Vida breve de San Ignacio de Loyola

1 VIDA BREVE DE San Ignacio de Loyola FUNDADOR DE LA COMPAÑÍA DE JESÚS POR EL P. ANTONIO ASTRAIN DE LA MISMA COMPAÑÍA

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VIDA BREVE DE

San Ignacio de Loyola FUNDADOR DE LA COMPAÑÍA DE JESÚS POR EL P. ANTONIO ASTRAIN DE LA MISMA COMPAÑÍA

1921

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Imprimí potest. VINCENTIUS LEZA, S. J. Praep. Prov. Cast.

Nihil obstat. REMIGIUS VILARIÑO, s. j.

Imprimatur. LEOPOLDOS EPISCOPUS VICTORIENSIS 1 Dec. 1920

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ÍNDICE PRÓLOGO....................................................................................................5 CAPÍTULO I................................................................................................7 VIDA PRIMERA Y CONVERSIÓN DE SAN IGNACIO..........................7 CAPÍTULO II ............................................................................................13 SAN IGNACIO EN MANRESA ...............................................................13 CAPÍTULO III............................................................................................20 PEREGRINACIÓN A TIERRA SANTA...................................................20 CAPÍTULO IV............................................................................................27 ESTUDIOS EN BARCELONA, ALCALÁ Y SALAMAMCA.................27 CAPÍTULO V.............................................................................................34 ESTUDIOS EN PARÍS ..............................................................................34 CAPÍTULO VI............................................................................................38 PRINCIPIOS DE LA COMPAÑÍA DE JESÚS HASTA EL VOTO DE MONTMARTRE .......................................................................................38 CAPÍTULO VII...........................................................................................45 DESDE MONTMARTRE HASTA LA CONFIRMACIÓN DE LA COMPAÑÍA................................................................................................45 CAPÍTULO VIII.........................................................................................52 SAN IGNACIO Y LA FUNDACIÓN DE LA COMPAÑÍA.....................52 CAPÍTULO IX............................................................................................59 EXPANSIÓN DE LA COMPAÑÍA EN VIDA DE SAN IGNACIO.........59 CAPÍTULO X.............................................................................................66 SAN IGNACIO Y LA REFORMA ESPIRITUAL DEL PUEBLO CRISTIANO................................................................................................66 CAPÍTULO XI............................................................................................74 SAN IGNACIO Y LAS MISIONES DE INFIELES..................................74 CAPÍTULO XII...........................................................................................80 SAN IGNACIO Y LA RESISTENCIA A LA HEREJÍA...........................80 CAPÍTULO XIII.........................................................................................87 MUERTE DE SAN IGNACIO...................................................................87

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PRÓLOGO En este año 1921 se cumple el cuarto centenario de la herida y conversión de nuestro Padre San Ignacio de Loyola. Este suceso, memorable para toda la Iglesia, es para nosotros, los hijos de la Compañía de Jesús, objeto de tiernísima recordación y por eso nos disponemos a celebrarlo con especial devoción y piedad. Los fieles cristianos no dejan de conocer, al menos en sus rasgos principales, la fisonomía espiritual de San Ignacio. Todos los hombres prudentes, y aun los mismos enemigos de la Iglesia, están contestes en afirmar la originalidad de pensamiento y la superioridad de carácter de aquel hombre, que influyó en su siglo y sigue influyendo tan poderosamente todavía en el mundo moderno. Sin embargo, reconociendo todos la grandeza excepcional del héroe, no dejan de correr ciertas inexactitudes en el relato de sus hechos y más aún en la explicación de los designios que concibió y lentamente fue reduciendo a la práctica. Empezando por aquellas revistas y periódicos que dan al Santo el estrambótico nombre de Iñigo López de Recalde (creyendo sin duda acreditarse de eruditos, cuando lo que muestran con eso es falta de erudición) (1) observamos un anhelo bastante general de remontarse a síntesis grandiosas y de empeñarse en explicar los hechos mediante ideas modernas, que de seguro jamás pasaron por la mente de nuestro Padre. De aquí suele resultar un concepto algo extremoso, que falsea más o menos el verdadero retrato de San Ignacio de Loyola. En la presente obrita deseamos presentar a nuestros lectores una imagen verdadera del Santo, exponiendo brevemente los principales hechos de su vida. El principal fundamento de nuestra narración son las cartas, instrucciones y otros escritos del Santo Patriarca, que ya son del dominio público, gracias al Monumenta histórica Societatis Jesu y las cartas y relaciones de sus compañeros, que ya han visto la luz en la misma publicación Nos

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Véase lo que dijimos sobre este nombre en nuestra Historia de la Compañía de Jesús en la Asistencia de España, T. I, p, 3, nota.

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han servido principalmente los escritos de Laínez, González de Cámara, Polanco y Ribadeneira. Como escribimos un compendio biográfico, suprimimos, por de pronto ciertos hechos falsos que figuran en vidas antiguas del Santo, pero que han sido definitivamente retirados por la ciencia histórica. También omitimos los hechos dudosos, que deben ser discutidos en obras extensas, pero son impropios de los compendios. Finalmente nos hemos visto obligados a pasar por alto hechos verdaderos, indudables y, por cierto, muy excelentes, porque su exposición no cabía en los estrechos límites de una VIDA BREVE. Nuestro propósito es elegir lo más sustancial, los hechos más característicos de nuestro héroe, y presentarlos con el debido relieve, para que todos se muevan, primero, a la justa estimación -de tan admirables virtudes, y después a la imitación, en cuanto es posible, de tan heroicos ejemplos. Dichosos seremos si con este librito Contribuimos a lo que con los festejos de este centenario pretendemos, y es que, como Dios es generalmente glorificado en sus Santos, así lo sea este año de un modo especial con la memoria de su gran siervo y amadísimo Padre nuestro, San Ignacio de Loyola.

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VIDA BREVE DE

San Ignacio de Loyola

CAPÍTULO I VIDA PRIMERA Y CONVERSIÓN DE SAN IGNACIO (1491-1522)

Nació San Ignacio el año 1491 en la casa, solariega de Loyola, situada en el término de Azpeitia, provincia de Guipúzcoa. Fueron sus padres don Beltrán Yáñez de Oñez y Loyola y doña María Sáenz de Licona y Balda, ambos de noble linaje y bien acomodados de bienes de fortuna. Tuvieron trece hijos, ocho varones y cinco hembras. El último de los varones fue nuestro Santo, que bautizado en la parroquia de Azpeitia, recibió el nombre de Iñigo, que después había de mudarse en el de Ignacio. Tenía estrecha amistad D. Beltrán con el ilustre caballero Juan Velázquez de Cuéllar, contador mayor de los Reyes Católicos. Para prueba de afecto le pidió éste uno de sus hijos, prometiendo educarle en su casa y colocarle ventajosamente en la Corte. Envió D. Beltrán a nuestro Ignacio, quien pasó la mayor parte de su juventud al lado de Juan Velázquez, ya en Arévalo, ya en la Corte, adonde su protector debía residir muchas veces por razón de su oficio. Han dicho algunos historiadores que Ignacio fue paje de los Reyes Católicos. No está probado este hecho, que Ribadeneira rechazaba como apócrifo. En 1518 murió Juan Velázquez con el sentimiento de no dejar acomodado, como quisiera, a nuestro joven, que entonces contaba veintisiete años. Celebrados los funerales de su protector, 7

Ignacio tomó dos caballos y quinientos escudos que le dio la familia del difunto y se encaminó a Pamplona, donde fue recibido como gentilhombre por D. Antonio Manrique de Lara, Duque de Nájera, Virrey de Navarra. Tres años próximamente sirvió a este ilustre magnate, hasta el mes de mayo de 1521, En todo el tiempo de su juventud no aparecía en Ignacio ninguna cualidad singular que le distinguiese de los nobles caballeros de aquella época. Mostraba ciertamente la fe robusta de nuestros mayores, pero también la libertad y el desgarro pendenciero tan frecuente entre los cortesanos y militares de entonces. Érase la primavera de 1521, y casi todas las fuerzas militares fueron sacadas de Navarra, para sofocar en Castilla la famosa revolución conocida en la historia con el nombre de Comunidades. Aprovechando tan buena coyuntura Francisco I Rey de Francia lanzó un ejército de doce mil hombres sobre Navarra, para desmembrarla de Castilla. El Duque de Nájera, viendo venir la tormenta, voló al centro de España en busca de socorro. Al acercarse el ejército francés a Pamplona, los magistrados de la ciudad le abrieron las puertas. Quedaba en pie el castillo defendido por muy pocos soldados a las órdenes de Francisco Herrera, Juzgando éste imposible toda resistencia, empezó a tratar con los franceses de capitulación, pero se interpuso Ignacio, que exhortaba briosamente a resistir al enemigo hasta vencer o morir. Frustradas las negociaciones, se vino a las armas. Los franceses empezaron a disparar toda su artillería contra el castillo con ánimo de allanarlo. Perseveraba Ignacio en su puesto animando a los españoles. En lo más recio de la pelea, una bala de cañón, pasando por entre las piernas de nuestro héroe, le rompió malamente la derecha debajo de la rodilla y le hirió ligeramente la izquierda, aunque sin tocarle al hueso. Caído Ignacio, se desalentaron los defensores y entregaron la fortaleza al enemigo. Sucedió la herida de San Ignacio de Loyola el 20 de mayo de 1521. Recogieron los franceses al herido, y estimando el valor que había mostrado, le trasladaron a una casa de Pamplona, le hicieron la primera cura y acomodándole en una camilla, le enviaron libre a su pueblo natal. Le recibió en casa su hermano mayor Martín García, señor de Loyola desde la muerte de su padre. Llamados los cirujanos reconocieron, que, o por haberse 8

hecho mal la primera cura, o por los movimientos del viaje, no estaban bien unidos los huesos y era menester quebrantar lo mal soldado y ajustarlo en debida forma. Se ejecutó todo exactamente como decían los facultativos, e Ignacio sufrió inmóvil aquella horrible tortura, sin hacer otra demostración que apretar fuertemente los puños cuando arreciaba el dolor. Acabada la operación, sobrevino al enfermo una fuerte calentura con gran debilidad de estómago. Fueron decayendo tanto sus fuerzas, que la víspera de San Pedro llegó al último extremo. Avisado de su peligro se previno Ignacio para morir, y con mucha piedad recibió los últimos Sacramentos. Empero acordándose de San Pedro, cuya fiesta se celebraba al día siguiente, y de quien él había sido siempre devoto, se volvió a él y le encomendó humildemente su salud. Fue oída aquella oración por el príncipe de los Apóstoles, y desde el día siguiente se advirtió en Ignacio tan visible mejoría, que a todos pareció cosa de milagro. Todavía hubo de padecer mucho. Fue necesario aserrarle un hueso que sobresalía deformemente debajo de la rodilla, fue preciso estirarle muchos días la pierna herida, para que no quedase corta y contrahecha; pero, en fin, a pesar de tantos martirios, la salud del enfermo se fue asegurando y en toda la segunda mitad de 1521 fue convaleciendo lentamente de sus heridas nuestro valiente caballero. Entonces llegó para él la hora de las divinas misericordias. Mientras convalecía, pidió para entretener el tiempo algún libro de caballerías. No le hallaron en casa y en cambio le ofrecieron la Vida de Cristo, escrita por Ludolfo de Sajorna, llamado vulgarmente el Cartujano, y puesta en romance por Fray Ambrosio Montesinos, y otro tomo del Flos Sanctorum, también en castellano, cuyo autor ignoramos. Empezando a leer en aquellos libros, sintió Ignacio una extraña novedad en su interior. Brotó en su corazón un deseo vehemente de imitar las virtudes de Cristo, como lo habían hecho los santos. ¿No podría hacer él lo que hicieron ellos? ¿No podría él vestirse de un saco, andar descalzo, hacer penitencia de sus culpas y asegurar de este modo el reino de los cielos? A estos buenos pensamientos sucedía el torrente de ideas mundanas, y la imaginación del joven caballero volaba por el 9

campo de sus ambiciones y vanidades. Cansado de divagar por tan fantásticos ensueños, volvía los ojos al libro que tenía al lado, y el libro le despertaba el pensamiento de imitar a Cristo. Largo tiempo duró esta lucha de encontrados espíritus, esta alternativa de pensamientos espirituales y profanos, pero, al fin, se decidió Ignacio a seguir a Cristo e imitar a los santos. No sabemos el día preciso de su conversión, la cual no fue probablemente transformación brusca de un día, como en San Pablo y en San Agustín, sino lenta y gradual inclinación, que poco a poco le condujo hasta et firme propósito de servir a Dios. Resuelto a mudar de vida, se entregó de lleno a leer las vidas de Cristo y de los santos, hizo encuadernar primorosamente un libro de trescientas hojas y en él apuntaba los santos pensamientos que le ocurrían en el curso de su lectura. Al mismo tiempo oraba con fervor, pidiendo a Dios gracia para poner en práctica su nueva resolución. Un favor singularísimo del cielo le confirmó en sus buenos propósitos. Cierta noche, mientras oraba, se le apareció María Santísima con el Niño Jesús en los brazos, y ambos le recrearon algún tiempo con su amorosa vista. No le hablaron palabra, pero le concedieron un don inestimable, cual fue el purificarle el corazón de todo afecto impuro. Desde entonces hasta su muerte jamás incurrió Ignacio en el más ligero desliz contra la virtud de la castidad. Confortado con tan soberanos beneficios de Dios y sintiéndose ya restablecido de sus heridas a principios de 1522, trató Ignacio de poner en planta su nueva vida. Para esto necesitaba alejarse de su casa y parientes, y buscando algún pretexto para hacerlo sin ruido, se le ofreció hacer una salida a Navarrete, donde entonces residía el Duque de Nájera, para agradecer a este ilustre magnate las visitas que le había enviado mientras se curaba en Loyola. Bien adivinó Martín García lo que significaba aquel viaje de su hermano menor y no sin pena le despidió a la puerta de casa. Dos ideas llevaba Ignacio fijas en la mente al salir de Loyola, hacer penitencia de sus pecados y peregrinar a Tierra Santa. Cumplido esto, la voluntad de Dios se manifestaría y 1é mostraría lo que hubiera de hacer en el resto de su vida. 10

Montado en una muía y seguido de dos criados de la casa emprendió su viaje San Ignacio. Un hermano suyo le acompañó hasta Oñate, Visitó, por de pronto, el santuario de Nuestra Señora de Aránzazu, y desde allí continuó su camino derecho hasta Navarrete. Visitó al Duque de Nájera y le agradeció el interés que había mostrado por él mientras estaba herido. Como en casa del Duque le debían algunos ducados, los pidió al tesorero, y con ellos pagó algunas deudas que antes había contraído. Lo que sobró del dinero lo dedicó a restaurar una imagen de María Santísima que halló en mal estado. Habiendo cumplido con todos los deberes de la cortesía y amistad, despidió a los dos criados que le venían acompañando desde Loyola, y ya solo, montado en su muía, dirigió sus pasos al célebre santuario de Monserrat en Cataluña. Iba muy alegre y animoso, imaginando las penitencias que había de hacer, aunque ya no le movía tanto el deseo de satisfacer por sus culpas, como el noble anhelo de agradar a Dios y ejecutar cuanto había leído que hacían los santos en obsequio de la divina Majestad. Desde que salió de Loyola se disciplinaba todos los días y poco antes de llegar al término de su viaje, hizo voto de perpetua castidad, ofreciéndolo a Dios por las manos de la Santísima Virgen María. Venido a Monserrat, hizo confesión general de toda su vida con un prudente religioso benedictino, llamado Fr. Juan de Chanones, de nación francesa. Empleó tres días en esta confesión, y para más puntual exactitud, quiso hacerla por escrito. Descubrió después al confesor el propósito que había formado de emprender nueva vida, regaló al monasterio la muía en que había venido e hizo colgar su espada y su daga en el altar de María Santísima. Hecho esto, se dispuso a mostrarse al mundo cual deseaba ser en adelante, esto es, hombre crucificado a todos los deleites y gustos de la tierra. Era la víspera de la Anunciación, 24 de marzo de 1522. Habiendo esperado a que anocheciera, llamó a un pobre andrajoso, y desnudándose de los vestidos preciosos que traía puestos, hasta de la camisa, se los dio todos, y él se vistió un traje vilísimo que había comprado poco antes. Consistía éste en una túnica talar o saco de cáñamo, tosco y grosero, un pedazo de cuerda para ceñirlo al cuerpo, un zapato, o, como dice 11

Ribadeneira, alpargata de esparto para el pie derecho, pues aún necesitaba llevar fajada la pierna de la herida que fácilmente se le hinchaba, finalmente un bordón de peregrino con su correspondiente calabacita. Como había leído en los libros de caballerías, que los caballeros noveles solían velar sus armas una noche, quiso él hacer otro tanto con las armas de su nueva milicia, y acudiendo al altar de María Santísima, pasó toda la noche en oración, ya de pie, ya de rodillas, ofreciéndose generosamente al divino servicio e implorando el favor de la Reina de los cielos. Con este acto empezó públicamente la vida santa de Ignacio.

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CAPÍTULO II SAN IGNACIO EN MANRESA (1522-1523)

Apenas amaneció el día de la Anunciación, 25 de marzo de 1522, Ignacio vestido ya de peregrino y armado caballero de Cristo oyó misa y comulgó devotísimamente en Monserrat. Cuando hubo dado gracias a Dios por este beneficio, salió del monasterio y dirigió sus pasos a la vecina ciudad de Manresa. No habría andado una legua, cuando se oyó llamar por un hombre que a toda prisa le seguía. Le esperó, y el recién llegado le preguntó con vivo interés, si era verdad, que él había dado unos vestidos preciosos a cierto mendigo, a quien la justicia había puesto en la cárcel, por creer que los había hurtado. Confesó Ignacio la verdad, y considerando la tribulación que había ocasionado a un inocente, no pudo contener las lágrimas. Despertada con esto la curiosidad de aquel hombre, preguntó al peregrino quién era, de dónde venía, cómo se llamaba. Nada respondió a estas preguntas Ignacio, porque vio que no era menester para librar de la cárcel al mendigo. Despidiéndose de aquel hombre, continuó su camino hasta Manresa. Fue recibido como un pobre en el Hospital de Santa Lucía. Esta fue la ordinaria vivienda de Ignacio en aquella ciudad, aunque después le tuvieron los dominicos algún tiempo en su convento, y le hospedó en su casa una familia piadosa durante una enfermedad. Desde el hospital se encaminaba todos los días a la famosa cueva, hoy tan venerada por los fieles y entonces no frecuentada por nadie. En este oscuro rincón ocultaba Ignacio sus largas oraciones y las sangrientas disciplinas con que martirizaba su cuerpo. 13

El género de vida que hizo en Manresa fue espantosamente austero. Tenía siete horas de oración cada día, y todas siete de rodillas. Tres veces cada día se disciplinaba sin piedad. Su comida era lo que recogía de limosna; pero si le daban carne o vino, como lo hacían tal vez algunas personas buenas que pronto le empezaron a estimar, no lo probaba él, sino que lo repartía entre los otros pobres. Solamente los domingos y días de fiesta bebía un poco de vino. Se confesaba y comulgaba cada ocho días y asistía diariamente al santo sacrificio de la Misa, durante la cual acostumbraba leer la Pasión de Cristo, También acudía a las vísperas cantadas, en las cuales aunque aún no entendía los salmos, empezó a sentir aquella tierna devoción que siempre experimentó después al rezar el oficio divino. Su vestido ya queda descrito más arriba. Como antes había sido muy curioso en cuidar el cabello y ataviar su persona, ahora, en castigo de esta vanidad, llevaba siempre la cabeza descubierta y dejó crecer el cabello, la barba y las uñas. Esta fue la vida de Ignacio en Manresa. Pronto se dio a conocer entre las gentes el espíritu que animaba a aquel mendigo singular. El hecho de haber dado sus vestidos preciosos a un pobre se divulgó rápidamente entre el pueblo. Corrió la voz de que el hombre del saco era un insigne caballero, y creciendo como suele la fama de lo desconocido, se ponderaba aún más de lo que era la grandeza de su valor, la nobleza de su linaje y las altas dotes que se encubrían bajo aquella tosca apariencia. Empezaron a tratar con él varias personas principales. Se distinguió entre ellas Inés Pascual, viuda bien acomodada que residía habitualmente en Barcelona, pero que solía pasar con su hijo Juan Pascual, jovencito entonces de diez y seis años, largas temporadas en Manresa, por tener allí algunas posesiones. Madre e hijo se aficionaron extraordinariamente a Ignacio, y en adelante le dieron pruebas de finísima amistad. Participaron de este afecto, Brianda Paguera, Angela Amigant, Micaela Canielles, Ruidora o Redaura y otras señoras principales, quienes escuchaban con veneración los buenos consejos que les daba Ignacio, y sin esperar a que llamase a sus puertas, le enviaban sus limosnas al hospital de Santa Lucía. Los primeros cuatro meses los pasó muy tranquilo. Solo sintió tal cual tentación manifiesta, que él rechazó con suma 14

facilidad. De pronto empezó a experimentar extrañas perturbaciones en su interior. Le acontecía estar rezando con mucho fervor, y de repente se le secaba el corazón y quedaba sumido en tedio y amargura. Proseguía, no obstante, lo comenzado, y al cabo de algún tiempo, mayor o menor, sentía entrar en su alma el torrente de la suavidad y devoción que antes la inundaba. Estas singulares alternativas de alegría y de tristeza, estas idas y venidas del gusto espiritual, le llenaron de confusión y le infundieron cierto pavor sobre la carrera qué emprendía, Pero esto no era sino el preludio de la batalla. Lo terrible fue que le empezaron a venir dudas y escrúpulos sobre su confesión general. Él la había hecho con extremada diligencia. Sin embargo, turbado con fas imaginaciones sugeridas por el demonio, empezó a cavilar sobre este punto: si callé tal pecado, si omití tal circunstancia, si desfiguré tal hecho; y con la agitación de estas ideas se llenaba su alma de amargura. Deseando hallar sosiego en tales congojas, consultó a varios confesores, y por fin se puso en manos de un docto Padre dominico, predicador ordinario de la Seo. Éste, para conocer mejor la conciencia de su penitente, le mandó escribir todo cuanto pasaba por su alma. Lo hizo así Ignacio y presentó su escrito al confesor. Lo examinó éste, y ordenó al peregrino que no repitiese la confesión de sus pecados, si no estaba enteramente cierto de haber omitido alguno. Se tranquilizó al pronto Ignacio, pero luego el demonio volvió a la carga, representándole que, efectivamente, era cierto que no se había confesado bien. Vivía por entonces en el convento de los Padres Dominicos, los cuales, sin duda por indicación del confesor, compadecidos de la pobreza y angustias de Ignacio, le habían recogido y le cuidaban con mucha caridad. Se estaba largas horas en la celda que le dieron, llorando y pidiendo socorro a la divina misericordia. Quiso el demonio acabarle con un golpe decisivo. Había en el suelo de la celda un grande agujero que se cerraba con una puerta, y daba a una profundidad grandísima. Le propuso el demonio que, pues no hallaba consuelo en esta vida, acabase de una vez con ella, precipitándose en aquel abismo. Ignacio, aunque horrorosamente afligido, se contuvo ante semejante maldad y resistió a la tentación. 15

Se le ocurría como remedio final a tantas angustias, que el confesor le mandase no pensar absolutamente en sus pecados; pero por lo mismo que salía de él, tenía por sospechoso este remedio. En esto se acordó haber leído de un santo, que para alcanzar cierta gracia del Señor, había estado en ayunas hasta que la obtuvo. Determinó imitar este ejemplo, y un domingo, después de comulgar, se encaminó a la capilla de Nuestra Señora de Villadordis, situada a media legua de Manresa, adonde solía orar muy a menudo. Allí empezó a pasar los días de aquella semana en absoluto ayuno y en prolongada oración, implorando la divina misericordia. Al cabo de algunos días le echaron de menos en la ciudad las piadosas mujeres que escuchaban sus consejos y le socorrían con sus limosnas. Salieron a buscarle por diversas partes, y dieron con él en la capilla de Villadordis. Se hallaba Ignacio tan macilento y extenuado, que apenas podía andar ni tenerse en pie. Compadecidas las buenas señoras, buscaron hombres, que tomando en peso al penitente, le trasportaron a Manresa. Sin embargo quería él continuar su ayuno. Sin embargo, el confesor, a quien manifestó esta penitencia el domingo siguiente, le mandó con todo rigor interrumpir abstinencia tan prolongada, amenazándole, si no lo hacía, con negarle la absolución. Obedeció Ignacio y pasó con gran sosiego el domingo y el lunes. Volvieron los escrúpulos y agitaciones el martes, pero entonces considerando el santo no sus culpas, sino el horrible tormento que con el recuerdo de ellas padecía, entendió claramente que todo aquello era ardid del demonio para desesperarle y hacerle volver atrás de sus buenos propósitos. Como quien despierta de un pesado sueño, conoció Ignacio que sus ojos se abrían a la luz, y descubierta la trama del enemigo, quedó el alma del santo penitente en maravillosa tranquilidad. Pasada la tormenta, que debió durar dos o tres meses, premió Dios largamente la fidelidad de su soldado. Le comunicó un don altísimo de oración, tanto que se le pasaban sin sentir las horas y aun tas noches enteras embargado en las dulzuras de 1a contemplación. Se le aparecieron varias veces Jesucristo y su Santísima Madre y recibió inefables comunicaciones de Dios acerca del misterio de la Santísima Trinidad. Entre estas soberanas visitaciones divinas debemos mencionar dos, que 16

fueron sin duda las más estupendas e influyeron poderosamente en el giro que tomó después la vida de Ignacio. Saliendo un día de cierta, iglesia que estaba en 1as afueras de Manresa; se sentó en la orilla del río Cardoner, y con aire meditabundo puso los ojos en las aguas. Estando así, fue de repente iluminada su inteligencia con una luz infusa tan extraordinaria, que, como él mismo decía, el mundo y todas las cosas le parecían distintas de lo que antes eran. No vio objeto alguno en particular, pero recibió un conocimiento tan profundo de los misterios divinos y de la ciencia del espíritu, que juntando lo que después aprendió con el estudio y lo que Dios le enseñó por revelación, todo ello no igualaba a lo que Dios le infundió en un instante mediante aquella soberana ilustración. Quedó absorto y enajenado de los sentidos larguísimo espacio, y cuando volvió en sí, se arrodilló delante de una cruz que había allí cerca, dando gracias al Señor por tan inmenso beneficio. Entonces fue cuando le inspiró Dios la primera idea de fundar la Compañía de Jesús. El segundo favor de la divina clemencia, que debemos recordar, es el famoso rapto de ocho días, ocurrido en el hospital de Santa Lucía. Desde la tarde de un sábado hasta la tarde del sábado siguiente estuvo Ignacio tan enajenado de sus sentidos, que algunos le dieron por muerto. El joven Juan Pascual que le vio, corrió a contar el hecho a su madre. La discreta señora discurrió, que aquello debía ser un desmayo natural, causado por la extraordinaria abstinencia del penitente. Hizo en seguida una taza de caldo y acudió a llevarlo al enfermo; pero no se lo pudo administrar. Rodeaban a Ignacio varias personas nobles de Manresa. Reconociéndole los médicos, observaron que el corazón palpitaba suavemente con regularidad, aunque en lo demás el hombre parecía difunto. Se convencieron todos de que allí había un fenómeno de orden superior, no conocido por la medicina. Así estuvo el peregrino toda la semana, hasta que el sábado por la tarde abrió los ojos y volvió en sí, pronunciando dulcemente el nombre de Jesús. Ignacio no habló jamás con nadie de este rapto, según afirma Polanco, porque los pecados de la vida pasada y las acciones externas era fácil hacérselas referir, pero no los dones internos y raros, por mucha diligencia que se pusiese en averiguarlos. 17

Experimentado nuestro santo con tan fuertes y variadas tentaciones, esclarecido con luces sobrenaturales del cielo, aunque no poseyese todavía, él cultivo intelectual de los estudios, pudo ya en Manresa escribir el libro de los Ejercicios espirituales. Verdad es que en Loyola había empezado a tomar notas sobre la discreción de espíritus, También es verdad, que más adelante añadió al libro algunas partes complementarias, que suponen el conocimiento del latín y el estudio de la teología; pero no hay duda, que el núcleo de las principales meditaciones, que forman el meollo de los Ejercicios se escribió en los últimos meses de su permanencia en Manresa. (2) No faltaron trabajos al peregrino, aun cuando Dios le visitaba con tan extraordinarios favores. Al fin del año 1522, entrando lo crudo del invierno, cayó en una grave enfermedad, ocasionada sin duda por su excesiva penitencia. Para curarle mejor le llevaron sus devotos a casa del Sr. Andrés Amigant, donde día y noche le asistieron algunas personas buenas con extremada caridad. Luego que se repuso algún tanto, volvió a sus penitencias, con lo cual recayó segunda y tercera vez en la enfermedad. Quería Dios, como observa Polanco, enseñarle el cuidado conveniente que se debe tener de la salud, y como el mismo Ignacio solía decir después, en esto como en otras cosas, «errando aprendió a no errar.» Convencido sin duda por la experiencia de sus achaques, condescendió con los ruegos de sus amigos, que le instaban a que admitiese algún vestido menos astroso, con el cual pudiese defenderse mejor de las inclemencias del tiempo. El señor Canielles, honrado industrial de lana, se encargó de hacer la costa, la cual no debió ocasionarle grandes gastos, pues todo lo que admitió Ignacio se redujo a dos ropillas pardas de paño muy grueso, y un bonete de lo mismo, como media gorra. También empezó por entonces a cortarse el cabello y las uñas, sin duda para hacerse más accesible a las gentes con quienes trataba. Desde la célebre ilustración a orillas del Cardoner, Ignacio se acercaba más a las gentes y sentía vehementes impulsos de procurar la salvación de las almas. Era el espíritu de la futura Compañía de Jesús, que 2

Véase lo que escribimos sobre este punto en la Historia tic la Compañía de Jesús en la Asistencia de España T. 1, página 148.

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brotaba en su santo fundador. Tal fue la vida de Ignacio en Manresa desde marzo de 1522 hasta febrero de 1523.

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CAPÍTULO III PEREGRINACIÓN A TIERRA SANTA

Había resuelto Ignacio al salir de Loyola peregrinar a Jerusalén, después de haber hecho un año de penitencia por sus pecados. Se acercaba el tiempo de cumplir esta resolución, cuando en febrero de 1523, yendo a visitar el santuario de Monserrat, se encontró Ignacio casualmente con el eclesiástico Juan Pujol Vicario de Prats y el niño Gabriel Perpiñá que le servía de criado y nos ha trasmitido este incidente. Entrando en conversación, le declaró Pujol que estaba de partida para Roma, a donde le enviaba el monasterio de Monserrat por ciertos negocios. Oyendo esto Ignacio, le preguntó, si tendría inconveniente en admitirle por compañero de viaje, pues él también deseaba ir a Roma. No tuvo dificultad el interpelado, y así quedó resuelto entre los dos, que se pondrían luego en camino. Vuelto a Manresa, se preparó Ignacio para la partida. Se fue despidiendo de sus amigos y bienhechores, los cuales no sin lágrimas le veían partir, pues le habían cobrado extraordinaria veneración y cariño. Algunos hasta se ofrecieron a acompañarle. Rehusó él cortésmente tales ofrecimientos y se alejó de la ciudad solo, reuniéndose luego con Pujol y Perpiñá con los cuales se encaminó a Barcelona. Salía Ignacio de Manresa algo mejorado en el vestido, aunque este fuese todavía extremadamente pobre. Vestía un modesto jubón y unos zaragüelles o calzones anchos de tela gruesa. Sobre el jubón llevaba una de aquellas ropillas que le había regalado Canielles, y era de paño pardillo. La cabeza la cubría con una caperuza del mismo paño, y para los pies había admitido un par de toscos zapatos. No llevaba medias, y por consiguiente entre los zapatos y los zaragüelles quedaban las piernas al aire libre. A pesar de tanta pobreza (notemos este rasgo) iba provisto de una escribanía y de papel necesario para es20

cribir, Siempre fue muy solícito en apuntar lo que le podía servir para edificación de su espíritu. Indudablemente llevaría consigo aquel cuaderno de 300 hojas encuadernado en Loyola, donde a estas horas estaría ya escrito el libro de los Ejercidos, que, como veremos, le pidieron y examinaron detenidamente en Salamanca algunos años después. En Manresa nos dio Ignacio ejemplo de una penitencia extraordinaria y verdaderamente excesiva. En el viaje a Tierra Santa nos va a mostrar una confianza en Dios sin límites, pero llevada también a ciertos extremos poco prudentes, a donde le conducía su increíble fervor y su inexperiencia en la vida espiritual. Llegado a Barcelona, hubo de esperar tres semanas la navegación. Entonces le conoció una piadosa señora barcelonesa, Isabel Roseli, que le había de hacer insignes favores, pero también causar algunas molestias. Se hallaba cierta nave de partida para Italia, y presentándose Ignacio al capitán, le pidió que le llevara de limosna por amor de Dios. Prometió el capitán recibirle en la nave, pero le exigió que metiese primero cierta cantidad de bizcocho, que le sería necesario para mantenerse los días que probablemente duraría la navegación. Se sintió algo contrariado nuestro santo Padre, porque se le ocurrió que el meter provisiones en la nave sería tener menos confianza en Dios. No sabiendo resolver la duda, acudió a un confesor, exponiéndole su caso, le preguntó qué debía hacer para acertar con lo que fuese más perfecto y agradable a los ojos de Dios. Respondió el confesor resueltamente, que metiese la cantidad de bizcocho señalada por el capitán. Obedeció Ignacio y cori una buena limosna de Isabel Rosell y otras que mendigó de puerta en puerta allegó el bizcocho necesario para su alimento. Le sobraron algunas blancas. ¿Qué hacer con ellas? Llevar dinero le pareció poco digno de quién ponía su confianza únicamente en Dios. Deja, pues, las blancas en un banco y se mete en la nave sin guardar un maravedí consigo. Con él se embarcaron Juan Pujol y el niño Perpiñá. La travesía fue bastante rápida y feliz para aquellos tiempos, pues llegaron en cinco días a Gaeta. Al saltar a tierra se hallaron con el grave contratiempo de que hacía estragos una epidemia en la Italia central, por lo cual los pueblos principales estaban 21

acordonados, para no permitir la entrada de los viajeros y preservarse en lo posible del contagio. Terrible inconveniente era esto para Ignacio, que había de sustentarse pidiendo limosna. Juntándose con otros tres que mendigaban como él, empezó a caminar hacia Roma. Al acercarse a cierto pueblo, se cayó desmayado de pura debilidad en una iglesia que estaba en el campo. Dios proveyó que la Señora del pueblo, teniendo noticia del caso, le permitiese entrar y pedir limosna. Con esto y con algún socorro que le envió Juan Pujol, pudo restaurar sus fuerzas el peregrino y entró en Roma el domingo de Ramos, 29 de marzo 1523. Asistió devotamente a los oficios de Semana Santa y Pascua, y en cierta solemnidad tuvo el consuelo de recibir entre los fieles la bendición del Papa Adriano VI. Al mismo tiempo consultaba con diversas personas sobre su viaje a Venecia y a Jerusalén. Todos le representaban la dificultad de la empresa. Dos meses antes había conquistado el turco la isla de Rodas y este acontecimiento había consternado a toda la cristiandad. Además todos sin excepción le inculcaron que debía ir provisto de dinero. Convencido portan unánime consejo, allegó Ignacio siete u ocho ducados de limosna y con esta provisión salió de Roma el 13 de abril. Al poco tiempo le asaltó la idea de que era poca confianza en Dios ir provisto de aquel modo. Tentado estuvo de hacer con los ducados lo que había hecho con las blancas en Barcelona; pero mirando más en ello, juzgó que sería mejor darlo a los pobres. Fue, pues, repartiendo limosnas por el camino, de modo que llegó a Venecia limpio de todo dinero. Entrado en la ciudad de las lagunas pedía limosna de puerta en puerta, según su costumbre, y pasaba la noche sobre una tabla en la plaza de San Marcos. Pronto se hizo sentir el favor de la divina Providencia. A los pocos días se encontró con un español rico, y según insinúa Laínez, vascongado, el cual trabando con él conversación, le preguntó de dónde venía y a dónde iba. Ignacio le manifestó llanamente, que iba en romería a Jerusalén. Algo sorprendido su interlocutor empezó a disuadirle tal jornada. ¿No había sabido la toma de Rodas y los grandes progresos de las armas del turco? Casi todos los peregrinos se volvían a sus tierras y rehusaban embarcarse, por temor de caer cautivos. Oyó Ignacio todas aquellas razones y con aire de firmeza sobrenatural, 22

respondió estas palabras que nos ha conservado el P. Laínez. «Yo tengo tal esperanza en Dios Nuestro Señor, que si este año una sola nao o tabla pasara a Jerusalén, he de ir en ella.» Quedó prendado el español de la firmeza y santidad que resplandecía en aquel pobre peregrino, y sin más ceremonia le tomó del brazo y le condujo a su posada. En ella le hospedó y le mantuvo todo el tiempo que Ignacio hubo de esperar la navegación. Otro favor insigne le hizo y fue negociarle una audiencia del Dux de Venecia, Éralo entonces Andrés Gritti, quien admitió benignamente en su presencia a nuestro santo Padre. Éste, hablando en español, porque aún ignoraba el italiano, le manifestó sus deseos de peregrinar a Jerusalén y pidió que le recibiesen por amor de Dios en alguna de las naves que salían para Oriente. El Dux acogió favorablemente la súplica y dio orden de que fuese recibido Ignacio en la nave que debía conducir al gobernador de Chipre. En aquel año 1523, aunque habían concurrido a Venecia muchos peregrinos, la mayoría de ellos se habían vuelto a sus casas por temor de los turcos. Quedaron solamente veintidós determinados a arrostrar todos los peligros. De ellos trece se embarcaron en la nave Peregrina, así llamada porque cada verano conducía los peregrinos a Tierra Santa. Los otros nueve (entre los cuales iba Ignacio) fueron acogidos en la nave del gobernador de Chipre. Se hicieron a (a vela el 14 de julio. Al poco tiempo observó Ignacio que en el navío se cometían pecados abominables y empezó a reprenderlos con celo cristiano y briosa libertad. Temblaron los otros peregrinos y le advirtieron mirase lo que hacía, pues los marineros podrían dejarle en alguna isla desierta. Parece que los reprendidos por Ignacio concibieron la idea de ejecutar este crimen, pero cuando quisieron acercarse a cierta isla apropiada a sus intentos, se levantó un viento muy fuere que les obligó a tomar otro rumbo y los condujo rápidamente hasta Chipre. Allí debía quedarse la nave del gobernador. Los peregrinos saltaron en tierra y a pie se encaminaron a otro puerto más adelante, donde les esperaba la nave Peregrina. Desde Chipre a Jaffa no ocurrió novedad en el viaje. Desembarcados en esta ciudad, cabalgaron los peregrinos en modestos asnillos, y en esta 23

forma llegaron al término de su piadosa romería. Después de seis meses de penalidades sin cuento, nuestro Padre S. Ignacio entraba en Jerusalén el 4 de septiembre de 1523. Increíble devoción y consuelo recibió nuestro peregrino al visitar los Santos Lugares e hizo larga oración en todos los sitios santificados por la presencia de Nuestro Salvador. Indudablemente debió experimentar soberanas visitaciones del cielo, y entonces se empapó su espíritu en aquel tierno amor a Jesucristo, que después manifestó en todos los actos de su vida. Mes y medio, próximamente, permaneció Ignacio en Tierra Santa. Hubiera deseado perseverar allí toda su vida, dedicándose a trabajar en la conversión de los infieles; pero los designios de Dios eran muy distintos. Hablando con el guardián de San Francisco, le manifestó la intención que tenía de quedarse allí perpetuamente. El guardián le representó varias dificultades, y en último término le remitió a su Provincial, que entonces se hallaba en Belén y volvería dentro de poco. Vino efectivamente a Jerusalén a fines de octubre, cuando ya los peregrinos preparaban su vuelta a Occidente. Llamó a Ignacio y le significó que al día siguiente debía partirse con los demás peregrinos. Representó el interpelado la gran •devoción y confianza en Dios que le animaba a permanecer allí toda su vida. El Provincial alabó su santo deseo, pero insistió en su mandato y añadió que tenía facultad del Sumo Pontífice para obligar a los peregrinos, aun con censuras eclesiásticas, a volverse a sus tierras. Quiso mostrarle las bulas pontificias; pero Ignacio le detuvo, diciendo que no necesitaba verlas, pues le bastaba la palabra de Su Reverencia. Con esto dispuso su pobrísimo hatillo y al día siguiente salió de Jerusalén con toda la peregrinación. Pasaron a Chipre sin ninguna dificultad. Allí debían tomar embarcación para Italia. Tres naves hallaron a punto de partir, una turquesca, en la cual ningún peregrino quiso meterse, otra magnífica de venecianos y otra pequeña y mezquina, ignoramos de qué país. Rogaron algunos al capitán veneciano, que admitiese de limosna a Ignacio, alabándole de santo. El capitán respondió con burla. «¿Si es santo, para qué quiere nave? ¡Vaya andando sobre las aguas y no se hundirá!» Desechados por él acudieron con la misma demanda al capitán de la nave pequeña y éste recibió a 24

Ignacio sin ninguna dificultad. Salen las tres naves al mar en el mismo día y con muy buen tiempo; mas a la caída de la tarde sobreviene de pronto un recio temporal que los pone en el último extremo. La nave turquesca se hundió con todos los tripulantes, la veneciana dio contra un escollo en la costa de Chipre y se perdió miserablemente, aunque pudieron salir a tierra los navegantes. En cambio la navecilla que llevaba a nuestro Santo Padre salió sin novedad de la tormenta, y continuó su viaje a Italia muy despacito, como que tardó dos meses (noviembre y diciembre de 1523) en llegar al primer puerto de la Pulla. Se quedó allí el mezquino barquichuelo, e Ignacio, pasando a otra embarcación, dio vista a Venecia a mediado de enero de 1524. De Venecia a Génova hubo de andar a pie, trabajo no ligero en aquellas circunstancias, cuando todo el Norte de Italia ardía en aquella guerra encarnizada, que se hacían entonces España y Francia y que debía decidirse un año después con la famosa batalla de Pavía. Siguiendo Ignacio su camino tropezó con un puesto de españoles. Le prendieron los soldados, y creyéndole espía, le registraron minuciosamente, le quitaron la ropilla y dejándole en jubón y zaragüelles le llevaron al capitón. Le dirigió éste varias preguntas y como vio que Ignacio respondía pocas palabras y muy secas, se imaginó que era un pobre loco. Reprendió, pues, a los soldados de que le hubieran traído aquel mentecato y mandó que se lo quitaran de delante. Algo mohínos los soldados con la reprensión del capitán, desahogaron su mal humor dando bofetadas y empellones al pobre peregrino. Calló éste, humildemente, cumpliendo a la letra la futura regla once de la Compañía de Jesús. Pasando más adelante, dio en una avanzada de franceses y, naturalmente, fue detenido y presentado al capitán. Le preguntó éste de dónde era, y respondió Ignacio que de Guipúzcoa. Pues de allí cerca soy yo, exclamó el capitán. Efectivamente, era vasco francés. ¿Hablarían los dos en vascuence? Muy probable es. El resultado de esta inesperada anagnórisis fue que el capitán mandó servir de cenar a nuestro peregrino y después le despidió cariñosamente. Obsequiado de quien menos lo esperaba, prosiguió Ignacio su camino y llegó a Génova. Allí se encontró con Rodrigo Portuondo, noble vascongado, a quien él había conocido años atrás en la corte de los Reyes Católicos, y este 25

ilustre caballero le proporcionó cómoda navegación para España. Desembarcó Ignacio en Barcelona a mediados de la Cuaresma de 1524. Había durado un año justo su peregrinación a Tierra Santa.

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CAPÍTULO IV ESTUDIOS EN BARCELONA, ALCALÁ Y SALAMAMCA (1524-1528)

Desde que salió de Jerusalén para España, iba discurriendo Ignacio lo que haría por amor de Dios en lo restante de su vida. La idea de reunir hombres apostólicos para procurar la salvación de las almas ya estaba fija en su mente desde Manresa. Pronto se convenció de que para una empresa de este género necesitaba el auxilio de la ciencia sagrada. Proceder sin ella sería caminar a ciegas o pedir milagros que no entran en el curso ordinario de la Providencia divina. Resuelto pues a estudiar, comunicó su pensamiento con un maestro de latín, llamado Ardebalo, y con Isabel Rosell. Ambos aprobaron su propósito: el maestro ofreció enseñarle gratis la gramática y la señora socorrerle con sus limosnas. No menos se brindó a favorecerle la piadosa Inés Pascual, quién continuó en Barcelona los buenos oficios que había empezado a ejercitar con él en Manresa. Animado con tales ofrecimientos emprendió nuestro Santo Padre la carrera de sus estudios, que había de durar once años. En la cuaresma de 1524 y teniendo treinta y tres años de edad empezó Ignacio a frecuentar el aula de Ardebalo. Lidiaba por aprender las menudencias gramaticales, poco gratas para él, cuando la natural dificultad se agravó con una tentación muy sutil y original. Apenas tomaba la gramática en la mano, le sobrevenía tal golpe de pensamientos espirituales, de ideas devotas, de dulzura y suavidad interior, que no le dejaban adelantar nada en el estudio. Entendió Ignacio la treta del demonio, y resolvió aplicar a la tentación un remedio enérgico y decisivo. Oigámoselo referir al padre Ribadeneira. 27

«Vase a su maestro y ruégale (como el mismo Padre me contó) que se venga con él a la iglesia de Santa María del Mar, que estaba cerca de su casa, y que allí le oiga lo que le quiere decir. Y así le dio cuenta muy por entero de todo lo que pasaba en esta parte por su ánimo, y de la tela que le iba urdiendo el demonio, y que para destejerla y deshacerla de todo punto, le empeñaba su palabra y le prometía no faltar ningún día a lección en espacio de los dos primeros años, con que no le faltase pan ni agua para pasar aquel día, Y con esto se echa a los pies del maestro y ruégale una y muchas veces muy ahincadamente, que muy particularmente te tome a su cargo, y le trate como al menor muchacho de sus discípulos; y que le castigue y azote rigurosamente como a tal, cada y cuando que le viere flojo y descuidado.» ¡Sublime abnegación y humildad, que deshizo en un instante los engaños del enemigo! Otro incidente ocurrió en Barcelona a nuestro Padre, en el que estuvo en peligro de muerte. Aconsejó a ciertas monjas que no admitiesen en su locutorio a unos jóvenes de mala fama que lo frecuentaban. Oyeron las religiosas el consejo y cerraron las puertas del locutorio a los jóvenes. Se irritaron éstos sobremanera, y habiendo averiguado quién era la causa de aquella mudanza, alquilaron dos brutales moriscos, los cuales, esperando un día a Ignacio en las afueras de la ciudad, se arrojaron súbitamente sobre él y le apalearon inhumanamente hasta dejarle por muerto. Un molinero que acertó a pasar por allí le recogió, le echó encima de su muía y le llevó a casa de Inés Pascual, Cincuenta y tres días hubo de estar en cama Ignacio para curarse de la terrible paliza. Dos años perseveró el Santo en Barcelona estudiando gramática. Viéndole regularmente impuesto en ella, le aconsejó su maestro pasar a la Universidad de Alcalá, para aprender allí la filosofía. Siguiendo este dictamen, Ignacio se dispuso para la partida y se trasladó a Alcalá en la primavera del año 1526. En Barcelona se le habían juntado tres compañeros, deseosos de imitar su género de vida. Eran Calixto de Sa, Juan de Arteaga y Lope de Cáceres. Todos tres le siguieron a la Universidad complutense, donde se les allegó pronto un muchacho francés de quince años, llamado Juan de Reinalde, a quien por su poca edad daban el nombre de Juanico. Vestían Ignacio y sus compañeros un pobre sayal, que les atrajo el mote de los ensayalados. 28

Hospedado en el humilde Hospital de Antezana, empezó nuestro santo a estudiar, según dice el P. Cámara, «términos de Soto y física de Alberto y el Maestro de las Sentencias,» es decir, la dialéctica, la física (que se consideraba como parte de la filosofía) y la teología, que se aprendía por el texto de Pedro Lombardo, llamado el maestro de las Sentencias, Muchas materias abarcó de una vez, para poder salir aventajado en ninguna. Más que su falta de método, le estorbaron en los estudios las persecuciones externas que le hostigaron en Alcalá. Él y sus compañeros trataban espiritualmente con los prójimos y procuraban hacer bien a las almas cuanto podían. Lograron algunas conversiones y notables mudanzas de vida que despertaron vivamente la curiosidad del pueblo. Unos elogiaban como a santos a los cinco ensayalados, otros en cambio se recataban de ellos, y como entonces brotaban por doquiera tantas herejías y novedades, no faltó quién denunciase a la Inquisición el nombre de Ignacio, como de sectario oculto y peligroso. Los inquisidores de Toledo comisionaron al licenciado Alonso de Mejía y al Doctor Carrasco para examinar aquel negocio. Ambos abrieron una información judicial el 19 de noviembre de 1526 sobre la vida y costumbres de Ignacio y sus compañeros. Ninguna tacha pudieron descubrir en los cinco ensayalados, y así guardaron silencio sobre el caso, contentándose con encargar al vicario de Alcalá, Juan de Figueroa, que vigilase los pasos de aquellos hombres. Cumplió el encargo Figueroa y llevó su vigilancia tal vez hasta la impertinencia. A los tres meses renacieron las sospechas, y el 6 de marzo de 1527 Figueroa abrió proceso acerca de la doctrina que enseñaba Ignacio. Fueron interrogadas varias mujeres que oían sus consejos, y de sus respuestas vino a sacarse en limpio, que la enseñanza del Santo se reducía a los elementos de la moral cristiana y de la vida espiritual. Se tranquilizó con esto Figueroa y dejó en paz a nuestro Padre. Pasa un mes y de pronto se levanta otra tempestad más brava que las anteriores. Entre las personas que se aprovechaban en espíritu con los consejos de Ignacio había dos mujeres, María del Vado, viuda y su hija Luisa de Velázquez, bastante conocidas en Alcalá. Ambas, entrando en fervor indiscreto de padecer por 29

Cristo, determinaron hacer una peregrinación a pie a la Verónica de Jaén. Ignacio, con quien lo consultaron, se lo disuadió enérgicamente. Esto no obstante, ellas, saliendo una noche de casa con gran secreto, emprendieron su romería. Cuando este hecho se divulgó en la ciudad, se levantó gran rumor contra nuestro Santo, creyendo que él había aconsejado tal imprudencia. Al mismo tiempo se oyó decir, que varias mujeres que oían los consejos de Ignacio padecían tristezas, desmayos y agitaciones extrañas. ¿Qué sería aquello? La credulidad popular creía ver diablos y duendes por todos los rincones y no estaba lejos de pensar que aquel hombre llevaba un demonio en el cuerpo. Alarmado por estos rumores, el vicario Figueroa mete en la cárcel a Ignacio y abre proceso contra él. Fue interrogando despacio a todas las personas que solían hablar con el Santo, y antes de que terminara el proceso, volvieron de Jaén María del Vado y su hija. Se les tomó también a ellas su declaración y de todas las respuestas se coligió la absoluta inocencia de Ignacio y sus compañeros. El 1 de junio de 1527, a los cuarenta y dos días de estar encarcelado nuestro Padre, el vicario le hizo comparecer en su presencia, y sin reprenderle nada ni en las costumbres ni en la doctrina, le impuso dos preceptos. Uno: que él y sus compañeros anduviesen vestidos como los demás estudiantes de Alcalá. Otro: que, pues no habían estudiado teología, se abstuviesen de enseñar al pueblo las verdades de la fe, hasta que con el tiempo adquiriesen mayor caudal de doctrina. Con esto le dejó en libertad, y aun le socorrió algo para que mejorase sus vestidos. Mucho sintió Ignacio el segundo precepto, pues le cerraba la puerta para procurar la salvación de las almas. Pensó, pues, en cambiar de domicilio; pero antes quiso consultar el negocio con el Arzobispo de Toledo, Alfonso de Fonseca, que por entonces se hallaba en Valladolid. A fines de junio fue a visitarle y le expuso llanamente la situación en que se veía. El discreto Prelado, teniendo en cuenta las muchas borrascas que se habían levantado en Alcalá contra Ignacio, le aconsejó encaminarse con sus compañeros a la Universidad de Salamanca. Al consejo añadió una limosna de cuatro escudos. Ignacio, que, ya había tenido la misma idea, aceptó este consejo, y llevándose a sus cuatro compañeros, entró en la ciudad del Tormes por julio o agosto de 30

1527, Tampoco en Salamanca pudo lograr la deseada quietud. A los diez o doce días de llegado, un fraile de Santo Domingo, con quien empezó a confesarse en el convento de San Esteban, le convidó a comer para el próximo domingo. Se presentó Ignacio acompañado de Calixto, y fueron ambos muy obsequiados por los religiosos. Terminada la comida, el subprior del convento con el confesor y otro fraile, tomó aparte a los dos convidados, y después de algunas frases corteses en alabanza del celo apostólico que mostraban y del buen ejemplo que daban a todos, preguntó a Ignacio qué estudios había hecho. El Santo confesó sin dificultad las pocas letras que alcanzaba. Entonces el subprior observó, que, pues no había estudiado teología y se ponía a enseñar a las gentes las verdades de la fe, sin duda alguna habría recibido la ciencia por inspiración divina. ¿Era verdad que Dios le había revelado lo que enseñaba? Se sorprendió nuestro Padre a tan inesperado interrogatorio, y después de pensar un poco, se negó redondamente a responder a la pregunta. Entonces el subprior manda cerrar las puertas del Monasterio, guardando como presos a Ignacio y a Calixto. Los acomodaron en una celda, donde vivieron tres días, comiendo con los frailes en el refectorio. Continuamente eran visitados en su celda por los religiosos, entre los cuales se formaron diversos juicios, alabando unos la virtud de los detenidos y recelando otros alguna oculta malicia. Entretanto el subprior denunció aquellos hombres al provisor del obispado. El severo provisor manda prender a Ignacio y a Calixto, y encerrarlos no en la habitación común de los presos, sino en un aposento apartado, viejo, medio caído, sucio y de mal olor. Allí ataron a una gruesa cadena, larga de doce o trece palmos, a los dos presos, metiéndolos un pie a cada uno en ella tan estrechamente, que no podía apartarse el uno del otro para nada. «Así estuvieron toda aquella noche —dice Polanco—, dejándoles poco dormir gran multitud de bestias varias.» Vino a la cárcel el provisor, y les examinó a cada uno en particular. Se llevó además el libro de los Ejercicios para leerlo despacio. Al cabo de algunos días hizo comparecer a Ignacio ante un tribunal compuesto por los doctores Santisidoro, Paravinhas y Frías y el bachiller Frías, todos los cuales habían visto los 31

Ejercicios. Dirigieron estos jueces varias preguntas al Santo sobre los puntos más recónditos de la teología, como la Trinidad y la Eucaristía, y también le propusieron una cuestión de derecho canónico. El humilde preso, representando primero su falta de estudios, respondió a las preguntas con admirable acierto. Le mandaron explicar el primer mandamiento de la ley de Dios, y él lo hizo con mucha libertad y desembarazo. Asombrados los jueces reconocieron algo de extraordinario en aquel hombre y desistieron de sus preguntas. Hicieron hincapié, no obstante, en aquel documento de los Ejercicios, que establece cuándo se comete pecado venial, tratándose de malos pensamientos. ¿Cómo un hombre, decían, falto de estudios teológicos, se arroja a enseñar materias tan delicadas? El inspirado Santo se contentó con responder: O es verdad o no, eso que enseño. Si no es verdad, condénenlo. Si es verdad, déjenlo estar. Más los jueces no osaron reprobarlo. A los veintidós días de prisión fueron llamados otra vez ante los jueces Ignacio y su compañero, y les fue leída la sentencia. En ella se les declaraba hombres inocentes en la vida y ortodoxos en la doctrina; pero se les mandaba no meterse en honduras, declarando la distinción entre el pecado mortal y el venial. Leída la sentencia, preguntaron a Ignacio, si se conformaba con ella. Él respondió que no. «Salta uno de los jueces que más le eran favorables —dice Polanco—, demandándole qué hallaba, que no le contentaba en esta sentencia. Le respondió que, pues no hallaban cosa falsa en lo que hablaba de pecado mortal y venial, porqué le imponían silencio en esta parte. Y que antes él no estaría en Salamanca, que pasar por tal sentencia.» Y como lo dijo lo hizo. Observando que se le cerraba la puerta para hacer bien a los prójimos a orillas del Tormes, discurrió trasladarse a la Universidad de París. Trató el negocio con sus cuatro compañeros, y habiéndoles encargado continuar en Salamanca, mientras él les buscaba algún modo de subsistir en la capital francesa, dispuso inmediatamente su partida. Cargó un asnillo con sus libros y cartapacios, y unos veinte días después de haber salido de la cárcel, tomó el camino de Barcelona. Llegado g esta ciudad, participó a sus amigos el pensamiento que tenía de dirigirse a París. Se lo disuadieron ellos, representándole los peligros a que se expondría, por la guerra que entonces había 32

entre España y Francia. Ignacio no conocía el miedo y así persistió en su propósito. Como le vieron tan resuelto, le socorrieron, sobretodo Isabel Rosell e Inés Pascual, con muy buenas limosnas, y el Santo Patriarca, puesta su confianza en Dios, arreó su jumentillo y se encaminó a Francia. Llegó a París el 2 de febrero de 1528.

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CAPÍTULO V ESTUDIOS EN PARÍS (1528-1535)

Cuando entró Ignacio en la capital de Francia, el primer trabajo que se le ofreció fue, como él lo había previsto, la dificultad de mantenerse. Todo su caudal se reducía al jumentillo, que llevaba cargado con libros y cartapacios, y a una letra de veinticinco escudos, que Isabel Rosell le había dado en Barcelona, Cobró esta cantidad en París y la dio a guardar a cierto español que se alojaba en la misma posada donde él se albergó a su llegada. El tal español le gastó luego todo el dinero y no tenía con qué pagarlo. Esta desgracia puso a nuestro Padre en el último extremo, y al fin de la cuaresma de 1528 hubo de recurrir al medio de subsistencia que solían adoptar los estudiantes pordioseros, cual era buscar alojamiento gratuito en algún hospital y pedir de puerta en puerta su ordinario sustento. He aquí como explica el P. Ribadeneira los apuros económicos de San Ignacio en París. «Le fue necesario pedir en limosna de puerta en puerta lo que había de comer. Lo cual, aunque no le era nuevo, y en pedir como pobre hallaba gusto y consuelo, todavía le era grande embarazo para sus estudios, y especialmente le estorbaba el vivir tan lejos de las escuelas como vivía. Porque comenzándose las lecciones en invierno (como es uso en París) antes del día, y durando las de la tarde hasta ya de noche, él, por cumplir con el orden del hospital y con sus leyes, había de salir a la mañana con sol, y volver a la tarde con sol, y con esto venía a perder buena parte de sus lecciones. Viendo, pues, que no aprovechaba en los estudios como quisiera, y que para tanto trabajo era muy poco el fruto que 34

sacaba, pensó de ponerse a servir algún amo, que fuese hombre docto y que enseñase filosofía, que era lo que él quería oír, para emplearse en estudiar todo el tiempo que le sobrase de su servicio... Nunca pudo hallar tal amo, aunque con gran diligencia y por medio de muchas personas lo buscó. Y así, por consejo de un amigo suyo religioso, después de haberlo encomendado a Nuestro Señor, tomó otro camino que le sucedió mejor. «Íbase cada año de París a Flandes, donde entre los mercaderes ricos españoles que en aquel tiempo trataban en las ciudades de Brujas y Amberes, recogía tanta limosna, con que podía pasar pobremente un año la vida, y con esta provisión se volvía a París, habiendo con pérdida y trabajo de pocos días, redimido el tiempo que después le quedaba para estudiar. Por esta vía vino a tener los dos primeros años lo que había menester para su pobre sustento. Y al tercero pasó también a Inglaterra, para buscar en Londres esta limosna, y hallóla con más abundancia. Pasados los tres primeros años, los mercaderes que estaban en Flandes, conocida ya su virtud y devoción, ellos mismos le enviaban cada año su limosna a París, de manera que no tenía necesidad para esto de ir y venir. También de España le enviaban sus devotos algún socorro y limosna, con la cual y con la que le enviaban de Flandes podía pasar más holgadamente, y aún hacer la costa a otro compañero.» Con esta penuria económica hizo Ignacio sus estudios en París. Es muy digno de observarse el orden con que en ellos procedió. Cuando llegó a París, ya llevaba nuestro Santo cuatro años de estudio y se hallaba a los treinta y siete de su edad. ¿Qué plan seguiría en adelante? Pues ya tenía sabida la gramática ¿no bastaría un breve curso de teología moral, para recibir las sagradas órdenes y trabajar en provecho de los prójimos? Nunca gustó Ignacio de hacer las cosas a medias y de corrida. Todo lo que hacía, lo había de hacer bien y perfectamente. Puesto pues a estudiar, quiso hacer los estudios con toda exactitud. Como había perdido mucho tiempo en Alcalá con el afán de aprender muchas cosas a la vez, ahora, en vez de acelerar la carrera, dio un paso atrás, volvió como a empezar sus estudios. Durante año y medio, desde febrero de 1528 hasta el verano de 1529 repasó detenidamente la gramática y letras humanas, 35

asistiendo al colegio dé Monteagudo. El 1.° de octubre de 1529 (en este día solían abrirse los cursos de la Universidad de París) empezó el curso de la filosofía, asistiendo a la cátedra del virtuoso doctor español Juan de la Peña. Paso a paso continuó el estudio de esta ciencia, como todas las demás, durante tres años y medio. Al fin de ellos, tomó el grado de maestro en artes en la cuaresma de 1533, por consejo de su maestro, pasando por el examen que allí llamaban de la Piedra, y era de los más rigurosos que había en aquella Universidad. En octubre de 1533 empezó el curso de teología, pero hubo de interrumpirla, antes de terminar el segundo año, por los continuos dolores de estómago que le aquejaron y que al fin le obligaron a venir a España en abril de 1535. Un año después hallándose en Bolonia, intentó continuar la teología, y también estudió algo en Venecia mientras esperaba a sus compañeros; pero estos estudios aislados debieron ser poca cosa. La carrera de Ignacio pudo darse por terminada, cuando de París se partió para Guipúzcoa. Estudió, pues, once años seguidos, desde marzo de 1524 hasta abril de 1535. ¿Y cuánto aprendió con todo este trabajo? El P. Laínez lo aprecia justamente por estas palabras. «Cuanto el estudio, aunque tuviese Ignacio más impedimentos que los otros, todavía tuvo tanta diligencia y tanto provecho o mayor, cœteris paribus, que los otros de su tiempo, viniendo a mediocres letras, como mostró en responder públicamente y platicando en el tiempo de su curso con sus condiscípulos.» Llegó, pues, San Ignacio a adquirir una decente medianía en letras. No pasó de ahí. Lo que sí aprendió en su carrera escolar fue la sabiduría práctica para dirigir los estudios. Fue providencia de Dios detenerle siete años en la Universidad más célebre del mundo, para que probase la vida escolar, experimentase los métodos de enseñanza y entendiese la administración de los establecimientos docentes. Lo que asombra verdaderamente en los estudios de Ignacio es aquella firmeza inquebrantable con que los llevó hasta el cabo. Ya entrado en edad, viviendo de limosna, agobiado de enfermedades, obligado a mudar de domicilio por las persecuciones, tropezando por doquiera con denuncias, procesos, golpes, cárceles y cadenas sigue imperturbable estudiando once años, ¡Y esto sin 36

ningún gusto en el estudio, solamente porque así lo pedía la gloria de Dios! Heroísmo sublime, que nos muestra en San Ignacio una de las voluntades más firmes y constantes que se han visto en el mundo.

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CAPÍTULO VI PRINCIPIOS DE LA COMPAÑÍA DE JESÚS HASTA EL VOTO DE MONTMARTRE (1524-1534)

Desde que Ignacio empezó sus estudios en Barcelona, trató también de allegar compañeros, para poner en planta la idea de la Compañía de Jesús, que Dios le había inspirado en Manresa. Como ya lo hemos indicado, se le juntaron en Barcelona Calixto de Sa y Lope de Cáceres, ambos segovianos, y Juan de Arteaga, natural de Estepa. A éstos se añadió en Alcalá Juan de Reinalde, o Juanico, según le llamaba el P. Cámara. Estos cuatro aprovecharon bastante en la virtud bajo la dirección de San Ignacio, Como él, vestían pobre sayal, vivían de limosna, edificaban con santas conversaciones al prójimo, y lo que es más de estimar, participaban con cristiana resignación de las cárceles y persecuciones que padecía su maestro, A pesar de tan buenos principios, esta sociedad, como parto primerizo, según la llama Polanco, no prosperó. Cuando quedaron solos en Salamanca, por haberse ido Ignacio a París, se resfriaron en sus buenos propósitos y cada uno fue por su lado. Calixto paró en comerciante e hizo dos viajes a las Indias occidentales. Cáceres volvió a Segovia, su patria, donde no sabemos cuál fue su suerte en adelante. Arteaga siguió el camino de las dignidades eclesiásticas y llegó a obtener un obispado en las Indias. Cuando se encaminaba a tomar posesión de su diócesis, murió en Méjico el 8 de octubre de 1540. Juanico finalmente entró en una Orden religiosa. 38

Mientras se disolvía el grupo de Salamanca, intentaba Ignacio reunir otro en París. En el verano de 1529 dio los Ejercicios a tres jóvenes españoles, distinguidos por su nobleza y buenas cualidades. El primero se decía Juan de Castro, el segundo Pedro de Peralta y el tercero Amador. Todos tres determinaron abrazar la perfección evangélica, repartieron sus bienes entre los pobres y se fueron a hospedar de limosna en el Hospital de Santiago. Increíble fue el enojo que concibieron sus parientes, amigos y conocidos, al ver tan extraordinaria transformación. Los llamaban la deshonra de sus familias, decían que Ignacio les había vuelto locos e hicieron todas las diligencias posibles, para retraer a los jóvenes de sus buenos propósitos. Viendo que no bastaban palabras y razones, acudieron a mano armada al hospital, sacaron de allí a los tres estudiantes y les obligaron a vivir conforme a su estado, mientras duraban sus estudios. Cedieron a la fuerza los tres jóvenes; pero, lo que fue peor, se olvidaron poco a poco de sus santos propósitos y vinieron por fin a desamparar a su maestro. Segunda vez se frustraban los planes de Ignacio; pero no tardó en experimentar la amorosa providencia de Dios. En el mismo año 1529 empezó a tratar con dos almas privilegiadas que habían de unirse con él para siempre. Debiendo emprender por octubre el curso de filosofía, pasó Ignacio a vivir en el Colegio de Santa Bárbara y allí se encontró con dos jóvenes de veintitrés años, unidos entre sí con los lazos de la más cristiana amistad, Pedro Fabro, .saboyano, y Francisco Javier, navarro. Fabro había nacido de padres humildes en Villaret, pequeño pueblo perteneciente al actual departamento francés Haute Savoie, el año 1506. Desde niño sintió grande inclinación a la virtud, y a los doce años hizo voto de castidad. Aprendidas las letras humanas en su país natal, se dirigió el año 1525 a la Universidad de París, donde siguió el curso de filosofía hasta licenciarse en esta facultad el 15 de marzo de 1530, Cuando ya se hallaba al fin de su, curso iba a empezarlo Ignacio. Como éste sintiese ciertas dificultades a los principios en el estudio de la filosofía, consultó con el Dr. Peña el modo de superarlas. Éste le aconsejó, que repasase las lecciones oídas en clase con algún discípulo aventajado, por ejemplo, con Pedro Fabro. Admitió 39

nuestro Padre el consejo y empezó a repetir sus lecciones con el joven saboyano. No tardó éste en reconocer el mérito superior de aquel hombre ya entrado en edad, que tan humildemente venía a hacerse discípulo suyo en filosofía, y como entendió cuán versado era en materias de espíritu, se resolvió a comunicar con él un secreto de conciencia que le atormentaba desde años atrás. Había hecho voto de castidad y el demonio le combatía con fuertes tentaciones de impureza. Se añadían pensamientos de vanidad, escrúpulos de conciencia y grande confusión de espíritu. Como él no manifestaba a nadie lo que pasaba en su interior, este aislamiento le había producido horribles congojas y sumergido en gran pusilanimidad. Hasta había concebido el pensamiento de abandonar los estudios y retirarse a hacer vida solitaria, para ver si con la oración y penitencia lograba la paz del corazón. En esta amargura se veía Fabro, cuando se decidió a manifestar su conciencia a nuestro Santo Padre. No podía hallar maestro más curtido en estas peleas. Ignacio le oyó con benignidad, le ensanchó el corazón y para ponerle en orden la conciencia, le aconsejó por de pronto, que hiciese una confesión general. Después le acostumbró a frecuentar los sacramentos, le impuso en examinar cada día su conciencia y le enseñó la práctica del examen particular, para ir desarraigando una por una todas sus faltas. De este modo le tuvo dos años, desde principios de 1530 hasta 1532, en los cuales Fabro, no solo alcanzó la paz de su espíritu sino que hizo admirables progresos en la virtud. Entonces fue cuando Ignacio le manifestó el plan que tenía de ir a Jerusalén y después consagrarse a procurar la salvación de las almas. Se entusiasmó Fabro al oír esta idea y se ofreció a Ignacio por perpetuo compañero. En 1533 hizo los Ejercicios con extraordinario fervor. El segundo discípulo que adquirió nuestro Padre en el colegio de Santa Bárbara, fue la mayor conquista que hizo en su vida, el hombre más admirable en su línea que ha tenido la Iglesia de Dios, el príncipe de los misioneros, San Francisco Javier. Este glorioso Santo había nacido el 7 de abril de 1506 en el castillo de Javier, cerca de Sangüesa, en Navarra. Fueron sus padres Juan de Jassu o Jaso y María de Azpilcueta, señores de Javier. Ambos 40

eran de linaje muy distinguido, y Juan de Jaso fue presidente del Consejo Real de los últimos Reyes de Navarra, a los cuales sirvió con fidelidad en la próspera y adversa fortuna. Como nuestro Santo era el último de sus hermanos, y su familia había padecido grandes quebrantos en los bienes temporales por las revueltas de aquellos tiempos, se aplicó Francisco a las letras, para conseguir por ellas una posición y fortuna que no podía esperar de sus padres. En 1525 se trasladó a París, y hospedado en el Colegio de Santa Bárbara, siguió los estudios en íntima amistad con Pedro Fabro. Con él se graduó de licenciado en Artes el 15 de marzo de 1530. En todo este tiempo, aunque tuviese la cabeza llena de la vanidad literaria, tan frecuente en los estudiantes universitarios del Renacimiento, pero fue singular la pureza de costumbres que conservó. Viviendo entre tantas ocasiones en la Universidad de París, guardó siempre intacta su virginidad, sin mancharla con el más ligero desliz. Aunque muy pronto empezó Ignacio a tratar de cosas espirituales con Javier, le encontró algo rebelde a sus santas insinuaciones. No se desanimó nuestro Padre, y procuró ir ganando el corazón del joven navarro. Obtuvo éste una cátedra de filosofía en París, en el colegio llamado de Beauvais, y entonces Ignacio le atrajo buenos discípulos y se esforzó en formarle una clase lucida y numerosa. No podía hacerse obsequio más delicado a un joven profesor, que aspiraba a distinguirse en las cátedras universitarias. Con esto Ignacio se hizo dueño del corazón de Javier. Entonces le pudo inculcar aquella célebre máxima de Jesucristo. «¿Qué le aprovecha al hombre ganar todo el mundo, si pierde su alma?» Esta verdad sublime, repetida y explicada por San Ignacio, ganó para la Compañía de Jesús al apóstol de las Indias y del Japón. En el año 1532 logró Ignacio de un lance dos buenas adquisiciones. Diego Laínez, nacido en Almazán (Soria) el año 1512 empezaba a estudiar en la Universidad de Alcalá, cuando en ella, se presentó nuestro Padre. Conocióle de vista Laínez, mas por entonces no le trató. Continuó sus tareas literarias hasta graduarse de maestro en artes el 26 de octubre de 1532. Mientras estudiaba en Alcalá, trabó estrecha amistad con un jovencito de 41

Toledo, llamado Alonso Salmerón, nacido en 1515, que se distinguía por su aptitud singular para las letras. Siguiendo ambos sus estudios, oían los grandes rumores que corrían en la Universidad acerca de Ignacio, a quien unos elogiaban como Santo, y otros condenaban como oculto novador. El deseo de conocer a un hombre tan singular fue uno de los motivos que determinaron a los dos jóvenes a dirigirse a París, donde sabían que él estudiaba. Se encaminaron allá a fines de 1532 y con tan buena suerte llegaron, que el primer hombre con que se encontraron a1 apearse en la posada fue San Ignacio. El conocer al Santo, el convencerse de su mérito y ofrecerse por compañeros suyos, fue obra de pocos días. . Cuando estos dos hombres se unieron a Ignacio, ya conversaba con él un joven portugués, llamado Simón Rodríguez de Azevedo. Había nacido en Voucella, diócesis de Vizeu, y por su buen ingenio y disposición había merecido que el Rey de Portugal le costease los estudios en París. Sentía deseos fervorosos de servir a Dios, pero mezclados con cierta incertidumbre y angustia, por no ver claro a qué género de vida le llamaba el Señor. Cuando trató con Ignacio y oyó de éste los planes que meditaba de ir a Jerusalén y trabajar en la conversión de las almas, entendió que aquella vocación era la suya y se entregó a la dirección del Santo Patriarca. En pos de Simón Rodríguez vino a juntarse con Ignacio un joven español, cuyo nombre era Nicolás Alfonso, pero él se llamaba Bobadilla, del nombre de su pueblo natal, que era Bobadilla del Camino, en la diócesis de Palencia. Después de estudiar en Valladolid y Alcalá, se había encaminado a París, ansioso de aprender las lenguas sabias. Llegado allí, oyó hablar de Ignacio, como de hombre que estaba bien quisto en la Universidad y sabía favorecer a sus amigos. Se arrimó a él Bobadilla, pidiéndole favor. Présteselo cumplidamente el Santo y le acomodó bien en la Universidad. Este auxilio temporal atrajo el corazón de Bobadilla primero a escuchar los consejos de Ignacio y después a unirse con él para siempre. Cuando Ignacio tuvo reunidos a estos seis jóvenes, empezó a deliberar con ellos sobre el modo de poner en planta la vida que deseaba establecer. Todos estaban resueltos a peregrinar a Tierra 42

Santa y a entregarse después a los ministerios apostólicos. Como esto segundo exigía el auxilio de los estudios sagrados, decidieron continuar en París tres años, sin hacer en el exterior ninguna mudanza de vida, hasta que todos hubieran terminado la teología. Finalmente, para prevenirse contra las tentaciones del enemigo y contra la inconstancia de la humana fragilidad, juzgaron conveniente asegurar estos buenos propósitos con el sagrado vínculo de un voto. ¿Pero cuál sería el objeto de esta promesa? Examinado maduramente el negocio, convinieron todos en que el voto contendría tres cosas: Primera, Pobreza; Segunda, Castidad; Tercera, Peregrinar a Jerusalén y emplearse después en procurar la salvación de las almas. En cuanto a la pobreza, advirtieron que mientras durasen los estudios, no entendían despojarse de la facultad de poseer, pues parecía necesaria para continuarlos; pero que después no recibirían estipendio por misas y otros ministerios sagrados. El voto de castidad no pedía interpretación. A 1a promesa de ir a Jerusalén añadieron una limitación, y fue, que llegados a Venecia, esperarían embarcación un año, y si en este tiempo no la hallaban, acudirían a Roma, y puestos a los pies del Sumo Pontífice, se ofrecerían a su obediencia, para que los emplease donde fuera servido en provecho de las almas. Determinada así la naturaleza y alcance del voto, escogieron para emitirlo el día de la Asunción, 15 de agosto 1534. Al amanecer este día, Ignacio y sus seis compañeros se dirigieron silenciosamente a la capilla de San Dionisio, sita en la colina de Montmartre. Estaban los siete enteramente solos. El Beato Pedro Fabro, que se había ordenado de sacerdote un mes antes, dijo la misa. Al llegar a la comunión, se volvió a sus compañeros, teniendo en las manos al Santísimo Sacramento. Arrodillados los seis en torno del altar, fueron pronunciando uno en pos de otro en voz alta su voto y recibiendo la sagrada comunión. Por último el celebrante, volviéndose al altar, emitió en voz alta su voto, como todos los demás. Terminada la misa y dadas a Dios gracias, bajaron al pie de la colina y en torno de una fuentecilla tomaron una refección harto frugal, pues se redujo a pan y agua. Allí pasaron lo restante del día, en conversación animadísima, como dice el padre Simón Rodríguez, desahogando cada cual los afectos encendidos que el Espíritu Santo le inspiraba. 43

Este voto lo renovaron los dos años siguientes el mismo día, en el mismo sitio y con las mismas circunstancias; pero a estas renovaciones no pudo asistir Ignacio, porque, como veremos, hubo de venir a España. En cambio se acrecentó la alegría de todos con la agregación de otros tres compañeros, que, por lo menos, ya estaban reunidos en la renovación de 1536. Llamábase el primero Claudio Jayo y era de Saboya, el segundo Pascasio Broet, francés, nacido en Bretancourt, cerca de Amiens, y el tercero Juan Coduri, provenzal, nacido en Seyne, actual departamento de Basses-Alpes. Con estos tres fueron nueve los compañeros de Ignacio que le ayudaron a fundar la Compañía de Jesús.

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CAPÍTULO VII DESDE MONTMARTRE HASTA LA CONFIRMACIÓN DE LA COMPAÑÍA (1534-1540)

No pudo San Ignacio terminar en París su curso de teología. Las enfermedades que le aquejaban, y sobre todo, los dolores agudísimos de estómago le obligaron a interrumpir sus estudios y trasladarse a su tierra por consejo de los médicos, para restaurar sus fuerzas con los aires natales. Otro motivo le inclinó también a emprender esta jornada, y fue que sus compañeros tenían pendientes algunos negocios de familia, los cuales convenía concluir, para abrazar el estado de la pobreza evangélica. Encomendaron estos negocios a Ignacio, le dieron las cartas y poderes necesarios, y acomodándole en una modesta cabalgadura, le enviaron a España. Hizo este viaje en el mes de abril de 1535. Apenas llegó a Azpeitia, quiso su hermano mayor hospedarle en casa, como era natural; pero el humilde peregrino rehusó este obsequio. Se acogió al hospital de la Magdalena, y allí estuvo aposentado, como un pobre, los tres meses que permaneció en su pueblo. Pronto sintió mejoría en la salud, y como su celo no le dejaba reposar, se dio a hacer el bien espiritual que pudiese a sus paisanos. Empezó por enseñar el catecismo a los niños, predicaba los domingos al pueblo, y acudía a escucharle tan grande concurso, que le fue necesario salir al campo y hablar a las gentes al aire libre. Entabló algunas buenas costumbres en Azpeitia, procuró que se reprimiese el vicio del juego, negoció que se proveyese a muchos pobres del sustento necesario, renovó la piadosa costumbre de tocar la campana a hacer oración tres veces 45

al día, a la mañana, al mediodía y a la noche, exhortó, por fin, al pueblo a rezar por los que están en pecado mortal. Pasados unos tres meses y sintiéndose bien de salud, en el verano de 1535, Salió Ignacio de Azpeitia para no volver nunca a ella. Enderezó sus pasos primero a Navarra y luego a Almazán, Sigüenza y Toledo, pues en todos estos puntos tenía negocios de sus compañeros que arreglar. Despachadas felizmente estas diligencias, se embarcó para Génova y de allí se encaminó a pie hasta Bolonia, Hospedado en el colegio español, como nos dice Polanco, intentó continuar los estudios teológicos; pero, le fue tan mal de salud, que hubo de renunciar a su propósito y pasó a Venecia, donde debía esperar a sus compañeros de París. Mientras estos llegaban, dio los Ejercicios a un bachiller de Málaga, llamado Diego de Hoces, el cual salió de ellos tan fervoroso, que desde luego se ofreció por perpetuo compañero a San Ignacio. Los que habían quedado en París, salieron de esta ciudad el 15 de noviembre de 1536, y con los trabajos que se dejan entender en un viaje hecho a pie y en el corazón del invierno, llegaron a Venecia el 6 de enero de 1537. Allí abrazaron con efusión a San Ignacio y al bachiller Hoces, y como el paso a Jerusalén no podía verificarse hasta el verano, determinaron dedicarse entretanto al servicio de los enfermos. Se repartieron entre el hospital de San Pablo y el de los Incurables, e hicieron tales prodigios de caridad, que llamaron la atención de las personas prudentes de Venecia. No faltaron allí, como en todas partes, algunas detracciones contra San Ignacio y denuncias a la autoridad judicial; pero no le inquietaron gran cosa estas contradicciones que muy pronto se desvanecieron. Previendo que podrían suscitarse dificultades contra su peregrinación a Jerusalén, creyeron prudente presentarse al Papa, y manifestándole sus deseos, pedirle facultad para pasar a Tierra Santa, sin que nadie se lo pudiera impedir y al mismo tiempo licencia para recibir las sagradas órdenes los que no fuesen sacerdotes. A mediados de cuaresma de 1537, se encaminaron a Roma todos, excepto Ignacio, que no juzgó oportuno presentarse allí, porque andaban entonces en la corte romana dos hombres de quienes él se recelaba. Uno era el Cardenal Juan Pedro Carafa, con quien había tenido poco antes en Venecia un encuentro 46

desagradable, y otro el Doctor Pedro Ortiz, que en París se le había mostrado enemigo. Llegaron a Roma los compañeros de Ignacio y hallaron tan otro del que pensaban al Dr. Ortiz, que él fue quien les introdujo a Paulo III y les facilitó el despacho de su negocio. Quiso el Papa conocer a los sujetos que el Doctor le recomendaba, y mandó que un día, al tiempo de comer, hubiese en su presencia una disputa teológica, en la cual los recién llegados diesen pruebas de su talento y saber. Se hizo así, y Paulo III quedó tan prendado no menos de la ciencia que de la virtud de los disputantes, que al instante les dio su bendición, les otorgó las dos facultades que le pedían y añadió una limosna para el viaje a Tierra Santa. Volvieron a Venecia los compañeros de Ignacio, y en virtud de la facultad extraordinaria concedida por el Sumo Pontífice, se prepararon para recibir las sagradas órdenes los que no eran Sacerdotes, San Ignacio recibió las órdenes menores el 10 de junio, el subdiaconado el 15, el diaconado el 17 y por fin el día de San Juan Bautista, 24 de junio de 1537 se ordenó de Presbítero. Con él se hicieron Sacerdotes San Francisco Javier y los PP. Laínez, Salmerón, Rodríguez, Bobadilla y Coduri. Adornados con esta dignidad, determinaron retirarse algún tiempo para prepararse a la primera misa. Ignacio y Laínez se recogieron a Vicencia, Javier y Salmerón a Montecelso, Jayo y Rodríguez a Bassano, Broet y Bobadilla a Verona, Coduri y Hoces a Treviso. No quisieron alejarse mucho de Venecia, para acudir pronto a embarcarse, apenas se ofreciese pasaje a Palestina. A los cuarenta días de recogimiento se llegó a Vicencia el P. Coduri, y trató con Ignacio, Fabro y Laínez, si convendría ya lanzarse decididamente al ministerio de la predicación. Pareció acertado este dictamen, y los cuatro salen resueltamente por calles y plazas, páranse donde ven algún concurso de gente, y haciendo señas con los bonetes, convidan al pueblo a oír la palabra de Dios. Lo mismo hicieron los otros compañeros en las ciudades donde residían. Así empezaba públicamente sus ministerios apostólicos la Compañía de Jesús, aun antes de estar aprobada por la Santa Sede. El primer fruto que recogieron nuestros Padres con su predicación fueron las risas del pueblo por lo mal que hablaban el italiano, Empero la gente sencilla y católica penetró, muy pronto 47

el espíritu que animaba a los predicadores, oía con veneración sus palabras y les socorría generosamente con limosnas. Por setiembre se reunieron en Vicencia todos, once, y dijeron su primera misa los nuevos Sacerdotes, excepto Ignacio que la dilató más de un año todavía basta el día de Navidad de 1538. El motivo de reunirse era el deliberar sobre la romería a Jerusalén. Iba pasando el buen tiempo y no se hallaba pasaje para Tierra Santa. Aquel año, 1537, fue el único desde mucho tiempo atrás en que no pudieron pasar peregrinos a Jerusalén, por haberse roto las hostilidades entre Venecia y el turco. Entrando el invierno, se cerraban todas las esperanzas de navegación. Quedaba a nuestros Padres el cumplir la segunda parte del voto, esto es, postrarse a los pies del Sumo Pontífice y ofrecerse a trabajar a sus órdenes en cualquiera parte del mundo por la gloria de Dios y bien de las almas. Después de muchas oraciones y consultas, resolvieron que fuesen a Roma Ignacio, Fabro y Laínez para tantear el terreno, y entretanto repartidos los otros por las ciudades de Italia en que hubiese Universidad, ejercitasen los ministerios apostólicos, procurando despertar a otros jóvenes a que siguiesen su modo de vida. Fijaron algunas prácticas piadosas que deberían observar. Todos vivirían de limosna y se hospedarían en los hospitales. Semanalmente sería cada uno superior de su compañero. En tos sermones exhortarían a la penitencia y al ejercicio de las santas obras. Se aplicarían a oír confesiones y servirían a los enfermos en los hospitales. Por último se propuso esta duda: ¿«Qué responderemos a los que pregunten quiénes somos?» A esto satisfizo Ignacio, mandando que respondiesen ser de la Compañía de Jesús. Este había de ser su nombre. Trazado este plan de vida, salieron todos de Vicencia. Javier y Bobadilla se dirigieron a Bolonia, Rodríguez y Jayo a Ferrara, Salmerón y Broet a Sena, Hoces y Coduri a Padua. Ignacio con Fabro y Laínez tomó el camino de Roma. Poco antes de llegar al término de su viaje tuvo nuestro santo Padre la más célebre visión de su vida. En un sitio llamado Storta, seis millas de Roma, entró a orar en cierta ermita, y cuando estaba en el mayor fervor de espíritu, fue arrebatado en éxtasis, y se le ofreció a la vista el Eterno Padre y a su lado Jesucristo con la cruz a cuestas. El Padre, 48

con muestras de singular amor, encomendaba al cuidado del Hijo a Ignacio y sus compañeros, y Jesucristo, clavando una mirada dulcísima en Ignacio, le dijo estas palabras: «Ego vobis Romae propitius ero.» Yo os seré propicio en Roma. Inexplicable fue el gozo que inundó el alma de Ignacio, quien al salir de la ermita, rebosando de alegría, dijo a sus compañeros: «No sé lo que nos espera en Roma, ni si quiere Dios que muramos en cruz o descoyuntados. Solo sé que Jesucristo nos será propicio.» Y cuéntales por menudo toda 1a visión. Era la única que manifestó espontáneamente a sus compañeros. Llegaron los tres a la ciudad eterna a fines de noviembre de 1537. Se presentaron a Paulo III, quien los recibió con suma benignidad y encargó a Laínez dar lecciones de teología y a Fabro de Sagrada Escritura en el colegio de la Sapiencia. Ignacio se aplicó a predicar al pueblo y más aún a dar Ejercicios a personas principales. Entre éstas se distinguió el Dr. Ortiz, que retirado a Monte Casino hizo los Ejercicios completos por un mes con admirable provecho de su espíritu. Mientras daba estos Ejercicios nuestro Padre conoció, por revelación, la muerte de uno de sus compañeros. El bachiller Diego de Hoces, consumido por los trabajos apostólicos expiraba en Padua con la muerte de los santos. Entretanto los ejemplos de virtud y celo admirable que resplandecían en aquellos fervorosos operarios atraían las miradas de todos. Empezaban a despertarse vocaciones, sobre todo entre sacerdotes jóvenes que ansiaban imitar aquel género de vida. Juzgó, pues, Ignacio que había llegado el momento de dar el último .paso en su obra. Era preciso convertir en organismo religioso aquella piadosa asociación, determinar los puntos sustanciales de nuestro modo de vivir, y presentándolos al Sumo Pontífice, obtener la confirmación oficial de la Compañía de Jesús, como orden religiosa. Para ejecutar este acto importantísimo convocó en Roma Ignacio a todos sus compañeros, los cuales fueron llegando para Pascua de Resurrección del año 1538. Una tribulación inesperada entorpeció el negocio de la fundación durante un año. Cierto predicador, inficionado con los errores de Lutero, difundía solapadamente mala doctrina en sus 49

sermones. Le contradijeron los Nuestros, y él entonces, ayudándose de amigos poderosos, levantó un torbellino de calumnias contra Ignacio y sus compañeros. Decían que nuestro Padre había sido condenado por hereje, que los otros eran fugitivos de España, Francia y Venecia y les imponían otros crímenes graves. San Ignacio hizo poner el negocio en tela de juicio, hubieron de comparecer ante el tribunal los detractores y no fue difícil demostrar la inocencia de nuestros Padres. Con la publicidad de estos actos judiciales se reparó en gran parte el escándalo; pero nuestros enemigos procuraron echar tierra encima y que no se pronunciase la sentencia. No toleró Ignacio que el negocio se quedara a medio componer, y viendo que el asunto se dilataba indefinidamente, se presentó a Paulo III, le expuso toda su causa y le rogó con humildad fuese servido de mandar al juez que pronunciase la sentencia. Accedió Su Santidad, y por orden suya el gobernador de Roma pronunció el 18 de noviembre de 1538 una sentencia honorífica en favor de Ignacio y sus compañeros. Restaurado el crédito de los Padres y entrando otra vez las cosas en su curso ordinario, Ignacio y sus nueve compañeros a la mitad de la cuaresma de 1539 empezaron a deliberar sobre la fundación de la Compañía. Hizo de secretario el P. Juan Coduri. Se propuso ante todo esta cuestión: «Ya que el Papa desea enviarnos a diversas partes del mundo y nos habremos de esparcir por varias regiones para trabajaren la viña del Señor ¿hemos de conservar la unión que ahora tenemos, formando un cuerpo religioso? Sin vacilar se decidieron luego todos por la afirmativa. Se discutió después otro punto. Además de los votos de pobreza y castidad que ya en París habían pronunciado ¿deberían hacer voto de obediencia a alguno de ellos que eligiesen por superior? En este punto padecieron no pocas dudas y perplejidades, tardando muchos días en resolverse. Hicieron todos larga oración y mucha penitencia, y al fin, «con el favor de Dios, dice Coduri, resolvimos, no por pluralidad de votos sino con entera unanimidad, que nos era más conveniente y necesario vivir en obediencia.» Aclarados estos puntos, deliberaron sobre otros, acerca de la pobreza, de la enseñanza del catecismo, de los colegios para educar a la juventud y de otras materias importantes y se cerró la deliberación el 24 de junio de 1539. 50

Entonces redactó San Ignacio, en cinco capítulos, un breve resumen de nuestro Instituto, para presentarlo al Sumo Pontífice. Lo mostró primero al Maestro del Sacro Palacio, Fr. Tomás Badiá, y habido dictamen propicio de este Padre, se trató de presentar el resumen a Su Santidad. Hizo esta diligencia el Cardenal Gaspar Contarini. El 3 de setiembre de 1539 mostró los cinco capítulos a Paulo III, en quien hicieron gratísima impresión. AI punto dio su aprobación verbal al proyecto, y el mismo día la trasmitió Contarini a San Ignacio. Un año se dilató aún la confirmación de la Compañía. Paulo III, antes de extender la bula, nombró una comisión que examinase el asunto. El más ilustre miembro de ella, el Cardenal Guidiccione, se opuso fuertemente a la idea de fundar orden religiosa nueva, San Ignacio ofreció a Dios tres mil misas por el feliz éxito del negocio. Estas súplicas y las explicaciones que el Santo dio de palabra vencieron la oposición del Cardenal. El 27 de setiembre de 1540 se expidió la bula Regimini militantis Ecclesiae aprobando y confirmando la Compañía de Jesús.

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CAPÍTULO VIII SAN IGNACIO Y LA FUNDACIÓN DE LA COMPAÑÍA

Obtenida la bula de Paulo III que confirmaba la Compañía, era necesario ponerla en práctica, nombrando General de toda la Orden y haciendo la profesión los primeros Padres, según lo dispuesto en la misma bula. Para este acto importante llamó Ignacio a Roma a sus nueve compañeros, y en caso de no poder acudir personalmente, les proponía que enviasen sus votos por escrito. Porque es de saber, que durante el año que se pasó en la negociación de la bula, el Sumo Pontífice había enviado a varios de nuestros Padres a diversas regiones, para trabajar en la viña del Señor. Cuatro de ellos no pudieron acudir a Roma, y eran, Javier y Rodríguez que se bailaban en Lisboa, esperando embarcación para la India, Fabro, a quien Paulo III había enviado a Alemania, y Bobadilla que trabajaba en Bisignano y hubo de prolongar allí su demora por orden del mismo Papa. Los tres primeros enviaron su voto por escrito. Juntos en Roma los seis restantes, a saber, Ignacio, Laínez, Salmerón, Jayo, Broet y Coduri, procedieron a la elección de General en la cuaresma de 1541. Después de algunos días de oración presentaron todos su voto por escrito. Los guardaron en un arca con los votos de los ausentes (tal vez esperando el de Bobadilla que nunca llegó). A los tres días se abrieron los votos de los presentes y los de Fabro, Javier y Rodríguez ausentes, y resultó elegido General San Ignacio por voto unánime de todos los demás. Antes de aceptar el oficio, representó el Santo algunas dificultades y rogó a sus compañeros, que lo pensasen más despacio por tres o cuatro días. Accedieron ellos, y reuniéndose a los cuatro días, nombraron otra vez unánimes a San Ignacio. 52

Entonces les dijo éste que le permitiesen consultar a su confesor, para ver si debía en conciencia admitir aquel cargo. Condescendieron ellos, aunque no sin dificultad. Va, pues, Ignacio al convento de San Pedro Montorio, donde residía Fr. Teodosio, religioso franciscano, con quien entonces se confesaba. Tres días pasó allí haciendo confesión general de toda su vida. Al fin, el día de Resurrección le pregunta qué debe hacer. Fr. Teodosio respondió que debía aceptar el cargo, pues esta era claramente la voluntad de Dios. Se rindió el Santo y concertó con sus compañeros, que el viernes siguiente (22 de abril 1541) hiciesen su profesión en la iglesia de San Pablo. Reunidos allí los seis, se reconciliaron brevemente unos con otros y luego dijo misa Ignacio en la capilla de Nuestra Señora. Al tiempo de consumir, teniendo en una mano la hostia consagrada, tomó con la otra la fórmula de su profesión y vuelto a sus compañeros la leyó en voz alta. Luego consumió. Se volvió luego a sus compañeros teniendo en la patena cinco hostias consagradas. Ellos fueron haciendo su profesión y recibiendo la comunión de mano de San Ignacio. Habiendo dado gracias después de misa y hecho oración en los altares privilegiados, al fin se juntaron en el altar mayor, y allí abrazaron todos a San Ignacio con grandísima devoción. Con este acto podía darse por terminada la fundación de la Compañía. Sin embargo, todavía quedaba mucho que hacer a nuestro santo Fundador. Como esta obra absorbió toda la vida de Ignacio, creemos oportuno resumir brevemente los pasos que fue dando desde el principio hasta el fin en esta magnífica empresa. Ante todo no cabe duda, que la idea fundamental de la Compañía y los puntos sustanciales de su Instituto fueron revelados por Dios a San Ignacio ya en Manresa, y según el testimonio del P. Jerónimo Nadal, esto ocurrió en la célebre ilustración que el Santo recibió a orillas del Cardonel. Puede ver el lector las pruebas de este hecho en nuestra Historia de la Compañía de Jesús en la Asistencia de España, tomo I, p. 102. Apenas volvió de Jerusalén, así como empezó la carrera de sus estudios, así también comenzó a dar pasos para fundar la Compañía, reuniendo compañeros animados de su espíritu que quisieran seguirle. Durante seis años, de 1524 a 1530, sus 53

tentativas fueron inútiles, pues ni los cuatro compañeros que se le juntaron en España, ni los tres primeros adquiridos en París perseveraron en sus buenos propósitos. Desde 1530 hasta 1534 allegó los seis primeros socios estables, que fueron, Fabro, Javier, Laínez, Salmerón, Rodríguez y Bobadilla. Poco después vinieron Jayo, Broet y Coduri. Cuando hubo adquirido estos compañeros, observó con ellos un proceder reducido a estos dos principios. Primero: no imponer su voluntad a los otros, sino ejecutarlo todo con el consejo y deliberación de ellos, portándose Ignacio como si fuera uno de tantos. Segundo: irles insinuando suavemente las prácticas y obras apostólicas que después debían establecerse en la Compañía de Jesús. Empero por mucho que se ocultase Ignacio, existía realmente su dirección, pues como dice el P. Simón Rodríguez, siempre sus compañeros le respetaron como padre y le siguieron como a su guía: Semper reliqui socii tamquam parentem coluerunt, tamquam ducem secuti sunt. Con esta suavidad introdujo Ignacio varias ideas, que más adelante habían de convertirse en reglas, y antes de existir la Compañía de Jesús, hizo insensiblemente jesuitas a sus compañeros. Al deliberar sobre el voto de Montmartre determinaron no recibir estipendio por los ministerios espirituales ejercitados con los prójimos. Aquí aparece uno de los rasgos de la pobreza usada en la Compañía. En las ciudades de Italia, cuando empiezan nuestros Padres a predicar la palabra de Dios, se les ve muy solícitos de enseñar el catecismo a la niñez. En los viajes caminaban a pie y pidiendo limosna, cumpliendo así una de las futuras probaciones de los novicios, de la Compañía. Al repartirse de dos en dos por varias ciudades, procuraba Ignacio que siempre fuesen pareados español con francés, costumbre que también conservaban en los caminos. Así plantaba esa dulcísima caridad fraterna, superior a toda diversidad de naciones, genios y costumbres, que ha sido, es y esperamos será siempre el mayor encanto de la vida religiosa en la Compañía. Finalmente, al separarse en Vicencia a fines de 1537, les vemos tomar la resolución de que por semanas sea cada uno superior de su compañero. Con esto se reducía a la práctica la virtud de la obediencia, aun antes de que en Roma se decidiese que la debían ejercitar los Nuestros. 54

En el año que pasó desde las deliberaciones de 1539 hasta la confirmación de la Compañía, ni Ignacio ni sus compañeros dieron un paso en la organización de la Orden. Mientras el Santo urgía el despacho de la bula pontificia, los otros Padres enviados por el Papa a diversas ciudades hacían doquiera prodigios de celo apostólico. En este tiempo ocurrió la célebre misión de San Francisco Javier y del P. Rodríguez para las indias orientales, hecho muy conocido, en el cual se observa, que si bien no estaba nombrado todavía Ignacio Superior de la Compañía, en realidad ya lo era, y como a tal le miraban sus compañeros. Elegido General de la Orden, continuó el Santo su tarea de fundador y ejercitó su actividad en dos campos distintos. Primero: en procurar las bulas y documentos pontificios conducentes al establecimiento de la Compañía. Segundo: en escribir las constituciones y reglas. La bula de 1540 había puesto la limitación de que no pudieran ser admitidos más de sesenta en la Compañía. A los tres años y medio se obtuvo la bula Injunctum Nobis, dada el 14 de marzo de 1544, por la que se permitía admitir a todos los sujetos idóneos sin limitación de número. El 3 de junio de 1545 consiguió San Ignacio para los Sacerdotes de la Compañía las facultades generales de predicar, oír confesiones, conmutar votos y otras gracias que se suelen conceder a los religiosos. El 5 de junio de 1546 concedió Paulo III la facultad de admitir coadjutores, ya espirituales para ayudar a los profesos en los ministerios sagrados, ya temporales para servir en los oficios domésticos. Desde entonces apareció la Compañía con todos los grados que actualmente posee y son, dos preparatorios y cuatro definitivos. El 1.° es el de los novicios que durante dos años están en probación. Al 2.° pertenecen los religiosos que, concluido el noviciado, han hecho los votos simples y se preparan por varios años con la práctica de las virtudes y los escolares con los estudios, a la última incorporación. Los grados definitivos son: 1.°, los profesos de cuatro votos; 2.°, los profesos de tres votos; 3.°, los coadjutores espirituales formados; 4.°, los coadjutores temporales formados. Otros privilegios importantes logró San Ignacio de Paulo III en la bula Licet debitum, expedida el 18 de octubre de 1549. Pero la atención del Santo Patriarca se concentró principalmente en preparar la bula importantísima dada por Julio III el 21 de julio de 55

1550. Desde el principio habían advertido nuestros Padres, que la fórmula de nuestro Instituto aprobada por Paulo III no era del todo clara y precisa. Era necesario reformar la bula, como ellos decían, es decir, obtener otra bula pontificia, en la que se explicasen y determinasen ciertos puntos capitales de nuestro modo de vivir. En esto trabajó San Ignacio largo tiempo, auxiliado principalmente por el P. Juan de Polanco, que desde 1547 fue su secretario. Este laborioso Padre estudiando la bula de 1540, anotó hasta 102 modificaciones que se podían introducir en ella. Las comunicó con otros Padres y fue escribiendo al pie de cada una lo que sobre ella pensaban. Este escrito pasó a manos de San Ignacio, el cual escribió también su parecer después del de Polanco y los demás. Recogidas estas observaciones y consultando el negocio con personas entendidas en el estilo y costumbres de la curia romana, se rehízo la aprobación de la Compañía y se redactó la bula de Julio III que hace notables ventajas a la de su antecesor. El fin de nuestra Orden, los medios adoptados para conseguirlo, la elección del Genera], el gobierno monárquico de la Compañía, la exclusión del sistema capitular, la razón de fundar colegios, los votos simples y los solemnes, los diversos grados de religiosos, todos los caracteres en fin de nuestra Orden aparecen tan claros, que ya no podía confundírsela con ninguna otra. Con razón miraban nuestros antiguos Padres a la bula de Julio III, como a la piedra angular de nuestro Instituto. Mientras se preparaba este documento pontificio escribía San Ignacio las Constituciones. Empezó este trabajo el año 1547 y lo terminó en 1550. Advirtiendo lo delicado que debía ser siempre el negocio de admitir sujetos en la Compañía, formó un libro preliminar aparte, llamado Examen, en el cual precisa todo lo posible este punto importante de nuestra legislación. Cuando hubo terminado su obra, llamó Ignacio a Roma a los primeros compañeros que aún vivían y podían concurrir, y convocó además a otros Padres insignes que ya habían entrado en la Compañía. A todos mostró el Examen y las Constituciones que había escrito, pidiendo que le diesen con toda libertad su parecer. No podemos determinar con certeza todos los padres que fueron convocados. Nos consta, que residían entonces en Roma 56

los PP. Laínez, Polanco, Frusio y Miona. Por octubre de 1550 llegó San Francisco de Borja, todavía en hábito de duque, y con él los PP, Araoz, Oviedo, Mirón, Estrada, Rojas, Tablares y Manuel de Sá. Por enero de 1551 entraron en Roma los Padres Salmerón y Simón Rodríguez. Examinaron estos hombres el código de Ignacio, todos admiraron la sabiduría del Santo Fundador y aprobaron de lleno las Constituciones. Algunos de ellos hicieron tal cual observación sobre puntos secundarios; pero nadie tocó a la sustancia del Instituto. Recogió Ignacio las advertencias que le hicieran y en los años 1551 y 52 repasó el código, añadiendo no pocas declaraciones y precisando más lo que en la primera redacción podía parecer indeciso u oscuro. Concluida la revisión, dispuso el Santo que las Constituciones fuesen promulgadas en Europa por el P. Jerónimo Nadal y en la India por el P. Antonio de Cuadros. Advirtió; sin embargo, a todos, que con aquella promulgación no entendía comunicar fuerza de ley a las Constituciones, pues esto lo debía hacer la Congregación general de la Compañía, sino solamente ponerlas en práctica por vía de ensayo. Hízose la promulgación con mucha felicidad y en los últimos años de su vida procuró el Santo ajustar la vida de sus hijos al código de las Constituciones. No las dejó de la mano el prudentísimo legislador en los pocos años que aún le duró la vida. Con las dudas, observaciones y preguntas que le dirigían, iba aclarando las ideas, precisando las palabras e ilustrando con nuevas declaraciones el código ya promulgado. De esta manera pueden distinguirse tres textos de las Constituciones, El primero es el que escribió Ignacio en el trienio de 1547 a 1550. EL segundo es el que rehízo, teniendo presentes las observaciones de los Padres, en los años 1551 y 52, y luego se promulgó por toda la Compañía. El tercero es el que dejó a la hora de su muerte. Este último difiere poco del antecedente. Además del Examen y las Constituciones que forman un cuerpo legislativo completo, escribió Ignacio las reglas de la modestia y otras sobre negocios domésticos de nuestras casas y colegios. Por lo dicho se ve que la fundación de la Compañía absorbió casi toda la vida de Ignacio desde que se consagró al servicio divino.-Ajustando rigurosamente la cuenta, resulta que empleó en 57

esta obra treinta y dos años, desde que empezó a estudiar y reunir compañeros en Barcelona el año 1524, hasta que murió en 1556.

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CAPÍTULO IX EXPANSIÓN DE LA COMPAÑÍA EN VIDA DE SAN IGNACIO (1540-1556)

Desde que fue confirmada la Compañía por Paulo III, San Ignacio residió constantemente en Roma hasta su muerte acaecida en 1556. Estos diez y seis años son el período más fecundo en toda la vida de nuestro héroe. Entonces no solamente se consolida y dilata la Compañía de Jesús por todo el mundo, sino también los principios religiosos, las máximas ascéticas, las costumbres apostólicas, el espíritu en fin de Ignacio se incorporan a la Iglesia católica y empiezan a ejercer en el mundo moderno un influjo de regeneración moral verdaderamente estupendo y que no creemos haber sido estudiado lo bastante todavía. Resumiremos brevemente la acción de nuestro Santo Padre en los diversos órdenes de actividad apostólica, empezando, como es natural, por el establecimiento de la Compañía, que fue su obra fundamental y principio de todas las demás que emprendió para la gloria de Dios. Tres períodos podemos distinguir en aquellos primeros diez y seis años de nuestra Orden. En los seis primeros los jesuitas son pocos, empiezan a establecer entre grandes privaciones sus primeros domicilios y son dirigidos inmediatamente por el mismo Ignacio en las misiones y trabajos apostólicos que acometen para gloria de Dios y reforma del pueblo cristiano. Desde 1546 empieza el Santo a nombrar Provinciales, en quienes delega parte de su autoridad y por medio de los cuales asienta la Compañía en los principales centros de Europa. Al mismo tiempo emprenden los jesuitas el ministerio de enseñar a la juventud y se echan los cimientos de colegios importantes en varias poblaciones insignes. 59

Por fin, en 1552, empieza la promulgación de las Constituciones. Ya tiene la Compañía legislación escrita. Con ella se uniforma la vida de los colegios, los cuales se multiplican asombrosamente en los cuatro últimos años del santo Fundador. Ya antes de expedir la bula que confirmaba la Compañía, había destinado Paulo III a varios de nuestros Padres para que trabajasen en ciudades de Italia. Fabro y Laínez fueron enviados a Parma en el otoño de 1539 con el Cardenal de Santangelo y allí predicaron la palabra de Dios con grandísimo fruto cerca de un año. Bobadilla ejercitó su celo por entonces en Calabria. A España vino por octubre del mismo año Antonio de Araoz, admitido poco antes en la Compañía y que todavía no era sacerdote. Entró por Barcelona y de allí se encaminó a Monserrat, Zaragoza, Almazán y Toledo, predicando fervorosamente la palabra de Dios y siendo escuchado en todas partes con grandísima aceptación. Pasó después algunos meses en Guipúzcoa donde hubo de arreglar algunos negocios domésticos, y terminada esta diligencia, volvió a Roma en el verano de 1541 sin haber fundado ningún domicilio de la Compañía en España. Este mismo fenómeno observamos en varias misiones importantes de aquellos tiempos. Entraban nuestros Padres en una ciudad, la santificaban con sus sermones, extendían su celo tal vez por los pueblos de su comarca; pero, al cabo de algunos meses, volvían a Roma o se trasladaban a otra región sin haber abierto ningún domicilio estable de nuestra Orden en el teatro de sus fatigas apostólicas. El P. Bobadilla evangelizó largo tiempo en Calabria, principalmente en Bisignano en los años 1540 y 41, visitando casi toda la diócesis con un fruto espiritual asombroso. Se retiró de allí a fines de aquel año sin haber fundado ningún domicilio nuestro. Lo mismo se diga del B. Pedro Fabro. Enviado a la dieta de Worms con el Dr. Ortiz, en octubre de 1540, fructificó espiritualmente durante algunos meses en varias ciudades de Alemania y vino a España con el mismo Doctor en el verano de 1541, pero ni en Alemania, ni en España pudo, por entonces, asentar ninguna casa o colegio de la Compañía. Los domicilios de nuestra Orden empezaron a. levantarse en las ciudades donde brotaban más numerosas las vocaciones. El primero de todos fue naturalmente la casa de Roma, formada por 60

San Ignacio y sus primeros nueve compañeros, aun antes de fundarse la Compañía. Desde 1538 fueron despertándose algunas vocaciones en la Ciudad eterna, y cuando en abril de 1541 fue elegido General el santo Fundador, ya tenía en casa doce sujetos además de los primitivos Padres. «En la misma ciudad de Roma, dice Ribadeneira, estábamos obra de una docena, que nos habíamos allegado a los primeros Padres, para seguir su manera de vida e instituto. Morábamos con grande pobreza y estrechura en una casa alquilada, vieja y caediza, en frente del templo viejo de la Compañía, y que para el nuevo que ahora tenemos se ha derribado.» El segundo domicilio de la Compañía fue la casa de Lisboa, que años adelante se había de transformar en colegio con la advocación de San Antonio. A ruegos de Juan III habían enviado Paulo III y San Ignacio a Lisboa a San Francisco Javier y al P. Simón Rodríguez con ánimo de mandarlos a la India. Llegados a Portugal primero el P. Simón y luego Javier en la primavera de 1540, dieron tales muestras de celo apostólico, que el Rey pensó detenerlos en la metrópoli para mayor bien de sus estados. Empero comunicando el negocio con el Papa y con San Ignacio, admitió el Rey la idea que éste le propuso y fue, que partiese Javier para la India y quedase el P. Simón en Portugal. El gran Apóstol del Oriente se embarcó para su misión en abril de 1541 y su compañero quedándose en Lisboa, estableció una casa de la Compañía en el monasterio de San Antonio que le dio generosamente Juan III. Poco después, en el mismo año 1541, se abría una modesta casa en París, para que viviesen en ella algunos jóvenes de la Compañía que necesitaban hacer la carrera de sus estudios. En el año siguiente 1542, empezaron los colegios, aunque todavía no eran para enseñar a otros, sino solamente para estudiar nuestros jóvenes religiosos. El P. Polanco tiene cuidado de advertirnos, que el cuarto domicilio de la Compañía fue el colegio de Padua. Habiendo sido enviados desde Roma él y el joven sacerdote Andrés Frusio a continuar sus estudios en aquella célebre Universidad, se juntaron allí con Jerónimo Otelo, recién admitido en la Compañía y con Esteban Baroello. Todos cuatro se instalaron en una casa pobrecita por abril de 1542 y dieron principio al colegio de Padua, que luego fue dotado y protegido 61

por Andrés Lipomano, llamado el prior de la Trinidad, del nombre de un beneficio eclesiástico que poseía en Venecia. Dos meses después, en junio de] mismo año, se daba principio al celebérrimo colegio de Coimbra, que fue el más numeroso y floreciente de la primitiva Compañía. La generosidad de Juan III lo fue dotando cumplidamente y en torno de este colegio brotaron tan numerosas las vocaciones a nuestro Instituto, que a los dos años ya eran sesenta los jóvenes jesuitas que se educaban religiosamente en Coimbra. En el mismo año entraba la Compañía en los Países Bajos de un modo bien inesperado, Por Julio declaró Francisco I la guerra al Emperador Carlos V y por vía de precaución militar, mandó salir de sus estados a todos los vasallos de su rival en el término de pocos días. Para entonces ya se había formado en París una comunidad de diez y seis jóvenes jesuitas dedicados a los estudios, cuyo superior era el P. Jerónimo Doménech, y entre los cuales se contaba el célebre P, Ribadeneira. Como de ellos eran nueve vasallos de Carlos V entre españoles y flamencos, hubieron de salir los nueve de París y guiados por el Padre Doménech, corrieron a Flandes entre grandes peligros de la vida. Allí se acomodaron el mes de agosto en Lovaina, al lado de la célebre Universidad, y dieron principio a aquel colegio, que había de ser tan fecundo, espiritual y literariamente en todos los tiempos de la Compañía. En el año siguiente, 1543, empiezan los domicilios de la Compañía en España, Alemania y la India oriental. Aunque desde. 1539 habían evangelizado en España el P. Araoz y el B. Pedro Fabro, no habían asentado ninguna casa ni colegio. Esto lo hizo un humilde extremeño, el Hermano Francisco de Villanueva, que siendo ya de treinta y dos años fue admitido en Roma por San Ignacio y después de algunos meses de probación enviado a Coimbra para estudiar. Como allí le fuese mal de salud, dispuso el Santo que pasase a vivir en Alcalá, donde podría hacer sus estudios, En abril de 1543 entró solo Villanueva en esta ciudad y empezó a estudiar gramática. Permaneció sólo dos años, hasta que en Í545 Fabro y Araoz le enviaron algunos compañeros, con los cuales se dio principio al colegio de Alcalá, el más fecundo en vocaciones de toda España en los treinta primeros años de la Compañía. El mismo año, 1543, abrió San Francisco Javier, en Goa, el primer colegio de la India, o por mejor decir, admitió la 62

dirección de un colegio ya establecido para la educación de los indígenas. Entretanto, gracias a las diligencias de Fabro y del Beato Pedro Canisio, poco antes recibido en la Compañía, se instalaba en Colonia el primer colegio que tuvimos en Alemania. En 1544 se abrió el colegio de Valencia, en 1545 el de Valladolid, y poco después, el mismo año, el de Gandía, Al mismo tiempo se establecían los jesuitas en Barcelona. Brotaban por doquiera numerosas vocaciones a la Compañía, y esta afluencia de postulantes se mostró principalmente en cuatro puntos, en Roma y en el centro de Italia, en Portugal, en la España central y en Flandes. El año 1546 fue memorable por la vocación de San Francisco de Borja, Duque de Gandía, a quien San Ignacio admitió en la Compañía por octubre, aunque todavía hubo de conservar el ducado y la administración de sus bienes cuatro años y medio, para acomodar a sus hijos y terminar otros importantes negocios. La entrada de este hombre fue un hecho capital en nuestra historia, pues primero por sus limosnas y después principalmente por sus virtudes y por la inmensa autoridad de que gozaba con el Emperador y con el Rey de Portugal, fue verdaderamente el ángel tutelar de la Compañía en nuestra península durante muchos años. Por entonces introdujo San Ignacio en la Compañía la costumbre usada en todas la Órdenes religiosas de nombrar Provinciales. El 10 de octubre de 1546 expidió la patente que designaba Provincial de Portugal al P. Simón Rodríguez. El año siguiente era constituido Provincial de España el P. Antonio de Araoz. En este tiempo empieza la Compañía a enseñar en sus colegios a los alumnos seglares, y este ministerio tan característico de nuestra Orden fue tomando mayor incremento de día en día. En 1547 partía de Portugal la primera misión para el África, desembarcando en el Congo tres Padres y un Hermano coadjutor. En 1548 se abría en España el colegio de Salamanca y entraba la Compañía en Sicilia de un modo verdaderamente triunfal, pues fundaba los dos célebres colegios de Mesina y Palermo y recogía tan copioso fruto espiritual, que apenas se había visto otro semejante en otras naciones. En estos años por la predicación del Padre Laínez arraigaba la Compañía en Florencia y se daban los primeros pasos para fundar en Bolonia, en Venecia y en otras principales ciudades de Italia. 63

El año lé49 es memorable en nuestra historia por el establecimiento de las grandes misiones del Japón y del Brasil. Ya bacía siete años que el gran Javier evangelizaba en la India y asombraba con sus virtudes y milagros a todo el Oriente. Había Recorrido la costa del Indostán hasta el cabo de Comorín, había predicado en la isla de Ceilán, en Meliapor, en la península de Malaca y en numerosas islas Malucas y tenía establecidas varias residencias de la Compañía en aquellos remotísimos países. Este año el día 15 de agosto desembarcó en el Japón y empezó a poner los cimientos de aquella misión, la más admirable que se ha visto en los tiempos modernos. En el mismo año el P. Manuel de Nobrega y el P. Juan de Azpilcueta ponían los pies en el Brasil y fundaban aquella misión, que muy pronto pasó a ser provincia de la Compañía. En los años siguientes continuaron fundándose en Europa numerosos colegios con pasmosa actividad. No podemos enumerarlos todos; pero nos parece indispensable llamar la atención sobre dos instituidos por el mismo San Ignacio en la capital del orbe católico. Tales fueron el colegio romano y el germánico. El 18 de febrero de 1551 catorce jóvenes religiosos de la Compañía, bajo la dirección del P. Juan Pelletier, francés, se alojaban en una modesta casa de la Vía Capitolina y daban principio al colegio romano, que debían ser, según el plan de San Ignacio, como el modelo de todos los colegios de la Compañía, donde se educase en virtud y letras a los Nuestros y se comunicasen los mismos beneficios a los externos, todo a los ojos del Sumo Pontífice que podía vigilar de cerca la ortodoxia de la doctrina y la santidad de las costumbres. El colegio germánico, cuya primera idea se debió al Cardenal Morone, lo abrió San Ignacio en 1552, para formar en virtud y ciencia católica a jóvenes alemanes, que pudieran ser después apóstoles de sus paisanos. En el mismo año 1552 empezó la grande obra de promulgar las Constituciones. El P. Jerónimo Nadal, escogido para esta empresa, las promulgó y puso en práctica en Sicilia. En los dos años siguientes 53 y 54 las estableció en Portugal y España y en los últimos años de San Ignacio en el norte de Italia. La visita del P. Nadal fue acompañada de una gran eflorescencia de vocaciones. En España, sobre todo, se fundaron numerosos colegios, y 64

en la primavera de 1554, Nadal, por orden de San Ignacio, dividió en tres la provincia española, que fueron: la provincia de Aragón, la de Andalucía y la de Castilla. No debemos omitir que a la muerte de San Ignacio estaba en camino para Etiopía una expedición de misioneros. El P. Polanco, escribiendo seis días después de, morir San Ignacio al P. Ribadeneira que se hallaba en Flandes, hace el siguiente cuadro de la Compañía con el cual cerraremos este capítulo: «Ha dejado Nuestro Padre desde el 1540 acá que se confirmó la Compañía ordenadas doce provincias, y serían trece, si se contase la Etiopía, de la cual fue Provincial el P. Tiburcio o Antonio de Cuadros. Allá, en Flandes, saben de las seis; de las Indias, Brasil, Portugal, Andalucía, Castilla y Aragón. Acá, en Sicilia, es Provincial el Maestro Hierónimo (Doménech), en Italia citra Romam el Maestro Laínez. En Roma con lo de Nápoles y Tívoli no hay nombrado Provincial, porque esto se gobierna cómodamente del General. De Francia es Provincial el Maestro Pascasio (Broet). De Flandes el Maestro Bernardo Oliverio, de Alemania el Dr. Canisio. Y los colegios y casas que viviendo Nuestro Padre se han ordenado pasan de ciento. Dios sea loado, que tanto aumento ha sido servido de dar a esta su mínima Compañía.» No indica el P, Polanco el número de sujetos que entonces poseía nuestra Orden. Sabemos por otros documentos que eran aproximadamente un millar. Verdaderamente podemos exclamar: Digitas Dei est hic.

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CAPÍTULO X SAN IGNACIO Y LA REFORMA ESPIRITUAL DEL PUEBLO CRISTIANO

A principios del siglo XVI nada era tan general y frecuente en el pueblo cristiano, como el deseo de reforma. Todos deploraban la espantosa relajación de costumbres a que había descendido la Iglesia. En discursos, en historias, en tratados morales, en comedias, en sátiras, en todas las formas literarias posibles se denunciaban los vicios de la sociedad y se clamaba por el remedio. Sin embargo, en medio de este anhelo universal, eran muy pocos los que se aplicaban con seriedad a procurar la reforma de las costumbres. Uno de estos pocos fue San Ignacio. Sin escribir ningún discurso, ninguna sátira, ninguna invectiva contra los vicios, trabajó cuanto pudo por extirparlos y por reanimar en la Iglesia el espíritu de Jesucristo. El primer medio que para esto adoptó fue la predicación. Es el más obvio y natural que siempre se ha usado en la Iglesia de Dios. Desde que en el verano de 1537, recién ordenados de sacerdotes, nuestro Padre y sus compañeros empezaron a predicar por las calles y plazas de Vicencia, fue siempre ocupación constante de los Nuestros sembrar en el pueblo cristiano la palabra divina. Un obstáculo grave sentía personalmente San Ignacio en este ministerio y era su dificultad de expresión. Aun en español hablaba y escribía con trabajo. ¿Qué sería en otras lenguas? El Padre Ribadeneira que le oyó predicar en italiano el año 1540 afirma que apenas decía el Santo frase alguna, cuyo lenguaje no debiera corregirse en algo. Esto, no obstante, aquellos sermones producían un efecto espiritual asombroso. Principalmente, cuando al fin del sermón alzaba la voz y decía estas o parecidas palabras: amar a Dios con todo el corazón, con todas las fuerzas, con toda 66

el alma y la vida, el auditorio entero caía de rodillas traspasado de profundísima devoción. El Padre Laínez se espantaba al ver la compunción con que venían los hombres a confesarse después de haber oído los sermones de San Ignacio. La virtud sublime, el celo incomparable triunfaba de todos los obstáculos y suplía por todo el arte y elocuencia del mundo. Este espíritu de celo apostólico que a él le animaba lo infundió en todos sus hijos. El que logró triunfos más admirables por la predicación, en los primeros años de la Compañía, fue el P. Diego Laínez. Primero en Parma, Piacenza, Venecia, Padua y Bassano, después en Florencia, Nápoles y Palermo, otra vez en Florencia y Pisa, por último en Génova la elocuencia de Laínez removía las poblaciones enteras, consiguiendo, no aplausos teatrales, sino saludable mudanza en las costumbres y un como renacimiento religioso en el católico pueblo italiano. En menor escala imitaban estos triunfos en otras ciudades de Italia los PP. Salmerón, Broet, Bobadilla, Estrada, Doménech, sin contar otros jóvenes que en vida de Ignacio empezaron a darse a conocer. En España se anunció la Compañía con los brillantes y concurridísimos sermones del P. Antonio de Araoz, que predicó en Barcelona, Valencia, Valladolid, Alcalá y otras ciudades importantes. En Portugal fue tan profunda la impresión causada por los sermones fervorosos de los jesuitas, que el pueblo les dio el nombre estupendo de apóstoles. En todo esto nada de nuevo introducía nuestro Padre en la iglesia. Lo que sí tuvo algo de novedad fue la enseñanza del catecismo, es decir, la forma particular de que se revistió este acto. Nuestro Santo Patriarca se había encariñado con este ministerio. Ya en Manresa enseñaba el catecismo a los niños que acudían al hospital de Santa Lucía. Cuando en 1535 pasó breve tiempo en Azpeitia, reunía por las calles los niños y la gente pobre y les declaraba las verdades de la fe. En la fórmula de la profesión que hizo con sus compañeros al ser nombrado General, incluyó expresamente la obligación de enseñar la doctrina a los niños, y los dos primeros oficios que desempeñó, al emprender el gobierno supremo de la Compañía, fueron, servir en la cocina y enseñar el catecismo a los niños cuarenta y seis días seguidos. 67

En la misma forma empezó su apostolado en la India San Francisco Javier. Con una campanilla en la mano salía por las calles de Goa, y en voz alta invitaba a los padres y madres a que enviasen sus hijuelos a escuchar la doctrina cristiana. Cuando tenía reunido un buen número de niños, se dirigía con ellos a una iglesia y allí les enseñaba las verdades de la fe. Este ejemplo de Ignacio y Javier fue imitado constantemente por sus hermanos de religión. En todas las cartas y relaciones antiguas, al referirse los ministerios apostólicos de nuestros Padres, se consagra siempre un recuerdo a la enseñanza del catecismo. Variaba algún tanto la manera de hacer este acto, según la diversidad de naciones y de costumbres; pero véase la fórmula general que se le dio en España, y según la cual se ejecutaba en nuestras grandes ciudades. Salía un Hermano con una campanilla que empezaba a tocar acompasadamente por las calles. Venía después uno o varios Padres, Hermanos y estudiantes con cañas en la mano para poner orden éntrela gente menuda. Empezando a reunirse niños, los formaban procesionalmente y se entonaban las letanías o algunas coplillas devotas que contenían verdades de la doctrina cristiana. Recorriendo así las principales calles del pueblo, llegaba la procesión a nuestra Iglesia, o se detenía en alguna plaza espaciosa, sobre todo cuando el concurso no podía caber en el templo. Entonces se acomodaba la gente como podía. El Padre doctrinero subía al pulpito, o a una mesa o tablado, si el acto se hacía en la plaza. Desde allí explicaba las verdades de la fe. Era muy ordinario poner delante del púlpito o tablado dos niños listos. Uno preguntaba, otro respondía. Estos niños decían el texto del catecismo, el Padre doctrinero iba dando reposadamente las explicaciones y enseñanzas oportunas. Hacia el fin del acto un niño contaba algún ejemplito para demostrar la misericordia divina, la necesidad de confesarse, el no callar pecados en la confesión u otro principio fundamental de la moral cristiana. Se terminaba la función con algún canto sagrado. No es creíble el fruto espiritual que se siguió de estos catecismos en todo el mundo, pero de un modo particular en España. En muchos casos los niños eran lo de menos. Un gentío inmenso de todas las clases sociales se agrupaba en torno de los tiernos párvulos y escuchaba en silencio con extraordinaria devoción ya las explicaciones doctrinales, ya 68

las fervorosas exhortaciones que les dirigía el catequista. En 1559 se hizo un catecismo en Segovia a tres mil niños contados, en torno de los cuales se extendía un auditorio que nadie podía contar. En Alcalá, en Sevilla, en Valencia, en las principales poblaciones de España se repetían espectáculos semejantes. Nuestra Madre la Iglesia en las lecciones del breviario abraza con una frase estas tres obras buenas ejecutadas por San Ignacio: Catechismi traditio, concionum ac Sacramentorum frequentia ab ipso incrementum accepere. Hemos dicho algo sobre las dos primeras. Ahora debemos añadir, que como fruto de ellas se siguió en toda la Iglesia un felicísimo progreso en la frecuencia de Sacramentos. Quería San Ignacio acercar todas las almas a Jesucristo, poner todos los corazones en íntima comunicación y contacto con el corazón de Jesucristo y por eso trabajó cuanto pudo en renovar la costumbre entonces tan olvidada de frecuentar los Sacramentos. Hoy no tenemos idea del lamentable abandono a que habían llegado los fieles en esta materia. Confesar y comulgar se miraba como una especie de penitencia o austeridad que se debía ofrecer a Dios una vez al año a fines de cuaresma. En 1542, porque San Francisco de Borja, siendo Virrey de Cataluña, confesaba y comulgaba cada ocho días, se levantó tal contradicción, que hubo quien impugnó hasta en el pulpito tan santa costumbre. En 1547 porque la familia del Virrey de Sicilia, Juan de Vega, empezó, bajo la dirección de nuestro P, Jerónimo Doménech, a recibir los Sacramentos cada quince días, hubo general admiración y como estupor en toda la isla. Contra este deplorable abandono reaccionó con toda su alma nuestro Padre San Ignacio, Una de las primeras cosas en que imponía a sus discípulos y a cuantos acudían a él era la práctica de confesarse y comulgar en días fijos y con la debida preparación. Al fin de los Ejercicios, entre las reglas que propone para sentir con la Iglesia y conformarse con su espíritu, escribe la siguiente: «Alabar el confesar con sacerdote y el recibir del Santísimo Sacramento una vez en el año, y mucho más en cada mes, y mucho mejor de ocho en ocho días con las condiciones requisitas y debidas.» No aconsejó mayor frecuencia de Sacramentos en general, porque en aquellos tiempos no era posible, pero en casos particulares bien se ve que no vacilaba en exhortar a 69

la comunión cotidiana, como nos consta por el ejemplo de la piadosa señora Teresa Rejadella, a la cual aconsejó resueltamente comulgar todos los días. Merece leerse la carta que sobre esto le escribió el 15 de noviembre de 1543. (3) Con el ansia de atraer los corazones a Jesús Sacramentado, aprovechaba Ignacio las ocasiones que se ofrecían de pedir a la Santa Sede jubileos, que en aquel tiempo de viva fe eran recibidos con extraordinaria devoción. Para muestra véase lo que sucedía en Trípoli con el jubileo que nuestro Santo negoció para el ejército que peleaba contra Draguí en 1550. Habla el P. Laínez que lo promulgó entre los soldados. «Es tanta la devoción y alegría, con que se ha aceptado por todos el jubileo, que creo Nuestro Señor será mucho servido. Hasta dos y tres y seis horas de noche estamos ocupados en confesar, y desde antes que amanezca. Se confiesan todos grandes y chicos, y muchos se mudan de vida.» Observe el lector un acto de caridad en que se distinguieron Ignacio y sus compañeros. Tal era el estarse larguísimas horas en el confesonario, sin cansarse nunca de oír a los fieles. Una de las cosas que procuraba establecer Ignacio en todas nuestras casas y colegios era que hubiese todas las facilidades posibles, para que los fieles pudieran confesar sus culpas y recibir la Sagrada Eucaristía. De aquí resultó que en torno de todos nuestros domicilios se formaba un gran concurso de personas buenas que frecuentaban los sacramentos y daban ejemplo de virtudes cristianas. Este fenómeno que ya en vida de San Ignacio sorprendió agradablemente a Santo Tomás de Villanueva, entusiasmaba después al Beato Juan de Ribera, devotísimo, como todos saben, del Santísimo Sacramento. Este ilustre prelado, que vio el primer medio siglo de la Compañía, ponderaba como uno de los grandes bienes traídos al mundo por esta Orden religiosa, «tan extraordinaria mudanza en las costumbres, tanta frecuencia de los santos Sacramentos, que en tiempo de nuestros abuelos, cuando mucho se llegaban de año a año al Santísimo Sacramento, sin haber en toda la cristiandad quien más a menudo se llegasen y entonces con tan poca luz y aparejo, y ahora es frecuentado tan a menudo por tantas personas que tratan de cosas de devoción y 3

Monumenta Ignatiana, Ser. I, T. I, p. 275.

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oración a donde la Compañía está». Así se explicaba en cierto sermón este modelo de obispos y bien muestran sus palabras el éxito felicísimo que logró San Ignacio en la frecuencia de Sacramentos. Pero esta obra podemos decir que fue común "a nuestro Padre con los otros santos que entonces florecieron. Lo propio, lo singular y característico de Ignacio fueron los Ejercicios espirituales, obra indudablemente inspirada por Dios, con la cual el solitario de Manresa primero se santificó a sí mismo, y después engendró en Cristo a hijos tan admirables como San Francisco Javier, el B. Pedro Fabro, el P. Laínez, el Padre Nadal y otros ciento. El libro de los Ejercicios no es tan solo para convertir al pecador, aunque por eso empieza, Sino para transformar radicalmente al hombre y conducirle no solamente al estado de gracia, sino al heroísmo de la virtud. La práctica de los Ejercicios empezada lentamente en el siglo XVI, se ha ido extendiendo cada vez más en la Iglesia, y hoy en día se dan todos los años centenares de tandas de Ejercicios a todo género de gentes. Y lo que es más de estimar, Nuestra santa Madre Iglesia en el moderno Código eclesiástico ha impuesto la obligación de hacer Ejercicios en ciertos tiempos no solamente a los religiosos, sino también al clero secular, a los ordenandos, a los seminaristas y a otras personas. Debemos reconocer, que lo que hemos ganado en extensión, hemos perdido tal vez en intensidad, y que muchos Ejercicios dados en nuestros días son diminutos, y, por consiguiente, menos eficaces. Con todo eso siempre es verdad que los Ejercicios son el medio de obtener conversiones más profundas y transformaciones más admirables en el orden moral. Quiera Dios que algún hombre laborioso escriba la historia de esta santísima práctica y forme alguna estadística, siquiera aproximada, de los que hicieron y hacen Ejercicios. Con esa historia a la vista entenderemos cuánta verdad es lo que escribía el mismo San Ignacio al P. Manuel Miona, que los Ejercicios son «lo mejor que yo en esta vida puedo pensar, sentir y entender, así para el hombre poderse aprovechar a sí mismo, como para poder fructificar, ayudar y aprovechar a otros muchos». También debe llamarse propiedad de San Ignacio el haber introducido entre los religiosos la costumbre de consagrarse a la 71

educación y enseñanza de la juventud. Siempre se ha enseñado en la Iglesia de Dios, cumpliendo el precepto de Cristo: «id y enseñad a todas las gentes». En las catedrales antiguas, en las abadías medioevales nunca dejó de instruirse a los fieles en los misterios de la fe y en la práctica de las virtudes cristianas. Advertimos sin embargo, que esas instituciones no tenían con preferencia el carácter docente. Las catedrales se habían levantado para alabar a Dios y celebrar los sagrados misterios. Las abadías se edificaban para santificar a los monjes que se encerraban en su sagrado recinto. San Ignacio fue el primero que introdujo entre los religiosos el tomar por oficio la educación de los jóvenes, el construir colegios, esto es, edificios dedicados primariamente a la educación y enseñanza de la niñez. En estos colegios no debía ensenarse tan sólo la religión y la moral, como se hace en los pulpitos, sino todas las ciencias que pueden servir a la recta cultura y elevación del hombre. Felicísima fue esta innovación introducida por nuestro Padre, y para convencerse de ello basta observar el fervor con que las Órdenes y Congregaciones religiosas que han venido después se han dedicado en una forma o en otra a la educación de la niñez. Hasta las Órdenes más antiguas han seguido el impulso dado por San Ignacio, y en nuestros días abren establecimientos docentes con gran regocijo de la Iglesia y sumo provecho espiritual de las almas. En esta parte los méritos de la Compañía son tan conocidos, que para mu chas personas la gloria principal de los jesuitas es el ser buenos educadores de la juventud. Bien lo manifestó Europa entera en el siglo XVI, cuando tantas ciudades pedían colegios de la Compañía, El P. Aquaviva afirmaba, que en los doce primeros años de su generalato (de 1581 a 1592), además de los colegios que había admitido, había rehusado ciento cincuenta, por no tener sujetos para satisfacer a tantas peticiones. Considérese por otro lado el concurso de jóvenes que se reunían en esos colegios (en Sevilla llegaron a mil, en Monterey a mil doscientos) y calcule quien pueda el bien inmenso que debe la Iglesia a la Institución introducida por San Ignacio. Otra innovación simpática de nuestro Padre fue el consagrar la Compañía de un modo especial a la obediencia del Sumo Pontífice y la defensa de sus derechos. Todos saben el sacudimiento nunca visto que padeció la Santa Sede en el siglo 72

XVI. Lutero y sus secuaces dirigieron todas sus baterías contra la autoridad del Papa, la cual nunca se vio en tanto riesgo, como en aquel terrible cataclismo, que separó de Roma a todo el norte de Europa. En tan críticas circunstancias muy oportuno fue levantar una Orden que defendiera de un modo especial la Santa Sede, y reanimara en el pueblo el amor y obediencia que se debe al Vicario de Cristo. Aún nos falta declarar los asilos fundados por San Ignacio para defender la castidad dé las doncellas, las casas para instruir a los catecúmenos, las reformas de monasterios de monjas, la pacificación entre príncipes, el rescate de cautivos..., pero si nos ponemos a explicar todo esto, la VIDA BREVE de San Ignacio resultará no poco larga. Habremos de poner punto final, confesando ingenuamente que nos asombra y espanta lo que hizo por la reforma de la Iglesia nuestro santísimo Fundador. Y todo esto con humildad y silencio, sin peroratas fogosas, sin sátiras violentas, sin hablar contra nadie, sin mencionar apenas los males de la sociedad que él conocía perfectamente. Léanse los doce tomos de su correspondencia que ya se han publicado. Nunca hallaréis en ellos el más ligero desentono, San Ignacio era todo obras, no palabras, y en esas obras, como eran de Dios, se hermanaban por maravillosa manera la suavidad y la eficacia. El proceder de nuestro Santo en la santificación del mundo puede reducirse a esta fórmula: mucha oración, mucho juicio, mucha paciencia, mucha, muchísima firmeza y constancia.

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CAPÍTULO XI SAN IGNACIO Y LAS MISIONES DE INFIELES

El tiempo en que se convirtió a Dios nuestro Padre San Ignacio era una época singularísima, y podemos decir, única en la historia del género humano, Cristóbal Colón había descubierto un Nuevo Mundo en Occidente, Vasco de Gama había abierto el camino del Oriente. El mundo, circunscrito hasta entonces a las orillas del Mediterráneo, dilataba por todos lados sus horizontes, Pueblos innumerables aparecían por doquiera, sentados en las sombras del error y esperando a los predicadores del Evangelio, que acudieran -a difundir la luz de la fe y a regenerarlos con las aguas del bautismo. Nunca como entonces se había sentido la necesidad de cumplir la palabra de Jesucristo: Euntes docete omnes gentes. Todas las almas nobles oían en su interior esta voz, pero de un modo particular la oyó nuestro Padre San Ignacio. Desde que fue ilustrada su mente a orillas del Cardoner, sus ojos se fijaron en la conversión de la gentilidad. Cuando peregrinó a Jerusalén, su primer impulso fue quedarse en aquel país, sacrificando su vida a la conversión de los musulmanes y otros infieles. No era este el designio de la Providencia, Dios no le quería para simple misionero, sino para padre y capitán de misioneros. Por eso le colocó en el centro de la cristiandad, donde pudiera reclutar sus huestes y dirigirlas a la conquista espiritual de los gentiles. En la fórmula del Instituto presentada a Paulo III, e incluida textualmente en la primera bula confirmatoria de la Compañía, al mencionar el cuarto voto de obediencia al Papa que hacen los profesos, pone San Ignacio como primero y principal objeto de 74

este voto las misiones a los gentiles. Dice así: «A cualesquiera provincias a donde nos quisieren enviar los Sumos Pontífices, estemos de nuestra parte obligados a ejecutarlo al instante, sin ninguna tergiversación o excusa, ya nos envíe a los turcos, ya a cualesquiera otros infieles, aun de los que viven en las regiones llamadas Indias, ya a los herejes o a los cismáticos o a cualesquiera de los fieles.» Esta misma expresión se conservó en la bula de Julio III. Pronto le deparó Dios la ocasión para ejercitar este voto. En el mismo año 1540, antes de ser confirmada la Compañía, el Rey Juan III de Portugal, por medio de su embajador en Roma, Pedro Mascareñas, pidió a San Ignacio seis Padres para predicar el Evangelio en las Indias Orientales. Pocos eran para tan vasto territorio, muchos para el corto ejército de que entonces disponía nuestro Padre. Aunque fueron señalados para esta misión dos de los diez primeros, al fin sólo pudo ir a las Indias uno; pero ese uno valía por mil, ese uno había de ser modelo insuperable de misioneros, ese uno había de despertar en todo el mundo innumerables vocaciones a la vida apostólica. El 7 de abril de 1541 se embarcaba en Lisboa San Francisco Javier y después de trece meses de penosa navegación llegaba a Goa el 6 de mayo de 1542. Los cinco primeros meses los empleó en la capital enseñando el catecismo a los niños, visitando las cárceles y hospitales y convirtiendo a vida cristiana a numerosos pecadores. Por octubre de aquel mismo año pasaba a sembrar la palabra divina en la costa de la Pesquería, y de este modo a los dos años de su fundación empezaba la Compañía de Jesús a predicar el Evangelio a los gentiles. No describiremos los trabajos apostólicos de Javier en la Pesquería. La célebre carta que él escribió a los Padres de Roma el 12 de enero de 1544 puede decirse sin exageración que dio la vuelta al mundo. Era la primera relación de nuestras misiones que se recibía en Roma, y lo singular del asunto, la lejanía de los hechos, el éxito asombroso de la predicación evangélica que en esa sencilla relación se percibía, llenó de grata sorpresa a todas las almas buenas de Europa. Primero en su lengua original, luego traducida al latín corrió la carta por toda la cristiandad, excitando el celo apostólico y despertando numerosas vocaciones a la 75

Compañía de Jesús. Esta carta trajo a nuestra Orden al P. Jerónimo Nadal, y a esta carta aludía el P. Araoz, cuando refería el hecho curioso de que el Cardenal Tavera, Arzobispo de Toledo, «hizo que le leyesen toda la letra de nuestro Hermano. Maestro Francisco Javier, de que fue muy contento, y así lo han sido muchos de estos reinos, de manera que no menos fruto ha hecho en España y Portugal con su letra, que en las Indias con su doctrina». En los tres años de 1542 a 1545 evangelizó Javier a lo largo de la costa occidental del Indostán desde Goa hasta el cabo de Comorín, penetró en algunas regiones tierra adentro y sembró también la palabra divina en la isla de Ceilán y en algunas poblaciones del Este del Indostán. En la segunda mitad de 1545 se encaminó a Malaca, que era otro de los grandes emporios portugueses en el extremo Oriente. Allí repitió durante algunos meses los actos de celo y de fervor cristiano, que le vimos ejecutar en Goa recién llegado a la India. Los años 1546 y 47 los pasó el Apóstol de las Indias en perpetuo movimiento. Entonces hizo la excursión a las islas Malucas, santificó las islas del Moro y, como parece muy probable, tocó en la isla de Mindanao, por lo cual la antigua provincia de Filipinas le solía reverenciar como a su patrón especial. Vuelto a Malaca a fines de 1547 se encontró allí con una expedición de misioneros que le habían enviado de Portugal, y con este auxilio oportuno pudo establecer varios domicilios de la Compañía en los puntos más importantes en que había misionado, como Goa, Cochín, Malaca, Ternate y algunos más. Al mismo tiempo que Javier echaba los cimientos de nuestras misiones orientales, se emprendieron en Africa dos obras apostólicas que dieron positivo resultado en bien de las almas, pero no lograron fundación permanente. La primera fue la expedición al Congo. A fines de 1547 fueron enviados a este país los PP. Diego Díaz, Jorge Alvarez y Cristóbal Ribeiro con el Hermano coadjutor Diego Loveral. Llegados al término de su viaje a principios de 1548, fueron bien recibidos por el Rey del Congo y asistidos por los portugueses que dominaban en aquellas costas. Durante un año santificaron con los sacramentos a los portugueses, y valiéndose de intérpretes predicaron, como pudieron, la fe a los gentiles. No fueron estériles sus trabajos, 76

pues numerosos indígenas recibieron la fe y fueron regenerados por las aguas del bautismo. Sin embargo, la dificultad de la vida en aquel país, y lo insalubre del clima que estragó la salud de los misioneros, hizo que por entonces no se lograra en el Congo un establecimiento fijo. Lo mismo sucedió en Tetuán adonde pasaron algunos jesuitas con ocasión de rescatar cautivos. Rescataron en efecto a varios, y lo que es más, consolaron y edificaron a otros muchos con la doctrina que les enseñaron y con las limosnas que pudieron repartir entre aquellos infelices, pero no se pudo fundar allí ninguna residencia. Hecha una excursión caritativa por las mazmorras de los cautivos, se volvieron a Portugal los misioneros. Se repitió la excursión otros años, siempre con fruto, pero no se asentó establecimiento permanente en aquel país. Donde sí echó raíces la Compañía fue en las dos grandes misiones que se abrieron en 1549, en el Brasil, y el Japón. El 1 de febrero se embarcaron en Lisboa con Tomás de Sosa, nombrado Gobernador del Brasil, los PP. Manuel de Nóbrega portugués y Juan de Azpilcueta, navarro, con otros cuatros compañeros. Llegaron en cincuenta y seis días al término de su viaje, y observando el gran concurso de indios que rodeaban las poblaciones portuguesas, se aplicaron fervorosamente al cultivo espiritual de aquellos infelices. Es curioso un dato que nos suministra el P. Polanco. Dice que el P. Azpilcueta aprendió pronto el lenguaje de los indígenas, porque se parecía bastante al vascuence, que era la lengua nativa del Padre. Dejamos a los filólogos el averiguar esta cuestión y contentémonos con decir, que los jesuitas hubieron de trabajar y padecer muchísimo para desarraigar ciertas costumbres bárbaras de los naturales, sobre todo la de comer carne humana. Con los operarios evangélicos que fueron llegando de Portugal tomó mayor incremento esta misión, y el año 1553 nuestro Padre San Ignacio estableció la provincia del Brasil. Mayor vuelo había de alcanzar con el tiempo la misión del Japón fundada por San Francisco Javier en el mismo año 1549. Habiendo conocido en Malaca por un incidente providencial a cierto japonés, llamado Angero, y entendido por sus explicaciones el carácter y costumbres de aquel pueblo singular, entró en deseos de ilustrarlo con la luz del Evangelio. Se llevó consigo a Goa al japonés, le convirtió, le bautizó imponiéndole el nombre de Pablo 77

de Santa Fe y un año después partió para el Japón, llevando por compañero al P. Cosme de Torres y al Hermano coadjutor Juan Fernández. Pablo debía servirles de intérprete. Desembarcaron todos cuatro en Cangoxima el día de la Asunción, 15 de agosto de 1549. No describiremos la brillante epopeya apostólica de Javier en los dos años largos que predicó en el Japón. Sus correrías audaces, sus privaciones increíbles, sus disputas con los bonzos, sus predicaciones fervorosas, sus milagros estupendos darían fácil materia a una extensa narración que rompería los límites estrechos de la VIDA BREVE que escribimos. Bástenos saber, que avanzó hasta Meaco, ciudad entonces la más importante de la nación y dejó establecidas sólidamente varias cristiandades en las regiones meridionales de la misma. Entretanto Ignacio, alegre por una parte al ver el éxito felicísimo de las misiones orientales, y solícito por otra de establecer las obras apostólicas y los domicilios de la Compañía en tan remotos países, juzgó conveniente llamar a Roma a Javier, para conferir de palabra sobre tan importantes asuntos. El 28 de junio de 1553 le dirigió una carta que conservamos, animándole a emprender el camino a Roma. Según nos refiere el P. Nadal, corrió entre varios jesuitas la voz de que le llamaba para hacerle General de la Compañía. Este rumor que se ha repetido en algunas historias nos parece del todo inverosímil. La razón de llamar al Apóstol del Oriente está bien clara en la carta de San Ignacio. Quería el santo Fundador recibir plenos informes sobre aquellas regiones tan apartadas, entender la condición de aquellos países y las necesidades espirituales de aquellas gentes. Deseaba comunicar estas noticias con el Sumo Pontífice y con el Rey de Portugal, para tomar, de acuerdo con ambas potestades, las providencias oportunas así en orden a la propagación de la fe como el buen gobierno de la Compañía. Para estos fines prudentísimos llamaba a Javier. No se verificó el designio de Ignacio, pues cuando se escribía esta carta en Roma, ya, el Apóstol de las Indias había descansado en el Señor el 2 de diciembre de 1552. Otra empresa importantísima acometió nuestro Padre en los últimos años de su vida. Desde 1546 solicitó Juan III una misión de jesuitas para Etiopía y San Ignacio puso los ojos en el P. Pascasio Broet, para dirigir esta expedición. Por razones que sería largo exponer, el negocio se fue dilatando varios años, hasta que 78

en 1554 se le tomó entre manos con seriedad. Entendiéndose amigablemente Julio III, el Rey de Portugal y nuestro santo Fundador, vino a disponerse una lúcida expedición de doce misioneros para predicar la fe en Etiopía, o como entonces se decía, en los reinos del Preste Juan. Una propiedad original tenía esta misión, que no se había visto hasta entonces en otras y era, que los tres principales misioneros habían sido nombrados Obispos. El Superior, Padre Juan Núñez Bárrelo, portugués, fue constituido por Julio III Patriarca de Etiopía y como sufragáneos suyos iban el P. Andrés de Oviedo, designado Obispo de Hierápolis, y el P. Melchor Carnero preconizado Obispo de Nicea. Partió la expedición de Portugal en 1555, y antes de que pudiera establecerse en Etiopía, ocurrió la muerte de San Ignacio. De los tres Obispos solo pudo penetrar hasta los etíopes el P. Oviedo, quien fundó aquella misión tan penosa a los principios, pero que en el siglo XVII no dejó de rendir abundante fruto espiritual, aunque siempre acompañado de cruces y penalidades sin cuento. Mientras se disponía esta empresa de Etiopía, empezaron a entusiasmarse los ánimos con otra misión a las tierras de Trípoli y Túnez. Ya el P. Laínez en 1550 y el P. Nadal un año después habían puesto el píe en aquellos países; pero el oficio de estos Padres no había sido tanto predicar a los infieles, como servir de capellanes en el ejército español. Ahora se deseaba dirigir allá una misión en toda regla para convertir a los musulmanes. El mismo Ignacio, aunque ya viejo y quebrantado por los achaques, sentía impulsos de pasar personalmente al Africa y sacrificar su vida en tan difícil empresa. Dios Nuestro Señor se contentó con los deseos y la misión a Trípoli quedó por entonces en proyecto. También quedó en proyecto la introducción de la Compañía en las Indias españolas, aunque ya en vida del Fundador empezaron a venir invitaciones del otro lado del Atlántico. Esta obra la reservaba Dios para San Francisco de Borja, quien fundó en 1598 la provincia del Perú y en 1572 la de Méjico. Entretanto admiremos la magnanimidad de San Ignacio, que poseyendo tan cortos medios de acción, sin embargo extendió su actividad desde el Japón hasta el Brasil, y dejó establecidas magníficas empresas apostólicas en los tres continentes de Asia, Africa y América. 79

CAPÍTULO XII SAN IGNACIO Y LA RESISTENCIA A LA HEREJÍA

El Papa Urbano VIII en la bula de canonización de San Ignacio (4) hace notar, que cuando nuevas naciones de gentiles se descubrían en Oriente y Occidente, y cuando aquel monstruo infernal (monstrum teterrimum) de Martín Lutero empezaba a corromper con sus blasfemias la religión en el Norte de Europa y a levantar los pueblos contra la Santa Sede, precisamente entonces la inefable bondad y misericordia de Dios excitó el espíritu de Ignacio de Loyola, quien pasando de la milicia secular a las banderas de Cristo, fundó una nueva Orden religiosa, la Compañía de Jesús, que había de tener por objeto predicar el Evangelio a los gentiles, reducir los herejes al seno de la Iglesia y defender con todas sus fuerzas la autoridad de la Silla Apostólica, La misma idea la vemos apuntada en las lecciones del breviario, y se ha hecho tan común entre los católicos el considerar a San Ignacio como el hombre providencial opuesto por Dios al protestantismo, que algunos han llegado a cierta exageración que conviene corregir. Se imaginan al Santo y a toda su obra como un bloque uniforme, mejor diríamos, como una máquina de guerra dirigida toda contra Lutero y sus secuaces, y ya en Manresa nos describen a Ignacio trazando sus Ejercicios y aguzando sus armas contra los nuevos herejes. Esto es demasiado. Cierto que nuestro Fundador 4

Canonizó a San Ignacio el Papa Gregorio XV, pero murió poco antes de publicarse la bula; por lo cual ésta salió a nombre de su sucesor Urbano VIII.

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se opuso como nadie a la avalancha protestante, y es considerado por los mismos herejes y racionalistas como el principal representante de los que ellos llaman la Contrarreforma, pero esto lo hizo en los últimos años de su vida, cuando ya tenía fundada la Compañía de Jesús. Según se desprende de todo el curso de los hechos, indudablemente, antes de pensar en la lucha con los protestantes, tuvo Ignacio a la vista la reforma de las costumbres entre los católicos y la propagación de la fe entre los gentiles. Pero llegó un momento en que sus ojos se fijaron en el Norte. Con la Sagacidad y prudencia que le caracterizaban entendió perfectamente nuestro Padre el horrendo cataclismo que había padecido la fe en el Septentrión, y se aplicó a remediar aquellos males, como él sabía hacerlo, esto es, con eficacia y sin ruido. El primer medio que adoptó fue la predicación y más aún que la predicación pública en grandes iglesias y catedrales, los consejos y conversaciones oportunas con los príncipes eclesiásticos y seculares y con las personas influyentes. Observemos este género de actividad apostólica, que fue muy fructífero en aquellos países. No era posible en Alemania remover a todos los pueblos en masa y obtener aquellas conversiones, digámoslo así, colectivas, que conseguían Laínez en Florencia, Bobadilla en Bisignano, Araoz en Valladolid, Estrada en Portugal. La fe se había amortiguado mucho en las regiones germánicas, los pueblos estaban divididos entre católicos y protestantes, los ánimos se hallaban afligidos con dudas graves sobre varios puntos del dogma. Por consiguiente, no era posible ejercitar la predicación con aquella libertad y seguridad con que se hacía en España, donde el arador tenía delante de sí un auditorio homogéneo, que creía a puño cerrado todas las verdades de la fe. En Alemania era preciso responder a dudas, deshacer preocupaciones, aplacar los ánimos irritados y de este modo abrir poco a poco el camino a la verdad católica. De los diez primeros Padres de la Compañía, tres se dedicaron principalmente a esta predicación oculta pero provechosa, el B. Pedro Fabro, el P. Nicolás de Bobadilla y el P. Claudio Jayo. Hablando con los príncipes y señores seglares en las dietas alemanas, conferenciando con los doctores en las universidades, asistiendo a los prelados y cabildos en los negocios 81

de la fe, procuraban nuestros Padres instruir a los engañados, fortalecer a los vacilantes, prevenir a los sencillos contra las calumnias y errores de los herejes y sobre todo (cosa muy importante en Alemania) sostener la autoridad del Sumo Pontífice tan ferozmente combatida por Lutero. Mucho bien hicieron estos Padres en varias ciudades de Alemania y el año 1544, según dice Polanco, parece que la divina Providencia tomó por instrumento al Beato Pedro Fabro para sostener en el buen camino a la Universidad y al clero de Colonia y opinaban algunos que se hubiera perdido la ciudad, si no fuera por el celo y prudencia del ilustre jesuita. Más que los tres Padres citados había de distinguirse en este ministerio el B. Pedro Canisio, el primer alemán que entró en la Compañía de Jesús. Abrazó nuestro Instituto el año 1543, después de hacer los Ejercicios con el P. Fabro. Todavía no era sacerdote, pero muy pronto, terminados los estudios teológicos, recibió las sagradas órdenes, y ya desde el año 1545 empezó a mostrarse el más fervoroso campeón que teñía la Iglesia Católica en Alemania, Largo sería enumerar los variadísimos trabajos apostólicos en que ejercitó su celo, como Provincial de la Compañía, como catequista, como predicador, como auxiliar de los obispos y de los legados pontificios, como alma en fin de todo el movimiento católico que se desarrolló en el Norte de Europa. Como el nombre de Javier representa la predicación a los infieles, así el de Canisio recuerda la lucha contra los protestantes. No se contentó Ignacio con enviar al Septentrión catequistas y predicadores apostólicos. Procuró que arraigase en aquellas regiones la Compañía. No sabemos si desde el principio trazó todo el plan de fundaciones que luego se fueron estableciendo, pero es indudable, que supo ocupar los puntos que pudiéramos llamar estratégicos, abriendo importantes centros docentes en cuatro ciudades de las más insignes e influyentes de Alemania, en Colonia, la sede eclesiástica tan ilustre entonces como ahora, en Ingolstad, la gran Universidad de Baviera, en Viena, residencia del Emperador y en Praga, capital del reino de Bohemia. De estos cuatro centros se extendieron los jesuitas a otras poblaciones menos importantes y antes de morir San Ignacio, tuvo el consuelo de ver establecida la provincia de Germania, cuyo primer Provincial fue el B. Pedro Canisio. 82

En estos colegios procuraban 1os jesuitas, por de pronto, morigerar a la estudiantina, tan bravía e indisciplinada en aquellos tiempos y más en Alemania, instruir a los jóvenes en las verdades de la fe previniéndoles contra los sofismas de los herejes, finalmente ilustrarles con todos los conocimientos útiles que podía suministrar la cultura científica y literaria de aquellos tiempos. Puesta siempre la mira en preservar a las gentes de los errores heréticos, frecuentaban los jesuitas, no solo en los colegios, sino también en los pulpitos de las iglesias y en las cátedras universitarias, un ministerio espiritual que después cayó en desuso y ahora empezamos a renovar en España. Tales eran las lecciones sacras, o sean, explicaciones populares de la Sagrada Escritura. Los que saben el deplorable abuso que hacía Lutero de ciertos libros sagrados para confirmar sus errores, entenderán el vivo interés con que el público acudía a las aulas o a las iglesias de los jesuitas, para escuchar la interpretación católica del texto sagrado y presenciar la refutación victoriosa de los sofismas divulgados por los herejes. Tan benéfico influjo empezaron a ejercer los colegios jesuíticos en las regiones septentrionales, que en 1563 el Conde de Luna, embajador español en el Concilio de Trento, opinaba y decía públicamente con asentimiento de muchos Obispos, que el mejor medio de atraer a Alemania y unirla de nuevo con la Iglesia católica sería el multiplicar en ella los colegios de la Compañía de Jesús. Pero al hablar de colegios, debemos consagrar algunas líneas al más simpático y útil de todos, al colegio germánico fundado en Roma el año 1552. A mediados del siglo XVI todas las almas buenas deploraban el trastorno nunca visto, que la herejía de Lutero había causado en la fe y en las costumbres de Alemania. Lo que más afligía a los bien informados de las cosas era el observar, que gran parte de aquel daño se debía al clero ignorante y corrompido. Por doquiera pululaban religiosos y curas relajados, que pasaban a engrosar las filas de los herejes, y como por otra parte escaseaban cada vez más las vocaciones eclesiásticas y en ciertas diócesis casi nadie se presentaba a recibir las sagradas Ordenes, sucedió que a los treinta años de revolución religiosa la penuria de clero había llegado a tal extremo, que existían en Alemania más de mil y quinientas parroquias, en las cuales no había ni un solo sacerdote. ¿Cuál 83

podía ser la suerte de la Iglesia germánica en tales circunstancias? ¿Cómo remediar un desastre tan espantoso? El ilustre Cardenal Juan Morone, que como delegado pontificio había visitado varias regiones de Alemania, concibió la idea de que el remedio radical de tales desventuras sería la formación de clero católico virtuoso y bien instruido. Educando en algún colegio seguro a niños alemanes bien inclinados, se podrían obtener sacerdotes dignos que sirviesen como de levadura para regenerar la Iglesia de aquellos países. Hablando un día con San Ignacio, que era grande amigo suyo, le manifestó en confianza este pensamiento. Nuestro Padre que en los últimos años de su vida tenía fijos los ojos en Alemania, buscando algún remedio para sus males, entró de lleno en las ideas del Cardenal. Formar clero católico alemán, este debía ser el principio de la regeneración de Alemania. ¿Pero dónde abrir un seminario para este fin? En los estados alemanes parecía casi imposible, por las revoluciones religiosas de aquellos países. Lo natural sería, dijo Morone, establecerlo en Roma y el Padre Ignacio podría encargarse de la dirección de esta obra. Nuestro santo Fundador se ofreció con el alma y la vida a realizar este pensamiento. Convenidos ambos en la idea general de la Institución, comunicaron su pensamiento a varios cardenales y en todos hallaron aprobación, especialmente en los tres españoles, que entonces se hallaban en Roma, Alvarez de Toledo, Pacheco y la Cueva. Seguros del apoyo de tan ilustres personajes, propusieron el plan de la fundación al Papa julio III. Éste acogió con mucho agrado la propuesta y encomendó a nuestro Padre el cuidado de ejecutarla. Empezando a dar los primeros pasos, declaró Ignacio, que la Compañía tomaría sobre sí la educación espiritual y científica de los jóvenes, pero la cuestión económica y la administración de lo temporal debería estar en manos de otras personas de confianza. Se admitió la idea, pero muy pronto se advirtió, que en lo temporal se hacía poco o nada y no tardaron en enfriarse los primeros entusiasmos. Se convenció Ignacio, de que si él no lo hacía todo, no se haría nada. Descendió pues a la región económica y se dio a discurrir, cómo podría juntar los fondos necesarios para abrir el colegio. Le pareció lo más obvio, que el Papa y los cardenales empezasen la fundación, asignando alguna renta para el sustento de los alumnos, y que después se pidiesen 84

limosnas al Emperador y a otras personas ricas y piadosas de Alemania. Hizo imprimir un hermoso y artístico pergamino en forma de cuadro con el nombre de Julio III en el centro. En torno de Su Santidad, y como formándole corona, aparecían los nombres de los treinta y dos cardenales que entonces vivían en Roma. Rogó Ignacio al Sumo Pontífice, que se dignase manifestar la cantidad anual que ofrecía para el colegio germánico. Prometió el Papa contribuir con quinientos escudos cada año. Nuestro Padre hizo escribir este número en el pergamino debajo del nombre de julio III, Hecho esto, el artístico pergamino fue visitando uno por uno a todos los cardenales y convidándoles a imitar el ejemplo del Padre común de los fieles. Todos correspondieron a la invitación. Unos se suscribieron por cien escudos, otros por cincuenta, alguno se extendió a doscientos y todos en fin prometieron algún subsidio anual para los alumnos. Reunida cierta suma de dinero, alquiló Ignacio una casa cerca del colegio romano y rogó a Su Santidad que erigiese canónicamente el colegio germánico. Accedió gustoso Julio III y el 31 de agosto d 1552 expidió la bula Dum sollicita, erigiendo la piadosa Institución y poniéndola bajo la protección de la Silla Apostólica. Ignacio designó por Rector del futuro colegio al P. Andrés Frusio, francés, hombre en quien se hermanaban admirablemente las sólidas virtudes religiosas con la más elevada cultura del Renacimiento. Poco después deseando dar a la Institución la conveniente publicidad, se dispuso un acto literario que se celebró el 28 de octubre. En presencia de ocho cardenales, de muchos obispos y de otros personajes eclesiásticos y seglares, el P. Pedro de Ribadeneira, entonces joven de veintiséis años, pronunció un largo y elegante discurso latino, exponiendo los santos designios del Sumo Pontífice y de la Compañía de Jesús al establecer aquella Institución para restaurar el espíritu católico en Alemania. Fue aplaudido afectuosamente el joven orador. Nuestro P. Ignacio había ya escrito al Beato Pedro Canisio y a otros Superiores de Alemania, manifestándoles el plan del colegio y encargándoles buscar jóvenes bien inclinados y aspirantes al sacerdocio, que pudieran ser educados en Roma. Les declaraba las condiciones que se deseaban en los candidatos. 85

Debían ser jóvenes piadosos, de buenos modales, de presencia digna y ya bien fundados en letras humanas. Por consiguiente su edad debía ser entre 16 y 21 años. En las aulas de nuestro colegio romano harían los estudios propiamente eclesiásticos. Al principio no faltaron algunas dificultades para reunir tales candidatos, pues el ir a, Roma tenía poco atractivo para Jos alemanes de entonces. Con todo eso nuestros Padres del Norte pudieron reunir una veintena de jóvenes que entraron en la Ciudad eterna el 19 de noviembre de 1552. San Ignacio estrechó cariñosamente la mano de los recién llegados y los instaló en la modesta casa que había alquilado para ellos. Así empezó el colegio germánico, que a los dos años contaba ya cincuenta jóvenes alemanes y que fue en adelante un semillero fecundo de insignes prelados, de fervorosos predicadores, de párrocos celosos, de mártires en fin que reanimaron la fe y las buenas costumbres en las regiones septentrionales. Otro pensamiento vislumbró San Ignacio en el último año de su vida, pero no tuvo tiempo de reducirlo a la práctica. En 1555 visitando el Padre Nadal varios colegios de Alemania, sintió profunda aflicción al saber el torrente de malos libros que los herejes difundían por todos lados. Indicó a San Ignacio la necesidad de oponerse a este mal y apuntó la idea de formar un colegio de escritores especialistas que refutasen les argumentos de los protestantes. Muy convencido estaba Ignacio de la necesidad de escribir buenos libros y él había procurado que los PP. Laínez, Frusio y otros empleasen sus talentos en esta nobilísima tarea. Formar un colegio de controversistas, establecer un centro de propaganda católica por la buena prensa era sin duda una obra muy digna del talento organizador de San Ignacio, pero la muerte le atajó los pasos. En esto, como en otras cosas no pudo Ignacio ejecutar todo lo que concibió su altísimo talento práctico, todo lo que deseó su magnánimo corazón.

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CAPÍTULO XIII MUERTE DE SAN IGNACIO

En medio de tantas y tan complicadas empresas del divino servicio, fijos siempre los ojos en promover por doquiera la mayor gloria de Dios, llegó nuestro Padre San Ignacio al año 1556, en el que cumplía 65 de edad. Su salud se había arruinado bastante en los últimos años. En 1550 padeció una grave enfermedad que le puso a punto de muerte. Hubiera sido una lástima que entonces muriera, pues los seis años que aún vivió fueron fecundísimos en obras grandiosas del divino servicio. Se restableció lentamente de aquella enfermedad, pero su salud quedó desde entonces muy quebrantada. En octubre de 1554, sintiéndose necesitado de auxilio en el gobierno de la Compañía, nombró Vicario general de toda ella al P. Jerónimo Nadal. Los últimos dos años era muy frecuente que no pudiera decir misa por debilidad. En tales casos oía sentado en un sillón la misa de otro Padre, recibía de su mano la sagrada Eucaristía y luego permanecía una o dos horas en oración, antes de entregarse a las faenas de su oficio. Hallándose en esta disposición, no es maravilla que le llegase la muerte con mucha facilidad. Bastó, como quien dice, un soplo, para extinguirse una lámpara casi apagada. La relación de su muerte nos la da su secretario el P. Polanco, escribiendo en estos términos al P. Ribadeneira: «Esta es para hacer saber a vuestra reverencia y a todos nuestros Hermanos que a su obediencia están, cómo Dios Nuestro Señor ha sido servido de sacar de entre nosotros y llevarse para sí a nuestro bendito Padre Maestro Ignacio el viernes 31 de julio, 87

por la mañana, víspera de San Pedro in vinculis, soltando las que le tenían en la carne mortal ligado, y poniéndole en la libertad de los escogidos suyos, oyendo finalmente los deseos de este bienaventurado siervo suyo, que, aunque con grande paciencia y fortaleza sufría su peregrinación y trabajos de ella, deseaba muchos años ha muy intensamente en la patria celestial ver y glorificar a su Criador y Señor, cuya Divina Providencia nos le ha dejado hasta ahora, para que con su ejemplo, prudencia, autoridad y oración, fuese adelante esta obra de nuestra .mínima Compañía, como por él mismo había sido comenzada; y ahora que las raíces de ella parece estaban medianamente fortificadas para crecer y aumentarse esta planta, y el fruto de ella en tantas partes, hánosle llevado al cielo, para que tanto más abundante lluvia de su gracia nos alcance, cuanto más unido está con el abismo de ella y de todo bien. »En esta casa y colegios, aunque no puede dejarse de sentir la amorosa presencia de tal Padre de que nos hallamos privados, es el sentimiento sin dolor, las lágrimas con devoción y el hallarle menos con aumento de esperanza y alegría espiritual. Parécenos de parte de él, que ya era tiempo de que sus continuos trabajos llegasen al verdadero reposo, sus enfermedades a la verdadera salud, sus lágrimas y continuo padecer a la bienaventuranza y felicidad perpetua. Departe nuestra no solamente no pensamos haberle perdido, pero ahora más que nunca esperamos ser ayudados de su ardentísima caridad, y que por intercesión suya, la divina misericordia haya de acrecentar el espíritu y número y fundaciones de nuestra Compañía para el bien universal de la Iglesia. »Y porque querrá vuestra reverencia entender algo de lo particular en el tránsito de nuestro Padre (que es en gloria), sepa que fue con gran facilidad, y que no duró una hora, después que caímos en la cuenta de que se nos iba. Teníamos en casa muchos enfermos, y entre ellos el Padre Maestro Laínez y a D. Juan de Mendoza y algunos otros graves; y nuestro Padre tenía también alguna indisposición, que cuatro o cinco días había tenido un poco de fiebre, pero dudábase si ya la tenía o no, aunque se sentía muy flaco como otras veces, y así el miércoles me llamó y me dijo que dijese al Doctor [Baltasar de] Torres, que tuviese también cargo de él, como de los otros enfermos, porque no se teniendo por nada 88

su mal, acudíase más a otros enfermos que a él, y así lo hizo. Y otro grande médico amigo nuestro (que se llamaba Maestro Alejandro), también le visitaba cada día. El jueves siguiente me hace llamar a las veinte horas [a las cuatro de la tarde] y haciendo salir de la cámara al enfermero, me dice que sería bien, que yo fuese a San Pedro y procurase hacer saber a Su Santidad, cómo él estaba muy al cabo y sin esperanza o casi sin esperanza de vida temporal, y que humildemente suplicaba a Su Santidad le diese su bendición a él y al Maestro Laínez, que también estaba en peligro. Y que si Dios Nuestro Señor íes hiciese gracia de llevarles al cielo, que allí rogarían por Su Santidad, como lo hacían en la tierra cada día.» «Yo repliqué: Padre, los médicos no entienden que haya peligro en esta enfermedad de vuestra reverencia, y yo para mí espero, que Dios nos ha de conservar a vuestra reverencia algunos años para su servicio. ¿Tanto mal se siente vuestra reverencia como esto? Díceme: Yo estoy que no me falta sino expirar, o una cosa de este sentido. Todavía yo mostraba tener esperanza de su más larga vida (como la tenía), pero respondí que haría el oficio, y demandé si bastaría ir el viernes siguiente, porque escribía aquella tarde para España, por vía de Génova, que se parte el correo el jueves. Díjome: Yo holgaría más hoy que mañana, o cuanto más presto holgaría más; pero haced como os pareciere, yo me remito libremente a vos. Yo, para poder decir, que según los médicos estaba de peligro, si ellos lo sintiesen, demandé al principal dellos aquella misma tarde (que era Maestro Alejandro), que me dijese libremente, si estaba en peligro nuestro Padre, porque me había dado tal comisión para el Papa. Díjome: «Hoy no os puedo decir de su peligro; mañana os lo diré». Con esto, y porque se había remitido a mí el Padre, parecióme (procediendo en esto humanamente) de esperar el viernes siguiente por oír lo que decían los médicos. Y aquella misma noche del jueves nos hallamos a una hora de noche el doctor Madrid y yo a la cena de nuestro Padre, y cenó bien para su usanza y platicó con nosotros en manera, que yo fui a dormir sin sospecha ninguna de peligro de esta su enfermedad. La mañana, al salir el sol, hallamos al Padre in extremis; y así yo fui con priesa a San Pedro, y el Papa mostrando dolerse mucho, dio su bendición y todo cuanto podía dar amorosamente. Y así, antes de dos horas de sol, estando 89

presentes el P. doctor Madrid y el Maestro Andrea de Frusio dio el alma a su Criador y Señor sin dificultad ninguna... »Pasado de este mundo el Padre nuestro, por conservar el cuerpo, pareció conveniente sacar lo interior de él y embalsamarle en alguna manera. Y aun en esto hubo gran edificación y admiración; que le hallaron el estómago y todas las tripas sin cosa ninguna dentro y estrechas; de donde los peritos desta arte seglares inferían las grandes abstinencias del tiempo pasado y la grande constancia y fortaleza suya, que en tanta flaqueza tanto trabajaba y con tan alegre igual vulto [rostro]. Vióse también el hígado que tenía tres piedras, que refieren a la misma abstinencia, por la cual el hígado se endureció. Y viene a parecer verdadero lo que el buen viejo Don Diego de Eguía (que es en gloria) decía, que nuestro Padre vivía por milagro mucho tiempo había; que con tal hígado, naturalmente, no sé cómo podía vivir, sino que Dios Nuestro Señor, por ser entonces necesario para la Compañía, supliendo la falta de los órganos corporales, le conservó la vida. Tuvimos su bendito cuerpo hasta el sábado después de vísperas, y fue mucho el concurso de los devotos y devoción de ellos, bien que estuviese en el lugar mismo donde murió; quien besándole las manos, quien los pies, quien tocando las cuentas a su cuerpo. Y hemos tenido trabajo en defendernos de los que querían un pedazo de algún bonete o vestido, o le tomaban de las agujetas o escofias o cosas suyas; aunque no se ba dado nada desto a los que lo pedían, ni se permitía, sabiéndolo. También le hicieron algunos retratos de pintura y de bulto en este tiempo; que en vida nunca él lo permitió; aunque muchos lo pedían.» Cerraremos está VIDA BREVE de San Ignacio presentando dos retratos: uno de su cuerpo y otro de su alma, trazados por dos autores, muy separados en el tiempo, pero muy unidos en el amor de nuestro Santo Padre. La estatura y disposición corporal de San Ignacio la describe así el Padre Ribadeneira. «Fue de estatura mediana, o por mejor decir, algo pequeña, bajo de cuerpo, habiendo sido sus hermanos altos y muy bien dispuestos. Tenía el rostro autorizado, la frente ancha y desarrugada, los ojos hundidos, encogidos los párpados y arrugados por las muchas lágrimas que continuamente derramaba, las orejas medianas, la nariz alta y combada, el color vivo y templado y con la calva de muy venerable aspecto. El semblante del rostro era alegremente 90

grave y gravemente alegre; de manera que con su serenidad alegraba a los que le miraban y con su gravedad los componía.» El alma de nuestro santo Patriarca la describió magistralmente el P. Juan José de la Torre en la Introducción que antepuso a las Cartas de San Ignacio, que empezaron a publicarse en 1874. Oigamos a este autor entendido como pocos en las cosas de San Ignacio: «Llano y sencillo, sin desaliño; humildísimo, sin bajeza; noble y generoso, grave y cortés, levantado sobre todo lo terreno, despreciador de todo lo caduco, con la mira puesta siempre en lo que siempre sin interrupción sin mudanza dura; gobernándose en todas las cosas grandes y pequeñas por razones altísimas; señor de todas sus pasiones, dueño hasta de los primeros movimientos de su ánimo, y por lo mismo manifestando, sin alteración por defuera, la imperturbable bonanza en que su alma navegaba sin demora a las eternales riberas; y descollando en el hermosísimo cortejo de todas las virtudes cristianas que siempre le acompañaba, la prudencia más que de hombre y la caridad de Dios, y de los prójimos por Dios, que abrasaba en seráficos pero apacibles ardores su corazón, no dándole punto de reposo en procurar con todas sus fuerzas, que Dios y el Unigénito de Dios, hecho hombre por los hombres, fuese de los hombres conocido, amado y glorificado; y los hombres, conociendo, amando y obedeciendo al que los crió y redimió, fuesen dichosos con la esperanza en la vida fugaz presente, y cumplidamente bienaventurados en la que nunca se acaba, con la vista y posesión del Sumo Bien: tal aparecía San Ignacio a los que le trataban, por más que con vigilante estudio y singular destreza estuviese siempre atento a encubrir los dones que Dios había atesorado en su bendita alma; tal se muestra asimismo en sus cartas, a vuelta del lenguaje siempre llano y a veces menos correcto, y del estilo sencillo y desnudo de todas galas. Se ve en ellas aquel entendimiento suyo, vasto, profundo, comprensivo, bueno para la especulación y en la práctica, y para el gobierno de los hombres y negocios, insigne entre los primeros que el mundo ha conocido. Brilla el juicio neto y sólido, la penetración perspicaz de los humanos corazones, y el conocimiento distinto de sus entradas y salidas, vueltas y revueltas; una prodigiosa discreción para tratar todos los estados, 91

naturales y genios de personas; la madurez en el deliberar, el acierto en el resolver, el tino en aconsejar, la fuerza en persuadir, la eficacia en el obrar; el valor para acometer lo arduo, la perseverancia para proseguir en lo bueno, la constancia para sobrellevar lo adverso, la habilidad para evadir lo contrario; aquel ponerse en todos los puntos, hacerse cargo de todas las circunstancias, saber siempre ceder o insistir, doblegarse o tener firme a tiempo, usar según los casos rigor o suavidad, condescendencia o entereza. »Se ve centellear aquel celo activo, ardoroso, infatigable, siempre meditando empresas, batallas y triunfos para extender la mayor gloria de Dios, anhelando y procurando siempre con todas sus fuerzas la dilatación del reino de Jesucristo en la tierra, promoviendo en todas partes la causa de su santa Iglesia, y haciendo reflorecer la piedad y santidad de costumbres donde quiera que hubiese tenido alguna quiebra la pureza del nombre cristiano. Todo esto armonizado con una inalterable suavidad y mansedumbre, ennoblecido con una magnanimidad superior a todas las empresas y sucesos, hermoseado con aquella noble y delicada urbanidad propia de los caballeros españoles de su tiempo, iluminado con los sobrenaturales resplandores de una sabiduría celestial, debían ver en las cartas de San Ignacio aquellos hombres antiguos a quienes él escribía, menos repulidos y remilgados que los que viven y bullen ahora, pero sin comparación más cuerdos, de más limpios ojos y más sano corazón.» Nada debemos añadir a este magnífico retrato. Ignacio fue beatificado por Paulo V en 1609 y canonizado por Gregorio XV en 1622 junto con San Isidro, S. Francisco Javier, Santa Teresa y San Felipe Neri.

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