Al Abrir Los Ojos...

Promoción 2010 - 2014 Primera fila: Jhonatan E. Checca Flores, Mae, Evelin Sara Quenaya Condori, Rosa Elena Arango Sánch

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Promoción 2010 - 2014 Primera fila: Jhonatan E. Checca Flores, Mae, Evelin Sara Quenaya Condori, Rosa Elena Arango Sánchez, Yemileth Zenovia Flores Burgos, Alberto Aldair Rojas Calle. Segunda fila: David, Érika Celeste Tesillo Flores, Lizbeth Perlita Tipo Sardón, Donnyh Alcázar Álvarez, Fabián Yair Vélez Coronel, Milguar Aarón Silva Cerrato, Áxel Ríchard Cutimbo Ccapa, Fernando José Ticona Luiz. Tercera fila: Rubén Jesús Barrenechea Flores, Danny Hernán Checca Achata, Edwin Ismael Chata Saravia

Faltan Guadalupe de los Ángeles Mamani Carrillo, Giomar Mamani Samata, Fernando Rojas Flores y Calef Mendoza Ayvar.

VÍCTOR ARPASI FLORES Relatos escritos para los estudiantes de los ciclos VI y VII de la I.E.P. Francisco Fahlman Selinger que, en algunos casos, fueron utilizados para el desarrollo de las clases, evaluaciones escritas y ejercicios o lecturas en aula.

Agradezco a la Prof. Rhilma Fuentes de Galdos, Directora de la I.E.P. Francisco Fahlman S., a la Prof. Nora Gabriela Cam H. de Changa, Docente de Inglés, al Prof. Alberto Colana Cuaila, Docente de Historia, Geografía y Economía, y a don Hugo Román, nuestro Promotor… quienes me orientaron, en todo momento y me apoyaron con ideas y documentos para el mejor desempeño de mis funciones. Asimismo, va mi agradecimiento a los profesores Carlos Choque, Carmen Ccopa, David Latorre, Germán Parillo, Alfonso Ramos, Guillermo Curasi, Evanjelina Roque; a las profesoras Aidé, Noemí, Estalini y Zoila y a los profesores Oscar Cusacani y Reynaldo Calizaya del nivel Primario y a la profesora Deni Nina de Inicial… a la Sra. Maruja de Gutiérrez, a la Srta. Nely Mendoza, a don Luis Muchaipiña… y todas las personas que también me ayudaron en mi labor docente y otras actividades inherentes a la misma. Gracias por todo.

ii

Con fraternal aprecio… a Rosa Elena Arango Sánchez, a Guadalupe de los Ángeles Mamani Carrillo, a Yemilteh Zenovia Flores Burgos… a Kendy Lucía Challa Añari, a Linda Eva de Jesús Mayta García, a María del Pilar Apaza Vilca… a Uds..mi eterno agradecimiento porque veo en Uds un ejemplo de la generosidad de los estudiantes del Fahlman.

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Dedico este sencillo trabajo a mis alumnas y alumnos del Francisco Fahlman Selinger. Para Rosa Elena, Guadalupe de los Ángeles, Lisbeth Perlita, Yemileth Zenovia, Donnyh, Evelin, Dany, Iskra, Érika, Edwin, Rubén, Áxel Richard, Calef, Milguar, Fabián, Fernando José, Alberto, Jhonatan, Giomar, Fernando, , … y… muchos más del 5° grado, Promoción que el destino ha de deparar la conquista de vuestros ideales. Id con Dios. Para Linda Eva de Jesús, Kendi Lucía, María del Pilar, Kamila, Jean Pool, Álvaro, Flavio, Hannah, Lilia, Katherinee, Berly,, Lizbeth, Felipe, Jefferson, Mario,,Erick, Enmanuel, Diego, Lucero, Dhara, Rocío, Joel, Fiorella y… todos los del 4° grado, futura Promoción de 2015. Para Emma, Anthony, Andrea, Vanessa, Adriana, Óscar, Dhennys, Carlos, Juan Diego, Nilsson, Mariam, Érika, Mélany, Paulo, Mauricio, Luis Ángel, Melissa, Stefanía, Keffer y Fiorella…, y todos los del 3° grado. Para Diana, Miluska, Nicole, Michael, Jesús, Marcos, Cielo, Jéremi, Félix, Rodrigo, Carlos, Luis, Jeb, Diego y todos los del2° grado. Para Yénifer, Thaylí. Eva, Karen, Grecia, Marilyn, Haziel, Diana V, Diana C., Claudia, Anthony, Arnold, Jefferson, Kristopher, Emanuel, César, David, Giovana, Andrés, Wanders y todos los del 1° grado. , Al nombrarlos, en realidad, nombro a todos quienes fueron mis alumnas y alumnos en estos diez años de experiencia docente, y les agradezco su paciencia para con mi persona y por ser, más que alumnos, amigas y amigos…

iv

LA CONSTANTE HUMANA… El ser humano se caracteriza por su empeño en lograr las metas que se propone. Nada que perdure o satisfaga con felicidad se consigue sin esfuerzo. Ésta es una constante humana; por eso la cuesta de la civilización está marcada con los hitos que han puesto —muchísimas veces—las personas y los pueblos con sudor, lágrimas y sangre. A veces las derrotas o los fracasos son incentivos para lograr el triunfo. Aunque debe ser el motor de nuestros actos la nobleza o la gratitud, porque poseen el milagro de la vida y el don de la razón, de los sentimientos y de la voluntad, y, en mayor medida, porque somos realidades o entes sociales que precisamos ser solidarios para sentirnos humanos. No debemos olvidar que si se fracasa en una empresa o en el logro de una meta, no es digno buscar un culpable, cuando sabemos que el culpable es uno mismo. Asumir la responsabilidad es el primer paso para conseguir el triunfo. En esta lucha permanente que significa la vida, no hay mejor conquista que la conseguida con honestidad y valor. Si el triunfo ha significado sacrificio dado con alegría, el galardón aun es más meritorio. Es lo mismo que luchar por gratitud; tiene mayor profundidad y valía que cuando se triunfa solo por el éxito mismo. PMC

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D

A manera de presentación

iez años. Recuerdo que cuando me pasaron la voz de que me buscaban, me hallaba esperando la combi para bajar a la ciudad a fin de hacer alguna gestión. Bien, tenía que ir para ver de qué se trataba. Vamos a hallar la respuesta a la interrogante, me dije. Y llegué al Francisco Fahlman, cuya dirección quedaba en la calle Ayacucho. Un pasadizo que había recorrido en otras oportunidades, cuando en ese lugar funcionaba la Superintendencia de Contribuciones o algo así. Allí, la directora, profesora Rhilma Fuentes me comunica que la profesora Evita Zeballos, profesora de Lengua y Literatura, había fallecido y que había indicado que si necesitaba a algún docente para que la reemplace sea yo esa persona. Dos sorpresas: Saber que la profesora ya no estaba con nosotros. La profesora Eva Zeballos tuvo la gentileza de escribir las palabras introductorias de mi libro de acentuación y tildación que había escrito. Y el saber que se había acordado de este servidor como quien le debía suceder en su cargo conmovió mi sentimiento. Ese día prometí dedicarle el diccionario de ortografía que el terremoto del 2001 había interrumpido su preparación, pero que, pasada la conmoción de no tener casa, nuevamente había retomado dicho trabajo. Y se presentó el dilema que una vez se me presentó en la vida. ¿Qué hacer? ¿Enseñar o seguir con mis tareas literarias y lingüísticas? Ante esta disyuntiva pesó mucho el noble gesto de la profesora Evita; sin embargo, tengo pendiente la promesa hecha en esa oportunidad. No seguí desarrollando el diccionario, sea porque tenía que preparar las clases, corregir…, o porque, a decir verdad, la tarea de ser docente me absorbió demasiado que hasta este momento no he podido cumplir dicha promesa. Y tengo que cumplirla. Creo que ella, desde donde se encuentre, ha de estar mirándome, y estoy seguro que siempre debe haberme iluminado cuando se me presentaron problemas de enseñanza y aprendizaje con los estudiantes. Creo, también, que es un deber ineludible cumplir lo prometido. Diez años… con logros y fracasos. Como todo en la vida. He conocido excelentes profesores que me dieron y me dan su amistad. Una amistad extendida, franca, solidaria. Mi corazón les agradece en silencio. Maestros al fin. ¡Qué decir de las alumnas y de los alumnos! Es el recuerdo gratísimo de estos diez años de labor docente. Comencé a tratar a los adolescentes, muchachos y jovencitas de 16 a 18 años en la Universidad, en la Escuela de Lingüística y Literatura. Yo, una persona de 40 años en ese tiempo, aprendí mucho de ellos: Su dinamismo, resolución y valor en defender sus ideas, su lealtad y solidaridad fueron para mí en esos años inapreciables experiencias. Siempre hubo para mi persona una palabra de comprensión y ayuda. Si terminé la carrera fue gracias a ellos; y su manera de ser me hizo querer a esa tierra, Arequipa, y a su gente. Ahora he tratado con púberes y adolescentes, una realidad diferente; pero, poco a poco, los estudiantes del Fahlman me fueron enseñando cómo ser docente. Su propia paciencia en escucharnos me dieron paciencia; su propia afán de aprender, me impulsaron a estudiar. Es decir, más que docente he sido un alumno de ellas, de ellos. Ojalá no haya sido un mal estudiante. Producto de estos diez años hay en mi computadora muchos trabajos preparados para las clases. Relatos, descripciones, ejercicios de ortografía, de gramática oracional y de gramática textual, poemitas.,y muchos textos más.... Pues, no sé si para bien o para mal, tengo el prurito de no utilizar ejercicios ya usados, salvo que sirvan para algunas comparaciones. Esta forma de trabajo me ha servido para que vaya aprendiendo un poco más: ya que las tareas las construía con mucho cariño; tenía la esperanza de que ayudarían para que los estudiantes mejoren su dominio del idioma. Pienso que algo se ha avanzado en estos diez años. Por supuesto, no todo ha sido un lecho de rosas, como suele decirse popularmente. Hubo tropiezos, frustraciones y ciertas circunstancias que es mejor no recordar. Acuden a mí estos grados recuerdos: las palabras de un compañero de estudios de Lingüística y Lingüística e la UNSA, Javier, y las de una alumna del Fahlman, Leticia, que tienen cierta similitud. Creo que las recomendaciones que me diera mi padre, don Julio, un día antes de partir al viaje eterno, no han sido en vano: Comprender a los demás, no insultar; saber escuchar, resolver antes que odiar y no guardar rencor es lo mejor de la vida. Leer las palabras de aquellos estudiantes, después de varios años, ayuda a soportar las vicisitudes a veces dolorosas de la existencia. Asimismo, ver las lágrimas de una alumna o alumnas por la despedida del cierre de año es tan maravilloso que uno olvida todo lo malo. Escuchar que un alumno le diga como despedida «Ha sido un gusto conocerlo» o que otro le pregunte si uno va a seguir el próximo año, son gestos, son palabras que reconfortan y compensan el esfuerzo. Por eso digo, con el sentimiento más puro que puede tener mi espíritu: Gracias, alumnas, alumnos. En estos diez años de labor docente ustedes me han dado lo más maravilloso que he vivido. En este décimo año, nombraría a uno y otro, a una y otra. Yo sé que ustedes sabéis, ¡cuánto os aprecio y admiro! Gracias Prof. Rhilma Fuentes de Galdos, gracias profesoras, profesores, gracias padres de familia, gracias mil, alumnas y alumnos, razón de estos diez años de trabajo. Víctor Arpasi Flores

vi

Soneto de la amistad Aquí tienes mi mano amiga, ante cualquier circunstancia, No interesa si parece que no tuviera ya tiempo; ¡Siempre lo habrá! No lo olvides; porque pienso que mañana También has de dar el tuyo si alguien lo quiera un momento… La amistad es la paciencia que nos devuelve la calma; Es presencia que da al día las respuestas de lo incierto; Es comprensión en la duda y es ayuda en la desgracia, ¡Convierte los sinsabores en un algo pasajero…! Yo soy amistad, segura, de ayer, de hoy y mañana; En las buenas o en las malas; bajo el grito o el silencio, Siempre habrá la voluntad de estar a tu dicho atento… La amistad es universo; es árbol, camino, día; Es caminar conversando, de tus problemas y el mío: Es ¿sabes? sentir a Dios entre los dos que camina… VAF

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Soneto de la juventud y la primavera ¡Primavera tierna y dulce! Cuando llegas traes lumbre Y un incendio que devora la hojarasca y las espinas Que en el alma convirtieron una amarga pesadumbre, En puñal que la torpeza o nos mancha o nos lastima. ¡Primavera, luz y brío de ternura adolescente…! En ti se hallan los vástagos que renuevan el cansancio; En ti bullen la esperanza y el ímpetu emergente En ti, la juventud ínclita que es imagen de entusiasmo. ¡Juventud y Primavera!, sois dos ríos luminosos Que humedecen con la vida pedregales y desiertos, Y los vuelven mil oasis de fruta, de paz y cielo… Juventud, sol y tesoro, riqueza de todo pueblo, No olvides que es el estudio lo que te da fortaleza Y es el hogar y tu escuela quienes guían tu certeza…!

VAF

viii

LA LECTURA (Una reflexión) La lectura es la mejor actividad para aprender a conocer el mundo. No sólo el mundo que nos rodea, sino aquello que se encuentra lejos de nosotros. Lo real y lo irreal. Lo objetivo y lo subjetivo; aquello que es material y aquello que se encuentra en nuestro espíritu y en el de otras personas. La lectura es una maravilla. ¿Cómo es posible que con unos cuantos signos podamos abrazar toda la inmensidad de la vida, de la existencia? En la vida tenemos seres de todo tipo, concretos y abstractos, que vemos y que no vemos. Tenemos alegrías, tristezas y sentimientos como el amor que nos hace tanto bien, o como el odio que nos causa terrible daño. En la realidad existen nuestros más amados familiares y también extrañas personas, tan cercanas o tan lejanas a nosotros, que a veces nos sorprenden con su inteligencia, su buen humor, o nos apenan y hieren con sus malos procederes. La realidad es múltiple, variada, amplia, profunda y a veces inaccesible. Algunas veces la llegamos a conocer algo; otras, casi nada… La realidad también eres tú, él, yo; somos todos nosotros más ellos; lo que está aquí y más cerca aun, y lo que está allá y más allá… Es una integridad, y no la alcanzamos ni la conocemos en su totalidad. Y he aquí, felizmente, tenemos una amiga formidable, bellísima amiga, que nos ayuda a compenetrarnos en esa realidad, y esa amiga se llama Lectura. La lectura es la mejor compañera que nos guía en el conocimiento del mundo y de la vida. Si se trata constantemente con ella, nos va a dar inteligencia, capacidad para enfrentar los problemas, y lo que es más provechoso, va a darnos al espíritu la comprensión para que se aprecie más a los padres y al prójimo, al amigo y a sus padres, a sus parientes, a los compañeros de clase, a las personas extrañas, a los animales, a las plantas y tantos seres más. La lectura nos da una mejor manera de ver las cosas. Hará más mujercita a quien es niña; más hombrecito a quien es varón; en total, nos hará más humanos, que es algo que se debe construir momento a momento. La lectura es la llave de la maravilla. Con la lectura se sabe de relatos, fábulas, novelas y cuánto más. Se deleita con los hermosos mitos y leyendas de pueblos antiquísimos, cómo se creó el mundo, las estrellas, cómo apareció el hombre y la mujer sobre la Tierra. En fin, la lectura, en sí misma nos hará conocer más a Dios y a nosotros mismos y a la progenie humana, porque hemos nacido humanos, pero sólo seremos tal si nos comportamos como tales, y eso se logra leyendo. ¿No es extraordinario? La lectura es la llave que abre el cielo y el infierno. La lectura es el árbol del bien y del mal. Leer es el acto que enseña a conocer de verdad. No perdamos de nuevo el paraíso; más bien encontrémoslo a cada instante leyendo.

PMC

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¡BIENVENIDOS!

Permitidme, por favor, Dirigiros la palabra; Buenos días os dé Dios, En esta hermosa mañana; Y a usted, señora Directora, Nuestro aprecio con el alma; Y al Promotor, el saludo Nuestro corazón le alcanza; Y a todos los profesores Este sentir que os abraza Con gratitud y promesa De ser más con su enseñanza; A los papás, padre y madre, Solo me queda decirles Que sois la columna clara Que apoya nuestra esperanza; Y a ustedes, niños y niñas; Del Inicial y Primaria; Reciban con alegría Estar en la Escuela Fahlman; Y a ustedes, de Secundaria, Jóvenes y señoritas, Os damos la bienvenida Con esta humilde palabra.

Es preciso renovar Una promesa que nazca Con seriedad y energía, Con voluntad acerada, Ser mejores cada vez… Porque lo exige la Patria, Y esta tierra que nos brinda Cada día su alborada… En este día sereno Prometamos con el alma, Ante Dios, Moquegua y padres, De entregar en nuestras aulas Todo el esfuerzo que exija El estudiar y sus prácticas; Que han de ser gran provecho Para ser algo mañana; Practiquemos la honradez También la acción solidaria, No perdamos el respeto, Seamos personas gratas; Que el insultar no nos manche, Practiquemos la templanza Y valores que engrandezcan Nuestra calidad humana…

¡Bienvenidos, bienvenidas, A esta también vuestra casa! ¡Nunca jamás olvidemos Que sois del FRANCISCO FAHLMAN! (Poemita declamado por el alumno Jéremi Gutiérrez N. a inicios del año escolar 2014)

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Contenido

Agradecimiento ( ii ) Agradecimiento (iii) Dedicatoria (iv) La constante humana (v) A manera de presentación (vi) Soneto de la amistad (vii) Soneto de la juventud y la primavera (viii) La lectura: una reflexión (ix) ¡Bienvenidos! (x) Contenido (xi) Imágenes del recuerdo (xii) Al abrir los ojos y otros relatos (1) El nombre (1) El paquetito ( La noche del espejo (3) La sentencia (4) La puerta (5) Al abrir los ojos (7) Ciego (8) Así murió (8) El regreso… (9) El agua es vida (10) Y se perdió en el infinito (11) Los dos verdugos (13) Un muchacho sencillo (14) El encantador de serpientes (18) El amor materno en la naturaleza (20) La espuma (21) El castigo (21) ¡Qué inocencia! (22) He vuelto (22)

La hazaña (23) El encuentro (23) Somos lo mismo (23 La leyenda (24) Iba y venía… (25) El toro (25) El creador (26) ¿Solo un trapo rojo? (26) La casona (27) El último deseo (28) La cometa (28) El encierro (29) El secreto del guardián (29) La viuda (30) ¡Usted es la culpable! (31) No fue un día como cualquier otro (32)

El árbol (34) Durante el sismo (34) La felicidad (35) La caída (36) La entrevista (37) El camino hacia el futuro (39) El corredor (41) La promesa (42) La risa (42) La guerra de las palomas (42) El salto (44) La serpiente (44) El Hada de ka Maravilla (45)

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6 1. La Prof. Rhilma Fuentes de Galdos, Directora de la I.E.P. Francisco Fahlman, en la clausura del año 2008. 2. Desfile de Fiestas Patrias: Prof. Alberto Colana C., Padre Braulio Chou, el autor, Prof. Celia Machaca. 3. Texto de Javier, compañero de estudios de la Escuela de Lingüística y Literatura de la UNSA, por las fiestas navideñas. 4. Texto de Leticia al terminar sus estudios secundarios y por motivo de la Navidad. 5. El autor desfilando por la I.E.P. Francisco Fahlman y el prof. Germán Parillo. 6. El autor en el patio del primer local de la I.E. y una barca en plena navegación.

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AL ABRIR LOS OJOS… y otros relatos

EL NOMBRE

L

e habían dado un nombre, y todos lo utilizaban para llamarlo. Él escuchaba y respondía. No faltaba quien con mucho cariño lo llamaba con diminutivos. Le parecía empalagoso y hasta irrisorio; si ahora él ya se sentía todo un hombre, un poco

manera de divertirse, de sentirse integrado. Él era diferente, se decía... Sus compañeros de salón, eran precisamente eso y nada más. ¿Qué quería? ¿Amigos? ¿Podría hablarse de amigos a esa edad donde los cambios son algo común? De verdad no sabía qué quería; pero sí estaba consciente de que tenía su nombre, era la costumbre, la tradición, la ley...; no lo sabía, simplemente tenía que tener su nombre, y eso le bastaba, pero no le servía de nada. Pasaron los días, y los mismos rostros, las mismas palabras; hasta se diría: los mismos sucesos. Rostros iguales. ¿Iguales? Sí; pero algo había cambiado; algo que desconocía ¿Desde cuándo? ¿Recién? No sabría decirlo. ¿Importaba? La miró nuevamente. Sí, sí, era diferente. Escuchó su voz, y le pareció extraordinaria. Le oyó reír, y de verdad le era algo inusitado.

más y se pondría a fumar con fruición un cigarrillo, pero no lo hacía porque sabía que era dañino para la salud, y para qué complicarse la vida, ni tonto que fuera. ¡¿Diminutivos?! Vaya, vaya, como si fuera un bebito. ¿Su nombre? ¿Qué le decía su nombre? Nada, de verdad nada le decía; sólo le servía para responder si le llamaban o para decir que su nombre era así o asá; nada más. Le preguntaban por su nombre; él respondía, pero no lograba identificarse con la estructura de sus sonidos. En realidad era un nombre como cualquier otro.

Sonó el timbre del recreo. Salieron en tropel. Él salió con su habitual parsimonia. Al salir, escuchó su nombre. Su nombre pronunciado por aquella voz maravillosa. Su nombre adquiría forma y sentido. Se fue reconociendo en esa palabra y la sintió más de él. Ese nombre era él y estaba siendo pronunciado por la voz que le sonaba diferente, ¡música divina!, se decía exagerada y mentalmente. Su nombre había sido pronunciado por aquellos labios; y al escucharlo comprendió que se había identificado con el mismo. Volteó, la miró, y balbuceó ¿Sí?, ¿me llamabas? Y vio que todo era distinto como si el sol se pusiera a retozar en el recreo del colegio.

Habían comenzado las clases. Los primeros días fueron pasando con su lentitud inicial... Así le parecía. ¡Bah!, pensaba, parecen niños. Los días se volvieron rutinarios y no encontraba la

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EL PAQUETITO...

C

orrió. Parecía que la muerte le perseguía. Tal vez... Sí, sí, era la muerte que iba tras de sus talones. Y corría despavorido. Verle el rostro, era ver a la cruel agonía: daba espanto. Sus ojos, oscuros, relámpagos de fiebre, rompían sus órbitas. Llovía. Y llovía un infierno de fuego en la ansiedad que lo flagelaba... El hombre se detuvo. Quien lo mirase, en ese momento, hubiera visto una fiera convulsa, acorralada; pero el enemigo que lo martirizaba estaba en sí mismo, devorándolo.

susurrar: «Hijo, no, no lo hagas, es...es...», y la noche cubrió sus ojos trágica e imperturbablemente. Él, ciego, sin pizca de culpa, tomó el sobrecito y loco desapareció del lugar. Salió a la calle

Su brazo desleía rojiza mancha. ¿Sangre? ¿de quién? ¿de él? ¿de otro? La pregunta rompía su razón; pero debajo de las ramas del sauce del viejo parque, donde muchas veces su niñez persiguió gorriones; allí, encogido hundió las garras de sus dedos en la ropa y desgarró brutalmente la manga ensangrentada. En su recuerdo resonó el grito de aquella mujer que desesperada trataba de ocultar aquel paquetito que con cuánto sacrificio él había comprado. El demonio, que habitaba en su interior, le ordenaba conseguir el paquete suceda lo que suceda. Incluso que matara. ¿Qué le significaba matar? ¡NADA! Quitar la vida a otra persona no le significaba nada, ¡NADA! Le era indiferente. Instintivamente sabía que sólo quería aquel paquetito para vivir, porque moría por esa ansiedad inasible, traicionera, insufrible; y no quería morir. ¿No quería morir? Sólo era ese dolor caótico. Sentía que estaba siendo triturado por los dientes de un monstruo asesino. La droga le carcomía la entraña. Su madre lanzó el horrible grito cuando el hijo reventó en su cabeza aquella botella repleta de alcohol. El cristalino líquido se desparramó enrojecido por la sangre de aquella desesperada madre, que apenas alcanzó a

huyendo de su demonio; pero éste se solazaba en su alma y le hincaba el tridente en sus agotadas carnes. El hombre, levantando la cabeza como si desafiara el destino, tomó el pequeño envoltorio y lo abrió ávido, y tal si fuera la vida misma absorbió el polvillo blanco que en él se encontraba... Luego, el papelito, vacío, inocente, cayó al suelo... El hombre, en vez de sentir la recuperación que esperaba, sintió fuego derretido correr por su sangre. Fue una violenta hoguera la que comenzó a devorar sus sentidos, sus células. El grito terrible que iba a lanzar su tortura, apenas llegó a su garganta y quedose ahí apretando, apretando... Luego como un monigote cayó tratando de atrapar el aire con los dedos. En el papel que jugaba con el viento, podía leerse: «VENENO PARA RATAS».

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LA NOCHE DEL ESPEJO

E

staba la tarde en ese momento no sé en qué. No sabía si ya estaba de noche, aunque la oscuridad la presentía próxima. En el poniente del cielo, el ocaso perdía su rojo intenso en sombras cada vez más negras. En ese límite de lo indefinido, me encontré inesperadamente con él. ¿Quién era? No lo sé. No lo conocía. Bueno, así lo creía. Mi mente no asociaba su rostro con ningún recuerdo mío. Lo miré como si no lo mirara. El lugar no ofrecía seguridad: eran los límites de la ciudad. Quise desentenderme de su presencia como si no me preocupara e hice notorio un andar descuidado tratando de ganar la otra calle. Pero, su voz trémula me detuvo. Pronunció mi nombre y al mirarlo fijamente vi frente a mí un par de brazos que se abrían como alas negras. Vi su sorpresa. Mis ojos buscaban en mi mente aquel rostro, aquella voz. No recordaba haberlo visto; tampoco el sonido ni el eco de ese tono en las palabras. Sucede a veces que uno tiene amigos o rostros cercanos y conversaciones en momentos que parecen eternos que pese a todo uno no toma en cuenta; momentos que el olvido los va cubriendo con otros recuerdos, con otros momentos. Y estaba allí con su sorpresa. Su rostro me parecía una sombra, precisamente, como ese mismo momento perdiéndose en la noche... No lo recordaba. No tenía ni la menor idea de quién era. Sin embargo, el atropellamiento de sus palabras demostraban cómo me conocía, y los acontecimientos vividos entre ambos fluían incontroladamente en un lenguaje que asaltaba uno tras otro los sucesos que se le escapaban. Veía mi niñez, mis tropelías y mis sandeces en sus palabras. A ratos balbuceaba un turbio recuerdo y se quedaba ensimismado, triste. De pronto una risa inusitada asaltaba su boca y la

carcajada resonaba en la casi tarde con estentórea persistencia. Yo no sabía qué hacer. Sólo me preguntaba ¿dónde lo he conocido? ¿Dónde? ¿Cómo se llama? Tenía vergüenza de preguntarle su nombre; temía tal vez ofender su

expresividad de afecto si le preguntaba de qué me conocía. En este ofuscamiento me vino una sospecha de repente y me asusté; pensé que quizás este «amigo» había averiguado muchas cosas de mí, y ahora pensaba asaltarme y me estaba dando confianza. Busqué instintivamente con qué defenderme. Felizmente no tengo nada de dinero, me dije. Le escuché decirme que le parecía que yo dudaba de su persona, o seguro quizá no me acordaba de él. Negué radicalmente que no lo conocía; hice un trabalenguas para que tuviera la certeza de qué sí sabía quién era. En realidad, lo desconocía totalmente. Empero, buceé en mi memoria: los recuerdos, sí los había vivido; mas seguía la interrogación machacando mi cerebro con aquel terrible ¿quién era?: no lograba ni adivinarlo. Sus palabras provenían ahora de una persona ebria. Su brazo izquierdo sobre mis hombros me proporcionaba calor. Su brazo derecho gesticulaba al

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ritmo de su voz, a ratos suave, dulce, armoniosa, de improviso rompía su cadencia y prorrumpía en maldiciones. No estaba ebria. La emoción lo envolvía en ira o en un profundo desprecio del cual salía a duras penas en un estertor de agonía. Al salir de este abismo, reía desaforadamente. Trataba de comprender este encuentro. Lo aparté de mí: Está demente, me dije. Sus ojos estaban ahora entrecerrados. Parecía como que había llorado. Se alejó de mí, y se fue a sentar sobre una pequeña roca. Lo observé. La noche venía ya de golpe sobre nosotros. Quedó en silencio. Inusitadamente se levantó y nuevamente el silencio fue roto con el rítmico trote de sus palabras. Habló y habló. ¡Dios! Fue interminable. Habló del dolor y la soledad, del desprecio y el abandono, de las heridas que la traición embarra con ponzoña y burla; habló de la muerte y del adiós que se cubre con el lamento hipócrita; gritó alaridos preñados de odio; habló del engaño, de las minucias que nos quitan la vida; su voz reclamaba venganza, y una risa quebrada golpeaba sus labios; su voz machacaba creencias, supersticiones, ritos; rompía su palabra en

vibraciones al hablar de la esperanza, de los oasis, del desierto; su grito amargo transformaba su rostro hórridamente. En la noche las blasfemias se sucedían unas a otras; el rencor lo arrastraba entre los guijarros...Comenzó a llover. Pero su voz seguía imperturbable en ese río cenagoso de improperios. Era una larga cadena de hierros apretados en la carne viva de un condenado. La lluvia seguía aumentado el grosor de sus gotas. Mis ojos elevaron su vista para mirar el cielo. Las nubes lo habían vuelto oscuro. En medio de esta barahúnda de sensaciones y palabras, vi desenroscarse lenta y torvamente una serpiente larga, larga,... Quedé absorto. El cielo desencadenó su aguacero. El agua golpeó mi rostro. Como si despertara me acerqué al «amigo» para hacer que se guareciera: ¡sólo hallé un tarro de basura...vacío! Asustado corrí bajo el alero de una casa vecina, y protegiéndome bajo estos aleros fui entrando a la ciudad que brillaba de luz en medio de la cortina acuosa. De pronto se hizo la oscuridad: habían cortado la energía.

LA SENTENCIA

V

erlo, fue un golpe para su memoria. Recordó las veces que fue vapuleado por la ira, pero más por la burla de ese niño, que ahora hombre, «hecho y derecho», como dirían los viejos de aquel entonces, lo tenía delante. Parecía que los días se agolpaban en su cerebro viendo las travesuras de aquel pilluelo que hacían de blanco a los profesores, e incluso le llegó como una luz cuando aquella mano, entrenada, lanzó la almohadilla mojada con tinta a la cabeza del profesor cuando éste se hallaba de espaldas escribiendo en la pizarra, lo que causó la hilaridad de todo el salón; y

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que a él le ocasionó la suspensión de una semana de las clases, y la reprensión de sus padres con la sentencia de que nunca iba a tener compostura; en realidad, fue acusado por aquel diablillo que nunca hacía nada malo: pues, antes le había manchado los dedos con tinta... Ahora lo veía frente a él con su semblante de muchas calles e infinitas experiencias. Le miró sus ojos, y observó que la astucia y sinuosidad un tanto ingenuas en aquellos años se le habían acentuado y expresaban la fiereza contenida del asalto premeditado. Fue el bacancito del salón. Experto en el barullo y en la amenaza. Hablaba de las cosas de adultos como si las conociera al dedillo. Por sus manos pasaban las revistas altamente excitantes. ¡Bah!, ¡poca cosa!, decía. Sus compañeros eran niñitos frente a él, que era un verdadero hombre. Ahora lo veía delante de él hecho un ‘hombre’; pero ¿qué clase

de hombre? El tiempo y las vicisitudes como los logros de la vida, le habían hecho olvidar aquellos y otros sinsabores, que consideraba propios de la niñez, necesarios en la formación humana. Pero el destino nunca pierde la oportunidad de darnos sus lecciones y de decirnos si hemos hecho bien o mal. A aquel antiguo compañero de clases a quien había olvidado y, tal vez, perdonado, ahora lo veía frente al estrado hecho un avezado delincuente. Y, como tal, tenía que recibir la sentencia que él, como Juez, tenía que darla. Todas las pruebas señalaban que el crimen había sido cometido con todas las agravantes. No podía perdonar, así quisiera. Y dio su sentencia, y al darla vio cómo se aplastaba la almohadilla llena de tinta en el cráneo del profesor, y escuchó las palabras de su padre que le decía que nunca iba a tener compostura.

LA PUERTA

L

as gentes pasan y pasan por mi lado. Veloces, confusas, zigzagueantes, neblinosas. Sin embargo, la luz asoma por el sonido de mis pasos. Avanzo en medio del tropel humano. No me fijo ni en sus rostros ni en sus cuerpos. Todos van a un punto, que acaso ni siquiera lo sepan, ni menos lo vislumbren. ¿Como yo? Alguien ríe, alguien grita. ¡Uf!, las calles son algo callado, poblado de extraños sucesos, de ropas que hablan, de cigarros agazapados, de ruidos que ladran, que muerden, de automóviles mudos que derriban silencios, de parejas rodando en sus extremidades, de risotadas enroscándose en la humedad de las lágrimas; y muchos panes devorados por perros, mientras yo muriéndome...

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Mas qué importa. Si he roto la celda que maltrataba mi libertad. Sus paredes levantadas por la cólera y la vulgaridad yacen hechas polvo. Mientras odio resumían las palabras claveteadas torpemente en las piedras calizas, algo de calor humano latía en el hierro de mi tortura. Moría. Sí, moría a cada momento. Sentía aumentar un vacío que lo llenaba con mis pensamientos. Y tanto ¡tanto! fui dándome a ese hoyo negro, que me he quedado sin mí mismo. Ahora ese vacío soy yo. ¿Tengo que serlo? ¿No hay otra alternativa?

manos quiebran las horas que martillan mis sueños: volutas disueltas por el viento frío. El insomnio apretuja el recuerdo; lo acorrala, lo agiganta. Sigo caminando por las calles y el insensible ruido va rodeando mis pasos y la luz se disuelve en pequeñas gotas oscuras, negras... Ya no hay gentes. Por mi lado pasan ahora puertas y puertas: cerradas todas. Más allá fueron quedando los destinos de otras gentes; y todo, todo fue quedando tras de mis pasos poco a poco. Ahora, siguen puertas y más puertas; todas cerradas desde aquella vez que deshice mi maldita celda. ¿He dicho mía? ¡Qué ironía! No, no era mía. Era una celda ajena, enemiga, lejana; pero que, allí, estaba cercando la vida de mi cuerpo y de mi mente; cercándolos hasta convertirlos en el amasijo de sombras que llenaba el vacío que me dejaban los pensamientos al huir hacia más allá de aquella puerta muda. Pero, ahora estoy libre.

Miraba la puerta..., ¡la puerta!... ¡Quién la haría! Por esa puerta entré sin saber el porqué a la celda. ¿Fue la fatalidad de la desidia, del abuso?; ¿fue la consabida frialdad del papel membretado? La muerte se convierte en el enemigo diario, oscuro, mediocre, que se recrea en mil congéneres que como arañas patudas deshilachadas en redes y redes nos atrapa y disuelve en desesperados trances. La muerte es la puerta del límite inasible.

Ahora, ando por estas callejas; y de esto hace ya tantísimos años que sigo así ¿Hasta cuándo? Ya no hay viento, ya no hay ruido. No siento ni el silencio. Sólo yo y el nudo gordiano de lo cerrado, abierto ya. Sur y Norte aquí en mi centro, Este y Oeste confundidos; de tal manera que mis huellas digitales se hallan destrozadas. Aún las astillas de las odiadas maderas de la cruz siguen hincando mi sangre. Aún arrastro el alarido de los golpes secos de las balas en mi cuerpo. Aún escucho las sirenas y me alumbra el resplandor que enmarcó mi fugitivo cuerpo. Aún siento la neblina de la celda cubriendo mi cara. Y corro..., corro... Aún creo que hallaré una puerta abierta, aunque sea en el último segundo de estos lentos pasos de mi sangre abierta

¡Ah, si no hubiera existido, jamás mi cuerpo hubiera sufrido la prisión del odio; de aquél que proviene del poder del escritorio, de aquél que no tiene decisión más que ésa que viene de no se sabe qué inaccesibles lugares, pero que máquina bípeda e implume, cuánto más anodino y grisáceo se vuelve, afianza sus tenazas en su silla y se encrespa, se enfurruña y descarga su guadaña. Es el que en un rapto fatídico de oscurecimiento ideó la celda: seis límites; una tumba y le puso una puerta para diferenciarla. Allí me llevaron. Y entre gritos y puntapiés me lapidaron: ¡culpable! ¿De qué? ¿Por qué? Tantos años han, y aún no comprendo por qué me encerraron en esa huesa. Sin embargo, ahora me hallo libre. Mis pasos van socavando la noche. Mis .

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AL ABRIR LOS OJOS

S

e vio de pronto cubierto de niebla. Se dijo que por más espesa que sea, la niebla tenía que pasar. Pensó en el ardiente sol que en las áridas mañanas le violentaba la sed y lo apretaba a la seca tierra con la fuerza de la indolencia o de la desesperanza. Sin embargo, ahora, estiró los brazos y abrió las manos para atrapar entre sus dedos la espesa soledad de la niebla. Abrió y cerró los puños; luego, lentamente los fue abriendo, y en medio de cada palma trato de adivinar la leve gotita de agua que titilaba entre sus ásperas hendiduras. ¿Qué hacer ante la niebla que torva se adhería más a su cuerpo? Sabía que allí estaba una gotita, menudita, fresquerita, pura… Al percibir en su imaginación tal portento, la niebla se espesaba a su alrededor cada vez más como si le atenazara. Sus pasos eran dados con mucho esfuerzo, como si cortara con sus piernas una masa casi sólida..., que poco a poco fue introduciendo un miedo horroroso en su mente…Trató de mirar la gotita, cuando de pronto sus pies tocaron el vacío, y cayó y cayó en medio de un grito que le destrozaba la garganta. Sin embargo, en sus puños contraídos por el vacío que tajaba sus carnes la gotita seguía titilando pura, inocente, calladita. Su cuerpo rebotó al tocar la profundidad de la sima adonde había caído. Sus ojos huyeron hacia las lágrimas y sus labios musitaron algo parecido a una palabra. De pronto, a su rostro llegó el látigo terrible de la canícula. Abrió sus manos, y allí las gotitas fresquecitas de la niebla recibieron

alborozadas otras dos gotitas, eran dos lágrimas de su vacío... Sintió sed, una desmesurada sed. Miró sus manos, ajadas,

rotas casi, en el centro las gotitas de agua y sus lágrimas titilaban. Acercó sus heridos labios a las palmas que se habían unido guardando en su hondura aquel líquido bendito y lo bebió en un lento sorbo… La sangre empezó a bullir en sus venas… Levantose… y comenzó a ascender la escabrosa cuesta de aquel precipicio que presenció indiferente su caída. Al ascender, la neblina seguía espesándose, pero ahora le calmaba la fiebre que atizaba el fuego en sus venas. Sudaba y la sed iba en aumento. Cada esfuerzo de sus brazos magullados le apretaba el dolor, pero seguía. Algo le decía que allí, en la cumbre estaba la quietud de su sed atormentada y atormentadora. Y siguió. Estando ya con los últimos residuos de energía, alcanzó la planicie. ¡Al fin!, y sus ojos se cerraron agotados Y la bruma se fue diluyendo, diluyendo…Pasaron ¿minutos? ¿horas? ¿días? Abrió los ojos, al abrirlos, no había niebla, solo, allá lejos, un cerco de altas cumbres…

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¡CIEGO! La noche cayó sobre sus ojos de repente. ¡Dios!, gritó. Luego hincó sus rodillas en el polvo helado del camino. El viento golpeaba su cabellera y su rostro con rudeza; sin embargo él no daba muestras de sentir el latigazo frígido que bajaba de la cordillera. Quedose estático. Parecía una estatua. ¿Qué hacer? ¡Ciego en esa inmensa soledad! ¿Quedarse allí? ¡Dios!, exclamación que se refundía en su mente con dolor. El miedo comenzó a retorcerse en su imaginación y se vio muerto, helado…comido por los buitres y otros carroñeros que sinuosos pululan por la planicie... Un estremecimiento sacudió su cuerpo. Las lágrimas corrieron tibias por sus ásperas mejillas. El viento seguía ladrando en sus oídos. Casi él no escuchaba otro sonido más que el golpeteo de la sangre que se agolpaba en su cerebro. ¡Ciego! Recordó apenas el tropezón y la caída y el golpe… El dolor…Y de improviso: ¡la noche! ¿Por qué? ¿Por qué? Y emitió un gemido leve. Lloraba, mientras el frío atenazaba sus músculos…De pronto, un leve gemido. Un ruido de pedrusco que rodaban. ¡Dios!, felizmente que oía. Algo tibio rozó por su rostro. ¡Un animal estaba a su lado! ¿Qué era? Reconoció el olor: del animal. ¡Una llama!… Impulsado por la

desesperación sus brazos entumidos se extendieron para asirse del animal. Sus manos asieron el pelaje y se abrazó de aquel espécimen andino. Sus manos sintieron el palpitar del cuerpo del animal. ¡Gracias, Dios!, se dijo. Caminó trastabillándose. Sus manos se habían convertido parte de la piel de aquel ser que surgió de la noche… Luego voces y voces. Los pastores se acercaron a él… ¡Ciego!, resonó en su mente. ¡Hermano!, escuchó que decían. Luego voces a su alrededor. Su voz apenas musitó…¡Gracias, Dios mío…!

ASÍ MURIÓ…

S

intió el chasquido de los percutores de los viejos mosquetes. Una razón le impuso mantenerse delante del pelotón de fusilamiento: el dominio de su miedo. Su rostro acusaba la noche pasada en vela esperando la decisión final de sus captores. Sabía que la sentencia era la muerte. No estaba arrepentido. Su muerte, pensaba, sería el derrotero por donde irían otros, y muchísimos más, para lograr la libertad de la patria que aún no todos vislumbraban en sus amplios alcances. 8

campos; donde un animal era mejor tratado que aquellos miserables hombres y mujeres de piel cobriza.

Estaba allí, frente al pelotón de fusilamiento. Uno de los verdugos se le acercó y quiso vendarle los ojos. Hizo un gesto de rechazo. Haría frente a la muerte con entereza. La patria y Silvia eran el fuego que devoraba su corazón. La pasión por ella era la vida en su sangre; la patria era el corazón mismo que lo mantenía en pie. La inalcanzable Silvia, quien le impuso la dura cadena de la aflicción y que no hallaba más remedio sino en la muerte, estaba cerca y lejana. Era dolor y amor.

I fue a enfrentar a su destino. De los rebeldes, era el auditor de guerra, y la cobardía no cabía en su alma. Sus dos excelsos amores le infundían la fuerza suficiente para soportar las duras jornadas de la campaña. Ahora, ante los malignos ojos oscuros de los mosquetes, pensaba: «Si Dios hizo que toda criatura naciera libre; ¿por qué el hombre no tiene que serlo? ¿Por qué unos son libres y otros, esclavos?»... El chasquido de los percutores resonó en la frialdad de la cordillera. Y aquél, quien sería el mártir de la libertad del Perú, mirando a sus ejecutores sin rostros y sin nombres, se preguntó: «¿Sólo la muerte ha de liberarnos?». De pronto, el estampido de una descarga quebró el pesado silencio. El poeta, porque era poeta, abrió la boca como queriendo atrapar el aire que se iba a borbollones rojos de su pecho. Luego cayó de rodillas, y desplomose sobre la helada tierra… En el cielo, extendía sus alas el ave milenaria de las nevadas cordilleras como si rindiera tributo póstumo al hijo de la patria que nacía de la muerte de sus mismos vástagos…Así murió Mariano Melgar.

No, no moría por ella; pensaba. Miraba los diminutos orificios de los mosquetes de sus enemigos. Allí, delante de él, desconocidos iban a matarle. Su alma estaba llena de una decisión tenaz: ¡La libertad de la tierra donde había nacido! ¡La libertad de quienes más amaba! Su anciano padre, allá en la casona sobria, rodeado de sus hermanos y hermanas, lloraría su muerte. «¡Que Dios te proteja, hijo!», le había dicho; luego, el silencio y el enjugarse de lágrimas; el abrazo callado de la madre; las lágrimas de hermanos y hermanas… Y partió. Partió a la luchar por el ideal que había construido viendo a las humildes gentes de la sierra heridas, despreciadas y crucificadas una y otra vez en las minas, en los obrajes y en los

EL REGRESO…

V

olvió a mirar el espejo y este reflejó su rostro sombrío. Las lágrimas habían hecho surcos en sus mejillas. El tiempo pasaba sin dejar la sensación de su paso. No había pasado ni una hora de que su madre ya no lo acompañaba. El fatídico viaje de vacaciones cortó las alas de sus aspiraciones, de las tantas tareas que se había programado. Su madre no tenía reposo. Era la acción misma. Ahora, sólo quedaba este recuerdo que le laceraba. Quería llorar. Miró alrededor suyo y sólo halló silencio, soledad. Ya nadie lo acompañaba. ¿Qué hacer? ¿Enfrentarse

como lo hacía ella con decisión? ¿Lo haría? ¿No era ella la fuente de sus decisiones y la fortaleza de sus esperanzas? En su ensimismamiento, percibió un leve golpe en la puerta de calle. No se movió. Estaba aletargado. Los abrazos de pésame parece que le habían cansado. Rostros y rostros pasaron por su lado... De nuevo el insistente suave toque. ¿Quién será?, se preguntó. Hizo un gran esfuerzo y dirigió sus pasos hacia donde el sonido le urgía. Abrió… ¡Allí estaba su madre!

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EL AGUA ES VIDA aminó… a duras penas. Sus labios resecos no bebían más que el sabor salado de las gotas de sudor que el fuerte sol del mediodía extraía de su rostro. Le parecía raro que siguiera caminando. Ignoraba cómo se encontraba en tal situación y en tal estado. Lejos, muy lejos quedaba el recuerdo del agua que bebía a borbotones. Apenas se movían sus pies, apenas… ¡Agua!...¡agua!, gritaba su cerebro. Recordaba, como en sueños, o tal vez como si fuera una pesadilla, cuando vivía a la orilla de un riachuelo junto con sus padres y sus hermanos… ¡Cuántas veces se revolcó con su perrito en medio de las aguas frescas, cristalinas, dulces…! Ahora, ese recuerdo le martirizaba, pero también le impulsaba a seguir y seguir. Siempre le habían dicho que se caracterizaba por ser tenaz. Era persistente… Tenía que encontrar agua… En medio de su desesperación y sopor prometía adorar el agua. Iba a amar al líquido elemento como se ama a la madre de uno, se decía; como se ama al hijo; como se ama a la vida cuando nace o cuando quiere irse para siempre. El agua, ¡Señor!,... es la maravilla de la existencia, porque es la vida misma, es la vida mía. El agua es mi corazón, mi alegría… El agua…el agua… Y el pensamiento del caminante se perdía en las caricias fresquecitas del recuerdo… Pero el sol seguía cayendo como fuego derretido sobre el cuerpo insensible del hombre que buscaba el agua, el agua que ha tiempo había tenido en demasía y que no supo cuidar…

C

sacudido las prisiones de la muerte a las

que el sol ardiente y la caliente arena me lanzaran inmisericordes? Movió sus manos. Rojas y laceradas manos del perdido. Levantó su mano derecha hacia la boca, y tocó una leve gota de rocío que resbalaba. Su lengua hinchada quiso articular una palabra, sólo un leve ruido. De pronto, una gota más cayó sobre sus labios. ¡Qué sabor! ¡Qué dulzura! ¡Qué delicia! Otra gota más de frescura líquida rozó sus labios. Éstos pronunciaron la oración divina de la vida. Sus ojos débiles trataron de abrirse… Otra gota llegó a sus labios… ¡Bendita agua! ¡Agua bendita! Y las gotas fueron llegando a los labios del moribundo… lentamente, hasta que poco a poco la razón fue acudiendo a su mente… El hombre sacudió con dolor sus brazos. Su cabello había adquirido el color gris de la arena quemada del desierto. Siguió caminando. Era su sino. Seguir y seguir. Sus pies, en vez de arena, rozaba durezas ahora. Tenía roca viva bajo sus pies. Y su mente se perdió en el recuerdo. Por esos caminos había recorrido cuando la nieve los cubría. Las altas cumbres habían protegido sus sueños y sus esperanzas… Ahora, el futuro se vislumbraba sediento… Las nieves habían desaparecido. El fuego del cielo se empecinaba en absorber el agua congelada de esas altísimas cumbres. El futuro será de arena penetrante y piedra dura. Los días que vendrán serán de sed insaciable e inacabada. Y junto a la sed y

Se vio de pronto ante una inmensa planicie… O tal vez ante un inmenso vacío. A lo lejos puntitos y puntitos. Sintió que su ser adquiría una sensación de plenitud indescriptible. Miró su cuerpo y vio luz, sólo luz. ¿He renacido del desierto? ¿He vuelto de la nada? ¿He

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el sufrimiento se aparejará el odio entre los hombres. Y el caminante siguió caminando destrozándose las plantas y tratando de encontrar una gota de agua entre los resquicios de las ahora ardientes piedras de los Andes… Seguía la tortura, y antes, mucho antes, esperaba, en su valle la venida de las aguas de las altas nieves…, ahora sólo veía el fuego que se derretía sobre las piedras y…sobre sus hombros.

de ganancia y poder acuoso ilimitados! ¡Y son seres humanos! ¿O no lo son?, recorrió como la luz este pensamiento su mente. ¡Cómo elevar un grito ante el Mundo que conmueva la razón, el corazón y la voluntad del mismo ser humano? Todas las voces, todos los hombres y mujeres, como dijera, nuestro inolvidable César Vallejo, se acercaran al cadáver y le dijeran: ¡Vuelve a la vida, te amamos tanto!...Todavía es tiempo. Todavía no hemos muerto. Sigamos en el camino, como Pablo, llevando la voz a las gentes, y gritemos con la esperanza que actúa, que trabaja, que energiza, que mueve montañas, que crea mundos: ¡EL AGUA ES VIDA!...¡EL AGUA ES VIDA…!, clamaba el caminante del desierto…

Cansado… Agotado…, el hombre se miró a sí mismo. Vio desalado su martirio… ¿Se daría cuenta que todo lo que le había acontecido en el desierto y en las altas y heladas cumbres de piedra oscura era sólo el producto de sus propias manos? ¿Se daría cuenta? Tal vez. ¡Cómo hacer recorrer la misma ruta a quienes destruyen nuestro mundo, impulsados por las ansias

Y SE PERDIÓ EN EL INFINITO…

L

o hallaron en el borde de la acequia. Tenía la boca abierta, y en el rostro el rictus desesperado de quien le falta el aire. Su cuerpo retorcido entre las ramas húmedas mostraba los despojos de una vida perdularia: Los huesos quebrantados hablaban de una tortura hecha con meticulosidad desmedida. Parecía que le fueron quebrando los huesos uno tras otro hasta

el alarido más abyecto. Sus manos eran una criba. En vez de sangre goteaban de sus orificios agua oscura y purulenta. Le habían sellado los oídos con plomo. La piel quemada del pabellón de la oreja denotaba la furia infernal que poseía al torturador o torturadores. Las vacías cuencas de sus ojos decían de un acto desmesurado de odio. Al abrirle la boca, los dientes quebrados y astillados

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resumían la barbarie de alguien sin límites. La lengua estaba cortada en tiras; de cada tajo tronaba sordamente la maldición del dolor infinito. El cuero cabelludo tenía muchos tajos, sin orden y de diferente profundidad. El sadismo del asesino parecía no tener límites en su insania. Él, que observaba al raro cadáver, guardó en su memoria las líneas aparentemente revueltas de los cortes en la cabeza. Se dibujó en su mente el símbolo que los viejos sacerdotes del lugar temían (odiaban). Ese signo estaba cruzado por varios cortes como si se hubiera deseado borrarlo, luego de haberlo marcado. Lo recordó. No sólo él. Otros más comenzaron a darle formas en su recuerdo. Hablaban del muerto, primero un tanto temerosos, luego sus palabras abundaban de referencias... Habían oído sus palabras. Y no sólo sus palabras, sino que habían sido guiados en sus pasos por tortuosos caminos. A nadie hizo daño, susurraban. Más bien era solícito, se oía. Una noche de luna llena, en el Campo de las Amapolas, muchísima gente lo rodeó entre risas, palabrotas y ruegos. La muchedumbre semejaba una gran bestia que a momentos rugía y reclamaba paz, comida y agua. La fiera de mil cabezas se movía con torvas intenciones: quería devorarlo para calmar su hambre. Aquel hombre mirándolos con la suavidad de su inocencia abrió los brazos y dijo a quienes le rodeaban: «Denles de comer y de beber», y aparecieron apetitosos panes y agua fresca y dulce, y apareció pescado asado y fruta del año…Fue un acontecimiento inagotable. Y recordaban cómo les hablaba y cómo calmaba la furia de sus corazones y llenaba el vacío de sus mentes. Y le siguieron por todos los caminos, anduvieron por sobre todos los desiertos y por las orillas de lagos salados y negros, recorrieron los desfiladeros de la duda y anduvieron por los precipicios del infortunio. Y en todos esos avatares tuvieron la presencia dulce de aquel a

quien veían deshecho en sus órganos y entre desechos de la vida… Él lo recordó como al hermano. Bebió su vino y escuchó su voz; era su amigo. Ahora estaba allí con miedo y con un silencio que le iba invadiendo hasta romperle los oídos que cayó de rodillas con un gemido. Al caer de rodillas, sonaron las monedas que le dieron para que traicione al amigo diciendo por dónde iba a caminar aquella aciaga noche. Fueron llegando más y más gentes. Hombres y mujeres y niños y niñas. Llegaban también los perros y las hienas. Los asesinos, sin rostro y sin manos, también se fueron acercando. Y entre todos lo levantaron. Al hacerlo, varios pedazos de su cuerpo cayeron a la tierra, y allí quedaron enterrándose solos. Algunas gotas de su sangre aguosa se deslizó a la húmeda tierra. Y llorando y gritando lo llevaron hacia una cumbre, la más alta. Allí, arrancaron de las zarzas unas ramas y le hicieron una corona y se la pusieron; otro arrojó sobre su cuerpo un manto rojo para cubrir su desnudez; otro quiso probar si estaba efectivamente muerto y le introdujo su cuchillo en el costado; otro le echó vinagre a la boca para lograr cerrarla…Iban gritando y llorando; uno que otro cantaba «Ya no habrá pescado asado ni agua fresquita ni pan sabroso»… Y llegaron a la cima. Y el hombre muerto, torturado hasta la infinitud de la sevicia, al ver a tanta multitud tembló, sus cuencas vacías se llenaron de luz y sus brazos astillados se fueron transformando en dos poderosas alas blanquísimas que al agitarse envolvió con un aire fresco los cuerpos cansados de aquellos seres que lo habían llevada hacia esa cumbre. En medio de ese recogimiento, un grito horrendo rompió los tímpanos de la gente. Alguien se había lanzado al vacío, y en la caída fue regando la tierra con la prueba de su execrable delito: unas monedas sin valor. Más allá, en el cielo del infinito se perdía un ave de alas blanquísimas.

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LOS DOS VERDUGOS

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iró su rostro en el espejo, si así podría llamarse un pedazo de vidrio de filosas aristas que insinuaban cómo es la vida: sólo un reflejo de algo inusitado, un fondo que se repetía innúmeras veces, nebuloso o claro, y el contorno de una feroz y filosa presencia de la asechanza que hiere al menor descuido. Se miró acabado. Las hondas grietas de su frente le marcaban los días terribles de la existencia que vivió a salto de mata tratando de hallarse libre….Levantó la vista y encima del espejo una araña columpiaba su trágico destino. Solo unas horas más, y colgaría insensible ante la multitud de horrorizados ojos que mucho más martirizaban sus pieles y sus brazos y sus cuerpos en ser viles esclavos de la crueldad de un señor sin más entrañas que el odio y la avaricia. Miró el espejo y allí en el fondo un niño reía mientras un minino ronroneaba entre sus piernitas; un perro pastor le lamía las manos y cerca del rosal su hermanita reía también al no poder alcanzar las mariposas que pululaban en ese jardín de la inocencia. Cerró los ojos y agachó la cabeza como si le pesara un mundo. De nuevo miró aquel remedo de espejo y se vio en un camino: alto, joven, robusto; bello el rostro; los ojos, fríos y torvos, se escondían mirando el terreno abrupto; caminaba, y su andar era violento, altanero; se le notaba deshonesto, abusivo. Así no fue todo el tiempo. ¿Qué le sucedió? ¿Qué demonio se adueño de su alma? ¿Qué fiera se volvió todo su ser? En rápida sucesión de hechos, el espejo le mostraba sus actos más irreflexivos y perversos; y al observarlos el horror iluminaba su rostro. De pronto, alcanzó, entre brumas, verse mutilando a los seres que más le amaban. Al ver los cuerpos destrozados a sus pies, quiso arrancarse los ojos para no verlos, pero en ese preciso instante un golpe casi le destroza el cráneo… Ahora estaba allí

en esa prisión esperando que se cumpla la sentencia. Piltrafa humana, consumo irremediable de su tormento. Ha de morir colgado. Se sacudió la espesa cabellera. Quiso secarse algo de los ojos. No, no eran lágrimas; capaz, sudor o la humedad de la mañana. Sus ojos estaban secos. Mirose por última vez en aquel pedazo de vidrio que quiso muchas veces utilizar para cortarse las venas, pero en su lucidez se decía que tenía que cumplir el castigo. El demonio que habitaba su alma no iba a lograr que se suicidase. Esa lucha constante lo tenía agotado. Felizmente ya llegaba la hora última. El suplicio iba a terminar…Ruido de pasos. Escondió en las grietas del muro aquel pedazo de vidrio que durante el encierro le había acompañado con el recuerdo; fatal recuerdo, pero recuerdo al fin…Entró un grupo de alguaciles, un sacerdote y un petimetre con lentes absurdos, al cual le seguía otro hombre menudo, escuálido casi, y de mirada huidiza, que llevaba en las manos un largo cuchillo: daba miedo observarlo. Este último se acercó al reo y lo tomó del cabello con fiereza. El preso se sintió levantado violentamente. Apenas, un gemido. Salieron en silenciosa marcha: fúnebre, se diría. El aire de la noche golpeó las caras oscuras del verdugo y del sentenciado…Un monstruoso grito hizo temblar la plaza alumbrada fantasmagóricamente por antorchas humeantes: ¡Asesino! ¡Asesino!, era el iracundo grito, y la fiera multiforme reclamaba sangre, venganza, ¡justicia! El verdugo empujó al condenado hacia el patíbulo…Le puso la soga…Y ante el rugido de la turba enloquecida aquel

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despojo humano colgó su cuerpo en el vacío…Un alarido bramó en la plaza…Luego el silencio. El verdugo, aquel hombrecito de ojos huidizos, miró con desprecio el cadáver que estaría allí colgando hasta el día siguiente para que nadie se atreva a cometer los mismos actos malditos; terminaría colgado como este pobre infeliz. Luego, aquel sayón se

perdió por las callejuelas negras y angostas del Barrio de las Angustias, e ingresó a su cuartucho…Se quitó la tosca caperuza que le protegía la cabeza; luego miró su rostro en el espejo, si así podría llamarse un pedazo de vidrio de filosas aristas…que luego guardó en una grieta del viejo muro…

UN MUCHACHO SENCILLO…

L

a tierra estaba dura, casi pétrea, con costurones blanquizcos donde agonizaban arbustos, cardos, cactus... La sequía estaba dejando los campos, antes fértiles, como desiertos inacabables. ¿Cuánto tiempo de esta calamidad insufrible? Habían transcurrido nueve años, y parecía una eternidad. En el pueblo, la gente desesperaba no sabía qué hacer. Algunas familias habían decidido irse a otras tierras. Pensaban que era la única manera de superar la desgracia que les había caído como una maldición. Pero, al llegar el décimo año, la decisión de salir del pueblo se volvió un imposible o una tragedia. No se sabe cómo ni cuándo se habían ido incubando terribles seres que aparecieron con sus cuerpos y rostros deformados por una sonrisa purulenta de odio. Surgieron de alguna sombra maldita y cruzaron las calles polvorientas de aquel casi agónico pueblo, y arrastrando sus poderosas patas fueron dejando sinuosas marcas por los cuatros caminos que tenía el pueblo. Se dirigieron hacia los cuatro puntos cardinales. Desde aquel entonces, a las salidas del pueblo, pasado un recodo, se hallaba uno de esos extraños seres, tenían

alas y rostro humano, y en sus pies resaltaban largas y potentes garras. ¿Quiénes eran o qué eran esos horribles seres? Nadie lo sabía. Nadie sabía cómo se habían ido formándose en las entrañas mismas de ese casi abandonado pueblo. Nadie tampoco podía abandonar aquel ahora maldito lugar. Nadie. Sin embargo, no faltaba quien se aventurara a hacerlo. Muchos no regresaban, y los que lo lograban, contaban que el monstruo se les presentaba primero con mucha dulzura, luego les decía que si no respondían a sus preguntas, iban a formar parte de la legión de sus esclavos, o morirían desgarrados por sus terribles zarpas; luego profería una escalofriante carcajada que enloquecía. Esto contaban quienes habían sido capaces de huir de esas bestias… ¡Todos los senderos estaban vigilados por esas arpías, surgidas del mismísimo

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infierno! ¡Estaban atrapados sin remedio! La gente lloraba, se lamentaba, gritaba….El terror fue invadiendo casa por casa, calle por calle, barrio por barrio. De igual manera el hambre, martirizaba los vientres de los niños y niñas, de los mayores, de las mujeres, de los ancianos. Los hombres aguantaban; comían apenas lo suficiente para que los menores tengan un poco más de alimento. Las madres con mayor abnegación cuidaban de sus pequeños. Pasaron los días, pasaron las noches. De pronto surgió una voz, surgida de la desesperación, y fue recorriendo toda la comarca: ―¡Reunión! ¡Reunión! ―decían― ¡Reunión! ¡Todos a la plaza! ¡Todos a la plaza! ―¿De quién fue la idea de reunirse? Nadie lo sabía. Alguien dijo «¡A la plaza!», y todos repetían en cada puerta

un liderazgo. De improviso, alguien trajo un banco, y, de en medio del bullicio, salió un hombre, grueso, robusto, alto, de poderoso pecho…Su andar era pausado. «¡Es el herrero!», se oyó musitar. «¡Es el herrero!», decían. El hombre subió a la banca,… ¡Todos guardaron silencio! Esperaban la buena noticia; esperaban escuchar que los monstruos habían desaparecido… Sin embargo, el hombre con voz tronante dijo: ―¡Estamos aterrados! ¡Estamos peor que en una cárcel! Ciudadanos, ciudadanas, no podemos seguir así. ¿Alguien sabe los nombres de los monstruos que cierran nuestras calles? ¿Alguien sabe de dónde vinieron?... Todos movieron la cabeza de un lado a otro como diciendo que no lo sabían. ―¡Oh, no lo saben! ―siguió el herrero―. ¡Las fieras que nos encarcelan de esta cruel manera son la Envidia, la Mentira, el Odio… y el monstruo más abominable es la Falsedad! Cuando alguien se enfrenta al monstruo, este les pregunta «¿Eres envidioso?», y si le responden que no, el monstruo lo despedaza, porque como el monstruo es la Envidia o la Mentira u otro vicio maldito, no pueden engañarle, porque poseen unos ojos rojos que penetran hasta lo más hondo del alma. ¡Y así son destrozados, porque no reconocen lo que son! ―Ante estas palabras todos quedaron enmudecidos. ¿Cuál de ellos no era mentiroso? ¿Cuál de ellos no era envidioso? ¿Cuál de ellos no guardaba odio en su corazón? ¿Quién no era falso?... Todos en su interioridad ocultaban una de estas maldiciones que les carcomía la vida… El herrero al observar el profundo silencio de los vecinos, exclamó: ―¡Solo alguien que sea puro de corazón, ha de ser capaz de vencer a los monstruos que nos rodean! ¿Quién ha de ser? ―Un silencio más pesado que el granito cayó sobre la plaza. Una voz salió de la multitud:

«¡A la plaza!», y a la plaza fueron acudiendo como atraídos por una fuerza irresistible… Y el pueblo se fue juntando y juntando…La plaza rebosaba de pobladores: hombres, mujeres de todo nivel, pobres, ricos, nobles, plebeyos, blancos, oscuros, altos, bajos, niños, jóvenes, adultos, ancianos… ¡Todos estaban allí! Tal vez esperaban oír que ya no había peligro, allá, en los linderos del pueblo. La gente estaba contrita, asustada, silenciosa. Y como si despertara, se levantó un rumor que iba de uno a otro lado. Nadie sabía quién había llamado a la población. Nadie. Nadie, tampoco, asumía 15

―¡Tú, herrero! ¡Tú eres fuerte! ¡Tú eres honesto! ―¡No puedo! Yo…muchas veces no he puesto el hierro necesario para sus herramientas….―dijo arrepentido el viejo herrero. Otra voz dijo: ―¡Que vaya el maestro de escuela! ―Ha muerto― dijo desolado el herrero. ―¡Que vaya el santo padre de la iglesia! ―¡Se resbaló apenas llegó ante el monstruo y se golpeó con una aguda piedra la cabeza. Y así fueron nombrando los candidatos. Unos habían sido ya destrozados por las garras de los fatídicos seres y otros se escondían en la muchedumbre….El desánimo fue cundiendo entre todos…El herrero impuso en su voz la esperanza, y dijo: ―Tenemos que encontrar esa persona sencilla e inocente, a quien los vicios de la mentira, el odio, la falsedad no la hayan contaminado… ¿Cómo podemos saberlo? ―¡Abridme paso! ¡Abridme paso! ―reclamaba un ágil anciano que llevaba en la mano una palangana―. ¡Déjadme pasar! ―gritaba. Al llegar cerca del herrero, le extendió uno de los brazos, a fin de que le ayude a subir sobre la banca… ―¡Pueblo de insensatos! ―comenzó diciendo el anciano. ―¡Reconozcámonos pecadores! ¡Reconozcámonos tales como somos, hijos del desierto! Mas, de algo no tengo duda: en medio de nosotros hay más de uno que sea puro de corazón… ¡En medio del desierto siempre suelen crecer las más hermosas plantas! Por eso, aquí tiene que haber alguien que nos puede salvar: un hombre bueno o una mujer buena; incluso un niño o una niña…Yo guardaba como un tesoro esta agua maravillosa. Quien ponga sus manos en su frescura, sabrá si su alma es pura o impura. Vamos…No retrocedáis. ¿Quién se atreve a dar el

primer paso? ―Y el anciano adelantó el recipiente hacia la muchedumbre que se arremolinaba delante de él, como que se acercaba como que se retiraba. ―¡Aquí está el agua mágica que nos dirá quién lo es! ―Y enseñaba a la multitud la palangana. Sólo el murmullo del miedo fue la respuesta. Y el anciano siguió clamando: ―¡He aquí el agua de la pureza! Quien introduzca la mano en esta fuente y el agua no cambia de color, ¡esa persona es la elegida! ¡El agua le dará la fuerza necesaria para vencer a los monstruos! ―Todos levantaron el rostro; luego escondieron sus manos. No querían pasar la prueba. Aquellos que se animaron a introducir su mano en el agua, sufrieron no sabemos si un alivio o una vergüenza, pues el agua cambiaba de color. ¡No había un vecino honesto! «¡Moriremos todos!», pensó el herrero. Después de varias horas, ya nadie quería pasar la prueba. Todos habían empezado a reconocerse cómo eran realmente. De pronto, de en medio de la multitud se fue abriendo paso un joven que se acercó a donde estaba el herrero. Su figura denotaba serenidad, confianza, y se colocó al costado del herrero. Al lado de este, parecía un cachorro de león junto a un poderoso rinoceronte. ―¡Hermanas, hermanos! ―empezó diciendo el mancebo―, acabo de dejar delicada a mi madre, está tranquila en su lecho. Le dije que iba a acudir al llamado del pueblo, y me dio su permiso. No voy a preguntar por qué nadie puede o no quiere enfrentarse a los demonios que nos oprimen. Cada quien tiene que responderse a sí mismo. No sé si en mi corazón haya envidia, odio, venganza, rencor, mentira, falsedad, lujuria…Soy sincero, no lo sé. Pero, una verdad sí es una verdad. Y esa verdad se relaciona con mi madre: Debo llevarla al pueblo vecino para que vea a su madre, a mi abuela; porque ésta se aproxima a realizar el viaje a la Eternidad, y es justo que mi madre

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aires…Por último, como si un volcán erupcionara, la tierra comenzó a temblar … Y allá, lejos, lejos, por los anchos espacios, las nubes se fueron arremolinando, primero fue un rojo bermellón lo que fue cubriendo el cielo, luego oscuras nubes se apilaban y apilaban unas sobre otras…Y un viento fresco comenzó a soplar por entre las calles y la plaza… ―¡Allí! ¡Allí! ―gritó alguien. Y ‘allí’ vieron venir al muchacho con paso cansino, sudoroso, pero sereno. Traía en

quiera verla por última vez. ¡Amigas y amigos, permitidme ir a hablar con los horribles seres!...Yo no tengo miedo… ―¡Que meta la mano en el agua justiciera! ―gritó una voz desde un sitio donde nadie se diera cuenta de quién era.. ―¡Sí! ―rugió la multitud. El herreno le acercó la jofaina llena del agua clarísima. El joven introdujo sus dos manos…Y todos esperaban el resultado… El herrero miró con tosca ternura al joven muchacho a quien amó desde cuando jugaba con su inocencia en medio de los carbones y las cenizas; cuando llevaba el agua para templar el acero…Miro el agua…y esta fue poniéndose aun más reluciente…que de entre ella surgió rayos de luz…Todo murmullo desapareció de la plaza. ―Anda, hijo mío. El destino te ha designado a ti. Todo miedo que tengas ha desaparecido. El agua maravillosa te ha dado el poder suficiente para que salgas victorioso. Ve, hijo― dijo el anciano. El muchacho bajó de la banca y apenas piso el suelo, la muchedumbre se abrió cediéndole el paso. El joven se dirigió hacia el final del camino, hacia el sur, donde se hallaba el engendro de la Envidia… El tiempo se fue deteniendo, cuando de pronto se escuchó un horrible alarido. «¡Pobrecito!», murmuraron una y mil voces. En medio de la consternación del fracaso, el muchacho apareció caminando con paso lento. No había en su corazón ni rastro de envidia. Siguió caminando. Todos le miraron estupefactos, y se hacían a un lado. El muchacho se perdió por el oscuro sendero del norte…La población esperaba, esperaba…Un alarido, mucho más terrible que el anterior…Ahora, nadie musitó palabra alguna. El muchacho no guardaba odio en su pecho; ahora se dirigió al este. Al cabo de un momento, otro horrendo grito. Pasaron las horas y no aparecía nadie. Cuando se preguntaban ¿qué habría pasado?, un potente rugido casi rompió los tímpanos del pueblo, luego un «¡ay!» largo, largo, se fue extendiendo por los

sus manos una cabeza. Era la cabeza del monstruo, cuyos ojos aún parecían tener vida. Quienes se acercaban desviaban la vista: no podían sostener la mirada de esos ojos muertos… El muchacho amontonó leña y puso allí la cabeza de la arpía de los cuatros senderos; luego encendió la hoguera; y al llegar el fuego a la cabeza, esta se convirtió en un resplandor y desapareció. El muchacho subió a la banca y dijo sencillamente: ―¡He cumplido! ―, luego bajó y le dio un abrazo al herrero, al cual le dijo en voz muy tenue: «Cuando les dije que no tenía miedo, les mentí…Voy a ver a mi madre…, padrino» ―Gracias, hijo ―musitó conmovido el viejo herrero―, gracias... El muchacho comenzó alejarse con paso lento…Así como se fue alejando, empezaron a caer gotas de lluvia; primero, leves; luego, con más intensidad. La sequía dejaba de ser. .

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EL ENCANTADOR DE SERPIENTES

A

pareció una mañana por esa calle, la de La Burbuja. Vestía traje raído y de color indefinido; color que el sol había borrado con la insidia de su diaria trashumancia. Cubría su cabeza un sombrero de amplias alas que caían torcidas sobre la frente, las orejas y la espalda. Una larga cabellera canosa, donde la brisa escondía sus secretos. De sus hombros, se descolgaba un sencillo morral. Llamaba la atención el tamaño y forma de sus orejas y el zarcillo que las adornaba como si fuera un reptil que se enroscaba alrededor de aquellas. El caminante parecía que había surgido de uno de esos fantásticos cuentos de hadas de la niñez. La gente que pasaba por su lado lo miraba absorta…No faltó quienes le siguieron, tal vez atraídos por el halo misterioso que desprevenido surgía de su cuerpo. El hombre ni siquiera se fijaba en quien o quienes estaban en las calles, pues, seguía caminando como si estuviera solo en la amplia calleja de guijarros indecisos entre aquel polvo desidioso que se levantaba ante la parsimonia de su caminar antiguo. La callejuela lo condujo a la plaza del pueblo. Aquí, se detuvo bajo la sombra de un grueso árbol, se sacudió los anchos pantalones, y ante una banca que lucia la vetustez de su piedra áspera y rajada tomó asiento. Miró el vacío, respiró profundamente, luego se puso de pie y subió sobre la banca. Miró al este y al oeste, luego exclamó, agitando el estrafalario sombrero, dirigiéndose a quienes lo habían seguido, pero que se mostraban un tanto alejados: ―¡Venid! ¡Venid! ―abría y movía los brazos como si quisiera atraer a la gente hacia su pecho. Y la gente se arremolinaba. Sentían que una fuerza sobrehumana los jalaba hacia aquel estrambótico personaje; aunque, claro está, un oscuro temor los detenía. Estaban entre esas dos fuerzas: la curiosidad y el miedo indefinido. ¿A qué se debía esa sensación que embargaba a los

pobladores? ¿Tal vez la extraña forma de sus orejas? ¿Quizá era un duende surgido de las entrañas del submundo para engañarles?…Había aparecido cierta suspicacia de no sé qué recodo en esas sencillas gentes; o, tal vez, gentes consumidas por la rutina de sus quehaceres entre la maledicencia y la mal

decencia; que veían pasar sus días y sus noches de troleros en tiendas y en tenduchos… Ver aparecer un extraño hombre con una vestimenta rara y fantásticas orejas, seguro, no era para tomar las cosas tranquilamente de buenas a primeras… ―¡Venid! ¡Venid! ―repetía el caminante ―¡Miren la maravilla de la suerte! ―Abrió su morral, y todos, espeluznados, vieron asomar un triángulo de figuras geométricas de colores pardos y verdes. ¡Una linda y voluminosa cobra! Los ojillos de la serpiente reflejaban la luz del día. Movió la cabeza hacia todos los lados mostrando la lengua larga y bífida. El caminante extrajo de su pecho una larga flauta y comenzó a tocar una sinuosa melodía. La musiquita se fue extendiendo por los aires y llegaba nítida a los oídos de los aldeanos. Algunos se sentían atraídos por esas notas y se fueron acercando, casi arrastrándose, y botando lagrimas a torrentes y lanzando lamentos maldecidos; otros sentían deseos de golpear a las personas, y las golpeaban; otros, pensaban en devolver lo que habían hurtado, e iban presuroso a hacerlo; no 18

faltaba quién se arrepentía de haber pegado a sus niños, y se desgañitaba gritando su terrible culpa; no faltaba alguna mujer que se arrepentía de haberle echado mucha sal a la comida del marido porque había dejado de quererlo…Tampoco fue ausenta la voz ronca de alguien que se machacaba las manos porque estas habían tomado el dinero de su oficina… La melodía de la flauta, al penetrar al cerebro de los pobladores, hacía que estos manifestaran los delitos que ocultaban… De improviso, alguien de entre la gente gritó desaforadamente: «¡Yo soy un ladrón!», «¡Yo soy un ladrón!», «¡Yo le robé las gallinas a mi compadre!»; otro, más lejos vociferaba: «¡Mírenme!, ¡sí, mírenme! ¡Yo, el juez de la comarca, he sentenciado a la prisión a inocentes, porque sus acusadores me pagaron con dos bueyes!»; otro decía: «¡Ja, ja, ja, ja, qué zonzonazos son mis vecinos; son unos verdaderos estúpidos!… ¡Nunca se dieron cuenta que yo les hurtaba sus cuyes y sus gallinas! ¡Ja, ja, ja, ja!.... » Otra voz decía: «¡Al burro del teniente gobernador yo lo rematé en la feria, y ni cuenta se dio el caído del palto…!» Y «¡Ja, ja, ja!», reía… Y así, cada poblador que escuchaba la música de la flauta gritaba lo que guardaba en lo más recóndito de su mente. La increíble melodía impulsaba a decir la verdad, sea cual fuere el acto, sea cual fuere el pensamiento, el deseo…que por más enterrado que se hallare, la música hacía que saliera con la fuerza propia de un volcán. Y cuánto más era su culpa, más hipnóticos miraban los vivaces ojillos del la víbora… Ese era el secreto del caminante y de su flauta mágica. Cuando cesó la música, los vecinos se dieron cuenta de que se habían mostrado tales cuales eran, y una vergüenza cubrió sus rostros, y escaparon rápidamente a sus casas; pero, otros, furiosos, se armaron de piedras y palos, y, presos de la furia más proterva se dirigieron a donde estaba el raro caminante, con el fin de herirlo,

mancharlo, pisotearlo, desalmarlo, incluso, matarlo…. Mientras que otros, más aleguleyados, fueron a buscar a la autoridad para que obliguen al estrafalario flautista a irse del pueblo o que lo metan a la cárcel, o no sé qué, pero algo tenían que hacer contra ese esperpento maldito… Ante esta nueva actitud de la gente, la música de la flauta surgió suavemente, y vieron que la serpiente enroscaba y desenroscaba su fino cuerpo. Movía su cabeza como si efectivamente escuchara las notas que salían, ahora, a borbotones del fino instrumento… Y los enfierecidos pobladores se fueron acercando, acercando… Alguien levantó el brazo para lanzar una piedra, y vio que se le convertía en una víbora que se dirigía a sus ojos, y sólo un grito horrendo rompió su garganta; otro, que traía una vara, se le transformó en otra serpiente que le comenzó a apretar el cuello…Y así... El pavor cundió entre la gente que veía que sus piedras o sus palos o sus correas o sus sogas o sus corbatitas se tornaban en venenosas áspides que se volvían contra cada quien. La plaza se volvió un loquerío. La gente corría para todos los lados, se chocaban entre ellos, resbalaban, se empujaban, se pateaban, se escupían, se arañaban…Pensaban que estaban defendiéndose de las serpientes…, aunque en realidad no había nada de eso, todo era una ilusión: la ilusión venenosa de sus mentes culpables… De pronto se sintió el redoblar de unos tambores: ¡Ratatán! ¡Rat, rat, rat, ratatán! ¡Rat, rat, rat, ratatán, rat…! Sonaban con marcial ritmo unos viejos tambores. Al lado venían muchos vecinos azorados y enardecidos en contra del Caminante. No tenían vergüenza, la habían perdido en un juego de naipes marcados o a la carambola del embuste y la tramoya. Delante de ellos venía el Jefe de la comarca, con su bastón de mando, su banda de arlequines y tres sombrillas de buen tamaño que le cubrían la cabeza

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plana que tenía; en otro grupo estaba el mandamás del Consorcio de la Pampa de Lechugas acompañado de los repipitos expertos en torcidas y quebradera de manos y movidas de lenguas viperinas. Allí estaban los dos más excelsos capitostes del poblado de marras aquel. ¡Pobre encantador de serpientes!, ahora sí que la cosa estaba seria, demasiado seria. Se iba a enfrentar a los Mefistófeles de las enredaderas y a los truchimanes más truchas de la comarca. ¡Pobrecito el caminante! ¡Ahora sí sabría lo que es bueno! ¡Venirme a mí con viboritas y flautitas! ¡Bah, insensato! ¡No sabes con quiénes te has metido, maledificioso! Los ratatán se ubicaron alrededor de los Mandones, y sin cesar de tocar su marcial tamborileo fueron acercándose al flautista del camino. Este los miró y al ver al señor Truchimán Menor y al señor Truchimán Mayor del Consorcio de La Chamullada, dejó de tocar su delicada flauta y los miró con cara de bebito inocente. ―¡Oh, no hay caso que le metimos miedo a este fullero de miércoles! ―dijeron los atorrantes, a pesar de que era jueves, dando a conocer su vulgar vocabulario y que estaban más despistados que pingüinos en el desierto. ―¡Atrápenlo! ―grito el mandamás más decidido ―¡Atrápenlo!... Vana ilusión. El flautista del camino reinició su melodía y la serpiente, su fiel compañera, cerró los ojos para no ver el prodigio que iba a acontecer en los próximos minutos. Un prodigio que jamás

se iba a olvidar en el devenir de la rimbombante historia de aquel pueblo de las historias perdidas. La melodía se fue intensificando y se fue intensificando…¡Oh, maravilla! El señor Truchimancito y la digna autoridad de la SS (Solución Solapada) sintieron, primero, un cosquilleo en las orejas, luego un hormigueo, luego… ¡horror!...Sus papachungos gritaron: ―¡Tiene las orejas de burro! ¡Tiene las orejas de burro! ―Los dignos Mandones sintieron de repente un escozor en los pies que les fue subiendo, subiendo. Miraron hacia abajo, ¡oh, portento!, sus piececitos se estaban convirtiendo en unos bellísimos cascos… Fue algo trágico y cómico a la vez. Unos y otros se miraban absortos las grandes orejas que les seguían creciendo. Un rugido de cólera y miedo reventó en la plaza. Luego, como si hubiera sucedido un terrible terremoto, sólo polvo se vio en la plaza. Todos, sin excepción, todos, corrían con la velocidad que les daban sus casquitos y sus potentes orejas de burro. Detrás de ellos huyeron despavoridos los más truchas y los menos, los rataplanes y los burbujas impunes. El encantador de serpientes dejó de tocar su flauta mágica, guardó el ofidio en el raído morral, sacudió su sombrero, y se fue como quien no quiere la cosa silbando la Canción de los Imposibles. Unos dicen que el fantástico caminante fue el Flautista de Hamelín…y lo han visto viniendo para estos rumbos…Usted ¿qué piensa, amable lector? ¿Quisiera que venga a nuestro pueblo?

EL AMOR MATERNO EN LA NATURALEZA

A

quella tarde nos fuimos con mi mamita a los pastizales de la falda cordillerana. El sol calentaba nuestros cuerpos débilmente. El año pasado dos primitos míos murieron dicen

con pulmonía, y le echaron la culpa al frío. Yo pienso que también lo son sus padres por no saber cuidarlos como me cuida a mí mi mamá. Está al tanto de lo que me pasa. Cómo estás, me pregunta

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siempre, y me arropa y me cuida por donde vaya. Yo la quiero mucho, cómo no voy a quererla si es lo único que tengo; aunque, para ser sincero, yo soy muy diferente a ella. Hasta dicen que no soy su hijo, sino que me recogió; dicen que me halló abandonado en la plaza del pueblo donde nadie daba razón de cómo aparecí por ahí envuelto en una lliclla. Cuentan que todos pasaban de lado, hasta que se acercó una mujer y movió el bulto y, dicen, que el bulto lanzó un sollozo. Se sorprendieron todos los curiosos. Abrieron el bulto y estaba una guagüita de color clarito; y comentan que estiré los bracitos y que empecé a llorar. Como nadie daba razón de mi presencia, ni de dónde había venido ni de quién me había dejado, ¿qué iba a ser de mí? Preguntaron si alguien me había olvidado por… casualidad, y nadie decía nada. Cuentan que vino el teniente gobernador y preguntó a todos si sabían que alguien haya dado a luz en los últimos meses, y todos los nacidos estaban con sus mamitas. Y yo, para mi pena, quedaba sin nadie que dijera quien me había abandonado en la plaza del pueblo. Tal vez era de otro sitio. ¿Y mi piel clarita? ¿Por qué? Y la señora que tuvo el valor de

acercarse al bulto donde me habían dejado, me miraba y miraba, me dijo tiempo después. En realidad, me habían abandonado. ¿Por qué, madrecita, lo hiciste? ¿Por qué..? Ahora estoy con mi mamita, y hablo su idioma, su lengua, y la pronuncio con cariño, con la dulzura del cariño de quien me cuidó y me cuida y me protege y me educa y me enseña; ella es mi mama, mi mamita, y yo la quiero tanto, tanto, como el río ama su agua, como el agua ama la tierra, como la tierra ama a sus animalitos. A veces cuando pienso en la que sería mi madre, poco a poco se va apareciendo el rostro cetrino de mi mamita, y veo ese rostro con una emoción que entibia mi cuerpecito y sonrío, y como si estuviera loco, salto y grito y me voy corriendo por la pampa de ichu cantando aquella cancioncita que me enseñó en las mañanas cuando pasteábamos las llamitas y las alpacas: Huacchapuquito me llaman todos, porque no tengo padre ni madre; pero yo tengo una madre linda, que me cuida pase lo que pase. Y sigo cantando feliz y alegre porque esta pampa y esta cordillera son tan hermosas como mi hogar y la familia que formamos yo y mi mamita.

LA ESPUMA

L

a espuma fue elevándose. Él siguió moviendo el agua con más insistencia. Espuma, espuma, musitaba. Y la espuma fue levantándose cada vez más con más fuerza; fuerza que llegaba a sus manos que no sólo se agitaban moviendo desesperadamente la espuma que ya le cubría todo el cuerpo,

sino que trataba de sacarse la espuma que ya le impedía respirar. En esa desesperación volcó el recipiente del agua y la espuma sacudió su violencia y lo hizo caer. Siguió agitando sus brazos hasta que sólo lograba emitir gorgoriteos… Luego el silencio. Lo hallaron cubierto de espuma de jabón: ¡ahogado!

EL CASTIGO

S

e despertó. Todo estaba silencioso…Extendió su mano hacia la radio. Escucharé noticias, pensó. Apretó el botón y el silencio no

desaparecía. ¡No hay energía!, se dijo. Se levantó, y con los pies desnudos caminó sobre las losas frías del cuarto adonde lo habían recluido. Sí, sí había energía. Se

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asomó a los barrotes, y gritó con toda la fuerza que le dieron sus pulmones, y de su garganta salió un silencio ¡un inmenso silencio! Golpeó los barrotes, y éstos ni se movieron. ¿No tenía fuerzas? Se desorbitaron sus ojos. Miró sus manos, y de sus dedos comenzaron a gotear gotas rojas. Las observó y en su mente apareció

la palabra ¡sangre! ¡Sangre!, gritó, y la sangre siguió aumentando. Ya no eran gotas: ¡era un río!, y todo él se fue convirtiendo en un río rojo, rojo, rojo y se fue disolviendo entre las losas frías del cuarto donde lo habían encerrado por haber matado a su madre.

¡QUÉ INOCENCIA! brisas… Feliz y cansado el animalillo se posó sobre algo tibio… -¡Lo atrape!, ¡lo atrapé!gritó desaforado el niño. La avecilla aturdida sintió que su cuerpecito era apretado desmesuradamente por las manos de alguien, y apenas pudo modular su último trino…Sus ojitos ciegos llenos de sombras se llenaron ahora de silencio…

A

maneció. Sólo sintió el leve calor sobre sus párpados. Movió las alitas y sacudió las gotitas de la escarcha. De su garganta salió la armonía del día. El viento enternecido por el trino de la avecilla envolvió suavemente las leves plumas cantarinas. El animalillo, extendiendo sus alitas, elevó su cuerpecito por los aires. En pleno vuelo emitió el gorjeo sutil de su vocecita. Volaba y volaba, y su cuerpecito se iba llenando de armonías tibiecitas que le alegraba, y sus trinos se expandían con mayor contento por entre las yerbas y las ramas y las

HE VUELTO…

H

e vuelto, se dijo. Miro alrededor con ojos escrutadores, y sintió el agudo dolor en el pecho. Levantó su mano, la siniestra, y la acomodó debajo de la camisa como si quisiera abrigar el corazón. Recorrió con la vista el amplio caserón de lo que fue la hermosa mansión donde pasó su niñez. Vio el ciprés, antaño fuerte, hermoso en su macicez, hoy seco, apolillado, nido de arañas e infinidad de sabandijas. La fuente de la cual brotaba el agua fresca y clara, estaba llena de fango. He vuelto, repitió su voz como si fuera un eco. De entre la basura arbustiva emergió un niño con los cabellos hirsutos y de tez cobriza, a su lado apareció ella, la pequeña mulatilla, extraña como su mirada de terciopelo y de avizoramientos mágicos. Ambos corrieron con los brazos extendidos hacia donde él estaba. Se

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sorprendió al verlos. Instintivamente abrió los brazos para recibirlos… Espero… Cuando llegaron a sus brazos…¡desaparecieron! Recordó que de niño, él había amado desesperadamente a la mulatilla, y jugando, jugando la hizo caer al pozo una noche de estrellas

adormecidas. Gritó y gritó y nadie acudió a ayudarle. Cuando logró sacarla: ¡había muerto ahogada! ¡Sabe Dios lo que le hicieron! Hoy había vuelto a la hacienda…Se sentó debajo del viejo ciprés y las arañas ponzoñosas comenzaron a efectuar su trágica tarea…

LA HAZAÑA

S

iguió ascendiendo la cuesta. Observó que cada vez se volvía más empinada. De repente se resbaló y se fue de bruces. Su cara se rasmilló y le comenzó un ardor que le molestaba constantemente. El sol parecía que se concentró en ese arañazo que las piedrillas del camino le hicieron. Quería llegar lo más pronto a la cima, para colocar en un lugar visible la bandera de su club, la que llevaba en su mochila. Él sabía que igualmente que el club rival también tenía que plantar su bandera en otra cima. Era una competencia sana. ¿Quién ganaría? Había un jurado que calificaría la hazaña. Se detuvo un momento. Revisó la mochila y tocó la bandera. Sintió que una corriente de energía lo animaba con su ímpetu. Destapó una botella de agua y bebió dos

sorbos. Se levantó y continuó la ruta e intempestivamente dirigió la vista hacia la otra cima, y miró que una bandera flameaba: ¡Oh ―dijo―, nos ganaron!, pero he de seguir. Sus pasos se agigantaron. No pasó el tiempo, y de pronto alcanzó la anhelada cima. Extrajo la bandera y la plantó, aunque no con la emoción del triunfo, pero algo en su interior le decía que había triunfado. Era algo muy íntimo. Tomó su catalejo y observó la cumbre del rival. Sólo vio que a duras penas alguien subía la cuesta, y no existía bandera alguna en la cúspide. Y lo que contempló anteriormente ¿fue una ilusión, un espejismo? No se explicaba; sólo sabía que… ¡había triunfado! Levantó los brazos y el jurado desde otra cima envió al cielo la luminaria del triunfo. Sonrió y bebió otro trago de agua.

EL ENCUENTRO

P

asaban uno y otro vehículo a gran velocidad. Corrían, desaparecían. No se percataban del herido. El borde de la cuneta lo ocultaba de la vista de los conductores. ¿Lo hubieran recogido si lo hubieran visto? Tal vez sí o tal vez no El herido lanzaba gemidos de dolor. Estaba con el rostro totalmente rasguñado. Levantó la vista y vio el cielo azul con el sol que bajaba al ocaso. Serían las 5 de la tarde, y en su casa lo esperaban. Seguro .

estarían preocupados por su tardanza. Quiso moverse, pero una punzada en las costillas le hizo quedar quieto. Poco a poco el dolor fue calmando. Cerró los ojos, aspirando aire con mucho esfuerzo. Fue en ese momento que escuchó el silbido conocido de Eleusis. Trató de incorporarse, pero la punzada de dolor de la fractura de las costillas le hizo lanzar agudo grito. Fue suficiente. Lo habían encontrado

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SOMOS LO MISMO

C

orrió tras las mariposas. Llevaba la red extendida, y saltó alto y logró atrapar un bello ejemplar: una mariposa Rey. La observó y se quedo maravillado al ver al animalillo que quería escapar de la malla, que, aunque no podía, hacía esfuerzos supremos para estar libre. Él apreciaba mucho su libertad, por eso jamás trabajó para nadie. Se dedicaba a la caza de estos insectos para colocarlos en vidrios y ofrecerlos a los turistas. Sin embargo, esa tarde cuanto más miraba a la mariposa que ya casi destrozaba sus alitas, sintió un leve resquemor que no se explicaba por qué lo sentía. Tal vez, él que era libre, apresaba a seres indefensos, no para tenerlos presos un momento, sino para encerrarlos para siempre en la prisión de la muerte. Privaba de la vida a quienes no podían defenderse y le quitaba a la naturaleza su destino de mostrar la belleza de sus seres libres. En su alma comenzó a golpear un leve arrepentimiento, que fue aumentando más y más. De nuevo contempló a la hermosa mariposilla que ya tenía casi rotas sus alitas. Con los ojos

muy abiertos, sorprendidos, abrió la red y el insecto de bellos colores elevó su vuelo para caer más lejos, débil, agotado,

destrozado. Él se arrodilló. La levantó y la lanzó al aire. La mariposilla parecía volar, pero fue el viento el que trató de darle vida… Al momento, la mariposita volvió a caer. Al verla muerta, una lágrima apareció en sus ojos, y tomando la red la destrozó torpemente…Luego, quiso mover sus brazos: los tenía destrozados. Sus ojos casi ciegos miraban cómo el leve y trágico despojo de las alillas multicolores era esparcido por el viento indiferente…

LA LEYENDA

C

aminó y caminó. Miró en su mano derecha la madeja de hilo que poco a poco se iba reduciendo. En su mano izquierda la espada era apretada con casi dolor. Sus pasos se hicieron cautelosos. Alerta a todo ruido (o a todo silencio). Apenas rozaba el piso. Ese ruido retumbaba en su mente. Decidió aumentar su lentitud y su cautela. Estiró la cabeza y movió los ojos en un círculo como si buscara captar cualquier ruido por pequeño que sea. En realidad, buscaba los ruidos silentes. En esa percepción podría estar que perezca o resulte victorioso ante esta fatalidad que el hado había dispuesto. Se agachó. ¡Sí!, alguien respiraba levemente, como si quisiera

ocultar que respiraba. ¡Sí, sí, era una respiración ocultada! Se detuvo, y la espada tembló por la furia casi asesina que le iba invadiendo desmesuradame nte. Miró a sus costados, y los muros fueron difuminándose. Comenzaron a derruirse, como si millones de comejenes devoraran sus cimientos y sus ladrillos cocidos. El finísimo polvo 24

llegaba a sus mucosas, y sintió que él mismo desaparecía. En esa sensación, apretó la espada y el ovillo como si en ese acto estuviera no deshacerse en ese polvo que le estaba cubriendo. En medio de esa neblina, vio apenas un hombre semidesnudo seguido de siete jóvenes armados de espantosas espadas; todos ellos con alas que impedían que el polvo las cubriera, como le estaba cubriendo a él. Apretó la espada y el diminuto ovillo que le permitía llegar a la puerta a recoger los alimentos que su hermana Ariadna le llevaba de lástima, y que luego le servía para recogerse en lo más profundo del laberinto para evitar su muerte por el

temor de la gente. Vio los rostros rabiosos de sus buscadores. Sus ojos se fueron develando. Sus labios, a pesar de estar desapareciendo, parecían una sonrisa, una hermosa sonrisa como si recodaran los juegos que infinidad de veces había tenido con los niños de esas gentes que buscaban ahora su muerte. El polvo de los muros terminaron de cubrirlo y polvo él mismo se fue en leves remolinos que el viento de las alas de sus exterminadores levantaban. Y todo quedó como un páramo. Los hombres se miraron entre sí, sin saber qué decir. Una leyenda había terminado y otra había comenzado…

IBA Y VENÍA…

I

ba y venía. Nadie sabía qué era ni quién era. Sólo estaba... Siempre se le veía trajinando de aquí para allá. Nunca nadie lo vio quieto. La vez que pareció vérsele así no hacía mucho había caído sobre la Tierra toneladas de agua. Sus brazos se habían abierto como alas húmedas y todo él se fue transformado en un inmenso y alborotado río que huía hacia confines desconocidos de una mirada asustada. Después de ese día, su cuerpo no hallaba reposo. De la profundidad de las oscuridades había surgido pleno de tiempo. De ese tiempo que no tiene comienzo ni término. Sólo existía como un río sin sentido que se perdía en la eternidad de nuestras miserias. Era el río donde se hundían las barcas de nuestros destinos cuando los remos rotos dejaban la nave a la deriva de la muerte. Pero el Hado quiso que de esas aguas imperdonables surgiera como era antes de la Lluvia Eterna. Y deslizó sus pies humedecidos por los absortos ríos y páramos de heladas sempiternas y perdió sus huellas por incandescentes arenales donde el Sol lo

hundía sin misericordia en ese fuego tortuoso de pequeñísimas agujas de piedrecillas diminutas; la sed lo devoraba, y añoró las aguas del alborotado río de las sombras. Siguió caminando hasta que encontró la ruta del olvido, y se vio de pronto ante esas heladas aguas y al sentir la antigua sed de las arenas bebió un sorbo de esas aguas lejanas y experimentó que le acuciaba conturbados deseos de quedarse para siempre en ese lugar del río interminable…Vio la barca con sus remos y en ella puso su atolondrado cuerpo y su voz salada de espejismos. Aquel antiguo hombre, viejo diluvio, continúa navegando y lo seguirá haciendo hasta saber qué fue en el comienzo cuando se le miraba desconocido... Unas voces le musitan que era aquel que buscaba sus inicios y que jamás lo sabrá. Ha de seguir allí hasta que el Tiempo se acabe.

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EL TORO

L

a noche como avanzaba se volvía más oscura... Parecía que echaran más oscuridad al inmenso espacio de la noche. La linterna había agotado su carga. «¡Pilas nuevas!, ¡bah!», exclamó. Pero no era la primera vez que caminaba por esa ruta, que aunque la noche se cerraba cada vez más, encontraba el sendero por donde guiar sus pasos... Se restregó los ojos; como si con ese gesto lograra ver mejor. Caminaba casi al tanteo por la cuesta… De pronto sintió que alguien bajaba por la quebrada. No parecía una persona, o tal vez era un grupo que con exagerado ruido se dirigía hacia su encuentro. «¿Por qué no hablan? ―se preguntó― ¿Estarán embriagados?...Es posible….», pensó. El ruido se fue acercando con mayor estrépito. El caminante sintió cierto temor, y para evitar cualquier sorpresa buscó donde guarecerse para observar lo que bajaba… Se apretujó lo mejor que pudo en una abertura que halló en la ladera de piedra y cubriose el rostro con la larga chalina que llevaba. Apenas dejó descubiertos los ojos. El ruido aumentaba desmesuradamente…En medio de la noche apareció una mole. Un inmenso animal dando bufidos y arrastrando pesada cadena, cuyo brillo rompía la noche misteriosamente. El caminante se quedó petrificado. De los ojos y narices del enorme animal parecían salir llamaradas. A la luz de estas divisó el

vigoroso cuello de la bestia que lanzaba bramidos al escarbar la tierra con sus poderosos cascos. Observó cómo levantaba la testuz como si oliera algo, y cómo al hacerlo se echaba tierra al potente lomo que se encorvaba tal si fuera a lanzarse en embestida. Pasaron los minutos que le parecieron interminables…Después vio que el animal casi del color de la noche siguió bajando y arrastrando la pesada cadena que lanzaba chispas al rozar las piedras del suelo. El caminante apenas respiraba… Amaneció. El día encontró a nuestro amigo aterido y asustado. A duras penas, con las piernas entumidas, se acercó al lugar donde el terrible animal había escarbado la tierra, pero no encontró huella alguna. El suelo sólo tenía las marcas de sus pisadas. No había seña alguna del paso del enorme toro negro. Levantó la vista y miró hacia el enigmático cerro Baúl; pensó en el poderoso guardián que según la leyenda cuidaba preciados tesoros. Aún lleno de temor, agradeció haber sido testigo de la leyenda y que nada terrible le hubiera ocurrido.

EL CREADOR

T

enía que crear un relato. ¿Crearlo? ¿Era acaso el Dios de los Ejércitos o de Moisés para crear? ¿O, simplemente, era un dios cualquiera que tuviera el poder de generar de la nada algo? Me lo dijo, con esa voz autoritaria que soliviantaba mi paciencia: «Todo ser humano tiene el poder de la imaginación:

¡Crea tu relato!» Y su dedo índice me señaló violentamente, tal si fuera una daga que quisiera incrustárseme en el pecho. Sentí el aguijonazo. «¡Créalo!», resonó de nuevo su despreciable voz. Y

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esa palabra se multiplicó una y otra vez. Era una voz que penetraba en mi mente martirizándola… ―¡Tú eres un cuento! ―le grité, desesperado. ―¡No! ―fue la inmediata respuesta. ―¡Sí, tú eres un cuento! ¡Tú has sido creado por mi fantasía! ―repetí hasta el agotamiento. De repente, la daga de su mano fue desapareciendo paulatinamente.

En un agotamiento total, levanté el rostro, y nadie había delante de mí. Toqué mi frente: estaba húmeda. Sonreí: ¡Había creado mi cuento! Seguí caminando…eufórico. A los pocos pasos, sentí un apresurado taconeo detrás de mí, y una helada mano tocó mi hombro. Volteé, miré las cuencas oscuras de un rostro blanco que susurró en mi oído: ―Realmente, tú eres el que no existe ―. Y comencé a desaparecer.

¿SÓLO UN TRAPO ROJO…?

E

l soldado vio espantado que en la pechera de su camisa habían cosido la bandera enemiga. «¿En qué momento?», se preguntaba. Si toda la noche había hecho guardia totalmente despierto. Incluso hasta había disparado a la sombra que no había respondido a su llamado. Había corrido detrás de la sombra aquella. Logró alcanzarla: ¡Una mujer de rostro cetrino y ojos fieros! Al tocar sus trenzas, las sintió húmedas. Pensó que era sudor. Vio sus manos: se habían impregnado de sangre. El balazo había herido la cabeza de la muchacha. No profería gemido alguno; sólo sus ojos despedían llamaradas de odio. Sin embargo, ahora, estaba envuelto con la bandera enemiga como si fuera un sudario. Se arrancó con furor ese «odioso trapo», como él lo llamaba. Era el «trapo» que les llenaba de pánico, era el golpe artero; era la sombra que asesinaba. Ahora el «trapo maldito» estaba ceñido a su cuerpo. Recordó que había ultimado a la chica con el puñal y que le había arrebatado el fusil. Al recordar ese fatal gesto, movió rudamente su brazo para

desembarazarse del trapo rojo que le ceñía; al hacerlo, cayó de bruces. El golpe lo despertó. ¡Había tenido una pesadilla! No había nada alrededor de su pecho. El frío y el cansancio le habían hecho dormir. Abrió los ojos…En ese mismo instante sintió que algo filoso y helado se introducía en su cuerpo partiéndole el corazón. Sus ojos apenas vieron una cabeza de mujer de rostro cetrino y ojos fieros, cuya frente estaba envuelta con una vincha roja donde resaltaba el temido y odiado símbolo. Apenas emitió un gemido. La herida dolía. Sentía que la vida se le iba. Se arrastró. ‘Un último esfuerzo’, se dijo’; y siguió avanzando. Las fuerzas lo abandonaron. Cayó de bruces. La herida le dolía más y más humedecía su ropa. ¡Voces!, más que voces susurros. La voz de una mujer y parecía también la de un niño. El cuerpo del hombre se arrebujó en sí mismo, y perdió el sentido. Al despertar, vio delante de su cara un rostro cetrino, con largas trenzas, que le sonreía: ¿Está bien? Solo movió las pestañas. Ya no sentía húmedo el pecho.

LA CASONA

L

a casa brillaba en la noche de aquel verano. Ahora conoceréis la tragedia que les tocó vivir a mi hermanita y a mi primo Pablo. Desde aquel día que visitaron la casona, hasta el

día de hoy nadie da razón de lo que les ha pasado. Realmente, no han regresado al hogar desde esos días. Algunos del lugar los habían visto corriendo por los campos

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alrededor de aquella casona que estaba deshabitada desde tiempo. Ahora comentan, entre miedos y susurros, un suceso que conmovió la sencillez de las gentes del lugar. El padre había degollado a todos sus pequeñitos; luego había hecho el intento de quitarse la vida. Dicen que cuando quisieron atraparlo, se escabulló entre los pasadizos de la casona; sólo encontraron rastros de sangre que de pronto desaparecerían…. Otros dicen que era una mujer cruel hasta la sevicia más absurda que aparentaba una bondad hipócrita, porque en realidad era como aquel personaje de los cuentos de hadas que buscaba niños para engordar y comérselos. Esa vez, buscaron y buscaron, pero aquel asesino, hombre o mujer, se había esfumado, sin que jamás apareciera seña alguna del lugar donde podía haberse escondido. Nadie daba razón de su paradero. Cuentan que mi hermanita y mi primo se hallaban jugando por el campo, cuando divisaron la casona que de repente resplandeció como un sol. Allá se dirigieron. Penetraron en la mansión y…¿qué habrá sucedido? Nadie sabe, solo cuentan los lugareños que sólo se escucharon gritos. Cuando fueron a ver; sólo hallaron rodando las cabezas de los niños sobre el polvo del piso. No encontraron ninguna otra huella, además de las pisadas de los niños. Un silencio cayó sobre la gente que no podía darse una respuesta sobre ese terrible suceso. Recogieron los cuerpos de los niños, y se dirigieron al pueblo sumamente compungidos….Mi padre se desgarró de dolor al ver a sus pequeños así destrozados de esa terrible manera. Aquella vez, casi enloquecido, mi padre se acercó a la casona y halló la puerta cerrada, quiso abrirla, mas no pudo. Hizo todos los intentos y nada. Trato de derribarla y nada. Desde el interior se oía una risa cadavérica. Mi padre de repente

vio a la casona como un inmenso ataúd, como una tumba. Y en medio de sus lágrimas pensó que sus niños, en especial, la luz de sus ojos, su pequeñita, cuya laboriosidad y su inteligencia y su alegría eran inconmensurables haya terminado así por esa tumba maldita. Solo lloró y lloró y se fue caminando hacia su hogar donde yo lo esperaba con mis ojos tristes y llenos de preguntas. Se fue alejando y alejando. Lejos ya de la casona maldita, una gigantesca llamarada se levantó hacia el cielo. Seguro, alguien había lanzado alguna colilla de cigarro sobre las hojas secas del patio…Es posible, o tal vez un ciclo fatal se había cerrado. El fuego parecía interminable; de pronto un remolino envolvió la casona y perdieron sus cenizas por el aire. La casa maldita había desaparecido…Al regresar a la casa a velar a sus pequeños, los vecinos le contaron que cuando los rezos estaban entre la gente, los cuerpos de los niños comenzaron a desaparecer sin que nadie se explicara por qué sucedía tal hecho… Ahora, otra vez está allí la casona con su aspecto deshabitado y anticuado. Nadie sabe cómo apareció en una noche de cerrazón y de presagios malos; pero allí está ahora con su presencia de miedos y recuerdos. No falta quien afirme que por esos lugares, en las noches largas y sombrías, se escuchen voces y risas de niños que corren iluminando la pradera. A ratos pienso que son mi hermanita y mi primito junto a los otros desgraciados niños. Miro la casona y algo turbio se me sube a la cabeza. Yo amaba a mi hermanita. Ahora voy a ir a la casona y le prenderé fuego como lo hizo mi padre para que desaparezca esa tumba maldita que acabó como la ternura de mis días.

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EL ÚLTIMO DESEO

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emasiado tarde, según su apreciación, había hallado lo que siempre estuvo buscando. Vio, de improviso, ante su casi irremediable incredulidad, a ese fantástico lugar que tenía muy cerca la Fuente de los Mil Deseos. Allí, cuenta la leyenda, demasiado mínima, que con pasión leyó el texto secreto, que era para él de una expresión impredecible: «Aquí hay dos aguas maravillosas; la de la vida para la esperanza insospechada y la de la del deseo conseguido, ¿cuál quiere beber tu sed?». Asió fuertemente la copa que allí veía. Casi temblando la introdujo en la cristalina agua que fluía alegremente

debajo de las demasiado suaves piedras y, acaso, su imaginación escuchaba en ese fluir la música de la felicidad que anhelaba ardientemente su corazón. Miró, con cierto temor, casi indiferencia solapada, el otro arroyuelo que fluía torpemente de entre un peñasco filoso, terriblemente feo. Bebió el agua del primer arroyito y su débil corazón se llenó de una esperanza eterna. Cayó al suelo, y se sintió aligerado de amargas penas y sonrió dolorosamente: Sólo tenía la esperanza eterna…y cerró los ojos…

LA COMETA

L

a cometa se deslizaba por el cielo hasta casi llegar a las nubes. Las manos del niño estaban casi heridas por el roce del áspero hilo. Al verlo correr, daba la impresión que se iba a elevar por la fuerza con que el viento llevaba hacia la altura la sencilla cometa. Parecía no tener fin. El juguete subía y bajaba. Los colores del papel se confundían por la velocidad con que el viento imprimía a los movimientos de aquella flecha azul y roja que escindía el cielo con su velocidad. De pronto un grito: El niño cayó de bruces al suelo. Su rostro golpeó una piedra filosa: una herida encima del párpado de donde brotó incontenible la sangre. La sintió tibia. Quiso llorar, pero, sólo una mueca asomó

a sus labios. La cometa libre se perdía por el cielo. Ya no tenía la mano que hábilmente la conducía… Pasó un día con su noche, y se sucedieron muchos días. El niño recorría las dehesas donde hallaba una oveja y a veces un bovino. Su rostro denotaba tranquilidad. De improviso sus ojos se iluminaron. Allá lejos, los colores rojo y azul se perfilaban entre las grises rocas. Corrió hacia el lugar. Al llegar vio su querido juguete destrozado. Sin la fuerza de su brazo y la paciencia de su mano, el débil compañerito de sus juegos yacía destrozado entre las rocas; era simplemente basura. Recordó los momentos felices que vivió cuando su juguete ondulaba por los aires. Al verla hecha pedazos, sólo atinó a abrir un hoyo en la tierra y la enterró. Se quedó un rato pensativo; luego empezó a correr.

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EL ENCIERRO Se despertó. Todo estaba silencioso…Extendió su mano hacia la radio. Escucharé noticias, pensó. Apretó el botón y el silencio no desaparecía. ¡No hay energía!, se dijo. Se levantó, y con los pies desnudos caminó sobre las losas frías del cuarto adonde lo habían recluido. Sí, si había energía. Se asomó a los barrotes, y gritó con toda la fuerza que le dieron sus pulmones, y de su garganta salió un silencio ¡un inmenso silencio! Golpeó los barrotes, y estos ni se movieron. ¿No tenía fuerzas? Se desorbitaron sus ojos. Miró sus manos, y sus dedos comenzaron

a gotear gotas rojas. Las observó y en su mente apareció la palabra ¡sangre! ¡Sangre!, gritó, y la sangre siguió aumentando. Ya no eran gotas: era un río, y todo él se fue convirtiendo en un río rojo, rojo, rojo y se fue disolviendo entre las losas frías del cuarto adonde lo habían encerrado por haber muerto a su madre.

EL SECRETO DEL GUARDIÁN

S

í, yo soy el guardián del cerro. Sí, yo lo soy. ¡Cuántas veces reclamaste mi presencia! ¿Cuántas? Dímelo, pero callas, ¿por qué el silencio amordaza tu palabra?... ¿Tú voz ya no existe?; ¿vas sólo a escuchar mi voz?... No debiera estar aquí delante de ti, pero lo has logrado. Has logrado lo que nadie durante años y años pudo conseguir. ¿Cómo lo hiciste? Quizá tu ambición lo consiguió. Quizá ella es tan poderosa que no imaginas lo que has conseguido. Observo que la ansiedad en tu rostro adquiere la faz del destino que te va a devorar: ¡La ambición te convierte en su esclavo! Es cierto que soy el guardián del tesoro que nada iguala en el universo y que la tierra oculta bajo mi custodia, bajo mi secreto. Y aquí me tienes ante tu atrevimiento; y quieres conocer el camino hacia el tesoro, camino en el cual solo yo puedo orientarme, y cuando lo conozcas no tendrás tiempo para olvidarlo; porque

es eterno; porque es el secreto de la vida para siempre, porque también es el de la eterna muerte. Es un retorno que no acaba nunca, porque jamás lo encontrarás. Aquí en mi mano tengo el símbolo del tesoro: la cadena infinita. Es la llave que abrirá la puerta del tesoro jamás soñado por los hombres. Ah, sí supieras que la felicidad es no conocer lo que uno ambiciona, pero tu destino es, desde hoy, mi destino. No es en vano tu presencia en mi tiempo; y te lo entrego porque para mí ya no tiene retorno; el retorno está en ti. Ese es mi secreto, y desde ahora es el tuyo; y allá en el fondo, en medio de la sombra de tu eternidad está el lugar donde lo guardarás: El camino hacia la entraña del cerro Baúl, camino del cual no se vuelve jamás... Y si vuelves, serás una piedra más a los pies del majestuoso cerro, así como...yo ahora.

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LA VIUDA

E

ran las 6 de la tarde; y la noche se asomaba con sus sombras y sus miedos. Mis pasos me conducían por aquella calle semioscura de la estación. Los faroles apenas daban su luz mortecina, aunque yo no temía la oscuridad, pues, de tanto dejarme encerrado en la casa, me había acostumbrado a ella. La oscuridad era mi amiga; era la confidente de mis lágrimas, de mis penas; amiga de mis fantasías y de mis juegos. Aquella vez regresaba después de haber visto al curandero. Una historia que me contaba mi padre, era aquella de los condenados que caminaban por las serranías; por esos caminos de frío, en medio de la nieve, que en la lejanía de los cerros se les miraba empujando a duras penas una gran piedra, porque era la maldición que tenían encima y que sólo descansarían si lograban que dicha piedra llegue a la cima; pero cuando estaban por conquistar la cumbre, fatalmente, la piedra se les escapaba, y ruidosamente se desprendía por la falda del cerro; y ellos, prisioneros de la noche, desesperados corrían detrás de la piedra gritando como sólo saben gritar los condenados. Aquella noche, vi las sombras moviéndose, semejantes a monstruos que reptaban o se enredaban entre ellos. Era la luna y la noche y la luz que parecían morir y renacer. No pensaba que podían haber condenados en Moquegua; ellos sólo habían en los caminos fríos de la sierra. Pero, sí me sentía un tanto agitado, y era consecuencia del último relato de mi padre, de su encuentro con aquella mujer de cara blanca como lana blanca o como algodón escarmenado. ¿Quién sería?, se preguntaba. Él no le daba importancia; mientras que a mí sí me daba miedo. Veía a mi madre, y su cara era del color de la tierra; no comprendía cómo podía existir una mujer de cara blanca; ni siquiera una

muerta tiene así el rostro, pensaba. El rostro de mi madre, cuando la vi muerta, seguía siendo del color de la tierra, aunque más pálida. Pero una viuda ¿cómo sería?, ¿por qué tendría así el rostro? Y me fui perdiendo por la calle, mientras mi mente se perdía también en esos recuerdos, que querían asustarme. ¿Sería posible que un condenado bajara de la cordillera a Moquegua, y me asaltara? ¿Sería la viuda un condenado?, ¿una condenada? Me apuré, tenía que llegar a mi casa con el encargo que me habían dado; porque si no llegaba a tiempo podían castigarme; mi hermanita se hallaba mal, y yo como hombrecito tuve que hacer el encargo. ¿Qué encargo? Buscar al curandero para que la viera, porque le habían dicho a mi padre que lo que tenía mi hermana era daño; que le había hecho hechizo; aunque mi padre no creía en esas cosas; no me explico por qué quería que el curandero lo fuera a ver. Bueno, pues, él sabría. Yo no entendía. Sólo entendía que mi padre era un mundo grande y maravilloso; y que mi hermana era una mocosa muy inteligente, y yo un tonto de primera. Pero así y todo, fui a hacer el encargo; porque a mí nunca me enviaban para nada; decían que era un zonzo. No sé, tal vez. Y la noche siguió avanzando. No había nadie en la calle. Nadie. Acacollo ya no se miraba. Seguramente me requintarían por no haber llevado a ese caballero; pero no quiso venir conmigo, me dijo que estaba muy ocupado; a pesar de que lo esperé no vino conmigo, más bien me dijo que me fuera a la casa, porque se estaba haciendo tarde. Ahora, la calle se oscurecía más. No sé si sentía miedo. No sé; pero sentía un desasosiego. Mi hermanita estaba mal; muy mal; pero qué podía hacer yo, ¿qué podía hacer? Corrí. Al llegar a la calle antigua de la 31

estación, para bajar por la pendiente de Los Aromitos disminuyo mi carrera, y una mano surgida de la noche tocó mi hombro. Detengo mi carrera. Volteo y el grito se me enreda en la garganta. Una mujer alta, vestida de negro, estaba delante de mí, parecía como agitada. Miré sus manos, largas, largas, con uñas largas, largas; quise llorar..., mas no pude, ni hablar, ni menos moverme. Su mano tocó mi rostro y lo levantó; mis lágrimas mojaron esa mano terrible. Al levantar mis ojos, vi su cara; y su cara no tenía ojos, ni labios, ¡no tenía nada! Solamente era una mancha blanca, como si fuera de lana o de algodón escarmenado. No atiné a nada. No grité. Sólo sentí que algo

golpeaba mi cuerpo. Y comencé a rodar. El suelo rasmilló mi rostro. Me desmayé. Sollozaba. Alguien acariciaba mi cabello. Tenía miedo de abrir los ojos. «No tengas miedo», me dijo una voz suave, conocida. Era la voz del curandero. «¿Te tropezaste?», preguntó su voz. «¿Qué te ha dado? ¿Un desmayo?» Lo miré y sonreí débilmente. Con temor miré a todos los lados: No había ninguna mujer de negro. Sólo en mi mente su rostro blanco, lechoso, como de algodón. Incliné mi cabeza hacia el lado derecho y contuve mis lágrimas. Me levanté y continué caminando con el caballero... Estaba yendo a ver a mi hermanita.

«¡USTED ES LA CULPABLE…!»

S

onaba el quejoso vals llevando a su mente las lágrimas de sus angustias. El vals seguía con su sonsonete dejándolo más sonso de lo que estaba; sonsoneando y moqueando por las palabras sutiles del abandono de aquella a la cual le dio la parte más esencial de su existencia, se animó a perfilarse en su perfil más olvidado, y de pronto cayó en el olvido que no llegaba, porque más prefería el odio que la indiferencia, porque aquel dolía y ‘decía’ que aún la recordaba. ¡Olvido, olvido sin medida!

¡Mar profundo donde el recuerdo no halla orilla! ¿Qué hacer? Hasta que iluminado por la sonrisa del mozalbete que le miraba con un gesto más tonto que el suyo; le gritó ¡zonzo!; así con la ‘z’ de la más españolísima expresión peninsularia Y cayó en la cuenta, antes de caer en la oscura incertidumbre de las palabras, que se había transformado en un espantapájaros de sonrisa eterna y cabeza con cerebro de paja, cuyos ojos hechos de piedrecitas negras eran los compañeros de la superación de su amarga pena. Ella, la ingrata, le había hecho el favor de volverlo un muñeco al aire libre, al menos.

NO FUE UN DÍA COMO CUALQUIER OTRO…

S

onó la campanilla. A formar, decían, a formar. Las niñas corrían por allá, los chicos por aquí. Todos, todos se apresuraban para estar en el lugar

donde les correspondía. Habían visto al director con su rostro serio y su vestido oscuro. No tenía los lentes con que salía al patio del recreo para vernos cómo

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jugábamos. ¡Bah!, tanto miedo. No sé si será miedo porque nos puede llamar a su oficina donde nos resondra, o porque nos deja parados en el patio durante las primeras horas, en pleno sol; y ahora que está haciendo un calor maldito; hay que tener cuidado con esto de los rayos UV grado 15 que son unos rayos terribles, ¡peligrosísimos!; tal vez, los mismos demonios, sin que te des cuenta te atacan, te destruyen; dicen que nos causan cáncer a la piel; y, según leí por ahí, porque aunque no me quieras creer, yo leo, Peluchito, leo mucho; porque mira tú ¿qué hay que hacer en la tardecita, cuando ya cumplimos con las tareas escolares?: ¡Nada!, y yo me pongo a repasar algunos apuntes de la clase y me pongo a pensar (¡alguna vez!, me dirás, bandido) y recuerdo lo que nos hablaron los profes en la clase. Oye, hay de todo, ¿no te parece? Hay buenos que saben mucho de su curso; hay otros que sólo nos dictan y dictan; también hay aquellos que nos dicen ¡Saquen sus libros! ¡Vean la página 00 y saquen un resumen, ya regreso!, y se salen al quiosco a enamorar a la chica guapa que vende allí; y no hay nadie quien les diga nada. ¿Sí o no? Hay de todo; así como entre nosotros. A ver tú, mi estimado Peluchito, ¿cómo estás en tus notas? ¡Ja, ja, ja!, más o menos. ¡Oh, no!; ya sé que tú eres el mejor del salón, incluso de todo el colegio; yo sé que todos los profes te aprecian, aunque, claro no falta quien te tiene tirria; porque a ratos les haces unas preguntas que los dejas turulatos. Ja! Recuerdo lo que pasó aquella vez que tu mamita fue al cole para reclamar al profesor que te había puesto cinco, ¡cinco! en la nota final. ¿Recuerdas? Creo que tu papá te dio una tunda de padre y señor mío, fue, seguro para ti una afrenta, una vergüenza, tanto que al día siguiente no fuiste al cole, y desde ese día te pusiste las pilas en todo sentido. Pero, ¿fue así? Yo no creo, hermanito; además, así como tú yo no estoy de acuerdo que les peguen a los chicos, ¡no, no!, eso de ninguna manera.

¡Sabes qué, Peluchito? ¡Nunca, jamás, se les debe pegar a los chicos. Nadie debe pegarles. Yo no entiendo cómo se les puede causar daño; capaz por eso somos así de malos; será por eso que hay tanto resentido y tanto robo y asesinato todos los días. ¿Sabes?, me da miedo despertar cada día. Me pregunto, ahora, ¿a quién le tocará? ¿a quién robarán? ¿a quién atropellarán? ¿a quién matarán? –da miedo, da mucho miedo despertarse y escuchar las noticias, o leer los periódicos. ¡Un infierno! ¡Un maldito infierno! Dime, Peluchito, ¡qué podemos hacer nosotros, los chicos! Dime, qué. Creo, que para comenzar debemos pedir que no nos maltraten; hacer que nos respeten; pero, claro, sin ninguna duda, amigo, nosotros tenemos que respetar primero; y creo que el respeto comienza con respetarnos a nosotros mismos primero; y esto significa que debemos cumplir con nuestro esfuerzo las tareas, con todas, incluso las de educación física; y estudiar como Dios manda, ¿o no? Por eso, hermanito, yo estoy muy contento con que tú hayas mejorado bastante. Como te decía, hay de todo. Tú que más te dedicabas a jugar, y todo lo dejabas a tu inteligencia; yo sé que eres hábil, pero también hay que estudiar; y esa vez te descuidaste. Yo te envidio; no, no; no te envidio, creo que hablo mal, sino que tú eres mi modelo. Me gusta tu ale alegría, tu forma de hablarles a los compañeros; me agrada mucho cómo les ayudas; por ejemplo, a Marlicha; a ratos pienso que estás enamorado de ella. Ella es una buena chica. Tú tienes paciencia con Migalo que parece que estuviera ido; pero tú, allí, estás tratando de explicarle esas benditas operaciones de matemática; o esas zonceras de las oraciones impersonales. Eres formidable, ojalá te repongas de la fiebre que te ha postrado; pero te seguiré contando lo de esta semana. Porque, sabes, no fue un día como cualquier otro. *

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Formamos. ¡Rápido, rápido!, gritaban los auxiliares. Los chicos y las chicas se fueron formando. ¡Alinearse! ¡Ya saben su orden! ¡A ver, ese alumno qué hace inclinado! ¡Seguro está buscando su alma en el suelo! Y el alumno como un resorte se puso de pie. Los auxiliares con sus tremendas reglas gritaban y recorrían por las secciones gritando ¡Arréglese la corbata!, ¡Qué es esa cabellera! ¿No se ha lavado la cara? ¡Ya! ¿Y, usted, de qué se ríe? ¡Todos! ¡Atención!, y un ruido de soldaditos hicieron sonar los tacos. ¿Somos soldados, Peluchito? ¿Está bien que nos traten como soldados?...No sé de verdad. Luego nos hicieron cantar el Himno Nacional; y como tú te imaginarás, cantamos como si nos estuviéramos muriendo; no, no; más parecíamos que habíamos subido una altísima cuesta que al llegar a la cumbre, sin fuerzas ya, nos pusiéramos a cantar el himno. Lo hicimos sin ganas, ¿por qué, Peluchito, procedemos así? ¿No es el himno nacional uno de los símbolos de la patria? ¿No debemos cantar con emoción ya que esa canción expresa la lucha por ser libres? ¿O ya no representa el himno esta inmensa patria nuestra, que es tan hermosa, tan grande, que ha sido cuna de impresionantes culturas como la de los Mochica, los Paracas, los Chiribaya, los Tiawanacu, los Huari, los Incas… Mira, tú debes haber oído o leído que se han descubierto unos restos de un personaje de la cultura Wari, de tal riqueza y ornamentación que ha causado la sorpresa y admiración de todos; y que, dicen, va a cambiar lo que sabíamos de la historia de la Patria. Somos herederos, hermanito, de un formidable pasado…Capaz, a ratos pienso, que el Himno Nacional ya no es nuestro himno…, no es algo que sentimos

como nuestro. Tal vez, me digo todo esto porque aún no me siento ciudadano. No sé qué piensas tu, hermanito. Dime, ¿qué se puede hacer para que lo sintamos nuestro?, dime… Apenas terminamos de susurrar, o mascullar, el Himno, nos habló el director con una vocecita que apenas se le oía. Creo que habló sobre cómo debíamos comportarnos. Que en el recreo no debíamos tener juegos violentos; nos habló del salta burro, de la flechita, del chicle en el asiento. También nos recomendó que no escribiéramos en la plataforma de la carpeta, que no escribiéramos con el corrector; dijo que había recomendado a los profesores que no pidan correctores como parte de los útiles. O sea, ya sabes, no te tienes que equivocar. Bueno, tú, hermano, eres buenazo; además tú utilizas lápiz. Te felicito, franco... Cuando terminó el señor director, dispuso que pasáramos a nuestros salones. Primero fueron los varoncitos; luego las alumnas, y ya tú sabes cómo son ellas de…tranquilitas. Así que fue transcurriendo un día como cualquier otro. Y de repente, Yanucha, ¿la recuerdas?, ¿la que te dio un beso en la mejilla porque le avisaste en el examen? ¿Te acuerdas? Te contaba que entre sus reíres y sus gestos modositos, de repente, la Yanucha se resbala y enseña lo que te puedes imaginar. Se puso roja, roja, aunque solamente la vieron las chicas. Oye, se puso coloradita como una amapolita. Esa chica sí que es bonita, ¿no crees? ¿Fue un día como otro? No, no creo; porque te imaginarás ¡qué cerca estuve de la gloria…!, y no te pongas celoso, ya que me gusta mucho la Ya…

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EL ÁRBOL

E

ra un árbol que había olvidado que fue semilla. Jamás se imaginaba que algún tiempo hubiera sido pequeñito: ¡Imposible!, exclamaba casi con furia. Se miraba grande, alto, frondoso. Cuando el viento se acercaba entre sus ramas, movía estas con mucha soberbia, como diciéndole: ¡Fuera, fuera, viento insolente!.. Y el viento se alejaba sorprendido. Cuando venían algunos pajarillos con sus alitas cansadas a posarse en sus ramas; el árbol soberbio por su altura comenzaba a temblar y a gruñir como si fuera un animal salvaje. Ante esos torvos movimientos y refunfuños terribles, las avecillas se alejaban asustadas. Incluso, cuando aparecían entre sus hojas algunas hojitas de colores, su humor se agriaba de tal manera que quería saltar de rabia; y todo, porque en una oportunidad, unos niñitos y niñitas que se habían acercado para jugar debajo de sus ramas, al ver a las hermosas flores se pusieron a alabarlas: ¡Qué lindas!, decían jubilosas. Estas palabras irritaron tanto al árbol pretencioso que no admitía que nada ni nadie sea más hermoso que él, que se

puso a temblar de furia que hizo correr a los pequeñines... Y el árbol cada vez más altanero se fue quedando solo y más solo. Cierto día miró por encima de sus más altas ramas, y se dijo: ¡Qué hago aquí en este lugar desolado! ¡Yo, que soy alto y majestuoso, debo estar en mejores lugares! Y diciendo esto quiso moverse de su lugar y no pudo. ¿Se imaginan qué sintió aquel inmenso petulante? Su enfado no tuvo límites que comenzó a temblar de tal manera para moverse; y fue tanto su esfuerzo que abrió la tierra donde estaban sus raíces…Y… Un terrible golpe levantó la tierra seca del suelo. El gigantesco verde había caído al suelo árido, porque hasta las aguas se habían ido retirando por la vanidad violenta del gran árbol, que ahora yacía quieto con las raíces abandonadas al sol, a la soledad y al frío de las noches… Allí estaba el pobre árbol cada vez más seco, cada vez más abandonado…

DURANTE EL SISMO

¡B

ajen, bajen!, gritaban. Todos corrimos al patio. Allí encontramos círculos con el nombre de todos los grados de primaria. Los más pequeños comenzaron a llorar. Yo miraba a Frida que estaba seria como siempre; pero le notaba pánico en sus ojos. Temblaba. Su cara parecía una piedra. Parecía que nada la conmovía. No hablaba. Alrededor de ella hablaban y hablaban. No faltaban quien sonriera. No sé por qué después de un susto nos viene la risa. Parece que nos riéramos de

nosotros mismos por ser miedosos; aunque, no lo creo, sí, no debe ser por eso. Debe ser algo que nos ayuda a compensar el momento de nerviosismo. Vamos a preguntarle al profesor Gorka por qué nos pasa esto. Allí nos quedamos cuchicheando y riendo, cuando de pronto comenzó de nuevo el movimiento. Las chicas comenzaron a gritar. Yo miré a donde estaba ella, Frida. Y su rostro adquirió un gesto de superioridad. Diría, ahora que recuerdo, que se consideraba una mujer, 35

no una niña o una adolescente, como aquellas que gritaban sin fijarse cómo se ponían. Ahora que ha pasado el sismo, me pongo a pensar en lo que puede suceder cuando la gente se vuelve histérica. No se controla y contagia al resto. Felizmente, sólo lloraban y gritaban. De repente, Frida se movió de su lugar y se acercó a donde estaban gritando, y exclamó: ¡Cállense!, pero ellas siguieron gritando. ¡Dan vergüenza!, ¡mírense la cara están que dan vergüenza! ¡Miren, cómo están tranquilitos los chicos de primaria! Y llamó ¡Carlos, ven!, y se acercó, rápido, un niñito que tenía la carita asustada, pero sonreía. «No tengan miedo», eso fue lo primero que les dijo. Como por encanto, las chicas se callaron, y comenzaron a mirarse unas a otras como si efectivamente se dieran cuenta que estaban haciendo un papel muy malo. Frida se me acercó, y me dijo. ¡Y tú que me miras! No supe qué decir, sólo atiné a decir: ¿Yo?, nada más. Tal vez la fui conociendo un poco más. En eso llegó

la Directora, y nos dijo que ya había pasado el sismo; que fuéramos en orden a recoger nuestras cosas para irnos cada quien a sus respectivas casas. Cuando salimos, vimos varias paredes de las casas derrumbadas. El sismo había sido violento. Nuestro colegio era de material noble. Por eso, seguro, no pasó nada. Sólo el movimiento y el susto. Nunca había vivido una cosa así; sólo movimientos leves. Seguí caminando y vi gente preocupada corriendo por aquí y por allá. Alumnos y alumnas corriendo, seguro, hacia sus casas. Levemente se extendía el polvo por las calles. Era un polvo que penetraba la nariz y nos hacía estornudar. La tierra seguía moviéndose. Ya sé que se mueve, pero me refiero al temblor que de repente seguía, pero como lo sentimos allá en el colegio. Ahora ya sé como un sismo; y sé que no debo asustarme. Sí, no debo asustarme; sino más bien debo ser sereno, fuerte, así como es Frida, a quien admiro mucho.

LA FELICIDAD

P

rimeramente voy a escribir sobre algo raro que ustedes, necesariamente, deben saber sobre un narrador de cuentos Fue allí, en ese ruinoso sitio, lo que extrañamente le sucedió aquel día. Fue de un modo desconcertante, que causó desaforada respuesta. «Éste es el relato…», comenzó diciendo risueñamente el contador de historias, cuando improvistamente volteó la cabeza y vio lo que jamás había visto: Era ella, la Felicidad. Estaba allí riendo desaforadamente. Por supuesto que no le agradó nada. Pensó rápidamente que ella no podía reírse de esa manera tan vulgar. Consideraba que la Felicidad tenía que ser necesariamente fina, delicada, suave, tenue. Una Felicidad así de exagerada, le parecía más bien incongruente, grotesca. Trato de superar el momento, y no darle importancia; por lo que sonrió de forma

inesperada, y, como si nada hubiera pasado dijo: «Éste es el relato, el muy magnífico relato de quien encontró la felicidad y se enamoró de ella o ella se enamoró de el…» Al escuchar esto, la Felicidad, con inicial mayúscula, dio tremenda risotada y se abalanzó sin más ni más sobre quien había dicho con disimulo su nombre; y sin que mediara circunstancia alguna le dio -allí mismotremendo sopapo que dejó sin alma al supuesto ofensor. La Felicidad no podía permitir que tal pillastre hablara que ella se enamoró de alguien. En ningún tiempo, nunca, jamás había sucedido eso. Siempre se enamoraban de ella, por eso iban hasta siempre detrás de ella: así fue y así será hasta la eternidad, y se largó riendo como sea, es decir, como le daba su real gana; porque sí era demasiado real su gana y lo que realmente gana. 36

Allí, el medio cariacontecido narrador se quedó hecho un patatús en el suelo, cara al cielo con lágrimas en los ojos. Era terrible hallarse con la Felicidad… Cuando de pronto vio a la

susodicha que le alcanzaba cariñosamente el brazo para levantarlo y darle la dicha a más y mejor…; sin embargo, el narrador, ya le tenía miedo… «Mejor el relato lo sigo mañana», dijo

LA CAÍDA

Y

–¡Oh! –exclamé al reconocer quién venía por allí. ¡Era nuestro profesor! Sin pensarlo, corrimos hacia él gritando. –¡Profesor!, ¡profesor!, ¡profesor!... Todos corrimos a donde estaba él. Llegamos a su lado. Estábamos agitados. Nuestra voz salió entrecortada. Algunos chicos lo abrazaron. Él sonreía. ¿Qué había pasado? –¡Profesor, creímos que se había lanzado al vacío! –exclamó alguien; y se hizo el silencio. Lo observamos. Estaba lleno de tierra. Presentaba la ropa desgarrada. Las manos heridas. Jenaro le acercó una botella de gaseosa. La bebió, y nos miró con esa mirada dulce que tenía cuando nos decía que nos apreciaba, a pesar de todas las travesuras que le hacíamos. También nosotros lo queríamos… –¡No, no me he lanzado al vacío! ¡No! –sonó su voz esperanzada–. Llegamos a la cima del cerro con Juan, Luis y Ruiz; luego tenían que llegar Javier, Alave y Paz... El aire que se respiraba era puro. Me acerqué al antiquísimo santuario que está al borde de la plataforma. Levanté los brazos y sentí una corriente que me llenaba el espíritu. Fue una sensación única. Me invadió una paz como no se pueden imaginar ustedes. Grité fuerte ¡Viva la vida!, y de pronto la tierra cedió bajo mis pies, y me fui rodando por la pendiente. De repente, sentí que algo me sostenía en el aire; sólo sentí un aire que me golpeaba paulatinamente el rostro como si unas alas se agitaran a mi costado; luego no oí nada más, y de repente me golpeé… ¿Había caído cerca del final de la colina y rodé… Creo que me desmayé. Luego abrí los ojos, y sentí dolorido el cuerpo. Ahora estoy con

o lo conocí, me contó, mi abuelo. Lo vi lanzarse desde aquella altura que para nosotros era inmensa. Corrimos todos los alumnos para tratar de ayudarlo. Y no vimos nada al pie del cerro. ¡Nada! Buscamos por todos los lugares, y ¡nada!; ¡nada de nada! ¿O no se ha lanzado al vacío?, nos preguntamos mirándonos unos a otros. ¿Tú lo viste lanzarse? La respuesta era «sí», pero era un «sí» dudoso. Hasta yo dudaba, hijo mío. ¡Hasta yo dudaba! Me decía a mí mismo: ¡Sí, yo lo vi lanzarse; yo lo vi!, sin embargo, no había nada. Nadie había, ¡nadie! ¿O no se lanzó? La leyenda decía que en el cerro Baúl se adquirían poderes extraordinarios. ¿Era posible que el profesor hubiera sufrido una transformación antes de caer hacia el fondo del precipicio? También la pregunta era ¿qué lo llevaría a lanzarse? Pero, ¿se lanzó? La duda seguía golpeándome el cerebro, decía mi abuelo, y su voz se adelgazaba a cada momento. Seguimos buscando. La desesperación nos invadía –seguía hablando el abuelo–. No faltaba quienes parecía que solo estaban jugando. Aunque muchos de nosotros sólo buscábamos. A ratos pienso que sabíamos qué queríamos. ¿Queríamos hallar tirado por allí al profesor? ¿Queríamos encontrarlo muerto? ¿Destrozado? ¿Herido? ¿Qué queríamos? En realidad, no lo sabíamos. Pero lo buscábamos. A veces hacemos las cosas y no sabemos por qué las hacemos realmente. –¡Oye, Julio, mira!, –me gritó Elías, mi mejor amigo, y su mano se dirigió hacia el lado de la salida del sol.

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inmensas alas…–Al ver los ojos de sorpresa e incredulidad de mi abuelito–. Capaz no me creas, hijo –le dijo–. Era un hombre con alas, cuyo rostro no pude ver. ¡Soy el guardián del Cerro!, dice que le dijo. Creo que me desmayé, pues, sólo sentí el golpe al final de la colina; por eso me rasmillé con los arbustos. ¿Será cierto lo que vi, Valor? –, le preguntó a mi abuelo con los ojos ensimismados. –Eso, profesor. ¿Un hombre con alas? ¿El guardián del Cerro? –fue mi respuesta que dejaba mucho más por preguntar. –Desde esa altura, me hubiera matado, Valor, me hubiera matado –reflexionó. En eso, vinieron los alumnos a rodearnos para invitarnos más gaseosas. El profesor sonrió, y se unió a ellos. Eso pasó aquella tarde de paseo hacia el cerro Baúl. Todo eso me contó mi abuelo. Él lo había visto, y siempre se preguntaba si en el cerro Baúl vive ese ser con alas que salvó de una muerte segura a su profesor. Tú, amiguito ¿qué dices? ¿Habrá alguien con alas cuidando el misterio del cerro Baúl?

ustedes. Los miro, amiguitos míos; me siento feliz, y quiero gritar con toda con toda mi alma lo que grité antes de caer. Nos miró a todos, y abriendo los brazos como si nos abarcara a todos en un inmenso abrazo, gritó: –¡Viva la vida! –¡Viva! –gritamos todos, y saltamos de alegría. Luego nos pusimos a cantar. Después, nos sentamos. Nos acomodamos para comer el fiambre que habíamos llevado. El profesor se sentó conmigo, porque siempre nos llevábamos bien; y me contó lo que en realidad le había pasado. –Valor –este era el nombre de mi abuelo, en esa época de estudiante–, ven, amiguito; te contaré lo que realmente me sucedió –le dijo misteriosamente el profesor–. Cuando caía, vi pasar por mis ojos toda mi vida. Mi pensamiento rápidamente fue a mi pequeño hijo. Quería llorar, porque pensé que iba a morir estrellado en el fondo del barranco. Fue en eso que sentí que unos brazos me sujetaron en plena caída. Me fijé bien: Era alguien parecido a un ser humano con dos

LA ENTREVISTA

E

ntraron a la casa. Parecía que no había nadie. Sintieron un ominoso silencio. La madera del piso crujía por la extrema sequedad debido al terrible calor de la zona. Los pasos levantaron nubecillas de nubes y expandieron un sonido grotesco por la habitación en penumbra. Ella estornudó con delicadeza. Él, extrañado, la observó cómo trataba de no hacer ruido. Ella le miró como si pidiera disculpas. Les habían dicho que en la casa iban a encontrar a la sospechosa, a la que hasta ese momento era la inhallable. Hacía un mes que en ese lugar habían hallado desangrados cruelmente a la familia. A la mujer no la encontraron. En la pared, habían escrito: «La muerte se paga con la muerte». ¿Era una venganza? ¿Por qué fueron asesinados todos, incluso

los niños? En la sala, colgaba una gran fotografía. Allí estaban todos. Parecía que se hubieran tomado esa instantánea para dejar testimonio de ellos. Era blanca, de cabellos largos, piernas largas y firmes. Estaba como inclinada tocando el rostro del menor de los niños. Una línea horizontal, marcaban sus labios. ¡Ella no estaba entre los occisos! ¿Por qué no está?, fue la pregunta inmediata. Y la sospecha se hizo patente. ¡A buscarla! Alguien pensó que a lo mejor estaba muerta o enterrada en otro lugar. El piso del patio no mostraba haber sido removido, ni menos el suelo del jardín. En la oficina, habían estado tratando de encontrar una respuesta a las interrogantes del crimen y de la ausencia de la mujer de cabello largo. Era la

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―¿Por qué enloqueció? ―balbuceó la policía. ―Me culpó de la muerte de su hijo…―musitó débilmente la mujer ―. Fue un accidente… ―Espere ―le interrumpió la mujer policía; y salió veloz en busca de su compañero, al que encontró que venía a su encuentro también apurado… ―¡La hallé! ―se dijeron simultáneamente. ―¿Cómo? ―se preguntaron al unísono. ―Vamos, está muy delicada ―dijeron los dos a la vez. Él, emocionado, le pidió con señas que se calmara. ―¿A quién has hallado? ―preguntó el policía. ―¡A la sospechosa! ―exclamó la mujer. ―¡Imposible! ¡Acabo de dejarla en su asiento de mimbre…! ―¡Yo también…! ―casi gritó la mujer. Y como si los dos hubieran pensado lo mismo, corrieron a donde ella había dejado a la mujer. ¡No hubo nadie! Corrieron hacia el cuarto donde él había conversado con la mujer de pelo largo. ¡Nada; no hallaron a ninguna mujer! Ambos, alelados, miraron con temor los corredores. Armados de valor, volvieron a los cuartos y en ellos sólo hallaron un ominoso vacío. ―¡El barranco! ―gritó ella. ―¡El barranco! ―exclamó él; y ambos en desenfrenada carrera llegaron al borde del barranco. Era profundo. Muy profundo. Con sumo cuidado fueron bajando y bajando. Entre las breñas del fondo hallaron a una mujer blanca de pelo largo y lacio con el cráneo destrozado… ―¡Ella! ―exclamaron los dos… Luego, el silencio…

sospechosa número uno. En medio de esas sospechas, fue que había sonado el timbre del teléfono. Interrumpía las lucubraciones de los agentes. Ella había tomado el auricular, y escuchó una voz femenina que le decía que era la mujer de la fotografía: quería confesar lo que había sucedido con su familia, que estaría esperando en la casa de la muerte. Luego el silencio… Por eso estaban allí. Ella, una policía experta, y él, categórico en sus raciocinios, esperaban cerrar el círculo de sus sospechas. Allí estaban en esa casa que lucía deshabitada, abandonada. Se miraron entre sí. El pasadizo se bifurcaba en largos corredores estrechos. Una indicación de la mano, hizo que ella se dirigiera por el de la izquierda, mientras que él seguía por el otro. La mujer avanzó decididamente. Halló una puerta semiabierta. La empujó y ―¡oh sorpresa! ― una mujer de tez blanca y cabellos largos estaba sentada en una mecedora. Se miraron sorprendidas. ―¿Usted llamó a la delegación? ―preguntó la mujer policía. La mujer de cabello largo, asintió con la cabeza… ―La buscábamos sin resultado alguno. Incluso se sospechaba de usted. ―Sí ―se escuchó débilmente―. Yo vi todo―susurró casi inaudiblemente. ―Por favor, señora, díganos qué pasó… ―Él se volvió loco. Se había convertido en una fiera. No pude defender a mis niños. Su fuerza era superior a la mía. Escapé, y me dio alcance en el borde del barranco; aquél ―y señaló un punto indefinido―. Me detuve. Me alcanzó y con terrible violencia me dio un golpe en la cabeza que me lanzó al vacío, rodé y rodé, golpeándome con los peñascos…―Quedó callada, con la vista perdida…

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EL CAMINO HACIA EL FUTURO

E

stamos en exámenes y tengo que intervenir en el concurso de relatos. También tengo que preparar la exposición sobre la novela del gran Cervantes, don Quijote; ¡y el examen de…? ¡Oh, no!... Tengo que tener calma; no puedo enredarme con mis preocupaciones. Siempre mis padres me decían «Nunca hay que desesperarse, porque todo tiene solución». ¿A qué hora vendrán Mariam y Lisia? ¿Qué vamos a decir en la mesa redonda? ¿Por qué tendremos tantas tareas ahora que estamos en evaluaciones? ¡Y no vienen! ¡La puntualidad!, siempre les he dicho, la puntualidad es lo más importante entre las amigas. ¡Vaya, creo que por gusto me pongo así!...Miraré la hora en el celular… ¡Faltan aún diez minutos…! Y yo que reclamo por su ‘tardanza’! ¡Qué exigente soy! Voy a leer algo sobre Don Quijote…; luego iré a la Biblioteca a esperarlas, aunque estar bajo estos hermosos ficus de nuestra Plaza es formidable… ¿Qué pasa? ¡El piso se mueve! ¿Terremoto? ¡La tierra tiembla! ¡Tiembla! Calma, calma… ¿Por qué tanta hojarasca y este viento terroso? ¿Por qué esta inmensa nube de polvo? Parece que la plaza se hubiera transformado en otra. Está rara. ¿Los ficus? Los noto cambiados. Felizmente el muro de la Iglesia Matriz está intacto... ¡Cuánto dinero habrá costado su reparación, pero allí está enhiesto, mostrando la gloria religiosa de nuestros antepasados. Allá sigue igual la imagen de la Dolor osa. ¿Y la gente? Todos deben haber corrido a refugiarse a lugar seguro. ¡Cuántos terremotos ha vivido Moquegua! El último fue el 2001. ¡Cómo dejó las calles! Llenas de escombros, tierra y tierra. ¡Muchos murieron y cuántos se quedaron sin su casa que tuvieron que estar como gitanos por aquí, por allá, o bajo carpas, o bajo módulos, bajo…nada, sufriendo la

intemperie, el frío y el calor que es terrible a ratos en esta tierra linda… ¿Y mis amigas? ¿Estarán bien? ¿Vendrán? No, no creo que vengan. Debo ir a casa. Deben estar preocupados por mí. Veo gente por allá, cómo corren; otros hablan, gritan, vociferan. Ahora alguien pasa por mi lado, más y más; no me miran; parece como si estuvieran huyendo de algo…o de alguien… Allí vienen dos personas montadas, uno en un caballo, alto, flaco, con… ¡qué! ¿con armadura como los antiguos caballeros que he visto en las películas de reyes y castillos?. A su costado, ¡oh no!, imposible….Estoy soñando….No, no; estoy despierta. Allí está la biblioteca adonde tengo que ir con mis amigas…Pero si es…, pero si es Don Quijote de la Mancha y su inseparable Sancho Panza… ¡Dios mío! No puede ser ¿Don Quijote en Moquegua? ¡Es imposible! Estoy soñando, sí, sí …. Todos corren; creen que son fantasmas…No saben quiénes son; pero yo si sé, cómo no voy a saberlo… El hombre alto es el ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, aquel que salió a los caminos de España a desfacer entuertos, y su compañero es el fiel escudero Sancho Panza…Se acercan a mí… Los veo ya cerca; estoy temblando no sé si de miedo o emoción por tenerlos cerca de mí…Parece que me van a hablar….¿qué haré? ¿Huyo? Si lo hago me comportaría igual que los otros. No, no debo huir. Los esperaré y les hablaré de mi tierra, de sus

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tesoros… Yo sé que don Quijote es una bellísima persona, ni qué decir de Sancho; él fue gobernador de la Barataria, allí resaltó su chispa, su ingenio, su franca inteligencia; son el uno para el otro. Lo ideal y lo práctico; el caballero poeta y el escudero prosaico. ¡Son maravillosos! Felizmente leí su historia; la que recogió don Miguel de Cervantes… ―¡Niña, ¿no nos dais la bienvenida?…Hemos recorrido caminos polvorientos, pasado duras penalidades para acabar en este poblado. Dadnos un poco de agua; que el agua es pura, dulce si se da al caminante –dijo don Quijote, mirándome. ―¡Vamos, niña, no seáis mala ―habló Sancho, bajándose de su rucio. Sorprendida y ofuscada sólo atiné a alcanzarle mi botella de gaseosa. ―¿Qué me dais, niña?, ¿qué es esto? No tenéis agua, agua dulce…―dijo Sancho. ―Recibe, mi fiel escudero, lo que dan…―dijo don Quijote. ―Cierto, a caballo regalado no se le mira el diente, amo ―y rió con una risa que no tenía nada de vulgar. Don Quijote, mirándome con ojos en ensueño, me habló de esta manera: ―Niña, don Miguel de Cervantes, nos habló mucho de un poeta que vivía por estos rumbos; por eso, estamos por aquí. Y vamos de sorpresa en sorpresa, hemos pasado por un valle lleno de viñedos, como los de mi patria, la España de Carlos V y de Felipe II, y bebimos el néctar de los dioses, un vino qué para os digo, era para el mismísimo Dios Baco…Decidme, niña, ¿aquélla hermosa iglesia tan cuidada a qué santo patrón está dedicada? ¿Y esta pila tan rara? ¿Y este muro impresionante?...Habla, niña, habla….¿Y esas casonas que tenéis por allá enfrente que se parecen las de la bella Toledo? ―Esa Iglesia ―balbuceé―, don Quijote, es nuestra hermosa catedral. Una vez un terremoto la derruyó, pero nuestra fe hizo que se levantara; allí se encuentran muchas maravillas, dos retablos de

madera hermosamente labrados; y tenemos para nuestra fe, señor don Quijote, una virgen en cuerpo presente; nuestra Santa Fortunata, una mártir de la fe cristiana ―Don Quijote y Sancho me oían admirados; y yo seguía con mucha más confianza ―. Esa fuente que ven en el centro de la plaza es un monumento que es nuestro orgullo; es la pila que refleja la cultura de la que somos parte; esas casonas del frente son el recuerdo de la grandeza de nuestra historia; allí están las reliquias de la Colonia y de la República; aquí cerca, dentro de estos muros restaurados, pasando esa portentosa puerta, está el Museo Contisuyo donde se guardan y se exhiben las reliquias de las antiguas culturas de esta Región…. ―Don Quijote y Sancho me escuchaban como si estuvieran oyendo una oración… ―¡Maravilloso! ―exclamó el Caballero de la Triste Figura. ―-Antes de pasar por el valle de los viñedos, anduvimos por un largo camino…, parecían las calzadas que los antiguos latinos construyeron por el territorio de la Hispania…para unir su destino a Roma, la ciudad eterna de la civilización europea… Al escuchar esas palabras, me acordé del Qhapap Ñan, y llena de orgullo les dije ya con la confianza que me inspiraba la sencillez de don Quijote y su amigo Panza: ―Valeroso caballero Don Quijote de la Mancha y fiel escudero don Sancho Panza, aquí en estas tierras que pisan sus pies, existe un gran camino de muchos caminos, es el Qhapaq Ñan, el Camino de los Incas. Son dos grandes caminos que recorren por la costa y la sierra, casi paralelos; unían varias naciones, llegaba hasta el norte; allá lejos, muy lejos, un pueblo llamado Colombia; y se iba hacia el sur, llegando hasta casi aquel punto que descubrió un tal Magallanes. Eran caminos que enlazaba muchos pueblos y pueblos; y todos conducían al «ombligo del mundo», el Cusco, la ciudad imperial de los Incas, unos grandes reyes de

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nuestro antiguo Perú. Esos caminos eran pavimentados con bloques de roca; tenían escaleras, túneles y puentes de madera que atravesaban ríos; recorrían valles templados, desiertos y hasta llegaba a la selva neblinosa; atravesaban las frías y altas tierras andinas de la cordillera; eran caminos únicos que ahora son la admiración de todos… ―¡Gente extraordinaria! ―exclamó don Quijote ―. ¿Dónde puedo encontrar y saludar a los Incas? Quiero mostrarles el respeto y admiración de la sagrada Orden de Caballería que represento y darles el saludo de mi noble dama, doña Dulcinea del Toboso…Decidme, pronto, niña, adónde me dirijo…Mi brazo, mi lanza y mi espada deben estar al servicio de esos geniales gobernantes… Mi mente vuela a Roma… ¡Qué pequeño es el mundo, Sancho! Allí Roma, aquí Cusco. ¡Oh, pueblos, pueblos, romanos e incas, caminos ellos mismos del gran camino que es la civilización y la cultura de la vida! ―dijo emocionado don Quijote. ―Niña ―se dirigió otra vez a mí ―. Vamos a ir a buscadlos…Saludadme al poeta Alonso de Estrada, el de Yaravico; decidle que don Miguel de Cervantes le envía su saludo…Niña, sigue cuidando

vos y todos quienes vivís aquí la herencia de vuestros mayores; nada de odios ni rencores; todos somos hermanos; y como dijo nuestro amado Jesucristo: Amaos los unos a los otros, así como yo os he amado… ¡Adiós, niña! ―¡Adiós! ―dije. De pronto escuché que me llamaban….Luz… ¿quién? Junto a mi nombre, escuchaba el adiós de Don Quijote y de Sancho Panza… «¡Adiós!», me decían… ―¡Lucía, despierta! ―Mis ojos se abrieron lentamente…Allí estaban .Lisia y Mariam… Miré para todos los lados. Les dije: ―Tengo que llevar el saludo a don Alonso de Estrada… ―¿A quién..! ―gritaron sorprendidas las dos. ―¡Estás loca, o…? Me di cuenta que todo había sido un sueño…Las miré y les pedí que se sienten y les comencé a relatar mi fantástico s … Cuando de pronto comenzó a temblar la tierra….

EL CORREDOR

M

iró con suma atención, y corrió hacia la fuente donde bebió ávidamente el claro líquido. Luego siguió por la avenida gritando. Sus gritos alertaron a los vecinos. Estos salieron a sus puertas; de improviso se remeció el suelo. El susto aumentó en todos los rostros. Los niños comenzaron a llorar. Los adultos trataron de calmarlos.

El corredor seguía calle abajo sin fijarse en qué pasaba a su alrededor. De repente lanzó un grito de dolor. Por el movimiento sísmico, una astilla de vidrio le había caído en el rostro. La sangré comenzó a deslizarse por sus mejillas. Se limpió rudamente con las manos, que se enrojecieron. Miró su propia sangre y continuó corriendo, aunque ya no lo hacía con la velocidad anterior. Una señora se le acercó y le ofreció agua. El atleta la bebió. Le dio las gracias, y se secó el sudor de la frente. La sangre del rostro se había detenido. El sismo ya había

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calmado. Ahora sólo miraban al corredor. En la meta esperaban varias personas. El médico revisó sus instrumentos. La ambulancia hizo sonar su alarma. El

policía tocó su silbato. El atleta ya llegaba a la meta. ¡Llegó! ¡BRAVO!, gritaron todos.

LA PROMESA

S

altaba, gritaba, corría y lanzaba al aire su gorra como si una ráfaga de alegría le atacara de improviso. No se detuvo por más que le hablaban, rogaban, gritaban…¡Nada! Seguía en su desenfrenada carrera sin que nadie pudiera detenerlo. Llegó a la meta y le vieron los ojos desorbitados, el cabello revuelto, la lengua afuera; parecía alguien que hubiera perdido el juicio. Lanzó una carcajada cuando rompió la cinta de la meta; de inmediato se dio media vuelta y agitando los brazos como aspas regreso sobre sus pasos gritando y llorando como

un poseso. ¡Vencí, vencí!, se desgañitaba gritando con la euforia que le dominaba por haber roto la cinta del triunfo. Se sacó la camiseta y la agitó como una bandera: ¡Gracias, Dios, por vencer, por vencer…! Luego fue apagando su voz, poco a poco…p...o...r v...e...n..c...e...r…p..o..r v…e…n….c…e….r…Y cayó de rodillas. Sus ojos se llenaron de lágrimas al recordar que le había prometido a su madre no hacía una hora que iba a ganar la carrera por ella. Recordó que había besado el amado rostro ya yerto, casi frío…y se vio más solo que nunca…

LA RISA

L

a risa sacudió su cuerpo. Era nuestro tío, hermano menor de mi madre. Cada vez aumentaba el volumen de sus carcajadas. Los presentes se quedaron sorprendidos. No hacía mucho había estado derramando lágrimas incontenibles. Le habían despedido de su trabajo y el dinero que le pagaron por su indemnización se le había extraviado ¿o se lo habían hurtado? Todos los sueños que había edificado sobre ese dinerillo se habían esfumado; como si hubiera

despertado de un hermoso sueño, la realidad se transformó en una terrible burla. ¡Cuantos años de trabajo habían desaparecido por la acción de un desadaptado! ¿O fue causa de su descuido? No quiso pensar en ello. Más bien, de pronto se limpió las lágrimas y lanzó una risa que fue aumentando su volumen cada vez más. Nadie entendió lo que le pasaba. Está loco, pensaron algunos. Y nuestro tío sigue riendo hasta ahora.

LA GUERRA DE LAS PALOMAS

¡

Mueran las palomas!, gritaba la gente que recorría en largas filas machacando el negro asfalto de la calle del centro. ¡Mueran las palomas!, era el alarido violento de las masas apretujadas. A una distancia de casi veinte metros había personajes que tenían

cubiertas sus cabezas con extravagantes caretas que semejaban los rostros de palomas de terribles ojillos rojos, negros, ¡sanguíneos!, y un encorvado pico, del cual salían dos colmillos de donde goteaban gotas de un líquido espeso, rojo, rojo. El rostro de esas estrafalarias

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‘palomas’ denotaban odio, cólera, y la retorcida sonrisa daba siniestros escalofríos. De las espaldas de esos seres; colgaban dos alas plomizas, desgarradas, cuyas plumas terminaban en aguzados ganchos. Alrededor de sus muñecas unas cabuyas gruesas las apretaban con toscos nudos; y con estas sogas las ‘palomas’ eran jaladas por otros personajes vestidos con talares claros, cabellos largos y cubiertos, también, con máscaras de rostros humanos que expresaban inocencia y cierta sonrisilla sardónica.

tamaño; todas en actitud de ataque, con el cuello adelantado como gallitos de pelea; todas en listas para el combate… Las máscaras humanas que semejaban palomas después de haberse plantado se lanzaron sobre sus captores dándoles picotazos y rudos golpes de ala, y sacudiéndolas se elevaron sobre la turbamulta y se posaron delante de los millones de palomas…Y del vasto pulular de alas parecía que se elevaba un rumor que aumentaba y aumentaba: ¡M…U…E…R…A….N…L…O…S…H U…M….A….N….O…..S…! Y la respuesta atroz y definitiva: ¡M...U...E....R…A..N! Eran dos interminables ejércitos, frente a frente…El silencio, luego del rumor maldito; era un silencio poderoso…era el silencio de….¿De qué? ¿de la muerte? ¿del eterno mutismo? ¿del zureo de la violencia atrapada en la falsa paz de las alas destructoras? Tal vez era el silencio del nuevo mundo, del mundo del dios Palomeque y de sus palomas guerreras, avezadas ahora en las largas marchas y en enfrentamientos hasta las últimas consecuencias…Dos multitudinarios ejércitos, uno frente a otro…Y la batalla, la definitiva iba a iniciarse... (Mejor, pongamos unos puntos suspensivos, para continuar este sangriento relato mañana. Es preciso almorzar, porque si no se va a pensar que estoy desvariando de hambre… ¿Alguien piensa que las palomas son violentas? Imposible; se las ve tan dulces, tan inocentes, tan pacíficas, tan de tan, pero habían sido… Mejor le preguntamos al Ing. Gustavo Valcárcel o al poeta Antonio Cisneros).. Hambriento como me encuentro, mi cariacontecido malandrín, no te olvides de darme unas palomas para prepararme un tallarín verde, aunque sea por la vez última, porque mi sentir verdadero exclama con las palabras más puras: ¡Mueran las palomas y los palomillos!

¡Mueran las palomas!, resonó en la amplia calle. Y la grita chocó contra las altas paredes de piedra del atrio de la Iglesia Mayor. Y la columna desaforada de gritadores siguió avanzando con paso retumbante y sus estridencias furibundas. El polvo se fue levantando ante el paso rotundo de la muchedumbre. De pronto, los humanos enmascarados o los encubiertos palomeques se pusieron enhiestos y plantaron sus piernas sobre el terroso suelo. Por más fuerza que pusieron las sogas al jalarlas, no lograron que avancen un solo centímetro. ¡Mueran las palomas!, se elevó el grito con más violencia. Parecía que el grito iba a derruir las paredes que rodeaban la amplia calleja. ¡MUERAN LAS PALOMAS!, vociferaban…El abigarrado cortejo rompió en gritos desquiciados…Y, de pronto, sin que nadie se diera cuenta, cayó sobre los gritos un rotundo silencio: pesado, duro, enorme, terrible. Al frente de la muchedumbre, a unos veinte pasos habían estado esperando cientos de cientos, miles de miles, millones de millones, creo, de palomas de todo tipo y 44

EL SALTO contonearse magistralmente y… ¡desaparecer! ¡Ohhhhhh! ¿Un segundo? ¿Dos? ¿Tres? ¿Qué tiempo se desvaneció en el aire? Luego, atónitos vieron vibrar el alambre templado y, como si despertaran de un sueño, contemplaron al equilibrista balancearse sobre aquella línea difusa… ¡Ohhhhhh!, pareció oírse de nuevo; luego un rotundo aplauso rompió el enmudecimiento de la carpa del circo.

S

altó. Parecía imposible que cayera de nuevo sobre aquella línea extendida en el aire. Era el equilibrista. Ahora tenía que efectuar el giro de la muerte, decían. Dos vueltas en el aire y caer sobre aquella línea. El sonido de los tambores daba el marco de suspenso. De pronto, los tambores callaron y el silencio era tal que podía tocarse; de inmediato, miles de ojos vieron volar un cuerpo por los aires,

LA SERPIENTE

S

alió la llamarada matutina detrás del portentoso Tixani. Él abrió los ojos sorprendido. Delante de él, en medio del camino, una enorme serpiente le cerraba el paso. «¡El diablo!», gritó su garganta sin emitir sonido alguno. Quiso correr, pero sus piernas no le respondían. Comenzó a sudar. Parecía una estatua de piedra que resumía humedad; y se acordó de la estatua de sal de su pueblo que eternamente la lluvia deshacía, para aparecer nuevamente no se sabía cómo. Era la maldición del castigo indecible, decían los abuelos. ¿Él era pecador? ¡Bah!, rechazó su mente. ¿Quién puede acusarme de algo malo?, se justificó a pesar de estar preso del miedo. ¡Dios!, exclamó para sus adentros. ¡Maldita sea! ¿Dónde está mi valor?, reflexionaba. Poco a poco le fue llegando la razón de su voluntad, o la voluntad de su razón, o ambas a la vez. El pánico se le fue disminuyendo. Miró de nuevo el sol que iba apareciendo solemne, y él convertido

en un guiñ apo de coba rdía. ¡No pued e ser!, se dijo; y ya no quiso huir.: ¡Tengo que enfrentarme al destino!, pensó resueltamente. Luego se fue acercando al enorme animal. Lo hizo lentamente, primero; y la serpiente no se movía. Se fue acercando, acercando… hasta que su mano tocó la escamosa piel lustrosa. Observó un enorme boquete en la cabeza del animal. ¡Oh!, exclamó. ¡Pobrecita!, y acarició la frente del inmenso ofidio. El sol seguía subiendo por el horizonte.

EL HADA DE LA MARAVILLA

C

uentan los más sabios de la comarca que cierto día de tempestad apareció no se sabe de

dónde ni cómo una persona menudita que protegía con sus brazos una alforja que apretujaba a su pecho. Estaba 45

desconcertada, parecía que no sabía qué hacer en medio del fragor de rayos y torrencial lluvia que mojaba inmisericorde sus ropas y su cuerpo. La noche estaba negra, negrísima, y de cuando en cuando se iluminaba por los relámpagos de la tempestad. Entrecerrando sus ojitos trataba de orientarse, de encontrar dónde guarecerse. Caminaba aterida y encogidita, y como rara luminosidad había en sus labios una sonrisa de esperanza y júbilo. De pronto, en medio de la oscuridad, en un brevísimo momento que un relámpago dio su rápida luz, divisó unas casas. Apresuradamente, nuestra amiguita apuró sus pasitos, y se vio ante la puerta de una casa que parecía llena de sombras. Daba miedo esa oscuridad, pero la niña que ya estaba mojadísima y casi para congelarse, se atrevió con su manita a tocar la puerta. ―¡Toc, toc, toc! ―sonó en la puerta de calle. Nuestra niña esperaba encogida que alguien le abriera la puerta. Pensaba los regalos que iba a darles si le permitían ingresar a guarecerse. ―¡Toc, toc, toc! ―volvió a llamar. De pronto se abrió violentamente la puerta. Era un mozalbete de ojos grandes y pelo largo. ―¡Qué quieres! ¡Di, qué quieres! ¡Chao, seguro no quieres nada!, metiche, molestosa! ―gritó quien había salido a abrir la puerta, y dando tremendo portazo cerró la puerta, y la puerta se convirtió en una terrorífica roca negra. Nuestra heroína se quedó boquiabierta; luego reaccionó y siguió tocando con mucha cortesía las puertas de las otras casas, y de todas salían seres rarísimos que daban miedo, pavor, espanto que le espetaban en plena cara que era una malcriada y una infeliz al molestarlos en plena tormenta. ―¡Fuera! ¡Fuera! ―le gritaban. La pobrecita no sabía qué hacer, y por causa del tremendo frío, apenas caminaba, ¡rengueaba! Estaba cansadísima y con los bracitos sin poderlos mover; los nudillos de la mano ya estaban casi sangrantes, hasta que llegó casi al final de la calle,

donde los truenos y la lluvia eran más fuertes, y se dijo a sí misma: «Ya no puedo más, pero debo seguir. Alguien me tiene que dar abrigo, porque si no moriré y todo el tesoro que guardo en mi corazón se va a perder…»; y pensando en esto, la niña levantó una vez más su manita y golpeó levemente, casi con miedo, la última puerta de la calle. ―¡Toc, toc, toc! ―y esperó y esperó. Sólo…silencio. ―¡Toc, toc, toc! ―volvió a insistir. Le pareció escuchar que alguien

venía. Sí, alguien venía. De pronto, se abrió la puerta. Un ser feo, feísimo, apareció en la puerta. Tenía orejas grandes, la nariz era chata, los ojos se le salían que daban miedo; en vez de manos, los brazos terminaban en dos garras; las piernas eran de piedra de las que salían humo con olor de azufre. ― ¡Qué quieres! ―escuchó decir nuestra amiguita. Era una voz cavernosa, terrible. ― ¡Apura, di, qué quieres! ¡Está la noche maldita, que estoy dando de comer a mis hijos! ―dijo aquel ser que ya estaba encendiendo su ira. ― ¡Déjame pasar la noche; estoy exhausta de tanto caminar; además me estoy congelando! ―dijo apenas la

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vocecita de nuestra heroína. ― ¡Deja que pase la noche en tu casita! ―rogó la niña. ― ¿Cómo te llamas? ¡Nunca te he visto por estos barrios! ¿No serás una ladrona? ―comentó el horrible vecino. ― ¡Oh, no! Yo soy el Hada de la Lectura …. ―dijo ya casi para morir. ―¿Hada de qué…? No te conozco, jamás he escuchado ese nombre; no sé quién eres, pero pareces buena gente ―. Del interior, surgió una voz gutural: ―¡Que entre! ¡El frío está penetrando! ―Pasa, pasa. Disculpa que mi casa esté así a oscuras; ya nos hemos acostumbrado a vivir en la oscuridad. Mi esposa está alimentando a mis hijitos que son unos zamarros, que casi no miran, porque todo es oscuro aquí, y los ojos ya no nos sirven… Nuestra amiguita siguió tras los pasos de su inesperado anfitrión. La

puerta se cerró después de que ingresaran. La habitación era en realidad una cueva oscurísima, pero a medida que iba avanzando una luz se fue abriendo paso en la oscuridad, y poco a poco todo se iluminó. Al haber la luz en toda la casa, el Hada contempló a quienes le habían dado cobijo. Efectivamente, eran unos seres horribles. Todos se miraron entre sí; mientras el Hada de la Lectura seguía irradiando su luz, fue extrayendo de su alforja libros y libros que daba a los niños y a los padres, luego poco a poco fueron transformándose en seres humanos normales, incluso sonreían…sonreían. Quien estaba más feliz era nuestra amiguita, que comenzó a hablarles de muchísimas cosas; al final todos se abrazaron felices. Afuera…seguía la tormenta con toda su violencia.

FIN DE LOS RELATOS DE AL ABRIR LOS OJOS…; AUNQUE QUEDAN MUCHOS MÁS EN EL TINTERO.

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