AF Lectura 2 PDF

1 Jorge H. Flores José Luis Vera Homo sapiens, evolución y trabajo-aprendizaje Hacia una fundamentación antropológica

Views 55 Downloads 0 File size 440KB

Report DMCA / Copyright

DOWNLOAD FILE

Recommend stories

Citation preview

1

Jorge H. Flores José Luis Vera

Homo sapiens, evolución y trabajo-aprendizaje

Hacia una fundamentación antropológica

15

1. Introducción Homo sapiens: sobre las dimensiones de lo humano

[…] nadie pudo antes, en la historia del pensamiento humano, imaginar cómo podría surgir el diseño en ausencia de un diseñador: la máquina sin un ingeniero, el Quijote sin un Cervantes, la sinfonía sin un Beethoven. Después del descubrimiento de Darwin, nada ha podido ser ya igual para nosotros los humanos. Hay “grandeur” en esta visión de la vida, decía Darwin; al ser el resultado de un proceso ciego unido a diversas circunstancias que se han dado como podrían no haber ocurrido, en un rincón cualquiera de una galaxia que es una más entre muchísimas, no le debemos nada a nadie y somos dueños de nuestros destinos. Juan Luis Arsuaga El Enigma de la Esfinge

16

Homo sapiens, evolución y trabajo-aprendizaje

El hombre se contempla a sí mismo –decía Marx– en un mundo creado por él. La mano humana en la evolución: trabajo, creación y trascendencia. Pintura “al negativo”, en la caverna rupestre de Cosquer, Francia (27 mil años antes del presente). Se trata de una de las expresiones de necesidad creativa y simbólica más antiguas hasta ahora conocidas: juego y drama, teoría y poesía, pensamiento y praxis… tal ha sido, desde entonces, la existencia del símbolo en la vida humana.

Homo sapiens: sobre las dimensiones de lo humano

L

17

a ciencia nos ha bautizado Homo sapiens. No tenemos, como especie, más de 200 mil años de existir y definitivamente surgimos en África. Desde entonces hemos crecido mucho; demasiado quizás, y en todo sentido imaginable. Hemos llevado al límite nuestras capacidades totales y las del planeta. Somos una especie desmesurada… profundamente contrastante. No somos sólo producto de fuerzas naturales “ciegas”, sino de actos intencionados propios. Aquí, consideramos que el más intencionado y especificamente humano de esos actos es, el trabajo: un hecho humano total. Esta dimensión creativa (y autocreativa) sólo inició en nuestra larga e intrincada evolución cuando los actos dirigidos a un objeto para transformarlo partieran de un principio ideal –la idea de un fin claro–, y culminaran con un resultado o producto; tan efectivos y tan reales (ideas, acciones y productos) como la humanización del y en el mundo; tan reales como nuestra propia existencia. Nada sería igual desde entonces. La antropología puede y debe concebir al trabajo como expresión de todas las necesidades y capacidades humanas, las que sólo se realizan con logros y resultados que infinidad de aspiraciones entrañan, prefiguran o anticipan en la mente de los hombres. Es bien conocida la comparación que establece que, a diferencia de otras laboriosas especies animales, antes de ejecutar cualquier acto o construcción, los humanos les proyectamos en nuestro cerebro: “…algo que no tiene una existencia efectiva aún y que, sin embargo, determina y regula los diferentes actos antes de desembocar en un resultado; o sea, la determinación no viene del pasado, sino del futuro”1. Para pensar nuestro futuro, pero sobre todo nuestro presente, nos asomaremos aquí, muy someramente, a algunos aspectos de nuestra naturaleza bio-cultural y de nuestro pasado evolutivo. Trabajo y Conocimiento existen desde siempre en nuestra más profunda naturaleza y evolución; pero, ¿de qué tipo de naturaleza y evolución son de las que hablamos? En 1871, en su obra El Origen del Hombre el famoso padre del evolucionismo, Charles R. Darwin, sostenía lo siguiente: “De no haber sido el hombre clasificador de sí mismo, nunca hubiera soñado en fundar un orden separado para recibirlo… no debemos olvidar que el hombre no es más que una de las diversas formas excepcionales de los Primates” 2. ¿Somos realmente una especie, una criatura aparte de la naturaleza? Aunque milenaria, la inquietud que entraña esta pregunta no ha sido precisamente una preocupación universal, o sea, una cuestión compartida por todos los pueblos a través de la historia. Más aún, el desarrollo de la ciencia moderna tiende, a través de sus explicaciones, a cuestionar nuestra supuesta excepcionalidad, no tanto a confirmarla; mucho menos a radicalizarla. 1 2

Palabras del Profesor Emérito de nuestra Máxima Casa de Estudios, Dr. Adolfo Sánchez Vázquez. 1974 (véanse pp. 164 y 171)

18

Homo sapiens, evolución y trabajo-aprendizaje

Efectivamente, es un hecho que, una a una, hemos ido perdiendo nuestras cada vez más escazas certidumbres de que somos un cosa esencialmente diferente; una forma de existencia “disonante” y “solitaria” en medio de los demás vivientes de la naturaleza en sus diversos ecosistemas y mundos biológicos. Para el pensamiento propio de la ciencia, hoy, ya no es muy atractivo suponer que seamos algo así como fruto inevitable del flujo de la vida: su culminación. Pero, y esto es una verdad bien conocida, percibir las diferencias, en cualquier nivel de lo real, siempre ha sido bastante más simple que entender afinidades profundas. Esto último implicaría, ante el empeño evolucionista de iluminar nuestra naturaleza, no menos que poder identificar realidades más hondas y reveladoras en los pliegues, ritmos y tendencias de nuestro devenir y realización evolutiva. Actualmente, se trataría de miradas novedosas desde la biología y la ecología evolucionistas que se pueden combinar a fin de “…disecar los fenómenos engañosamente sencillos pero increíblemente complejos que constituyen el mundo vivo que nos rodea” (Leakey & Lewin 1997, p. 17).

¿Bichos Misteriosos?

De lo anterior surge una importante implicación: naturalizar la “esencia” de lo humano (si es que la hay) promete enseñarnos más de nuestra verdadera condición, de nuestros orígenes, potenciales e incluso susceptibilidades. Al menos para esa prestigiada institución productora de conocimientos que es la ciencia, hoy por hoy, parece más interesante entender nuestra unidad y pertenencia al orden natural de las cosas, que tratar de reencontrar alguna rareza inexplicable en nuestra forma de existir en el mundo, algún rasgo especial que nos dé seguridad ante una realidad universal explicable, por otro lado, mediante los fundamentos de la física y demás ciencias de la naturaleza. Quizás entonces, una pregunta más prudente que la inicial sea ¿tiene sentido aún para la comprensión científica de la realidad intentar recuperar un fundamento superior o excepcional para la “especie elegida”? Quisiéramos mostrar que las diferencias cobran mayor sentido cuando son sobrepuestas a una base de unidad común. Fue uno de los pensadores más influyentes de la Historia, Platón, quien provocativamente caracterizó al ser humano como un “bípedo áptero” (seres que caminan en dos patas, pero no tienen alas, respectivamente). Somos animales. Una certidumbre así (decía el antropólogo africano Richard Leakey), no debiera agraviar nuestra humanidad, sino, más bien, estimular nuestra inteligencia a recomprender y dignificar la animalidad. Al igual que los caracoles que viven en los jardines, los armadillos o los cocodrilos, somos seres “heterótrofos”, dicen los biólogos. Significa que, a diferencia de otro tipo de seres vivos (como las plantas, los hongos o las bacterias), la “animalidad” consiste en poseer cierto tipo de sistemas celulares sumamente especializados que nos permiten vivir “al estilo animal”. Esas células tan especiales se llaman neuronas. Células que –en conglomerados más o menos complejos– nos permiten esencialmente

Homo sapiens: sobre las dimensiones de lo humano

19

dos cosas en tanto que animales: percibir diferentes estímulos del entorno vital (mediante “sensoneuronas” que procesan vibraciones, partículas químicas, luz, etc.), así como desplazar nuestra animalidad de forma viable o exitosa por los ecosistemas (mediante las “motoneuronas”), es decir, desplegar un comportamiento que podemos llamar idóneo, desde el punto de vista de una sobrevivencia basada primariamente en nutrición y en reproducción. Vayamos pues, en busca de la unidad de lo diverso. ¿Qué hay de común entre una rana y un humano? Sólo los animales tenemos neuronas (que pueden organizarse o no en conglomerados llamados cerebros); sólo los animales nos desenvolvemos sensorial y dinámicamente en el medio ambiente para alimentarnos de otros seres vivos; sólo este tipo de seres vivos tienen comportamiento, fenómeno biológico que nos otorga flexibilidad, adaptabilidad y trascendencia en la naturaleza. Comportamiento cuyo rango de posibilidades va, verdaderamente, desde la regulación térmica, hasta el pensamiento complejo, la educación, la ciencia y la cultura como medios que el animal humano ha desarrollado no sólo para adaptarse al mundo (como cualquier especie biológica), sino, para adaptar al mundo a sus propias necesidades de existencia y, asimismo, auto-adaptarse a la propia complejidad que ha creado: el universo “supraorgánico” de la vida sociocultural. De hecho –y hay que enfatizarlo– la excepcional adaptación del hombre a la naturaleza, y a su propia complejidad, se realiza a través de un fenómeno esencial que unifica al pensamiento, al conocimiento y a las más diversas y primordiales formas de aprendizaje. Ese “universo de acción” que vincula y potencia todas las facultades humanas de adaptación y trascendencia es el fenómeno del trabajo (y que hemos de reflexionar aquí antropológicamente en su dimensión evolutiva y en sus nexos humanos más amplios); principio y fin de los aprendizajes más significativos y vitales de la condición humana. No obstante, antes de abordar lo anterior con su debida profundidad, retomemos la ruta de nuestras consideraciones. Al interior de reino animalia somos mamíferos –al igual que murciélagos, delfines o elefantes–, es decir, experimentamos una etapa de nuestro desarrollo postuterino dependiendo de los nutrientes que nuestras madres nos proporcionan mediante glándulas especializadas para la producción de un complicado alimento, balanceado en grasas, proteínas y azúcares, así como otras moléculas vitales (como los anticuerpos) en la nutrición, el crecimiento y desarrollo de los críos: la leche. Asimismo, al igual que todos los otros mamíferos desarrollamos pelo en forma variable, o, además, presentamos tres huesecillos del oído medio llamados yunque, estribo y martillo. Estas son, entre muchas otras, características sumamente distintivas de esos animales llamados mamíferos. Ahora bien, al interior de la clase de los mamíferos, somos primates. Al igual que otras 250 especies (más o menos) entre las que se encuentran gorilas, mandriles o monos araña, por ejemplo, compartimos adaptaciones evolutivas como son las de una vista “cromática” y en estricta tercera dimensión (captamos colores, volú-

20

Homo sapiens, evolución y trabajo-aprendizaje

menes y profundidades de campo con gran precisión). Como primates, podemos oponer nuestro dedo pulgar al resto de los dedos (tenemos una mano prensil). Con excepción de unas pocas especies de primates llamadas “prosimios”, no tenemos garras, sino uñas planas. Los primates vivimos en sociedades muy amplias y complicadas (salvo excepciones, como los orangutanes). Tenemos cerebros proporcionalmente grandes respecto del tamaño de nuestro cuerpo y presentamos una larga dependencia infantil respecto de progenitores o grupos extendidos de parentesco (algo llamado “altricialidad” por los biólogos). Asimismo, y, a diferencia del resto de los mamíferos, los primates no son precisamente cuadrúpedos (aunque se desplacen a cuatro patas apoyando sus manos). Eso se debe a que la mayor parte del peso de un primate se descarga sobre los miembros posteriores. Tal distribución de peso es inversa a la de auténticos cuadrúpedos (como perros, vacas o caballos), animales donde más del 60% de su peso corporal descansa sobre los cuartos delanteros, aspecto que les impide totalmente algo que sí es accesible a prácticamente todos los primates (aunque sólo sea por instantes): alzarse en dos patas. Cabe aquí comentar, que, desde hace unos 30 mil años, sólo sobrevive una sola especie de primate que se desplaza permanentemente en dos patas (dejamos la deducción al lector de cuál pudiera ser ese curioso primate). El resto de los primates bípedos que sabemos existieron (más o menos unas 20 especies, según la paleontología humana) se han extinguido en el transcurso de más o menos los últimos seis millones de años. Moverse en dos patas –y no es precisamente el caso de gallinas o tiranosaurios rex– es una adaptación evolutiva llamada bipedalismo o bipedestación. Bípedos ápteros: animales que además son mamíferos y primates… de la especie Homo sapiens. Animales que tienen una crianza basada en la lactancia (como cualquier cachorro); con 32 dientes (como todos los simios o monos del Viejo Mundo). En efecto, sin embargo, tan fácil e incluso inevitable como es encontrar innumerables afinidades con miles de especies biológicas, por otra parte, las posibilidades comparativas se pueden ver dramáticamente limitadas (o incluso impedidas) en determinado momento de nuestro empeño por situar la “naturaleza humana” en el orden universal de los seres. A través de la historia, diversos filósofos, científicos y pensadores han tratado de encontrar rasgos o características “esenciales” de la condición humana: tenemos vida mental, creatividad virtualmente ilimitada y profundos estados psíquicos, afectivos y espirituales… somos seres “sabios” (sapiens), pero también podemos enfermarnos mentalmente de innumerables formas (o bien, dar cabida a desafiantes comportamientos que no reconoceríamos en otros animales, como la locura, el hedonismo, la desmesura o la estupidez). Alcanzamos nuestra realización mediante el lenguaje y los infinitos mundos posibles del símbolo (Homo locuens, simbolicus, respectivamente); mediante el juego (Homo ludens)… mediante el trabajo socialmente organizado (Homo faber).

Homo sapiens: sobre las dimensiones de lo humano

21

“Devuelto” al universo biológico que no sólo lo explica sino que hiciera surgir la totalidad de sus características (por excepcionales que éstas parezcan), el hombre –re-naturalizado ya desde el Renacimiento por la ciencia occidental– puede entonces, y en forma paralela, excluir de la naturaleza, de sus procesos y estructuras, los misteriosos trasfondos humanoides en forma de fines, de planes o designios que únicamente caracterizan (hasta donde hoy sabemos) a una pequeña parte del universo conocido: el cerebro humano. Situar al hombre en las entrañas del mundo físico y biológico para así ser entendido, es, en la historia de las ideas, un proceso inseparable de la “des-humanización” de la naturaleza: no hay planes animistas en ella, más bien, las inmensas posibilidades creativas del “azar y necesidad”, dijera el gran biólogo molecular Jacques Monod. (L’Uomo, “El Hombre”, una evocadora visión de Leonardo sobre una transición histórica: una humanidad geometrizada; empeño racional explicativo ante las esferas sociocultural, económica, política, intelectual, ética, estética y espiritual… las esferas, planos y geometrías de lo humano).

22

Homo sapiens, evolución y trabajo-aprendizaje

Un bípedo áptero que, en todas las épocas y culturas, experimenta algo tan exclusivo respecto a millones de especies biológicas, actuales o extintas, como el llanto, un estado ligado a innumerables vivencias mentales y no sólo físicas. Animal que vive los inagotables matices de la risa y la sonrisa dentro de un continuo de tonos afectivos: desde el gozo y el placer más entrañables, hasta el dolor más profundo; desde la ternura más sutil hasta la crueldad más obscena. Un animal que, además del sexo y la sexualidad, ha inventado los géneros y el erotismo (y no sólo los géneros “femenino”/”masculino”, si estamos realmente dispuestos a considerar la diversidad de todos los pueblos de la Tierra). Somos asimismo un primate que depende, a lo largo de toda su vida, de la creatividad y vitalidad del juego: desde los deportes hasta el arte y sus mundos propios. Un animal en dos patas que, además, ha inventado la danza; un primate con lenguaje simbólico que, aparte de usarlo para efectos comunicativos de sobrevivencia e interacción social, le sirve para engendrar inmensidades literarias y poéticas, científicas y filosóficas. Un mamífero con pulgar oponible que, además de aplicarlo a elaborar herramientas para adaptarse a (y adaptar los) ecosistemas, le sirve para verter en un instante la totalidad de su vida psíquica y emocional a través de un piano, un lienzo o una caricia. En fin, un ser biológico, animal, mamífero y primate que, además de trabajar para vivir –al igual que castores, arañas o macacos–, trabaja creando aprendizajes organizados lógicamente en el patrimonio del conocimiento, potencia simbólica y cognitiva para transformar el objeto y sujeto mismos del trabajo realizado. Expresiones y necesidades universales de este “bicho misterioso”, de este bípedo áptero: ecce Homo. Por encima de cualquier otra facultad, la sorprendente capacidad humana de flexibilizar y adaptar los comportamientos a partir de interpretar la vertiginosa complejidad de los entornos (y así poder adoptar las conductas y medidas más exitosas), sólo puede tener un nombre: inteligencia. Comenta en esta tónica el antropólogo español Eloy Gómez Pellón: “Es plausible pensar, y así se ha sostenido en numerosas ocasiones… que la facilidad de la mente humana para inventar y descubrir, o si se prefiere, la inteligencia humana, pudiera ser consecuencia de la vida en sociedad, y más concretamente en el seno de los grupos estables, en los que el compromiso y el sacrificio de sus miembros suponen una exigencia constante de superación por parte de los individuos, que van entregando a los demás sus propias conquistas” (2005, p. 149). Quedamos pues ante expresiones elocuentes del “techo” de la inteligencia biológica, principal recurso (e imperativo) de la existencia humana, es decir, nuestra creatividad, nuestra conciencia y albedrío, de frente al mundo. Probablemente una de las mayores enseñanzas de la reflexión científica sobre la evolución humana sea una evidencia como la siguiente: que la singularidad de la especie llamada Homo sapiens dentro de la naturaleza sólo puede ser producto de la especie misma, vía el trabajo, el pensamiento… la cultura, diría el gran antropologo francés recientemente desaparecido Claude Lévi-Strauss:

Homo sapiens: sobre las dimensiones de lo humano

23

¿Dónde termina la naturaleza? ¿Dónde comienza la cultura? Pueden concebirse varias maneras de responder a esta doble pregunta […] La cultura no está ni simplemente yuxtapuesta ni simplemente superpuesta a la vida. En un sentido la sustituye; en otro, la utiliza y la transforma para realizar una síntesis de un nuevo orden. (1985, p. 36)

Efectivamente: desde la base material de fósiles descubiertos por paleontólogos de campo, hasta la facultad explicativa que aportan diversas teorías –desde el origen y evolución de la vida, hasta el cambio de las sociedades humanas–, nos revelan una realidad fundamental: la evolución humana (sí, la evolución peculiar de una especie peculiar) ha sido un proceso de cambio que se alimenta de sus propios desarrollos. Más que en ninguna otra especie, los productos o efectos de nuestra evolución han “retroalimentado” a sus propias causas; ello en un sentido permanente, radical así como vigente. Creando sus condiciones de vida, nuestra especie –y las de nuestros ancestros ahora extintos– se ha creado a sí misma; replanteando las leyes de la naturaleza, replanteando las leyes de la evolución. Pero, ¿cuáles son los fundamentos científicos de tales ideas sobre nosotros y nuestra evolución? Cabe, aquí, una advertencia. La existencia social de las ideas científicas (por grandes que éstas sean) entraña cierto riesgo permanente: la traición a los fundamentos de su rigor teórico –tan costoso al pensamiento humano– a través de versiones triviales o erróneamente simplificadas; clichés o lugares comunes que han dado paso a detritos conceptuales como la noción de “eslabón perdido”, “el hombre desciende del mono”, “la evolución es sólo una teoría”, y otras vulgarizaciones tan machaconamente oídas aquí y allá. Gravitación, Dialéctica, Relatividad, Evolución, entre otras, son visiones científicas que han enriquecido la inteligencia (o sea, la capacidad de entender) de la especie humana acerca del tiempo, el espacio, la materia, la energía, la vida, la mente… la condición humana misma. Así, devueltos nosotros al corazón de la naturaleza y la vida para lograr comprendernos mejor, nos mueve a recordar la frase contundente del genetista norteamericano Theodosius Dobzhansky: nada en biología tiene sentido si no es a la luz de la evolución. ¿Qué es, pues, la Evolución? La evolución es un atributo esencial de la realidad viviente universal y, al mismo tiempo, una invaluable comprensión científica, una teoría para arrojar luz sobre ese universo asombroso que es la Vida: “…infundida originalmente [escribía hace exactamente siglo y medio Charles Robert Darwin en las últimas líneas de El Origen de las Especies] en unas pocas formas o en una sola, y que mientras este planeta andaba rodando de acuerdo con la ley fija de la gravedad, de tan simple principio se desprendieron y evolucionan aún infinitas formas bellísimas y maravillosas”.

24

Homo sapiens, evolución y trabajo-aprendizaje

El famoso “Niño de Taung”: ejemplar infantil de la especie Australopithecus africanus, descubierto por el profesor Raymond Dart en 1924 en Sudáfrica; hallazgo fundacional en los estudios de nuestra evolución.