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IDEAS MÉDICAS: UNA MIRADA HISTÓRICA 1 2 PEDRO ROVETTO IDEAS MÉDICAS: UNA MIRADA HISTÓRICA 3 Universidad del Val

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IDEAS MÉDICAS: UNA MIRADA HISTÓRICA

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PEDRO ROVETTO

IDEAS MÉDICAS: UNA MIRADA HISTÓRICA

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Universidad del Valle Programa Editorial Título: Autor: ISBN: Primera

Ideas médicas: una mirada histórica Pedro Rovetto 958-670edición

Rector de la Universidad del Valle: Iván Enrique Ramos Calderón Director del Programa Editorial: Víctor Hugo Dueñas Rivera Diseño de carátula: Artes Gráficas del Valle Impreso en: © Universidad del Valle © Pedro Rovetto

Universidad del Valle Ciudad Universitaria, Meléndez A.A. 025360 Cali, Colombia Teléfono: (+57) 2 321 2227 – Telefax: (+57) 2 339 2470 E-mail: [email protected] Este libro, o parte de él, no puede ser reproducido por ningún medio sin autorización escrita de la Universidad del Valle. Cali, Colombia Mayo de 2008

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PRÓLOGO

Hay muchos libros, hay enciclopedias de historia de la medicina. Sería presuntuoso intentar escribir otro. Además sería un intento fallido: la suma de todos los hechos y actos médicos a lo largo de la historia no es la historia de la medicina. Sería como intentar una historia del servicio, del sacrifico, del miedo, de la mentira o de cualquier otro quehacer fundamental humano. Por más que narremos todos los acontecimientos de la medicina, queda siempre mucho no dicho, quizás lo más importante: las aspiraciones, los propósitos, el sufrimiento y la incertidumbre compartidos por el médico y el enfermo. La medicina es una experiencia humana profunda, casi simultánea a la observación del otro que sufre, y la mera historia de los actos médicos, famosos o no, multitudinarios o no, deja mucho sumergido. Pero escribir una historia de la medicina positivista e informativa es insuficiente por otras razones. Primero, la medicina no es sólo lo que hacen los médicos sino todo lo que hace la humanidad con el sufrimiento que llamamos enfermedad. Hay entonces un problema de límites, como dirían los epistemólogos; no conocemos con certeza la frontera del oficio y del saber que llamamos medicina. Hablar sólo de lo que contiene la medicina tradicional es cortar por la mitad el retrato de familia, el cuadro conmemorativo. Segundo, las usuales historias de la medicina dejan por fuera enfermos y enfermedades. Casi siempre se dedican a discutir médicos y la medicina que profesan. Es curioso, tanto es nuestro deseo de progreso y claridad al narrar la evolución del conocimiento médico que dejamos por fuera los oscuros problemas que nos llevaron a estudiar medicina. Por eso los manuales de historia de la medicina son frecuentemente almanaques de grandes médicos y celebrados descubrimientos. No quisiéramos caer o repetir ese error, quisiéramos hablar más de las enfermedades como ideas (instrumentos conceptuales) útiles para disminuir el sufrimiento humano que llamamos enfermedad. No queremos dejar otra colección de biografías y adelantos médicos. Pero hablar de

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enfermedades y enfermos es casi intentar una historia de toda la humanidad, casi una crónica de muertos y muertes. Por eso intentar una completa historia externalista, como dirían los historiadores, es labor imposible y fútil. Por último, como ya se ve, nuestra aspiración es escribir una historia internalista, una historia de las ideas médicas. Este intento puede no ser bien visto ni comprendido por nuestro usual afán muy técnico de escribir historias locales y particulares. No sé cuanto de ese afán se debe a nuestro deseo provinciano de pertenecer a la historia y situarnos en las crónicas de hombres famosos, como dirían los autores antiguos. Creo que dejaremos atrás el provincialismo (que no es malo) cuando nos apropiemos de las ideas axiales de nuestra cultura global. Dejemos atrás el intentar entrar a la historia por la narración exacta y minuciosa de los hechos de nuestro entorno local. Dejemos atrás el exotismo, el folklorismo, los ismos que nos han llevado a todos los museos etnográficos del mundo. Dejemos de comportarnos como curiosidad, habitemos nuestro mundo sin colonialismos. Decía Jorge Orlando Melo en un artículo reciente (Revista El Malpensante, diciembre de 2006): «No hay manera de saber qué es lo local y qué lo universal; lo local está hecho de elementos universales, nada es realmente autóctono». Esto nos lleva pues a intentar escribir una historia breve, abierta, de las ideas en medicina y la medicina en la cultura. No intentamos un catálogo de hechos y actos médicos, locales o no. Esta obra está dirigida primariamente a los estudiantes de las carreras de la Salud que aspiran a ser profesionales de la salud. Como se verá, no estoy de acuerdo con estas denominaciones y preferiría decir que esta obra está dirigida a cualquier estudiante de la enfermedad, que en algún momento todos lo debemos ser. No es pues, esta obra, instrumento de expertos sino más bien resultado de la experiencia. Experiencia médica y docente de más de treinta años que me ha llevado a observar que ejercer un oficio sin conocer su historia es imprudente, por decir lo menos. Gran parte de la corrupción médica actual —dedicarse a la belleza física como signo de salud, prometer longevidad casi sin límites, dejarse esclavizar por monopolios internacionales, explotar el negocio de la medicina, etc.— ocurre por desconocer la brillante y astringente historia de la medicina. Durante mis estudios de postgrado leí un pequeño gran libro, A short history of medicine de Erwin Ackernecht. Esta obra me entusiasmó con la historia de la medicina. Pasé a leer la biografía de Rudolf Virchow por el mismo autor y comencé a perder tardes de tardes en bibliotecas leyendo historia de la medicina. Tanto que un obtuso jefe me recomendó hacer un fellowship (subespecialidad) en bibliotecología médica. Pero no dejé mi oficio clínico que aún practico y acabé mi entrenamiento en patología, hijo como tantos de Virchow. Cualquier escritor sabe que su particular obra es respuesta,

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tardía e incompleta, a ciertas lecturas seminales. El profesor Ackernecht fue la semilla de un interés arborescente en la historia de la medicina, pero no quiero que estas hojas de arbusto sean para su descrédito. Mi veneración por este autor es perenne. La Universidad del Valle me educa desde hace cuarenta años. Me paga un salario desde hace más de venticinco años. Y me ha concedido un año sabático para escribir este libro. Mi agradecimiento al Alma Mater no tiene límites. Quiero dedicar este esfuerzo a todos mis estudiantes, que me han enseñado tanto. Y sobre todo a mis estudiantes más pacientes, mi esposa Consuelo y mis dos hijos, Pedro Alejandro y Juan Diego (sé que como en muchos monólogos míos, estarán entornando sus ojos al cielo al leer esto). Nota: el evangelista Lucas según la tradición era médico, «el querido médico Lucas» lo llama Colosenses 4,14. Además era historiador, porque escribió un muy humano y ordenado evangelio y unos detallados Hechos de los apóstoles. Pues bien, el comienzo del evangelio de Lucas dice bellamente que «muchos han emprendido la tarea de contar los sucesos que nos han acontecido» (el original griego es más rico, se traduciría como lo que se nos ha plenificado, surgido, madurado ante los ojos, o completado en nosotros traduce la vulgata) y el evangelista pretende con su relato que comprendamos con seguridad las enseñanzas que hemos recibido (en que hemos sido catequizados, dice el griego). Nuestro colega Lucas expresó mejor nuestro propósito al hilar estas ideas sobre la historia de la medicina.

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CAPÍTULO 1

MEDICINA Y CULTURA

Un signo esencial del ser y la primera verdad fundamental en el budismo es dukka. Un signo de los tres signos ontológicos de todo ser, según el budismo, y la primera verdad de las Cuatro Grandes Verdades que llevan a la iluminación es dukka: todo lo que vive sufre. La palabra dukka en Pali viene de la raíz sánscrita e indoeuropea que significa lo amargo, lo no dulce, lo doloroso, en contraposición a sukka, raíz de nuestro azúcar. Entonces lo que parece afirmar el budismo primitivo es que todo lo viviente, todo lo que es, siente dolor y sufrimiento en su raíz más profunda. De reconocer esta verdad, descubrir su causa y eliminarla siguendo un método correcto depende nuestra salvación o sanación. Hemos iniciado este texto con esta breve consideraciòn del pensamiento budista porque tanto el budismo como el cristianismo han llamado a sus fundadores, Gautama y Jesús de Galilea, médicos del mundo. Iluminación y salvación son términos distintos pero parecidos, o relacionados, con salud. De hecho en francés moderno salut es salvación y santé, que nos suena a santo en español, significa salud. Además, las Cuatro Grandes Verdades del budismo —el sufrimiento, su origen, su desaparición y manera de conseguir ésta— se comparan, y se compararon en su tiempo, con las primeras cuatro preguntas que debe hacerse un médico ante el enfermo en la antigua medicina india: ¿hay enfermedad o sufrimiento? ¿cuál es la causa de ello? ¿puede eliminarse esta causa o cuál es el pronóstico de hacer esto? y ¿cómo hacerlo? En lenguaje médico moderno diagnóstico o nosografía, etiología y patogenia, pronóstico y tratamiento. Así pues, la relación entre medicina y religión es importante y antigua. Esta relación surge del hecho de que todo lo que vive sufre. Esta es una verdad fundamental biológica. El animal que se mueve, desarrolla al moverse un sistema de percepción y control que llega evolutivamente hasta nuestro sistema nervioso central (SNC). Esta es la esencia

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de la hipótesis de Llinás y otros sobre la evolución del cerebro humano. El propósito o la función de este SNC parece ser alejarse de los hechos y cosas que le producen dolor. No parece ser que el SNC se haya desarrollado para satisfacer placeres e instintos, sino para alejarse de dolores. Nuestro cerebro parece recordar mejor o con más precision los dolores que los gozos y placeres. Toda la literatura humana es una prueba de ello pero si damos un ejemplo podría ser el de Proust, quien evoca y se sitúa en la infancia con el sabor de las magdalenas al inicio de «A la búsqueda del tiempo perdido», pero recuerda con precisión proustiana innumerables acontecimientos de su hipersensible y dolorida juventud. Uno de los primeros, el ser abandonado por su madre para ir ella a atender una visita en la planta baja. Le dedica uno o dos párrafos a las evocadoras magdalenas iniciales y páginas y páginas a su imaginado abandono o aislamiento. Entonces la evolución nos ha preparado largamente para ser extremadamente atentos a nuestro dolor y extásicamente brutos a nuestro placer. De la respuesta, más allá de la evolución biológica que la cultura humana da al sufrimiento, surgen religiones y medicinas. Dicho sea de paso, hago una distinción entre religión y fé religiosa. La fé es una virtud teologal en el pensamiento cristiano: la aceptación activa, y gozosa diría yo, de ciertas verdades que la comunidad familiar o social, los textos y la tradición le ofrecen y donan al creyente. La religión, las religiones, pertenecen a la cultura humana y aunque de ellas no vamos a hablar aquí, sí vamos a discutir a su hermana cultural, la medicina. RESPUESTAS HUMANAS AL SUFRIMIENTO El hombre históricamente ha dado tres tipos de respuesta al sufrimiento: lo trasciende, lo disminuye, o lo niega. Negar el sufrimiento es la respuesta más frecuente del cerebro humano y de hecho se ha probado la producción endógena de opiáceos con niveles apreciables en el líquido cefaloraquídeo en situaciones de dolor y stress crónicos. Hay millones de seres humanos en el mundo que, viviendo como dice Thoreau «vidas de desesperación callada», se dicen y dicen y viven como si no estuvieran sufriendo. Por algo el primer mecanismo de defensa del ego en la siquiatría de Ana Freud (véase capítulo 10) es la negación. El cerebro humano ha sido preparado por la evolución para negar el sufrimiento. Especularía uno que para negarlo y sin embargo recordarlo se ha desarrollado el inconsciente pues necesitamos recordar las ocasiones de dolor y miedo y huir de ellas, aunque las neguemos. Así pues, negar el sufrimiento es una actitud humana casi que fundamental. Pero diría uno que así como en las teorías sicoanalíticas el uso habitual y excesivo de un único

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mecanismo de defensa produce las neurosis clásicas, el problema con la negación del sufrimiento en el mundo contemporáneo es la exageración de esta negación y nuestra dependencia de ello. En la sociedad de consumo multitudes adquieren bienes y servicios, compulsivamente, para no reconocer su esencial insatisfacción. Es tan poderoso este mecanismo cerebral que uno puede producir miedo y ansiedad en las «ratitas» humanas para estimular la compra de bienes y servicios. Esto ocurre característicamente en la sociedad estadounidense cuya economía depende, econométricamente en dos tercios del consumo de bienes y servicios. El documentalista Michael Moore ha subrayado esta situación en EE.UU, sobre todo después de los atentados fundamentalistas de 2001. Así pues, negar el sufrimiento es conducta habitual en los hombres. Volviendo al pensamiento budista diríamos que ante lo amargo de la vida —dukka— la respuesta corriente de los hombres es aumentar el azúcar —sukka—, acumular ilusiones y placeres sobre el sufrimiento. Como lo hace el cerebro bioquímicamente ante muchas situaciones de stress. El cerebro no parece depender de esta única solución al sufrimiento y dispara otros mecanismos de defensa. En el pensamiento freudiando del siglo XX, gran parte de la cultura (como en su texto El malestar en la cultura, 1929) parece construirse sobre el sufrimiento (Unbehagen en alemán, traducido como sufrimiento, incomodidad, desazón). Pero el hombre consciente —se discute si libremente— se hace adicto a la negación del sufrimiento en su vida cotidiana. Una segunda respuesta, quizás minoritaria, es disminuir, diluir, lo amargo; no negarlo sino intentar empequeñecerlo. Esta segunda respuesta es más cercana a lo que tradicionalmente se ha llamado humanismo. El mismo budismo lucha por hacer desaparecer los deseos para disminuir el sufrimiento y es uno de los humanismos más antiguos, por eso fue considerado como una herejía por las religiones del momento. El estoicismo y el cristianismo de estirpe estóica buscan así mismo la ausencia de pathos, sufrimiento o pasión en griego, y proponen la apateia como ideal del sabio. La medicina en su larga historia se coloca en el eje de esta respuesta al sufrimiento, busca reconocerlo y entenderlo para disminuirlo. Este es su único propósito, no tanto producir salud como se dice frecuentemente ahora. Por esta razón muchos médicos reconocidos en la historia son recordados por su humanismo, no sólo particular y afectivo sino cultural y político. Para reconocer este dolor en el otro e intentar aliviarlo la evolución nos ha preparado un encéfalo como el humano con un prominente y patognomónico —lo digo con toda la fuerza médica de la palabra— lóbulo frontal. Este lóbulo frontal es más prominente en el hombre moderno comparado con el Neanderthal y es la sede de la empatía para la neurobiología actual. Eso lo discutiremos más tarde. Hay otra, tercera respuesta al sufrimiento: transcenderlo. En este tipo de actitud o posición se reconoce el dolor y buscamos entenderlo para asignarle un significado

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distinto al mero sufrimiento. No es en esta posición existencial lo más importante ocultar el sufrimiento o luchar por disminuirlo, lo importante es descubrir el valor del sufrimiento. Lo peligroso en esta posición existencial es establecer el costo y precio del dolor y convertir el sufrimiento en un «valor de intercambio» como diría el filósofo marxista Gramsci. De hecho, esto es lo que sucede actualmente en las demandas judiciales contra actos médicos en países como EE.UU se le asigna entonces un valor al sufrimiento y, evidentemente, este valor puede resultar falso. El hecho que convirtamos el sufrimiento per se en heroísmo o martirio, con valor de intercambio para el sufriente, puede ser ilusorio. El dolor y el sufrimiento con que usualmente nos enfrentamos en medicina son sólo eso, productos del azar y la historia sin ningún otro valor transcendente. La enfermedad no es intrínsecamente valiosa. Y comentamos esta operación mental aquí porque es lo que frecuentemente hacen algunas personas, convertir la enfermedad en heroísmo o martirio. Los médicos observan que frecuentemente los enfermos hacen lo que se llama en sicopatología, ganancia secundaria a partir de su dolor y sufrimiento. Pero más allá de esta operación cerebral y sicológica, el asignar valor al sufrimiento, el intentar transcenderlo, nos lleva a dos tipos de preguntas que obsesionan muy frecuentemente al hombre enfermo: ¿por qué sufro? y ¿para qué sufro? La explicación etiológica no se debe nunca negar al enfermo, pero en medicina frecuentemente se encuentra que esta explicación causal de las enfermedades, aunque relativamente completa, no satisface. Por ejemplo, en las enfermedades genéticas uno puede decir al paciente que la causa de su enfermedad es el gen N que ha producido o dejado de producir la proteína P, lo que ha llevado a su enfermedad, y la mayoría de las personas se siguen preguntando ¿por qué yo? ¿por qué yo?. Observamos, sí, que en la mayoría de los actos médicos la asignación de un nombre a la enfermedad y el establecimiento de su causa siempre disminuyen la ansiedad y el sufrimiento del paciente…pero no es suficiente. Y la búsqueda de la transcendencia del sufrimiento por medio del establecimiento de su causa puede ser útil pero sólo si podemos controlar o corregir esa causa. Si no, y esto ocurre muchas veces, esta búsqueda además de inútil es costosa. En la historia de la medicina veremos cómo claramente se evitó caer en la búsqueda inútil de causas en tres momentos históricos claves: la medicina alejandrina en la antiguedad grecorromana, la nosografía puritana de Sydenham en la Inglaterra del siglo XVII y la medicina vienesa del siglo XIX. El positivismo y el optimismo de la salud publica de finales del siglo XIX privilegiaron e idolatrizaron la búsqueda de las causas de las enfermedades para prevenirlas, por ejemplo en la ingenua historiografía popular de Paul de Kruif, Cazadores de microbios. A estas alturas del juego deberíamos reconocer que no podemos prevenir todas las enfermedades en todos los hombres en todas las épocas. Eso hace que prometer salud

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holística o completa sea una osadía del hombre moderno. Discutiremos esta controversia más adelante pero por ahora sólo anotamos que esta lucha entre dos propósitos —prevenir o curar— a veces contrarios, en un mundo de medios y recursos limitados, ha generado una buena parte de la dinámica ideológica en la medicina. Si fueramos griegos —y cada cual debe ser griego a su manera, decían los neoclasicistas y humanistas germanos de la Ilustración— lo solucionaríamos con un mito como lo hacía Platón: se cuenta que Esculapio, el semidiós de la medicina, tuvo dos hijas: Hygeia, que todo lo prevenía y Panacea, que todo lo curaba. Estas dos distintas actitudes han producido distintos acercamientos a problemas comunes en medicina y han suscitado, ambas, soluciones parciales y costosas si se depende de una de ellas exclusivamente. Pero volviendo a esa tercera y última posición ante el sufrimiento, transcenderlo, hay otra variante: no preguntarme el por qué sufro, sino para qué sufro. Dar significado al dolor, al sufrimiento y a la enfermedad ha sido un poderoso mecanismo cultural para enfrentarlo, y lo es todavía. Veremos que en la medicina anterior a la hipocrática este dar sentido al dolor, a la enfermedad, fue el principal objetivo. Para un médico sumerio o maya la enfermedad era castigo de algún dios o la acción divina apropiada para restaurar el equilibrio del cosmos. Un lector desprejuiciado del antiguo testamento encontrará que la enfermedad frecuentemente se interpreta como acto de Dios para señalar lo justo o lo sabio. Sólo Job, en sorprendente rebeldía, se niega a aceptar las explicaciones de sus amigos que lo invitan a buscar en su vida y sus errores la causa de sus males. Al final, después de discutir con el mismo Dios, Job calla y parece decir: Tú sabrás… Pero Job es una excepción en la literatura sapiencial del Medio Oriente. Aún para un médico chino antiguo la enfermedad es una respuesta del Tao, del ser fundamental, al desequilibrio producido por la conducta humana. La enfermedad nunca es producto del azar. En nuestros tiempos muchas personas intentan dar un valor o un significado coherente a la enfermedad. Pero esta actitud tan humana debe apoyarse en la ciencia. Podemos pensar que la enfermedad debe ser vista, y un poco transcendida, en una perspectiva evolucionista. A pesar de un mal informado y fanático creacionismo antievolucionista, que ha hecho cierto ruido en estos días de ruidosos fundamentalismos (véase capítulo 10), el médico actual debe verlo todo dentro del paradigma de la evolución biológica. Podríamos considerar la enfermedad como un proceso individualmente doloroso o sufriente en la búsqueda de adaptación al medio ambiente. Hay quienes han pensado, a mi juicio correctamente, que la evolución biológica no tiene ningún interés en la felicidad humana, sólo pretende la replicación habilidosa de ciertos genes. Un gen egoísta ha sido propuesto por algunos biólogos —Dawkins en Inglaterra por ejemplo— como el motor de la evolución. Hay otros que han pensado que la evolución tiene sentido, que hay un progreso, mal definido, en la carrera de la vida y la enfermedad es

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ejemplo de los sacrificios que a veces tenemos que hacer para progresar. Asi pues una perspectiva evolucionaria puede dar sentido, significado, a la enfermedad. O por lo menos explicar su aparición, como veremos más adelante. En nuestro mundo contemporáneo damos cierto sentido meta-patológico a la enfermedad y esa sigue siendo una función importante de nuestra cultura científica, como lo fue en la precientífica. Pero el pensamiento médico contemporáneo se coloca fundamentalmente en la segunda respuesta general al sufrimiento, al dolor, a la enfermedad: intentar disminuirlos, no negarlos ni otorgarles un significado para-científico. De todas maneras seguimos encontrando una profunda necesidad humana de darle sentido al sufrimiento, al dolor. En resumen, el objeto del sector cultural que llamamos medicina es el subconjunto de los sufrimientos humanos que llamamos enfermedad o enfermedades, con el propósito de disminuirlos. Convertir la medicina como oficio en garante de otros beneficios —belleza, poder, riqueza, exagerada longevidad, justicia social, etc.— es corromperla, convertirla en instrumento de otras felicidades o pseudo felicidades. Podríamos radicalizar esta idea diciendo que la medicina no es garante de la salud, intenta sólo y humildemente ocuparse de enfermedades y enfermos para disminuir el sufrimiento humano. Esta polémica se discute actualmente con acrimonia, especialmente por parte de gobiernos que desean proponer la acción salubrista como eje de la acción gubernamental en estados de talante totalitario y «estilo pastor», diría el filósofo francés Foucault. Es importante explorar por todo esto la relación medicina-cultura. MEDICINA COMO PARTE DE LA CULTURA ¿Qué es cultura humana y por qué aparece en la evolución biológica del hombre? Hay muchas maneras de definir lo que se llama cultura, siendo uno de esos términos que no se refieren a un objeto sino precisamente al uso que hacemos o pretendemos hacer de los objetos mismos. Para un uso de la palabra cultura dentro del campo biológico quizás lo más apropiado es una definición negativa: cultura es todo lo característicamente humano que no está en el ADN y sus proteínas. El hombre es producto de una larga evolución biológica y está inmerso en una posterior, y casi tan larga y compleja, evolución cultural. Hace unos tres o cuatro años se puso de moda hablar de memes, unidades replicantes de cultura, contrastándolos con los genes. No sabemos todavía si ese término, memes, se adaptará y replicará en el discurso humano pero el concepto señala que la cultura está por fuera de la evolución genética aunque la relación entre genética y cultura no está del todo dilucidada. Pero la evolución biológica nos puede ilustrar, analógicamente, lo que es la cultura humana.

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Así como las mutaciones biológicas persisten si responden adecuadamente a cambios en el medio ambiente, adaptándose por azar a nuevos riesgos a su sobrevivencia, la cultura humana es la respuesta y el producto humano ante la desadaptación, el sufrimiento, el dolor. Y persiste si contribuye a su negación, disminución o lo trasciende. Las pinturas paleolíticas en oscuras cuevas no se hacían por amor al arte sino por dar respuesta a ciertas ansiedades primitivas como el encontrar caza abundante, comunicarse con potencias divinas, o dentro de ritos sociales de traumáticos cambios de edad. Recientemente el estudio de las huellas digitales en estas pinturas ha demostrado que los muralistas eran frecuentemente hombres jóvenes. Se especula que su realización era parte de ritos de paso a la adultez exigidos por el grupo humano al cual pertenecían o pertenecerían. Entonces la más temprana cultura humana aparece como respuesta a la incertidumbre, el hambre, la ansiedad. Podría decirse que si el hombre fuera un animal satisfecho no haría cultura. La cultura humana es pues una respuesta no genética al sufrimiento humano. Así como la perla, natural o cultivada, es una respuesta a la irritación crónica en las entrañas de la ostra, un grano de arena por ejemplo, la cultura en el hombre responde a su sufrimiento íntimo, su dolor profundo. Nos hemos imaginado que los dioses o las musas nos han inspirado, pero es nuestra insatisfacción radical la que nos ha convertido en animales cultos. Y esta cultura no ha sido homogénea ni predecible y a veces ha sido humanamente irracional. En el discurso científico comúnmente se presupone un hombre dotado de razón pero la historia humana nos señala que la conducta humana es frecuentemente irracional. La medicina ha sido y es, aún hoy, en muchas ocasiones irracional, pero siempre humana. La medicina es parte de la cultura humana. Si la cultura humana es el oficio humano que da respuesta, adecuadamente o no, al sufrimiento humano, la medicina es el oficio humano que da respuesta a ese subconjunto del sufrimiento humano que llamamos enfermedad. Es quizás humillante reconocerlo pero debemos decir que lo médico no ha aparecido en el acontecer humano como mensaje prometéico, inspiración de las musas o aspiración a una mejor salud para todos. La medicina ha aparecido entre nosotros como respuesta al grito de nuestros prójimos, la fiebre, el dolor, la ineludible (no ineluctable) muerte de todo ser humano que hasta ahora ha existido como diría Borges. Pero la respuesta humana al sufrimiento mezcla distintas y anteriores respuestas culturales. El acto médico, como producto cultural, nunca es puro, y tiene distintos significados para los diferentes individuos que lo viven desde distintas perspectivas culturales. Un acto médico que trate de subrayar el sufrimiento con excusa de disminuirlo —la verdad aunque severa es amiga verdadera, diría el Quijote— será frecuentemente

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visto como inhumano. El ser humano tiene derecho a ciertas mentiras y la verdad biológica no es el propósito primordial del acto médico. Un acto médico que sólo intente transcender o explicar la enfermedad —por ejemplo, la actitud investigativa intensa, absorbente— también debe ser juzgado inhumano: el ser humano debe ser aliviado aún de lo no explicado ni justificado. Entonces el acto médico usa el oficio médico que intenta disminuir el dolor y el sufrimiento, pero no puede separarse —asépticamente, científicamente— de otras respuestas culturales al mismo sufrimiento. Y eso nos lleva a una pregunta, ¿cuál es la importancia de ver la medicina como parte de la cultura humana? Primero, nos explicamos una gran cantidad de hechos y gestos médicos; por ejemplo, vestirse de blanco en una sociedad que privilegia la higiene. Segundo, nos capacita para ayudar al enfermo pues nadie puede ser médico en una cultura que desconoce o desprecia. Un ejemplo, extraer sangre para pruebas de laboratorio en culturas que establecen la sangre como sede de la vida o del alma siempre producirá violencia, o por lo menos leucocitosis por stress en la sangre examinada. Otro ejemplo más reciente es la dificultad de recoger muestras para pruebas genéticas que nos aclaren los grandes movimientos poblacionales prehistóricos al migrar el género humano fuera de África. El New York Times reporta en diciembre de 2006 que National Geographic no ha podido completar las muestras de sangre en Alaska y Norteamérica porque los pueblos aborígenes se niegan a ello, pues los orígenes científicos son contrarios a sus orígenes culturales míticos. Una tribu cree que fueron creados en el Gran Cañón del Colorado, y decirles que sus antepasados migraron de Siberia por Alaska contradice violentamente toda su cultura. Entonces es casi imposible hacer ciencia y medicina por fuera de la cultura y sin tenerla en cuenta. Esto escandilizaría a los positivistas decimonónicos característicamente adoradores de la ciencia como única fuente del conocimiento. Tercero, nos ayuda a entender la historia de la medicina relacionándola con grandes períodos culturales. Esta relación entre medicina y cultura será el eje principal de este texto. Dividiremos, por pedagogía, la historia de la medicina en diez grandes períodos y describiremos el paradigma fundamental en estos períodos culturales. Hay que entender esta periodización como un artificio, o artefacto, para comprender la evolución de la medicina. Pero, ¿qué es un paradigma? PARADIGMAS Paradigma es un término à la mode en el discurso contemporáneo. Se usa para significar ejemplo, modelo, ideal, etc. En linguística se usa técnicamente para significar

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entes del lenguaje de uso sintáctico excluyente. Por ejemplo «un» y «el» en la expresión «un el águila», expresión imposible que no podría decirse. O la tierra se considera redonda y plana al mismo tiempo. Eso nos acerca al uso técnico apropiado en historia de las ciencias y la tecnología. Este uso del término paradigma se popularizó en los años cincuenta y sesenta del siglo pasado a partir de la historia y epistemología de Kuhn (Estructura de las revoluciones científicas, 1962). Para Kuhn un paradigma es un conjunto de creencias, y subrayamos creencias, científicas y metafísicas que constituyen un marco dentro del cual las ideas científicas son probadas, demostradas evaluadas y revisadas. Los cambios —a veces violentos— de paradigmas constituyen el eje de la historia de las ciencias. Esto en contraste con una visión positivista de la historia de las ciencias que propone un suave progreso incremental de verdades probadas por un método científico aceptado. Cualquiera que haya puesto atención a la evolución de la medicina, acepta que ella da saltos cualitativos inesperados —el más radical fue la aceptación de la circulación de la sangre después del Motu cordis de Harvey en 1628— y estos saltos son cambios de paradigma. Entonces, intentaremos describir en cada uno de nuestros diez grandes períodos culturales, el paradigma o los paradigmas fundamentales de la medicina. De este modo intentamos una historia internalista de la medicina, establecemos una relación entre medicina y cultura general de esos períodos y proponemos una serie de ideas axiales que llevan a unas preguntas filosóficas para intentar articular una filosofía de la medicina. Como se ve nos proponemos algo distinto a una narración positivista de hechos y hombres importantes en la medicina. PERÍODOS CULTURALES DE LA MEDICINA En el fondo de todo hay un período que llamaremos Medicina Salvaje. No usamos el término salvaje peyorativamente sino descriptivamente y admirando al buen salvaje rosseauniano que subyace aún en el acto médico contemporáneo. En esta medicina fundacional el hombre, desde que era mono superior o antropoide y hasta nuestros días como hombre moderno, se enfrenta a la enfermedad sin teoría médica, sólo con la práctica médica, humana no animal, que pretende disminuir el sufrimiento de sí mismo o su congénere y prójimo. Repito, la observación de estos paradigmas médicos nos hace caer en cuenta que aún están entre nosotros en la conducta humana habitual. Pero nos es difícil concebir una medicina precultural, salvaje. Englobamos en este período toda la actividad humana emprendida para disminuir el sufrimiento que luego llamaremos enfermedad, sin ideas claras aún de lo que puede ser o significar la enfermedad.

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Es útil a nuestra discusión incluir aquí en este período el origen evolutivo de las enfermedades. Así como el hombre viene precedido por una larga evolución biológica, basada en cambios en el ADN humano, se inicia en aquellos lejanos tiempos una larga evolución cultural, basada en el cambio y selección de ideas e instrumentos humanos. Trataremos entonces de entender la aparición evolutiva de las enfermedades para entender su historia cultural. Pero desconocemos con precisión cuándo la evolución biológica se acelera como evolución cultural en el hombre. No podemos decir entonces que allí o aquí comienza la historia de la medicina. Queremos insistir que aún hoy millones de personas en el primer y en el tercer (?) mundo se enfrentan a las enfermedades, en principio, como un hombre de esas épocas salvajes, sin ideas médicas preconcebidas y por eso es importante entender esa actividad humana. Recordemos que medicina, para nosotros, es todo lo que el hombre hace con la enfermedad, con médicos o sin médicos, con ideas médicas y sin ideas médicas, desde la aurora paleolítica. En las pinturas rupestres hay cierta medicina, por ejemplo, en la representación gráfica de hombres y animales heridos, quizás con propósitos mágicos. Segundo período, medicina primitiva. En este período aparecen las primeras ideas sobre la enfermedad y sus causas, de hecho aparece el mismo concepto de enfermedad precisándose contra el concepto general de mal o males. Esta medicina primitiva la podríamos denominar, por contraste, prehipocrática, no necesariamente pre-científica. Es la que se hace en las primeras civilizaciones, las civilizaciones de los grandes ríos —egipcia, mesopotámica, índica— y en las civilizaciones hindú, china y precolonial americana. Por supuesto, no puede negarse que esta medicina sigue viva en nuestra contemporaneidad y es otra prueba de la persistencia de los paradigmas médicos anteriores al presente en la cultura humana. Esto subraya el hecho de que así como la medicina ha crecido alrededor del sufrimiento humano que llamamos enfermedad, este crecimiento se ha producido en capas concéntricas (como una perla, siguiendo con nuestra metáfora anterior) alrededor de la enfermedad, y los estratos más profundos y antiguos están presentes en nuestra medicina actual. Por eso es necesario estudiar la historia de la medicina e intentaremos subrayar en nuestra medicina contemporáne a los estratos más antiguos de ella. Luego aparece brillantemente el gran período de la medicina hipocrática. Como diremos más adelante esta medicina hipocrática es la madre de toda nuestra medicina científica y occidental y casi no podemos contemplar otra medicina válida sino a través de la medicina hipocrática. Pero ese poder cultural de la medicina hipocrática no radica en sus hallazgos tecnológicos —difícilmente podremos señalar algo que sigamos haciendo como los hipocráticos— sino en su enfoque del hecho clínico, el paciente y su enfermedad,

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libre de magia e ideas religiosas. Difícilmente podemos negar que pensamos muchas veces como un médico hipocrático y eso prueba la potencia del paradigma hipocrático. En cuarto lugar discutiremos el breve período, pero importantísimo, de la medicina alejandrina. Quizás estamos exagerando un poco el papel histórico de la medicina helenística o alejandrina, pero esto lo hacemos un poco para combatir el prejuicio galénico que la despreció por siglos. Si algo cardinal debemos a la medicina alejandrina es la autopsia, pues como veremos muchas ideas médicas surgieron después de este gran adelanto tecnológico. «Abrid un cadáver y se os hará la luz», dirá admirablemente Bichat (véase capítulo 8) en la Ilustración. Luego viene el largo período de la medicina galénica. Quince siglos galénicos aproximadamente, desde el mismo Galeno hasta el Motu cordis de Harvey (1628) y para algunos hasta Rokitansky, patólogo vienés inmediatamente anterior a Virchow, mediados del siglo XIX. Esta medicina galénica incluye toda la medicina romana después de los Antoninos y toda la medicina medieval. Casi llega a ser otra religión del libro para cristianos, judíos y musulmanes. La medicina popular naturista de nuestros días es de procedencia galénica. En los últimos cinco períodos de la medicina, siglos XVI al XX y XXI, haremos una estrecha correlación con la cultura europea y americana de estos últimos quinientos años. Llamaremos a estos períodos medicina renacentista, medicina barroca, medicina de la Ilustración o Enciclopedismo, medicina romántica y medicina contemporánea. No queremos llamar nuestra medicina contemporánea post-moderna porque eso es casi llamarla de la Nueva Era, denominación un poco peyorativa en estos días. Los filósofos de la postmodernidad saben la importancia del concepto moda (de lo que quiere ser permanentemente nuevo o moderno, desde Baudelaire así definido) y, gracias a los dioses (?) la moda de la nueva era ya va pasando. Pero tenemos que reconocer que en muchos aspectos la medicina contemporánea se ha salido del macro-discurso de la modernidad (razón, Ilustración, liberalismo, liberté-equalité-fraternité, etc.). A través de estos grandes diez períodos de la medicina haremos una relación estrecha con la cultura —no tanto con los hechos políticos y económicos— y buscaremos unos paradigmas centrales a cada período de la medicina salvaje, primitiva, hipocrática, alejandrina, galénica, renacentista, barroca, enciclopedista, romántica y contemporánea. Para el médico actual es importante reconocer estos paradigmas porque la medicina es parte de la cultura y sin información cultural, que no erudición, es imposible hacer medicina útil, antes o ahora. Aunque Sir Francis Bacon, supuesto creador del así llamado método científico, quería destruir todos los ídolos que estorbaban o pervertían el conocimiento humano, hay que conocer los ídolos que siempre nos rodean para ser un médico eficaz.

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MEDICINA SALVAJE Iniciaremos discutiendo brevemente la que hemos llamado medicina salvaje. En la biomedicina actual debemos aceptar que la enfermedad es un hecho evolutivo. El biólogo actual, y por lo tanto el médico, debe contextualizar los problemas a resolver en una perspectiva evolucionista. Podemos discutir si la teoría darwiniana de la evolución es una verdad científica o no científica (debe ser obvio para los estudiantes de medicina, entre otras cosas, la existencia de verdades no científicas) pero debemos analizar la enfermedad humana dentro de la evolución biológica, porque ese es el lenguaje y discurso de la biomedicina contemporánea. Desde los hipocráticos hemos decidido, a veces con cierta incertidumbre, que las enfermedades no son sagradas. Claro que si nos atenemos al texto hipocrático con exactitud debemos afirmar que ninguna enfermedad es más sagrada que otra y todas son productos de la naturaleza, aceptando que toda enfermedad tiene algún elemento sagrado. Dejaremos esto a un lado para posterior discusión reconociendo que en el mundo moderno se piensa la enfermedad como hecho no sagrado porque somos ciertamente herederos de los hipocráticos. El origen y explicación última de las enfermedades se encuentra en la teoría de la evolución, este es un paradigma común a toda la medicina actual. ¿Cuándo empieza el hombre a enfermarse? Desde antes de ser hombre, y muy seguramente la enfermedad de nuestros antecesores biológicos no humanos llevó a ciertas enfermedades en nuestra humanidad actual. Podemos aceptar la aparición de especies inmediatamente antecesoras nuestras hace más de 2.000.000 de años. Restos de Homo habilis se datan hasta alrededor de 1.500.000 años antes de nuestra era. El Homo erectus y sus restos parecen dominar la escena por un millón de años hasta hace aproximadamente 500.000 años. Entre diversos y complejos hallazgos antropológicos el Homo sapiens, nuestra especie, en su variedad Neanderthal, aparece hace más o menos 200.000 años. Nosotros, el hombre moderno, el Homo sapiens sapiens se decía en la antropología física del siglo XX, salimos a escena hace unos 40.000 años. Este es el breve resumen de una larga y difícil evolución, predominantemente biológica y luego cultural al hacer el hombre instrumentos, repetirlos consistentemente, aprender y enseñar su uso, y desarrollar el lenguaje como característica reina de lo humano. Se dan entonces varios posibles puntos de partida de lo humano, en sucesión: nuestro origen primordial africano, varias olas de salida de África (entre 65.000 y 25.000 antes de nuestra era) y ocupación de Eurasia, co-evolución de varias especies para-humanas con probables cruces y mestizaje (muy discutido esto), conquista de la habilidad de hacer instrumentos y repetir

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aprendiendo su escogencia y construcción (H. habilis), habitual caminar erecto liberando mano y mirada para explorar el mundo (H. erectus), posible aparición del lenguaje y la más primitiva cultura humana en el Neanderthal, y después crecimiento del lóbulo frontal (frente alzada del Cromagnon) con empatía humana (situada neurológicamente en las áreas frontales) con rápido crecimiento de la complejidad de la cultura humana desde hace más o menos 40.000 años. Todos estos puntos de partida son importantes y es difícil escoger uno como el inicio específico de lo humano. Indiscutiblemente durante toda esta historia el hombre se enfrentó a distintas enfermedades y además al hambre, el frío, los traumatismos físicos y los desastres naturales. Probablemente las enfermedades llevaron a la desaparición de grandes grupos humanos inadaptados a ellas. Parafraseando a Hobbes, ha sido una carrera evolutiva larga y brutal. Decía Hobbes en su Leviatán, siglo XVI, que la vida del hombre era solitaria, desagradable, corta y brutal. Se refería a la vida individual, pero la carrera evolutiva de la especie humana ha sido igualmente larga y brutal; con la duración de existencias particulares a lo más de treinta años de edad en los hombres prehistóricos. Este ha sido el marco de la gloriosa evolución humana. Al llamar a esos grupos desaparecidos inadaptados hay que cuidarse de pensar que nosotros somos mejores. Decía el hace poco desaparecido paleontólogo (sin ironía) Stephen Jay Gould que sólo somos «monstruos triunfantes»; nuestra fragilidad genética y evolutiva nos acompañará mientras seamos seres humanos construidos sobre ácidos nucléicos y proteínas. Todo puede pasar y aún hoy o mañana podríamos desaparecer como desadaptados a nuestro mundo. En el hombre moderno hay clara evidencia del origen evolutivo de muchas enfermedades. La drepanocitosis o anemia de células falciformes es una anemia hemolítica frecuente en nuestros días, sobretodo en los hombres y mujeres afrodescendientes. Pero el ser de raza «blanca» no la excluye; si alguien es en nuestros días verdaderamente «blanco» o «negro», porque el concepto de raza no se juzga científico en la actualidad debido al viejo y fundamental mestizaje humano. En los artículos médicos todavía se usan distinciones raciales pero muchos críticos no las aceptan sino como ayudas estadísticas, y las diferencias raciales parecen ser hoy mínimas. Esta anemia hemolítica lleva a un gran consumo de recursos médicos, sobre todo en EE.UU. La hemolísis, destrucción masiva y a veces letal de glóbulos rojos, ocurre por polimerización de la hemoglobina falciforme (SS). La hemoglobina falciforme se caracteriza por la sustitución puntual de un aminoácido, valina, por otro, ácido glutámico, en la cadena beta de la proteína (hemoglobina, normalmente AA) en los glóbulos rojos. Es un error o diferencia discreta, puntual, en el DNA humano. Y en este caso podemos preguntarnos, ¿por qué una mutación tan deletérea se preserva en el genoma humano?

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La razón es que los heterozigotos (SA), que tienen sólo una cadena del DNA mutado, muestran una clara ventaja frente a la infección con un patógeno tropical, el parásito Plasmodium falciparum, que produce un tipo de malaria particularmente letal. En lenguaje no médico podríamos decir que tener una «media» enfermedad genética nos proteje contra otra enfermedad peligrosa y prevalente en ese medio ambiente, África y otras zonas tropicales. El homozigoto (SS) desarrolla una enfermedad grave y mortal, la drepanocitosis. El heterozigoto (SA) no tiene enfermedad hemolítica y su promedio de vida es igual a los humanos considerados normales (AA), además este heterozigoto está parcialmente protegido ante otra enfermedad grave, la malaria por P. falciparum. La manera en que la hemoglobina S protege de la malaria no se conoce con certeza, se ha postulado que impide la entrada del plasmodio al eritrocito pero también se han estudiado otros cambios inmunes. Entonces nuestro origen africano y nuestra larga evolución en los trópicos privilegiaron la aparición de esta mutación (S) que en doble dosis (SS) es letal. Vemos entonces como una enfermedad, la malaria, ha ejercido una presión evolutiva apreciable sobre ciertas poblaciones humanas. La enfermedad entonces es un hecho evolutivo y su presencia puede ser ventajosa al hombre. Es tan ventajosa la presencia del la hemoglobina S que su mutación ha aparecido de novo por lo menos cinco veces en la historia del genoma humano. Estudiando las así llamadas mutaciones pioneras por el DNA circundante a la mutación específica, se demuestra por estudios recientes que la mutación falciforme (S) ha aparecido por lo menos cinco veces en distintos lugares geográficos y distintas poblaciones humanas a lo largo de nuestra larga evolución biológica. Se denominan estas mutaciones Bantú, Camerún. Benín. Senegal y Arabia-India con distintos nombres geográficos para señalar su repetida aparición en sitios separados, todos maláricos. Claramente vemos así que esa enfermedad, drepanocitosis o anemia hemolítica falciforme, aparece en la historia humana por presión evolutiva de otra enfermedad, la malaria, altamente prevalente en nuestros antepasados prehistóricos. Nuestra cultura científica nos ha dado la satisfacción de explicarnos el por qué biológico de esta enfermedad, la drepanocitosis. Pero observemos que no podemos eliminar esta enfermedad de la evolución humana, del genoma humano, aún conociendo su causa. Y si la mutación hubiera desaparecido —por catástrofe evolutiva, acto médico o eliminación de todos los homozigotos y heterocigotos— probablemente hubiera reaparecido nuevamente (lo ha hecho por lo menos cinco veces en la historia humana). Este es el ejemplo más aceptado de enfermedad evolutiva, pero hay otros muchos quizás más importantes. Por ejemplo, la información genética que produce la hemocromatosis (depósito patológico de hierro en vísceras y piel) probablemente es ventajosa en la competencia milenaria con nuestros mismos microbios (bacterias

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intestinales, por ejemplo) por el hierro como nutriente. Quienes tienen en principio genes de hemocromatosis absorben más hierro y lo sustraen del posible consumo bacteriano, pero su exagerado depósito en los más avaros por hierro (algunas mutaciones especiales) lleva al daño por depósito en visceras en condiciones ambientales de abundancia férrica, buena nutrición por ejemplo. Así pues la ventaja en ciertas condiciones es desventaja en otras y esto ha llevado al desarrollo de mútiples patologías. La lactasa es una enzima intestinal útil para la digestión de la leche; su ausencia produce cólicos y diarrea si se toma leche y su azúcar, la lactosa, no es bien digerida. Ocurre deficiencia de lactasa en el ochenta por ciento de la población afrodescendiente, noventa por ciento de los aborígenes norteamericanos y veinte por ciento de los mestizos hispanos en EE.UU. Podría uno decir que los «blancos» que toman mucha leche blanca, tienen abundante lactasa; los demás usualmente no. Esto se explica por una dramática historia evolutiva. La intensidad de la luz solar que recibe nuestra piel está relacionada con nuestros niveles de vitamina D, porque esa irradiación solar es necesaria para su metabolismo en nuestro organismo. Por eso el raquitismo clásico o primario por deficiencia de vitamina D es raro en los trópicos donde la iluminación solar es intensa y permanente. Era por el contrario muy prevalente en las neblinosas ciudades europeas del siglo XIX, antes de la pasteurización de la leche y el subsiguiente consumo masivo urbano de ella (véase capítulo.9). Al mismo tiempo la irradiación solar causa daño a nuestra piel asociándose a neoplasias y envejecimiento cutáneo. La piel desarrolló evolutivamente la capacidad de cargarse de un pigmento oscuro, la melanina, que protege del daño solar a nuestra piel. Podemos suponer que el hombre primitivo en África tenía piel negra porque esa característica es necesaria a la adaptación tropical. Al migrar la población humana fuera de África a lugares con menor irradiación solar se hizo menos necesaria la melanina, pero esa menor irradiación en las áreas no tropicales llevó a una deficiencia de vitamina D. La función básica de la vitamina D es mantener niveles adecuados de calcio en la sangre y su deficiencia lleva a hambre de calcio. La vitamina D puede ser necesaria para otras funciones metabólicas —en los últimos años se ha asociado su deficiencia con cáncer de mucosas como la pulmonar y colónica— pero su principal papel metabólico es convertir el tracto intestinal en una verdadera máquina absorbente de iones de calcio. Siendo menos eficiente esta función en el hombre primitivo que migró fuera de los trópicos, por déficit de irradiación solar y vitamina D, los grupos humanos tuvieron que buscar y encontrar otra fuente de calcio y la leche de otros mamíferos estaba ahí como solución al hambre de calcio. Así la presencia de lactasa, enzima para digerir el azúcar de leche (lactosa) en el tracto gastrointestinal se tuvo que preservar como mutación adaptativa luego de introducir, culturalmente, la leche materna de otros mamíferos en la dieta humana. Estudios

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genéticos muy recientes (2007) señalan que esta mutación se preservó adaptativamente por primera vez en poblaciones humanas de Europa central hace unos 7.000 años (luego de domesticar ganado de leche, 2.000 ó 3.000 años antes). En tiempos modernos ha sido introducida (o sea aceptada y preservada biológicamente) en minorías del este africano en poblaciones que cuidan rebaños vacunos, práctica no del todo común en África. Esta enzima, la lactasa, producto de aquella norteña mutación, no era necesaria al hombre africano primitivo. Hoy, en nuestro mundo globalizado, la dieta humana se ha vuelto peligrosamente homogénea con alta ingesta de carbohidratos, proteína de origen animal y productos lácteos. ¿En qué país no se comen pizzas y hamburguesas con queso, por ejemplo? Esto lleva a que grandes poblaciones tropicales con buen nivel de vitamina D y calcio ingieran innecesariamente leche, lo que produce molestias gastrointestinales y diarreas frecuentes sobre todo en la poblacion pediátrica. Si a esto se suma la pervertida sustitución de lactancia materna por leche de vaca en niños pequeños, podemos suponer que los problemas gastrointestinales médicos son graves en esta población. Hace unos años se demandó a empresas internacionales por publicidad de leche de tarro, o peor, de vaca en África. En resumen, la deficiencia de lactasa con alta ingesta de leche superimpuesta culturalmente es una enfermedad evolutiva moderna. Hay que añadir otro detalle a la ventaja evolutiva de la piel oscura en el hombre primitivo. La protección que la melanina ofrece contra los deletéreos efectos de la radiación solar, sobre todo en el rango ultravioleta, parece también defendernos del aumento de cierto tipo de malformaciones. Los rayos ultravioletas tipo UVB no A ni C, que son bloqueados normalmente por la capa de ozono que el hombre moderno está destruyendo por otros medios, llegan hasta los capilares de la piel donde degradan los folatos, el ácido fólico. La deficiencia de esta vitamina, el ácido fólico, está claramente asociada al aumento de prevalencia de defectos de cierre del tubo neural, desde anencefalia a otros muchos menos severos. Este tipo de malformaciones es frecuentemente letal en niños y protegernos de ellas daría una inmensa ventaja evolutiva a la piel negra en los trópicos. En resumen, la pigmentación oscura de la piel es una ventaja evolutiva en los trópicos, equilibrando la protección contra neoplasias y malformaciones frente a la relativa deficiencia de vitamina D y calcio cuando disminuye la exposición solar de la piel. Entonces en las áreas no tropicales aparecen mutaciones que disminuyen la melanina en la piel, pieles no oscuras, promoviendo más producción de vitamina D. Este cambio evolutivo no es suficiente y el hombre primitivo aprende a consumir leche materna de otros mamíferos y se preservan nuevas mutaciones que llevan al aumento de lactasa en el tracto gastrointestinal.

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Pero la ingesta de leche de otros mamíferos en zonas no tropicales llevó a otros cambios culturales y evolutivos. El hombre primitivo en el norte de Eurasia empezó a seguir los grandes rebaños de ungulados herbívoros para aprovechar la leche de las hembras en lactación. Así lo hacen aún hoy los lapones en Escandinavia con rebaños de alces y mongoles en Asia Central con rebaños de caballos y yeguas, nutriéndose en este último caso de su leche fermentada, el kumis. Esto puso al hombre en contacto con otra especie carnívora, el lobo, que seguía los grandes rebaños no para tomar leche —repetimos que la humana es la única especie que toma leche materna de otras especies— sino para aprovecharse de los animales jóvenes o enfermos y su carne. Estas dos especies intercambiaban miradas, gestos y mensajes cazadores y el hombre domesticó al lobo a perro hace unos 15.000 años. Aún hoy las poblaciones de perros y lobos se cruzan y recientemente se ha reportado una neoplasia, un cáncer viral de la mucosa bucal de lobos que pasó a los perros en Asia Central hace dos o tres siglos. Lo interesante de esta neoplasia —parecida al carcinoma de cuello uterino producido por el virus del papiloma humano, HPV, en mujeres— es que se contagia de animal a animal en contacto estrecho y son las mismas células cancerosas, no el virus, las que saltan de un animal a otro. En términos médicos se produce una metástasis de animal a animal. Esta excepcional situación señala que hombres, lobos y perros viven en contacto biológico hace muchos años. Se explica así que hombres y perros domésticos comparten por lo menos cuarenta patologías comunes a ambas especies —parásitos comunes, por ejemplo. Esta adaptación cultural, la domesticación de especies salvajes animales y vegetales, evidentemente es muy importante en la historia de las enfermedades humanas. Y por otro lado se ve claramente que ha sido a veces contraevolutiva, el hombre ha salvado a algunas especies y condenado a otras sin tener en cuenta la evolución biológica. Es importante recordar esto ahora cuando se discuten ardorosamente los derechos animales, si existen, y la ética de la experimentación animal en biomedicina. De hecho el hombre ha realizado experimentos con animales y vegetales desde hace milenios. Se domestica la cabra en Irán hace 10.000 años, luego el centeno en Siria, la oveja en Irak, la vaca en Mesopotamia, el trigo en el Creciente Fértil del Medio Oriente, el fríjol en Guatemala por los Mayas, la cebada en Egipto con producción más tarde de cerveza, las papas en múltiples variedades en Suramérica, el caballo en Ucrania, la abeja en el Sureste Asiático,etc. Como vemos los experimentos con la vida son muy antiguos y a veces nos ha ido como le fue al aprendiz de hechicero en la leyenda infantil. Es imposible agotar aquí la relación entre domesticación y enfermedades. La probable próxima eclosión de una nueva epidemia de Influenza o gripa tipo aviar nos obliga a pensar en nuestra compleja relación con los reinos animal y vegetal, por no decir con los subreinos más grandes de virus y procariotes.

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Hay quienes afirman que la evolución humana se da paralelamente a la evolución de las gramíneas y la domesticación de sus diferentes especies vegetales define grandes macroculturas: la del trigo en Medio Oriente, la del arroz en el Lejano Oriente, la del maíz en Mesoamérica. Y probablemente el invento tecnológico más importante del hombre amazónico en América del Sur fue la preparación de harina de yuca, el casave. El único adelanto tecnológico que podría hacerle competencia es el más tardío del almacenamiento y preparación de la papa en los Andes incaicos, el chuño. En América del Norte ocurre el desarrollo, o casi el invento del maíz a partir de hierbas silvestres con granos en el centro y sur de México, de tal forma que la relación del hombre con otras especies explica gran parte de su dieta y algunas de sus enfermedades, evolutivamente hablando. Pero, ¿cuándo empieza el hombre a responder a esas enfermedades con su cultura propiamente humana? ¿cuándo empieza a hacer medicina? Los animales superiores establecen una débil relación, incidental y excepcional, con sus congéneres enfermos. La mayoría de las especies abandonan a los individuos ancianos o enfermos, aunque nunca a las crías. Esto parece demostrar que la evolución biológica, con instintos y conductas complejas en otras circunstancias distintas, no ha mostrado mayor interés en el individuo enfermo. Hay que decir desde ya, y volveremos sobre eso después, que la evolución tiene muy poco interés en la felicidad individual. Sólo el hombre se dedica, por fuera de la evolución, en el ámbito cultural, a observar y tratar de ayudar a sus prójimos enfermos. Por eso el argumento evolutivo no tiene mucho que decir en las discusiones éticas médicas. Nos alejamos de la evolución para hacer medicina. Es cierto que la sociobiología de E.O. Wilson y otros biólogos ha señalado la frecuencia de conducta prosocial en muchas especies animales (por ejemplo es evidente en abejas y otros insectos) pero esta es una conducta instintiva, automática. Los sociobiólogos han especulado que la presencia de conducta filantropoide en muchos animales (y hasta plantas) tiene ventajas evolutivas; esta conducta o respuesta instintiva, tiene dos características: aunque se comparten alimentos y se rescatan algunos miembros de la misma especie de situaciones de peligro, esa conducta es general y poco precisa, además con poca variabilidad. Así perros y delfines, por ejemplo, se han descrito siempre como animales salvadores, pero nos imaginamos que sin mucha distinción individual ¡hasta habrá perros que salvan gatos! De hecho la conducta salvadora de los delfines parece fundamentarse en actividades lúdicas entre delfines y otros mamíferos, nosotros por ejemplo, en el vasto mar. Así pues la conducta salvadora de animales es general y poco precisa. Segundo, es instintiva. Hay que insistir en lo instintivo de esta conducta prosocial porque se postula a veces que la filantropía humana y la medicina se basan en un supuesto instinto de ayudar o

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sobrevivir. Debemos recordar que la conducta del hombre moderno tiene muy pocos elementos instintivos fuera de algunos reflejos. Por ejemplo el reflejo de Moro propio de los recién nacidos (recuerdo evolutivo de cuando eramos las pequeñas crías de monos que iban de rama en rama y teníamos que aferrarnos a nuestras madres) el salivar y mover la boca ante ciertas memorias gustativas o algunos otros pocos. Y la medicina no es instintiva, a veces es hasta contra instintiva: ayudar a un enfermo en una epidemia, por ejemplo, con evidente peligro para el que ayuda. De hecho, ante la muerte, la conducta humana es evidentemente no animal. La mayoría de los animales prefieren retirarse a un lugar cálido y cómodo para morir. Es evidente esto en los perros y en animales que son arrollados en la carretera. Esconderse para morir es causa de lo escondido del cementerio de elefantes en las leyendas africanas. Pocos animales se quedan observando con curiosidad la agonía de otro animal, sólo el humano hace esto. De hecho las elaboradas y simbólicas tumbas humanas anuncian arqueológicamente la aparición de una nueva especie en el mundo, y esto ocurre hace unos 40.000 años. LA EMPATÍA COMO CARACTERÍSTICA HUMANA ¿Pero cómo llegó esta especie humana y prehumana, a iniciar esa compleja y costosa conducta de ayudar al que sufre, esa conducta cultural que llamamos medicina? Probablemente tiene mucho que ver con el desarrollo de un prominente lóbulo frontal. Para un creyente en la creación divina, Dios nos ha venido creando en formas muy curiosas. Una diferencia medible entre el Neanderthal y nosotros es la marcada elevación vertical de la frente en el hombre moderno, aunque el Neanderthal tenía un poco más de capacidad craneana que nosotros. Podríamos especular que el Neanderthal era más inteligente (?) que nosotros, pero con menos empatía, porque la empatía parece residir neurológicamente en el lóbulo frontal. ¿Qué es la empatía? Viene del griego pathos, sufrimiento, raíz etimológica importantísima en el discurso médico, y significa la capacidad característicamente humana de reconocer, imaginar y responder al sufrimiento del otro. Muchos neurólogos actuales sostienen que la conducta sociopática o sicopática —básicamente no reconocer el sufrimiento del otro— se fundamenta en daños orgánicos al lóbulo frontal. Esto se ha encontrado en asesinos múltiples o torturadores al hacérseles resonancia magnética funcional del cerebro (MRI y PET, tomografía por emisión de positrones). Se especula que puede ser uno de los peligros en el síndrome de niño sacudido (shaken baby en inglés) que ocurre cuando un padre sacude en el aire repetidamente a un niño pequeño con producción de microhemorragias cerebrales y a veces desprendimiento de retina.

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Entonces aunque la hipertrofia evolutiva del lóbulo frontal en el hombre sustenta la empatía humana, que es la capacidad de responder al sufrimiento del otro, hay otros desarrollos sicológicos necesarios para la conducta empática. Uno de ellos es la capacidad de reconocerse como ser personal en relación con otros seres personales. Hay un experimento simple que se usa para dilucidar si los animales pueden reconocerse a sí mismos: la prueba del espejo. Se supone que esta es una mínima capacidad de pensamiento complejo conceptual —el concepto de sí mismo como base de cierta consciencia primitiva— que permitiría que los animales capaces de esto tuvieran emociones a lo humano. Hay que reconocerse como individuo, en otras palabras, para tener por lo menos una elemental consciencia personal. Este es un problema muy actual porque se relaciona con la práctica experimental con animales y su ética. Se piensa que si los animales superiores tienen una mínima consciencia personal, son sujeto de derechos y no pueden ser usados como objetos experimentales. Esta discusión ha sido estimulada por el movimiento de animal rights en EE.UU y hay ahora hasta filósofos que se ocupan de los derechos animales. Esta discusión no puede ser obviada por los investigadores científicos. Por otro lado, aunque los animales pensaran como los humanos, no parecen haberse preguntado si otros animales lo hacen. Esa es la maravillosa consciencia humana que quiere pensar todo el universo. Le preguntaban a un experto si una computadora sería capaz de eso y contestó que probablemente en el futuro sí, pero nunca lo podría hacer con kilo y medio de agua y grasas como lo hace el cerebro humano. En todo caso la prueba del espejo es relativamente simple y consiste en observar si el animal se reconoce a sí mismo en un espejo. El hombre lo hace natural y habitualmente desde unos pocos meses de edad. Los animales sólo lo hacen en escasas ocasiones. Es evidente que los pájaros colocados frente a una ventana de cristal no lo hacen. Pero algunos monos superiores (chimpances y otros), delfines y elefantes lo pueden hacer. Lo de los elefantes es interesante porque fue noticia a finales del 2006, que algunos ellos, en el zoológico del Bronx en Nueva York lo hacían, y circuló por el mundo un video de elefantes tocándose una equis pintada en la cara, frente al espejo. Hay que tener en cuenta que esta conducta se observa en un medio ambiente humano, el zoológico, y es difícil separar conductas animales aprendidas de las naturales en una situación como ésta. Ciertamente los animales aprenden muchas cosas del hombre. Pero demostrar esta conducta en medio silvestre no es fácil. Hace algunos años se colocó un espejo en un abrevadero de baboones. La observación objetiva y secreta detectó que algunos individuos de esa tribu se miraban repetidamente al espejo. Lo interesante era que estos individuos mostraron más frecuencia de conducta prosocial como compartir comida, cuidar de los pequeños, etc.

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Podemos suponer que la conducta filantrópica del hombre primitivo necesitó de una conciencia elevada de sí mismo como individuo (ante el espejo) y como persona (ante los demás) sobre todo como animal sufriente. Esto puede explicar parte de la conducta de los profesionales de la salud actuales que son vistos como deshumanizados por los pacientes que acuden a su cuidado. El joven médico de hoy, opinan algunos pedagogos, sale de la escuela de medicina sin haber tenido la experiencia propia, personal, de una enfermedad grave. Esto se debe a que en los últimos siglos ha mejorado la salud de los infantes y muchas de las enfermedades clásicas de la infancia, por ejemplo las eruptivas virales, son raras en la actualidad. Y al no conocerse como individuo que sufre, el médico joven es menos sensible a otros individuos que sufren. Algunos antropólogos señalan que en nuestras culturas primitivas se escoge frecuentemente un chamán con malformaciones (pe. pie equinovaro) anomalías genéticas (pe. albinismo) o sobreviviente de alguna enfermedad grave o epidemia. Se veía este individuo como un sabio preferido por los dioses. O quizás el hombre primitivo sabía que quien no ha sufrido, poco puede ayudar al sufriente. El sufrimiento humano y la imaginación moral (diría Coles, reconocido profesor de siquiatría en Harvard) que este sufrimiento estimula es la más antigua escuela de medicina. CHAMANISMO Finalmente es importante discutir un poco más la figura del chamán, esa figura fronteriza entre la medicina salvaje y la medicina primitiva. Sobre todo para nosotros en América porque debido a la migración humana a través del estrecho de Bering formamos parte de esa antiquísima cultura siberiana, y americana, del chamanismo. Y todavía tenemos chamanes entre nuestros aborígenes, y en nuestras aldeas y barriadas urbanas. El chamanismo es una práctica curativa que con distintos elementos se encuentra en distintas culturas prehistóricas y modernas. Hay dos opiniones sobre su origen. Algunos expertos opinan que hay un fondo común neolítico, animista y religioso, en todos los chamanismos. Como si la medicina y la religión se unieran en una interpretación muy primitiva de la enfermedad y el sufrimiento. Otros expertos piensan que ha surgido y vuelto a surgir en culturas distintas como una respuesta infantil, elemental, del cerebro humano a la enfermedad. De hecho muchos niños y adultos hacen interpretaciones casi chamánicas de sus enfermedades: rituales curativos con saliva, cancioncitas que alivian los dolores («sana, sana culito de rana», etc.), fantasías como cerrar los ojos y volar ante un dolor o stress, etc. Pero la opinión prevalente coloca el origen del chamanismo en Eurasia Central y por Siberia llega a las Américas.

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La palabra chamán parece originarse en las lenguas turco-mongólicas y parece significar «El que sabe». Pero en chino, donde significa monje budista según algunos, parece venir del sánscrito y pali y puede traducirse como hombre que se fatiga o sufre. Parece muy apropiado este origen porque en algunas curaciones chamánicas el terapeuta, en trance, parece sufrir intensamente mientras cura. A veces el chamán simula o revive la enfermedad de su paciente. Pero el chamán es un técnico primitivo con un variado armamentario terapéutico. En su terapia usa música (tamborcillos y cascabeles) cantos (usualmente monótonos y repetitivos) danzas rituales, sacrificios a los dioses y amuletos. Hay dos instrumentos terapéuticos muy constantes: el estado de trance, inducido por alucinógenos tradicionales, y el viaje fuera del cuerpo, los vuelos del chamán. Pero el chamán no es un sacerdote, no forma parte de una casta sacerdotal ni es depositario de una teología compleja. El pensamiento chamánico es animista y todo está habitado por almas, espíritus o energías: las cosas, los animales y el hombre. Cuando un paciente en nuestros días nos hable de buenas y malas energías, está hablando en contexto chamánico y lo que espera de nosotros es que le saquemos una mala energía. De hecho en casi todo el universo chamánico la enfermedad se saca del cuerpo (por ejemplo con trepanaciones craneanas en el Perú antiguo) y la terapia se completa cuando se reemplaza en el cuerpo lo malo con un espíritu o energía buenos. El chamanismo no es una religión (de hecho puede ser practicado dentro de todas las religiones) y se presenta como un conocimiento práctico, pragmático. El chaman nos hace un trabajo, como se dice en nuestros barrios latinoamericanos. Hablamos del chamanismo en la que hemos llamado medicina salvaje porque el chamanismo no ofrece conceptos de enfermedad, es una sabiduría del mundo de arriba y abajo. Y la enfermedad es siempre parte de nuestra particularísima historia personal en la relación macrocosmos-microcosmos y no de la biología. Pentikainen en Finlandia ha estudiado chamanismos muy primitivos y dice que el chamán carateristícamente es un gramático del mundo, conoce las leyes del mundo y la enfermedad es siempre producida por una ruptura de estas leyes. En esa perspectiva lo más importante es descubrir cuándo y cómo rompimos esas leyes y no analizar la enfermedad como proceso material y biológico. La enfermedad es una cosa de espíritus. ¿Quién es el chamán? Es un hombre especial, señalado, no hay clases ni grupos chamánicos por nacimiento. Es frecuente la aparición de una enfermedad inicial chamánica, a veces señalada por malformaciones o enfermedades infantiles graves. Además en cada curación chamánica el terapeuta sufre una enfermedad o se posesiona de la enfermedad de su paciente. Pero el chamán se hace terapeuta tras un entrenamiento largo a cargo de un chamán mayor, entrenamiento que puede durar años

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y fallar en ciertos casos. El chamán puede equivocarse y debe reconocer su impericia en algunos casos. Esta es una diferencia con el sacerdote tradicional que casi nunca se equivoca porque posee verdades sagradas. No hay exclusividad de géneros en los chamanes y pueden ser hombres o mujeres. Evidencia arqueológica muy antigua muestra que en Europa Central los chamanes eran frecuentemente mujeres. Entre los indios Mapuches de Chile hay chamanes femeninos. En resumen, en el chamanismo existen ya muchas características de nuestra medicina moderna pero todavía no hay un claro pensamiento biológico sobre la enfermedad. La medicina que la humanidad ejerce en este primer período de nuestra historia es un producto cultural, superpuesto a una compleja evolución biológica, que intenta confrontar y aliviar el sufrimiento humano. No podemos negar que la medicina chamánica logró aliviar el dolor humano por siglos, o sea era sanadora, y siguió evolucionando sin olvidar estos primeros estratos del oficio médico. El complejo y fascinante pensamiento médico chamánico ha sobrevivido en nuestras minorías aborígenes o mayorías urbanas pobres en los países menos ricos; pero su conocimiento y reconocimiento (necesario a la medicina contemporánea) es más accesible a la antropología y no a la historiografía médica.

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CAPÍTULO 2

MEDICINA PREHIPOCRÁTICA

En el primer capítulo hemos discutido una medicina que casi se confunde con la evolución biológica, aunque ya muestra instrumentos culturales (el chamanismo, por ejemplo) y por eso la podemos llamar medicina. Esta medicina la hemos denominado salvaje en el sentido que se enfrenta a la enfermedad desnuda de teorías biológicas sobre la misma enfermedad. Es un saber práctico que difícilmente se distingue de la magia y como la magia, es un actuar sobre el mundo más con el próposito de manejarlo que de entenderlo. Pero el hombre empieza a vivir en grupos más grandes y estables, con cultivo y preservación de alimentos, usando cada vez un lenguaje social más complejo, llegando a la escritura y su codificación. Diríamos que el hombre empieza a desarrollar e intercambiar conceptos sobre sus sufrimientos, uno de ellos la enfermedad. Y aparece una medicina que podríamos llamar prehistórica porque se inicia en la humanidad prehistórica aunque continúa en el alba histórica de las grandes civilizaciones. De hecho esta medicina que podríamos llamar prehistórica tiene aún vigencia en nuestros tiempos, supuestamente postmodernos o quizás por eso, y no es del todo apropiado calificarla como prehistórica. Repetidamente haremos comparaciones con nuestra conducta contemporánea ante la enfermedad demostrando que estos estratos antiquísimos de medicina persisten en nosotros. También la podríamos llamar primitiva en el sentido que su discurso médico parece menos elaborado que el nuestro. Pero esa medicina que nos parece primitiva nos sorprende a veces por su sofisticación o lo acabado de sus conclusiones, por eso no sería apropiado denominarla primitiva. Hay entonces un estrato inicial de pensamiento médico que hemos llamado medicina salvaje en el cual no encontramos una teoría biológica integral o coherente de la enfermedad, y sobre él encontramos un nuevo estrato que juzgamos primitivo pero dónde hay ya una teoría integral y coherente, aunque pre-científica, de la enfermedad. ¿Cómo llamamos a este nuevo y segundo período de la medicina?

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Quizás la mejor denominación es llamarla prehipocrática porque la entendemos más claramente si la contrastamos con nuestra posterior medicina hipocrática (véase capítulo 3). En algún sitio y momento debemos iniciar el intento de sistematizar por paradigmas la medicina en su compleja evolución y podríamos hacerlo con este segundo modo o estilo de pensamiento médico. Si la medicina salvaje carece de teorías biológicas y es el desnudo enfrentarse, casi sin cultura científica, al sufrimiento humano que llamamos enfermedad, en este período que llamaremos medicina prehipocrática aparece la teoría médica. Pero esta teoría o teorías son ya un paradigma compartido y comunicado por civilizaciones permanentes. Paradigmas distintos en las distintas culturas y civilizaciones. El uso aquí de la palabra teoría médica es apropiado en el sentido más profundo de la palabra teoría. Su etimología no es clara pero algunos la hacen derivar del griego, significando procesión —ría— que sigue a un dios —theos—, quizás como explicaciones humanas suplementarias a lo divino. Es interesante este sentido del término teoría porque en este período prehipocrático no se prescinde de lo sagrado en el discurso médico, como hará posteriormente y para siempre la medicina desde la eclosión hipocrática en Grecia. Podríamos decir que en este segundo período primitivo de la medicina aparecen las explicaciones coherentes y racionales de la enfermedad pero estas explicaciones son claramente diferentes a las de la medicina hipocrática posterior, raíz y fuente de la medicina moderna. ¿En dónde radica esta diferencia? Para el hipocrático y para nosotros la enfermedad es un hecho natural. Sin adelantarnos a la discusión de la medicina hipocrática podemos, aún hoy, entender el texto hipocrático Sobre la enfermedad sagrada en el cual se afirma que esa enfermedad, la epilepsia o enfermedad sagrada como era llamada, no es ni más ni menos sagrada que el resto de las enfermedades y se debe, como todas, a la naturaleza, physis en griego. Por el contrario, para el médico prehipocrático de este segundo período de la medicina existe, sí, una explicación causal de la enfermedad pero la enfermedad no es natural, es producto de cierta voluntad divina o humana. La enfermedad es el efecto de algún dios o enemigo sobre el enfermo, o el resultado de cierto acto voluntario del paciente que trastorna o contradice el orden cósmico y éste a su vez corrige o castiga al enfermo. En lenguaje común la enfermedad no ocurre porque sí, de manera natural, sino ocurre debido a alguien que actúa sobre el paciente: enemigo, Dios o dioses, demonio o el mismo Cosmos al romper un tabú o desequilibrarlo. Hay siempre un culpable de la enfermedad se diría, y valga repetir que muchas personas piensan así ante la enfermedad aún en el siglo XXI de nuestra era. La BBC reporta (3 de enero de 2007) que una tercera parte de los británicos cree que las enfermedades son causadas por el destino y también lo creen así el 50% de los fumadores que sufren carcinoma broncogénico.

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Más precisamente en la medicina prehipocrática de aquellas primeras grandes civilizaciones la enfermedad es siempre vista como signo de algo o alguien —culpa, pecado, impureza, tabú transgredido, mago maligno, dios justiciero o cosmos vengativo. Esta explicación no es, evidentemente, hipocrática o científica, pero es racional y profundamente poderosa. Explica la enfermedad al enfermo, cosa que la ciencia contemporánea a veces desdeña o es incapaz de hacer. Además propone un remedio al problema y este remedio, semi-mágico, funciona a veces como funciona frecuentemente cualquier intento terapéutico humano aceptado por el paciente (efecto placebo). ¿Cuándo comienza esta manera de pensar? ¿Cuál es el inicio de las teorías primitivas de enfermedad que le dan un sentido, un significado a ese sufrimiento humano? Las primeras civilizaciones históricas surgen cuando el hombre empieza a vivir en agregados permanentes que se constituyen en ciudades. La palabra civilización viene del latín civitas-civitatis, ciudad. Por ejemplo en Jericó, Palestina, pueden encontrarse niveles arqueológicos superpuestos hasta 11.000 años antes de nuestra era común. En otras palabras, en esos sitios ha habido habitación humana permanente pasando por épocas de destrucción (cenizas y detritus en algunos niveles de excavación) violencia, pobreza y hambre. Hay niveles arqueológicos con gran pobreza de artículos humanos, signos de desnutrición en los huesos encontrados en ellos y escasos restos de habitación; probablemente señalando tiempos de despoblación, violencia social, enfermedades y epidemias. Pero las ciudades continuaron, como hoy, creciendo. En la civilización del río Indo en el subcontinente indio se encuentra un sitio como Mohenjo-Daro (26001700 aC) cuya población se ha calculado en 35.000 personas, por citar otro caso. Esta concentración de población humana en ciudades no iba acompañada de mejores índices de salud. En los restos humanos de estos sitios arqueológicos se observan como hemos dicho por primera vez secuelas óseas de desnutrición y otras enfermedades como TBC ósea. La civilización no genera mejor vida para todos. Siempre se encuentran tumbas importantes que muestran un mejor promedio de vida y otras tumbas humildes con restos óseos de menor edad y cambios patológicos más frecuentes. En las cercanías de las pirámides de Egipto se encuentran cementerios de trabajadores comunes con restos óseos que muestran una longitud de vida aproximadamente de 35 años. Los cementerios de capataces, artesanos y funcionarios gubernamentales ofrecen tumbas más ricas y elaboradas con restos óseos de mayor edad. Es dudoso el progreso humano si consideramos que el hombre colector y cazador, antes de las ciudades, consumía alrededor de 2.300 calorías al día y un inglés pobre urbano en 1790 sólo 1.500 calorías al día. La ciudad creciente no ha sido un signo incontrovertible de progreso a lo largo de la historia humana.

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Estas primeras ciudades se sitúan frecuentemente alrededor del recurso agua: pozos, oasís, ríos. De ahí que estas primeras civilizaciones se han agrupado bajo el nombre de Civilizaciones de los Grandes Ríos. Son la civilización mesopotámica o sumérica alrededor del Tigris y Eufrates (en Sumer comienza la historia, dirá el famoso historiador Samuel Noah Kramer) la civilización del Indo entre las actuales India y Pakistán, la egipcia alrededor del Nilo y las civilizaciones primitivas hindú y china en las cuencas del Ganges y el Yang-Tzé. Por otro lado para algunos historiadores la escasez de agua lleva a la disolución de algunas civilizaciones como la maya clásica. El agua es un recurso indispensable a la salud y a la vida misma, pero además es quizás el principal vehículo de transmisión de enfermedades infecciosas (directamente o por vectores de zonas húmedas como el mosquito). Podemos imaginar pozos primitivos y antiguos bebederos en que hombres y animales compartían gérmenes patógenos, y patógenos que evolutivamente se adaptaban a estas comunidades del agua. Pero el problema se hace más grande y su solución se complica cuando pequeñas y grandes ciudades crecen alrededor de grandes ríos, lagos y pantanos. En este caso aparece la necesidad del saneamiento ambiental y la tecnología del manejo de aguas. En las civilizaciones del Indo (3300 – 1300 aC.) se observa por primera vez en ciudades (Mohenjo-daro, Harappa) la separación de aguas limpias, para el consumo humano, de aguas sucias, para desecho, en acueductos y alcantarillados para casas y calles. Además en estos sitios arqueológicos, con casas de dos y tres pisos, se encuentran baños comunales impermeabilizados y algunos ofreciendo calentamiento del agua. Esta separación de aguas debió ser precedida por la observación médica de que algunas aguas enfermaban y otras no. ¿Cómo el ser humano se dio cuenta de que había cosas, el agua por ejemplo, que producían enfermedad a veces y no en otras ocasiones? Por observación y comparación de enfermos y enfermedades. Este es el inicio de las teorías médicas, de las teorías racionales sobre la enfermedad. En cierto sentido, el hombre empezó a hacer estudios clínicos y epidemiológicos, antes del pozo de Broad St. en Londres estudiado por Snow en 1854 (véase capítulo 9); observaciones precientíficas, sí, pero probablemente enfocadas en el mismo tipo de enfermedades, diarreas infecciosas bacterianas tipo cólera. Es importante observar que si aceptamos un período de la medicina anterior a éste, una medicina salvaje sin teoría médica con práctica chamánica, debemos aceptar que la práctica médica precedió a la teoría médica prehipocrática de este segundo paradigma en la medicina primitiva. Todavía hoy hay médicos que hacen medicina sin mucha teoría médica, sin ser conscientes de los paradigmas que guían la práctica médica; médicos que no piensan patología, decía un colega mío. Esto es quizás efecto, como lo decía Osler, de que es sorprendente la mucha medicina que se puede ejercer sin leer

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pero también es sorprendente de lo mal que se puede ejercer. Recordemos entonces que en pleno siglo XXI de nuestra era hay todavía una medicina «salvaje» entre nosotros, sin mucho pensamiento ni teorías médicas (equivocadas o no, que en saberlas equivocadas radica su carácter científico). Pero el inicio de la medicina primitiva en este segundo período —prehipocrático— de su historia radica en la comparación de enfermedades y enfermos; lo que hace a la medicina una operación sintética, analógica, más que analítica, dialógica. Si la medicina aparece al rodear de cultura la enfermedad del otro sufriente y si al comparar varios sufrimientos en otros hombres conceptúo (hago concepto) una clase de enfermedad y le coloco un nombre para su identificación, éste es el inicio de la teoría médica. Poco importa si llamo a la enfermedad posesión demoníaca, SIDA o IRA, es el mismo proceso en que comparo, denomino y coloco en una clase patológica distintos sufrimientos individuales. Esto me es útil, en principio, para predecir y curar, tratar y pronosticar. Esa primera clasificación es una clasificación diagnóstica (dia: separar, distinguir y gnosis: conocimiento) que se acompaña de distintos procedimientos demostrativos en las diferentes culturas humanas; por ejemplo, preguntas al paciente sobre posibles ofensas a ciertos ídolos en el paradigma pre-hipocràtico o experimentos científicos en nuestra cultura. Cuenta Herodoto, el historiador griego, que en la Antigua Mesopotamia se llevaba a los enfermos a la plaza pública y era obligación legal, si algún ciudadano reconocía la enfermedad por haberla sufrido y sobrevivido, explicar o aconsejar su tratamiento. De procedimientos culturales similares surgen algunos rasgos de la medicina antigua y moderna. Un ejemplo precioso de esta práctica se encuentra en los Evangelios Sinópticos en los cuales dice, literalmente, que en cualquier aldea o ciudad donde iba Jesús colocaban a los enfermos en la plaza (Mc 6,56). Primero, se forman grupos de hombres sufrientes que comparan y comparten su sufrimiento. Es evidente que es doloroso hacer públicos algunos sufrimientos (algunas personas por el contrario gozan o sacan algún beneficio de exhibir sus enfermedades) pero puede ser útil, aunque peligroso, como todo en medicina. El peligro aparece rápidamente si la sociedad decide aislar o eliminar al enfermo por miedo a la enfermedad. Este tipo de acto higiénico es un poco más tardío cuando empieza a verse la enfermedad como suciedad o impureza, por ejemplo en el Levítico con sus códigos de santidad y salud. Pero en esta agrupación y comparación de enfermos está el germen de grupos como las asociaciones contemporáneas para la lucha contra ciertas enfermedades (por ejemplo, Liga Anti-tuberculosa, etc.). Más aún, han aparecido en la actualidad grupos de enfermos y padres de enfermos para hacer cabildeo (lobbying) y estimular la

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investigación y tratamiento de enfermedades huérfanas (algunas enfermedades genéticas raras, por ejemplo) que no tienen mayor atención social. Esa práctica mesopotámica de exhibir enfermos y comparar enfermedades y tratamientos, aconsejando terapias por parte de personas que hayan sufrido procesos similares es la formalización de una curiosidad muy humana pero subraya otro hallazgo cultural importante, el sanador herido. La humanidad en diferentes culturas frecuentemente escoge como agente terapéutico a quien ha experimentado la enfermedad. Ya vimos en la medicina chamánica cómo se escoge brujo o chamán a un miembro de la tribu con alguna característica patológica evidente como estrabismo, albinismo, deformidades congénitas como el pie equinovaro o el haber sobrevivido a alguna epidemia. En nuestros tiempos se ha discutido mucho la así llamada deshumanización de la medicina y algunos expertos han sugerido que se debe en parte al hecho que los médicos jovenes o estudiantes de medicina no han sufrido, como en generaciones anteriores, las usuales enfermedades de la infancia. Ha mejorado la mortalidad infantil y la vacunación ha prevenido en gran parte las enfermedades infecciosas que acompañaron por siglos y siglos la niñez humana. Por ejemplo, la mayoría de los jóvenes en nuestros días no han tenido la experiencia de un sarampión o una varicela que era casi un rito de pasaje en nuestra infancia. Sobre todo porque hasta hace unos años algunos padres y comunidades preferían acelerar el problema del cuidado de los niños enfermos juntando niños enfermos y no enfermos para que todos estuvieran enfermos al mismo tiempo y salir de eso (en mi barrio, mis amigos lo recuerdan, todos tuvimos sarampión en grupo). De tal forma los jóvenes médicos de hoy se enfrentan a enfermedades crónicas y serias sin la experiencia de haber sido un enfermo necesitado de cuidado. Muchos creen que es importante recuperar en nuestra medicina el rol del sanador herido, ese enfermo que aconseja tratamientos y que ya aparece en la medicina prehipocrática en Mesopotamia. Anecdóticamente se dice que una enfermera sólo puede comprender la queja sobre un pliegue molesto en la sábana de la cama de un paciente si ha yacido en un lecho de enfermo en algún momento de su vida. Volviendo a la comparación de enfermedades como base de la teoría médica, esa comparación prehipocrática (diagnóstica, pronóstica y terapéutica) de distintos sufrimientos, denominándolos enfermedad con un nombre u otro, es el embrión de los estudios clínicos de nuestra epidemiología actual. Y subraya la característica sintética, analógica, del conocimiento médico primitivo. Era más importante reconocer y nombrar la enfermedad y sus hechos relativos, circunstanciales, que conocerla en sí misma. Esto se debe a que el tratamiento ya estaba prescrito por la tradición o los textos médicos. Esta característica es propia de todas las medicinas tradicionales hasta nuestra

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época; es más importante en ellas reconocer, nombrar y tratar la enfermedad que conocerla en sus mecanismos biológicos. Porque aunque el análisis de la enfermedad en causas y mecanismos es evidentemente distinto en la medicina antigua y moderna, el poder que confiere clasificar y nombrar enfermedades adivinando su presencia en el paciente ha existido desde los comienzos de las teorías médicas. Aún hoy es extremadamente importante colocar un nombre a la enfermedad para ganar la confianza del enfermo, porque como me contaba un día un médico ya mayor en Popayán (Colombia), uno no se muere de lo que tiene sino de lo que el médico dice (?). Esta anécdota retrata el poder a través de los siglos del nomenclator —quien denomina— médico y explica la gradual formación de una «nomenclatura» médica como la gubernamental en la vieja URSS, o sea una poderosa élite que decide si los problemas existen o no existen, cómo llamarlos y cómo tratarlos. Pero este poder médico es socialmente peligroso y hay que ejercerlo prudentemente. El New York Times reporta en su edición del 2 de enero de 2007 que hay en nuestras sociedades una epidemia de diagnósticos. En EE.UU más o menos el 50% de la población está (?) enferma. El 40% de los niños que acuden a campos de veraneo y vacaciones reciben algún tratamiento farmacológico para enfermedades crónicas. Esto a pesar que se ha medido repetidamente un aumento en el promedio de vida. Las causas de esto radican en la medicalización de la vida, hipótesis del importante pensador contemporáneo Ivan Illich, que lleva a una explosión de la tecnología médica y cambios en las reglas diagnósticas. Como efecto final hay un aumento de los tratamientos médicos y su costo, con mayor ingreso para las empresas que ocupan este sector del mercado. La hipocondría social del hombre moderno ha beneficiado a algunos pocos. La comparación y clasificación de enfermedades iniciada en Mesopotamia generó sistemas de enfermedades. Por ejemplo las debidas a dioses buenos o malos, a tabúes rotos o impurezas, a los astros, etc. Estos sistemas de enfermedades llevaron a sistemas explicatorios cada vez más complejos, produciendo verdaderos sistemas o ideologías médicas, distintos en las distintas culturas y civilizaciones. La simple comparación de enfermedades llevó al desarrollo y progreso, sinuoso sí, de la medicina. De hecho nuestra pregunta final podría ser, ¿qué sistema médico prevalece actualmente? Haremos un resumen de estas medicinas prehipocráticas; resumen siempre adivinatorio, como en la antigua Mesopotamia, porque no conocemos el verdadero significado de muchos de sus términos y nombres y no sabemos a veces a qué problemas se aplicaban estos conceptos. Pero algo podemos aprender de estas medicinas antiguas y, de hecho, algunas sobreviven entre nosotros.

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MEDICINA MESOPOTÁMICA Como ya hemos dicho, la primera civilización con una medicina prehipocrática bien formada es la mesopotámica. Es contemporánea de la civilización del Indo y ambas al parecer se comunicaban por un comercio primitivo costero a lo largo del Golfo Pérsico y el oceáno Índico, habiéndose encontrado artefactos propios de una y otra en ambas áreas de influencia. Podemos englobar toda esta medicina y llamarla Sumeria, nombre tradicional. Ya hemos dicho que alrededor del 10000 aC. ocurre la llamada revolución neolítica en el Creciente Fértil (Mesopotamia, Siria y Palestina) con domesticación de plantas y animales. Esto lleva a un excedente alimenticio que produce aumento de la población en las primeras aldeas, con regularización de la vida social y sus desigualdades, esclavitud, pobreza y riqueza, hambre periódica en grupos humanos explotados, violencia y guerra. El mito bíblico y babilónico que mejor retrata esta alba histórica es el de la Torre de Babel (Gen 11,1-9) y ahí se muestra cómo el progreso humano no ha sido nunca armónico ni produce automáticamente la elusiva felicidad humana. La búsqueda de espacios cultivables más amplios llevó a la ocupación de las fértiles tierras alrededor del Tigris y el Eúfrates (sitio legendario del Paraíso Terrenal en la tradición bíblica). Esto se hace alrededor de 6.000 años antes de nuestra era, y es casi imposible reconocer este Edén primigenio en el desértico Irak actual. Esta desertificación se debe, en parte, a la continua y explotadora habitación humana de estas fértiles areas. Se funda Eridu, primera sede urbana mesopotámica, y se levanta la mítica ciudad de Ur en el sur de la planicie, esto en el V milenio antes de nuestra era. En estas áreas llanas se da el salto tecnológico a vehículos con ruedas como medio de transporte, paso que nunca se cumple en América. Alrededor del 3300 aC. se encuentran las primeras inscripciones cuneiformes, iniciándose así el registro de eventos humanos y tradicionalmente comienza aquí la historia humana cesando la llamada Prehistoria. Ya hemos dicho que al mismo tiempo aparece la importante civilización del río Indo (3300 – 1300 aC.) también con grandes ciudades y similares avances tecnológicos. En la Mesopotamia se suceden varias ciudades-estado con reyes locales, grandes y pequeños, que luchan entre sí pero comparten una cultura, unos mitos y un tipo de ciudad relativamente homogéneo. «Cuando la realeza cayó del cielo bajó a Eridu», se dice en la llamada Lista Real Sumeria a finales del III milenio aC., nombrando esta ciudad como primera cronológicamente; pero luego se suceden importantes núcleos urbanos como Ur, Uruk, Lagash, Adab, Nippur, etc. Se concentra el poder en sucesivos imperios asirios y babilónicos y se cierra este período con la conquista de los persas en el siglo VII aC. Podemos llamar, por brevedad, Sumeria a toda esta cultura mesopotámica de 25 siglos o más y la medicina que se hizo en ella es paradigmáticamente prehipocrática, con algunas características relativamente fijas. 42

En la biblioteca de Assurbanipal (668-627 aC.) al final de este período, aproximadamente el 3% de las 30.000 tablillas cuneiformes tratan de temas médicos. Su principal texto se intitula Tratado de diagnóstico y pronóstico médico. Aunque podemos reconocer algunas de nuestras categorías patológicas, por ejemplo la tuberculosis y algunas deficiencias nutricionales, el proceso diagnóstico es radicalmente diferente. Para el médico mesopotámico la operación diagnóstica y pronóstica más importante era adivinar, literalmente, la enfermedad. Y esta adivinación se hacía tradicionalmente examinando las vísceras de animales sacrificados (frecuentemente el hígado, hepatoscopía). Esto subraya el paradigma de la medicina prehipocrática que consiste en ver siempre la enfermedad como signo de algo o adivinarla en los signos que rodean al enfermo en el mundo. La enfermedad es un hecho en la relación microcosmos-macrocosmos, siendo el microcosmos el hombre que sufre y buscando en el macrocosmos (astrología, vísceras animales, etc.) la causa y explicación de la enfermedad, no en el enfermo. Es un pensamiento de tipo analógico en el que todo está conectado por relaciones simbólicas. Muchos de nuestros pacientes aún hoy analizan la enfermedad así y necesitan encontrar signos, supersticiones, referencias míticas que les expliquen por qué están enfermos y no se preocupan mucho del cómo enfermaron. La práctica terapéutica era una mezcla de ritos religiosos y hallazgos empíricos. Así como se hacían encantamientos y oraciones a distintos dioses, muy relacionados con la astrología que se inició en Sumer, se preparaban y daban al enfermo remedios tradicionales empíricos. La farmacopea, o materia médica, mesopotámica, es extensa. Se registran un centenar de drogas minerales y el doble de drogas de origen vegetal y animal. Se usan distintas grasas, aceites, miel, cera, leches, mostaza, aceite de castor, vinos, sales y álcalis,cerveza, barros y múltiples hierbas. Se descubrió la destilación y se preparaban esencias vegetales. Indiscutiblemente muchos de estos remedios aliviaban el dolor y el sufrimiento del paciente y, como siempre, el efecto placebo es un elemento importante del acto médico. En la actualidad hay quienes afirman que deberíamos usar en medicina una combinación pragmática de encantamientos semi-mágicos y drogas y remedios como en la medicina mesopotámica. Para el hombre la ciencia no remplaza completamente la magia, hay cierta necesidad milenaria de gestos y actos mágicos. En la medicina sumeria se observa ya cierta especialización médica, y lo más interesante es que los distintos tipos de médicos trabajaban en equipo y se consultaban unos a otros. En la ya mencionada biblioteca de Assurbanipal se encuentran colecciones de textos médicos que contienen distintos acercamientos al problema de la enfermedad, como si primara en la medicina sumeria un eclecticismo práctico muy a lo moderno. Hay dos o tres tipos de profesionales médicos.

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Primero, como ya dijimos, la adivinación es básica en la medicina mesopotámica y el primer tipo de médico es un vidente —barú— que descubre la enfermedad y frecuentemente decide si la mano de un dios u otro está sobre el paciente. Esta adjudicación de cada enfermedad a la mano de cierto dios es de alguna forma un código para localizar las enfermedades en órganos (estómago, pulmones, etc.) porque cada órgano estaba bajo el dominio de un dios particular, pero el paradigma de enfermedades orgánicas tendrá que esperar a la medicina alejandrina. El segundo tipo de médico es un tipo de brujo o hechicero —asipu— quien de acuerdo a la adivinación diagnóstica realizaba cantos, encantamientos y oraciones para disminuir el sufrimiento del paciente. El tercer tipo de médico era un tipo de herbolario —asú— más parecido a nuestro médico moderno, quien limpiaba, vendaba y usaba frecuentes emplastos para curar las enfermedades. Este último a veces llevaba a cabo procedimientos quirúrgicos elementales. Y aunque la cirugía no era el punto fuerte de la medicina sumeria, hay que recordar que los restos humanos más antiguos que muestran procedimientos odontológicos se encuentran en el valle del Indo, 9000 antes de nuestra era común. El pensamiento médico, repetimos, era siempre analógico y se culpaba a un dios o un demonio de la enfermedad adivinada con recursos semi-religiosos. Pero en este tipo de operación diagnóstica se observa ya una comparación y clasificación de enfermedades. Por ejemplo, el demonio Axaxazu producía ictericia y el demonio Asakku tuberculosis (TBC). Se reconocían entonces categorías patológicas como la ictericia y la TBC, aunque no se pensara aún en causas y mecanismos biológicos. Se encuentra cierta intuición del contagio en el hecho de culpar a Nergal, representado como mosca, de la pestilencia epidémica. Donde más se comprueba esta antiquísima intuición de la infección o contaminación es en las reglas y tabúes higiénicos; porque la medicina sumeria al parecer estaba fuertemente regulada. El Código de Hammurabi, de fecha imprecisa, está evidentemente escrito por legisladores y no por médicos pero regula con autoridad la práctica médica. Por primera vez, y no por última, la sociedad establece las obligaciones entre médico y paciente. No creo que esto guste mucho a los médicos entonces o ahora, pero parece necesario éticamente. La medicina no pertenece exclusivamente a la biología humana ni a otras ciencias relativamente autónomas, es parte de la cultura y su único propósito es disminuir el sufrimiento humano por lo tanto no podemos prescindir de su ordenación y control social. De unos doscientos artículos del Código de Hammurabi, once se refieren a la práctica médica y esencialmente establecen honorarios y penas si se falla como médico. El castigo del error médico es draconiano y se hacen distinciones por clases sociales que escandalizan nuestra sensibilidad actual. El Código no es una obra de ética ni

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podríamos jurar los médicos sobre él, como sobre el juramento de Hipócrates, pero muestra algo de admirar que se olvida frecuentemente en nuestras legislaciones médicas: no intenta legislar sobre decisiones médicas. Hammurabi no decreta técnicas de curación ni tratamientos, deja eso al buen criterio médico; pero, ¡ay si se equivoca! el manejo social y legal del error médico no ha sido fácil y desde Mesopotamia la simplificación de sus categorías ha producido más mal que bien. Es evidente que el hombre necesita y a la vez teme la medicina desde la Antiguedad y la relación entre médicos y pacientes no ha sido fácil. Se aclararía el problema bastante si aceptáramos que la curación no es siempre el único resultado del acto médico, apenas su filantrópica aspiración, pero el Código no parece reconocer esta realidad: si el paciente no se cura, es culpa del médico. Triste es constatar que muchos enfermos piensan así hoy, y han cambiado las penas legales pero no las tribulaciones médicas. MEDICINA EGIPCIA Así como citamos antes a Herodoto al discutir la medicina sumeria, es importante registrar que el historiador y viajero griego (en realidad poco confiable en algunas observaciones) consideraba que Egipto era un país con mejor salud que la misma Grecia. En esto Herodoto parece estar en lo cierto porque, primero, los médicos egipcios fueron juzgados los más hábiles en el Medio Oriente hasta que los mismos griegos los reemplazaron en esta calificación durante el Imperio Romano. Por otro lado los hallazgos paleopatológicos parecen sugerir que en Egipto era más baja la prevalencia de TBC y desnutrición, lo que daría la razón a Herodoto en su observación. La evidencia paleopatológica es discutible porque las dos lesiones óseas que tradicionalmente han denotado la prevalencia de anemia nutricional, sindrome criboso e hiperostosis porótica, no tienen una interpretación uniforme entre los expertos. Particularmente la hiperostosis significaría una medula ósea hiperactiva lo que no se encuentra en anemias nutricionales y, por el contrario, puede hallarse en anemias hemolíticas como la drepanocitosis, frecuente como ya dijimos en pueblos africanos como el egipcio. Además la TBC ósea puede confundirse con lesiones producidas por artrosis. Esta discusión ilustra la polémica interpretación del registro paleopatológico y quedamos dependiendo, en algunas conclusiones, del registro histórico. Debemos recordar que la historia, según Popper, no es propiamente una ciencia sino más bien una narración técnica no predictiva. En conclusión debemos aceptar el testimonio de Herodoto quien describe a Egipto como un país salubre. Esto sería paradójico para una visión europocéntrica que viera al valle del Nilo como ambiente húmedo y tropical, por ende insalubre. Lo que parece subrayar por otro lado la calidad de la medicina egipcia.

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ahí

La civilización egipcia se inicia más o menos al mismo tiempo que la mesopotámica en el cuarto milenio antes de nuestra era. Pero en un ambiente sútilmente diferente. Hay un solo gran río, «el padre Nilo», de cauce regular hasta el delta pero de volumen repetidamente creciente y decreciente, limitado en su zona sur por sucesivas cataratas que detienen su navegación. Este largo río, de oscuro origen (para aquella época) en África central, cursaba entre zonas desérticas extremas en ambas riberas. Sus sucesivas inundaciones anuales crearon un valle angosto muy fértil (los egipcios llamaban a su país Kemi, tierra negra) en el que se hizo necesario predecir con exactitud el tiempo y caudal de la irrigación fluvial. Tradicionalmente esto ha explicado el temprano y sofistificado desarrollo de las matemáticas en Egipto. Pero quizás la influencia del Nilo se sintió más en la cultura a través de sus efectos biomédicos. Debemos suponer que en este medio ambiente debieron ser prevalentes las infecciones asociadas al agua, parasitarias (como la esquistosomiasis por S. haematobium) y bacterianas, con frecuentes y serias diarreas epidémicas. Esto llevó a enfocar gran parte de la práctica médica en los trastornos gastrointestinales. Toth, el dios médico, por ejemplo, se representaba usualmente con la cabeza de la sagrada ave Ibis, que era conocida por introducir su pico en el recto. Esto nos recuerda que la cultura egipcia ha soportado innumerables interpretaciones sicoanalíticas desde el mismo Freud. A algunos médicos se les concedía el título honorífico de «Pastor del ano del Faraón», lo que subraya el carácter proctológico de la medicina egipcia. Además hay que reconocer que la cultura egipcia es a nuestros ojos rígida, bidimensional, lineal, piramidal lo que le confiere ciertas caracerísticas anales al psicoanalísis histórico más superficial. La medicina egipcia como la sumeria no se independizó de la religión y la magia, a pesar de sus importantes hallazgos técnicos. Es en esto propiamente prehipocrática pero con certeza la ciencia y medicina egipcia tuvieron un cardinal influjo en la medicina griega. Muchos dioses influían en el estado de salud del hombre. Isis era la primera protectora de la vida y diosa de la medicina que curó a Ammón o Rá, el inclemente dios solar. El culto a Isis perdura hasta la época romano-cristiana y es un ejemplo preeminente del culto a la Gran Diosa en el Levante. Es importante constatar que este culto femenino y feminista se asociaba a la magia y terapia de enfermedades, lo que subraya la importancia de la mujer y sus oficios en la historia de la medicina. A la diosa Segmet se le encomendaban enfermedades propiamente femeninas. El culto médico-religioso más conocido es el de Imhotep, dios o semidiós, con alguna evidencia de haberse basado su culto en un personaje real histórico, contemporáneo del faraón Zozer (c. 2800 aC.). Este Imhotep era médico y arquitecto; al parecer construyó la primera pirámide de piedra en Egipto, en Saqqara. Es el primer ejemplo de médico

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divinizado, aunque no el último, y señala la costumbre humana de considerar o considerarse divino el agente terapéutico (sin parecer chistoso, médicos que se consideran semi-dioses siempre ha habido y de ahí viene que se traduzca equivocadamente el M.D. como medio-dios). Las Casas de la Vida, Per Ankh, estaban asociadas a templos importantes y eran escuelas de medicina. Conocida hasta fuera de Egipto era la de Imhotep, en Memfis, que funcionó aparentemente hasta la época de Galeno y une así la medicina egipcia a la medicina posterior. En la Casa de la Vida de Sais se entrenaban comadronas. Algunos reportan que en estas escuelas de medicina se vestían estudiantes y profesores de blanco, lo que señalaría el inicio de este rasgo casi universal de la medicina actual. Pero la herencia médica más importante de Egipto se encuentra en sus papiros que preservan importantes textos médicos. El Ebers (c.1500 aC) tiene su origen en la ciudad de Tebas, es probablemente el texto médico más antiguo y es el más importante de la medicina egipcia que haya sobrevivido. Mezcla medicina y magia con frecuente uso de amuletos y encantamientos en la práctica médica. En él se encuentran 15 enfermedades del abdomen, 29 de los ojos, 18 de la piel, y más de veinte tratamientos para la tos entre más de 700 drogas y recetas. La causa más usual de la enfermedad es la posesión por demonios y la putrefacción intestinal. Los egipcios pensaban que la vida estaba en el aliento y que el cuerpo humano era una compleja serie de vasos y canales, como el Nilo, cuya obstrucción por comida podrida o heces era la causa de múltiples enfermedades; de ahí la prominencia de laxantes en la farmacopea egipcia. Aunque consideraban el corazón la sede del alma (famosamente pesado en el juicio de los muertos) no se intuyó la circulación de la sangre en esta medicina fundamentalmente humoral. El cerebro era extraído por la nariz con ganchos en el proceso de momificación, lo que muestra el poco respeto en que era tenido. En este proceso, que no pertenecía a la medicina siendo los momificadores de casta inferior, los pulmones, el estómago, el hígado y los intestinos eran preservados por aparte en natrón y el corazón era dejado in situ. La momificación no hizo avanzar mucho los estudios anatómicos pero al despreciar el común tabú humano contra manipular cadáveres preparó, el camino para la autopsia, propia de la posterior medicina alejandrina (véase capítulo 4). Sería interminable describir los remedios y drogas recomendados en el papiro Ebers y nos daríamos cuenta que el médico egipcio usaba sustancias vegetales, animales y minerales en su terapia; y sería imposible recomendar algunas de ellas hoy, como grasas de animales exóticos y diversos lodos. Pero hay que mencionar que estudios recientes con microscopio de luz fluorescente han encontrado el antibiótico tetraciclina de origen micótico (véase capítulo 10) en momias egipcias y restos humanos africanos sin

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momificar. Su fluorescencia típica se ha encontrado en espículas óseas, probando su incorporación in vivo quizás tras su formulación y administración médica como en lodos con mohos para heridas. Eso nos hace pensar que en las bizarras y retorcidas fórmulas egipcias había elementos empíricamente útiles para el control de infecciones. El papiro Edwin Smith, de la misma época, es más quirúrgico y explica el tratamiento de múltiples heridas y traumas. La descripción y tratamiento de la dislocación de mandíbula en ese papiro podría pertenecer a cualquier manual actual de urgencias médicas. El texto presenta más de cuarenta reportes de casos individuales como se presentan en muchos libros contemporáneos de medicina. En el Edwin Smith se observa que en el antiguo Egipto se hacían circuncisiones. El origen de esta cirugía es desconocido y se han aducido innumerables razones míticas y religiosas para ella. Es interesante apuntar que recientemente se ha descrito el factor protector de eliminar el prepucio (protección hasta del 50% en hombres heterosexuales) ante la infeccion por virus causante del Sida, VIH. Hay otros papiros menores como el Kahun de medicina veterinaria y el Londres de obstetricia. Esto último señala que la medicina egipcia mostraba una evidente especialización. A veces un poco exagerada si hacemos caso a Herodoto que narra que cada médico se dedicaba a un tipo de enfermedad. Habiendo médicos de los ojos, la cabeza, los dientes, etc., y algunos que eran expertos en todas las enfermedades abdominales. Estos últimos serían más o menos los médicos generales, dado el gran interés de la medicina egipcia por los intestinos y sus enfermedades. En resumen, la medicina egipcia pensaba que perdíamos la salud al sufrir por fuerzas o energías naturales y sobrenaturales que penetraban al cuerpo por distintos orificios produciendo enfermedad. La salud era recuperada con una vida moral y correcta, manteniendo la paz con distintos dioses y buscando el equilibrio con oraciones, fórmulas mágicas y drogas preparadas por profesionales médicos, que alguna vez realizaban procedimientos quirúrgicos simples. No muy distinto del concepto de medicina que tienen muchos hombres y mujeres hoy. MEDICINA

EN LA BIBLIA

En el Creciente Fértil surgió otra cultura además de las mesopotámicas y la egipcia, entre otras. Cultura que nunca llegó a ser un imperio y probablemente tampoco la podemos llamar civilización porque Jerusalén nunca fue más que una pequeña ciudad entre áridas colinas. Pero por ser la fuente del monoteísmo moderno y su ética, la cultura judía bíblica ha influido en todas las medicinas posteriores y hay que discutir el papel de la medicina en ella. El pueblo de Israel no parece tener un origen único y aunque probablemente existió

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un núcleo central, quizás los apiru o habiru en sumerio, que recibió y unificó otras poblaciones en Palestina (entre otros los shasu, nómadas y bandoleros que vivían de asaltar caravanas que cruzaban de Siria a Egipto y viceversa). Los hebreos desarrollaron una cultura sútilmente diferente a las otras del Medio Oriente. Aunque míticamente hubo un Éxodo masivo desde Egipto probablemente ocurrieron varios éxodos de esclavos de Egipto en varias ocasiones, alguno relacionado con la salida de Egipto de los misteriosos Pueblos del Mar (hititas y otros) hacia 1200 años antes de nuestra era. Esto señalaría la fuerte influencia de la medicina egipcia en la cultura judía. Por otro lado la historia fundacional de Israel incluye marcadas influencias babilónicas y mesopotámicas como denotan muchas historias del Génesis incluyendo, por ejemplo, el Diluvio Universal. Entonces el pueblo de Israel no era demográficamente puro ni menos aún poderoso. Su mismo Dios les dice que no los escogió por ser una nación grande y poderosa. Lo verdaderamente nuevo que aporta Israel es su conciencia de hacer una alianza con Dios y exigirse a sí mismos una conducta ética que va más allá de los sacrificios y holocaustos. Evidentemente muchos otros pueblos tienen conducta ética parecida a la de Israel pero no con la radicalidad que se encuentra en Isaías (hacia el 740 aC.) cuando Dios le comunica que está harto de sacrificios y holocaustos y le pide al pueblo que defienda al huérfano y proteja a las viudas. Hay un Dios, y único, que no quiere ser satisfecho como cualquier ídolo, sino que prefiere que el pueblo sea santo y todo él santo, no sólo los sacerdotes. Diríamos que, sin exagerar mucho, el pueblo de Israel es el primero que se toma seriamente la ética como relación con un dios personal y nacional. Esta es la aportación más importante de Israel a la historia humana y la medicina. Pero esta estrecha relación contractual con Dios trae serios problemas al analizar el sufrimiento humano que llamamos enfermedad. En el Pentateuco (por ejemplo en su texto más eximio, el Deuteronomio, posiblemente concluido en tiempos de Josías entre 640-609 aC.) la salud como otras bendiciones es producto de la obediencia a la Ley y la enfermedad es un estado no santo de impureza o pecado. Este sería el paradigma fundamental de la medicina bíblica. De hecho en el Israel bíblico, un poco utópico, no hay muchos médicos ni son necesarios porque el pueblo habitualmente sigue los preceptos de la Ley. Así en el Antiguo Testamento no hay muchos personajes médicos y los pocos que hay son medio brujos o extranjeros. Por ejemplo, en el Pentateuco no se mencionan médicos y sólo en textos post-exílicos, tardíos, con influencia griega o babilónica se alaba la medicina como oficio (Sabiduría de Ben Sirá o Eclesiástico 38,115, c.180 aC.). Pero se hacía la observación que hombres justos como Job enfermaban. ¿Por qué? No se llega a una respuesta satisfactoria en todo el Antiguo Testamento y se da una intensa discusión de este hecho en el libro de Job, que parece originarse parcialmente

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en una ficción mesopotámica. La solución más existencial parece ser que la enfermedad como todo es obra del Dios único, sorprendente y misteriosamente justo, que tiene planes para el hombre que no podemos entender del todo. Nunca entonces la enfermedad es un hecho natural y azaroso, es siempre producto de nuestro pecado e impureza o de la misteriosa acción de Dios ante la cual debemos callar como Job (40,4 y 5). En este sentido la medicina en la Biblia es fundamentalmente prehipocrática. En otro sentido y más tardíamente es hipocrática, porque para el texto hipocrático no hay ninguna enfermedad menos o más sagrada, todas son podríamos decir igualmente «sagradas» aunque naturales. En el Evangelio de Juan (90-100 dC.) hay un episodio bien conocido que se lee en muchas cuaresmas durante el Cuarto Domingo, la curación del ciego de nacimiento. Es un texto denso que debe ser leído por todos los estudiantes de medicina porque retrata las dos posiciones judeo-cristianas ante la enfermedad. Los discípulos preguntan insistentemente a Jesús sobre quién pecó para que esa persona naciera ciega, porque evidentemente el ciego no podía pecar antes de nacer (la elaborada solución posterior del Pecado Original como origen del mal y la enfermedad no está presente en esta discusión, más clínica que teológica). Esta constituye la primera posición ante la enfermedad como producto del pecado y, en el Antiguo Testamento, la impureza. Jesús contesta desde la segunda y más elaborada posición, similar al final del libro de Job: la enfermedad ha sucedido para que se revele en el enfermo la acción de Dios (Jn 9,3). En el pensamiento judeo-cristiano original toda enfermedad es sagrada. Hay otros detalles médicos importantes en la Biblia. La antropología del hombre bíblico no incluía, para sorpresa nuestra, el concepto de alma; concepto —el alma— de origen egipcio o griego que aparece solamente en los libros más tardíos con influencia helénica (Daniel, Sabiduría, Macabeos). Hay que recordar que la Biblia, «Los Libritos» en griego, es una colección de textos escritos por distintos hombres en épocas distintas con diversas influencias culturales, algunas opuestas o contradictorias. El pensamiento hebreo más primitivo concebía al hombre como formado por carne y sangre, y «en la sangre está la vida» dirá radicalmente el Levítico. La carne sin sangre es cadáver que no tiene vida y es considerado impuro (los judíos ortodoxos actuales no ven bien la autopsia). En este hombre vivo, carne y sangre, entraba el espíritu de Dios haciéndolo persona, más que animal. Esta simple antropología se encuentra vigente en el judío mejor conocido de la antiguedad, Jesús de Galilea, que en la Última Cena consagra pan y vino como su Cuerpo y Sangre, no como cuerpo y alma. El significado bíblico de la sangre es importante porque influyó e influye (y mucho) en el pensamiento médico moderno. Es conocido, por ejemplo, que los Testigos de Jehová no aceptan la transfusión de sangre basándose en Levítico (Lev.17, 11 y en muchos otros versículos) en los cuales se establece que la vida de la carne es la sangre

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y está prohibido usarla como alimento. Los Testigos consideran, correctamente, que hay un uso exagerado de la transfusión de sangre en la medicina actual y esta transfusión es un usar la sangre como alimento. Podríamos decir que la Biblia no prohíbe formalmente la transfusión (no se conocía en tiempos bíblicos) sino prohibe el derramar sangre, desperdiciarla o usarla como alimento. Visto así, para escándalo de muchos médicos modernos, los Testigos de Jehová tienen razón. Hay que recordar que la mayoría de las legislaciones actuales impiden el transfundir a un Testigo de Jehová, respetando su derecho a negarse a ella. Aunque este es un pensamiento (el de los Testigos) fundamentalista y lejano a la mayoría de los médicos, hay que respetarlo y recordar que ellos nos han enseñado a operar sin sangre en muchas ocasiones. En el Levítico hay múltiples observaciones de importancia para el pensamiento médico, aunque es el libro de la Biblia más extraño, «erizado» e impenetrable según un importante exégeta católico (Schökel, Biblia del Peregrino). La mayor parte del texto tiene que ver con la impureza, y si consideramos que la impureza es la causa de muchas enfermedades entendemos el uso de este libro en el pensamiento médico judío y cristiano, por lo menos hasta la Edad Media. Las restricciones rituales y diéteticas no tienen mucha lógica y coherencia desde nuestro secular punto de vista, y parecen originarse en el seguimiento de una tradición antigua para separar y distinguir al Pueblo de Dios de otros pueblos paganos. Algunos pensadores han detectado un horror a la mezcla de cosas distintas en el pensamiento hebreo más antiguo. Otros creen que se intenta clasificar y ordenar las cosas del mundo para restablecer un mundo caído y muchas otras explicaciones se han dado a las restricciones del Levítico, algunas médicas. Se ha dicho, tradicionalmente, que la prohibición de comer puerco y otros animales impuros surge de la prevalencia de ciertas enfermedades en el Medio Oriente (la triquinosis porcina, por ejemplo) pero esto parece una interpretación crudamente positivista de una prescripción religiosa. Muchos animales no impuros, que formaron parte de la antigua dieta judía, transmiten enfermedades mucho más serias y nunca hubo, que se sepa, una epidemia de una enfermedad tan poco mortal como la triquinosis en el pueblo judío. En perspectiva médica parece superflua la prohibición pero los médicos debemos cuidarnos de dar una interpretación médica a todo lo humano, hay muchas cosas en las ciencias y culturas humanas por fuera de la medicina. La enfermedad más importante en el pensamiento médico hebreo es la lepra. Y decimos en el pensamiento médico recordando que para nosotros la medicina es todo lo que hacen los hombres, en sus culturas, con la enfermedad, no sólo lo que hacen los médicos. La lepra bíblica era nuestra lepra, sí, y además muchas otras enfermedades llamadas con el mismo nombre. Y es el mejor ejemplo histórico de una denominación patológica iatrogénica, o sea que el intento de curar y prevenir produce más daño, y el

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nombrar y clasificar erradamente enfermedades puede ser contraproducente. Esto se debe a que los médicos olvidamos que las enfermedades son conceptos, palabras, decisiones que engloban a veces realidades diferentes y el usar nombres que nos dan la falsa impresión de una realidad homogénea y racionalmente clasificable es peligroso, aunque útil. Karma podríamos decir de la medicina, útil y peligrosa. La palabra hebrea para la lepra (sara´at) fue traducida en Alejandría, por los Setenta en la Septuaginta, al griego como «lepra» y «lepros», leproso. Pero la enfermedad o condición que describe el Levítico es compleja. Era una enfermedad humana de la que algunos hombres se curaban, la mayoría no; también podía afectar animales (en la medicina moderna no se consiguió un modelo experimental animal de infección por M. leprae hasta bien mediado el siglo XX) y casas y ropa (?). Consistía la «enfermedad» del Levítico en manchas blancas de distinto color que la piel habitual (los hebreos antiguos eran de piel predominantemente oscura, levantina se decía antes) con vellos cutáneos igualmente decoloridos, algunas veces con escamas, granos o tumores. Como vemos todos estos pueden ser signos de muchas enfermedades cutáneas (pe.: la psoriasis) e innumerables pacientes fueron diagnosticados equivocadamente como leprosos durante siglos y aislados en condiciones (leprocomios) que facilitaban el contagio con la verdadera lepra. Muchos desarrollaban la enfermedad luego de años de cuarentena y contacto cercano con el microorganismo causal. El texto bíblico no es un texto de medicina y no propone tratamiento para la condición. Dicho sea de paso, eso demuestra el peligro de diagnosticar sin discutir tratamiento. Sólo debe ser diagnosticado lo que puede y va a ser tratado, el pensamiento médico debe ser esencialmente pragmático. Examinando más profundamente el pensamiento hebreo sobre la lepra, observamos que a juicio del Levítico los leprosos tienen dos coloraciones de piel, como si fueran dos pieles y esto es tabú como arar con dos tipos de bestias, sembrar dos tipos de granos en el mismo campo, tejer dos tipos de hilo en una misma tela o cruzar dos tipos de ganado, todo esto prohibido en la ley mosaica (Buchanan, The Oxford Bible Commentary, 2001). Lo que indica que la pureza era privilegiada en el pensamiento del Antiguo Testamento y había múltiples circunstancias de impureza, algunas productoras de enfermedad. Eso llevó a muchas y útiles normas de higiene, pero por razones religiosas, no biológicas. La circuncisión no es propiamente una norma de higiene ni es sólo característica del pueblo hebreo, pero ya hemos dicho que puede tener beneficios ante algunas infecciones. Por ejemplo contra el virus del papiloma humano, HPV, causante del cáncer de cuello uterino, raro en mujeres judías. Recientemente se ha descrito cierta protección por la circuncisión ante el virus del Sida, VIH. Por otro lado considerar la enfermedad como impureza llevó al aislamiento de algunos enfermos con mínima prevención de la enfermedad y aumento del sufrimiento humano.

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Muchos pueblos aislaron y aíslan al enfermo, pero eso llega a la exageración en el Levítico con sus prescripciones para la lepra. De ahí surgió un poderoso movimiento de cuarentena e higiene social en la medicina que ha producido catástrofes en la historia humana (pe. hospitales como prisiones, sidacomios» en Cuba en los años 80 del siglo XX, etc.). Todo esto puede ser criticado desde un punto de vista social pero es necesario entender una crítica médica más profunda. El error en gran parte radica en el diagnóstico equivocado. Al expulsar leprosos de la comunidad de acuerdo a las normas del Levítico se formaban comunidades de así llamados leprosos con leprosos verdaderos y otros equivocadamente diagnosticados como leprosos. Esto llevaba al contagio y extensión de la enfermedad en el grupo aislado. Al decretar ritualmente «limpio» a un leproso, cosa que puede ocurrir frecuentemente con enfermedades recidivantes falsamente diagnosticadas como lepra (pe. la psoriasis), se reintroducía a la sociedad un probable transmisor de lepra adquirida entre los leprosos. Todo esto llevaba a más frecuencia de lepra y esta enfermedad llegó a ser casi epidémica en el Medio Oriente y la Europa Medieval. Algún historiador de la medicina llegó a decir que cada época y civilización tenía su enfermedad propia: la sífilis en el Renacimiento, la TBC en el siglo XIX europeo, la peste bubónica en la Edad Media y la lepra en los tiempos bíblicos. Discutir la lepra bíblica nos lleva a discutir los milagros bíblicos. En todas las medicinas tradicionales es frecuente la ocurrencia de milagros porque la enfermedad tiene sentido, es siempre signo de algo, no es meramente un terco hecho biológico. Los médicos de hoy sonríen escépticamente frente al milagro (aunque algunos estudios recientes muestran el beneficio médico de las plegarias, de cualquier tipo) pero al enfermo que cree y espera milagros le importa poco la opinión del médico. Al historiador objetivo tampoco le importa la historicidad de los milagros, lo importante es que la sociedad y la cultura que produjo aquellas descripciones de milagros creían en los milagros. Los milagros realizados por Jesús para los evangelistas, sobre todo en el cuarto evangelio, eran más signo y parábola que la mera curación de enfermedades. Hay que recordar, para analizarlos histórica y semiológicamente, que todas las culturas mediterráneas de aquella época creían en milagros: judíos, cristianos y paganos. CARACTERÍSTICAS DE LAS MEDICINAS TRADICIONALES Hemos discutido algunas medicinas prehipocráticas, las más importantes, que también podemos llamar tradicionales. Nos queda discutir otras medicinas tradicionales que son prehipocráticas pero con otras características y en otro sentido; son las medicinas de las civilizaciones de India, China y América precolombina. ¿En qué consiste una medicina tradicional? Una medicina tradicional tiene como patrón de oro y árbitro de verdad su

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misma tradición, sea un texto o varios textos (la hindú, la china) o un saber milenario relativamente immutable, tipo saber de ancianos (la precolombina). En una medicina tradicional no hay experimentos, científicos o no científicos. El conocimiento consiste en acercarse a unas verdades ya establecidas. Incluyo en este tipo de medicina la misma galénica, no la hipocrática que carecía de textos centrales y autoridades médicas ni la alejandrina que fue primitivamente experimental. La medicina galénica, como vamos a ver, fue vista como propia por los Pueblos del Libro (cristianos, judíos y musulmanes) y se veía a Galeno como el libro de la salud frente a la Biblia, la Torá y escritos rabínicos y el Corán como libros de la salvación. Lo interesante es que la medicina del Occidente europeo y americano fue hasta hace poco tradicional, sólo a comienzos del siglo XIX empezó a ser universalmente experimental y todavía no alcanza a serlo del todo. Lewis Thomas, patólogo y pensador médico, recordaba a mediados de los setenta del siglo XX que cuando él era joven la medicina se nutría de libros de autoridades que permanecían válidos por decenas de años, hoy por el contrario la medicina se nutre de millones de artículos publicados en miles de medios de comunicación y comparaba (Thomas, The lives of a cell: notes of a biology watcher,1974) a los investigadores en congresos con hormigas que iban de un lado al otro con fragmentos de información nueva. La medicina actual no tiene un texto central ni autoridades indiscutibles y, por fin, ha dejado de ser tradicional. La así llamada ahora medicina de evidencia depende, precisamente, de evidencias siempre nuevas medidas en estudios clínicos, y no de la tradición. Que esto sea bueno o útil no es siempre evidente porque las medicinas tradicionales siempre fueron útiles y mejor aceptadas por médicos y pacientes. Es difícil para el hombre, y para el mismo médico, aceptar una medicina que se sostiene en la mera evidencia, muchas veces incierta, siempre abierta a la crítica y el cambio. MEDICINA

DE LA INDIA

La medicina de India es un buen ejemplo de medicina tradicional. La civilización del valle del río Indo desaparece alrededor de 1.500 años antes de nuestra era mientras pueblos indoeuropeos del centro de Asia comienzan a migrar al sur, entrando en el subcontinente indio. Estos pueblos traen la sabiduría Veda con sus castas de brahamanes que, en principio, son grupos hereditarios de sabios y sacerdotes. Esto lleva a una separación jerárquica de castas en India desde muy temprano en su historia. Hay razones sociales y raciales que lo explican porque estos nuevos grupos humanos tenían que conquistar y dominar una población original que nunca desaparece de los espacios conquistados, pero aparentemente hay también razones de higiene social. Se ha dicho que la aparición de castas de intocables, dalits, se debe a una maniobra de evolución

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cultural para disminuir el contagio con materiales biológicos que causan epidemias. Si se limita el contacto con heces, basuras y cadáveres a un segmento de la población, algunos microbios patógenos quedan restringidos a este grupo. Puede ser cierto, pero al mismo tiempo esto produce rigidez social con aumento de daño y sufrimiento en estos grupos. Pobreza, poca movilidad social y violencia parecen casi inherentes a un sistema de castas. El sistema de castas puede ser otro ejemplo fallido de medicina social. Lo interesante es su persistencia a través de la historia de la India. Aunque la constitución de 1950, con gran influencia del pensamiento de Gandhi, prohíbe las castas, hoy hay todavía 160 millones de intocables en la India. La medicina tradicional india es la ayurvédica, de veda —conocimiento— y ayus —vida larga. Es todo un sistema vasto y complejo de dieta, higiene, ejercicios corporales, normas de vida y remedios básicamente de origen vegetal. Supone que la vida saludable es vivir en armonía con las fuerzas del universo a través de enseñanzas religiosas. Aunque el brahmanismo (y el hinduísmo posterior) son religiones elaboradas minuciosamente, su núcleo consiste en buscar la unión del alma, atman, pequeña, individual, con el gran alma, mahatma, del universo. Por esa razón esta medicina, relacionada siempre con la religión, es una medicina prehipocrática que ve en la enfermedad un signo —un resultado— de la desarmonía con el ser fundamental. La enfermedad no es nunca un proceso independiente de las grandes fuerzas del universo. La medicina hindú hasta hoy no se ha separado de la astrología y la adivinación por diversos medios. El diagnóstico médico es un descubrir. Un descubrimiento de signos y evidencias en el macrocosmos que expliquen la enfermedad en el microcosmos humano. Este paradigma de medicina, repetimos, es esencial en todas las medicinas prehipocráticas y tradicionales. Los textos de la medicina ayurvédica no son tan antiguos como se cree en esa tradición y los más antiguos se fechan en los primeros siglos de nuestra era cristiana. La mayoría de las medicinas tradicionales acaban centrándose en unos pocos textos cardinales que contienen toda la verdad médica necesaria a la buena práctica médica; en la medicina hindú estos son el Caraka sambita y el Susruta sambita (sambita significa summa, enciclopedia). Hay otros textos posteriores importantes pero estos son los pilares de la medicina ayurvédica. El Caraka es de alrededor del año 100 dC., su origen es probablemente el centro académico (universidad realmente) de Taksasila en el noroeste de la península índica. Es un largo texto con elaboradas discusiones filosóficas que contiene innumerables enseñanzas sobre dieta, vida equilibrada, las causas cercanas y remotas de las enfermedades y epidemias, las técnicas y preguntas correctas para examinar al paciente, etc. Contiene una bella descripción del buen médico diciendo que todos admiran al médico brahmin, de alta casta sacerdotal, que es cortés, sabio,

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experto y disciplinado en su vida personal; se dice que es un gurú, maestro de la vida corrrecta, y éste es el tipo de médico que todas las sociedades han anhelado. El Susruta se edita en el siglo IV de nuestra era, aproximadamente, y contiene más elementos quirúrgicos incluyendo numerosas operaciones oftálmicas y de cirugía reconstructiva. Su origen parece ser Benares, la ciudad sagrada sobre el Ganges. Los remedios farmacológicos que presentan estos dos macrocompendios de la medicina ayurvédica son de muy variado origen e incluyen leche, material fecal de serpientes, productos biológicos de muchos otros animales incluyendo orina y sangre, huevos de golondrina, cera, miel, semillas y frutas de numerosas especies vegetales, piedras preciosas molidas, oro, plata, cobre, sales, arcillas, estaño, azufre, plomo. El uso de heces y orina de vaca es frecuente en muchas fórmulas porque ya el pueblo hindú había sacralizado a la Madre Vaca. Se dice que esto se debe al reconocimiento antropológico que el ganado vacuno es una costosa fuente de proteína en la dieta y no debe ser consumido como carne, sobretodo en una zona con frecuentes hambrunas. Muchos nutricionistas alaban esta posición cultural del pueblo hindú. La administración de esta variada farmacopea se hacía de diversas maneras y es prominente el uso de enemas. Aún hoy, la medicina ayurvédica privilegia la limpieza del colon y ha subrayado siempre la importancia de la población bacteriana en el colon humano (hasta 4 kg. de bacterias diversas se sabe hoy, ¡todo un órgano bacteriano en el colon!). Se supone que el uso de intensos condimentos en la comida hindú se da al descubir la capacidad antiséptica de estos químicos y recientemente se ha medido la capacidad antibiótica del curry. Hay que recordar también que el chile se domestica en Mesoamérica hace más de 6.000 años y el uso de condimentos picantes (también comunes en la comida hindú) puede tener igualmente un rol bacteriostático en la dieta. El diagnóstico y terapia suponía el conocimiento de los textos canónicos en sánscrito. La verdad médica, como ya dijimos, era la clara interpretación de una sabiduría antigua transmitida por vía oral y fijada en unos textos. Como en todas las medicinas tradicionales, no existían verdades médicas nuevas. Repetimos que esta es una tendencia milenaria de la medicina y todavía hoy hay personas que quieren ejercer medicina sólo con verdades antiguas. La antropología médica básica describía tres humores (aliento, bilis y flema, relacionados con el viento, el sol y la luna) que se mantenían equilibrados en el hombre sano. Esta idea de la salud como equilibrio es importantísima a todo lo largo de la historia de la humanidad. ¿Fue descrita inicialmente por los médicos de India? —nos preguntamos—; parece ser que sí y sería la idea más fértil de la cultura hindú, junto al descubrimiento del número cero. Hay autoridades europocéntricas quienes creen que la salud como equilibrio es idea de origen griego y fue llevada al valle del Indo por los

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macedonios con Alejandro Magno. Pero parece estar en la tradición médica hindú anterior a la época helenística. Ahora, no toda la práctica médica hindú quedó fijada en los textos ayurvédicos. Uno de los problemas de historiar esta medicina radica en que se ha seguido desarrollando hasta hoy y difícil es de resumir toda su variada práctica. Podríamos decir, que como la china, es una medicina tradicional actual y permanente y resumir su historia es imposible. Hubo, y hay, una práctica médica popular perenne por fuera y por debajo de la medicina ayurvédica en India. Un caso interesante es la reconstrucción de la nariz, complicada cirugía plástica descrita en el Susruta. Los médicos tradicionales clásicos dejaron de hacer muchos procedimientos quirúrgicos en India por razones no claras; por un lado la cirugía era muy difícil antes del descubrimiento de la anestesia en el siglo XIX y el rígido sistema de clases impedía operar pacientes de las castas bajas. Pero la reconstrucción de la nariz se siguió haciendo en la medicina popular. En 1794 dos cirujanos ingleses fueron testigos y publicaron un artículo ilustrado sobre la reconstrucción por injertos de piel de la nariz realizada en Poona, India, por un practicante de la casta de albañiles, no brahmán, que no leía sánscrito. Los médicos europeos acogieron la técnica llamándola el método hindú. Esto demuestra la persistencia de un conocimiento médico en la medicina popular por fuera de la medicina tradicional clásica y prueba la fuerza cultural de las medicinas tradicionales. Otro caso interesante es la variolización para prevenir la viruela que se hacía en India desde hace siglos. Esta importante y efectiva práctica no aparece en los textos clásicos ayurvédicos, que por otro lado describen claramente la viruela (enfermedad de las lentejas, era llamada). Estos ejemplos demuestran que las medicinas tradicionales son conocimientos abiertos que crecen y pierden elementos a lo largo de su historia, y esto hace difícil su resumen histórico. La misma medicina es siempre difícil de resumir, compendiar, y practicar medicina es un poco labor para un mítico Hércules. Y como en su clásico trabajo de limpiar los establos de Augías, siempre hay algún conocimiento que desechar. Antes de dejar atrás el subcontinente indio debemos mencionar brevemente la medicina budista, porque el budismo se originó ahí; aunque hoy es una religión y pensamiento de minorías en la misma India. El budismo tiene un fundador histórico, Gautama, que vivió en el axial siglo VI aC. al mismo tiempo más o menos que los profetas menores de Israel, los filósofos presocráticos y Zoroastro en Persia. Se cree que alcanzó la salvación, el nirvana, que más que un paraíso es un apagarse, un morir al dualismo y a este mundo, samsara, de ilusiones. Dejó una orden, la sangha, de discípulos y monjes itinerantes que se reunían durante la temporada de lluvias para recordar la vida y el mensaje del Buda. Esta vida comunal, no muy frecuente entre los santones hinduístas, llevó al cuidado de hermanos

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enfermos y ancianos. Ya en el siglo IV dC. se encuentran cuartos para enfermos en los monasterios budistas que se hicieron permanentes y enormes. De ahí que muchos historiadores consideren los hospitales budistas como los primeros en la historia de la medicina. En el Imperio Romano había hospitales pero eran básicamente militares en los cuarteles de las legiones. Y el cristianismo estableció más tarde hospitales en los conventos fundados por el patrón de Europa, san Benito (siglo V dC.) y por otros santos padres orientales (véase capítulo 5). La primitiva medicina budista usaba cinco elementos curativos: mantequilla, mantequilla refinada (ghee), aceite, miel de abeja y almíbares. El que hayan cuidado a muchos enfermos con elementos tan sencillos demuestra que el cuidado humano es más importante que el farmacológico. El budismo primitivo, Hinayana, Vehículo Pequeño, estaba interesado fundamentalmente en la salvación del individuo por él mismo («trabajad por vuestra salvación», fueron las últimas palabras del Buda antes de morir por una intoxicación alimenticia). Al crecer el budismo y salir de India a toda Asia aparece un nuevo pensamiento, el budismo Mahayana, vehículo grande, con la figura arquetípica del Bodhisatva que se dedica a salvar a los demás y al mundo. «Al entrar en el Nirvana oí el gemido de los hombres y el mundo y juré no entrar en el Nirvana hasta salvar la última brizna de hierba del mundo», se dice en el juramento del Bodhisatva. Este budismo amplio, filantrópico y caritativo, conquistó toda Asia y ha dejado su huella ética en toda la medicina de Tibet, China, Japón, Ceilán y todo el sureste de Asia. Su respeto por la vida y su no violencia han sido puntos altos y admirables en el desarrollo de la ética y la medicina. Por ejemplo, a pesar de negar la existencia del alma humana estaba en contra del aborto por lo difícil e improbable del ser hombre en este mundo de azar y muerte, concluyendo así que toda vida debe ser respetada. MEDICINA EN LA CHINA Otra medicina tradicional que ha seguido en desarrollo continuo, como la india, y por lo tanto es igualmente difícil de resumir es la medicina china. La China se consideraba, y considera, el país del medio, el centro del mundo, y su medicina recibió influencias de la medicina india, tibetana y de todas las medicinas del Asia. El pensamiento chino es ecléctico y práctico, al sintetizar todas estas influencias se creó una medicina sincrética y efectiva. El mismo arte de curar con agujas, por el cual es famosa la medicina china, la acupuntura, parece haberse originado en el Asia Central. El pensamiento chino tiene tres filosofías o religiones fundamentales y ha mezclado las tres. De hecho no era difícil encontrar que se seguían las tres tradiciones en la China clásica; uno podía ser un funcionario confucionista, un devoto budista y una sabio taoísta al mismo tiempo. La

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medicina china adquiere del budismo un gran respeto por la vida, del taoísmo una búsqueda casi alquémica de la inmortalidad y del confucionismo gran obediencia social a normas y leyes. Tradicionalmente se dice que el origen de la medicina china está en el Canon de medicina del emperador Amarillo, supuestamente escrito más o menos hacia el 200 aC. Pero hay una vasta biblioteca médica china con muchas leyendas sobre su origen. Revisemos algunas de sus ideas elementales. El Qi o Chi es un concepto básico de la fisiología china y puede traducirse como fuerza o energía, la cual puede ser beneficiosa o no y producir salud o enfermedad. Lo importante es mantener el equilibrio y este sano equilibrio se mantiene conociendo sus cualidades básicas, que como todo, se dividen entre yang y yin que son lo masculino y lo femenino, la luz y la oscuridad, lo caliente y lo frío, etc. La misma enfermedad pasa por períodos yang de gran actividad (casi como los días críticos de la medicina hipocrática y galénica) y períodos yin de reposo, con tratamientos médicos distintos. El enfermo debe ser continuamente evaluado para descubrir su estado de desequilibrio y corregirlo. Como vemos, la idea de salud como equilibrio y enfermedad como desequilibrio sigue siendo la más importante idea patológica hasta este momento, y podríamos suponer que es influencia india (probablemente a través de monjes médicos budistas) o pensar que varias culturas hicieron el mismo descubrimiento conceptual en épocas distintas. ¿Equilibrio de qué?, podríamos preguntarnos pensando a la occidental. Se suponen cinco elementos que se mantienen en equilibrio: madera, fuego, metal, tierra y agua. Pero no son elementos como materias o partes del cuerpo sino, son más un estado dinámico (casi quántico como en la física del siglo XX) con acción y reacción y generación uno por el otro. Uno puede suponer que una enfermedad pasa por un estado madera cuando se ramifica, o un estado metal cuando se enfría, o un estado fuego cuando se dispersa, etc. El cuerpo entonces es el resultado de la acción del Qi con sus cualidades yang o yin equilibrando los elementos ya mencionados. Para la medicina china entonces la enfermedad no es una cosa, ni un espíritu malévolo, sino un proceso. Todavía no hemos agotado esta intuición en el pensamiento médico y podríamos aprender mucho de la medicina china y su dinamismo. Este pensamiento tenía una gran ventaja desde el punto de vista de la práctica médica: exigía la evaluación cuidadosa y continua del paciente. Un instrumento básico para esta evaluación era tomar los pulsos. El Libro del pulso, otro texto clásico, afirma que el cuerpo humano es como un instrumento musical de cuerda y los diferentes pulsos son los tonos musicales cuya armonía o desarmonía reconocemos al tomar los pulsos. Por lo tanto tomar los pulsos es fundamental para la medicina china. Decimos los pulsos porque eran varios y la única cualidad importante no era la frecuencia cardíaca. Por ejemplo el pulso radial se tomaba en tres sitios distintos a tres presiones digitales distintas, evaluándose

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su fuerza, duración, ritmo, etc. Esto llevó a delicadeza y finura diagnóstica privilegiándose la capacidad perceptiva del médico, dando como resultado gran intuición clínica. La moxibustión consistía en la colocación de piedrecillas calientes o astillas encendidas en distintos puntos del cuerpo llevando a la estimulación de ciertos nodos y meridianos con alivio del dolor y la enfermedad. De ahí surgió aparentemente la popular acupuntura que se ha mostrado efectiva en diversas condiciones patológicas. Siendo la medicina china una medicina de tipo tradicional, se han venerado estas técnicas clásicas y se han adaptado a nuevas circunstancias. Los puntos de la acupuntura, por ejemplo, parecen haber aumentado siglo tras siglo. Los médicos en la China clásica parece que eran de dos tipos principales. Un médico de estirpe confucionista que usualmente era un noble caballero que estudiaba los textos clásicos como labor de erudición y ejercía la medicina por benevolencia. Otro tipo de médico era el médico hereditario que pertenecía a ciertas familias que se dedicaban a la terapia especializada de ciertas enfermedades, a veces con remedios secretos que pasaban de generación en generación dentro del grupo familiar. Es interesante que esos dos tipos de médico se den aún entre nosotros, el gran estudiante, diríamos, y el heredero de consultorio. Ambos pueden ser buenos médicos, dicho sea de paso. Muchas familias contrataban médicos de por vida y le pagaban un salario constante, suponiendo que trataban gratis a los pobres de la familia o clan. Quizás de alli surgió la idea que en China se pagaba al médico mientras se estaba sano, esperando cuidado atento y gratuito cuando uno enfermara. Esto inspiró el auge de HMO (sigla en ingles de organizaciones para el mantenimiento de la salud) o esquemas de medicina prepaga al final del siglo XX en nuestros países. La idea china parece astuta y justa pero su aplicación en nuestra sociedad ha tenido sus problemas. Por otro lado durante la dinastía T´ang (siglo IX dC.) se nacionalizaron los grandes y poderosos monasterios budistas y las autoridades del gobierno central se ocuparon de los nosocomios budistas. Así apareció la medicina gubernamental en la historia de la medicina. Los resultados no han sido los mejores, pero en China durante las dinastías Song y Yuan se siguió haciendo esto. Ya en la dinastía Ming (siglo XVII dC.) comenzaron a desaparecer estos servicios hasta la disolución del Imperio en las épocas Manchú. De todas formas la historia de la medicina china ha sido gloriosa y esta medicina popular y tradicional sigue activa, y muy activa, en la China contemporánea. MEDICINA PRECOLOMBINA Nos queda por discutir nuestra medicina tradicional precolombina en las Américas. Antes que nada esta medicina es nuestra, y está viva hoy, pero no es una. No hay un

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texto central ni hubo una autoridad médica preeminente, es una larga y compleja tradición popular que probablemente no pueda ser sistematizada. No pertenece propiamente a una historia de los paradigmas médicos porque no tenía un paradigma de enfermedad claro y común a todas las culturas precolombinas. Otro problema con el estudio histórico de estas medicinas es que no es primordialmente histórico sino antropológico o etnográfico y hasta sociológico, porque buscamos su conocimiento y sus ideas en la práctica médica actual de nuestros pueblos indígenas y no en textos preservados. Y al hacer esto proyectamos un justo orgullo en nuestras raíces en una interpretación falsa y exagerada de sus logros. Hay que cuidarse de una utópica transformación en reversa de nuestro pasado precolombino. Dicho esto daremos algunos detalles que nos dan una buena idea de los problemas y soluciones de la medicina precolombina. La mayoría de los antropólogos creen que el hombre llegó al continente americano a través del estrecho de Bering al final del último período glaciar, cuando se congeló un puente entre Asia y América. Esto ocurrió hace unos 14.000 ó 15.000 años, antes por lo tanto de la llamada Revolución Neolítica en el Medio Oriente asiático (formación de ciudades con domesticación de plantas y animales). Las evidencias para esto son muchas, desde cierta uniformidad genética de los grupos indígenas americanos (alta frecuencia del grupo eritrocitario O) hasta la prevalencia de ciertas infecciones virales en común con poblaciones japonesas y asiáticas (infección por Human T-lymphotropic virus: HTLV1). Esta infección viral es especialmente elocuente dada la infrecuencia de enfermedades virales en las poblaciones autóctonas en América; por eso nuevas infecciones de sarampión o viruela acabaron y acaban, aún hoy, con poblaciones indígenas en nuestro continente. Una evidencia médica de nuestro origen siberiano, prehistórico y paleolítico, es la figura del chamán común a culturas euroasiáticas y americanas. Diríamos que la medicina precolombina pertenece al círculo chamánico asiático y americano que discutimos al describir la que hemos llamado medicina salvaje del primer período de la historia de la medicina (véase capítulo 1). También apuntamos que muchos grupos aborígenes se oponen a los estudios de genética médica que comprueban su origen asiático porque esto se opone a su origen mítico en otros lugares. Pero no son las únicas voces que se oponen al origen norasiático americano. Muchos antropólogos actuales consideran que sí es cierto que hubo un paso importante de poblaciones humanas por Alaska, pero no es éste el único origen de nuestros antecesores. Se han encontrado restos arqueológicos humanos en Chile que de manera confiable se datan anteriores a 12.000 años aC., hasta 30.000 aC. según algunos. Es difícil postular un origen norteño para estas poblaciones humanas y se ha explicado por migraciones humanas por la Antártida o marítimas por el Pacífico Sur. Además hay quienes han sugerido el origen africano de algunos hallazgos antropológicos en el Brasil y, por supuesto,

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se acepta la pequeña y más reciente llegada humana del norte de Europa por Terranova antes de Colón. Estas discusiones tienen cierta importancia en la historia de la medicina. Primero, muchas de estas poblaciones primitivas desaparecieron del todo y esto se debió probablemente a ciertas enfermedades. Esperemos que nuevos estudios del ácido desoxirribonucleico (ADN) de estos hallazgos antropológicos nos ilustren sobre infecciones en esos restos humanos; no es fácil, pero ya es posible (hace poco se extrajo y clonó material genético del virus causante de la epidemia de influenza de 1918 en restos humanos de Alaska). Segundo, estas distintas migraciones humanas demuestran el esencial y antiguo mestizaje de las poblaciones humanas americanas. América es un continente fundamentalmente mestizo que hoy contiene todas las así llamadas razas humanas. Y aunque el concepto de raza no es en absoluto científico, la vocación de América, quizás desde siempre, fue recibir, aceptar y mezclar todas las razas humanas. Por último, estas migraciones neolíticas sugieren que hubo una Revolución Neolítica americana autóctona. Sin descubrir el uso de la rueda para transporte que sólo se usó en aplicaciones lúdicas en juguetes infantiles, o históricas como el famoso Calendario Azteca en el Museo Antropológico de México (además de poco hubiera servido en las alturas andinas o selvas amazónicas); sin hacer estos descubrimientos tradicionalmente importantes se llegaron a inventos técnicos o descubrimientos científicos y precientíficos admirables. Quizás el más sorprendente es la domesticación, o invento podríamos decir, del maíz en el sur de México hace más de seis mil años. El maíz es una especie diferente a las otras gramíneas (trigo, cebada, mijo y arroz) de Eurasia y su origen no está nada claro. No parece ser producto de una domesticación humana como las especies mencionadas, aunque algunos sostienen que proviene, tras muchos cruces agrícolas, de una gramínea primitiva llamada teocinte. O el maíz puede haber sido inventado como una hibridización minuciosa y cuidadosa de dos especies, Zea diploperennis y Tripsacum dactyloides o pasto Guatemala, produciendo una especie nueva que es nuestro maíz americano moderno. La importancia nutricional y médica de este experimento genético es inconmesurable. Parece demostrado que las poblaciones indígenas americanas eran astutos conocedores pre-mendelianos de hierbas y especies vegetales; evidentemene esto produjo una farmacopea variada y abundante. Hay que examinar los recetarios recopilados ya en la época colonial por cronistas y frailes para quedar estupefacto ante el número y variedad de remedios de origen vegetal en las Américas. En Colombia es sorprendente el Recetario franciscano, manuscrito del siglo XVIII hallado en Santa Fé de Bogotá, que reúne la farmacopea galénica y la americana en una larga lista de remedios para variadas enfermedades. Esta vocación americana por la así llamada etnofarmacología, debe ser estimulada y cuidada. América es ciertamente el depósito evolutivo, como mestiza isla biológica, de múltiples especies

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vegetales de importancia médica. Su preservación es urgente y necesaria a la medicina contemporánea. A pesar de este empírico experimentar con drogas la medicina nunca se independizó de la religión en nuestra América. Las mismas drogas sicotrópicas se usaban en trances chamánicos médicos y ceremonias religiosas. A veces se ha interpretado este uso de ciertas drogas como el uso de una panacea que curaba todas las enfermedades. Este mito de la panacea, probablemente se origina en la mención y alabanza poética del Soma entre los pueblos indoeuropeos en la medicina chamánica. Pero el Soma, como otras drogas, era un derivado de hongos (Amanita muscaria, en este caso) que al ingerirse producía alucinaciones que servían al proto-médico para adivinar la presencia de enfermedades y su tratamiento. Volvemos a subrayar que en la medicina prehipocrática las enfermedades se adivinaban, no se diagnosticaban al modo moderno. Entonces el instrumento diagnóstico y terapéutico, si así podemos hablar, no era la droga sino el trance adivinatorio y su interpretación chamánica. De ahí que el uso farmacológico de estas drogas no es apropiado fuera de su contexto cultural. Anotamos esto porque hay toda una literatura tipo nueva era que asigna poderes terapéuticos casi milagrosos a algunas drogas precolombinas. En Colombia, Ecuador y Perú es frecuente el uso de yagé o yagué (Banisteriopsis caapi) que con sus B-carbolinas, inhibidores de las enzimas MAO similares a otros fármacos contemporáneos, induce alucinaciones de interpretación médica o religiosa. Pero, repetimos, sin el chamán estos trances no son terapéuticos por sí solos. Entonces, así como la medicina no se separó en la América precolombina de la religión, queda comprobado que toda medicina separada de su cultura se hace inefectiva. Apenas hace un poco más de cien años hemos empezado a usar fármacos que no necesitan chamán o ejercen su brutal acción biológica sin necesitar transformación cultural, por ejemplo la aspirina. Esto puede ser beneficioso o peligroso, y una «droguería» abierta al cliente, sin chamán, brujo o médico, sería incomprensible en la medicina precolombina. La educación tradicional de los jóvenes aztecas se hacía en complejos unidos a los templos. Pero curiosamente no es el caso de la medicina. La medicina era una artesanía u oficio que se enseñaba en pequeños grupos con transmisión del conocimiento por herencia familiar o cultural. Es interesante esto porque algunos pedagogos médicos modernos han defendido la enseñanza de la medicina por fuera de las universidades tradicionales, sea por razones económicas, políticas o sociales. En la medicina azteca, pueblo que no juzgaba tabú la sangre derramada con sus puñales de obsidiana, se hacía cirugía, con flebotomías y otros tratamientos invasivos. Parece que se llegó a usar anestesia con duración de horas del efecto anestésico (de que sabían su farmacología, la sabían).

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Entre los mayas había varios dioses de la medicina y al médico se le llamaba ahmén, el que sabe o entiende. Siempre pensaron que las enfermedades eran enviadas por los dioses por alguna razón y había epidemias a las que llamaban cilich-kohaanil o santa enfermedad y estas le servían a los dioses para seleccionar y mejorar a los hombres. Para los mayas entonces, como para muchas culturas humanas, las enfermedades eran sagradas. En el Imperio Inca ante una epidemia se realizaban peregrinaciones masivas a sitios sagrados, huacas, para expiar la culpa que había causado la enfermedad. Pero esto no les sirvió ante la conquista española que muchos historiadores consideran, y lo discutiremos después, se realizó por enfermedades y no con la sola fuerza de las armas. Investigadores actuales afirman que la población en el valle de México cayó de 25 millones al comienzo del siglo XVI a 700.000 habitantes un siglo después, luego de sucesivas epidemias virales de viruela, sarampión e influenza. Hemos revisado entonces diversas medicinas prehipocráticas; para todas ellas la enfermedad no es un mero hecho biológico sino un signo de otra cosa, tiene un significado que va más allá de lo orgánico. Los paradigmas de interpretación de la medicina casi siempre se fundamentaban en una relación microcosmos-macrocosmos y la enfermedad era siempre causada por fuerzas que iban más allá del hombre enfermo. Tendremos que esperar la medicina hipocrática para concentrar los esfuerzos interpretativos en la particularidad clínica del cuerpo enfermo. Pero ya empezaron a surgir interpretaciones patológicas más útiles como la contaminación y el desequilibrio de elementos o humores. De todas formas, fueron medicinas útiles en su tiempo y aún lo son para millones de nuestros contemporáneos. Por lo tanto es conveniente recordarlas y estudiarlas.

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CAPÍTULO 3

MEDICINA HIPOCRÁTICA

Hay que comenzar la discusión con una aclaración necesaria a quienes por primera vez se acercan a este problema, subrayando la poca importancia personal de Hipócrates y la mucha importancia médica de los textos hipocráticos. Sumariamente hablando, la medicina hipocrática no es la medicina que se originó en Hipócrates y no es apropiado decir que el padre de la medicina es Hipócrates. Sería mejor afirmar que la madre de la medicina es la medicina hipocrática expresada en los textos hipocráticos, el Corpus hippocraticum (70 libros en la edición de Littré, 1839-1861), característicamente anónimos. La medicina hipocrática es madre de la medicina porque, entre otras muchas y válidas razones, es anónima como ha sido anónima y fundamental la contribución femenina en la medicina. La medicina, antes de los griegos, era uno de los pocos oficios abiertos a las mujeres (brujas, hechiceras, curanderas, parteras, herbolistas) y si era poco frecuente que médicos varones se ocuparan de las enfermedades femeninas (aquellas modestas muñecas para pacientes femeninos en la medicina china salvaban el pudor ante el examen médico), siempre fue frecuente que mujeres sabias, con conocimientos a veces secretos y misteriosos, trataran a varones enfermos. De hecho para algunos autores la teoría humoral de la medicina con sus separaciones (krisis, en griego) y mezclas de humores, se originó en la experiencia de cocinar y extraer y ligar caldos y alimentos. El origen de la medicina ocurre quizás en un ámbito femenino, pero una cultura tan machista como la griega clásica no lo reconocería. De todas formas, sabemos poco del varón histórico Hipócrates, mal llamado padre de la medicina; pero algo sabemos. Primero, fue un personaje real contemporáneo de Sócrates y probablemente originario de Cos (isla del mar Egeo, de la zona jonia de la cultura griega, muy cercana a la actual Turquía). Aparece su nombre en dos Diálogos de Platón, el Protágoras y el Fedro, como médico y maestro de medicina famoso y con

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origen familiar en un grupo de asclepíades (médicos tradicionales asociados al semidios Esculapio). Hay que subrayar esta relación estrecha entre médicos y filósofos sobre la que volveremos repetidamente.

CORPUS HIPPOCRATICUM Se encuentran otras referencias extra-médicas a Hipócrates en textos antiguos, pero es importante contrastar el anonimato de los textos del Corpus hippocraticum con la autoría de Galeno de los textos fundamentales de la posterior medicina galénica. Es muy difícil afirmar que el mismo Hipócrates escribiera alguno de ellos pero se dice tradicionalmente que los Aforismos son de la propia mano de Hipócrates (muy dudoso). Pero ese anonimato hipocrático nos muestra una característica del buen médico clásico: modesto, ecuánime. Contrario esto a la medicina de autor tan frecuente en nuestros días. Osler, buen representante del médico clásico para los siglos XIX y XX, aconsejaba a los estudiantes de medicina conquistar Aequanimitas (así se llama su famoso discurso de 1889) que es modestia, serenidad, o understatement, como se dice en inglés, lo contrario a la ampulosidad y prepotencia galénica. El anónimo texto hipocrático tiene estilo humilde y ecuánime. Pero no se puede ocultar la importancia del texto hipocrático. El texto hipocrático es la revelación de una buena nueva (evangelos, en griego), esa buena nueva es que ha nacido una nueva medicina, la medicina clínica que da origen a toda nuestra medicina occidental y moderna. Si los médicos debiéramos venerar y estudiar un texto «evangélico» sería el Corpus hippocraticum. Pero así como los evangelios cristianos no tienen una génesis sin problemas textuales, el texto hipocrático debe ser comprendido teniendo en cuenta su complejo origen. El Corpus no fue escrito por una sola mano, en una sola escuela de medicina, ni fue producido y leído como una obra unitaria. Esto es importantísimo para entender la medicina hipocrática. Los diversos textos, preservados en papiros y pergaminos, fueron transcritos y coleccionados en Bizancio entre los siglos IX y X de la era cristiana, por lo menos 1.300 años después de sus fragmentos más antiguos. Esto probablemente ocurrió bajo el reinado del emperador Constantino Porfirogenetes que hizo gala de un enciclopedismo similar al de nuestra Ilustración del siglo XVIII, armando grandes colecciones de diversos temas como leyes, teología, historia y medicina (el Corpus). La colección hipocrática pasó a Europa a través de Sicilia con sus barones normandos y piratas sarracenos. Pero no es obra unitaria y sistemática. Definir un paradigma hipocrático a partir de los textos hipocráticos es una labor epigenética, externa, a posteriori, que depende en gran parte del contexto interpretativo, hermenéutico del

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lector. Claro que su lectura meditada y uso repetido les confiere cierta opaca unidad. El brillo del texto quizás radica en su diversidad un poco desordenada. La exégesis amorosa y el cuidado clasicista son la mejor manera de acercarse a estos textos fundamentales. Entonces la colección hipocrática no puede ser comparada con un texto moderno, ordenado, sistemático de medicina. Más bien son una recolección de artículos, cortos y largos, sobre diversos temas médicos y con distintos acercamientos a los problemas de la medicina. Hay hasta un texto de historia de la medicina (La antigua medicina) entre ellos. Quizás el Corpus exija del lector una actitud verdaderamente moderna, crítica, y no la acostumbrada apreciación idolátrica al texto sagrado. Durante la larga historia de la medicina, desde la prehipocrática hasta la actual, mucho autores y textos han recibido exagerada admiración como obra sagrada o casi sagrada, por ejemplo el mismo texto galénico durante la Edad Media. Esta admiración ha sido poco útil muchas veces. Encontramos en los consultorios médicos, desde la antiguedad, libros no leídos de celebradas autoridades demostrando la escuela y educación del practicante; esto no prueba la calidad de su experiencia médica. El Corpus fue escrito y reunido para ser útil. Los Aforismos, por ejemplo, son una colección de cortas ayudas a la memoria del médico para su buena práctica. El texto hipocrático sólo pretende ser práctico y útil a la experiencia clínica del médico. Aristóteles, hijo de médico, menciona a Hipócrates como médico famoso y además matiza en un famoso fragmento de su Ética Nicomaquea (a Nicómaco) cómo debe ser la lectura de un texto médico. «Porque no creo» —dice Aristóteles— «que los médicos lleguen a ser buenos médicos por unos textos leídos, aunque esos escritos propongan tratamientos apropiados y técnicas especiales» (nótese, intercalamos nosotros, la consideración de la medicina como tekhné, arte)….» estas enseñanzas sólo son útiles» —sigue el filósofo— «para las personas que ya tienen experiencia y son inútiles para los inexpertos». El texto hipocrático propone ciertas prácticas médicas, pero presupone como fuente de las verdades médicas, la experiencia clínica, no una inspiración divina o una venerable tradición obedientemente leída y seguida. Supone un lector con experiencia clínica. Esto es ya un paso de gigante más allá de las medicinas prehipocráticas y tradicionales que dependen de un texto sagrado o tradicional leído en clave fundamentalista. MEDICINA PREHIPOCRÁTICA EN GRECIA Por otro lado, la medicina hipocrática no surgió del oscuro pasado griego ex-nihilo, como Afrodita de la espuma del mar que recibió el semen o los testículos cortados de

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Urano. Dicho sea de paso, los mitos son importantes en el pensamiento griego, por ejemplo en Platón, como intuición o hipótesis de lo desconocido. Veremos que también en medicina los mitos son importantes, como suspensión de la duda, explicación útil pero luego desechable mientras ignoramos la explicación verdadera. La medicina tradicional griega, prehipocrática, tenía un dios o semidios de la medicina, Esculapio, con templos en todas las ciudades importantes. Los más importantes eran los de Cos y Epidauro, verdaderos hospitales. Porque a estos templos acudían enfermos como a un centro de oráculos. Oráculos y adivinaciones que los «racionales» griegos (o así los queremos ver) nunca despreciaron. El oráculo de Delfos fue importante a todo lo largo de la historia griega. Dice la tradición que en estos templos había numerosas serpientes, que al reptar entre los pacientes dormidos, descubrían a los sacerdotes y médicos, hijos de Esculapio o Asclepíades, sus enfermedades. Muchas otras culturas propusieron el valor terapéutico del soñar y sus sueños antes de Freud y su Interpretación de los sueños (1900). El caduceo de Esculapio, bastón con serpientes, es un símbolo gráfico que acompañará toda la cultura occidental. En estos mitos hay, ocultas en símbolos, muchas verdades médicas. Por ejemplo, y como ya habíamos dicho, Esculapio tenía dos hijas que lo ayudaban en su labor sanadora: Hygeia (la que todo lo previene) y Panacea (la que todo lo cura). Todavía hoy la medicina se mueve entre estos dos polos, a veces contrarios y hasta contradictorios. Hoy por ejemplo afirman algunos epidemiólogos que mucha higiene, el predominio de Hygeia diríamos, lleva a enfermedades autoinmunes en nuestra sociedad contemporánea. Recientemente se publicó en Argentina, que las parasitosis intestinales, signo de poca higiene, previenen las recidivas de la esclerosis multiple, enfermedad autoinmune del sistema nervioso central. En el mito de Esculapio éste aprende la medicina del centauro Quirón y esto subraya que la medicina siempre se aprende de alguien, de algún maestro anterior. La civilización minóica o cretense (más o menos 2000 aC.) es la primera gran cultura griega y mantenía importantes intercambios, según testimonios arqueológicos, con el valle y delta del Nilo. Por ahí recibió la medicina griega una importante influencia egipcia. Algunos afirman que el mismo caduceo de Esculapio es de origen egipcio. La posterior cultura micénica (más o menos 1200 aC., y ya en la península helénica propiamente dicha), desarrolló una importante medicina si hacemos caso a la tradición homérica, un poco posterior. En la Iliada se describen más o menos ciento cincuenta heridas distintas, algunas mortales (era importante distingir una herida mortal para no intervenirla médicamente en exceso) y otras muchas tratadas con higiénica limpieza y vendajes. La ausencia de amuletos e invocaciones a distintos dioses nos evidencia una medicina más práctica y secular, menos sacerdotal. Claro que los dioses seguían interviniendo como causa de las

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enfermedades y la misma Iliada se inicia con una plaga enviada por Apolo contra los ejércitos griegos. Siempre existió en Grecia una medicina popular, tradicional, semireligiosa, como siempre hay en toda la cultura griega un componente irracional, supersticioso, dionisíaco, bajo lo apolíneo, racional que ha sido su mejor herencia. FILOSOFÍA Y MEDICINA GRIEGAS Porque la mejor compañera de la medicina griega fue la filosofía griega. Y el ver en la mejor medicina una filosofía de vida buena, bella y verdadera ha sido quizás lo más admirable del pensamiento médico griego. Si el pensamiento griego nos enseña que la vida no examinada no merece ser vivida (Platón en la Apología de Sócrates), la medicina sin filosofía no merece ser ejercida, diríamos nosotros. Como ya hemos dicho sabemos poco de la vida real de Hipócrates, pero conocemos su relación personal con filósofos y la mejor manera de introducirnos en el conocimiento de la medicina hipocrática es relacionarla con los filósofos de la época, socráticos y presocráticos. Haremos un juego intelectual que consiste en relacionar roles médicos modernos, actitudes médicas diríamos, con algunas escuelas de la filosofía griega. Esto lo hacemos como especulación (del latín speculum, espejo) para vernos reflejados en el pensamiento griego y conocerlo, y conocernos, mejor. El famoso «conócete a tí mismo» fue una máxima anterior al pensamiento clásico, que estaba grabada en la puerta del templo de Apolos en Delfos y fue adoptada como lema por el pensamiento socrático. Además las escuelas del pensamiento griego están grabadas en todo el pensamiento filosófico y científico posterior (para el pensamiento griego original no había mucha diferencia entre filosofía, ciencia y cosmología) y son estilos, modos de pensar actuales. Hay un tipo de médico similar al filósofo presocrático. El presocrático es un filósofo cosmólogo, físico (physician, médico en inglés) que se propone descubrir el origen, la estructura, la substancia (del latin substare, estar por debajo) del universo observado (los phenomena, en griego, frente a los cryptomena, lo escondido). Lo que conocemos del pensamiento presocrático está en fragmentos; quizás esto no es culpa de ellos sino de la azarosa preservación del pensamiento, pero de todas formas los presocráticos parecen poseer una vocación a la información breve. Cada uno de los presocráticos y sus fragmentos parece dedicarse a un problema particular del saber. Tales y otros tratan de establecer el arché, principio del mundo; Parménides trabaja el Uno; Empédocles, los elementos del mundo que son cuatro; Demócrito, el azar y la necesidad; etc. Su gran afán intelectual fue la investigación del mundo, en oposición a la antigua y tradicional interpretación de mensajes que se creían de origen divino. Entender el pensamiento de un sabio presocrático es a veces difícil porque parecen hablar sólo para entendidos, expertos.

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Un médico moderno similar a ellos sería el médico investigador quien estudia fenómenos, y no mensajes crípticos, para descubrir sus causas y mecanismos. Este investigador moderno se dedica a un problema particular, escribe en fragmentos (artículos de revista) y a veces es difícil de entender, sobretodo porque no descubre todas sus cartas a una y quiere probablemente seguir escribiendo artículos sobre el mismo tema. Dicho sea de paso, el esoterismo como conocimiento de capilla o grupo pequeño de pares (peers en inglés) como se dice en la investigación actual, tiene su mejor equivalente en el pensamiento griego del presocrático y matemático Pitágoras de Samos. Otro médico, otro estilo médico, sería el médico socrático y platónico. Sócrates descubría la verdad, o la enseñaba, usando preguntas. Como una partera (maia en griego, de ahí mayéutica el método socrático) el filósofo ayudaba con preguntas al alumbramiento de la verdad. Su principal interés sería la felicidad del hombre y la exploración del hombre, no tanto del cosmos. Sócrates fue acusado de ateísmo (calumnia aristocrática) pero sostiene en la Apología, que el hombre honrado no debe temer los dioses. Platón en La República pretende establecer una sociedad sana y afirma que el ciudadano, después de cierta edad, no debe acudir a los médicos porque él mismo es responsable de su salud. Así un médico moderno de estilo socrático sería aquel admirable clínico que escruta con preguntas la historia del paciente, creyendo su responsabilidad primera el servicio al enfermo, no su exploración inmisericorde, evitando el examen exhaustivo y especulativo del universo del paciente como si fuera un insensible cosmos. Este médico socrático sería fundamentalmente un educador y busca que el mismo paciente se haga responsable él mismo de su salud y enfermedad. Aún siendo agnóstico, no ateo, respeta y no teme las ideas religiosas. El final de su labor clínica sería convencer al paciente de no temer las enfermedades ni la muerte. Lo anterior retrata un poco el ideal clínico de nuestra medicina moderna orientada al paciente, pero hay que decir que muchos médicos en todas las épocas han aspirado a este estilo de medicina clínica. Subrayemos, eso sí, que la medicina de los textos hipocráticos inició conscientemente este tipo de medicina. Hay quienes afirman que la influencia más valiosa de la medicina hipocrática se siente en la conducta médica misma, en el tipo de mirada clínica y ética médica que inicia la medicina hipocrática. Por eso innumerables escuelas de medicina han tomado la costumbre de exigir el juramento hipocrático a sus jóvenes graduandos. Claro que el texto conocido como juramento hipocrático no es el más hipocrático y es de los textos más tardíos y alejandrinos del Corpus. De todas formas ese tradicional juramento expresa ideas como el non nocere, no hacer daño, que es la piedra angular de toda la ética médica y pide otras virtudes como la generosidad, prudencia y lealtad que deben formar parte del carácter del mejor

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médico. Además los otros textos hipocráticos están repletos de una terapéutica prudente, expectante, respetuosa del paciente, ecuánime. Esa es nuestra mejor herencia hipocrática. Hay quienes afirman que el paradigma clínico propiamente hablando tiene su origen en la medicina hipocrática. ¿A qué llamamos paradigma clínico de la medicina? A la idea fundamental de que el objeto primario de la medicina es el enfermo; no los dioses o su satisfacción, no la limpieza del cuerpo o el alma o la sociedad, no el beneficio y poder del brujo o terapeuta, no el cuidado de los soldados para ganar la guerra como en la Iliada, no (y póngase atención a esto) la misma salud de la población. Esto es el paradigma clínico, la idea o ideal detrás de todos los actos médicos. La misma palabra clínico es de origen griego, de kliné que es la camilla o mueble donde el enfermo reposa, se reclina, para ser examinado por el clínico. En este paradigma, el único objeto de la medicina es disminuir el sufrimiento llamado enfermedad del hombre que reclinado se entrega a nuestro examen y cuidado. El objetivo primario de la medicina no es hacer más bello a un hombre sano, ni más eficiente ni mejor trabajador o súbdito. Es únicamente, y lo repetimos, disminuir el sufrimiento que llamamos enfermedad con un segmento de la cultura que llamamos medicina. Para ejercitar este paradigma clínico se hace uso de un oficio que es parte de las diversas culturas de los pueblos humanos en su devenir histórico, se hace uso de un arte, un tekhné en griego. Se hace uso de un saber práctico diría Aristóteles, de una verdad pragmática dirá William James (médico y filósofo) en el siglo XIX. La medicina no es una ciencia, un episteme en griego, un saber teórico diría Aristóteles. Y para concluir la tríada aristotélica de saberes, tampoco es la medicina un saber productivo, no hacemos cosas. Ni siquiera producimos salud muchas veces, porque el concepto actual de salud (Organización Mundial de la salud: OMS) implica un producto social que está más allá de la acción médica y requiere otros muchos oficios sociales. Producir el completo bienestar biológico, síquico y social del ciudadano (definición de salud de la OMS) no es responsabilidad esencialmente de la medicina. Entonces en medicina no hacemos fundamentalmente cosas o teorías, ni producimos como objeto de mercado la frágil salud: tratamos gente enferma, hombres que sufren. Para esto, eso sí, usamos teorías científicas y artefactos tecnológicos. Es un humilde oficio la medicina, lo decimos sin sarcasmo. Esta idea cardinal que hemos llamado paradigma clínico está bien retratada en el primer fragmento del libro del Corpus titulado Aforismos. Es la proposición más famosa de la medicina, la célebre Ars longa, vita brevis… Ha pasado esta frase a muchos otros ámbitos culturales y ha sido traducida de mil maneras, pero pertenece al pensamiento médico más puro y debería ser aprendida de memoria y con orgullo por todo estudiante de medicina. Aconseja el aforismo a un médico joven que el arte es

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largo (la medicina, verbigracia.), la vida breve, la decisión difícil, la situación peligrosa, la ocasión efímera… Imaginamos que el aforismo está dirigido a un médico joven porque el médico maduro ha comprobado ya todo esto en su experiencia clínica. Es sorprendente que la proposición no use la idea de salud; habla de decisiones, situaciones y ocasiones siempre en la realidad clínica, no propone utopías ni dora la píldora, podríamos decir. A mediados del 2006 se publicó en JAMA, revista de la Asociación Médica Americana (EE.UU), un artículo mostrando que los Estados Unidos gastaba el doble en salud que muchos otros países ricos (pe. Reino Unido) y tenía índices de salud mucho más bajos que ellos. El estudio parece bien controlado, sólo compara personas de raza blanca en EE.UU e Inglaterra, y sugiere múltiples explicaciones. Lo interesante es que un comentarista llegó a esta conclusion en el New York Times: «La idea principal de este estudio, y parece cierta, es que el acto médico no produce salud». O sea que la salud depende de un montón de condiciones culturales distintas a la medicina. Expectativas sociales, condiciones ocupacionales, geografía, genética, política, economía, todas ellas producen o no producen salud y no pertenecen a la medicina. Podríamos parafrasear al aforismo hipocrático diciendo que el arte de la medicina es largo y difícil, y su objeto principal es el enfermo. Esto es el paradigma clínico hipocrático. Platón dirá en La República que la salud es responsabilidad del ciudadano (y del rey-filósofo, imaginamos, que no es médico). Por todo esto el médico hipocrático, volviendo a las escuelas griegas de pensamiento, es de talante socráticoplatónico. Para continuar nuestro juego cultural iniciado más arriba, hay médicos sofistas. Un médico sofista sería un médico retórico cuyo principal interés es refutar ideas contrarias y conseguir discípulos. Ahora, lo retórico no debe ser visto como calificación peyorativa. Veremos como la retórica será una parte esencial de la educación medieval (con la gramática y la lógica constituían el trivium universitario) que fundamenta las primeras escuelas de medicina, de eso hablaremos después. En el discurso médico contemporáneo es importantísimo convencer a los pares y en el acto médico usual es fundamental educar y convencer al paciente, de tal forma que la retórica es un elemento importante del armamentario médico moderno. La verosimilitud, el parecer verdad, es básica en la epistemología moderna post-positivista ya que la verdad completa y real, médica o no médica, parece estar fuera de las posibilidades humanas corrientes. Es interesante recordar que el conflicto socrático con los sofistas surgía en gran parte por el utilitarismo y codicia de los sofistas. Diríamos entonces que en medicina es permitido ser sofista, pero no vivir de sofismas y seducciones médicas. Tenemos médicos sofistas, es importante que su actividad sea ética.

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También hay médicos de talante aristotélico, peripatéticos que, extendiendo la alegoría, caminan rodeando el sufrimiento (peri, alrededor en griego) mientras enseñan y escriben detallados textos. Ha habido siempre, ya lo mencionamos en la discusión de las medicinas tradicionales, una medicina de biblioteca. Esto no es necesariamente malo y veremos después que es la característica patognomónica de la medicina galénica, sobretodo en la medicina medieval intensamente aristotélica (pe., Avicena). Es interesante constatar que Aristóteles escribió mucho de biología y poco de medicina. Un médico aristotélico está más interesado en la biología de los problemas que en disminuir el sufrimiento humano que llamamos enfermedad. La medicina actual debe cuidarse de grandes instituciones más interesadas en investigar y publicar que en tratar enfermos. Ya decía un graffiti en aquel París de 1968: «Más viven del cáncer, que mueren de él». Para terminar, hay médicos eclécticos cuyas verdades médicas son mezcla de muchas teorías subyacentes (el peligro de ser ecléctico estaría en no conocer o reconocer nuestras teorías fundamentales). Hay también médicos cínicos de un escepticismo feroz (como Diógenes) y con buenas intenciones por debajo del discurso burlón. De médicos de herencia estoica hablaremos después. En todos estos estilos médicos, y escuelas filosóficas, hay gente admirable que contribuye, y mucho, al bienestar general, a la elusiva salud social. Lo importante para un médico contemporáneo es ser consciente de su estilo y evitar sus excesos (los del estilo). Los filósofos profesionales no estarán muy de acuerdo con esta revision lúdica que hemos hecho de las escuelas del pensamiento griego de la Edad de Oro, pero ojalá recuerde el lector que cada cual debe ser griego a su manera como decían los neoclasicistas alemanes de la Ilustración del siglo XVIII. PARADIGMAS HIPOCRÁTICOS El otro pilar de la medicina hipocrática, además del paradigma clínico de enfocarse en el paciente individual, es la idea de la enfermedad explicada como desequilibrio. Esta idea quizás no es un hallazgo original de la medicina hipocrática pero esta medicina encontró en el desequilibrio el primer concepto patólogico moderno y el concepto axial de su terapéutica. El paciente y su realidad clínica estaban por encima de cualquier interpretación religiosa o tradicional, y la explicación fundamental de su sufrimiento era el desequilibrio: esta es la esencia de la medicina hipocrática y lo que nos legaron, en resumen. La idea de salud como equilibrio y enfermedad como desequilibrio se pierde en las auroras de la historia médica. La medicina india y la china tienen importantes discusiones en torno a elementos y humores y cómo su exceso o defecto causa muchas enfermedades. Ha existido cierta controversia sobre si la medicina humoral clásica (salud como equilibrio de humores) es de origen oriental u occidental. Algunos suponen

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que cuando Alejandro, el Magno, llegó al valle del Indo (326 aC.) los médicos griegos entraron en contacto con las ideas indias sobre el equilibrio de humores. Una minoría cree, por el contrario, que los griegos llevaron al sub-continente indio la medicina humoral. Ninguna de estas dos posiciones explicaría la evidencia de pensamiento médico humoral en el Mediterráneo y Oriente más cercano antes de la conquista macedonia. Pero nadie puede dudar que las guerras de Alejandro produjeron una fertilización cruzada entre Oriente y Occidente. Por ejemplo, después de la conquista griega de Persia y Afganistán los budistas empiezan por primera vez a tallar figuras humanas del Buda (como los colosales budas de Bamiyán que los fundamentalistas e iconoclastas talibanes destruyeron en 2001). Estas figuras a veces representan el sufrimiento del Buda después de su prolongado ayuno y antes de su iluminación, siendo esta la más antigua iconografía de la caquexia (desnutrición avanzada) o aún de la facies hipocrática propia del enfermo agonizante según la medicina griega. La teoría de los humores y la idea de salud como equilibrio de humores o elementos aparecen en los filósofos presocráticos y pitagóricos. El presocrático que más claramente habla de elementos, cuyas cualidades combinadas darían más tarde lugar a los humores corporales, es Empédocles, italiano de la magna Grecia (Sicilia y sur de Italia). Empédocles habla de cuatro elementos (fuego, aire, agua, tierra) cuyas cualidades mezcladas (caliente, frío, húmeda, seca) dan lugar a los humores del cuerpo en la medicina hipocrática y posteriormente en la galénica (sangre, flema, bilis amarilla y bilis negra) con reservorios en distintos órganos (corazón, cerebro, hígado y bazo). Pero quizás más importante es la explicación que da Empédocles de cómo surgen los seres vivos por un proceso de ekkrisis (diferenciación, separación) de una caótica mezcla primigenia de elementos. Esta palabra o concepto, krisis, es fundamental en la medicina humoral y toda la medicina clásica; de ahí vienen los días críticos, decisivos, de muchas enfermedades de los que se habló hasta el siglo XIX; de ahí surgen las actuales unidades de cuidado crítico en nuestros hospitales y hasta la misma noción de triage en la medicina de urgencias. Ya hemos mencionado que la idea de crisis como separación y formación (casi coagulación de elementos) se ha asociado a la cocina y a lo femenino con sus días y ciclos críticos. Se suponía que lo masculino era estable y sin crisis. En esta cosmología presocrática de Empédocles aparecen ya conceptos que la medicina hipocrática y todo el pensamiento médico posterior usarán por siglos. Se puede hablar de cosas concretas que están en equilibrio o desequilibrio en el cuerpo y este será un poderoso mecanismo para explicar muchas enfermedades. Tan poderoso es este paradigma, que aún hoy el cuidado crítico gravita en torno a mantener en equilibrio fisiológico los pacientes en las dichas unidades de cuidado crítico, equilibrio

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que exagerado puede ser peligroso. Por ejemplo el nivel de hemoglobina de un paciente en falla renal crónica está óptimamente dos gramos o tres por debajo de la concentración normal, del equilibrio usual diríamos, y subir esta concentración al rango equilibrado normal manteniéndola forzadamente allí puede ser iatrogénico, deletéreo. Hay quienes afirman que la homeostasis y el milieu intérieur de Claude Bernard en el siglo XIX tuvieron su origen en la fisiología elemental y humoral de los presocráticos. Pero hay un concepto y palabra más cardinal y más antiguo en el pensamiento médico hipocrático. La palabra physis es el eje de gran parte del pensamiento filosófico y médico de la Grecia clásica. ¿Qué denota la palabra physis?: es el cómo son las cosas y cómo deben ser, casi como el Tao en el pensamiento chino. Podríamos decir que es la norma, ley o fuerza, la energía, que saca los entes, por crisis, de la sopa primigenia de elementos y les indica una manera de ser. Posteriormente los estóicos dirán que la physis, ya casi divinizada, atraviesa todo el cosmos y lo ordena. En latín se traduce como natura (naturaleza) de natu (nacimiento) y como discutiremos es igualmente un concepto central en la medicina galénica. Es tiempo ya de decir que la medicina galénica se juzgaba la heredera natural de la medicina hipocrática (veremos que no es tan cierto). Para muchos la idea de physis es la idea central del pensamiento greco-latino. Su influencia ha llegado hasta nuestros días, hasta nuestra misma idea de ley natural en la ética y hasta nuestra misma teoría de la evolución. Podríamos decir que en el pensamiento darwiniano primitivo la adaptación de las especies era adaptación a la naturaleza, a la physis, al orden cósmico. Hoy sabemos que no es así del todo y muchas veces sobrevivimos, los que sobrevivimos, sin mucha lógica. Pero el concepto de un orden fundamental, fisiológico, es poderosísimo en la medicina y ha generado innumerables explicaciones patológicas. Es una idea útil, sí, pero debemos ser conscientes de que es una teoría, una manera de ver las cosas, no una verdad absoluta que explica todo los estados patológicos como no fisiológicos. Aún en el pensamiento hipocrático no todo giraba en torno a la physis. Se dice que en el mismo Corpus se detectan dos escuelas de pensamiento médico. La escuela de Cnido o Cnidos más fisiológica, especulativa, más cercana a nuestra así llamada medicina holística. Y la escuela de Cos más localista, organicista, más cercana al enfoque práctico de las enfermedades. No todo es equilibrio de humores en la medicina hipocrática, es bien conocida su explicación de la histeria como migración corporal del útero produciendo extrañas conductas en la mujer y proponiendo su fijación (?) como terapia recomendada. De hecho la síntesis que llamamos hoy medicina humoral clásica es una elaboración y formalización galénica de las ideas, no tan ordenadas, de la medicina hipocrática. Pero la explicación básica de las enfermedades por la medicina hipocrática fue el

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desequilibrio de humores o elementos, no la lesión orgánica que propone la posterior medicina alejandrina (véase capítulo 4). Y este contraste y discusión lo podremos seguir a todo lo largo de la medicina occidental, médicos holísticos que ven la salud como equilibrio y médicos que ven la enfermedad como lesión o daño orgánico (luego tisular, después celular, ahora en nuestros días molecular). En resumen, la medicina hipocrática usa tres paradigmas íntimamente relacionados. Primero, el paradigma clínico que ve al paciente como realidad esencial de la medicina. Segundo, el paradigma patológico que interpreta la enfermedad como desequilibrio. Tercero, el paradigma que propone la physis como fuerza que preserva el equilibrio cósmico e individual. Estas tres ideas generaron una medicina admirable que debemos conocer mejor porque fundamenta una buena parte de nuestras actitudes y actos médicos. Nos detendremos ahora en algunos aspectos particulares de la colección hipocrática. CONCEPTOS Y TEXTOS HIPOCRÁTICOS En el Corpus se encuentra la que podríamos llamar acta de independencia de la medicina, independencia de la magia y religión tradicional. Se halla en el inicio del libro titulado Sobre la enfermedad sagrada. Para muchas culturas antiguas las epilepsias, que son varias entidades neurológicas, eran enfermedades sagradas producidas por la posesión de un dios o demonio (pe. los endemoniados que aparecen en los evangelios sinópticos). El libro hipocrático comienza diciendo: «Vamos a hablar de la enfermedad llamada sagrada» (nótese el tono coloquial del discurso) «que no es más divina ni sagrada que las otras enfermedades». Y sigue, «Esta enfermedad es causada como todas por la naturaleza (physis) y los hombres la han llamado sagrada por ignorar su causa y no comprenderla….si esto fuera correcto muchas enfermedades serían sagradas», concluye. El texto parece burlarse de ciertas interpretaciones explicando si el enfermo epiléptico se comportaba como un chivo que esto era era por posesión de Hera, si tenía pesadillas era por posesión de Hécate y así proseguían dando un contenido simbólico a los síntomas y signos de la enfermedad. Siempre se había pensado que las enfermedades, como planteamos al discutir la medicina prehipocrática, eran signo de realidades más allá del paciente. De este pensamiento analógico, mágico, se independiza la medicina hipocrática. Nótese también que el ignorar la causa de una enfermedad no la hace sagrada. Descubrir las causas de las enfermedades, y estas en la naturaleza, fue el gran empeño de los hipocráticos. Hoy tenemos un grupo de enfermedades que llamamos de etiología oscura o causa desconocida, pero al hipocrático eso lo escandalizaba ya que tenía que

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oponerse al paradigma anterior en el cual la causa de las enfermedades era la acción de dioses malévolos. El hipocrático tenía que encontrar una causa no divina, natural, de las enfermedades y esto llevó a una arborescente especulación etiológica. Cuando un invitado se nos acerca en una fiesta al saber que somos médicos y nos pregunta: ¿Cuándo van a encontrar la causa del cancer?, está motivado por la misma desesperación de los griegos por encontrar la causa de las enfermedades. Se dice que Demócrito de Abdera, padre del atomismo, decía preferir descubrir una sola causa a reinar sobre Persia. Todo el pensamiento griego médico se preocupa por descubrir la causa de los fenómenos y las enfermedades estableciendo que no se deben a criptómenos (de kryptos, escondido) ni a irracionales dioses, sólo a la naturaleza, a la physis desequilibrada. Esta búsqueda de las causas fue beneficiosa en cuanto originó el pensamiento científico moderno, pero no es tan útil si paraliza la inteligencia práctica al no descubrirse todas las causas de los fenómenos patológicos. Por eso después fue tan revolucionario el pensamiento médico anetiológico de la medicina en Alejandría. Los textos hipocráticos muestran una sana preocupación por la causa de las enfermedades que no obstaculiza, «escandaliza» (de skandalon, piedra suelta que hace caer al que camina, adoquín que hace tropezar) o impide su tratamiento. Al parecer en Sobre la enfermedad sagrada se discute también el sitio, el lugar orgánico, de la epilepsia y se asigna al cerebro. Esto es una manera de pensar en sedes, lugares patológicos, que es muy propia del pensamiento médico y ha sido fertilísima a lo largo de la historia de la medicina. Hay que recordar solamente que la gran obra de Morgagni (1761), cuya importancia no puede ser exagerada, se intitula De la sede y la causa de las enfermedades por indagación anatómica. Aparece con los hipocráticos (con ciertos vestigios que lo sugerían en la medicina anterior) la preocupación por establecer la sede de las enfermedades. Como ya dijimos, no todo es equilibrio y desequilibrio holístico en el Corpus, hay un empeño en establecer el sitio corporal de las enfermedades. Al escoger el cerebro como lugar patológico de la epilepsia el texto hipocrático se opone a todo el pensamiento biológico que proponía el corazón como sede del alma y órgano de la voluntad. El mismo Aristóteles, sabio pero no médico, hablaba del corazón como centro del alma y del hombre, al observar que esa víscera era la primera que se movía en el individuo in utero. No era mal embriólogo el Stagirita y el problema de cómo se inicia y se mantiene moviendo nuestro motor cardíaco, sigue preocupando a la biología humana hasta nuestros días. Para el pensamiento aristotélico y para el mismo Harvey (De motu cordis, 1628) esto se debía al primer motor, Dios. De todas formas atribuir al cerebro la epilepsia fue una gran intuición de la medicina hipocrática, aunque para la medicina humoral galénica el cerebro era poco más que un reservorio del humor frío y húmedo llamado flema (de ahí viene el carácter flemático, cerebral, de muchos galénicos).

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Otro texto importante de la colección hipocrática es el Aires, aguas y lugares. Algunos se atreven a decir que la epidemiología médica comienza en este tratado y a veces perdemos de vista la innovación que este texto trajo al pensamiento médico porque estamos acostumbrados a pensar en vectores, huéspedes y medio ambiente. Hasta aquí las enfermedades eran un proceso entre el hombre y sus dioses, por eso era importantísimo adivinar la conducta humana que había ofendido a los dioses o trastornado el equilibrio cósmico. Toda enfermedad era en principio venganza de los dioses o del universo desequilibrado. Toda enfermedad era acción de alguien o algo sobre el paciente y no efecto de la compleja relación del hombre con su medio. Uno puede decir que para el pensamiento hipocrático una buena parte de las enfermedades era producto del clima y eso lo habían pensado muchos hombres antes, pero la innovación hipocrática va mucho más allá. Hay una exploración detallada del entorno del paciente interrogándolo sobre su vivienda, dieta, hábitos, etc. Esto no nos parece sorprendente ahora porque estamos en una medicina que subraya y privilegia el paradigma infeccioso de las enfermedades; pero para esa época, cuando aún no se hablaba de microbios como causa de enfermedad, interrogar al paciente sobre las cosas de su entorno, no sólo su conducta personal, muestra una sutileza clínica admirable. La enfermedad ha dejado de ser un evento en la vida individual por pecado, culpa, impurezas rituales y ha comenzado a ser un proceso complejo de relación entre el hombre y su medio ambiente. Se ha exteriorizado la enfermedad y deja de ser un sufrimiento privado, casi pecaminoso, para convertirse en un hecho más de la geografía e historia públicas. De hecho la enfermedad se comparte con otros hombres con distinta vida personal pero en el mismo medio circundante y esto es un avance en el pensamiento médico. Pero lo más importante no es que este análisis haya producido una epidemiología moderna, no existían las ideas para hacerlo así, sino el haber generado el más importante instrumento de diagnóstico médico: la historia clínica. Si observamos el proceso diagnóstico de un médico prehipocrático veremos que adivina la enfermedad, a veces sólo observando al paciente, y pasa al tratamiento rápidamente sin agotar la exploración del entorno del enfermo. Es triste que aún hoy muchos médicos de estilo hechicero lo sigan haciendo así. El médico hipocrático por el contrario es sistemático en preguntar sobre el origen y procedencia del paciente, antecedentes familiares y nutricionales, etc. Estos elementos diagnósticos son todavía la columna vertebral de nuestro proceso diagnóstico y los expertos en lógica diagnóstica afirman que la gran mayoría de los diagnósticos se hacen con la sola historia clínica. Por otro lado, este interrogatorio minucioso exigía un médico conversador. Tradicionalmente se dice que el médico hipocrático hablaba largamente con el paciente antes aún de tocarlo. Había una detallada semiología médica verbal (semiología en el

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sentido médico de técnica diagnóstica por signos y síntomas). Este es uno de los aspectos más humanos que hemos heredado de la medicina hipocrática. También subraya este hecho la necesidad que el médico comparta con el paciente lenguaje y cultura. Y es conveniente que el médico sea tan culto como el paciente para mantener la comunicación abierta. Si el enfermo habla de don Giovanni, hay que hablar de óperas, si habla de secretariat de caballos, si habla de Sophia Loren de mujeres; así alargamos el intercambio y vamos haciendo el diagnóstico. Por eso se dice, el médico que sólo sabe medicina ni medicina sabe, y no debe ejercerla. El tratado llamado Del pronóstico, por el contrario, subraya el examen físico. Explica cómo debe examinarse el enfermo, como sentir la fiebre, palpar el cuerpo, localizar los dolores, observar heces, esputo, vómito y orina. En este fragmento del Corpus se halla la famosa descripción de la facies hipocrática: ojos hundidos, nariz aguileña, piel tensa y seca, color amarillento; este aspecto cadavérico del paciente pronosticaba su muerte según en el texto hipocrático. Para el médico era importante conocer la próxima muerte del enfermo, o sea el pronóstico de la enfermedad, y había otros signos como el querer levantarse de la cama, mover espasmódicamente las manos, arrancar hilos de las sábanas, etc. Este pronóstico era una parte importante de la intervención del médico y se esperaba que dijera a la familia lo que iba a ocurrir. El médico por su parte detenía ciertas acciones terapéuticas, porque como se dice en otra parte, en Aforismos: «al moribundo no lo toques». Este último consejo hipocrático nos puede parecer un poco extraño e inhumano en nuestra época de medicina intervencionista y costosos cuidados a los agonizantes en nuestros hospitales. Pero para el pensamiento griego la muerte era parte de la vida, no una enfermedad propiamente dicha, y debía afrontarse con estoicismo. La Apología de Socrátes escrita por Platón es una preciosa narración de una bella muerte, euthanatos en griego y ese sería el ideal (aunque no todos beberemos cicuta en nuestros momentos finales). Ahora, el pronóstico de la muerte exige un instrumento conceptual: el definir y conocer la historia natural de la enfermedad. En la medicina hipocrática aparece ese gran adelanto médico, la idea que las enfermedades cursan de una manera regular y predecible siguiendo su historia natural. Ya hemos dicho que el médico hipocrático era un gran observador clínico y se describieron en muchas enfermedades días críticos y signos prognósticos (pro-gnosis, conocer antes lo que va a ocurrir después). La noción de días críticos es fundamental en la medicina hipocrática y por eso el primer aforismo habla de la situación difícil y la ocasión efímera. En la medicina hipocrática hay un momento definido para ciertos actos médicos en las enfermedades estudiadas por ellos. Este concepto siguió siendo muy útil en la medicina hasta entrado el siglo XX, quizás

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hasta el descubrimiento de drogas eficaces como los antibióticos que cambiaron la historia natural de muchas enfermedades. Por eso se mantenía en la cama de los pacientes una tabla de temperatura corporal cuando lo único que se podía hacer a veces era observar el curso de la enfermedad. Pero el concepto de historia natural puede llevarnos a ciertas falacias médicas. Discutiremos a lo largo de este libro cómo un error peligroso y frecuente en la medicina es considerar entes a las enfermedades. Las enfermedades son procesos que no existen por fuera del cuerpo enfermo y considerarlas cosas nos lleva a errores serios. Si hablamos continuamente de historia natural de las enfermedades eso nos lleva a considerar las enfermedades cosas, casi que animales extraños de conducta monstruosa como en las viejas historias naturales míticas. Entonces el instrumento pronóstico descubierto por la medicina hipocrática, la historia natural de las enfermedades, puede ser usado en exceso. Depender de ella en decisiones equivocadas no es infrecuente. Los días críticos pueden ser inesperados o no ocurrir en el curso de la enfermedad. La enfermedad no es un proceso fijo, no es un objeto, no es una cosa, es siempre una suposición, una hipótesis de trabajo, una idea usada como instrumento para disminuir el sufrimiento del paciente. Eso no nos excusa de ese difícil arte del pronóstico del paciente, siempre procurando disminuir su sufrimiento. Un tratado verdaderamente peculiar en la colección hipocrática es el llamado De la antigua medicina. Por primera vez se describe una medicina antigua, poco útil, frente a una actual, en este caso la hipocrática, mejor. Podría decirse que es un intento de historia y crítica del pensamiento médico anterior. Esto no había ocurrido antes; la medicina prehipocrática y tradicional es considerada casi siempre un saber milenario y su práctica es seguir unos textos o acercarse a una sabiduría mítica, casi siempre establecida por dioses o autoridades legendarias. Diríamos que por primera vez el conocimiento reconoce el progreso en técnicas e ideas, deja de ser tradicional. ¿Por qué progresa la medicina? El texto afirma que la medicina es una tekhné, un arte, producto de la experiencia. Y esta experiencia, tras fracasos y aciertos, lleva al progreso. Podríamos decir que si antes la medicina se independizó de la religión en De la enfermedad sagrada, aquí la medicina se independiza de la medicina tradicional antigua, prehipocrática. Y aquí privilegia como fundamento del progreso médico la experiencia clínica. Hay que subrayar que la medicina hipocrática es esencialmente una nueva mirada enfocada en el enfermo y su entorno, una nueva experiencia de la enfermedad por fuera de la tradición oral o escrita. El texto parece despreciar y casi burlarse de los médicos filosofantes anteriores que intentaban explicar las enfermedades por la cosmología. La enfermedad no es entonces el producto de una mala relación entre macrocosmos y microcosmos; es un hecho

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natural, fisiológico en el sentido original de la palabra, efecto de las relaciones entre el enfermo y su medio. Es sorprendente que a pesar de lo variado y un poco desordenado de la colección hipocrática podamos detectar un pensamiento médico integral y coherente (nótese como las mismas palabras y conceptos aparecen en los diferentes tratados ilustrando teorías coherentes y complejas). En Sobre la naturaleza del hombre aparece ya, más elaborada, la teoría de los humores. Esta teoría es central en la patología hipocrática (patología como entendimiento de la enfermedad, no nuestra patología anatómica) y también en la galénica y en casi todo el pensamiento médico del Occidente hasta mediado el siglo XIX. Los humores del cuerpo humano eran la sangre, la flema o pituíta, la bilis amarilla y la bilis negra. Se contenían estos humores en cuatro reservorios orgánicos (corazón y vasos, cerebro con glándula pituitaria, hígado y bazo respectivamente). En esta obra se define la salud como la combinación proporcionada de estos humores, en cantidad y calidad, con mezcla completa de ellos. El dolor o sufrimiento (pathos en griego), la enfermedad, ocurre cuando uno de ellos se aísla en cantidad pequeña o grande en sus reservorios o en otra localización, o no se mezcla apropiadamente por deficiencia del humor específico. Aquí entran en juego las cualidades de esos humores y su acumulación puede llevar a exceso de calor (fiebre) o frío (catarro, que es la pérdida de flema a través de las mucosas cercanas al cerebro), bilis amarilla (ictericia por daño hepático) o bilis negra (depresión o melancolía, de melanos, negro). Estas interpretaciones humorales de la enfermedad llevaron a una terapia apenas lógica: restablecer el equilibrio de los humores. La medicina hipocrática lo intentaba con cambios en el habitat y el estilo de vida del paciente, la dieta, unas pocas drogas y algunas escasas maniobras físicas. Es dudoso que en la medicina hipocrática se hicieran sangrías habitualmente, y nunca con la frecuencia que se harían en la medicina galénica y humoral posterior. En general, era pues una medicina poco intervencionista. Repetimos que esta medicina humoral se elabora y perfecciona en la medicina galénica. En los textos hipocráticos aparece a veces sólo esbozada o supuesta. En el libro que comentamos (Sobre la naturaleza del hombre) es donde la encontramos más explícita y detallada. Su influencia cultural extra-médica más perdurable se da en el análisis de la personalidad humana como caracteres humorales. El sanguíneo será cálido, extrovertido, falstaffiano. El flemático sera frío, cerebral. El melancólico será triste y el colérico, iracundo. Posteriormente se asociaron a cada uno de estos tipos humanos algunas enfermedades. La aplopejía (infartos y accidentes cerebrovasculares) era propia del sanguíneo. Los catarros y cefealeas propios del flemático. La ictericia y falla hepática, con dolores cólicos, propios del colérico con exceso de bilis amarilla. Las enfermedades del bazo eran oscuras y misteriosas produciendo depresión y suicidio. No podemos negar que el sistema era coherente.

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Al comentar la colección hipocrática no podemos dejar de mencionar el famoso «juramento hipocrático». Ya hemos dicho que su origen parece ser alejandrino y las copias más antiguas de él son de la época romana. Así que no es muy hipocrático que digamos. Su importancia ética de todas formas es indudable. Prohíbe formalmente el aborto y parece prohibir la eutanasia activa al no permitir la preparación de venenos. En algunas versiones se exige el secreto profesional. Se pide la benevolencia del médico, más allá de su eficacia. Algunos eticistas contemporáneos han analizado y vuelto a analizar el juramento, exegéticamente y hermenéuticamente (buscando el sentido original y discutiendo el sentido verdadero) para intentar basar la ética contemporánea en ese texto hipocrático tardío. Eso nos parece labor futil, además poco hipocrática porque la medicina hipocrática nunca adoró textos, tradiciones o ídolos falsos. La mejor manera de venerar lo hipocrático, y debe ser venerado, es leer y comprender los textos hipocráticos, meditando sus enseñanzas, no siguiendo sus prescripciones médicas o éticas cual lectores fundamentalistas de un texto sagrado. La medicina hipocrática conocía bastante bien los huesos del cuerpo y reducía fracturas bastante bien. Todavía es conocida y usada la llamada maniobra hipocrática para volver a colocar el hombro luxado en su posición normal. Parece que el gran interés en la gimnasia y juegos deportivos (con luchadores desnudos en los gimnasios para escándalo de las otras culturas mediterráneas) llevó a un adecuado conocimiento de músculos y articulaciones. No parece mostrar, distinto a la egipcia, un gran interés en los órganos digestivos a pesar que la dieta es su principal arma terapéutica. Por supuesto que se desconocía la circulación de la sangre y el único papel de los pulmones era enfriarla. Ya hemos dicho que aunque se sitúa la causa de la epilepsia en el cerebro, el corazón era el centro de la vida y principal mezclador de humores. Ya hemos dicho que la piedra angular de la terapia hipocrática es la dieta. La dieta era ayudada por cambios en el estilo de vida, gimnasia, ejercicios físicos, masajes y baños. Esto ha llevado a considerar la medicina hipocrática una medicina blanda, cercana a la así llamada «medicina de estilo de vida» de nuestros días. Y quizás esto se diga con cierto desprecio tecnológico, pero esta medicina era útil y sin duda beneficiosa a sus enfermos. El que no curare algunas cosas que nosotros curamos es discutible, porque hay un montón de cosas que nosotros no curamos que en esta medicina y otras han sido tratadas con buen cuidado médico. La farmacología era ancilla, sierva en latín, de la teoría humoral. Se usaban purgantes como el eléboro negro y el ricino, bebidas calientes como sudoríficos, diuréticos como el jugo de apio y perejil o esparrágos (de olor característico en la orina), astringentes que supuestamente secaban humores y narcóticos como la belladonna y el opio. Todo esto en procura del equilibrio o eliminación de humores.

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ARISTÓTELES Por fuera de la colección hipocrática el biólogo más importante del pensamiento griego fue Aristóteles. Y aunque no era médico ni escribió mucho de medicina (como sabemos escribió sobre casi todo lo demás) su obra ejerció una gran influencia en la medicina, directa e indirectamente. Directamente como información muchas veces errada y nunca dudada por siglos y siglos (por ejemplo que el hombre tenía más dientes que la mujer, lo que puede ser un error epidemiológico clásico porque las mujeres viven más años que los hombres y pierden más dientes, o sea mueren con menos dientes). Indirectamente por la gran influencia de su racionalidad y sistematización del conocimiento. Aristóteles dividió los animales en animales sin sangre, animales con sangre fría y animales con sangre caliente, y esta es todavía una división relativamente válida para nuestra biología. Los tejidos transforman a la sangre en sí mismos como una forma de nutrición y esta idea era revolucionaria porque consideraba a la sangre un tejido nutricional y le quitaba gran parte de su magia. Este rol nutricional de la sangre (en gran parte aún válido ahora que hablamos de migración extravascular de células sanguíneas y células madres circulantes en la sangre) servía para explicar la reproducción, otro gran interés de Aristóteles. La sangre menstrual era preparada por la madre para nutrir al feto y dar lugar a sus tejidos, formados y regidos por el semen del padre que la transformaba. La madre (mater y matrix, en latín madre y matriz, útero) era la materia en lenguaje aristotélico y el padre la forma. Si la sangre uterina no era transformada por el semen paterno se expulsaba y perdía en la menstruación. Como vemos algunas de estas ideas son, sorprendentemente, aún útiles, pero la mayoría son especulaciones erradas. El problema histórico consiste en que fueron tan bien formuladas que nadie dudó de ellas por siglos. Aristóteles se sale un poco de la medicina hipocrática porque se convierte en una autoridad gigantesca e infalible (en filosofía, biología y otros campos) y esto no es característico del talante hipocrático que no veneraba individualidades sabias como lo hacían las medicinas tradicionales y lo haría la medicina galénica. FIN DE LA MEDICINA HIPOCRÁTICA ¿Cómo acaba la medicina hipocrática? Acaba con la era de Pericles, en una gran epidemia que es llamada la peste de Atenas o de Pericles. En la historia humana ya habían ocurrido innumerables epidemias y pestes, unas se recordaban en leyendas, otras con testimonios escritos como las crónicas chinas de

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epidemias. Pero la peste de Atenas es la primera narrada y descrita por un gran historiador, Tucídides. Este historiador vivió los hechos y los describió con gran exactitud. Además, Tucídides es distinto a Herodoto (más viajero éste y de estilo sofista), por lo tanto discute aspectos políticos y sociales de la enfermedad y la Guerra del Peloponeso con claridad jónica. Atenas había salido de las guerras persas y de aquellas gloriosas batallas de Maratón y Salamina con gran poder y gloria. La era de Pericles llenó a la ciudad de esplendorosos edificios que aún admiramos en ruinas y los productos literarios y filosóficos de este tiempo son eternos, clásicos. Uno de ellos es precisamente la medicina hipocrática y la mayoría de sus textos. Pero en el año 431 aC. comienza la terrible y costosa Guerra del Peloponeso entre Esparta y Atenas. Esparta dominaba la tierra y Atenas el mar. Confiada Atenas en su flota se aísla en la ciudad que es sitiada por Esparta. Ocurre entonces una gran concentración de población en la urbe. Estos dos hechos, guerras y concentraciones urbanas, explicarán la mayoría de las epidemias modernas a través de la historia de la medicina. En el año 430 aC. empiezan a morir atenienses por una enfermedad bien descrita por Tucídides. Cursaba con fiebre alta, piel eritematosa, garganta enrojecida, sed intensa y estupor mental. Se decía que la plaga había comenzado en África, en Etiopía, y por Egipto había llegado a Grecia. Esta es otra de las características de las epidemias en el pensamiento médico usual, siempre comienzan o llegan de un lugar extranjero. De ahí viene el nombre epidemia, epi-fuera y demos-pueblo. Se supone que murió entre un 30% y un 60% de la población de Atenas. La desmoralización y descontrol social fueron catastróficos. Tucídides lo narra admirablemente. Dice que la gente perdió el miedo a los dioses y las leyes eran inútiles porque la muerte era inminente y no sobrevivirían jueces en la ciudad, los ciudadanos se volvieron glotones, alcohólicos y licenciosos. El mismo Pericles muere en ella y Atenas empieza a perder la guerra y después de ventisiete años (404 aC.) es derrotada y sus murallas demolidas. Innumerables historiadores han tratado de dilucidar de qué enfermedad se trataba. Las opiniones mayoritarias fueron que se trataba de tifo exantemático, peste bubónica, influenza o una eruptiva tipo escarlatina. Ninguna de estas enfermedades satisfacía por completo la descripción de Tucídides. Hoy se ha llegado a una conclusión microbiológica. Con estudios de PCR, reacción de polimerasa en cadena, en el año 2006 se comprobó la existencia de DNA bacteriano en restos óseos de aquella época: la epidemia fue una gastroenteritis causada por una especie del género Salmonella y probablemente la podemos llamar fiebre tifoidea. Esa es una bacteria que no viene de tierras lejanas, se transmite por el agua y secreciones humanas, y es frecuentemente epidémica en situaciones de hacinamiento.

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El deterioro social que sigue a la peste y la Guerra del Peloponeso acaba con Atenas y su gloria, incluyendo la medicina hipocrática. Por otro lado termina toda una gran era de polis orgullosas e independientes en Grecia. La península es invadida y unificada por los bárbaros macedonios, a pesar de la oratoria de Demóstenes que es el más antiguo terapista del lenguaje (hablaba con la boca llena de piedrecillas ante el mar para mejorar su voz). Las epidemias tienen otro efecto devastador para el pensamiento médico. Siempre se empieza a dudar con nihilismo de la medicina de la época y esto lleva al cambio de paradigmas médicos. Esto ocurrirá de nuevo en la medicina galénica con la peste negra, 1348 dC., al final de la Edad Media. ¿Qué hemos visto hasta ahora? Una medicina que es parte de la cultura y no es sino una larga meditación, a lo largo de muchas épocas históricas, sobre la enfermedad. Antes de Hipócrates, en las medicinas tradicionales, las enfermedades ocurrían siempre en el hombre por intromisión de fuerzas cósmicas, divinas o no, y se adivinaban y descubrían más que describirlas clínicamente. En la medicina hipocrática hay un cambio de paradigma, o paradigmas, con aparición del que hemos llamado paradigma clínico (el enfermo como objeto primero y casi único de la medicina), la idea de physis como naturaleza, las enfermedades como crisis naturales no sobrenaturales, y el mecanismo de equilibrio-desequilibrio para la explicación patogénica y terapéutica. Sorprendentemente estas ideas hipocráticas todavía sustentan mucho de nuestro pensamiento médico. Pero el paradigma hipocrático empezó a diluirse con la caída de Atenas luego de la epidemia de Pericles. Alejandro (356-323 aC.), el macedonio, lanza a Grecia al Medio Oriente y la medicina lo sigue para luego volver a Roma en la gran síntesis galénica. Eso lo veremos en los próximos capítulos.

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CAPÍTULO 4

MEDICINA ALEJANDRINA

La medicina alejandrina o helenística, nuestro cuarto período en la historia de la medicina, es genialmente peculiar y pocas medicinas pueden compararse con ella antes o después de su florecimiento entre los años 300 aC a 100 dC. Quien haya leído la tetralogía Cuarteto de Alejandría, novelas escritas por el inglés Lawrence Durrell a mediados del siglo XX, podrá entender lo seductor de lo alejandrino y su medicina. Las leí, tengo que confesarlo, en mi adolescencia, memoricé frases enteras de ellas, no las he olvidado nunca y quizás eso explique mi gusto por lo alejandrino. Así es lo alejandrino, distinto e inolvidable. Su influencia en toda la filosofía y ciencia greco-latina es perdurable y aún se siente en nuestra medicina. Siempre con una predilección por lo esotérico, secreto, extraño, podemos decir que el pensamiento alejandrino fue contra-cultural, revolucionario, en su época y dominó toda la cuenca este del Mediterráneo. Al conquistar Roma el este del Mediterráneo, denominado el Koiné (lo común, lo nuestro decían los griegos) tras la batalla de Accio en el año 31 aC., la cultura helenística conquistó en sentido contrario a la misma Roma. Decían los antiguos que Roma conquistó a Grecia por las armas, y ésta conquistó a Roma con las letras y artes. Gran parte de esto se dio por el pensamiento y la medicina alejandrina, considerada la mejor en el Imperio por muchos años. Alejandría es una ciudad que unió lo griego y lo egipcio, lo occidental y lo oriental, Europa y África. Fue fundada por Alejandro en el año 332 aC. Al morir Alejandro (diciendo en famosas y sarcásticas últimas palabras que moría ayudado por muchos médicos) quedan Egipto y sus riquezas bajo el reinado de Ptolomeo I Soter (323 aC.), uno de esos amigos cercanos que Filipo educó desde joven con Alejandro bajo las enseñanzas de Aristóteles. El primer Tolomeo se esfuerza desde un comienzo por hacer un centro académico de Alejandría. Funda el Museo (casa de las Musas) en el año 285

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aC. y ahí comienza la medicina alejandrina. Alejandría, con su mítica biblioteca, era un puerto activo y exportó a todo el Mediterráneo su cultura. FUENTES DE LA MEDICINA ALEJANDRINA Pero la medicina alejandrina tiene raíces en la cultura griega peninsular. La primera fuente es el mismo pensamiento racionalista de Aristóteles y su escuela Peripatética. Esta escuela de pensamiento era la dominante en el momento de ser fundada Alejandría y su influjo en toda la cultura alejandrina fue importante. El mismo deseo de reunir ciencias y artes en museos y colecciones de textos parece de talante aristotélico. Se privilegiaba el conocimiento científico, la discusión racional, la interrelación de saberes. Discípulos peripatéticos migraron a Alejandría y ahí enseñaron su forma de hacer ciencia y filosofía. No podemos decir que aquellos discípulos de Aristóteles, Alejandro Magno y Tolomeo Soter, no extendieron el poderoso pensamiento de su maestro de juventud. La otra raíz importante es la medicina hipocrática. Al final la medicina alejandrina se va a caracterizar por su oposición a lo hipocrático, pero en principio la escuela de Cos fue transplantada a Alejandría. La escuela hipocrática de Cos era dirigida entonces por Praxágoras y dos de sus discípulos viajaron a Alejandría a ejercer y enseñar medicina, Jenofonte el Alejandrino y Herófilo de Calcedonia (distinto este último al alejandrino del que hablaremos después). Pero el pensamiento hipocrático clásico había evolucionado y ya no era el de los textos del Corpus más antiguos. Por ejemplo, el mismo Praxágoras hablaba ya de humedades y no de humores. Quizás vemos más de lo supuesto en estos términos, pero pareciera que la elaborada y especulativa teoría de los humores se acercaba a algo más concreto y orgánico al usar el término humedades (hygra, humedades, y no khymoi, humores, en griego). Para ilustrar el cambio de paradigma que estamos señalando nada mejor que un ejemplo conocido e importante, la diferente interpretación del sangrado menstrual. Para Aristóteles, que tenía como ya dijimos un gran interés en la biología reproductiva, la sangre menstrual era buena y nutritiva para el embrión. En este caso la placenta sería sangre menstrual retenida durante el embarazo como tierra nutritiva para el concepto. Su aparición cíclica en la naturaleza femenina era producto de la misma physis, la sabia naturaleza. No se reconocía su realidad patológica en algunos casos (polimenorreas, dismenorreas) y siempre era un proceso fisiólogico. Se especulaba, por ejemplo (y similarmente en otros casos de sangrado) que si la menstruación es excesiva se debe a que el cuerpo necesita eliminar sangre como humor en desequilibrio, en exceso. Algunos autores (Kudlien) afirman que para el pensamiento médico anterior a la escuela de Alejandría la menstruación era siempre un ventajoso y útil fenómeno de la naturaleza, sin tener en cuenta su frecuencia y volumen.

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Para Herófilo, el más importante médico alejandrino, la menstruación podía ser normal o patológica, reconociéndola como signo de importantes enfermedades en algunos casos. La posición de la medicina alejandrina es más cercana al pensamiento médico de nuestros días cuando clasificamos un sangrado uterino como fisiológico o patólogico sin considerarlo siempre normal. Pero podríamos preguntarnos, si el sangrado menstrual es un hecho natural, ¿cuál es su ventaja evolutiva? Podemos imaginar una respuesta biológica más conveniente y menos molestosa que descamar todo el endometrio al final de cada ciclo menstrual, y de hecho se ha propuesto en la medicina actual eliminar o hacer menos frecuente los sangrados menstruales con intervenciones endocrinológicas. No es, por supuesto, una idea ortodoxa y aceptada por la práctica médica pero hay razones laborales y económicas para planteárselo. Y no conocemos con certeza la ventaja evolutiva del sangrado menstrual; curiosamente, hay biólogos y biólogas que postulan una importante capacidad de limpieza del sangrado menstrual, eliminando mes tras mes habitantes microbiólogicos crónicos de la cavidad uterina. Esta sería una idea pues antiquísima de la medicina (la menstruación como purificación y la sangre menstrual como impura) y se comprueba que algunas preguntas y respuestas médicas nunca desaparecen de la cultura humana. Por otro lado, recientemente (20 de abril, 2007, New York Times) se reporta la aprobación de un fármaco que evitaría el sangrado menstrual en mujeres sanas de por vida, y se exhibe en universidades y grupos feministas un film titulado Período: el fin de la menstruación de la documentalista Giovanna Chesler. De todas formas la interpretación de Herófilo que veía en la menstruación un hecho complejo para analizar, no siempre bueno ni natural, es cualitativamente diferente a la interpretación hipocrática y aristotélica. ANATOMÍA ALEJANDRINA La gran diferencia entre la medicina hipocrática y la medicina alejandrina se debe, sin duda alguna, al ejercicio de la anatomía en esta última. Es común observación de muchos historiadores que la cultura griega no gustaba de la contemplatio mortis, la meditación sobre la muerte. Su influyente arte escultórico prefiere el cuerpo desnudo, joven y perfecto con casi ninguna representación de enfermedades o estados agónicos, fuera de la famosa talla de Laocoonte y sus hijos. Sus filósofos y pensadores poco dicen de la muerte, fuera de aconsejar obsesivamente que no se tema pues no hay nada de temer en ella. Los griegos no tenían descripciones precisas, religiosas o no religiosas, de la vida después de la muerte fuera de los neblinosos y confusos Campos Elíseos. Ya mencionamos la enseñanza de los Aforismos hipocráticos que recomienda no tocar al moribundo. Todo esto subraya un temor muy griego de la muerte y los cadáveres.

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Muy distinto este contexto cultural al egipcio con sus detalladas descripciones del viaje después de la muerte, sus pirámides que no son sino colosales monumentos funerarios y su momificación de faraones y otros ciudadanos menos prestigiosos. En Egipto muerte y cadáveres eran hechos cotidianos con expertos en sus diversos aspectos: artesanos, momificadores (que no eran médicos), sacerdotes y constructores de tumbas vivían de la muerte y el manejo del cuerpo muerto. La historia de la medicina hubiera sido radicalmente distinta si los médicos griegos no le hubieran perdido el miedo al cadáver en Alejandría. No es que en la península griega, la Hélades, no se hiciera anatomía sino que se hacía, como se dice, sin ensuciarse las manos. Con pobrísimos y catástroficos resultados. Los errores anatómicos de Aristóteles se repitieron como verdad establecida por siglos. Por ejemplo, que los nervios se originaban en el corazón y que esta víscera (que hoy es músculo) hacía, formaba la sangre. Pocas enfermedades se podían explicar con estas bases anatómicas tan erradas. Pero nadie dudó del Estagirita por cientos de años, prácticamente hasta Vesalio en el siglo XVI de nuestra era. El médico Diocles de Caristo un poco anterior a los Peripatéticos escribió el primer libro de anatomía como tal, pero toda la anatomía humana la dedujó de disecciones de animales como lo hará Galeno siglos después. Ya hemos dicho que Aristóteles, buen biólogo aceptémoslo, no hizo sino anatomía comparada. Entre sus discípulos inmediatos el filósofo Clearco escribió un texto sobre los skeletoi, que discutía momias y no propiamente esqueletos. Este pequeño detalle muestra ya la influencia egipcia que dio sus mejores resultados en la medicina helenística de Alejandría. Hay que subrayar que los egipcios no hacían propiamente anatomía, que es estudiar cortando (tomé) el cuerpo humano, sino sólo momificación de cadáveres con errores asombrosos en su análisis de la estructura del cuerpo humano. El racional y observador temperamiento griego en Alejandría va a inaugurar una nueva mirada al cuerpo disecado. Y quedaremos al final con muchas preguntas pero se habrá iniciado una forma de pensar que impulsará el pensamiento médico científico. AUTOPSIA ALEJANDRINA Antes de detallar los hallazgos alejandrinos, hay que decir que si la medicina helenística hubiera hecho sólo anatomía su legado habría sido menor. Pero se dio otro salto cualitativo que rompió paradigmas y exigió nuevos paradigmas, la autopsia. Uno puede pensar que las cosas sucedieron porque sí y si no, hubieramos llegado a donde estamos por otro camino. Pero sin la autopsia alejandrina la historia de la medicina sería radicalmente distinta. ¿Qué es la autopsia? Aunque es una palabra moderna de mediados del siglo

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XVII, su etimología es griega, de autos: por mí mismo y optos: mirado, examinado. Significa entonces ver por uno mismo el proceso patológico en el enfermo (como en la hermana posterior de la autopsia, la biopsia) o el cadáver. La enfermedad entonces se ve, se mira, se descubre. No se adivina como en la medicina prehipocrática. No se diagnostica conversando con el paciente como en el examen clínico del hipocrático. La enfermedad se busca y se encuentra en los órganos. Este es el cambio de paradigma fundamental que se da en la medicina alejandrina. Podríamos decir que si Grecia y la medicina hipocrática nos dieron el primer pensamiento clínico moderno, Alejandría y su medicina helenística nos dieron el primer pensamiento patológico moderno explorando como Morgagni (De sedibus, 1761) la sede orgánica y la causa de las enfermedades. El pensamiento prehipocrático buscaba en el macrocosmos y sus dioses y energías la causa de las enfermedades. Luego el pensamiento hipocrático la busca en el microcosmos del paciente y su entorno. Ahora el pensamiento alejandrino busca la causa de las enfermedades en el cuerpo del enfermo, en sus órganos, especialmente haciendo autopsias. La medicina, lo que pensamos sobre las enfermedades y cómo actuamos frente a ellas, ha evolucionado desde el interpretarlas mirando al mundo, a mirar concentradamente al paciente en Grecia, y mirar el cuerpo vivo o muerto del enfermo como realidad orgánica en Alejandría. Ya en los siglos XIX y XX de nuestra era miraremos la enfermedad en los tejidos (Bichat) luego en las células (Virchow) y ahora en las moléculas. Hemos examinado los mismos sufrimientos humanos milenarios que llamamos enfermedades a través de distintos cristales (o distintos microscopios) y, como dice el refrán popular, todo es del color del cristal con que se mira. Por ejemplo, hoy la hipertensión arterial puede ser vista como enfermedad de adaptación o exceso de stress en el individuo, o como enfermedad cardiovascular y renal, o como enfermedad del endotelio, o como enfermedad molecular y genética o como todas ellas a la vez. Hemos precisado la perspectiva patológica de la misma enfermedad a través de modelos cada vez más profundos y estrechos, pero las perspectivas anteriores son aún válidas en algunas circustancias. Entonces la medicina alejandrina inició la mirada de la enfermedad como hecho o proceso perteneciente al cuerpo, con cambios internos sensibles. No nos hemos apartado de esa manera de pensar por siglos y hasta la hemos exagerado. Es común en el mundo moderno pensar en la enfermedad que nos habita y no en la que nos rodea. El hombre moderno piensa en la enfermedad como un fenómeno corporal y pocas veces piensa que la enfermedad es un proceso ambiental, de relaciones biológicas a veces sutiles, casi incorpóreas en muchos casos. Tratando de entender la enfermedad fuera del modelo infeccioso, que parece fácil de comprender, nuestro paciente actual no parece aceptar el carácter multifactorial de variada etiología de la mayoría de nuestras enfermedades

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crónicas; quiere siempre verlas como enfermedad de «algo»: hígado, riñones, corazón, etc. Las neoplasias malignas nunca son vistas como enfermedades sistémicas y se escoge en primera opción el tratamiento quirúrgico casi siempre. Durante la mayor parte del siglo XX se realizaron mastectomías radicales para tumores de mama que, o no las necesitaban o ya eran sistémicos y debían haber sido tratados con otros recursos no quirúrgicos; esto puede ser juzgado como una exageración de la visión alejandrina de la enfermedad como realidad orgánica. Al abrir cadáveres se empiezan a hacer observaciones nuevas en Alejandría. Se encuentran asas intestinales infladas de aire o llenas de sangre o heces líquidas, órganos pequeños o grandes de distinto color y consistencia, vísceras ausentes o en sitios ectópicos, olores distintos y desagradables en algunos cadáveres. Es imposible resumir todos los impactantes hallazgos que se hacen al abrir un cadáver. Podemos decir, como algunos de mis colegas patólogos, un cadáver es una caja de sorpresas. Esto pide explicaciones nuevas. Las explicaciones entonces tradicionales de la medicina humoral no bastan. Se llega a la frontera del pensamiento médico anterior y se cruzan los límites de la medicina hipocrática. Desde fuera de un cuerpo se pueden explicar muchas cosas como cambios y mezclas de humores, explicaciones coherentes y hasta útiles que los pacientes aceptan. Al estudiar el interior de un cuerpo enfermo o muerto ciertas explicaciones sobran y muchas explicaciones faltan. La autopsia es toda una nueva experiencia médica —o experimento— que suscita muchas preguntas. Y sigue siendo así hoy, a pesar de todas nuestras nuevas y elaboradas tecnologías diagnósticas. Por eso el curriculum tradicional de la escuela de medicina moderna exigía, ya no tanto hoy, que el estudiante de medicina viera y realizara autopsias. Se decía que el misterio de la educación del médico, como los misterios de Eleusis en Grecia, pasaba por varias estaciones donde el estudiante se encontraba primero con el cadáver (anatomía y patología), luego con el enfermo (rotaciones clínicas tradicionales) y por último con los pacientes que se creían enfermos, nuestros clientes diarios en los consultorios (discutiremos después la tríada cliente, enfermo, paciente). Hoy, algunas escuelas de medicina se precian de no tener cadáveres sino sólo simuladores y computadores para los estudiantes de anatomía. Como hemos dicho arriba la realidad virtual palidece ante la experiencia real de abrir un cadáver. Además lo que se aprende no sólo es la información anatómica fría como el número y nombre de los huesos de la mano, por ejemplo, sino lo que queda aprendido y siempre recordado es que bajo nuestras manos que examinan hay una realidad compleja, tremenda, casi mágica: un cuerpo que hace poco estaba vivo. Lo que menos importa son los nombres y rincones anatómicos, hay que tener en la mano un corazón para conocerlo. Para los médicos alejandrinos esto fue una nueva experiencia, que no tuvieron los hipocráticos, y por lo tanto se

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hicieron preguntas nuevas y se dieron otras explicaciones. Las nuevas experiencias han sido el motor del pensamiento médico. Proponemos una dinámica en el pensamiento médico, sobre todo a partir del Renacimiento en el siglo XVI, que ya se observa en el pensamiento médico helenístico de Alejandría. Esta dinámica giraría e impulsaría la medicina a través de experiencia, experimento y sistema. Una nueva experiencia médica, por ejemplo la autopsia alejandrina o una enfermedad antes no vista, suscita nuevos experimentos, artificiosas replicaciones de la realidad experimentada, que al repetirse suficientemente establecen una explicación aceptada, un nuevo paradigma que se organiza en un sistema coherente de pensamiento médico. La misma experiencia clínica de la medicina hipocrática y las nuevas experiencias provocadas por la disección y examen del cadáver, llevan en Alejandría a realizar experimentos embrionarios que si bien no llegan a madurar en un sistema completo (y vamos a ver cómo y por qué no), comprueban ya el inicio de esta dinámica en el pensamiento médico. Detengámonos un momento en la descripción de esta dinámica porque es una idea cardinal en nuestro intento de historia internalista de la medicina. El pensamiento humano se ve frecuentemente tentado a declarar que ya se han experimentado las experiencias —perdón por la reiteración— necesarias a su certeza. Esto se observa desde el Qohelet (Eclesiastés) en el Antiguo Testamento, contemporáneo al pensamiento alejandrino entre los siglos IV y III antes de la era cristiana. El predicador afirma al comienzo de su libro que no hay nada nuevo bajo el sol (Ecl. 1,9). Hoy se afirma que se ha llegado al fin de la historia, o todos los experimentos científicos ya se han realizado, o sólo nos esperan adelantos técnicos y no teóricos, etc., etc. Esto ha ocurrido también en distintas épocas del pensamiento médico cuando se creía poseer sistemas de medicina coherentes e integrales (medicina china, medicina galénica, inicios de la microbiología médica, salud pública positivista que creyó en la omnipotencia de la prevención, etc.). Pero la fragilidad de la salud y la complejidad de las enfermedades humanas nos lanzan siempre en humilde búsqueda de nuevos paradigmas médicos. Si viviéramos en Alejandría en tiempos de Qohelet le responderíamos que quizás no hay nada nuevo bajo el sol pero encontramos cosas nuevas si disecamos un cadáver. O como lo dijo mejor Bichat a finales del siglo XVIII (al final del sistema ideológico de la Ilustración, en la aurora del Romanticismo): «Abrid un cadáver y se os hará la luz». Subrayo que la dinámica propuesta (experiencia, experimento, sistema) no es del todo original y está fundamentada en una epistemología popperiana. En el pensamiento popperiano la ciencia avanza de falsabilización en falsabilización (o falsibilización, como se quiera) hasta inciertas verdades nunca finales. La manera científica de purificarnos

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de interpretaciones falsas de nuestra experiencia es hacer y repetir experimentos bien controlados. Esto es doloroso y ya decía T.H. Huxley, importante biólogo del siglo XIX, que no hay peor tragedia en ciencia que la muerte de una bella teoría asesinada por un feo hecho. Y extendiendo la alegoría (lo que siempre es un poco de mal gusto) los historiadores de las ciencias y la medicina son los detectives de esos brutales crímenes de experimentadores e investigadores asesinos: la muerte de teorías, sistemas y paradigmas. A este fundamento popperiano añadimos en nuestra interpretación el pragmatismo de Peirce y James, y como todo el pensamiento médico es esencialmente pragmático (repetimos que la medicina es la respuesta cultural al sufrimiento que llamamos enfermedad) nos quedamos al final con unas pocas verdades útiles, quizás inciertas, o sólo verosímiles. Intentaremos ilustrar más tarde en otras épocas el juego de esta dinámica interna al pensamiento médico, experiencia-experimento-sistema. ¿Por qué esta dinámica no llegó a producir un sistema completo de pensamiento médico en Alejandría? Por dos principales razones. Primero, el pensamiento médico alejandrino se desmembró en múltiples sistemas y escuelas como los dogmáticos, solidistas, pneumáticos, eclécticos, escépticos, etc. Esto se debe en parte al medio ambiente alejandrino abierto a todas las corrientes de pensamiento. La admirable fertilidad de Alejandría y sus escuelas fue el primer enemigo de la sistematización del pensamiento médico. La medicina casi se convirtió en cosa de modas científicas y filosóficas que iban y venían. Pero hay una razón más profunda. La experiencia médica alejandrina suscitó experimentos (por primera vez se midió el pulso, por ejemplo, con clepsidras se dice, en diversas enfermedades y tratamientos médicos) que nunca se explicaron satisfactoriamente porque no existía suficiente información biológica (pe., la circulación de la sangre para explicar los pulsos cuidadosamente descritos) que diera explicación a los experimentos médicos. Los sistemas médicos aparecen luego de experimentar exhaustivamente y dar explicación coherente e integral a esos mismos experimentos. De hecho, el sistema es una forma de dar por concluida la experimentación e iniciar la fructicificación teórica de los experimentos subyacentes al sistema. Entonces, en Alejandría no se hicieron suficientes experimentos ni se dio una explicación coherente a ellos, esto produjo múltiples y contradictorios sistemas explicatorios. Segundo, hay otra razón histórica interesante. Galeno, el gran sintetizador que domina la medicina después del período helenístico, resultó ser anti-alejandrino. Las razones para esto son oscuras y las discutiremos después, pero Galeno se burló, desprestigió y reprimió la medicina alejandrina. De hecho los mismos textos médicos alejandrinos desaparecieron en el holocausto galénico de las cien o más escuelas de medicina

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helenísticas. Sólo conocemos de sus médicos y hallazgos a través de fragmentos y referencias secundarias, de origen galénico en su mayoría. Es un hecho irónico, si no trágico, el que debemos aprender de una gran medicina (la alejandrina) a través de sus detractores. Veremos que Galeno se atrevió a la burla y el sarcasmo frente a la autopsia alejandrina. Pero la autopsia, nueva experiencia, llevó a nuevas preguntas y a legendarios, atrevidos y fatales experimentos. PENSAMIENTO PATOLÓGICO ALEJANDRINO El médico alejandrino empezó a responder a tres preguntas fundamentales que son el eje del pensamiento patológico. ¿Qué causa la enfermedad? ¿cómo ocurre o evoluciona la enfermedad? ¿cómo distinguir una enfermedad de otra? Evidentemente muchos médicos se han hecho estas preguntas antes y después de los alejandrinos, pero estos intentaron responderlas con una nueva experiencia de la enfermedad que iba más allá de la clínica hipocrática. En terminología médica, en Alejandría se empezó a discutir la etiología de las enfermedades, su patogenia y su diagnóstico con base en una nueva mirada sobre el cuerpo enfermo y sus vísceras. El equilibrio de la physis, el exceso o defecto de humores, el interrogatorio hipocrático, fueron juzgados insuficientes para interpretar las enfermedades. Al empezar a preguntarse sobre las causas de las enfermedades la medicina helenística se percató de que no podía conocer la causa de muchas de ellas y aparece por primera vez una medicina anetiológica. Se dice que Demócrito, fundador del atomismo y de mucho de nuestro pensamiento científico, decía preferir descubrir una causa a reinar sobre Persia. De hecho gran parte de nuestra ciencia parece obsesionada con descubrir las causas de los fenómenos y esto se originó en el presuntuoso pensamiento griego. La medicina alejandrina por el contrario cambia el foco del pensamiento médico y se concentra en describir los cambios órganicos que ocurren en el enfermo, y en el cadáver, aunque muchas veces las causas de estos cambios queden en el misterio. Esta postura anetiológica es esencial en la medicina, porque el objeto primero de la medicina no es el conocimiento indudable de los fenómenos humanos y sus causas sino el disminuir el sufrimiento o fenómeno humano que llamamos enfermedad. Parece que el médico alejandrino descubrió algo obvio y frecuentemente olvidado, no es necesario descubrir todas las causas de las enfermedades para intervenirlas y tratarlas médicamente. El buen médico es diferente a un sabio antropólogo o un biólogo humano. Claro que los alejandrinos especulaban sobre la causa de las enfermedades, pero no se obsesionaban con descubrirlas ni hacían depender la decisión médica del definir la causa de la enfermedad. Este pensamiento anetiológico es juzgado como extremadamente

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útil en la medicina actual. Por ejemplo, muchas enfermedades son enfrentadas con protocolos diagnósticos y consensos terapéuticos dejando a un lado la determinación etiológica para posteriores investigaciones. A muchos le parece superficial y hasta escandaloso dejar a un lado la definición de la causa de la enfermedad, pero quizás se piensa así porque hemos privilegiado de manera casi mítica la prevención. Es mejor prevenir que curar, se dice, lo que es evidentemente imposible en muchas enfermedades crónicas y multifactoriales. Y si para prevenir se necesita descubrir la causa de las enfermedades, esto explica la obsesión por descubrir las causas oscuras de muchos problemas médicos. En el pensamiento actual existe la ilusión de descubrir todas las causas de las enfermedades y retirarlas del ámbito humano, dando como resultado salud para todos, y barata. Esto es una utopía en que no cayeron los realistas médicos alejandrinos. Una visión anetiológica de la medicina ha surgido repetidamente en la historia del pensamiento médico. Sydenham en el siglo XVII pensaba anetiológicamente, y su Methodus curandi febres de l666 es una obra maestra de este tipo de pensamiento médico (véase capítulo 7). En ella se intentaba describir y clasificar las fiebres en Inglaterra para definir cuáles debían ser tratadas con quinina, por ejemplo, sin pretender que las causas de esas mismas fiebres fueran ya conocidas. En la medicina vienesa del siglo XIX muchos médicos se preciaban de su práctica anetiológica. El mismo estudio doble ciego tan típico de nuestro siglo XX se ha usado en innumerables investigaciones para definir la mejor conducta ante condiciones patológicas cuya causa aún no se ha determinado. Gran honor para la medicina alejandrina es el haber independizado la medicina de una búsqueda especulativa, costosa e inútil de todas las causas de todas las enfermedades. Contrario a lo que comúnmente se piensa, no es necesario conocer todas las etiologías para ser un buen médico. Al pensar en el cómo ocurrían las enfermedades, al pensar en su patogenia, el médico alejandrino dio otro paso importante en la evolución del pensamiento médico. Ya hemos dicho que para la medicina hipocrática anterior a la helenística, la teoría patogenética central era el equilibrio como salud y el desequilibrio de humores como mecanismo productor de enfermedades. Y también hemos anotado cómo la práctica de la autopsia llevó a la observación de nuevos fenómenos asociados a la enfermedad, como pulmones que se hundían en el agua (más pesados que ella), hígados pequeños y cirróticos, cicatrices inexplicadas en otras vísceras, etc. Apareció con la medicina alejandrina el concepto de lesión: la enfermedad no es sólo el desequilibrio de realidades fluidas que pueden volver al sano equilibrio sino es el daño permanente y visible, palpable, de un órgano. Desde entonces se habla de enfermedades del hígado, corazón, riñones, etc. y no sólo de excesos o defectos de sangre, flema o cualquiera de las bilis. Si el

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desequilibrio es el primer mecanismo aceptado racionalmente por la medicina, el segundo sería la lesión órganica, noxa en latín, descrito y estudiado en la medicina alejandrina. La holística medicina pre-alejandrina se transforma, tras nuevas experiencias clínicas, en una medicina organicista, localista. Esto es un cambio de paradigma verdaderamente revolucionario. Los alejandrinos empezaron a pensar más frecuentemente en terapias invasivas o quirúrgicas y se dejó atrás la blanda terapia hipocrática. Fueron sólo intentos aislados o especulaciones quirúrgicas teóricas porque, entre otros obstáculos, no se había encontrado una anestesia práctica y suficiente. De hecho, la cirugía no vuelve a ser un oficio central en la medicina hasta los siglo XVI y XVII, entre el barbero del Quijote y el médico-cirujano Paré en Francia. Y la cirugía sólo se dispara en el hacer médico del siglo XIX al descubrirse la anestesia con óxido nitroso o éter. Pero los alejandrinos pensaron, intuyeron e intentaron el acercamiento quirúrgico a muchas enfermedades. Por otro lado, ya hemos dicho que el paradigma de lesión orgánica de la medicina helenística ha sido llevado a algunos excesos en la historia de la medicina. El hombre común en el occidente moderno siempre piensa que está enfermo de algún órgano para explicarse mucho de sus sufrimientos. En el lenguaje cotidiano se dice siempre estoy enfermo de los pulmones, riñones, el hígado o cualquier víscera. La especialización médica ha llevado a muchos médicos a ser gastroenterólogos y, más precisamente, hepatólogos únicamente. Es imposible comprender, para muchos de nuestros pacientes, el carácter sistémico de las enfermedades de más impacto social en nuestros días. Por ejemplo, aterosclerosis, hipertensión arterial y diabetes son vistas como enfermedades del corazón, riñón o páncreas no como enfermedades multisistémicas. De todas formas fue un gran cambio el que produjeron los médicos alejandrinos al enfocarse en la descripción detallada de la lesión orgánica, aún cuando la causa de la enfermedad en muchos casos permanecía y permanecería por muchos siglos en el misterio. Para diferenciar una enfermedad de otras la medicina alejandrina hizo una nosografía (descripción de estados patológicos, en terminología médica) sistemática y detallada que no llegó a ser superada sino por las descripciones clínicas de Laennec a comienzos del siglo XIX . Esta nosografía arborescente llevó a la separación de muchas enfermedades como entidades distintas y estimuló, ante la diversa explicación de ellas, la formación de muchas escuelas de pensamiento médico. Unas escuelas a otras se acusaban de errores y tratamientos inadecuados. Todo lo anterior acabó tiñendo a la medicina alejandrina de cierto tinte nihilístico (característico de la particular escuela alejandrina de medicina llamada de los escépticos) y se pensaba que poco o nada había por hacer frente a muchas enfermedades. Había una clara oposición a tratamientos aconsejados por distintas escuelas de medicina. Esto puede ser visto como un factor

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negativo en el progreso de la medicina pero hay momentos del pensamiento médico, como el momento actual, en los cuales la exagerada oferta de diagnósticos y tratamientos aconseja una sana duda y una búsqueda activa de lo que se llama en medicina segunda opinión o interconsulta médica. Todo lo anterior impidió que la medicina alejandrina nos legara un sistema coherente e integral de pensamiento médico. Pero indiscutiblemente nos legó una medicina de mucho carácter con ciertos rasgos que, válidos o no, útiles o no, siguen entre nosotros. El pensamiento anetiológico, la fijación en la lesión como paradigma patológico, la nosografía detallada de las enfermedades y cierto nihilismo terapéutico caracterizan una medicina que no podemos calificar sino como brillante, avant les temps. Lo triste es que para conocerla debemos leer entre líneas en los textos de sus detractores (ante todo Galeno) porque no han sobrevivido sus principales tratados. Intentaremos una revisión de sus médicos más importantes y de lo poco que conocemos de algunos de ellos. MÉDICOS ALEJANDRINOS Hay que iniciar con Herófilo (340-280 aC.), el más famoso de ellos. Ya mencionamos antes que una de las fuentes de la medicina alejandrina fue la misma medicina hipocrática, a través primordialmente de Praxágoras y sus discípulos que fueron llevados como profesores de medicina a Alejandría en tiempos del primer Tolomeo. Esta influencia hipocrática formó la primera escuela de pensamiento médico en Alejandría, los Dogmáticos. Herófilo se hace famoso oponiéndose a ellos y criticando al mismo texto hipocrático. Uno de sus primeros libros se titulaba Contra opiniones comunes y se iba lanza en ristre contra el tratado Pronósticos del Corpus hippocraticum. Esto ya muestra la personalidad del así llamado padre de la anatomía e ilustra un rasgo común a muchos médicos investigadores: la alta estima en que tienen sus opiniones personales. Estamos ya históricamente lejos de la medicina prehipocrática tradicional. Entonces en el alba de la medicina alejandrina existen ya dos escuelas, los Dogmáticos (hipocráticos) y los Herofileos (anti-hipocráticos). El pensamiento de Herófilo se oponía a una vision de la physis como naturaleza siempre sabia y equilibrante. Es el primer médico formalmente no teleológico. La teleología en ciencia, biología y medicina es explicar los fenómenos por sus supuestos propósitos o resultados finales. En el pensamiento científico moderno le está prohibido al hombre de ciencia pensar teleológicamente. Pero ejemplos recientes en la historia de la ciencia son, uno, el pensamiento de Lamarck en el siglo XVIII quien postulaba que las jirafas desarrollaron evolutivamente su largo cuello para comer las hojas más altas y tiernas de los arbustos africanos y esta característica adquirida fue heredada por sus

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descendientes. Otro ejemplo es el lamarckismo de la genética de la vieja URSS, en la era stalinista, que explicaba la evolución biológica con las reglas del materialismo dialéctico histórico. En ambos casos se explicaba un hecho biológico por sus resultados, lo que señalaba un propósito en lo biológico. Considerar entonces sabia, equilibrante, terapéutica a la naturaleza, la physis griega, es teleología. No hay un equilibrio supravital, a priori, que explique los fenómenos que llamamos naturales. La naturaleza no tiene, en la ciencia y medicina, un propósito. La ciencia y medicina modernas han luchado contra interpretaciones teleológicas de la realidad largamente y cabe el honor a Herófilo de ser el primer médico formalmente no teleológico. En cuanto a las causas de las enfermedades, Herófilo no parece preocuparse mucho por ellas. En las referencias al pensamiento herofíleo (porque ya dijimos que sus escritos originales, que fueron muchos, desaparecieron) no encontramos una discusión detallada de la causa de las enfermedades. Se ve claramente que no pensaba que éstas eran producidas por el desequilibrio de los humores, por lo tanto era anti-humoralista. Aparentemente ejerció la medicina cuidadosamente situado entre una postura anetiológica, anaitiologetoi en griego, un agnosticismo sobre las causas de las enfermedades podría decirse, y un sano nihilismo terapéutico que juzgaba tratamientos comúnmente usados como inútiles. Se opuso, por poner un ejemplo, a las sangrías, un arma terapéutica de la medicina humoralista, ya frecuente en la época helenística. De hecho en la medicina alejandrina es donde aparece por primera vez la noción de ahorrar sangre, de evitar el sangrado excesivo en los pacientes.Veremos cómo esta idea desaparece durante siglos en la medicina, lo que nos sorprende a nosotros que vivimos en el paradigma médico de la circulación de la sangre.Ya hemos dicho que frecuentemente se pensaba que si el paciente sangraba era porque estaba eliminando un exceso de sangre, para así conseguir el equilibrio de humores. Y a veces el médico debía ayudar a esta hemorragia natural. De ahí el uso excesivo de sangrías durante siglos. Volveremos más adelante a esa idea terapéutica de ahorrar sangre porque fue un problema, y es un problema importante en la historia de la medicina. Hay que admirar que en Alejandría hubo médicos, como Herófilo, que dudaron de tratamientos aceptados como la sangría, inspirados en un valiente nihilismo terapéutico. Galeno y otros dirán que oponerse a las sangrías es simplemente ignorancia. Su agnosticismo anetiológico señala su cercanía, casi de discípulo, con Pirrón (360270 aC.) su contemporáneo y primer filósofo radicalmente escéptico. El galenismo, y su hermano medio el cristianismo de la Edad Media, fueron enemigos jurados del pirronismo cuya posición puede resumirse, parafraseando a Sócrates: sólo sé que nada sé y ni siquiera sé si sé. Y quizás sí sé, añadiría Pirrón. Al terminar la Edad Media y derrumbarse sus autoridades filosóficas en el Renacimiento de los siglos XV y XVI el

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escepticismo pirroniano vuelve a estar de moda y es una de las armas usadas contra el terco galenismo, lo veremos más tarde. Herófilo es claramente un escéptico y combate por eso el dogmatismo. El dogmatismo fue la más temprana escuela en el pensamiento médico alejandrino y básicamente privilegiaba las enseñanzas hipocráticas tradicionales. Para ellos la buena medicina radicaba en respetar y obedecer los dogmas médicos establecidos. Herófilo fue anti-dogmatico y aunque era el médico personal de Tolomeo I nos imaginamos que su posición no fue fácil ante el gremio médico siempre dogmático y academicista, entonces y ahora. Herófilo es considerado el padre de la anatomía. Esto se debe sin duda alguna a que hizo frecuentes autopsias humanas, algunas públicas. La leyenda negra galénica narra que hizo algunas autopsias, si así pueden llamarse,o vivisecciones en palpitantes esclavos. No sabemos si esto es verdad porque ha sido una acusación repetitiva contra los médicos que hacen autopsias, por ejemplo se dijo lo mismo de Vesalio en el siglo XVI. A lo mejor no fue sino una leyenda urbana (como se dice ahora) en la chismosa Alejandría. Sus hallazgos anatómicos fueron innumerables. Estudió cuidadosamente el sistema nervioso central y periférico distinguiendo nervios voluntarios e involuntarios. Su anatomía del cerebro es la más precisa en la antiguedad y, como ya dijimos, lo propuso como sede del alma y sus potencias quitando este honroso y poético rol al corazón. Escribió un tratado sobre el ojo y su anatomía (imaginamos que el tracoma era tan frecuente en la vieja Alejandría como lo es en el Egipto moderno). Más allá del sistema nervioso, avanzó en la distinción entre venas y arterias de nervios y tendones, señalando la pared más gruesa de las arterias, con la excepción de la que llamó «vena pulmonar» que es nuestra arteria pulmonar. A pesar de esto no entendió la función de venas y arterias ni conoció la circulación de la sangre. Ciertamente examinó el pulso de los enfermos midiendo su frecuencia con relojes alejandrinos de agua y describió su fuerza y otras características. Interesantemente, como no conocía la circulación de la sangre, su interpretación del pulso fue musical (!). Otra entre sus muchas descripciones anatómicas es la del duodeno, llamado así por medir doce dedos de longitud. Esta descripción subraya lo concreto y preciso de los estudios herofíleos (no se sabe para que sirve pero hay que medirlo, pareciera fue su lema). Describió la próstata y muchos otros rincones casi secretos del cuerpo humano. En cuanto a la fisiología no era humoralista, ya lo dijimos, pero reconocía cuatro esencias en el cuerpo que eran la calorífica (centrada en el corazón), la nutritiva (en el hígado), la pensante (en el cerebro) y la sensitiva (en los nervios). Quien discutió más la fisiología, y es considerado tradicionalmente padre de ella, es su joven contemporáneo Erasístrato (310-250 aC.). Pertenecía a una familia de médicos que entre otros cuidaba de Seleuco, sátrapa de Babilonia y Siria. Quizás este origen en

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la clase profesional y ambientes cortesanos explica su talante un poco más conservador que Herófilo. Por ejemplo, acepta el concepto tradicional de physis, aunque acaba siendo considerado no hipocrático, y atomista al estilo de Demócrito. De hecho su terapia no usa la sangría y en cambio propone el uso de ventosas, basado en su interpretación patológica que consideraba la congestión de los órganos como fundamento de muchas enfermedades. El principal mecanismo patogénico para Erasístrato es el plethora, plétora o congestión en griego. Descubrió los vasos linfáticos y supuso que todas las vísceras estaban atravesadas por infinidad de pequeños canales (lo que es cierto si consideramos así a los capilares) por donde circulaba un nuevo humor espirituoso, el pneuma, del cual dependía la vida y la salud (lo que no es cierto). Al llenarse las vísceras de sangre, lo que llamamos hoy congestión vascular, los canales se obstruían y el estado pletórico semisólido de las vísceras explicaba las enfermedades por obstrucción del pneuma (dependiendo de que órgano se pletorizaba se explicaban los síntomas). Aunque en la historia de la medicina se acredita al enciclopedista romano Celso (25 aC.-50 dC.) la descripción de los signos cardinales de la inflamación, Erasístrato se acercó mucho a esa idea fundamental, quizás la más importante en el pensamiento médico. Para ayudar a la circulación del pneuma en los órganos se usaban ventosas. El uso de ventosas es muy frecuente en la medicina popular y tradicional de muchas culturas. Es similar a la acupuntura y moxibustión orientales. Hoy se previene a los médicos del llamado Primer Mundo que algunos pacientes originarios del Tercer Mundo pueden presentarse con grandes ampollas y lesiones urticariales en la piel por la aplicación de ventosas en terapias alternativas ya que hemos olvidado el uso de ese remedio antiquísimo. Entonces no es que Erasístrato lo haya inventado sino que explicó coherentemente su uso con su patología solidista. La patología solidista de Erasístrato tuvo gran influencia en la medicina y una de las escuelas alejandrinas y romanas posteriores era la solidista, que basaba su terapia en mantener abiertos poros cutáneos y viscerales con masajes y baños de vapor. Pero lo más importante de aquella interpretación de Erasístrato es la intuición del concepto moderno de congestión vascular que juega un papel central en la patogenia actual de muchas enfermedades. La descripción y explicación del endurecimiento de vísceras dio lugar a otro hallazgo médico. Erasístrato describió con gran precisión la cirrosis hepática llamada posteriormente de Laennec, micronodular o alcohólica (recordemos que la cerveza parece haber sido inventada por los egipcios). Él describió que en pacientes con abdomen hinchado por líquido, ascitis, a la autopsia se encontraba un hígado pequeño, blanco-amarillento, nodular y duro. Esta condición fue llamada cirrrosis, del griego kirrhos, color pardo amarillo.

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Esta descripción impactó tanto el pensamiento médico que todo órgano fibroso y duro se llama hoy cirrótico olvidando que el término original hace referencia al color de la víscera. La leyenda negra galénica, de nuevo atacando la medicina alejandrina, narra que luego fueron laparatomizados pacientes con ascitis para suavizar el hígado con emolientes y masaje, con un resultado postquirúrgico desastroso. Galeno no se detuvo ante nada para desprestigiar a los médicos de Alejandría y comenta, con sarcasmo, que la única idea sensata de Erasístrato fue creer en la physis, como ya mencionamos. Pero este ilustre médico alejandrino nos legó otros importantes hallazgos. Describió la epiglotis en la faringe y las válvulas en el corazón, estando muy cerca de haber descubierto la circulación de la sangre. Describió las raíces anteriores y posteriores de la médula espinal. Además en clínica usó el concepto de mecanismos sindrómicos mostrando su razonar anetiológico. Síndrome o sindrome en medicina es la descripción ordenada de síntomas y signos que aparecen juntos en una enfermedad, aún cuando frecuentemente desconocemos la causa de esta enfermedad. Este concepto es de gran utilidad en medicina porque permite nombrar y clasificar enfermedades de etiología oscura o desconocida. Es el instrumento más valioso del pensamiento anetiológico en medicina y su descripción por Erasístrato es probablemente su herencia más importante. ESCUELAS MÉDICAS HELENÍSTICAS Pero ya dijimos que la admirable medicina helenística de Alejandría terminó dividida en una docena de escuelas de pensamiento, enemigas unas de otras. Históricamente es lo que conocemos como «pensamiento de capilla» en medicina y su influencia negativa ha sido persistente a lo largo de la historia. Inmediatamente posteriores a Herófilo y Erasístrato hubo médicos que se llamaron a sí mismos herofíleos y erasistráticos. Eran enemigos de los dogmáticos tradicionales y tradicionalistas. Así fueron surgiendo y combatiendo entre sí varios grupos de médicos. Algunas escuelas son dignas de recordar por su astucia conceptual (hallazgos médicos científicos reales no hubo muchos más en el helenismo después de Herófilo y Erasístrato). Del escepticismo se derivan los empíricos que, contrario a nuestra acepción moderna del término, no aceptaban experimentos científicos. Para ellos la verdad en medicina se derivaba de una trilogía sin experimentos. Esta trilogía era la observación empírica del paciente, la tradición y la analogía. Nótese que regresa al pensamiento analógico propio de la medicina primitiva prehipocrática. El hombre ha estado siempre tentado a ver en las enfermedades únicamente parecidos y similitudes, cualquier novedad o descripción patológica nueva nos asusta.

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Los eclécticos, como su nombre lo indica, creían que la verdad médica o la buena práctica médica estaban en mezclar las distintas teorías con parcial escepticismo. Esta posición es frecuente en nuestra medicina y podríamos considerarlos representantes de una medicina no ideológica, práctica, o confusos utilitaristas, como se quiera. Por último, una escuela curiosa y que dio mucho que hablar fue la de los pneumáticos o terapéutas alejandrinos. Estos extendieron las ideas de Erasístrato y propusieron un quinto elemento o humor a los cuatro clásicos, el pneuma. Al mismo tiempo llegaron las ideas del judaísmo en la Diáspora a Alejandría, hibridización importantísima en la historia de las ideas. Como en el pensamiento judío Dios daba la vida al hombre soplando su espíritu (Gen 2,7), el ruah hebreo se tradujo como pneuma griego y este quinto elemento pasó a ser la vida y la salud dadas por Dios. Así la escuela de los pneumáticos se llenó de misticismo y esoterismo, acabando en el gnosticismo cristiano y no cristiano tan importante en Egipto y todo el Mediterráneo oriental. En tiempos del sabio judío Filón de Alejandría, el sabio judío más cercano al cristianismo, se menciona una secta mística quietista llamada los terapéutas que parecen ser los mismos pneumáticos y que según Filón eran muy parecidos a los esenios. Vemos en esta historia una importante conexión cultural entre ideas médicas y religiosas. Estas ideas aún están entre nosotros. Hace unos pocos años se vió un film cinematográfico llamado El quinto elemento y el quinto elemento era el amor, no el pneuma, lo que hace más evidente el lenguaje cristiano. El teólogo de la Liberación brasileño, Leonardo Boff, alejándose por senderos de la Nueva Era, tiene un pequeño libro sobre estos terapeutas alejandrinos. De tal forma el lenguaje alejandrino permanece vivo en nosotros, como un espíritu o pneuma. AUSENCIA DE SISTEMA MÉDICO INTEGRAL EN ALEJANDRÍA En conclusión, los alejandrinos a pesar de tener una nosografía precisa de muchas enfermedades, a pesar de su práctico y poco especulativo pensamiento médico anetiológico, a pesar de su prudente nihilismo terapéutico, no alcanzaron a legarnos un sistema coherente e integral de medicina. Vivieron la nueva experiencia de la autopsia, hicieron experimentos, pero no construyeron un sistema a partir de ellos. Pareciera que la propuesta que hemos hecho de experiencia-experimento-sistema como dinámica interna del progreso del pensamiento médico se detuvo, no llegó a dar sus esperados resultados. Esto se debió a varias causas. El gusto alejandrino por lo exótico, por lo esóterico, por lo extraño, llevó al florecimiento de múltiples y conflictivas escuelas médicas. Al iniciar este capítulo recordamos la tetralogía Cuarteto de Alejandría de Durrell y ahora subrayamos la percepión de este autor de Alejandría, representada en su personaje

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principal Justine, como una ciudad que se devora a sí misma. La literatura a veces expresa mejor ciertas verdades históricas. Segundo, la represión galénica llevó a un desconocimiento de los textos alejandrinos originales. Podríamos culpar a los sucesivos incendios de la legendaria biblioteca de Alejandría (por lo menos tres en distintas épocas) pero el hecho concreto es que sólo conocemos como un torso incompleto de lo que fue la medicina alejandrina. Gran parte de este olvido se debe al furioso anti-alejandrismo de Galeno. Por último, no se hicieron suficientes experimentos y no llegaron a descubrirse hechos fundamentales de la biología humana. Para construir un sistema debe llegarse a un consenso experimental con explicaciones aceptadas y coherentes de ellos. Casi a una percepción de grupo entre los científicos y médicos que ya conocen los datos fundamentales para la construcción de un sistema. Esto no se da en Alejandría. Así como la cosmología de Tolomeo desconoció que la tierra giraba en torno al sol, la medicina alejandrina desconocía la circulación de la sangre y era imposible la explicación de muchos de sus hallazgos. Podríamos decir que al no conocer la circulación de la sangre se quedaron oyendo música de esferas en sus musicales descripciones y mediciones de los pulsos. Hemos visto una medicina anterior al mismo concepto de enfermedad y una medicina prehipocrática con primitivos conceptos de enfermedad. Luego la medicina hipocrática cambia los paradigmas al concentrarse en el enfermo y la experiencia clínica de los hipocráticos da un nuevo rumbo a la medicina. Los alejandrinos viven después una nueva experiencia del cuerpo enfermo con la autopsia y anatomía que hacen, concentran su pensamiento en los órganos enfermos y en la lesión orgánica como nuevo pararadigma explicatorio de la enfermedad. Pero se detienen y no logran la construcción de un sistema aceptado de medicina. La síntesis galénica que discutiremos en el siguiente capítulo presume de volver a lo hipocrático fundamental y desprecia lo alejandrino, legándonos un sistema poderoso de medicina que domina el pensamiento médico por más de 1.500 años. Sólo la nueva experiencia del renacimiento en los siglos XV y XVI, los barrocos experimentos de la ciencia en el siglo XVII y la enciclopédica Ilustración romperán con gran dificultad ese sistema. Es un pesar que en esta evolución del pensamiento médico hayamos perdido la gloriosa medicina helenística de Alejandría, su anatomía, sus autopsias, sus pulsos y su plethora visceral.

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CAPÍTULO 5

MEDICINA GALÉNICA

Resumir y explicar la medicina galénica es, bien dicho, labor de romanos. Toda ella es una obra colosal que como un gran acueducto romano nos trae las lejanas aguas de la medicina tradicional, hipocrática y post-hipocrática hasta nuestros días. Si consideramos que la medicina galénica fue el único paradigma médico por más de trece siglos, comprenderemos que cualquier análisis de ella es simplificación y exageración, como recomendaría cualquier editor actual de noticias. De hecho, la medicina galénica sigue siendo noticia hoy porque gran parte de nuestras medicinas alternativas son de estirpe galénica (por ejemplo las terapias llamadas naturistas o naturalistas). El pensamiento galénico empezó a perder preeminencia con la obra de Vesalio (1543) y más con el descubrimiento de la circulación de la sangre por Harvey (1628), pero no dejó de ser el fundamento de la medicina moderna hasta mediados del siglo XIX. Aún hace unos pocos años se hablaba de un renacimiento del humoralismo en la medicina. Discutiremos en este capítulo, la persona y obra de Galeno desde tres perspectivas sucesivas. Primero, la vida del mismo Galeno (130-200 dC.) quien fue el primer gran médico aficionado a la autobiografía y cuya influencia personal ha sido enorme en la medicina. Segundo, la medicina galénica en el sentido de aquella que él mismo ejerció y escribió (350 títulos) considerando su anatomía comparada, vitalismo, corporalismo, humoralismo, terapéutica cooperadora de la naturaleza e interpretación filosófica de la enfermedad. Por último discutiremos el galenismo antiguo, medieval y post-medieval. Esta medicina galénica puede verse de dos formas distintas y complementarias. Se puede estudiar como la gran síntesis galénica, visión que favoreció Laín Entralgo. O puede ser considerada como la gran enciclopedia galénica, visión que favoreció otro insigne historiador de la medicina, Owsei Temkin. Ambas perspectivas son posibles y dependen de si uno interpreta la obra galénica buscando sus ideas axiales (interpretación

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sintética) o intenta resumir todos sus hallazgos y conclusiones a lo largo de varias centurias, a veces contradictorios o reintrepretados varias veces de diversa manera (interpretación enciclopédica). Los estudios sobre Galeno han pasado de moda en la historia del pensamiento médico porque sus sistemáticos errores han sido reemplazados por otros paradigmas, pero la importancia histórica del galenismo es tal que debemos entenderlo para comprender nuestro pensamiento médico actual. Era y es imposible ejercer la medicina sin conocer a Galeno, en la Edad Media y ahora. VIDA

DE

GALENO

La vida personal de Galeno es importante por dos razones. Primero, debido a su amplia obra y frecuentes alusiones autobiográficas es uno de los científicos más conocidos de la antigüedad grecorromana en su vida personal. Esto posibilita interpretar el legado intelectual de Galeno a través de los hechos de su vida, posibilidad excepcional en la antigüedad clásica. Segundo, la medicina galénica es propiamente la primera medicina de autor en la historia de la medicina. Galeno personalmente construyó un pensamiento médico, no muy original pero propio, y por medio de su obra personal influyó en miles de médicos a través de épocas históricas distintas; esto hace indispensable su experiencia vital particular. Galeno nació en Pérgamo (hoy Bergama.Turquía) entre el 129 y 131dC.; la leyenda dice que cerca del templo de Esculapio, el Asklepieion, 30 km. al oeste de la ciudad actual. Pérgamo era una ciudad helenística, rica, culta, con famosas instituciones educativas y religiosas. Esto explica un poco esa continua mezcla de ideas religiosas y científicas en la obra galénica. Se cuenta que tanto su padre como el mismo Galeno decían recibir mensajes en sueños de Esculapio, el dios de la medicina, lo que debe haber sido considerado normal en una ciudad como Pérgamo. Su padre era un hombre rico y Galeno mismo nunca tuvo problemas económicos; no llegó a gastar, él mismo lo dice, el patrimonio heredado de su padre. Éste era arquitecto y dio una esmerada educación a su hijo. Dice Galeno que estimuló su estudio de la geometría porque en ella las verdades eran indudables y esto explicaría la búsqueda galénica de grandes verdades en medicina, no sólo verdades prácticas o de ciertas escuelas particulares. Además el padre lo educó en el ideario estóico, expresando Galeno que vivía sin miedo (en apatheia o ataraxia, el no sufrimiento o ausencia de disturbios, ideal estóico) en medio de los acontecimientos de la vida. Parece entonces que la influencia paterna fue fundamental en el desarrollo de la personalidad de Galeno. Por otro lado, la famosa descripción de su madre es casi un retrato de la mujer histérica clásica, quien no se afectaba por lo más serio y en cambio se alteraba por las cosas mínimas con teatrales pataletas contra su padre o los sirvientes.

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Pérgamo poseía la segunda biblioteca más grande en la antiguedad, sólo superada por la de Alejandría. Sus pergaminos, famosa industria de la ciudad, contenían todo el saber del mundo antiguo. Desde sus primeros gobernantes helenísticos se había privilegiado la colección de manuscritos. En esta sociedad libresca es apenas comprensible la florida obra galénica. Galeno empezó desde muy joven, en su segunda década de vida, a escribir libros y nunca dejó de hacerlo. De hecho para los historiadores de la medicina de comienzos del siglo XX la medicina galénica era una medicina de biblioteca que contraponían a la medicina de laboratorio que se empezó a cultivar en el siglo XIX. Es apenas apropiado que una medicina así se haya originado en un hijo de Pérgamo. A pesar de su aparente racionalidad, el padre de Galeno recibió en sueños una visita de Esculapio que le aconsejó que su hijo estudiara medicina. Esto puede verse como una expresión de la decadencia de la religión grecorromana que había caído en cultos y supersticiones, válidos aún frente a una racionalidad escéptica, epícurea o estóica. En otras palabras los hombres cultos pertenecían a un universo racional filosófico y al mismo tiempo creían en groseras supersticiones. Esta decadencia religiosa está ad portas de ser reemplazada por el vigoroso y joven cristianismo. O puede verse, el sueño del padre de Galeno, como inmediata influencia de la medicina esculápica del Asklepieion donde los enfermos recibían su diagnóstico y tratamiento en sueños. Ya hemos apuntado que según la leyenda Galeno nació cerca de ese famoso templo cuyas ruinas aún podemos admirar y estudiar. En él, el Asklepieion de Pérgamo, podemos encontrar ruinas de una biblioteca, piscina de baños, recintos para el sueño de los enfermos y un teatro (?). Ahí empezó Galeno a estudiar medicina a los diecisiete años como «terapeuta»: servidor o sirviente médico, como eran llamados los estudiantes de medicina. El servir en medicina (al paciente) no era una calificación peyorativa sino un título de honor que identificaba a los estudiantes, o terapéutas. Si consideramos que sus estudios se completan cuando regresa a Pérgamo y es nombrado médico de los gladiadores en su ciudad natal, Galeno se educa como médico por diez años en distintas escuelas en la misma Pérgamo, Esmirna, Corinto y Alejandría de Egipto, como se decía en la antigüedad. Es entonces una educación amplia que fundamenta el eclecticismo propio de la medicina galénica. Pocas escuelas fueron rechazadas por el omnívoro Galeno, con excepción de las de Herófilo y Erasístrato con sus autopsias humanas. Lo que rechazaba Galeno de las escuelas, especialmente de las alejandrinas, era su exclusivismo ideológico y su gusto por la arcano y secreto. De todas formas hay algo más en el sarcasmo y desprecio con que trata la medicina alejandrina de Herófilo y, sobre todo, de Erasístrato, sus bètes noires. Quizás para un vitalista como Galeno hay una radical diferencia entre el cuerpo

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muerto y el cuerpo vivo y los hallazgos en una autopsia humana no son pertinentes a una medicina vitalista. De todas formas no deja de ser interesante que Galeno haya gastado en su educación médica lo mismo que un estudiante contemporáneo consume en su educación en medicina general y su especialidad básica, más o menos una decena de años. Las cosas no parecen haber cambiado mucho. Lo que sí parece demostrado es que Galeno tenía los recursos económicos suficientes para pagar su educación en los mejores centros académicos. En aquel entonces no había educación pagada por el estado y esto subraya que Galeno pertenecía a la burguesía profesional helenística. Recordemos que su padre era arquitecto y le dejó una buena herencia. Galeno fue siempre elitista y conservador en su percepción política y social. Para él la medicina fue siempre un oficio rentable, privado, particular y muy pocas veces discute problemas de medicina social o hace consideraciones políticas. Sus únicas labores sociales fueron sus múltiples publicaciones y las polémicas médicas de su juventud. De Galeno aprendió la medicina una cierta postura apolítica que nos ha hecho más mal que bien, pues ya se dice que quien no hace política la sufre. Las primeras escuelas con las que tuvo contacto en Pérgamo fueron los dogmáticos, los empíricos y los pneumáticos. De todos aprendió algo pero desde muy joven confrontó y discutió las enseñanzas de sus maestros. Sus primeras investigaciones fueron anatómicas. Por ejemplo en Esmirna publicó Sobre el movimiento de los pulmones y del tórax lo que demuestra que su conocimiento anatómico provenía de disecciones de animales vivos y no de cadáveres humanos. En Esmirna estudió con el maestro que quizás más lo influyó, Pélope, y de él aprendió la medicina humoralista que llegaría en sus textos, los de Galeno, a su elaboración más completa. Pasó por Corinto donde estudió con Numisiano, maestro de Pélope, y cuando este emigró a Alejandría lo siguió. Ahí completaría la segunda mitad de sus estudios básicos, quedándose en Alejandría y viajando por Egipto por cinco años. Egipto en el segundo siglo de nuestra era, habiendo sido conquistado por Roma hace más de cien años, gozaba de orden y prosperidad económica. Roma misma dependía del grano de Egipto y siendo Alejandría su principal puerto se había convertido en una mejor ordenada metrópolis rica y culta, que no había perdido su carácter de gran centro académico helenístico. Hay que anotar que Galeno siempre se consideró griego, pensó en griego, llamando al griego la lengua más dulce y humana y nunca se latinizó por completo. En Alejandría Galeno completó su educación médica, rescatando para su obra un profundo hipocratismo («en los libros de los antiguos me crié», afirma), pero aprendiendo en sus viajes por el valle del Nilo una farmacología diversa con influencias indias y persas y criticando ardorosamente las múltiples escuelas alejandrinas de

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medicina. Lo que más molestaba a Galeno de la medicina en Alejandría era lo cerrado de sus grupos, su medicina de capilla como hemos dicho. Pero de todas las escuelas alejandrinas aprendió algo. La misma anatomía que en ellas se hacía es bien conocida por Galeno, aunque luego desprecie las autopsias humanas como ya dijimos. Afirma que sólo en Alejandría se puede conocer y estudiar el esqueleto humano. También se nutre de la ciencia y los adelantos tecnológicos de Alejandría conociendo desde joven la geometría euclideana, los logros de Arquímedes y toda la ciencia alejandrina con sus aparatos y experimentos innovadores. En resumen, y paradójicamente, aunque Galeno critica la medicina alejandrina con furor, debe gran parte de su pensamiento científico y médico a la metrópolis del Delta. Tras cinco años regresa, a los 27 años, a Pérgamo, donde permanecerá por otros cinco años antes de viajar a Roma (curiosamente a pie, lo que demuestra su buen estado de salud). En su ciudad natal es nombrado por el sacerdote mayor del templo de Esculapio, denotando sus buenas relaciones con los asclepíades, médico encargado de los gladiadores. Este es el primer cargo profesional estable de Galeno y era una posición de importancia teniendo en cuenta el peso social de esos sangrientos juegos. Se supone que la práctica con los gladiadores dio una buena experiencia quirúrgica a Galeno, perfeccionando su educación médica. Por ejemplo afirma, siendo siempre como un gladiador contra sus colegas, que quienes creen que la inflamación sigue necesariamente a las heridas demuestran su gran ignorancia. De hecho en esto tenían razón los colegas de Galeno porque cualquier trauma tisular produce inflamación, aún pequeña, como condición previa a la cicatrización. Claro que Galeno sólo tenía en mente la inflamación que clásicamente describió Celso (53aC.-7dC.) como inflammatio est tumore et rubore, calore et dolore, con sus evidentes cuatro signos patognomónicos. Ahora, si Galeno se refería a la infección tenía razón: hay heridas infectadas y no infectadas y su distinción es importante aún en nuestros días. La diferencia entre inflamación e infección es una de esos problemas seminales que han estimulado el progreso en el pensamiento médico. Sale de Pérgamo el año 162 dC. buscando estabilidad, ya que las guerras contra los Partos habían trastornado la paz en el Medio Oriente. Estas guerras largas y sangrientas se habían reiniciado con la llegada al trono de su futuro paciente el emperador Marco Aurelio en 161 dC. Es irónico que este mandatario y reconocido sabio estoico haya pasado gran parte de su vida en guerras al este y oeste del Imperio Romano. Por otro lado en estos años Marco Aurelio envía una misión a China subrayando el hecho que en este momento histórico Roma es verdaderamente una civilización mundial. Para un médico de la época de Galeno era entonces posible conocer algo de la medicina y farmacología chinas.

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Al llegar a Roma, Galeno participa inmediatamente en las polémicas médicas centradas en el templo de la Paz, el Templum Pacis. Se da a conocer por sus demostraciones anatómicas y es famosa aquella en que viviseccionaba un puerco e iba cortando sus nervios del cuello. El sujeto experimental gruñía ruidosamente hasta cuando Galeno seccionaba el nervio laríngeo recurrente: en ese momento el animal dejaba de hacer ruido por parálisis de la laringe, demostrando así la función de dicho nervio. La descripción de la anatomía y función del recurrente es una de las cumbres de la obra galénica. Gustando la ociosa y culta aristocracia romana de esos escandalosos espectáculos, Galeno se hizo rápidamente famoso. Esto demuestra que desde la antigüedad las investigaciones deber ser conocidas por la sociedad en exhibiciones casi circenses. El investigador debe ser como un publirelacionista de las verdades científicas. Para entender cómo se insertó Galeno en la sociedad romana tenemos que considerar el rol del médico en esa sociedad. Al final de la República era frecuente que los patricios tuvieran médicos esclavos o esclavos que cuidaban del cuerpo del patricio y su familia con conocimientos médicos tradicionales y folklóricos. Estos médicos personales o familiares empezaron a ser griegos cuando más tarde el Imperio se extendió al Mediterráneo oriental y los romanos encontraron una medicina helenística sofistificada en Corinto, Alejandría y otras ciudades griegas. Todas las diversas escuelas de la medicina helenística (dogmáticos, empíricos, pneumáticos, etc.) llegaron a Roma y ganaron una clientela fundamentalmente aristocrática. El médico pasó de ser un esclavo, aunque peristió esta costumbre entre los más ricos, y se convirtió en un profesional que ganaba clientes al demostrar conocimientos, por ejemplo en las polémicas públicas de medicina como las que mencionamos antes. Nótese bien, o nota bene (NB) como se dice en latín, el uso de la palabra cliente. El rol social de cliente, cliens-clientis, es profundamente romano. Volveremos a discutirlo más tarde por su importancia en la medicina actual; sólo subrayaremos ahora que no todo cliente médico es paciente (sufriente) ni todo paciente está orgánicamente enfermo, hay simuladores y enfermos sicosomáticos de todo tipo en medicina. La distinción es importantísima en la práctica clínica (usualmente todos se «reclinan» en nuestro consultorio clínico) y los médicos debemos cuidar de todos, es nuestro oficio, aún de los falsos enfermos demostrando su falsedad y educándolos. Para esta ingrata labor de separar clientes que nos solicitan algún servicio, pacientes y enfermos verdaderos, en nuestro oficio médico es esencial la retórica para convencer (este es el arte retórico) a ciertas personas sanas de que no sufren ninguna enfermedad o ganar la buena voluntad del enfermo. La retórica ha sido siempre útil en la buena medicina desde el tiempo de los romanos con sus polémicas médicas públicas.

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En Roma había médicos de todo tipo tratando de ganar una posición en ese exigente mercado. El rol de médico, a la romana, era muy amplio. Se cumplía la descripción laboral de Aristóteles en la Política, su famoso tratado sociológico, donde dice que hay médicos técnicos (seguidores del tekhné, arte, de la medicina), médicos científicos o de escuela y también ciudadanos cultos que estudian medicina como parte de su educación general (por ejemplo Celso el enciclopedista) y todos se consideran médicos. Dicho sea de paso, sería importantísimo que rescatáramos esa prescripción aristotélica e hicieramos la medicina parte de la educación general de todo ciudadano en nuestras sociedades. En esta Roma liberal, rica y cada vez más culta Galeno progresó rápidamente. Era griego, venía de estudiar en Alejandría y era un buen médico que gustaba de las polémicas, su triunfo social estaba asegurado. Tuvo su mecenas en el cónsul Flavio Boeto quien era un aristócrata romano entusiasmado por la anatomía. Con su apoyo empezó a publicar libros y de esta época es el Sobre el uso de las partes, un texto de anatomía que es juzgado de los mejores en la amplia obra galénica. El título mismo, que señala que las partes son estudiadas en cuanto a su uso o propósito, nos comprueba el pensamiento teleológico de Galeno. Para Galeno la anatomía explicaba, más que describía, un cuerpo en que cada órgano cumplía un propósito y había sido creado para un uso particular. Galeno afirma que su obra anatómica debe ser considerada un himno de alabanza a Dios y ya vemos por qué el pensamiento cristiano primitivo aceptó la medicina galénica con gran admiración. Galeno sale de Roma en el año 166. Es bien interesante, siendo Galeno tan gustoso del comentario autobiógrafico, que esta huída de Roma no sea bien explicada en sus textos. En ellos se afirma que la causa fue la oposición de ciertos médicos romanos y la pérdida del mecenazgo de Flavio Boeto que viajó como cónsul a Palestina. Pero la peste de Antonino (llamada sarcásticamente de Galeno por algunos historiadores) había comenzado en el 161 en Oriente y ya había llegado a Roma. La leyenda afirma que Galeno salió de Roma en huída por la peste. Esta peste o plaga produjo la muerte de decenas de miles de romanos hasta el año 180, cuando el mismo emperador Marco Aurelio murió por causa de ella, y no asesinado por su hijo Cómodo como narra un film reciente (Gladiador dirigido por Ridley Scott, 2000). Estas pestes (fueron varias) iniciaron la decadencia de Roma, entre otras muchas causas, y es curioso para muchos historiadores que la hegemonía de la medicina galénica esté enmarcada por grandes pestes (las romanas a su inicio y la peste o muerte negra de 1348 al final). El emperador Marco Aurelio llama a Galeno a sus cuarteles de invierno de Aquilea en 168 dC. y lo convierte en su médico personal. La misma peste que lo había hecho huir de Roma hace que el Emperador lo llame a su lado y se inicia el apogeo de Galeno como médico.

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Marco Aurelio fue el último de los cinco buenos emperadores antoninos, así denominados en la historia romana, e indiscutiblemente Galeno en su corte sufrió una gran influencia de la filosofía preferida del emperador, el estoicismo. Este estoicismo tardío tiene su última gran autoridad en el mismo Marco Aurelio con sus «meditaciones». Pero es un estoicismo muy romano y tardío construido sobre las enseñanzas de Posidonio, filósofo griego del estoicismo medio que fue maestro de Cicerón y Pompeyo en el último siglo antes de nuestra era común. Es importante esto porque Posidonio unió al estoicismo primitivo las enseñanzas originalmente no estoicas de Platón y Aristóteles. En el estocismo de los tiempos de Galeno la physis griega y estóica era denominada Ley Natural. Esta Ley es muy cercana o es la misma vis medicatrix naturae de Galeno, el poder medicinal o curativo de la naturaleza. También en este pensamiento se describía el cosmos como un ser vivo animado por un logos providente cual alma del mundo, idea aparentemente de origen platónico. Y ciertamente Galeno usó el concepto platónico de alma, con sus tres partes vegetativa, animal y racional. Había entonces en este estoicismo tardío un eclecticismo platónico y aristotélico muy apropiado al ecléctico Galeno. Más importante aún, este fondo estóico de la medicina galénica aseguró su adopción por el nuevo y creciente cristianismo. El cristianismo aceptó el estoicismo como la filosofía pagana más cercana a su pensamiento, hasta usar palabras comunes como logos que pasaría a ser la palabra encarnada de la teología cristiana más antigua. Una antigua leyenda cristiana afirma que Séneca, gran filósofo estoico romano, y san Pablo se conocieron y dialogaron en la Roma de Nerón. Entonces, para un cristiano culto, Séneca, Marco Aurelio y Galeno eran sabios, si no santos, paganos muy apreciados. La vida de Galeno debe haber cambiado mucho cuando murió Marco Aurelio y subió al trono su hijo natural Cómodo, que en nada se parecía a él y compone con Nerón y Calígula el triunvirato, podríamos decir, de la depravación en la historia de los emperadores romanos. En el año 191 se quema gran parte de la biblioteca de Galeno y su producción intelectual disminuye marcadamente. Luego del asesinato de Cómodo llega al poder Septimio Severo y parece que Galeno siguió siendo su médico personal. Nuestro Galeno muere alrededor del año 200 y hay quienes afirman que vivió hasta 216 dC., viviendo más o menos los proverbiales setenta años del hombre justo. Una larga vida productiva, para el promedio de la antigüedad grecorromana, que nos dejó una extensa obra escrita. TEXTOS E IDEAS MÉDICAS DE GALENO Debemos suponer que Galeno escribía en griego porque nunca se adaptó por completo a la latinidad dominante. Pero su obra fue inmediatamente publicada, conocida y leída por siglos en latín. El latín de Galeno es pesado, reiterativo y, a veces, poco claro. Gran

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parte de la medicina académica medieval se centrará en discusiones hermenéuticas sobre el texto galénico. Las escuelas de medicina polemizarán largamente sobre el sentido y significado médico original de las palabras de Galeno. Esto exige una aceptación generalizada de Galeno como autoridad máxima, casi divina, en medicina. Para nosotros es extraño este tipo de lectura porque hoy no hay textos médicos indispensables y absolutamente autoritarios, y toda comunicación médica es discutida agresivamente como parte de su aceptación científica. Pero Galeno fue considerado la única autoridad o la autoridad preeminente en medicina por siglos, y más que confrontarlo se interpretó y reinterpretó, sin dudar de su verdad fundamental. ¿Cómo llegó Galeno a esta posición en la historia de la medicina? Parte de la explicación está en la decadencia del pensamiento médico grecorromano y su dispersión en escuelas y sub-escuelas. Galeno es el único pensador médico de la época que se acercó a proponer, a pesar de su variado escolasticismo y eclecticismo, un sistema de medicina integral. Pero aún no podemos dilucidar si el sistema médico galénico es una construcción a posteriori de la servil interpretación y reinterpretación de sus textos principales o verdaderamente es un elemento propio de la variada obra galénica. En otras palabras podemos preguntarnos: ¿hemos visto un sistema médico en la obra galénica por nuestra constante lectura admirativa o verdaderamente Galeno es un pensador original que sistematizó la medicina de su época? Antiguamente se pensaba en Galeno como sistematizador, actualmente se le ve más como enciclopedista y la controversia continúa. Pero ciertamente se puede intentar proponer un sistema fundamental galénico usando una media docena de sus ideas centrales. Primero su hipocratismo platónico y aristotélico (!). Galeno se presenta a sí mismo como el principal y más auténtico heredero de la medicina hipocrática, sobretodo colocándose en posición crítica ante la medicina alejandrina. Llega a decir que debemos imitar a Hipócrates en todas sus muchas y buenas cualidades, incluyendo la virtud de enseñar muchas cosas en pocas palabras (ejemplo que evidentemente no siguió el mismo Galeno). Pero esta herencia hipocrática no es pura y se mezcla con Platón, Aristóteles y otras escuelas de pensamiento posteriores (el estocicismo ya mencionado, por ejemplo). La obra galénica es un buen ejemplo de la dinámica experiencia-experimentosistema que proponemos para entender la historia de la medicina. La experiencia clínica hipocrática es extendida con los experimentos y autopsias de la medicina alejandrina. Pero en Alejandría no se llega a completar un sistema de medicina con base en esos experimentos. Galeno lo intenta, consciente o inconscientemente, pero reacciona a lo alejandrino intentando conservar un hipocratismo un poco idealizado y mezclando en este esfuerzo otras interpretaciones patológicas que nos dan un sistema a veces un poco contradictorio (sistematizando a veces la ignorancia, nos atreveríamos a decir).

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Por ejemplo, nadie nunca recogió en la mano o en un recipiente bilis negra, uno de los cuatro humores. Siendo su sede orgánica el bazo, nadie nunca encontró en concreto y en la realidad palpable, diríamos, un humor o líquido negro que saliera del bazo a los vasos. Lógicamente muchos médicos, siempre positivistas ingenuos, empezaron a dudar de la existencia de la bilis negra, humor que producía la melancolía o depresión. El argumento de Galeno es interesante: no duda de la existencia de la bilis negra porque hay cuatro humores (con la sangre, flema y bilis amarilla) como hay o porque hay cuatro elementos (aire, agua, fuego y tierra), mezcla de cuatro cualidades (seco, húmedo, caliente y frío) en el cosmos vivo. Una sistematización, racional sí, pero deudora de un pensamiento analógico, pre-científico. Y nos sorprende el curioso hipocratismo de Galeno cuando en el importantísimo texto titulado Las facultades del alma afirma que ellas se derivan de la complexión humoral del cuerpo. Afirma Galeno que Hipocrátes sostuvo que las facultades del alma, no sólo las del alma vegetativa o animal sino también las de la parte racional, siguen a la complexión humoral del cuerpo. Ciertamente la medicina hipocrática era humoralista pero la división del alma en tres partes es platónica. Aquí el ecléctico Galeno pone en boca, diríamos, de Hipocrátes una distinción de Platón y una síntesis suya. Nadie duda que Galeno utilizó a Hipocrátes para sus propios propósitos y explicaciones. La segunda idea axial de Galeno es su esencial humoralismo. La medicina galénica es la medicina humoral por excelencia. El paradigma central del galenismo es que la enfermedad y salud se deben al desequilibrio y equilibrio de los humores del cuerpo. Galeno fue mucho más allá de la medicina hipocrática al sistematizar esta idea y llevarla casi a sus últimas consecuencias. Diríamos que del hipocratismo fundamental ya apuntado destiló un humoralismo integral, complejo, y fue curiosamente coherente en este aspecto de la medicina. A estos dos primeros elementos, sumó un vitalismo muy estoico. La vida estaba más allá de las explicaciones materiales y el mismo cosmos estaba vivo. Este vitalismo lo llevó a proponer que la Naturaleza se cura a sí misma por su vis medicatrix, su poder medicinal. Supone siempre una Naturaleza sabia y providente que cuida del hombre. Es evidente que esta noción pasó a ser un elemento imprescindible de la medicina medieval y aún hoy inspira todo nuestro naturismo o naturalismo. Es sorprendente cómo el hombre actual no se da cuenta de que siempre piensa, en el fondo, que lo natural es sabio y bueno cuando habla de enfermedades y medicina. La misma teoría de la evolución se interpreta como un progreso bueno y constante de la vida. Casi que no podemos aceptar una naturaleza neutra, ni buena ni sabia, por el contrario ciega y azarosa.

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El cuarto elemento del sistema galénico se ha llamado corporalismo. Piensa Galeno que el cuerpo es una unidad compuesta de partes orgánicas. Concibe estas partes orgánicas como territorios anatómicos bien delimitados, con una función propia y única, que participan en el concierto corporal cumpliendo cada uno el papel para el que fue creado. Esta imagen del cuerpo, y de la sociedad como un corpus social es muy del pensamiento romano, usada desde sus primeras leyendas republicanas cuando se aceptó que los plebeyos eran el estómago de la ciudad, los patricios la cabeza, los esclavos las extremidades que laboran incansablemente y Roma una sola. Esta concepción se encuentra en la menos elitista doctrina paulina del cuerpo místico de Cristo, por ejemplo. Galeno piensa entonces que todos los órganos funcionan para el equilibrio y bienestar del cuerpo y no hay órgano sin propósito. Esto se observa en su principal texto anatómico Sobre el uso de las partes. Nótese como estas ideas se han integrado en el imaginario común del occidente cristiano. El quinto elemento del pensamiento galénico es la teleología. El cosmos, todo y cada una de sus partes tiene un propósito o propósitos que explican sus características. Todo es explicado teniendo en cuenta sus efectos finales, que son su causa final y la justificación de su existencia y actuar. El pensamiento teleológico, y el galénico lo es, es frecuentemente de tipo religioso y trata de reunir, religar (y religión parece derivarse de re-ligare, re-atar en latín) en un sólo gran propósito toda la vida y sus circunstancias. Nada es extraño, malo o patológico si cumple el objetivo que le asignó el Creador. La misma enfermedad tiene su propósito. Tenemos que recordar en nuestra medicina actual que la gran mayoría de nuestros pacientes tienen un pensamiento teleológico y éste no debe ser criticado si ayuda a la disminución del sufrimiento que llamamos enfermedad, nuestro oficio y deber como médicos. El hipocratismo, humoralismo, vitalismo, corporalismo y teleología del pensamiento galénico llevan a una terapéutica fundamentalmente cooperadora, servidora, esclava de la naturaleza buena y sabia. El médico galénico aunque más interventor que el hipocrático no se cree sino un ayudante del poder medicinal y curativo de la naturaleza. Esta media docena de ideas articulan el más esencial sistema galénico de medicina. Estas ideas son expuestas, aplicadas, explicadas en una extensa colección de libros escritos por el propio Galeno, y seguidas por miles y miles de «profesionales de la salud» (concepto de estirpe galénica, siervos facilitadores o terapeutas de una salud que la naturaleza restablece) por siglos y siglos. Es nuestra herencia galénica y no puede ser olvidada. Ella formó, tras una larga gestación, nuestra medicina actual. La exégesis, purificación, del texto galénico ha sido controversial. Las ediciones más clásicas han sido las de Aldina (Venecia, 1525) con algunas correcciones sobre el poco confiable texto medieval y la de Kühn (Leipzig, 1821-1833) con correcciones más

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modernas. Pero la edición crítica ha sido lenta y a mediados del siglo XX sólo se habían publicado unos cuarenta volúmenes. Los estudios sobre Galeno no son en este momento populares en publicaciones de historia de la medicina ya que sus paradigmas se consideran superados y hay poco interés en oscuros detalles técnicos de su medicina. Pero es importantísimo explorar y precisar su sistema de ideas porque, como ya dijimos, el hombre contemporáneo usa del pensamiento galénico, a veces sin darse cuenta, cuando se enfrenta a sus enfermedades. Esto se debe a que el galenismo se incrustó de manera profunda en el pensamiento europeo y occidental debido a su afinidad con la antigua teología cristiana y su largo predominio de más de trece siglos. Somos aún galénicos en nuestro pensamiento popular: es común creer por ejemplo que todos los remedios están en la naturaleza y que no hay enfermedad sin remedio, todavía en nuestro lenguaje el corazón es la sede de la voluntad, se sangra a los toros de lidia para descongestionarlos, las personas tienen buen o mal humor y así Galeno perdura en nuestro imaginario patológico. La sola mención de los títulos de algunos de sus más de trescientos textos nos da una idea de la amplitud del pensamiento galénico: Sobre el orden de los escritos propios,Sobre las sectas, Sobre la mejor secta, El buen médico ha de ser también filósofo, Sobre el contenido médico del Timeo de Platón, Glosario de Hipócrates, Sobre el uso de las partes, Sobre las doctrinas de Hipócrates y Platón, Sobre la bilis negra, Las costumbres del alma se derivan de la complexión humoral del cuerpo, Sobre si en estado normal hay sangre en las arterias, Sobre la plétora, Sobre el conocimiento de las enfermedades por los sueños, Sobre los tumores preternaturales, Sobre la cura por flebotomía, Sobre el ejercicio con la pelotita, etc. ERRORES GALÉNICOS FUNDAMENTALES En esa obra escrita tan amplia hay errores y hallazgos. Hay dos errores que obstaculizaron el progreso de la medicina por siglos. El primero es que debido a la oposición de Galeno a la autopsia, toda su anatomía surge de la comparación con disecciones animales. Galeno llegó a disecar, entre otros animales, monos de Gibraltar y creía a pie juntillas que su anatomía era igual a la humana. La disección de terneros le hizo postular una rete mirabile, red maravillosa, de venas y arterias en la base del cerebro donde se mezclaban los espíritus vitales vegetativos (venas) y animales (arterias) con influencia del alma o espíritu racional del cerebro. Evidentemente no hay ninguna rete mirabile en la base del cerebro humano, a excepción del círculo de Willis arterial y en él no ocurre ninguna mezcla de venas o espíritus. A su imaginativa descripción anatómica, Galeno sobrepuso aquí la teoría del alma tripartita de Platón. Toda su anatomía

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es más una demostración de lo que debe ser y cómo debe ser, que una descripción de lo que es (o de lo que se ve en la disección humana, que como ya hemos dicho no realizaba). Por ejemplo, basándose en el rol vegetativo y nutricional del hígado describió unos inexistentes lóbulos hepáticos que rodeaban como dedos el estómago. Todavía hoy hablamos de lóbulos hepáticos y durante siglos se vieron (?) como Galeno los describió. Recientemente han ocurrido catástrofes quirúrgicas en transplantes de hígado parcial de donante vivo porque se separaron secciones lobulares hepáticas con daño vascular de la porción restante en el donante. La división lobular del hígado aún no nos queda clara y no es tan estricta, anatómicamente, como lo quería Galeno. Los errores anatómicos de Galeno pesaron en la medicina por siglos. El otro error galénico que condenó la medicina a un retraso de siglos fue el desconocimiento de la circulación de la sangre. ¿Cómo creía Galeno que se formaba la sangre y cómo recorría los otros órganos? Dicho sea de paso, subrayamos en la pregunta que para la medicina moderna la sangre no es un humor sino un órgano, líquido y circulante, además de complejo y con variadas funciones. Todavía persiste en la opinión popular la imagen de la sangre como humor líquido vital, un poco mágico, y no se piensa la sangre como órgano o tejido multicelular. Por ejemplo, se habla siempre de cáncer en la sangre como si se tratara de una entidad unitaria en otra entidad unitaria; no se comprenden las leucemias como neoplasias multicelulares, nuevas y diversas, de la sangre, un tejido entre otros. El gran error histórico, costosísimo en términos científicos, fue el no entender la circulación de la sangre. Para nosotros es difícil entender las teorías galénicas sobre la sangre porque vivimos desde Harvey (1628) en el paradigma de la circulación de ella, no podemos ni siquiera imaginar otra explicación al movimiento del corazón y la sangre a través de los vasos. La revolución del descubrimiento harveiano es el mejor ejemplo de cambio de paradigmas en la historia de la medicina. Equivalente para la medicina a la proposición de Galileo del movimiento de la tierra en torno al sol. Pero ese conocimiento estuvo vedado a los galénicos. Galeno pensaba que existían tres sedes del alma y la vida: el hígado de la vegetativa, el corazón de la animal, el cerebro de la racional. En el hígado se formaba sangre a partir de los alimentos y por las venas que salían del hígado se enviaba una sangre nutritiva, oscura a las otras vísceras. Al llegar la sangre al corazón, parte de ella salía a los pulmones donde entraba en contacto con el aire y se volvía caliente, roja clara, fogosa. Esta sangre, sin aire y con aire, se mezclaba y pasaba al ventrículo izquierdo por unos poros interventriculares. En las arterias viajaba en borbotones impulsada por el aire hasta la periferia muscular y visceral. En la rete mirabile de la base del cerebro la sangre recibía los efluvios del alma racional situada en el cerebro. Este complejo

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sistema mantenía en equilibrio los humores del cuerpo. Observemos que el viaje de la sangre era siempre centrífugo a partir del corazón, siendo el corazón el centro del hombre como el hombre en la tierra, centro del universo, era el centro de la creación. Para nosotros es difícil entender este sistema circulatorio como es difícil entender hoy las múltiples esferas que girando alrededor de la tierra con sol, luna, planetas y estrellas se necesitaban para sustentar el universo ptolomeico. Pero salir de ese paradigma galénico que no incluía la sangre en circulación, nos tomó siglos. Observemos que en el pensamiento médico galénico sólo podíamos actuar terapéuticamente sobre un humor de los cuatro primordiales: la sangre. No había forma práctica de variar la cantidad de flema, bilis amarilla o negra. Sólo podíamos cambiar el volumen de sangre a través de la sangría. Por eso la sangría terapéutica fue el arma principal de la medicina galénica. Y se prescribía la sangría casi en todas las enfermedades. En la medicina galénica la patología era siempre un proceso complejo de pérdida o restablecimiemto del equilibrio de humores y usualmente, en un momento u otro de la enfermedad, la sangría estaba indicada. Aún en casos de hemorragia. Recordemos que una interpretación común era: si el cuerpo sangraba, era porque la sabia naturaleza lo requería. Aún a comienzos del siglo XIX, dentro del paradigma galénico, se hacían sangrías en partos prolongados con hemorragia intraparto. De aquella débil intuición alejandrina del ahorro de sangre en algunas enfermedades, nada quedaba. De hecho, al final de la Edad Media en las grandes universidades, como la de París, una controversia médica frecuente era la discusión de las sangrías en heridas de miembros superiores e inferiores: ¿se debía hacer la sangría en el miembro traumatizado o en el contralateral? Parece que se llegaba a distintas conclusiones al leer manuscritos en griego (bizantinos) o traducidos del árabe. PERSISTENCIA DEL PARADIGMA GALÉNICO A pesar de estos catastróficos errores la medicina galénica fue la única válida por más de mil quinientos años, ¿por qué? Primero, hay que aceptar que el pensamiento galénico era integral y coherente como teoría médica. Para nosotros es díficil aceptar esto porque aún vivimos en el paradigma de una medicina positivista; creemos que la medicina debe basarse en verdades científicas probadas y como ya vimos la medicina galénica exhibe escandalosos errores. Pero pensemos qué le pide el género humano a la medicina desde sus primeros tiempos: una explicación creíble de las enfermedades y un alivio de esos sufrimientos, no necesariamente verdades científicas. Para millones de personas, durante siglos, la errada medicina galénica fue creíble y disminuyó angustias y dolores, permitió pensar en la enfermedad y darle tratamiento. Además se elaboró

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racionalmente y sus complejas explicaciones tomaron un aura de obviedad. Hoy nuestras elaboradas ideas médicas también nos parecen obvias y no sabemos si son completamente verdaderas. Segundo, la obra de Galeno se completa en un momento del pensamiento grecorromano en que el monoteísmo, aún cierto deísmo de corte estóico, se concretaba como única posibilidad filosófica y teológica. La vieja physis griega, la sabia naturaleza galénica y un único Dios creador de todo se entienden como ideas hermanas y similiares en el pensamiento humano de las orillas del Mediterráneo. El galenismo se hace aceptable para el judaísmo, cristianismo e islamismo, las religiones del Libro. Veremos que al final de la Edad Media se piensa que Dios, en su sabia providencia, ha concedido a la humanidad dos libros claves: Galeno para sanar y La Biblia para salvarse. Casi lo mismo podrían pensar los judíos con su ley, profetas y talmud y los musulmanes con su Corán, textos compañeros del galénico para alcanzar salud y salvación. Por último, las viejas medicinas tradicionales se convierten en medicinas de biblioteca y la extensa obra del médico de Pérgamo, era de esperarse, se convierte en el fundamento casi sagrado de todo el pensamiento médico. Desde entonces los médicos escribimos y escribimos libros y textos como parte esencial de nuestro oficio. Aquel joven griego nacido en la bibliófila Pérgamo se convierte en centro y raíz del pensamiento médico y reemplaza con su obra escrita los templos de Asclepíades que lo educaron en su juventud. Resultó sorprendentemente apropiada aquella aparición del dios de la medicina en sueños al padre de Galeno indicándole que debía educar en medicina a su hijo. Tenemos que anotar, por otro lado, que la adecuación del pensamiento de Galeno a las religiones monoteístas en ascenso tuvo sus problemas filosóficos y teológicos. Debemos recordar que ante la obra galénica hay dos posturas hermenéuticas: o es una novedosa síntesis o es un resumen enciclópedico al estilo romano. Quizás a Galeno le hubiera molestado sobremanera que lo consideráramos un enciclopedista latino (como Celso) ya que él se veía como un sabio griego heredero, y el mejor, de Hipócrates. Pero en su obra hay dos Galenos, nos recuerda Temkin, un teólogo natural (podríamos decir fisiológico, en la acepción original de este término) de corte estóico y un metódico médico racional y lógico de corte alejandrino (en Alejandría se educó, a pesar de sus posteriores críticas a la autopsia y los alejandrinos). El Galeno teólogo natural fue aceptado por el cristianismo sin problemas; otros aspectos de la obra galénica fueron criticados, como veremos, por médicos talmúdicos e islámicos.

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GALENISMO ROMANO Y BIZANTINO Luego de presentar la persona de Galeno y sus principales ideas intentaremos resumir su larguísima herencia romano-bizantina, islámica, judía, cristiana y, aún, aquel galenismo postmedieval que sobrevive hoy. La medicina romana ciertamente era más amplia que Galeno, pero aparentemente eran frecuentes los charlatanes (se cuenta que en las calles de la gran urbe se abrían pequeños puestos de médicos, ortodoxos o no, para buscar y atender clientela) y nada queda escrito que pueda compararse a la obra galénica. Un poco anterior a Galeno, en el siglo segundo de nuestra era durante los emperadores Trajano y Adriano, ejerce la medicina en Roma otro admirable médico griego, Sorano de Éfeso. El que sea griego nos demuestra (como dice un historiador de la medicina, Castiglioni) que los romanos entendían la medicina como un oficio poco recomendable, propio de extranjeros, esclavos o libertos. Sorano igual que Galeno, y muy admirado por él, se educa en Alejandría. De su obra nos queda una importantísima, Ginecología, porque los problemas femeninos y del embarazo no eran frecuentemente discutidos en la medicina. Se puede considerar el primer neonatólogo o puericultor ya que incluye un capítulo sobre el cuidado del recién nacido. Esto es verdaderamente notable ya que en Roma el cuidado del neonato era dado por nodrizas y comadronas, no se consideraba provincia del oficio médico y era poco el valor social de la vida del recién nacido. En Roma era frecuente el aborto y el abandono del niño recién nacido, sobre todo porque los métodos anticonceptivos no eran particularmente eficaces. Es interesante que este abandono de niños recién nacidos, los expósitos, era tan frecuente que los autores latinos previenen contra esta práctica usando el argumento que ella hace posible el incesto de un romano en los lupanares, donde frecuentemente acababan estos niños y niñas. En otras palabras, un ciudadano romano podía llegar a tener un encuentro sexual con un hijo suyo abandonado y desconocido por él: esta situación era tabú para un romano, lógica pero triste razón para no abandonar niños y niñas. En este contexto de desprecio por el recién nacido, el cuidado médico del neonato propuesto por Sorano es verdaderamente admirable. Escribe este autor que los niños sobreviven fuera de la madre después del séptimo mes de embarazo, lo que se convierte por siglos en el límite temporal de la viabilidad del recién nacido. Acepta y describe cómo los niños se alimentan de la madre por los vasos umbilicales. Y es el primer médico que recomienda limpiar después del parto los ojos del neonato con aceite de oliva para evitar infecciones oftálmicas. Da extensas instrucciones sobre lactancia. Pide que las comadronas no sigan supersticiones y prácticas mágicas. Que un médico varón en Roma haya escrito sobre estos temas es, lo repetimos, notable.

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Después de Galeno los médicos latinos no hacen sino comentar, resumir y sistematizar su pensamiento. Uno particularmente importante en la historia es Oribasio u Oribaso ya que acompañó a Juliano el Apóstata en el último intento de reimponer el paganismo en el siglo IV dC. (después, sorprendámonos del seminal Concilio cristiano de Nicea). La leyenda afirma que Juliano murió diciendo: «¡triunfaste, Galileo!», y evidentemente Oribaso no fue bien visto por los posteriores médicos cristianos. Pero era el médico personal de Juliano, y la historia dice que además fue apreciado confidente y consejero del Emperador. Eso nos recuerda que los médicos cortesanos han jugado un papel importante, aunque usualmente discreto, en la historia de las naciones. De todas formas Oribasio era un erudito «galeno» —ya se empiezan a llamar los médicos así— y nos dejó una obra escrita importante. Juliano le encargó un epítome, o resumen, y unas vastas «colecciones médicas» (70 libros) con una sinopsis en cuatro volúmenes, todo basado en la obra galénica. Oribaso escribió otras obras pero estas bastan para demostrar que en sus tiempos, ya bizantinos, se escribió medicina, y mucha, toda centrada en el pensamiento de Galeno. Por otro lado hay que subrayar el intento continuo de Oribaso de educar príncipes, nobles y plebeyos en medicina (una de sus obras se dedicaba a los profanos, pros tous, a los legos, en griego). Otro importante médico de finales del siglo IV fue Posidonio. Especulaba y parcialmente acertaba diciendo que las potencias del alma, en lenguaje cercano a san Agustín, se situaban en el cerebro: en los lóbulos frontales la imaginación, phantastikón en griego; cercano al ventrículo medio el entendimiento, logistikón; en los lóbulos posteriores la memoria, mnemoneutikón. Aquí se inicia la regionalización de la mente, empeño que aún en nuestros días es importante en neurología. En la antigüedad la nosografía siquiátrica se limitaba a tres patologías: la manía, la depresión o melancolía y la posesión por demonios que era la denominación que se daba a las psicosis más exhuberantes. Posidonio escribe que la locura no se debe a posesión por demonios sino a la discrasia o desequilibrio de humores. Se da entonces una explicación médica a las enfermedades mentales y esto constituye un gran adelanto para la siquiatría. Estamos discutiendo ya una medicina que podemos llamar galénica y cristiana, pero dejaremos el occidente romano aquí para seguir las manecillas del reloj alrededor del Mediterráneo, pasando revista a la medicina griega bizantina, islámica y judía, para terminar en la medicina medieval europea. Esta fue la ruta que siguió gran parte de la medicina antigua para llegar a nuestros días. El cristianismo trajo una nueva manera de pensar la enfermedad basándose en tres perspectivas éticas y teológicas: la antigua idea veterotestamentaria de la enfermedad como castigo al pecador e inducción de la conversión, metanoia, en éste; la visión de la creación como obra buena de Dios y por lo tanto aceptación del poder curativo de la naturaleza, como en el galenismo; la

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enfermedad como ocasión de ejercicio de la virtud cristiana por excelencia, la caridad. Indiscutiblemente el cristianismo, griego y latino, estimuló una explosión de obras filantrópicas en el ámbito grecorromano. Nótese que en la Roma clásica no había hospitales públicos, sólo militares, casi no existía atención médica gratuita o pagada por el estado y la medicina era groseramente comercial. El comediante Aristófanes ya había afirmado en Atenas en una de sus obras: «donde no hay recompensa, no hay arte». Por el contrario el temprano e importantísimo padre de la Iglesia, el genial Orígenes se lamenta en su Apología contra Celso de los médicos que sólo atienden a los pacientes pudientes y menosprecian a los humildes. De tal forma que el cristianismo revolucionó, aunque no científicamente, la práctica médica. Desde muy temprano podemos hablar de un galenismo cristiano. Tanto es así que alrededor de los siglos IV y V se condenó la práctica herética de rezar a Galeno para impetrar la curación de enfermedades. En Roma, Constantinopla y el Oriente Medio, fieles cristianos y comunidades cristianas abrieron hospitales, nosokomeia en griego. Fueron famosos el hostal de enfermos de Leoncio obispo de Antioquía, el hospital de pobres de Eustacio de Sebasteia y «la ciudad de enfermos», así se describió, construida por el padre griego san Basilio en Cesarea. En la misma Roma se construyó el primer hospital público en Europa (390 dC.) fundado por Fabiola (+399), una rica y devota dama romana amiga de san Jerónimo, cuya vida es narrada como ficción en la novela Fabiola del cardenal Wiseman de mediados del siglo XIX. Ya en siglo VI hay un hospital de más de doscientas camas en Jerusalén. El hospital de San Sansón en Bizancio era aún mayor, y grandes hospitales en Alejandría y Antioquía tenían pabellones separados para hombres y mujeres. Indiscutiblemente si algo material debe la medicina al cristianismo es la institución hospitalaria. En la lejana India el budismo, como ya dijimos, estimuló como el cristianismo la construcción de hospitales. Los árabes, al conquistar el Levante, continúan y mejoran la construcción de hospitales. Los conventos medievales en Europa reciben esa tradición de origen cristiano y construyen en sus abadías importantes hospitales. Ya en la baja Edad Media, los hospitales pasan a ser algo característico de la ciudad medieval y aún se les llama frecuentemente con nombres de santos cristianos o simplemente casas de Dios, hotel-Dieu en francés. Pero los primeros cristianos presentaron rápidamente dos actitudes extremas frente a la enfermedad, el milagrerismo y el ascetismo extremo. La práctica de orar por los enfermos, ya atestiguada en la epístola de Santiago en el primer siglo de nuestra era, llevó a una enfermiza esperanza en los milagros y el poder de las reliquias. En las actas de martirio de los primeros siglos, donde se narran los últimos momentos de los santos mártires, frecuentemente se escribe cómo inmediatamente después de la muerte se recogía la sangre en pañuelos y se creía que esta tenía poderes sobrenaturales y curativos.

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El abuso y comercio de reliquias llega a su apogeo en el medioevo cristiano. Muchas recetas de fármacos incluían en sus fórmulas reliquias o bendiciones que se creían milagrosas. No podemos negar que aún en nuestros días algunos enfermos conservan estas antiguas prácticas. No lo podemos negar ni lo debemos combatir, es otra manera humana de enfrentar el sufrimiento que llamamos enfermedad. Y como dicen las abuelas, ¡de que hay milagros, hay milagros! El otro extremo es más peligroso. Algunos cristianos pensaban que el sufrimiento era siempre bueno y las enfermedades eran miradas como algo santo en sí mismo, y mientras más llamativas y espectaculares, más santas. Se exhibían llagas incurables como signo de santidad. Las enseñanzas de la Iglesia Católica nunca han presentado la enfermedad como prueba de santidad pero esta manera de ver las cosas ha persistido en la cultura cristiana popular. Por otro lado el ascetismo extremo, sobre todo en Oriente y no sólo en el cristianismo, generó ciertas prácticas patológicas. No podemos olvidar, eso sí, que el ayuno es una práctica saludable y hoy se ha demostrado en varias especies animales que una dieta extremadamente baja en calorías aumenta el promedio de vida. Estudios paleopatológicos de osarios en comunidades monacales antiguas de Egipto y Palestina han demostrado el buen estado de salud de la mayoría de los monjes. Curiosamente en Jerusalén se encontraron muchos restos óseos con osteoartrosis en la rodilla, explicándose esto por la práctica común allí de subir rezando de rodillas por una escalera. Otro aspecto importante de la vida cristiana que influyó en la medicina fue la definición y persecución de herejías, sobre todo durante las violentas discusiones cristológicas del siglo V dC. En esa época el cristianismo se enfrentó al problema de definir la naturaleza de Cristo, hombre y Dios en la fé cristiana. En estas complejísimas discusiones se usaron conceptos, como naturaleza, comunes con la antropología médica. Una señalada herejía fue la de los nestorianos que negaban el que la madre de Cristo fuera la madre de Dios, la theotokos o la que había parido, en griego, a Dios. Los argumentos a favor y en contra de este término fueron verdaderamente sutiles y lo que molestaba a los nestorianos eran las referencias físicas de ese título de María, la deipara en latín, la que había dado a luz a Dios. El obispo Néstor y sus seguidores, muchos, son definidos como herejes en el Concilio de Éfeso (431 dC.) y expulsados del Imperio Romano de Oriente. Estos cristianos nestorianos cultos se dirigen al Asia profunda y allá establecen comunidades permanentes. Aún en tiempos modernos, hace pocos siglos, se encontraban comunidades nestorianas en Mongolia y China. En cuanto a la medicina es importantísimo el drama nestoriano porque estas comunidades transmiten después el galenismo a la cultura árabe. No se puede negar la importancia del eslabón nestoriano en la historia de la medicina.

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Volviendo a los escritores médicos de Bizancio, varios nombres son importantes. Celio Aureliano, en el siglo V y en el norte de África produce un libro titulado De morbis acutis et chronicis, nosografía sobre las enfermedades agudas y crónicas. En este texto se percibe la influencia de la vieja escuela metodista de Alejandría que hacía depender las enfermedades de la contracción y laxitud de músculos y poros impidiendo la libre circulación por piel y vísceras. Por esta razón estos médicos usaban masajes con distintos aceites a variadas temperaturas como instrumento terapéutico. En la medicina romana se mencionan frictores y unguentarii, friccionadores y aceiteros, que realizaban estas labores médicas En el siglo VI es notable y famosísimo Alejandro de Trales, leído después por árabes y cristianos. Escribe su autoritario Libri duodecimi —Los doce libros de medicina— donde mezcla ideas galénicas con supersticiones populares. En el siglo VII, Pablo de Egina es el último médico alejandrino antes de la conquista islámica. Escribe una enciclopedia médica, Epitome medicae libri septem —Resumen de la medicina en siete libros. Toda esta abundante producción de libros médicos resumía, editaba, organizaba los escritos galénicos (mezclándolos, hay que decirlo, con teología y medicina popular de la época). En Alejandría se usa en aquella época un canon galénico en 16 libros que se estudian sistemática y ordenadamente. Se va formando un curriculum médico (en términos modernos) centrado en Galeno y su obra. Hasta se producen ayudas pnemotécnicas para la memorización de las enseñanzas galénicas. Sin duda alguna Galeno queda establecido al final de la antigüedad como la única autoridad médica importante para árabes, judíos y cristianos. MEDICINA ISLÁMICA Porque llega a la historia de la medicina el Islam. Arabia, antes de Mahoma (570632), el Profeta, era un amplio territorio habitado por tribus paganas y algunas minorías judías y cristianas en pequeños centros urbanos. Luego de recibir el Corán, Mahoma creó un monoteísmo que unió a las tribus árabes y las lanzó en una conquista rápida del Medio Oriente y la costa mediterránea. La lectura fundamentalista del Corán generó una apreciación casi idolátrica de la palabra escrita y los musulmanes, al menos durante los primeros siglos de su hegemonía, respetaban los monoteísmos hermanos que llamaban pueblos del Libro (ahl al Kitab), el judaísmo y el cristianismo. De ellos aprendieron la medicina galénica y veneraron la obra escrita de Galeno. Podríamos resumir diciendo que construyeron una medicina galénica fundamentalista con múltiples y cuidadosas traducciones y comentarios al texto original. Hasta finales de la Edad Media, y a través de las cruzadas por ejemplo, fueron la fuente de medicina galenista para Europa.

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Antes del profeta, en Arabia existía una medicina folklórica semi-mágica. Era frecuente culpar de las enfermedades a espíritus (los jinn, de donde procede nuestra palabra genio) o al mal de ojo (creencia aún frecuente entre nosotros). El Corán en principio no se opuso a esta medicina porque el texto sagrado poco contiene de medicina en sus suras, excepción hecha de medidas de higiene, sobre todo antes de orar, y creencias en el poder medicinal de la miel. Al extenderse el Islam por el Medio Oriente encontró otra sabiduría, médica y no médica, que generó ciertos conflictos con el pensamiento coránico. Al llegar a Alejandría, cuenta la leyenda, su conquistador árabe incendió la milenaria biblioteca porque o lo que ahí se guardaba no estaba en el Corán y era herejía o estaba en el Corán y por lo tanto sobraba, no era necesario preservarlo. Pero rápidamente los musulmanes aceptaron y admiraron la cultura griega, sobretodo en sus textos y no en otras manifestaciones culturales. No hay mucho respeto por el arte y la arquitectura griegos, pero la medicina, basada en textos de Galeno, fue muy apreciada, traducida y estudiada. El primer gran apogeo de la cultura musulmana se da en Baghdad durante los califatos abassidas, sobre todo el del mítico Harun al-Rashid (r.786-809) de Las mil y una noches. El primer período de la cultura y medicina islámicas se llama de las traducciones, porque es conocido que en esa legendaria metrópolis se encargan por parte de los califas, y se realizan del griego, persa y siríaco, múltiples traducciones. Históricamente la primera gran figura de la medicina musulmana es Hunayn ibn Ishaq (+873), un cristiano nestoriano que del griego y siríaco traduce más de ciento veinte tratados galénicos. Este nestoriano, conocido en Occidente como Joanicio hijo de Isaac, comprueba la importancia de lo que hemos llamado arriba el eslabón nestoriano. Estos cristianos se conviertieron en los primeros grandes médicos de Baghdad, y de toda la cultura islámica, formándose familias nestorianas de médicos por varias generaciones. Hunayn tiene un tratado, titulado Preguntas y respuestas médicas, que subraya un indudable galenismo en sus tres partes: descripción del cuerpo y su naturaleza, luego discute factores neutros del cuerpo que no intervienen en la enfermedad, y por último describe las enfermedades como eventos y procesos contranaturales. Esta perspectiva de la enfermedad como hecho no natural o anti-natural es fundamentalmente galénica y se repite en todos los textos árabes, que siguen este orden de exposición por siglos. Además se traducen textos médicos persas e indios que unen otras tradiciones médicas al galenismo. Este florecimiento —un poco desordenado— de traducciones exige resúmenes, comentarios y enciclopedias médicas que sinteticen y organicen el conocimiento. Vemos cómo la medicina árabe es a todo lo largo de su historia una medicina de biblioteca. Aquí se cristaliza la necesidad del médico de tener textos

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autoritarios que soporten su práctica médica y durante muchos siglos, aún hoy, se discute si el médico debe aprender de libros o de pacientes. Hay que aceptar que la medicina es en sus raíces un conocimiento tradicional. Tradición al principio mítica u oral, y desde el Corpus hipocrático y Galeno para el occidente, tradición textual. Las cosas no han cambiado mucho: en los últimos veinte años se ha puesto de moda la llamada medicina de evidencia y la evidencia que se escoge para pensar las enfermedades es la evidencia publicada en artículos de reconocidas revistas, con revisión crítica estricta. Hay también ya una resistencia a esta medicina de evidencia en clínicos con cierta experiencia que han observado que en la práctica médica cotidiana las decisiones no se toman con tablas, artículos y pruebas de significancia estadística. La gran mayoría de las decisiones diarias en medicina se toman basadas en la experiencia personal del médico. Quizás no debería ser así, pero por otro lado los buenos médicos aprenden más de sus pacientes que de las publicaciones aunque eso escandalice a nuestros más racionales y metódicos colegas. Recientemente una profesora de literatura siguió a médicos en discusiones clínicas en hospitales universitarios de EE.UU y constató que frecuentemente el diálogo clínico comienza así: «Una vez ví un paciente que….». Ahora que hablamos de la medicina en los tiempos de Sherazada y sus cuentos por Las mil y una noches, hay que subrayar el poder del relato clínico en la toma de decisiones. La primera gran enciclopedia islámica de medicina es el Firdaws al-Hikma —Paraíso de sabiduría— por Ali ibn Rabban al –Tabari quien en el siglo IX de nuestra era resume toda la medicina disponible en esa época usando como fuentes textos hipocráticos, galénicos, persas e indios. Nótese el deseo antiguo de construir un texto universal de medicina, casi como anhelando un libro aúreo de sanación comparable con los textos religiosos que nos ayudan en nuestra salvación final. Diríamos que el hombre quiere un texto que lo lleve al paraíso de la salud. Para el pensamiento árabe lo más cercano a esto es la gran obra de Galeno y los elementos folklóricos, persas e indios van perdiendo importancia ante la medicina galénica. Pero ese anhelo humano persiste: los colonizadores de tierra lejanas (y de la Gran Antioquia en Colombia) en los últimos dos siglos, siempre llevaban en su equipaje alguna Enciclopedia médica del hogar u otro popular compendio de medicina. El primer gran clínico islámico, de origen persa, es Abu Bakr Muhammad bin Zakariya al-Razi, conocido en el occidente cristiano como Rhazés. En este médico encontramos una visión clínica materialista y particularista; estudió bien la medicina alejandrina y el paciente con su realidad patológica, estaba para él por encima de cualquier teoría antropológica o cosmológica. Afirma por ejemplo que la razón es la autoridad suprema en medicina y esta razón controla y no es controlada, dirige y no es dirigida. Se atrevió a criticar a Galeno y uno de sus libros se titula Dudas sobre Galeno. En otro libro sobre el examen y concesión de licencia profesional a médicos (tema asombrosamente

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contemporáneo para nosotros) escribió que el estudio de las antiguas autoridades médicas era bueno y nos permitía ganar experiencia como si hubieramos vivido miles de años, pero que todo lo escrito en libros valía menos que la experiencia de un doctor sabio. Esto vuelve a la persistente polémica mencionada antes de si el médico debe aprender de libros o de sus pacientes. Pero, dice en otro sitio Rhazés, aprender de los pacientes no es fácil porque muchos malvados (quizás algunas compañías farmacéuticas, diríamos nosotros) exageran las propiedades de las sustancias (en verdad aquí se refería a los alquimistas, predecesores de los farmacólogos). Para distinguir la verdad, sigue, los médicos correctos (nótese el término «correcto», no omnisciente) no pueden dejar por ahí en desorden esas atribuciones sino coleccionarlas y criticarlas, no aceptando ninguna como verdad hasta haber sido examinada y juzgada por la experiencia clínica. Rhazés casi parece adivinar y pedir los estudios clínicos controlados que son la «piedra filosofal», la norma de la verdad en la medicina actual. En este admirable clínico de los siglos IX y X de nuestra era, encontramos una actitud crítica y racional muy adelantada para su misma época. Aunque fue admirado por muchos fue también criticado; Maimonides lo ataca unos años después afirmando en la Guía para los perplejos, que Rhazés tenía una visión estrecha y muy concentrada en el destino individual del paciente (?). Creemos, oponiéndonos atrevidamente al gran Maimonides, que en eso se fundamenta el quehacer médico: en la concentración estrecha y racional en el destino individual del hombre que sufre, el enfermo. De tal forma que Rhazés es un ilustre predecesor de la mejor medicina clínica moderna. Frecuentemente registraba en sus escritos sus casos personales dando nombre, edad, sexo y ocupación del paciente entre otros datos. Rhazés es usualmente mencionado en las historias de la medicina por haber distinguido entre la viruela y el sarampión, anotando que el exantema sarampionoso es súbito y no gradual como el de la viruela. Además anota con precisión que la náusea e inflamación son más severas en el sarampión. Aunque escribió todo un libro sobre este problema clínico, el Kitab al-Gadari wa-l-Hasba —Libro de la viruela y el sarampión—, la distinción no fue simple ni podemos decir que Rhazés la haya precisado por completo. Consideraba que estas enfermedades eran exantemas contagiosos (sin concebir aún la infección como proceso patológico) y las incluía en un mismo grupo de enfermedades, hallando similitudes y diferencias entre ambas. Para su distinción clínica se necesitaba observación y registro minucioso de signos y síntomas en los enfermos. Esta cuidadosa nosografía diagnosticadora de Rhazés es herencia a través de los siglos de la medicina alejandrina, y esa actitud clínica no teorizante reaparecerá de vez en cuando en la medicina, rescatando para la posteridad esa importante visión de la enfermedad: aunque no conozcamos sus causas ni entendamos su mecanismo, es necesario y útil separar las enfermedades por la observación clínica cuidadosa y objetiva.

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Inmediatamente posterior a Rhazés el otro gran médico persa, al-Majusi, intenta zanjar en la polémica separando en su libro la medicina en dos apartados, la medicina teórica y la medicina práctica. Esta distinción en la medicina de dos tipos de conocimiento diferentes: uno teórico y sintetizador (episteme, dirían los griegos), otro práctico y analítico (tekhné, dirían los griegos), es básica. Hay un pensamiento médico que intenta explicar las enfermedades (antes con ideas mágicas y religiosas, hoy por la ciencia) y hay otro tipo de pensamiento médico que intenta actuar sobre las enfermedades para disminuir el sufrimiento de los hombres. El problema es que uno y otro son limitados: uno no alcanza a explicarlas todas científicamente y el otro no logra prevenirlas ni controlarlas por completo. Por eso es que ambos tipos de conocimiento deben ser usados en el mejor acto médico. Lo triste es que se privilegia y se atesora tanto el conocimiento en medicina, que ambos conocimientos y sus supuestos maestros entran en conflicto y a veces, se desprecian mutuamente: el médico internista frecuentemente juzga poco sabio al cirujano y éste poco hábil al internista, por ejemplo. Sorprendentemente al-Majusi incluye más anatomía y cirugía en sus escritos, y estos le permiten llegar a ser la máxima autoridad médica islámica, sólo inferior a Avicena sobre quien discutiremos a continuación. Ibn Sina, en persa, o Avicena como se le conoce en la historia europea nació en Afsina, Persia (actualmente situado en Uzbekistán) en el año 980. Tuvo una vida llena de excesos y aventuras hasta que murió relativamente joven en el año 1037. Más que médico debe ser considerado un polimático, anglicismo para una persona erudita en innumerables campos del conocimiento. Estudió y escribió sobre toda la ciencia y filosofía de su tiempo. Aunque es la personalidad islámica más parecida a Galeno por su extensa obra médica, su inspiración y labor más importante se centra en el pensamiento de Aristóteles. Él mismo cuenta que leyó cuarenta veces la Metafísica de Aristóteles sin comprenderla. A pesar de esta vida intelectual tan activa sus días frecuentemente se llenaron de encuentros poéticos y sexuales. Murió de una dolorosa enfermedad, legendariamente atribuida a sus excesos. Un poeta árabe comenta que su filosofía no le produjo beneficio alguno y su medicina no le enseñó el arte de conservar la salud y la vida. La principal obra médica de Avicena es el Canon, Kitab al-Qanun en árabe, que contiene más de un millón de palabras. Qanun significa en árabe la ley, la norma máxima y Avicena trató de establecerla para la medicina en esta obra. Comienza narrando que más que nada le ha interesado siempre tomar la palabra para establecer los principios generales y particulares de ambas partes de la medicina, la práctica y la teórica. Y ciertamente lo intentó en esta minuciosa y detallada obra que codificó de manera permanente la medicina galénica. Esta obra llega a Europa después del año 1000,

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época de encuentro en Europa con el pensamiento aristotélico. Por esta razón el pensamiento escolástico de la segunda mitad de la Edad Media veneró el Canon de Avicena, princeps medicorum, príncipe de los médicos. Dante lo coloca en su Commedia en el Limbo con otros grandes sabios no bautizados, al lado de Hipocrátes y Galeno. ¿Por qué se admiró tanto el Canon de Avicena? No contiene muchas cosas nuevas pero es un comentario integral y ordenado de la medicina galénica, todo en clave aristotélica. Y el pensamiento del estagirita era la ciencia nueva, el pensamiento de moda en las universidades europeas de la segunda mitad del medioevo. Quizás hoy pensemos que Avicena fue sobrevalorado como médico en el pensamiento medieval islámico y europeo, pero fue verdaderamente un metafísico brillante y su influencia en la medicina es más filosófica que científica. Su gran problema en el fondo es la existencia del mal en el mundo, lleno de enfermedades, frente a la infinita bondad y sabiduría del único Dios. Lo que en teología clásica se llama teodicea, la explicación y justificación del mal. Éste no sólo es un problema teológico sino además médico porque todos los pacientes se preguntan insistentemente por el origen, causa y justicia de su mal personal, la enfermedad. Los médicos actualmente respondemos con una etiología científica (es un virus, por ejemplo), pseudocientífica o simplemente decimos que las cosas son porque son y no damos otra explicación. Los hombres exigen otra respuesta, merecida o no, racional o no, verdadera o no, que los médicos frecuentemente no podemos dar. Avicena esencialmente considera que el sufrimiento, el mal, las enfermedades, son fenómenos particulares y parciales en una creación in toto buena como obra que es de Dios, misteriosamente bueno. Su explicación es todavía útil, aunque ya no esté de moda como en la Edad Media. La historia moderna ha criticado el que Avicena volvió rígida la medicina. Pero quizás no fue culpa de Avicena sino en parte culpa de lo metódico y coherente de su obra, y en parte culpa del profundo deseo humano ya mencionado de encontrar un libro aúreo de la salud. El que creamos que la salud puede ser una realidad permanente del ser humano y hasta postulemos que es un derecho humano fundamental (?) nos lleva a buscar grandes autoridades que nos la garanticen. El problema actual radica en creer que esas autoridades son las grandes instituciones médicas, los estados salubristas y otros ídolos modernos, ya no Galeno y Avicena como en la Edad Media escolástica. Hoy como ayer nos es difícil aceptar la fragilidad de la vida humana y la perenne falibilidad de la medicina. La vida y obra del persa Ibn Sina nos podrían ayudar a contemplar esas realidades. Los escritos de Avicena generaron inmediatemente fieles discípulos y críticos. El más importante fue el cordobés Averroes. En este momento histórico el epicentro de la cultura islámica se traslada al occcidente, centrado en Al-Andalus desde donde, a través

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de los traductores de Toledo y toda España, Europa comienza a nutrirse del pensamiento musulmán. La cultura islámica también llega al continente europeo a través de las cruzadas y con esa cultura se adquiere la antigua cultura clásica grecorromana, en mejores traducciones y comentarios. La medicina de Galeno vuelve, mejor preservada, a Europa. El maestro de Averroes fue el sevillano Avenzoar (1091-1161). De él se cuenta que despreciaba a Avicena, usando el venerado Canon para escribir sus fórmulas médicas personales en los márgenes. Ejerció una medicina práctica de gran perspicacia patológica describiendo pericarditis, tumores mediastinales, tuberculosis intestinal y cambios en los huesos de los cadáveres. Aunque no se explicite en su obra, quizás por razones religiosas (algunos historiadores como Neuburger así lo afirman), leemos entre líneas que Avenzoar realizó autopsias. La autopsia no era bien vista en la Edad Media ni por árabes, judíos, ni cristianos, no sólo como galénicos que no creían necesitarla sino por consideraciones morales y teológicas. Las descripciones patológicas de Avenzoar parecen suponer disección y conocimiento del cuerpo sin vida. Podemos considerarlo el primer endocopista porque estudió con sondas el tracto gastrointestinal superior, describiendo el cáncer de esófago y estómago. El mejor representante de esta medicina racionalista en extremo es su discípulo Averroes (1126-1198) nacido en Córdoba, Andalucía. Ese médico y filósofo es tan extremadamente racionalista que sus ideas tienen tufillo de herejía para los tres monoteísmos, haciendo gala en sus escritos de un materialismo poco común en la Edad Media. Averroísmo era sinónimo en las universidades europeas de aristotelismo extremo, escéptico y materialista. A pesar de esta postura crítica, toda su medicina es un intento de entender Galeno bajo una óptica aristotélica, no aceptando para esto autoridades supremas y criticando al mismo Avicena. Su obra principal es el Liber universales de medicina, o Colliget (que traduce en latín: si piensas o pensarás) cuyo propósito expreso era conseguir, volviendo al latín escolástico, concordantia inter Aristotelem et Galenum. Averroes representa una crítica a Galeno que ya se había iniciado en Rhazés y continuado, como anotamos arriba, en su maestro Avenzoar. Otro ilustre médico, Ibn al-Nafis, al otro extremo de tierras musulmanas, en El Cairo, se atreve a postular la circulación de la sangre por los pulmones, la circulación menor como la llamamos ahora, pero no llega a proponer la circulación sistémica de la sangre. Es interesante que estas investigaciones anti-galénicas se hacen siempre desde una posición filosófica que raya en la herejía, lo que demuestra que Galeno había llegado a equipararse a los otros libros sagrados. Aún en el siglo XVI, Serveto, el controversial español que se adelanta a Harvey en la proposición de la circulación de la sangre, es quemado vivo por hereje a manos de protestantes calvinistas en Ginebra (!).

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No podemos dejar atrás la brillante medicina de Andalucía sin mencionar al curioso y atractivo Albucasis o Abulcasis (936-1013) también de Córdoba. Compuso un interesante compendio titulado: La ayuda para quien no puede escribir un libro médico por sí mismo. Da instrucciones para atender el parto, el recién nacido, la mujer lactante y toca muchos temas de puericultura que no son frecuentemente tratados en textos médicos. Hay que anotar que Albucasis no atendía por sí mismo, o solo, a las parturientas, sino que cuidaba de ellas por medio de comadronas a las cuales dirigía. Este conflicto entre médicos varones y pudor femenino retrasó la obstetricia médica por siglos, aunque al mismo tiempo preservó una medicina popular femenina de lejanas raíces. Abulcasis fue reconocido como autoridad en cirugía práctica, otro tema poco discutido por la medicina académica medieval, e indicó cómo realizar extracción de cálculos renales, suturas, procedimientos odontológicos, drenaje de abscesos, reducción de fracturas y dislocaciones y cauterización de heridas. Recordemos que hasta después del renacimiento (véase capítulo 6) los cirujanos no eran considerados propiamente médicos sino barberos-cirujanos. El cauterio fue el arma terapéutica predilecta del médico cordobés, prescribiéndolo para heridas y para muchas otras enfermedades no traumáticas (epilepsia, depresión, etc.). Es de admirar en Albucasis su medicina práctica, libre de filosofías y teologías. Pareciera que al final de su evolución histórica la medicina árabe estaba cansada de especulaciones teóricas. MEDICINA JUDÍA Dentro de la órbita musulmana los judíos eran respetados y guardaron su ley y sus costumbres. Después de la destrucción del templo de Jerusalén, en el año 70 de nuestra era, el pueblo hebreo continuó en la dispersión —diáspora— cuidando esa herencia como centro de su identidad. Es importante esto porque las costumbres dietéticas e higiénicas se constituyeron en parte fundamental de la identidad judía. Pero aún antes de la caída de Jerusalén el pueblo judío había migrado fuera de Palestina y se habían establecido colonias a través de todo el Mediterráneo. La de Alejandría era particularmente grande y allí como en otros puntos de la geografía, la cultura hebrea entró en fértil contacto con otras culturas y sus medicinas. Si por ejemplo en los más antiguos textos de la Torá casi no se menciona la figura del médico (recordemos que la Ley mosaica era además de ley moral, norma de medicina para el pueblo hebreo), en los libros más tardíos y poco canónicos como el Eclesiástico de Ben Sirá, escrito en Egipto en la última centuria antes de Cristo, se alaba el médico secular y se aconseja su oficio. Parece pues que el pueblo judío empezó a usar médicos educados fuera de la Torá.

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Estos médicos judíos fueron juzgados como muy buenos por paganos, cristianos y musulmanes a lo largo de siglos. Eran médicos bien educados y muy dedicados a su arte porque era uno de los limitados oficios permitidos a los judíos. En la Europa cristiana no era aceptada la posesión y labranza de tierra por judíos ni, por supuesto, podían llegar a ser parte de la aristocracia dueña de grandes propiedades rurales. Las minorías judías eran predominantemente urbanas y se dedicaban a labores no elesiásticas ni militares: el comercio y la banca primitiva, la medicina y algunos oficios cortesanos. Veremos que sólo después de la muerte o plaga negra en 1348, cuando los judíos son expulsados de Alemania (supuestamente para protegerlos de persecuciones en las cuales se les culpaba de la epidemia), les es permitido por parte del duque Casimiro II de Polonia la posesión y labranza de campos, estableciéndose y creciendo un desplazado proletariado judío, pobre y rural, en Polonia, Ucrania y Rusia. Esta población hebrea es askhenazi (germánico en hebreo) y para algunos expertos distinta genéticamente al otro gran grupo de judíos sefarditas (de Sefarad, España en hebreo). Hay otra explicación no muy confiable que hace descender los judíos del norte de Europa de unas casi míticas poblaciones del centro de Eurasia, khazares, convertidos por decreto y masivamente al judaísmo bajo el Islam. Tiene cierta importancia médica esta distinción porque hay algunas enfermedades típicas de los judíos Ashkenazi: la enfermedad de Gaucher por deficiencia de glucocerebrosidasa, el síndrome de Riley-Day con déficit en la percepción del dolor, algunas poliposis intestinales, y otras. Por otro lado, existen algunas enfermedades típicas en judíos sefarditas: la fiebre mediterránea familiar o poliserositis familiar y curiosamente algunas enfermedades causadas por priones, agentes infecciosos protéicos descritos recientemente. La más alta prevalencia de algunas enfermedades puede estar causada por diferencias en las costumbres diéteticas de ambas poblaciones. La diferencia genética no parece ser importante; de hecho la enfermedad de Gaucher se diagnostica en poblaciones latinoamericanas no relacionadas con los judíos, causada por mutaciones distintas, algunas de aparición no familiar o sea mutaciones de novo. Entonces la aducida separación entre askhenazis y sefarditas quizás sólo refleja una base poblacional distinta, y precisada hace poco en estudios genéticos, en Europa del Norte y Europa del Sur. En otras palabras la distinción genética entre askhenazis y sefarditas es producto de una diferencia genética subyacente entre europeos norteños y sureños, no sólo judíos. De todas formas el ser judío no es cosa de DNA sino de fé y seguimiento de la Ley mosaica. Curiosamente observamos en Nueva York, hace unos años, cómo los rabinos judíos ortodoxos conocían la presencia de la mutación para Gaucher en algunas familias y prohibían el matrimonio entre ellas; acercarse a estos rabinos interrogándolos sobre esto era una manera efectiva de encontrar casos nuevos de Gaucher para su tratamiento

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médico. Pero hay que subrayar que no hay ningún fundamento genético o científico para el antisemitismo, un maligno concepto cultural ojalá ya sobrepasado. Volviendo a las antiguas desgracias y talentos del pueblo hebreo, el vacío dejado por la destrucción del templo fue llenado en parte por el ulterior desarrollo del Talmud, extensa codificación y comentario a la Ley mosaica que se inició en los primeros siglos de la era cristiana. Podemos hablar de una medicina talmúdica porque él contiene innumerables consejos y observaciones médicas. Afamados talmudistas fueron médicos y en las escuelas talmúdicas se incluía la educación en medicina. Se encuentra en el Talmud la observación de que algunas enfermedades podían llegar con ciertas caravanas desde lejanas tierras y se precisa que ellas pueden contagiarse entre humanos, antes de aparecer la infección en el pensamiento médico. Se juzgaba que las moscas podían jugar un papel en este contagio; contagio que además podía llevarse a cabo por ropas, alimentos, bebidas y a través del mismo aire (!). En el Talmud se mencionan varias cirugías complejas: la cesárea, la corrección del prolapso rectal, la apertura de ano imperforado en recién nacidos, la esplenectomía y otras. Se describe que durante las cirugías se daba anestesia con preparaciones narcóticas y los que las realizaban usaban un ropaje especial. Para el pensamiento judío la sangre seguía siendo la sede de la vida, aunque el concepto de alma (de origen griego) había ya contaminado la antropología original hebrea. En aquella, recordemos, el hombre era cuerpo o carne, animado (vitalizado) por la sangre con el soplo (ruah, en hebreo) divino: el alma no era necesaria al pensamiento hebreo antiguo. Al mismo tiempo en la medicina talmúdica se llega a decir que la sangre es la causa de muchas enfermedades y, más aún, la causa principal de ellas en muchos comentarios rabínicos. Esto era útil para insistir en la sangre impura (la menstrual, por ejemplo) y la sangre impura como transmisora de enfermedades, con los cuidados higiénicos que generaba esta idea. Al mismo tiempo se generaba un conflicto teológico porque la sangre contenía el soplo divino y era creación buena de Yahvé. De todas formas debido a las múltiples reglas higiénicas, incluyendo el baño ritual, las comunidades hebreas eran relativamente sanas durante la Edad Media. Además se mantenían relativamente aisladas de las otras etnias, religiones y costumbres; la carne debía ser bien cocida, no comida al segundo día y destruida al tercero; se desaconsejaba el beso en los labios y se prefería el besamanos, etc. Todas estas particulares reglas de vida explican para algunos autores la baja prevalencia de la peste bubónica o muerte negra en comunidades judías al final de la Edad Media. Paradójicamente, en aquellos tiempos esto llevó a pensar que la plaga era causada por judíos, quienes inmunes a sus deletéreos efectos buscaban al causarla, la muerte de cristianos. Esto llevó a persecuciones con exilio y muerte de miles de judíos.

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A pesar de estas dificultades, los médicos judíos del medioevo educaron a Europa en un galenismo sin tacha. En la escuela de Salerno, primera escuela de medicina en el continente, convivían profesores de medicina griegos, latinos, árabes y judíos, todos enseñando en su lengua materna. Un poco más tarde Bacon, Rogerio, el medieval, se queja de la pobre educación de los médicos europeos que desconocían el griego, árabe o hebreo. De los innumerables y prestigiosos médicos judíos medievales el más famoso es Rambam. Maimónides o Rambam (su acrónimo personal) nace en Córdoba el 30 de marzo de 1135. Su origen se lo disputa esta capital andaluza con Málaga (en Los Pepones) pero Maimódes siempre se consideró español, sefardita. Sus recomendaciones dietéticas en algunas enfermedades son un buen ejemplo de la hoy llamada nutrición mediterránea, gloria de España: abundante comida de mar, poca carne, abundante aceite de oliva y vino, preferiblemente tinto. Murió el año 1204 después de una larga vida llena de problemas y exilios. Perdió su fortuna familiar en un naufragio pero llegó a ser médico personal del sultán de Egipto, el famoso Saladino, y allí realizó su carrera médica. Rambam es mucho más que un médico y sus escritos rabínicos llevaron a que sea llamado la Segunda Torá. Su autoridad como filósofo y maestro fue, y es, inmensa. Un sobrino mío, feliz converso al judaísmo y especialista en estudios rabínicos, me cuenta que aún se le recuerda en canciones populares del Medio Oriente. Su Guía para perplejos es parte del canon de la literatura universal. Sus escritos médicos son claros y consistemente galénicos. La sola revisión de sus títulos nos indica la vastedad de su pensamiento médico: el famoso Régimen para la salud o Regimen sanitatis, Del asma, De venenos y antídotos, Sobre las hemorroides, Comentario a los Aforismos hipocráticos, Los nombres de la materia médica (farmacología), Sobre el coito, Compendio de Galeno en siete tomos y Aforismos médicos de Moisés Maimónides en venticinco tratados. A pesar de su obra escrita el influjo de Rambam en la medicina es más filosófico y casi espiritual. De hecho una Oración de Maimónides (vide infra. epílogo y conclusiones) no auténtica, sustituye al juramento médico hipocrático en algunas escuelas de medicina. Algunas ideas de Maimónides tienen gran valor para la evolución del pensamiento médico. Dice nuestro médico en el tratado Del asma que el cuidado del paciente no sólo debe realizarse durante la enfermedad propiamente dicha sino en todo momento. Evidentemente esto es fácil constatarlo cuando uno toma a su cargo pacientes con asma, enfermedad crónica con ataques recidivantes, súbitos y agudos. De hecho en la medicina actual el asma se trata entre los episodios agudos y no solamente durante ellos. Pero Maimónides avanza más allá en el estudio del acto médico en el tiempo. Es el primer médico que separa la práctica médica en tres divisiones: el alivio del sufrimiento

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del paciente en el presente, la prevención de problemas futuros y la recuperación de enfermedades pasadas. Para Maimónides entonces la medicina incluye tratamiento con curación o sin ella, prevención y rehabilitación, tercer componente frecuentemente olvidado. En sus comentarios a los «Aforismos» del Corpus hipocrático recuerda, además Rambam, que cada paciente debe recibir un tratamiento especial para él porque ninguna persona reacciona igual que otra. En verdad estas son enseñanzas que los médicos frecuentemente olvidamos. Luego de Maimónides las medicinas hispano-árabe, islámica y judía, decaen rápidamente. El mismo judaísmo, después de él, cae en un pensamiento cabalístico y especulativo. Comienza el apogeo de la medicina europea cristiana tras una lenta recuperación durante la Edad Media, después de la decadencia del Imperio romano y muerte del último César occidental (Rómulo Augústulo) en el año 476 dC. MEDICINA MEDIEVAL CRISTIANA La decadencia de Roma fue un proceso largo y gradual que culminó en el siglo V de nuestra era. A pesar de nuestras visiones retrospectivas de catástrofe e invasiones bárbaras la caída del Imperio de Occidente fue lenta y multicausal: inflexibilidad del vetusto aparato estatal después de las reformas de Diocleciano en el siglo III con caída del monto de impuestos recogidos, disminución demográfica del Imperio, repetidas epidemias, imposibilidad de defender las vastas fronteras e infiltración de poblaciones bárbaras (sobretodo después de un fatídico invierno que congeló el Rhin en las fronteras germánicas). Cuando Alarico toma Roma el año 410 de nuestra era y la saquea, la decadencia se acelera. La decadencia de la misma ciudad de Roma, que se convierte en una aldea entre colosales ruinas, sigue hasta casi el final de la Edad Media cuando el gobierno de los papas (sobretodo a partir de Inocencio III) restaura la urbe que fue centro del mundo. De tal forma la caída de Roma toma unos buenos dos siglos. Esto es importante porque aunque la estructura política es destruida, la cultura clásica consigue sobrevivir en algunos sitios y personas. Con la desaparición del Imperio romano occidental se inicia lo que llamamos Medioevo o Edad Media, que tradicionalmente se prolonga hasta la Muerte Negra (1348) y el subsiguiente Renacimiento en el siglo XV; algunos (la mayoría) consideran que su fecha final es la caída de Constantinopla en 1453 o la conquista de Granada, expulsión de los judíos de España y descubrimiento de América en el annus mirabilis de 1492. Es un milenio en que como hemos venido repitiendo, la única medicina era la galénica, pero por supuesto hay que anotar que la obra de Galeno es anterior a la Edad Media y su influencia persiste hasta el siglo XIX.

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Para facilitar el análisis de la medicina medieval aceptaremos la división tradicional de ella en dos mitades: la alta o primera Edad Media hasta el siglo X, y la baja o segunda Edad Media en sus últimos quinientos años. Aunque no todos los expertos concuerdan con esta periodización, es simple y esquemática aclarando la persistencia y cambio de ciertos paradigmas científicos y filosóficos. Durante la alta Edad Media se desarrolla una medicina monástica en conventos y abadías, aprendiendo los médicos su medicina de escasos restos preservados de la cultura grecorromana en estos centros religiosos. En la baja Edad Media florece una medicina escolástica (paralela a la teología escolástica) en universidades y escuelas de medicina, aprendiendo los médicos su medicina y filosofía de los textos galénicos y aristotélicos preservados en la cultura árabe o bizantina. La Edad Media en medicina termina cuando se duda de la autoridad del legado galénico ante el fracaso de los médicos durante la peste o muerte negra y la constatación de errores galénicos en la nueva visión (sobretodo anatómica) del Renacimiento. Sintetizada así la evolución del pensamiento médico medieval parece simple y casi obvia, pero repasaremos algunos médicos y textos médicos que entre luces y sombras hacen progresar la medicina. Finalmente discutiremos la importancia de la peste bubónica con su sorpresiva y catastrófica aparición en 1348, constatando que la historia no es una ciencia predictiva ni completamente racional (de hecho no es propiamente una ciencia, en la epistemología de Popper que fundamenta nuestro análisis). MEDICINA MONÁSTICA La primera personalidad importante de la Edad Media es Agustín de Hipona (354430) y es el doctor de la Iglesia entre los cuatro latinos originales (Ambrosio, Jerónimo, Agustín y Gregorio), que más usa la medicina como metáfora de la salvación y la figura de Cristo como médico del mundo. En muchos de sus sermones habla de Jesús como el doctor divino que llega a nosotros para curarnos. Continúa elocuentemente diciendo que nosotros lo esperamos en nuestra cama (nuestra vida de pecado) quejándonos sudorosos y respirando agitadamente, y Él nos prescribe el remedio de la moderación, la vida equilibrada. En este lenguaje metafórico de Agustín, Cristo parece un bondadoso médico hipocrático que nos aconseja moderación y equilibrio. Son innumerables las imágenes médicas que usa el Santo Padre, llamado «ese retórico africano» por Borges, en sus escritos. Por ejemplo habla de la Gracia como un colirio puesto en los ojos del alma para permitirle ver mejor dónde está su salvación (recordemos que la ceguera por tracoma es una patología frecuente hasta hoy en la costa africana del Mediterráneo). Para san Agustín el sufrimiento, la enfermedad y la vida pecaminosa del hombre eran producto de una fragilidad humana fundamental basada en una culpa o pecado original.

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Y la gracia (se le conoce como el doctor de la gracia) era necesaria, como un remedio, para la salvación y santificación, que eran como una sanación dada por el médico del mundo. Estas ideas agustinianas influyeron en la medicina y teología por siglos. De hecho para san Agustín, pagano en su juventud y bautizado en el crstianismo a los treinta años de edad aproximadamente, la naturaleza ya no es la natura del estoicismo y galenismo, aquella que se curaba por sí sola. En el orden espirtual san Agustin medita largamente sobre el pecado original y la culpa humana. En el orden físico habla de la enfermedad (signo o consecuencia del pecado) subrayando la imposibilidad del hombre de curar por sí solo. Por ejemplo en su sermón 278 dice: «El alma es bien capaz de enfermar por sí sola pero es incapaz de sanar por sí sola. Como el cuerpo. Porque las personas tienen el poder de enfermar pero no el de curarse por sí solas […]. Enferman por sus excesos y para mejorar tienen que acudir al médico. El hombre es capaz de perder su salud e incapaz de recobrarla por sí solo». Siempre se ha dicho que la visión agustiniana es pesimista pero es quizás mejor llamarla realista: el hombre puede condenarse, o enfermarse, y no puede salir de su pecado, o su enfermedad, por sus propios medios necesitando siempre ayuda del otro. Lejos estaba Agustín del pensamiento de su contemporáneo y enemigo teológico, el inglés Pelagio, quien creía que el hombre podía salvarse, sanar, por sus propios medios. Hay aquí un cambio de paradigma en la idea de naturaleza y del vis medicatrix naturae de los galénicos que afirmaban el poder curativo de la naturaleza. San Agustín no es ya pagano ni goza del ciego optimismo de los galénicos. En los tiempos de Agustín era aún frecuente postponer el bautismo hasta edades avanzadas o hacerlo casi in articulo mortis para tener una muerte en gracia. Por esto se describían frecuentemente curaciones milagrosas después del sacramento y el obispo de Hipona tuvo que aceptar estas creencias. Reticentemente porque defendía el bautismo de infantes en su lucha contra los donatistas africanos, pero sin aconsejar este grosero uso medicinal del sacramento. Es interesante que santa Mónica, su madre, fuera regañada por Ambrosio por rendir culto exagerado a los muertos y llevar comida a sus tumbas (como se hace hoy en México el día de difuntos, 2 de noviembre). Esto demuestra el primitivo pensamiento sobre la enfermedad y la muerte al que tuvo que enfrentarse Agustín. Pero el aporte más significativo de nuestro padre san Agustín (como se decía en mi dulce adolescencia católica) se da en el terreno de la siquiatría. La sicología y siquiatría modernas son incompresibles sin las Confesiones, escritas alrededor del 400. El empeño agustiniano de volver en su memoria a explorar su vida pasada para confesar (de ahí el título del libro) la acción de Dios en él, ha inspirado la introspección del hombre culto en el occidente cristiano por siglos. Lutero y su biógrafo contemporáneo Erick Erickson,

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Pascal, Kierkegaard y toda la literatura existencialista, el mismo Freud, son incomprensibles sin Agustín. Además en las confesiones hay una rica cantera de detalles útiles para un sicoanálisis, médico o no médico: el amor obsesivo de Mónica por su hijo, la enfermedad y depresora muerte de un amigo en la infancia, el orgullo del padre y vergüenza filial en los baños al constatar que su hijo Agustín había llegado a la edad viril, el robo gratuito de las peras, el abandono de su mujer de quién calla conspicuamente su nombre («como la carne se separa de la carne, sangrando», dice san Agustín) y otros episodios que han servido para muchos comentarios psicohistóricos. Indiscutiblemente san Agustín es el hombre más íntimamente conocido de su época. Y también es la mayor autoridad intelectual de la alta Edad Media, pre-escolástica. Pero quien quizás más influyó directamente en la medicina fue san Benito de Nursia (aprox. 480-543), patrono de Europa. Con la recopilación y edición de su regla, Regula benedicti, y la fundación de múltiples abadías dio un gran impulso a la medicina. De hecho a toda la ciencia y tecnología de su época: agricultura con arado, destilación de licores, algunos remedios herbolistas, preservación y copia de manuscritos, todos estos son herencia benedictina. La influyente regla, que se usó para multiples comunidades y organizaciones sociales, subraya bellamente el buen cuidado de los enfermos. Su capítulo 36 es como una constitución de la medicina monástica: «Antes que nada y sobre todas las cosas se debe cuidar de los enfermos […]. Consideren los enfermos por otra parte que están siendo servidos por honor a Dios y no molesten en exceso a sus servidores […]. El abad debe preocuparse mucho de que no sean olvidados […]. Para los enfermos debe prepararse una estancia separada donde serán atendidos por un servidor diligente, solícito y temeroso de Dios […]. A los enfermos se les dará carne y en la convalescencia se volverá a alimentarlos con vegetales como es usual». Es imposible calibrar la influencia de ciertos textos en la historia de la medicina: si aquel viejo texto hipocrático Sobre la enfermedad sagrada es el acta de independencia médica de la magia y religión, este texto de la Regula es la constitución del cuidado médico en el occidente cristiano. Los cientos de monasterios benedictinos y cistercienses que se fundaron por toda Europa siguieron una misma norma de organización y construcción, incluyendo siempre hospedería y hospital para monjes y no monjes. En el monasterio de Saint Gall en Suiza se puede consultar un plano de la abadía ideal (del año 820) que debía ser útil para construir las benedictinas. El plano, único documento arquitectónico sobreviviente entre los siglos VIII y XII, incluye un hospital, una casa para médicos, casa para sangrías, casa de baños, dormitorio de enfermos graves, todo cercano al herbolario y huerto. Quienes hayan leído Romeo y Julieta de Shakespeare o El nombre de la rosa de Umberto Eco recordarán que recoger y cultivar hierbas medicinales era un oficio monástico.

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La medicina monástica de la alta Edad Media fue juzgada duramente por la primera historiografía médica a finales del siglo XIX y comienzos del XX. Debido al prejuicio positivista de estos historiadores se escribió que era poco científica, semi-mágica, no académica, etc. Ciertamente eran tiempos difíciles pero no podemos dudar que era una medicina útil y buena con admirables propósitos morales. Contemporáneo a Benito es Casiodoro, Flavio Magno Aurelio Casiodoro (490-573) funcionario político y canciller de Teodorico que se retiró a la vida rural a hacerse sabio y santo, o sea a seguir la vita beata. Fundó una escuela de monjes, el Vivarium, modelada sobre la escuela superior nestoriana de Nisibis en la alta Mesopotamia. De nuevo encontramos estos educados herejes, los nestorianos, sirviendo de puente entre la antigüedad y la Edad Media como lo hicieron para la medicina árabe. En la escuela de Casiodoro, Vivarium o seminarium, de semillero en latín, se enseñaba medicina recomendándose formalmente la lectura de Dioscórides el botánico, traducciones latinas del Corpus hippocraticum, Celso y algunos tratados de Galeno. Poco más tenían ellos a su disposición de la medicina grecorromana pero era, en verdad, una medicina académica. Se encuentran muchos manuscritos copiados una y otra vez de estas obras, lo que señala el esfuerzo académico de educarse con los restos de aquella cultura y medicina. Por otro lado la copia repetida por distraídos amanuenses introdujó en los textos errores garrafales que sólo se corrigieron con las posteriores traducciones árabes y los códices bizantinos. Confiar en un texto médico no ha sido nada fácil y aún hoy las revistas científicas tienen que hacer correcciones continuas de errores voluntarios o no, alevosos o no. También debe relacionarse Casiodoro con un decreto de Teodorico (r. 494-526) regulando los derechos y deberes del médico de la corte. Esto nos recuerda que también existía una medicina no monástica, llamémosla civil, poco conocida y de la que han quedado pocos manuscritos. Recordemos que Tertuliano, prestigioso abogado y apologista cristiano entre los siglos II y III de nuestra era, llamaba a la medicina hermana de la filosofía, soror philosophiae, lo que indica que muchos buscadores y amantes de la sabiduría practicaban, sin ser monjes, la medicina. Esto era un esfuerzo personal, oscuro, y han quedado escasas evidencias de ello. San Isidoro de Sevilla (556-636) es el primer enciclopedista cristiano en el occidente europeo, produciendo su Etymologiae sive origines —Etimologías u orígenes— en 20 volúmenes compilados por el Obispo Braulio de Zaragoza (la antigua Cesaraugusta romana). Su prestigio fue inmenso en la alta Edad Media y se conocen más de cien manuscritos de su obra de entre los siglos VII y VIII. El libro IV de las Etimologías está dedicado a la medicina y su historia. Narra Isidoro que la medicina fue creación de Apolo cuyo hijo Asclepio ayudó a formular el primer arte médico escrito, el de Hipócrates.

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Este arte de la medicina incluye tres partes: la anamnesis, conocer el pasado del paciente; el diagnóstico, conocer el presente del paciente; y el pronóstico, predecir el futuro del paciente. Esta simple y clara definición de la medicina subraya su esencia de conocimiento, scire en latín, de donde viene nuestro término ciencia, de procesos continuos en el tiempo. Isidoro daba una importancia fundamental a conocer el original y verdadero significado de las palabras y esta definición de la medicina influye en todo el pensamiento médico medieval. A veces las derivaciones etimológicas de Isidoro son casi cómicas: la mortalidad del hombre (mors) proviene del primer mordisco a la mítica manzana del paraíso original (a morsu primi hominis). Era por lo menos una explicación coherente con la teología de la época al misterio de la muerte humana. En Inglaterra Isidoro fue leído, estudiado y copiado por el bondadoso y simpático san Beda el Venerable (675-735). La narración de su muerte que hace Cuthberto, su discípulo, es conmovedora. Dictaba una traducción en esos momentos porque ya había afirmado que no quería que sus discípulos leyeran algo erróneo. Algunos afirman que la traducción en que trabajaba en el momento de su muerte era de la obra de Isidoro. Sabiendo que va a morir le pide al muchacho copista, de nombre Wiberto, que le traiga un cofrecillo para repartir sus pocas posesiones más preciadas en las que incluye unos aromas y ungüentos medicinales y unas sedas y tejidos. Por último le pide a su ayudante que lo siente en el suelo y le sostenga la cabeza en posición de orar y alabar a Dios porque eso era lo único que había hecho toda su vida. La narración original es casi cinematográfica y retrata bien la persona de un veneradísimo monje y médico de la alta Edad Media. Se atribuye a Beda un texto sobre la sangría, De minutione sanguinis o —De la disminución de la sangre—, que comprueba su galenismo y que fue muy usado por sus contemporáneos. En Alemania el abad de Fulda y obispo de Maguncia, Rabano Mauro (780-856) le concede una gran importancia a la medicina en sus enseñanzas. Escribe que el monje debe conocer, además de las sagradas escrituras, las enfermedades y sus diferentes medicamentos porque quien desconoce tales cosas ni podrá preocuparse de su propio bienestar y mucho menos del de los demás. Añade Rabano que quien se ocupa de tales cosas debe unir la visión del pasado a la consideración del futuro. Parece proponer una medicina racional, pensante y consciente de sus raíces y orígenes. Además podemos vislumbrar la alegoría de un par de grandes autoridades: las sagradas escrituras y los textos médicos cuasi sagrados (Galeno sobre todos) para salvarse y sanar. Cuando la medicina monástica se desarrolló en el norte de Europa (Irlanda, Inglaterra, Alemania) se fue llenando de especulaciones místicas y folfklorismo. El mejor ejemplo de esta tendencia es la gran Hildegarda a finales de la era monástica de la medicina.

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Hildegarda de Bingen (1098-1179) es la décima hija de una familia pobre que la abandona en manos de la Iglesia para su crianza. En otras palabras es una de miles y miles de oblatos (ofrecidos) que las comunidades y monjes aceptan durante la Edad Media. Ya se ha comentado que en el Imperio romano era frecuente el abandono de niños y niñas en áreas públicas o atrios de ciertas instituciones públicas (expósitos). Esta costumbre continúa en la Edad Media pero ahora los infantes son abandonados en iglesias o conventos. No era un mal destino para un niño pobre que así adquiría un oficio y educación. En una gran abadía como la de Cluny los oblatos llegan a ser centenares. Esto se debe a la pobreza de los campesinos y precariedad de los métodos anticonceptivos. De todas formas al ser educada por la Iglesia en conventos, la persona se liberaba de la esclavitud familiar medieval en la cual muchos miembros de la familia no eran sino animales de carga y labor en el trabajo común. Ciertamente Hildegarda fue una mujer liberada. Desde joven sufrió visiones a las que dio una interpretación mística y muy poética. Hoy se cree que algunas de esas visiones estaban asociadas a la migraña que sufría desde la pubertad porque las narra acompañadas de encegadora cefalea y desfallecimiento posterior. Además describe en su poético lenguaje algunos síntomas de esta enfermedad: visión de puntos de luz y «estrellas oscuras» (scotomata) patognomónicas de las cefaleas migrañosas. Era mujer, la migraña o jaqueca vascular es una enfermedad típicamente femenina y las visiones la acompañaron a lo largo de toda su vida en ataques súbitos y recidivantes. Las interpretaciones que Hildegarda dio a sus visiones subrayan la inteligencia y cultura de esta mujer asombrosa. Por ellas fue llamada Sibila del Rin y consultada por eclesiásticos y nobles. Estuvo interesada en múltiples campos del conocimiento además de la medicina y actualmente es muy apreciada como compositora musical. Era una gran naturalista y hace la primera descripción histórica del orgasmo femenino: al hacer el amor el cerebro femenino siente calor y embriagante placer sensual, el calor desciende a los genitales donde se concentra y produce contracciones que capturan (como un puño cerrado, precisa, lo cual es una buena descripción anatómica del útero) la semilla masculina. El temperamento del niño concebido dependía de si el coito se había realizado con amor o no. Hay que recordar que para la biología de esos tiempos el semen contenía homunculi, pequeños hombres y mujeres completos, que se desarrollaban en la matriz bajo la influencia de los humores de la madre. Hildegarda escribe, entre muchos otros, dos textos de medicina, el Liber simplicis medicinae y el Liber compositae medicinae o Cause et curae —Libro simple de medicina y Libro compuesto de medicina con causas y curas de las enfermedades. Obsérvese que el latín de Hildegarda no es ya del todo correcto y además usa variados neologismos de origen germánico o inventados por ella. Pareciera que en estos dos libros se separa la

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medicina práctica (simple o sencilla) de la teórica (compuesta o compleja). El Liber simplicis es una variada farmacopea de más de 200 medicamentos de origen vegetal, usando a veces sustancias minerales o animales. El Liber compositae es una amplia discusión de la causa de las enfermedades iniciándose con un ardua cosmología y progresando a una explicación del mecanismo y remedio de las enfermedades, siempre especulativa y simbólica. Esta es otra demostración de la clásica dicotomía en el pensamiento médico entre patología y terapéutica: a veces comprendemos las enfermedades, a veces sabemos cómo tratarlas, a veces ni lo uno ni lo otro. En el caso de Hildegarda, diga lo que diga en el Libro compuesto de medicina, ella misma escribe el Libro simple de medicina para listar los remedios, algunos folklóricos, de las enfermedades. En el Liber compositae se enumeran más de doscientas enfermedades siempre interpretadas dentro de una medicina humoralista y galénica. La salud era el equilibrio de humores. Para este equilibrio Hildegarda siempre aconseja discretio, moderación. Cuando la moderación no es suficiente acudimos al Liber simplicis con más de doscientos variados medicamentos. Repetimos que esta diferencia retrata dos medicinas que se llamarían high medicine (alta) y low medicine (baja) en inglés que aún persisten en nuestra medicina contemporánea. Hildegarda usó frecuentemente la uroscopia como método diagnóstico. La uroscopia también fue ampliamente estudiada en las medicinas bizantina y árabe. Ya que estamos hablando de la simbólica medicina de la poética Sibila del Rin podríamos imaginar que la orina, sin ser un humor fundamental, es el cristal (y la orina sana debe ser cristalina) a través del cual contemplamos la danza de los humores. Más tarde la uroscopia fue usada básicamente para diagnosticar el estado del hígado, origen recuérdese de la sangre en el galenismo. Y ya que tocamos este tema, nótese que hay un pensamiento coherente en la toma de aguas, sobre todo para supuesta purificación hepática, en los antiguos balnearios europeos existentes desde el tiempo de los romanos (bath en Inglaterra, por ejemplo). En conclusión, hay que recordar a la brillante Hildegarda porque representa una práctica, antigua y a veces misteriosa medicina femenina frecuentemente olvidada. Con ella termina la medicina que hemos llamado monástica. Tras ella empieza la medicina escolástica: los médicos se educan desde entonces en universidades y escuelas de medicina. ¿Cómo se formaron estas? MEDICINA ESCOLÁSTICA Para contestar la pregunta sobre el origen y fundación de las universidades debemos preguntarnos primero, ¿qué es una universidad? Ninguna de las dos preguntas anteriores

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es de fácil respuesta. La palabra universidad se origina en el vocablo latino universitas, que aparentemente usa por primera vez Cicerón en el sentido original de totalidad. Esta totalidad de la universidad no se refiere a que se enseñan en ella todos los saberes; empezó enseñándose sólo teología, medicina y derecho, y así después los demás artes y oficios. Se refiere el término universitas a que se enseña en ella a hombres de todas las procedencias del universo conocido. En el siglo X se hacen menos difíciles las comunicaciones, que habían sido mucho más fáciles en el desaparecido Imperio romano, y los europeos empiezan a viajar buscando otras enseñanzas y saberes. Hombres jóvenes peregrinan a ciertas ciudades para aprender bajo ciertos maestros famosos. Estos hombres jóvenes se reúnen por nacionalidades en lo que llamaríamos hoy refugios estudiantiles, y a partir de estos sitios de habitación y aprendizaje se forman los colleges, colegios, como en Oxford y Cambridge y las llamadas «naciones» que son lo mismo en París y Salamanca. En esta formación de colegios y naciones es importante subrayar la vocación de protección de peregrinos estudiantiles en la idea original de universidad. Hombres jóvenes, a veces pobres y de conducta aventurera, se cobijan bajo una misma sede que protege su minoría de edad y conocimiento y sus minorías nacionales de diverso origen. Creemos fervientemente que la universidad de hoy debe preservar esa primera vocación de protección de minorías. Minorías culturales, minorías económicas, minorías raciales y los conocimientos minoritarios a veces poco útiles a la sociedad deben acudir a la universidad y ser protegidos en ella. La verdadera misión de la universidad no es de producción económica o laboral sino de protección. Por eso debe estar por fuera del mercado, aunque esta posición no esté de moda en estos días. Si aceptamos esta definición, la primera universidad que enseña medicina es la Escuela de Salerno, al suroeste de la península italiana. Su origen, oscuro y legendario, se sitúa en el siglo XI al inicio de la segunda mitad de la Edad Media, la baja Edad Media. Allí comienza la que hemos llamada medicina escolástica. Se dice que fue fundada por cuatro médicos: un griego o bizantino, un árabe, un judío y un cristiano. Esto subraya su universalidad, cualidad sine qua non de la universidad y podemos también señalar que tres de sus cuatro legendarios fundadores pertenecen a minorías nacionales y religiosas. No dudamos entonces en afirmar que la Escuela de Medicina de Salerno es la primera Universidad europea, honor para los médicos y la medicina. Algunos historiadores no piensan que es así y proponen otras candidatas que discutiremos más abajo. Históricamente el primer maestro de Salerno es Alfano, arzobispo de la ciudad desde l058. Alfano nos deja dos importantes obras de medicina. El libro titulado Natura hominis que discute la constitución humoral del cuerpo y la enfermedad como

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desequilibrio de humores. Hasta aquí nada nuevo, pero la terapéutica recomendada para restablecer el equilibrio es con enemas, purgantes, baños y muy escasos medicamentos internos. Esta terapia conservadora y basada en medidas físicas y dieta es ya característicamente salernitana. El otro texto es la Summa pulsum que explica el diagnóstico de las enfermedades con el pulso y la uroscopia. Aunque es un libro galénico se basa en Erasístrato, el antiguo alejandrino, a través de fuentes grecobizantinas y sin usar aparentemente fuentes árabes, éstas de estricto galenismo. Además las enfermedades se determinan por el hígado, productor de sangre y humores, y el corazón, órgano que da calor al cuerpo. Vuelve a aparecer entonces en el pensamiento médico la visión organicista de Alejandría. En 1075 llega a Salerno un comerciante islámico de drogas que encuentra personas interesadas en lo que puede él transmitirles de la medicina musulmana. Es enviado a la gran abadia benedictina de Montecassino donde se convierte al cristianismo y asume el nombre Constantino el Africano. Muere alrededor del año l087 pero antes emprende una feroz traducción y popularización de textos clásicos de la medicina árabe. Entre ellos el Canon de Avicena. También escribe el Viaticum que es un libro de medicina para viajeros. Esta relación entre la abadía benedictina de Montecassino y Salerno (Civitas hippocratica fue llamada ésta) con la llegada de sabios extranjeros provenientes de lejanas tierras parece un cuento de Las mil y una noches pero ilumina el origen de la universidad y la escuela salernitana y señala el cambio paradigmático de medicina monástica a medicina escolástica, de escuela. De ahí en adelante la escuela de Salerno educa cientos de médicos y publica numerosos textos de medicina. El más famoso es el Régimen salernitano —Regimen sanitatis salernitanum—, producido para discípulos ingleses y reproducido cientos de veces durante toda la Edad Media. En este libro, que es un poema didáctico, se daban indicaciones para preservar la salud, sobre todo mediante la dieta. Fue verdaderamente lo que podríamos llamar un best-seller y los hombres medievales memorizaron secciones completas de este poema médico. Por ejemplo: Si los médicos te fallan, Busca estos tres: el descanso, la dieta y la mente en paz.

Quizás la escuela salernitana contribuyó a exagerar el papel de la dieta en las enfermedades, noción que todavía determina gran parte de nuestro discurso médico. Hace poco se publicaba un costosísimo estudio de investigación, el «Mercedes-Benz de los estudios médicos» lo llama la prensa internacional, que no comprueba o mejor,

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pone en duda el papel preventivo de la dieta baja en grasas en neoplasias malignas. Uno de sus comentaristas médicos explicaba que no hay ninguna enfermedad causada exclusivamente por la dieta, ni prevenida ni curada sólo con dieta, exceptuando la obesidad. Y la obesidad no es tanto una enfermedad sino una condición evolutiva que contribuye a muchas enfermedades. Esa condición evolutiva está relacionada con las hambrunas y azarosas comilonas del hombre primitivo cuando quizás la diabetes tipo adulto, asociada al sobrepeso, era adaptativa y preservada por la evolución humana. También está asociada la obesidad con el adelanto de la menarquia femenina y más efectiva reproducción humana durante tiempos de paz y bonanza como los actuales y en aquel comienzo de la baja Edad Media. Lo que podemos decir es que la nutrición del hombre medieval no era mala y quizás sí se necesitaba un regimen como el salernitano. Pero quizás es herencia de la escuela de Salerno esa obsesión moderna por las dietas. El libro más importante de la escuela de Salerno es el Articella, pequeño arte médico. Éste es un compendio para estudiantes universitarios que incluye el Liber Ysagogarum (de aquel antiguo nestoriano de Baghdad, Joanicio), Aforismos y Pronósticos del Corpus hippocraticum y algunos textos de Galeno. En él se publica, siguiendo fuentes islámicas, la lista de contra-naturales que intervienen en la enfermedad: comida, bebida, sueño, ejercicio, excreciones incluyendo las sexuales y el estado de la psique. Estos contranaturales deben controlarse con ciertas reglas de vida (o estilo de vida como se dice ahora) para producir la salud. No podemos dejar de mencionar otra obra salernitana, la Trotula. Este excepcional libro es un texto de medicina de mujeres, de ginecobstetricia, el mejor y uno de los pocos en la Edad Media. Este misterioso texto está aparentemente formado por tres tratados de distintos autores, uno de ellos una mujer, maestra de medicina, llamada Trotula. Ella es el primer ejemplo histórico de médica de escuela, académica de nombre y respeto. Debe ser una inspiración para todas las profesoras de medicina de nuestros tiempos. Vemos aquí cómo la universidad protege, con muchas dificultades a lo largo de siglos, otra minoría que no es tan minoría, las mujeres: esta es una misión fundamental universitaria. La escuela de Salerno es clausurada por Napoleón a comienzos del siglo XIX pero durante su larga historia no fue bien vista por las universidades más tradicionales ni por los historiadores salidos de estas universidades. Por otro lado no se movió fuera de un galenismo clásico. La mayoría de las autoridades que no consideran a Salerno como universidad, mencionan la facultad de Montpellier como la primera universitaria en Europa. Pero la fecha de fundación de la mayoría de las facultades y universidades europeas no es clara ni está históricamente constatada. Las fechas de fundación tradicionalmente dadas

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para las primeras son: Boloña, 1180; París y Oxford, c.1200; Salamanca, 1218; Montpellier y Padova (las más importantes en medicina) c.1220. Entre los siglos XII y XV se fundan unas 50 universidades en toda Europa. No todas ellas enseñan medicina desde su inicio y por eso, como ya dijimos, la escuela de Montpellier es comúnmente aceptada como la primera universitaria. Las universidades se originan unas en la Iglesia (por ejemplo la de París, alrededor de la escuela catedralicia de Notre-Dame) otras por impulso de gremios civiles (como la de Boloña) y luego muchas otras con apoyo de reyes y gobiernos. A estas universidades llega una marea aristotélica y todo el pensamiento, aún el médico, debe adaptarse a las categorías del Estagirista. Esta es la característica principal del escolasticismo en teología y filosofìa (Abelardo, santo Tomás de Aquino, etc.). Lo mismo sucede en la medicina que llamamos escolástica. Como ya la medicina árabe había precedido a Europa en la concordancia entre Aristóteles y Galeno, se recurrió a ella como la medicina a seguir, sobre con la lectura del príncipe de médicos, Avicena. ¿Cómo era el curriculum en esas facultades de medicina? Podemos echar un vistazo al de Boloña, ya al final de la baja Edad Media (1407), inmediatamente antes del Renacimiento que acabaría con el escolasticismo en todos los saberes. La educación universitaria de un médico duraba allí por lo menos seis años. Primo anno: Avicena, Galeno, Hipócrates; secondo anno: Galeno, Avicena, Hipócrates; terzo anno: Galeno, Hipócrates, Averroes; quarto anno, Avicena, Galeno, Hipócrates, Averroes; luego un curso de medicina práctica que podía durar hasta cuatro años (el embrión de nuestro internado) y un año de cirugía de nuevo con Avicena y Averroes con contribuciones de Rhazés y Bruno de Longobucco. No podemos dudar que esta era una educación de biblioteca y una medicina de biblioteca. Cuando decimos de biblioteca no queremos decir que la educación fuera por lectura individual de textos. La enseñanza se dictaba en colmados anfiteatros desde la alta «cátedra» donde un profesor consultaba el libro que se leía y comentaba. Esto se constata en múltiples ilustraciones medievales. Hasta la anatomía se enseñaba desde la altura de la cátedra señalando desde lejos los órganos que mostraba un humilde disector, cuando se hacían las poquísimas autopsias que se empezaron discretamente a realizar (una al año en algunas escuelas, en otras cuatro y así). Por eso es después tan revolucionario el libro de Vesalio, raíz de la medicina del Renacimiento, que ya en su portada muestra al mismo autor realizando por sí mismo la disección del cadáver con los ansiosos estudiantes amontonados a sus espaldas. La sola cubierta del libro de Vesalio señala un cambio de paradigma. Esta educación se hacía sólo en latín, característica académica contra la que se rebelará Paracelso quemando públicamente libros en Basilea durante el Renacimiento.

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Y sabemos que la base de la educación universitaria medieval era el Trivium (de donde viene nuestra palabra trivial, pero esta educación básica no era, y lo subrayamos, nada trivial). El Trivium comprendía gramática, lógica y retórica o dialéctica, entrenando al estudiante en el hablar correctamente, pensar correctamente y convencer o discutir correctamente. Sin duda alguna el médico debía brillar en estas materias. Y aún hoy, proponemos nosotros, deberíamos imponer un Trivium moderno en nuestras facultades de medicina. Podrían constituir nuestro nuevo Trivium: la historia, filosofía o lógica diagnóstica (lo que se enseña actualmente como Introducción al pensamiento clínico en muchas facultades) y ética médicas, que nos enseñan a hablar, pensar, decidir y actuar en medicina. Hay mucho de rescatable en la educación medieval. En la Edad Media se decía que el médico necesitaba de la retórica para poder hacer entender lo que prescribía; el médico debía además responder por sus teorías, defenderlas y usarlas convincentemente; el médico también necesitaba dialéctica para poder demostrar las causas de las enfermedades, de manera inteligible, y curarlas de manera razonable. Son importantes estos comentarios medievales porque señalan la importancia del lenguaje en el ejercicio y enseñanza de la medicina. Es duro decirlo pero una persona sin habilidades en la comunicación oral y gestual no debería practicar la medicina. En cuanto a la enseñanza de la misma, ya decía nuestra sabia Hildegarda de Bingen: el maestro debe seleccionar las palabras con dulzura maternal, para que los discípulos abran contentos sus bocas y las ingieran. Queremos insistir en el aspecto de la cura razonable, ideal médico medieval. Se pensaba que el tratamiento debería ser razonable para fundamentarlo en la racional, aunque equivocada, medicina galénica, sobre todo en su versión árabe. Podríamos decir que las conclusiones médicas se interpretaban en pensamiento aristotélico pero basadas en la herencia galénica. En verdad, ya lo hemos dicho, Galeno estaba equivocado en muchas cosas pero su medicina era coherente e integral. Esa base textual se pasa a través del pensamiento aristotélico y así se construye la medicina que llamamos escolástica en la baja Edad Media. Para el hombre medieval esto hacía a la medicina arte y ciencia, aunque no fuera experimental ni científica en nuestra perspectiva epistemológica actual. Aún hoy nuestros tratamientos y curas, a veces no muy experimentales ni científicos, deben ser siempre racionales para ser comunicables, repetibles, verosímiles (que es ocasionalmente lo más cerca que podemos llegar de la verdad) y lo más importante útiles, pragmáticos. Indiscutiblemente la medicina medieval fue racional, aunque no experimental. No se hacían experimentos porque habían sido olvidados (los de la medicina alejandrina, por ejemplo) o hechos innecesarios por el Sistema, en mayúsculas, de la medicina galénica. Para el hombre medieval esto hubiera podido seguir así por siglos y siglos, sub specie æternitatis. Pero llegó la peste bubónica.

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Podríamos decir que la peste bubónica o muerte negra de 1348 fue un gran experimento biológico que demostró las falencias de la medicina galénica: no pudo ser comprendida razonablemente en ese sistema. Pero, en verdad, no tuvo nada de artificial y limitada, característica usual del artefacto que llamamos experimento, la peste fue una catástrofe real. Algunos médicos y científicos medievales exploraron lo experimental (la Muerte Negra aniquiló a muchos de aquellos tempranos experimentadores, por ejemplo al oxoniense Bradwardine). Esta proto-ciencia, desde nuestro punto de vista, se hizo desde una perspectiva filosófica distinta. El aristotelismo imponía su hegemonía desde la Universidad de Paris con santo Tomás de Aquino, el dominico, y otros muchos. En Inglaterra otra orden religiosa, los franciscanos, en otra universidad, Oxford, trabajaban bajo otra perspectiva teológica y filosófica. El más importante fue el cuasi herético Guillermo de Occam. Se había planteado en esos tiempos una larga y dificilísima polémica entre el nominalismo y el realismo. El realismo opinaba que los nombres e ideas de las cosas eran entes reales, bajo una visión platónica y aristotélica. El nominalismo opinaba que eran simplemente nombres, palabras. Aunque la disputa fue compleja y duró muchos años, los franciscanos de Oxford eran nominalistas. Así se entiende la famosa navaja de Occam: entia non sunt multiplicanda praeter necessitatem; literalmente, los entes no deben multiplicarse por necesidad. Hay una paráfrasis hermosa de este principio: No ha de presumirse la existencia de más cosas que las absolutamente necesarias (ya creadas por Dios, añadiría Occam). La navaja de Occam es un principio muy citado en la literatura médica actual e importantísimo en la misma práctica médica. Se expresa de diversas maneras. Como la ley de la plausibilidad bajo la cual debe escogerse el diagnóstico más probable o sencillo y no el más interesante o prestigioso. También puede decirse que no deben trabajarse dos diagnósticos si uno es suficiente para la buena práctica médica. Esta última acepción de la famosa navaja sería muy necesaria en la actual epidemia mundial de diagnósticos, que ya hemos mencionado. O se puede decir, como aconsejan muchos clínicos, que si se oye pasar en la noche un rebaño galopando se debe pensar en caballos y no en cebras y gacelas. La navaja de Occam es fundamento de la más filosófica lógica diagnóstica: las enfermedades no son entes, son nombres o decisiones denominadas X, Y o Z útiles a la disminución del sufrimiento que llamamos enfermedad. Opinamos que casi no hay ningún otro principio necesario a la buena lógica diagnóstica. Como le oí una vez a un médico español: digamos lo que digamos, el paciente tiene lo que tiene. El más famoso de los franciscanos de Oxford fue Rogerio o Roger Bacon, el Bacon medieval que es importante distinguir de Francis Bacon del siglo XVII y de Cambridge. La leyenda lo ha visto como alquimista, casi mago, pero fue mucho más que eso.

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Estuvo muy interesado en la óptica y algunos creen que inventó las gafas. Se opuso a todas las autoridades médicas y no médicas de su tiempo, escribiendo entre otros un libro titulado De erroribus medicorum —Sobre los errores médicos. Comienza diciendo que los médicos de su tiempo no tenían conocimiento de los principios simples y los remedios sencillos. Más adelante afirma que Avicena tenía más de filosófo que de médico, lo que era una herejía para la medicina escolástica. Bacon fue perseguido por las autoridades que atacó y permaneció en prisión los últimos catorce años antes de su muerte en 1292. Lo que Bacon pedía era menos especulación metafísica y más medicina basada en la experiencia personal. ¿Cuántos médicos se graduaban en el medio centenar de universidades europeas de la baja Edad Media? No muchos. Optar por un título de bachiller en medicina (MB) tomaba unos siete años y optar por el doctorado (MD) unos diez. Debido a este largo período de aprendizaje los estudiantes no escogían usualmente medicina como campo de estudio. En Oxford se graduaba un médico cada dos años, en promedio, durante el siglo XV. Esto a pesar que la población en Europa había crecido explosivamente a partir del siglo X con un acentuado crecimiento de ciudades como París y Venecia. Algunas universidades como la de Padova tenían más estudiantes en medicina que Oxford, llegando en Padua a ser el 10% del cuerpo estudiantil. Quizás esto explica por qué la revolución anatómica renacentista ocurre en universidades como la de Padua (o Padova) en el valle del Po. Algo dice esto a favor de las universidades populares, menos elitistas. Y el elitismo de las escuelas de medicina lleva a la persistencia bajo ellas de una medicina no académica, popular, no del todo mala porque el mismo Roger Bacon nos aconseja confiar más en nuestro boticario que en un médico graduado. Sobre esa mediocridad médica final, galénico-aristotélica, de la baja Edad Media sobresalen algunos médicos a quienes se debe mencionar. El catalán Arnau de Vilanova (+ 1311) publica las famosas Parábolas o Parabolæ medicationis en Montpellier hacia el año 1298. Son aforismos prácticos de gran sensatez y equilibrio teórico. Indica, por ejemplo, cómo corregir fracturas teniendo siempre en cuenta la estructura y función del esqueleto. Arnau siempre recurre al bien educado sentido común del médico. Recuérdese que al final de la Edad Media el hombre medieval descubre la bondad de la docta ignorancia, la ignorancia educada. Uno puede ignorar la causa y mecanismo de los fenómenos (y de la vida misma) pero puede aprender la manera de enfrentarlos correctamente. Empieza a aparecer una sapiencial revaloración del sentido común que florecerá en la convicción renacentista de que el hombre debe aprender por sí mismo de la naturaleza o leer por sí mismo el libro de la vida. Las cosas ya estaban cambiando inmediatamente antes de la muerte negra.

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La Cyrurgya —Cirugía— de Guillermo de Saliceto, que terminó en 1275, hace los primeros intentos de anatomía topográfica, realista y no galénica, para cirujanos. Se empieza a abrir paso la idea de que el cuerpo no estaba construido como había dicho el Pergameno. Aunque Guillermo no escribe que haya hecho disecciones en cadáveres (sus razones tendría) se conoce con certeza que hizo la autopsia a un sobrino de un marqués pallavicino muerto de una herida cortopunzante mediastinal. Había la sospecha de envenenamiento y fue necesaria la autopsia. Esto muestra que estaban apareciendo nuevas formas de morir: el envenenamiento cada vez más eficaz que llega a su apogeo técnico en la Roma de los Borgia; las heridas por pólvora usada militarmente por primera vez en la Guerra de los Cien Años (de 1337 a 1453, y detenida en sus inicios por la muerte negra, si no en Francia se hablaría inglés); la nueva observación y consciencia urbana de muerte súbita, sobretodo en la Piazza, el nuevo espacio público en las grandes ciudades. Estas muertes y las preguntas que dejan estimulan la realización de autopsias., por eso son permitidas con mayor frecuencia autopsias forenses. De la Universidad de Boloña es el anatomista Mondino de Luzzi que escribe con su Anatomía (1316) el primer tratado independiente de anatomía descriptiva basado en disecciones humanas. Con unos errores casi cómicos en nuestra perspectiva: el estómago era esférico, forma perfecta en el pensamiento medieval; la vesícula biliar era tan importante como el hígado en su descripción; el hígado tenía cinco lóbulos; el bazo era cuadrangular; no se describe el apéndice cecal y el útero, fantasiosamente, está dividido en siete celdas (?). No se comprende cómo estos errores surgen de la disección de cadáveres pero esto demuestra que vemos los que nuestro educado «cerebro» nos ordena. Los más famosos cirujanos de la Edad Media trabajan en Montpellier: Henri de Mondeville (1260-1320) y Guy de Chauliac (1300-1368). Guy de Chauliac muere en Avignon, era médico papal, y ahí vive la horrible peste bubónica; en sus escritos se percibe su angustia ante la incapacidad de entenderla y tratarla. Mondeville usa en sus clases un modelo desarmable de cráneo y trece tablas o láminas anatómicas, como Vesalio en el siglo XVI. Son éstas unas representaciones cada vez más reales del cuerpo humano y característicamente ya no se dibuja el cuerpo en posición de rana como se venía haciendo desde Alejandría. Hay definitivamente una manera nueva de ver al hombre. La Chirurgia magna —Gran cirugía— es el opus magnun de Chauliac, el más grande cirujano antes de Paré, y es el último gran texto de la medicina medieval. En el Proemio confiesa Chauliac que el libro no fue escrito por falta de libros, sino para uniformarlos y perfeccionarlos. Es un sincero comentario que concluye la medicina de bilioteca de la Edad Media. Pero quien condena a muerte el paradigma medieval, y la medicina galénica que era una parte integral de él, es la muerte negra.

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FINAL

DE LA

EDAD MEDIA

¿Qué es la muerte negra? Una gran epidemia que desde China y el centro de Asia llega a Mesina, Italia, en 1347; atraviesa toda Europa, acabando esta primera visita en Rusia en 1350. Es la ronda inicial de esta epidemia que reaparece varias veces en intervalos de años, durante más o menos dos siglos. En esta primera ocurrencia de ella muere aproximadamente un tercio de la población europea. Dicho así con simpleza, se supone que esta epidemia termina la Edad Media, pero hay varios misterios en esta historia. El primer misterio es la causa bacteriológica de la epidemia. Tradicionalmente se dijo que era peste bubónica, pero a finales del siglo XX aparecieron dudas sobre esto. La mortalidad fue muy alta (15 a 20 millones de muertes), el avance geográfico muy veloz, la muerte ocurría en cuestión de días y no semanas, murieron también animales domésticos, y por último hubo gran mortalidad en aldeas y en la población rural más aislada. Todo esto no es típico de la enfermedad causada por Yersinia pestis, el bacilo de la plaga. La explicación ofrecida a algunas de estas características es que el microbio adquirió en aquellos tiempos una nueva mutación que lo hizo capaz del contagio aéreo o por saliva, sin necesitar el vector clásico, la pulga de roedores. En este caso, y ello se ha demostrado en otras epidemias por Yersinia, la peste se llama peste bubónica neumónica. También se adujo la muerte de animales domésticos y la mortandad en población rural para proponer una zoonosis (enfermedad que comparten hombres y animales) como el ántrax, enfermedad de moda en los últimos años por la posibilidad de terrorismo biológico. Pero hace unos pocos años la cuestión quedó zanjada: estudios genéticos de la Universidad de Montpellier (¡qué apropiado históricamente que la Universidad de Guy de Chauliac haya resuelto el problema!) aislaron DNA de Yersinia pestis en los espacios pulposos dentales de restos de aquella época. Entonces hoy se cree que la mayoría de las muertes ocurrieron por peste bubónica neumónica, pero hay lugar para proponer otras causas de muerte contribuyentes, debido a la situación desesperada de higiene en los tiempos de la peste: la gente con peste y sin peste se encerraba en las casas por miedo, los cadáveres quedaban sin enterrar acumulándose en calles e iglesias, el tratamiento que se daba a la enfermedad era a veces delirante y probablemente peligroso, la cadena alimenticia de hombres y animales quedó rota, etc. De todas formas la Yersinia fue su principal etiología. Ese microbio habitaba corrientemente en el amplio reservorio de roedores de la estepa central eurásica (todavía hoy habita en roedores del desértico suroeste norteamericano). En el siglo XIV aumentó el tráfico humano en la Ruta de la Seda por el centro de Asia y Mongolia. La Yersinia

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viajó en las pulgas de las ratas de las grandes caravanas hasta centros urbanos con alta concentración de población no immune. Hay testimonio histórico de que en la ciudad de Kafa, a orillas del Mar Negro, sitiada por aquellos días, el ejército sitiador empezó a sufrir la peste y catapultó cadáveres por encima de las murallas en una primitiva guerra biológica. No hay duda entonces que la epidemia se originó en el centro de Asia y desde ahí llegó a Europa Occidental, y a China al Oriente en sentido contrario. En Europa se vivía una época de cambio climático, en este caso por variación cíclica y no calentamiento global, con inviernos suaves y abundantes cosechas. Esto llevó a un aumento acelerado de la población que venía creciendo desde el siglo X. La población urbana de ratas y hombres aumentó desproporcionadamente. Ya hemos dicho además que los viajes por tierra y mar se hicieron más fáciles y frecuentes. Todo esto hizo que la peste bubónica arrasara las naciones europeas. El otro misterio o pregunta es cómo puede un microbio acabar con una civilización como la medieval. Para nosotros, a pesar del SIDA (Síndrome de Inmunodeficiencia Adquirida) y otras pandemias profetizadas y a veces erradamente pronosticadas, parece increíble. Tenemos que conocer los testimonios de la época para comprender el horror y la desesperación del hombre medieval ante esta epidemia. Un muy buen testimonio se encuentra en la Crónica florentina de Marchione di Coppo Stefani. Narra el autor como testigo presencial y sobreviviente: la peste comenzó en el año de Nuestro Señor 1348; fue furiosa y tempestuosa (sic) y pocos sobrevivían más allá del tercer día; los médicos no conocían la enfermedad ni sabían cómo tratarla, de hecho muchos médicos murieron en la epidemia y otros se negaban o pedían sumas altísimas como pago para atender los enfermos; murieron perros, caballos, vacunos y hasta aves de corral; familias enteras se fueron al campo; muchos enfermos fueron abandonados; los cadáveres se enterraban en grandes fosas, uno encima del otro como el queso en una lasagna (!). Sigue Marchione contando que el precio de los alimentos subió exageradamente; los clérigos que atendían a ricos enriquecieron; se prohibió el toque funerario de campanas para no angustiar a la población; se prohibió la entrada a la ciudad de frutos con semilla grande en el centro (?). Hace una buena descripción de la enfermedad narrando que comienza con fiebre súbita y bubos (adenopatías) en ingle o axilas, con epistaxis y prostración. Dice que en Florencia la epidemia duró de marzo a septiembre de 1348 y que luego la gente volvió encontrando muchas casas vacías y apropiándose de los bienes de los muertos. Acaba narrando que las damas volvieron después de la peste a vestir ostentosamente. La historia económica de Europa parece demostrar que inmediatamente después de la epidemia hubo un boom económico con inflación producida por aumento del circulante y los bienes heredados o robados a los muertos, con disminución de la oferta laboral y subida de los salarios. Una generación

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después ocurre una profunda depresión económica por la caída de la población, con hambrunas y rebelión de campesinos. Todo esto derrumba la civilización medieval. Otros testimonios nos cuentan que en Venecia morían más o menos 600 personas al día. La población de Barcelona disminuyó en un 60%. El 14 de febrero de 1349 se inmolaron 2.000 judíos, a quienes se culpaba de la epidemia, en Estrasburgo. Aparecen grandes procesiones de penitentes flagelantes que van de ciudad en ciudad creando caos y aumentando el contagio. La gente empieza a dudar del auxilio de la Iglesia y la medicina. El equilibrio moral medieval se quiebra y hace su aparición una conducta sexual más promiscua, cosa que algunos autores asocian a la futura epidemia de sífilis en el Renacimiento. Por los menos hay grabados e ilustraciones que nos retratan baños públicos mixtos con hombres y mujeres desnudos en desesperado abrazo. Quizás esto estimuló la nueva visión anatómica (!). Muchos testigos resumen diciendo que todas las personas vieron a alguien morir de peste: el concepto medieval de providencia divina y naturaleza como obra buena de Dios se derrumba. Tendrá que renacer en el siglo XVI otra manera de mirar al mundo y al hombre. Fascinante es, y una joya de la historiografía médica, el testimonio personal de Guy de Chauliac. Dice nuestro médico que la epidemia comenzó en Avignon, donde era médico personal del Papa durante el Cisma, también en 1348 (lo que habla de la velocidad del avance geográfico). Añade que la epidemia fue singular (sic) y nunca se había visto nada así por lo menos durante la Edad Media, fue vergonzosa para los médicos que no sabían cómo tratarla y temían visitar los enfermos. Precisa que hubo dos formas de la enfermedad: la epidemia inicial con fiebre, esputo hemorrágico y muerte en tres días (¿peste neumónica? ¿influenza viral como la gripa aviar de nuestros días?); más tarde se evidenció otra forma de la enfermedad con bubos y fiebre continua, y muerte en unos cinco días (¿peste bubónica clásica, un poquillo acelerada?). Chauliac cree que la causa de ambas fue doble. Hubo una causa particular en la disposición individual del organismo y la debilidad, porque añade que murieron primero los fatigados y los que vivían mal (esto estaría más concorde con una enfermedad tipo influenza). Hubo según él y otros, una causa universal que sería astrológica. Para la prevención aconsejaban sangrías y huir de la región. Si no se podía hacer esto debía uno aislarse entre fuego y sahumerios. Para la curación: sangrías de nuevo, y laxantes. Nuestro médico confiesa su miedo continuo y cómo por vergüenza no se alejaba de la corte papal. Enfermó, se curó él mismo (?) y sobrevivió para ser testigo de una segunda ronda de la peste en 136l. Afirma que en la primera murió más gente del pueblo y en la segunda más ricos, nobles, muchos hombres jóvenes y pocas mujeres. Es un testimonio precioso, personal y sincero, que nos hace comprender por qué la peste bubónica dio el golpe de muerte a la medicina galénica. Pero Galeno, como el Cid Campeador, ganó batallas después de

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muerto: el galenismo persistió hasta mediados del siglo XIX y aún hoy muchos de nuestros contemporáneos tienen ideas galénicas sobre la enfermedad y la medicina. Hay entre nosotros un galenismo post-medieval, por eso es importante entender la medicina galénica. Con esto terminamos el largo capítulo de la medicina de Galeno, y este capítulo también ha resultado más largo que los precedentes en este libro. ¿Qué hemos revisado?: la vida y persona de Galeno, su obra y su herencia. No podemos perder de vista el ritmo general del pensamiento médico: en su inicio el hombre se enfrentó al sufrimiento que llamamos enfermedad con instrumentos culturales que no incluían un concepto claro de enfermedad; luego empezó a hacerse ideas comparativas y analógicas de la enfermedades y a combatirlas con medicinas tradicionales; en Grecia se vive la experiencia hipocrática que independiza la medicina de la religión y enfoca el pensamiento médico en lo clínico; la medicina alejandrina intenta nuevos experimentos (inclúyase aquí la autopsia) pero no logra un sistema único de pensamiento médico; Galeno impone un sistema íntegro y coherente, pero con algunos errores catastróficos como su pobre anatomía y la nula comprensión de la circulación de la sangre. Todo el gran aparato conceptual galénico se choca y derrrumba con la muerte negra en el siglo XV. Vemos en esta historia el juego perpetuo entre experiencia, experimento y sistema, danza de las ideas en medicina y «danza de la muerte» en los últimos años medievales. ¿Qué nueva experiencia nos espera en el próximo siglo?: el Renacimiento.

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CAPÍTULO 6

MEDICINA RENACENTISTA

¿Qué es el Renacimiento? ¿Un mito en la historia de Occidente? ¿Un fenómeno esencialmente artístico? ¿El último renacimiento de varios en la Edad Media? ¿Un breve y optimista verano en la cultura europea? Es difícil definirlo, pero fue una experiencia común a muchos hombres de Europa y América desde mediados del siglo XV y durante el siglo XVI. Marguerite Yourcenar lo retrata muy bien en su novela Opus nigrum, sobretodo en cuanto al pensamiento médico; porque el Renacimiento, cambio de paradigmas en muchos aspectos, revolucionó la medicina. Personalmente, viví y sentí esa experiencia aún antes de entrar en la escuela de medicina, al aficionarme en mi juventud a los petrarquianos endecasílabos italianizantes de Boscán y Garcilaso («¡Oh dulces prendas, por mí mal halladas! […]»); al leer las liras de la Oda a la vida retirada de Fray Luis de León, imitando o traduciendo a Horacio («Que descansada vida/ la del que huye el mundanal ruido […]»), y así muchos hombres de la cultura occidental conocen casi instintivamente lo que es el Renacimiento. Desde América puede resultar extraño, pedante o artificial hablar del Renacimiento europeo pero la misma América, como cultura mestiza, es un producto de él. A su vez el influjo de estas tierras desconocidas antes por el hombre europeo en el pensamiento renacentista es profundo. No podemos negar que el Renacimiento europeo, sus expectativas y utopías, son importantes para el hombre americano actual. No se puede concebir y volver atrás a una América, y América Latina, sin conocer el Renacimiento europeo. Como veremos el «intercambio colombino» fue importante para las dos masas de humanidad y sus medicinas que se encontraron en el llamado Nuevo Mundo . De aquí en adelante seguiremos en este texto haciendo frecuentes asociaciones culturales: medicina renacentista, medicina barroca, medicina de la Ilustración, medicina romántica. Recordemos que uno de los fundamentos de nuestro análisis histórico de la medicina es que ella es parte de la cultura, la parte de la cultura que se refiere al

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sufrimiento que llamamos enfermedad. Y en los tres próximos capítulos ilustraremos la dinámica, reiniciada luego de la Edad Media, que a partir de la experiencia nueva del Renacimiento lleva a los experimentos del Barroco sobre los que se contruyen posteriormente los sistemas de la Ilustración o Enciclopedismo. Así evoluciona el pensamiento médico dentro de la cultura. En este capítulo nos concentraremos en tres casos en los cuales se centra el cambio de paradigma. Así como Galileo un siglo después será el centro, el pivote alrededor del cual cambia el paradigma astronómico de una tierra estacionaria a un planeta entre otros girando alrededor del sol, en estas tres personas el pensamiento médico se transforma dejando atrás el paradigma galénico. En Vesalio cambia la forma de ver el cuerpo humano. En Paracelso cambia el lenguaje en que se piensa la medicina. En Paré cambia la forma de practicar medicina y cirugía. En ellos tres nos enfocaremos en esencia, pero discutiremos otros hechos y personas de la medicina renacentista. Nadie duda que la experiencia renacentista se vivió primero en Italia, mediado el siglo XV, aunque se perciben signos de ella en el treccento (siglo XIV) con la obra de algunos pintores y escritores florentinos. Pero el pensamiento que sustenta esa gran obra que es la Commedia de Dante es todavía medieval, como anotamos en el capítulo anterior. Un detalle curioso de la historia florentina es que Dante se inscribió en el gremio de médicos y farmaceutas para aspirar a una vida política activa, y hay quienes han pensado que usó su conocimiento farmacológico para buscar visiones sicodélicas que alimentaron su poema (?). En el siglo XIV Florencia y Siena continúan su desarrollo económico y urbano basado en el comercio, sobre todo el de tejidos. La peste bubónica detiene temporalmente esos avances cuando Florencia pierde entre un cuarto a un medio de sus habitantes. Pero después de la mortandad ocurre una inflación (producida en parte por exagerados gastos suntuarios de los angustiados sobrevivientes), desastrosa para algunos y excelente para la banca florentina. Algunas familias como la de los Medici se hacen inmensamente ricas. Este efecto que exagera las diferencias sociales ha sido el producto histórico de algunas pandemias. El sobrante económico que se reparte entre los sobrevivientes después de la peste, estimula el «mecenismo» y la producción de obras de arte y literatura. Una o dos generaciones después, como hemos dicho, se derrumba la burbuja inflacionaria y sobrevienen hambrunas y guerras. Pero la semilla, en este caso del Renacimiento, ya queda sembrada. Algunos historiadores, como el norteamericano McNeill, sostienen que el efecto de las epidemias es tan importante en la historia de las civilizaciones que el eje de ésta, su causa principal, es la sucesión de enfermedades infecciosas. Estas infecciones pandémicas han hecho moverse la historia del Oriente al Occidente: Asia, Grecia, Roma,

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el medioevo entre dos epidemias (la de Justiniano entre los siglos VI y VIII y la muerte negra de 1348) y de nuevo el centro de Asia como causa del Renacimiento a través de la dicha muerte negra. Veremos que las enfermedades virales llevan a la conquista de América, con disminución de habitantes en Norteamérica y creación de una sociedad expansiva en ese territorio casi despoblado: EE.UU, hoy la potencia dominante en el mundo. El primer Renacimiento ocurre en las artes plásticas y la literatura. Petrarca, Bocaccio con su Decamerón narrado por desplazados urbanos de la peste bubónica, Maquiavelo y Castiglione, establecen la nueva literatura. Para la medicina son más importantes los escultores y pintores como Miguel Ángel y Leonardo. Leonardo, nacido en Vinci cerca a Florencia, es el paradigma universal de hombre renacentista. Él, en algunos aspectos aún medieval, ya no manejaba bien el latín ni el griego y además no tuvo una buena educación escolástica, pero tenía un poder de observación enorme. Sus detallados dibujos anatómicos son la mejor prueba. Observó y estudió, sin autoridades que lo constriñeran, toda la naturaleza. Es el ejemplo más preclaro del ideal renacentista: el hombre que por sí sólo lee el libro de la vida con la observación cuidadosa de la naturaleza. En el primer momento, optimista, del Renacimiento se supone que no se necesita más que observar minuciosamente las cosas y seres vivos para aprender. Leonardo mismo comentaba que prefería no aprender escuchando sino viendo. Señala así del paso de un pensamiento biológico, y una cultura toda, de fundamento tradicional y textual a un nuevo empeño observacional y visual. Por eso la anatomía renacentista es el inicio de una revolución médica. Los dibujos anatómicos de Leonardo son preciosistas y precisos. ¿Cómo llega a ellos? Él mismo lo explica: «pasando noches enteras con cadáveres descuartizados que metían miedo». Fijémonos que dice de noche porque todavía la disección humana era una actividad secreta, e ilegal la mayoría de las veces. Diríamos que en la aún oscura noche post-medieval Leonardo ya estudia el cuerpo humano sin seguir los textos clásicos e imprecisos de anatomía. Esta oscura actividad de los artistas renacentistas genera un oficio que acompañará a los estudiantes y escuelas de medicina por siglos: el comercio de cadáveres y sus macabros proveedores. Algunos de sus dibujos han influido en toda la cultura humana, médica y no médica. Por ejemplo el famoso Hombre de Vitruvio perfectamente proporcionado, con piernas y brazos abiertos y cerrados en un círculo que encierra un cuadrado, es signo de la integralidad y armonía del cuerpo humano. Pero también muestra el afán renacentista de relacionar el macrocosmos con el microcosmos, la música de las esferas con la vida material del hombre particular. En esto el Renacimiento es aún precientífico, las explicaciones que se darán de las enfermedades son analógicas y tienen que ver a

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veces más con la astrología, la cábala y otras simbologías. El mismo Leonardo dibuja ciertos rincones del cuerpo humano, como el útero, siguiendo modelos medievales. Esto ha llevado a pensar que no estuvo expuesto a disecciones femeninas porque la mayoría de los cadáveres estudiados eran forajidos y sus víctimas, mayoritariamente masculinos. También algunos sicoanalistas han especulado que Leonardo, siendo homosexual, reprimía las imágenes íntimas femeninas. De todas formas estuvo muy interesado en la fecundación y desarrollo in-utero del hombre. Sus dibujos de las vértebras desde distintos ángulos son asombrosamente exactos. Así también músculos y articulaciones son amorosamente dibujados. Estos últimos muestran un gran interés en el movimiento y sus comparaciones gráficas con cables y poleas expresan una visión mecanicista del hombre. El cuerpo para Leonardo era una máquina, perspectiva en nada medieval. Otros artistas como Miguel Ángel se interesan también en la estructura muscular del hombre. En el caso de Miguel Ángel sus esculturas como el David y el Moisés son una bofetada realista a las estilizadas imágenes medievales. Anécdoticamente el medioevo aún persiste en un artista tan renacentista como Buonarroti: en su Pietá la madre de Jesús parece más joven que él porque los cánones medievales suponían que el cuerpo de la santa madre de Dios no sufrió enfermedad, muerte ni corrupción carnal. Así el primer Renacimiento es una mezcla de ideas medievales e ideales renacentistas. Cuando el Renacimiento se mueve al norte transmite este nuevo afán de contemplación y representación del cuerpo como es, muerto o vivo. Las posteriores lecciones de anatomía, motivo frecuente en la plástica flamenca y holandesa, nos comprueban una nueva cercanía al cadáver: los disectores están prácticamente echados sobre el cuerpo muerto. Un famoso autoretrato del alemán Durero lo representa señalándose él mismo la región esplénica en su costado izquierdo y parece que este hermoso dibujo es parte de una consulta médica epistolar. Todo este interés anatómico en los artistas estimula la aparición de una nueva anatomía cuyo mejor representante es Andrés Vesalio. VESALIO La vida de Andrés Vesalio es novelesca. Nace en Bruselas (1514) en el sacro Imperio romano-germánico, de una familia que tradicionalmente proveía de médicos a la corte imperial. Muere a los 50 años por naufragio en la isla de Zante durante una peregrinación a Tierra Santa. Esa corta vida y su impactante obra revolucionan el pensamiento médico. De niño, como muchos de nosotros, gustaba de disecar pequeños animales. Recibió una excelente educación clásica en Bruselas y Lovaina. Se educó en París por tres

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años (1533-1536) bajo el insigne profesor Silvio de irreprochable galenismo. Este médico, Jacobo Silvio, era probablemente el más famoso en Europa en aquellos tiempos pues su admirada oratoria explicaba brillantemente a Galeno. Vesalio pidió ser el humilde prosector de sus disecciones mientras el ilustre profesor se extendía en exposiciones orales desde su cátedra. Se cuenta que Vesalio recogió restos óseos y logró armar para su estudio un esqueleto completo. Durante un par de años tuvo que volver a Bruselas debido a las guerras entre Francia y el Imperio, siendo ya emperador Carlos I de España y V de Alemania. Ejerce brevemente la medicina en su país. Es notado su respeto a las nuevas versiones de Galeno y su menosprecio de las antiguas traducciones y comentarios árabes, salvo la medicina de Rhazés. El Renacimiento es incompresible sin dos hechos del siglo anterior, el quattrocento: la caída de Constantinopla y la popularización de la imprenta. La conquista de Bizancio por los turcos acaba con el Imperio de Oriente y trae, por Venecia e Italia, centenares de obras en griego que sacan a luz nuevos textos para Occidente y hacen notar errores en manuscritos copiados repetidamente durante toda la Edad Media. Un error textual en medicina puede tener larga vida porque el acto médico, equivocado o no, no produce resultados inmediatos y los efectos de un error son a veces disfrazados por el efecto placebo: si la gente confiaba en la medicina galénica sus fallas no eran tan evidentes. Pero las nuevas correcciones al saber tradicional se diseminan rápidamente por medio de la imprenta. La imprenta hará que la obra de Vesalio, en particular, tenga mayor impacto a través de publicaciones y reimpresiones, con algunos plagios. Fue una obra muy popular en el siglo XVI sobre todo por sus ilustraciones que aún hoy nos sorprenden y seducen. Vesalio empieza a trabajar en la Universidad de Padua en 1537, luego de revalidar en ella su título. Es un profesor muy querido por sus estudiantes y deja en Padua un grupo importantísimo de discípulos que darán gloria a la anatomía de esa universidad del norte de Italia. Desde los inicios de su carrera enseña anatomía con dibujos, luego de hacer la disección del cadáver por su propia mano. Estos dibujos de Vesalio son tan apreciados por el cuerpo estudiantil que, cuenta la leyenda, fueron robados antes de un examen. Ante este hecho Vesalio publica en 1538 sus primeras láminas o tablas anatómicas, Tabula anatomicae sex, con seis ilustraciones: tres del pintor Kalkar o Calcar, correspondientes a los huesos, y tres de propia mano de Vesalio, de vísceras. Para un profesor de medicina es importante ser un buen dibujante, no tanto artístico como claro y efectivo en su representación, y Vesalio lo es. Pero esto es incomparable con el aporte del pintor y anatomista Jan van Calcar, discípulo del taller del Tiziano. Hoy se especula que para conseguir el exquisito realismo de los pintores del Renacimiento, estos artistas usaron en muchas obras nuevos adelantos técnicos y trucos casi secretos

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como lupas, proyecciones y cámara oscura. No se sabe si Calcar hizo uso de ellos —no lo parece—, pero su dibujo realista es hermoso y usa a plenitud el nuevo invento gráfico de la perspectiva. Una representación anatómica que use la perspectiva es por sí sola un cambio de paradigma frente a la acartonada gráfica medieval. El dibujo anatómico con perspectiva cambia el cerebro del médico que estudia el cuerpo, lo hace penetrar virtualmente en los rincones oscuros del organismo. No podemos conocer con certeza el cambio en el pensamiento médico que estimula una representación realista del cuerpo pero podemos suponer que es inmenso. La obra de Vesalio es inmediatamente conocida, tiene que escribir un resumen o Epitome en 1542 y en 1543 publicar la primera edición del libro más famoso en la historia de la anatomía y el más importante de la medicina renacentista: De humani corporis fabrica, La fábrica (como se le llama) o La organización del cuerpo humano podríamos traducir. Y decimos organización por una razón. La fábrica está escrita en siete libros y sus títulos son: Las cosas que sustentan y soportan el cuerpo (huesos); Todos los ligamentos y músculos; Venas y arterias; Nervios; Órganos nutricionales y de la generación; El corazón y los órganos que lo sirven (los pulmones); Cerebro y órganos de los sentidos. La descripción vesaliana es similar a nuestra moderna división por sistemas, con la notable separación de vasos y corazón, y nervios y cerebro, en distintos sistemas. Estas dos diferencias nos demuestran que Vesalio aún permaneció en el paradigma galénico por muchos años. Poco antes de la publicación de La fábrica, fue invitado a una polémica con el profesor mejor pagado de Italia, Conti, en Boloña. La discusión ante más de doscientos espectadores fue violenta de parte y parte. Conti acusó a Vesalio de ser un vulgar disector y nada más. Vesalio hubo de probar su estirpe galénica. También en otra ocasión se le encargó una disección del mediastino para zanjar la disputa sobre el lado recomendado de la sangría en casos de pneumonía lobar unilateral (neumonía clásica por neumococo), patología que tendría que esperar unos cuatrocientos años para su explicación pero en la cual la medicina galenica típicamente prescribía sangrías. A pesar de la cuidadosa disección del sistema bronquial y vascular, con descubrimiento por parte de Vesalio de la vena azygos, nuestro anatomista no sospechó entonces ni después la circulación de la sangre. De hecho es bien conocida su explicación al no encontrar poros entre los dos ventrículos del corazón, como describía Galeno: «¡Cómo será de grande la sabiduría divina para hacer pasar sangre por poros que el ojo humano no llega a percibir»! Todo esto nos indica que Vesalio fue incapaz o no quiso o no podía derrumbar la autoridad de Galeno. Algunos historiadores llegan a decir que Vesalio describió un cuerpo humano que no era en nada galénico pero siempre lo explicó por medio de teorías galénicas.

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Hay unos pocos que van más allá (aún en el último siglo) y critican a Vesalio diciendo, como Conti, que era sólo un hábil disector con algunos descubrimientos menores pero que nunca hizo grandes descubrimientos ni ofreció un nuevo tipo de pensamiento médico. Esta una posición esgrimida desde la perspectiva que la ciencia avanza por heroicos descubridores de grandes verdades y no por humildes críticos de teorías anteriores cuando ven las cosas de distinta manera. La epistemología popperiana nos ha enseñado que la ciencia avanza demostrando, con experiencias como las de Vesalio y experimentos como los de Harvey en el siglo XVII, que los viejos sistemas son falsos. Suponemos correctas las grandes verdades que son hoy nuestro paradigma después de probar errados los paradigmas anteriores, en lenguaje kuhniano. En todo caso Vesalio fue menos valiente que Harvey después y no arremetió contra el carcomido edificio de la medicina galénica. Quienes sí atacaron al anatomista feroz, e inmediatamente, fueron los profesores que vivían de enseñar a Galeno en sus cátedras. Su antiguo maestro Silvio desde París lo criticó agresivamente. Hay un testimonio bellísimo de uno de los discípulos de Vesalio, Collado, médico español, que lo defiende y transcribe los insultos de Silvio (nueve en el escrito de Collado): ignorante, impío, insolente, obstructor de la verdad y la naturaleza, maldiciente, calumniador, malvado, arrogante y desvergonzado. Quizás por esto Vesalio publicó su libro en Basilea, lejos de donde trabajaba. De todas formas La fábrica se impuso y su organización del cuerpo en sistemas fue copiada miles de veces. Esta sistematización ha definido nuestro modelo anatómico por siglos. Esto no ha sido del todo bueno porque la coherencia de la organización vesaliana se extendió a todo el pensamiento médico y sus especialidades; en algunas escuelas se puso de moda, aún en la actualidad, enseñar por sistemas la medicina. Esto es un error pedagógico si observamos que la gran mayoría de las enfermedades crónicas que aquejan hoy a nuestros pacientes y consumen gran parte del gasto médico, son multisistémicas. ¿En qué sistema anatómico colocamos el estudio de la diabetes o la hipertensión?, por ejemplo. De tal forma que los sistemas vesalianos están en cierto sentido sobrepasados. Pero el impacto de la obra de Vesalio fue verdaderamente revolucionario en el pensamiento médico. Ahora bien, no sabemos si el impacto mayor se debió al texto de Vesalio o a las láminas de Calcar. Estas son una obra de arte y hay que apreciarlas como obras de arte. Tanto es así que luego Vesalio publicó láminas más sencillas y grandes para estudiantes de medicina. Las ilustraciones de Calcar son cien por ciento renacentistas. Si uno en Florencia sigue disciplinadamente las salas de la Galleria degli Uffizi o desciende pacientemente por las escaleras del museo Thyssen-Bomemisza en Madrid aprenderá a diferenciar inmediatamente las obras medievales, renacentistas y barrocas.

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Una forma fácil de hacerlo es por el fondo de las pinturas: dorado en las más antiguas medievales, de colores planos en las medievales tardías, bucólicos y con perspectiva en las renacentistas, negros en los retratos barrocos. El fondo de las láminas de Calcar muestra árboles, arroyos, ciudades lejanas, todo amorosamente representado y contrastando cierto equilibrio natural detrás de huesos, músculos y ligamentos en disección. Esta combinación de naturaleza y disección atrajo la atención de lectores y fue exitosa como obra de arte y artefacto pedagógico. Podemos especular que para nosotros allí queda contrastada la nueva disección vesaliana sobre la dulce y equilibrada naturaleza galénica. Ya hemos discutido la portada del libro: Vesalio se halla en el centro de una demostración anatómica multitudinaria, mira directamente al lector, está junto al cadáver abierto, demostrando en una edición órganos reproductivos y en otra los músculos flexores de la mano, un perro roe lo que parece un hueso cerca de la mesa y se puede descubrir un atracador robando a uno de los atentos espectadores. Esto último parece simbolizar que los cadáveres disecados pertenecían casi siempre a delincuentes y previene a estos sobre el final de sus vidas. La portada resume toda la nueva manera vesaliana de hacer anatomía y sus revolucionarios resultados. La fábrica se hizo rápidamente popular y el emperador Carlos llamó a Vesalio a ser su médico personal, más en capacidad de lo que llamaríamos hoy médico internista y no cirujano. Es sabido que Carlos sufrió de una dolorosa gota y no sabemos cuánto lo ayudó nuestro médico en su sufrimiento. Se sabe que Vesalio investigó el uso médico de la llamada «raicilla de la India», nuestra zarzaparrilla, lo que prueba que estaban ya arribando nuevos remedios a la farmacopea europea, otro cambio importante en la medicina renacentista que discutiremos después. Vesalio prosiguió sus estudios anatómicos pero tuvo problemas al seguir la corte a Madrid, donde fue uno más de los flamencos de Carlos V odiados por los españoles. En Madrid, ciudad pequeña y conservadora en esa época, había pocos cadáveres disponibles para la disección. Ocurrió algún suceso oscuro con Vesalio: sea un conflicto con el infante (luego Felipe II, de exagerado catolicismo) o sea, dice una leyenda, la autopsia de una persona que estaba aún viva (o le palpitó el corazón, cosa que en la época habría sido juzgado signo de vida). El anatomista fue juzgado por la Inquisición y se le ordernó viajar en peregrinación a Tierra Santa. En esa peregrinación murió (+1564) como ya contamos. El pensamiento médico de Vesalio es renacentista. Usa la metáfora y la analogía como explicaciones, no los números y las medidas. Es en este sentido pre-científico estando aún lejos del oscuro y brillante, científico siglo XVII. Las comparaciones metafóricas más frecuentes en La fábrica son arquitectónicas y vegetales. En la construcción del hombre por parte del Creador todo tiene un propósito, piensa Vesalio:

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el cráneo es como el techo más alto de una casa de varios pisos y recibe todos los vapores y desechos gaseosos del cuerpo, por eso está diseñado con múltiples orificios y suturas; la duodécima vertebra torácica es la piedra clave del arco de la columna vertebral y lo sostiene todo. Aunque todas estas comparaciones tienen una base galénica, son falsas. Pero Vesalio no lo estima así. Por ejemplo es evidente que la columna vertebral del hombre, que es un mono que evolutivamente adquiere y mantiene la postura erecta, tiene tres curvas y estructuralmente no es un arco. En las representaciones gráficas de la obra de Vesalio la columna vertebral es ilustrada en forma oblícua o torcida para minimizar sus curvas y hacerla parecer un arco. Los sistemas de vasos de Vesalio tienen raíces y ramas pareciendo árboles y eso no es del todo engañoso. Pero el pene, el clítoris, el corazón, los pulmones y otras regiones del cuerpo también se representan con raíces. El grabado del corazón y su pericardio abierto simula asombrosamente una lechuga. El pensamiento médico hasta Vesalio, y el mismo Renacimiento con sus cábalas y alegorías, fue frecuentemente analógico buscando en los signos y síntomas de las enfermedades, en la estructura misma del cuerpo humano, un significado simbólico. Quien llevó esta tendencia a la exageración fue el próximo médico que discutiremos, Paracelso, con sus múltiples asociaciones astrológicas, alquimistas y esotéricas. PARACELSO A pesar de estas exageradas especulaciones Paracelso es el ejemplo más famoso de médico renacentista que piensa de manera diferente y habla en otro lenguaje (concretamente en alemán, no en latín ni en griego). Tan diferente que llega a lo fantasioso y caprichosamente controversial. Se dice que Paracelso es el médico protestante por excelencia y muchos lo han llamado el Lutero de la medicina. Con él y otros (Fernel, Van Helmont) el Renacimiento inaugura un nuevo modo de pensar la medicina. Al final de la Edad Media el conocimiento era un campo unitario, integración de aristotelismo, tomismo y galenismo, con cierto pensamiento minoritario como el de los franciscanos de Oxford (Ockham, Bacon et al.). Este edificio admirable se empieza a derrumbar después de la muerte negra y sigue cayendo, pedazo a pedazo, durante los siglos XVI y XVII. La Iglesia (una, católica, apostólica y romana en toda Europa hasta entonces) se enfrenta a la Reforma y ella misma se reforma a partir del Concilio de Trento (1545-1563). Estos cambios en el pensamiento son revolucionarios y dolorosos, se dan entre exageraciones y persecuciones, siempre con confusa persistencia de formas anteriores de pensamiento. No hay un momento ni una persona en que el cambio ocurrra con limpieza, no podemos considerar un sólo hecho sin discutir sus antecedentes y

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resultados, a veces contradictorios. Para hablar de Paracelso tenemos que hablar de un inmediato antecesor, Fernel, y de un sucesor que ya vivirá en el Barroco, Van Helmont. Consideramos a Fernel (1497-1558) antecesor de Paracelso porque no llegó a los extremos conceptuales de éste, siempre se mantuvo en una aristotelismo y galenismo muy propios de París donde se educó y donde llegó a ser médico personal del rey Enrique II; pero introdujo en la medicina una nueva manera de pensar los problemas. Fue un científico y un hombre renacentista típico, interesado en muchos temas sobre todo los relacionados con las matemáticas: estudió los meridianos terrestres y calculó el tamaño de la tierra hasta una exactitud aproximada al 1% del cálculo actual. Aunque Fernel se oponía al materialismo y anatomismo de la escuela de Padua se le atribuye la primera descripción del canal espinal en la columna vertebral, que la hace mucho más que un simple arco de soporte como quería Galeno y aceptaba Vesalio (veáse arriba). El pensamiento del médico francés fue también teleológico como pedía el galenismo: todo lo biológico se explicaba por una finalidad y propósito establecidos por el Creador. Fernel esperaba que hubiera remedio para todas las enfermedades en la naturaleza, sobretodo en las plantas, porque no consideraba importantes la alquimia ni la astrología (se dice que evitó encontrarse con el famoso Nostradamus en la corte de Francia). Estas drogas de origen vegetal se tendrían a mano cuando pudieramos aíslar lo que llamaba «simples», o esencias, de las plantas. La idea subyacente a esta esperanza farmacológica está en la teología: un Dios bueno no puede dar al hombre las enfermedades sin proveerle de su remedio natural. Esta manera de ver las cosas impulsa hasta hoy muchos de los esfuerzos por encontrar fármacos en la naturaleza, con algunos resultados buenos desde el descubrimiento de la quinina y el digitalis. Un corolario precisaba que si las enfermedades pertenecían a un área geográfica específica, Dios habría colocado en ese mismo sitio el remedio para esas enfermedades. Por ejemplo, para la sífilis que discutiremos abajo, la cura debería buscarse en América. ¿Cómo encontramos esos principios o «simples» terapéuticos en la naturaleza? Por la teoría de las signaturas: el providente Creador señalaba con parecidos cuáles plantas eran útiles para el tratamiento de ciertos problemas. La mandrágora, raíz de forma humana o de hombre con pene, era usada para la impotencia desde la Edad Media. Posteriormente (véase capítulo 8) se piensa que la hoja de Digitalis purpurea, rosada en parte y de forma acorazonada, serviría para el corazón (caso en el cual la teoría acertó con los digitálicos). Todo este pensamiento, teleológico y analógico, es propio del galenismo pero Fernel intentó pensar por fuera de ese molde ideológico. Afirmó formalmente el médico francés que había ciertas cosas y procesos que ocurrían más allá del poder de los elementos y humores clásicos de Galeno. En la quinta y sexta décadas del siglo XVI Fernel publica una serie de libros, muy humanistas

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en el mejor estilo renacentista, que inauguran una nueva forma de pensar los problemas médicos: De naturali parte medicinae —De la parte natural de la medicina—; De abditis rerum causis —Sobre la causa oculta de las cosas—; Medicina, con su primer capítulo Physiologia —Fisiología. Vemos en ellos que para Fernel la naturaleza dejar de ser el único marco del pensamiento médico. En su diálogo Sobre la causa oculta de las cosas se pregunta: «¿A qué se llama natural? ¿acaso hay alguien que haya podido ver alguna vez la naturaleza y la haya tenido entre sus manos?». Fernel es reconocido como el primero que diferenció en el discurso médico entre dos palabras de reciente cuño, fisiología y patología, llamándosele posteriormente el padre de la fisiología. Nótese que Fernel determina que una parte de la medicina sí se ocupa de procesos naturales, la fisiología, pero sólo una parte. Hay otra parte del pensamiento médico que debe pensar racionalmente eventos y procesos no naturales y hasta contranaturales. Por ejemplo no es natural que un mamífero superior como el hombre seque, encienda y se vuelva adicto a aspirar el humo de ciertas hojas vegetales, pero ya había llegado la noticia a Europa del tabaco americano y se pensaba en el uso medicinal de este hábito. Fernel es considerado el padre de la fisiología por sus intentos teóricos por definir el pensamiento médico como fisiológico o patológico. No es un médico experimental pero ya se empieza a mencionar la palabra experimento en el Renacimiento. Luis Vives, el pensador español, proponía el uso de experimentos como pedagogía de las ciencias. Vives era español, y su familia cripto-judía —la Inquisición descubrió una sinagoga en casa de sus padres—, Fernel era católico y cercano al grupo de Ignacio de Loyola, Paracelso cercano a grupos protestantes; ellos creían —hombres renacentistas— en el poder del discurso racional aún viviendo, con optimismo, en tiempos de crisis. Como bien señala Yourcenar en su novela, este optimismo va agotándose y cae en el pesimismo propio del siglo XVII y el Barroco. Esta obra ficcional que citamos, Opus nigrum, está basada en la vida, obra y pensamiento de Paracelso. Paracelso nace en Einsendeln, Suiza, en 1493, al borde diríamos de la Edad Media. Cuando muere en 1542, todo ha cambiado y el mismo optimismo inicial renacentista (que subraya Yourcenar colocando como epígrafe de su novela el inicio de la llamada «Oración» o «Discurso de la dignidad del hombre» de Pico della Mirandola), ese optimismo que rompió las barreras medievales ha sido confrontado por persecuciones religiosas, nuevas enfermedades y problemas. Paracelso es un seudónimo usado por nuestro médico a partir de sus treinta años, siendo su verdadero y casi cómico y «bombástico» nombre: Teofrasto Felipe Aureolo Bombasto de Hohenheim. A pesar de que el nombre Teofrasto es el del famoso botánico sucesor de Aristóteles en la escuela Peripatética (de hecho fue a su vez un seudónimo

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colocado al sabio por su maestro), el nombre Paracelso indica que nuestro médico renacentista se consideraba similar o equivalente a Celso, el enciclopedista romano anterior a Galeno. Hay que recordar que Celso, históricamente, es el mejor ejemplo de ciudadano romano libre quien por sus propios medios, sin apoyos académicos, se dedica a estudiar medicina para servir a sus conciudadanos cultos. Paracelso escogió su seudónonimo con gran conciencia de lo que significaba y para contrastar su pensar medicina fuera de Galeno, Avicena y la conservadora academia. Su padre era médico y fue su primer educador. Paracelso nació en una zona minera suiza y de ahí su conocimiento de la mineralogía. Por otro lado él mismo afirma que aprendió mucho de artesanos, cazadores, carniceros y barberos. Aunque muchas veces no podemos creer en la narración que hace de su vida, afirma que se doctoró en medicina en Ferrara, Italia. Luego ejerció la medicina viajando por toda Europa haciendo gala de un carácter iracundo, buena mano en la esgrima y gran afición al vino. En 1526 fue nombrado médico municipal y profesor en Basilea, apoyado por el editor Frobenio y el eminente sabio renacentista Erasmo de Rotterdam. Su primera lección fue inolvidable. No la dio en el esperado latín sino en el popular alemán. No se vistió con ropas académicas sino con el usual delantal de cuero del alquimista. Expresó en esta ocasión que no enseñaría a Hipocrátes y Galeno sino lo que su experiencia le había enseñado del secreto de las enfermedades. Además el día de san Juan del año siguiente (24 de junio, 1527) quemó en la tradicional hoguera del santo del día el Canon de Avicena. Nada podía ser más revolucionario que estas acciones y palabras que señalaban el propósito de repensar toda la medicina. Todo esto probablemente lo hizo inspirado en la acción de Lutero al clavar en la puerta de la iglesia de Witttenberg sus tesis, apenas diez años antes de la fogata de Paracelso en Basilea. Paracelso tuvo siempre un astuto sentido de la propaganda. Ha sido llamado como ya dijimos el Lutero de la medicina, sobretodo por usar el idioma vernacular en sus lecciones. Sin duda alguna la traducción de la Biblia al alemán por Lutero y el uso por Paracelso y otros de la lengua germánica para la enseñanza, fundamentan el alemán moderno. Curiosamente, a pesar de toda su actitud protestante y luterana Paracelso nunca abandona formalmente la Iglesia Católica. Esta es otra de las frecuentes contradicciones que encontramos en su vida y su obra. No podemos considerar el pensamiento paracelsiano como científico en nuestra epistemología actual, porque carece de evidencia experimental. Quizás Paré, como veremos más adelante, representa la más avanzada medicina experimental del Renacimiento pero tendremos que esperar hasta el siglo XVII, siglo del Barroco y la ciencia, para una medicina verdaderamente científica. Con todo, Paracelso inicia el

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uso de algunos medicamentos que la medicina aceptará después: mercurio, arsenicales, antimonio, hierro, etc. Estos fármacos fueron introducidos en la terapéutica sobre todo para el manejo de una nueva enfermedad en Europa, la sífilis, que comentaremos abajo. Paracelso entonces no hace ensayos clínicos sino que aconseja el uso de drogas que él ha descubierto o ha encontrado útiles. ¿En qué se fundamentan sus recomendaciones farmacológicas? En un pensamiento analógico propio de las medicinas tradicionales y del último galenismo. Todavía sostiene que la naturaleza está por encima de toda pregunta y respuesta médicas. Por ejemplo, era un fervoroso creyente en la teoría de las signaturas, afirmando que ciertas orquídeas que parecían testículos eran útiles para tratar enfermedas venéreas. Nótese que las orquídeas tenían origen americano y la sífilis era la enfermedad que más preocupaba a la práctica médica de esa época. SÍFILIS DURANTE EL RENACIMIENTO La naturaleza de la enfermedad se hallaba en la relación de cinco entidades que actuaban sobre el cuerpo: una influencia astral de los planetas, una influencia tóxica de venenos en nuestro ambiente, la fuerza medicinal de la naturaleza (el vis medicatrix naturae de Galeno), la fuerza psíquica del paciente y Dios. El juego de estas fuerzas a través de tres elementos fundamentales producía la salud y la enfermedad. Estos tres elementos, tria prima, eran la sal común con su incombustibilidad y consistencia, el azufre con su combustibilidad y el mercurio por su volatilidad. Usando argumentos alquímicos y esótericos, Paracelso reconocía en muchas enfermedades la acción o defecto de estos elementos minerales. Sus explicaciones llegan a ser bizarras y están lejos de nuestro pensamiento médico, pero reconocemos un intento revolucionario: explicar con procesos químicos la vida, la enfermedad y la muerte. Aquí radica la verdadera importancia de Paracelso, inaugura un nuevo tipo de pensamiento en la medicina. Si Vesalio nos enseña a ver de manera distinta y nueva el cuerpo humano, Paracelso inicia una nueva manera de pensar la enfermedad a pesar de todas sus peculiares analogías y reliquias galénicas. Incidentalmente, Paracelso no apreció mucho los nuevos descubrimientos anatómicos. A pesar de su visión química de las enfermedades, Paracelso creía (en palabras suyas) que había tantas enfermedades como peras, manzanas y nueces y para cada una de ellas una causa y un remedio específico. Esta confusa contradicción entre ver la enfermedad como el juego de ciertos elementos en un individuo particular y al mismo tiempo proponer una existencia autónoma y fija de las enfermedades como entes (peras, manzanas y nueces), ha persistido hasta nosotros. Creemos en la evidente existencia del hombre que sufre una enfermedad y creemos al mismo tiempo en la enfermedad

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como cosa real que le cae —en nuestro lenguaje popular— al paciente o que lo ataca. Es casi tan fatal esta confusión como la del presidente Bush de los EE.UU que llama al terrorismo, esa conducta humana, y al mal, ese mysteriun iniquitatis, sus enemigos, dándoles entidad real. En medicina esta posición ontológica de conceder entidad real a las enfermedades (las llamamos entidades en nuestro lenguaje usual) ha fundamentado muchas veces una respuesta exagerada y costosa a ellas, como si las enfermedades fueran nuestro único enemigo y no el sufrimiento del paciente. No es que se proponga una medicina sólo sintomática y aliviadora, pero no queremos caer en una medicina militarística de resultados dudosos y, repetimos, costosos. De tal forma, en nuestro discurso usual no estamos muy lejos de Paracelso ni de aquellos médicos primitivos que consideraban las enfermedades demonios que perseguían a ciertos individuos en particular. También hay que reconocer a Paracelso, siempre preocupado por el pueblo llano, como uno de los primeros médicos ocupacionales al describir enfermedades pulmonares en los mineros, las ahora llamadas pneumoconiosis (silicosis, antracosis, etc.). Hay mucho de admirar en el nuevo pensamiento médico que inaugura Paracelso en el Renacimiento y tenemos que reconocer que mucho de él se produce cuando la medicina se enfrenta a nuevos problemas como el de la sífilis o lúes. Según la evidencia más antigua (el cronista Guillermo Fernández de Oviedo, 1525) la sífilis llega a Europa el mismo año de nacimiento de Paracelso, 1493, con los marinos de Colón que vuelven a España tras su primer viaje. Gran parte de la medicina de Paracelso tiene que ver con esa nueva, o renovada como otros afirman, enfermedad. El encuentro de África, Eurasia y América tras las expediciones colombinas, es de gran importancia para la historia de la medicina. Algunas especies animales vuelven a América como el caballo, de tanta importancia en su conquista. Especies vegetales básicas en la nutrición moderna llegan a Europa: la papa, el maíz, el cacao, etc. Algunos hábitos deletéreos a la salud humana se intercambian entre grupos humanos que habían estado aislados antes: Europa trae a América el gusto por las potentes bebidas alcohólicas, América enseña a Europa el uso del tabaco. No hay culpables ni inocentes, el encuentro biológico entre grupos humanos antes aislados produce una crisis evolutiva de gran importancia. Ya hemos señalado que la llegada de enfermedades virales a América (sarampión, viruela, influenza y quizás otras) produce una catástrofe demográfica en los aborígenes americanos. El peso de esto en la conquista es todavía discutido pero no podemos dudar del sufrimiento testificado por nuestros indígenas a quienes se les derrumbó su visión del mundo. Unas décadas después las primeras poblaciones afroamericanas, y también los colonizadores que provenían de la cuenca mediterránea, traen a América

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esas viejas enfermedades africanas, la fiebre amarilla y la más conocida malaria. Estas fiebres tendrán un papel central en la clínica del Barrroco un siglo después. Y en todo este remolino biológico llega la sífilis a Europa. El lugar de origen de la sífilis ha sido discutido por siglos. La evidencia mayoritaria hoy propone como su locus original el Caribe y la América tropical. Uno de los primeros autores médicos que discute la enfermedad, Rodrigo Díaz (Tratado contra la enfermedad serpentina, 1539) afirma formalmente que llegó de la Española y lo dice porque él trató personalmente algunos marinos de Colón a su regreso. Es muy probable que esto sea verdad porque hoy conocemos que en el área geográfica mencionada, son endémicas otras enfermedades causadas por treponemas similares al T. pallidum que produce la sífilis (pian, bejel, pinta). La microbiología médica no ha dilucidado si el treponema mutó en el siglo XVI, quizás por intercambio genético con otros gérmenes similares presentes en Europa, o simplemente se extendió como epidemia en una población (la europea) inmunológicamente inocente ante esta infección. Esta última posibilidad es llamativa porque nos sorprende lo intenso y alarmante de la sintomatología de la sífilis en la medicina renacentista; parece una enfermedad mucho más virulenta que nuestra sífilis de los siglos XIX y XX, ya bastante domada por la evolución biológica como tantas otras enfermedades de nuestra historia patológica. Esto subraya la importancia de contextualizar todo el pensamiento médico en la teoría de la evolución: las enfermedades no tienen una historia natural fija ni no son entes constantes que nos atacan repetidamente sin cambiar ellas. Toda enfermedad es un proceso temporal e histórico. El origen americano de la sífilis ha llevado a la noción de «intercambio colombino» (Crosby, 1972). Afirman estos historiadores que el cruce de enfermedades favoreció a Europa, que sólo recibió la sífilis, contra la desarmada América ante enfermedades virales más agudas y mortales. Quizás esto es cierto pero el hombre europeo no era consciente de estas corrientes y contracorrientes biológicas y se desesperó ante la nueva enfermedad, la sífilis. La respuesta de la cultura y la medicina a ella son importantísimas en la historia de la humanidad. La cultura, y la medicina es parte de ella, intenta entender y defenderse de las «nuevas» enfermedades con instrumentos culturales que repite una y otra vez. Mucho de lo que se hizo frente a la sífilis en el Renacimiento se volvió a intentar frente al Sida después de 1981: adjudicación de culpa a ciertos eventos secretos o poblaciones extranjeras, limitación de la enfermedad a ciertos grupos, aislamiento de enfermos, etc. Todos estos fallan ante la dispersión biológica del agente causal, pero son mecanismos culturales que permiten a la sociedad tomar ánimo y luchar contra la nueva enfermedad. Lo triste es que algunas de estas respuestas no disminuyen el riesgo y, peor, lo aumentan en algunos casos.

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La relación de la nueva enfermedad a cierto estilo de vida, permite que la sociedad entienda y se defienda del contagio cambiando sus estilos de vida. Es importante para esto tener una explicación para la nueva epidemia, aunque sea falsa. Probablemente las sociedades precolombinas no alcanzaron a dar una explicación a las epidemias virales que se cebaron en ellas. Al ver que morían jóvenes y adultos, pobres y nobles, sin razón ni explicación para esta gran mortandad, perdieron el ánimo, sobrevino una depresión social y se dejó de luchar contra las enfermedades y los conquistadores que eran relativamente inmunes a ellas. Ocurrió probablemente una percepción del sano como ser superior, dominante. Hoy debemos de cuidarnos de estos «fascismos» de la salud: delgados contra gordos, ricos contra pobres, personas con gran control de sus hábitos contra adictos a diversas conductas, etc. Ante las enfermedades nadie es un ser superior ni pertenece a una clase de superhombres: toda persona es frágil y todo hombre que sufre es nuestro hermano. En el caso de la sífilis, esta se asoció rapidamente a soldados, la soldadesca que los acompañaba y la conducta sexual promiscua. Se propuso que un cambio en la conducta sexual, la abstinencia, podía evitar la enfermedad. Esta posición es útil, evidentemente, pero tiene algunas desventajas. Una de ellas es la adjudicación de culpa a la conducta asociada al agente y no al agente mismo. En el caso más reciente del Sida se culpó a la conducta deparavada de los homosexuales y a la homosexualidad misma, sin apreciar hasta hace poco que la infección por VIH es una simple infección venérea susceptible de prevención con varias acciones sin intentar reformar al enfermo. Contra la sífilis el único consejo durante siglos fue la castidad («si no temes al infierno, teme a la sífilis», se decía) útil sí, pero difícil de implantar como maniobra preventiva. Por otro lado, en los casos en que la enfermedad ocurría por fuera del estilo de vida culposo (por ejemplo en los casos de sífilis congénita) su causa se adjudicaba a la depravación de los padres o pertenencia a grupos humanos degenerados. La respuesta cultural de Europa a la lúes en el siglo XVI fue, si se nos permite decirlo, pintoresca. Un médico tan actualizado para aquella época como Paracelso contribuyó con ciertas explicaciones y tratamientos pero veamos antes otras propuestas de contención de la enfermedad en el Renacimiento. Las autoridades médicas apreciaron rápidamente que estaban frente a un problema serio. El gran anatomista y médico Gabrielle Fallopio, un poco más joven que Vesalio, escribía que la enfermedad en el Caribe era más bien inocua, pareciendo un brote urticarial, pero en Europa su presentación era feroz e inmisericorde «corrompiendo» (en sus palabras) la cabeza, los ojos, la nariz, el paladar, la piel, los músculos, huesos y ligamentos y por último, el tracto gastrointestinal. Esta inteligente distinción de Fallopio apoya nuestra explicación

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contemporánea de que una trepanosomiasis endémica y relativamente leve en América se convirtió en una enfermedad sistémica y grave en Europa. La sífilis esencialmente es una vasculitis en todos los órganos que menciona Fallopio y puede ser que el microbio adquirió capacidad invasiva o el nuevo huésped no pudo defenderse de él. Fallopio es bien conocido por haber descrito la extensión del útero, las trompas de Fallopio, donde ocurre la fecundación del óvulo que cae en ellas desde los ovarios, pero debería ser más famoso por esta preclara descripción de la sífilis, sorprendentemente moderna. Además en 1564 recomendó el uso de condones, fundas de lino en aquella época, para la prevención de la lúes. La primera interpretación patológica de la nueva enfermedad fue que se trataba de una especie de lepra asociada a conducta venérea (de Venus, diosa del amor). Al relacionarla con la lepra se le asoció a impureza, pecado y culpa apoyándose en los viejos textos del Levítico. Y se acusaba siempre al extranjero de haberla traído al país: los españoles la llamaron la enfermedad de La Española, los italianos la llamaron Mal francés y así hasta que Jerónimo Fracastorio, médico y poeta de Verona, llama Sífilo a un pastor que en uno de sus poemas (1530) sufre la enfermedad, que desde entonces conocemos como sífilis. Fracastorio debe ser recordado con admiración porque en 1546 es el primer médico que sugiere el concepto de contagio por infección e inicia el pensamiento microbiológico que fructificará con los descubrimientos bacteriológicos del siglo XIX, cuatrocientos años después. Indiscutiblemente la aparición de la sífilis llevó a la medicina renacentista a proponer ideas como la de infección que serán después un nuevo paradigma del pensamiento médico. Aunque las ideas de Fracastoro o Fracastorio no eran claras ni fueron científicamente probadas, vemos en ellas un subversivo cambio de paradigma: la enfermedad es causada no por un macrocosmos o microcosmos desequilibrados, sino por nuestro desafortunado encuentro biológico con una partícula viva extraña a nuestro organismo. La idea llevará después a colosales saltos del pensamiento médico, ahora queremos subrayar solamente el intento renacentista de pensar la medicina de manera diferente. Volviendo a la denominación mal francés, algo de verdad había en ella. Esta es la historia hasta donde podemos reconstruirla: marinos españoles de Colón o relacionados con prostitutas frecuentadas por los marineros colombinos, se alistan en los ejércitos aragoneses y catalanes que defienden a Nápoles frente al ataque de Carlos VIII, el cabezón, rey francés, en 1495. En el ejército francés hay gran número de mercenarios de distintos países que al terminar el conflicto diseminan la enfermedad por toda Europa. El vínculo entre ambos ejércitos es el numeroso contingente de prostitutas que los siguen, la soldadesca. Después de esos encuentros, la epidemia. Y no podemos dejar de subrayar nuevamente la relación entre guerras y sitios militares de poblaciones urbanas desplazadas, hacinadas con distintas epidemias históricas.

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El primer tratamiento para la sífilis fue buscado en su supuesto nicho original, el Caribe. Se propuso la corteza o resina de Guaiaco, especie de nuestro hermoso Guayacán en Colombia, llamada popularmente Palo Santo. Se suponía que el Creador había colocado ciertas enfermedades en ciertas regiones y en ellas dejado oculto el remedio, porque era bueno y providente. Este razonamiento es propio del galenismo que aún nutría el pensamiento médico. La idea en realidad probablemente se basaba en recomendaciones de los indígenas de La Española o Cuba. Indígenas que en treinta años desaparecen de ambas islas por maltrado de los colonizadores o debido a enfermedades virales. Quizás en esos lugares era útil como calmante cutáneo de la trepanosomiasis cutánea, pero en Europa donde la sífilis se había transformado a sistémica y visceral no fue muy útil. Pero todo el mundo la usó y se escribieron tratados sobre ella en el viejo continente de los nuevos enfermos. Uno debe explorar la terapéutica local y tradicional pero no debe olvidar, ellos no lo sabían, que las enfermedades no son entes fijos ni demonios que saltan de un país a otro. Las enfermedades son complejos procesos mediados por la realidad biológica del enfermo, genética o no, y el medio ambiente que lo rodea. Más adelante los pensadores médicos afirmarán que hay enfermedades típicas y distintas en países diferentes (la patología geográfica) y, más aún, hay enfermedades típicas en cada civilización y época histórica (así lo afirmará el patólogo Virchow en el siglo XIX). Si esto es así, la sífilis es la enfermedad del Renacimiento europeo. Muchos personajes renacentistas la sufrieron. El enfermo cuya sífilis tuvo más impacto histórico fue Enrique VIII de Inglaterra (1491-1547). Era un joven apuesto, culto y buen músico que se convirtió en un adulto litigante, obeso, crónicamente enfermo que luego de divorciarse de Catalina de Aragón y separar la Iglesia romana de la anglicana (Cisma de Inglaterra, 1534) tuvo conocidos problemas de infertilidad con sus sucesivas seis esposas. Se especula que éstas sufrieron abortos y dieron a luz mortinatos con sífilis congénita originada en su padre. Los hijos de Enrique que llegaron a adultos (Eduardo VI, María Tudor e Isabel I) no dejaron descendencia y los Tudor pasan a ser reemplazados por los Estuardos (María, Jaime o Jacobo de quien diremos algo en el siglo XVII). Hoy muchos historiadores encuentran signos de sífilis en la descendencia de Enrique VIII. Puede uno afirmar que la sífilis fue una de las causas del cambio profundo de la Inglaterra Tudor e isabelina a la Inglaterra jacobina. El primer Shakespeare, ligero y alegre en sus comedias, contrastado con el último Shakespeare de sus grandes tragedias (El Rey Lear, por ejemplo) constata este cambio. Muchos otros famosos y no famosos se encontraron con la sífilis durante el Renacimiento. ¿Cómo reaccionó Paracelso ante esta catástrofe médica? Típicamente en él, de manera contradictoria. Su primera teoría patológica se basa en la astrología: la influencia del signo astrológico Escorpión rige las partes privadas y causa el mal francés,

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la lúes. Al proponer tratamiento se opone a la sangría, panacea galénica, y al Guaiaco americano, y sugiere el primer tratamiento conscientemente químico a una enfermedad como remedio específico: los mercuriales. Este tratamiento es revolucionario y puede llamársele el primer antimicrobiano médico. Porque el mercurio muestra cierto efecto bactericida y no fue reemplazado en la farmacopea usual hasta el siglo XX (!). Se usó como agente externo y droga ingerida resultando en claros y serios efectos secundarios tóxicos, pero era lo único que se tenía. Se decía después: «una noche con Venus, toda la vida con Mercurio». SUCESORES DE PARACELSO Paracelso muere relativamente joven (1541) debido a una pelea de cantina y un subsiguiente golpe a la cabeza. Pero este monarca de la medicina (así se anunciaba él mismo) inaugura una nueva forma de pensar y una nueva forma de hablar, en lenguaje vernacular, la medicina. Por otro lado es un médico viajero y aficionado a la autopropaganda, frente al tradicional médico galénico discreto y parsimonioso. La pomposidad y brillantez de Paracelso popularizan un nuevo pensamiento y discurso médicos. Dejó muchos discípulos, el más famoso el belga Juan Bautista Van Helmont (1577-1635). Como vemos no fue discípulo directo de Paracelso, más bien el primer iatroquímico de los muchos herederos del pensamiento paracelsiano y es puente entre el Renacimiento y el Barroco. ¿Qué es la iatroquímica? Es el pensamiento médico que proponiendo la química como fundamento de la vida supone que el tratamiento (iatros, en griego) se haga esencialmente con compuestos químicos. En otras palabras, nuestra actual medicina biomolecular es iatroquímica en su pensamiento: nuestra gloriosa biología molecular del siglo XX tuvo su embrión en los iatroquímicos de los siglos XVI y XVII. Se opone al pensamiento galénico que esperaba la salud de la naturaleza, physis, y cuya farmacopea era fundamentalmente vegetal. Preclaramente niegan los iatroquímicos la utilidad de las panaceas que todo lo curaban como la Triaca o Teriaca y la misma sangría. Esperan, eso sí, encontrar un remedio químico específico para cada enfermedad. Lo que es a su vez una utopía, palabra inventada por el renacentista santo Tomás Moro para su obra Utopia luego de conocer las primeras descripciones del Nuevo Mundo, pues puede haber enfermedades sin remedios específicos aunque prefiramos vivir engañados con nuestras panaceas utópicas. Estas ideas se originaron en la obra de Paracelso quien al morir dejó una larga estela de seguidores los cuales imitando al monarca de la medicina hacen gala de exhuberantes contradicciones. Quien trae cierto orden al discurso es su ferviente seguidor el belga

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Van Helmont, a horcajadas entre el siglo XVI y el Barroco. Fue un precoz estudiante de teología en Lovaina y luego se graduó de médico. Nunca dejó de incrustar alusiones a sus creencias religiosas en sus textos científicos y entró en ardientes polémicas con sus maestros de la Compañía de Jesús. En su edad adulta, como dijo en esos años Sancho en El Quijote, «topó con la Iglesia» y fue considerado herético. Su vida aislada, apagada y un poco triste señala el término del optimismo renacentista y su utopía, dando lugar al pesimismo barroco y su ciencia que discutiremos en el próximo capítulo. Van Helmont se opuso a la cuasi eterna idea de los cuatro elementos y propuso el agua como elemento fundamental de la vida. La química moderna no se opone a su intuición y reconoce que la vida es una suma de reacciones químicas que ocurren en el agua. Se negó a aceptar el fuego como elemento vital y propuso la fermentación para explicar el origen del calor en la vida construida sobre el agua. Observó la fermentación y propuso la existencia de un nuevo tipo de materia, el gas o los gases. El único gas que formalmente descubrió Van Helmont fue el gas silvestre (de las selvas), nuestro anhídrico carbónico, CO2. Al contemplar el crecimiento de las plantas con agua las pesó antes y después de lluvias para demostrar que se nutrían de agua. Se dice que fue el primer médico y científico que usó repetidamente la balanza como instrumento de investigación. En cuanto a la patología creía que la causa de enfermedades y salud eran las fermentaciones, buenas y malas. Por lo tanto propuso el estómago como sede de los principales procesos patológicos. Le daba gran importancia a los ácidos estomacales y explicó cómo la bilis de la vesícula hepática detenía su acción fermentadora. En otras palabras, toda enfermedad era dispepsia, mala digestión. Nos imaginamos al pobre Van Helmont como paciente con una larga «agriera» estomacal debido a su vida difícil y perseguida. No llegó a formular otros experimentos médicos ni menos aún un sistema completo de pensamiento médico, en parte porque los últimos galénicos, aún poderosos, lo criticaron agresivamente llamándolo alguno un pícaro flamenco loco. Vesalio y sus brillantes herederos anatomistas (Colombio, Eustaquio, Fallopio, Fabrizio de Acquapendente y otros) proveen a la gran experiencia renacentista un nuevo modo de ver el cuerpo humano. Paracelso, sus mejores discípulos (Van Helmont y los iatroquímicos) y otros médicos renacentistas como Fernel traen a la medicina un nuevo modo de pensar sus problemas. Entre estos problemas persisten viejas enfermedades (la peste bubónica no ha desaparecido del todo, aún hay brotes con un 10% de mortalidad durante el siglo XVI) y nuevas patologías (la sífilis, el english sweat que parece explicarse como repetidas epidemias de influenza en el Renacimiento y otras). Pero, ¿cómo se trataban los pacientes? El mejor ejemplo de un nuevo hacer en la medicina es el admirable francés Ambroise Paré. Con él cerramos la presentación del Renacimiento como nueva experiencia médica, ilustrando con estos ejemplos de médicos renacentistas un nuevo

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ver, un nuevo pensar y un nuevo hacer en medicina. Los experimentos del Barroco profundizarán estos cambios cambiando el foco de la medicina del equilibrio natural a la ciencia, ya no artesanal sino artefactual y artificial. Los sistemas de la Ilustración cerrarán este ciclo de la modernidad. Veamos entonces por qué es admirable Paré. PARÉ El estado del arte de la cirugía en el Renacimiento era deplorable y en esta terrible situación surge Paré, a quienes muchos llaman hoy el padre de la cirugía. Ciertamente los actos quirúrgicos no pudieron realizarse con calma, tiempo y planificación aceptable hasta el uso del éter como anéstesico durante el siglo XIX, pero los médicos lo intentaban como último recurso, limitándose el acto a unos pocos minutos de tiempo quirúrgico a lo máximo. Por otro lado, al establecerse las facultades de medicina en la segunda mitad de la Edad Media no se incluyeron los cirujanos entre la clase graduanda. Existían cirujanos-barberos que realizaban los pocos procedimientos quirúrgicos aceptados por los pacientes, y luego y durante el Renacimiento encontramos maestros cirujanos, no muchos, que eran cirujanos que habían asistido a la universidad o escuelas de medicina. De todas formas la prestigiosa sociedad de los SS. Cosme y Damián, que en París agremiaba a los médicos, no aceptaba cirujanos entre sus miembros. ¿Qué procedimientos quirúrgicos se realizaban? Desde la antiguedad se componían fracturas. También se extraían cálculos vesicales por vía perineal (aún se llama entre nosotros posición de litotomía al decúbito ventral o dorsal con perineo elevado y expuesto) y se daba algún tratamiento quirúrgico a las hernias. La cirugía más célebre era la fraudulenta extracción de la piedra de la locura (representada en la pintura flamenca varias veces) basada en la observación de Galeno quien afirmó que se formaban piedras en las mucosas cerebrales (meninges y pías), en muchas enfermedades neurológicas y siquiátricas. Esto quizás tenía una base en la realidad al ocurrir hipertensión, cefalea y otros signos neurológicos en casos de gliomas superficiales o meningiomas, pero no es la explicación de la gran mayoría de las locuras. En la Edad Media y hasta edades posteriores se creía a pie juntillas en el mito de la «piedra de la locura», y cualquier conducta bizarra hacía suponer que uno tenía una piedra en el cerebro. Quizás el colombianismo «sacar la piedra», por provocar ira y furia en alguien, alude a esta creencia. La extracción de la piedra de la locura era un timo repetido en pueblos y aldeas. Practicantes de este «arte», y fraude, llegaban frecuentemente de sitios lejanos y universidades supuestamente prestigiosas, a ciudades donde anunciaban su experticia. Con el paciente adormecido por preparaciones psicotrópicas le hacían laceraciones

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superficiales que sangraban alarmantemente y producían asombro y espanto al público que contemplaba la extracción. Luego se mostraba una piedrecilla de aspecto mágico, probablemente sacada de las anchas mangas de los pseudoacadémicos, y se daba por curado el enfermo. Cuando este último recuperaba su conciencia y sintomatología anterior los supuestos cirujanos ya habían salido de la ciudad, luego de cobrar emolumentos. Sería grosero comparar este hecho a ciertos actos quirúrgicos contemporáneos, pero siempre debemos cuidarnos de extractores de la piedra de la locura u otras falsedades quirúrgicas. La cirugía renacentista seguía enfrentada a otros dos problemas, además del dolor: la hemorragia imposible de detener y la infección de las heridas. Estos problemas habían sido agravados por un desarrollo tecnológico relativamente reciente. Inglaterra y Francia se enfrascaron en una compleja, costosa y larga guerra en los siglos XIV y XV, la guerra de los Cien Años (interrumpida algunos años por la muerte negra). En la primera gran batalla, la de Crécy (1346), triunfaron indiscutiblemente los poderosos arcos (longbows) ingleses. En la última gran batalla, la de Agincourt (1415) se usó por primera vez la pólvora en arcabuces que perforaban armaduras. Aquí se da un cambio paradigmático en la tecnología de guerra y se produce un nuevo tipo de heridas que exigirá un cambio de paradigma en la cirugía militar. Indiscutible y tristemente las guerras han impulsado el progreso de la medicina, no de la humanidad. Una herida por arma cortopunzante o contundente es radicalmente diferente a las nuevas heridas por proyectiles impulsados por pólvora. Estas últimas son más profundas e irregulares, la extensión del daño es impredecible y la contaminación por la misma bala, tierra y elementos del traje del guerrero casi segura. Se enfrentaron entonces los médicos a heridas que sangraban más, y más frecuentemente desarrollaban pus. Casi no había tiempo para discutir lo laudable o no del pus y la necesidad de sangría de un lado u otro del cuerpo. Porque en el último galenismo se describía un pus laudable, significando aquella secreción purulenta que llevaba y acompañaba a la cicatrización. Reconocían otro tipo de secreción no laudable que se internaba en los tejidos produciendo más daño y probable septicemia en los pacientes. El pensamiento galénico creía de buen pronóstico la primera y se procuraba aumentarla con ungüentos especiales. Aunque nos parezca bizarra esta conducta médica tiene alguna base en la realidad. Primero, quizás distinguían los galénicos la infección por estafilocos cutáneos (S. epiderdimidis y S. aureus preantibiótico, por ejemplo) que formaban abscesos limitados, de la infección por otros gérmenes más invasivos como estreptococos que se profundizaban en los tejidos. Segundo, veremos después cómo Fleming, el descubridor de la penicilina, y otros médicos (véase capítulo 10) se opondrán al uso de antisépticos

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en las heridas durante la Primera Guerra Mundial porque estos compuestos afectaban y eliminaban al mismo tiempo las células inflamatorias, el pus. Esta prevención y duda era, podríamos decir, un cuidar contemporáneo del pus laudable. De todas formas para el pensamiento galénico considerar un pus laudable no era mayor problema porque creían en el poder curativo, y cicatrizante, de la naturaleza. Alguna razón tenían, pero su tratamiento de las heridas era agresivo e iatrogénico. El aceite hirviendo de saúco (Sambucus nigra) se vertía en la herida para cauterizarla y desinflamarla (?). Los tejidos (y la sangre y la basura) cauterizados producían una costra que se cuidaba para evitar la hemorragia. La supuración era temida y ocurría muy frecuentemente días después. Si había algún beneficio en este tratamiento es muy dudoso, como lo descubrirá Paré después. Ambrosio Paré (1510-1590) nació en una familia humilde y se convirtió en un laborioso barbero-cirujano en su pueblo. Viajó a Paris y no se educó en ninguna universidad sino que estudió en el viejo Hotel-Dieu que aún se puede ver y visitar diagonal a NotreDame. Al acabar su entrenamiento no encontraba trabajo en la competitiva capital de Francia y se alistó en los ejércitos de Francisco I que habían invadido el Piamonte ítaloespañol. En alguna sangrienta batalla de esas guerras (no debe ser la de Pavía, 1525, donde según Francisco I, tomado prisionero, «se perdió todo menos el honor»), Paré realizó el primer ensayo clínico moderno, prospectivo y casi doble ciego, en la historia de la medicina. Cuenta el mismo Paré que en la noche del sangriento encuentro le tocó atender médica y metódicamente una gran cantidad de heridos. En medio de su revista quirúrgica se le acabó el cauterizante aceite de saúco; atrevidamente siguió cubriendo las heridas con un bálsamo de su invención con yema de huevo, aceite de rosas y terebintina o trementina. Esta última parece poseer alguna cualidad antiséptica, pero lo revolucionario era que la herida se vendaba sin haber sido cauterizada con aceite hirviendo. Se levanta muy de mañana nuestro médico preocupado por no haber seguido los cánones en el tratamiento de heridas por balas y cañones y… ¿qué encuentra? A los cauterizados los encuentra con fiebre, dolor y tumor en sus heridas (inflamación), a los tratados con su suave y nuevo bálsamo afebriles y tranquilos. Él mismo afirma: «me juré no volver a quemar (cauterizar) a los pobres heridos». Aquí aparece un nuevo hacer clínico. Uno puede ver las cosas de manera distinta (Vesalio) o pensarlas de manera diferente (Paracelso) y hasta intentar nuevos tratamientos, pero reconocer que se erró en un grupo de pacientes (los cauterizados en el caso de Paré) y constatar que estaban mejor los no tratados (los no cauterizados) y de ahí cambiar la conducta médica habitual, para esto se necesita perspicacia y valor, cualidades que sobresalían en el glorioso (y humilde) Paré. Merece toda nuestra

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admiración y a él debemos un cambio de paradigma extremadamente útil: las teorías médicas y los saberes tradicionales deben ser medidos en sus efectos reales, y el bienestar del paciente está por encima de los cánones médicos. Su buena práctica clínica llevó a Paré a convertirse en cirujano personal de sucesivos reyes de la dulce Francia: Francisco I, Francisco II, Enrique II y Carlos IX. Parece que no fue médico del cínico Enrique IV (aquel de «París bien vale una misa») pero quien se dice lo salvó de la Matanza la Noche de san Bartolomé (1572). Porque en esos tiempos de la última mitad del Renacimiento, tiempos de guerras religiosas, Paré era calvinista en la católica Francia. Fue en verdad un hombre profundamente religioso y su lema cuasi-heráldico era: «Yo los vendo, Dios los cura». La historia médica lo venera como un santo de los muchos no canonizados, cristiano y protestante. La capacidad de observación de Paré lo llevó a negar los poderes curativos de los más famosos y tradicionales remedios del último galenismo: la triaca ya mencionada, la mumia o betún del abdomen de las momias egipcias, el polvo de cuerno de unicornio (?) y la piedra Bezoar que era un cálculo hepático encontrado en las cabras. Tengamos en cuenta que estos exóticos remedios eran costosísimos y muchos galenos ganaban buen dinero con su preparación y administraciòn (sobra cualquier comparación con escándalos médicos y farmacológicos recientes). Para medir los efectos reales de estos compuestos se necesita audacia y ética. Algunos ensayos clínicos de Paré fueron curiosos. Se dice que permitió la auto-intoxicación de un hombre para demostrar que la afamada Bezoar no era un antídoto universal. Otros ensayos fueron menos controversiales y más importantes. Ante la dislocación vertebral extrema (!) el texto hipocrático aconsejaba atar el paciente y dejarlo caer desde un puente o torre. Nos imaginamos que la parálisis medular del enfermo no mejoraba con este procedimiento. Paré también se opone a él, iendo en contra del padre tradicional de la medicina, Hipócrates. Se dice que llegó a ligar grandes vasos para evitar la amputación en hemorragias. Todo esto subraya un nuevo hacer en medicina. Hay una anécdota legendaria en la vida de Paré que hay que relatar. En 1559 durante las celebraciones de otra paz más durante las guerras renacentistas, se celebró un torneo entre nobles con caballos y lanzas (vestigios medievales). El rey Enrique II fue herido por una lanza que le atravesó la órbita ocular. Paré decidió prudentemente no aconsejar ningún procedimiento, argumentando su pobre conocimiento de la anatomía del cerebro. Vesalio fue llamado, se dice, desde Madrid y basándose en sus conocimientos anatómicos, el monarca fue intervenido. El rey murió al día siguiente. Aquí queda demostrada la ya mencionada humildad de Paré y la prepotencia de la anatomía renacentista. De cualquier manera la anécdota, histórica o no en cuanto a la presencia de Vesalio en París y su encuentro con Paré, cierra de bella manera el ciclo

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de la medicina renacentista: su más revolucionario disector se encuentra con su mejor clínico y cirujano. Como dicen los italianos: si non é vero, é ben trovato. Durante todo este siglo XVI aparecieron nuevos tipos de pacientes, no sólo aquellos heridos por arma de fuego y lanzas. Los sifilíticos y otros crearon una nueva clase de enfermos: los incurables, incurabili en latín. La enfermedad no causaba la muerte del paciente pero producía una patología crónica debido a los nuevos y parciales tratamientos de estas patologías. Más allá de la muerte multitudinaria de la peste negra y la muerte súbita por envenenamiento en la Italia de los Borgia, las ciudades europeas fueron llenándose de soldados y civiles amputados, con úlceras crónicas e incurables, por ejemplo. La piedad cristiana que apareció bajo las guerras religiosas, estimulada por un nuevo y más sincero sentimiento religioso entre católicos y protestantes, llevó a la preocupación por estos incurables. Un ejemplo es el de san Juan de Dios en España, patrono de hospitales y enfermeros. Aún persisten hoy en ciudades como Florencia las hermandades piadosas que recogen enfermos en la calle para llevarlos a hospitales (embrión de nuestros servicios de ambulancias y atención al traumatizado). Los enfermos simplemente no se abandonaban en la calle como ocurría durante la muerte negra. Un ejemplo particularmente poderoso fue el del italiano san Camilo de Lelis (15501614). Este antiguo soldado de los ejércitos renacentistas sufrió durante muchos años de una úlcera que no sanaba en una de sus piernas. Su dolor y abandono lo llevaron a comprometerse con enfermos similares a quienes recogió y trató con santa caridad. Luego de tomar los hábitos religiosos se entrenó como practicante médico y propuso interesantísimos cambios a la organización y administración hospitalaria. Se le debe considerar un reformador de hospitales, pero más popularmente se le reconoce como santo patrón del cuidado pastoral de enfermos y de la presencia de la Iglesia en los hospitales. Dejó tras de él una orden religiosa (los Camilos) que en todo el mundo se encuentran hoy frecuentemente trabajando en hospitales. Porque el Renacimiento no fue sólo artístico o literario sino también religioso. En este capítulo hemos revisado la medicina renacenista, centrándonos en tres médicos (Vesalio, Paracelso y Paré) que ilustran una nueva forma de ver, pensar y hacer clínico en medicina. La intensa experiencia renacentista evoluciona al Barroco con sus experimentos (William Harvey). Esto ocurre en un continente europeo en el cual el clima cultural (hay quienes afirman que también la climatología, iniciandose la llamada pequeña edad glacial durante el siglo XVII) cambia profundamente de un optimismo que observaba libremente la naturaleza (leer en el libro de la Vida, se decía) a una cierta desilusión que analiza la naturaleza (el lenguaje de la naturaleza es las matemáticas, dirá Galileo). Esta desilusión es causada por múltiples factores: nuevas enfermedades, persecuciones religiosas y políticas, explotación inmisericorde de minas

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y haciendas en el continente americano cuando se agotan las paradisíacas islas del Caribe. La utopía de Moro se descubre y se pierde: él mismo era un amigo de juventud de Enrique VIII que, ya sufriendo de sífilis, lo condena a muerte. Quizás era necesario desilusionarse de la vieja naturaleza, la vieja physis, para empezar a hacer ciencia.

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CAPÍTULO 7

MEDICINA BARROCA

El término Barroco, contrario al siempre admirado Renacimiento, fue peyorativo desde finales del siglo XVIII hasta finales del siglo XIX. Para la Ilustración y el Romanticismo lo barroco como adjetivo significaba exageración, mal gusto, arte poco amable y poco natural. Apenas después de una reevaluación crítica en el siglo XX se empezaron a apreciar las riquezas del Barroco. Por ejemplo, aunque los grandes compositores clásicos conocieron casi de manera secreta la música de Bach, sólo Mendelssohn en 1829 vuelve a dirigir la «Pasión según san Mateo», obra cumbre de la música religiosa del Bárroco. Pero los programas de concierto con obras barrocas son escasísimos durante el Romanticismo. La misma palabra, barroco, tiene un origen oscuro. Se han aducido varias etimologías. En francés el término baroque se dice que significaba extravagante. En lógica escolástica hay un silogismo llamado barroco que es ejemplo de razonamiento formalista con resultados absurdos. Lo más probable es que el término barroco provenga del portugués o español, de barrueco o berrueco que significaba perla, o gema, irregular. Esta última es la etimología más aceptada y tiene una relación sorprendente con una de las tesis de este intento de historiografía internalista o historia de las ideas médicas. Como afirmamos en el primer capítulo, proponemos que la cultura humana es fundamentalmente respuesta al sufrimiento humano (un animal satisfecho no haría ni necesitaría instrumentos culturales). Un segmento o sector del sufrimiento humano es llamado enfermedad, y la parte de la cultura que responde a él es la medicina. Por lo tanto, la medicina es parte de la cultura. Y usamos para ilustrar este proceso, la imagen de la construcción de una perla por la ostra alrededor de un irritante, natural o artificial, que se trata de ocultar, u olvidar, con capas sucesivas de nácar. Esta imagen ilustra la lenta construcción de la cultura humana, y su medicina, sobre el sufrimiento humano y sus enfermedades. Podríamos preguntarnos: ¿alrededor de qué irritante o sufrimiento

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se formó la irregular apreciación crítica discutible, perla del Barroco? La alegoría no es el más bello instrumento literario (el Barroco en particular gustaba de ella) pero ésta nos sirve para preguntarnos: ¿a qué crisis profunda responde como perla de nácar el Barroco? Hemos dicho que durante la segunda mitad del Renacimiento crece un pesimismo general en la cultura europea: intentos de Reforma y Cismas, Contrarreforma y rigidez tridentina en la teología católica, guerras campesinas y religiosas en varios países, etc. El Barroco es una hiperracional respuesta a una negra y desengañada percepción del mundo resultante de todos aquellos conflictos que comenzaron en la segunda mitad del siglo XVI. El mundo no era tan bello como lo imaginaron y representaron los renacentistas. Muchos eventos incidieron en esta percepción. El mismo clima europeo entró en lo que se llama la pequeña edad glaciar con inviernos oscuros, prolongados y fríos. Virginia Woolf narra en su novela Orlando que el Támesis en Inglaterra se congeló, y parece que esto ocurrió realmente. En España el cambio cultural se da al mismo tiempo que se agota aquel Imperio de Carlos V en el cual el sol no se ocultaba, consumido en guerras de Flandes y Armadas Invencibles. Estos conflictos y expediciones se financiaron con el inflacionario primer oro americano. Y agotado el Caribe, se explotaron con crueldad y desesperación las minas continentales, ya más de plata que de oro, como en Guanajuato y Potosí. Podríamos decir, sin sarcasmo y con tristeza, que España nunca se recuperó de su mal administrada conquista y colonización americana. América tampoco se recuperó. En literatura ya hemos mencionado la notable diferencia entre el primer Shakespeare y sus comedias (finales del siglo XVI, Sueño de una noche de verano, por ejemplo) y el último Shakespeare y sus tragedias (comienzos del siglo XVII y como ejemplo El Rey Lear). En las letras españolas, Garcilaso, fray Luis y san Juan de la Cruz son reemplazados por el conceptismo (Quevedo: «Miré los muros de la patria mía, / si un tiempo fuertes, ya desmoronados / de la carrera de la edad vencidos….») y el culteranismo (Góngora, sus Soledades). En la pintura mucho va de Leonardo y Rafael a Vélasquez y Zurbarán con sus tremendos fondos negros. En escultura hay una gran diferencia entre los desnudos realistas de Miguel Ángel y el éxtasis místico, y vestido, de la Teresa de Bernini. En música explota una nueva armonía. Se inventa la ópera que para muchos oídos es un drama musical en que todos gritan y se apuñalan tarde o temprano. Y todo concluye en el glorioso genio de Bach, que tras una productiva vida fallece en 1750, siendo para muchos ésta la fecha final del Barroco.

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La ciencia es una respuesta racional, hasta hiperracional hemos dicho, a toda esa negra percepción del mundo. La sola observación gozosa de la naturaleza, propia del optimismo renacentista, no basta. Así no llegamos a extraer de ella sus secretos, aceptará el hombre del Barroco. De hecho hay que intentar la reproducción, artificial y artefactual, de la naturaleza: los experimentos del Barroco que siguen a la experiencia renacentista. Ese prototipo del científico del siglo XVI, Galileo Galilei, hará repetidos experimentos para entender lo natural, expresado esto en un lenguaje matemático cerrado a la mayoría de los hombres. Insistimos en lo artefactual y artificial de los experimentos. Un experimento es artefactual porque es hecho con arte, basado en la experiencia del experimentador. Un experimento es artificial en el sentido que imita o intenta copiar la naturaleza. En nuestro actual e ingenuo positivismo (que tarda tanto en morir como el galenismo) vemos la ciencia como veneración y adoración de la naturaleza, y a los científicos como sacerdotes (vestidos de blanco) de ese culto a natura. Olvidamos lo antes dicho: la ciencia es una construcción artefactual y artificial sobre la naturaleza. Y es contraintuitiva como muchos han señalado. En todo caso, este objeto o instrumento cultural tan venerado por nosotros, la ciencia, es un producto del Barroco. La medicina del Barroco empieza a depender, para bien o mal porque hay excesos, de la ciencia. Esto lleva a una separación que aún ocurre entre nosotros. En la mayoría de las escuelas de medicina actuales unos profesores son básicos y otros clínicos. Desde el Barroco hay médicos que se dedican a experimentar y estudiar la naturaleza (los básicos). William Harvey no parecía atender una práctica clínica exhaustiva y le bastaba ser médico extraordinario de Jacobo I y médico privado de su rey y mecenas Carlos I. La mayor parte de sus días la dedicaba a pensar y experimentar problemas médicos o biológicos. Otros médicos se dedican a atender pacientes laboriosamente (los clínicos). Thomas Sydenham gozó y sufrió de una exhaustiva práctica de consultorio en el Londres de finales del siglo XVII. Así la medicina del Barroco empieza a separarse en básica y clínica. Basándonos en estas dos luminarias, Harvey y Sydenham, intentaremos un análisis del pensamiento médico barroco. HARVEY Aunque William Harvey (n.1578) es un poco más joven que Galileo (n.1564) podríamos afirmar que fue el primer científico experimental pleno de la biología y la medicina, como Galileo lo fue de la astronomía y ciencias físicas. Esta es una afirmación polémica porque muchos dirán que hubo experimentos antes de estas dos figuras, y

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Galileo ha sido canonizado como el primer científico moderno sobre todo por su condenación por la Iglesia católica (dicho sea de paso: Galileo no es un mártir de la ciencia, sólo sufrió arresto domiciliario después de su discutida condena y tuvo numerosos amigos en la curia romana, por ejemplo el cardenal Belarmino). En cuanto a las fechas de sus principales obras, el Motu Cordis de Harvey es de 1628, el Diálogo de dos mundos de Galileo de 1632 y la Nueva ciencia del italiano de 1638. Así que las publicaciones cardinales de ambos son contemporáneas. Ahora, la historia de Galileo ha sido dramatizada (Brecht) filmada y repetida cien veces, lo de Harvey es menos conocido. En fin, para no herir susceptibilidades digamos que Harvey es para la biología y la medicina lo que Galileo es para la ciencia. A quien sí debemos devaluar un poco ante los ojos de la epistemología del siglo XX es a Francis Bacon, filósofo y lord canciller de Inglaterra (1561-1626). Se dice siempre que descubrió el método científico y durante el positivismo fue considerado como el santo patrón de la ciencia. No fue muy santo en su vida (tenía una secreta y oscura vida personal) ni en sus acciones políticas y el valor del método baconiano ha sido puesto en duda en la filosofía actual de las ciencias. Después de Popper (las hipótesis son demostradas falsas, no verdaderas) y su discípulo y rival Feyerabend (no hay método predeterminado para hacer ciencia y todo vale, anything goes en inglés), el idolatrado método científico de Bacon ha perdido lustre y potencia. Digo esto recordando que Bacon afirmaba que el conocimiento era poder y al conocimiento se llegaba destruyendo ídolos. Por otro lado Francis Bacon no fue nunca un experimentador, era un teorizante, y bueno. El único experimento que intentó en su vida lo mató: se interesó en la congelación de carne de aves para su preservación y comprando una gallina la enterró en la nieve. Cogió frío, como se decía en aquella época, y murió a los pocos días de una pneumonía. Hay quienes afirman que se intoxicó al comer la dicha gallina después de algunos días, lo que ilustra su metículoso manejo del dinero o tacañería en lenguaje común. Una anécdota que puede ser apócrifa narra que Harvey le dijo a Bacon un día tras una discusión: «Ciertamente el Lord Canciller escribe filosofía como todo un lord canciller». La actitud de Bacon está íntimamente influida por el deseo de tener poder sobre la naturaleza y no ser engañado por los ídolos o ideas falsas. El pensamiento de Harvey es más básico, quizás más humilde, y sólo pretende explicarse algunos problemas de la naturaleza, no establecer verdades perennemente verdaderas. El pensamiento de Harvey lleva a nuevos problemas y la exigencia de nuevos experimentos, el método baconiano supuestamente debía producir verdades indudables. Por la misma época afirmará Descartes que el único fundamento del reflexionar es la duda (Discurso del método, 1637), no la certeza.

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Durante la primera mitad del siglo XVII Inglaterra vivió una época tormentosa en que entre grandes conflictos se estableció el Reino Unido como lo conocemos hoy y se inició la construcción del gran Imperio británico que perduró hasta mediados del siglo XX. William Harvey (1578-1657) vivió todos los conflictos de esa era. En 1603 muere Isabel I acabando la llamada era isabelina, termina la casa Tudor y se inician los reinados de los Stuart (Estuardo) con James (Jacobo) I: se abre paso la llamada era jacobina. Lo que se llamó merry old England, la alegre vieja Inglaterra, queda atrás. En los tiempos jacobinos se inicia una crítica separación entre un pueblo puritano, austero y protestante y la monarquía: anglicana, disoluta, con frecuentes contactos católicos (popish). Jacobo I fue un mal administrador y en su vida privada fue pederasta con algunos famosos favoritos (Villiers). El mismo Francis Bacon, lord canciller de Jacobo entre 1628 y 1621, realizó un controvertido gobierno y fue acusado en crónicas de la época de sodomía. Esta separación entre pueblo y Rey culmina en la Guerra Civil Inglesa de 1642 a 1651. Ocurren grandes cambios políticos entre la ejecución de Carlos I en 1649 y la conformación de un estable gobierno parlamentario y monárquico que ha llegado hasta nuestros días. Muchos consideran que ésta es la primera revolución republicana en Europa, antecediendo por siglo y medio a la Francesa. La ejecución de Carlos I dejará una huella indeleble en Harvey. Consideremos que en su pensamiento nunca llegó a explicarse el por qué se movía el corazón, motor de la circulación de la sangre que él había descubierto. Y en esta ignorancia murió pensando que el corazón era como el rey del cuerpo, su primer motor, y lo comparaba con el sol, centro de los planetas y fuente de su calor vital. En esta perspectiva, el decapitamiento de un rey era un hecho histórico sin precedentes y pavoroso. Esta fue la Inglaterra que conoció William Harvey. La vida de Harvey palidece un poco, por tranquila, ante todos estos conflictos en su entorno social y político. Nació en una familia rica de comerciantes del puerto de Folkestone. Asistió a la Universidad de Cambridge y fue a Padova, Italia, a completar sus estudios de medicina en la universidad donde habían trabajado Vesalio, Colombo, Fallopio y en aquellos días el sucesor de estos, Fabrizio. La obra de Harvey es herencia de los mejores anatomistas del Renacimiento del siglo anterior. Se gradúa en l602 y establece su práctica en Londres desde 1604. En 1607 es nombrado fellow del Colegio Real de Médicos. En 1618, médico extraordinario de Jaime I y en 1630, médico personal de Carlos I. Un poco antes, en 1628, publica, en latín, en Frankfurt, Alemania, su obra maestra: De motu cordis —Sobre el movimiento del corazón y la sangre en animales. Nótese que el texto es publicado fuera de Inglaterra, sea por razón de buscar mejores impresores o para evitar críticas muy cercanas poniéndole un poco de distancia al asunto. En 1629 acompaña a uno de los

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jóvenes príncipes ingleses en su grand tour educativo por Europa. Esto le da oportunidad para presentar y argumentar sus hallazgos ante varios académicos europeos. De acuerdo a testimonios de la época lo hace de manera agresiva, mostrándose muy seguro de sus conclusiones. El rey Carlos I lo ayuda personalmente en sus investigaciones y Harvey se dedica, el resto de su vida, a explorar los problemas de la reproducción y el desarrollo embrionario. Durante la Guerra Civil es atacado por los parlamentarios como monárquico y su casa, con algunos de sus documentos de investigación biológica, es saqueada. En 1651 publica su segunda obra importante, Sobre la generación en animales, impresa en Rotterdam, Países Bajos. Vive una vida tranquila en su retiro hasta 1657, año de su muerte a los 79 años. ¿Cómo llegó Harvey a su descubrimiento de la circulación de la sangre? Tuvo antecesores en la idea, unos oscuros, otros más cercanos en su educación médica y anatómica. Ya hemos mencionado al árabe Ibn al-Nafis que en la Edad Media describió la circulación menor o pulmonar. Más cercano, pero aún oscuro, es el caso de Miguel Serveto que en su Christianismi restitutio (1553) propone con relativa exactitud dicha circulación pulmonar, pero la incluye en una confusa diatriba contra el dogma de la Santísima Trinidad y es perseguido por católicos y protestantes. Muere en la hoguera condenado a ella por calvinistas en Ginebra, Suiza. Anatomistas italianos del Renacimiento, como Colombo y Andrea Cesalpino, se acercan al descubrimiento seminal, que cambiaría el paradigma galénico, de manera tan abrupta, pero no lo formulan con claridad. Cesalpino mismo opina que la sangre puede tener un flujo hacia el corazón, no centrífugo, en las venas. Pero él sigue pensando en los indispensables, e inexistentes, poros interventriculares y que la sangre se agota, se consume, en las vísceras. Un antecedente más cercano es el profesor de la Universidad de Padua, alma mater de Harvey, Fabrizio D´Aquapendente que en l603 publica una pequeña obra titulada Sobre las válvulas de las venas, pero da a estas una complicada explicación galénica. En fin, el descubrimiento harveiano es propio de él y nadie puede robarle su gloria. Diríamos que los anatomistas renacentistas vieron, pero no entendieron y Harvey se hizó preguntas e hizo pequeños experimentos que fueron más allá de la exploración anatómica. La medicina del Barroco (Harvey) saltó por encima de la evidencia anatómica y pensó una nueva forma de organizar el proceso básico de la fisiología humana. Esto es un cambio de paradigma tan importante como la nueva ciencia de Galileo. Para describir el gran descubrimiento de Harvey nos concentraremos en su obra máxima, cuyo título completo es Exercitationes de motu cordis et sanguinis in animalibus, el Motu cordis, de lectura casi obligada para todo médico interesado en la

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historia de su oficio. Algunas observaciones sobre el mismo título: podría traducirse como experimentos (exercitationes, ejercicios) sobre el movimiento del corazón. Harvey no se limita a publicar algunas de sus observaciones sino que sugiere experimentos simples que apoyan su hipótesis explicatoria (ligadura de venas en miembros periféricos, etc.). Su pensamiento va más allá de la anterior exploración anatómica y más allá también de la simple inducción baconiana. Nótese que el título se refiere al movimiento de la sangre y del corazón. No pretende extenderse más allá a teleológicas teorías de nutrición como Galeno o asuntos de fisiología general. Parece que el problema central para el pensamiento de Harvey es el movimiento, del corazón y la sangre, y no la causa última o primera de ese movimiento. Será preocupación de siglos, quizás hasta hoy, la causa del movimiento cardíaco, pero podemos explicarnos después de Harvey por cuál ruta hace el corazón circular la sangre. Los porqués últimos quedan en el futuro. Y obsérvese que Harvey en el título habla de animales como si quisiera dejar a un lado la realidad humana. Luego en el texto se referirá repetidamente a la circulación de la sangre en el hombre, pero pareciera que en el título quiere evitar polémicas inmediatas. Como dicen los ingleses: let sleeping dogs lie, no quiso despertar desde el título a los fieros perros guardianes del galenismo. Este importantísimo libro es corto, tiene 16 breves capítulos y ocupa unas 72 páginas en su edición original. En una edición moderna ocupa apenas 100 a 110 páginas. Los argumentos son sorprendentemente claros. Los revisaremos a continuación. Primero el autor, Harvey, describe varios hallazgos anatómicos que han hecho algunos de sus antecesores con las explicaciones que se han dado de ellos y por qué no está de acuerdo con ellas. Llama divino a Galeno (capítulo V), pero es claro en traer a la discusión varias observaciones suyas (de Harvey) en diversos animales que contradicen lo que se ha dicho hasta ahora en el galenismo sobre el origen de la sangre y su viaje en el organismo. En el capítulo IX comienzan lo que podríamos llamar las pruebas experimentales. Este capítulo se titula: «De que hay una circulación de la sangre confirmado por la primera proposición». Por primera vez usa Harvey la palabra circulación en el título de un capítulo y esto señala que hemos llegado al meollo del argumento. Comienza diciendo que para que no se diga que simplemente publica palabras y proposiciones superficialmente convincentes, presentará tres proposiciones que pueden considerarse verdaderas. La primera tiene que ver con la cantidad de sangre que sale del corazón en cada latido (lo que llamamos hoy volumen de eyección) y la suma de todos ellos si el corazón se contrae 60-90 veces por minuto (Harvey calcula más de mil latidos en media hora, o dos mil o hasta cuatro mil subrayando lo variable de la frecuencia

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cardíaca). Estos cálculos los hace en animales, evidentemente no puede uno desangrar a un hombre y medir sus volúmenes. De todas formas saldrían del corazón de un animal grande unas tres y media libras de sangre (más o menos 1,500 cc) cada media hora y, resumimos nosotros, 36 litros al día. Como en el paradigma galénico la sangre era producida por el hígado y enviada por el corazón a las vísceras donde era consumida, todo este volumen debía ser producido por el hígado de novo cada día. Lo que es evidentemente imposible. La primera proposición consiste entonces en demostrar que la sangre que sale del corazón no puede ser producida de novo por el hígado a partir de los líquidos y alimentos ingeridos. La sangre debe mantenerse, o sea su volumen, de alguna manera en el cuerpo. Tres observaciones sobre esta primera proposición (la más novedosa). Es evidentemente cuantitativa. Ya Galileo dirá que el lenguaje de la naturaleza y la ciencia es las matemáticas pero aquí vemos un pensamiento médico que mide, calcula y suma. Hasta ahora el pensamiento médico ha sido preponderantemente descriptivo (palabras convincentes), desde Harvey será analítico y cuantitativo. Segundo, Harvey comienza no demostrando cierta una proposición sino probándola falsa (el hígado no puede producir toda la sangre que requiere la explicación galénica). Desde sus inicios entonces el supuesto método científico en medicina tiene estilo popperiano: algunas proposiciones se demuestran experimental y cuantitativamente falsas y las proposiciones que nos quedan sin falsibilizar, en el uso que le da Popper a este término, deben ser verdaderas. Por último aparece nuevamente el concepto de la sangre como un volumen constante, que debe ahorrarse como ya habían dicho algunos alejandrinos. Aquí en esta primera proposición hay un revolucionario cambio de paradigmas: de lo descriptivo a lo cuantitativo, de las erradas proposiciones convincentes y falsas a las verdades no probadas falsas como centro del pensamiento médico, de la sangría de un humor nutritivo al ahorro de un vehículo líquido importante en la fisiología humana. La segunda proposición tiene que ver con diversos experimentos que pueden hacerse con ligaduras de arterias y venas en brazos y piernas. Desde nuestra perspectiva hoy sorprende que nadie antes hubiera ligado venas y arterias en miembros periféricos probando que la sangre arterial viaja del corazón a la periferia y la sangre venosa regresa despaciosamente de la periferia al corazón. La obra de Harvey explica con dibujos cómo se pueden hacer estos experimentos. Es interesante que, como cualquier investigador moderno, Harvey esperaba que sus experimentos se repitieran por otros y quedara probada su reproducibilidad (importante criterio de nuestras verdades biomédicas actuales). La tercera proposición demostrativa tiene que ver, finalmente, con los adelantos anatómicos. Arguye que la presencia de válvulas en las venas mayores sugiere que el

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flujo en ellas es de la periferia al centro, al corazón. Esto ya había sido observado como dato anatómico por otros (Cesalpino, Fabrizio D´Acquapendente, etc.). Es interesante que Harvey coloque lo anatómico al final de sus demostraciones, tras las proposiciones cuantitativas. En el siglo XVI la gloriosa anatomía del Renacimiento cede su puesto al discurso analítico y experimental no meramente descriptivo. Para terminar no podemos dejar de señalar un aspecto de la primera página del texto, la dedicatoria a Carlos I de Inglaterra. Comienza Harvey diciendo: «El corazón de los animales es la fundación de su vida, el soberano de todo dentro de ellos, el sol de su microcosmos del cual todo crecimiento depende, del cual todo poder procede; el rey» —(Carlos I)— «de igual manera es el fundamento de su reino». Indiscutiblemente un pensamiento monárquico que le traería problemas en la próxima guerra civil. Además ya podemos imaginar el impacto para Harvey de la posterior decapitación de su amigo, protector y rey, Carlos I. Pero señalemos que el pensamiento harveiano es aquí profundamente aristotélico: el macrocosmos y el microcosmos se relacionan y lo que es en uno el centro vital, se corresponde con realidades subyacentes y suprayacentes (el sol, el rey, el corazón). Entonces el derrumbamiento del paradigma galénico no se acompaña de la destrucción de uno de sus apoyos: el pensamiento de Aristóteles. Pero la ciencia que conoce sus límites no debe extenderse más allá de la evidencia experimental a teorías generales y proposiciones universales. Estas ideas monárquicas y analógicas, sobrepasadas ya por la historia, muestran que Harvey es un buen ejemplo de científico frecuentemente equivocado en muchas cosas por fuera de su evidencia experimental. En estos nuestros tiempos que adoran la ciencia y en los cuales se han decapitado tantas utopías no podemos olvidarlo. Pensar científicamente no confiere infabilidad general y los mejores investigadores a veces dicen grandes tonterías sobre el mundo y lo que contiene. La buena ciencia de Harvey dejó como toda buena ciencia preguntas y problemas a dilucidar y responder en el futuro. El más evidente problema era explicar cómo se comunicaban los flujos arterial y venoso en la periferia. Esto quedará resuelto con el descubrimiento de los capilares por Malpighi, anatomista y, mejor, microscopista. Esto lo discutiremos a continuación. La segunda pregunta es más sútil: ¿qué diferencia existe realmente entre la sangre arterial y venosa, de flujos contrarios y características distintas? La respuesta a este problema tomará mucho más tiempo y experimentos y no avanzará mucho hasta después de la obra del primer químico moderno y furioso experimentador Robert Boyle, en la segunda mitad del siglo XVII. Este problema de las diferencias químicas entre la sangre arterial y venosa será la piedra clave y la pregunta fundamental de la fisiología moderna. ¿Cómo fue recibido el Motu cordis de Harvey? Con las esperadas críticas de médicos conservadores y todavía galénicos. Harvey fue llamado con sorna el Circulator. Harvey

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defendió su evidencia científica y tenemos que aceptar que sus ideas eran tan claras y sus conclusiones tan evidentes que la oposición a ellas, agresiva sí, fue menos feroz que la oposición a Vesalio o Galileo. La oposición más dura vino otra vez de París, centro del galenismo más conservador. Desde esa facultad Riolano el Joven escribe una crítica furiosa a Harvey en su Opuscula anatomica en 1649. Hay dos respuestas epistolares de Harvey a Riolano, la primera más amable y la segunda devastadora. Después de esta primera oposición hubo una amplia aceptación de la circulación de la sangre. Hay que subrayar con admiración que uno de los primeros grandes pensadores del Barroco, René Descartes, aceptó tempranamente las ideas de Harvey. Descartes escribió en 1632: «El movimiento de la sangre en el cuerpo no es sino una circulación perpetua». Más claramente no puede haberse resumido el colosal descubrimiento de William Harvey. Este descubrimiento da el golpe de muerte al paradigma galénico en la medicina. En fisiología humana es equivalente a descubrir otro continente como lo hizo Colón, situar el sol en el centro de nuestro sistema planetario como lo hizo Copérnico, establecer que la tierra se mueve como lo hizo Galileo, formular las leyes fundamentales del movimiento de los cuerpos como lo hizo Newton, proponer que la causa de una enfermad era una bacteria como lo hará Pasteur. Harvey debe ser venerado por todos los biólogos y médicos como el más claro y primer seguidor del método experimental en medicina. A pesar de este golpe el galenismo tendrá una larga agonía de dos siglos y seguirá siendo el sistema de pensamiento de muchos médicos. Pero después de Harvey se hace necesario construir un nuevo sistema de pensamiento médico. En fin, la vida y obra de William Harvey es un claro ejemplo de esa dinámica que hemos propuesto como motor en la historia de la medicina: la experiencia anatómica del Renacimiento lleva al inglés a unos experimentos en el Barroco y pedirá la construcción de un nuevo sistema. ¿Se podrá establecer un sistema explicatorio tan coherente como el de Galeno? Está por verse. Lo primero que estaba por hacer era cerrar el círculo del movimiento de la sangre, explicar dónde y cómo se comunicaban arterias y venas. Quisieramos conocer con certeza la fecha de un poema original de Quevedo, con seguridad anterior a 1648, que retrata en lenguaje conceptista el problema. Escribe Don Francisco en un soneto refiriéndose a la sangre: «Tiembla, no pulsa, entre la arteria y venas». Parece Quevedo reconocer que la sangre temblaba y sin pulso pasaba del lado arterial al lado venoso. Esta es una buena descripción del flujo capilar. ¿Conocía Quevedo las ideas de Harvey? Sorprendente. De todas formas quedaba por descubrir la union anatómica entre el flujo arterial y venoso.

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MALPIGHI Y LOS MICROSCOPISTAS DEL BARROCO Quien describe los capilares sanguíneos es el italiano Marcello Malpighi. Él nace el año de la publicación del Motu cordis (1628) y muere al final del Barroco en 1694. Para entender su obra tenemos que hablar del microscopio, el nuevo instrumento de exploración del organismo. Galileo usó su telescopio para explorar el macrocosmos y pronto adaptó lentes para observar el microcosmos. En l610 sabemos que estudiaba con potentes lupas o lentes el ojo de los insectos. Se dice que en 1605 un holandés, Jansen, había construido un microscopio pero aparentemente era copia de un instrumento italiano anterior. La italiana Academia de los Linces, apropiadamente llamada así, popularizó más tarde la observación microscópica entre sus miembros. En los tratados tradicionales de historia de las ciencias se adjudica a Antoon Van Leeuwenhoeck (16231723) el invento del microscopio, pero como vemos la historia es más compleja, aunque podemos decir que él lo perfeccionó, lo usó fervorosamente y fue el primer ser humano en ver eritrocitos en la sangre, espermatozoides y microbios. Malpighi fue médico de la corte papal y aunque no escribió ningún libro, envía multiples comunicaciones a la Royal Society de Londres, esa admirable institución de tanta importancia en la historia de las ciencias fundada por unos jóvenes aficionados a ellas en 1645. Esto muestra que la literatura científica crecía a grandes pasos, era cosmopolita y gustaba ya de la comunicación corta y no del gran tratado. Puede uno pensar que además Malpighi era prudente y no quería entrar en problemas con la curia papal en Roma. Los problemas de Galileo lo desaconsejaban. En 1660 comunica en dos cartas, De pulmonibus, el descubrimiento de los capilares en los pulmones y por extensión en el circuito mayor de la circulación sanguínea. El gran sistema circulatorio se cerraba y nadie podia negar que la sangre no se consumía como nutrición en las vísceras sino volvía al corazón para seguir su perenne viaje. Malpighi dejó múltiples discípulos que usaron el microscopio en el estudio de ciertas patologías. Lancisi estudió por ejemplo los aneurismas vasculares y otros emprendieron el estudio de órganos recónditos y pequeños como el oído, Valsalva. Hay que recordar que Valsalva (todo médico actual conoce su epónima maniobra) fue maestro de alguien que vamos a discutir en el próximo capítulo, Morgagni. Además algunas de las observaciones patológicas no publicadas de Valvalsa se integran en la gran obra de Morgagni, el De sedibus, tan importante como intento de sistematizar las enfermedades o su estudio durante la Ilustración. Después de tan auspicioso inicio el microscopio no llevó a ningún otro gran hallazgo científico en la biología humana por dos siglos, ¿por qué? Porque las mentes científicas y no científicas no comprendían lo que se veía por el ocular y objetivo del microscopio

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compuesto. Si una persona sin experiencia microscópica ve por el microscopio una preparación tisular hoy, tampoco la comprende ni puede procesarla analíticamente. Ciertamente había además problemas técnicos como las distorsiones ópticas, la mala calidad de los lentes y las preparaciones microscópicas. Pero fundamentalmente no existía el instrumento conceptual, y cultural, para entender los tejidos humanos: la idea de célula. Todo era un mar de amarillos y sepias sin orden ni concierto. Robert Hooke en su bello libro de 1665, Micrographia, describe células (cells) pero se refiere básicamente a las paredes de celulosa en las células vegetales, por ejemplo en el corcho. Nadie pensó seriamente hasta el siglo XIX, que los animales y plantas vivas estaban formados por células individuales vivas. La vida era todavía el producto de unas fuerzas metabiológicas, no la suma de las acciones bioquímicas de millones de células en el animal vivo. Sin la idea de célula era imposible usar el microscopio en el estudio de la biología humana. El microscopio fue una elaborada e inútil curiosidad por dos siglos. Se usó para que princesas curiosas examinaran el ala de las mariposas y otras maravillas. Esto demuestra que el pensamiento médico no progresa si la cultura no le provee de instrumentos conceptuales para entender la salud y la enfermedad. A veces, sin instrumentos conceptuales apropiados, los médicos observamos cuidadosamente nimiedades por generaciones y generaciones. Hay que estar atento a la interpretación cultural de la realidad, biológica y no biológica, para intervenir en ella. IATROQUÍMICA E IATROFÍSICA La mente humana siempre intenta construir sistemas nuevos que incluyan los nuevos descubrimientos en la interpretación de la enfermedad. El Barroco intentó completar dos sistemas de ideas médicas que se venían formulando desde el último Renacimiento: la iatroquímica y la iatrofísica. Médicos de ambas corrientes intentaron establecer un pensamiento médico coherente reduciendo los mecanismos patológicos a reacciones químicas en un caso o distorsiones de las leyes físicas en el otro. No lo lograron. Fueron formas de reduccionismo distintos y errados. El reduccionismo siempre es una tentación para el pensamiento médico pues no todo tiene una causa única o simple. Más aún, muchas veces las causas de las enfermedades son imposibles de conocer con certeza, pero es difícil ejercer una medicina anetiológica. Recordemos el esfuerzo de los médicos alejandrinos a este respecto. De todas formas los iatroquímicos y los iatrofísicos convirtieron la medicina en una retórica, en un discurso explicatorio ampuloso de sus razones médicas. No gozaron de buen nombre como practicantes del oficio. Eran médicos cultos e inútiles.

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Queda sarcásticamente retratado ese tipo de médico en la genial obra de Molière (1622- 1673). En comedias como El médico a palos o El enfermo imaginario se presenta un médico pomposo y verborréico que prescribe tratamientos exhuberantes y poco efectivos. Llega a decir uno de los personajes de Molière: «Todo el arte de la medicina es mentira, los médicos se limitan a recibir la gloria de un azar favorable». Nótese que se habla aquí de un azar favorable no ya de una naturaleza curativa. Se ha aducido que el famoso autor de comedias no era sino un hipocondríaco con mala sangre para todos los médicos, pero quizás había razones para su rencor: su madre murió dramáticamente cuando él tenía doce años después de un tratamiento médico exhaustivo, el mismo Molière sufrió por muchos años de una enfermedad crónica pulmonar que la medicina de su tiempo no pudo curar y murió, dramáticamente, mientras actuaba en El enfermo imaginario, de una hemorragia bronquial. Pero a pesar de este exagerado y teatral sarcasmo, tenemos que mencionar algunos iatroquímicos e iatrofísicos que contribuyeron al progreso de la medicina. La iatroquímica, heredera de Paracelso y Van Helmont, interpretaba toda la fisiología y patología como fermentaciones normales o anormales. El más reconocido iatroquímico fue Franz de le Boe, conocido como Sylvius o Silvio (1614-1672). Silvio intentó limpiar la medicina paracelseana de arqueos y fuerzas metafísicas, reduciendo todo a reacciones químicas. La base de sus explicaciones es la fermentación o acrimonia, regida por tres secreciones digestivas saliva, bilis y jugo pancreático. La fermentación puede producir exceso de acidez o exceso de alcalinidad y esto explica los síntomas de las enfermedades. Fue un gran profesor de medicina en la Universidad de Leiden, Holanda, y sus ideas ejercieron gran influencia en toda la medicina europea. Paradójicamente, Silvio es recordado hoy no tanto por sus explicaciones médicas sino por algunos hallazgos en la neuroanatomía cerebral (verbigracia la cisura de Silvio). El más célebre de sus discípulos es el inglés Thomas Willis (1621-1675) quien a pesar de sus esfuerzos iatroquímicos por explicar la fiebre como fermentación preternatural, es recordado hoy por el círculo de Willis en la base del cerebro y la numeración tradicional de los pares craneanos. Nótese eso sí la importancia del problema de las fiebres para la medicina del Barroco. Entre los iatrofísicos el más famoso en su tiempo fue el napolitano Borrreli (16081679) pero el más importante en la historia del pensamiento médico es el peculiar Santorio Santorio (1561-1636) de la celebérrima Universidad de Padua. Este médico introdujo el uso habitual de balanzas y aparatos de medición en la medicina experimental. Se dice que diseñó una balanza en la cual cabían su escritorio y otros de sus muebles y se pesó repetidamente después de comidas y diversas actividades (hasta después del coito) para intentar poner números a la fisiología normal humana. Todo este esfuerzo le

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sirvió para medir las pérdidas por transpiración después de actividades intensas. Pero evidentemente Santorio nos mostró la importancia de las medidas numéricas en la biología humana. Inventó un aparato para medir y registrar la frecuencia del pulso arterial. Esto rescata para la medicina el estudio serio del pulso que ya se había intentado en la antiguedad clásica, cometiendo el error de concentrarse en su calidad y características a la palpación, no en su frecuencia. Algunos pensadores han subrayado que un cambio importante en el Barroco fue la construcción de relojes más precisos (midiendo segundos) y portátiles. Ya el único reloj no era el de la iglesia en la plaza principal y los hombres se hicieron más conscientes del tiempo y sus unidades de medición. Esto también debió influir en el mecanicismo de algunos iatrofísicos que intentaban explicar el cuerpo humano como una suma de relojes mecánicos pequeños o mecanismos similares con poleas y cables más tensionados y menos tensionados. También en el siglo XVII se inventó el primer instrumento de exploración clínica útil, moderno y popular: el termómetro. Su inventor parece que fue el mismo Galileo, pero quien lo perfeccionó y adaptó a la investigación clínica fue el ya mencionado iatrofísico Santorio. Es verdaderamente un punto de inflexión en la evolución del pensamiento médico que empieza a acercarse a la realidad clínica a través de instrumentos de observación. Discutiremos esto más adelante cuando hablemos de la invención del estetoscopio. El ver la vida y sus enfermedades fundamentalmente como química o física llevó a diversos intentos terapéuticos fallidos. Uno es particularmente importante porque se convertirá pasado los siglos, y con mejor conocimiento de medicina básica, en un arma terapéutica de la medicina moderna: la transfusión de sangre. Una vez descrita la circulación, la sangre empezó a verse de manera distinta. Dejó de ser un humor nutritivo de origen hepático y comenzó a verse como un fluido que circulaba y que en ocasiones podía faltar, estar en déficit. Aunque se continuaron haciendo sangrías galénicas hasta el siglo XIX, se empezó a pensar en lo que ocurría cuando faltaba sangre en el sistema vascular. Un grupo de científicos ingleses cercanos a la Royal Society, Christopher Wren (arquitecto de la catedral de san Pablo en Londres), Richard Lower y otros, iniciaron experimentos con animales a quienes desangraban por completo y reanimaban al reinfundirle la sangre. Esto llevó a pensar en maniobras similares en humanos, proponiendo por ejemplo la reanimación de moribundos con transfusión de sangre. Además los experimentos llevaron al diseño de cánulas delgadas y recipientes para este propósito. Aparentemente los ingleses no llegaron a realizar la primera transfusión humana pero lo propusieron en las Transactions de la Royal Society que muchas personas ya

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leían en toda Europa. Hay que subrayar aquí cómo la información científica deja de transmitirse en libros o grandes tratados, comienza a comunicarse en revistas, journals, con artículos y cartas cortos y técnicos, poco especulativos. Esto señala una nueva forma de hacer ciencia que es ahora característica del saber científico en la actualidad: lo que no se publica no es investigación, se dice. Pero por otro lado la información se fragmenta en pequeños reportes parciales y a veces se desintegra sin quién se atreva a proponer una síntesis integral. Quienes intentaron, tras leer los experimentos ingleses, por primera vez la transfusión de sangre a un hombre fueron los científicos franceses en una historia verdaderamente fascinante. Una señora llevó a su esposo al médico porque éste sufría de furor o manía sexual y frecuentemente huía desnudo de su casa. Los médicos diagnosticaron que el individuo sufría de mucho calor en la sangre y había que hacer algo para enfriarle o apaciguarle la sangre. Alguien sugirió transfusión, a la inglesa, de sangre de cordero. Esto ocurría en 1666 ó 1667. A este pobre hombre, el médico Jean Denis (+1704) le realizó la primera transfusion de sangre en la historia de la medicina. Decimos pobre hombre porque nos parece un esposo perseguido y torturado, justa o injustamente. La primera transfusión de sangre de cordero aparentemente sirvió porque el paciente se calmó y dejó de presentar furores. Pero pasados unos meses el pobre hombre volvió a sus escapadas. Su insistente esposa lo volvió a llevar al médico. Se prescribió una nueva transfusión. Durante la segunda transfusión el paciente presentó gran inquietud, se quejaba de dolores intensos en el sitio de infusión y orinó sangre negra como «ceniza de chimenea», en palabras textuales de testigos. Esto, lo sabemos ahora, es una clásica reacción hemolítica aguda que ocurre cuando alguien recibe sangre incompatible (que característicamente no se dispara en el primer evento, la transfusión anterior en este caso, porque el sistema immune no se ha sensibilizado). El pobre hombre murió. Nos imaginamos que a pesar de todo, su esforzada esposa lo añoraba porque inició uno de los primeros juicios por mala práctica en la historia de la medicina. Los médicos tratantes perdieron la demanda y la transfusión de sangre a humanos fue prohibida por muchos años en Francia. Esta tragicomedia es ejemplo de otras en las cuales médicos llenos de buenas razones científicas intentan nuevos tratamientos con perjuicio del enfermo. La ciencia básica por sí sola, aún basada en experimentos, no debe aconsejar tratamientos que no hayan sido probados en estudios clínicos bien controlados. Finalmente obsérvese que la razón para la transfusión no era la falta de sangre sino el querer cambiar el carácter de la sangre y del paciente. Casi que se estaba intentando por razones sicológicas. En nuestra medicina actual en la cual se usa la transfusión de

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sangre en exceso, convendría pensar mejor en las indicaciones de este complejo acto terapéutico, que es en realidad un transplante de un tejido vivo con riesgos siempre presentes. Todavía hacemos muchas transfusiones sanguíneas por razones sicológicas: la tranquilidad o paz mental del médico tratante o del anestesiólogo. Así pues, volviendo al eje central de la historia del pensamiento médico, el terapeuta del barroco, con reloj para medir el pulso y termómetro, estaba preparado para enfrentar el problema cardinal de la medicina del siglo XVII: las fiebres. Sobretodo porque había llegado de América un remedio eficaz para algunas de ellas, la corteza de quina. LAS

FIEBRES DEL

BARROCO

Ya hemos hablado del intercambio colombino, de cómo los conquistadores trajeron al Nuevo Mundo las enfermedades virales y como América es el origen de la sífilis que definió gran parte de la medicina del Renacimiento. En el siglo XVII se agudizaron como problemas médicos dos enfermedades nuevas para la población indígena americana: la malaria y la fiebre amarilla. Abajo discutiremos esto más detenidamente pero antes relatemos la casi legendaria historia de la quinina, droga que exigió nuevos planteamientos a la clínica. Se cuenta que en 1630 un corregidor en Perú sanó de sus fiebres tercianas con corteza de quina, un árbol originario de América. La virreina en Lima, condesa de Chinchón, sufría de fiebres similares y recibió exitosamente el mismo remedio. De ahí que la corteza de quina fuera llamada Chinchona. Este nuevo fármaco se llevó a España y de ahí se propagó su uso en todo el continente europeo a mediados del siglo XVII. La corteza de quina alcanzó un gran precio en el mercado de drogas. Su búsqueda y obtención generaron nuevas exploraciones científicas y explotaciones comerciales en la selva americana. Su influencia en la economía de nuestros países hispanoamericanos fue enorme. Otra bonanza se añadía a las anteriores y posteriores que entre nosotros han enriquecido a unos pocos y causados muchos males a todos. La primera bonanza del oro, luego la de la plata, la del azúcar, la del tabaco, etc. Y más recientemente bonanzas caucheras o de drogas ilícitas. Quizás el problema más serio es que ha persistido hasta hoy la imagen de América como lugar para ser explorado y explotado. Todavía, medio milenio después de Colón, estamos siendo descubiertos cada tanto por osados e inmisericordes conquistadores. Quizás lo que debemos hacer es no presentarnos como riqueza oculta, otra vez y repetidamente, y distribuir más igualitariamente nuestra riqueza común. Pero, en fin, a veces parece que no aprendemos nada de la historia.

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Volviendo a la quina, su impacto en la medicina fue explosivo. Por primera vez se descubría un remedio específico útil para una enfermedad (mucho más efectivo que los mercuriales para la sífilis) y en el lugar donde el pensamiento galénico lo predecía. Porque en la América colonial la malaria tenía altísima prevalencia y se suponía que la Naturaleza colocaba providentemente los remedios en las regiones donde eran más frecuentes las enfermedades correspondientes. Curiosamente los médicos de pensamiento galénico, muchos, no aceptaron la quina porque no era purgante (?) y además era un remedio caliente (?) que no debía ser útil en fiebres. Los iatroquímicos herederos de Paracelso y los iatrofísicos, ambos siguiendo corrrientes de pensamiento más pragmáticas, aceptaron su uso. Unos explicaban que la corteza de quina disminuía las fermentaciones febriles, otros que era útil porque diluía la sangre. De todas formas para el clínico se hizo importante distinguir las fiebres tratables con quinina y las que no lo eran. Este problema clínico generó buena parte de la obra del último gran médico del Barroco, el inglés Thomas Sydenham. Pero hay que conocer, para entender ésta, algunos detalles históricos de las grandes fiebres del Barroco. A mediados del siglo XVII los médicos europeos se enfrentaban a varias y distintas fiebres e infecciones, sin entender todavía la causa microbiana de ellas a pesar de las embrionarias ideas de Fracastorio en el siglo anterior. Su causa se adjudicaba a la astrología, los miasmas, el clima o la constitución propia del paciente. La peste bubónica hace sus últimas reapariciones en la Europa moderna durante los siglos XVI y XVII. La opinión mayoritaria hoy es que fueron brotes sucesivos de la Muerte Negra de los siglos XIV y XV. Quedaban reservorios con Yersinia pestis en el continente europeo y la infección saltaba a la población humana de tanto en tanto. Sus efectos, con todo, eran menores y no impedía el crecimiento de la población de las grandes ciudades. Se reporta la presencia de peste bubónica en Milán alrededor de 1570, en la Moscovia rusa en 1572, en Venecia entre 1630 y 1631 con pérdida de una tercera parte de la población, en Génova en 1656 y el mismo año en Nápoles. Una quinta parte de la población de Londres murió en sucesivos brotes en 1563,1603, 1625 y entre 1665 y 1666, este último llamado popularmente el año del diablo durante el cual ocurrió también el gran incendio de Londres. Este desastre y la plaga llevaron a la suspensión de las reuniones de la Royal Society. Los registros de mortalidad son mejores y en Inglaterra aparece un pionero de la demografía, John Graunt (1620-1674), miembro de la Royal Society. Empieza este comerciante en textiles a reunir y analizar las listas semanales de funerales en las parroquias, reportando número y causas de muerte en los distintos sitios. De estos y otros similares esfuerzos han surgido cosas tan importantes como el Morbidity and mortality weekly report (Reporte semanal de muertes y enfermedades) de la CDC en Atlanta (EE.UU) que los infectólogos de todo el mundo leen en la actualidad, el

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indispensable MMWR. Otro ejemplo de cómo el Barroco, el siglo de Blas Pascal, introduce las estadísticas en el pensamiento médico. Además de la peste bubónica otras fiebres se reportan durante el siglo que nos concierne en Europa. Hay varias epidemias de una enfermedad febril llamada el english sweat, el sudor inglés, que parece corresponder a influenza viral (predecesores estos brotes de la gran epidemia de l918 y de la influenza o gripe aviar que tanto tememos hoy). Ocurren repetidamente brotes de viruela, tifo exantemático, tifoidea y otras enfermedades febriles. Todo esto además de malaria y fiebre amarilla. La malaria es una enfermedad antiquísima en el género humano. Su origen es prehistórico y africano, quizás hace unos 50.000 años. Muchas especies animales, y los chimpances muy cercanos a nosotros genéticamente, sufren de infecciones por plasmodio similares a la malaria. Ya hemos hablado de la presión evolutiva de la malaria sobre el género humano: la selección del rasgo falciforme en poblaciones africanas por la protección parcial que concede (véase capítulo 1), la preservación de fenotipos sanguíneos negativos para el grupo Duffy que protegen contra la malaria por P. vivax, la presencia en la población de deficiencia eritrocitaria de G6PD y anemias tipo talassemia concurrentes, todos son factores evolutivos que demuestran que nos hemos estado defendiendo de la malaria desde tiempos inmemoriables. La historia de los textos médicos encuentra referencias a la malaria en la medicina china y la medicina ayúrvedica. El Corpus hippocraticum tiene una buena descripción de las fiebres maláricas tercianas y cuartanas, clasificándolas como fiebres crónicas e incapacitantes. La malaria es un hecho conocido en la historia de Roma. Pero curiosamente las referencias en la América precolombina no incluyen nada que se pueda identificar como malaria con certeza y hay que aceptar que no existía en la América indígena. La colonización del Caribe produjo, por enfermedad y explotación de las comunidades indígenas, un descenso marcado de la población. El heroico y temprano defensor de los indios, fray Bartolomé de las Casas, aconsejó traer trabajadores negros a las islas porque parecían estos más resistentes el medio. Lo que demuestra, como dijo santa Teresa de Ávila, que la escalera que baja al infierno está empedrada de buenas intenciones. El traer trabajadores negros produjo un gigantesco e inhumano tráfico de esclavos que perduró por cuatro siglos. Esto corrompió las primitivas sociedades africanas al llevar a la persecución de grupos vecinos para venderlos como esclavos. Y expuso a la susceptible población americana a enfermedades a las que el hombre africano estaba ya parcialmente adaptado, entre otras malaria y fiebre amarilla. La malaria en una población que la ha sufrido por muchos años se comporta como una enfermedad febril debilitante que produce una incapacidad importante, pero todos los expertos han encontrado en estudios de investigación, poblaciones que muestran

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una altísima carga parasitaria en la sangre y parecen vivir una vida más o menos normal. Este tipo de portador, más que sano adaptado a su infección, era frecuente en los esclavos que se traían a América. De ahí el plasmodio entra a una población indígena americana, inocente en el lenguaje de la inmunología a la infección, y produce un cuadro clínico agudo, severo y mortal en muchos casos. Hasta el día de hoy, la malaria africana tiene un comportamiento distinto a la americana. Por otro lado el tráfico de esclavos hace crecer unos puertos en costas o deltas de grandes ríos, tropicales o semitropicales, con condiciones humanas ínfimas de donde llegan y salen hombres y mujeres portadores de estas enfermedades. Este comercio de seres humanos lleva malaria a países europeos no mediterráneos. Aún en las septentrionales colonias inglesas de Norteamérica se reportan casos de malaria. Las fiebres palúdicas son una tragedia para la población de América y se convierten en un problema importante para la medicina del Barroco en Europa. Esta situación se empieza a vivir en el siglo XVI y adquiere dimensiones críticas en el siglo XVII. Aparece en la literatura un personaje típico: el colono o indiano que al regresar a su país natal sufre de fiebres crónicas. Pero la malaria no es la enfermedad más temida por el colonizador. A fin de cuentas, como hemos dicho, el continente europeo ya conocía la malaria desde la medicina grecorromana. Surge para el europeo, el africano y el americano, una enfermedad que proviene de la profunda selva africana, la fiebre amarilla. La fiebre amarilla ha sido llamada yellow jack, vómito negro o peste americana y es una mortal enfermedad febril aguda, con compromiso severo del hígado y el sistema de coagulación. Es una más de esas terribles fiebres hemorrágicas (Ébola, por ejemplo) que casi podríamos decir que esperan al huésped humano en lo profundo de la selva. Hoy quizás tememos más a la fiebre causada por virus tipo Ébola, pero es que no recordamos el miedo y pavor que causó la fiebre amarilla en nuestros antecesores. El primer reporte de fiebre amarilla ocurre en Barbados en 1647. Mueren cinco mil personas de una enfermedad febril que causa vómito negro (hematemesis o hemorragia del tracto gastrointestinal superior). Se dice que la enfermedad fue llevada por barcos negreros holandeses que traían esclavos desde el Golfo de Guinea para las plantaciones de azúcar. El comercio de azúcar con sus haciendas y sus millones de esclavos (se calcula que diez millones de africanos cruzaron a América en tres siglos) es un factor importantísimo en las epidemias por fiebre amarilla. Se cree que en aquellos primeros barcos viajó, literalmente de polizonte, el mosquito (Aedes aegypti probablemente) vector de la enfermedad. Es difícil que hayan viajado portadores humanos porque la enfermedad es aguda y con alta mortalidad: un enfermo no habría sobrevivido el inhumano cruce del Atlántico. Pero los mosquitos del género

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Aedes son bastante domésticos y se adaptan bien al medio humano: recipientes de agua que los humanos llevamos en nuestros viajes o mantenemos en nuestras casas, son un medio perfecto para la sobrevivencia del Aedes. Se especula que el vector viajó en los barriles de agua que los barcos guardaban celosamente durante su travesía de varias semanas. Es importante anotar que el esclavo pertenecía usualmente a tribus que vivían en el interior del continente africano y era perseguido por comerciantes africanos y árabes de la costa que lo apresaban para venderlos en esclavitud. La fiebre amarilla se mantiene en dos ciclos de vida: uno selvático o silvestre, otro urbano o humano-humano. En la selva profunda el vector infecta monos y el virus se mantiente digamos que escondido en esta población. Un ser humano susceptible a la infección la puede adquirir si penetra en el medio ambiente en que se mantiene este ciclo silvestre. Este humano, ya infectado, viaja o es apresado como esclavo y llevado a puertos y aldeas donde el mosquito Aedes convive con hombres y mujeres. Allí se inicia un epidémico ciclo urbano de infección humano-mosquito-humano. Probablemente esto fue lo que ocurrió en África en el siglo XVII. La relación de la fiebre amarilla con las haciendas azucareras y el comercio de azúcar es fundamental. La hembra en el género Aedes puede transmitir el virus a su progenie de manera vertical, de madre a huevos y descendientes. Este vector en particular, la hembra Aedes, ¡prefiere la alimentación con líquidos dulces como el guarapo de caña de azúcar! Podríamos decir, en latinoamericano vernacular, que la hembra del Aedes es guarapera. Las haciendas azucareras atraían un vector que daba lugar a miles de vectores infectados al colocar huevos. La situación era explosiva. Estas haciendas azucareras eran los más grandes clientes del tráfico de esclavos. Además el producto de ellas, azúcar en molde o panes de azúcar, viajaba a puertos lejanos fuera del trópico. El azúcar, como muchas moléculas orgánicas, es higroscópica y puede atraer y recoger agua hasta del aire. Esta es la razón por la cual observamos pequeños anillos de agua rodeando montones de azúcar que se dejan al aire libre, sobre todo en regiones de alta humedad atmosférica como el trópico. Esta agua azucarada era un medio de transporte ideal para el Aedes, sobretodo para la hembra infectada. Se han estudiado epidemias de fiebre amarilla en puertos del siglo XVII y XVIII: siempre se han encontrado relacionadas temporalmente con la llegada a ellos de flotas azucareras. Ocurrió este tipo de epidemia en puertos tan norteños como Philadelphia, EE.UU. La fiebre amarilla llegaba reiteradamente como epidemia a ciertos puertos, con gran mortalidad sobretodo en la población recién llegada a esos lugares y que no había sobrevivido ninguna epidemia anterior. Cada epidemia actuaba como una vacunación en masa de poblaciones susceptibles, pero con gran mortalidad de ellas. Esto produjo

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un terror profundo en el colonizador blanco que imaginaba la enfermedad como un demonio llamado yellow jack que producía gran mortalidad entre los recién llegados a esos puertos (Nueva Orleans, la Habana, Panamá y otros). El horror siempre regresaba. La malaria, la fiebre amarilla y las otras fiebres se convirtieron en un gran problema para la medicina del siglo XVII. Sobretodo porque recordemos había un nuevo remedio específico para una de ellas, la quinina para la malaria. Se hacía necesario distinguir entre todas esas fiebres y diagnosticar aquellas susceptibles de tratamiento con quinina. En este problema es donde brilla el genio de Thomas Sydenham. SYDENHAM Thomas Sydenham no hizo ningún gran descubrimiento anatómico ni fisiológico y no fue nunca un médico dedicado a las ciencias básicas. Ya hemos señalado cómo en el Barroco aparece esa separación ahora tradicional entre la medicina básica y la medicina clínica. Nótese que la distinción no es entre una medicina científica y otra no cientifica, ni tampoco entre una medicina teórica y otra práctica: ambos tipos de medicina son científicos y ambos hacen uso de teorías, pero un pensamiento se concentra en estudiar la estructura y funcionamiento del cuerpo humano, el otro se concentra en el estudio del paciente y enfermo. Sydenham fue fundamentalmente clínico, uno de los más famosos de su tiempo (fué llamado el Hipócrates inglés) y uno de los más importantes en el desarrollo del pensamiento clínico de la modernidad. Además su influencia no se limitó a la medicina. Podemos considerarlo una fuente del Empiricismo y Racionalismo ingleses a través de su discípulo y amigo, John Locke. Éste, el más importante filósofo de la época y fundador del Empiricismo, fue por algunos años el escribiente o lo que podríamos llamar el «interno», en lenguaje de la pedagogía médica, de Sydenham y durante mucho tiempo su amigo. El Empiricismo es la corriente filosófica que niega el conocimiento a priori y propone la experiencia como base del conocimiento. Nada más cercano al modo de pensar de Sydenham. Ahora, el término empiricismo proviene de la palabra griega que se traduce por experiencia, en latín. No es sólo entonces que Sydenham haya pensado empíricamente en su experiencia clínica, eso ya lo hicieron los antiguos hipocráticos, sino que trató de construir una explicación racional de lo clínico ya no basada en el galenismo. Es como si el pensamiento médico hubiera dado un salto atrás a un hipocratismo racional ante el derrumbe del galenismo causado por los experimentos del Barroco. De cierta forma la medicina siempre vuelve a la original vivencia hipocrática, la contemplación racional del enfermo con el propósito de disminuir el sufrimiento que llamamos enfermedad. Aunque no comprendamos del todo la enfermedad tras un revolucionario conocimiento

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científico que ha cambiado paradigmas con experimentos nuevos. Y aunque no podamos precisar ni entender del todo las causas de la enfermedad. En resumen el pensamiento médico de Sydenham es empírico, racional y anetiológico, retornando a lo hipocrático y alejandrino: el galenismo ha sido dejado atrás. Thomas Sydenham (1624-1689) nace en Dorset, Inglaterra, en una familia acomodada rural. Ya hemos señalado cómo en el siglo XVII la población inglesa rural, protestante y puritana, se separó críticamente de una aristocracia urbana que era considerada laxa moralmente. Esto se concretó en los partidos políticos que lucharon en la Guerra Civil Inglesa, parlamentarios (cromwellianos) y monárquicos (partidarios de los estuardos). Así como William Harvey fue monárquico, Sydenham fue parlamentario. Sus hermanos mayores se unieron rápidamente a Cromwell y él mismo luchó en varias batallas acompañando a sus hermanos y su padre, llegando al grado de capitán de la célebre caballería puritana. Cuando Sydenham tenía veinte años su madre fue asesinada por una partida de realistas. A pesar de estos desordenados tiempos se gradúa de Bachiller en medicina en Oxford. Su familia es muy apreciada por Cromwell y uno de sus hermanos llega a ocupar altas posiciones políticas. La tradición afirma que por esta época Sydenham viaja a Montpellier para completar su educación médica, pero esto no está probado históricamente y nuestro médico nunca llega a doctorarse. En 1660 cae en desgracia el partido parlamentario y se restaura la monarquía en persona de Carlos II Estuardo. El hermano de nuestro médico no es perdonado y son perseguidos él y su familia. Sydenham decide dedicarse por completo a la medicina. El científico Robert Boyle lo recomienda para estudiar la plaga de Londres de 1666 que ya hemos mencionado. Ahí se inician sus estudios de la epidemiología y las fiebres. Aparece su ejemplar libro Methodus curandis febres —El método— en 1666. Este libro es inmediatamente reconocido como un clásico de la medicina. John Locke, quien estudiaba medicina antes de dedicarse a la filosofía, lo lee y busca a Sydenham. Hace revista y visitas clínicas con Sydenham durante cinco años y admira profundamente su quehacer clínico. Se convierte en su amigo y existe un interesantísimo intercambio epistolar entre ambos que debía ser mejor conocido. En 1676 Sydenham publica sus Observationes medicae, que son una ampliación y profundización del Método incluyendo todas las epidemias en Londres desde l661 hasta 1675. Esta obra fue especialmente apreciada en Europa y menos en Inglaterra donde se pensaba que el autor era un revolucionario sospechoso. Durante todos estos años cuidó Sydenham de una gran práctica privada, sobretodo con pacientes aristocráticos e irritantemente exigentes. Su consultorio estaba en Pall Mall, cercano al entonces pantanoso St. James, lo que no le permitía olvidar su estudio de las fiebres.

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Nuestro clínico sufrió por años de gota y litiasis renal, lo que lo llevó a dejar precisas descripciones de ambas condiciones. Murió en 1689 a los sesenta y cinco años y fue enterrado en la abadía de Westminster. Su personalidad es descrita como austera, a veces pesimista, y no se puede olvidar su profundo puritanismo. Hay que decir que los puritanos fueron admirables cristianos y Sydenham es un ejemplo de ello. ¿Cuáles son las líneas principales del pensamiento médico de Sydenham? El concepto fundamental del pensamiento de nuestro médico es la Especie Morbosa. Se coloca en mayúsculas porque es una idea sydenhamiana esencial, pero debemos subrayar que puede ser considerada desde varias perspectivas y no es una inmutable definición científica ni filosófica sino más bien una idea útil a Sydenham. El primer propósito del Hipócrates inglés, como él fue llamado, era curar o tratar apropiadamente al paciente, no establecer conceptos filosóficos ni científicos como verdades innmutables. Especie Morbosa es la interpretación de Sydenham de la enfermedad como proceso estable y regular que se presenta en diversos pacientes de la misma forma. Lo importante es que esta forma (forma en lenguaje aristotélico, no entidad ni sustancia ni esencia) permite el diagnóstico y la clasificación de aquellos sufrimientos que llamamos enfermedad en distintos grupos y el encontrar para ellos remedios específicos. Don Agustín Albarracín, a quien recordamos con especial afecto y agradecimiento, en la Historia universal de la medicina de Laín Entralgo, cita a Sydenham: «Por lo que concierne a la esencia de la enfermedad, no me propongo definirla de manera patente […] ni espero que se me pregunte qué es lo que constituye esta o la otra especie de enfermedad». Entonces Sydenham elude la pregunta sobre la esencia de la enfermedad para describir Especies Morbosas que el médico puede consistentemente reconocer y tratar. En el pensamiento médico tradicional las enfermedades son cosas, entes que se analizan y estudian patológicamente: la fiebre tifoidea, el hipertiroidismo, el cáncer de pulmón, etc. En el pensamiento de Sydenham las enfermedades son formas de respuesta del organismo que ocurren de manera relativamente regular ante ciertas condiciones y pueden ser clasificadas y tratadas con cierta predictibilidad. La idea de Sydenham de Especie Morbosa es increíblemente cercana al pensamiento médico contemporáneo. Hace unos veinte o treinta años se popularizaron en la práctica médica los criterios diagnósticos mayores (como la corea de Sydenham, precisamente, en la fiebre reumática) o menores en muchas enfermedades y los protocolos terapéuticos corrrespondientes a esos criterios diagnósticos. Esto quizás como reacción al diagnóstico de experto, típico de la medicina europea de la primera mitad del siglo XX (medicina a la francesa, la llamaban algunos). La medicina le perdió confianza a lo que se llamaba popularmente ojo clínico y se intentaron establecer criterios diagnósticos claros y comunes a todos los

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examinadores y tratamientos probados en estudios clínicos para no depender de la falaz experiencia individual del médico. Así es como se ejerce hoy la mejor medicina clínica y aquellos primeros intentos dieron lugar a lo que se llama hoy medicina de evidencia. Pero recordamos las feroces críticas hace algunos años a este tipo de pensamiento médico, denominándolo medicina de recetario o de libro de cocina. Todavía hoy por diversas razones, la mayoría curiosamente personales, muchos médicos se oponen a la medicina de evidencia en vez de considerarla un instrumento útil para su práctica. Es como si prefirieramos verdades incontestables a unas verdades útiles en continuo cambio y reforma. Necesitamos la falsa seguridad de lo infalible para no ver ni reconocer nuestros errrores. En realidad los médicos no somos sino temerosos y dubitativos hombres que intentamos ayudar a otros hombres en su sufrimiento, nunca estaremos libres de errores y miedo. La idea de Sydenham de Especie Morbosa se adelantó en trescientos años a todo este pensamiento clínico. Subraya la utilidad de la nosografía: descripción cuidadosa de síntomas y signos en el paciente, correspondientes a signos de la enfermedad descrita antes como Especie Morbosa en otros pacientes. Podríamos decir que se prefiere la nosografía a la patología especulativa, se prefiere el estudio de la enfermedad en el enfermo a la teoría de la enfermedad en el universo de las ideas médicas. Al mismo tiempo que el pensamiento de Sydenham es un predecesor de nuestra práctica médica actual, se apoya en el mejor pensamiento aristotélico formulado dos mil años antes. Dice Aristóteles en el primer libro de la Ética a Nicómaco: «El médico no considera la salud como bien en sí» —(o bien supremo podríamos decir)— «sino la salud particular del hombre enfermo que tiene ante sí». Entonces el talante aristotélico de Sydenham lo obliga a considerar la salud personal de su paciente por encima de las ideas de salud y teorías de enfermedades: generales, universales y usualmente falsas. Prefiere reunir signos y síntomas de hombres reales enfermos en clases bien definidas y útiles: lo que él denomina Especies Morbosas. Estas Especies Morbosas para Sydenham son, metafóricamente, como las especies de plantas. Las enfermedades son como especies vegetales que se encuentran mezcladas pero son individualmente reconocibles en el mundo, unas más frecuentes en ciertas tierras y climas y otras en otros. Sydenham decía: «Todas las enfermedades deben ser reducidas a especies definitivas y ciertas… con el mismo cuidado que exhiben los botánicos en sus fitologías (sic) […]. La naturaleza en la producción de enfermedades es uniforme y constante… y los mismos fenómenos se observan en el malestar de un Sócrates que en el malestar de un bobo, así como las características universales de un vegetal se extienden a todos los individuos de la especie».

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Indiscutiblemente el pensamiento de Sydenham prefigura el pensamiento de un Linneo en el siglo XVIII, durante la Ilustración, en el futuro propósito de sistematizar nombres y especies vegetales y animales. Pero en ningún momento intenta nuestro médico completar un sistema de enfermedades. Su empeño fundamental es reconocer Especies Morbosas, enfermedades, para encontrar su remedio específico y tratar correctamente a sus pacientes. Esto sobretodo referido a las fiebres de su práctica clínica de mediados del Barroco en el insalubre Londres. En este sentido es capaz de dividir las fiebres y enfermedades en general en cuatro clases: epidémicas, durante la primavera o durante el otoño y relacionadas con la atmósfera; intercurrentes o debidas a condiciones particulares del paciente como otra enfermedad o debilidades constitucionales; estacionaria o constante en cierto territorio; y anómala o irregular, que no se puede clasificar en ninguno de los tipos anteriores. Subrayemos el intento de clasificar las enfermedades no por causas, muchas veces desconocidas, sino por tipo, tiempo y lugar de presentación. Podemos decir que es una nosografía anetiológica que sólo intenta describir y separar en clases, sin imaginar causas oscuras, con el sólo propósito de ser útil a la práctica clínica. Así Sydenham define que la fiebre predominante en Londres en cierta época es la terciana benigna (malaria, tipo vivax o malariae causada por el aún desconocido Plasmodio) susceptible de ser tratada con quina (quinina). Logra definir una Especie Morbosa particular con un remedio específico, la corteza de quina. Se convierte en un fervoroso propagandista de este nuevo fármaco. Y aunque Sydenham niega formalmente el pensamiento galénico (que recordemos había sido derrumbado por el descubrimiento de Harvey de la circulación de la sangre) intenta de manera consciente rescatar el pensamiento hipocrático. Cuando se le llama el Hipócrates inglés se reconoce su veneración por el clásico padre de la medicina, Sydenham es consciente de esta milenaria herencia. Algunas peculariedades de Sydenham son dignas de mención. Despreciaba el microscopio porque pensaba que el Creador había concedido al hombre los cinco sentidos clásicos necesarios al diagnóstico de las enfermedades, no haciendo necesario el uso de lupas o lentes. Sydenham era un hombre profundamente creyente (puritano) pero en esto hay algo de la imposibilidad del Barroco de pensar la patología con el microscopio, hasta entonces simple ayuda anatómica o entretenimiento, por carecer de los conceptos de tejido y célula viva. Relacionado con sus ideas religiosas creía que las enfermedades agudas eran enviadas por Dios y las crónicas causadas por el mismo enfermo. Interesante idea que merece una discusión más amplia ahora que se describen tantas enfermedades por estilo de vida (tabaquismo, promiscuidad sexual, etc.). Nótese que en el pensamiento de

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Sydenham empieza a aparecer una interpretación de la enfermedad que va más allá del pathos como sufrimiento pasivo a una enfermedad relacionada con muchas realidades del entorno, incluyendo el mismo comportamiento humano en las enfermedades crónicas. Reconocía con astucia las enfermedades que llamamos sicosomáticas. Él mismo narra que ante ciertas enfermedades vagas, sobretodo en pacientes femeninos, recomendaba el cabalgar cotidianamente por Hyde Park y con esto desaparecían las quejas del paciente. También afirmaba que la llegada de un buen payaso o circo a una aldea hacía más por la salud de su población que veinte asnos cargados de remedios. Su más famosa frase es aquella que afirma que un hombre es tan viejo como viejas son sus arterias. Desconocemos el contexto particular de esta afirmación en la obra de Sydenham, pero admiramos (si en verdad lo dijo) su preclaro don profético. El Hipócrates inglés es reconocido en las enciclopedias por cuatro adelantos clínicos: la recomendación del uso de corteza de quina en fiebres maláricas, el uso apropiado del láudano (tinctura de opio) en dolores sobretodo de tipo cólico, el prudente y poco iatrogénico tratamiento de la viruela reconociendo desconocer su causa, y la clásica descripción (en dos párrafos) de la corea de Sydenham que será uno de los criterios mayores para el diagnóstico de la fiebre reumática. Sin otro descubrimiento anatómico o fisiológico parecería que nuestro Sydenham no pasó de ser un hábil médico de mediados del siglo XVII. Pero entendiendo su pensamiento reconocemos una mentalidad moderna que se enfrenta a las enfermedades sin especulaciones teóricas y con gran claridad sobre el verdadero quehacer médico: disminuir el sufrimiento humano que llamamos enfermedad, describiéndola y clasificándola con precisión. Merece ciertamente toda nuestra admiración. Sobretodo es admirable Sydenham en contraste con una práctica clínica barroca, retórica y confusa como ya lo retrataba Molière en su dramaturgia. «Todo es bien diferente en la medicina en estos días», dice uno de sus personajes en su obra Le médecin malgré lui (El médico a palos, 1666). La terapéutica daba tumbos entre iatrofísicos e iatroquímicos, otros con persistentes conceptos galénicos o, en el extremo opuesto, admirables clínicos que intentaban llevar a la práctica los nuevos descubrimientos experimentales. La situación era verdaderamente confusa. Pero, ¿cómo era el cuidado médico para el común de las personas en Europa y América? CUIDADO MÉDICO EN EL BARROCO En 1601 se decreta en Inglaterra la Ley Inglesa de Pobres donde se cobra un impuesto a los dueños de propiedades en cada parroquia para el cuidado de ancianos, incapacitados y enfermos crónicos. Se inicia pues la institutalización de la filantropía

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civil con cuidado estatal de los enfermos. En 1656 el cardenal Mazarino en Francia funda el primer hospital general. En unas décadas hay más de cien instituciones como éstas en Francia con poder para detener y retener en un régimen de trabajo obligatorio a enfermos, vagos y personas con problemas de adaptación social. Este es un extremo autoritario de la preocupación social por enfermos y desadaptados. El historiador y filósofo contemporáneo Michel Foucault llama a estas organizaciones «el gran apresamiento». Ciertamente los hospitales empiezan a parecer cárceles y sólo en nuestros días se ha iniciado el desmonte de esa solución —o metáfora— social que tanto daño ha hecho al cuidado del hombre enfermo. En Londres el Bethlem Royal Hospital (el famoso Bedlam) se muda a nuevos edificios en 1675 y es un buen ejemplo histórico del hospital prisión para enfermos mentales con arquitectura propia para este propósito. Por un penique se podía tomar un tour de la institución para entretenerse con la conducta de los lunáticos. Dentro de los contrastes barrocos del siglo XVII y frente a estas horrorosas organizaciones de filantropía social, aparece por otro lado un cuidado más personal y domiciliario del paciente. En este empeño es importante la nueva piedad y espiritualidad religiosa. En la Edad Media los hospitales eran casas de curación o buen morir; durante el Renacimiento debido a nuevas enfermedades crónicas como la sífilis aparecen los hospitales de incurabili, incurables; en el Barroco siguen fundándose grandes hospitales en las urbes católicas, siendo el más famoso el de Santa María Nova en Florencia, Italia. También en las colonias americanas, en Lima y México por ejemplo, se establecen grandes hospitales. Pero al mismo tiempo se fundan órdenes religiosas que visitan y dan cuidado médico al enfermo en su casa. La visita a enfermos había sido siempre una de las conocidas siete obras de misericordia en el cristianismo, pero aquí hay algo nuevo: visita y cuidado médico al enfermo en casa, organizándose verdaderos ejércitos de enfermeras y enfermeros con alguna educación médica. El mejor ejemplo de esto es san Vicente de Paul (1581-1660) y sus vicentinas, Hermanas de la Caridad (fundadas en 1633-1634). Durante los tres últimos siglos todos los médicos nos hemos encontrado en nuestro oficio clínico, tarde o temprano, con las hermanitas de la célebre cofia blanca en hospitales y casas de enfermos. Además de ser buenas enfermeras eran cuidadosas administradoras y anestesiólogas en muchas cirugías hasta el siglo XX. El cuidado personalizado del paciente debe mucho a Monsieur Vicente y sus hermanitas. Como vemos el siglo XVII, el Barroco, es una época de claros y oscuros contrastes. Después de un Renacimiento que termina en crisis social, religiosa y gran pesimismo con persecuciones de lado y lado, el Barroco no podía ser tranquilo y optimista. Lo

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sorprendente es que este siglo, gris y negro, es el brillante siglo de la ciencia (Newton, Harvey, Leibnitz, Descartes, Pascal, etc.). En nuestra particular perspectiva de la historia de la medicina, la ingenua experiencia del hombre renacentista da lugar a los experimentos del científico barroco. El mundo en el siglo XVII no estaba como para seguir observando desprevenidamente a la amable naturaleza. Había que encerrarse en laboratorios científicos a reproducirla, artificial y artefactualmente, con experimentos. Se intenta como hemos visto, crear nuevos sistemas (iatrofísica, iatroquímica) a partir de los nuevos experimentos pero no se llega a concluir ningún sistema de pensamiento médico integral y coherente. Simplemente se derrrumba un sistema válido por más de mil años: el galenismo. Queda mucho por hacer y en la Ilustración del siglo XVIII se intentarán nuevos sistemas bajo la protección de la diosa razón, como veremos en el próximo capítulo. Entre Harvey y Sydenham se nos han quedado sin mencionar muchos médicos que en una época tan diversa y confusa intentaron hacer buena medicina. Pero estos dos pilares del pensamiento médico moderno ilustran ya la separación entre medicina básica, Harvey, y medicina clínica, Sydenham. Esta separación ha crecido en los últimos cuatro siglos y hoy ha adquirido características de crisis. El común de las personas no entiende hoy la medicina y sus decisiones clínicas, el médico promedio no sabe educar a sus pacientes en la nueva ciencia biomédica. No era muy diferente la situación en el Barroco. Quizás es aún más necesario hoy educar, como parte de nuestro oficio médico, a la sociedad, a nuestros clientes, pacientes y enfermos. Una compleja ciencia biomédica que se inició en el Barroco lo exige. NOTA

FINAL

Mientras escribía este capítulo sufrí personalmente febrículas vesperales cotidianas por tres o cuatro semanas. Sin claridad en su cuadro clínico, esto es lo que se llama en la medicina contemporánea FUO (fiebre de origen desconocido, abreviado en inglés). Necesité un Sydenham a mi lado que intentara definir por características de Especie Morbosa cuál era la causa de mi fiebre o su tratamiento apropiado. Un astuto médico (LGS), buen diagnosticador, me colocó el estetoscopio y encontró un soplo cardíaco de origen mitral. Un ecocardiograma definió una vegetación en esa válvula y se inició tratamiento antibiótico para una endocarditis subaguda bacteriana. Estetoscopio, ecocardiograma y antibióticos pertenecen a los siglos XIX y XX. Me queda la curiosidad sobre cual hubiera sido el diagnóstico del Hipócrates inglés, Sydenham, en el siglo XVII. Pero toda esta pequeña historia personal subraya que el diagnóstico diferencial de las fiebres sigue siendo un problema importante para la medicina.

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CAPÍTULO 8

MEDICINA ILUSTRADA

Ninguna centuria más consciente de sí misma que el siglo XVIII: el Siglo de las Luces, la Ilustración, el Enciclopedismo, Enlightenment, Aufklärung. Todos esos nombres prueban la gran importancia que dieron los Ilustrados de distintos países a su cosmopolita época. El último gran filósofo de ese siglo, y uno de los más grandes de la historia, Inmanuel Kant (1724-1804) se pregunta sobre sus tiempos en un clásico ensayo de 1784: ¿Qué es la Ilustración? Una respuesta a esa pregunta. La respuesta de Kant subraya el altísimo juicio que tenían los Ilustrados de su quehacer intelectual. Empieza el filósofo su texto diciendo: «La Ilustración es la salida del hombre de una voluntaria inmadurez de la que él mismo es responsable por la incapacidad o falta de coraje para usar su razón (intelecto) sin la dirección de otros… ¡Sapere aude! ¡Atrévete a conocer! es el lema de la Ilustración». No podemos negar cierta prepotencia al pensamiento del siglo XVIII. Sobre los límites cronológicos de la Ilustración, no todos los expertos están de acuerdo. Hay quienes piensan que el movimiento Ilustrado se limita a la segunda mitad del siglo XVIII, cuando alcanza su más amplia difusión en Europa y América. Proponemos en esta historia de la medicina unos límites más amplios. Diremos que comienza alrededor de la muerte de Sydenham, en los años ochenta del siglo XVII, y termina con la muerte de Kant en 1804, o con las guerras napoleónicas de las primeras dos décadas del siglo XIX. En América la independencia de las colonias españolas es un resultado tangible del movimiento Ilustrado pero ya está teñida de percepciones románticas, por ejemplo en el pensamiento de Simón Bolívar. Este gran siglo se divide usualmente en tres períodos: un primer período de crisis intelectual fruto de las contradicciones del Barroco; un segundo período de gran producción intelectual señalado por la publicación de la Enciclopedia francesa entre

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1751 y 1772; un tercer y último período de difusión continental y transcontinental con grandes reformas políticas y sociales, «ilustrado» por la Revolución Francesa de 1789 y todas sus revoluciones hijas. Estos tiempos culturales son particularmente claros en la música: el primer período sería el Rococó de uno de los hijos de Bach (C.P. E. Bach) y otros; el segundo período el Estilo Galante de otro hijo de Bach (J.C. Bach), Telemann y Gluck; el último período estaría ejemplificado por el clasicismo de Haydn tras su intenso Sturm und Drang, término verdaderamente intraducible. El último Mozart (la sinfonía Júpiter), von Weber y Beethoven ya anuncian o inauguran el Romanticismo. Nada más útil que escuchar su música y entender sus formas musicales (cuarteto, sinfonía, etc.) para entender el Siglo de las Luces, y distinguir su cultura del anterior Barroco. Por algo su música es la que llamamos propiamente música clásica para el Occidente americano y europeo. UN SIGLO SISTEMATIZADOR ¿Cuáles son las características fundamentales de la Ilustración? Antes que todo diremos que no fue un siglo especialmente creador sino sistematizador. Podríamos entonces cambiar la pregunta: ¿cómo sistematizó el conocimiento heredado del siglo XVII, sobretodo el conocimiento científico, el siglo XVIII? Y esa es la primera gran característica de la Ilustración: intentó sistematizar todo el conocimiento. Si el Renacimiento, usando metáforas de la época, intentó leer el libro de la naturaleza, el Barroco entendió el lenguaje científico y matemático en que estaba escrito y la Ilustración intentó reeditarlo o reescribirlo en sus enciclopedias, tratados y sistemas. Siguiendo la dinámica interna de la historia de la medicina que estamos proponiendo: la experiencia renacentista del cuerpo humano como verdaderamente era, dio lugar a los experimentos del Barroco que exploraron cómo funcionaba y luego la Ilustración intentó construir un sistema o sistemas con todo estas nuevas, y ya no tan novedosas, ideas médicas. Estos tres sucesivos siglos (XVI-XVII-XVIII) ilustran a la perfección el ritmo y la evolución, la danza podríamos decir, de las ideas médicas que sustentan nuestra medicina. Su primer optimismo, su esclarecedor pesimismo y su brillante fracaso: pero no nos adelantemos en la discusión de la medicina de la Ilustración. Digamos solamente que, como lo propuso ya en 1790 Burke el pensador inglés, la Revolución Francesa es un admirable fracaso que nadie quiere reconocer: lejos estamos de la libertad, igualdad y fraternidad universales, entonces y ahora. La Ilustración fracasa en la implementación de sus ideales. Los sistemas de pensamiento médico desarrollados durante el siglo XVIII tampoco llegan a poseer integralidad, coherencia y efectividad indiscutibles.

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Entonces lo primero es que el Siglo de las Luces intentó construír sistemas. ¿Sobre qué base?: sobre la idolatrada razón, la diosa razón de la última fase alucinante y hermosa de la Revolución Francesa. Esta razón que se proponía como fundamento de sistemas sociales y políticos, clasificatorios y explicatorios, no era una razón meramente lógica ni era una razón necesariamente experimental ni siquiera una razón científica: era la razón como discurso de un hombre racional que en sus diversos lenguajes expresaba y traducía una razón común a todos los hombres. Todos los hombres podían entenderse y encontrar entre todos la verdad si usaban un discurso racional, si usaban la razón. La Ilustración es característicamente cosmopolita. Esto en contraste con épocas y sociedades anteriores donde la verdad era definida por una tradición o creencia mítica o religiosa. El mismo Kant afirma en el ensayo antes citado que para hacer uso de la razón sin ayuda de otros hace falta coraje. El hombre Ilustrado se veía como héroe o mártir de la razón, su única guía. Así, de una forma gradual se empieza a idolatrar la razón como diosa frente a los antiguos dioses masculinos, violentos y a veces irracionales. Otra idea cardinal era la de lo natural como criterio de belleza y hasta de bondad. Todos conocemos el concepto de Rousseau del hombre primitivo como buen salvaje natural, corrupto por la sociedad con sus prejuicios, mitos y tradiciones. Pero no era tanto la vieja natura, physis, del antiguo clasisicismo, lo admirado sino una naturaleza domada sin artificialidad barroca. Una naturaleza (si se nos permite el pleonasmo) natural. El ilustrado no gustaba tanto de la salvaje naturaleza primitiva que el hombre romántico buscaría, gustaba de la naturaleza en jardines y fuentes como los de Versalles. Cuando María Antonieta, reina de Francia, se disfrazaba de pastora en esos jardines intentaba representar lo natural, casi lo bucólico, no tanto la vieja physis. Es particularmente consciente este esfuerzo en la música cuando Gluck hace ópera suave y galante de dulces melodías (por ejemplo Orfeo ed Euridice, 1762) o en Las indias galantes (1735) de Rameau, en oposición a las elaboradas cantatas y óperas del anterior Barroco. En medicina se empieza a pensar que lo natural es un estado casi bucólico de salud. Y hay que reconocer que muchas de estas ideas son aún válidas entre nosotros. Ese buen salvaje de Rousseau era supuestamente un hombre sano, muchas de nuestras enfermedades debían ocurrir por nuestra corrupta vida moderna: millones de personas aún piensan así en nuestro mundo actual. Olvidan la observación cien años atrás de Hobbes, pensador barroco no ilustrado, que la vida del hombre primitivo era en realidad corta, desagradable, brutal y solitaria. La razón como guía de la vida humana y lo natural como criterio de belleza y bondad, llevaron a la idea de progreso, presente en todo el pensamiento de la Ilustración. En el

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siglo XVIII el hombre se hace particularmente consciente de haber progresado tras las anteriores épocas oscuras. El progreso vence al oscurantismo, se piensa. Este progreso es un progreso tolerante, bondadoso, natural y cosmopolita. Todos los hombres estamos inmersos en una historia que progresa. Por eso el devastador terremoto con tsunami en Lisboa (1755) que produce más de diez mil muertes escandaliza tanto a un pensador ilustrado como Voltaire. La catástrofe de la naturaleza hace ahí su entrada en el idílico Siglo de las Luces. La Ilustración tiene una fe ciega en la educación. Intenta reformar educando toda la sociedad: economía, leyes, agricultura, minería, etc. De ahí vienen las características Sociedades Económicas de Amigos del País. Pero este reformismo confronta rápidamente la terca e irracional condición humana que no es ni mucho menos la de un buen salvaje mítico. Por eso, y paradójicamente en este siglo de liberalismo y racionalidad, aparece la forma de gobierno que conocemos como Despotismo Ilustrado. Un monarca bueno y autoritario (Federico de Prusia, Carlos III de España) puede implementar el programa progresista de los hombres de la Ilustración. Se acepta el menoscabo de la natural libertad humana en aras del progreso general. Al final del siglo XVIII explotará en revoluciones y guerras de independencia nacional la vieja libertad humana. En fin, la Ilustración fracasa en su intento de sistematizarlo todo. Es sucedida por un Romanticismo ególatra, sentimental más que racional, lejano al último y equilibrado neoclasicismo ilustrado. Lo veremos en el siguiente capítulo. LA ILUSTRACIÓN EN AMÉRICA LATINA Antes debemos decir algo sobre la Ilustración en América Latina, donde durante el siglo XVIII llegan a las atrasadas colonias españolas la nueva ciencia y la medicina moderna. La Ilustración no llega a la América española a través de las tradicionales y conservadoras universidades, que en medicina siguen siendo tercamente galénicas. Llegan las luces, como se decía, a través de las Sociedades Económicas de Amigos del País y los consulados comerciales que activan la importación de imprentas y textos ilustrados. Y a través de individuos admirables como el sabio gaditano José Celestino Mutis con su expedición científica y botánica en Nueva Granada, su importante obra pedagógica en Bogotá y sus ilustres discípulos colombianos: Francisco José de Caldas, Jorge Tadeo Lozano, Antonio Nariño y Francisco Antonio Zea entre otros. Estos discípulos de Mutis muestran un carácter importantísimo de la Ilustración latinoamericana: su criollismo. Lo que al inicio son quejas por el mal trato a los españoles criollos madura en la gesta de independencia que da lugar a las naciones latinoamericanas. Mártir de esta gesta, el sabio colombiano Caldas lo resume claramente: «La Ilustración

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presente es obra» —escribía— «de esfuerzos privados y de algunos catedráticos sabios que despreciaban ese espíritu de tinieblas a los que nos sujetaba el despotismo». Entonces ese siglo XVIII, en su último tercio, trae a la América española, que las desconocía, la astronomía copernicana, la mecánica de Newton, el sistema de especies de Linneo y la medicina no galénica. Es alarmante el grado de ignorancia científica anterior a la Ilustración en la América española. Los resultados políticos y sociales del esfuerzo de unos heroicos sabios y científicos fueron explosivos. Un poco anterior a todo esto ocurre el mejor ejemplo en América de los riesgos del Despotismo Ilustrado propio del siglo XVIII: la expulsión de los jesuitas por la corona española. La Compañía de Jesús venía realizando en los dos últimos siglos una importante obra educativa y misionera en Latinoamérica. Son expulsados de los dominios españoles por Carlos III en 1767 con confusas excusas (el motín de Esquilache, la defensa en teóricos debates del regicidio, etc.) pero por la verdadera razón política del poder que estaban ganando los jesuitas entre las élites sociales a quienes, se dice, confesaban y educaban. Al ser expulsados los jesuitas abandonan las universidades que dirigían: Buenos Aires, Concepción de Chile, Popayán y Panamá entre otras. La educación universitaria es entonces dirigida por órdenes religiosas más conservadoras, como aquellos dominicos bogotanos que acusaron a Mutis por enseñar en Bogotá la astronomía de Copérnico en 1773 (!), ciento cincuenta años después de aquel emblemático cambio de paradigma. Además las misiones del Paraná con sus organizadas reducciones indígenas quedan abandonadas. Un esfuerzo misionero educativo y relativamente respetuoso de la cultura indígena queda en ruinas. Sus admirables ruinas en Paraguay y Argentina son un verdadero monumento a la progresista orden fundada por san Ignacio de Loyola, y un aviso de los peligros del Despotismo Ilustrado que es una tentación social permanente en América Latina. PENSAMIENTO MÉDICO ILUSTRADO En medicina, durante el siglo XVIII o de las Luces se intentaron diversos sistemas racionales de pensamiento médico. Unos más o menos científicos, otros más o menos útiles, algunos dignos de nuestro recuerdo y estudio. Los sistemas eran unos vitalistas, otros mecanicistas; unos, defensores del miasma como causa de enfermedades y otros del contagio. Se organiza la medicina homeopática frente a la alopática y todavía hoy se oponen estas escuelas en la práctica médica. Unos sistemas se apoyaban en el magnetismo animal, otros en la hidroterapia. La situación era similar en algo a aquella medicina alejandrina con sus múltiples escuelas (véase capítulo 4).

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Pero una diferencia clara es que durante la Ilustración todas esas escuelas de pensamiento médico se preciaban de ser racionalistas por encima de todo. En este esfuerzo racionalista es interesante el intento del médico de Montpellier, esa vieja escuela de medicina, Francois Boissier de Lacroix (1706-1768) quien se propuso clasificar las enfermedades en órdenes, familias y especies a lo Linneo. Pero el esfuerzo de Carl von Linneo (1707-1778), quien también era médico, de clasificar las especies animales y vegetales tuvo mejor resultado. Hasta Phillipe Pinel (1745-1826), admirado padre de la siquiatría moderna, intentó en su obra Nosografía establecer un sistema de enfermedades. Todo este próposito de organizar la patología en clases y familias de enfermedades subraya el intenso carácter sistematizador de la Ilustración. Revisaremos algunos de estos sistemas de pensamiento médico, variados y contradictorios, pero discutiremos primero la obra de los dos pensadores más importantes en medicina durante este siglo XVIII: Morgagni (1682-1771) y Bichat (1771-1802). Observemos que sus vidas son sucesivas cronológicamente y comprenden todo el período de la Ilustración en medicina. Pero más importante es que los fundamentos de su pensamiento son complementarios: órganos y, luego, tejidos. Hemos narrado cómo el médico desde Hipócrates se acerca al enfermo, luego al cadáver y sus lesiones orgánicas en Alejandría; desde el Renacimiento vuelve a contemplar el cuerpo humano en su exterior y su interior y hemos visto como esta anatomía contribuye al derrumbe del paradigma galénico. Ahora veremos dos médicos que ante el cadáver piensan la enfermedad como fundamentada en órganos (Morgagni) y luego en tejidos (Bichat). Morgagni hace correlación clínico-patológica. A su manera embrionarios CPC´s (abreviados así en inglés, en español Conferencia Clínico Patológica) reinventados después en el Massachusetts General Hospital, Boston, a comienzos del siglo XX. Esta discusión multidisciplinaria y abierta de la historia clínica y los hallazgos de la autopsia es una importantísima arma pedagógica en la medicina moderna. Además desde que Morgagni la inició rudimentariamente en el siglo XVIII, a través de sus cartas a médicos de toda Europa y su colección de casos en el De sedibus (1761), ha unificado el pensamiento racional clínico. Tan cierto es esto que, por ejemplo, en nuestros días la Universidad de Maryland ha realizado una serie de CPC´s históricos (trece hasta la fecha) sobre el asesinato de Lincoln (habría sobrevivido en nuestros días se concluyó), la enfermedad mortal de Beethoven (sífilis) y la muerte de Alejandro Magno (no malaria como afirma la tradición sino fiebre tifoidea complicada por Guillain-Barré, un tipo de paralísis). En la universidad en la que enseño, la Universidad del Valle, Cali, Colombia, hicimos un CPC histórico en 1991 sobre la muerte de Mozart doscientos años atrás (1791), siendo la conclusión de la discusión que la causa de muerte del compositor fue falla renal crónica asociada a

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nefropatía por IgA, enfermedad de Berger. También intentamos un CPC de Bolívar llegando al consenso de que su causa de muerte fue tuberculosis, probablemente meníngea. En otras palabras, desde Morgagni los médicos podemos dialogar y compartir un lenguaje común anatomo-patológico alrededor del cadáver con su historia personal clínica. No estaremos de acuerdo siempre en nuestras interpretaciones pero compartimos un lenguaje común racional que debemos a las correlaciones clinico-patológicas de Giovanni Battista Morgagni. Él analiza la enfermedad desde los síntomas y signos del paciente hasta el órgano lesionado, sede de ella. Bichat, en sentido contrario y complementario, propone las unidades anatómicas y funcionales de los tejidos como base de la enfermedad, y desde ellos construye una explicación de la enfermedad. Estos dos preclaros pensadores están en el eje central de nuestro pensamiento médico y resumen lo mejor de la medicina de la Ilustración. MORGAGNI Discutamos primero a Morgagni, el italiano. Para comenzar, algunos detalles curiosos: es uno de los escasos médicos reseñados en la Enciclopedia católica (1911) caracterizándolo como casi santo, invitado frecuente en Roma por los Papas de su tiempo y narrando ese artículo biográfico que tuvo once hijos, nueve hijas monjas, un hijo jesuita científico y un hijo médico que murió joven. No parece haber dudas de sus virtudes personales. Fue miembro de las Sociedades Científicas de Londres (Royal Society), París, Berlín y San Petersburgo. Fue llamado anatomicorum totius Europae princeps o sea Príncipe de la anatomía (patología en la acepción de la época) de toda Europa. Alguno de sus contemporáneos, con cierto sarcasmo, lo llamó su majestad anatómica. Hoy consideramos al alemán Virchow como el Padre de la Patología: ¡Virchow consideraba a Morgagni el padre de la patología! Todavía hoy los patólogos llamamos con orgullo al sitio de la autopsia, mesa de Morgagni. Estos detalles prueban su fama y el aprecio real en que lo tenían sus colegas de toda Europa. Morgagni nace en Forli en 1682 y estudia en Bologna, teniendo como maestros a Valsalva y Albertini. En esta ciudad italiana se puede visitar hoy el elegante anfiteatro donde realizaban sus autopsias y disecciones Morgagni, Valsalva y otros grandes profesores de esa gloriosa Facultad. En 1704, a los ventidós años, es elegido presidente de la Accademia Filosofica degli Inquieti que agrupaba estudiantes inconformes con la ciencia anterior a ellos. En 1706 publica su primera obra, Adversaria anatomica, que subraya su propósito de corregir falsas observaciones previas. Viaja como profesor por Pisa y Padova pero vuelve a su alma mater, Bologna, donde enseña hasta su muerte en 1771.

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Durante su vida se comunica epistolarmente con médicos de toda Europa que le consultan dudas diagnósticas. Este quehacer clínico es paradigma del patólogo como consultor de médicos de otras especialidades, es paradigma del patólogo como especialista en medicina diagnóstica. Estas interconsultas se harán luego a Virchow, a muchos otros patólogos famosos y hoy son práctica corriente de los departamentos de patología. Morgagni es el primer ejemplo de patólogo moderno, un médico para médicos. A los 79 años de edad (1761) resume sus casos y pensamiento médico en su obra cumbre: el De sedibus et causis morborum per anatomen indagatis, o sea Sobre la sede y causa de las enfermedades por investigación anatómica. Este libro es un clásico en la historia de la medicina y debe ser colocado junto a La fábrica de Vesalio (siglo XVI) y el Motu cordis de Harvey (siglo XVII) como joyas del pensamiento médico. Es el texto principal de la medicina en el siglo XVIII, la medicina del Siglo de las Luces. El sólo título es hermoso en su racionalidad y claridad al proponer la vocación de la patología moderna: encontrar primero el sitio y sede, el órgano lesionado, en las enfermedades y luego, si es posible, la causa de ellas. Parece que su primera edición fue veneciana pero se tradujo inmediatamente al francés, alemán e inglés. ¿Qué tiene de admirable el De sedibus…? Se dice que está basado en los hallazgos de más o menos 700 autopsias. Eso ya es mucho mejor que los anteriores reportes de exámenes post-mortem de enfermos. Morgagni conoció en su juventud el Sepulchretum de Bonet (1700) que era la más conocida serie de autopsias, sin mucho criterio clínico y con deficientes descripciones de hallazgos. Evidentemente él intentó mejorar lo antes publicado. Y cuando ya tenía cincuenta o más años le preocupaba mucho la colección sistemática y publicación de las observaciones de él y de su maestro Valsalva (se supone que más o menos la mitad del material del De sedibus tiene origen en las disecciones de Valsalva). El De sedibus está dividido en capítulos que tratan sistemáticamente enfermedades de la cabeza, el tórax, el abdómen y condiciones quirúrgicas añadiendo 70 cartas a diversos colegas sobre hallazgos patológicos. Vemos que Morgagni intentó una veraz publicación de sus hallazgos pero con todo quedó mucho sin reportar y algún material se dio a luz como posterior «opera postuma». Pero no es tanto la extensión y calidad de las observaciones lo importante, sino su organización interna. Cada caso se publica precedido por una detallada historia clínica. Esto es importantísimo porque en medicina no se dan las enfermedades como hechos aislados reconocibles por simples datos de nuestros sentidos. Aunque hay personas que piensan así todavía hoy, sobretodo quienes consideran las enfermedades como entes reales y no procesos biopatológicos agrupados en clases (como aquellas Especies Morbosas de Sydenham en el siglo XVII), clases con límites no tan precisos como quisiéramos a veces. En la medicina contemporánea la enfermedad es una decisión

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clínica tomada sobre un paciente (pienso que este paciente tiene ésto, se dice el médico) no una cosa que nuestro «ojo clínico» percibe, y para esta decisión es indispensable la historia clínica del enfermo. Morgagni inicia siempre con la historia y vida del enfermo las presentaciones de los hallazgos en sus autopsias. Podríamos decir que para él un cadáver no era un simple objeto inanimado que analizar y medir, sino que era el cuerpo sin vida de una persona cuya historia particular era esencial para entender ese cadáver. Nótese que decimos entender un cadáver porque el objetivo fundamental era hacer razonable, muy a lo siglo XVIII, la enfermedad y muerte que habían ocurrido en ese cuerpo inanimado. La autopsia pasa de ser una mera disección que busca ver y encontrar hallazgos o sorpresas y comienza a ser una correlación clínico-patológica racional. En la explicación de la enfermedad y muerte Morgagni era relativamente ecléctico y aceptaba cualquier teoría racional y razonable. Algunos de sus casos son célebres: el de la bella cortesana; el del cardenal Sanvito con faz rubicunda que sugiere temperamento sanguíneo, quien muere de una hemorragia intracraneana precedida por vómito y vértigo de varias semanas; el caso del conde Valerio Zani con historia de debilidad crónica de un lado del cuerpo, quien muere con parálisis del mismo lado y así muchos otros. Estos detalles pueden parecer personales y poco respetuoso hacia el paciente el publicarlos; pero otro médico, entonces y hoy, comprende la patología (enfermedad venérea, hipertensión arterial con accidente cerebrovascular, aneurisma cerebral en los casos citados) a través de esos detalles de la historia clínica y los hallazgos de la autopsia, inseparables ambos en el diagnóstico razonado de la enfermedad. De esta manera Morgagni discutió problemas médicos como los aneurismas, la cianosis pulmonar acompañada de estenosis valvular pulmonar, la cirrosis hepática y otras lesiones orgánicas con sus correspondientes cuadros clínicos. En algunos problemas la explicación de Morgagni es insuficiente pero deja planteadas preguntas que la futura investigación responderá. Por ejemplo, es un poco confusa su descripción de endocarditis y trombos intracardíacos (pólipos los llama). Esto se debe a que él cree que la coagulación de la sangre in vivo (lo que llamamos hoy trombosis) es infrecuente, por lo tanto piensa que casi todos los coágulos son formados post-mortem. Este es un problema clásico de la patología que resolverá Virchow un siglo después con su distinción (que todo estudiante de medicina aprende hasta hoy) entre coágulos postmortem y trombos in vivo. Su explicación del daño neurológico que sigue a la apoplejía (accidente cerebrovascular isquémico) es interesante pero sólo parcialmente verdadera. Cree que se debe únicamente a edema cerebral y no a oclusión vascular ya que con su maestro Valsalva había ligado carótidas en animales no observando daño neurológico.

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Probablemente en estos casos la circulación cerebral alterna (vertebrales y círculo de Willis) evitaba el daño que el experimento predecía. De todas formas hoy se acepta que una parte apreciable del daño cerebral isquémico se debe a edema cerebral como Morgagni postulaba. El De Sedibus no tiene buenas descripciones de una enfermedad importantísima para el siglo posterior, la tuberculosis pulmonar. Pero Morgagni la conocía, la consideraba contagiosa y se negaba a realizar autopsias en casos de tuberculosis. La gran autoridad de Morgagni y el que considerara contagiosa la tuberculosis, llevó a leyes en Napoles y Roma que obligaban a la limpieza estricta del aposento y quemadura de enseres y ropas del difunto en casos de muerte por tuberculosis. Morgagni consideraba errada la sangría, resto persistente de terapéutica galénica, por venisección como estaba a la moda. Sólo aceptaba este tipo de intervención en casos de insuficiencia cardíaca congestiva (cardiomegalia o hidropesía) en los cuales se acepta hoy que la disminución del volumen intravascular (con diuréticos por ejemplo) es ventajosa para disminuir la falla cardíaca. Ya veremos cómo al final del siglo XVIII se empiezan a usar los digitálicos en este problema clínico. Morgagni pensaba que la única terapia para los tumores cancerosos era la quirúrgica y hasta nuestro siglo XX con el descubrimiento de la radioterapia y quimioterapia tuvo efectivamente razón. Todo esto demuestra que Morgagni fue un médico paradigmático de la Ilustración que trató de razonar la enfermedad con una buena correlación clínico-patológica, usando como instrumento básico la autopsia. Su obra tuvo una influencia enorme en toda la medicina del siglo XVIII. Un seguidor brillante del pensamiento de Morgagni fue Matthew Baillie (1761-1823) en Inglaterra. Su obra es importante porque escribió el tradicional texto de enseñanza de la patología, el Baillie, usado en el Reino Unido, los Estados Unidos y otros países. Baillie, siguiendo a Morgagni, se limita a lo que ven sus ojos en el examen de los órganos y evita las especulaciones sobre las causas de las enfermedades. Hace, en el lenguaje de la época, nosografía patológica, no patología especulativa. Es lo que podríamos llamar hoy un anatomopatólogo puro. Su libro, Morbid anatomy of some of the most important parts of the human body (1793) o sea Patología anatómica de algunas de las más importantes partes del cuerpo humano, se organiza por órganos constituyendo así el primer texto de patología sistémica, siendo este otro ejemplo del afán sistematizador de la Ilustración. Describió con precisión los cambios morfológicos en el enfisema, la cirrosis y otras enfermedades ya conocidas; además publica nuevas observaciones patológicas de algunos quistes ováricos, la úlcera gástrica y la hepatización del parénquima pulmonar en casos de neumonía (descripción clásica). Fue un libro de texto muy utilizado pasando rápidamente por ocho ediciones británicas y tres norteamericanas, siendo traducido al francés, alemán, italiano y ruso.

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La segunda edición discute por primera vez en medicina las enfermedades reumáticas cardíacas (aquellas que se presentan con la corea de Sydenham que hemos mencionado en el capítulo anterior). Todo esto nos ilustra un discurso médico coherente, integral y racional que desde el Siglo de las Luces ha llegado de Morgagni a nosotros y que podemos comprender y argumentar aún hoy con nuestros nuevos descubrimientos biomédicos. BICHAT Antes de hablar de Bichat, el patólogo francés, debemos comentar la obra y pensamiento de uno de sus maestros, Pinel. Phillipe Pinel (1745-1826) es considerado como el padre de la psiquiatría ya que fue quien primero intentó clasificar racionalmente la enfermedad mental basándose en observar y comprender la conducta y lenguaje del enfermo mental. Esto nos puede parecer obvio hoy pero durante siglos se había considerado como irracional o poseído al enfermo mental y lo único posible era dominarlo, constreñirlo para que no hiciera daño a sus semejantes o a sí mismo. Colocarse frente al paciente siquiátrico y mirarlo clínicamente fue la gran contribución de Pinel. Indiscutiblemente merece el legendario título de padre de la psiquiatría, pero su pensamiento médico se extendió a otros problemas. Pinel se convierte en el médico más influyente en el París revolucionario. Intenta sistematizar el pensamiento médico pero es en realidad más un teórico que un gran clínico. Como hombre típico de la Ilustración intenta una clasificación de las enfermedades en su Nosografía (1789). Se fundamenta su esfuerzo en las ideas de Condillac y los sensualistas franceses, quienes herederos de Locke, el empiricista inglés discípulo y amigo de Sydenham, intentan construir sistemas de pensamiento sobre sensaciones y percepciones elementales. Así Pinel afirma que las enfermedades primitivas, elementales, son la fiebre, la flegmasía o inflamación, la hemorragia, la neuritis y la lesión orgánica. Evidentemente estos bloques fundamentales patólogicos son insuficientes para la interpretación clínica de todas las enfermedades y el sistema de Pinel nunca llegó a ser práctico ni útil. Pero Pinel consideraba necesaria la aceptación social de la medicina como ciencia con sistema clasificatorio y método propio, no únicamente como oficio o arte de curar. Por otro lado, Pinel era un vitalista y creía que la vida era una fuerza superior o distinta a lo meramente material. Todas estas ideas, un poco difíciles de conciliar, tienen gran influencia en su discípulo Bichat. Marie-Francois-Xavier Bichat (1771- 1802) nace en la provincia francesa, el Jura, y llega a París en 1793 a los ventidos años a estudiar medicina, en medio del terror revolucionario de Robespierre y otros. En medio de la anarquía de esos años logra

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construir un pensamiento médico nuevo basado lo que él descubre como unidad anatómica, funcional y patológica: los tejidos o membranas. Las ideas de Pinel, Condillac y los sensualistas de encontrar sensaciones o percepciones elementales, lo llevan a proponer los tejidos como el concepto médico fundamental. Intenta explicar las enfermedades basándose en la presencia y función de diversas membranas o tejidos. Si Morgagni había aceptado el órgano lesionado como base de su correlación patológica, Bichat intenta explicar desde los tejidos las enfermedades. Por eso decíamos que sus pensamientos son complementarios: uno llega al órgano, el otro desciende hasta los tejidos que conforman órganos para explicar los procesos patológicos. Nótese que aún no ha hecho su aparición en biología y medicina el concepto de célula (lo hará en el Romanticismo) y los tejidos de Bichat no son propiamente nuestros tejidos sino más bien membranas cuya presencia explica forma, función y enfermedad del órgano. De hecho desde Morgagni y Bichat la interpretación de la biología humana y sus enfermedades descenderá sucesivamente en dos siglos a niveles inferiores de análisis: órgano, tejido, célula, organelas celulares y moléculas en la actual biología molecular. ¿Qué es el tejido o la membrana para Bichat? Diríamos que son una sensación, percepción y experiencia elemental que no es comprensible fuera de la autopsia y sus observaciones. El tejido no es simplemente un concepto para nuestro joven patólogo. Bichat deja rápidamente la práctica clínica y abre un gabinete de anatomía en 1797, con aspiraciones a lo Pinel de hacer ciencia médica. Es un fervoroso prosector que llega a realizar 600 autopsias durante un invierno (en verano era imposible mantener incorruptos los cadáveres), o sea seis o siete por día. Se cuenta que frecuentemente dormía en la morgue en espera de cadáveres frescos. Sin la prudencia de Morgagni, realizó múltiples autopsias en casos de tuberculosis y allí probablemente adquirió la enfermedad. Bichat, el último pensador médico de la Ilustración, muere a los 31 años de esa enfermedad que ejercerá tanta influencia en la cultura del posterior Romanticismo: la consumción, tisis o tuberculosis pulmonar. Claro que anécdoticamente la causa inmediata de su muerte fue la caída, quizás por la debilidad que acompaña a una tuberculosis pulmonar avanzada, por una escalera del viejo Hotel Dieu. Alguien especulaba, humorísticamente, que quizás lo empujó algún médico descontento con sus hallazgos de autopsia (a veces los patólogos descubren cosas que sus colegas médicos desearían olvidar o desconocer). Otro comentario al margen nos hace preguntarnos cómo conseguía Bichat tantos cadáveres: el reino del terror de esos años y la cercana (al Hotel Dieu) Conciergerie, antesala de la guillotina, nos darían una posible respuesta. Entonces Bichat hace innumerables autopsias, diseca miles de órganos y los analiza por medios físicos y químicos llegando a la conclusión que existen 21 tejidos o membranas

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elementales, 7 generales y 14 especiales. Entre los generales: nervios, arterias, venas, tejidos absorbentes (¿tracto gastrointestinal?) y tejidos exhalantes (¿pulmones?). Entre los especiales: músculo esquelético, músculo liso o involuntario, glándulas, cartílago, hueso y membranas mucosas o serosas. Inspirado en Pinel, Condillac y los sensualistas, Bichat quiere encontrar las realidades simples que explican las enfermedades y sugiere estos tejidos como fundamento del pensamiento patólogico. No andaba lejos de nuestro pensamiento médico actual pero le faltaba ese paradigma que propondrá el siglo XIX y Virchow en su obra cumbre Die cellularpathologie medio siglo después: la célula, que forma tejidos, como unidad básica del pensamiento patológico. Bichat no intuyó ese concepto. Bichat era un agudo pensador y algunas de sus frases han quedado grabadas en la historia del pensamiento médico. Como buen vitalista afirmó: «La vida es la suma de las funciones que se oponen a la muerte». Como buen sensualista y pre-romántico dijo desconfiar del microscopio porque «cuando se mira en la oscuridad, cada cual ve a su manera». Y su frase más famosa, que el filósofo contemporáneo Michel Foucault analiza detenidamente en sus escritos, es:» ¡Abrid un cadáver y se os hará la luz!» Este último bon mot de Bichat nos resume la vida de un médico del Siglo de las Luces que se dedicó a abrir cuerpos sin vida e intentó entenderlos. Su corta y revolucionaria vida y su sugesivo pensamiento médico ejercieron gran influencia en la biología y medicina posteriores. Hemos resumido el pensamiento de la medicina de la Ilustración con la obra de Morgagni y Bichat porque son quienes más cercan están, en su visión de la enfermedad, de la biomedicina actual. Hoy aceptamos sus lesiones órganicas y sus tejidos, analizando sus cambios morfológicos con nuevo conocimiento sobre las células y las moléculas que los transforman. Pero alrededor de estos dos núcleos centrales de pensamiento médico, durante el Siglo de las Luces trabajan diversos médicos que intentan, racionalmente, proponer otros sistemas de medicina. Algunos en parte acertaron en sus conclusiones, otros se dejaron llevar por la fantasía ante lo inexplicable: había que dar razón para todo, había que sistematizar todo, esto los llevó a ideas y explicaciones a veces bizarras. Revisaremos algunos de estos sistemas. DIVERSOS SISTEMAS MÉDICOS DE LA ILUSTRACIÓN La primera, y activa contradicción a todo lo largo del siglo XVIII, se dio entre mecanicistas y vitalistas. Herman Boerhave (1638-1738), holandés de la Universidad de Leyden, intentó explicar todas las enfermedades como relación de fuerzas, pesos y presiones hidrostáticas. Diferenciaba enfermedades de los sólidos por un lado y de la

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sangre y humores por otro. La tuberculosis se debía a debilidad de ciertas partes sólidas y los trombos eran fibras muy rígidas. Prescribía leche y hierro para las fibras débiles y sangre para las rígidas. Tuvo gran cantidad de discípulos que en multiples experimentos intentaron proponer una visión mecanicista de la salud y la enfermedad. En Alemania, Georg Stahl (1659-1734) se opuso al materialismo de este pensaminento médico y defendió un animismo o vitalismo que proponía un alma dada por Dios que era el agente de la consciencia y reguladora de la fisiología. Creía que los organismos vivos eran más que la suma de todos sus elementos materiales y que la conducta humana no podía ser explicada por reacciones o acciones mecánicas. Las enfermedades eran para él los intentos del alma de expulsar material mórbido y restablecer un sano equilibrio. Médicos y universidades apoyaron una visión o la otra durante todo el siglo XVIII (y todavía después de él, quizás hasta hoy) en una polémica que llevó a posiciones extremas. Por ejemplo el médico y filósofo Julien Offray de La Mettrie (1709-1751) en su libro L´homme machine (1750) —El hombre máquina— propone que la materia piensa y no hay necesidad del alma, el cuerpo es una máquina que se da cuerda a sí misma. Evidentemente este modelo de hombre no gustó a los católicos ni a los luteranos alemanes pietistas. Aparece sobre todo en los países germánicos una reacción vitalista, la naturphilosophie, que propone que hay en la naturaleza un plan holístico transcendental que explica la vida y su fisiología. La naturphilosophie señala que la experimentación misma define los límites de la interpretación mecanicista de la vida. Hoy, al intentar ir más allá del dualismo y de un reduccionismo extremo, podemos aceptar que hay intuiciones válidas en ambas posiciones. Pero en la medicina de la Ilustración uno era vitalista o mecanicista y ninguno de los dos campos llegó a construir un sistema, aspiración del hombre Ilustrado, coherente e integral. Quién más se acercó a este ideal fue el suizo Albrecht von Haller (1708-1777). Fue en su niñez un prodigio de inteligencia y recibió una severa educación religiosa protestante. Luego estudió medicina en Leyden y tuvo como professor a Boerhave. Quizás todo su pensamiento puede originarse en el intento de sintetizar el mecanicismo de sus profesores de Leiden y su piedad religiosa. Realizó una importante labor experimental en la Leyden? Universidad de Gotinga, Alemania, pero luego regresó sorpresivamente a su Suiza natal donde publicó su gran obra Elementa physiologiae corporis humanis (8 volúmenes entre 1757 y 1766) —Elementos de fisiología del cuerpo humano. Esta es una verdadera enciclopedia de biología humana y medicina que ilustra la aspiración típica de la Ilustración de producir grandes síntesis enciclopédicas. Ya hemos sugerido que el siglo del Enciclopedismo quisó producir el «Gran libro de la vida»; Haller casi lo consigue. Parte de la idea fundamental del hombre como cuerpo analizable en términos de materias y fuerzas pero poseyendo, al mismo tiempo, un alma. Esta bien intencionada

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síntesis fue inmediatamente atacada por los mecanicistas pero ejerció gran influencia en la medicina europea. Haller debe ser recordado por su modelo de actividad humana basada en músculos, «fibras irritables», y nervios, «fibras sensitivas». Casi como se ve ahora el sistema de nervios sensitivos y motores estimulando, «irritando», la contractibilidad muscular. El corazón sería el órgano más irritable que al recibir sangre en la diástole se irrita y contrae durante la sístole. Haller cree que las vísceras se distinguen unas de otras por la mayor o menor densidad de fibras irritables y sensitivas, además de ciertas cualidades inherentes a ellas añadidas por el alma. En Italia el estudio de la irritabilidad de los músculos llevó a asociarla a la electricidad sobre todo después de los clásicos experimentos de Galvani (1737-1798), médico, y Alessandro Volta (1745-1827), físico y naturalista, en las extremidades de ranas. El galvanismo llegó a proponer la electricidad como explicación de la actividad vital. Esta idea se difundió por toda Europa y llevó a terapias experimentales que resultaron inútiles, y a nuestros ojos cómicas. Por ejemplo, en Alemania, Franz Mesmer descubrió el magnetismo animal (1774) y propuso la terapia por magnetismo, mesmerismo, que ilusionó a pacientes ingenuos por muchos años. Aún hoy existen heterodoxas corrientes de la medicina que estudian el geomagnetismo como causa de enfermedades y en los últimos veinte años se han publicado cientos de artículos científicos que tratan de demostrar falsa la posible relación entre líneas de alta tensión eléctrica con enfermedades y neoplasias (leucemias y linfomas, por ejemplo), creencia que persiste en muchas personas. Hay ideas extremas de la Ilustración que perduran en nuestra cultura. Lázaro Spallanzani (1729-1799) fue otro italiano, profesor en Pavía, de gran importancia en la fisiología del siglo XVIII. Primero, descartó experimentalmente la generación espontánea de seres vivos. Pero muchos se negaron a creer sus resultados hasta los tiempos de Pasteur en el siglo XIX. Segundo, debe ser recordado como el descubridor de los glóbulos blancos, simultáneamente con el inglés Hewson. Por último entre otros hallazgos y experimentos, fue el primer naturalista en conseguir la fecundación arficial de óvulos de rana. Los misterios se estaban aclarando en la biología humana a pesar de ciertas ideologías extremas. Un misterio verdaderamente fundamental, compañero de la circulación de la sangre,que se dilucidó durante el Siglo de las Luces, fue la respiración e intercambio gaseoso en la biología humana. Desde Boyle, en el siglo pasado, habían ocurrido adelantos importantes en el estudio de los gases durante el siglo XVIII: Black en Escocia descubrió el anhídrido carbónico; en Inglaterra Cavendish identificó el hidrógeno, Rutherford el nitrógeno, y Priestley un gas que Lavoisier en Francia llamó oxígeno. Antoine Lavoisier (1743-1794), padre de la química moderna y quien fue decapitado durante el terror revolucionario, explicó las bases de la respiración: el aire inhalado se convertía en

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anhídrido carbónico, CO2, al ser exhalado, y el oxígeno que se inspiraba era necesario para la vida. Spallanzani descubrió que la oxigenación ocurría en la sangre y luego se extendía a los órganos a través del sistema circulatorio. Después de promisorias electricidades y falsos magnetismos, quedaban establecidas con la respiración las bases de la fisiología que se desarrollaría brillantemente en el siglo XIX. ¿Cómo era la terapéutica durante la Ilustración? Diversa y atrevida podríamos decir. Como los médicos suponían poseer la verdad en sus sistemas «racionales», la solución propuesta a las enfermedades era frecuentemente radical y agresiva. El sabio escritor inglés Dr. Johnson (1709-1784), un artista de la ironía y el understatement, afirmaba que los médicos perfeccionaban los artes de la tortura. Aparentemente éste era el caso de John Brown (1735-1788) un popular médico que creía que las enfermedades se debían a la pérdida de equilibrio por excitabilidad , embrión ideológico de la idea del stress productor de enfermedades. Las patologías para Brown se dividían en esténicas (aumento de la excitabilidad) y asténicas (disminución de ella) y aplicaba agresivamente lo contrario en los distintos cuadros clínicos. Al parecer sus terapias eran violentas y agresivas y alguien llegó a afirmar que había producido más muertos que el terror revolucionario en Francia. Caso contrario fue el de la homeopatía de Christian Hahnemann (1755-1843). En este caso se trataba al paciente aplicándole aquello que en teoría producía la enfermedad. El principio es formulado como cura por lo similar, similia similibus curantur, en dosis pequeñas, homeopáticas. Este tipo de medicina fue juzgado heterodoxo por las universidades y autoridades médicas de la época, o sea los alopáticos que intentaban el tratamiento por lo contrario al decir de los homeópatas. Las prescripciones homeopáticas adquirieron un aura esotérica y nunca pudo ser aceptada la homeopatía como medicina ortodoxa. Desde entonces se le considera una medicina alternativa, mas hay que reconocer que en ella se establece una excelente relación médico-paciente que está frecuentemente ausente en la medicina por contrarios o alopatía. En la Ilustración hubo apreciables adelantos en la anatomía y cirugía, sobretodo teniendo en cuenta que no se contaba con anestesia a pesar del extendido uso del opio y sus derivados. En la Universidad de Edimburgo fueron famosos los Monro I, II y III (abuelo, padre y nieto) como profesores de anatomía. En Londres hay que mencionar a los hermanos Hunter, William (1718-1783) y John (1728-1793), quienes dejaron un importante museo de piezas anatómicas y quirúrgicas, la colección hunteriana, que se dice contiene 13.000 piezas de exhibición. Pero más importante fue el esfuerzo de ambos, sobretodo de John Hunter, de hacer científica la práctica quirúrgica con experimentos y consideraciones fisiopatológicas. De este empeño quedaron estudios sobre inflamación, cicatrización, ligadura de arterias y consolidación de fracturas. Hunter

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junior, era conocido por su libertad ante las distinciones de clase social y su cuidado y caridad con los pobres. SALUD PÚBLICA ILUSTRADA Porque la Ilustración no dejó de preocuparse por las diferencias sociales y la miseria humana, iniciándose así lo que hoy llamamos salud pública. El siglo XVIII intentó desarrollar una medicina filántropica, racional y científica, con optimismo ciego en el progreso humano. El marqués de Condorcet, famoso pensador social durante la Ilustración y que como tantos otros murió en el terror revolucionario, afirmaba: «El progreso de la práctica médica que acompaña el avance de la razón y el orden social llevará al fin de las enfermedades infecciosas, hereditarias y de otras enfermedades producidas por el clima, la alimentación y las condiciones laborales. Es razonable esperar que todas las enfermedades desaparezcan cuando se descubran sus causas distantes o primeras». Comparables palabras en su ilustrado y equivocado optimismo a aquella proposición del astrónomo y matemático Laplace (1749-1827) de que si existiera una mente lo suficiente poderosa para conocer todas las partículas del universo, su posición y su momento físico, sería capaz de conocer el pasado, presente y futuro en su totalidad. Los científicos de la Ilustración no reconocían la incertidumbre científica, ni conocían la de Heisenberg de la física cuántica contemporánea; el rol de las catástrofes en la evolución biológica y la historia; la profunda y fatal fragilidad humana; la información, sin sentido o con sentido errada, repetida y banal de mucho de nuestro ADN. Todo esto predice que la realidad no es del todo racional sino azarosa o probabílistica (ése parece ser el plan del Creador para quienes tienen fe religiosa) y las enfermedades no desaparecerán. Los hombres de la Ilustración creían que la salud completa, personal y social, se podía alcanzar con certeza. Lo útil de ese ingenuo optimismo consistió en que estimuló el desarrollo de la salud pública. Ya la Ilustración en sus primeros años había conocido la obra de Bernardino Ramazzini (1633-1714) quien en su obra De morbis artificium (1700) o sea Sobre la enfermedad de los oficios, había inaugurado lo que hoy llamamos salud ocupacional. Describía Ramazzini las enfermedades más comunes en más de 50 ocupaciones: mineros, fabricantes de jabón, pescadores, lavanderas, nodrizas, etc. Llamó la atención sobre intoxicaciones con mercurio y hasta sobre problemas causados por mala postura corporal durante el trabajo. Mediado el siglo XVIII se empezó a discutir el papel del estado en la salud de la población, todo esto mediado por el modelo político del Despotismo Ilustrado. Se empieza a sugerir una policía médica o higiénica que vigile los hábitos de salud y limpieza de la

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población. El papel de esa organización social se discutió más claramente en Prusia y los países germánicos donde se consideraba que su propósito esencial debía ser cuidar la salud de trabajadores y soldados para el progreso y defensa de la nación. Más allá de la bondadosa filantropía surge un utilitarismo social en el cuidado de la población. El principal defensor de la idea de una policía médica fue el médico municipal alemán Wilhelm Rau (1721-1772), que al mismo tiempo urgió que el cuidado médico se extendiera a toda la población no sólo a los más ricos. Como vemos se da una mezcla entre el propósito de cuidar de los más desamparados con iniciativas autoritarias para la defensa del estado y la nación. Este es el inicio de lo que en el pensamiento contemporáneo Michel Foucault ha llamado estado pastor y que evidentemente ha estado presente en muchas sociedades del siglo XX. Se da crédito al médico de Viena Johann P. Frank (1745-1821) por exponer por primera vez y claramente la relación entre pobreza y enfermedad con evidencia científica. Al mismo tiempo este sabio médico propone una supervisión global por parte del estado de regulaciones de salud que van desde la higiene personal al cuidado de las aguas de uso público, incluyendo reglas para el matrimonio y el transporte público. Aunque sus ideas tuvieron gran influencia en toda Europa, sus recomendaciones se juzgaron autoritarias y excesivamente costosas. La relación que Frank propuso entre pobreza y enfermedad todavía se discute arduamente en la actualidad. Se dan hoy tres tipos de explicaciones para esta relación: la absoluta que predice que a mayor ingreso mejor salud; la relativa o psico-social que aduce la primacía del nivel personal en la jerarquía social global no sólo económica, con el stress producido por la percepción de pertenecer a una jerarquía inferior como causa de enfermedad; la materialista que explica que salud y pobreza no están simplemente asociadas como causa y efecto, sino son el resultado de una desigualdad histórica en oportunidades, educación y cultura que causa independientemente cada fenómeno. Como vemos aquella inicial asociación de Frank entre pobreza y enfermedad durante el Siglo de las Luces ha dado mucho que pensar. Y el problema sigue vigente sin encontrarse una solución fácil. De todas estas ideas quedó la conciencia social de que el estado debía ser un agente de salud. Los resultados concretos, y mínimos, fueron una mejor regulación de las profesiones de salud con controles y acreditaciones de médicos y trabajadores de salud, y una restricción de charlatanes, culebreros como se dice en Colombia o quacks como se dice en inglés. Porque durante el siglo XVIII hubo una prolífica producción de jarabes y tónicos que prometían cura a variadas enfermedades o condiciones enfermizas (palidez, debilidad, astenia, etc,). Por ejemplo, en ese siglo se empezó a usar como tónico general el aceite de hígado de bacalao, la Emulsión de Scott® conocida, usada y venerada como

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panacea en gran parte de América Latina. El uso en particular de esta emulsión puede llevar a serias hipervitaminosis por carotenos (vitamina A) y veremos más abajo que el descubrimiento de las vitaminas es una de las glorias de la Ilustración y su uso excesivo, casi mágico, una de sus herencias. La proliferación de píldoras y jarabes manufacturados por inspiración personal del terapeuta y el uso excesivo de remedios folklóricos era un efecto no deseado de la ineficacia de la farmacopea ortodoxa. La droguería de Corbyn en Londres fue una de las primeras multinacionales en la producción y exportación de medicamentos, ahora Redacción un gran sector de la economía en el siglo XX para conocer el cual hay que leer asiduamente el Wall Street Journal. Esta farmacia en Londres tenía un capital de veinte mil libras esterlinas, enorme para la época, y un catálogo de más de 2.500 remedios, probablemente pocos de eficacia probada. El uso indiscriminado de opio y sus derivados para diversas condiciones era muy popular. Personalmente conocí en mi infancia un remedio originado en el siglo XVIII para cólicos y diarreas: el elixir paregórico, que no era sino una tintura de opio y alcanfor. Sólo a finales de la década de los cincuenta, en pleno siglo XX, fue regulado y controlado como estupefaciente. Esto fue un escándalo para mi abuela materna, que lo recomendaba ante cualquier dolor estomacal, real o simulado. Aún recuerdo el pálido color amarillo del afamado elixir y sus deliciosos poderes calmantes. Gran cantidad de jarabes y preparaciones de la farmacopea del siglo XVIII contenían opio y sus derivados, llevando al abuso de estos fármacos. DESCUBRIMIENTOS TERAPÉUTICOS Y PREVENTIVOS Pero la Ilustración hizo algunos descubrimientos farmacológicos y terapéuticos importantes. En 1763 el reverendo Edmund Stone, en Inglaterra, llamó la atención sobre el posible uso medicinal de la corteza de sauce (Salix alba): su sabor amargo recordaba a la corteza de quina y el árbol crecía en zonas pantanosas donde ocurrían muchas fiebres por lo cual debía haber sido plantado ahí por un providente Creador. Nuestro acusioso reverendo lo prescribió en cincuenta pacientes con fiebre reumática, reportando disminución de la fiebre y los dolores articulares. Hoy se sabe que la salicina de la corteza de sauce es una sustancia que da origen al ácido salicílico o Aspirina® (ésta recibe patente como medicamento más de cien años después). Reportó el descubrimiento a la Royal Society en Londres pero nadie aprovechó su sugerencia terapéutica. Lo que el reverendo Stone no sabía es que este conocimiento de las propiedades analgésicas y antipiréticas de la corteza de sauce era antiguo, todas las medicinas tradicionales lo conocían (aún las americanas precolombinas) y el texto

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hipocrático lo menciona. Simplemente la medicina ortodoxa lo había olvidado y probablemente algunas medicinas folklóricas lo recordaban. Otro descubrimiento importante extraído de la medicina popular son los digitálicos. Este descubrimiento fue tremendamente importante para la terapéutica moderna. William Withering conoció que una mujer de Shropshire, cerca a la frontera de Gales, usaba una receta familiar secreta para la hidropesía o retención masiva de líquidos por falla cardíaca o renal. Withering estudió el medicamento, que poseía más de veinte ingredientes, y descubrió que el agente terapéutico específico estaba en las hojas del arbusto Digitalis purpurea, llamado en inglés foxglove porque sus flores se decía servían de guantecillos a los zorros para escaparse sin ser detectados. Estas flores eran de color púrpura y por esto, decían los curanderos, la planta debía ser útil en enfermedades cardíacas y tenían, por serendipia (curioso neologismo acuñado por Horace Walpole en 1754), toda la razón. Los digitálicos entran en la farmacopea de la Universidad de Edimburgo, más progresista en esa época que Oxford o Cambridge, en 1783 y Withering reporta su descubrimiento en un clásico de la medicina publicado en 1785: An account of the foxglove and some of its medical uses…with practical remarks on dropsy and other diseases, o sea, Reporte sobre el Digital y sus usos médicos con observaciones prácticas sobre la hidropesía y otras enfermedades. Una de las observaciones prácticas importantes era que los digitálicos son útiles en la hidropesía por falla cardíaca no en aquella por falla renal. Esta diferencia será explicada por el genial Bright en el siglo XIX y las observaciones de Withering han sido confirmadas por la ciencia del siglo XX. Nótese que los descubrimientos del reverendo Stone y de Withering serían imposibles sin la sistematización de especies de Lineo y las fervorosas expediciones botánicas, emprendidas por profesionales y aficionados, propias de la Ilustración en su empeño de nombrar y clasificar toda la naturaleza. Pero al final del siglo XVIII sólo existían tres remedios de origen vegetal verdaderamente útiles dentro de la farmacopea ortodoxa y común: la corteza de quina o quinina, el opio y sus derivados como la morfina, y los digitálicos. Lo demás eran jarabes, píldoras y remedios de oscuro origen y de poco valor clínico. Ya hemos dicho que un aspecto de la incipiente salud pública en la Ilustración fue el cuidado médico de soldados y marineros. La marina era un elemento esencial del Imperio Británico. En el viaje alrededor del mundo comandado por lord Anson entre 1740 y 1744, de un total de 1955 marinos 320 murieron por fiebre y disentería y ¡997 de escorbuto! La muerte por escorbuto era dramática con encías sangrantes, hematomas, hemartrosis, fatiga, falla cardíaca y luego de esto, muerte segura. Su causa era un misterio para la medicina. James Lind (1716-1791), cirujano naval de Escocia, se dedicó

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acusiosamente a estudiarla. En su Tratado sobre el escorbuto, publicado en 1753, sugirió que los cítricos podían servir como anti-escorbúticos. Su hipótesis fue probada en el primer estudio clínico bien controlado, realizado durante el viaje del HMS Salisbury en 1754. Doce pacientes con escorbuto fueron separados en seis pares y a cada par de marinos se les dio un tratamiento distinto. Dos recibieron naranjas y limones, los otros diez diversos tratamientos como sidra, vinagre, agua de mar, ajos, nabos, bálsamo de Perú y mirra. En seis días los dos marineros que recibieron cítricos estaban en buen estado y les fue ordenado que sirvieran de enfermeros a los otros diez que permanecían enfermos. Quizás un bioestadístico actual criticaría el tamaño de la muestra pero podríamos decir, en lenguaje contemporáneo, que el estudio se abrió (se detuvo) al observar los evidentes y rápidos efectos curativos de los cítricos. No hubo curiosamente una acción inmediata por parte de la Armada Real y sólo en 1795 se decidió proveer de cítricos a los marineros ingleses (se dice que la dosis era una cucharada de jugo de lima al día, obligatoria para todos). También se dice que el almirante Nelson venció a Napoleón en las prolongadas operaciones navales de la primera década del siglo XIX gracias a limas y limones. Aunque Lind descubrió cómo prevenir el escorbuto no entendió su causa, la deficiencia de vitamina C. Pero por primera vez se determinó que una parte pequeña o mínima de la nutrición era necesaria para mantener la salud. Y ese microelemento de la dieta (por ejemplo, una cucharada de jugo de cítricos al día) actuaba como droga curativa ante la deficiencia crónica. Estos son los elementos básicos de lo que llamamos vitaminas y oligoelementos. Hay una nueva manera de entender la nutrición: no sólo la cantidad es importante sino la calidad de sus elementos, algunos de ellos necesarios al hombre en pequeñísimas cantidades. Los dos siglos posteriores, XIX y XX, se dedicarían a definir una importante lista de vitaminas y oligoelementos. Esto desgraciadamente llevaría al uso excesivo de ellos como drogas (no deben ser considerados como drogas) que garantizan la salud. Hoy mucha gente cree que la vitamina C del experimento de Lind previene resfríados y gripas. El mercado mundial de ácido ascórbico (vitamina C) es enorme y enriquece a varias compañías farmacéuticas. Otros creen que la vitamina E sirve para la fertilidad y potencia sexual, además de ayudar al crecimiento del cabello por lo que se añade a productos cosméticos. Hay una creencia mágica en el poder de las vitaminas para garantizar la salud. Tendríamos que volver a estudiar el paradigmático experimento de Lind y entender que las vitaminas sólo funcionan terapéuticamente en deficiencias crónicas y preventivamente en estados especiales como el embarazo (ácido fólico, por ejemplo). Paradójicamente en 2007 se reporta que el uso de suplementos multivitamínicos está asociado a neoplasias

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agresivas de próstata: puede haber algún peligro en el uso excesivo de las inocentes vitaminas. La gran gloria de la Ilustración es la vacuna contra la viruela. Para entender el gran adelanto de la vacuna de Jenner tenemos que apreciar el impacto de la viruela, el «demonio manchado», en Europa. Era temida en todos los países y en todas las clases sociales. Se calcula que causaba el 10% de la mortalidad total en los países del continente. Jurin, un médico, reportó cuidadosas estadísticas a la Royal Society de Londres en 1723: la viruela causaba un 6% de la mortalidad total en años sin epidemia, y hasta 50% de las muertes totales eran causadas por viruela en los años con epidemia. La causa de ella era desconocida y enfermaban personas de todos los estratos sociales: en 1694 muere la reina María de Inglaterra de viruela, en 1700 el duque de Gloucester y en 1774 el rey Louis XV de Francia. Eran numerosas las personas que exhibían cicatrices de viruela en la cara. Pero ya se sabía que los sobrevivientes, estas personas con cicatrices por ejemplo, no volvían a sufrir de viruela. Desde la antigüedad, en el Oriente, se sabía que la inoculación con material de las lesiones de viruela producía una enfermedad limitada pero prevenía la enfermedad severa o mortal. Se dice que en la medicina china se colocaban costras de las lesiones cutáneas en la fosa nasal de personas no infectadas para evitar la enfermedad. En el Medio Oriente en el siglo XVIII era popular la inoculación con linfa o secreción de las lesiones. El método griego realizaba esta inoculación con pequeñas heridas de aguja, en forma de cruz, en la frente, los pómulos y el mentón. Esta forma de inoculación con distintas variaciones se realizaba en todo el Oriente Medio y fue lo que se llamó variolización al llegar a Europa. Se sabía que producía enfermedad severa en algunas personas pero la prevenía en la mayoría de las personas inoculadas. Quien primero la dio a conocer en Europa fue lady Mary Wortley Montagu, esposa del embajador británico en Turquía. Esta noble dama había visto desfigurada su considerable belleza en la juventud por cicatrices de viruela. En 1717 escribe a una amiga dándole a conocer el método de inoculación usado en Constantinopla. Más tarde inocula a su hijo y en 1721 repite la variolización en su hija en Inglaterra, inoculación de la que son testigos varios médicos. Así llega la variolización a Europa donde empieza a popularizarse. Hay personas que dudan sobre la bondad del procedimiento. Algunos piensan que inyectar un «veneno» (la linfa de las lesiones) en personas sanas va en contra de sus creencias éticas y religiosas. Se producen algunas muertes por viruela en niños variolizados y esto aumenta las críticas. A pesar de todo, se realizan experimentos en condenados a muerte y se certifica la relativa seguridad del procedimiento. Ante el temor de algunos pacientes, se establece un procedimiento complejo con semanas de

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preparación previa con dieta libre de alcohol y carne, insiciones profundas en la piel y convalescencia con cubrimiento de las lesiones por la posibilidad de contagio. De esta manera se especializan algunos médicos en el procedimiento, los llamados variolizadores, que viajan a otros países y que cobrando buenos emolumentos repiten la inoculación. La variolización se vuelve un procedimiento complicado y costoso. Se hace necesario un método más simple de inoculación. Esto se hace especialmente urgente en la epidemia de 1751-1753 que produce miles de muertos en Londres. Aquí es donde aparece la observación y el ingenio de Edward Jenner (1749-1823). Este alumno de John Hunter ejercía la medicina rural en Gloucestershire y escuchó que las ordeñadoras frecuentemente adquirían en las manos lesiones de la viruela de las vacas, viruela vacuna, y quedaban inmunizadas contra la viruela humana. Se le ocurrió que se podía producir artificialmente esta inoculación con viruela vacuna evitando la compleja, costosa y relativamente peligrosa variolización con viruela humana. Esta fue la genial idea de Jenner: en lenguaje contemporáneo, producir inmunidad cruzada para la viruela humana con viruela vacuna. Se cuenta que su profesor John Hunter le dijo: «Su solución parece buena, no piense, ¡experimente!». El 14 de mayo de 1796 inoculó a un niño llamado James Phipps con secreción de la lesión de un dedo de la ordeñadora Sarah Nelmes. El 1 de julio, seis semanas después, inoculó viruela humana en el niño y este no desarrolló la enfermedad. Se había encontrado la vacuna contra la viruela humana. En 1798 Jenner publica su descubrimiento en el reporte: An inquiry into the causes and effects of the Variola Vaccinae —Investigación de las causas y efectos de la viruela vacuna. Nótese que Jenner no se refiere a la causa de la viruela humana, la seguía ignorando como Sydenham en el Barroco, simplemente reporta el efecto inmunizador de la viruela vacuna y el método para realizar la inoculación con esta benigna enfermedad de las vacas y las ordeñadoras. Rápidamente se popularizó el procedimiento, que fue llamado en breve vacuna. Jenner se hizo famoso en todo el mundo y recibió por parte del gobierno británico diez mil libras como premio en 1802 y veinte mil libras más en 1807. La sociedad le agradecía, generosamente, su gran descubrimiento. Los estados, como lo mandaban los cánones del Despotismo Ilustrado, empezaron a vacunar masivamente a sus ciudadanos. Es peculiarmente interesante la expedición Balmis-Salvany enviada por el rey de España, Carlos IV, a sus dominios ultramarinos en 1803. Se decreta vacunar gratis a las masas, enseñar el método de la vacunación y mantener suero para vacunaciones futuras. El suero se preservaba entre placas de vidrio selladas y además iban en la expedición 21 niños del orfanato de La Coruña con lesiones agudas que permitían la inoculación y se pasaban de niño en niño para mantenerlas frescas.

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La expedición llega a Cartagena en 1804, al final de ese año llega la vacuna a Santa Fé de Bogotá y en 1805 llega a Popayán siguiendo a Quito. En Bogotá el sabio Mutis esperaba con ansia la vacuna, que ya conocía por sus lecturas, porque dos años antes había ocurrido una epidemia en esta ciudad con gran mortandad. Es interesante comparar la epidemia de viruela de 1802 con la de 1782 en Nueva Granada para constatar los cambios que trajo a las sociedades hispanoamericanas una tardía Ilustración. Se ha publicado recientemente una ejemplar revisión de estos sucesos en Las epidemias de viruela de 1782 y 1802 en el virreinato de Nueva Granada (Renán Silva, La Carreta Editores, Medellín, 2006). Se calcula que se vacunaron en total más de cien mil personas y aunque el dato es dudoso hay que recordar que una vacunación aún parcial de la población a riesgo puede detener una epidemia. La expedición es un claro ejemplo de la mejor medicina de la Ilustración. Hemos descrito como el Renacimiento, siglo XVI, empieza a ver y contemplar la realidad del cuerpo humano, sano y enfermo, perdiendo confianza en viejos descripciones y textos que no discuten ciertas «nuevas» enfermedades (sífilis). El Barroco, siglo XVII, explora la biología humana con sus nuevos experimentos produciendo cambios de paradigma revolucionarios, el más importante el descubrimiento de la circulación de la sangre. Todo el siglo XVIII, la Ilustración, intenta repetidamente razonar y sistematizar estas nuevas experiencias y experimentos. Produce varios sistemas de pensamiento médico pero ninguno llega a producir la salud general que el Siglo de las Luces pronosticaba y esperaba. Se hace necesaria una nueva mirada a la biología humana, una nueva experiencia que suscite otros experimentos. Esto lo hará el siglo XIX, el Romanticismo, con su visión microscópica de células y microbios. Las lesiones orgánicas de Morgagni y los tejidos de Bichat se analizan más profundamente. Y por último, aunque la Ilustración es más sistematizadora que creadora, nos dejó un legado importante: sus ideales de higiene pública, sus expediciones científicas, los digitálicos, las vitaminas, la vacuna contra la viruela y todas sus sugestivas ideas sobre las diversas razones para la salud y la enfermedad.

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CAPÍTULO 9

MEDICINA ROMÁNTICA

A este capítulo sobre medicina del siglo XIX lo titulamos medicina romántica para abreviar. La situación es más complicada. El siglo después de las guerras napoleónicas, se entrega plenamente al movimiento cultural llamado Romanticismo. El pensamiento médico también participa de ese clima cultural. Pero el pensamiento médico evolucionará a mediados de siglo a un Positivismo que perdurará hasta el siglo XX; y en la segunda mitad del siglo surgirá en la filosofía una postura, el Pragmatismo, que cada vez más es considerada hoy como la perspectiva apropiada a los problemas del pensamiento médico contemporáneo. Entonces, el siglo XIX no es simplemente un siglo romántico. En sus inicios, ¿qué fue el Romanticismo? El Romanticismo fue un movimiento cultural de gran fuerza durante el primer tercio del siglo XIX: comenzando en 1798 con los primeros fragmentos de Himnos a la noche de Novalis, terminando alrededor de 1832 con la muerte de Goethe y Walter Scott. El movimiento, como se ve, comenzó y fue especialmente intenso en Inglaterra y Alemania, Pero su influencia se extendió a toda la cultura occidental y fue especialmente prolongada en América Latina. Observemos además que algunos médicos y pensadores del Romanticismo pueden ser vistos como ejemplos de la Ilustración tardía y viceversa. Los dos momentos culturales se superponen hasta el final de las guerras napoleónicas y el Congreso de Viena (18141815). Por ejemplo, el mismo Napoleón ¿es un déspota Ilustrado o un héroe romántico? Recordemos la historia de Beethoven cambiando la dedicatoria de su Tercera sinfonía (1806), la Eroica, primera plenamente romántica en su catálogo. Borra con agresividad (se puede constatar esto en el manuscrito de la partitura) el nombre Bonaparte y lo reemplaza, dedicando la sinfonía a un hombre, un héroe anónimo. Beethoven pasó de ver en Napoleón un heroico implementador de los ideales de la Revolución Francesa, a verlo como un tirano ególatra que no merecía esa dedicatoria.

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Esta anécdota histórica demuestra que Ilustración y Romanticismo se superponen y se oponen en las primeras décadas del siglo XIX. Algunos de los pensadores que hemos discutido en el capítulo anterior podrían haberse analizado dentro de la medicina del romanticismo, Bichat por ejemplo, pero el Romanticismo muestra unas características culturales decididamente diferentes y contrarias a la Ilustración. Si para el siglo XVIII la guía preceptora fue la razón, para el Romanticismo lo será la imaginación. El poeta inglés William Blake (1757-1827) dice: «La imaginación no es un estado de alma, es la propia existencia humana». Siguiendo su imaginación el hombre romántico gusta de países lejanos o fantásticos, tiempos antiguos y sus ruinas. Busca una naturaleza oscura, profunda, no hollada por la presencia del hombre. Esta naturaleza no es la antigua natura ni lo natural racional del hombre de la Ilustración. De hecho el romanticismo se rebela contra la naturaleza razonada, organizada, etiquetada del siglo XVIII. El Romanticismo se expresa en todos los campos de la cultura. En la pintura: nada más diferente a una obra afrancesada del siglo XVIII que Los fusilamientos del 3 de mayo de Goya. En la música: desde von Weber y Beethoven hasta el mismo Wagner, post-romántico, los compositores sólo producen música esencialmente romántica (de hecho, les costó gran trabajo salir del romanticismo). En literatura, en todas las obras hay un yo romántico, el del autor usualmente o el de un héroe casi mítico, que prima sobre todo. El Romanticismo se expresó intensamente en poesía: libros y libros de poetas que sufren amor y otras cosas con intensidad casi ególatra. Durante el romanticismo poetas, escritores, revolucionarios, y hasta las características niñas pálidas, son héroes de algo: un amor, una patria, un arte o un sufrimiento. El ego, el yo romántico, pasa a primer plano en el primer tercio del siglo XIX; y no deja de ser interesante que en esta tormenta cultural se descubran la célula, el átomo de Dalton (1808) y el ciudadano de las repúblicas liberales: unidades individuales, pequeños yo podríamos decir, del organismo vivo, las sustancias elementales y los estados nacionales. Lamarck inventa la palabra biología en 1801 y en l809 habla de membranas celulares, Schwann y Schleiden formulan la teoría celular de los seres vivos entre 1838-1839: el Romanticismo es un buscador de unidades individuales que forman parte de grandes agregados como compuestos químicos, cuerpos, pueblos y naciones. En esta cultura de pensamientos y sentimientos un poco neblinosos, confusos, la medicina sigue evolucionando, infiltrada de romanticismo. La tuberculosis se convierte en la enfermedad emblemática del artista romántico (por ejemplo Chopin), su «belleza tísica» es casi necesaria al artista. Pero eso señala una nueva actitud ante la enfermedad: el enfermo se identifica con ella, la integra en su ser personal, es parte de su yo; y casi que el enfermo es un ser superior que vive en un mundo de sentimientos especiales,

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exquisitos, en una realidad superior. Escribe el poeta alemán Heine (1797-1856): «Sólo el hombre enfermo es hombre; sus miembros tienen una historia de sufrimiento y dolor, y están como penetrados de espíritu». Aunque este exaltado Romanticismo va perdiendo fuerza a mediados de siglo, es sorprendente la persistencia de sus ideales en la cultura popular. En América Latina el Romanticismo tiene presencia hasta entrado el siglo XX: nada más romántico que el eco becqueriano del primer y más popular Neruda, «Me gustas cuando callas porque estás como ausente […] Me gustas cuando callas y estás como distante / Y estás como quejándote […]». Pero en la historia de las ideas el Romanticismo literario se bifurca a mediados del siglo XIX en Realismo-Naturalismo (Flaubert, Zola) y Simbolismo-Parnasionismo (Baudelaire, Poe). En el pensamiento médico se dejan atrás las extrañas ideas románticas y la medicina se empeña en ser positivista. Y un médico, William James (1842-1910) es uno de los fundadores del Pragmatismo, filosofía que será importantísima para el pensamiento médico del siglo XX. El fantasmal y exótico Romanticismo no detiene la evolución de la medicina como oficio práctico y científico. El comienzo del siglo XIX es época de revoluciones. A finales del siglo XVIII había triunfado la revolución norteamericana y sus padres fundadores (Jefferson, Adams, Franklin et al.) se habían inventado una república democrática y federal cuya constitución afirmaba en su preámbulo el propósito de brindar bienestar público. Esta pequeña —en principio— Unión de Estados, en dos siglos será la primera potencia del mundo y aunque no se reconozca a sí misma hoy como imperio, mucho ha cambiado desde aquellos simples ideales ilustrados del siglo XVIII. Pero indiscutiblemente el mundo ha contemplado la revolución norteamericana y la historia de los Estados Unidos con admiración y envidia. Ya hemos señalado cómo con la Revolución Francesa termina la Ilustración en una brillante fiesta sangrienta. Es sucedida por las guerras napoleónicas que extienden por Europa esa curiosa mezcla de violencia y códigos de leyes. El Congreso de Viena intenta restablecer el antiguo equilibrio pero se sobreviene otra revolución que no permitirá mantenerlo: la Revolución Industrial. A comienzos del siglo XIX han ocurrido cambios tecnólogicos que convierten al artesano en obrero. Estos obreros acuden a los grandes centros de producción y se va formando un proletariado industrial y urbano que transformará la forma de vivir en todos sus aspectos. La Revolución Industrial tendrá un impacto enorme en la medicina, transformándola en muchos aspectos. Se dispara una gran demanda de cuidados médicos para la clase obrera y si el siglo XVIII pensó en salud pública para sus soldados, el siglo XIX tendrá que desarrrollar una salud pública para sus numerosos obreros y se

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impone la necesidad de medidas públicas de higiene. La ineficacia en la terapia para ciertas enfermedades de alta prevalencia en el proletariado (por ejemplo la tuberculosis) llevará a cierto nihilismo terapéutico y a la construcción de grandes nosocomios para distintas clases sociales. La Revolución Industrial supera la capacidad de brindar cuidado médico al proletariado, aparecen voluntariados paramédicos de apoyo y se desarrollará la enfermería moderna. El médico individual y privado, ejerciendo el oficio en su consultorio, va perdiendo protagonismo. Al mismo tiempo, el avance tecnológico llevará a nuevos instrumentos médicos y quirúrgicos. La influencia de la Revolución Industrial es entonces enorme y diversa en sus efectos. Ante esta creciente demanda de cuidados médicos para un proletariado urbano sin muchos recursos, se crean numerosos y cada vez más grandes hospitales públicos. En estos famosos hospitales clínicos se establecen núcleos importantes de pensamiento médico, como la Escuela de París. Con ella se inicia lo que denominamos medicina del Romanticismo, medicina del siglo XIX. LA

ESCUELA DE

PARÍS

La Escuela de París no es un grupo bien definido de médicos ni tienen un pensamiento clínico unitario. Unos pueden ser incluidos y otros excluidos de ella de acuerdo a la perspectiva del historiador de la medicina. Por ejemplo, Bichat, ya lo hemos dicho, casi siempre es presentado como perteneciente a la Escuela de París pero en este texto se prefirió discutirlo en la Ilustración (véase capítulo 8). La escuela de París se define por su característica práctica clínica hospitalaria. Primero, se centra en grandes centros hospitalarios y no en universidades. La Revolución Francesa con sus higienistas y las administraciones bonapartistas, un poco demagógicamente, habían fundado una buena cantidad de hospitales en París. Se calculan en veinte mil las camas hospitalarias en el París de comienzos del siglo XIX: más que todas las camas en la Inglaterra de aquella época. Los médicos de la Escuela de París son clínicos, no profesores universitarios y enseñan con su práctica. Se los puede imaginar uno de cama en cama y de hospital en hospital seguidos por fervorosos discípulos, haciendo lo que llamamos hoy revista clínica académica. De hecho este parece ser el inicio de lo que se conoce como tradición francesa en la pedagogía de la medicina: un médico famoso asiste, casi siempre por filantropía, a un hospital público donde enseña a un grupo de alumnos hospitalarios, y tiene al mismo tiempo un gabinete o consultorio con una práctica privada que le genera la mayor parte de sus ingresos. Este modelo de enseñanza será reproducido en todo el mundo y no cambiará hasta la reforma flexneriana (a partir de 1910) de las facultades de medicina en EE.UU.

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Este tipo de enseñanza alrededor de la cama del paciente produce la más importante característica de la Escuela de París: su admirable habilidad diagnóstica. Este diagnóstico se hace con un examen físico que poco a poco se regulariza y mejora. ¡Y se diagnostica rápidamente, al ojo! De ahí el famoso «ojo clínico» de los viejos médicos a la francesa que hemos conocido hasta mediados del siglo XX. Pero ciertamente la Escuela produce grandes clínicos diagnosticadores, el más célebre Laennec. El problema de este proceso diagnóstico es que se dispara a veces sólo para asombrar a los asistentes y discípulos, y como debía ser rápido empieza a depender de signos patognomónicos de la enfermedad. Hay innumerables signos con célebres epónimos y tríadas, tetralogías diagnósticas: facies de Corvisart, tríada de Charcot, tetralogía de Fallot, etc. El sutil problema del diagnóstico por signos patognómonicos es que a veces no se demuestra ni se comprueba su veracidad por otros medios. El joven médico reconoce el signo que le ha mostrado su famoso profesor y hace el mismo diagnóstico en un acto de fé de discípulo. Esto no es del todo malo y es bastante práctico, en una medicina anterior al laboratorio clínico, a la imagenología contemporánea y a los actuales comités de calidad y auditoría. Pero hoy la clásica semiología francesa es insuficiente, aunque sigue siendo venerada por algunos viejos y sabios profesores. El diagnóstico profesoral y rápido frente a la cama del paciente también pedía una gran fé y confianza por parte del paciente. Curiosamente, esto no parece que era difícil de conseguir porque el enfermo necesitaba, entonces y ahora, confiar en alguien. Si uno está echado en la cama de un hospital público, entre otros enfermos, ¡cómo no confiar en el famoso profesor que lo visita acompañado por fervorosos acólitos y le presta atención a sus sufrimientos! Empieza a crecer la fé ciega en ciertos médicos. Por ejemplo, Napoleón Bonaparte decía de su médico personal: «No creo en la medicina, pero creo en Corvisart». Por último este diagnóstico inmediato y esta confianza del paciente en su médico generaba una práctica clínica osada, que a veces resultaba beneficiosa y a veces no. El famoso doctor y filósofo Cabanis decía que la norma en la práctica de la medicina era «leer poco, ver mucho, hacer mucho». Revisaremos ahora algunos médicos que ejercieron en este característico ambiente de la Escuela de Paris. El primero cronológicamente es Jean Nicolas Corvisart (1755-1821), médico del Hospital de la Charité donde tuvo muchos discípulos. Médico personal, como dijimos, de Napoleón, tras la caída del emperador se retiró completamente de la medicina. Sólo escribió dos libros: uno de cardiología, y otro muy importante que era una traducción del opúsculo (1761) de Auenbrügger, de Viena, sobre la percusión con amplios comentarios clínicos de Corvisart. Esta maniobra semiológica es la primera que permite conocer por percusión digital ciertas patologías del corazón y pulmones sin abrir el tórax. Corvisart enfoca todo su pensamiento médico hacia la lesión orgánica, sin especulaciones y sin

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mucho interés en la investigacion de laboratorio. Es un médico paradigmático de la Escuela de París: su gran interés es el diagnóstico semiológico físico, no escribe grandes tratados, aunque tiene una exclusiva y rentable práctica privada (el emperador) enseña en hospitales e influye decisivamente en muchos de sus discípulos, entre ellos Laennec. Quien sí especula más allá del examen físico es Francois Joseph Broussais (17721838) y prueba de ello es su escandaloso libro Examen de la doctrine médicale généralement adoptée (1806), o sea que pretende discutir con esta obra el pensamiento médico usual en sus días. Se va en contra de Pinel discutiendo su nosografía, especialmente las llamadas fiebres esenciales. Niega que éstas existan y cree, acertadamente, que toda fiebre debe tener una causa y explicación. Broussais por otro lado cree que el mecanismo patológico fundamental es la irritación por causas externas, sobre todo en los sistemas que reciben influencia directa e interna del medio ambiente: sistema respiratorio y sistema digestivo. Postula que todas las enfermedades «generales» se deben a una irritación severa del tubo digestivo, que al paso del tiempo se transforma en inflamación fija. Sus ideas nos parecen hoy simples y exageradas en lo especulativo, pero podríamos ver en ellas el comienzo del pensamiento médico en torno a las patologías alérgicas e inmunes en las cuales efectivamente un elemento externo irrita e inflama las mucosas internas. Broussais ejerció gran influencia en toda Europa con entusiastas seguidores en todos los países. Su poca efectiva terapéutica se basaba en dietas especiales, ayunos y sangrías. En el Hospital de la Charité los discipulos de Corvisart reaccionaron en contra de esta teoría de la irritación como mecanismo común y general a muchas enfermedades, y profundizando el pensamiento de su maestro intentaron conocer y describir lesiones anatomopatológicas específicas bajo la semiología de las distintas enferrmedades. Este pensamiento centrado en la lesión órganica, combinándose con la certera semiología de París, impulsó decididamente el estudio de enfermedades como la tuberculosis y es desde entonces el eje, el cauce central, del pensamiento clínico del siglo XIX. Esto se debe fundamentalmente a dos discípulos de Corvisart: Bayle y Laennec. Gaspard Bayle (1774-1816) dedicó su vida al estudio de la tuberculosis y de ella murió. La tuberculosis es, como dijimos, el problema central de la medicina del Romanticismo, y quizás de todo el siglo XIX. Estudiándola íntimamente innumerables médicos se infectaron y murieron de ella en esa época en la cual no existía ningún tratamiento efectivo. Bayle se opuso al antiguo modelo de esta enfermedad como consunción o tisis, el cual proponía un mecanismo sistémico de agotamiento y destrucción del organismo, quizás después de otra enfermedad, con particular daño del aparato respiratorio. De ahí que la TBC se tratara con medidas generales y nutricionales.

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Bayle definió claramente la tuberculosis como enfermedad del parénquima pulmonar con seis lesiones orgánicas específicas: tuberculosa, granulosa, melanótica, ulcerativa, calcificativa y cancerosa. A pesar de que no se usen ya estas categorías de Bayle, quién haya examinado pulmones tuberculosos en autopsias reconocerá la descripción de lesiones típicas de TBC, respectivamente: lesión nodular grande probablemente cavitada, lesiones miliares pulmonares, lesión tuberculosa en pulmón antracótico, lesión bronquial con destrucción de la pared, lesión crónica calcificada, y probablemente lesiones neoplásicas (?) concurrentes con la tuberculosis, esas serían nuestras descripciones modernas de las lesiones de Bayle. Hay que recordar aquí que Bayle inauguró los estudios modernos sobre la neoplasia con su Traité des maladies cancereuses —Tratado sobre enfermedades cancerosas. ¿Cómo pudo Bayle diagnosticar clínicamente la tuberculosis pulmonar y sus distintas lesiones? Con la auscultación inmediata colocando directamente su oreja contra la pared torácica del paciente. Él inventó esta técnica diagnóstica y la enseñó a sus discípulos de la Charité, añadiéndola al examen físico con percusión descrito por Auenbrügger y Corvisart. Subraya esto la intensa vocación semiológica de la Escuela de París. También explica esto como nuestro médico adquirió de alguno de sus pacientes la infección que acabaría con su vida. Había en la auscultación inmediata un evidente riesgo para el clínico (se sabía que la TBC era contagiosa aunque no se entendía bien el proceso infeccioso). Quien da la solución técnica a este problema es ese genio de la medicina clínica llamado René Théophile Hyacinthe Laennec (1781-1826). Laennec es médico en los hospitales Salpetriére y Necker donde trató a multitud de pacientes pobres que le enseñaron mucha clínica en esos grandes hospitales. En 1816 inventa el estetoscopio en un momento de lucidez que él mismo narra. Fue a examinar a una joven obesa y no pudo hacer el examen de auscultación directa del corazón por «la edad y el sexo» de la paciente —hay que recordar aquí que Laennec, como Bayle, era católico convencido y probablemente respetuoso del pudor femenino. Después de recordar la transmisión de pequeños ruidos a través de sólidos aplicados a la fuente del sonido, enrollando un cuadernillo de papel lo aplicó a la región precordial de la obesa señorita poniendo su oreja al otro extremo: escuchó los latidos del corazón claramente. Inmediatamente captó el significado del descubrimiento para oír los ruidos torácicos relacionados con aquellas lesiones pulmonares y cardíacas que él mismo, Bayle y Corvisart habían estudiado semiológicamente. Hay que recordar que en medicina, semiología es el diagnóstico de la enfermedad por síntomas del paciente y signos en el paciente que el médico observa, ve, palpa, escucha. Aquí por primera vez en la historia de la medicina se coloca un instrumento para escuchar un órgano del enfermo y se escucha directamente la víscera, no el paciente.

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Así como el descubrimiento de la circulación de la sangre cambia abruptamente el paradigma en que se pensaba la biología humana, el estetoscopio de Laennec cambia de manera inmediata el paradigma de la medicina clínica. Laennec, que era en muchos aspectos un tradicionalista, se consideraba personalmente un hipocrático. Y no se da cuenta que su invento menoscaba la relación hipocrática con el paciente: hay que hacer callar al paciente para escuchar mejor la víscera. Un médico de la época, el alemán Voltz dirá: «el enfermo se ha convertido en una cosa». De aquí en adelante se han interpuesto múltiples instrumentos entre paciente y médico para diagnosticar mejor la enfermedad: estetoscopios, laringoscopios, oftalmoscopios, rayos X, escanógrafos, etc. Todo esto cambia la práctica médica irremediablemente, no hay ya marcha atrás: el médico no debe ser sólo buen escucha de su paciente sino también hábil operador de aparatos diagnósticos y habrán médicos que se especializarán en el uso de estos instrumentos diagnósticos a veces sin conocer bien al paciente (por ejemplo, el endoscopista hoy conoce mejor la mucosa del estómago del paciente que al mismo paciente), aumentará el costo de la consulta médica por el precio del instrumento diagnóstico,etc. Indudablemente el buen Laennec no adivinó todos los efectos de su invento. Pero de que fue útil, el estetoscopio lo fue sin duda alguna. Laennec escribe un extenso texto (900 págs.) sobre su descubrimiento, Traité de l´auscultation médiate (1819) o sea Tratado de la auscultación mediata. En él describe el diagnóstico auscultatorio de la bronquitis, neumonías diversas y tuberculosis entre otras patologías. Laennec es no sólo un afortunado inventor sino un gran clínico cuyas descripciones son inmejorables. La cirrosis que descubrieran los alejandrinos, sus antiguos antecesores en el hallazgo de lesiones orgánicas concretas y particulares (véase capítulo 4), pasa a llamarse cirrosis de Laennec. Incidentalmente Laennec murió de tuberculosis como Bayle, Bichat y muchos otros: la medicina era verdaderamene peligrosa para el médico en aquellos tiempos. El último médico de la Escuela de París que vamos a reseñar es Pierre Louis (17871872). Cuando era un joven médico militar de los ejércitos napoleónicos le tocó vivir la trágica retirada de Rusia cuando Bonaparte fue derrotado por el general Invierno. Esta horrible experiencia le produjo un justificado nihilismo terapéutico y pesimismo sobre los prepotentes sistemas generales de medicina. No creyendo en verdades médicas absolutas, propuso la verdad aproximada o provisional como necesaria para la clínica. Creó lo que llamó método numérico para las decisiones en medicina. Afirmó: «Precisamente por la incapacidad de juzgar cada caso individual con certeza, es necesario contar». El prudente escepticismo de Louis lo llevó a recoger y cuantificar innumerables casos clínicos y de autopsia y sólo a partir de estos resultados llegar a

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conclusiones médicas. Por ejemplo, probó de manera indiscutible la ineficacia de la sangría terapéutica y esto si dio muerte a esa vieja prácica terapéutica. Precisó con su método numérico la descripción de la fiebre tifoidea y otros problemas clínicos. A pesar de estos evidentes resultados, su méthode numerique fue controvertido largamente. Nos parece similar la situación a algunas críticas actuales de la medicina de evidencia: los médicos prefieren creer en métodos y verdades absolutas a creer en números y verdades parciales útiles. Es como si necesitaramos de certezas, quizás falsas, para enfrentarnos a la enfermedad y a nuestra incertidumbre. Louis había aprendido en la retirada de Rusia que esas verdades médicas absolutas no existen. Es un brillante predecesor de la actual medicina de evidencia. Los médicos de la Escuela de París viven una nueva experiencia clínica tras los fallidos sistemas racionales de la Ilustración. Hay que agradecer la descripción concreta, sincera y precisa que hacen de sus logros y fracasos. Su semiología y su gran capacidad diagnóstica hacen que la Escuela de París, la primera del siglo XIX, tenga una gran influencia en toda Europa. Muchos estudiantes de medicina acudían a la capital de Francia a completar sus estudios clínicos, sobretodo por la posibilidad de trabajar y estudiar en sus grandes hospitales. Se dice, por ejemplo, que Laennec tuvo 300 discípulos extranjeros. Uno de los «estetoscopistas» que se entrenaron con Laennec, Thomas Hodgkin, nos lleva a hablar de la medicina al otro lado del Canal de la Mancha. MEDICINA EN INGLATERRA Londres va camino a convertirse en la la ciudad más grande del mundo, con una población cercana al millón de habitantes en esos años, y en ella la Revolución Industrial había concentrado un proletariado urbano en pésimas condiciones humanas. Sólo hay que conocer la juventud de Charles Dickens y leer sus clásicas novelas para conocer lo mal que vivían los pobres en la Inglaterra del siglo XIX. Los hospitales londinenses eran más viejos que los nuevos hospitales de París: Saint Bartholomew, Saint Thomas y otros de origen medieval, el más moderno el Guy´s Hospital fundado por el filántropo Guy en 1721. Desde 1750 estos hospitales recibían algunos estudiantes de medicina pero a veces los directores, no médicos y frecuentemente filántropos voluntarios, no estaban muy de acuerdo con esta situación porque sentían que disminuía el prestigio del hospital (los convertía en hospitales públicos, de caridad). Esta tensión entre el rol del hospital privado con pacientes que pagan y quienes no pueden ser usados en la enseñanza y el rol del hospital público abierto a la enseñanza, está presente en la medicina desde esa época hasta hoy.

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La enseñanza clínica en Londres era entonces menos organizada que en París, pero de todas formas produjo algunos eminentes médicos de gran importancia en la historia de la medicina. Los más famosos, los «tres grandes hombres de Guy´s»: Hodgkin, Addison y Bright. Thomas Hodgkin (1798-1866) era cuáquero y por no ser anglicano le estaba vedada la entrada a las tradicionales (oxbridge) universidades inglesas. Estudió en Edimburgo, Escocia, e interrumpió sus estudios por un año para estudiar en París. Allí aprendió de Laennec el uso del estetoscopio y la nueva semiología. Volvió a Londres y enseñó en el hospital Guy´s patología y diagnóstico a lo París. Es justificadamente famoso por haber descrito lo que se ha llamado después Enfermedad de Hodgkin, un curioso tipo de linfoma que aún se discute si es verdaderamente un linfoma o no. Esto lo hizo en un estudio modestamente titulado On some morbid appearances of the absorbent glands and spleen (1832), traducido como Sobre algunos aspectos patológicos de ganglios y bazo. Esta es una observación concreta de una enfermedad particular que conlleva agrandamiento de órganos linfáticos uno tras otro por cercanía anatómica, no comportándose como otros linfomas y leucemias de aparición o crecimiento más sistémico; en otras palabras se disemina como neoplasia epitelial y muestra una conducta biológica muy particular. Esta enfermedad ha fascinado a los oncólogos por más de ciento cincuenta años. Hodgkin la descubrió en una hazaña de observación patológica con cuidadosas historias clínicas en sus casos propios. Es por esto una aplicación típica de la muy concreta clínica que aprendió en París, acompañada de un excelente estudio anatomopatológico. Tan excelente este estudio que aún sobreviven algunas preparaciones patológicas originales de los casos de Hodgkin. Lo interesante es que hace unos veinte años se prepararon nuevas placas para examen microscópico del material original de Hodgkin y aproximadamente una cuarta parte de sus casos son en realidad tuberculosis (el diagnóstico clínico diferencial entre TBC y Hodgkin es en ocasiones difícil, aún hoy). Thomas Hodgkin como buen cuáquero tenía gran interés en la educación de la clase obrera y en Guy´s no fue bien visto que apareciera un día con un aborigen americano «semi-desnudo» como paciente (!). De Thomas Addison (1793-1860) profesor de la asignatura Medicina práctica en Guy´s, junto con Bright, se dice que era un agudo observador con lenguaje y dicción extremadamente cuidadosos. En 1855 describe con gran precisión clínica dos tipos especiales de anemia: una sin lesión orgánica apreciable de evolución crónica y rebelde al tratamiento, que luego será llamada anemia perniciosa; otra asociada a atrofia de las adrenales con coloración melanótica de la piel, luego llamada enfermedad de Addison. Estas dos enfermedades son aún hoy difíciles de diagnosticar y la cuidadosa descripción de la segunda sentó las bases de los estudios modernos de endocrinología.

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Obsérvese que la descripción de la enfermedad de Addison parte de un rasgo clínico, la anemia, para pasar semiológicamente por la piel oscura y llegar a la atrofia de las suprarenales: nada ilustra mejor el esfuerzo clínico y anatomopatológico de la medicina del Romanticismo. Incidentalmente el presidente de los EE.UU, John Kennedy (+1963) sufrió de enfermedad de Addison secundaria al uso crónico de cortisona por lumbalgia: nada ilustra mejor el camino de la agresiva terapia del siglo XX con posibles daños iatrogénicos. Addison y Hodgkin son justificadamente famosos por lo que hemos narrado pero, a nuestro juicio, el más importante para la historia de la medicina de los hombres de Guy´s es Richard Bright (1789-1858), paradójicamente el menos conocido. Bright, como Addison y Hodgkin, se graduó de médico en Edimburgo y fue profesor de Guy´s Hospital. Sus escritos clínicos incluyen la descripción de una multitud de diversas enfermedades: atrofia amarilla aguda del hígado, diarrea grasa por falla pancreática, convulsiones focales, cambios pulmonares en la tosferina, quistes hidatídicos, etc. El que todas estas condiciones estén todavía en nuestro catálogo (por así decirlo) diagnóstico prueba que el doctor Bright, en la primera mitad del siglo XIX y nuestra medicina actual, comparten un mismo discurso patológico. Podemos entender sus descripciones y lesiones sin mayor esfuerzo. Pero donde brilla su inteligencia clínica es en la descripción de la que fue llamada por muchos años enfermedad de Bright: insuficiencia renal crónica por glomerulonefritis. Hay que seguir su descripción de este hallazgo para comprender su genialidad. Desde finales del siglo XVIII con el descubrimiento de los digitálicos (véase capítulo 8) se sabía que estos eran útiles en algunas hidropesías y en otras no. Bright estudió por autopsia casos de hidropesía y descubrió que algunos se acompañaban de corazón grande (en las que eran útiles los digitálicos) y otros de riñones pequeños, nodulares. Describió detenidamente las lesiones renales de estas hidropesías y llegó a la conclusión de que siendo parecidas clínicamente presentaban tres tipos de riñones patológicos: la mayoría eran riñones pequeños, duros, nodulares, lo que corresponde a lo que fue llamado propiamente enfermedad de Bright, hoy llamada glomerulonefritis con falla renal crónica; otros eran riñones grandes, pálidos, edematosos (lo que parece corresponder a nuestro sindrome nefrótico) y algunos pocos de tamaño promedio, manchados o veteados (que podrían corresponder a insuficiencia renal aguda por necrosis tubular aguda o, menos probablemente, glomerulonefritis aguda). Hasta aquí esto sería un buen estudio anatomopatológico de lesiones renales con edemas generalizados (hidropesía), pero Bright descubrió que en todos esos casos el calentar la orina de los pacientes dejaba un residuo blanco y ópaco que resultó ser albúmina, proteína parecida a la clara de huevo. Lo que desde entonces se llamó

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albuminuria era, y lo es aún, signo de daño renal crónico. Bright, además de descubrir un grupo grande y diverso de lesiones renales, había dado con la primera prueba de laboratorio que se podía hacer junto a la cama del paciente para confirmar un diagnóstico que antes se podía hacer sólo en la autopsia. En otras palabras, ante un paciente con edemas generalizados, hidropesía, se calentaba en una cucharita una muestra de orina (luego se hizo con ácido sulfosalicílico y por otros medios): si se detectaba albuminuria la enfermedad era de origen renal. Se había iniciado lo que llamamos hoy medicina de laboratorio, patología clínica. Esto es tan importante como el invento del estetoscopio: se había encontrado un método diagnóstico, una prueba de química clínica, para estudiar una viscera oculta al examen fisico, el riñón. Bright abrió dos pabellones para enfermos renales en el Guy´s Hospital con un gabinete separado para pruebas físicas y químicas de la orina. Además entonces de describir la tríada que se llamó enfermedad de Bright (edemas generalizados, riñones pequeños nodulares y albuminuria en orina) inauguró lo que llamamos hoy laboratorios de investigación clínica. El examen fisicoquímico y biológico de líquidos corporales o muestras del organismo del paciente es en la actualidad la piedra clave del diagnóstico médico. Esto tiene su origen en la práctica hospitalaria de Bright. A los pocos años se recomendará a los médicos que lleven en sus maletines de consulta domiciliaria además del estetoscopio, una pequeña cucharita metálica con un mechero portátil para calentar la orina. En las Islas Británicas hay otros médicos importantes que no podemos dejar de mencionar: Parkinson que descubre la paralisis agitans que lleva su nombre; Stokes, estetoscopista temprano que hizo importantes observaciones en la patología pulmonar y describió lo que llamaremos después respiración de Cheyne-Stokes; Corrigan, quien estudió con el estetoscopio y pulso la insuficiencia valvular aórtica, y con ellos otros muchos. Todos estos clínicos de París, Londres y sus seguidores de toda Europa, tienen una nueva experiencia de la enfermedad durante el Romanticismo o la primera mitad del siglo XIX. Libres de los sistemas extremadamente racionalistas del siglo XVIII se acercan al paciente en su cama hospitalaria y describen una nueva semiología, una nueva constelación de signos y síntomas en multitud de enfermedades. Esto lo hacen buscando e imaginando, como buenos románticos, lesiones orgánicas concretas y particulares bajo sus nuevas descripciones semiológicas. Al mismo tiempo usan nuevos instrumentos diagnósticos como el estetoscopio y pruebas de laboratorio clínico (albuminuria en orina) en su exploración clínica, dejando atrás exagerados sistemas especulativos racionales de la Ilustración como los de Haller y Stahl. Lo que ocurre en este comienzo del siglo XIX es otro ejemplo histórico del abandono de sistemas no satisfactorios por una nueva

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experiencia que genera a su tiempo nuevos experimentos. No hicieron grandes descubrimientos anatómicos y fisiológicos: miraron al paciente con una nueva mirada clínica, mirada que la medicina contemporánea ha heredado. Aquí se inicia nuestra medicina contemporánea de los siglos XIX y XX, los viejos sistemas han quedado atrás. Sobre esta nueva mirada clínica hay una historia interesante que contar. En Edimburgo, como ya hemos anotado alma mater de eminentes y heterodoxos clínicos educados por fuera del conservador sistema de las universidades inglesas (por razones religiosas en muchos casos), surgió una prolífica familia de médicos, los Bell. Fundada por Benjamín Bell a finales del siglo XVIII, los Bell más famosos durante el Romanticismo fueron John y Charles. Ambos fueron excelentes cirujanos, anatomistas y dibujantes. John se destacó como cirujano vascular ligando en varios pacientes arterias carótidas, ilíacas y glúteas cuando esto era una verdadera hazaña quirúrgica sin buena anestesia y con tiempos quirúrgicos muy cortos por la hemorragia. De todas estas hazañas dejó excelentes ilustraciones. Charles, también excelente dibujante, hizo la clásica descripción de la parálisis del nervio facial llamada de Bell. Insistimos en que ambos eran excelentes dibujantes y quizás, debido a esto, grandes observadores y diagnosticadores clínicos. El último de los Bell, Joseph (1837-1911) fue profesor de Arthur Conan Doyle. Este Bell era reconocido por sus agudas observaciones diagnósticas hechas a partir de insignificantes detalles personales del paciente: su postura, el color de su piel, su vestimenta, etc. Pues este último Bell es el modelo de Conan Doyle, díscipulo suyo, para el célebre detective ficcional Sherlock Holmes. Hoy en muchas escuelas de medicina se aconseja leer los casos de Holmes para entender el pensamiento diagnóstico clínico. Por ejemplo, se debe meditar la célebre frase de Holmes: «Mi querido Watson» —dice a su compañero de aventuras, quien era médico y lento en la deducción (!)— «después de descartado lo imposible, lo que quede, por poco probable que sea, debe ser la verdad». Esta afirmación de Sherlock Holmes es clave para la lógica diagnóstica de nuestros días, popperiana y pragmática: deben irse descartando hipótesis falsas para quedarse con la no probada falsa y que debe ser útil al cuidado médico del paciente. Podemos imaginar que el observador pensamiento clínico de Bell pasó por la literatura de su discípulo Conan Doyle para enseñarnos los secretos de su detectivesca habilidad diagnóstica. La nueva mirada clínica y diagnóstica del siglo XIX está en los fundamentos de nuestra medicina contemporánea. MEDICINA GERMÁNICA Pero ante esos grandes avances diagnósticos, la terapéutica se había quedado atrás. Tenemos que volver a Europa Central para reconocer algunos fértiles (n.b.) «fracasos»

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médicos. En Alemania durante el Romanticismo la medicina es una confusa mezcla de Naturphilosophie con sus ideas de naturaleza unitaria y espiritual con diversos sistemas de terapia médica: mesmerismo, hidroterapia, homeopatía, frenología, etc. Quizás ante tantas terapias futiles muchos médicos germánicos se dedicaron a las ciencias básicas y la fisiología (Purkinje, Müller y otros). Este trabajo en las ciencias básicas dará sus mejores frutos en la siguiente generación con Virchow y otros. Pero en Viena ocurren ciertos fracasos, o mejor, frustaciones médicas de gran importancia para el futuro. El líder del pensamiento patológico en Viena era el médico Karl von Rokitansky (1804-1878) quien dio preeminencia al estudio de la anatomía patológica en el curriculum médico. Los estudiantes de medicina en Viena realizaban gran número de autopsias y veremos más abajo la historia de un triste resultado de esta labor, la fiebre puerperal. Pero Rokitansky no estaba equivocado en la idea de que la enseñanza de patología anatómica, no anatomía normal, era la base fundamental de los estudios de medicina y la autopsia, su principal instrumento pedagógico. Este modelo curricular fue válido por doscientos años y sólo en los últimos tiempos ha sido cada vez más escasa la realización de autopsias por estudiantes. Muchos profetizan hoy la desaparición de la autopsia académica, tema ampliamente discutido en las revistas y congresos de patología y pedagogía médica. El mismo Rokitansky hacía unas mil quinientas necropsias anuales y se calcula que durante su vida alcanzó a realizar o supervisar entre sesenta mil y cien mil (!). Publica su gran Manual de patología (1842-1846) que se esperaba fuera la summa patológica de la época. Pero nuestro laborioso patólogo estaba equivocado en la interpretación de sus hallazgos: fue el último gran humoralista, creía que toda lesión orgánica estaba precedida en el tiempo por una discrasia (desequilibrio) en la sangre. Todo su gran sistema de interpretación de la enfermedad queda destruido ante la obra de Virchow, Patología celular, publicada en 1858. Rokitansky era un buen patólogo, hizo importantes observaciones sobre úlcera péptica y malformaciones congénitas: su mala suerte lo hizo contemporáneo de Virchow, ese coloso de la medicina. Si hubiera nacido unas décadas atrás su obra merecería mejor fama (all is timing, lo importante es lo oportuno, como se dice en el teatro norteamericano). Rokitansky apoyó e hizo nombrar profesor a un humilde médico, hijo de un herrero de Bohemia, Joseph Skoda (1805-1881). En la tradicionalista Viena todavía se enseñaba en latín y Skoda, como Paracelso trescientos años antes, empezó a enseñar en alemán. Se dedicó al estudio de enfermedades pulmonares y fue muy apreciado por sus pacientes. Al morir, su funeral fue acompañado por una multitud agradecida con antorchas. Lo interesante es que Skoda ante las inútiles y peligrosas terapias de su época exhibió un profundo y prudente escepticismo. Sus prescripciones médicas se limitaban a cambios

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dietéticos y cuidados generales. Esto generó en sus discipulos lo que se llamó el nihilismo terapéutico de la segunda Escuela Vienesa (la primera escuela fue la del siglo XVIII, la de Auenbrügger descubridor de la percusión que Corvisart en Francia popularizara después). Esta posición médica, el nihilismo terapéutico, nos sorprende porque hoy vivimos una medicina que pretende hacer mucho, y a veces lo realiza con daño iatrogénico. Recientemente se publicó un libro de un médico, profesor de Harvard, Jerome Groopman, How doctors think —Cómo piensan los médicos—, que hace lista de algunos errores que los clínicos actuales cometen en su pensamiento clínico. Uno de los errores más frecuentes y serios, es pensar que siempre hay algo que hacer frente al paciente. En medicina muchas veces no hay nada que hacer y muchas veces no se debe hacer nada. Skoda creía esto a mediados del siglo XIX en Austrohungría. El nihilismo terapéutico de Skoda será posteriormente visto con desprecio y un poco de burla. Pero para aquellos tiempos, sin anestesia y con pobre cirugía, con sólo un puñado de drogas útiles, antes de los antibióticos y antineoplásicos, era quizás la posición terapéutica más apropiada. Se diagnosticaba la enfermedad, se pronosticaba su curso y se le daban cuidados generales al paciente esperando su «crisis» y sanación. De seguro morían muchos más pacientes bajo otras terapias más agresivas. De tal forma que el pensamiento de Skoda no puede juzgarse sólo como pesimista ante el fracaso de la terapéutica de su época, era quizás la mejor y más prudente posición médica ante muchas enfermedades de mediados del siglo XIX. El testimonio de sus conciudadanos nos dice que era un médico muy apreciado: su sentido funeral, sin ironía, lo prueba. Entre los fracasos patológicos y frustaciones terapéuticas en Viena, la historia más trágica es la de Ignaz Semmelweis (1818-1865). En Viena los partos hospitalarios, probablemente complicados, eran atendidos en el hospital obstétrico más grande del mundo, el Allgemeines Krakenhaus. En este centro la fiebre puerperal, o sea sepsis post-parto, llegaba a causar hasta un 30% de mortalidad en algunos registros. En el hospital existían dos pabellones separados: el Uno, donde se entrenaban en obstetricia los estudiantes de medicina, y el Dos donde se entrenaban comadronas. El pabellón Uno era supervisado por un Dr. Klein, y ahí fue nombrado ayudante el joven Semmelweis en 1844. Este observó algo que al parecer era ya conocido entre el pueblo llano, la mortalidad por sepsis era mucho más alta en la unidad donde acudían los estudiantes de medicina. Reunió estadísticas que mostraron entre 1841 y 1846 una mortalidad por fiebre puerperal de 9.9% en el pabellón Uno y de 3.9% en el pabellón Dos, el de comadronas. Semmelweis estaba seguro de la significancia de la diferencia, que no gustaba a Klein, pero no podía explicarla. Un accidente le dio la clave. Un médico forense se

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causó una pequeña herida en una autopsia y desarrolló una enfermedad similar a la fiebre puerperal, probablemente septicemia por un gram negativo. Recordemos que en ese momento no se reconocían las bacterias como causa de infecciones humanas, pero Semmelweis se convenció de que algún material putrefacto o contagioso de la autopsia producía en ambos casos (el forense y las parturientas) la enfermedad. En mayo de 1847 obligó a los estudiantes de medicina, que a veces venían directamente de la morgue, a lavarse las manos con hipoclorito de sodio antes de atender a las parturientas. La mortalidad por fiebre puerperal disminuyó sensiblemente. Semmelweis presentó sus resultados. Muchas autoridades médicas no creyeron en ellos. Ha sido siempre difícil aceptar el rol de los médicos y el personal de salud en la transmisión de enfermedades. Klein fue especialmente hostil a su joven ayudante, quizás por celos. Semmelweis regresó a Hungría, su país natal, donde prosiguió defendiendo sus ideas que nunca fueron aceptadas del todo durante su vida. Practicó en Budapest la obstetricia y ahí describió que limpiar las manos con cloro disminuía la fiebre puerperal a una prevalencia menor del 1%. Fue criticado y despreciado por el establishment médico. Su final fue dramáticamente triste. Se volvió alcohólico y en 1865 presentaba signos de demencia. Fue internado en un manicomio de Viena donde se agitó, siendo maltratado y golpeado por los guardianes, muriendo dos semanas después. La leyenda afirma que desarrolló una infección en un dedo y murió de sepsis, la enfermedad que había estudiado y logrado prevenir. Investigaciones recientes han demostrado que triste y simplemente murió a causa de los golpes de sus guardianes en la clínica siquiátrica. Años después se han erigido innumerables monumentos a Ignaz Semmelweis. La medicina había avanzado entonces mucho en el diagnóstico de las enfermedades durante la primera mitad del siglo XIX, pero los fracasos en la terapéutica habían producido cierto pesimismo y alguna prudencia entre los médicos. Toda esta valiosa experiencia clínica del Romanticismo no había logrado explicar el mecanismo de las enfermedades ni se conocía con certeza cómo intervenir en el proceso patológico diagnosticado. Con el pensador Isidore Auguste Comte (1798-1857) aparece el Positivismo que insiste en que cada ciencia, y la medicina luchaba por ser considerada ciencia, tiene su método propio y debe fundamentarse en datos ciertos de los sentidos. Heredero era el Positivismo de aquel Empiricismo de Locke, discípulo de Sydenham (véase capítulo 7). Diríamos que la medicina deja a un lado su afán terapéutico y estudia sus raíces científicas, la realidad que subyace a la clínica. El importante historiador de la medicina Ackernecht ha dicho que si en la Edad Media existía una «medicina de biblioteca» (Galeno) que perdura con sus sangrías hasta comienzos del siglo XIX, la primera mitad de este siglo cultivará una «medicina hospitalaria» y la segunda mitad

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una «medicina de laboratorio», que ya se había iniciado con Richard Bright. Dirá Claude Bernard en esa segunda mitad del ochocientos: «Yo considero al hospital sólo como el vestíbulo de la medicina…el verdadero santuario de la medicina es el laboratorio». No puede haber afirmación más inmersa en el Positivismo. EL CONCEPTO DE CÉLULA Ya hemos dicho que en Alemania se cultivaban las ciencias básicas (anatomía microscópica, fisiología, embriología, etc), quizás como efecto de los pobres resultados en la terapéutica médica, desde comienzos de siglo. Este fue el momento histórico en que aparece el médico más importante del siglo XIX, Rudolph Virchow (1821-1902). La obra de Virchow no es comprensible sin los adelantos en ciencias básicas en la Alemania de la primera mitad del siglo XIX y sin las mejoras técnicas hechas al microscopio. La aberración cromática hacía que, por refracción de la luz, los objetos se vieran al microscopio, rodeados por un halo irisado. Esto fue solucionado por Dollond en el siglo XVIII con una combinación de lentes que refractaban en oposición anulando la aberración cromática: la visión microscópica se hizo menos colorida y brillante, quizás menos apta para ver preciosuras microscópicas, pero más precisa. La distorsión esférica hacía que se deformara el tamaño de lo observado, sobretodo hacia los bordes del campo del objetivo. Se solucionó con lentes más planos y mejor pulidos en el siglo XIX. Además se inventó el objetivo de inmersión que permitió mayor aumento. Todo esto llevo a una mejor visión microscópica. Pero todavía no existía el concepto, el instrumento conceptual y cultural, que permitiera entender lo que se veía por el microscopio. El concepto de célula tuvo una lenta maduración en las investigaciones biológicas del Romanticismo, sobre todo en Alemania. Ya entre los pensadores de la Naturephilosophie en l805 alguien opina (Okenfuss) que los seres vivos están formados por aglomeraciones de «células». La idea de célula se gestó primero en la botánica. El botánico inglés Robert Brown (1773-1758) es recordado en biología por tres cosas: describe el caótico movimiento browniano de pequeñas partículas que tanto estudiaría después la física moderna; llama núcleo (de nux, nuez en latín) al corpúsculo que constantemente encuentra dentro de las «celdas» vegetales; y su muerte liberó una fecha reservada con anterioridad para que Darwin presentara sus hallazgos y teoría en la Linnean Society de Londres (esto ocurrió una semana antes que Darwin recibiera la comunicación del desafortunado Wallace, codescubridor olvidado de la evolución, sobre el mismo problema). Quien claramente formula la idea que todos los seres vegetales están formados por células es el botánico alemán Schleiden en 1838. Un poco después Theodor Schawnn,

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médico, descubridor de la pepsina gástrica e inventor del término metabolismo, extiende el concepto a todos los animales. Después de Schleiden y Schwann los científicos comprenden lo que se veía al microscopio: todos los seres vivos están formados por células. Es interesante que durante mucho tiempo se hayan observado células al microscopio, pero sólo cuando se formula la idea, se entiende lo que se ve. Aquí ocurre otro súbito cambio de paradigma: los seres vivos son construcciones de unidades elementales llamadas células, a pesar de nuestra conciencia propia de seres únicos integrales. Aún hoy la idea de célula no deja de maravillarnos. Podríamos parafrasear a Neruda y preguntarnos: célula sobre célula, ¿dónde está el hombre? Y aunque el concepto ya ha entrado a todos los ámbitos culturales, es sorprendente que muchos hombres y mujeres en la actualidad no lo entienden. De ahí que el decir que tumores y cáncer son procesos celulares, no es plenamente comprendido por muchos de nuestros pacientes. Seguidamente Schawnn y otros se hacen una pregunta prematura para su momento científico: ¿cuál es el origen de las células? Decimos que es una pregunta prematura porque sin otros datos observacionales comienzan a especular que las células se originan de un líquido primigenio, el blastema. Schwann mismo decía que el blastema era una substancia sin estructura que yacía dentro y entre las células. Este concepto especulativo sobrevivió como protoplasma celular en la biología contemporánea. Hoy, luego de estudiar la estructura subcelular en la biología molecular, casi nadie usa esa palabra. Los biólogos de aquella época querían dar substancia a la vida y se imaginaron ese inexistente blastema bajo las células y dando origen a ellas. Eso lleva a interpretaciones equivocadas en medicina. Por ejemplo, Rokitansky opinaba que desequilibrios (discrasias) en la sangre llevaban a alteraciones del blastema, que a su vez originaba células que luego producían la lesión orgánica causante de la enfermedad. En cuanto a la inflamación, como dice el refrán español «oían campanas pero no sabían dónde». Pensaban que el «humor» purulento llegaba al sitio inflamado y se separaba en glóbulos, formados in situ y de novo, que se recogían o reunían en el pus local. En estos errados conceptos del siglo XIX reconocemos algunos términos que todavía usamos: a los leucocitos los llamamos «glóbulos» blancos y esperamos que se «recoja el pus» en un absceso para drenarlo. Nuestra perspectiva científica es producto de innumerables equivocaciones. VIRCHOW Entre l847 y 1848 Virchow cambió el anterior modelo o paradigma de inflamación. Descubrió que las células del pus eran las mismas células blancas de la sangre. La

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acumulación de células blancas fue llamada por Virchow leucocitosis y la proliferación descontrolada de ellas leucemia. Virchow fue un genial y afortunado nomenclator, todavía usamos decenas de palabras que él se inventó. En 1848, año del Manifiesto Comunista que comienza diciendo «un fantasma se cierne sobre Europa», Virchow acabó con el fantasma del blastema. Expresa nuestro padre de la patología su famoso aforismo: omnis cellula e cellula, todo célula proviene de otra célula. Y siendo las células el fundamento estructural y funcional de todo ser vivo, toda enfermedad debe ser explicada dentro del paradigma celular, con las entidades celulares que nos forman y por los cambios que ocurren en ellas. Virchow siempre consideró la perspectiva social y política de los fenómenos y dirá que los seres vivos y el hombre somos democracias celulares, repúblicas de células. Toda la medicina fue virchowniana por cien o más años. Hoy somos post-virchownianos: creemos que las células son comunidades de organelas y macromoléculas. Aún faltaba mucho en la época de Virchow para llegar a esa perspectiva de la realidad biológica. Virchow estableció un paradigma celular que electrizó a la medicina, como el Manifiesto Comunista a Europa en 1848. Pero hay que narrar la larga vida de este científico para entender su pensamiento médico, político y antropológico, importante para esas tres provincias de la cultura y la historia humana. Y luego intentaremos resumir sus logros en patología y medicina. Virchow nace en Schievelbein (ahora Koszalin, Polonia), ciudad pequeña en Pomerania, región de la antigua Alemania del Este relativamente poco desarrollada. De familia pobre, estudió medicina becado. Tuvo grandes profesores como al mismo Johannes Müller, el fisiólogo, y Froriep, prosector de autopsias en La Charité de Berlín. Ya en 1845 afirma Virchow en una conferencia que la medicina debe fundamentarse en la exploración clínica, la experimentación animal y la anatomopatología macroscópica y microscópica. En 1846 lo nombran jefe de autopsias en el antes mencionado hospital berlinés. En 1847 funda la revista de patología que aún se publica hoy (el más reciente número es el volumen 452, enero de 2008) como Virchows Archiv. En ese año, y quizás desconociendo su posición política liberal de izquierda, es enviado por el gobierno a Silesia a estudiar una epidemia de tifo exantemático. Su conclusión es que la epidemia se debe a las pobres condiciones de vida de los mineros, su hacinamiento y mala nutrición. Sus recomendaciones para mejorar esta situación son desoídas quizás porque ha llegado el ya mencionado año 1848 del Manifiesto Comunista: las calles de toda Europa son ocupadas por manifestaciones revolucionarias. Se acusa a Virchow de participar en ellas (la leyenda afirma que fue visto en una barricada) y la reacción política lo despide de todos sus cargos. Después de ser un desempleado más, es llamado por la Universidad de Wurzburgo para ocupar la primera cátedra de patología anatómica

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de toda Alemania. No es esto un gran triunfo para Virchow pues esta Universidad estaba recién fundada, no era para nada famosa y además estaba situada en la conservadora Bavaria católica donde nuestro liberal patólogo no se sentiría a sus anchas. Pero ahí pasó años felices: se casó, nacieron sus primeros hijos, publicó, investigó y educó mucho convirtiendo la modesta facultad en un reconocido centro académico. Durante esos años elaboró todas sus ideas sobre la patología celular que como hemos narrado, había ya propuesto entre 1847-1848. En 1856 es llamado a Berlín a dirigir el Instituto de Patología de su Universidad. Aquí tiene numerosos y luego famosos discípulos, se extiende su fama mundial de sabio profesor y publica en 1858 su obra cumbre y clásico de la medicina: Die cellularpathologie. Repetimos, cuatro libros sustentan el pensamiento médico moderno: La Fábrica, el Motus cordis, el De sedibus y la Patología celular. Son los textos fundacionales de nuestra medicina. Su interés en la política y la antropología sigue creciendo. En 1860 es co-fundador del Partido Progresista, es elegido representante al Parlamento prusiano y llega a ser líder de la oposición al canciller de Hierro, Bismarck. Se dice que sus posiciones políticas casi lo llevan a un duelo con pistolas. Bismarck unifica Alemania y se funda el Imperio Alemán en 1871. Con el triunfo de la derecha la carrera política de Virchow finaliza. La antropología ocupa la última etapa de su vida. En 1879 acompaña a Schliemann en las excavaciones de Troya en Turquía. Pero su más importante investigación antropológica incluyó características físicas de, se dice, seis millones de niños alemanes y un cuidadoso estudio de la base del cráneo de restos humanos en Alemania. Esta investigación es importante porque comprobó que no existía una «raza» germánica con características físicas comunes. Esta idea está muy en la línea de la antropología actual que no cree en el concepto de raza como concepto científico. Pero llevó a que Hitler prohibiera la publicación de la obra de Virchow cincuenta años después. Virchow fue productivo hasta una avanzada edad y murió quince días después de romperse la pierna al bajar apresuradamente de un tranvía. Se supone que murió de «problemas vasculares» y podemos especular que desarrolló una trombosis venosa o grasa con tromboembolismo pulmonar como muchas personas de la tercera edad con fractura de miembros inferiores. Casualmente este problema de la trombosis con tromboembolismo es uno de los aspectos más brillantes de las investigaciones de Virchow. Pasaremos revista ahora a los principales elementos de su pensamiento médico y patológico. Ya hemos visto cómo armado del concepto de célula propuso que los «glóbulos» blancos en el sitio inflamado no se formaban in situ y de novo por un humor purulento o un teórico blastema. En el caso de una joven mujer con hemorragias y bazo grande

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observó que la sangre tenía un aspecto cremoso opaco y muchas más células blancas que rojas. A estas células, que ya se habían observado antes, las llamó leucocitos, a su exceso leucocitosis y a la enfermedad de la joven, leucemia (por primera vez reportada por él con otro caso similar en un artículo clásico de 1845). Quedaba claro que la vieja inflamación de Celso (véase capítulo 5) se debía entender fundamentada en esas células blancas, los leucocitos. Ya dirá el patólogo Florey, descubridor con Fleming de la penicilina en el siglo XX: el que entiende la inflamación entiende toda la patología. Todavía no hemos comprendido todos los rincones moleculares del proceso inflamatorio pero Virchow colocó la piedra clave de su entendimiento. Los hombres siempre habían visto la coagulación de la sangre como algo milagroso y habían supuesto que era una acción de la vida misma, la habían entendido desde un vitalismo casi mágico. Virchow propuso que era un proceso mecánico que dependía de procesos puramente físicos, a saber la llamada tríada de Virchow: anormalidades en la pared de los vasos, anormalidades en el flujo de la sangre e hipercoagulabilidad o viscosidad de la misma sangre. La evidencia experimental en animales al dañar la pared vascular, alterar su flujo o cambiar la viscosidad de la sangre demostró la importancia de estos factores. Esta no es la historia completa de la coagulación porque más adelante en el siglo XIX se describen las plaquetas por Donné y en el siglo XX los factores protéicos de la coagulación (uno de los primeros estudios de Virchow fue sobre la fibrina, producto molecular final de la coagulación). Pero el enfoque mecanicista de Virchow permitió estudiar la coagulación. De ahí surgió una de las ideas más fértiles de Virchow: la distinción entre la trombosis no inflamatoria que ocurre comúnmente en las grandes venas (la llamó flebotrombosis) y la trombosis que ocurre con inflamación preexistente de las venas (la llamó tromboflebitis). Porque una de las enfermedades más comunes del hombre, sobre todo en reposo hospitalario, ocurre cuando esos trombos formados en las venas periféricas, por flebotrombosis o tromboflebitis, se sueltan y llegan a la vasculatura pulmonar produciendo lo que llamamos ahora un tromboembolismo pulmonar (causa inmediata de muerte muy frecuente en ancianos, personas en reposo o pacientes hospitalizados). Al trombo en la circulación Virchow lo llama émbolo o embolia. Aquí Virchow explicó una patología humana fundamental a partir de estudios físicos, químicos y experimentales de los coágulos de la sangre. Ya hemos dicho que diferenció claramente entre coágulos post-mortem y los producidos in vivo en los que Morgagni no creía mucho (véase capítulo 8). Nótese que Virchow no sólo hacía microscopía sino investigaciones físicas y químicas, así estudió proteínas normales como la mielina y otras anormales como el amiloide. En 1863 Virchow publica su segunda gran obra, Die krankhaften geschwülste, sobre tumores o neoplasias. En este complejo texto, que en realidad parece que quedó

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incompleto, hay dos ideas fundamentales que han orientado la patología tumoral por siglo y medio. Primero, los tumores neoplásicos no son sino o colecciones anormales de células (lo que llamamos hoy tumores benignos) o colecciones de células anormales (lo que llamaríamos hoy tumores malignos). En este texto aclara la diferencia cardinal entre hipertrofia de células o tejidos (aumento en el tamaño) e hiperplasia (aumento en el número de células). El segundo principio de la patología tumoral que Virchow establece en este libro es que todo tejido tumoral patológico tiene una contraparte normal, un tejido no tumoral normal del cual quizás se origina (recuérdese omnis cellula e cellula). Los patólogos nos hemos pasado días, meses y años pensando, como hijos de Virchow: ¿de dónde se origina esta neoplasia? ¿a qué tejido normal se parece este cáncer? Podríamos escribir páginas y páginas sobre las ideas de Virchow y terminaríamos describiendo todos los problemas patológicos de la medicina contemporánea. Sin duda el pensamiento virchowniano es su base y fundamento. Pero para equilibrar nuestra admiración aceptemos también que algunos científicos habían estudiado antes la patología microscópica del órgano enfermo. Virchow no fue el primero que trató de entender las enfermedades a través del microscopio. Ackerknecht, su mejor biógrafo en el siglo XX lo puntualiza muy bien: «No se debió a Virchow el que la célula desplazase en el interés de los patólogos al tejido de Bichat, que a su vez había sustituido al órgano de Morgagni como unidad patológica básica. Virchow solamente completó, sistematizó y consolidó esta orientación». Además Virchow se equivocó en algunas ocasiones, para sorpresa de nosotros, fanáticos admiradores del médico alemán. El error histórico más importante fue no aceptar las ideas microbiológicas que se estaban abriendo paso en la medicina. No creyó por ejemplo en las conclusiones de Semmelweis, ni nunca creyó que el bacilo de Koch fuera la causa primera de la tuberculosis. Opinaba que privilegiar estas explicaciones era volver a sostener que el hombre enfermaba por causa de la vida misma. Para Virchow esto equivalía a sostener una teoría vitalista de la patología como en el primer Romanticismo. Recordemos que tiene un pensamiento positivista, no romántico, enfocado en la célula enferma por procesos físicos y químicos. En su defensa digamos que sostenía que la causa real de la tuberculosis eran las malas condiciones higiénicas, la pobreza, la desnutrición, el hacinamiento. Hoy sabemos que el Mycobacterium tuberculosis que Koch descubrió infecta a millones de hombres en el mundo, año tras año, pero sin enfermarlos a todos. Y también conocemos que la enfermedad es clínicamente más florida y peligrosa en pacientes inmunosuprimidos, malnutridos, con pobres defensas por sus malas condiciones de vida. Podemos preguntarnos sinceramente quién tenía la razón Koch o Virchow: ¿qué causa la

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enfermedad, el microbio o las condiciones del huésped? Es importantísimo distinguir hoy entre infección y enfermedad en una cultura y sociedad «kochianas» en que se venden antibacterianos para inodoros por televisión y se usan antibióticos para engordar vacas, como si los microbios fueran los únicos «enemigos» de la salud. Quisiéramos terminar la presentación del pensamiento de Virchow citando una larga aseveración de él: «Desde que aceptamos que las enfermedades no son organismos ni entidades autónomas, autosuficientes, circumscritas… sino procesos fisiológicos bajo condiciones alteradas… el propósito de la terapia médica debe ser mantener o restablecer las condiciones fisiológicas normales». Queda claro: las enfermedades no son entidades, son procesos bajo condiciones anormales. Parece simple pero aún seguimos pensando hoy en las enfermedades como cosas que nos caen, nos entran, nos pasan otros, etc. No nos las apropiamos, en el lenguaje hoy en moda, como parte de nuestra vida y respuesta patológica de nuestro cuerpo, como lo pensaba Virchow. ¡Larga vida al pensamiento virchowniano! FISIOLOGÍA DECIMONÓNICA Así como Virchow concretó, aclaró los mecanismos patológicos, durante el siglo XIX se progresó mucho en dilucidar los mecanismos fisiológicos normales de la biología humana y animal. En Alemania, ya lo hemos dicho, muchos investigadores se dedicaron en la primera mitad del siglo a estudiar distintas ciencias básicas de la medicina. Entre ellos destaca Johannes Müller (1801-1858) a quien ya hemos mencionado como profesor de Virchow y con muchos otros destacados discípulos (Henle, Helmholtz y otros). Quizás su labor docente es lo más importante históricamente, publicando un Manual de fisiología (2 vols,1833-1840) que durante muchos años fue considerado la «biblia» en fisiología humana. Müller establece dos principios fundamentales: primero, la fisiología se rige por leyes que podemos formular con base en medidas cuantitativas de realidades fisicoquímicas, todo consiste en encontrar y expresar matemáticamente estas leyes. En otras palabras, sistematizó la fisiología experimental. Esto se expresa claramente en algunas frases de su discípulo Karl Ludwig: «El propósito de la fisiología es determinar las funciones del cuerpo animal a partir de condiciones elementales…Todo caso de enfermedad es un experimento fisiológico, todo experimento fisiológico es una enfermedad producida artificialmente». Casi no hay mejor definición de enfermedad y experimento médico. El segundo hallazgo de Müller se refiere a la estimulación nerviosa. Ya se habían diferenciado (Bell y Magendie, vide infra) nervios sensitivos y motores con distinto origen dorsal o ventral en la médula espinal. Müller descubrió que un nervio sensitivo,

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estimulado por distintos medios (mecánicos, eléctricos, químicos) producía siempre la misma sensación. El nervio óptico, en otras palabras, estimulado mecánica o eléctricamente transmitía sensación de luz. La realidad entonces es mediada por sensaciones que los nervios transforman en percepciones específicas de la ruta neural estimulada. Un golpe puede ser sentido por el nervio óptico como luz, un estímulo eléctrico como olor por un nervio olfatorio, y así en todos los nervios sensitivos. Esto ponía en crisis al Sensualismo y al Empiricismo que se fundamentaban en lo sentido como espejo puro de la naturaleza sin considerar la transformación e interpretación central (neural, neuronal, cerebral) de lo sentido, pero el posterior Positivismo decimonónico no parece haberse dado cuenta de esto. En Francia las investigaciones científicas fueron menos sistemáticas porque la medicina, como ya hemos dicho, estaba centrada en los hospitales, no en los institutos de investigación y laboratorios experimentales. Magendie (1783-1855) fue recogiendo observaciones fisiológicas sin mucho método mientras se sostenía trabajando como clínico. Pero descubrió algunas leyes interesantes como la llamada de Bell y Magendie sobre los nervios espinales anteriores y posteriores. También con Poiseuille estudió la presión sanguínea vascular y formuló la ley que la determina. Pero el apogeo de la fisiología en Francia sólo se da con su díscipulo Claude Bernard (1813-1878) en la segunda mitad del siglo XIX. Este célebre fisiólogo quizo ser dramaturgo en su juventud y, sin muchos recursos económicos, estudió tardíamente medicina siendo nombrado asistente de Magendie en 1841. Bernard estudió la función gástrica y pancreática haciéndose poco a poco famoso en el mundo científico, pero su descubrimiento fisiológico más importante es la función glicogénica del hígado. Al hallar que el hígado era capaz de sintetizar y liberar azúcares en la sangre a partir del glicógeno (que él descubrió) abrió las puertas a los estudios bioquímicos hepáticos. Esa gran víscera (con alrededor de 400 funciones bioquímicas hasta hoy descritas) era sólo vista como productora de bilis hasta entonces. Pero Bernard, recordemos su juvenil vocación literaria, es aún más imprescindible en la medicina como escritor y pensador. En 1865 aparece su Introduction à l´étude de la médecine experimentale, siendo este uno de los pocos textos teóricos de la medicina del siglo XIX que puede ser leído con provecho por un joven científico del siglo XX. Se le comparó con el Método de Descartes pero es quizás más parecido a Cartas a un joven poeta de Rilke: discute la observación, el experimento, las características del experimentador, clases de dudas y pruebas experimentales, da consejos a los investigadores, etc. El concepto más importante en la obra de Bernard es el famoso milieu intérieur, lo que llamamos hoy homeostasis. Decía Bernard: «la estabilidad del medio interno es el

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primer requerimiento para una existencia animal libre, independiente». Nótese que en esta conocida definición de Bernard se habla de estabilidad, no de equilibrio ni normalidad. El concepto de milieu intérieur apunta a una situación dinámica de numerosas variables, no a un único margen central estrecho de variables consideradas normales. Acepta en otras palabras desequilibrios estables, anormalidades estables que permitan la existencia autónoma. Hay que recordar esto sobre todo en unidades de cuidado intensivo donde se lucha a veces por llegar a ciertos valores normales presestablecidos y rígidos sin tener en cuenta costo o daño iatrogénico. La estabilidad del milieu intérieur se preserva para la independencia biológica del individuo, no para normalizarlo. Este concepto del milieu intérieur orientó los estudios fisiológicos en el último siglo y medio. Pero, en esta segunda mitad positivista del siglo XIX ¿qué hacía la medicina para avanzar la terapéutica, para reestablecer las condiciones fisiológicas normales en el paciente? Sin duda el Positivismo con sus avances en ciencia básica e instrumentos técnicos, disparó el progreso en el tratamiento médico. El hacer terapéutico del médico se hizo más lógico y concreto al entender mejor los procesos patológicos y fisiológicos: aprendimos dónde intervenir y por qué. Discutiremos este progreso en tres temas que se superponen: primero anestesia, cirugía y enfermeria; luego microbiología; por último, la terapia antimicrobiana. ANESTESIA, CIRUGÍA Y ENFERMERÍA En medicina, desde las edades más antiguas, se consideró que la cirugía era necesaria en muchas enfermedades, pero el progreso en técnicas quirúrgicas no la hizo más habitual por tres grandes problemas: el dolor, la infección y la hemorragia. El dolor fue el primer obstáculo conquistado de estos tres cuando se descubrió la anestesia a mediados del siglo XIX. La historia de este gran avance es complicada y casi novelesca. En muchas medicinas tradicionales, en la hipocrática, la alejandrina y la galénica, se intentó de muchas formas disminuir el dolor durante la intervención quirúrgica. Se usaron opio y sus derivados, la raíz de la mandrágora, el alcohol y otras sustancias con poco éxito. Aunque se encuentran aquí y allá evidencias anecdóticas de cirugías con un buen nivel anestésico. En 1804 el cirujano japonés Seishu alcanzó una buena anestesia general con recursos de la medicina china tradicional, logrando completar una mastectomía en una mujer siguiendo instrucciones de la medicina holandesa o rangaku. Japón estuvo cerrado a toda influencia occidental hasta 1854 y la poca medicina moderna que se conocía le llegaba a través de textos holandeses llevados de contrabando, copiados y estudiados muchas veces: a esto se le llamaba rangaku, conocimiento holandés, en japonés. También en Europa en 1804 se aísla la morfina, principio activo del opio,

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describiéndose sus potentes efectos analgésicos pero su uso calibrado no fue posible hasta inventar las agujas hipodérmicas a mitad del siglo XIX. El éter había sido descrito como «vitriol dulce» por Raimundo Lull en la Edad Media y Paracelso durante el Renacimiento conoció sus efectos hipnóticos. El químico Frobenius le coloca al compuesto el nombre de éter en 1730. Se usó como tratamiento para algunas enfermedades pero no como anestésico. Por otro lado, el químico británico Davy describió los efectos anéstesicos e hilarantes, laughing gas en inglés, del óxido nitroso en l800. No se previó su posible uso médico pero el óxido nitroso fue elemento de espectáculos teatrales y circenses. También el éter se empezó a usar como diversión en reuniones de jóvenes. En 1842 un médico de Georgia, EE.UU, el Dr. Crawford Williamson Long usó éter como anestésico para la extracción de un quiste en el cuello de un muchacho. Es el primer uso del éter en anestesia, pero no lo reportó hasta 1848 perdiendo así el reconocimiento como descubridor de la anestesia. Un odontólogo, Horace Wells, inició el uso rutinario en su práctica del óxido nitroso como anestésico desde 1844, pero la demostración de ello en una clase universitaria de odontología fracasó con gran dolor por parte del paciente. Un dentista (nunca se graduó de odontólogo y sólo recibió título de médico en l852) llamado William Morton, el 30 de septiembre de 1846, demostró públicamente el uso del éter como anéstesico, también en una cirugía de cuello, con gran admiración por parte de los facultativos presentes. Ahí se inicia lo que puede llamarse la era de la anestesia. El sitio de la demostración de Morton en el Massachusetts General Hospital de Boston se preserva con el nombre de Ether dome, Cúpula del éter, y puede ser visitado en la actualidad. El descubrimiento de la anestesia es el primer triunfo científico indiscutible de la medicina norteamericana. La anestesia se popularizó en todo el mundo rápidamente y su consagración histórica ocurrió cuando la reina Victoria de Inglaterra fue anestesiada durante el parto de su hijo el príncipe Leopoldo en l853. La reina escribió en su diario: «el efecto fue suave, calmante y delicioso más allá de toda medida». Desde entonces no hay cirugía mayor sin anestesia en la medicina. La morfina se usó como análgesico potente, sobre todo en la medicina militar. En la Guerra de Crimea (1854-1856) y la Guerra Civil Norteamericana (1861-1865) se recurrió a ella de forma masiva describiéndose tras estas guerras la «enfermedad del soldado»: adicción a la morfina y opiáceos. Recordemos que durante el siglo XIX en puertos y ciudadades europeas y norteamericanas existían salones para fumar opio y no era difícil la consecusión de sus derivados. La anestesia local también fue intentada de varias maneras, al comienzo con hielo y sal. Pero el farmacólogo alemán Niemann aísla la cocaína de la hoja de coca americana

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en 1860 y sus potentes efectos analgésicos locales son descubiertos. Estos efectos y otros, como combatir el hambre y la fatiga, eran conocidos desde tiempos inmemorables en su sitio de origen, las culturas andinas pre-incaicas. Numerosos investigadores estudiaron el uso de este alcaloide, llegando muchos de ellos a volverse adictos a la cocaína. Freud la investigó mucho al comienzo de su carrera pero además la usó repetidamente en sus propios episodios depresivos y la recomendó a su novia y amigos. Freud no se volvió adicto a la cocaína, pero hubo abundantes casos de adicción en la literatura (Sherlock Holmes) y en la realidad (el cirujano de Johns Hopkins Halsted, inventor de la mastectomía radical para cáncer de mama). De todas maneras al final del siglo se usaba la cocaína en dosis pequeñas, supuestamente no adictivas, como anestésico local. La anestesia se tecnificó rápidamente (la raquídea se describe ya en 1885) permitiendo el rápido progreso de la cirugía. Solucionado el problema del dolor, la cirugía se enfrentó a su más mortal obstáculo: la infección. A mediados del siglo XIX moría más de la mitad de las personas sometidas a un procedimiento quirúrgico mayor, la gran mayoría por complicaciones infecciosas. Esto era especialmente cierto en situaciones de guerra o accidentes laborales, cada vez más comunes y serios debido a la Revolución Industrial, con heridas irregulares y contaminadas. Había que hacer algo, todo el mundo pensaba, pero no se entendía ni había conciencia clara de la contaminación por gérmenes. Además no existía ningún antimicrobiano sistémico medianamente efectivo. Esto llevó poco a poco a pensar en limpieza e higiene durante el acto quirúrgico. Conocemos ya la trágica historia de Semmelweiss, muerto en 1865, y la oposición o desconocimiento que había entre los médicos de sus hallazgos en la fiebre puerperal. El líder indiscutible de la reforma antiséptica en cirugía fue el cirujano inglés lord Joseph Lister (1827-1912) y hay que narrar que cuando él, lord Lister, visitó Budapest en 1883 reconoció no saber de la obra ni las ideas de Semmelweiss. Por otro lado la larga vida de Lister enmarca las vidas de Pasteur (1822-1895) y Koch (1843-1910) de modo que podemos constatar en su pensamiento como la cirugía va entendiendo poco a poco, lentamente, la etiología microbiana de las infecciones quirúrgicas. Pero lo importante de la obra de Lister fue lo que hizo antes de entender la infección a plenitud y cómo se enfrentó en la práctica a las infecciones en el quirófano. El listerismo o listerianismo, como se llamó a sus reformas antisépticas, salvó muchas vidas mientras se investigaba la infección en los laboratorios. Lister aprendió de las investigaciones de Pasteur que la putrefacción de tejidos vivos ocurría porque llegaban a ellos, por el aire, gérmenes infecciosos. Pasteur también había demostrado que la putrefacción ocurría aún en ausencia de oxígeno (por lo que llamaríamos después microbios anaerobios). Un farmacéutico francés había sugerido

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el uso del ácido fénico (o carbólico) en las heridas quirúrgicas. Lister no parece haber conocido esta sugerencia, pero sabía de la efectividad del ácido fénico en la prevención de infecciones en el ganado. En 1865 Lister cubrió una fractura compuesta de tibia en un joven con lino empapado en ácido carbólico. A los cuatro días el paciente seguía sin infección y salió caminando del hospital a las seis semanas. A los pocos meses repitió el procedimiento en otro paciente con igual buen resultado. En la revista The Lancet del 16 de marzo de 1867 publicó sus resultados en once fracturas compuestas no infectadas dando a conocer su procedimiento: limpiar la herida de sangre coagulada, lavarla con ácido carbólico, vendar con lino empapado con la misma substancia, cubrir con papel aluminio para evitar la evaporación y cubrir todo con lana. Además se hacía todo esto bajo un vaporizado de ácido carbólico que cubría el campo quirúrgico y las manos del cirujano. El proceso era complejo, pero la era de la antisepsia había comenzado. Los resultados fueron espectaculares en heridas abiertas de miembros inferiores que frecuentemente llevaban a la amputación. Las estadísticas del mismo Lister muestran una mortalidad del 45.7% sin antisepsia, contra una mortalidad de 15% con antisepsia. A pesar de esa evidencia la antisepsia fue mejor recibida en Alemania que en la misma Inglaterra. Esto se comprobó en la Guerra Franco-Prusiana de 1870 durante la cual los cirujanos alemanes mostraron muy baja mortalidad en amputaciones contra una mortalidad del 76% entre los cirujanos franceses: más o menos 13.200 amputaciones con 10.000 casos de gangrena y muerte, demostrando lo horrible de la medicina militar en las guerras «modernas». Las cirugías de cavidad torácica o abdominal ni se intentaban. Un cirujano inglés decía en 1874:» la posibilidad de operar el abdomen, el tórax y el cerebro estará siempre vedada a un cirujano con humanidad y sensatez». Pero en Alemania los cirujanos, envalentonados con la antisepsia, empezaron a intentar cirugías antes juzgadas insensatas. Theodor Billroth (1829-1894) fue el cirujano más famoso de su época y se le considera el padre de la cirugía abdominal contemporánea. En 1871 realiza la primera esofagectomía, la primera laringectomía en 1873 y la primera gastrectomía para cáncer gástrico en 1881. Además de todo esto era un violinista virtuoso y frecuentemente tocaba en el cuarteto de cuerdas de Brahms, su gran amigo. Después de Billroth la cirugía abdominal y torácica no se ha detenido en su progreso. ¡Lástima que los cirujanos no sean ya violinistas! En 1878 Koch demostró sin duda que las infecciones quirúrgicas se debían a bacterias que las contaminaban y esto acentuó el cambio de antisepsia a asepsia que fue gradual hasta finales de siglo. Ya que el método de Lister era tan incómodo para los cirujanos, se empezó a preferir la esterilización de instrumentos y apósitos: la rata de infección post-operatoria siguió descendiendo. Empezaron a usarse batas estériles y mascarillas

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para cirujanos. Hasta entonces se operaba con ropa de calle y en algunos antiguos quirófanos (como en el mismo «Ether dome» en Boston) se observan aún los sitios para colgar chaquetas y abrigos de cirujanos a la entrada de la sala de operación. El uso de guantes de goma tiene una interesante anécdota sobre su origen. El cirujano Halsted de Hopkins (Baltimore) de quien ya hemos hablado por su adicción a la cocaína tenía una instrumentadora preferida. Halsted observó un día que ésta mostraba en las manos una erupción cutánea. La joven se le quejó de lo irritante del ácido carbólico nebulizado sobre el campo quirúrgico. El influyente cirujano encargó (1890) a la Goodyear unos guantes de goma para su instrumentadora preferida. Esto se popularizó entre cirujanos y hoy es norma de asepsia el usarlos. La cosa no quedó ahí: al poco tiempo el cirujano se casó con la enguantada joven y fueron felices, suponemos, a pesar del autoritario y rígido carácter del doctor Halsted. Esta anécdota trae a colación la importancia de un nuevo desarrollo en la cirugía y medicina del siglo XIX: la enfermería moderna. En los países católicos las labores de enfermería en los hospitales, venían siendo realizadas por numerosas órdenes religiosas femeninas y masculinas que habían asumido el cuidado del enfermo como carisma propio. De estas la más grande era la de las Hijas de la Caridad o Hermanas Vicentinas, fundada por san Vicente de Paul en el siglo XVII (véase capítulo 7). Los países protestantes empiezan a echar de menos un desarrollo similar en sus hospitales. Theodore Fliedner, pastor luterano, funda en Alemania (1836) el Instituto de Diáconas o Diaconesas para entrenar mujeres jóvenes en labores de enfermería. El rol u orden del diaconato es una antíquisima institución cristiana (Hechos de los Apóstoles 6, 1-7). Diácono significa en griego ministro o servidor. El pastor Fliedner concreta en estas mujeres jóvenes el diaconado como ministerio o servicio a los enfermos. En Inglaterra la enfermería también se origina en grupos religiosos. Elizabeth Fry, cuáquera, empieza visitando prisioneros y enfermos pero luego de conocer el Instituto de Fliedner funda en Londres el Instituto de Enfermería (1840). En este centro docente las deaconesses inglesas se entrenan por tres años rotando por distintos hospitales con médicos, recibiendo entrenamiento en puericultura y licenciándose como farmaceutas. Aparece entonces la enfermera profesional en la práctica médica del siglo XIX. Florence Nightingale (1820-1910) es tradicionalmente considerada la fundadora de la enfermería. Esta admirable mujer nació en la clase alta inglesa y a los diecisiete años tuvo una visión o inspiración religiosa: su misión era servir a la humanidad. Su familia le prohibió cuidar enfermos pero visitó el Instituto de Fliedner y pasó un tiempo con las hermanas vicentinas en París. Su oportunidad histórica para conformar la enfermería moderna fue la Guerra de Crimea (1853-1856). Viajó con 38 enfermeras a cuidar los soldados británicos. La mortalidad en los hospitales de campaña donde ellas trabajaron

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bajó de 40% al 2%. Estos números nos parecen increíbles pero para Nightingale «la estadística» —decía— «era la ciencia más importante en el mundo». Vemos entonces que la enfermería no se limitaba a cuidar enfermos sino que se hacían registros cuidadosos del cuidado clínico y su resultado, se supervisaban pabellones y farmacias, etc. La enfermería desde sus inicios se involucró en la administración hospitalaria. Nightingale se convirtió en una heroína pública y fundó su propia escuela de enfermería en 1860. Su propósito era educar «matronas» que dirigieran al personal hospitalario. Se aceptaban dos clases de estudiantes: señoritas con recursos económicos que se educaban por tres años y «novicias» de procedencia más humilde que se educaban sólo por dos años y vestían con uniformes pardos, no blancos. Aquí podemos descubrir el origen, no muy igualitario, de los auxiliares de enfermería. La personalidad austera y dominante de Nightingale no gustaba a todos. El escritor y crítico Litton Strachey la coloca entre sus «victorianos eminentes» (1918) describiéndola como obsesa, rígida e incapaz de reír. Pero indiscutiblemente le debemos mucho a Florence Nightingale. El francés Jean Henri Dunant inspirado en su labor y horrorizado ante el cuidado de los heridos en la batalla de Solferino (1856) librada entre Francia y Austria, funda la Cruz Roja en 1864. Durante la Guerra Civil Americana el trabajo de enfermeras y enfermeros (entre ellos el gran poeta Walt Whitman, auxiliar voluntario) es reconocido como fundamental. La enfermera norteamericana Clara Barton reforma la Cruz Roja en 1882 para brindar servicios tanto en tiempos de paz como en tiempos de guerra. LA MEDICINA COMO OFICIO MULTIDISCIPLINARIO Y ESPECIALIZADO La enfermería en el siglo XIX convierte la medicina en un ejercicio clínico multidisciplinario. De aquí en adelante el médico atenderá enfermos no sólo acompañado de fieles discípulos sino de enfermeras, personal de laboratorio, instrumentadoras quirúrgicas, etc. El médico deberá acostumbrarse a ser a veces contrariado en su conducta por otros profesionales de la salud. Las enfermeras en particular, y hasta hoy lo hacen justificadamente, asumen el rol de defensoras del bienestar del paciente y su protección ante el posible daño iatrogénico del acto médico. La medicina no sólo se convierte en un oficio multidisciplinario, sino también especializado. La especialización se inicia en algunos hospitales del siglo XIX que comienzan a recibir sólo cierto tipo de pacientes o enfermedades. Por ejemplo en Londres existe un hospital para enfermedades torácicas desde 1814, uno para tuberculosis desde 1841, uno para cáncer desde 1851 y uno para niños desde 1852. Hospitales pediátricos se habían fundado en París en 1802, en Berlín en 1830, en San Petersburgo en 1834 y en Viena en 1837. En Boston existe un hospital para enfermedades de los ojos y los

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oídos desde 1824 y un hospital de maternidad desde 1832. En Nueva York se funda un hospital para enfermedades de la piel en 1836. Los médicos que trabajaban en estos centros naturalmente se especializaron en ciertos grupos de enfermedades y procedimientos. La especialización de la medicina, causada por estos hospitales, se inicia en el siglo XIX y explota en decenas de especialidades en el siglo XX. Se critica frecuentemente esta tendencia y a veces se quiere volver en el tiempo a una medicina general utópica, imposible hoy, en que el médico no especialista resuelve todo tipo de problemas clínicos. Pero hay que aceptar que el adelanto técnico durante la segunda mitad, positivista, del siglo XIX nos trajo a una dispersión de habilidades médicas (cada una con su método y sus instrumentos propios) imposible de evitar en la actualidad. Un adelanto típico que generó toda una especialidad médica fue el examen radiológico. El descubrimiento de los rayos X por Wilhem Röntgen (1845-1923) es históricamente un misterio porque él mismo ordenó destruir archivos y documentos que aclararan el asunto, no se sabe por qué. En 1895 reporta su hallazgo y dice a su esposa: «acabo de soltar al diablo» (?). A las pocas semanas se utilizan los rayos X para localizar esquirlas en la mano de un obrero accidentado. El nuevo tipo de examen, en verdad revolucionario, fue aplicado rápidamente en todo el mundo y ya en 1896 aparecen las primeras revistas y publicaciones de radiología. Esto nos señala otro estímulo para la especialización médica en el siglo XIX: las revistas especializadas. MICROBIOLOGÍA Pasamos a discutir un complejo campo de la medicina y biología del siglo XIX: la microbiología. El paradigma médico más importante establecido en el siglo XIX fue la entonces llamada teoría infecciosa de las enfermedades, o sea que un buen número de ellas eran causadas por microbios. Se le llamó en principio teoría, pero fue rápidamente aceptada por la gran mayoría de los médicos: se convirtió entonces en el paradigma médico más importante de los últimos ciento cincuenta años. No reemplazó de manera revolucionaria ningún paradigma anterior porque simplemente no existía ninguno válido para la mayoría de los médicos. Se decía que los miasmas o aires putrefactos causaban algunas enfermedades pero esto no pasaba de ser una idea vaga, confusa. ¿Cómo se llegó al potente paradigma de la infección? A partir de dos experiencias milenarias y a través de muchos experimentos en la segunda mitad del siglo XIX. Aquí vemos de nuevo ese juego interactivo entre experiencia y experimento. Las dos experiencias seminales fueron: algunas enfermedades se contagian de hombre a hombre, son contagiosas; y la otra, los seres vivos y sus productos biológicos se pudren al morir, se corrompen.

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El contagio ya había sido conocido por Fracastorio en el siglo XVI (véase capítulo 6) especulando este astuto médico que era debido a partículas vivas, «seminaria contagiosa». En el siglo XVII (véase capítulo 7) se habían observado «animáculos» al microscopio. En el siglo XVIII (véase capítulo 8)) Spallanzani demuestra falsa la teoría de la generación espontánea, probando que las larvas no surgen de novo del tejido putrefacto. Sólo se podía pensar que larvas y «animáculos» llegaban del exterior al material biológico podrido. Durante el siglo XIX se empieza a pensar que algunas enfermedades son causadas por estos «animáculos». Bassi en Italia (1835) comprueba que una enfermedad del gusano de seda es causada por un hongo. En Alemania, Schönlein descubre en 1839 que la tinea o tiña cutánea es causada también por un hongo. En 1840 Henle piensa que muchas enfermedades humanas podían deberse a agentes vegetales parásitos. En resumen, muchos médicos antes de Pasteur sospecharon que algunas enfermedades eran infecciosas, pero no lo comprobaron ni lo entendieron. Al intentar comprender el proceso patológico los investigadores asociaron los conceptos de enfermedad contagiosa y putrefacción, tratando de explicar la infección como una corrupción del tejido vivo. Liebig, un químico alemán, gran estudioso de la fermentación sugirió que el daño en el organismo vivo infectado era un proceso fermentativo. A este proceso lo llamó zymosis. En otras palabras, la enfermedad infecciosa (característicamente febril) era una fermentación exagerada en el organismo causada por unas toxinas catalíticas como las producidas por levaduras en procesos de fermentación de alimentos o bebidas. Esta teoría de la enfermedad fue llamada zymótica y fue aceptada por muchos médicos. Muchas enfermedades, entonces, eran simplemente corrupción de tejidos vivos causada químicamente por toxinas fermentativas. Pasteur, químico por educación y activo investigador de la fermentación inventa un proceso que la detiene, la pasteurización. Comprende que la fermentación sólo ocurre en presencia de microbios vivos que la inician y propone que, igualmente, la infección sólo ocurre por el contagio y presencia de gérmenes en el cuerpo. Pasteur cambia la explicación química por una biológica: las enfermedades infecciosas no son una simple fermentación por toxinas, la teórica zymosis; ellas son causadas por el crecimiento biológico de gérmenes en el cuerpo enfermo. Pasteur pasa a comprobar sus teorías con experimentos de inoculación en animales. Descubre la causa microbiana del carbunco o anthrax, del cólera en las aves, la erisipela en los cerdos y otras enfermedades en animales y humanos. En 1880 inicia sus estudios de la rabia y logra inocular la enfermedad en cerebros de conejos. Secando los tejidos logra lo que ahora llamamos «virus atenuado». Se atreve a vacunar a un niño mordido por un perro rabioso en 1885 y previene así en el joven paciente la enfermedad. Con el descubrimiento de la vacuna de la rabia Pasteur adquiere fama mundial y es

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juzgado un heroico benefactor de la humanidad. El estado francés le patrocina y financia un instituto, Institut Pasteur, llenándole de honores y premios. Después de Pasteur la explicación infecciosa de algunas enfermedades es aceptada, con algunas dudas, por la mayoría de los médicos. Sus sucesores se dedican febrilmente a encontrar los microbios que causan distintas enfermedades. El más brillante es el alemán Robert Koch (18431910). Pasteur es una figura legendaria, casi un santo de la ciencia y en verdad merece toda nuestra admiración, pero quien establece la microbiología como ciencia de laboratorio es Koch. Podríamos decir que Pasteur es el padre del paradigma infeccioso de la enfermedad y Koch es el padre de la microbiología. No queremos insistir en las discusiones sobre estas «paternidades» porque la segunda mitad del siglo XIX, positivista en extremo, produjo en la sociedad una adoración de la Ciencia (así, con mayúsculas) y hubo venerados padres de todas las ciencias, de todas las especialidades médicas y hasta de las ideas. Quizás debemos dejar atrás estos honores decimonónicos, aunque todavía en América Latina, en positivismo tardío, se concedan frecuentes medallas y premios científicos. Nótese que Pasteur y sus discípulos investigan usando preferencialmente las inoculaciones en animales. Koch por el contrario hace un trabajo metódico de laboratorio. A su laboratorio debemos las tinciones para el examen microscópico de bacterias, el cultivo en agar con aislamiento puro in vitro de los microorganismos, muchos otros adelantos técnicos y el más importante instrumento teórico de la microbiología: los Postulados de Koch. Propuestos en 1882, establecen las cuatro condiciones para que quede demostrada la etiología de una enfermedad infecciosa: se debe encontrar el agente causal en todos los casos de la enfermedad, se debe aislar en cultivo puro, debe reproducirse la enfermedad en animales inoculados y el agente debe aislarse de estos animales inoculados. Estos criterios han sido discutidos y criticados por más de un siglo pero todavía se usan para establecer la causa de las infecciones. Han sido imposibles de satisfacer en ciertas enfermedades como algunas virales y otras. Por ejemplo, la lepra fue la primera enfermedad humana en que se descubrió por Hansen (1873) su causa bacteriana, el Mycobacterium leprae, y sólo se pudo satisfacer los postulados de Koch para ella a mediados del siglo XX. Es verdaderamente imposible resumir todos los hallazgos de Pasteur y de Koch. Se deben escoger los más relevantes para dar una idea del pensamiento de estos memorables científicos. El triunfo más célebre de Pasteur es la inoculación y vacuna de la rabia. De Koch, el descubrimiento en 1882 del agente causal de la TBC: el Mycobacterium tuberculosis o bacilo de Koch. Inmediatamente después describió en Alejandría, Egipto, el agente de otra enfermedad que había alarmado a Europa en el

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siglo XIX, el cólera: el Vibrio cholerae. Pero indiscutiblemente el dilucidar la causa de la tuberculosis le dio fama mundial a Koch, y la tuberculosis lo llevó también a su fracaso más famoso como veremos ahora. Al establecer Pasteur, Koch y sus muchos discípulos el paradigma infeccioso, se entró en una carrera científica para establecer la causa de muchas patologías. Esto llevaba a la medicina a intentar prevenirlas, o tratarlas e idealmente curarlas. Esto produjo triunfos clínicos que generaron un optimismo peligroso en el pensamiento médico, optimismo que aumentó en el siglo XX con los antibióticos. El triunfo preventivo más importante del siglo XIX fue la determinación por John Snow en 1854 que la letal epidemia de cólera en Soho, Londres, se centraba en una fuente, la bomba de agua de Broad Street. Snow solicitó que se clausurara la bomba y la prevalencia de cólera disminuyó marcademente. Esto llevó a la clara conciencia de que muchas enfermedades se debían al mal manejo de aguas y desechos humanos (antes de los descubrimientos de Pasteur), lo que impulsó la salud pública y las medidas sociales de higiene. El mapa locativo de Snow de los casos de cólera alrededor de la bomba de Broad Street se considera el inicio de la epidemiología técnica. Pero este triunfo y otros del siglo XIX a veces ocultan fracasos que nos pueden enseñar mucho. Koch en 1890 reveló en Berlín que había descubierto una sustancia que detenía el crecimiento del bacilo tuberculoso in vitro e in vivo, la llamó Tuberculina. El asombrado mundo llenó de honores al médico. La medicina se apresuró a tratar miles de pacientes con la sustancia de Koch (hubo secreto en su laboratorio sobre el origen de ella). Al poco tiempo se constató que no sólo era inefectiva como tratamiento, sino hasta peligrosa en algunos casos. El fiasco llevó a la denuncia en la prensa de Koch y su remedio «secreto». Se especuló que lo había vendido por un millón de francos a una empresa farmacéutica para financiar su laboratorio y un nuevo matrimonio. El desprestigio fue enorme. Se cuenta que el microbiólogo desapareció en Egipto por un tiempo con su nueva y joven esposa. Koch intentó hasta el final de su vida mejorar la Tuberculina para usarla en tratamiento o prevención de la tuberculosis. La Tuberculina, luego PPD, se usa hoy para diagnosticar la enfermedad. Curiosamente, Koch mismo se inyectó la tuberculina y tuvo una fuerte reacción que nos prueba que el científico en algún momento se había infectado con Mycobacterium tuberculosis. Pero de ese fracaso y otros, nacieron ideas nuevas para la terapia química de las infecciones. También surgió poco a poco el saber científico que llamamos inmunología, cuya historia nos ocupará al escribir sobre la medicina del siglo XX. Anotamos sí que en el siglo XIX aparecen las primeras ideas de tres campos importantes del conocimiento biológico y médico: la ya mencionada inmunología, la genética y, por supuesto, la teoría evolutiva de Darwin. Estos tres grandes temas los trataremos con la medicina del siglo

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XX porque ésta es incomprensible sin ellos. El mismo darwinismo y los descubrimientos de Gregor Mendel sólo son comprendidos, explicados y aceptados plenamente en el siglo XX. Su incompleta comprensión y mala interpretación en el siglo anterior llevaron a distorsiones como el darwinismo social y la eugenesia, equivocaciones que tuvieron un gran costo social y político.

TERAPIA ANTIMICROBIANA Entre los discípulos de Koch, Paul Ehrlich (1854-1915) fue el motor primordial en la búsqueda de un acercamiento terapéutico más pragmático a las infecciones. De hecho tenía un interés personal en estos problemas porque enfermo de tuberculosis intentó la Tuberculina de Koch sin un buen resultado. Sólo curó de su tuberculosis luego de una temporada en Egipto: los climas secos y soledados o el aire de la alta montaña eran los más recomendados para esperar en ellos, en grandes sanatorios y pacientemente, la curación de la tuberculosis. Este tratamiento crónico y dispendioso se retrata muy bien en la célebre novela de Thomas Mann, La montaña mágica. Pero se necesitaba un arma farmacológica para luchar contra las infecciones que la investigación de finales del siglo XIX había estudiado y comprendido tan exitosamente. La farmacología se había quedado un poco atrás. Desde hacía miles de años la medicina sabía que algunas hierbas y sustancias vegetales aliviaban el sufrimiento llamado enfermedad, pero en nuestra persistente esperanza de sanar se habían recogido miles y miles de recetas de las cuales muy pocas eran verdaderamente útiles. Paracelso en el siglo XVI había buscado en la química los remedios específicos tan anhelados para cada enfermedad. Sydenham en el siglo XVII propuso que las enfermedades se describieran y clasificaran con el propósito de establecer su mejor tratamiento farmacológico, siendo el ejemplo cardinal de este esfuerzo la malaria tratada con corteza de quina. Desde entonces podemos constatar un pensamiento pragmático que, sin ocuparse mucho de la causa de la enfermedad, probaba y probaba posibilidades de tratamiento con químicos, extraídos o no de la naturaleza. Era un esfuerzo más práctico, más pragmático, más de botica y menos de laboratorio. Pero algunos resultados se habían alcanzado. El adelanto más importante en el siglo XIX fue la síntesis del ácido acetilsalicílico, mejor conocido por su nombre comercial: Aspirina®. Ya hemos narrado (véase capítulo 8) cómo desde la antiguedad se conocían los efectos antipiréticos de la corteza de sauce. En 1826 se aísla el principio activo de ésta llamado salicina del latín salix, sauce. De la salicina se obtiene el ácido salicílico a mediados de siglo. Esta sustancia tiene efectos secundarios irritantes y dolorosos en la mucosa estomacal. A finales de siglo

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Felix Hoffman, alemán, sintetiza el ácido acetilsalicílico con claros efectos antipiréticos y antinflamatorios. En 1899 se le llama Aspirina®. En 1900 la firma alemana Bayer adquiere su patente y entra al comercio la droga más popular de todos los tiempos: en los EE.UU hoy se consumen diez mil toneladas anuales de ella. Observemos cómo un hallazgo de la química farmacológica se transforma en un gigantesco triunfo industrial y económico. La Revolución Industrial del siglo XIX se apodera de la vieja farmacia, de la botica casi alquímica, y con sus medicamentos patentados cambia irremediablemente la práctica terapéutica. Como Bayer en Alemania van apareciendo las grandes empresas farmacéuticas: Lilly en 1876, Merck en 1891, Parke-Davis en 1867 y otras. En la actualidad estas industrias han formado grandes conglomerados, quedando apenas un puñado de mega-empresas farmacológicas que dominan el mercado mundial, con rentables patentes de principios farmacológicos necesarios a millones de enfermos en el mundo. Esta situación tan polémica en discusiones éticas y sociales, tuvo sus inicios entonces en el siglo XIX. La asociación entre industria química y laboratorios de investigación era particularmente estrecha en Alemania. En ese país existía una importante producción de pigmentos y tinciones histológicas que los laboratorios de microbiología usaban para identificar bacterias y otro tipo de gérmenes en tejidos y preparaciones de cultivos. Paul Ehrlich estaba interesado en la tinción de microbios y tejidos desde que era estudiante, observando que los diferentes pigmentos teñían diferentes células y gérmenes de manera específica. De hecho inventó una técnica precursora de la tinción de Gram, descrita por el científico danés de ese nombre en l884. Esta tinción ha sido por más de 100 años la más útil en microscopía microbiológica, aún se usa hoy en todos los laboratorios clínicos para clasificar las bacterias en gram positivas y gran negativas. Lo fundamental aquí es lo específico de la tinción: un estafilococo es un coco gran positivo y así teñirá en todos los tejidos y cultivos. La especificidad de la unión del pigmento a la bacteria hizo pensar a Ehrlich en moléculas receptoras del microbio que fijaban la sustancia que producía la tinción específica. El genial investigador se preguntó si se podían encontrar otras sustancias que uniéndose a receptores microbianos acabaran con los gérmenes patológicos. Con Ehrlich aparece el concepto de quimioterapia, idea esencial en la terapéutica del siglo XX. Esta es la célebre «bala mágica» de Ehrlich: una molécula descubierta en la naturaleza o diseñada artificialmente que ataca específicamente el microbio para tratar la infección. Este concepto seminal pasa después a los campos de la inmunología y la oncología: una molécula que se une a receptores inmunológicos específicos o a receptores en las células neoplásicas produciendo la muerte celular de estas. Indiscutiblemente ha sido una de las ideas más fértiles en la historia de la medicina.

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Ehrlich inició cientos de ensayos clínicos y de laboratorio. En 1891 probó azul de metileno contra el plasmodio de la malaria y los primeros resultados fueron prometedores. Luego investigó compuestos arsenicales en tripanosomiasis y aunque los resultados fueron buenos, los efectos secundarios incluían daño neurológico que impedían su uso clínico. En los últimos años del siglo XIX se enfrentó al gran problema de la sífilis. Hay que anotar que el agente causante de la sífilis, Treponema pallidum, sólo se conoció en 1905: Ehrlich inició sus ensayos clínicos sin conocer el agente etiológico de la enfermedad a tratar. Esto es un nuevo tipo de pensamiento médico pragmático en que se busca lo útil, aunque no tengamos a la mano toda la información biológica sobre la patología investigada. La investigación médica sale, digamos así, del laboratorio básico al ámbito clínico para descubrir el mejor diagnóstico o la mejor arma terapéutica en el enfermo. Esto es lo que llamamos hoy ensayos clínicos y ellos producirán cambios revolucionarios en la medicina del siglo XX. La investigación de Ehrlich fue ejemplarmente paciente. En 1907 se habían probado más de seiscientos compuestos químicos buscando uno que fuera útil en el tratamiento de la sífilis. Se patentó el compuesto 606. En 1909 Hata, uno de sus asistentes, probó de nuevo la larga serie de compuestos sintéticos y descubrió que el 606 era particularmente efectivo contra el Treponema pallidum. En 1910 ya se habían tratado cerca de diez mil «sifilíticos» con buen resultado clínico. El compuesto se comercializó con el nombre de Salvarsan®. Había terminado el siglo XIX y comenzaba el siglo XX con todas las moléculas microbicidas que se irían descubriendo o diseñando y patentando. Por primera vez en la historia la medicina contaba con compuestos terapéuticos específicos y efectivos. Proponemos aquí que el cambio paradigmático de Ehrlich y su «bala mágica» no hubiera sido posible si el Positivismo de mediados de siglo no hubiera sido renovado por el Pragmatismo. Los investigadores médicos hubieran podido seguir estudiando las enfermedades y sus causas año tras año. Pero Ehrlich y sus seguidores iniciaron ensayos clínicos, a veces ciegamente y hoy protocolariamente en «estudios doble ciego», para encontrar la solución médica de los problemas, aún desconociendo todas sus verdades biológicas. La orgullosa ciencia médica positivista que buscaba verdades absolutas pierde importancia ante una ciencia clinica pragmática que busca la verdad útil, no la absoluta. Esto ya lo había adivinado Pierre Louis en el pensamiento médico de principios del siglo con sus verdades aproximadas o provisionales. Lo sorprendente de esta revolución conceptual es que uno de los fundadores del Pragmatismo como filosofía es médico, William James (1842-1910). Pero aclaremos, James nació en New York pero era un bostoniano típico de una ilustre y cosmopolita familia de Nueva Inglaterra (Henry James, el novelista, es su hermano). Se graduó de médico en Harvard y aunque sus primeros estudios de post-

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grado fueron en anatomía y fisiología, se dedicó toda su vida a la psicología y la filosofía. Nunca ejerció la medicina clínica y William James no contribuye mucho directamente al pensamiento médico. Hay que preguntarse mas bien, cómo su entrenamiento en medicina influyó en su postura filosófica. El Pragmatismo se inicia en las discusiones filosóficas de unos jóvenes estudiantes de Harvard que se reunían en lo que llamaban con ironía el Club Metafísico. Con ironía porque su intención era acabar con la metafísica. Ellos pertenecen a la generación que vivió la Guerra Civil Norteamericana. Muchos jóvenes de Harvard y Boston fueron voluntariamente a luchar contra los estados del Sur por el ideal antiesclavista y aunque la Unión Americana se preservó, muchos murieron. Si uno visita hoy las capillas conmemorativas en el campus de Harvard, podrá contar cientos de placas con los nombres de los jóvenes estudiantes que murieron en esa sangrienta contienda. Los sobrevivientes quedaron profundamente desilusionados de las ideas e ideales que llevaron a la guerra entre los estados norteamericanos. El grupo que se reúne en el Club Metafisico (Peirce, Holmes, James et al.) se considera el grupo fundador del Pragmatismo. Entre todos tienen un grupo de conceptos comunes que se considera el core del Pragmatismo, pero sus carreras intelectuales toman rumbos diferentes: James, como ya dijimos se dedica a la psicología y filosofía, Oliver Wendell Holmes se convierte en el jurista más importante de los Estados Unidos y Peirce se dedica a la lógica y la semiótica. Aunque ninguno se dedicó específicamente al pensamiento médico, sus ideas son fundamentales en la lógica diagnóstica y la clínica de nuestros días. Revisemos algunas de ellas. El conocimiento se guía por intereses y propósitos, por lo que podemos proponer que en medicina uno no hace diagnósticos clínicos para conocer en teoría la biología humana sino para aliviar el sufrimiento del hombre. El conocimiento es instrumental, un medio para organizar satisfactoriamente la experiencia. Las enfermedades entonces no son entes sino instrumentos o decisiones clínicas que dan lugar a unas acciones: el tratamiento médico de las enfermedades. Las verdades en el pragmatismo son creencias que se confirman en el curso de la experiencia, siendo así falibles y sujetas a la revisión: en medicina no hay verdades absolutas, hay verdades útiles que pueden reformarse si la evidencia lo aconseja. Todo este pensamiento filósofico está tras la actual medicina de evidencia. Y estas ideas sobre el conocimiento y la verdad surgieron en el siglo XIX, durante el reinado, podríamos decir, del positivismo y lo contradicen. Si analizamos la obra de Ehrlich y su quimioterapia observamos que es fundamentalmente pragmática, aunque el investigador alemán no conociera las ideas de los filósofos norteamericanos. Pero los médicos no somos muchas veces conscientes del fundamento filosófico de nuestra práctica clinica o investigativa. Deberíamos serlo, pero una pobre educación positivista nos niega la mirada filosófica: nos creemos

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científicos con un supuesto método propio y sólo trabajamos con hechos y números que creemos ¨postivamente» verdaderos. Somos malos pensadores de nuestro mismo oficio. En resumen, si seguimos al ya citado historiador Ackernecht la medicina del siglo XIX tiene dos momentos. El primero es el de una medicina hospitalaria que da lugar a la brillante clínica de Laennec y sus compañeros generacionales de París y Londres. En la segunda mitad de siglo se hace una medicina de laboratorio que produce, entre muchos adelantos técnicos, la patología de Virchow y la microbiología de Koch en Alemania. Entonces el primer Romanticismo, un poco vitalista y confuso, se transforma en un Positivismo, materialista y cientificista. Pero a finales del siglo XIX con Ehrlich y sus discípulos surgen ideas nuevas e investigaciones que reflejan un pensamiento pragmático. Repitiendo nuestro esquema interpretativo de la historia de la medicina: la experiencia del Romanticismo, principalmente en hospitales, lleva a los experimentos del Positivismo, en los laboratorios. Y nos preguntamos, ¿podrá el naciente siglo XX construir un sistema coherente e integral sobre este conocimiento experimental? ¿Quizás sea el Pragmatismo la perspectiva filosófica que ayude en la construcción de ese sistema? o ¿seguiremos en una larga serie de experimentos buscando verdades «absolutas» que prevalecen sólo por unos pocos años? En el siguiente capítulo intentaremos contestar estas preguntas.

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CAPÍTULO 10

MEDICINA CONTEMPORÁNEA

El Positivismo del siglo XIX, con su fé casi ciega en las ciencias y el progreso, transmite al temprano siglo XX un optimismo generalizado. Las sociedades europeas entran en un período lleno de inventos y lujos antes no vistos, la legendaria Belle époque. Los EE.UU, luego de la Guerra Civil y preservada la Unión, inician una guerra con España en 1898 incitada por los grupos de prensa Hearst y Pullitzer luego de la explosión y hundimiento del acorazado Maine en La Habana (aparentemente por causas en realidad accidentales). Al terminar la guerra, España pierde sus últimas colonias que pasan a ser gobernadas directa o indirectamente por los EE.UU (Cuba, Puerto Rico, las Filipinas y Guam). Esta guerra, en teoría antiimperialista, deja una España sin restos de imperio pero crea un nuevo «imperio» americano, el de los EE.UU. Las potencias europeas y la nueva potencia norteamericana entran en un colonialismo desbordado que las hace creer que todo es posible si se cumple el «deber del hombre blanco» (The white man´s burden, poema de Kipling de 1899): llevar el progreso y la salud a los pueblos atrasados del sur y oriente del planeta. Esos años de un primer optimismo expansivo llegan hasta la I Guerra Mundial iniciada en 1914. Hoy ya conocemos, históricamente, que este optimismo no acaba bien. La pobreza, la desigualdad y las enfermedades persisten en lo que desde mediados de siglo se llama el «Tercer Mundo». Ahora, un siglo después (2007), las economías más grandes del mundo, las del G-8, se comprometen a invertir sesenta mil millones de dólares en combatir tuberculosis, malaria y Sida en África. Coloquialmente hablando, las cosas no le salieron al siglo XX como se las imaginó en su temprano optimismo. Las causas de esta situación son históricas, políticas y sociales, superando lo que podamos incluir en una historia de la medicina. Y aunque Virchow decía, a mediados del siglo pasado, «la medicina es una ciencia social y la política no es sino medicina en grande», dejaremos a un lado lo político y social para concentrarnos en el desarrollo del pensamiento médico.

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En medicina el nuevo siglo se veía casi obligado a construir un sistema, esa había sido la tendencia histórica luego de anteriores etapas con grandes avances científicos Ya hemos visto cómo el sistema de Galeno sigue a la medicina alejandrina y el Enciclopedismo racionalista de la Ilustración a los experimentos del Barroco. Este esperado sistema podía ser de ideas, en otras palabras una «ideología» médica que interpretara los hallazgos experimentales biomédicos del siglo XIX en un contexto común, como lo fue la síntesis galénica por mil quinientos años (véase capítulo 5). Este nuevo contexto común debía ser en buena lógica la Teoría de la Evolución de Darwin, y ya hemos propuesto en el capítulo 1 que la medicina contemporánea debe interpretar las enfermedades en el marco de la evolución. Pero en el país que es juzgado hoy la primera potencia del mundo, el 44% de los habitantes son «creacionistas» y afiman que la evolución darwiniana de las especies es falsa (USA today, encuesta de junio 7, 2007). En resumen, a finales de siglo no existe un sistema coherente e integral de interpretación de las enfermedades: ¿genéticas, ambientales, evolutivas, «castigo de Dios», sociales, individuales, multifactoriales, por estilo de vida o destino biológico, conspiración gubernamental? Otro ejemplo reciente de esta incoherencia científica es el rechazo a las vacunas infantiles en algunos países desarrollados. El descubrimiento más brillante de la Ilustración en el siglo XVIII fue la vacunación (Jenner, capítulo 8). Desde entonces se han prevenido innumerables enfermedades infantiles con ellas. En los últimos veinte años ha aumentado la prevalencia de autismo infantil y esto se asoció en algunos reportes a las vacunas preparadas con timerosol como preservativo. Hace unos seis años se retiró este preservativo de las vacunas y la incidencia de autismo no ha descendido. Varios estudios bien controlados han mostrado que la asociación entre vacunas infantiles y autismo es espúrea. A pesar de esto, grupos bien organizados están demandando al gobierno federal de los EE.UU por la recomendación y uso de vacunas en niños. Un artículo reciente en Scientific American (junio 8, 2007) al describir estos grupos se titula: «¡Qué importa el consenso científico, abajo con las vacunas!». Si a comienzos del siglo XXI podemos, despreciando la evidencia, rechazar uno de los avances tecnológicos más importantes de la modernidad, es que no compartimos una cultura científica común y menos un sistema general de ideas biomédicas e interpretaciones patológicas. Nos preguntamos, ¿es posible construirlo en la actualidad? Quizás no, y quizás no sea necesaria una «ideología» de la medicina. Parafraseando al filósofo de nuestros días Richard Rorty (1931-2007) en Philosophy and the mirror of nature (1979), proponemos que el pensamiento médico no puede reflejar en un sistema de ideas, coherente e integralmente, todos los problemas del sufrimiento humano que llamamos enfermedad. La medicina es primordialmente un oficio, no una ciencia con método

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propio como quiso el Positivismo del siglo XIX. Pero no adelantemos conclusiones a esta revisión de la medicina de nuestro siglo. Podría uno pensar que el sistema a construir por el nuevo siglo debiera haber sido un sistema de salud para proveer cuidado médico a grandes poblaciones urbanas y rurales, en países ricos y pobres. No hay ningún país del mundo que a finales del siglo XX tenga un sistema de atención médica sin grandes problemas. Durante décadas se juzgó que el Servicio Nacional de Salud (NHS) británico se acercaba a este ideal, hoy está en bancarrota. El New York Times editorializa el 12 de agosto de 2007 preguntándose si los EE.UU, primera potencia del mundo, tiene el mejor cuidado médico. Parece que no. La Organización Mundial de la Salud (OMS), reporta el periódico, coloca a EE.UU en el puesto 37 al «medir» la salud en 191 países en el año 2000. Este siglo nuestro ha sido capaz de grandes realizaciones pero parece incapaz de proveer cuidados médicos globales e igualitarios a nuestras sociedades. De todas maneras, esto no es un problema esencialmente médico sino político y social. Pero es difícil dar un juicio sobre este siglo nuestro de «cambalache», como dice el clásico tango de Enrique Santos Discépolo. Es demasiado reciente y formamos parte de él: en él nacimos, nos educamos y todavía no estamos plenamente en el siglo XXI. Intentaremos revisar los principales aciertos y fracasos médicos del siglo XX y plantearnos unas preguntas dentro un esquema interpretativo provisional, muy seguramente incompleto. Iniciemos una revista cronológica a la medicina de nuestro siglo XX. TRIUNFOS DE LA MEDICINA TROPICAL Hacia 1900 toma forma definitiva una novedosa especialidad médica: la medicina tropical. Esto se debe al ya mencionado impulso decimonónico por crear especializaciones en la práctica de la medicina y como compañera e instrumento del colonialismo. Después del Jubileo de Diamante de la reina Victoria en 1897, cuando se celebra multitudinariamente su largo reinado y el gran Imperio británico, el secretario de colonias Chamberlain afirma (1898) que el control de enfermedades es parte integral del imperialismo. En Francia, Lyautey, organizador del servicio médico colonial afirma: «la sola excusa de la colonización es la medicina». En Inglaterra se fundan institutos de enseñanza e investigación como el Liverpool school of tropical medicine (1898) y el London School of hygiene and tropical medicine (1899). La reconocida revista inglesa Journal of tropical medicine empieza a circular en 1898. Nótese lo que ya habíamos apuntado en el capítulo anterior: signo seguro de la aparición de una nueva especialización médica es publicar una revista propia (Archives, Journal, Review, etc.).

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¿Cuándo comienza la medicina occidental a preocuparse por las enfermedades típicas del trópico? Al final de la Ilustración, hacia 1780, en ese afán sistematizador y clasificador de la medicina del siglo XVIII, se empezó a hablar de enfermedades de climas calientes y climas fríos. Ya se conocían la malaria y la fiebre amarilla, pero estas se consideraban más bien enfermedades de pantanos y humedales o puertos. En el siglo XIX aparece una enfermedad epidémica que llega de los trópicos: el cólera. La primera gran pandemia mundial moderna se origina en India hacia 1817, llega a las Filipinas y China en 1820, al Japón en 1822 y al Medio Oriente hacia la misma época. Pero un invierno particularmente severo detiene la pandemia en el Asia Menor en 1823-1824. Esta circunstancia confirma la idea de que existen enfermedades o epidemias de climas calientes y de climas fríos. Pero la disentería por Vibrio cholerae, el cólera, reaparece en las Islas Británicas en octubre de 1831, y para 1832 se ha extendido a Francia. El pensamiento médico europeo sostuvo dos posiciones ante este hecho: era una enfermedad de los climas cálidos que invadía a Europa o era una enfermedad de las clases pobres. De hecho muchos grupos obreros afirmaban que era un envenenamiento de las masas desfavorecidas por parte de la burguesía. De tal forma que la interpretación etiológica de las epidemias de cólera (varias en el continente europeo) iba desde causas climáticas, higiénicas hasta políticas y sociales. Ya hemos dicho que la seminal investigación de John Snow de la epidemia de Londres de 1854 se considera la «primera piedra» de la epidemiología moderna. Snow trazó dos clásicos mapas de casos en Soho (barrio de Londres) lo que le permitió localizar el origen de la enfermedad (el cólera) en la bomba de agua de la calle Broad. Al cerrar la bomba de agua los casos disminuyeron y quedó probado que el Vibrio se transmitía por aguas contaminadas con desechos humanos. El cólera fue desapareciendo del continente europeo al realizarse obras de ingeniería sanitaria y reformas higiénicas en las grandes ciudades. Esta enfermedad entonces, a pesar de aparecer repetidamente en los países tropicales, se asoció más al manejo de aguas y la última epidemia en Europa fue hacia 1892. Durante el siglo XX ocurrieron aún epidemias en Hispanoamérica (costa Pacífica en Colombia, por ejemplo) a mediados de la década de los ochenta. Pero las colonias europeas en África y Asia sufrían otras pandemias atroces. En la última década del siglo XIX hubo dos o tres epidemias de plaga, peste bubónica, que se originaron en China y se extendieron a India, el resto de Asia, algunos puertos de África, Australia y reportándose hasta pequeños brotes en San Francisco, California. Estas epidemias de peste bubónica causaron alrededor 13 millones de muertos en China, pero su extensión mundial aterró a los gobiernos europeos. Se organizaron comisiones de estudio por parte de Alemania, Francia, Inglaterra, Japón y otros países. Estas

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comisiones viajaron a los sitios afectados e implementaron investigaciones in situ. Estos estudios llevaron a Yersin y Kitasato, en 1894, al aislamiento del microbio causante, la Yersinia pestis. También se detectó que el reservorio animal principal era la rata negra, Rattus rattus. Se demostró en Australia que una estricta política de cuarentena en puertos y control de ratas en barcos impedían la llegada y extensión de la enfermedad. Con estas comisiones, investigaciones y estudios se inicia la medicina tropical en el siglo XX. Se implementan políticas casi militares de control y desde entonces esto le da un talante militarístico, de guerra contra ciertas enfermedades, a la medicina tropical. A pesar de este enfoque del problema, los resultados son apenas buenos: en India, en 1903, moría aproximadamente un millón de personas al año por peste bubónica. El primer gran triunfo de la medicina tropical ocurre en el Caribe americano, con las medidas de control para la malaria y la fiebre amarilla. Se considera que el padre intelectual de la medicina tropical es sir Patrick Manson (1844-1922) quien después de cuidadosas y difíciles investigaciones, en pobres condiciones y en el campo, descubrió que la elefantiasis (que se había confundido en el pasado con la lepra) se debía a una filaria, Wuchereria bancrofti, transmitida por la picadura de una mosca al ser humano (1878). Esto llevó a un cambio paradigmático en la interpretación de las enfermedades de climas calientes: su etiología no era el clima o la predisposición racial, sino una interrelación entre vector, parásito y huésped. Esto fue llamado el triángulo etiológico de la medicina tropical. El mismo doctor Manson reconocía en aquella época que existían otros factores en el medio ambiente (por ejemplo, competidores biológicos del vector) que hacían más compleja esta interrelación. Por eso el primitivo «triángulo» se amplía después: agente de la enfermedad (biológico, químico o físico), huésped humano (susceptible o no) y factores del medio ambiente (vectores, reservorios, etc.). La salud pública clásica y la medicina tropical tenían ahora un paradigma útil que permitía investigar otras «enfermedades de climas calientes». Manson escribe su clásico libro en 1898: Tropical diseases: a manual of the diseases of warm climates —Medicina tropical: manual de enfermedades de climas cálidos. Este texto es la «biblia» por muchos años de la nueva especialidad. Inmediatamente se establecen modelos y ciclos vitales para varias enfermedades tropicales: la disentería por amebas, la esquistosomiasis, la enfermedad del sueño en África, etc. Y se avanza en la dilucidación de dos gigantescos problemas: la malaria y la fiebre amarilla. El primer paso importante lo da Alphonse Laveran, cirujano militar francés, encontrando un microorganismo tipo plasmodio (en los eritrocitos parasitados) como «factor específico» de la malaria en Argelia, 1880. Era tan prevalente el modelo climatológico o ambiental de la malaria que muchos médicos se negaron a aceptar un

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microbio (protozoario) como agente etiológico. Manson en Inglaterra sí creyó en ese hallazgo y convenció a un discípulo suyo, Ronald Ross (1857-1932), para estudiar el asunto en India. El método de investigación propuesto era simple: escoger un paciente malárico, permitir que fuera picado por mosquitos y buscar el plasmodio en los insectos. Después de disecar miles de mosquitos, el 20 de agosto de 1897 (desde ese día conocido como Día del Mosquito) Ross encuentra en un anofelino el plasmodio en forma de oocisto. Ross había querido ser poeta en su juventud y escribe (parafraseando a san Pablo) unos versos, no muy buenos, sobre su descubrimiento: Sé que esta pequeña cosa a millones de hombres salvará: ¿Muerte, dónde está tu aguijón; Tumba, tu Victoria?

Lejos de ahí, los italianos Bignani y Grassi habían, independientemente, asociado la malaria a los mosquitos anofelinos como vectores. A Ross se le concede el segundo premio Nobel de Medicina por su trabajo en 1902, protestando italianos y franceses por esta distinción individual. Para corregir esta situación el comité concede el Premio Nobel a Laveran, el francés, por el descubrimiento del plasmodio, en 1907. La investigación de los italianos, que finalmente describen todo el ciclo vital del parásito entre vector y humano, nunca es reconocida con un Premio Nobel. Estos primeros premios Nobel, y otros que los han seguido en la medicina del siglo XX, prueban lo parcializado y peculiar de algunas de estas distinciones. Una lista de los premio Nobel en medicina durante el siglo XX no es un buen ni justo resumen del pensamiento médico en este siglo. Al describirse el ciclo vital de la malaria en el hombre fueron evidentes los puntos de ataque para disminuir su incidencia. Podían reducirse las poblaciones de vectores, y esto se intenta desde el comienzo con saneamiento ambiental y con insecticidas cada vez más efectivos. Desde la década de los treinta en el siglo XX se usa el DDT con gran eficacia y en 1957 la Organización Mundial de la Salud cree, erradamente, posible y cercana la eliminación de la malaria. Pero los mosquitos se hacen resistentes a este insecticida y aparecen ciertas prevenciones ecológicas que limitan su uso. Actualmente se usan otros insecticidas y su mejor y más barata aplicación actual es en mosquiteros impregnados de sustancias químicas. Organizaciones internacionales patrocinan su uso actualmente en África, donde mueren un millón de niños al año por malaria. Otro punto de ataque es desarrollar «balas mágicas» (véase capítulo 9) contra el plasmodio directamente. A pesar del uso de quinina con sus derivados y otras drogas nuevas, el plasmodio se empieza a mostrar resistente a estos fármacos desde la década 278

de los sesenta. Una polémica actual en la OMS (Organización Mundial de la Salud, WHO sigla en inglés) se centra en la recomendación repetida para el uso de drogas baratas en países pobres, por razones de costo, sin tener en cuenta la resistencia parasitaria. Un desarrollo reciente es el uso de artemisina, remedio tradicional en la medicina china, contra el plasmodio causante de la malaria. Siendo la artemisina un producto vegetal no puede ser patentado y las grandes compañías farmacéuticas no pueden alcanzar grandes ganancias con su uso. Pero el tratamiento farmacológico de la malaria todavía no es lo suficiente efectivo y barato para los países que más la sufren. El último frente de batalla contra la malaria está en las condiciones biológicas del huésped mismo, ya que los resultados contra el vector y contra el mismo agente no han sido definitivos. Por tanto lo que se ha intentado tercamente durante 30 o más años es desarrollar una vacuna contra la malaria. Los resultados no han sido concluyentes, pero esto sigue siendo un campo activo de investigación. Contra el otro gran enemigo de la naciente medicina tropical, la fiebre amarilla, la vacunación ha sido efectiva. La historia del descubrimiento del ciclo vital del virus de la fiebre amarilla fue más dramática. Durante el siglo XIX varios individuos en Baltimore, Mobile (Alabama) y la isla de Guadeloupe sugirieron que los mosquitos transmitían esa terrible enfermedad que atacaba puertos e islas del Caribe. Recordemos que la fiebre amarilla visitaba repetidamente esos sitios produciendo epidemias con gran mortalidad. Carlos Finlay (1833-1915) repitió la sugerencia en 1881, pero nadie le prestó mayor atención al médico cubano. El doctor Finlay realizó cientos de experimentos y con gran intuición científica propuso que el Aedes aegypti, mosquito muy adaptado al entorno doméstico humano, era el vector. A pesar de estas geniales observaciones su trabajo no fue reconocido por las autoridades médicas del momento. ¿Por qué? En parte porque Finlay publicó sus resultados en revistas cubanas de pequeña circulación; en parte porque sus repetidas inoculaciones de humanos con mosquitos no se hacían con un aislamiento estricto de los sujetos experimentales; y en parte, hay que decirlo, porque la ciencia europea y anglosajona no esperaba que un médico de la América Española hiciera grandes descubrimientos científicos. Luego del «Desastre del 98» (como lo llamaban los escritores españoles, Unamuno y otros, de esa importante generación) y debido a la alta mortalidad en el ejército estadounidense por fiebre amarilla se organiza una comisión en 1900 dirigida por los doctores Walter Reed de la Universidad Johns Hopkins y James Carroll del Cuerpo Sanitario del Ejército Americano, para aclarar el problema y mejorar la prevención de esa enfermedad. Para esa época el gobierno de los EE.UU había establecido como prioridad el saneamiento de los puertos del Caribe (New Orleans, La Habana y Panamá) puntos claves de su nueva área de influencia política.

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Con mosquitos que el doctor Finlay les proporcionó, la Comisión se puso a investigar el problema en La Habana (Campo Columbia, Marianao). Después de múltiples inoculaciones a sujetos experimentales con mosquitos que habían picado a enfermos con fiebre amarilla, aislamiento bien controlado de los inoculados, algunas muertes heroicas como la del joven médico Jesse Lazear y desarrollo de fiebre amarilla en el 80% de los voluntarios, se probaron ciertas las teorías del doctor Finlay sobre el vector. El agente etiológico fue imposible de aislar, no parecía ser una bacteria o un parásito de mayor tamaño, y se propuso por primera vez en la historia un «agente filtrable» (virus) causando una enfermedad humana, la fiebre amarilla. Inmediatamente se implementó un programa de saneamiento en La Habana, dirigido por el doctor William Gorgas (1845-1920) para destruír los mosquitos, cubriendo de querosene y aceites los depósitos de agua, charcos y humedales, y además aislando a los enfermos de fiebre amarilla. En unos pocos meses desapareció la enfermedad de ese importante puerto del Caribe. Pero el más célebre triunfo salubrista de Gorgas fue en otro rincón del Caribe: Panamá. Desde comienzos del siglo XVI se buscó infructuosamente una comunicación marítima que atravesara el Istmo de Panamá poniendo en fácil comunicación el Caribe y el Pacífico. Algunos pensaron en la posibilidad de excavar un canal pero la posición de la Corona de España era que «lo que Dios había unido, no lo separará el hombre». En realidad las únicas inversiones que hacía el gobierno peninsular en América eran para asegurar el tráfico transatlántico de oro y plata, por ejemplo las grandes fortificaciones en puertos como la Habana, Portobelo y Cartagena. En Panamá el paso del Istmo se hacía a través del legendario Camino de Cruces que llegando al gran río Chagres, salía por vía fluvial al fuerte de San Lorenzo en la costa caribe. A pesar de este uso centenario del río, cuando los franceses se comprometieron con Colombia a excavar un canal interoceánico se decidió en París, en un Congreso de ingenieros lejano al sitio real de trabajo, construir un canal a nivel. En 1881 se estableció una compañía francesa para este propósito, dirigida por el célebre Ferdinand Lesseps, que había dirigido con éxito la excavación del Canal de Suez en condiciones climáticas y salubrísticas muy diferentes. En el siglo XIX ya se había emprendido una gran obra de ingeniería en el Istmo, el primer tren interoceánico del mundo entre Aspinwall (hoy Colón) y la ciudad de Panamá. La obra tomó cinco años, de 1850 a 1855, debido a la larga temporada de lluvias en el Istmo (de abril a noviembre, aproximadamente) y las insalubres condiciones. Panamá era conocido desde hace siglos como un sitio peligroso por la perenne presencia de malaria y la recurrente visita de la fiebre amarilla, el Demonio Amarillo (Yellow jack) de los marineros. La mortandad entre los trabajadores fue alta, especialmente entre los irlandeses y europeos, obligando a contratar chinos en el Oriente y negros en las West

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indies del Caribe. La leyenda dice que bajo cada riel del ferrocarril istmeño hay un trabajador enterrado, una manera «poética» de expresar la gran mortalidad que conllevó la construcción de la vía férrea. Se dice que el peor año fue 1852 en que para colmo de males se desató una epidemia de cólera. Ese mismo año el presidente de la compañía, Stephens, murió en New York de «alguna enfermedad tropical» adquirida en Panamá. A pesar de estas historias médicas de horror los franceses comienzan su obra en 1881. Hubo muchas razones para el fracaso de la Compagnie: la ilusión errada de excavar un canal a nivel como el de Suez en unos suelos como los de Panamá, la errática administración, especulaciones de bolsa en París pero, sobretodo, incapacidad de sanear el Istmo antes de emprender tan dispendiosa obra. Los franceses construyeron dos grandes hospitales con todos los adelantos de la época en los dos términos de la excavación, Panamá y Colón. El de Panamá, l´Hópital nòtre dame du canal, estaba, como lo mandaban los cánones, en el punto más alto de la ciudad, el cerro Ancón, porque todavía predominaba la teoría miasmática o climatológica de la malaria. Pero estos grandes hospitales ayudaron paradójicamente a la extensión de malaria y fiebre amarilla en la población. Primero, eran construidos en el estilo francés de pabellones separados y las acusiosas hermanitas de la Caridad (vicentinas, véase capítulo 7) ante la gran cantidad de trabajadores de diferente procedencia los separaraban en salas de franceses, italianos, irlandeses, chinos, negros, etc. por procedencia racial o nacional. Esto garantizaba que en todo momento en cada pabellón hubiera un caso de malaria o fiebre amarilla para contagio de sus compatriotas. Segundo, las plantas de los jardines y las patas de las camas eran rodeadas con agua en canaletas o recipientes para defenderse de las «hormigas arrieras» o los alacranes frecuentes en Panamá. Estos pequeños depósitos de agua eran excelentes criaderos de mosquitos. Hay varios testimonios de la época que nos narran que el pueblo llano panameño consideraba extremadamente peligrosa la hospitalización en esos centros, la gente le tenía miedo a los hospitales: el que no ingresaba enfermo con malaria o fiebre amarilla, salía del hospital con alguna de esas infecciones. Hay que subrayar sí que la labor de las hermanitas era heroica y aproximadamente tres cuartos no volvieron vivas a Francia. Panamá era considerada «la tumba del hombre blanco». Personalmente recuerdo haber ido con uno de mis tíos franceses, finales de la década de los cincuenta, a visitar el cementerio francés para buscar entre las pequeñas cruces con nombres casi borrados algún testimonio que asegurara a la familia del difunto que éste había sido enterrado en Panamá, pues muchos simplemente desaparecieron sin saberse ni cuando ni cómo murieron. Anecdóticamente el genial pintor impresionista Gaugin pretendió trabajar y vivir en Panamá en aquellos días, describiendo desilusionado en sus cartas, el infierno

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de insalubridad y vicios que era el Canal Francés en Panamá. Para presentar ambos lados del argumento en torno a esta pequeña historia, precisemos que Gaugin fue expulsado del terrritorio en aquel tiempo colombiano por orinar en público (?). El canal francés entonces nunca se concluye en el Istmo. Panamá se separa de Colombia el 3 de noviembre de 1903: con astucia y sin muchos disparos es la versión panameña, con astucia y raptada a la fuerza por los EE.UU es la versión colombiana. El gobierno americano firma tratados con la nueva república para la construcción del canal y compra los derechos de la Compagnie. En los primeros meses de 1904 el presidente norteamericano Theodore Roosevelt le confía al presidente de la Comisión para el Canal Istmeño: «Como usted sabe, creo que los problemas higiénicos y sanitarios del Istmo son de la mayor importancia, aún más importantes que los problemas de ingeniería». En mayo de 1904 se nombra al doctor William Crawford Gorgas como encargado de la sanidad en Panamá. Este nombramiento se hizo por insistencia del doctor William Welch, patólogo de Johns Hopkins en Baltimore, quien era uno de los cuatro líderes de la medicina de EE.UU, llamados los «cuatro grandes» de Hopkins: Welch, patólogo; Osler, internista; Kelly, gineco-obstetra y Halsted, cirujano. Hopkins era la mejor escuela de medicina de Norteamérica en ese momento y en gran parte era debido a esos cuatro profesores. Gorgas lideró una campaña casi militar para sanear la franja del Istmo donde se construiría el canal. Esta campaña consistió en drenaje de humedales y lagunas, corte de matorrales, cubrir de aceite los depósitos de agua, eliminación de larvas con ácido carbólico mezclado con soda cáustica y resinas, eliminación de mosquitos adultos a un «elevado» costo de US $3,50 per cápita por año en la población del área canalera (más o menos ochenta mil personas). Además se modernizó y adecuó la infraestructura urbana de las ciudades de Panamá y Colón. Antes de este saneamiento se calcula que una sexta parte de la población de Colón sufría cada semana de ataques maláricos (!). La hospitalización de trabajadores debido a malaria descendió paulatinamente: 9.6% en 1905, 5.7% en 1906,1.8% en 1907 y así sucesivamente. Aunque la malaria nunca desapareció del todo con el manejo del vector, la baja prevalencia resultante permitió los trabajos de excavación del canal. En cuanto a la fiebre amarilla ocurrió una de las usuales epidemias en el Istmo de mayo a agosto de l905 produciendo terror en trabajadores e ingenieros del Canal. (Se dice que tres cuartos de los trabajadores americanos regresaron a los EE.UU). Se atacó la epidemia con persistencia militar: se fumigaron todas las casas de Colón y Panamá, se crearon pequeños ejércitos de inspectores que visitaban domicilios y localizaban casos, se hizo un inventario de todos los pozos y reservorios de agua en las dos ciudades, se exigió el cambio diario de los recipientes de agua bendita en la Catedral

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y, poco a poco, fueron disminuyendo los casos. En La Habana la erradicación de la fiebre amarilla tomó ocho meses, en Panamá año y medio. Se cuenta que Gorgas presenció la autopsia del último paciente muerto por fiebre amarilla y dijo: «Miren bien este cadáver porque será el último caso que vean en Panamá de fiebre amarilla». Y así fue. Hasta la decada de los 70 durante la construcción de una gran represa hidroeléctrica en un área selvática, no se volvió a ver un caso de fiebre amarilla en Panamá. El saneamiento del Istmo permitió que el Canal se construyera y terminara en 1914. Fue un gran triunfo de la medicina tropical pero subrayamos el talante militar y autoritario de esta campaña, quizás por eso no se ha podido repetir en otros lugares y en otras condiciones políticas. Irónicamente el primer barco en atravesar el Canal fue el Cristóbal, un pequeño carguero de cemento, el 3 de agosto de 1914; aunque la apertura oficial fuera el 15 de agosto del mismo año con el paso del Ancón, otro barco. Irónicamente decimos, porque ese mismo día, el 3, declaró Alemania la guerra a Francia, iniciándose la Primera Guerra Mundial. La medicina de tiempos de paz tendría que cambiar rápidamente, había terminado la Belle époque. Comenzaría en este punto el siglo XX con sus guerras y holocaustos: la Primera y Segunda Guerras mundiales, la Guerra de España, la de Corea, la de Vietnam, e innumerables conflictos armados de liberación y lucha social. LAS GUERRAS DEL SIGLO XX Y SUS ADELANTOS MÉDICOS La Primera Guerra Mundial, la Gran Guerra como fue llamada, tiene bastante importancia en la evolución de la medicina y su organización como la conocemos hoy. Muchas autoridades sostienen que por primera vez en esta ocasión se llevan historias y estadísticas de heridos y enfermos de manera adecuada; porque la Gran Guerra fue una carnicería organizada, estable, un «molino de carne» la llamaría Clemenceau el tigre, médico y primer miinistro de Francia durante ella. A los pocos meses de iniciada, el Frente Occidental franco-alemán se estabiliza y empieza una agobiante lucha de trincheras con poco movimiento de los ejércitos en uno u otro sentido por cuatro años hasta 1918. Esta sangrienta estabilidad exigió una cuidadosa organización de su medicina militar. El triage de heridos en el frente quedó permanentemente establecido como instrumento de la medicina militar en la Gran Guerrra. Es cierto que el triage de heridos en batalla había sido ya ideado por Dominique Larrrey, cirujano jefe de los ejércitos napoleónicos desde 1797 hasta Waterloo en 1815; por esta y otras razones se le considera padre de la cirugía militar. Pero en la Primera Guerra Mundial se organiza cuidadosamente un sistema de evacuación de heridos a centros de cirugía en retaguardia con camilleros, ambulancias ya motorizadas y un servicio de enfermería complejo. Si observamos las

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fotografías y testimonios gráficos de los frentes de batalla, siempre veremos ambulancias y camilleros en un ir y venir continuo con heridos. La medicina del siglo XX utilizará el concepto de triage en todas sus guerras, en la atención en desastres y aún más en las grandes urbes con servicios de urgencia copados pero eficaces. Este importantísimo concepto, el triage, fue popularizado por la medicina militar de la Gran Guerra. Debido a los pocos avances o retrocesos del frente de batalla, los hospitales de retaguardia se organizan mejor y la cirugía militar progresa considerablemente. Hay que recordar que esta es una época preantibiótica y para luchar contra la infección de las heridas sólo era posible la asepsia y la antisepsia. Al comienzo de la Guerra las heridas se limpiaban simplemente y se vendaban con gran asepsia, luego se observó que había que debridar los bordes de los tejidos heridos y después se implementó la eliminación de todo el tejido muscular cercano a la herida para evitar la temida gangrena gaseosa por anaeróbicos. Las heridas se dejaban entonces abiertas, con drenaje in situ y frecuentemente eran infiltradas con soluciones antisépticas (la de Dakin, por ejemplo). Al tiempo apropiado eran reexaminadas, se intentaba un examen microscópico que indicara si había o no contaminación bacteriana y después se suturaban. De ahí proviene el término quirúrgico técnico de «cierre por segunda intención». En la cirugía reparativa hubo grandes avances, por ejemplo la cirugía plástica de la cara progresó considerablemente. Al comienzo de la guerra sólo se hacían transfusiones persona a persona, ya para ese entonces más seguras debido al descubrimiento por Karl Landsteiner de los grupos sanguíneos (circa l901), lo que permitía evitar la reacción hemolítica fatal de aquellas primeras transfusiones del siglo XVII (véase capítulo 7). Pero era imposible preservar la sangre en recipientes hasta que se propuso el uso de citrato como quelante de calcio y por lo tanto anticoagulante (Lewisohn, 1915). En realidad la anticoagulación de la sangre para ser transfundida con citrato de sodio fue descrita por el médico argentino Luis Agote en 1914 (Nuevo método sencillo para realizar transfusiones de sangre). De todas maneras no se realizaron transfusiones en el frente hasta 1917, porque la mayoría de los cirujanos las consideraban un peligroso recurso de último momento. Pero así como hubo progreso en la medicina, también hubo letales progresos en la tecnología militar. La Gran Guerra es conocida como la guerra de los químicos por los avances en la fabricación de explosivos y el uso de gases como armamento en el frente de batalla. Diversos químicos se usaron en los ataques con gas: gas lacrimógeno, gas mostaza y el letal fosgeno, entre otros. Aunque la capacidad de producir la muerte era baja (sólo el 4% de las fatalidades totales fueron debidas a ataques con gas), el resultado de estos ataques producía terror en la infantería. El miedo era un compañero permanente del soldado en las trincheras, esto llevó a una frecuente sintomatología sicológica que se llamó colapso nervioso por artillería

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(shellschock, en inglés) y hoy es conocido como stress postraumático. Por primera vez en la historia se entiende como enfermedad lo que se creía mera cobardía anteriormente y que llevaba al fusilamiento de soldados desleales o débiles en el frente. Hubo que organizar sanatorios inmensos para soldados con esta sintomatología. Los poetas ingleses Owen y Sasoon, soldados en esta cruel guerra, fueron pacientes en estos hospitales para stress postraumático. Es duro admitirlo, pero este fue el inhumano inicio del reconocimiento de ciertas neurosis y enfermedades sicosomáticas como enfermedades reales. Esto ayudó a la aceptación de Freud y sus nuevas teorías siquiátricas: la vida externa real y su memoria como causa de enfermedades antes consideradas del alma o del corazón. En el horrible contexto de la guerra de trincheras son frecuentes las enfermedades infecciosas y ciertas nuevas enfermedades propias de la lucha y sobrevivencia en ese insalubre medio. Se describe el pie de trincheras causado por la continua permanencia de pie en ambientes húmedos y fríos, como el fondo de una trinchera. El tratamiento parece simple: elevación de los miembros inferiores, evitar la humedad, reducir el frío en los pies. Con todo algunos casos llevaban a gangrena y amputación. Es de anotar que en la Guerra de las Malvinas (1985) en un medio igualmente frío y húmedo, el pie de trinchera llegó a sumar el 14% de las lesiones reportadas. Otra enfermedad descrita en la lucha de trincheras es la insuficiencia renal aguda. Ya hemos visto cómo Bright describió la insuficiencia renal crónica (véase capítulo 9). La insuficiencia renal aguda (IRA) se describe en la Primera Guerra Mundial en víctimas de aplastamientos por derrumbe de trincheras (objetivo del bombardeo de ablandamiento previo al ataque) que si sobrevivían a pesar del traumatismo severo, presentaban edema generalizado y anuria a los pocos días. La autopsia en algunos casos mostró pigmentación de los túbulos renales y se postuló el daño renal por mioglobina circulante producida por necrosis muscular. Así durante décadas se aceptó la nefropatía por pigmento como causa de insuficiencia renal. Hoy sabemos que la patología es más bien consecuencia de la isquemia en el trauma severo generalizado pero debemos a la Gran Guerra la descripción de la IRA. Todas las guerras del siglo XX han producido gran sufrimiento en la población civil, todas han sido guerras totales que implican ataques a la población civil. En la Primera Guerra Mundial el efecto más importante sobre la población no alistada en ningún ejército se produjo al final de la contienda propiamente dicha: la epidemia de influenza de 1918. Esta epidemia es conocida como la influenza española. En realidad los primeros reportes de ella en 1918 se dan en campamentos de reclutamiento norteamericanos, en la primavera de ese último año de guerra. En ese primer brote se trató de una influenza común sin mayores peligros, pero en el otoño (la paz se firmó en noviembre de l918) el

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virus mutó a una forma de mayor virulencia con gran letalidad por daño pulmonar. Hoy sabemos que el virus de 1918 es similar al que conocemos hoy como causa de la influenza aviar o asiática (H1N1 en l918, H5N1 hoy). La epidemia de 1918 se extendió a una cuarta parte de la población humana y causó entre 30 y 50 millones de muertes. Mucho más que el total de muertes en la guerra propiamente dicha, unos dieciséis millones. Es curioso que el virus produjo en 1918 mayor mortalidad en la población de 20 a 40 años siendo que en la influenza clásica la mayor mortalidad se observa en la tercera edad. Quizás esto se deba a su relación con ejércitos formados por hombres jóvenes, quizás allí el virus mutante se adaptó a esta población y luego saltó a la población civil. La pandemia por influenza persistió por dos o tres años y hasta hoy es considerada la epidemia global (pandemia) que más muertes ha causado en la historia de la humanidad. La Guerra Civil de España (1936-1939) se considera la única guerra idealista del siglo XX porque enfrentó a unos rebeldes o franquistas (apoyados por el fascismo alemán e italiano) contra unos leales o republicanos (apoyados por el comunismo ruso y miles de voluntarios internacionales que querían luchar contra el ascendente fascismo). En la historia de la medicina es importante por dos o tres cosas. Es la primera guerra en que se usa frecuentemente la transfusión sanguínea. Hay una bella fotografía tomada en una atroz batalla, la de Teruel, que muestra un banco de sangre-ambulancia volcado en la nieve. Este servicio fue organizado por el voluntario y médico canadiense Norman Bethune, el doctor sangre se le llamaba, y desde la batalla de Ciudad Universitaria (finales de 1936) realizó transfusiones de sangre en todos los frentes de batalla. Bethune es un verdadero héroe de la medicina transfusional. La atención médica era difícil y pobre en los hospitales de la República. Esto estimuló la inventiva del doctor Josep Trueta, catalán, para tratar las heridas de las extremidades. Postuló un efectivo método de debridación y luego inmovilización de la extremidad con yeso (!) y drenaje in situ. Esto se conoció como la bota o yeso de Trueta y fue un importante avance en la ortopedia militar. Luego de la Guerra Civil Trueta se exilió en Inglaterra donde obtuvo fama como ortopedista y sirvió en la Segunda Guerra Mundial siendo profesor en Oxford hasta su retiro. Investigó la falla renal en los politraumatizados, demostrando la isquemia como causa de ella. La población sufrió mucho los efectos de la Guerra Civil en España. Era rampante la desnutrición, que prosiguió después de la guerra («años del hambre») por el aislamiento internacional del victorioso régimen de Franco. Los tristemente históricos bombardeos de Durango y Guernica en 1937, realizados por la Legión Cóndor patrocinada por el gobierno de Hitler, establecieron la vil costumbre de atacar directamente poblaciones civiles no armadas para producir terror y desánimo en ella. Fueron los antecesores de

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los terrribles bombardeos sobre Londres, Dresden, e Hiroshima y Nagasaki en la Segunda Guerra Mundial. SEGUNDA GUERRA MUNDIAL, ANTIBIÓTICOS Y BOMBA ATÓMICA Precisamente la bomba atómica con sus efectos patológicos y el uso de la penicilina, el primer antibiótico verdaderamente efectivo, son los eventos médicos más importantes asociados a la Segunda Guerra Mundial. Las heridas de combate se habían seguido tratando con la asepsia y antisepsia de la Primera Guerra Mundial, además se había popularizado la inmobilización con yeso de Trueta para las heridas de extremidades. Al comienzo de la guerra se empezó a introducir el uso de sulfonamidas, bacteriostáticos, directamente en la herida; luego se administraron oralmente y finalmente en la cavidad abdominal o aún endovenosamente más tarde. Esto era considerado parte de la antisepsia de las heridas. Las sulfas o sulfonamidas pueden ser vistas como el primer bactericida pero luego se precisó el término a bacteriostático cuando se compararon con los antibióticos. Las sulfas fueron descubiertas en Alemania en 1932 en el contexto de experimentos basados en las ideas de Erlich (véase capítulo 9) de buscar una «bala mágica» microbicida, especialmente explorando los tintes y pigmentos que teñían a las bacterias. Se descubrieron a través del pigmento rojo Prontosil que liberaba en el organismo una molécula, la sulfonilamida, con características germicidas. El uso clínico de ellas redujo en dos terceras partes la mortalidad en neumonías pero no las curaba todas, y producía severas reacciones y alergias en algunos pacientes. Medir efectos parciales o deletéreos de las drogas ha sido como el «karma» de los institutos de investigación farmacológica en este siglo. Si sumamos a esto el efecto placebo de administrar un medicamento comprenderemos lo difícil que es decidir si un nuevo descubrimiento terapéutico es útil clínicamente o no. Las sulfas nunca se popularizaron del todo, pero con el Salvarsán de Erlich para la sífilis eran las únicas drogas anti-infecciosas en el armamentario médico. La idea de antibiosis es anterior el descubrimiento de los antibióticos. Muchos científicos habían observado inhibición del crecimiento bacteriano en presencia de mohos contaminantes en sus cultivos. Se supuso que esto era debido a alguna sustancia química producida en microbios vivos, los mohos u hongos, que atacaba otros microbios, las bacterias. Esto fue llamado antibiosis y se aceptó como evidencia de la lucha evolutiva entre especies distintas. La gloria del aislamiento del primer antibiótico pertenece al escocés Alexander Fleming. El hallazgo de la penicilina no fue únicamente por serendipia, aunque así lo narren algunas historias populares. El pensamiento de Fleming estaba preparado para encontrar

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la penicilina. Durante la Primera Guerra Mundial Fleming y otros colegas criticaron la antisepsia agresiva de las heridas porque los leucocitos, cuyo rol en la defensa del organismo contra las bacterias con su fagocitosis había sido descrito por Metchnikoff en 1882, eran también destruidos por algunos de esos químicos antisépticos. De cierta forma era reconocer el papel positivo del pus en la defensa del organismo (como aquel pus laudable del sistema galénico, capítulo 6). De hecho Fleming usó secreción mucosa de su propia nariz, similar al pus, para inhibir el crecimiento bacteriano en sus posteriores experimentos sobre lisozimas. En 1922 Fleming describió las lisozimas como enzimas destructoras de bacterias y presentes en el pus leucocitario. Hoy sabemos que las lisozimas son guardadas en los lisosomas, organelas subcelulares en los leucocitos y demás células. De tal forma que Fleming estaba pensando en productos de células vivas que luchaban contra la infección bacteriana. Encontrar uno de estos productos en un cultivo de hongos fue, sí, un hallazgo sorpresivo pero no inesperado. Alexander Fleming era un investigador reconocidamente desordenado. En 1928, luego de regresar de un período de asueto, encontró muchos de sus cultivos de bacterias contaminados por un hongo. Empezó a descartarlos todos, cuando al mostrar la pérdida a un visitante observó en ellos un halo alrededor de las colonias de moho. Este halo en el crecimiento bacteriano, una zona clara alrededor de las colonias micóticas, significaba que había algo en el medio, allí en esa zona, que inhibía el crecimiento. Inmediatamente la mente de Fleming llegó a la conclusión de que era un producto del moho con características bactericidas. Muchos investigadores habían observado esos halos anteriormente, algunos pensaron que era un efecto del hongo y hasta dos o tres idenfificaron al hongo como de la especie penicillium. Fleming no sabía nada de hongos. Hizo estudiar las colonias y el contaminante fue definido como Penicillium notatum. Se dedicó Fleming al aislamiento de la supuesta substancia y fue llamada penicilina. Publicó sus resultados en 1929. Múltiples investigadores se interesaron en la sustancia pero era imposible alcanzar concentraciones adecuadas de ella para probarla en la clínica. Fleming siguió hablando de su descubrimiento en encuentros médicos (no era el conferencista más entusiasta, se dice, sobre ningún tema), pero la situación siguió igual hasta finales de la década de los treinta. Un alumno de Fleming, Cecil Paine, usó por primera vez con buenos resultados la penicilina en humanos: en una laceración ocular, y en un caso de gonorrea oftálmica neonatal. Cecil Paine comentó los resultados con un profesor de patología, Howard Florey. Florey se convirtió en catedrático de patología en Oxford en 1938 y ya con mayores recursos y un equipo humano de investigación más grande, empezó a investigar la penicilina como antibiótico. Florey no estaba interesado directamente en conseguir un fármaco sino más bien en la ciencia básica de la inflamación. Su pensamiento era

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más el de un investigador de mecanismos de enfermedad o patólogo que el de un terapeuta. Recordemos que al inicio de su libro clásico de patología afirmaría que quien comprende la inflamación entiende toda la patología. La antigua inflammatio de Celso (véase capítulo 5) participa en casi todas las enfermedades humanas, por su ausencia o sus efectos exagerados. Florey tenía razón, la inflamación es el proceso patológico más fundamental humano y aún no conocemos todos sus secretos. En el equipo de Florey había un químico, Ernest Chain, que se dedicó a purificar y concentrar la penicilina. Las relaciones personales entre Florey y Chain, y luego entre Florey y Fleming no fueron a veces las mejores. La historia de la penicilina muestra dos problemas constantes en la investigación y clínica contemporáneas: el trabajo armonizado en equipos multidisciplinarios, y el conseguir evidencia clínica de la efectividad de una droga aislada en laboratorios de ciencia básica. Ya que la medicina ha dejado de ser un trabajo individual y aislado, todo médico en nuestros días debe adaptarse a trabajar en equipos multidisciplinarios y debe someter sus ideas al rigor crítico de otros. A veces es difícil. Con todo, Chain logró concentrar penicilina en dosis que permitían experimentos clínicos. Luego de ser probada en animales, se dio el primer tratamiento antibiótico endovenoso en la historia a un policía de Londres quien sufría septicemia después de una pequeña herida al afeitarse la cara. El paciente mejoró sensiblemente pero a los cinco días se acabó la penicilina disponible y el policía murió. Se usó penicilina en otros pacientes con buenos resultados. El mismo Fleming pidió penicilina para un amigo que sufría meningitis y la inyectó directamente en el espacio medular, el amigo sobrevivió. Ya para entonces no habían dudas sobre la importancia del descubrimiento, pero seguía siendo muy difícil la concentración de penicilina a partir de cultivos micóticos. Inglaterra había entrado en la Segunda Guerra Mundial y la droga era importantísima para el esfuerzo bélico. En 1941 se llegó a un acuerdo con la Fundación Rockefeller para continuar las investigaciones sobre producción de penicilina en EE.UU. Allí se buscaron especies de Penicillium que produjeran más penicilina, se irradiaron colonias buscando mutaciones que produjeran más de la anhelada substancia y se empezó el cultivo en grandes pozos para aumentar la produccción. En 1943 se produjeron unos 15 Kgs. de penicilina y el antibiótico llegó al frente aliado para salvar muchas vidas. Para el final de la Segunda Guerra había suficiente penicilina para el tratamiento de varios millones de pacientes al año. La tasa de neumonía bacteriana en el ejército norteamericano bajó del 18% de las bajas en la Primera Guerra Mundial a menos del 1% en la Segunda. El hallazgo de la penicilina suscitó que laboratorios de investigación y la industria farmacológica siguieran buscando antibióticos en hongos del suelo. Rápidamente se

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encontraron la actinomicina, la neomicina, la estreptomicina que fue la primera droga efectiva contra la TBC, el cloramfenicol que fue hallado en restos vegetales provenientes de Venezuela, y otros muchos antibióticos. Ya en los años cincuenta y sesenta se efectuaron cambios bioquímicos en las moléculas activas apareciendo derivados como la ampicilina y otros. Así podemos decir, en resumen, que la terrible Segunda Guerra Mundial estimuló de manera directa el hallazgo de un grupo nuevo de drogas, casi milagrosas para su época, que cambiaron radicalmente la práctica médica. Se pensó en un momento que las enfermedades infecciosas iban a desaparecer de la patología humana pero la resistencia microbiana, las inmunodeficiencias humanas y las enfermedades virales derrumbaron esa ilusión utópica a lo largo de la segunda mitad del siglo XX. El otro gran evento en esa guerra que influyó en la medicina, y en todos los ámbitos de la cultura humana, fue la bomba atómica usada en Hiroshima y Nagasaski. En Hiroshima (6 de agosto de 1945) la bomba atómica llamada Little boy produjo alrededor de ciento cuarenta mil muertos. En Nagasaki (9 de agosto de 1945) la bomba Fat boy produjo unos setenta y cuatro. Estas dos hecatombes llevaron a la rendición del Japón y terminaron la Segunda Guerra Mundial. Todavía hoy se discute si su lanzamiento se justificó. Ambos ataques atómicos llevaron a secuelas médicas inmediatas y tardías. En muchos de los sobrevivientes ocurrrió en las semanas siguientes lo que se llama enfermedad por exposición a irradiación: alopecia, quemaduras extensas de la piel, gastroenteritis con diarrea, anemia y otros cambios patológicos. Tardíamente, y por muchos años, ha ocurrido un aumento de un 30% en la prevalencia de leucemias y linfomas, y un aumento de un 5% en la prevalencia de cánceres sólidos. Esto lleva a preguntarse qué estructura celular es afectada de manera permanente por la irradiación. GENÉTICA Gregor Mendel en 1865 había publicado sus estudios de hibridización en plantas que demostraban ciertas leyes de herencia para ciertas características, unas dominantes y otras recesivas. Sus estudios no tuvieron gran difusión entre los investigadores. De Vries, Correns y Von Tschermak a comienzos del siglo XX redescubrieron y popularizaron las así llamadas leyes mendelianas de la herencia. También a finales del siglo XIX Flemming, alemán, había descrito los cromosomas y la mitosis; además se había aislado ADN de truchas del Rhin. El progreso en la genética, los estudios del núcleo celular y su subestructura hizo pensar que lo hereditario estaba localizado en el núcleo, más concretamente en los cromosomas y el ADN. Pero no se entendía cómo una molécula específica producía la gran variedad de proteínas que se encontraban en la vida animal.

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En 1943 Avery y colaboradores pudieron demostrar, en sus experimentos con estreptococos virulentos, que las características fenotípicas residían en el ADN . Pues al ser introducidas estas moléculas en un estreptococo no virulento lo convertían en un germen de mayor virulencia. Había que estudiar la estructura del ácido desoxiribonucléico para explicar los mecanismos de herencia que la genética poblacional había precisado en los años anteriores. Pero a pesar de la publicación de Avery y su equipo, y otras evidencias que mostraban que los virus bacteriófagos inyectaban en la bacteria sus ácidos nucléicos transmitiendo características hereditarias, la mayoría de los científicos creían a comienzos de los años cincuenta del siglo XX que los genes, esas unidades teóricas de información genética, estaban formados por proteínas. Linus Pauling, sir William Bragg, Max Perutz (quien estudió y explicó esa proteína tan compleja y especial que es la hemoglobina), los más eminentes biólogos moleculares de la época, creían que la información genética se fundamentaba en proteínas. Hoy sabemos que la información genética reside en los cromosomas y sus ácidos nucléicos y nos es difícil entender aquella suposición que los genes pudieran ser protéicos, pero esta distinción es el embrión de una lucha entre dos interpretaciones sobre dónde y en qué moléculas reside la clave funcional de la vida, ácidos nucléicos o proteínas, genética o proteonómica. Jacques Monod en los años sesenta intentaría ilustrar la disyuntiva citando al filósofo griego Demócrito (véase capítulo 3): todo, la vida, es producto del azar y la necesidad, ácidos nucléicos y proteínas en juego interactivo permanente. Pero siempre la mente humana quiere encontrar la base fundamental de los fenómenos, lo que nos otorga cierta dudosa tranquilidad, y algunos escogen lo genético y otros lo protéico como pieza clave funcional de la vida. Dicho sea de paso, hoy piensan muchos que el control de la vida radica en los múltiples mARN, ácidos ribonucléicos mensajeros, puente entre proteínas y ADN. Pero en los primeros años de la década de los cincuenta se esclareció la estructura del ADN: James Watson y Francis Crick de la Universidad de Cambridge, Rosalind Franklin y Maurice Wilkins de la Universidad de Londres resolvieron el problema. Wilkins y Franklin trabajaron la estructura espacial interpretada a través de imágenes con rayos X. Estuvieron a punto de descubrir la manera en que el ácido desoxiribonucléico organizaba sus bases nitrogenadas. Quizás no lo alcanzaron debido a discrepancias personales, y más que discrepancias por la pobre estimación de Wilkins hacia una mujer científica. Nunca la consideró su igual. Wilkins mostró algunas de sus fotografías a Watson y Crick y estos rápidamente imaginaron la molécula en el espacio. En 1953 publicaron su seminal artículo en Nature titulado Molecular structure of nucleic acids, traducido como Estructura molecular de los ácidos nucléicos. Este artículo clarificó muchas cosas para los biológos moleculares. La estructura en doble hélice del ADN

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fue considerada la clave de la vida. En 1962 se les concedió a Watson, Crick y Wilkins el Premio Nobel de Medicina. Rosalind Franklin no pudo ser añadida al grupo porque había muerto en 1958 por cáncer de ovario. Merecía serlo, pero la excusa oficial es que las reglas del Nobel impiden el reconocimiento póstumo. Después de dilucidar la estructura de los ácidos nucléicos, la genética molecular y toda la biología molecular tomaron un auge antes no visto durante la segunda mitad del siglo XX. Se creyó poseer el secreto de la vida. El código genético en tripletas de bases fue descrito y se entendió cómo la informacion genética formaba las proteínas a través del ARN mensajero. Esta información genética viajaba del ADN al ARN y llegaba a las proteínas. La misma evolución de Darwin se estudió ya no en poblaciones sino en mutaciones específicas que producían proteínas anormales, algunas quizás más adaptativas al medio y otras patológicas (por ejemplo la de la anemia de células falciformes, capítulo 1). En 1970 Baltimore y Temin descubren las enzimas transcriptasas reversas. Estas enzimas protéicas son capaces de armar ADN a partir de ARN, yendo a la contraria del flujo de información antes descrito. Esto explicaba la infección nuclear por virus ARN, como el causante del Sida descrito en l981. Pero también mostraba la fluidez del sistema molecular y cómo se podía intervenir en el ADN desde fuera de él. Abrían también la posibilidad de que virus y otras partículas de ácidos nucléicos flotantes o periféricos hubieran intervenido de manera directa en la evolución de las especies cambiando el ADN. Las mutaciones del ADN ya no solo se deberían a agentes físicos o químicos, sino también a agentes biológicos. Y el agente biológico más alto, según él, en la escala evolutiva, el hombre, empezó a soñar en meterle mano al ADN. Pero antes de introducirnos en ese territorio, hacía falta un mapa. En 1985 algunos biólogos moleculares sugieren que usando nuevas armas tecnológicas (por ejemplo enzimas de restricción, ER) y con árboles familiares de mutaciones y enfermedades se puede mapear el genoma humano, o sea conocer la localización precisa de genes individuales en los cromosomas. En 1988 se consolida el proyecto HUGO (human genome) en el que un grupo multinacional de biólogos moleculares se dedica al mapa del genoma humano, respetando restricciones éticas y solucionando problemas de propiedad o patentes de genes descubiertos. Este proyecto requiere una gran inversión de dinero (solamente en los EE.UU se gastaron más de cincuenta millones de dólares por año en él) pero finalmente en el año 2003 se completó la secuencia completa del genoma humano. Se ha completado además la secuencia genética completa de otras especies animales y microbianas. ¿De qué ha servido todo ese esfuerzo? Indiscutiblemente logró el desarrollo de importantísimas armas tecnológicas y pruebas diagnósticas, siendo hoy capaz la ciencia médica de localizar y seguir en historias familiares

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muchas mutaciones. Pero desde otro punto de vista los resultados han sido contradictorios. Siempre existió la fantasía de hacer cirugía genética: retirar segmentos de la cadena que tuvieran información patológica y reemplazarlos con segmentos normales. Esto ha resultado un imposible. Por ejemplo, la prensa reporta en julio de 2007 que otro ensayo terapéutico para introducir genes en el ADN es detenido por muerte de un paciente, en este caso era un intento de tratar artritis severa generalizada con terapia génica (Washington Post, 28 de julio de 2007). Así se han detenido varios ensayos clínicos para introducir, por medio de virus, información genética en pacientes. La cadena de ADN parece ser un acúmulo evolutivo de información genética diversa: una activa, otra pasiva o apagada, una correcta, otra que debe leerse en sentido contrario, mucha repetida, largos segmentos sin sentido, etc. Pareciera que todo el ADN fuera una estructura compleja, acumulativa y el retirar un segmento de ella lleva a la disfuncionalidad del todo o destrucción de la armonía molecular. Por esa, y otras razones, ha sido imposible hasta hoy curar una sola enfermedad genética. Pero el problema más sutil es que la genética molecular dice haber encontrado base genética a una serie de enfermedades dudosas. Sus métodos matemáticos permiten asociar diversas condiciones humanas a variaciones en el ADN, y esto lleva a confirmar la idea de que estamos frente a una enfermedad hereditaria real. No nos damos cuenta de que estamos ante pseudoenfermedades asociadas de manera indirecta a ciertas variaciones genéticas. Se acaba de publicar el hallazgo de tres o cuatro genes asociados a la enfermedad de piernas inquietas. Se dice que el 30 ó 40% de la población en Europa tiene genes asociados a la obesidad. Esto induce a la mayoría de las personas, que tiene una idea de la génetica como destino, a mirar muchas condiciones como reales e ineludibles cuando son hábitos de conducta, individuales o sociales, asociados a ciertas variaciones heredadas que en realidad no tienen fuerza de factor etiológico. Se podrían encontrar así los genes del mal humor, o del morderse las uñas, etc. Por otro lado hay ciertos teóricos de la genética que ya dudan del concepto de gen o su realidad discreta bioquímica. El ADN no es un collar lineal de piezas, cuentas informáticias. Su estructura y función todavía no son comprendidas a plenitud. Vemos entonces cómo la desaparición de enfermedades infecciosas con el uso de antibioticos y la posibilidad de cortar y cambiar el ADN en pacientes fueron esperanzas utópicas en la segunda mitad del siglo XX, hasta hoy imposibles de realizar. Esto ha llevado a la biología molecular ha cambiar de énfasis investigativo. En los últimos años se ha propuesto dedicar gran esfuerzo a la elaboración del mapa humano de proteínas: la proteonómica, o estudio de las proteínas reales producto final del ADN en la biología humana. Por ejemplo, en el año 2000 en el NIH (Instituto Nacional de la Salud) de EE.UU se inicia el ambicioso proyecto de establecer la estructura tridimensional de

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diez mil proteínas, reconociendo que las variaciones en ellas son más frecuentes y aún más sutiles que en los ácidos nucléicos, pero más accesibles a la manipulación y tratamiento. PROTEÓMICA Se conocía la existencia de las proteínas desde tiempo atrás. A finales del siglo XVIII el químico francés Antoine Fourcroy (1755-1809) hablaba de tres sustancias que frecuentemente se hallaban en los seres vivos: albúmina, fibrina y gelatina. A comienzos del siguiente siglo los químicos Berzelius, sueco, y Mulder, holandés, llaman a estos compuestos proteínas. El nombre hace alusión a la figura mitológica de Proteo, un dios primitivo que tenía la habilidad de convertirse en diversos animales y otros seres vivos. Entonces lo protéico se refiere a eso primordial que puede cambiar de forma con facilidad. Lo que describe bien a nuestras proteínas. Durante todo el siglo XIX se encontraron más y más proteínas en el hombre y ya sabemos que la presencia de una de ellas en la orina, la albuminuria, fue la primera prueba de laboratorio descrita para una enfermedad, la enfermedad de Bright o glomerulonefritis crónica (véase capítulo 9). Las proteínas no dejaron de interesar a los investigadores y dos clases de ellas los sorprendieron a finales del siglo XIX con sus capacidades moleculares y biológicas, las enzimas y los anticuerpos. Durante siglos la medicina había sabido de la digestión de los alimentos, la fermentación y la misma putrefacción y lisis de tejidos muertos. En el siglo XIX, que definió la célula viva y luego fue dominado por la patología celular de Virchow, se pensaba que estos procesos eran mediados por células vivas. Pero a finales de ese siglo, Eduard Buchner en 1897, demostró la capacidad de fermentar azúcar de extractos de levadura libres de células vivas. Este descubrimiento es importante porque se habían separado moléculas que llevaban a cabo por sí mismas funciones propias de la célula viva. El siglo XX en sus inicios conoció entonces que las acciones que llamamos vida se deben a sustancias que podemos separar en la célula viva. Este es el paradigma fundamental de la biología molecular: la vida es un efecto de acciones moleculares, no el misterioso hacer de una célula viva. Podríamos decir que el siglo XX desintegró la célula del siglo XIX con su biología molecular, como la física de nuestro siglo desintegró el decimonónico átomo de Dalton. La vida se ha reducido a reacciones moleculares y la célula es hoy una comunidad de organelas y proteínas que llevan a cabo esa acción. Probablemente quienes aislaron las primeras enzimas no se dieron cuenta de que estaban cambiando el paradigma celular de manera definitiva.

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Algunos investigadores no creían que las proteínas eran capaces, por sí solas, de llevar a cabo las funciones catalíticas que se evidenciaban en los extractos acelulares. James Sumner (1926) aisló completamente por primera vez una enzima, la ureasa, la cristalizó y comprobó que era en forma pura una proteína. Seguidamente se aislaron la catalasa, la tripsina, la pepsina y otras enzimas. La bioquímica se dedicó al análisis de estas proteínas y para los años sesenta y setenta podía hacerse ya un mapa relativamente completo de todas las reacciones celulares que constituían la vida con sus enzimas acompañantes: glicólisis, glicogenosis, ciclo de Krebs, reacciones respiratorias glicogenolisis?mitocondriales, reparación del ADN, etc. Explicada molecularmente la vida, ¿quedaba gliconeogénesis?todo claro? No, aún no se entendía del todo la individualidad del ser vivo, la capacidad glicogenogénesis?de reconocer y responder molecularmente a otro ser vivo. Para esto hacía falta estudiar otras sorprendentes proteínas: los anticuerpos. En el pensamiento de Paul Erlich, a finales del siglo XIX, estuvo siempre la idea de buscar moléculas que se unían a las bacterias y las eliminaban («la bala mágica», capítulo 9). La propiedad bactericida de la sangre se había demostrado ya (George Nuttal, 1888) y restaba sólo encontrar en qué parte de la sangre yacía esa capacidad. Se encontró rápidamente que era el suero, parte líquida de la sangre después de ser coagulada, la que contenía moléculas como las que Erlich había intuido. El mismo Erlich propuso que estos anticuerpos se unían a toxinas bacterianas en un mecanismo de llave y cerradura (1897-1900). Porque ya se habían desarrollado antitoxinas, sueros se decía comúnmente, contra las toxinas de importantes infecciones como la difteria (Roux y Yersin, 1888). Estabamos ante la presencia entonces de proteínas del suero que se unían específicamente a productos bacterianos neutralizándolos, o sea anticuerpos en nuestro lenguaje contemporáneo. Entre 1900 y 1901 Landsteiner, investigando la capacidad antibacteriana de la sangre, mezcló sangres de algunos de sus colegas. Observó que algunos tipos de sangre aglutinaban los eritrocitos de otros tipos de sangre. Así se describieron los primeros grupos de la sangre, los del grupo ABO. Más allá del utilísimo recurso de conocer estos grupos para evitar la incompatibilidad de la sangre y hacer posible la transfusión de ella, estos experimentos demostraron la formación de anticuerpos contra elementos de nuestro propio organismo y los anticuerpos empezaron a verse como algo más que un arma en nuestra lucha contra la infección bacteriana. De todas maneras rápidamente se empezaron a usar en la terapia antimicrobiana. Se desarrollaron sueros, o sea anticuerpos en suero, contra varias enfermedades infecciosas y algunos mostraron buena efectividad clínica. Durante las tres primeras décadas de nuestro siglo se usó una terapia antimicrobiana centrada en sueros, antes de descubrir la penicilina y los otros antibióticos. Con este propósito se desarrollaron

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grandes plantas para fabricar suero inyectando caballos, ovejas y otros animales con bacterias, extrayendo después la fracción terapéutica de su sangre. Y ya en 1905 se describió por parte de Schick y von Pirquet la así llamada enfermedad del suero que era una reacción alérgica exagerada a los sueros animales. Esto, sumado a las reacciones contra sangre de otros individuos, hizo que se empezaran a considerar los anticuerpos como guardianes del organismo, de su integralidad e individualidad, más que simples recursos antibacterianos. Entonces luego de haber encontrado todas las enzimas protéicas que explicaban la vida, se habían hallado otras proteínas que establecían una frontera, la frontera inmunológica, entre un organismo y otro. En resumen, para el siglo XX la vida consistía en el acoplamiento de ácidos nucléicos y proteínas, siendo éstas estructurales (colágeno por ejemplo) otras funcionales (las enzimas) y otras inmunológicas (los anticuerpos). ¿Pero, eran los anticuerpos los únicos vigilantes de la individualidad del organismo? No, en los organismos multicelulares habían células especializadas en esta función que cooperaban con los anticuerpos. Entre 1883 y 1905 Elie Metchnikoff estableció la teoría de la inmunidad celular proponiendo que ésta se basaba en la fagocitosis por leucocitos y macrófagos. Se había encontrado entonces una clase específica de células que participaban en la defensa del organismo. Este grupo de células fue llamado sistema reticulo-endotelial en 1924. Poco a poco se fue clarificando la cooperación de ambos sistemas, el celular y el humoral (anticuerpos), en la defensa del organismo contra invasores grandes o pequeños. Cuando se descubrió en 1948 que la producción de los ya conocidos anticuerpos se hacía en un grupo específico de células de la sangre, los plasmocitos o células B, quedó establecida la estructura fundamental del sistema inmune. Quedaría para la segunda mitad del siglo XX el hallazgo de cómo los dos brazos del sistema inmune se comunicaban y se controlaban a través de moléculas mediadoras, las citoquinas. Entonces la investigación del siglo XX de la biología humana había mostrado que teníamos, todos nosotros, cierta identidad molecular particular y rechazábamos, basados en ella, otros organismos que nos invadían y órganos o tejidos extraños que se transplantaban en nosotros. Poseíamos entonces un yo biológico. Fue quizás más difícil precisar y conocer nuestro yo, ego psicológico. FREUD Y LA SIQUIATRÍA DEL SIGLO XX Al estudio de la sicología se llegó en gran parte por el estudio de la sicología anormal, la psiquiatría. Ya hemos visto que en plena Ilustración (véase capítulo 8) Pinel intentó entender, comprender a los enfermos mentales y esto llevó a un trato más humano en los asilos y hospitales psiquiátricos. Pero durante todo el siglo XIX se siguió viendo al

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enfermo mental sólo como enfermo, sujeto de un proceso patológico que se debía estudiar como se estudiaban otras enfermedades. La nosografía de la enfermedad mental llevó a Emil Kraepelin (1856-1926) a una clasificación relativamente moderna de ella: enfermedad maniaco-depresiva (hoy llamada trastorno bipolar), demencia precoz (hoy llamada esquizofrenia), catatonia y paranoia, formas de enfermedad mental diferenciadas una de otras por cierto patrón específico de síntomas. La neurología de Jean Martin Charcot (1825-1893) —en París era llamado el Napoleón de las neurosis—, interpretaba las enfermedades mentales como trastornos neurológicos, o sea enfermedades cerebrales más que mentales. Incluía en este grupo los trastornos histéricos, la neurosis histérica, que ya los hipocráticos habían descrito (véase capítulo 3). El histólogo y médico español Santiago Ramón y Cajal (1852-1934) demostró con las técnicas de Golgi e ilustró para el mundo con sus hermosas representaciones gráficas, el hecho incontrovertible de que el cerebro, sede de la mente, era un órgano celular como los otros órganos y esto apoyaba la interpretación positivista de las enfermedades mentales como enfermedades orgánicas. Hay que recordar que Cajal fue el primer premio Nobel de Medicina del mundo hispano (1906). Pero el siglo XX vería en las enfermedades mentales algo más que trastornos neurológicos. Esta nueva perspectiva se debe fundamentalmente al pensamiento de Sigmund Freud (1856-1939) que extendió a nuevos límites las investigaciones de su profesor, Charcot. El pensamiento de Freud es difícil de resumir pues ha influido en toda la cultura contemporánea. Intentaremos verlo únicamente desde la perspectiva de la historia médica. Esto no es fácil por la misma vastedad de su influjo y consecuencias, y porque además muchos pensadores opinan con razón que el psicoanálisis no pertenece a la medicina. De hecho, algunos epistemólogos (Popper y sus discípulos) piensan que el psicoanálisis no pertenece al conocimiento científico, no es una ciencia como ellos las definen y delimitan. Pero indiscutiblemente el psicoanálisis revolucionó la psiquiatría. Freud y Breuer (1893) plantean una explicación distinta a la de Charcot sobre la histeria. Dejan de verla como una enfermedad neurológica arguyendo que su causa no es una patología cerebral sino algunos recuerdos traumáticos, anatomía para explicar una enfermedad o lo que parece una enfermedad. En el año 1900 Freud pública su libro clásico, La interpretación de los sueños, e introduce el inconsciente como causa de muchos disturbios mentales. Cuando formula el complejo de Edipo (1910) escandaliza a la sociedad de su tiempo proponiendo que desde muy temprana edad el hombre siente deseos sexuales. Más tarde presentará una estructura de la psique humana conteniendo el inconsciente, el ego y el super ego. Freud usa lo que se ha llamado un modelo hidráulico de la mente: una presión o stress en un componente, se refleja o surge en otros territorios de la mente, quizás en forma

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diferente o simbólica. Su hija, Anna Freud, precisa los mecanismos por los cuales el ego, yo consciente, se defiende de estas presiones o traumas. Su obra Los mecanismos de defensa del ego (1936) hace la lista de las diversas estratagemas tácticas con que se defiende el yo: negación, sublimación, represión, conversión histérica, etc. La dependencia o el uso patológico de uno de estos mecanismos articula y explica muchas enfermedades mentales. Sigmund Freud ve entonces la causa de la enfermedad mental no en un disturbio orgánico específico y propio, sino en experiencias comunes a toda la humanidad que en un individuo, por diversas razones de su vida personal, distorsionan y enferman la mente llevándolo a conductas bizarras o poco adaptativas. Desde tics y peculariedades personales hasta la psicosis, todo es producto de la historia personal del paciente y su experiencia psíquica. Esta interpretación de los fenómenos mentales en la cual los «criptómenos» (véase capítulo 3) serían muchas veces eventos lejanos en la infancia del paciente, justificaba la exploración de este pasado en la psicoterapia, a veces con hipnosis, otras veces con asociación libre de palabras u otras técnicas. Esto es en resumen el psicoanálisis clásico que rápidamente se convirtió en un conocimiento de capilla, de adeptos, y abrió la terapia de las enfermedades mentales a muchos intelectuales no médicos. A lo largo del siglo, la terapia analítica fue cambiando al adaptarse a la clínica psiquiátrica. Se volvió menos prolongada, más racional, más orientada a cambios reales de la conducta y no a las causas lejanas de ella. Esto describe bien el estilo de psicoterapia de reconocidos terapeutas de la segunda mitad de siglo como Carl Rogers (1902-1987) y Albert Ellis (1913-2007). El psicoanálisis clásico por otro lado es provincia hoy de intelectuales no médicos que lo han convertido más bien en una filosofía de la vida o interpretación del mundo, alejados o poco interesados en el tratamiento de pacientes. Indiscutiblemente el pensamiento de Freud revolucionó la psiquiatría y permitió o estimuló interpretaciones distintas de la enfermedad mental. En el siglo XX aparecieron múltiples escuelas de psiquiatría, desde el análisis clásico freudiano hasta el conductismo de Skinner y sus seguidores. Esta última escuela no tenía ningún interés en la historia personal del paciente y sólo buscaba cambios en la conducta juzgada como no adaptativa con estímulos nerviosos diversos, placenteros o no placenteros. Aunque este último extremo en el abanico psicoterapéutico del siglo XX no influyera mucho en el tratamiento real de los pacientes mentales (aunque sí en la cultura literaria y cinematográfica, como en la novela, 1962, y film, 1971, A clockwork orange), produjo una serie de investigaciones básicas y animales muy interesantes. Estas continuaron en el campo de la psicofarmacología de la segunda mitad de siglo. Desde los años cincuenta se han venido descubriendo drogas que en efecto mejoran la

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enfermedad mental: clorpromazina en 1950, reserpina en 1954 y muchos otros como los antidepresivos tricíclicos, las sales de litio, etc. A su vez la investigación de estos fármacos llevó al descubrimiento de las sustancias que en estados normales disparan la conducta humana, sustancias mediadoras sobre las que actúan estas drogas: dopamina, serotonina, etc. Este conocimiento bioquímico del cerebro y la conducta humana produce alguna reserva y miedo en la mayoría de las personas. Algunos piensan que abre las puertas para la manipulación por extraños o gobiernos dictatoriales, otros piensan que acaba con la imagen humanista del hombre con voluntad libre, otros piensan que se destruye el alma, etc. Todo esto puede ser cierto, pero la investigación de las funciones superiores del cerebro no ha cesado y aunque todavía no hemos llegado a la verdad definitiva (si existe) sobre la mente humana, la mayoría de los expertos actuales creen que cerebro y mente son la misma cosa siendo esta realidad accessible a la investigación humana. ADELANTOS TÉCNICOS DEL SIGLO Además de todas las investigaciones básicas, el siglo XX produjo innumerables instrumentos y medios para diagnosticar y tratar enfermedades. Ha sido un período predominantemente tecnológico. Quizás esto se debe al influjo de la cultura norteamericana que privilegia lo práctico e inventivo (tekhné) no lo teórico e interpretativo (episteme) de las ciencias. Pasaremos a continuación revista a los más significativos descubrimientos e inventos médicos de nuestro siglo XX. Los más importantes avances en los últimos años del siglo XIX y las primeras décadas de nuestro siglo se dieron en la microbiología; en la capacidad de aislar, cultivar y reconocer los gérmenes asociados a las enfermedades infecciosas. Podemos llamar a este período el de los cazadores de microbios, haciendo alusión al popular libro de Paul de Kruif. En 1898 Bordet había estudiado la capacidad bactericida de la sangre y definido que tenía dos componentes: uno resistente al calor que eran los anticuerpos, uno lábil al calor que fue llamado complemento. En 1901 el mismo grupo desarrolló una prueba para medir esta acción del complemento, la prueba de fijación del complemento. En 1906 Wasserman describe la reacción que lleva su nombre y que usando la fijación del complemento, diagnostica la sífilis. Este es un buen ejemplo de cómo un hallazgo de ciencia básica se convierte en unos pocos años en un test de diagnóstico clínico. En ese mismo año, 1906, un nuevo patólogo (Darling) en el equipo de Gorgas en Panamá describe una nueva enfermedad, la histoplasmosis, y aísla el germen causante, Histoplasma capsulatum. Este es un hongo capaz de producir infecciones profundas en el hombre y así se amplía el número de las clases de microbios capaces de invasión

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orgánica: bacterias, virus, eucariotas unicelulares (plasmodios, por ejemplo), parásitos multicelulares y hongos. Ya a finales de siglo se ampliará más este número al incluirse los priones (Prusiner, 1982) que son agentes infecciosos como el causante de la enfermedad de Creustzfeldt-Jacob o encefalopatía espongiforme (enfermedad de las vacas locas) y formados sólo por proteínas sin ácidos nucléicos. O sea, literalmente, una proteína infecciosa. Este último descubrimiento extendió hasta límites casi increíbles el proceso biológico que llamamos infección y nos hace pensar que ella, la infección, participa profundamente en el comienzo y evolución de la vida biológica. Las mitocondrias son, por ejemplo, bacterias primitivas que se adaptaron a una vida intracelular como organelas, siendo en este caso la célula una comunidad de organelas. Un rol fundamental juegan en la evolución de la vida las infecciones virales. Pasteur ya había llamado «virus» (del latín, veneno) al agente causante de la rabia pero no entendía bien la naturaleza de estos agentes patógenos. A finales del siglo XIX se encontraron cuerpos elementales en lesiones cutáneas virales y en el laboratorio se constató el contagio por agentes filtrables (más pequeños que las bacterias) que no eran sino virus. En 1908 Karl Landsteiner y Erwin Popper demostraron que la poliomielitis era causada por un virus, el virus del polio. En los años cincuenta de nuestro siglo ocurrió una epidemia de polio que aceleró la producción de una eficaz vacuna contra ese virus (Salk, 1952 y Sabin, 1957). Su masiva aplicación en la población ha hecho desaparecer el polio en la mayoría de los países. A este respecto hay que recordar que la vacunación ha logrado eliminar esa vieja enfermedad viral, la viruela durante el siglo XX. En 1911 Francis Peyton Rous (1879-1987) publica evidencia que un virus, el virus del sarcoma de Rous, era capaz de causar neoplasias en los pollos. La idea de que el cáncer podía ser una enfermedad infecciosa fue resistida por muchos expertos. Pero a finales de siglo, luego del descubrimiento de la transcriptasa reversa por Baltimore y Temin en 1969, se entendió como el virus podía integrarse en el ADN de organismos superiores y causar neoplasia. En las últimas decadas se ha acumulado evidencia de agentes virales asociados a diversas neoplasias: linfomas y leucemias, hepatocarcinoma y otros. Donde parece más clara la etiología viral es en el caso del carcinoma de cuello uterino, causado por el virus del papiloma humano (HPV). En estos primeros años del siglo XXI existe ya en el mercado una vacuna capaz de prevenir este cáncer. Pocas dudas quedan sobre la etiología viral de algunas neoplasias. En 1917 d´Herelle descubrió los virus bacteriófagos que tenían la capacidad de infectar y destruir bacterias. Esto mostró que la infección era un proceso extendido entre todos los seres vivos y que aún las bacterias podían ser infectadas. Ya hemos dicho arriba que esta realidad biológica sugiere que la infección entre seres vivos ha jugado un papel importante en su evolución biológica. En la década de los veinte se

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hicieron múltiples experimentos buscando usar estos virus bacteriófagos en defensa contra las infecciones bacterianas. Nunca se llegó a resultados concluyentes, pero recientemente se ha pedido volver a revisar aquellos intentos con la esperanza de utilizar esa experiencia experimental en nuevas pruebas clínicas, sobretodo en el control de infecciones por bacterias multiresistentes como el estafilococo MRSA (estafiloco áureo resistente a meticilina). Virus bacteriófagos y otros se han intentado usar en la terapia genética tratando de introducir genes normales en células de animales superiores. Se usa el virus en este caso como vector de la información genética terapéutica. El primer peligro es que el virus se disemine en el paciente, y esto debe ser controlado. De todas formas, como ya dijimos, no se ha logrado hasta ahora el tratamiento efectivo de ninguna enfermedad genética por estos medios. Varios estudios clínicos se han detenido por una u otra complicación en los enfermos experimentalmente tratados. Con todo, se sigue experimentando en este problema con el ánimo de vencer las dificultades inherentes al proceso. La infección viral que probablemente influyó más en la historia de la medicina en el siglo XX fue la infección por VIH, virus de la inmunodeficiencia humana. El VIH saltó de su nicho, monos en África Occidental, a la población humana en los años cincuenta o sesenta del siglo XX. En los años setenta, quizás debido a la así llamada revolución sexual, llegó a grupos humanos con alta promiscuidad sexual. Aunque en los monos aparentemente no la produce, en humanos produce una inmunodeficiencia adquirida severa. En 1981 se describe el Sida como enfermedad, el síndrome de inmunodeficiencia adquirida, en ciertos grupos de riesgo con gran alarma y miedo por parte de la población general: había aparecido una nueva enfermedad epidémica en la historia de la humanidad. Quizás el fenómeno fue mal manejado por los medios de comunicación y aparecieron todo género de teorías y prediccciones: era castigo de Dios a la sexualidad desenfrenada, la humanidad iba a desaparecer, etc. En 1985 aparecen las primeras pruebas de laboratorio que usando la tecnología Elisa detectaban la infección. En los últimos veinte años han aparecido numerosos tratamientos para la infección y en la actualidad una persona positiva para el VIH, si recibe tratamiento, tiene una expectativa casi normal de vida. El Sida está pasando a ser otra infección venérea como tantas en el norte y occidente del planeta, aunque en Asia y África todavía es epidémico debido a la insuficiente prevención y falta de recursos para pagar el tratamiento. Es interesante comparar la epidemia de Sida con otras pandemias históricas, por ejemplo la peste bubónica en 1348. Las reacciones sociales iniciales fueron similares: acusar de su inicio a minorías o extranjeros (homosexuales, haitianos), dar explicaciones sobrenatuales (castigo de Dios), aislar a los contagiados («sidacomios» hace unos años

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en Cuba), recomendar tratamientos no científicos, etc. La diferencia en el siglo XX la dio la tecnología al proveernos de un test para diagnosticar la enfermedad e iniciar tratamiento farmacológico temprano. Sobre el tratamiento, se ha pensado que por primera vez e impulsados por esa epidemia se están realizando activas investigaciones para encontrar drogas que traten las enfermedades virales. Quizás anteriormente la medicina dependía sólo de las vacunas para enfrentar las infecciones virales, y los triunfos históricos contra la viruela y el polio habían apoyado esta dependencia. Además de todas estas investigaciones en ciencia básica, durante el siglo XX se inventaron innumerables instrumentos para el diagnóstico y tratamiento de las enfermedades. En imagenología se ha avanzado muchos desde aquellas primeras placas radiológicas de Roentgen. En el campo de la radiología clásica el tiempo de exposición a los rayos X para un buen examen se ha reducido considerablemente: hoy el tiempo necesario es sólo el 2% del tiempo necesario en las radiografías más antiguas. Esto ha evitado los efectos deletéreos de la exposición a rayos X. Se han inventado diversos medios de contraste e intensificadores de imagen permitiendo mejores exámenes radiológicos. En los años cincuenta hizo su aparición la medicina nuclear que usa trazadores radioactivos para estudiar la presencia de muchas lesiones y la función de algunos órganos (tiroides, hígado, corazón, etc.). En los años sesenta se empezaran a usar ondas de sonido para estudiar vísceras y hoy la ecografía es uno de los métodos más baratos y útiles en imagenología. En 1972 Godfrey Houndsfield en Inglaterra inventa la escanografía computarizada y su uso se aprueba en EE.UU en 1984. En los últimos quince años se desarrolla la resonancia magnética como medio diagnóstico y usualmente se cita a Paul Lauterbur y colaboradores como sus inventores en Inglaterra. Einthoven, holandés, inventa el electrocardiógrafo en 1903. En 1938 Robert Gross, cirujano norteamericano, hace la primera cirugía cardíaca. En 1951 se desarrolla la primera válvula cardíaca artificial y en 1952 F. Robert Lewis, cirujano estadounidense, realiza la primera cirugía a corazón abierto. En 1953 se usa por primera vez circulación extracorpórea con un, así llamado, purificador de sangre (John Gibbon). En 1967 Bernard realiza el primer transplante cardíaco. En 1982 DeVries implanta por primera vez un corazón artificial en un paciente. Todos estos avances han puesto a disposición del médico diversas pruebas diagnósticas y variados tratamientos. El primer efecto de esto ha sido que la medicina ha aumentado sus costos de manera acelerada. Pocos pacientes hoy pueden pagar de su propio bolsillo su cuidado médico y esto ha generado distintas formas de financiación. Hay países donde el estado cubre los costos médicos, pero esto lleva a serios problemas presupuestales y racionamiento de los servicios a ciertos pacientes. Otros países

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(EE.UU) esperan que su ciudadano pueda pagarse un seguro de atención médica y sólo pagan el costo del diagnóstico y tratamiento a los más pobres o desempleados. En este momento el crecimiento del gasto médico en el mundo tiene en crisis a distintos sistemas de atención médica. No parece haber una solución fácil a este problema. El segundo efecto de la plétora de exámenes y tratamientos médicos ha sido, quizás paradójicamente, que la medicina se ejerce hoy con gran incertidumbre: siempre puede existir en la literatura una prueba clínica que no hemos usado o un tratamiento nuevo que desconocemos. El médico actual debe confiar en la experiencia de otros e ir construyendo su propia experiencia. Apoyarse en la mejor evidencia publicada en revistas reconocidas con artículos revisados por pares y en estudios clínicos bien controlados, es lo que se llama hoy medicina de evidencia y es esa la mejor guía de la práctica clínica. Lo difícil es que un 40 a 50% de las decisiones médicas no pueden apoyarse, hoy, en la medicina de evidencia. O son decisiones que no se han probado bajo estos astringentes criterios o son situaciones y problemas tan infrecuentes y particulares que no pueden manejarse estadísticamente. Debido a estas dos situaciones, el siglo XX termina con una medicina que debe ejercerse en relativa incertidumbre y con altos costos. Esta situación produce una insatisfacción profunda en médicos y pacientes. El ingenuo optimismo del Positivismo y la Belle époque ha desaparecido. NOTA

FINAL

Sin querer exagerar lo anecdótico y personal debo relatar la segunda parte de la anotación con que terminé el capítulo 7. La endocarditis bacteriana que se me diagnosticó destruyó la válvula mitral y requirió reemplazo de ella. Luego de dos cirugías torácicas y dos semanas en una unidad de cuidado intensivo pude terminar la primera redacción de los tres últimos capítulos de este libro. Me salvaron la vida internistas, cirujanos, intensivistas, siquiatras y un puñado de amigos ( AC, PE de C, y otros) que junto a mi esposa (CR) me acompañaron en este difícil trance. El cuidado médico fue excelente, la experiencia horrible. Sentí en mi persona todo el peso tecnológico de la medicina del siglo XX. Nuestra medicina, por salvar la vida, le quita lo más preciado al hombre: su autonomía, sus límites personales, sus sueños (convertidos en pesadillas típicas de las unidades de cuidado intensivo). Los medicamentos que me normalizaban los parámetros fisiológicos, me afectaban la percepción del mundo. Si un médico, como yo, al salir de todo esto pide a Dios la gracia de no morir en un hospital sino en mi casa mirando por una ventana o en un descampado, mirando al cielo, algo errado hay en nuestro cuidado médico. La

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medicina contemporánea se ha vuelto efectiva pero inhóspita para el hombre. Algo debemos hacer enfermos y médicos para cambiar esto. Ojalá la historia, magistra vitae, nos guíe en el propósito de curar sin herir. Cali, 15 de agosto de 2007, festividad de la asunción.

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CONCLUSIONES Y EPÍLOGO

Hemos intentado en este libro hacer un resumen de la historia de la medicina y el pensamiento médico. Hemos usado tres ideas cardinales en él. Primero, la medicina es parte de la cultura. Entendemos como cultura todo lo que al hombre le sirve para adaptarse y sobrevivir, y que no está en su herencia genética. La cultura es, sí, heredada y heredable pero no genética. Incluye las complejidades del lenguaje, los gestos, las artes, las ciencias, los oficios, los artefactos e instrumentos humanos, etc. Puede ser que nuestro cerebro posea una gramática elemental inscrita en sus genes, como parecen pensarlo Chomsky y otros, pero el contenido simbólico del lenguaje, sus variaciones y sutilezas expresivas pertenecen a lo que hemos denominado cultura. ¿Por qué aparece esta cultura en la criatura humana si todas las otras especies se conforman, se contentan con su herencia genética? Precisamente porque el hombre está lejos de ser un animal contento. El hombre sufre, sufre siempre aún sin dolores físicos. Cierta particular insatisfacción ocupa el estrato más profundo de todas y cada una de las personas. Proponemos que el hombre hace cultura en respuesta a ese sufrimiento fundamental en su vida. La cultura es respuesta al sufrimiento humano. Ahora, un segmento del sufrimiento humano es definido por la misma cultura como enfermedad. Ciertos sufrimientos, variables de acuerdo a las diferentes culturas humanas, se engloban en el conjunto que se denomina enfermedad. Y la respuesta cultural a este segmento del sufrimiento humano es llamada medicina. La medicina es parte de la cultura y responde a las expectativas culturales de cada período histórico. De tal forma que es imposible hacer buena medicina si el médico no está inserto en la cultura del enfermo que trata. La segunda idea cardinal es que en cada período cultural de la historia humana existe un paradigma médico. Decimos paradigma en el sentido kuhniano: conjunto de ideas centrales que la gran mayoría de los que viven en ese período cronológico creen y

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comparten. Hay momentos históricos en que el paradigma central, en este caso de la medicina, se expresa en el ámbito cultural con claridad. Por ejemplo en la medicina alejandrina se da claramente la percepción de la enfermedad como lesión orgánica, en la medicina galénica se encuentra permanentemente la idea de salud como equilibrio natural, en la Ilustración se intentan repetidamente nosografías clasificatorias sistemáticas. En otros momentos el paradigma se opaca o entra en contradicciones, sobre todo cuando va a ser cambiado por otro nuevo. Las dificultades de Vesalio en el siglo XVI para imponer su nueva anatomía y las dificultades de Harvey para que se comprendiera su descubrimiento de la circulación de la sangre son ejemplos de estos cambios, a veces revolucionarios, de paradigma. Pero nos preguntamos, ¿qué impulsa estos cambios de paradigma? ¿El azar, el ineludible progreso? ¿Qué dinámica mueve la historia de la medicina? Eso nos lleva a la tercera y última idea cardinal: la dinámica de la medicina se basa en la sucesión de experiencia, experimento y sistema. Hemos narrado cómo a la autopsia alejandrina, y los primitivos experimentos que suscitó, siguió el gran sistema de ideas médicas galénicas (la síntesis galénica) que perduró por 1.500 años aproximadamente. Pero precediendo a la medicina alejandrina la experiencia clínica hipocrática ya había revolucionado el quehacer médico, separando al enfermo de su macrocosmos religioso o supersticioso. Por lo menos para la mirada clínica, aunque no para todos los pacientes. Durante el Renacimiento se estudia el cuerpo humano de manera realista, podríamos decir que se tiene la nueva experiencia de la anatomía de Vesalio. Esta experiencia produce durante el Barrroco, siglo de las ciencias, un nuevo pensamiento y experimentos que llevan a Harvey al descubrimiento de la circulación de la sangre. Durante la Ilustración se piensa que el pensamiento racional organizará todo el conocimiento, en gran parte experimental, de la naturaleza en enciclopedias, clasificaciones y sistemas; así en medicina durante el siglo XVIII se intentan diversas nosografías sistemáticas. Proponemos entonces que la dinámica de la historia de la medicina ha ido de la experiencia a los experimentos, de los experimentos a los sistemas. A finales del siglo XX existe un descontento generalizado con la medicina y cómo se ejerce: es muy costosa, es incierta, está en manos de intereses económicos poderosos, medicaliza la vida, etc. Podríamos preguntarnos: ¿qué esperaba el siglo, el momento histórico, de la medicina? Si nos atenenemos a la historia anterior, aunque debemos evitar según Popper el historicismo que creyendo ciencia a la historia deduce el futuro, podemos intentar una respuesta a esta pregunta: se esperaba un sistema. A la experiencia del siglo XIX de la célula y la infección por microbios, a los múltiples experimentos de finales de ese siglo y de todo el siglo XX con su biología molecular, debía seguir un sistema integral y coherente de ideas médicas. Eso no ha ocurrido.

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Cuando alguien pregunta en una reunión social a un médico: ¿todavía no han descubierto la causa del cáncer? se denota este déficit cultural para entender las enfermedades. Se han encontrado muchas causas de muchos fenómenos en la medicina contemporánea pero no hay un sistema general y central de ideas médicas que explique a la cultura general las enfermedades. Si se nos perdona la abultada simbología: en la plaza y mercado cultural contemporáneo la medicina, en manos de expertos y especialistas, no da respuestas sistemáticas al hombre común y racional. ¿Qué entenderíamos por un sistema de ideas médicas? Un conjunto integral y coherente de definiciones y clasificaciones de las enfermedades, basado en unos cuantos principios fundamentales, que con relativa lógica (la biología no es matemáticas, hasta hoy) sustente acciones terapéuticas. El mejor ejemplo histórico es el de la medicina galénica. La fuerza de ser un sistema de ideas, equivocado pero coherente, permitió que la síntesis galénica perdurara por muchos siglos. El siglo XX ha sido incapaz de generar un sistema parecido después de sus múltiples experimentos. ¿Pero es necesario hacerse de un sistema de ideas para ejercer bien la medicina? Creemos que no. Hace unos años en la universidad en que enseño (Universidad del Valle, Cali, Colombia) tras una reforma curricular, se eliminó el curso tradicional de patología sistémica en que se enseñaba un catálogo de enfermedades divididas en sistemas orgánicos y clases de enfermedades. Los estudiantes y algunos profesores protestaron por la ausencia de ese curso en el currículo. Decían necesitar un catálogo general de enfermedades para una mejor práctica médica. Mas esto es innecesario para tomar decisiones correctas en medicina. Yo les exponía la parábola de que estando en un país salvaje no es necesario conocer la lista de animales feroces que ahí viven para huir si sentimos que alguno de ellos nos embiste separando la vegetación y emitiendo ruidos feroces. No necesito conocer todas las enfermedades para conocer, diagnosticar y tratar la enfermedad particular que tengo frente a mí. Necesitamos imponer, o más bien aceptar, un pensamiento pragmático, asistemático, en medicina. La medicina no es una ciencia, es un oficio, y debemos alejarnos del positivismo decimonónico que así lo creía. La verdad en medicina es la verdad útil que sirve a la disminución del sufrimiento que llamamos enfermedad, no hay en medicina verdades universales e incontrovertibles. Ya lo sabía Pierre Louis a comienzos del siglo XIX, el del methode numérique, cuando hablaba de verdades provisionales. Y lo sabe la medicina de evidencia a finales del siglo XX cuando se busca la mejor evidencia sobre un problema, sabiendo que no hay soluciones a priori de los problemas médicos. La verdad en medicina es como un mosaico de limitadas verdades útiles. Los médicos actuales deben recordar a su colega del siglo XIX William James, fundador con otros del pragmatismo como escuela filosófica. James hablaba de un pez

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que en el opaco océano ve solamente dos o tres metros por delante de donde va nadando pero sabe lo suficiente para esquivar los obstáculos y enemigos: conoce este pez lo útil a su sobrevivencia. El último sucesor de James, Richard Rorty (+2007) afirmaba que la mente humana no puede ser un espejo de la naturaleza (Philosophy and the mirror of nature, 1979). El médico de hoy debe entrenarse para tomar decisiones correctas en la incertidumbre, sin necesidad de un sistema de ideas fijas sobre la naturaleza y sus enfermedades. La medicina no es una ideología. Pero, ¿es posible otra clase de sistema en medicina? Por ejemplo un sistema de atención médica universal, viable y justo. Ya hemos dicho (véase capítulo 10) que la mayoría de naciones y gobiernos han fracasado en este empeño por razones de limitaciones presupuestales, déficit educacional, desigualdades sociales, corrupción, falta de voluntad política, etc. No pretendemos aquí dar una solución a este problema tan grande, serio y urgente. Pero quisiéramos sugerir unas distinciones útiles después de haber revisado la historia de la medicina. En el oficio médico se deben distinguir tres tipos de usuarios: clientes, pacientes y enfermos. Cliente viene de la tradición romana (cliens, en latín) y denota a todo individuo que se acerca a pedirnos un servicio. En medicina el cliente podría ser toda persona que se nos acerca o entra a nuestro consultorio. Toda la sociedad es un macro-cliente para el médico y nos solicita información, orientación. Paciente (de pathos) es todo cliente del médico que sufre. Pero hay que recordar que la mayoría de los sufrimientos humanos no son enfermedades. No es enfermedad la disidencia política aunque muchos regímenes dictatoriales han clasificado los opositores como enfermos mentales. No es enfermedad la carencia de belleza física aunque esté de moda la cirugía estética. Un subconjunto de nuestros pacientes está enfermo. Los debemos reconocer y tratar con todo nuestro cuidado médico. La medicina es el oficio de cuidar los enfermos y disminuir su sufrimiento. Quizás hemos perdido este centro de gravedad en la medicina debido a toda la retórica de la salud. Buscando la elusiva salud de poblaciones e individuos hemos descuidado el cuidado de la persona enferma. Debemos evitar llamar enfermedades a los sufrimientos que no lo son y debemos evitar prometer un imposible servicio a todos nuestros posibles clientes. No tenemos los recursos ni el tiempo para, como se dice en el Caribe, gastar pólvora en gallinazos. Utilicemos los limitados recursos de nuestros sistemas de atención médica para tratar a los enfermos, y entre ellos prioritatiamente a los que más sufren. Sabemos que es a veces muy difícil calibrar el sufrimiento humano pero nuestro ideal es destinar nuestros esfuerzos al ser humano que sufre más. No al más poderoso, ni al más rico, ni al más útil a la sociedad, ni al más sabio, ni siquiera a una hipotética mayoría o un elusivo hombre promedio: debemos

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cuidar prioritariamente del que más sufre. El hombre enfermo que sufre debe volver a ser el centro de la medicina, su objetivo fundamental. En este libro no hemos hecho una reseña de todos los médicos famosos en la historia de la medicina, ni hemos narrado todos los hechos memorables de ella. Hemos intentado contar una historia y narrar la sucesión de ideas que en ella se han utilizado, la danza de las ideas médicas. Debemos recordar que las enfermedades son ideas médicas que deben servir como instrumento para disminuir el sufrimiento de la humanidad. Las enfermedades no son entes, no son demonios, no son maldiciones divinas, ni son el destino de unos pocos desafortunados. Las enfermedades son procesos biológicos que causan sufrimiento al hombre y el propósito de la medicina, su único propósito, es aliviar este sufrimiento. Debemos recordar al sabio médico Maimonides que en una falsa oración atribuida a él, le pide a Dios no ver en el paciente sino a una criatura hermana que sufre. Aunque sea falsa la atribución al admirable médico medieval (véase capítulo 5), es un bello propósito.

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