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Reflexiones sobre la imitación del arte griego en la Pintura y la Escultura. Winckelmann (ed. De Ludwig Uhlig; trad. De

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Reflexiones sobre la imitación del arte griego en la Pintura y la Escultura. Winckelmann (ed. De Ludwig Uhlig; trad. De Vicente Jarque) El buen gusto, que se extiende más y más por el mundo, comenzó a formarse por vez primera bajo el cielo griego. Todas las invenciones de pueblos extranjeros no llegaron a Grecia sino al modo de una temprana semilla, para adquirir una naturaleza y una forma diferentes en aquel país, que de entre todos, según se dice, Minerva había asignado a los griegos a título de morada, a causa de la moderación del clima que allí encontró, como la tierra que había de producir cabezas inteligentes. El gusto que esta nación manifestó en sus obras no ha dejado de serle peculiar, rara vez se ha alejado de Grecia sin alguna pérdida, y sólo tardíamente llegó a ser conocido bajo los cielos de países remotos. Sin duda era ajeno por completo al cielo nórdico en los tiempos en que las dos artes, de las que los griegos fueron maestros, apenas hallaban admiradores, cuando las más venerables obras de Correggio servían para cubrir las ventanas de los Reales Establos de Estocolmo, ante las cuales pendían. Y preciso es reconocer que no fue sino el reinado del gran Augusto, la época, en verdad afortunada, en que las artes fueron introducidas en Sajonia como una colonia extranjera. Bajo su sucesor el Tito alemán, fueron adoptadas como propias por el país; y el buen gusto, gracias a ellos, se hizo general. Es un imperecedero monumento a la grandeza de este monarca que los más grandes tesoros de Italia, así como las más perfectas de las creaciones de la pintura de otros países, fueran expuestas para la formación del buen gusto a los ojos de todo el mundo. Finalmente, su afán de perpetuar las artes no descansó hasta haber procurado a los artistas, para su imitación, verdaderas y auténticas obras de los maestros griegos de primer orden. Los más puros manantiales del arte están abiertos: dichoso quien los encuentre y los deguste. Buscar estas fuentes significa viajar a Atenas; a partir de ahora, Dresde será Atenas para los artistas. El único camino que nos queda a nosotros para llegar a ser grandes, incluso inimitables si ello es posible, es el de la imitación de los Antiguos; lo que alguien dijo de Homero, a saber, que aprender a comprenderlo bien es aprender a admirarlo, vale igualmente para las obras de arte de los Antiguos, en particular las de los griegos. Es preciso haber llegado a conocerlos como se conoce al amigo para encontrar al Laocoonte a tan inimitable como a Homero. Desde tal estrecha familiaridad se juzgará como Nicómaco la Helena de Zeuxis: “Toma mis ojos”, dijo a un ignorante que pretendía censurar la imagen, “y la verás como una diosa”. Con esos ojos han contemplado Miguel Ángel, Rafael y Poussin las obras de los Antiguos. Ellos saborearon el buen gusto en su propia fuente, y Rafael en el país mismo donde aquél se formó: se sabe que enviaba jóvenes a Grecia con el fin de que dibujasen para él las obras de la Antigüedad que habían sobrevivido. Una estatua ejecutada por un antiguo romano será siempre, respecto a su modelo griego, lo que es la Dido de Virgilio rodeada de su contejo, a la que compara con Diana entre sus Oréades, respecto a la Nausícaa de Homero que el poeta latino ha tratado de imitar. Laocoonte era para los artistas de la antigua Roma lo mismo justamente que hoy es para nosotros: el canon de Polícleto, una regla perfecta del arte. No necesito indicar que en las más célebres obras de los artistas griegos se encuentran ciertas negligencias: el delfín que acompaña a la Venus de Medicis, así como los niños que juegan; el trabajo de Dioscórides, aparte de la figura principal, en su talla del Diomedes con el Paladio, son ejemplos de ello. Se sabe que el trabajo del reverso de las más hermosas monedas de los reyes egipcios y sirios raramente alcanza el nivel de sus anversos. Los grandes artistas son sabios, incluso en sus negligencias: no pueden equivocarse sin instruir a la vez. Sus obras han de ser contempladas, como Luciano pretende haber contemplado el Júpiter de Fidias: es decir, el propio Júpiter y no el escabel bajo sus pies. Los conocedores e imitadores del arte griego encuentran no sólo más bella naturaleza en sus obras maestras, sino más incluso que naturaleza, esto es, ciertas bellezas ideales suyas que, como nos enseña un antiguo exegeta de Platón, se producen a partir de imágenes trazadas por el solo entendimiento. El más bello cuerpo de entre los nuestros se asemejaría al más hermoso cuerpo griego acaso tan poco como Ificles se parecía a Hércules, su hermano. El influjo de un cielo suave y puro se hacía sentir en los griegos ya en los primeros momentos de su formación, pero eran los tempranos ejercicios corporales los que daban a ésta su forma noble. Tómese un joven espartano, traído al mundo por un héroe y una heroína, que jamás en su niñez ha sido encorsetado en pañales, que desde los siete años ha estado durmiendo sobre el suelo y desde su más tierna infancia se ha ejercitado en la lucha y en la natación. Ponedlo al lado de un joven sibarita de nuestra época y júzguese entonces cuál de los dos escogería el artista como modelo para un Teseo, para un Aquiles, o incluso para un Baco: Un Teseo conformado según el modelo moderno sería un Teseo educado entre rosas; realizado según un modelo antiguo, sería un Teseo educado entre 1

músculos, tal como un pintor griego sostuvo a propósito de dos diferentes representaciones de aquel héroe. Todos los jóvenes griegos hallaron en los grandes Juegos un poderoso estímulo para los ejercicios corporales; una preparación de diez meses prescribían las leyes para los Juegos Olímpicos de Elis, y ello en el lugar mismo donde se celebraban. Los que obtenían los primeros premios no siempre eran hombres, sino con frecuencia jóvenes, como lo muestran las Odas de Píndaro. Igualarse al divino Diágoras era el supremo deseo de la juventud. Contemplad al veloz indio persiguiendo a un ciervo a la carrera: cómo se hacen fluidos sus humores, qué ágiles y flexibles sus nervios y sus músculos, qué ligero el entero edificio de su cuerpo. Así es como Homero nos representa a sus héroes, y así como caracteriza a Aquiles: principalmente por sus pies ligeros. Los cuerpos, adquirían mediante estos ejercicios el contorno grande y viril que los maestros griegos dieron a sus estatuas, sin hinchazón ni adiposidad superfluas. Cada diez días, los jóvenes espartanos debían mostrarse desnudos ante los éforos, los cuales imponían una más severa dieta a aquellos que comenzaban a acumular grasa. Más aún, era una de las reglas de Pitágoras la de guardarse de toda superflua adiposidad corporal. Es tal vez por esta misma razón por la que a los jóvenes griegos de la época primitiva, que se inscribían en un concurso de lucha, no se les permitía alimentarse durante el período de los ejercicios preparatorios, sino de comidas a base de leche. Toda deformación del cuerpo era cuidadosamente evitada; así, como quiera que Alcibíades se negase en su juventud a aprender a tocar la flauta, pues ello hubiera deformado su rostro, los jóvenes atenienses siguieron su ejemplo. Por otro lado, el entero vestido de los griegos estaba concebido de tal manera que no impusiera la menor constricción a la acción formadora de la naturaleza. El desarrollo de la bella forma no padecía bajo ninguna de las distintas clases y diferentes piezas de nuestra actual indumentaria, ceñida y opresiva, especialmente en el cuello, en las caderas y en los muslos. Ni siquiera el bello sexo conocía entre los griegos ninguna angustiosa coerción en su tocado: las jóvenes espartanas vestían tan corta y ligeramente que se las llamaba “enseñadoras de caderas”. Se sabe también lo mucho que se cuidaban los griegos de procrear niños hermosos. No menciona Quillet en su Callipaedia tantos medios como habitualmente empleaban en ello. Llegaron incluso hasta intentar convertir en negros los ojos azules. Con vistas igualmente a favorecer este propósito, se instituyeron concursos de belleza. Se celebraban en Elis; el premio consistía en unas armas que se colgaban en el templo de Minerva. En estos juegos no podían faltar cualificados y competentes jueces, ya que, como refiere Aristóteles, si los griegos hacían instruir a sus niños en el arte del dibujo, era sobre todo porque creían que ello los hacía más diestros para examinar y enjuiciar la belleza de los cuerpos. El hermoso linaje de los habitantes de la mayor parte de las islas griegas, sin perjuicio de su mezcolanza con tan diversas razas extranjeras, así como los excepcionales encantos del bello sexo en tales islas, en especial la de Quios, dan igualmente base para presumir la belleza de sus antepasados de ambos sexos, los cuales se vanagloriaban de pertenecer a una raza primigenia, más antigua incluso que la Luna. Por lo demás, todavía hoy existen pueblos enteros entre los que la belleza no es ni siquiera un mérito, pues todo es hermoso entre ellos. A propósito de los georgianos, los relatos de viajes son en este punto unánimes, y lo mismo se dice de los cabardianos, nación de la Tartaria de Crimea. Ciertas enfermedades que destruyen tantas bellezas y desfiguran los más nobles cuerpos eran todavía desconocidas en la antigua Grecia. En los escritos de los médicos griegos no se encuentra la menor huella de la viruela, y en ninguna de las descripciones de cuerpos griegos, que Homero traza con frecuencia hasta en los menores detalles, se menciona un signo tan característico como lo son las marcas de dicha enfermedad. Tampoco las enfermedades venéreas, ni su hijo el mal inglés (en tiempos de Winckelmann, el raquitismo), se ensañaban con la natural belleza de los griegos. En suma, todo aquello que fue inspirado y aprendido a través de la naturaleza y el arte con vistas a la educación del cuerpo, para conservar, realzar y embellecer su formación desde el nacimiento hasta su pleno desarrollo, fue provechosamente aplicado y llevado a la práctica por los antiguos griegos, lo cual permite afirmar, con la mayor verosimilitud, la superioridad de la belleza de sus cuerpos sobre la de los nuestros. En un país donde la acción de la naturaleza era en muchos casos obstaculizada por leyes severas, como en Egipto, pretendida patria de las ciencias y las artes, las más perfectas criaturas de la naturaleza no debieron haber sido sino parcial y deficientemente conocidas por los artistas. En Grecia, sin embargo, donde desde la juventud se consagraban al placer y a la alegría, donde nunca un cierto bienestar burgués dio lugar, como en nuestros días, a la libertad de costumbres, allí la bella naturaleza se mostraba sin velos para el mayor provecho de los artistas. La escuela de los artistas se hallaba en los gimnasios donde los jóvenes, a cubierto del público pudor, practicaban sus ejercicios corporales. Allí acudían el sabio y el artista: Sócrates para instruir a Cármides, a Autólico, a Lisis; Fidias para enriquecer su arte con esas bellas criaturas. Allí mismo se aprendían los movimientos de los músculos, las posturas del 2

cuerpo; se estudiaban los contornos de los cuerpos o la silueta de la impronta que los jóvenes luchadores dejaban en la arena. La más bella desnudez de los cuerpos se mostraba aquí en actitudes y posiciones tan variadas, tan naturales y tan nobles como no las pueden adoptar los modelos contratados que se ofrecen en nuestras academias. Es el sentimiento interior el que confiere a la obra su carácter de verdad; el dibujante que pretenda conferir tal carácter a sus ejercicios académicos no obtendrá ni la sombra de ello si no compensa él mismo, por su parte, lo que el alma del modelo, insensible e indiferente, no siente ni es tampoco capaz de expresar mediante la acción propia de un determinado sentimiento o pasión. La introducción de numerosos Diálogos de Platón, que éste hacía comenzar en los gimnasios de Atenas, nos ofrece una imagen de la nobleza de las almas de los jóvenes y nos permite deducir la semejanza de actos y actitudes en estos lugares y en sus ejercicios corporales. Los más bellos adolescentes danzaban desvestidos en el teatro; Sófocles, el gran Sófocles, fue en su juventud el primero en ofrecer este espectáculo a sus conciudadanos. Friné se bañaba en los Juegos de Eleusis ante los ojos de todos los griegos, y proporcionaba a los artistas, surgiendo de las aguas, el modelo de una Venus Anadiomene; se sabe que durante cierta fiesta las jóvenes muchachas de Esparta bailaban completamente desnudas ante los jóvenes. Lo que pudiera parecer extraño en esto resultará más aceptable si se piensa que también los cristianos de la Iglesia primitiva, tanto los hombres como las mujeres, eran bautizados y sumergidos sin el menor velo en una y la misma fuente bautismal. De esa manera, incluso para los artistas, cada fiesta era entre los griegos una oportunidad de familiarizarse de la manera más exacta con la bella naturaleza. La humanidad de los griegos les impedía introducir espectáculos sangrientos en su floreciente libertad; aún así, como algunos creen, tales espectáculos fueron habituales en el Asia Jónica, habían sido ya suprimidos desde mucho tiempo atrás. Antioco Epífanes, rey de Siria, hizo venir gladiadores de Roma, hombres desafortunados que mostró a los griegos en espectáculos que fueron para ellos, al principio, algo espantoso. Con el tiempo, tales sentimientos de humanidad se perdieron y también estos espectáculos se convirtieron en escuelas para los artistas. Fue allí donde Crésilas estudió a su gladiador moribundo, “en el cual se podía ver lo mucho que aún conservaba de su alma”. Estas frecuentes oportunidades de observar la naturaleza indujeron a los artistas griegos a ir todavía más allá: comenzaron a concebir, tanto de partes individuales como del conjunto de la proporciones del cuerpo, ciertas nociones universales de belleza que debían elevarse sobre la naturaleza misma; su modelo era una naturaleza espiritual concebida por el solo entendimiento. Así es como Rafael dio forma a su Galatea. Véase su carta al conde Baltasar Castiglione: “ya que las bellezas”, escribe, “son tan raras entre las mujeres, yo me sirvo de una cierta idea en mi imaginación”. Fue a partir de tales conceptos, elevados sobre la forma ordinaria de la materia, como los griegos representaron a los dioses y a los hombres. La frente y la nariz de los dioses y diosas formaban casi una línea recta. Las efigies de mujeres ilustres en las monedas griegas tienen exactamente ese mismo perfil, pese a que en estos casos no podía el artista trabajar libremente a partir de conceptos ideales. O bien se podría suponer que este perfil era en efecto el propio de los griegos, como la nariz chata de los calmucos (tribu de Mongolia occidental) o los pequeños ojos de los chinos. Los grandes ojos de las efigies griegas en piedra o en monedas podrían venir en apoyo de esta hipótesis. Fue conforme a tales ideas como los griegos representaron en sus monedas a las emperatrices romanas: las cabezas de una Livia y de una Agripina tienen exactamente el mismo perfil que las de una Artemisa o una Cleopatra. En todas estas obras se hace notar que la regla impuesta por los tebanos a sus artistas -”reproducir la naturaleza lo mejor posible, so pena de sanción”- fue observada también como ley por otros artistas en Grecia. Allí donde el dulce perfil griego no podía ser incorporado sin perjuicio de la semejanza, acataban la verdad de la naturaleza -como puede verse en la hermosa cabeza de Julia, hija del emperador Tito, obra de Evodo. Con todo, la regla de “representar a las personas parecidas y a la vez más bellas” fue siempre la suprema ley a la cual se sometieron los artistas griegos, y presupone necesariamente por parte del maestro una orientación hacia una naturaleza más bella y más perfecta, Polignoto observó esta ley constantemente. Por lo tanto, si se refiere a propósito de algunos artistas que procedieron como Praxíteles, quien conformó la Venus de Cnido según el modelo de su amante Cratina, o como otros pintores que tomaron a Lais como modelo para las Gracias, ello lo hicieron, según me parece, sin desviación respecto a las grandes leyes generales del arte antes mencionadas. La belleza sensible ofreció al artista la bella naturaleza; la belleza ideal, los rasgos sublimes de aquélla tomó lo humano, de ésta lo divino.

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Si se compara el resto de la entera estructura de las figuras griegas con la mayor parte de las modernas, en especial con aquellas en las que se ha seguido más la naturaleza que el gusto de las antiguas, quien quiera que tenga las luces suficientes para penetrar en lo más íntimo del arte descubrirá, con frecuencia, bellezas todavía poco conocidas. En la mayor parte de las figuras de los maestros modernos se ven, en las partes comprimidas del cuerpo, pequeños pliegues quizá demasiado señalados; por el contrario, allí donde estos mismos pliegues se forman en partes igualmente comprimidas de las figuras griegas, una suave ondulación los hace surgir unos de otros, como olas, de tal modo que parecen constituir un todo y no ejercer en conjunto sino una noble presión. La piel que nos muestran estas obras maestras no se halla tensa, sino suavemente extendida sobre una carne sana que la colma sin ampulosidad, que acompaña a los músculos y a ellos se une en sus flexiones. Jamás la piel dibuja, como en nuestros cuerpos, pequeños pliegues aislados y separados de la carne. Asimismo, se distinguen las obras modernas de las de los griegos por una multitud de pequeñas impresiones, de pequeños hoyuelos ciertamente demasiado numerosos y demasiado evidentes, los cuales, cuando se descubren en las obras de los Antiguos, están delicadamente insinuados, con sabia economía, conforme a la medida de la más perfecta y plena naturaleza de los griegos, y a menudo sólo pueden ser apreciados por una sensibilidad instruida. Todo esto, en cualquier caso, hace muy verosímil la suposición de que en la formación de los bellos cuerpos griegos, tanto como en las obras de los maestros, se dio una mayor unidad en la totalidad de la estructura, una más noble conjunción de las partes, una más rica plenitud, sin las tensiones de la escualidez ni esas depresiones tan hundidas de nuestros cuerpos. No es posible ir más allá de la verosimilitud. Pero esta verosimilitud merece la atención de nuestros artistas y conocedores; y ello tanto más cuanto es necesario que la veneración de los monumentos griegos sea liberada del reproche que muchos le dirigen, de no ser sino un prejuicio, si es que no queremos dar la impresión de atribuir un mérito a la imitación de tales monumentos sólo en razón del moho del tiempo. Este punto, acerca del cual los pareceres de los artistas están divididos, exigiría un tratamiento más detallado de lo que lo permite mi actual propósito. Es sabido que el gran Bernini fue uno de los que pretendían cuestionar a los griegos la superioridad, por un lado, de una más bella naturaleza y, por el otro, de la belleza ideal de sus figuras. Era, además, de la opinión de que la naturaleza sabría dar a cada una de sus partes su precisa belleza: el arte no consistiría sino en encontrarla. Se enorgullecía de haberse desprendido de un prejuicio en el que al principio le hacía caer el encanto de la Venus de Médicis, encanto que no obstante, tras un penoso estudio, percibió dentro de la naturaleza en diversas ocasiones. Fue la Venus, por tanto, la que le enseñó a descubrir en la naturaleza bellezas que antes había creído no encontrar sino en la estatua y que, sin ella, no habría buscado en la naturaleza. ¿No se desprende de ello que la belleza de las estatuas griegas puede ser descubierta antes que la de la naturaleza y que la primera, por lo tanto, no tan dispersa como la otra, sino más concentrada en una unidad, nos resulta más conmovedora? En consecuencia, en orden al conocimiento de la belleza perfecta, el estudio de la naturaleza ha de ser necesariamente, en el mejor de los casos, un camino más largo y penoso que el estudio de las obras de la Antigüedad; y Bernini, que siempre orientaba a los jóvenes artistas principalmente hacia lo bello natural, no les señalaba el camino más corto hacia ello. La imitación de lo bello en la naturaleza, o bien trata un asunto único, o bien reúne los rasgos de diversos objetos particulares y los presenta en una unidad. El primer procedimiento consiste en hacer una copia semejante, un retrato; es el camino de las formas y figuras holandesas. El segundo, sin embargo, es el camino hacia lo bello universal y sus imágenes ideales; es ésta la senda que tomaron los griegos. Pero la diferencia entre ellos y nosotros es la que sigue: los griegos obtenían esas imágenes, aun cuando no las tomasen de los más bellos cuerpos, gracias a una cotidiana oportunidad de observar lo bello en la naturaleza, ocasión que, por el contrario, no se nos presenta a nosotros todos los días, y raramente tal como el artista lo desea. Nuestra naturaleza no producirá fácilmente un cuerpo tan perfecto como el de Antínoo Admirandus, ni la razón podrá representarse nada superior a las más que humanas proporciones -de una divina belleza- en el Apolo del Vaticano: todo lo que la naturaleza, el espíritu y el arte han sido capaces de producir se manifiesta en él ante nuestros ojos. Creo que la imitación de estas dos obras podría facilitar un más rápido aprendizaje, puesto que el artista encuentra en ellas, en la primera, la suma de lo que está disperso en la totalidad de la naturaleza; y aprende, en la otra, hasta qué punto la más bella naturaleza puede, tan audaz como sabiamente, elevarse por encima de sí misma. Esta imitación enseñará a pensar y a concebir con seguridad, en tanto aquí se hallan determinados, a la vez, los límites de los bello humano y de lo bello divino. Cuando el artista construye sobre estos cimientos y deja a la regla griega de la belleza dirigir su mano y sus sentidos, entonces se encuentra en el camino que con seguridad le llevará a la imitación de la naturaleza. En la naturaleza de la Antigüedad, las nociones del todo y de lo perfecto purificarán en él y harán más sensibles las nociones de nuestra naturaleza escindida; al descubrirlas, sabrá enlazar las bellezas de aquélla con lo bello perfecto y, mediante la ayuda de las formas sublimes constantemente presentes ante sus ojos, se convertirá en una regla para sí mismo. 4

Entonces, y sólo entonces, podrá, especialmente el pintor, entregarse a la imitación de la naturaleza en los casos en los que, como en las vestimentas, el arte le permite desviarse respecto al modelo de mármol y concederse, al igual que lo hiciera Poussin, una mayor libertad; pues, como dice Miguel Ángel, “aquel que constantemente va en pos de otros jamás sobresaldrá, y quien por sí mismo no sabe hacer nada bueno tampoco sabrá extraer provecho de lo que hayan hecho los demás”. Las almas a la que la naturaleza se ha mostrado favorable, tienen aquí, abierto a ellas, el camino de la originalidad. Es en este sentido en el que hay que comprender lo que refiere Des Piles acerca de Rafael, a saber, que en la época en la que fue sorprendido por la muerte se esforzaba en abandonar el mármol para seguir enteramente a la naturaleza. El verdadero gusto de la Antigüedad le habría acompañado constantemente, incluso a través de la naturaleza común, y todas sus observaciones de la naturaleza se habrían convertido en él, mediante una especie de transformación química, en aquello que constituía su ser, su alma. Acaso hubiese conferido a sus cuadros una mayor variedad, más amplios vestidos, más colorido, más luz, y sombra; pero sus figuras, sin embargo, siempre habrían sido menos valiosas por ello que por los nobles contornos y el alma sublime que los griegos le habían enseñado a representar. Nada podría mostrar más claramente la ventaja de la imitación de los Antiguos respecto a la de la naturaleza que tomar dos jóvenes dotados de un semejante talento y hacerles estudiar, al uno la Antigüedad, al otro la simple naturaleza. Este último representaría la naturaleza tal como la encontrase. Siendo italiano, pintaría las figuras tal vez como Caravaggio; siendo holandés, de tener éxito, como Jacob Jordaens; si fuese francés, como Stella; el otro, sin embargo, representaría a la naturaleza tal como ella lo exige, y pintaría las figuras de la misma manera como lo hizo Rafael. Aun cuando la imitación de la naturaleza pudiera darlo todo al artista, seguramente no obtendría de ella la exactitud en el contorno que sólo de los griegos se puede aprender. El más noble contorno une o circunscribe; en las figuras de los griegos, los fragmentos de la más bella naturaleza y de las bellezas ideales; o más bien es aquél, en ambos casos, el concepto supremo. Eufranor, que destacó en época posterior a la de Zeuxis, está considerado como el primero en dar al contorno el estilo más sublime. Son muchos los pintores modernos que han intentado reproducir el contorno griego, pero casi ninguno lo ha conseguido. El gran Rubens se ha distanciado ampliamente del contorno griego de los cuerpos, sobre todo en aquellas obras que realizó antes de su viaje por Italia y antes de su estudio de los Antiguos. Es muy tenue la línea que separa la plenitud de la naturaleza respecto de lo superfluo, y los más grandes maestros modernos se han desviado demasiado, en ambos sentidos, de este límite no siempre perceptible. Quien pretendía evitar el contorno de un cuerpo roído por el hambre ha caído en la hinchazón; quien ha querido evitar la hinchazón incurrió en la escualidez. Es tal vez Miguel Ángel el único del que se podría decir que se alzó a la altura de la Antigüedad, pero sólo en las figuras acusadamente musculosas, en los cuerpos de la época heroica, no en las tiernas figuras juveniles, ni en las figuras femeninas, que en sus manos han sido convertidas en amazonas. El artista griego, por el contrario, ha trazado su contorno en cada figura como con la punta de un cabello, y ello incluso en los trabajos más delicados y laboriosos como lo son las piedras grabadas. Considérense el Diomedes y el Perseo de Dioscórides, el Hércules con Tole, de la mano de Teuero, y se admirará a los griegos como inimitables en ello. Parrasio está generalmente considerado como el mejor en lo que al contorno se refiere. Incluso bajo las vestimentas de las figuras griegas domina, como prioritaria intención del artista, un modélico contorno que muestre, tanto a través del mármol como a través de un vestido de la isla de Cos la bella estructura del cuerpo. De entre las Antigüedades Reales de Dresde, la Agripina, ejecutada en el estilo elevado, y las tres Vestales, merecen ser aquí citadas como grandes modelos. Probablemente, esta Agripina no es la madre de Nerón, sino una Agripina más antigua, una esposa de Germánico. Guarda una gran semejanza con una estatua erguida, presumiblemente de esta última Agripina, en el vestíbulo de la biblioteca de San Marcos en Venecia. La nuestra es una figura sentada, de mayor tamaño que el natural, cuya belleza reposa en la mano derecha. Su hermoso rostro muestra un alma inmersa en profundas reflexiones que parece insensible, en sus cuidados y su aflicción, a todo estímulo procedente del exterior. Se podría suponer que el artista ha querido representar a la heroína en el instante doloroso en el que le era anunciada su expulsión a la isla de Pandataria. Las tres Vestales son doblemente dignas de admiración. Son, ante todo, los primeros descubrimientos de Herculano; pero lo que les da todavía más valor es el gran estilo de sus vestidos. En este dominio del arte se hallan las tres, pero en particular la de tamaño mayor que el natural, a la altura de la Flora Farnesina y de otras obras griegas de primer rango. Las dos restantes, de tamaño natural, son tan semejantes entre sí que parecen ser obra de una sola y misma mano; únicamente se diferencian en la cabeza y en el tocado del cabello. Así, puesto que todas las copias son más duras y más 5

frías que sus modelos, estas dos estatuas debieron ser realizadas por la mejor mano, sin duda por el mismo maestro a partir de su propia obra, tal como afirma un crítico de arte griego; en lo que atañe a la vestimenta, sin embargo, de ninguna de las dos se podrá decir que sea copia de la otra. Ningún velo cubre la cabeza de estas dos figuras, pero ello no va contra el título de vestales que les hemos atribuido, pues está probado que en otrol lugares se encuentran también sacerdotisas de Vesta sin velo. O más bien parece, a la vista de los marcados pliegues del vestido al dorso del cuello, que el velo, que no es una parte separada del vestido como se ve en la mayor de las vestales, está retirado por detrás. Conviene hacer saber al mundo que fueron estas tres obras divinas las que mostraron los primeros indicios que llevaron posteriormente, al descubrimiento de los tesoros enterrados en la ciudad de Herculano. Ciertamente, salieron a la luz del día cuando su recuerdo yacía enterrado en el olvido, al igual que la misma ciudad sepultada bajo sus propias ruinas; en una época donde el triste destino que encontró este lugar era únicamente conocido por la noticia que da Plinio el Joven acerca de la muerte de su primo, sobrevenida en la destrucción de Herculano. Estas grandes obras maestras del arte griego fueron trasladadas al cielo alemán, y allí eran admiradas cuando Nápoles, hasta lo que se ha podido saber, no tenía la suerte de poder exhibir ni un solo monumento de Herculano. Estos fueron hallados en el año 1706, en Portici, cerca de Nápoles, en una bóveda sepultada bajo los escombros cuando se excavaban los cimientos de una casa de campo del príncipe de Elbeuf; y se convirtieron, inmediatamente después, junto a otras estatuas de mármol y de bronce allí mismo descubiertas, en propiedad del príncipe Eugenio en Viena. Deseando tener un lugar donde tales obras pudieran ser expuestas de la mejor manera; este gran conocedor de las artes hizo edificar, principalmente para estas tres figuras, una Sala terrena donde hallaron su lugar junto a algunas otras estatuas. Cuando aún no se hablaba sino muy vagamente de su venta, ya la totalidad de la Academia y todos los artistas de Viena parecieron, de algún modo, sublevarse; y todos y cada uno siguieron con la mirada triste el traslado de aquellas estatuas cuando fueron llevadas de Viena a Dresde. Antes de que esto sucediera, el célebre Mattielli, reprodujo en arcilla las tres Vestales con el cuidado más minucioso, para compensar de esta manera la pérdida de aquéllas. Las siguió algunos años más tarde y llenó Dresde con inmortales obras, propias de su arte; pero incluso en estas obras las sacerdotisas siguieron siendo, hasta su vejez, sus modelos para la draperie, que era su fuerte, lo cual permite a la vez presuponer fundadamente su escelencia. Se entiende por draperie todo lo que el arte nos enseña acerca del cubrimiento del desnudo en las figuras y sobre los pliegues de sus vestidos. Tras la bella naturaleza y el noble contorno, esta ciencia es la tercera cualidad que hace superiores las obras de la Antigüedad. La draperie de las Vestales es del más elevado estilo: los pequeños pliegues nacen de una suave ondulación de las grandes superficies, en las cuales vuelven a perderse con una libertad noble y una dulce armonía del conjunto, sin ocultar el bello contorno del desnudo que aparece ante los ojos sin violencia. ¡Qué pocos hay, entre los maestros modernos, que sean irreprochables en este aspecto del arte! Pero es preciso hacer justicia a algunos grandes artistas de la época moderna, a los pintores en particular, que en ciertos casos se han desviado, sin menoscabo de la naturaleza y la verdad, del camino seguido ordinariamente por los maestros griegos en el vestido de sus figuras. La draperie de los griegos está elaborada, la mayoría de las veces, a partir de unos hábitos húmedos y estrechos que, en consecuencia, como saben los artistas, se adhieren ajustadamente a la piel y al cuerpo, dejando ver su desnudez. Toda la indumentaria exterior de la mujer griega era de un ligerísimo tejido, y es por ello por lo que, se la llamaba peplum, es decir, velo. Las obras en relieve de los Antiguos muestran que no siempre reprodujeron los vestidos con delicados pliegues; esto pueden confirmarlo las pinturas antiguas, principalmente los retratos de bustos y el hermoso Caracalla de las Antigüedades Reales de Dresde. En la época moderna se ha hecho necesario poner un vestido sobre otro, pesados vestidos a veces, que no pueden caer formando pliegues tan suaves y ondulantes como lo son los de los Antiguos. Curiosamente, ello dio lugar a una nueva manera de tratar las grandes superficies de los ropajes, manera en la cual el maestro puede mostrar su sabiduría a la misma altura que en el estilo habitual de los Antiguos. En este aspecto, Carlo Moratta y Francesco Solimena pueden ser considerados como los más grandes. La nueva escuela veneciana, en su intento de ir más lejos, ha exagerado este estilo y así, en tanto no se ha interesado sino por las grandes superficies, sus vestidos han quedado rígidos y tiesos. En fin, el carácter general en que reside la superioridad de las obras de arte griegas es el de una noble sencillez y una serena grandeza, tanto en la actitud como en la expresión. Así como las profundidades del mar permanecen siempre en calma por muy furiosa que la superficie pueda estar, también la expresión en las figuras de los griegos revela, en el seno de todas las pasiones, un alma grande y equilibrada. 6

Tal es el alma que se revela en el rostro de Laocoonte -y no sólo en el rostro- dentro de los más violentos sufrimientos. El dolor, que se manifiesta en cada uno de los músculos y los tendones del cuerpo y que, aún sin considerar el rostro y las restantes partes, se cree casi sentir en uno mismo a la sola vista del bajo vientre dolorosamente replegado; este dolor, decía, no se exterioriza, sin embargo, en el menor rasgo de violencia en el rostro ni en el conjunto de su actitud. Laocoonte no profiere los horrísonos gritos de aquel que cantó Virgilio: la abertura de la boca no lo permite; se trata más bien de un gemido angustioso y acongojado como el que describe Sadoleto. El dolor del cuerpo y la grandeza del alma están repartidos, y en cierto modo compensados, con el mismo vigor por la entera estructura de la figura, Laocoonte sufre, pero sufre como el Filoctetes de Sófocles: su miseria nos alcanza hasta el alma, pero desearíamos poder soportar la miseria como este gran hombre. La expresión de tan grande alma sobrepasa con mucho la representación de la bella naturaleza. El artista debía sentir en sí mismo la fuerza del espíritu que imprimía en su mármol. Grecia reunía al artista y al sabio en una misma persona, y contó con más de un Metrodoro. La sabiduría tendía la mano al arte e infundía a sus figuras almas fuera de lo común. Bajo una vestimenta como la que el artista hubiera debido proporcionar a Laocoonte en calidad de sacerdote, su dolor no nos habría de resultar ni la mitad de sensible. Bernini pretendió incluso haber descubierto, en la rigidez de uno de los músculos de Laocoonte, el comienzo de la acción del veneno de la serpiente. Todas las acciones y actitudes de las figuras griegas que no llevaban la impronta de ese carácter de sabiduría, sino que resultaban demasiado fogosas y violentas, caían en el error que los antiguos artistas llamaban parentirso (pathos exagerados e impropios). Cuanto más descansada es la actitud del cuerpo, tanto más apta para mostrar el verdadero carácter del alma: en las actitudes que se apartan demasiado de la del reposo, el alma no se halla en el estado que le sería más propio, sino en uno de violencia y de constricción. El alma se reconoce con mayor claridad y más característicamente en las pasiones violentas; pero es grande y noble en estado de reposo, de equilibrio. En el Laocoonte, la sola representación del dolor habría sido parentirso; por ello el artista, con el fin de aunar lo noble y lo característico del alma, hace a Laocoonte llevar a cabo la acción que más se aproximaba, en medio de semejante dolor, al estado de reposo. En este reposo, no obstante, debe el alma ser caracterizada con los rasgos que le son propios a ella y no a ninguna otra, de modo que pueda ser representada calma, pero activa; serena, pero no indiferente ni adormecida. El gusto más común de los artistas de nuestros días, en especial de los que empiezan, es exactamente el contrario; y su finalidad última es la opuesta. Nada merece su aprobación, sino aquellas obras en donde predominan actitudes y acciones extraordinarias, acompañadas de un insolente ardor, que declaran ejecutadas con espíritu y, como ellos dicen, con franchezza. El favorito de sus conceptos es el contraste, al que consideran la suma de todas las cualidades que ellos imaginan de una perfecta obra de arte. Reclaman de sus figuras un alma que, como un cometa, se desvíe de su órbita; quisieran ver en cada figura un Ayax y un Capaneo. Como los seres huiranos, también las bellas artes pasan por una fase de juventud, y se diría que éstas se asemejaron, en sus inicios, a los artistas, quienes al principio sólo gustan de lo tonitronante, lo asombroso. Tal era la forma que representaba la musa trágica de Esquilo, y así es como su Agamenón, a causa de sus hipérboles, se ha hecho en cierta medida mucho más oscura que todo lo que escribió Heráclito. Quizá los pintores griegos no dibujaron de una forma diferente a como su primer gran poeta trágico escribió. Todas las acciones humanas comienzan con lo forzado, lo efímero; lo equilibrado, lo fundamental, no se da sino en último término. Este estado final, sin embargo, requiere de tiempo para ser admirado; es propio sólo de los grandes maestros: las pasiones violentas son de provecho incluso para sus propios discípulos. Los artistas prudentes saben lo difícil que es representar lo que en apariencia puede ser imitado. El gran dibujante La Fage no ha logrado alcanzar el gusto de los Antiguos. Todo en sus obras está en movimiento; en su contemplación, la atención se divide y dispersa como en una reunión de sociedad donde todas las personas quisieran hablar a un tiempo. La noble sencillez y la serena grandeza de las estatuas griegas son a la vez el auténtico carácter distintivo de los escritos de su mejor época, de los escritos de la escuela de Sócrates; y son éstas las propiedades que constituyen la superior grandeza de Rafael, grandeza que alcanzó en virtud de la imitación de los Antiguos. Se requería un alma tan bella como lo fue la suya, en tan bello cuerpo, para sentir y descubrir antes que nadie en la época moderna el verdadero carácter de los Antiguos, lo que supuso su mayor fortuna ya en una edad en la que las almas comunes y a medio formar permanecen aún insensibles a la verdadera grandeza. Es con una mirada que haya aprendido a sentir estas bellezas, es con este verdadero gusto de la Antigüedad como hay que aproximarse a sus obras. Sólo entonces la calma y la serenidad de las figuras principales del Atila de Rafael, que muchos consideran faltos de vida, nos parecerán altamente sublimes y llenas de sentido. El obispo de Roma, que hace desistir al rey de los hunos de su proyecto de marchar sobre esta ciudad, aparece no con los gestos y los ademanes propios de un orador, sino como un hombre venerable, lleno el rostro de una seguridad divina, como aquel que nos 7

describe Virgilio. Los dos apóstoles no gravitan en las nubes como ángeles exterminadores, sino, si se nos permite comparar lo sagrado con lo profano, como el Júpiter de Homero, que hace temblar el Olimpo con sólo un leve movimiento de sus párpados. Algardi, en su célebre representación de la misma historia, en el bajorrelieve de un altar de la iglesia de San Pedro en Roma, no dio o no supo dar a las figuras de sus apóstoles la impresionante serenidad que les confirió su gran predecesor. En éste aparecen como ministros plenipotenciarios del Señor de los ejércitos; en aquél, como mortales guerreros con armas humanas. ¡Qué pocos son los conocedores que ha encontrado el hermoso San Miguel de Guido en la iglesia de los Capuchinos de Roma, conocedores capaces de comprender la grandeza que el artista dio a su arcángel! El San Miguel de Conca ha sido declarado superior a éste porque su rostro expresa indignación y afán de venganza, mientras que el otro, tras haber abatido al enemigo de Dios y de los hombres, levita sobre él sin encono, con gesto sereno y apacible. Igualmente tranquilo y sosegado pinta el poeta inglés al ángel vengador en su vuelo sobre Gran Bretaña, y con él compara al héroe de su Campaña, el vencedor de Blenheim. La Galería Real de Pinturas de Dresde cuenta desde ahora entre sus tesoros con una valiosa obra de la mano de Rafael y, como Vasari y algunos otros atestiguan, posiblemente de su mejor época. Una madonna con el niño, San Sixto y Santa Bárbara arrodillados a ambos lados, junto a dos ángeles en primer plano. Dicho cuadro formaba parte del altar mayor del convento de San Sixto, en Piacenza. Amantes y conocedores del arte acudían allí para ver este Rafael, igual que se viajaba a Tespias tan sólo para contemplar el bello Cupido de la mano de Praxíteles. Véase la madonna con su rostro lleno de inocencia y, a la vez, de una grandeza más que femenina, en una santa y sosegada actitud, con esa serenidad que los Antiguos hacían prevalecer en las imágenes de sus divinidades. ¡Qué grande y noble es todo el contorno! El niño en sus brazos se eleva por encima de los niños comunes, merced a un rostro en el que su inocencia infantil parece atravesada por la luz de un rayo de divinidad. Bajo la madonna, arrodillada a su lado, la santa la adora en la intimidad de su alma; lejos, empero, de la majestad de la figura principal, el gran maestro ha compensado esta inferioridad mediante el dulce encanto de su rostro. Frente a ella, el santo es el más venerable de los ancianos, con un rostro cuyos rasgos parecen testimoniar una juventud consagrada a Dios. La veneración de Santa Bárbara hacia la madonna, más sensible y conmovedora merced a sus bellas manos apretadas contra su pecho, es en el santo expresada con la ayuda del movimiento de una sola mano. El éxtasis del santo nos es pintado igualmente por ese mismo gesto que el artista, en aras de una mayor variedad, ha querido atribuir a la fuerza masculina antes que a la reserva púdica de la mujer. El tiempo, sin duda, ha privado a esta pintura de mucho de su brillo aparente y ha atenuado, en parte, la fuerza de sus colores; pero el alma que el creador infundió a la obra con sus manos la vivifica todavía hoy. Todos aquellos que se acerquen a esta pintura y a otras obras de Rafael con la esperanza de hallar las pequeñas bellezas que tanto valor dan a los trabajos de los pintores holandeses: la aplicación meticulosa de un Netscher o un Dou, la carne marfileña de un Van den Werff, o incluso la relamida manera de algunos de nuestros contemporáneos compatriotas de Rafael; todos aquéllos, decía, en vano buscarán en Rafael al gran Rafael. Tras el estudio de la bella naturaleza, del contorno, de la draperie, de la noble sencillez y de la serena grandeza en las obras de los maestros griegos, los artistas deberían necesariamente dirigir su atención hacia la manera en que trabajaban, con el fin de obtener un mayor éxito en su imitación. Es sabido que los griegos, las más de las veces, hacían sus primeros modelos en cera; en su lugar, los maestros modernos han adoptado la arcilla y otras semejantes materias maleables: las encontraban, particularmente para representar la carne, más apropiadas que la cera, que les parecía para ello demasiado viscosa y resistente. No se pretende afirmar con esto que el modelado en arcilla húmeda haya sido desconocido por los griegos o no fuera habitual entre ellos. Se conoce incluso el nombre del que lo ensayó por vez primera. Dibutades de Sigeo es el primer maestro en figuras de arcilla, y Arquesilao, el amigo del gran Lúculo, se hizo célebre más por sus modelos de arcilla que por sus mismas obras. Hizo para Lúculo una figura de arcilla que representaba la felicidad, que éste le había encargado por 60.000 sextercios; el caballero Octavio le ofreció un talento por el simple modelo en yeso de una gran taza que pretendía hacer reproducir en oro.

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La arcilla era la materia más conveniente para modelar figuras mientras conservaba su humedad. Pero la pierde cuando se reseca o es cocida; de ello resulta que las partes más compactas se aprietan y la figura pierde volumen y pasa a ocupar un espacio más angosto. Si la figura sufriera esta disminución en el mismo grado en todos sus puntos y en cada una de sus partes, las proporciones, si bien reducidas, seguirían siendo las mismas. Pero las piezas menores se resecan más rápidamente que las grandes y el cuerpo de la estatua, en tanto es la parte más voluminosa, en último lugar; de tal modo, aquéllas perderán, en el mismo tiempo, más volumen que ésta. La cera no tiene este inconveniente; no disminuye de volumen y se le puede dar, por otros medios, el pulido de la carne que el modelado no consigue sino fatigosamente. Se hace el modelo en arcilla; se lo moldea en yeso, y a continuación se lo vierte en cera. Pero la peculiar manera griega de realizar sus modelos no parece haber sido la que se ha hecho habitual entre la mayor parte de los artistas de nuestros días. En las antiguas estatuas de mármol se manifiestan por doquier la seguridad y la confianza del maestro, y difícilmente se podría mostrar, incluso en las obras de inferior rango, algún lugar en el que el cincel haya extraído demasiado mármol. Esta mano segura y exacta de los griegos tuvo que estar necesariamente guiada por reglas más precisas y más fidedignas que las actualmente utilizadas. El procedimiento más habitual de nuestros escultores consiste en lo siguiente: después de haber estudiado su modelo convenientemente y a fondo, y después de haberle dado la mejor forma posible, se trazan en él líneas horizontales y perpendiculares de modo que se corten las unas y las otras. Proceden a continuación de la misma manera que para reducir o ampliar una pintura por medio de una rejilla cuadriculada, y las líneas recíprocamente entrecortadas son, en igual número, trasladadas a la piedra. De tal manera, las superficies de cada pequeño cuadrado del modelo y de cada gran cuadrado correspondiente en la piedra mantienen una misma proporción. Sin embargo, comoquiera que esto no permite determinar la cantidad de materia de cada cuadrado de la figura ni, por lo tanto, indicar con precisión en la piedra la medida exacta de los relieves y las concavidades del modelo, el artista, consecuentemente, podrá en efecto dar a su futura figura, en una cierta relación, las proporciones del modelo, pero, no obstante, al tener que fiarlo todo únicamente en sus impresiones visuales, persistirá en la duda de si ha penetrado su piedra en exceso o bien se ha quedado corto, si ha vaciado demasiada o demasiado poca masa en relación a su modelo. Además, ni el contorno exterior, ni tampoco el que a menudo insinúa únicamente, como en un soplo las partes interiores del modelo, o las más próximas al centro, pueden ser determinados por el artista mediante líneas que dibujen en su piedra, de un modo seguro y sin el menor desvío, unos idénticos contornos. A esto se añade el hecho de que, en una obra de grandes dimensiones que el escultor no puede realizar solo, ha de echar mano de sus ayudantes, que no siempre son capaces de ejecutar los propósitos del maestro. Así sucede que, una vez algo ha sido vaciado, al resultar imposible establecer de este modo los límites de cada depresión, el yerro es irreparable. A este propósito, se debe observar en general que el escultor que, desde la primera elaboración a que somete a su piedra, hace penetrar su instrumento hasta el límite que han de alcanzar las cavidades, en lugar de buscarlas poco a poco, de tal modo que no reciban la profundidad deseada sino en un último retoque, este escultor, digo, no podrá jamás corregir sus errores. Surge aquí, por lo demás, un inconveniente esencial, a saber, que las líneas trasladadas a la piedra son borradas a cada instante por el cincel y han de ser de nuevo trazadas y completadas, no sin el cuidado de no desviarse de las primitivas. Así pues, la incertidumbre de este proceder obligó a los artistas a buscar un camino más seguro; el que descubrió la Academia Francesa de Roma, utilizado al principio para copiar las estatuas antiguas, fue adoptado por muchos escultores incluso para trabajar a partir de modelos. Se trata de lo siguiente: se fija sobre la estatua que se pretende copiar, conforme a sus proporciones, un cuadrado del que se dejan car hilos de plomo equidistantes los unos de los otros. Con la ayuda de estos hilos, se marcan los puntos más exteriores de la figura más distintamente de lo que pueden hacer, mediante el otro procedimiento, las líneas trazadas sobre la superficie, donde todos los puntos son máximanente exteriores. Estos hilos, además, ofrecen al artista una más concreta medida de algunos de los relieves y concavidades más pronunciados, merced a la graduada indicación de la distancia a que se encuentran de las parte cubiertas por los hilos; los cuales, por tanto, permiten al artista trabajar con algo más de resolución. Ahora bien, puesto que el movimiento de una línea curva no puede ser exactamente determinado por una sola línea recta, este procedimiento no indica al artista los contornos de la figura, como no sea, en todo caso, de una manera muy dudosa; así, en los menores desvíos respecto a la superficie principal se verá a cada instante sin hilo conductor y sin recursos. Es bien comprensible que incluso las verdaderas proporciones de las figuras sean, por este procedimiento, difíciles de 9

hallar: se buscan por medio de líneas horizontales que cortan los hilos de plomo. Pero los rayos de luz, provenientes de los cuadrados así formados por las líneas de fuga de la figura, nos llegan a los ojos con un ángulo tanto más pronunciado y, en consecuencia, nos parecerán tanto más grandes cuanto los cuadrados estén situados más arriba o más abajo en relación a nuestro punto de vista. Para la reproducción de las estatuas antiguas, en las que no es posible proceder al gusto de cada uno, los hilos de plomo conservan hasta ahora todavía su valor: no se ha podido hacer este trabajo más fácil y seguro; no obstante, para trabajar a partir de un modelo no es este procedimiento, por las razones indicadas, lo suficientemente preciso. Miguel Ángel tomó un camino antes de él desconocido, y resulta sin duda asombroso, puesto que los escultores lo veneran como su gran maestro, que ninguno de ellos haya seguido su ejemplo. Este Fidias de la época moderna, el más grande después de los griegos, siguió, como sería de suponer, las verdaderas huellas de sus grandes maestros: al menos no se ha tenido conocimiento de ningún otro medio para trasladar a la propia figura todos los elementos del modelo y todas las bellezas que puedan ser sensiblemente materializadas. Este procedimiento descubierto por Miguel Ángel fue descrito por Vasari de una manera no del todo correcta; según su concepción, se trataría de lo siguiente: Miguel Ángel tomaba un recipiente lleno de agua, en el que introducía su modelo de cera o de una materia dura. A continuación, elevaba este modelo progresivamente hasta la superficie del agua. Así aparecerían en primer lugar las partes superiores, mientras la partes inferiores permanecían cubiertas hasta que finalmente el modelo entero quedase al descubierto, fuera del agua. De esta manera, dice Vasari, trabajaba Miguel Ángel su mármol: señalaba primero las partes de mayor relieve y, poco a poco, las partes más rebajadas. Parece como si Vasari no se hubiera hecho una idea del todo clara acerca del método de su amigo; o bien lo impreciso de su exposición obliga a representarse este procedimiento como algo diferente del consignado por él. La forma del recipiente de agua no queda lo bastante claramente precisada por Vasari. Hubiera tenido que ser muy penoso elevar el modelo poco a poco, desde abajo, hasta sacarlo fuera del agua; ello supone muchas más condiciones de las que quiso dar a conocer el biógrafo de los artistas. Podemos estar seguros de que Miguel Ángel estudió a fondo el camino por él descubierto, bajo todos los aspectos posibles, hasta acomodárselo convenientemente. Procedió, con toda probabilidad, del modo que sigue: El artista tomaba un recipiente apropiado a la forma de la masa de la figura a esculpir. Supongámoslo rectangular. Sobre la superficie de los lados de esta caja rectangular trazaba divisiones que trasladaba luego a su piedra en una mayor escala; marcaba, además, ciertas gradaciones, desde el tope superior hasta la base, en las caras interiores de la caja. En ella introducía su modelo de materia pesada, o bien, si era un modelo de cera, lo fijaba sobre el fondo. Disponía sobre la caja una rejilla cuadriculada conforme a las divisiones establecidas, a partir de las cuales trazaba líneas sobre su piedra y dibujaba su figura, suponemos, inmediatamente después. Derramaba agua sobre su modelo hasta que alcanzase los puntos más extremos de las partes superiores; después de haber señalado la parte que había de ocupar la cúspide en su figura así dibujada, dejaba correr una cierta cantidad de agua con el fin de dejar al descubierto la parte más elevada del modelo, y comenzaba entonces a trabajarla, tal cual aparecía, según la proporción graduada. Si al mismo tiempo se hacía visible alguna otra parte del modelo, la trabajaba igualmente sobre la figura en la medida en que se hallase al descubierto; y de tal modo procedía con todas las partes superiores. Dejaba escapar más agua hasta que las partes más profundas estuviesen también al descubierto. Los grados del recipiente le señalaban cada vez la altura del agua escurrida, mientras la superficie del agua indicaba la línea extrema del fondo de las partes inferiores. Un igual número de grados en su piedra daba las medidas exactas. El agua no le indicaba solamente las alturas y las profundidades, sino también el contorno de su modelo; el espacio comprendido entre las caras interiores de la caja y el contorno dibujado por la linea del agua, espacio cuyas dimensiones eran apuntadas por los grados de las otras dos caras, determinaba en cada punto la cantidad de materia que podía extraer. Su obra había recibido ya su forma primera, pero exacta. La superficie del agua le había trazado una línea que pasaba por los puntos extremos de los salientes. Esta línea, a medida que el nivel del agua descendía en el recipiente, descendía otro tanto en el plano horizontal, y el artista había seguido este movimiento con su cincel hasta allí donde el agua le mostrara al descubierto el punto más profundo de las partes salientes, punto que se confundía con las superficies del agua. Así, con cada grado reducido en la caja de su modelo, había progresado en su figura en un grado proporcionalmente más grande. De tal modo, la línea del agua le había conducido hasta el contorno más extremo de su figura, de suerte que ahora el modelo estaría ya fuera del agua. Su figura, pues, reclamaba una bella forma. Derramaba de nuevo agua sobre su modelo hasta la altura que le conviniese; contaba entonces los grados de la caja hasta la línea descrita por el agua y determinaba así la altura de la parte superior. Colocaba su regla en un plano perfectamente horizontal en la misma parte superior de la figura y, 10

partiendo del límite inferior de esta regla, tomaba las medidas hasta las partes más profundas. Si hallaba un igual número de grados reducidos y grados mayores, obtenía una especie de determinación geométrica del volumen y hallaba la prueba de que había procedido correctamente. Mediante la repetición de su trabajo, intentaba reproducir en su figura la presión y el movimiento de los músculos y los tendones, el pulso de los demás pequeños detalles del cuerpo y las más finas delicadezas del arte presentes en su modelo. El agua, que recubría incluso las partes más imperceptibles, se ajustaba de la manera más estrecha a su movimiento y le describía su contorno con las línea más exacta. Este procedimiento no impide dar al modelo todas las posiciones posibles. Colocado de perfil, mostrará plenamente al artista lo que antes había escapado a su mirada. Le mostrará también el contorno exterior de sus partes salientes y de las partes inferiores, y la entera sección transversal. Todo ello, y la esperanza de una buena ejecución del trabajo, presupone un modelo realizado por manos de artista conforme al verdadero gusto de la Antigüedad. Tal fue el camino por el que Miguel Ángel alcanzó la inmortalidad. Su renombre y los honorarios con que fue recompensado por sus obras le proporcionaron el ocio necesario para trabajar con tal cuidado. Un artista de nuestros días que posea de la naturaleza y de su propia dedicación los dones que han de permitirle destacar, y que encuentre este procedimiento exacto y verdadero, se verá obligado a trabajar más por el pan que por la gloria. Permanecerá por lo tanto en el carril que le es habitual, en el cual cree mostrar una mayor habilidad, y persistirá en tomar como regla su buen ojo adquirido mediante un prolongado ejercicio. Este buen ojo, que ha de constituir su guía principal, ha terminado por resultar bastante resolutivo merced a unos procedimientos prácticos que son, en parte, altamente dudosos; ¿cuánto más penetrante y seguro no se habría hecho el ojo de haber sido educado desde su juventud en reglas infalibles? Si los artistas, en sus comienzos, desde su más temprana iniciación en el trabajo en arcilla o en cualquier otro material, fuesen instruidos conforme al seguro método que Miguel Ángel halló tras largas investigaciones, podrían esperar acercarse a los griegos tanto como lo hizo él. Todo lo que se puede decir en alabanza de las esculturas griegas valdría también, con toda probabilidad, para su pintura. Sin embargo, el tiempo y el furor destructivo de los hombres nos han privado de los medios de formular al respecto una sentencia concluyente. Se concede a los pintores griegos el dibujo y la expresión, y eso es todo: se les niega la perspectiva, la composición y el colorido. Este juicio se funda, en parte, en las obras en bajorrelieve; en parte, en las pinturas antiguas (no se las puede llamar griegas) que se han descubierto en Roma y sus alrededores, bajo las bóvedas subterráneas de los palacio de Mecenas, de Tito, de Trajano y de los Antoninos, de las que no se han conservado enteras más de treinta, no siendo algunas sino trabajos en mosaico. Trumbull ha hecho acompañar su trabajo sobre la pintura antigua de una colección de las obras más conocidas, dibujadas por Camillo Paderni y grabadas por Mynde, las cuales dan por sí solas un valor único a su libro, cuyo espléndido papel ha sido por cierto malgastado. Entre tales obras hay dos cuyos originales se encuentran en el gabinete del célebre médico Richard Meads, en Londres. Ya otros han señalado que Poussin estudió a fondo las llamadas Bodas Aldobrandinas, que se encuentran todavía dibujos realizados por Annibale Carracci a partir, se supone, de Marco Coriolano; y que se pretendió haber hallado una gran semejanza entre las cabezas de las obras de Guido Reni y las del célebre mosaico que representa el rapto de Europa. Si tales frescos permitieran formular un juicio fundado acerca de la pintura de los Antiguos, el examen de los restos de este tipo induciría a cuestionar también sus méritos en el dibujo y en la expresión. Las pinturas con figuras de tamaño natural en las paredes del teatro de Herculano, pinturas que fueron trasladadas junto con los propios muros, no nos ofrecen, según se asegura, sino una pobre idea al respecto. El Teseo representado como vencedor del Minotauro mientras los jóvenes atenienses le besan las manos y abrazan sus rodillas; la Flora acompañada de Hércules y de un fauno; la presunta sentencia del decémviro Apio Claudio, todo ello, según el testimonio ocular de un artista, está dibujado de un modo a veces mediocre y a veces defectuoso. No sólo, como se asegura, la mayor parte de las cabezas carecen de expresión, sino que ni siquiera la de Apio presenta ni el menor buen rasgo característico. Para ello es justamente la prueba de que se trata de pinturas ejecutadas por la mano de muy mediocres maestros, ya que la ciencia de las bellas proporciones, del contorno y de la expresión, debió ser propia no sólo de los escultores griegos, sino también de los buenos pintores. 11

Estas virtudes artísticas, concebidas a la manera de los antiguos pintores, dejan todavía a los modernos en muy grande margen de mérito al respecto. En lo que se refiere a la perspectiva, el primer rango les pertenece sin discusión; pese a todas las doctas apologías de los Antiguos, la ventaja en esta ciencia permanece del lado de los modernos. Las leyes del orden y de la composición, por grande que fuese en ello el talento de Equión, no fueron conocidas por los Antiguos sino parcial e imperfectamente, como pueden evidenciarlo las obras en relieve de las épocas en que las artes griegas florecieron en Roma. En cuanto al color, tanto las informaciones contenidas en los escritos de la Antigüedad, como lo que se puede ver en la pintura antigua que se ha conservado, parecen decidir igualmente en favor de los artistas modernos. Distintas clases de temas de la pintura han alcanzado en los tiempos modernos un más alto grado de perfección. En la representación de animales y de paisajes, nuestros pintores, en todos los aspectos, han superado a los antiguos. Las bellas especies animales, propias de otros climas, no parecen haber sido conocidas por aquéllos; tal es, al menos, lo que se puede deducir a partir de algunos casos particulares, como el caballo de Marco Aurelio, o los dos de Monte Cavallo, e incluso los supuestos caballos de Lisipo sobre el portal de la iglesia de San Marcos en Venecia; el Toro Farnesio y los demás animales de este gruppo. Puede aquí mencionarse de paso que los Antiguos, como se ve en sus monedas o en los caballos de Venecia, no observaron en sus caballos el movimiento diametral de las patas. Algunos modernos, por ignorancia, les han imitado en esto, e incluso han sido defendidos. Nuestros paisajes, en particular los de los pintores holandeses, deben su belleza sobre todo a la pintura al óleo; sus colores adquirieron así más vigor, viveza y relieve, y la propia naturaleza, bajo un cielo más denso y más húmedo, ha contribuido no poco a extender el dominio de este género artístico. Estas ya mencionadas ventajas de los pintores modernos sobre los antiguos, y alguna otra más, merecerían ser mejor iluminadas mediante comprobaciones más sólidas que las que se han venido ofreciendo hasta la fecha. Queda por dar todavía un gran paso para la expansión del dominio del arte. El artista que comienza a apartarse de la senda común, o que en efecto se ha desviado, intenta arriesgar ese paso; pero su pie se detiene en el lugar más escarpado del arte, y aquí se ve privado de toda ayuda. Las vidas de los santos, las fábulas y las metamorfosis son los temas eternos y casi los únicos de los pintores modernos desde hace siglos: estos temas han sido tratados de mil maneras y con mil artísticos refinamientos, hasta el punto en que hartazgo y hastío acabarán necesariamente por apoderarse de los artistas sensatos y de los conocedores. Un artista cuya alma haya aprendido a pensar, no la deia inactiva y desocupada mientra representa una Dafne o un Apolo, un rapto de Proserpina o de Europa, u otros temas del mismo género. Intenta conducirse como un poeta y trata de pintar figuras mediante imágenes, esto es, trata de pintar alegóricamente. La pintura se extiende así al ámbito de las cosas que no son sensibles; éstas son su fin supremo y, como lo atestiguan los escritos de la Antigüedad, los griegos se esforzaron en alcanzarlo. Parrasio, un pintor que describía el alma como lo hiciese Aristíades, ha podido incluso, según se dice, expresar el carácter de todo un pueblo. Pintó a los atenienses tal como eran, a la vez bondadosos y crueles, ligeros y obstinados, bravos y cobardes. Si una tal representación parece posible, lo es únicamente por medio de la alegoría, a través de imágenes que expresen nociones generales. El artista se encuentra aquí como en un desierto: Las lenguas de los indios salvajes, que carecen, en gran medida de nociones de este género y que no poseen ninguna palabra con la que designar el conocimiento, el espacio, la duración, etc., no son más pobres en tales signos que lo es la pintura de nuestro tiempo. El pintor cuyo pensamiento va más lejos que su paleta desea poseer un bagaje de erudición al que poder acudir y del que poder tomar signos expresivos, sensiblemente materializados, de objetos que no son sensibles. No existe todavía una obra completa en esta materia: Las tentativas llevadas a cabo hasta el presente no son apenas de consideración y no alcanzan la altura de estos grandes designios. El artista sabrá en qué medida le satisfarán la Iconología de Ripa, o las Imágenes simbólicas de los pueblos de la antigüedad, de Van Hooghe. Éste es el motivo por el que los grandes pintores no han escogido sino temas conocidos. Annibale Carracci, en la Galería Farnesio, en lugar de haber representado por medio de símbolos generales e imágenes sensibles, a la manera de un poeta alegórico, los hechos y acontecimientos más célebres de la Casa Farnesio, no desplegó aquí todo su talento sino en fábulas ya conocidas. La Galería Real de Pinturas de Dresde encierra sin duda un tesoro en obras de los más grandes maestros, lo que hace de ella tal vez la primera galería del mundo, y su Majestad, en su calidad de más sabio conocedor de las bellas artes, ha procedido a una estricta selección para conservar únicamente las obras más perfectas en su género; sin embargo, ¡qué pocas obras de asunto histórico se encuentran en este tesoro real! Y en cuanto a pinturas alegóricas o poéticas, todavía 12

menos. El gran Rubens es con mucho, entre los artistas de primer rango, el que más se ha arriesgado en grandes obras; como un sublime poeta, en el desierto camino de esta clase de pintura. La Galería de Luxemburgo, su mayor obra, ha sido dada a conocer al mundo entero de la mano de los más hábiles grabadores en cobre. Tras él, más recientemente, no es fácil que se haya emprendido y llevado a cabo, en este género, una obra más sublime que la cúpula de la Biblioteca Imperial de Viena, pintada por Daniel Gran, grabada en cobre por Sedelmayr. La apoteosis de Hércules, alusión al cardenal Hércules de Fleury, pintada en Versalles por Lemoyne, de la que Francia se vanagloria como de la más grandiosa composición del mundo, no es, comparada con la pintura sabia y llena de sentido del pintor alemán, sino una alegoría muy común y de cortas miras; es como un canto de alabanzas cuyos más poderosos pensamientos responden a los nombres del calendario. Era éste el lugar oportuno para haber realizado algo grande y es asombroso, por cierto, que así no haya sido. Pero con todo; aún cuando la divinización de un ministro hubiese sido lo más idóneo como decoración para el más distinguido techo del castillo real, puede en ella apreciarse qué es lo que le ha faltado al pintor. El artista necesita de una obra que contenga todas aquellas imágenes y figuras sensibles que, extraídas de la entera mitología, de los mejores poetas de los tiempos antiguos y modernos, de la oculta sabiduría de muchos pueblos, de los monumentos de la Antigüedad en piedra, monedas y utensilios, sirvieron para conferir una forma poética a los conceptos universales. Este abundante material habría de ser oportunamente distribuido en determinadas categorías y organizado, para instrucción de los artistas, mediante aplicaciones e interpretaciones específicas para posibles casos particulares. Se abriría con ello, al mismo tiempo, un vasto campo a la imitación de los Antiguos, y se dotaría a nuestras obras del gusto sublime de las de la Antigüedad. El buen gusto en la ornamentación, desde los tiempos en que su corrupción arrancara a Vitrubio tan amargos lamentos, se ha visto en nuestros días todavía más deteriorado, en parte a causa de los grotescos puestos en boga por Morto, pintor oriundo de Feltro, y también por las pinturas carentes de sentido que pueblan nuestros aposentos; así, mediante una profundización en el estudio de la alegoría, podría el buen gusto ser purificado y ganar a un tiempo en inteligencia y en verdad. Nuestras volutas y nuestras adorables rocallas en forma de concha, sin las que hoy día ningún ornamento es concebible, no resultan más naturales que los candelabros de Vitrubio, que soportaban pequeños castillos y palacios. La alegoría podría aportar los conocimientos que habrían de permitir incluso hacer los más pequeños ornamentos adecuados al lugar en que se encuentran. Las pinturas en los techos y sobre las puertas no están ahí, en su mayor parte, sino para llenar su emplazamiento y para cubrir los lugares vacíos que no es posible rellenar únicamente de dorados. No sólo no tienen ninguna relación con la situación social y la condición del propietario, sino que a menudo son para él un perjuicio. Por lo tanto, es el horror a los espacios vacíos el que llena las paredes; y son pinturas vacías de pensamiento las que por necesidad han de reemplazar el vacío. Ésta es la razón por la que el artista abandonado a su arbitrio escogía frecuentemente, a falta de imágenes alegóricas, asuntos que más bien debían parecer sátiras que hacen el honor a aquel a quien consagraba su arte; y es acaso para ponerse al abrigo de este peligro por lo que se pide al artista, con sutil precaución, que represente imágenes que no signifiquen nada. Incluso tales imágenes resultan a menudo difíciles de hallar, y finalmente se priva así a la pintura de aquello en lo que consiste su mayor logro, esto es, la representación de cosas invisibles, pasadas y futuras. Pero las pinturas que en tal o cual lugar podrían tener una significación la pierden, junto con su eficacia, a causa del emplazamiento indiferente o poco conveniente que se les asigna. El constructor de un nuevo edificio, hará quizá disponer, sobre las altas puertas de sus salas y sus habitaciones, pequeñas imágenes que se apartarán del punto de vista y las leyes de la perspectiva. Se trata en este caso de imágenes que forman parte de ornamentos fijos o inmóviles, no de piezas dispuestas simétricamente formando un conjunto. La elección de los ornamentos en la arquitectura no es a menudo más juiciosa: las armaduras y los trofeos en un pabellón de caza se encontrarán tan incómodos como Ganimedes y el águila, o Júpiter y Leda, en los relieves de las puertas de bronce en la entrada de la basílica de San Pedro en Roma. Todas las artes tienen una dúplice finalidad: deben agradar e instruir a la vez; tal vez es la razón por la que muchos de los más grandes pintores de paisajes han creído que satisfacían su arte sólo a medias si los hubiesen dejado vacíos de 13

figuras. El pincel que maneja el artista debe estar inmerso en la inteligencia, tal como se dijo del estilete de Aristóteles: debe dar que pensar más que lo mostrado a la vista; y el artista alcanzará este objetivo cuando haya aprendido no a disimular sus pensamientos bajo alegorías, sino a formularlos en alegorías. Cuando tenga un tema poético, o que pueda llegar a serlo, lo haya escogido él mismo o le haya sido sugerido, su arte le inspirará el espíritu y despertará en él el fuego que Prometeo robó a los dioses. El conocedor tendrá que pensar, y el simple aficionado aprenderá a hacerlo.

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