01 Teorico Moderna 1 2012 Campagne

Materia: Historia Moderna Cátedra: Campagne Teórico: 1 Fecha: 10 de agosto de 2012 Tema: El señorío en la Europa moderna

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Materia: Historia Moderna Cátedra: Campagne Teórico: 1 Fecha: 10 de agosto de 2012 Tema: El señorío en la Europa moderna (I): definiciones de feudalismo; el señorío solariego; la enfiteusis feudal. Dictado por: Fabián Alejandro Campagne Revisado y corregido por: Fabián Alejandro Campagne -.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.Profesor Fabián Campagne: Vamos a comenzar con el curso 2012, en concreto con la unidad 2, que es una unidad de historia económica general, y que tiene por título Una economía en transición: las transformaciones del sistema productivo en la Europa de los siglos XVI a XVIII. Hoy iniciamos el desarrollo del punto 2.1 del programa: “El otoño del feudalismo: evolución del señorío entre la crisis del siglo XIV y las revoluciones liberales”. Yo comenzaría diciendo lo siguiente: no es fácil definir el feudalismo. No es sencillo definir el sistema feudal. Sobre todo si pretendemos concebirlo como un sistema complejo, es decir, como un sistema que pretenda dar cuenta de la totalidad histórica, y no solamente de retazos de dicha realidad. Resulta particularmente complejo definir el feudalismo en la actualidad, porque en el habla corriente el término se utiliza con una imprecisión extraordinaria. Y si no, fíjense lo que sucede con la prensa escrita. En el lenguaje periodístico “feudalismo” se ha convertido en una suerte de palabra-comodín, a la que se recurre para caracterizar las más variadas situaciones sociales, políticas y económicas. Para demostrar lo que estoy diciendo alcanzaría con googlear el término “feudalismo”. ¿Qué pasaría si yo tipeo en el buscador la palabra en sus diferentes versiones lingüísticas, en alemán (feudalismus), en italiano (feudalesimo), en francés (féodalisme), en inglés (feudalism), etc. …? Es probable que aparezcan sitios web que utilicen correctamente el término, en su sentido histórico convencional, pero también nos vamos a encontrar con muchísimos usos inesperados. Por caso, artículos periodísticos en los cuales se utiliza la palabra “feudalismo” para describir las situaciones provinciales argentinas, sobre todo las de aquellas provincias en las cuales una misma familia o un 1

mismo partido monopolizan el control del estado local desde hace décadas. Vamos a descubrir artículos que aluden al “feudalismo” para describir el accionar de la mafia rusa en tiempos de Vladimir Putin. La palabra “feudalismo” aparece en ocasiones asociada con las estrategias de mercado de los gigantes de la informática mundial; hace unos dos meses leí un artículo en la red en el que el autor sostenía que si existía una esfera actual del mercado mundial en la cual no prima el capitalismo sino lo que él llama una suerte de “neofeudalismo”, ésa sería el área de los negocios informáticos (evidentemente el periodista estaba pensando en la posición de mercado dominante que poseen cuatro o cinco grandes empresas que todos conocemos; por alguna razón que ignoro, para este autor “feudalismo” y “monopolio” aparecían como sinónimos). Incluso llegué a encontrar en la web un artículo de la prensa italiana en el cual se empleaba la expresión “feudalismo” para caracterizar el sistema de alianzas establecido por Silvio Berlusconi (el texto caracterizaba como “feudatarios” a los aliados provinciales del por entonces primer ministro). Ahora bien, esta extraordinaria imprecisión conceptual no es monopolio excluyente de la prensa escrita. Podemos hallar similar variedad en lo que a definiciones de feudalismo se refiere en el campo supuestamente más riguroso de la historiografía profesional, de la historiografía científica. Para demostrar lo que estoy diciendo voy a presentar a continuación seis definiciones de feudalismo propuestas por seis prestigiosísimos académicos del siglo XX, alguno de ellos de estirpe legendaria. Comencemos con un historiador español que tuvo mucha relación con esta casa de estudios, Claudio Sánchez Albornoz. Ustedes saben que Sánchez Albornoz tuvo que escapar de España a raíz de la Guerra Civil y del triunfo del franquismo. Buscó refugio en el sur de Francia, de donde también tuvo que huir a causa de la invasión nazi y de la consolidación del régimen del mariscal Pétain. Terminó recalando en América del Sur. Primero se asienta en la ciudad de Mendoza, y finalmente se instala en Buenos Aires. Tuvo mucha relación con esta Facultad, en la cual fundó en la década del ’40 la cátedra de Historia de España, el Instituto del mismo nombre, y los Cuadernos de Historia de España, la revista científica más antigua de las que actualmente publica la Facultad (su primer número salió en 1944). Durante su breve interludio mendocino, Sánchez Albornoz publicó un libro que había comenzado a escribir en Europa, al que puso por título En torno a los orígenes del feudalismo. Se trata de una expresión paradigmática de la denominada “escuela institucionalista”, una corriente con fuerte anclaje en la vieja historia del derecho de matriz decimonónica. Para este paradigma, “feudalismo” equivale a “relaciones feudo-vasalláticas”. El feudalismo sería la superposición de lazos de fidelidad y obediencia al interior del colectivo aristocrático, ligazones interpersonales que construyen la famosa pirámide feudal, con su listado interminable de señores, vasallos, y subvasallos. Veamos lo que dice Sánchez Albornoz al respecto: “No es imposible probar la existencia en la época goda de gentes ligadas al rey por vínculos de 2

fidelidad, distintos de los que unían al príncipe con el común de sus súbditos. Acaso sin la invasión árabe, o si ésta se hubiese retrasado o hubiera sido rechazada, el siglo octavo hispano hubiese presenciado, como las Galias poco después, el triunfo de una monarquía afirmada en el vasallaje”. Está claro: para Sánchez Albornoz feudalismo equivalía a vasallaje noble. Don Claudio pretendía rastrear los orígenes del feudalismo español. Para ello debía buscar la génesis de las relaciones feudo-vasalláticas en la Península. Encuentra un germen de dicha clase de vínculos en las postrimerías del reino godo, y concluye que el sistema feudal hispano se remonta a dicha periodo histórico. Segunda definición: cinco años después, en 1946, un economista inglés, catedrático de la prestigiosa Universidad de Cambridge, Maurice Dobb, publica un libro que también adquiriría un estatus mítico: Estudios sobre los orígenes del capitalismo. Este libro de Dobb es por completo contemporáneo del de Sánchez Albornoz. Apenas un lustro separa ambas monografías. Sin embargo, resulta difícil encontrar dos maneras más diferentes y opuestas de concebir al feudalismo. Dobb es un economista marxista. Por lo tanto, su análisis está anclado en los supuestos del materialismo histórico. Rechaza los postulados de la escuela institucionalista, y define al feudalismo, en esencia, como un modo de producción. La sinonimia que defiende Dobb no equipara al “feudalismo” con las “relaciones feudo-vasalláticas” sino con la “servidumbre”. Cito a Maurice Dobb: “Esta definición caracterizará al feudalismo primariamente como un modo de producción, y ésto constituirá la esencia de nuestra definición. Con ello feudalismo será virtualmente idéntico a lo que generalmente entendemos por servidumbre: una obligación impuesta al productor por la fuerza e independientemente de su voluntad, de cumplir ciertas exigencias económicas de un señor, ya cobren éstas la forma de servicios a prestar, o de obligaciones a pagar en dinero o en especie”. Para nuestra tercera definición avancemos cinco años más, y situémonos en 1950. Convoquemos a otro economista marxista, en este caso un estadounidense profesor de la Universidad de Harvard, Paul Sweezy. En 1950 Sweezy publica en la revista especializada Science and Society una larguísima crítica a los capítulos del libro de Dobb dedicados a analizar la crisis del feudalismo los siglos finales de la Edad Media. Con este artículo comienza el célebre “debate Sweezy – Dobb”. Como es sabido, Sweezy observa el fenómeno feudal desde una perspectiva circulacionista. Para Sweezy, como para todo circulacionista, no es en la esfera de la producción donde se deben identificar o aislar los elementos que nos permitirán definir la esencia de un sistema económico, en este caso el feudalismo, sino en la esfera de la circulación. No es analizando las relaciones sociales que se pone en juego para producir riqueza donde yo puedo hallar la clave para definir la esencia de un sistema socioeconómico, sino analizando los dispositivos que se ponen en juego para distribuir 3

dicha riqueza. Por éso, para Sweezy “feudalismo” no equivale ni a “relaciones feudo-vasalláticas” ni a “servidumbre”, sino a “producción para el uso”. Cito a Paul Sweezy: “El rasgo fundamental del feudalismo es que se trata de un sistema de producción para el uso. Se conocen las necesidades de la comunidad, y la producción se planifica y organiza de forma que permita satisfacerlas. Es importante señalar que tal definición no implica la ausencia de transacciones o cálculos monetarios. Lo que sí implica es que la mayoría de los mercados sean locales, y que el comercio de larga distancia, si bien no totalmente ausente, desempeña un papel muy poco determinante en los objetivos y métodos de producción”. Cuarta definición. Avancemos dos décadas. En 1970, un historiador polaco, Witold Kula, da a la imprenta un libro al que pone por título Teoría económica del sistema feudal. Para un modelo de la economía polaca, siglos XVI a XVIII. El texto fue traducido al castellano y publicado por la editorial Siglo XXI en 1979. Como ustedes saben, se trata de una monografía dedicada a lo que suele denominarse “la segunda servidumbre de Europa oriental”. ¿Cómo define Kula el feudalismo? Su definición tiene bastantes puntos de contacto con la de Maurice Dobb, pero introduce matices y detalles, relacionados con el ámbito geográfico específico que estudia, ausentes de la definición del inglés. Para Kula, el feudalismo es, en esencia, un sistema basado en la gran propiedad territorial, en lo que suele denominarse “la reserva señorial”, en torno de la cual vegetaban las pequeñas tenencias campesinas, minúsculas explotaciones dependientes sometidas de manera compulsiva al pago de corveas, tributos y cargas. Cito a Kula: “El feudalismo es un sistema socioeconómico especialmente agrario, de fuerzas productivas mediocres, de comercialización débil, corporativo, y en el cual la unidad fundamental de producción es la gran propiedad territorial. Las pequeñas explotaciones campesinas, que rodean a ésta, le están subordinadas económicamente, y los tributos pagados por ellas le confieren todo su poder”. Avanzo unos años para encontrarnos con nuestra quinta definición. En 1974, el sociólogo inglés, Perry Anderson publica su celebérrimo Lineages of the Absolutist State, más conocido por el título que elegido por Siglo XXI para la edición en castellano, El Estado absolutista. Como sabemos, se trata de un libro que lograría en el ámbito académico argentino un éxito fenomenal, muy lejos del impacto relativamente mediocre alcanzado en las universidades europeas y norteamericanas. Como sabemos, la definición de feudalismo de Anderson pretende superar lo que él considera una falsa dicotomía entre los aspectos socioeconómicos y sociopolíticos del sistema, entre los componentes estructurales y superestructurales del feudalismo. ¿Por qué un libro dedicado al estado absolutista comienza definiendo el sistema feudal en su primer página? Porque Anderson define al absolutismo como una estructura de dominación política al servicio de la clase señorial. Lo que Perry Anderson 4

intenta subrayar en su definición es el hecho de que en todos los modos de producción precapitalistas, incluido el feudalismo, la extracción del excedente generado por los pequeños productores directos se consigue, se logra, a partir de mecanismos coercitivos que indefectiblemente remiten a la esfera de la política, de la costumbre, del parentesco, del derecho, de la religión... Cito: “Todos los modos de producción anteriores al capitalismo operan a través de sanciones extraeconómicas, de parentesco, consuetudinarias, religiosas, legales o políticas. Siempre es imposible interpretar estas sanciones como algo separado de las relaciones económicas. El feudalismo comporta siempre la servidumbre y la protección militar del campesinado por una clase social de nobles que ejercen un monopolio exclusivo de la ley y de los derechos privados de justicia dentro de un marco político de soberanía fragmentada. Lo que distingue al modo europeo de producción feudal es su específica organización en un sistema verticalmente articulado de soberanía fragmentada y de propiedad escalonada”. Para la sexta y última definición avanzamos dos años más. En 1976, un polémico medievalista francés, Guy Bois, publica su tesis de doctorado, a la que pone por título Crisis del feudalismo. Economía rural y demografía en Normandía oriental desde comienzos del siglo XIV hasta mediados del siglo XVI. Se trata de un trabajo de historia regional, basado en la evidencia que Bois encuentra en los archivos de la provincia atlántica de Normandía. Lo sorprendente de este caso es que Guy Bois propone una definición de feudalismo 180 grados opuesta a la que apenas seis años antes había ofrecido Kula. La forma de producción predominante del sistema no es para Bois la gran propiedad territorial sino exactamente lo contrario: la pequeña propiedad campesina. Para este investigador francés el señorío no sería sino una entidad parasitaria, que nunca habría tenido verdadero peso en la dinámica productiva real. Cito: “La forma de producción característica del sistema, es decir, la que juega un rol dominante imprimiendo a la economía sus ritmos de crecimiento, es la pequeña producción campesina. Una visión exclusivamente institucional ha enmascarado, a veces, esta evidencia, sobreponiendo el marco jurídico de la producción –el señorío– a la unidad fundamental de producción –la explotación campesina”. No hace falta que yo explique en detalle los motivos de las divergencias de estos seis autores, porque creo que resultan obvias. Lo que aquí tenemos son seis investigadores de prestigio que simplemente están dirigiendo la mirada hacia distintos aspectos de la misma realidad social. De hecho, muchas de estas definiciones no son siquiera contradictorias sino más bien complementarias. Por ejemplo: los institucionalistas prestan atención exclusivamente a las relaciones que ordenan el funcionamiento del colectivo nobiliario, descuidando por completo a los pequeños productores directos. Maurice Dobb hace exactamente lo contrario: poco y nada le interesan las relaciones 5

feudo-vasalláticas, pues prioriza en su análisis las condiciones de vida material y de producción del campesinado. El porqué de las diferencias entre Sweezy y Dobb también son muy conocidas: Dobb observa la esfera de la producción y Sweezy hace lo propio con la esfera de la circulación. Y la falta de coincidencia entre Kula y Bois también se explica muy fácilmente; tiene que ver con las especificidades ecosistémicas de los ámbitos geográficos sobre los cuales trabajan: Polonia en un caso, y Normandía en el otro. La Polonia de la segunda servidumbre era, efectivamente, una región en la que las reservas señoriales tenían un tamaño desmesurado (para encontrar en Occidente una situación equivalente deberíamos retrotraernos al siglo IX, a la era carolingia). Por el contrario, en la Normandía de los siglos XV y XVI las reservas señoriales eran infinitamente más reducidas que las que existían en Oriente, pues una proporción muy importante del suelo de la provincia, como sucedía por entonces en gran parte de Occidente, todavía estaba bajo control directo de las comunidades rurales. Ahora bien, si me preguntan a mí por cuál de estas definiciones me inclino, confieso que tiendo a decantarme por la de Perry Anderson, probablemente la más sofisticada de las seis . Es, de hecho, la misma definición de feudalismo que permite a quienes defienden la especificidad del modo de producción feudal oponerse a los defensores de la laxa categoría de “modo de producción tributario”. Vemos, pues, que en el lapso de 35 años, porque comenzamos en 1941 y terminamos en 1976, se desarrollaron seis conceptualizaciones diferentes de feudalismo que sucesivamente tendieron a identificar al sistema con las relaciones feudo-vasalláticas, la servidumbre, la producción para el uso, la gran propiedad dominical, la pequeña explotación campesina, y la articulación entre soberanía fragmentada y propiedad escalonada del suelo. Bien: si la cuestión de la definición del feudalismo puede resultar un problema espinoso, un poco más sencillo resulta, en principio, precisar las coordenadas espacio-temporales en las cuales cabe ubicar al fenómeno. Más fácil al menos en principio. En efecto, existe en el presente un consenso casi monolítico, del cual sólo cabría dejar afuera a unos pocos especialistas ingleses en historia rural (por ejemplo Alan MacFarlane, al cual vamos a referirnos en un par de clases), que concuerda en que el sistema socioeconómico que impera en Europa occidental en la Baja Edad Media es, en efecto, el feudalismo. Muy pocos se atreverían a negar esta afirmación. Ahora bien, ¿cabe sostener lo mismo respecto de la Edad Moderna? ¿Cabe sostener que el feudalismo existe en Europa occidental durante entre el 1500 y el 1800? Aquí la respuesta resulta bastante más matizada y la biblioteca comienza a dividirse. Yo confieso que me encuentro entre los defensores de la 6

persistencia del sistema feudal en la Edad Moderna. De hecho, es para dar cuenta de la existencia de un feudalismo temprano-moderno que se ha acuñado una categoría especial, la de “feudalismo tardío”, con el objeto de diferenciar el sistema que impera durante los siglos XVI, XVII y XVIII de aquel otro “feudalismo maduro o clásico” que impera durante los siglos XI, XII y XIII (el mismo que se estrella con la gran crisis sistémica del siglo XIV). Sería sin embargo necio negar que existen diferencias obvias y visibles entre el feudalismo del siglo XII y el del siglo XVII, por aludir a dos anclajes temporales al azar. Por ejemplo, desde un punto de vista estrictamente filológico términos como “vasallaje”, “feudo” y “homenaje” no pueden emplearse para la Edad Moderna si no se introducen importantes calificaciones. Por caso, en el origen, durante los siglos XI o XII –y aquí me remito a los clásicos e inoxidables análisis del gran Marc Bloch– el vasallaje era una forma de dependencia al interior de las clases privilegiadas, por entonces caracterizadas por su espíritu guerrero y por un ethos decididamente marcial. En un inicio, pues, el vasallo siempre un miembro de la clase dominante. El “vasallo” era un aristócrata, al igual que su “señor”. Sólo que poseía menos riqueza, poder e influencia que aquél. Pero ambos eran nobles. Señor y vasallo pertenecían al mismo grupo social. Para representar esta contigüidad sociológica, durante la ceremonia de homenaje el vasallo y su señor intercambiaban un beso en la boca; así señalaban, en términos jurídicos, el carácter sinalagmático que tenía la relación feudovasalla tica, pero también subrayaban metafóricamente la pertenencia de ambos al mismo colectivo de terratenientes y señores de la guerra. Ahora bien, con el tiempo el término “vasallo” fue mutando. Para cuando comienza la Edad Moderna en gran parte de Europa se denominan vasallos, en un sentido amplio, a la totalidad de los habitantes que caen dentro de la jurisdicción de un señorío banal, y en un sentido un poco más restrictivo, a los enfiteutas del señor, que como vamos a ver durante la clase de hoy, en su abrumadora mayoría no eran nobles sino campesinos. Difícilmente hallemos una fuente de los siglos XI o XII que describa a los campesinos como vasallos de un señor; en la Edad Moderna, por el contrario, los pequeños productores directos era considerados vasallos de los titulares de los complejos dominicales locales. ¿Qué sucede con el término “homenaje”? Algo similar. En el origen, durante los siglos XI y XII, el concepto remitía a un pacto entre guerreros. Repito, guerreros de riqueza, poder influencia disímiles, pero guerreros y aristócratas al fin. Con el paso de los siglos el sentido original se fue licuando, y en la Edad Moderna los grandes señores feudales exigen homenaje a la totalidad de sus campesinos dependientes, metamorfosis que terminó provocando que la ceremonia perdiera la 7

connotación caballeresca que en un origen tenía. ¿Qué ocurre con la noción de “feudo”? Lo mismo. En torno al año mil, en ningún caso el término tenía una connotación exclusivamente territorial. Pero en el transcurso del Bajo Medioevo el sentido se transforma, y en la Edad Moderna el feudo se identifica por completo con el señorío solariego, con el señorío territorial. A tal punto que ambas expresiones, “señorío dominical” y “feudo” son términos intercambiables en nuestro período. Ahora bien, más allá de estas diferencias –que no podemos ocultar ni poner bajo de la alfombra para que nos cierre el modelo, diferencias que son obvias, visibles y sobre las cuales vamos a volver en un par de teóricos– también existen semejanzas, continuidades, y vasos comunicantes entre el feudalismo bajo-medieval y el temprano-moderna. No podía ser de otra manera. Si no existiera un hilo invisible que ligara entre sí estos dos feudalismos sería un disparate epistemológico utilizar la misma etiqueta para recubrir la realidad social de la Baja Edad Media y la de la Edad Moderna. ¿Cuál es este elemento en común fundamental entre el “feudalismo clásico” y el “feudalismo tardío”? Se trata de la relación social de base sobre la que se sustenta el sistema feudal: una relación social caracterizada por un polo dominante, donde cabe emplazar a la gran o mediana propiedad noble, y un polo dominado, donde cabe ubicar a la pequeña o mediana propiedad campesina, explotaciones familiares tendencialmente autónomas, que generan un excedente agrario que por vía extraeconómica termina en manos de la clase señorial, en el contexto de un sistema de explotación que tiende a fusionar en los mismos sujetos sociales la propiedad del suelo y el poder político a nivel local. Es esta perspectiva holística la que yo quiero que ustedes tengan en cuenta cada vez que me oigan en las próximas clases referirme al feudalismo moderno o al feudalismo tardío. En tanto expresión de la totalidad histórica, este feudalismo de la Edad Moderna debe concebirse como una estructura que de manera simultánea contiene un sistema agrario, un sistema económico, un sistema jurídicoinstitucional, un sistema político, y un sistema cultural. o En tanto sistema agrario, el feudalismo tardío seguía basándose en una estrecha relación entre la reserva señorial y las tenencias campesinas dependientes, en una estrecha asociación entre la porción del suelo controlada por la gran propiedad, y la porción del suelo controlada por la pequeña propiedad. o En tanto sistema económico, cabría caracterizar a este feudalismo de la Edad Moderna como un conjunto de relaciones basadas en leyes específicas, diferentes tanto de las que ordenan el funcionamiento del sistema capitalista como de las que rigen la reproducción de la pequeña 8

economía campesina. o En tanto sistema jurídico-institucional, el feudalismo moderno aparece como un esquema de regulación de las conductas basado en la delegación de prerrogativas soberanas a manos de privados, a manos de particulares, que por lo general ejercían simultáneamente a nivel local el rol de grandes propietarios territoriales. o En tanto sistema político, el feudalismo tardío puede concebirse como una estructura de dominación piramidal, una estructura de dominación parcelada en la cual diversas instancias o poderes fácticos intermedios se interponen entre la masa de habitantes del territorio y la máxima instancia soberana a nivel macro: la corona. o Y por último, en tanto sistema cultural, resulta posible caracterizar al feudalismo tardío como un entramado de lazos de interdependencia personal entre quienes, por un lado, ofrecían fidelidad, obediencia y tributos, y quienes por el otro otorgaban protección, seguridad, y prestigio social.

**** Hasta aquí las cuestiones relacionadas con las etiquetas, los rótulos, las definiciones, y la identificación de nuestro objeto de estudio, el feudalismo de la Edad Moderna. Voy a pasar de inmediato a analizar el polo dominante de la relación social sobre la que se funda la feudalidad en Occidente: el señorío. Después de un par de teóricos, calculo que a partir del quinto, comenzaremos a analizar el polo dominado de esta misma relación social: la comunidad rural preindustrial. Empecemos a analizar el señorío feudal en Edad Moderna. Vamos a ver enseguida que definir al señorío resulta bastante más sencillo que definir al feudalismo. Yo definiría al señorío feudal de la siguiente manera (se trata de una definición, aclaro, aplicable tanto a la Baja Edad Media como a la primera modernidad): el señorío es un conjunto de tierras claramente delimitadas, que constituyen la propiedad eminente y el área de jurisdicción de un sujeto denominado señor. “Propiedad eminente” y “área de jurisdicción”, recalco. Se trata de una definición de manual, poco sofisticada pero muy útil, porque pone en evidencia de inmediato los dos elementos que constituyen el complejo feudal maduro, la propiedad de la tierra y el poder sobre los hombres, elementos que en el feudalismo clásico aparecen fundidos, fusionados. ¿Cuándo nace en Occidente lo que llamamos el señorío feudal pleno? Surge a comienzos del segundo milenio, cuando se superponen dos fenómenos diferentes, claramente distinguibles desde 9

un punto de vista analítico: el señorío dominical, y el señorío jurisdiccional (éste último también conocido como señorío de ban o señorío banal). Todo señor feudal en la Edad Moderna (también en la Baja Edad Media), en tanto titular de un señorío dominical es, antes que nada, un gran o mediano terrateniente, un gran o mediano latifundista a nivel local. Pero simultáneamente, todo señor feudal, en tanto titular de un señorío jurisdiccional, es además un detentador privado de parcelas de poder soberano a nivel micro. Ésta es la complejidad fundamental del feudalismo europeo. ¿Quiénes podían ser titulares de señoríos en la Edad Moderna? En principio, los titulares de los señoríos feudales podían ser tanto laicos o eclesiásticos. Los grandes jerarcas de la Iglesia católica eran todos, por lo general, cabezas de señoríos durante nuestro período. En segundo lugar, los titulares de señoríos podían ser individuos o corporaciones; las ciudades y las instituciones monásticas, por caso, podían funcionar como titulares colectivos de señoríos feudales. En tercer lugar, los titulares de los señoríos podían femeninos o masculinos; las mujeres podían por vía patrilineal heredar la titularidad de un complejo señorial si no existían herederos varones legítimos. En síntesis, si tomamos como ejemplo una abadía de monjas benedictinas, allí tendríamos un caso de señorío feudal cuya titularidad debería simultáneamente caracterizarse como

eclesiástica,

colectiva y femenina. Por último, cabe decir que en nuestro período los titulares de los señoríos podían ser tanto nobles como plebeyos. No hacía falta tener título de nobleza en la Edad Moderna para ser señor feudal. Ni siquiera hacía falta ser aristócrata. Cualquier burgués adinerado que tuviera el capital suficiente (y me viene a la mente la maravillosa comedia de Moliere, El burgués gentilhombre) podía comprarse un señorío feudal, sin por ello transformarse ipso facto en noble. Con el tiempo, seguramente sus hijos o sus nietos lograrían ennoblecerse, pero él probablemente nunca lograría alcanzar en vida dicho estatus. Y sin embargo iba a ser y funcionar como señor feudal. En la Edad Moderna, el fetiche de la mercancía ha logrado incluso contaminar los principales símbolos de status nobiliario; por lo tanto, tanto los títulos de nobleza como los escudos de armas y los señoríos feudales se compraban y se vendían. Me hago ahora otra pregunta: ¿resulta admisible, como estoy haciendo en esta clase, diferenciar el señorío dominical del señorío jurisdiccional, y proceder a analizarlos por separado? Yo creo que sí. En otras palabras, voy a justificar a continuación lo que haré en los próximos teóricos. Creo que resulta plausible defender esta diferenciación por dos motivos. Primero, porque la distinción puede hacerse en términos analíticos, y segundo, porque también responde a procesos históricos realmente existentes. En términos analíticos, no solamente los historiadores actuales diferencian entre un señorío dominical y un señorío banal. Ya lo hacían los propios intelectuales de la Edad Moderna, en particular, los grandes juristas del barroco, intelectuales orgánicos al servicio de la monarquía 10

absoluta. Tomemos un solo ejemplo. En 1608, Charles Loyseau, el príncipe de los juristas antiguoregimentales, admitía que la conjunción entre feudo y justicia (para Loyseau “feudo” remite a lo que nosotros denominamos “señorío dominical”, propiedad de la tierra, mientras que “justicia” remite a lo que nosotros llamamos “señorío jurisdiccional”, parcelas de poder estatal en manos de particulares), aún cuando se daba desde hacía mucho tiempo, nunca había sido plena, porque se trataba de elementos de naturaleza diferente, uno de naturaleza económica y el otro de naturaleza política. En definitiva, Loyseau lo que estaba diciendo es que el señorío era una monstruosidad ontológica, un híbrido que por sus características genéticas nunca podría llegar a funcionar de manera perfecta. En cualquier caso, y ésto es lo que me interesa recalcar en este momento, es que Loyseau diferencia analíticamente ambos componentes del complejo feudal maduro, porque de lo contrario no podría haber sostenido que, en última instancia, se trataba de elementos inmiscuibles, como el agua y el aceite. La distinción entre las esferas dominical y jurisdiccional también puede plantearse en términos históricos. Voy a dar dos ejemplos. Si observamos los gigantescos señoríos del siglo IX, los enormes dominios carolingios, de inmediato concluimos que estamos en presencia de señoríos dominicales puros, carentes de componente jurisdiccional alguno; y ello por la simplísima razón de que el señorío banal es hijo de la revolución del año mil. No podía existir el señorío jurisdiccional en el siglo IX porque todavía subsistían las estructuras de dominación política centralizadas encarnadas por Carlomagno y sus herederos. Ahora bien, si yo me sitúo en el otro extremo del arco temporal, y me traslado a la Castilla del siglo XVII, la era de los Austrias menores, detecto la situación opuesta, dominios feudales que son puro señorío jurisdiccional, sin componente dominical alguno. En aquellas décadas de la primera mitad del siglo XVII, los monarcas españoles, por razones fiscales, comenzaron a crear señoríos nuevos y a venderlos al mejor postor, con el objeto de reunir fondos para las alicaídas arcas de la corona. Pero el problema que se daba era que estos señoríos nuevos surgían en regiones en las que la propiedad del suelo en manos de hombres libres estaba ya consolidada desde hacía siglos, desde los tiempos de la Reconquista. Entonces podía darse el caso, más frecuente de lo que ustedes suponen, que estos flamantes señores feudales, que tenían derecho dentro de su área de influencia a ejercer poderes cuasi-estatales, como eran los derechos de justicia, no fueran siquiera dueños de un metro cuadrado de tierra fronteras adentro de su jurisdicción. Tendríamos allí un puro señorío jurisdiccional, como antes, en tiempos de Carlomagno, teníamos puros señoríos dominicales. Ahora bien, para no hacerles trampa, confieso que estoy trayendo a colación casos excepcionales y extremos, excepciones que confirman la regla, porque en realidad en Occidente, de la Baja Edad 11

Media en adelante, señorío dominical y señorío jurisdiccional tenderán siempre a superponerse en la práctica. La región donde dicha fusión alcance niveles extremos es el norte de Francia. Por ello van a ver que en las próximas clases la mayoría de los ejemplos que voy a utilizar estarán extraídos de dicha región en particular. En el norte de Francia, muy especialmente del siglo XIII en adelante, el señorío dominical y el jurisdiccional están tan inextricablemente entrelazados que resulta muy difícil, casi artificial, determinar, forzar las fuentes, cuáles eran los tributos feudales derivados del componente dominical del complejo feudal, es decir, las cargas que se legitimaban a partir de la propiedad del suelo, y cuáles eran los tributos derivados del señorío de ban, es decir, aquellos que se legitimaban a partir de la parcelación del poder político. Una vez más, esta imbricación entre lo jurisdiccional y lo dominical que se daba en la práctica, más allá de lo que la teoría jurídica determinaba, era reconocida por los propios intelectuales en la Edad Moderna. Volvamos a Charles Loyseau, a comienzos del siglo XVII; fíjense lo que por entonces decía: “Un feudo sin justicia

(es decir, un complejo dominical carente de componentes

jurisdiccionales, un gran latifundio cuyo titular no fuera simultáneamente detentador privado de parcelas de poder público) no es un verdadero señorío”. Un glosador anónimo de la década de 1660 sostenía, por su parte, que “un señorío sin justicia no puede subsistir. Es como un cuerpo sin alma”. Por último, Denissart, un abogado feudista del siglo XVIII, promotor de los intereses de la clase señorial, sostenía que “el feudo atrae a la justicia” (es decir, lo dominical a lo jurisdiccional) como la piedra imán atrae al hierro”. En otras palabras, si bien en teoría resultaba sencillo, en gran parte de Europa, diferenciar los componentes dominical y jurisdiccional del complejo feudal maduro, en la práctica la distinción podía resultar, en ocasiones, artificial y forzada. A pesar de lo que sugiere el caso del norte de Francia, yo voy a insistir en mi estrategia de presentar y analizar por separado a los señoríos dominical y jurisdiccional. ¿Por qué? Primero, porque acabamos de ver que analíticamente resulta posible marcar una diferencia; de hecho, la distinción se hacía ya en la Edad Moderna. Y en segundo lugar, por razones didácticas, porque resulta más sencillo aprehender en términos conceptuales el señorío si presentamos ambos componentes por separado que si los analizamos simultáneamente. Ésta va a ser, entonces, la lógica de las próximas clases. Voy a presentar primero, en abstracto, el señorío dominical, y luego haré lo propio con el señorío jurisdiccional. Después, calculo que para la tercera semana de clases, voy a reunificar finalmente las partes, voy a reconstruir el señorío pleno para así trazar su evolución durante el período moderno, para analizar los cambios que experimenta entre la crisis del XIV y las revoluciones liberales. 12

**** Así que ahora comienzo ya, sin más, a analizar el señorío dominical, el tipo de dominio que en las fuentes españolas de la época recibía el nombre de “señorío solariego”, y que las fuentes francesas caracterizaban como “seigneurie foncière”, señorío territorial. Presentar el señorío dominical implica hablar sobre la propiedad del suelo, sobre los regímenes de propiedad de la tierra en la Edad Moderna. Éste es el problema que nos va a ocupar durante el resto de la clase de hoy. Todo gran señorío dominical, todo gran complejo dominical en la Edad Moderna estaba conformado por dos secciones claramente identificables: la reserva y las tenencias campesinas dependientes. La reserva eran las tierras bajo control directo del señor, y por lo tanto, las únicas dentro del señorío las cuales podría considerarse propietario en el sentido moderno del término. Las tenencias campesinas dependientes o tenencias campesinas a censo eran, por el contrario, tierras que se consideran cedidas por un señor a un conjunto de pequeños productores directos contra el pago perpetuo de cargas. En Francia, el conjunto de tenencias campesinas dependientes recibía el nombre de censive. Resumo: todo complejo dominical en el feudalismo tardío constaba de un censive y de una reserva señorial. Empiezo por el censive, que es conceptualmente hablando bastante más complejo que la reserva. ¿Cuál era el mecanismo a partir del cual accedía al usufructo del suelo la abrumadora mayoría del campesinado de subsistencia en Europa occidental entre el siglo XIII y el siglo XVIII? Esta pregunta admite una única respuesta: ese mecanismo era la enfiteusis feudal. Subrayo el adjetivo: feudal. Esta enfiteusis no tiene nada que ver con la que seguramente ustedes estudian cuando cursan Historia Argentina I, la enfiteusis que algunos grupos liberales decimonónicos –el partido rivadaviano en la Provincia de Buenos Aires, por ejemplo– intentaron utilizar como mecanismo de colonización de las tierras fiscales. Aquella enfiteusis rioplatense no comportaba dominio dividido ni generaba lazo de vasallaje alguno, dos de los timbres distintivos de la enfiteusis feudal que nos interesa a nosotros. La enfiteusis aparece ya en la legislación romana, como una suerte de tercer derecho, de ius tertium, entre el dominium y la locatio, como una suerte de tercera opción entre los dos dispositivos específicos para acceder al usufructo del suelo diseñados por los juristas latinos. Ahora bien, para entender la especificidad de la enfiteusis tenemos que repasar lo que significan el dominio y la locatio, que son conceptos más familiares. “Dominio” es el nombre técnico con el cual el derecho civil denomina lo que nosotros, desde nuestro sentido común cotidiano, calificamos como propiedad privada absoluta, propiedad privada plena sobre los bienes materiales. De hecho, dominio 13

es el término que utiliza el Código Civil de Vélez Sarfield de 1869 para definir la propiedad. Según Vélez, cito: “El dominio es el derecho real en virtud del cual una cosa se encuentra sometida a la voluntad y acción de una persona”. El dominio, es decir la propiedad privada absoluta, implica, por lo tanto, el pleno derecho de usufructo, el pleno derecho de disfrute de la cosa, del objeto poseído. Pero también implica una serie de derechos satélites, que son los que terminan de configurar la institución. En primer lugar, el dominio implica la plena libertad de enajenación del objeto poseído, la libertad absoluta para venderlo, arrendarlo, donarlo, trocarlo o prendarlo. En segundo lugar, el dominio supone el derecho de libre transmisión de la cosa a los herederos. Y en tercer lugar, el dominio implica el derecho de destrucción de la cosa, del bien del cual soy propietario. ¿Qué es la locatio, por el contrario? Se trata del término técnico que nosotros, desde nuestro sentido común cotidiano, utilizamos para denominar el alquiler o arrendamiento de bienes muebles o inmuebles. La locatio es la cesión temporaria del derecho de goce, del derecho de usufructo de un bien, a un tercero, por medio de un contrato que tiene que tener algunas características específicas: tiene que ser consensuado, oneroso, bilateral, y lo que es más importante, de duración limitada. Esta última condición es la que establece la diferencia entre el dominium y la locatio: para el derecho civil clásico la locatio no suponía presunción alguna de propiedad en beneficio del locatario y en perjuicio del locador, en beneficio del arrendatario y en perjuicio del arrendador. La enfiteusis siempre fue una categoría exótica al derecho romano, exotismo denunciado por el origen mismo de la palabra. No se trata, en efecto, de un término latino sino griego, εμφυτεύσης, que de manera aproximada podría traducirse como “implantación”. La enfiteusis es una institución que los juristas latinos reconocieron pero con la que nunca se sintieron cómodos. ¿Por qué? Porque sugería algo que para la mayoría de los juristas romanos resultaba del orden de lo impensable. Lo que la enfiteusis implicaba era la partición del dominio, la división o quiebre de la propiedad privada absoluta en dos dominios: un dominio directo y un dominio útil. La enfiteusis era, por lo tanto, una fenomenal ficción jurídica, un ejemplo más de la capacidad casi ilimitada que tiene el discurso jurídico para inventar realidad, para crear realidad. Lo que la enfiteusis pretendía era instalar la sensación de que un bien (en el caso que nos interesa a nosotros, una tenencia, una porción de suelo) podía llegar a tener dos dueños al mismo tiempo, aunque con diferentes derechos sobre la cosa. ¿Cómo surgía una tenencia campesina bajo régimen enfitéutico en la Europa bajo-medieval o temprano-moderna? Surgía cuando el propietario de una porción de suelo usufructuada hasta entonces bajo régimen de dominio pleno e indiviso, decidía voluntariamente ceder a perpetuidad 14

(como dicen las fuentes españolas del siglo XV, “por siempre jamás”) uno de los dominios creados por la enfiteusis, el dominio útil, es decir el derecho de uso de dicha tierra, a un tercero, por lo general un campesino, un pequeño productor directo, un tenente, a quien ya podemos comenzar a denominar enfiteuta, pero reservándose para sí el otro de los dominios generados por la enfiteusis, el directo, que le garantizaba el derecho a percibir, también a perpetuidad, también por siempre jamás, una serie de cargas anuales que de allí en más recaerían sobre esa tierra como contrapartida por la cesión permanente del derecho de uso. Por ello en la Edad Moderna estas cargas anuales perpetuas eran descriptas como derechos debidos a un señor por aquellos cuyas tierras se consideran cedidas por él. Es muy importante que ustedes puedan diferenciar esta cesión de tierras bajo régimen enfitéutico en el marco de un señorío feudal, de una simple operación de compra-venta, de una cesión gratuita, y de la entrega de un don en el sentido antropológico del término. No se trata de una operación inmobiliaria, porque en ningún caso el enfiteuta, el beneficiado con la cesión de tierra, asume la obligación de producir en forma mediata o inmediata una erogación equivalente al valor de la tierra que está recibiendo. Tampoco se trata de un regalo, porque a partir de la primera cosecha el enfiteuta debía empezar a pagar las cargas anuales perpetuas si deseaba seguir disfrutando del usufructo de dicho suelo. Y tampoco podría entenderse como la entrega de un don, tal como Marcel Mauss definía dicho concepto, porque el enfiteuta en ningún caso asumía la obligación moral de devolver en un tiempo indefinido más o menos cercano un contradón de valor equivalente, o aún mejor, de valor superior al don inicialmente recibido. No se trata de ninguna de estas operaciones. No tiene sentido que nos esforcemos: la enfiteusis feudal era una institución por derecho propio, idiosincrásica, irreductible a cualquiera de los moldes que hoy pueden resultarnos familiares. No tenemos que perder de vista que, para el caso de la Edad Moderna, estamos aludiendo a una enfiteusis practicada en el marco del sistema feudal. No se trata de un dato menor. En el marco de un señorío feudal, toda cesión de tierras, sobre todo si quien cedía dicha porción de suelo era el mismísimo señor local, siempre iba a implicar mucho más que una simple operación inmobiliaria. Dado que quien estaba cediendo dichas tierras era un señor feudal, es decir, un sujeto al que no sólo calificamos como terrateniente sino como detentador privado de parcelas de poder público, dicho traspaso implicaba mucho más que una operación de compra-venta, pues de inmediato daba inicio a una relación de vasallaje. La enfiteusis feudal generaba un lazo de dependencia personal, una relación de dependencia política, extraeconómica, perfectamente comparable con el vínculo feudovasallático intranobiliario. La tenencia enfitéutica que un pequeño campesino recibía de manos de un señor feudal equivalía al feudo territorial que un noble de mayor jerarquía cedía a un noble de 15

menor jerarquía. Ambos, el enfiteuta y el feudatario, se convertían a partir de entonces en vasallos de dicho señor; sólo que uno, el feudatario, sería considerado de allí en más un vasallo noble, mientras que el enfiteuta sería caracterizado como un vasallo plebeyo. Es por ello que en la Edad Moderna ambos tipos de vasallaje exigían reconocimientos diferentes. Un enfiteuta campesino se reconocía vasallo de su señor pagando todos los años las cargas perpetuas. En cambio, un feudatario noble, exento del pago de cargas por su condición, reconocía el señorío de su superior feudal por medio de gestos y rituales simbólicos, prestando fe, obediencia y homenaje . Lo que debe quedar claro es que la enfiteusis feudal daba inicio a una forma elemental de vasallaje, pero vasallaje al fin. No se trata de un dato menor, porque nos ayuda a distinguir la enfiteusis feudal del simple arrendamiento convencional, pues este último en ningún caso generaba una relación de vasallaje, una relación de dependencia personal, mientras que la enfiteusis feudal, sí. Llegamos a un momento clave de la exposición. Quiero subrayar ahora lo siguiente: en el marco de la enfiteusis feudal, el dominio útil, el derecho de uso de la tierra, era una propiedad. Por ello el enfiteuta podía libremente transferir a sus herederos los dominios útiles que poseía. El titular de un domino útil podía enajenarlo libremente, venderlo, arrendarlo, hipotecarlo, permutarlo, y todo ello sin necesidad de pedir autorización previa al dueño del dominio directo del suelo, es decir, al señor feudal. Por supuesto que quien compraba una tenencia enfitéutica en la Edad Moderna sabía lo que estaba adquiriendo: no estaba comprando una propiedad bajo dominio indiviso sino un derecho de uso perpetuo contra el pago perpetuo de cargas. Pero más allá de este condicionamiento, dicho derecho de uso funcionaba como una propiedad. Por ello, la contraposición que a veces suele hacerse entre “posesión” y “propiedad” para intentar explicar este tipo de régimen de acceso al suelo, tan universal en la Edad Moderna y en la Baja Edad Media, resulta lisa y llanamente equivocada, porque en el contexto de la enfiteusis feudal posesión y propiedad no se oponen, se identifican. La posesión, el derecho de usufructo del suelo, era una propiedad en el marco de la enfiteusis feudal. Ahora bien, ¿cuán segura era esta forma de propiedad campesina bajo el feudalismo tardío? Se trataba de una propiedad particularmente estable. Lo era ya en la Baja Edad Media y lo es cada vez más durante la Edad Moderna. Para el siglo XVIII cabe decir que la tenencia enfitéutica en gran parte de Occidente suponía una forma de propiedad muy sólida y firme. ¿Por qué digo ésto? Por lo siguiente: porque el dueño de los dominios directos de las tenencias enfitéuticas, es decir el señor feudal local, no podía recuperar los dominios útiles alguna vez enajenados (por él o quizás por alguno de sus antepasados), a menos de que el enfiteuta, el propietario del dominio útil, interrumpiera el pago de las cargas perpetuas por un tiempo prolongado, que en la Edad Moderna se 16

fijaba convencionalmente en tres años. Si el pago de las cargas no se interrumpía nunca, el dueño del dominio directo, el señor feudal, no tenía manera de recuperar el dominio útil alguna vez entregado, no tenía manera de reunificar el dominio en beneficio propio y reincorporar dicha parcela a su reserva señorial. En pocas palabras, no tenía manera de expulsar al campesino de dicha porción de suelo, no tenía manera de expropiar la tenencia. En muchas regiones de Europa occidental, España y Francia por ejemplo, tampoco alcanzaba con que el enfiteuta interrumpiera por más de tres años el pago de las rentas. Si los señores querían recuperar los dominios útiles debían accionar ante la justicia, tenían que litigar. Porque si no lo hacían (y muchas veces no lo hacían porque el rendimiento anual de muchas de aquellas parcelas campesinas podía resultar ínfimo), tácitamente estaban reconociendo que en el caso de aquellas tenencias la relación enfitéutica había concluido, tácitamente estaban aceptando que el dominio de dichas fincas se había reconstituido pero ahora en beneficio del pequeño productor directo, que se convertía así en propietario pleno del suelo que explotaba. Esta manera desprolija pero muy eficaz de supresión de la enfiteusis feudal fue la que permitió el retroceso masivo de la institución en la Cataluña del siglo XIX, tal como se desprende del estudio realizado por Rosa Congost. ¿Qué descubre esta historiadora española? Durante el siglo XIX, los sucesivos regímenes liberales españoles aprobaron una serie de leyes de desamortización que pretendían transformar a los campesinos enfiteutas en plenos propietarios del suelo, mediante el simple expediente de pagar una compensación económica a sus antiguos señores. Ahora bien, lo que sorprende a los legisladores es que la enorme mayoría de los campesinos catalanes no se acogían a dichas leyes pensadas supuestamente para beneficiarlos. ¿Por qué? Porque desde los tiempos de las guerras de comienzos del siglo XIX, muchos enfiteutas catalanes habían dejado de pagar los tributos anuales, y sus antiguos señores no habían reaccionado de manera alguna. ¿Qué sentido tenía, pues, para un pequeño productor catalán, acogerse a una de aquellas leyes antiseñoriales y pagar una suculenta indemnización a los antiguos propietarios directos del suelo, para convertirse en lo que de facto ya eran desde hacía muchas décadas, en propietarios plenos del suelo que cultivaban?. A esta altura de la clase, si nos preguntamos cuál de los dominios creados por la enfiteusis feudal, el útil o el directo, puede equipararse a nuestra moderna noción de propiedad plena y absoluta, creo que ya no existe duda al respecto: se trata del dominio útil. No se trata de una interpretación mía. Los propios contemporáneos del fenómeno lo tenían muy claro. Voy a dar un solo ejemplo al respecto, relacionado con el Catastro del Marqués de Ensenada, realizado entre 1750 y 1756 en la 17

España ilustrada. El marqués de Ensenada era uno de aquellos ministros iluministas que tenían los Borbones españoles durante el siglo XVIII, en este caso, el rey Fernando VI, hermano y antecesor de Carlos III. El marqués de Ensenada, como buen exponente de la Ilustración vernácula, pretendía revolucionar el sistema fiscal ibérico, mediante la creación de un impuesto territorial universal que deberían pagar todos los propietarios de la tierra en la Península, incluidos los nobles hasta entonces exentos. Pues bien, para poder llevar a la práctica dicha imposición, el marqués necesita saber con precisión quiénes eran los dueños de la tierra en España, y es por ello que ordenó la confección del mencionado catastro. Ahora bien, cuando los agentes de la monarquía borbónica llegaban a las regiones rurales en las que imperaba el régimen enfitéutico ¿a quiénes anotaban en sus planillas como dueños de la tierra? No se trataba de una decisión neutral, porque aquél a quien anotaran como propietario del suelo sería quien debería pagar el nuevo impuesto inmobiliario en caso de que finalmente se creara. Pues bien, los agentes del ministro no tenían ninguna duda: cuando llegaban a una región en la que dominaban las tenencias enfitéuticas, al que consideraban dueño de la tierra –y consecuentemente pagador del futuro impuesto– era al enfiteuta, al propietario de los dominios útiles, nunca al señor feudal, al propietario de los dominios directos. En el caso de dichas tierras bajo dominio dividido, ¿en condición de qué registraban a los señores feudales? Pues no como propietarios de la tierra sino como propietario de rentas perpetuas que gravaban la tierra. Los agentes del estado borbónico sólo consideraban a los señores dueños de las tierras de sus reservas, es decir, de la porción de suelo no enajenada de cada complejo dominical. En el caso de que el impuesto se creara, los titulares de los señoríos deberían pagar el tributo en función de sus reservas señoriales, y los campesinos en función de los dominios útiles de los cuales eran propietarios. ¿Cuándo surge históricamente en Occidente este extraño régimen de propiedad de la tierra?¿Cuándo nace, surge y se consolida en Europa la enfiteusis feudal? Para que triunfara la enfiteusis y se universalizara lo que hacía falta indefectiblemente era la supresión de la servidumbre, o cuanto menos su atenuación. ¿Por qué? Porque la servidumbre bajo régimen de mano muerta suponía mucho más que la limitación a la libertad ambulatoria del pequeño productor directo. Por supuesto que el siervo estaba atado a la gleba, y que tenía su libertad física condicionada. Pero ésa no era la única mácula de la condición servil; ni siquiera era la limitación que más padecían los siervos. Había por lo menos otras tres limitaciones adicionales. Un siervo bajo régimen de mano muerta no podía ser sujeto de derecho, no podía firmar contratos; entonces, técnicamente jamás podía ser considerado propietario pleno de nada, de ningún bien mueble o inmueble. En segundo lugar, los siervos estaban sujetos a la fijación arbitraria de las cargas por parte de sus señores; los señores de siervos podían aumentar las cargas, crear nuevos tributos, fusionar dos cargas existentes, restaurar antiguas rentas olvidadas, y todo ello sin ningún tipo de limitación. En tercer lugar, los siervos 18

carecían de plena libertad nupcial: no podían contraer matrimonio sin la autorización previa de sus señores. Está claro, entonces, por qué la enfiteusis feudal resultaba totalmente incompatible con esta forma de dependencia personal tan extrema: porque la enfiteusis implicaba propiedad del derecho de uso de la tierra, y los siervos no podían ser propietarios de nada, ni de dominios útiles ni de ningún otro bien. ¿Cuándo y por qué comienza a retroceder la servidumbre en Occidente? Voy a tomar de nuevo el ejemplo francés, que es el que resulta más claro. En el caso francés, y el fenómeno se repite en otras regiones de Occidente, el retroceso de la servidumbre fue consecuencia directa del proceso de colonización interna del continente. Ya desde mediados del siglo XI los señores laicos y eclesiásticos comenzaron a impulsar emprendimientos colonizadores en Europa. Para ello necesitaban colonos dispuestos a abandonar la seguridad y tranquilidad de sus terruños de origen, para probar suerte y enfrentar los peligros que siempre implicaban las áreas de nuevo poblamiento. Para conseguir estos candidatos los señores tenían una única opción: debían reducir las condiciones de dependencia personal y económica, reducir la tasa de explotación en los nuevos asentamientos. ¿Cuál fue la consecuencia inmediata de esta decisión? Pues que la creciente desigualdad en las condiciones de dependencia personal amenazó con producir un trasvase masivo de población de los asentamientos primarios a las áreas de nueva colonización, dado que las condiciones de sometimiento eran mucho más leves en estas últimas que en las primeras. Para bloquear esta migración que hubiera desequilibrado por completo el funcionamiento del sistema, los señores feudales franceses comenzaron a conceder a sus comunidades de siervos cartas de franquicia, es decir, cartas de manumisión colectivas. Detrás de la firma de estos documentos existía también una motivación de índole económica: los señores feudales vendían las cartas de franquicia; los siervos fueron, pues, obligados a comprar su libertad. En el norte de Francia, la más antigua de las cartas de franquicia conocida fue la que en 1129 recibieron las comunidades de siervos viticultores que habitaban en torno a la ciudad de Laón, en la Picardía francesa. Pero la edad de oro de estas cartas de manumisión son los treinta años que se extienden entre 1245 y 1275. Terminado dicho plazo, cabe decir que en el norte de Francia la servidumbre prácticamente ya no existe (en el sur del reino nunca había sido demasiado importante); a partir de entonces quedó limitada a algunos pocos bolsones localizados en provincias marginales y fronterizas, como el caso de Borgoña, donde una servidumbre muy debilitada continuó en vigencia incluso hasta muy entrado el siglo XVIII. Ahora bien, cuando una comunidad de siervos recibía de manos de su señor una carta de franquicia, 19

¿qué ventajas obtenía? Pues la libertad plena en todo sentido: la libertad ambulatoria, el libre derecho a disponer de sus bienes muebles e inmuebles, el fin de la potestad arbitraria de los señores para la fijación de las cargas, y la libertad nupcial. En otras palabras, por el solo hecho de firmarse uno de estos documentos, ipso facto, los campesinos, ahora ex siervos, se convertían en propietarios plenos del derecho de usufructo de las tierras que explotaban. Fueron los juristas del sur de Francia, los letrados del Mediodía francés, los que buscando una palabra para nominar esta nueva forma de tenencia campesina más libre y más flexible que estaba surgiendo un poco por todas partes, se toparon con una institución completamente olvidada, con la enfiteusis clásica. Comparando ambas realidades, hallaron enormes semejanzas entre aquel exótico mecanismo recogido por los juristas latinos y esta nueva forma de tenencia campesina post-servil que estaba naciendo por entonces en el reino. Y fue así que decidieron bautizarla con dicho rótulo. He aquí un típico caso en el que el proceso de cambio es claramente anterior al discurso que lo recubre para otorgarle sentido. Otra cuestión que me parece interesante en relación con las cartas de franquicia. Cuando se negociaban estos documentos, los campesinos aceptaban por lo general pagar de allí en más cargas anuales más elevadas, aceptaban una detracción anual mayor, con tal de que sus señores a su vez aceptaran renunciar para siempre a la potestad de fijación arbitraria de las cargas. Por eso bajo el régimen enfitéutico las cargas perpetuas tienen carácter fijo. Cabe preguntarse si la generalización de las cartas de franquicia y el retroceso dramático de la servidumbre redujeron drásticamente los ingresos señoriales y debilitaron al fisco señorial en Occidente. En rigor de verdad, sucedió todo lo contrario. Tanto en el corto como en el largo plazo, ambos fenómenos fortalecieron los ingresos feudales. En el corto plazo, porque las cartas de franquicia se vendían, por lo que su universalización implicó un masivo flujo de metálico del sector campesino de la economía rural al sector dominical. Pero también en el mediano y en el largo plazo las manumisiones y el fin de la servidumbre consolidaron al fisco señorial, y muy en particular a los ingresos derivados del complejo dominical. ¿Por qué? Porque las cartas de franquicia incorporaron dicho fisco a la costumbre escrita, y en estas sociedades tradicionales toda práctica social que pasa a formar parte del derecho consuetudinario local se legitima y se fortalece. Se trata del tipo de legitimación y consolidación que lograron los derechos feudales derivados del componente dominical, y que nunca consiguieron los tributos feudales derivados del componente jurisdiccional, de los cuales todavía no hemos hablado. Es por éso que estos últimos llegaron mucho más debilitados a la Revolución Francesa, por ejemplo, que lo que lo hicieron las cargas de las cuales 20

estamos tratando en la clase de hoy. ¿Cuáles eran estas cargas? He mencionado hasta el cansancio la existencia de cargas perpetuas derivadas del régimen enfitéutico, y todavía no he dicho cuáles eran. Por de pronto, ustedes ya conocen una de las características distintivas de esta clase de tributos: tenían carácter fijo. No podían ser unilateralmente modificadas por el señor feudal. He aquí un motivo más para considerar una propiedad relativamente estable y sólida a la tenencia campesina enfitéutica. Si las cargas no fueran fijas y los señores tuvieran derecho de modificarlas ad libitum, podrían emplearlas fácilmente con fines expropiatorios. Y ello es algo que los titulares de los dominios feudales no pueden hacer en Occidente durante la Edad Moderna. Solamente en algunas regiones de Inglaterra, ni siquiera en todas, los titulares de los complejos dominicales tenían capacidad de alterar los derechos enfitéuticos –de hecho, éste es uno de los fundamentos de la tesis Brenner. Tres son las cargas perpetuas que los enfiteutas tienen que pagar en la Edad Moderna como contrapartida por la cesión permanente del derecho de uso. En primer lugar, los censos enfitéuticos. Es la parte de los tributos señoriales que las cartas de franquicia fijaron en moneda metálica. Por estar fijados en dinero rápidamente perdieron valor económico, capacidad para funcionar como un mecanismo capaz de extraer un volumen importante de excedente campesino. Los censos eran muy vulnerables a las inflaciones seculares de largo aliento. La Europa pre-industrial del segundo milenio asistió a tres periodos prolongados de aumento sostenido de precios: el siglo XIII, el largo siglo XVI y el siglo XVIII. Ello quiere decir que, un censo enfitéutico en dinero fijado por una carta de franquicia c. 1190, para 1620 seguramente no implicaba más que unas pocas monedas sin valor económico real. Lo curioso, sin embargo, es que estos censos enfitéuticos en dinero transformados en cargas simbólicas continuaron siendo exigidos por gran parte de los señores feudales europeos hasta el mismo fin del Antiguo Régimen. ¿Cómo se entiende este fenómeno? ¿Por qué los grandes señores feudales continuaran demandando el pago de censos dinerarios que ya no tenían ningún valor económico real, que resultaban, de hecho, ridículos? La explicación escapa a la economía política. Nos obliga a pensar en términos antropológicos. Precisamente por el hecho de haberse vaciado de toda dimensión económica, los censos pudieron pasar a vehiculizar otra cosa. Es por ello que durante la Edad Moderna estos pagos en dinero se transformaron en el tributo recognitivo de señorío por antonomasia. Pagando aquellos montos ínfimos todos los años, los enfiteutas se reconocían vasallos de su señor. Tácitamente reconocían así que las tenencias que explotaban no eran tierras bajo dominio pleno, sino bajo dominio dividido. En segundo lugar, los propietarios de dominios útiles debían pagar todos los años las rentas 21

enfitéuticas. Éstas eran la parte de los tributos señoriales que las cartas de franquicia habían fijado en especie. Estos derechos señoriales conservaron durante todo el período moderno capacidad para funcionar como un efectivo mecanismo de extracción de excedente rural, como un mecanismo eficaz para apoderarse de un volumen importante del excedente agrario localmente producido. ¿Por qué? Porque las rentas eran un porcentaje fijo sobre la cosecha bruta anual. Y consecuentemente resultaban invulnerables a las inflaciones de larga duración. No perdían nunca valor económico; no padecieron las super-devaluaciones que pulverizaron los censos en dinero. Por ello mismo estas rentas en especie fueron las más pesadas de las cargas derivadas del componente dominical del señorío feudal, los más onerosos de los tributos legitimados a partir de la propiedad de la tierra. En el norte de Francia la más famosa de estas rentas enfitéuticas recibía el nombre de champart. El champart equivalía a la onceava parte de la cosecha bruta anual (un 9 %). Puede parecernos un monte reducido, pero recordemos que no recaía sobre granjeros capitalistas sino sobre un campesinado de subsistencia, que se vía obligado a entregar a su señor uno de cada diez toneles de cereal que cosechaba cada año. A ello habría que sumarle, como veremos la semana que viene, las cargas señoriales derivadas del señorío jurisdiccional, los impuestos exigidos por la monarquía y el diezmo eclesiástico, por lo que la situación no resultaba nada envidiable para los pequeños productores en el mundo moderno. Había provincias francesas más feudalizadas aún, más arcaicas, como Bretaña, sobre el Atlántico, donde estas rentas, que no se llamaban champart sino fouage, alcanzaban hasta el 20 % de la cosecha bruta anual. No es sorprendente, entonces, que durante el siglo XVII, la edad de oro de las revueltas campesinas en Francia, el único levantamiento que no se dirigió contra el fisco del rey sino contra los propios señores feudales locales, fue la rebelión de los Torreben, que estalla en 1675 en la provincia de Bretaña. El campesino sublevado no era estúpido. La jacqueríe rural tenía su lógica. El pequeño productor directo conoce a su enemigo y contra él avanzaba. Aquello de “la furia ciega del campesino” no es sino un mito. Nos queda la tercera de las cargas perpetuas: las tasas de mutación. Este tributo era otra de las características distintivas del régimen enfitéutico, y un eficaz recordatorio de que el dominio estaba dividido. Se trata de un tributo aleatorio, esporádico, no se paga todos los años, pero que no ello deja de ser pesado. Las tasas de mutación se aplicaban cada vez que las parcelas enfitéuticas cambiaban de manos, es decir, en el contexto de las transmisiones hereditarias y de las operaciones de compra-venta. En el caso de las transmisiones hereditarias, quien pagaba la tasa era el heredero; en el caso de las operaciones inmobiliarias, corría por cuenta del comprador. Aunque podían adquirir diferentes formas –el Antiguo Régimen era el reino de la excepción– un poco por todas partes en Occidente, la tasa de mutación en el caso de las operaciones inmobiliarias era un porcentaje fijo sobre el precio de venta de la tenencia, mientras que en el caso de las transferencias 22

hereditarias solía ser un pago fijo en especie. En Francia, en el caso de las compra-ventas, un porcentaje consuetudinario era el de la treceava parte del precio de venta de la parcela, es decir un 8 %. En regiones periféricas, el tributo podía llegar a duplicarse. En el condado de Namur, por caso, en lo que hoy es Bélgica, en la Baja Edad Media alcanzaba el 16 %. Esta tasa de mutación recibía diferentes nombres según la región. En España se conocía con el nombre de laudemio. En Inglaterra tenía un nombre curiosísimo, entry fine, algo así como penalidad o multa de ingreso. La más famosa de las entry fines inglesas eran los heriots. En Francia simplemente se llamaban lods et vents, laudemios y ventas. Bueno, hemos terminado por hoy. Logramos presentar en tiempo y forme el censive, una de las dos secciones que conformaba todo complejo dominical. Nos vemos el jueves que viene. Desgrabado por Adrián Viale

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