Yo, Testigo Del Padre

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Yo... Testigo del PADRE Fray Modestino de Pietrelcina

Presentación Fray Modestino de Pietrelcina ha volado al cielo el 14 de agosto de 2011, en la vigilia de la fiesta de la Asunción. Un fraile sencillo, amado y buscado por miles de peregrinos, que después de la muerte de Padre Pío, veían en aquel humilde fraile laico un privilegiado heredero espiritual del Fraile estigmatizado. Tenemos todos presentes en nuestra memoria las largas colas de hombres y mujeres que se acercaban a su ventanilla en la portería, para confiarle una pena, pedirle una gracia, un consejo o una ayuda para la propia vida espiritual. Fray Modestino los acogía a todos, los escuchaba y les aseguraba sus oraciones y “describía” su Padre Pío. ¡Describía! Desde luego a Fray Modestino le gustaba contar hechos, anécdotas y florecillas relacionados con el Padre Pío, que además de ser su paisano, era sobre todo el punto de referencia en su vida, primero como laico y después como fraile. Ya se han hecho cinco ediciones en italiano de la recopilación de estos relatos. La presente es la primera en lengua española; será un desafío traducir en la noble y musical lengua castellana las frases dialectales, que enriquecen el relato y le dan un calor y un color particularmente agradable. Más allá de la forma literaria, el texto es un verdadero escriño de testimonios de primera mano, que ahora, después de su muerte adquieren significado de una preciosa herencia espiritual que nos ha dejado Fray Modestino Las cosas humildes de Pietrelcina, los recuerdos del corazón, las palabras del amado Padre Pio, serán para todos los lectores una ocasión irrepetible para conocer mejor al Padre Pio, renovar el cariño y la gratitud hacia Fray Modestino, y sobre todo, crecer en la fe y en el testimonio cristiano, cada uno en la medida que el Señor le ha dado. San Giovanni Rotondo, 17 de setiembre de 2011. Fray Mariano Di Vitto OFM Cap. 5

INTRODUCCIÓN Era una mañana soleada del7 de abril de 1983. A la espera de mi trabajo habitual, me entregan un sobre. Estaba dirigido a mí. Lo abrí. Era el Vice-Postulador Padre Gerardo Di Flumeri me informaba que mi nombre había sido incluido en el elenco de testigos que declararían en el proceso informativo sobre la vida y virtudes del Siervo de Dios, Padre Pío de Pietrelcina. El asombro, la emoción, la conciencia de mi indignidad, la evaluación inmediata de semejante responsabilidad, me provocaron tal agitación que no logré ocultar. Me retiré a mi celda, aturdido, aterrado, ni hice más que repetirme a mí mismo una frase que desde ahora ha resonado, resuena y resonará obsesiva en mi mente y en mi corazón: "Yo… testigo del Padre “. Yo, el último de los co-hermanos (hermano de profesión y comunidad) del Padre Pío, el más indigno, el más humilde de mis paisanos, era requerido para dar, ante la presencia del Tribunal Eclesiástico, mi testimonio sobre la vida, acerca de las virtudes de un hombre de Dios, cuya grandeza y cuya fama de santidad había cruzado todas las fronteras. Me sentía aplastado por una carga intolerable. Tenía el ánimo colmado de sensaciones y corrí a descargarlo a los pies de Jesús Sacramentado. Oré. Supliqué la ayuda de Jesús, de la Virgen, del Ángel custodio. Luego sentí que me la habían asegurado. Me callé, pero, desde ese momento no hice otra cosa más que pensar en el Padre Pío, las experiencias vividas junto a él, lo que he constatado en él; su fe inquebrantable, en su infinita esperanza, su inmensa caridad. Pasaron algunos meses, entonces el 12 de setiembre, día del Santo Nombre de María, el Tribunal Eclesiástico establecido por la Curia Arzobispal de Manfredonia, me manda una carta con la cual el presidente, el notario y el cursor me convocaban el 19 de setiembre, para rendir mi declaración. 6

Esa misma noche soñé que el Padre Pío, sonriendo, me invitaba a no tener miedo. El había rezado por mí. Al día siguiente me sentí finalmente tranquilo. Repasé mentalmente todo lo que sabía del venerado Padre y tuve la impresión de recordar cada detalle en particular y con gran claridad, los episodios que mayormente habían tocado mi corazón. Estaba listo. El 19 de septiembre de 1983 partí para Manfredonia acompañado por el Vice-Postulador. Los interrogatorios de los jueces, mis respuestas, toda la declaración de los hechos concretos permanecieron en secreto prescripto hasta que fuera decretada la publicación de las Actas Procesales. Pero el Señor ha querido que también fuera yo un testigo del Padre, porque sentí una gran responsabilidad: el deber de dar a la historia y a los devotos admiradores del Padre Pío, mi testimonio que, sin violar el secreto de la declaración presentada al Tribunal Eclesiástico, trata algunos aspectos de la figura excepcional de mi más grande coterráneo y paisano. Deseo entregarles anécdotas inéditas, observaciones personales y recuerdos inolvidables. Deseo ser para el Padre Pío, igual que el hermano León ha sido para San Francisco de Asís. Un sueño ambicioso, que espero me sea perdonado, ya que es concebido por la ansiedad que tengo de darle gloria a Aquél a quien debo mi vocación religiosa, formación espiritual, protección tangible y constante asistencia. Comencé entonces a escribir en algunos cuadernos, una especie de “florecillas”, que informaban de mis experiencias directas e indirectas. Cuando, después de unos tres años puse la palabra Fin y he releído todo, me di cuenta sin embargo que de mis notas, que se darían a la imprenta, necesitaban un “retoque”, que el respeto al lector exige.

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Le debo este “retoque” evidente a la generosa colaboración de mi hijo espiritual, el Dr. Gennaro Preziuso, fiel amigo y conocido biógrafo del Padre Pío, quien ha permitido la realización de un sueño que le dedico a todos aquellos que han amado, aman y amarán al siervo de Dios, Padre Pío de Pietrelcina. El Autor

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Mi Primer Encuentro con el Padre He nacido en Pietrelcina el 17 de abril de 1917 y, por ello, puedo definirme con orgullo, pero también con gran responsabilidad, paisano del Padre Pío. Durante mis primeros veinte años de vida no he tenido nunca la oportunidad y el correspondiente gozo de conocer personalmente al Padre Pío, de quien había oído hablar siempre como de “nuestro santito”. Desde la infancia, yo había escuchado con particular atención la narración de hechos prodigiosos atribuidos al “fraile santo”, contados de viva voz por mi madre quien además de coetánea del Padre, había sido vecina de la familia Forgione. Las respectivas casas estaban separadas por un pequeño callejón, de modo que ella había podido observar la reserva excepcional y el espíritu de oración de Francisco (nombre de bautismo del Padre Pío). Le había visto “siempre con el rosario en la mano”. También en el campo, las respectivas propiedades de las familias Fucci y Forgione confinaban la una con la otra. Mi madre contaba con frecuencia como de pequeño, el Padre Pío, en el pueblo, rehusaba tomar parte en los juegos de los demás muchachos y, en el campo, evitaba apacentar las ovejas junto a ella, que inocentemente ofrecía y pedía un poco de compañía. Recordaba también como, joven sacerdote, se detenía a la puerta de nuestra casa donde de buena gana pasaba un rato tomando en brazos a mi hermano Antonio, recién nacido. A las narraciones de mi madre se añadían las de mi padre, que hablaba de las virtudes y los dones del Padre Pío cuando, al caer la tarde y terminado el trabajo en el campo, se dedicaba conmigo al cuidado de nuestro pequeño rebaño. En la escuela nocturna donde yo estudiaba, tuve la fortuna de tener el mismo maestro del Padre Pío, Ángelo Cáccavo, quien con frecuencia atraía nuestra atención con referencias a hechos que se referían a la figura de su extraordinario alumno de otros tiempos.

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En el pueblo todos hablaban del Padre Pío con una admiración tal, que inevitablemente nacía en mí el deseo ardiente de encontrar por fin al “fraile santo”. Tuve esta gracia en el año 1940, con ocasión de mi llamada al servicio militar. Era el 20 de noviembre y, antes de alistarme, junto con mi madre decidimos ir a San Giovanni Rotondo para pedir su bendición y encomendarnos a sus oraciones. En Benevento tomamos el tren que nos llevó a Foggia. Al atardecer conseguimos encontrar puesto en un viejo autobús y llegamos a San Giovanni Rotondo cuando el Padre Pío había terminado ya la función vespertina. Pasamos la noche en una pensión contigua al convento y, al día siguiente, ansiosos de oír “su” misa, fuimos los primeros en llegar a la iglesia. Ocupé un buen puesto cerca del altar y, apenas vi al Padre, tuve la impresión de que delante de mí pasaba otro Cristo cargado con la cruz, camino al Calvario. Lo que produjo en mi ánimo una profunda turbación y una conmoción indescriptible fue ver al Padre Pío llorar y sollozar de modo convulso. Había oído yo muchas misas, pero nunca me había sucedido ver llorar a un sacerdote mientras celebraba. Después de la misa, la confesión. Mi madre, acercándose al confesonario, dijo con desenvoltura: "¡Padre mío, qué lejos te han mandado ¡ Para venir a encontrarte hace falta mucho tiempo”. Y el Padre Pío sonriendo, respondió: "¡Eh, que tampoco es que tengas que atravesar el mar!" Animado por aquel intercambio de expresiones confidenciales, esperé mi turno y me arrodillé delante de él para confesarme. Después de confesar mis pecados, el Padre me fulminó con una mirada que no olvidaré jamás y con un: "¡Eh muchacho, vete por el camino recto! “. Después me dio la absolución. En aquellas palabras, más que una admonición, había todo un programa de vida que, desde aquel día, he conseguido comprender cada vez más claramente. El Padre me había conquistado, pero, sobre todo, había conquistado mi corazón.

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Durante el Servicio Militar Después de mi primer encuentro con el Padre, volví a casa y, a los pocos días, partí para iniciar la vida militar. Mi pensamiento se dirigía siempre al Padre Pío, a su modo de orar, a la vida interior que se traslucía en su mirada, a su hablar dulce y tajante que incitaba a amar a Dios. Fui destinado al Ministerio de la Guerra como soldado cartero. Estaba contento porque las funciones que me habían encomendado preveían también servicios externos, que me permitían detenerme por algunos minutos en la cercana iglesia de Santa María de los Ángeles. Precisamente en una de estas pausas de oración, en presencia de Jesús sacramentado, advertí con fuerza el deseo de dedicar toda mi vida a Dios. Pasó por mi mente la idea de vestir el hábito de los religiosos Benedictinos Olivetanos de Santa Francisca Romana. Mi vocación era cada día más clara y mis visitas a la iglesia más frecuentes. En la oficina hablaba siempre del más importante de mis paisanos suscitando la admiración de mis compañeros de armas y de mis superiores. Entre estos había dos capitanes que demostraban mayor interés por las cosas que se referían al Padre Pío. Un día me pidieron que les acompañara a San Giovanni Rotondo, con ocasión de una próxima licencia. Ambos habían sido llamados de nuevo a las armas. Uno estaba empleado en el Ministerio de Agricultura, y el otro en el del Ejército. Acepté encantado saboreando por anticipado por volver a ver al Padre. Obtenida la licencia, nos vestimos de paisano y partimos hacia nuestra meta. Después de un viaje nada fácil, fuimos admitidos a la presencia del Padre Pio, quien, sin que yo le hubiera hecho presentación alguna de mis dos compañeros, exclamó con tono burlesco y socarrón: “¡Oh, pobre Agricultura! ¡Oh, pobre Ejército!” Y, sonriendo, miró alternativamente a los dos oficiales, que, desconcertados por el carisma del Padre de conocer lo que nadie le había referido, cayeron de rodillas y le 11

pidieron la bendición. Yo tuve el privilegio de abrazarlo y me pareció estar en el paraíso. Solicitada y obtenida la seguridad de su paterna protección, regresamos a Roma, sin cansarnos de hablar, todo el viaje, del Padre Pío. Llegados a la estación de la capital, cayó sobre nuestro tren un violento bombardeo que destruyó todos los vagones a excepción del que ocupábamos nosotros, que no sufrió ni siquiera un rasguño. Pensamos, sin decir palabra, en el Padre Pío y en su promesa y sentimos que, en nosotros, crecía nuestra fe, nuestros buenos propósitos y nuestro amor hacia él.

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Mi Vocación Durante el período del servicio militar estuve siempre muy atento a la voz interior, que me llamaba a la vida consagrada. Pasaba el tiempo libre en la iglesia de Santa Francisca Romana entregado a la oración, a la meditación, a la adoración. Hablé de mi vocación al abad Dom Plácido Lugano, quien me aseguró que los benedictinos me habrían recibido de buena gana. Pero antes de tomar una decisión definitiva, quise pedir consejo al Padre Pío a quien yo había escogido como mi guía espiritual. Esperé ansiosamente el día de mi licenciamiento. Regresé a la familia, en Pietrelcina, pero no encontré la disponibilidad de medios para viajar a San Giovanni Rotondo. La única posibilidad era la de usar el asno de San Francisco, o sea ir a pie. Pasadas algunas semanas, inicié el deseado viaje en compañía de otros cinco paisanos, que deseaban también encontrar al Padre Pío. El viaje duró dos días y medio y hubimos de soportar hambre, sed, sueño, cansancio y toda clase de incomodidades. Todo ello fue compensado con el amor con que nos recibió el Padre Pío, quien teniendo en cuenta el gran sacrificio, pudo comprobar la calidad de nuestro afecto hacia él. Permanecimos quince días en San Giovanni Rotondo. En aquel tiempo el Padre Pío estaba más libre, ya que, a causa de la guerra no era fácil trasladarse de un lugar a otro. Después de habernos oído en confesión, el Padre nos recibía en el salón contiguo a la iglesita y nos hablaba de Dios, de la Virgen, del ángel de la guarda, de la grandeza del alma. Nosotros recibíamos de su palabra y de su ejemplo preciosas lecciones de vida interior. Después le contábamos todo lo que sucedía en Pietrelcina y le dábamos noticia de interés general. Aquellos encuentros se tenían siempre en un ambiente de grande, calurosa, intima familiaridad. Al recordarlos ahora me siento invadir por la nostalgia. No tuve nunca la oportunidad o el coraje de manifestar al Padre, en aquellos quince días que pasé en su compañía, mi decisión.

Cuando estaba por terminar nuestra permanencia en San Giovanni Rotondo, nos invadió la tristeza, sea porque debíamos dejar al Padre Pío, sea también porque deberíamos hacer a pié, con las consabidas incomodidades, el viaje de regreso. El Padre Pío lo notó y, con aire tranquilizador, nos dijo: "¡Paisanos, estad tranquilos, que la Providencia se ocupará de vosotros!" Efectivamente, la providencia no se hizo esperar. Nos fue anunciado que aquella tarde debía llegar un camión, que de Pietrelcina transportaba los muebles y demás enseres de Michele, hermano de Padre Pío, que trasladaba su residencia a San Giovanni Rotondo. Llegó efectivamente, como estaba previsto y el conductor nos prometió que, al día siguiente, nos habría llevado a Pietrelcina. Estábamos todos contentos por no tener que regresar a pie, pero aquella noche, al conductor, que, por falta de dinero y de posadas, había sido alojado en la habitación 15 del convento, le vino una fiebre de 39 grados. Nosotros empezamos a dudar de la posibilidad de nuestro viaje. En presencia del Padre Pío pensé: "Mañana no se parte”. Y el Padre, como si me hubiese leído el pensamiento, replicó: "¡Mañana se parte!” Pedí al Padre Bernardo de Pietrelcina que volviera a medir la temperatura a Tonino, que así se llamaba el conductor. El resultado era siempre de 39 grados. Mientras yo estaba manifestando al Padre Bernardo nuestra preocupación por no poder regresar con el camión de Tonino, pasó el Padre Pío, se detuvo en la puerta de la celda y dio un vistazo hacia adentro. Después preguntó: "¿Habéis puesto el termómetro a Tonino?" Respondimos afirmativamente y añadimos: "Tiene 39 grados”. El replicó: "Pero, ¿vosotros veis o no veis?" Tomó el termómetro, lo sacudió, se lo puso en la axila a Tonino y se fue hacia el coro. Cinco minutos más tarde, en aquel termómetro, el mercurio indicaba 36.2 grados y no los 39 de antes. Sorprendidos y maravillados dimos gracias al Señor por los dones concedidos al Padre Pío. Al día siguiente partimos. En Pietrelcina yo no estaba tranquilo. Debía declarar mi vocación al Padre y conocer su parecer. Regresé algún tiempo después a San Giovanni Rotondo y me hospedé por todo un año en casa de una familia, constituida por cinco hermanas solteras y situada a distancia de pocos metros del convento. 14

Era el mes de agosto de 1945. Con aquella familia me puse de acuerdo para acompañar con la calesa a dos de las hermanas, ambas maestras, a la escuela y para el viaje de regreso a casa, una vez terminadas las lecciones. En cambio, me habrían dado alimentos y hospedaje y habría tenido tiempo libre suficiente para ir, por la mañana a la misa del Padre Pío y para encontrarme con él después de la función religiosa. Aquel año me resultó durísimo, pero provechoso para conocer al Padre Pío, para mi vocación, para mi vida espiritual, que se alimentó con oración continua y con otras prácticas de piedad. Fue muy duro porque las personas de la familia que me hospedaba tenían un carácter que puso a prueba mi capacidad de soportación. No olvidaré jamás el 22 de setiembre de 1945. La tarde de aquel día yo debía transportar algunos haces con una mula adquirida recientemente por las citadas hermanas. Durante el trayecto, yo rezaba el rosario y, mientras estaba rezando, oí que dos de ellas estaban refunfuñando. Me puse a escuchar y oí que decían: "¡Cuanto tiempo tarda para transportar estos haces!" Obviamente se referían a mí, por lo que traté de solicitar a la mula para acelerar el paso y, entonces, oí que decían: "¡Pobre animal. Se ve que no la ha comprado él. Este nos mata!" Se me acabó la paciencia y, recordando además todas las humillaciones precedentes (y que omito en homenaje a la caridad), detuve la mula y dije: "Señoritas, aquí tienen su mula. Mañana regreso a mi casa, porque allí me darán comida, bebida y alojamiento. Si yo he estado aquí ha sido sólo por estar más cerca del Padre Pío”. Ellas, sin pérdida de tiempo, mandaron a alguien para que informara al Padre Pío de mi decisión de regresar a Pietrelcina. Cuando aquella tarde fui al convento y pedí al Padre Pío que me confesara, oí que refunfuñaba: "¡Ven, ven, te confieso yo!" Le seguí al coro. Cuando llegamos, con tono más bien alterado, me dijo: "¿Qué historia es esta? ¡Me marcho, no me marcho! ¡Te lo digo yo, tú debes seguir donde estas!" Yo estaba excitado, irritado y me di cuenta de que estaba gritando. Pero el Padre gritaba más que yo. Seguimos así por un rato, él que decía que sí y yo que decía que no. Hasta que el Padre Pío dijo: ”¡Hijo mío, yo te quiero mucho! De mí podrás obtener todo lo que quieras. Debemos salvarnos el alma. Hazlo por amor de Dios y por amor a mí”. Yo respondí: “Padre, por usted la sangre y la vida”. 15

Entonces el Padre Pío me atrajo hacia sí haciéndome apoyar la cabeza sobre su corazón y toda mi amargura se volvió bienaventurada dulzura. Aproveche la ocasión para manifestarle, finalmente, mi deseo de entrar en la Orden de los Benedictinos de la Santa Francisca Romana, en Roma, pero él, por razones que entonces no comprendí, se declaró decididamente contrario. Las discusiones sobre este argumento continuaron todos los días, hasta cuando un día me dijo estas textuales palabras: "Hijo mío, si quieres ir, vete, pero yo no te daré mi bendición. Recuerda, además, que te espera una grande desgracia”. Me asuste por semejante anuncio, entendí que me quería capuchino, hermano suyo e hijo de San Francisco y renuncié a mi propósito de hacerme benedictino. Cuando le confié que ya había decidido ingresar como hermano no clérigo en la Orden de los frailes menores capuchinos, el Padre Pío, me sonrió, como diciéndome: "¡Finalmente has entendido!" Recibí su bendición y un abrazo. Y, conmovido, lloró conmigo. A distancia de algunos años, mientras yo estaba terminando el noviciado en el convento de Morcone, tuve ocasión de comprobar que el Padre había acertado cuando me anunció una grande desgracia, en el caso de que hubiera ingresado en la Orden de los benedictinos. En efecto, vine a saber que el convento de Santa Francisca Romana había sido asaltado por algunos ladrones, que habían asesinado al abad y al hermano portero. ¡Quizá aquella desgracia me habría tocado a mí!...

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En el Recibidor del Convento Un día, mi primo Cosino Iadanza y yo advertimos una atracción especial hacia el Padre Pío, quien se hacía querer más y más. Aprovechando un momento en que estaba solo en el recibidor, nos acercamos a él y comenzamos a manifestarle nuestro afecto con efusiones filiales. El Padre Pío, sonriendo, dijo: "¿Qué queréis de mí?” Respondimos: "Padre, le queremos mucho”. Y él: "También yo os quiero mucho. Estad tranquilos”. Los otros paisanos, Antonio Cardone y Nicola Orlando, notaron aquellas efusiones y, con una pizca de celos, comenzaron a murmurar. El Padre Pío se dio cuenta y preguntó: "¿Qué tienen que decir esos dos? Respondí: "¿Que usted quiere más a mi primo y a mí, que a ellos!" El Padre Pío entonces dijo: "Yo quiero a todos, si bien siempre hay alguna diferencia”. Intervino entonces el superior del convento y preguntó al Padre: "¿Este tu paisano- y me indicaba a mi-se hará o no se hará fraile?” “Si, se hará” respondió él y miró a lo lejos. La intimidad de aquel encuentro fue violada por la visita de algunos oficiales de Grottaglie. Hechas las presentaciones y los saludos, el Padre Pío se puso serio y dijo: "¿Eh, muchachos, todos vosotros tenéis mujer e hijos? Caminad por el buen camino, de lo contrario, en la otra vida, yo seré el primero en juzgaros y diré al Señor que primero os habéis burlado de mí sobre la tierra y después os queréis burlar de Él”. Probablemente cada uno de aquellos oficiales tenía alguna cosa que reprocharse, ya que se fueron todos mohínos, después de despedirse del Padre y de los presentes. Otro día fui al pueblo, de compras, y adquirí por encargo de algunas personas algunos objetos religiosos que deberían bendecir el Padre Pío, y una botella de vino para mí.

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Cuando volví al convento, fui adonde el Padre, que estaba leyendo en el recibidor y, después de hacerle bendecir los objetos religiosos, le dije: "Padre, bendiga también esta botella de vino”: El Padre Pío me contentó; después añadió con tono socarrón: “Bueno, esta mañana he hecho el primer milagro”. Pregunté: "¿Padre, qué milagro? Respondió: "He convertido en vino el contenido de esta botella”. Repliqué: “Pero, Padre, esto ya era vino”. El Padre Pío sacudió la cabeza y me miró con aire de conmiseración. En la comida bebí con mis paisanos aquel vino y todos lo encontraron excelente y exquisito. Sólo algunos días después supe con estupor que el responsable de la fonda donde yo había comprado aquella botella hacía el vino no con uvas, sino con orujo y no, ciertamente, de la mejor calidad. En el pueblo todos consideraban imbebible aquel brebaje. De este modo comprendí lo que el Padre me había dicho en el recibidor, y aún más, comprendí el valor de su bendición.

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Alegría Inocente Recuerdo que, antes de partir para el noviciado y terminada ya la guerra, todos estaban obligados a observar una disposición ministerial, que prescribía una particular vacuna contra el cólera. En una fría noche de noviembre, mientras yo estaba en el recibidor del convento conversando con el Padre Pío, vino un médico para aplicar dicha vacuna a los frailes de la comunidad. Estaba también el señor Grazio, padre del Padre Pío. Fue precisamente el Padre Pío, el primero en entrar. Inmediatamente tuvo una idea y dijo: "Muchacho, dentro de poco vendrá el Padre Bernardo. Como es tan miedoso, gastémosle una broma, haciéndole creer que la vacuna es muy dolorosa y, así, reiremos un poco”. Todos estuvimos de acuerdo. Cuando el Padre Pío vio que estaba llegando el Padre Bernardo, fingiendo que estaba hablando con el doctor, cerró la puerta, para impedir que nadie entrara ni saliera. Y comentó: "Doctor, ¿es verdad que esta vacuna es muy dolorosa?" El “médico” obviamente respondió: "¡Eh, sí, Padre mío, estas vacunas son muy dolorosas, porque sirven para combatir el cólera!”: El Padre Bernardo aterrorizado, empalideció y, con voz temblorosa, dijo: "¡Piucho yo no me vacuno. Es dolorosa y tengo miedo!" El Padre Pío, reprimiendo como pudo una carcajada, sentenció: "¡Muera Sansón con todos los filisteos! Me he vacunado yo y se deben vacunar todos. Animo, comencemos con mi papá” Y se dirigió hacia el señor Grazio. Y viendo que yo estaba allí cerca, dijo: "No, comencemos más bien por este corderillo”. Mientras yo me sometía a la inocua vacuna, el Padre Pío, sin que lo notase el hermano que ciertamente estaba pidiendo la ayuda del cielo, me daba fuertes codazos en el costado y me decía: "¡Grita, grita fuerte!" Yo, un poco fingiendo y otro poco porque verdaderamente los codazos me producían dolor, comencé a gritar con todas mis fuerzas. Supe después que otro fraile, que estaba afuera esperando su 19

turno, hasta se desmayó. Mientras tanto el Padre Pío invitó al Padre Bernardo a prepararse y darse ánimos. Pero éste, palidísimo, se echó para atrás diciendo: "Piucho, yo tengo miedo, soy viejo, he estado en la guerra. No soy capaz de hacerme vacunar”. El Padre Pío se volvió severo y replicó: "¡He dicho que aquí se muere Sansón con todos los filisteos. Me he vacunado yo y se debe vacunar todo el mundo!" El pobre Padre Bernardo, alzando los ojos al cielo, se acercó al médico y, concluida la operación, con un suspiro de alivio se reanimó y, lloriqueando, dijo: "¡Piucho, yo no he sentido nada!" "¡Naturalmente –respondió el Padre Pío–. La vacuna ha visto que tú tenias miedo y, a su vez, ha tenido miedo de hacerte daño!" Y por una buena media hora reímos de buena gana, mientras la noticia circulaba de uno a otro fraile contagiando a todos una santa alegría. Otro día, mientras yo acompañaba al Padre Pío en el trayecto de la sacristía a la celda número 5, al subir la escalera del convento, se acercó un joven calabrés. Venía detrás de nosotros y comenzó a decir: "Padre, usted debe rezar porque yo quiero iniciar un noviazgo con la hija del guardián del cementerio. ¿Qué me dice?" El Padre Pío respondió: "¡Muy bien!" El joven replicó: "Sí, pero sus padres no dan su consentimiento". Y el Padre Pío: "Entonces, déjala”. El joven insistía: "Pero es que yo la quiero”. El Padre Pío: "Pues, tómala”. El joven calabrés impertérrito, siguió presentando los diferentes obstáculos y reafirmando su decidida voluntad hasta que, finalmente, el Padre Pío que, con toda la paciencia lo había escuchado y seguido, alternando sus “tómala” y sus “déjala” se cansó y soltando la mano con que se apoyaba a mi brazo, dijo: "Mira muchacho, no pretenderás que yo haga también de intermediario. Yo rezaré por ti, pero ahora déjame en paz”. Y se volvió hacia mí, feliz de haberse librado de un bonachón que no sabía resolver sus personalísimos problemas.

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El Padre Pío amaba muchísimo al Padre Bernardo, su compaisano y hermano de hábito y, como hemos visto, conociendo la grande bondad del mismo que, a pesar de los años, le hacía aparecer como un eterno niño, le gustaba bromear con él. Una noche, el Padre Pío, mientras regresaba del coro, después de una prolongada oración, abrió la puerta de la celda del Padre Bernardo, que ya se había acostado, sin que éste lo advirtiera y empezó a decir: "¡Padre Berná, buenas noches!" Al no recibir respuesta alguna, alzó la voz e insistió: "¡Buenas noches, Padre Berná!" El hermano habría preferido ser dejado en paz y decidió no responder, con la esperanza de que el Padre Pío se fuera de allí. Pero el Padre Pío, impertérrito, insistió: "¡Padre Berná, buenas noches!, ¡Buenas noches, Padre Berná…!" El mal aventurado, con un soplo de voz, se decidió a implorar: "¡Piucho, déjame dormir!" Pero el Padre Pío seguía repitiendo con voz cada vez más fuerte: "¡Padre Berná, buenas noches!, ¡Buenas noches, Padre Berná!" El superior del convento, Padre Agostino de San Marco in Lamis, habiéndose despertado por semejante saludo, aparentemente inocente, pero verdaderamente provocador, desde su celda y con tono severo grito: "¡Id a dormir! ¡Ya es hora de silencio!" El Padre Pío, sin alterarse obedeció. Cerró con cuidado la puerta de la celda del Padre Bernardo, después de haber repetido, una vez más y en voz bajísima, divertido y sonriente: "¡Paisano, buenas noches!" Y se encaminó a su habitación.

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En el Refectorio "¡Hijo mío, siento el vientre hinchado, hinchado! Sin embargo, ¿qué he comido? Apenas treinta gramos de alimento. El favor más grande que podría hacerme el superior sería de dispensarme de comer”. Esto fue lo que dijo el Padre Pío, un día bastante lejano, delante de la celda 5 del convento. Estas palabras revelan cómo el venerado Padre prefería el alimento espiritual al material y que poco se nutría de este último. Comía poquísimo. ¡A veces nada! Cuando yo venía a San Giovanni Rotondo, no me cansaba de observarlo en el refectorio. Apenas si probaba los diversos platos que le presentaban con tanto amor. Después se los pasaba al Padre Anastasio de Roio, que estaba a su lado. Raramente saboreaba alguna tajada de hígado de cerdo, alcachofas o nabos, que le mandaban de Pietrelcina. “Estos son de mi tierra –decía– y hay que comerlos.” Bebía de buena gana un vaso de vino, que le ayudaba a reposar un poco o comía algunos garbanzos tostados y crujientes. Yo me precipitaba siempre para recoger los que dejaba en el banco para darlos a los amigos. En el refectorio el Padre Pío era cordial con todos, pero ordinariamente permanecía en silencio. Si un hermano iniciaba la conversación, él respondía con pocas palabras llenas de sabiduría, o con alguna ocurrencia. Mientras los otros frailes comían, el Padre, con la mano en el pectoral, donde tenía la inseparable corona del rosario, seguía rezando. No tomaba café o licores. Sólo en Navidad quería una taza de café, porque decía: "¡Es Navidad y hay que hacer fiesta!" Lo tomaba también de buena gana cuando no se encontraba bien. Una vez, a consecuencia de una fiebre, se sentía muy débil. El Padre Rafael de Sant¨Elia a Pianisi decidió llevarle a la celda, todas las mañanas, una tacita de café. Pero, al tercer día, el Padre Pío dijo: "Padre mío, ahora basta. Demasiado lujo…” Y no quiso tomar más café. Si, por motivos de salud, el Padre Pío no podía ir al refectorio, los frailes se disputaban el privilegio de llevarle la comida a la celda. Muchas veces me ha tocado a mí este privilegio. Metía todo sobre una pequeña bandeja y, con infinito amor, se 23

lo presentaba al Padre. El probaba algún bocado y, luego lo alejaba. Si el Padre Honorato le invitaba a continuar, decía: "¡Hijo mío, ya he obedecido. Ahora no me forcéis. Estoy bien así!" Por mi parte, yo era feliz de poder comer lo que él había tocado o dejado. Esto era para mí un gesto de devoción que muchos otros habrían querido cumplir, en mi lugar. Y, también de este privilegio, doy gracia a Dios y al venerado Padre Pío.

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En la Celda Nº 5 Mi conocimiento del venerado Padre se ha ido perfeccionando durante los años de vida religiosa. Aún residiendo en otros conventos, yo iba al de San Giovanni Rotondo por lo menos dos veces al mes. Siempre naturalmente, con permiso de los superiores. Todo encuentro con él resultaba siempre provechoso para mi alma. Además yo le llevaba las peticiones de muchos fieles que, sabiendo que yo era paisano suyo, además de hermano en religión e hijo espiritual, me pedían que yo me hiciese intérprete, ante él, de sus necesidades. El recuerdo de cada encuentro ha permanecido indeleble en mi mente, por lo que no me ha sido difícil anotar las experiencias más significativas vividas a su sombra, los diálogos entablados con él, sus desconcertantes confidencias. En el año 1945 tuve con frecuencia la ocasión de entrar en la celda número 5, ocupada entonces por el Padre Pío. En esta celda yo admiraba la sencillez franciscana y la pobreza del mobiliario, el orden, el místico silencio. Yo entraba siempre que podía para entretenerme un momento con el Padre. En una ocasión lo encontré sentado en la cama. Tenía en su cara un gesto de dolor. Le pregunté si se sentía muy mal. Me respondió: "¡Hijo mío, si supieras que sufrimiento! Tengo cólicos renales y, si pudiera, metería más bien los dedos en el muro. Son insoportables!" Se me estremeció el corazón viendo el estado del venerado Padre. Logré sólo hacerle una caricia sin decir una sola palabra. Por su parte, con sus ojazos humedecidos, me sonrió. Una tarde, siempre en la misma celda, me dijo: "Hijo mío, siento mi vientre hinchado y dolorido. Y eso, a pesar de que hoy he comido sólo 30 gramos de alimento. El favor más grande que me podría hacer el superior sería el de dispensarme de comer”.

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Me pregunté como el Padre lograba vivir sin una suficiente alimentación, con tanto trabajo, tanto sufrimiento y perdiendo, cada día, alrededor de 50 gramos de sangre. Aquella tarde fuera nevaba y en la celda no había calefacción. De improviso el Padre Pío dio un gran suspiro y dijo: "¡Dios mío, estoy ardiendo en un gran fuego!" Comenté: "Padre, pero éste es un fuego divino”. Replicó: "No se lo deseo a nadie. Si tú supieras cuanto sufro. Estamos en pleno invierno y, estando cubierto, de noche, con la sola sábana, me despierto en un baño de sudor”. En el mismo invierno me sucedió que acompañé al Padre a lo largo del corredor del convento. Cuando llegamos delante de su celda el Padre Pío se detuvo y me dijo: "¡Hijo mío, qué dolor cuando debo cambiar la camiseta!" Yo pensé en la llaga del costado. En cambio, solo en enero de 1969, después de su muerte, mientras estaba ordenando sus vestidos, comprendí la fuente de aquel dolor. De esto hablaré sucesivamente. Entramos en la celda y, apenas me senté, me pidió que cerrara la puerta. Después, apoyando levemente una mano en el hombro, se dejó llevar de un desahogo paterno y dijo: "Muchacho, me parece que soy el mayor delincuente. Me siguen a cada paso que doy. Voy a la iglesia y encuentro gente; por los pasillos encuentro frailes y seglares… Hay quien quiere pedir un consejo, quien quiere saber su futuro, quien quiere curiosear… Se me echan a las manos para besarlas y me causan dolores de muerte… Incluso ha habido quien ha metido los dedos en mi guante para explorar…”. Me acordé entonces de la confidencia del doctor Cardone, de Pietrelcina, que me contó cómo para cerciorarse de si las llagas estaban abiertas o cicatrizadas, hizo penetrar en la llaga de la mano derecha del Padre el pulgar y el índice, de manera que se tocasen el uno con el otro. El Padre Pío sintió un dolor atroz y exclamó: "Eh, doctor, ¿eres como Santo Tomás? A mí las heridas me duelen”. Después de una pausa de silencio el Padre añadió: "Debes saber que un delincuente en la cárcel, tiene su hora de libertad, un poco de tiempo para pasear en el patio… ¡Pero a mí no me dejan ni un minuto de tiempo libre!...Me siguen y me vigilan de Día y de noche”. Y entendí que tenía razón. 26

Sus Garantías, sus Promesas Terminado el año de noviciado y tras un breve período transcurrido en Cerignola, fui destinado a la familia religiosa de Pietrelcina como hermano laico encargado de pedir la limosna. Mi entusiasmo, por haber emitido los votos solemnes y por haberme consagrado a Dios en la Orden de los Capuchinos fue sometido a dura prueba. ¡Qué humillación para mí ir de puerta en puerta, con la alforja al hombro, en mi pueblo natal y donde había vivido durante 24 años, tender la mano y pedir la caridad de un poco de pan, de aceite, de queso o de un puñado de nueces! Yo lo habría hecho de buena gana en cualquier parte, pero no entre mis gentes. Antes de llegar a Pietrelcina, al convento abierto desde hacía sólo tres meses, fui a San Giovanni y manifesté al Padre el íntimo sufrimiento que me mortificaba. El Padre Pío escuchó los gemidos de mi corazón y después, abrazándome fuertemente con afecto paterno y, a la vez, materno, me dijo: "Hijo mío, haz lo que dicen los superiores. Harás la voluntad de Dios y te sentirás bien. Vete tranquilo. Yo estaré siempre a tu lado y la mirada de San Francisco estará siempre sobre ti”. Aquellas palabras me infundieron no poco valor. Me sentí fuertemente halagado por las garantías y las promesas que contenían: "Yo estaré siempre a tu lado… La mirada de San Francisco estará siempre sobre ti…” Eran garantías y promesas que se añadían a otra, que yo había recibido algunos años atrás y que conservaba celosamente en mi corazón: "De mí tendrás todo lo que quieras…” Todas me imponían obediencia e infinito agradecimiento. Me daba cuenta cada vez mejor de la grandeza del Padre, del poder de su oración, del alcance de sus declaraciones. Y así partí hacia mi pueblo. Durante el viaje me preguntaba cuales podrían ser los designios del Padre Pío sobre mí y qué grande amor me tenía, vistas las alentadoras declaraciones hechas a mi pobre, indigna persona. ¿Cómo habría yo podido rechazar lo que me pedía?

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Entonces decidí iniciar mi vida religiosa en Pietrelcina con un gesto verdaderamente difícil, como para demostrar íntimamente al Padre no sólo obediencia, sino también toda mi gratitud. Con la alforja a cuestas fui a llamar, en primer lugar, a la puerta de mi casa paterna. Abrió la puerta mi madre que, apenas me vio con la mano tendida, rompió a llorar. Sentí un indescriptible dolor. Después llegó a mis oídos, dándome seguridad, la voz de mi padre: "Trata bien a mi fraile”. Entré para abrazar a mi amado padre, pero lo encontré en cama, con fiebre. Había regresado poco antes de San Giovanni Rotondo. Pregunté por el Padre. Me respondió que después de la confesión, había preguntado al Padre Pío: "Padre, ¿cuándo nos volveremos a ver?" Y el Padre Pío le había respondido: "Nos volveremos a ver en el más allá. Saluda a nuestro pueblo”. Quedé turbado. Saludé a mis padres y les agradecí su grande generosidad, pues habían llenado mi alforja. Conocía yo un cierto modo de responder del Padre y regreso al convento, me preguntaba por el significado de aquella respuesta. Aquella noche me costó conciliar el sueño. Al día siguiente, de madrugada, vino a llamarme mi primo Cosimo. Mientras caminábamos me dijo que mi padre, a medianoche, había intentado levantarse de la cama con la intención de tomar aire, pero que un ataque cerebral había acabado con su vida. Lloré en silencio y me vino a la memoria el Padre Pío y comprendí el significado de aquellas palabras: "Nos veremos en el más allá”. En la ceremonia fúnebre participaron numerosos frailes. Ocho días después pedí y obtuve el permiso de ir a encontrar al Padre Pío. Me acogió con todo su afecto, me dio el pésame y, a mi pregunta sobre si mi padre estuviera o no en el paraíso, respondió: "Era hijo de la culpa. Debe descontar la pena”. Comprendí que estaba en el purgatorio y pregunté: "Padre ¿puedo decir a mi familia que haga celebrar en sufragio suyo las misas gregorianas?" Respondió: "¡Si tu familia puede hacerlas celebrar, pues díselo!" Regresé a Pietrelcina. Volví a recorrer las calles del pueblo y los campos para pedir la limosna y ofrecí cada paso, y cada esfuerzo, cada mortificación para esta única intención: ofrecer sufragios por el alma bendita de mi padre. 28

Algunos meses más tarde el Padre Pío llamó a Fr Giovanni Iamarrone, compañero mío del noviciado, y le dio este encargo: "Di a Fray Modestino que su padre se ha salvado. Se ha salvado por sus oraciones y por sus intenciones. Ahora está en el paraíso”.

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Recuerdos de Pietrelcina Pietrelcina antiguamente se llamaba Pietra-pucina (Piedra pequeña), por lo que todo lo que se refiere a este alegre pueblo del valle de Benevento y a su cultura se designaba antes, y también ahora, con el nombre de “pucinaro”. En el ejercicio de mi encargo de limosnero entre los pucinaros, tuve ocasión de recoger detalladas noticias y anécdotas que tienen como protagonista al Padre Pío. Mi hábito capuchino bastaba, por sí solo, para sugerir conexiones y referencias, para reverdecer recuerdos y solicitar testimonios. Eran muchos los que estaban siempre dispuestos a referirme algún episodio del Padre. Entre ellos, el señor Mercurio Scocca me contó un hecho que se remonta a los años 1910-1916, cuando el Padre Pío se encontraba en su pueblo natal por razones de salud. En el mes de agosto de uno de aquellos años el señor Mercurio se encontraba en Piana Romana (una zona cercana a Pietrelcina) dedicado a las labores de trilla. Estaba con él también el Padre Pío, que frecuentemente iba al campo para respirar aire puro. El calor era fuerte y se dormía debajo de algún toldo. El señor Mercurio, bajo toldo cerca de los montones de mieses y el Padre Pío en un carro cubierto con otro grande toldo. En aquel tiempo el Padre Pío estaba enfermo (y éste era precisamente el motivo de su presencia en Pietrelcina), pero su enfermedad se agravaba a causa de del calor exagerado. Conviene saber que el Padre Pío y el señor Mercurio eran compañeros de infancia y vecinos de casa. Existía, por tanto, una gran confianza entre los dos. Un día el señor Mercurio tuvo la feliz (o desgraciada) idea de gastar una broma al Padre Pío. “Padre Pío – le dijo -, yo conozco tu enfermedad y conozco también la medicina que puede curarla”. El Padre Pío, con toda ingenuidad, preguntó al señor Mercurio cuál era esa medicina, ya que quería curarse y volver al convento. Pero el señor Mercurio, temiendo la reacción del Padre Pío, le dijo: "Te lo diré, si me prometes que no me harás nada”. Obtenidas todas las garantías de parte del Padre 31

Pío, el señor Mercurio se decidió, por fin, a hablar. Pero, no fiándose del todo de las promesas de su amigo de infancia, echó una ojeada al camino para ver si estaba libre, de modo que pudiera escapar sin complicaciones. “Bueno, pues… –dijo finalmente, el señor Mercurio– si quieres curar de tu enfermedad, tú te debes casar.” No había terminado de pronunciar la frase cuando, mirando de reojo, advirtió las malas intenciones del Padre Pío y salió corriendo por el campo. El Padre Pío que estaba sentado a su lado, vio una horca apoyada en una morena, la agarró y salió corriendo detrás del señor Mercurio para hacerle pagar cara la receta médica. Cosa que ocurrió apenas lo tuvo a tiro. El mal aventurado señor Mercurio fue obligado a arrodillarse, a pedir perdón y prometer solemnemente que nunca habría dicho una sola palabra sobre el asunto. Y mantuvo la promesa. Este otro episodio me fue referido por Lucía Iadanza, alma escondida y predilecta de Dios que, en Pietrelcina, se había formado desde su infancia bajo la dirección del Padre Pío, de quien había aprendido el catecismo, los himnos y los ejercicios de piedad. Cuando el padre fue destinado a San Giovanni Rotondo, ella viajó con frecuencia a esta pequeña ciudad a pedir y recibir del Padre Pío consejos y orientaciones para su vida espiritual. El 24 de diciembre de 1922 Lucía quiso pasar la Nochebuena cerca del Padre Pío. Hacía mucho frío aquella noche y los frailes habían llevado a la sacristía un brasero encendido. Junto a este brasero acompañada por otras tres mujeres, Lucía esperaba la media noche para asistir a la misa que debía celebrar el Padre Pío. Sus tres compañeras empezaron a cabecear, mientras ella seguía rezando el santo rosario. Por la escalera interna de la sacristía bajaba el Padre Pío y se detuvo junto a la ventana. De repente, en un halo de luz, apareció el Niño Jesús en los brazos del Padre Pío, cuyo rostro se volvió todo radiante. Cuando desapareció la visión, el Padre Pío se dio cuenta que Lucía estaba despierta, lo miraba atónita. Se le acercó y le preguntó: "Lucía, ¿qué has visto?" Lucía respondió: "Padre, he visto todo”. Y el Padre Pío le advirtió con severidad: "No debes decir nada a nadie. De lo contrario, te retuerzo el cuello como a una gallina”. 32

Mi tía Daría Scocca me contó que, en una ocasión, mi tío Grazio (papá del Padre Pío) fue a visitar a su hijo al convento. El Padre Pío recogió algunas castañas en el jardín, las metió en un saco y le dijo a su padre: "Papi, lleva estas castañas a la tía Daría y dale las gracias por todo lo que ha hecho por mí”. La familia Scocca, que yo conozco personalmente, vivía en una buena posición económica. Cuando el Padre Pío iba a Piana Romana, de muchacho para apacentar las ovejas, de joven para estudiar o de sacerdote para rezar, su tía Daría, siempre le daba pruebas de su generosidad. Manifestó su afecto materno hacia el Padre especialmente cuando todos lo evitaban, porque se pensaba que fuese tuberculoso. La tía Daría le prestaba todos sus cuidados ocupándose de prepararle la comida cuando la tía Pepa, su madre, no podía hacerla por estar ocupada en otras actividades. El señor Grazio tomó el fardel de castañas y lo entregó a la tía Daría quien, conmovida, las comió con devoción y conservó el fardel como recuerdo. La víspera del matrimonio de su hija María, la tía Daría decidió preparar algunos bizcochos en el horno. Preparó la leña, acercó a la boca del horno una cerilla y, mientras soplaba con todas sus fuerzas, una imprevista e imprevisible llamarada le quemó el cabello y le provocó una fea quemadura en la cara. Aparte del dolor por la quemadura, la pobre tía Daría se preocupaba por tener que renunciar a la ceremonia nupcial. Gimiendo decía: "¿Cómo haré mañana, que se casa mi hija?" En un momento dado, se le ocurrió una idea: tomó el fardel de las castañas del Padre Pío y se lo puso en la cabeza. Invocó con la mente al Padre y se encomendó al Señor, poniendo como intercesor a su ilustre paisano. Cuando se quitó de la cabeza el fardel, no quedaba señal de la quemadura y su cabellera era normal y larga como antes. Lucía Iadanza, para demostrarme el agradecimiento del Padre Pío hacia quienes habían tenido para con él un gesto de atención y un poco de afecto, me dijo lo que había sucedido a su hermana Magdalena y a su sobrina. Durante un período el Padre Pío, a causa de algunos problemas de salud, no conseguía retener en el estómago los alimentos. La única cosa que comía de buen grado y de la que se alimentaba era la verdura. 33

En enero de aquel año, las heladas habían destruido todas las plantas en Pietrelcina. Sólo el terreno de Magdalena Iadanza, que por su posición estaba resguardado del frío, se había librado del hielo y en él crecían unos nabos estupendos. Lo supo el Padre Pío, y sin pensárselo dos veces, le dijo a Lucía: "¿Por qué tu hermana no me da a probar los nabos?" Lucía presentó a su hermana el deseo del Padre Pío, quien le dio las gracias diciéndole: "El Dios de la bondad te recompense con generosidad. Por mi parte, te aseguro que rezaré siempre por ti y por tu familia”. Pasado algún tiempo, Magdalena se fue a vivir a América con su única hija. Esta se casó y, cuando dio a luz a su primer hijo, le dijo el médico: "Señora, esté atenta porque tener otro hijo equivale a perder la vida”. A pesar de esta advertencia, la joven madre resultó nuevamente encinta. Magdalena, preocupada, escribió a su hermana: "Lucía, mi hija Antonietta espera otro niño. Vete a decir a Padre Pío que los médicos temen por su vida. ¿Qué haré yo si muere Antonietta?" Lucía fue a encontrar al Padre Pío y, llorando le dijo: "Padre, la hija de mi hermana espera otro niño, pero los médicos no dan garantías de que sobrevira al parto”. El Padre Pío respondió: "Dile a Magdalena que este tranquila, porque yo estoy aquí y rezo”. Algunos meses más tarde Lucía volvió a confesarse con el Padre Pío y, antes de que ella comenzase a hablar, el Padre Pío le dijo: "Lucía, felicitaciones para tu sobrina Antonietta. Ha dado a luz un hermoso varón”. Lucía añadió: "Padre ¿cómo ha sido la cosa?" El Padre Pío respondió: "Demos gracias al Señor. Todo ha ido bien”. La semana siguiente llegó un telegrama de América. Era de Magdalena y decía: "Para Antnietta todo ha ido bien. Ha nacido un hermoso varón”. Comprendí que la caridad de un plato de nabos había sido recompensada con creces. Frecuentemente, por mi oficio de limosnero, yo iba a la casa del señor Nicola La Banca, compañero de infancia del Padre Pío. Un día encontré en su casa a su mujer, Filomena y, hablando del Padre Pío, me dijo que una noche le dio a su 34

marido un fuerte dolor de muelas. Se quejaba continuamente y no lograba dormirse. Y, como en la pared de la habitación tenían un cuadro con la fotografía del Padre Pío, la señora Filomena dijo al señor Nicola: "Mira, Nico, no te agites. Invoca a tu amigo de infancia Padre Pío y veras que se te pasa”. Esta invitación provocó en el señor Nicola una reacción todavía peor: "¡Encima, le debo invocar!" Se agachó, agarró un zapato y, acompañando el gesto con una imprecación, lo lanzó con todas sus fuerzas contra el cuadro del Padre Pío. Después de algunos años, Nicola y Filomena, junto con otros amigos, fueron a San Giovanni Rotondo. Nicola, como todos los demás, se confesó con el Padre Pío. Terminada la acusación de sus pecados, el padre le dijo: "¿Qué más?" Y el señor Nicola: "Padre, no tengo más pecados”. “Trata de recordar”, insistió el Padre Pío. Y el señor Nicola: "Padre, ya te he dicho que no tengo nada más”. El Padre Pío, alzando más el tono de la voz, acosó: "Nico, ¿y cuando me has sacudido aquel zapatazo en plena cara? ¿Te creías que aquel zapato podía llegar desde Pietrelcina a San Giovanni Rotondo?" El pobre señor Nicola palideció al comprobar como el Padre había llegado a saber, a tantos kilómetros de distancia, y trató de justificarse: "Es que me dolían las muelas”. Y el Padre Pío: "¡Te dolían las muelas y te las tomabas conmigo!...” El Padre Pío se ponía siempre contento cuando sus paisanos venían a visitarlo y les recibía con afecto particular. Quería saber noticias de Pietrelcina y de sus familias. Apenas me veía aparecer, si estaba en compañía de otros religiosos o de amigos, indicándome con el dedo, decía: "Preguntadle de qué pueblo es”; y se divertía cuando yo respondía que de Pietrelcina. Un día, en su celda Nº 1, estaban con el Padre Pío el Padre Onorato Marcucci y otros religiosos y, a mi llegada, entré para saludarlo. El Padre Onorato dijo: "Padre espiritual, vea quién llega”. Y el Padre Pío respondió: "¡Hola paisano, dile fuerte de quien eres paisano; y después añade que además, somos vecinos de casa!" Con aquella salida quería decir que era un honor ser paisano suyo. Pero para mí y para los pietrelcineses, además de un honor, era una grande responsabilidad. 35

Cuántas veces, si estábamos solos, me decía con voz suplicante: "Fray Modestino, te pido un favor: no hagamos quedar mal a nuestro pueblo”. En diciembre de 1950 yo estaba todavía en Pietrelcina. El superior Padre Alberto DÁpolito, visto que estaban en plena actividad las obras para completar la iglesia del convento, me llamó y me dijo: "Fray Modestino, debes ir a San Giovanni Rotondo a traer algunas piezas de estalactitas que hacen falta para el zócalo de la iglesia. Las encontrarás en la obra de la clínica”. Acepté inmediatamente, contento por tener ocasión de abrazar una vez más al Padre Pío. El viaje fue muy incómodo. Cuando llegué, corrí donde el Padre. Lo encontré en el corredor de la portería. Estaba solo. Nos abrazamos. Después hablando en dialecto, me dijo: "Eh, muchacho, ¿qué te trae por aquí?" “Padre mío – respondí – nos faltan dos tiras de mármol para nuestra iglesia y he venido a llevármelas de aquí; estoy esperando que me las preparen”. Y el Padre Pío: "Haz lo que debas hacer y márchate enseguida”. Desconcertado, vi que se me desvanecía el sueño de estar algunos días con él, pero no me rendí: "Padre – le dije – aún no he terminado de hacer los otros encargos que me han encomendado. ¿Cómo puedo marcharme?" Y el Padre Pío, con apremiante insistencia: “Encontrarás todo preparado. ¡Debes marcharte!" Con toda la ingenuidad de que fui capaz volví a la carga: “Padre, pero yo he venido sobre todo para estar un par de días con usted”. Y el Padre, con toda decisión: "¡Debes marchar inmediatamente! ¿No sabes qué día es mañana? Traté, en vano, de recordar. Se dio cuenta y vino en mi ayuda: “Sabes, mañana es el 3 de diciembre. Es la fiesta de nuestra Virgencita. ¡Ojalá pudiera venir yo también!" No volví a replicar y volví a Pietrelcina con el autobús de las 15 horas. La casa de Vicenzo, el zapatero de Pietrelcina (alias Mast´appizz) se alegró con el nacimiento de un niño que, desde los primeros días, causó alguna preocupación por su salud. Los padres procuraban de todos modos evitarle corrientes de aire y, así, lo tenían siempre dentro de casa.

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El Padre Pío, en aquella época ayudaba a Don Salvatore Pannulo en el ministerio parroquial y todos los días pasaba delante de la casa del zapatero. Viendo que Mast´appizz no se decidía a llevar a su hijo a la iglesia para el bautizo, cada vez recordaba al pobre Vincenzo su deber y la correspondiente responsabilidad. Mast´appizz, harto de oír todos los días el consabido sermoncito, dijo con tono amenazador: “Esta bien, Padre Pío, yo llevo el niño para el bautismo, pero ten presente que si mi hijo muere, yo te saco las tripas”. El Padre Pío administró, contento, el santo bautismo al hijo de Vincenzo, el zapatero, pero quizás por la excesiva cantidad de sal, quizás por simple coincidencia, el niño puso los ojos en blanco y no volvió a dar señales de vida. Lo llevaron a casa, pero el Padre Pío no se le ocurrió volver a pasar por allí. Así, antes de salir de casa, el Padre, con su buena ración de miedo en el cuerpo, preguntaba”¿Cómo está el hijo de Mast´appizz? Si los vecinos respondían que todavía estaba enfermo, iba a la iglesia por otra calle, recordando la “expresiva” amenaza del zapatero. Y así continuó hasta que le informaron que, por fin, el niño estaba bien. ¡Cuánta humanidad revela este episodio en un hombre de Dios!

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Verdadero hijo del Poverello El Padre Pío nació en absoluta pobreza, en una pequeña habitación de 13 metros cuadrados, situada al final de un callejón del barrio Castello. Sus tiernos miembros no fueron colocados sobre suave lana, sino sobre un ruidoso jergón de hojas de maíz. La habitación era iluminada por una lámpara de petróleo y por un candil de terracota lleno de aceite de oliva en cuya superficie flotaba una tenue mecha. El ambiente en que vivió fue también pobre, tanto en el pueblo, como en Piana Romana y también en el convento. Él era feliz de este su estado, que le permitía imitar más fácilmente al “Poverello” de Asís. Cuando, por razones de salud, los superiores quisieron instalar en su celda un termosifón, se opuso con todas sus fuerzas diciendo: "¡si me viera el seráfico padre San Francisco!" Se debió recurrir al precepto de obediencia para hacer la instalación de la calefacción, necesaria por sus condiciones de salud. Sólo por obediencia doblegó su voluntad a las órdenes recibidas. Sus manos fueron como un gran canal. Por ellas pasó tanto dinero, tanta providencia, pero nada se le quedó pegado a ellas. Una de las señales más evidentes de su pobreza conventual fue seguramente el alimento. El Padre Pío comía poco, casi nada. Y no sólo por espíritu de mortificación, sino también para experimentar el sabor de la pobreza franciscana. Entre los alimentos prefería los más sencillos y comunes, los de las personas pobres. Si alguna vez comía algo especial, lo hacía sólo por obediencia. Decir que el Padre Pío “comía” es una exageración. Sería más exacto decir que el Padre Pío “no comía”. Como fraile, muchas veces he tenido la suerte de llevarle los alimentos a su celda, cuando estaba enfermo. Una vez, el padre Honorato, su asistente insistía en hacerle comer algo. El Padre Pío –no exagero– comió cuanto podría bastar a un pajarito y dijo: "Hágame la caridad de no forzarme. He cumplido la obediencia de comer y he comido”. Entonces retiré los platos y consumí yo el contenido. 39

Nunca se le prepararon alimentos especiales. Raramente tomaba carne o pan. A la cena le gustaba un poco de vino, esperando así poder reposar. Cuando, enfermo, por obediencia era obligado a tomar algún alimento particular, su comida se transformaba en autentica mortificación. En 1959 el Padre Pio estuvo gravemente enfermo, incluso en peligro de muerte. Para darle fuerzas todos los días le llevaban de la clínica una taza de caldo de gallina. Un día estaba yo en la celda cuando le llevaron dicha taza. Ya en otras ocasiones yo había consumido todo lo que el Padre dejaba, por lo que, también en aquella ocasión, pensé para mis adentros: "si, el Padre Pío deja un poco, yo lo tomo de buena gana”. El Padre Pío tomó la mitad de la taza y, en dialecto, me dijo: "toma, paisano, termina tú el caldo”. Le di las gracias, pero apenas acerqué la taza a los labios y comencé a beber, me vinieron ataques de nausea y de vómito, así de malo era aquel caldo. Quizá porque era demasiado cargado o porque contenía medicinas. De todos modos me lo bebí de un trago, pero sin poder evitar un gesto de disgusto. El Padre Pío se dio cuenta y, con aire de broma, me dijo: "¡Qué, paisano! ¿No te gusta?.. ¿Y yo debo hacer esta mortificación todos los días?..”. Al día siguiente me ofreció de nuevo media taza de aquel caldo pero, excusándome con él, lo rechacé admitiendo que yo no era capaz de consumirlo. Después le pregunté: "Padre, pero, ¿usted lo toma de buena gana este caldo de gallina?” Respondió: “Es la mayor mortificación que me impone la obediencia. La verdad es que no me gusta nada”. Lo hice saber y, desde aquel día, dejaron de llevárselo. En el refectorio, el Padre Pío hacía casi siempre sólo acto de presencia. Llegaba re frecuentemente con retraso, ya que, a lo largo del pasillo, lo entretenían ya para un consejo, ya por una bendición. Entraba con la sonrisa en los labios y después de saludar al superior y a los demás frailes, daba gracias a Dios por tanta providencia y ocupaba su puesto. Aquella era la ocasión para hacer una hora de “vida común” con los frailes. Respondía a sus preguntas, aprovechando, dentro de la obligada brevedad de las respuestas, para dar lecciones de vida. 40

Comía un poco de pasta, un poco de anguila asada o algún pescadito frito. Después, sin hacerse notar, pasaba el resto al hermano que estaba a su lado. Un día lo observé a la hora de comer. Terminada su frugal comida, le vi recoger las migas que estaban delante de él en la mesa y, con el índice de la mano derecha se las llevaba a la boca. Parecía que estaba purificando la patena en el altar. Quede admirado por aquel gesto delicado y gentil, propio de los pobres. Cuando, después de la comida, lo acompañé al balcón, me dijo: "Hijo mío, que malos somos nosotros los hombres”. Pregunté: “¿Por qué, Padre?" Respondió: “Porque comemos y bebemos a espaldas de este Dios que hace que no nos falte nada y ni siquiera le damos las gracias”. ¡Tenía toda la razón!

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El Perfume de sus Virtudes Todas las virtudes que se pueden admirar en un hombre y en un alma sacerdotal adornaron la figura del Padre Pío. Muchos han descrito ya y muchos otros describirán el grado heroico con el cual el Padre Pío las ha ejercitado. Por ello me limitaré a recordar alguna frase escuchada de sus labios o algunas actitudes suyas, con el único fin de subrayar algunos aspectos de dichas virtudes. El Padre Pío conservó celosamente y custodió durante toda su vida el don de la pureza. Era intransigente, en el confesionario, con quien se acusaba de pecados contra la pureza. Quería que todos estuvieran atentos para prevenirlos. Quería que los casados vivieran castamente en su matrimonio, fieles a la ley de Dios, obedientes a su voluntad. Sufrió mucho a causa de las modas escandalosas, que definía “un tremendo mal” para las almas. Una vez acompañé un grupo de niños de Agnone en viaje a San Giovanni Rotondo. Era verano y, naturalmente, hacía mucho calor; los niños usaban pantalón corto. El Padre Pío estaba en el huerto del convento con algunos amigos. Hice entrar a los niños en el huerto para que los bendijera. El Padre Pío, apenas los vio con los pantalones cortos, los apartó diciendo: "id primero a vestiros”. Después, añadió: "Deben aprender desde pequeños a conservar su propia dignidad”. Otro día recuerdo que fue a confesarse con el Padre un hombre vestido con un jersey de manga corta. El Padre Pío, apenas lo vio, exclamó: "Muchacho, o te alargas las mangas o te recortas los brazos”. En materia de obediencia, puedo atestiguar que el Padre Pío tuvo una grande estima de esta virtud. La practicó constantemente hasta el punto de convertirse en un modelo y no perdió nunca la ocasión de inculcarla a los demás. Fue respetuoso para con todos los superiores, incluso cuando eran mucho más jóvenes que él. Observó con exactitud la regla franciscana, fue puntual a los actos de la vida común, observó escrupulosamente las disposiciones de las autoridades.

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A este propósito puedo referir un episodio del que fui testigo en 1945. Yo estaba en la sacristía con el Padre Pío. Estábamos nosotros solos cuando entró un coronel norteamericano, que besó la mano al Padre y se entretuvo en un breve diálogo con él. Antes de marcharse, el coronel, con toda la ingenuidad del mundo, pidió al Padre Pío le dejase ver la llaga de la mano. El venerado Padre, con humildad y amor, respondió sencillamente: “Hijo mío, no puedo. Me lo han prohibido los superiores. Y yo les debo obedecer”. Ante esta respuesta el coronel, no sólo no se disgustó, sino que se admiró y conmovió. Le besó la mano ensangrentada, pidió su bendición y se fue contento. El Padre Pío pobre, pero rico de gracia, se despojó de todo, incluso de sí mismo, para revestir a los otros, en un anhelo de inmensa caridad. El mejor panegírico sobre esta virtud lo ha cantado, lo canta y lo cantará al mundo el hospital que fundó, más bien la “Casa” en la que exigía y exige amor, y no sólo profesionales y equipos e instrumentos modernos, para poder ser de verdad “Alivio del sufrimiento”. Pero la caridad, aparte de las concretas, tangibles, imponentes obras realizadas por el Padre Pío, se ha ejercitado también, y en todos sus aspectos, en las cosas pequeñas, insignificantes quizá en la apariencia, pero que hacen saborear el gusto de la “reina de las virtudes”. Nunca quiso revelar a los superiores, para no faltar a la caridad, los verdaderos motivos que lo hacían permanecer en Pietrelcina, lejos del convento. Siempre se inclinó, como el buen samaritano, ante los hermanos necesitados. Rezaba continuamente por su curación. Si, como ocurría frecuentemente, se veía obligado a negar la absolución a algún penitente, sufría terriblemente. Un día le rogué que me lo explicara. Me respondió: "Hijo mío, yo sufro más que ellos, pero debo hacerlo para corregirlos”. Junto a estas virtudes, típicamente franciscanas, muchas otras enriquecieron el alma del Padre Pío. Y Dios quiso que el perfume de estas virtudes fuese percibido incluso a distancia. Son muchos los que testimonian haber sentido embriagadores perfumes que, de una o de otra manera, se refieren a la figura, a la presencia, a la atracción del Padre.

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Una vez estaba yo en vacaciones en San Giovanni Rotondo. De mañana me presenté en la sacristía para ayudar en la misa al Padre Pío, pero ya me habían precedido algunos otros que se disputaban este privilegio. El Padre Pío interrumpió el cuchicheo diciendo: "Ayudará a la misa sólo él”. Y me señaló a mí. Nadie chistó. Acompañé al Padre al altar de San Francisco y, me dispuse a prestar mi servicio con absoluto recogimiento. Al “SANCTUS” me vino de repente un vivo deseo de volver a sentir aquel indescriptible perfume que, anteriormente, tantas veces yo había percibido al besar la mano del Padre Pío. El deseo fue acogido inmediatamente. Una inmensa oleada de perfume me envolvió. Y fue aumentando cada vez más hasta quitarme la respiración. Me apoyé en la balaustrada para no caer al suelo. M estaba desmayando y mentalmente pedí al Padre que me evitara el triste espectáculo ante la gente. En aquel preciso instante el perfume se desvaneció. A la noche, mientras le acompañaba a su celda, pedí al Padre Pío que me explicara aquel fenómeno. Me dijo: "Hijo mío, no soy yo. Es el Señor quien obra. Él lo hace sentir cuando quiere y a quien quiere. Todo sucede tal y como le agrada a Él”.

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Tierno Afecto para con sus Hermanos El Padre Pío tuvo siempre un sincero afecto para con sus hermanos de comunidad, demostrado con atenciones, delicadezas y generosa disponibilidad. El Padre Raffaele de San´ Elía a Pianisi, que por muchos años había desempeñado el cargo de Vicario en el convento de San Giovanni Rotondo, me contó que un día, delante de la celda número 1, estaba esperando al Padre Pío para acompañarlo al confesonario. En la sacristía y en la iglesia se agolpaba la gente y el Padre Raffaele, con cierta preocupación, pensaba en el esfuerzo que sería necesario para llegar, con el Padre Pío, hasta el lugar de las confesiones. La espera se prolongó durante una hora más o menos. El Padre Raffaele, que no se había apartado de la puerta de la celda, en un momento dado vio que toda aquella gente se dirigía hacia el confesionario del Padre Pío. Llamó a la puerta del Padre y, no obteniendo respuesta, corrió a la iglesia. Sorprendido y estupefacto vio que el Padre Pío, desde hacia una hora, estaba confesando a las mujeres. En el refectorio el Padre Raffaele preguntó al venerado hermano y amigo: “Padre Pio ¿Cómo has hecho para ir a confesar a las mujeres? Había una marea de gente y no era fácil pasar…”. El Padre Pío, con una mirada y un tono muy significativo, respondió: “He caminado cabeza tras cabeza”. El Padre Raffaele comprendió entonces que, con un extraordinario prodigio y sin hacerse ver, había querido ahorrarle el esfuerzo de acompañarle entre la gente. Otro gesto de delicada ternura lo tuvo con el Padre Luca de Vico del Gargano, primer superior del convento de Pietrelcina. Este padre había trabajado mucho a favor del nuevo convento y de la gente del lugar y se había encariñado con Pietrelcina. El año 1947 supo que, con toda probabilidad, el próximo Capítulo de los capuchinos había decidido su traslado a otra comunidad. 47

Lo sintió mucho y, el 10 de agosto, aniversario de la ordenación sacerdotal del Padre Pío, corrió a San Giovanni Rotondo para felicitar al Padre y manifestarle su contrariedad por el referido traslado. Apenas lo vio, el Padre Pío, que por un carisma recibido de Dios, a veces veía el futuro, se estremeció; después, ocultando la emoción que sentía dijo al hermano: “Guardián de mi pueblo, ven, démonos un beso”. Y lo abrazó, conmovido. El Padre Luca le confió: “Padre, he trabajado y trabajo tanto por su pueblo y, después de todo, me mandan a otra parte”. El Padre Pío respondió: “Estate tranquilo, hijo mío, tú seguirás en Pietrelcina hasta la muerte”. El Padre Luca, feliz por lo que el Padre Pío le decía, regresó consolado a Pietrelcina. Pocos días después se sintió turbado. Me encontró en el pasillo y me dijo: “Fray Modestino, ese bendito hombre que es el Padre Pío, me ha dicho que yo seguiré en Pietrelcina hasta la muerte. ¿Qué te parece?" De momento no supe que responder; habría podido hacerlo un mes más tarde cuando el 10 de setiembre, el Padre Luca se enfermó de paratifoidea, seguida después de la meningitis y, así, el Padre Luca entregó su hermosa alma a Dios el 2 de noviembre de aquel año, asistido por mí, como por una madre. En el mes de enero siguiente Michele, hermano del Padre Luca, regresó de San Giovanni Rotondo con un mensaje del Padre Pío : “Di a los frailes de Pietrelcina que el Padre Luca ha subido al paraíso la noche de Navidad, envuelto en esplendor y gloria, y desde el cielo ora por sus frailes y por Pietrelcina”. Recordé la delicadeza con que el Padre había evitado la triste noticia a su hermano en religión Padre Luca y pensé en los sufragios que ciertamente había aplicado por su alma. El Padre Pío conocía el daño que los escrúpulos causaban al espíritu. Un día, en el refectorio, dijo al Padre Basilio: “Padre Basilio, dime quien va más directamente al infierno”. 48

El Padre Basilio después de un momento de reflexión, dijo: “No lo sé, Padre, me lo diga usted”. El Padre Pío replicó: “Dos categorías de personas son las que van directamente al infierno: los confesores escrupulosos y los penitentes escrupulosos”. La lección iba dirigida no sólo al Padre Basilio, confesor escrupulosísimo, sino también a mí, que estaba presente. Efectivamente yo sufría si, alguna vez, por puro olvido, no había confesado un pecado, que mas tarde recordaba. Para evitar este tormento, antes de la última confesión yo había anotado en un papel mis pecados. Llegado al confesonario del Padre Pío, antes de abrir la boca, oí que decía: “Muchacho, hoy no me harás quedar mal. ¿Qué has hecho?" Intente meter la mano en el bolsillo, para sacar el papel, pero él, severo, añadió: “Deja estar el papel. No estamos aquí para escribir un instrumento “(refiriéndose a un acto notarial). La delicadeza con que quiso corregirnos a mí y al Padre Basilio se añadía a la suave, paterna preocupación por mi salud. En una confesión le pedí consejo sobre cómo avanzar en los caminos del espíritu, a propósito de ciertas mortificaciones que yo quería imponerme. Me dijo: “Hijo mío, ante todo, haz una vida escondida, de modo que nadie se entere de lo que haces. El miércoles y el sábado deja la fruta en honor de la Virgen; los demás días deja el vino. Pero, hijo querido, te recomiendo la salud. Atención a no exagerar con la disciplina, porque si nos enfermamos somos un peso para los demás y para nosotros mismos”. Este delicado sentimiento hacia los hermanos el Padre Pio lo ha demostrado también después de su muerte. Serían interminables estas páginas si yo quisiera describir todas las pruebas de su afecto, que el venerado Padre ha querido dar y todavía sigue dando. Cuento una de ellas, que se deduce de un episodio testimoniado por la señora Francesca Federico di Poggiomarino.

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He aquí lo que me escribe: “He conocido al Padre Pío en 1956, un año muy doloroso para mí. Uno de mis hijos se enfermó gravemente. Los médicos no lograron diagnosticar la enfermedad. Desesperada vine a San Giovanni Rotondo para pedir ayuda y oraciones al Padre Pío, quien, después de invocar a la Virgen de las Gracias, con un prodigio me restituyó mi hijo curado. Agradecida, prometí al Padre Pío ir todos los años en señal de agradecimiento a él y a la Virgen. El mes de setiembre, concluida la cosecha de las nueces y de las avellanas, yo seleccionaba las mejores nueces y las llevaba al convento de San Giovanni Rotondo. El año en que murió el Padre Pío, 1968, pensé que era inútil llevar estas nueces, dado que ya no estaba el Padre. Viajé igualmente a San Giovanni Rotondo para asistir al funeral del Padre Pío, pero no llevé las nueces. Y eso que las había preparado y separado para regalarlas a los frailes. Algunos meses después, por pura casualidad mi hija quiso comer una de aquellas nueces. No se sorprendió cuando, al cascarla, notó que estaba casi vacía. Cascó otra y la encontró también vacía. Y lo mismo sucedió con otras. Decidió cascarlas todas. Y con gran estupor constató que todas las nueces, separadas y seleccionadas algunos meses atrás precisamente porque eran mejores que las demás, estaban completamente vacías: de ellas salía sólo humo. Entonces pensé que aquella había sido una lección del Padre, quien, ciertamente, habría querido que yo siguiera siendo, para sus hermanos, un instrumento de la providencia. Después de esta experiencia, me propuse llevar todos los años a los frailes de San Giovanni Rotondo no sólo las nueces, sino también las avellanas más hermosas, cosa que sigo haciendo con tanto gozo, como si lo hiciera con el mismos Padre”.

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“Su” Misa Otros muchos, antes de mí, han tratado de describir “la misa del Padre Pío”, pero creo que ninguno haya logrado trazar, en toda su misteriosa realidad, lo que durante cinco decenios ha sucedido cada mañana sobre el altar en San Giovanni Rotondo. No trataré ciertamente yo de repetir el intento, que seguramente estos otros han cumplido con mejores resultados. Procuraré solamente dejar escrito en estas páginas lo que creo que comprendido, lo que he visto y lo que ha sucedido en mi presencia mientras, en tantas ocasiones, he ayudado a misa al venerado Padre. Fue él precisamente quien me dio enseñanzas preciosas sobre el modo de “servir” en el banquete eucarístico. Siempre he tratado de observar atentamente al Padre Pío siguiéndole con la mirada desde el momento en que, al alba, salía de su celda para ir a celebrar. Lo veía en un estado de manifiesta agitación. Apenas llegaba a la sacristía para revestirse me daba la impresión de que no se enteraba de lo que sucedía a su alrededor. Estaba absorto y profundamente consciente de lo que se preparaba a vivir. Si alguno se atreví a dirigirle una pregunta, se sacudía y respondía con monosílabos. Su rostro, aparentemente normal por el color, se volvía medrosamente pálido en el momento en que se ponía el amito. Desde ese instante no quería saber nada de nadie. Parecía completamente ausente. Revestido con los ornamentos sagrados, se dirigía al altar. Si bien yo iba adelante, notaba que se paso era cada vez más fatigoso, su rostro más dolorido. Se le veía cada vez más encorvado. Me daba la sensación de que estuviera aplastado por una enorme invisible cruz. Llegado al altar, lo besaba afectuosamente y su rostro pálido se encendía. Las mejillas se volvían sonrojadas. La piel parecía transparente, como para resaltar el flujo de sangre que llegaba a las mejillas.

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Al “confiteor”, como acusándose de los más graves pecados cometidos por todos los hombres, se daba fuertes y sordos golpes de pecho. Y sus ojos permanecían cerrados sin lograr contener gruesas lágrimas que se perdían entre su bien poblada barba. Al “evangelio” sus labios, mientras proclamaba la palabra de Dios, parecía que se alimentaran con esta palabra saboreando su infinita dulzura. Inmediatamente daba comienzo el íntimo coloquio del Padre Pío con el Eterno. Este coloquio producía al Padre Pío abundantes efluvios de lágrimas que yo le veía enjugar con un enorme pañuelo. El Padre Pío, que había recibido del Señor el don de la contemplación, se introducía en los abismos del misterio de la redención. Rasgados los velos de aquel misterio con la fuerza de su fe y de su amor, todas las cosas humanas desaparecían de su vista. ¡Ante su mirada existía sólo Dios! La contemplación daba a su alma un bálsamo de dulzura, que alternaba con el sufrimiento místico, reflejado con toda evidencia también en el físico. Todos veían al Padre Pío sumergido en el dolor. Las oraciones litúrgicas las pronunciaba con dificultad y eran interrumpidas por frecuentes sollozos. El Padre Pío se sentía profundamente incómodo en presencia y ante las miradas escrutadoras de los demás. Quizá hubiera querido celebrar en soledad, para así, poder dejar cauce libre a su dolor, a su indescriptible amor. Su alma estática, abrasada por un “fuego devorador”, debía implorar al cielo benéfica lluvia de gracias. El Padre Pío, en aquellos momentos, vivía sensiblemente, realmente, la pasión del Señor. El tiempo discurría veloz, pero, ¡él estaba fuera del tiempo! Por ello su misa duraba hora y media y hasta más.

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Al “Sanctus” elevaba con gran fervor el himno de alabanza al Señor, que precedía al divino holocausto. A la elevación su dolor llegaba a la cumbre. En sus ojos yo leía la expresión de una madre que asiste a la agonía de su hijo en el patíbulo, que lo ve expirar y que, destrozada por el dolor, muda, recibe el cuerpo exangüe en sus brazos y que puede apenas prodigarle alguna suave caricia. Viendo su llanto, sus sollozos, yo temía que el corazón le estallase, que se desmayara de un momento a otro. El Espíritu de Dios había invadido ya todos sus miembros. Su alma esta arrebatada en Dios. El Padre Pío, mediador entre la tierra y el cielo, se ofrecía junto con Cristo victima por la humanidad, a favor de sus hermanos del destierro. Cada uno de sus gestos manifestaba su relación con Dios. Su corazón debía arder como un volcán. Oraba intensamente por sus hijos, por sus enfermos, por quienes habían dejado ya este mundo. De vez en cuando se apoyaba con los codos sobre el altar, quizá para aliviar del peso del cuerpo sus pies llagados. Con frecuencia le oía repetir entre lágrimas: "¡Dios mío! ¡Dios mío!” Era un espectáculo de fe, de amor, de dolor, de conmoción, que era un verdadero drama en el momento en que el Padre elevaba la hostia. Las mangas del alba, bajándose, dejaban al descubierto sus manos rotas, sangrantes. ¡Su mirada, en cambio, estaba fija en Dios!. A la comunión parecía calmarse. Transfigurado, en un apasionado, estático abandono, se alimentaba con la carne y la sangre de Jesús. ¡La incorporación, la asimilación, la fusión eran totales! ¡Cuánto amor irradiaba su rostro! La gente, atónita, no podía hacer otra cosa que doblar las rodillas ante aquella mística agonía, aquella total aniquilación. El Padre permanecía arrobado gustando las divinas dulzuras que sólo Jesús en la eucaristía sabe dar. Así el sacrificio de la misa se completaba con real participación de amor, de sufrimiento, de sangre. Y producía abundantes frutos de conversión.

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Concluida la misa el Padre Pío ardía con un fuego divino encendido por Cristo en su alma, por atracción. Otra ansia lo devoraba: ir al coro para permanecer, recogido, con Jesús en íntima, silenciosa alabanza de acción de gracias. Se quedaba inmóvil, como sin vida. Si alguno lo hubiera sacudido, no se habría apercibido: tal era su participación en el abrazo divino. ¡La misa del Padre Pío! No hay pluma que pueda describirla. Sólo quien ha tenido el privilegio de vivirla, puede entender…

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Un Encargo Maravilloso Llegar a ser hijo espiritual del Padre Pío ha sido siempre el sueño de toda alma devota que se ha acercado al Padre y a su espiritualidad. Merecer este título era la meta de todos, ya que el Padre Pío, antes de aceptar a un hijo o a una hija espiritual, quería comprobar en ellos una verdadera conversión de vida y el comienzo de un itinerario ascético con el influjo benéfico de su asistencia y de su protección. El año 1956 yo estaba en comunidad en el convento de los capuchinos de Agnone, una sonriente pequeña ciudad del Molise, y hacia mis reflexiones sobre los beneficios de los que eran aceptados por el Padre como hijos espirituales. Después, mi pensamiento volaba, triste, a cuantos no podían ir a San Giovanni Rotondo para pedir al Padre Pío la adopción espiritual y a quienes, todavía menos afortunados, se habrían acercado al Padre sólo después de su muerte. Yo habría deseado que todos hubieran podido honrarse, incluso en el futuro, de ser “hijos espirituales del Padre Pío”. Este mi deseo se añadía a otro, que yo había tratado de realizar desde cuando en mi venía haciéndose más consistente la vocación religiosa: “difundir la devoción a la Santísima Virgen por medio del rezo diario del santo rosario”. En el año citado, con estos dos deseos en mi corazón, vine de vacaciones a San Giovanni Rotondo con el fin de pasar algunos días cerca del Padre. Mientras estaba confesándome con él, en la sacristía, tuve una inspiración y, dándome ánimo, después de acusar mis pecados, le pedí: “Padre, yo desearía formar en Agnone a sus hijos espirituales”. El Padre Pío, expresando con la dulzura de sus grandes ojos luminosos la intuición de mi deseo, respondió con indescriptible ternura: “¿En qué consiste esto que me pides?"

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Animado por aquella mirada, añadí: “Padre, yo quisiera recibir como hijos espirituales suyos, a todos cuanto se comprometan a rezar cada día, una parte del rosario y a hacer celebrar de vez en cuando una misa por sus intenciones. ¿Puedo hacerlo o no?" El Padre Pío, abriendo los brazos, alzó los ojos al cielo y exclamó: “¿Y yo, Fray Modestino, puedo renunciar a este gran beneficio? Haz lo que me has dicho y yo estaré contigo”. A mi regreso a Agnone empecé con entusiasmo mi nueva misión. El santo rosario se difundía y la familia espiritual del Padre Pío crecía incluso por medio de mi pobre persona. Otra vez me acerqué al Padre mientras estaba rezando en el coro lateral de la iglesia y le pregunté: “Padre, ¿Qué debo decir a sus hijos espirituales?" Y él, con un tono que manifestaba un intenso amor, me respondió: “Diles que yo les doy todo mi ánimo, con tal de que sean perseverantes en la oración y en las buenas obras”. Otra vez mientras lo acompañaba desde el coro a su celda, le pregunté: “Padre, el número de sus hijos es ya grande. ¿Qué debo hacer, detenerme o seguir recibiendo a otros?" Y el Padre Pío, abriendo los brazos con una exclamación que hizo estremecer mi corazón, respondió: “Hijo mío, ensancha lo más que puedas porque delante de Dios, son más beneficiados ellos que yo mismo”. Con ocasión de los innumerables encuentros tenidos con el Padre, debo decir que yo había pedido siempre, como don, un recuerdo personal suyo. Pero mi deseo no había recibido nunca respuesta favorable. En los primeros días de setiembre de 1968, yo estaba en Isernia y el Padre confió a otro capuchino este encargo: “Di a Fray Modestino que, cuando venga a San Giovanni Rotondo, le daré una buena cosa”. Cuando el 20 de setiembre se celebró el encuentro internacional de los grupos de oración en San Giovanni Rotondo, fui corriendo a encontrarlo. Después de haber celebrado la misa solemne, el Padre Pío fue acompañado al balcón. Estaban 56

presentes los padres Onorato Marcucci y Tarcisio de Cervinara. Le di un caluroso abrazo. Estaba profundamente conmovido. Las numerosas emociones de aquel día lo habían sometido a dura prueba. Hablaba con dificultad. Lloraba en silencio. En un momento dado me hizo señal de que me acercara. Me arrodillé junto a él. Se quitó delicadamente de la muñeca el inseparable rosario y me lo puso en las manos con una mirada que parecía decirme: “Mira, te encomiendo el santo rosario. Difúndelo, difúndelo entre mis hijos”. Era la confirmación definitiva de un mandato, de un encargo maravilloso. Hoy, después de su muerte, los hijos espirituales del Padre Pío son innumerables. Esta grande familia se reúne, idealmente, en espíritu, todas las noches hacia las 21 horas, alrededor de la tumba del Padre. Allí estoy yo, Fray Modestino, dirigiendo el rezo del santo rosario. Todos los que, desde sus casas, se unan a esta oración, la predilecta del Padre, desde las 21 a las 21,30 horas, y de vez en cuando hagan celebrar una misa según las intenciones del Padre Pío podrán honrarse con el título de hijos espirituales suyos. Esto lo afirmo bajo mi personal responsabilidad. Gozarán de la continua asistencia del Padre y de mi pobre oración ante su tumba. ¡Cuántos rosarios se entrecruzan, cada noche, alrededor del sepulcro glorioso del Padre Pío! ¡Cuántas gracias la Madrecita celestial obtiene a favor de los hijos espirituales del Padre Pío, que, en su nombre, se reúnen en oración desde todas las partes del mundo! Quien se compromete a rezar el rosario, naturalmente deberá rechazar el pecado y seguir, en cuanto le sea posible, el ejemplo del Padre Pío. Éste será el distintivo de los hijos espirituales del Padre: estarán unidos por el vínculo de la dulce cadena que nos une a Dios, amarán, rezarán y sufrirán como he amado, rezado y sufrido el Padre Pío, por el bien de la propia alma y por la salvación de los pecadores. Las numerosísimas llamadas telefónicas que recibo con noticias de gracias recibidas testimonian que el Padre Pío, fiel a su promesa, protege de modo muy especial a sus hijos espirituales que, a las 9 de la noche, no faltan a la cita con la Santísima Virgen, por medio del rezo del santo rosario.

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Finalmente en San Giovanni Rotondo Recibido el precioso don del santo rosario y el significativo mensaje que contenía, besé con entusiasmo filial la mano del Padre. Él, sentado en el sillón, blanco el rostro, diáfano, con una mirada dulce y dolorosa que me impresionó, me susurró al oído: “Reza por mí”. “Padre espiritual, logré decir, soy yo quien tiene necesidad de sus oraciones”. Replicó: “Hijo mío, te digo que el juicio de Dios es severo”. Comprendí que me estaba anunciando su próxima muerte. Efectivamente, algunos días después lo volví a encontrar, ya cadáver, el pie del altar. Permanecí a su lado sin interrupción por todo el tiempo que estuvo expuesto a la veneración de los fieles, limpiando con un paño el vidrio que lo cubría, después del beso de una incalculable muchedumbre. Aparecía sereno, bello, en la solemne rigidez de la muerte. El 17 de enero del año siguiente fui trasladado definitivamente a San Giovanni Rotondo. El sueño de tantos años se hacía realidad. Por fin, yo podía estar cerca del Padre quien, aunque había muerto, yo lo sentía más vivo que nunca. Podían gustarme los lugares que lo habían visto obrar, gozar, rezar, sufrir. Durante el día, en los ratos libres, me detenía delante del crucifijo de las llagas, en el coro, a meditar sobre su vida de mártir calcada en la vida de Cristo. En el refectorio yo contemplaba su puesto, ahora vacío. Flores de todos los colores, siempre frescas, que señalaban el espacio de la mesa que él había ocupado, me hablaban del perfume de sus virtudes. En el coro lateral de la iglesia acariciaba la barandilla en que apoyaba los brazos que escondían su rostro durante su prolongada oración.

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Permanecía largos ratos delante del confesionario, imaginándolo mientras, con dolor y con tanta luz, administraba el sacramento de la reconciliación, o ante el altar de San Francisco, donde por tantos años yo le había admirado en el estático abandono de la celebración eucarística. ¡Mil recuerdos se agolpaban en mi mente! Por la noche, cuando, después de cenar, los frailes se retiraban a sus celdas, yo bajaba a la cripta y, junto con él, pensando en él, pasaba las cuentas de mi rosario. Así fue como nació la práctica del rosario de las nueve, del que ya he hablado en otro capítulo. Sucesivamente se me destinó al “ventanillo” del convento, donde respondía al teléfono, recibía peregrinos… Fui notando que el ansia de encontrar al Padre, más bien que disminuir, aumentaba cada vez más y, hasta el día de hoy, ese aumento no tiende a pararse. Todos querían saber. Todos querían oír hablar del Padre. Yo no ahorraba fatiga, superando los límites del horario de trabajo que se hacía incluso extenuante. Recordaba que un día el Padre Pío me había dicho: “Está tranquilo. Yo estaré siempre a tu lado y la mirada de San Francisco estará siempre sobre ti.”. El eco de aquellas palabras me infundía fuerza, coraje, mientras comprobaba su verdad profética. Yo era feliz. Los hijos espirituales del Padre Pío, por medio de mí, aumentaban. Sembraba rosarios. Mi gozo llegó al ápice cuando el superior, Padre Pellegrino Funicelli, me dio la llave de la celda del Padre Pío y la llave del archivo para que pusiera un poco de orden. Yo debía sellar en recipientes de celofán preparados al efecto, los vestidos del Padre y todo lo que le había pertenecido o que él había usado, excepción hecha de cuanto era de competencia del postulador. ¡No soy capaz de describir lo que sentí! Después de mucho tiempo había entendido por qué el Padre Pío, con todas sus fuerzas, había querido que yo viviera mi vocación entre los capuchinos y no con los benedictinos.

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Ante todo, puse orden en la celda del venerado Padre. Puedo asegurar que, entre aquellas paredes, he sido envuelto en el inconfundible perfume del Padre Pío. Trabajaba rezando y rezaba trabajando con el corazón henchido de conmoción. Y en mi mente recuerdos, recuerdos, recuerdos… Me detenía con frecuencia ante la cama del Padre. Me pareció en una ocasión, que volvía a escuchar de sus labios las palabras que una noche de 1964 me había dirigido. Estaba solo con él cuando me dijo estas palabras textuales: “Escucha, hijo mío, reza a este Dios para que me haga gustar un poco de sueño. Me duelen los ojos. Muero de sueño. Hace tres años que no duermo”. Dentro de aquella celda siempre me venía un nudo a la garganta. Acariciando la poltrona sobre el cual había expirado el Padre, me parecía volver a ver, en una interminable secuencia de cuadros, todas las escenas de su vida que fácilmente podía imaginar. ¿Cómo podría yo describirlas? ¡Tocar sus cosas! ¡Cada objeto, una reliquia! Privilegios, honores, responsabilidades. Una masa informe de sensaciones. De sentimientos. Con satisfacción logré terminar aquel trabajo, pero cosas bien diversas me esperaban…

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Todos los Dolores de la Pasión de Cristo Comencé a trasladar, del archivo a mi celda, los vestidos del Padre Pío. Yo debía envolver cada prenda de modo conveniente para prevenir la acción de la polilla, añadir la correspondiente declaración de autenticidad y catalogar todo ello con un número de referencia. Comencé con los ornamentos y los objetos sagrados usados por el Padre en la celebración de la misa. Después pasé a los vestidos personales. Es fácil imaginar la emoción con que me dediqué a este trabajo, interrumpido solamente por la oración comunitaria, por las comidas y el descanso. ¡Qué cuidado, qué delicadeza, qué amor en aquel doblar las lanas sagradas de los hábitos, de la capa, de las bufandas que habían abrigado el cuerpo de mi mayor compaisano, de mi más extraordinario hermano de profesión! Las suaves, filiales sensaciones que estaba probando se cambiaron bien pronto en sensaciones de triste sorpresa, de escalofriante confusión. Yo tenía en mis manos las pruebas tangibles de todo el martirio sufrido por el amado Padre en su continuo estado de víctima. ¡Sangre, sangre, sangre por todas partes! Una enorme cantidad de lienzos que habían servido para taponar las hemorragias de la herida del costado. Cada uno de ellos acompañado de la declaración de los reverendos hermanos que los habían recogido, fechado y conservado. Guantes blancos usados por el Padre para lavarse la cara y calcetines de algodón, también de color blanco. Todos ellos con las huellas de las heridas, abiertas en las manos y en los pies, con señales de la sangre absorbida que manifestaba, incluso con algunas pequeñas costras., el agujero que las llagas habían abierto en su carne, desgarrándola. Experimenté un emocionante descubrimiento cuando desdoblé cinco pañuelos empapados de rojo; con los tres primeros el Padre Pío había enjugado el sudor de su frente; con los otros dos había enjugado sus lágrimas. Lo confirmaba una 63

declaración adjunta del Padre Onorato Marcucci que, el 6 de mayo de 1965, después de haber limpiado el sudor de la frente y de la cara del Padre Pío, había visto que era sangre. Por tanto, no se trataba de sudor normal o de lágrimas comunes: el Padre Pío había llorado lágrimas de sangre. ¡Como Jesús en el huerto de los olivos, había sudado sangre! ¡Dios mío! Habría querido gritarlo al mundo entero, y al mismo tiempo, celoso de aquel descubrimiento, habría querido guardar el secreto en lo profundo del corazón. ¡Pobre padre mío! ¡Por mí… por todos! ¡Y seguía contemplando aquellas manchas amarillentas, aquellos cinco pañuelos! La envoltura de papel en que habían sido conservados aparecía untada, casi empapada por una sustancia serosa. Recé intensamente al Padre Pío. Le pedí perdón, en nombre de todos por las incomprensiones, por los disgustos voluntarios e involuntarios que le habíamos dado, le agradecí por todo lo que había padecido por nosotros, le pedí que me confirmara si de verdad había llorado y sudado sangre. En aquel momento tuve la impresión de oír una locución interior con la que el Padre Pío me aseguraba: “He hecho por las almas el mismo ofertorio que hizo Jesús en el huerto de Getsemaní. Me he asociado a los sufrimientos de Cristo” Proseguí mi trabajo con temblor en las manos y en el corazón cuando tropecé con otra grande emoción. Observé, entre otras, una camisa toda manchada de sangre. La correspondiente declaración, escrita el viernes santo de 1921, la definía “camisa de la flagelación”. ¡Quedé fuertemente impresionado ¡ Era de lino, remendada, con mangas largas. Debía cubrir el cuerpo del Padre probablemente hasta las rodillas. La desdoblé delicadamente y ¡un cruel espectáculo se presentó ante mis ojos! Manchas de sangre por todas partes, de sudor seroso, sobre todo en la zona de los riñones. Dejé sobre la cama aquella camisa ensangrentada y me eché a llorar diciendo: "¡No soy digno! ¡Mi Padre Pío flagelado, torturado como mi Señor!”

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Ahora entendía, en toda su amplia realidad, aquella frase que una mañana de mayo de 1947 me dijo en el coro, con los ojos arrasados en lágrimas: “Hijo mío, mi vida es un continuo martirio”. Yo había leído en el Epistolario (I, 669) que el Padre Pío sufría la flagelación “casi semanalmente”, pero tener en mis manos la prueba de aquel suplicio me resultaba terrorífico. Ciertamente él sentía físicamente los golpes del flagelo, aún sin desgarro de la carne. Era tarde, aquella noche y después de tantas emociones que había probado, me sorprendió el sueño. Soñé que el Padre Pío me hablaba de su flagelación y me decía: "Hijo mío, cuando una llaga está abierta se sufre menos porque la sangre fluye más fácilmente. Pero el dolor resulta insoportable cuando la sangre debe, por fuerza salir por los poros”. Al día siguiente me convencí de que el Padre Pío había vivido y sufrido todos los dolores de Jesús. La pasión del Señor se había repetido en él durante cincuenta años. Sudor y lágrimas de sangre, flagelación, heridas en manos y pies, en el costado, coronación de espinas. Por asociación de ideas recordé que había sido testigo también de este último evento, no ocultado por el mismo Padre a sus directores espirituales (Epist. I, 669). En efecto, en enero de 1945, cuando todavía no eran muchas las personas que venían a San Giovanni Rotondo, yo estaba ayudando a la misa que celebraba el Padre Pío, de madrugada. Entonces la misa del Padre duraba entre una hora y una hora y media. Cansado de estar de rodillas, me aparté al lado del altar para seguir asistiendo, desde allí, al santo sacrificio. Desde aquella posición yo podía seguir con mucha atención los gestos, los movimientos, las lágrimas, los suspiros, el profundo recogimiento del Padre Pío. Cuando mis ojos se fijaron en la frente y en la nuca del celebrante, noté que su carne, en aquel punto parecía como trenzada y sobre la frente presentaba como pequeños forúnculos semejantes a pinchazos de espinas. Con frecuencia, además, 65

el Padre Pío llevaba el dedo medio de la mano derecha a las sienes y hacía movimientos como queriendo remover alguna cosa que le molestaba. Noté, finalmente, una pequeña cruz de unos tres centímetros, clavada en su frente. Volví a mi trabajo, pero con el corazón y la mente que estallaban. Comprendía los fenómenos místicos que aquellos vestidos del Padre Pío revelaban, pero no conseguía darme cuenta de cómo hubieran podido suceder. La fuente debía haber sido, sin duda, el corazón del Padre, tan lleno de amor al Señor y a los hermanos. Hablé de ello con un especialista del corazón, el doctor Salvatore Pedaci, cardiólogo, tisiólogo y psicólogo, hijo espiritual del Padre Pío y mi médico de cabecera, y le pedí una declaración sobre el asunto, con la intención de dejar una interesante documentación.

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El Parecer de un Médico El doctor Pedaci accedió a mi petición y escribió lo siguiente: “He conocido al Padre Pío en el año 1950, cuando estaba estudiando en la universidad y no me maravillo de sus sudoraciones y lacrimaciones de sangre, las cuales, junto con las llagas, constituyen una aureola mística para el hombre justo, en la continua sublimación de un alma, que vive en el corazón de su Jesús, víctima de amor. Ahora que el Padre Pío ya no está físicamente entre nosotros, cesan las discusiones y los razonamientos de nosotros, pobres hombres, yo el primero, capaces únicamente de una mentalidad materialista y egoísta. Callan las miserables disertaciones de nosotros, médicos, soberbios de un saber limitado -¡y cuán limitado, Dios mío! -, si en el hermano que sufre sólo sabemos ver un aglomerado más o menos armónico de órganos y no una grande, sublime entidad de fusión excelsa en un cincel físico-somático inseparable que se integra mutuamente en fusión de lo temporal y de lo eterno. El hombre es, pues, un inseparable conjunto de capacidades físico-intelectivas y somáticas perfectamente equilibradas entre sí. Sobre este elemento estático-dinámico se apoya el rayo luminoso de la efusión de Dios: el alma. Cuando el hombre se embrutece, viviendo en un vil sentimentalismo exclusivamente sensorial-materialista, se cae en un progresivo decaimiento hasta el punto de anular las cualidades intelectivas superiores. En cambio, cuando el hombre se espiritualiza, tiende a proyectar el propio “yo” físico-psíquico y sensorial en la inmensidad de Dios, a través del alma, cada vez más dueña de sus caprichos. En situaciones extremas se llega a una disociación alma cuerpo y la lucha que precede entre las dos fuerzas de sentido opuesto y de gran intensidad, determina una situación mística cuya base física es un estado de “shock” con las 67

consecuencias hemodinámicas descritas arriba y que explican la sudoración de sangre, es decir, la efusión de suero hemático a través del sistema tegumentario característico del evento de la Pasión en la Pasión de Nuestro Señor. A mi mente miserable de pecador convertido, con un pasado de hombre-médico, orgulloso y satisfecho del saber tangible y explicable, ¡aparece dulce, silenciosa, elocuente visión de Jesús en el Getsemaní con su sudoración de sangre y la efusión de lágrimas de sangre! ¡Jesús, la gran víctima! ¡Solo en el dolor, solo en el amor! Aplastado físicamente por el hombre que él ha respetado, amado, beneficiado como a un hermano; aplastado por la visión de la inutilidad de todo sacrificio, pero decidido todavía a sufrir, a morir a favor del hermano ingrato. ¡El alma enamorada aplasta, como un peñasco al cuerpo, lo aniquila, lo empuja y él, el cuerpo reacio, responde con un llanto de sangre, de dolor, pero también de amor para con el alma víctima! ¡La Pasión en la grande Pasión! El Padre Pío ha experimentado en sí mismo esta terrible simbiosis de dolor-amor. En la intimidad de su celda ha luchado, ha pedido al Dios de la misericordia, ha obtenido con su sufrimiento completo desde el punto de vista físico y psíquico, en una lucha continua entre la objetividad y el amor supremo. Se me pregunta cómo un ser humano haya podido superar tantas veces, permaneciendo en vida, todo aquel conjunto de fenómenos químicos antecedentes, coexistentes y consiguientes a la efusión de sangre sectorial y generalizada, determinada por el shock místico bañando el involucro físico de una alma víctima. Es sabido que el shock es un cuadro clínico dominado por graves afecciones producidas por la escasez de oxigeno, la cual, a su vez es causada por la insuficiencia de la micro circulación periférica, que interesa a todas las regiones más periféricas del árbol circulatorio (pequeñas arterias terminales, arterias medias y canales arteriovenosos, capilares, pequeñas venas pos capilares).

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Característica fundamental del síndrome es el insuficiente retorno venoso al corazón que produce, como consecuencia, un inadecuado llenado diastólico ventricular y, por tanto un reducido caudal cardíaco con caída de la presión arterial y reducción de la volemia (masa de sangre circulante). La reducción de la carga cardíaca y la hipovolemia induce una respuesta adrenérgica con la liberación de un aumento de catecolaminas. La cadena de eventos a cargo de la micro circulación periférica determina la contracción de los esfínteres pre capilares de las arterias medias con la consiguiente apertura de corto circuitos arterio-venosos; provoca desviación de la sangre hacia los vasos preferenciales; los capilares siguen isquémicos, mientras se produce un aumento de la velocidad del círculo y una redistribución de la masa hemática circulante que tiende a favorecer el cerebro. El insuficiente flujo capilar y, por tanto, el inadecuado caudal hemático que llega a los tejidos (hipo perfusión) conducen a la hipoxia de los tejidos, la cual provoca el bloqueo de muchas actividades enzimáticas y lleva a la acidosis metabólica. La hipoxia y la acidosis provocan la liberación de una gran cantidad de histamina y de serotonina, que determinan una vaso-constricción post-capilar de las pequeñas venas; la obstrucción de los correspondientes esfínteres provoca el reflujo de la sangre a través de las anastomosis arterio-venosas, por lo que los capilares ya no están isquémicos, sino que se llenan por vía retrógrada, de la sangre detenida. Se produce un agravamiento der las condiciones hemodinámicas, con ulterior reducción de la volemia, del retorno venoso, del caudal cardíaco, de la presión arterial. El empeoramiento de los sufrimientos celulares provoca el rompimiento de los lisosomas, corpúsculos endocelulares constituidos prevalentemente por enzimas. La ruptura de sus membranas libera las enzimas (ribo nucleasas, fosfatasas, lipasas, etc.) que determinan una activación algógena del sistema de las quininas vaso activas (bradiquinina, calidina, etc.), que son poli péptidos de acción vasodilatadora, permeabilizando las paredes basales.

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Estas agravan ulteriormente la retención de sangre en la periferia, por lo que se produce derrame de sangre de los capilares. En otras palabras, nos encontramos ante la “hematidrosis”, o sea la producción de sudor sanguíneo causado por una fuerte dilatación de los vasos capilares que rodean los ovillos de las glándulas sudoríparas. La sangre pasa a las glándulas y es eliminada por el sudor. Por consiguiente la sudoración hemática sectorial generalizada- llanto de sangre de naturaleza física es dominada, aplastada y aniquilada por la naturaleza divina de la mísera criatura humana, sublimada por el amor perfecto de un alma víctima”.

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Otro Descubrimiento Desconcertante Las condiciones psicológicas con las seguí realizando mi trabajo son comprensibles. Seguí explorando con cuidado y atención cada parte de la ropa que estaba ordenando y archivando, con el presentimiento de que me esperaba todavía algún otro descubrimiento desconcertante. ¡Y no me engañaba! Cuando llegó el turno de las camisetas, recordé que una tarde de 1947, ante la celda número 5 el Padre Pío me confió que uno de sus mayores dolores lo probaba cada vez que tenía que cambiar la camiseta. Como ya he dicho, yo pensaba que ese dolor fuera producido por la llaga que tenía en el costado. Pero el día 4 de febrero de 1971 tuve que cambiar de opinión cuando, observando más atentamente una camiseta de lana que el Padre había usado, con gran sorpresa mía, noté sobre ella, a la altura de la clavícula derecha, una mancha indeleble de sangre. No me parecía, como en el caso de la “camisa de la flagelación”, una mancha de sudoración sanguínea. Se trataba del signo evidente de una equimosis circular de unos diez centímetros de diámetro, en el hombro derecho junto a la clavícula. Pensé que el dolor del que se lamentaba el Padre Pío podría tener su origen en aquella misteriosa llaga. Me quedé agitado y perplejo. Por otra parte, yo había leído en algún devocionario una oración en honor de la llaga del hombro de Nuestro Señor, causada por la madera durísima de la cruz y que le había descubierto tres sacratísimos huesos, procurándole un acerbísimo dolor. Si en el Padre Pío habían repetido todos los dolores de la pasión, no se debería excluir que él hubiera padecido también los de la llaga del hombro. Su sufrimiento, al contemplar a Cristo con la cruz a cuestas y, más aún, con la carga de nuestros pecados, le había producido, sin duda, aquella enésima herida en el hombro. Dolor místico y dolor físico. Ahora, gracias a mi amigo médico, yo tenía las ideas casi del todo claras sobre el particular. 71

En Jesús con la cruz a cuestas, se había producido en el hombro la destrucción de la epidermis y del tejido subcutáneo. El peso del madero y el roce del durísimo elemento rígido contra las partes blandas, le había producido una lesión traumática muscular con “resentimiento álgido neurítico óseo”. En el Padre Pío aquella lesión física, consecuencia del sufrimiento místico, había causado un profundo hematoma y un derrame de líquido hemático sobre el hombro derecho, con secreción de suero. Ahí estaba, pues, sobre la camiseta, el halo desenfocado con la mancha oscura de sangre en el centro. Informé inmediatamente de este descubrimiento al Padre Superior, que me dijo que escribiera una breve relación del hecho. También el Padre Pellegrino Funicelli, asistente del Padre Pío durante varios años me informó confidencialmente que, habiendo ayudado muchas veces al Padre a cambiar la camiseta de lana que usaba, casi siempre había notado ya en el hombro derecho, ya en el izquierdo, una equimosis circular. Para completar el cuadro, tuve una confirmación importante del mismo Padre Pío. Aquella noche, antes de entregarme al sueño, le dirigí con mucha fe esta oración: “Querido Padre Pío, si tú tenias realmente la llaga del hombro, dame una señal”. Me dormí. Pero exactamente a la una y cinco minutos de aquella noche, mientras yo dormía tranquilamente, de improviso un agudo dolor en el hombro me despertó. Era como si alguno, con un cuchillo, me hubiera arrancado la carne del hueso de la clavícula. Si aquel dolor hubiera durado sólo algún minuto más, pienso que habría muerto. Al mismo tiempo oí una voz que me decía: “Así he sufrido yo”. Me sentí envuelto en un intenso perfume que llenó también mi celda. Sentí el corazón rebosante del amor de Dios. Y probé una extraña sensación: el haber sido privado de aquel insoportable sufrimiento me resultaba todavía más doloroso. El cuerpo quería rechazarlo, pero el alma, inexplicablemente, lo deseaba. Era dolorosísimo y, al mismo tiempo, dulce. ¡Finalmente yo había entendido!

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Más confundido que nunca, ya tenía la certeza de que el Padre Pío, además de las llagas de las manos, de los pies y del costado, además de haber sufrido la flagelación y la coronación de espinas, por largos años, nuevo Cireneo de todos y para todos, había ayudado a Jesús a llevar la cruz de nuestras miserias, de nuestras culpas, de nuestros pecados. ¡Y aquella camiseta era el signo indeleble de ello!

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Aquellos días… llenos de Tristeza En 1968 yo hacía parte de la comunidad capuchina de Isernia. Un día, mientras yo estaba ocupado en la cocina, en las primeras horas de la mañana, tuve un presentimiento acompañado de una voz interior, que me susurró: “Dentro de poco el Señor llamará a su presencia al Padre Pío y los frailes se quedarán con un puñado de moscas en las manos”. Me asaltó una especie de turbación seguida de angustia. Yo amaba muchísimo a mi padre espiritual, mi gran bienhechor. Conté lo sucedido al superior del convento, padre Tarcisio de Cervinara, quien, aun sin estar convencido del todo, no disimuló alguna señal de preocupación, ya que también él amaba mucho al Padre Pío. Durante todo el día, si bien yo trataba de alejar de mi mente semejante pensamiento, en mi alma seguía resonando la funesta inspiración. Yo pensaba que el mundo, dentro de poco habría perdido su inigualable defensor ante Dios. Pensaba en sus numerosos hijos espirituales, que quedarían huérfanos, privados para siempre de la palabra, dulce, severa, de un Padre insustituible. Un día pasó por el convento el responsable provincial de la Tercera Orden Franciscana, padre Lino Barbati. Me acerqué a él, a la puerta de la iglesia, y le dije: “Padre, compre un buen número de rosarios, medallas y estampas de la Virgen de las Gracias, y las haga bendecir inmediatamente por el Padre Pío, que dentro de poco, nos dejará. Así tendremos una gran riqueza espiritual; de lo contrario, nos quedaremos con un puño de moscas en las manos.”. El padre Lino no dio mucha importancia a mi sugerencia, que, en cambio, fue aceptada por el padre Tarcisio Zullo, que fue a Nápoles y, con el poco dinero disponible, compró algunos objetos religiosos para que los bendijera en su día, el Padre Pío. El 25 de mayo de 1968, un amigo del padre Tarcisio se ofreció para acompañarnos a San Giovanni Rotondo. Fue un viaje muy triste. El ansia de encontrar cuanto antes al Padre, de besar una vez más sus manos llagadas, de estrecharlo contra mi corazón, me atenazaba. Incluso sufrí una indisposición. 75

Mis dedos se agitaban pasando rápidamente las cuentas del rosario. Yo rezaba y pedía a la Virgen que conservara todavía la vida del querido Padre Pío. Pero yo seguía con mi presentimiento. Por fin llegamos a la meta. Emocionado y conmovido, fui corriendo hacia el Padre. Lo vi de lejos y me detuve. El hombre del dolor, con el rostro pálido y desencajado, se movía con dificultad. Sus ojos, grandes y luminosos, revelaban que su espíritu estaba fuertemente absorto en Dios. Esperé a que regresara a su celda. Cuando me encontré en su presencia me sentí lleno de gozo. Mientras lo contemplaba, el me dijo: “Guaglió (muchacho), ven aquí. ¿Sabes lo que me ha sucedido esta mañana? Mientras iba a confesar a las mujeres, se me ha acercado una viejecita. Le he pedido que rezase al Señor para que me llame a su presencia, porque estoy muy cansado y no puedo con mi alma. Y ella me ha respondido: “Padre mío, tú debes vivir otros cien años. ¿Cómo haríamos sin ti” Por mi parte he añadido: “¿ No te basta cuanto he sufrido? ¿Me deseas todavía más sufrimientos en lugar de desearme que vaya a Dios ¿”. Entendí que el sobre era para la viejecita… y la carta para mí. Me calmé y alejé de mí toda turbación, toda preocupación. Me quedé en San Giovanni Rotondo dos días y me parecía estar en un rincón del paraíso. Hasta llegué a olvidar la inspiración que había tenido en Isernia. La tarde del 26 de mayo de 1968, antes de partir, fui a saludar al Padre Pío. Lo abracé. Besé sus mejillas y, después su mano. No sabré jamás describir lo que sentí. Cuando me puse de rodillas ante él para recibir su bendición, nuestras miradas se encontraron. Nos miramos por un buen rato y en silencio. En vez de los labios hablaban los corazones. Regresé a Isernia donde los días pasaban con absoluta normalidad hasta que, el 15 de setiembre, sentí de nuevo la misma locución interna que me preanunciaba la próxima muerte del Padre Pío. Confié todo al padre Tarcisio, haciéndole presente la oportunidad de volver a San Giovanni Rotondo. El buen padre compartió mi deseo y, de allí a poco, estuvimos preparados para el viaje.

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Durante el cual ninguno de los dos dijo una palabra. Nuestras mentes volvían a los momentos que habían dejado en la memoria el recuerdo indeleble de los encuentros con el Padre Pío. Llegamos al convento el 19 de setiembre por la tarde. Encontramos una inmensa multitud que, ansiosa, esperaba poder ver al Padre. Al día siguiente era el aniversario de las llagas y en esta ocasión, había sido organizada una reunión de los Grupos de Oración. Vi la iglesia toda engalanada con rosas. Al día siguiente asistí a una fiesta de luces y flores. Había aire de fiesta, pero, en mi corazón, había más bien aire de de sufrimiento y dolor. Yo estaba convencido de estar viviendo la vigilia de un acontecimiento luctuoso. Vi en el altar mayor al Padre Pío. Mientras celebraba, parecía querer elevar al cielo su último grito de amor. Su rostro estaba palidísimo y sus ojos llenos de lágrimas. Con dificultad levantaba el cáliz o la patena. En el momento de la consagración se quedó mirando la hostia por un buen rato. Pensé que estuviese poniendo en las manos de Dios, de un modo muy particular, a todos sus hijos espirituales. Y se me hizo un nudo en la garganta, al recordar el presentimiento que, por dos veces, había tenido sobre la muerte cercana de mi Padre espiritual. Me sentí confuso entre la gente. La iglesia grande, se había quedado pequeña para tanta gente que seguí aumentando. Después de la misa y de las confesiones, por fin, encontré al Padre Pío en su celda. Lo miré y quedé en silencio. El, en un primer momento, ni siquiera advirtió mi presencia. Estaba absorto en Dios. Vista su expresión de dolor, no tuve el coraje de besarle la mano. El Padre siguió por un buen rato en la poltrona, en su celda. Después se hizo acompañar a la galería en busca de aire fresco. Se acercaron a él y a mí el padre Tarcisio de Cervinara y el padre Mariano de Santa Croce di Magliano. Nos entretuvimos con el Padre una hora más o menos, siguiendo mentalmente su oración, que intuíamos por el movimiento de sus labios. 77

El Padre Pío tenía consigo dos coronas del rosario. Una enrollada en la muñeca y la otra entre los dedos. Yo moría de las ganas de tener un recuerdo suyo. Me di ánimos, me levanté e, inclinándome delante de él, le dije: “Padre, usted tiene dos coronas, ¡Deme una!" Respondió remendándome: “Si, dame una a mí. Vattenne. Vatta´a´ssettá! (Vete, vete a sentar!) Debió leerme en la cara la amargura y la desilusión, ya que, a los pocos minutos, se dirigió a mí diciendo: “Guaglió (muchacho), ven aquí”. Besó la corona del rosario, la bendijo y me la dio. Me conmoví, la besé también yo y la estreché contra mi corazón. Aquella corona fue, para mí, el objeto más precioso de mi vida. Después la doné al museo de los frailes, de Pietrelcina, donde se encuentra actualmente. A las 16:30, antes de partir para Isernia, me arrodillé ante el Padre para recibir su bendición. Pensé que sería la última vez, como sería también el último abrazo con que nos despedimos, con los ojos en lágrimas. Ambos sabíamos que era el adiós de un Padre que está por dejar al hijo y el adiós del hijo que ya no habría vuelto a ver vivo, a su Padre. Quien es padre y ha sido hijo puede entender lo que nuestros corazones sintieron en aquel momento. Cuando llegué al convento de Isernia no hice otra cosa que seguir pensando en el Padre Pío. El 23 de setiembre, mientras me encontraba ayudando a misa, se me acercó Vicenzo, un hombre de confianza de los padres, y me susurró al oído: “¡Fray Modestino, el Padre Pío ha muerto!" “¿Qué Padre Pío?”, respondí esperando lo inesperable. "¡El de Pietrelcina!”, confirmó Vicenzo. Tuve la sensación de estar bajo la ducha fría y advertí una punzada en el corazón. Habría preferido morir yo en vez del Padre… Terminada la misa, di la triste noticia al Padre Tarcisio e inmediatamente nos pusimos en camino hacia San Giovanni Rotondo. 78

También esta vez, durante el viaje, ninguno de los dos dijo una palabra. Hubiera querido derramar abundantes lágrimas, pero mis ojos no tuvieron ni siquiera el consuelo del llanto. Pensaba en los anteriores viajes a San Giovanni Rotondo. Revivía en mi mente los encuentros con el Padre, irrepetibles, inolvidables. Recordé las palabras del Padre Pío cuando le pedí que me diera un método de vida: “Haz penitencia en el refectorio de modo que ninguno se entere. Alguna vez deja el vino, otras veces la fruta, pero sin exagerar. Te recomiendo la salud, porque, si nos enfermamos, nos hacemos un peso para nosotros y para los demás”. Si me veía triste, inmediatamente me animaba diciendo: "¡Hagamos todo por amor de Dios!”. Vinieron a mi mente todas sus enseñanzas. Finalmente llegamos al Santuario de Santa María de las Gracias. ¡Estaba repleto! El Padre Pellegrino Funicelli me informó de que, la noche del 22 de setiembre, el Padre Pío le había dicho: "Hijo mío, mañana celebrarás la misa por mí”. Aquellas palabras revelaban el presentimiento de que estaba por reunirse definitivamente con su Señor. En su corazón convivían dos sentimientos opuestos: el gozo de pregustar el abrazo divino y el dolor de tener que separarse para siempre de sus amados hijos espirituales. Después de la última misa, aquel día, mientras pasaba entre la multitud, llorando había exclamado: "¡hijos míos! hijos míos!" Aquellos hijos que había engendrado en el dolor y en el amor. Por ellos, por todos nosotros, se había ofrecido como víctima, asociándose a la pasión de Cristo y recibiendo, como mensaje de aceptación, los extraordinarios “signos”. Escuché algunas noticias más sobre su sereno tránsito y me pareció estar asistiendo al mismo. Imaginaba su rostro, sus labios, mientras repetían sin interrupción los santísimos nombres de Jesús y de María. Como si despertara de un sueño, volví a la realidad de aquel momento. Con dificultad logre acercarme al féretro en que yacía, sin vida, mi Padre espiritual. ¡Me sentí ahogar de dolor! Me incliné para besar su frente. ¡Estaba helada! Volví a probar la sensación de quien se queda huérfano. 79

Puesto que la muchedumbre se apiñaba y quería dar al Padre su último saludo, el padre Carmelo de San Giovanni in Galdo, superior del convento, hizo sustituir el ataúd e nogal con otro de bronce, cubierto con vidrio, que todos podían besar. De todo el mundo llegaron los devotos admiradores y los hijos espirituales del Padre. De New York se organizó un puente aéreo con el aeropuerto de Amendola. Agentes de policía, carabinieri y militares se las veían y deseaban para mantener el orden. Muchos peregrinos que no encontraron alojamiento, porque todos los puestos habían sido ya ocupados, permanecían en la iglesia o en la plaza. Fueron innumerables los fieles que desfilaron ante el féretro del Padre Pío por espacio de tres días y tres noches. Junto a aquel féretro permanecí también yo, petrificado por el dolor, sin separarme ni siquiera para tomar un bocadillo. Con algunos paños, de tanto en tanto, limpiaba el vidrio que cubría el ataúd. Cuando comenzó el funeral, me di cuenta de no ser capaz de seguir el cortejo porque mis piernas se me habían hinchado desmesuradamente. Y llegó el momento de poner la urna en la cripta para la sepultura. No pude estar presente, pero imaginé todo mientras me dirigía al coro. Me sumergí en la oración; de sufragio por el alma bendita del amado Padre, de acción de gracias al Señor, que me había concedido el privilegio de tener al Padre Pío como guía espiritual, como soporte moral, como maestro de vida y, desde aquel momento en adelante, como poderoso intercesor ante el trono divino.

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Conclusión Padre queridísimo, has querido que hasta el más indigno de tus hermanos en religión fuese testigo tuyo, para dar gloria al Altísimo, a su infinita bondad, a su amor sin límites. ¡Yo testigo de tus virtudes, de tus sufrimientos! ¡Yo testigo de los prodigios que el Señor ha hecho y sigue haciendo por tus méritos, por tus oraciones! Cuando vivías, emulando a Fray León, yo he recogido cada palabra que caía de tus labios, y la he conservado en la mente y el corazón. Si ahora doy a conocer esto al mundo, es para que mundo sepa y, sabiendo, te ame aún más. He tenido entre mis manos las pruebas tangibles de tus dolores, de tu continuo martirio. Si hoy las grito a tus hijos, es para que ellos comprendan cuánto te han costado y a qué precio las has arrancado de las garras de Satanás: un precio de sangre. El eco de tus extraordinarias intervenciones ante el trono de Dios llega hasta mí en el lugar de mi oración y de mi trabajo. Quizás un día, cuando la Santa Madre Iglesia haya hecho oír sobre tu nombre su voz infalible, amplificaré este eco para dar gloria a ti, Padre mío y, sobre todo, para dar gloria a Dios.

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