Analisis de La Historia de La Locura

LA HISTORIA DE LA LOCURA Pablo Martínez Fernández I.- ACERCA DEL MÉTODO. La ‘Historia de la locura en la época clásica’

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LA HISTORIA DE LA LOCURA Pablo Martínez Fernández I.- ACERCA DEL MÉTODO. La ‘Historia de la locura en la época clásica’ es el primero de los trabajos en donde Michel Foucault ensaya su método arqueológico. Los otros dos textos relevantes van a ser ‘El nacimiento de la clínica’ y ‘Las palabras y las cosas’. Dicho método es innovador en la medida que no se trata de fundar la filosofía sobre un nuevo cógito, ni desplegar en un sistema las cosas ocultas hasta entonces a los ojos del mundo, sino más bien de interrogar este gesto enigmático, quizá característico de las sociedades occidentales, por medio del cual se ven constituidos unos discursos verdaderos (y, por tanto, también la filosofía) con el poder que se les conoce en lo contemporáneo. De alguna manera se trata de establecer nuevas posiciones frente a las formar tradicionales de hacer filosofía e historia, de pensar de otro modo los fenómenos constitutivos de occidente. De manera convencional suelen distinguirse, en la obra de Foucault, tres etapas intelectuales. La primera, centrada alrededor de la pregunta por el saber, que se reconoce bajo el nombre de arqueología, de la cual ya hemos señalado las obras que la componen. La segunda, enunciada como genealógica, es donde el autor comienza a elaborar su pregunta por el poder (el orden del discurso, Vigilar y castigar, tomo I de la historia de la sexualidad, entre los más relevantes), y, finalmente, ocurre el desplazamiento que conduce a una tercera preocupación, que se anuncia tras las cuestiones como la “gobernabilidad” (volumen segundo y tercero de la historia de la sexualidad). Suele decirse que este tercer momento se articula alrededor de la cuestión de la subjetividad o, si se prefiere, de las técnicas y tecnologías de la subjetividad. Deleuze (1987) resume la aportación de Foucault a la redistribución actual de la problemática filosófica en tres preguntas mayores: ¿qué puedo saber?, ¿qué puedo hacer?, y ¿quién soy yo? El riesgo de aceptar una periodización como la señalada es doble. En primer lugar nos puede llevar a imaginar algo así como una sucesión de tres procedimientos, cada uno de los cuales sustituiría al anterior: de la arqueología a genealogía, y de ésta al análisis de las técnicas de subjetivación, muy al estilo de una ciencia positivista que considera un relativo progreso en sus indagaciones a medida que se avanza en el tiempo y se perfeccionan los conocimientos. Acá, en cambio, los procedimientos metódicos se engloban en círculos cada vez más amplios, pero no se substituyen en absoluto, incluso muchas veces van a ser complementarios a obras que se consideran de orden diagonal en su trabajo (como la propia historia de la locura). En segundo lugar, puede llevarnos a pensar que la arqueología del saber es algo así como la culminación teórica de sus ejercicios anteriores de análisis histórico y concederle, de este modo, el estatuto pleno de teoría. El propio Foucault realiza una distinción para explicar la temática de su trabajo realizando la distinción entre una ‘filosofía universal’ y el análisis crítico del mundo en que vivimos. Tendríamos, de este modo, por un lado, la pregunta ¿qué es esto?, aplicada a establecer (los protocolos necesarios para determinar) la verdad de lo que son las cosas, que en gran medida representa a las formas tradicionales de concebir la producción filosófica, y al otro, la pregunta ¿qué (nos) pasa?, dedicada a dirimir el sentido y el valor de las cosas que (nos) pasan en nuestro presente. Pero esta nueva

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pregunta que ejercita el análisis de Foucault no es de fácil asimilación. Frente a esta problemática, Deleuze (Ibíd.) señala que, de lo que se trata, es de establecer un SE habla, como acción enunciativa desalojada de un sujeto preciso de enunciación. Es así que el nuevo archivista anuncia que considerará para su arqueología tan solo enunciados. No se ocupará de lo que de mil maneras preocupaba a los archivistas precedentes: las proposiciones y las frases. Desdeñará la jerarquía vertical de las proposiciones que se escalonan unas sobre otras, pero también la lateralidad de las frases en las que cada una parece responder a otra. Los enunciados, por el contrario, serán inseparables de un espacio de rareza en el que se distribuyen según un principio de parsimonia o incluso de déficit. En el campo de los enunciados no existe lo posible ni lo virtual; todo es real, toda realidad es en él manifiesta: sólo cuenta lo que ha sido formulado, ahí, en tal momento, y con tales lagunas, tales blancos. Las formaciones y transformaciones de los espacios de saber, motivados por Foucault, plantean problemas topológicos que se expresan muy mal en términos de creación, comienzo o fundamento, pues, poco importa que una emisión se realice por primera vez, o que sea una repetición, una reproducción. Lo fundamental es la regularidad del enunciado: no una media, sino una curva. La descripción arqueológica trata de no establece ninguna jerarquía de valor; no establece una diferencia radical. Tan sólo trata de establecer la regularidad de los enunciados. Desde la arqueología no hace falta ser alguien para producir un enunciado, y el enunciado no remite a ningún cógito ni sujeto trascendental que lo haría posible, sino que el enunciado se conserva a sí mismo, en su espacio, y vive en la medida en que ese espacio subsiste o es reconstituido, lo mismo habría que decir de los objetos y de sus conceptos. Se supone que una proposición tiene que tener un referente. Es decir, que la referencia o la intencionalidad es una constante intrínseca de la proposición, mientras el estado de cosas que la cumple (o no) es una variable extrínseca. No ocurre lo mismo con el enunciado: éste tiene un objeto discursivo que no consiste en modo alguno en un estado de cosas al que hace referencia, sino que deriva, por el contrario, del propio enunciado. Es por ello que será el propio Foucault el que plantea estas consideraciones en uno de los prólogos posteriores a la aparición, por primera vez, de su historia de la locura, al señalar que lo que quiere es que este objeto-acontecimiento, casi imperceptible entre tantos otros, se re-copie, se fragmente, se repita, se imite, se desdoble y finalmente desaparezca sin que aquel a quien le tocó producirlo pueda jamás reivindicar el derecho de ser su amo, de imponer lo que debe decir, ni de decir lo que debe ser (Foucault, 2000, Tomo I: 8). De esta manera, la escritura singular de Foucault entonces radica en su manera particular de determinar los corpus, pues, no lo hace ni en función de frecuencias o de constantes lingüísticas, ni en virtud de las cualidades personales de aquellos que hablan o escriben. Los corpus de Foucault son discursos sin referencia, pues el archivista no elige las palabras, las frases y las proposiciones de base, ni según la estructura ni según un sujeto-autor del que emanarían, sino según la simple función que ejercen en un conjunto: por ejemplo, en las reglas de internamiento, en el caso del manicomio, o bien en el de la prisión; reglamentos disciplinarios en el caso del ejército, en la escuela, etc. (Deleuze, 1987: 43). Así considerados los enunciados, el corpus y las formaciones discursivas que se constituye a partir de éstos, serán verdaderas prácticas, y sus lenguajes, en lugar de un universal logos, son lenguajes mortales, capaces de promover y en ocasiones de expresar mutaciones (Ibíd.: 39). En un artículo de M. Florence (que luego se sabrá que es un pseudónimo que el propio Foucault utiliza para comentar su obra), muestra con sencillez la elección del

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procedimiento en la que toda la obra de Foucault se apoya. El punto de partida será un escepticismo sistemático y metódico hacia todos los universales antropológicos, escepticismo que se desplegará en tres reglas generales: 1.- Evitar hasta donde se pueda, para interrogarlos en su constitución histórica, los universales antropológicos (y naturalmente también los de un humanismo que haga valer los derechos, los privilegios y la naturaleza de un ser humano como verdad inmediata e intemporal del sujeto). 2.- Invertir el movimiento filosófico de ascenso hacia el sujeto constituyente al que se le pide que dé cuenta de lo que puede ser cualquier objeto de conocimiento en general; se trata por el contrario de descender hacia el estudio de las prácticas concretas por las que el sujeto es construido en la inmanencia de un dominio de conocimiento. 3.- Dirigirse como dominio de análisis a las ‘prácticas’, abordar el estudio por el sesgo de lo que ‘se hacía’, desde el conjunto de los modos más o menos reflexionados, más o menos finalizados, a través de los que se dibujan a la vez lo que estaba constituido como real para los que intentaban pensarlo y dirigirlo y el modo en que éstos se constituían como sujetos capaces de conocer, analizar y eventualmente modificar dicha realidad. II.- El análisis de la Historia de la Locura en la Época Clásica. Una primera consideración o advertencia para la lectura y análisis de la historia de la locura la podemos encontrar en la introducción que realiza Foucault a su texto, plantea, cuando escribe acerca de la tiranía del autor, que se debe comprender bien su modestia: “cuando hablo de los límites de mi empresa, mi intención es reducir vuestra libertad; y si proclamo mi convicción de no haber estado a la altura de mi tarea, es porque no quiero dejaros el privilegio de oponer a mi libro el fantasma de otro, muy cercano a él, pero más bello” (Foucault, 2000, Tomo I: 8). Sin duda resguardos que no serán considerados a los embates de la deconstrucción derridiana que veremos más adelante. La Historia de la locura en la época clásica, será considerado como un ensayo -en el sentido estricto del término- de descripción histórica; un intento por hacer una historia todavía estructural del conjunto histórico -nociones, instituciones, medidas jurídicas, conceptos científicos- que tienen cautiva a la locura y cuyo estado salvaje ya no podrá ser nunca restituido. Se trata de elaborar una descripción del nacimiento de un nuevo objeto que, a partir del Clasicismo, se ofrece a la experiencia humana. La enfermedad mental -dice Foucault- ha sido constituida por el conjunto de lo que pudo decirse en el grupo de todos los enunciados que la nombraban, la recortaban, la describían, la explicaban, narraban sus desarrollos, indicaban sus diversas correlaciones, la juzgaban, y eventualmente le prestaban la palabra, articulando, en su nombre, discursos que debían pasar por ser suyos. Por esto, debe entenderse su trabajo como un intento experimental de descripción de las líneas de fuerza que confluyen históricamente durante el Clasicismo y forman las condiciones de posibilidad históricas de la aparición de la noción moderna de locura, cuyos efectos llegan hasta lo contemporáneo. En la propuesta de Foucault se propone rechazar la forma médica o para-médica de acceso a la locura, lo cual significa darse un horizonte de discurso en el que la locura pierde su estatuto de mero objeto de conocimiento para reencontrarla en su vivacidad, antes de toda captura por el saber. Con ello se plantea la posibilidad teórica de dejar de

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lado los enunciados que han constituido a la locura desde el saber disciplinario, que es justamente el que ha constituido a ésta como un objeto y ha hablado en su nombre. Para llevar a cabo esta historia de la locura, Foucault establece una cronología de los momentos mayores por los que ha atravesado este objeto -objeto teórico y práctico; de conocimiento y manipulación- a lo largo del proceso de su paulatina constitución como tal, hasta adoptar la forma moderna que hoy tiene. Se trata, pues, de establecer cuánto hay de herencia -y qué es lo que con él se hereda exactamente- en el concepto de locura: su superficie de emergencia y la cadena de transformaciones a las que estuvo sometido hasta alcanzar su estatuto actual. Foucault distingue, respecto a la locura, cuatro formas de conciencia irreductibles; formas que se dan con diferente grado de presencia a lo largo de toda la modernidad y que son solidarias y suficientes: subsisten irreductibles la una a la otra, claramente diferenciadas, pero articulándose en relación íntima entre sí -como los diferentes elementos que componen un mismo gesto: en el encierro y la exclusión. Dirá Foucault que la primera conciencia de la locura es la conciencia crítica, esta es la que la reconoce y la designa sobre el fondo de lo razonable, de lo reflexionado, de lo moralmente sabio; conciencia que se entrega por completo en su juicio, desde antes de la elaboración de sus conceptos; conciencia que no define, que denuncia. En (este) punto aún inicial, “la conciencia de la locura es segura de sí misma, es decir, de no estar loca” (Ibíd.: 259). Luego tenemos una conciencia práctica de la locura: aquí la separación no es virtualidad ni virtuosismo de la dialéctica. Se impone como una realidad concreta porque es dada en la existencia y en las normas de un grupo; pero, más aún, se impone como elección inevitable, puesto que hay que estar de este lado o del otro, en el grupo o fuera del grupo. No es una conciencia perturbada por haberse comprometido en la diferencia y la homogeneidad de la locura y de la razón; “es una conciencia de la diferencia entre locura y razón, conciencia que es posible en la homogeneidad del grupo considerado como portador de las normas de la razón” (Ibíd.: 260). Existe, del mismo modo, una conciencia enunciadora de la locura, “que da la posibilidad de decir en lo inmediato, y sin ninguna desviación por el saber: aquél es un loco. No es aquí una cuestión de calificar o descalificar a la locura, sino solamente de indicarla en una especie de existencia sustantiva; hay allí, ante la mirada, alguien que está irrecusablemente loco” (Ibíd.: 261-262). Por último, existe una conciencia analítica de la locura, como una “conciencia desplegada de sus formas, de sus fenómenos, de sus modos de aparición. La locura no es allí más que la totalidad al menos virtual de sus fenómenos; no extraña más peligro, no implica más separación; no presupone otro retroceso que cualquier objeto de conocimiento. Esta forma de conciencia es la que funda la posibilidad de un saber objetivo de la locura. El siguiente cuadro, presenta una síntesis de lo antes descrito en relación a estas cuatro conciencias acerca de la locura que componen la época clásica. CONCIENCIA CRÍTICA

DIALÉCTICA

CONCIENCIA PRÁCTICA

PARTICIÓN RITUAL

Señala el compromiso de un pensamiento con unos valores elementales que se establecen como su suelo o fundamento. Señala el compromiso del pensamiento con las normas del grupo.

Es la CONCIENCIA que DENUNCIA

Es la CONCIENCIA que EXCLUYE

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CONCIENCIA ENUNCIATIVA

RECONOCIMIENTO LÍRICO

CONCIENCIA ANALÍTICA

SABER

Es la que permite señalar al loco como tal; afirmar su ser. Le subyace como supuesto (reversible), la cordura del sujeto que la enuncia. Es la que permite un conocimiento objetivo de la locura.

Es la CONCIENCIA que (SE) RECONOCE

Es la CONCIENCIA que CONOCE

Estas cuatro formas de conciencia ejercen, cada una de ellas una mirada específica, según un sesgo determinado, y, entre las cuatro, instalan a la locura como objeto. A partir de estas modalidades, de sus momentos hegemónicos, de sus oscuros intercambios, de sus solapamientos es que Foucault trazará la historia de la locura -historia de la experiencia que de la locura hizo el clasicismo y de las transformaciones que debieron operarse sobre dicha experiencia para que se convirtiera en lo que hasta hoy la locura es. Una imagen especialmente rica en connotaciones le sirve a Foucault para caracterizar el modo de existencia de la locura durante el renacimiento. Las Naves de los Locos. Indica en su relato que “un objeto nuevo acaba de hacer su aparición en el paisaje imaginario del Renacimiento; pronto ocupará un lugar privilegiado: es la Nave de los Locos, extraño barco ebrio que se desliza a lo largo de los tranquilos ríos de Renania y los canales flamencos” (Ibíd.: 20-21). La aparición de este nuevo objeto señala el comienzo del fin de la locura, en su existencia “inocente”, ligada al orden de lo sobrenatural. Con las Naves de los Locos, la locura empieza a surgir como objeto específico, efecto de una práctica muy determinada que comienza a articularse: la exclusión. Los locos son abandonados a su suerte en una serie de barcazas que recorren los ríos en siniestro peregrinaje. Toda una imaginería designa esta práctica, que se irá descarnando progresivamente: el tema del Peregrinaje, el Pasaje, el Viaje Iniciático por medio del cual se consigue, o se recobra, el perdón, la virtud, el saber. También la figura simbólica del agua presta sus prestigios a este nuevo modo de gestión de la locura. El agua casi siempre asociada a la sabiduría y el misterio; lugar de nacimiento para el psicoanálisis, espacio de renacimiento según el cristianismo: bautismo o diluvio. Imagen también de la locura como manifestación en el hombre de un elemento oscuro y acuático, “el agua agrega la masa oscura de sus propios valores; ella lo lleva, pero hace algo más, lo purifica” (Ibíd,: 25). El renacimiento dispondrá de una gran cantidad de temas míticos para enmascarar, bajo el peso de su fascinación, ese nuevo objeto que se ofrece a la atención temerosa de las gentes. Pero, ¿de qué es síntoma esta repentina práctica de exclusión que se cierne sobre la figura del loco con el hundimiento del Cosmos Gótico? ¿De qué es síntoma esta repentina irrupción de la locura como tema literario e iconográfico? Una constatación que realiza Foucault puede servir de indicio para apuntar a una respuesta: La sustitución del tema de la Muerte por el tema de la Locura: la sustitución del tema de la locura al tema de la muerte no señala una ruptura, sino más bien una torsión en el interior de la misma inquietud. Se trata aún de la nada de la existencia, pero esta nada no es ya considerada como un término externo y final, a la vez amenaza y conclusión; es sentida desde el interior como la forma continua y constante de la existencia. Ya no es el fin de los tiempos y del mundo lo que retrospectivamente mostrará que los hombres estaban locos al no preocuparse de ello; “es el ascenso de la locura, su sorda invasión, la que indica que el mundo está próximo a su última catástrofe, que la demencia humana llama y hace necesaria” (Ibíd.: 32-33). En

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el Renacimiento, esta tematización seguirá dos líneas divergentes. La una, en el universo de lo visible, establece una iconografía fascinada de la locura en la que se manifiesta una conciencia trágica (El Bosco): Cuando el hombre despliega lo arbitrario de su locura, encuentra la sombría necesidad del mundo; el animal que visita sus pesadillas y sus noches de privación es su propia naturaleza, la que pondrá al desnudo la despiadada verdad del infierno; las vanas imágenes de la necesidad ciega son el gran saber del mundo; y ya, en este universo enloquecido, se perfila lo que será la crueldad del acabamiento final.

El Jardín de las delicias (Museo del Prado, Madrid) (El Bosco, 1503-1504). La otra en el Universo de lo decible, establece un discurso irónico acerca de la locura (Erasmo) en el que se manifiesta una conciencia crítica: Sin duda, tiene algo que ver con los caminos extraños del saber. Pero si el saber es tan importante para la locura, no es porque ésta detente sus secretos; es por el contrario, el castigo de una ciencia desarreglada e inútil. Si es la verdad del conocimiento, es porque este es irrisorio, y en lugar de dirigirse al gran libro y las discusiones ociosas; la ciencia desemboca en la locura por el mismo exceso de las falsas ciencias. Por otro lado, dirá Foucault, que lo que anuncia el saber de los locos, “puesto que es un saber prohibido, sin duda predice a la vez el reino de Satán y el fin del mundo; la última felicidad es el supremo castigo; la omnipotencia sobre la tierra y la caída infernal (...) El mundo zozobra en el furor universal. La victoria no es de Dios ni del Diablo, es de la locura” (Ibíd.: 40-41). Ocurre en este momento una separación relevante del elemento trágico, que se podía encontrar en la época medieval y el elemento crítico, propio de la época clásica, las figuras de la visión cósmica y los movimientos de la reflexión moral, el elemento trágico y el elemento crítico, en adelante irán separándose cada vez, abriendo en la unidad profunda de la locura una brecha que nunca volverá a colmarse. Por un lado habrá una Nave de los locos, cargada de rostros gesticulantes, que se hunden poco a poco en la noche del mundo, entre paisajes que hablan de la extraña alquimia de los conocimientos, “por otro lado, habrá una Nave de los locos que forme para los sabios la Odisea ejemplar y didáctica de los defectos humanos” (Ibíd.: 48-49). Durante el Renacimiento se realizan

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una serie de emparejamientos (locura-muerte; locura-saber; locura-verdad) que anuncian el lugar donde se va a desarrollar la pugna del Clasicismo: entre locura y razón Para comprender la experiencia que el clasicismo realiza de la locura, Foucault propone la siguiente evolución: 1.- “La locura se convierte en una forma relativa de la razón, o antes bien locura y razón entran en una relación perpetuamente reversible que hace que toda locura tenga razón, la cual la juzga y la domina, y toda razón su locura, en la cual se encuentra la verdad irrisoria. Cada una es medida de la otra, y en ese movimiento de referencia recíproca ambas se recusan, pero se funden la una por la otra” (Ibíd.: 53). 2.- “La locura se convierte en una de las formas mismas de la razón. Se integra a ella, constituyendo sea una de sus formas secretas, sea uno de los momentos de su manifestación, sea una forma paradójica en la cual puede tomar conciencia de sí misma. De todas maneras, la locura no conserva sentido y valor más que en el campo mismo de la razón” (Ibíd.: 59). El Clasicismo va a doblar esa exclusión medio imaginaria, medio real que ponían en obra las Naves de los Locos con un gesto por el cual se condenan al silencio todas esas voces que recientemente habían comenzado a resonar. La reclusión: El renacimiento no puede sujetar la violencia de la locura sin liberar su voz. El Clasicismo la reducirá al silencio. Así “el olvido cae sobre ese mundo que surcaba la libre esclavitud de su nave: ya no irá de un más acá del mundo a un más allá, en su tránsito extraño; no será ya nunca ese límite absoluto y fugitivo. Ahora ha atracado entre las cosas y la gente. Retenida y mantenida, ya no es barca, sino hospital” (Ibíd.: 71-72). Tras el Renacimiento, la experiencia de la locura pierde su dimensión trágica; deja de ser una forma de experiencia mágica para secularizarse por obra de unas formas de conciencia que la cercan y la reducen. Con el Clasicismo se desencadena un vasto proceso de secularización que clausura definitivamente toda referencia a lo sagrado en la comprensión de la locura. Por ello la locura, cuya voz el Renacimiento ha liberado, y cuya violencia domina, va a ser reducida al silencio por la época clásica, mediante un extraño golpe de fuerza. En el camino de la duda (será) Descartes quien inscribe a la locura al lado del sueño y de todas las formas de error, de esta manera, no es la permanencia de una verdad la que asegura al pensamiento contra la locura, como le permitiría librarse de un error o salir de un sueño; es una imposibilidad de estar loco, esencial no al objeto del pensamiento, sino al sujeto pensante. Pero, a la inversa, no se puede suponer, ni siquiera por el pensamiento, que se está loco, “ya que la locura justamente es condición de imposibilidad para el pensamiento” (Ibíd.: 75-76). De esta manera, “el peligro de la locura ha desaparecido del ejercicio mismo de la Razón. Ésta se halla fortificada en una plena posesión de sí misma, en que no puede encontrar otras trampas que el error, otros riesgos que la ilusión” (Ibíd.: 77-78). Con la duda cartesiana parece que en el siglo XVII el peligro de la locura se halla conjurado y que la locura está fuera del dominio de pertenencia en que el sujeto conserva sus derechos a la verdad: ese dominio se sustenta, para el pensamiento clásico, en la razón misma. En adelante, la “locura está exilada” (Ibíd.: 78) y “la locura ya no hallará hospitalidad sino entre las paredes del hospital, al lado de los pobres. Es allí donde se encontrará aún a fines del siglo XVIII. Para ella ha nacido una sensibilidad nueva: ya no religiosa, sino social” (Ibíd.: 101). El encierro es, entonces, una creación institucional propia del siglo XVII. Como medida económica y precaución social tiene valor de invención. Pero en la

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historia de la sinrazón designa un suceso decisivo: el momento en que la locura es percibida sobre el horizonte social de la pobreza, de la incapacidad para el trabajo, de la imposibilidad de integrarse al grupo; el momento en que empieza a formar texto con los problemas de la ciudad. Ha nacido una sensibilidad, que ha trazado una línea, elevado un umbral y que escoge para desterrar. El espacio concreto de la sociedad clásica reserva una región de neutralidad, una página en blanco donde la vida real queda en suspenso: en ella, el orden ya no se enfrenta libremente con el desorden, la razón ya no intenta abrirse paso frente a todo lo que puede esquivarla, o intenta rechazarla. Es por ello que antes de tener el sentido medicinal que se le atribuye, o que al menos se quiere concederle, el confinamiento ha sido una exigencia de algo muy distinto de la preocupación de la curación. Lo que lo ha hecho necesario, ha sido un imperativo de trabajo. Donde, dirá Foucault, la “filantropía quisiera reconocerle señales de benevolencia hacia la enfermedad, sólo se encuentra la condenación de la ociosidad” (Ibíd.: 102). Del gran encierro al mundo correccional ocurre un desplazamiento importante en el cual “por ese sólo movimiento del internamiento, la sinrazón se encuentra liberada: libre de los paisajes donde siempre estaba presente; y, por consiguiente, la tenemos ya localizada” (Ibíd.: 163). La medicina, es un intento para objetivar la locura dentro de sus dominios específicos, se ejercita ya en la elaboración de, ante todo, una taxonomía de la(s) locura(s), y en poner en obra un ideario terapéutico. Esta existencia subterránea de un saber (y una tecnología) en gestación será precisamente la condición de posibilidad de la medicalización del encierro. Desde la segunda mitad del siglo XVIII el loco no es manifiesto en su ser, pero si es indubitable es por ser otro. Entre el loco y el sujeto que pronuncia aquél es un loco, se ha abierto toda una distancia que ya no es el vacío cartesiano del “yo no soy aquel”, sino que se encuentra ocupada por la plenitud de un doble sistema de otredad: “distancia ahora ocupada por señales, por consiguiente mensurable y variable; el loco es más o menos diferente en el grupo de los otros que, a su vez, es más o menos universal” (Ibíd.: 284-285). De esta manera, la locura tiene una doble razón de ser ante la razón; está del otro lado y bajo su mirada; “del otro lado: la locura es diferencia inmediata, negatividad pura, aquello que se enuncia como no-ser, es una evidencia irrecusable; es una ausencia total de la razón, que se percibe como tal, sobre el fondo de las estructuras de lo razonable” (Ibíd.: 286). Será la inclusión de la histeria en el seno de las taxonomías de las enfermedades mentales, y la reformulación de la relación visible/decible a que dio lugar, la que abrirá el acceso a un conocimiento objetivo de la demencia: la psicologización de la locura. Así, a fines del siglo XVIII, la locura, concebida en principio como lo absolutamente negativo, comenzará a conquistar una presencia positiva: se asentará en el organismo a través de líneas determinables (las enfermedades de “los nervios”) y a la vez se alejará definitivamente de la experiencia clásica. En el siglo XVIII la locura es tratada -en el sentido preciso de la palabra- en términos de verdad y error. Dentro de los métodos considerados para su tratamiento se destacan, por ejemplo: 1.- “El despertar. Puesto que el delirio es el soñar de las personas que velan, es necesario apartar a los que deliran de ese semisueño, sacarlos de su velar lleno de sueños, entregando a las imágenes para llevarlos a una vigilia auténtica, donde el sueño desaparece frente a las figuras que se perciben” (Ibíd.: 510). A modo de ejemplo, Foucault realiza el siguiente relato: “En el hospital de la ciudad se había extendido una

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epidemia de convulsiones. Los antiespasmódicos, administrados en grandes dosis, no habían producido efecto. El médico a cargo ordenó que se llevaran estufas llenas de carbones ardientes, y que se pusieran al rojo unos ganchos de hierro de una forma peculiar; enseguida, señaló que puesto que ninguno de los medios empleados para curar las convulsiones habían sido efectivos, él no conocía sino un remedio, que era el de quemar hasta el hueso, con el hierro al rojo un sitio determinado del brazo de la persona, muchacho o muchacha, que tuviera un ataque de la enfermedad convulsiva” (Ibíd.: 511). 2.- La realización teatral. En apariencia, por lo menos, se trata de una técnica rigurosamente opuesta a la del despertar. En esta el delirio y su vivacidad inmediata eran confrontados con el paciente trabajo de la razón. “Sea bajo la forma de una lenta pedagogía, sea bajo la forma de una irrupción autoritaria, la razón se imponía por sí misma y por el peso de su propio ser. El no-ser de la locura, la inanidad de su error, tenían que ceder finalmente a la presión de la verdad” (Ibíd.: 513). Se relata, por ejemplo, la curación de un melancólico que se creía condenado, ya desde esta vida, a causa de los enormes pecados que había cometido. “En la imposibilidad de convencerlo mediante argumentos razonables de que podía salvarse, se acepta su delirio, y se le hace aparecer un ángel vestido de blanco, con una espada en la mano, que tras una severa exhortación le anuncia que sus pecados han sido perdonados” (Ibíd.: 514). 3.- El retorno a lo inmediato. Puesto que la locura es ilusión, la curación de la locura, si es cierto que puede lograrse por medio del teatro, también puede realizarse, y aún más directamente por la supresión del teatro. “Confiar directamente la locura y a su mundo vano a la plenitud de una naturaleza que no se engaña porque su inmediatez no conoce el no-ser, es a la vez entregar a la locura a su propia verdad (puesto que la locura, como enfermedad, no es, después de todo, más que un ser de la naturaleza) y a su más próxima contradicción (puesto que el delirio como apariencia sin contenido es incluso el contrario de la riqueza a menudo secreta e invisible de la naturaleza)” (Ibíd.: 519-520). Bernardino De Saint-Pierre, explica de la manera siguiente como se libró de un mal extraño, el cual, “como a Edipo, le hacía ver dos soles”. La medicina le había ofrecido su auxilio y le había enseñado que “su mal radicaba en los nervios”. En vano se aplicó los medicamentos más apreciados; se dio cuenta, en breve, de que los mismos médicos morían por causa de sus remedios: es a Jean Jacques Rousseau a quien dice deberle el haber recuperado la salud, señala. “Yo había leído, en sus escritos inmortales, entre otras verdades naturales, que el hombre está hecho para trabajar no para meditar. Hasta entonces había ejercitado mi alma y dejado en reposo mi cuerpo; cambié de régimen; ejercité el cuerpo y di reposo al alma (...)” (Ibíd.: 521). Foucault, a partir de esto, distingue dos grandes idearios terapéuticos que subsisten enfrentados. La locura-pasión y la locura-error sobrevivirán cruzándose, sin lograr redescubrirse ni homologarse mínimamente. La psiquiatría y la psicología modernas, encontrarán, respectivamente, su lugar de nacimiento en este par de imaginarios terapéuticos. Cuando sea disociada, en los años siguientes, esta gran experiencia de la sinrazón, cuya unidad es característica de la Edad Clásica; cuando la locura, confiscada por entero en una intuición moral, no sea ya, sino enfermedad, entonces la distinción que se acaba de hacer cobrará otro sentido; lo que era enfermedad remitirá a lo orgánico; y lo que pertenecía a la sinrazón, a la trascendencia de su discurso, será nivelado en lo psicológico. Y es ahí precisamente donde nace la psicología no como verdad de la locura, sino como signo de que la locura está ahora desligada de su verdad, que era la sinrazón, y que no será a partir de ese momento más

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que un fenómeno a la deriva, insignificante, sobre la superficie indefinida de la naturaleza. Enigma sin más verdad que lo que puede reducirla. Si la psiquiatría y la psicología han pretendido restituir a la locura su libertad y una verdad positiva, no es sólo por la desaparición de las antiguas coacciones, sino gracias al equilibrio de dos series de procesos positivos: los unos son de puesta al día, de alivio, y, si se quiere, de liberación; los otros construyen apresuradamente nuevas estructuras de protección que permiten a la razón desprenderse y garantizarse en el momento mismo en el que redescubre a la locura en una inmediata proximidad. Foucault resume el juego de aparente oposición entre las dos series, formas de liberación/estructuras de protección señalando que este doble movimiento de liberación y sojuzgamiento constituye la base secreta sobre la que reposa la experiencia moderna de la locura. La objetividad que reconocemos en las formas de enfermedad mental, creemos alegremente que se ofrece de un modo libre a nuestro saber como verdad finalmente liberada. De hecho, no se ofrece sino a quien está protegido de ella precisamente. El conocimiento de la locura supone, en quien lo detenta, una cierta manera de desprenderse de ella, de haberse librado previamente de sus peligros y sus prestigios, un cierto modo de no estar loco. ¿Cuáles son las consecuencias de esta libertad paradójica de la locura que enmarca hoy nuestra experiencia de ella? Foucault señala como fundamentales tres consecuencias, que se siguen a las contradicciones antes señaladas: 1.- En la reflexión sobre la locura, e incluso en el análisis médico que se hace de ella, la cuestión será, no el error y el no ser, sino la libertad en sus determinaciones reales: el deseo y el querer, el determinismo y la responsabilidad, lo automático y lo espontáneo. La noche del loco moderno ya no es la noche onírica donde asciende y luce la falsa verdad de las imágenes; es la que lleva con ella imposibles deseos y la barbarie de un querer, lo menos libre de la naturaleza. 2.- La libertad se encuentra al nivel de los hechos y de las observaciones, exactamente repartidas en un determinismo que la niega enteramente y de una culpabilidad precisa que la exalta. El loco del siglo XIX será determinado y culpable; su no libertad está más penetrada de falta que la libertad por la que el loco clásico escapa de sí mismo. 3.- La locura, desde entonces, no indica una cierta relación del hombre con la verdad -relación que, por lo menos silenciosamente, implica siempre la libertad-, sino que indica tan sólo una relación del hombre con su verdad. En la locura, el hombre cae en su verdad: lo que es una manera de serlo enteramente, pero también de perderla. La locura ya no hablará del no ser, sino del ser del hombre, en el contenido de lo que es, y en el olvido de este contenido. Y si antaño era Extranjero con relación al ser -hombre de la nada, de la ilusión, fatus (vacío del no ser y manifestación paradójica de este vacío)-, ahora está retenido en su propia verdad y por ello mismo alejado de ella. Extranjero en relación a sí, alienado. Así, si en el Clasicismo la locura se mueve a través de estructuras binarias, bajo el modelo ser/no-ser (verdad-error, razón-sinrazón, etc.), con el siglo XIX una estructura ternaria sustituye a las anteriores: el hombre- su locura- su verdad. La locura, objetivada científicamente, expulsará al hombre de sí mismo y lo colocará en el dominio de la verdad objetiva, en el dominio de las cosas. Para Foucault, en este movimiento de psicologización espontánea del hombre se consolida buena parte de nuestro ser contemporáneo. De esta manera el momento esencial de la objetivación, en el hombre, es el mismo que el pasaje a la locura. La locura es la forma más pura, la forma principal

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y primera del movimiento por el cual la verdad del hombre pasa al lado del objeto y deviene accesible a una percepción científica. El hombre no deviene natura por sí mismo más que en la medida en que es capaz de locura. Esta, como paso espontáneo a la objetividad, es momento constitutivo en el devenir objeto del hombre. Es a través de la locura que el hombre incluso en su razón podrá devenir verdad concreta y objetiva a sus propios ojos. De hombre a hombre verdadero, el camino pasa por el hombre loco. Camino cuya geografía exacta no será nunca dibujada por el pensamiento del siglo XIX, pero que será recorrido sin cesar. La paradoja de la psicología “positiva” del siglo XIX es que no fue posible más que a partir del momento de la negatividad: la psicología de la personalidad gracias a un análisis del desdoblamiento; psicología de la memoria por las amnesias; del lenguaje por las afasias; de la inteligencia por la debilidad mental. La verdad del hombre no se dice más que en el momento de su desaparición; no se manifiesta, sino cuando se ha convertido en otra que ella misma. Con este desplazamiento, la locura cobra una dimensión que desde finales del Renacimiento, había estado ausente: recupera la palabra. Esa locura que, consolidada como objeto de conocimiento, detenta en algún modo la verdad del hombre (hasta el punto de que es por referencia a ella que el hombre alcanza su objetividad para el saber), recobra bajo un modo específico la palabra. Lenguaje en el cual ya no se transparentan las figuras invisibles del mundo, sino las verdades secretas del hombre. La locura (la locura del hombre, el hombre, en definitiva) no puede ser objeto de conocimiento sin, por el mismo movimiento, hacerse presente como objeto de reconocimiento: el hombre ya no puede mirar hoy la locura objetivamente sin que esta mirada le devuelva una imagen objetivada de sí mismo; sin reconocerse a través de ella como objeto. Hoy se observa (al loco) con, a la vez, más neutralidad y más pasión. Más neutralidad porque en él van a descubrir las verdades profundas del hombre, estas formas dormidas en las que nace lo que él es. Y más pasión, también, porque no se podrá reconocerle sin reconocerse, sin escuchar en uno mismo cómo ascienden las mismas voces y las mismas fuerzas, las mismas luces extrañas. BIBLIOGRAFÍA: 1.- Deleuze, G. (1987): “Foucault”. Barcelona: Paidós. 2.- Foucault, M. (2000): “Historia de la locura en la época clásica”. Tomo I y II. México: FCE.

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