ANTOLOGÍA DEL CUENTO VENEZOLANO

La vasta brevedad (I) La vasta brevedad (I) Antología del cuento venezolano del siglo XX Antonio López Ortega Carlos

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La vasta brevedad (I)

La vasta brevedad (I)

Antología del cuento venezolano del siglo XX Antonio López Ortega Carlos Pacheco Miguel Gomes •



© Título original: La vasta brevedad. Antología del cuento venezolano del siglo XX © 2010, Antonio López Ortega, Carlos Pacheco y Miguel Gomes © De esta edición: 2010, Editorial Santillana S.A. Avenida Rómulo Gallegos, Edif. Zulia, piso 1 Sector Montecristo, Boleíta, Caracas 1071, Venezuela Tlf.: 58212 235 3033 Fax: 58212 2397952 www.santillana.com.ve

ISBN: 978-980-15-0348-4 Depósito legal: lf63320108001630 Impreso en Venezuela – Printed in Venezuela Coordinación de la colección de autores venezolanos: Luis Barrera Linares Coordinación editorial: Lourdes Morales Balza Asistencia de investigación y transcripción: José Delpino Corrección: Alberto Márquez Diseño de tripa y cubierta: Myrian Luque Fotografía de portada: Cincopuntoseis

Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida, ni en todo ni en parte, ni registrada en o transmitida por un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia, o cualquier otro, sin el permiso previo por escrito de la editorial.

Contenido

Introducción

13

El diente roto

37

Pedro Emilio Coll

La tragedia del oro

43

Alejandro Fernández García

Música bárbara

49

Manuel Díaz Rodríguez

El mútilo

71

Julio Rosales

El catire

81

Rufino Blanco Fombona

El ermitaño del reloj

89

Teresa de la Parra

El crepúsculo del Diablo Rómulo Gallegos

105

Ovejón

115

Luis Manuel Urbaneja Achelpohl

La I latina

125

José Rafael Pocaterra

Abyección

137

Ramón Hurtado

La perla

143

Enrique Bernardo Núñez

El difunto yo

151

Julio Garmendia

El camarote

161

Carlos Eduardo Frías

Santelmo

167

José Salazar Domínguez

Obsesión

181

Leoncio Martínez

¡Viva Santos Lobos!

195

Pedro Sotillo

La lluvia

215

Arturo Uslar Pietri

La muerte de Fontegró Jesús Enrique Lossada

233

La Cucarachita Martínez y el Ratón Pérez

241

Antonio Arráiz

Pelusa

267

Ada Pérez Guevara

Mañana sí será

279

Raúl Valera

Arco secreto

295

Gustavo Díaz Solís

Demetrio y el niño

313

Pedro Berroeta

Climaterio

333

Oswaldo Trejo

El murado

343

Humberto Rivas Mijares

Los cielos de la muerte

349

Alfredo Armas Alfonzo

La niña vegetal

369

Oscar Guaramato

La puntada

381

Joaquín González Eiris

La Virgen no tiene cara Ramón Díaz Sánchez

401

Abigaíl Pulgar

425

Andrés Mariño Palacio

La gata, el espejo y yo

433

Nelson Himiob

La mano junto al muro

447

Guillermo Meneses

Las tres ventanas

465

Héctor Mujica

En el lago

481

Adriano González León

Testamento

495

Enrique Izaguirre

Los insulares

511

Antonia Palacios

Solo, en campo descubierto

519

Antonio Márquez Salas

Ven, Nazareno

539

Gustavo Luis Carrera

Nubarrón

557

Rafael Zárraga

La muerte en el puesto o los errores de una guerra de guerrillas Manuel Trujillo

565

¡Qué espina del carajo!

569

Argenis Rodríguez

La foto

577

Luis Britto García

Un regalo para Julia

583

Francisco Massiani

Psicodelia

599

Antonieta Madrid

Arrepiéntase, Santos, arrepiéntase Orlando Araujo

613

Introducción

P

odría afirmarse que la primera década del siglo xxi, en especial desde 2004, ha sido uno de los períodos de mayor productividad y calidad de la narrativa venezolana. Protagonizado por varias generaciones de narradores, este auge ha sido potenciado por nuevos premios, por actividades y alianzas inéditas, por la interconectividad y el poder de difusión de las nuevas tecnologías así como por la aparición y el desarrollo de colecciones de narrativa venezolana en numerosas editoriales como Alfaguara, Mondadori, Alfa, Monte Ávila, Equinoccio, Ediciones B, Norma, Alfadil y Puntocero, entre otras, aunque lamentablemente estas ediciones rara vez alcanzan a cruzar nuestras fronteras. En este discreto boom han tenido paradójica influencia condiciones adversas como la discriminación política (real o imaginada), el control cambiario, las dificultades para importar libros y el estancamiento en el que se vio atrapado nuestro sistema cultural durante la crisis de 2003. Como reacción compensatoria a esas limitaciones y esos problemas, han surgido iniciativas independientes del Estado, han florecido la innovación y la creatividad y prosperado las alianzas venturosas entre empresas, grupos culturales, universidades, medios de comunicación, fundaciones y editoriales. Papel importante en este renovado interés de los escritores, especialmente de los jóvenes, hacia la ficción han desempeñado certámenes como el de Premio de Novela Adriano González León, el Premio Sacven, el de Autores Inéditos de Monte Ávila, el Premio Nacional Universitario

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de Literatura y el concurso de El Nacional, entre otros. De mayor impacto aún ha sido la Semana de la Narrativa Urbana, organizada desde 2007, una novedosa manera de estimular y proveer visibilidad a los valores emergentes, así como de favorecer su relación con críticos y lectores, con sus lecturas públicas y la publicación de los relatos. Éstas y otras iniciativas, como el portal ficcionbreve.com, el grupo Re-Lectura o las revistas Veintiuno (lamentablemente desaparecida) y El Librero, han sido reforzadas por blogs, páginas web y redes sociales. Como saldo de estos años recientes hay que destacar y celebrar la sostenida maestría narrativa de Ednodio Quintero, Ana Teresa Torres, Victoria de Stefano, Francisco Massiani, Elisa Lerner, Eduardo Liendo, Antonio López Ortega y Alberto Barrera Tyszka; igualmente, la consolidación de narradores como Federico Vegas, Óscar Marcano, Silda Cordoliani, José Luis Palacios, Milagros Socorro, Juan Carlos Méndez Guédez, Fedosy Santaella, Ángel Gustavo Infante, Wilfredo Machado, Slavko Zupcic, Rubi Guerra, Norberto José Olivar, Roberto Echeto o Juan Carlos Chirinos. También, el surgimiento de varias narradoras ya destacadas en otras lides intelectuales, como Carmen Vincenti, Judit Gerendas, Michaelle Ascencio, Gisela Kozak o Krina Ber. Finalmente, la aparición de prometedores talentos como Francisco Suniaga, Salvador Fleján, Rodrigo Blanco, Héctor Torres, Liliana Lara, Leopoldo Tablante, Gabriel Payares, Mario Morenza, Enza García o Pedro Enrique Rodríguez, entre muchos otros. Ya por concluir la primera década del nuevo siglo, esta especial intensificación de la escritura narrativa, que va aparejada a un creciente interés de un público lector, nos ha estimulado a realizar, desde la perspectiva cultural presente, una relectura meditada y dialogada de la producción cuentística venezolana desde sus orígenes, con el propósito de producir una antología lo más completa y

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sensata que nos fuera posible, capaz de dar cuenta cabal de todo el siglo xx. En este proceso nos atrajeron varios interrogantes: ¿desde qué momento se consolida el cuento literario como modalidad genérico-discursiva relativamente autónoma, reconocida e independiente? ¿Cuáles tendencias estéticas y constantes temáticas se destacaron en esta centuria a través de la ficción breve? Y, naturalmente, ¿cuáles relatos de calidad sobresaliente merecen integrar una muestra adecuada de ese proceso? Como en todo proyecto antológico, debimos elegir y acordar criterios y tomar diversas decisiones metodológicas que nos proponemos exponer a continuación. La iniciativa de abrir nuestra selección con un texto publicado en 1898, en pleno auge del modernismo, obedece a las particularidades del campo literario venezolano previo. A pesar de que se produjeron algunos cuentos en el siglo xix, dicha modalidad de escritura no gozó del reconocimiento que después tendría, siendo muy diferentes las expectativas acerca de sus alcances y funciones. Ha de tenerse en consideración en primer lugar que, sometidos al uso que diversas tendencias estéticas les dan, a ciclos de apogeo y decadencia, así como a los avatares extremos de «nacimientos», «resurrecciones» o extinción definitiva, los géneros distan, en efecto, de ser las categorías ahistóricas, fijas y cargadas de «esencia» a las que aludían las viejas preceptivas. Lo que hoy en día solemos entender por «cuento literario» es un buen ejemplo de ello. Aunque hay antiguas especies narrativas, orales o escritas, en prosa o verso, que se le parecen —el mito; la saga; el cuento de hadas y el de aparecidos; la fábula; el exemplum; el romance; el lai; la ballad; el chiste; el chisme; el acertijo—, muchas de ellas arropadas por el amplio manto que el sentido laxo y coloquial de la palabra española cuento les ofrece, lo cierto es que lo que escritores y lectores cultos

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suelen designar hoy con ese nombre tiene una trayectoria breve que se inicia en el siglo xix con un escritor estadounidense, Edgar Allan Poe, que teoriza sus reacciones críticas ante otros —Nathaniel Hawthorne y, en un segundo plano, Washington Irving— para pronto convertirse en modelo seguido en numerosas lenguas gracias a su casi inmediata recepción admirativa en Francia, cuya literatura ejercía en la segunda mitad del siglo un poderoso influjo en toda la cultura occidental. Las exigencias de «intensidad» casi lírica, economía verbal y «unidad de efecto» que planteó Poe en contraposición explícita a las prácticas usuales de otro género para entonces en auge, la novela1, pasaron a ser puntos de referencia internacionales, cuyos ecos se repiten en Hispanoamérica a principios del siglo xx, pero nunca mejor formulados que en el célebre «Decálogo del perfecto cuentista» (1927) de Horacio Quiroga2. El cuento para éste es, en la línea de Poe, una «novela depurada de ripios», un contragénero que se encarniza con las proliferaciones y los excesos de una forma que pretende a toda costa ser mayor. El ascendiente del maestro norteamericano se verifica desde los años juveniles de Quiroga, dominados por inquietudes modernistas. Si algún momento podemos ver como propicio para la definitiva legitimación del cuento moderno como género nada marginal en nuestra lengua, ése es sin duda el de los albores del siglo xx, lo cual no significa, claro está, que esporádicamente no se hayan escrito antes, pero su estatus en la economía simbólica del campo literario era incierto y no otorgaba a sus cultivadores el prestigio que a partir del modernismo tuvo. Uno 1 «Review: Nathaniel Hawthorne, Twice Told Tales (Graham Magazine, May 1842)» en E. A. Poe, Literary Theory and Criticism, L. Cassuto, ed., Mineola, New York: Dover Publications, 1999, pp. 57-63. Versión española en Carlos Pacheco y Luis Barrera Linares, eds., Del cuento y sus alrededores, 2ª ed., Caracas: Monte Ávila Editores, 1997, pp. 293-309. 2 Horacio Quiroga, Todos los cuentos, Napoleón Baccino y Jorge Lafforgue, eds., París/Madrid: Colección Archivos/Unesco, 1993, pp. 1194-1195. También en Pacheco y Barrera Linares, op. cit.: pp. 324-339.

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de los motivos es que el mapa de los géneros del siglo xix difería radicalmente del nuestro. Si el cuento actualmente constituye la manifestación por excelencia de la narrativa breve, en la época neoclásica y romántica otros tipos competían con él, y eran más nítidamente distinguidos, con espacios de divulgación asegurados en las páginas de periódicos y revistas, cuyos prospectos, títulos y subtítulos los anunciaban y definían. Dichos géneros se ajustaban a ideales estéticos y morales de entonces: el neoclasicismo y la Ilustración incentivaron, por ejemplo, la crítica de hábitos sociales, para lo cual el «cuadro de costumbres» resultaba un vehículo privilegiado (recuérdense las obras maestras que Buenaventura Pascual Ferrer publicó en El Regañón de La Habana ya en 1800 y 1801); el romanticismo heredó dicho vehículo para describir el «ser» nacional de los nuevos países surgidos de la Guerra de Independencia y, además, echó mano de la «tradición» para meditar sobre su historia, en particular la colonial o la relacionada con la Emancipación (como hicieron Ricardo Palma o Clorinda Matto de Turner en Perú, Enrique del Solar en Chile o Juan Vicente Camacho en Venezuela); el pasado y el presente de la nación, asimismo, muy románticamente, exigían una dimensión sobrenatural, estilizada y espiritual, que dispuso a escritores cultos (en muchas oportunidades los mismos que escribían «tradiciones») a imitar o adaptar con «leyendas», a la manera de Bécquer y otros románticos europeos, el relato folclórico maravilloso. Si se examina cuidadosamente el caso del supuesto primer gran «cuento» de la literatura hispanoamericana, «El matadero» de Esteban Echeverría, se apreciará de inmediato que su autor y su primer público no lo conceptuaron como tal, sino como ejemplar de un género que en la época sí tuvo amplio cultivo. Juan María Gutiérrez, que sacó a la luz el inédito en la década de 1870, no vio en el relato más que el «croquis» o el «bosquejo» de un «cuadro de costumbres»

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donde Echeverría se ejercitaba posiblemente para la composición de alguno de sus poemas narrativos extensos3. Una indagación de horizontes de expectativas genéricas en otras partes del continente aportaría más pruebas de que muchas otras piezas de la época que ahora recategorizamos como «cuentos» retrospectiva y anacrónicamente, se pergeñaban y recibían más bien como «cuadros», «tradiciones» o «leyendas». En Venezuela la situación era precisamente ésa. Un vistazo a las páginas de revistas y periódicos permite constatar que la palabra cuento sigue teniendo hasta casi 1900 un empleo vago que sugiere la poca conciencia de la sociedad literaria con respecto a una categoría concreta, fuente de autoridad artística o intelectual, contrastable con la novela, tal como ocurre en los escritos de Poe o Quiroga. Eduardo Blanco, a quien debemos relatos admirados y tenidos como ejemplos de los primeros pasos firmes del cuento en nuestro país, no confirió demasiada consistencia tipológica a la palabra, puesto que en el volumen que tituló Cuentos fantásticos (1882), lejos de ofrecernos una colección de escritos similares, junta «El número 111», compatible con nuestro concepto moderno del género, con Vanitas vanitatum, novela que había publicado en 1874 como folletín en La Tertulia. Algo semejante sucede con José María Manrique, cuyo libro Colección de cuentos (1897) reúne relatos breves y una mucho más extensa «novela en monólogos», Abismos del corazón. En 1902, Tulio Febres Cordero, con motivo de prologar su propia Colección de cuentos, donde reúne narraciones aparecidas en la prensa desde 1884, hace un amago de tipología que acaba no sólo delatando que el cuadro de costumbres, la tradición o la leyenda dominan en su labor, sino que la noción 3 Esteban Echeverría, Obras completas, compilación y notas de Juan María Gutiérrez, Buenos Aires: Antonio Zamora, 1951, pp. 427-430 n.

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de cuento en su poética es la del español coloquial, oscilante entre las acepciones de ‘anécdota’ en general o de ‘patraña’: «en esta colección de cuentos hay algunos que no son propiamente cuentos en el sentido de que sean invenciones, sino hechos verdaderos, como los que describen escenas originadas en las guerras civiles, las que pintan algún cuadro de costumbres y aquellos en que relatamos alguna especie meramente personal»4. Como los citados autores, Juan Vicente Camacho, Arístides Rojas y Julio Calcaño escriben historias que poco a poco se diferencian de los paradigmas todavía prevalecientes en ellos del cuadro, la leyenda o la tradición; tendremos que esperar a que se imponga la estética modernista, sin embargo, para que cristalicen tanto una teoría del cuento como las condiciones intelectuales propicias para su frecuentación5. Evidencias de que ambas existen se observan en ideas de Alejandro Fernández García, que el 15 de diciembre de 1901 publica en el número 210 de El Cojo Ilustrado el ensayo «Cuentistas venezolanos», donde vincula los logros del género a una sociedad literaria específica. «Me imagino el cuento —gentil y breve forma literaria— a la manera de una sortija de oro», nos dice; «en esa forma delicada y precisa, los poetas de la prosa encerramos los más bellos poemas de nuestra alma, los poemas que desgraciadamente no supimos rimar […] Casi todos los poetas que escribimos en el bárbaro estilo de la prosa sentimos la nostalgia del verso». Esa visión de la afinidad del género con la «lírica», así como de su afán de «precisión» —en contraste con discursos aparentemente ajenos a las restricciones: no cuesta adivinar la alusión a la novela—, se originan, ya lo 4 Para un rastreo minucioso de la problemática inserción del cuento en nuestro siglo xix puede consultarse a Osvaldo Larrazábal Henríquez, «Búsqueda y delimitación de los orígenes del cuento venezolano» en Pilar Almoina de Carrera et al., Teoría y praxis del cuento en Venezuela, Caracas: Monte Ávila Editores, 1992, pp. 41-59. Larrazábal Henríquez introduce la interesante distinción entre «relato» y «cuento» para poder reflexionar acerca de varias cuestiones de historiografía literaria que complementan las que aquí planteamos. 5 Arturo Uslar Pietri, Obras selectas, Madrid-Caracas, Edime: 1956, p. 1071.

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sabemos, en Poe. No contento con ello, Fernández García señala que la vida del cuento nacional es bastante sucinta; luego de mencionar y destacar algunos autores —Manuel Díaz Rodríguez, Rafael Cabrera Malo, Luis Manuel Urbaneja Achelpohl, Pedro Emilio Coll, César Zumeta, Rufino Blanco Fombona y Rafael Silva: todos ellos cercanos al modernismo o plenamente asociados fuese con el ala más decadente o la más criollista del movimiento— asevera que ésos «son hasta ahora los cuentistas que ha tenido Venezuela. En la pasada generación no los ha habido. ¿En la que viene los habrá?» (p. 782). La obvia exageración, que soslaya ejemplos decimonónicos aislados que podrían entresacarse, para no ir muy lejos, de las publicaciones de Fermín Toro o Luis López Méndez, tiene para nosotros, no obstante, relevancia, pues es un espaldarazo al género como herramienta de obtención de poder simbólico en el seno de un programa estético particular. Nótese que otros modernistas no sólo reclaman el cuento como instrumento de sus exploraciones creadoras en competencia o comparable respectivamente con la novela o la poesía, sino que han comenzado también a componer series coherentes y estrictamente planificadas —para ajustarnos al referente poético podríamos llamarlas cuentarios— que pronto se convierten en volúmenes: Confidencias de Psiquis (1896) y Cuentos de color (1899) de Díaz Rodríguez son, en el sentido de su calidad y profundo efecto en otros escritores, hitos de la historia del género en el país, a los cuales podrían sumarse los Cuentos de cristal (1901) de Rafael Silva, los Cuentos de poeta (1900) o los Cuentos americanos (1904) de Blanco Fombona y otros títulos. Con ese tipo de circulación que reforzaba la más fragmentada de las revistas, y con vistosos certámenes como el de El Cojo Ilustrado, que por esas fechas contribuyen a darle estatura y cotización en la sociedad literaria, el cuento venezolano se asentaba finalmente en un terreno firme, muy visible y, por cierto, mantenido hasta el presente.

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Debido a la antipatía por el régimen de Juan Vicente Gómez, al que se acogieron Díaz Rodríguez, Coll y otros «estetas», el desarrollo de la vertiente autoctonista del modernismo propulsada por Urbaneja Achelpohl y Blanco Fombona pronto daría lugar a un sistemático rechazo de lo que en el movimiento había de parnasiano o simbolista, lo que permitiría la hegemonía de un telurismo, superregionalismo o mundonovismo —nombres que se le han dado a la misma tendencia en distintos rincones del continente— ya no en diálogo con la exquisitez de la Belle Époque, sino con el pathos y el experimentalismo de las vanguardias provenientes de Europa directamente o aclimatadas en otros países iberoamericanos. El cuento venezolano se consolida en esos años con los escritores de la revista La Alborada (1909), dos de los cuales, Rómulo Gallegos y Julio Rosales, dejarían su impronta en el género durante las siguientes décadas. Con un mayor interés en el mundo urbano, y una sensibilidad que se debate entre la farsa y la angustia expresionista, encontraremos asimismo las aportaciones de José Rafael Pocaterra y Leoncio Martínez. En sintonía indudable con las vanguardias, pero sin dejarse absorber por el activismo de sus grupos, Julio Garmendia, de obra sucinta pero determinante, cuestiona la superficialidad del «color local» amalgamándolo perturbadoramente con motivos fantásticos y grandes dosis de metalenguaje. Y, en fin, los escritores que sí participan en empresas colectivas abiertamente vanguardistas darán en ese momento o poco después, con sus cuentos, algunos de los frutos más memorables de su paso por nuestra literatura: Carlos Eduardo Frías, Nelson Himiob, Antonio Arráiz, Arturo Uslar Pietri, Guillermo Meneses. A Uslar, ni más ni menos, debemos otro texto a la vez teórico y programático imprescindible para captar la trayectoria del cuento en nuestro país. El ensayo en

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cuestión es valioso por una razón adicional: la de diseñar una historia del realismo mágico en las letras hispánicas. Mientras destaca la centralidad del género en la tradición local, «El cuento venezolano» (1948) rastrea el surgimiento en ella de un movimiento literario que hacia 1928, «con el contagio de las formas literarias de vanguardia», propició «la consideración del hombre como misterio en medio de los datos realistas. Una adivinación poética o una negación poética de la realidad. Lo que a falta de otra palabra podría llamarse un realismo mágico»6. Una revisión de los cuentistas a los cuales se refiere Uslar arroja como conclusión que el realismo mágico venezolano es una síntesis de las alternativas ideológicas y expresivas que deparan el telurismo y las vanguardias de los años veinte, y que su intervención en la escena literaria de las tres décadas siguientes no debería soslayarse. En los años cuarenta, y en especial la segunda mitad de esa década y los inicios de la siguiente, se produce de hecho uno de los momentos de mayor intensidad en el desarrollo del cuento venezolano, en coincidencia, naturalmente con una gran atención e interés por esta modalidad de la narrativa. Ya en 1940, en el prólogo a la Antología del cuento moderno venezolano que realiza con Julián Padrón, Uslar Pietri había asociado las particularidades del cuento (contrastándolo, como de costumbre con la novela) con la idiosincrasia nacional: El temperamento artístico venezolano, en términos generales, se asocia más a lo poético y a lo intuitivo. Por otra parte, raros son los escritores venezolanos a quienes el temperamento o la ocasión han permitido entregarse plenamente al paciente trabajo de investigación, decantamiento y estructuración que exige la novela. Estas consideraciones acaso contribuyan a explicar 6 Arturo Uslar Pietri, Obras selectas, Madrid-Caracas, Edime: 1956, p. 1071.

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por qué tenemos tan grande y valiosa familia de cuentistas, junto a contados ejemplos de novelistas de primer orden7.

Esta «grande y valiosa familia de cuentistas» no tardará en manifestarse plenamente en los años siguientes con destacada calidad y profusión de relatos breves que ofrecen desde los más depurados productos del criollismo y el neorregionalismo (Valera, Zárraga, González Eiris) hasta propuestas verdaderamente rupturales que incluyen exploraciones en la narración intrahistórica (Díaz Sánchez, Armas Alfonzo), relatos intensamente líricos (Rivas Mijares, Guaramato, Márquez Salas, Díaz Solís), exploraciones del espacio urbano (Berroeta, Trujillo), pioneras perspectivas femeninas (Pérez Guevara, Ramos), inéditos referentes psíquicos y sociales (Díaz Solís, Meneses, Márquez Salas) y, principalmente, osados experimentos compositivos y lingüísticos que provocan no pocas polémicas (Meneses, Trejo). Al acercarse la mitad del siglo, el cuento se convierte así en género crucial de nuestras letras, verdadero indicador de lo más novedoso de las búsquedas estéticas. El surgimiento en 1946 de uno de los certámenes más importantes de nuestro sistema literario, el Concurso Anual de Cuentos convocado por el diario El Nacional, está sin duda asociado en sus primeros años a este proceso de «intensidad cuentística» de mediados del siglo xx, por la incuestionable calidad de sus jurados y por su amplísima convocatoria, difusión e impacto. El cuento «La Virgen no tiene cara», de Ramón Díaz Sánchez, es el primero en recibir el galardón. En años siguientes resultarán premiados en este mismo certamen algunas piezas de gran impacto como «El hombre y su verde caballo» de Antonio Márquez Salas, en 1947, y, en 1951, 7 Arturo Uslar Pietri: «Esquema de la evolución del cuento venezolano», prólogo a Arturo Uslar Pietri y Julián Padrón, Antología del cuento moderno venezolano, Caracas: Biblioteca Venezolana de Cultura, 1940, tomo I, pp. 6-7.

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«La mano junto al muro» de Guillermo Meneses, relato emblemático de las búsquedas experimentales del momento hacia la fragmentariedad, la irresolución y la violación de convenciones narrativas y restricciones temáticas que establece un hito definitivo de modernidad en nuestra narrativa breve. También de importancia para la formación y estímulo de muchos cuentistas fueron en aquel momento la revista Fantoches (1923-1961) y, sobre todo, el grupo Contrapunto y la homónima revista que circuló entre 1948 y 1950. La publicación de colecciones de cuentos en forma de libro había llegado a ser ya para ese entonces la modalidad más frecuente de difusión del género. De hecho, no pocos de nuestros cuentarios fundamentales son publicados en los intensos siete años que van de 1945 a 1952. Tío Tigre y Tío Conejo de Antonio Arráiz aparece en 1945. En 1946, salen a la luz El límite del hastío de Andrés Mariño Palacio y Pelusa y otros cuentos de Ada Pérez Guevara. En 1948 Meneses publica La mujer, el as de oros y la luna y ese mismo año aparecen Los cielos de la muerte de Alfredo Armas Alfonzo y Los cuatro pies de Oswaldo Trejo. 1949 es tal vez el año de mayor intensidad, pues en él son publicados nada menos que Biografía de un escarabajo de Oscar Guaramato; El murado de Humberto Rivas Mijares; Escuchando al idiota de Oswaldo Trejo y Treinta hombres y sus sombras de Arturo Uslar Pietri. En 1950, aparece en México el volumen Cuentos de dos tiempos, donde quedan recogidas piezas fundamentales de Gustavo Díaz Solís, como «El niño y el mar», «Arco secreto», «Ophidia» o «Llueve sobre el mar». Don Julio Garmendia reaparece en 1951, un cuarto de siglo después de su libro inicial, con La tuna de oro, mientras que en 1952 se publica Cuentos de la primera esquina de Trejo; Las hormigas viajan de noche de Márquez Salas y La mano junto al muro de Meneses. Una cosecha cuentística verdaderamente notable.

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Modernidad, contemporaneidad, pudieran ser consideradas las palabras claves de nuestra narrativa en esta mitad del siglo. Para motivarlas coincide el incremento de los ingresos petroleros con las altas expectativas de apertura democrática que rodearon la breve presidencia de Gallegos y con el desarrollo de grandes obras de infraestructura, especialmente en Caracas, durante la hegemonía perezjimenista. La lectura y discusión de autores como Joyce, Proust, Mann, Hesse, Steinbeck o Faulkner, promueve discusiones y nuevas inquietudes. En las búsquedas estéticas se produce entonces a veces un quiebre, a veces una articulación entre lo viejo y lo nuevo: un enfrentamiento, una tensión o ciertos modos de transición, contrapunto y hasta conciliación entre pulsiones extremas como lo rural y lo urbano, lo autóctono y lo foráneo, lo narrativo y lo lírico, lo histórico y lo fantástico y, sobre todo, entre tradición y vanguardia. Tal vez lo más importante de estos cambios sea el quiebre de la convención realista, la autonomía alcanzada por las búsquedas formales. Todo esto es un semillero de innovaciones y atrevimientos que irán incubándose por años hasta brotar de manera súbita al ser derrocada la dictadura y en los turbulentos años siguientes. Tal como ha observado Víctor Bravo, «las décadas del cuarenta y el cincuenta se mostrarán como épocas de asimilación y maduración de la expresión estética de la modernidad para que ésta pueda irrumpir, como venida de las entrañas mismas de la cultura, en la década del sesenta, en lo que quizá podría considerarse la conmoción cultural y política más importante producida en el país en el siglo xx»78. La instauración de la democracia a partir de 1958 viene aparejada a una impresionante transformación de la vida cultural. Con respecto al cuento, pues, será ya entonces 8 Víctor Bravo, «Transición y expectativas del medio siglo» en Carlos Pacheco, Luis Barrera Linares y Beatriz González (Coordinadores): Nación y literatura, Caracas, Fundación Bigott / Banesco / Equinoccio, 2006, p. 586.

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hacia finales de los cincuenta y sobre todo en los inicios de la llamada «década violenta», cuando se manifiesten plenamente los aires de una nueva vanguardia con sus búsquedas bastante radicales tanto de renovación estética como de revolución política, cuyos epicentros se alojaron sucesivamente en dos grupos literarios de suma importancia, Sardio (1958) y El Techo de la Ballena (1962). Alrededor de ellos se formaron los más distinguidos cuentistas de una nueva generación, encabezados por Adriano González León (quien se manifiesta desde 1957 con Las hogueras más altas) y por el primer Salvador Garmendia, y en cuyas búsquedas participan también, entre otros, José Balza, Antonia Palacios, Héctor Mujica, Argenis Rodríguez, Manuel Trujillo, Enrique Izaguirre y Gustavo Luis Carrera. El tema político y en particular la lucha guerrillera es uno de los referentes predilectos de los relatos en ese momento. También, naturalmente, el hábitat urbano, en coincidencia con el crecimiento y la modernización que experimenta ya en esos años el país y en particular su capital. Pero se destaca especialmente la experimentación formal que coincide y corresponde a veces problemáticamente con la rebeldía política. Izaguirre lo sintetiza de manera inmejorable en una de las más lúcidas valoraciones publicadas sobre nuestra cuentística: «Aventurarse contra las formas narrativas constituidas»9. Más adelante, explicita: El monólogo interior (fuente psicoanalítica), los tiempos paralelos (fuente cinematográfica), los códigos tipográficos de negras, blancas y bastardillas (fuente tecnológica); la distorsión de la linealidad del relato, la omisión de explicaciones orientadoras de la lectura; el lenguaje impreciso (fuente irracionalista); ignoraron conscientemente los hábitos en que estaba educado el lector, provocando la perplejidad y el desconcierto10. 9 Enrique Izaguirre: «El cuento venezolano: dos siglos en 100 años». Revista Nacional de Cultura, nº 268, enero, febrero, marzo 1988, p. 66. 10 Ibíd., p. 68.

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La consecuencia lógica de este proceso es la pérdida del interés por la historia, en sus dos sentidos. Y justamente un fenómeno que determina el cuento venezolano de los años setenta, en cambio, es el de la desaparición del país como referente privilegiado. Puede entenderse que en la literatura contemporánea un tono descreído se aviene bien con un siglo lleno de desencanto, pero el interrogante en torno a si la muerte de ese referente se debe a un abandono voluntario o a un extravío de los nuevos propósitos artísticos sigue vigente. A partir de finales de los sesenta, la narrativa nacional deja definitivamente el realismo de la tierra o de los azares políticos y se vuelve fantástica; suele, además, apartarse de los formatos extensos y opta más denodadamente por la fragmentación, también descartando de plano las estrategias realistas o naturalistas de representación ganada por un persistente experimentalismo. Se premia lo críptico; se alaba lo que parece no comunicar. Una pléyade de autores irreverentes se jacta de jugar a la impostura: los relatos no se miden por lo que narran sino por lo que ocultan. Fin de la historia, podría decirse, o más bien fin de las historias: ya no interesa narrar otra cosa que no sea la imposibilidad de narrar. Acaso podría indagarse la raíz de tal actitud en la fe en el desarrollismo entonces imperante y verse el regreso de hábitos vanguardistas como ajuste de cuentas: si la vanguardia histórica quedó interrumpida o se frustró en la atmósfera retrógrada y hostil del gomecismo, el regreso de sus pulsiones en los sesenta y setenta señalaría una entusiasta recuperación, una sintomática «modernización» estética en la que los asuntos rurales comenzaron a desecharse por recordar demasiado vivamente una era arcaica que se creía superada. Si esa hipótesis fuese cierta, el país, entonces, habría desaparecido tan sólo superficialmente: su elisión seguiría potenciando un comercio de la escritura con un entorno social soterrado. En los

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años setenta se escribe mucha literatura fantástica; abundan los personajes insomnes, o que viven en medio de un sueño; se escribe sobre la infancia, con visiones que son casi siempre truncas; se escribe sobre la relación entre hijos y padres; se escribe sobre la inmigración, ya sea la de venezolanos en la diáspora o la de minorías en suelo patrio; se escribe sobre delincuencia y el género policial comienza a manifestarse; se escribe sobre la circunstancia inacabable de vivir en grandes ciudades; se escribe sobre las relaciones amorosas, y muchas veces con estampas carnales subidas de tono; se escribe desde lo que podríamos llamar una cosmovisión femenina, con temas nunca antes vistos, como el aborto o el amor entre mujeres. Ese extenso repertorio, que se enriquecería y perfilaría más poderosamente en las décadas siguientes, constituiría una nueva manera de explorar la realidad: ésta dejaría de ser paisaje antropomorfizado como ocurría en la era de los telurismos para convertirse en profusión de espacios naturales o sociales, públicos o privados, tangibles o intangibles, verbales. El gran cambio que se consolida en la escena literaria de los setenta no estaría, así pues, en una destrucción de la referencialidad, sino en el cuestionamiento de toda ingenuidad en lo que atañe a la función referencial del lenguaje literario. Los narradores que comienzan a publicar en los setenta acuñan en sus fichas biográficas como año de nacimiento más remoto el de 1945. Es el caso de Ednodio Quintero, Humberto Mata, Laura Antillano o Gabriel Jiménez Emán, entre otros. Como promoción precedente, a caballo entre los estertores de la «década convulsa» de los sesenta y la de los setenta, las obras narrativas de Luis Britto García y José Balza heredan cierta dosis del compromiso político de la época para ampliarse de inmediato en pos de reformulaciones formales. Es conocida la desconfianza de Balza ante las fórmulas «cuento» o «rela-

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to» para acuñar la muy personal de «ejercicio narrativo», y es igualmente conocida la revolución formal que impone Rajatabla (1970), el segundo libro de relatos de Britto García, en el corpus de la cuentística venezolana de los últimos tiempos. Pero ambas apuestas pueden inscribirse en el concierto de proposiciones que arrojó una década innovadora. Las obras de Britto García y de Balza revelan una evolución artística sorprendente pero, en el punto más osado o extremo de su experimentalismo, siguen manteniendo un diálogo con la de los autores que los preceden. Esta dialéctica, en la que los hijos hablan con los padres (así sea para insultarlos o negarlos), pareciera desaparecer a partir de los setenta. En efecto, no se sabe con quiénes dialoga ese grupo vasto de cuentistas. Ni negación ni afirmación; más bien, discontinuidad. La nueva hora es escéptica, huérfana, desconfía de los modelos. En un extremo, la falta de lecturas, cuando no de propósitos; en el otro, el exceso de orgullo, la autosuficiencia. Momento autárquico por excelencia, el fenómeno quizás tenga sus raíces en el excesivo peso que tuvo el correlato en la década anterior. Todo ejercicio creador, narrativo o no, en los sesenta parecía, en efecto, responder, fuese por afinidad u oposición, a la Historia con mayúscula: Salvador Garmendia describiendo a los «pequeños seres» de la ciudad (ese ahora llamado «nuevo escenario del sentido»), Juan Calzadilla enajenando su conciencia con las voces de los orates y de «los amantes sin domicilio fijo», Francisco Pérez Perdomo recuperando en sus fantasmas el paraíso perdido de la infancia, Ramón Palomares refugiándose en el habla campesina y oponiéndola poéticamente al vértigo de los nuevos tiempos. El correlato imponía manifiestos y descifraba estéticas, hacía del compromiso ideológico el sustrato, el resorte que impulsaba la expresión literaria. Panorama contrario es el que sobreviene a partir de 1970. Los cuentistas de estos años

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ni afirman ni rechazan a sus predecesores; sencillamente no dialogan con ellos. Del desinterés por la historia, pasamos en los ochenta a su recuperación, a la necesidad de contar por encima de todas las tentaciones de experimentación formal; durante estos años, no obstante, en las apuestas narrativas conviven tantas corrientes como escuelas y las iniciativas de los setenta no se descartan abruptamente. Experimentalismo, textualismo, brevedad de los formatos, irrupción de la poesía en el cuerpo del relato, desinterés por la historia, son todavía algunas de las variables a las que se agregarán paulatinamente otras. Los narradores del período ensayan líneas temáticas novedosas, como los mundos marginales, las hablas periféricas o los paisajes de la subjetividad. Podría captarse una vuelta a la pulsión del cronista, pero obviamente desde una postura más contemporánea, de gran ludismo verbal. El entorno deja de ser objeto para convertirse en terreno campal de la subjetividad: hay allí un programa ideológico (en la mejor acepción del término), una necesidad de darle sentido a la expresión de una realidad que sigue percibiéndose de manera parcial o incompleta. Relatos como los de Ángel Gustavo Infante, José Luis Palacios, Juan Calzadilla Arreaza o Stefania Mosca postulan, desde diferentes registros, una estética que quiere abolir de una vez por todas la sensación de que algo de la realidad se nos escapa. Dándoles voz a las barriadas caraqueñas (Infante), exponiendo los mundos vivenciales de los estudiantes venezolanos en el extranjero (Palacios), enumerando los ritos «banales» de la vida cotidiana como hitos que remiten a una simbología desconocida (Mosca) o fracturando la percepción conforme al crisol que alimenta nuestra subjetividad (Calzadilla Arreaza), estos narradores establecen una nueva crónica y se apropian de una manera más determinante de la multiplicidad significativa de la experiencia contemporánea.

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Al lado de fantasmas redivivos —¿herencia de nuestras creencias rurales?—, tenemos fascinantes escenas urbanas; al lado de monólogos, tenemos diálogos múltiples; al lado de gestos provincianos, tenemos ciudades abigarradas; al lado de relatos de la selva inhóspita, tenemos piezas que se desarrollan en un cuarto; al lado del esfuerzo memorístico familiar, tenemos piezas futuristas o colindantes con la llamada ficción científica. Cuando se piensa en los autores que han publicado libros de cuentos de 1990 en adelante, se deduce que el año más remoto de nacimiento de esta promoción es 1960. Los escritores de la última hora narrativa han vivido los altibajos de nuestra institucionalidad cultural, han publicado o dejado de publicar por el interés o desinterés de editoriales estatales y privadas, han leído o dejado de leer literatura universal por el mayor o menor acceso a títulos nacionales o importados, han participado muchos de ellos en talleres literarios y, sobre todo, han sido testigos de convulsiones políticas o sociales de gran magnitud que acabaron de disolver el espejismo desarrollista de la «Venezuela saudita» tras la primera señal de alarma que significó el «Viernes Negro» de 1983: no pueden soslayarse como hitos los saqueos de febrero de 1989, las intentonas de golpe de Estado de 1992, el ascenso del chavismo o el nuevo intento de golpe de 2002. ¿Trazan los autores de la transición entre milenios un camino distinto del de sus inmediatos predecesores? ¿Experimentan con nuevas formas? ¿Siguen apostando a una narrativa de la subjetividad o recuperan algún referente colectivo? Ninguna de las respuestas que pudiéramos esgrimir es indisputable, por tratarse de un proceso inconcluso que sigue perturbándonos con sus giros a veces insospechados. Sería arriesgado dar por asegurada la continuidad o decir que los nuevos signos son enteramente alentadores. En un contexto social traumáticamente polarizado, en particular desde fines del

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siglo xx, la nueva narrativa se debate entre el pasado y el futuro, entre el país ideal y el país real, entre los estertores de provincia y las omnipresentes realidades urbanas, entre la convicción y la duda, entre valores literarios foráneos —la larga tradición anglosajona que desemboca en Auster, Carver, Cheever— y nuevos valores iberoamericanos —Bolaño, Vila Matas, Aira o Villoro—. Como línea afirmativa (y continuadora de lo que esbozaban los narradores de los ochenta), puede admitirse un interés consistente por la historia (indistinguible de la necesidad de contar) y como ejes temáticos la violencia individual o social, las relaciones o reminiscencias familiares, los recuerdos de infancia, la vida en la ciudad o sus periferias, los desarraigos (o los imprevistos arraigos) que trae consigo la mundialización. ¿Puede establecerse a partir de estas señales un denominador común? La respuesta tampoco es obvia. Lo que sí puede establecerse es que las búsquedas siguen siendo multiformes. Un impulso de insatisfacción recorre la nueva cuentística venezolana, un impulso que quiere dar con una imagen más totalizante, más definitoria, de nuestro lugar en el mundo. La exposición de nuestro imaginario (o de su carencia) sigue siendo la tarea primordial de nuestros narradores. Y lo sigue siendo porque, en general, las réplicas oficiales son pobres, escasas, desorientadoras. El abismo entre las creaciones culturales y las grandes decisiones públicas es tan hondo que al narrador no le queda otra tarea que la de persistir en la postulación de universos alternos. Los antólogos, en todo caso, preferimos limitar nuestros comentarios acerca del período más reciente: la razón es la escasa perspectiva histórica de la que disponemos. Las labores que empiezan a consolidarse en los noventa y continúan hoy deberán evaluarse en relación con un horizonte social y político aún inestable, a duras penas asimilable con un mínimo de objetividad. Tal tarea, que será imperiosa, hecha en este

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momento adquiriría un tono periodístico que, si bien no desestimamos, cuenta con espacios más apropiados donde expresarse. Para cerrar estas páginas introductorias, además del período específico que hemos tratado de abarcar y las corrientes estéticas que de alguna manera intentamos ilustrar con nuestra selección, quedan por aclarar detalles importantes con respecto a nuestro método. Aunque naturalmente en diversas instancias del desarrollo de esta antología nos distribuimos períodos, autores y tareas específicas, mediante una muy asidua comunicación, principalmente electrónica, los tres antólogos logramos llegar a consenso en todas las decisiones y a participar en todos los procesos, por lo que nos sentimos equitativamente responsables por su resultado. Aunque por supuesto consultamos y tuvimos en cuenta muchas de las antologías existentes (una selección de las cuales ofrecemos en este volumen), intentamos en todos los casos ir a las fuentes directas y leer tanto como nos fue posible de la producción de nuestros cuentistas antes de llegar a decisiones. Tratamos también de evitar aquellos relatos preferidos reiteradamente en dichas antologías. En algunas ocasiones lo logramos, pero, como puede comprenderse fácilmente, en otras nos resultó francamente imposible y debimos aceptar que nuestros predecesores tenían razón. Saltará a la vista que, pese al subtítulo de este volumen, la sección final de la muestra incluye textos publicados durante los primeros años del siglo xxi. En general, ha primado en esa porción de nuestra labor cierta voluntad de simetría: así como con la inclusión de «El diente roto» de Pedro Emilio Coll y «La tragedia del oro» de Alejandro Fernández García admitimos sintéticamente los aportes del siglo xix a la gestación del cuento moderno, nos ha parecido necesario señalar indicios de continuidad o renovación de lo que es ya el legado del siglo

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xx.

En los cuentos más recientes se vislumbran, creemos, las líneas de fuerza que irán perfilando el género temática y estilísticamente durante los próximos decenios. Para seguir fieles a nuestro referente temporal, sin embargo, hemos acogido en esta sección únicamente autores que empezaron a publicar obras de ficción antes de 2001 y que, por lo tanto, de un modo u otro se anunciaron ya en el siglo que pasó. Más allá de las cuestiones temporales, cabe comentar otros pormenores indispensables. Aunque en el caso de grandes cuentistas estuvimos tentados a infringir nuestra regla, el interés en ofrecer un panorama lo más amplio posible de la literatura nacional nos ha exigido restringirnos a una pieza por escritor. En varias oportunidades nos planteamos la inclusión de obras de autores que lejos estaban de mostrar adhesión al género, pero igualmente nos parecía deseable una antología de cuentistas de vocación y no de ocasión, es decir, escritores respaldados en alguna medida por inquietudes teóricas, implícitas o explícitas, en lo que concernía al instrumental expresivo de la especie literaria que cultivaban. Una discusión sobre las transformaciones de los aspectos más materiales del campo de producción cultural venezolano nos permitió acordar la incorporación de autores de la primera mitad del siglo con cuentos esporádicos o un solo volumen de cuentos, debido al menor desarrollo en ese entonces de la industria del libro en el país; la mayor abundancia de medios de publicación durante la segunda mitad nos impuso el criterio de admitir autores que tuvieran en dicho período un mínimo de dos colecciones de narrativa breve publicadas. De esta manera hemos querido entablar un diálogo necesario con circunstancias sociales que modelan rumbos estéticos individuales. Tampoco fueron fáciles las decisiones sobre los límites en la extensión de los relatos. Hoy en día son osten-

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sibles los terrenos que ha ido ganando el «microrrelato» o «minicuento» en la conciencia tanto de escritores como de críticos —y a una venezolana, Violeta Rojo, debemos un libro imprescindible sobre el tema11—; la brevedad de «El diente roto» nos ha parecido ya la antesala de ese género y la hemos adoptado como referente de la mínima extensión de un cuento que aún no se adentra en la microficción. Tipo literario ciertamente menos reconocido en Venezuela, pero que tiene en el país sus cultivadores12, la nouvelle o novela corta, aunque conserva cierta tendencia epigramática, de gran tensión estructural, que la distingue de la novela, desarrolla también universos psicológicos y microcosmos sociales —piénsese en ejemplos mayores de la tradición hispanoamericana: Aura, Los adioses, Los cachorros, El perseguidor— que no coinciden con los ideales de síntesis y sugerencia del cuento. «El corazón ajeno» de Ednodio Quintero nos ha servido de paradigma de la máxima extensión de las piezas seleccionadas, puesto que roza, sin todavía invadirlos, los dominios más morosos y expansivos de la nouvelle. Los criterios anteriores no pretenden, desde luego, ser exactos, irrebatibles ni científicos, sino cimentar una razonable objetividad que haga auténticamente críticas opiniones que de otra manera se atribuirían al instinto o la intuición. Luego de varios años de intercambio de pareceres y constantes ejercicios de amistoso debate, los responsables de esta antología creemos que, sin desdeñar los gustos individuales, podemos ofrecer algo más que capricho o una versión estrictamente privada de una historia literaria. Hemos tratado de dar con una serie de cuentos que consideramos sustantivos en nuestra tradición; que han marcado poderosamente la imaginación de 11 Violeta Rojo, Breve manual (ampliado) para reconocer minicuentos, Caracas: Equinoccio, 2009 [1ª ed. 1996]. 12 Pablo Cormenzana o Ricardo Azuaje se destacan, pero de ninguna manera agotan la lista de autores que podría ofrecerse.

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sus lectores y, a su vez, han generado respuestas admirativas o combativas en otros escritores. En las fichas que preceden a cada relato nos propusimos dar información y valoración a la vez suficiente y sintética sobre el autor respectivo y su producción literaria y, en particular, ofrecer su perfil como cuentista, así como las razones que nos movieron a elegir esa pieza narrativa suya en particular. Confiamos en que esta selección pueda servir de retrato de un proceso complejo que da indicios de sólo haber comenzado: antología o mapa para quienes deseen explorar la vasta brevedad del cuento venezolano.