponer modalidades de

intervención dirigidas a los sujetos considerados vulnerables y, eventualmente, a encontrar pistas que permitan prevenir lances para la salud. Un concepto relacionado con la vulnerabilidad es el de factor de riesgo, que se define como «un suceso o una condición orgánica o ambiental que aumenta la probabilidad de que las personas desarrollen problemas emocionales o comportamentales» (Garmezy, 1996). La vulnerabilidad, obviamente, no se reduce a la mera confrontación con factores de riesgo, ya que personas sometidas a los mismos factores de riesgo se desarrollan de forma diferente en función de variables personales y ambientales. La metáfora de la muñeca golpeada ilustra claramente esta idea (Anthony, 1987): si dejamos caer una muñeca, se quebrará más o menos fácilmente dependiendo de la naturaleza del suelo (lo que simboliza el apoyo social), de la fuerza de la caída (metafóricamente, la violencia del acontecimiento) y del material de que esté fabricada (que representa las características y recursos personales). Desde la perspectiva de la vulnerabilidad, el estudio de las crisis y transiciones vitales tiene como objetivo examinar el efecto que el estrés, asociado a los grandes cambios en la vida de las personas, tiene sobre su estado de salud física y mental. El pionero en exponer esta idea fue Meyer (1951) quien, ya en los años treinta, sostuvo que los sucesos vitales, incluso los más normales y necesarios, son potenciales desencadenantes de patologías. Sucesos como los cambios en la carrera laboral, en los estudios o en el hábitat, así como el nacimiento y la muerte de personas cercanas, son citados en sus trabajos como ejemplos de situaciones que pueden provocar diversos desórdenes y patologías. Desde entonces, se han venido realizando multitud de investigaciones que analizan, por una parte, las propiedades que condicionan el potencial estresante de los sucesos y, por otra, la relación entre determinados sucesos y ciertas enfermedades físicas, desórdenes psiquiátricos o síntomas psicológicos. Partiendo de dos ideas básicas como son que cualquier cambio, sea positivo o negativo, es estresante porque exige una adaptación, y que el estrés está asociado directamente a la enfermedad, Holmes y Rahe (1967) llevaron a cabo una investigación, en la Universidad de Washington, con el objetivo de crear un instrumento que permitiese estimar el riesgo de padecer algún tipo de trastorno en función de la cantidad de estrés experimentado como consecuencia de los cambios vividos. Los autores pidieron a los 394 sujetos de su muestra (pacientes de un hospital universitario) que dieran un valor numérico al ajuste requerido por un conjunto de 43 sucesos que, de acuerdo con la experiencia clínica recogida por ellos mismos, alteraron sus condiciones de vida. Se les instruyó para que: • considerasen como ajuste requerido la cantidad de tiempo y la intensidad del esfuerzo necesarios para adaptarse a cada suceso, al margen de la deseabilidad de este; • diesen una puntuación que reflejase el promedio del ajuste requerido de acuerdo con su propia experiencia y la observada en otras personas; • fuesen dando valores al resto de sucesos de forma relativa utilizando como referente el suceso contraer matrimonio, al que arbitrariamente se le adjudicó un valor de 50. Los resultados de esta investigación permitieron elaborar la Escala de Estimación de Reajuste Social (Social Readjustment Rating Scale, srrs, Holmes y Rahe, 1967) que aparece en la tabla 2.1. Tabla 2.1. Escala del estrés de los sucesos vitales (Holmes y Rahe, 1967) I

I

I

I

I

SUCESOS VITALES

U.C. SUCESOS VITALES

U.C.

Muerte del cónyuge

100 Un hijo o hija se marcha de casa

29

Divorcio

73

Problemas con la familia política

29

Separación matrimonial

65

Logro personal sobresaliente

28

Encarcelamiento

63

El cónyuge deja de trabajar o empieza a hacerlo 26

Muerte de un familiar cercano

63

Iniciar o terminar la formación académica

26

Enfermedad o lesión personal importante

53

Cambio en las condiciones de vida

25

Matrimonio

50

Cambio en los hábitos personales

24

Ser despedido del trabajo

47

Problemas con el jefe

23

Reconciliación matrimonial

45

Cambio de horario o condiciones en el trabajo

20

Jubilación

45

Cambio de residencia

20

Cambio de centro escolar

20

Cambio en salud de un miembro de la familia 44 Embarazo

40

Cambio en los hábitos durante el tiempo de ocio 19

Dificultades sexuales

39

Cambio en las actividades religiosas

19

Adición de un nuevo miembro en la familia

39

Cambio en las actividades sociales

18

Reajuste en los negocios

39

Hipoteca o préstamo de poca cuantía

17

Cambio en la situación financiera

38

Cambio en los hábitos de sueño

16

Muerte de un amigo íntimo

37

Cambio en el número de reuniones familiares

15

Cambio de trabajo

36

Cambio en los hábitos alimenticios

15

Vacaciones

13

Cambio en el número de discusiones de pareja 35 Hipoteca o préstamo importante

31

Navidad

12

Cancelación de la hipoteca

30

Delito menor

11

Cambio en las responsabilidades del trabajo

29

29

Este instrumento, según sus autores, permite predecir el riesgo que una persona tiene de padecer algún tipo de trastorno somático o psíquico a partir de la suma de las puntuaciones correspondientes a los sucesos vividos en los 12 meses anteriores; existe un 70% de probabilidades de que esto ocurra cuando las puntuaciones se acercan a 300. Holmes y sus colaboradores realizaron posteriores estudios en los que concluyeron que muchos de los acontecimientos de su escala precedían al desarrollo de diferentes trastornos, tanto psicológicos como físicos, apoyando de este modo su hipótesis inicial. La influencia de estos trabajos se refleja en la aparición de otras escalas semejantes para evaluar el estrés que siguen pautas similares. Sin embargo, la forma en que estos autores conceptualizan el estrés y la validez de su cuestionario han recibido numerosas críticas entre las que destacan las siguientes: en primer lugar, no se tiene en cuenta el impacto diferencial de los sucesos sobre los distintos individuos, es decir, por qué, ante situaciones de estrés, unas personas enferman mientras que otras parecen mejorar su estado general; en segundo lugar, la relativa ambigüedad de la descripción de los ítems, y, por último, la escala no permite valorar el estrés que se produce por la no ocurrencia de algún suceso ni el producido por las tensiones y preocupaciones de la vida diaria. A pesar de estas críticas, la contribución de Holmes y Rahe al estudio de los sucesos es ampliamente reconocida como un hito en el desarrollo de este campo, ya que ha supuesto un impulso para investigaciones posteriores que han intentado cubrir las lagunas detectadas. Desde entonces, un gran acopio de datos ha ido dando cuerpo al conocimiento científico sobre la naturaleza y los efectos de los sucesos vitales.

2.2. Trastornos de adaptación al estrés y trastorno de estrés postraumático Enfrentarse ante hechos que suponen una amenaza para la integridad física o psicológica suele dar lugar a respuestas de alarma que no son sino un intento de la persona por reestablecer el equilibrio: la ansiedad, la irritabilidad, los pensamientos e imágenes recurrentes sobre lo ocurrido, la sensación de extrañeza, etc. son respuestas muy frecuentes que normalmente van remitiendo con el tiempo. En el Manual Diagnóstico y Estadístico de Trastornos Mentales, dsm-iv r, (apa, 1994) y en la Clasificación Internacional de las Enfermedades, cie-10 (who, 1992), de la Organización Mundial de la Salud, se recogen como enfermedades algunas agrupaciones de estos síntomas bajo la denominación de Trastorno de Estrés Postraumático (en adelante, tept). Ambas guías establecen que este trastorno puede aparecer tras haber vivido en primera persona, o haber presenciado, una agresión física o amenaza para la vida, y esta experiencia haber ido acompañada de una respuesta emocional intensa de miedo e indefensión. Como cuadro clínico, se caracteriza por tres aspectos nucleares. En primer lugar, la re-experimentación involuntaria y persistente del hecho traumático en forma de pesadillas, imágenes y recuerdos intrusivos y recurrentes. En segundo lugar, la evitación de lugares, personas, actividades y, en general, cualquier estímulo asociado a la experiencia, así como de conversaciones y reflexiones voluntarias sobre ella. En tercer lugar, se observa una respuesta de alarma exagerada que se traduce en irritabilidad y en dificultades para la concentración y el descanso nocturno. Todo ello trae consigo interferencias graves en el desempeño laboral y social, en la capacidad de disfrute del ocio, así como un embotamiento afectivo que afecta negativamente a los vínculos íntimos (cuadros 2.1 y 2.2). Cuadro 2.1 D SM -IV R Trastorno por E strés Postraum ático A. El individuo ha estado exp u esto a un acontecim iento traumático en el que han existido (1) y (2): 1. Ha experimentado, presenciado o le han explicado uno o más acontecimientos caracterizados por muertes o amenazas para su integridad física o la de los demás (p. ej., guerras, atentados o catástrofes). 2. Ha respondido con temor, desesperanza o un horror intensos. B . El acontecim iento traumático es reexperim entado p ersisten tem en te a través de una o más de las siguientes formas: 1. Recuerdos intrusivos y recurrentes del acontecimiento, que provocan malestar y en los que se incluyen imágenes, pensamientos o percepciones. 2. Sueños de carácter recurrente, sobre el acontecimiento, que producen malestar. 3. El individuo actúa o tiene la sensación que el acontecimiento traumático está ocurriendo (p. ej., sensación de estar reviviendo la experiencia, ilusiones, alucinaciones y fla sh b a cks). 4. Malestar psíquico intenso al exponerse a estímulos internos o externos que simbolizan o recuerdan un aspecto del acontecimiento traumático. 5. Respuestas fisiológicas al exponerse a estímulos internos o externos que simbolizan o recuerdan un aspecto del acontecimiento traumático. C. Evitación p ersisten te de estím ulos asociados al trauma y em botam iento de la reactividad general del individuo (ausente antes del trauma), tal y como indican tres (o más) de los siguientes síntomas: 1. Esfuerzos para evitar pensamientos, sentimientos o conversaciones sobre el suceso traumático.

2. Esfuerzos para evitar actividades, lugares o personas que motivan recuerdos del trauma. Incapacidad para recordar un aspecto importante del trauma. 3. Reducción importante del interés o de la participación en actividades sociales o laborales. Sensación de desapego o enajenación frente a los demás. 4. Restricción de la vida afectiva (p. ej., incapacidad para tener sentimientos de amor). Sensación de un futuro desolador (p. ej., no tener esperanzas respecto a encontrar una pareja, formar una familia, hallar empleo, llevar una vida normal). D. P ersisten te aumento del estado de alerta (ausentes antes del trauma), tal y como lo indican dos o más de los siguientes síntomas: 1. Dificultad para conciliar o mantener el sueño. 2. Irritabilidad o ataques de ira. 3. Dificultad para concentrarse. 4. Respuestas exageradas de sobresalto. E stas alteraciones (síntom as de los criterios B , C y D) se prolongan más de 1 m es y provocan un m alestar significativo o deterioro de las relaciones sociales, la actividad laboral o de otras áreas importantes de la vida de la persona. Hay que especificar: Agudo: si los síntomas duran menos de 3 meses. Crónico: si los síntomas duran 3 meses o más. De inicio demorado: entre el acontecimiento traumático y el inicio de los síntomas han pasado como mínimo 6 meses.

Cuadro 2.2 CIE-10 Trastorno de E strés Postraum ático 1. Trastorno que surge como respuesta tardía o diferida a un acontecimiento estresante o a una situación (breve o duradera) de naturaleza excepcionalmente amenazante o catastrófica, que causarían por sí mismos malestar generalizado en casi todo el mundo (por ejemplo, catástrofes naturales o producidas por el hombre, combates, accidentes graves, el ser testigo de la muerte violenta de alguien, el ser víctima de tortura, de terrorismo, de una violación o de otro crimen). 2. Ciertos rasgos de personalidad (por ejemplo, compulsivos o asténicos) o antecedentes de enfermedad neurótica, si están presentes, pueden ser factores predisponentes y hacer que descienda el umbral para la aparición del síndrome o para agravar su curso, pero estos factores no son necesarios ni suficientes para explicar su aparición. 3. Las características típicas del trastorno de estrés postraumático son: episodios reiterados de volver a vivenciar el trauma en forma de reviviscencias o sueños que tienen lugar sobre un fondo persistente de una sensación de «entumecimiento» y embotamiento emocional, de desapego de los demás, de falta de capacidad de respuesta al medio, de anhedonia y de evitación de actividades y situaciones evocadoras del trauma. Suelen temerse, e incluso evitarse, las situaciones que recuerdan o sugieren el trauma. En raras ocasiones, pueden presentarse estallidos dramáticos y agudos de miedo, pánico o agresividad desencadenados por estímulos que evocan un repentino recuerdo, una actualización del trauma o de la reacción original frente a él o ambos a la vez. 4. Por lo general, hay un estado de hiperactividad vegetativa con hipervigilancia, un incremento de la reacción de sobresalto e insomnio. Los síntomas se acompañan de ansiedad y de depresión y no son raras las ideaciones suicidas. El consumo excesivo de sustancias psicotrópicas o alcohol puede ser un factor agravante. 5. El comienzo sigue al trauma con un período de latencia cuya duración varía desde unas pocas semanas hasta meses (pero rara vez supera los seis meses). El curso es fluctuante, pero se puede esperar la recuperación en la mayoría de los casos. En una pequeña proporción de los enfermos, el trastorno puede tener durante muchos años un curso crónico y evolución hacia una transformación persistente de la personalidad. 6. Pautas para el diagnóstico. Este trastorno no debe ser diagnosticado a menos que no esté totalmente claro que ha aparecido dentro de los seis meses posteriores a un hecho traumático de excepcional intensidad. Un diagnostico «probable» podría aún ser posible si el lapso entre el

hecho y el comienzo de los síntomas es mayor de seis meses, con tal de que las manifestaciones clínicas sean típicas y no sea verosímil ningún otro diagnóstico alternativo (por ejemplo, trastorno de ansiedad, trastorno obsesivo-compulsivo o episodio depresivo). Además del trauma, deben estar presentes evocaciones o representaciones del acontecimiento en forma de recuerdos o imágenes durante la vigilia o de ensueños reiterados. También suelen estar presentes, pero no son esenciales para el diagnóstico, el desapego emocional claro, con embotamiento afectivo, y la evitación de estímulos que podrían reavivar el recuerdo del trauma. Los síntomas vegetativos, los trastornos del estado de ánimo y el comportamiento anormal contribuyen también al diagnóstico, pero no son de importancia capital para este.

Como entidad diagnóstica, el tept está recibiendo en los últimos años muchas críticas basadas, en su mayoría, en estudios empíricos realizados tras los atentados terroristas de las Torres Gemelas (Summerfield, 2001; Bonano, 2004; Vera, 2006). Estos estudios demuestran, por una parte, que el porcentaje de tept en personas expuestas a sucesos que podrían considerarse potencialmente traumáticos es muy bajo: los estudios transversales indican que, si bien aproximadamente el 55% de la población americana ha estado expuesta a hechos traumáticos, el porcentaje de los que cumplen los criterios diagnósticos oscila, según investigaciones, entre el 7,8 y el 1%. Por otra parte, las investigaciones longitudinales han hallado que la mayoría de quienes, en los primeros meses, presentan algún síntoma va recuperándose de forma natural al cabo de cierto tiempo, por regla general, hacia el cuarto mes. Por último, se ha demostrado que los instrumentos de medida están sesgados culturalmente, ya que se basan en criterios occidentales sobre la forma normal de vivir la adversidad. Los estudios epidemiológicos no corroboran una relación directa entre grave adversidad y trauma; tampoco parece justificado que exista una respuesta universal a sucesos extremadamente estresantes ni que la mayor parte de las personas expuestas a estas situaciones necesiten ayuda profesional. Se critica, en definitiva, que se consideren como patológicas reacciones como la reexperimentación del evento, la evitación de estímulos asociados o la activación psicofisiológica, respuestas que tal vez sería más sensato contemplar como normales ante circunstancias anormales. El cuadro 2.3 presenta una propuesta de reconceptualización de estos síntomas.

Cuadro 2.3 R econceptualización de los síntomas en la resp u esta a acontecim ientos potencialm ente traumáticos (Pérez Sales et al., 2004) M iedo: Reacción de defensa ante un hecho amenazante. Permite protegerse y ser prudente. Síntom as intrusivos flashbacks, pesadillas, rumiaciones): Un intento de dar sentido a la experiencia, un intento de asimilar lo ocurrido, de buscar un «final a la película», una explicación. Un intento de la mente por no olvidar a las personas o las cosas que se han perdido en lo ocurrido. Síntom as de anestesia emocional, de despersonalización o de extrañeza: Intentos de la mente por desconectarse de la realidad, de poner un poco de distancia respecto al mundo y darse un tiempo muerto de respiro y recuperación. G anas de estar solo y de aislarse: Intentos por no perder el control cuando la sensación de alienación o de ser incomprendido es muy fuerte. H iperactivación y alarma: Cuando se está sufriendo una agresión es necesario estar atento a todo, vigilante. Es una actitud del cuerpo agotadora pero que nos protege. Una vez pasada la amenaza ya no es necesario mantenerla, pero a veces el cuerpo sigue en alerta aunque el peligro haya pasado.

Resentimiento: Un sentimiento comprensible si no se siente suficiente apoyo. Pero ¿cómo está influyendo la persona, a su vez, en los que la rodean?, ¿qué reacciones provoca? Tristeza: Un modo de pararse a pensar y prepararse. R eacciones dem asiado radicales que no son habituales: En situaciones de amenaza vital hay que tomar decisiones rápidas en cuestión de segundos y las cosas y las personas deben ser «buenos o malos», «amigos o enemigos», pero pasada la situación de alarma, seguir funcionando con esta estrategia que era funcional y adaptativa nos dificulta la vida.

En la actualidad, los modelos explicativos más apoyados sobre cómo las respuestas a los hechos traumáticos pueden volverse síntomas persistentes son de corte cognitivista. Desde ellos, se sostiene que el proceso hacia la patología viene propiciado por: • una secuencia en el procesamiento de información, según la cual la experiencia de un hecho traumático da lugar a recuerdos que crean esquemas cognitivos amenazantes (memoria del miedo); posteriormente, las vías neuronales implicadas se activan fácilmente ante estímulos reales o simbólicos, a modo de falsa alarma, provocando emociones e imágenes de una carga extremadamente negativa asociadas a la vivencia originaria. • La construcción de una narrativa que mantiene a la persona en un estado de victimización. Esta explicación se basa en la idea de que la experiencia de la realidad está mediada por los significados que le atribuimos, lo que ocurre, en el caso de que persistan síntomas postraumáticos, es que la persona ha elaborado narrativas basadas en la indefensión, la humillación, la autoinculpación, etc. y se aferra a ellas. • La quiebra de creencias sobre uno mismo y el mundo que hasta el momento del suceso han permitido vivir con una cierta seguridad (la creencia en la invulnerabilidad personal, de ser especial y la ilusión de que la vida tiene un significado en sí misma, que es algo predecible y controlable donde rige la justicia universal). Es preciso tener en cuenta que si probablemente esta alteración en las creencias es un fenómeno universal, su contenido no es el mismo en diferentes culturas. Dicho esto, en el cuadro que se presenta a continuación pueden verse los principales cambios en los marcos de referencia de las personas respecto a sí misma y a su estar en el mundo en el contexto occidental (tabla 2.2). Tabla 2.2. Creencias que pueden quebrarse tras un hecho traumático (tomada de Pérez-Salas, 2006) Presunciones inconscien tes C REENCIA

S egurid a d Creencia en invulnerabilidad personal.

ANTES

DESPUÉS

M A NIFESTACIO NES tras experimentar sensación desbordamiento y de caos

El mundo es algo peligroso. A mí nunca me Miedo, prudencia La muerte está presente en va a ocurrir algo desconfianza, hostilidad. la todo. Refugio obsesivo en rutinas. así, esto le pasa En cualquier momento se a otros. Pesadillas de persecución o muerte. puede perder todo.

LÓGICA^ de FUNCIONAT FU NC IO N AL POSITIVA Evitar a la defensiva, con ansiedad, vigilante, para disminuir los riegos. Avisa de peligros. Pero: genera un

gran cansancio disconfort.

y

Abandonar todo intento por controlar la realidad para Sumisión, obediencia. evitar la angustia. Predictibilidad Bloqueo, inhibición, apatía. Pero: la angustia y Creencia de que vivimos en la apatía pueden no ¿Cómo es posible que ocurran un mundo ordenado y Si uno hace las disminuir con el estas cosas? predecible, donde los hechos cosas del modo tiempo. Esto es absurdo, no tiene al son controlables y donde hay correcto, sentido, es una pesadilla que Control obsesivo (p. e. estar muy Intentar restaurar la unas reglas que final, todo sale pendiente de dónde están los familiares, sensación de control seguro que va a pasar. adecuadamente utilizadas bien. alarma si no llegan a la hora exacta, redoblando Las cosas no tienen lógica. llevan a consecuencias control de todos los detalles de las vidas esfuerzos. Pero: el previsibles. de los demás). alivio de la angustia es sólo temporal y requiere de nuevos controles.

Propósito Lucho por tener... ¿Qué sentido tiene luchar si lo Apatía, vacío, pérdida. La creencia de que la vida tiene un significado o un fin Lucho por llegar puedes perder en un instante? Desencanto, vacío, escepticismo. a ser... determinado.

Evitar nuevas decepciones. Pero: es difícil vencer la apatía o el desencanto si no se logran nuevos significantes alternativos (que integren o no los anteriores).

Rectificar y corregir errores. Pero: la inseguridad Cuando tengo Inseguridad. C onfianza creí que podría puede evitar un problema, Nunca Vergüenza ante uno mismo al enfrentarse exponerse a otras Creencia de que uno es una por lo general, reaccionar así. a aspectos negativos de sí que no situaciones similares persona fuerte y válida. sé lo que tengo Ya no me veo como antes. esperaba. y potenciarse en que hacer. forma de profecías autocumplidas. Reevaluación vital. Crisis como P lenitud Un sentimiento generalizado de pérdida oportunidad para el Convencimiento de que el (de valores, de confianza en uno mismo, crecimiento futuro será placentero Soy bastante El mundo es gris, nada me en los demás, de proyecto vital, de rutinas postraumático. derivado de poseer un feliz, sobre todo, satisface. N o puedo encontrar anteriores...).Recuerdos constantes de las Pero: como toda sistema de valores, un si me comparo placer en las cosas. pérdidas y de las experiencias dolorosas transición vital, no proyecto vital, realizar con con los demás. propias, pequeños estímulos que conectan es un proceso satisfacción las pequeñas a la persona con sus traumas. Anhedonia. siempre asumible y rutinas del día a día. en todo caso sencillo. El hombre es el peor enemigo Si me pasa algo, del hombre. me van a Actitud cínica y pesimista, con Protegerse de un Cada cual va a la suya y si Bondad ayudar. sentimientos de amargura, de ambiente hostil. pueden te fastidiando te Creencia en la bondad de las distanciamiento, actitudes egoístas o de Pero: se renuncia puedes fiar de nadie. personas y en la tendencia al Nadie es capaz indiferencia o crueldad hacia otros. también a poder dar Todo el mundo en el fondo y recibir afecto de altruismo y la ayuda. de hacer daño Aislamiento y rechazo social. puede ser extremadamente porque sí. Eso Rehuida de contactos personales. otros. cruel y llegar a hacerte daño no tiene sentido. si no te cuidas. ante Sensación de extrañamiento y alienación. Protegerse respuestas hirientes, Sentimiento de ser distinto.

Comunicación

Es bueno hablar Por más que digan, nadie Pérdida del deseo de cohesión, aislamiento absurdas. social, desconfianza. Pero: el silencio de las cosas. puede entender nada. ser Hablando se Es muy fácil decir «te En los dos extremos: dificultad para estar suele entiende la entiendo», pero no tienen ni solo o deseo de no establecer relaciones interpretado como íntimas con nadie. rechazo y generar gente. idea. «Explicar» requiere mucha energía: rechazo. agotamiento antes de hablar. Estar a la defensiva es agotador.

Intim idad

Relacionarse ¿Vale la pena relacionarse si con los demás después te abandonan?, ¿si ayuda a sentirse acaban decepcionándote?, ¿si bien. Rechazo a establecer vínculos afectivos. cada cual va a la suya y en el Es bueno poder fondo todo el mundo es compartir y egoísta? apoyarse.

R esponsabilidad

Mantener el control sobre lo que uno es o hace: si me asumo responsable, afronto Puedo asumir la culpa, pero sé que las Angustia. aún puedo decidir consecuencias ¿Cómo puedo haber Rememoración de la culpa (pesadillas, sobre las cosas. de mis actos hecho/dicho/sentido/deseado... imágenes lacerantes...). Disonancia entre el porque mis algo tan Rabia/autoagresiones reales o simbólicas. debería y el es. intenciones son de expiación o de horrible/vergonzoso/egoísta? Conductas Aprendizaje y buenas. No compensación simbólica. rectificación para el haría daño a futuro. nadie Pero: En ocasiones la culpa puede llegar a ser bloqueante.

Evitar ser abandonado. Pero: Hay una coincidencia de soledad y fragilidad

Enfrentarse a situaciones de extrema adversidad puede, evidentemente, conducir a experimentar un trauma. Pero, como denuncia Pérez Sales (2004), estamos en una sociedad en la que se ha puesto de moda el trauma, hasta tal punto que este se está banalizando: Vivimos en una sociedad traumatizada por las imágenes de la televisión, acudir al dentista, un parto, los insultos del jefe o las broncas del padre. Si se aceptan estas ideas, algo parece no ir bien en el concepto del ser humano que la medicina está transmitiendo a la sociedad y que la sociedad está adoptando. Se medicaliza la vida cotidiana, etiquetando como síndromes lo que son respuestas normales, y se equipara la salud a una vaga noción de ausencia de emociones negativas (Pérez Sales, 2004: 4).

Lo que se cuestiona es la categoría diagnóstica tal como se define actualmente, no que no exista el trauma. Lo que se cuestiona es que los criterios que se emplean sean dudosos por su sesgo negativista y cultural. Lo que se cuestiona también es que, desde las ciencias de la salud, se contribuya a perpetuar una imagen del ser humano que destaca su vulnerabilidad y su necesidad -s i no dependencia- de la ayuda profesional indiscriminada y a la que, en último extremo, se le invita a buscar siempre que se vea enfrentado a la frustración de sus deseos o al malestar inherente a la vida. El trauma existe, desgraciada e inevitablemente. Pero no es la única respuesta humana ante los hechos extremos que tambalean los cimientos de la propia existencia. A pesar de esto, o tal vez porque requiere reconstruir las creencias más íntimas sobre la vida, un porcentaje importante de los encuestados en diferentes estudios informan haber encontrado en su experiencia la oportunidad de resistir de forma adaptativa e incluso de madurar. 3. EL ENFOQUE CENTRADO EN LA PROTECCIÓN Y LA FORTALEZA

Nadie afronta la adversidad de la misma forma: algunas personas presentan desde el principio perturbaciones graves de las que jamás se recuperan, otras sufren menos intensamente y durante menos tiempo, otras recobran el equilibrio muy pronto tras un corto período de perturbación, otras no muestran dificultades inicialmente pero empiezan al cabo de un tiempo a tener problemas que antes del evento no tenían; otras, finalmente, manejan la situación sorprendentemente bien, sin que el dolor por la pérdida y la preocupación por el cambio sea un impedimento para continuar funcionando satisfactoria y responsablemente en sus obligaciones laborales o en su vida social (Bonano et al., 2002). Que en la psicología y la psiquiatría haya predominado el modelo basado en la vulnerabilidad, subestimándose la importancia de los factores protectores, tal vez se deba a que el conocimiento sobre la respuesta humana ante las pérdidas y los sucesos potencialmente traumáticos proviene de investigaciones y estudios con población clínica. Lo que es curioso es que la idea de que existen sucesos traumáticos en sí mismos que llevan naturalmente a la enfermedad ha conducido a considerar anormales y patológicas o, en el mejor de los casos, raras y excepcionales, las respuestas de quienes continúan sin una disrupción significativa sacando adelante su vida, a pesar del dolor, del desconcierto o de la preocupación, conservando la capacidad de experimentar emociones positivas. El estudio de la capacidad del ser humano para responder a la adversidad, resistiendo y avanzando, tiene sus orígenes en las investigaciones con niños expuestos a situaciones desfavorables (pobreza, enfermedad, abandono parental) (Rutter, 1999; Werner, 1995). Con adultos, las investigaciones son más recientes. En cualquier caso, lo que es remarcable es que de todos los artículos publicados sobre resiliencia, cuatro de cada cinco han aparecido en la última década (Friborg et al., 2005). 3.1. Resiliencia Las ciencias sociales y de la salud han tomado el término resiliencia de la física, en la que se emplea para designar la resistencia de la materia al impacto de choques fuertes, y la capacidad de una estructura de absorber la energía cinética del medio sin romperse. Así pues, en el contexto de la metalurgia, resiliencia es la cualidad de los metales que les permite recuperar su estado inicial tras recibir un golpe o ser sometidos a fuertes temperaturas. Este término también se utiliza en informática, y concierne a la propiedad de un sistema para seguir funcionando a pesar de anomalías en alguno de sus elementos constitutivos. La resiliencia, pues, no se reduce a una simple capacidad de resistencia que connota cierta rigidez, sino que evoca sobre todo las propiedades de flexibilidad y adaptación. Cuando se revisa la literatura sobre resiliencia se observa que todavía queda mucho camino por recorrer en la delimitación de sus contornos teóricos. ¿Es la resiliencia una capacidad? ¿Es un rasgo o un conjunto de rasgos de personalidad? ¿Es un proceso evolutivo? ¿Es el resultado de un proceso? ¿Es equivalente a resistencia al golpe? ¿Denota una mejora o evolución a partir del golpe? Hoy en día no encontramos una respuesta unívoca sino distintos puntos de vista a cuestiones como las anteriores, que permanecen abiertas y prometen muchos debates científicos. Traemos al respecto las palabras de Vanistendeal (2005), una de las grandes figuras en este campo: Como la resiliencia no es un objeto físico que podemos descubrir y medir sino una realidad humana y variable, será mejor no perder demasiado tiempo buscando una definición exacta, que siempre será un poco arbitraria. Ello no debería inquietarnos demasiado, pues a menudo nuestras funciones en la vida - ¡ y menos m al!- con los conceptos no podremos definirlas. El ejemplo más celebre es el tiempo. Indefinible tanto por los físicos, que afirman a veces que el tiempo no existe, como por los filósofos o por el hombre de la calle... ello no impide medir el tiempo y organizar nuestras vidas en torno al tiempo. Es más importante apreciar y sentir cómo esta realidad humana de la resiliencia se enraíza en la vida (Vanistendeal, 2005).

Una cuestión relevante es la que plantea si el comportamiento resiliente implica simplemente resistir el golpe sin desestabilizarse, o evolucionar y enriquecerse a partir del afrontamiento de la circunstancia adversa, habiendo pasado o no por un período de desorganización e inestabilidad. En este sentido, tal como señalan Vera et al. (2006), se aprecian matices diferentes en las definiciones de los autores de las que se ha denominado corriente francesa y corriente norteamericana. Según los autores franceses, en la resiliencia hay que distinguir dos tiempos o componentes. El primer tiempo es el de la confrontación al traumatismo y se caracteriza, esencialmente, por la resistencia a la desorganización. El segundo tiempo consiste en integrar el choque traumático y sobrepasarlo mediante un proceso de reconstrucción y de reparación que eleva, refuerza y hace evolucionar la personalidad (Cyrulnick, 1999; 2001). Los componentes son pues, la resistencia y la proyección (Mancieux, 2001): «La resiliencia es la capacidad de una persona o de un grupo de desarrollarse bien, de continuar proyectándose hacia el futuro, a pesar de acontecimientos desestabilizantes, de condiciones de vida difíciles, de traumatismos, a veces graves» (Mancieaux, 2001: 22). Esta concepción difiere, por ejemplo, con la propuesta por la Asociación Americana de Psicología, en su página web, que denota resistencia a la adversidad sin hacer referencia a ningún tipo de enriquecimiento: «La resiliencia se manifiesta en el proceso de adaptarse a la adversidad, el trauma, la tragedia, los desafíos o cualquier otra fuente significativa de estrés (como problemas interpersonales, laborales, de salud o económicos). Significa recuperación de experiencias difíciles». No obstante estas diferencias, existe consenso en algunos puntos importantes. Por ejemplo, los investigadores están de acuerdo en que la resiliencia, más que de un conjunto de factores de personalidad estáticos, depende de y se construye en la interacción sujeto-ambiente. Así, cuando se habla de la resiliencia como una capacidad, hay que entender que como tal se ha ido gestando y desarrollando en interacción con el ambiente. Es más un estar que un ser: si en un primer momento los autores hablaban de ser resiliente, posteriormente se habló de estar resiliente, y actualmente pensamos que se aprende a ser resiliente (Suarez Ojeda et al., 2005). También se asume por consenso que la resiliencia no implica ausencia de sufrimiento o de esfuerzo de adaptación a las desventajas de las circunstancias vitales; en otras palabras: no es sinónimo de invulnerabilidad. El comportamiento resiliente no denota que la persona ignore sus desventajas ni que se autoengañe sobre ellas; al contrario, es precisamente su conciencia y aceptación -que no la resignaciónlo que le impulsará a poner en marcha mecanismos de compensación para sobrevivir a la hostilidad de sus circunstancias. Parece haber acuerdo también al considerar que la resiliencia no es constante ni definitiva, y que un sujeto puede ser resiliente en ciertos dominios y no serlo en otros; la resiliencia reside ante todo en el equilibrio de fuerzas. Así, en el individuo o en el grupo humano, la resiliencia dependerá de factores de protección que modifiquen las reacciones al peligro presente en el entorno afectivo y social. Del mismo modo, se tiende a ver la resiliencia como un potencial presente en todas las personas, pero desarrollado diferentemente en función de las etapas evolutivas, del ciclo de la vida y de las circunstancias ambientales. Desde esta perspectiva, los recursos latentes podrían ser activados, sea de forma espontánea por el individuo, sea a partir de la estimulación y de la ayuda de agentes externos (educadores, profesores, psicoterapeutas).

Por lo tanto, en la actualidad, predomina una visión de la resiliencia como un proceso dinámico, un proceso más que una capacidad estática dentro de una estructura fija, un proceso que comprende la adaptación positiva en el marco de una adversidad significativa. Entendida así, la resiliencia no se adquiere jamás definitivamente, sino que es maleable a lo largo de todo el curso de la vida, lo que conecta con el principio de plasticidad del desarrollo de ciclo vital: la capacidad de minimizar los efectos de las pérdidas y el declive en una determinada área de funcionamiento a través de cambios estructurales y procesos compensatorios (Baltes, 1987). 3.2. Cambios psicológicos positivos derivados del afrontamiento de la adversidad Los resultados de las investigaciones con individuos que se han enfrentado a circunstancias adversas graves tales como enfermedades propias, enfermedades de algún familiar cercano, accidentes de tráfico con secuelas, abusos sexuales, estatus de asilado político, etc., indican que, aunque la práctica totalidad reconoce algún efecto negativo derivado de la experiencia, más de la mitad informan de haber encontrado al mismo tiempo algún enriquecimiento. Estos estudios han identificado tres categorías en las que pueden agruparse esos cambios positivos, lo que se suele denominar crecimiento postraumático (Calhoun y Tedeschi, 2004, 2006), aunque el tipo de ganancia varía de una investigación a otra y en función del tipo de situación afrontada: • Cambios en la percepción de uno mismo. Una percepción de sí mismo reafirmada y una confianza en la capacidad para afrontar dificultades en el futuro, que se reflejan en afirmaciones del tipo: «Si he sobrevivido a esto, puedo con cualquier cosa». Esta seguridad va acompañada, simultáneamente, de una gran conciencia de la propia vulnerabilidad: «Me siento fuerte y frágil a la vez». • Cambios en la filosofía de vida y la escala de valores. Aunque la naturaleza de tales creencias es variable, se observa la tendencia general a encontrar un sentido más profundo de la vida, una mayor conciencia de las cosas que se consideran realmente importantes, que frecuentemente va precedido de un cuestionamiento y una reflexión crítica del sistema de valores y creencias anterior a la experiencia. • Fortalecimiento de las relaciones personales. En los momentos de adversidad, muchas personas aprecian el valor de sus relaciones. Está bastante generalizado citar como una de las grandes ganancias la conciencia de la importancia de sus vínculos y la riqueza del afecto compartido y el apoyo mutuo. Muchos informan de haberse vuelto más comprensivos y compasivos con el dolor ajeno, y sentirse más cómodos que antes con la intimidad y la cercanía. De cambios internos similares informa Yalom (1984), a partir de su trabajo psicoterapéutico grupal con pacientes a los que el cáncer enfrentaba a la muerte. Más que abandonarse a la desesperación, muchos de ellos experimentaban transformaciones positivas: 1. reordenaban las propiedades de la vida: pusieron lo vano y lo valioso en su justo lugar; 2. se sentían liberados para dedicarse a hacer lo que realmente consideraban que merecía la pena; 3. vivían con mayor conciencia el presente y dejaban de posponer experiencias que consideraban importantes; 4. apreciaban más los hechos elementales de la existencia (la amistad, la belleza de la naturaleza, ciertos ritos, etc.);

5. se comunicaban más profundamente con las personas cercanas; 6. disminuían ciertos temores interpersonales, en concreto, se sentían más dispuestos a arriesgarse en su acercamiento a los demás y tenían menos miedo al rechazo. Como vemos, el denominado crecimiento postraumático es un cambio de esquemas cognitivos y de enfoque sobre la realidad que lleva a una situación mejor en áreas de un profundo significado existencial. Se trata, pues, de logros internos ligados a la madurez personal, por lo que no debe identificarse con logros o beneficios externos o materiales (tener más libertad, más tiempo para uno mismo, recibir una pensión económica). No es ni resignación pasiva ni goce victimista, sino que implica un compromiso activo de autosuperación y de búsqueda activa de significado. Tampoco implica bienestar subjetivo entendido, desde un punto de vista hedonista, como ausencia de sufrimiento, ya que es precisamente el distrés lo que moviliza al sujeto a superarse y a cuestionarse. En otras palabras, no elimina radicalmente el malestar, se yuxtapone a este y, en todo caso, se asocia a la felicidad eudaimónica. Dos de las figuras más prestigiosas en el estudio del crecimiento postraumático, Calhoun y Tedeschi (2004), insisten en recordar a los profesionales de la salud mental que el crecimiento emerge en relación con el esfuerzo del afrontamiento, no del trauma en sí mismo. El crecimiento puede contemplarse en este sentido como un resultado (las estrategias de afrontamiento conducen a encontrar un beneficio en su experiencia) o como un proceso (se afronta la experiencia buscando su beneficio o su sentido positivo). En cualquier caso, tiene lugar en un contexto del sufrimiento que no debe ser ignorado en aras de lograr el enriquecimiento. Como el crecimiento no emana de la adversidad y no todo el que se enfrenta a esta experimenta esos beneficios, cabe recordar que el trauma no es necesario para el crecimiento y que el ser humano puede madurar sin necesidad de enfrentarse a situaciones devastadoras. Consecuentemente, de los resultados de los estudios no debe concluirse que el trauma es bueno. Las crisis, las pérdidas y el trauma pueden ser una oportunidad para el crecimiento, pero en absoluto son una garantía de él. Tal como insiste Frankl (1979), si el sufrimiento es evitable, hay que hacer todo lo posible por eliminar la causa, sea esta psicológica, biológica o política. Aceptar el sufrimiento inútilmente procede del masoquismo más que de ningún tipo de heroicidad o valor personal. El crecimiento postraumático no es universal ni inevitable; aunque la mayoría de las personas dicen haber obtenido algún tipo de mejora personal o aprendizaje positivo del trauma, existe un número significativo que experimenta poco o nada de esta experiencia. Y esto debe ser aceptado: los profesionales de la salud mental no pueden poner como listón a los supervivientes del trauma cierto nivel de aprendizaje que se espera que alcancen hasta considerar que se han recuperado. No se debería forzar a nadie ni forzarse uno mismo a encontrar ganancias de forma artificial. No hay que olvidar que muchas veces esas ganancias se hacen conscientes al cabo de períodos largos de tiempo. En un capítulo posterior, expondremos con detalle los factores de los que depende que un hecho traumático signifique para una persona padecer los síntomas descritos de forma persistente e intensa, mientras que para otra se desvanecen con prontitud dejando paso a ganancias en el desarrollo como las que acabamos de mencionar. Adelantamos, sin embargo, que lo que se denominan atributos de resiliencia no son revolucionarios, la mayor parte de ellos han sido tradicionalmente puestos de relieve por la psicología, e incluso por el mero sentido común, como factores asociados a la salud mental y el bienestar psicológico:

• Melillo (2002): autoestima consistente, introspección, independencia, capacidad de relacionarse, iniciativa, humor, creatividad, moralidad y capacidad de pensamiento crítico. • Masten, Best y Garmezy (1990): capacidad de concentración y persistencia, capacidad de resolución de problemas, atractivo personal, autoeficacia percibida, identificación con roles competentes, proyectos y aspiraciones. • Wolin y Wolin (1995): perspicacia, la independencia, la aptitud en las relaciones, la iniciativa, la creatividad, el humor y la moralidad. • Rutter (1999): autoconciencia y autoestima, autoeficacia percibida y un adecuado repertorio de formas de resolución de problemas sociales. • OMS (Munist et al., 1998): atributos individuales (como la competencia social, el sentido del humor, la resolución de problemas, la autonomía y el sentido de propósito y de futuro) y atributos del entorno (como la seguridad de un afecto recibido por encima de todas las circunstancias y no condicionado a las conductas ni a ningún otro aspecto de la persona, la relación de aceptación incondicional de un adulto significativo y la extensión de redes informales de apoyo). Lo que aporta de nuevo esta línea de investigación y de intervención es el enfoque. Tener en cuenta la resiliencia de todo ser humano invita a adoptar una nueva mirada más positiva y esperanzada basada en la idea de que solo se puede construir si se aprovecha y se moviliza lo positivo, teniendo siempre presente que positivo no significa necesariamente perfecto. Cambiar el enfoque no es sencillo ni rápido para los agentes implicados en la intervención educativa o clínica con personas y grupos enfrentados a la adversidad, por eso son tan valiosas las orientaciones prácticas que ofrece Vanistendeal (2005): • desarrollar la atención y la sensibilidad para captar procesos, recursos y estrategias en los individuos, los grupos y (¿cómo no?) en nosotros mismos personal y profesionalmente. • Hacernos preguntas, experimentar, no dar nada por hecho respecto a lo que puede hacerse para dar respuestas constructivas a las situaciones problemáticas, para construir y no solo para reconstruir. • Los diagnósticos, los informes evaluativos sobre una persona o un grupo, deben recoger tanto lo problemático y lo que no funciona como los recursos y los potenciales, idealmente dedicando la mitad del espacio a cada parte. En estos diagnósticos positivos, deberíamos identificar, por ejemplo, el apoyo social disponible y no solo los vínculos conflictivos, las capacidades y no solo las dificultades, los intereses y éxitos y no solo los temores y fracasos, etc. • Un esquema, que no por sencillo y tradicional pierde valor de eficacia, es el de inventariar en una rejilla las fuerzas y debilidades, y los riesgos y las oportunidades adoptando una visión crítica. • Emplear un nuevo lenguaje -no tanto por respetar formalismos huecos, sino porque, como sabemos, el lenguaje crea realidad- en la descripción, el tratamiento, los informes, la referencia, etc. Un discurso basado en el respeto a la dignidad de la persona o el grupo que recibe la ayuda, que siempre son algo más que un caso clínico o un compendio de un conjunto de problemas. • Tener en cuenta los efectos secundarios y a largo plazo que puede tener la iniciativa de ayuda y la forma en que esa ayuda se ofrece: no estamos gestionando un problema, estamos interviniendo en personas, que son proyectos abiertos al futuro; la mirada desde la resiliencia exige intervenciones

fundamentadas, sistematizadas y organizadas en torno a unas bases teóricas, unos objetivos y un procedimiento bien establecidos, pero en los que la flexibilidad, la intuición, la sensibilidad, la calidez y sobre todo el respeto a quien recibe la ayuda son elementos fundamentales. • El enfoque de la resiliencia exige la reflexión crítica y flexible acerca de los criterios en los que va a basarse la evaluación de la intervención: la resiliencia puede adoptar formas conductuales en diferentes contextos adversos y momentos del afrontamiento; los criterios de éxito no están exentos de subjetividad, podemos estar de acuerdo en que el objetivo es que la persona o el grupo maduren o se desarrollen saludablemente o se adapten a su entorno, pero no existe una definición de valor universal y atemporal de lo que eso significa. De todo lo dicho, se infiere que el enfoque resiliente implica necesariamente aceptar la permanente tensión entre lo posible, lo real y lo ideal, entre los resultados que observamos a corto o medio plazo y los que no podremos constatar. El enfoque de la resiliencia en la intervención ante la adversidad intenta unir esperanza y realismo: una esperanza realista muy alejada del determinismo pesimista, cínico o escéptico que con demasiada frecuencia se trasluce en el campo de la intervención con personas enfrentadas a la adversidad. Contemplar los momentos críticos del desarrollo desde el enfoque salutogénico implica dirigir y fijar la mirada hacia su potencial positivo. Algo bien diferente de calarse con cándida irresponsabilidad unas lentes rosas de falso optimismo que nos impidan ver los riesgos que siempre acechan en la adversidad. Este enfoque aprecia la vida en su complejidad: aunque no ignora que el infortunio es inevitable en toda existencia humana, y que es posible sucumbir a él, defiende sin desmayo la posibilidad de enfrentarlo saludablemente, de crear orden a partir del caos. Un orden incluso superior en el que, gracias a la labor de actualizar o adquirir fuerzas internas y externas, la personalidad se vuelve más compleja e integrada, más resistente y flexible ante nuevos envites del destino. Esta posibilidad constituye el núcleo del capítulo siguiente.

CAPÍTULO 3. VARIABLES QUE DETERMINAN EL DESENLACE DEL AFRONTAMIENTO EN LAS TRANSICIONES Y CRISIS 1. EL MODELO DE LAS 4-S PARA EL ANÁLISIS DEL AFRONTAMIENTO DE LOS GRANDES CAMBIOS VITALES Una vez constatado que el rango de reacciones ante los grandes cambios e infortunios de la vida es muy amplio, muchos investigadores han dedicado sus esfuerzos a identificar por qué razón, tras enfrentarse a las mismas circunstancias, unas personas sufren secuelas graves mientras que otras salen fortalecidas. Como era de esperar, no existe un único factor causal que explique tan dispares resultados, sino una interacción compleja de un grupo de factores que los diferentes estudios señalan con una coincidencia que no deja lugar a dudas (Meichenbaum, 2005). Este capítulo trata de esos factores. Para estructurarlo, nos hemos basado en el modelo propuesto por Nancy Scholssberg et al. (1995), denominado el Sistema de las 4-S, según el cual que una transición o crisis transcurra y concluya de un modo más o menos saludable depende del balance entre las ventajas y desventajas de cuatro grupos de variables: de la situación, del self, del apoyo (support) y de las estrategias empleadas (strategies) (figura 3.1). Ante cualquier gran cambio vital, siempre vamos a encontrar obstáculos que vencer, pero también, invariablemente, dispondremos de recursos de ayuda para enfrentarlos. La actuación será tanto más eficaz cuanto mejor se comprenda ese sistema de obstáculos y apoyos y se potencien estos últimos. Figura 3.1. El individuo en transición: el modelo de las 4-S (Schlossberg, Waters y Goodman, 1995)

2. VARIABLES DE LA SITUACIÓN ¿Qué cambio o circunstancia ha puesto en marcha la transición? ¿Es esperada o inesperada? ¿Tiene lugar ese cambio en un momento oportuno? ¿Hasta qué punto tiene la persona control sobre lo que le ocurre? ¿Está involucrado algún nuevo rol? ¿Es un cambio permanente o temporal? ¿Cómo se desenvolvió el individuo ante cambios similares anteriormente? ¿Qué estresores y de qué magnitud concurren en el momento presente? ¿Cómo valora la persona la situación? Naturaleza del desencadenante Aunque cualquier suceso puede actuar como desencadenante de una transición en un momento dado, no

todos tienen la misma gravedad ni exigen el mismo esfuerzo de adaptación. En principio, se considera que el impacto será más negativo y el esfuerzo de adaptación mayor en tanto que el desencadenante sea más repentino, inesperado, violento y acarree pérdidas importantes. Junto con la naturaleza del desencadenante, existen otras variables de la situación que van a condicionar el desenlace del afrontamiento al cambio. Oportunidad Esta variable está relacionada con el concepto de reloj social, o, lo que es lo mismo, con la percepción subjetiva de que el cambio se produce a tiempo o a destiempo de acuerdo con las expectativas asumidas culturalmente (Neugarten, 1996). La oportunidad también depende de la concurrencia con otros sucesos o circunstancias estresantes. Tal como demostraron Holmes y Rahe (1967) en sus investigaciones, el impacto del estrés y su correspondiente probabilidad de desencadenar una enfermedad es proporcional a la cantidad de sucesos acumulados en un tiempo determinado. Frecuentemente una transición -por ejemplo, un divorcio- acarrea otras transiciones simultáneas: cambio de domicilio, ruptura de relaciones con la familia política, pérdida de nivel económico, etc.; en la medida en que se acumulen los desafíos, más desventajosa es la situación que se tiene que afrontar. Control A priori, cabe suponer que en las transiciones propiciadas por el sujeto, la sensación de control o dominio es mayor que en aquellas que vienen impuestas desde fuera. En el caso de una ruptura de pareja, el que toma la decisión en contra de la voluntad del otro cuenta con ciertas ventajas en su haber que el segundo no posee. No obstante, hay que diferenciar entre el control que se tiene sobre el desencadenante y el control sobre la reacción; el hecho de que una persona decida deliberadamente alterar algún aspecto importante de su vida no implica que sienta que puede controlar eficazmente la situación. Del mismo modo, es posible que una persona que se ve forzada a vivir una transición por circunstancias externas pueda sentirse muy capaz de controlar la situación. Es importante explorar el grado de control que la persona tiene sobre el desencadenante, pero ante todo sobre su propia reacción. Cambio de rol Muchas, aunque no todas las transiciones, conllevan un cambio de rol. La adaptación en estos casos será más o menos sencilla dependiendo de que el nuevo rol suponga predominantemente una pérdida o ganancia, se valore positiva o negativamente y de que las normas y expectativas asociadas sean claras. La facilidad de adaptación depende en gran medida de la socialización anticipatoria, es decir, de que la persona se familiarice con los valores, las normas y conductas que socialmente están prescritos a este rol, previamente a su desempeño. Cuando esa socialización no es posible, bien porque el rol se presenta de improviso, bien porque se trata de un rol nuevo para el que no existen normativas claras -por ejemplo, ejercer de padre o madre en una familia reconstituida-, el afrontamiento es más costoso. Duración El hecho de que el cambio que se está afrontando se perciba como irreversible, temporal o de duración indefinida condiciona el grado de estrés y la facilidad para lograr una adaptación eficaz. Así, una madre puede vivir una transición cuando su hijo, por razones de trabajo, abandona el hogar familiar y se marcha a vivir a una ciudad lejana, pero su impacto no será el mismo si se traslada definitivamente o la plaza es temporal. La incertidumbre sobre la duración puede dificultar la adaptación. Esto es lo que ocurre a

menudo en casos como el afrontamiento de la enfermedad de Alzheimer de un familiar cercano, circunstancia en sí dramática que cuesta asimilar en gran medida debido a la gran variabilidad del tiempo que media entre el diagnóstico y la muerte del enfermo. Experiencia previa con transiciones similares Aunque la correlación no es perfecta, puesto que esta es solo una variable más dentro de todas las que estamos viendo, en general puede afirmarse que cuando una persona ha afrontado con éxito alguna clase de transición, tendrá mayor probabilidad de adaptarse con eficacia a transiciones de naturaleza similar posteriores. A la inversa, cuando la experiencia con cierto tipo de transiciones ha estado marcada por el fracaso, probablemente la persona será más vulnerable al estrés y menos hábil para superar la situación. En cierto sentido, la experiencia previa, positiva o negativa, influye en las expectativas de éxito o fracaso del sujeto y actúan como profecías autocumplidas. Valoración Una misma transición puede ser afrontada con mayor o menor facilidad y rapidez en función de cómo sea percibida por quien la vive: qué interpretación hace del cambio, cómo valora los recursos y las opciones disponibles, las expectativas de futuro, las atribuciones respecto a la causa del cambio, etc., en definitiva, que este se perciba desde una perspectiva positiva o negativa facilita o entorpece su afrontamiento. Básicamente, la valoración puede ser de tres tipos: • como un reto o desafío: la persona puede ver una oportunidad para probarse a sí misma, anticipar una ganancia, una destreza o algún tipo de crecimiento personal de la aventura; con lo cual, la situación se percibe como excitante y placentera, y existe una confianza en la capacidad de responder a las demandas; emocionalmente, la experiencia se puede calificar de excitación y de esperanza. • Como amenaza: ocurre cuando el individuo percibe peligro y anticipa la posibilidad de algún daño físico o simbólico; la emoción predominante es el miedo, el temor, la aprensión. • Como daño o pérdida: en este caso el perjuicio ya ha ocurrido y puede referirse a la pérdida de personas estimadas, objetos importantes, valoración personal o estatus social, cuya consecuencia emocional es la tristeza. Las dimensiones de la situación desencadenante que pueden influir como pros y contras son muchas más. En la tabla 3.1., aparecen las que Reese y Smyer (1983) identificaron a partir de un metaanálisis sobre el tema. Tabla 3.1. Principales dimensiones de los grandes cambios vitales (Reese y Smyer, 1983) Dimensiones de «efecto» Puridad contextual

Grado en que un suceso influye en la resolución de sucesos concurrentes

Dirección del impacto

Fortalecimiento o debilitamiento del curso vital en respuesta al evento

Dirección del movimiento Entrada o abandono de un rol social como resultado del evento Dominio

Tipo o área de funcionamiento afectado (p. e., biológico, social)

Foco

Persona directamente afectada por el suceso (el yo/otro)

Impacto, severidad

Cantidad de cambio conductual en respuesta al evento (o estrés engendrado) Dimensiones de «percepción»

Control

Creencia de que el suceso fue elegido vs. impuesto o bajo el control personal vs. fuera del control personal

Deseabilidad

Percepción del suceso como deseable vs. indeseable o bueno vs. malo

Expectativa

Grado en que el evento es esperado o anticipado

Familiaridad

Familiaridad con un evento a través de experiencias anteriores vs. novedad total

Amenaza a largo plazo

Severidad percibida del impacto negativo a través de un largo periodo

Significado

Interpretación de la persona del suceso (p. e. accidente vs. voluntad de Dios)

Ganancia o pérdida percibida Cantidad percibida de ganancia o pérdida como resultado del suceso Deseabilidad social

Evaluación percibida del suceso por la sociedad en general o por un grupo más pequeño

Estrés

Capacidad percibida para producir estrés

Oportunidad en el tiempo

Creencia de que el suceso ocurre en el tiempo adecuado o «fuera» de tiempo

Dimensiones de «suceso» Relación edad

con

la

Fuerza de la correlación con la edad (también predictibilidad temporal)

Adecuación del Hasta qué punto el suceso refleja el funcionamiento inferior o superior del individuo (p. e., el divorcio podría reflejar funcionamiento inferior) funcionamiento Amplitud escenario («setting»)

del

Especificidad cohorte

de

Hasta qué punto el suceso está limitado a o es independiente de particulares escenarios de acción

Hasta qué punto la naturaleza del suceso depende de la generación del sujeto

Contexto

Área del «espacio vital» en la cual ocurre el suceso (p. e. familia, trabajo, etc.).

Duración

Cantidad de tiempo requerida para que transcurra el suceso

Integración

Grado en el que la ocurrencia de un suceso depende de la ocurrencia de otro

Probabilidad ocurrencia

de Probabilidad de que el suceso ocurra para una persona dada (p. e., la prevalencia de una enfermedad puede ser baja en la población pero su probabilidad más alta en los hijos de una persona afectada)

Comienzo

La prontitud o gradualidad del comienzo de un suceso

Orden

Secuencia en la cual típicamente ocurren los eventos

Prevalencia

Número de sujetos que experimentan un suceso determinado en relación con el número de individuos de la población

Recencia

Cantidad de tiempo pasado desde la ocurrencia del suceso

Reversibilidad

Grado en que una transición o suceso es reversible (p. e., entrar en el mercado de trabajo es reversible, ser padre es irreversible)

Secuenciación

La secuencia en la cual los sucesos ocurren en un individuo dado

Fuente

La causa del suceso o el dominio de la causa (p. e., herencia, ambiente físico, etc.)

Extensión

El rango de edad dentro del cual ocurre típicamente un suceso

Tipo

La naturaleza o dominio del suceso (p. e., procesos biológicos, sucesos ambientales y físicos, etc.)

Timing

Promedio de edad en el cual ocurre un suceso

3. VARIABLES DEL SELF ¿Cómo afectan ciertos rasgos de la personalidad del individuo a la forma de afrontar una transición? ¿Es optimista o más bien pesimista frente a lo que espera de la vida? ¿Confía en su capacidad para controlar su propia conducta y para dominar su entorno? ¿Cree que puede influir en lo que le ocurre y en

el desenlace de su situación? ¿Cómo se ve afectado su sistema de creencias por el cambio? ¿Y sus compromisos vitales? El tipo de transiciones a los que se enfrentan las personas, sus opciones percibidas o reales y la forma en que realizan el afrontamiento dependen, en parte, de ciertas características como la edad, el género, el estatus socioeconómico y el estado de salud, pero, sobre todo, son otras variables las que intervienen de forma más definitiva. La personalidad resistente, el sentido de coherencia, el optimismo, la eficacia personal, el compromiso con una escala de valores y la madurez y el desarrollo del yo son las variables psicológicas que se ha comprobado que influyen positivamente en el afrontamiento. 3.1. Hardiness En la década de los setenta, Kobasa dirigió diferentes proyectos de investigación sobre la personalidad de individuos que, sometidos a situaciones estresantes, no manifestaban síntomas clínicos e incluso tendían a obtener alguno tipo de enriquecimiento, contradiciendo las ideas predominantes en aquel momento respecto a la relación entre estrés y enfermedad. Como resultado de estas investigaciones, se introdujo el término hardiness, que en inglés significa dureza, solidez, severidad, y que en español se suele traducir como personalidad resistente (Kobasa, 1979), y se concluyó que el compromiso, el control y el reto son los tres elementos que actúan como escudos protectores ante los retos de la vida (Kobasa, 1979; Kobasa y Maddi, 1982). • El compromiso implica creer en la importancia y el valor de uno mismo, de lo que uno hace y, en sentido amplio, de lo que conforma su vida. Supone la participación, inversión e implicación activa en el trabajo, las relaciones y la comunidad. Es lo contrario del abandono, del desinterés y del descuido. Se refleja en el hecho de tener metas y propósitos que se consideran importantes, confianza en la capacidad personal para tomar decisiones, valores que se respetan y un sentimiento de pertenencia o de corporación. • El control supone la tendencia a pensar y actuar con la convicción de que uno puede influir - a veces más a veces menos- en el curso de los acontecimientos. No es omnipotencia ni prepotencia. No se trata de creer que uno puede controlar todo lo que ocurre en su vida y mucho menos en la conducta de los demás, sino de tener el convencimiento de que siempre existe un cierto margen de maniobra personal sobre lo que nos ocurre. Es sobre todo un control interno. Esta característica supone el discernimiento entre lo que es posible y conveniente cambiar (interna o externamente: pensamientos o circunstancias) de lo que no lo es. El control implica la responsabilidad personal (¿cómo contribuyo yo a que se mantenga esta situación? ¿Cómo puedo actuar para que mejore?) y se acompaña de un sentimiento de poder, opuesto a la indefensión y al victimismo ante la vida. • El reto implica la asunción del cambio como parte inherente de la existencia humana. Supone concebirlo como algo que, además de ineludible, encierra una oportunidad para el desarrollo y la mejora personal y una fuente potencial de aprendizaje. Quienes poseen este rasgo reaccionan ante el cambio valorándolo como un desafío, se ven beneficiados directa e indirectamente: directamente, puesto que se ven menos expuestos a emociones paralizantes de tristeza o preocupación (al menos, en menor medida que quienes no ven el reto o desafío, sino exclusivamente la pérdida o la amenaza), es decir, de alguna manera se aminora el sufrimiento. Indirectamente también se ven beneficiados, puesto que sus esfuerzos cognitivos se dirigen a la búsqueda de soluciones y recursos, lo cual aumenta la probabilidad de resolver la situación de modo más satisfactorio que las rumiaciones, que se dirigen a

la pérdida o la amenaza (Peñacoba y Moreno, 1998). 3.2. Sentido de coherencia Un concepto muy relacionado con el de hardiness es el de sentido de coherencia, introducido y desarrollado por Antonovsky (1979, 1994). Se define como una disposición relativamente estable a percibir la realidad como algo comprensible, manejable y significativo, de modo que sus tres componentes son: • la comprensibilidad, que es el componente cognitivo y hace referencia a la percepción e interpretación de la realidad de manera ordenada, consistente y estructurada (en vez de caótica, azarosa o accidental); • la manejabilidad, que es el componente instrumental, se refiere a la confianza de la persona de poseer o encontrar los medios necesarios para hacer frente a las demandas de la situación; • la significatividad, el elemento motivacional, que se entiende como la actitud de compromiso con ciertos valores vitales por los que merece la pena esforzarse. Anotonovsky afirma que el sentido de coherencia no es una forma de afrontamiento, sino una tendencia, una disposición general del individuo ante la vida que, dependiendo de las características particulares de la situación estresante, optará por la estrategia cuya posibilidad de éxito considere más elevada. En definitiva, ver el mundo de forma comprensible, manejable y significativa facilita la selección de conductas y recursos eficaces para una situación determinada y apropiados para una cultura específica. 3.3. Expectativas de autoeficacia Bandura (1977) utiliza el concepto de expectativas de autoeficacia para referirse a las creencias de una persona acerca de su capacidad para ejecutar con éxito una conducta dada, en aras de conseguir adaptarse eficazmente a la situación en la que se encuentre. Puesto que se refiere a la percepción subjetiva de la persona de su propia eficacia, también se conoce con el nombre de autoeficacia percibida. Estas expectativas tienden a autoperpetuarse; son producto de experiencias anteriores y, al mismo tiempo, condicionan la resolución de las posteriores. El sentido de autoeficacia afecta a la elección de objetivos y estrategias, a la persistencia e intensidad del esfuerzo empleado y a la naturaleza de los pensamientos y las emociones respecto a uno mismo y a la situación: • cuanto más alta y positiva es la expectativa de autoeficacia de una persona, más ambiciosa será la meta que se proponga, la confianza en alcanzarla y la implicación con la búsqueda y puesta en marcha de las estrategias para lograrlas; • contrariamente, las personas con un pobre sentido de autoeficacia tienden a exagerar las dificultades de la situación y sus deficiencias, lo que conduce a experimentar elevados niveles de ansiedad que interfieren y dificultan los logros. Así pues, la autoeficacia llega a tener repercusiones o consecuencias en la forma de pensar, sentir o realizar prácticas concretas. Siguiendo a Manrique et al. (2005), las diferencias entre las altas y bajas

expectativas de autoeficacia se ponen de manifiesto en las respuestas que se darían a cuatro cuestiones: 1. ¿Qué hacer?: las personas tienden a comprometerse con tareas ante las que se perciben eficaces y a evitar aquellas en las que piensan que van a fracasar. 2. ¿Cuánto esfuerzo implicar?: la cantidad de esfuerzo invertido es proporcional a lo muy o poco eficaz que se siente uno para realizar la tarea en cuestión. 3. ¿Cuánta confianza?: a mayor autoeficacia percibida, menos dudas en la ejecución de la tarea. 4. ¿Qué hacer en el futuro?: las personas con altos niveles de autoeficacia se sienten constructoras de su propio futuro, afrontando los retos que encuentren en este proyecto aunque parezcan difíciles de superar. 3.4. Optimismo El optimismo es destacado por Seligman (1990) como el elemento clave para determinar el éxito o fracaso en el afrontamiento de una situación estresante. El autor identifica dos estilos explicativos de los cambios que retan al individuo: el estilo explicativo positivo u optimismo y el negativo o pesimismo. • Los pesimistas poseen un estilo explicativo negativo, lo que se manifiesta en la tendencia a centrar su atención en los obstáculos, las carencias personales y las dificultades de la situación. Sus expectativas negativas los conducen a adoptar posiciones pasivas y a hundirse emocionalmente bajo el peso de su indefensión. • Por el contrario, quienes poseen un estilo explicativo positivo, los optimistas, interpretan la situación como un reto que es posible resolver y confían en que, finalmente, se conseguirá un resultado satisfactorio en el que siempre, en mayor o menor medida, habrán podido ejercer alguna influencia. Como ocurre con la autoeficacia percibida, el optimismo y el pesimismo tienden a actuar como profecías autocumplidas. Optimismo y pesimismo están muy relacionados con la responsabilidad que asumimos personas ante aquello que nos ocurre. El optimista se responsabiliza de aquello que le sucede, se cuestiona qué es lo que puede hacer para rectificar, mejorar o cambiar una determinada mientras que el pesimista tiende a sentirse impotente frente a lo que le depara la vida pasivamente a que sean las circunstancias externas las que cambien.

o no las por tanto, situación, y espera

Como, además, el optimista tiende a percibir los aspectos positivos de sí mismo, de los otros y de la realidad, sus emociones se mueven en un espectro que incluye el coraje, el entusiasmo, la confianza, la esperanza o el ver los errores como oportunidades para aprender. Las emociones del pesimista, por el contrario, son más negativas (desánimo, apatía, desesperanza, sentimiento de culpa e impotencia) precisamente porque se concentra en los aspectos negativos propios y ajenos. Es obvio que el optimismo del que habla Seligman no es un optimismo cándido (pensar que las cosas van a ir bien porque sí, sin que uno tenga que hacer nada más que confiar en esa idea, no es sino una superstición irresponsable). Muy lejos de eso, el autor defiende las bondades y ventajas de un optimismo realista y constructivo, un optimismo inteligente, como lo denominan Avia y Vázquez (1998). Quien actúa con este optimismo, sin negar los problemas ni las dificultades que presenta la realidad, los mira y acepta con coraje, pero presta más atención a las soluciones, a los recursos y a los elementos positivos

que también están presentes para incorporarlos en estrategias de acción que se llevan a cabo con la mirada fijada en el mejor resultado. En definitiva, cuando la persona se siente eficaz y mantiene una visión positiva de sí misma y de las situaciones a las que se enfrenta, afronta los retos con la confianza de poder obtener buenos resultados; si un determinado plan de acción no le conduce a la meta que pretende, incrementa su esfuerzo o busca otras estrategias; su nivel de estrés o ansiedad no es tan elevado como para interferir en su rendimiento, y, como consecuencia, hay una alta probabilidad de que su afrontamiento tenga éxito, lo que redunda a su vez en un mayor sentimiento de poder personal. Por el contrario, quienes se perciben con poco poder sobre la situación y poseen perspectivas pesimistas tienden a afrontar las situaciones con estrategias evitativas, no son persistentes en sus esfuerzos porque desconfían de su utilidad y viven los retos con gran ansiedad y malestar, todo lo cual disminuye su eficacia. 3.5. Escala de valores y filosofía de vida La calidad y profundidad de los compromisos de una persona con una determinada jerarquía de valores es el cuarto elemento crucial dentro de las variables psicológicas que influyen en el afrontamiento de una transición. Los valores se definen como metas deseables que sirven como principios guía en torno a los que las personas articulan su conducta y su vida. Todos tenemos un sistema de valores; todos tenemos preferencias sobre lo que nos parece que merece la pena conseguir en la vida, o sobre lo que está bien o está mal, todos hacemos juicios de valor sobre la realidad. Nuestros valores se caracterizan por estar ordenados jerárquicamente de forma idiosincrásica (por ejemplo, aunque todos valoremos el confort o la disciplina, no todos colocamos uno u otro en el mismo nivel de prioridad) y por su permanecer como referente en situaciones muy diversas. Uno de los autores más representativos en el estudio de los valores, Schwartz, ha elaborado el modelo general en el que se recogen lo que considera los diez principales valores del ser humano, basándose en el criterio de que su presencia se aprecia universalmente: han sido identificados en la mayoría de culturas del mundo. La razón es, según el autor, que protegen tres requerimientos de la existencia humana: necesidades biológicas, interacción social coordinada y exigencias de supervivencia y funcionamiento del grupo (Schwartz, 1994; Stwartz et al., 2001). • El universalismo: amplitud de espíritu, sensibilidad a la justicia social y a la igualdad, deseo de un mundo en paz, unidad con la naturaleza y voluntad de proteger el ambiente. • La benevolencia: altruismo, lealtad, clemencia, honestidad, amor, amistad sincera. • La conformidad: decencia, obediencia, autodisciplina, educación, respeto a los padres y a las personas mayores. • La tradición: respeto a las costumbres, humildad, respeto a los padres y a las personas mayores. • La seguridad: respeto al orden social, seguridad familiar y nacional, sentimiento de pertenencia. • El poder: importancia y prestigio social, riqueza, autoridad, reconocimiento social. • El logro: ambición personal, orientación al éxito y a la realización según criterios sociales, competencia, influencia, reconocimiento social.

• El hedonismo: atracción hacia los placeres de la vida, sensualidad, confort. • La estimulación: excitación, novedad, desafío, curiosidad, gusto por una vida variada. • La autodirección: creatividad, libertad, independencia, elección de las propias metas. En este modelo, los valores se representan en una estructura circular en torno a dos ejes o dimensiones opuestos (figura 3.2): • la apertura al cambio, la expansión versus la conservación y el continuismo; • la autopromoción o autofocalización versus la autotrascendencia. Figura 3.2. Principales valores humanos (Schwartz, 1994)

De este modo, los valores de hedonismo, estimulación y autodirección estarían en el polo de apertura al cambio, mientras que en el polo opuesto, denominado conservación, están la seguridad y la tradición. En la otra dimensión, corresponden al polo autopromoción los valores logro, poder y hedonismo, y al polo opuesto, la autotrascendencia y los valores de universalidad y benevolencia. El modelo establece que las acciones realizadas en pos de cada valor tienen consecuencias psicológicas, sociales y prácticas que a veces pueden ser conflictivas cuando la persona se encuentra ante un dilema entre dos valores cuya realización es antagónica. Cuanto más próximos están los valores en el diagrama, más compatibles son las acciones encaminadas a respetarlos, mientras que los conflictos aparecen cuando la persona se encuentra en la tesitura de defender simultáneamente valores que se encuentran localizados en dos extremos de un criterio. Apostillando este modelo, desde otras posturas se sostiene que, más que valores universales, existen valores propios de sociedades en vías de desarrollo, que podrían llamarse valores materialistas en tanto que están ligados a criterios externos de bienestar y reconocimiento, y valores postmaterialistas dirigidos a satisfacer necesidades de autorrealización y ligados a criterios internos, que predominan en las sociedades en las que el desarrollo económico y el confort es mayor (Inglehart, 1991). El sistema de valores y compromisos que rige en la vida de cada uno de nosotros, de forma más o menos consciente, condiciona nuestra forma de vivir y modula el impacto de los sucesos en nuestro desarrollo. Las situaciones y los cambios vitales son evaluados como significativos en la medida en que se relacionan con lo que valoramos como importante, en la medida en que dañan, amenazan o facilitan la expresión de nuestros compromisos y metas.

Tal como demuestra la investigación, la relación entre los compromisos y el impacto de una transición es compleja y tiene, en palabras de Lazarus y Folkman (1986), una naturaleza bipolar. Por un lado, cuanto mayor sea la profundidad de un compromiso -por ejemplo, con el éxito en la carrera laboral-, mayor será la vulnerabilidad ante cualquier suceso que pueda afectarle -por ejemplo, quedarse sin empleo. Pero, por otra parte, la intensidad del compromiso influye favorablemente en el afrontamiento, en la medida en que determina la magnitud del esfuerzo para manejar el desafío que se derive del suceso. Por lo que respecta no ya a la intensidad, sino a la calidad o naturaleza de los compromisos, cabe decir que una misma escala de valores puede influir positivamente en el afrontamiento de una transición y negativamente en otra. Así, por ejemplo, la adherencia a las creencias de una determinada religión puede ayudar a la persona a aceptar resignadamente algún suceso dramático, como una enfermedad altamente incapacitante, pero puede dificultar el afrontamiento en otras transiciones como, por ejemplo, el divorcio en el caso de un católico o un descalabro económico en el de un protestante. 3.6. Desarrollo del yo y madurez Jane Loevinger (1976) define el desarrollo del yo como un proceso de etapas que se suceden según un orden fijo, de modo que solo se cambia de etapa cuando la precedente ha sido superada. Debido a diferencias interindividuales cognitivas, morales y de personalidad, los individuos avanzan a ritmos muy diferentes y se da la circunstancia de que no todos alcanzan los niveles superiores. Aunque los primeros niveles se cumplen generalmente durante la infancia, la relación entre cada etapa y la edad cronológica a la que se corresponde es muy aproximativa, pudiéndose encontrar grandes variaciones en cuanto a la etapa en que se encuentran los adultos. Al entrar en la vida adulta, los tres primeros niveles han sido convenientemente superados. El nivel presocial, propio del primer año de vida, se caracteriza por la indeferencia del bebé por todo lo que no sean sus necesidades; el desarrollo del yo implica llegar a aprender a diferenciarse de su entorno. El nivel simbiótico se supera cuando el niño aprende a sentirse como un ente separado del cuidador principal. El nivel impulsivo en el que el niño va elaborando su identidad, en parte dando rienda suelta a sus impulsos. Una vez atravesados estos niveles, la mayor parte de los adultos se encuentra en alguno de los cuatro niveles siguientes. Nivel de autoprotección. Niños o adultos en este nivel controlan los impulsos anticipando las recompensas o los castigos y, aunque comprenden las reglas, intentan obtener el máximo beneficio y evitar ser cogidos en la falta y el castigo. Nivel conformista. Dos características lo definen: por una parte, el individuo, niño o adulto, se identifica como miembro de un grupo e intenta conformar su conducta a las expectativas de este. Por otra, existe una acusada insensibilidad a las diferencias individuales y una gran estereotipia conductual, con una visión dualista de la realidad. No suele producirse antes de la adolescencia. El individuo ya posee un considerable conocimiento de sí mismo y de las diferencias individuales en cuanto a opiniones y sus matices. Sin embargo, todavía se observan ciertas limitaciones en sus juicios. Las categorías estereotipadas referidas al género, el estado civil, la educación, etc. continúan sirviendo de base para sus razonamientos. Nivel de concienciación. La persona crea sus propias normas y sus ideales e intenta vivir de acuerdo con ellos, tienen una gran vida interior y una conciencia de los matices de sus sentimientos, y, al mismo tiempo, sus juicios sobre los demás son cada vez más individualizados. Como consecuencia, las

relaciones son ricas en profundidad, complejidad y significado. Nivel individualista. Lo característico es que la persona sea muy consciente de sus contradicciones y conflictos internos y se encuentre fuertemente comprometida con establecer, de forma independiente, sus posturas ideológicas y juicios personales. Nivel autónomo. Este nivel es relativamente excepcional. En él, los individuos alcanzan un elevado grado de autonomía, poseen la capacidad para reconocer y manejar convenientemente sus conflictos internos, y aceptan a los demás por lo que son sin intentar cambiarlos. Nivel integrado. Todavía más inusual que el anterior; en él, la persona consigue reconciliar sus conflictos personales, examinados en la etapa anterior, y abandona la búsqueda de lo imposible. Sintetizando, lo que cambia etapa a etapa es: en primer lugar, la percepción cada vez más compleja de uno mismo y de los demás, que se facilita y refleja en el paso de juicios rígidos, dicotómicos y estereotipados a la captación de diferencias individuales sutiles y a la tolerancia e incluso valorización de ellas; en segundo lugar, preocupaciones conscientes que evolucionan desde asuntos más concretos, inmediatos y centrados en los propios intereses, hasta girar en torno a cuestiones más abstractas, generales y referidas a asuntos de mayor amplitud que la personal; en tercer lugar, la perspectiva temporal, que se amplía, y, por último, la progresiva conciencia de uno mismo, incluyendo motivaciones, sesgos cognitivos, defectos y virtudes. La influencia entre la madurez del yo y el afrontamiento es bidireccional. Zacarés y Serra (1997), en su revisión de las diferentes perspectivas teóricas sobre la madurez psicológica, afirman que esta dimensión constituye el núcleo de los recursos personales para afrontar las transiciones y las crisis. Los autores proponen un modelo especulativo, según el cual las personas son tanto más maduras en la medida en que asumen que el cambio es algo inevitable, saludable y una oportunidad para desarrollarse; son cada vez menos egocéntricas, permaneciendo abiertas ante visiones de la realidad diferentes a las suyas, que reconocen y valoran; su reacción al cambio es el afrontamiento, sin evitar las tareas del desarrollo ni estancarse en moratorias excesivas; son disciplinadas, persistentes en sus esfuerzos y capaces de postergar la gratificación cuando ello es conveniente; están comprometidos con un sistema de creencias y valores, y, finalmente, existe una coherencia entre sus ideas o conocimientos, sentimientos y conducta. 4. APOYO SOCIAL ¿Cuáles son las principales fuentes de apoyo disponibles para la persona que está atravesando una transición? ¿Siente que recibe suficiente apoyo en términos de afecto, afirmación y ayuda? ¿Es adecuado el tipo de apoyo disponible para la transición concreta a la que se enfrenta? ¿Ha afectado la transición en algún sentido a su entramado social? ¿Qué disposición o uso concreto hace de su apoyo? El tercer factor que, según el modelo de las 4-S, determina las ventajas e inconvenientes para afrontar una transición es el apoyo que la persona recibe de su participación en el engranaje social. Generalmente se asume que estar integrado en una estructura social es esencial para que el individuo pueda sentirse bien con respecto a sí mismo y a su vida; sin relaciones sociales, gran parte del significado de la existencia humana pierde valor. La repercusión de la estructura social en los cambios del desarrollo tiene un anverso y un reverso: por una parte, un gran número de las transiciones que afrontamos tienen su origen en las demandas sociales recibidas o en las alteraciones que se producen en

nuestras relaciones; por otra, proporciona recursos valiosos que ayudan a satisfacer estas demandas. El apoyo social es un constructo multidimensional formado por dos ámbitos básicos: el estructural y el funcional. El primero se refiere a la red social disponible y el segundo, al tipo de apoyo que se dispensa. La red social puede definirse como los lazos directos e indirectos que unen a un grupo de individuos a través de criterios como el parentesco o la amistad. Sus características más relevantes son el tamaño, la fuerza de los vínculos, la densidad, la homogeneidad y la dispersión (Calvo y Díaz, 2004). Atendiendo a la función que cumplen, Lazarus y Folkman (1986) distinguen tres tipos de apoyo: apoyo emocional, que incluye muestras de simpatía, amor, confianza y reafirmación; apoyo instrumental o tangible, que incluye conductas de servicio, ayuda material, etc., y apoyo informativo, es decir, recibir información, consejo, opiniones, etc. De manera similar, Antonucci et al. (1990) diferencian tres elementos básicos del apoyo social: el afecto -expresiones de cercanía, ternura y cariño-, la afirmación -reconocimiento y aprobación de lo que uno es- y la asistencia -obtención de bienes materiales, información, consejo. El entorno social provee de muy diversos recursos que pueden ser de utilidad para afrontar las transiciones y, en general, para ayudar al individuo a lograr el bienestar psicológico. Muchas investigaciones empíricas han demostrado la importancia que tiene contar con un adecuado apoyo social para la salud física y emocional. Su efecto beneficioso es especialmente claro en las situaciones estresantes como las que se producen durante las transiciones. En un estudio clásico sobre el afrontamiento del desempleo en una muestra masculina, Kasl y Cobb (1970) comprobaron que los sujetos que valoraban el apoyo social recibido, por parte de sus esposas y amigos, como suficiente y adecuado presentaban menos síntomas físicos y emocionales que los que sentían que percibían poco apoyo. La influencia del apoyo social en la salud fue también constatada en un estudio de Spiegel, Bloom, Kramer y Gottheil (1989) con mujeres que padecían cáncer de pecho; este estudio comprobó que aquellas que participaron en un grupo de apoyo que se reunía semanalmente vivieron una media de 18 meses más que las que formaban parte del grupo de control. Esta influencia positiva se ha comprobado en otras muchas situaciones vitales estresantes (Pérez-García, 1999): reducción de complicaciones en el embarazo y parto de riesgo, posthospitalización infantil, recuperación de intervenciones quirúrgicas, recuperación de infarto de miocardio, etc. Las dos explicaciones más satisfactorias en torno a los efectos beneficiosos del apoyo social son las que conciben el apoyo como efecto directo sobre el bienestar y las que destacan su papel como moderador del estrés (Hernández, Pozo y Alonso, 2004). • El apoyo como efecto directo o principal: la idea es que existe una relación directa entre el apoyo y el bienestar, ya que mantener una red de vínculos interpersonales proporciona a la persona sentido de pertenencia y de valía personal, seguridad, información y recursos. • El apoyo como amortiguador o moderador del estrés: se establece que el apoyo social actúa de manera indirecta sobre el bienestar, ya que su efecto positivo se aprecia en situaciones estresantes y no fuera de estas. En las investigaciones tradicionales sobre la influencia que el apoyo social ejerce sobre la salud y el bienestar psicológico, esta variable era conceptualizada y medida a partir de criterios objetivos como la naturaleza de las relaciones, su número y la frecuencia de los contactos. Se presuponía que mantener una relación equivalía a obtener soporte de ella, y, consecuentemente, cuanto más amplio fuera el entramado

social de un individuo, más apoyo tendría este a su disposición. Sin embargo, los avances en este campo de estudio han conducido a los investigadores a incluir también criterios más subjetivos; especialmente se atiende al apoyo social percibido. Lo que parece ser realmente importante no es tanto la cantidad de los contactos, como la forma en que estos contactos son valorados y juzgados en cuanto al soporte que proporcionan. Así, se hace necesario estimar el apoyo social percibido por la persona en términos de: en primer lugar, las principales fuentes de apoyo con las que dice contar; en segundo lugar, el tipo de apoyo que recibe de cada una de ellas; a continuación, la adecuación del apoyo disponible a las demandas concretas de la transición; seguidamente, el aprovechamiento de dicho apoyo, y por último, en el caso de que las haya, las opciones potenciales a su alcance que no están siendo utilizadas. Sacar el máximo provecho de los sistemas de apoyo disponibles o aprender a crearlos es una de las estrategias más útiles para afrontar las transiciones. Sin embargo, hay que tener en cuenta ciertas precauciones, ya que del apoyo social también pueden derivarse perjuicios en ciertas circunstancias: por ejemplo, si es incompleto o se interrumpe prematuramente, puede dar lugar a irritación y resentimiento; si es excesivo, puede generar relaciones de dependencia; si se basa en valores muy alejados de quien lo recibe, puede dar lugar a efectos conflictivos; si se proporciona información fragmentada o inadecuada, puede crear incertidumbre o generar más problemas, etc. 5. MECANISMOS DE DEFENSA Y AFRONTAMIENTO ¿Qué hace la persona enfrentada a una transición para manejar el cambio? ¿Está intentado modificar aspectos de la situación o de ella misma? ¿Cómo controla sus emociones? ¿Qué estrategias le son útiles y cuáles no? A lo largo de la transición, el individuo se ve obligado a realizar esfuerzos de distinta índole para restaurar el equilibrio que van cambiando con el tiempo. Algunos de estos esfuerzos son mecanismos inconscientes y automáticos; otros, estratégicos e intencionados; algunos forman parte del repertorio de respuestas adquiridas, otros surgen en la transición; algunos conducen a una adaptación saludable a corto y largo plazo; otros, en fin, son ineficaces e insanos. En el afrontamiento, existen diferencias intraindividuales e interindividuales: un mismo individuo emplea estrategias diferentes en situaciones distintas -ante distintos estresores o en momentos diferentes de su desarrollo- y, ante una misma situación, rara vez dos personas emplearán exactamente los mismos mecanismos para hacerles frente. Freud fue el primero en teorizar sobre las formas en las que las personas responden a las situaciones que generan elevados niveles de ansiedad, acuñando el nombre de mecanismos de defensa. Este concepto ha sido ampliamente investigado dentro de las filas del psicoanálisis, donde continúa siendo clave y, desde ahí, su empleo se ha generalizado entre los psicólogos de casi todas las demás orientaciones. En los años setenta, como una derivación del estudio de los mecanismos de defensa, surgió una línea de investigación que se centró en el subconjunto de mecanismos que se consideraron más maduros y adaptativos, a los que se dio el nombre de estrategias de afrontamiento. La razón por la que se consideraron más maduros descansa en que se trata de mecanismos que se emplean con mayor conciencia y voluntad e implican una menor distorsión de la realidad que los demás.

5.1. Los mecanismos de defensa El término defensa fue introducido por Sigmund Freud en 1894 y fue su hija, Anna Freud, quien, en la obra El yo y los mecanismos de defensa (1936), abordó su estudio en profundidad. Desde sus inicios hasta la actualidad, los psicoanalistas han estado interesados en comprender el fenómeno por el cual el yo se protege de la angustia que emana de tener que conciliar las demandas impulsivas provenientes del ello y las restricciones morales del superyó. La ansiedad es una experiencia emocional dolorosa, representativa de una amenaza real o simbólica para el individuo, que no puede tolerarla durante mucho tiempo. Como defensa ante ese malestar, se originan en el nivel inconsciente ciertos mecanismos que distorsionan o excluyen aquellos aspectos de la realidad que suscitan angustia. Así pues, los mecanismos de defensa surgen en el nivel inconsciente en todas las personas para poner término a la experiencia emocionalmente dolorosa que surge como consecuencia de la frustración de impulsos. El listado siguiente es uno de los inventarios más completos de los mecanismos de defensa que aparecen en la literatura psicoanalítica. Se debe a Ionescu et al. (1993). Las definiciones las hemos tomado del Diccionario de Psicoanálisis de Laplanche y Pontalis (1993). • Activismo: gestión de los conflictos psíquicos o de las situaciones traumáticas externas por el recurso de la acción, en lugar de la reflexión, o de la experimentación de los afectos. • Afiliación: es la búsqueda de ayuda y de sostén de los otros cuando se vive una situación que engendra angustia. • Afirmación de uno mismo (asertividad): ante un conflicto emocional o un suceso estresante, la persona que utiliza este mecanismo comunica abiertamente sus sentimientos y pensamientos, de una forma que no es ni agresiva ni manipuladora. • Aislamiento: puede tener dos significados: por un lado, una eliminación del afecto ligada a una representación (recuerdo, pensamiento) conflictiva, mientras que la representación en cuestión continúa siendo consciente, y, por otro, una separación artificial entre dos pensamientos o dos comportamientos que en realidad están ligados, y cuya relación no puede ser reconocida sin angustia por parte de la persona. • Altruismo: dedicación a los demás que permite al sujeto escapar de un conflicto. • Anticipación: supone imaginar, ante una situación conflictiva, el futuro experimentando sus propias reacciones emocionales, previendo las consecuencias que pueden ocasionarse y contemplando varias respuestas o soluciones posibles. • Anulación retroactiva: ilusión según la cual será posible anular un suceso, una acción o un deseo portadores de conflicto, gracias al poder de una acción o de un deseo ulteriores que poseen un efecto de destrucción retroactiva. • Ascetismo adolescente: rechazo, por parte del adolescente, de cualquier tipo de placer corporal, incluso los más inocentes. • Contracatexis: energía psíquica del yo que se opone a la tendencia a la descarga de la pulsión. Fuerza inconsciente contraria y, al menos, igual a la que, proviniendo del ello, busca alcanzar la

conciencia. • Escisión (del yo o del objeto): acción de separar, de dividir el yo o un objeto bajo la influencia angustiante de una amenaza, de forma que puedan hacerse coexistir las dos partes así separadas que se conciben sin formación de compromiso posible. • Formación reactiva: transformación del carácter que permite una economía de represión, ya que las tendencias inaceptables son sustituidas por las tendencias opuestas, que se convierten en permanentes. • Humor: en sentido restringido, en Freud, el humor consiste en presentar una situación vivida como traumatizante de manera que de ella se desprendan los aspectos divertidos, irónicos o insólitos. Solo en este caso (humor aplicado a uno mismo) puede considerarse un mecanismo de defensa. • Identificación con el agresor: este mecanismo designa el hecho de que el sujeto, confrontado con un peligro externo, se identifique con su agresor según diferentes modalidades: sea haciéndose cargo él mismo de la agresión; sea imitando física o moralmente a la persona del agresor, o sea adoptando ciertos símbolos de poder que le caracterizan. • Identificaciónproyectiva: mecanismo que consiste en una fantasía en la que el sujeto imagina que se introduce, parcialmente o en su totalidad, en el interior del otro para dañarlo, poseerlo o controlarlo. • Identificación: asimilación inconsciente, bajo el efecto del placer libidinal o de la angustia, de un aspecto, una propiedad, o un atributo del otro que conduce al sujeto, por similitud real o imaginaria, a una transformación total o parcial sobre el modelo con el que se identifica. La identificación es un modo de relación con el mundo constitutivo de la identidad. • Intelectualización: recurso a la abstracción y la generalización hacia una situación conflictiva que angustiaría demasiado al sujeto si se sintiese personalmente implicado. • Introyección: inclusión fantasiosa del objeto o de una parte de este. Guarda una íntima relación con la identificación y se opone a la proyección. • Negación: en la obra de Freud, la negación tiene dos sentidos: rechazo a reconocer como propio, inmediatamente después de haberlo formulado, un pensamiento, un deseo o un sentimiento que sea fuente de conflicto, y rechazo por el sujeto de una interpretación correcta, formulada por un interlocutor -habitualmente el analista. • Proyección: operación mediante la cual el sujeto expulsa al mundo exterior pensamientos, afecto, deseos que ignora o reprime en sí mismo y que atribuye a los otros, a las personas o los objetos de su entorno. • Racionalización: justificación lógica, pero artificial, que camufla, sin saberlo el que la utiliza, los verdaderos motivos (irracionales e inconscientes) de ciertos juicios, conductas o sentimientos, puesto que esos verdaderos motivos no podrían ser reconocidos sin ansiedad. • Refugio en la fantasía o fantasía esquizoide: mecanismo que consiste en recurrir a una ensoñación diurna excesiva -cuando el sujeto se encuentra en una situación conflictiva o cuando está confrontado a factores estresantes- que le impide mantener eficazmente relaciones interpersonales, a una acción en principio más eficaz o a la resolución de problemas.

• Regresión: constituye una vuelta -más o menos organizada y transitoria- a modos de expresión anteriores de pensamiento, conducta o relaciones de objeto, hacia un peligro interno o externo susceptible de provocar un exceso de angustia o de frustración. • Renegación: acción de rechazar la realidad de una percepción vivida como peligrosa o dolorosa por el yo. • Represión: es la eliminación involuntaria e inconsciente del plano de la conciencia de determinados pensamientos, recuerdos o deseos conflictivos que continúan siendo activos aun siendo inconscientes. Este es el mecanismo de defensa más importante, el más poderoso y, en cierto modo, el precursor de los demás, puesto que cuando este falla, en alguna medida, es cuando surgen los demás. • Retirada apática: es un desapego protector constituido por indiferencia afectiva, restricción de relaciones sociales, de actividades externas y de sumisión pasiva a los acontecimientos, que permite a la persona soportar una situación muy difícil. • Sublimación: tiene dos sentidos en la obra de Freud: en primer lugar, desexualización de una pulsión dirigida a una persona que se ha sido o podría ser deseada; la pulsión se transforma en ternura o amistad, cambia de meta, pero su objeto continúa siendo el mismo; en segundo lugar, derivación de la energía de una pulsión sexual o agresiva hacia actividades valoradas socialmente (artísticas, intelectuales, morales). La pulsión se desvía entonces de su objeto y de su meta (erótica o agresiva) originales, pero sin ser reprimida. El segundo sentido es el más habitual. • Supresión: tentativa voluntaria de expulsar de la conciencia problemas, deseos, sentimientos o experiencias que atormentan o inquietan al sujeto. • Vuelta hacia la propia persona: el sujeto rechaza inconscientemente su propia agresividad hacia los otros y la dirige hacia sí mismo. Este mecanismo de defensa puede estar en la base de sentimientos de culpabilidad, de una necesidad de castigo, de una neurosis de fracaso y de tentativas de autodestrucción. Puesto que no todos los mecanismos de defensa implican el mismo nivel de distorsión ni se generan en el mismo nivel de conciencia, se distinguen varios niveles de madurez: • maduros: sublimación, supresión, anticipación, altruismo y humor; • intermedios o neuróticos: desplazamiento, represión, racionalización y formación reactiva; • inmaduros: proyección, fantasía esquizoide, agresión pasiva, hipocondriasis y negación. Entra dentro de lo normal y esperable que, durante una transición o crisis, se utilicen mecanismos de defensa. Sin embargo, como es lógico, cuanto mayor preponderancia tengan los mecanismos maduros (con menor distorsión y mayor conciencia) mayor ventaja para un afrontamiento saludable (Vaillant et al., 1986). 5.2. Estrategias de afrontamiento La diversidad de respuestas ante situaciones potencialmente adversas es consecuencia, en gran medida, de la estimación que las personas hacen de la situación a la que se enfrentan, más que de las características objetivas de esta situación. Este es el supuesto básico sobre el que se asienta el modelo

cognitivo-transaccional de Lazarus y Folkman (1986), el que más apoyo recibe en la investigación sobre estrés desde hace varias décadas. El estrés es definido como un conjunto de relaciones particulares entre la persona y una situación que se valora como excedente de los propios recursos, y que pone en peligro el bienestar personal. Así concebido, el estrés no es ni un estímulo, ni una característica de la persona, sino una relación entre las exigencias que plantea el ambiente y la capacidad de enfrentarse a ellas, en las que es de capital importancia la valoración que se hace (desafío, amenaza o reto) y las estrategias que se emplean para resolver el desequilibrio. De todo ese proceso se derivarán consecuencias más o menos saludables a corto o largo plazo (figura 3.3). Figura 3.3. El modelo de estrés de Lazarus y Folkman

Las estrategias de afrontamiento, definidas como esfuerzos cognitivos y conductuales realizados para manejar el estrés, inicialmente fueron categorizadas en dos grupos: las dirigidas a manejar la emoción y las dirigidas al problema. Actualmente se usan otros criterios que dan lugar a un amplio espectro de categorías (Perrez y Reicherts, 1992). Así, encontramos con frecuencia la distinción entre: • afrontamiento aproximativo, el de la persona que realiza esfuerzos mentales o cognitivos para confrontar activamente la situación problemática o las emociones negativas; • afrontamiento evitativo, que se da cuando se actúa con la intención de escapar del problema; • y afrontamiento pasivo, que consiste en omitir cualquier tipo de respuesta permaneciendo en estado de moratoria, esperando que la situación se resuelva por sí misma. Otra distinción, también bastante empleada, se refiere al tipo de proceso seguido en el afrontamiento. A partir de un metaanálisis, Campos et al. (2004) identificaron más de 400 estrategias que agruparon en lo que los autores denominan 13 fam ilias de afrontamiento. 1. Resolución de problemas. Incluye el análisis lógico, el esfuerzo, la persistencia y la determinación de hacer frente a la situación problemática. Esta es una categoría que, por regla general, se muestra efectiva para disminuir la ansiedad y el humor depresivo, salvo en las situaciones en las que los hechos estresantes están o se perciben fuera de control de la persona; en tal caso, no parece ser una estrategia tan adaptativa. 2. Búsqueda de apoyo social instrumental, informativo y/o emocional. Una categoría muy frecuentemente utilizada, cuyo valor adaptativo disminuye cuanto mayor es la controlabilidad y la duración de la situación estresante.

3. Huída-evitación. Incluye la desconexión cognitiva (hacer esfuerzos por no pensar en el problema), conductual (escapar de la situación), el pensamiento desiderativo o fantástico (imaginar situaciones alejadas de la realidad para no enfrontarse a esta) y el uso de alcohol y otras drogas para olvidar el problema. Se trata de estrategias frecuentes en el momento de ocurrencia del problema que se ponen en práctica para minimizar la respuesta afectiva en el clima del estrés. Aunque pueden ser efectivas en esos primeros momentos para lograr ese fin, se demuestran poco adaptativas a largo plazo para resolver la situación y se asocian negativamente con el bienestar psicológico. 4. Distracción. Es un intento activo de manejar la dificultad y el malestar de la situación difícil mediante la concentración en actividades agradables (dedicación a aficiones, hacer deporte, ver la televisión, salir con los amigos, leer, etc.). Se considera adaptativa cuando la persona no incurre en las distracciones compulsivamente y realmente proporciona gratificación y placer. 5. Reevaluación o reestructuración cognitiva. Son intentos activos de cambiar el punto de vista sobre la situación con la intención de poner de manifiesto elementos positivos y manejables. Incluye el pensamiento positivo, la minimización de las consecuencias negativas, el realce de la autoeficacia, las comparaciones positivas con otras situaciones, buscar un sentido, la concentración en posibles ganancias futuras, etc. Funcionan con éxito cuando están exentas de un autoengaño que impide la acción eficaz con el estresor. 6. Rumiación. Se refiere a la focalización repetitiva y pasiva en los elementos amenazantes de la situación. Incluye desde los esfuerzos conscientes y voluntarios por pensar y analizar sin tregua, hasta los pensamientos intrusivos. Es tanto más adaptativa cuando de tal rumiación emerge el sentido, y lo es mucho menos cuando se acompaña de autoinculpación neurótica y sentimientos de desamparo. Tampoco resulta adaptativa cuando se busca obsesivamente una solución a una situación que está fuera del propio control. 7. Desesperación y abandono. Implica la renuncia al control de la situación. Va desde la aceptación resignada y serena cuando realmente nada puede hacerse, hasta la indefensión y la retirada impotente, aun cuando no se han agotado todas las posibilidades de cambio. Se asocia a una baja adaptación y un bajo ajuste social y emocional y a problemas de conducta cuanto más próxima está a este segundo caso. 8. Aislamiento social. La persona se retira y se desvincula de los otros con la intención de no compartir y de no exponer a miradas ajenas los sentimientos o la información de cualquier tipo sobre la situación que se está viviendo. Esta forma de afrontamiento suele mostrarse asociada a humor depresivo, problemas de conducta y menor ajuste social, especialmente en niños y adolescentes. 9. Regulación afectiva. Supone esfuerzos por expresar constructivamente las emociones y rebajar el malestar. Está relacionada con el autocontrol emocional y con la capacidad de autorreconfortarse y relajarse. Se distingue de la descarga incontrolada o ventilación emocional en que, en la regulación, la gestión es más adaptativa y controlada. Incluye actividades muy variadas, desde practicar ejercicio físico hasta practicar relajación o descansar dando un paseo; lo importante es que estas actividades sean eficaces para que la persona en cuestión mejore su estado emocional y exprese, en el momento y lugar adecuado, sus sentimientos. La aceptación y el estoicismo, la inhibición o supresión emocional y la catarsis en circunstancias controladas se incluyen en esta categoría. 10. Búsqueda de información. La persona intenta manejar la situación sabiendo más sobre sus causas,

consecuencias y significado, así como sobre la forma de reaccionar a ella. Aquí se incluye consultar a profesionales, personas que hayan pasado por experiencias similares o lecturas especializadas. 11. Negociación. Esta estrategia se emplea, sobre todo, en las situaciones estresantes que implican algún tipo de conflicto interpersonal. Son intentos activos de persuadir a los otros y lograr algún tipo de arreglo favorable a ambas partes. Incluye establecer límites y prioridades, reducción y reformulación de demandas y modificación de elementos o situaciones estresantes. Esta es una estrategia de afrontamiento por lo general muy eficaz. 12. Oposición y confrontación. Esta es una estrategia, como la anterior, que se emplea en situaciones estresantes interpersonales; pero, a diferencia de aquella, aquí se trata de expresar el enojo y el desacuerdo abiertamente, incluyendo la respuesta agresiva y la inculpación. Este estilo de afrontamiento se considera desadaptativo y se asocia con depresión y ansiedad. 13. Rituales públicos y privados y religión. Esta estrategia, que incluye la asistencia a celebraciones y prácticas en grupo religiosas, así como actividades como rezar, muestra efectos positivos en el control de la ansiedad y con otros criterios de salud ante determinadas circunstancias y para determinadas personas, especialmente en el caso de afrontamiento de grandes pérdidas, porque normaliza la expresión emocional y permite beneficiarse del apoyo social. Evidentemente, solo tiene valor en la medida en que para la persona estos rituales tienen un sentido.

De acuerdo con Lazarus y Folkman (1986), ninguna estrategia es en sí misma esencialmente mejor o peor que otra; la adaptación depende del contexto o la situación particular. A menudo se supone que las estrategias dirigidas a controlar el ambiente son las más eficaces y saludables; sin embargo, como señalan los autores: «Puesto que muchas fuentes de estrés no pueden dominarse, en tales condiciones el afrontamiento eficaz incluirá todo aquello que sirva al individuo para tolerar, minimizar, aceptar o, incluso, ignorar lo que no pueda controlar» (Campos et al., 2004: 163). En definitiva, las personas que cuenten con un gran repertorio de estrategias de afrontamiento, y que sean flexibles para utilizar unas u otras dependiendo de las circunstancias, tendrán éxito más fácilmente al afrontar los efectos estresantes potenciales de los sucesos del desarrollo, así como de las tensiones de la vida diaria (Lazarus y Folkman, 1986). En realidad, tal como sostienen Pearlin y Schooler (1978), la mayor parte de las veces, cuando nos enfrentamos a una transición, no utilizamos un tipo exclusivo de estrategias sino algún tipo de combinación que además vamos cambiando. Así, por ejemplo, un trabajador que pierde su empleo puede afrontar la transición buscando sistemática y permanentemente trabajo -estrategia instrumental dirigida al entorno-, concentrándose en los aspectos positivos de su presente, como puede ser disfrutar más tiempo de la compañía de su familia -extracción de elementos positivos- y haciendo más deporte -estrategia conductual dirigida a la emoción. 6. ACTITUDES Y RESPUESTAS SALUDABLES Y NO SALUDABLES ANTE LOS DESAFÍOS VITALES Finalizamos este capítulo resumiendo las actitudes, conductas e ideas que se asocian con mayor probabilidad al trauma y la patología en general, y las que caracterizan a las personas que responden de

forma resiliente a los infortunios de la vida. Actitudes y respuestas no saludables • Rumiar sin cesar sobre todas las variantes posibles del tema soy una víctima: autopercibirse como permanentemente vulnerable y mentalmente derrotado y no dejar de extraer y anticipar conclusiones negativas respecto al futuro. • Creer firmemente que uno ya no se recuperará, ya no volverá a ser el mismo que era, los síntomas no remitirán; que el mundo es un lugar inseguro, impredecible, incierto, el futuro también y que la vida ha perdido su propósito. • Herir, hacer daño sin mesura ni discriminación, a los otros, con la rabia; a uno mismo, con la culpa, la humillación y la vergüenza. • Elegir o bien el aislamiento, o bien el establecimiento y exclusividad de relaciones fusionales y dependientes. Y siempre buscar entornos negativos, rodearse de personas malhumoradas, indiferentes, críticas y duras, en definitiva, cualquier circunstancia que propicie la revictimización y el abandono. • Hacer comparaciones en las que yo, ahora y lo que ha sido siempre sean los polos desventajosos de los otros, antes y lo que podría haber sido. Consagrar el presente a idealizar y lamentar lo perdido y a elaborar negros pronósticos para el resto de la vida. Permanecer en alerta permanente buscando cualquier indicio de que las cosas van mal o empeoran. Actitudes y respuestas saludables • Estar comprometidos con un conjunto coherente de metas realistas y con un sentido personal y echar mano de las creencias existenciales, de filosofía de vida y memoria biográfica, para mantener la confianza en uno mismo; poseer un sentido de la autoeficacia y del control personal y diferenciar lo que puede cambiarse de lo que no, involucrándose activamente en el primer caso y aceptando lo segundo, y ver siempre los cambios como retos o problemas que hay que resolver y que uno puede resolver; involucrarse en acciones que conduzcan, paso a paso, hacia metas con un sentido y un valor personal y que tengan en cuenta también a los otros, cultivar los aspectos de la personalidad resistente, el sentido de coherencia y las expectativas positivas de autoeficacia. • Mantener un punto de vista optimista-realista acerca de la vida y de uno mismo, apreciar lo que se está aprendiendo o se ha aprendido, al tiempo que se enfrenta la situación y cultivar la voluntad de encontrar un sentido y un propósito a las experiencias de la vida, sin hacer comparaciones sociales victimistas ni autodañiñas; no caer en pensamientos negativos, (y, si se tienen, equilibrarlos con otros más esperanzadores y positivos en una ratio de aproximadamente 4:1 a favor de los positivos); aceptar que en la vida también influye el factor azar y que es imposible proyectar y planificar las circunstancias futuras con un ajuste perfecto; cultivar el optimismo inteligente. • Mantener relaciones con los otros con buena voluntad y, con esa buena voluntad, pedir y dar ayuda, compartir, celebrar, etc., ser solidarios, comprometerse en acciones positivas con los demás; no permanecer aislados. Evitar tanto el aislamiento como las relaciones fusionales; cultivar los vínculos significativos y enriquecedores. • Modular las emociones y mantener la calma bajo presión, utilizando estrategias de aceptación,

tolerancia y concentración en el presente. Dependiendo de las demandas de la situación, usar la acción directa sobre el problema o usar estrategias dirigidas a manejar la emoción paliativamente; usar flexiblemente un repertorio de estrategias. No usar estrategias evitativas ni enredarse con autoengaños defensivos o postergaciones que pueden empeorar la situación (abuso de sustancias para rebajar la presión de las emociones negativas o involucrarse en conductas de alto riesgo), que contribuyan a la revictimización con la finalidad de intensificar y justificar el afecto negativo. En definitiva, afrontar los desafíos de la vida con coraje, flexibilidad y realismo.

CAPÍTULO 4. EL DESARROLLO SALUDABLE 1. INTRODUCCIÓN Los grandes cambios de nuestra existencia nos obligan a tomar conciencia de la impermanencia de todo cuanto nos presta la vida: vínculos afectivos, consideración social, salud o bienes materiales. Ciertamente, ser conscientes de que toda experiencia está destinada a perecer y a ser reemplazada por otras que, a priori, desconocemos conduce, en muchos casos, a la desesperación y la indefensión más absoluta, en definitiva, a un malestar que en casos extremos se manifiesta de forma patológica. Sin embargo, es precisamente la conciencia de que no hay nada que podamos dar por seguro y que nuestro tiempo tiene un límite lo que puede realzar el goce de vivir y conducirnos al compromiso con una forma de vida que nos haga sentir más satisfechos y felices, que se corresponda mejor con lo que somos, una vida con sentido. En definitiva, los momentos críticos son oportunidades para desarrollarnos saludablemente. ¿Qué entendemos por desarrollo saludable? La salud se concibió tradicionalmente como ausencia de enfermedad física, hasta que a mediados del siglo pasado comenzó a adoptarse una noción más amplia, positiva y comprometida. Esta idea se aprecia claramente en la definición que establece la Carta Fundacional de la o m s de 1946: «La salud es un estado de completo bienestar físico, mental y social y no solo la ausencia de afecciones o enfermedades»; y en otra definición, algo más reciente, propuesta en el Xém Congrés de Metges i Biolegs en Llengua Catalana de 1976: «La salud es una manera de vivir cada vez más autónoma, solidaria y gozosa». Vivir con el máximo de independencia posible, asumiendo la responsabilidad de uno mismo. Vivir teniendo en cuenta a los otros. Vivir con gozo. Es evidente que esta concepción es la que subyace en el modelo salutogénico en el que, como vimos en el capítulo precedente, destaca el reciente movimiento de la psicología positiva y la corriente existencial-humanista. Recordemos que el objetivo de la psicología positiva es: «El estudio científico de las experiencias positivas, las fortalezas y virtudes humanas, las instituciones que facilitan su desarrollo y los programas que ayudan a mejorar la calidad de vida de los individuos, mientras previenen o reducen la incidencia de la psicopatología» (Seligman 2005; Seligman & Csikszentmihalyi, 2000). Recordemos, también, que el interés por comprender las cualidades humanas positivas, aquellas que permiten madurar como personas, vivir una vida con sentido y sentirse autorrealizadas, es el eje en torno al cual ha gravitado desde sus inicios la psicología existencialista y la humanista. Bienestar psicológico, autorrealización y sentido de la vida son tres ejes fundamentales en el desarrollo saludable, cuya relación con los momentos críticos de la vida es de una importancia capital. 2. EL DESARROLLO SALUDABLE DESDE LA PSICOLOGÍA POSITIVA Bienestar subjetivo, calidad de vida, felicidad, etc., cientos de publicaciones están apareciendo en las últimas décadas en torno a este tema nuclear de la psicología positiva. En 1973, se introdujo el término felicidad en el Psychological Abstracts Internacional, una locución demasiado difusa y con demasiadas connotaciones filosóficas para el espíritu positivista de la época que

pronto fue remplazada, de forma más acorde con el vocabulario psicológico en boga, por los conceptos calidad de vida y nivel de vida. La mayor parte de los estudios iniciales sobre este tema, llevados a cabo en las décadas de los setenta y ochenta, se centraron en aspectos externos y condiciones de vida susceptibles de ser medidos objetivamente; así, se indagó la influencia de variables como la edad, el sexo, la ocupación, el cociente de inteligencia y el nivel económico. Los resultados permitieron concluir que ni la inteligencia -medida a través del ci- , ni la belleza física, ni la edad, ni el sexo, ni la ocupación tienen un efecto notable sobre la felicidad. Tampoco se halló correlación entre la buena salud, evaluada con criterios objetivos -requerir servicios médicos- y la felicidad; sin embargo, sí que se encontró con la salud percibida, es decir, con la valoración subjetiva que hacemos de nuestro estado físico, que no siempre concuerda con variables observables. Por lo que respecta al nivel económico, se comprobó que, si bien las personas muy pobres tienden a ser menos felices que las demás, a partir del punto en el que las necesidades básicas están aseguradas, los recursos económicos no influyen significativamente en el bienestar, que parece depender no tanto de la posesión de bienes como de la capacidad para disfrutar de ellos. De un modo progresivo, y en paralelo al avance dentro de la psicología de un pensamiento científico que asume el reto de estudiar al ser humano incluyendo su subjetividad, el concepto de calidad de vida se ha ido sustituyendo por otros como bienestar personal, satisfacción con la vida, bienestar subjetivo y bienestar psicológico, que son los que tienden a imponerse. ¿Qué es el bienestar y qué elementos lo componen? A esta pregunta se han dado diferentes respuestas que pueden clasificarse de acuerdo con las dos formas básicas de felicidad que ya estableciera la filosofía clásica: la hedónica y la eudaimónica. El hedonismo, término que procede del griego hedoné, que significa placer, gusto, sostiene que la meta humana fundamental, el bien supremo, es lograr lo agradable, acumular momentos de gozo. Los hedonistas ponen la ética al servicio del placer: está bien que uno haga aquello que le resulta grato o, dicho de otro modo, lo que uno debe hacer es aquello que le gusta porque a él le resulta cómodo y gozoso. El concepto actual que se corresponde con este tipo de bienestar es el de bienestar subjetivo. El término eudaimonia significa felicidad en griego clásico. La corriente eudaimónica coincide con la hedonista en afirmar que la felicidad es el bien supremo porque se basta a sí misma, pero difiere respecto a la vía que indica para alcanzarla. Para el eudaimonismo, somos auténticamente felices en la medida en que nos sentimos realizados, en la medida en que nuestro potencial está puesto al servicio de una meta o tarea que nos trasciende y que tiene un sentido que va más allá de la gratificación inmediata sensual. 2.1. El bienestar subjetivo De acuerdo con la corriente de los psicólogos hedonistas, el bienestar subjetivo se compone de tres elementos principales (Diener et al., 1999): • la presencia de emociones positivas: alegría, contento, orgullo, felicidad, éxtasis, cariño, etc.; • la ausencia o débil presencia de emociones negativas: vergüenza, culpabilidad, tristeza, ansiedad, cólera, estrés, depresión, envidia, etc.; • la mirada de satisfacción respecto a la vida actual, la pasada y la futura en los diferentes dominios vitales: trabajo, familia, ocio, salud, nivel económico, personal, interpersonal.

Sentimos placer, y por lo tanto somos felices, cuando tenemos la conciencia de satisfacer las exigencias o expectativas que se derivan de nuestra programación biológica o cultural respecto a lo que es agradable. Uno es feliz con la buena mesa, el buen sexo, arropados en el confort y, si es posible, en el lujo... Uno es feliz porque siente placer si, al contemplar su vida, considera que su presente está exento de problemas y le brinda momentos gozosos, estima que ha satisfecho sus expectativas en el pasado, y anticipa como algo factible seguir satisfaciéndolas en el futuro. Consecuentemente, se considera que el bienestar subjetivo es el resultado de la valoración global mediante la cual, a través de la atención de elementos de naturaleza afectiva y cognitiva, el sujeto repara tanto en su estado anímico presente como en la congruencia entre los logros alcanzados y sus expectativas sobre una serie de dominios. 2.2. El bienestar psicológico Desde la perspectiva eudaimónica, la felicidad que emana del placer y de la ausencia de sufrimiento no es tan duradera y profunda como la que sentimos como consecuencia de vivir autorrealizados y con sentido. La felicidad se logra cuando la persona realiza el daimon, es decir, su verdadera naturaleza. La eudaimonía no designa una emoción efímera agradable, sino un sentimiento más intenso que reposa en el saber que uno está viviendo la vida que le conviene. Csikszentmihalyi -uno de los padres del movimiento de la psicología positiva junto con Seligmanemplea el término experiencia de flujo o experiencia óptima para describir un tipo de felicidad más compleja que el placer. El flujo es una experiencia autotélica (del griego auto -en sí mismo- y telos - finalidad-), por cuanto su fin es ella misma. La experiencia óptima o flujo no es un placer sino un disfrute que se obtiene en el propio acto mismo de realizar una actividad que nos atrapa, en la que nos quedamos absortos. La fenomenología del disfrute comprende los siguientes componentes (Csikszentmihalyi, 1997): • Un equilibrio óptimo entre los desafíos y las habilidades: en el estado de flujo, sentimos que nuestra capacidad está bien ajustada a las exigencias de la acción. Cuando las exigencias son muy elevadas, sentimos más estrés negativo y frustración que placer; por el contrario, una actividad que resulta demasiado fácil conduce al aburrimiento, la apatía y el desinterés. • Una total concentración en la tarea: el disfrute es un estado que consume poco esfuerzo a pesar de requerir una alta concentración; la conciencia está totalmente centrada en los aspectos relevantes de la acción que se ejecuta. La implicación es tan absorbente que las preocupaciones y frustraciones de la vida cotidiana quedan fuera de la conciencia. • Metas claras y retroalimentación inmediata a la propia acción: para entrar en el estado de flujo es necesario saber a cada paso cuán bien se está haciendo la tarea, qué es lo que se quiere conseguir y si se está avanzando convenientemente. • Sentimiento de control y dominio sobre la acción: aunque hay excitación, el nivel de activación es óptimo, entre otras cosas porque no hay miedo al fracaso, sabemos lo que hay que hacer, cuál es la meta y confiamos en que nuestras destrezas sean acordes al desafío. • Ausencia de preocupaciones egóticas: no hay fugas de la atención hacia inquietudes relacionadas, por ejemplo, con el juicio ajeno sobre la ejecución o el resultado. Paradójicamente, uno siente reforzada

su personalidad después de la experiencia de flujo, en tanto que siente que ha dado un paso, pequeño o grande, hacia la superación de sí mismo. • Finalmente, la experiencia temporal subjetiva se distorsiona especialmente: un minuto se hace eterno a la vez que las horas pasan sin darnos cuenta. La experiencia de flujo está al alcance de cualquiera, no depende de factores como la edad, la formación, el nivel económico, la ocupación o la salud. El autor denomina personalidad autotélica la de aquellos que tienen la capacidad de afrontar la vida con implicación y entusiasmo: Si se aplica a la personalidad, la expresión autotélico designa a una persona que generalmente hace las cosas por sí mismas en vez de hacerlas para conseguir después un objetivo externo (...) Una persona autotélica necesita pocas posesiones materiales, diversión, comodidad, poder o fama, porque muchas de las actividades que realiza ya son gratificantes (...) experimentan los estados de fluidez en el trabajo, en la vida familiar, cuando se relacionan con otras personas, cuando comen e incluso cuando están solas sin nada que hacer (Csikszentmihalyi, 1998: 146).

Cuando las personas autotélicas se enfrentan a los sucesos estresantes y los infortunios de la vida, también reaccionan de una forma especialmente provechosa para su felicidad: invierten la justa energía psíquica -atención- que requiere su afrontamiento, ni más ni menos. No quitan importancia, reprimen ni niegan los aspectos adversos de su vida, pero tampoco quedan atrapados en ellos. En definitiva, la clave de la experiencia autotélica está en disciplinar la energía psíquica: dirigirla hacia metas significativas que posean un nivel de exigencia óptimo y cuya consecución requiera una actuación absolutamente concentrada que nos proporcione sensación de dominio y conduzca a la autosuperación. Cercana a esta posición teórica, se sitúa el modelo de Carol Ryff (1989), sin duda, una de las figuras más destacadas en la definición y medida del bienestar psicológico. Las características del funcionamiento humano óptimo son las siguientes: • Autoaceptación: que no reposa sobre la divisa estaré bien y, por tanto, me aceptaré cuando alcance a tener cero fallos, sino sobre una conciencia valiente y positiva sobre lo que uno es, lo que ha sido y lo que puede llegar a ser. Implica contemplar con coraje las propias cualidades, los límites y defectos, y aceptarlos sin resignación pasiva o autocomplacencia, sino con una confianza que acarree implícitamente la motivación para evolucionar. La aceptación de las cualidades positivas es tan difícil o más que la de las negativas, en tanto que reconocerlas obliga, en cierto modo, a actuar consecuentemente; es lo que Maslow llama complejo de Jonás, dado lo mucho que a este personaje bíblico le costaba soportar su grandeza personal y aceptar su destino. • Relaciones positivas con otros: se refleja en el mantenimiento de contactos interpersonales satisfactorios basados en la cercanía y la confianza mutua; supone la competencia de crear y mantener una red de vínculos en los que expresar y desarrollar nuestra capacidad de empatía, de dar y recibir afecto y de establecer intimidad, a fin de influir positivamente en los otros al tiempo que nos beneficiamos de su presencia. • Autonomía: o, lo que es lo mismo, actuar de forma independiente y saber resistir la presión social para establecer los criterios que sirvan de guía y valoración de la propia conducta. La felicidad se acomoda mal en la dependencia; dejar nuestro bienestar en manos de otras personas nos expone al sufrimiento y la decepción. • Dominio del ambiente: comporta poseer un sentido de dominio y competencia para afrontar los retos de la vida, y sentirse capaz de elegir o crear contextos adaptados a las necesidades y los valores

personales; en definitiva, asumir la responsabilidad de diseñar el propio entorno vital, desde los detalles cotidianos hasta las grandes elecciones existenciales, desde los vínculos sociales hasta las actividades en las que invertir tiempo y esfuerzo. • Propósito en la vida: implica encontrar un sentido a la propia vida que determine las metas con las que uno se compromete, y poseer una filosofía de vida unificadora. Una vida con sentido implica tener claro el porqué de lo que hacemos en un momento concreto, así como el propósito general que mueve la propia existencia que, de alguna forma, resume, condiciona y da coherencia al sistema personal de valores. • Crecimiento personal: lo que significa ser consciente y confiar en la capacidad de mejora y autosuperación personal, tener un sentido de desarrollo del propio potencial. Es el sentimiento de que estamos inmersos en un proceso de enriquecimiento psicológico y emocional a lo largo de nuestra existencia. Así pues, en la concepción de Ryff y, en general, en cualquier modelo edeimónico, lo realmente crucial no es la obtención del placer y la evitación del dolor, sino el funcionamiento humano óptimo. Vivir a gusto con uno mismo y con los demás una vida orientada hacia metas que tienen un sentido personal y cuyo logro nos lleva a superarnos. Es obvio que hedonismo y eudaimonismo no son excluyentes. Integrando ambas visiones (Seligman, 2003), se puede afirmar que la felicidad plena solo se alcanza cuando concurren ambos tipos de bienestar, que se alcanzan llevando una vida placentera, una vida buena y una vida con sentido. • La vida placentera supone llenar nuestra existencia de todo aquello que satisface nuestros sentidos en el presente y aprender formas de disfrutarlo lo mejor posible, lo que se logra compartiéndolos con los demás, focalizando la atención en ellos y recordándolos. Este es el nivel más superficial -pero no carente de importancia en absoluto- de felicidad. Los placeres están ligados a los sentidos y se caracterizan por ser transitorios, no requerir interpretaciones ni elaboraciones cognitivas complejas y por la habituación. El autor diferencia entre los placeres meramente corporales, que son deleites inmediatos, momentáneos y no requieren ninguna interpretación superior (la buena mesa, el buen sexo), y los placeres superiores, que también son transitorios pero requieren un procesamiento cognitivo más complejo que los sensuales (viajar en vacaciones a un sitio desconocido que rompe las rutinas y estimula nuestros sentidos por su novedad). • La vida buena implica conocer las propias capacidades y los talentos y estructurar el tiempo de modo que permita desarrollarlos cuanto más mejor, de manera que se perciba armonía entre lo que uno puede ser en un momento determinado y lo que hace. A partir del ejercicio de las propias fortalezas, es como se consigue esa buena vida que implica lograr gratificaciones, disfrutar haciendo y superarnos en diferentes ámbitos de la vida: trabajo, familia, ocio, amistad, etc. • La vida significativa o vida con sentido implica emplear las fortalezas y virtudes personales al servicio de alguna causa que trasciende a la persona. Consiste en experimentar emociones positivas respecto al pasado y al futuro, disfrutar de los sentimientos positivos procedentes de los placeres, obtener numerosas gratificaciones de nuestras fortalezas características y utilizarlas al servicio de algo más elevado que nosotros. Humanistas y existencialistas subrayan la importancia que tiene vivir con sentido en el desarrollo

psicológico saludable, pero lo hacen desde ángulos distintos. Para los primeros, la meta es la autorrealización y el sentido es un factor condicionante del proceso. Por el contrario, para los existencialistas, encontrar sentido a la vida es la necesidad primaria y, en el proceso de vivir coherentemente con ese sentido, la persona va actualizando sus cualidades. En los puntos que siguen elucidaremos estos conceptos. 3. EL DESARROLLO SALUDABLE DESDE LA PSICOLOGÍA EXISTENCIAL-HUMANISTA A las corrientes humanista y existencialista se les adjudicó el nombre de tercera fuerza cuando, tras la Segunda Guerra Mundial, comenzaron a abrirse camino entre las limitaciones impuestas por las dos grandes fuerzas académicas del momento: el conductismo y el psicoanálisis. Los psicólogos de esta tercera fuerza estaban convencidos de que los enfoques dominantes dejaban de lado algunas de las cualidades más importantes del ser humano: la capacidad de elección, los valores, el amor, la creatividad, la conciencia de uno mismo y el desarrollo del potencial personal. También consideraban que estos enfoques partían de una antropología demasiado negativa, pasiva, reduccionista y determinista que infravalora la realidad humana y sus posibilidades. Consecuentemente, la Asociación Americana de Psicología Humanista definió formalmente sus objetivos y principios en los términos siguientes: La psicología humanista se interesa primordialmente por aquellas capacidades y potencialidades humanas que no tienen un lugar sistematizado ni en la teoría conductista ni en la teoría psicoanalítica clásica: por ejemplo, el amor, la creatividad, el autodesarrollo, el organismo como un todo, la gratificación de las necesidades básicas, la autorrealización, los valores más altos, el ser, el convertirse, la espontaneidad, el juego, el humor, el afecto, la naturalidad, la calidez, la trascendencia del yo, la objetividad, la autonomía, la responsabilidad, el significado, la honestidad y el juego limpio, la experiencia trascendental, la salud psicológica y otros conceptos afines (Bugental, 1964).

La psicología humanista se basa en los siguientes postulados acerca del ser humano y su estudio: • el ser humano sobrepasa la suma de sus partes, por lo que no puede explicarse a partir del estudio científico de sus funciones parciales; • es un ser dentro de un contexto humano, no puede entenderse si se deja de lado su experiencia interpersonal; • es autoconsciente, no puede explicarse psicológicamente por una teoría que no reconozca el curso continuo de la autoconciencia, formada por distintas capas o niveles; • tiene capacidad de elección, no es un espectador de su vida, sino que crea sus propias experiencias; • tiene una intencionalidad, mira al futuro, tiene un propósito, unos valores y una existencia que reclama sentido. Las diferencias entre la psicología humanista y la existencialista se aprecian sobre todo entre los humanistas norteamericanos y los existencialistas europeos. El existencialismo europeo se concentra en temas como la necesidad de enfrentarse a la angustia derivada de la incertidumbre y los límites de la vida, la búsqueda de significado, el aislamiento y a la responsabilidad humana, que son considerados como eslabones insoslayables en el camino hacia una existencia que merezca la pena ser vivida. Sin embargo, para el humanismo norteamericano, el tema principal es descubrir el potencial personal, vivir fiel a las propias necesidades y deseos, y lograr el máximo de expansión y expresión de la individualidad; una propuesta que podría calificarse como más pragmática, optimista y ligera.

Estas diferencias se acusaron más a partir de la década de los sesenta, cuando ese pragmatismo optimista y ligero adquirió unos tintes dudosos a medida que, en su seno, surgieron sectores que se alejaban de las bases académicas iniciales. Lo que ocurrió fue que, bajo la influencia del movimiento surgido en oposición a los valores típicamente norteamericanos, aparecieron gran variedad de tendencias y orientaciones que se autodenominaban humanistas, cuyas características más notables fueron las siguientes: • un énfasis claramente hedonista que podría resumirse en la consigna: si te resulta agradable, hazlo; • un declarado antiintelectualismo y, en su lugar, la propuesta de la experiencia subjetiva de base sensual como alternativa de aprendizaje; • el cumplimiento pleno de las potencialidades del individuo a través de la concentración individualista en los propios intereses; • la búsqueda de experiencias culminantes. Así, llegó un punto en el que, bajo el mismo nombre, psicología humanista, o más específicamente terapias humanistas, convivieron -y conviven- posiciones absolutamente respetables desde un punto de vista académico -como la de los autores que citaremos en este capítulo-, con movimientos parasitarios buscadores de cualquier cosa, defensores de una conciencia sensorial instantánea, pseudoescuelas donde todo cabe si encierra la promesa de un paraíso alcanzable sin grandes esfuerzos para quienquiera que asuma sin criterio racional la magia de sus principios. Aunque las relaciones entre psicología humanista y existencialista son confusas, existe una gran coherencia entre las propuestas de algunos de los principales representantes de ambas tendencias. Entre la galería de los notables, destacamos la obra de los humanistas Abraham Maslow y Carl Rogers, por una parte, y la gran figura del existencialismo, Viktor Frankl, e Irvin Yalom, por otra, si bien cada uno de ellos encauza su atención hacia un aspecto diferente de lo que podría considerarse el desarrollo psicológico óptimo. Así, Maslow dirige su obra hacia la comprensión de la más elevada de las motivaciones humanas, la autorrealización; Rogers, bajo los supuestos de que todo ser humano está orientado positivamente hacia la vida y de que un entorno de aceptación incondicional facilita el crecimiento y la capacidad de afrontarla, fundamenta y elabora la psicoterapia centrada en la persona; mientras que Viktor Frankl e Irvin Yalom dedican su labor al estudio del sentido de la vida, considerándolo como el motor de un desarrollo humano saludable. 3.1. La autorrealización En la obra de Maslow (1974), se subraya la existencia de dos fuerzas humanas contrapuestas: una que presiona a permanecer en la seguridad de lo conocido por miedo a un futuro incierto y al fracaso, y otra que impulsa al desarrollo de capacidades en potencia y a la apertura al mundo. Quien está bajo el dominio de la segunda fuerza, es decir, quien asume la responsabilidad de su evolución expansiva, reconoce, acepta e intenta sobrepasar sus limitaciones con coraje. Aunque esta fuerza expansiva está en todo ser humano, la necesidad de autorrealización está en el vértice superior de su popular pirámide, por lo que solo se manifiesta cuando han sido satisfechas las denominadas necesidades de carencia (fisiológicas, de seguridad, de pertenencia y amor y de confirmación y estima), que se encuentran en los estratos inferiores.

El autor define la autorrealización como el uso y la explotación, de manera plena, de talentos, capacidades y facultades. Consecuentemente, las personas realizadas parecen obedecer a la exhortación de Nietzsche «trata de ser lo que eres»: se han desarrollado o se están desarrollando de acuerdo con su naturaleza intrínseca en una tendencia incesante hacia la unidad, la integración y la sinergia (Maslow, 1991). A partir del análisis de biografías de personajes históricos y de entrevistas a coetáneos suyos (entre los que se encontraban Albert Einstein, Franklin Roosevelt y William James) a los que intuitivamente consideró autorrealizados, concluyó que las personas están tanto más realizadas cuanto en ellas se aprecian las siguientes características. En primer lugar, parecen percibir de form a más adecuada la realidad, en tanto que viven más en el mundo real y natural, que en un mundo de conceptos, abstracciones, expectativas, creencias y estereotipos. Al ser más proclives a percibir lo que existe en la realidad interna y externa, son más conscientes de sus deseos, aversiones, teorías y creencias, con lo que distorsionan menos su visión del mundo externo y son menos susceptibles al engaño, al fraude y a la simulación. En segundo lugar, se caracterizan por la aceptación de sí mismos, de los demás y de la naturaleza. La forma más básica de aceptación es una satisfacción consigo mismo, que no es ni autosuficiente ni acomodada. Esta actitud les lleva a lo siguiente: «Pueden aceptar su propia naturaleza de una manera estoica, con todos sus inconvenientes, con todas sus discrepancias de la imagen ideal, sin sentir verdadera preocupación» (Maslow, 1991: 201). En consecuencia, en las personas autorrealizadas es patente la falta de camuflaje o autodefensa protectora en uno mismo y el rechazo al artificio en los demás: la gazmoñería, las hipocresías sociales, el engaño, la necesidad de impresionar o la manipulación. La espontaneidad, la sencillez y la naturalidad es otro de sus rasgos que supone un cierto grado de anticonvencionalismo. Esta falta de convencionalismo no se aprecia tanto en su vida externa, como en su actitud y sus vivencias interiores. Es decir, más que excéntricas, son personas que viven su vida sin aferrarse a los dictámenes convencionales, a su manera, por propia voluntad, siguiendo un código moral autónomo e individualizado. Esto -junto con los dos rasgos anteriores- implica una gran conciencia y un conocimiento de sus propios impulsos, pensamientos, ideas, deseos y reacciones internas; en una palabra, de su subjetividad. Otra de sus características es la concentración en los problemas y la capacidad para resolver con eficacia las tareas que la vida les presenta. Sus inquietudes, su persistencia y concentración se dirige a preocupaciones de enjundia que les autotrascienden, existenciales (aceptación de límites, optimización de las relaciones, etc.), más que a pseudopreocupaciones de índole neurótica (rumiaciones y ansiedad frente a la imagen que los demás pueden tener de uno mismo, comparaciones con los otros, mantener vínculos fusionales, etc.). Son personas que necesitan intimidad, un espacio privado, con mayor frecuencia que la mayoría. Buscan mantener una cierta distancia del mundo, al menos durante ciertos lapsos temporales, sin que ello suponga una huida, o esconda un temor; todo lo contrario, es una necesidad de disfrutar de la tranquilidad y la serenidad. Gozan de la plenitud y la riqueza de la amistad y de la buena compañía, pero no participan en relaciones sin sentido o parasitarias, precisamente porque les place estar solos.

Son autónomos en las relaciones personales y respecto del contexto cultural. Los criterios por los que guían su vida pueden coincidir o no con los de su grupo social, pero, en cualquier caso, son adoptados por propia voluntad y tras una reflexión crítica y personal. La misma independencia se refleja en sus relaciones personales, que no se basan en la fusión y la necesidad: «Se han hecho lo suficientemente fuertes para ser independientes de la buena opinión de la demás gente, inclusive de su afecto. Los honores, la posición, las recompensas, la popularidad, el prestigio y el afecto que aquella puede conferir se han hecho menos importantes que el autodesarrollo y el desarrollo interno» (Ibíd.: 209). Se caracterizan también por una apreciación continuamente lozana de la belleza y los bienes básicos de la vida. Maslow se expresa lamentando que la mayor parte de las personas no sean capaces de valorar y aceptar los beneficios y logros que se dan en su vida gratuitamente (la posibilidad de disfrutar de unas positivas relaciones con amigos y familia, o de la contemplación de la naturaleza, o del disfrute del ejercicio del propio cuerpo, etc.). Por el contrario, la persona autorrealizada no considera los misterios y privilegios de la vida como algo que va de sí, sino que sigue maravillándose ante acontecimientos que para los otros pueden convertirse en lugares comunes o trasnochados. En sus análisis, el autor encontró que las personas autorrealizadas vivían con una frecuencia inusual, lo que denominó experiencias místicas, cumbre o límite (peak-experiences). Esta característica es descrita como una intensa, clara y profunda percepción de algún aspecto de la vida que amplía los horizontes de la conciencia. Se acompaña de la sensación de sentir al mismo tiempo toda la grandeza y el poder del ser humano y toda fragilidad. Son experiencias que se acercan a veces más, a veces menos, al éxtasis; en ellas se pierde la noción del tiempo y el espacio, y se vive la sensación de pérdida o trascendencia del yo. Su intensidad es variable: en un extremo estaría el éxtasis místico, y en el otro, la sensación de fundirse con la belleza del arte o la naturaleza. Maslow toma de Adler el término sentimiento de comunidad para referirse a un sentimiento básico de identificación, simpatía y cariño por los seres humanos en general, como propio de la autorrealización, lo cual no exime de experimentar emociones tales como la ira, frustración o impaciencia en las interacciones sociales. Sus relaciones interpersonales son profundas pero selectivas. Estiman la comunicación íntima y son capaces de entablar y cultivar relaciones muy firmes y, precisamente por eso, limitan sus amistades con un criterio exclusivo. Otra de las cualidades eminentes en los autorrealizados es lo que el autor denominó estructura democrática del carácter. Con esta expresión se refiere sobre todo a la tolerancia y al aprecio de las diferencias individuales, lo que les lleva a relacionarse sin considerar un óbice la edad, la ideología o el estilo de vida diferentes. Esta característica también se refiere a la disposición para aprender con una sana humildad de cualquier persona que tenga algo que enseñarles. Asimismo, poseen una noción clara de la diferencia entre medios y fines, entre bien y mal. Generalmente, están más orientados por los fines que por los medios, en tanto que los primeros tienden a ser permanentes y los segundos pueden intercambiarse. Junto con esta distinción, se da una apreciación de los medios en sí mismos; por ejemplo, trabajar en un objetivo o realizar un viaje se valora en el proceso mismo y no solo en el logro o la conclusión. Por otra parte, su sentido moral está altamente desarrollado. Su punto de vista sobre lo correcto o incorrecto y la bondad o la maldad de una acción no coincide necesariamente con lo convencional, sino que refleja un posicionamiento personal. Respecto a

las creencias religiosas de las personas autorrealizadas, Maslow las caracterizó como humanistas más que como deístas: Algunos dicen que creen en Dios, pero describen este Dios más bien como un concepto metafísico que como una figura personal. Si la religión solo se define en términos de conducta social, entonces todos ellos son gente religiosa, incluidos los ateos. Pero, si de modo más conservador utilizamos el término de religión para destacar el elemento sobrenatural y la ortodoxia institucional (lo que constituye el uso más corriente), entonces nuestra respuesta ha de ser muy distinta porque, en tal caso, muy pocos de ellos son religiosos (Ibíd.: 217).

Poseen un sentido del humor filosófico, no hostil, del que provoca más la sonrisa que la carcajada, un humor que es espontáneo, no planificado, que desvela una capacidad natural para desdramatizar y relativizar los hechos. Nada que ver con el humor basado en la exteriorización de la agresividad y el sarcasmo o en la cobardía de esconderse tras el chiste para expresar sentimientos, impulsos o emociones que no se permite uno manifestar abiertamente. Son personas que viven con creatividad en tanto que desarrollan y expresan en sus actos, en sus pensamientos y en sus actitudes su peculiar punto de vista, su individualidad. De este modo, como no hay dos seres humanos iguales, esa manifestación de lo que es particular, genuino, es siempre algo en cierto sentido nuevo, diferente, en otras palabras, creativo. Esa creatividad se expresa tanto en el trabajo como en el ocio o en la adopción de roles sociales. Como puede apreciarse, la creatividad que Maslow identificó no es entendida en un sentido semejante al de talento artístico o científico, sino que más bien se parece a la que se observa en la infancia cuando los niños aún no están maleados por la cultura, una creatividad de actitud. La resistencia a la adaptación y la trascendencia de toda cultura particular. No son personas que encajen perfectamente en el engranaje social. Aunque se muevan básicamente dentro de las reglas de cada uno de los contextos en los que se insertan, nunca llegan a identificarse plenamente con ellas. Son convencionales en formas superficiales, pero firmemente autodeterminados cuando la cultura viola un valor al que ellos se adhieren con convicción; amantes y defensores de ciertos elementos de su cultura, pero indiferentes o combativos con otros, sin ocultar ni ostentar ese rechazo. En definitiva, culturalmente son menos uniformados que libres. Tienen una personalidad integrada, lo que no significa en absoluto que sean personas perfectas, siempre felices, que lo controlan todo; al contrario, poseen defectos humanos como la vanidad, la testarudez, o cualquier sentimiento o emoción humana. La diferencia está en que intentan conocer esas imperfecciones y, aun asumiendo que siempre serán imperfectos, están vivamente interesados en corregirlas. Son personas en las que se aprecia una cierta integración de polaridades que en quienes no están tan autorrealizados, normalmente, aparecen disociadas e incoherentes: por ejemplo, cuidar del cuerpo o cultivar la mente; escuchar a la razón o a la emoción; poseer rasgos de personalidad masculinos o femeninos; actuar de forma pragmática o idealista; trabajar o disfrutar, etc. La objeción más obvia a las ideas de Maslow acerca de la autorrealización es que todas estas características reflejan más su propia construcción teórica que cualidades de personas reales. Sin duda es útil, o cuando menos curioso, conocer los rasgos de las personas sanas, pero es evidente que ni el conocimiento, ni la reflexión, son por sí mismos suficientes para producir estas cualidades. La autoactualización requiere tiempo; de hecho, difícilmente se puede aceptar que sea un estado. Es más bien un largo proceso, a veces arduo, en el que la toma de conciencia sobre la experiencia y el compromiso honesto para asumir la responsabilidad de la propia existencia son insoslayables. Esta última idea nos conduce a examinar, en el siguiente punto, las aportaciones de Rogers, que dedicó su obra

a estudiar el proceso de convertirse en la persona que uno está llamado a ser. 3.2.El proceso de convertirse en persona Rogers (1972) defiende una concepción del individuo como un ser orientado positivamente hacia la vida. La autorrealización es un proceso que se produce de forma natural y espontánea cuando se dan condiciones de aceptación incondicional. Como no siempre se da tal aceptación, las personas aprendemos a no mostrar nuestra verdadera experiencia interior y la escondemos tras máscaras que van alejándonos paulatinamente de nosotros mismos y del contacto auténtico con los otros. A través de la relación de ayuda, el terapeuta intenta favorecer en el otro un funcionamiento mejor y una mayor capacidad para afrontar la vida sobre la base del reconocimiento y respeto absoluto a su responsabilidad y libertad. Solo desde esa libertad y desde una consideración positiva sin condiciones, el cliente -como Rogers llama a quien recibe la ayuda- puede evolucionar, llegar a ser quien verdaderamente es. La posibilidad de que una persona progrese como tal está en relación directa con el grado en que se siente comprendido y aceptado: en estas circunstancias aparece la tendencia firme a abandonar máscaras, es decir, el armazón defensivo que se ha ido construyendo para afrontar una vida. El proceso de convertirse en persona (en realidad de convertirse en la persona que realmente uno es) va a manifestarse mediante la apertura a la experiencia interior (autodescubrimiento) y a la exterior (interés por los otros y confianza en ellos). Este proceso, que dura toda la vida, ya que mientras estamos vivos podemos seguir madurando y desarrollándonos como personas integrales, se manifiesta en cambios como los siguientes: • uno empieza a dejar de comportarse como no es, dejando atrás fachadas externas que se construyeron como autoprotección ante la desaprobación ajena; va abandonando paulatinamente sus máscaras, lo que le aleja de la imagen compulsiva de lo que «debería ser», cuestionando de este modo los puntos de vista asumidos hasta ese momento sobre lo que es correcto o incorrecto que habían sido en gran parte introyectados desde figuras de poder. • Se vuelve cada vez más inconformista y deja de satisfacer expectativas impuestas poniendo en cuestión muchas de las exigencias y los valores que provienen de instituciones o grupos. Ese cambio se experimenta como una liberación de la necesidad de agradar a los demás: uno deja de esforzarse por lograr a toda costa la aprobación ajena, es cada vez más consciente de su criterio y voluntad y se siente con derecho a vivir siguiendo una línea personal, aun cuando eso suponga imprimir un cambio de rumbo en la trayectoria anterior. • Los avances hacia la autonomía y la autoorientación no cesan, uno elige las propias metas y hacia ellas se dirige asumiéndolas responsablemente y comprometiéndose con actividades que tienen un sentido personal. Este avance rara vez se produce sin pagar un precio, como el propio autor escribe: «La libertad de ser uno mismo asusta por la responsabilidad que implica; el individuo se acerca a ella con cautela y temor, al comienzo casi sin confianza alguna» (Ibíd.: 155). Tampoco implica optar siempre por la mejor de las alternativas: «Asumir la dirección de uno mismo de manera responsable implica que uno realiza su elección y luego aprende a partir de las consecuencias» (Ibíd.: 155). • A pesar de las dificultades, el individuo es consciente de haber entrado en un proceso de constante cambio que le hace fluir hacia sí mismo. En ese flujo continuo, no siempre tiene la misma percepción

ni las mismas emociones ante una determinada persona o circunstancia, pero, lejos de que esto le perturbe, aprecia positivamente tales cambios, en tanto que los vive como más reales - la realidad tiene aspectos paradójicos- que las conclusiones y estados rígidos a los que antes se aferraba o buscaba alcanzar. • La conciencia de la propia complejidad es cada vez mayor: identificar y aceptar la yuxtaposición de emociones contrapuestas o la fluctuación de sentimientos posibilita experiencias cada vez más ricas y espontáneas, y supone una mayor apertura a la experiencia interna y externa. La relación consigo mismo es cada vez más franca y amistosa, sin menoscabo de sentir en alguna ocasión rechazo o ansiedad cuando se descubren ciertas facetas hasta entonces desconocidas. Esa nueva mirada interior, que permite conocer mejor los propios impulsos, deseos y opiniones, va acompañada de una mayor sensibilidad y curiosidad hacia la experiencia con la realidad externa, y posibilita un mayor disfrute y aprecio de las bondades básicas de la vida, de la aceptación de los demás y de la confianza en uno mismo. • La persona se valora como proceso y confía en sí misma lo suficiente como para poder seguir expresando su singularidad, lo que vendría a ser la esencia genuina de la creatividad. Todo esto implica experimentar con coraje lo que uno es internamente y sus percepciones de la realidad y vivir en coherencia con los valores propios. Esta confianza coexiste paradójicamente con el temor: reconocer que uno es el que elige, el que determina el valor que tiene una experiencia, es algo enriquecedor, liberador, pero también produce temor en tanto que revela la ineludible responsabilidad ante la propia vida. La persona madura, en Rogers, no está necesaria y permanentemente realizada puesto que, en sus propias palabras: «La persona es un proceso en transformación, no una entidad fija y estática; un río que fluye, no un bloque de materia sólida; una constelación de potencialidades en permanente cambio, no un conjunto de rasgos y características» (Ibíd.: 115). Tampoco está siempre adaptada, feliz y libre de tensiones; el sufrimiento forma parte de la vida, pero, en la medida en que la persona vive sin defensas y de forma más consciente, no añadirá el sufrimiento adicional de estar estancado en una vida guiada por normas externas. 3.3. La voluntad de sentido 3.3.1. El sentido de la vida en Viktor Frankl Viktor Frankl es el representante por antonomasia de la psicología existencialista, orientación desde la que se declara que la voluntad de sentido es la necesidad primaria del ser humano y la autorrealización, una consecuencia que se deriva de vivir una vida propositivamente. Sus reflexiones sobre el sentido de la vida son el resultado de su experiencia como superviviente en varios campos de concentración durante la Segunda Guerra Mundial. Tras ser liberado, describió tal experiencia en el libro El hombre en busca de sentido (Frankl, 1979), obra clave de la psicología existencialista en la que expone el valor que tuvo para él encontrar un propósito que le ayudase a trascender y sobrevivir a tan trágicas circunstancias, y en la que sienta las bases de la logoterapia. Básicamente, los existencialistas sostienen que cuando el individuo siente que las experiencias personales, las actividades y los vínculos con los que se compromete carecen de significado, percibe la vida como absurda, caótica, enajenada, muchas veces improductiva e invariablemente insatisfactoria:

aparece la frustración existencial. La frustración existencial no es ni patogénica ni patológica, pero puede abocar en una neurosis noógena (término derivado del griego, nous, que significa espíritu), una neurosis, por lo tanto, que afecta a la dimensión espiritual humana. Las neurosis noógenas no son tanto explícitas crisis filosóficas o de valores como fobias, compulsiones, etc., en cuyo trasfondo se encuentra el vacío existencial. Conviene aclarar que espiritual, en la psicología existencialista, no tiene, ni primordial ni exclusivamente, un significado religioso. La espiritualidad, en esta perspectiva, está relacionada con las facultades de autoconciencia y de autotrascendencia. Es el hecho insoslayable de poseer una conciencia reflexiva, es decir, de poder observarnos a nosotros mismos, lo que nos lleva a la voluntad de sentido. Cuando nos convertimos en observadores de nuestra vida necesitamos ver en ella un porqué que trascienda y dé coherencia a los elementos aislados de nuestra experiencia. No es tarea sencilla buscar y encontrarle un sentido personal a la vida, ni hacer elecciones coherentes y comprometidas con ese sentido. La libertad y la responsabilidad que ello implica pesan a veces tanto que preferimos huir. Recurrimos al culto al carpe diem, al consumismo, a la aceptación acrítica de objetivos e ideales externos o a cualquier cosa que nos exima, al menos transitoriamente, del esfuerzo de ubicarnos existencialmente. Entramos así en un círculo vicioso de malestar: para escapar de la angustia existencial que genera una vida sin sentido, obnubilamos nuestra conciencia invirtiendo cada vez más tiempo y energía en una frenética actividad laboral o de ocio, en la búsqueda de poder y reconocimiento, en la acumulación de bienes materiales, etc., lo que no reporta sino un sentimiento cada vez mayor de vacío existencial. Podría decirse que, queriendo acabar con la angustia, terminamos matando el tiempo, lo que en cierto sentido no es más que una forma de suicidio. Con la intención de elevar la conciencia de la propia libertad-responsabilidad respecto a cómo empleamos nuestra vida, Frankl invita a imaginar que el presente es pasado y que es posible corregir ese pasado: «Vive como si ya estuvieras viviendo por segunda vez y como si la primera vez ya hubieras obrado tan desacertadamente como ahora estás a punto de obrar» (Frankl, 1979: 108). Con esta máxima enfrenta al lector a dos cuestiones: la fin itu d de la vida y la finalidad que uno atribuye a su vida y a sí mismo. Si el ser humano es un ser hacia el sentido y lo encuentra a través de la autotrascendencia, ¿cómo y dónde se da esa autotrascendencia? ¿Qué se hace para encontrar el sentido de la vida? Según Frankl, la autotrascendencia puede lograrse a través de: • la acción, el trabajo y la creación, cuando se realizan con una intención y una actitud propositiva responsable; • el amor a algo o a alguien que se estima como un valor fundamental para uno; • la actitud constructiva ante el sufrimiento. Precisamente cuando la persona se encuentra frente a circunstancias vitales difíciles de manejar, cuando se enfrenta al sufrimiento, es cuando se presenta la oportunidad de realizar el valor supremo y de cumplir el sentido más profundo. En sus propias palabras: «El sufrimiento deja de ser en cierto modo sufrimiento en el momento en que encuentra un sentido» (Ibíd.: 111). Es en los momentos arduos de la vida cuando la búsqueda del sentido, la autotrascendencia, emerge como imperativo en tanto que permite avanzar con coraje. Tal como expresa Nietzsche, citado por el propio Frankl (Ibíd.: 26): «Quien tiene un porqué para

vivir puede soportar casi cualquier cómo». 3.3.2. La psicología existencial de Irvin Yalom La psicología existencial de Yalom tiene como finalidad promover el conocimiento de uno mismo y la autonomía suficiente para asumir y desarrollar libremente la propia existencia. La psicoterapia que de esta orientación se deriva no es entendida como una técnica de curación, sino como una intervención facilitadora del proceso de crecimiento personal, como una llamada a la autenticidad de la existencia que lleve a asumir la responsabilidad de la propia vida y proyectarla en el mundo y hacia el futuro con determinación (Yalom, 1984). Yalom se basa en el postulado de que la angustia y sus consecuencias desadaptativas son el resultado de soslayar, o no resolver convenientemente, cuatro preocupaciones esenciales de la vida: la angustia ante la muerte, la asunción de la libertad, el aislamiento y la incomunicación y el sinsentido vital. Estas cuestiones son terriblemente opresivas pero encierran, como dice el autor, las semillas de la sabiduría necesaria para vivir una existencia plena. La muerte es la más obvia de las preocupaciones supremas. Es un conflicto existencial básico que emana de la tensión entre la conciencia de la inevitabilidad de la muerte y el deseo de seguir existiendo. Confrontarnos con la idea de la muerte, más que condenarnos a una vida de sombrío pesimismo, puede actuar como un catalizador de modos de vida más auténticos y acentuar el placer de vivir: «Muerte y vida son interdependientes: aunque físicamente la muerte nos destruye, la idea de la muerte nos salva» (Yalom, 2000: 217). La libertad es la segunda gran preocupación existencial. Aunque de ordinario le otorgamos un valor inequívocamente positivo, desde la perspectiva existencial en la libertad se inscribe la angustia. Como seres humanos somos libres de todo salvo de ser libres, estamos obligados a estructurar la propia vida, a diseñarla a través de elecciones y acciones. Es evidente que siempre existen circunstancias limitantes, pero no por ello carecemos de responsabilidad, ya que somos responsables hasta de lo que hacemos con nuestros impedimentos. Ser libres, en este sentido, implica asumir la responsabilidad o la autoría de nuestra existencia y sentir el abismo, la falta de estructura firme bajo nuestros pies. Esto es lo que genera inevitablemente angustia. La tercera cuestión suprema es el aislamiento. No importa cuán próximos estemos de la gente, existe un vacío final insalvable. El conflicto surge entre la conciencia de que nacemos y morimos solos, frente a nuestra necesidad de protección y de pertenencia a una totalidad mayor. Por más que entablemos relaciones fusionales a lo largo de nuestra vida con la pretensión de vadear el abismo que nos separa del otro, siempre llega un momento en el que la conciencia de la soledad se impone. Y eso, inevitablemente, genera angustia. La cuarta preocupación es el sinsentido: si hay que morir, si estamos abocados a construir nuestro propio mundo, si a fin de cuentas siempre estamos solos, entonces, ¿qué sentido tiene vivir? Este conflicto surge como resultado de ser criaturas en busca de significado en un universo que no lo tiene por sí mismo. ¿Por qué buscamos sentido? ¿Para qué vivimos? ¿Qué función cumple el sentido en nuestra vida? Según Yalom, hay dos razones fundamentales por las que necesitamos vivir con sentido. La primera, porque nos proporciona un sentimiento de dominio sobre el mundo en tanto que permite componer una visión

mínimamente armónica de ciertos eventos y elementos de la existencia que escapan a nuestra comprensión. La segunda, porque el sentido determina nuestros valores y, consecuentemente, nos aporta un código de comportamiento. En relación con esas razones, el autor distingue dos afanes del ser humano implícitos en la búsqueda de sentido. Uno consiste en preguntarse por la coherencia de los elementos dispersos de la vida, lo que implica tratar de encontrar un argumento general en el que cada episodio, cada parte, tiene un porqué; el sentido, en esta acepción, sería equivalente a significado, es decir, lo que se expresa mediante algo. El otro afán cuestiona el propósito o la finalidad de cada episodio o cada parte de la vida. La pregunta cuál es el significado de la vida indaga su significado cósmico. En las diferentes tradiciones religiosas, especialmente la judeocristiana, y en otras corrientes actuales como la new age, se puede encontrar un amplio esquema de significados que se basan en la creencia de que nuestra vida forma parte de un plan divino y nuestras acciones están sometidas a leyes asimismo divinas. De este modo, el significado de cada vida particular está establecido y uno debe descubrir cuál es su misión en ese plan universal, y participar desde donde solo a él le es posible hacer. Diferente es la pregunta cuál es el sentido de mi vida o, lo que es lo mismo, cuál es la meta o el propósito por el que a mí me merece la pena vivir. Esta cuestión remite al significado terrenal de la vida, que tiene elementos perfectamente ajenos a toda religión o pensamiento esotérico. Ambos significados son independientes, por lo que no tienen por qué ser incompatibles. Dado que las cuestiones racionales sobre el sentido cósmico de la vida siguen sin respuesta desde los primeros tiempos de la filosofía, y dado que cualquier posicionamiento al respecto acaba desembocando en la esfera de las creencias, desde la psicología existencial de Yalom se propone dirigir los esfuerzos hacia la búsqueda del significado terrenal y al compromiso con metas significativas para uno: Tal vez se pueda dejar sin contestar la pregunta «¿por qué vivimos?», pero no es fácil posponer la de «¿cómo viviremos?». El hombre no religioso de nuestros días se enfrenta a la labor de encontrar una dirección a la vida, sin contar con una señal luminosa externa. ¿Cómo construir los propios significados y que estos sean lo bastante robustos para sostenernos durante toda la vida? (Yalom, 1984: 510).

Las actividades no religiosas que proporcionan un sentido de propósito vital son, a juicio del autor: el hedonismo, la autorrealización, el altruismo, la consagración a una causa y la creatividad. Las dos primeras vías (hedonismo y autorrealización) para encontrar el significado se diferencian de las otras tres (altruismo, causa y creatividad) en un aspecto muy importante: se concentran en uno mismo -so n egocéntricas-, mientras que las últimas reflejan un impulso de trascendencia, en tanto que tratan de alcanzar algo externo y superior a uno mismo, algo que pueda beneficiar al mundo y que se extienda mas allá de la propia vida. Las cuestiones existenciales no nos inquietan por regla general en nuestra vida cotidiana. El autor, recogiendo la distinción de Heidegger sobre los dos tipos de existencia, el modo cotidiano y el modo ontológico, sostiene que las personas vivimos la mayor parte del tiempo en el primer modo, lo que supone estar pendientes de asuntos mundanos como el prestigio, la apariencia física, la seguridad económica, la diversión, etc. En el modo ontológico, además de ser más conscientes de las características inmutables de la existencia, «uno se ve impulsado a lidiar con la fundamental responsabilidad humana de construir una auténtica vida de compromiso, conexión, sentido y autorrealización» (Yalom, 2008: 39). ¿Cómo se pasa de un modo a otro? Naturalmente, no es un proceso que dependa únicamente del

ejercicio de la voluntad. Hace falta lo que el autor llama la experiencia de despertar, que suele producirse en relación con acontecimientos catalizadores tales como el fallecimiento de un ser querido, una enfermedad grave, el fin de una relación amorosa, una catástrofe, la jubilación, etc. Cambios significativos que, al poner de manifiesto la transitoriedad de toda experiencia vital, realzan su valor: «La manera de valorar la vida, la manera de sentir compasión por los demás, la manera de amar cualquier cosa con más profundidad es ser consciente de que estas experiencias están destinadas a perecer» (Ibíd.: 128). Como vemos, en la obra de Yalom, igual que en la de Frankl, las crisis vitales son los momentos clave para acceder a una vida más significativa y apreciada y, al mismo tiempo, el sentido es una dimensión crucial para el afrontamiento saludable de las crisis. El compromiso con un sistema de valores personal nos permite tomar una cierta distancia del suceso y no quedar sumidos y atormentados por el dolor. Las preguntas «¿Por qué tengo que sufrir tanto?» y «¿Cómo voy a hacer para, a pesar de esto, ser feliz?» nos ayudan a afrontar los grandes cambios de forma adaptativa. La primera cuestión encierra una sublevación, lo que impide quedar pasivos, inertes, indefensos. La segunda abre horizontes hacia los otros, hacia nuevas posibilidades y nuevos proyectos. A través de ambas preguntas se encuentra un porqué, un sentido que impulsa a la persona a avanzar (Cyurlnick, 1999). La ausencia de respuesta a la búsqueda de sentido hace más profundo el sufrimiento y, a la inversa, vivir con sentido da un sentimiento mayor de control sobre la vida, una mayor maestría de la existencia: quienes encuentran un sentido a su experiencia manifiestan menos síntomas de estrés, mayor autoestima y una adaptación social más satisfactoria (Vanistendael et al., 2000: 81). A lo largo de este capítulo y de los anteriores, hemos desarrollado la idea de que los grandes cambios vitales son universalmente inevitables y una oportunidad para nuestra evolución personal. Hemos visto que, dependiendo de la interrelación de ciertas variables, la experiencia puede ser más o menos penosa y su desenlace más o menos enriquecedor. Sabemos que los momentos críticos y la adversidad son afrontados por la mayor parte de las personas eficazmente, lo que implica aceptar, dar un sentido e integrar las pérdidas y abrirse al futuro y, en muchos casos, percibir ganancias derivadas de la experiencia. En los próximos capítulos, expondremos lo que consideramos como directrices básicas de la intervención para promocionar la respuesta saludable de las personas que se enfrentan a los desafíos de la vida. A nuestro juicio, se trata de promover que la persona aproveche la sacudida existencial de la crisis y proyecte hacia el mundo y el futuro una vida más consciente, responsable y autónoma en la que tenga espacio el placer, el disfrute y el sentido.

CAPÍTULO 5. LA INTERVENCIÓN EN CRISIS Y EMERGENCIAS 1. ORÍGENES Y PLANTEAMIENTO BÁSICO DE LA INTERVENCIÓN EN CRISIS 1.1. Teoría de la crisis La intervención en crisis es una línea de trabajo que, desde que comenzara formalmente a mediados del siglo pasado, no ha dejado de evolucionar y enriquecerse. No obstante los cambios experimentados, ha permanecido constante la visión de las crisis como experiencias normales en la vida que reflejan la lucha para mantener un estado de equilibrio con el entorno, y que contienen tanto la posibilidad de un enriquecimiento como de un deterioro; con las crisis se rompe ese equilibrio porque los procedimientos que antes eran eficaces para enfrentar situaciones difíciles, no son aplicables o no han dado resultado. Las crisis no son, por tanto, consideradas como estados patológicos, sino respuestas naturales dirigidas a la adaptación a un medio extremadamente alterado; no son otra cosa que respuestas normales ante situaciones extraordinarias. Cuanto más acusado sea el desequilibrio, mayor será la probabilidad de que la persona experimente alteraciones en su funcionamiento, estando entre las más frecuentes las que se producen en: • la vivencia del tiempo, que parece suspenderse y descomponerse en un conjunto de instantes desensamblados del pasado y del futuro; • la conciencia, que se satura del problema; • la percepción de la propia eficacia; • las creencias sobre las que se sustentaba el vivir anteriormente; • la esfera afectiva, en la que, en relación con lo que era habitual antes de la crisis, hay una mayor preponderancia de emociones negativas. Ante esta situación, muchas personas se benefician de recibir ayuda especializada, aunque no todas la necesitan, ni del mismo tipo. La ayuda en crisis se ha concebido, también desde los orígenes, como una intervención preventiva y optimizadora que puede adoptar dos tipos o formatos: uno de carácter más urgente y puntual, objeto de este capítulo, y otro posterior más específico y prolongado que estudiaremos en el siguiente. Los casos que con más frecuencia requieren el primer tipo de intervención, llamada de primer orden, son las crisis en emergencias y las suicidas. El segundo tipo, que se suele llamar indistintamente intervención de segundo orden, terapia o asesoramiento de crisis, se realiza en un encuadre más parecido al de la actividad terapéutica tradicional, sigue las mismas fases generales, y parte de los mismos enfoques teóricos -psicodinámicos, conductuales, cognitivistas y existencial-humanistas- aunque el procedimiento, como es natural, se adapta a las necesidades específicas del caso. El objetivo de la intervención es facilitar y acompañar a la persona en el proceso de adaptarse a su nueva situación vital. Se considera que una resolución adecuada implica dominar la situación actual, elaborar conflictos pasados que puedan haber sido reavivados y aprender estrategias para el futuro. Se trata, en definitiva, de aprovechar el potencial de la crisis para impulsar el desarrollo saludable.

Los orígenes de la intervención en crisis se suelen ubicar en la investigación longitudinal que Eric Lindemann (1944) realizó con los supervivientes de un gran incendio que tuvo lugar en Boston, en el que perecieron varios centenares de personas. La descripción de la evolución de los síntomas llevó a Gerald Caplan (1964) a establecer las bases de la Teoría de la crisis, y describir las fases del proceso de duelo. Esta teoría se define como un enfoque preventivo que tiene como objetivo promover el crecimiento positivo y aminorar el riesgo de un deterioro psicológico en las personas que se encuentran enfrentándose a momentos críticos vitales. Se define la crisis como: «Un estado temporal de trastorno y desorganización, caracterizado principalmente por la incapacidad del individuo para abordar situaciones particulares utilizando métodos acostumbrados para la solución de problemas, y por el potencial para obtener un resultado radicalmente positivo o negativo» (Slaikeu, 1988: 11). Dependiendo de qué ocasiona el trastorno, las crisis se dividen en circunstanciales y evolutivas. Las crisis circunstanciales son repentinas, inesperadas, se presentan con calidad de urgencia y, por regla general, afectan a comunidades completas. Básicamente pueden deberse a una muerte repentina e intempestiva, crímenes, desastres naturales o producidos por error humano, guerras y hechos relacionados, etc. Las crisis evolutivas, por otra parte, están relacionadas con la interferencia o algún tipo de anomalía en la resolución de las tareas propias de cada etapa del curso vital, según fueron establecidas por Erikson (1970) y que resumimos en la tabla 5.1. Tabla 5.1. Tareas psicosociales según Erikson (1970) Descripción de una resolución adecuada

Edad Tarea 0-1

Confianza desconfianza

vs. A partir de la relación con el cuidador el niño aprende a sentirse seguro en el mundo y a confiar en que sus necesidades serán satisfechas.

2-3

Autonomía vs. Las energías del niño están dirigidas al desarrollo de habilidades físicas, tales como andar y controlar esfínteres, vergüenza y duda que le ayudan a crear un cierto sentido de independencia.

4-5

Iniciativa vs. culpa

El niño va aumentando su iniciativa cuando ensaya nuevas conductas y no se deja abrumar por el fracaso.

6-12

Industriosidad inferioridad

El niño aprende las destrezas básicas de su entorno cultural y a enfrentarse a sentimientos de inferioridad.

13­ 18

Identidad del yo vs. El adolescente va definiendo su propio sentido de sí mismo a través de la exploración tentativa de alternativas difusión con las que comprometerse.

19­ 25

Intimidad aislamiento

vs. El joven desea y consigue establecer relaciones satisfactorias de profundo compromiso e inicia la inmersión de su Yo en un «nosotros».

25­ 65

Generatividad estancamiento

vs. El adulto siente interés y se involucra en acciones que suponen la guía y el cuidado de las generaciones más jóvenes así como la aportación de un legado importante.

65 y Integridad + desesperación

vs. El adulto mayor alcanza el sentido de aceptación de lo que ha sido su vida, lo que le permite aceptar la finitud de su existencia.

vs.

En los años sesenta y setenta, la literatura sobre intervención en crisis comenzó a proliferar bajo cuatro tipos de influencias teóricas: el evolucionismo, la idea básica darwiniana de la capacidad de los seres vivos para luchar y adaptarse a las situaciones cambiantes del medio; las teorías de la psicología humanística, el supuesto de la motivación humana hacia la autorrealización y el crecimiento; la teoría de las crisis psicosociales de Erikson (1963), la evolución del yo a lo largo de todo el curso vital a partir de la resolución de los desafíos o las tareas evolutivas, y los hallazgos sobre la influencia de los sucesos

estresantes en la salud, de Holmes y Rahe (1974). El impulso de la teoría de la crisis durante esta época se debió, en gran medida, al gran acogimiento que tuvo el movimiento para la prevención de suicidios llevado a cabo desde las líneas telefónicas de ayuda permanente. El origen de esta forma de intervención se remonta a la década de 1950 con las iniciativas respectivas de West y de Varah. El primero, un pastor de la Iglesia bautista, comenzó, a principios de 1953, a publicar en los periódicos londinenses el anuncio: «Antes de suicidarte, llámame», junto a un número de teléfono que era atendido por él y su esposa, quienes pronto se sintieron desbordados por la cantidad de llamadas recibidas. De forma similar, algunos años más tarde, Varah anunció también en la prensa: «Si piensas suicidarte, llama a MAN 9000», con la misma acogida que el anterior, como consecuencia de lo cual fundó los Samaritanos, asociación de voluntarios no profesionales seleccionados, preparados y supervisados por un profesional para prestar ayuda telefónica. Estos proyectos se difundieron rápidamente por países europeos y americanos en las siguientes décadas; así, en España, en 1971, Serafín Madrid creo el Teléfono de la Esperanza, que desde entonces es la institución más significativa en los países de habla hispana (Madrid, 2005). Este tipo de ayuda, que si bien comenzó con la finalidad de prevenir el suicidio pronto se extendió a una más amplia gama de crisis, durante mucho tiempo ha sido la modalidad más conocida y extendida de intervención en crisis. Sus peculiaridades son: el anonimato del llamante y del agente de ayuda; la disponibilidad permanente; la gratuidad, y la prestación voluntaria por personal que, aun no siendo profesionales en su mayoría, reciben un entrenamiento especializado para actuar con eficacia y establecer relaciones empáticas y facilitar información y alternativas en condiciones de fugacidad temporal. 1.2. Terapia multimodal de la crisis De entre los diversos modelos de intervención que elaboraron los teóricos de la crisis, el más conocido es la terapia multimodal aplicada a las crisis (Salikeu, 1984), una adaptación de la terapia multimodal de Lazarus (1981). Como hemos dicho anteriormente, desde este modelo se proponen dos niveles o tipos de intervención: la intervención en crisis de primer orden o primera ayuda psicológica, y la de segundo orden o terapia de crisis. Ambas se diferencian en: 1. los objetivos: la intervención en crisis de primer orden se propone reestablecer el equilibrio, mientras que la de segundo orden se enfoca hacia el aprendizaje a partir de la crisis, es decir, intenta llegar a un nivel de funcionamiento superior al que existía antes de la crisis; 2. la duración, que en la de primer orden puede ser una sesión o algunas horas; y en la de segundo orden de semanas a meses; 3. el personal que la dispensa, que en la primera ayuda no necesariamente es profesional de la salud mental, y en la de segundo orden, sí; 4. el entorno en el que se realiza: ambientes comunitarios en la de primer orden (domicilio, teléfonos de ayuda permanente, el lugar en el que se produzca una catástrofe, etc.), y en un marco típicamente de terapia en la de segundo. La intervención de primer orden o primera ayuda psicológica implica una ayuda inmediata, que a menudo se concentra en una única sesión, cuyos objetivos son: proporcionar apoyo emocional y escucha, reducir la mortalidad (autoinfligida o a terceros) y proporcionar recursos de ayuda destinados a reestablecer el equilibrio.

Se consideran básicos de esta ayuda los cinco componentes o pasos siguientes: 1. Establecer el contacto psicológico, un clima de rapport que aliente la expresión y la confianza. 2. Examinar las dimensiones del problema, lo que implica identificar el desencadenante del problema, distinguir entre las necesidades inmediatas y las menos perentorias y examinar grosso modo el impacto de la crisis en el denominado sistema casic (conductual, afectivo, somático, interpersonal, cognoscitivo). 3. Explorar las soluciones posibles averiguando qué es lo que la persona ha intentado hasta ese momento, y lo que se puede hacer y no se ha hecho respecto a las necesidades inmediatas y las posteriores. 4. Ayudar a adoptar una solución concreta. En este punto hay que distinguir dos posibilidades: • si se prevé que el riesgo de mortalidad es alto (suicidio, homicidio, agresión a terceros) y/o la persona no es capaz de actuar en propio beneficio y de cuidar de sí misma, entonces la actitud del agente de ayuda debe ser directiva y puede incluir recurrir a otra persona para que actúe como supervisor-acompañante o a la hospitalización; • si el riesgo de mortalidad se estima bajo y la persona puede cuidar de sí misma, entonces la actitud debe ser más facilitadora que directiva. Siempre se intenta que la persona asuma la responsabilidad de su situación en la medida de lo posible. 5. Seguimiento. El último componente de la ayuda de primer orden va encaminado a comprobar si el proceso logró los objetivos de proporcionar apoyo, reducir la mortalidad y enlazar los recursos. En el primer contacto, es importante dejar claramente establecido quién llamará o visitará a quién, cuándo y dónde. En el seguimiento se verificará si se ha puesto en marcha la acción que se acordó y su resultado: si se encontró solución a las necesidades inmediatas y si lo que se consideraron necesidades posteriores están en trance de ser resueltas con la ayuda de los recursos que se previeron, entonces se logró el objetivo. Si no ha sido así, es preciso volver a realizar un examen de la situación -segundo paso o componente- teniendo en cuenta la situación presente. La intervención en crisis de segundo orden o terapia de crisis es un proceso terapéutico que va más allá de la restauración del equilibrio. Está encaminada a conseguir la resolución de la crisis, entendiendo que esto implica ayudar a la persona a penetrar en la experiencia (reconocer, expresar y validar sus sentimientos y lograr un dominio cognitivo y conductual de la situación) de modo que la experiencia quede integrada en su estructura de vida con un nuevo sentido. Es un proceso mucho más largo que la intervención de primer orden, ya que suele durar semanas o meses y requiere de una formación y unas habilidades más complejas, por lo que es dispensado por profesionales de la salud mental especializados. El proceso terapéutico en la crisis incluye tres momentos -valoración, tratamiento y evaluación- en los que se trabaja desde el supuesto de que la intervención es tanto más eficaz cuanto se toma en consideración al individuo holísticamente, en términos de los componentes del sistema casic (conductual, afectivo, somático, interpersonal y cognitivo). 1. Valoración. Se recurre a la entrevista clínica con el interesado, a informes de los familiares instituciones que puedan aportar datos relevantes. Cuestionarios clásicos como el Basic Crisis Inventory

(bci) (Slaikeu, 1988) pueden ser de gran utilidad. En cualquier caso, debe recopilarse información acerca de: • el suceso o circunstancias precipitantes de la crisis y la valoración que hace la persona de este: ¿qué ocurrió, cuándo, quién estuvo involucrado?; • el problema presente: ¿cómo describe el problema? ¿Qué quiere lograr? ¿Personaliza?; • contexto de la crisis: ¿cómo afecta la crisis a la familia o personas cercanas? ¿Qué apoyo recibe? ¿Está ligada la crisis a algún problema comunitario como el cierre de una empresa local importante, una catástrofe natural, etc.? ¿Qué recursos comunitarios existen?; • funcionamiento c a s ic de la precrisis: breve historia del desarrollo que nos aporte datos relevantes sobre el funcionamiento en las cinco áreas, para comprender la magnitud del desequilibrio y contemplar la crisis como un momento dentro de todo un proceso. Se intenta conocer si ha habido tensiones o conflictos no resueltos que puedan avivarse por la crisis actual, experiencias anteriores similares no cerradas, estilo de afrontamiento, satisfacción con la vida, etc.; • funcionamiento c a s ic en la crisis: es importante determinar el impacto que la crisis está teniendo en los cinco sistemas, prestando atención tanto a las áreas que se han visto muy alteradas -positiva y negativamente- como a las que lo han sido menos o las que permanecen intactas. 2. Tratamiento. Se centra en cuatro tareas básicas: • asegurar la supervivencia física y reforzar un estilo de vida saludable, lo que puede incluir desde trabajar sobre las ideas de suicidio, las adicciones, el control de la tensión-relajación, el ejercicio físico, la dieta, etc.; • lograr el control de sentimientos relacionados con la crisis, que implica conseguir que la persona comprenda y acepte sus sentimientos y los exprese de forma adecuada; • favorecer el dominio cognoscitivo de la experiencia completa, para lo cual se debe discutir sobre las creencias que la persona tiene sobre lo que le ha ocurrido, sobre su autoimagen, las ideas que tiene sobre la vida, sobre el futuro, etc., a fin de trabajar las creencias negativas irracionales y afianzar las expectativas de autoeficacia; • realizar las adaptaciones conductuales-interpersonales requeridas para la vida futura, incluyendo la toma de decisiones y el aprendizaje de nuevas formas de conducta y relación. Las técnicas y estrategias concretas que cabe emplear dependen de la orientación y formación del terapeuta (humanística-existencial, conductual, cognitivo-conductual, etc.). Los teóricos de la crisis no excluyen ninguna, y sí adoptan la postura del eclecticismo sistemático. 3. Evaluación. Se considera imprescindible realizar un seguimiento de la terapia que, según los casos, será de semanas o meses, atendiendo de nuevo al sistema casic y tratando de ver las ganancias y pérdidas en cada área de funcionamiento. 2. LA AYUDA DE PRIMER ORDEN 2.1. Intervención en una crisis suicida

El suicidio es una posibilidad real aunque poco frecuente en las crisis. La mayor parte de las veces los intentos suicidas no son el resultado de una posición filosófica a la que se llega tras un largo proceso de reflexión lógica, sino consecuencia de una grave depresión o por un impulso irreflexivo; en ambos casos, la capacidad de discernimiento está sesgada por la fuerte y negativa carga emocional. De alguna forma, podría considerarse que no es que la persona no quiera vivir, es que quiere vivir de otra forma pero no sabe cómo; en otras palabras, con lo que se intenta acabar realmente no es con la vida, sino con el sufrimiento o con una vida que se percibe sin sentido. Existe una serie de tópicos erróneos que están muy extendidos socialmente y cuyo mantenimiento puede agravar el desenlace de una crisis suicida. Algunos de ellos pueden tener graves repercusiones, por ejemplo: • Creer que hablar del suicidio con una persona que fantasea con la idea de poner fin a su vida puede fomentarlo. Al contrario, hablar del suicidio es esencial porque eso alivia el peso de pensar sobre ello, pero sobre todo porque solo así podremos estimar hasta qué punto la persona solo piensa en la posibilidad, o ha establecido un plan, o cuenta con los medios. Los agentes de ayuda deben estar preparados para hablar sobre el suicidio, por lo que es fundamental que clarifiquen sus valores y creencias al respecto. • Creer que quien realmente quiere suicidarse no avisa de ello o, dicho de otro modo, quien habla de suicidarse, realmente no piensa hacerlo. En realidad, las estadísticas demuestran que el 80% de los suicidas habían hablado previamente de sus intenciones. • Creer que, si tras alguna tentativa suicida, el paciente experimenta una mejoría de ánimo, el riesgo ha desaparecido. De hecho, ocurre más bien a la inversa; en muchas ocasiones, esa mejoría refleja el alivio que la persona siente al haber tomado la determinación de quitarse la vida. Otras veces ocurre que cuando la persona experimenta una mejoría, disminuye el apoyo de los demás y se siente de nuevo abandonada a su problema, lo que le lleva a tomar la fatal decisión. ¿Qué puede servir de indicador de riesgo de conducta suicida? Los siguientes indicios son señales de alerta, especialmente cuando se presentan conjuntamente: • advertencia verbal directa, intentos anteriores; • afirmaciones indirectas y signos conductuales: especulación repetida y seria sobre lo que ocurriría si uno muriese, regalo de posesiones valiosas, adquisición de objetos potencialmente letales; • depresión: la tasa suicida para los que sufren una depresión clínica es aproximadamente veinte veces superior que para el resto de la población; • desesperanza: este aspecto de la depresión es el más relacionado con el suicidio; • eventos vitales estresantes no deseados asociados a pérdidas importantes. La valoración del riesgo de que una conducta suicida sea consumada requiere sondear si existe plan suicida, la especificidad de este, si ha habido intentos previos y si la persona cuenta con recursos de ayuda y está dispuesta a aprovecharlos. Cuando no hay evidencias pero sí sospechas de fantasías suicidas, es preciso confirmarlas o descartarlas directamente: «¿Ha pensado en hacerse daño a sí mismo o en quitarse la vida?». Si la

respuesta es afirmativa, hay que preguntar sobre cómo ha pensado que lo haría: hay que analizar la especificidad del plan suicida: cómo, cuándo, dónde. Si la respuesta fuera vaga, hay que investigar más a fondo pero, en principio, en este caso, cuando no se ha hecho un plan concreto, el riesgo es menor. De la misma forma, hay que considerar la mortalidad o peligrosidad del método pensado y, sobre todo, la disponibilidad de medios para realizar el plan. Asimismo, es fundamental explorar si existen antecedentes de intentos suicidas en el cliente y las razones por las que se frustraron, ya que la probabilidad de suicidio consumado aumenta con cada intento. Por último, hay que sondear la disposición para hacer uso de recursos de apoyo externo, teniendo en cuenta que las personas aisladas o las que, teniendo amigos o familiares cercanos, no están en disposición de pedir ayuda corren mayor riesgo de quitarse la vida. Cualquier sugerencia de que existe un plan suicida exige una actuación directiva, y cuanto más mortíferos sean los medios pensados, más específico el plan, más directivo ha de ser el profesional, sobre todo si existen tentativas anteriores. En esos casos, hay que realizar todo tipo de esfuerzo para que la persona no tenga acceso al medio elegido. Esto puede suponer requisar objetos letales, convencerle para que se deshaga de ellos, o asignar a alguien de confianza para que no lo deje solo. Si se trata de un niño o un adolescente, ha de romperse la confidencialidad e informar a la familia, amigos, tutores, profesores. Una forma de intervención eficaz consiste en hacer un pacto; por ejemplo, ambos pueden comprometerse a trabajar de inmediato sobre aquellas cosas que le ocasionan tanto sufrimiento. En las crisis suicidas, hay que afrontar la situación de inmediato. En una situación ideal, debería ser un especialista en mediación quien actúe, pero si eso no es viable puede ser mucho más útil, para disuadir al posible suicida, que un agente de ayuda no especializado consiga establecer un buen contacto psicológico y de confianza con él que demorar la actuación esperando la intervención de alguien más experto. Es preciso fijar un segundo encuentro lo más pronto posible. Teniendo en cuenta que los fines de semana o los días festivos son momentos en los que la situación se suele agravar, se deben diseñar planes conductuales para los períodos entre las citas, de modo que el tiempo esté estructurado dejando el menor hueco posible para las rumiaciones suicidas. El agente de ayuda debe recordar, cuando se encuentra ante una crisis suicida, que cuando alguien piensa o tiene intención de quitarse la vida, siempre lo hace para evitar el sufrimiento que emana de una situación vital a la que no encuentra sentido. Dos de las estrategias generales de demostrada eficacia consisten en ayudar a la persona a inventariar razones para vivir y razones para no morir (Sevilla et al., 1998). Cuando se trabajan las razones para vivir, el objetivo no es identificar una misión personal en el mundo, ni motivaciones grandiosas ni abstractas, sino recordar y registrar situaciones de la vida cotidiana que se asocian a emociones positivas, aunque en el presente estén eclipsadas por el dolor de la situación que ha abocado a la desesperación. Las razones para no morir se inventarían tratando de pensar en el dolor y otras repercusiones negativas que el suicidio provocaría en el entorno. Como en las anteriores, la reflexión debe girar en torno a situaciones concretas y realistas. En definitiva, incluir estas estrategias facilita la conciencia del apego y el compromiso con la vida. 2.2. Intervención en catástrofes Los datos epidemiológicos indican que, aproximadamente, entre un tercio y la mitad de la población afectada por una catástrofe va a presentar alteraciones psicológicas, en la mayoría de casos no

patológicas, reacciones ordinarias ante una situación extraordinaria. La ayuda se hace necesaria no solo en las situaciones de emergencia -atender las consecuencias emocionales directas del evento-, sino más tarde, cuando los sobrevivientes están enfrentándose a la reconstrucción de sus vidas y se dejan sentir los efectos de desestructuración del tejido social que, a veces, dan lugar a círculos viciosos de pobreza, violencia y sufrimiento. Además del incremento de signos de sufrimiento como la aflicción y el miedo, puede aumentar la presencia y perpetuación de morbilidad psicológica y social, no como consecuencia inherente a la catástrofe en sí misma, sino debido a mecanismos sociales que podrían evitarse o, al menos, paliarse con modelos de actuación que vayan más allá de la atención médica y la reparación de daños materiales en la inmediatez de la catástrofe. Las iniciativas para mejorar este tipo de actuaciones están proliferando en los últimos años con un enfoque psicosocial y comunitario en el que se intenta evitar las limitaciones de modelos de actuación biomédicos. La idea es intervenir favoreciendo la responsabilidad, la autonomía y la autogestión de la crisis por parte de quienes la están viviendo y abandonar formas de ayuda que victimizan y medicalizan el sufrimiento. De entre los programas publicados, nos parece especialmente destacable como ejemplo la Guía Práctica de Salud Mental en Situaciones de Desastres (2006: 190-191), de la Organización Panamericana de Salud, cuyas consideraciones básicas reproducimos a continuación: 1. En situaciones de desastres naturales y otras emergencias, se eleva la frecuencia de los trastornos psíquicos pero, también, de muchas otras manifestaciones emocionales que pueden considerarse como respuestas normales ante situaciones anormales (por ejemplo, la aflicción y el miedo). Además, se evidencian otros problemas como el consumo excesivo de alcohol y las conductas violentas. 2. Hay un pequeño grupo de personas que necesitan apoyo específico o tratamiento especializado y que requieren ser identificadas tempranamente. 3. En la actualidad, el concepto clásico de estrés postraumático está siendo muy criticado. No es aplicable a los países en vías de desarrollo; lo más frecuente es observar síntomas aislados de estrés postraumático, pero no el cuadro en su totalidad. La búsqueda específica y casi exclusiva del estrés postraumático es contraproducente. 4. No son recomendables los servicios especializados de tipo vertical y centrados en la atención al trauma. Los servicios de salud mental deben estar insertos en la red de atención primaria en salud, con un enfoque amplio y no centrado exclusivamente en el trauma. 5. La principal prioridad en el trabajo de salud mental es reintegrar a las personas en su vida normal. 6. El trabajo de apoyo psicológico indiscriminado, realizado por equipos del extranjero o por varios grupos de manera simultánea, es contraproducente. 7. El debriefing no es un procedimiento aconsejable como una intervención temprana después del trauma; actualmente, cada más especialistas lo consideran ineficaz (e, incluso, contraproducente) como técnica de trabajo individual o grupal. 8. Las grandes catástrofes tienen un impacto en la salud mental a medio y largo plazo; las lesiones psicológicas no se curan tan fácilmente como las heridas. Por lo tanto, debe preverse el trabajo de

recuperación después de la fase crítica. 9. La ayuda humanitaria y social es una parte importante del trabajo para mejorar la salud mental de las poblaciones afectadas por desastres, pero debe complementarse con otras intervenciones específicas. Sería un error considerar que la atención de salud mental se restringe solo a formas de ayuda o asistencia social. 10. Existen modalidades de intervenciones sociales y psicológicas que han sido consensuadas por la experiencia y en las que casi la totalidad de los expertos están de acuerdo. Un plan de acción de salud mental en situaciones de desastre debe fundamentarse en estos principios pragmáticos, flexibles y de amplia aceptación. De acuerdo con esos principios, la primera ayuda se brinda en el lugar de la catástrofe con el objetivo general de aliviar las tensiones y el impacto emocional del sujeto, lo que, obviamente, debe ir precedido o acompañado de la satisfacción de las necesidades básicas de seguridad, alimentación y descanso. Los sobrevivientes pueden necesitar ayuda para iniciar los pasos prácticos que les lleven a resolver problemas urgentes, entre ellos la localización de personas allegadas. Por ser una técnica sencilla, no es preciso que la dispensen profesionales, pero, por ser crucial, las personas que potencialmente podrían intervenir en el escenario de una catástrofe deberían estar capacitadas y entrenadas para dispensarla eficazmente. Una actitud basada en el respeto y la cordialidad, pero serena, firme y comprensiva es esencial para establecer contacto psicológico. Mantener el autocontrol emocional es fundamental, hay que tener en cuenta siempre que la calma y la serenidad son tan contagiosas como el pánico. La escucha activa permitirá detectar las necesidades urgentes y concretas para la supervivencia e identificar si hace falta alguna intervención o algún recurso especial. En este primer momento, es importante acoger y contener las emociones de la persona afectada, sin intentar modificar conductas defensivas que permiten mantener una cierta estructura en la fase aguda, sin sermonear ni enjuiciar. Son previsibles reacciones de pánico, apatía, shock, rabia expresada con cierta violencia y confusión. Ante los casos de pánico, hay que actuar con firmeza pero con respeto, evitar dejar a la persona sola o expuesta ante la mirada curiosa de los demás y tratar de traer su atención a asuntos cotidianos. Cuando el superviviente se muestra apático, aunque no hace falta acompañarle, hay que llevarle a un lugar seguro. Quien está en estado de shock debe ser alejado del ambiente traumático y recibir muestras que le hagan sentir cercanía personal. En los casos en los que hay manifestaciones agresivas, hay que acompañarle calmadamente, sin tratar de detener su conducta en el acto, a menos que peligre su seguridad o la de otros. Ante los casos de confusión, si la persona da muestras de no tener una impresión clara de lo que está ocurriendo, hay que responder a sus preguntas o dar información, pero evitando tanto los detalles horripilantes como la minimización de lo sucedido. La primera ayuda tiene como objetivo lograr que, en el menor tiempo posible, las personas afectadas retomen el control de sus emociones y participen en su propia recuperación. Básicamente requiere saber escuchar, establecer un contacto personal afectivo y respetuoso y permitir la expresión emocional, facilitando la información que se solicite sobre lo que está pasando con calma y sinceridad. En la formación de personal que no realiza habitualmente entrevistas clínicas pero que puede verse envuelto en situaciones que requieran su ayuda (policía, bomberos, cooperantes, etc.), se utilizan guías para la primera entrevista que incluyen puntos como los que a continuación resumimos (Pérez Sales,

2006 ; oms, 2006): • Condiciones físicas, duración. En la medida de lo posible, hay que intentar que la primera entrevista se realice en un entorno tranquilo en el que ambos interlocutores puedan estar sentados, de manera que se posibilite el contacto visual y hablen retirados de la escucha ajena. Por lo que respecta a su duración, no hay un criterio estándar, lo conveniente es adaptarse flexiblemente a las condiciones del caso. • Estructuración. Las entrevistas semiestructuradas parecen ser las más adecuadas. Es preferible agotar un tema antes de pasar a otro y evitar hacer interrupciones frecuentes, dejando que la persona se exprese ante cuestiones abiertas (evitando en lo posible las que comienzan con ¿por qué?), más que sondear con muchas cuestiones que admitan respuestas dicotómicas. Posteriormente a estas expresiones abiertas y libres, se debe hacer preguntas más concretas con el fin de recoger información pertinente que no haya surgido de forma espontánea o que permita aclarar aspectos confusos, tomando nota, de temas que se consideren fundamentales y que parezcan ser eludidos voluntariamente. Hay que respetar los silencios y, evidentemente, evitar forzar el contenido de las respuestas, y tener en cuenta que no es preciso agotar todos los temas en la primera entrevista. • Contenido. Por una parte, hay que invitar a hablar de los sentimientos, lo que puede suponer ayudarle, en primer lugar, a que tome conciencia de ellos y se sienta autorizado a expresarlos. También hay que ayudar a aclarar y ordenar las ideas sin dar directrices ni imponer el propio criterio para que sea él o ella quien tome sus decisiones a fin de fortalecer su autoconfianza. Otro elemento importante de la entrevista es la identificación de recursos positivos en los que no se hubiese reparado. No hay que eludir temas embarazosos, especialmente los que se refieren a ideas suicidas, porque, en contra del mito, hablar del suicidio no incita a él, y la prevención, en caso de que hubiera ideación suicida, pasa por indagar la gravedad del caso. • Estrategias verbales empáticas. La comunicación verbal debe basarse en estrategias de comunicación empática, como el resumen, el reflejo o la paráfrasis, con las que se recogen los elementos fundamentales de lo contado para, a continuación, confirmar con el sujeto que nuestra comprensión es correcta. Por ejemplo: «Si le he entendido bien, usted ha tenido...», o «Me da la impresión de que usted se s ie n te .» . A continuación, hay que alentar a la persona a que corrija y complemente la apreciación si esta ha sido errada o incompleta. Es muy importante tratar de concluir la entrevista con un comentario positivo y siempre dejar acordada una nueva entrevista de seguimiento. Finalizamos este capítulo con un resumen de las recomendaciones acerca de lo que hay que hacer y lo que hay que evitar en la primera ayuda psicológica, de acuerdo con los principios de la teoría de la crisis (tabla 5.2). Tabla 5.2. Recomendaciones para la primera ayuda psicológica (tomado de Slaikeu, 1988) Qué hacer y qué evitar en la primera ayuda psicológica

Contacto

Hacer

Evitar

Escuchar cuidadosamente. Reflejar sentimientos y hechos. Comunicar aceptación.

Contar la “propia historia” o ponerse de ejemplo. Ignorar hechos o sentimientos. Juzgar o tomar partido.

Formular preguntas abiertas.

D im ensiones problem a

del Pedir a la persona respuestas Hacer preguntas que solo admiten Sí o N o como respuesta. concretas. Permitir abstracciones continuas. Evaluar los riesgos, la mortalidad. Ignorar signos de peligro.

P osibles soluciones

Estimular la inspiración súbita. Permitir la visión en túnel. Abordar directamente los obstáculos. Dejar obstáculos inexplorados. Establecer prioridades. Tolerar una “mezcla” de necesidades.

Acción concreta

Tomar una medida a tiempo. Establecer objetivos específicos a corto plazo. Mostrarse asertivo y confrontar cuando sea necesario. Ser directivo, sí y solo si es necesario.

Seguim iento

Realizar un contrato recontacto. Evaluar etapas de acción.

para

Intentar resolverlo todo de una vez. Tomar decisiones comprometidas a largo plazo. Ser tímido y retraído. Retraerse de tomar responsabilidad cuando es necesario.

el Dejar detalles en el aire o suponer que la persona continuará con la acción sobre el plan bajo su propia responsabilidad. Dejar la evaluación a terceros.

CAPÍTULO 6. PSICOTERAPIA Y ASESORAMIENTO INDIVIDUAL EN LAS TRANSICIONES 1. INTRODUCCIÓN Aunque, como hemos visto en capítulos anteriores, las crisis y transiciones en su mayoría se resuelven de forma natural, a veces requieren la ayuda especializada de un profesional. La intervención psicológica puede ayudar en estos casos a que la persona explore en profundidad su situación, comprenda su significado y elabore y lleve a cabo un plan de acción que restablezca el equilibrio e impulse su desarrollo. Lo que se pretende es encauzar el proceso de adaptación tratando de reconocer, incrementar y aprovechar recursos que permitan dar respuesta a las demandas del momento, reforzando la habilidad para afrontar situaciones vitales venideras con mayor probabilidad de éxito. Esta intervención puede realizarse a través de la relación diádica asesor-cliente o en el contexto de un grupo conducido por un asesor. Este capítulo se centra en los aspectos generales del asesoramiento individual. 1.1. Asesoramiento y psicoterapia Para hacer referencia al proceso de intervención psicológica durante las transiciones, se suele utilizar el término asesoramiento -counseling- más que el de psicoterapia ya que, aun cuando ambos términos no están delimitados radicalmente, se emplean para designar intervenciones que tienen objetivos y duración distintos. La psicoterapia es un proceso de ayuda, por lo general más largo, que va encaminado al tratamiento de psicopatologías y alteraciones severas de salud mental, mientras que el asesoramiento es generalmente más breve y está relacionado con la asistencia a personas que solicitan ayuda para resolver situaciones problemáticas que sienten como desbordantes y que no van acompañadas de patología. El asesoramiento se define como: Una forma de relación de ayuda, interventiva y preventiva, en la que un consejero, sirviéndose de la comunicación lingüística y sobre la base de métodos estimulantes y corroborantes intenta en un lapso de tiempo relativamente corto provocar en un sujeto desorientado, sobrecargado o descargado inadecuadamente un proceso activo de aprendizaje de tipo cognitivo-emocional, en el curso del cual se puedan mejorar su disposición a la autoayuda, su capacidad de autodirección y su competencia operativa (Dietrich, 1986: 9).

La referencia a la labor de intervención preventiva del asesoramiento conecta con uno de los objetivos de la psicología del desarrollo de ciclo vital: la optimización del desarrollo. El desequilibrio ocasionado por una transición no es, en la mayoría de los casos, patológico; pero si la persona no cuenta con recursos suficientes o no los aprovecha convenientemente, el desenlace sí que puede suponer un deterioro respecto a la situación anterior a la transición. Mediante un proceso de ayuda eficaz, se pueden prevenir riesgos para la salud mental, tal como sostiene Dietrich, pero además se puede lograr que la intervención no solo restablezca el equilibrio inicial sino que incremente los recursos del propio sujeto, en la medida en que este aprenda y generalice determinadas estrategias de afrontamiento o consolide un modo de funcionar más saludable. 1.2. Características del agente de ayuda que favorecen la eficacia del asesoramiento Un proceso de asesoramiento eficaz requiere que el profesional posea un conocimiento significativo de las principales teorías psicológicas y un cierto dominio de las estrategias de intervención más eficaces. Sin embargo, este es un requisito insuficiente si atendemos a los resultados de investigaciones que

analizan las diferencias entre relaciones de ayuda eficaces y no eficaces. Una y otra vez se demuestra que ciertas características personales del asesor tienen un poder que no debe desestimarse. Veamos cuáles son las que parecen ser más decisivas (Okun, 2001). • Autoconciencia: ser consciente de los propios valores, los procesos internos, posibles sesgos y prejuicios, las limitaciones y los puntos fuertes, etc., facilita el proceso de ayuda en tanto que permite separar las propias necesidades, percepciones y emociones de las de la persona que recibe la ayuda. Quien mantiene continuamente despierta la conciencia de sí mismo se plantea preguntas como: «¿Qué efecto tiene lo que oigo en mis emociones?», «¿Estoy escuchando o estoy proyectando mi actitud?». • Empatia: las personas que ayudan con eficacia son capaces de comprender al otro y comunicarle esa comprensión proporcionando una base experiencial para el cambio. • Interés genuino y respeto: una implicación profesional sincera es imprescindible, así como un comportamiento ético. La sinceridad implica algo más que ser digno de confianza, implica también estar abierto a la exploración y ser justo en las valoraciones e intervenciones. • Congruencia: esta característica depende a su vez de la autoconciencia, y se refiere a la coherencia entre los valores y las creencias, las verbalizaciones y las conductas de los terapeutas. • Habilidades de comunicación: este es un terreno ampliamente estudiado cuyos hallazgos sobre lo que favorece o no la interacción resumimos en la tabla 6.1. Tabla 6.1. Habilidades de comunicación que favorecen o dificultan la relación terapéutica

Favorece la interacción

Comunicación verbal

Comunicación no verbal

Lenguaje sencillo. Parafrasea. Pide aclaraciones. Resume. Responde al mensaje más importante. Utiliza expresiones como mmm... si. Utiliza el nombre del interlocutor. Proporciona información pertinente. Responde a preguntas sobre sí misma. Utiliza el humor de forma pertinente. N o emite juicios y es respetuosa. Interpreta las frases de forma tentativa.

Tono parecido al interlocutor. Buen contacto visual. Expresiones de asentimiento. Expresividad facial. Sonrisa sincera. Gesticulación moderada. Cercanía física no intrusiva. Velocidad de habla moderada. Orientación corporal directa. Contacto físico pertinente. Postura relajada y abierta. Tono de voz confiado.

Interrumpir. Dar consejos. Reñir. Calmar. Culpar. Manipular. N o favorece la interacción Cuestionar. sistemáticamente Actitud condescendiente. Vocabulario especializado y pedante. Irse p o r las ramas. Analizar en exceso. Hablar demasiado de uno mismo. Quitar importancia o desconfiar.

N o mirar a los ojos. Sentarse lejos. Orientación contraria. Actitud altiva o despectiva. Fruncir el ceño o los labios. Agitar el dedo señalando. Hacer gestos distractores. Mostrarse aburrido o nervioso. Voz demasiado, muy persuasiva. Voz desagradable o cortante. Habla rápida o muy lenta. Actuar con prisas.

De todas estas habilidades y características, volveremos a hablar en el punto siguiente en referencia a cada una de las fases del proceso de ayuda. 2. FASES EN EL PROCESO DE ASESORAMIENTO El modelo de Scholssberg et al. (1995), que vimos en un capítulo anterior, es útil para enmarcar el asesoramiento en las crisis y transiciones. Recordemos que los autores proponen cuatro grupos de variables -del self, de la situación, del apoyo social y de las estrategias de afrontamiento- que son consideradas el referente básico de la intervención y, por lo tanto, los ejes en torno a los cuales se trabaja en un proceso de cinco fases cuyos objetivos secuenciados son: 1. crear un clima de confianza que favorezca la implicación y el compromiso del cliente: fase de construcción de la relación; 2. recoger información relevante para definir el problema desde la perspectiva inicial del cliente: fase de clarificación y definición del problema; 3. llegar a una comprensión profunda y objetiva de la situación e identificar recursos que puedan promover el cambio: fase de comprensión y reestructuración; 4. programar y llevar a cabo un plan de acción concreto dirigido hacia las metas fijadas: fase de establecimiento de un plan de acción e intervención; 5. poner fin a la relación terapéutica estableciendo un compromiso de seguimiento previo: fase de finalización y seguimiento. Básicamente, el proceso así expuesto refleja el esquema de actuación seguido -o al menos pretendidopor la mayor parte de los profesionales del asesoramiento y la psicoterapia, al margen de la orientación teórica que los guíe. 2.1. Construcción de la relación Es bien sabido que muchos clientes deciden solicitar la ayuda de un asesor tras un penoso período de confusión y de intentos infructuosos de solucionar su problema. Acuden a la primera entrevista con una serie de interrogantes y en un estado de tensión y ansiedad que se agrava, en muchos casos, por el simple hecho de verse en la necesidad de recurrir a un profesional. Teniendo presente este estado, es fundamental que el asesor manifieste desde el principio una actitud de respeto sincero y disposición plena con el fin de crear un clima distendido y de confianza, un contexto relacional que inspire aceptación, cordialidad y apoyo. Establecer esta clase de relación, que se conoce con el nombre de rapport, es una condición necesaria para lograr una implicación y un compromiso profundos con el proceso de ayuda. La habilidad de un asesor para crear este clima depende de su destreza para acoger y atender y de su actitud empática hacia el cliente. Antes de pasar a describirlas, conviene destacar que estas condiciones no son exclusivas de la primera fase del proceso de ayuda, ni deben entenderse como técnicas o estrategias que puedan fingirse. Es más adecuado entenderlas como unas posturas sinceras y auténticas que deben estar presentes a lo largo de todo el proceso, aunque tienen una particular importancia al inicio de la relación.

Destrezas de acoger y atender Las destrezas de acoger y atender se manifiestan a través de las habilidades del asesor para diseñar el entorno físico, controlar su propia conducta no verbal durante la relación y escuchar activamente. La observación y la escucha activa se integran y concurren tanto para comunicar al cliente nuestro interés por él y por lo que nos está exponiendo, como para recabar información útil que nos permita comprender mejor su situación. Escuchar y observar son procesos tan cotidianos que a veces se da por supuesto que no hace falta considerarlos como una destreza que pueda aprenderse o desarrollarse. Sin embargo, la experiencia indica que no siempre somos eficaces escuchando, a veces porque actuamos bajo supuestos erróneos sobre la naturaleza de la escucha; escuchar no es esperar nuestro turno para intervenir en un diálogo mientras estamos preparando nuestro mensaje, tampoco es sinónimo de oír, ni es lo mismo que retener literalmente y poder repetir las palabras que el otro ha dicho. La escucha activa supone la habilidad de acoger a la persona que nos habla y decodificar adecuadamente su lenguaje verbal y no verbal, a fin de comprender los distintos contenidos de su lenguaje. Implica estar abiertos a recibir toda la información relevante que proviene del interlocutor a fin de poder captar su perspectiva, su punto de vista sobre la situación que le preocupa. Para que esto sea posible, es preciso estar alerta a todos los signos que llegan a través de la palabra, pero también a las numerosas indicaciones que se reciben a través del lenguaje no verbal; atender todo signo -verbal o no verbal- que nos ayude a responder a estas tres preguntas: «¿Cómo se siente esta persona?», «¿A qué lo atribuye?» y «¿Qué espera de mí?». Concentrar nuestra atención en los sentimientos y el estado de ánimo que expresa, en las explicaciones que da de ellos y la demanda que nos hace, infunde en el cliente la seguridad de ser escuchado y de ser digno de consideración. Empatia La empatía es una condición básica del asesoramiento eficaz, hasta el punto de que algunos autores, como Carkhuff (1969), la consideran la dimensión más crítica de la ayuda: «Sin la empatía falta el fundamento para poder ayudar a los demás. De la empatía depende la eficacia de las otras variables y en un último análisis la propia solución de los problemas del cliente» (Carkuff, 1969: 83). Probablemente es Carl Rogers el autor que más ha destacado la importancia de la empatía en el proceso terapéutico. Según él la define: Supone penetrar en el mundo privado perceptual del otro y encontrarse allí de una manera familiar (...) vivir temporalmente en su vida, moviéndose en ella con delicadeza, sin emitir juicios (...) Incluye la comunicación de tus vivencias de su mundo al apreciar con mirada fresca y temerosa aquellos elementos de los cuales el individuo se muestra temeroso. Implica compulsar frecuentemente con él o ella la exactitud de tus percepciones (...) significa que, de momento, dejas a un lado tus valores y punto de vista, en orden a entrar en el mundo del otro sin prejuicios (Rogers, 1972: 4).

Empatizar, percibir correctamente lo que experimenta otra persona sin dejarse llevar por los propios valores y puntos de vista y comunicar esta percepción de forma adecuada, es decir, con respeto, tacto y sin enjuiciamientos. Percibir la experiencia del otro tal como él la vive no supone en modo alguno una identificación total ni perder una cierta objetividad. Rogers reitera en sus escritos que el terapeuta debe intentar sentir el mundo íntimo del cliente como si fuera propio, pero sin perder de vista la cualidad del como si; sentir su confusión o su tristeza, pero sin que se mezclen con la propia confusión o tristeza. La empatía deber ser lo más correcta y exacta posible, no solamente respecto a los sentimientos que aparecen clara y explícitamente, sino a los que se manifiestan de forma confusa incluso para el propio

sujeto. El otro elemento de la empatía, además de captar el sentimiento y la percepción del cliente como él lo experimenta, es la comunicación de esa comprensión. El asesor comunica su empatía, además de a través del lenguaje no verbal (contacto ocular, gestos acompasados, postura corporal, distancia física, etc.), mediante ciertas habilidades verbales como son parafrasear, el reflejo de sentimientos y el resumen. Investigaciones sobre la empatía han demostrado que los terapeutas con altos niveles de empatía tienden a usar estas destrezas más frecuentemente que los menos empáticos. Las condiciones centrales de la actitud empática son: la consideración positiva, el respeto, la cordialidad y la autenticidad. La consideración positiva En un sentido amplio, supone aceptar al otro y sus sentimientos cualesquiera que estos sean. Se opone, por lo tanto, al enjuiciamiento de la persona. Aceptar no supone necesariamente ni sentir agrado ni aprobar todo lo que el otro hace (ciertamente, existen conductas nocivas y reprobables en sí mismas), sino comprender sus actos, sentimientos o interpretaciones como una consecuencia de las circunstancias y experiencias que los han antecedido. La aceptación o consideración positiva consiste también en reconocer y prestar atención a los aspectos positivos de lo que el otro hace o dice, bajo el supuesto inalterable de que tiene capacidad y recursos para funcionar de manera más eficaz, aunque no estén actualizados. La consideración positiva nada tiene que ver con el falso halago o la sobrevaloración de aptitudes, ventajas o potenciales, sino con una actitud franca encaminada a descubrir y subrayar los recursos que objetivamente posee pero que el otro no percibe o que son susceptibles de actualizar. El respeto Esta actitud implica el aprecio de la dignidad y el valor del otro. El respeto en la relación de ayuda como en la mayoría de las relaciones- se expresa indirectamente. No es respetuoso el terapeuta que vulnera el secreto profesional; el que, aun cuando está fuera de la relación terapéutica, ridiculiza al cliente; el que, abusando de la desigualdad de poder que se da en la relación, enjuicia y menosprecia sus opiniones, decisiones o sentimientos, o lo manipula, o no se compromete ni entrega a su labor terapéutica o se jacta de su eficacia profesional ante sus colegas, etc. La cordialidad Puede definirse como una actitud amable y cálida que se expresa predominantemente a través de mensajes no verbales. La calidez parece tener un papel reforzante de las dos variables anteriores: probablemente, dos terapeutas con el mismo nivel de respeto y consideración positiva por sus clientes, uno de los cuales es frío y distante y el otro cálido y acogedor, obtendrán un resultado muy dispar a la hora de crear el clima de empatía necesario para lograr un asesoramiento eficaz. La falta de cordialidad podrá enmascarar, o incluso anular, el mensaje positivo de aceptación y respeto. La autenticidad También denominada genuidad o congruencia, es otra actitud que favorece la empatía. Se realiza en un doble nivel: interpersonal, cuando el terapeuta se siente con libertad para comunicar sus propios sentimientos directamente, e intrapersonal, cuando el asesor es capaz de ser consciente y aceptar cualquier sentimiento que le sobrevenga en la interacción. El primero supone mostrarse abierta y

espontáneamente como uno es, con total sinceridad y sin ocultar nada; este tipo de genuidad puede tener aspectos positivos, como servir de modelo al cliente, pero también tiene serios riesgos para la terapia porque puede inhibir al cliente si este no está suficientemente preparado o no se siente seguro en la relación. El segundo tipo de genuidad consiste en ser auténtico en la relación con el cliente, es decir, actuar honestamente, no mintiendo ni enmascarando el propio punto de vista, pero sin llegar a la apertura o manifestación de experiencias personales que no aportan nada para mejorar el proceso terapéutico. 2.2. Clarificación y definición de la situación problemática Una vez se ha asegurado el clima de confianza, el siguiente paso consiste en recabar información relevante que nos permita definir y clarificar el problema, así como identificar las ventajas y los inconvenientes con los que hay que contar para afrontarlo. La persona que busca ayuda profesional para atravesar una transición difícil siente, por regla general, una gran confusión respecto a su experiencia («no sé cómo hacer para resolverlo», «no sé exactamente lo que me pasa»), confusión que va despejándose desde el momento en que, guiado por el asesor, comienza la fase de exploración. El objetivo de esta fase puede desglosarse atendiendo a las metas de quien recibe la ayuda y de quien la dispensa: el cometido del primero es explorar su experiencia; el del asesor, guiar esa exploración de forma metódica para lograr una definición de la situación problemática en términos concretos y específicos. Esto supone analizar sistemáticamente la transición o crisis atendiendo a los elementos que han sido estudiados en un tema anterior, es decir, las características particulares de la situación, el self, el apoyo social y las estrategias de afrontamiento que emplea el sujeto. La forma concreta en que se realice esta exploración dependerá del criterio del asesor, que habrá de decidir si emplea pruebas psicométricas -inventarios de personalidad, de valores, test de inteligencia, etc.-, entrevistas más o menos estructuradas o cualquier combinación de medios a su disposición. Pero, al margen de la estrategia por la que opte, ciertas destrezas servirán para facilitar la exploración; algunas de ellas son: el sondeo, la clarificación, la concreción, la paráfrasis, el reflejo y el resumen. Sondeo El sondeo es la destreza de saber hacer preguntas pertinentes y necesarias evitando cuestiones injustificadas. Tiene sus reglas. Así, se sabe que al formular las preguntas usando el vocativo tú, o dirigiéndose a la persona por su nombre, las respuestas suelen ser más fiables que cuando se hace de forma impersonal. Con el mismo fin, conviene plantear las preguntas en forma afirmativa evitando las negaciones y sugerir la respuesta. Hay que intentar también hacer las preguntas de una en una y eludir en lo posible aquellas que, aunque sean abiertas, no conduzcan necesariamente a respuestas prolijas. Por supuesto que el lenguaje empleado debe ser claro y adecuado a las características del interlocutor. Finalmente, conviene tener en cuenta que el uso de preguntas abiertas (¿cómo...?, ¿dónde...?, ¿qué...?) facilita la exploración y la definición. Una consideración especial merecen las formulaciones que incluyen ¿por qué...?, en tanto que en ocasiones pueden obligar a justificar la conducta o a ponerse a la defensiva. Conviene, por tanto, intentar sondear la misma información con preguntas alternativas. Clarificación Es imprescindible para tener la seguridad de que se ha comprendido la perspectiva del otro. Mediante preguntas del tipo: «¿Si he entendido bien, tu opinas que...», «¿quieres decir que...?», «¿estás diciéndome

que...?», el asesor trata de hacer completamente explícito el mensaje que ha recibido, de manera que su visión no se base en suposiciones o malentendidos. Concreción Se emplea con el objetivo de ayudar a expresar el núcleo de áreas problemáticas y conflictos emocionales evitando racionalizaciones y encubrimientos con hechos o sentimientos irrelevantes. La confusión y la carga emocional características de los momentos vitales críticos a menudo conducen a que las verbalizaciones de quienes las están viviendo sean inespecíficas y vagas, lo cual dificulta enormemente la comprensión de su experiencia y la definición de la situación. La forma idónea de concretar el discurso son las preguntas abiertas en las que se piden ejemplos (¿podría hablarme de la última vez que se ha sentido así?), o se exploran detalles, matices y circunstancias (¿cuándo?, ¿dónde?, ¿cómo?, ¿en qué circunstancias?). Paráfrasis Mediante la paráfrasis se seleccionan los contenidos cognitivos esenciales del mensaje del otro y se repiten con otras palabras. Esta técnica, además de favorecer el clima empático, en tanto que denota haber atendido y comprendido, es especialmente útil para lograr destacar los contenidos cognitivos del mensaje cuando se considera inadecuada la atención directa sobre los sentimientos. Es una estrategia que está especialmente indicada para ayudar a pensar con claridad sobre una cuestión concreta, puesto que facilita la ordenación y sistematización del pensamiento. También es útil cuando se intenta evitar el desbordamiento emocional, o eludir problemas específicos recurriendo a un amplio despliegue emocional. Elaborar una paráfrasis adecuadamente exige empatía -para captar la estructura profunda del mensaje y situarse en el marco de referencia del interlocutor- y creatividad -para que, cambiando la forma, no cambie de sentido ni de profundidad. Cuando la paráfrasis incluye algún tipo de enjuiciamiento, o repite exactamente el mensaje, lejos de lograr arrojar luz y demostrar comprensión, puede suscitar la desconfianza o el desconcierto y bloquear la exploración. Reflejo La técnica del reflejo es similar a la de la paráfrasis, en tanto que el terapeuta recoge y repite con otras palabras la esencia del mensaje pero, en este caso, haciendo referencia a su contenido emocional. El enunciado de un reflejo tampoco debe ser una reproducción exacta ni contener juicios de valor, sino una expresión del sentimiento y del tono emocional que se ha captado en el mensaje -verbal y no verbal. Está indicada cuando queremos animar a la expresión de sentimientos y favorecer su toma de conciencia. Resumen El enunciado del resumen lo constituyen dos o más paráfrasis y/o reflejos en los que se condensan los contenidos de una parte de la entrevista, toda la entrevista o una serie de entrevistas. Al resumir convenientemente la información recibida -cognitiva y/o afectiva, verbal y no verbal-, se seleccionan datos relevantes y se relacionan entre sí de forma lógica siguiendo un hilo conductor. El resumen es útil cuando se pretende enlazar y dar sentido a diversos elementos dispersos a lo largo de varias comunicaciones, identificar un tema o una estructura común a una serie de enunciados o interrumpir una divagación excesivamente larga.

El resumen es especialmente aconsejable en momentos como el inicio de una nueva sesión -así se manifiesta la atención y el interés prestados, se agiliza la actuación y la implicación, se impulsa a seguir profundizando desde una base y no desde cero-, ante divagaciones o cuando se dan muestras de estancamiento y de no querer seguir avanzando al repetir una y otra vez el mismo discurso. En otras ocasiones, cumple una función similar a la de la clarificación, en tanto que se propone como una hipótesis para que sea corroborada. Sintetizando, en la fase de definición del problema, el objetivo es analizar la situación problemática tal como la percibe el sujeto, atendiendo a todos sus elementos: tipo, contexto, impacto, recursos y dificultades derivados de la situación, el self, el apoyo y las estrategias de afrontamiento. El cometido del asesor es conducir la exploración y llevarla a cabo utilizando pruebas estandarizadas (test de inteligencia, cuestionarios de personalidad, de valores, etc.) o únicamente a través de la interacción personal. Una intervención correcta tendrá como consecuencia que quien recibe la ayuda se sienta comprendido, aliviado, esperanzado y motivado. Por el contrario, si el asesor no es empático ni domina las estrategias de intervención mencionadas, el resultado será negativo; el sujeto podrá sentirse evaluado, ansioso, vulnerable, y disminuirá su confianza y su implicación. 2.3. Comprensión y reestructuración En esta fase, el objetivo es conseguir que la persona logre una comprensión profunda de sí misma, de sus problemas y de las circunstancias que pueden conducirle a funcionar más efectivamente. El asesor, que en la fase de autoexploración intentaba ver la realidad desde la perspectiva del otro y comunicarle su comprensión, ahora encamina su respuesta a lograr que este pueda percibir su situación de forma más objetiva. Se da por supuesto que, al menos en el área en la que el funcionamiento no es adaptativo, existe una cierta distorsión o una interpretación improductiva, pero también se supone que el sujeto tiene capacidad para lograr una interpretación más realista y funcional. La reestructuración implica cambiar el enfoque sobre la realidad sin que esta se haya modificado: el problema se percibe con una nueva luz, con un nuevo esquema, lo que puede servir como medio para lograr un cambio hacia la adaptación. La empatía, que ya ha sido definida como un elemento clave en las etapas de construcción de la relación y clarificación y definición del problema, es también fundamental para guiar la reestructuración, aunque la forma de manifestarla varía en algunos matices. Mientras que en las dos primeras etapas las expresiones empáticas deben reflejar ante todo lo que el asesorado ha manifestado de forma explícita, en la etapa de comprensión el asesor expresa las implicaciones, incongruencias y distorsiones implícitas en el discurso del asesorado y que él no percibe o, que si percibe, no se atreve a comunicar. Este tipo de empatía se denomina empatía avanzada, que es definida por Egan del siguiente modo: «A través de la empatía avanzada el asesor cita claramente lo que el cliente dice de forma confusa (...) Al hacer esto, el asesor interpreta el comportamiento del cliente, pero sus interpretaciones están basadas en lo que el cliente revela respecto a sus propios comportamientos, experiencias y sentimientos y en el modo de actuar del cliente en las sesiones» (Egan, 1982: 130). La empatía avanzada solo está indicada cuando ya se ha establecido un auténtico clima de confianza primera fase- y el asesor tiene una visión clara de la situación desde el punto de vista del otro -segunda fase-; de lo contrario, este puede sentirse amenazado y retirarse de la relación terapéutica o refugiarse en mecanismos defensivos.

La empatía avanzada se manifiesta explicitando lo implícito mediante los señalamientos, es decir, haciendo hincapié en algún comportamiento, alguna idea o sentimiento que el asesor, basándose en su experiencia, considera que necesita mayor exploración, y también sugiriendo relaciones entre elementos de la experiencia del asesorado que este ve de forma inconexa. La empatía avanzada se expresa a través de algunas estrategias y técnicas, y las más importantes son la confrontación, la interpretación, la información y la personalización. Confrontación Mediante la confrontación el asesor verbaliza y destaca las discrepancias o distorsiones, que aparecen en los mensajes recibidos, referidas a conductas, ideas o actitudes. La confrontación exige un marco de comprensión intensa y profunda del asesorado; solo en un ambiente así puede ofrecerse la oportunidad de evaluar con objetividad las propias incongruencias y asumir la responsabilidad propia en la creación o el mantenimiento del problema. Cuando este marco se da, es posible adentrarse en el análisis del problema y aceptar sin amenazas las discrepancias entre una manera disfuncional de vivir y la capacidad para iniciar el cambio. A menudo, las personas viven por debajo de sus posibilidades porque no han podido validar o confrontar su experiencia en sus relaciones cotidianas por falta de autenticidad, bien porque los demás no se han atrevido a hacerlo por miedo o por falso respeto, bien porque en esas relaciones ha predominado la manipulación o la agresividad. La confrontación sirve también para descubrir las habilidades, potencialidades y los recursos del sujeto que no se están aprovechando, todo lo cual puede servir para guiar la acción encaminada a solucionar el problema. Puesto que la confrontación desafía las cogniciones y el punto de vista personal, es necesario tener una gran sensibilidad y un gran cuidado al formularla. Algunas recomendaciones para evitar errores a la hora de confrontar son: 1. elegir el momento y las circunstancias en las que se plantea, teniendo en cuenta ante todo que exista suficiente rapport en la relación, pero también el nivel de ansiedad, de atención, de deseo de cambio y de habilidad para escuchar; 2. la confrontación en ningún caso debe juzgar o interpretar sin base los mensajes o las conductas, ni consistir en inferencias vagas, sino describir y referirse a aspectos concretos de la experiencia; 3. hay que evitar a toda costa lo que se denominan caricaturas de confrontación, es decir, utilizar la confrontación de forma más o menos consciente para satisfacer ciertas necesidades personales del asesor como demostrar o demostrarse su sagacidad o intuición, o para descargar su agresividad contra el otro. Interpretación A través de la interpretación, el asesor provee de un nuevo y alternativo marco de referencia al cliente respecto de sí mismo o de la situación que le preocupa. Mediante la interpretación, se recogen los aspectos implícitos de los mensajes del cliente, al contrario de lo que ocurre con la paráfrasis o el reflejo en los que el asesor se limita a recoger lo manifestado explícitamente. Sirve para identificar y mostrar las relaciones que existen entre elementos de la conducta, las actitudes, los pensamientos y sentimientos del cliente que no da muestras de percibir, para examinar y dar una explicación de la

situación del cliente desde un punto alternativo al suyo. Al emplear esta técnica, igual que ocurre con la confrontación, el asesor ha de elegir cuidadosamente las circunstancias y la forma de enunciarla. Información Otro tipo de intervención en esta etapa consiste en proporcionar información clara, fundamentada y pertinente. Los contenidos de la información y los fines concretos con que se empleen pueden ser variadísimos: por ejemplo, facilitar direcciones de asociaciones o centros, recomendar lecturas, explicar cualquier concepto que necesite aclaración; en definitiva, transmitir datos referidos a hechos, experiencias, alternativas o instituciones. En ocasiones, aportar información proveniente de la teoría o investigación psicológica impulsa un cambio en la consideración del problema si se utiliza un sencillo, pero fundamentado, esquema teórico relativo a las reacciones, los comportamientos o sentimientos humanos, a las características evolutivas propias de la etapa que se está viviendo, etc. Por ejemplo, una mujer que acaba de ser madre y se siente angustiada porque su relación de pareja se está deteriorando desde el nacimiento de su hijo puede reestructurar el problema al ser informada de que su vivencia no tiene porque deberse a una falta de habilidad personal suya, sino a una experiencia, generalmente transitoria, que acontece de forma muy generalizada en las parejas tras la maternidad. Personalización Tiene como objetivo lograr que la persona se dé cuenta de cómo está contribuyendo a mantener el problema; es decir, que sea consciente y acepte la responsabilidad que tiene en la situación y, por tanto, asuma su poder para resolverla. Ciertamente, la crisis o transición puede haber estado provocada por un suceso cuya ocurrencia esté fuera de su control. Pero, aun en ese caso, continúa habiendo una cuota de poder para controlar la reacción ante la situación. Instándole a personalizar el problema le ayudamos a que descubra ese poder para cambiar, no el suceso, sino su actitud ante este y su conducta. Igual que ocurre con la interpretación y la confrontación, cuando se inicia la personalización hay que hacerlo con mucho tacto y sensibilidad. A menudo se confunden los términos responsabilidad y culpa; por eso, es necesario asegurarse de que el sujeto está preparado para personalizar su problema y no se va a sentir acusado o juzgado. La personalización es una técnica que conviene utilizar de manera gradual. La fórmula que propone Carkhuff (1980) para lograr la personalización es: «Tú te sientes (...) porque tú (...)». A continuación, veremos algunos ejemplos de respuestas empáticas que van progresivamente desde un nivel de personalización nulo hasta un nivel alto. Supongamos el caso de una mujer que está enfrentándose a una crisis relacionada con su vida en pareja: Estoy francamente desesperada, mi matrimonio es un auténtico fracaso. Mi marido no colabora en nada, solo se dirige a mí para pedirme la comida o la ropa limpia, tengo que ocuparme yo sola de la casa y de los críos. Los domingos no salimos porque él se queda tumbado en el sofá mirando la televisión o leyendo el periódico. Los amigos que teníamos, ya ni llaman porque no salimos nunca. Mi vida es casa, casa y casa. Se me han ido las ganas hasta de arreglarme, ¿para qué, si ni me mira? ¿Cómo ha podido cambiar tanto, si de novios era tan cariñoso y atento conmigo? Me indigna su comportamiento, me saca de mis casillas, y, aguanto, aguanto, lloro, y al final, claro, exploto: en casa solo hay silencio o broncas.

Como se ve, la mujer que habla se siente víctima de la situación, su marido no la ayuda, no la saca de casa, no se fija en su aspecto, etc., y ella se siente frustrada, aguanta hasta donde puede y explota. Esta es una visión nada personalizada de lo que le ocurre; desde su perspectiva, el problema es su marido, por lo

que poco control tiene de la situación; el que ha de cambiar es su marido. Ante esta situación, en la etapa de clarificación y definición del problema, cuando lo que se pretende es explorar la perspectiva del sujeto y demostrarle empáticamente nuestra comprensión, las respuestas adecuadas serían el reflejo y la paráfrasis, y así, podríamos responder: «Te sientes desesperada porque tu marido no se comporta contigo como deseas», o «Te sientes triste porque tu marido no demuestra que le atraes», o «Te sientes enfadada porque tu marido no colabora en casa». Pero cuando el objetivo es cambiar el esquema conceptual de la situación y poner de relieve su responsabilidad y su poder para resolver su problema, es decir, durante la fase de comprensión, el asesor puede servirse de respuestas como las siguientes: «Te sientes triste porque tú has descuidado tu imagen y ves que no le gustas a tu marido como antes», o «Te sientes enfadada con tu marido porque tú te ocupas de toda la responsabilidad de la casa y de los niños», o «Te sientes aburrida porque no sales los fines de semana ni haces nada que te divierta». Con respuestas como las anteriores, vamos responsabilizando y, por tanto, aumentando el peso del control y el poder que la mujer tiene en la situación. Vamos intentando que cambie su perspectiva haciendo énfasis en lo que ella hace o deja de hacer para que se mantenga esa situación; es una forma de ir abriendo puertas hacia los posibles cambios. Si nos quedamos con su visión inicial, poco podremos hacer para remediar las circunstancias: el problema está en el marido, y al marido, a distancia, no lo podemos cambiar; pero si centramos la atención en la conducta de ella, podremos diseñar posibles cambios que pongan fin al problema. Puesto que la personalización puede despertar en el cliente una imagen negativa de sí mismo y puede hacer aparecer muestras de rechazo y actitudes defensivas, conviene que el terapeuta vuelva a respuestas intercambiables o a personalizar otros significados menos amenazantes y posponga el abordaje de los contenidos que han sido rechazados. 2.4. Plan de acción e intervención Aunque algunos sistemas y algunas escuelas terapéuticas han establecido el proceso de asesoramiento únicamente a lo largo de las etapas anteriores, la mayoría de los autores consideran que esto supondría quedarse a mitad del camino. Al final de la segunda etapa, el sujeto tendrá una idea clara de dónde se encuentra en relación consigo mismo y a dónde quiere o necesita ir, lo cual no significa que haya llegado ni que tenga suficiente empuje para llegar. Por tanto, es necesario un tercer paso: la búsqueda explícita de la dirección del cambio y hacerlo real. La meta de esta fase de la intervención es lograr que el cliente aprenda y ejercite las habilidades que van a permitirle vivir más eficazmente, abandonando patrones de funcionamiento destructivos y desarrollando nuevos recursos. El curso de la intervención ha de estar sistematizado, lo que supone que la meta se establezca con claridad, se desglose en pasos definidos de tal manera que sea posible una evaluación de los progresos. Actuar de forma sistemática no implica seguir rígidamente el programa establecido; al contrario, otra habilidad necesaria en el asesor es la flexibilidad para adaptarse a la evolución del cliente y sus circunstancias. Se trata de desarrollar metas individualizadas y definidas operativamente y de seguir procedimientos que se han demostrado efectivos para conseguirlas. La meta debe cumplir los requisitos de estar personalizada, ser concreta y específica y ser realista. • La meta ha de estar personalizada. Esto quiere decir que el agente de la meta es la propia persona:

ella es quien ha de cambiar su conducta, sus circunstancias o sus respuestas emocionales. Las metas que se formulan de tal manera que los sujetos del cambio son otros, no son válidas. Tampoco lo son si están impuestas por el asesor y son introyectadas sin convencimiento ni motivación, o si no están adaptadas a los propios valores y las peculiaridades del sujeto. • Ha de ser concreta y específica. No debe estar formulada de manera vaga e imprecisa. Por ello, es necesario que esté expresada en términos conductuales y se refiera a cambios que puedan estimarse con objetividad. • Ha de ser realista. Para que sea realista es preciso que las circunstancias no lo impidan y que se tengan los recursos necesarios. Asimismo, su logro no ha de ser excesivamente costoso; ha de decidirse si el esfuerzo por cambiar determinadas cosas será compensado cuando se solucione la situación problemática. Para ayudar al cliente a establecer una meta y desglosarla en objetivos, Carkhuff aconseja la fórmula: «Tú te sientes (...) porque tú (...) y deseas (...)». Así, volviendo al ejemplo anterior de la esposa frustrada y triste porque su relación de pareja no funciona como ella desea, no serían metas funcionales que su marido cambiase y fuese más cariñoso -no está personalizada-; ser feliz en su relación de pareja -no es concreta-; hacerse varias operaciones de cirugía estética para resultar más atractiva -no es realista por demasiado costoso o por otros motivos. Sin embargo, utilizando la fórmula de Carkhuff, podríamos, por ejemplo, fijar objetivos concretos como los siguientes: «Te sientes triste porque tú has descuidado tu imagen y ves que no le gustas a tu marido como antes, y quieres tener un aspecto más agradable y atractivo», o «Te sientes enfadada con tu marido porque tú asumes toda la responsabilidad de la casa y de los niños y quieres tener tiempo para ti y compartir el trabajo con él». El siguiente paso es elaborar un plan de acción en el que esos objetivos se definan operativamente, es decir, se traduzcan a términos conductuales. Para que permitan promover el cambio, esos objetivos han de ser claros y concretos, estar formulados con verbos que se refieran a conductas observables (no sirve: realizarse, valorarse, etc.), estar referidos a las circunstancias específicas en las que se quieren conseguir (dónde, cuándo, con quién, cómo, etc.) y estar presentados por orden de dificultad. En su elaboración, la estrategia del torbellino de ideas puede servirnos para contemplar numerosas y variadas posibles vías concretas de acción. Después de desechar las menos viables, se escogerán las que a priori parecen más factibles y convenientes, y se evaluarán teniendo en cuenta los costes y beneficios que se pueden derivar para la propia persona y para los demás. A continuación, se especificarán los pasos necesarios para alcanzarlos atendiendo a una secuencia temporal lógica y siguiendo un orden de menor a mayor dificultad. A medida que se va elaborando el plan, es muy conveniente considerar y prever cualquier obstáculo que pueda entorpecer su consecución y cualquier circunstancia que, por el contrario, pueda servir de ayuda. Actuando así se multiplicarán las posibilidades de éxito, puesto que estaremos alerta para sortear las dificultades previstas y aprovechar los recursos. Durante la última fase del proceso de ayuda, las habilidades y destrezas necesarias del asesor incluyen, además de la capacidad para planificar la acción en pos de una meta, el dominio en la aplicación de programas y técnicas de intervención psicológica propiamente dichas a las que nos referiremos en el siguiente punto. 3. ESTRATEGIAS DE INTERVENCIÓN EN LAS CRISIS, TRANSICIONES Y SITUACIONES POTENCIALMENTE TRAUMÁTICAS

La forma concreta que adopta el proceso de asesoramiento varía en función de la orientación teórica o el modelo seguido por el profesional, las características personales del asesorado y la naturaleza del problema que se va a tratar. En cualquier caso, la flexibilidad para actuar, en función de las características de la crisis y del propio sujeto, siempre será una ventaja de cara a lograr el éxito del asesoramiento. Cada profesional de la salud mental se ve necesariamente abocado a tomar una decisión respecto a la orientación teórica que va a guiar su trabajo y a las estrategias de intervención que empleará. Puede optar por comprometerse férreamente con la orientación que juzga la mejor y negarse a considerar otras alternativas, o adoptar una postura ecléctica. El compromiso con una única teoría ofrece la ventaja de permitir profundizar en el dominio de métodos y técnicas; sin embargo, una excesiva rigidez puede llevar a la imposibilidad de cambiar sus métodos cuando los clientes no respondan a su aproximación. Los puntos fúertes y débiles del eclecticismo son justamente los opuestos: ser flexible permite que la intervención se ajuste a las necesidades concretas del cliente pero, al mismo tiempo, utilizar acercamientos y estrategias muy diferentes puede suponer la falta de dominio y sistematicidad en su aplicación. Exponer las numerosas y, a veces, complejas teorías o modelos que pueden guiar el proceso de ayuda no forma parte de los objetivos de este texto. Aun a riesgo de simplificar excesivamente el amplio panorama de las distintas orientaciones, las agruparemos, como suele hacerse, en cinco grandes categorías: teorías psicoanalíticas, conductistas, existencial-humanistas, cognitivo-conductuales y sistémicas, cuyas ideas básicas, metas, técnicas y autores más destacados se presentan en la tabla 6.2. Tabla 6.2 Principales orientaciones psicoterapéuticas Teoría Terapia psicodinámicas conductista

Ideas básicas

Terapia cognitivo- Teoría existencialconductual humanista

Gestalt

Terapia centrada en el cliente

Análisis Transaccional

Logoterapia

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Freud, Lacan

Jung, Skinner, Wolpe, Ellis, Meichenbau, Beck Bandura

Pearls, Satir

Rogers, Carkhuff

Berne

Frankl, Lukas

Todas las orientaciones teóricas pueden aportar elementos valiosos para comprender la situación problemática que se está abordando y estrategias útiles que favorezcan un afrontamiento eficaz. La labor del profesional de la salud mental estriba, en este sentido, en decidir y adaptar sus conocimientos y habilidades a cada caso concreto, actuando de manera sistemática y justificada. En el apartado siguiente, nos centraremos en la presentación de una selección de intervenciones que parecen resultar especialmente útiles en el asesoramiento durante las transiciones y las crisis. 3.1 Intervención cognitivo-conductual Algunas estrategias y procedimientos propios de los enfoques conductistas, como el modelado, el roleplaying, el ensayo, la visualización y el entrenamiento en relajación, pueden servir de gran ayuda para lograr un afrontamiento eficaz de los grandes cambios vitales. La eficacia de estas técnicas hace que su utilización esté muy extendida, incluso entre los asesores que no se definen como conductistas. Modelado, role-playing y ensayo El modelado, el role-playing y el ensayo permiten incorporar al repertorio conductual del sujeto

nuevas respuestas a las demandas que plantea su situación. Consideremos el ejemplo de un hombre de cincuenta años que presenta dificultades para adaptarse a su reciente matrimonio. Desde que sus padres se divorciaron cuando él era un niño no ha tenido contacto con su padre, y veinte años viviendo solo le hacen sentirse inseguro de su capacidad para actuar como marido. Tiende a tomar decisiones de forma unilateral y se siente desconcertado cuando su mujer se lamenta de ello. El asesor puede sugerir alguna de las siguientes estrategias: observar a otras parejas y fijarse en lo que hacen otros esposos, particularmente en su forma de tomar decisiones o de pasar el tiempo: modelado social; representar con el asesor una situación en la cual el cliente se sienta inseguro sobre cómo actuar: modelado en vivo y role-playing; representar él solo su propia conducta: role-playing, y representar una situación real que espera que ocurra en un futuro cercano: ensayo. El modelado, el role-playing y el ensayo proveen formas de ver a los otros y a sí mismos ejecutando conductas deseadas. Cuando se usa alguna de ellas, es fundamental que el asesor dé retroalimentación acerca de la conducta específica que se está ejecutando y que se comience con conductas sencillas, avanzando poco a poco hasta las más complejas. En el ejemplo del párrafo anterior, conviene empezar por trabajar con conductas como la forma de decidir dónde salir un sábado y dejar para más adelante cuestiones de más envergadura como hacer planes para el futuro. Entrenamiento en visualización Es un caso especial de ensayo que consiste en practicar mentalmente el manejo de situaciones. La investigación empírica demuestra que visualizarse a uno mismo realizando con éxito una conducta deseada ayuda a su consecución. Esta estrategia posee algunas ventajas sobre el ensayo conductual: la puede practicar uno mismo en cualquier momento; puede aplicarse a situaciones en las que el ensayo es impracticable, y ayuda a los clientes a actuar de forma independiente respecto al asesor, ya que no necesita de su retroalimentación. Entrenamiento en relajación La mayoría de los programas de entrenamiento en relajación consisten en alternar los estados de tensión-relajación de distintos grupos de músculos siguiendo un orden determinado. Cuando ya se ha practicado suficientemente, se puede pasar a la relajación directa de los músculos grupo a grupo sin tensarlos previamente. Otros programas combinan la relajación directa -sin tensión- con la visualización. En ellos, se induce a la relajación mediante la respiración profunda y la observación de las sensaciones corporales, y a continuación se evoca el recuerdo de alguna situación del pasado especialmente confortable, serena y feliz, que debe ser recreada en la imaginación con el máximo detalle posible. El entrenamiento en relajación es una técnica fundamental en la intervención en crisis y transiciones, puesto que la ansiedad es una respuesta habitual ante los desafíos de los cambios vitales. En estas situaciones, la intensa y prolongada ansiedad conduce a un estado de malestar psicológico en el que se dificulta la toma de decisiones constructiva y reflexiva. Aunque el nivel de ansiedad puede ir disminuyendo a medida que avanza la intervención que trabaja las emociones y las cogniciones, es posible actuar directamente sobre el síntoma induciendo al cliente a practicar programas de relajación. Entrenamiento en resolución de problemas Se trata de un procedimiento que refuerza las habilidades de afrontamiento en el que se aprende a

explorar las situaciones desafiantes y los recursos para arrastrarlas siguiendo una sucesión de pasos determinada. Son muchos los programas que se han desarrollado desde que el pionero en este campo, Kurt Lewin, formulase en 1943 su método denominado análisis del campo de fuerzas, que establece la siguiente secuencia de acciones: 1. definir la meta o el resultado que se quiere lograr; 2. identificar todas las formas o los métodos que uno sabe para conseguir su logro; 3. identificar las barreras actuales o potenciales que impiden o pueden impedirla; 4. representar las vías de acceso a la meta y las barreras como fuerzas o vectores que operan en direcciones opuestas, y 5. discutir las formas de incrementar las posibilidades de acceso y de reducir o eliminar barreras. Otro programa clásico es el decides, desarrollado por Krumboltz y Hamel (1977). Es especialmente útil para las personas con un estilo concreto, secuencial y sistemático. Sus pasos son los siguientes: 1. Definir el problema. ¿Cuál es la decisión que se va a tomar? 2. Establecer un plan de acción. ¿Cómo tomaré esa decisión? 3. Clarificar valores. ¿Qué es lo más importante para mí? 4. Identificar alternativas. ¿Cuáles son las opciones? 5. Descubrir los resultados posibles. ¿Qué puede ocurrir si sigo cada alternativa? 6. Eliminar alternativas sistemáticamente. ¿Qué alternativas no encajan con mis valores? ¿Cuáles son menos factibles? 7. (Start) Comenzar a actuar. ¿Qué necesito hacer para que mis planes se hagan realidad? Reestructuración cognitiva Esta estrategia parte de la idea de que la calidad de nuestras vidas está determinada por el significado que otorgamos a las cosas que nos ocurren y no por las cosas en sí mismas. Este postulado tiene una larga tradición en la historia del saber: es el núcleo en torno al que gravita la filosofía estoica, desde la que pasó por Séneca, Spinoza, Schopenhauer y Nietzsche antes de llegar a ser central en las terapias psicodinámicas y, especialmente, en la cognitiva y cognitiva-conductual. Uno de los primeros enfoques dentro de esta línea de intervención es la terapia racional emotivaconductual (trec) de Ellis, que fue formulada inicialmente en 1956 bajo el nombre de terapia racional y que ha ido siendo reformulada sucesivamente hasta 1994 (Ellis, 1994). En este modelo, subyace la premisa filosófica de Epícteto según la cual, las emociones que sentimos en determinada situación no están causadas por esta situación como por regla general se tiende a pensar, sino por las interpretaciones que de ella hacemos. Así, la conducta desadaptativa y la perturbación emocional son consecuencia, en la mayoría de casos, de ideas irracionales y distorsiones interpretativas de la realidad.

El proceso que propone Ellis se conoce como el método A-B-C (Lega et al., 1997). • El acontecimiento activante, o A, es interpretado por el individuo, quien desarrolla una serie de creencias -b eliefs- (Bs) sobre él. • A partir de esas creencias, se desarrolla la C, o consecuencias, que resultaría de la interpretación (o creencias) que el individuo hace de A. • Las consecuencias pueden ser emocionales, Ce, y/o conductuales, Cc. • Si las creencias son funcionales, lógicas y empíricas se consideran racionales (rB). • Si, por el contrario, dificultan el funcionamiento eficaz del individuo son irracionales (iB). • Según el ABC, el método principal para reemplazar una creencia irracional (iB) por una racional (rB) se denomina refutación, cuestionamiento o debate (D) y es, básicamente, una adaptación del método científico a la vida cotidiana, método por el cual se cuestionan hipótesis y teorías para determinar su validez. De este modo, en la práctica, los pasos que se deben seguir serían: • descubrir el suceso desencadenante (Activating event); • identificar las ideas del cliente respecto al suceso (B elif system); • identificar las consecuencias emocionales (emotional Consecuences); • discutir con el cliente sus ideas irracionales (Disputing): • llegar a nuevos resultados (Effects). ¿Cuándo estamos ante un pensamiento irracional? Estos serían los diferentes tipos de creencias no fundamentadas (Lega et al., 1997): • Pensamiento radical: se tiende a percibir cualquier cosa de forma extremista, sin términos medios; por ejemplo, ante los propios fallos, uno se hunde y autodefine como fracasado, y ante los éxitos se siente alguien fabuloso y superior. • Pensamiento muy generalizado: en esta distorsión, a partir de un incidente simple o un solo elemento de evidencia, se extrae una conclusión que se aplica extensivamente a circunstancias en las que no está justificada. Es común la utilización de términos como siempre, nunca, todo el mundo y nadie, o términos referidos a uno mismo o a los otros como estúpido, incompetente, genio, etc. • Pensamiento catastrófico: se exagera la magnitud de los acontecimientos negativos. Incluye términos como espantoso, terrible, lo peor, etc. • Pensamiento muy negativo: hay una visión en túnel que solo permite contemplar los aspectos negativos de la situación. Es típico del pesimismo: lleva a hacer predicciones de un futuro sin esperanza y a emitir juicios muy desfavorables de uno mismo y de los otros. • Pensamiento muy distorsionado: la persona encuentra indicios donde no los hay para elaborar sus teorías sobre la realidad.

• Pensamiento confuso, poco científico: se ignora la evidencia empírica priorizando las percepciones subjetivas basadas más en intuiciones y sentimientos que en los propios hechos; los sentimientos se toman como pruebas para juzgar las intenciones de los otros o para predecir el futuro. • Pensamiento extremadamente positivo: el sesgo lleva a la persona a ignorar o negar problemas que realmente existen. • Pensamiento extremadamente idealizado: implica adoptar una visión de la realidad exageradamente perfecta, con expectativas tan altas respecto a uno mismo, los otros o la vida en general que son imposibles de lograr. • Pensamiento extremadamente exigente: está caracterizado por el imperativo categórico: las cosas, uno mismo o los demás, deben ser, tienen que, etc. como dicta el propio criterio. • Pensamiento obsesivo: un tema aparece casi en exclusividad y permanentemente como lo único que importa, lo único urgente, desbancando cualquier otro asunto. La intervención, desde un enfoque cognitivo-conductual, tiene como objetivo que la persona aprenda a eliminar el sesgo negativista-destructivo en los pensamientos. Concretamente, en el tratamiento de sintomatología asociada a las experiencias potencialmente traumáticas, se recomiendan las siguientes técnicas (Pérez-Sales, 2006). a) Para las imágenes o ideas intrusivas 1. Estrategias de contención. Tradicionalmente se ha empleado la parada de pensamiento, que consiste en interrumpir la cadena de pensamientos cada vez que se presentan con una palabra (¡para! o ¡basta!) que puede darse en asociación con un gesto físico, como un tirón en un elástico que se lleva en la muñeca. Sin embargo, esta forma de actuación puede tener, en muchas ocasiones, un efecto rebote, por eso parecen más recomendables otras estrategias como el dejar pasar y aplazar. En el primer caso, se trata de observar los pensamientos o las imágenes sin aferrarse a ellos, pero tampoco luchando contra ellos, simplemente darse cuenta de que están ahí y saber que al cabo de poco se desvanecerán. En el segundo caso, se establece un tiempo para pensar en el objeto de la obsesión, por ejemplo, la noche; de este modo, poco a poco van remitiendo los síntomas gracias al propio control, pero sin autoinfligirse la violencia que implica el bloqueo. 2. Exposición (también llamada inundación, inoculación o desensibilización). El objetivo es que la persona vaya habituándose al estímulo que provoca su perturbación emocional. La presentación puede variar desde la implosión (estimulación intensa administrada en una sesión) o graduada (se jerarquizan los estímulos y se administran por orden creciente de aversión). Asimismo puede o no incluir la inducción a un estado de relajación antes, durante o tras la exposición. 3. Reestructuración cognitiva. El objetivo es ir creando una visión de la situación problemática que sea realista y positiva. Una variante incluye no solo pasar por la criba de la lógica racional los pensamientos intrusivos, sino sustituirlos por pensamientos positivos y realistas a modo de antídoto; en otras palabras, se trata de balancear los pensamientos de uno y otro signo. Se insta a hacer listas de aspectos positivos que puedan contrarrestar los negativos y luego utilizarlos cuando aparecen estos. b) Cuando el problema es la evitación

Siguen siendo útiles la exposición y la reestructuración cognitiva (se aplican como en el caso de los pensamientos e imágenes intrusivos pero, en este caso, la exposición es a situaciones que se evitan), y está especialmente indicada la técnica de resolución de problemas. La máxima, en este caso podría, consistir en centrar las discusiones y la reflexión en las soluciones más que en los problemas, y en posibles cambios más que en quejas. A este respecto, está bien distinguir la queja adaptativa y la queja tóxica: • La queja puede favorecer la adaptación cuando es puntual, prepara para la búsqueda de soluciones, se centra en las dificultades del momento, produce un sentimiento de alivio, tiene en cuenta la disponibilidad y la capacidad de escucha del interlocutor y se refiere a los hechos. • Por el contrario, la queja tóxica es crónica, habitual, no es un medio para buscar una solución sino que parece buscar perpetuarse para obtener algún tipo de ganancia; no solo no produce alivio sino que intensifica el malestar; no tiene en consideración la disponibilidad ni la capacidad de escucha del interlocutor, y suele ser un lamento generalizado hacia el destino o la mala suerte. 3.2.

Intervención narrativo-constructivista

En la década de los noventa, las terapias cognitivistas han ido evolucionando desde los planteamientos de corte racionalista que acabamos de ver en el punto anterior, hacia el constructivismo y la narrativa. Autores como Maturana, Guidano o Mahoney consideran que posturas como las de Ellis descansan sobre el supuesto falso de que existe un modelo objetivo, universal y único de la verdad y que la realidad es asible y definible. Contrariamente, esta nueva tendencia sostiene que es imposible acceder directamente a la realidad y que esta está siempre construida en relación con el sujeto y su contexto. En ese sentido, la realidad, más que existir, se construye: cada persona construye su realidad en tanto que se cuenta la realidad: crea su propia narrativa. Partiendo del hecho de que las narrativas de las propias experiencias van cambiando con el tiempo en función de la personalidad, ciertos sesgos aplicados consciente o inconscientemente, y los interlocutores hacia los que se dirige la narración -imaginaria o realmente-, la terapia, desde esta posición, tiene como objetivo reconstruir la narrativa de los hechos de modo que la persona quede abierta a la vida tras una situación de crisis. En esta línea, se enmarca el modelo de intervención en situaciones críticas desarrollado por Meichenbaum (2005) que describimos a continuación. Consta de nueve fases. 1) La primera fase tiene un carácter instruccional y su objetivo es lograr la comprensión y normalización de la experiencia que se está viviendo. Se presta atención y se analiza la narrativa de los hechos no con la finalidad de buscar la verdad, sino de comprenderla desde la subjetividad de su protagonista. Más que una exposición teórica a modo de clase magistral, el psicólogo utiliza el método socrático y el razonamiento inductivo acompañado, si la ocasión lo aconseja, de algún material escrito sencillo y útil. Se pretende legitimar las reacciones reinterpretándolas, poniendo el énfasis en la comprensión de los síntomas y viéndolas como un intento espontáneo de adaptación. En todo momento, se intenta transmitir y mantener un sentido esperanzador y reconstruir, con un carácter positivo, la narrativa de los hechos. 2-3) En la segunda y la tercera fases, se trabajan los síntomas intrusivos, de nuevo reinterpretándolos y explicando que el objetivo es identificar los estímulos que disparan esos recuerdos molestos recurrentes.

Para este fin, es útil el empleo de registros y la aplicación de alguna de las técnicas cognitivas mencionadas anteriormente, empezando por el bloqueo, el dejar pasar y el aplazamiento y continuando con la exposición en vivo o imaginaria. 4) En la cuarta fase, se trabajan el control emocional y las habilidades sociales. • Se comienza prestando atención a las atribuciones que hace la persona de las situaciones en las que pierde la calma. Se consideran objetivo de intervención y reestructuración aquellas atribuciones que suponen una falta de responsabilidad emocional, las que sustentan demandas y expectativas poco razonables a los demás, las que legitiman el descontrol pensando que basta con pedir disculpas después, etc. • Se trabajan las técnicas de tiempo muerto alternando fases de descanso y fases de recuperación del control. • Se analizan los posibles beneficios que están reportando emociones destructivas. Por ejemplo, se indaga sobre las ganancias de dejarse llevar por la ira (¿para qué está sirviendo?, ¿para hacerse respetar?, ¿para expresar tristeza?, ¿como respuesta a lo que la persona imagina que los demás piensan de él?). El objetivo es identificar opciones alternativas más saludables para conseguir los fines que se pretenden y trabajarlas mediante técnicas como el role-playing. 5) En la quinta fase, se aplican las técnicas de reestructuración cognitiva y los métodos de resolución de problemas para combatir creencias tóxicas, siempre prestando atención a que la confrontación se haga desde la empatía y no desde una posición de autoridad. 6) En la sexta fase, se ayuda a la persona a reconstruir la narrativa de lo ocurrido con el objetivo de ir elaborando versiones que sirvan para encontrarle un sentido a la experiencia. 7) En la séptima fase, se abordan problemas caracteriológicos o dificultades en las relaciones interpersonales, tales como el aislamiento, la pérdida de amigos o las discusiones con colegas. 8) La octava fase tiene lugar en el caso de que existan problemas de comorbilidad, especialmente si existe abuso de sustancias adictivas. 9) Y, por último, en la novena fase, se trabaja con el sistema familiar: se analiza la narrativa de cada uno de los miembros de la familia, se facilita apoyo, se normalizan las reacciones, etc. 3.3. Estrategias terapéuticas para la búsqueda de sentido y el bienestar psicológico Las transiciones y las crisis vitales entrañan frecuentemente el cuestionamiento del significado de la vida. Especialmente cuando los desencadenantes del cambio son inesperados y nos llevan a situaciones indeseadas, y cuando parecen estar en contradicción con el orden que consideramos natural de las cosas, el hecho de vivir puede llegar a parecer desprovisto de sentido. ¿Por qué? ¿Por qué yo? ¿Por qué a mí? Son cuestiones que, en un primer momento, atrapan a la mente y la dejan virando en una cinta de Moebius sin solución ni fin: ¿podría haberse evitado? ¿Es mi culpa? ¿Beneficia en algo pasar horas al día dando vueltas a pensamientos que no podemos digerir? No hay acuerdo entre los estudios empíricos sobre este tema. Algunos autores consideran que la rumiación es funcional y beneficiosa cuando se presenta en las fases iniciales del afrontamiento, porque puede

conducir a reconstruir la visión del mundo alterada. Sin embargo, otros estudios arrojan evidencia de que se relaciona con una pobre adaptación, particularmente, con el neuroticismo y la depresión. Estas discrepancias probablemente se deban a diferencias conceptuales de partida, de la definición que se hace de rumiación. Así, quienes defienden su efecto nocivo, tal vez la han evaluado considerándola como el proceso cognitivo de pensamientos negativos e intrusivos, mientras que los que subrayan efectos beneficiosos tal vez parten de una idea de rumiación análoga al proceso cognitivo de reflexión, razonamiento y solución de problemas (Vázquez et al., 2007). De ese ¿por qué? inicial, a menudo el individuo llega a otro por qué, que generalmente emerge en un segundo momento y que no se presenta en forma consciente. Cuando esto se produce, la rumiación se asocia a la reconstrucción y el desarrollo de la persona. El ¿Por qué tiene que pasarme esto a mí?, ¿Por qué tengo yo que sentir este dolor?, se transforma en un ¿Qué puedo hacer para que este dolor no sea gratuito y destructivo?, ¿Qué puedo hacer, dadas las circunstancias, para sacar algún aprendizaje, algún provecho para vivir mejor? Preguntas que conducen a la búsqueda de un porqué que, si no justifica la adversidad, al menos no la deja en un mero sufrimiento estéril y carente de sentido. Las terapias centradas en la búsqueda de sentido pretenden acompañar a la persona que se enfrenta a estas cuestiones de carácter existencial. La logoterapia, fundada por Viktor Frankl y representada en la actualidad por Elisabeth Lukas, es sin duda la más reconocida y, en cierto modo, la matriz de la que parten otras más recientes como la terapia centrada sobre el sentido de Paul Wong o la terapia existencial de Yalom En este apartado, expondremos, en líneas generales, sus directrices básicas. Asimismo, y para concluir, comentaremos brevemente una novedosa propuesta de intervención para incrementar la felicidad y el bienestar psicológico: la terapia del bienestar de Fava y Ruini que, aunque no está directa o exclusivamente encaminada a la búsqueda de sentido, está próxima a las terapias existencialistas en tanto que todas comparten una orientación eudaimónica de la felicidad. 3.3.1. La logoterapia Viktor Frankl fundó la logoterapia bajo el supuesto de que el principal motivo que mueve al ser humano es cumplir un sentido y realizar sus principios morales. Elisabeth Lukas, que continúa fielmente la obra de Frankl en la actualidad, es reconocida como la máxima representante de esta orientación por su incansable labor de difusión y por enriquecerla, por ejemplo, elaborando las pautas para la logoterapia de grupo. Contrariamente a la visión psicoanalítica que considera el interés por encontrar un sentido a la vida como una manifestación neurótica, los logoterapeutas sostienen que la voluntad de sentido es inherente a la naturaleza humana, es saludable y beneficiosa ya que la vida sin sentido conlleva la frustración existencial y la neurosis noogénica de la que hablamos en un capítulo precedente. Está fúera de cuestión que el logoterapeuta pueda otorgar un sentido a la vida del paciente; lo que sí procura hacer es ayudarle a ponerse en marcha en su busca, suscitar la convicción de que vale la pena un compromiso personal con determinados valores - a él le corresponde identificarlos- y que incluso en malas condiciones sociales, económicas o físicas, se puede encontrar un propósito vital, aun cuando en último extremo este sea sobrellevar dignamente el destino y dominar el sufrimiento. Las herramientas en las que se basa la logoterapia abarcan un amplio espectro dentro del que destacan: • el diálogo socrático, en el que el terapeuta plantea preguntas y rebate con atino las respuestas del

paciente con la pretensión de llevarlo a la confusión, la reflexión y, finalmente, al descubrimiento de un conocimiento más preciso y fundamentado del que poseía en un principio; • la derreflexión, que básicamente consiste en no prestar atención al síntoma, evidentemente no por un empeño voluntario que difícilmente daría resultado, sino desviándola hacia otro objeto de atención que tenga un carácter significativo; • la intención paradójica, según la cual el paciente es exhortado a exagerar con cierto humor el síntoma hasta hacer de él una caricatura; de este modo, como dice Frankl, se quita el viento a las velas que mantienen el síntoma en tanto que se termina con la angustia de expectativa que lo mantiene. La labor del terapeuta es la de acompañar en la búsqueda de respuestas a la pregunta sobre el sentido de la vida. Es una búsqueda guiada, pero la respuesta -remarquemos que respuesta tiene la misma raíz que responsabilidad- compete a cada individuo. Así, ante el conflicto existencial, Lukas (2003) insta a los pacientes a desarrollar la sensibilización del sentido empleando diferentes estrategias. Por ejemplo, insta a sus pacientes a plantearse de forma habitual ante las situaciones conflictivas cotidianas preguntas como: «¿Cuál es mi problema?», «¿Cuál es mi espacio de libertad?», «¿Cuáles son mis posibilidades de elección?» o «¿Cuál es la elección con más sentido?». Estas cuestiones van parejas a un análisis existencial en el que: • se indaga sobre los momentos y las circunstancias vitales en los que se evidencian contenidos colmados de sentido, es decir, se intenta des-cubrir ante la conciencia el sentido que ya existe en su vida; • se recurre al análisis de figuras o modelos a los que la persona atribuye una vida que realmente es valiosa; • se identifican otras personas para quienes la vida de uno mismo es necesaria. En definitiva, lo que intenta la logoterapia es ayudar a las personas a definir y redefinir su existencia de modo que su vida merezca la pena ser vivida. Los logoterapeutas acompañan en un afán que no va dirigido a obtener sensaciones placenteras, sino verdades filosóficas que regeneren el afecto por la vida y la predisposición a realizar acciones con sentido (Lukas, 2006). Todos los métodos específicamente logoterapéuticos pretenden liberar a los pacientes de la influencia de factores negativos que se perciben con fatalismo y llenar el vacío que queda con significados potenciales o reales. El logoterapeuta no se focaliza en lo que está enfermo en los pacientes, sino que busca fijarse en lo que está sano e invita a usarlo y desarrollarlo. Se asume como principio fundamental el respeto a la decisión de la persona a escoger su respuesta ante el problema: temerlo o enfrentarlo, seguir observándolo con pasivo sufrimiento o aceptarlo y transformarlo, reírse, ignorarlo o amplificarlo (Lukas, 1983). El esquema que se sigue aparece representado en la figura 6.1. Figura 6.1. Respuesta a la adversidad y sus consecuencias

El trabajo logoterapéutico con las pérdidas que acontecen en toda transición y crisis implica una serie de tareas que a veces sigue una secuencia de pasos lineal y otras describe una espiral (enfrentando las propias tareas en distintos momentos del proceso) (Lukas, 2006). • Una primera tarea consiste en la aceptación de la pérdida. Esta tarea será tanto más difícil cuanto mayor sea el valor de lo perdido: trabajo, persona, creencias, bienes materiales, etc. Este paso implica reconocer y apreciar ese valor y desarrollar una mirada de gratitud, despertando o avivando la conciencia del sentido que lo que se ha tenido en la propia vida. • Es importante inducir a la reflexión sobre la propia contribución a la etapa que ha finalizado con la pérdida. El objetivo, en este punto, es acentuar una mirada responsable sobre la propia vida, que esta se vea como lo que es: un entramado de circunstancias azarosas y de elecciones e implicación personal. • Se trabaja también la comprensión sobre la transitoriedad inherente a la existencia, el desarrollo de una actitud de apertura al devenir y la implicación con las circunstancias del presente. Se trata de dejar marchar el pasado, lo que no es lo mismo que dejar caer en el olvido. Este paso encierra la dificultad de liberarse del miedo a que la vida quede vacía, no solo de lo perdido sino de la tristeza que nos genera la pérdida. La tarea consiste en enfrentar el miedo a la indefinición del futuro, la falta de seguridad ante el imperativo de tener que armar una nueva estructura que no se sabe si resistirá y que a veces se vive como un salto al vacío sin arnés de seguridad. Este terror a lo desconocido es lo que explica que tantas veces las personas se aferren a situaciones estériles e, incluso, dolorosas que les preocupan, y queden de este modo atrapadas entre el malestar del presente y el miedo al cambio. Evidentemente, este bloqueo ante lo nuevo todavía se comprende más cuando se trata de abandonar un pasado que se valora positivamente. • Una cuarta tarea supone redefinir los elementos de la existencia que quedan alterados con la pérdida, reubicar en la vida presente las imágenes, el valor, la relación con lo perdido, encontrarle un significado acorde con la realidad del momento, tener en cuenta y no olvidar lo que fue, pero reconstruir su sentido, definir lo que es y sobre todo lo que queremos que sea. • Decidir cómo van a manifestarse concretamente los cambios de significado de los vínculos que se han alterado, así como los medios por los que se va a intentar vivir con sentido la etapa vital que se inicia. Esto implica definir operativamente un plan de acción coherente con una forma de vida nueva y significativa. • La tarea de pasar a la acción, aun de forma experimental, tampoco está exenta de dificultad. En

muchas ocasiones, el sentido no se evidencia inmediatamente y hay que hacer reajustes sucesivos. Es necesario implicarse completamente en el presente, buscar en el momento actual sus posibilidades, que a veces están ocultas. Disfrutar de los bienes de la vida con la conciencia de su impermanencia precisamente porque se sabe que no estarán disponibles ilimitadamente; hay que disfrutarlos y valorarlos en su momento. • Dado que a veces el sentido de los acontecimientos necesita un período de maduración antes de revelarse, es conveniente realizar un seguimiento de la intervención al cabo de cierto tiempo que ayude a sellar el significado de la experiencia, aunque también ese significado se selle transitoriamente. Como se desprende de lo anteriormente expuesto, la logoterapia no funciona exclusivamente orientada al futuro ni tampoco al pasado, «sobre todo se dedica a hacer sugerencias, marcar pautas para saber vivir (...) Saber vivir es abandonar lo amado conservando el amor (...) Es establecer relaciones y estar preparado para desprenderse de ellas (...) Es abrirse a todas las cosas nuevas que nos ofrece la vida (...) Es transmitir y repartir la suerte que la vida nos brinda» (Lukas, 2006: 42-43). La logoterapia está particularmente indicada en el caso de situaciones traumáticas o adversas. En este sentido, no obstante, conviene resaltar que en ningún caso, desde esta orientación terapéutica, se valoriza el sufrimiento, al contrario, se insiste en que si el sufrimiento es evitable y se conocen sus causas, hay que combatirlas, sean estas biológicas, psicológicas o políticas. 3.3.2. Otras terapias centradas en el sentido y el bienestar El asesoramiento centrado en el sentido de Paul Wong Esta propuesta puede considerarse una extensión de la logoterapia, aunque su fundador establece como diferencia fundamental que su planteamiento se focaliza en impulsar la evolución personal más que en resolver los problemas, además de utilizar los métodos propios de la terapia cognitiva, lo que la aleja de la indagación filosófica característica de las técnicas logoterapéuticas. El asesoramiento de Wong es una terapia existencial en tanto que va más allá de la apariencia superficial de los síntomas, buscando los conflictos subyacentes entre valores o la frustración existente respecto de algún valor fundamental. Las estrategias que utiliza se basan en la inducción a la reflexión y el análisis de cuestiones como: «¿Por qué razón hace usted lo que hace?», «¿Qué busca en última instancia conseguir?», «¿Hay otros medios para lograr ese objetivo?», «Si pudiera decidir enteramente sobre su futuro, ¿cuál sería su ideal de vida para los próximos tres o cinco años?» o «Si pudiera hacer lo que quisiera sin impedimentos financieros de ningún tipo, ¿qué haría usted cotidianamente?». Los objetivos de la terapia de Wong (1998) son ayudar al paciente a: • comprender la causa primaria de su problema en relación con sus inquietudes existenciales; • clarificar sus valores, objetivos y su proyecto de vida, identificar fundamentos sobre los que construir una vida plena y productiva; • desarrollar cualidades como el optimismo, el sentido y la espiritualidad, y

• establecer y cultivar relaciones humanas significativas basadas en la aceptación positiva incondicional. La terapia del bienestar de Ruini y Fava Giovanni Fava, de la Universidad de Bolonia, y Chiara Ruini, de la Universidad de Nueva York, han creado una orientación terapéutica en la que, mediante estrategias cognitivo-conductuales, pretenden llegar a objetivos prototípicos de la orientación humanística-existencial. Inicialmente creada para la prevención de recaídas en pacientes depresivos, es aplicable, según los autores, en cualquier caso que se pretenda mejorar el estado de ánimo. Se trata de una terapia breve, dura ocho sesiones de periodicidad semanal o quincenal, que consta de tres fases. • En la primera, el terapeuta pide al paciente que comience un registro diario de episodios de bienestar describiendo las circunstancias y haciendo una valoración en una escala de 0 a 100 (siendo 100 el bienestar máximo). Esta primera fase tiene como objetivo dirigir la atención del paciente a todo lo que, en cierto modo, da sentido a vivir. • En la segunda fase, se introduce el autorregistro de información acerca de los pensamientos o las creencias que conducen a una interrupción prematura del bienestar. Por ejemplo, una persona puede mencionar sentirse muy contenta en el momento de recibir la llamada de un amigo que le anuncia su visita y darse cuenta de que, a los pocos minutos, su estado positivo comienza a devenir negativo porque sus pensamientos se focalizan en temas que le producen ansiedad, como no tener la casa en las condiciones de orden y limpieza que él considera aceptables. En esta fase, se trabajan las ideas irracionales que subyacen al pensamiento que actúa como interruptor de bienestar, al mismo tiempo que se sigue prestando atención a los momentos de felicidad. • En la tercera fase, se presenta el modelo de Carol Ryff sobre bienestar psicológico y se planifican las acciones pertinentes para mejorar los seis aspectos de la vida de los que depende, según este modelo teórico, que la persona se sienta bien con su existencia: autonomía, crecimiento personal, dominio del ambiente, proyecto de vida, relaciones positivas y aceptación de uno mismo, como vimos en el tercer capítulo. La eficacia de esta terapia ha sido demostrada en diversos estudios con personas que padecían depresión, agorafobia, fobia social, ansiedad generalizada o trastornos obsesivo-compulsivos. ¿Por qué funciona? Una posible explicación es que el hecho de centrar la atención en las emociones positivas puede aumentar la tasa de ocurrencia de estas por efecto de la autoobservación, aunque también puede deberse, además, a que la toma de conciencia de los mecanismos que interrumpen el bienestar puede incrementar el uso de mecanismos de regulación afectiva que lleven a la persona a sentirse mejor (Vázquez et al., 2006). 3.4. Intervención para favorecer el crecimiento postraumático Aun cuando todas las terapias que hemos estado viendo hasta ahora son en principio útiles para potenciar la resiliencia, en los últimos años están apareciendo iniciativas que asumen el reto de incorporar a la intervención elementos que van destinados específicamente a fomentar el crecimiento postraumático y la fortaleza en personas frente a la adversidad. Un ejemplo lo tenemos en nuestro país en el Programa de Psicoterapia de Respuestas Traumáticas (Pérez-Sales, 2006), en el que se proponen las

siguientes directrices. 1. Definir y pactar el campo terapéutico usando términos normalizadores y evitando el victimismo Lo que supone emplear un lenguaje que permita, a través de su poder simbólico, alejar de cualquier victimismo la intervención y dejar claro cuál va a ser el enfoque de trabajo. Por ejemplo, cuando se interviene tras una catástrofe, no tiene el mismo efecto mantener la designación de víctima que la de superviviente; lo primero hace recaer el acento en el daño recibido, lo segundo, en la fortaleza o en lo positivo. 2. Detectar y potenciar recursos personales Prestar atención y retener cualquier reacción, emoción o pensamiento de carácter positivo que se observe en la narración o conducta sobre la que pueda sedimentarse el trabajo terapéutico. Para ello podemos: • preguntar directamente sobre elementos de resistencia a la adversidad: «¿Cómo ha conseguido llegar a sentir/hacer/pensar x a pesar de haber pasado por y?»; «¿Qué hace para enfrentarse a x?»; «¿Qué dicen los demás en positivo de usted?»; «¿De qué se siente más orgulloso?»; • explorar las excepciones a algún tipo de dificultad: «Me dice que le cuesta quedarse solo, ¿ha habido alguna excepción?»; «¿qué ocurrió?»; «¿cómo lo consiguió?»; • tratar de aprender de situaciones pasadas: «Esta situación es similar a la que vivió en tal momento de su vida, ¿qué le sirvió de ayuda en aquella ocasión?». 3. Detectar y potenciar signos de cambio Se trata de dirigir la atención hacia las emociones positivas presentes y reflejarlas. Hay que evitar forzar las cosas; sin ignorar que la tristeza, la rabia o el miedo están ahí, lo que se pretende es ampliar la conciencia y abrirla a la complejidad real del mundo afectivo. Se trata, por ejemplo, de darse cuenta y aceptar que uno puede sentir impotencia y angustia y, al mismo tiempo, serenidad y orgullo personal, o una especie de humor negro que le lleva a relativizar y distanciarse de los elementos dramáticos de su situación. El terapeuta no ignora ni minimiza el malestar de la persona, sencillamente hace señalamientos de las emociones positivas. No debe olvidarse que el objetivo de la intervención no es solo evitar el sufrimiento sino incrementar el bienestar, lo que necesariamente se logra identificando situaciones, pensamientos o conductas que promueven emociones positivas. Esto supone también indagar y hacer devoluciones acerca de los progresos. 4. Promover el optimismo disposicional Esto puede lograrse a través de la programación de un sistema de retos personales que tengan un nivel de dificultad adecuado, que exijan un esfuerzo pero que sean viables y del reconocimiento de los éxitos logrados. Así, poco a poco, las expectativas de control frente al futuro -un control razonable, opuesto a la desesperanza- irán haciéndose cada vez más positivas. 5. Explorar elementos de comparación positiva Esta tarea ha de acometerse con posterioridad a las anteriores, si es prematura puede ser contraproducente. Con un estilo indagatorio, se intenta buscar evidencias de que las cosas no son tan

malas como podrían haber sido, o como se esperaba en un principio, o como se han presentado para otras personas. 6. Establecer un balance emocional Manteniendo el estilo indagatorio, se trata de poner de manifiesto reacciones emocionales positivas coexistentes con las negativas- derivadas del apoyo recibido, de valorar la vida, de la ilusión por avanzar, etc. Se trata, en definitiva, de ayudar a reconocer los momentos de felicidad por breves que estos sean, pero, a diferencia de lo que se pretendía en el punto anterior (detectar y potenciar signos de cambio), ahora se trata de buscar emociones positivas asociadas al suceso o la situación adversa. Este punto debe acometerse en un momento posterior para evitar reactancias, y siempre debe plantearse con mucha sensibilidad, dejando claro que esa ganancia, si se ha producido, ha coexistido junto a las pérdidas y el dolor. En definitiva, se trata de poner de manifiesto el aprendizaje y la ganancia: «¿Qué ha aprendido usted que podría servir a otra persona que pasase por lo mismo?». Invitamos a la persona a que tome conciencia de su rol de experto, es él quien tiene la experiencia, quien ha aprendido, no somos nosotros, los terapeutas, los que decimos lo que hay que aprender. Esta actitud cambia la perspectiva porque empuja hacia un papel más poderoso, activo y autónomo. 7. Asumir el reto de ser normal Puede llegar un momento en el que la perspectiva de abandonar ciertos patrones de respuesta que ya no son funcionales ocasione reactancia. Unas veces, simplemente por miedo a lo desconocido, y otras, porque se teme perder ciertas ventajas que a corto o largo plazo son en realidad desventajas (por ejemplo, la hiperprotección o la compasión de los otros que puede llegar a perpetuar la dependencia). En estos casos, también puede resultar útil presentar el cambio como un desafío que, si se asume, puede llevar a una ganancia superior. De nuevo la empatía y la sensibilidad son fundamentales para comprender y trabajar ese miedo a abandonar una actitud, un rol, en definitiva, un hábito que ha cumplido su función durante un tiempo; impulsar a reflexionar con coraje a qué se tiene miedo exactamente, qué se teme perder, qué puede ganarse de abandonarlo, etc. 8. Explorar cambios vitales positivos Se trata, llegado a este punto, de guiar la reconceptualización de la crisis, de verla como oportunidad de mejora personal. Una herramienta poderosa para estimular la conciencia de los cambios positivos es la lectura de textos bien seleccionados que puedan despertar la conciencia e invitar a la reflexión sobre la superación personal a partir de la trascendencia del sufrimiento, el sentido de la vida, la felicidad, etc. El valor de esta estrategia es aún mayor si, posteriormente, se comentan las lecturas en las sesiones de terapia individual o de grupo. 9. Prevenir recaídas: desarrollar estrategias de resistencia En realidad, todos los pasos anteriores son en sí mismos estrategias de resistencia, pero, para reforzar el trabajo, conviene incluir entre los objetivos el compromiso y el reto (que, como se recordará, forman junto con el control los tres factores de la personalidad resistente), así como la flexibilidad y la apertura al cambio. Para suscitar la toma de conciencia y la reflexión sobre posibles cambios positivos, puede ser también provechoso utilizar alguno de los tests que se han publicado a tal efecto, el Posttraumatic Growth

Inventory (ptgi, Tedeschi & Calhoun, 1996) y la Stress-Related Growth Scale (srgs, Park et al., 1996), cuyos ítems aparecen en los cuadros 6.3. y 6.4., respectivamente. Cuadro 6.3. Growth Inventory (PTGI: Tedeschi & Calhoun, 1996) Han cambiado las prioridades respecto a lo que considero importante en mi vida. Aprecio la vida mucho más que antes. Tengo nuevos intereses. Me siento más libre e independiente, con más poder personal. Veo más claramente ciertas cuestiones espirituales, trascendentes, de filosofía de vida. Tengo más claro que antes que puedo contar con la gente en momentos difíciles. He hecho cambios en el rumbo y la trayectoria de mi vida. Me siento más cercano a los otros. Me siento más capaz que antes de expresar lo que siento. Me siento más capaz que antes de manejar las dificultades. Confío más que antes en mi capacidad para hacer mejores cosas con mi vida. Me siento más capaz que antes de aceptar las cosas que se me presentan en la vida. Aprecio más que antes el valor de vivir cada día. Han surgido nuevas oportunidades que no tendría de otra manera. Me siento más compasivo y sensible hacia los demás. Me preocupo por cuidar mejor mis relaciones con los otros. Tengo una mayor tendencia a cambiar las cosas de mi vida que necesitan un cambio. Siento que mis creencias religiosas/mis valores existenciales se han fortalecido. Me he dado cuenta de que soy más fuerte de lo que pensaba. Me he dado cuenta de la grandeza de la gente. Acepto mejor las necesidades de los otros.

Cuadro 6.4. Stress-Related Growth Scale (SRGS: Park et al., 1996) Como consecuencia de mi experiencia he aprendido/estoy aprendiendo... a ser más amable con la gente. a sentirme más libre para tomar mis decisiones. que puedo aportar algo valioso a los demás sobre la vida. a ser más yo mismo y a no intentar vivir de acuerdo con lo que los otros esperan de mí. a enfrentarme a los problemas y a no me rendirme con facilidad. a encontrarle mayor sentido a la vida. a tender una mano y a ayudar a los demás. a ser una persona más segura de mí misma. a escuchar a los demás con más atención. a ser más abierto de mente. a comunicarme con los demás con más franqueza y honestidad. a darme cuenta de la influencia que puede tener mi vida en mi mundo. la importancia y la conveniencia de saber pedir ayuda los otros. a defender mis propios derechos. que hay más gente de la que pensaba que está disponible para cuidarme cuando lo necesito.

En definitiva, aunque la mayoría de la gente se recupera con el tiempo de una crisis o una vivencia potencialmente traumática de forma espontánea, en un número variable de casos (no hay consenso en los datos epidemiológicos) los mecanismos naturales de afrontamiento fracasan. Por lo tanto, es un error asumir que las personas que pasan por estas vivencias necesariamente vayan a requerir de apoyo especializado para no resultar afectadas. Solo en los casos en los que los síntomas se agraven o prolonguen, será conveniente intervenir para que la persona integre, dé sentido a la experiencia y quede abierta al futuro, y, en la medida de lo posible, salga de esa vivencia con un poso de aprendizaje que le

ayude a vivir más consciente, plena y saludablemente.

CAPÍTULO 7. ASESORAMIENTO GRUPAL EN TRANSICIONES 1. CARACTERÍSTICAS GENERALES DE LA INTERVENCIÓN EN GRUPO La intervención grupal en transiciones sigue un proceso muy similar al del formato individual: se inicia con la exploración de las necesidades que emergen de la nueva situación vital, sigue con el establecimiento de metas personales y grupales y la planificación de las acciones que llevarán a los cambios deseados, continúa con la puesta en marcha del plan, y finaliza con la evaluación y el seguimiento de los resultados obtenidos. Sin embargo, las diferencias obvias entre ambos formatos dan lugar a ventajas y desventajas particulares, así como a categorizaciones distintas que veremos a lo largo de este capítulo. 1.1. Factores terapéuticos del grupo Tanto en la intervención grupal como en la individual, el éxito del proceso va a depender de tres factores básicos: la toma de conciencia de la necesidad de cambio, el fúerte compromiso de pasar a la acción y el desarrollo de conocimientos y habilidades para la mejora de uno mismo. Además, en la intervención grupal, los resultados positivos pueden verse potenciados por ciertas dinámicas que se producen entre los integrantes del grupo. Yalom (1984), uno de los mayores defensores de la intervención en grupo, a partir del análisis de su experiencia clínica y de otros terapeutas y de los hallazgos de investigaciones sistemáticas relevantes, ha identificado lo que él denomina factores terapéuticos del grupo, que exponemos a continuación. Incremento de la esperanza y el optimismo Este factor, esencial en cualquier intervención psicológica, no solo se requiere para que la persona inicie sus esfuerzos y persista en ellos, sino que es curativo en sí mismo, como demuestran tantas investigaciones sobre el efecto placebo y la influencia de las creencias acerca del tratamiento. En el caso de la intervención grupal, la ventaja tiene un peculiar carácter; en gran medida deriva del hecho de que en un mismo grupo interactúan miembros que están en diferentes momentos en el afrontamiento de una situación problemática similar. En esa confluencia, quien ha recorrido más camino en el proceso puede infundir optimismo en el que acaba de iniciarlo. Este factor explica en gran medida que en grupos de notorio éxito, como Alcohólicos Anónimos, los testimonios personales ocupen gran parte de los encuentros y sean conducidos por exalcohólicos. Universalidad Aunque cada persona se enfrenta a su particular constelación de tensiones vitales, descubrir que otros viven la transición también con dificultades y que a veces estas son muy parecidas a las propias puede paliar o eliminar la sensación de desvalimiento o de inadecuación personal. Contemplar el propio problema como un ejemplo de un patrón general ayuda a desmitificarlo y aminorarlo. Este factor curativo es especialmente poderoso en el caso de personas muy retraídas, aisladas socialmente o carentes de relaciones interpersonales basadas en la comunicación franca y la aceptación incondicional. Información participada Este factor se refiere a los fundamentos y la documentación teórica, los testimonios personales y las

referencias de cualquier fuente de recursos o ayuda útil que se recibe de los demás integrantes. En los grupos especializados, se suele proporcionar una instrucción explícita sobre la naturaleza de esta información a fin de examinar e identificar las concepciones o conductas erróneas y favorecer las constructivas. La clarificación-explicación funciona como un factor curativo en la medida en que comprender un fenómeno ayuda a controlarlo y a eliminar, en parte, la incertidumbre y la ansiedad, y, consecuentemente, desbloquea la acción. Altruismo La participación en un grupo ofrece la oportunidad de dar a los compañeros apoyo, sugerencias, ideas, otros puntos de vista y comprensión. Y, puesto que el hecho de dar incrementa el sentimiento de la propia valía, los participantes reciben en el acto intrínseco de dar. Todos necesitamos sentir que somos necesarios y útiles, y por eso este factor es curativo. Pero lo es también por otra razón más sutil. El grupo permite que quienes están inmersos en una morbosa autoabsorción en sus propias preocupaciones e intereses puedan trascenderla ocupándose de otros. Paradójicamente, consiguen de este modo lo que andaban buscando: los problemas de uno mismo pierden relevancia en la conciencia y se obtienen satisfacciones de diferente índole que confieren un sentido a la propia existencia y propulsan la autorrealización. Desarrollo de técnicas de socialización El grupo sirve como contexto para aprender y practicar estrategias y habilidades sociales. La naturaleza de las habilidades enseñadas y la forma de hacerlas explícitas no son siempre iguales. A veces se trabajan manifiesta e intencionadamente, otras veces el aprendizaje es indirecto. Por ejemplo, en ocasiones se entrenan las habilidades sociales con ejercicios de role playing o visualización, mientras que en otras ocasiones las habilidades sociales se desarrollan a partir de la retroalimentación del efecto que causan determinados hábitos de comunicación que, sin saberlo, han estado minando las relaciones. Especialmente para aquellos que carecen de vínculos íntimos, el grupo a menudo representa la primera oportunidad para un intercambio personal acertadamente franco. Ser menos críticos, interesarse amablemente por los otros, resolver conflictos, sentir y expresar empatía son destrezas que tienden a desarrollarse de forma corriente en el grupo debido a la naturaleza de sus propias dinámicas. La conducta imitativa Los miembros del grupo pueden beneficiarse del aprendizaje vicario de conductas y actitudes funcionales observadas en el líder o en los compañeros. Pedir ayuda, expresar sentimientos e ideas abierta y adecuadamente, perseverar, atender y comprometerse con los otros son habilidades que pueden adquirirse y perfeccionarse mediante la observación y favorecer el afrontamiento de las transiciones. Generalmente, este factor juega un papel más importante en los inicios del grupo, cuando los participantes buscan identificarse con otros miembros más maduros o con el terapeuta. La mayor parte de las veces, la conducta imitada directamente no resulta efectiva al cien por cien, pero su desempeño es útil como experimentación; a partir de ese momento, se puede iniciar una espiral en la que, tras muchas pruebas, se dé con una respuesta apropiada y personalizada. Este proceso puede tener un sólido impacto terapéutico, ya que al darnos cuenta de lo que no somos o no queremos en nuestra vida, estamos dando pasos hacia la determinación de lo que somos o queremos. Catarsis

Muchas personas que atraviesan una transición se ven sobrepasadas por sentimientos intensos de ira, tristeza o miedo que no se atreven a expresar ante sus familiares y amigos por temor a ser rechazados, perder su aprobación o preocuparlos. El grupo ofrece la posibilidad de compartir esos sentimientos y temores. Evidentemente, la finalidad del grupo es lograr un afrontamiento eficaz y que sus participantes no se queden en la autoexpresión; por ello, el asesor tiene que decidir continuamente acerca de la forma de manejar los sentimientos para conducir hacia el cambio. La catarsis puede ser necesaria en momentos puntuales, pero es preciso ir más allá: hay que ayudar a pasar del «estoy muy mal» al «¿qué puedo hacer para cambiarlo?». Factores existenciales La propia dinámica del grupo favorece que sus miembros tomen conciencia y, tal vez, expresen su postura ante cuestiones como el propósito en la propia vida, la responsabilidad, los valores y la filosofía personal. Yalom, en una de sus investigaciones, encontró que los pacientes que habían seguido una terapia de grupo con éxito valoraban significativamente este factor. Así, se ponderó mucho tres aprendizajes que emanaron de la experiencia en grupo: en primer lugar, reconocer que no importa lo próximo que uno se sienta de algunas personas, la vida hay que afrontarla solo; en segundo lugar, afrontar las cuestiones básicas de la propia vida y la propia mortalidad, y por último, aprender que hay que asumir la última responsabilidad por el modo en que se vive, al margen de la guía y el apoyo que se obtenga de los demás. Quien participa en un grupo aprende que hay un límite para el apoyo que puede obtener de los otros, que su responsabilidad no la puede compartir por más que esté acompañado, porque hemos sido lanzados al mundo solos y solos lo abandonaremos. A pesar de eso, existe un gran consuelo en el hecho de contar con relaciones íntimas, en el ser con o estar con durante los momentos en los que la existencia nos muestra su rostro más cruel. Cohesión La cohesión del grupo facilita la aceptación, el apoyo y la fraternidad. El líder, manejando algunas claves de la comunicación e instando a los participantes a hablar de su situación, sus emociones y su visión particular y a dar a los demás una retroalimentación adecuada, puede favorecer los vínculos y la cercanía. Compartir experiencias genera empatía entre los compañeros de grupo, elemento fundamental para catalizar la autocomprensión y el desarrollo personal. El grupo también aporta el apoyo y la motivación que una persona en crisis necesita para llevar a cabo actuaciones constructivas. Yalom considera este factor como el de mayor fuerza y complejidad. Sin confianza, cordialidad, comprensión empática y aceptación difícilmente la terapia llega a donde está destinada; la cohesión es necesaria para que operen los otros factores. Es el hecho de compartir el mundo interior, seguido del de ser aceptado por los compañeros -y no solo por el terapeuta-, lo que parece tener una importancia crucial en el avance de la terapia grupal. Aprendizaje interpersonal El grupo permite que cada miembro tome conciencia de sus conductas desadaptadas a partir de la retroalimentación que recibe de los demás y comience a comprometerse con el cambio de su comportamiento. En el grupo, el líder o los compañeros pueden señalar al sujeto los mecanismos de defensa inmaduros que emplea o sus estilos de comunicación inadecuados, de los que no es consciente o que piensa que los demás no perciben. El grupo actúa como un microcosmos social; con unas ciertas reglas estructurales, pero, por lo demás, con total libertad. Sus miembros comienzan muy pronto a

manifestarse tal y como lo hacen fuera del grupo, mostrando su forma de interactuar habitual en las transacciones con los otros miembros. Ninguno de los factores que hemos mencionado tiene aristas vivas, todos se combinan entre sí potenciando el efecto curativo del grupo. Sin embargo, es obvio que no todo son ventajas. En la intervención grupal, es preciso considerar ciertos riesgos que no aparecen en la intervención individual. 1.2. Consideraciones que cabe tener en cuenta en la intervención en grupo Aunque los grupos pueden ser de gran valor para ayudar a afrontar con éxito las transiciones, su influencia puede ser nula e incluso perjudicial si no se tienen en cuenta ciertas precauciones. En primer lugar, hay que tener en cuenta que en la intervención en grupo el asesor tiene menos control que en la intervención individual. Esto supone un riesgo en la medida en que se requiere gran pericia para evitar que algunos miembros actúen de manera inadecuada respecto a sus compañeros. Las rivalidades, la agresividad manifiesta, la condena al ostracismo y otras actitudes que pueden surgir en el grupo tienen que ser hábilmente manejadas y evitadas por el asesor. Es absolutamente necesario que este posea, además de una adecuada preparación en asesoramiento durante las transiciones, un buen entrenamiento en la conducción de grupos. La figura del asesor constituye un modelo de comportamiento para el grupo; cuando su actuación se basa en el respeto, la ausencia de enjuiciamiento y la sensibilidad, se evitan en gran medida los problemas que acabamos de mencionar. Algunos expertos advierten, por otra parte, que el asesoramiento en grupo no es el más apropiado para ciertas categorías de personas; por ejemplo, aquellas que están en una situación de crisis aguda, las que presentan un alto riesgo de suicidio o las que son extremadamente agresivas. En un nivel práctico, se sugiere realizar una sesión orientativa para que el asesor y los miembros potenciales decidan con cierto criterio si el grupo es la alternativa adecuada para su problemática (Yalom, 1984). Otro riesgo que compromete la eficacia del grupo se refiere a la idoneidad de su composición y de los tópicos que en él se abordan. En este sentido, Weiss (1976) realizó una investigación en la que comparó las necesidades de personas que atravesaban diferentes transiciones, en la que llegó a interesantes conclusiones. Al comparar distintos grupos de personas que estaban enfrentándose a la viudedad y a la separación o el divorcio, respectivamente, el autor encontró algunas diferencias notables. Aunque en ambos grupos el afrontamiento de la pérdida de una relación es una tarea fundamental, la experiencia de analizarlas y discutirlas era vivida de manera bien distinta en cada grupo; mientras que para los separados y divorciados este análisis parecía servir de alivio, para los viudos evocaba gran cantidad de sufrimiento. También se encontró que los grupos compuestos por personas de ambos sexos eran más útiles para los separados que para los viudos. Para los separados es útil escuchar el punto de vista de personas separadas del otro sexo, de cara a comprender mejor a su ex pareja; sin embargo, para las personas viudas el punto de vista de personas de otro sexo no es tan fundamental para abandonar el pasado y enfrentarse al futuro. Los resultados de Weiss demuestran la importancia de adaptar los temas que se traten en el grupo a sus necesidades concretas. Al comparar las necesidades de personas que estaban experimentando transiciones relacionadas con un cambio en su carrera laboral -por ejemplo, jóvenes que accedían a su primer empleo y adultos que acababan de ser promocionados-, se observaron diferencias y similitudes importantes. Ambos grupos se beneficiaban de recibir información acerca de las características generales del proceso de transición, así como del apoyo de los veteranos y de los que están exactamente en la

misma fase que ellos, pero los miembros de cada grupo necesitaban información específica de su particular transición. 2. PROGRAMAS DE INTERVENCIÓN GRUPAL MÁS EXTENDIDOS Aunque, como hemos dicho repetidas veces a lo largo de este libro, la mayor parte de las personas afrontan las transiciones y las crisis sin necesitar ayuda profesional clínica, la intervención proactiva e informativa puede resultar beneficiosa en muchos casos. Dependiendo del momento y del desequilibrio entre demandas y recursos frente a la transición, se distinguen tres tipos de grupos. • Los grupos de desarrollo personal y de preparación para alguna transición concreta, cuya finalidad es preventiva y proactiva. Generalmente son ofrecidos en un formato educacional en el que la tarea principal del asesor es proporcionar información acerca del propio proceso de la transición, o de determinados recursos y estrategias que pueden incrementar las posibilidades de un afrontamiento eficaz con la finalidad no solo de evitar dificultades, sino de favorecer la madurez y el crecimiento. • Los grupos de asesoramiento, que tienen una finalidad tanto preventiva como paliativa. Están diseñados para personas que experimentan problemas que la información por sí sola no puede resolver, pero cuyo impacto no requiere un tratamiento o una terapia profundos. Usualmente, los tópicos que se tratan en ellos son de naturaleza evolutiva o situational. • Los grupos de psicoterapia, cuyo fin es paliativo. Están compuestos por personas que presentan problemas de cierta gravedad, a menudo de larga duración. No son los que necesitan normalmente las personas que atraviesan una transición, a menos que esta haya hecho aflorar problemas de personalidad latentes o haya provocado una crisis grave. En los tres apartados siguientes, presentaremos las principales líneas de intervención grupal referidas a las transiciones intrapersonales, interpersonales y laborales, de acuerdo con la categorización de Scholssberg et al. (1995). 2.1. Intervención grupal en transiciones y crisis intrapersonales El objetivo de estos grupos es clarificar cuestiones referidas a la identidad, los valores, la filosofía y el significado de la vida, el sentido de integridad, etc., que surgen de forma característica durante las transiciones intrapersonales. En el grupo, los participantes pueden encontrar el apoyo y la información necesarios para expresar sus inquietudes y encontrar respuesta a sus interrogantes. 2.1.1. Talleres para explorar la identidad, la autonomía, las interacciones con los demás En EE. UU., durante la década de los sesenta, promovidos por el movimiento feminista, surgieron gran cantidad y variedad de grupos de asesoramiento para ayudar a las mujeres -y a veces a hombres- a explorar, comprender y afrontar temas y tareas como la propia identidad, la autonomía y el sentido de la vida. Uno de los programas más importantes fue diseñado desde la Universidad de Oakland, en Michigan (Continuum Center, 1978). Inicialmente, su objetivo era impulsar a las mujeres a investigar su identidad: qué eran ellas, además de madres y esposas, y cómo podían ampliar sus papeles y participación social y el punto de vista hacia sí mismas. Estos grupos continúan funcionando en la actualidad, aunque ahora se dirigen tanto a hombres como a mujeres; son los frecuentemente denominados talleres de desarrollo y crecimiento personal que se llevan a cabo desde muy diferentes aproximaciones.

Estos programas combinan la provisión de información dada por un asesor profesional con la oportunidad de que los participantes personalicen la información y la discutan en grupos pequeños. Las sesiones son guiadas por un líder que no necesariamente es un profesional, pero que está entrenado para conducir grupos. Dada la combinación de información, apoyo del grupo y modelado de los líderes, el programa cubre muchos de los factores curativos identificados por Yalom. En algunas sesiones del programa, los líderes del grupo utilizan ejercicios estructurados -muchas veces provenientes del Análisis Transaccional o de la Gestalt- para estimular la discusión. Por ejemplo, el asesor puede explicar los tipos de comunicación deficitaria, la diferencia entre manipulación e influencia, o los roles de perseguidor, salvador y víctima dentro de las relaciones. A continuación, los participantes reflexionan y discuten sobre el estilo de comunicación que predomina en sus relaciones personales y sobre las consecuencias que acarrea en sus vidas. Sesión tras sesión, se van trabajando y practicando tanto en el grupo como fuera de él estrategias funcionales de comunicación. 2.1.2. Talleres para aceptar el proceso de envejecimiento También existen talleres diseñados para ayudar a atravesar las transiciones intrapersonales originadas por la dificultad para aceptar el propio envejecimiento (Cohen et al., 1980). Aunque generalmente se dirigen a mujeres, sus principios y dinámicas son válidos para ambos sexos. En estos grupos, los participantes reflexionan sobre cuestiones como: «En mi infancia, sabía que una persona estaba en la mediana edad cuando...»; «comencé a pensar que yo era una persona de mediana edad, cuando...»; «utilizo mi edad como excusa para...»; «la mediana edad ha ampliado mis oportunidades para...». Procesando estas ideas, los miembros del grupo identifican sus creencias y sentimientos acerca del envejecimiento y el grado en que han interiorizado los prejuicios acerca de la edad. La labor del grupo continúa con la aplicación de estrategias y técnicas destinadas a cambiar el significado de la edad y a ampliar sus oportunidades de vivir más satisfactoriamente eliminando prejuicios y constreñimientos injustificados. 2.1.3. Talleres de reflexión sobre el sentido de la vida y las metas personales Un ejemplo de estos talleres son los que se basan en el libro Finding your life misión, de Stephan (1989). En ellos, los participantes realizan una serie de ejercicios destinados a determinar lo que realmente quieren en la vida. El programa examina formas de identificar y responder a lo que esta terapeuta denomina la llamada o misión personal a través del trabajo, los intereses o las aficiones, una causa solidaria, o cualquier otro objetivo u aspecto significativo de la vida con el que comprometerse. Para ayudar a los miembros del grupo en su autoexploración, los asesores les piden que elaboren una lista, que posteriormente han de discutir, compuesta de veinticinco palabras o más que los describan a sí mismos, preferentemente sin hacer relación a otros. También se les pide que enumeren sus temores y, por último, que hagan un recuento de las cosas que serían diferentes en su vida si no existiesen esos miedos. Ejercicios de este tipo, junto con visualizaciones y meditaciones, permiten enseñar a las personas a aprender más acerca de sus puntos de vista sobre sí mismas y su ubicación en el mundo, y empezar a identificar lo que es importante y les sirve de apoyo en la vida. 2.1.4. Grupos de revisión de vida

La tendencia a hacer un balance de la propia vida tiene un especial significado durante la tercera edad y la vejez. Aunque no es algo exclusivo en esta etapa, las personas se plantean con más frecuencia, que cuando eran jóvenes, cuestiones existenciales que suelen incluir una mirada atrás. Más que preguntarse «¿Quién soy yo?», se preguntan «¿Quién he sido?» y «¿Qué he hecho?». Las respuestas pueden afectar a cómo las personas se sienten respecto a sí mismas y a su integridad en el sentido eriksoniano. Desde que Butler articuló en 1963 el concepto, los grupos centrados en la revisión de vida han ido creciendo en popularidad como asesoramiento de personas ancianas (Butler, 2005). Después de examinar el efecto de estos grupos, Singer et al. (2001) concluyeron que se trata de talleres de gran utilidad en tanto que favorecen la socialización, conducen a un incremento del valor personal y de la satisfacción vital, y ayudan a evitar la soledad, la desesperanza y la depresión o aliviarla cuando están presentes. Los asesores pueden guiar la revisión de vida de muy diferentes formas, dependiendo de las necesidades de los grupos y de sus miembros. Aunque la mayor parte de los talleres se basan en la comunicación oral, se puede utilizar una gran variedad de medios (periódicos y revistas viejos, tarjetas postales, fotografías, música y canciones, utensilios del hogar) para estimular los recuerdos y su discusión. Puesto que se trata de identificar los aspectos positivos de la propia vida y de incrementar el sentido de valía personal, los asesores pueden instar a los participantes a recordar las ocasiones en las que han influido positivamente en otras personas, y aquellas en las que sortearon crisis o retos personales satisfactoriamente. Este acopio de recuerdos puede también servir como un vehículo excelente para considerar cómo podrían emplearse y adaptarse a las nuevas transiciones y desafíos las aptitudes, estrategias y habilidades de afrontamiento que surgieron en el pasado. Discutiendo las técnicas de asesoramiento aplicadas a personas mayores de 60 años, Stachow (1993) aconseja a los asesores considerar el grado en que sus clientes están experimentando miedos o, de hecho, pérdida de control sobre su mente, su cuerpo, su espíritu, sus finanzas, su ambiente o sus relaciones. Desde su punto de vista, una meta del asesoramiento es ayudar a los participantes a darse cuenta de que en cualquier etapa, también en la vejez, uno sigue teniendo un valor personal y es capaz de aprender o mejorar sus recursos de afrontamiento. 2.2. Intervención grupal en transiciones y crisis interpersonales Entre la gran variedad de programas de aplicación grupal diseñados para favorecer el afrontamiento de las transiciones interpersonales, los más conocidos son los destinados a parejas y familias, a personas que se adaptan a una separación o divorcio, a personas viudas y a cuidadores de familiares o allegados enfermos. 2.2.1. Grupos para parejas y familias Lo que motiva a las parejas a participar en estos grupos puede ser un suceso, como que uno de los miembros tenga una aventura amorosa, o la ausencia de sucesos, incluyendo un sentimiento general de que la relación podría ir mejor. A menudo los libros pueden ser el núcleo central sobre el que se reúnen a discutir los miembros de un grupo. Por ejemplo, el best seller Tú no me entiendes, de Tannen (1990), ha dado origen en las últimas décadas a un gran número de ellos. Las parejas que leen este libro, en el que se describen con abundantes ejemplos divertidos las diferencias típicas de género en los patrones de comunicación y en la resolución

de problemas, pueden a menudo reírse de las caricaturizadas escenas de las relaciones hombre-mujer, y durante el proceso ir obteniendo un conocimiento mayor de sus propias diferencias. En estos grupos, el texto sirve de base para realizar ejercicios como completar sentencias del tipo: «La cosa que más me gusta de mi marido/mujer es...», o «Mi mayor miedo concerniente a mi relación de pareja es...», que ayudan a examinar las dificultades y los recursos de la pareja. Cowan et al. (1992), especialistas en el estudio de la transición a la paternidad/maternidad, son los autores del Proyecto Convertirse en Familia, en el que se trabaja en grupo con parejas que están afrontando los desafíos que conlleva el nacimiento del primer hijo. Los autores sostienen que al coincidir en un grupo con otros padres primerizos, los participantes normalizan sus dificultades y tensiones de adaptación y disminuye su tendencia al reproche mutuo por ciertas frustraciones que parecen muy extendidas. El grupo está constituido por padres y madres que acuden a las reuniones desde antes del nacimiento del bebé y hasta que este tiene dos años. En las sesiones, se trabajan temas como las expectativas, los temores y las ilusiones respecto al nacimiento y el parto, las ideas o teorías implícitas sobre el ejercicio de la paternidad, las tensiones ocasionadas respecto a la distribución del trabajo y los cambios en las relaciones sociales. Básicamente el grupo proporciona un contexto en el que aprender a manejar las disrupciones producidas en el seno de la pareja mediante habilidades de comunicación saludables y estrategias de afrontamiento funcionales. Otras transiciones familiares producidas por cambios como enfermedades graves, la marcha del hogar de un hijo o simplemente por la insatisfacción o los conflictos relacionales pueden ser afrontadas con mayor eficacia si todos sus miembros, o alguno de ellos, participa en grupos para familias. En estos grupos, se abordan cuestiones como la distribución de tareas del hogar, la delegación de responsabilidades, las estrategias de resolución de conflictos, los estilos de comunicación funcional, las normas y reglas familiares, etc. La estrategia de emplear ritos y metáforas se utiliza frecuentemente en el asesoramiento familiar. 2.2.2. Grupos para personas separadas o divorciadas En España, las encuestas indican que cuatro de cada diez matrimonios terminan en divorcio; en EE. UU. la proporción es del cincuenta por ciento. Cada vez son más las personas que se enfrentan a una de las más estresantes transiciones del desarrollo y, en consecuencia, más numerosos son los grupos de autoayuda o guiados por un profesional para favorecer su afrontamiento. La mayoría de los grupos de divorciados están estructurados y combinan información y asesoramiento. Un ejemplo de actividad estructurada que a menudo se utiliza en estos grupos consiste en completar una lista de obstáculos o problemas más comunes entre los divorciados. La lista, que incluye como temas dejar en paz al excónyuge, hacer nuevos amigos, olvidar al excónyuge, dificultades para dormir o para estar en soledad, altibajos emocionales y asuntos concernientes a la actividad sexual, ayuda a que el grupo centre sus discusiones en un tópico u otro y sirve de base para evaluar los progresos de cada persona. Los miembros utilizan esta lista para registrar ideas y estrategias sobre cómo manejar cada problema. Algunos de los ítems de estas listas podrían ser aplicables a personas viudas, pero rara vez los grupos son mixtos. Las personas viudas, hayan desmitificado o no a su difunta pareja, pueden encontrar mucha más dificultad para escuchar a quienes frecuentemente son muy críticos con sus anteriores parejas. 2.2.3. Grupos para personas viudas

Una figura eminente en el asesoramiento de grupos de personas que se enfrentan a grandes pérdidas en sus vidas es Vernon. Este autor sostiene que, aunque todos los procesos de duelo suponen sentimientos y fases similares, es conveniente que los grupos estén constituidos por personas que experimenten pérdidas similares (Vernon, 1992). Ciertamente, las transiciones de la viudedad y el divorcio poseen algunos elementos comunes: en ambas, se impone la necesidad de hacer un duelo por la pérdida de la relación con una persona que fue querida e introducir cambios y ajustes en la forma de vida de cara a un futuro en soledad o compartido con otra persona. Sin embargo, la manera de expresar el duelo y de separarse del pasado, o los sentimientos predominantes en los viudos son, en gran medida, diferentes a los de los divorciados. Por esta razón, rara vez se configuran grupos mixtos. Los sentimientos que afloran cuando una persona pierde a su cónyuge son de tal complejidad que difícilmente pueden ser comprendidos y compartidos abiertamente con familiares y amigos. Por ejemplo, una viuda que sienta al mismo tiempo pena por la pérdida, rabia porque se siente sola ante muchas responsabilidades y pocos recursos, y culpabilidad por reconocer esa rabia, puede que encuentre más alivio y seguridad expresándose ante otras personas viudas que ante sus familiares o amigos, que también estarán haciendo su propio duelo. Los grupos de viudos ofrecen la oportunidad de expresar estos sentimientos así como de intercambiar ideas sobre distintas formas de manejar y sobrellevar los problemas que hayan surgido en su vida. La secuencia que típicamente sigue un grupo de este tipo es la siguiente (Vernon, 2002). Durante las primeras sesiones, los participantes se centran en discutir acerca del pasado: cómo aconteció la pérdida y en qué áreas de su vida se acusan más las carencias. El asesor puede estimular esta plática y exploración pidiendo al grupo que traiga fotografías y haciendo preguntas acerca de qué personas, rutinas o actividades han desaparecido de su vida al morir su marido o mujer, y cuestiones semejantes. En estas primeras sesiones, también se discute sobre la diferencia entre estar solo y estar aislado. Hacia la cuarta sesión, el asesor anima a los miembros a reflexionar sobre sus ganancias presentes: les pide que traten de identificar cualquier cosa que estén aprendiendo a resolver y las áreas en las que, en la actualidad, están experimentando algún tipo de crecimiento o mejora. Hacia la mitad del taller, los miembros del grupo comienzan a focalizar su atención en cuestiones y cambios pragmáticos. Comparten información y consejos sobre la forma de resolver problemas y situaciones consecuentes de su nuevo rol: cómo manejar la economía, atender el cuidado de los hijos, disponer de los efectos personales del difunto cónyuge, etc. A medida que el grupo va orientándose cada vez más hacia cuestiones que se refieren al futuro, el asesor puede instar a los participantes a que reflexionen sobre sus expectativas. Para ello, les pide que piensen en cómo podrían ser sus vidas seis meses o un año más tarde: dónde, cómo y con quién quisieran estar viviendo, cómo creen que se sentirán o quisieran sentirse, etc. Puesto que la intervención tiene un final, los componentes necesitan una oportunidad para expresar lo que han recibido del grupo, sus apreciaciones y su tristeza por tener que despedirse. También necesitan una oportunidad para discutir la posibilidad de mantener algún tipo de contacto entre sí, fuera ya del grupo como tal, para continuar obteniendo apoyo. Una forma de ayuda grupal para las personas viudas, muy extendida en EE. UU., es el Programa Viuda a

Viuda, basado en un estudio de la Universidad de Harvard fundado por Silverman (1986). En él, una viuda veterana -que ya ha afrontado su transición con éxito- y que ha recibido entrenamiento adecuado, actúa como líder ayudando a otra mujer que acaba de quedar viuda. Previamente, la nueva participante ha asistido a una reunión en grupo en la que se imparte información general sobre la transición y el funcionamiento del programa. 2.2.4. Grupos para personas cuidadoras A medida que se alarga la esperanza de vida, es más frecuente que los adultos -hijos, amigos, cónyuges o cuidadores profesionales- tengan que hacerse cargo de personas mayores incapacitadas o con dificultades para atender por sí mismas sus necesidades. La sobrecarga física y psíquica -sentimientos complejos de amor, compasión, pena, frustración, rabia- a la que están sometidos los cuidadores se ve aliviada en muchas ocasiones gracias a la participación en grupos de asesoramiento especialmente diseñados a este fin, que, cada vez con más frecuencia, se organizan en hospitales, centros comunitarios y organizaciones religiosas. El trabajo con estos grupos exige que los asesores estén familiarizados con una variedad de recursos de la comunidad que puedan servir como apoyo formal y a los que se remite, si es pertinente, a los cuidadores. También es necesario que el grupo dé la oportunidad a sus participantes de expresar sus sentimientos y frustraciones y de compartir ideas y consejos acerca de cómo manejar problemas concretos. Asimismo, los asesores tienen que comprender y saber manejar el rechazo y la resistencia a recibir ayuda externa, uno de los principales obstáculos que hay que vencer, especialmente en el caso de las esposas e hijas cuidadoras. Los familiares de un enfermo de alzheimer pueden necesitar ser integrados en grupos según la etapa de la enfermedad en que esté el anciano, puesto que las necesidades de apoyo van cambiando a medida que avanza el deterioro. En las primeras fases, los miembros de la familia pueden mostrarse reacios a asociarse con otros miembros, porque interpretan que pertenecer a la asociación puede conducirles a una pérdida de esperanza. Ante todo, lo que necesitan es apoyo para aceptar el diagnóstico e información sobre las características de la enfermedad. También se ven beneficiados de tener la oportunidad de compartir sugerencias respecto a problemas frecuentes, como el aislamiento social al que se ven sometidos, la impaciencia ante los síntomas de la enfermedad, la angustia frente a un deterioro progresivo y fatal, el estigma social de la demencia, etc. En las siguientes fases de la enfermedad, las necesidades de los cuidadores son otras. Particularmente cuando no se ha contado con ayuda externa, el nivel de agotamiento físico y psíquico puede ser extremo y, en cualquier caso, los cuidadores se enfrentan a un proceso de duelo que reviste unas características especiales, en tanto que la persona que se ha perdido continúa físicamente presente. En sus actividades diarias como cuidadores, los familiares de un anciano gravemente incapacitado a menudo se agotan intentando resolver y cambiar circunstancias que realmente están fuera de su control y que les conducen al fracaso y la frustración. Otras veces, su agotamiento emocional está originado por las dudas y los sentimientos de culpa acerca de si realmente se está haciendo lo suficiente por el enfermo. Para ayudar a paliar este problema, algunos grupos siguen la línea de Alcohólicos Anónimos: inspirados en la Oración de la Serenidad utilizada en diversos programas de los 12 pasos, emplea un gráfico como el que aparece en la tabla 7.1. (Johnson, 1990). Tabla 7.1. Lo que se puede y lo que no se puede hacer

Puede controlarse N o puede controlarse A ctua r

Dominio, maestría Persistencia en el esfuerzo

N o actuar Rendirse

N o obcecarse

A los miembros del grupo se les anima a que utilicen este cuadro como referencia para decidir cuándo tienen control sobre la situación externa y cuándo no. Si, tras un análisis serio, piensan que la pueden controlar y pasan a la acción, entonces lo están haciendo bien, con dominio y maestría; si no, están dándose por vencidos. Por otra parte, en las situaciones incontrolables lo indicado es abandonar los esfuerzos sin ningún tipo de culpa. Esta estrategia es muy útil puesto que la toma de decisiones es continua y difícil cuando se atiende a un anciano incapacitado. Recibir o no ayuda externa, ingresarlo en un centro o atenderle en casa, salir de vacaciones o renunciar al tiempo de ocio, intentar un nuevo tratamiento o no son ejemplos de cuestiones que a menudo llevan la zozobra a las familias de los enfermos. 2.3. Intervención grupal en transiciones y crisis laborales La entrada en el mundo laboral, un cambio de empleo, una promoción, un despido, sentirse quemado en el trabajo, la jubilación o sentir inseguridad en la propia carrera laboral son situaciones que a menudo desencadenan un proceso de transición. Estos cambios, tanto si están promovidos y decididos por el sujeto, como si le son impuestos, tienden a despertar interrogantes respecto a cuestiones y tareas evolutivas como la maestría, la competencia, el balance entre el trabajo y otras áreas de la vida y la identidad. Estos temas recurrentes pueden ser los que motiven a participar en grupos específicos en los que típicamente se combinan formación, información y oportunidades para obtener apoyo. Se ha constatado que las reacciones de los participantes de estos programas suelen cambiar con el tiempo. Al finalizar las primeras sesiones, se suelen mencionar como aspectos positivos de la participación factores predominantemente emocionales como la universalidad, la catarsis y la cohesión. Sin embargo, los resultados de los estudios de seguimiento indican que meses después de finalizar el taller, aunque se siguen valorando los factores afectivos, se mencionan como beneficios más tangibles del programa otros de índole más cognitiva: la información de recursos y la formación de habilidades sociales, así como un mayor autoconocimiento (Mawson y Kahn, 1993). Teniendo en cuenta lo anterior, los asesores de estos grupos pueden mejorar el resultado de su intervención eligiendo, estructurando y secuenciando actividades y ejercicios de tal manera que se asegure que tanto los factores afectivos -atención a los sentimientos- como los cognitivos -atención a las tareas- estén balanceados y se aborden en el orden más adecuado. Es de destacar el papel que las personas que han afrontado con éxito la transición laboral pueden tener actuando como agentes de ayuda en el grupo. De hecho, esta es una aproximación que se lleva a cabo en muchos programas de afrontamiento a la jubilación en los que algún veterano participa apoyando a noveles jubilados a afrontar su transición. Compartir inquietudes con personas que están en el mismo barco o lo han estado ofrece la oportunidad de dar y recibir aprecio, comprensión y ánimo. Además, en el grupo se intercambia información y contactos que pueden abrir puertas para adaptarse a la nueva etapa vital. A menudo, la interacción supone formar parte de un contexto en el que es posible afrontar los desafíos con humor y obtener ayuda práctica

para acceder a recursos materiales (préstamos económicos, transporte, ayuda para cuidar a los niños u otras personas bajo responsabilidad, etc.). Muchas de las estrategias de afrontamiento necesarias para tener éxito en la toma de decisiones respecto a la búsqueda de empleo, el estancamiento en el trabajo y los planes de jubilación pueden ser analizadas y llevadas a la práctica en el grupo. Por ejemplo, los miembros pueden aprender a establecer metas y diseñar un plan de acción para lograrlas. Cuando este proceso de toma de decisiones se realiza en grupo, las probabilidades de llegar a término son más altas que cuando se hacen individualmente, puesto que la persona se compromete ante los otros y de los otros puede recibir coraje cuando sus fuerzas decaen para llevar a cabo su proyecto. Algunas de las estrategias más eficaces de los grupos de asesoramiento laboral incluyen ejercicios para identificar y expresar los propios valores, las habilidades, los intereses y las metas respecto al trabajo. También el modelado y el role playing son modalidades de intervención habituales, junto con la información y el análisis de las condiciones y reglas de funcionamiento del mercado laboral. Los grupos de asesoramiento para adultos que atraviesan transiciones laborales suelen ofrecerse en lugares de trabajo y contextos comunitarios. A continuación, se comentan algunos de estos programas y estrategias. 2.3.1. Grupos de búsqueda de empleo Cuando se interviene con grupos de personas que están interesadas en planificar o cambiar su carrera laboral, un paso fundamental es identificar la propia experiencia, las aptitudes y los intereses. Las entrevistas estructuradas y autobiografías son estrategias muy útiles para este fin. La reflexión y discusión puede favorecerse si se insta a los participantes a completar frases tales como: «Identifica y evalúa la experiencia laboral previa...»; «Identifica las razones para un cambio de trabajo...»; «Identifica variables unidas a la satisfacción la b o ra l.» . Esta reflexión es importante porque los adultos en transición a menudo olvidan habilidades personales que han desarrollado en el pasado en su carrera laboral o en otros contextos. Entre los talleres más renombrados en esta área, destacan los diseñados por Sagaria (1989), dirigidos a mujeres que están interesadas en incorporarse al mundo laboral. En ellos se utiliza una curiosa estrategia para identificar las aptitudes personales: la metáfora de los quilts -las colchas confeccionadas con trozos de tela de distintas piezas, que antiguamente se hacían con retales de ropa vieja. En opinión de la autora, esta metáfora permite reconocer el valor y el significado de las actividades y tareas tradicionales femeninas, a menudo tan devaluadas socialmente. En sus talleres, se pide a cada participante que describa su propio quilt -sus experiencias más sobresalientes, retos, logros, actividades, destrezas, etc. Posteriormente, las demás integrantes del grupo dan retroalimentación respecto a cómo ven ese quilt y cómo encajan sus piezas con las aspiraciones laborales de su autora. En otros grupos, simplemente se anima a los participantes a relatar la historia personal de cada uno, especialmente en lo que se refiere a los sucesos y las experiencias que reflejan las propias habilidades y los recursos. Con esta estrategia, al tener que ordenar su discurso, los participantes se ven obligados a reflexionar e identificar sus destrezas personales. El resto del grupo, al ofrecer retroalimentación, puede descubrir cualidades o aptitudes que quien está hablando tal vez no había valorado suficientemente. Además de registrar las destrezas y habilidades personales, es necesario obtener información sobre las

necesidades de las empresas y tratar de encontrar la forma de hacer encajar los propios recursos e intereses en ellas. Así, generalmente, los programas suelen incluir como núcleos principales: la evaluación personal, la toma de decisiones, la planificación de una campaña personal de búsqueda de empleo, las habilidades de comunicación aplicadas a la interacción con los empresarios, la preparación para afrontar una entrevista y la formación en estrategias para conservar el trabajo. 2.3.2. Programas para jubilados La Asociación Americana de Personas Retiradas (aarp) organiza y patrocina numerosos talleres para afrontar la transición de la jubilación que van destinados tanto a pre- como a postjubilados. En general, lo más indicado cuando se trabaja con las personas que aún no se han jubilado es comenzar tratando los cambios económicos que se producen en la transición. El tema de los recursos económicos parece preocupar inicialmente en mayor medida que cualquier otro. Solo cuando se conocen los recursos con los que se va a contar o las ayudas de las que se puede disponer, las personas parecen estar preparadas para discutir y abordar otros cambios como los que se refieren a las relaciones personales o al empleo del tiempo. Quienes asisten a los grupos de posjubilados, si han conseguido realizar los ajustes económicos necesarios, suelen estar más interesados por tratar temas que se refieren a qué es lo que pueden hacer para aprovechar lo mejor posible una vida sin responsabilidades laborales. Cuando ya se ha pasado la fase que Atchley (1993) denomina luna de miel de la jubilación, los posjubilados a menudo necesitan ayuda para reajustar su vida en pareja, sus relaciones con los hijos, la forma de pasar el tiempo, etc. Participar en algún grupo puede dar ideas al respecto en la medida en que se escucha cómo otras personas negocian estas cuestiones. La intervención en grupo para favorecer el afrontamiento de las transiciones es una práctica que cuenta con gran tradición en contextos como los países de América del Norte y del Sur, donde se confía en su utilidad y eficacia. En España, aunque cada vez más difundidas, las iniciativas en este sentido son relativamente recientes y menos conocidas. En este capítulo, hemos presentado un panorama general de las características de esta modalidad de intervención con el objetivo de que el lector pueda extraer algunas ideas básicas que le permitan desarrollar programas o talleres grupales adaptados a nuestro ámbito sociocultural.

CAPÍTULO 8. LA INTERVENCIÓN BASADA EN LA MEDITACIÓN DE LA ATENCIÓN PLENA (MINDFULNESS) Y EL AFRONTAMIENTO DE LOS GRANDES CAMBIOS VITALES 1. QUÉ ES MEDITAR Y QUÉ QUIERE DECIR MINDFULNESS Básicamente, meditar es entrenar nuestra mente para ser conscientes de la realidad, estar atentos a lo que ocurre aquí y ahora en nuestro alrededor y en nosotros mismos: a todo lo que forma parte de la experiencia humana. Este entrenamiento va desarrollando una forma de responder con más dominio y libertad a las situaciones que nos depara la vida. Existen incontables sistemas y formas de meditación. En la mayoría, se entrenan y desarrollan tres habilidades básicas (Salzberg, 2011): en primer lugar, la habilidad de dirigir y mantener la atención en un objeto, predominantemente la respiración tal y como se va desplegando momento a momento; en segundo lugar, la habilidad de llevar la atención a cualquier objeto que irrumpe en la conciencia en el presente: sonidos, sensaciones corporales, imágenes, pensamientos, emociones, etc.), y soltar ese objeto para dejar espacio al siguiente, y por último, la compasión y el amor incondicional, algo así como la sensibilidad hacia la grandeza y la vulnerabilidad humana y la actitud benevolente hacia nosotros mismos y hacia cualquiera, especialmente cuando hay sufrimiento. En este texto, nos limitaremos a exponer algunos puntos básicos de la meditación de la atención plena, o mindfulness, y su utilidad para afrontar saludablemente el cambio vital. El lector que quiera profundizar no tendrá dificultades para hallar libros de divulgación y científicos, así como numerosos artículos sobre este tema. Al finalizar el capítulo, se citan algunos buenos ejemplos. Mindfulness es el término en lengua inglesa que se utiliza para traducir el término sati, que en pali (sanscrito clásico, lengua en la que se escribieron originalmente las enseñanzas de Buda) significa conciencia, atención y remembranza: es decir, significa ser consciente de lo que ocurre y estar atentos a ello y acordarse de estar conscientes y atentos a lo que ocurre en toda su amplitud. Mindfulness es «la capacidad humana universal y básica, que consiste en la posibilidad de ser conscientes de los contenidos de la mente momento a momento» (Simón, 2007). Pero mindfulness es algo más que estar conscientes y atentos y acordarse de estarlo. Requiere de una actitud de calidez, ternura, paciencia, compasión, aceptación, no juicio, etc. La palabra mindfulness hace referencia al estado en el que una persona está plenamente presente en el aquí y el ahora, reconociendo la realidad y aceptándola tal y como es, sin juicio (Kabat-Zinn, 1984, 1990). Es la conciencia que emerge cuando se pone la atención intencionadamente y sin juzgar en el presente, en el flujo de la experiencia que se despliega momento a momento (Kabat-Zinn, 2003). Si bien los orígenes del mindfulness se encuentran en la meditación tradicional oriental, de forma particular en la budista, su práctica puede ser adoptada sin necesidad de identificarse con ninguna filosofía, religión, tradición cultural o terminología. De hecho, el mindfulness se denomina con frecuencia la meditación laica. Se suele citar a Kabat-Zinn como el más importante propulsor del mindfulness en los círculos

científico-sanitarios occidentales. Él estableció el programa Mindfulness Based Stress Reduction, más conocido por sus siglas mbsr, en 1979 en la Universidad de Massachussets (EE. UU.). Inicialmente se ofreció a pacientes con estrés y dolor crónico, pero rápidamente comenzó a aplicarse a quienes padecían enfermedades en las que el estrés era considerado como un agravante, así como en rehabilitación de presos, en la preparación de deportistas de élite, en intervención de pareja, en grupos de formación de padres, etc. Desde entonces, este programa ha alcanzado una enorme popularidad. Aunque forma parte de las nuevas corrientes en psicoterapia, lo que se denomina la Tercera Ola o Tercera Generación de terapias cognitivo-conductuales (Terapia Cognitiva basada en Mindfulness, la Terapia Conductual Dialéctica, la Terapia de Aceptación y Compromiso, etc.), se considera más una aproximación psicoeducacional para reducir el estrés y mejorar la salud que un tratamiento clínico: «No me gusta comparar la atención plena a la psicoterapia aunque resulte muy terapéutica. La entiendo más como un camino de formación y autoaprendizaje» (Kabat-Zinn, Cuerpo mente). La meditación basada en la atención plena, mindfulness, es una antigua práctica que está adquiriendo una gran relevancia en el contexto occidental actual. Sus beneficios en la salud y el bienestar mental y físico han sido constatados en una imparable sucesión de investigaciones científicas y divulgados en numerosas publicaciones y medios de comunicación de masas. La palabra meditación, e incluso el término mindfulness, va resonando con familiaridad entre nosotros; sin embargo, todavía existen muchos mitos y malentendidos que deshacer. 2. LO QUE NO ES MEDITAR. ALGUNOS MITOS Y MALENTENDIDOS EXTENDIDOS ACERCA DE LA MEDITACIÓN Es habitual encontrar ideas falsas o medias verdades acerca de la meditación en los medios de comunicación y en conversaciones informales, e incluso entre los asistentes a los talleres de introducción al mindfulness. Mucha gente reacia arguye prejuicios falsos para rechazar una práctica que podría serle beneficiosa. Otros se acercan a la meditación con concepciones distorsionadas y expectativas poco realistas que pueden, desde el principio, bloquear sus progresos. Veamos algunos errores extendidos para evitar confusiones. Meditar consiste en razonar dándole vueltas a un tema Cuando meditamos observamos sin analizar, sin juzgar, sin manipular las ideas. Y cuando meditando nos damos cuenta de que estamos razonando sobre algo, lo que hay que hacer es, simplemente, tomar cuenta de ello y dejarlo estar. Meditar, en el sentido que aquí empleamos, no es reflexionar sobre ningún tema, ni siquiera sobre los temas clásicos de la existencia como la muerte, la vida o el universo. En la meditación mindfulness, la atención se lleva a las percepciones no verbales, corporales y sensoriales y al flujo de los pensamientos y emociones, pero sin entrar a elaborarlos conceptualmente. De hecho, con la meditación se desarrolla el pensamiento posformal y la intuición que dan lugar a soluciones creativas y a una visión más compleja y profunda de los fenómenos. Meditar es entrar en trance, lograr estados alterados de conciencia, desarrollar poderes psíquicos y tener pensamientos elevados Esta afirmación puede ser aplicable a ciertos sistemas de meditación, pero no a la mayoría, y desde luego, no a la meditación mindfulness. Sí que es cierto que con la práctica se agudiza la intuición y que pueden emerger más fácilmente recuerdos o información que antes no estaba disponible para la

conciencia, bien porque se percibía como amenazante, bien porque se juzgaba irrelevante. Con mindfulness lo que se pretende es ver con claridad, no oscurecer nuestra visión y desviarla de la realidad ni permanecer inconscientes o hipnóticos. Si durante una sesión de meditación uno se da cuenta de que está empezando a entrar en un estado hipnótico, entonces no está en estado de mindfulness. Los estados de conciencia extraordinarios no son la finalidad ni la prueba de que se está meditando mejor. Del mismo modo, a veces meditando pueden aparecer pensamientos elevados y vislumbres, pero al meditar ni hay que buscarlos ni hay que rechazarlos. No es ese el objetivo. El objetivo es desarrollar la conciencia, nada más. La meditación es una técnica más de relajación Cuando meditamos no nos esforzamos por lograr un estado de relajación y descanso. Eso tendría resultados paradójicos. La sensación de calma aparece cuando dejamos de luchar con lo que hay en el presente. No es una técnica de relajación, pero muchas veces esta es uno de los resultados. Meditar consiste en entrenarse a pensar de forma positiva Las técnicas para fomentar el pensamiento positivo entrenan para ver los aspectos agradables de la realidad, para interpretar de forma favorable los acontecimientos, para dar preponderancia a lo que nos gusta y combatir la presencia de lo negativo en nuestra conciencia. Decidir no prestar atención a lo negativo y fijarse en lo positivo puede ser muy útil en un momento dado. Pero el entrenamiento para desarrollar el pensamiento positivo puede llevar a una visión de la experiencia fragmentada, limitada, egocéntrica y errónea. Todo lo contrario de lo que se busca con la meditación de la conciencia plena: atender y ser conscientes de todo lo que ocurre cuando está ocurriendo con una actitud de amabilidad, apertura y compasión. Incluso lo que percibimos y juzgamos como negativo. La meditación es un medio para ser feliz y evitar problemas Sí y no. En algunas sesiones de meditación, experimentamos agradables sensaciones de calma y beatitud pero eso no ocurre siempre, además de no ser el objetivo. Cuanto más se persigue, más lejos estamos de lograrlo, porque forzarnos a estar beatíficamente en calma es un contrasentido. Igual que si alguna vez uno se siente eufórico meditando; simplemente, esa vez ha sido así. Si se da, es un resultado colateral placentero que no puede reproducirse a voluntad meditando, y que, desde luego, no es la finalidad. Sin embargo, es cierto que cuanto más se practica, más fácil es que las meditaciones, en sí mismas, tengan agradables momentos de calma. Y, desde luego, no elimina todos los problemas de la vida, pero nos da otra perspectiva para afrontarlos. Meditar es una práctica misteriosa que no puede explicarse Es cierto que la meditación concierne a niveles de conciencia más profundos que el pensamiento simbólico o conceptual. Consecuentemente, su comprensión no puede transmitirse mediante meras explicaciones con palabras, que no dejan de ser símbolos. Pero eso no significa que no pueda transmitirse su enseñanza y ser comprendida, porque hay muchas formas de comprender que van más allá de las explicaciones verbales. La meditación se comprende practicando. Cada sesión es diferente, una investigación, una experiencia. No puede predecirse qué es lo que va a venir a la conciencia porque no es una fórmula estereotipada que dé lugar a resultados previsibles y automáticos. La meditación tiene riesgos por lo que es una imprudencia meditar

Depende de lo que se entienda por riesgos: con la meditación van a remontar recuerdos e imágenes de nuestras experiencias o aspectos de nuestra personalidad que nos desagradan. Elementos reprimidos después de tal vez mucho tiempo que pueden desconcertarnos. Pero incluso eso, aunque nos sorprenda y no nos guste, es muy provechoso porque nos conduce a la aceptación de nuestra realidad y a la integración. Si la práctica de la meditación se lleva a cabo de forma adecuada, el proceso de desarrollar la conciencia es progresivo y natural. La gente que medita se aparta de la realidad Todo lo contrario, se medita estando y para estar en contacto con la realidad. Meditar es mirar la realidad, hacerle frente, experimentarla completamente, tal y como es. Al practicar la meditación, vamos siendo cada vez más conscientes de nuestras defensas y nuestros autoengaños. Vamos dándonos cuenta de que seguir ignorando, negando o tapando nuestras debilidades y nuestras verdaderas y profundas necesidades nos ata más y más a una vida quimérica de insatisfacción. Con la meditación, uno se acerca a verse tal como es, a ver la realidad tal como es, con una actitud de aceptación. Solo así lo que admite transformación puede ser transformado. La meditación es para personas muy religiosas y de una espiritualidad extraordinaria En realidad, en la meditación de la plena conciencia, buscamos ante todo desarrollar y poner a prueba en las situaciones más ordinarias y cotidianas una herramienta de regulación atencional y emocional más allá de toda creencia religiosa o sistema filosófico. Una persona que medita no es necesariamente piadosa ni incapaz de hacer el mal. Pero sí que es cierto que respetar la ética requiere un cierto nivel de dominio y maestría mental y emocional. La confusión y vivir en piloto automático llevados por los impulsos no favorece el autocontrol que exige respetar los principios morales autónomos. La meditación promueve una ética madura. Una ética que no descansa en el respeto a la norma para evitar rechazo y recibir aprobación social, sino que se basa en principios asumidos autónoma y responsablemente. Desde este nivel de ética, las decisiones son mucho menos egocéntricas que desde los anteriores. Los intentos de acceder a este tipo de juicios morales desde el pensamiento racional hipotético-deductivo están condenados al fracaso: sencillamente, es imposible y agotador mantener en el aire todos los factores en un análisis lógico-formal. Hace falta el razonamiento posformal y un nivel de conciencia más profundo y elevado que se desarrolla con la meditación. Los que meditan se encierran egoístamente en sí mismos Una persona sentada inmóvil en su cojín de meditación con los ojos cerrados podría dar la impresión de estar encerrada en sí misma. Nada más lejos de la realidad si se medita con la intención adecuada: desarrollar la conciencia y la atención hacia la realidad interna y externa con una actitud de aceptación, compasión y amabilidad. La meditación que nos trae al presente una y otra vez permite ir viendo con claridad las trampas de nuestro ego, que solo puede sostenerse cuando nuestra mente está fantaseando con el futuro o trajinando con los recuerdos del pasado. Al vivir en el presente, las proyecciones egóticas que se presentan en forma de envidias, comparaciones, rivalidades, culpabilidad por no haber estado a la altura de la imagen idealizada de nosotros mismos, van disolviéndose. Al cultivar la compasión, dejamos de temer contagiarnos con el dolor ajeno y nos abrimos al otro, a quien ya no vemos tan distinto a nosotros mismos. La meditación no es un acto egoísta, todo lo contrario, como dice Kabat-Zinn, es un acto de amor radical. Radicalmente uno atiende a lo que es y lo abraza sin sensación de estar separado, sin separatidad.

3. LOS COMPONENTES DE LA MEDITACIÓN: LA INSTRUCCIÓN Y LA ACTITUD La práctica de mindfulness tiene dos componentes básicos: la autorregulación de la atención y la orientación hacia la experiencia (Bishop, 2004). El primer componente es la instrucción básica, que consiste, para empezar, en mantener la atención sobre un foco de forma sostenida; a continuación, hay que darse cuenta de cuándo la mente se aparta y, flexiblemente, volver de nuevo al foco de atención, y por último, se debe inhibir el procesamiento secundario de elaboración de pensamientos, emociones y sensaciones. El segundo componente, la orientación hacia la experiencia, se refiere a la disposición particular con la que se lleva a cabo este proceso que, de acuerdo con Bishop et al. (2004), se caracteriza por la curiosidad, la apertura y la aceptación, y otros especialistas añaden el amor (Siegel, 2007) y la compasión (Germer, 2003; Salzberg, 2011). Pero es Kabat-Zinn quien describe con más detalle la actitud adecuada para practicar la meditación de la plena conciencia. Este autor enumera seis cualidades esenciales. 1. No enjuiciar: o más bien, darnos cuenta de los juicios que constantemente estamos haciendo mentalmente y soltarlos para observar la realidad sin esos esquemas valorativos condicionados. 2. Paciencia: permitir que las cosas ocurran a su ritmo, dispuestos a permanecer presentes en lo que está ocurriendo en el momento. 3. Mente de principiante: implica tener una mirada fresca hacia cada experiencia, como si la viviéramos por primera vez, captando lo que de único tiene cada momento. 4. Confianza: en uno mismo y en la sabiduría y bondad profundas que se revelan cuando paramos y atendemos en silencio y con calma. 5. No luchar ni competir: en la práctica de mindfulness esto implica desprenderse del hábito de intentar cambiar las cosas que van sucediéndose en nuestra conciencia durante la meditación. Por ejemplo, si surge aburrimiento, dolor o sueño, se acoge sin forcejeo y se observa la experiencia. Implica también aceptar que cada meditación es distinta y que los ritmos son los que son en nuestro entrenamiento. 6. Aceptación: conlleva ver las cosas tal como son sin pretender que ahora sean de otra manera. Lo que no tiene que significar que nos agraden o que no estemos dispuestos a vivir las transformaciones y los cambios que se producen en la realidad. Aceptar, en este contexto, es estar abierto a ver lo que es en este momento, sin rechazo, represión, ni negación. 7. Dejar pasar o soltar: implica desaferrarnos, quedar libres y abiertos al cambio constante de la realidad. Supone permitir que la experiencia sea la que es, y simplemente poner atención en ella sin apego ni rechazo, observando cómo, al no aferramos y soltar, la experiencia o el fenómeno ya cambia. La práctica de mindfulness consiste, pues, en observar con esa apertura, falta de juicio, paciencia, aceptación, etc., cualquier evento o situación que se presente en el flujo de la conciencia, venga de la realidad externa o de los procesos internos, de modo que nada se rechace ni tampoco se prolongue intencionadamente. Al meditar, uno ensancha la conciencia con la disposición de observar cómo aparece y desaparece cada

pensamiento, emoción o sensación, sin tentativa alguna de evitar, cambiar o mantener lo que sea que se presente. Cuando estamos en un estado mindful, nuestra atención no se enreda estérilmente en el pasado o en el futuro, y no enjuicia ni se resiste a lo que ya es. Todo esto supone que cultivar la plena conciencia, además de desarrollar las capacidades de regulación de la atención, conduce a una transformación en la orientación y la actitud hacia la experiencia. Mindfulness, en palabras de Simón (2010): «No es solo un fenómeno cognitivo relacionado con la atención. Para que la observación pueda considerarse mindful, ha de estar acompañada de una actitud de amor o de cariño hacia el objeto observado. Una observación muy intensa, pero desprovista de afecto, no se considera mindful». 4. POR QUÉ LA MEDITACIÓN MINDFULNESS ES ÚTIL EN EL AFRONTAMIENTO DE LOS GRANDES CAMBIOS VITALES En este punto, volvemos a la idea que abre el libro: la esencia de la vida es el cambio. Todo en el universo está de forma natural y perpetua en cambio. Ese flujo incesante a veces se acopla a nuestro gusto, y otras, no, y nuestra reacción habitual es muy previsible: etiquetamos las experiencias y las archivamos en tres compartimentos -e l de lo bueno, el de lo malo y el de lo no interesante- y en función de dónde van a parar, las atendemos de una forma particular o las ignoramos. Lo bueno lo tomamos inmediatamente, nos abrimos gustosos a vivirlo e intentamos por todos los medios que se fije, que no desaparezca, que perdure. Puesto que tarde o temprano acaba por pasar, hacemos todo lo posible para que se repita. En otras palabras, nos aferramos y nos enganchamos a todo lo que nos gusta de lo que percibimos de la experiencia. Con todo lo que hay en este cajón, tendemos a reaccionar con apego. En el cajón de lo malo, archivamos lo que no nos gusta de otras personas, de la naturaleza, de la cultura y, por supuesto, de nosotros mismos. Todo eso lo rechazamos, negamos y despreciamos. Hacemos todo lo posible para combatirlo y hacerlo desaparecer de nuestra experiencia consciente. Huimos de esa parte de la realidad frente a la que sentimos aversión. Al tercer cajón van directas las cosas que nos resultan indiferentes, las neutras, ya sean personas, experiencias u objetos que ni nos atraen ni nos repelen, porque en ellas no percibimos ninguna pérdida ni amenaza, pero tampoco ganancia alguna. Así que dirigiendo nuestra atención hacia los otros cajones, este lo ignoramos. La mayor parte de nuestra vida transcurre rutinariamente, la mayor parte de la información que se despliega ante nosotros va a este cajón, el archivo de la ignorancia. Indiferentes a todo aquello que no se ve como un ataque a nuestro bienestar o como una fuente de este, vamos pasando a zancadas por la vida persiguiendo la quimera de permanecer en el placer y evitar el dolor. Es una batalla perdida de antemano. Por más éxito que tengamos consiguiendo aquello que nos da placer, siempre pasará. Por más que nos escondamos de lo difícil, incómodo o doloroso, siempre acaba por darnos alcance. Ofrecer resistencia al dolor solo genera sufrimiento, luchar por retener lo que nos agrada nos lleva al miedo a perderlo, a que nos lo quiten, a codiciarlo, etc. Esa es la paradoja. Es posible, sin embargo, aprender a salir de ese incesante ciclo de apego y aversión. Podemos reconocer y dejar espacio a nuestras preferencias y sueños pero sin que nos dominen. Podemos seguir

haciendo las cosas que cualquier persona hace para alcanzar sus metas, pero liberados de la pulsión obsesiva que termina siendo un obstáculo a nuestro bienestar. Podemos convivir con nuestros temores, pero sin dejar que nos paralicen o impidan seguir viviendo lo que haya que vivir en cada momento. Se puede aprender a vivir de una forma de vida diferente a la habitual, en la que la aceptación de todo lo que va desplegándose momento a momento en nuestra vida es acogido cuando llega y soltado cuando se va, al margen de que pueda ser interpretado como agradable, desagradable o neutro. Simplemente, es, al margen de juicios. Una forma de vida muy ajena para la mayoría de nosotros que, por lo tanto, requiere un reaprendizaje de nuestra forma de relacionarnos con la experiencia. No es fácil pero se aprende. Este aprendizaje es difícil porque requiere disciplina, persistencia, comprensión y confianza. A cada cual corresponde valorar qué es más inteligente: dedicar el esfuerzo a lo difícil o a lo imposible, a controlar lo incontrolable. Máxime cuando comprendemos que la primera opción, intentar alinearse con la vida, nos trae más paz y satisfacción; mientras que la otra, vivir entre el apego y la aversión en medio de un mar de ignorancia, es el origen de la infelicidad y de gran parte de nuestros problemas. Descubrir las raíces de nuestra infelicidad y las del verdadero bienestar exige mucho tiempo de observación. Aprender a aceptar la realidad que se despliega ante nosotros con sus inevitables e impermanentes altos y bajos no es fácil ni una mera cuestión de comprensión intelectual. Abandonar el intento de controlarlo todo en nuestra vida y saber rendirse ante lo que ya es y no puede ahora ser de otra manera rompe algunos de nuestros esquemas más hondamente arraigados acerca de cómo se avanza en la vida. Ver la interconexión entre todo cuanto existe y liberarse de la obligación de cultivar y pulir la fantasía del ego es algo que se va dando muy lentamente porque sus defensas son férreas. La meditación mindfulness va transformando paulatinamente nuestra forma de vivir. Es una herramienta útil para soltar la estructura de vida que va desvaneciéndose en una transición y para no huir de los aspectos amenazantes que acompañan el emerger de una nueva y, por lo tanto, desconocida etapa. En realidad, tiene tanto poder que, más que una técnica o estrategia, mindfulness termina convirtiéndose en una forma de vida. Poco a poco, con la práctica, se va desplegando un proceso de sensibilización que nos hace más y más conscientes de los pensamientos, las emociones y las conductas propios y ajenos, y más comprensivos y compasivos con cualquier ser humano, nosotros mismos incluidos. La vulnerabilidad que experimentamos en los grandes cambios vitales ya no se intenta negar, reprimir o compensar como antes, sino que cada vez más se acepta y suscita la autocompasión y la cercanía. La arrogancia y el antagonismo se funden a medida que se va desvelando la verdadera naturaleza de los fenómenos mentales, y de lo que nos iguala y acerca a los demás. La intensidad de la tensión, la pena por lo que perdemos y la angustia frente a la vorágine de una crisis o una transición se atenúan, como se atenúa la carrera que nos presiona a acumular méritos para conseguir y proteger un lugar en el mundo y el derecho a ser reconocidos y amados. Simplemente, aprendemos que ya tenemos un lugar por derecho propio y una dignidad que merece ser respetada al margen de nuestros logros mundanos, al margen de lo que nos espera detrás de cada recodo de la vida. Al meditar, cultivamos el amor incondicional hacia nosotros mismos -y hacia los demás- y la confianza en nuestra capacidad para estar con serenidad en los desafíos vitales. La meditación agudiza nuestra capacidad de concentración y la lucidez de pensamiento, lo que facilita la ejecución de tareas propias de las transiciones, como la toma de decisiones necesarias en un espacio

vital alterado, la revisión de valores y de filosofía de vida, etc. Ese proceso transcurre con mayor perspectiva y confianza, sin ofuscación con las expectativas de llegar a un resultado concreto. Se va aprendiendo a hacer lo que se puede hacer en el presente, a decidir lo que se puede decidir con los datos y recursos que se tienen, y a dejar que el resultado venga como tenga que venir. No es fatalismo, ni resignación, ni pasividad, ni falta de metas: es realismo activo y confianza en la vida y en nuestra capacidad para responder a la vida. Meditar conduce a la desidentificación con las elaboraciones pasajeras de nuestra mente, como los pensamientos y las emociones, y nos ayuda a ver nuestros roles, nuestras relaciones, ganancias y pérdidas como fenómenos que están en nuestra vida en cambio permanente. Al poder observar con cierta distancia la confusión y la agitación emocional que tan a menudo nos sobrevienen en medio del cambio, al sabernos algo mucho más amplio, profundo y valioso que nuestros éxitos y fracasos mundanos, el afrontamiento de las transiciones es un proceso más sereno que no altera la visión de nuestro yo más profundo, cuyo valor es inmune a los vaivenes externos. En definitiva, la meditación mindfulness nos entrena a vivir con conciencia y con serenidad los cambios vitales, sin malgastar energía ni tiempo luchando contra lo inevitable ni defendiendo quimeras. Nos entrena para observar el flujo cambiante de la vida con curiosidad, aceptación, apertura y amabilidad, también cuando esos cambios resquebrajan la estructura sobre la que se asentaba hasta ese momento nuestra existencia. Como tantas veces se ha dicho: no evita las olas, pero enseña a surfear. 5. LA PRÁCTICA Dijo Albert Einstein que el conocimiento se adquiere por la experiencia, y que el resto no es más que información. Siendo importante comprender qué es y por qué funciona vivir con atención plena, solo meditando se obtienen sus beneficios. Se puede aprender a meditar individualmente con la ayuda de alguno de los numerosos libros y audioguías fácilmente asequibles, participando en talleres y retiros en los que un especialista dirige la formación, o recibiendo entrenamiento individual por parte de un terapeuta o instructor. Lo importante, en cualquier caso, es la regularidad y asegurarse de que se practica lo que realmente se quiere practicar. Los programas de entrenamiento en mindfulness, siguiendo la pauta establecida por Kabat-Zinn, tienen un formato grupal y suelen tener una duración de 8 sesiones semanales de unas 2 horas. Durante estas sesiones, se introducen y aclaran conceptos básicos, se realizan ejercicios de meditación formal y se buscan estrategias para afianzar la práctica. Estas meditaciones se repiten individualmente a lo largo de la semana con la ayuda de instrucciones grabadas. Las meditaciones y actividades incluyen el ejercicio de la conciencia focalizada en un solo punto (concentración), la conciencia de campo abierto (mindfulness en sentido estricto) y la compasión y la bondad amorosa. La práctica formal requiere dedicar entre 20 y 40 minutos diarios. Además, se realizan prácticas informales, que consisten, sencillamente, en realizar ciertas tareas o actividades cotidianas con atención plena. A lo largo de las semanas que dura el programa, se introducen y clarifican conceptos implicados en la práctica, pero sobre todo el entrenamiento va dirigido a ejercitar la plena conciencia de forma cotidiana y permanente. Se invita, por ejemplo, a aprovechar el tiempo de espera durante una cola o un embotellamiento para respirar con conciencia, o a permanecer con atención plena cuando sobrevienen emociones difíciles en vez de evitarlas, negarlas y luchar contra ellas.

La meditación no es un remedio rápido y fácil; si se buscan atajos, no es aquí donde se van a encontrar. Es cierto que los efectos de la práctica se perciben muy pronto, pero los efectos profundos tardan años en cuajar. Meditar requiere disciplina y, en ese sentido, cuesta un esfuerzo, pero se trata de un esfuerzo no violento ni empecinado: hay que persistir suave y pacientemente. Meditar es algo que debe hacerse sin pretender ningún resultado concreto, más bien, haciendo lo que hay que hacer y olvidarse del producto. Por eso se dice que es algo sencillo pero difícil. Cada vez que nos sentamos a meditar, ganamos un poco de terreno, aunque no lo percibamos. Y si buscamos constantemente pruebas de transformación, pasarán desapercibidos completamente los cambios sutiles que van apareciendo, eso nos descorazonará y nos llevará a pensar que nosotros no podemos meditar o que la meditación es un camelo. La paciencia y la confianza son pieza clave para liberarnos de viejos hábitos y mantenernos receptivos y activos venga lo que venga, alineados con la vida. 6. INSTRUCCIONES BÁSICAS DE MEDITACIÓN Meditación de la respiración Siéntate cómodamente con las piernas cruzadas en el suelo, sobre un cojín de meditación o en una silla en un lugar cómodo y tranquilo. Presta atención a tu postura. Tienes que estar firme pero sin rigidez. El pecho abierto, la cabeza erguida con el mentón levemente hacia adelante. Una postura que encarne la dignidad, la firmeza, la apertura. Los ojos cerrados o entrecerrados mirando delante de ti, hacia el suelo. Las manos descansando sobre tu regazo o tus piernas. Y ahora lleva toda tu atención a la respiración. Date cuenta de cómo, de forma natural, no dejas de respirar. No cambies nada. Simplemente, observa cada inhalación y cada exhalación. Observa cómo sube y baja tu abdomen. Las sensaciones del aire entrando y saliendo de tus fosas nasales y tu boca. Fíjate con curiosidad en ese ciclo que se repite una y otra vez. Déjate llevar por su vaivén. Abandónate a la observación de ese movimiento incesante y permítete no hacer otra cosa en este momento. Deja que tu mente se fije en el simple acto de respirar. No fuerces nada, solo date cuenta, siente con conciencia esas sensaciones que están ya ahí, sin anticipar la siguiente respiración. Fíjate dónde, en qué parte de tu cuerpo, notas la respiración con más fuerza: en la nariz, en la boca, en el pecho, en el abdomen. Explora con atención tu cuerpo y descubre dónde te es más fácil notarla. Fíjate ahora en qué momento de la respiración te resulta más evidente, al exhalar, al inhalar, o en ese momento en que se pasa de una fase a la otra. Puedes, sin cambiar nada, ir fijándote en las exhalaciones, por ejemplo. Y al cabo de un rato, pasar a prestar más atención a la inhalación. Observa las diferencias, si las hay. Por más fuerte que sea tu determinación, tu mente se alejará de la respiración tarde o temprano. Esa es la tendencia natural: enredarse en pensamientos, imágenes, juicios, emociones, etc. No tienes que hacer otra cosa más que volver a la respiración, cuando te hayas dado cuenta de que te has alejado. Y eso hay que hacerlo con suavidad. Una y mil veces si una y mil veces nos apartamos. Suavemente, sin enjuiciarnos, sin ponernos nota en el ejercicio. Vemos qué es lo que ha pasado por nuestra mente, qué es lo que le preocupa o le atrae o elabora, y lo soltamos volviendo a la respiración. Al observar la respiración, en un segundo plano de la conciencia queda todo lo demás: sensaciones corporales, sonidos, cambios de luz, recuerdos, imágenes, ideas, etc., sea lo que sea, lo dejamos pasar y ponemos de nuevo en primer plano la respiración.

Así durante unos veinte minutos. Normalmente, al no agitar los pensamientos ni las emociones, la mente va calmándose poco a poco, va clarificándose, va estando menos afanada. Pero eso viene poco a poco y no se puede forzar. Hay días en los que cuesta más y días en los que resulta más fácil. Y siempre está bien. El ejercicio consiste en volver la atención a la respiración. Y si vuelve, es porque se ha ido. Así que, simplemente, observa lo que te distrae de la respiración y vuelve una y otra vez. Cuando hayan pasado los 20 minutos, abre los ojos e incorpórate suavemente, intentando mantener en la medida de lo posible ese estado de atención al presente. Meditación del barrido del cuerpo Vamos a permitirnos este momento para nosotros, para cuidarnos y prestarnos atención, tranquilamente, con amabilidad y con gusto. Instalados confortablemente sobre nuestra espalda, acostados sobre el suelo sobre una manta o en casa, si lo preferimos, sobre la cama. Adoptemos una postura relajada, alerta, inmóvil. Los brazos a lo largo del cuerpo, las piernas sueltas y la cabeza sobre un cojín o directamente sobre el suelo. En esta habitación, que está a una temperatura agradable y donde nadie ni nada va a molestarnos. Y si ya estamos acomodados, cerramos los ojos. Para empezar, vamos a prestar atención a los movimientos producidos por la respiración y por las sensaciones corporales de la respiración. Vamos a tomar conciencia de cualquier sensación corporal, particularmente de la tensión que puede surgir en algún momento o en algún punto del cuerpo, o de las sensaciones de presión que hay, por ejemplo, donde nuestro cuerpo toca con la superficie donde estamos. Así podremos, con curiosidad, darnos cuenta de cómo, con cada exhalación, nuestro cuerpo se hunde hacia el suelo. Ahora recordemos el objetivo de este ejercicio. No se trata de intentar sentirse de otro modo a como nos sentimos: ni más relajado, ni con más calma. Incluso si eso puede ocurrir muchas veces, otras, simplemente, no o c u rre . y no pasa nada. Se trata, en la medida de lo posible, de despertar nuestra conciencia a las sensaciones que van a aparecer a medida que llevemos la atención a las diferentes partes de nuestro cuerpo. Vamos a llevar nuestra atención a las diferentes sensaciones que dan testimonio de la vida de nuestro cuerpo. Para comenzar la práctica del body scan, seguimos la sensación que se produce en la zona del abdomen con la respiración. Vamos a estar atentos a las modificaciones de la pared abdominal mientras respiramos. Tomémonos unos instantes para darnos cuenta de las sensaciones que están ligadas a cada inspiración y a cada exhalación. Ahora, vamos a desplazar la atención del abdomen, pasando por la pierna izquierda, pasando por el pie izquierdo, hasta los dedos del pie izquierdo. Nos vamos a concentrar en cada dedo del pie izquierdo. Con curiosidad, vamos a descubrir las diferentes sensaciones que nos llegan en este momento. Por ejemplo, la sensación de contacto entre los dedos, los picores, el calor, o puede ser que constatemos que no sentimos ninguna sensación particular. Notémoslo simplemente: la presencia o la ausencia de

sensaciones. Cuando estemos preparados, a lo largo de una inspiración, imaginemos que poco a poco el aire va descendiendo a lo largo del abdomen, a través del muslo izquierdo, de la pantorrilla hasta llegar al pie y, finalmente, hasta a los dedos del pie izquierdo. Imaginemos que cuando exhalamos el aire recorre el camino inverso: desde los pies, pasa poco a poco por el pie, por la pantorrilla, la pierna y vuelve al abdomen, el pecho, la garganta y sale por las fosas nasales. Si nos parece difícil o extraño, tomémoslo como una forma de juego, como si quisiéramos hacer respirar a las diferentes partes de nuestro cuerpo. Inspiramos hacia los dedos del pie izquierdo. Exhalamos desde de los dedos del pie izquierdo. Ahora, si estamos preparados, extendemos la atención a todo el pie izquierdo. Con una expiración, llevamos la atención desde los dedos del pie al empeine izquierdo. Llevamos la atención de la planta del pie al talón. Podemos fijarnos en la sensación del talón en contacto con el suelo. Respiremos dándonos cuenta. Seamos conscientes al mismo tiempo de las sensaciones y de la respiración. Ahora vamos a desplazar, suavemente, nuestra atención del pie izquierdo hacia la pierna derecha, hacia los dedos del pie derecho y, como hemos hecho en la otra pierna, dejemos nuestra consciencia extenderse hasta los dedos del pie derecho. Al tobillo derecho, al empeine, hasta el nivel de los huesos y las articulaciones. A continuación, respirando profundamente, vamos a desplazar nuestra atención del pie derecho hasta la pierna derecha a través de la pantorrilla, la espinilla, la rodilla, la parte superior de la pierna derecha. Pasemos a la región del bajo vientre y las caderas. Si nos damos cuenta de que nuestra mente se dispersa y se aleja, simplemente, volvamos a llevar nuestra atención a la parte de nuestro cuerpo en la que tenemos la intención de dirigirnos. En este momento, a la parte baja de nuestro abdomen y extendamos la atención hacia arriba. Fijémonos con curiosidad y atención en las sensaciones ligadas a la respiración. Las sensaciones del abdomen, del pecho y de los hombros. Si detectamos alguna tensión, podemos utilizar de nuevo la respiración, sin cambiarla, para dirigirlas al punto tenso, para relajarlo. Siempre al mismo ritmo, simplemente, respirando: inspirando... y expirando. Pongamos ahora nuestra atención en las partes de nuestro cuerpo en contacto con el suelo. La parte baja de la columna, en toda nuestra espalda, a las nalgas, fijémonos en las sensaciones que podemos sentir en esa parte de nuestro cuerpo. Desde la parte inferior de la espalda hasta la parte superior. Estando plenamente conscientes de lo que sentimos en esta parte de nuestro cuerpo. \blvemos a los hombros y, suavemente, cuando estemos preparados, recorriendo el brazo derecho llegamos hasta la punta de los dedos de la mano derecha, y nos concentramos en las sensaciones de cada uno de los dedos, uno tras otro, al mismo tiempo que sentimos la respiración. Remontemos, pasando por la mano, el antebrazo y el brazo, sintiendo las sensaciones del codo hasta el hombro derecho. Desplazamos la atención al hombro izquierdo y, a lo largo del brazo, llegamos hasta los dedos de la mano izquierda. Ahora, a nuestro ritmo, llevamos la atención primero a la mano, luego al antebrazo, el codo y el brazo.

Siempre lo mejor que podamos, con el mismo nivel de atención y curiosidad a las sensaciones físicas que vamos a descubrir en cada parte del cuerpo. Pasemos ahora al cuello. A la nuca. En esta parte de nuestro cuerpo, que puede ser particularmente sensible para alguno de nosotros, podemos ahora volvernos más conscientes de las sensaciones que nos llegan de ahí. No dejemos de utilizar la respiración para dirigirla hacia esta parte del cuerpo. Ahora, si estamos preparados, llevemos la atención a la cabeza. Sintamos la sensación de presión de la parte posterior de la cabeza sobre el suelo. Llevemos la atención a esa parte de nuestro cuerpo en contacto con el suelo. Vayamos hacia la cara. Hacia las diferentes partes de la boca. Los labios, la mandíbula, la lengua. Ahora nos fijamos en las sensaciones de los ojos. En la piel de toda la cara. Y desplacemos la atención a lo alto de la cabeza, hacia la coronilla, al cuero cabelludo. Fijémonos en las sensaciones de esta parte del cuerpo.

Y en la última parte de esta meditación, después de haber recorrido cada parte de nuestro cuerpo con atención, estando plenamente conscientes del momento presente a medida que hemos ido realizando la exploración, vamos a extender nuestra conciencia a la totalidad de nuestro cuerpo al mismo tiempo. De la cabeza a los pies, de los pies a la cabeza. De la cabeza a los pies, de los pies a la cabeza. Imaginemos el aire que circula libremente por todo nuestro cuerpo. Seamos conscientes de cada inspiración y de cada exhalación. Sin cambiar nada, sin manipular, simplemente, respirando, momento a momento. Ahora, al finalizar esta práctica del body scan, podemos felicitarnos a nosotros mismos por habernos concedido un tiempo para cuidarnos más, para responsabilizarnos de nuestra salud y de nuestro bienestar mental y físico. Démonos cuenta de que este momento en el que hemos parado para prestarnos atención nos ayuda a estar con más presencia en nuestra vida. Cuando estemos preparados, poco a poco, vamos haciendo pequeños movimientos con las manos y los pies, nos estiramos si queremos, bostezamos, abrimos los ojos y nos incorporamos. Meditación del amor incondicional El objetivo de esta práctica es cultivar una atención plena, bondadosa y amable hacia nosotros mismos y hacia otras personas. Se trata de cultivar el estado mental de desear el bienestar y la felicidad. Empezamos concentrándonos en dirigir los sentimientos de compasión, amabilidad, bondad y buenos deseos hacia nosotros mismos, y a continuación hacemos lo mismo con otras personas. Y lo hacemos sabiendo que son el antídoto de la agresividad y el odio hacia nosotros mismos y hacia los demás. Así empezamos tratando de conectar con nuestro deseo natural de vivir felices y en plenitud. Nos representamos mentalmente nuestra imagen al tiempo que nos repetimos, también mentalmente, frases sencillas que reflejen ese sentimiento de compasión y de amor bondadoso que queremos cultivar hacia nosotros mismos: Que yo sea feliz; que tenga sa lu d y cuide de mí; que me sienta seguro y ningún mal me aflija; que la vida me trate favorablem ente.

Recordemos que estas afirmaciones no son autosugestiones, sino frases que usamos para conectar con la autocompasión y la atención amorosa y bondadosa hacia nosotros mismos. Son medios para cultivar ese estado emocional y mental que nos lleva a tratarnos con respeto, cuidado, comprensión, etc., como queremos ser tratados. Que yo sea feliz; que tenga sa lu d y cuide de mí; que me sienta seguro y ningún mal me aflija; que la vida me trate favorablem ente.

Seguimos repitiéndonos mentalmente esas frases a fin de evocar la cualidad de atendernos con amabilidad y bondad a nosotros mismos. Aunque parezcan artificiales, repitámoslas. Tal vez puede ser útil para despertar esa ternura, imaginarnos a nosotros mismos cuando éramos niños, o para despertar la autocompasión, recordarnos en algún momento del pasado en el que estábamos sufriendo. Seguimos repitiendo esas frases hacia nosotros mismos durante los siguientes minutos. Que yo sea feliz; que tenga sa lu d y cuide de mí; que me sienta seguro y ningún mal me aflija; que la vida me trate favorablem ente.

Puedes finalizar aquí tu meditación pensando en la manera en que podrías expresar este sentimiento benevolente y amable hacia ti mismo a lo largo del día y resuelve hacerlo. Luego, abres tus ojos y te incorporas. Si deseas continuar, puedes ampliar tu práctica y cultivar el sentimiento de bondad amorosa hacia otras personas. Así, en la segunda fase, te centras en una persona amiga. Puede ser de tu familia o no. Alguien a quien quieres. La imaginamos y repetimos las frases: Que sea feliz; que tenga sa lu d y cuide de sí; que se sienta seguro y ningún mal le aflija; que la vida le trate favorablem ente.

Puedes seguir el mismo procedimiento con una persona con la que tengas una relación difícil. Alguien con quien hayas tenido problemas o con quien no nos sintamos cómodos. La imaginas y tratas de buscar en lo más profundo de ti un sentimiento humano de compasión. Eso te ayudará a suavizar los dolorosos sentimientos que seguro tienes cuando estás en su presencia o piensas en ella. No se trata de buscar forzadamente la reconciliación, sino de conectar con la parte más noble y generosa de tu corazón para verle, al menos durante unos minutos, como un ser humano que, como tal, tiene sus debilidades y sus virtudes, que sufre y que se equivoca y que tal vez no sabe hacer mejor las cosas. Desde ese punto sano y sabio que hay en ti, repite las frases: Que sea feliz;

que tenga salud y cuide de sí; que se sienta seguro y ningún mal le aflija; que la vida le trate favorablem ente.

Finalmente, puedes pensar en un grupo o grupos tan amplios como desees y tratar de sentir ese amor humano altruista, cultivándolo sabiendo que cuanto más lo arraigas en ti, más va a protegerte, a modo de antídoto, de emociones y sentimientos devastadores de tu bienestar y de tu salud como la ira, la impaciencia, el enfado, el resentimiento o el aislamiento. En ese grupo puedes incluirte tú mismo. Que seam os felices; que tengam os sa lu d y nos cuidemos; que nos sintam os seguros y ningún mal nos aflija; que la vida no trate favorablem ente.

Y tratando de mantener estos nobles sentimientos a lo largo del día, abrimos los ojos y nos incorporamos. 7. RECURSOS ÚTILES 7.1. Libros Brantley, J. (2010): Calmar la ansiedad: Descubre cómo el mindfulness puede liberarte del miedo a la angustia, Madrid, Oniro. Chodron, P. (2011); Libérate, Barcelona, Oniro. Didonna, F. (2011) (ed.): Manual Clínico de Mindfulness, Bilbao, Desclée de Brouwer. Germer C. K. (2011): El poder del mindfulness, Barcelona, Paidós. Kabat-Zinn, J. (2009): Mindfulness en la vida cotidiana: Donde quiera que vayas, ahí estás, Barcelona, Paidós. —(2004): Vivir con plenitud la crisis, Barcelona, Kairós. Langer, E. J. (2007): Mindfulness: La Conciencia Plena, Paidós, Ibérica Ediciones. Neff, K. (2012): Sé amable contigo mismo, Barcelona, Oniro. Salzberg, S. (2011): El secreto de la felicidad auténtica, Barcelona, Oniro. Segal, Z., Williams, M., &Teasdale, J. (2006): Terapia cognitiva de la depresión basada en la consciencia plena: Un nuevo abordaje para la prevención de las recaídas, Bilbao, Desclée de Brouwer. Siegel, D. J. (2010): Cerebro y mindfulness: La reflexión y la atención plena para cultivar el bienestar, Barcelona, Paidós. Siegel, R. D. (2011): La solución mindfulness: Prácticas cotidianas para problemas cotidianos, Bilbao, Desclée de Brouwe. Simon, V. (2011): Aprender a practicar mindfulness, Barcelona, Sello Editorial.

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University

Massachusetts,

creador

del

Mindfulness y compasión: Christopher Germer: . Kristine Neff: . Páginas francófonas: Association pour le Développement de la Mindfulness (adm): . Site francophone sur la pleine conscience: .

mbsr:

EPÍLOGO Es difícil encontrar un texto que nos hable con tanta belleza del amor a la vida a pesar de, o mejor, en virtud de la naturaleza efímera de las cosas, como el ensayo de Sigmund Freud titulado La transitoriedad. En este breve pero maravilloso trabajo, el autor reflexiona acerca del diálogo que mantuvo, paseando por la campiña, con «un amigo taciturno y con un poeta joven, pero ya famoso» (supuestamente Lou Andreas-Salomé y Rainer Maria Rilke). En medio de una naturaleza soberbia, el poeta se muestra admirativo pero incapaz de deleitarse ante tanto esplendor; se lamenta de que toda esa perfección esté destinada a marchitarse y de que el valor de todo cuanto amamos o admiramos, «de todo lo hermoso y lo noble que los hombres crearon o podrían crear», se desvanece al pensar que está condenado a desaparecer. Freud se opone a tan sombría conclusión; con vehemencia niega que el hecho de que las cosas no sean perdurables menoscabe su valor: ¡Al contrario, un aumento del valor! El valor de la transitoriedad es el de la escasez en el tiempo. La restricción en la posibilidad del goce lo torna más apreciable. Declaré incomprensible que la idea de la transitoriedad de lo bello hubiera de empañarnos su regocijo. En lo que atañe a la hermosura de la naturaleza, tras cada destrucción por el invierno ella vuelve al año siguiente, y ese retorno puede definirse como eterno en proporción al lapso que dura nuestra vida. A la hermosura del cuerpo y del rostro humano la vemos desaparecer para siempre dentro de nuestra propia vida, pero esa brevedad agrega a sus encantos uno nuevo. Si hay una flor que se abre una única noche, no por eso su florescencia nos parece menos esplendente. Y en cuanto a que la belleza y la perfección de la obra de arte y del logro intelectual hubieran de desvalorizarse por su limitación temporal, tampoco podía yo comprenderlo. Si acaso llegara un tiempo en que las imágenes y las estatuas que hoy admiramos se destruyeran, o en que nos sucediera un género humano que ya no comprendiese más las obras de nuestros artistas y pensadores, o aun una época geológica en que todo lo vivo cesase sobre la Tierra el valor de todo eso bello y perfecto estaría determinado únicamente por su significación para nuestra vida sensitiva; no hace falta que la sobreviva y es, por tanto, independiente de la duración absoluta.

Con el mismo apasionamiento y delicadeza, Freud finaliza su ensayo, escrito en plena atrocidad de la Primera Guerra Mundial, reflexionando sobre la indestructible capacidad del ser humano para aferrarse a una vida en la que, a pesar de sus horrores, siempre podemos encontrar bienes que apreciar. Sirvan estas preciosas palabras como corolario de este libro. La conversación con el poeta tuvo lugar en el verano anterior a la guerra. Un año después estalló esta y robó al mundo sus bellezas. No solo destruyó la hermosura de las comarcas que la tuvieron por teatro y las obras de arte que rozó en su camino; quebrantó también el orgullo que sentíamos por los logros de nuestra cultura, nuestro respeto hacia tantos pensadores y artistas, nuestra esperanza en que finalmente superaríamos las diferencias entre pueblos y razas. Ensució la majestuosa imparcialidad de nuestra ciencia, puso al descubierto nuestra vida pulsional en su desnudez, desencadenó en nuestro interior los malos espíritus que creíamos sojuzgados duraderamente por la educación que durante siglos nos impartieron los más nobles de nosotros. Empequeñeció de nuevo nuestra patria e hizo que el resto de la Tierra fuera otra vez ancho y ajeno. Nos arrebató harto de lo que habíamos amado y nos mostró la caducidad de muchas cosas que habíamos juzgado permanentes. N o es maravilla que nuestra libido, así empobrecida de objetos, haya investido con intensidad tanto mayor lo que nos ha quedado, ni que hayan crecido de súbito el amor a la patria, la ternura hacia nuestros allegados y el orgullo por lo que tenernos en común. Pero aquellos otros bienes, ahora perdidos, ¿se nos han desvalorizado realmente porque demostraron ser tan perecederos y tan frágiles? Entre nosotros, a muchos les parece así, pero yo, en cambio, creo que están equivocados. Creo que quienes tal piensan y se muestran dispuestos a una renuncia perenne porque lo apreciado no acreditó su perdurabilidad se encuentran simplemente en estado de duelo por la pérdida. Sabemos que el duelo, por doloroso que pueda ser, expira de manera espontánea. Cuando acaba de renunciar a todo lo perdido, se ha devorado también a sí mismo, y entonces nuestra libido queda de nuevo libre para, si todavía somos jóvenes y capaces de vida, sustituirnos los objetos perdidos por otros nuevos que sean, en lo posible, tanto o más apreciables. Cabe esperar que con las pérdidas de esta guerra no suceda de otro modo. Con sólo que se supere el duelo, se probará que nuestro alto aprecio por los bienes de la cultura no ha sufrido menoscabo por la experiencia de su fragilidad. Lo construiremos todo de nuevo, todo lo que la guerra ha destruido, y quizá sobre un fundamento más sólido y más duraderamente que antes.1 1 S. Freud (1976-79 [1915]): L a transitoriedad, en O bras Completas, vol. XIV, Buenos Aires, Amorrortu Editores, pp. 308-311.

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