La sociedad abierta y sus enemigos

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La sociedad abierta y sus enemigos (A la memoria de Carlos Rangel)

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MARIO VARGAS LLOSA

La sociedad abierta y sus enemigos

Después de la muerte de Jean-Paul Sartre y de Raymond Aron, Jean-François Revel ha pasado a ejercer en Francia ese liderazgo intelectual, doblado de magistratura moral, que es la institución típicamente francesa del mandarinato. Conociendo su escaso apetito publicitario y su recelo ante cualquier forma de superchería, me imagino lo incómodo que debe sentirse en semejante trance. Pero ya no tiene manera de evitarlo: sus ideas y sus pronósticos, sus tomas de posición y sus críticas han ido haciendo de él un maître à penser que fija los temas y los términos del debate político y cultural, en torno a quien, por aproximación o rechazo, se definen ideológica y éticamente los contemporáneos. Sin el mandarín, la vida intelectual francesa nos parecería deshuesada e informe, un caos esperando la cristalización.Cada libro nuevo de Revel provoca polémicas que trascienden el mundo de los especialistas, porque sus ensayos muerden carne en asuntos de ardiente actualidad y contienen siempre severas impugnaciones contra los tótems entronizados por las modas y los prejuicios reinantes. El que acaba de publicar -La connaissance inutile(Grasset. París, 1988)- será materia, sin duda, de diatribas y controversias por lo despiadado de su análisis y, sobre todo, por lo maltratados que salen de sus páginas algunos intocables de la cultura occidental contemporánea. Pero esperemos que, por encima de la chismografía y lo anecdótico, La connaissance inutile sea leída y asimilada, pues se trata de uno de esos libros que, por la profundidad de su reflexión, su valentía moral y lo ambicioso de su empeño, constituyen -como lo fueron, en su momento, 1984, de Orwell, uOscuridad al mediodía, de Koestler- el revulsivo de una época. La tesis que La connaissance inutile desarrolla es la siguiente: no es la verdad, sino la mentira, la fuerza que mueve a la sociedad de nuestro tiempo. Es decir, a una sociedad que cuenta, más que ninguna otra en el largo camino recorrido por la civilización, con una información riquísima sobre los conocimientos alcanzados por la ciencia y la técnica que podrían garantizar, en todas las manifestaciones de la vida social, decisiones racionales y exitosas. Sin embargo, no es así. El prodigioso desarrollo del conocimiento, y de la información que lo pone al alcance de aquellos que quieren darse el trabajo de aprovecharla, no ha impedido que quienes organizan la vida de los demás y orientan la marcha de la sociedad sigan cometiendo los mismos errores y provocando las mismas catástrofes, porque sus decisiones continúan siendo dictadas por el prejuicio, la pasión o el instinto antes que por la razón, como en los tiempos que (con una buena dosis de cinismo) nos atrevemos todavía a llamar bárbaros. El alegato de Revel va dirigido, sobre todo, contra los intelectuales de las sociedades desarrolladas del Occidente liberal, las que han alcanzado los niveles de vida más elevados y las que garantizan mayores dosis de libertad, cultura y esparcimiento para sus ciudadanos de los que haya logrado jamás civilización alguna. Los peores y acaso más nocivos adversarios de la sociedad liberal no son, según Revel, sus adversarios del exterior -los regímenes totalitarios del Este y las satrapías progresistas del Tercer Mundo-, sino ese vasto conglomerado de objetores internos que constituyen la intelligentsia de los países libres y cuya motivación preponderante parecería ser el odio a la libertad tal como ésta se entiende y practica en las sociedades democráticas. El aporte de Gramsci al marxismo consistió, sobre todo, en conferir a laintelligentsia una función histórica y social que en los textos de Marx y de Lenin era monopolio de la clase obrera. Esta función ha sido hasta ahora letra muerta en las sociedades marxistas, donde la clase intelectual -como la obrera, por lo demás- es mero instrumento de laelite o nomenclatura política que ha expropiado todo el podler en provecho propio.

Leyendo el ensayo de Revel, uno llega a pensar que la tesis gramsciana sobre el papel del intelectual progresista como modelador y orientador de la cultura sólo alcanza una confirmación siniestra en las sociedades que Karl Popper ha llamado abiertas. Digosiniestra porque la consecuencia de ello, para Revel, es que las sociedades libres han perdido la batalla ideológica ante el mundo totalitario y podrían, en un futuro no demasiado remoto, perder también la otra, la que las privaría de su más preciado logro: la libertad. Si formulada así, en apretada síntesis, la tesis de Revel parece excesiva, cuando el lector se sumerge en las aguas hirvientes de su ensayo -un libro donde el brío de la prosa, lo acerado de la inteligencia, la encielopédica documentación y los chispazos de humor sarcástico se conjugan para hacer de la lectura una experiencia hipnótica- y se enfrenta a las demostraciones concretas en que se apoya, no puede dejar de sentir un estremecimiento. ¿Son éstos los grandes exponentes del arte, de la ciencia, de la religión, del periodismo, de la enseñanza del mundo llamado libre? Revel muestra cómo el afán de desacreditar y perjudicar a los Gobiernos propios -sobre todo si éstos, como es el caso de los de Reagan, la señora Thatcher, Kohl o Chirac, son de derecha- lleva a los grandes medios de comunicación occidentales -diarios, radio y canales de televisión- a manipular la información, hasta llegar a veces a legitimar, gracias al prestigio de que gozan, flagrantes mentiras políticas. La desinformación es particularmente sistemática en lo que concierne a los países del Tercer Mundo catalogados como progresistas, cuya miseria endémica, oscurantismo político, caos institucional y brutalidad represiva son atribuidos, por una cuestión de principio -acto de fe anterior e impermeable al conocimiento objetivo-, a pérfidas maquinaciones de las potencias occidentales o a quienes, en el seno de esos países, defienden el modelo democrático y luchan contra el colectivismo, los partidos únicos y el control de la economía y la información por el Estado. Los ejemplos de Revel resultan escalofriantes porque los medios de comunicación con los que ilustra su alegato son los más libres y los técnicamente mejor hechos del mundo: The New York Times, Le Monde, Te Guardian, EL PAÍS, Die Spiegel, etcétera, y cadenas como la CBS norteamericana o la televisión francesa. Si en estos órganos, que disponen de los medios materiales y profesionales más fecundos para verificar la verdad y hacerla conocer, ésta es a menudo ocultada o distorsionada en razón del parti pris ideológico, ¿qué se puede esperar de los medios de comunicación abiertamente alineados -los de los países con censura, por ejemplo- o los que disponen de condiciones materiales e intelectuales de trabajo mucho más precarias? Quienes vivimos en países subdesarrollados sabemos muy bien qué se puede esperar: que, en la práctica, las fronteras entre la información y la ficción -entre la verdad y la mentira- se evaporen constantemente en nuestros medios de comunicación de modo que sea imposible conocer con objetividad lo que ocurre a nuestro alrededor. Las páginas más alarmantes del libro de Revel muestran cómo la pasión ideológica progresista puede llevar, en el campo científico, a falsear la verdad con la misma carencia de escrúpulos que en el periodismo. La manera en que, en un momento dado, fue desnaturalizada, por ejemplo, la verdad sobre el SIDA, con la diligente colaboración de eminentes científicos norteamericanos y europeos a fin de enlodar al Pentágono -en una genial operación publicitaria que, a la postre, se revelaría programada por el KGB-, muestra que no hay literalmente reducto del conocimiento -ni siquiera las ciencias exactas- donde no pueda llegar la ideología con su poder distorsionador a entronizar mentiras útiles para la causa. Para Revel no hay duda alguna: si la sociedad liberal, aquella que ha ganado en los hechos la batalla de la civilización, creando las formas más humanas -o las menos inhumanas- de existencia en toda la historia, se desmorona y el puñado de países que han hecho suyos los valores de libertad, de racionalídad, de tolerancia y de legalidad vuelven a confundirse en el piélago de despotismo político, pobreza material, brutalidad, oscurantismo y prepotencia -que fue siempre, y sigue siendo, la suerte de la mayor parte de la huimanidad-, la responsabilídad primera la tendrá ella misma, por haber cedido -sus vanguardias culturales y políticas, sobre todo- al canto de la sirena totalitaria y por haber aceptado este suicidio los ciudadanos libres, sin reaccionar. No todas las imposturas que La connaissance inutite denuncia son políticas. Algunas afectan la propia actividad cultural, degenerándola íntimamente. ¿No hemos tenido muchos lectores no especializados, en estas últimas décadas, leyendo -tratando de- a ciertas supuestas eminencias intelectuales de la hora, como

Lacan, Althusser, Teilhard de Chardin o Jacques Derrida la sospecha de un fraude, es decir, de unas laboriosas retóricas cuyo hermetismo ocultaba la banalidad y el vacío? Hay disciplinas -la lingüística, la filosofía, la crítica literaria y, artística, por ejemplo- que parecen particularmente dotadas para propiciar el embauque que muda mágicamente la cháchara pretenciosa de ciertos arribistas en ciencia humana de moda. Para salir al encuentro de este género de engaños hace falta no sólo el coraje de atreverse a nadar contra la corriente; también, la solvencia de una cultura que abrace muchas ramas del saber. La genuina tradición del humanismo, que Revel representa tan bien, es lo único que puede impedir, o atemperar sus estropicios en la vida cultural de un país, esas deformaciones -la falsa ciencia, el seudo conocimiento, el artificio que pasa por pensamiento creador- que son síntoma inequívoco de decadencia. En el capítulo titulado sígnificativamente El fracaso de la cultura, Revel sintetiza de este modo la terrible autopsia: "La gran desgracia del siglo XX es haber sido aquel en el que el ideal de la libertad fue puesto al servicio de la tiranía, el ideal de la igualdad al servicio de los privilegios y todas las aspiraciones, todas las fuerzas sociales reunidas originalmente bajo el vocablo de izquierda embridadas al servicio del empobrecimiento y la servidumbre. Esta inmensa impostura ha falsificado todo el siglo, en parte por culpa de algunos de sus más grandes intelectuales. Ella ha corrompido hasta en sus menores detalles el lenguaje y la acción política, invertido el sentido de la moral y entronizado la mentira al servicio del pensamiento". He leído este libro de Revel con una fascinación que hace tiempo no sentía por novela o ensayo alguno. Por el talento intelectual y el coraje moral de su autor y, también, porque comparto muchos de sus temores y sus cóleras sobre la responsabilidad de tantos intelectuales -y, a veces, de los más altos- en los desastres políticos de nuestro tiempo: la violencia y la penuria que acompañan siempre el asesinato de la libertad. Si la traición de los clérigos alcanza en el mundo de las democracias desarrolladas las dimensiones que denuncia Revel, ¿qué decir de lo que ocurre aquí, en los países pobres e incultos, donde aún no se acaba de decidir el modelo social? Entre ellos se reclutan los aliados más prestos, los cómplices más cobardes y los propagandistas más abyectos de los enemigos de la libertad, al extremo de que la noción misma de intelectual,entre nosotros, llega a veces a tener un tufillo caricatural y deplorable. Lo peor de todo es que, en los países subdesarrollados, la traición de los clérigos no suele obedecer a opciones ideológicas, sino, en la mayoría de los casos, a puro oportunismo: ser progresista es la única manera posible de escalar posiciones en el medio cultura¡ -ya que el establishmentacadémico o artístico es ahora de izquierda- o, simplemente, de medrar (consista ello en ganar premios, obtener invitaciones o becas de la Fundación Guggenheim). No es una casualidad ni un perverso capricho de la historia que, por lo general, nuestros más feroces intelectualesantiimperialistas terminen de profesores en universidades norteamericanas. Y, sin embargo, pese a todo ello, soy menos pesimista sobre el futuro de lasociedad abierta y de la libertad en el mundo que Jean-François Revel. Mi optimismo se cimenta en esta convicción antigramsciana: no es laintelligentsia la que hace la historia. Por lo general, los pueblos -esas mujeres y hombres sin cara y sin nombre, las "gentes del común", como los llamaba Montaigne- son mejores que sus intelectuales. Mejores: más sensatos, más democráticos, más libres, a la hora de decidir sobre asuntos sociales y políticos. Los reflejos del hombre sin cualidades, a la hora de optar por el tipo de sociedad en que quiere vivir, suelen ser racionales y decentes. Si no fuera así, no habría en América Latina la cantidad de Gobiernos civiles que hay ahora ni habrían caído tantas dictaduras en las últimas dos décadas. Y en mi país, por ejemplo, no sobreviviría la democracia a pesar de la crisis económica y los crímenes de la violencia política. La ventaja de la democracia es que en ella el sentir de esas gentes del común prevalece tarde o temprano sobre el de las elites. Y su ejemplo, poco a poco, puede contagiar y mejorar el entorno. ¿No es esto lo que indican esas tímidas señales de apertura en la ciudadela totalitaria, las de la perestroika? No todo debe estar perdido para las sociedades abiertas cuando en ellas hay todavía intelectuales capaces de pensar y escribir libros como éste de Jean-François Revel.

Karl Popper, al día

Para Karl Popper, la verdad no se descubre, se inventa. Ella es, por tanto, siempre, verdad provisional, que dura mientras no es refutada. La verdad está en la mente humana, en la imaginación y en la racionalidad, no escondida como un tesoro en las profundidades de la materia o el abismo estelar, aguardando al explorador zahorí que la desentierre o detecte y exhiba al mundo como una diosa imperecedera. La verdad popperiana es frágil, continuamente bajo el fuego graneado de las pruebas y experimentos que la sopesan, intentan socavarla -falsearla, según su vocabulario- y sustituirla por otra, algo que ha ocurrido y seguirá ocurriendo inevitablemente en la mayoría de los casos, en el curso de ese vasto peregrinar del hombre por el tiempo que llamamos progreso, la civilización.La verdad es, al principio, una hipótesis o una teoría que pretende resolver un problema. Salida de las retortas de un laboratorio, de las lucubraciones de un reformador social o de complicados cálculos matemáticos, ella es propuesta al mundo como conocimiento objetivo de determinada provincia o función de la realidad. La hipótesis o teoría es -debe ser- sometida a la prueba del juicio y el error, a su verificación y negación por quienes ella es incapaz de persuadir. Éste es un proceso instantáneo o larguísimo, en el curso del cual aquella teoría vive -siempre, en la capilla de los condenados, como esos reyezuelos primitivos que subieron al trono matando y saldrán de él matados- y opera, genera consecuencias, influye en la vida, provocando cambios, sea en la terapia médica, la industria bélica, la organización social, las conductas sexuales o la moda vestuaria. Hasta que, de pronto, otra teoría irrumpe, falseándola, y desmorona lo que parecía su firme consistencia como un ventarrón a un castillo de naipes. La nueva verdad entra entonces al campo de batalla, a lidiar contra las pruebas y desafíos a que la mente y la ciencia quieran someterla, es decir, a vivir esa agitada, peligrosa existencia que tienen la verdad, el conocimiento, en la filosofía popperiana. Cierto, nadie ha refutado todavía con éxito que la tierra es redonda. Pero Popper nos aconseja que, contra todas las evidencias objetivas, nos acostumbremos a pensar que la tierra, en verdad, sólo estáredonda, porque de algún modo, alguna vez, el avance de la racionalidad y de la ciencia podría también desplomar ésta, como lo ha hecho ya con tantas verdades que parecían inconmovibles. Sin embargo, el pensamiento de Popper no es relativista ni propone el subjetivismo generalizado de los escépticos. La verdad tiene un pie asentado en la realidad objetiva, a la que Popper reconoce una existencia independiente de la de la mente humana, y este pie es -según una definición de A. Tarski, que él hace suyala coincidencia de la teoría con los hechos. Que la verdad tenga, o pueda tener, una existencia relativa no significa que la verdad sea relativa. Mientras dura, mientras otra no la falsea, es todopoderosa. La verdad es precaria porque la ciencia es falible, ya que los humanos lo somos. La posibilidad de error está siempre allí, aun detrás de lo que nos parecen los conocimientos más sólidos. Pero esta conciencia de lo falible no significa que la verdad sea inalcanzable. Significa que para llegar a la verdad debemos ser incansables en su verificación, en los experimentos que la ponen a prueba, y prudentes cuando hayamos llegado a certidumbres, dispuestos a revisiones y enmiendas, flexibles ante quienes impugnan las verdades establecidas. Que la verdad existe está demostrado por el progreso que ha hecho la humanidad en tantos campos: científicos y técnicos, y también sociales y políticos. Errando, aprendiendo de sus errores, el hombre ha ido conociendo cada vez más a la naturaleza y a sí mismo. Éste es un proceso sin término, del que, por lo demás, no están excluidos ni el retroceso ni el zigzag. Hipótesis y teorías, aunque falsas, pueden contener dosis de información que acercan al conocimiento de la verdad. ¿No ha progresado ésta así, en la medicina, en la astronomía., en la física? Algo semejante puede decirse de la organización social. A través de errores que supo rectificar, la cultura democrática ha ido asegurando a los hombres, en las sociedades abiertas, mejores

condiciones materiales y culturales y mayores oportunidades para decidir su destino. (Ése es el peacemeal approach que postula Popper: expresión que equivale a opción gradual o reformista, antagónica a la derevolución o tabula rasa de lo existente.) Aunque, para Popper, la verdad sea siempre sospechosa, como en el maravilloso título de una comedia de Juan Ruiz de Alarcón, durante su reinado la vida se organiza en función de ella, dócilmente, experimentando a causa suya menudas o trascendentales modificaciones. Lo importante para que el progreso sea posible, para que el conocimiento del mundo y de la vida se enriquezcan en vez de empobrecerse, es que las verdades reinantes estén siempre sujetas a críticas, expuestas a pruebas, verificaciones y retos que las confirmen o reemplacen por otras, más próximas a esa verdad definitiva y total (inalcanzable y seguramente inexistente) cuyo señuelo alienta la curiosidad, el apetido del saber humano, desde que la razón desplazó a la superstición como fuente de conocimiento. Popper hace, pues, de la crítica -es decir, del ejercicio de la libertad- el fundamento del progreso. Sin crítica, sin posibilidad de falsear todas las certidumbres, no hay adelanto posible en el dominio de la ciencia ni perfeccionamiento de la vida social. Si la verdad, si todas las verdades no están sujetas al examen del juicio y el error, si no existe una libertad que permita a los hombres cuestionar y compulsar la validez de todas las teorías que pretenden dar respuesta a los problemas que enfrentan, la mecánica del conocimiento se ve trabada y éste puede ser pervertido. Entonces, en lugar de verdades racionales, se entronizan mitos, actos de fe, magia. El reino de lo irracional -del dogma y el tabú- recobra sus fueros, como antaño, cuando el hombre no era todavía un individuo racional y libre, sino ente gregario y esclavo, apenas una parte de la tribu. Este proceso puede adoptar apariencias religiosas, como en las sociedades funda mentalistas islámicas -Irán, sobre todo- en las que nadie puede impugnar o contradecir las verdades sagradas o una apariencia laica, como en las sociedades totalitarias (pre-pe- restroika, por lo menos), en las que la verdad oficial es protegida contra el libre examen en nombre de la doctrina científica del marxismo-leninismo. En ambos casos, sin embargo, como en los del nazismo y el fascismo, se trata de una voluntaria o forzada abdicación de ese derecho a la crítica -al ejercicio de la libertad- sin el cual la racionalidad se deteriora, la cultura se empobrece, la ciencia se vuelve mistificación y hechizo y bajo la chaqueta y la corbata del civilizado renacen el taparrabos y las incisiones mágicas del bárbaro. No hay otra manera de progresar que tropezándose, cayéndose y levantándose una y otra vez. El error estará siempre allí, porque el acierto se halla, en cierto modo, confundido con él. En el gran desafilo que es el de separar a la verdad de la mentira -operación perfectamente posible y acaso la más humana de todas las que constituyen la especificidad del hombre- es imprescindible tener presente que en esta tarea no hay nunca logros definitivos que no puedan ser impugnados más tarde o conocimientos que no deban ser revisados. En el gran bosque de desaciertos y de engaños, de insuficiencias y espejismos por los que discurre el hombre, la única posibilidad de que la verdad se vaya desbrozando un camino es el ejercicio de la crítica racional y sistemática a todo lo que es -o simula ser- conocimiento. Sin esa expresión privilegiada de la libertad, el derecho de crítica, el hombre se condena a la opresión y a la brutalidad y también al oscurantismo. Probablemente, ningún pensador ha hecho de la libertad una condición tan imprescindible para el hombre como Popper. Para él, la libertad no sólo garantiza formas civilizadas de existencia y estimula la creatividad cultural; ella es algo mucho más definitorio y radical: el requisito básico del saber, el ejercicio que permite al hombre aprender de sus propios errores y por tanto superarlos, el mecanismo sin el cual viviríamos aún en la ignorancia y la confusión irracional de los ancestros, los comedores de carne humana y adoradores de tótems. La teoría de Popper sobre el conocimiento es la mejor justificación filosófica del valor ético que caracteriza, más que ningún otro, a la cultura democrática: la tolerancia. Si no hay verdades absolutas y eternas, si la única manera de progresar en el campo del saber es equivocándose y rectificando, todos debemos reconocer que nuestras verdades pudieran no serlo y que lo que nos parecen errores de nuestros adversarios pudieran ser verdades. Reconocer ese margen de, error en nosotros y de acierto en los demás es creer que discutiendo, dialogando coexistiendo-, hay más posibilidades de identificar el error y la verdad que mediante la imposición de un pensamiento oficial y único, al que todos deben suscribir so pena de castigo o descrédito.

El nacionalismo y la utopía

Un tema recurrente en la colección de ensayos que acaba de publicar sir Isaiah Berlin -The crooked timber of humanity: chaters in the historie of ideas (London, John Murray, 1990)- es de quemante actualidad: el nacionalismo. Conciencia de lo histórico, fervor regional y paisajístico, defensa de la tradición, la lengua y las costumbres propias y máscara ideológica del chovinismo, la xenofobia, el racismo y los dogmatismos religiosos, el nacionalismo será, qué duda cabe, la gran fuerza política que resistirá en los próximos años a la internacionalización de la vida y la economía que ha traído consigo el desarrollo de la civilización industrial y de la cultura democrática.¿Cómo y dónde nació esta ideología que rivaliza con la intolerancia religiosa y los extremismos revolucionarios en haber provocado las peores guerras y cataclismos sociales de la historia? Según el viejo y sabio profesor, vino al mundo como una respuesta, al principio benigna, a los sueños utópicos de la sociedad perfecta -aquella que existió en una edad de oro antiquísima o la que se construirá en el futuro de acuerdo a la razón y la ciencia-, una de las constantes más tenaces en la historia de Occidente. Un Filósofo e historiador napolitano revolucionó en el siglo XVIII la creencia que hacía de Roma y Grecia una suerte de paradigma inmóvil de la evolución humana, al que habrían ido acercándose todas las culturas anteriores a medida que dejaban atrás la superstición y la barbarie y al que deberían tomar como modelo las que, luego de la disolución del Imperio latino, habían ido surgiendo de sus ruinas y representaban una humanidad en decadencia. En su Scienza nuova,Giambattista Vico dice que aquello no es verdad. Que la historia es movimiento y que a cada época corresponde cierta forma única de sociedad, de pensamiento, de creencias y costumbres, de religión y de moral, a la que sólo se puede entender cabalmente en sus propios términos, añadiendo a la investigación documental y arqueológica ese movimiento espiritual de simpatía y vuelo imaginativo que él reclama del auténtico historiador y que llama fantasía. De este modo, Vico dio un severo revés a la visión etnocéntrica de la evolución humana y echó las bases de una concepción relativista y plural dentro de la que todas las culturas, razas y sociedades tienen derecho a la misma con sideración. Pero la verdadera cuna del nacionalismo moderno es Alemania y su progenitor intelectual Johann Gottfried Herder. La utopía contra la que éste reacciona no es la de un mundo remoto, sino de actualidad arrolladora, esa Revolución Francesa, hija de los phílosophes y de la guillotina, cuyos ejércitos avanzan por todo el continente, nivelándolo e integrándolo bajo el peso de unas mismas leyes, ideas y valores que se proclaman superiores y universales, portaestandartes de una civilización que pronto. abarcará el planeta entero. Contra esa perspectiva de un mundo uniforme, que hablaría francés y estaría organizado según los principios fríos y abstractos del racionalismo, levanta Herder su pequeña ciudadela hecha de sangre, tierra y lengua: das Volk. Su defensa de lo particular, de las costumbres y las tradiciones locales, del derecho de cada pueblo a que se reconozca su idiosincrasia y se respete su identidad, tiene un signo positivo, nada racista ni discriminatorio como lo tendrán después estas ideas en un Ficlite, por ejemplo-, y ella puede interpretarse como una muy humana y progresista reivindicación de las sociedades pequenas y débiles frente a las poderosas, animadas de designios imperiales. Por lo demás, el nacionalismo de Herder es ecuménico; su ideal, el de un mundo diverso, en el que coexistan, sin jerarquías ni prejuicios, como en un mosaico cultural, todas las ex.presiones lingüísticas, folclóricas y étnicas de ese arco iris que es la humanidad. Pero estas ideas desapasionadas, bienhechoras, se cargan de violencia cuando caen en un campo abonado por el resentimiento y los complejos del orgullo nacional herido y, sobre todo, cuando las exacerba el ir racionalismo romántico. Según Berlin, el romanticismo es una demorada rebelión contra las humillaciones infligidas por los ejércitos de Richelieu y Luis XIV al pueblo alemán, cuyo renacimiento protestante, en el Norte, se vio trabado por efecto de aquella intervención.

De otro lado, los empeños modernizadores de Federico el Grande, en Prusia, que importó para ello a funcionarios franceses, incubaron también en las gentes una sorda hostilidad contra esa Francia despectiva y soberbia, que se veía a sí misma como parangón de inteligencia y de gusto, y un rechazo a todo lo que venía de ella, en especial las ideas de la Ilustración. Con su exaltación del individuo, delo histórico y lo nativo en contra de la filosofia universalista e intemporal del Siglo de las Luces, el movimiento romántico dio un formidable impulso al nacionalismo. Lo vistió de imágenes multicolores y exaltantes, lo dotó de una retórica febril y lo puso al alcance de grandes públicos, a través de dramas, poemas y novelas que hundían sus raíces en lo más pintoresco y sensitivo de las tradiciones locales. De la afirmación de lo propio se pasaría luego al rechazo y menosprecio de lo ajeno. De la defensa de la singularidad alemana, a la de la superioridad del pueblo alemán -léase ruso, francés o anglosajón- y a una misión histórica que por motivos raciales, religiosos, políticos, le habría tocado cumplir frente.a los demás pueblos del mundo, y a la que éstos no tendrían otra alternativa que resignarse o ser castigados si se resistían a ella. Ése es el camino que conducirá a las grandes hecatombes del catorce y del treinta y nueve. Y también el que llevaría a América Latina a mantener la absurda balcanización colonial y a desangrarse en guerras internas, por preservar o modificar unos linderos que en todos los casos obedecían al puro artificio, sin el menor soporte étnico, geográfico o tradicional. La tesis de sir Isaiah Berlin, ipagníficamente sustentada una y otra vez en los ocho ensayos recopilados en este libro (por Henry Hardy, a quien hay que agradecer que la vasta obra del profesor letón no haya quedado dispersa en una miríada de revistas académicas), según la cual el nacionalismo es una doctrina o estado de ánimo, o ambas cosas, que nace como reacción a la utopía de la sociedad universal y perfecta, debería tal vez completarse con esta atingencia: que el nacionalismo es también una utopía. No menos irreal ni artificiosa que aquellas que proponen la sociedad sin clases, la república de los justos, la de la raza pura o la de la verdad revelada. La idea misma de nación es falaz, si se la concibe como expresión de algo homogéneo y perenne, una totalidad humana en la que lengua, tradición, hábitos, maneras, creencias y valores compartidos configurarían una personalidad colectiva nítidamente diferenciada de las de otros pueblos. En este sentido no existen ni han existido nunca naciones en el mundo. Las que más se acercan a, este quimérico modelo son, en verdad, sociedades arcaicas y algo bárbaras a las que el despotismo y el aislamiento han mantenido fuera de la modernidad y, casi, de la historia. Todas las otras son apenas un marco donde conviven diferentes y encontradas maneras de ser, de hablar, de creer, de pensar, que tienen que ver cada vez más con el oficio que se practica, la vocación que se ha elegido, la cultura que se recibió, la creencia que se asume, es decir, con una elección individual, y cada vez menos con la tradición o familia o medio lingüístico dentro del que se nació. Ni siquiera la lengua, acaso la más genuina de las señas de identidad social, establece hoy una característica que se confunda con la de la nación. Pues en casi todas las naciones se hablan distintas lenguas -aunque una de ellas sea la oficial- y porque, con excepción de muy pocas, casi todas las lenguas desbordan las fronteras nacionales y trazan su propia geografía sobre la topografía del mundo. No hay nación que resultara del desenvolvimiento natural y espontáneo de un grupo étnico o de una religión o de una tradición cultural. Todas nacieron de la arbitrariedad política, del despojo o las intrigas imperiales, de crudos intereses económicos, de la fuerza bruta conjugada con el azar, y todas ellas, aun las más antiguas y prestigiosas, levantan sus fronteras sobre un campo siniestro de culturas arrasadas o reprimidas o fragmentadas, y de pueblos integrados y mezclados a la mala, por obra de las guerras, las, luchas religiosas o la mera necesidad de sobrevivir. Toda nación es una mentira a la que el tiempo y la historia han ido -como a los viejos mitos y a las leyendas clásicas- fraguando una apariencia de verdad. Pero es cierto que las grandes utopías modernas -la marxista y la nazi, que se propusieron, ambas, borrar las fronteras y reordenar el mundo- resultaron todavía más frágiles y perecederas. Lo vemos sobre todo en estos días, los del rápido desplome del totalitarismo soviético, cuando el nacionalismo renace de las cenizas que se creían apagadas en los países que aquél sometió y amenaza con convertirse en el gran aglutinante ideológico de los pueblos que van recobrando su soberanía.

Conviene, por eso, en este umbral de una nueva etapa de la historia, recordar que el nacionalismo no está menos reñido con la cultura democrática que el totalitarismo, aunque lo esté de otra manera. Y, para comprobarlo, nada mejor que el espléndido ensayo que en este libro dedica sir Isaiah Berlin a Joseph de Maistre, el reaccionario por antonomasia y padre de todos los nacionalismos, en quien ve, con argumentos impecables, no, como se acostumbraba decir, un retrógrado, un pensador de espaldas a su tiempo, sino más bien un terrible visionario y profeta de los apocalipsis oscurantistas que sufriría Europa en el siglo XX. El nacionalismo es la cultura del inculto, la religión del espíritu de campanario y una cortina de humo detrás de la cual anidan el prejuicio, la violencia y a menudo el racismo. Porque la raíz profunda de todo nacionalismo es la convicción de que formar parte de una determinada nación constituye un atributo, algo que distingue y confiere una cierta esencia compartida con otros seres igualmente privilegiados por un destino semejante, una condición que inevitablemente establece una diferencia -una jerarquía- con los demás. Nada más fácil que agitar el argumento nacionalista para arrebatar a una multitud, sobre todo si es pobre e inculta y hay en ella resentimiento, cólera y ansias de desfogar en algo, en alguien, la amargura y la frustración. Nada como los grandes fuegos artificiales del nacionalismo para distraerla de sus verdaderos problemas, para cerrarle los ojos sobre sus verdaderos explotadores, para crear la ilusión de una unidad entre esclavos y verdugos. No es casual que sea el nacionalismo la ideología más sólida y extendida en el llamado tercer mundo. Pese a ello, lo cierto es que nuestra época está viviendo también, al mismo tiempo que la disolución de la utopía colectivista, la lenta delicuescencia de las naciones, la discreta evaporación de las fronteras. No por obra de una ofensiva ideológica, de un nuevo asalto utópico, sino a consecuencia de una evolución del comercio. y la empresa que han ido creciendo hasta hacer estallar silenciosamente las fronteras nacionales. La flexibilidad y naturaleza maleable de las sociedades democráticas han ido permitiendo aquella internacionalización de los mercados, de los capitales, de las técnicas, el surgimiento de esos grandes conglomerados industriales y financieros que rebalsan países y continentes. Y, como secuela de todo ello, han prosperado las iniciativas de integración económica y política que, en Europa, en América y en el Asia, comienzan a trastornar la cara del planeta. Esta internacionalización generalizada de la vida es, acaso, lo mejor que le ha pasado al mundo hasta ahora. O, para ser más precisos, pues la progresión hacia esa meta no es irreversible -los nacionalismos la pueden atajar-, lo mejor que le podría pasar. Gracias a ella, los países pobres pueden dejar de serlo, insertándose en aquellos mercados donde siempre podrán sacar provecho de sus ventajas comparativas, y los países prósperos alcanzar nuevos niveles de desarrollo tecnológico y científico. Y, más,importante aún, la cultura democrática -la del individuo soberano, la de la sociedad civil y pluralista, la de los derechos humanos y el mercado libre, la de la empresa privada y el derecho de crítica, la de la descentralización, del poder- irse profundizando donde ya existe y extendiéndose a los países donde es todavía caricatura o simple aspiración. ¿Hay en todo esto cierto retintín utópico? Desde luego. Y es cierto que, aun en el mejor de los casos, se trata de una posibilidad lejana, que no se concretará sin retrocesos ni reveses. Pero, por primera vez, está ahí, delante de nosotros. Y de nosotros depende que sea realidad o desaparezca como un fuego fatuo. Copyright Mario Vargas Llosa, 1991.

Historia y novela Si usted cree que la historia de los hombres está escrita antes de hacerse, que ella es la representación de un libreto preexistente elaborado por Dios, por la naturaleza, por el desarrollo de la razón o la lucha de clases y las relaciones de producción; si usted cree que la vida es una fuerza o mecanismo social y económico que los individuos tienen escaso o nulo poder de alterar; si usted cree que este encaminamiento de la humanidad en el tiempo es racional, coherente y, por tanto, predecible; si usted, en fin, cree que la historia tiene un sentido secreto que, a pesar de su infinita diversidad episódica, da a toda ella coordinación lógica y la ordena como un rompecabezas a medida que todas las piezas van casando en su debido lugar, usted es según Popperun historicista.Sea usted platónico, hegeliano, comtiano, marxista -o seguidor de Maquiavelo, Vico, Spengler o Toynbee-, usted es un idólatra de la historia y, consciente o inconscientemente, un temeroso de la libertad, un hombre recónditamente asustado de asumir esa responsabilidad que significa concebir la vida como permanente creación, como una arcilla dócil a la que cada sociedad, cultura, generación, pueden dar las formas que quieran, asumiendo por eso la autoría, el crédito total, de lo que en cada caso los hombres ganan o pierden. La historia no tiene orden, lógica, sentido, y mucho menos una dirección racional que los sociólogos, economistas o ideólogos puedan detectar por anticipado, científicamente. La historia la organizan los historiadores; ellos la hacen coherente e inteligible mediante puntos de vista o interpretaciones que son siempre parciales, provisionales y, en última instancia, tan subjetivos como las construcciones artísticas. Quienes creen que una de las funciones de las ciencias sociales es pronosticar el futuro, predecir la historia, son víctimas de tina ilusión, pues aquél es un objetivo inalcanzable. ¿Qué es entonces la historia? Una improvisación múltiple y constante, un animado caos al que los historiadores dan apariencia de orden, una casi infinita multiplicación contradictoria de sucesos que -para poder entenderlos- las ciencias sociales reducen a arbitrarlos esquemas y a síntesis que resultan en todos los casos una ínfima versión o incluso una caricatura de la historia real, aquella vertiginosa totalidad del acontecer humano que desborda siempre los intentos racionales e intelectuales de aprehensión. Popper no recusa los libros de historia ni niega que el conocimiento de lo ocurrido en el pasado pueda enriquecer a los hombres y ayudarlos a enfrentar mejor el futuro; pide que se tenga en cuenta que toda historia escrita es parcial y arbitraria, porque refleja apenas un átomo del universo inacabado que es el quehacer y la vivencia social, ese todo siempre haciéndose y rehaciéndose, que no se agota en lo político, lo económico, lo cultural, lo institucional, lo religioso, etcétera, sino que es la suma de todas las manifestaciones de la realidad humana, sin excepción. Esta historia, la única real, la total, no es abarcable ni describible por el conocimiento humano. Lo que entendemos por historia -dice Popper en La sociedad abierta- es "una ofensa contra cualquier concepción decente de la humanidad"; es, por lo general, la historia del poder político, lo que no es otra cosa que 1a historia del crimen internacional y los asesinatos colectivos (aunque también la de algunos intentos de suprimirlos)" (Open society, volumen 2, página 270). La historia de las conquistas, crímenes y otras violencias ejercidas por caudillos y déspotas a los que los libros han transformado en héroes no puede dar sino una pálida idea de la experiencia integral de todos aquellos que los padecieron o pasaron, y de los efectos y reverberaciones que el quehacer de cada cultura, sociedad, civilización, tuvo en las otras, sus contemporáneas, y todas ellas, reunidas, en las que las sucedieron. Si la historia de la humanidad es una vasta corriente de desarrollo y progreso con abundantes meandros, retrocesos y detenimientos (tesis que Popper no niega), ella, en todo caso, no puede ser abordada en su infinita diversidad y complejidad. Quienes han tratado de descubrir, en este inabarcable desorden, ciertas leyes, a las que se sujetaría el desenvolvimiento humano, han perpetrado lo que para Popper es acaso el más grave crimen que puede cometer un político o intelectual (no un artista, en quien esto es un legítimo derecho): una construcción irreal. Una artificiosa entelequia que aspira a presentarse como verdad científica, cuando no es otra cosa que

acto de fe, propuesta metafísica o mágica. Naturalmente, no todas las teorías historicistas se equivalen; algunas, como la de Marx, tienen una sutileza y gravitación mayores que, digamos, la de un Arnold Toynbee (quien redujo la historia de la humanidad a 21 civilizaciones, ni una más ni una menos). El futuro no se puede predecir. La evolución del hombre en el pasado no permite deducir una direccionalidad en el acontecer humano. No sólo en términos históricos; también, desde el punto de vista lógico, aquélla sería pretensión absurda. Pues, no hay duda, el crecimiento de los conocimientos influye en la historia. Pero no hay manera de predecir, por métodos racionales, la evolución del conocimiento científico. Por tanto, no es posible anticipar el curso futuro de una historia que será, en buena parte, determinada por hallazgos e inventos técnicos y científicos que no podemos conocer con antelación. Los sucesos internacionales de nuestros días son un buen argumento a favor de la imprevisibilidad de la historia. ¿Quién hubiera podido, hace apenas 10 años, anticipar el fenómeno de la perestroika y la, al parecer, irresistible decadencia del comunismo en el mundo? ¿Y quién al golpe poco menos que mortal que ha dado a las políticas de censura y control del pensamiento de las dictaduras el fantástico desarrollo de los medios de comunicación audiovisuales, a los que es cada día más difícil oponer controles o simples interferencias? Ahora bien, que no existan leyes históricas no significa que no haya ciertas tendencias en la evolución humana. Y que no se pueda predecir el futuro, tampoco significa que toda predicción social sea imposible. En campos específicos, las ciencias sociales pueden establecer que, bajo ciertas condiciones, ciertos hechos inevitablemente ocurrirán: la emisión inorgánica de moneda traerá consigo siempre inflación, por ejemplo. Y no hay duda tampoco de que en ciertas áreas, como las de la ciencia, del derecho internacional, de la libertad, se puede trazar una línea más o menos clara de progreso hasta el presente. Pero sería imprudente suponer, incluso en estos campos concretos, que ello asegure en el futuro una irreversible progresión. La humanidad puede retroceder y caer, renegando de aquellos avances. Jamás hubo en el pasado matanzas colectivas semejantes a las que produjeron las dos guerras mundiales. Y el holocausto judío perpetrado por los nazis o el exterminio de millones de disidentes por el comunismo soviético, ¿no son pruebas inequívocas de cómo la barbarie puede rebrotar con fuerza inusitada en sociedades que parecían haber alcanzado elevados niveles de civilización? El fundamentalismo islámico y casos como el de Irán, ¿no prueban acaso la facilidad con que la historia puede transgredir toda precisión, seguir trayectorias histéricas y experimentar regresiones en lugar deavances? Pero, aunque la función de los historiadores está en referir acontecimientos singulares o específicos, y no en descubrir leyes o generalizaciones del acontecer humano, no se puede escribir ni entender la historia sin un punto de vista; es decir, sin una perspectiva o interpretación- El error historicista, dice Popper, está en confundir unainterpretación histórica con una teoría o una ley. La interpretación es parcial y, si se admite así, útil para ordenar -parcialmente- lo que de otro modo sería una acumulación caótica de sucesos. Inter, retar la historia como resultado de la lucha de clases, o de razas, o de las ideas religiosas, o de la pugna entre la sociedad abierta y la cerrada, puede resultar ilustrativo, a condición de que no se atribuya a ninguna de estas interpretaciones validez universal y excluyente. Porque la historia admite muchas interpretaciones coincidentes, complementarias o contradictorias, pero ninguna ley en el sentido (de decurso único e inevitable. Lo que invalida las interpretaciones de los historicistas es que éstos les confieren valor de leyes a las que los acontecimientos humanos se plegarían dócil mente, como se someten los objetos a la ley de la gravedad, y las mareas, a los movimientos de la luna. En este sentido, no existen leyes en la historia, porque ella es, para bien y para mal,libre, hija de la libertad de los hombres, y, por tanto, in controlable y capaz de las más sorprendentes y extraordinarias ocurrencias. Desde luego que un observador zahorí advertirá en ella ciertas tendencias. Pero éstas presuponen multitud de condiciones específicas y variables, además de ciertos principios generales y regulares. El historicista suele omitir, al destacar las tendencias, aquellas condiciones específicas y cambiantes, y trastoca de este modo las tendencias en leyes generales. Procediendo así desnaturaliza la realidad y presenta una totalización abstracta de la historia que no es reflejo de la vida colectiva en su desenvolvimiento en el tiempo, sino apenas de su invención, a veces de su genio y también de

su secreto miedo a lo imprevisible. "Ciertamente", dice el párrafo final de La miseria del historicismo, "parece como si loshistoricistas estuviesen intentando compensar la pérdida de un mundo inmutable aferrándose a la creencia de que el cambio puede ser previsto porque está regido por una ley inmutable". La concepción de la historia escrita que tiene Popper se parece como dos gotas de agua a lo que siempre he creído que es la novela: una organización arbitraria de la realidad humana que defiende a los hombres contra la angustia que les produce intuir el mundo, la vida, como un vasto desorden. Toda novela, para estar dotada de poder de persuasión, debe imponerse a la conciencia del lector como un orden convincente, un mundo organizado e inteligible cuyas partes se engarzan unas en otras en un sistema armónico, un todo que las relaciona y sublima. Lo que llamamos el genio de Tolstoi, de Heriry James, de Proust, de Faulkner, no sólo tiene que ver con el vigor de sus personajes, la morosa psicología, la prosa sutil o laberíntica, la poderosa imaginación, sino también, de modo sobresaliente, con la coherencia arquitectónica de sus mundos ficticios, lo sólidos que lucen, lo bien trabados que están. Ese orden riguroso e inteligente, donde nada es gratuito ni incomprensible, donde la vida fluye por un cauce lógico e inevitable, donde todas las manifestaciones de lo humano resultan asequibles, nos seduce porque nos tranquiliza: inconscientemente lo superponemos al mundo real, y éste entonces deja transitoriamente de ser lo que es vértigo, inconmensurable absurdo, caos sin fondo, desorden múltiple- y se cohesiona, racionaliza y ordena a nuestro alrededor, devolviéndonos aquella confianza a la que difícilmente se resigna el ser humano a renunciar: la de saber qué somos, dónde estamos y sobre todo adónde vamos. No es casual que los momentos de apogeo novelístico hayan sido aquellos que preceden a las grandes convulsiones históricas, que los tiempos más fértiles para la ficción sean aquellos de quiebra o desplome de las certidumbres colectivas -la fe religiosa o política, los consensos sociales e ideológicos-, pues es entonces cuando el hombre común se siente extraviado, sin un suelo sólido bajo sus pies, y busca en la ficción -en el orden y la coherencia del mundo ficticio- abrigo contra la dispersión y confusión, esa gran inseguridad y suma de incógnitas que se ha vuelto la vida. Tampoco es casual que sean las sociedades que viven períodos de desintegración social, institucional y moral más acusados las que han generado los órdenes narrativos más estrictos y rigurosos, los mejor organizados y lógicos: los de Sade y los de Kafka, los de Proust y los de Joyce, los de Dostoíevski y los de Tolstol. Esas construcciones, en las que se ejerce de manera radical el libre albedrío, desobediencias imaginarias de los límites que impone la condición humana -deicidios simbólicos-, secretamente constituyen, como Los nueve libros de la historia, de Herodoto; la Histoire de la Révolution Française, de Michelet, o The decline andJall of the Roman Empire, de Gibbon -esos prodigios de erudición, ambición, buena prosa y fantasía-, testimonios del miedo pánico que produce a los hombres la sospecha de que su destino es una "hazaña de la libertad" y de las formidables creaciones intelectuales con que -en distintas épocas, de distintos modos- tratan de negarlo. Afortunadamente, el miedo a reconocer su condición de seres libres no sólo ha fabricado tiranos, filosofías totalitarias, religiones dogmáticas, historicismo; también grandes novelas.

El escribidor y sus señores

Oí hablar por primera vez de Régis Debray a mediados de los sesenta, en La Habana, durante la Tricontinental. En los grupos de latinoamericanos asistentes corrió el rumor de que Fidel había importado 'un francesito' de París para que pusiera en prosa clara y coherencia cartesiana las tesis sobre el foquismo revolucionario que él y el Che Guevara defendían, en contra de los apolillados partidos comunistas del nuevo mundo, que, fieles a Moscú, condenaban como aventurerista y sacrílega la teoría castrista según la cual las famosas condiciones objetivas para la Revolución podían ser creadas por una vanguardia decidida (el foco guerrillero). Para que tuviera una experiencia directa de lo que se trataba, se decía también, Cuba había paseado a Debray por las guerrillas de Venezuela, Colombia y Guatemala.Revolución en la revolución; el libro pensado por Fidel y escrito por 'el francesito', fue el catecismo de los jóvenes latinoamericanos que en esos años intentaron repetir la aventura de la Sierra Maestra y terminaron derrotados, encarcelados o asesinados por unos Ejércitos que, aprovechando aquel pretexto insurreccional, sembraron el continente de dictaduras castrenses. El propio Régis Debray se salvó de milagro de ser exterminado junto a la guerrilla boliviana del Che, con la que estuvo algunos meses, pero fue capturado, torturado y pasó en la cárcel cerca de tres años, hasta que la presión internacional consiguió su liberación. Su evolución ideológica posterior tuvo un sesgo contradictorio, pues, a la vez que para Francia y Europa se adhería al socialismo democrático y legalista de Mitterrand, en América Latina siguió siendo un defensor y amigo leal de la Revolución Cubana, una posición por desgracia no infrecuente entre los progresistas europeos, intratables valedores de la libertad y el pluralismo político para los países desarrollados y alegres cómplices del Estado policial, el partido único y el Gulag en el tercer mundo. Cuando Mitterrand subió al poder en 1981, llevó consigo a Debray, como asesor político, con despacho en el Elíseo. Durante diez años, éste sirvió con discreción y empeño al Presidente francés, aunque sin el menor éxito, según confesión propia, pues sus iniciativas fueron casi siempre desoídas y a menudo saboteadas, por un enjambre de funcionarios y militantes socialistas que veían en el ex-teórico de la lucha armada un lastre para el régimen, así como una fuente de entredichos con el gobierno de Estados Unidos. Aquellos saboteadores anda ban bastante despistados, pues, el antiguo compañero del Che experimentaba en aquellos años una nueva evolución ideológica hacia posiciones que no sólo lo ponían a distancia considerable del castrismo y la acción directa revolucionaria, sino, también, de la social democracia mitterandista. Es decir, hacia el nacionalis mo gaullista, la defensa del Estado-Nación contra la Unión Europea y de la identidad cultural francesa contra el imperialismo cultural anglosajón. En 1986, Debray dejó la asesoría presiden cial y fue destinado por Mitterrand a la elevada posición de miembro del Consejo de Estado, de donde dimitió, en 1992, en ra zón de sus actuales convicciones, reñidas con lo que él considera un proceso progresivo de disolución de Francia dentro de la apátrida Europa. Esta extraordinaria aventura intelectual y política es la que Régis Debray refiere en su último libro, Alabados sean nuestros señores (subtituladoUna educación política), un voluminoso ensayo cuyas seiscientas páginas acabo de leer de un tirón y que recomiendo sobre todo a quienes en estas últimas tres décadas participaron de, o siguieron de cerca, las ilusiones, frustraciones, grandezas y miserias de la historia contemporánea. Debray da un testimonio vívido y efervescente de sus protagonistas y de los episodios más saltantes, rememorando las polémicas que le animaron, los mitos que incendiaron su cielo para desvanecerse luego como fuegos de artificio, y enhebra ese relato con análisis, reflexiones, abjuraciones y críticas que, las comparta o rechace el lector, resultan casi siempre enjundiosas y estimulantes. Hace tiempo que no leía un libro con tanto interés y placer, a pesar de discrepar a cada paso con las opiniones de su autor -el liberalismo radical, internacionalista, desconfiado de las naciones y totalmente escéptico en lo que concierne a las identidades culturales colectivas, que yo defiendo, es una de las bestias negras de Debray-, y no sólo porque está muy bien escrito y hace gala de una seductora sinceridad, sino, sobre todo, porque, al despellejarse ideológica y políticamente como lo hace -sin ningún masoquismo exhibicionista, por lo demás-, Debray lleva a cabo una autopsia implacable de lo que es el poder, en su versión autoritaria y en la democrática, y de los efectos que tiene en quien lo detenta y en quien lo busca -con el fusil o a través del voto-, y del intelectual que lo sirve y del anónimo militante que lo apoya o lo sufre. La imagen que de todo ello se delinea como naturaleza prototípica del poder es ciertamente horripilante -por más que haya distancias considerables cuando se encarna en un líder mesiánico y algo fatalista como el Che Guevara, el Jefe Máximo Fidel Castro, o el sinuoso mandatario demócrata Mitterrand, los tres 'señores' a que alude el título del libro- y, aunque ello no roce ni remotamente las intenciones del autor, argumenta poderosamente en favor de la tesis de Popper,

según la cual el objetivo prioritario de una sociedad libre debe ser tomar todas las precauciones posibles para que el poder haga el menor daño a los indefensos ciudadanos. Como es sabido, este libro ha desencadenado una campana de descalificación y de calumnias contra Debray orquestada desde La Habana, del más puro estilo estalinista, acusándolo de haber precipitado la captura del Che por hablar demasiado en el momento de su captura por los militares bolivianos. La acusación sería menos inverosímil si no hubiera tardado treinta años en formularse y si el propio Fidel Castro no hubiera defendido con tanto brío -en el prólogo al Diario del Che- la conducta de Debray frente a sus torturadores y jueces. En su afán de desacreditarlo, el diario Granma llega a acusar al pobre Régis de haberse vuelto -¡oh, iniquidad suprema!- un aliado mío. Esta paranoia es tanto más estúpida cuanto que en Alabados sean nuestros señores,Debray hace esfuerzos verdaderamente sobrehumanos para no criticar demasiado al Jefe Máximo, árbitro supremo de vidas y muertes, que un buen día, porque había leído un artículo suyo sobre Cuba que le gustó, lo sacó del aburrimiento de pegar carteles y repartir volantes en el Quartier Latín y se lo llevó a Cuba a enseñarle a poner bombas y disparar bazukas y ametralladoras y a convertirlo en teórico de la lucha guerrillera. De los tres 'señores' a los que Debray sirvió, el que queda mejor parado es el gigante barbudo por quien aquél parece sentir, a pesar de toda la repugnancia que ahora le merece su régimen, una inevitable gratitud y hasta un afecto casi filial. El que queda peor es Mitterrand, escurridiza anguila en aguas turbias, maestro de la representación y soberbio manipulador de vanidades y miserias humanas, a quien, y estoy seguro que sin proponérselo, el libro consigue esculpir como la encarnación misma del político sin espina dorsal ética ni ideológica, maniobra y gesto permanentes, obsedido en cuerpo y espíritu por conservar el poder y embaucar también al futuro con una imagen falaz, minuciosamente construida. Pero, de los tres, el retrato mejor trazado, el más persuasivo y también el más conmovedor, es el del Che Guevara. Aunque no parece haber sentido nunca una excesiva simpatía por su personalidad, Debray logró calar a fondo, en su compleja y contradictoria naturaleza, y la describe de manera inolvidable. Lector voraz, inteligencia fría, hombre sin vanidades ni apetitos mundanos, con una cierta vocación frugal y hasta ascética, de un coraje llevado a extremos temerarios, no había manera de intimar con él, pues guardaba, siempre una distancia aun con sus compañeros más próximos, aquellos que se jugaron la vida a su lado, en Cuba, en África, en Bolivia, y con quienes ' dada la ocasión, podía mostrarse hasta cruel y despótico. No sé si la interpretación que Debray propone del final del Che, como un suicidio histórico, que éste habría buscado acaso de manera inconsciente-, luego de fracasar en la aventura guerrillera africana y de presentir, también, el, irremediable fracaso que lo acechaba en su empresa sudamericana, corresponde enteramente a lo que sucedió. Pero es imposible no sentir un estremecímiento al leer esas páginas en las que Debray muestra esa figura, entre quijotesca y nihilista, avanzando hacia una muerte buscada, por las serranías del altiplano boliviano, con su miserable cortejo de guerrilleros medio muertos de hambre y de fatiga, sin zapatos, harapientos, casi sin balas, y cercados por un vasto ejército y campesinos hostiles, sin considerar siquiera un instante la posibilidad de una retirada, de un repliegue, rectilíneamente convencido de tener a su lado, y de su parte, a la Historia con mayúsculas. Yo conocí a uno de esos enloquecidos heroicos y trágicos que murieron junto al Che. Era un peruano que se llamaba Chang. En su Diario, el Che dice, con frialdad, que se le hinchaban mucho los pies y que por ello dificultaba la marcha del destacamento. Era un muchacho culto, inteligente e incansable de quien solíamos decir, para alabarlo, que él solito "valía un Comité Central". Pero tenía pies planos y unas limitaciones físicas tan obvias que sólo una convicción tan acérrima e irracional como la que Debray atribuye al Che pudo hacerlo vivir aquella inmolación de tanto meses, hasta el terrible final. Debray describe con mano maestra todo lo que hubo de generosidad y de absurdo, de idealismo, de ceguera y de insensatez en aquella aventura, y, también, la velocidad con que el tiempo ha corrido desde entonces, al extremo de parecernos ahora algo así como la prehistoria de la realidad latinoamericana de hoy. Aunque Alabados sean nuestros señores es el testimonio de muchas frustraciones políticas, y una cierta amargura impregna sus páginas, no es un libro cínico, ni siquiera pesimista. A pesar de la pintura atroz con que en él aparece la acción política, el escarnio que hace del llamado 'compromiso' cívico del intelectual y de la recurrente comprobación que ofrece del abismo que casi siempre separa las palabras de los hechos en la esfera de la acción, el mensaje del libro no incita a la parálisis, a la aristocrática abstinencia política. Lo que lo salva de esas trampas, es el amor a las ideas" que en Debray sigue tan lozano e impetuoso como cuando devoraba los mamotretos ortodo xos de su maestro Althusser, en la École Normale. Ha cambia do de pensar en muchos sentidos, enterrado, muchos ídolos y renovado abundantes mitos, pero en lo que no ha cambiado un ápice es en su convicción de que las ideas se encarnan en la vida y la modelan, que ellas orientan las conductas y pueden por lo tanto mejorar o empeorar el funcionamiento social y los destinos individuales. Esta pasión por las ideas -por la cultura, si se trata de usar una palabra rimbombante de incierta demarcación- es el gran contrapeso a los reveses y fracasos que jalonan la peripecia política que, con elegancia y limpieza, cuenta en este libro Régis Debray, y la razón de que, al final, a pesar de todo lo malo, lo feo y lo bruto que pasa en sus páginas, el lector salga como empujado a hacer algo. No está muy claro qué, dada la confusión reinante. Pero algo, algo, y de una vez.

Respuesta a Mario Vargas Llosa ¡Qué vehemencia, querido Mario, contra "la excepción cultural" y los pequeños demagogos y chovinistas" de este país! Tu falta de información me ha hecho recordar a aquellos "intelectuales comprometidos", de antaño que se acaloraban por la liberación de Kainchatka sin llegar a localizarla del todo en un mapamundi. Como tú llevas a gala el no poner al servicio de la demagogia liberal de hoy las malas costumbres de los comunistas de ayer, concluyo que tu buena fe ha sido cogida por sorpresa. Así que permíteme que te recuerde cuáles son los hechos. A un intelectual irresponsable, a la antigua, pueden traerle sin cuidado. A ti, no.Parece ser que Francia, escribes, quiere que se "impongan cuotas mínimas (...) de películas (...) a los circuitos cinematográficos", exigiendo "que, por lo menos, la mitad de las películas en pantalla grande ( ... ) sean producidas en Francia". Tonterías. El cine francés no tiene más que el 35% del mercado francés en salas; el cine estadounidense, casi el 60% (el 80% en Alemania, 93% en el Reino Unido). Nadie desea, ni puede, imponer a las empresas privadas de distribución una pauta de conducta (Parque Jurásico se estrena en 450 salas en Francia, Germinal en 350). Sólo se trata de que las cadenas de televisión dejen el 40% a las producciones estadounidenses y el 60% de los programas a las producciones de los 12 países de la CE, y no sólo de Francia, como tú dices. La "apertura ( ... ) del mercado francés a la competencia extranjera" no es, por consiguiente, una perspectiva como para "estremecerse de pánico". Es un hecho consentido, consumado y deliberado. Hablas de una "poderosa industria audiovisual" en busca de "una renta de situación". Y como no mencionas la presión planetaria y cien veces mejor financiada de Jack Valenti, presidente de la asociación de las compañías majors hollywoodienses (la MPAA), ni tampoco mencionas las intervenciones del Ejecutivo estadounidense a favor de estos intereses, el lector deduce que los norteamericanos defienden unos principios y los franceses sus cuartos. ¿Y si fuera a la inversa? La industria audiovisual representa el segundo sector más importante de exportación de Estados Unidos hacia Europa, y las empresas majors, que tienen que rentabilizar los fabulosos costes de su superproducción, quieren controlar a partir de ahora todos los mercados extranjeros. Este control se ejerce hoy día a través de la televisión, principal demandante y verdadero patrocinador del cine. Quien controla las redes de difusión controla la creación de las imágenes. Y es que, en este mercado tan condicionado, la demanda del público no determina la oferta, como tú pareces creer. La oferta de imágenes está determinada por las expectativas de beneficios del distribuidor privado, que dicta así su e lección al telespectador.

¿Qué pensarías tú de un mundo en el que un libro del que se supiera de antemano que su tirada no iba a llegar a los 100.000 ejemplares en los seis primeros meses no pudiera materialmente escribirse? Adiós a Proust, a Joyce y a Céline. ¿Adiós a Vargas Llosa? Un producto comercial se hace para la clientela; una obra cultural debe inventarse su público, a menudo contra los gustos inmediatos de la mayoría. La ley de la máxima audiencia y de la rentabilidad a corto plazo y a diestro y, siniestro, impuesta por un megasistema de distribución mundial, sería la muerte de los diletantes como Rossellini y Cocteau, de los aficionados solitarios como Cassavetes y Godard, pues el cine no sólo lo hace la gran industria. Pero también sería el fin de cierta idea de la sociedad, nacida en la Europa de las Luces, que no prohibe el contacto del espíritu con el dinero, pero que coloca el interés espiritual por encima del material. Considerar al productor de una película como su verdadero autor, con omnipotencia sobre el contenido de esa obra, es sustituir tarde o temprano la calidad por la cantidad: magno problema. Lo que es bueno para la Columbia y la Warner Bross es bueno para Estados Unidos, vale; la cuestión ahora es saber si es bueno para la humanidad. Porque, a menos que se considere a Le Pen la encarnación de todos los franceses (lo cual sería tan legítimo como considerar alpresidente Gonzalo representante de los peruanos), ¿quién, aparte de ti, ha hablado de "lo francés", de "el honor nacional" y de "lo auténticamente francés" (términos ajenos a nuestro concepto de ciudadanía, que ignora todo criterio de raza, de sangre, de idioma o de genealogía)? ¿No te ha dicho nadie que Arte, única cadena de televisión totalmente subvencionada en Francia con dinero público, es la primera cadena transnacional de Europa, franco-alemana al principio? ¿Que las primeras películas que ofreció al público, nada más inaugurarse, fueron una de Wenders, una de Ettore Scola, una de Huston y una de Kurosawa? ¿Sabes que gracias a los avances de automatización de la producción ya ni siquiera hace falta que el rodaje sea en francés? ¿Que nuestro Centro Nacional de Cinematografía dispone de un fondo especial para Europa central y del Este? Me alegro de que mi dinero de ciudadanoespectador haya permitido este año al finlandés Kaurismaki y al polaco Kieslovski venir a rodar a Francia, como hicieron en tiempos Luis Buñuel y Orson Welles, Fellini y Ruy Guerra (que, por decisión de la Paramount, no pudo rodar tu magnífico guión basado en La guerra del fin del mundo). Y quién sabe, mañana tal vez Woody Allen o Bob Wilson, esos grandes estadounidenses para los que Europa es un respiro. Porque todos tenemos dos progenitores: el cine norteamericano y el europeo, y no queremos tener que elegir entre papá y mamá. "Definir 'lo francés' es una empresa inevitablemente absurda" -no sabes cuánto- Pero no estaría mal definir "lo europeo", ya que "lo norteamericano" no duda nada de sí mismo. A decir verdad, de lo que se trata es de todos los colonizados, para evitar que los cines español, brasileño, argentino, canadiense, indio y otros se encuentren reducidos a un gueto, a folclor, condenados "al pequeño mercado local de un 10%" que el poder imperial reserva para las diversiones periféricas. Lo que está en juego es la supervivencia de los que no tienen voz ni imágenes, sea cual sea el idioma. Si no se tratara más que de la excepción francesa, ¿crees que los cineastas Angelopoulos (griego), Delvaux (belga), Konchalowski (ruso - estado un ¡den se), Wiin Wenders (alemán), Francesco Ros¡ (italiano), habrían acudido a Bruselas

para protestar? La única cuestión es ésta: ¿tenemos derecho hoy a hacer que en el mundo circulen varias interpretaciones del mundo o una sola? En caso afirmativo, ¿queremos contar con los medios para hacerlo? Estamos de acuerdo, querido Mario: igual que la ciencia, el arte debe escapar a toda costa de las divisiones de nacionalidad y de ideología. El nacionalismo artístico desemboca enseguida en lo mediocre o en lo odioso, o en ambos a la vez. Así que haces bien en incitar a nuestros artífices de imágenes a "ir a conquistar a 250 millones de norteamericanos". Sólo que hay un problema: los norteamericanos consideran inaceptables esas películas extranjeras dobladas o incluso subtituladas, que nosotros aceptamos de buen grado: el homo sapienses english speaking o no es. Resultado: la producción mundial no ocupa ni el 2% de las pantallas norteamericanas. ¿Quién restringe la fe de estos ciudadanos? ¿Quién "rechaza como veneno mortal todo lo que venga de otras lenguas y culturas"? Tienes razón al recordar que la cultura es intercambio y mestizaje, pero te equivocas de interlocutor: en este caso, el garante del pluralismo es Europa. Estados Unidos prohibe toda participación extranjera superior al 25% en sus empresas de radiodifusión. Allí velan por sus leyes antitrust y por los abusos derivados de una posición dominante. Lo que pase en el exterior les trae sin cuidado (porque, desde Atenas, la democracia en el interior nunca ha impedido el imperialismo en el exterior). ¿Por qué toda medida de protección nacional al otro lado del Atlántico es un homenaje a la libre empresa, y cualquier búsqueda de un margen de autonomía aquí, un síntoma de tribalismo? ¿Es que no hay más que un patriotismo autorizado en esta tierra? ¿Y un solo pueblo, por grande que sea, como encarnación de la especie humana? El dogma del libre intercambio de las imágenes debe universalizar el antiguo "que se callen los pobres" ese pobre cuya imagen sube hasta Dios, tal vez, pero tan pocas veces hasta nuestras pantallas. Porque allí donde hay débiles y fuertes, "la libertad oprime y la ley libera". La fórmula no es de un marxista, puedes estar tranquilo, sino de un católico francés del siglo pasado, Lamennais. Cuando pidió una ley para prohibir que los niños trabajaran en las minas de carbón, hubo gente bien pensante que denunció en ello una traba policial a la libertad: la que les gusta tener a los zorros en los gallineros. Los italianos han obedecido a la consigna de "libre competencia comercial": su cine está muriendo por eso (de 200 a menos de 20 películas por año). ¿Ayudara el fin de Cinecittá a la "difusión de culturas diferentes" que tú añoras? En Alemania, el cine de autor no habría podido sobrevivir sin los fondos públicos. Y ya ves a qué desierto cultural conduce el capitalismo tejano de importación a, toda la Europa del Este: cierre de los teatros, de los estudios, (te las editoriales. En cuanto a Francia, lo que fomenta lo que tú llamas las subvenciones burocráticas no, es un impuesto del Estado, sino una carga fiscal voluntariamente consentida por la profesión sobre el precio de las entradas, y que no es más que un mecanismo de redistribución de los beneficios. El director de la Wamer decía el otro día al presidente de Arte: "Vosotros, los franceses, sois excelentes con los quesos, los vinos y la moda. Nosotros, con las películas. Así que dejadnos a nosotros las imágenes y seguid haciendo quesos". En otros términos: dejad que nosotros demos forma a las almas y ocupados de los vientres. Mientras que un queso es un producto como otros mil, una película es una máquina de producirseres

humanos. Hasta el telefilme -con un asesinato por minuto, en general- forma un consumidor estereotipado, de Este a Oeste. Fúnebre homogeneidad. Tú lo sabes bien: uno no se parece a lo que come, pero siempre acaba pareciéndose a lo que lee, y ahora, a lo que mira. Vivir es contarse historias. Hace cuatro días estaban sobre. papel; hace nada, sobre celuloide, y ahora, en soporte electrónico. Según que un joven se cuente Easy rider o Morir en Madrid, El acorazado Po temkin o Ciudadano Kane, variará su destino. La imagen gobierna nuestros sueño s, y los sueños, nuestras acciones. Nunca se ha visto una conquista gastronómica del mundo: ¿cuál es el desafío moral del chopswey, del camembert o de la paella? Pero una hegemonía política supone siempre la extinción de las miradas diferentes. No es casualidad que, desde 1947, los sucesivos presidentes estadounidenses hayan exigido en los acuerdos bilaterales la apertura de las salas extranjeras a un cupo determinado de películas estadounidenses. Hasta llegaron a amenazar hace poco con boicotear a Turquía para disuadirla de la intención de reservar una cuarta parte de su mercado a sus propias películas. ¿"La internacionalización de la economía es un hecho imparable"? Desde luego. Razón de más para salvar a Arlequín, con contrapoderes decididos. La monocultura que colorea el mundo imaginario de la gente en monocromía prepara un mañana triste. La proletarización cultural de tres cuartas partes de la humanidad producirá en el siglo XXI unos rebeldes más empecinados y numerosos que los proletarios económicos del XIX. Esta pequeña batalla sobre el GATT, probablemente perdida (ya que, a pesar de su doble retórica, nuestros dirigentes y nuestras élites consienten desde hace tiempo la razón liberal del más fuerte), no sería más que una anécdota corporativa si no encajara en un cuadro de conjunto. Son las memorias colectivas -que se llaman "civilizaciones"- las que mañana se declararán la guerra. Y somos nosotros, en, el Norte, los que la hemos iniciado, porque la fuerza ciega a los fuertes. ¿Queremos convertir el planeta en supermercado para no dejar a los pueblos más remedio que elegir entre el ayatolá local o la Coca-Cola? Indígenas contra yuppies: esta divergencia divide a todos los países. Tengamos cuidado, no sea que el alma de las culturas minoritarias, al no encontrar ya dónde expresarse, transformada en extranjera en su propio país, se vaya a buscar un exutorio en las peores regresiones indigenistas o intregristas. Es un mundo de regresiones de identidad y xenofobia el que preparan, inconscientemente y por reacción, las secuelas de la imagen-sonido único. Tú conoces el horror estéril de estas repercusiones imprevistas. Así que ¿por qué no decir juntos no a la idiotez imperial de los más ricos, que no lo serán siempre? El imperio americano pasará, como los otros. Al menos, hagamos las cosas de tal manera que no deje tras sí escombros irreparables en nuestras reservas de creatividad. La ecología se consagra a la biodiversidad de los entornos naturales. ¿No te parece que ya va siendo hora de proteger también los ecosistemas del mundo cultural? ¿Quién habla de aire puro? Un poco de aire a secas bastaría. Régis Debray es escritor francés.

La tribu y el mercado (Respuesta a Régis Debray)

"Lo que es bueno para la Columbia y la Warner Bross es bueno para Estados Unidos, vale; la cuestión ahora es saber si es bueno para la humanidad", dice mi amigo Régis Debray en su respuesta a mi artículo contra "la excepción cultural" para los productos audiovisuales en las negociaciones del GATT (*). Es una frase efectista, pero poco seria, en un texto cuyo antinorteamericanismo, basado en mitos ideológicos, desvía el debate sobre el asunto en discusión: si la libertad de comercio y la cultura son compatibles o írritas la una a la otra. A su juicio hay -¡una vez más!- una conspiración de Estados Unidos, "el poder imperial", para convertir al planeta en un "supermercado" en el que las "culturas minoritarias" acosadas por la Coca-Cola y los yuppies yprivadas, de medios de expresión, no tendrían otra salida que el integrismo religioso. Y, por lo visto, no han sido varias décadas de planificación económica, controles, colectivismo y estatismo socialistas lo que explica la crisis de Europa del Este sino "el capitalismo tejano de importación", culpable de que se hayan cerrado los "teatros, estudios y editoriales" de esos países. Ésta es una ficción, caro Régis, que puede divertir a la galería, pero que falsea la realidad. Los grandes conglomerados norteamericanos, de la IBM a la General Motors, se ven cada vez en peores aprietos para hacer frente a la competencia de empresas de diversos países del mundo (algunos tan pequeños como Chile, Japón o Taiwan), capaces de producir desde ordenadores hasta automóviles a mejores precios que aquellos colosos, y que, gracias a la libertad de mercado, son preferidos a los de éstos por gentes del mundo entero (incluidos los estadounidenses). Esta libertad no es buena porque perjudique a las grandes empresas, sino porque favorece a los consumidores, quienes, guiados por su propio interés, deciden qué industrias los sirven mejor. Gracias a este sistema muchos de esos países "colonizados" que te preocupan, están dejando de serlo a pasos rápidos y ésta es, desde mi punto de vista, una razón principal para preferir el mercado libre y la internacionalización al régimen de controles e intervencionismo estatal que tú defiendes para los productos culturales. Acabo de pasar un año enseñando en Harvard y en Princeton, y si esas dos universidades dan la medida de lo que ocurre en los centros académicos de Estados Unidos, el "imperialismo" que los devasta es el francés, pues Lacan, Foucault y Derrida ejercen aún en las humanidades (cuando en Francia su hegemonía decae) una influencia abrumadora (a ti te estudian, también). ¿No pondrían tú y tus amigos defensores de la "excepción cultural" el grito en el cielo si un grupo de profesores norteamericanos pidiera la imposición de cuotas de libros obligatorios de pensadores nativos en las universidades de su país como defensa contra esa 'agresión' intelectual francesa que amenaza con arrebatar a Estados Unidos su "identidad cultural"?

Según tu artículo, en el caso de los productos audiovisuales no se ejerce la libre elección del consumidor, porque son los intermediarios -los distribuidores- quienes 'imponen' el producto al mercado. El papel de los intermediarios es central, en efecto -son los profesores, no los estudiantes, los que prefieren a Lacan, Foucault y Derrida- pero lo de la 'imposición' es inexacto, si el mercado se mantiene abierto a la competencia, y los lectores -o los oyentes, espectadores o televidentes- pueden ir indicando, mediante su aceptación o su rechazo, lo que prefieren ver, oír y leer. Cuando funciona libremente, el mercado permite, por ejemplo, que películas producidas en "la periferia" se abran camino de pronto desde allí hasta millares de salas de exhibición en todo el mundo, como les ha ocurrido a Como agua para el chocolate o El Mariachi. Ahora bien, es verdad que, en lo relativo a los productos culturales de consumo masivo, el mercado revela el predominio en los consumidores de unos gustos y preferencias que no suelen ser los tuyos ni los míos. Me imagino que te habrá desmoralizado mucho el éxito formidable que ha tenido entre los espectadores franceses Les visiteurs, una entretenida realización a la que, estoy seguro, nadie osaría calificar de creación de alta cultura. Ya sé que la televisión francesa ha sido capaz de producir programas admirables, como Apostrophes, al que yo rendí homenaje en estas mismas páginas, cuando Bernard Pivot decidió ponerle fin. ¿Pero, es un programa como ése la norma o la excepción en los canales franceses? Tú sabes tan bien como yo que los programas promedio, y sobre todo los de más éxito, en Francia como en el resto del mundo- son de una sofocante mediocridad y que la idiotez no es patrimonio "imperial" sino, más bien, un atributo a menudo buscado con fervor por el gran público en el cine, la televisión y hasta -horror de horrores- en los libros. Esto no es el resultado de una conspiración de Estados Unidos para colonizar con "la idiotez imperial" al resto del mundo, caro Régis, sino -quién lo hubiera dicho- de la democratización de la cultura que han hecho posible, a una escala jamás prevista, los medios audiovisuales. Inventarse el fantasma de las multinacionales de Hollywood corruptoras de la sensibilidad francesa -o europea- para explicar que el gran público prefiera los culebrones o los reality shows a los programas de calidad es jugar al avestruz. No es verdad. La verdad es que la 'alta cultura' está fuera del alcance del ciudadano medio, tanto en Estados Unidos como en Europa o en los países del Tercer Mundo, y ésta es una verdad que ha hecho patente, la libertad de mercado, allí donde ha podido funcionar sin demasiadas cortapisas. Éste es un problema de la cultura, no del mercado. Tu receta para curar semejante mal es suprimir la libertad y reemplazarla por el despotismo ilustrado. Es decir, por un Estado intervencionista a quien corresponderá determinar, en nombre de la Cultura con mayúsculas, un 60% de los programas televisivos que verán los franceses. (¿Por qué el 60%? ¿Por qué no el 55% o el 80% o el 93%? ¿Cuáles son los argumentos que justifican esa precisa mutilación numérica de la libertad de elección del televidente y no un porcentaje mayor o menor?) Eso es llamar al doctor Guillotín a que venga con su máquina infernal a curar las neuralgias del paciente.

Reemplazar el mercado por la burocracia del Estado para regular la vida cultural de un país, aunque sea sólo en parte, como tú propones, no garantiza que, a la hora del reparto de las prebendas y privilegios -es lo que son las subvenciones- los favorecidos sean los más originales y los mejor dotados, y los mediocres, los desechados. Hay pruebas inconmensurables de que, más bien, sucede al revés. Totalitario, autoritario o democrático, el Estado tiende irresistiblemente a subsidiar no el talento, sino la sumisión, y los valores seguros en vez de los posibles den ciernes. Me haces reír cuando citas los casos de cineastas como Buñuel, Orson Welles o Jean-Luc Godard, a favor de tus tesis intervencionistas. ¿Crees de veras que la irreverencia anarquista del Buñuel de El asno de oro, o el inconformismo de Citizen Kane, o las insolencias de A bout de souffle las hubiera financiado un Gobierno? No me sorprende nada que, ya famosos, convertidos en íconos indiscutibles, los Estados cubrieran de honores a esos cineastas: así se homenajeaban a sí mismos en ellos y los convertían en instrumentos de su propaganda. Pero todo arte de ruptura y contestación de los valores establecidos tiene los días contados si se entrega al Estado, en todo o en parte, ese poder decisivo que tú quieres confiarle en lo que concierne a la producción audiovisual. Buen ejemplo de ello son esas sociedades de Europa del Este donde el Estado controlaba la producción cultural -invirtiendo a veces considerables recursos- a un precio que ningún creador o intelectual digno e9tuvo dispuesto a pagar: la pérdida de la libertad. Esta libertad, sin la cual la cultura se degrada y esfuma, está mejor garantizada con el mercado y el internacionalismo que con el despotismo ilustrado y el nacionalismo económico, las dos fieras agazapadas detrás de las patrióticas banderas de "la excepción cultural", por más que no todos los que las agitan lo adviertan. En tu artículo enumeras una serie de nombres ilustres de cineastas que comparten tus tesis, de Delvaux a Wim Wenders y Francesco Rosi. Es un argumento que no me impresiona. Tú sabes tan bien como yo que el talento artístico no es garantía de lucidez política y no será ésta la primera, ni la última vez, en que veremos a destacados creadores trabajar empeñosamente erigiendo el patíbulo donde serán ahorcados. ¿No fuimos tú y yo, de jóvenes, ardientes defensores de un modelo social que, si se hubiera materializado en nuestros países, habría censurado nuestros libros y, acaso, nos habría despachado al Gulag? Uno de aquellos ideales de nuestra juventud, el desvanecimiento de las fronteras, la integración de los pueblos del mundo dentro de un sistema de intercambios que beneficie a todos y, sobre todo, a los países que necesitan con urgencia salir del subdesarrollo y la pobreza, es hoy en día una realidad en marcha. Pero, en contra de lo que tú y yo creíamos, no ha sido la revolución socialista la que ha llevado a cabo esta internacionalización de la vida, sino sus bestias negras: el capitalismo y el mercado. Esto es lo mejor que ha ocurrido en la historia moderna, porque echa las bases de una nueva civilización a escala planetaria organizada en tomo a la democracia política, el predominio de la sociedad civil, la libertad económica y los derechos humanos. El proceso está apenas en sus comienzos y se halla amenazado desde todos los flancos por quienes, esgrimiendo distintas razones y espantajos, tratan de atajarlo o destruirlo en nombre de una doctrina de muchos tentáculos que parecía semiextinguida y que ahora reaparece, reaclimatada a las circunstancias: el nacionalismo. Naturalmente que no voy a cometer la falacia de identificar el nacionalismo cultural que tú defiendes con el de los racistas y xenófobos prehistóricos para los que la salvación de Francia -o

de Europa- exige expulsar al moro del Continente y levantar diques y fronteras "contra las agresiones de Wall Street". Pero asociar los términos de nación y cultura, como si hubiera entre ellos una indisoluble simbiosis, y, peor todavía, hacer depender la integridad de ésta del fortalecimiento de aquélla -eso significa el proteccionismo cultural- es empeñarse en revertir el proceso integrador del mundo contemporáneo y una manera de votar por el retorno de la humanidad a la era de las tribus. Muerto el comunismo, el colectivismo y el estatismo resucitan detrás de otro artificio parecido al de la 'clase' revolucionaria: la nación. ¿Por qué, si se acepta el principio de la "excepción cultural" para las películas y los programas televisivos, no se adoptaría también para los discos, los libros, los espectáculos? ¿Por qué no poner también cuotas estrictas para el consumo de las mercancías extranjeras de cualquier índole? ¿No son manifestaciones de una cultura los productos gastronómicos, el atuendo, los usos tradicionales en lo relativo al transporte, al esparcimiento, al trabajo? Una vez admitido el principio de una "excepción cultural", no hay producto industrial exento de argumentos válidos para exigir idéntico privilegio, y con razón. Este camino no conduce a la salvaguardia de la cultura, sino a poner a un país, atado de pies y manos, a merced del estatismo. Es decir, a una merma de su libertad. Es cierto que el mercado norteamericano está aún lejos de funcionar con entera libertad, y las negociaciones del GATT deberían servir para romper las limitaciones proteccionistas que Estados Unidos ha establecido en la propiedad, la producción y el comercio audiovisual. Europa debe exigir que se supriman estas barreras, a cambio de abrir sus propios mercados a la competencia. Esa es la buena batalla y deberíamos librarla juntos: la que se fija como objetivo ampliar la libertad existente y hacerla asequible a todos, en vez de la que quiere, para contrarrestar las trabas a la libertad en Estados Unidos, amurallar la de Francia (o la de Europa) y rodearla de burócratas y aduaneros que, en vez de protegerla, la asfixiarán. * Régis Debray, Respuesta a Mario Vargas Llosa, EL PAÍS, jueves 4 de noviembre de 1993. copyright Mario Vargas Llosa, 1993.

Salir de la arutopista Régis Debray

(Respuesta a Mario Vargas Llosa)Te entrego las armas, Mario. "El antiamericanismo basado en mitos ideológicos", dices, "hace que el debate se desvíe de la cuestión de fondo". Es cierto. Dejemos, pues, este revólver de seis balas que juzga antes de comprender. En los medios intelectuales, entre 1945 y 1970, no era de buen tono serantisoviético. ¿Ocurrirá lo mismo en el 2050 con los antichinos? Cada momento de ortodoxia tiene su anatema. En la actualidad, serantiamericano supone la excomunión. Esta etiqueta, que transforma a todo oponente al nuevo orden en alguien que sufre en su carácter una fobia persistente y lamentable, sirve a sus adversarios para descalificarle y no responder a sus argumentos. Dejemos el terrorismo de los estereotipos para las películas del Oeste y los cerebros estalinistas. Rechazo a EE UU como modelo, y me alimento de su cultura. Eurodisney me aburre y California me encanta. No confundo lasociedad estadounidense, y su democrática vitalidad, con la supremacíade EE UU, tan frecuentemente mortífera. Y me río, como tú, de esa mitología mágico-policiaca que transforma en "conspiración" o en "tejemanejes secretos" lo que es un banal efecto del exceso de fuerza. Toda hegemonía es producto de un engranaje, de una mecánica de fuerzas, y no de una psicología de las intenciones. ¿Dónde y cuándo he denunciado yo una maquinación? Levanto acta de una lógica sonámbula, la del "cada vez más", que es la lógica de siempre, la de todos los imperios, y Hamo a una resistencia lúcida y generosa como la que debe encontrar todo sistema de dominación ciega, ayer, hoy y mañana, ya sea estadounidense, español, alemán o francés. El debate entre "la libertad de comercio y la cultura" no enfrenta a Europa y EE UU, sino a Occidente consigo mismo, que es menos peligroso, pero más grave. En 1935, Husserl evocaba "la crisis de la humanidad europea", que incluía para él el otro lado del Atlántico. La primera víctima de la americanización es precisamente EE UU; esta crisis opone lo mejor de EE UU a sus peores características. De forma inmediata, coloca a la vieja y obesa Europa ante el espejo. Ojalá descubra en él su fragilidad íntima, y el rostro cultural de los pequeños pueblos que antes despreciaba, aquellos cuya existencia, decía Kundera, "puede ser cuestionada en todo inomento". ¿Puede la tragedia de la Europa central de antaño, amputada en su polifonía, privada de sus imágenes y de sus voces, convertirse un día en la tragedia de toda Europa? Opones el mercado mundial a la tribu como el neutro al exaltado, el hospitalario al belicoso, el abierto al cerrado. Pero recuerda que también el mercado expulsa, degüella y lleva a la desesperación. Por millones. Una sociedad de mercado puro supondría la

exclusión de una de cada tres personas en la "megatienda Virgin" que sueñas para Europa, y de dos de cada tres si hablamos de un hipermercado planetario, donde un quinto de la población mundial acapara los cuatro quintos del capital y del poder adquisitivo. La risueña modernización que te encanta es también la de las desigualdades, y supone un alejamiento creciente entre el centro y la periferia. ¿Qué significa la libre competencia entre el cine africano y el estadounidense? La asfixia del primero ante la indiferencia del segundo. Confiar la emancipación del hombre -quiero decir la educación, la creación y la investigación- sólo a los mecanismos del mercado puede más bien despertar en todos las peores tendencias insulares. Porque la nueva mundialidad que te entusiasma no quita vigencia a la vieja ley imperial de las fuerzas, sino que modifica sus métodos. Sustituye, como decía ayer Zbigniew Brzezinski referiéndose a nuestra "aldea mundial", la diplomacia de las cañoneras por la de las redes de distribución (aunque la primera sigue siendo útil de vez en cuando). Pero, más que nunca, la cultura dominante sigue siendo la cultura de la economía dominante, y de las cañoneras más grandes. De ahí viene seguramente su arrogancia. "Mercado" no es una palabra más neutra que "tribu". No quiero poner al mercado en la picota, pero tampoco hagamos de ese mal necesario una panacea, ni mucho menos una pantalla de humo de un supernacionalismo dominador y seguro de sí mismo. En cualquier caso, no es mi único principio de realidad, y me cuidaría mucho de convertirlo en la directriz filosófica del siglo XXI. Entretanto, confiar el mundo de las imágenes y los valores a la simple mecánica de la oferta y la demanda sería una variante del nihilismo en su versión importación-exportación. En un mercado, el principio de equivalencia hace que todo pueda intercambiarse por todo. Pero la cultura es ese raro ámbito donde cualquier cosa no es igual que cualquier otra: los pueblos, los poemas, las películas o la música. Todo poder excesivo engendra un contrapoder, y toda marea engendra un dique. Aquí, el dique se llama cuotas de difusión, subvenciones públicas, fondos de apoyo. Se trata, en todo el planeta, de la supervivencia del otro, una especie en vías de desaparicion, y ante todo de una cierta idea de "humanidad europea". Sabes que Husserl atribuía su nacimiento a una extraña pasión que se extendió hace mucho tiempo en el mar Egeo: "La pasión de conocer". Y de crear. La pasión de ganar dinero reinaba en Cartago y en Fenicia, pero Occidente nació en Grecia. ¿Hay que acabar con estos orígenes? No tengo nada contra el progreso del consumo. Pero perdóname si no puedo ver en él el camino que garantiza la emancipación, igual que no veo un ágora en un autoservicio, ni un "espacio público" en un espacio publicitario. Sería asfixiante dejarse encerrar en la alternativa exclusiva entre tribu y mercado. En primer lugar, la historia de este siglo nos muestra que puede tenerse al mismo tiempo la peste y el cólera: la Alemania nazi, la Francia de Pétain, el Chile de Pinochet. Además, aparte de Kim Il Sung, nadie piensa para responder al hipercapitalismo en ese hiperdirigismo que denuncias acertadamente, y que sólo hace estragos en Corea del Norte. Entre esa dinámica y la dictadura del mercado, ¿no puede abrirse una tercera vía? Me parece que se pasa del fomento a la exclusión cuando, en nombre de la libre

circulación de las mercancías, se convierte a las obras en meros productos, se sacrifica el derecho moral inalienable del creador al copyright del empresario, y la película de autor a la película de productor. Esta operación de fuerza invoca la world culture o cultura universal. Pero la palabra mágica de internacionalización ya no funciona como apertura al otro, sino como exclusión del otro. Es exponiéndose y oponiéndose a su vecino como cada uno alcanza su propia realidad, forjándose una lengua propia. No conozco una cultura esperanto ni un pensamiento volapük. "Si quieres ser universal", decía Machado, "háblanos de tu pueblo". Ante nuestros ojos, "internacional" se convierte en lo contrario de "universal". Alabas la armoniosa circulación mundial de los signos y las imágenes, similar a la libre circulación de los capitales, que comenzaría apaciblemente a irrigar el planeta. Pero desgraciadamente el mercado mundial es, como lo es EE UU, un sistema de autopistas (entre ellas, la nueva autopista informática en construcción). Resulta útil, pero no creo que cualquier salida de la autopista, carretera de enlace o rodeo lleve necesariamente a un "arquéodromo" o a una purificación étnica. Todo lo que está fuera de las autopistas lo llamas "prehistoria", folclor y patologías. ¿Por qué no llamarlo simplemente "historia"? El hombre es un ser histórico inscrito en un lugar y un tiempo. ¿Acaso sacrifica un palestino de 1993 la idea de humanidad a la de tribu por querer una nación y un territorio? Es por esa condición particular por la que realiza su esencia universal de ser humano, y al hacerlo no niega la unidad de la especie humana, del mismo modo que no lo hacía el judío de 1947, harto de ser de todas partes y de ningún sitio, al dotarse de una patria. Oponerse a la idea viva de nación en nombre de la estupidez del nacionalismo es promover de forma garantizada la idea mortal de tribu (que es lo contrario de la nación, si las palabras significan algo). Identificar a un hombre por su nacionalidad, como se le cuelga una etiqueta a un animal, es la actitud tribal e inhumana de los fascismos: lleva a los adversarios a los campos de concentración y a los supervivientes a un museo de historia natural. Pero despojar a los hombres de su memoria y de su pertenencia en nombre del género humano es la actitud mercantil e inhumana de un capitalismo ebrio. Un hombre no es libre si no es él mismo: ¿es por ello necesario tribalizarlo? ¿Dónde está el etnocentrismo: en los que quieren transformar todos los países del mundo en provincias de una sola capital o en los que quieren que el mundo tenga varias capitales? Si la unificación del planeta por la ley de hierro de las mercancías tiene que producirse por reducción al mínimo común denominador, la audiencia y los beneficios, entonces el Gran Hermano ha cambiado de chaqueta, y ya no corre por la izquierda, sino por la derecha. Los dos sabemos bien que Orwell no triunfará nunca. Que la novela no puede morir, como tampoco la ambigüedad humana ni la pluralidad de lenguas. Entre las "dos cosas que amenazan al mundo: el orden y el desorden", el mercado y las tribus, cada época las dosifica para alcanzar su diversidad óptima, más acá de la cual el imperio del momento provoca la desertización y más allá del cual las tribus provocan el caos. Creo que no hay que satanizar ninguna de las dos fuerzas opuestas y complementarias que moldean la humanidad. Las que "tienden a mantener e incluso acentuar los particularismos" y las que "actúan en el sentido de la convergencia y la afinidad". Cito aquí

a Lévi-Strauss, porque la investigación antropológica a largo plazo ha demostrado que los progresos de la civilización nacen de una coalición de culturas diferentes, "coalición que es tanto más fecunda cuanto más diversas sean las culturas entre as que se forme". Los centros espirituales de Europa central, Viena, Trieste o Praga, fueron, efectivamente, ciudades de coalición (más multinacionales en ese sentido que cosmopolitas), como lo son en la actualidad Nueva York, París, Madrid o Barcelona. ¿No crees que las coaliciones humanas ganan al ampliarse continuamente con nuevos socios, para acrecentar el contacto y el intercambio? Llámalos tribus, si quieres; lo importante es que todos nuestros congéneres no estén atados a una visión única, con una única banda de asfalto en el horizonte. América, Europa, Asia, África: tenemos vocación de vivir juntos, sí, pero no constreñidos por la uniformidad.