Vivir en Pareja

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Manfredo Teicher

VIVIR EN PAREJA Un desafío al narcisismo

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Teicher, Manfredo Vivir en pareja : Un desafío al narcisismo – 1° ed. – Buenos Aires – Letra Viva, 2008. 158 p. ; 22,5 x 14 cm. ISBN 978-950-649-210-6 1. Psicoanálisis. I. Título CDD 150.195 Edición al cuidado de Leandro Salgado

© 2008, Letra Viva, Librería y Editorial Av. Coronel Díaz 1837, (1425) Buenos Aires, Argentina e-mail: [email protected]

Primera edición: Noviembre de 2008 Impreso en Argentina – Printed in Argentina Queda hecho el depósito que marca la Ley 11.723

Prohibida la reproducción total o parcial de esta obra bajo cualquier método, incluidos la reprografía, la fotocopia y el tratamiento digital, sin la previa y expresa autorización por escrito de los titulares del copyright.

Este libro está dedicado A todos los que, como yo, encuentran a la convivencia difícil, pero necesaria.

Mágicos son el amor y el odio, que imprimen en nuestros cerebros la imagen de un ser por el que consentimos dejarnos hechizar. Marguerite Yourcenar, Opus Nigrum

Prólogo

Manfredo Teicher nos presenta un libro original y polémico. En los sucesivos capítulos nos va recorriendo por una interesante serie de temas en relación a la pareja humana. Los títulos de los capítulos podrían también ser una síntesis del contenido del libro y de sus temas centrales. Muestran donde se centra el interés del autor, comenzando por el primer capitulo: Nuestra naturaleza narcisista. Los otros temas principales que Teicher desarrolla son, creo, la lucha por el poder, el par respeto-desprecio, la importancia del dinero. “El narcisismo prepotente y arrogante nos es dado naturalmente” comienza por afirmarnos el autor. “El deseo de destrucción es la expresión de una rebelión interior, narcisista e infantil, contra la búsqueda de una dependencia mutua que realiza el narcisismo socialmente adaptado de una persona. Esta es la tesis de este libro”. Tesis original y arriesgada… Sigue diciéndonos Manfredo: “La necesidad narcisista primordial crea una molesta dependencia entre el sujeto y el objeto significativo cuyo reconocimiento se busca y que tiene el poder de decidir si satisface o no esa necesidad”. Es decir, el narcisismo existe desde el comienzo y se rebela. Se opone a la necesidad de dependencia. Molesta dependencia porque el otro tiene el poder de decidir si satisface o no esa necesidad. Aquí Manfredo se pone al lado del Freud que afirmaba que la necesidad del otro es la base de todos los principios morales. Otra tesis central del libro es que la pareja es un escenario de la lucha por el poder. Poder que tiene que ver con la competencia, que se da, según el autor, desde el mismo principio de la relación. Y afirma “La ten-

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dencia al abuso del poder es universal”. “Cada uno que depende del otro, quiere disponer de él a su antojo: que el otro sea un esclavo incondicional feliz de servir a su amo”. “Lo que hace de la convivencia un problema es que los demás no se prestan dócilmente a satisfacer los caprichos de uno, ya que ellos desean exactamente lo contrario: que uno se someta a sus caprichos. Y acá debe intervenir la razón para frenar y controlar la hostilidad que surge por tal afrenta al narcisismo” Manfredo nos dice acertadamente que entre los móviles más importantes de la constitución de la pareja está el hecho del reconocimiento por parte del otro. El deseo de ser valorado y reconocido en su rol, sobre todo sexual. “Ser deseado como objeto sexual es el reconocimiento más importante que una persona puede recibir de otra”. Podemos decir: si una mujer (u hombre), me ama, es porque valgo como mujer u hombre. Creo entender que Manfredo sugiere –aunque no lo dice explícitamente– que, más allá del deseo, un cierto grado de enamoramiento es necesario en la pareja, como necesidad de admiración y –¿porqué no?– de una cierta idealización por parte del otro. También acertadamente nos dice que los sujetos buscan la ilusión de completud (la fantasía de “la media naranja”) y la ilusión de trascendencia a través de los hijos. Lo que equivale a decir que desde un cierto punto de vista, podríamos afirmar que en la pareja buscamos (ilusoriamente) reparar las dos grandes heridas narcisistas a que estamos expuestos los seres humanos: el tortuoso camino de la des-ilusión, que significa soportar la aceptación de la diferencia de sexos, la que implica la alteridad, y de la diferencia generacional, que nos enfrenta con la finitud. Sería como si el narcisismo infantil del que habla Manfredo quisiera negar esas heridas y realizar la completud, mientras que la aceptación de esas diferencias, característica de un estado más “adulto”, implicaría reconocer que en realidad estamos frente a una ilusión de completud, como en un juego en el espacio transicional. Esta ilusión es la de la “naranja entera”; es también la que realizamos en un coito bien logrado y es la que vivimos con nuestros hijos. Sabemos que es una ilusión, pero a veces podemos, y necesitamos, jugar con ella. Como componente normal del anteriormente descripto intento de recreación “fantástica” de la ilusión de completud, el coito (y sobre todo el orgasmo) representa un momento mágico, un momento privilegiado que permite re-crear la fusión con el objeto primario, fu-

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sión –y con-fusión–, un “como si”, un juego, con sensaciones de pérdida de límites de la propia piel, en un marco de amor, claro está. Una experiencia que trasciende las individualidades, donde ambos realizan sus fantasías de completud. Son, por un momento, bisexuales. La relación sexual pasa a ser así un “seguro” contra la castración, a través de la identificación mutua. Es también en este sentido que nos dice el autor que “el orgasmo compartido es el paradigma del placer conjunto que se puede alcanzar en la relación de pareja”. Y en otra parte: “La relación sexual con satisfacción mutua es el mejor remedio contra las dificultades que la vida plantea” Manfredo hace una acertada alusión a la dimensión transgeneracional: “Las historias de amor son historias de dos personas que se encuentran y empiezan a competir. Cada uno quiere imponer al otro el tipo de reconocimiento que espera según sus respectivas historias personales”. Cada uno espera del otro que lo repare de las heridas narcisistas sufridas en la infancia. Pero también debe cumplir con los mandatos de generaciones anteriores (realizar los ideales familiares) y exige a su partenaire que lo complemente en la concreción de esos mandatos. Así se plantea muchas veces una lucha que no es solo la lucha por el poder de los individuos. Dentro de esta lucha por el poder, está la lucha por poder cumplir con los respectivos mandatos. La lucha por la primacía de la respectiva familia de origen, sus valores, sus proyectos, sus mitos, sus legados. La lucha por el poder pasa entonces en algunos casos a ser una lucha por el poder entre dos familias. Pareciera que por momentos Manfredo es pesimista y que ve predominantemente los aspectos narcisistas en el vínculo, en el sentido más extremo de egoísmo total, por ejemplo cuando nos dice: “El amor es posesivo, egoísta. No da lugar para terceros, y busca la rendición incondicional del objeto amado” Pienso que en la relación de pareja, los sujetos, además de las motivaciones anteriores, buscan reparar las heridas infligidas a los otros (reales o fantaseados). Lo que Winnicott llamaba la capacidad de concern. Que tiene que ver con la necesidad de dar. Manfredo alude a ello cuando nos habla de la necesidad de aceptar la posición depresiva. Y también la posibilidad de identificación, de modo que los logros del otro no sean vividos competitivamente, sino como propios. Otro punto al que se refiere el autor es el de los miedos. Nos podríamos preguntar si esas conductas posesivas, arrogantes, de dominación, de intentar someter al otro, no estarán simplemente motivadas por el

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miedo. Él mismo lo sugiere cuando se refiere a la necesidad vital de reconocimiento del otro. ¿No será que el miedo a no ser reconocido nos convierte a veces en dominantes y exigentes, e incluso violentos, con el otro? Finalmente, es el miedo al abandono, a la temida hilflosigkeit freudiana. Mi pareja es mi salvadora, del mismo modo que lo fue el objeto primario (me refiero aquí a lo que Mauricio Abadi llamaba la experiencia de salvación). Y también otro miedo, el miedo opuesto: el miedo a la fusión, con consiguiente con-fusión, sensación de encierro en la “piel” de la pareja, que contiene pero también ahoga, de la que algunos intentan liberarse a través de la agresión, tratando así de salvar la propia piel. Freud nos ilustró acerca del problema de las distancias en las parejas, con su cita de la parábola de los puercoespines de Schopenhauer: un grupo de puercoespines tenía frío, por lo que, para lograr un mayor calor, decidieron acercarse unos a otros, pero cuando estaban cerca, comenzaron a hacerse daño con sus espinas, por lo que debieron separarse nuevamente hasta encontrar una posición que les permitiera estar suficientemente cerca como para darse calor mutuamente, y suficientemente lejos como para no hacerse daño. “Dentro de la pareja el miedo básico es el temor a no poder reproducirse o no poder convivir. La manía vence ese miedo y la melancolía lo aumenta”. La manía puede ser entonces “normal”. Otras veces, ante la amenaza de pérdida de límites, los partenaires se mantienen a “distancia prudencial”: son parejas que no pueden soportar los momentos emocionales de acercamiento más intenso, a pesar de que cada uno puede desear al otro y ser deseado por él. En muchas ocasiones, ante este riesgo las personas hacen, inconscientemente, pero a veces conscientemente, elecciones insatisfactorias que las aseguren contra un acercamiento excesivo, a costa, desde ya, de un grado de sufrimiento y limitación en sus relaciones. El temor a la fusión –vivida como confusión– puede llevar también a un “exceso” de deseos de libertad, de liberarse de la pareja como “esclavitud”. En otros casos, se polarizan los roles, y entonces uno de ellos encarna el ideal, por lo general centrado en la belleza física, el poder, la riqueza y/o la fama, como atributos que hay que admirar, y el otro lo admira incondicionalmente, obteniendo una satisfacción narcisista vicariante a través de los éxitos del partenaire. Pero a la vez éste debe realizar las expectativas de ideal narcisista del cónyuge. Es la relación que he llamado del “sol y la luna”. O bien son como almas gemelas. Todo va bien entre

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ellos, se encierran en una envoltura narcisista idealizada, pero se empobrece o anula la vida sexual. No hay diferencias entre ellos. Además de los temas comentados, en los sucesivos capítulos el autor se sumerge en las delicadas cuestiones de la realización personal de los miembros de la pareja y del papel muchas veces central que juega el dinero. También agrega unas breves, claras y acertadas “Reflexiones acerca de la terapéutica de las parejas”, terminando por un breve glosario, seguramente muy útil para el lector no especialista, He dicho que el libro de Teicher es un libro polémico, y precisamente por ello es un libro a veces inquietante. Tiene el mérito de ser breve, claro y original, y por lo tanto interesará no sólo al público culto en general sino también a los profesionales que cotidianamente nos enfrentamos al desafío que nos presentan las parejas que acuden a nuestros consultorios. Roberto Losso

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Introducción

El análisis de la convivencia de la pareja humana se ve enfrentado a circunstancias muy complejas. Esta complejidad incluye tanto la ambigüedad en la definición de los conceptos, como la dificultad de traducir a palabras los sentimientos en juego y la enorme diversidad de las reacciones posibles en la conducta. Si pretendemos ser objetivos, es conveniente el uso de términos que expresen estas dificultades insalvables, como “quizás”, “podría”, “debería”, “a veces”, “generalmente”. La convivencia de la pareja da lugar a una amplia gama de situaciones, que reflejan lo más agradable y lo más dramático del juego de la vida. Del amor, del deseo de estar con una sola persona cuyas cualidades fueron idealizadas hasta un grado de perfección estética y moral, se pasa silenciosamente al odio, al deseo de aniquilar mil veces a esa misma persona. En el pasaje de una situación a otra, la “moral” inclina sospechosamente la balanza de la justicia a favor del sujeto que ama y no, del que es amado. Tanto el amor como el odio desconocen el respeto a las necesidades del otro. Respetar mutuamente el narcisismo del otro es, sin embargo, el elemento imprescindible para una convivencia armónica. Este esquema, tan simple de enunciar es muy difícil de implementar, a causa del lamentable predominio en nuestra naturaleza humana del narcisismo infantil, arrogante y prepotente (perverso). Los problemas surgen, en la convivencia, por una competencia inevitable que el paso del tiempo no hace más que ahondar. Adjudicar a elementos aislados de la historia personal o familiar de

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cada miembro de la pareja –por ejemplo, a la relación con la madre durante la lejana infancia– la responsabilidad por las dificultades en el vínculo, es simplificar demasiado un problema sumamente complejo. En las series complementarias o, para decirlo con palabras más sencillas, la historia personal precedida por el bagaje genético, incluye elementos imposibles de conocer con exactitud, que varían e influyen en forma diversa entre sí. Trasladando estas series al estudio de la pareja, podemos decir que es “lo horizontal” (la historia del vínculo de la pareja) interactuando con “lo vertical” (la historia de cada uno), lo que determina el modo en que la pareja se vincula. La vida en pareja no es fácil, pero pretender lo fácil hace la vida muy difícil. Es conveniente acostumbrarse a enfrentar lo difícil y ser capaces de hacer un esfuerzo, que estará justificado por el resultado que se logra obtener. La convivencia de una pareja puede resultar magnífica si ambos miembros realmente se lo proponen... y logran no perder la paciencia en el intento.

CAPITULO 1

NUESTRA NATURALEZA NARCISISTA

El psicoanálisis intenta describir y explicar nuestra conducta individual y social. Puesto que lo tomo como referencia teórica, voy a señalar, para comenzar, sus rasgos principales. Es necesario aclarar que esta base teórica es, a la vez, una exposición de los prejuicios con que nos enfrentamos a los hechos y un intento de describirlos. Al señalar la división del aparato psíquico de un sujeto adulto en dos sistemas (el conciente y el inconsciente) en continuo conflicto entre sí, Freud fue el portavoz de la tercera herida, psicológica, que la ciencia infligió al narcisismo humano1. El dueño de casa únicamente conoce de sí lo que le indica su parte conciente. Eso hace que no sepamos con exactitud por qué funcionamos como lo hacemos. Nuestra conciencia es sólo una parte de nuestro psiquismo, y pocas veces la más relevante: estos son los postulados básicos del psicoanálisis. El aparato psíquico tiene la función de buscar la manera de satisfacer las necesidades del cuerpo, del cual es parte. Estas necesidades del cuerpo incluyen las pulsiones de autoconservación y las pulsiones (sexuales) de conservación de la especie. Aunque no es sencillo definir los límites que las separan, ni en la teoría ni en nuestra conducta cotidiana, ambas pulsiones conforman la trama del narcisismo. Según el psicoanálisis, al estar dividido, el aparato psíquico encuentra dos formas distintas de satisfacción. Una, que tiende a satisfacer todo, perentoriamente (el imperio del principio del placer, que no tolera la 1. Las otras heridas fueron: el descubrimiento de Copérnico de que la Tierra gira alrededor del Sol y la teoría darwiniana que señala que el hombre desciende del mono.

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frustración). Otra, que impone la espera, dispuesta a renunciar y a postergar, de ser preciso; en ella impera el principio de realidad, que sí tolera la frustración. Nuestra conducta es una transacción que resulta del conflicto permanente entre estos dos principios. Hoy, la existencia de un inconsciente desconocido para su dueño es un hecho culturalmente aceptado. Lo que sigue constituyendo un problema, como lo fue para Freud, es lo que va más allá de la mera aceptación de su existencia. ¿Qué hay dentro del inconsciente? ¿Por qué tenemos un inconsciente? ¿Por qué somos seres psicológicamente divididos? A estas preguntas he intentado responder con una Teoría Vincular del Narcisismo2 que resulta, a fin de cuentas, una forma de presentar nuestra naturaleza humana. El principio básico de esta teoría es la necesidad que tiene todo sujeto humano de ser reconocido positivamente (ser considerado importante), ya como objeto sexual o como miembro de una comunidad, por algún otro semejante significativo (es decir, alguien considerado importante por el sujeto). Esta es una Necesidad Narcisista Primordial. Es innata, universal y no desaparece jamás durante la vida. Impone al sujeto una dependencia respecto de otro semejante significativo para que éste (el objeto significativo) le otorgue al propio sujeto su derecho a ser, a vivir en sociedad. Hay una respuesta fundamental –¿qué soy? ¿qué valor tengo?– que únicamente otro puede dar. La actitud del sujeto que demanda aceptación variará según cuál sea la reacción del otro. En un extremo, la respuesta positiva, la gratificación narcisista, el hecho de ser valorado, acerca al sujeto a un polo maníaco: a la ilusión de que tendría un origen divino. Esto justificaría su derecho al reconocimiento incondicional de los otros –todos y cualquiera– en la forma en que el capricho del sujeto lo prefiera. En el otro extremo, la frustración, la herida u ofensa narcisista (el reconocimiento negativo, el desprecio) hunde a la persona en un polo melancólico, con la sensación de ser un objeto inútil, descartable. De esta manera, la Necesidad Narcisista Primordial (NNP) crea una molesta dependencia entre el sujeto y el objeto significativo cuyo reconocimiento se busca y que tiene el poder de decidir si lo otorga o no. Si 2. Para una exposición detallada, cfr. Manfredo Teicher, Teoría vincular del narcisismo , Buenos Aires, Letra Viva, 2002

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el reconocimiento es positivo, el sujeto es convertido en objeto significativo, lo que hace que la dependencia sea mutua o incluso que pueda ser invertida. La evolución de la relación entre una madre y su bebé, que se transforma con el paso del tiempo en el vínculo de una madre con un hijo adulto que tiene sus propios hijos, es un ejemplo del drama que implica este cambio. Todo vínculo es narcisista. Lo opuesto, un vínculo altruista, constituye una abstracción teórica pasible de ser incluida en cualquier discurso demagógico pero imposible como actitud concreta. Satisfacer las necesidades narcisistas del otro renunciando a las propias, oculta siempre un deseo egoísta. Nunca salimos del narcisismo. Pero debemos diferenciar un narcisismo patológico, antisocial (perverso) de un narcisismo socialmente controlado, al que podemos considerar normal (sublimado). Esquemáticamente, podemos equiparar el narcisismo al egoísmo. Por lo que debiera aceptarse que, si la NNP es un deseo egoísta, se trata de un egoísmo que nos convierte en seres sociales dependientes unos de otros, lo que no tiene forzosamente un sesgo negativo. Competimos sin cesar para acercarnos al polo maníaco y alejarnos de la melancolía. Esta competencia hace surgir los celos y la envidia, sentimientos tan indeseables como inevitables. Cuando alguien adquiere poder, tiende a abusar de él imponiendo el reconocimiento incondicional. Este abuso de poder y la competencia narcisista convierten a la convivencia en un problema de difícil solución, ya que todos competimos para obtener un poder nunca suficiente. Pero la convivencia es imprescindible para poder satisfacer la NNP. Por su extrema indefensión al nacer, cualquier malestar va desarrollando esa necesidad. El bebé llama a alguien para que lo ayude a través de un mecanismo interno automático, el berrinche. Al comienzo de la vida, la espera equivale a un reconocimiento negativo. Si alguien acude a la convocatoria de ayuda, en cambio hay gratificación, o sea, reconocimiento positivo. ¿Quién es el objeto significativo, la madre que acude al llamado o el bebé a quien la madre atiende con dedicación? Al nacer, un ser humano es capaz de discriminarse como individuo distinto. Establece un vínculo entre él y el resto del mundo, y poco a poco va diferenciando los distintos objetos que lo componen. Aprende a distinguir entre los objetos animados y los inanimados, y les da distintos valores, según la utilidad que tengan para él. Al principio no co-

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noce otras pretensiones que no sean las propias. Su meta es, principalmente, sobrevivir. De acuerdo con la utilidad que le brinden, irá seleccionando los objetos valiosos, significativos, discriminados de los otros. La compleja estructura social narcisista se apoya en dos pilares: en uno, central, está el sujeto. En el otro pilar, están el o los otros objetos significativos, que el sujeto intentará usar para obtener su beneficio: el reconocimiento positivo buscado. En un sujeto adulto encontramos el aparato psíquico, dividido, como ya dijimos, en dos sistemas. Una parte inconsciente, el Ello, donde se oculta (en el mejor de los casos) aquella criatura prepotente, caprichosa e intolerante (que tiende al Principio del Placer) que pretende que un supuesto origen divino le otorga el derecho al reconocimiento incondicional de los otros. La frustración de sus deseos le provoca tal dolor que, desde su punto de vista,la descarga de furia destructiva es una respuesta justificada. Si esa parte del sujeto actúa en forma descontrolada, resulta imposible cualquier intento de convivencia. Esta imposibilidad desarrolla la parte conciente (el Yo) que es nuestro aspecto maduro (un narcisismo socialmente adaptado, sometido al Principio de Realidad), dispuesto a respetar las pretensiones de los otros, a ser solidario, para merecer el reconocimiento positivo y satisfacer así la NNP. El Yo es tolerante con la frustración e intenta mantener controlada a la criatura antisocial que hay dentro de sí mismo y con la que se encuentra en constante conflicto. El modo de vincularse con los otros queda determinado por la transacción resultante del conflicto entre los dos sistemas del aparato psíquico. Como una parte de la personalidad no tolera la frustración, lo que sí hace la otra, habrá mayor o menor tolerancia a la frustración de acuerdo a cuál de los componentes obtiene más poder. La tolerancia a la frustración no implica su aceptación pasiva, sino que alienta a un esfuerzo racional para superarla y permite su mejor elaboración; mientras que la intolerancia a la frustración provoca, automáticamente, una reacción hostil, destructiva, irracional. El resultado es que genera casi siempre más frustración. Toda frustración es una herida narcisista y toda herida narcisista es una frustración. Por lo que podemos afirmar que de la tolerancia a la frustración depende la salud del sujeto y del grupo. La necesidad narcisista primordial impone al sujeto una dependen-

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cia respecto de aquellos que elige como objetos significativos. Por este motivo, es la raíz del impulso gregario, que lleva a todas las manifestaciones sociales: desde la protección y el cuidado del bebé a la guerra y el genocidio. Asimismo, es el origen de la salud y de la enfermedad mental, tanto individual como social. Dentro de la competencia, siempre presente en la sociedad, la cultura ha creado licencias que permiten descargar el exceso de agresividad creado por las frustraciones, en determinadas situaciones, dentro del grupo o entre grupos. Un mal menor, surgido por la presión de la hostilidad. En cambio, mediante la sublimación, por medio de la cual los deseos perversos son transformados en deseos socialmente valorados, la competencia presenta resultados positivos en el deporte, el arte y la ciencia, como a veces, en cualquier encuentro. Cuando la criatura prepotente encerrada en el inconsciente triunfa, se puede crear un chivo emisario dentro del grupo; triste destino que se otorga a los más débiles. En la familia ese lugar lo ocupará la mujer y los hijos mientras que el narcisismo arcaico antisocial, disuelto en el grupo de pertenencia, produce la lucha de clases, el racismo, la xenofobia, la guerra, el genocidio, que son formas sociales de la perversión. La historia ilustra la crueldad del poder grupal sobre los que, por diversas razones demostraban que no lo tienen: las mujeres, los niños, ancianos, judíos (así como en otra época los cristianos), negros, indios, pobres, etc, etc. Si la perversión alcanza suficiente intensidad destructiva y homicida, podemos considerar estos acontecimientos como un salto cualitativo hacia alguna forma de psicosis.

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La búsqueda del reconocimiento

Sólo siendo reconocido por otro, por los otros, y, en su límite, por todos los otros, un ser humano es realmente humano: tanto para él mismo como para los otros. Hegel

La verdad es un obstáculo con el que se tropieza a veces, pero generalmente uno se levanta y sigue su camino. A. Chulak, Diccionario del disidente

El estudio de la historia, de la biología y de la psicología ha llevado a pensar que el desarrollo individual repite, de alguna manera, el desarrollo de la especie. Bajo el predominio del pensamiento mágico, característico de las culturas primitivas, no es posible valorar objetivamente la propia realidad, ni ninguna otra. Muy lentamente, el pensamiento lógico, de aparición tardía, ha ido abarcando cada vez más dominios aunque su entrada parece vedada en determinados reductos. La tecnología, que es el manejo de los objetos inanimados, debe sus logros al pensamiento lógico. Las relaciones humanas, en cambio, se resisten a su avance. Por ejemplo, en la religión, en el amor y en la política, es el pensamiento mágico el que impone su dominio. La autoestima o amor a sí mismo es un ejemplo de la dificultad de hacer un juicio valorativo objetivo, ya que todo juicio de este tipo se apoya en la visión subjetiva del consenso, que es más fácilmente manipulable por la magia que por la lógica Las frustraciones que una persona sufre en su vida refuerzan en ella el temor natural a ser un objeto despreciable y descartable. En el otro polo, la ilusión de ser un alguien maravilloso, único, de origen divino, la ilusión de ser lo más poderoso y valioso del universo, es reforzada por las distintas gratificaciones, y da lugar a una sobrevaloración de sí mismo. En la vida cotidiana, las frustraciones y las gratificaciones se presentan ininterrumpidamente, en distintos niveles. Su repercusión depende siempre de la importancia que le otorguen las experiencias previas. Una persona puede sentirse frustrada en una situación en la que otra se sentiría gratificada. Las frustraciones y las gratificaciones siempre están relacionadas con las personas que nos rodean, aquellas a las que le otorgamos en nuestras vidas un papel significativo, y con la in-

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terpretación que damos a sus actos. En otras palabras, más importante que lo que nos hacen, es qué hacemos con eso que nos hacen, qué sentido le damos.. A lo largo de las distintas situaciones que nos toca vivir, vamos definiendo, según el mandato surgido de la propia experiencia, los objetos significativos y el tipo de reconocimiento que pretendemos de ellos.

Las normas culturales La prepotencia, los caprichos y la intolerancia a la frustración dominan la conducta al comienzo de la vida. Exigen el amor incondicional, lo que equivale a pretender que el otro sea un feliz esclavo a nuestra disposición. Si todos quieren lo mismo, ¿cómo es posible la convivencia? Pretender el amor incondicional del otro implica despreciar sus necesidades. Pero, al mismo tiempo, esa es una pretensión “natural”. Se trata, en todo caso, de lo que los analistas del comportamiento humano llaman conducta primaria. El esfuerzo para reprimir ese deseo comienza sólo cuando uno empieza a percibir las dificultades que se le presentan. Estas dificultades son provocadas por la resistencia que los demás oponen a su satisfacción. Es posible que nunca se tome conciencia de aquella desmesura en las pretensiones, que equivalen a exigir que el otro sea un esclavo a disposición del sujeto. A veces, la primera impresión que se obtiene al observar a un niño pequeño es su sometimiento a los caprichos del adulto. Es así: lo que primero aprende el hombre es a someterse, cuando, con disgusto, se da cuenta de que sus resistencias son inútiles. Al mismo tiempo, aprende que el sometimiento puede tener ventajas: es el otro quien se hace cargo de la responsabilidad (alimentación, protección, cuidados, etc). Esto ayuda a reprimir las pretensiones de poder, o al menos a postergarlas. El bebé aprende que si se rebela, si se porta mal, puede quedar solo, desamparado, a merced de una realidad algunas veces siniestra. Pero también aprende que el berrinche puede resultar un instrumento para imponer un capricho. Estos aprendizajes iniciales son de suma importancia en la formación del carácter. Si predomina la percepción de que el sometimiento es ventajoso, de que hay que portarse bien para recibir el premio, se irá formando un carácter dócil, amable. Si se experimentan con la prepo-

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tencia mejores resultados, se formará un carácter arrogante, difícil. En general, los logros a través del sometimiento “por las buenas” y las ventajas obtenidas mediante una actitud prepotente, “por las malas”, están presentes a un tiempo. Una vez más, la respuesta está en la interacción de fuerzas imposibles de medir. Podemos pensar en una secuencia en la historia de las personas, en relación con las distintas respuestas que cada uno obtiene en la búsqueda del reconocimiento: 1- En el útero: respuesta automática. 2- Tras el nacimiento: el berrinche es inevitable, es necesario recurrir a él porque la respuesta ya no es automática. 3- Etapa adulta: al poder pensar uno se ve obligado a decidir si es conveniente renunciar a algunos caprichos, ser amable y dar para recibir; o intentar imponerse y someter al otro. El sujeto se discrimina como individuo ya desde el útero. Allí el otro, que es el organismo de la madre, le es incondicional. Después del nacimiento, si no hay respuesta inmediata, el berrinche señala de la única forma posible la protesta que lo origina: un deseo, digamos así, de romper todo si pudiese. Es un gesto que señala la insatisfacción, pero también encierra una amenaza. El berrinche es una defensa que la naturaleza le da al bebé para que pueda convocar al objeto necesitado; una defensa sin la cual no podría sobrevivir. Con el berrinche, el niño despierta en el adulto, al mismo tiempo, la molestia y la conmiseración. Si el bebé se pasa el mayor tiempo durmiendo, no es tan difícil satisfacer sus necesidades: alimento, calor, higiene, contacto humano. Pero el caso de un malestar orgánico como causa del berrinche, al producir la desesperación del adulto que intenta calmarlo sin éxito, lo convierte en una valiosa señal de un problema mayor. Las pretensiones desmedidas del sujeto y la reacción violenta si sus caprichos no le son satisfechos implican un desprecio a las necesidades del otro. ¿En qué medida y en qué momento es realmente desmedida la pretensión de ayuda? Es evidente que, al comienzo de la vida, la ayuda es necesaria en alto grado. Al principio, entonces, el berrinche está justificado, porque es la única manera de lograr la satisfacción de las necesidades; el pedido de ayuda no tiene destinatario específico y no hay

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otro modo de formularlo. Es absurdo pretender que respete las necesidades del que es así solicitado. Ya en la tercera etapa, la toma de conciencia de la dependencia respecto de los otros provoca el temor a ser rechazado y abandonado. Como una respuesta defensiva ante ese temor, surgen el respeto y la preocupación por el otro. El esfuerzo que demanda este nuevo interés se aprende a instrumentar de mala gana. Resulta doloroso tomar conciencia de la pretensión de que el otro sea un esclavo incondicional, cuando esto entra en conflicto con una ética internalizada. Para evitar el muy molesto sentimiento de culpa que puede generar el desprecio a las necesidades del otro, se abren dos caminos: o se justifica de algún modo la actitud perversa, o se niega que sea tal. La cultura tolera “licencias” transgresoras a sus altos ideales: permite despreciar a unos mientras se respeta a otros. Así cumple con Dios y con el Diablo. El poder jerárquico impone la ley y considera perversas la rebelión y la protesta de los sometidos. Al pasar por el inevitable proceso de socialización, el niño va internalizando la diferencia entre lo que se considera sublimación (lo que está “bien”) y lo que se considera perversión (lo que está “mal”). Los premios y castigos propios de la educación enseñan a diferenciar entre valores aceptados y no aceptados. Se aprende que, para recibir, hay que dar. De este modo, la persona se introduce en la comunidad cultural o, en términos más propiamente psicoanalíticos, elabora el complejo de Edipo. La experiencia le enseñará que a veces conviene ser razonable, es decir, intentar un equilibrio entre la satisfacción de los deseos propios y la de los ajenos. Según las circunstancias, será conveniente ceder o resistirse, someterse o rebelarse, atacar o defenderse. La flexibilidad en las respuestas, acompañada de un sano criterio para evaluar las distintas circunstancias, es el logro anhelado de lo que podemos llamar normalidad caracterológica. En un vínculo, la actitud hacia el otro no sólo depende del tipo de carácter. El respeto a las necesidades narcisistas del otro, o su desprecio, pueden también estar motivados por el status social de cada uno de los involucrados. El consenso determina las jerarquías y las circunstancias en las cuales las mencionadas licencias permiten transgredir el mandamiento de respetar al semejante. Hay jerarquías que pueden ser necesarias y convenientes –médico, maestro, padre–; pero pueden ponerse en práctica

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con respeto por el otro o, si hay abuso del poder, con desprecio. Por medio de la negación y de la racionalización, el que ocupa una jerarquía más alta puede fácilmente deshacerse del molesto sentimiento de culpa. Como señala el proverbio bíblico, le resulta más fácil ver la paja en el ojo ajeno que una viga en el propio. El niño, entonces, se va dando cuenta de cómo son las cosas. Se da cuenta de que en determinadas circunstancias tiene que hacer menos esfuerzos para recibir más. Se da cuenta de que los objetos y las personas pueden ser manipulados, y de que adquirir esa habilidad es sumamente útil, aunque puede recibir críticas. Se da cuenta de que con determinado poder tiene que dar menos y recibe más. Se da cuenta de que ese poder es relativo, ya que varía según muchas circunstancias: la jerarquía que ocupa, el objeto con el que se vincula. Espontáneamente, comienza la competencia por adquirir el poder y eliminar a los rivales. Siente que muchas veces lo movilizan los celos y la envidia, que esconden dolorosas frustraciones. En la relación con los otros aprenderá a manejarlos, hasta donde los otros lo dejen. Quizás su experiencia le señale que a veces, cuanto más indefenso se muestre, más ayuda obtendrá. En otro momento será al revés: obtendrá más ayuda cuanto más hábil se muestre. Pero al adquirir poder se sentirá satisfecho: recibirá como premio un reconocimiento positivo muy placentero y tendrá la sensación de haber llegado a cierta autosuficiencia. De esta manera, irá oscilando entre el placer que da saber que se ha cumplido con el otro y el placer que da manipular a los otros. Recibir el reconocimiento positivo de los otros es fundamental. La moral enseña que está mal manejar a los otros, que eso equivale a despreciarlos. Lo que hay que hacer, se dice, es portarse bien y respetar a los otros, si se pretende el reconocimiento positivo. Entonces se descubre la mentira, una actitud conciente que más tarde será transformada en represión –una actitud inconsciente. Se descubre, también, lo que señalamos más arriba: que el consenso social permite determinadas licencias, que varían según las circunstancias y que justifican actitudes perversas, de desprecio, hacia determinados “semejantes”. Dentro del grupo de pertenencia la ley impone el respeto según las jerarquías; la licencia cultural permite el desprecio, más o menos velado, a los que quedan fuera. De este modo, un sujeto va internalizando las normas que indican lo que está bien, lo que significa sublimar en la cultura a la que pertenece, con sus licencias. Y aprende, también, cómo define esa cultura lo perverso, lo que está mal. Educar equivale a socia-

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lizar, adaptar a una persona a su entorno, internalizar la cultura conformando una ley ética custodiada por el Superyo, elaborar el complejo de Edipo, transformar el narcisismo arcaico y antisocial en un narcisismo socialmente adaptado. Con el desarrollo de la habilidad y de la inteligencia, se aprende que uno debe competir en una lucha por el poder, tanto en el campo de la sublimación como en el de la perversión. La sublimación produce lo socialmente valorado. Por lo tanto, se intentará lucir ese producto frente a los demás, para recibir el reconocimiento positivo. Las inclinaciones perversas, reprimidas por el consenso y por el propio sujeto, estarán generalmente ocultas en el inconsciente, para evitar el reconocimiento negativo. ¿Por qué se dan las cosas así? Ante todo, porque es imprescindible el reconocimiento positivo de, por lo menos, un grupo de pertenencia. Cuando ya no se ocultan las actitudes perversas y se reciben rechazos y desprecios –es decir, reconocimientos negativos– se abre el camino de la patología. En su relación con el mundo, la criatura ensaya y aprende a utilizar los objetos del ambiente, animados o inanimados, y tantea hasta dónde puede llegar en el manejo de éstos. Exactamente lo mismo pasa con los otros semejantes, que, como objetos animados que poseen habilidad, inteligencia y fuerza, pueden resultar muy convenientes. Los objetos más útiles, y por lo tanto más necesitados, son los otros semejantes, que no sólo se resisten a ser manejados, sino que pretenden lo mismo: manejar al sujeto, que es un objeto para ellos. De este modo se justifica la lucha por el poder, que otorga al triunfador derechos de usar y abusar del prójimo, aun cuando estos derechos no sean expresados, por razones de “imagen”. No hay ninguna razón para pensar que algún sujeto venga al mundo con la intención de ponerse a disposición de otro. El egoísmo es lo más razonable, teniendo en cuenta que el objetivo es sobrevivir. En la primera etapa de la vida, las defensas y amenazas sólo se pueden manifestar mediante un mecanismo –el berrinche– que genera molestias. El bebé, por lo demás, es inofensivo. El encargado de su educación, entonces, se ve sometido a tentaciones producidas por el lugar de poder que ocupa. La educación, de esa manera, puede ser un instrumento cruel. Ante esto surge una pregunta desde la pedagogía: ¿cuándo hay que ceder ante el berrinche? Es una pregunta muy delicada, que se hacen

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todos los padres y cuya respuesta genera consecuencias prácticas. Si se cede siempre, el chico será un malcriado que, ante cualquier necesidad, emite un berrinche. De esta manera, se puede transformar en un sujeto violento. Si nunca consigue lo que quiere, puede llegar a la conclusión de que la vida no vale la pena o refugiarse en la fantasía y alejarse de la realidad. Si se le da la confianza para que pueda conseguir lo que desea mediante un esfuerzo “razonable”, tal vez se convenza de que no tiene que recurrir nunca al berrinche. La criatura atraviesa una serie de experiencias que le sirven como aprendizaje. Primero aprende que no puede conseguir todo lo que quiere, que no puede prescindir de la ayuda del otro; de esa manera llega a conocer su dependencia, lo que constituye una experiencia frustrante. Aprende que el otro a veces no está, no quiere satisfacer sus demandas o no puede hacerlo; conoce el poder y sufre su abuso. Aprende también que el otro pretende algo a cambio de su ayuda, que el otro actúa muchas veces sin razón, por el simple capricho que el poder permite concretar. Conoce la envidia, que es el deseo de aniquilar al otro para quedarse con sus posesiones. Aprende que el otro puede dejarlo de lado para ocuparse de otros; de esa manera conoce los celos y el deseo de eliminar al rival. Va conociendo los caminos de la sublimación y de la perversión. En su educación, el “yo quiero” pasa al “no puedo”, después al “no debo”, y puede llegar al “no quiero”. Lo que consideramos normal es que la persona adquiera confianza en que puede conseguir algo por su propio esfuerzo. La tolerancia a la frustración incluye cierta confianza en poder conseguir algo de lo que se desea, aunque no sea todo. Con el tiempo, la criatura aprende a distinguir entre el berrinche como instrumento para conseguir algo del otro, del esfuerzo racional, aprendido y desarrollado, para conseguir, por medios socialmente valorados, la ayuda de otro. Igualmente aprende que, en vez de pretender conseguir todo, hay que renunciar a algunas cosas y postergar otras. La tolerancia a la frustración y los métodos sublimados –socialmente valorados– para convocar al otro, son considerados normales. El consenso determinará los límites de esta “normalidad”. Llega un momento en que una criatura está en condiciones de sublimar, de hacer el esfuerzo necesario para conseguir lo que necesita y de evaluar si sus pretensiones son desmedidas o no. Es el período crítico donde los modelos vinculares se van conformando, mientras se consolida la identidad del sujeto. Así, el sujeto se inserta en un medio social y

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se ve condicionado a adoptar determinadas conductas, valoradas o no, en sus vínculos con los otros. Podemos destacar tres aspectos, enlazados entre sí, del conflictivo fenómeno de los vínculos entre las personas: La actitud hacia el otro Reconocimiento positivo = Respeto Reconocimiento negativo = Desprecio La actitud interna Tolerancia a la frustración Intolerancia a la frustración La actitud recíproca Competencia sublimada Competencia destructiva

El reconocimiento El reconocimiento equivale a un juicio de valor, y puede ser negativo o positivo. La necesidad de ser reconocido se convierte en la necesidad de ser juzgado y valorado. Una persona se muestra, se presenta a juicio. ¿Quién es el juez? Otro u otros, que a su vez han sido y están siendo juzgados y valorados. Un sujeto ha hecho ya un reconocimiento. Ha juzgado, reconocido a alguien positivamente, y lo ha convertido, de esa forma, en objeto significativo. Ahora espera ser reconocido positivamente por ese objeto significativo. El proceso del vínculo comienza con un reconocimiento positivo. ¿Por qué un sujeto ha elegido a ese objeto como objeto significativo? Las razones son muy variadas. Depende del sujeto, del objeto, del contexto. Dentro del contexto, sobresalen las posibilidades que un sujeto tenga para elegir. En el útero, el objeto significativo (para el nuevo ser en gestación) no puede ser elegido; para la madre no es así, en cambio, puesto que puede decidir un aborto, en cualquier momento. Dado que la capacidad de elegir es posible por la maduración del sujeto, el objeto significativo será aquel que satisfaga las necesidades del sujeto, aunque esto suceda más en su fantasía que en la realidad. Como

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las necesidades suelen ser muchas, dependerá de los objetos disponibles para elegir que el sujeto sea más o menos exigente en sus pretensiones. Cuanto más poder tenga, dispondrá de más objetos para su selección, lo que le permitirá satisfacer más caprichos. A partir de la adolescencia, es la imagen, la armonía de las formas, la que influye en primer lugar en la elección del objeto significativo. La necesidad del objeto sexual se impone a la búsqueda de un esclavo sumiso, aunque esta pretensión tampoco se abandona. Si el esclavo resulta un apetecible objeto sexual, tanto mejor. El amor intenta esclavizar al objeto amado, del que se siente esclavo el enamorado. Esto dura un tiempo variable, pero no demasiado. Indudablemente, el enamoramiento mutuo constituye el paradigma de la felicidad. Ser el objeto del deseo de un otro deseado, equivale a ser reconocido positivamente por un semejante significativo.

Vicisitudes del deseo Para un sujeto pueden resultar conflictivos entre sí varios objetos significativos simultáneos, que resultan incompatibles. El deseo (por ejemplo, sexual) puede inclinarse hacia un cuerpo joven. Si el cuerpo deseado es la pareja del hermano, el deber fraterno sugiere alejarse, a pesar de que el cuerpo deseado se le ofrece, lo reconoce positivamente. Para mantener el reconocimiento del cuerpo deseado debe poseerlo, transgrediendo el deber fraterno que le permitiría obtener el reconocimiento positivo del hermano. Para obtener el reconocimiento positivo de uno, debe alejarse del otro, renunciar al objeto deseado. La frustración del deseo genera hostilidad; la transgresión del deber genera culpa, ansiedad. Depende de la intensidad del círculo vicioso ansiedad-hostilidad, es decir, del monto de angustia, que se abra el camino de la patología o no. Esta intensidad depende de la tolerancia a la frustración. Por lo tanto, la satisfacción del deseo, en conflicto con el deber, puede seguir varios caminos, no forzosamente patológicos. La habilidad y la inteligencia humana suelen lograr experiencias transgresoras que resultan impunes, con la gratificación narcisista consecuente. Así se introducen “licencias” perversas en la Ley internalizada. Si alguien busca desesperadamente el reconocimiento positivo para elevar su autoestima, muy disminuida por haber sido reprochado seve-

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ramente por ejemplo, por ser alcohólico, descalificado y rechazado por sus objetos significativos habituales (familia, grupo de colegas profesionales, grupo de pares “sanos”, etc) puede convertir en objetos significativos a aquellos que “normalmente” serían despreciados por él. Esto a veces lleva a un cambio del grupo de pertenencia: uno es materia dispuesta para grupos marginales, que se mueven en subculturas como la de la droga o la de la delincuencia y siempre están muy dispuestos a brindar el reconocimiento positivo a toda actitud que transgrede normas “oficiales”. La Ley internalizada, sometida a presión, puede aceptar paulatinamente las normas perversas y despreciar a las que, hasta ayer, regían la conducta. ¿Se puede afirmar que alguien, sea por lo que fuere, nunca va a ceder? ¿Existe una vacuna eficaz contra ese cambio negativo (por ejemplo: la relación con una madre “auténticamente” buena)? El kapo de los campos de concentración o un terrorista suicida ¿lo fueron porque no tuvieron esa madre? Enfocar, en el caso del ejemplo, el período del nacimiento y elegir sólo el vínculo materno como fundamental para el futuro del sujeto, es limitar la explicación real del problema. La historia personal (las series complementarias) incluye el factor materno pero da cuenta de que todos los elementos que entran en juego son relativos e interdependientes.

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CAPITULO 2

LA PAREJA HUMANA

Vamos a intentar delimitar nuestro objeto de estudio. Hay distintos tipos de pareja: dos amigos, dos socios en algún proyecto social (comercial, científico, artístico), paciente y terapeuta, madre e hijo, colegas casuales en cualquier situación, etcétera. Esto excede desmesuradamente el objeto que pretendemos analizar. Vamos a limitar la meta de nuestro interés al vínculo que incluye la satisfacción sexual (en el sentido popular del término) y la reproducción: la pareja que va a integrar o integra una familia en el rol de padres. Este es el objeto de nuestro estudio. Pero pueden aparecer cuestionamientos. Debemos tener en cuenta que la relación sexual y la reproducción, elementos necesarios en la definición planteada, pueden estar presentes sólo como un proyecto de la pareja o ni siquiera en el proyecto. O bien las relaciones sexuales, en determinado momento de menor o mayor duración temporal, pueden estar ausentes en la práctica cotidiana y la reproducción no haberse concretado. En tales casos, la pareja se mantiene como tal con el único objetivo de evitar la soledad: tener con quien hablar, elaborar proyectos, mostrarse en sociedad, discutir, pelear o, simplemente, estar. Volvemos entonces a delimitar nuestro campo y agregamos el factor temporal: si dos personas mantienen un vínculo con encuentros cotidianos de cierta duración (pongamos, algunas horas) durante un lapso determinado (¿cuánto dura ese lapso?: pongamos un año), satisfacen nuestros requisitos de selección. Estos son ambiguos y arbitrarios, y el lector deberá aceptarlos como una convención.

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Hay un tipo de vínculo que, por reunir características peculiares, vamos a discutir algo más extensamente: el vínculo que establece una pareja homosexual. Desde el momento en que consideramos a la homosexualidad no como una enfermedad dañina para el individuo, sino como una actitud sexual de las tantas posibles, incluimos a la pareja homosexual en nuestro estudio de la pareja en general. La homosexualidad puede entrar en el camino de la patología por motivos sociales, pero no por sí misma. A veces provoca el castigo superyoico por transgredir normas “oficiales” o genera defensas maníacas de una supuesta superioridad étnica, biológica, intelectual o de cualquier otra índole. Si el homosexual utiliza estas conductas como motivo para su rebelión contra el sistema social, esto lo conducirá a la marginación, inevitablemente frustrante, o producirá el rechazo activo del medio social donde intenta convivir. Es la competencia narcisista perversa, destructiva, la que abona el camino de la patología mental. El hábito de fumar, que muchas veces ayuda al sujeto a una mejor integración social, es dañino de por sí, mientras que no sucede lo mismo con la condición homosexual. Dado el desmedido y peligroso aumento demográfico, podemos pensar que, con el transcurso de los años, la cultura humana se muestra más benevolente hacia la homosexualidad, por ser uno de los medios de limitar la reproducción. En muchos casos, el miedo a los propios impulsos homosexuales lleva a la persona a defenderse mediante un rechazo “visceral”, por más que se impone, racionalmente, un digno respeto hacia las diferentes preferencias sexuales. Con esta inclusión, adoptamos como objeto de estudio una enorme variedad de vínculos de la vida cotidiana, donde se presenta el problema central que vamos a estudiar: la competencia narcisista. Sin embargo, privilegiaremos el estudio de aquellas parejas que aspiran a constituirse en el núcleo de lo que entendemos como familia, o de hecho están constituidas así. Las dificultades que hemos ilustrado al intentar definir a la pareja humana nos obligan a tomar en cuenta que el vínculo de pareja es muy común como situación social. Es un vínculo muy anhelado y generador de innumerables conflictos. Es paradigmático porque refleja a la vez la necesidad y la dificultad de todos los vínculo humanos. La gran variedad de parejas que produce la vida social muestra la necesidad que hay en el ser humano de un tipo de vínculo donde el con-

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tacto afectivo sea central. Nuestra propuesta es revisar los problemas que inevitablemente surgen al pretender satisfacer esa necesidad. Los intereses compartidos sirven de excusa para satisfacer la necesidad narcisista de formar una pareja y ese tipo de vínculo, una vez establecido, permite también satisfacer intereses ajenos a la relación en sí. La tarea fundamental, en todo vínculo, es el reconocimiento mutuo que no puede dejar de ser una competencia narcisista. Esta línea fundamental se cruza con otra: la que va a intentar satisfacer otros intereses. Como ya señalamos, el interés primario de toda criatura humana es lograr el reconocimiento positivo del objeto significativo: lograr ser importante para alguien que es importante para uno. Esta necesidad constante y universal, que va más allá del vínculo de pareja, es la causa fundamental de su surgimiento. Aparece también la necesidad muy humana de agregar otro sentido, producir algo: un hijo, por ejemplo. La pareja puede comenzar con el interés afectivo o con un interés ajeno a la relación en sí, pero la competencia narcisista existe en forma automática desde el comienzo. En toda pareja, ambos son objetos significativos para el otro. Se podrá discutir la intensidad y el signo, positivo o negativo, de esa significación, pero no se puede negar el hecho en sí de la dependencia mutua, en una pareja, de dos objetos recíprocamente significativos. En algún momento de la vida de una persona, uno solo de los otros millones de semejantes se convierte en un objeto significativo único. Es el caso del enamoramiento. Pero no es lo usual. Generalmente existen varios objetos significativos de los que se espera el reconocimiento positivo. Y lo que esperan a cambio estos distintos objetos, para otorgar el reconocimiento positivo, puede entrar en conflicto y volverlos incompatibles. En la pareja, para obtener el reconocimiento del otro, uno se siente motivado a someterse de alguna manera a sus caprichos, lo que puede provocar el desprecio de otras amistades. El medio social, como objeto significativo, presiona para la realización personal, lo que puede provocar los celos y la envidia por los logros del otro. El reconocimiento positivo en forma de admiración (envidia sublimada, socialmente valorada) es deseable y conveniente, pero no fácil de obtener.

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La elección de los objetos del deseo La adolescencia es el período del desarrollo en el cual la pulsión sexual domina la conducta del sujeto. Hasta ese momento, el placer más intenso era la descarga violenta de la tensión en ataques de furia destructiva. Un nuevo tirano viene a someter a la criatura. Desarma sus defensas con la seducción irresistible de un placer nuevo, intenso, universalmente valorado y anhelado. La nueva posibilidad es la descarga sexual, que es tan intensa como el ataque de furia y deja casi siempre una secuela muy distinta a la del ataque (da tranquilidad en lugar de culpa), a la vez que sirve como vía de descarga de la hostilidad acumulada por las frustraciones. El tirano no es un desconocido recién arribado; es conocido ya desde el chupeteo del lactante, pero es recién en la adolescencia cuando se convierte en tirano. El adolescente se encuentra sometido a un proceso de cambios. En primer lugar, los cambios corporales, relacionados con cambios hormonales. Esto da origen a necesidades hasta entonces desconocidas, esto es, a modificaciones en la selección de los objetos significativos. También hay una crisis en las pautas culturales que pretenden orientar la satisfacción de las necesidades. El conflicto, básicamente, continúa sin interrupción. Pero cambian de importancia los personajes del drama. El objeto significativo ya no es el adulto admirado o envidiado que se toma como modelo, al que se desea tener como guía protector. Esta imagen va dejando lugar a la de los pares, cuya presencia se hace imperiosa. El deseo de contacto físico, agregado a las ilusiones de perfección y satisfacción completa, altera, excita, confunde y asusta. La relación con los otros semejantes, por supuesto, es tan compleja como antes. El deseo de que se dejen manejar según el capricho del sujeto no ha variado. La necesidad de controlar ese deseo, tampoco. Han cambiado los caprichos del sujeto y el objeto significativo que es el destinatario del deseo. Si hasta la pubertad dominaba en la conducta del sujeto la necesidad de sobrevivir y de ser aceptado en la familia y en el grupo que la familia elegía, ahora ese papel lo cumple el grupo de pares, que motiva la mayoría de las actitudes, los pensamientos y las fantasías. Esto no se produce de un día para otro. Los pares ya eran importantes, pero pasan del segundo al primer lugar, desplazando la importan-

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cia de los padres. Este es el proceso que termina de convertir en adulto al sujeto. La atracción del sexo opuesto también surge en el seno familiar, donde la prohibición del incesto es una ley cuya fragilidad se hace más patente entre los hermanos que entre las generaciones. El cuerpo ha llegado a un inquietante desarrollo. Cada sexo tiene rasgos particulares que definen, con su presencia, la evolución de la identidad. La nueva imagen impacta con fuerza. Despierta la admiración y un excitante deseo en los otros. Esto eleva la autoestima hacia una sensación de poder, que a veces es embriagadora pero también motivo de ansiedad. La naturaleza, al crear los sexos, hizo una distribución de funciones, dando a cada uno sus correspondientes atributos. La menarca3 y el desarrollo de los senos señalan el destino preparado para la mujer: engendrar hijos y alimentarlos. La fuerza física, tradicionalmente considerada como un atributo masculino, suele ser un elemento que complica la convivencia. El adolescente varón se encuentra con una pauta cultural que, en el aspecto social, le otorga el rol de ocuparse del sustento de su futura familia. Aunque sucedió en todas las épocas, en ésta, en la que el capitalismo se muestra en su faz más descarnada, ganarse el sustento y obtener un lugar digno en la escala social resulta sumamente difícil para una amplia mayoría. Los resultados frustrantes generan un monto de agresividad que obstaculiza la armónica convivencia en los diferentes medios sociales, y que el marido suele descargar ésta contra su compañera o contra sus hijos, más débiles. En el terreno de la sexualidad, se le exige al varón llegar al matrimonio con la experiencia necesaria para ser el maestro de su compañera, a la que se le prohíbe toda experiencia previa. Si bien estas pautas culturales muchas veces son superadas en las regiones donde las condiciones socio-económicas y culturales son altas, perduran para una gran mayoría. Evidentemente, con estas pautas se alientan la prostitución, la eyaculación precoz y la impotencia. Para la mujer, como vemos, tampoco son todas rosas. El placer que puede acompañar a una relación sexual también puede iniciar una concepción no deseada: es un precio muy caro. La concepción también puede comenzar con una violación dolorosa y cruel. Durante el embarazo, la angustia surge de un lógico temor al resultado, por el riesgo del parto. Sin embargo, el Dr. Frederic Leboyer señaló que el parto puede pro3. Época de la aparición del primer período menstrual.

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ducir un placer tan intenso que se acercaría a la sensación subjetiva de un orgasmo, igual que cada mamada. Sería importante conocer una estadística de cuántas mujeres están en un ambiente adecuado para lograr tal satisfacción. En Suecia, el apoyo y el respeto a la madre soltera facilitan una situación que resulta muy difícil de reproducir en los países menos desarrollados, que son la mayoría. Mientras la mujer, marcada por pautas culturales, cumple su destino de madre, necesita el apoyo afectivo y económico de su compañero. Tanto en el caso del hombre como en el caso de la mujer, la razón –es decir, el deber– señala la conveniencia de muchas situaciones a las que el deseo narcisista no aspira. Pero mientras el cumplimiento del deber deja una agradable sensación de plenitud, la satisfacción del deseo caprichoso (por ejemplo, una aventura sexual) provoca la culpa, aunque ésta pueda ser reprimida, negada, racionalizada o proyectada. Ambos sexos adolescentes se encuentran ante un futuro incierto lleno de peligros, responsabilidades y exigencias que los obliga a replantearse constantemente sus deseos de independencia. Esto genera una ambivalencia entre la responsabilidad que implican esos deseos y la realidad de la dependencia, que somete. La ambivalencia los frustra tanto a ellos como a sus padres, en conflictos generacionales inevitables. El adolescente suele pretender los privilegios del adulto sin la responsabilidad que la sociedad exige. La mujer, por el rol que le imponen sus atributos naturales, está más necesitada de la pareja que el hombre. Este es obligado, por una cultura despiadadamente competitiva, a asumir el resto de sus responsabilidades. En el pasado, defender y abastecer de alimentos a su compañera y a su cría otorgó al hombre un rol donde la fuerza física era un instrumento necesario y valioso. Aprendió a ejercerlo con orgullo, ya sea en su versión sublimada (obtención de alimentos) como en su versión perversa (guerra, esclavitud). Con la modernidad, las pautas culturales fueron evolucionando hasta determinar que el hombre debe estar en la calle y la mujer en la casa. Esta distribución cultural de funciones nunca tuvo en cuenta el concepto de justicia. Los atributos femeninos continúan siendo imprescindibles para la reproducción, una de las finalidades básicas de la pareja. En cambio los atributos masculinos fueron superados por una tecnología que la habilidad y la inteligencia humana lograron desarrollar. La competencia, inevitable ingrediente de la convivencia, cuenta con diversos elementos

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de cada lado. La lucha de los sexos, en este sentido, es una de las guerras más crueles y despiadadas. Pero en teoría también es posible una agradable convivencia solidaria, en la que ambos colaboren y compartan proyectos para su mutua satisfacción narcisista. El atributo natural masculino (la fuerza física) fue probablemente el instrumento que permitió imponer una cultura falocéntrica. El hombre sometió a la mujer y la relegó a tareas despreciadas por él, mientras se reservaba puestos más valorados por esa cultura. Llegó a rebajar la condición femenina con ritos y leyes, que no señalan otra cosa que el miedo del hombre a la mujer. La mujer tal vez obtuvo algún beneficio secundario de esta situación4, sometiéndose a los caprichos de su “señor”. Si aceptamos que la propuesta es lograr una mejor convivencia, las conversaciones alrededor de una mesa de paz deberían iniciarse cuanto antes. Hay una etapa en toda pareja en la cual sus dos integrantes intuyen que el otro no llena todos los requisitos añorados, pero que quizás es lo mejor que se puede obtener. Y hay muchas posibilidades de que el esfuerzo para convivir (porque es un esfuerzo el tener que convertir el desprecio en respeto) valga la pena. Este problema aún no concierne al adolescente, preocupado por encontrar al objeto significativo, a quién seducir y por quién ser seducido. Cada etapa de la vida de una pareja cambia los elementos que modulan la competencia. En la adolescencia, la fuerza de la ilusión alimenta la confianza en un destino feliz, por la convicción de poseer la suficiente habilidad, inteligencia (¡y suerte!) para enfrentar y resolver los problemas que se puedan presentar. Esta ilusión es mantenida y fortalecida por el reconocimiento positivo que la sociedad brinda a la juventud por el simple hecho de ser joven. La sucesión de reconocimientos eleva la autoestima de los jóvenes a un sentimiento de seguridad y poder, que los hace capaces de enfrentar serios obstáculos y les da mayores posibilidades de superarlos. Pero esto es sólo una cara de la moneda. No debemos olvidarnos de que en la infancia ya hubo experiencias frustrantes que señalaron las limitaciones que la realidad impone a las fantasías del sujeto. El vínculo con los pares se puede desarrollar en medio de una tenaz y dramática competencia, capaz de consumir buena parte de las ilusiones alimentadas por las gratificaciones. Entre la manía (todo es bueno y fácil) y la melancolía (nada vale la pena) la juventud, apoyándose en el tiempo que le 4. Esa era la tesis de Ester Vilar en El varón domado.

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queda por delante, tiende mas a la manía. Pero a veces, la hostilidad generada por las frustraciones puede conducir a la ilusión esquizofrénica de autosuficiencia: la sensación de que no se necesita a nadie. La seguridad en sí mismo da una sensación de poder que permite a una persona seleccionar con mayor libertad entre los objetos disponibles. Esto puede convertir el proceso de selección en elección razonable y conveniente, pero también en un acto maníaco y perjudicial si no es acompañado por una adecuada autocrítica. Es muy conocida la anécdota de Groucho Marx, uno de los hermanos cómicos, que contaba que se encontró cierta vez con un problema: él quería asociarse a un exclusivo club aristocrático, pero lo decepcionaba que ese club lo aceptase a él como socio. Podemos decir que muchos jóvenes sufren el “complejo de Groucho”: es común que intenten desesperadamente seducir al objeto de sus fantasías... hasta que lo consiguen. Automáticamente, de objeto significativo altamente positivo, pasa a convertirse en un objeto despreciable. Se puede pensar que detrás de esta conducta está el miedo a formalizar una pareja por la responsabilidad que implica. O bien, que sólo en ese momento se dan cuenta de que tienen un gran poder de seducción y, habiendo tantos, es preferible no apurarse. Como toda actitud sintomática, las interpretaciones posibles son muchas, pero cada una muestra la confusión que la libertad provoca en el adolescente. La convicción de contar con el reconocimiento positivo incondicional de un objeto significativo muy valorado puede inducir a conductas perversas en la relación con otros. Pero la misma conducta perversa puede ser producto de la desesperación, por no creer en la posibilidad de obtener el reconocimiento positivo de personas valoradas; así se cae en una miseria moral y se busca el reconocimiento positivo de personas reprochables. Una visión rápida de la historia y del presente señala al fracaso como el resultado de la mayoría de los proyectos que la juventud encara con tanto entusiasmo. Todos quieren ser famosos, ricos y tener poder. Los pocos privilegiados son envidiados e idealizados por el resto, sin investigar el monto de frustración que tuvieron que soportar para alcanzar ese lugar exclusivo. Los proyectos ilusoriamente colocados en la pareja, en la futura familia, en los cambios que se van a hacer para construir una sociedad perfecta, generalmente llevan a situaciones frustrantes, con los resentimientos inevitables, acompañados, o no, de convenientes resignaciones. Si la autoestima depende del reconocimiento positivo otorgado por

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las personas significativas, y este reconocimiento depende de los éxitos logrados, la mayoría se encuentra con el problema de un monto muy alto de hostilidad, que sabotea seriamente la convivencia social imprescindible para la salud mental. Las generaciones mayores aprovechan esta circunstancia para usar a los adolescentes y descargar sus resentimientos en ellos, vengándose por la envidia que les provocan. Los mayores llegan a creer que esos adolescentes seguramente tendrán mas suerte que ellos, además de ver la fascinación que causan alrededor y en ellos mismos. La fuerza del adolescente consiste en la seguridad con que encara sus proyectos, muchas veces descabellados. Y su debilidad, en la facilidad con que puede ser manipulado. La confusión y dudas que le provocan los cambios que tiene que enfrentar, lo inducen a aferrarse quizás con demasiado entusiasmo y ligereza a ideologías controvertidas, pero que le permiten mostrar una seguridad que quisiera poseer. Es habitual que defienda con la misma pasión ideas de todo tipo. Esta pasión irracional oculta y a la vez denuncia su inseguridad. Su necesidad de ser valorado está exacerbada por el cambio corporal, que lo lleva a temer convertirse en un objeto inútil. En estas condiciones es fácilmente seducido por aquellos que lo hacen sentir importante, más aún si recibe críticas de sus objetos significativos habituales (por ejemplo, familiares). Las primeras relaciones sexuales, tan idealizadas y por lo tanto temidas, pueden conducir a la perversión. Las dos personas tienen tantas ganas como miedo, y están convencidas de que el otro sabe todo y no tiene ningún temor. Es muy raro que los seres humanos sepamos como comportarnos en las primeras relaciones, por lo que es habitual que resulte frustrante para ambos. El aprendizaje tampoco es sencillo. Existe un tabú muy arraigado en la cultura humana que impone serias dificultades para que las personas puedan tener acceso a las fuentes que les permitan llevar a cabo el aprendizaje necesario. El diálogo desprejuiciado en la pareja es sumamente valioso pero tan difícil de obtener como la educación sexual en la escuela. La fantasía reemplaza fácilmente a la ciencia, con lamentables resultados. El fracaso en las primeras relaciones puede producir un trauma serio en la persona, al punto de autoconvencerse de su homosexualidad o de otras ideas extremas, intentando levantar su autoestima, caída por motivos erróneos.

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El Triunfo de Lea5

A los cuarenta y tres años Alberto había triunfado en la vida. Sus negocios soportaron varias crisis de las que emergió indemne. Su segunda esposa, con la que tuvo dos hijos, fue una magnífica elección. Lea era muy buena en el manejo del personal y Alberto un hábil financista con sutil olfato para las oportunidades. Se repartían muy bien todas las tareas que los negocios demandaban. Ambos eran los artífices de un merecido éxito que no cesaba de despertar admiración. “Señor Alberto, su Sra. quiere almorzar con Ud. a las 13 ¿qué le digo?” Era una pregunta bastante inocente pero Alberto solía interpretarla como una invitación al adulterio si provenía de alguna de las jóvenes empleadas que él se preocupaba en elegir especialmente. Varias señales confirmaban que su análisis estaba lejos de ser un delirio megalómano. El rubor provocado en la chica indicaba que se había convertido en el príncipe azul de una pobre cenicienta, dispuesta a soñar con lo imposible. Bastaba una mínima señal para conquistar esas frágiles fortalezas. Pero le resultaba más divertido conformarse sin que peligren sus posesiones. Y estaba seguro de que Lea intuía tal juego mientras soportaba en silencio los celos. Hasta el día en que Lea le dijo “Marta Suarez” señalando a una mujer que provocó en Alberto lo que nunca debería haber sucedido. La tal Marta Suarez, recomendada por Gianastasio, el gerente del Galicia, venía a poner orden en el misterioso caos que trajo un magnífico desarrollo económico. Eso quería decir que para seguir creciendo era conveniente tener muy claro los números que manejaban en forma intuitiva, si querían ser dueños de una empresa y no de un boliche. 5. He intercalado, después de algunos capítulos, historias que, aunque no son reales, ilustran de una manera concreta el tema de la pareja y sus problemas. Ésta es la primera.

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Con un esfuerzo al que no estaba acostumbrado, intentó volver a la realidad y poner los pies en la tierra. Todos los ideales de mujer estaban concentrados frente a él. No estaba mirando una pantalla de cine que le permitía viajar por exóticas aventuras en su fantasía mientras nadie se percataba en la oscuridad del local. El rubor que amenazaba con hacer acto de presencia delante de Lea y de esta desconocida, iba a demostrar que sus orgullosas defensas constituían un baluarte muy frágil. Escuchó fascinado el despliegue profesional que Marta iba presentando a Lea mientras... ¿Lo estaba seduciendo a él? ¡Qué mujer! Pensaba, hermosa y brillante. La comparó con Celina que lo tenía entretenido en su habitual juego del gato y el ratón, donde ocupaba muy cómodo el rol felino. Celina tenía 15 años menos que Marta, lo que debería mantener sus acciones bien por encima de ésta pero Marta era, en ese escalafón, una Ferrari comparada con un Fiat Uno. Se imaginaba a Celina en Villa Cariño, después en el hotel y después... La buena fortuna, que no fue fácil de aprovechar, curiosamente alimentó más cautela en el terreno de la seducción –su deporte predilecto– que audacia, la que limitó al terreno de la fantasía. Marta no era Celina, quedaría muy bien en su flamante Ferrari. Y parece mucho más mujer que Lea, inquietante ocurrencia en la que prefería no profundizar. Pero no podía pasarla por alto y ante todo Marta no debía darse cuenta de su turbación. Lea, menos. ¿Él seducido? Estaba comenzando algo que no debía permitir. Marta, treinta y nueve años, casada, también con dos hijos, comienza a llevar la contabilidad de los negocios. Pero lo que complica el panorama es el hecho de que no se resiste a llevar el poder de seducción de su atractiva figura hasta la cama, bien dispuesta a mezclar trabajo con diversión, si él está de acuerdo. Sus travesuras en la cama eran el privilegio de hombres casados y exitosos como Alberto, pero si alguno pretendía algo más que muestras gratis, solía cortar por lo sano. Llegó un momento en que Marta se había resignado a creer que su poder seductor resultara inútil con Alberto, llegando a dudar de su identidad sexual. No estaba acostumbrada a semejante resistencia. Su forma de sentarse, cruzar las piernas con una ceñida minifalda o unos apretados pantalones de cuero negro, el sugestivo escote, “casuales” roces, deberían dar resultado. Sin embargo... Con su marido no pasaba nada en ese terreno. Ella no se preocupa

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demasiado para que pase algo, él tampoco, por lo que su matrimonio es un desierto en materia de afectos. Pero jamás pensaría en deshacerlo. No se imaginaba que la mente de Alberto giraba cada vez más rápido con una idea, más bien con una imagen fija: Marta. Y no era suficiente soñar con ella mientras debía abrazar a Lea, algo que siempre le había dado resultado. Durante un tiempo, logró con mucha habilidad disimular totalmente su interés, pero cuando se decidió a poner las cartas sobre la mesa, ya no estaba en condiciones de razonar. Con los números Lea reconocía la superioridad de Alberto, por lo que era obvio que Marta se encontrase sola con él en muchas oportunidades, de modo que las semillas sembradas por el destino produjeron lo que la lógica indica en estos casos. Esa noche la tarea consistía en terminar el armado del balance para presentarlo el lunes al Banco. El crédito estaba asegurado y Marta, por sus relaciones muy íntimas con el gerente, consiguió excelentes condiciones de financiación, pero al tener que encuadrarlo para coincidir con el que se presentará en la DGI, debía tomar decisiones con Alberto. En realidad, Alberto se limita a aceptar las sugerencias de Marta, mientras admira las sutilezas que ésta le propone. Al despedirse pasada la media noche, concluido el trabajo, el leve contacto de un beso en la mejilla produce en la cabeza de Alberto chispas que terminan de quemar lo que queda de razón. Ya no importa el después. Con ambas manos estrecha contra sí el cuerpo de Marta que, primero asombrada y después divertida, se deja llevar. La magia de la sensualidad y el erotismo hacen trizas cualquier intento de reflexión: mientras una mano baja de la cintura por la espalda, la otra se afana por el escote. Bueno, éste también funciona, puede aún pensar antes de pasar el umbral de la pasión, algo para lo que está bien entrenada. Y Alberto estuvo un rato transportado a un mundo de placeres sin límites. Excitado, comienza a desvestir a Marta que no sólo se somete gustosa, sino que lo desarma al jugar hábilmente con su virilidad y cuando siente que los labios, la lengua de Marta lo transportan al infinito, pierde toda relación con la realidad conocida para explotar en un mundo cuya dueña era ese prodigio de mujer que estaba ahí ¡con él! Para él y a su servicio. ¡Y qué servicio! Empezó como una aventura, eso parecía claro, pero ninguno de los dos se imaginó lo que vino después: Alberto quedó enganchado. Por primera vez en su vida estaba seriamente enamorado.

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El amor es locura y, si bien el tiempo es el remedio infalible, las secuelas no siempre son gratas ni despreciables. Pero ¿quién no quisiera estar enamorado constantemente? Las buenas costumbres insisten en imponer la fidelidad como requisito para aceptarla socialmente, lo que opone otra locura ya no tan grata. No faltaron excusas razonables para sus encuentros, que incluían viajes “de negocios” al interior. Alberto sintió que el mundo era suyo. Al rato, Marta también estaba atrapada, lo que resultó un problema serio. Lea empezó a sospechar. En los últimos años, el ritual de acercarse en la cama para una sesión de deporte sexual se realizaba por lo menos una vez por semana y a veces también se acercaba ella, lo que solía suceder cada dos semanas. Pero en las últimas semanas Alberto se acercó una sola vez. ¿Forzado? Y cuando ella quiso comenzar el juego, estaba indispuesto. Según él, por una pizza en mal estado. En diez años nunca tuvo motivos para pensar en que Alberto sería capaz de meterse en la cama con otra. Todo lo contrario. Una mujer, si se lo propone, intuye la fidelidad así como presiente el peligro, si aparece. Por otro lado, Alberto, que quiere lucir y a la vez ocultar su conquista, deja indicios que la delatan. De modo que Lea cae en la patética trampa de los celos. Pero los indicios no son evidencias. Las pocas ganas de charlar con ella, evitar encontrarse a solas, llegar tarde a una cita, olvidarse del aniversario ¿qué significan?, ¿preocupaciones por el trabajo? El perfume de Marta era lógico, si debía encontrarse seguido con ella. Igual el rouge en el pañuelo, si se saludaban con un beso, y era Alberto el que ponía la mejilla, eso ya lo sabía. Pero Marta por aquí, Marta por allá, Marta, Marta y Marta, siempre Marta. Y la mirada y el trato a Marta eran bien diferentes del que ella recibía últimamente. Alberto se limitó a negar todo y hasta la acusó de paranoica con tal convicción que Lea empezó a creer que se estaba volviendo loca. Un jueves, cerca de medianoche, tras cuatro meses que Alberto decidió jugarse con Marta, tomaba muy en serio esa relación. Marta fuma un cigarrillo sin dejar de moverse de un lado para otro de modo que su cuerpo resalta muy bien en el body que Alberto acaba de regalarle. Fascinado con esta obra de arte que la naturaleza parecía haberle preparado especialmente, Alberto sueña con poseerla en forma exclusiva. Seguir disimulando frente a Lea mientras lo obsesionan los celos por Mario, el marido de Marta (por más que puede aceptar que no pasaba nada entre ellos) ya resulta insoportable.

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Vida hay una sola, se decía, uno tiene derecho a ser feliz. Ésta es tu oportunidad y serías muy tonto en dejarla pasar. Su entusiasmo logra que Marta esté cada vez más decidida a terminar de arrastrar a un muerto que era a lo que se había reducido su matrimonio y vivir con Alberto, que insiste en reclamar y prometer lo mismo. Se decide una mañana que llega a casa a las cuatro, tras un apasionado encuentro con Alberto. Los chicos en casa de amigos y Mario roncando en su mundo. Se prepara para tomar una ducha antes de acostarse. Mira la cama matrimonial y a Mario, a quien no es fácil despertar. Enciende las luces, todas. Deja abierta la puerta del baño mientras hace correr el agua de la ducha. Nada, Mario sigue en la suya. Va a la cocina, abre la heladera y pone una pechuga de pollo en el horno a microondas. Saca un tenedor y un cuchillo del cajón de los cubiertos, lo que hubiese despertado a cualquiera. Menos a Mario. Saca una lata de cerveza, la abre, toma un vaso de la estantería y, de pura casualidad, se le va al suelo con suficiente estrépito como para que en lugar de los ronquidos venga del dormitorio una débil pregunta: “¿Sos vos, Matti (así la llamaba cariñosamente) pasa algo?” Duda un segundo pero se relaja en seguida “Nada, papi, se me cayó un vaso. Seguí durmiendo.” Presta atención un instante hasta que los ronquidos se reinician, suspira y se resigna a disfrutar su cena. ¿No sería mejor terminar este teatro del absurdo y empezar a vivir en serio? Cuidado pequeña, si te equivocás va a ser feo. Por ahora no te falta nada. Te van demasiado bien las cosas. Y por otro lado: ¿tenés que conformarte con esto? ¿Seguro que no te falta nada? La oportunidad que te ofrece Alberto no se presenta todos los días. Él está dispuesto ¿qué esperás? Mientras Mario insiste en su sinfonía de ronquidos, un inesperado insomnio precipita la ruptura. A las cinco y media se decide. Sacude, despierta a Mario y proclama la noticia: “Me quiero separar.” Lo que quería decir que ahora esperaba la jugada de Mario. “¿Estás loca? ¿Qué hora es? Mirá el reloj: ¡Las cinco y media!” Y parecía que iban a volver los ronquidos pero no, Mario se levantó. “Igual me tengo que levantar en seguida. Vení que te preparo un café y me contás.” Tres meses después, Marta estaba divorciada esperando que Alberto concretara lo que había comenzado con tanto entusiasmo.

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No resultaba tan fácil ya que su matrimonio con Lea andaba bastante bien en muchos sentidos. Noemí aprovecha que papá lee el diario, o trata de interesarse en él, para disfrutarlo a sus anchas. A papá le encanta y a ella también, convertirse en una gatita mimosa. Se sienta en su regazo, lo abraza por el cuello y empieza a besuquearlo a gusto. Alberto está pensando cómo encarar a Lea para comunicarle que había decidido irse a vivir con Marta. Jugando, abraza a su vez a la nena mientras lo invade un pensamiento que le da escalofríos: ¡esto ya no será posible! Lejos de los chicos, a quienes verá quizás los fines de semana. Y presentarles a Marta ¿como quién? En cambio ¿vivir con los hijos de Marta? Sería lógico. Los chicos a esa edad deben estar con la madre. La persecución de Lea, que sabía justificada, como su promesa a Marta, que confiaba en una decisión que él no se atrevía a tomar, le tiraron abajo su autoestima. De ser el tipo más seguro del mundo se convirtió en alguien sin carácter, un cobarde. Empezó el martirio, desapareció la sonrisa. Prometer es mucho más fácil que cumplir y cuando tiene que tomar la decisión, entra en pánico. Tampoco quiere perder a Marta. Quiere seguir así, con las dos, lo que no se había imaginado antes. Un mes atrás la obsesión era vivir con Marta. Ahora que ella estaba de acuerdo, la excusa es que no puede soportar la idea de alejarse de los chicos. Esto es un estúpido papelón. Cualquier decisión descarta otra tan valiosa como aquella. La duda y la confusión lo arrastran a un pozo donde no ve salida alguna. Hasta piensa en el suicidio. Regresando a la madrugada, embriagado por los juegos eróticos que el cuerpo y la habilidad de Marta motivaban sin descanso, unas ideas lo persiguen: No es posible seguir así. Tenés que terminar esta locura. Es Marta o tu familia. No podés tolerar esta doble vida. Esto no es para vos. Pero ¿vas a poder resignarte a la cama con Lea? ¿Vas a renunciar a Marta? Pude vivir sin Marta muchos años. Pero no la conocías. Ahora está con vos, lo que no creías posible. ¿Es tan importante el sexo? ¿Qué te parece? Cuando creés haber alcanzado el cielo, te encontrás en el infierno. Si lo único que quería era un poco de felicidad. ¿Por qué no es posible?

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El miedo toma el mando. Decide hablar con Lea. Siendo sincero, ella va a entender. Le dice que le pasa algo muy confuso. Que se ha enamorado, que no lo buscó pero sucedió, que eso no se puede manejar, que eso lo maneja a uno, que Lea tiene que comprender, que está sufriendo porque no quiere perder a su familia, que tiene que ayudarlo a salir de esta trampa. Lo primero que sintió Lea era cierto alivio porque todo lo que había sospechado era cierto (no estaba loca) pero enseguida volvió la rabia. ¿Qué pretende Alberto? ¿está enamorado de otra y se considera una víctima? ¡Que cínico! me lo cuenta como si fuese la mamá. El nene se metió en un lío y quiere que mamá le saque las castañas del fuego. Y yo, Lea ¿qué soy? Bueno, Alberto es una criatura. Eso lo sabía hace rato. Pero ahora Alberto le dio el poder de tomar una decisión. Puedo echarlo de casa o... ¿O qué? La seguridad de Marta comienza a desaparecer. Alberto está más callado y serio, más apurado por irse a su casa. Ella tiene que insistir para ir a la cama. Le cuesta creer que esté pasando. ¡Ella tiene que pedir! La escena temida resulta grotesca e insufrible para Marta, quien esta vez resultó la víctima. Alberto suplica: “Marta, voy a terminar esta vida. No puedo más. Lo lamento, vuelvo con Lea. Te pido que dejemos de vernos. Quédate con todo lo que te di, que lo merecés. Por favor, no me odies.” Y no pudo evitar unas lágrimas. Resultaste una imbécil, una ingenua boluda, se tragó Marta. Y ahora este cretino se quiere ir con la cola entre las patas de vuelta con el mamarracho de su mujer. “Sos un pobre hijo de puta. Me lo tengo merecido.” Gritó, pero enseguida se calmó. No le iba a dar el gusto de implorar ni de explotar de rabia. Furiosa porque la primera vez que se queda seriamente involucrada con alguien termina siendo usada, decide vengarse. Va a hablar con Lea, dispuesta a armar un escándalo, sin saber que Lea ya sabía todo. Cuando se entera por Lea misma de que no destapó ninguna olla porque Alberto ya la había destapado, se dio cuenta de que la trampa en la que cayó era peor de lo que creía. Se juega una última carta: “Supongo que conocés estas fotos, que nos sacamos como recuerdo.” Le dice con el tono más neutro mientras le muestra escenas que Lea nunca conoció ni se imaginó. Pero Lea pudo resistir el golpe. Se relajó y estudio el material eróti-

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co con interés. En cambio Marta iba perdiendo su forzada serenidad al notar que Lea observaba tranquilamente el espectáculo que producía su marido con ella. ¡Y sintió que se estaba sonrojando! Lo que faltaba. Ahora estoy avergonzada. Qué lindo cuerpo tiene esta guacha, pensaba Lea mientras se mordía los labios para no llorar. Y conmigo Alberto era un puritano. Pero esto va a cambiar. Y con mucha calma le devuelve las fotos. “Sos muy linda Marta, te felicito.” Marta no lo pudo soportar. Dio un portazo y se fue. Lea había triunfado. Pobrecita la Marta, muy linda y muy capaz. Y con Alberto ¿qué? No podía deshacer su familia. Conocía a muchas mujeres que estaban separadas, con chicos. Admiraba el sacrificio que tenían que hacer, pero no le gustaba ese panorama para ella. Que Alberto estaba enamorado de otra y encima ¡decírselo tan en la cara!, eso demuestra que tiene un hijo más. Pero también la confesión de Alberto lo ponía en sus manos. Distinto hubiera sido si le hubiese dicho que estaba decidido a irse con Marta. Y encima Marta le entrega un lindo regalo al aparecer así, denunciando a Alberto. Este juego se acabó. Reemplazar a Marta en su trabajo es muy fácil, contadores hombres hay a montones. Levantar el ánimo de Alberto tampoco resultó desagradable. En la cama era después de todo un hombre y Lea sabía cómo hacerlo funcionar. Las fotos le habían dado una lección. Alberto reconocía el triunfo de Lea. La conducta de ella en la cama levantó su autoestima. Ya no se sentía el gran macho pero tampoco hacía falta. Estaba tranquilo; se sentía salvado por Lea. Indudablemente había hecho una buena elección.

CAPITULO 3

LA DIFERENCIA DE LOS SEXOS

El individuo vive realmente una doble existencia, como fín en sí mismo, y como eslabón de un encadenamiento al cual sirve no sólo independientemente de su voluntad, sino contra ella. Considera la sexualidad como uno de sus fines propios, mientras que, desde otro punto de vista, se advierte claramente que él mismo no es sino un agregado a su plasma germinativo, a cuyo servicio pone sus fuerzas, a cambio de una prima de placer, que no es sino el substrato mortal de una sustancia inmortal quizás... Sigmund Freud

Los instintos humanos que producen nuestra conducta, motivaciones inconscientes heredadas de la especie, se clasifican habitualmente en dos tipos: los sexuales, que pertenecen al instinto de conservación de la especie, y los de autoconservación. Según el concepto de anaclisis, el instinto sexual se presenta en la experiencia individual apoyándose en la satisfacción de las grandes necesidades de autoconservación. De ahí saldrían el chupeteo, como primera manifestación sexual, y el primer objeto de satisfacción, el pecho de mamá. Según Freud, estos instintos, indiscriminados al principio, se separan para tomar caminos divergentes en su desarrollo. A partir de ahí, los impulsos sexuales son maleables y pueden modificar su objeto y su fin, mientras que los de autoconservación son de satisfacción perentoria y bastante fijos en relación a los objetos de satisfacción. Toda conducta, en el sentido más amplio que pueda adoptar este concepto, es una mezcla de ambos tipos de instinto; resulta muy difícil determinar qué aspecto de una realidad corresponde a cada uno de ellos.

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En situaciones muy extremas son posibles las conductas puras de uno u otro tipo: en una catástrofe en la que hay situaciones de extremo peligro para la vida del sujeto, podría quedar anulada la motivación sexual y manifestarse sólo la de autoconservación. Pero aún allí, su pureza sería discutible. El suicidio como consecuencia del rechazo amoroso demuestra que también el instinto sexual puede inhibir al instinto de autoconservación, aunque la reacción humana es más compleja que la del sapo macho, que se deja seccionar una pata sin soltar a la hembra en el momento de la cópula sexual. El caso de Karen Quinlan, descerebrada pero en estado de vida vegetativa (con electroencefalograma plano, pero respirando sin pulmotor) puede ser visto como una conducta de autoconservación, exclusivamente. En este caso, no hay fantasías ni conciencia, pero sería muy arriesgado sacar la conclusión de que las fantasías y la conciencia determinan al campo sexual. Entonces, ¿cómo definimos a la sexualidad? ¿Cuál es el límite del instinto sexual? ¿Puede manifestarse sin algún aspecto del instinto de autoconservación? Freud amplió el campo de la sexualidad incluyendo la sexualidad infantil (por ejemplo, el chupeteo), las perversiones y la agresividad. También hay que señalar que el instinto sexual, como motivación de la conservación de la especie, se refiere únicamente a su conservación a través de la reproducción, y no a través de la conservación de los demás seres ya existentes. Si la motivación fuera conservar a la especie que existe, los problemas de la convivencia serían distintos. La idea de que la reproducción es la finalidad principal de la pareja se ve desmentida por la existencia de parejas homosexuales y de parejas heterosexuales sin descendientes, sea por dificultades biológicas o por decisión voluntaria. El hecho de que estas parejas puedan permanecer juntas tanto tiempo como cualquier otra pareja, señala la existencia de otra motivación que debería ser, por lo menos, tan importante como la reproducción. La razón que conduce a la formación de la pareja y la mantiene unida es la necesidad que tiene el ser humano de poder contar con el reconocimiento de algún semejante. Esta motivación narcisista psicológica compite seriamente con la reproducción, una aspiración también narcisista pero biológica. Si no existiese la ilusión de satisfacer aspiraciones narcisistas fundamentales para el sujeto, otro sería el destino de la reproducción. Esas as-

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piraciones son la ilusión de trascender –de alcanzar de algún modo la inmortalidad– y el deseo de ser socialmente valorados, ya sea directamente por los hijos, o indirectamente, exhibiéndolos como adorno personal. La naturaleza ha sabido encontrar la motivación necesaria para que la humanidad cumpla su mandato, la reproducción. Pero nos ha dejado a cargo de un problema contra el que debemos luchar, aun cuando eso implique luchar contra nuestra propia naturaleza humana: las dificultades de la convivencia. La naturaleza humana se encuentra naturalmente motivada tanto para reproducirse como para convivir, pero no tanto como para respetar al otro en esa convivencia. Su razón encuentra en la convivencia pacífica, en la colaboración productiva y en el respeto al otro las normas convenientes para una vida más saludable. Esta conveniencia, que la razón convierte en anhelo, choca con un serio obstáculo: el deseo narcisista de ser el mejor, el más grande, el que tiene el derecho a que los demás, todos y cualquiera, estén a su disposición incondicionalmente. Este deseo narcisista, como hemos visto, es un elemento estructurante de cualquier criatura humana, a pesar de la cuota de irracionalidad que introduce y que hace que muchos lo nieguen. En realidad, la naturaleza incluye, como ingredientes de la esencia humana, tanto ese deseo narcisista como la capacidad de razonar y reflexionar sobre cualquier problema. Pero, como fuente de motivación instintiva, les da mucho más poder a la ilusión y a la fantasía que a la razón reflexiva. El pensamiento mágico busca la completud y la inmortalidad, que la razón señala como imposibles, y presiona para tomar el mando de la conducta humana. Lo que hace de la convivencia un problema es que los demás no se prestan dócilmente a satisfacer los caprichos de uno, ya que ellos desean exactamente lo contrario: que uno se someta a sus caprichos. Y acá debe intervenir la razón para frenar y controlar la hostilidad que surge por tal afrenta al narcisismo, que lleva a una frustración inevitable. La historia y los medios de comunicación confirman constantemente la debilidad de la razón, denunciando sin cesar lo absurdo e irracional de las conductas que adoptan las personas. La razón defiende una ética a ultranza, se opone a la lucha de clases, a la guerra y a los genocidios, clama por una justicia social que todos los políticos del mundo incluyen en su estandarte. Nuestro objeto de estudio es la pareja humana. Como venimos sosteniendo, es un modo de relación en el que todos estos dramas de la vida humana se ponen en juego.

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La reproducción es la finalidad que la naturaleza pretende imponer a la pareja. La razón humana, que no encuentra obstáculos en su avance al servicio de la tecnología, ha independizado, por otro lado, al placer en el juego sexual, de la reproducción. Este dato equipara, en cuanto a su motivación última, a la pareja homosexual con la heterosexual, ya que ambas admiten la satisfacción de sus aspiraciones sexuales como la finalidad de su existencia. El acto sexual, al no incluir la reproducción, permite la obtención del placer, liberando al juego sexual de la limitación que el coito reproductor impone y convirtiendo a la reproducción en satisfacción optativa, en vez de forzosa. Los que toman al sexo sólo como expresión de la función reproductora del hombre, suelen considerar perversos a todos aquellos actos que logran el orgasmo mediante lo que el coito reproductor admite apenas como juego preliminar (fellatio, cunilinguis, coito per anum, etc). Nuestro enfoque se centra en la problemática de la convivencia, y creemos que es fundamental, para la salud de la pareja, la actitud de respeto hacia el otro. Por esta razón, tendemos a relativizar los juicios morales que desconocen este requisito primordial. Los diques sexuales (asco, vergüenza, moral) se forman antes de que el impulso sexual se haya terminado de desarrollar, o sea, antes de la pubertad. En cuanto el impulso sexual se intensifica, a partir de la pubertad, esos diques comienzan a tambalear. Si bien se necesitan crear situaciones determinadas para que los diques sean superados, la sexualidad cuenta con poderosas fuerzas internas que se empeñan en crearlas. También una educación puede obtener cualquiera de los dos extremos: un fortalecimiento exagerado de los diques, tendiendo a la frigidez o a la impotencia, o la anulación total de esos diques, por ejemplo en la prostitución de niñas, la que generalmente también se acompaña de frigidez. El coito oral permite alcanzar uno de los momentos más intensos en el juego sexual, ya que al placer directo de la zona genital se agrega el placer narcisista de tener al otro literalmente a los pies. Generalmente es la conducta a la que recurre un sujeto experimentado, tomando el rol activo, para lucirse con su técnica amatoria y seducir a su pareja. Cuando esta conducta es solicitada, como “prueba de amor”, lo que se pretende es el sometimiento del otro. Pero esto no siempre es una señal de desprecio, si se está dispuesto a la contrapartida. Este pedido puede surgir tanto del abuso de poder como de una actitud que busca disfrutar de a dos y dar placer al mismo tiempo que se lo obtiene.

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Adoptando esta actitud como demostración de pasión hacia el otro, se busca conquistarlo. Lo más adecuado es que el placer sea mutuo, pero el deseo que subyace es siempre la rendición incondicional del otro: los derechos, para el conquistador; los deberes, para el conquistado. El sexo oral exige especialmente superar el dique sexual del asco. Cuando la autoexigencia es grande, puede ser un síntoma neurótico. A veces, también, se usa esta modalidad para ocultar la frigidez o la impotencia. El sexo suele ocultar actitudes e inclinaciones. La mujer está en mejores condiciones para simular la excitación y el orgasmo. El hombre, que no puede simular la erección, si consigue excitar adecuadamente a su compañera, puede lograr que a ella le importe bien poco lo que le pasa a él. En todas estas circunstancias el ser humano demuestra asombrosamente sus dotes actorales. La causa de esto, evidentemente, es el miedo al desprecio y al rechazo. El análisis de un vínculo es sumamente complicado. Debe tener en cuenta las intenciones concientes e inconscientes, la verdad y la simulación, las interpretaciones acerca de la actitud del otro, etcétera. Hay elementos, como la mentira, que pueden estar al servicio tanto del respeto como del desprecio hacia el otro. En la situación concreta en que un vínculo se desarrolla, es tan importante la intención del que lleva a cabo una acción, como la interpretación que el otro efectúa acerca de ella. Dicha interpretación dependerá de la predisposición que el otro tenga en ese momento. A pesar de la complejidad de este ida y vuelta, una pareja llega en poco tiempo a conocerse suficientemente como para que el intercambio entre los dos se reduzca a las intenciones concientes de cada uno, lo que incluye la posibilidad de querer, concientemente, complicarlo todo. La naturaleza humana tiende a acumular un sentimiento tal de hostilidad por las frustraciones narcisistas sufridas, que se inclina a buscar su descarga. Pero, a la vez, una pareja suele generar suficiente confianza mutua como para usar al otro como vía de descarga. Cuando esta se da, comienza con leves tanteos que pueden tomar dramática intensidad y gestar un vínculo francamente sadomasoquista. En ese tipo de vínculo, el placer de la descarga de hostilidad compite fácilmente con el placer de la descarga sexual, lo que genera un infierno compartido y sostenido. Es evidente que el vínculo con respeto mutuo y en el que ambos se preocupan por gratificar el narcisismo del otro es mucho más agrada-

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ble. Como esta situación contiene el riesgo de enfrentarse a la frustración del desprecio, requiere un mayor esfuerzo de voluntad que mantener una relación sado-masoquista, donde no se espera una respuesta amable. Puede suceder incluso que, ante el desprecio, el otro ceda y se someta a los caprichos del que adoptó la actitud prepotente. Si el vínculo comienza con el deseo mutuo de conquista amable, se intenta seducir, tratando de hacer el mayor esfuerzo en adivinar y satisfacer las expectativas narcisistas del objeto a conquistar. Si el resultado es positivo, mientras dura el esfuerzo mutuo, se viven los momentos más felices de una pareja. El esfuerzo consiste en respetar, tolerar, perdonar, esperar, justificar, interpretar y disfrutar lo que el vínculo brinda. Poco a poco, al frustrarse las expectativas narcisistas que aspiraban lograr una imposible completud como premio a tales esfuerzos, se van instalando los tormentos: el desprecio, la intolerancia, la impaciencia, el lamento, la exigencia y el reproche. Por la necesidad de convivir con alguien, aunque sea una convivencia limitada a las posibilidades reales de un vínculo humano, se debería evaluar el resultado, evitando la salida tanto melancólica, del que se resigna y sufre, como maníaca, en la que hay una rápida ruptura del vínculo y el comienzo de otro. Un vínculo de pareja es una lucha constante hacia adentro y hacia afuera. En esa lucha, la arrogancia narcisista compite con la necesidad narcisista de contar con el reconocimiento positivo del otro. El que logra hacerse desear como objeto sexual tiene más posibilidades de ganar en este conflicto. Al ser el objeto del deseo, ya recibe el reconocimiento positivo del otro por ese hecho y ha logrado crear una dependencia. Ser el objeto deseado otorga el poder de decisión respecto a la respuesta que el objeto deseante espera: ¿le dará el gusto o se lo negará? El poder obtenido en el campo social (triunfos laborales y económicos) compite con los deseos del campo sexual por los favores del narcisismo, aunque no siempre en forma exitosa. Esto quiere decir que la gratificación narcisista de una nueva conquista amorosa puede resultar más interesante que, por ejemplo, ganar la presidencia de la empresa. La pareja es una planta muy delicada. Bien cuidada, brinda mucha satisfacción, pero fácilmente se echa a perder. El conocimiento de la sexualidad humana es conveniente, ya que es un ingrediente fundamental en la vida de una pareja. Hay hombres que están ingenuamente convencidos de que la mujer es un instrumento cuya función en el campo sexual es el placer del hombre. Desconocen,

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por falta de información y no por mala fe, el orgasmo femenino. Y hay mujeres que están también convencidas de lo mismo. La descarga sexual es la vía más saludable para canalizar la hostilidad por las frustraciones cotidianas. Si encima se agregan las frustraciones de una vida sexual insatisfecha, el círculo vicioso de frustración, hostilidad y más frustración se hace intolerable y toma el camino de las distintas patologías. Negarse a mantener relaciones sexuales es tan dañino como mantenerlas sin disfrutarlas. Siempre es conveniente utilizar cualquier técnica que ayude a obtener placer. Si la estimulación mutua, o el material pornográfico, o la fantasía de estar con otros, ayuda, no es conveniente inhibir el placer compartido en la realidad concreta con normas morales que juzgan negativamente el estar con alguien y soñar con otro. Cuando los años dejan su huella en el cuerpo, el tacto puede ofrecer el placer que la vista niega: “relájate, cierra los ojos, acaricia y goza”, es un sabio consejo. Es distinta la situación de una sexualidad morbosa que busca sometimientos extremos y llega a la aniquilación del otro para exacerbar la propia excitación. La vida sexual de una pareja no alcanza para justificar su existencia, a pesar de que suele ser la mejor terapéutica para tolerar los dramas cotidianos inevitables. Consideramos que la sexualidad de una pareja es satisfactoria cuando ayuda a la realización personal de sus integrantes. Es decir que la valoración positiva de esa sexualidad depende de los resultados generales de la pareja, no de la actividad sexual aislada. Dicho de otro modo, más que la vida sexual, en la pareja nos interesa la realización personal de sus miembros, de la cual la actividad sexual es sólo una parte, fundamental y necesaria, pero no suficiente. En este análisis del narcisismo humano consideramos que la conducta de la mujer o del hombre, es un producto de su historia personal, más que de su diferencia sexual anatómica. Si bien es posible que haya un factor genético que determine diferencias entre una supuesta naturaleza masculina y una femenina, no creemos que en los problemas planteados exista esta diferencia. En todo caso, la cultura ha llegado a un desarrollo tal, que si alguna vez esa distinción pudo ser manifiesta, hoy ha quedado sepultada por las pautas culturales transmitidas a través de la educación, recogidas por las personas en el proceso de socialización que ya describimos. Ser el objeto deseado de la pareja es uno de los logros por los que

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se compite. Usar este logro como arma, para abusar de la dependencia así creada, es una consecuencia lamentable. El reconocimiento positivo más importante que se puede otorgar a alguien consiste en comunicarle que es un objeto deseado sexualmente. Aprovechar esta dependencia para responder con el rechazo, o condicionar lo que debería ser una satisfacción mutua, pone seriamente en peligro a la pareja. El objeto deseado puede ser tanto el hombre como la mujer. La actividad sexual placenteramente compartida debería ser un baluarte seriamente defendido por ambos. Ya desde las pautas culturales predominantes, la sexualidad, que es uno de los ingredientes fundamentales de la vida, puede ser rebajada hasta llegar a la perversión. Por ejemplo, en algunas sociedades en las que el énfasis estaba puesto en la función reproductora, se introdujo la clitoridectomía para disociar la procreación del placer6. ¿Cómo hay que encarar las situaciones en las que uno solo defiende la actividad sexual de la pareja y el otro, o bien se ofrece como objeto sexual y sufre en lugar de disfrutar, o bien se niega totalmente a la actividad sexual compartida? ¿Cómo evitar que el sexo pueda ser usado como arma, negándose o imponiéndolo? Puesto que es uno de los puntales básicos de una pareja, fácilmente se convierte en blanco de los ataques destinados a ella. Y es difícil defenderla desde un solo lado. La sexualidad es importante tanto para la pareja como para cada uno.

¿Existe una naturaleza femenina y otra masculina? La pregunta plantea un tema sumamente delicado, por los prejuicios que lo convierten en un tema tabú. Cualquier afirmación a favor es juzgada por las feministas más ardientes como expresión de la ideología machista. 6. Parece correcto adjudicar al hombre su oculta envidia a la mujer y acusarlo de imponer esta pauta cultural. Pero a nadie se le ocurre culpar a la mujer por la circuncisión. ¿No habrá intervenido al imponerse semejante rito? ¿No habrá cierta complicidad de los padres al introducir de esta forma, en la cultura, la materialización de la envidia? De todas formas, estos rituales religiosos son manifestaciones de fuerzas irracionales que rigen nuestra conducta. Aunque la circuncisión encuentra un justificativo médico en el hecho de no encontrarse ningún caso de cáncer de pene entre los circuncisos.

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¿Es posible separar la naturaleza de la cultura? La diferencia sexual anatómica y fisiológica es indiscutida. Veamos unos cuantos ejemplos principales: - Mientras que el hombre expulsa alrededor de 150 millones de espermatozoides en cada eyaculación, la mujer produce un sólo óvulo maduro por mes. Mientras que el óvulo expulsado del ovario permanece en las trompas a la espera, los espermatozoides suben desde el fondo del saco vaginal hasta las trompas, en actitud de búsqueda. Uno solo de los millones de espermatozoides fabricados y expulsados por el hombre va a cumplir con la función reproductora, mientras el resto muere intentándolo. - La niña se desarrolla antes que el varón. El desarrollo de los senos es el elemento seductor que entra en la escena erótica a partir de la pubertad. El poder erótico de los senos compite con su poder nutricio. El pene, en tanto, permite al varón ganar en la competencia narcisista, luciendo su existencia desde el nacimiento. Las posibilidades de serle útil como elemento sexual y reproductor pueden llegar hasta su muerte. - El varón recién puede alcanzar el orgasmo después de la pubertad, la niña posiblemente desde mucho antes. - El varón debe aprender a controlar su orgasmo para satisfacer a la mujer, que puede tener varios orgasmos seguidos y no necesita soportar un período refractario. Esto es inevitable en el varón. - El período reproductor es limitado en el tiempo en la mujer mucho más que en el hombre, que está en condiciones de cumplir con esa función todos los días de su vida, a partir de la pubertad. El hombre puede concebir muchos hijos por día y por mes, y la mujer uno solo cada diez meses. - El varón necesita excitarse para cumplir su función reproductora: el pene debe llegar al estado de erección para penetrar a la mujer, que puede quedar embarazada sin haber sentido el menor placer. - El atributo sexual secundario es la fuerza muscular en el hombre y el embarazo y la lactancia en la mujer. - La menarca, la aparición de los senos, las reglas, el himen y sus

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consecuencias (la posibilidad del embarazo, el parto y la lactancia) son experiencias que ningún hombre puede experimentar. - El hombre tiende a ser un poco más alto que la mujer. - La voz de la mujer es más aguda que la del hombre, que se hace más grave después de la pubertad, salvo que sea castrado. ¿Estas diferencias han sido limadas por la cultura y la educación? ¿Tienen aún su repercusión psicológica? ¿De qué manera? ¿Cuál sería la esencia de lo femenino y lo masculino? De ninguna manera sería prudente dar una respuesta.

La fidelidad Pasemos ahora a intentar determinar cuál es el rol de la fidelidad en esta diferencia entre los sexos. La moral es un producto de la cultura. Puede ser vista como el intento de lograr una mejor convivencia entre los miembros de una sociedad, pero también como parte de una competencia por lograr ser el amo y no el esclavo, por ver quién obtiene derechos y quién tiene que cumplir deberes. Ningún tipo de ley o norma humanas alcanza por igual a todos. Esto se aplica perfectamente a la norma del consenso que obliga a la fidelidad. Si pudiésemos prescindir del acerbo cultural, la fidelidad sería desconocida. La presión del deseo sexual apunta generalmente a un cuerpo joven y hermoso, al que se desea poseer. El deseo surge de manera natural en cualquier adolescente, mujer o varón. Igual que el deseo de estimular con su cuerpo, el mismo deseo en la persona elegida. La ilusión es que el otro obtenga el máximo placer al mismo tiempo que satisface el deseo de uno. Lo extraordinario sucede al coincidir ambos deseos. Es la situación anhelada. En su estado primitivo, el deseo sexual es indiferente a las normas culturales, tanto a la prohibición del incesto como a toda indicación que la cultura introduce con su ética. El otro anhelado es un objeto creado con determinados atributos estéticos, para despertar el deseo sexual del sujeto. No hay uno sólo de esos objetos, hay millones. Y todos ellos estimulan, unos más y otros menos. ¿Por qué limitarse a satisfacer el deseo con una sola persona? ¿Por

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qué negarse a otras? ¿Cuál es el argumento que justifica la conveniencia de la fidelidad? ¿Es suficiente el argumento de que la infidelidad afecta a toda la familia? Salvo el peligro del contagio de SIDA, la infidelidad en sí no provoca daños físicos. Pero aceptemos, por lo pronto, que puede dañar seriamente un vínculo de pareja, muy especialmente en el caso de que produzca un embarazo. Analicemos un hecho habitual: una persona que está en pareja tiene una aventura sexual. Generalmente, el otro llega a conocer esto y se siente estafado, traicionado y angustiado. Lo que hasta entonces creía seguro se desmorona. Lo que debía ser propiedad exclusiva suya, ahora resulta que se está compartiendo. La angustia y la hostilidad se presentan con intensidades extremas: desde la indiferencia acompañada de alivio (“así termina el acoso sexual conmigo y podré descansar”) hasta el homicidio o el suicidio. Pero el amor propio herido, sumado a la humillación frente a los otros, clama venganza, por lo que lo habitual es la reacción de hostilidad. La traición es dolorosa, tanto en el caso de que la vida sexual de la pareja sea relativamente normal, como en el caso de que la vida sexual esté ausente. Si la fidelidad es algo impuesto, implica un esfuerzo, que pretende como premio, por lo menos, la reciprocidad. Y puede aparecer una voz interna: “Mirá el resultado que da portarse bien. Si hubieses aprovechado las oportunidades que tenías, ahora no te sentirías tan tonto”. O bien: “Pero, ¿qué se ha creído? Que yo lo haga, bueno, yo tengo derecho”. Resulta más dramático si las relaciones en la pareja están ausentes: “¡Y a mí me desprecia!” Alguien que se sentía seguro comienza a angustiarse y a sentirse desamparado. Aunque el infiel niega el hecho y asegure que no tenía la intención de lastimar a nadie. El culpable se siente ambivalente. Por un lado, su narcisismo arrogante e infantil quiere lucir su hazaña frente al mundo entero. Esta es la razón por la cual se suelen dejar indicios de la conducta por todos lados. Además, la moral, impuesta en algún grado, lo castiga con la culpa. El conflicto, como vemos, da lugar a una serie variada de transacciones. Quizás, lo más razonable sería decirse :”Y bueno. Después de todo, tiene tanto derecho como yo”. Esta es una muestra de tolerancia muy difícil de encontrar. Puede aparecer un deseo morboso de conocer los detalles y de con-

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tarlos. “¿Cómo la habrá pasado? ¿Mejor que conmigo? ¿Con quién habrá sido?”. La víctima acosa al culpable, que llega a confesar. El culpable espera, por un lado, disminuir la culpa con la confesión, y por el otro, profundizar el dolor que provocó. ¿Por qué? El narcisismo infantil siempre tiene motivos, por lo general inconscientes, para vengarse. Lo único que logra la confesión y el regodeo en ella es revolver la herida. La protesta del que se siente víctima de la traición es rechazada tan rotundamente por quien ha sido infiel, que en la víctima la confusión se une a la hostilidad. Hay, lógicamente, un deseo en la víctima de que todo esto no sea cierto. El conflicto entre el deseo, la culpa y la hostilidad, tiende a abrir la puerta de la patología. La paranoia o la melancolía son facilitadas por la hostilidad que se desencadena. La reacción violenta del que se siente traicionado puede generar variantes dramáticas de todo tipo: romper la pareja es la más suave. Matar al culpable junto al tercero en discordia sería el otro extremo. La mujer, abusando de su inferioridad física, puede recurrir a la fuerza del hombre para vengarse: conoce los puntos débiles del narcisismo del otro y lo puede empujar también a la desesperación, a través de sutiles o groseras heridas narcisistas. De este modo, convierte en violencia destructiva la superioridad física masculina, aun con el riesgo de resultar víctima de ataques físicos que pueden llegar al homicidio. Si bien su condición de víctima es mucho más dramática, la desesperación que origina sabotea la posibilidad de una acción reflexiva razonada. Esta actitud tiene un componente suicida que, paradójicamente, gratifica su narcisismo: de víctima pasiva ha pasado a ser víctima de una situación que provocó activamente. Y la actitud violenta de su compañero lo desenmascara a él, ante los demás, como el único culpable. Lo de la superioridad física masculina es relativo: la desesperación puede excitar de tal forma a una persona, que puede exhibir una fuerza física arrolladora. La violencia física, como momento perverso o psicótico, resulta la situación más temida. Pero la violencia también puede ser ejercida con la palabra, que no deja huellas físicas. El círculo vicioso puede comenzar con sutiles fintas de palabras agresivas por ambos lados y llegar a injurias cada vez más audaces, con la respuesta física del otro lado. Esta escalada puede parar en cualquier momento o llegar a la muerte de uno. Recién entonces comienza el arrepentimiento culposo del que sobrevive. La violencia verbal es más difícil de probar y más fácil de negar, pero puede ser más dolorosa que la violencia física. Entonces: ¿permitir la libertad sexual de cada uno, respetar al otro

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con discreción y cuidar de esta manera a la pareja, sería la actitud mas razonable? Es quien practica la infidelidad el que tiende a aceptar esta posición, lo que resulta sumamente sospechoso y provoca desesperación en la víctima. ¿Cuáles son las causas de la infidelidad? Ya hemos mencionado las razones principales: el deseo natural de poseer sexualmente un cuerpo joven y hermoso y la dificultad de resignarse a uno solo. La infidelidad puede ser evitada durante muchos años en la vida de una pareja, siempre que el otro siga siendo un objeto significativo único al que se desea conquistar. Pero también puede aparecer como consecuencia de formar una pareja, por la confianza que se puede haber adquirido al hacerla. Durante el noviazgo –más bien, durante el enamoramiento– puede aparecer un sincero deseo de fidelidad, expresado o no. Y en cuanto se cuenta con la garantía de haber conquistado al otro, el voto de fidelidad desaparece por arte de magia, quizás disociando el vínculo “serio” con la pareja de los trofeos sexuales conquistados “por deporte”. No es extraño que para el primer vínculo se destine una actividad sexual muy distinta de las aventuras, donde se exhibe y se exige un sofisticado tecnicismo. Era habitual en otra época, y en algunos ambientes aún lo es, la abstinencia sexual entre los novios, mientras el novio mantenía una actividad sexual, generalmente infeliz, en el burdel o con las conquistas ocasionales, que podían ser respetables señoras o sometidas muchachas del servicio doméstico. No importa la confusión en la que alguien podía caer si intentaba dilucidar quién era el conquistado y quién el conquistador en este deporte de la seducción. Eran consecuencias de la normatización que toda cultura intenta realizar con la sexualidad. Una de las formas en que se manifestaba el machismo consistía en el uso, por el hombre, de su atributo natural, la fuerza física, para someter a la mujer. El joven que no tenía relaciones sexuales antes de contraer matrimonio era un “boludo” o un “maricón”. En cambio, la muchacha que no lograba controlar su apetito sexual recibía el rótulo de “prostituta”. Nadie se molestaba en pensar que este término implica vender el cuerpo para deleite del que paga. Los jóvenes educados en esa cultura se veían motivados a pretender una novia “seria”, virgen. Como este requisito no era tan sencillo de cumplir, se recurría a técnicas como la costura del himen desflorado para ayudar a la formación de matrimonios bien vistos. Todo esto favorecía una paranoia tan fácil de ocultar y de negar como difícil de elaborar, por los prejuicios culturales que la determinaban: llegamos a la conclusión, otra vez, de que lo racional no predomina en la con-

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ducta humana. La educación (en su sentido más amplio) puede lograr lo que se propone: desde inhibir totalmente el impulso de infidelidad a convertir a la fidelidad en una utopía. El comienzo de una pareja no es tan fundamental en su marcha posterior, por lo que, si no se elaboran las experiencias previas, si quedan ocultas, la pareja no mejora ni empeora sus posibilidades futuras. El ocultamiento, tal vez, puede resultar una forma de elaborarlas. No siempre conviene que todo lo que pasa en una pareja sea hablado y conocido. Pero cuando el engaño, lo que se mantenía oculto, se descubre, la elaboración de la crisis que se desencadena requiere un diálogo que nunca es sencillo. El que desconocía los datos descubiertos, como señalamos, se sentirá traicionado. Peor aún si esos datos son aportados por algún amigo que, lógicamente, los aporta sólo para “ayudar”. Las crisis en las parejas son encrucijadas. Toda crisis, independientemente de la causa que la produjo, puede contribuir a la maduración de la pareja, pero también puede destruirla. Y acá la historia de la pareja no necesariamente ayuda a predecir el resultado. En el buen funcionamiento de una pareja, la dulce mentira compite seriamente con la amarga verdad. ¿Qué entendemos por “buen funcionamiento de una pareja”? ¿Tener hijos y educarlos para que sean miembros apreciados dentro de la comunidad? ¿Permitir, fomentar y colaborar para la realización personal de sus integrantes? ¿Disfrutar de la presencia del otro? ¿Disfrutar mutuamente de una vida sexual y social? El problema, muchas veces, es definir con exactitud qué se esconde detrás de algunos de estos términos. Si no hay diálogo, el panorama es sombrío, pero el diálogo no siempre ayuda. El silencio es un arma eficaz para movilizar o lastimar al otro. Pero también el diálogo puede herir y destruir. La palabra es un elemento importante, que nos diferencia del resto de los animales, pero conviene recordar que se forman también parejas en otras especies y que, quizás, por no poder dialogar se llevan mejor que los humanos. La infidelidad puede producir sorpresas posteriores relacionados con la herencia. Conocer todo de la vida del otro, todo respecto a sus actividades y que el otro sepa todo de uno, es totalmente imposible. Los psicoanalistas sabemos muy bien las dificultades que presenta la asociación libre. En el psicoanalista, muchas veces, se llega a confiar más que en cualquier otra persona. Pero aun así, un paciente nunca cuenta todo. Por más confian-

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za que se tenga a alguien, uno produce resistencias concientes o inconscientes y nunca llega a entregarse del todo. Hay circunstancias desencadenantes para que la infidelidad se materialice. La fidelidad es una norma que se acepta por un deseo de seguridad, de poder contar siempre con la presencia solidaria del otro. Es una lógica consecuencia del miedo a la soledad. El miedo se supera al adquirir confianza cuando se obtienen determinadas gratificaciones; o por la hostilidad producida por las frustraciones, como puede ser la toma de conciencia de que la juventud se termina. Las crisis de los cuarenta y de los cincuenta producen reacciones maníacas que intentan aprovechar, al dejarse seducir, los jóvenes que no se tienen tanta confianza. La juventud se siente más segura al lado de la madurez y de los signos del poder adquirido, como el dinero. Los jóvenes que seducen fácilmente a las personas maduras persiguen la ilusión de encontrar apoyo y seguridad garantizados. Una mayor experiencia a veces da esos beneficios, pero una diferencia importante de edad puede más bien generar dificultades: los celos paranoides en los más maduros, al proyectar en el otro su propio rechazo de sí mismos, y el conflicto que produce el ritmo más acelerado en los jóvenes, que quieren salir a bailar cuando la persona madura ya quiere descansar. El casamiento, o la simple decisión de vivir juntos, convierte a los miembros de una pareja en socios de una empresa. El rol de compañero erótico-sensual se mezcla con el de socio. Esa mezcla va desde el uso del otro como objeto sexual hasta la ausencia total de actividad sexual compartida. Para disfrutar de una relación sexual conviene disociarla del rol de socio de la empresa familiar con sus problemas, lo cual es cada vez mas difícil, a medida que los problemas que una familia debe enfrentar se multiplican. Esta es una razón suficiente para que la gente separe la sexualidad, como placer, de la familia, donde el sexo se convierte en un deber. La infidelidad queda así justificada, a pesar de la oposición ética que esto pueda despertar. Este es un conflicto universal que cada sujeto, hombre o mujer, debe resolver como pueda. La fidelidad como deber moral es tan fácil de proclamar como de transgredir. La prohibición de la propia conciencia deberá demostrar su fortaleza cuando la realidad plantee sus tentaciones. Sería importante defender y proteger a la familia y evitar dañar al otro, si la transgresión se impone. Si aceptamos que los deseos del inconsciente son más fuertes que el deber impuesto por la ley internalizada durante la educación, pode-

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mos entender por qué la infidelidad predomina en la sociedad humana. Comprender un fenómeno no significa alentarlo ni criticarlo, sino que deberíamos aceptar esta realidad como algo que ocurre frecuentemente en el desarrollo de una pareja. La fidelidad es un acontecimiento raro, por más promesas y juramentos que intenten demostrar lo contrario. La situación se complica si se desea convertir una aventura en el comienzo de una nueva familia, destruyendo la anterior. Pero esto también es bastante habitual. La familia ocupa un lugar privilegiado como empresa donde la sexualidad es un ingrediente necesario y conveniente, pero no lo fundamental. Para algunos, formar y deshacer parejas es un deporte tan apasionante como tener aventuras sexuales. La cultura lo acepta como licencia a su pretendida ética y para los protagonistas llega a ser un símbolo de status social. Este deporte suele verse en la actitud, más que en el discurso cultural. Siempre y cuando la pareja disfrute de una actividad sexual compartida, la fidelidad, símbolo del respeto hacia el otro, por más extraño que el otro sea, es mas cómoda, agradable y conveniente, aunque menos excitante. Pertenece a la categoría del placer seguro y duradero. El respeto mutuo debería incluir el respeto a las necesidades sexuales del otro, tanto como a las de uno. Para eso es necesario conocerlas y desprenderse de prejuicios perjudiciales, lo que requiere conocer la sexualidad humana, que la divulgación de la ciencia ha puesto al alcance de todos. Para una mejor convivencia a veces es conveniente recurrir a tácticas que tienen su correspondencia en el campo militar. La semejanza se hace notoria si pensamos que el otro es un enemigo al que hay que conquistar. Una necesidad que surge de nuestra naturaleza humana es la de recibir un reconocimiento positivo de aquel que se ha convertido en un objeto significativo para mí. Pero no hay ninguna necesidad natural de dar ese reconocimiento. La necesidad de otorgar el reconocimiento es un mal menor que la experiencia enseña a ofrecer para obtener como respuesta el reconocimiento positivo. Pero no siempre el camino de la buena convivencia, amable y respetuosa, es construido con actitudes sinceras y directas. Muchas veces, la mentira compite seria y peligrosamente con la verdad. Las pautas culturales han pervertido en forma lamentable ciertas leyes naturales. Según los dictados falocéntricos y machistas, es el varón el

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que siempre tiene que estar dispuesto y tener ganas. Si la mujer demuestra ese mismo interés, la cultura tiende a hacer un rápido diagnóstico de ninfomanía. Hoy en día, podemos aceptar que el deseo sexual pertenece a ambos por igual. Si el hombre debe mostrarse siempre dispuesto, lo hará, pero de tal manera que su compañera, si antes de la manifestación del varón tenía ganas, ahora tendrá ganas de rechazarlo. Él se sentirá ofendido, justificado en la descarga de odio hacia ella y satisfecho de haber intentado cumplir con su rol de hombre. Si la mujer manifiesta su interés comenzando el cortejo, tal vez asuste a su compañero, que puede no estar preparado para esta alteración en las reglas del juego. La mujer puede haber internalizado durante su socialización pautas culturales que entren en conflicto e inhiban su natural deseo sexual. En este caso, le será muy fácil hacerse desear. Lo conveniente sería que el comienzo del cortejo parta indistintamente de ambos, en forma más o menos equitativa. Es un ideal nada fácil de lograr, si el que es invitado siente la exigencia de tener que acceder. Sentirse exigido, como si fuera un examen difícil, en lugar de disponerse a disfrutar el momento placentero, es una respuesta natural, pero conduce a dificultades en la relación. A veces, en una pareja, el que busca iniciar las relaciones sexuales es siempre uno de los integrantes. Esto puede gratificar de tal manera el narcisismo del otro, que su autoestima se hipertrofia y alcanza un extremo maníaco y entonces considera conveniente abandonar los controles sociales. Empieza a despreciar a su compañero, que siempre piensa en “eso”. Para lo cual debe desvalorizar la actividad sexual, inhibiendo su propio deseo. De esta manera puede llegar a la frigidez o a la impotencia. Es el precio que está dispuesto a pagar con tal de poder dominar al otro. El reconocimiento que recibe al ser requerido constantemente para la actividad sexual le señala la importancia que tiene para el otro en ese terreno. Abusa del rol de objeto significativo que ha adquirido. A veces ocurre que, lejos de sentirse gratificado, se siente despreciado ya que, según su ideología, un objeto sexual es algo despreciable. La otra persona también se siente frustrada, ya que empieza a considerar a su deseo sexual como algo vergonzoso. A la satisfacción sexual sucede un amargo sentimiento de culpa. El que es requerido puede esconder y quizás vencer el sentimiento de culpa que le genera no poder acceder al placer sexual. Un resentimiento contra la vida socava a esa pareja y hace que el vínculo se parezca a un infierno. El problema está en las pautas culturales que han internalizado. Modificarlas permitiría

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disfrutar lo que, de este modo, se sufre. Pero modificar la ley internalizada es una tarea sumamente difícil y delicada. Ser deseado como objeto sexual es el reconocimiento más importante que una persona puede recibir de otra. A veces, esta postura ideológica es tergiversada por una equivocada y dañina educación. Aprovechar el reconocimiento para abusar del poder de decisión que otorga, puede alentar a renunciar al placer más sano e importante, con el daño consecuente que esta renuncia posibilita. Si bien en algún momento esta estrategia es válida para forzar un reconocimiento positivo del otro, es peligroso abusar de ella. Hacerse desear para ser valorizado por el otro debe ayudar a mantener el interés en compartir y disfrutar mutuamente los momentos valiosos. Hacerse desear alguna vez aleja también el fantasma de la infidelidad. Pero si se abusa del poder, lo acerca. Liberar el deseo sexual puede incentivar la infidelidad. Es un problema complejo y difícil de manejar. La opción que se plantea, entre reprimir la sexualidad o liberarla abriendo el riesgo de la infidelidad, debe resolverse aceptando el riesgo. Es absurdo pretender garantías.

CAPITULO 4

CRECED Y MULTIPLICAOS

Como hemos visto, son varios los elementos que configuran a una pareja. La ausencia de alguno de ellos no invalida que el resto la constituya. Si la reproducción es una de las funciones de la pareja, tenemos las excepciones en la pareja de homosexuales o en la que no puede o no quiere tener hijos. Pero vamos a detenernos ahora en la reproducción, dado que es un elemento presente en la mayoría de las parejas. La falta de hijos es una herida narcisista difícil de soportar ante los demás. La naturaleza ha logrado crear la suficiente motivación para que la gente tenga hijos. El que haya que educarlos, mantenerlos y soportar los problemas demográficos consecuentes, son problemas menores en relación con el poder de deseo que suscitan. Pero no existe en la naturaleza humana una motivación semejante que induzca a una convivencia racional. Los productos de la cultura, como por ejemplo los ideales de libertad e igualdad, contradicen justamente los designios de nuestra naturaleza. Ella está motivada para luchar por el poder y abusar de él, cuando lo obtiene. El invento de los anticonceptivos pudo independizar de la reproducción el placer del acto sexual. Y esto resulta muy positivo para los interesados, en muchos casos. En cambio, en otros, el deseo de la reproducción es tan fuerte que se opone y se impone a argumentos más racionales. No por casualidad, los lugares de mayor nivel cultural y económico son los que ostentan el menor índice de nacimientos. La planificación familiar es resistida por prejuicios que tienen sus raíces en supuestos derechos inalienables y en los deberes de la reproducción.

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Si nos preocupa la convivencia y colocamos en el centro de esta problemática el respeto por el semejante, nos tiene que preocupar cuál va a ser el futuro tanto del hijo como de los padres. Una vez más recalcamos que el instinto de conservación de la especie debería ocuparse de la especie que existe, lo que incluye a los millones de niños que se mueren de hambre, antes de preocuparse por los que vendrán. ¿Fue sensato traerlos al mundo? La razón para estas contradicciones está no en determinado sistema o ideología, sino en nuestra naturaleza humana, incapaz de respetar a la especie como algo propio. El respeto puede a lo sumo abarcar a la familia o a un grupo, pero sólo en teoría la especie entra en la preocupación de una persona. Deberíamos aceptar que es un eufemismo llamar instinto de conservación de la especie a la motivación de reproducirse. La explosión demográfica, unida al desprecio por aquellos que no integran el grupo de pertenencia, convierte a la Tierra en un peligroso reservorio de desechos, nada conveniente para la salud de sus privilegiados habitantes. Parece ser un postulado universal que los hijos justifican la estructura de la pareja. Pero al entrar en detalles, como la cantidad de hijos y el mejor momento para tenerlos, el problema se complica. La familia es la institución que prepara al nuevo ser como miembro de la comunidad. Debería haber un entorno social que favorezca un adecuado funcionamiento de la familia, pero el triunfo del libre mercado capitalista señala que cada uno tendrá que pelear como pueda para su adecuada adaptación al medio. Ni la moral ni el hecho de traer hijos al mundo van a ser recompensados, si uno no logra proveerse ese premio por sí mismo. La familia debería ayudar. A veces lo logra, pero a veces los problemas que surgen con la convivencia y que comienzan en la pareja son obstáculos muy serios. Es más fácil desde la cómoda teoría, indicar lo que una pareja debería hacer para una mejor convivencia, que motivarla para que actúe en consecuencia. Describir lo que sucede en un vínculo también es más fácil que explicar el por qué e intentar modificarlo. El deseo de una mejor convivencia está entre las intenciones más profundas de todos los seres humanos. Pero el deseo de convivir mejor es puesto en cuestión seriamente cuando surge el deseo de destruir

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a la pareja. El deseo de destrucción es la expresión de una rebelión interior, narcisista e infantil, contra la búsqueda de una dependencia mutua que realiza el narcisismo socialmente adaptado de una persona. Esta es la tesis de este libro. Una pareja decide esperar un tiempo para encargar un hijo. Los dos están de acuerdo. Pasan unos meses y, de repente, ella quiere tener el hijo pero él se opone. Comienza un conflicto que puede tomar dimensiones enormes. Difícilmente se puedan dar cuenta de la división de tareas que han realizado, mediante proyecciones mutuas. Cada uno ha proyectado en el otro una parte de su ambivalencia. Ella se hizo cargo del deseo de tener de inmediato al hijo. Él, del deseo de seguir esperando un tiempo más. Ella está más presionada por las pautas culturales en su deseo de ser madre y trata de negar el miedo por los riesgos que el embarazo y el parto contienen. Él está mas presionado por los problemas económicos que, según pautas culturales, le corresponde solucionar. Esto significa que los dos quieren tener el bebé y que los dos, también, tienen miedo. Tienen miedo, entre otras cosas, frente a la responsabilidad que implica el hecho de convertirse en padres. Pero en lugar de plantear y discutir el tema en forma racional, resulta más fácil, aunque más desagradable, la confrontación. La pelea permite descargar contra el otro la hostilidad que producen las dificultades y disimular el miedo que las mismas generan. Sería más razonable un apoyo mutuo ante los temores lógicos que van surgiendo. La pelea es una competencia donde uno puede ganar y el otro perder. ¿Qué se gana y qué se pierde? El que se hace cargo del deseo de tener el hijo toma una posición más audaz y agresiva. Mientras que el que se hace cargo del miedo resulta más pasivo, casi cobarde. Culturalmente es más valorada la primera posición, más cercana a la manía. La otra, depresiva, cuanto más joven se es, más se la rechaza. Lo más importante que una pareja tiene a su disposición es la posibilidad de colaborar y compartir, de mantener una actitud solidaria que pueda servir de apoyo para las dificultades inevitables que surgen continuamente. Pero esto es lo más difícil de conseguir en la práctica. Si el deseo de trascender a través de los hijos y el de concretar con su existencia una supuesta inmortalidad es una de las ilusiones que motivan la formación de la pareja, ¿por qué surge la resistencia a tenerlos?

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Pensamos que es universal la ambivalencia respecto a la valoración que cada sujeto hace de sí, con su polo maníaco y su contrapartida, el extremo melancólico. Toda ilusión anhelada tiene su contrapartida, la pesadilla temida. La ilusión de completud se acompaña del temor a la soledad, al desamparo, a la desintegración que significa la muerte. Tras la ilusión de trascender con gloria está el miedo a quedar encerrado, atrapado, esclavizado y anulado. En un extremo el valor de la persona es máximo, en el otro es nulo. ¿Amo o esclavo? La experiencia confirma que ambas son posibilidades ciertas, y estimula la fantasía que las recrea y exagera. Por otro lado, la ilusión de trascender es una defensa a la ansiedad y al odio que surge por la herida narcisista que introduce el hijo, al disolver la ilusión de completud que llevó a la constitución de la pareja. También se hace presente el miedo a la demanda insaciable de los hijos: en el inconsciente queda grabado el recuerdo de haber hecho esta demanda a los propios padres. Y por último aparece la responsabilidad de responder adecuadamente a los nuevos problemas que van a surgir. La ambivalencia respecto a la posibilidad de tener hijos es muy justificable, tanto como la actitud de postergar el problema. En la mujer, la ambivalencia se refuerza, por un lado, con el mayor compromiso que el embarazo demanda, y por el otro, con la cantidad limitada de años durante los cuales puede ser madre. De esta manera, hay en la pareja mecanismos que permiten que uno se haga cargo del deseo de cambio y el otro de la resistencia al cambio. Así como una persona proyecta una parte de su ambivalencia en el otro miembro de la pareja, ambos la proyectan en el destino o en la comunidad cultural. De ellos esperan un reconocimiento que avale su actitud. La ambivalencia se verá respaldada o criticada de acuerdo a las opiniones que pueda cosechar cada uno en su grupo. El respaldo grupal permite elevar la autoestima y justifica el rechazo a la actitud del otro. La crítica grupal eleva la tensión, promueve la culpa y disminuye la autoestima. De esta manera, conforma una frustración narcisista que se realimenta en dos frentes, el propio rechazo interno y el rechazo grupal, esto genera una peligrosa hostilidad. Si los dos consiguen, cada uno por su lado, el apoyo de sus respectivos grupos, lo cual es muy posible, tendrán suficiente respaldo para mantener su posición y destruir a la pareja. Lo curioso es que, justamente en esas condiciones, el conflicto puede ceder en intensidad y la pareja entablar un diálogo productivo. En ese caso, el continente afectivo grupal ha

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disminuido la hostilidad y, por ende, la tensión. Serán los otros elementos en juego, aquellos que hacen a la historia y al bagaje genético de cada uno, los que decidirán que la balanza se incline a uno u otro lado. Un hermano, un padre o un hijo no pueden dejar de serlo. El hecho de que la pareja pueda separarse en cualquier momento y desaparecer, alienta más al conflicto y al desprecio que a la solidaridad. El no contar con garantías de que el otro va a seguir al lado de uno, y la ilusión de conseguir formar una pareja mejor si se separan, corroe la posibilidad de adoptar una actitud solidaria, que requiere seguridad y confianza en que el otro no va a abusar de la confianza que se le brinda. ¿Por qué son necesarias la seguridad y la confianza para adoptar una actitud solidaria? ¿Por qué una actitud solidaria reconoce la dependencia? Una actitud solidaria incluye la ayuda y el respeto. Si se trata de ayuda, uno debe tener la tranquilidad de que habrá reciprocidad cuando la necesite. Hay que tener confianza en que esto suceda así. Lo que ocurre es que es fácil prometer cualquier cosa cuando se está necesitado. Pero no es nada fácil cumplir con esa promesa. En el fondo queremos que los demás nos sean incondicionales, para lo cual nos sentimos con derecho. Por lo tanto, ninguna ayuda que recibamos nos genera una deuda. Es la educación la que nos impone dar para recibir y retribuir lo que se recibe. Esto es razonable, pero nuestra naturaleza no es muy razonable. En todo caso, sus razones apuntan a un recalcitrante egoísmo que desprecia totalmente las razones ajenas. El respeto, que la educación intenta enseñar, lucha contra el desprecio que nuestra naturaleza narcisista quiere imponer. El narcisismo arcaico e infantil se apoya y refuerza con la hostilidad que producen las frustraciones. Sus explicaciones son: “porque me gusta”, “porque sí”. El narcisismo socialmente controlado se apoya y refuerza con la ansiedad que generan las frustraciones: “porque me conviene”. Esta es una meta de la socialización: cambiar “lo que me gusta” por “lo que me conviene”. En una pareja hay una dependencia mutua que conviene respetar. El desprecio al otro implica un desprecio a la pareja, una forma de comunicar la falta de interés en ella. Es una amenaza de disolverla, salvo que el otro se someta al capricho. Si esto sucede, si el otro cede, la persona se ganó el derecho a imponer sus caprichos y a que el otro asuma el deber de satisfacerlos. Al ganar, alguien se ha convertido en impres-

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cindible y alguien en prescindible. El primero niega su dependencia y el otro la reconoce. Tomar en cuenta la opinión y respetar los sentimientos de alguien es darle un importante reconocimiento. Pero, lógicamente, se espera reciprocidad. El otro puede aprovechar esta situación superior y contestar con el desprecio o el rechazo, humillando al que se arriesgó. ¿Cómo? Imponiendo su opinión, como ley y despreciando la opinión y los sentimientos del otro. Lo que puede ser un vínculo amable con apoyo mutuo, colaborando y compartiendo la lucha cotidiana, puede también ser convertido en un triste campo de batalla que obstaculice el desarrollo de cada uno. ¿Quién busca a quién, para el juego sexual? ¿Quién se acerca a quién para un inocente pero muy amable abrazo? ¿Quién se preocupa por agradar al otro y cuándo, dónde y cómo? ¿Quién conoce los gustos del otro? ¿Quién conoce los problemas y las preocupaciones del otro? ¿En qué se siente respetado y en qué no? ¿Cómo le gustaría ser ayudado por el otro? ¿Por qué a veces uno sabe lo que el otro espera y no lo satisface? ¿En qué le falla uno al otro? ¿En qué le falla el otro a uno? ¿Qué admira y desprecia el otro de uno, y viceversa? Tras un idílico período inicial, que puede faltar, en el que se compite por seducir y conquistar al otro y se alimenta la ilusión de que la compañía de ese otro mágicamente va a solucionar los problemas que se presenten, indefectiblemente se cae en una frustrante realidad: los problemas no sólo no se han solucionado, sino que posiblemente se han complicado. La convivencia implica mayor responsabilidad. La competencia ha cambiado sus objetivos. Ahora se trata de una competencia por ver quién tiene más derechos y quién más deberes. La preocupación por seducir y conquistar es cada vez menor. Se la sustituye por una actitud que consiste en demostrarle al otro el gran sacrificio que se hace para tolerar su presencia. Aparecen argumentos que muestran a cada uno como el que más se sacrifica por la pareja y que acusan al otro de irresponsable e indolente, incapaz de valorar todo esto. Es difícil y doloroso reconocer que uno tenía ilusiones imposibles, que uno quisiera que el otro fuese un esclavo feliz de serlo, preocupado sólo por satisfacer los caprichos de su amo. La frustración de estas ilusiones produce odio, que uno prefiere descargar contra aquel que estimuló con su presencia esta ilusión. Y aprovecha para descargar todo el odio juntado por frustraciones de otra índole.

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Antes, afuera estaban los enemigos y adentro el único aliado. Ahora es al revés. Son dos las ilusiones que motivan la formación de la pareja y de la familia, por lo tanto son dos las pretensiones narcisistas que se convertirán indefectiblemente en frustraciones: la ilusión de lograr la completud en la pareja y la ilusión de trascender a través de los hijos. La presencia de los hijos puede suavizar el conflicto o empeorarlo. El embarazo, el parto y la lactancia, si la hay, inclinan el peso de la responsabilidad hacia la mujer. No hay demasiados hombres en condiciones de acompañar en estas circunstancias difíciles a su compañera. Cuando esto sucede, la pareja puede valorar las ventajas de compartir y colaborar, compitiendo para dar lo mejor de sí, dentro de las posibilidades de cada uno, tanto sea para afrontar con su cuerpo los riesgos, o para apoyar, acompañar, valorar y premiar el esfuerzo. Esto les permite a ambos tolerar el miedo lógico que la situación genera y disfrutar juntos un hermoso resultado. Si es posible que el padre reciba a su hijo supervisado por el partero, la situación resulta gratamente emotiva y sirve de base sólida para cualquier futuro. Hay experiencias que dejan profundas huellas, y no hay duda de que el nacimiento de un hijo es de las más importantes. La ignorancia de lo que sucede en la sala de parto crea desencuentros en momentos cruciales para una pareja. Lo mismo sucede cuando una situación socio-económica no ofrece la posibilidad de tener acceso a las condiciones que hacen posible que el hombre colabore en el nacimiento. Sin la compañía adecuada, si algo sale mal la ansiedad se convierte en angustia resignada cercana a la melancolía. Este resultado puede estar compensado por la satisfacción del nacimiento, si las condiciones lo permiten. Mucho se ha hablado de la envidia al pene y poco de la envidia a los atributos femeninos. En una instancia tan fundamental como el embarazo y el parto, la mujer es la principal protagonista. Es probable que este hecho produzca envidia en el hombre o, en el mejor de los casos, solamente admiración. Ver mamar a su hijo también puede producirle celos. Frente a la sociedad, el hombre compite con su compañera. Con su hijo compite para ver quién es el dueño de la madre y esposa. ¿Cómo hace para elaborar estos sentimientos ambivalentes? La presencia de los hijos puede tanto mejorar como empeorar la convivencia. Mientras son chicos, las gratificaciones narcisistas que depa-

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ran a los padres, al convertirlos en dioses omnipotentes, generalmente superan a las frustraciones que provocan. La adolescencia trae problemas de todo tipo. Los cambios corporales, acompañados por cambios hormonales, modifican los intereses narcisistas. Esto produce una mezcla de sensación de poder que asusta y confunde. Los padres se enfrentan con un examen al que no estaban preparados. Para el adolescente, el grupo de pares ha desplazado el lugar de los padres. No será fácil evitar que la presión del grupo de pares motive a los adolescentes para seguir un camino que los padres no desean. Lo que acecha al adolescente (drogas, alcohol, delincuencia, ideologías sectarias fanáticas) puede escapar al control de los padres, por más atentos que estén. Los hijos tienen un lugar privilegiado en el narcisismo de los padres. Su simple existencia no es suficiente; son objetos sumamente valiosos que deben convertirse en el orgullo de sus padres. Esta es una exigencia nada fácil de cumplir, a medida que la sociedad se hace más complicada. Por otro lado, ese deseo entrará en conflicto con la envidia a los logros que los hijos obtengan, ya que deben observar cómo la juventud, que ellos conservan idealizada, para los hijos recién comienza. La adolescencia de los hijos suele coincidir en los padres con la crisis de los cuarenta o de los cincuenta. La actuación maníaca de romper la pareja o la familia y comenzar una nueva es la defensa posible contra la depresión, que la edad impone en nuestra cultura altamente competitiva. Si esto sucede, el adolescente necesita todavía más atención. Pero los problemas que plantea el adolescente también pueden unir a la pareja de padres. Después de todo, la existencia de los hijos gratifica el narcisismo de ambos. La satisfacción que depara a los progenitores el apoyo solidario en la atención de un hijo que la reclama por cualquier causa, puede ser un eficaz dique para contener la presión de un narcisismo infantil que pide el sometimiento del otro. El triunfo del narcisismo socialmente controlado, cuando se da en ambos miembros de la pareja, deja una satisfacción más agradable y duradera que el triunfo del narcisismo infantil, momentáneo y maníaco. La crisis de la edad media consiste en tomar conciencia de cómo se acerca el momento en que el físico adquiere los signos que provocan el rechazo: arrugas, canas, flojedad de la piel. El rechazo no es debido solamente a pautas culturales. Existe una estética arcaica que la cultura intenta someter a una ética necesaria y conveniente, pero que no tiene

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las armas suficientes para combatirla. El deterioro físico, o más bien, la amenaza del inevitable futuro, es el ingrediente fundamental de la crisis de la edad media. El rechazo que despierta la visión de los propios padres o de otras personas ya ancianas alimenta el miedo a producir ese rechazo en otros. Surge entonces la envidia a la juventud. Como consecuencia del rechazo al deterioro físico, se colocan obstáculos que dificultan que el hijo disfrute de una vida sexual plena y se tiende a sabotearle posibles gratificaciones en el campo social. La persona adulta adquiere la convicción de que los jóvenes envidiados seguramente podrán obtener un éxito fácil, en ambos terrenos. El conflicto es inevitable y el resultado, diverso. Depende de muchos factores donde la historia de cada uno impone su ambigüedad. El extremo maníaco fuerza a veces a destruir la pareja y a comenzar otra con alguien que supere un poco la mitad de la edad propia. En otros casos, se comienza con una actividad sexual promiscua y ostentosa, cuyo desenfreno la convierte en una molesta exigencia. Cuando la persona cae en el extremo melancólico, descarta toda actividad sexual, pierde el interés y la necesaria agresividad para la competencia social cotidiana. Una distancia óptima de estos extremos requiere una resignada y esforzada adaptación activa al cambio que la vida impone. Es conveniente intentar mantener una vida sexual, que puede conservar hasta la muerte su importancia como principal fuente de placer y mantenerse firme en la competencia social cotidiana. La experiencia adquirida puede ser un valioso instrumento de ayuda. La atracción que ejerce la melancolía es un enemigo peligroso, que se opone a cualquier esfuerzo productivo. La tentación de dejarse estar, aumenta al acercarse la vejez. Es frecuente que se recurra a una defensa destructiva: la paranoia. Uno descarga entonces la hostilidad por todas estas frustraciones en la pareja, que es lo que tiene cerca y posiblemente más necesita en estas circunstancias. Si no se produce la ruptura, genera una relación sadomasoquista

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El rol de padre y el rol de madre La naturaleza hizo una división de trabajo en la pareja humana, dando a cada sexo los atributos correspondientes: el útero y las mamas a la mujer; la fuerza muscular al hombre. El sentido de esta distribución quedaba claro: mientras la mujer se embarazaba y alimentaba a sus hijos, el hombre defendía a la familia y conseguía el alimento. Quizás esa fuerza fue utilizada para dominar a la mujer y preñarla contra su voluntad. Suponemos que el narcisismo humano fue suficiente motivo para ocuparse de la descendencia. El hombre produce un salto cualitativo en la escala zoológica debido a su mayor inteligencia y habilidad. El desarrollo de la tecnología creó herramientas que han modificado profundamente las condiciones en que se desenvuelve la familia. El confort y la seguridad que la tecnología hizo posibles convirtieron la fuerza física en un estorbo, mientras que los atributos femeninos continúan siendo tan necesarios como en la edad de piedra. La vida humana se ha prolongado y el enemigo natural más poderoso, en la naturaleza, es el propio semejante. Debido a su habilidad e inteligencia, las armas desarrolladas pueden ser manipuladas tanto por la mujer como por el hombre. De esta manera, el varón se quedó sin el poder originado en los atributos naturales que lo distinguían de la mujer. Esto repercute seriamente en la competencia narcisista natural de todo ser humano con su semejante, algo que no puede ser evitado en la pareja. Algunos consideran la lucha por el status social, es decir, por el valor que la pareja y la familia obtienen en la comunidad, como el resabio de la lucha por el territorio de los mamíferos. También es posible pensar que la defensa de la supervivencia familiar se ha transformado en la lucha por el status, ya que es la minoría de los estratos superiores de la sociedad la que puede disfrutar de los adelantos tecnológicos, mientras la mayoría restante sobrevive en condiciones precarias justamente –y en esto no podemos dejar de ser pesimistas– por la competencia narcisista que caracteriza al ser humano. Es posible pensar que la cultura, apoyándose en la necesidad humana por competir, hizo su división de trabajo en la sociedad de hoy: el hombre se ocupa del status familiar y la mujer del hogar y de los hijos. El hombre, abusando de su fuerza física, había logrado dominar a la mujer y se adueñó de la cultura: esta es, por lo tanto, un producto del dominio de la hembra por el varón. Pero también se deberá reco-

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nocer que cumplir con el rol femenino, por lo menos quedar embarazada, puede resultar muchas veces más agradable y más fácil que luchar o mantener el status social. Aceptamos, por lo tanto, que la función paterna consiste en luchar por el status familiar y la función materna es la reproducción. Quedan varias funciones que se deben cumplir en la familia: el cuidado y la educación de los hijos es la principal. La familia es un intermediario entre la cultura comunitaria y su nuevo miembro, a quien deberá cuidar, educar y mantener. Cuidar a un ser humano al nacer es una tarea nada envidiable, por lo que la cultura falocéntrica se la endilgó fácilmente a la mujer, aunque resulta casi obvio que los primeros momentos le correspondían en exclusividad. No podemos dejar de plantear una responsabilidad social bastante descuidada: la función social que debería asumir toda comunidad. La familia es la encargada de producir, cuidar y educar a sus hijos. Si no cumple con esto, puede ser severamente castigada a través del peso de la ley. Dado que es así, también la comunidad debería fomentar las condiciones para que la familia pueda cumplir con su deber. Esta función del estado está sumamente descuidada: es muy difícil pretender entonces que la función materna o paterna se pueda realizar con la responsabilidad que la cultura y la sociedad requieren. Muchas causas pueden destruir a una pareja. La económica es una de las más importantes. El hombre, con un poco de paciencia y voluntad, podría cuidar a los niños tan bien como la mujer. La mujer puede luchar por el status familiar en la sociedad tan bien como el hombre, si éste se lo permite. Pero si la mujer debe trabajar por la economía familiar y cuidar el hogar y a los niños, el hombre queda relegado a una función de procreación y alimenta una sensación muy pobre de su utilidad. Cada padre debe poner énfasis en la educación de los hijos de su propio sexo. La niña se identificará principalmente con la madre, para su rol femenino; el niño, con el padre. Sin embargo, ambos padres ofrecen constantemente un modelo para el vínculo entre los sexos. La adolescencia trae las inevitables crisis de identidad, que repercuten en el ambiente familiar poniendo en cuestión los vínculos familiares. La función paterna, entonces, incluye procrear (poner la “semilla”), luchar por el sustento y el status familiar y servir de modelo de identificación para los hijos varones. La función materna, en tanto, consiste en procrear (poner el cuer-

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po), amamantar a los recién nacidos7 y servir de modelo de identificación para las hijas. Los distintos campos que abarca el ejercicio de estas funciones, no solamente no están aislados entre sí, sino que están en una relación dialéctica con la realidad social concreta, en la que la pareja y la familia viven y se desarrollan. Los logros o fracasos de los padres serán valorados de acuerdo de las expectativas de cada uno pero no pueden dejar de influir en el vínculo. Indudablemente, la mujer ha demostrado ser tan capaz como el hombre para la lucha económica. Si no tuviésemos prejuicios culturales, deberíamos aceptar que el cuidado de los niños, la cocina y la casa, podrían ser compartidos, repartidos según un criterio de justicia. Las pautas culturales no adoptaron un criterio justo en la distribución de tareas domésticas, lo que provoca un serio conflicto si se desea cambiar una norma cultural por una norma más equitativa. En las condiciones actuales es posible convenir en que la mujer está en una situación desfavorable. Mientras el hombre se aferra a pautas culturales que lo benefician. ¿Sería justo que, si el hombre fracasa en el campo económico y la mujer tiene éxito en ese terreno, el hombre se ocupe de la cocina y de los niños? Las pautas culturales inciden para producir frustración en el hombre y su correlato de desprecio hacia él en la mujer. Lo saludable sería que ambos colaboren en todo terreno, aunque inevitablemente el balance general dé a la mujer mayores posibilidades de ganar en la competencia de los sexos. El avance que la mujer ha logrado en la cultura le ha proporcionado mayores exigencias y responsabilidades, pero también mayores satisfacciones. La guerra de los sexos puede ser dramática, pero hay posibilidades de construir un continente afectivo que sea productivo para la mejor realización personal de ambos. Sería más conveniente y agradable, aunque, según la experiencia, mucho más difícil de lograr.

7. Esta ya no es una función imprescindible.

¿Valía la pena?

I Domingo, día del padre. Hace frío y llueve. Celia lee el diario a las diez de la mañana mientras toma algo parecido a un desayuno. Café recién hecho cortado con un poquito de leche descremada, con edulcorante. Una tostada con queso blanco. A los cincuenta y seis años hay que cuidarse. La comida es uno de los placeres más deliciosos de la vida por lo que es muy fácil caer en la tentación y engordar. Las noticias que lee en el diario son las de siempre. Corrupción, desastres individuales y sociales, naturales, culturales, proyectos, esperanzas, ilusiones. La tecnología avanza incontenible, para bien y para mal. Por todos lados, más de lo mismo. Espectáculos, deportes, turismo. Ahí la nostalgia se mezcla con la envidia. Si ésta se detiene en admiración, los sueños vuelven a surgir con la misma intensidad que cuando era posible, o cuando creía que era posible, concretarlos. Con la diferencia de que ahora desaparecen más rápido, a veces tras un leve suspiro. Celia se esfuerza en mirar el mundo a través del diario mientras hace el balance semanal de su vida. Celia mira y analiza a Celia, su pasado, presente y futuro. El balance, azaroso, decide el ánimo del momento, quizás del día y de la semana. Hasta el momento es más bien neutro, por lo tanto está tranquila. Para nada interviene el horóscopo, que no puede dejar de leer. Esa tranquilidad puede durar un poco más, pero si a las once no llama Betty, la menor, que desde hace un año vive –tormentas mediante– con su novio Salo; y si Dora, la mayor, no llama antes de las doce, empezará a ponerse mal. A medida que el tiempo pasa, la ansiedad va en aumento. Si sus hijas no llaman, a la una tendrá que empezar a llamar ella. Celia se empeña en defender un ritual que rinde su tributo a la institución familiar.

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Que haya dos papás no es un problema, sino más bien un escudo heráldico que puede lucir con orgullo. Darío, padre de Betty, está en una reunión de trabajo con los socios de la clínica y prometió venir a más tardar a la una, o sea que a las dos, quizás aparezca. Si consigue imponer su proyecto para reorganizar la clínica estará contento y amable. Si no, habrá que aguantarlo. Pablo, padre de Dora, tiene sesenta y cuatro años y tres hijos varones más. Uno, de su primer matrimonio anterior a Celia, y dos, de su tercera y por ahora última pareja. Celia se unió a Pablo cuando éste tenía veintinueve y ella veintiuno. Tenía la seguridad de que el mundo era de ella. Estaba en tercer año de Medicina. Pablo era casado y adjunto de Anatomía Patológica y a ninguno de los dos les dio mucho trabajo llegar a la cama. Al poco tiempo decidieron vivir juntos. La separación del matrimonio de Pablo no produjo mayores inconvenientes y Máximo empezó a pasarla mejor, ya que papá, posiblemente por la culpa que le producía su separación, se ocupó de él mucho más que antes. Y Celia lo acompañó muy bien en esa tarea. Los seis años que vivieron juntos le sirvieron a Celia para recibirse de médica, empezar a formarse como psiquiatra y psicoanalista y convertirse en mamá. Hoy, Celia festejará el día del padre almorzando con Betty, su novio, y Darío, el padre de Betty y actual marido de Celia. Reservó una mesa para las catorce y treinta. Dora vendría a los postres con sus dos hijos, y tal vez el padre de alguno de ellos. Dora, que creía estar de vuelta de todo, era la que más transgredía lo que algunos (muchos) entendían como la sagrada familia. A pesar de haberse separado de los dos maridos, eran todos muy buenos amigos, por lo que siempre estaba viviendo en su casa –que mantenían tanto Dora como sus papás– con alguno de ellos. Celia se esfuerza por defender la libertad de todos, pero hay momentos en que le parece que Dora la va a enloquecer cuando, con intervención policial, alguno de los “muy buenos amigos” defiende la libertad de hacer lo que se le antoja en el terreno del amor libre, mientras otro, de un modo un tanto exagerado reclama su fidelidad. A veces, las batallas campales siguen a defensas insólitas de la libertad de fumar (marihuana), abusar de la blanca o de los hábitos etílicos. Sin mucho éxito era papá Pablo el que pretende intervenir para frenar los excesos del grupo de Dora, quien lo acusa de ser el instigador, con su ejemplo, de lo que tan descaradamente ahora se atreve a criticar. Pablo jura, en un

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débil intento defensivo, que nunca había dado espectáculos semejantes a sus hijos, argumento que nadie toma en serio. En esas ocasiones Celia es la encargada de rescatar a los niños que van, resignados, unos días de vacaciones a lo de la abuela, título que termina de abatirla. El simple llamado de Betty y Dora, que debe realizarse por lo menos los domingos a la mañana a la hora señalada, esa señal de respeto, le basta a Celia para justificar la hazaña de convertirse en madre. En cambio, tener que llamar ella, era un elemento más de los que la hacen sentir dudas acerca del valor de serlo.

II En su adolescencia, obsesionada con su figura, fue más fuerte que ella el pánico a las posibles deformaciones de esa imagen que lo que los partos y la lactancia podrían producir. Un terror irracional la invadía cuando surgía el tema de la maternidad. Tres veces había sido elegida reina de belleza. Tenía plena conciencia de la envidia y admiración que despertaba en hombres y mujeres. Como eso era natural y la gimnasia y la natación se habían convertido en rutina, una tranquila felicidad la acompañaba hasta que la vida la llevaba a recordar que, por ser mujer, podía ser madre. La seguridad en sí misma iba aumentando a medida que cumplía un sencillo esquema: los requisitos para lograr una aureola social que realce, en un marco de sublime valoración consensuada, una belleza que los dioses de la fortuna le habían adjudicado. Tolerancia, modestia y paciencia (por lo menos en apariencia), es lo que sus gestos expresaban. ¿Qué quería alcanzar? Eso lo tenía claro. La veneración del mundo. Apenas. Que todos quedaran fascinados con ella. La belleza era un don natural que podía convertirse en el centro de una hermosa personalidad. Para cultivar la figura estaba la gimnasia y la natación. Con la comida no tenía mucho problema; se acostumbró a comer lo necesario y como todo se desarrollaba tranquilo y bien, no había necesidad de calmar ninguna ansiedad superflua. También el estudio, muchas veces bastante pesado, al estar matizado con las fuertes gratificaciones narcisistas que cosechaba a su paso, resultó un esfuerzo fácil de soportar. Apren-

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dió a controlar su sonrisa, instrumento seductor por excelencia, según lo requerían las circunstancias. Aprendió a escuchar, jamás interrumpir, a prestarle atención al otro, a mirarlo con respeto, aunque por dentro sintiera un profundo desprecio. Aprendió a manejar a cualquiera ya sea para seducirlo, ir a la cama, o tomar distancia. No era fácil mantener un constante control de todo esto. A veces tenía ganas de explotar, dejar de ser una diosa y expresar la bronca que algo le despertaba, pero entonces surgía con fuerza la voz de la razón: Paciencia, muchacha, no tires todo el trabajo realizado por la borda. Pensá cómo te vas a sentir después, que eso es más importante que darte el gusto ahora. Tras un imperceptible suspiro se relajaba. Desarrolló una increíble tolerancia a la frustración. Le resultaba fácil gratificar el narcisismo del otro, como una inversión para un futuro que puede presentarse en cualquier momento. Resultado: uno trataba de acercarse, de ser tenido en cuenta por esa diosa. Obtener su sonrisa era la máxima felicidad a la que un ser humano común podía aspirar. Los elegidos que lograron compartir la cama con ella, creyendo ser omnipotentes conquistadores, resultaban al poco tiempo las víctimas impotentes echadas del paraíso. La magia de Celia era simple y de uso universal, nada original. El requisito para ser candidato a víctima era tener cierta aureola de poder, que lo convertía en apreciado trofeo del sexo opuesto. Una mirada que duraba un poco más, una sonrisa un poco más significativa, son señales que comunican en todo el mundo las intenciones de ir a la cama. Esperando que el otro se arriesgara a la invitación formal que siempre se puede rechazar, convirtiendo en desesperadas víctimas a los incautos. El rechazo podía producirse de entrada, o, más sutil, tras dos o tres sesiones de estadías en lo increíble. Los entendidos rotulan de histeria el ritual de alentar el interés y su posterior rechazo, posiblemente en defensa de las infinitas víctimas, masculinas y femeninas, que este juego produce por doquier. Celia tenía armas de sobra para producir los mártires que estaban desesperados por serlo. Ser invitado a conocer el Edén y luego expulsado de él, debe ser razón suficiente para iniciar una guerra mundial, hecho descuidado por los sociólogos. Pero como la víctima no está en condiciones de semejante venganza, se limita a padecer un más o menos pasajero bajón. También se evita convertirse en víctima al casarse con la dueña del Jardín Encantado. En este caso, el que lo concretó fue Pablo.

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Al mismo tiempo el carácter de Celia era una coraza protectora que diluía fácilmente la hostilidad de un posible enemigo que quedaba desarmado y seducido. Como había aprendido rápidamente los secretos del sexo, del que disfrutaba con discreción, dejando a todos los hombres con la ilusión de que nada es imposible y a las amigas con la seguridad de que nunca invadiría terreno ajeno, su persona tenía un altar custodiado por gran cantidad de fanáticos.

III De Pablo se separó tras seis años de una convivencia que, más que un matrimonio, parecía una empresa muy eficiente cuya meta era alcanzar el mayor status social, profesional y económico posible. Profesionalmente, Pablo abrió un laboratorio de Anatomía Patológica que enseguida se convirtió en un Instituto de enseñanza y creció con mucho éxito en todo sentido. Esto lo obligó a viajar por todo el mundo para asistir a Congresos, Jornadas y Universidades que lo invitaban a dar conferencias para lo que no se hacía rogar. Matizaba esas visitas, que tenía que realizar solo ya que Celia estaba en la suya, con instructivas experiencias de anatomía nada patológicas. Celia hizo la residencia en Psiquiatría al mismo tiempo que la formación como Psicoanalista. Bastante confundida en el terreno científico y terapéutico respecto al abordaje de la locura, aprendió a separarla del Psicoanálisis en el consultorio privado, donde la tarea consistía en ayudar a alguien a elaborar algún proyecto de vida quizás más adecuado de lo que conocía hasta entonces. Mientras, en el Hospital, se trataba de armar a una persona, a la que la lucha cotidiana había convencido de que el arte de la convivencia entre los seres humanos no era un juego de niños. Tras unos días de descanso en la sala, durante los que se le daba al paciente la suficiente medicación para evitar que pensara en su impotencia, soledad y desamparo, se lo mandaba de nuevo al campo de batalla cotidiano esperando que aguantara lo más posible antes de volver.

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IV A pesar del terror al embarazo por las alteraciones físicas que podría producir, decidió tirarse a la pileta apenas empezó a vivir con Pablo luego de que éste terminara su separación. Forzada por sí misma, dejó de usar el diafragma. Muy a pesar suyo esto le provocó una molesta tensión que convirtió, a partir de ese momento, las relaciones con Pablo (futuro padre de la criatura) en un suplicio y contaminó el resto de sus actividades. La sonrisa cambió. Por primera vez en su vida conoció la depresión. Pero se iba a embarazar a pesar de todo. Y lo consiguió. Cuidando las fechas de su período y después de tres intentos que no fueron muy agradables, ya estaba embarazada. Pablo no entendió nada de este cambio y nunca se enteró del conflicto que vivía Celia, no tenía ni tiempo ni ganas de entender lo que pasaba. Un poco frustrado, se conformó con el embarazo que sí le agradó. Celia evitó luego las relaciones sexuales. Pablo podía prescindir perfectamente de Celia en la cama, divirtiéndose con las otras aventuras a las que estaba acostumbrado. A los seis meses de casados, Celia y Pablo eran buenos amigos que respetaban los caprichos del otro. Tras un embarazo bastante tumultuoso y un parto que casi fue cesárea, nació Dora, una bonita criatura a quien Celia intentó dar el pecho desistiendo a los pocos e infructuosos intentos. Superado el trance con un más o menos feliz resultado, pudiendo ocuparse de reparar los daños que la maternidad había provocado en su cuerpo, para su sorpresa insignificantes, pudo por fin relajarse. Pero esa experiencia dejó sus marcas. Le pareció que un modo de reparar todo esto sería la atención que podría brindar a su beba. Para Dora, la libertad debe ser un hecho, no una ficción demagógica. Fue una madre ejemplar, quizás un poco sobreprotectora, que Dora disfrutó durante toda su infancia. Celia continuaba profundizando en el campo de la Salud Mental. En una jornada dedicada al curioso campo de “El lugar del analista en el proceso terapéutico” fue a escuchar sin mucha convicción una mesa redonda en la que cuatro terapeutas de distintas escuelas iban a hablar sobre el tema. Hubo uno que despertó su interés de modo especial. Hasta ese momento había conocido pocos hombres que mostrasen tal aplomo, seguridad y simpatía tanto en su exposición como en las intervenciones en el debate, bastante acalorado, que se dió luego. No estaba segura de entender su discurso pero quedó fascinada. Era un príncipe que, desde

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su noble altura, se dignaba a alumbrar el intrincado camino de... Bueno, no importaba mucho cuál. Ella conocía muy bien esa capacidad de seducción. Ahora se encontraba con un digno contendiente con quien tendría sumo placer de jugar. Eso pasaba cuando Dora tenía cinco años. César, el aristócrata en cuestión, le revivió otra época, casi olvidada. Y ¡qué hermoso muñeco era! Celia sintió que se despertaba en ella de nuevo la ilusión de que el mundo era posible de conquistar. Seducir a César no parecía difícil. Tampoco separarse de Pablo que estaba contento de que fuese Celia quien tomara la decisión. Así terminó sin pena ni gloria una relación que nunca tuvo nada de eso. Se fue Pablo. Celia quería que viniese César, lo que terminó siendo una lamentable y desastrosa experiencia. Una relación que duró catorce meses porque, cuando descubrió que el brillante muñeco aristocrático era homosexual, pensó e hizo el intento, fallido, de enmendarle lo que consideró un error de ruta lamentable pero fácil de corregir. Luego vino Gustavo, el arquitecto de cuarenta y seis cuando Celia tenía veintiocho. Durante cuatro años descansó. Gustavo tenía, además de su profesión, un campo en Santa Fé. Los viajes al campo eran muy agradables pero muchas veces Gustavo viajaba solo porque debía quedarse varios días allí y Celia seguía sus estudios. Le resultaba difícil moverse de Buenos Aires. Celia volvió a disfrutar plenamente del sexo con Gustavo pero, a pesar de que no hacían nada para evitarlo, no quedó embarazada. Su vida se iba encaminando bastante bien pero el destino decidió que el vínculo con Gustavo terminara trágicamente en un accidente cuando volvía a Buenos Aires. Celia enviudó a los treinta y dos años. Las difíciles experiencias que vivió eliminaron todo vestigio de arrogancia que la diosa de otros tiempos podía aparentar y le otorgaron a su personalidad un modesto toque de distinción. La compañía de Dora que ya tenía diez años era un importante consuelo. Darío había sido el médico de Gustavo y amigo de la pareja. No quería asumir la responsabilidad de una familia hasta que las circunstancias lo condujeron a encontrarse demasiado cerca de esa joven madre y viuda que, desde que la conoció le pareció interesante, pero inalcanzable. Con la muerte de Gustavo creyó que valía la pena probar (con treinta y dos años ya es tiempo de arriesgarse en serio). Hoy, después de veinticuatro años, todavía está convencido de que valía la pena, a pesar de algunos detalles. Desde los catorce años hasta el momento de empezar a convivir con Celia, había conocido el diván de cuatro psicoanalistas.

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Durante casi dos años estuvo en un psicodrama psicoanalítico y durante tres, en un grupo terapéutico. De los grupos solía contar que lo mejor que obtuvo fueron algunas amantes, lo que despertaba tal envidia en los terapeutas, que recibía filosas y sagaces interpretaciones que fueron las más importantes que llegó a escuchar. Nunca pudo aclararse si iba a los grupos por las chicas o se encamaba con ellas por las interpretaciones que recibía después como castigo. Un terapeuta se le murió en sesión, un recuerdo que a veces le daba escalofríos y a veces lo hacía sentirse omnipotente. Tantos años de práctica lo convirtieron en un excelente psicoterapeuta, arte que practicaba muy seriamente detrás de la fachada de médico clínico general. Celia, empeñada en hacer una formación académica tanto en Psiquiatría como en Psicoanálisis, tuvo que someterse a un análisis didáctico de cinco años, viciado por la necesidad de aprobar esta parte del reglamento de formación. Si bien tenía una intuición psicológica bien desarrollada en algunos campos de la vida cotidiana, no llegó a la altura de Darío, lo que resultó una suerte para los dos. Darío se convirtió en un papá bueno y comprensivo, rol que le encantaba porque Celia, que conservaba bastante del antiguo esplendor, solía acurrucarse en sus brazos buscando y encontrando una hasta entonces desconocida, seguridad. Así trasladaba a Darío automáticamente al Olimpo. No parece extraño que en esas condiciones Celia quedase embarazada enseguida. Así nació Betty. Luego Celia no se atrevió a más.

V Suena el teléfono. Faltan pocos minutos para las once de la mañana. Betty los invita a la ópera, que a Darío le encanta, después del almuerzo. Van a cantar “La Boheme”, que todos podían soportar. Salo ya había sacado entradas. Bueno, qué bien, la familia funciona. A las doce menos veinte llama Dora. Que vaya a buscar a los chicos, que Pablo se está peleando con Eugenio, uno de sus ex maridos, que tomó de más. Lo quiere echar de casa. Resignada, con un poco de taquicardia, Celia saca el coche para ir en busca de los chicos. En el camino piensa dónde poder dejarlos para que Darío no pierda su día. No está preocupada por el desenlace de la pelea

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en lo de Dora. Ya están todos acostumbrados y Pablo, dentro de todo, maneja muy bien estas situaciones. Llama por el teléfono celular a una amiga de Dora. Ubica a Martín. Con otra llamada ubica a Natalia. Bien, el día está a salvo. Viste, Celia, con un poco de paciencia todo se arregla. Al llegar a lo de Dora ve alejarse una ambulancia y un patrullero está en la puerta. La taquicardia aumenta. Pablo le cuenta que se llevaron a Dora al Hospital. Eugenio, borracho, enloqueció y la golpeó feo. Resulta que Dora está embarazada y parece que el padre es Jorge, el otro ex marido. Bueno, se puso celoso. Él, Pablo, ahora va al Hospital. La estaba esperando por los chicos. Jorge fue con la ambulancia. A Eugenio lo llevan a la comisaría. Lleva a los chicos, callados y acurrucados a su lado, a lo de Betty, donde por lo menos puede sollozar un rato en silencio, abrazada a ella. Parece que no es fácil, Celia. Lindo día del padre. Y Dora embarazada. Por el celular Pablo le informa que hay que tener paciencia. No hay lesiones graves. Pero del embarazo que Dora quiere continuar, no se puede hacer ningún pronóstico por ahora. ¿Valía la pena traer hijos al mundo, Celia? Ahora tenés una familia. Una gran familia. ¿Y? En silencio van todos, incluido Darío, al Hospital. Dora está acostada, despierta, contenta. Porque está segura de que al bebé no le pasó nada. -“Viste, mami, que hija loca que tenés. Estoy embarazada de nuevo. Voy a tener tres. Mirá que te estoy ganando. Y les voy a dar más trabajo para que no se aburran. Vení, abrazáme, mamá. Los quiero mucho a todos. Pobre Eugenio. Se puso celoso. Tendrá que esperar la próxima.” Celia la abraza muy fuerte. Y llora con alegría. – “Hijita. Qué loca que sos. Cómo te quiero.”

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CAPITULO 5

LA CONVIVENCIA

Para la Teoría Vincular del Narcisismo, todo vínculo es narcisista. La dificultad en la convivencia surge a partir de una naturaleza humana que se inclina a apoyar las pretensiones del narcisismo infantil, arrogante y prepotente en su conflicto con otros semejantes que tienen las mismas aspiraciones. La necesidad de convivir obliga a todos a controlar ese aspecto del narcisismo, para convertirlo en un narcisismo socialmente adaptado, dispuesto a tolerar la frustración, a respetar al otro, a colaborar con él y a ser solidario. Pero, al mismo tiempo, todos compiten constantemente para obtener un poder tal, que les permita relajar los controles e imponer a los otros sus caprichos. La elaboración del complejo de Edipo consiste en la internalización de pautas culturales. Allí la familia actúa como intermediaria, a través de la educación. Las pautas culturales conforman una ley, que intenta regular los vínculos entre los miembros de una comunidad. Esta ley, ya lo señalamos, viene acompañada de licencias que, en determinadas circunstancias, permiten infringirla. Nuestro discurso cultural generalmente oculta, con elegante hipocresía, lo que algunas de nuestras actitudes implican. Se forman así dobles mensajes, que no escasean en la sociedad pero que ilustran el poder de la inteligencia humana, capaz de fabricar argumentos a favor o en contra de lo que fuere. La competencia narcisista, que lucha por el poder y por la sumisión incondicional de los demás, puede convertir la vida cotidiana de una

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persona en una guerra sin cuartel. Pero el intento esquizofrénico de salir del campo y evitar esta competencia no constituye una defensa válida, ya que el deseo de la competencia narcisista está inscripto en la naturaleza humana. Tanto el que se sumerge en la lucha cotidiana, donde sobrevivir es la hazaña de todos los días, como el que intenta mantenerse al margen, pueden caer en la patología. Si bien los elementos y los conflictos pocas veces igualan en intensidad al drama de Edipo, el simple hecho de ser humano impone un destino que predispone fuertemente a la melancolía, lo que justifica ampliamente el intento de acercarse al polo maníaco cuando las circunstancias lo permiten. A pesar de que en algunos momentos es necesaria y, por lo tanto, buscada y anhelada (para descansar y reponer fuerzas para la próxima “batalla”), la soledad es en general muy temida, y resulta intolerable si se extiende por mucho tiempo. Si pensamos que la convivencia es difícil en general, ¿podemos pretender que, en el caso específico de la pareja, convivir sea una tarea fácil? Vayamos por partes. Primero: ¿qué se entiende por “difícil” y “fácil”? Es difícil la convivencia que produce frustración y eleva la ansiedad y la hostilidad en las personas que intervienen. Es fácil la convivencia cuando hay confianza mutua y los dos satisfacen las expectativas de apoyo, comprensión y solidaridad. Durante el enamoramiento, por ejemplo, la ilusión de completud incluye una confianza extrema; pero es casi imposible mantenerla durante mucho tiempo. Si en la realidad animal vemos que siempre hay dificultades en la convivencia, lo que el ser humano aspira a lograr es algo que únicamente su fantasía cree posible: que una convivencia permanente pueda llegar a ser fácil. Evidentemente, el submarino y el avión comenzaron su existencia de esta forma. La tecnología le debe a la fantasía una parte importante de su existencia. Pero, hasta ahora, la naturaleza narcisista humana se resiste a cambiar. Teniendo en cuenta este dato, el conflicto entre la necesidad de respetar al otro y el deseo de menospreciarlo debería resolverse con el triunfo del respeto. Pero a todas las personas les cuesta respetar a los semejantes. Si la convivencia es difícil, salvo en raros momentos, ¿qué pretendemos de la pareja? ¿Que logre lo imposible? “Difícil” no significa “imposible”. Si una pareja hace el esfuerzo necesario y conveniente, puede lograr muchos momentos de una convivencia

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amable y agradable. Si realmente lo quiere, porque es un logro posible. Pero demanda un esfuerzo constante para lograr el respeto mutuo.

La dependencia La necesidad de recibir el reconocimiento positivo de un semejante convierte al animal humano en un ser eminentemente social. Esto resulta indiscutible en los primeros años de vida, por la indefensión que lo hace necesitar de otros para sobrevivir. La adolescencia trae la intensificación del llamado de la naturaleza a la reproducción, que acentúa el deseo sexual y el deseo de ser deseado. La necesidad de ser valorado por alguien que, a su vez, es importante para uno, podrá tomar distintas significaciones a lo largo de la vida, de acuerdo a los cambios que las diversas circunstancias van imponiendo, pero creará una fuerte dependencia entre los miembros de una comunidad. Esa dependencia cambia su intensidad y su naturaleza de acuerdo a los roles que configuran los vínculos sociales. Es muy distinta la expectativa de ser reconocido por un padre, que por un chofer de un colectivo o por un desconocido con el que uno se cruza en la calle. La necesidad de ser reconocido positivamente rige en todas estas circunstancias pero, al cambiar la intensidad, la naturaleza y la duración del vínculo, cambia también la expectativa del reconocimiento. Dos personas forman una pareja. De amigos, de socios o con la intención de formar una familia. Mientras esta pareja continúa siéndolo, ambos son sujetos y objetos significativos mutuos. La autoestima de cada uno depende del reconocimiento que otorgue y obtenga. La dependencia es tanto más intensa cuanto más dure el vínculo. La dependencia, o mejor dicho, la necesidad del reconocimiento que genera la dependencia, es la razón principal de la constitución de cualquier pareja. Lo que a uno lo motiva es la ilusión de contar siempre con la valoración del otro. En el caso de una pareja que tiene la intención de formar una familia, el reconocimiento incluye el terreno sexual y la reproducción, lo que aumenta la dependencia mutua. Así como suele oírse “no me importa el qué dirán”, de lo cual muchos logran autoconvencerse, es fácil negar la dependencia que el vínculo de pareja va creando e intensificando con el tiempo. Lo que crea fricciones, a partir de la dependencia, es el abuso que se

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tiende a hacer del poder que otorga. Narciso obtuvo ese poder por sus atributos naturales: juventud y belleza. Y se dio el lujo de rechazar a todo aquel que lo convertía, por sus atributos naturales, en objeto altamente significativo, del que se esperaba un reconocimiento. La tendencia al abuso de poder es universal. Mantener el control de la conducta (respetar al otro, en lugar de despreciarlo) para convivir mejor, es un gasto de energía que resulta frustrante para nuestra parte infantil prepotente, si no recibe una respuesta pronta y adecuada. La acumulación de frustraciones puede elevar la tensión a niveles difíciles de soportar. Cuanto más poder tiene una persona, mayor es el número de semejantes cuyo reconocimiento puede obtener por la fuerza. Todo poder es tan frágil como un castillo de naipes al paso del tiempo, pero, mientras dura, es una temible tentación disfrutar del placer que produce su abuso, ya que libera al sujeto de la exigencia social de controlar la conducta hacia los demás. El Superyo (si pretende defender los intereses de los otros) poco puede hacer frente a la presión de los impulsos maníacos. Mediante sutiles racionalizaciones, debe colaborar para eludir el juicio de perversión que merece el abuso de poder. Toda pareja se encuentra con un conflicto inevitable, cuya resolución suele estar ligada más bien al dolor, a la angustia y a la hostilidad. Son efectos que, por supuesto, están muy lejos de lo que cualquier persona espera. Por un lado hay una intensa dependencia, y por el otro una intensa competencia en la lucha por el poder. El miedo al rechazo y la venganza por los posibles rechazos recibidos pueden comenzar un camino sin retorno, en el que la ruptura del vínculo aparece como la salida más fácil. Las conductas hostiles mutuas confirman el concepto de profecía autocumplidora (me odia, por lo tanto, lo/la odio) y ciegan a los protagonistas, cada vez más víctimas del orgullo y de la desconfianza. El placer que implica la descarga de hostilidad (siempre difícil de reconocer) acentúa la dificultad de acceder a una salida conveniente: una mesa de paz que, en el fondo, ambos desean y necesitan. Muchas veces la convivencia sadomasoquista, convertida en vicio de convivencia, surge casi espontáneamente. Otra pregunta que se impone es: ¿por qué la gente tolera este dolor? La respuesta es muy simple: es preferible alguien con quien pelear antes que la soledad, más temida y dolorosa. La autoestima puede des-

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cender a niveles tales que el hecho de que alguien esté dispuesto, aunque más no sea a pelearse con uno, implica una forma de reconocimiento. En este sentido, muchos saben lo temible que puede resultar el silencio como respuesta. Un vicio es un placer momentáneo que tiempo después, acarrea dolor. Dado que el odio y el desprecio fueron alguna vez cariño y respeto, pueden volver a serlo. Es posible una convivencia más amable, pero la condición es un gran esfuerzo por parte de ambos. Se hace necesario tolerar, comprender y, lo más duro, renunciar a los sueños irrealizables, resignándose a lo posible. Aunque no surja espontáneamente, el resultado justifica el esfuerzo.

La competencia El ser humano se siente motivado por su naturaleza narcisista a competir para ganar. Necesita obtener la admiración y el deseo de aquellos que han conquistado su propio deseo. Esperando lograrlos, compite en cualquier terreno. Intenta llamar la atención y, cuando logra que el otro lo desee, es feliz por un momento. Ganar implica alegría y mayor status; perder significa el rechazo y la marginación seguida de una inevitable depresión. El deseo es ganar siempre, pero esto resulta imposible. Perder en la competencia, sea la que fuere, suele producir una herida narcisista muy dolorosa, capaz de provocar estallidos de furia si la tolerancia a la frustración es mínima por cualquier circunstancia. Normalmente, con el tiempo se aprende a tolerar esta frustración. Los riesgos de la competencia son varios. Perder puede generar la furia, la melancolía, la marginación o aun la muerte. Si hay tolerancia a la frustración, ésta puede resultar un buen motivo para aprender a competir mejor o a cambiar el terreno de la competencia, de acuerdo a la predisposición y habilidad que cada uno tenga. La competencia es agradable y productiva si respeta el narcisismo ajeno, y perversa si lo desprecia. Las metas son lograr un lugar digno en la sociedad y despertar el deseo sexual del otro deseado: ambos objetivos pueden coincidir o entrar en conflicto. A través del tiempo, el dinero se ha convertido en un símbolo de la valoración social. En ese caso, el objeto significativo del que exigimos un reconocimiento es la sociedad en su conjunto, a través de sus dis-

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tintas manifestaciones. El dinero es una meta fundamental de la competencia social. Permite disfrutar de la exuberante tecnología desarrollada y adquirir los infinitos objetos que otorgan status, una vez que se han satisfecho las necesidades primarias de supervivencia, como la salud y el hambre. La educación oficial pretende enseñar las habilidades que nos permitan obtener dinero. Con la movilidad social que posibilita la democracia y la sofisticada tecnología que el ingenio humano ha desarrollado, la competencia no tiene límite y, lejos de liberarla, más bien aumenta la alienación con sus pretensiones sin fin. El dinero que se obtiene por el trabajo personal es el reconocimiento que la comunidad otorga. Una amplia mayoría, y esto es bien notorio en los países en desarrollo, no está conforme con ese reconocimiento. Los bajos salarios constituyen una frustración que se convierte en puerta de entrada a la patología, donde la actitud perversa quizás resulta el menor de los males. El desprecio que encierra esta respuesta de la sociedad, la hostilidad que genera, comienza un proceso donde la locura social, la guerra y el genocidio están en el extremo de un camino de corrupción social que a nivel individual puede traducirse en alcohol, droga, prostitución, estafa, robo, locura o suicidio. El narcisismo privilegia dos terrenos: la valoración social del grupo de pares y el deseo de poseer al objeto deseado. El rechazo social provoca frustración y, como su consecuencia, una violenta reacción del narcisismo infantil intolerante a ella. Nuestra parte conciente intenta mantenerse en la ley defendida por el Superyo y reprimir los impulsos antisociales, para lo cual, si es posible, usa como defensa la sublimación: convertir la energía de la rabia en un esfuerzo para una mejor adaptación. La tolerancia a la frustración depende del poder de estas fuerzas; depende de la capacidad que tenga la conciencia para controlar a la criatura rebelde y del contexto social donde esa tolerancia tenga sentido. El esfuerzo de adaptación comprende, por ejemplo, incluir en el grupo de pertenencia a otros que comparten la misma frustración. Las gratificaciones se logran a través de cualquier competencia dentro del grupo, por ejemplo, jugando al truco, al ajedrez o al fútbol (competencias sublimadas). Esa es la ventaja y una de las razones por las cuales se forman grupos de pertenencia cuyos miembros están en condiciones de competir entre ellos, más o menos en un mismo nivel. Los enemigos están afuera.

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Pero si la realidad insiste en situaciones frustrantes, por ejemplo, que la familia reclame a través de sus necesidades un apoyo económico que el trabajo no logra, será cada vez más difícil frenar los impulsos hostiles y de autoagresión –como el alcohol y la droga– que son usados para aturdirse y no pensar en esa realidad. La hostilidad terminará por romper los diques morales. Esto se manifiesta de diversas maneras: la hostilidad ejercida contra sí mismo producirá la enfermedad psicosomática, la locura (que es una de sus facetas) o el suicidio. La hostilidad contra los otros aparece en forma de conducta antisocial que, fácilmente, puede encontrar en la solidaridad de un grupo de pertenencia socialmente marginado el apoyo necesario para diluir los frenos morales. Dentro del ámbito familiar, la descarga de odio suele producir un infierno, más o menos encubierto por sutiles “pulseadas” que se mantienen a nivel gestual y verbal, o explícito en crueles batallas campales. El desprecio al semejante es manifestación de la conducta hostil: el desdén hacia las clases sociales inferiores es la más habitual. De esta forma, la propia situación social justifica actitudes que la producen, y de esta manera se cierra un círculo vicioso que la criatura humana no está en condiciones de romper. No todos estos problemas se originan en el campo económico, pero la hostilidad puede ser justificada por las injustas frustraciones que la situación social impone. Se le reclama a la familia la responsabilidad de criar a los nuevos miembros de la comunidad. Pero si el ambiente social no es capaz él mismo de asumir la responsabilidad de lograr la justicia social en su medio, éste será el caldo de cultivo donde la perversión y la locura estarán a sus anchas. El problema importante es la hostilidad que origina y a su vez es producida por la injusticia social; es una hostilidad que comienza con el desprecio de los que detentan el poder a los que no lo tienen, ya sea por revancha o porque hay en la naturaleza humana un impulso al abuso de poder. A nivel individual, la responsabilidad principal en cuanto al control de la hostilidad recae sobre la tolerancia o la intolerancia a la frustración. Son las series de experiencias históricas individuales las que dictaminan el resultado. Decidir entre la justificación o la condena de una actitud hostil no siempre es una tarea fácil. Todo proyecto implica competir e incluye un porcentaje de azar. Al

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ser imposible evaluar anticipadamente todos los elementos en juego, el riesgo aumenta a medida que la ambición también aumenta. Las continuas frustraciones van socavando la confianza y la seguridad, y hacen que la persona se acerque primero a la depresión, sana, necesaria y conveniente, y después a la melancolía. La depresión consiste en poner los pies sobre la tierra y bajar de los sueños imposibles. Implica asumir las limitaciones que la realidad presenta y encarar el esfuerzo necesario para, dentro de lo posible, superar esas limitaciones. Si bien no es agradable, es un “bajón” sano y conveniente. La melancolía, en cambio, es un estado patológico en el que se cae por no querer o no poder aceptar las limitaciones de la realidad. A pesar de ser doloroso, tiene la ventaja de evitar todo esfuerzo. El melancólico se dice a sí mismo: “total, nada vale la pena”. La furia, la enfermedad psicosomática, la melancolía, así como un muy molesto sentimiento de envidia, resultan precios muy altos que la competencia obliga al sujeto a pagar. Esto conduce a la renuncia a toda competencia, a la automarginación, a la búsqueda de ayuda en el alcohol, la droga, la locura o aun en el suicidio. La naturaleza humana tiende a la competencia en todo nivel, y resulta una dolorosa frustración no poder intervenir. Sin embargo, el miedo producido por continuos fracasos, vividos o vistos en otros, alienta a buscar la forma de evadirse. Para ello, se hace necesario aceptar caminos que el consenso también rechaza. Compartir es una actitud socialmente valorada. En cambio, la competencia, como conducta natural, es aceptada con determinadas reservas y fácilmente criticada por la moral. El ser humano es un jugador empedernido: tan intenso es su deseo de competir y ganar. Como es imposible ganar siempre, la frustración por el hecho de perder en la competencia se presenta continuamente y causa un profundo dolor a raíz del cual surge el odio. Aunque justificado, a veces las normas internalizadas en el adulto lo llevan a reprimir ese odio, que suele manifestarse en forma de envidia. La envidia es, entonces, un odio no expresado, que corroe el interior de la persona. La envidia es tan desagradable que, al negarla, se llega a la ilusión de que no existe. Es muy común negar los afectos negativos como la tristeza, el odio y el miedo. Para facilitar la negación de la envidia se llega a negar el deseo de competir. Si no compito, no tengo porqué tener envi-

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dia, ni producirla en otros. Por lo tanto, soy una buena persona, por lo tanto, querible. Y para evitar la temida soledad, para que quieran estar conmigo, tengo que ser querible. Es decir: la persona que siente envidia, o produce envidia en otros, es considerada una mala persona, no querible. Si no se compite, no existe ese riesgo. Pero, en determinadas circunstancias, el hecho de competir es aceptado y hasta valorado. Ser importante es, a veces, más valioso que ser querible. Muchas veces, uno es querible si es importante. Y es importante si gana. En el deporte se acepta la competencia y se intenta controlar la envidia, convirtiéndola forzadamente en admiración: el buen deportista, si pierde, debe rendir sincero homenaje al ganador. Y el ganador no debe hacer alarde de su triunfo. La guerra es un ejemplo más dramático. Se exige competir y ganarle al enemigo, matándolo. Aquí es el miedo el que debe ser negado. Para el observador imparcial de un vínculo, es fácil notar que la competencia está siempre presente. La envidia, muchas veces negada, es algo inevitable en nuestra naturaleza; es tan humana como el amor. Los sentimientos son reacciones naturales y automáticas producidas por determinadas situaciones que actúan como estímulo. No se puede elegir cuándo aparece el sentimiento. Pero se lo puede negar, ocultar, elaborar o usar como justificativo de ciertas acciones. Hay un común denominador para el premio que se espera ganar tras cualquier competencia: el reconocimiento positivo del objeto significativo. En realidad, el premio que se espera es obtener el derecho a recibir ese reconocimiento y a imponerle al otro el deber de otorgarlo. Las historias de amor son, desde este punto de vista, las historias de dos personas que se encuentran y empiezan a competir. Cada una quiere imponer al otro el tipo de reconocimiento que espera, según lo determinaron sus respectivas historias personales. Así empieza esta lucha por el poder. A partir del momento en que la relación comienza, puede cambiar el valor, tanto del reconocimiento esperado, como de la significación del otro, ya que ambas facetas están interrelacionadas. Hay pautas culturales universales que imponen el respeto hacia el semejante. También hay pautas culturales que introducen ciertas licencias: en determinadas situaciones y con determinadas personas, es aceptado que el reconocimiento positivo tenga algún ingrediente despectivo.

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Narciso era un hermoso joven que despertó el amor de muchos hombres y mujeres y lo despreciaba. No correspondió a nadie. Ser como Narciso, poder darse el lujo de despreciar y rechazar los reconocimientos recibidos, es un deseo no fácil de confesar. Los padres generalmente otorgan a su hijo el lugar de Narciso, y ese lugar es anhelado en las etapas posteriores, cuando el resentimiento por no recibir el reconocimiento esperado clama venganza. Lograr el reconocimiento positivo del objeto significativo es esencial para mantener la autoestima a un nivel saludable, lo que implica una molesta dependencia. El problema se reduce a ser importante para alguien que es importante para uno. Pero, ¿quién, de los dos, es más importante? Lo que significa: ¿quién depende de quién? A la persona que uno desea hay que reconocerla positivamente para recibir, quizás, el reconocimiento que lo convierte a uno, también, en persona deseada. En este juego, ser un objeto significativo implica tener el derecho a recibir el reconocimiento, y tener el deber de otorgarlo a aquél para el cual uno se ha convertido en objeto significativo. Por lo tanto, se compite también por ver quién tiene el derecho y quién el deber. Se ganan derechos para otorgar deberes. ¿Derecho a qué? ¿Deber de qué? De cualquier cosa. Depende únicamente del capricho de las personas que reciben el reconocimiento. En una pareja, mientras ambos consideran al otro muy importante, compiten para ver quién es más seductor: es el momento idílico, anhelado, de una pareja. Una vez que se sienten seguros de haber conquistado al otro, van a preocuparse casi exclusivamente por disfrutar de ser el objeto del deseo del otro. Ambos aspirarán entonces a recibir el reconocimiento positivo como merecido premio por el esfuerzo realizado durante la conquista amable, e irán perdiendo el interés en el esfuerzo necesario para seducir al otro. La competencia ha cambiado de tono y puede tomar tintes dramáticos. De competir por quién es más seductor (quién cumple mejor los deberes para con el otro) se pasa a competir por quién tiene más derecho a recibir la sumisión del otro. Como los dos se sienten con plenos derechos, si ninguno cede, lo que es habitual, se opta por la prepotencia. Mediante la razón, se inventan justificativos para negar que hay una lucha por el poder. Reconocerlo podría desbaratar el juego.

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Veamos un ejemplo: Josefina es la madre de un bebé, Adrián. Josefina es un objeto significativo para Adrián, ya que éste depende, para sobrevivir, de los cuidados de Josefina. Adrián es un objeto significativo para Josefina, que a su vez depende del comportamiento de Adrián para gratificar su narcisismo y elevar su autoestima. Ambos son objetos significativos mutuos, pero en áreas que no siempre van a coincidir. Al principio, Josefina debe serle incondicional a Adrián por su indefensión extrema. A medida que Adrián se desarrolla y está en condiciones de dirigir su conducta, Josefina va a pretender que Adrián la reconozca positivamente con actitudes cariñosas y sumisas, pero que también lo conviertan en alguien importante frente a los demás. Podemos ir pensando en los posibles conflictos entre estas pretensiones. A medida que Adrián crece, van a aparecer otros objetos significativos para él, por lo que su dependencia de Josefina va a disminuir hasta que su madre se transforme en un objeto molesto. Para Adrián, será un deber cada vez más pesado tener que reconocer positivamente a Josefina. En el comienzo, Adrián acepta fácilmente su dependencia de Josefina y está dispuesto a hacer grandes esfuerzos para adivinar cuál es el reconocimiento que ella espera. Son los momentos envidiables de un vínculo, aunque encierran los conflictos futuros: Josefina reconoce a Adrián porque le es incondicional. Adrián reconoce a Josefina con su presencia, su cariñosa sumisión y aprendiendo a ser importante para los demás, para que ella esté orgullosa de él. En ese vínculo, el drama comienza a desarrollarse a medida que aumenta la dependencia de Josefina y disminuye la dependencia de Adrián. Adrián es un objeto significativo cada vez mas importante para mamá, pero mamá es un objeto significativo cada vez menos importante para Adrián. Esto significa que llega un momento en que mamá está dispuesta a reconocer a Adrián como él prefiera, lo que logra generar una culpa molesta en Adrián, a quien no le interesa el esfuerzo que ella hace. Esto cambia si Adrián recibe rechazos por parte de las nuevas personas con quien desea relacionarse. Entonces puede recurrir gustosamente a los reconocimientos de mamá para recuperar el nivel de su autoestima, aunque sea por un tiempo breve. Todas estas secuencias, que la razón propone como posibles de evitar, suelen ser sin embargo habituales en el vínculo de una pareja.

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CAPITULO 6

RESPETO Y DESPRECIO

Una duda cruel persigue constantemente nuestro comportamiento social: ¿cuál es el valor que uno tiene? En un extremo, maníaco, uno se coloca a sí mismo como lo más maravilloso, lo más importante que existe en el Universo. Esto le otorga la pretensión, indiscutida para él, de que todo y todos están para satisfacerlo. En el otro extremo, melancólico, uno es un objeto superfluo, despreciable, descartable, que no merece ningún lugar en la sociedad. En esta escala de valores con infinitos puntos intermedios, el anhelo es acercarse lo más posible al extremo maníaco (donde hay una elevada autoestima) y alejarse del melancólico (donde disminuye, hasta quedar anulada, la autoestima). El polo maníaco irradia seguridad y confianza. En sí mismo, en los demás y en que la vida vale la pena. En el polo melancólico hay inseguridad, desconfianza, se anula el deseo de vivir. Acercarse al polo melancólico produce ansiedad y hostilidad. Alejarse de él, alegría y placer. El logro de un adecuado equilibrio es lo que entendemos como salud. ¿Qué factores determinan el lugar que un sujeto ocupa en un momento cualquiera, en esa escala? Como ya explicamos, son los otros los únicos que pueden definir el valor de una persona. De los diferentes reconocimientos recibidos depende la autoestima, o sea la salud. Esto crea la inevitable dependencia del sujeto respecto del juicio de sus semejantes o, por lo menos de algunos de ellos; lo que justifica y motiva nuestra “condición gregaria”.

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En los primeros meses de la vida, la madre, o aquel que quiera y pueda ejercer su función, debe reconocer positivamente al bebé para que éste sobreviva. Eso implica ayudarlo a nacer, cuidarlo y hacerse cargo de su higiene, de su alimentación, de su abrigo y de su defensa. A medida que el sujeto se desarrolla, las expectativas varían. Se espera que el otro demuestre interés en ser un compañero de juego, que tenga interés en educarlo, en socializarlo, que demuestre interés en convertirlo en un objeto sexual y en reproducirse con él. Pero los reconocimientos siempre tienen un común denominador: se es reconocido, juzgado y valorado como un objeto importante para alguien que también es importante para uno. Los primeros anhelos, al igual que los que se van agregando, no desaparecen. Van formando lo que Freud describió como las catáfilas de una cebolla: surgen nuevamente las antiguas, a medida que se frustran las nuevas. Como ya vimos, dentro del útero hay un solo objeto significativo: la madre, que aún es imprescindible, aunque la tecnología insiste en crear sustitutos válidos. La madre es un objeto significativo que responde automáticamente. Pero, tras el nacimiento y a medida que el sujeto logra cada vez mayor autonomía, los objetos significativos varían y se multiplican junto con las propias pretensiones narcisistas, que suelen contradecirse y reflejan el conflicto entre el narcisismo arcaico antisocial y el narcisismo socialmente adaptado. La vida social hace que uno conozca más personas, de las que se esperan reconocimientos positivos. Pero también las pretensiones de los objetos significativos (por ejemplo, de mamá y de papá) pueden ser conflictivas entre sí. Asombra que alguien continúe convencido de que el ser humano y la convivencia son o pueden ser simples. Este es el dilema del esquizofrénico, cuando intenta convencerse de que no necesita a nadie. La salud mental reclama obtener el reconocimiento positivo de un objeto significativo. El deseo es que el reconocimiento sea incondicional y universal. El temor es recibir el rechazo de la persona cuyo reconocimiento se busca. Cuando dos personas forman una pareja (en el sentido amplio que podemos darle a este concepto), algo de cada uno ha despertado en el otro la ilusión de acercarse a la anhelada completud con su compañía. Cada uno se ha convertido en un objeto significativo para el otro. Ambos dependen, para lograr una adecuada autoestima, del mutuo reconocimiento positi-

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vo, por lo que comienzan a competir para ver quién seduce más al otro. Van a preocuparse por adivinar las expectativas del otro, para satisfacerlas. Todo el esfuerzo se realiza para recibir el reconocimiento positivo y poder convertirse a su vez en objeto significativo para el otro. Se compite para conseguir un reconocimiento positivo cada vez más intenso. Puede que una persona crea que su tarea ya está cumplida al haber logrado formar esta pareja. En su fantasía la pareja es una institución eterna, ilusoria y milagrosa por definición. Otro puede creer que no tiene necesidad de esforzarse. Supone que es tan maravilloso, que el otro debe estar eternamente agradecido al destino por haberle dado el privilegio de formar pareja con él. Un tercero, generalmente adolescente, puede esforzarse para que el objeto significativo esté motivado para formar pareja con él. Una vez lograda la conquista, la persona deseada pasa de ser un objeto altamente significativo a convertirse en algo despreciable. Una pareja puede tener cualquiera de estos comienzos, lo que no marca un destino forzoso. De cualquier forma, al constituirse la pareja, la autoestima de ambos depende en gran medida del reconocimiento del otro. La autoestima se eleva con el reconocimiento positivo y disminuye con el rechazo y el desprecio. La influencia que el otro tendrá en la autoestima de uno depende de la importancia que cada uno le dé a la pareja como institución. Popularmente, se considera que lo más importante en una pareja, si la limitamos a la pareja nuclear de la familia, es el amor. Supuestamente, el amor es la panacea que cura todos los problemas que pueden surgir. Sin embargo, mucho más importante es el respeto que cada uno demuestra al otro, independientemente de sus intenciones concientes o inconscientes. Hay pensamientos, como “ella/él sabe que lo/la quiero” que no tienen valor. La intención no alcanza. Lo aparentemente obvio no lo es tanto. Es importante una actitud clara que lo demuestre: un regalo, un abrazo, una invitación a tener relaciones sexuales, son muestras de respeto al otro. Del respeto mutuo dependen tanto el vínculo como la salud de sus miembros. El respeto es una forma socialmente valorada de miedo, que incluye un reconocimiento positivo hacia el otro. En esto se equipara al amor, que reconoce al otro como un objeto altamente significativo. Pero agrega el reconocimiento por el derecho a la realización personal del otro, que el amor desprecia, si no coincide con sus propios intereses.

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El amor es un producto complicado, surgido tanto del pensamiento mágico como de la lógica. El pensamiento mágico lo coloca al servicio del principio de placer: lograr la rendición incondicional, inmediata y total, del objeto significativo. La razón limita esa pretensión a las posibilidades del otro e impone la espera. Se da así un conflicto dialéctico cuya transacción favorece al poder irracional de la ilusión. Definimos al amor como la necesidad de contar con la presencia del objeto amado, y entendemos que aparece espontáneamente tras el nacimiento. No cabe duda de que, en los primeros momentos, el objeto amado debe ser incondicional. Visto desde un observador, el desprecio a las necesidades de la madre es evidente. El nuevo ser no está en condiciones de tomar esto en cuenta, lo que pone a prueba la paciencia del adulto, cuya presencia es imprescindible para que el nuevo ser sobreviva. Poco a poco, la maduración del sujeto permite una inevitable educación, y la elaboración del complejo de Edipo impone normas de socialización que el sujeto va internalizando. La norma fundamental que posibilita la convivencia, insistimos, es el respeto hacia el otro. El desprecio a las necesidades del otro, que primero es inevitable, es inhibido después, como en toda educación, con premios y castigos. Pero la frustración narcisista de las pretensiones del nuevo ser genera odio, cuya expresión primero es el berrinche y años más tarde el desprecio. Finalmente, se llega al obstáculo más serio de la convivencia humana, en todos los campos sociales: la hostilidad, de la cual el desprecio es un representante menor.

El amor El amor no sólo no puede garantizar una mejor convivencia, sino que muchas veces la complica. Pero no hay duda de que es un sentimiento muy placentero, al cual ningún ser humano está dispuesto a renunciar. ¿Qué es el amor? Un sentimiento, un afecto: es una interpretación de una situación actual, que nuestro inconsciente identifica con experiencias que la historia de la especie nos ha legado. ¿Cuál es la experiencia que el amor reconoce? El momento de un vínculo en el que la ilusión de completud, de trascender, de inmortalidad, se hace presente.

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La seguridad del vientre materno y el placer de mamar son dos momentos en los que es posible encontrar una complementariedad perfecta, que no sólo el vínculo materno-filial ofrece. El orgasmo compartido constituye un paradigma del placer conjunto que se puede alcanzar en una relación de pareja. El amor también impone una actitud: la de conquistar al objeto amado. La ilusión de lograr la completud, o de que el otro, una vez conquistado, será incondicional, produce el deseo de esa conquista. Cuando alguien ha logrado despertar amor en otra persona, la ilusión de lograr lo imposible se fortifica, porque la persona necesita alejarse de la dura realidad cotidiana. El amor atraviesa un proceso. Con un comienzo, un desarrollo y un final. Comienza con un hecho externo real, la presencia de un objeto con determinadas características. Y otro interno: la necesidad, convertida en deseo, de alejarse del dolor y acercarse al placer. El encuentro de estos dos elementos produce lo que se llama enamoramiento o, si es muy intenso, pasión. Mientras el amor dura, la razón es un esclavo débil, aunque suelen ser apresurados los juicios que acusan al amor de irracionalidad. En realidad, los que son irracionales son los prejuicios de los que parten esos juicios. Algunos de ellos, por ejemplo, son: negar la fuerza de la ilusión como motivación de la conducta humana, negar el poder de nuestra naturaleza narcisista y pretender combatir la fe con la razón. El amor es posesivo, egoísta. No da lugar para terceros y busca la rendición incondicional del objeto amado. El proceso continúa con distintas variantes. Al objeto elegido puede o no pasarle lo mismo. La realidad, en la que el tiempo es una constante implacable, se impone a la ilusión. Esto no significa que la lógica de los hechos haya quedado desvirtuada. La completud ha sido sólo una ilusión y entonces la frustración se instala con sus secuelas. Muchos sostienen: “¡Pero esto no es amor! El amor verdadero, el auténtico amor, recién comienza ahí. El Amor (con mayúscula) acepta las limitaciones de la realidad. El que busca la completud atraviesa una etapa de enamoramiento, pero no está suficientemente maduro como para sentir amor”. El enamoramiento señala que hay un otro; el amor, que hay un sentimiento. No hay uno sin el otro. El amor reclama la presencia del objeto en forma incondicional y exclusiva.

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El amor ¿respeta al objeto de su amor? Si es correspondido, esto puede ser así, pero con serias limitaciones. Si el enamoramiento es mutuo, uno acepta ser casi un esclavo del otro. Esto consiste en preocuparse solamente por gratificar su narcisismo. El respeto podría incluir la tolerancia, que aquí no tiene lugar. Freud mencionó que solamente en dos ocasiones no se toleran algunas actitudes que es usual tolerar en la relación social: la excusa por llegar tarde o el olvido de una cita. Una es el servicio militar y otra, la cita de amantes. La ilusión, sea por el choque con la realidad o porque fue vencida por el tiempo, cede su lugar a la frustración. El amor dura lo que dura la ilusión. Si el otro no logra ser seducido, si no se logra poseerlo, la frustración convierte el deseo de posesión en peligroso deseo de destrucción. Se impone un duelo para recomponer una autoestima seriamente dañada. Si el otro es poseído, la realidad se encarga de anular, con el simple paso del tiempo, la ilusión de completud. El enamoramiento es un estado de profunda perturbación, que no puede evitar el encuentro con su remedio infalible, el paso del tiempo, siempre dispuesto a curarlo espontáneamente. La naturaleza considera que el lapso que dura el enamoramiento es suficiente tiempo para lograr su aparente objetivo: que la gente se reproduzca. Como la naturaleza puede ser frustrada por la tecnología de los anticonceptivos, lo que queda es, entonces, una hermosa experiencia, si fue compartida. Y el deseo de repetirla. Hay millones de objetos con los necesarios y atributos adecuados, aunque no hay tantas oportunidades para seducirlos. Si la meta es la convivencia, se requiere respeto (lo que incluye fidelidad), tolerancia y el apoyo mutuo para una productiva realización personal de la pareja; la ilusión de lograr la completud, aun sabiendo que es momentánea, se opone al esfuerzo que todo proyecto de convivencia sostenida reclama. Se impone un esfuerzo para aceptar lo que podemos denominar una posición depresiva: aceptar las limitaciones que el sujeto, la realidad y el otro indefectiblemente tienen. La ilusión de completud sólo se hace realidad por un instante, antes del orgasmo. Llegado el fin de la ilusión, se abre una encrucijada. Los caminos son varios:

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a) Descargar la hostilidad producida por la frustración dentro de la pareja, destruyéndola o convirtiendo en un infierno de mayor o menor envergadura lo que iba a ser un paraíso. b) Descargar la hostilidad contra sí mismo. c) Pasar por una posición depresiva, que sería lo más conveniente. Significa hacer negociaciones de paz: “Tú me puedes hacer la vida insoportable. Yo te puedo hacer la vida insoportable. Tú puedes serme muy útil. Yo te puedo ser muy útil. ¿No es más conveniente y agradable compartir y colaborar uno con el otro, ser solidarios?” Si esto es cierto, ¿por qué muchas veces se eligen otros caminos? Hay dos ingredientes básicos que no son fáciles de obtener: seguridad y confianza. Es necesario que los dos estén convencidos de que la solidaridad tiene enormes ventajas para ambos. Los dos tenían ilusiones imposibles, y es lo único a lo que deberían renunciar. No hay ninguna garantía –no puede haberla– de que el otro estará de acuerdo. Este es el factor principal que genera y justifica la desconfianza. El que acepta la dependencia se expone al desprecio del otro, lo que va a profundizar una dolorosa herida narcisista. Uno corre el riesgo, si quiere. Sin embargo, es conveniente tolerar el riesgo mutuo. Vale la pena. El miedo y una de sus expresiones, la desconfianza, señalan que es más simple y seguro descargar la hostilidad hasta quedar atrapado en un círculo vicioso de frustración, hostilidad y más frustración. Es el camino de la mayoría de las parejas que continúan la convivencia, convirtiéndola a través de los años en una rutina donde aparecen rasgos sadomasoquistas.

El odio El odio es un sentimiento que se manifiesta de muchas maneras. La envidia, el desprecio, el rechazo, el sometimiento, la furia, la hostilidad y la aniquilación son algunos de ellos. Surgen espontáneamente tras la

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frustración, y constituyen la reacción del narcisismo arcaico infantil arrogante y prepotente, que no la tolera. La frustración es el fracaso de una ilusión, de una expectativa. Es una necesidad, un deseo o un capricho que no logró su satisfacción. El otro no respondió cuando fue convocado, ni en el momento ni en la forma deseada; no fue incondicional. El respeto, su contrapartida, es, en realidad, una fachada que oculta al odio. El respeto es la máscara social elegante que aprendemos a instrumentar cuando aceptamos nuestra dependencia y desamparo. Esta aceptación es el fruto de un aprendizaje hecho con dolor, pero imprescindible para que el grupo de pertenencia pueda existir: el grupo reclama, para brindar su atención, determinadas conductas. El desprecio al otro es primario; el respeto, un producto aprendido. Forma parte del conjunto de aprendizajes imprescindibles que hacen posible la vida en sociedad. Durante la socialización se internalizan las pautas culturales que señalan lo que significa respeto y lo que se entiende por odio, en el marco de una cultura. Lo que está bien y lo que está mal se codifican en la ley que el Superyo tratará de imponer al sujeto. El odio debería ser reprimido en el inconsciente; el respeto, ser convertido en la tarjeta de presentación del yo “oficial”, licencias culturales mediante. Si las frustraciones son demasiadas, según una cantidad valorada subjetivamente a partir de las experiencias previas, será muy difícil controlar la expresión del odio. Si las gratificaciones son demasiadas, según la misma escala de valores, la seguridad y confianza logradas, es decir, el poder adquirido, alientan al abuso. El odio, fruto del dolor, fue la primera experiencia de comunicación social tras el nacimiento. Y es posible que muchas veces su instrumentación dé mejores resultados que los logros que siguen a una conducta amorosa que incluya el respeto al otro. Sería muy ingenuo pretender, entonces, que la conducta respetuosa prime en los vínculos humanos. Esto debería disminuir, en nuestra ideología de la pareja humana, las pretensiones de paz y felicidad constantes “Al pretender lo fácil, la vida se hace muy difícil”: esta máxima tiene una excelente aplicación en el vínculo de pareja. Entrenarse y estar dispuesto para enfrentar los inevitables conflictos que se presenten, puede ayudar a hacer la convivencia un poco más fácil. Por todo lo dicho, nadie está exento de causar los conflictos en la pa-

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reja, dentro o fuera del terreno sexual; por más autoconocimiento que se tenga ya que el autoengaño y la autosugestión son inevitables. Los controles son muy frágiles y las manifestaciones del odio pueden ser demasiado sutiles, gracias a la brillante inteligencia humana que instrumenta fácilmente la desmentida, evita la responsabilidad y la culpa y oculta, justifica y disfraza al odio.

Lo conveniente para una convivencia saludable Hay una serie de actitudes cuya realización constituye una regla de oro para la convivencia de una pareja: Respetar y hacerse respetar. Hacerse desear. Gratificar el narcisismo del otro. Lo saludable es combinar estos ingredientes en el momento y la situación adecuados, lo que convierte a la convivencia en un arte, más que en una ciencia. La relación sexual con satisfacción mutua es el mejor remedio contra las dificultades que la vida plantea. La invitación al acto sexual debería ser interpretada como el homenaje más importante al narcisismo. Pero el rechazo de esta invitación tiende a ser interpretado como una seria ofensa, que hace de aquella invitación una orden que se exige cumplir. El rol de padre o madre implica responsabilidad respecto de los hijos y un grado indeterminado de apoyo incondicional hacia ellos. Al formar una pareja, el contrato tácito es asumir esta responsabilidad, pasando “al otro lado del mostrador”. Pero también se espera encontrar en el otro a un padre o a una madre ideales para uno mismo, descansar de esa manera de la responsabilidad, a menudo muy pesada, de la convivencia de la pareja, y volver momentáneamente a la cómoda condición de hijo. Convertirse en padre o madre, adoptando al otro como hijo, es una tarea que se ofrece y se ejerce a menudo con mucho orgullo y entusiasmo. Pero también es una fuente de mucha frustración, si siempre es el mismo el que tiene que desempeñar el rol protector.

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El círculo vicioso de ansiedad y hostilidad La criatura encerrada en el inconsciente no tolera la frustración. Su reacción ante tal obstáculo es el odio a todo y a todos. En su forma más pura, el odio se presenta como deseo de someter, destruir, romper y aniquilar. A los dos o tres años, la única razón por la cual una criatura no destroza al mundo al reaccionar con furia por sus frustraciones, es porque no tiene la fuerza suficiente para hacerlo. Por más furia que exprese, un adulto socializado puede contenerlo fácilmente, si lo desea. Tras la socialización, se debería aceptar la dependencia y el respeto al otro. La salud mental exige un sostenido esfuerzo para reprimir la hostilidad de la criatura caprichosa y prepotente dentro de cada uno, que no tolera la frustración. Hay que tener la suerte de que ese conflicto interno le permita aprovechar las oportunidades y defenderse de los peligros que su realidad social le presenta. Resulta tan frustrante la hostilidad de la criatura como el castigo del Superyo o el rechazo del objeto significativo. Se trata de evitar que el ello y el Superyo se enojen, pero decidir entre las órdenes contradictorias que dictan no es simple. Alguna de las distintas manifestaciones de la ansiedad está siempre presente, ya que la persona se anticipa a lo que pueda pasar. La hostilidad debería presentarse sólo como consecuencia de algo que ha sucedido. Pero la desconfianza e inseguridad anticipan un resultado negativo, lo cual ya es frustrante de por sí, y justifica la hostilidad del ello, que el yo intenta controlar. El estado maníaco es el más anhelado. Al estar aturdido el Superyo, el yo se contagia del entusiasmo del narcisismo infantil, seguro del resultado de cualquier acción que decida realizar. Aquí se da el círculo vicioso entre ansiedad y hostilidad, en su mínima expresión. En el polo opuesto, el estado melancólico incrementa al máximo este círculo vicioso: la envidia, expresión dolorosa del odio y la extrema desconfianza e inseguridad, paralizan toda acción, llevando la frustración al máximo. El yo carece de fuerza para controlar la hostilidad del ello, y a esto se agrega el castigo superyoico por no poder cumplir con la ley, que exige reprimir la hostilidad. En una pareja, hay que agregar el mecanismo de la proyección que externaliza el conflicto interno, colocándolo en el vínculo con el otro. Parece más agradable pelearse con otro que con sigo mismo. La interacción familiar es más complicada que un juego de ajedrez.

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Lo curioso es que a veces podemos desenvolvernos con mucha soltura en tal terreno pero, dada la complejidad de los conflictos, no debería extrañar que las dificultades sean más habituales que la falta de ellas. Lo único claro en una pareja es que, para la reproducción, el hombre tiene una tarea y la mujer otra, si no quieren adoptar hijos. Todo lo demás se presta a dudas, discusiones y a malentendidos, en todos los cuales inciden con fuerza las reglamentaciones de la cultura. Dentro de la pareja, el miedo básico resulta entonces el temor a no poder reproducirse o a no poder convivir. La manía vence este miedo y la melancolía lo incrementa. Combatir con el otro, externalizar el conflicto, es más agradable que mantenerlo internalizado. Esta es la razón por la cual la pareja puede subsistir. El mal menor, pelear con el otro, es mejor que la soledad, que obliga a pelearse con uno mismo. El mal menor es siempre un mal, por lo que sería más agradable y conveniente eliminarlo. Pero esto demanda un esfuerzo mutuo y constante que pocos están dispuestos a hacer. El esfuerzo es el de la mutua tolerancia: fácil de declamar pero muy difícil en la práctica concreta. En la interacción de una pareja se puede observar como, en el círculo vicioso de ansiedad y hostilidad, cada miembro de la pareja elige uno de los extremos. Mientras uno muestra más su ansiedad, el otro se acostumbra a actuar con hostilidad. Sin buena voluntad de ambos, no es posible algún cambio. Buena voluntad significa confianza y seguridad en sí mismo y en el otro: son las primeras puertas de entrada al cambio.

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CAPITULO 7

GRATIFICACIÓN Y FRUSTRACIÓN

En el psicoanálisis, la sublimación es el mecanismo por el cual los caprichos infantiles, antisociales, se convierten en tendencias socialmente aceptadas y valoradas. Es decir, el mecanismo por el cual uno se comporta como los demás esperan que uno se comporte. La sublimación es un proceso que culmina cuando la persona recibe una respuesta social. Aun cuando en general espera como respuesta la valoración positiva, puede provocar también una respuesta negativa o, peor todavía, ninguna respuesta. La sublimación es un esfuerzo que el sujeto quiere o debe realizar para poder ser aceptado como miembro de un grupo humano. Y es ese grupo el que dictamina los límites que separan a la sublimación de la perversión. En un vínculo de pareja, como en toda convivencia humana, tiene un valor relativo si el “portarse bien” es consecuencia de confiar en recibir el premio o evitar un castigo. Lo importante es lograr el respeto mutuo, aunque sea a disgusto: el resultado lo justifica. En palabras muy simples, sublimar significa “portarse bien” para ser valorado. Al elaborar el complejo de Edipo, todo ser humano internaliza pautas culturales que imponen normas a la conducta y separan la perversión de la sublimación, según los valores consensuados por la cultura del ambiente en que cada uno se desarrolló. La ley internalizada define a la sublimación y a la perversión. Pero también define las licencias culturales, o sea las circunstancias y los objetos que permiten transgredir la ley.

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Apliquemos esto a la pareja: dos personas van conociendo, en la convivencia, lo que el otro entiende como perversión y lo que entiende como sublimación. Pero aquí las cosas no son tan simples. Los mensajes emitidos en forma analógica (actitudes, gestos), que se transmiten casi exclusivamente en forma inconsciente y los emitidos en forma digital (con palabras), que son bien concientes, no siempre coinciden. Los malentendidos son errores de traducción que se producen y pueden tener resultados dramáticos. Los malentendidos con que comienzan los conflictos se generan habitualmente en los dobles mensajes que los seres humanos nos especializamos en emitir y nos acostumbramos a recibir. Nuestra cultura parece no poder prescindir de ellos. Una manera de mejorar la comunicación dentro de la pareja es hacer conciente lo inconsciente. Por ejemplo, la problemática de la sublimación (es decir, los límites de lo que cada uno considera “portarse bien”) contiene elementos de una ética personal de los que un sujeto no es conciente. Una licencia cultural permite, en la cultura falocéntrica, el sometimiento de la mujer por el hombre, lo que justifica en ella exigencias desmedidas para que el varón justifique su supuesta superioridad. Ambos sexos disponen de “justificadas razones”, apoyadas por el consenso de sus congéneres, para descalificar al otro. La meta es lograr una agradable convivencia. Lo que es difícil de por sí se complica infinitamente al pretender una convivencia que sobreviva muchas décadas. Esta fantasía adquirida por herencia subordina nuestra salud mental a la respuesta de algún otro. No de cualquiera, sino de aquél que, por sus atributos, ha logrado una resonancia empática en nosotros y se ha convertido en un objeto significativo. Nuestra salud mental depende de la respuesta de esos objetos, pues los objetos significativos de los que dependemos son varios. Nuestra fantasía también ha creado, gracias al pensamiento mágico que es su ley fundamental, ideas como las de destino, dios, diablo y otras, que pueden ayudar a mejorar o a empeorar el panorama. Al mismo tiempo que facilitan el acceso a otra realidad, sirven de defensa contra la realidad externa o interna. Pero la salud mental necesita de los objetos reales externos para mantenerse. Únicamente por un lapso de tiempo limitado, la respuesta del Superyo, o de esos objetos en la fantasía, puede ayudar a mantener la autoestima a un nivel elevado.

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La respuesta positiva de aquellos objetos, que tendrá su traducción de acuerdo también con las experiencias de cada uno, es una gratificación narcisista que aumenta la autoestima, de cuyo valor depende la salud mental. Por lo tanto, es tan imprescindible como comer y beber. La frustración narcisista es el reconocimiento negativo por parte de esos objetos significativos: el desprecio, el rechazo, la marginación. Cuando baja la autoestima, la salud mental es puesta en peligro. Esta fantasía heredada tiene dos extremos sumamente perjudiciales: uno es el extremo maníaco, al que se llega cuando las gratificaciones narcisistas logradas, por la razón y la forma que fuese, superan demasiado a las frustraciones. Se adquiere de esta manera demasiada seguridad y confianza y se tienden a relajar los controles sociales que la convivencia reclama, lo que pone en riesgo los futuros reconocimientos positivos necesarios. El otro extremo, el melancólico, es creado por la sucesión de demasiadas frustraciones. La persona siente que nada sirve ni vale la pena, aunque esto sea doloroso: evita todo esfuerzo para luchar y competir, para lograr el reconocimiento necesario. El polo maníaco alienta a vivir, el polo melancólico desea la muerte. Es lógico, entonces, que aspiremos a acercarnos al polo maníaco y a alejarnos del polo melancólico y busquemos la gratificación narcisista que lo haga posible. El tiempo que transcurre en un vínculo de pareja, determinados ritos (compromiso, casamiento), así como el ser padres de hijos comunes y tener el deber de educarlos, convierte a cada miembro de la pareja en objeto altamente significativo para el otro. Esto otorga a cada uno el poder de regular en forma significativa la autoestima ajena. El poder produce la temida tentación de abusar de él. Este es un hecho tan universalmente conocido como negado, ya que no coincide con el tipo de ética que el discurso cultural propone. Señales muy sutiles pueden ser interpretadas como un abuso por alguien, pero también hay una necesidad de confiar en el otro, por lo que la percepción de los mensajes que se reciben es interpretada subjetivamente, de acuerdo con lo que la historia personal y las características de la persona permitan. El poder que otorga el hecho de ser un objeto significativo para el otro tiene como contrapartida la dependencia. Cuando se es el objeto significativo más importante y esto es mutuo, se puede disfrutar del poder y de la dependencia. La confianza depositada en el otro no es defraudada. Pero ese estado de cosas no se puede mantener por mucho tiempo. Se

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presenta en el enamoramiento, a veces en el comienzo de una sociedad, en el vínculo de una madre con su bebé. Es imposible que no aparezcan otros objetos significativos que habían perdido momentáneamente su valor, u otros nuevos. El estado anterior, el de ser objetos significativos únicos, se acompaña de una ilusión cercana a la fantasía de completud: con el apoyo del otro todo será fácil y alegre y se despertará la envidia en el resto de la gente. ¿Cuánto tiempo puede mantenerse esta ilusión? Inexorablemente, la realidad obliga a enfrentar a la desilusión, lo que abre las puertas a la desconfianza.

Deseo y deber El deseo y el deber surgen de la necesidad, y son motores de nuestra conducta. El aparato psíquico humano, escindido, tiene la función de administrar las necesidades del cuerpo, y divide estas necesidades entre las que considera deseos y las que considera deberes. Desea, por un lado, un reconocimiento positivo incondicional, que le permita despreciar las pretensiones narcisistas del otro, del que no puede prescindir. Los caprichos del momento dan forma al deseo. La inteligencia humana elabora las racionalizaciones que justifican el derecho al abuso y al sometimiento. El desprecio descalifica el derecho del otro. El deber consiste en respetar el narcisismo del otro. Esto implica compartir, colaborar, ser solidario. También la inteligencia humana elabora ideales utópicos que intentan sostener e imponer esto, mientras reprimen el deseo y lo categorizan como perverso. El deber consiste en cumplir normas de convivencia dentro del grupo y entre grupos, dentro de la familia y la comunidad. Aunque nadie deja de aprender, durante su proceso de socialización, que en determinadas circunstancias o ante determinadas personas es más conveniente dejar de lado algunos controles sociales. La satisfacción del deber cumplido es la recompensa placentera que compite, dentro del narcisismo, con el placer de “darse el gusto” al satisfacer cualquier capricho perverso. La exposición y defensa de los ideales en el discurso es un elegante recurso para esconder rasgos perversos de la conducta cotidiana. En una pareja, ambos tienen deseos y deberes. Y ambos conocen la desmentida:

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niegan los rasgos perversos, autoconvencidos de su inocencia, y construyen complejas racionalizaciones para justificarlos, ocultarlos y proyectarlos en el otro. Durante el enamoramiento, el deseo de conquistar al otro impone el deber de gratificar su narcisismo. Son los escasos momentos en los que el deseo coincide con el deber. En esta etapa, el otro ha logrado concentrar en sí todas las expectativas narcisistas. La autoestima depende exclusivamente de su respuesta. Como lógica consecuencia, con el paso del tiempo, la realidad impone el fracaso de esta nueva versión de las ilusiones imposibles. La crisis que continúa a esta fase pone a prueba la capacidad de sostener y mantener un vínculo tan difícil como conveniente. El quiebre de la ilusión del paraíso perdido da lugar a una cotidianeidad que desafía constantemente al ser humano, oponiendo conflictivamente al deseo con el deber. Los que habían quedado fuera del interés de cada miembro de la pareja retoman su lugar como objetos significativos. La fantasía sugiere renovar otra ilusión de lo imposible: “soy maravilloso, tengo derecho, por mi origen divino”. La experiencia, en cambio, pretende imponer la tolerancia, la sublimación y el respeto mutuo. La hostilidad surgida de la frustración se concentra peligrosamente contra el otro miembro de la pareja, que es paradójicamente el más necesitado para enfrentar a la realidad. La lucha por el poder comienza a invadir el terreno del vínculo. Se lucha por un poder que implica derechos pero que excluye el deber. El que pierde tendrá el deber de someterse a los caprichos del vencedor. Esto es así en la teoría, porque en la práctica, la amenaza de la ruptura no permite que alguien triunfe. O la pareja se rompe, o habrá momentos tácitos de descanso en la lucha, que servirán para prepararse para el próximo round. Lo agradable de la convivencia depende de la frecuencia y la duración de estos distintos momentos que vive una pareja. Pero es imposible eliminar la lucha por el poder, como es imposible suprimir totalmente la frustración, el miedo y la desconfianza. El miedo a la soledad fortalece la dependencia mutua, y establece un conflicto dialéctico con el deseo de aniquilar al otro, que surge en los momentos álgidos de los combates de titanes que suelen fascinar a sus víctimas, sin que éstas puedan reconocerlo.

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CAPITULO 8

LUCHANDO POR EL PODER

Tres frases resumen el significado del poder: poder vivir, poder ser, poder tener. La experiencia las completa con predicados que agregan largas listas a las apetencias narcisistas del poder. “¡Quiero!”, clama la criatura indefensa al nacer. “¡No puedes!”, enseña la realidad. “¡No debes!”, educa el otro, con la autoridad justificada por la dependencia que está en condiciones de imponer. “¡No quiero!”, es la protesta que responde. Puedo, por lo tanto, quiero, por lo tanto, debo. Quiero, por lo tanto, puedo, por lo tanto, debo. No debo, por lo tanto, no quiero y no puedo. Vicisitudes del poder. Si no puedo y quiero, la dependencia es máxima. Estoy a merced de otro, en el que debo, pero no sé si puedo, confiar. En el mito de Narciso, Aminias es rechazado y recibe la orden de matarse. Si puedo, se presenta la opción entre querer y no querer. Soy dueño de mi destino. La ilusión de libertad surge con fuerza arrolladora. Narciso despertó el amor de muchos hombres y mujeres, pero no correspondió a nadie: ¿no será lo más conveniente? Si quiero y puedo, queda la opción entre si debo o no debo. Esta elección depende del poder que obtengamos, aquel que me juzgue y yo. Por tanto, es un poder relativo, que señala el grado de mi libertad.

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Querer, poder y deber, entonces, son tres ingredientes interdependientes dentro de una misma problemática, la búsqueda del placer. Parecería que el placer se relaciona con el mito de la libertad. A mayor libertad de hacer lo que quiera siempre que pueda, mayor placer: esa es la ilusión. Joaquín Bartrina dice en un poema: Si libres logramos ser sólo será para escoger la clase de esclavitud. Ven, oh libre humanidad que vives sólo entre penas y al son de tus cadenas aclama a tu libertad. Poder concretar la ilusión de libertad es la meta irracional surgida de las dificultades que plantea la convivencia. El deseo de ser libre, sin depender de nadie, oculta el miedo a la soledad y a la intensa necesidad del otro. No de cualquiera, por supuesto, sino de aquel que, por sus atributos, ha estimulado en mí esa necesidad, convertida en ferviente deseo. El poder obtenido nunca es suficiente. Sentimos una voracidad imposible de satisfacer. La cantidad de objetos que deseamos poseer es cada vez mayor. Es imposible, por otro lado, alcanzar la libertad de no necesitar a nadie. El niño que depende de los adultos quiere poder manejarlos a su gusto y antojo. El adolescente pretende lo mismo de los pares del sexo opuesto. El adulto lo quisiera de toda la comunidad. Los padres, de los hijos. Los hijos, de los padres; los hermanos, de los hermanos. La pareja es un ejemplo particular de esta modalidad general. Cada uno, que depende del otro, quiere disponer de él a su antojo: que el otro sea un esclavo incondicional, feliz de servir a su amo. La intención es disponer de suficiente poder como para imponer la dependencia de mí a aquellos de los que dependo. La ilusión de alcanzar una libertad imposible, supuesto equivalente a la felicidad, es el motor de la lucha por el poder. La inteligencia humana encontró algunas formas de aturdirse y no sentir el dolor que causa la toma de conciencia de perder en la compe-

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tencia: alcohol, drogas, locura, hasta la adicción al trabajo y la misma excitación que causa la lucha por el poder. La competencia puede ser constructiva o destructiva, pero la naturaleza humana no puede ni quiere evitarla.

Los objetivos del poder Muchas veces, pareciera que la meta de nuestra conducta es ser tan seductores como para lograr el reconocimiento positivo de la persona que deseamos y luego poder disfrutar de ese reconocimiento positivo. Ninguna pauta cultural, en la cultura más primitiva o más sofisticada, se opone a tal aspiración. Más bien puede ser el deber que toda sociedad impone a sus miembros. La conquista violenta y el desinterés por la opinión ajena, dentro del grupo de pertenencia, no reciben la aprobación de la ética cultural. Entonces, si es la meta de todo sujeto y la aspiración de toda cultura, ¿por qué resulta tan compleja la convivencia? ¿Por qué, cuando se busca el respeto, aparece el desprecio? La convivencia reclama respeto, y el poder decide entre el respeto y el desprecio, que es su abuso. Los problemas surgen justamente de aquella necesidad de tener que seducir para recibir el reconocimiento del otro. Es un esfuerzo que, de por sí, implica una frustración, a la que se le agrega la dificultad de adquirir los elementos de seducción. Toda frustración genera hostilidad, y ésta a su vez también busca el poder para manifestarse. Está mejor preparado para ser un gran seductor aquel que tenga, por designio azaroso de la naturaleza, juventud y belleza. Exhibiendo esos atributos, sin ningún esfuerzo, puede encandilar a una multitud de semejantes y convertirlos en seres fascinados y dispuestos a gratificar de cualquier manera su narcisismo. El abuso de poder que posibilita disponer de estos atributos motiva cualquier esfuerzo por obtenerlos. La tecnología desarrollada por la cirugía estética es su consecuencia lógica. No todos fueron favorecidos por la naturaleza, la juventud no dura demasiado. Y en la sociedad humana, cada vez más sofisticada, si bien la juventud y la belleza son valores primordiales, no son suficientes. Necesitan complementarse con la inteligencia y la habilidad para intervenir en una competencia seria y difícil. En segundo lugar, pero no menos importante, está el dinero, un pro-

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ducto cultural. Con suficiente dinero, contadas aspiraciones humanas no pueden satisfacerse. La omnipotencia y la inmortalidad continúan siendo imposibles de obtener. Pero es posible obtener sustitutos y compensaciones increíbles, aunque también son necesarias la inteligencia y la habilidad. La historia y la experiencia enseñan que, a su vez, la inteligencia y la habilidad deben ser controladas por una ética –un producto cultural– para que la convivencia sea posible. Juventud, belleza y suficiente dinero, unidos a la inteligencia y a la habilidad, otorgan un poder que fácilmente convence a su dueño de liberarse de los molestos controles culturales éticos y de satisfacer a la criatura arrogante y prepotente que se oculta en el inconsciente. Así, cristaliza su narcisismo voraz, insaciable, ávido de poder y de todo aquello que lo haga posible. Pongámonos en el lugar de una persona a la que se desea seducir. Podemos, si tenemos las características mencionadas, imponer nuestro capricho y pretender cualquier cosa. En la pareja, ¿qué me gustaría exigirle al otro? ¿Cuál es el reconocimiento positivo que pretendemos? Pretendemos que se preocupe y logre gratificar nuestro narcisismo para confirmar que somos lo más importante en todo nivel, momento y lugar. A esta actitud la consideramos un acto sublimado, sin importarnos el juicio que otro pueda tener. Durante el enamoramiento, confirmado el reconocimiento positivo del otro, su simple existencia es suficiente. Una vez apagado el fuego, tras el enamoramiento, nuestro narcisismo infantil difícilmente se dará por satisfecho. Sus desmedidas pretensiones harán inevitable más frustración con la consiguiente hostilidad. Narciso despreciaba el amor llegando a pretender que su enamorado, Aminias, se matara. ¿Por qué no pudo disfrutar del reconocimiento obtenido? El suicidio altruista, puesto que sería “portarse bien” según las expectativas del sujeto, ¿puede ser considerado un acto sublimado? ¿Un hijo puede pretender tal actitud de un padre anciano, quizás enfermo y, por lo tanto, inútil? ¿Un padre puede pretender esto de un hijo que le produce problemas en lugar de satisfacciones? En una pareja, ¿alguien puede pretender ese suicidio altruista del otro, cuando se interesa en un tercero? ¿Es posible que pertenezcan a la naturaleza humana tal desprecio a la vida de otros semejantes, incluso de “seres queridos”? Afortunadamente, en este caso, existe la represión que casi siempre mantiene encerrados tales deseos en el inconsciente.

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Cuando la naturaleza brinda a algunos privilegiados los atributos de juventud y belleza, les otorga un poder que ocupa el primer lugar en la capacidad de seducción. Mientras están vigentes no requieren ningún esfuerzo. Pero los años privilegiados, cuando existen, pueden pasar sin que uno se dé demasiada cuenta de ello. Y las normas que separan a la perversión de la sublimación no concuerdan con el uso indiscriminado del poder de seducción. Toda frustración genera hostilidad, que puede ser instrumentada en forma antisocial, dejando de lado la sublimación que reclama respeto. Nos sumergimos en una competencia narcisista para conseguir el poder, que nos garantiza despertar el deseo en los otros. Se compite también para obtener más riquezas materiales, luciendo mayor habilidad e inteligencia. La otra condición es poder disfrutar del reconocimiento positivo. Una vez logrado el reconocimiento, me encuentro con la tentación de querer poseer el de todos los demás: el complejo de Groucho o el deporte de la conquista. Resignarse a disfrutar de un solo objeto significativo es un esfuerzo que se reclama en el terreno sexual: lo reclama el enamorado, principalmente; pero todos intentan imponer al otro ese deber de fidelidad que no se está tan dispuesto a brindar. El poder que se busca es para obtener derechos e imponer deberes. El abuso de poder consiste en el uso perverso de los derechos que el poder logra obtener. Comienza con un sutil desprecio al derecho ajeno y llega a la destrucción psicológica y física de la víctima.

La responsabilidad del poder La responsabilidad que demanda el ejercicio del poder se relaciona con el respeto con el que se debería tratar a aquéllos sobre los que ese poder puede ser ejercido. Cuidar estos vínculos implica un constante esfuerzo del narcisismo socialmente adaptado, de la parte madura de nuestra personalidad, para controlar y limitar los caprichos arrogantes y prepotentes del narcisismo infantil, normalmente reprimidos en el inconsciente. La represión demanda un constante desgaste de energía psíquica para mantenerla. Esto conduce a un conflicto entre la ética y la voracidad insaciable de poder. La economía psíquica busca el placer, que es una disminución de la tensión elevada, descomprimiendo la presión de lo reprimido y posibili-

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tando así la descarga. Este trabajo se realiza a través de las transacciones dialécticas que el aparato psíquico pueda instrumentar (licencias culturales, síntomas, sublimaciones, sueños) o a través de la descarga sexual, que es la forma más saludable y natural, cuando es compartida. La descarga sexual es la que menos represión reclama, es aquella que, junto a la descarga explosiva de rabia, disminuye en mayor medida la tensión. Pero la actividad sexual compartida no es fácil de lograr, por muchas razones. Y su efecto no dura demasiado. Mucho más fácil es transgredir la represión con un ataque de furia, aunque la culpa posterior produzca más tensión que antes del ataque. La sublimación quizás sea la que menos placer produce, por requerir mayor represión. El acto perverso, superando la represión, produce más placer y demanda menos esfuerzo a la economía psíquica. Esto no favorece a la ley ética que el Superyo intenta imponer. Esta ley se fortalece o se debilita según el resultado. La sublimación puede obtener el premio del reconocimiento positivo del objeto significativo, que es placentero y justifica el esfuerzo. El acto perverso puede provocar el reconocimiento negativo como castigo y reforzar, de este modo, el miedo a transgredir la ley. Con suficiente poder se obtiene impunidad y apoyo grupales para luchar contra la ética internalizada y cambiarla por una actitud irresponsable y soberbia por parte del dueño del poder. Esto favorece a su narcisismo infantil, que nunca cesa de presionar en contra de la represión. Mantener la represión, una vez obtenido el poder que tienta a abandonarla, no es lo que la experiencia y la historia marcan como habitual. La competencia narcisista de la vida cotidiana tiene como meta alcanzar el poder para disminuir el esfuerzo que la represión reclama. En un pequeño grupo, como la familia, la fuerza muscular es todavía hoy un instrumento de poder. También obtiene poder aquel que logra convertirse en objeto del deseo sexual y es el dueño del dinero. Así como el miedo permite internalizar la ley, únicamente el miedo permite mantenerla. En el dueño del poder el miedo puede diluirse y convertirse en derecho a la impunidad, si logra imponer el miedo y someter a cierto grupo de víctimas que dependen de ese poder. Ser responsable significa sublimar, respetar el narcisismo ajeno, resignarse a las limitaciones de la realidad, renunciar a lo prohibido, cuidar al otro y preocuparse por él. Lo irresponsable es el desprecio al derecho ajeno, la aspiración a me-

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tas prohibidas o imposibles, la despreocupación por las necesidades de los otros. La responsabilidad exige la represión del narcisismo infantil que la irresponsabilidad manifiesta con placer. La responsabilidad equivale a tolerar la frustración para alcanzar, supuestamente, un placer más seguro y duradero. Esa es la ilusión.

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CAPÍTULO 9

REALIZACIÓN PERSONAL

La habilidad y la inteligencia de la criatura humana han logrado desarrollar una cultura singular, que justifica su orgullo por la distancia que la separa, en este campo, del resto de la escala zoológica. Sus propios logros fascinan al que los ha creado. Lo que la sociedad espera de cada persona es que demuestre esa capacidad. Pretendemos que una persona se destaque a través de lo que entendemos como realización personal. “Realización personal” es un nombre que le damos a ganar, a través de la competencia con los otros, un lugar de cierta importancia en la escala social que, como ya vimos, está determinada por una serie de valores donde se juzgan, además de la juventud y de la belleza, la habilidad y la inteligencia. La ética que la cultura desarrolla a través de la historia pretende encauzar esa escala de valores, tomando en cuenta conceptos como el de “justicia social”, que diferencia una competencia que respeta a los otros de una competencia que los desprecia. Pero el narcisismo infantil, arrogante y prepotente, no toma a la ética grupal en consideración; se fascina con la juventud, la belleza y el poder que otorga el consenso. No toma en cuenta si la habilidad y la inteligencia instrumentada para obtener tal poder estuvo reñida con la ética o no. Es el narcisismo maduro el que intenta someter al sujeto a la ética; tarea nada fácil, a pesar de las licencias culturales que la cultura introdujo. Como el narcisismo infantil pretende ganar siempre el primer lugar, compite para lograr ser el más importante de los objetos significativos. La meta máxima de la realización personal es la eterna juventud, la belleza perfecta y el poder ilimitado.

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La realidad impone sus limitaciones y el narcisismo maduro acepta limitar sus pretensiones hasta metas posibles. Definir cuál es el límite que la realidad impone depende del esfuerzo que un sujeto haga para superarse en esa competencia y de la suerte que tenga para obtener resultados. En otras palabras, depende de la habilidad y la inteligencia instrumentadas para obtener el poder que el consenso esté dispuesto a brindar, así como del cuidado de su juventud y de su belleza hasta donde sea posible. El poder que otorga la juventud y la belleza compite con el poder que otorga el consenso a la riqueza material. No por nada un bien es intercambiado por otro en la llamada “profesión más antigua del mundo”, la prostitución. Entendemos que la realización personal, entonces, implica convertirse en objeto significativo a través del reconocimiento positivo de los objetos que son significativos para uno; tener poder de convocatoria, fascinar, ser admirado o envidiado. Una persona que haya llegado a tal estado podrá dar rienda suelta a sus pretensiones infantiles en los sueños y en la fantasía. Limitará sus aspiraciones en la realidad cotidiana, según un criterio establecido por el consenso grupal. Deberá reprimir la hostilidad que surge por las inevitables frustraciones. A medida que desarrolle su capacidad de sublimar, podrá aspirar al reconocimiento positivo del grupo de pertenencia y elevar de este modo su autoestima, que como ya vimos es un elemento primordial para lograr la salud mental. En el conflicto entre el narcisismo infantil y el adulto sería conveniente que domine el campo de las pretensiones el narcisismo adulto, ya que el infantil lleva inevitablemente a la frustración con sus consecuencias, mientras que la realización de aspiraciones posibles acorde al consenso, contribuye a producir los anhelados momentos de integración grupal. Estamos convencidos de la conveniencia de la realización personal de una persona, y de que podemos obtener en la pareja tanto un extraordinario apoyo como el sabotaje más drástico. El obstáculo más serio es la desconfianza, casi lógica, que produce el vínculo humano. También, que uno de los dos tenga más interés en destruir a la pareja que en cuidarla. No hay ninguna garantía de que el otro quiera cuidar a la pareja, por lo que es difícil confiar en el otro. Cuidar a la pareja y confiar en que el otro esté dispuesto a hacer lo mismo es fácil mientras dura el enamoramiento, pero muy difícil después.

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Apoyo mutuo Por las razones que fueren, la vida humana está lejos de ser un camino fácil y la mayoría de los seres humanos no nos conformamos con sobrevivir solamente. Pretendemos vivir “bien” y, por lo menos en teoría, defendemos el derecho de todos a una vida “digna”. Cualquier interpretación que le demos a los conceptos de vivir “bien” y vida “digna” incluye el vínculo con algún semejante en su definición, lo que impone una dependencia de los demás y convierte al grupo de pertenencia en una institución imprescindible y a la pareja en su representante privilegiado. Pero el narcisismo infantil que alberga nuestro inconsciente es un obstáculo muy serio para que un grupo humano pueda disfrutar de una convivencia fácil. El resultado concreto es que la vida social es un escenario donde rige la ley del más hábil, que compite por obtener cada vez más poder para abusar de él cuando puede y someter a los que no llegaron a su “altura” o someterse a los que lo superaron. Para cada uno de nosotros, el día comienza preparándonos para luchar con los otros, con distintos ánimos según la persona y las circunstancias. Si la suerte ayuda, la confianza en el triunfo puede otorgar una ilusoria seguridad maníaca y convertir la existencia en un alegre deporte. El otro extremo lo conforma una dolorosa parálisis melancólica, donde la agresividad prepara algún trastorno psicosomático y está acompañada por la cruel envidia a aquellos que resultaron favorecidos. En este nivel se encuentra la triste convicción del esquizofrénico: él está muy bien solo, no necesita a nadie e intenta escabullirse de la complicada competencia social. Salvo las personas que sostienen esta ingenua postura esquizoide, el resto de los humanos reconocemos con mayor o menor dificultad la necesidad que tenemos de los demás. Los halagos narcisistas, merecidos o no, son imprescindibles para la salud mental. Al ser el compañero en la pareja un objeto muy significativo, su reconocimiento tiene un peso decisivo que incrementa o compensa las frustraciones que la competencia social suele producir. En esto consiste el apoyo mutuo que la pareja puede brindarse: compensar con las gratificaciones narcisistas otorgadas al otro, las frustraciones narcisistas que la cotidianeidad impone. Como razonamiento es muy simple y claro, pero la realidad lo rebate y convierte el apoyo mutuo en una meta muy difícil de cumplir.

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Muchas veces, la causa de esa dificultad. es que la competencia social va demasiado bien y el sujeto cree que puede llevarse el mundo por delante, por lo cual no tiene por qué soportar al otro, ya que puede conseguir que personas mucho mejores estén a su lado. Otras veces, los fracasos sociales generan una hostilidad que se descarga contra el que uno más necesita. También la causa puede ser que es justamente en el otro, dentro de la pareja, donde se coloca lo álgido de la competencia. Son muchas las situaciones que pueden interferir en éste, que es el logro más productivo de una pareja. Tampoco es conveniente un apoyo incondicional, porque puede alimentar en el que lo recibe la ilusión de poseer el derecho a abandonar los esfuerzos necesarios para un respeto mutuo. El temor a que el otro se aproveche del status que el halago narcisista otorga es otra razón para que el apoyo mutuo no sea lo más común en una pareja. Nuevamente surge el problema de la confianza. Pretendiendo lo fácil, la vida suele hacerse cada vez más difícil, por lo que resulta sumamente conveniente acostumbrarse a enfrentar los problemas que van surgiendo. Con otras palabras, a veces conviene aprender a tolerar la frustración, para ayudar al azar a construir una vida con un placer más seguro y duradero.

La razón Tras varios años de existencia, una pareja suele presentar actitudes sadomasoquistas más o menos disimuladas. Sus miembros compiten tenazmente, como dos gladiadores en un campo de batalla. Se descalifican mutuamente con o sin agresión física e intentan destruir la integridad anímica y física del otro. Esto puede ser interpretado como una actitud irracional más, de las tantas que desmienten la supuesta racionalidad del ser humano. Sin embargo, es posible que el juicio de irracionalidad surja de nuestros prejuicios ingenuos con respecto al funcionamiento y a la razón de ser de una pareja. Consideramos racional a aquella actitud que tiene un sentido lógico y se basa en premisas consensualmente valoradas como tales. La imagen idealizada de una pareja muestra un vínculo amable, respetuoso, donde se compite para gratificar mejor el narcisismo del otro

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y cada uno se preocupa por lograr una actitud altruista que facilite la felicidad del compañero. Esta imagen surge en la intimidad, cuando el enamoramiento alimenta ilusiones de felicidad eterna. Pero también es una imagen que algunas parejas se esfuerzan en mostrar en sociedad y que oculta el dolor de una verdad amarga que, por vergüenza, prefieren encubrir. La actitud sadomasoquista resulta evidentemente irracional si partimos de la intención conciente que tuvo cada uno de formar una pareja con la cual convivir en armonía y plena felicidad el resto de su vida. No resulta sencillo entender el camino que ha llevado de aquella intención a esta realidad. No podemos comprender este tipo de convivencia. ¿Por qué dos seres humanos infligen y soportan ese dolor? ¿No sería más razonable separarse? ¿Acaso no es mejor, como dice el refrán, “estar solo que mal acompañado”? La criatura caprichosa encerrada en el inconsciente tiene un sentido que quiere imponer a toda costa. Su tiempo es el presente. Pasado, presente y futuro se funden en el aquí y el ahora. Su rígida lógica consiste en satisfacer al deseo bajo un principio de placer que recurre a la magia del proceso primario para lograr su cometido. Se resiste a someterse a las limitaciones de la realidad y su intolerancia a la frustración concentra la energía vital del sujeto en furia destructiva. El sentido que quiere imponer es el derecho de dominio y de posesión exclusivos de los objetos apetecidos, el derecho a la descarga genital con quien le plazca y el derecho a la descarga destructiva tras la frustración. El trato hacia el semejante es de un desprecio absoluto. Tiene consideración, únicamente, hacia las propias pretensiones; ése es el derecho indiscutible que merece para su uso y abuso arbitrarios. A pesar de que en el reino de la fantasía goza de una muy envidiable libertad para disfrutar a sus anchas, presiona constantemente para someter a la realidad y desprecia los riesgos. Nuestra parte adulta, desarrollada a partir del miedo al desamparo, utiliza la energía agresiva de la experiencia de frustración, hasta donde puede, para reprimir a esa criatura. Es un conflicto permanente que demuestra la vigencia y el poder de la criatura oculta en el inconsciente. Nuestra educación nos enseña que es irracional un desprecio tan despiadado a las necesidades del prójimo y a las consecuencias de una actitud caprichosa que sólo busca el placer del momento y emparienta esa irracionalidad con la locura.

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Parecen más racionales el respeto y la preocupación por el semejante, el cuidado por las consecuencias de alguna actitud y la aceptación de las limitaciones tanto de uno mismo como de la realidad y de los otros. El análisis imparcial de la vida en pareja, sin embargo, nos sugiere aceptar que lo habitual es la irracionalidad y que los momentos de conducta racional son raros. Como resultado de esta reflexión, proponemos como premisa la idea de que una pareja, si dura, intentará constantemente usar y abusar del otro, sometiéndolo aunque sea para sacar hacia afuera su propio conflicto interno. Es más agradable pelear con otro que con sí mismo. El refrán que mencionamos más arriba tiene, entonces, una validez relativa. Pero también alguien puede buscar una y otra vez lo imposible. Aun cuando es difícil que se enamore otra vez de una mima persona, no existe razón por la cual una persona no pueda enamorarse muchísimas veces.

CAPÍTULO 10

DINERO

La cultura humana ha desarrollado un objeto que se convirtió rápidamente en un fetiche sumamente codiciado y en un símbolo de poder, capaz de desatar conflictos de cualquier naturaleza. El dinero brinda a su dueño, en cantidades suficientes, la oportunidad de adquirir derechos de vida y de muerte sobre muchos de sus semejantes. La tecnología, por su parte, ha creado infinidad de instrumentos capaces de brindar alimentos, salud, comodidades, esparcimientos o poder. Obtenerlos es simple: hay que cambiarlos por determinada suma de dinero. La importancia del dinero, como vemos, es obvia. Aceptamos que es una necesidad y un derecho de todo sujeto humano formar su familia. A la familia hay que mantenerla económicamente, para lo cual el dinero es necesario. Los niños deben ser mantenidos por la familia, una institución o el estado. La lucha de los mamíferos superiores por el territorio se ha convertido en la lucha por el status en nuestra sociedad cada vez más sofisticada. El status depende del dinero que se pueda juntar, pero a nuestra naturaleza competitiva y narcisista nunca le resulta suficiente lo que ha alcanzado. No es tan importante cómo se obtiene, sino obtenerlo. Todo esto es fácil negarlo. Si no se obtiene, es porque “las uvas están verdes”. Si se obtiene, es más elegante negar que se le dé tanta importancia, mientras se disfruta con la ostentación y la envidia de los demás. La pareja no puede quedar al margen de esta problemática. Si la reproducción y la actividad sexual son las funciones que determinan la razón de ser de una pareja, el dinero es el medio por el cual la pareja

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debe transitar para subsistir. De lo contrario, la mujer quedará embarazada y deberá hacerse cargo sola de sus vástagos. No escasean ejemplos de este tipo, con intentos de aborto o suicidios empujados por la desesperación y la ignorancia. La cultura, continuando el trabajo de la naturaleza, ha hecho una división del trabajo cada vez más difícil de mantener. En los comienzos de la historia humana, era absolutamente racional que la mujer se ocupara del cuidado de la vivienda y de los chicos mientras el hombre se ocupaba de la caza y de la defensa de su familia. Los problemas que preocupaban a una y al otro se relacionaban con sus respectivas ocupaciones y coincidían en la socialización y educación de los hijos, aunque también podían diferir en ese terreno. Cada uno se ocupaba de los hijos de su propio sexo. La familia se formaba en la adolescencia y el dinero aún no se conocía. Posiblemente eran la fuerza, la astucia y la habilidad manual las que permitían a unos imponerse a otros. Un atributo natural masculino es su fuerza física, mientras que el de la mujer es su capacidad de engendrar hijos y amamantarlos. La mayor o menor habilidad manual y un mayor o menor cociente intelectual no parecen estar relacionados con el sexo. La competencia es algo inherente a nuestra naturaleza y la competencia consiste, para el ganador, en asumir derechos y otorgar deberes al perdedor, lo que divide a una sociedad en sometedores y sometidos. El vencedor se adjudica el derecho de realizar las tareas más cotizadas, mientras el sometido debe realizar las que el resto desprecia. Los instrumentos de la lucha por el poder eran la fuerza, la habilidad manual y la inteligencia. La mujer, en aquellos comienzos, posiblemente deseaba someterse al hombre, del que esperaba a cambio protección. La fuerza del hombre era necesaria y valorada. La fuerza física puede ser vencida por la inteligencia y la habilidad, lo que puede haber dado el dominio del poder a la mujer y justifica la teoría del matriarcado primitivo. Pero la evolución histórica nos muestra el sometimiento y el desprecio que el hombre ha realizado con su compañera. Esto ha sido una constante en la cultura, a pesar de que la mujer tiene en la inteligencia y la habilidad los instrumentos adecuados para recuperar, por lo menos, la igualdad de los derechos. Pensamos en dos posibilidades:

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1- La inteligencia es, por lo menos, similar en ambos sexos. Por lo que el hombre, uniendo la inteligencia a la fuerza física, pudo fácilmente superar y someter a la mujer. 2- La mujer colaboró con el hombre en el desarrollo de una cultura falocéntrica y prefirió los beneficios secundarios que el sometimiento le otorgaba. Hoy en día, con la sofisticada tecnología al alcance de cualquiera, la fuerza física sólo sirve para lucirla en algún deporte no siempre saludable, para llegar al hospital o a la cárcel. El valor que tenía la fuerza física ha sido otorgado al dinero, que requiere inteligencia, pero no fuerza, para ser obtenido. Aunque se justifica plenamente la lucha de la mujer por sus derechos, la cultura falocéntrica es una institución muy arraigada, que se resiste inútilmente al cambio. Tampoco está claro cuál podría ser la distribución racional de los roles, o si se los podría compartir en forma racional. Los atributos femeninos siguen siendo tan imprescindibles como al comienzo de la humanidad. La lucha por el territorio, que demandaba el uso de la fuerza física, se ha convertido en la lucha por el status social, que se obtiene por herencia o con astucia. En ese campo, los dos sexos se igualan. Sería conveniente que el hombre pueda reconocer, sin miedo, que la mujer, en algunos aspectos, puede más que él. La cultura falocéntrica ha distribuido el manejo del dinero en la pareja de acuerdo con el sexo. La mujer maneja la economía de entrecasa y el hombre, el mundo fuera del hogar. Las actividades del hombre son más cotizadas, por lo que son retribuidas en dinero. Las de la mujer, en la casa, no. Y, si se realizan por dinero, como son actividades desvalorizadas, la retribución es significativamente menor. El acceso de la mujer a tareas altamente valorizadas y, por lo tanto, bien remuneradas, también es dificultado. La cultura está cambiando, principalmente en los lugares donde está más desarrollada y hay un nivel económico superior. Pero incluso en las regiones de alto desarrollo, una antiquísima institución rompe estas reglas para denunciar un aspecto primario del ser humano. La prostitución, catalogada como perversa por la moral oficial, impone un precio, a veces bien elevado, a la juventud y la belleza. Y no sólo la mujer, sino muchos hombres, recurren a este medio para obtener lo que los caminos sublimados oficiales les niegan. El ser humano

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tiende a conseguir de cualquier manera lo que le apetece, cuando por los caminos permitidos por la moral no logra obtenerlos. La ley internalizada puede, a través del Superyo, controlar el deseo perverso e imponer los diques morales. Pero, en la competencia narcisista cotidiana, intentamos obtener suficiente poder como para dejar de lado lo molesto de la ética y dar rienda suelta al narcisismo arrogante, prepotente e insaciable que ocultamos normalmente en nuestro inconsciente. No podemos definir con seguridad, sin caer en una inutil esquematización, en qué consistiría el manejo racional del dinero en una pareja.

Confianza y desconfianza La confianza es uno de los elementos fundamentales pero al mismo tiempo más frágiles en el desarrollo de la comunicación humana en general. De su existencia, su intensidad y su solidez dependen la interpretación y la respuesta a los estímulos percibidos. Uno debe confiar en sí mismo, pero también en el otro y en la vida. Debe confiar en que va a recibir el reconocimiento positivo, en que uno merece ese reconocimiento y en que al otro le interesa darlo. Dicen Watzlawick, Beavin y Jackson en su Teoría de la comunicación humana: “No hay en la naturaleza de la comunicación humana ninguna manera de hacer que otra persona participe en la información o en las percepciones que están exclusivamente al alcance de uno. En el mejor de los casos, el otro puede confiar o no, pero jamás puede saber. Por otro lado, la actividad humana quedaría virtualmente paralizada si la gente actuara únicamente basándose en información de primera mano sobre las percepciones. La gran mayoría de todas las decisiones están basadas en la confianza de un tipo u otro. Así, la confianza siempre está relacionada con resultados futuros y, más específicamente, con la posibilidad de predecirlos.” Suele aparecer, aunque no de manera explícita, una idea que va corroyendo lentamente la relación: creer que la confianza nos hace vulnerables y que, por lo tanto,hay que elegir un camino más seguro. Siguiendo a los autores recién nombrados, podemos decir que la predicción que surge es: “El otro se aprovechará de mí”. La necesidad de recibir el reconocimiento positivo del otro es un mo-

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tivo que presiona a favor de la confianza, que puede estar sumamente debilitada por factores externos o internos a la relación, actuales o de la experiencia pasada. Pero esa necesidad permite tanto dar nuevas oportunidades como abusar del otro. La fragilidad de la confianza es tal, que no existe modo de señalar un camino que le dé garantía de subsistencia. La desconfianza da más seguridad, ya que evita la ilusión esperanzada de una respuesta y la ansiedad consecuente; el precio es renunciar a la posibilidad de la respuesta gratificante. En las condiciones creadas por una desconfianza cautelosa, el otro puede quizás responder positivamente, exponiéndose a un abuso de poder. Pero, también, un reconocimiento positivo otorgado puede romper un círculo vicioso de desconfianza y rechazo para establecer momentos más o menos prolongados de paz. ¿De qué depende que haya o no confianza? De la historia de esa pareja y de la historia personal de cada uno. El miedo al rechazo genera la desconfianza, que lo representa. La necesidad narcisista del reconocimiento es un motivo importante para decidir correr el riesgo que encierra la confianza. Si ambos logran disminuir la ansiedad, aceptan su interdependencia y logran convencerse de su mutua importancia, la pareja podrá disfrutar de la convivencia. Esto no implica, de todos modos, que no tenga que haber un esfuerzo constante para mantener la paz y para que el vínculo crezca. Teóricamente, esto significa que la pareja debería reprimir constantemente las ilusiones que la fantasía no deja de crear y resignarse a las limitaciones de lo posible. La existencia de muchos posibles competidores complota contra la confianza mutua, al creer que es posible reemplazar al otro fácilmente, lo cual puede ser muy cierto. El resultado del rápido intercambio puede resultar dramático y quizás nunca se conozcan de este modo las ventajas que a la larga produce el esfuerzo de defender la continuidad de la pareja. La confianza presenta también otro problema. Al estar seguro de la solidez del vínculo con el otro, uno se atreve a descargar la hostilidad producida por cualquier frustración, ajena a la pareja, en la pareja. Esta es una política habitual, que cierra un círculo vicioso de frustración y hostilidad.

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En lugar de apoyarse mutuamente frente a las dificultades de la realidad cotidiana y diluir la hostilidad en una sexualidad compartida, se recurre al desprecio y a la pelea. Pero encarar una actitud más razonable requiere una decisión conjunta, cuyo requisito básico es recuperar la confianza mutua. Llegamos de nuevo, por otra vía, a tener que aceptar que la pelea en la pareja suele ser más común que la relación amable. Y que un vínculo agradable, sin peleas y sin desprecio al otro, es posible, pero no habitual. La ausencia del otro puede alimentar ilusiones positivas por la necesidad de convivir con alguien. Estas ilusiones significan confianza y la experiencia confirma la fuerza de la ilusión: la confianza en la respuesta positiva del otro renace con su ausencia. Por esta razón, un pegoteo excesivo resulta muy perjudicial. Extrañar al otro realimenta, por necesidad, una confianza que la presencia disminuye al poco tiempo. Digamos que la confianza es directamente proporcional a la distancia y al tiempo que separa a una pareja. Pero la ausencia del otro puede también convencer a uno de que está mejor sin el otro. Una vez más, no hay esquemas fijos para un vínculo de pareja.

Mamá y las Nenas

Marina se casó y ese fue el día más feliz de su vida. Ella, que siempre había tenido que envidiar lo que sus amigas ostentaban sin esfuerzo mientras el azar la había colmado de carencias. Orlando era un gallardo y atractivo joven que, habiendo entrado de aprendiz en pocos años llegó a capataz y un año antes de casarse puso un taller por su cuenta que crecía sin cesar, aunque con grandes dificultades. Su máxima aspiración era ser el jefe de una familia con un importante status social adquirido por su esfuerzo, por el cual le estarían besando los pies el resto de sus días. El comienzo de la pareja pertenece a una época heroica. Vivían en un pequeño departamento alquilado y ambos trabajaban duro. Habiendo llegado virgen al matrimonio según las normas de la época, a Marina le costó bastante acostumbrarse a tener sexo con Orlando. Su ilusa esperanza de un paraíso terrenal resultó una dura realidad difícil de tolerar. Orlando, siguiendo las pautas de esos tiempos, hizo su aprendizaje con prostitutas ocasionales donde las delicias del sexo se tergiversan convirtiéndose en un torneo de velocidad en un arte puramente mecánico. O sea, en la cama parecían dos corderillos enviados al matadero. Pero ni Marina ni Orlando se preocuparon por eso. Lo importante era el trabajo, un medio para alcanzar el status soñado. Marina se prestaba a las relaciones sexuales más por obligación que por ganas, aunque alguna vez sintió algo agradable junto a una extraña sensación que le humedecía la entrepierna. Así nacieron tres hijas. Como los partos no resultaron fáciles, se cansó de desear un varón y dio por terminadas sus relaciones sexuales con Orlando. Mejor dicho, cada vez se hizo desear más y disfrutaba menos, salvo el poder manejar con eso a Orlando, que a veces se ponía furioso al ser rechazado por su mujer.

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Al nacer la primera hija, Orlando sacó a su mujer del trabajo y, como económicamente estaban mejor, empezó a lucir el status familiar. Vacaciones de dos o tres meses en Córdoba o Mar del Plata para la familia mientras él los visitaba los fines de semana. Al nacer la tercera, a los seis años de casados, del pequeño departamento alquilado pasaron a una casa propia con tres dormitorios, dependencias y garaje. Marina intentó cumplir su rol de madre lo mejor posible. Insatisfecha sin saber por qué, buscaba cualquier pretexto para criticarlo a Orlando y pelearse con él. Orlando trató de estar lo menos posible en casa. Para evitar la depresión cayó en las garras del alcohol. La mayor parte del tiempo que estaba en casa era un infierno inaguantable para todos. A los diez años de casados, Orlando y Marina se separan. Marina se encuentra separada, con tres hijas y un buen estado económico. Tiene treinta y cuatro años y está en brazos de ocasionales amantes con los que no termina de formar una pareja estable pero aprende las vicisitudes de la vida sexual. Sin embargo siente un vacío existencial que nada de eso logra llenar. Orlando comienza una nueva pareja sin dejar sus hábitos etílicos mientras la fábrica sigue creciendo. Amelia, la hija mayor, desde chiquita fue la preferida de papá a quien siempre manejó a su antojo con gran satisfacción de ambos. Se integró en un mundo donde la ostentación que mamá y papá soñaron (pero no pudieron disfrutar) era el valor más alto. Ella lo disfrutaba por ellos. De todos modos asombró que aún así obtuviese el título de abogada, profesión que jamás ejerció. A Beatriz, la tercera, le resultó muy difícil encontrar su lugar en esta familia. Estuvo más expuesta a las drogas, que empezaban a hacer estragos en la juventud. Marcela, la segunda, se propuso conquistar a mamá. Al llegar a la pubertad, la tomó como modelo de mujer perfecta. La adoración que brindó a su madre volvió a producir en ésta la sensación de que el destino se había finalmente acordado de ella. Este idilio entre hija y madre fue más intenso e incondicional que el otro. Todo lo que mamá hacía, pensaba o decía, era perfecto. Una diosa olvidada encontró su sacerdotisa que, con su abnegación, la elevaba al Paraíso. Marcela se empeñó en imitar a mamá en todo. Madre e hija eran una sola unidad. Marina dejó de tener amantes para vivir únicamente ese vínculo perfecto con su hija. Viajaron juntas, solas, por todo el mundo, convencidas de que eso es la verdadera felicidad.

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Marcela, alegre y seductora, cumple veinte años, divertida, viendo el hechizo que ejerce sobre el sexo opuesto, al que rechaza satisfecha de poder volver con mamá. Pero apareció en su horizonte Manuel, un muchacho que, con sus veintidós años y no se sabe bien qué más, produjo una revolución sin saberlo ni proponérselo. Imposible saber por qué Marcela se enamoró de Manuel tan perdidamente como lo había estado de mamá. Pero así fue. No le dio mucho trabajo conquistarlo ya que Manuel deseaba que el sexo opuesto se ocupase de él, demasiado tímido para salir a su encuentro. Eso fue sólo el comienzo del cambio. Marcela se interesó seriamente en la economía y quien la manejaba era papá, no mamá. Y quiso formar una familia con Manuel, quien viene de una familia que no está tan bien como la suya. Y a ella la buena vida, económicamente fácil, le gustaba demasiado. Así que sin pensarlo dos veces, se metió en la fábrica de papá. A él lo conquistó fácilmente con algo inesperado: una férrea voluntad y tesón para el trabajo. Casi de la noche a la mañana se convirtió en el brazo derecho de papá en todos sus negocios. ¿Y mamá? Marina otra vez se sintió engañada y usada. Y esto dolió mucho más que lo anterior. Marcela invirtió la idealización de mamá 180 grados. La perfecta relación entre madre e hija se convierte en un profundo desprecio de ésta a aquella. De una mirada fascinada que buscaba y se detenía embelesada en la actitud que mamá tuviese por cualquier circunstancia, evitaba no sólo verla sino hasta el mínimo encuentro. Las pocas veces que debían encontrarse a pesar de los esfuerzos que hacía Marcela para que no sucediera, mamá se encontraba con una mezcla de impaciencia, con un profundo odio en los ojos de aquel ángel ahora convertido en demonio. En esos instantes una vieja cicatriz dejó al descubierto una profunda herida cuyo dolor era insufrible. Las quejas de Marcela tampoco eran infundadas. Mamá celaba su relación con Manuel, más bien, la envidiaba. Entonces, ¿se oponía a su felicidad? ¿Qué esperaba? ¿Que se quedase toda la vida pegada a su falda? En vez de ponerse contenta con la evolución de su hija ¿se la saboteaba? Para Marcela mamá se convirtió en un monstruo desalmado. Para Marina el dolor era insoportable. Marcela tenía razón ¿qué clase de monstruo era ella que no podía soportar la felicidad de su hija?

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Quería protestar. Pero no. Todo esto es una pesadilla. Por favor, entiéndanme. Pero ¿Qué me pasa? ¿Soy un monstruo? ¡No! El monstruo es ella. Ella me lastima, me basurea, me mata. ¿Es que nadie lo ve? Y nadie lo vió. La mala era ella. Una madre que se opone a la felicidad de su hija. Marina se quería morir. La rabia fue vencida por la depresión, clamando por una salida rápida. La que fuera. Marina encontró a mano el alcohol. Vino, Whisky, Vodka. Y mientras el mundo y el dolor desaparecían, Marina se dejaba llevar por la velocidad con que su cabeza giraba al compás de las botellas que se vaciaban. Esta compañía no la iba a defraudar. Papá Orlando, por su parte, contento de haberse sacado de encima a esta loca. Amelia, en su mundo, se limitó a ignorar lo que pasaba con mamá. ¿Acaso se ocupó alguna vez de ella? Beatriz, en cambio, se sintió atraída por el drama de mamá. Rápidamente se dio cuenta que iba a rescatar a una mamá que ahora podía, por fin, tener para ella sola. Beatriz conocía el significado de aturdirse con el vicio. Marihuana y coca, eran viejas compañeras de ruta. Los primeros intentos de acercarse recibieron una violenta reacción como agradecimiento. La rabia contenida a duras penas, se descargó en el único ser que se atrevió a derribar el muro. Objetos diversos volaron en su dirección y no todos fueron fácilmente esquivados. Los golpes que Beatriz aguantó, junto con la destrucción que Marina se empeñó en grabar en las paredes y en el oído de los vecinos, no vinieron mal. Marina descargó algo de su rabia y posiblemente eso, junto al aguante de Beatriz, la salvó de la locura. De este modo, Beatriz, al ayudar a su madre, logró también ayudarse a sí misma.

CONCLUSIÓN

Según la versión de Ovidio, Narciso, hijo del dios-río Cefiso y de la ninfa Leiríope, fue un muchacho de extraordinaria belleza, para quien el famoso adivino Tiresias había vaticinado un triste fin. Narciso despertó el amor de muchos hombres y mujeres, pero no correspondió a nadie. Una de sus enamoradas fue la ninfa Eco, quien, debido al castigo que le había impuesto Hera, no podía comunicar a Narciso sus sentimientos, ya que era incapaz de hablar y sólo le estaba permitido repetir los últimos sonidos de lo que oía. Cuando al fin consiguió dar a entender sus sentimientos al amado, fue rechazada. La conducta de Narciso acabó por atraer el castigo divino: el joven se enamoró de sí mismo al contemplar su imagen reflejada en las aguas y, desesperado al no poder alcanzar el objeto de su amor ni satisfacer su pasión, permaneció junto al arroyo hasta consumirse. Se decía que el cuerpo de Narciso había sido transformado en el río que llevaba su nombre y también que había dado lugar al nacimiento de la flor así llamada. Como hemos visto a lo largo del libro, muchas veces los seres humanos igual que Narciso, despreciamos a los otros y en las relaciones de pareja buscamos el reconocimiento del compañero sin que nos importen demasiado sus necesidades. La experiencia y la educación nos enseñan a reprimir nuestro deseo para respetar los del otro, pero no es fácil encontrar un equilibrio adecuado. El hecho de que el vínculo de pareja, a diferencia de los vínculos de sangre, se pueda romper, incrementa la desconfianza y las dificultades.

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Hemos visto cómo la competencia narcisista en la pareja afecta todos los órdenes de la vida: el trabajo, la relación con los hijos, etcétera. Hemos visto también cómo, a pequeña escala, lo que sucede en la pareja reproduce de alguna manera los grandes conflictos sociales. A través de historias basadas en experiencias, he intentado mostrar cómo se desarrollan algunos problemas en la realidad concreta. Es evidente que no hay una solución mágica para los problemas tratados. Pero probablemente convenga ser concientes de la complejidad de las relaciones de pareja, para no forjarse ilusiones, y ser concientes que difícil no significa imposible y también de que uno no es el único que tiene problemas en ese aspecto. Espero, desde este libro, haber ayudado de algún modo a adquirir esa conciencia.

ANEXO

REFLEXIONES SOBRE LA TERAPÉUTICA DE PAREJAS

¿Qué es lo que vamos a “tratar” en una pareja? ¿De qué se queja una pareja? ¿En qué consiste la patología de una pareja? La terapéutica de una pareja intenta solucionar los problemas que surgen directamente de la convivencia, que es dificultada por el narcisismo perverso y prepotente, descontrolado. Pretender renunciar al narcisismo y lograr un ingenuo altruismo en aras de un supuesto “amor” es absurdo, por imposible. El problema consiste en lograr controlar el narcisismo para convertirlo en un narcisismo socialmente adaptado (sublimado), que en la pareja significa respeto mutuo a las necesidades narcisistas del otro. Proponer esto es muy fácil, pero no así lograrlo. ¿Por qué? ¿Por qué tiene más poder el narcisismo perverso que el narcisismo sublimado, si éste es más conveniente? La respuesta no es compleja: el narcisismo arrogante y prepotente nos es dado naturalmente. El otro es un barniz superficial que se adquiere con la educación y forma una capa muy frágil. Por lo tanto, es conveniente tener presente que lo que la terapéutica intenta lograr (igual que todo el psicoanálisis) está en conflicto con lo que la naturaleza humana ha desarrollado espontáneamente. Que el psicoanálisis produzca resultados es, entonces, no imposible, pero sí muy difícil. Para el terapeuta, el tratamiento de pareja o de familia es un buen ejercicio para disminuir sus delirios de omnipotencia, si los tiene.

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La idealización del terapeuta, inevitable, es la fuente de uno de los males, ya que produce una exigencia desmedida de soluciones mágicas o celos en las personas que padecen una cierta paranoia (bastante lógica en este caso, ya que en una terapia de pareja hay dos del mismo sexo y uno del otro). La meta terapéutica es lograr un mutuo apoyo para la realización personal de cada uno. El arte consiste en convencer a la pareja de que esto es lo que les conviene, de que pueden hacerlo y disfrutar de ello. Si esto resulta imposible, la separación es a veces el menor de los males. Curiosamente, muchas parejas conviven a pesar de los problemas que surgen y que pueden llegar a extremos dramáticos, mientras otras se separan por problemas mínimos. Para unos, la ruptura de la institución familiar, de la que la pareja es el núcleo central, es un sacrilegio que atenta contra un tabú tan sagrado como el del incesto, mientras que, para otros, formar y deshacer parejas y familias es un alegre deporte que no merece ser tomado demasiado en serio. Una misma persona puede también cambiar de actitud a lo largo de su vida. ¿De qué depende que unos lleguen a una ideología y otros a la opuesta, o que se cambie de ideología? De las historias personales y de sutiles pautas culturales que alientan este deporte como un ingrediente más de la sociedad de consumo. Es conveniente tomar en cuenta estas distintas posibilidades, ya que la terapia de parejas lo único que consigue, a veces, es que las cosas sigan aún tan mal como antes, pero siguen. La escuela psicoanalítica inglesa (teoría kleiniana) tiene como meta terapéutica la preocupación por el otro, y considera una etapa que llama “posición depresiva”. La posición depresiva, nada agradable pero muy necesaria, implica que cada uno asuma la responsabilidad en las situaciones en que se siente a disgusto. Entrar en la posición depresiva provoca tal dolor que Melanie Klein justifica en determinado momento las “defensas maníacas”, donde el desprecio al otro evita la culpa y la responsabilidad. Una de las funciones terapéuticas, probablemente la más importante, es la función continente: acompañar a la pareja para que pueda soportar el dolor que provoca el encuentro con la posición depresiva (la propia responsabilidad, la mutua dependencia y la culpa). Este dolor es la causa de la hostilidad que surge y que la función continente debería hacer más tolerable. Cuando nos referimos a la pareja, nos estamos refiriendo al víncu-

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lo que une a las dos personas que la conforman. Un vínculo normal es aquel que presenta un respeto mutuo; por lo tanto, un vínculo patológico sería aquél donde este requisito está ausente y es reemplazado por un mayor o menor grado de desprecio. El desprecio puede ser manifestado por uno o por ambos miembros del vínculo. Si los momentos patológicos superan a los momentos normales, tendremos una pareja patológica. Lo normal sería una distribución tácita y equilibrada del derecho a recibir y del deber de otorgar el reconocimiento positivo. Este es el respeto que un vínculo de pareja reclama. Una justa distribución de los aportes narcisistas que cada uno espera del otro. Suponiendo que una pareja está formada por el planeta Tierra y la Luna (su satélite dependiente), estos roles deberían ser intercambiados continuamente. Esto surge fácil y espontáneamente en una pareja de enamorados, al comienzo del idilio, pero del mismo modo desaparece con el transcurso del tiempo.

Hacer conciente lo inconsciente Hacer conciente lo inconsciente es la meta del psicoanálisis individual. En el caso de la terapia de pareja, es conveniente continuar este camino si esto significa que cada uno asume su responsabilidad en las distintas situaciones conflictivas en que se encuentra y de las que se queja. Es útil que se haga conciente el mecanismo por el cual se evita el molesto sentimiento de culpa. Es conveniente seguir ese camino en cuanto se trate de hacer concientes las ilusiones que acompañaron el comienzo. Estas ilusiones contenían elementos perversos (el deseo de que el otro sea un feliz esclavo incondicional) e imposibles (alcanzar la anhelada completud) y continúan acompañando durante toda la vida al ser humano. Enfrentarse con estos deseos, por más desagradable que resulte, hará posible asumir la propia responsabilidad en los conflictos que se presenten y evitará exagerar las proyecciones que se tienden a realizar automáticamente para culpar al otro. También es conveniente en cuanto hace concientes las licencias transgresoras internalizadas en la ley, cuya eficacia procede del inconsciente. El poder que otorga el rol de terapeuta tiene el riesgo de tentarlo para su abuso con una actitud sádica en el manejo de la interpretación. El

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arte de poner límites al continente terapéutico tiene riesgos inevitables cuyos extremos serían la falta de límites por un lado y, por el otro, límites tan rígidos que ahoguen la personalidad en lugar de alentar y favorecer su desarrollo para una mejor adaptación activa8. En cualquier proceso terapéutico es fundamental estructurar un continente afectivo adecuado, que mantenga la ansiedad a un nivel operativo. Al relacionarse con los afectos, no es posible definir con precisión el alcance y los límites que todo continente debe poseer. Será la intuición la que dictaminará estos parámetros. Esto es inevitable, pero además automático y conveniente, siempre y cuando el terapeuta sea conciente de esto. La intuición tiene sus posibilidades y sus riesgos. Si el terapeuta no es conciente de este proceso que ocurre en su interior y que es el motor de sus pensamientos, y cree ejercer un juicio objetivo, racional e imparcial, podrá contaminar su juicio con su propia problemática familiar no resuelta. Al no poder mantener la adecuada distancia, es fácil quedar atrapado en las redes que la patología de pareja y de familia elabora con inusitada sutileza y fuerza. Sin un continente adecuado, una interpretación puede resultar sumamente persecutoria y llevar el nivel de ansiedad a intensidades no soportables que fuercen, por ejemplo, a abandonar el tratamiento. El arte del terapeuta deberá transitar y superar un delicado terreno resbaladizo, para llevar a la pareja a una mesa de paz y acompañarla en el duelo por las ilusiones no concretadas. En un psicoanálisis individual, la meta es promover y ayudar a una adaptación activa a la realidad, que un sujeto debería enfrentar. En la terapia de pareja, esa adaptación activa será mutua, para enfrentar juntos las dificultades cotidianas.

8. Feliz concepto de Enrique Pichón-Rivière.

GLOSARIO

adaptación activa:

intervención productiva en la relación de un sujeto con su contexto socio-económico-cultural

anaclisis:

apoyo. Por ejemplo: la sexualidad se apoya en la satisfacción de las necesidades de autoconservación, para manifestarse.

antitesis:

uno de los polos del conflicto dialéctico. El paso del tiempo convierte una síntesis (transacción producida por la lucha entre dos ideas opuestas) en tesis, por la aparición de una nueva idea que se le opone (la antitesis).

antropomorfismo: asignar

caracteres humanos a los objetos.

aparato psíquico:

parte del soma diferenciada para administrar las necesidades del cuerpo de un sujeto. Freud describió dos modelos. En el primero este aparato se divide en dos sistemas, el sistema inconsciente y el sistema preconciente-conciente, separados por la censura. En el segundo modelo, el sistema inconsciente se llamará Ello y el sistema preconciente-conciente se llamará Yo. Aparece el Superyo, que tratará de imponer la Ley al Yo.

asociación libre: expresar, sin discriminar, todos los pensamientos que

acuden a la mente. Es el procedimiento que, se supone, debe usar el paciente en el psicoanálisis. competencia narcisista: el vencedor obtiene el derecho a ser considera-

do más valioso. complejo de castración:

conjunto de ideas nucleadas alrededor del temor básico de un sujeto, a lo largo de su vida.

complejo de Edipo: conjunto de ideas relacionadas con la historia de Edi-

po, que mató a su padre y se desposó con su madre.

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complementariedad rígida: vínculo que mantiene y exacerba la diferen-

cia entre sus miembros. comunicación analógica: toda comunicación pre y para-verbal (gestos

y actitudes) dentro de un contexto cultural dado. De ella dependen la salud y la enfermedad. comunicación digital: comunicación verbal. Se rige por un código con-

sensuado, aprendido en la ontogenia. Gracias a la abstracción que permiten las funciones lógicas permitió el desarrollo de la tecnología humana. continente:

el receptor de las proyecciones, principalmente negativas, de un sujeto. Todo continente tiene límites.

culpa: una de las formas en que se manifiesta el miedo. La sensación de

haber cometido algo desaprobado por el Superyo que merece un castigo. Para la escuela psicoanalítica inglesa la culpa es el motor de la reparación. cultura:

todo lo desarrollado gracias a la inteligencia y habilidad humanas. Presenta dos aspectos:

1) objetos producidos para dominar y usufructuar al resto de la naturaleza incluyendo los semejantes. 2) conjunto de normas que pretenden regular la relación de un sujeto con los objetos del entorno, destacándose las normas de convivencia con los semejantes. cultura falocéntrica (machismo):

normas que otorgan mayores derechos al hombre y mayores deberes a la mujer.

defensas maníacas:

concepto kleiniano (escuela inglesa): despreciar a un objeto para evitar el sentimiento de culpa por haberlo dañado.

dependencia: intensa necesidad

que un sujeto tiene de un objeto

diques sexuales:

los sentimientos y las ideas que sirven para mantener la represión de la sexualidad prohibida: el asco, la vergüenza, la moral.

eficaz: capaz

de producir conductas.

VIVIR EN PAREJA

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Ello: el sistema inconsciente en el segundo modelo de aparato psíquico. energía psíquica: la

energía del aparato mental.

energía vital: toda

energía que mantiene vivo a un sujeto.

esquizofrenia:

psicosis debida a una disociación interior que dificulta la relación con el mundo exterior. No existe una definición clara, ni unidad de criterio diagnóstico ni de tratamiento de esta patología.

envidia: forma dolorosa del odio. La hostilidad que implica tiene como

meta la destrucción del objeto que posee lo que el sujeto entiende que le pertenece. epistemología: ciencia

que estudia las ciencias.

escalada simétrica: concepto de la teoría de la comunicación. En un vín-

culo, ambos miembros compiten por ponerse un poco por encima del otro. escuela kleiniana: (o escuela psicoanalítica inglesa) Escuela formada en

las enseñanzas de Melanie Klein. Melanie Reizes de Klein nació en Viena el 30 de marzo de 1882 y murió en Londres el 22 de septiembre de 1960. espiral dialéctica:

la serie formada por las sucesivas síntesis que resultan de los conflictos dialécticos entre las sucesivas tesis y sus antitesis.

fantasías originarias:

organizadores de las fantasías del sujeto. Freud mencionó la vida intrauterina, la escena primaria (el coito entre los padres), la seducción y la castración. La Teoría Vincular del Narcisismo agrega una serie indefinida que configura la necesidad narcisista primordial: encontrar la respuesta a la pregunta “¿cuál es mi valor?”, que únicamente otro semejante humano puede dar. Las fantasías originarias son un patrimonio universal que se transmite por herencia filogenética.

filogenia: origen

y evolución de las especies.

frustración: fracasar

al intentar satisfacer un deseo.

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función continente: disminuir la ansiedad de un sujeto a un nivel ope-

rativo. Tolerancia, comprensión, apoyo, compañía y puesta de límites para que pueda pensar, en lugar de actuar. gratificación narcisista:

el reconocimiento positivo que otorga el objeto significativo

herida narcisista: el

reconocimiento negativo del objeto significativo

identificación: mecanismo por el cual un sujeto quiere ser como alguien

a quien toma de modelo. Narciso: según una leyenda, era un hermoso joven que despertaba el amor de muchos pero no correspondía a nadie. Despreciaba el amor. Por lo que atrajo sobre sí el castigo de los dioses: quedó fascinado con su imagen reflejada en un arroyo. No pudiendo alejarse se consumió al lado de ella. narcisismo infantil: es el egoísmo que expresa toda criatura normal: so-

berbio, arrogante y prepotente. Intolerante ante la frustración (no poder satisfacer sus caprichos). En tal caso, reacciona con violenta hostilidad. Normalmente, en un sujeto adulto, está oculto, encerrado y reprimido en el Ello. narcisismo perverso: el narcisismo infantil, arrogante, prepotente, into-

lerante a la frustración, es considerado perverso al presentarse en un sujeto adulto. narcisismo socialmente adaptado (sublimado):

aspecto del narcisismo que exhibimos con orgullo. Dispuesto a ser solidario para que lo consideren valioso. Normalmente, se desarrolla con la educación (con la resolución del complejo de Edipo). (NNP): necesidad de ser reconocido por otro semejante. En la práctica cotidiana, es la necesidad de ser reconocido como alguien importante por aquel que es considerado importante por el sujeto. En última instancia, es el deseo de ser reconocido incondicionalmente por todos los otros.

necesidad narcisista primordial

neurosis: esfuerzo

que un sujeto realiza para adaptarse a la vida en sociedad, intentando reprimir principalmente la hostilidad que esto le provoca.

VIVIR EN PAREJA

objeto significativo:

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objeto que ha adquirido determinado valor para

el sujeto. ontogenia: origen

y desarrollo de un individuo.

paradigma: sobresaliente ejemplo. paranoide: modalidad

persecutoria.

pensamiento mágico: (ver

proceso primario)

perversión: actitud prohibida por polisemia: múltiples

la Ley ética internalizada.

significaciones de una palabra.

polo maníaco: momento en que un sujeto tiene la ilusión de ser y de te-

ner el poder sobre todo lo que se le ocurra. polo melancólico:

momento en que un sujeto tiene la convicción de que su valor es nulo, por lo tanto, para él nada vale la pena, ningún esfuerzo se justifica.

posición depresiva:

concepto de la escuela kleiniana. Fase del desarrollo evolutivo en que el sujeto toma conciencia de su desamparo, de su dependencia y de su culpa y se hace cargo de su responsabilidad.

principio de placer: principio que pretende satisfacer todo en el momen-

to presente. Aspira a una completud que niega la necesidad. Por lo tanto, no tolera la frustración. principio de realidad: principio que impone la espera, para lograr la sa-

tisfacción. Propone postergar algunas demandas pulsionales y renunciar a otras. proceso primario: las leyes del pensamiento mágico. Posible gracias a los

mecanismos de desplazamiento (que convierten en idénticos varios elementos, objetos o ideas, por tener algo en común) y de condensación (que reúne en una identidad varios objetos o ideas que tienen algún elemento en común). proceso secundario:

las leyes del pensamiento lógico. Dos objetos serán iguales si tienen todos los elementos iguales; si no, serán similares, pero no iguales.

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profecía autocumplidora: concepto desarrollado por la teoría de la co-

municación. Actitud de un sujeto que sería una reacción lógica si fuese provocada, pero, al proceder como estímulo, obliga a un interlocutor a reaccionar en la forma temida. Alguien tiene la convicción que lo odian por lo que comienza con odio un encuentro, provocando el odio en el interlocutor. proyección:

mecanismo inconsciente por el cual un sujeto encuentra elementos propios en otros objetos.

psicosis:

síndrome psiquiátrico vulgarmente entendido como locura. Deterioro serio del juicio y del examen de la realidad, que limita seriamente la comunicación y provoca conductas imprevisibles.

pulsión: presión

interna que motiva la búsqueda de una satisfacción.

pulsiones de autoconservación: estímulos internos que motivan las con-

ductas de conservación de la vida del sujeto. pulsiones de conservación de la especie (sexuales):

estímulos internos que motivan las conductas tendientes a la reproducción de la especie.

reconocimiento: siguiendo a Hegel, es el valor (positivo o negativo) que

se adjudica a un objeto. relación objetal: el

vínculo que se da entre los sujetos.

relación sadomasoquista: ver sadomasoquismo. represión:

mecanismo psíquico por el cual una pulsión es ocultada en el Inconsciente, evitando así su acceso a la conciencia y a la motilidad.

sadomasoquismo:

conducta que busca el placer infligiendo o experimentando el dolor.

series complementarias: esquema

histórico que explica la razón de una conducta. Las series complementarias son dos:



1).-La serie disposicional: formada por el bagaje genético (que contiene la historia ancestral del sujeto), las vicisitudes del embarazo y las vivencias infantiles hasta la adolescencia.

VIVIR EN PAREJA



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2).-La serie definitiva: las experiencias traumáticas posteriores, hasta el momento actual.

síntesis: resultante del conflicto dialéctico entre dos fuerzas (tesis y an-

titesis). Sistema Inconsciente: instancia psíquica reprimida desconocida para el sujeto. Perteneciente al primer modelo de aparato psíquico. Gobernada por el principio de placer y el proceso primario. Sistema Preconciente-Conciente: instancia superficial del primer modelo de aparato psíquico. Regida principalmente por el Principio de Realidad y el Proceso Secundario. Se desarrolla tras el nacimiento. Consta de dos partes: 1).-La Conciencia, es decir, la atención; 2).-El Preconciente que funciona como Inconsciente no reprimido: su contenido puede hacerse conciente por un acto voluntario. Entre Conciencia y Preconciente hay una censura que evita la sobrecarga de la atención. Dicha censura puede ser vencida por la voluntad; salvo la “zona” profunda del Preconciente, que incluye la represión y la censura entre los dos Sistemas (Preconciente-conciente e Inconsciente) que, si bien se rige por las leyes del Preconciente, no puede hacerse conciente por la voluntad sublimación-mecanismo psíquico que convierte los impulsos antisocia-

les hostiles en otros socialmente aceptados y valorados. En sentido amplio (como ha sido usado en este libro) es sinónimo de “portarse bien” según las expectativas del objeto del cual un sujeto espera un reconocimiento positivo como premio. Superyo: guardián de la Ley internalizada durante el proceso de socialización. tesis: en el conflicto dialéctico, por el paso del tiempo, una síntesis ante-

rior se convierte en tesis por la aparición de una antitesis. transacción dialéctica:

resultante del conflicto entre dos fuerzas que contiene un porcentaje de cada una.

vínculo narcisista:

toda relación objetal, humana, lo es. Impone una

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competencia a todo nivel, donde la necesidad de recibir un reconocimiento positivo limitado, está en conflicto con el deseo de que tal reconocimiento sea ilimitado e incondicional. Yo oficial: aspecto de la personalidad que un sujeto quiere mostrar en público.

Índice

Prólogo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 7 Introducción . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 13 Capitulo 1 NUESTRA NATURALEZA NARCISISTA . . . . . . . . . . . 15 Capitulo 2 LA PAREJA HUMANA . . . . . . . . . . . . . . . . . . 31 El Triunfo de Lea . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 41 Capitulo 3 LA DIFERENCIA DE LOS SEXOS . . . . . . . . . . . . . . 49 Capitulo 4 CRECED Y MULTIPLICAOS . . . . . . . . . . . . . . . . 67 ¿Valía la pena? . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 79 Capitulo 5 LA CONVIVENCIA . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 89 Capitulo 6 RESPETO Y DESPRECIO . . . . . . . . . . . . . . . . . 101 Capitulo 7 GRATIFICACIÓN Y FRUSTRACIÓN . . . . . . . . . . .

113

Capitulo 8 LUCHANDO POR EL PODER . . . . . . . . . . . . . . 119 Capítulo 9 REALIZACIÓN PERSONAL . . . . . . . . . . . . . . .

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Capítulo 10 DINERO . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 133 Mamá y las Nenas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 139

Conclusión . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 143 Anexo Reflexiones sobre la terapéutica de parejas . . . . . . . . . . 145 Glosario . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 149

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