Venus en Las Tinieblas - AA. VV

Todavía hoy existe una clara reticencia, por parte de muchos estudiosos, a reconocer el importante papel que las mujeres

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Todavía hoy existe una clara reticencia, por parte de muchos estudiosos, a reconocer el importante papel que las mujeres han jugado en el desarrollo del género fantástico y de terror, bien como lectoras o como creadoras, ignorando la larga tradición de escritoras especializadas en esta narrativa, particularmente en la cultura anglosajona. Aunque fueron dos hombres, Horace Walpole (1717-1797) y Matthew Gregory Lewis (1775-1818) quienes «inventaron» la ficción gótica con sus clásicas historias El castillo de Otranto y El monje —números 10 y 3 de la colección Gótica—, el género no habría alcanzado la popularidad y difusión necesarias en sus inicios sin la decisiva participación de las «escritoras fantásticas». Fue una mujer, Ann Radcliffe (1764-1823), quien convertirá la novela gótica en un fenómeno popular gracias a títulos como Los misterios de Udolfo o El italiano o El confesonario de los penitentes negros —colección El Club Diógenes nº 167 y Gótica nº 34. Los veinte relatos que conforman esta antología, Venus en las tinieblas. Relatos de horror escritos por mujeres, recorren la historia del género desde la consolidación artística y comercial de la narrativa gótica con relatos como El espectro o Las ruinas del Priorato Belfont, de Sarah Wilkinson hasta el afianzamiento del «cuento de miedo realista» con historias como La casa encantada, de Edith Nesbit, pasando por autoras emblemáticas del género fantástico como Mary Shelley (La joven invisible,), Vernon Lee (Marsyas en Flandes,), o Edith Wharton (Los ojos,). Venus en las tinieblas. Relatos de horror escritos por mujeres, trata de acotar estilos y tendencias, y de exhibir los logros artísticos de las mujeres dentro de la literatura fantástica como parte integral y fundamental de la misma.

AA. VV.

Venus en las tinieblas Relatos de horror escritos por mujeres Valdemar: Gótica - 68 ePub r1.1 orhi 07.04.2017

Título original: Venus en las tinieblas AA. VV., 2007 Traducción: Francisco Torres Oliver & José Luis Moreno Ruiz & Gonzalo Quesada & Rafael Lassaletta Ilustración de cubierta: Antoine Wiertz La belle Rosine (1847) Editor digital: orhi Corrección de erratas: martínvega ePub base r1.2

INTRODUCCIÓN Venus en las tinieblas: Las mujeres y la literatura fantástica Antonio José Navarro No creo en fantasmas, pero aun así me dan miedo. Madame Du Deffand 1. Todavía hoy existe una clara reticencia, por parte de numerosos estudiosos de la narrativa fantástica y/o terrorífica, en reconocer el importante papel que las mujeres han jugado en el desarrollo del género, bien como lectoras o como creadoras, pues, si se me permite la digresión, «escribir es ejercer, con especial intensidad y emoción, el arte de la lectura», según afirmaba Sunsan Sontag. Se tiende a justificar la existencia de antologías como la presente apelando a razones más o menos peregrinas sobre el extraño maridaje entre lo fantástico, lo terrorífico, y la literatura de mujeres. Incluso diferentes antólogos suelen disculpar su labor refiriéndose a una cierta especificidad femenina en lo tocante a la narrativa de horror, muy alejada del genio masculino de los grandes nombres del género. En cualquier caso, tales excusas y argumentos únicamente responderían a un deseo, deplorable, de paliar en la medida de lo posible la incomodidad o el recelo que semejante trabajo podría despertar en aquellos aficionados y especialistas que todavía niegan la valiosa contribución de las escritoras a la literatura fantástica y/o de terror.

No obstante, la norma generalizada continúa siendo una marginación más o menos encubierta, más o menos descarada, de las mujeres que han escrito narrativa fantástica y de terror. Por ejemplo, el crítico y escritor Douglas E. Winter —al que sus editores llaman la conciencia del terror y la fantasía negra (sic)—, en su celebérrimo libro Faces of Fear (1985), donde entrevistaba a diecisiete populares (y, en algunos casos, mediocres) escritores especializados en literatura de horror —entre ellos, Clive Barker, Robert Bloch, Ramsey Campbell, Charles L. Grant, Stephen King, Richard Matheson y Peter Straub—, únicamente incluía a una escritora, V. C. Andrews —obviando a personalidades tan interesantes y no menos conocidas como Anne Rice o Chelsea Quinn Yarbro—, la cual, por cierto, no le merece un gran respeto a Winter. En su antología Prime Evil: New Stories by the Masters of Modern Horror (1988), aquél afirmaba, de modo un tanto despectivo, que el único y despiadado tema de los best sellers de V. C. Andrews es «el maltrato de los niños», ignorando sus múltiples y modernas ramificaciones creativas con la literatura gótica clásica. Douglas E. Winter no es más que uno de tantos eruditos (masculinos) que ignora maliciosamente la obra de personalidades como Mary E. Wilkins-Freeman —“The Cloak” (1917)—, Greye La Spina —Invaiders From The Dark (1925)—, Shirley Jackson —La casa encantada (The Haunting of Hill House, 1959)— o Angela Carter —“La cámara sangrienta” (The Bloody Chamber, 1979)—, porque la encuentran menos horripilante, menos sobrenatural, carente de elementos siniestros y morbosos. Una idea que, de entrada, propone una visión del género muy pobre y extremadamente discutible[1], además de ignorar la larga tradición, al menos en la cultura anglosajona, de escritoras especializadas en lo fantástico. Por ello, la ensayista norteamericana Jessica Amanda Salmonson, en la introducción de What Did Miss Darrington See?: An Anthology of Feminist Supernatural Fiction, señalaba: «Las mujeres siempre hemos escrito historias de terror. ¿Es que acaso nos olvidamos de que la madre de Frankenstein, la madre de todas nosotras, es Mary Shelley?»[2] 2. A su vez, en el excelente ensayo de Richard Davenport-Hines, Gothic. Four Hundred Years of Excess, Horror, Evil and Ruin (1999), elude

«elegantemente» a autoras tan importantes como Charlotte Smith, Edith Nesbit, Vernon Lee o Elizabeth Gaskell, en beneficio de un análisis histórico y artístico que omite, de manera no menos «sutil», circunstancias socioculturales tan determinantes para el afianzamiento comercial y creativo de la novela gótica, a lo largo del siglo XIX, como el hecho de que una parte muy importante de sus lectores eran, precisamente, lectoras… Aunque no existen, por supuesto, estadísticas o estudios al respecto, en países como Inglaterra, Estados Unidos, Alemania o Francia, las esposas e hijas de la burguesía disponían del tiempo y del dinero suficiente para poder entregarse al placer de la lectura. A diferencia de la lectura erudita y útil de la tradición intelectual europea, la nueva práctica tenía algo de indisciplinada, de salvaje. Estaba destinada a excitar la imaginación de sus lectoras. Lo importante no era el tiempo dedicado a la lectura, sino la intensidad de la experiencia emocional. Las mujeres, en concreto, leían de modo no sistemático, disperso y no raras veces en secreto; se adaptaban a los huecos de libertad que les quedaban y estaban condicionadas por sus estados de ánimo, oportunidades y modas del mercado. Igualmente, las criadas y doncellas se beneficiaron de semejante situación, pudiendo compartir el hobby de sus patronas en su tiempo libre o al finalizar su jornada laboral, de noche, gracias a los nuevos y caros sistemas de iluminación artificial[3], y a las ediciones baratas de novelas y cuentos, como los «Bluebooks» o los «Penny Dreadful’s». La literatura fantástica y de terror consiguió rápidamente un puesto destacado entre los gustos literarios de las mujeres —junto a los melodramas románticos y las novelas históricas— porque las trasladaba a lugares exóticos y misteriosos, les hacía vivir aventuras increíbles sin correr peligro y, además, alimentaba su fascinación por lo sobrenatural y lo macabro, oponiendo lo imposible a la razón. O, como señala Julia Kristeva, las enfrentaba con aquellos elementos que se encuentran en el límite de los inconscientes, nuestro lado tenebroso y primigenio no del todo reprimido u oculto[4]. Era una forma de vulnerar las rígidas estructuras patriarcales que habían delimitado sus funciones como esposas y madres. Las historias de horror en numerosas ocasiones ilustraban, de forma alegórica, las tensiones creadas en la búsqueda de un equilibrio entre su presunto rol social y sexual y los espacios físicos y mentales donde debían realizarse[5]. También les sirvió

para exorcizar sus peculiares miedos y angustias, a veces marcados por su condición de mujeres, otras, muy similares a los de los varones. Y es que el miedo, tal y como apuntaba H. P. Lovecraft, es la emoción más antigua e intensa de la humanidad, y el más antiguo e intenso de los miedos es el miedo a lo desconocido[6]. Y eso afecta por igual a hombres y mujeres. 3. La capacidad lectora de las mujeres propició en el plano íntimo y personal el desarrollo de una nueva mentalidad, de nuevos modelos de comportamiento, que laminaron la autoridad patriarcal tanto en el ámbito espiritual como temporal. Las mujeres que leían eran peligrosas porque conquistaban un espacio de libertad al que sólo ellas tenían acceso, fortaleciendo un sentimiento de autoestima que las llevó a marcarse nuevas metas[7]. Clara Reeve (1729-1807), Anna Laetitia Barbauld (1743-1825), Eliza Parsons (1748-1811), Sophia Lee (1750-1824), Ann Julia Kemble Hatton, más conocida como «Anne of Swansea» (1764-1848), Mary W. Shelley (1797-1851), Mary Louisa Molesworth (1839-1921) o Elizabeth Bowen (1899-1973), entre otras muchas escritoras que cultivaron la literatura fantástica, fueron antes lectoras que autoras, y el entusiasmo por su afición, por su arte, les hizo desafiar todo tipo de contingencias y prohibiciones con éxito. No solamente escribieron para otras mujeres, sino también para los varones, para todo ser humano que desea soñar, aprender, sentir, vivir; en suma, experimentar la literatura. Con todo, hoy en día estamos en disposición de afirmar que el género no habría podido alcanzar la popularidad y difusión necesarias en sus inicios, a finales del siglo XVIII y todo el XIX, sin la decisiva participación de las escritoras fantásticas. Así pues, es verdad que fueron dos hombres, Horace Walpole (1917-1977) y Matthew Gregory Lewis (1775-1818), quienes «inventaron» la ficción gótica gracias a El castillo de Otranto (Castle of Otranto, 1764) y El monje (The Monk, 1796), respectivamente. La primera, una novela breve, totalmente disparatada, surreal, supone una ruptura agresiva con el racionalismo y las rígidas leyes literarias imperantes en la época, y prefigura con contundencia el romanticismo[8], mientras que la segunda es un texto atroz, mezcla de bóvedas góticas y lúgubres osarios, lujuria y pureza, cadáveres en descomposición y amantes apasionados[9]. Sin embargo, será una mujer, Ann Radcliffe (1764-1823), quien convertirá la

novela gótica en un fenómeno popular por mediación de títulos como Julia o Los subterráneos del castillo de Mazzini (A Sicilian Romance, 1790), Los misterios de Udolpho (The Mysteries of Udolpho, 1794) o El italiano o El confesionario de los penitentes negros (The Italian, 1797). Radcliffe sentó de manera tosca, pero efectiva, las bases del género en su primera época, resumidas en tres puntos: una joven damisela en apuros, una densa atmósfera de misterio y terror, y la constante amenaza de lo viejo contra lo nuevo. Su habilidad para las texturas mórbidas y siniestras choca con su exasperante racionalismo. En efecto, sus espectros resultan ser ilusiones ópticas, trucos con espejos, personajes disfrazados, y lo inexplicable recibe una explicación lógica. Una espectacular tramoya escénica que perfila, admirablemente, varios de los artificios que emplearán numerosos falsos espiritistas en sus fraudulentas sesiones de «contacto» a partir de 1848. La fórmula de Ann Radcliffe se explotó, con más o menos variaciones, hasta finales del siglo XIX, cuando la irrupción del cuento de fantasmas denominado «realista» — Sheridan Le Fanu, M. R. James, Margaret Oliphant, Catherine Crowe— barrerá de un plumazo algunos artificios góticos decididamente démodés. Incluso en la temprana fecha de 1803, se publica la primera parodia literaria «seria» de la incipiente novela gótica y, en concreto, de las obras escritas por Ann Radcliffe: se trata de La abadía de Northanger (Northanger Abbey), escrita en 1798 por una jovencita llamada Jane Austen… 4. ¿Las mujeres escriben de modo diferente a los hombres? Delicada cuestión, y más si la extrapolamos al ámbito de la narrativa fantástica y/o de terror[10]. Lo único cierto es que, durante mucho tiempo, han escrito en condiciones muy diferentes. Las escritoras se han visto obligadas a vencer los terribles prejuicios de padres, maridos, compañeros de profesión e intelectuales de diverso calado, más allá de la estricta calidad artística de sus trabajos. Por ejemplo, el poeta alemán Heinrich Heine (1797-1856), inquieto por el talento de Madame de Staël (1766-1817) —revolucionaria y una de las fundadoras del movimiento romántico, autora de la novela trágica Jane Grey (1790) y del ensayo De la littérature considérée dans ses rapports avec les institutions sociales (1800)—, dijo de sus colegas femeninas: «Las mujeres que escriben tienen un ojo en el papel y otro en el hombre (…) sus textos se

caracterizan por un cierto tipo de malicioso chismorreo, de compadreo que trasladan a la literatura»[11]. Bajo tales presiones —que suman la actitud moralista y desdeñosa de otras mujeres que no quieren ni pueden entenderlas, víctimas de las normas sociales imperantes—, la literatura fantástica hecha por mujeres ha sido tildada, además, con excesiva frecuencia, de suave, frente a la dureza del trabajo desarrollado por sus colegas masculinos. Si, como hemos señalado antes, el terror afecta por igual a hombres y mujeres, su expresión literaria únicamente variará en función de las técnicas creativas y gustos personales de cada autor, independientemente de su sexo. Lo pavoroso, lo inquietante, puede expresarse por medio de detalles sutiles, poéticos, livianos quizá, de una atmósfera mágica, de una trama unilineal y simple o, por el contrario, a través de apuntes gráficos, grotescos, artificiosos en ocasiones, de argumentos retorcidos, tortuosos, de un ambiente lúgubre y opresivo —o incluso una combinación de ambas posibilidades estéticas—; la actitud y el lenguaje de un personaje, la textura de la narración como organismo perturbador del equilibrio del lector, la profundidad psicológica del relato en su conjunto… Son elementos que no tienen que ver, en muchos casos, con la identidad sexual de los autores/las autoras. Mas urge reconocer que, si bien todos comprendemos el lenguaje del miedo —de ahí la cohorte de admiradores (varones) que tiene, por ejemplo, Poppy Z. Brite o Tanith Lee, o el enorme número de mujeres que leen las obras de Thomas Ligotti o Dean R. Koontz—, la sociedad «habla» a hombres y mujeres en diferentes dialectos de ese lenguaje[12]. Nuestros espantos más profundos, casi inconscientes, deben ser muy similares: la expulsión del útero materno, lejos de su comodidad y seguridad, solos frente a un entorno hostil, la sensación de indefensión, el hambre, el sueño, la inquietud que provocan sonidos extraños, luces tenues, la oscuridad… Pero a medida que crecemos y asumimos nuestros papeles sociales como niños/hombres, niñas/mujeres, las cosas cambian, y las causas objetivas y subjetivas que generan pavor, también. Aun así, pervive el unheimlich primigenio en el que los objetos más familiares se transforman bruscamente en cosas extrañas y las personas más próximas en desconocidas.

5. Los veinte relatos que conforman Venus en las tinieblas van desde la consolidación artística y comercial de la narrativa gótica —“El espectro o Las ruinas del Priorato Belfont” (The Castle Spectre, 1829), de Sarah Wilkinson —, hasta el afianzamiento de «el cuento de miedo realista» —“La casa encantada” (The Haunted House, 1913), de Edith Nesbit—, nacido al calor del impresionante desarrollo económico, científico e industrial de la Inglaterra victoriana y de los Estados Unidos, con sus grandes revoluciones artísticas, filosóficas y sociales, marcado por la brevedad, ciertas dosis de ironía y, fundamentalmente, verosimilitud. Éstos constituyen, de modo muy lacónico, una historia no solamente de la literatura fantástica anglosajona del siglo XIX y primer decenio del XX —uno de sus máximos periodos de esplendor—, sino una crónica muy precisa de su práctica a cargo de las autoras más importantes que ha dado el género a lo largo de casi un siglo. Más que ofrecer una especie de contrapeso, de alternativa cultural a un tipo de narrativa a menudo dominado y definido por los hombres, Venus en las tinieblas trata de acotar estilos y tendencias, de exhibir los logros artísticos de las mujeres dentro de la literatura fantástica como parte integral y fundamental de la misma, por encima de cuestiones de sexo, resaltando el papel revolucionario de su labor, sus aspectos exorcísticos, íntimos, bajo las sombras de lo escalofriante y/o asombroso.

VENUS EN LAS TINIEBLAS Relatos de horror escritos por mujeres

Sarah Wilkinson (1779 - 1831)

Sarah Carr Wilkinson vivió por y para la escritura, al igual que otras creadoras de su época, como Eliza Parsons (1748-1811) —autora de una célebre novela gótica, The Castle of Wolfenbach (1793), de popularidad equiparable a los más elogiados trabajos de Ann Radcliffe— o Charlotte Smith (1749-1806) —quien contribuyó en grado sumo a la definición de lo «gótico» en la literatura con obras de la enjundia de Emmeline: The Orphan of the Castle (1788)—. No obstante, a diferencia de éstas, Wilkinson nunca saboreó el prestigio literario o el éxito económico. Su vida, en ocasiones, parece extraída de un melodrama dickensiano, marcada por la pobreza, la soledad y la enfermedad. Poco sabemos sobre la infancia y adolescencia de Sarah Wilkinson, así como de su educación. No obstante, la aparición entre 1805 y 1810 de tres libros escolares sumamente cuidados —A Visit to a Farm-House (1805) y A Visit to London: Containing a Description of the Principal Curiosities in the British Metropolis (1810), ambos publicados en Juvenile and School Library by McMillan, además de The Instructive Remembrancer: Being an Abstract of the Various Rites and Ceremonies of the Four Quarters of the Globe. For the Use of Schools (1805) de McKenzie Publishers— sugiere que su formación cultural era lo suficientemente elevada como para ejercer de maestra o institutriz. Intuición confirmada cuando, después de 1812, acuciada por la necesidad de dinero, empezó a trabajar como profesora en la White Chapel Free School de Gower Walk, País de Gales. Quizá influyó en su

carrera docente el hecho de que fuese «una de las jóvenes seleccionadas por la señora (Frances) Fielding para que leyeran a su madre, lady Charlotte Finch, cuando empezó a mermar su vista», según una carta a la Royal Literary Foundation (10 Feb. 1824). Charlotte Finch (1725-1813), hija de Thomas Fermor, lord de Pomfret, fue preceptora de los hijos del rey Jorge III entre 1762 y 1792, y la relación entre Wilkinson y los Fermor se prolongó, efectivamente, toda la vida; de ahí que varias de sus obras estén dedicadas a los miembros de esa familia. La carrera literaria de Sarah Wilkinson empezó en 1803, al publicar algunos relatos cortos en Tell-Tale Magazine, un semanario especializado en narrativa breve editado por Ann Lemoine, semanario que se vendía conjuntamente con «bluebooks». Los «bluebooks» —llamados así por sus cubiertas azules de cartoné de mala calidad— eran libros pequeños, baratos y, a menudo, no muy bien impresos, dedicados íntegramente a lo que hoy llamaríamos literatura popular —aventuras históricas, melodramas góticos y narraciones terroríficas—, pero eran de lectura relativamente sencilla, tremendamente viscerales, directos, y durante las dos primeras décadas del siglo XIX gozaron de una magnífica distribución por las Islas Británicas, distribución sustentada en una intrincada red de vendedores ambulantes. El buen oficio de Sarah Wilkinson logró que su nombre pronto empezara a aparecer en las portadas de los «bluebooks». Títulos como The Subterraneous Passage; or the Gothic Cell (1803), Horatio and Camilla: Or, the Nuns of St Mary (1804) y The Water Spectre; or, An Bratach (1805) fueron algunas de las dieciséis novelas góticas que la escritora publicó entre 1803 y 1806 bajo la tutela editorial de Ann Lemoine. Empero, Wilkinson también colaboró con otros libreros / impresores interesados en el mismo producto: por ejemplo, John Bull; or the Englishman’s Fire-side (1803) fue publicada por Thomas Hughes, y Monkcliffe Abbey (1805) por Kaygill Publishers, mientras que The Ghost of Golini; or, the Malignant Relative. A Domestic Tale (1820) lo hizo por Simon Fisher. Los beneficios de su primera novela al margen del ámbito de los «bluebooks», The Thatched Cottage; or, Sorrows of Eugenia, a Novel (1806), posibilitó que Sarah Wilkinson abriera una librería en el nº 2 de Smith-Street, Westminster, cuya gestión compaginó con la actividad literaria, publicando

The Fugitive Countess; or, the Convent of St Ursula, a Romance (1807), The Child of Mystery, a Novel (1808) y The Convent of the Grey Penitents; or, the Apostate Nun, a Romance (1810). Un año después, en 1808, nacía su hija Amelia Scadgell, hija de un misterioso Mr. Scadgell del que se ignora si contrajo matrimonio con la escritora —probablemente no—, aunque en esa época firmara algunos textos como Sarah Scudgell Wilkinson. En 1811, la librería quebró, y su propietaria se vio obligada a alquilar habitaciones en su casa para saldar deudas y criar a su hija. Pero también este negocio resultó efímero, ya que su quebradiza salud —que ya empezó a manifestarse durante su adolescencia— y los problemas domésticos derivados de ella —es decir, una ineficaz prestación de servicios— ahuyentaron a sus huéspedes. De manera trágica, los problemas de dinero y de salud empeoraron: la Royal Literary Foundation —una especie de «sindicato» destinado a ayudar económicamente a aquellos dramaturgos, poetas, traductores, biógrafos, periodistas o críticos que estuvieran en apuros, sin distinción de sexo, religión o ideas políticas, y al que han pertenecido Thomas Love Peacock, James Hogg, Joseph Conrad, D. H. Lawrence, James Joyce, Ivy Compton-Burnett, Mervyn Peake, G. K. Chesterton y Somerset Maugham, entre otros— no atendió a sus peticiones de auxilio, hasta el extremo de que Sarah estuvo a punto de perder la custodia de su hija en 1821. Pero la intervención del nuevo lord Pomfret, nieto de Charlotte Finch, evitó en el último instante lo que parecía una inevitable separación. En 1824 se le diagnosticó un cáncer de mama y fue intervenida quirúrgicamente en el Westminster Hospital con los fondos facilitados, esta vez sí, por la Royal Literary Foundation. La escritora siguió trabajando para sacar adelante a Amelia, pero algunos de sus últimos textos, como The Baronet Widow (1825), una novela en tres volúmenes, sufrió graves retrasos en su publicación a causa de la crisis editorial de los «bluebooks». Crisis que coincidió con un agravamiento del estado físico de Wilkinson, sometida a dos operaciones más en el St. George’s Hospital. A fin de procurarse una manutención básica, la autora se empleó como letrista para compositores de música popular, tal y como explica en otra misiva dirigida a la Royal Literary Foundation (8 En. 1828). Su última obra literaria, The Curator’s Son (1830), es un drama moral muy alejado de sus queridas ficciones góticas. Sola y agotada, pasó sus últimos meses de vida en el St.

Margaret’s Workhouse, Westminster. Sarah Wilkinson falleció el 19 de marzo de 1831, dejando tras de sí una vasta obra narrativa y poética, hoy prácticamente olvidada. The Spectre; or, The Ruins of Belfont Priory, publicado por primera vez por J. Ker Publisher, es junto con Horatio and Camilla: Or, the Nuns of St. Mary (1804) y The Water Spectre; or, An Bratach (1805), el «bluebook» de Sarah Wilkinson que mejor ha resistido el paso del tiempo. Se trata de una clásica historia de horror gótico según los cánones estilísticos y dramáticos de los inicios del género, cuando sus tramas y artificios estaban en fase de desarrollo. Su argumento se centra en las estremecedoras vivencias de una joven pareja de aristócratas, Theodore Montgomery y Matilda Maxwell, obligados a residir en un castillo embrujado cerca de los enmohecidos restos del priorato de Belfont —un priorato es una especie de monasterio habitado por unos pocos monjes, erigido en el antiguo reducto de un ermitaño o anacoreta…—. Castillo, por supuesto, en el que hacen sus apariciones dos turbadores espectros —de cuyas horribles heridas parece manar todavía sangre…—, y que esconden un terrible secreto. Los vagos sobresaltos que provoca la noche, la soledad, el misterio que segregan las cosas viejas, abandonadas, y el pavor concreto, profundo, de lo sobrenatural, son tratados por la escritora con una mezcla de circunspecto respeto y fina ironía.

EL ESPECTRO o las ruinas del priorato belfont Durante el reinado de nuestro Enrique VIII, cuando las casas religiosas fueron suprimidas y sus tesoros embargados por el monarca, el Priorato Belfont estaba entre aquellos que se resistieron en vano a la orden, y que, apelando a Roma, buscaban mantener la posesión de sus dominios, que eran extensos y generosamente dotados. Esto no sirvió para otro propósito más que para hacer caer sobre sus cabezas la venganza de su irritado soberano: fueron obligados a buscar refugio bajo otro techo, y gran parte del Priorato fue reducido a escombros. Las tierras que poseían del fundador de la orden fueron vendidas, pero el edificio permaneció como una solemne ruina inadvertida por los ricos y evitada por los pueblerinos, quienes tenían la firme creencia de que estaba encantada: ni siquiera se podía convencer de que pasaran cerca de las ruinas después de la puesta del sol a los más valerosos de entre todos ellos. Así permaneció hasta el reinado de Isabel, cuando ella ofreció el Priorato a Cecil lord Burleigh, pero dado que Su Excelencia ya poseía otros terrenos magníficos, prefirió no incurrir en el gasto de reconstruirlo para la mansión familiar. Poco después, Theodore Montgomery dejó su país natal (Escocia) buscando en Inglaterra protección de sus vengativos parientes. El osado joven era el heredero del conde Gowen, un noble escocés de gran riqueza y poder. Su hijo, al casarse con Matilda Maxwell, una joven dama dotada de excepcionales cualidades mentales y de gran belleza, pero sin fortuna, incurrió en su desagrado, al igual que en el del resto de sus parientes, pues la

familia había confiado en que se casara con la heredera del conde de Glencoe. El desgraciado Montgomery y su amada Matilda, perseguidos con todos los actos que la crueldad podía inventar o la malicia sugerir y cansados de ser expulsados de todas partes, decidieron buscar refugio en Inglaterra. Con la venta de algunas posesiones valiosas, reunieron suficiente dinero para ejecutar su plan, y prepararon el viaje con sólo dos sirvientes de cuya fidelidad estaban seguros. Llegaron a la metrópolis sin que tuviese lugar ningún sucedido o descubrimiento digno de mención. Inmediatamente, Montgomery se presentó ante lord Burleigh, con cuya esposa su mujer tenía un parentesco lejano, y le habló de su matrimonio y posteriores desgracias. Lord Burleigh le aseguró su protección hasta que pudiese reconciliarse con su familia, le dijo que mantendría un secreto absoluto acerca de su estancia y les habló del arruinado Priorato. Aceptaron la propuesta alegremente y, a la mañana siguiente, comenzaron su viaje a Cornwall. El hermoso paisaje del campo les subió el ánimo, y se sintieron felices en su exilio. Cuando llegaron a Truro descargaron el carruaje y los carros y siguieron a pie hasta llegar al Priorato. Eran cerca de las ocho de la noche cuando entraron en el camino que llevaba a las puertas; apenas podían distinguirse los objetos de su alrededor entre la oscuridad que ahora los inundaba, y los altos árboles que se movían sobre sus cabezas les insuflaron sensaciones melancólicas, que las ruinas a las que se acercaban ni mucho menos disiparon. Theodore dirigía la marcha hacia la parte habitable, según las instrucciones que había recibido de lord Burleigh, y pasaron por un arco de madera de aspecto antiquísimo; llevaba a una puerta pequeña, en cuya cerradura colocó la llave que le habían dado y la abrió con dificultad. Encendieron una mecha y tras prender las antorchas se encontraron en un gran recibidor de ventanas pintadas y techo abovedado. Desde este lugar se abrían varias puertas y pasillos que llevaban al interior del edificio. Tras examinarlo, averiguaron que esta parte que quedaba en pie eran las oficinas del Priorato que no estaban anejas al resto del edificio y que habían escapado de la devastación, dado que los saqueadores consideraron innecesario buscar tesoros en una parte dedicada a tareas domésticas. Para su gran consuelo encontraron que aún permanecían los muebles, aunque cubiertos de óxido y suciedad. Donald reunió tanto material como pudo y encendió fuego en una

de las salas, la que parecía más confortable que el resto, y allí se sentaron para descansar de su fatiga y para airear la ropa de cama que pudieron encontrar. Tras cenar provisiones frías que habían traído con ellos, decidieron reunir varios colchones en la misma habitación y así estar cerca unos de otros. Agotados por el viaje, se quedaron dormidos nada más cerrar los ojos, y su nueva situación no impidió su reposo. Ya era tarde a la mañana siguiente cuando despertaron sin rastro de cansancio. Emplearon el día en acomodar su estancia y lo lograron más allá de sus expectativas: completaron tres dormitorios, un recibidor y una cocina en un estilo pulcro aunque antiguo, y apilaron la leña en una sombría habitación que no querían usar. Acordaron que Donald debía ir todas las semanas al pueblo más cercano a comprar provisiones al atardecer y volver lo más discretamente posible. En cuanto hicieron todos los arreglos necesarios, dedicaron el tiempo a explorar las ruinas. Aún quedaba el gran salón. Tenía veintiún metros de largo y diez de ancho y una altura de cinco metros. En el lado norte había una escalera de unos dos metros de ancho que subía directamente hasta el salón; el techo era abovedado y se apoyaba sobre veinte arcos que se elevaban gradualmente uno sobre otro hasta entrar al salón. En el otro extremo de la escalera, en el lado sur de la sala, había una chimenea de unos tres metros y medio de ancho. A cada lado de la chimenea había dos ventanas de estilo gótico adornadas con esculturas de frutas y hojas y a cada extremo del salón había ocho pilares triangulares colocados equidistantemente y apoyados en tres bustos. La grandeza de la arquitectura los llenaba de deleite. Las cámaras que partían de este lugar estaban ahora a ras de suelo, o sólo quedaban en pie partes de sus paredes. Bajaron por la noble escalera y cruzaron el patio de las ruinas entrando en la capilla, pero sólo una parte permanecía en su estado anterior. Examinaron los ornamentos que encontraron, y Theodore se sorprendió mucho de ver en una piedra, apenas legibles, los títulos del conde de Gowen unidos a los de Belfont, pero el resto de la inscripción (que tenía muchas líneas) estaba demasiado perjudicada por el paso del tiempo como para que pudiese descifrarla. Tras mucho estudio y esfuerzos, se vio obligado con gran disgusto a abandonar la empresa y permanecer en la ignorancia. Dejando la capilla y volviendo hacia la izquierda, llegaron a la biblioteca. Ya habían desaparecido la mayoría de los libros y en las estanterías sólo

quedaban algunos volúmenes, pero para Theodore y Matilda ésta fue una dulce adquisición. Estaban por retirarse cuando Blanche abrió una pequeña puerta de roble que había escapado de la atención de su señora y, profiriendo un grito, ¡cayó desmayada! Donald corrió a ayudarla, pero al mirar hacia el lugar que le había causado tal alarma a la muchacha, se encontró en una posición no mucho mejor que la de la aterrada damisela. Todo su cuerpo tembló como una hoja de álamo y en los ojos se le fijó una vidriosa mirada de horror. La bella Matilda se aferró al brazo de Theodore, buscándolo para que la protegiese. Él la llevó gentilmente hacia las estancias habitables y, tras sentarla en un sillón, volvió con los sirvientes, a quienes encontró en la misma postura en que los había dejado, pero para su asombro la puerta se había cerrado sin ayuda. Ayudó a Donald a levantarse y éste, recuperando su habitual estado mental ante la presencia de su señor, le ayudó a llevar a Blanche, aún inconsciente, con Matilda, que vio con agrado su regreso. En cuanto los sirvientes se hubieron recuperado de su terror, Theodore quiso que le relatasen la causa. Blanche dijo que nada más abrir la puerta una figura alta y erguida la miró, se acercó a ella y movió una de sus manos; ¡que su rostro era de un blanco mortal y tenía grandes y terribles ojos! Donald corroboró esta historia, añadiendo que en su mano derecha la figura tenía una espada manchada de sangre que blandía de modo amenazante. —¡Por piedad! —confirmó Blanche—. Es cierto, pero el miedo me ha privado de mis sentidos. ¡Oh, era un espectro terrible! Theodore ordenó a Donald que le siguiera para escudriñar entre las ruinas y ver si el objeto de su alarma aún permanecía. La temblorosa Blanche se arrojó de rodillas ante Theodore: —¡Oh, mi señor! —dijo la doncella—. Le suplico que no vaya. ¡Si el fantasma os mata a vos y a Donald, qué será de mí y de mi querida señora! Theodore sonrió ante la torpe simplicidad de la cariñosa muchacha, pero no desistió de su propósito y le ordenó a Donald, que permanecía parado como una estatua, que le acompañase al salón sin mayor retraso. Matilda se levantó de su asiento y anunció su intención de ir con ellos diciendo que su temor por el bienestar de su esposo no le permitiría permanecer allí. Tras varias cariñosas protestas, su amado marido accedió a su petición y

Blanche, avergonzada de parecer menos heroica que su señora, se unió a la partida y se dirigieron hacia la biblioteca. Donald exclamaba durante todo el trayecto que antes preferiría enfrentarse a un regimiento de franceses que a un espectro: —Nunca he sido un cobarde —dijo el hombre (y decía la verdad, pues había mostrado su valor en varias ocasiones)—, pero odio a estos seres sobrenaturales. —Calla, mentecato —le dijo Theodore mientras se aproximaban a la puerta de roble que él mismo abrió, mientras su dama y los sirvientes dieron un respingo provocado por sus aprensiones, que estaban llegando a su punto más álgido. Nada apareció, y todo estaba silencioso como una tumba. El grupo entró y procedieron a investigar los muebles, que parecían más antiguos que los otros que habían encontrado en el Priorato. Colgaban del techo ricos tapices bordeados de preciosas cadenetas de flores donde se describían exquisitamente varios paisajes de carácter histórico y las sillas habían sido construidas para armonizar con el conjunto, pero las mesas eran de una hermosa madera tallada de curiosas formas. A un extremo había un gran armario de ébano que Theodore abrió; se le heló la sangre con horror ante la espantosa escena que se le presentó: ¡había colgados no menos de tres cuerpos humanos descompuestos! Al fondo del armario había un puñal con mango de oro macizo con varios caracteres en relieve. Por el aspecto de la hoja no tuvo duda de que era el arma con la que se habían cometido los asesinatos. Los muertos, según los restos de sus ropas que no habían sido consumidas por la todopoderosa mano del tiempo, parecían ser de alto rango. Había un caballero, una dama y un muchacho, aparentemente de unos siete años de edad. Los asesinos no parecían ser de aquellos para quienes el pillaje era su objetivo principal, pues en los cadáveres permanecían varios ornamentos de considerable valor. El más llamativo era una cruz de diamantes suspendida de una cadena de oro del pecho de la dama. Tras buscar unos instantes no vieron nada que pudiese solucionar el misterio de quién era el asesino y regresaron a sus habitaciones abrumados por el horror. El espantoso descubrimiento hizo que el refugio que les había parecido tan confortable se tornase odioso e inquietase su descanso, pero la necesidad los obligó a permanecer allí.

Una noche, cuando Donald había acompañado a su señor al pueblo de al lado para comprar algunos víveres, quedaron fascinados con las diferentes conversaciones que habían oído sobre el Priorato encantado: se habían visto luces y figuras de hombres y mujeres caminando entre las ruinas, todo lo cual se juzgaba como sobrenatural, y todos los relatos habían sido grandemente exagerados. Algunos afirmaban que los fantasmas no tenían cabeza y otros que había más de una docena en una fiesta espectral. Theodore le preguntó a uno, que parecía el más locuaz, qué razón se daba para la reaparición de aquellos quienes por las leyes divinas y naturales debían descansar en su silencioso sepulcro. El hombre (que resultó ser el notario del pueblo) le informó de que el Priorato no había sido construido hasta el reinado de Eduardo IV en el año 1463 por Roben, conde de Belfont, un poderoso hombre que gozaba del favor del monarca y de quien era fiel súbdito, vigilante en su causa contra la casa de Lancaster y que había sido uno de los principales valedores para arrebatarle al desgraciado Enrique VI la dignidad real. El edificio había sido construido cumpliendo un voto que había hecho en el campo de batalla. Juró construirlo si Dios le concedía la victoria sobre los enemigos de su soberano. Esta victoria resultó decisiva a favor de la dinastía de York y el conde cumplió su promesa religiosa. Fue muy generoso, y el edificio debía convertirse en la estructura religiosa más hermosa de todo el reino. El conde vivió hasta muy avanzada edad, pero en el momento en que el vil duque de Gloucester subió al trono, se retiró del asqueado mundo y se hizo hermano del Priorato de Belfont. Allí vivió siguiendo con el mayor rigor las reglas prescritas hasta el fallecimiento de Hugh de Burgh, el Prior, y fue elegido el nuevo Prior por consenso universal. Su muerte fue fuente de gran desconsuelo para sus hermanos. Su hijo heredó el título. Era el peor de los tiranos: arrogante, cruel y vengativo. Se casó con lady Margaret, hija del conde de Gowen (Theodore no pudo evitar sobresaltarse). La dama expiró al dar a luz a su primera hija, que recibió el nombre de Avisa. El conde estaba disgustado por no tener un heredero masculino de sus títulos y hacienda, y lamentaba más esa circunstancia que la pérdida de su encantadora esposa. Contrajo segundas nupcias unos meses después del fatal suceso y no tuvo descendientes. El conde y la condesa vivieron una vida desdichada y ella murió unos años antes

que su esposo, no sin que se sospechara que le dieron a beber vino envenenado. La adorable Avisa se crió muy desatendida por su padre, y mucho antes de la muerte de éste se retiró a un convento en Sheen, donde permaneció hasta su trigésimo cumpleaños. El conde, informado por sus médicos de que no le quedaban muchas horas de vida, nombró a un sobrino de su primera esposa Margaret como su heredero si se casaba con Avisa y se podía conseguir de Roma una dispensa para anular los votos de la muchacha. Así se hizo, pero ni el joven conde de Gowen ni Avisa veían el matrimonio con buenos ojos. Ambos eran hermosos y agradables, pero no sentían nada el uno por el otro. El conde había fijado sus afectos en otra parte, pero no podía heredar sin cumplir con la voluntad de su difunto tío, de modo que prefirió rechazar su amor y casarse con la heredera. Vivieron cerca de siete de años en completa armonía. Dado que el conde poseía una mente noble y elevada, y detestaba comportarse mal con la agradable condesa, luchó por olvidar a su primer amor y le prestaba a Avisa grandísima atención, que ella pagaba cumpliendo su deber y complaciéndolo. Más o menos durante este tiempo, Gowen alojó en su castillo a sir Leopold de Courcy, que había llegado inesperadamente de Alemania. Al entrar en la sala donde Avisa estaba sentada tejiendo un tapiz con sus doncellas, ella levantó la vista y, al ver al apuesto caballero, se cayó de su asiento y se desmayó. El conde estaba sorprendidísimo, pero la dama atribuyó su emoción a una repentina y violenta indisposición. Él quedó satisfecho y ella se retiró a sus aposentos. Tras un rato conversando de diferentes asuntos, la alarma de la condesa ante la entrada de su amigo volvió al recuerdo del aún descreído marido. —Decidme, sir Leopold —dijo el conde—, ¿alguna vez habíais visitado al fallecido conde de Belfont la última vez que honrasteis nuestra patria con vuestra presencia? El caballero respondió afirmativamente: —¿Quizá —dijo su amigo— conocisteis entonces a lady Avisa, su hija? Sir Leopold replicó que, por lo que recordaba, nunca la había visto. —Pero ¿por qué lo preguntáis? —continuó el caballero. —Por nada en particular —dijo el conde, dudando—. Se me ocurrió que vos y mi dama ya os conocíais de antes.

La llegada de la cena interrumpió su conversación. Uno de los sirvientes comunicó que la condesa estaba demasiado indispuesta para acompañarlos a la mesa y, habiendo llegado el resto de los comensales, empezaron a dar cuenta de una suntuosa cena. Ese mismo día el Priorato de Belfont fue destruido por un edicto de Su Majestad, cuando sólo había permanecido en pie setenta y cuatro años. El conde, que era un reformista apasionado, oyó las noticias sin lamentarlo en absoluto: además, para su gran consuelo, ahora estaría exento de pagar las grandes sumas que le cobraban anualmente según el testamento de Robert, el fundador del Priorato. Pero el caso era muy distinto para lady Gowen. Ella veneraba ésta y todas las casas religiosas, y durante un tiempo estuvo inconsolable. Aún quedaban en pie las oficinas del Priorato, el salón principal y una habitación grande que había sido el aposento del superior, y el lord apeló al rey para que le permitiese conservarlas como residencia para la temporada de caza. Obtuvo el permiso, pues los Gowen siempre habían gozado del favor de los Enriques por su estricta adherencia a la familia Lancaster. Pero el destino había dispuesto que el conde nunca disfrutase del privilegio obtenido: en menos de tres meses tras la llegada de Leopold, Gowen se vio obligado a asistir a la boda de su monarca con Ann de Cleves. Invitado una noche a un espléndido banquete durante su estancia en la Corte, hacia el final de la cena los caballeros estaban algo ebrios de brindar a la salud de Sus Majestades. Lord Weston comenzó a tomarle el pelo al conde amistosamente a cuenta de que estuviese alojando a quien había sido amante de su esposa. Al día siguiente, lord Gowen le preguntó al noble, declarando que ignoraba a qué se había referido la noche anterior y que deseaba una explicación, que lord Weston le dio de la siguiente manera: durante cierto tiempo, sir Leopold de Courcy había dedicado sus atenciones a la heredera de Belfont, pero el conde se negó a dar su consentimiento diciendo que él tenía otros planes para su hija y pidiéndole al caballero que dejase de visitarla. Esto les causó un gran desconsuelo a Leopold y a Avisa, pero continuaron viéndose en secreto en la casa de la nodriza de la dama durante un tiempo, hasta que uno de los pastores informó a lord Belfont del asunto. Avisa fue encerrada en sus aposentos y poco después enviada al convento de Sheen. Sir Leopold vio frustrados todos sus intentos por recuperar a su amante y se retiró a su país, donde pronto conoció

a una viuda rica con la que se desposó. Aquí el conde de Gowen le interrumpió diciendo que conocía bien a la dama y que había conocido por primera vez a sir Leopold durante la celebración de su matrimonio en el Spa; y a esto añadió que el motivo del regreso del caballero a Inglaterra se debía a que deseaba aliviar su dolor tras la muerte de lady de Courcy. Lord Weston continuó su conversación diciéndole al conde que lady Avisa sólo estaba alojada en el convento, sin tomar los votos, pero que al recibir la noticia de la boda de Leopold insistió en tomar el hábito, lo que hizo ignorando completamente las órdenes en contra de Belfont, quien estaba tan exasperado por la conducta de su hija que nunca fue a visitarla al convento los muchos años que ella sobrevivió a este estado de cosas. —Pero nunca oí —dijo lord Weston— que se sospechase nada ilícito entre los amantes, y espero que ahora sus actos estén dictados por el honor y la rectitud. Se separaron los nobles, y el conde de Gowen volvió a su alojamiento con el estado de ánimo más desdichado que concebirse pueda. —Pero quizá sea necesario informarles —dijo el notario— de que lord Weston era pariente de la segunda esposa del conde fallecido y estaba mejor enterado de los asuntos de la familia que el sobrino conde Gowen, que había residido en Escocia hasta su matrimonio con Avisa. A estas alturas Theodore y su acompañante habían llegado a los límites del pueblo, la noche se acercaba y alargar su estancia resultaría peligroso para sí mismos e inquietante para lady Matilda, quien sin duda se alarmaría por el inusual retraso. Por lo tanto, le dijo al notario que estaba ansioso por llegar a su morada, que quedaba en un pueblo distante, pero que le había interesado tanto la historia que había sido tan gentil de relatarle que le complacería volver a verle en la posada para escuchar el resto en el momento que le conviniese. El notario mencionó la noche del día siguiente, y partieron. Theodore y Donald recorrieron la mayor parte de su camino a través del bosque hasta que llegaron al Priorato, donde lady Matilda y su fiel Blanche los recibieron con placer y Theodore les relató lo que el notario acababa de contarle. —Ahora entiendo —dijo él— el motivo de la tumba de la capilla con los nombres y los escudos de armas de las familias de Belfont y Gowen. Aunque

estaban tan íntimamente ligadas por dos matrimonios, las terribles escenas que sin duda ocurrieron evitaron que mi padre mencionase ese parentesco, y yo noté a menudo que no le gustaba hablar de sus ancestros. A la noche siguiente Theodore reapareció en la posada y vio que el notario había cumplido su palabra y retomaba el hilo de su narración del siguiente modo: Tan pronto como pudo retirarse decorosamente de la corte, volvió al Castillo Belfont, que estaba situado a varios kilómetros del Priorato, en el pueblo de Launceston. En su viaje ponderó cómo debía actuar en consecuencia de las nuevas que había oído. Negarle a sir Leopold que continuase su visita en el castillo sin explicar las razones parecería quebrantar su deber de hospitalidad. Estaba seguro de que las intenciones del caballero no eran honorables, o no habría negado que conociera a lady Gowen. Pero disculpaba a Avisa de tener conocimiento de la llegada de sir Leopold, y decidió desafiarlo a combate singular y borrar el manchón que había sufrido su honor. El conde viajaba a tal velocidad que llegó al castillo mucho antes de lo que lo esperaban sus habitantes, quienes parecieron agitados y sorprendidos. El conde saltó de su orgulloso semental y pronto inquirió a los sirvientes la causa de la consternación tan visible en su comportamiento, pero no pudo obtener una respuesta satisfactoria. Se dirigía a los aposentos de su dama cuando el mozo de cámara, dubitativo, le informó de que lady Gowen había salido del castillo la noche anterior en compañía de sir Leopold y el joven lord Montgomery con sólo dos sirvientes que pertenecían al caballero. Al salir le dijeron que se dirigían a ver las minas. Cuando vio que era de noche y que no habían vuelto, se intranquilizó y, acompañado de varios sirvientes, partió en busca de ellos temeroso de que hubiese tenido lugar un terrible accidente. Pero su búsqueda fue en vano y, aunque estaba seguro de que no habían ido a las minas, no supo de su paradero. El conde se entregó a los más violentos paroxismos de ira, jurando venganza contra su pérfida esposa y su falso amigo. Despachó a sus vasallos por todos los caminos que se le ocurrieron, montados en veloces corceles para darles alcance, pero todos sus intentos resultaron infructuosos y le desesperaron. Amargamente se reprochaba haberse casado con lady Avisa y haber

abandonado a lady Julia Malcolm, el verdadero objeto de sus afectos y a quien numerosas veces le había hecho las más solemnes declaraciones de amor. Consideró sus desgracias como una penitencia de los cielos como justo castigo por su perjurio y maldecía la herencia Belfont por ser el medio de su caída. Pasaron algunas semanas y nada se sabía de los fugitivos hasta que Roland, uno de los cazadores del conde, trajo sorprendentes noticias: contó que siguiendo a un gamo, el azar le había llevado cerca del Priorato, justo cuando comenzaba una violenta granizada. Estaba solo y, aunque deseaba refugiarse de las inclemencias del tiempo, no le convencía la idea de meterse en las ruinas, ya que se comentaba entre los habitantes del pueblo que desde que el edificio fuese demolido se veía al fantasma del fundador vagando entre ellas. Pero la tormenta continuaba cayendo con tal violencia que no le quedó otra opción y se cobijó bajo un gran pórtico. No llevaba mucho tiempo así guarecido cuando oyó las voces de varias personas conversando a cierta distancia. Esto le sobresaltó, pero se le ocurrió que podían ser viajeros que, como él, habían buscado refugio de la tormenta y se decidió a ir en su encuentro para poder unirse a su grupo. Desmontó de su caballo y, atándolo a la estatua que quedaba en la pared, escuchó atentamente de dónde procedía el sonido y subió por la escalera noble. Al entrar al salón le pareció que las personas estaban en una habitación cercana. Roland recordaba que se habían llevado muebles del castillo para que la sala fuese apropiada para que su señor recibiese a sus visitantes durante la temporada de caza y pensó que ésa era la razón por la que los viajeros habrían elegido esa sala que con exquisito gusto había decorado lady Avisa. Estaba a punto de entrar por la puerta cuando, para su gran horror y sorpresa, se dio cuenta de que una de las personas era sir Leopold de Courcy. Reuniendo valor, miró por una rendija de la puerta y vio al caballero, a lady Gowen y a su hijo con los dos sirvientes. Por su conversación, comprendió que se habían ocultado allí desde que dejaron el Priorato Belfont, pero que aquella noche tenían intención de comenzar su viaje. Pensaban partir a la medianoche y habían preparado un disfraz de hombre para la señora, que llevaría hasta su llegada a Alemania. No sin dificultad, el hombre pudo salir sin ser visto, pues sir Leopold entró en la sala en el momento en que Roland llegaba a las escaleras. Montó en su

caballo y tuvo que huir precipitadamente, pues no dudaba de que lo asesinarían si lo encontraban en aquel lugar. El conde recompensó al cazador por su fidelidad y le ordenó que mantuviera el asunto en secreto. Alrededor de las nueve de la noche el conde Gowen salió discretamente del castillo y se dirigió hacia el arruinado Priorato. Llegó allí justo cuando el reloj del pueblo vecino daba las once. Entró cautelosamente al salón, la puerta de la habitación interior estaba abierta y pudo ver perfectamente a su dama y al caballero traidor: éste la estaba convenciendo para que se vistiese el disfraz que le había conseguido, a lo que ella parecía acceder con reluctancia, diciéndole con aire afectuosísimo que sacrificaría su vida por él. Sir Leopold la abrazó y le dijo que se acercaba la hora que esperaba que los rescatase de su molesto escondite y del miedo de ser sorprendidos por sus enemigos. Lady Gowen le respondió con tanto afecto que el conde ya no pudo contener sus ansias de venganza. Se abalanzó en la habitación y hundió un puñal en su pecho. La sorpresa había paralizado el brazo de sir Leopold, pero, recuperándose de su estupor, desenvainó la espada y atacó furiosamente al desdichado esposo. Falló, y recibió una herida mortal del arma del conde, aún manchada de la sangre de su amante. Sir Leopold se tambaleó unos pasos y, exclamando que no caería sin ser vengado, atravesó con su espada el corazón del niño, lord Montgomery, que estaba dormido en un asiento vestido para el viaje. No pronunció una sola palabra, sino que al instante su alma pura abandonó su alojamiento terrenal y voló a los reinos de la felicidad. El conde cayó casi en estado de locura: su venganza le había costado un alto precio, pues amaba muchísimo a su hijo y había contemplado el golpe fatal con un horror que desafía toda descripción. Puso a la desdichada víctima en un armario de roble y, cerrando la puerta, huyó frenéticamente de la escena de muerte. Volvió a su castillo sin incidentes, aunque al cruzar uno de los patios oyó cascos de caballos en el camino que llevaba al Priorato. Recordó qué propósito llevaban, y por un momento deseó no haber evitado la huida. La agonía del dolor y los más desgarradores sentimientos por la pérdida de su amado hijo pronto le afectaron al cerebro y se convirtió en un maníaco afligido. En ese estado continuó cerca de tres años durante los cuales murmuraba las expresiones más aterradoras. Roland era el único de sus sirvientes que entendía sus

delirios sobre asesinatos, pero mantuvo para sí el fatal secreto. Alrededor de una semana antes de su muerte, el desdichado conde recuperó el sentido y pidió un sacerdote para hacer una confesión pública. El caso fue comunicado al rey de inmediato, quien ordenó que se le prestase a Gowen toda atención considerando las desgraciadas y lamentables circunstancias del asunto y le concedió el perdón total en caso de que alguna vez recuperase la salud. Pero la corona embargó los bienes de la familia Belfont, aunque no interfirió con los de los Gowen. El conde vivió lo justo para recibir el perdón, hizo una petición al Cielo y expiró. Fue enterrado entre las ruinas de la capilla del Priorato por su expreso deseo. Su hermano Adolphus heredó sus bienes en Escocia. Desconozco la causa, pero el monarca ordenó que los cuerpos de los asesinados no fuesen enterrados y a menudo se ve a sus espíritus rondar por el lugar. Así terminó el notario su triste historia, expresando el deseo de que hubiesen permitido llevar a cabo los ritos funerarios. Tras los saludos mutuos de rigor, partieron, y Theodore pensó en los terribles acontecimientos y sinceramente deploró el destino de sus ancestros. El pequeño círculo que componía su familia estaba sentado alrededor de un animado fuego, escuchando atentamente el relato de Theodore de lo que le había contado el notario. Matilda se estremeció ante la horrorosa historia, mientras que a los dos sirvientes se les puso el vello de punta. Acercaron sus sillas a las de sus señores y mostraron todos los síntomas de estar aterrados. Acabó Theodore de concluir su relato y le dijo a Donald que sacase una botella de vino del baúl, pues un buen vaso podría levantarles el ánimo y dispersar la sombra que se cernía sobre sus rostros. Donald se disponía a obedecer la orden de su señor cuando la puerta de su habitación, que siempre cerraban con cuidado por dentro en cuanto estaban todos, se abrió de repente, chirrió sobre sus goznes y se volvió a cerrar violentamente. Esto se repitió tres veces y luego todo se quedó en silencio como antes. Theodore fue el primero en recuperarse del susto y la confusión en que los había sumido el suceso y se dedicó a calmar sus aprensiones asegurándoles que se les había olvidado echar el cerrojo y que el viento había abierto la puerta. Se adelantó para examinar la puerta, convencido de que encontraría los cerrojos sin echar, pero se quedó paralizado al contemplar que estaban totalmente cerrados como

de costumbre. Un grandísimo terror se apoderó de todos los infelices fugitivos. Lady Matilda declaró que prefería mendigar pan que permanecer en un lugar tan terrorífico. Pasaron la noche entre tremendos miedos, escuchando cada sonido con profunda inquietud, pero no ocurrió nada más que los inquietase. Se levantaron temprano a la mañana siguiente, agotados y enfermos por falta de descanso y decidieron buscar un refugio más acogedor sin pérdida de tiempo. Durante todo el día llovió a mares, lo que les impidió a Theodore y a su sirviente llevar a cabo la búsqueda que pretendían. No les fue posible salir del Priorato debido al clima desfavorable y, para calmar las aprensiones de Matilda, Theodore decidió enterrar los restos de las víctimas culpables y del niño inocente con la ayuda de Donald en uno de los pasillos de la derruida capilla. Envió a su sirviente a por un pico y una pala y, metiendo los restos en un viejo baúl, llevaron a cabo las exequias de los muertos. Theodore se esforzó por convencer a su dama y a los sirvientes de que pasaran algún tiempo más en su actual morada con la esperanza de que ahora que el terrible espectáculo estaba enterrado, debían poder descansar en paz. Tras discutirlo, accedieron a su proposición y se prepararon para armarse de valor. La luna brillaba con fulgor resplandeciente y la noche era inusualmente cálida para la estación. Theodore y Matilda paseaban a menudo por el lugar mientras sus fíeles sirvientes, que sentían un sincero afecto el uno por el otro, los seguían a cierta distancia. En uno de esos paseos nocturnos se alejaron insensatamente de su morada y las campanadas del reloj del pueblo les advirtieron de que había llegado la muy temida medianoche, por lo que volvieron hacia el Priorato con toda la ligereza que pudieron. Acababan de llegar a las ruinas cuando el espectro que habían visto Donald y Blanche, la primera vez que entraron en el salón, se cruzó en su camino, profirió un sombrío gemido y, tras observar a la partida con una mirada escrutadora, desapareció de su vista. Continuaron andando lentamente sin decir una sola palabra, tan grande era su miedo, un miedo que se acrecentó cuando al subir por las escaleras que llevaban a la habitación donde habitualmente residían, la misma figura les impidió el paso interponiéndose en el estrecho pasaje. Theodore se deshizo del abrazo de la aterrada Matilda y, avanzando

osadamente hacia el espectro utilizando todas las imprecaciones sagradas, lo conjuró a que relatase el motivo de su irrupción del mundo de los muertos y hechizar aquella morada del horror. El espectro, con una voz solemne, le ordenó que le siguiese y bajó por la escalera de caracol mientras Theodore le siguió con asombrado silencio aunque dispuesto a obedecerlo y desentrañar, si era posible, el terrible misterio. Su fantasmal guía le llevó por una estrecha escalera mientras una llama azul proyectaba una tenue luz en los objetos que los rodeaban. Al final de la bajada entraron en una espaciosa cripta. En medio de la sala había una amplia piedra cuadrada donde se detuvo el espectro y se dirigió al joven: —¡Observa, heredero de Gowen, el errante espíritu de Robert, señor de todos los ricos dominios de Belfont, cuyos actos de benevolencia le ganaron el cariño de sus vasallos, pero sabe que era un asesino! Theodore profirió un profundo suspiro y el espectro continuó. —Mi hermano mayor era un noble joven. Nos teníamos el más profundo afecto el uno al otro y no nos ocultábamos ningún sentimiento; todo era sinceridad y amor fraternal. Acababa yo de cumplir los dieciocho años cuando, desgraciadamente, caí locamente enamorado de la hermosa Elizabeth, sobrina del duque de Somerset y quien, sin yo saberlo, se había comprometido previamente con mi hermano. Pronto le declaré mi afecto, que ella rechazó. Poco después supe que la causa de su rechazo era que prefería a mi hermano. Desde aquel momento, los celos, un odio mortal y la venganza tomaron posesión de mi alma. Contraté a cuatro rufianes que lo emboscaron en un sendero privado. Se resistió valientemente, pero cayó cubierto de heridas. Cavaron un hoyo profundo y ocultaron el cruel acto de los ojos de los mortales. Nunca se descubrió el miserable asesinato, y yo se lo oculté incluso a mi confesor. Pero en la conciencia me pesaba el pecado y me atormentaba. Algunos años después conseguí la mano de Elizabeth, quien cedió reticentemente a los deseos del duque, ansioso por una unión con nuestra familia. El Cielo no le podía ser propicio a un matrimonio fundado en sangre. Elizabeth murió en el segundo año de nuestro matrimonio al dar a luz a mi hijo. ¿Acaso los anales de mi familia no están manchados de asesinatos, deshonor y los actos más horrendos? En ti, noble Theodore, reviven las virtudes de mi hermano. ¡Mueve esta piedra, cava algunos metros y

encontrarás el esqueleto del desdichado Edward! Hazle los honores funerarios, que se digan misas por el descanso de mi alma y así mi perturbado espíritu conocerá el reposo que durante tanto tiempo se le ha negado. Cumpliendo mi voto durante la guerra, erigí este Priorato y elegí el lugar donde se había cometido el asesinato con la esperanza de expiar mi falta… ¡un maldito fratricidio! Aquí se desvaneció el conde Robert entre los más terroríficos gemidos y la llama azul se apagó gradualmente. Theodore quedó en total oscuridad, palpando las paredes con la esperanza de encontrar el pasaje por el que el espectro le había guiado hasta la profunda cripta, pero sus esfuerzos fueron en balde: en vano dio grandes voces, sólo le respondía el eco que rebotaba desde el techo y ya empezaba a sentir las más terroríficas aprensiones acerca de su destino cuando una helada frialdad le agarró la mano y este agente invisible le guió o más bien tiró de él con fuerza durante una distancia considerable, hasta que el joven notó que se encontraba en el estrecho pasaje por el que había entrado a la cripta. Esta circunstancia le levantó el alicaído ánimo y pensó que el mismo espectro le guiaba, aunque oculto de su vista y sintió una confianza total en su guía. Ahora sus pies tropezaban con la escalera de caracol y para su gran alegría descubrió que estaba cerca de su propia habitación y de su amada Matilda, cuya angustia ante su ausencia bien sabía que habría sido dolorosísima. La fría mano le soltó y una voz doliente exclamó: —No puedo ir más allá, éste es el último paso de mis límites; continúa y que todos los ángeles te guarden. El tono era muy distinto al del conde Robert. Theodore estaba asombrado. Ahora una gran luz blanca brillaba tras él. Se giró, y vio una visión que lo llenó de piedad y horror al mismo tiempo: ¡el fantasma del asesinado Edward (pues sin duda tal era) estaba en pie a cierta distancia! Tenía el cuerpo cubierto de heridas y un gran corte en la frente, del cual aún brotaba sangre copiosamente. Montgomery tenía los ojos clavados en esta visión y con un débil suspiro exclamó: —¡Theodore! Eres la única esperanza que les queda a dos nobles familias, cumple la petición de mi asesino, el acto te recompensará grandemente.

Theodore se vio obligado a detenerse unos momentos para recuperarse de la sorpresa y se apresuró a llegar a su habitación. Los dos sirvientes se esforzaban por ocultar sus propios miedos y confortar a su afligida señora, aunque en vano, pues el dolor había tomado posesión de su alma y declaraba que había perdido para siempre a su Theodore. En ese instante, él apareció y cariñosamente tomó sus manos entre las suyas. Abrumada por la agradable sorpresa, se desmayó, mientras Donald y Blanche se arrodillaban y le daban las gracias al cielo con fervor por el regreso de su señor sano y salvo. En cuanto lady Matilda recuperó el conocimiento y el grupo recuperó la serenidad, Theodore respondió a sus vehementes preguntas y les narró todos los detalles que habían tenido lugar durante su dolorosa ausencia. Concluyó su relato con el deseo de llevar a cabo las instrucciones que había recibido de los desdichados espectros, pero temía acarrear con ello su ruina, pues dar ese paso significaba necesariamente descubrirle a su cruel y despiadado padre dónde habían buscado refugiarse por miedo a su poder y éste podría buscar algún modo de arrancarle del lado de su amada Matilda, cuya situación exigía ahora más ternura que nunca. Matilda le rogó que no permitiese que su preocupación por ella, aunque justa, le impidiese llevar a cabo un acto que el cielo aprobaría y, a su tiempo, recompensaría. —Por favor, mi señor —dijo el torpe Donald con una simplicidad que le arrancó una sonrisa a Theodore—, ¡por favor, mi señor, enterrad al fantasma o puede que busque venganza y os haga pedazos! Tras varias disquisiciones al respecto, acordaron que no debían dar ningún paso importante sin el consentimiento de lord Burleigh y decidieron hablarle del asunto. Theodore se levantó temprano a la mañana siguiente y, disfrazándose de la guisa con la que había viajado, se despidió cariñosamente de Matilda, montó sobre su caballo y cabalgó hacia Launceston ayudado por Donald. Allí consiguió un vehículo apropiado que le llevase a la metrópolis y envió a su fiel sirviente de regreso al Priorato, dándole instrucciones estrictas de que cuidase de su dama y de Blanche durante su ausencia, que haría tan corta como fuese posible. Llegó a la residencia de lord Burleigh sin que le ocurriese por el camino ningún incidente digno de mención. Fue recibido por el noble con muestras

amistosas, pero nada pudo igualar la sorpresa de Cecil cuando le informó del motivo de su visita. No desconocía el asesinato de sir Leopold de Courcy y de la condesa de Gowen, pero el resto lo ignoraba, y admiró los caminos inescrutables de la Providencia para traer a la luz el asesinato. —Ahora tengo —dijo el conde— una gran sorpresa para ti, tan grande como la que tú me has comunicado. Permíteme que te felicite por tu acceso a la riqueza, esplendor y un título. —Explicaos, mi señor —dijo el aturdido Theodore. Lord Burleigh le dijo que esa mañana había recibido la noticia del fallecimiento del conde de Gowen, quien había expresado antes de su muerte el más sincero arrepentimiento por el maltrato que le había dado a su hijo y a su encantadora dama, a quien había escrito una carta de su propio puño y letra rogándole que no odiase su memoria. —Conozco tan bien las virtudes de tu Matilda —añadió lord Burleigh—, que estoy seguro de que borrará de su pecho todo resentimiento. Tu padre te ha dejado todo lo que poseía, aunque yo tampoco he estado ocioso. Le he implorado en tu favor a nuestra amada reina y ha ratificado mi concesión de todas las tierras del Priorato y el castillo de Belfont a tu dama, y lo considero un regalo de mi soberana. Tomaste a Matilda renunciando a la rica heredera de Glencoe. Habéis soportado la pobreza y la desgracia por vuestro amor y ahora sois recompensados. Nunca quise que una parte de nuestra familia quedase sin herencia, pero decidí ocultar mis intenciones y poner a prueba vuestras virtudes y sentimientos. Han excedido mis mayores esperanzas, y ved en mí a un sincero amigo que os ama como a sus propios hijos. Aquí tienes los títulos de los bienes, tuyos son, y en cuanto a la visita sobrenatural que has recibido, eres libre para actuar como tus deseos te guíen. Theodore no tardó en expresar su gratitud. En cuanto fue a la corte y presentó sus respetos a su soberana, regresó a Cornwall. Matilda no pudo reprimir las lágrimas cuando le informó de la muerte del conde y del cambio de sus sentimientos hacia ella, y lamentó sinceramente que no hubiese sobrevivido para que los volviese a ver y les diese su bendición. Estas cariñosas palabras enternecieron a su esposo, que también lamentaba como ella la muerte del conde, a quien idolatraba a pesar del cruel tratamiento que había recibido de él. E incluso aquello quedó olvidado

cuando supo del amor que había expresado por él antes de exhalar su último suspiro. El notario fue la primera persona a la que Theodore reveló su rango. Al anciano se le erizó el pelo de terror cuando le habló de los espectros que se le habían aparecido al conde, y Theodore se vio obligado a hacer uso de toda su elocuencia para persuadirlo de que volviese con él al Priorato. Al fin accedió y acompañó al conde, disculpándose efusivamente por la familiaridad con que antes le había tratado. —Continúa así, te lo ruego —dijo Theodore—, la sinceridad es lo que más estimo. Donald había conseguido dos hombres y con la ayuda de antorchas descendieron por la escalera de caracol llegando a la cripta por el mismo camino que el espectro le había mostrado a Theodore. El conde los llevó hasta la piedra, la movieron y cavaron hasta cierta profundidad antes de llegar hasta el objeto de su búsqueda. El esqueleto estaba muy corrompido, pero la cabeza estaba en perfecto estado. El conde la examinó concienzudamente y pudo percibir claramente que tenía una herida profunda en la frente que correspondía al segundo espectro que había visto. Cuidadosamente colocaron los restos en un ataúd que habían llevado con ellos y, mientras llevaban a cabo esta tarea, oyeron la música más dulce y solemne, lo que les demostró cuánto complacía este servicio a los espíritus errantes. Al día siguiente tuvo lugar el funeral en Launceston con gran pompa y magnificencia, y se erigió un monumento en la iglesia de Launceston a la memoria de lord Edward sobre el que se grabó la melancólica historia de los dos hermanos. Theodore, al despejar las ruinas del Priorato, descubrió un cofre de hierro que contenía una cantidad inmensa de oro y joyas. Dentro había un pergamino que lo declaraba propiedad de Hugh de Burgh, el primer Prior de la casa, quien al renunciar al mundo, ofendido por sus familiares, enterró el tesoro y lo dejó para quien fuese tan afortunado de descubrirlo. Así, por un singular capricho del Prior, Theodore se hizo con la posesión de un valioso tesoro, que dedicó a propósitos caritativos. Construyó una noble mansión en el lugar del Priorato Belfont donde residía varios meses al año y nunca sufrió

el más mínimo incomodo por parte de visitantes sobrenaturales. Todo fue paz y tranquilidad, y los desgraciados espíritus dejaron de vagar e inquietar el reposo de los mortales. Theodore y Matilda fueron bendecidos con una descendencia encantadora y obediente. Sus arrendatarios y sirvientes los adoraban y vivieron respetados y felices hasta edad provecta. Murieron con pocos días de diferencia e incluso ese corto espacio de tiempo le resultó doloroso a quien había sobrevivido. Donald y Blanche se casaron poco después de que Theodore se convirtiese en conde, y éste les regaló una valiosa granja en Escocia y siempre conservó, junto con su Matilda, un sincero aprecio por esos fieles sirvientes.

Mary W. Shelley (1797 - 1851)

La mañana del 20 de marzo de 1831, en los albores de la primavera londinense, Mary Shelley se hallaba sumida en sus pensamientos, arropada por la tibia luz de la mañana que se filtraba por los ventanales de su biblioteca. Días atrás, Henry Colburn y su socio, Richard Bentley, propietarios de Standard Novel Series —popular colección de ficción a precios populares, de amplia difusión y prestigio—, le habían propuesto una reedición de Frankenstein o el moderno Prometeo (Frankenstein; or the Modern Prometheus, 1818), «revisada y corregida, con una nueva introducción de su autora, en un lujoso volumen de tapa dura, ilustrado con grabados del francés Chevalier…» La posibilidad en 1831 de insuflar una segunda vida artística y comercial a Frankenstein o el moderno Prometeo sedujo a Mary Shelley por dos motivos. Por un lado, las posibles ganancias que obtendría con la operación le ayudarían a sobrellevar su precaria situación económica; por otro, la reedición de su obra más importante hasta entonces quizá serviría para consolidar el incipiente prestigio literario que poco a poco se estaba labrando. Al fin y al cabo, ella era una escritora profesional que vivía de su trabajo. Publicaba regularmente relatos fantásticos como “El sueño” (The Dream) o los frankenstenianos “El mortal inmortal” (The Mortal Inmortal: A Tale), “Roger Dodsworth, el inglés reanimado” (Roger Dodsworth: The Reanimated Englishman) y “La transformación” (The Transformation), en la revista The Keepsake. No olvidemos tampoco sus novelas: Valperga: or, The Life and

Adventures of Castruccio, Prince of Lucca [Valperga, o la vida y aventuras de Castruccio, príncipe de Lucca] (1823), The Last Man [El último hombre] (1826), The Fortunes of Perkin Warbeck, A Romance [La suerte de Perkin Warbeck: una novela] (1830), e incluso algunas piezas dramáticas como Proserpine: A Mythological Drama, in Two Acts, en The Winter’s Wreath of MDCCCXXXI, a punto de publicarse por esas fechas. Pero, sin duda, la gran obsesión de Mary Shelley fue la recopilación y divulgación de la obra de su marido, el gran poeta Percy Bysshe Shelley, tarea iniciada con Posthumous Poems of Percy Bysshe Shelley (1824). Pero existía otra razón muy íntima para revisar las páginas de Frankenstein o el moderno Prometeo. Mientras el cálido sol de primavera se enseñoreaba de la pequeña biblioteca, Mary Shelley se sumía en la nostalgia y el desaliento. Era viuda, con tendencia a la melancolía, y apenas hacía vida social, si exceptuamos a un reducido y muy selecto grupo de amigos; vivía en un austero apartamento en Somerset Street junto a su criada suiza Millie y su hijo Percy Florence, y se consideraba víctima de un destino fatal, trágico. «El conjunto de toda mi vida ha sido la desgracia y lo seguirá siendo porque estoy marcada. Nunca podré ser feliz, y por eso mismo continuaré siendo herida cruelmente, desamparada en este abismo sin fondo que es mi vida. Cuando estoy sola, apenas puedo soportar el peso de la aflicción, pero en compañía de otros es casi peor», escribió en su diario. En cierto modo, se consideraba la última superviviente de toda una estirpe de hombres y mujeres mimados por los dioses apasionados y turbulentos, honestos y contradictorios, fascinantes y siniestros, adoradores de la belleza, del amor y de lo siniestro. Percy B. Shelley, Lord Byron, John William Polidori, la madre a la que admiró sobrecogida por la frialdad del cementerio de Old St. Pancras Church, Mary Wollstonecraft, su hierático padre William Godwin, su hermanastra Claire, y los amigos fallecidos o casi perdidos en la distancia, como Leigh y Marianne Hunt, Matthew Gregory Lewis, la condesa Potocka, Edward Trelawny o Thomas Jefferson Hogg y su esposa Jane Williams, todos, sin excepción, forman parte de los capítulos que componen la biografía de Mary Shelley. Y cada uno de ellos, entre la imaginación y la realidad, encierran una historia más romántica que cualquier posible relato. Así pues, deambular una vez más a través de la senda literaria y vital trazada por

Frankenstein o el moderno Prometeo suponía para Mary Shelley enfrentarse a sus particulares monstruos, reviviendo, en suma, tiempos felices que transformaban su actual existencia en algo más doloroso aún. No en vano, el prefacio que empezaba a redactar con pulso firme y seguro concluía de la siguiente manera: «Y ahora, una vez más, invito a mi espantosa progenie a que avance y prospere. Siento afecto por ella, porque fue el producto de días felices, cuando la muerte y la aflicción eran tan sólo palabras que no encontraban auténtico eco en mi corazón. Sus páginas hablan de paseos, de viajes y de conversaciones de cuando no estaba sola; y mi compañero era alguien que no volveré a ver en este mundo. Pero esto es sólo para mí; mis lectores no tienen nada que ver con estos recuerdos». Desde aquella lejana reedición de 1831, Mary Shelley ha sido, es y será la autora de Frankenstein o el moderno Prometeo. Como explica Chris Baldick en su ensayo In Frankenstein’s Shadow. Myth, Monstruosity, and the 19th Century Imagination (1987), la pervivencia de la leyenda de Frankenstein ha sido posible porque Shelley desarrolló imaginativamente varios de los problemas más acuciantes y esenciales de la modernidad. El tipo de problemas aludidos por su novela son aquellos que, históricamente, se fraguaron alrededor de los éxitos y los fracasos, las aspiraciones y las frustraciones, del proyecto revolucionario de finales del siglo XVIII que Mary Shelley —tanto por sí misma como por su herencia familiar y relaciones personales— vivió muy de cerca. Sus dudas son las de una época en la que se mezclan el legado de la Ilustración y los ímpetus del liberalismo radical junto al idealismo romántico, preocupados por los efectos del progreso científico y tecnológico. Todo ello despertó en la escritora un intenso sentimiento de ansiedad frente a las fuerzas conjuradas que sustentaban este proyecto de progreso, cuya emancipación podía devenir en un hecho monstruoso, incontrolable e impredecible, hasta el extremo de poner en peligro el proyecto mismo. Ansiedad que, a lo largo de todo el siglo XX, ha adquirido proporciones universales. Así pues, Frankenstein o el moderno Prometeo puede ser leída a distintos niveles, extrayéndose significados ideológicos, temáticos y metafóricos muy heterogéneos. De ahí que el inconsciente colectivo, gracias a la narrativa, al teatro, la radio, el cine, el cómic y la televisión, hayan convertido a Frankenstein y a su Criatura no sólo en un

tótem de la cultura popular, sino en un producto de consumo capaz de conectar, todavía hoy, de manera visceral, con inquietudes muy propias del siglo XXI: ciencia vs. ética. Eclipsada por Frankenstein o el moderno Prometeo, la interesantísima obra literaria de Mary Shelley ha ido emergiendo poco a poco de las tinieblas del olvido. Por ejemplo, una de las mayores estudiosas de su trabajo, Elisabeth Nitchie —a quien se debe el mérito de haber efectuado los primeros ensayos rigurosos de Frankenstein o el moderno Prometeo—, descubrió una excelente novela inédita, Mathilda (¿1819?), editada por primera vez, a título póstumo, en 1959, editada en el nº 3 de Studies in Philology, University of North Carolina Press, y publicada en España en 1985 por Montesinos Editor (Barcelona). Una historia de incesto padre-hija, amores desgraciados, miseria y muerte, salpicada de elementos autobiográficos, monstruosas sugerencias de la imaginación y testimonios de las tensas relaciones hombre/mujer de la época. Merece recordarse también The Last Man (1826), novela inédita en nuestro país y, como Frankenstein o el moderno Prometeo, precursora de la ciencia-ficción moderna. Se trata de la apocalíptica crónica del fin de la raza humana, en las postrimerías del siglo XXI (¡!), a causa de una mortal plaga vírica —llamada negro, en español en el original— descrita por un joven aristócrata —especie de alter ego de quien fue su marido, el poeta Percy Bysshe Shelley (1792-1822)—, inmune a la enfermedad, y que se refugia en las vacías, fantasmagóricas calles de Roma. No menos importantes son los cuentos que Mary Shelley publicó entre 1928 y 1857, más de una veintena, la mayoría de ellos aparecidos en la revista The Keepsake, prestigioso anuario literario de prosa y poesía que se editó entre 1828 y 1857, lujosamente ilustrado, que abordaba también temas políticos y sociales, y en el que colaboraron, entre otros, William Wordsworth, Samuel Taylor Coleridge, sir Walter Scott, Percy Bysshe Shelley, Thomas Moore, Robert Southey, L. E. L. (Letitia Elizabeth Landon) y Felicia Hemans. Gracias a la antología preparada por Charles E. Robinson, Mary Shelley: Collected Tales and Stories with original engravings (The John Hopkins University Press, Baltimore, 1976 y 1990), se ha podido recuperar este precioso patrimonio cultural, parte del cual fue dado a conocer al lector de habla hispana por la propia Editorial Valdemar en su volumen

Cuentos góticos (Col. Gótica nº 8). Tal y como explicaba Agustín Izquierdo en el prólogo de la mencionada obra, «todas estas historias están envueltas en un ambiente romántico y tratan de describir caracteres cuyo elemento más conspicuo es el estar sometido a la influencia de fuertes pasiones, que a veces dan pie a sucesos sobrenaturales o extraordinarios en extremo, o son el producto de este tipo de acontecimientos». Publicada en la revista The Keepsake, “The Invisible Girl” (1833) es un relato fantástico muy en la línea de su autora, con paisajes típicos del romanticismo más oscuro y agitado — cf. la torre en ruinas en lo alto de un promontorio—, el evocativo lienzo de una hermosa muchacha, la chica invisible, marinos supersticiosos, y una historia macabra, espectral, que en el fondo no deja de ser un triste y sombrío melodrama rodeado de una aureola mística. El tono melancólico y ligeramente siniestro del relato es característico del arte de Mary Shelley como narradora breve. “The Invisible Girl” trata de romper y, de hecho, rompe, las barreras de los cinco sentidos, explorando la relación entre los mundos de la psique y de la soma, de la percepción visionaria, subjetiva, y de la pura realidad física. Una pequeña obra maestra.

LA JOVEN INVISIBLE Esta breve narración no tiene la pretensión de lograr el nivel de un relato ni el desarrollo de situaciones y sentimientos; no es sino un pequeño esbozo que transmito casi tal como me fue contado por uno de los más humildes de los protagonistas implicados; tampoco voy a prolongar una circunstancia que interesa, ante todo, por su singularidad y su verdad, limitándome a narrar, con la mayor concisión que pueda, la sorpresa que me produjo la visita a lo que parecía ser una torre en ruinas que coronaba un inhóspito promontorio que colgaba sobre el mar que fluye entre Gales e Irlanda, descubriendo que aunque el exterior conservaba la salvaje tosquedad, señal de muchas guerras con los elementos, el interior se encontraba acondicionado a la manera de un cenador, pues era demasiado pequeño para merecer otro nombre. Estaba formado por la planta baja, que servía de vestíbulo, y de una habitación arriba a la que se llegaba por unas escaleras que salían de la pared. Esta cámara estaba solada, alfombrada y decorada con muebles elegantes. Pero por encima de todo, para atraer la atención y excitar la curiosidad, colgaba sobre la repisa de la chimenea —pues para defender el apartamento de la humedad se había construido una chimenea que asumía un aspecto tan diferente del objeto de su construcción— una imagen pintada sencillamente con acuarela que, más que cualquier otra parte de los adornos de la habitación, parecía enfrentada a la tosquedad del edificio, la soledad en la que estaba situado y la desolación del lugar que lo rodeaba. Representaba a una hermosa joven en lo mejor de la flor de la juventud; vestía con sencillez, a la manera de los tiempos (recuerde el lector que escribo esto a principios del siglo dieciocho) y embellecía su semblante una mirada que unía inocencia e inteligencia, a lo que había que añadir la huella de la serenidad del alma y una alegría natural.

Estaba leyendo una de esas novelas en folio que durante tanto tiempo fueron la delicia de los entusiastas y de los jóvenes; la mandolina estaba a sus pies; su periquito estaba posado sobre un enorme espejo que tenía ella al lado; los muebles y colgaduras eran prueba de un lugar lujoso, y su atuendo transmitía idea de hogar e intimidad, aunque añadía una apariencia de relajación y de ornamentación juvenil, como si ella deseara complacer. En la parte inferior del cuadro, en letras doradas, estaba inscrito «La Joven Invisible». Recorriendo una extensión casi deshabitada, tras haberme perdido y haber sido sorprendido por un aguacero, di con esta casa de lóbrego aspecto que parecía oscilar en la tempestad y colgaba allí como el símbolo mismo de la desolación. La contemplaba nostálgico y maldecía mi suerte por haberme conducido a una ruina que no podía ofrecer abrigo alguno, ahora que la tormenta descargaba más todavía que antes, cuando vi la cabeza de una anciana que emergía de una especie de tronera y con la misma rapidez se retiraba: un minuto después, una voz femenina me llamaba desde el interior y, cruzando un laberinto de zarzas que ocultaba una puerta que no había visto antes, tan habilidosamente había conseguido el constructor ocultar el arte con la naturaleza, encontré a la bondadosa dama en el umbral, invitándome a que me refugiara en el interior. —Acababa de subir desde la casita que tenemos ahí al lado, para ocuparme de las cosas, como todos los días —dijo—, cuando llegó la lluvia. ¿Entra hasta que pase? Iba a comentar que la casita de al lado, incluso corriendo el riesgo de unas gotas de lluvia, era mejor que una torre arruinada; iba a preguntar a mi amable anfitriona si «las cosas» que cuidaba eran palomas o cuervos, cuando sorprendieron mi vista las esteras del suelo y el alfombrado de la escalera. Más me sorprendió todavía la habitación de arriba; pero lo que más de todo, el cuadro con su singular inscripción, que llamaba invisible a quien el pintor había coloreado con una muy agradable visibilidad, que despertó mi más viva curiosidad: como consecuencia de esto, de mi cortesía extremada hacia la anciana y de la verborrea natural en ella, salió una especie de relato embrollado que mi imaginación estiró y las investigaciones posteriores rectificaron, hasta que asumió la forma siguiente. Hace unos años, antes de la tarde de un día de septiembre, que aunque

tolerable daba muestras abundantes de que la noche sería tempestuosa, llegó un caballero a una ciudad costera situada a unas diez millas de aquí; expresó el deseo de contratar una barca que le llevara a otra ciudad de la costa situada a unas quince millas. Por las amenazas que presentaba el cielo, los pescadores no parecían dispuestos a aventurarse, hasta que finalmente dos aceptaron; uno de ellos padre de familia numerosa, fue comprado por la dadivosa recompensa que ofrecía el extranjero, mientras que el otro, el hijo de mi anfitriona, aceptó el viaje inducido por la osadía juvenil. El viento estaba a favor, por lo que esperaban haber avanzado mucho antes de que anocheciera y que podrían entrar en puerto antes de que se levantara la tormenta. Partieron animosos, al menos los pescadores; en cuanto al extranjero, el luto riguroso que vestía no era ni la mitad de negro que la melancolía que envolvía su mente. Daba la apariencia de que nunca hubiera sonreído: como si un pensamiento impronunciable, oscuro como la noche y amargo como la muerte, hubiera anidado en su pecho y se hubiera quedado allí para la eternidad. No mencionó su nombre, pero uno de los aldeanos lo reconoció como Henry Vernon, hijo de un baronet que poseía una mansión a unas tres millas de distancia de la ciudad a la que se dirigía. La mansión había sido casi abandonada por la familia, pero en un arrebato de romanticismo Henry la había visitado tres años antes, mientras que sir Peter había residido allí un par de meses durante la primavera anterior. La barca no avanzaba como habían esperado; les falló la brisa en cuanto salieron al mar y de buen grado se ayudaron de los remos como de la vela, en un intento de capear el promontorio que se interponía entre ellos y el punto que deseaban alcanzar. Ya se habían alejado bastante cuando el cambio de dirección del viento empezó a ejercer su fuerza y a soplar con ráfagas violentas, aunque desiguales. Llegó la noche oscura y las olas huracanadas se elevaban y rompían con una violencia temible que amenazaba con aplastar la diminuta barquilla que osaba resistirse a su furia. Se vieron obligados a arriar todas las velas y ponerse a los remos; un hombre tuvo que dedicarse a achicar agua y el propio Vernon hubo de sujetar un remo para remar con energía desesperada que igualara en fuerza a la de los remeros de más práctica. Habían hablado mucho entre los marineros antes de que la tempestad llegara; pero ahora, salvo alguna orden de mando, guardaban silencio. Uno pensaba

en su esposa y sus hijos, y maldecía en silencio el capricho del extranjero, que había puesto en peligro así no sólo su vida, sino el bienestar de los suyos; el otro, que era un joven osado, temía menos, pero se esforzaba duramente y no tenía tiempo para charlar; Vernon lamentaba amargamente su irreflexión, que le había impulsado a que otros compartieran un peligro que por lo que a él concernía era poco importante, por lo que trataba ahora de darles ánimo con una voz que infundiera valor y manejaba con más fuerza todavía su remo. La única persona que no parecía totalmente concentrada en su trabajo era el hombre que achicaba el agua; de vez en cuando miraba fijamente a su alrededor, como si el mar sostuviera lejos, en su derroche tumultuoso, algunos objetos que se esforzaba por discernir con su mirada. Pero todo estaba vacío, salvo cuando se mostraban las crestas de las altas olas, o cuando lejos, al borde del horizonte, una elevación de las nubes presagiaba mayor violencia en la descarga. —¡Lo veo! ¡A babor ahora!… Si podemos ir hacia aquella luz, estamos salvados. Los dos remeros giraron instintivamente la cabeza, pero como respuesta a su mirada obtuvieron una oscuridad poco alentadora. —No la podéis ver —les gritó el compañero—, pero nos estamos aproximando. Y si Dios lo quiere sobreviviremos a esta noche. Inmediatamente tomó el remo de las manos de Vernon, quien, agotado, iba fallando en sus remadas. Se levantó y buscó el faro que les prometía seguridad. Brilló como un rayo apenas visible que le hizo exclamar que lo veía, para añadir a continuación que no era nada. Sin embargo, conforme fueron avanzando se le hizo visible, haciéndose cada vez más firme y claro su brillo sobre las escabrosas aguas, que se iban volviendo ellas mismas más calmas, como si esa seguridad surgiera del fondo mismo del océano por la influencia de aquel faro parpadeante. —¿Qué faro es ese que nos socorre en nuestra necesidad? —preguntó Vernon, y ahora los hombres, como ya podían manejar los remos con mayor facilidad, encontraron aliento para responderle. —El de un hada, creo —respondió el marinero mayor—, aunque no por ello menos cierto: arde desde una vieja torre en ruinas, construida sobre una roca desde la que se domina el mar. Nunca lo vimos antes de este verano,

aunque ahora puede verse todas las noches, al menos cuando se busca, pues desde el pueblo no se ve; es un lugar tan apartado que nadie tiene necesidad de acercarse, salvo en un caso de peligro como éste. Hay quienes dicen que son brujas las que lo encienden; otros, que son contrabandistas; lo que sé es que dos partidas han ido a buscar sin encontrar más que los muros desnudos de la torre. Todo está desierto por el día y oscuro por la noche; pues no se veía luz alguna mientras estábamos allí, pero ardía con viveza suficiente cuando estábamos en el mar. —He oído decir —comentó el marinero más joven— que lo enciende el fantasma de una doncella que por estos lugares perdió a su enamorado; naufragó y encontraron su cuerpo al pie de la torre. Entre nosotros, le hemos dado el nombre de la «Joven Invisible». Los viajeros habían llegado ya al embarcadero que estaba al pie de la torre. Vernon miró hacia arriba, donde la luz brillaba todavía. Con algo de dificultad, pues luchaban contra grandes olas y estaban cegados por la noche, consiguieron llevar a la orilla la pequeña barca y subirla sobre la playa; ascendieron penosamente la pendiente, cubierta de hierbas y matorrales, y guiados por los pescadores más expertos encontraron la entrada a la torre, aunque puerta no había ninguna y todo estaba tan oscuro como una tumba y tan silencioso, y casi tan frío, como la muerte. —No lo haríamos solos —dijo Vernon—. Pero seguramente nuestra anfitriona nos mostrará su luz, si no a sí misma, y guiará nuestros pasos oscuros con alguna señal de vida y consuelo. —Iremos a la cámara superior —dijo el marinero— si puedo dar con los escalones; pero le aseguro que no encontrará rastro ni de la Joven Invisible ni de su luz. —Verdaderamente es ésta una aventura romántica de lo más desagradable —murmuró Vernon mientras andaba a trompicones por el suelo desigual—. La de la luz del faro debe ser espantosa y vieja, pues en otro caso no habría sido tan desagradable y poco hospitalaria. Con considerable dificultad y tras diversos golpes y magulladuras, los aventureros lograron por fin llegar al piso superior; pero todo estaba vacío y desnudo, por lo que de buen grado se tendieron sobre el duro suelo cuando la fatiga, de la mente y del cuerpo, condujo sus sentidos al sueño.

Largo y profundo fue el sueño de los marineros. Vernon se olvidó de sí mismo durante una hora; después, sacudiéndose el sopor y viendo que el áspero colchón no congeniaba con el reposo, se levantó y se colocó en el agujero que servía de ventana, pues allí no había cristal alguno, y como no hubiera ni un basto banco, apoyó la espalda en la jamba como el único apoyo que pudo encontrar. Había olvidado el peligro, el faro misterioso y a su invisible guardiana: ocupaban el pensamiento los horrores de su destino y la indescriptible desdicha que se asentaba como una pesadilla sobre su corazón. Haría falta un volumen de buen tamaño para relatar las causas que habían cambiado al en otro tiempo feliz Vernon en el doliente más desconsolado que se ha aferrado nunca a los símbolos externos de la pena, como símbolos ligeros pero preciados de la desdicha interior. Henry era el hijo único de sir Peter Vernon y había sido tan malcriado tanto por la idolatría del padre como lo permitía el temperamento tiránico y violento del viejo baronet. Una joven huérfana era educada en la casa de su padre y, al tiempo que era tratada con generosidad y amabilidad, vivía en un temor profundo a la autoridad de su padre, que era viudo. Aquellos dos niños eran lo único sobre lo que podía hacer llegar su poder o extender su afecto. Rosina era una niña de temperamento alegre, un poco tímida, que evitaba cuidadosamente desagradar a su protector; pero era tan dócil, tan bondadosa, tan afectuosa, que percibía todavía menos que Henry el espíritu discordante de su padre. Esta historia se ha contado muchas veces: amigos y compañeros de juegos en la infancia, se amaron posteriormente. A Rosina le atemorizaba imaginar que ese afecto secreto, y los votos que se hicieron el uno al otro, pudieran ser desaprobados por sir Peter. Pero se consolaba a veces pensando que quizás fuera en realidad la novia que le había destinado a Henry, quien la había educado junto a él pensando en esa futura unión; Henry sentía que no era así, pero decidió esperar hasta tener la edad de declarar y cumplir su deseo de convertir a la dulce Rosina en su esposa. Procuró entretanto evitar que sus intenciones se conocieran prematuramente, para que su amada no fuera acosada por la persecución y el insulto. Convenientemente, el anciano vivía a ciegas; vivía siempre en el campo, por lo que los amantes pasaban la vida juntos, sin ser reprendidos ni controlados. Bastaba que Rosina tocara la mandolina y cantara para que sir Henry se durmiera todos los días después de

la cena; era la única mujer de la casa que estaba por encima del rango de criada y podía disponer como quisiera de su tiempo. Incluso cuando sir Henry torcía el gesto, sus inocentes caricias y su dulce voz bastaban para suavizar el temperamento duro de él. Si alguna vez un espíritu humano ha vivido en un paraíso terrestre, Rosina lo pudo hacer en aquella época: su amor puro era feliz por la presencia constante de Henry; la confianza que sentían el uno por el otro, y la seguridad con la que contemplaban el futuro, hacían que el suyo fuera un camino de rosas bajo un cielo sin nubes. Sir Peter era el contratiempo ligero que servía para que su tête-à-tête fuera más delicioso y aumentara el valor de la simpatía que sentían el uno por el otro. De repente, un personaje siniestro hizo su aparición en Vernon-Place: una hermana viuda de sir Peter que, tras haber logrado matar a su esposo e hijos con los efectos de su temperamento repugnante, como una arpía codiciosa de nuevas presas llegó bajo el techo de su hermano. Pronto detectó lo que unía a aquella pareja, que nada sospechaba. Actuó velozmente para dar a conocer ese descubrimiento a su hermano y, al mismo tiempo, frenar e inflamar la rabia de éste. Gracias a sus artimañas, Henry fue enviado repentinamente en viaje al extranjero, para que quedara libre el camino de la persecución a Rosina. Entonces, de los numerosos admiradores de Rosina, a quienes cuando sir Peter ostentaba el mando único a ella se le permitía despreciar, o casi se la obligaba a ello, tan deseoso estaba él de conservarla para su propio consuelo, fue seleccionado el más rico de ellos y se le ordenó a ella que lo aceptara en matrimonio. Las escenas de violencia a las que ella se vio expuesta ahora, el amargo hostigamiento de la odiosa Mrs. Bainbridge y la furia implacable de sir Peter resultaban más temibles y sobrecogedores todavía por lo que tenían de novedoso. A todo ello solamente podía oponer una firmeza de propósito silenciosa, bañada en lágrimas pero inmutable: ninguna amenaza ni rabia podían arrancar de ella más que la conmovedora súplica de que no la odiaran por el hecho de que no pudiera ella obedecer. —En todo esto debe haber algo que no vemos —dijo Mrs. Bainbridge—, créeme lo que te digo, hermano: ella mantiene una correspondencia secreta con Henry. Llevémosla a tu lugar de Gales, donde no tendrá desvalidos pagados que la ayuden; veremos entonces si no se inclina su espíritu a nuestros fines.

Consintió sir Peter y los tres fueron a shire y los tres moraron en la solitaria casa de temible aspecto a la que poco antes se había aludido como una pertenencia de la familia. Allí se hicieron intolerables los sufrimientos de la pobre Rosina: antes, rodeada por escenarios bien conocidos y en relación constante con rostros amables y familiares, no había desesperado de vencer finalmente con su paciencia la crueldad de quienes la perseguían; tampoco había escrito a Henry, pues el nombre de éste no había sido mencionado por sus parientes, ni se había hecho alusión a la relación que tenían, y ella sentía un deseo instintivo de escapar de sus peligros sin que él fuera molestado; sin que el secreto sagrado de su amor quedara al descubierto y fuera juzgado mal con los insultos vulgares de su tía o las maldiciones amargas de su padre. Mas cuando la llevaron a Gales y la convirtieron en prisionera en sus aposentos, cuando las montañas silíceas que la rodeaban parecían una débil imitación de los corazones de piedra a los que debía de enfrentarse, su valor comenzó a fallar. La única asistente que tenía permiso para acercarse a ella era la doncella de Mrs. Bainbridge. Bajo la tutela de esta desalmada dueña de la casa, aquella mujer era usada como cebo para ganar la confianza de la pobre prisionera, para traicionarla después. Con su corazón simple y amable, Rosina era una víctima fácil, por lo que finalmente, en un exceso de desesperación, escribió a Henry y dio la carta a esta mujer para que fuera entregada. La carta habría bastado para ablandar el mármol: no le hablaba de sus votos mutuos, pero le pedía que intercediera ante su padre, que la volviera a poner en el lugar amable en el que hasta entonces la había tenido en su afecto y que dejara de tratarla con una crueldad que la destruiría. «Pues moriría antes de casarme con otro. ¡Jamás!», escribía la desventurada joven. Esa sola palabra hubiera bastado para traicionar su secreto, de no haber sido ya descubierto; pero para lo que sirvió fue para aumentar la furia de sir Peter en cuanto su hermana, triunfante, se la señaló, pues no es necesario decir que todavía estaba húmeda la tinta, y caliente todavía el sello, cuando la carta fue entregada a esa dama. La culpable fue citada ante ellos; lo que sucedió después nadie lo sabría decir, pues pensando en ellos mismos, aquella pareja cruel trató de paliar su papel. Las voces eran altas y el suave murmullo de la voz de Rosina se perdía en el clamor de sir Peter y en los gruñidos de su hermana.

—Cruzarás esas puertas —rugió el anciano—. No pasarás otra noche más bajo mi techo. Las palabras «seductora infame», y otras tanto peores que nunca habían entrado en el oído de la pobre joven, fueron recogidas por los criados que escuchaban; y a cada discurso colérico del baronet, Mrs. Bainbridge añadía una punta envenenada que era todavía peor. Más muerta que viva, Rosina fue finalmente despedida de su presencia. Bien porque lo hizo guiada por la desesperación, o porque se tomó literalmente las amenazas de sir Peter o porque las órdenes de la hermana de éste eran más contundentes, nadie lo sabe, el caso es que Rosina abandonó la casa; una criada la vio cruzar el parque llorando y retorciéndose las manos al irse. Nadie sabe lo que fue de ella; su desaparición no le fue comunicada a sir Peter hasta la mañana siguiente, cuando él demostró, en su ansiedad por seguirla y encontrarla, que sus palabras no habían sido sino amenazas vanas. La verdad era que, aunque sir Peter llegó muy lejos para impedir el matrimonio del heredero de su casa con la huérfana sin fortuna, objeto de su caridad, en su corazón amaba a Rosina y la mitad de su violencia contra ella se debía a la cólera contra sí mismo por tratarla tan mal. Ahora, los remordimientos empezaron a herirle, cuando un mensajero tras otro llegaba sin noticias de ella; no se atrevió a confesarse a sí mismo sus peores miedos. Por eso cuando su inhumana hermana, intentando endurecer su conciencia con coléricas palabras gritó: «La muy fresca y vil se ha ido para vengarse de nosotros», un juramento, el más tremendo, y una mirada bastaron para hacerla callar incluso a ella, ordenando su silencio. Su conjetura, sin embargo, pareció ser cierta: un riachuelo oscuro y vivo que fluía en un extremo del parque había recibido sin duda su hermoso cuerpo y había apagado la vida de la infortunada joven. Cuando los esfuerzos por encontrarla resultaron inútiles, sir Peter regresó a la ciudad, acosado por la imagen de su víctima y para sí reconoció en su corazón que daría su propia vida si pudiera verla de nuevo, aunque fuera como novia de su hijo. Su hijo, ante cuyas preguntas tembló como el mayor de los cobardes; pues cuando Henry supo de la muerte de Rosina, volvió inmediatamente del extranjero para averiguar la causa, para visitar su tumba, para llorar su pérdida por las arboledas y los valles que habían sido el

escenario de su mutua felicidad. Hizo mil preguntas que tuvieron como respuesta solamente un silencio que no presagiaba nada bueno. Cada vez más ansioso y decidido, llegó finalmente a conocer toda la verdad por medio de los criados y los familiares de éstos, así como de su odiosa tía. La desesperación golpeó su corazón desde ese momento y el sufrimiento lo convirtió en uno de los suyos. Huyó de la presencia de su padre; el recuerdo de que aquel a quien debería reverenciar era culpable de tan oscuro crimen le acosaba, como en la antigüedad las Euménides atormentaban el alma de los hombres entregados a sus torturas. Su primer y único deseo era visitar Gales para saber si se había descubierto algo nuevo y si era posible recuperar los restos mortales de la perdida Rosina, para satisfacer el turbulento deseo de su desgraciado corazón. Ahí se dirigía cuando apareció en el pueblo antes nombrado; ahora, en la torre desértica, ocupaban su pensamiento imágenes de desesperación y muerte, así como todo lo que su amada habría sufrido antes de que su naturaleza amable fuera empujada a tan triste hecho. Aunque inmerso en una lúgubre ensoñación, a la que el monótono estruendo del mar acompañaba adecuadamente, las horas pasaron volando y, finalmente, Vernon se dio cuenta de que la luz de la mañana salía de su refugio del este y amanecía sobre el océano, que todavía rompía tumultuosamente en la playa rocosa. Despertaron sus compañeros y se dispusieron a partir. El agua del mar había estropeado los alimentos que habían llevado y su hambre, tras el duro trabajo y las muchas horas de ayuno, era voraz. Era imposible hacerse a la mar con la barca en ese estado, pero había una cabaña de un pescador a unas dos millas, en una entrada de la bahía, de la que el promontorio en la que estaba la torre formaba un lado, y allí se apresuraron a ir para reponerse; no dedicaron ni un segundo a pensar en la luz que los había salvado, ni en su causa, sino que abandonaron las ruinas en busca de un asilo más hospitalario. Vernon miró a su alrededor al irse, pero sus ojos no encontraron vestigio alguno de que estuviera habitado, por lo que empezó a sospechar que el faro había sido una creación de la fantasía. Al llegar a la cabaña, que estaba habitada por un pescador y su familia, tomaron un desayuno casero y se dispusieron a volver a la torre para reacondicionar la barca y recuperarla si era posible. Vernon los acompañó, junto con el anfitrión y su hijo. Se hicieron varias preguntas sobre la Joven

Invisible y su luz, aceptando todos que la aparición era nueva, sin que nadie pudiera dar ni la menor explicación de cómo se había unido el nombre a la causa desconocida de aquella singular aparición; aunque ambos hombres afirmaron que una o dos veces habían visto una figura femenina en el bosque de al lado y que una joven extraña aparecía de vez en cuando en otra cabaña que estaba en el lado contrario del promontorio y compraba pan; sospechaban que ambas debían ser la misma joven, pero no podían asegurarlo. No obstante, los habitantes de esa cabaña parecían demasiado estúpidos incluso para sentir curiosidad y ni siquiera habían intentado descubrir nada. Los marineros dedicaron todo el día a reparar la barca; el sonido de los martillos y las voces de los hombres que trabajaban resonaron por la costa mezclándose con el embate de las olas. No había tiempo para explorar las ruinas buscando a alguien que, ya fuera natural o sobrenatural, era evidente que evitaba cualquier relación con un ser vivo. Sin embargo, Vernon fue a la torre y buscó en vano por todos los rincones; las paredes vacías y deprimentes no incluían signo alguno de que sirvieran de abrigo; e incluso un pequeño hueco en la pared de la escalera, que no había visto antes, estaba igualmente vacío y desolado. Se fue de la torre y deambuló por el pinar que lo rodeaba; abandonando toda esperanza de resolver el misterio, se vio pronto absorbido por los misterios que más de cerca tocaban a su corazón cuando de pronto vio en el suelo, junto a sus pies, una zapatilla. Desde Cenicienta no se había visto jamás una zapatilla tan pequeña; por poco que un zapato pudiera decir, contaba una historia de elegancia, encanto y juventud. Vernon la recogió; había admirado a menudo el pie singularmente pequeño de Rosina y lo primero que se preguntó fue si esa pequeña zapatilla le habría entrado. ¡Todo era muy extraño! Debía pertenecer a la Joven Invisible. Así que había una forma de hada que despertaba esa idea, una forma de sustancia material, que indicaba que su pie necesitaba ser calzado. ¡Y qué manera de ser calzado! De una piel de cabritilla tan fina, y de una forma tan exquisita, que se asemejaba exactamente al modo de vestir de Rosina. De nuevo se le repitió la imagen de su adorada fallecida; y mil asociaciones domésticas, infantiles pero dulces, amorosas pero nimias, llenaron de tal modo el corazón de Vernon que se recostó en el suelo y lloró con más amargura que nunca el destino

desgraciado de la dulce huérfana. Por la tarde, los hombres abandonaron el trabajo y Vernon regresó con ellos a la cabaña en donde iban a dormir, con la intención de proseguir su viaje, si el tiempo lo permitía, a la mañana siguiente. Nada dijo de la zapatilla cuando volvió con sus toscos compañeros. Miró hacia atrás a menudo, pero la torre se elevaba oscuramente sobre las olas sin que apareciera luz alguna. En la cabaña habían preparado su acomodo, ofreciéndosele a Vernon la única cama; pero se negó a privar de ella a su anfitriona y, extendiendo su capa sobre un montón de hojas secas, se esforzó por entregarse al reposo. Durmió varias horas y al despertar todo estaba en calma, pues únicamente la fuerte respiración de quienes dormían en la misma habitación que él interrumpía el silencio. Se levantó y se acercó a la ventana, mirando por encima del mar, plácido ahora, hacia la torre mística; ardía en ella la luz, enviando sus esbeltos rayos por encima de las olas. Felicitándose de una circunstancia que no había anticipado, Vernon salió silenciosamente de la cabaña, se envolvió en la capa y caminó a paso vivo, rodeando la bahía, hacia la torre. Al llegar allí, la luz estaba todavía encendida; entrar para devolverle el zapato a la doncella no sería sino un acto de cortesía; y trató de hacerlo con sumo cuidado, sin ser percibido, para que ella, con sus artes habituales, no pudiera hurtarse a sus ojos; pero desafortunadamente, cuando todavía estaba subiendo por el estrecho sendero, desplazó con el pie un ligero fragmento que cayó sonando por el precipicio. Se abalanzó entonces, para recuperar con la velocidad la ventaja que había perdido con el desafortunado accidente. Llegó a la puerta y entró: todo estaba en silencio, pero también oscuro. Se detuvo en la habitación de abajo, seguro de que su oído captaría hasta el sonido más ligero. Subió los escalones y entró en la cámara superior, pero su mirada penetrante encontró la oscuridad, pues la noche sin estrellas no admitía el menor brillo por la única abertura. Cerró los ojos, para abrirlos de nuevo e intentar que su nervio visual captara algún débil rayo; pero fue en vano. Recorrió a tientas la habitación: se quedó quieto, manteniendo la respiración; de pronto, escuchando intensamente, estuvo seguro de que había alguien más en la habitación y que la atmósfera era ligeramente agitada por otra respiración. Recordó el hueco de la escalera, pero habló antes de acercarse; dudando por un momento lo que iba a decir.

—Debo creer que sólo el infortunio os mantiene en el encierro; y si la ayuda de un hombre, de un caballero… Fue interrumpido por una exclamación: una voz como de tumba pronunció su nombre y el acento de Rosina prosiguió silabeando. —¡Henry! ¿Es cierto que es a Henry a quien oigo? Él se precipitó, dirigido por el sonido, y tomó entre sus brazos la forma viva de la joven por la que se había lamentado: su Joven Invisible la llamó, pues aunque sentía que el corazón de ella latía junto al suyo, y la tomaba de la cintura con su brazo, sujetándola como si ella fuera a hundirse en el suelo por la agitación; y aunque los sollozos de ella le impedían hablar articuladamente, el instinto que llenaba de tumultuosa alegría el corazón de Vernon le decía que la forma esbelta y debilitada que apretaba cariñosamente era la sombra viva de la bella Hebe que él había adorado. La mañana contempló a esa pareja que tan extrañamente se había reencontrado navegando sobre un mar tranquilo hacia L, desde donde se dirigirían a la residencia de sir Peter, que tres meses antes había abandonado Rosina con tanto dolor y terror. La luz de la mañana despejó las sombras que la habían ocultado y reveló a la bella persona que era la Joven Invisible. Alterada, claro, por el sufrimiento y la aflicción, pero todavía con la misma dulce sonrisa en sus labios y con la luz tierna de sus ojos azul claro. Vernon sacó la zapatilla y presentó la causa de lo que le había llamado a tomar la resolución de descubrir a la guardiana del faro místico; pero ni siquiera ahora se atrevía a preguntar cómo había existido en aquel desolado lugar, o por qué había conseguido evitar que la vieran, cuando lo correcto habría sido buscarlo a él inmediatamente, pues bajo su cuidado y protegida por su amor, no tendría que haber temido ningún peligro. Pero Rosina se apartó de él al escuchar eso y una palidez mortal cubrió su rostro al hablar. —Por la maldición de tu padre. ¡Por sus temibles amenazas! Pues parece ser que la violencia de sir Peter y la crueldad de su hermana habían conseguido introducir en ella un terror salvaje e invencible. Había huido de la casa sin tener pensado un plan: impulsada por un horror desesperado y un miedo abrumador, se había ido sin apenas dinero, sin posibilidad de retroceder ni de seguir avanzando. En todo el mundo no tenía otro amigo que Henry; ¿adónde podía ir? De haber buscado a Henry, habría

sellado la desgracia del destino de ambos; pues, con un juramento, sir Peter había afirmado que antes los vería a ambos en un ataúd que casados. Tras deambular por ahí, ocultándose durante el día y atreviéndose a salir solamente por la noche, había llegado a esa torre desértica que le había parecido un refugio. Apenas podía decir cómo había vivido desde entonces: había permanecido en el bosque durante el día o dormido en el sótano de la torre cuando no había encontrado refugio: por la noche quemaba piñas recogidas en el bosque; y era la noche su momento más querido, pues le parecía que con la oscuridad llegaba la seguridad. No sabía que sir Peter hubiera abandonado esa parte, por lo que a ella le aterrorizaba que su escondite fuera descubierto. Su única esperanza era que regresara Henry: que Henry no descansara nunca hasta que la encontrara. Confesó que el largo intervalo y la proximidad del invierno la habían llenado de consternación; temía que, como las fuerzas le estaban fallando y el cuerpo convirtiéndose en esqueleto, podría morir y no volver a ver nunca a su Henry. A pesar de todas las atenciones de él, una enfermedad siguió a su recuperación de la seguridad y las comodidades de la vida; pasaron muchos meses hasta que sus mejillas florecieron, sus miembros recuperaron la redondez y se volviera a parecer a la imagen que se había hecho de ella en sus días dichosos, antes de que la pena la visitara. Una copia de ese retrato decoraba la torre, escenario de su sufrimiento, en la que había encontrado abrigo. Sir Peter, gozoso de verse liberado de las punzadas del remordimiento y encantado de ver nuevamente a su pupila huérfana, a quien amaba realmente, ya no se oponía como antes a bendecir la unión con su hijo: a Mrs. Bainbridge no la volvieron a ver. Todos los años pasaban algunos meses en la mansión galesa, escenario de su primera felicidad conyugal, donde la pobre Rosina despertó de nuevo a la vida y el gozo después de haber sido perseguida cruelmente. Henry había amueblado con cariño la torre, decorándola tal como yo la vi: y venía a menudo, con su «Joven Invisible», a renovar, en el escenario mismo en donde había sucedido, el recuerdo de todos los incidentes que los habían llevado a encontrarse de nuevo, en las sombras de la noche, en esa ruina aislada.

Charlotte Brontë (1816 - 1855)

Al igual que Mary Shelley, Charlotte Brontë ha pasado a la historia de la literatura universal como la autora de una sola novela, magistral, inolvidable. En su caso, se trata de Jane Eyre (1847), a cuya tremenda popularidad han contribuido, y no poco, sus adaptaciones al cine. En efecto, este melodrama romántico cuenta con más de una docena de versiones fílmicas, la primera de las cuales fechada en 1910 y dirigida por Mario Caserini y Theodore Marston. No obstante, entre todas ellas destacan principalmente dos: la inquietante adaptación llevada a cabo por el cineasta franco-americano Jacques Tourneur y los guionistas Curt Siodmak y Ardel Wray, I Walked with a Zombie (1943) y, especialmente, Alma rebelde (Jane Eyre, 1944), hoy por hoy considerada la mejor traslación a la gran pantalla del texto de Charlotte Brontë, firmada por el británico Robert Stevenson —popular luego por sus trabajos en la factoría Disney como Mary Poppins (íd., 1964)—, quien construyó alrededor de tan trágica historia una sorprendente atmósfera gótica, y protagonizada por unos magníficos Orson Welles, como Edward Rochester, y Joan Fontaine, como Jane. Junto a ambas películas cabe añadir el notable telefilme de Delbert Mann Jane Eyre (íd., 1970) —que, en países como el nuestro, se proyectó en salas debido a su exquisita puesta en escena, a sus excepcionales intérpretes, George C. Scott y Susannah York, y a la notable banda sonora de John Williams—, o la personalísima interpretación de Franco Zeffirelli en Jane Eyre, de Charlotte Brontë (Jane Eyre, 1996). Pero, a diferencia de la fábula de Mary Shelley, el texto de Charlotte

Brontë no engendró un mito de la envergadura del barón Frankenstein y su Criatura, ni tampoco consiguió labrarse una carrera literaria de gran calado. Solamente tres novelas más componen «oficialmente» la producción de su autora: Shirley (1849), Villette (1853) y The Professor —escrita antes que Jane Eyre pero rechazada por diversas editoriales, viendo la luz a título póstumo en 1857—, además de otras tres novelas de juventud, The Green Dwarf, The Foundling y The Spell: An Extravaganza —las cuales son una curiosa mezcla de escenarios góticos, invenciones fantásticas, intrigas políticas y/o palaciegas y melodrama amoroso…—, escritas durante su estancia en la escuela de Roe Head, entre 1832 y 1833, y publicadas por primera vez entre 2003 y 2005 por Hesperus Press (Londres). Brontë las firmó con el alias de Wellesley. Sin embargo, Jane Eyre da la exacta medida de una gran novelista, una de las más brillantes de su generación. Y no únicamente por sus enfebrecidos retratos góticos de mujeres que luchan por sobrevivir, atrapadas en la arquitectura patriarcal que ha delimitado el espacio reservado a la condición femenina —el castillo de Rochester es un tenebroso laberinto que, por un lado, recluye en el ático a la esposa monstruosa, enloquecida, de Edward, mientras que, por otro, acoge el romance interclasista entre una joven huérfana y un aristócrata víctima de un destino aciago—. También sus excelentes retratos de personajes, adornados por valores humanos como la lealtad, el altruismo o el amor puro y sincero, sus verdaderas riquezas —cf. Jane Eyre decide casarse con Rochester aunque el hombre pierda la vista—. Asimismo, resulta sumamente transgresora la manera de pensar y de actuar de Jane, su forma de ver el mundo, sin sentirse jamás coartada o intimidada por la sociedad puritana y machista que la rodea. De ahí que Jane Eyre sea considerada por muchos críticos y ensayistas como una de las novelas precursoras del feminismo —si bien en su primera edición, su autoría se encubrió bajo el pseudónimo «masculino» de Currer Bell—, cualidad que en su tiempo desató furibundas polémicas. Aun así, fue un éxito instantáneo, tanto para los lectores como para la crítica, encontrando en el escritor William M. Thackeray (1811-1863) —célebre autor de Barry Lyndon (1844) — uno de sus más acérrimos defensores. “Napoleon and the Spectre” es un pequeño relato fantástico,

originalmente contenido en el primer manuscrito de The Green Dwarf (10 de julio-2 de septiembre de 1833) y popularizado por la antología The Twelve Adventurers and other stories (C. K. Shorter & E. W, Hatfield Editors, Londres, 1925). Hoy se revela como una pequeña pieza de artesanía en la que Charlotte Brontë pone de relieve la profunda antipatía que el pueblo inglés sentía por el emperador francés aun después de su muerte —Napoleón falleció el 5 de mayo de 1821—, pues las largas y costosas campañas que Gran Bretaña había emprendido contra el corso habían dejado al país exhausto económicamente. Charlotte ironiza sobre la salud mental de Napoleón, juega descaradamente con los efectos terroríficos al estilo de Ann Radcliffe, y los rodea de un fino humorismo. Charlotte Brontë nació en Thornton, Yorkshire, Inglaterra, el 21 de abril de 1816. Era la tercera de seis hermanos, Maria (1814-1825), Elizabeth (1815-1825), Patrick Branwell (1817-1848), Emily (1818-1848) y Anne (1820-1849), todos ellos muy unidos. En 1820, su padre, Patrick Brontë, fue nombrado rector de Haworth, un pueblo situado en los páramos de Yorkshire, lugar al que desde entonces quedó vinculada toda su familia. Patrick Brontë, quien en realidad se llamaba Patrick Brunty, era un irlandés de grandes inquietudes vitales e intelectuales que trabajó como herrero, aprendiz de tejedor, maestro de escuela de su localidad natal, Drumballerony, y, finalmente, clérigo. Patrick también demostró sus aptitudes literarias publicando dos libros, The Cottage in the Woods (1815) y The Maid of Killarney, or Albion and Flora (1818), así como poesías, folletos y sermones. Charlotte y sus hermanos, pues, crecieron en un ambiente donde la imaginación desbordada de su progenitor —durante sus estudios de teología, Brunty cambió su apellido por Brontë, palabra derivada del griego y que significa «trueno»—, unida a su notable sed de conocimientos, convirtió su hogar en un sitio maravilloso poblado por libros, arte, leyendas y juegos, por medio de los cuales la niña se evadía de la realidad cotidiana. Al morir su madre, Mary Branwell, en 1824, a causa de un cáncer de estómago, Charlotte y Emily fueron enviadas junto con sus hermanas mayores, Maria y Elizabeth, a un colegio en Cowan Bridge (Lancashire, noroeste de Inglaterra), un centro especial para hijas de clérigos, cuyo fundador, el reverendo William Carus Wilson, gozaba de gran respeto y

admiración entre todos los cristianos británicos de la época. Sin embargo, sus ideas docentes eran bastante turbias: para salvar el alma de sus alumnos y extirpar de ellos cualquier tentación pecaminosa, en Cowan Bridge se castigaba sus cuerpos haciéndoles pasar hambre y frío, aplicándoles además severos castigos físicos. Debido a las infames condiciones de vida del internado, Maria y Elisabeth enfermaron de tuberculosis y, tras regresar a Haworth con pronóstico de extrema gravedad, fallecieron meses después, Maria, en mayo, y Elizabeth, en junio. Emily y Charlotte resistieron los rigores de la educación impartida por el Carus Wilson, pero su estancia en el colegio se cobró un alto precio: Emily tuvo siempre una salud frágil, hostigada por una latente tuberculosis que, al final, acabaría también con su vida. Buena parte de la espantosa experiencia que las hermanas Brontë vivieron en Cowan Bridge fue recogida por Charlotte en su novela Jane Eyre, a la hora de retratar Lowood y su pavoroso propietario, Mr. Blocklehurst, alter ego literario del reverendo. Rescatadas por su padre, Charlotte y Emily regresaron a Haworth, junto a Anne y P. Branwell, lo cual estrechó aún más sus lazos afectivos. Para divertirse —«Por residir en una región apartada en la que la cultura no estaba muy extendida y en la que, en consecuencia, no teníamos ningún estímulo que nos hiciera relacionarnos fuera de nuestro círculo doméstico», escribió Charlotte, «lo cual nos hacía depender de nuestra propia compañía, de los libros y del estudio, a la hora de buscar distracción y ocupación para nuestras vidas»—, los hermanos Brontë leían revistas de contenido político y literario como Blackwood Magazine, Edimburgh Review o Fraser’s Magazine, publicaciones donde igualmente podían leerse relatos de terror y misterio, además de poemas e historias sobre casas encantadas. Los Brontë también escribieron una serie de relatos sobre el reino imaginario de Anglia — propiedad de Charlotte y P. Branwell, gobernado por el duque de Zamorna y su malvado padrastro Northangerland—, y el de Gondal —tutelado por Emily y Anne, sobre el que reinaba una heroína irresistible por su belleza y virtud llamada Augusta Geraldine Almeda—. Todavía se conservan cerca de un centenar de cuadernos —iniciados en 1829— de las crónicas de Anglia, pero ninguno de la saga de Gondal, iniciados en 1834, a excepción de algunos poemas de Emily.

Entre 1831 y 1833 Charlotte cursó estudios en la escuela local de Roe Head y, acto seguido, se convirtió en la tutora de sus hermanas menores, ayudada por su tía Miss Elizabeth Branwell. Decididas a abrir una escuela privada, en febrero de 1842, Charlotte y Emily viajaron a Bélgica con el propósito de perfeccionar en el Pensionnat Heger de Bruselas sus conocimientos de francés y alemán. Pero al morir su tía en octubre de ese mismo año, se vieron obligadas a volver. Tras el funeral, Charlotte regresó al Pensionnat Heger como maestra, mientras que Emily se quedó como administradora de la casa junto a Anne y P. Branwell, quien había fracasado primero como retratista y después como empleado del ferrocarril. Las experiencias que Charlotte vivió en Bruselas le sirvieron a su regreso para plasmar la soledad, nostalgia y aislamiento de Lucy Snow, la protagonista de Villete. Charlotte, Anne y Emily Brontë asumieron un nuevo reto: la escritura de una novela. Aunque las tres hermanas publicaron sus respectivos manuscritos en 1847, el primero en llegar a las librerías fue el de Charlotte, Jane Eyre, un melodrama gótico que obtuvo un éxito inmediato —fue considerada la mejor novela de la temporada en los selectos círculos literarios londinenses—. Agnes Grey, escrita por Anne, y Cumbres borrascosas, por Emily, se editaron unos meses más tarde, pero la crítica no les dispensó una acogida tan favorable. Al regresar a Haworth después de haberse ido un tiempo a ver a sus editores, las hermanas Brontë se enfrentan a la agonía de P. Branwell, cuya salud se había deteriorado irreversiblemente, tras años de adicción al opio y a la bebida; su muerte precoz traerá consigo nuevas desgracias para la familia. En el entierro de su hermano, Emily coge frío y enferma de gravedad. Al principio se niega a recibir ayuda médica y se obstina en proseguir con sus ocupaciones domésticas, pero la tisis merma sus fuerzas y, finalmente, causa su muerte la mañana del 19 de diciembre de 1848, mientras Charlotte recogía en los páramos de Haworth las ramitas de brezo que tanto agradaban a su hermana. Cinco meses más tarde, el 28 de mayo de 1849, un año después de publicar su segunda novela, La dama de Wildfell Hall, Anne fallecía en Scarborough —donde se desplazó voluntariamente para pasar sus últimos días, acompañada de Charlotte y de una amiga de ésta, Ellen Nussey, ya que Anne guardaba un grato recuerdo de allí desde la época en que trabajó

como institutriz—. Charlotte murió, también víctima de la tuberculosis, en el invierno de 1855. Estando embarazada, la escritora había enfermado a raíz de un enfriamiento, contraído mientras paseaba por los páramos. Solamente un año antes, Charlotte había logrado superar la soledad de Haworth casándose en junio de 1854 con el coadjutor del reverendo Patrick Brontë, el clérigo Arthur Bell Nicholls.

NAPOLEÓN Y EL ESPECTRO Bueno, como iba diciendo, el emperador se metió en la cama. —Chevalier —le dijo a su ayuda de cámara—, corre esas cortinas y cierra la ventana antes de salir de la habitación. Chevalier hizo lo que se le había dicho, y después, tomando su palmatoria, salió. Pocos minutos después, al emperador le pareció que su almohada estaba demasiado dura, y se incorporó para sacudirla. Mientras lo hacía, se oyó un ligero crujido cerca de la cabecera. Su Majestad escuchó, pero todo estaba en silencio cuando volvió a acostarse. Apenas había adquirido una pacífica postura de reposo, la sed le importunó. Incorporándose sobre el hombro, tomó un vaso de limonada del pequeño velador que estaba a su lado. Se refrescó con un largo trago. Mientras devolvía la copa a su sitio, resonó un profundo lamento en el armario del rincón de la habitación. —¿Quién está ahí? —gritó el emperador, agarrando sus armas—. Habla, o te volaré los sesos. Esta amenaza no surtió otro efecto que una risotada breve y cortante a la que siguió un silencio sepulcral. El emperador se levantó de su lecho y, poniéndose precipitadamente su robe-de-chambre, que colgaba sobre el respaldo de una silla, se dirigió valerosamente al armario encantado. Mientras abría la puerta, algo crujió. Saltó hacia delante con el sable en la mano. No apareció alma ni espectro alguno, y el crujido, era evidente, procedía de una capa caída que había estado colgada de un clavo de la puerta. Medio avergonzado de sí mismo volvió a la cama.

Cuando estaba de nuevo a punto de cerrar los ojos, la luz de tres velas que ardían en un candelabro de plata que había sobre la chimenea se oscureció repentinamente. Miró. Una sombra negra y opaca la eclipsaba. Sudando de terror, el emperador estiró el brazo para agarrar el llamador, pero un ser invisible se lo arrebató de la mano y, en ese mismo instante, la ominosa tiniebla desapareció. —¡Bah! —exclamó Napoleón—. Sólo era una ilusión óptica. —¿Lo era? —susurró una voz hueca cerca de su oído en tono misterioso —. ¿Fue una ilusión, emperador de Francia? ¡No! Todo cuanto habéis oído y visto es un triste augurio de la realidad. ¡Alzaos, portador del Estandarte del Águila! ¡Levantaos, adalid del Cetro de la Flor de Lis! Seguidme, Napoleón, y veréis más. Cuando la voz calló, una forma apareció ante su mirada atónita. Era la de un hombre alto y delgado, vestido con un sobretodo azul de bordes dorados. Llevaba un pañuelo negro muy ajustado en torno al cuello y prendido por dos pequeños palillos detrás de cada oreja. Su semblante era lívido; la lengua le asomaba de entre los dientes y de sus cuencas unos ojos vidriosos e inyectados en sangre sobresalían aterradoramente. —Mon Dieu! —exclamó el emperador—. ¿Qué veo? Espectro, ¿de dónde vienes? El aparecido no habló, pero se deslizó hacia delante y, levantando un dedo, le hizo señas a Napoleón para que le siguiera. Controlado por una misteriosa influencia, que le arrebató la capacidad de pensar o actuar por propia voluntad, obedeció en silencio. La pared de la estancia se abrió cuando se aproximaron y, cuando ambos la hubieron atravesado, se cerró tras ellos con un sonido atronador. Habrían caminado en total oscuridad de no ser por una tenue luz que rodeaba al fantasma y mostraba los húmedos muros de un largo pasillo abovedado. Lo recorrieron con silenciosa rapidez. Poco después, una fría y refrescante brisa que aullaba en la bóveda, que hizo que el emperador se arrebujase más en su camisón, les anunció que se acercaban al aire libre. Pronto salieron, y Napoleón se encontró en una de las principales calles de París. —Digno Espíritu —dijo, temblando ante el frío aire nocturno—,

permíteme volver y ponerme algo más de ropa. Volveré contigo enseguida. —Caminad —replicó severamente su compañero. Se sintió obligado, a pesar de la creciente indignación que casi le sofocaba, a obedecer. Y caminaron por las calles desiertas hasta que llegaron a una casa señorial construida a orillas del Sena. Aquí el Espectro se detuvo, las puertas se abrieron para recibirlos y entraron a un gran salón de mármol, parcialmente oculto por un telón atravesado, a través de cuyos pliegues traslúcidos se veía brillar una luz que ardía con deslumbrante fulgor. Una hilera de hermosas figuras femeninas, ricamente vestidas, estaban en pie delante de la cortina. Llevaban en la cabeza guirnaldas de las más hermosas flores, pero sus rostros estaban ocultos por macilentas máscaras que representaban calaveras. —¿Qué es esta farsa? —gritó el emperador, haciendo un esfuerzo por sacudirse las cadenas mentales que le mantenían involuntariamente preso—. ¿Dónde estoy y por qué me has traído aquí? —Silencio —dijo su guía, dejando colgar aún más su lengua negra y sanguinolenta—. Silencio, si queréis evitar una muerte instantánea. El emperador habría respondido, pues su coraje natural había vencido al temporal asombro al que había sido sometido, pero justo entonces una música salvaje y sobrenatural atronó tras el enorme telón, que ondeaba adelante y atrás y se encampanaba como si le agitase una contienda o batalla interna entre vientos. En ese mismo momento una abrumadora mezcla del olor a carne corrupta, combinado con el de las más ricas fragancias del Oriente, llenó sigilosamente el salón encantado. Un murmullo de muchas voces se oía ahora a lo lejos y algo le agarró el brazo ansiosamente desde atrás. Se volvió frenéticamente. Sus ojos se encontraron con el conocido semblante de María Luisa. —¡Cómo! ¿También tú estás en este lugar infernal? —dijo—. ¿Qué te ha traído aquí? —¿Vuestra Majestad me permitirá haceros la misma pregunta a vos? — dijo la emperatriz, sonriendo. Él no respondió; el asombro se lo impidió. Ahora ningún telón se interponía entre él y la luz. Había desaparecido

como por arte de magia y un espléndido candelabro apareció suspendido sobre su cabeza. Multitud de damas, ricamente vestidas, pero sin máscaras de calavera, estaban a su alrededor, y unos alegres caballeros se mezclaban entre ellas en adecuada proporción. La música aún sonaba, pero ahora se veía que procedía de una orquesta de músicos mortales emplazados en una tarima cercana. En el aire aún se olía el incienso, pero era un incienso ya no mezclado con hedor. —Mon Dieu! —gritó el emperador—. ¿Qué es todo esto? ¿Dónde diablos está Piche? —¿Piche? —replicó la emperatriz—. ¿Qué quiere decir Vuestra Majestad? ¿No preferís salir de la habitación y retiraros a descansar? —¿Salir de la habitación? Pues, ¿dónde estoy? —En mi salón privado, rodeado de unos pocos miembros de la Corte a quienes yo había invitado esta noche a un baile. Habéis entrado hace unos minutos en camisón y con los ojos fijos y abiertos. Por la sorpresa que ahora demostráis, supongo que estabais andando en sueños. El emperador cayó inmediatamente en un ataque de catalepsia, en el que continuó durante toda la noche y la mayor parte del día siguiente.

Catherine Crowe (1800 - 1876)

The Night-Side of Nature es, sin lugar a dudas, uno de los grandes clásicos de la literatura esotérica del mundo anglosajón. Publicado en 1848, en dos volúmenes, por George Routledge & Sons, a lo largo de más de 500 páginas su autora, Catherine Crowe, conjuga elementos estilísticos propios de la narrativa gótica, tan popular en la época, con reflexiones de corte científico, filosófico y espiritista; recopila los elementos más misteriosos e inquietantes del folclore popular en torno a sucesos terroríficos y/o extraños, y los contrasta con fenómenos paranormales auténticos, extrayendo en la operación interesantes conclusiones sobre la existencia real de un mundo espiritual, trascendente, no físico, capaz de dar un nuevo sentido a la vida humana. Por todo ello, no es nada gratuito afirmar que The Night-Side of Nature es uno de los textos más influyentes en el nacimiento de la moderna parapsicología. Sus páginas recogen, con afán enciclopedista, numerosos casos de clarividencia, telepatía, premoniciones, poltergeist, apariciones espectrales, casas encantadas, Doppelgängers, sueños premonitorios y telequinesis, sin olvidar los poderes mentales que intervienen en las sorprendentes prácticas de un faquir —describe cómo fue hallado, en perfecto estado físico, un santón hindú después de permanecer diez meses enterrado vivo…, sin trucos—, y subraya el importante papel que desempeña la autosugestión en la aparición de estigmas, sin intervención sobrenatural alguna, como en el caso de la monja alemana Anna Katharina Emmerick (1774-1824) —cuyas visiones «místicas» sobre la crucifixión de Jesús,

recogidas en el libro The Dolorous Passion of Our Lord Jesus Christ according to the Meditations of Anne Catherine Emmerich (1833), merece la pena reseñarlo, fueron una de las bases dramáticas del film de Mel Gibson La Pasión de Cristo (The Passion of the Christ, 2004)—. La fascinación de The Night-Side of Nature en sucesivas generaciones de espiritistas, teósofos y ocultistas fue tremenda, de ahí la admiración que le profesaron personajes como Arthur Conan Doyle, Madame Blavatsky, C. W. Leadbeater, Camille Flammarion, Elizabeth Stuart Phelps y Eusapia Palladino. Catherine Crowe (Stevens), mujer de brillante intelecto que se codeó sin complejos con los mejores sabios europeos de todas las disciplinas a la hora de cotejar experiencias y conocimientos, escribió: «… ¿cuándo admitirán nuestros científicos que sus intelectos no pueden abarcar en toda su medida los diseños del Todopoderoso?» Sus creencias ocultistas no excluían ni la razón ni a Dios, como tampoco el sentido de la oportunidad comercial. The Night-Side of Nature apareció en el momento de máxima popularidad de la ghost story victoriana —cf. las obras de Sheridan Le Fanu, Wilkie Collins, Elizabeth Gaskell, Charles Dickens, Walter Scott…—, cuyo auge coincidió, por un lado, con el desarrollo tecnológico y científico propio de la Revolución Industrial, mientras que, por otro, con la proliferación de asociaciones ocupadas en la investigación psíquica —la prestigiosa The Society for Psychical Research (SPR), fundada en 1882— y sociedades ocultistas y espiritistas —cf. la Hermetic Order of the Golden Dawn, fraternidad de magia ceremonial, fundada en Londres en 1888 por William Wynn Westcott y Samuel MacGregor Mathers, o la Spiritualists National Union (SNU), fundada en 1901, bajo el lema Light, Nature, Truth (Luz, Naturaleza, Verdad)—, acentuando cierto declive de la religión tradicional. Catherine Crowe, por medio de Che Night-Side of Nature, dio carácter «hermenéutico» a incidentes considerados hasta ese momento como pura fantasía. Nacida en Borough Green, Kent (Inglaterra), Catherine Crowe (Stevens) pasó casi toda su vida en Edimburgo, en Escocia. Autora de obras teatrales, de libros de cuentos infantiles, fue una infatigable defensora del acceso a la educación universitaria de la mujer, y manifestó en diversas ocasiones su simpatía por el Movimiento Sufragista, apoyó públicamente al filósofo y

político John Stuart Mill (1806-1873) cuando presentó a la Cámara de los Comunes en 1866 la primera petición oficial del Comité por el Sufragio Femenino, Crowe también publicó dos novelas no muy exitosas, Susan Hopley (1841) y Lilly Dawson (1847), eclipsadas por el éxito de The NightSide of Nature. En esta misma línea hallamos la recopilación de relatos de fantasmas Ghost Stories and Family Legends (1859), en cuya preparación intervinieron de manera indirecta los amigos de la escritora, quienes le contaron historias espectrales «verídicas» —lo que hoy llamaríamos leyendas urbanas— y sucesos folclóricos relacionados con el retorno de los muertos al mundo de los vivos. La calidad de la selección atrajo a Montague Summers (1880-1948), clérigo especializado en el estudio de lo fantástico y lo sobrenatural en la literatura y el folclore —cf. The History of Witchcrafi (1926), The Vampire in Europe (1929), The Physical Phenomena of Mysticism (1947)—, quien incluyó en su peculiar antología Victorian Ghost Stories (1936) las narraciones “The Italian’s Story” y “Round the Fire”. «No puedo sino pensar que sería un gran paso para la humanidad si pudiéramos familiarizarnos con la idea de que somos espíritus agregados durante un tiempo a la carne de un cuerpo (…). Pero al disolverse la conexión entre el alma y el cuerpo, aunque cambia la condición externa del anterior, su estado moral permanece intacto. Lo que el hombre ha hecho de sí mismo así será en la otra vida; su estado es el resultado de su última vida; su cielo o el infierno está en él mismo», apuntó Catherine Crowe en The Night-Side of Nature. Así pues, su aproximación al fenómeno de las posesiones diabólicas en su capítulo “Possessed by Demons” oscila entre su abierta fascinación por tal fenómeno como síntoma de la presencia de lo espiritual en el ser humano —aunque sea desde una óptica negativa…—, y el deseo de arrojar algo de luz, desde la medicina y una rudimentaria psiquiatría (estamos en 1848), a situaciones que rozan a menudo lo grotesco, cuando no caen estrepitosamente en ello. Con una ligereza indigna de cualquier postura teológica, la posesión diabólica había sido en épocas pretéritas la excusa perfecta para cometer todo tipo de tropelías, impidiendo el avance de la ciencia para un correcto diagnóstico de enfermedades como la epilepsia, la esquizofrenia o la paranoia. Recordemos que en la Inglaterra de la época en que se publicó The Night-Side of Nature todavía estaban muy presentes los excesos cometidos en

el siglo XVII por Matthew Hopkins, The Witch-finder General, inquisidor puritano facultado por Oliver Cromwell y el Parlamento inglés a limpiar los condados Suffolk y Essex, en East Anglia, entre 1644 y 1646, de toda clase de brujas, brujos, herejes y posesos, sin reparar en los medios. Por ello, el valor documental de “Possessed by Demons” es inmenso. Con todo el detalle que le es posible, Catherine Crowe describe los casos, por ejemplo, de Rosina Wildin y Barbara Rieger, muchachas que mostraban varios de los síntomas de posesión no solamente reconocidos por la iglesia católica en su Ritual de Exorcismos y otras súplicas (1998) —poliglosia (capacidad de hablar lenguas desconocidas para el poseso), fuerza extraordinaria…—, sino presentes en el exorcismo, documentado de manera mucho más fiable, de Annelise Michel, acaecido en Klingenberg (Alemania), entre 1968 y 1976 —Annelise murió a consecuencia de las terribles secuelas físicas que los cuarenta y dos exorcismos (¡) practicados por los sacerdotes Ernst Alt y Arnold Renz dejaron en su cuerpo; tenía 23 años…—, o el de Robert Mannheim, en Mount Rainer, Maryland (USA), ocurrido en 1949, y que sirvió de inspiración a un estudiante católico de la Universidad de Georgetown llamado William Peter Blatty, para escribir, años después, el libro más famoso sobre el Demonio de la era moderna, El Exorcista (The Exorcist, 1971), del cual vendió más de trece millones de copias sólo en inglés.

POSEÍDOS POR DEMONIOS De todos los aspectos de la brujería y lo sobrenatural a los que he prestado mi atención, es el de la posesión demoníaca el que muy probablemente más me haya fascinado. Muchos médicos alemanes sostienen que es posible que se den esas instancias genuinas de la posesión, y hay a este respecto numerosos trabajos publicados en alemán. Por lo demás, para este mal concreto que es la posesión, ofrecen el magnetismo como único remedio, toda vez que es a través de su práctica cuando el sujeto puede acceder a una comunicación más directa y efectiva con los espíritus malignos y conseguir así su neutralización. Dicen dichos médicos que, no obstante ser los de la posesión supuestos aislados, e incluso raros de verse, sus víctimas pueden ser de uno u otro sexo, y de una u otra edad, de manera que nadie queda a salvo de la desgracia que supone caer en la posesión demoníaca. Es un grave error, en consecuencia, suponer que la posesión demoníaca concluyó con la resurrección de Cristo, o que esa alusión de las Escrituras al sujeto poseído por un demonio alude únicamente al que sufre de convulsiones o de insania mental. El mal de la posesión, que no es contagioso, sin embargo, fue bien conocido por los griegos; y en tiempos más recientes Hoffmann nos ha recordado varios y muy señalados casos. Entre los síntomas más claros de la posesión demoníaca se cuentan el hablar del paciente con una voz que no es la suya, las convulsiones aterradoras y los movimientos descontrolados del cuerpo, todo lo cual se manifiesta de súbito, sin una sintomatología previa, además de la proclamación de blasfemias, el uso de un lenguaje obsceno, el conocimiento de lo que permanece en secreto y la visión del futuro, además de los vómitos de cosas extraordinariamente raras como pelos, clavos, agujas,

etcétera, etcétera… He podido observar, sin embargo, que las opiniones al respecto que se dan en Alemania no son coincidentes, ni siquiera entre quienes han tenido la ocasión de observar oportunamente casos de posesión demoníaca. El doctor Bardili tuvo un caso en 1830, considerado como uno de los más decididamente claros de cuantos haya presentado la posesión demoníaca. La paciente era una campesina de treinta y cuatro años, que nunca había padecido ninguna enfermedad y cuyo cuerpo mostraba gran corrección en todas sus funciones, incluso cuando la mujer daba muestras del extraño fenómeno. Debo observar que la paciente estaba felizmente casada, que tenía tres hijos y que no era una fanática religiosa; tenía además un carácter afable y era persona muy bien dispuesta para el trabajo y el cumplimiento de todas sus obligaciones. Pues bien, no obstante todo eso, y sin que se dieran en ella síntomas previos de trastorno, ni causas perceptibles de su comportamiento sorprendente, un mal día se vio atacada de convulsiones violentísimas mientras del fondo de su pecho le salía una voz extraña y aterradora, la voz propia de un espíritu maligno que habitara en la forma humana de la buena mujer. Cuando tal fenómeno se daba en ella, la campesina no parecía la misma pues perdía su individualidad; sin embargo, una vez superó el acceso, volvió a ser la de siempre, la mujer afable y cumplidora de sus obligaciones que todos conocían. Pero nadie pudo olvidar las blasfemias que dijo con aquella voz extraña, ni las maldiciones que profirió incluso en contra de sus seres más queridos. Es más, una vez recuperada, su cuerpo mostraba heridas y magulladuras que ella misma se había causado en el curso de aquellos ataques, pues en medio de las terribles convulsiones que sufriera rodaba por el suelo y se golpeaba con innumerables objetos, presa de una furia indescriptible. Ya recobrada, no era capaz de recordar nada de lo ocurrido; sólo podía lamentarse de lo que le contaban que había hecho, llorando entonces desconsoladamente. Los hechos se repitieron con alguna frecuencia, cada vez mayor, durante tres años. En ese tiempo fue perdiendo su vitalidad hasta parecer casi un esqueleto, pues en medio de los accesos, que eran de una violencia variable, no podía ni comer, ya que cuando iba a llevarse la cuchara a la boca se le

volvía ésta, como guiada por otra mano, y el alimento se derramaba por el suelo. Una afección que, como ya se ha dicho, duró tres años. No había remedio contra aquellas manifestaciones de insania; sólo hallaba la mujer un poco de alivio en las oraciones que hacía acompañada de los suyos, aunque en ocasiones, cuando la buena mujer oraba, el demonio que la poseía reaccionaba violentamente y hacía que se levantase cuando ya se había arrodillado, y en vez de las palabras santas de la oración le salía a la campesina por la boca una retahíla de blasfemias acompañada de una risa espantosa, todo lo cual cesaba únicamente por la insistencia en el rezo de quienes la acompañaban. Cabe señalar, sin embargo, que no obstante todo lo anterior, la mujer pudo engendrar un nuevo hijo en ese tiempo, y que cuando nació le mostró el cariño debido y le procuró los cuidados necesarios, sin que su condición de madre se resintiese en todo ello. Pero el demonio aguardaba. Finalmente, y debido al magnetismo, la paciente cayó en una especie de sonambulismo en el que se dejó sentir una voz procedente de sí misma, que no era empero la suya, sino la de su espíritu protector, que la llamaba a ser paciente y a tener esperanza, y que le hizo la promesa de que el diabólico huésped que albergaba a su pesar sería obligado a abandonar sus cuarteles muy pronto. Curiosamente, la campesina caía a menudo en un estado de magnetismo sin la ayuda de un magnetizador. Y pasados aquellos tres años, quedó enteramente liberada del demonio que la poseyera, recobrando por completo la salud y mostrándose tan afable y digna como siempre lo había sido. En otro caso, el de la niña de diez años Rosina Wildin, un caso que se dio en Pleidelsheim en 1834, el demonio anunció la posesión que hiciera de la criatura proclamando desde el interior de la pequeña: «¡Aquí estoy!» Fue de veras sorprendente oír aquel grito de voz hosca y masculina en la niña, que yacía como muerta pero convulsa, moviéndose brutalmente, hasta que de nuevo se dejó sentir desde su interior la voz del demonio, que decía: «¡Y ahora me voy otra vez!», con lo que la pequeña recuperó la paz. Aquel demonio a veces se expresaba en plural, pues como dijo en una ocasión estaba acompañado de otro maligno, un diablo mudo, por el que tenía que hablar: «El mudo es quien hace que la niña se contorsione y gire sobre sí misma, el que le distorsiona los gestos, el que le vuelve los ojos, el que hace

que le rechinen los dientes y todo lo demás… Yo sólo proclamo lo que él me ordena», decía el demonio que hablaba. Pero también aquella niña se curó mediante el uso del magnetismo. Barbara Rieger, otra niña de diez años, natural de Steinbach, fue igualmente poseída por dos espíritus malignos en 1834, los cuales, además de hablar con dos tonos de voz y al tiempo, voces masculinas ambas, se expresaban también en diferentes dialectos. Uno decía haber sido albañil en otro tiempo, y el segundo proclamaba su antigua condición de verdugo. Éste era el peor de los dos. Cuando hablaban, la niña cerraba los ojos; cuando los abría, no recordaba nada. El demonio que fuera albañil confesaba haber sido un gran pecador, y hasta parecía mostrar cierto grado de arrepentimiento, pero el que fue verdugo no hablaba de su vida anterior. A menudo pedían de comer, por lo que la niña recibía grandes cantidades de alimento mientras se hallaba en trance, con lo cual, cuando volvía en sí tenía hambre, pues ellos se lo habían comido todo. El albañil trasegaba además grandes cantidades de licor, y si no se lo daban hacía gala de un lenguaje muy procaz y causaba fuertes convulsiones a la niña, que una vez recobrado el sentido mostraba gran aversión hacia el alcohol. No paraban, con sus exigencias, de causar daño a la pequeña, que finalmente pudo ser curada mediante el magnetismo… El demonio que había sido albañil resultó prontamente expulsado de su cuerpo, pero el verdugo fue mucho más tenaz y resistente. En cualquier caso, al cabo fue derrotado, lo que quiere decir que se consiguió que saliera del cuerpo de la niña, con lo que ésta recuperó por completo la paz y la salud. En 1835, un ciudadano de lo más respetable, cuyo nombre no ha sido facilitado por los médicos, acudió a la consulta del doctor Kerner. Tenía treinta y siete años, y a partir de los treinta había comenzado a mostrar un carácter atrabiliario, sumamente raro, por lo que llevaba siete años de posesión demoníaca. Eso había llenado de infelicidad a su familia, tanto como a sí mismo. Ya no era el hombre cordial y morigerado que fue siempre, sino grosero y despectivo, con frecuentes arrebatos de cólera. Un día, para colmo, salió de él una voz extraña e insolente que dijo ser la de un demonio que en otro tiempo fue el magistrado S., y que llevaba todos esos años, entonces seis, poseyendo el cuerpo del infortunado. Al cabo, cuando se

obtuvo mediante magnetismo su expulsión, la víctima, aquel hombre a quien tanto le había cambiado el carácter en siete años, cayó al suelo entre violentas convulsiones que parecieron a punto de quebrar todo su cuerpo. Mas luego de una larga pausa en la que pareció muerto, recobró por completo la salud y volvió a ser el hombre digno y educado que siempre fuera. En otro caso, una joven de Gruppenbach, aun hallándose en disfrute pleno de todos sus sentidos, oyó un mal día la voz del demonio que la tenía posesa (y que era el alma de una persona ya fallecida), y no pudo evitar que salieran de sí tantas malas palabras como aquel demonio decía. En resumen, que no son tan extraños los casos de posesión demoníaca, ni carecemos de descripciones prolijas de los mismos… Eso supone, ni más ni menos, que el fenómeno de la posesión existe, aunque no me atreva a señalar hasta cuándo seguirán siendo así las cosas, pues realmente sabemos muy poco de su génesis, que es lo importante. Todo lo más, y en contra de cierta tendencia actual a negar la existencia del fenómeno, podemos afirmar que tales casos son ciertos, pues están perfectamente comprobados, y no es cosa de continuar diciendo que dichos supuestos son imposibles. Cabe esperar, igualmente, que en la medida en que dichas evidencias de la posesión demoníaca se han dado en otros países, el nuestro no tiene por qué ser una excepción. Por mi parte, puedo dar cuenta de un suceso al respecto, en el que sin embargo se perciben otros influjos muy diferentes debidos a la posesión por parte de los espíritus. Ocurrió en Bishopwearmouth[13], cerca de Sunderland, en 1840; y aunque los hechos fueron recogidos y publicados por dos médicos y dos cirujanos, además de vistos por muchas otras personas, son poco conocidos. En cualquier caso, me parece que son elocuentes en sí mismos tales hechos, cualquiera que sea la interpretación que pretenda dárseles. La paciente, Mary Jobson, estaba entre sus doce y trece años; sus padres, personas muy respetables, la llevaban siempre a la escuela dominical. Mary cayó enferma en noviembre de 1839, sufriendo de inmediato horribles convulsiones en medio de las cuales se desgarraba los vestidos hasta quedar completamente desnuda. Fue así durante varias semanas. Y fue en ese tiempo cuando sus padres observaron que de Mary salía el sonido de unos golpes extraños, como si alguien golpeara una puerta que hubiese en el interior de la

niña. Ocurría en distintos lugares y a horas diferentes, pero sobre todo cuando Mary ya se había acostado y dormido con las manos fuera del abrigo de la cama. Una noche, atentos sus padres a tales fenómenos, escucharon una voz en vez de aquellos golpes, algo que los sorprendió extraordinariamente, algo que no acertaron a explicarse salvo pasado mucho tiempo, cuando el caso ya quedó explicado por los médicos. Primero fue un ruido metálico, como de choque de armas, y después una especie de temblor, harto ruidoso igualmente, que pareció ir a derrumbar la casa; siguieron pasos de alguien a quien no veían, mientras el suelo de la casa se llenaba de agua de cuya procedencia no era posible dar cuenta, y más sonidos: el de las cerraduras de las puertas que se abrían y, por encima de todos, una música muy dulce. Los médicos y el padre de la niña sospecharon de algo sobrenatural y procedieron a adoptar las precauciones oportunas; pero nadie supo en un principio interpretar correctamente aquel misterio. Se trataba, sin embargo, de un espíritu benéfico, que al fin se manifestó para dar a la familia muy buenos consejos. Muchos fueron los que acudían a contemplar tan asombroso fenómeno, y no pocos de entre ellos hubieran querido escuchar aquella voz tan sabia en sus propias casas. Deseos que se cumplieron en algunos casos. Así, Elizabeth Gauntlett, mientras atendía a sus tareas domésticas un buen día, oyó una voz que le decía: «Ten fe y escucharás la palabra de Dios, que habrás de oír atentamente, con tu más entregado oído». Elizabeth, asombrada, no pudo evitar una exclamación: «¡Qué es esto, Dios mío!» Y apenas lo dijo vio ante sí una pequeña nube muy blanca. Aquella misma noche volvió a dejarse sentir tan dulce voz, que le dijo: «Mary Jobson, una de tus alumnas de la escuela dominical está muy enferma; acude a verla, pues si lo haces ayudarás a que se ponga bien». Elizabeth no sabía dónde vivía Mary, pero después de enterarse allá que fue; y ya ante la puerta de la casa oyó la misma voz, que la invitaba a entrar. Lo hizo y se dirigió a la habitación de la niña, donde escuchó otra voz, tan dulce y bonita como la que antes oyese, que la llamaba a tener fe y que además le dijo: «Soy la Virgen María». La voz de la Virgen le prometió una señal cuando volviese a casa y, en efecto, aquella misma noche, tras visitar a su alumna, y mientras leía la Biblia antes de acostarse, oyó la misma voz que le

decía: «Jemina[14], no temas, que soy yo… Si obedeces a lo que te diga, la paz será siempre contigo, nunca padecerás males». Lo mismo ocurrió en otras visitas de la Virgen, mas dejándose sentir en ellas, junto con su voz, una música celestial, la más exquisita música. El mismo fenómeno pudo observarse por parte de muchos, algunos de los cuales recibieron reproches de la voz por sus muy humanas quejas, aunque la voz los llamaba a ser corajudos y esperanzados. Otros oyeron también las voces de familiares que ya habían muerto, y tuvieron con ellas muchas revelaciones. Una vez dijo la voz a Mary Jobson: «Alza los ojos y verás en el techo el sol y la luna». Y de inmediato se vieron en el techo un sol hermoso y una luna bellísima, que todo lo llenaban de tonalidades anaranjadas, verdes, amarillas, plateadas… Pero el padre de la niña, que no obstante el milagro obrado en su hija seguía siendo un hombre escéptico, quiso limpiar el techo de la habitación, y lo hizo con denuedo, hasta quedar agotado, pero fue en vano: allá siguieron el sol hermoso y la luna bellísima. Entre otras muchas cosas, a cada cual más prodigiosa, la voz dijo en otra ocasión a la niña que parecía sufrir por algo; la niña dijo que no, pero también que no sabía dónde tenía su cuerpo, y que temía que su espíritu la hubiese abandonado para tomar posesión del cuerpo de otra persona; y que el cuerpo de esta persona, por ello, acaso hablara con el grito de una trompeta. La voz le dio el consuelo que precisaba la niña, llenándola de tranquilidad. Y también habló a la familia y a quienes acudían a la casa para presenciar los milagros, de muchas cosas referidas a familiares y amigos distantes, para probar que decía la verdad. La niña vio en dos ocasiones a la divina forma junto a la cabecera de su cama, y Joseph Ragg, uno de los vecinos que habían acudido a la casa para contemplar los prodigios, ya de regreso a su casa, vio una figura alta y luminosa, muy bella, que se acercaba a su cama a las once en punto de la noche del 17 de enero. La figura vestía ropas de hombre, no obstante lo cual dimanaba de ella una gran delicadeza. Aquella misma noche volvería a verla de nuevo, horas más tarde. En esta segunda ocasión la figura luminosa descorrió las cortinas de la ventana del cuarto y lo miró bondadosamente, quedando así, contemplándole, durante un cuarto de hora. Cuando se esfumó,

las cortinas, por sí solas, volvieron a cerrarse en la ventana. Y un día, hallándose de visita en la habitación de la niña enferma, Margaret Watson vio un cordero que, después de entrar tranquilamente por la puerta del cuarto, fue a sentarse junto al padre de la niña, John Jobson, sin que él lo viera. Pero uno de los hechos más reseñables de este caso es, sin duda, el de la bellísima música celestial que tantos escucharon, incluso el escéptico padre de la pobre niña enferma. Eso, desde luego, fue lo que acabó obrando su conversión. Aquella música se había dejado sentir ininterrumpidamente durante dieciséis semanas; unas veces parecía la de un órgano, pero mucho más bonita; otras, la de un coro de voces que cantara canciones sagradas cuyas palabras se escuchaban claramente; y a veces también parecía el rumor apacible del agua de un arroyo. Y cuando la voz deseaba que corriese el agua, sin que cesaran aquellos cánticos, el agua corría. Entonces comprendió el escéptico padre de la niña que el agua derramada en el suelo de la casa en aquella ocasión se debía a cosa tan concreta. Y que podía darse el prodigio, no una vez, sino veinte veces, como él mismo proclamaba entusiasmado. En todo el tiempo que se dio este caso las voces decían a la familia y allegados que aún faltaba por obrarse un milagro definitivo en la niña Mary Jobson. Y así, finalmente, el 22 de junio, cuando estaba más enferma que nunca, y su familia y amigos rezaban ardorosamente para pedir por su vida, se dejó sentir la voz de la Virgen a las cinco en punto de la tarde para ordenar que le fueran cambiadas las sábanas de la cama, y que le fueran igualmente cambiadas la ropas a la niña, y que todos abandonasen la habitación, salvo un niño que allí estaba, de dos años y medio de edad… Obedecieron. Y cuando al rato volvieron a entrar en el cuarto de la enferma les fue dado observar que Mary estaba completamente repuesta, sentada en una silla con el niño en sus rodillas. Y desde aquel día jamás volvió a ponerse enferma. El informe en el que se da cuenta de estos hechos data del 30 de enero de 1841. Claro está, muchos se reirán de todo esto, asegurando que tales hechos nunca se dieron porque son, no ya imposibles, sino absurdos; pero fueron muchos, gentes honestas e inteligentes, los que pudieron comprobarlos por sí mismos. Yo misma, he de confesarlo, me resistí a creer en todo ello, por mucho que los hechos concordasen con mis propias creencias. Pero es que no fue una casualidad, no fue un fenómeno que durase un día, ni siquiera una

hora, sino muchos meses; y no es menos evidente que el padre de Mary, un hombre escéptico donde los hubiera, acabó convencido del prodigio, lamentando en lo sucesivo haber sido blasfemo e intolerante, además de incrédulo. El doctor Reid Clanny, que elaboró un informe sobre el caso, con la ayuda de los innumerables testigos del mismo, es un médico con muchos años de experiencia, y es también, según me parece, el inventor de la lámpara de aceite con protección de cristal[15], y declaró su convicción de que los hechos eran ciertos y demostrables, asegurando a sus lectores que «mucha gente que detenta cargos en la jerarquía eclesiástica, así como varios ministros de otras confesiones, además de miembros notables de la sociedad, respetados por su sabiduría y piadosos sentimientos, se muestran complacidos con las explicaciones dadas a propósito de estos prodigios». Cuando vio por primera vez a la niña en su lecho del dolor, aparentemente insensible, con los ojos fijos e inyectados en sangre, supuso que Mary padecía algún mal en su cerebro, no creyendo que hubiera en su enfermedad ningún misterio de tipo sobrenatural. No obstante, los exámenes a que sometió a la infeliz paciente lo llevaron muy pronto a creer lo contrario[16]. También dio cuenta el médico en su informe de cómo, mientras duró la enfermedad de la niña, tanto sus familiares como el mentado Joseph Ragg oyeron la misma música celestial casi sin interrupción; y escribió igualmente que Mr. Torbock, un cirujano que se mostró asombrado al conocer todo lo concerniente a la enfermedad y posterior curación de Mary Jobson, le refirió a su vez otro suceso en el que, cuando murió una persona a la que había asistido, se dejó sentir igualmente una música celestial, muy deliciosa, que a todos los presentes llenó de paz. No son casos aislados, sin embargo. Se ha referido con frecuencia el hecho, comprobado por muchas personas, de que cuando alguien muere se deja sentir una música celestial. Tengo innumerables testimonios al respecto. Mas, volviendo a las investigaciones hechas sobre el caso de Mary Jobson, el doctor Clanny llegó a la convicción de que el mundo espiritual se identifica a menudo con nuestros problemas humanos a tal extremo que, como dice el doctor Drury, otro sabio, no queda más remedio que aceptar el hecho de que vivimos en un mundo espiritual, por lo que él mismo, cuando

atendió a Mary, se vio inmerso en instancias no precisamente terrenales, esas que, según sus propias palabras, «consiguen llegar desde esos confines de los que, como suele decirse, no regresan los viajeros».

Dinah Mulock (1826 - 1887)

Según explica el ensayista norteamericano Richard H. Tyre en su artículo “A Note to Teachers and Parents”, artículo en el cual reflexiona sobre las esencias y mecanismos de la ghost story anglosajona —y que sirve de prefacio a la antología de Michael & Don Congdon Alone by Night (Ballantine Books, Nueva York, 1967)—, cualquier (buen) cuento de fantasmas empieza «anclado en la más recalcitrante realidad, con una escena de la vida cotidiana descrita con nitidez y precisión. Los protagonistas son siempre escépticos, e incluso cínicos, en lo tocante a lo sobrenatural». «Pero en un segundo movimiento del relato —prosigue Tyre— se introduce un elemento perturbador o incomprensible que el lector o el héroe del cuento podrían interpretar de dos maneras: bien como intervención de lo fantástico, o como un hecho extraño susceptible de ser interpretado de forma racional (…). Desde luego, el protagonista lo interpreta de manera lógica, sensata, hasta que una nueva serie de sucesos le convencen de que es inútil todo intento de racionalizar lo que ocurre a su alrededor. He aquí el “descenso a las tinieblas” presente en todo cuento de fantasmas. Siempre existe la posibilidad —concluye— de que dicho descenso a las tinieblas pueda explicarse mediante una alucinación, un sueño o un trastorno mental. Pero aún queda ese último párrafo, ese último y taimado detalle que conserva el recuerdo de lo que pasó, ese último grito, esa última desaparición que nadie puede explicar». Las reflexiones de Richard H. Tyre, suscitadas por la obra de autores tan

masculinos y contemporáneos como Richard Matheson, Frank Belknap Long, Robert Bloch o Henry Kuttner, trazan un excelente perfil creativo del relato de Dinah Mulock “The Last House in C——— Street”, publicado por primera vez en el número de agosto de Fraser’s Magazine en 1856. Su brevedad, realismo, atmósfera y crescendo inteligentemente logrado, unidos a unas leves pinceladas de ironía nada desmitificadora, consiguen un agradable frisson espectral que, sin rechazar abiertamente la existencia de los fantasmas, tampoco cierra la puerta a tan inquietante posibilidad. Efectivamente, semejante ambivalencia queda muy bien expuesta en la elegante cita del Hamlet (1600-1602) de William Shakespeare —aludiendo, sin mencionarlo explícitamente, al momento en que el príncipe de Dinamarca contacta con el espíritu de su padre: «Do you think that Shakespeare believed in — in what people call “ghosts?”» («¿Crees que Shakespeare creía en…, en lo que la gente llama “fantasmas”?»), comenta la protagonista del relato, la Sra. MacArthur—, ambivalencia capaz de atenuar el horror hasta reducirlo a una elaborada capa de misterio —recordemos el paisaje nocturno, lívido, lunar, en el que tienen lugar las apariciones, sonoras y visuales, del fantasma; las pesadillas…—. Al leer “The Last House in C——— Street” uno tiene la sensación de que su autora, Dinah Mulock, tenía en mente, en todo instante, una de las más célebres y angustiosas frases de Hamlet. Aquella en la que el protagonista, tras contemplar estremecido la sombra del difunto monarca, exclama: «Hay algo más en el cielo y en la tierra, Horacio, de lo que ha soñado tu filosofía» (acto I, escena V). Una manera muy poética de dejar clara su postura frente a lo oculto y de homenajear a sus maestros: en “The Last House in C——— Street” encontramos el fantasma de una mujer, de una madre, aunque no murió asesinada, como el rey de Dinamarca, sino durante un parto que se complicó dramáticamente… “The Last House in C——— Street” puede también leerse como una especie de cuento de hadas para adultos. Si tomamos como modelo a Bruno Bettelheim, podríamos decir que la ghost story revela la vida humana vista, sentida o vislumbrada desde las zonas más sombrías de su interior, enfrentando al lector a su miedo a la muerte, al dolor físico y psíquico, a sus pavores más absurdos y primitivos. Quizá en ello haya jugado un importante papel la carrera de Dinah Mulock como narradora infantil y juvenil —

peculiaridad que comparte con algunas escritoras presentes en esta antología como, por ejemplo, Edith Nesbit—, con obras de la categoría de The Little Lychetts (1855), The Fairy Book (1863), The Adventures of a Brownie (1872) o The Little Lame Prince and His Travelling Cloak (1875). Hija del pastor evangelista Thomas Mulock, hombre de rígidas costumbres morales a quien, sin embargo, le gustaban la literatura y la poesía —sus sermones, a decir de quienes le conocieron, poseían un vibrante estilo literario—, Dinah María Mulock nació en Stoke-on-Trent, Staffordshire — aunque casi toda su niñez la pasó en Newcastle-under-Lyme, lugar que siempre evocaba con cariño—, y se educó en Brampton House Academy, escuela situada muy cerca de su casa, donde pudo leer y disfrutar por primera vez —atraída por sus ilustraciones— novelas como Simbad el marino o Robinson Crusoe. Luego, ya llegada a la adolescencia, Jane Austen, Edward Bulwer-Lytton, sir Walter Scott y Charles Dickens, además de Shakespeare y Chaucer, se convirtieron en sus lecturas predilectas. Le servían para escapar mentalmente de la monótona rutina cotidiana, de una educación orientada a convertirla en buena esposa, buena cristiana y, como mucho, una buena maestra o institutriz. En el verano de 1839, Dinah se traslada con su familia a Londres, donde estudió italiano, griego y latín y aprendió a dibujar en la Government School of Design at Somerset House. Atendiendo a los requerimientos de su hija, Thomas Mulock incluso utilizó sus influencias para emplearla como profesora de literatura inglesa. Por entonces ya había decidido que se dedicaría a escribir, la única profesión en la cual las mujeres podían competir con los hombres «… y batirlos en su propio terreno» (A Woman’s Thoughts about Women, cap. 3). Un proyecto que se retrasó a causa de la muerte de su madre en 1845, lo cual la obligó a ocupar su puesto a la hora de administrar la casa y cuidar de sus hermanos Tom y Benjamín. No será, pues, hasta 1847 cuando arrancará definitivamente su proyecto literario —espoleada por el tremendo éxito, según reconoció, de Jane Eyre (1847), de Charlotte Brontë—, y después de ocuparse un tiempo, por cuestiones puramente económicas, a la literatura infantil, publicó su primera novela, The Ogilvies (1849) —emotivo y peculiar análisis de las relaciones sentimentales y maritales (ergo sociales) de la Inglaterra victoriana—, a la que siguieron Olive (1850) —curiosa variación, en el sentido musical del término, de la

novela de Charlotte Brontë con la que guarda estrechas similitudes—, The Head of the Family (1852) y Agatha’s Husband (1853), hasta que consiguió un tremendo éxito de crítica y público con John Halifax, Gentleman (1857). Éxito que se confirmó con A Life for a Life (1859), extraordinaria novela epistolar que contrasta las dramáticas vivencias de un hombre y una mujer, Max Urquhart y Dora Johnston —él ha cometido un crimen pasional; ella, madre soltera—, cuyos particulares periplos de sufrimiento y redención demuestran que, emocionalmente, no son nada distintos. Considerada una excelente y ocurrente conversadora por todos aquellos que la conocieron y admiraron, interesada por el espiritismo, muchos destacan su atractivo personal por encima del meramente físico —las fotografías que de ella se conservan desvelan que su rostro guardaba un parecido inaudito con la reina Victoria—. Soltera durante muchos años, celosa de su independencia personal y profesional, ante la sorpresa de todos acabó casándose, a los treinta y nueve años, el 29 de abril de 1865, con Alexander Macmillan (1818-1896), co-fundador junto a su hermano Daniel de la editorial Macmillan & Company. Cuatro años después adoptaron a una niña abandonada, Dorothy, a la que sus padres se referían como el regalo del cielo. A pesar de convertirse en una notable ama de casa y madre, Dinah Mulock jamás descuidó su prestigiosa y lucrativa carrera literaria —salvo durante los primeros años de vida de Dorothy, pese a la tibia oposición de su esposo—, como demuestran sus novelas A Brave Lady (1869-70), Hannah (1871), Young Mrs. Jardine (1879) y King Arthur: Not a Love Story (1886). Inmersa en los preparativos de la boda de su hija, el 12 de octubre de 1887, un infarto acabó con su vida. Sus últimas palabras fueron: «¡Si pudiera vivir un poco más!; pero no importa, no importa…» Enterrada en la abadía de Tewkesbury, entre los amigos que le rindieron su postrer homenaje figuraban lord Tennyson, Matthew Arnold, Robert Browning, Mrs. Oliphant, sir John E. Millais, el profesor T. H. Huxley y James Russell Lowell.

LA ÚLTIMA CASA EN LA CALLE C… No suelo creer en fantasmas; no veo para qué sirven. Aparecen, esto es, dicen que aparecen, tan irrelevantes, tan sin propósito, tan ridículos en suma, que tanto el sentido común sobre las cosas de este mundo como el sentido sobrenatural sobre los asuntos del otro se rebelan del mismo modo. Además, nueve de cada diez «importantes historias de fantasmas» se explican fácilmente, y en la décima, cuando fallan todas las explicaciones naturales, una se inclina, habiendo descubierto la extraordinaria dificultad que existe en esta sociedad en entender ese asunto tan resbaladizo que llamamos hechos, a sacudir la cabeza incrédulamente, diciendo: «¡Pruebas! ¡Es una cuestión de pruebas!» Pero mi incredulidad no surge de un escepticismo tozudo o de desprecio sobre la posibilidad, por improbable que sea, de que existan las impresiones o comunicaciones provenientes de un espíritu totalmente inmaterial, lo que vulgarmente se llama un «fantasma». No hay credulidad más ciega ni ignorancia más infantil que la del sabio que intenta medir «el cielo y la tierra y todo lo que hay bajo ella» con la limitada vara de medir de su cerebro. ¿Acaso nos atrevemos a discutir sobre cualquier misterio del universo diciendo: «Es inexplicable, y por lo tanto imposible»? Asumiendo estas opiniones, aunque sólo como opiniones, estoy a punto de relatar lo que debo confesar que a mí me parece una auténtica historia de fantasmas; sus pruebas externas y circunstanciales son indisputables, mientras que sus causas y resultados psicológicos, aunque no son fáciles de narrar, son más difíciles de explicar. El fantasma, como el de Hamlet, era un «espíritu honesto». De su hija, una anciana dama quien, ¡bendita sea su buena y gentil memoria!, ha aprendido desde entonces los secretos de todas las

cosas, oí esta historia auténtica. —Querida —me dijo la señora MacArthur (era en los primeros días que las mesas se movían, cuando los jóvenes se burlaban y los mayores se escandalizaban ante la idea de invocar a la mesa del salón a los ancestros fallecidos y descubrir las maravillas del mundo angélico por los movimientos de un sombrero o los giros de un plato)—, querida —continuó la anciana—, no me gusta jugar con fantasmas. —¿Por qué no? ¿Cree en ellos? —Un poco. —¿Alguna vez ha visto alguno? —Nunca. Pero una vez oí… Parecía hablar en serio, como si no le hubiese gustado hablar de ello, tanto por una sensación de respeto como por miedo al ridículo; pero nadie podría haberse reído de las ilusiones de una gentil anciana que nunca le había dirigido una palabra desagradable o satírica ni a un alma. Y su evidente respeto era extraordinario en una persona que poseía tantísimo sentido común, tan poca fantasía y ninguna imaginación. Sentí mucha curiosidad por oír la historia de fantasmas de MacArthur. —Querida, fue hace mucho tiempo, tanto que quizá crea usted que olvido y confundo las circunstancias, pero no es así. A veces creo que una recuerda más claramente sucesos ocurridos en la juventud (aquel año tenía yo dieciocho años) que muchos eventos más cercanos. Y además, tenía otros motivos para recordar vívidamente todo lo que tuvo que ver con aquellos años, pues debe saber que estaba enamorada. Me miró con una sonrisa apacible y de reproche, como esperando que mi juventud no lo considerase algo tan imposible o ridículo. No, estaba muy interesada. —Enamorada del señor MacArthur —dije, sin que fuese una pregunta, pues era aquel momento arcádico de la vida en que una toma como necesidad natural, como verdad indiscutible, que todo el mundo se casa con su primer amor. —No, querida; no del señor MacArthur. Yo me quedé tan pasmada, tan completamente asombrada, pues había tejido un cierto ideal alrededor de mi buena y vieja amiga, que me quedé

cinco largos minutos mirando tejer en silencio a Mrs. MacArthur. Mi sorpresa no fue a menos cuando dijo con una sonrisa: —Era un joven caballero de posibles y me tenía mucho cariño; más bien, estaba orgulloso. Pues aunque no lo crea, querida, en aquellos tiempos yo era una belleza. No lo dudé. El cuerpo pequeño, las manos y pies diminutos; de verla por la espalda, uno hubiese tomado a Mrs. MacArthur por una jovencita aún. Ciertamente, los miembros de la generación anterior vivían más calmada y tranquilamente que nosotros. —Sí, era la belleza de Bath. El señor Everest se enamoró de mí allí. Yo estaba encantada, porque justo había terminado de leer Cecilia, de la señorita Burnett, y pensé que él era igual que Mortimer Delvil. Una historia preciosa, Cecilia, ¿la ha leído? —No —y, para que empezase su historia, salté a la única conclusión que podía reconciliar el hecho de que hubiese tenido un amante apellidado Everest y ahora fuese la señora MacArthur—. ¿Ése fue el fantasma que vio? —No, querida, no; gracias a Dios, sigue vivo. Me llama a veces; ha sido un buen amigo de nuestra familia. ¡Ah! —con un lento movimiento de cabeza, medio complacida, medio pensativa—, no se creería, querida, lo buen mozo que era. No pude sonreír ante la extraña frase, que hablaba de novelas del siglo pasado y de los amores de nuestras bisabuelas. Escuché pacientemente los distraídos recuerdos que seguían retrasando el comienzo de la historia de fantasmas. —Pero, señora MacArthur, ¿fue en Bath donde usted vio o escuchó lo que creo que va a contarme? Ya sabe, donde vio el fantasma. —No lo llame así; parece que se estuviese burlando de ello. Y no debe hacerlo, pues es muy real, tan real como que ahora estoy aquí sentada, una anciana de setenta y cinco años, y que entonces era una jovencita de dieciocho. No, querida, se lo voy a contar. »—Estábamos en Londres mis padres, el señor Everest y yo. Él los había convencido para que me llevasen; quería enseñarme el mundo, aunque no era más que un mundo estrecho, querida (pues él era un estudiante de Derecho, que vivía con poco y trabajaba mucho). Alquiló un alojamiento para nosotros

cerca del Colegio de Abogados; en la calle C…, la última casa, cerca del río. Le gustaba mucho el río, y algunas noches, cuando tenía demasiado trabajo y no podía permitirse llevarnos a Ranalegh o al teatro, solía pasear con mis padres y conmigo, arriba y abajo, por los Jardines del Colegio. ¿Has estado alguna vez en los Jardines del Colegio de Abogados? Ahora es un lugar muy bonito, un rincón silencioso y gris en medio del ruido y el alboroto; las estrellas se ven maravillosas a través de aquellos grandes árboles, pero ya no es como era antes, cuando yo era niña. —¡Ah! No, imposible. —Fue en los Jardines del Colegio de Abogados, querida, donde dimos nuestro último paseo (mi madre, el señor Everest y yo) antes de que ella volviese a casa, a Bath. Estaba muy impaciente e inquieta por irse, siendo como era tan delicada para las diversiones de Londres. Además, tenía varios hijos en casa, de los cuales yo era la mayor, y esperábamos con ansia al más joven en un mes o dos. Sin embargo, mi querida madre había viajado conmigo, me había llevado a todos los espectáculos y monumentos que yo, una niña vigorosa y feliz, anhelaba ver, y los disfrutó casi tanto como yo. »Pero aquella noche estaba pálida, bastante seria y muy decidida a volver a casa. »Hicimos cuanto pudimos por persuadirla de lo contrario, pues la noche siguiente iba a tener lugar la guinda de todas nuestras diversiones en Londres: ¡íbamos a ver Hamlet a Drury Lane, con John Kemble y Sarah Siddons! Piénselo, querida. ¡Ah! Ahora no se ven cosas así. Incluso mi serio padre ansiaba ir, e insistió, a su tímida manera, en que deberíamos posponer nuestra partida. Pero mi madre estaba decidida. »Al fin el señor Everest dijo —y podría mostrarle el sitio exacto en que se encontraba, el río (la marea estaba alta) lamía los muros y el sol de la tarde se reflejaba en las casas de Southwark enfrente—, dijo (estaba equivocado, naturalmente, pero estaba enamorado, y podía perdonársele): “Señora” dijo, “es la primera vez que veo que sólo piensa en usted misma”. »—¿En mí misma, Edmond? »—Discúlpeme, pero ¿no le sería posible regresar a su casa dejando atrás, sólo por dos días, al señor White y a la Señorita Dorothy? »—Dejarlos aquí… ¡dejarlos aquí! —meditó sus palabras—. ¿Tú qué

dices, Dorothy? »Yo no dije nada. La verdad es que no me había separado de ella en mi vida. Nunca se me había pasado por la cabeza querer separarme de ella, o disfrutar de ningún placer sin ella, hasta… hasta los últimos tres meses. “Madre, no creo que yo…” »Pero entonces vi al señor Everest, y me detuve. »—Por favor, continúe, señorita Dorothy. »No, no podía. Parecía tan afligido, tan dolido, y habíamos sido tan felices juntos. Además, quizá no volviésemos a vernos en años, pues el viaje entre Londres y Bath era largo, incluso para los amantes, y él trabajaba mucho… tenía pocos placeres en la vida. Ciertamente parecía egoísta por parte de mi madre. »Aunque mis labios no dijeron nada, quizá mi mirada triste dijo demasiado, y mi madre se dio cuenta. »Anduvo con nosotros unos pocos metros, lenta y pensativamente. Podía verla, con su rostro pálido y cansado bajo los lazos color cereza de su capucha. De joven había sido muy hermosa, y aún lo era… ¡mi querida y buena madre! »—Dorothy, no hablemos más de esto. Lo siento mucho, pero debo volver a casa. Sin embargo, persuadiré a tu padre de que se quede contigo hasta el fin de semana. ¿Te parece bien? »—No —fue el primer impulso filial de mi corazón; pero el señor Everest me apretó el brazo con una mirada tan suplicante que casi contra mi voluntad respondí: “Sí”. »El señor Everest abrumó a mi madre con su felicidad y gratitud. Ella paseó un rato más, apoyándose en su brazo, pues le apreciaba mucho; luego quedó parada mirando el río, a un lado y a otro. »—Supongo que éste es mi último día en Londres. Gracias por haber cuidado tan bien de mí. Y cuando haya regresado a casa… por favor, oh, Edmond, cuide muy bien de Dorothy. »Esas palabras y el tono en el que las pronunció se grabaron en mi mente. Primero, por gratitud, no exenta de remordimiento, como si yo no hubiese sido tan considerada con ella como ella lo había sido conmigo; después… pero a menudo erramos, querida, al insistir demasiado en esa palabra.

Nosotros, criaturas mortales, sólo tenemos que enfrentarnos al “ahora”. Nada que ver con “después”. En este caso, he cesado de culparme a mí o a otros. Fuese lo que fuese, siendo pasado, debía ocurrir así, y no podría haber sido de otro modo. »Mi madre se volvió a casa a la mañana siguiente, sola. Nosotros la seguiríamos unos días después, aunque ella no nos permitió decidir ningún día concreto. Su partida fue tan precipitada que no recuerdo nada sobre ella, excepto su respuesta al urgente deseo de mi padre, casi una orden, de que si ocurría algo se lo hiciese saber inmediatamente. »—Bajo cualquier circunstancia, esposa —reiteró—, ¿lo prometes? »—Lo prometo. »Aunque cuando se fue, mi padre declaró que no habría hecho falta que mi madre lo dijese, dado que casi habríamos llegado a casa para cuando el lento coche de Bath pudiese traernos una carta. Pero estaba bastante inquieto al no estar acostumbrado a la ausencia de mi madre en toda su feliz vida de casados. Le complacía, como a la mayoría de los hombres, culpar a cualquiera excepto a sí mismo, y durante todo el día y el siguiente, estuvo malhumorado a ratos tanto con Edmond como conmigo; pero lo soportó, y pacientemente. »—Todo se arreglará cuando le llevemos al teatro. No tiene ningún motivo para sentirse inquieto por ella. Tu madre, Dorothy… ¡qué mujer tan adorable y hermosa! »Me alegré de oír hablar así a mi amor, y pensé que difícilmente podría haber una joven tan afortunada como yo. »Fuimos al teatro. Ah, ahora ya no saben lo que es una obra. Nunca han visto a John Kemble ni a la señora Siddons. Aunque en vestuario y aspecto era muy inferior al Hamlet que me llevó a ver la semana pasada, querida, y recuerdo perfectamente haber estado a punto de reírme durante la escena más solemne, porque se hacía muy evidente que el Fantasma había bebido. Curiosamente, nada de lo que sucedió a continuación, ningún suceso posterior, me borró de la mente la vívida impresión de mi primera obra de teatro. Resulta llamativo que la obra fuese Hamlet. ¿Cree que Shakespeare creía en… en lo que la gente llama “fantasmas"? No supe contestarle, pero sí pensé que el fantasma de la señora

MacArthur estaba tardando mucho en hacer su aparición. —No, querida… no; haga lo que quiera excepto reírse de ello. Estaba visiblemente emocionada, y no sin esfuerzo pudo continuar su historia. —Ojalá entendiese usted con exactitud mi posición aquella noche: una jovencita con la cabeza llena del hechizo de la escena, con su corazón no menos absorbido. El señor Everest había cenado con nosotros, dejándonos a ambos del mejor humor; de hecho mi padre se había ido a la cama, riéndose con ganas recordando las payasadas del señor Grimaldi, que casi habían borrado de su recuerdo a la Reina y a Hamlet, pues lo ridículo siempre deja una huella mucho más profunda que lo horroroso o lo sublime. »Estaba sentada… déjeme pensar… en la ventana, hablando con mi doncella Patty, que me estaba cepillando el pelo. La ventana estaba medio abierta y tenía vistas al Támesis; y, como la noche de verano era muy cálida y estrellada, era casi como estar sentada al aire libre. Nada del sobrecogimiento que da la soledad de una habitación cerrada a medianoche, cuando todos los ruidos se magnifican, y todas las Sombras parecen estar vivas. »Como decía, habíamos estado charlando y riendo, pues Patty y yo éramos muy jóvenes y ella también estaba enamorada. Ella, como todos en nuestra casa, admiraba al señor Everest. Yo acababa de reñirla, medio en broma, ante sus elogios al señor Everest, cuando el reloj de San Pablo tronó sobre el silencioso río. »—Las once —dijo Patty—. Es terriblemente tarde, señorita Dorothy: no son horas propias en Bath. »—Madre se habrá metido en la cama hace una hora —dije yo, con un cierto autorreproche por no haber pensado en ella hasta entonces. »Al minuto siguiente, mi doncella y yo nos incorporamos de un salto exclamando simultáneamente. »—¿Ha oído eso? »—Sí, un murciélago chocando contra la ventana. »—Pero el enrejado está abierto, señorita Dorothy. »Y estaba abierto, y no había cerca pájaro ni murciélago alguno… sólo la silenciosa noche de verano, el río y las estrellas. »—Estoy segura de haberlo oído. Y creo que era como… al menos un

poco como… si alguien llamara. »—¡Tonterías, Patty! —pero también me lo había parecido a mí, aunque había dicho que era un murciélago. Sonó exactamente como unos dedos contra un vidrio: dedos suaves y gentiles como cuando, al ir de paso hacia su jardín, mi madre solía golpear en la ventana del cuarto de estudio en casa. »—Me pregunto si padre habrá oído algo. El… el pájaro, ya sabes, Patty… ¿Habrá volado también hasta su ventana? »—¡Oh, señorita Dorothy! —Patty no se dejaba engañar. Le di el cepillo para que terminase con mi pelo, pero la mano le temblaba demasiado. Cerré la ventana y ambas nos quedamos sentadas mirando hacia ella. «En ese momento, distinta, clara e inconfundiblemente, como una persona que llama al pasar, oímos de nuevo el repiqueteo en el cristal. Pero no se veía nada; ni una sola sombra se interpuso entre nosotras y el aire nocturno, la brillante luz de las estrellas. «Estaba inquieta, y sobrecogida, pero no asustada. El ruido me proporcionó un inexplicable deleite. Pero apenas había tenido tiempo de reconocer mis sentimientos, y menos aún de analizarlos, cuando un sonoro grito llegó de la habitación de mi padre. «Dolly… ¡Dolly! «Mi madre y yo teníamos el mismo nombre, pero él siempre la llamaba por ese mote cariñoso; yo era invariablemente Dorothy. Aun así, no me paré a pensar y corrí a su puerta cerrada y llamé. «Pasó mucho tiempo antes de que él se diese cuenta, aunque le podía oír hablando solo y gimiendo. Solía sufrir de pesadillas, especialmente antes de sus ataques de gota. Así mi primera causa de alarma se tranquilizó. Me quedé escuchando, golpeando la puerta a intervalos, hasta que al fin contestó: »—¿Qué quieres, niña? »—¿Te ocurre algo, padre? »—Nada. Vuelve a tu cama, Dorothy. »—¿No me has llamado? ¿No quieres que venga nadie? »—A ti no. ¡Oh, Dolly, mi pobre Dolly! —y parecía estar casi sollozando —. ¿Por qué te he permitido dejarme? »—Padre, ¿no irás a ponerte enfermo? No será la gota, ¿verdad? (pues ésos eran los momentos en que más llamaba a mi madre y, ciertamente, era

totalmente imposible de tratar por nadie más que ella). »—Vete. Vuelve a tu cama, niña; no te he llamado. »Creí que estaría enfadado conmigo por haber sido en cierto modo el motivo de nuestro retraso y me retiré sintiéndome miserable. Patty y yo nos quedamos despiertas un buen rato, hablando de la terrible perspectiva de mi padre sufriendo un ataque de gota en nuestro alojamiento en Londres, con sólo nosotras para cuidarlo y mi madre lejos. Nuestra alarma era tan grande que prácticamente olvidamos la curiosa circunstancia que nos había reunido hasta que Patty habló desde su cama en el suelo. »—Creo que el señor va a ponerse muy enfermo y eso, ya sabe, fue un aviso. ¿Cree que fue un pájaro, señorita Dorothy? »—Muy probablemente. Venga, Patty, vámonos a dormir. »Pero yo no dormí, pues durante toda la noche oía a mi padre gemir a intervalos. Estaba segura de que era la gota, y deseé con todo mi corazón que nos hubiésemos ido a casa con mamá. »¡Imagine mi sorpresa cuando, muy temprano, le oí levantarse y bajar, como si nada le afligiese! Lo encontré sentado a la mesa con su abrigo de viaje, muy ojeroso y cansado, pero evidentemente decidido a viajar. »—Padre, ¿no pretenderá irse a Bath? »—Pues sí. »—Pero el coche no sale hasta la noche —grité, alarmada—. No podemos. »—Entonces tomaré el coche correo. Debemos irnos dentro de una hora. »¡Una hora! El cruel dolor de partir (querida, me temo que solía sentir las cosas agudamente cuando era joven) me traspasó completamente. Una sola hora, y tenía que decirle adiós a Edmond… una de esas despedidas que rompen el corazón cuando parece que dejamos atrás la mitad de nuestra joven vida, olvidando que la verdadera partida es cuando ya no queda amor del que separarse. Unos años, y me preguntaba cómo podía haberme arrastrado y llorado en tan intolerable agonía ante la mera despedida de Edmond… Edmond, quien me amaba. »Cada minuto se me hizo un día hasta que llegó, como de costumbre, a desayunar. Mis ojos rojos y el baúl atado de mi padre se lo explicaron todo. »—Doctor Thwaite, ¿no pensará irse?

»—Pues sí —repitió mi padre. Estaba sentado, entristecido, apoyándose en la mesa. Ni siquiera había probado su desayuno. »—Bueno, no hasta el coche nocturno, ¿cierto? Quería llevarles a usted y a la señorita Dorothy a ver al señor Benjamin West, el pintor del rey. »—Deja tranquilos a los pintores y a los reyes, muchacho; yo me voy a casa con mi Dolly. »El señor Everest usó muchos argumentos, alegres y tristes, a los que yo me aferraba con total convicción y esperanza. Siempre decía las cosas muy claramente; era un hombre de muchos más recursos intelectuales que mi padre, y tenía una gran influencia sobre él. »—Dorothy —me susurró—, ayúdame a persuadir al doctor. Es tan poco el tiempo que le ruego, sólo unas pocas horas, y antes de una separación tan larga. »Ay, más larga que la que él o yo creíamos. »—Niños —gritó mi padre al fin—, sois un par de necios. Esperad a haber estado casados veinte años. Debo ir con mi Dolly. Sé que algo ocurre en casa. »Debería haberme alarmado, pero vi sonreír al señor Everest; y, además, yo aún me sentía arrebolada por su cariñosa mirada cuando mi padre habló de que estuviésemos “casados veinte años”. »—Padre, sin duda no tienes razón para creer eso. Si la tienes, dínosla. »Mi padre levantó la cabeza y me miró a la cara apesadumbrado. »—Dorothy, anoche, tan claramente como te veo a ti ahora, vi a tu madre. »—¿Es eso todo? —exclamó el señor Everest, riendo—. Bueno, mi buen señor, claro que lo hizo: estaba soñando. »—No me había dormido. »—¿Cómo la vio? »—Entrar en la habitación como solía entrar en el dormitorio de casa, con la vela en la mano y el bebé dormido en sus brazos. »—¿Dijo algo? —preguntó el señor Everest, con otra sonrisa bastante irónica—. Recuerde, había visto Hamlet anoche. Sin duda, señor… sin duda, Dorothy, fue un simple sueño. Yo no creo en fantasmas; sería un insulto al sentido común, a la sabiduría humana… no, incluso a la misma Divinidad. »Edmond hablaba tan seria, tan justa, tan cariñosamente, que por fuerza

le creí; e incluso mi padre comenzó a sentirse bastante avergonzado de su propia debilidad. ¡Él, un médico, cabeza de familia, rendirse a una simple superstición, brotada probablemente de una cena caliente y un cerebro demasiado excitado! A la misma causa atribuyó el señor Everest el otro incidente, que le conté reluctante. »—Querida, fue un pájaro, tan sólo un pájaro. Uno voló hasta mi ventana la primavera pasada; se había herido y lo cogí, lo alimenté y lo cuidé. Era una cosita tan preciosa y gentil que me recordó a Dorothy. »—¿De verdad? —dije yo. »—Y al fin se curó y salió volando. »—¡Ah! Entonces no era como Dorothy. »Así, una vez convencido mi padre, no resultó difícil convencerme a mí. Resolvimos quedarnos hasta la noche. Edmond y yo, con mi doncella Patty, paseamos juntos, sobre todo por la Galería del señor West, y por la silenciosa sombra de los Jardines del Colegio de Abogados. Y si por aquellas cuatro horas robadas y su dulzura, sufrí posteriormente indecibles remordimientos y amarguras, me he perdonado completamente, porque sé que mi querida madre me habría perdonado hace mucho tiempo. La señora MacArthur se detuvo, se limpió los ojos y continuó hablando más flemáticamente, como hablan los ancianos, de lo que lo había venido haciendo. —Bueno, querida, ¿por dónde iba? —Por los Jardines del Colegio de Abogados. —Sí, sí. Bueno, volvimos a casa a cenar. Mi padre siempre disfrutaba de su cena, y de su siesta posterior; ya casi se había recuperado por completo; sólo parecía cansado por la falta de reposo. Edmond y yo nos sentamos en la ventana, mirando las gabarras y las barcas en el Támesis; entonces no había barcos a vapor. »Alguien llamó a la puerta con un mensaje para mi padre, pero él dormía tan profundamente que no lo oyó. El señor Everest fue a ver qué era; yo me quedé ante la ventana. Recuerdo mecánicamente ver la vela roja de una barcaza que bajaba por el río, pensando con súbita angustia lo vacía que parecía la habitación ahora que Edmond no estaba allí. »Al regresar, tras una ausencia curiosamente larga, no me miró, sino que

fue directo a mi padre. »—Señor, es casi la hora de salir (¡oh, Edmond!). Hay un coche en la puerta y, discúlpeme, pero creo que debería irse deprisa. »Mi padre se puso en pie de un salto. »—Señor, no hay necesidad de angustiarse, pero he recibido noticias. Ha tenido otra hija, señor, y… »—¡Dolly, mi Dolly! »Sin otra palabra, mi padre salió corriendo sin su sombrero, saltó al coche correo que le esperaba y partió. »—¡Edmond! —jadeé. »—Pobrecita mía… ¡mi Dorothy! »Por la ternura de su abrazo, no como de amado, sino de hermano… por sus lágrimas, pues las podía sentir en mi cuello, supe, como si me lo hubiese dicho, que nunca volvería a ver a mi querida madre. —Había muerto en el parto —continuó la anciana tras una larga pausa—. Murió por la noche, en el mismo instante en que yo había oído los golpes en la ventana, y mi padre había creído verla entrar en su habitación con un bebé en los brazos. —¿El bebé también había muerto? —Eso creyeron entonces, pero después revivió. —¡Qué historia tan extraña! —No le pido que la crea. Cómo y por qué y qué fue no sabría decírselo; sólo sé que fue así. —¿Y el señor Everest? —pregunté, no sin dudarlo. La anciana sacudió la cabeza: —Ah, querida, pronto aprenderá que muy, muy raramente, se casa una con su primer amor. Desde aquel día, no volví a ver al señor Everest en veinte años. —Qué error… cómo… —No le censure; no fue culpa suya. Verá, después de aquello, mi padre le cogió inquina. No sin razón, quizá; y ella no estaba allí para poner las cosas en su sitio. Además, mi propia conciencia me recriminaba, y había seis niños en casa, y la recién nacida no tenía madre, así que al fin me hice a la idea. Le

hubiese amado igual si hubiésemos esperado veinte años, pero él no veía las cosas así. No le culpe, querida, no le culpe. Quizá fuese para bien, tal como salieron las cosas. —¿Se casó? —Sí, unos años después; y quiso mucho a su esposa. Cuando yo tenía unos treinta y uno, me casé con el señor MacArthur. Así que ninguno fuimos desgraciados, ya ve. Al menos, no más que la mayoría de la gente; y después nos convertimos en sinceros amigos. El señor y la señora Everest vienen a verme casi todos los sábados. Pero, chiquilla atontada, ¿pues no está llorando? Sí, lloraba. Pero no por la historia de fantasmas.

Rhoda Broughton (1840 - 1920)

Por una indecorosa cuestión de modas, ya sea en Europa o en Estados Unidos, pocos aficionados a la literatura leen hoy a Rhoda Broughton. Su dilatada carrera como novelista, integrada por textos emocionalmente tan intensos como Nancy (1873), Joan (1876), Belinda (1883), Dear Faustina (1897), The Game and the Candle (1899), Lavinia (1902) o Between two Stools (1912), cuyo argumento suele centrarse en el amor y sus adversidades, mezcla desde una perspectiva estilística la aspereza realista de un Émile Zola y los artificios del melodrama romántico Victoriano, un poco a la manera de Jane Austen. Por eso, de entrada, sus obras parecen un baluarte inexpugnable para cualquier lector contemporáneo. Pero, a poco que se observen con cuidado, percibimos cuál es el espíritu creativo que palpita tras ellas, mucho menos plácido y convencional de lo que aparenta. Broughton, antes de inventar los gestos rituales con los que captar el interés de su audiencia, exhibe un afilado conocimiento del arte de la novela —«Hay dos tipos de novelas: las primeras son como leche para bebés, las segundas son como un pedazo de carne demasiado fuerte para el estómago de un hombre», escribió —, mostrándonos la complejidad y vileza del mundo en que viven sus heroínas. Éstas son mujeres que aman y desean —la crítica censuró la franqueza narrativa de Broughton a la hora de expresar la sexualidad femenina—, mujeres arrapadas en una sociedad patriarcal que las oprime pero que, a su vez, ensimismada en su cerrazón, les permite desplegar toda clase de estrategias para que puedan salirse con la suya; es decir, amar,

pensar, decidir, gozar. Oscar Wilde, uno de los mayores admiradores de Broughton, afirmó que, para alcanzar tales cotas artísticas, sus novelas poseían un toque de vulgaridad y extraña elegancia que, por otro lado, definía muy bien el temperamento de tan singular escritora. Desgraciadamente, las novelas de Rhoda Broughton son tan desconocidas para el lector de habla hispana como sus cuentos fantásticos, los cuales la convierten, sin temor a exagerar, en una de las grandes damas de la ghost story anglosajona. Cualquiera de las historias recopiladas en volúmenes como Tales for Christmas Eve (Bentley, Londres, 1873), que contiene los relatos “The Temple Bar Magazine: The Man with the Nose” (octubre 1872), “Behold, it Was a Dream!” (noviembre 1872), “Poor Pretty Bobby” (diciembre 1872), “Under the Cloak” (enero 1873) y “The Truth, the Whole Truth, and Nothing But the Truth” (febrero 1868), recogido en la presente antología. Tampoco debemos olvidar Betty’s Visions, and Mrs Smith of Longmains (George Routledge & Son, Londres, 1873), que contiene dos novelettes o novelas cortas sobre misteriosas visiones de la muerte y alrededor de la extraña relación que mantienen un terrible asesino… y su vecina. La narrativa terrorífica y/o fantástica de Rhoda Broughton es un prodigio de atmósfera; para ella, lo sobrenatural, lo inquietante, se encuentra solapado en nuestra vida cotidiana sin que apenas nos demos cuenta. En abierto contraste con su minuciosa descripción del mundo real, está la sutileza con que el horror, lo fantástico, se apoderan del universo de los personajes y de la imaginación del lector. Al principio sólo existe un malestar que, posteriormente, se extiende como una mancha de aceite, apoderándose de todo y de todos, contaminándolo, corrompiéndolo. “The Truth, the Whole Truth, and Nothing But the Truth” es un excepcional ejemplo de técnica. La estructura epistolar del relato —típica de la narrativa gótica tardía, como demuestran Wilkie Collins (1824-1889) o Bram Stoker (1847-1912)— da mayor fuerza y verosimilitud a las estremecedoras vivencias de la protagonista, Cecilia Montresor, atrapada en una casa embrujada que se resiste a ser limpiada. La subjetividad de su historia puede empujarnos a pensar que todo es producto de una imaginación delirante, pero Rhoda Broughton se las ingenia, y de qué manera, para mantener ese difícil equilibrio entre nuestro lógico escepticismo y nuestra

retorcida necesidad de creer… ¿Es realmente “The Truth, the Whole Truth, and Nothing But the Truth” una historia real, tal y como lapidariamente se nos sugiere al final? No, desde luego, pero la angustiosa hipótesis de que podría serlo resulta más efectiva que el ominoso canto de un ave nocturna o la fugaz visión de una figura en medio de un oscuro pasadizo. Al reivindicar la valía y genio de Rhoda Broughton en un género tan difícil como los cuentos de fantasmas, no podemos evitar pensar que, tal vez, su talento fue heredado. Su tío, por parte de madre, fue Joseph Sheridan Le Fanu (1814-1873), según Rafael Llopis «el verdadero iniciador de la ghost story contemporánea» (Historia natural de los cuentos de miedo. Ediciones Jucar, col. La Vela Latina, Madrid, 1974) gracias a obras maestras de la envergadura de “Schalken el pintor” (Schalken the Painter, 1839), “Té verde” (Green Tea, 1869), Tío Silas (Uncle Silas, 1864) y Carmilla (id., 1872). Debido a la estrecha relación personal que ambos mantuvieron, Le Fanu ayudó a su sobrina a dar sus primeros pasos como escritora, animándola primero a escribir en secreto, asesorándola desde una perspectiva técnica y, luego, publicándole por entregas sus dos primeras novelas, Not wisely, but too well (1867) y Cometh up as a flower (1867), en la Dublin University Magazine, de la cual era propietario. Rhoda Broughton nació en Denbigh, País de Gales. Era hija del reverendo Delves Broughton, miembro de un rico linaje de terratenientes de Staffordshire. Cuando Rhoda era apenas una niña —era la más joven de cuatro hermanos, tres niñas y un niño—, su familia se trasladó precisamente a Staffordshire, donde su padre tomó las riendas de la iglesia local. Su hogar, Broughton Hall, una bella mansión isabelina, se convirtió años más tarde en una notable fuente de inspiración de sus novelas y cuentos. Su gusto por la literatura y, especialmente, por la poesía, se debió a la influencia del reverendo Broughton, lector voraz y una figura hacia la que la escritora profesaba un gran afecto. En 1863, el clérigo fallece y Rhoda se traslada a vivir con sus dos hermanas a Surbiton, Surrey, y posteriormente a Londres, donde disfrutó del aprecio y admiración de sus colegas masculinos, como Matthew Arnold, Thomas Hardy, Oscar Wilde y Henry James. Por recomendación de este último, se instaló en Oxford, pero el bullicioso ambiente de la universidad no agradó a Rhoda, quien tenía fama de ser algo

introvertida. Murió en su casa de Headlington Hill, cerca de Oxford.

LA VERDAD, TODA LA VERDAD Y NADA MÁS QUE LA VERDAD De la señora De Wynt a la señora Montresor 18, Eccleston Square 5 de mayo Mi queridísima Celia: Hablan de las amistades de Orestes y Pílades, de Julie y Claire[17], ¿qué son comparadas con la nuestra? ¿Alguna vez estuvo Pílades ventre a terre[18], por medio Londres en un día tan caluroso que sólo podría haber imaginado una ame damnée[19] para que Orestes pudiese estar confortablemente alojado? ¿Alguna vez Claire tuvo que mantener conversaciones con unos cincuenta o cien agentes inmobiliarios para que Julie pudiese tener tres ventanas en su salón y una bonita portière[20]? Ya ves que estoy decidida a pagar mi deuda de gratitud entera. Bueno, querida amiga, hasta ayer no tenía ni idea de lo apretados que vivimos en esta gran colmena humeante, prácticamente como sardinas en un barril. Pero no te asustes. A fuerza de apretarnos y amontonarnos, nos las hemos arreglado para hacer sitio para otras dos sardinas en nuestro barril, y esas dos sois tú y tu otro yo, esto es, tu marido. Deja que empiece por el principio. Después de haber visto, y lo creo firmemente, cada residencia indeseable en la zona oeste de Londres, tras no haber visto nada intermedio entre lo que le convendría a un duque y lo que necesitaría un deshollinador, después de probar colchones rayados y explorar cocinas hasta que el cerebro me cedió con el peso del conocimiento, llegué ayer a eso de las cinco y media

de la tarde al 32 de la calle ——— en May Fair. «Fallo número 253, sin duda», me dije a mí misma, mientras me esforzaba por los escalones con el alma anhelando el té de la tarde, y sintiéndome de tan mal genio como puedas imaginarte. Ahí acabó mi talento para la profecía. He reparado en que el destino suele complacerse en contradecirnos, y convertir en mentiras nuestras pequeñas predicciones. Una vez dentro, creí haber entrado por error en un pequeño reservado del Cielo. Fresco como una margarita, limpio como una patena, brillante como el rostro de un Serafín, es todo eso y mucho más, pero he agotado mi limitado repertorio de símiles. Dos salones tan amplios como pudiese desear una mujer a la que se le llene la casa de gente a la que no conoce, cortinas blancas con otras de color rosa debajo; maravilloso, inmoralmente adecuado, querida, y me he asegurado de ello por tu bienestar, gracias a los espejos, de los que hay como docena y media, las alfombras persas, las mecedoras y los sofás perfectos para toda clase de cuerpos y dimensiones, desde el Apolo del Belvedere a la señorita Biffin[21] y mil de las pequeñas trivialidades importantes que conforman la vida de una mujer: puertas de jardín con adornos de bronce dorado, tazas sin asa, muchachitos desnudos y pastorcillas con escote, por no hablar de una familia de perrillos de porcelana con lazos azules alrededor del cuello que por sí mismos deberían añadirle al alquiler cincuenta libras más al año. Por cierto, pregunté, asustada y temblando, cuánto sería el alquiler: «Trescientas libras al año». Me podrían haber derribado de un soplido. Apenas podía dar crédito a lo que oía, e hice que la mujer me lo repitiese varias veces, no fuera a haber un tremendo error. Aún sigue siendo un misterio para mí. Con esa sospecha que es tan característica de ti, inmediatamente empezarás a creer que debe haber un terrible olor inexplicable, o un ruido incomprensible que acecha en los salones. Nada de eso, me aseguró la mujer, y no me parecía que me estuviese mintiendo. Luego sugerirás, recordando las cortinas de color rosa, que su última ocupante fue alguna mantenida. Nada de eso, su último ocupante fue un anciano e irreprochable oficial del ejército de la India, sin mal genio, y una esposa muy legal. Es cierto que no se quedaron mucho tiempo, pero claro, como me dijo la casera, él era un deplorable viejo hipocondríaco que no soportaba vivir más de una quincena en el mismo

lugar. Así que aparta tu escepticismo, que es tu pecado constante, y dale gracias sinceras a Santa Brígida, a Santa Gengulfa, a Santa Catalina de Siena, o a quien sea tu Santa tutelar, por haberte proporcionado un palacio por el precio de una cabaña, y por haberte enviado a una amiga tan valiosa como Tu apreciada, Elizabeth De Wynt PD. Sintiéndolo mucho, no podré estar en la ciudad para ser testigo de tu alegría, pero el querido Artie parece tan pálido, delgado y desgarbado después de esa terrible tos ferina que le envío a la costa enseguida, y como no soporto perder al niño de vista, también yo me dirijo al destierro.

De la señora Montresor a la señora De Wynt 32, Calle———, May Fair 14 de mayo Queridísima Bessy: ¿Por qué no ha podido el querido Artie postergar su convalecencia de esa terrible tos ferina, etc., hasta agosto? Me resulta muy curioso el modo perverso en el que los niños siempre escogen para sus enfermedades los momentos más inconvenientes. Aquí estamos, instalados en nuestro Paraíso, y hemos buscado por todas partes, en cada agujero y rincón, la serpiente, sin lograr ver ni rastro de su cola moteada. La mayor parte de las cosas de este mundo defraudan, pero el 32 de la Calle——— en May Fair no. El misterio del alquiler sigue siendo un misterio. Esta mañana he dado mi primer paseo a caballo, que estaba algo caprichoso. Me temo que mi nervio no es el que era. Vi a montones de personas que conozco. ¿Te acuerdas de Florence Watson? ¡Qué melena de pelo rojo tenía el año pasado! ¡Bien, pues esa misma melena es ahora negra como ala de cuervo este año! Me pregunto cómo pueden algunas convertirse en una mentira andante, ¿tú no? Adela vendrá a vernos la semana que viene, y me alegra mucho. Es aburrido pasear sola por la tarde, y siempre he creído que una joven paseando sola en un coche de caballos, o con sólo un perro a su lado, no es de buen tono. Enviamos las tarjetas dos

semanas antes de venir aquí, y ya nos han inundado las llamadas. Considerando que hemos estado dos años exiliados de la vida civilizada y que Londres no suele tener buena memoria, yo diría que nos va bastante bien. Ralph Gordon vino a verme el domingo: ahora está en los Húsares. ¡Se ha convertido en todo un caballero, y tan apuesto! ¡Justo de mi estilo, grande, rubio y sin patillas! Hoy en día, la mayoría de los hombres se empeñan en parecer monos o terriers escoceses. Yo intento ser una madre para él. Cortan los vestidos hasta extremos indecentes; las faldas cortas están por todas partes. Lo siento, las detesto. Hacen a las mujeres altas desaliñadas e insignificantes a las bajas. ¡Qué horror! «Paz» es una palabra que debería ser eliminada del diccionario de Londres. Afectuosamente tuya, Cecilia Montresor

De la señora De Wynt a la señora Montresor Hotel Lord Warden, Dover 18 de mayo Queridísima Cecilia: Te habrás dado cuenta de que sólo te dedico una pequeña página de un libro de notas. ¡Sabe Dios que no es por falta de tiempo!, que aquí el tiempo sobra, sino por falta de ideas. Cualquier idea que he tenido me ha venido siempre de cosas externas, no soy lo bastante inteligente para generar ninguna dentro de mí. Mi vida aquí no es terriblemente sugerente. Me paso el tiempo cavando con una espada de madera y comiendo gambas. Al menos, ésos son mis trabajos; en mi tiempo libre me acerco al muelle a ver llegar el barco de Calais. Cuando una se siente miserable, sin duda es un consuelo ver a alguien aún más miserable. Y por muy malvada, aburrida y vegetativa que sea, al menos yo no me mareo en el mar. Siempre siento que se me eleva el espíritu después de haber visto pasar ante mí esa procesión amargada y renqueante de otros cristianos azules, verdes y amarillos. Aquí siempre hay tal viento que, en comparación, aquel que soplaba tan violentamente en casa

de Job era un simple céfiro. Hay alturas a las que subir que requieren más osada perseverancia de la que nunca demostró Wolfe, con sus irrisorias alturas de Abraham[22]. Hay casas blancas brillantes, carreteras blancas brillantes, acantilados blancos brillantes. ¡Si supieran lo antipatrióticamente que detesto los acantilados color tiza de Albión! Ahora que ya me he quejado durante mis dos paginitas (hasta me he rebajado a escribir en letra grande para poder llenarlas), enviaré mi odiosa carta. Cómo me gustaría poder meterme yo misma en el sobre y aparecer dentro de él en la hermosa y sucia Londres. No podría haber suspirado con más sentimiento Madame de Staël por París entre las sombras de Coppet. Tu desconsolada Bessy

De la señora Montresor a la señora De Wytt 32, Calle———, May Fair 27 de mayo ¡Oh, mi queridísima Bessy, cómo desearía salir de esta terrible, terrible casa! Por favor, no me consideres desagradecida por decirlo, después de que te tomases tantas molestias para encontrarnos un Cielo en la Tierra, como creíste. Lo que ha ocurrido, naturalmente, ningún ser humano podría haberlo previsto ni habernos protegido contra ello. Hace unos diez días, Benson, mi doncella, vino a verme con la cara muy larga y me dijo: «Disculpe, señora, pero ¿sabe que esta casa está encantada?» Me sobresalté tanto, ya sabes lo miedosa que soy. Le dije: «¡Santo Cielo! ¡No! ¿Lo está?» «Bueno, señora, estoy bastante segura de que sí», dijo, y su expresión era tan alegre como la de un enterrador. Entonces me contó que la cocinera había ido esa mañana a comprar alimentos a una tienda del vecindario, y al darle al hombre la dirección donde debía enviarlos le había dicho con una sonrisa muy peculiar: «No el 32 de la calle ———, ¿eh, hmm? Me pregunto cuánto tiempo durarán allí. El último que estuvo sólo aguantó quince días». A la cocinera le pareció tan extraño que le preguntó a qué se refería, pero él sólo dijo: «¡Oh! Nada, sólo que la gente nunca se queda mucho tiempo en el 32». Sabía de

algunos que habían llegado un día y se habían marchado al siguiente, y en los últimos cuatro años nunca había conocido a nadie que hubiese estado más de un mes. Sintiéndose bastante alarmada por esta información, naturalmente preguntó por la causa, pero él rechazó dársela, diciendo que si no lo había averiguado ya por sí sola, sería mucho mejor no hablar del tema, porque sólo la aterraría. Cuando ella le insistió y le urgió, sólo pudo extraerle que la casa tenía muy mala fama y que los dueños se habían conformado con deshacerse de ella por un precio ridículo. Ya sabes lo firmemente que creo en apariciones, y el pánico cerval que les tengo. Podría enfrentarme, creo, a cualquier cosa material, tangible, a lo que pueda tocar. Algo de la misma fibra, carne y hueso como yo; pero la mera idea de vérmelas con un «muerto sin cuerpo» me altera el cerebro. En cuanto llegó Henry, corrí hacia él y se lo conté, pero él desdeñó toda la historia, se rió de mí y me preguntó si deberíamos irnos de la casa más bonita de Londres, en plena temporada, porque un tendero había dicho que tenía mala fama. La mayoría de las cosas que ha habido en el mundo habían tenido mala prensa en su momento, y, además, el hombre probablemente tenía algún motivo para deshacerse de los que estaban en la casa; tendría algún amigo para quien quería la fabulosa situación y el alquiler barato. Se burló de mis «miedos infantiles», como él los llamó, y hasta me sentí medio avergonzada y sin embargo tampoco totalmente tranquila. Y entonces llegó el habitual desfile de compromisos londinenses, durante los cuales una no tiene tiempo de pensar nada más que en cómo hablar, actuar y comportarse en el momento presente. Adela iba a venir ayer, y por la mañana llegó nuestra cesta semanal de flores, fruta y verduras de casa. Yo misma arreglo siempre los floreros porque los sirvientes no tienen gusto, y mientras colocaba las flores, se me ocurrió, ya conoces la pasión de Adela por las flores, montar un arreglo de rosas y resedas para su mesita, como sorpresa. Al bajar por las escaleras había visto a la doncella, una chica de campo de cara redonda, entrar en la habitación que estaba preparada para Adela llevando bajo el brazo unas sábanas que había estado aireando. Subí las escaleras muy despacio, porque el arreglo tenía agua, y tenía miedo de derramarla. Giré el pomo de la puerta de la habitación y entré, con los ojos fijos en las flores, para ver si se habían movido durante el tránsito y si se había caído alguna. De repente, sentí un escalofrío y con

miedo, no sé por qué, levanté la vista deprisa. La muchacha estaba en pie al lado de la cama, algo inclinada apretando las manos, rígida, totalmente tensa. Sus ojos, abiertos de par en par, se le salían de las órbitas con una mirada de horror inenarrable. Tenía las mejillas y los labios no ya pálidos, sino lívidos como los de alguien que hubiese muerto hacía rato entre dolores mortales. Mientras la miraba, sus labios se movieron un poco, y en una voz terriblemente ronca, nada parecida a la suya, dijo: «¡Oh, Dios mío, lo he visto!», y entonces se derrumbó de repente, como un tronco, con un ruido pesado. Al oír el ruido, perfectamente audible a través de las finas paredes y suelos de una casa de Londres, Benson vino corriendo, y entre las dos conseguimos subirla a la cama, e intentamos devolverle la consciencia frotándole pies y manos y poniéndole sales bajo la nariz. Y todo el rato mirábamos por encima de nuestros hombros, con el vago miedo de ver alguna horrible aparición informe. Mientras, Harry, que había ido a su club, regresó. Al cabo de dos horas pudimos devolverla a la vida, pero sólo para hacer el terrible descubrimiento de que se había vuelto completamente loca. Se puso tan violenta que necesitamos la fuerza combinada de Harry y Phillips, nuestro mayordomo, para mantenerla en la cama. Naturalmente, llamamos inmediatamente al doctor, quien, después de que ella se hubiese calmado algo más hacia la noche, se la llevó en un coche a su propia casa. Acaba de venir para decirme que ahora está bastante tranquila, pero no porque le haya regresado la cordura, sino de puro agotamiento. Lógicamente, estamos totalmente a oscuras sobre qué vio, y sus delirios eran demasiado inconexos e ininteligibles como para darnos la más mínima pista. Me siento tan totalmente destrozada y disgustada por este horrible suceso que, estoy totalmente segura, me disculparás si escribo incoherencias. Una cosa que no necesito decirte es que nada en el mundo me obligaría a permitir que Adela ocupase ese horroroso dormitorio. Tiemblo y echo a correr cada vez que paso por la puerta. Tuya, y muy agitada, Cecilia

De la señora De Wynt a la señora Montresor

Hotel Lord Warden, Dover 28 de mayo Queridísima Cecilia: Acaba de llegar tu carta, ¡qué horror! Pero no acabo de estar convencida de que sea cosa de la casa. Sabes que me siento como si fuera la madrastra de la casa, y responsable de su buen comportamiento. ¿No crees que a la muchacha pudo darle un ataque? ¿Por qué no? Yo misma tengo un primo que sufre de esta clase de accesos, e inmediatamente después de haberlos sufrido, todo el cuerpo se le vuelve rígido, los ojos fijos y vidriosos, la complexión lívida, exactamente como en el caso que describes. O si no un ataque, ¿estás segura de que nunca ha sufrido arrebatos de locura? Por favor, asegúrate de que no hay antecedentes de locura en su familia. Hoy en día es tan común y aumenta tanto, que es bastante probable. Ya sabes que no creo en absoluto en fantasmas. Estoy convencida de que la mayoría, si bajasen a la tierra, resultarían tan genuinos como el famoso de Cock Lane[23]. Pero incluso admitiendo la posibilidad, no, la existencia incuestionable de los fantasmas en abstracto, ¿es posible que haya algo que pueda ser tan pavoroso como para volver a una persona perfectamente cuerda completamente loca en un instante, cuando tú, después de residir en esa casa durante tres semanas, no lo has visto nunca? Según tu hipótesis, la casa entera debería estar a estas alturas completamente insana. Permíteme implorarte que no cedas al pánico que, posiblemente, se demostrará totalmente sin base. ¡Oh, ojalá pudiese estar contigo para hacerte atender a razones! Artie va a tener que ser el mejor apoyo que pueda desear una anciana para resarcirme por todo lo que me están haciendo sufrir él y su tos ferina. Por favor, escríbeme inmediatamente, y cuéntame los progresos de la pobre paciente. ¡Oh, si tuviese las alas de una paloma! Estaré inquieta hasta que vuelva a saber de ti. Tuya, Bessy

De la señora Montresor a la señora De Wynt 5, Bolton Street, Piccadilly

12 de junio Queridísima Bessy: Ya ves que hemos dejado aquella casa terrible, odiosa y funesta. ¡Ojalá hubiésemos escapado de ella antes! Oh, mi querida Bessy, no volveré a ser la misma mujer aunque viva cien años. Permíteme intentar ser coherente y relatarte con sentido lo que ha pasado. Y primero, en cuanto a la doncella, la han llevado a un asilo de lunáticos, donde permanece en el mismo estado. Ha tenido varios intervalos de lucidez, y durante ellos, se le ha cuestionado rigurosa y acuciantemente acerca de lo que vio, pero ha mantenido un silencio absoluto y desesperanzado, y sólo tiembla, gime y se tapa la cara con las manos cuando se menciona el tema. Hace tres días fui a verla, y a mi vuelta me quedé descansando en el salón antes de vestirme para cenar, hablando con Adela acerca de mi visita, cuando entró Ralph Gordon, Ha estado visitándonos los últimos diez días, y Adela siempre enrojecía y parecía contenta, pobrecilla, cada vez que él aparecía. Estaba muy apuesto y galante y acababa de llegar del parque en un abrigo que le sentaba como una segunda piel, guantes lavanda y una gardenia. Parecía muy contento, y era tan escéptico como tú acerca del fantasmal origen del arrebato de Sarah. «Permítame venir esta noche y dormir en esa habitación, por favor, señora Montresor», dijo, con aspecto deseoso y emocionado, «con el gas encendido y un atizador, me dedicaré a exorcizar a todo demonio que muestre su fea cara, incluso si me encuentro siete fantasmitas blancos sentaditos en siete bancos». «¿No hablará en serio?» le pregunté incrédula. «¿No?» respondió, enfáticamente. «Nada me gustaría más. Bueno, ¿tenemos un trato?» Adela se quedó pálida. «Oh, no», dijo, apresurada. «¿Por qué iba a correr tal riesgo? ¿Cómo sabe que no se volverá loco usted también?» Él se rió con ganas, y se le subió un poco el color complacido de ver el interés que ella se tomaba en su bienestar. «No tema», dijo, «haría falta mucho más que todo un escuadrón de fallecidos, con el viejo a la cabeza, para volverme loco». Fue tan

insistente, tan totalmente tenaz, que al fin cedí, aunque reluctante, a sus ruegos. Los ojos azules de Adela se llenaron de lágrimas, y anduvo deprisa hasta el invernadero y empezó a coger trocitos de heliotropo para ocultarlas. Sin embargo, Ralph consiguió lo que quería, tan difícil era negarle nada. Cancelamos todos nuestros compromisos para aquella noche, y él hizo lo propio con los suyos. Llegó a eso de las diez, acompañado por su hermano y otro oficial, el capitán Burton, que estaba ansioso por ver el resultado del experimento. «Permítanme subir ya», dijo, muy feliz y animado, «no sé cuándo me he sentido de tan buen humor, una nueva sensación es un lujo que uno no tiene todos los días. Ponga el gas tan alto como se pueda, deme un atizador sólido y déjennos el asunto a la Providencia y a mí». Hicimos lo que dijo. «Ya está todo preparado», dijo Henry bajando las escaleras tras haber cumplido sus órdenes, «la habitación está tan iluminada como si fuese de día. ¡Bien, buena suerte, amigo!» «Adiós, señorita Bruce», dijo Ralph dirigiéndose a Adela, y tomando su mano con una mirada medio risueña, medio sentimental: «Adiós, y si es para siempre, entonces, para siempre adiós, son mis últimas palabras y mi confesión. Una cosa», continuó, de pie junto a la mesa, dirigiéndose a todos nosotros, «si llamo una vez, no vengan; podría estar confuso, y coger la campanilla sin pensar. Si llamo dos veces, vengan». Y salió, subiendo las escaleras de tres en tres y canturreando una canción. En cuanto a nosotros, nos sentamos en diferentes posturas de expectación en el salón, escuchando. Al principio intentamos hablar un poco, pero no servía de nada; parecía que nuestras mismas almas se habían concentrado en nuestros oídos. El tic-tac del reloj sonaba tan fuerte como la campana de una gran iglesia pegada al oído. Addy estaba en el sofá, con su carita pálida oculta entre los cojines. Así estuvimos sentados exactamente una hora, pero parecieron dos años, y justo cuando el reloj empezaba a dar las once, un nítido «tin, tin, tin» repicó claramente por toda la casa. «Subamos», dijo Addy, saliendo la primera por la puerta. «Subamos», grité yo también, siguiéndola. Pero el capitán Burton se puso en medio e interrumpió nuestra

carrera. «No», dijo decidido, «no deben subir, recuerden que Gordon nos dijo claramente que no subiéramos si tocaba una vez. Sé la clase de persona que es, y nada le molestaría más que el que se ignoren sus instrucciones». «¡Oh, tonterías!», gritó Addy, apasionadamente, «nunca habría llamado si no hubiese visto algo espeluznante, venga, ¡vamos!», terminó, juntando las manos. Pero se decidió en su contra, y todos volvimos a nuestros asientos. Diez minutos más de suspense, prácticamente insoportables. Sentía un nudo en la garganta, me faltaba el aire. Diez minutos en el reloj, pero mil siglos en nuestros corazones. ¡Luego, de nuevo sonó la campana, alta, repentina, violentamente! Nos apresuramos simultáneamente a la puerta. No creo que ninguno nos quedásemos atrás subiendo por las escaleras. Addy llegó la primera. Casi simultáneamente, ella y yo irrumpimos en la habitación. Allí estaba, de pie en medio del dormitorio, rígido, petrificado, con la misma mirada, esa misma mirada que tengo grabada en mi corazón con letras de fuego, de pavoroso, inenarrable terror en su valeroso y joven rostro. Por un instante se quedó así, luego, estirando los brazos rígidos ante él, gimió en una horrible voz ronca: «¡Oh, Dios mío, lo he visto!», y cayó al suelo muerto. Sí, muerto. No desmayado o con un ataque, sino muerto. En vano intentamos devolverle la vida a ese joven corazón valeroso, no volverá hasta el día en que la tierra y el mar entreguen a sus muertos. No veo la página por las lágrimas que me ciegan, ¡lo apreciaba tanto! Hoy no puedo escribir más. Con el corazón roto, Cecilia Ésta es una historia verdadera.

Charlotte Perkins Gilman (1860 - 1935)

Las profesoras Sandra M. Gilbert y Susan Gubar —dos de las más célebres representantes de la llamada Second-wave feminism (1960— 1980) — explicaban, en su ensayo The Madwoman in the Attic: The Woman Writer and the Nineteenth-Century Literary Imagination (Yale University Press, Connecticut, 1979), que en los relatos góticos femeninos la peculiar agorafobia de sus protagonistas era, en líneas generales, una metáfora del confinamiento vital al que eran condenadas las mujeres por la sociedad patriarcal de su tiempo. Según ellas, «presentan heroínas encerradas “in the house of fiction” (…) logrando escapar de semejante reclusión por medio de una enajenación mental, de la locura». Una reflexión que describe a la perfección no sólo el argumento de “El empapelado amarillo” (The Yellow Wall-Paper), publicado por primera vez en 1892, en The New England Magazine, sino también una de las experiencias más estremecedoras de su autora, Charlotte Perkins Gilman. Nacida en Hartford (Connecticut), la joven Charlotte se crió en un ambiente cultural muy liberal: su padre era Frederic Beecher Perkins (18281899), conocido político demócrata, bibliotecario y director del Harper’s Magazine; sus tías, con quien la muchacha mantuvo una estrecha relación durante su infancia y juventud, fueron Harriet Beecher Stowe (1811-1896), abolicionista y autora de La cabaña del Tío Tom (1852), Catharine Beecher (1800-1878), maestra feminista que logró incorporar los parvularios al sistema educativo estadounidense, e Isabella Beecher Hooker (1822-1907),

escritora y sufragista, fundadora de la New England Women’s Suffrage Association y pionera del «amor libre» sin ataduras maritales (¡). Con semejantes influencias, podemos hacernos una idea muy precisa del trauma que supuso para Charlotte su matrimonio, en 1884, con el pintor Charles Walter Stetson (1858-1911) —después de haber mantenido una apasionada relación lésbica con una desconocida escritora llamada Martha Luther—, un hombre que no veía con buenos ojos las aficiones literarias de su esposa. Pero la relación naufragó tras el nacimiento ese mismo año de su única hija, Katharine Beecher Stetson. Tras el alumbramiento de la pequeña, Charlotte Perkins Gilman empezó a sufrir cuadros de ansiedad y depresión, lo cual le impidió cumplir con normalidad su papel de esposa y madre. Abrumada, en abril de 1886, Charlotte, y por indicación de su marido, pone su caso en manos del doctor Silas Weir Mitchell (1829-1914), especialista en neurología, quien le diagnostica agotamiento nervioso. El remedio indicado por el Dr. Mitchell, el «Tratamiento del reposo», constaba de cinco elementos: inmovilidad absoluta en la cama, sin levantarse salvo para hacer sus necesidades; aislamiento total de su familia; sobrenutrición para aumentar peso; masajes y uso ocasional de la electricidad para evitar la atrofia de los músculos; y nada de lectura y/o escritura. Pero la paciente empeora: no habla, no se alimenta, ni tan siquiera cose, tal y como le había «recomendado» el Dr. Mitchell…, y empieza a sufrir alucinaciones. Un par de meses después, al borde de la locura, abandona el «tratamiento» y halla su cura, paradójicamente, en la escritura y en la lectura. En 1888 se separa de su poco atento esposo, responsable en gran medida del lamentable estado psíquico en que se encuentra, divorciándose seis años después, en 1894. Desde entonces, su obra empieza a crecer, publicando diversos volúmenes de poesía —In This Our World (1895), Suffrage Songs and Verses (1911)— y ensayo —Women and Economics: A Study of the Economic Relativa Between Men and Women as a Factor in Social Evolution (1898), His Religion and Hers: A Study of the Faith of Our Fathers and the Work of Our Mothers (1923)—, así como decenas de relatos breves y novelas —The Twilight (1894), Three Women (1911)—. Basado en su terrible vivencia personal, “El empapelado amarillo” es uno de los relatos más modernos de esta antología, si entendemos como tal su

radical abandono del folclore, de la leyenda, del goticismo más estricto, para adentrarse en los umbríos mundos de la patología mental. La protagonista del cuento, al igual que su autora, padece el aterrador «Tratamiento del reposo» que acaba por convertir su mundo en pura alucinación mórbida, casi impenetrable para quien no lo experimenta, e incluso, para ella misma, sorprendida por lo que siente. La maestría de Perkins Gilman reside, precisamente, en el equilibrio existente entre la belleza y sencillez de su prosa, e intensa angustia cósmica de su mirada enferma. «Este papel amarillo me mira como si supiera del influjo terrible que ejerce sobre mí (…) Es como si dos ojos bulbosos, sobre un cuello roto, salieran de una parte donde el dibujo se repite hasta la saciedad y te mirasen al revés (…) Me siento realmente mal, no ya ante la impertinencia del papel, sino ante su sola presencia (…) Bajo el empapelado crece día a día una forma oscura (…) Es como una mujer que reptara encorvada por la parte más baja de la pared, bajo el dibujo del papel amarillo. No me gusta nada, la verdad», escribe, haciendo de la experiencia fantástica algo opaco, profundo y único. Tanto es así que, cuando se publicó “El empapelado amarillo”, la escritora le envió una copia al Dr. Mitchell quien, impresionado por la historia, le escribió asegurándole que le había convencido de la pertinencia de cambiar dicho tratamiento. «Si fue así —comentaba en su autobiografía, The Living of Charlotte Perkins Gilman: An Autobiography (1935)—, tal vez mi vida haya tenido algún sentido».

EL EMPAPELADO AMARILLO Es muy raro que la gente común, como John y yo, alquile casonas antiguas en las que pasar el verano. Bien me atrevo a decir que una casona colonial, recibida en herencia, sería poco menos que una casa encantada, lo justo para alcanzar la más romántica felicidad, lo cual es, por otra parte, mucho pedir al destino. No obstante, declararé muy orgullosamente que hay algo raro en relación con todo esto. Más aún, ¿por qué será de alquiler tan barato esta casa? ¿Y por qué llevaría tanto tiempo sin alquilar? John se ríe de mí, claro, pero una siempre espera que pase eso en su matrimonio. John es un hombre harto pragmático. No es precisamente paciente, ni un hombre de fe; siente verdadero espanto por la superstición, y se burla inmisericorde y abiertamente de cualquier conversación en la que se contemplen aspectos que sólo pueden sentirse, que no pueden verse, que no pueden expresarse de manera concreta. John es médico, y acaso por ello (no se lo diría nunca a un mortal, por supuesto, pero esto no es más que papel, un objeto inanimado, un gran alivio para mi mente), acaso por ello haya una razón que se me escape acerca del porqué mi estado no mejora. Verán: John no cree que esté enferma. ¿Qué puede hacer una ante eso? Si un médico muy reconocido, que además es tu esposo, asegura a familiares y amigos que no hay nada de lo que hablar, salvo de una depresión nerviosa transitoria, una cierta tendencia a la histeria, ¿qué puede hacer una?

Mi hermano también es médico, igualmente muy reconocido como tal, y dice lo mismo. Así que tomo fosfatos o fosfatina —o lo que quiera que sea—; y tónicos, y hago viajes, y tomo el aire, y hago ejercicio, y por supuesto tengo completamente prohibido «trabajar» hasta que esté recuperada. Personalmente, estoy en total desacuerdo con sus ideas. Personalmente, creo que me sentaría bien el trabajo; que los cambios y la excitación que produce me harían mucho bien. Pero ¿qué puede hacer una? Escribí durante un tiempo, a despecho de ellos; pero hacerlo me dejaba exhausta, por cuanto era a hurtadillas, por cuanto no había la menor posibilidad de llegar a un acuerdo con ambos, ya que se oponían rotundamente. A veces, incluso fantaseo con la posibilidad de que mi estado mejore si cuento con menos oposición, con más relaciones sociales y estímulos, pero John dice que lo peor que podría hacer es pensar precisamente en mi estado, cosa que me hace sentir muy mal, he de confesarlo. Así que dejémoslo correr y hablemos de la casa. ¡Un lugar realmente hermoso! Una casa tranquila, alejada de la carretera, a unas tres millas del pueblo. Una casa que me hace pensar en ésas de Inglaterra de las que tanto se lee, con muros y setos en el jardín, y portones con sus cerraduras, y más allá casitas para los jardineros y el resto del servicio. ¡Y una delicia de jardín! Nunca había visto un jardín igual, grande y con tanta sombra, pleno de senderos entre los bojes y cubierto de pérgolas emparradas bajo las que tomar asiento. También hubo invernaderos, pero ahora están arruinados. Y había, por lo demás, algún problema legal, según creo; algo relacionado con los herederos y con los coherederos. En cualquier caso, la casa llevaba vacía muchos años. Todo eso resta hálito a mis fantasmas, supongo, pero no me preocupa; hay algo extraño en esta casa, no obstante; algo que puedo sentir claramente. Llegué a decírselo a John una noche de luna, pero me respondió que simplemente me afectaba la corriente de aire, y cerró la ventana.

A veces experimento una cólera irracional hacia John. Estoy segura de que nunca había estado tan sensible. Creo que es cosa de mis nervios. Pero John dice que, si experimento esos sentimientos, se debe a la merma de mi autocontrol; así que me esfuerzo dolorosamente en auto-controlarme, sobre todo si estoy con él, cosa que al final me deja agotada. No me gusta nada nuestra habitación. Hubiese preferido una de la planta baja que se abría a la piazza del jardín y a cuya ventana se asomaban las rosas entre las cortinas de algodón estampado. Pero John no quiso ni oír hablar de eso. Dijo que la habitación que me gustaba tenía sólo una ventana, y que no cabían allí dos camas, ni había otro cuarto próximo en el que pudiera dormir él. Es muy cuidadoso conmigo, muy amoroso; nunca me deja dar un paso sin instruirme antes acerca de lo que hacer. Tengo un programa que cumplir para cada hora del día; él se cuida de todo lo que me concierne, aunque no por ello se lo agradezco suficientemente, ni lo aprecio en todo lo que vale. Dice que si hemos venido solos ha sido por mi bien, pues aquí puedo descansar y tomar el aire más que de sobra. «El ejercicio depende de la fuerza que tengas, cariño —me dice—, y la comida, del apetito que tengas; pero puedes tomar el aire todo el tiempo». Así que tomamos por alcoba la buhardilla que evidentemente fuera en otro tiempo el cuarto de los niños de la casa. Es una habitación grande, bien aireada y soleada, que ocupa casi toda la planta, y tiene ventanas desde las que se contempla todo. Me parece que debió de ser gimnasio en un tiempo y después el cuarto de juego de los niños, porque las ventanas tienen esos barrotes para los niños y hay argollas y cosas por el estilo en la pared. El empapelado parece haber sido víctima de los juegos de un colegio entero. Está desgarrado en varias partes, especialmente sobre y alrededor del cabecero de mi cama, llegando los jirones casi hasta el techo, y en la pared frontal casi hasta el suelo. Por lo demás, nunca he visto un empapelado más horrible. Es uno de esos empapelados que de tan extravagantes resultan un

auténtico pecado artístico. Es tan aburrido que acaba por confundir al ojo que lo mira, no obstante provocar irritación así como un detallado estudio. Cuando llevas un rato siguiéndolo con la vista a lo largo de la pared, ves que acaba perdiéndose en algún vericueto, como si cometiese suicidio, pues se destruye su uniformidad en ángulos que son puras contradicciones. El color es repelente, incluso nauseabundo; es de un amarillo apagado y sucio; marchito incluso a la luz del sol. En algunos puntos llega a ser anaranjado; en otros, de color sulfúrico. ¡No me extraña que los niños lo detestaran! Yo misma lo haría si tuviese que vivir aquí mucho tiempo. Pero cuidado, que viene John y tengo que esconder esto. Odia que escriba una sola palabra. Llevamos aquí dos semanas y no había vuelto a escribir desde el día de nuestra llegada. Estoy sentada junto a la ventana de este atroz cuarto para los niños, y no hay nada que me impida escribir, bien que a mi pesar, salvo mi falta de ganas para hacerlo. John se pasa todo el día fuera, e incluso algunas noches, si tiene que atender algún caso grave. ¡Tengo que alegrarme de que el mío no lo sea! Pero mis problemas nerviosos me causan una depresión terrible. John no sabe realmente cuánto sufro. Sólo sabe que no hay ninguna razón para que sufra, cosa que lo deja muy satisfecho. Claro que lo mío no es más que una cosa de nervios. Pero a veces me pesan tanto que me impiden hacer cualquier cosa. Me gustaría ayudar en algo a John, por ejemplo haciendo que pudiera descansar bien, rodeándole de confort, pero aquí estoy, convertida más bien en una carga. Nadie podría creer cuánto me cuesta hacer un esfuerzo, por mínimo que sea, como vestirme, atender a las visitas y cualquier otra cosa. Por fortuna Mary se encarga bien del niño. ¡Mi adorable niño! Pero ahora no puedo atenderlo, hacerlo me pone mucho más nerviosa. Supongo que John no ha estado nervioso en su vida. Se ríe de mí a

propósito de mi rechazo de este empapelado amarillo de la habitación. Al principio habló de empapelarla de nuevo, pero después dijo que me vendría mucho mejor dejarlo como estaba, pues nada peor para un paciente de los nervios que atender a sus fantasías. Dijo que tras cambiar el papel habría que hacer lo mismo con el pesado cabecero de la cama, y después con las rejas de la ventana, y luego con la puerta del final de la escalera, y así sucesivamente. «Sabes que estar aquí te viene muy bien —me decía—, y realmente, querida, creo que no merece la pena hacer arreglos en la casa para tres meses que la tenemos alquilada». «Pues instalémonos en la planta baja, que las habitaciones son mejores», sugerí. Entonces me tomó entre sus brazos y me llamó bendita y pequeña gansa, y dijo que bajaría al sótano, si yo se lo pedía, para darle una mano de cal él mismo. Pero tenía razón en lo de las camas, y la ventana y todo lo demás. La verdad es que la habitación es confortable y está muy aireada, todo lo que una necesita, por lo que no iba a ser yo tan estúpida de incomodarlo con mis caprichos. No tengo nada que objetar a la habitación, salvo su horrible empapelado. Por una de las ventanas puedo ver el jardín, y esas pérgolas emparradas que dan una sombra tan profunda y misteriosa, y las gloriosas flores tan al viejo estilo, y los arbustos y los viejos árboles de corteza nudosa. Otra ventana me ofrece una vista adorable de la bahía y el embarcadero privado, que pertenece a la casa. De la casa arranca un precioso camino vecinal a la sombra, que conduce al embarcadero. Siempre fantaseo con que veo pasar gente por el camino y los senderos, y bajo las pérgolas, pero ya me ha avisado John de que no debo albergar fantasías… Dice que con mi poderosa imaginación y la costumbre que tengo de urdir historias, una constitución nerviosa tan débil como la mía forzosamente ha de conducirme a fantasear exageradamente, por lo que es mejor que haga uso de mi voluntad y buen sentido para controlar esa tendencia. Y lo intento. A veces pienso que si me encontrase lo suficientemente bien como para escribir un poco, podría liberar así la presión de las ideas y hallar descanso,

Pero cuando lo intento me canso aún mucho más. Es muy descorazonador no tener quien me aconseje ni haga siquiera un poco de compañía interesándose por mi trabajo. Cuando esté recuperada del todo, John, según me ha dicho, pedirá al primo Henry y a Julia que vengan a pasar unos días con nosotros; ahora, sin embargo, dice que hacer eso sería como ponerme fuegos artificiales en la almohada, que no me sentaría bien la compañía de personas de trato tan estimulante. Me gustaría recuperarme pronto. Pero será mejor no pensar en eso. Este papel amarillo me mira como si supiera del influjo terrible que ejerce sobre mí. Es como si dos ojos bulbosos, sobre un cuello roto, salieran de una parte donde el dibujo se repite hasta la saciedad y te mirasen al revés. Me siento realmente mal, no ya ante la impertinencia del papel, sino ante su sola presencia. Arriba y abajo, y a los lados, como si se arrastrasen, esos ojos absurdos, impávidos, están por doquier. Hay un lugar donde la banda de papel no corre en paralelo, y los ojos se ven obligados, uno más alto que otro, a seguir una línea imposible. Nunca antes había visto tal expresión en un objeto inanimado, y bien sabemos que hasta las cosas más simples pueden tenerla. De niña solía fantasear tumbada, hallando más entretenimiento y miedo en una pared en blanco y en unos simples muebles del que puedan encontrar los niños en una juguetería. Recuerdo los guiños que me hacían los nudos de la madera de nuestro viejo escritorio, y recuerdo también una silla que era como un amigo muy fuerte. Si cualquier otro objeto se me antojaba entonces de mirada fiera, bastaba con sentarme en aquella silla para sentirme a salvo. El mobiliario de esta habitación, sin embargo, no es peor ni menos armónico que el del resto de la casa, pues en realidad hubimos de subirlo de la planta baja. Supongo que el cuarto, al ser utilizado para que los niños jugaran, quedó vacío de sus cosas, lo que no es para asombrarse. Nunca había visto tantos estragos como los que los niños hicieron aquí. El empapelado, como ya he dicho, está levantado, arrancado minuciosamente en varios puntos de la pared, por muy bien pegado que

estuviese, lo que demostraba que aquellos niños habían mostrado tanta perseverancia como odio hacia el papel. El suelo denota que fue rayado y astillado violentamente; los artesonados de escayola de la habitación muestran mellas aquí y allá; y la cama grande y pesada, el único mueble que encontramos en la habitación al llegar, parece haber sobrevivido a varias guerras. Pero no quiero pensar en eso, sólo en el papel. Ahí viene la hermana de John. ¡Es una chica encantadora que cuida mucho de mí! Será mejor que no me vea escribiendo. Es una auténtica ama de casa, una perfecta ama de casa que no cree que pueda haber otra cosa mejor a la que dedicarse. Estoy completamente segura de que piensa que escribir es lo que me ha hecho enfermar. Pero puedo escribir cuando está fuera, y además la veo a través de la ventana cuando regresa. Hay una ventana desde la que se domina la carretera, que en realidad es un amplio camino en sombra, lleno de vericuetos y revueltas, y otra que impera sobre toda la campiña. Es una región maravillosa, realmente; llena de grandes olmos y de praderas aterciopeladas. El empapelado de la pared posee una rara cualidad, como lo es la de ofrecer la visión de un dibujo subyacente, y de tono distinto, particularmente irritante pues sólo puede verse bajo ciertas luces, y aun así tampoco de forma clara. Pero allá donde no está descolorido, y cuando le da la luz del sol de lleno, puedo observar una suerte de figura extraña, incluso provocadora e informe, que parece una protuberancia que se ocultase bajo el conspicuo dibujo principal del papel. Pero la hermana de John ya sube por la escalera. Bien, ya ha pasado el 4 de julio. La gente se ha ido y estoy cansada. John supuso que me haría bien tener algo de compañía, así que han estado con nosotros durante una semana mi madre, y Nellie y los niños. No he hecho nada en ese tiempo, por supuesto. Y ahora se encarga Jennie de todo. Pero eso me cansa lo mismo. John dice que si para el otoño no he mejorado me enviará a la consulta de

Weir Mitchell. Pero no quiero ir allí en ningún caso. Una amiga mía cayó en sus manos en cierta ocasión y dice que es un médico como John y como mi hermano, si no peor. Además, me resultaría agotador tener que viajar tan lejos. No puedo ni alargar el brazo para hacer lo que sea, creo que no merece la pena hacer el menor esfuerzo; me estoy volviendo muy temerosa y quejica. Lloro por nada, y lloro la mayor parte del tiempo. Claro que no lo hago cuando John está conmigo, ni cuando hay alguien delante. Sólo cuando me quedo sola. Y precisamente ahora estoy sola. John tiene muchos casos urgentes que atender en la ciudad y se pasa allí gran parte del tiempo. Pero Jennie es tan buena que me deja sola cuando se lo pido. Entonces salgo a pasear un poco por el jardín, y voy por el camino del embarcadero, o me siento en el porche al amparo de las rosas, y me siento realmente a gusto. Pero nunca tardo mucho en volver a la habitación, a pesar del empapelado amarillo. O quizá precisamente por el empapelado amarillo. ¡Ese empapelado ocupa por completo mis pensamientos! Estoy tumbada en esta gran cama inamovible —que se me antoja clavada al suelo—, siguiendo el dibujo del empapelado durante horas. Puedo dar fe de que hacerlo es tan bueno como la gimnasia. Comienzo, podríamos decirlo así, por la parte baja de un extremo de la pared donde el papel parece intacto, y decido por vez mil que puedo seguir desde allí el resto del trazo para obtener una suerte de conclusión. Algo sé de los principios del arte del dibujo, y sé por ello que el papel no es algo que parta de una ley de la radiación, o de la alteración, o de la repetición, o de la simetría, o de cualesquiera cosas de las que antes haya oído hablar. La repetición se da por la anchura de la banda de papel, naturalmente y sin más. Vistas por separado, cada una de las bandas de papel, en su anchura, parece efectivamente aislada, diferente, abombada y hasta florida en curvaturas —una suerte de románico degenerado que sufriera de delirium

tremens— que van de arriba abajo en aisladas columnas de fatuosidad. Pero, de otra parte, se conectan diagonalmente; y los contornos desbordados corren en olas de terror óptico como algas marinas regodeadas en su amontonamiento a pesar de sufrir una persecución. Todo se dispone igualmente en horizontal, de forma tal que al cabo semeja una mera horizontalidad que me agota en el intento de discernir su orden horizontal. Debieron disponer, para colmo, de una anchura horizontal para el friso, lo que abunda extraordinariamente en la confusión. Hay un confín de la habitación donde el empapelado se halla prácticamente intacto, y allí, cuando la luz del ocaso da directamente, veo, fantaseo con una radiación fantástica, con formas grotescas que parecen expandirse a partir de un centro común para acabar zambullidas, sin embargo, en una misma dispersión. Seguir todo eso me agota. Creo que debo echar una cabezada. No sé por qué escribo sobre todo esto. No quiero hacerlo, además. No me siento capaz de hacerlo. Bien sé que John encontraría absurdo todo esto. Pero he de decir lo que pienso y lo que siento, porque hacerlo me procura un gran alivio. Pero el esfuerzo me resulta mayor que ese alivio. Estoy muy perezosa; me paso tumbada la mayor parte del tiempo. John dice que no debo malgastar mis fuerzas, y me da aceite de hígado de bacalao, y distintos tónicos, por no hablar del vino y la cerveza, además de la carne poco hecha. ¡Mi querido John! Realmente me ama, por lo que odia verme enferma. El otro día intenté mantener con él una conversación tranquila y abierta, y le dije lo mucho que deseaba ir a visitar al primo Henry y a Julia. Pero me respondió que no podría ir y que, si lo conseguía, una vez allí no sabría qué hacer. No pude argumentar nada a favor de mi deseo, porque me eché a llorar nada más intentarlo. Me cuesta mucho pensar lo que voy a decir. Seguramente será por la debilidad de mis nervios. Pero mi querido John me tomó de inmediato en sus brazos, y me llevó

escalera arriba, y me echó en la cama, y se sentó a mi lado y estuvo leyendo un buen rato para mí, hasta que me agoté. Dijo que yo era su amada, todo lo que tenía, su mayor contento; y que por eso, por él, tenía que cuidarme y ponerme bien. Dijo también que nadie, salvo yo misma, podía ayudarme realmente, para lo cual tendría que hacer uso de mi mayor voluntad a fin de conseguir el autocontrol necesario, y que para eso era preciso que me quitara de encima tantas fantasías. Tengo, en medio de todo, la tranquilidad de que el niño está bien, muy feliz, seguramente porque no ocupa la habitación del empapelado amarillo. Si no la hubiésemos ocupado nosotros, habría ido a parar allí la bendita criatura. ¡Qué suerte ha tenido! Pero yo nunca hubiera consentido en que mi niño, una criaturita tan impresionable, ocupase una habitación semejante. Nunca había pensado en ello, pero es una gran suerte que John me tenga aquí aislada, después de todo, pues lo soporto mejor de lo que lo hubiera soportado la criatura. Por supuesto que nunca hago mención de lo que pienso, soy demasiado inteligente para hacerlo, pero sigo vigilando atentamente el empapelado del cuarto. Hay cosas en ese empapelado que nadie ve, salvo yo; cosas que nadie más que yo vería. Bajo el empapelado crece día a día una forma oscura. Es siempre la misma forma única, aunque parezca multiplicada. Es como una mujer que reptara encorvada por la parte más baja de la pared, bajo el dibujo del papel amarillo. No me gusta nada, la verdad. Me gustaría —comienzo a pensar—, desearía que John me sacara de aquí. Pero es muy difícil hablar con él de mi caso, porque es muy inteligente y me ama por encima de todas las cosas. No obstante, lo intenté anoche. Ya era noche cerrada. Brillaba la luna, llenando el cuarto con tanta fuerza como el sol. Odio a veces esa luna tan brillante que parece arrastrase por el cielo y va de una ventana a otra. John dormía y yo no quería que se despertase, así que me puse a

contemplar el reflejo de la luna en el ondulante empapelado amarillo de la pared de nuestra habitación hasta que me sentí aterrorizada. La figura agazapada tras el empapelado parecía agitar las bandas de papel, como si quisiera escapar de allí. Me levanté despacio y fui a observar si el papel se movía realmente. Cuando volví a la cama John estaba despierto. —¿Qué haces, pequeña? —me preguntó—. No tendrías que haberte levantado, vas a coger frío. Me pareció un buen momento para hablar, así que le dije que no me encontraba nada cómoda en aquella habitación, por lo que le pedía que ocupásemos otra, o que nos fuésemos definitivamente de allí. —¿Por qué, cariño? Ya sólo nos quedan tres semanas de alquiler, no veo razón para que nos cambiemos —me dijo—. Además, aún no han terminado las obras de arreglo en nuestra casa, por lo que no podemos regresar a la ciudad. Si estuvieses en peligro, o se hubiera agravado tu estado, claro que nos iríamos, recuerda que soy médico… Pero estás mucho mejor, has ganado color y peso, comes más que antes… Me siento mucho más tranquilo. —No he ganado peso —repliqué—, y mi apetito no ha mejorado; ocurre que como un poco más por la noche, cuando llegas, pero se me quita el hambre por la mañana, en cuanto te vas. —¡Que Dios bendiga tu corazón tan tierno! —dijo abrazándome—. ¡Puedes estar tan enferma como te plazca, cariño! Pero aprovechemos la noche para dormir y así estaremos mejor de día; ya hablaremos mañana. —¿Entonces no quieres que nos vayamos? —¿Y por qué habría de quererlo? Sólo nos quedan tres semanas de alquiler. Después haremos un viaje corto mientras Jennie se encarga de preparar la casa… Además has mejorado mucho, querida. —Quizá esté mejor de aspecto, pero… —me callé, sin embargo, porque vi que me miraba con severidad, como si me reprochase algo, así que no dije una sola palabra más. —Cariño —siguió él—, te ruego por mí y por nuestro hijo, y también por ti misma, que no permitas que esa idea te vuelva a rondar en la cabeza. No hay cosa tan peligrosa, aunque fascinante, como un temperamento como el tuyo. Pero cuídate de las tontas fantasías. ¿Es que acaso no confías en mí

como médico, cuando te lo digo? Claro está, no dije nada al respecto y al cabo nos quedamos dormidos. O mejor dicho, él creyó que me dormía, pero no; estuve en vela horas, tratando de discernir si el empapelado amarillo y la forma que se adivinaba bajo él se movían o no al unísono. En un empapelado con un dibujo como el que tiene éste, apenas se perciben secuencias a la luz del día, y las que se dan suponen todo un desafío a las leyes del movimiento, algo que irrita a una mente normal. El color resulta suficientemente dañino, poco fiable, exasperante; pero el dibujo del papel es una auténtica tortura. Puedes pensar que lo dominas, pero cuando más crees conocer cada tramo, cada recoveco, de repente cambia en un punto abruptamente y ahí te quedas. Es como si recibieras una bofetada en pleno rostro, como si cayeras al suelo y se te viniese encima para pisotearte. Es como una pesadilla. Aparentemente no se trata más que de un florido arabesco que remedase un hongo. Si puedes imaginar una seta venenosa, una hilera interminable de setas venenosas convulsas… pues ahí lo tienes, es algo así. ¡Y a veces es justo eso! Este papel tiene una particularidad concreta, además… Algo que nadie parece percibir, salvo yo. Y es que cambia en tanto lo hace la luz. Cuando el sol se cuela por la venta que da al este —siempre aguardo esos primeros rayos rectilíneos—, el papel cambia de manera insólita, tan rápido que apenas puedo creerlo. Por eso lo espero siempre. Bajo la luz de la luna —aquí la luna lo llena todo de noche, cuando luce fuerte en el cielo— me resultaría difícil decir que se trata del mismo empapelado. Por la noche, o bajo cualquier luz, al atardecer, con la luz de una vela o de una lámpara, pero mucho peor si es con la luz de la luna, el dibujo del papel amarillo se torna barrado; y bajo esas barras que forma el trazo se percibe perfectamente a la mujer que hay tras las bandas del papel. Hubo de pasar mucho tiempo, sin embargo, para que me diese cuenta de que aquello que se percibía bajo el empapelado de la pared, aquello que había tomado por un oscuro dibujo secundario, era una mujer. Pero ahora estoy

completamente segura. A la luz del día se muestra en calma, como sometida. Fantaseo con que es el dibujo más evidente lo que la somete a su peso. Todo esto me resulta turbador. Me tiene contemplándolo durante horas. Cada vez estoy más tiempo tumbada. John dice que eso es bueno para mí, y que duerma todo lo que pueda. Es más, fue él quien me habituó a echarme al menos durante una hora después de comer. Pero estoy convencida de que no es un buen hábito, porque, verán, no consigo dormirme. Eso hace que mi engaño sea mayor, pues no digo a nadie que en realidad permanezco despierta todo ese tiempo, por supuesto que no lo digo. Lo cierto es que tengo un poco de miedo a John. A veces su aspecto me parece raro; también Jennie se me antoja inexplicablemente extraña a menudo. De vez en cuando me golpea la idea, una mera hipótesis científica, de que esa percepción mía se deba precisamente al papel. Observo mucho a John cuando no se da cuenta de que lo hago; suele entrar a la habitación frecuentemente con las más variadas y banales excusas. Y lo he visto un montón de veces mirando el empapelado. Jennie también lo hace. Una vez incluso pasó una mano por encima. Jennie no se había percatado de mi presencia, y cuando le pregunté suavemente, con harta contención por mi parte, por qué tocaba el papel de la pared, se volvió rauda, como si la hubiese sorprendido cometiendo un robo, y mirándome con bastante enojo me preguntó por qué la había asustado. Después me dijo que aquel papel lo ensuciaba todo, que había descubierto manchas amarillas en mi ropa y en la de John, y prefería que fuésemos, por ello, más cuidadosos. ¿No parece todo esto de lo más inocente? Pero yo supe que en realidad Jennie estudiaba el papel, que repasaba con su mano el dibujo, y he decidido que nadie, salvo yo, habrá de descubrir qué hay de oculto en todo esto. La vida es ahora mucho más excitante de lo que solía. Verán… Tengo una expectativa, algo por lo que aguardar, algo a lo que atender… También es cierto que como mejor y que estoy más tranquila.

John está muy contento de mi mejoría. Hasta se rió un poco el otro día, diciendo que me veía más rozagante… a pesar de mi papel amarillo. Yo le respondí echándome a reír igualmente. No tenía la menor intención de confesarle que era por el papel, pues se hubiese burlado. Puede que hasta me hubiese sacado de aquí. Ahora no quiero irme de aquí, al menos hasta que haya descubierto el secreto que alberga el empapelado amarillo. Creo que en una semana lo habré hecho. Me siento mucho mejor. No duermo mucho por la noche debido al gran interés que me procura ver lo que va sucediendo. Sí duermo bastante, en cualquier caso, durante el día. De día el empapelado me resulta agotador y desconcertante. De continuo aparecen brotes nuevos en los hongos, en esos bultos que hace el papel, y se multiplican las tonalidades del amarillo a lo largo y ancho de la pared. No he podido contar cuántos son los brotes nuevos de cada día, aunque lo he intentado denodadamente. El amarillo de este papel de pared es realmente extraño. Me obliga a recordar todas las cosas amarillas que he visto a lo largo de mi vida, y no hablo de cosas bonitas como unos botones de oro, sino de cosas repugnantes, y amarillas, por supuesto. Pero en este papel hay algo más… Su olor… Ya lo noté la primera vez que entramos en la habitación, pero como está muy soleada y aireada apenas te afecta. Ahora que llevamos una semana de lluvias y nieblas, sin embargo, ahí está ese olor, al margen de que tengas las ventanas abiertas o de que las hayas cerrado. El olor se extiende por toda la casa. El olor cae sobre el comedor, se embosca en el salón, se agazapa en el vestíbulo, me espera en la escalera. El olor ha tomado mis cabellos. Incluso cuando monto a caballo, ahí está si vuelvo la cabeza de repente. Es, por lo demás, un olor muy especial. Me he pasado horas intentando analizarlo, tratando de recordar qué huele igual. No es precisamente un mal olor; incluso te parece un olor muy rico al principio, pero acaba siendo pesado, el olor más persistente que jamás haya

sentido. Llega a ser terrible, sin embargo, con este tiempo tan húmedo. A veces me despierto en mitad de la noche y ahí lo tengo, suspendido sobre mí. Al principio me molestaba mucho. Hasta se me pasó por la cabeza pegarle fuego a la casa, con tal de llegar al fondo de ese olor. Pero ya me he acostumbrado. Sólo se me ocurre pensar que ese olor es del color del empapelado de la pared. Un olor amarillo. Hay una extraña señal en la pared, muy abajo, pegada casi al rodapié. Es un rayajo que corre por toda la pared, a lo largo y ancho de la habitación, a espaldas de los muebles, pero que se interrumpe donde está mi cama. Un rayajo largo, como una mancha rectilínea, inalterable, como hecha por algo que se hubiese deslizado regularmente por la pared. Me pregunto qué fue lo que hizo eso, quién lo haría y para qué… Una vuelta, y otra y otra… ¡Me mareo! Pero al fin he descubierto algo. De tanto mirarlo por la noche, de tanto observar sus cambios, he dado con el asunto. El dibujo principal del papel se mueve, cosa que no tiene nada de extraño pues es la mujer allí agazapada quien lo hace. A veces llego a tener la impresión de que hay más mujeres ocultas tras el empapelado de la pared; pero luego me digo que no, que sólo hay una, la de siempre, la que repta velozmente alrededor de la pared, haciendo que se ondulen las bandas del papel. Después se queda quieta, allá donde los puntos del papel quedan más a la luz, y luego, en los más oscuros, se aferra a los barrotes del dibujo y los sacude violentamente. Es como si quisiera atravesar el papel, aunque nadie podría hacerlo porque su dibujo resulta muy tupido. Quizá por eso me parece a veces que hay más cabezas. Es como si cuando las cabezas comienzan a emerger el tupido dibujo se lo impide, invirtiéndolas hasta dejarlas de tal modo que sólo se les perciben los ojos en blanco. No sería menos terrible que las cabezas quedasen cubiertas por completo, o que las arrancaran.

Estoy segura de que la mujer oculta bajo el empapelado amarillo logra escaparse durante el día. Y diré confidencialmente por qué lo creo así… ¡Porque la he visto! Y la sigo viendo a través de las ventanas. Sé que es ella porque se arrastra, y la mayor parte de las mujeres no lo hacen, al menos a la luz del día. La veo por el camino entre los árboles, siempre arrastrada; y cuando llega por ahí algún coche, corre a esconderse entre las zarzamoras. No la maldigo por hacerlo. Sería tan humillante que la sorprendieran arrastrándose a plena luz del día… Yo me arrastro durante el día siempre a puerta cerrada. Si lo hiciera por la noche, está claro que John sospecharía algo. No quiero irritarle ahora, está muy raro. Preferiría que tomara otra habitación… Al fin y al cabo, no quiero que nadie pueda ver a esa mujer una noche, salvo yo misma. A menudo me pregunto si podría verla a través de todas las ventanas a la vez. Aunque, por muy rápido que vaya entonces de una a otra ventana, sólo puedo verla a través de una sola. Siempre la veo, eso sí, pero jamás podría pasar tan rápido ante las ventanas como se desliza ella. En ocasiones la veo a lo lejos, en campo abierto, arrastrándose a tal velocidad que parece la sombra de una nube batida por un viento fuerte. ¡Si pudiera separar el dibujo subyacente del superficial! Trataré de hacerlo poco a poco. He descubierto otra cosa interesante. Pero no hablaré de ello, al menos por ahora. No hay que fiarse demasiado de los otros. Faltan dos días para quitar el papel y me parece que John comienza a darse cuenta de todo. No me gusta la mirada que observo en sus ojos. He oído cómo le pedía a Jennie informes sobre mí, en tono muy profesional, y que Jennie se los daba muy propiamente. Le dijo que yo dormía mucho durante el día. John sabe que apenas duermo de noche, aunque permanezca en calma. Me ha preguntado igualmente muchas cosas, pretendiéndose cálido y

amoroso. Se cree que no sé qué intenciones oculta. Pero no me extraña que se muestre como lo hace, después de casi tres meses durmiendo en la habitación del empapelado amarillo. Estoy segura de que tanto a John como a Jennie el empapelado también les afecta, aunque sólo yo me interese por su influjo. ¡Hurra! Hemos llegado al último día. Pero aún dispongo de tiempo suficiente. John pasó la noche en la ciudad y no estará de regreso hasta el atardecer. Jennie pretendió dormir conmigo, la muy artera… Pero respondí diciéndole que, por una noche, estaría mejor sola. La verdad es que ha sido una buena añagaza; no he estado sola en ningún momento. Nada más salir la luna y comenzar a moverse bajo el papel amarillo esa criatura infeliz, salté del lecho para correr en su auxilio. Yo tiraba de las bandas del papel mientras ella las movía, o las movía yo mientras ella tiraba… Antes del amanecer habíamos arrancado ya una buena cantidad de papel. Despegamos más de una banda a lo largo de la mitad de la habitación, desde el rodapié a la altura de mi cabeza. Cuando salió el sol y el dibujo espantoso del papel comenzó a burlarse de mí con su guiño risueño, me hice el firme propósito de que acabaría hoy mismo mi tarea. Partiremos mañana. Han comenzado a bajar los muebles del cuarto, para que todo quede como antes de que llegásemos. Jennie se ha quedado de una pieza al mirar la pared, pero le he contado tranquilamente por qué faltaba tanto papel; le he dicho que no soportaba por más tiempo algo tan horrible como ese empapelado amarillo. Se ha echado a reír diciendo que no le hubiese importado hacerlo ella misma para que yo no me cansara. Así se ha traicionado, la muy canalla. Pero estoy resuelta a que nadie más que yo ponga sus manos en este papel, al menos mientras viva. Después ha tratado de sacarme de la habitación… ¡Todo está ya tan claro! Pero le he dicho que el cuarto estaba tan vacío, limpio y tranquilo que

prefería echarme a dormir un rato; es más, que prefería dormir largamente, por lo que le rogué que no me despertase siquiera para la cena, y que en todo caso la llamaría al despertar, si precisaba de ella para algo. Ya no hay nada. También se han ido los criados. Sólo queda en el cuarto el gran cabecero de la cama, con el somier y el colchón de lana. Esta noche dormiremos en la planta baja. Mañana regresaremos en barco. La habitación, ahora vacía, me gusta mucho. Pero hay que ver los destrozos que hicieron en ella aquellos niños… ¡Pero si hasta el cabecero de la cama y el somier presentan un montón de mellas! Tengo que poner manos a la obra, en cualquier caso. He cerrado con llave la puerta, y luego he tirado la llave al sendero que arranca de la casa. No saldré, ni permitiré que entre nadie, al menos hasta que regrese John. Quiero verlo realmente asombrado. Tengo bien escondida una cuerda que ni siquiera Jennie ha sido capaz de descubrir. Si esa mujer intenta escaparse, la ataré con mi cuerda. Pero no me había dado cuenta de que no puedo llegar muy alto si no tengo algo en lo que subirme. ¡Es imposible mover la cama! Me he hecho daño intentando desplazarla. Y me he enojado tanto que me he puesto a morder un trozo de madera de una esquina, hasta arrancarlo, con lo que también me he hecho daño en los dientes. Después he arrancado todo el papel que me ha sido posible, hasta donde me alcanzaban los brazos a lo alto. Cuesta hacerlo, porque está muy pegado; el dibujo parecía seguir burlándose de mí al verme tan esforzada. ¡Y esas cabezas cercenadas, y sus ojos bulbosos, y esas minoraciones como hongos! Todo eso contoneándose ante mí, burlándose entre alaridos. Ahora estoy tan enojada que se me ocurre hacer algo desesperado. Saltar por la ventana sería un ejercicio admirable, pero los barrotes son tan gruesos que ni lo intento. Y tampoco lo haría aunque pudiese, la verdad. Nada de eso. Hacer algo así no estaría nada bien, y además sería un gesto que los demás podrían malinterpretar.

Ya no quiero ni mirar por las ventanas. Hay demasiadas mujeres arrastrándose por ahí a gran velocidad. Me pregunto si todas ellas, como yo, habrán salido del empapelado amarillo de la pared. Nadie podrá arrastrarme hasta el sendero, porque estoy bien amarrada con mi cuerda. Aunque en cuanto se haga de noche me veré obligada a esconderme otra vez tras ese espantoso dibujo del empapelado… Se me hace tan duro… Es muy agradable poder salir a la habitación, porque es muy grande y puedo arrastrarme por ella a mis anchas, cuanto quiera. No deseo abandonarla. No saldré de aquí, por mucho que Jennie me pida que lo haga. Fuera de la habitación todo es verde, en vez de amarillo, y no quiero arrastrarme por ahí. En la habitación me arrastro tranquilamente por el suelo; cuando lo hago, además, siempre me queda el hombro a la altura de ese rayajo que recorre toda la pared sobre el rodapié, con lo cual no tengo pérdida. John está en la puerta. Me da igual, muchacho, no podrás abrirla. ¡Qué manera de llamar a la puerta, qué golpes pega! Vaya, pero si está pidiendo a gritos que le lleven un hacha. ¡Sería una pena destrozar una puerta tan bonita! —John, cariño —le dije entonces con mi voz más dulce—, la llave está en el sendero, tras los escalones de la entrada, bajo una hoja del plátano. Eso lo dejó callado unos segundos. —Abre la puerta, amor mío —me dijo poco después. —No puedo —le respondí—. La llave está frente a la casa, bajo la hoja de un plátano. Se lo dije varias veces más, con la voz inalterable, hablando muy despacio, con un tono infinitamente candoroso. Tanto insistí que acabó yendo a buscar la llave, y al cabo de un buen rato dio con ella, y abrió la puerta y entró en la habitación… Pero nada más entrar se quedó de una pieza. —¿Qué pasa aquí? —gritó—. ¡Por el amor de Dios! Pero ¿qué estás haciendo?

Yo seguí arrastrándome por el suelo, igual que antes, pero le miraba alzando la cabeza. —Al fin he conseguido salir de ahí —dije—, a pesar de ti y de Jennie… Y como he arrancado la mayor parte del papel, ya no podrás volver a confinarme contra la pared. ¿Por qué se desmayaría este hombre? Porque se desmayó, cayendo junto a la pared. Y para seguir arrastrándome tuve que pasar por encima de él.

Elizabeth Stuart Phelps (1844 - 1911)

Según apunta el Dr. Angelo S. Rappoport, «se dice, y con razón, que los marineros son una de las razas de hombres más extrañas que existen; tienen costumbres, sentimientos e incluso un lenguaje propio. Las nobles virtudes y los sentimientos exaltados se mezclan con hábitos vulgares y vicios degradantes. Héroes en los momentos de peligro, los marineros a menudo no son más que niños patéticos (…) los cuales creen firmemente en apariciones y fantasmas y se aterrorizan ante ellos» (Superstitions of Sailors, Stanley Paul & Co., Ltd., Londres, 1928. Pág. 196). Y mucho de esto, sin duda verídico en la época que fue escrito, se halla presente en “El fantasma de Kentucky” (Kentucky’s Ghost), cuento de Elizabeth Stuart Phelps publicado en la revista estadounidense Atlantic Monthly (diciembre, 1868). Obra ciertamente especial, su singularidad, en este caso, no está vinculada a su estilo literario, ebrio de un naturalismo ágil, minucioso, pero nada recargado, a la hora de describir la vida marinera a bordo del Madonna, el navío mercante donde acontece la acción. Su fuerza tampoco reside en el tono melodramático, áspero, hiriente incluso, dickensiano ocasionalmente, del relato. Lo que distingue a “El fantasma de Kentucky” de otras historias fantásticas escritas por mujeres es su creíble ambiente marinero, tremendamente masculino, que nos trae a la memoria alguna de las mejores fábulas y novelas terroríficas de William Hope Hodgson o Emilio Salgari. Habida cuenta que era un territorio laboral y vital vedado a las mujeres —solamente podían embarcar en calidad de pasajeras

—, llama la atención que este inquietante divertimento se adentre en un mundo extraño, plagado de misterios, como el de los hombres del mar. Pero la diferencia de sensibilidades se percibe en la manera de abordar las tristes aventuras del polizón Kentucky a bordo del Madonna, marcadas por los constantes abusos físicos (y psicológicos) que soporta a manos del cruel oficial de cubierta, el señor Whitmarsh. Una situación que desembocará en una experiencia sobrenatural más turbadora que macabra, más moral que visceral. El paternalista modo de proceder del narrador, el detalle de la madre del muchacho, que aguarda con gesto compungido el regreso de la nave, y por tanto de su hijo, diluyen en los vahos de la tragedia el miedo que el cuento haya podido provocarnos en algunos pasajes. Hay en “El fantasma de Kentucky” una curiosa subtrama centrada en las relaciones materno-filiales, en los lazos de amor y, por qué no, de camaradería existentes en el matrimonio, en la influencia que tener una familia puede ejercer en una persona a la hora de percibir el mundo y a sus moradores. Sin desdeñar, ni mucho menos, la sinceridad de los intereses «fantásticos» de Elizabeth Stuart Phelps, cabría señalar que su aproximación al género se emparenta más con la idea de la fábula moral, del cuento de hadas «para adultos», con una idea sombría de lo «maravilloso», que con el deseo de provocar un efecto de terror (Roger Caillois dixit). Sus otros relatos fantásticos, como “Since I Died” (Scribner’s, febrero, 1873), “Dream Within a Dream” (The Independent Magazine, febrero, 1874) o “Number 13” (Harper’s New Monthly, marzo, 1876), se sitúan en la línea antes expuesta. Elizabeth Stuart Phelps, nacida en Andover, Massachusetts, era la segunda hija en una familia de cinco hermanos. Su padre era párroco y profesor de literatura griega y hebrea de la sociedad Teológica de Andover. Su madre, inválida durante los últimos años de su vida, hizo que su amiga, la novelista Harriet Beecher Stowe, la autora de La cabaña del tío Tom (Uncle Tom’s Cabin, 1852), escribiera: «… de una larga enfermedad curada por la muerte / una santa se elevó hacia donde no existe más el dolor». Marcada por la terrible enfermedad de su madre —Elizabeth vivió siempre con el temor de quedarse paralítica como ella— y un deseo casi enfermizo por complacer a su padre, hombre de rígidas costumbres e ideas, la futura escritora se marchó a Boston con apenas dieciséis años, una vez completada su educación primaria,

para trabajar en la Mount Vernon School, viviendo con la familia del reverendo Jacob Abbott, autor de libros religiosos para niños. Abrumada por dudas y miedos en lo que respecta a su talento, allí publica sus primeros cuentos, de sesgo religioso, en la revista literaria que dirige el reverendo Abbott. Pero cuando su padre, al leer uno de sus relatos, le escribe señalándole que «estaba muy bien hecho» —elogio que significó para ella más que el favor recibido por centenares de lectores—, Phelps decide dedicarse plenamente a la literatura como profesional. Para entonces tiene treinta años, y aunque ya había publicado varias novelas de éxito, como Sunny Side; or, A County Minister’s Wife (1851) —100.000 ejemplares en su primer año de publicación—, o la prestigiosa The Gates Ajar (1868), jamás se había planteado en serio la posibilidad de vivir de la escritura. Una labor que se verá reforzada anímicamente tras su matrimonio con el novelista Herbert Dickinson Ward (1861-1932) en 1888, con quien escribió conjuntamente Come Forth (1891), además de Singular Life (1895), The Story of Jesus Christ (1897), The Supply at Saint Agetha’s (1897), Within the Gates (1901) y Trixy (1904). Activa feminista —desde una óptica moderada cristiana—, sufragista y miembro de la Women’s Christian Temperance Union contra el consumo de alcohol, murió después de alumbrar a su tercer hijo, a causa de complicaciones durante el parto.

EL FANTASMA DE KENTUCKY ¿Que si es cierto? Cada palabra. Tu cuento ha estado muy bien, Tom Brown, muy bien para uno que vive en tierra, pero te apuesto una rosquilla a que yo cuento uno mejor, y todo auténtico, que es más de lo que tú podrías jurar del tuyo, si no me equivoco. No es que yo no haya exagerado nunca un poquillo en mi juventud en el camarote de la tripulación, como hemos hecho todos, pero ya hace mucho que vivo bajo un techo, y que el pastor nos visita regularmente durante la temporada de las fresas; y habiendo tenido que dar unos cuantos azotes como consecuencia de las mentiras que he tenido que oír al criar a seis hijos, uno aprende a recortar un poco sus palabras, Tom, créeme. Es como cuando el habla de la mar se te hace rara porque sólo oyes hablar a marinos de agua dulce que no saben distinguir un palo de mesana del campanario de una iglesia. El pasado octubre hizo unos veinte años, si no me falla la memoria, que estábamos atracados para partir a Madagascar. He hecho ese viajecito a Madagascar cuando el mar era como aceite ardiendo y el cielo como latón ardiendo; y el castillo de proa tan parecido al infierno como cualquier castillo de proa durante una calma chicha. Lo he hecho cuando nos escurríamos en el puerto con casi todos los palos destrozados y las bombas funcionando día y noche y lo he hecho con un capitán borracho que daba raciones de hambre de una bazofia que no habría tocado ni un perro en tierra y dos cucharadas de agua al día, pero por algún motivo, de todas las veces que he viajado a Oriente, no recuerdo ninguna otra tan bien como ésta. Salimos de Long Wharf en el barco Madonna, que me han dicho que significa «Mi Señora», y bien bonito que era el nombre. Tenía una sensación

agradable al pronunciarlo, lo que es sorprendente si consideramos que era un viejo cascarón pesado que nunca subía de diez nudos y pocas veces llegaba a eso. Puede ser porque Moll venía de vez en cuando mientras estábamos en el puerto, se traía al chico con ella y se sentaba en cubierta con un delantalito blanco, tejiendo. Era una mujer muy guapa mi esposa en aquellos días y me sentía orgulloso de ella: normal, con los chicos mirándonos. —Molly —solía decirle yo a veces—, ¡Molly Madonna! —¡Tonterías! —decía ella, dándole a las agujas. Aunque le gustaba, te lo garantizo, y se le ponían las mejillas de un bonito color rosa, y eso que llevábamos cuatro años casados. Viendo que siempre se ha portado conmigo como una señora, fiel y gentil, y aunque no era muy educada y aunque yo nunca en la vida le regalé un camisón de seda, se contentaba, y también yo. A veces yo solía comentar lo que pensaba del nombre del barco cuando los chicos no estaban haciendo mucho ruido, pero casi siempre se reían de mí. Yo era lo bastante rudo y malo en aquellos tiempos: tan rudo como cualquiera y tan malo como los demás, supongo, pero aun así solía tener pensamientos distintos de los de los demás. «La poesía de Jake», los llamaban. Estábamos cargando mercancía para comerciar en Oriente, como ya he dicho, ¿verdad? Ahora ya no queda gran cosa del auténtico comercio de antes, excepto el whiskey, que seguirá siendo próspero, supongo, hasta que los malgaches aprueben una ley de prohibición por una gran mayoría en el Senado y el Congreso. Recuerdo que en aquel viaje teníamos algo de whiskey en la bodega, con un buen cargamento de cuchillos, franela roja, serruchos, clavos y algodón. Esperábamos estar de regreso en menos de un año. Teníamos suficientes provisiones y Dodd, el cocinero, hacía un café tan bueno como el mejor que pudieras encontrar en las cocinas de un mercante. En cuanto a nuestros oficiales, cuanto menos diga de ellos mejor, no tanto porque pretenda ser irrespetuoso como porque preferiría no serlo. En la marina mercante, los oficiales, especialmente si son de la ruta africana, son hombres brutales. Al menos, ésa es mi experiencia, y cuando alguno de vuestros grandes armadores hable del tema conmigo, como han hecho otras veces antes, diré: «Ésa es mi experiencia, señor», que es todo lo que tengo

que decir. Hombres brutales, y tan apropiados para su trabajo como si los hubieran importado para tal propósito del baúl de Davey Jones[24]. Aunque dicen que ahora ya no dan latigazos, lo que es toda una diferencia. A veces, en una tarde soleada, cuando el agua embarrada parecía más embarrada de lo normal porque las nubes eran del color de la plata y el aire del color del oro, cuando los barriles de aceite chocaban en los muelles y se notaba el fuerte olor de las pescaderías y los hombres gritaban y juraban, nuestro hijo corría por la cubierta jugando con todo el mundo, pues era un muchachito listo que llevaba medias rojas y las rodillas desnudas, y los chicos le habían tomado cariño. —Jake —decía su madre, con un suspiro, siempre bajito, para que el capitán no la oyese—, ¡imagínate que fuese él quien se fuera un año en esa compañía! Entonces soltaba las brillantes agujas y llamaba al niñito y lo cogía en brazos. Ve a la sala, Tom, y pregúntaselo a ella. ¡Dios te bendiga! Ella recuerda aquellos días en el muelle mejor que yo. Podría decirte cuál era el color de mi camisa, lo largo que yo tenía el pelo y qué había comido, qué aspecto tenía y qué dije. Normalmente yo no solía jurar tanto cuando ella estaba cerca. Bueno, pues levamos anclas el último día del mes, de muy buen humor. La Madonna era tan resistente y marinera como cualquier otro barco de ochocientas toneladas de la bahía, aunque fuese torpe; éramos unos dieciséis en los camarotes de la tripulación, un grupo alegre, casi todos viejos camaradas, y nos llevábamos bien. La brisa venía del oeste y el cielo estaba despejado. La noche antes de zarpar, Molly y yo dimos un paseo hasta los muelles después de cenar. Yo llevaba al crío. Un niño, sentado sobre unas cajas, me tiró de la manga al pasar y me preguntó, señalando a la Madonna, si le podía decir el nombre del barco. —Averígualo tú mismo —le dije, molesto porque me interrumpiese. —No seas desagradable con él —dijo Molly. El niño le lanzó un beso al chico y Molly le sonrió en la oscuridad. Supongo que no tendría por qué acordarme del grumete aquel después de tanto tiempo, pero recuerdo que me gustó ver a Molly sonriéndole a través de la oscuridad.

Mi mujer y yo nos despedimos a la mañana siguiente en un sitio cubierto entre las maderas en el muelle. Era de esas mujeres a las que nunca les ha gustado llorar delante de la gente. Se subió a la pila de maderas y se sentó, un poco arrebolada y temblorosa, para vernos zarpar. Recuerdo verla allí con el niño hasta que ya llevábamos un buen trecho del canal. Recuerdo ver la bahía mientras se alejaba, y hacer propósito de dejar de jurar. Y recuerdo maldecir como un pirata a Bob Smart muy poco después. La brisa era más constante de lo que esperábamos, y tuvimos una buena salida y relevaron al piloto al llegar la noche. El señor Whitmarsh, el oficial de cubierta, estaba en popa con el capitán. Los chicos estaban cantando un poco y subía el olor del café, caliente y casero. Yo estaba en la cofa mayor, no recuerdo para qué, cuando de repente se oyó un grito y, cuando bajé a cubierta, vi a mucha gente congregada alrededor de la escotilla de proa. —¿A qué viene este ruido? —dijo el señor Whitmarsh, acercándose con el ceño fruncido. —¡Un polizón, señor! ¡Un niño polizón! —dijo Bob, entendiendo rápidamente el tono del oficial. Bob siempre conocía bien el viento cuando se acercaba una tormenta. Sacó al pobre muchacho y lo empujó a los pies del oficial. Digo «pobre muchacho», y no te preguntarías por qué si hubieses visto a tantos polizones como he visto yo. Preferiría ver a un hijo mío encadenado como esclavo en Carolina que verlo llevar la vida de un polizón. Entre los oficiales que creen que los han engañado, los hombres que siguen a sus superiores y el desprecio del chico al que sí han contratado legalmente, un polizón no tiene lo que uno llamaría un buen recibimiento. Éste era un chico pequeño, delgado para sus años, que podrían ser quince, supongo. Era pálido y tenía un mechón de pelo lacio en la frente. Tenía hambre, añoraba su casa y estaba asustado. Nos miró a todos y luego se tapó un poco y se quedó quieto tal como le había tirado Bob. —Bueeeno —dijo Whitmarsh, muy despacio—, ya verás como te arrepientes antes de que llegues a tierra, amiguito, ¡como que soy el oficial de cubierta de la Madonna! ¡Y toma esto!

Y al decirlo, le dio una patada al pobre grumete y lo mandó desde el alcázar al bauprés y se fue a cenar. Los hombres se rieron un poco, luego silbaron otro poco y terminaron su canción contentos y alegres, con el café calentándose en la cocina. Nadie tuvo una palabra para el chico. ¡Dios, no! Aseguraría que aquella noche no habría probado bocado de no ser por mí, y no sabría decir por qué me molesté, si no se me hubiese ocurrido de repente, mientras él se frotaba los ojos con la cara vuelta hacia el oeste y el sol se volvía rojo, que había visto al muchacho antes. Entonces recordé el paseo por los muelles y a él sobre la caja y a Molly diciendo que yo era desagradable con él. Viendo que mi mujer le había sonreído y que mi hijo le había tirado un beso, me resultaba difícil no cuidar un poco del pequeño granuja aquella noche. —Pero aquí no tienes nada que hacer —le dije—, nadie te quiere aquí. —¡Ojalá estuviera en tierra! —dijo él—. ¡Ojalá estuviera en tierra! Con eso empezó a frotarse los ojos tan violentamente que me detuve. Tenía buena madera, porque se atragantó y me guiñó los ojos, y se sobrepuso casi tan bien como podía haberlo hecho yo. No sé si fue porque aquella noche cuidé un poco de él, pero el muchacho siempre andaba conmigo después de aquello, me seguía con la mirada y hacía algún trabajillo para mí sin que se lo pidiese. Una noche antes de que pasara la primera semana, se sentó a mi lado en el cabrestante. Yo estaba probando una nueva pipa, y muy buena, así que durante un rato no le presté mucha atención. —Has hecho muy bien ese trabajo, Kent —le dije—, ¿cómo te metiste en el barco? Porque no pasa a menudo que la Madonna salga del puerto con un muchacho oculto en su bodega. —El vigilante estaba borracho. Me metí detrás del whiskey. Hacía calor y estaba oscuro. Me tumbé y pensé en el hambre que tenía —dijo. —¿Amigos en casa? —le dije. Asintió muy levemente con la cabeza y se levantó y se fue silbando. El primer domingo el muchacho estaba tan inquieto como una langosta puesta a hervir. En el mar, el domingo es día de limpieza. Los chicos se lavaron y se sentaron a coserse los pantalones. Bob sacó sus cartas. Unos

camaradas y yo nos pusimos cómodos bajo el juanete del castillo (yo estaba de guardia abajo), contando las historias más curiosas que nos sabíamos. Kent se quedó mirando la partida de cartas un rato, luego nos estuvo escuchando un rato y luego anduvo paseando inquieto. Bob dijo: —Mirad allí, ¡vamos! Y allí estaba Kent, sentado hecho un ovillo bajo la popa de la falúa. Tenía un libro. Bob se arrastró por detrás y se lo quitó de las manos. Luego comenzó a reírse como si se estuviese asfixiando y me lanzó el libro. Era una Biblia, negra y vieja. En la página amarilla estaba esto escrito: Para Kentucky Hodge De su madre cariñosa Que reza por ti todos los días. Amén. Primero, el chico se puso colorado, luego blanco y se levantó de repente, pero no dijo ni una palabra. Sólo se volvió a sentar y nos dejó reírnos. He olvidado si alguna vez dejaron de reírse. Un día me contó cómo es que le habían puesto ese nombre, pero lo he olvidado. Algo acerca de un viejo, un tío, creo, que murió en Kentucky y el nombre les sonaba muy bien. Solía sentirse un poco mal al principio, porque los chicos le tomaban el pelo constantemente, pero en una semana o dos se acostumbró y, viendo que no lo hacían con malicia, se lo tomaba a risa. Otra cosa que noté es que después de aquello nunca volvió a tener el libro con él. Al domingo siguiente ya siguió nuestras costumbres. Como norma general, los marineros no se toman la Biblia como harías tú, Tom, aunque diré que nunca vi a un hombre de mar que no le concediese el crédito de ser una historia rematadamente buena. Pero te lo prometo, Tom Brown, lo sentí por el muchacho. Ya es bastante castigo para un chiquito como él dejar el sendero honesto y a unos padres en casa que quizá le amaran para ir a endurecerse en un barco, aprendiendo a desatar un brandal o arrizar con los dedos helados durante una tormenta de nieve. Pero eso no es lo peor de todo, ni mucho menos. Si alguna vez hubo un hombre de sangre fría, cruel, con aviesas intenciones y un puño como un martillo, ése era Job Withmarsh cuando estaba de buen humor. Y creo que de

todos los viajes que he hecho siendo él oficial de cubierta de la Madonna, Kentucky lo conoció en su peor versión. Bradley, el segundo oficial, desde luego que no era muy gentil, pero no podía compararse con el señor Whitmarsh. Desde el principio detestó al muchacho, y así fue hasta el final. Le vi golpear al muchacho hasta que le caía la sangre sobre la cubierta formando charquitos y luego mandarlo, todo sangrando, a recoger los cabos de la gavia y cuando, por el dolor y la debilidad se mareaba un poco y se aferraba al marchapié, medio cegado, lo bajaba y lo azotaba hasta que intervenía el capitán, lo que ocurría ocasionalmente cuando hacía un buen día y había bebido lo justo para estar de buen humor. Solía rebuscarse los sesos para decirle al muchacho las cosas que le decía mientras trabajaba en silencio a su lado. Ni Bob Smart ni yo podíamos decir aquellas cosas. A veces lo intentábamos, pero siempre teníamos que dejarlo. Si los insultos fuesen un artículo de mercado, Whitmarsh podría haberlos patentado y habría hecho fortuna inventándolos nuevos e ingeniosos. También solía bajar al muchacho a patadas por la escalera del castillo de proa; solía hacerle trabajar, incluso enfermo, como no habría trabajado una bestia de carga, solía perseguirlo por toda la cubierta a correazos, solía darle golpes contra el mástil durante horas, solía matarlo de hambre en la bodega. No soy ningún blando, Tom, pero más de una vez me ponía enfermo, yo, un tipo grande y recio, de verlo tan indefenso. Ahora recuerdo (no sé si siquiera lo había pensado en estos veinte años) algo que McCallum dijo una noche. McCallum era escocés, un tipo mayor con canas, y por aquel entonces contaba las mejores historias de toda la tripulación. —Acordaos de mis palabras, compañeros —decía—, cuando le llegue la hora a Job Whitmarsh de irse tan derecho al infierno como el mismísimo Judas, ese muchacho le entregará sus papeles. Muerto o vivo, el muchacho le entregará sus papeles. Recuerdo especialmente un día en que el chico estaba enfermo de fiebre, y estaba acostado en su hamaca. Whitmarsh lo llevó a cubierta y le ordenó que se pusiese en pie. Yo estaba cerca, asentando la cangreja. Kentucky se tambaleó un poco hacia delante y se sentó. Allí había un cabo con tres nudos. El oficial le golpeó.

—Estoy muy débil, señor —le dijo. Le volvió a golpear. Le golpeó dos veces más. El chico tropezó y se quedó quieto donde había caído. No sé qué mosca me picó, pero de repente me pareció estar en el muelle, con las nubes de color plateado y el cielo dorado y Molly con un delantal blanco con sus agujas brillantes, y el bebé jugando con sus calcetines rojos por la cubierta. —Imagínate que fuese él —dijo, o me pareció que decía—, ¡imagínate que fuese él! Y lo siguiente que supe fue que le hablé al oficial tan furiosa e irrespetuosamente como seguro que nunca se habían dirigido a Whitmarsh. Y después de eso, lo siguiente que supe fue que me pusieron grilletes. —Arrepentido, ¿eh? —me dijo el oficial el día antes de que me los quitasen. —No, señor —le dije. Y nunca me arrepentí. Kentucky no lo olvidó. Al principio, le había ayudado de vez en cuando. Le enseñé a girar y tirar de una braza, a asegurar una escota, pero normalmente le dejaba en paz y me dedicaba a mis asuntos. De verdad creo que el chico nunca olvidó aquella semana que pasé encadenado. Una vez, un sábado por la noche, el oficial había estado excepcionalmente furioso aquella semana, Kentucky le replicó, muy pálido y débil (yo estaba en la cofa de mesana, y le oí muy claramente): —Señor Whitmarsh —le dijo—, señor Whitmarsh —respiró pesadamente —, señor Whitmarsh —tres veces—, usted tiene el poder y lo sabe, y también lo saben los caballeros que le pusieron aquí, y yo sólo soy un polizón, y las cosas están liadas, pero ¡se arrepentirá por todas las veces que me ha puesto la mano encima! Y cuando lo dijo no tenía una mirada agradable. La cosa es que el primer mes en la Madonna no le había hecho ningún bien al muchacho. Tenía un aire hosco y desabrido, como el que a veces he visto en un perro encadenado. Al principio, hablaba tan limpiamente como mi bebé, y se sonrojaba como una niña con las historias de Bob Smart, pero se acostumbró a Bob, y bastante bien, con el tiempo, a las palabrotas. No creo que me hubiese dado tanta cuenta de no ser por parecerme ver a

Molly, y el sol, y las agujas de punto, y al niño sobre la cubierta y oyendo «¡Imagínate que fuese él!» A veces, los domingos por la noche solía pensar que era una pena. No porque fuera yo mejor que los demás, excepto porque los hombres casados son siempre más formales. Examina a cualquier tripulación, y los muchachos que tienen sus propias casas e hijo son los más rectos. A veces, también solía parecerme haber oído la palabra de un pastor, en una animada melodía de un salmo, y me lo tomaba a pecho. Un año es mucho tiempo para que veinticinco hombres estén a buenas unos con otros y con el diablo. No pretendo ser muy piadoso, pero no soy tonto, y sé que si hubiéramos tenido a bordo a un oficial temeroso de Dios y que cumpliese sus mandamientos, habríamos sido mejores. Con la religión pasa lo mismo que con la cayena: si está ahí, lo sabes. Si tuvieses docenas de barcos navegando, ¿te acordarás de eso? ¡Dios te bendiga, Tom! Allá donde fueres, haz lo que vieres. Tendrías tus libros mayores, tus hijos, tus iglesias y catequesis, negros libres y elecciones, y todo eso, y nunca te pararías a pensar si los muchachos que navegan en tus barcos por el mundo tienen almas o no, y podrías ser un buen hombre. Así es el mundo. Calma, Tom. Calma. Bueno, las cosas no iban mal entre nosotros hasta que nos acercamos al Cabo. No es un lugar bonito el Cabo durante el invierno. No se puede decir que tuviese lo que vosotros diríais miedo después de doblarlo por primera vez, pero no es un lugar bonito. No recuerdo demasiado sobre Kent hasta que llegó un viernes, primero de diciembre. Era un día tranquilo, con un poco de neblina que era como arena blanca desparramada encima de un rayo de sol en la mesa de la cocina. El muchacho estuvo callado todo el día, siguiéndome con los ojos. —¿Estás enfermo? —le dije. —No —dijo él. —¿Whitmarsh está borracho? —le dije. —No —dijo él. Poco después de oscurecer yo estaba tumbado sobre un rollo de cuerdas, dormitando. Los chicos cantaban El Golfo de Vizcaya muy animadamente, y yo me levanté para unirme en el estribillo. Kent apareció cuando ellos

cantaban: Cómo se inclinaba aquel día ¡en el Golfo de Vizcaya! Él no cantaba. Se sentó a mi lado, y al principio pensé que no me dirigiría a él, y luego pensé que sí. De modo que abrí un ojo y le miré, animándolo. Se acercó un poco más a mí. Estaba bastante oscuro donde estábamos sentados, con una gran sombra verdosa cayendo de la vela mayor. El viento soplaba un poco, y la luz del timón brillaba roja y parpadeante. —Jake —dijo él de repente—. ¿Dónde está tu madre? —¡En… el Cielo! —dije yo, desconcertado. Y si alguna vez he estado cerca de lo que se podría llamar faltarle el respeto a mi madre, fue entonces, por estar tan desconcertado. —¡Oh! —dijo él—. ¿Tienes a alguna mujer en casa que te añore? — preguntó. —No me extrañaría —dije yo. Después de aquello se quedó un rato quieto con los codos en las rodillas, luego se giró hacia mí y después de un rato me dijo: —Supongo que yo tengo una madre en casa. Huí de ella. Ésta, por cierto, fue la primera vez que había hablado de sus padres desde que llegó a bordo. —Estaba dormida en la habitación —dijo él—. Salí por la ventana. Tenía una camisa blanca que ella me había hecho para la iglesia y eso. Nunca me la he puesto aquí. No he tenido el valor. Tiene cuello y puños. Hacerla le supuso un quebradero de cabeza. Andaba siguiéndome todo el día cosiendo esa camisa. Cuando yo llegaba a casa, se animaba y sonreía. Padre está muerto. No hay nadie más que yo. Ella pasaba el día siguiéndome. Se levantó y se unió a los muchachos e intentó cantar un poco, pero se quedó muy quieto y se sentó. Veíamos la luz parpadeante en las caras de los chicos, en la jarcia y en el capitán, que estaba maldiciendo al contramaestre en popa.

—Jake —dijo, muy bajito—, mira. He estado pensando. ¿Crees que hay aquí un marino, sólo uno quizá, que haya dicho sus oraciones desde que subió a bordo? —¡No! —le dije, muy seguro. Porque me habría apostado la cabeza a que era así. Recuerdo como si fuera hoy cómo sonaron la pregunta y la respuesta. No soy capaz de decir con palabras cómo me sentí. El viento empezaba a soplar más fuerte, y tuvimos que tomar rizos. Bob Smart, que estaba plegando el petifoque, se empapó. Al muchacho y a mí, sentados en silencio, nos salpicó el agua. Recuerdo observar la curva de las grandes olas, de color caoba, con las crestas blancas, y pensar en cuánto se parecía a una gran criatura siseando y echando espuma por la boca. Y recuerdo pensar a la vez en Él sujetando el mar en una balanza, y también en que no se había pronunciado una sola palabra para suplicarle Su Favor respetuosamente desde que habíamos levado anclas; y recuerdo oír al capitán más allá mencionando Su Nombre en ese momento para que enviase a la Madonna al fondo del mar porque el contramaestre había desobedecido sus órdenes de asegurar la botavara de popa. —De su madre cariñosa que reza por ti todos los días. Amén —susurró Kentucky, muy quedamente—. El libro está roto. El señor Whitmarsh limpió su vieja pistola con él. Pero yo me acuerdo. Y luego dijo: —Es casi la hora de dormir en casa. Está sentada en una mecedora de color verde. Hay un fuego y el perro. Ella está sola. Y luego volvió a empezar: —Ahora tiene que llevar su propia leña. Lleva un lazo gris en el gorro. Cuando va a la iglesia se pone un bonete gris. Ha corrido las cortinas y la puerta está cerrada. Pero ella cree que un día volveré a casa arrepentido. Estoy seguro de que cree que volveré a casa arrepentido. Justo entonces llegó la orden. —¡Atención a babor! ¡Todos hacia allá deprisa! De modo que me moví, el chico se movió y la noche cayó oscura, y tuve la cabeza y las manos ocupadas. Al día siguiente soplaba un aire limpio excepto por un banco gris, muy delgado y quieto, como del tamaño de

aquella nube que se ve por la ventana, Tom, que teníamos justo delante. El mar, pensé, parecía un enorme alfiletero morado, con un mástil o dos clavados en el horizonte como alfileres. «Poesía de Jake», lo llamaba el muchacho. A mediodía el pequeño banco de nubes gris se había vuelto grueso, como un muro. Cuando cayó el sol el capitán dejó de beber y subió a cubierta. Al caer la noche teníamos marejada con un viento muy feo. —¡Mueve poco el timón! —gritó Whitmarsh, con los colores subidos, porque el barco se había alzado terriblemente, mostrando gran parte de la traca, y el viejo casco sufría considerablemente—. ¡Mueve poco el timón, te lo ordeno! ¡McCallum, échale un ojo a la vela del trinquete! ¡Arríen los sobrejuanetes! ¡Arríen los sobrejuanetes! ¡Deprisa, señores! ¿Dónde está ese grumete de Kent? ¡Arriba, y espabila! Kentucky saltó al oír la orden, y luego se frenó en seco. Cualquiera que sepa distinguir un sobrejuanete de un ancla disculparía al muchacho. Yo juro que no es tarea fácil para un viejo marino fuerte y de buen tamaño arriar los sobrejuanetes en una galerna como aquélla, y no digamos para un chico de quince años en su primer viaje. Pero el oficial empezó a blasfemar de un modo que habría hecho que un pastor se desmayase al oírlo y Kent subió disparado, con el mástil oscilando como un péndulo atrás y adelante, los rizos saltando, las cuadernas crujiendo y las velas moviéndose de un modo que no creerías posible de no tener el mástil delante de las narices. Me recordaban a pájaros malvados sobre los que he leído que pueden derribar a un hombre con sus alas, o lanzarte al fondo, Tom, antes de que puedas decir Jack Robinson. Kent subió valientemente hasta las crucetas. Allí resbaló, luchó y se aferró entre la oscuridad y el ruido por un tiempo, hasta que bajó resbalando por los brandales. —No tengo miedo, señor —dijo—, pero no puedo hacerlo. Como respuesta, Whitmarsh cogió el cabo. De modo que Kentucky volvió a subir, se resbaló, luchó y se aferró otra vez, y otra vez volvió a bajar. A esto los hombres empezaron a gruñir por lo bajo. —¿Quiere matar al muchacho? —le dije. Me llevé un golpe por hablar que me mandó al suelo de mala manera, y

cuando me frotaba los ojos el chico estaba subiendo otra vez, y el oficial estaba detrás de él amenazando con el cabo. Whitmarsh paró cuando había subido lo suficiente. El muchacho siguió trepando. Miró una vez hacia abajo. No abrió la boca, sólo miró hacia abajo. Si desde entonces no lo he visto veinte veces en mi memoria, no lo he visto nunca. Allá arriba, en la sombra de las grandes alas grises, mirando hacia abajo. Después de eso sólo hubo un grito, un chapoteo y la Madonna salió disparada a doce nudos. De haber caído toda la tripulación por la borda, aquella noche no se habría detenido para esperarlos. —Bueno —dijo el capitán—, ahora sí que la ha hecho. Whitmarsh se dio la vuelta. Poco a poco, cuando el viento dejó de soplar, todo se había calmado y yo tuve tiempo de pararme a pensar durante la guardia de madrugada, me pareció ver a la anciana con el bonete gris sentada junto al fuego. Y al perro. Y la mecedora verde. Y la puerta delantera, con el chico atravesándola una tarde soleada para tomarla por sorpresa. Luego recuerdo haberme inclinado para mirar hacia abajo y preguntarme si el muchacho estaría también pensando en ello, y en lo que le había pasado hacía dos horas, y en dónde estaría y si le gustaba su nueva casa, y muchas otras cosas extrañas y curiosas. Y mientras estaba ahí sentado pensando, las estrellas del alba atravesaron las nubes, y la solemne luz del domingo comenzó a salir entre el mar. Después de aquello tuvimos una travesía tranquila hasta el puerto, donde atracamos un par de meses o así comprando buenas cantidades de aceite de palma, marfil y pieles. Los días eran calurosos y tranquilos. No tuvimos ni una brisa, si mal no recuerdo, hasta que volvimos a doblar el Cabo de camino a casa. Otra vez estábamos doblando el Cabo de camino a casa cuando ocurrió algo que puedes creerte o no, como te parezca, Tom, aunque no entiendo que alguien que se traga lo de Daniel en la jaula de los leones o que aquel otro vivió tres días cómodamente dentro de una ballena podría ponerme caras ante lo que tengo que decir. Cerca del punto donde perdimos al chico nos cayó la peor galerna de todo el viaje. Nos atacó repentinamente. Whitmarsh estaba un poco ebrio. No solía

estar borracho durante una galerna, si lo sabía con la suficiente antelación. Bueno, pues alguien tenía que arriar los sobrejuanetes otra vez, y el oficial llamó a McCallum. McCallum no quería que le azotase por no querer arriar los sobrejuanetes durante una tormenta. De modo que subió animosamente hasta la verga de la gavia. Allí, de repente, se detuvo. Lo siguiente que supimos fue que bajó como un rayo. Tenía la cara completamente blanca. —¿Qué demonios te pasa? —rugió Whitmarsh. —Hay alguien allá arriba, señor —dijo McCallum. —¡Te has vuelto idiota! —le gritó Whitmarsh. McCallum, muy tranquila y nítidamente, le dijo: —Hay alguien allá arriba, señor. Le he visto muy claramente. Él me ha visto. Le hablé. Él me habló. Me dijo: «¡No subas!», ¡y que me cuelguen si esta noche doy otro paso por usted o por cualquier otro hombre! Nunca había visto que a ningún ser humano vivo se le quedase la cara como la que tenía el oficial. Si no quería matar con sus propias manos al escocés, no sé qué quería. A saber qué habría hecho con él de haber podido entretenerse. Tuvo la sensatez de ver que no podía perder el tiempo, de modo que se lo ordenó directamente a Bob Smart. Bob subió deprisa, mascando tabaco y con la mirada fría. A medio camino entre la gavia y el juanete, se detuvo y bajó a toda velocidad. —¡Que me ahogue si no está ahí! —dijo—. Está sentado en la verga. Si no está sentado en la verga, es que nunca he visto al muchacho llamado Kentucky. «¡No subas!», gritaba, «¡no subas!» —¡Bob está borracho, y McCallum es un cretino! —dijo Jim Welch. De modo que Jim Welch se presentó voluntario y se llevó a Jaloffe con él. Welch y Jaloffe eran las manos más seguras de a bordo. De modo que allá que subieron, y bajaron como los otros, por los brandales, a la carrera. —¡Me ha dicho que me vuelva! —dijo Welch—. ¡Me ha gritado que no subiera! ¡Que no subiera! Después de aquello ni un solo hombre quería subir ni por todo el oro del mundo. Whitmarsh dio patadas, juró y nos golpeó con furia, pero allí nos

quedamos mirándonos a los ojos unos a otros y no nos movimos. Algo frío, como un viento helado, parecía extenderse de hombre a hombre cuando nos mirábamos a los ojos. —¡Avergonzaos de ser una panda de grumetes cobardes! —gritó el oficial. Y enrabietado y borracho subió por los marchapiés en un suspiro. Como un rayo fuimos tras él. Era nuestro oficial, y nos sentíamos avergonzados. Yo iba delante y los muchachos me seguían. Llegué a los obenques intermedios y allí me detuve, pues yo mismo le vi: un muchacho pálido, con un mechón de pelo lacio sobre la frente. Le habría reconocido en cualquier parte de este mundo o del otro. Le vi tan claramente como te veo a ti, Tom Brown, sentado en aquella verga muy tranquilo con el sobrejuanete revoloteando como si quisiera tirarlo. Supongo que he tenido muchas experiencias en el curso de quince años navegando, como cualquier marino que alguna vez haya tomado rizos durante una tormenta, pero nunca había visto nada como aquello, ni antes ni después. No diré que no me dieron ganas de bajar pitando a cubierta, pero sí que diré que me quedé en los obenques y me quedé observando. Whitmarsh, jurando que había que arriar aquel sobrejuanete, siguió subiendo. Después fue cuando oí la voz. Venía directa de la figura del chico sobre la verga del juanete. Pero esta vez decía: «¡Sube! ¡Sube!» y después, un poco más alto: «¡Sube! ¡Sube! ¡Sube! ¡Sube!» De modo que subió, y lo siguiente que oí fue un grito, luego un chapoteo y luego vi el sobrejuanete ondeando en la verga vacía, y el oficial y el chico habían desaparecido. Job Whitmarsh no volvió a ser visto, ni arriba ni abajo, ni aquella noche ni nunca más. Este verano le estaba contando la historia a nuestro pastor. Es un buen tipo, a pesar de su gusto natural por las fresas, y con quien siempre tengo buenas conversaciones, y estuvo un rato pensando en ello. —Si fue el muchacho —dijo—, y no puedo mencionar ninguna razón concreta para que no lo fuese, me pregunto cuál sería su condición espiritual. Un alma en el infierno. Supongo que el pastor cree en el infierno, porque no puede evitarlo, pero

tiene esa manera tan solemne y delicada de predicarlo que uno diría que no querría que fuese allá ni un polluelo si él pudiese evitarlo. —Un alma perdida —dijo el pastor, aunque no sé si fueron aquéllas sus palabras exactas—, un alma que ha ido al infierno y se ha quedado allá por propia voluntad, querría llevarse con ella a otra alma si pudiera. Claro que si al oficial le había llegado su hora y no tenía escapatoria, bueno, es la voluntad del Señor, e iría al infierno de cabeza, y no sería culpa de nadie más que suya. Y puede que el muchacho estuviera para ir al Cielo, pero que anduviese errante de todos modos. Eso es todo, Brown —me dijo—. Todos tenemos nuestras propias manías, y si él no quería ir al Cielo, no iría, y ni el mismo Dios podría evitarlo. Abre de par en par las puertas del Paraíso y nunca se las cierra a ningún pobrecillo que fuese a cruzarlas y nunca, nunca lo hará. Lo que me pareció muy sensato por parte del pastor, y muy hermosamente dicho. Pero ahí está Molly haciendo tortitas, y las tortitas no esperan a nadie, como el tiempo y la marea, o si no yo habría seguido hablando hasta medianoche sobre el viaje de vuelta a casa, de lo verde que parecía el puerto cuando entramos, de cómo Molly y el niño que vinieron a buscarme en una chalupa que se movía (porque causábamos olas en el canal), de cómo subió al barco riendo y llorando a la vez, se agarró a mi cuello, de cuánto había crecido el niño, de cómo cuando corrió por la cubierta (al muy bribón le habían comprado su primer par de botas aquella misma tarde) me recordó a la otra vez, de las palabras de Molly y del muchacho que habíamos dejado detrás de nosotros en la tormenta. Según atracábamos, le dije a mi mujer: —¿Quién es esa anciana sentada entre los maderos, la que lleva un bonete gris y un lazo gris? Pues allí había una anciana, y vi el sol detrás de ella, y todos los maderos amarillos y me quedé aturdido y ofuscado. —No lo sé —dijo Molly, acercándose a mí—. Viene todos los días. Dicen que se sienta y espera a su hijo que se escapó. En ese momento supe quién era con tanta certeza como cualquier otra cosa que haya sabido después. Y pensé en el perro. Y en la mecedora verde.

Y en el libro con el que Whitmarsh había limpiado su vieja pistola. Y en la puerta delantera, con el muchacho entrando por ella. Los tres, Molly, el niño y yo, paseamos por el puerto y nos sentamos a su lado entre las tablas amarillas. No recuerdo bien lo que dije, pero recuerdo que ella se quedó sentada en silencio hasta que le conté todo lo que había que contar. —¡No llore! —dijo Molly cuando acabé. Lo que era sorprendente, porque era Molly la que estaba llorando. No, la anciana no lloró. Se sentó con los ojos abiertos de par en par bajo el bonete gris, moviendo los labios. Tras un rato entendí lo que estaba diciendo: —El único hijo de su madre y ella… Poco a poco se levantó y se fue, y Molly y yo nos fuimos juntos a casa, con nuestro niño entre los dos.

Ellen Price Wood (1814 - 1887)

Parece ser que, a finales del siglo XIX, hubo un consenso unánime en torno a la calidad literaria de las historias sobre crime, violence, romance and mystery escritas por la británica Ellen Price Wood, y protagonizadas por su más popular criatura de ficción, Johnny Ludlow. Por ejemplo, en el número correspondiente al 2 de mayo de 1874, la revista The Academy afirmaba que «cualquiera que todavía no las haya leído seguro que no tenía nada mejor que hacer». A su vez, la entrada de Wood (Ellen) en Dictionary of National Biography (1885), indica que las aventuras de Johnny Ludlow «son, desde un punto de vista literario, el mejor trabajo de su autora; extremadamente agradables de leer». Pero este aprecio incondicional, desgraciadamente, forma parte del pasado. En la actualidad, muy pocos aficionados a la literatura fantástica y de misterio conocen la existencia de Johnny Ludlow, excepto por la ocasional reimpresión de alguna de sus historias en antologías más o menos especializadas —cf. The Virago Book of Victorian Ghost Stories, selección de Richard Dalby (1988) o Victorian Ghost Stories: An Oxford Anthology, de Michael Cox & R. A. Gilbert (1991)—, donde casi siempre aparece el excelente relato que aquí presentamos, “¿Realidad o Ilusión?” (Reality or Delusion), publicado por primera vez en The Argosy (diciembre de 1868) —revista mensual que nada tiene que ver, conviene aclararlo, con el célebre pulp magazine estadounidense publicado por Frank Munsey—. “¿Realidad o Ilusión?” es, en palabras de su narrador, «… una historia de fantasmas. Cada palabra es cierta, y no me importa confesar que

durante mucho tiempo después, algunos de nosotros no nos atrevíamos a pasar por aquel lugar de noche; algunos no se atreven a pasar aún». Un ejemplo del estilo con que Ellen Price Wood abordaba el género, extendiendo un poder tenebroso por toda la ficción, inasible, indescriptible, afín a los presentimientos de horror y fatalidad que los personajes perciben, los cuales estallaban, al final, con gélida gravedad. Ellen Price Wood publicó el primer relato de Johnny Ludlow, titulado “Shaving the Ponies Tails”, en enero de 1868, también en la revista The Argosy. Como curiosidad, señalar que el citado relato pretendía haber sido escrito por el mismísimo Ludlow. Este pseudónimo, que acabó convirtiéndose en el mismo personaje (¡), le fue útil a la escritora para ocultar el hecho de que era la autora de gran parte del contenido de la revista, por motivos que luego veremos. Con todo, la ocultación de la verdadera identidad de Johnny Ludlow se reveló como una astuta táctica comercial, y permaneció en secreto durante doce años, hasta mediados de 1880. Wood escribió más de ciento veinte entregas mensuales, entre novelettes y cuentos, de las peripecias de Ludlow. Incluso después de su muerte, se publicaron dos nuevas novelas y un cuento, y se completó la recopilación de todas las narraciones protagonizadas por el personaje en forma de libro. Este proyecto, que arrancó en vida de la escritora, lo forman seis volúmenes aparecidos en 1874, 1880, 1885, 1890 y 1899, editados por Macmillan & Co. y Richard Bentley Publisher. ¿Y quién es Johnny Ludlow, el narrador? Un hacendado de Squire Todhetley, Worcestershire, que vive con su segunda esposa, quien antes había sido su madrastra (¡), con el hijo habido en su primer matrimonio, Joseph —al que todos llaman familiarmente Tod—, y con Hugh y Lena, hijos de la pareja y hermanastros de Joseph. En la mansión de Johnny Ludlow, además, residen los criados, que aparecen en las diferentes historias y proporcionan de vez en cuando interesantes tramas secundarias. Las propiedades de Ludlow se extienden por Dyke Manor, que comprende la mitad de Worcestershire. Un área de acción muy amplia que otorga a los relatos un tono dramático muy diverso, sin pertenecer a un género definido. Algunos son thrillers muy inquietantes; otros, primarios whodunits, donde lo importante es desenmascarar al criminal, próximos al espíritu de las mejores

obras de Edgar Allan Poe o Arthur Conan Doyle, sazonados con enredos románticos. Sin embargo, no todos sus cuentos ofrecen crímenes y misterios mundanos; en muchas de las historias los protagonistas procuran solucionar un suceso inexplicable o abiertamente sobrenatural. Aunque si examinamos los ochenta cuentos que integran la serie de Johnny Ludlow, comprobaremos que solamente diecisiete pueden considerarse ficción fantástica o de horror. Tal es la fuerza de estas diecisiete obras que, por ejemplo, “Fred Temples Warning” (1873), una de las mejores narraciones de fantasmas de Ellen Price Wood y perteneciente a la serie, fue publicada fuera de la minuciosa antología de relatos de Johnny Ludlow. Ellen Price Wood, hija de un próspero fabricante de guantes, nació en Sidbury, Worcester, en las Midlands de Inglaterra. Por razones no del todo esclarecidas, pasó su infancia junto a sus abuelos, Mary y William Price, hasta la muerte de este último en 1821. Durante su estancia en aquella casa, los criados solían contarle a la pequeña Ellen historias de fantasmas locales, que la empujaron a interesarse por la comarca de Worcester, protagonista pasiva en The Channings (1862), Mrs. Halliburton’s Troubles (1862), William Allair (1864-1874), y algunos episodios de la serie Johnny Ludlow. Una grave dolencia en la columna vertebral la confinó a una silla de ruedas entre los trece y los diecisiete años, pero jamás se recuperó del todo, ya que afectó a su normal desarrollo muscular: andaba algo encorvada, y no podía cargar con algo más pesado que un libro o una sombrilla. No obstante, en 1836 se casó con el banquero y armador Henry Wood, con quien vivió largas temporadas fuera de su país, principalmente en Francia. Tuvieron cinco hijos, y uno de ellos, Charles, en la biografía de su madre, titulada Memorials of Mrs. Henry Wood (1894), asegura que sus progenitores fueron felices a pesar de que tenían poco en común. La propia escritora definió a su marido como un hombre «bueno» pero «sin imaginación, a quien le costaba un gran esfuerzo leer un libro». Sin embargo, el apoyo de su esposo fue fundamental para los comienzos de su carrera literaria, firmando como “Mrs. Henry Wood” (la Señora de Henry Wood) y publicando sus primeras obras cortas en el New Monthly Magazine de Harrison Ainsworth, amigo de la familia. Algo más tarde, aparecen dos novelas, Danesbury House (1860) y, sobre todo, el famoso East Lynne (1861), un robusto drama sobre la doble personalidad y la

bigamia que se convirtió rápidamente en un best seller; en 1880 tuvo su versión teatral, y entre 1902 y 1930 disfrutó de dieciséis versiones cinematográficas hasta que en 1931 el realizador norteamericano Frank Lloyd rodó su adaptación más memorable, nominada al Oscar a la Mejor Película. Debido a los problemas económicos de su familia a partir de 1856, derivados de unas desafortunadas inversiones llevadas a cabo por su marido, Ellen Price Wood mantuvo a flote la economía de su hogar gracias a su trabajo como escritora. Tras la muerte de aquél en 1866, la viuda se convirtió en editora de la revista The Argosy con la ayuda de su hijo Charles y, poco tiempo después, en su propietaria. Allí publicaría la mayor parte de relatos protagonizados por Johnny Ludlow. Definitivamente instalada en Londres, en St. John’s Wood, escribió y publicó hasta poco antes de su muerte, con setenta y tres años. Fue enterrada en el cementerio de Highgate.

¿REALIDAD O ILUSIÓN? Ésta es una historia de fantasmas. Cada palabra es cierta, y no me importa confesar que durante mucho tiempo después, algunos de nosotros no nos atrevíamos a pasar por el lugar de noche; algunos no se atreven a pasar aún. Era otoño y estábamos en Crabb Cot. Lena había estado enferma y en octubre la señora Todhetly le propuso al Juez de Paz que deberían llevarla a otro lugar para ver si el cambio le hacía bien. La gente de Worcestershire llamamos a North Crabb un pueblo, pero contando las casas que tiene, pequeñas y grandes, no hay ni veinticuatro. South Crabb, a unos ochocientos metros, es mucho mayor, pero la iglesia y el colegio están en North Crabb. John Ferrar había trabajado para el Juez de Paz Todhetly como guardes de la finca, una especie de empleado y alguacil. Había muerto el invierno anterior, sin dejar tras él más que algunas deudas, pues no había sido previsor, y a su agraciado hijo Daniel. A Daniel Ferrar, tan superior en cuanto a educación, no le agradaba el trabajo; hacía ostentación de ayudar a su padre, pero no gran cosa. El viejo Ferrar no le había asignado ningún oficio u ocupación en particular, y Daniel, orgulloso como Lucifer, no había elegido ninguno. Le gustaba ser un caballero. Ahora lo único que hacía era trabajar en su jardín y alimentar a sus aves, patos, conejos y pichones, de los que tenía una gran cantidad, vendiéndolos a las casas de alrededor y enviándolos al mercado. Pero, como todos decían, los pájaros no lo mantendrían. La señora Lease, la del precioso cottage cerca del de Ferrar, se hartó de repetirlo. No se debe confundir a esta señora Lease y a su hija Maria con Lease el guardagujas: estaban en mejor posición y no eran parientes. Daniel Ferrar solía entrar y

salir de su casa a voluntad cuando era niño, y ahora estaba comprometido para casarse con Maria. Ella tenía algo de dinero, y los Lease eran respetados en North Crabb. La gente comenzó a murmurar sobre cómo Ferrar conseguía el maíz para sus aves: no se conocía que comprase mucho, y tenía que irse de su casa en Navidad, pues el dueño, el señor Coney, ya le había dado el aviso. La señora Lease, nerviosa por el futuro de Maria, le preguntó a Daniel qué pretendía hacer, y éste le dijo: «Hacer fortuna: debería empezar a hacerlo en cuanto pueda cambiar de vida». Pero el tiempo pasaba, y el cambio de vida parecía estar tan lejano como siempre. Después del verano había llegado a la escuela una sobrina de la maestra, la señorita Timmens: se llamaba Harriet Roe. Su padre, Henry Roe, era hermanastro de la señorita Timmens. Se había casado con una mujer francesa y había vivido más en Francia que en Inglaterra hasta su muerte. La niña había sido bautizada como Henriette, pero en North Crabb, donde no entendían mucho francés, la convirtieron en Harriet. Era una muchacha atractiva y desenvuelta, y rápidamente hizo amistad con Daniel Ferrar, o él con ella. Intimaron tan rápidamente que Maria Lease se puso celosa, y en North Crabb empezaron a decir que Daniel se ocupaba más de Harriet que de Maria. Cuando Tod y yo llegamos a finales de octubre para celebrar el cumpleaños del Juez de Paz, las cosas estaban en ese estado. James Hill, el alguacil que había sido contratado por el Juez de Paz para ocupar el lugar de John Ferrar (aunque era muy inferior a Ferrar; no mucho mejor, de hecho, que un obrero cualquiera), nos relató cómo estaban las cosas en general. Daniel Ferrar había estado bebiendo últimamente, añadió Hill, y su cabeza no era lo bastante fuerte para soportarlo, y también empezaba a parecer que algo le preocupaba. —Menudo partido, para que dos mujeres se peleen por él —dijo Hill, que no sentía simpatía por Ferrar—. Habrá jaleo entre ellas si no se andan con cuidado. Sé que Maria Lease está a punto de volverse loca, y la otra, sabiendo que le gusta más, alardea de ello. Es un poco como la historia en la Biblia de Leah y Raquel. A Dan Ferrar le gusta una, y está comprometido con la otra. En cuando a la francesita —concluyó Hill, moviendo la cabeza—, haría ostentación de gustarle cualquier hombre que la siguiera, sin duda; llevaría una docena de ellos en una correa.

Le parecería muy bien al maleducado Hill llamar a Daniel Ferrar «menudo partido», pero era el joven más apuesto de la iglesia el domingo por la mañana; y el mejor vestido. Pero su color parecía más brillante, y sus manos temblaban cuando las levantaba, muy a menudo, para echarse atrás el cabello que el sol que atravesaba una de las ventanas lo tornaba en oro. Rara vez miraba hacia arriba, ni siquiera a Harriet Roe, cuyos ojos oscuros vagaban por todas partes, ni a sus lazos rosas. Maria Lease estaba pálida, callada y agradable, como de costumbre. No era bella, pero su cara era agradable, y en sus profundos ojos grises se reflejaba una extraña y curiosa seriedad. El nuevo pastor, un joven recién enviado a la parroquia de Crabb, decía su sermón. Habló de la observancia de los días de los santos, y le dijo a su congregación que esperaba verlos en la iglesia al día siguiente, que sería el Día de Todos los Santos. Daniel Ferrar caminó a casa tras el servicio con la señora Lease y Maria, y lo invitaron a cenar. Yo acudí a saludar a la vieja señora, que una vez había cuidado de mí durante una enfermedad, y le prometí que iría a verla más tarde. Al día siguiente volvíamos a la escuela. Cuando me iba, pasó Harriet Roe, con sus lazos rosas y su brillante vestido barato de seda refulgiendo a la luz del sol. Se me quedó mirando, y yo le devolví la mirada. Y ahora que he terminado la explicación, comienza la auténtica historia. Pero parte de ella tendré que contarla como si la contasen otros. El servicio de té esperaba por la tarde sobre la mesa de la señora Lease; esperaba a Daniel Ferrar. Las había dejado poco antes para ir a atender a sus aves. No había dicho nada de que volvería a tomar el té, eso se había dado por supuesto. Pero no apareció, y tomaron el té sin él. A las cinco y media sonó la campana de la iglesia anunciando el servicio nocturno y Maria se puso el abrigo. La señora Lease no salía por las noches. —Es muy temprano, Maria. Vas a llegar a la iglesia antes que los demás. —Eso no importa, madre. Los celos hacían sospechar a Maria que el secreto de la ausencia de Daniel Ferrar tenía que ver con Harriet Roe: quizá había ido a verla. Caminó despacio. La penumbra se había extendido subrepticiamente sobre el atardecer, pero la luna saldría algo más tarde. Cuando Maria pasaba por la escuela, se detuvo para asomarse a la ventanita de la sala de estar: las

persianas no estaban bajadas y la sala estaba iluminada por el fuego. Harriet no estaba allí. Sólo vio a la señorita Timmens, la maestra, que estaba poniéndose su bonete ante un espejo de mano que había puesto en pie sobre la chimenea. Repentinamente, la señorita Timmens se volvió y abrió la ventana. Era sólo con el propósito de cerrar los postigos, pero Maria creyó que la había visto y habló: —Buenas noches, señorita Timmens. —¿Quién es? —dijo la señorita Timmens, como respuesta, escudriñando entre la penumbra—. ¡Oh, es usted, Maria Lease! ¿Ha visto a Harriet? Salió a alguna parte esta tarde, y no ha vuelto para tomar el té. —No la he visto. —Seguro que ha ido donde los Batley. Sabe que no me gusta que esté con las chicas Batley, la vuelven diez veces más caprichosa de lo que sería normalmente. La señorita Timmens tiró de los postigos, porque si no, no se cerraban, y Maria Lease se giró. —No con los Batley, no con los Batley, sino con él —lloró, con amarga rebeldía, alejándose de la iglesia, no yendo hacia ella. ¿Se debería culpar a Maria por desear saber si tenía razón o no? ¿Por caminar pensando en verlos juntos? En cualquier caso, es lo que hizo. Y tuvo su recompensa. Al pasar sobre el puente de sauce, le llegaron sus voces. La gente a menudo caminaba por allí, y era uno de los caminos hacia South Crabb. Maria se refugió entre los árboles y aparecieron: Harriet Roe y Daniel Ferrar, caminando cogidos del brazo. —Creo que será mejor que me vaya —iba diciendo Harriet—. No necesito provocar a la tormenta. Y me caerá una en forma de granizo de la vieja estirada de la tía Timmens. La respuesta pareció rápida, pero Ferrar habló quedamente. A Maria Lease le costó controlarse: ira, pasión, celos, todo se le amontonaba. Abrazando un árbol cercano con ambos brazos y con el corazón agitado y el pulso febril, los vio pasar por el camino hacia la carretera. Entonces Harriet tomó una dirección y él otra, hacia el cottage de la señora Lease. Sin duda para recogerla (a Maria) y acompañarla a la iglesia, con una excusa plausible de por qué había tardado. Hasta ahora ella no tenía pruebas de su engaño;

nunca lo había creído completamente. Separó los brazos del árbol y empezó a caminar, y un débil y agudo grito de desesperación atravesó el aire nocturno. Maria Lease era una de esas chicas de naturaleza silenciosa que nunca podría hablar de un dolor como éste. Tenía que enterrarlo dentro de sí, muy, muy profundamente, lejos de la vista de todos; y fue a la iglesia con su habitual paso silencioso. Después llegó Harriet Roe con la señorita Timmens, muy recatada, como si viniese de cantarles nanas a los escolares más pequeños en sus propias casas. Daniel Ferrar no fue a la iglesia. Se quedó, como se supo después, con la señora Lease. Maria bien podía haber estado en casa, quizá habría sido mejor. No oyó ni una palabra del servicio, su cerebro era un mar de confusión, y el tumulto interior crecía y crecía. Ni siquiera oyó la lectura: «Apaciguaos, enmudeced», ni el sermón; ambos eran singularmente apropiados. Las pasiones en las mentes de los hombres, dijo el pastor, rugen y se agitan igual que las airadas olas del mar en una tormenta hasta que llega Jesús a calmarlas. Yo corrí tras Maria cuando terminó la misa, y fui a hacerle la prometida visita a la anciana señora Lease. Daniel Ferrar estaba sentado en el saloncito. Se levantó y le ofreció a Maria una silla junto al fuego, pero ella se dio la vuelta y se quedó en pie junto a la mesa bajo la ventana, quitándose los guantes. La señora Lease tenía ante ella una Biblia abierta. Me pregunté si le había estado leyendo en voz alta a Daniel. —¿Cuál ha sido la lectura, niña? —preguntó la anciana. No hubo respuesta. —¡Ya me has oído, Maria! ¿Cuál ha sido la lectura? Ante esas palabras se volvió Maria, como si hubiese despertado de repente. Tenía la cara pálida, y en sus ojos había un terror incierto. —¿La lectura? —tartamudeó—. Se… se me ha olvidado, madre. Era del Génesis, creo. —¿Lo era, señorito Johnny? —Era del capítulo cuarto de San Marcos: «Apaciguaos, enmudeced». La señora Lease se me quedó mirando. —Vaya, es el mismo capítulo que he estado leyendo. Caramba, sí que es curioso. Pero no hay nada mejor en la Biblia, ni se ha sacado de ella un texto

mejor que esas dos palabras. Le estaba diciendo a Daniel, aquí presente, señorito Johnny, que una vez que esa paz, la paz de Cristo, llega al corazón, las tormentas no pueden hacernos gran daño. ¿Y se vuelve a ir mañana, señor? —añadió, tras una pausa—. Que estancia tan corta. No iba a irme al día siguiente. Tod y yo, tomando al Juez de Paz de buen humor tras la cena, habíamos insistido en quedarnos hasta el martes, usando Tod el argumento, y riéndose mientras lo hacía, de que no estaría bien irse el Día de Todos los Santos, cuando el pastor nos había exhortado a que estuviésemos en la iglesia. El Juez de Paz nos dijo que éramos un par de granujas gorrones, y que si nos dejaba quedarnos sería con la condición de que fuésemos a la iglesia. Así se lo dije. —Bien puede enviarles de vuelta de todas maneras, señor, cuando llegue la mañana —dijo Daniel Ferrar. —Conociendo al señor Todhetley como lo conoce, Ferrar, sabrá que nunca rompe sus promesas. Daniel rió: —Pero sí gruñe por ellas, señorito Johnny. —Bueno, puede que mañana gruña porque nos quedemos y que diga que es perder un tiempo que deberíamos pasar estudiando, pero no nos enviará de regreso hasta el martes. ¡Hasta el martes! ¡Si hubiese podido prever entonces lo que ocurriría antes del martes! ¡Si todos nosotros hubiésemos podido preverlo! ¡Ver las pocas horas entre ahora y entonces retratadas, como si fuese un espejo, suceso a suceso! ¿Nos habría ahorrado la calamidad, el terrible pecado que nunca puede llegar a ser perdonado? Sí, sin duda sí. Daniel Ferrar se giró y miró a Maria. —¿Por qué no te acercas al fuego? —Estoy muy bien aquí, gracias. Se había sentado donde estaba, con el bonete tocando la cortina. La señora Lease, sin darse cuenta de que sucediera nada, había empezado a hablar sobre Lena, cuya enfermedad se estaba convirtiendo en fiebre baja, cuando se abrió la puerta de la casa y entró Harriet Roe. —¡Qué noche tan agradable! —dijo, tomando por su propia iniciativa la silla que yo había rechazado, pues no hacía más que decir que debía irme—.

María, ¿dónde fuiste después del servicio? Te busqué por todas partes. María no dio respuesta. Parecía triste y furiosa, y su pecho se agitaba como si se estuviese gestando una tormenta. Harriet Roe se rió. —¿Va a hacer fiesta mañana, señora Lease? —¡Fiesta! ¿Qué día es mañana para que hagamos fiesta? —respondió la señora Lease. —Yo la haré —continuó Harriet, sin responder a la pregunta—. Me acostumbré en Francia. El Día de Todos los Santos es una gran fiesta allí. Vamos a la iglesia con nuestros mejores vestidos y luego hacemos visitas. Después, como una oscura sombra, llega el lúgubre Jour des Morts. —¿El qué? —dijo la señora Lease, acercando el oído. —El Día de los Difuntos, el Día de las Ánimas. Pero ustedes los ingleses no van a rezar a los cementerios. La señora Lease se puso las gafas, que estaban sobre las páginas abiertas de la Biblia, y se quedó mirando a Harriet. Quizá creyó que las gafas le ayudarían a entenderla. La muchacha rió. —El Día de las Ánimas, llueva o haga sol, los cementerios franceses se llenan de mujeres arrodilladas vestidas de negro, todas rezando por el descanso de sus parientes muertos, como es costumbre entre los católicos. Daniel Ferrar, quien no había dicho una palabra desde que ella había llegado, sino que se había quedado con la cara vuelta hacia el fuego, se giró y la miró. En ese momento, ella echó atrás la cabeza y sus lazos rosas, y sonrió de manera que se le vieron todos los dientes. Y tenía muy buena dentadura. En su tono no había ninguna reverencia. —Las he visto arrodilladas cuando el barro y el agua llegaban por el tobillo. ¿Alguna vez han visto un fantasma? —añadió con energía—. Los franceses creen que los espíritus de los muertos salen en el Día de Todos los Santos. Rara vez verán a una mujer francesa salir de su casa de noche. Es su principal superstición. —¿Cuál es su superstición? —preguntó la señora Lease. —Pues eso —dijo Harriet—. Creen que a los muertos se les permite volver a visitar el mundo al anochecer de la Víspera del Día de las Ánimas, que flotan en el aire esperando aparecérseles a alguno de sus parientes que puedan aventurarse en la calle, por miedo de que se les olvide rezar por el

descanso de sus almas al día siguiente[25]. —¡Qué barbaridad! —dijo la señora Lease, mirando fijamente—. ¿Alguna vez lo había oído, señor? —dirigiéndose a mí. —Sí, lo había oído. Harriet Roe me miró. Yo estaba de pie en la esquina de la chimenea. Se río abiertamente. —Vaya, ¿no sería divertido salir mañana por la noche y ver a los fantasmas? Sólo que quizá no visiten este país, pues no está bajo la autoridad de Roma. —Haz el favor de comportarte delante de quienes son tus mejores, Harriet Roe —dijo la señora Lease de modo cortante—. Ese caballero es el joven señor Ludlow, de Crabb Cot. —Y me alegro mucho de conocer al joven señor Ludlow —replicó rápidamente Harriet, quitándose la mantilla de los hombros—. Cuánto calor hace en su salita, señora Lease. El broche de la capita se había enganchado en una delgada cadena de oro rizado que llevaba alrededor del cuello, dejándola a la vista. Se apresuró a doblar la capita, como si quisiese ocultar la cadena. Pero las gafas de la señora Lease la habían visto. —¿Qué llevas puesto, Harriet? ¿Una cadena de oro? Tras un momento de pausa, Harriet Roe volvió a echarse la mantilla, con el desafío pintado en su rostro, y tocó la cadena con la mano. —Eso es, señora Lease, una cadena de oro. Y una cadena muy bonita. —¿Era de tu madre? —Nunca ha sido de nadie más que mía. Me la regalaron esta tarde para que la conservase. Yo estaba mirando a Maria y me sobresaltó su cara, tan pálida y lúgubre: pálida de emoción, lúgubre con una ira desesperada que yo no entendí. Harriet Roe, mirándola con expresión de triunfo descarado, salió con tan poca ceremonia como había entrado, deseando buenas noches a todos, y oímos sus pasos fuera, perdiéndose gradualmente en la distancia. Daniel Ferrar se levantó. —Creo que yo también me iré. Esta noche estás muy poco sociable, Maria.

—Quizá lo esté. Quizá tenga motivo para ello. Ella le apartó la mano cuando él se la extendió y, poco después, como si la idea se le acabase de ocurrir, corrió tras él por el pasillo para hablar. Yo, que estaba cerca de la puerta de la salita, capté sus palabras. —Debo obtener una explicación por tu parte, Daniel Ferrar. Ahora, esta noche; no podemos seguir así ni una hora más. —Esta noche no, Maria, no tengo tiempo; y no sé a qué te refieres. —Sí lo sabes. Escucha, no tengo intención de irme a dormir, aunque sea por veinte noches, hasta que hayamos hablado. Lo juro. Estás jugando conmigo. Otros llevan tiempo diciéndolo, y yo lo sé ahora. Él pareció dirigirle palabras quedas, pues el tono era bajo y tranquilizador, y entonces salió, cerrando la puerta tras él. Maria volvió y se quedó de pie, ocultándonos su rostro y su pánico. Y aun así, su madre no notó nada. —¿Por qué no te quitas el abrigo, Maria? —le preguntó. —Enseguida —fue la respuesta. Yo me despedí a mi vez, y me fui. Casi llegando a casa vi a Tod con los dos jóvenes Lexom. Los Lexom nos convencieron para entrar y quedarnos a cenar, y dieron las diez antes de que los dejásemos. —Nos van a echar una buena —dijo Tod, echando a correr. Nunca nos dejaban quedarnos despiertos hasta tarde los domingos por la noche, a causa de la lectura. Pero resultó que esta vez salimos bien librados, porque la casa estaba conmocionada a causa de Lena. Había mejorado por la tarde, pero a las nueve la fiebre había regresado peor que nunca. Tenía las mejillitas y los labios de un rojo escarlata mientras estaba tumbada en la cama, con los brillantes y llorosos ojos como platos. El Juez de Paz había ido a ver cómo estaba, y estaba irritado y preocupado como de costumbre. —El doctor no ha enviado la medicina —dijo pacientemente la señora Todhetly, quien debía estar agotada de cuidar a la niña—. Debería tomarla, estoy segura de que debería. —Los chicos pueden ir corriendo a Colé a por ella —gritó el Juez de Paz —. No les pasará nada, hace buena noche. Claro que podíamos. Y volvimos a ponernos las capas; nos encargaron

que le dijésemos al señor Cole que viniera a casa a primera hora de la mañana. —¿Te importa que no vaya contigo, Johnny? —dijo Tod cuando nos dirigíamos a la puerta—. Estoy cansadísimo. —Claro que no. Tanto me da ir solo como acompañado. Volveré dentro de media hora. Tomé el camino más cercano, atravesando los campos a la carrera, asustando a las liebres. El señor Cole vivía cerca de South Crabb, y no creo que pasaran más de diez minutos antes de que estuviese llamando a su puerta. Pero volver deprisa era otra cosa. El doctor no estaba en casa. Le habían llamado a ver a un paciente a las ocho, y aún no había regresado. Entré a esperar porque el sirviente me había dicho que podría volver en cualquier momento. De nada servía irme sin la medicina, y me senté en la consulta delante de las repisas, y me quedé dormido contando los frascos blancos y las botellas de remedios. La entrada del doctor me despertó. —Siento que haya tenido que venir y esperarme —dijo—. Cuando hube terminado con mi otro paciente, con quien he estado ocupado largo rato, fui a Crabb Cot con la medicina de la niña, que llevaba en el bolsillo. —Creen que esta noche está muy enferma, doctor. —La dejé mejor, y la llevaban a dormir. Pronto volverá a estar bien, espero. —¡Vaya! ¿Es esa hora? —exclamé al ver el reloj mientras pasaba por el recibidor. Eran casi las doce. El señor Colé rió, diciendo que el tiempo pasa deprisa cuando la gente está dormida. Volví lentamente. El sueño, o la carrera anterior, me hacían sentir tan cansado como Tod había dicho que estaba. Era una noche para estar fuera y disfrutarla: calmada, cálida, iluminada. La luna iluminaba cada brizna de hierba, centelleaba en el agua del riachuelo, destacaba el musgo en los grises muros de la vieja iglesia, se reflejaba en su reloj circular que para entonces daba las doce. Las doce de la noche en North Crabb son como las tres de la madrugada en Londres, pues la gente del campo está casi toda acostada y dormida a las diez. Por lo tanto, cuando oí grandes voces airadas discutiendo, justo cuando la última campanada se perdía en el cielo de medianoche, me quedé parado y

dudé de mis sentidos. Ya estaba llegando a casa. Las voces venían de la parte de atrás de un edificio solitario en la parte izquierda de la carretera. Era propiedad del Juez de Paz y lo llamaban el granero amarillo, dado que sus paredes estaban cubiertas de una aguada de pintura amarilla, pero lo utilizaban para almacenar el maíz. Estaba pasando por delante de él cuando las voces llegaron por el aire. Di la vuelta al edificio corriendo y vi a Mana Lease y algo más que al principio no entendí. Con la intención de mantener su juramento de no descansar hasta que «hubiese hablado» con Daniel Ferrar, María había salido en su busca. ¿Qué triste destino la llevó a buscarlo detrás de nuestro granero? Quizá el hecho de que ya había buscado infructuosamente por todos los demás lugares. En la parte de atrás del granero, a unos pasos, había una puerta que no se usaba. No se usaba en parte porque no era necesaria, dado que la entrada principal estaba en la parte delantera y en parte porque hacía tiempo que se había perdido la llave. Saliendo a hurtadillas por la puerta, con un saco de maíz sobre sus hombros, estaba Daniel Ferrar llevando un guardapolvo. Maria lo vio, y se quedó en las sombras. Le observó cerrar la puerta y meterse la llave en el bolsillo, le observó dándole un tirón al pesado saco mientras se volvía a bajar los escalones. Entonces salió de repente. Sus reproches en voz alta lo dejaron petrificado, y ahí estaba como alguien que hubiese sido convertido en piedra repentinamente. Fue en ese momento cuando aparecí yo. Pronto lo entendí todo, no necesitaba las palabras de Maria para instruirme. Daniel Ferrar tenía la llave perdida y podía entrar y salir a voluntad por la noche, mientras el resto del mundo dormía, y llevarse maíz. No era de extrañar que sus aves prosperasen, no era extraño que hubiese habido quejas en Crabb Cot sobre la misteriosa desaparición del grano bueno. Maria Lease sin duda había enloquecido en esos primeros momentos. En un pueblo honrado, robar está visto como algo horroroso, una vergüenza, un delito, y ése era el primer disgusto de la noche. ¡Daniel Ferrar era un ladrón! ¡Daniel Ferrar le era infiel! Una tormenta de palabras y reproches brotó confusa de ella, ninguna palabra muy distinguible. «¡Vivir del robo!», «¡delincuente convicto!», «¡deportación de por vida!», «¡el maíz del Juez de

Paz Todhetly!», «¡engordar a los pollos con grano robado!», «¡comprarle cadenas de oro con los beneficios a esa desvergonzada e impúdica muchachita francesa, Harriet Roe!», «¡dar paseos a escondidas con ella!» Mi llegada detuvo el ataque. Hubo una pausa, y entonces Maria, en su loca pasión, lo denunció a mí, como representante (así lo dijo) del Juez de Paz. ¡El intruso en nuestro granero! ¡El ladrón de nuestro maíz almacenado! Daniel Ferrar bajó los escalones; había permanecido allí quieto como una estatua, inmóvil, y volvió su cara pálida hacia mí. No dijo una sola palabra en su defensa: el golpe lo había aplastado. Era un hombre orgulloso (si es que alguien puede entender eso), y ser descubierto en este delito era para él peor que la muerte. —No piense de mí peor de lo necesario, señorito Johnny —dijo en tono quedo—. He estado mucho tiempo casi cansado de mi vida. Dejando el saco de maíz cerca de los escalones, cogió la llave de su bolsillo y me la dio. Su aspecto había cambiado mucho; había algo penosamente sumiso y triste en su manera que lo sentí tanto por él como si no hubiese sido culpable. Maria Lease siguió con su ardiente pasión. —Más cansado estarás mañana cuando la policía te lleve a la cárcel de Worcester. El Juez de Paz Todhedy no podrá perdonarte aunque tu padre fuese su alguacil muchos años. No podría aunque quisiera: el señor Ludlow te ha visto haciéndolo. —Permítame la llave un momento, señor —dijo, tan tranquilo como si no hubiese oído una palabra. Y se la di. No estoy seguro de por qué, pero le habría dado mi cabeza si me la hubiese pedido. Se llevó el saco al hombro, abrió la puerta del granero y puso el saco junto a los otros. La bolsa era suya, como supimos después, pero la dejó allí. Volviendo a cerrar la puerta, me devolvió la llave y se fue con paso cansado. —Adiós, señorito Johnny. Yo le devolví el saludo educadamente, aunque había estado robando. Cuando estuvo fuera de vista, Maria Lease, aún llena de ira, salió corriendo hacia el cottage de su madre, con un extraño grito de desesperación atravesando sus labios. —¿Dónde has estado, Johnny? —rugió el Juez de Paz, que estaba levantado esperándome—. Has estado tirándoles piedras a los búhos, eso es

lo que has estado haciendo; o corriendo detrás de las liebres. Le dije que había esperado al doctor Cole, y que había regresado más despacio de lo que había ido; pero no dije nada más, y subí enseguida a mi habitación. Y el Juez de Paz se fue a la suya. Sé que soy un bobo, la gente me lo dice, y a menudo, pero no puedo evitarlo: no elegí ser así. Me quedé despierto hasta casi la mañana, primero deseando que Daniel Ferrar pudiese salvarse, y luego pensando que quizá podría ocurrir. Si hubiese aprendido bien la lección y fuese honrado en el futuro, sería grandioso. El viejo Ferrar nos agradaba; nos había hecho muchos favores a Tod y a mí, y, por eso, nos agradaba Daniel. Así que cuando llegó la mañana no dije ni una palabra de los problemas de la noche anterior. —¿Está Daniel en casa? —pregunté cuando fui a casa de Ferrar nada más después de desayunar. Quería decirle que si se mantenía en el buen camino, yo guardaría el secreto. —Salió al amanecer, señor —respondió la anciana que lo atendía y vendía sus pollos en el mercado—. Volverá enseguida, aún no ha desayunado. —Cuando llegue, dígale que espere a verme. Dígale que está bien. ¿Te acordarás, Goody? Que está bien. —Seguro que me acordaré, señorito Ludlow. Tod y yo, cumpliendo nuestra promesa, fuimos a la iglesia, y encontramos a unas diez personas en los bancos. Harriet Roe era una de ellas, con sus lazos rosas, la cadena de oro rizado por encima de una chaqueta de terciopelo corta. —No, señor, aún no ha vuelto a casa; no sé adónde habrá podido ir —fue la respuesta de la vieja Goody cuando volví a casa de Ferrar. De modo que le escribí unas palabras en un papel y le dije que se lo diese cuando volviera, pues yo no podía estar yendo allí a cada hora. Tras el almuerzo, paseé por la parte de atrás del granero. Supongo que los recuerdos me llevaron allí, pues no era un lugar que soliese frecuentar. Vi aparecer a Maria Lease. ¡Qué cambio! La mujer apasionada de la noche anterior se había convertido en una pobrecilla de aspecto lamentable y golpeada por el dolor que estaba a punto de morir de remordimiento. La pasión excesiva se había

cobrado las consecuencias habituales: una reacción. Una reacción a favor de Daniel Ferrar. Vino hacia mí, retorciéndose las manos en agonía, rogándome que lo perdonase, que no hablase de él, que le diese una oportunidad. Y sus labios temblaban y se estremecían, y tenía círculos oscuros bajo sus ojos vacíos. Le respondí que no había dicho nada y que no tenía intención de hacerlo. Con lo cual estuvo a punto de caer de rodillas, pero me adelanté. —¿Sabes dónde está? —le pregunté, cuando recuperó el sentido común. —¡Oh, ojalá lo supiese! Señorito Johnny, él es de la clase de hombre que haría algo desesperado. Nunca se enfrentaría a la vergüenza, y yo fui una loca malvada de corazón de piedra por hacer lo que hice anoche. Podría huir y hacerse a la mar, podría ir y alistarse al ejército. —Yo diría que a esta hora estará en casa. Le he dejado una nota allí donde le prometía ir a verle esta noche. Si promete no volver a cometer errores, nadie sabrá nunca nada de esto por mí. Se fue más calmada, y yo seguí caminando en dirección a South Crabb. Con lo ilusionados que habíamos estado Tod y yo por el día de fiesta, no estaba resultando ser demasiado divertido. Al volver a casa, porque no había nada por lo que quedarse fuera, llegué al lugar donde vi a Maria, cuando un policía a caballo llegó a mi altura. Se me paró el corazón, pues pensé que debía de venir a por Daniel Ferrar. —¿Puede decirme si estoy cerca de Crabb Cot, la casa del Juez de Paz Todhetly? —Llegará dentro de un minuto o dos. Yo vivo allí. El Juez de Paz Todhetly no está. ¿Para qué lo quería? —Es sólo para darle un papel oficial, señor. Tengo que dejárselo personalmente a todos los magistrados del condado. Siguió adelante. Cuando llegué vi el papel doblado sobre la mesa del recibidor y el hombre y el caballo ya habían seguido su camino. Dentro era peor que fuera; había aún menos que hacer. Tod había desaparecido después del servicio, el Juez de Paz había salido, la señora Todhetly estaba arriba con Lena y yo volví a salir. Para entonces eran sólo las tres de la tarde. Pasé una hora, o más, como pude: saludando a uno, hablando con el otro, tirándoles piedras a los patos y gansos, lo que fuera. La señora Lease

asomaba la cabeza cubierta por un chal amarillo sobre la valla cuando pasé por delante de su cottage. —No coja frío, señora. —Estoy buscando a Maria, señor. No se me ocurre qué ha podido pasarle, señorito Johnny —añadió, bajando la voz hasta un susurro—. La chica parece haber enloquecido. Desde que ha amanecido ha estado entrando y saliendo como un perro en una feria. —Si la veo la enviaré a casa. Y un minuto después la vi, pues salía del patio de Daniel Ferrar. Supuse que ya habría vuelto a casa. —No —dijo, pareciendo más alocada, cansada y estropeada que antes—, eso es lo que he venido a preguntar. Estoy fuera de mí, señor. Seguro que se ha ido. ¡Se ha ido! Yo no lo creía. No era probable que se hubiese ido sin ropa. —Bueno, sé que se ha ido, señorito Johnny, algo me lo dice. He estado por todas partes. Tengo un gran temor, señor, nunca había sentido nada así. —Espera hasta la noche, Maria, creo que para entonces habrá vuelto a casa. Tu madre te busca y le dije que si te veía te enviaría a casa. Mecánicamente se dirigió hacia el cottage y yo seguí adelante. Enseguida, mientras estaba sentado en la puerta viendo la puesta de sol, Harriet Roe pasó hacia el puente de sauce, y movió la cabeza hacia mí a su modo descarado pero con buena intención. —¿Vas a ir a ver a los fantasmas esta noche? —le pregunté, y poco después desearía no haberlo hecho—. Pronto será de noche. —Cierto —dijo ella, mirando hacia el cielo enrojecido en el oeste—, pero esta noche no tengo tiempo que dedicarle a los fantasmas. —¿Has visto a Ferrar hoy? —le dije, ocurriéndoseme una idea. —No. Y no sé dónde puede haber ido, a menos que se haya ido a Worcester. Me dijo que tendría que ir algún día de esta semana. Evidentemente, ella no sabía nada de él, y siguió su camino con otro de sus descarados movimientos de cabeza. Estuve sentado en la puerta hasta que el sol se hubo puesto, y entonces se me ocurrió que ya era hora de volver a casa. Cerca del granero amarillo, la escena de la desventura de la noche

anterior, a quién me encuentro sino a Maria Lease. Estaba en pie, quieta, y se giró rápidamente al sonido de mis pisadas. Tenía de nuevo la expresión alegre, pero tenía un aspecto confuso. —Le acabo de ver: no se ha ido —dijo, con un susurro de alegría—. Usted tenía razón, señorito Johnny, y yo me equivocaba. —¿Dónde le has visto? —Aquí, no hace ni un minuto. Le he visto dos veces. Estaba muy enfadado, y no me permitió hablarle. Las dos veces se fue antes de que pudiese alcanzarlo. Está cerca, en algún lugar. Naturalmente, miré alrededor, pero Ferrar no estaba por ninguna parte. No había nada donde pudiera esconderse, excepto el granero, y estaba cerrado con llave. Ésta es la historia que me contó, y su rostro volvió a mostrar confusión mientras la relataba. Incapaz de descansar dentro de su casa, había vuelto a rondar por aquí, y vio a Ferrar de pie en la esquina del granero, mirándola con mucha intención. Ella creyó que la estaba esperando, pero antes de que pudiera acercarse había desaparecido, y no vio hacia dónde. Corrió hacia el frente del granero, luego hacia la parte de atrás, y allí estaba. Estaba en pie cerca de los escalones, aparentemente buscándola, esperándola, y de nuevo la miraba con esa misma mirada fija. Pero de nuevo lo perdió antes de poder llegar allí, y en ese momento fue cuando llegué yo. Di la vuelta al granero, pero no vi a Ferrar. Era extraordinario dónde podía haber ido. Dentro del granero no podía estar, pues estaba cerrado con llave, y no se le veía en el campo abierto. Era, por así decir, pleno día aún, o al menos no estaba lejos de ello: la luz roja aún se veía por el oeste. Más allá del campo en la parte de atrás del granero, había una arboleda en forma de triángulo, y la arboleda estaba flanqueada por la Garganta Crabb, que iba de derecha a izquierda. La Garganta Crabb tenía fama de estar encantada porque a veces, moviéndose por sus paredes, se veía una luz que nadie podía explicar. Un lugar encantador para todos aquellos a los que les gusta lo lúgubre. —¿Estás segura de que era Ferrar, Maria? —¡Segura! —replicó sorprendida—. No creerá que podría confundirlo

con otro, ¿verdad, señorito Johnny? Llevaba esa fea gorra de invierno de piel de foca atada por encima de las orejas, y su abrigo gris grueso. Llevaba el abrigo abrochado. No le he visto llevar ninguna de esas dos prendas desde el invierno pasado. Parecía bastante evidente que Ferrar había debido esconderse en alguna parte, y sin embargo no había nada más que el suelo para ocultarlo. Maria dijo que la última vez, de hecho ambas veces, lo había perdido de vista sólo un momento, y era absolutamente imposible que hubiese podido llegar hasta el triángulo o a ningún otro sitio, pues debería haberle visto cruzar el campo abierto. Yo también debería haberle visto. En total, no habían pasado dos minutos desde que yo aparecí, aunque parece que se tarda más en contarlo, cuando, antes de que pudiésemos seguir mirando, oímos voces que se acercaban desde Crabb Cot, y Maria, que no quería que la viesen, se marchó rápidamente. Aún seguía confundido con el escondite de Ferrar cuando me alcanzaron el Juez de Paz, Tod y dos o tres hombres. Tod se acercó lentamente, con su cara seria y grave. —¡Vaya, Johnny, qué asunto tan chocante! —¿Qué asunto chocante? —¿No lo has oído? No, claro, no has podido oírlo. No había oído nada. No sabía qué había que oír. Tod me lo contó en un susurro. —Daniel Ferrar está muerto, chico. —¿Qué? —Se ha suicidado. No hará más de media hora. Se ahorcó en la arboleda. Me puse enfermo, pensando en unas cosas y otras, comparando este recuerdo con aquél, algo que estoy seguro que pensaréis que sólo haría un bobo. Ferrar estaba muerto. Había pasado el día escondido en la arboleda, quizá esperando a la noche para huir o quizá esperando a la noche para volver a casa, quién sabe. A eso de las dos y media, Luke Macintosh, un hombre que a veces trabajaba para nosotros, a veces para el viejo Coney, pasó por la arboleda, le vio, y habló con él. El mismo hombre, pasando de nuevo un poco antes del atardecer, lo encontró colgado de un árbol, muerto. Macintosh corrió con las noticias a Crabb Cot, y ahora se dirigían a la escena. Cuando se

examinaron los hechos pareció normal pensar que el policía a caballo había aterrorizado a Ferrar y se suicidó; quizá, ¡todos confiábamos en eso!, le había aterrado hasta el punto de perder la razón. Lo mirásemos como lo mirásemos, era terrible. Pero ¿qué hay de la aparición que vio Maria Lease? En ese momento, Ferrar llevaba muerto al menos media hora. ¿Fue realidad o ilusión? Esto es (como dijo el Juez de Paz), ¿sus ojos vieron de verdad a un espectral Daniel Ferrar o le engañó su imaginación? Las opiniones estaban divididas. Nada puede hacer flaquear la firme creencia de Maria de que fue real, para ella sigue siendo una horrible certeza, tan cierta como la luz que nos alumbra. Si digo que yo también creo en ello, se me llamará bobo y bobo por partida doble. Pero no supone un obstáculo difícil de vencer. Cuando encontraron a Ferrar llevaba puesta su gorra de piel de foca atada sobre las orejas y el abrigo grueso gris abotonado, como Maria Lease me lo había descrito, y no se había puesto ninguna de las dos prendas desde el invierno anterior ni las había sacado del arcón donde las guardaba. Cuando se le dijo que había muerto con esas ropas, ella dijo que estaban en el arcón y salió corriendo a mirarlo. Pero esas prendas no estaban.

Charlotte Elizabeth Riddell (1832 - 1906)

Nacida en una pequeña población llamada Carrickfergus, muy próxima a Belfast (Irlanda del Norte), Charlotte Elizabeth Lawson Cowan fue una de las escritoras más populares de la Era Victoriana, como lo demuestran sus más de cincuenta volúmenes publicados en vida, entre novelas y recopilaciones de cuentos. Versátil y muy imaginativa, fue la primera mujer que escribió acerca de la vida e historia de la ciudad de Londres, sobre economía y el mundo de los negocios en general (¡), además de componer cuentos para niños, fábulas románticas, relatos folclóricos sobre su Irlanda natal y, por supuesto, historias de terror. Su maestría en este terreno ha logrado que diversos especialistas en la materia la comparen con sus insignes colegas y compatriotas (masculinos) Sheridan le Fanu, Charles Maturin, Fitzjames O’Brien o Bram Stoker. Por ejemplo, James L. Campbell, asegura que «el tono marcadamente realista de sus obras (…) hace que, aparte de Le Fanu, ningún otro escritor de la época maneje mejor la aparición de lo sobrenatural» (“Mrs. Riddell”, Supernatural Fiction Writers, por E. F. Bleiler [Ed.] Charles Scribner’s Sons Publishers, Nueva York, 1985). Charlotte era la hija menor de James Cowan, comisario del condado de Antrim, y de Ellen Kilshaw, una dama inglesa. Según ella misma explicaba, su tatarabuelo paterno estaba emparentado con los reyes de la casa Hannover, distinguiéndose en la Batalla de Culloden (16 de abril de 1745) el choque final entre los adeptos de Jacobo II Estuardo y los partidarios del rey Jorge II de Gran Bretaña. La buena posición económica de su familia hizo que la

joven viviera una infancia y adolescencia feliz, sin problemas vitales, leyendo todo cuanto caía en sus manos, incluso un ejemplar de El Corán que tenía su padre… ¡cuando sólo tenía ocho años!, y escribiendo sus primeros relatos a partir de los quince, aunque «jamás los terminaba y, por supuesto, nunca los publiqué», explicó. Sin embargo, el fallecimiento de James Cowan en 1850 truncó tan idílica existencia. La repentina estrechez de medios monetarios obligó a su familia a trasladarse a Londres, donde Ellen Kilshaw podría ganarse la vida con mayor facilidad y, además, Charlotte empezaría su carrera como escritora profesional ocultándose bajo los pseudónimos de R. V. Sparling, Rainey Hawthorne, Charles Skeet y F. G. Trafford. A la muerte de su madre en 1857, la escritora se casó con el ingeniero Joseph Hadley Riddell, quien trabajaba en la City londinense. Durante su matrimonio publicó varias novelas de éxito, como The Rich Husband (1858), My First Love (1869) y su célebre The Uninhabited House (1875), una inquietante historia de fantasmas. A partir de su undécima novela, The Race for Wealth (1866), empezó a firmar como «Mrs. J. H. Riddell» («Señora de J. H. Ridell»). La muerte de su esposo, en 1880, supone un duro golpe para ella, pues a la pérdida humana se suman unas apremiantes dificultades financieras. Joseph Hadley Riddell nunca fue muy hábil para los negocios —lo que le costó la vida, consumido por la amargura…—, y las deudas ocasionadas por sus ruinosas aventuras en bolsa siempre lastraron la economía familiar. De ahí que Charlotte hiciera frente a las mismas con los beneficios obtenidos de su frenética actividad literaria, o que se convirtiera, en 1868, en socia y editora del St. James’s Magazine, situación que le abrió las puertas de los más selectos ambientes culturales de Londres. Después de saldar cuentas con sus acreedores, se marchó de la capital británica, primero a Addlestone, luego a Shepperton y, finalmente, a una casa de Spring Grove, en Isleworth, donde falleció veintiséis años después de enviudar. Un periodo de tiempo que llenó con su trabajo, publicando veintiocho libros más, entre novelas, ensayos y recopilaciones de cuentos. Entre ellos, el célebre “The Last Squire of Ennismore” (1888), el cual, partiendo de una leyenda sobre una posesión demoníaca ambientada en las costas irlandesas de Antrim, nos narra una historia de horror de magnífica belleza.

“La puerta abierta” es una novela corta (novelette) publicada en 1882 en su antología Weird Stories —que conviene no confundir con otro clásico de la ghost story, de idéntico título, La puerta abierta (The Open Door, 1889), de Margaret Oliphant (1828-1897)—, que aborda una historia de fantasmas aromatizada con elementos de thriller criminal. Sin embargo, su autora, profunda conocedora de los principales mecanismos narrativos del género, consigue articular una atmósfera opresiva, muy ambivalente en lo tocante a lo sobrenatural, por medio de estudiadas frases reflexivas —«Hay gente que no cree en los fantasmas. Por lo mismo, hay gente que no cree en nada. Hay personas a las que su incredulidad lleva incluso a negar cuanto concierne a la puerta abierta de Ladlow Hall. Dicen que no estaba del todo abierta, sólo entornada, y hasta que hubieran podido cerrarla, de haber querido hacerlo; dicen también que todo el caso no es más que un delirio»—, de descripciones inquietantes —«El suelo era de mármol blanco y negro. Había dos grandes chimeneas con leña a medio quemar; de las paredes colgaban distintos cuadros y cornamentas. En unos extraños nichos, enormes, había grupos de pequeñas estatuas, que por lo general representaban a hombres con armadura»—, o insinuando escalofriantes emociones —«Pero sigue habiendo veces en las que parece poseerme una dolorosa oscuridad, momentos en los que no me gusta que me dejen solo»—. Charlotte Elizabeth Lawson Cowan, «Mrs. Riddell», sabe cómo mantener el equilibrio entre las expectativas del lector cautivado por lo terrorífico, y las inquietudes artísticas de quienes se acercan a este género con todo tipo de precauciones. Al atractivo universal de los cuentos de fantasmas, la escritora añade, por tanto, las sinuosidades de un estilo trabajado hasta sus más nimios detalles.

LA PUERTA ABIERTA Hay gente que no cree en los fantasmas. Por lo mismo, hay gente que no cree en nada. Hay personas a las que su incredulidad lleva incluso a negar cuanto concierne a la puerta abierta de Ladlow Hall. Dicen que no estaba del todo abierta, sólo entornada, y hasta que hubieran podido cerrarla de haber querido hacerlo; dicen también que todo el caso no es más que un delirio; y que incluso se trata de una conspiración, pues dudan hasta de que pueda haber sobre la faz de la tierra un lugar como Ladlow Hall, pues ya lo buscaron sin éxito la primera vez que estuvieron en Meadowshire. Así es como han saludado esta historia, no publicada hasta el presente, algunos de mis amigos y conocidos. Otra cosa es cómo pueda ser recibida por los extraños. Voy a relatar, pues, qué me sucedió exactamente, cómo fueron los hechos, para que así puedan los lectores aceptarlos o rechazarlos, según la apreciación que hagan del interés de la historia. No me es preciso pedir fe y comprensión para esta historia de fantasmas, ni buscarla a lo largo y ancho del mundo. Si así fuera, abandonaría la pluma definitivamente. Acaso, antes de seguir adelante, deba establecer la premisa siguiente: hubo un tiempo en el que yo mismo no creí en los fantasmas. Si me hubieran preguntado una mañana de verano de hace un montón de años, al encontrarme en el Puente de Londres, si en mi opinión eran posibles tales apariciones, hubiera respondido sin la menor duda: No. Pero, en aquellos tiempos, me era por completo desconocida la historia de la puerta abierta. Ahora, con el permiso de ustedes, paso a referirla sin más dilaciones. —¡Sandy! —¿Qué se le ofrece?

—¿Te gustaría ganarte un par de soberanos? —¡Claro que sí! Algo interrumpió bruscamente el diálogo, pero eso era habitual en las oficinas de Messrs Frimpton, Frampton & Fryer, agentes comerciales y subastadores, sita en St. Benet Hill, City. (Yo no me llamo Sandy[26], ni cosa parecida, claro, aunque los demás oficinistas y cajeros me digan así a causa de que mi aspecto, según ellos, es el propio de un escocés blancuzco y pelirrojo, como uno de esos personajes, a buen seguro, a los que ven en el teatro. De esto quizá pueda colegirse que no soy precisamente un tipo bien parecido, lo cual es cierto; en realidad soy el espécimen más feo de toda mi familia, cosa que me resulta imposible negar, como tampoco puedo negar que realmente estuve mucho tiempo descontento conmigo mismo en todo, absolutamente en todo, y que no me placía nada mi empleo como chupatintas en una oficina de subasteros y agentes comerciales, y que mucho menos me gustaban mis jefes. En suma, y aunque pueda parecer extraño, lo cierto es que éstos, sin embargo, me demostraban una cordial antipatía). —Bueno —siguió diciendo Parton, mi jefe directo desde hacía varios años, un sujeto que se complacía especialmente en burlarse de mí y fastidiarme—, pues te diré qué tienes que hacer para que te caiga un par de soberanos en las manos. —¿Qué he de hacer? —pregunté enfurruñado, pues temía que estuviera burlándose de mí una vez más. —¿Recuerdas la casa que hemos alquilado a Carrison, el mayorista de té? Carrison comerciaba con China y poseía una flotilla de barcos y varios almacenes. Pero no sabía muy bien qué pretendía Parton, así que me limité a asentir. —Alquiló esa casa por varios años, pero no puede vivir ahí, según parece; nuestro supervisor general ha dicho esta misma mañana que dará un par de soberanos a quien descubra cuál es el problema, además de pagarle el viaje hasta allí, claro. —¿Dónde es? —pregunté sin volverme hacia él, aunque apoyando bien los codos sobre mi mesa y tapándome la cara con las manos. —Está en Meadowshire, en pleno corazón de la hermosa campiña…

—¿Y qué es lo que le pasa? —pregunté. —Pues que no puede cerrar una puerta. —¿Cómo? —Que una puerta siempre está abierta, si prefieres que te lo diga así — respondió Parton. —Me está tomando el pelo… —Podría ser, pero no es el caso, y te aseguro que Carrison tampoco pretende burlarse de nosotros; tenías que haberlo visto, todo encorajinado; y Fryer se preocupó mucho al verlo así, igual que yo mismo… Después de eso se cruzaron varias cartas, y en la última Carrison amenazaba con acudir a sus abogados… Aunque me temo que por esa vía no hallará la solución… —Y dígame —me interesé por primera vez en el asunto—, ¿por qué no se puede cerrar esa puerta? —Dicen por ahí que la casa está encantada… —¡Qué estupidez! —exclamé. —Bueno, hemos pensado que eres la persona idónea para cazar a ese fantasma… Lo pensé en cuanto el viejo Fryer me contó el caso. —Y si no pueden cerrar la puerta —dije mientras seguía el curso de mis pensamientos—, ¿por qué no la dejan abierta? —No tengo la menor idea… Sólo sé que hay dos soberanos esperando un dueño… Y que te he hecho el regalo de contarte todo esto, por si te los quieres ganar. Y sin decir más, Parton se quitó el sombrero y comenzó a dedicarse a su trabajo, que consistía en ver qué hacían los empleados a su cargo. Hay una cosa que debo comentar acerca de nuestras oficinas: no se puede decir que fuésemos muy serios en el trabajo. Algo, por lo demás, que me parece pasa en todas las oficinas. Pero sí puedo afirmar que ocurría en las nuestras. Siempre estábamos bromeando, charlando, contando historias estúpidas, dejando para más tarde el trabajo por hacer, mirando el reloj, contando las semanas que faltaban para el próximo día de San Lubbock[27], contando los días que faltaban para el próximo sábado. No es menos cierto, sin embargo, que todos queríamos ganar más, y que nos parecía que nuestros salarios eran bajos. Yo ganaba veinte libras al año, lo que apenas me daba para comer decentemente. Mi madre y mis hermanas

me hacían ver este punto con mucha claridad, y cuando necesitaba dinero para ropa odiaba mencionárselo a mi pobre y atribulado padre. Al parecer habíamos dispuesto de mayores comodidades en otro tiempo, pero la verdad es que ya no recordaba cuándo… Mi padre tuvo una pequeña propiedad en el campo, años atrás, pero no pagó a tiempo a cierto banco, tampoco recuerdo qué banco, y se la embargaron por no satisfacer los intereses de un crédito. En suma, que vivíamos todos con unas cien libras al año, gracias a los esfuerzos y a la buena administración que hacía mi madre. Claro que quizá nos hubiéramos manejado mejor, cuando mi padre tuvo aquella propiedad en el campo, de no haber sido tan cursis, y de no haber tratado de vivir siempre por encima de nuestras posibilidades, al extremo de hacer que nuestros acreedores nos trataran finalmente con vara de hierro. Antes de aquel triste final, una de mis hermanas contrajo matrimonio con el hijo menor de una muy distinguida familia, pero aunque es verdad que vivían muy bien, siempre nos mantuvo a raya. Mi hermano, por su parte, era también un simple chupatintas, que se esforzaba en mantener las apariencias, como toda la familia. Aquello debió ser realmente triste para mi padre, siempre agobiado por las deudas, siempre devolviendo letras de cambio, siempre luchando contra la escasez de dinero. En lo que a mí respecta, creo que me hubiese vuelto completamente loco de no haber contado con el feliz refugio que me brindaba la casa de mi tía, a la que acudía cuando estaba triste y no hallaba consuelo. Era la hermana de mi padre, pero como decía mi madre, que se negaba a reconocer la relación, se había casado con alguien inferior a ella. Compréndanse, pues, las razones por las que aquellos dos soberanos de que me había hablado Parton tintineaban en mi cabeza. Necesitaba el dinero. Puedo jurar que nunca había dispuesto de seis peniques para mis gastos, así que, si me ganaba aquellos dos soberanos, bien podría comprarme algunas cosas que me apetecían mucho, y regalar a mi padre un paraguas nuevo. Primero pensé en ganarme los dos soberanos, claro; después pregunté cuánto nos pagaba Mr. Carrison por el alquiler de aquella casa de Ladlow Hall, y luego me dije que a buen seguro me pagaría él mismo más de dos soberanos si conseguía largarle de allí al fantasma. Acaso pudiera sacar de todo aquello unas diez libras… o hasta veinte libras… Por eso no

dejé de pensar en ello el resto del día, y por eso soñé aquella noche con todo eso y, mientras me vestía a la mañana siguiente para ir a trabajar, resolví hablar del asunto con el propio Mr. Fryer. Lo hice. Dije al caballero en cuestión que Parton me había contado el caso, y que si él, Mr. Fryer, no tenía nada que objetar, trataría con mucho gusto de resolver aquel misterio. Añadí que estaba acostumbrado a vivir en casas deshabitadas —lo que no era cierto— y que no perdería los nervios, por ello, en ningún caso; también le dije que no creía en fantasmas, por lo que no les tenía miedo, como tampoco se lo tenía a los ladrones. —Nunca imaginé que sería usted capaz de algo así —me dijo—. Claro está, si no hay solución, no hay paga… Permanezca en la casa durante una semana entera, y si al cabo de ese tiempo es usted capaz de cerrar la puerta, echar el cerrojo y asegurarla bien, incluso con clavos, si hace falta, envíeme un telegrama y me presentaré allí para comprobarlo. Si no lo consigue, limítese a regresar… Por otra parte, no tengo inconveniente en que alguien le acompañe, si así lo quiere usted. Le di las gracias, pero asegurándole que no precisaba de compañía. —Hay una cosa que sí me gustaría, señor… —dije. —¿De qué se trata? —me interrumpió. —De un poco más de dinero, señor —respondí—. Si cazo a ese fantasma y lo expulso, creo que merecería algo más que un par de soberanos. —¿Y cuánto cree usted que merecería cobrar en ese caso? —me preguntó Mr. Fryer. Su tono me hizo bajar la guardia; se mostraba tan educado y conciliador que respondí con modestia. —Bueno —dije—, si Mr. Carrison no puede habitar ahora su casa, y teniendo en cuenta lo que paga de alquiler por ella, y el alto porcentaje que nos llevamos de dicho pago, quizá no tenga usted inconveniente en darme veinte libras… Mr. Fryer se volvió para abrir uno de los libros que tenía sobre su escritorio, pero me di cuenta de que no leía nada. —¿Cuánto tiempo lleva usted con nosotros? Es usted Edlyd, ¿verdad? — me preguntó. —Mañana hará once meses, señor —respondí.

—Y cobra usted semanalmente… Cuatro veces al mes, ¿no es así? —Así es, señor —me percaté de que me temblaba la voz, aunque no sabía decirme entonces qué era lo que me daba miedo. —Bien, pues tenga usted la bondad de venir por su paga hoy mismo, antes de irse… Le pagaré tres meses de sueldo, y todo arreglado, ¿de acuerdo? —Creo que no le comprendo, señor —comencé a decir, pero me interrumpió de inmediato. —Pues yo sí lo comprendo, y ya he tenido bastante… Ya he tenido suficiente con usted y con los aires que se da; y ya estoy harto de su indiferencia, por no hablar de su insolencia… Nunca he tenido un empleado que me haya desagradado tanto como me desagrada usted. Se atreve usted a venir y dictarme condiciones, ¡qué descarado! No, usted no irá a Ladlow. ¡Pobre diablo! Cualquiera se conformaría con media guinea por hacer eso y a usted no le valen dos soberanos… Y eso que aún es usted joven. —¿Quiere decir que me echa del trabajo, señor? —le pregunté con desesperación—. No creo haberle ofendido… Yo… —Será mejor que no diga más —me interrumpió—; ya estoy harto de oírle… Me parece que usted nunca se ha enterado de cuál es su lugar en este negocio, y creo que no será capaz de enterarse… No sé cómo pude ser tan imbécil como para contratarle; al parecer tenía usted ciertas relaciones interesantes, pero nada de eso; sus relaciones no me sirven de nada. Creo que no tiene usted un solo amigo que me haya dado a ganar un penique. Y me parece que tampoco ha traído usted ningún buen negocio a esta casa, ni siquiera un negocio que lo beneficiara a usted mismo, y cuanto antes acabe usted en Australia —aquí se mostró muy enfático— y lo perdamos de vista, mejor será para todos y más tranquilo me sentiré yo. No dije una palabra. No podía. Sus ademanes eran suficientemente explícitos; no era el momento de que yo intentara decir o hacer algo. Sacó cinco libras de su caja y las arrojó sobre la mesa; luego me extendió un recibo, me pidió con un gesto que lo firmara, y también con un gesto me dijo que me largase de allí. Tanto me temblaba la mano que apenas podía sostener la pluma entre los dedos. Tuve, no obstante, la presencia de ánimo suficiente como para meter

la mano en mi bolsillo y sacar una libra, cuatro peniques y tres chelines que por suerte llevaba conmigo. —No puedo cobrar por un trabajo que no he hecho —dije poniendo a mi vez aquel dinero sobre la mesa, para darle el cambio a Mr. Fryer; lo hice a la vez con ardor y con pena—. Buenos días —añadí y me fui con la mayor dignidad posible, pasando entre las mesas del resto de los chupatintas. Antes, sin embargo, tomé de mi escritorio las pocas pertenencias que allí tenía, ordené los papeles, y le dije a Parton si era tan amable de entregar la llave a Mr. Fryer. —¿Qué ha ocurrido? —me preguntó—. ¿Es que te marchas? —Sí, me largo —dije. —¿Te ha echado? —Exactamente… Eso es lo que pasa. —Bueno, yo… —comenzó a decir Parton. No quise pararme a oír ningún comentario, así que dije adiós a quienes habían sido hasta entonces mis compañeros de trabajo y me sacudí de los pies el polvo de la oficina. No quería regresar a casa, sin embargo, así que me pasé el tiempo vagando sin rumbo fijo, basta que me di cuenta de que había llegado a Regent Street. Allí me encontré con mi padre, que me pareció más atribulado que nunca. —¿Crees, Phil —me dijo, pues me llamo Theophilus—, que podrías pedir a tus jefes un anticipo de dos o tres libras? Mantuve un discreto silencio, aunque sin dejar de pensar en lo que me había sucedido, y al fin pude responderle. —Claro que sí —dije. —¡Qué bien, hijo mío! Necesitamos de veras ese dinero —me respondió. No le pregunté la razón de aquella urgente necesidad. ¿Para qué precisaría de aquel dinero? Quizás fuera para pagar el gas, o el agua, o al carnicero, o al panadero, o al zapatero… Bueno, daba igual; ya estábamos acostumbrados a esas cosas, a llevar esa vida… Me pregunté una vez más si podría casarme algún día… Y entonces me acordé de Patty, mi prima, tan hermosa, tan exquisita… Una chica de lo más sensible y dulce, que con su sola presencia podría hacer que luciera siempre el sol en la casa de un pobre.

Mi padre y yo echamos a andar; yo iba en silencio, abatido, cuando de golpe se me ocurrió una idea. Mr. Fryer no me había tratado precisamente bien, ni siquiera medio bien. Pero podría devolvérsela, más o menos en sus propios términos. Así que iría a hablar directamente con Mr. Carrison. Apenas lo pensé y lo hice. Tomé un ómnibus y me fui alejando lentamente de la ciudad. Como otros muchos hombres de su posición, Mr. Carrison era difícil de ver; tanto, que el empleado que me atendió me dijo que me resultaría del todo imposible hacerlo. Tendría, para ello, que cursar una petición expresa por escrito, que dicho empleado tramitaría, y quizá me atendiera más adelante. Pero le dije que no haría petición alguna por escrito. Aquel hombre me preguntó entonces qué me proponía. Mi respuesta fue muy simple. Me quedaría allí, sin moverme, hasta que pudiera hablar con Mr. Carrison. En la oficina no había nadie esperando. Me dio lo mismo que me dijese que nadie podía esperar allí. Dije entonces que de acuerdo; que esperaría en la calle. —Hasta donde yo sé —solté al empleado—, la calle no le pertenece a Carrison. El chupatintas me dijo que tuviese cuidado, que me estaba complicando las cosas de mala manera. Respondí diciéndole que sólo aguardaba mi oportunidad. Comenzamos entonces a debatir la cuestión. Y así estábamos, cada uno exponiendo sus argumentos, el chupatintas aludiendo de continuo a Carrison como un caballero joven y muy educado, eso que suelen decir de sí mismos ciertos caballeros, cuando de golpe ambos guardamos silencio al ver ante nosotros a un hombre, efectivamente joven aún, distinguido y apuesto, que hizo una pregunta tan inevitable como dicha en tono autoritario. —¿A qué viene tanto ruido? —dijo. Me adelanté a dar una respuesta. —Quiero ver a Mr. Carrison y no se me permite que lo haga —dije. —¿Y qué quiere usted de él? —Sólo puedo decírselo a él mismo. —Muy bien, adelante… Yo soy Mr. Carrison. De golpe me sentí avergonzado de mi insistencia, de mi pugnacidad; de inmediato, sin embargo, eso que Mr. Fryer había llamado mi insolencia,

acudió a rescatarme de mi propia sensación, y dando un par de pasos hacia él, y quitándome el sombrero, dije: —Quiero hablar con usted acerca de Ladlow Hall, con su permiso, señor. Cambió de súbito la expresión de su cara. A su sonrisa despectiva sucedió un gesto de irritación y completa inmovilidad, coronado por la violenta contracción de su entrecejo, algo que le borraba por completo su contención de antes. —Ladlow Hall —soltó al fin—. ¿Y qué demonios tiene usted que decirme a propósito de Ladlow Hall? —Creo que tengo algo importante que decirle —seguí mientras me percataba de que una angustia mortal se apoderaba de la oficina. Aquel silencio parecía acrecentar en él su interés por el asunto, pues miró con gesto duro a sus empleados, que ni rasgaban el papel con sus plumas ni movían un dedo siquiera. —Sígame, por favor —me dijo entonces Mr. Carrison un tanto abruptamente. Un poco después estábamos en su despacho. —Y bien, ¿de qué se trata? —inquirió dejándose caer en la silla de su escritorio, indicándome con un gesto que tomara asiento, pues me había quedado de pie, sombrero en mano, en mitad del despacho. Comencé a hablar. Puedo decir que era un hombre que sabía escuchar, que prestaba la atención debida. Hablé largamente, hasta contárselo todo. Lo hice como el buen oficinista que era, dándole cuenta pormenorizadamente de lo que sabía, e incluso, también como buen oficinista que era yo, permitiéndome opinar al respecto. Cuando acabé, guardó silencio unos instantes, en actitud reflexiva. Finalmente se decidió a hablar. —Supongo que ha oído usted hablar mucho de Ladlow Hall, le veo muy bien informado —dijo hablando despacio. —He oído decir sólo lo que le he contado, señor —respondí. —¿Y a qué viene tanto interés por su parte en resolver ese misterio? —Señor, necesito ganar algo de dinero. Allá donde veo dinero, allá que trato de conseguirlo —le confesé. —¿Cuántos años tiene usted?

—Cumplí veintidós en enero. —¿Cuánto le pagan en la Frimpton? —Veinte libras al año, señor —respondí. —¡Vaya! Mucho más de lo que se merece usted, a buen seguro. —Eso opina Mr. Fryer, señor —dije dolido. —¿Y cuál es su opinión al respecto? —preguntó sonriente, me pareció que a despecho de sí mismo. —Creo sinceramente que trabajo más y mejor que el resto de los empleados de la firma —respondí sin vacilación. —Bueno, me parece que eso no quiere decir mucho —era su opinión, así que no dije nada, no lo interrumpí—. Me parece que no es usted, sin embargo, un oficinista corriente —siguió diciendo Mr. Carrison mientras me observaba con interés creciente—. ¿Acaso no le gusta el trabajo que hace? —No mucho, señor. —Pues si es así, me parece que quizá debiera usted emigrar, sí, eso es — dijo mirándome ahora críticamente. —Mr. Fryer me dijo que mi lugar está en Australia, o en la… —me detuve a tiempo, para no repetir lo que me había dicho el caballero mentado. —¿Dónde? —preguntó Mr. Carrison. —En la m… —dije con gesto de pedir perdón. Mr. Carrison rió entonces, echándose hacia atrás en la silla, de buena gana. Yo también me reí, un tanto confuso, sin embargo. Al fin y al cabo, veinte libras eran veinte libras, y esa suma ridícula, ese salario escaso, me golpeaba insistentemente en el recuerdo ahora que lo había perdido. Hablamos durante un largo rato. Se interesó por mi padre, por mi niñez, por las circunstancias presentes de mi familia y por el sitio donde vivíamos; también me preguntó por la gente con la que solía tratar, y en realidad me hizo tantas preguntas que ya no soy capaz de recordarlas. —La verdad es que todo ese embrollo parece cosa de locos —dijo después—, pero bueno, lo cierto es que estoy dispuesto a confiar en usted… La casa en cuestión está ahora mismo completamente vacía. No puedo vivir en ella, ni puedo realquilarla, pues ya corren rumores sobre el fantasma… Claro está, saqué de allí todos los muebles, salvo algunas cosas que siempre

estuvieron en la casa, utensilios y objetos diversos que pertenecieron a lord Ladlow. Esa casa me supone una pérdida constante, una inversión estúpida, pues ya sabe usted que la tengo alquilada por mucho tiempo… No creo que consiga usted nada, sin embargo, pues ya lo intentaron otros y ahí sigue el misterio, sin resolver… No obstante, si quiere probar, adelante, no tengo inconveniente en que lo haga; estoy dispuesto a hacer negocio con usted, por lo que le pagaré una cantidad razonable por cada noche que pase en esa maldita casa; y si encima consigue algo realmente bueno para mí, le daré diez libras más… Por supuesto que tengo por seguro que no me ha mentido usted ni con respecto a la casa ni con respecto a sí mismo, por lo que acepto su palabra. No obstante, ¿hay alguien en la ciudad que pueda darme referencias sobre usted? No sabía de nadie, salvo de mi tío, el marido de mi tía. Advertí a Mr. Carrison que no se trataba de un anciano, ni de un hombre rico, pero le confesé también que no sabía de nadie más que pudiera darle referencias sobre mí. —¡Vaya! —exclamó—. ¡Robert Dorland, de la Cullum Street! Pero si es cliente nuestro… Si él me ofrece garantías sobre el buen comportamiento de usted, estaré más que satisfecho, no me harán falta más referencias. Vamos… Y para mi mayor alegría, se levantó, se puso el sombrero, me condujo a través de la oficina hasta la calle, y poco después caminábamos en dirección a la Cullum Street. —¿Conoce usted a este joven, Mr. Dorland? —dijo ya ante el escritorio de mi tío, poniéndome una mano en el hombro. —Claro que sí, Mr. Carrison —respondió mi tío, un tanto amoscado, sin embargo; luego me confesaría que temió entonces que hubiese hecho algo malo—. Es mi sobrino. —¿Y qué opinión le merece su sobrino? ¿Cree sinceramente que es un buen muchacho, alguien digno de mi mayor confianza? —Eso depende de lo que quiera de él —respondió mi tío sonriendo ampliamente. —Pretendo de él sinceridad, fidelidad. —Pues yo, en su caso, buscaría a otro —dijo mi tío. —¡Pero, tío…! —protesté, temeroso de que se extendiera sobre algunas

cosas que realmente me desagradaban, como trabajar duro. Mi tío abandonó entonces su sarcasmo y, poniéndose de pie ante la chimenea apagada, siguió diciendo: —Cuénteme para qué quiere al chico, Mr. Carrison, y entonces podré decirle si le servirá como pretende, o si no será capaz de hacerlo… Le conozco bien, ¿sabe? Creo incluso que le conozco mejor de lo que él mismo se conoce. Mr. Carrison, de manera afable, con ese aire mundano de los ricos, tomó asiento entonces y, cruzando la pierna izquierda sobre la pierna derecha, comenzó a hablar tras una pausa larga y estudiada. —Se ha ofrecido —dijo mirándome— para ir a Ladlow Hall y cerrar de una vez por todas esa maldita puerta… ¿Cree que será capaz de hacerlo? Mi tío se lo quedó mirando un buen rato, pensativo. —Creo, Mr. Carrison, que nadie podrá cerrar esa puerta —dijo al fin. Mr. Carrison, que pareció sorprendido por aquella respuesta, se removió inquieto en su asiento. —Lo que le pregunto en concreto es si cree capaz a su sobrino de intentarlo al menos, de tomarse en serio la tarea encargada, a la que, por otra parte, él mismo se ha ofrecido. —No tienes nada que hacer con eso, Phil —dijo mi tío dirigiéndose a mí. —Me parece que usted no cree en los fantasmas, ¿me equivoco, Mr. Dorland? —dijo Mr. Carrison con una sonrisa sarcástica. —¿Y usted, Mr. Carrison? —dijo a su vez mi tío. Se hizo un silencio, una larga pausa en el debate. Una pausa tensa y difícil de soportar. Una pausa en la que pensé en esas diez libras que parecían esfumarse. Pero la verdad es que yo no sentía miedo. Por diez libras, e incluso por menos, era capaz de enfrentarme a cuantos espíritus quisieran morar en este mundo. Estuve a punto de decírselo, pero hubo algo en la forma en que se miraban los dos que me contuvo. —Si me hace esa pregunta aquí, Mr. Dorland, en pleno centro de la ciudad —comenzó a decir Mr. Carrison sin dejar de sonreír sarcásticamente, hablando despacio y recalcando cada palabra—, le diré que no, que en efecto no creo en los fantasmas… Pero si me hace esa misma pregunta en una noche oscura en Ladlow, tendría que pensar bien mi respuesta… No creo en esos

supuestos fenómenos sobrenaturales, pero… la maldita puerta de Ladlow Hall está mucho más allá de mi capacidad de comprensión, como lo está el porqué del flujo y el reflujo de las mareas. —Y usted no puede vivir en Ladlow, ¿es eso? —dijo entonces mi tío, recalcando también sus palabras. —Así es, no puedo vivir en Ladlow; más aún, y eso es lo peor, no encuentro a nadie que quiera vivir en Ladlow. —¿Querría realquilar la casa? —preguntó mi tío. —Sí, porque el alquiler es a largo plazo… Por eso le dije a Fryer que pagaría una bonita suma a quien desvelara el misterio de esa maldita casa… ¿Quiere o necesita alguna otra información, Mr. Dorland? Si es así, no tiene más que preguntar, que yo le responderé gustoso. La verdad es que me siento ahora mismo como si en vez de hallarme en una oficina más de la ciudad estuviese en el Palacio de la Verdad. Mi tío no pareció reparar en la incomodidad que todo aquello causaba al caballero. Pero cuando la viña es buena no hace falta arrancar los arbustos… Si un hombre habla honestamente, pues sus sentimientos y sus pensamientos lo son, no hace falta hurgar en sus heridas. —No creo, me parece que exagera usted —dijo mi tío—. En realidad considero si mi sobrino será capaz de cumplir lo que usted le pide… Hasta donde yo sé, no es más que un oficinista, no un cazafantasmas que vaya por ahí persiguiendo a los espíritus. Mr. Carrison clavó los ojos en mí; su mirada era de cierta complicidad, como si me pidiera que desmintiese a mi tío, como si me pidiese que lo convenciera de mi capacidad para cumplir adecuadamente aquella tarea. —No quiero hablar más de mi disposición para el trabajo —dije con bastante desazón—. Ya he tenido bastante por hoy, con todo lo que me ha pasado. —¿Qué quieres decir? ¿Qué has hecho, Phil? —inquirió mi tío. —Nada. Sólo quiero cazar a ese fantasma o lo que sea, y ganarme diez libras, sin más —respondí con tanto ardor que Mr. Carrison y mi tío se echaron a reír. —¡Diez libras, nada menos! —exclamó burlón mi tío, a medias entre la risa y el llanto—. Pero, Phil, mi querido muchacho… Ten por seguro que yo

no te pagaría jamás diez libras por salir por ahí a cazar un fantasma. Mi tío, cuando estaba de broma, o cuando se enfadaba mucho, hablaba con un acento muy vulgar. A mí me gustaba esa manera de decir las cosas que tenía entonces, algo que a mi madre, por ejemplo, le molestaba muchísimo. Era un hombre al que no le importaba de cuánta alcurnia fuese el caballero que tenía en esos momentos ante sí, cosa que yo, en el fondo, admiraba mucho. Así era Robert Dorland, y por eso era tan poco apreciado en mi casa. —Y bien, Mr. Edlyd —me dijo Mr. Carrison—, ¿qué piensa hacer usted? Ya ha oído a su tío, dice que se olvide usted de todo este asunto, que no es una empresa para la que se encuentre usted capacitado… Considere que no es mi intención forzarle a nada que no desee hacer. —Haré encantado lo que he prometido, señor —dije con mucha tranquilidad—. No tengo miedo, y verá como… —aquí me detuve, pues estuve a punto de decir que iba a demostrarle cuán tonto había sido por no confiar en mi palabra, pero tuve por seguro que aquellas confianzas no iban al caso. Mr. Carrison me contemplaba con curiosidad creciente. Estoy seguro de que esperaba que completase lo que había dejado a medias, pero al cabo se limitó a decir lo siguiente: —No sabe cuánto me gustaría que de veras consiguiera cerrar usted esa maldita puerta… Y que lo hiciera además tras quedarse allí una sola noche. En fin, si consigue lo que se propone, se habrá ganado el dinero. —Esto no me gusta nada, Phil —intervino de nuevo mi tío—. No me gustan esas tonterías, los espíritus, los monstruos… —Lo siento mucho, tío, pero tengo que hacerlo —respondí. —¿Y cuándo será? —preguntó Mr. Carrison. —Saldré hacia allí mañana temprano —dije. —Adelántele usted cinco libras, Dorland, por favor, que le haré llegar un cheque de inmediato —dijo Mr. Carrison volviéndose hacia donde estaba yo. —Con un soberano será suficiente por ahora —dije. —No, aceptará usted esas cinco libras, que me descontará luego del total —insistió Mr. Carrison con firmeza—. Y me escribirá usted todos los días, a mi dirección particular, contándome cómo van las cosas… Si en algún

momento se siente incapaz de concluir su tarea, abandone sin más, luego de comunicármelo… Buenas tardes —y sin más formalidades dio media vuelta y salió. —No sé si hablaba dirigiéndose sólo a ti, Phil —dijo mi tío. —Creo que sí —respondí—. No digas nada en casa, ¿de acuerdo? —Ya sabes que no me gusta mucho verles, ni hablar con ellos —me contestó sin un leve rictus de amargura, sólo para dejar constancia de las cosas. —Supongo que no te veré de nuevo antes de partir, tío, así que mejor será que me despida de ti ahora. —Adiós, muchacho… No sabes cómo me gustaría que fueses más inteligente y menos tarambana. No dije nada. Tenía el corazón rebosante y la mirada llena de expectativas. La verdad es que alguna vez había intentado ser más formal y menos tarambana, pero el trabajo de oficina no estaba hecho para mí, así que era una tontería pretender atarme a una mesa para escribir y escribir. Era como si obligaras a quien no tiene la menor capacidad para la música a escribir durante horas una ópera tras otra. Naturalmente, antes de partir tenía que ver a Patty; aún no estábamos casados y, aunque a veces me parecía que nunca podríamos hacerlo, ya era mi media naranja, como lo sigue siendo ahora. La verdad es que no me arrojó un jarro de agua fría, ni se disgustó conmigo cuando le conté el asunto. —Me gustaría acompañarte, Phil —fue cuanto dijo después de escucharme, con su carita angelical brillando de entusiasmo. Bien sabe el cielo que a mí también me hubiera gustado que me acompañase. A la mañana siguiente me levanté antes de que pasara el lechero. Dije a los míos que tenía que salir de la ciudad por cosas de trabajo. Patty y yo lo habíamos preparado todo minuciosamente. Desayunaría y me vestiría en su casa con la ropa adecuada para el viaje, pues el traje de trabajar no sería el más a propósito en Ladlow. Además, eso era algo en lo que mi padre y yo nunca nos poníamos de acuerdo, en mi manera de vestir, ni siquiera cuando usaba mi traje de trabajo, que a él siempre le parecía excéntrico, una niñería,

como decía; mi hermano, por su parte, un hombre también muy formal, que jamás se permitía excentricidades, solía reírse de mí porque, según él, dada mi manera de vestir y de comportarme, parecía jugar yo a los soldaditos. En fin, que Patty y yo habíamos acordado que me vistiese en casa de su padre de la forma que más conveniente me pareciera. Joven como lo era entonces, me entusiasmaba la perspectiva de ir a Ladlow con mi rifle y un revólver. Me sentía todo un conquistador capaz de derrotar a un ejército. La tarde era magnífica cuando me vi caminando por los senderos que cruzaban el corazón de la campiña de Meadowshire. A cada paso, con cada latido de mi corazón, más amaba aquel lugar que se me antojaba maravilloso, aquella espléndida, grande y luminosa campiña: hierba verde y húmeda, las espigas azotando el aire para llenar tus oídos con su melodioso cántico, regatos y arroyuelos serpenteantes, un brazo de río que parecía emerger de una ensoñación, pequeñas casas de campo, preciosas… Y antiguas casonas con huerto, aquí y allá. Pensé que ya no querría regresar jamás a Londres, sin duda porque debo ser uno de los pocos seres de este mundo que aman el campo y detestan las ciudades. Caminé y caminé durante mucho tiempo, y en un punto de mi camino, como no estaba muy seguro de la dirección a seguir, por temor a extraviarme, pregunté cómo ir hasta Ladlow Hall a un hombre con el que me crucé bajo una arcada formada por las copas de los árboles, un hombre que tiraba de un poderoso percherón, y a cuyo lado iba una muchacha a lomos de un bonito caballo. —Eso es Ladlow Hall —me dijo aquel hombre, señalando con su fusta hacia mi izquierda. Le di las gracias y ya me disponía a seguir en la dirección indicada cuando oí que me decía: —Ahí no vive nadie. —Sí, ya me han informado. No dijo más. Se limitó a desearme un buen día y siguió su camino. La muchacha que iba a lomos del bonito caballo me sonrió con una leve inclinación de cabeza, para corresponder a mi saludo con el sombrero en la mano. Me sentía feliz. Todo parecía indicar que las cosas comenzaban bien,

lo que por fuerza tenía que suponer que acabarían igual de bien. Fui antes a la casa de los guardeses, mostré a la mujer la carta de presentación que me había dado Mr. Carrison para ellos, y recibí la llave de la casa. —¿Estará usted solo en la casa, señor? —me preguntó. —Sí, claro —dije, acaso de manera tan incomprensible que la mujer no añadió una sola palabra. El camino hasta la casa se hacía muy angosto cuanto más me aproximaba. Subía en cuesta de leve colina, flanqueado por tilos como nunca antes los había contemplado. Una leve verja de hierro aislaba la campiña de la Finca, y en ésta, entre los troncos de los árboles, pastaba el rebaño, llenándome los oídos de inmediato el tintineo de las campanillas de las ovejas. Desde la verja partía a su vez un largo camino, que recorrí hasta verme, bastante lejos ya de la entrada, ante la casa. Era una construcción cuadrada, sólida, una verísima casona antigua de tres plantas, a cuya puerta principal llevaban unos pocos peldaños. Cuatro ventanas a la derecha de la puerta, en la planta baja, y otras cuatro ventanas a la izquierda. Árboles rodeando toda la construcción. Todas las ventanas, tanto las de la planta baja como las de las plantas superiores, estaban cerradas. La casa parecía ciega. Imperaba un silencio mortal. El sol, sobre los altos árboles, apenas penetraba hasta allí, si bien lejos de la casa reinaba espléndido. Me quedé un rato dando vueltas sobre mi propio eje para contemplarlo todo en derredor, y al fin subí los peldaños y me planté en el porche. No puedo decir si estaba o no sobrecogido, pues me puse a pensar en el trabajo encargado, un negocio a fin de cuentas, la razón de que hubiera llegado a un lugar tan lejano y solitario, y sin más metí la llave en la cerradura, la hice girar sin problemas y entré en Ladlow Hall. Al principio, sin duda por el mucho rato que había caminado bajo el sol, apenas vi nada, de tan oscuro como era todo en el interior. Casi no podía distinguir lo que había en el vestíbulo; poco a poco se me fueron acostumbrando los ojos a esa oscuridad, y observé entonces que aquel vestíbulo era enorme, y que de allí arrancaba una larga escalera de roble que conducía a las plantas superiores. El suelo era de mármol blanco y negro. Había dos grandes chimeneas con

leña a medio quemar; de las paredes colgaban distintos cuadros y cornamentas. En unos extraños nichos, enormes, había grupos de pequeñas estatuas que por lo general representaban a hombres con armadura. Vista desde fuera, nadie esperaría que la casa albergase aquello, y sólo en su vestíbulo. Me quedé contemplándolo todo a medias entre la sorpresa y la admiración, y comencé a caminar por allí despacio, tratando de fijarme bien en todos los detalles. Mr. Carrison no me había dado instrucciones concretas; nada me había dicho de cuál era la estancia de la casa en la que podía hallarse el fantasma. Supuse, sin más, que estaría en la primera planta. No tenía la menor idea de qué historia podría inspirar todo aquello, si es que había alguna historia que lo alentase. Había salido de Londres sin más noticias que las recibidas de Mr. Carrison; por otro lado, no llevaba conmigo más que unas pocas cosas que me había puesto Patty en una cesta, aparte de la pequeña maleta con que me bajé en la estación. En suma, que iba tan desprovisto de impedimenta como de informaciones más concretas sobre el misterio. Así pues, tendría que descubrir dónde se alojaba el dichoso fantasma, y mejor sería hacerlo cuanto antes. Volví a mirar en derredor mío… Nunca había visto tantas puertas. Muchas puertas. Dos de ellas estaban abiertas; una, del todo; la otra, simplemente entornada. «Cerraré las dos y subiré la escalera», me dije. Las puertas eran de roble, sólidas y muy pesadas, bien pulidas y provistas de picaportes igualmente sólidos. Después de cerrarlas comprobé si se abrían fácilmente. Había otra más, cerrada, que no pude abrir pues carecía de llave en su cerradura. Eran puertas muy seguras. Subí entonces por la gran escalera, sintiéndome tan curioso como sin duda han de sentirse los intrusos, y recorrí los corredores tanto de la segunda como de la tercera planta, entré en las habitaciones, prácticamente desnudas, sin muebles, salvo alguna que otra cosa muy vieja, pero de indudable valor: unas sillas, alguna mesa de vestidor, un par de armarios… Casi todas aquellas puertas estaban cerradas, y cerré a mi vez sin problemas las pocas que permanecían abiertas. Luego subí a la buhardilla. Me encantó la gran buhardilla. A causa de los árboles que rodeaban la

casa no había mucha luz, pero no obstante contemplé desde las ventanas el campo, el bosque y hasta el valle más lejano. Incluso un brazo del río que se adentraba en lo más hondo de la foresta, tras cruzar igualmente una gran plantación. Las ventanas de la buhardilla que daban a la parte trasera de la casa sólo permitían ver un bosque denso detrás de los establos abandonados; pegados a éstos había un alto muro de piedra, junto al cual, a los dos lados de los establos, crecían jardines preñados de tejo y pequeños huertos. Aún más allá, en el lado contrario de donde había visto las ovejas, avisté igualmente vacas y bueyes; y más atrás aún, unas praderas magníficas y campos de maíz. —¡Qué lugar tan bonito! —exclamé—. Garrison tiene que estar loco si no le gusta vivir aquí —y pensé que disfrutar uno solo de una casa semejante era algo que no tenía precio. También pensé, sin embargo, que tan encantador paseo como di hasta llegar a la casa quizá me hubiese embobado. En efecto, llevaba ya un rato inmóvil, junto a la ventana desde la que contemplaba todo aquello, y me dije que tenía que comenzar mi trabajo. Así que me dispuse a bajar de nuevo por la escalera. También en la buhardilla, claro está, me entretuve en cerrar las puertas que estaban abiertas, cerrándolas incluso con llave cuando había alguna en sus cerraduras. Ninguna puerta se me resistió. Todas quedaron bien cerradas. Cuando llegué a la planta baja, la luz del día comenzaba a declinar, así que me insté a echar un vistazo cuanto antes a las partes de la casa que aún no había recorrido. «Comencemos por la cocina», me dije, encaminándome hacia la cocina, a la que se accedía a través de una puerta que había en el fondo del vestíbulo. Desde la puerta, y a través de una especie de pasaje de piedra, llegué a la gran cocina, no sin antes pasar por una muy amplia sala para el personal del servicio, y dependencias tales como la despensa, la lavandería, la carbonera, la bodega, el cuarto donde se hacía la cerveza, los dormitorios del servicio… Pero no podía detenerme en todo eso; el misterio que atribulaba a Mr. Carrison era más importante que todos aquellos lugares de la casa, polvorientos y llenos de botellas vacías, y parecía difícil que en tal ala de la edificación pudiera hallar la respuesta al enigma. Así que salí de allí para atravesar de nuevo el vestíbulo e ir hasta el gran

salón de estar, después de lo cual decidiría en qué dormitorio pasar la noche. Las sombras de la noche incipiente comenzaban a llenarlo todo, así que apreté el paso mientras cruzaba el vestíbulo, pues sentía cierta aprensión ante aquellas figuras que representaban a hombres con armadura; seguramente, la luz de la luna, en breve, las tornaría aún más fantasmagóricas. Tenía que encender la chimenea del salón, o de alguna de las habitaciones de la planta baja, una en la que hubiese una buena provisión de leña. Seguro que ante un buen fuego y después de tomar un té me sentiría mucho mejor, se esfumaría aquella vaga sensación inquietante que sentía, que comenzaba a resultarme opresiva. Ya se ocultaba el sol allá por donde estaban las vías del ferrocarril en el que había llegado a Ladlow, y supuse que acaso pudiera ver desde la casa, a lo lejos, viajeros llegando a la región; aún, al fin y al cabo, había algo de luz, y eso quizá me permitiese ver a alguien, siquiera a lo lejos. Pero lo que vi entonces fue que una de las puertas que antes había cerrado cuidadosamente estaba abierta, completamente abierta. No había duda, yo había cerrado bien esa puerta, como las otras… Así que aquélla era la habitación, aquélla era la puerta abierta. Permanecí atónito un segundo. Pensé que estaba aterrorizado. Pero no podía consentir en ello, sin embargo. Había ido allí para hacer un trabajo; y allí podía estar el enemigo contra el que tenía que combatir, así que cerré la puerta de nuevo, sin más. «Ahora iré hasta el fondo del salón y esperaré a ver qué pasa», me dije. Y eso hice. Me dirigí hasta el arranque de la escalera y me giré al llegar. La puerta estaba abierta. Volví a la habitación, entré llevado de un fiero espasmo de resolución y levanté las persianas. La habitación, con dos ventanales, era amplia, enorme, de veinte por veinte (lo supe porque me dediqué a recorrerla de un lado a otro). El suelo, también de roble muy pulido, estaba parcialmente cubierto por una gran alfombra turca. A cada lado de la chimenea había dos huecos, uno ocupado por una estantería para libros, que estaba vacía, y el otro por una cómoda. Había también una cama, y me sorprendió que aquella habitación fuese una alcoba, pues estaba en un lugar ante el que sin duda pasaría mucha gente si la casa era habitada, si contase con el servicio doméstico al completo.

Vi unas sillas, muy antiguas pero de madera noble, cubiertas con una sábana. Junto a la cama había una puerta pequeña, lo que me sorprendió especialmente pues no era habitual, tampoco, en una estancia habilitada como alcoba. Estaba cerrada con llave; era la única puerta que había visto cerrada con llave hasta entonces. No obstante, como tenía puesta la llave en la cerradura, abrí. La puerta daba paso a una habitación pequeña y un tanto sobrecogedora; tenía las paredes empapeladas en un tono oscuro y el suelo era negro y brillante; había en ella dos ventanales que arrancaban del suelo y tenían cortinas de terciopelo, y unos pocos muebles muy viejos; y una cama con dosel de seda; y una chimenea bastante grande. «Seguro que alguna vez alguien cometió un crimen en esta habitación», me dije, un poco aprensivo. Y me quedé mirando con cierta angustia la puerta. Me había extrañado que el cerrojo cediera tan fácilmente a la vuelta de la llave. No obstante, me aseguré de cerrarla bien, y salí a la habitación más grande, y después al vestíbulo, no sin antes cerrar también la puerta. —Voy a buscar un poco de leña, y ya veremos qué pasa —me dije en voz alta. Cuando volví, la puerta estaba abierta. —¡Otra vez, maldita sea! —grité sin poder contenerme—. ¡No quiero que me causes más problemas esta noche! —dije a la maldita puerta. Justo cuando gritaba esto, sonó la campanilla de la puerta de entrada, cuyo sonido hizo un eco rotundo en la planta baja de aquella casa deshabitada y prácticamente vacía. Sentí entonces que los nervios se apoderaban de mí por completo; incluso me pareció que me cambiaba totalmente la expresión del rostro. Pero sólo era el guardes, que se había acercado hasta la casa por ver si precisaba de sus servicios. Le pregunté aliviado si había cerca una estafeta de correos, y me dijo que sí; y que si lo deseaba, podía darle la correspondencia que quisiera, que él se encargaría de depositarla en el buzón antes de que la recogieran, lo que solían hacer a las diez de la noche. No tenía carta alguna que darle, y así se lo dije. Quizá las monedas que le di eran más de lo que esperaba, o acaso le impresionó verme allí solo, pero el caso es que se quedó ante la puerta un momento más y preguntó:

—¿Se va a quedar usted solo aquí toda la noche, señor? —Completamente solo —respondí sonriendo cuanto me era posible, dadas las circunstancias. —Ésa es la habitación, señor —dijo desde la entrada señalando hacia la puerta abierta de la habitación, y bajando la voz hasta casi susurrar. —Ya lo sé —dije. —Es la puerta que tiene que cerrar usted, ¿no es así? Bien, pues el partido es suyo, señor, juéguelo —y tras hacer este último comentario, que no me pareció muy respetuoso, se alejó lentamente de la casa. Estaba claro que no tenía la menor intención de ayudarme a resolver el enigma. Miré una vez más hacia la puerta… que ahora estaba abierta del todo. A través de las ventanas de la habitación vi la creciente oscuridad de la noche, apenas tamizada por la luz plateada de la luna, que caía a lo lejos sobre el brazo del río. Me dije entonces que quizá debiera escribir a Mr. Carrison y a Patty; es más, sentí entonces la necesidad de hacerlo, así que me senté a una mesa que había en el vestíbulo, encendí una vela que mi amada me había procurado, entre otras cuantas cosas más que podrían resultarme útiles, y redacté sendas cartas. Luego salí al relente, caminando entre las luces declinantes y las sombras, entre los haces de la luna que se dejaban caer con levedad aquí y allá, haces que parecían jugar al escondite entre los troncos de los árboles, el brazo del río y los regatos y arroyuelos que cruzaban la campiña. Caminé tan aprisa como si compitiese contra el tiempo. Aun con todo, el paseo era una delicia. Los aromas del verano incipiente, el olor de la tierra, todo lo que me rodeaba, en fin, me hizo sentir tan feliz que por un momento se me olvidó lo concerniente a la maldita puerta. «¡Mira eso, Phil!», me decía de repente ante alguna nueva maravilla; «la vida, como bien dice tu tío, no es algo que se deba tomar a la ligera, no es un juego de niños; tienes, claro está, un problema que resolver: el de la puerta; no puedes volver la cara, tienes que hacerle frente… Además, de no ser por esa puerta, no estarías aquí, disfrutando de esta noche espléndida… Sé bien que eres un valiente, que no te asustarás, aunque estemos en tu primera noche de prueba. ¡Ánimo, valiente! La puerta es tu enemigo, así que hazle frente y derrótalo». «Lo intentaré», decía mi otro yo, «claro que lo intentaré, pero puede que

falle…» La estafeta de correos estaba en Ladlow Hollow, una aldea atravesada por el brazo del río bajo un puente antiguo. A medida que llegaba hasta las pequeñas dependencias de la estafeta, me percaté de que el hombre al que veía era el mismo con el que me había cruzado por la tarde, el que tiraba de un percherón, al que acompañaba una damisela montada en un bonito caballo. Me deseó buenas noches cuando estuve ya a su altura, como lo hizo la muchacha, que también estaba allí. El hombre pasó de largo. —Su Señoría tiene ya muchos años —dijo la joven, como si lo disculpase, mientras seguía con los ojos al hombre que se alejaba. —¿Su Señoría? —dije—. ¿A quién se refiere? —A lord Ladlow, claro —respondió. —¡Ah!, es que no le conozco —dije con bastante extrañeza. —Bueno, pues ahí lo tiene, él es lord Ladlow —y señaló al hombre que se alejaba. Pueden estar seguros los lectores de que ya tenía algo en lo que ocupar mis pensamientos cuando regresaba a la casa. Algo más que en la belleza de la luz de la luna derramándose por doquier y en los aromas de la noche espléndida, o en el rumor de la brisa en los árboles, todo lo cual incrementaba la maravilla del elocuente silencio que me rodeaba. ¡Pero si era lord Ladlow! Lo había supuesto a miles de millas de allí, y resultaba que no, que acababa de verlo caminar en dirección contraria a la de su casa, a la que, sin embargo, me dirigía de vuelta… Yo, una especie de recluso en su mansión desolada… Y… ¿qué pasaba ahora? Oí el rumor de unos arbustos, el sonido de mis pies quebrando unas ramas, y al momento me vi en lo más hondo de la foresta. Quizá mis pensamientos habían hecho que me desviase del camino, pues lo cierto fue que me había adentrado en la plantación. Por unos instantes me sentí perdido, desorientado; estaba claro que no conocía bien el camino, y por ello debí de haber procedido con más cautela, sin entretenerme en otros pensamientos que no fuesen los de no perderme. El caso fue que conseguí salir de allí, al cabo, y retomar el camino, sin ser víctima de ningún cazador oculto en la maleza que me hubiera confundido con un pato. Cuando al fin entré en la casa, los haces de la luz de la luna penetraban

por los ventanales iluminando extraordinariamente el gran vestíbulo. Pude ver así, en toda su perfección, cada una de las estatuas que representaban a hombres con armadura, cada cuadrado blanco y negro de mármol en el suelo, incluso cada una de las piezas de aquellas armaduras… Todo me parecía un sueño; y, en efecto, como realmente me sentía cansado y con sueño por satisfacer, decidí que ya no era el momento ni de encender la chimenea ni de comer algo, ni de preocuparme más por la puerta abierta, hasta la mañana siguiente. Lo mejor sería que durmiese. Con tal intención saqué algunas cosas de mi pequeña maleta y me dirigí a una de las habitaciones de la primera planta, que ya había escogido por ser pequeña y confortable. Eso sí, cuando me eché en la cama lo hice abrazado a mi rifle. Pero de inmediato me percaté de que el lecho estaba frío. Toqué entonces el suelo y vi que también estaba frío. Nunca había sentido un estremecimiento tan delicioso como el que experimenté entonces. Tenía que vérmelas con la carne y la sangre, y lo haría. Que el cielo me protegiese. El día siguiente fue luminoso. Desperté con las alondras, me aseé, me vestí, desayuné y eché un nuevo vistazo a la casa antes de que el cartero llegase con la correspondencia. Tenía tres cartas, una de Mr. Carrison, otra de Patty, y una más de mi tío. Di media corona al cartero, de tan feliz como me sentía al tener tanta correspondencia, y le dije que acaso mi presencia en la casa le diese más trabajo del que esperaba. —No importa, señor —me respondió con una sonrisa de gratitud—. Tengo que pasar por aquí todas las mañanas para ir hasta la casa de la dama. —¿Y de qué dama se trata? —pregunté. —De la viuda lady Ladlow —me respondió—. La esposa del difunto lord Ladlow. —¿Y dónde vive? —insistí, confundido. —Para llegar a su casa tiene usted que atravesar los lechos de arbustos y la pequeña catarata; luego, a un cuarto de milla del brazo del río, encontrará la casa. Se fue, no sin antes avisarme de que sólo hacía una entrega diaria de

correspondencia, y me fui al cuarto en el que había desayunado para leer las cartas. Primero abrí la de Mr. Carrison. Lo más importante: «No repare en gastos. Si necesita más dinero, telegrafíe», decía. Después abrí la carta de mi tío. Me pedía que regresara a Londres. Siempre me había tenido por un descerebrado, pero mostraba un gran interés por mí, y prometía ayudarme en todo cuanto le fuera posible si de una vez por todas me decidía a sentar cabeza y a trabajar de veras. Por último abrí la carta de Patty. ¡Que Dios te bendiga, Patty! Por una mujer como ella, y sólo por ella, tenía que resultar triunfante en la batalla, surcar con mi barco los mares más procelosos, resistir cualesquiera tentaciones, amarla sobre todas las cosas… No puedo decir nada sobre su carta, salvo que me insufló aún más fuerza para seguir adelante, para culminar adecuadamente mi tarea. Me pasé la mañana observando la puerta. La miré tanto desde dentro de mi habitación como desde fuera. Y la miraba con gran suspicacia, como retándola. Busqué una y otra causa por la que pudiera abrirse sola, y sólo llegué a la conclusión de que únicamente se abría cuando dejaba de mirarla. Bastaba con que le diese la espalda para alejarme un poco, y se abría. No podía hacer más, no podía probar a cerrarla con llave, por la mera razón de que aquella puerta, justo aquella puerta, no tenía llave en la cerradura. Bien, debo confesar que hacia las dos de la tarde ya estaba aburrido y desconcertado. A esa hora, sin embargo, tuve visita. Nada menos que el propio lord Ladlow en persona. Quise llevar su caballo a los establos, pero no me lo permitió. —No es preciso —me dijo—; mejor, demos un paseo y conversemos… Quiero hablar con usted. Caminamos un largo rato; mientras lo hacía, tuve la sensación de que en la compañía de un caballero tan noble bien podría atravesar las aguas y el fuego sin sentirlos. —Lo supongo a usted al tanto de los rumores y habladurías que corren por ahí —me dijo—. Le aseguro que cuando Mr. Carrison alquiló la casa yo no tenía la menor noticia de esa puerta. —¿De veras, señor? Perdón, quise decir Señoría…

Sonrió. —No se preocupe por el tratamiento que darme —dijo—. Al fin y al cabo, le aseguro que mi título no es nada, no lleva consigo una aportación de dinero… Tráteme, pues, como lo haría con un amigo. Bien, en cuanto a lo que hablábamos, tenga por cierto que no hay ni una sola historia de fantasmas relacionada con esta casa, ni con esta finca. Si la hubiese, le aseguro que nunca hubiera puesto la casa en alquiler, hubiera dejado que se pudriese. Como no sabía muy bien qué decir, permanecí en silencio. —Pero, dígame… ¿cómo es que ha llegado usted aquí? —me preguntó. Se lo conté. Pasada la sorpresa inicial, la verdad es que Su Señoría no era muy distinto de cualquier hombre. Además, incluso un emperador se hubiera mostrado tan próximo y afable como lord Ladlow, en una mañana así de radiante como aquélla, y paseando por tan espléndida finca. Aunque, claro, mi madre siempre dice que hago el mayor desprecio de todo cuanto es digno de veneración. Le conté toda la historia, desde el comienzo; yo diría, incluso, que desde el comienzo del comienzo. Desde las primeras palabras de Parton a propósito del par de soberanos, hasta la conversación con mi tío en presencia de Mr. Carrison. No obstante, me mostré más reticente a propósito de lo que había sucedido desde mi llegada a la casa desde Londres. Al fin y al cabo, era su casa; una casa en la que al parecer le resultaba imposible vivir a la gente normal. Y al fin y al cabo, en tanto la casa era su casa, también lo era la puerta abierta. Aunque, claro está, me pareció que era precisamente de eso de lo que deseaba que le hablase. Y me preguntó por ello, naturalmente. ¿Qué había visto? ¿Qué pensaba yo de todo aquello? Le dije, con la mayor honradez posible, que realmente no tenía nada que decir, pues no sabía qué decir… La puerta, eso era evidente, no se quedaba cerrada; y no parecía haber fuerza humana capaz de conseguir que lo hiciera. Pero, por otra parte, y como es sabido, los fantasmas no juegan con fuego, y era más que posible que el hecho de tener siempre a mi lado el rifle disuadiría a cualquiera, incluso a un fantasma. Su Señoría me escuchaba atentamente. —Usted no tiene miedo, ¿verdad? —me dijo al fin. —No, al menos de momento —respondí—. La puerta hizo de las suyas

anoche, pero me sentía tranquilo. Estoy seguro de que asusta más una bala que una puerta abierta. Se hizo un largo silencio, al cabo del cual, puede que más allá de un minuto, dijo Su Señoría: —Lo que sostiene la gente a propósito de esa puerta abierta es lo que sigue: que como en esa habitación murió asesinado mi tío, lord Ladlow, la puerta seguirá abierta hasta que sea descubierto el asesino. —¡Un crimen! —exclamé sorprendido, pues hasta entonces no había querido pensar realmente en esa posibilidad, era algo que me hacía sentir realmente incómodo. —Sí; estaba tranquilamente sentado en esa habitación cuando lo mataron… Pero no se sabe quién lo hizo. Hubo quien llegó a creer que lo había matado yo mismo. Es más, todavía hay quien sostiene esa opinión. —Pero está claro que usted no lo hizo, señor… No hay ni un viso de realidad en esa historia. Se detuvo, me puso una mano en el hombro y me dijo: —No, amigo mío, claro que no. Yo quería de verdad a mi viejo tío. Incluso cuando me desheredó por las intrigas de su joven esposa, le seguí queriendo; aquello me entristeció, como es lógico, pero nada más, no me indispuso contra él. Más adelante, cuando me llamó precisamente para decirme que al fin lo había comprendido todo, y que estaba dispuesto a reparar el error cometido, le dije que prefería que nombrase heredera única a su joven esposa, para que así la gente no pudiese ir diciendo por ahí que no confiaba en ella, que no le había hecho feliz… Mi tío me dio las gracias por el consejo y me dijo que yo era un buen hombre, emplazándome para seguir hablando de todo aquello al día siguiente. »Antes del amanecer —todo esto ocurrió hace dos años, en verano—, un grito desgarrador despertó a la servidumbre de la casa… Fue el grito mortal que exhaló mi pobre tío. Lo degollaron mientras escribía una carta para mí. Luego se supo, a través de sus representantes, que me había nombrado heredero único de toda su fortuna, que era enorme… Mi tío era inmensamente rico. Pero su joven esposa, una mujer vengativa, no paró en mientes a la hora de recurrir cuantas disposiciones legales hubiera, así como no cejó tampoco en su afán de hacerme pasar a ojos de todo el mundo por el

culpable de la muerte de su esposo. Aunque la carta que escribía mi tío dejaba las cosas claras, ella insistió en que yo le había asesinado mientras escribía. Felizmente, sin embargo, el juez instructor y el forense vieron que no había caso, sino una clara animadversión de la viuda contra mí, toda vez que en las pocas líneas de la carta que podían leerse, pues estaba casi por completo tinta en sangre, mi tío exponía las razones por las que decidía nombrarme heredero único, unas razones que tenían mucho que ver con la defensa de su propio honor mancillado. También hablaba en su carta de la existencia de unos papeles en los que daba cuenta pormenorizada de sus razones, las que motivaron el cambio de sus últimas voluntades, pero nunca han podido hallarse dichos papeles. Y como eran precisos para justificar el cambio en su testamento, su esposa logró salir finalmente victoriosa de la batalla legal librada contra mí. A mi pesar, no obstante, me vi obligado a recurrir, en aras de la defensa de mi buen nombre, y aún sigue el pleito legal entablado con ella, algo que, mucho me temo, está lejos de resolverse. Por lo demás, sepa usted que con la pérdida de mi buen nombre perdí igualmente la salud, a lo que hay que añadir también una pérdida de ingresos que me obligó a partir de aquí durante un tiempo… En esas estaba cuando Mr. Carrison alquiló la casa, que puse en manos de la firma para la que usted ha trabajado… Pero nunca había tenido noticia de esa puerta abierta… Mi representante me contó que, en efecto, Mr. Carrison no se hizo a vivir en la casa, como consecuencia de la turbación que la puerta abierta le producía… Creo que tendría que hablar con él, o con sus representantes, para intentar solucionar todo esto… Pero también le digo que su presencia en este asunto, joven amigo, me parece fundamental, pues es de capital importancia resolver este enigma… Le aseguro que admiro su valor, amigo mío. Y créame que soy pobre como para prometer ahora mismo recompensas, pero desde este mismo momento tiene usted mi mayor gratitud. —Señor —comencé a decir con el corazón en la mano—, la verdad es que no busco recompensas, a pesar de todo… Lo que en realidad quiero es demostrar al padre de Patty que valgo para algo. —¿Quién es Patty? —me preguntó lord Ladlow. No hizo falta que se lo dijera, lo leyó en la expresión de mi cara. —¿Querría tener un buen perro que lo acompañe aquí durante su

estancia? —me preguntó tras una pausa. —No, muchas gracias —respondí tras dudar unos instantes—. Prefiero hacer esa caza yo solo. Pero cuando decía estas palabras recordaba aquella sensación que había tenido al perderme en el camino de regreso desde la estafeta, y le dije que me pareció percibir algo extraño la noche anterior. —Furtivos —dijo—, seguro que eran furtivos. Pero yo negué con la cabeza. —No, ahora que lo recuerdo todo con más claridad —dije—, creo que era una mujer… O acaso un perro… Me sentí acechado. Poco después nos despedimos y me metí en la casa. No salí de allí en todo lo que restó del día. Ni siquiera para dar un paseo sin alejarme mucho, ni para ir a los establos. Me concentré todo el tiempo, única y exclusivamente, en la puerta. La cerré cien veces, y las cien con idéntico resultado. En cuanto me daba la vuelta, se abría. Siempre lo mismo. Mientras la miraba, nada, seguía perfectamente cerrada; pero en cuanto me volvía… otra vez abierta. Hacia las cuatro de la tarde tuve otra visita. Acudió a verme la hija de lord Ladlow, la honorable Beatrice, montada en su bonito caballo blanco. Era una hermosa muchacha de unos quince años, que mostraba la más dulce y espléndida sonrisa que pudiera verse. —Papá me ha dicho que venga a traerle esto; no confiaba en ningún otro mensajero que no fuese yo —dijo entregándome un papel doblado. Leí lo siguiente: «Mantenga bajo llave sus provisiones; no encargue a nadie que se las compre, hágalo usted mismo. Y beba sólo el agua que obtenga del caño de la pila de los establos… Me ausentaré brevemente de mi casa, pero si necesita algo no dude en pedírselo a mi hija». —¿Alguna pregunta? —me dijo ella mientras palmeaba el cuello de su caballo. —Diga a Su Señoría, por favor, que sabré mantener la pólvora seca — respondí. —¿Sabe? Papá está muy contento de que haya venido usted —dijo sin dejar de acariciar y palmear el cuello de su caballo, que me pareció por ello, en verdad, un ser de lo más afortunado.

—Haré todo lo que esté en mi mano para conseguir que su padre siga siendo feliz, Miss… —y dudé, pues no sabía su nombre. —Llámeme Beatrice —me dijo con una gracia absolutamente arrebatadora—. Papá me ha dicho que seré presentada a Patty muy pronto — y antes de que pudiera recuperarme de la sorpresa, hizo darse la vuelta al caballo y comenzó a alejarse. —¡Espere, por favor! —grité—. ¿Puede hacerme un favor? —¿Sí? —dijo ella volviendo de nuevo la grupa de su caballo para dirigirse hacia la casa. —Déjeme su caballo un segundo. Desmontó antes de que pudiera prestarle mi ayuda, sujetándose el vestido con una mano tan grácilmente como lo hacía todo, mientras con la otra llevaba de la brida al caballo, dócil como un cordero. Tomé la brida —siempre me han encantado los caballos—, acaricié la cabeza y las orejas del noble bruto y dejé que me pasara los belfos por la mano. Miss Beatrice es en el presente madre y esposa feliz; a veces la veo. Hace unas noches, sin ir más lejos, me llevó al invernadero y me dijo: —¿Se acuerda usted de Toddy, Mr. Edlyd? —¡Claro que sí! ¿Cómo podría olvidarlo? —Ha muerto… Mr. Edlyd, no sabe usted cuánto le amaba —me dijo con sus lindos ojos llenos de lágrimas. Bien, pues aquel día llevé de la brida a Toddy hasta la tercera ventana de la derecha de la fachada de la casa. Era una criatura dócil y luego me dejó subir a su silla tranquilamente, para así ver yo desde su altura, con mayor amplitud, la habitación, la única habitación de Ladlow Hall en la que no había conseguido entrar. No había muebles, no había nada, en realidad; ni una mesa, ni una silla, ni un cuadro en las paredes, ni una figurita en la repisa de la chimenea. —En esa habitación dormía el mayordomo de mi tío abuelo —dijo Miss Beatrice—. Fue el primero en acudir cuando lo asesinaron. —¿Y dónde está ahora el mayordomo? —pregunté. —Murió. La impresión lo mató. Amaba a su señor más que a sí mismo. Cuando hube visto todo lo que quería ver, desmonté del caballo, que

entregué luego a Miss Beatrice, ayudándola entonces a montar. Se fue agitando levemente la mano para decirme adiós, y yo me quedé en la casa solitaria decidido a resolver el misterio de una vez por todas. O lo resolvía, o moriría en el empeño. Bien, no puedo explicarlo convenientemente, pero aquella noche, antes de acostarme, tomé un berbiquí que había encontrado en los establos y me dirigí a la puerta, diciéndole mientras ponía la herramienta en el suelo, hincada en la madera para evitar que se cerrase: —Vas a quedarte abierta toda la noche. Pero cuando me levanté a la mañana siguiente, la puerta estaba cerrada, y el berbiquí, roto por la mitad, tirado en el suelo. Me llevé la mano a la frente, no sin cierta desesperación, y comprobé que comenzaba a sudar… Ya no se me ocurría qué más hacer. Salí a tomar el aire, a despejarme unos minutos, y cuando entré de nuevo en el vestíbulo vi que la puerta estaba completamente abierta otra vez. Cansaría a mis lectores si expusiera aquí todo lo que hice y pensé los días y las noches que siguieron. Sólo puedo decir que aquella experiencia cambió mi vida. La soledad, el misterio, la solemnidad del trance, incluso, provocaron en mí un efecto que aún no comprendo en toda su amplitud, pero del que tampoco puedo desprenderme ni lamento. He dudado mucho acerca de si contaba o no el final de la historia, pero al fin me he decidido a hacerlo. Una vez convencido de que no había fuerza humana capaz de mantener la puerta abierta, o cerrada, según el caso, según cómo la dejara yo, me dio por pensar que a buen seguro había alguien en la casa, alguien perfectamente vivo que anduviese por allí oculto de tal manera, y al acecho siempre de mis movimientos, que aún no había descubierto yo. Habría sido conveniente, por ello, que en vez de una persona vigilando, yo solo, hubiese dos, para cubrir más flancos de la casa y hacernos los relevos convenientes; así, a buen seguro hubiésemos visto una huella en el polvo del suelo, nos hubiéramos percatado del cambio de lugar de una silla, cualquier cosa… Más aún, justo cuando me asaltó el temor de que hubiese en la casa alguien vivo, y escondido, comprobé que mis cosas estaban revueltas; la ropa había sido manoseada por alguien, mis papeles estaban desordenados… Ya no me cupo duda de que, si

no moraba alguien oculto en la casa, sí estaba claro que alguien entraba allí cuando iba a la estafeta para despachar la correspondencia, o cuando me ausentaba al menos unos minutos para airearme. Tenía, pues, que saber más cosas. Cuando regresara lord Ladlow le pediría detalles concretos de la muerte de su tío; y ya me disponía a escribir a Mr. Carrison para pedirle permiso y echar abajo la puerta de la habitación del mayordomo, cuando una mañana, a hora muy temprana, encontré una horquilla en el suelo. ¡Qué idiota había sido! Estaba claro que si quería resolver el misterio tenía que entrar como fuese justo en la única habitación en la que aún no había podido hacerlo. La puerta maldita no podría abrirse y cerrarse por sí misma, salvo que hubiera alguien que lo hiciese, que entrara y saliera de esa habitación para esconderse de mí, y allí tenía la prueba. Una horquilla tampoco entra en una casa por sí misma, sin que nadie la lleve en su cabello. Resolví hacer lo mismo de todos los días. Iría a la estafeta como siempre, y regresaría a la hora habitual para vigilar. Estaba en el umbral de un descubrimiento; pasaban los días, y aquella noche tenía que ser crucial. Era una mañana estupenda; el tiempo había sido espléndido durante toda la semana, y la brisa era suave, y el sol delicioso. Cuando salí del vestíbulo vi que en el último peldaño de la puerta de la casa había un cesto con flores y frutas. Mr. Carrison había despedido a los jardineros que se ocupaban de Ladlow Hall, al menos hasta que acabase el verano y pudiera habitar la casa, así que era de lo más extraño que alguien quisiera regalarme con aquello. Por aquel tiempo comía bastante fruta y, mientras echaba un vistazo a una carta dirigida a mí, seleccioné un melocotón tentador y me lo comí acaso con excesiva glotonería. Ya casi me había comido el último bocado cuando recordé el aviso dado por lord Ladlow… El melocotón tenía un sabor extraordinario, pero raro; en cualquier caso, satisfizo mi paladar. Y por un momento, todo, los árboles, el cielo, el campo, el jardín, todo pareció dar vueltas sobre mí. Eso me puso en alerta. Olí el resto de la fruta que había en el cesto, y todas las piezas exhalaban un aroma exquisito; metí varias en mis bolsillos y eché a caminar hasta el camino, para tomar un coche de caballos que solía pasar por allí más o menos

a esa hora, con la intención de ir a que me viese el médico. —Menos mal que no ha comido usted más piezas de fruta —me dijo el médico después de darme un bebedizo y algunas medicinas para que me llevara, recomendándome que tomase mucho el aire hasta que me sintiese bien del todo—. Me quedaré con esas frutas que trae para examinarlas, y lo veré de nuevo mañana. Ninguno de los dos sabía cuántas veces más habríamos de vernos en adelante. Regresaba ya a Ladlow Hall, cuando el cartero me dio tres cartas, que no leí hasta haber llegado y sentarme a la sombra de un árbol con un poco de pan y leche a mi lado. La correspondencia, suponía yo, no contendría nada interesante, como siempre. Las cartas de Patty me resultaban deliciosas, pero no solían revelar nada sensacional; y en lo que a Mr. Carrison se refiere, escribía cosas monótonas y muy aburridas, nada importante. En esta ocasión, sin embargo, me sorprendió. Decía que lord Ladlow lo había ido a visitar a su despacho para decirle que había decidido liberarle de sus obligaciones como inquilino de la casa, motivo por el que yo mismo debería de abandonarla, pues ya no tenía sentido mi tarea. Me incluía en el sobre diez libras, y me decía a la vez que buscaría la mejor solución posible para mis intereses. Finalizaba pidiéndome que acudiera a verlo a su domicilio particular en cuanto estuviese de regreso en Londres. «No creo que deba regresar aún —me dije mientras metía de nuevo la carta en el sobre, tras guardarme las diez libras—; antes, además, tengo que saber quién me envió el cesto con la fruta, así que, salvo si lord Ladlow en persona me echa de aquí, no me moveré hasta que lo haya descubierto». Pero lord Ladlow no quería que me fuese. La tercera carta era suya. «Volveré a casa mañana por la noche —decía—, y lo veré a usted el miércoles… He llegado a un acuerdo satisfactorio con Mr. Carrison, y como tengo de nuevo todo el control sobre Ladlow Hall, trataré de resolver por mí mismo el misterio de la casa. Si desea quedarse y ayudarme en dicho empeño, le estaré muy agradecido e intentaré recompensarle de la mejor manera posible», había escrito. Me dije que estaría de guardia toda la noche, por ver si al día siguiente

contaba con algo señalado que decirle. Y entonces abrí la carta de Patty, que era, por supuesto, la carta más dulce y adorable que cualquier cartero del mundo pudiera entregarme. Si no hubiera sido por lo que me decía lord Ladlow, aquella noche me habría resultado imposible mantenerme vigilante. La lectura de la carta de Patty me dejó lánguido, sumido en mis amorosos sentimientos hacia ella. Además, estaba débil por los muchos días que llevaba allí, prácticamente aislado del mundo, vigilante en todo momento, pasándome horas y horas mirando la puerta, abriéndola o cerrándola según se diera la cosa, contando los pasos que daba antes de que se abriese de nuevo, o se cerrara, una vez le volviera la espalda… Claro que todo aquello me había debilitado, llevándome a un estado físico de pura delicuescencia. Pero no podía cejar en mi empeño, no podía consentir en mi debilidad. Tenía que proseguir con mi tarea y, si me era posible, concluirla como era debido. Pero… ¿por qué no me había decidido antes a entrar como fuese en aquella habitación sin llave en la cerradura? ¿Acaso me había paralizado el miedo? Bueno, hasta en lo más valiente y corajudo de nosotros mismos aletea de continuo un pálpito de miedo que arruina nuestro coraje. Transcurrió el día, lento y tedioso. La tarde caía igual de lenta y tediosa, cerniéndose sombría sobre Ladlow Hall. Aún habrían de pasar dos horas, sin embargo, hasta que brillase la luna. Todo parecía en un suspenso mortal. En ningún otro momento me había parecido la casa tan silenciosa y vacía. Tomé una vela y me dirigí a la habitación donde dormía, como si me fuera a acostar ya; una vez allí apagué la vela, entreabrí la puerta, me guardé la llave y volví a salir al vestíbulo, por el que anduve en medio de la penumbra durante un buen rato, mirando de continuo hacia la puerta abierta. Entonces sentí un escalofrío de miedo. Dejé de caminar y quedé a la escucha, todo yo en alerta. Pero no se dejaba sentir ni el ruido más leve. Todos los ratones estaban metidos en sus agujeros. Conseguí recuperarme de aquella impresión lo justo como para meterme de nuevo en mi cuarto. Había una estantería vacía de libros, y junto a ésta una vieja silla, y ahí, entre la cama y la estantería, tomé asiento para mirar a través de mi puerta entreabierta la puerta maldita. Pasaron las horas… ¿Alguna vez fueron tan largas las horas? Comenzó a

lucir la luna en el cielo, colándose a través de la ventana de la habitación, pues había descorrido la pesada cortina. Seguía sin dejarse sentir el más leve ruido, nada, ni el graznido de un ave nocturna. Tuve la sensación de que todo yo era un manojo de nervios. Cada parte de mi cuerpo temblaba. Estaba en un estado realmente agónico; el deseo de moverme, de salir de allí, me suponía una auténtica tortura. Al fin, un rayo de luz en el cielo. Rompía la mañana. El cielo se había apiadado de mí. ¡Alabados sean los cielos! Seguro que nadie había recibido un amanecer con tanta felicidad como yo entonces. Los pájaros comenzaban a trinar, era su canto una música deliciosa. La mañana incipiente se debatía aún entre dos luces y pronto el sol lo presidiría todo desde su mayor altura; y, sobre todo, se acababa mi angustiosa vigilia nocturna. Pero seguía tan lejos de desvelar el misterio como lo había estado hasta ese día. Pero… ¿qué era aquello? Otra vez… Tras horas y más horas de vigilia y alerta, tras horas y más horas de espera, otra vez. Tras una noche tan larga, allí lo tenía de nuevo. Ocurrió de golpe, en un instante. La puerta, hasta entonces cerrada, de aquella habitación en cuya cerradura no había llave, la puerta de la habitación en la que hasta entonces no había podido entrar yo, se abrió despacio, muy lentamente, en completo silencio, apenas cuando me di la vuelta un momento para mirar a través de la ventana. Y al mirar de nuevo hacia allí, hacia esa otra puerta maldita, vi a una mujer. Caminaba lentamente por la habitación, y con la misma lentitud hizo girar la llave en la puerta del armario para abrirlo; luego se puso a sacar cosas de allí, amontonándolas en el suelo, como si nada. Yo no me movía; creo que apenas respiraba. Era evidente que no encontraba lo que quería, pues revolvió y revolvió, sacándolo todo, y luego entre las cosas que había depositado en el suelo. Poco después, a medida que la luz del día se iba haciendo más cierta, la pude contemplar mejor. La vi entonces de rodillas en el suelo, rebuscando cada vez más afanosamente entre las cosas que había sacado del armario. Era una mujer menuda y liviana, no una dama, más bien una criada, toda vestida de negro. Pero ¿qué demonios querría? Y de golpe se me ocurrió algo: buscaría, sin duda, el testamento y la carta. No había la menor duda. Decidí salir de mi escondite. La tenía en mis manos. Pero se defendió como un gato rabioso, mordiendo, arañando, chillando, contorneándose como si su cuerpo no tuviese huesos, hasta desasirse de mí y huir hacia la puerta,

por donde sin duda había llegado. Pero si la dejaba salir, a buen seguro la perdería de vista, se ocultaría en cualquier parte, entre los arbustos, en el bosque… Así que corrí como un poseso, hasta alcanzarla y echar mano a su vestido negro. Esta vez conseguí someterla, aunque parecía tener la fuerza y la furia de veinte demonios y se defendía como ninguna otra mujer hubiera podido hacerlo. —No quiero matarte —le dije—, pero no me quedará otro remedio que hacerlo si no dejas de revolverte. —¡Bah! —gritó. Y antes de que pudiera darme cuenta, me quitó el revólver que llevaba en el bolsillo y abrió fuego contra mí. Pero falló. La bala apenas me rozó una manga, por lo que pude reaccionar velozmente, cayendo literalmente sobre ella. Cuando se trata de luchar por su vida, ningún hombre puede alejarse de su propia ferocidad. Y yo era un hombre feroz en ese momento, un hombre que luchaba por su vida. Blandió de nuevo el arma, pero la tenía tan fuertemente presa que no pudo apretar de nuevo el gatillo. Pero me golpeó en la cara. Y me tiró del pelo. Y seguía revolviéndose, intentando huir, como una serpiente. Mi único miedo era, en ese trance, que se me escapase. No sentía dolor, sólo estaba horrorizado ante la posibilidad de no poder retenerla. ¿Cuánto tiempo más podría retenerla? Hizo un esfuerzo último desesperado y noté que se me escapaba del agarre a que la tenía sometida; ella también se dio cuenta y tiró con más fuerza para liberarse, al tiempo que abría fuego de nuevo ciegamente, a la desesperada. Y la perdí de nuevo. Vi entonces una mirada de espanto en sus ojos, una fría expresión de miedo. —¡Mírate! —gritó mientras me arrojaba el revólver, yéndose al instante. Vi como en un relámpago aquella puerta abierta; creí ver en su umbral una figura que alzaba la mano… Y ya no vi más. Estaba roto. Fue porque disparó un poco antes de arrojarme el revólver y gritar, alcanzándome de lleno; de hecho, sentí como si un hierro caliente me entrara por el hombro y puedo recordar ahora que intenté arrastrarme hasta mi habitación, pero sentí que perdía por completo las fuerzas y el sentido mientras me deslizaba sobre el mármol del suelo del vestíbulo.

Cuando llegó el cartero aquella mañana, y al no salir yo a recibirlo, echó un vistazo a través de una de las ventanas. Después corrió para pedir ayuda. —¡Ha ocurrido una desgracia en la casa! —gritaba—. El joven caballero yace en el suelo, sobre un charco de sangre. Mientras llegaba la primera ayuda a la casa, ya se encaminaba también hacia ella lord Ladlow, y el cartero, sin aliento, le contó lo que había visto. —Romped una de las ventanas y entrad —dijo—, y que alguien vaya en busca del médico. Me echaron en la cama de aquella terrible habitación, la del armario en el que había rebuscado aquella mujer, y telegrafiaron a mi padre. Durante un largo espacio de tiempo me debatí entre la vida y la muerte, pero logré recuperarme lo justo como para ser llevado a la casa de lord Ladlow, al otro lado del valle. Antes de eso, sin embargo, le conté todo lo que había sucedido, instándole a buscar de inmediato los papeles que ratificarían el testamento. —Destroce el armario si es preciso —le recomendé—; estoy seguro de que los papeles están ahí. Y allí estaban, en efecto. Su Señoría siguió mi consejo y encontró aquellos papeles. Él quedó libre de toda sospecha de culpa, pero la asesina logró huir. La viuda y su criada desaparecieron aquella misma mañana en que yo me debatía entre la vida y la muerte, tirado en el vestíbulo de Ladlow Hall. Nunca más se volvió a saber de ellas. Mi señor no volvió a hablar de todo aquello. Ahora, no en Meadowshire, pero sí en otro lugar igualmente encantador, tengo una granja a mi cargo y entera disposición, en la que llevo una vida muy confortable. Patty es la mejor esposa que jamás haya podido tener un hombre, y yo… bueno, soy feliz, aunque con el paso de los años me he ido volviendo más juicioso… Pero sigue habiendo veces en las que parece poseerme una dolorosa oscuridad, momentos en los que no me gusta que me dejen solo.

Clemence Housman (1861 - 1955)

Desde la antigüedad, en Europa han existido numerosas y muy diversas historias en torno a la leyenda del hombre-lobo, quizás la más conocida forma de zoantropía; es decir, del supuesto poder de un hombre o una mujer de transformarse en animal. En su ya clásico tratado El libro de los hombreslobo. Información sobre una superstición terrible (The Book of Were-Wolves, 1865) —publicado por Valdemar en el nº 54 de su Colección Gótica—, el reverendo Sabine Baring-Gould (1834— 1924) aclara que la denominación específica de hombre-lobo, licántropo, proviene de los vocablos griegos λύκος (lobo) y ανθρωπος (hombre), el cual, a su vez, tiene su origen en el mito de Licaón, el rey de Arcadia. Según las distintas versiones de Platón (483-347 a. C.), Ovidio (43 a. C.-17 d. C.) y Pausanias (Siglo II d. C.), Licaón, el monarca que civilizó Arcadia, instauró el culto a Zeus Licio mediante banquetes rituales durante los cuales cada uno de sus participantes «comulgaba» comiendo la carne cocinada de un ser humano sacrificado en honor a Zeus. Advertido de semejantes atrocidades, Zeus se disfrazó de mendigo y viajó hasta Arcadia para verificarlas sobre el terreno. Pero Licaón cometió la necedad de poner a prueba la omnisciencia del padre de los dioses, ofreciéndole como alimento a uno de sus propios hijos, y Zeus, indignado por la arrogancia y la brutalidad del mortal, lo transformó en lobo. Ovidio refiere con todo detalle la situación en que se encontró el rey: su vestimenta le fue cambiada por pelo; sus extremidades se transformaron en patas; no podía hablar; sus fauces se llenaron de espuma y sólo sentía sed de sangre mientras

rabiaba entre los rebaños de ovejas, dispuesto a matar. No obstante, fueron las sagas escandinavas las que más han contribuido a perfilar el mito del licántropo en el Viejo Continente. Por ejemplo, el destacado profesor en lenguas germánicas Claude Lecoteaux —cf. Fées, sorcières et loup-garous (Editions Imago/Auzas Editeurs, 1988)— explica que entre los antiguos pueblos del Norte existía una categoría de guerreros conocidos como Berseker y Ulfhedhinn —«el que tiene piel de oso», «el que tiene piel de lobo»—, citados por primera vez por Publio Cornelio Tácito (55-120 d. C.) en su obra Germania, cuya capacidad chamánica para transformarse en fieras les preparaba para desarrollar una violencia inhumana en combate, insensibles al dolor infligido por las armas enemigas. También el historiador danés Saxo Grammaticus (1150-1220) recoge en su Historiae Danicae Libris XVI las leyendas sobre Berseks presentes en las antiguas sagas Aigla y Vatnsdal. Por su parte, Montague Summers, en su libro The Werewolf (1933) citaba varios textos latinos del siglo IX —Historia Brittonum, del monje galés Nennio, latinización de Nynniaw—, los cuales se refieren a guerreros celtas capaces de «tomar a voluntad la forma de un lobo de grandes dientes cortantes y que, a menudo, así metamorfoseados, atacan a los pobres corderos sin defensa». Supersticiones que, ya en el siglo V antes de Cristo, el cronista griego Herodoto de Halicarnaso (484 a. C.-425 a. C.) comentó en Los nueve libros de Historia (Historiae, 444 a. C.), describiendo pormenorizadamente la extraña naturaleza del pueblo bárbaro (euroasiático) de los neurianos: «Cada neuriano se transforma una vez al año en un lobo, y continúa de esta manera por varios días al cabo de los cuales vuelve a su forma original». Y es en el oscuro norte de Europa, en un lugar no especificado de Escandinavia, donde Clemence Housman localiza su novelette (novela corta) titulada The Were-Wolf, publicada por entregas en la revista inglesa Atalanta entre octubre de 1890 y septiembre de 1891, y más tarde recopilada en un solo volumen por Lane, Way & Williams Publishers en 1896. El éxito de público fue inmediato, y el paso del tiempo solamente ha conseguido aumentar su prestigio. Así pues, Montague Summers, en su ensayo The Werewolf, califica la creación de Housman como «un exquisito poema en prosa narrado con un sentimiento tan poco común como hermoso. Sin

detalles atormentados, somos conducidos a darnos total cuenta del terror de “esa cosa horrible que se halla entre nosotros…”» El merecido elogio de Summers —uno de los mayores especialistas en literatura fantástica del mundo anglosajón durante la primera mitad del siglo XX— nos recuerda que, sin duda, otra de las mejores novelas jamás escritas sobre licantropía, Invaiders from the Dark (1925) —y que algunos en su momento equipararon al Drácula de Bram Stoker—, es obra también de una mujer, Greye La Spina (1880-1969), colaboradora habitual de la mítica revista estadounidense Weird Tales. Tanto La Spina como Housman, con la praxis, desmontan la teoría machista por la cual las autoras de ficción fantástica estarían capacitadas únicamente para abordar determinados temas (ghost story). A pesar de los logros creativos de R. L. Stevenson, Frederick Marryat, Sutherland Menzies, Algernon Blackwood, Peter Fleming, Tommaso Landolfi o Claude Seignolle, ambas escritoras supieron combinar los elementos sórdidos y macabros del mito con sutiles e interesantes variaciones en torno a la idea del doble que palpita bajo la licantropía, sobre la íntima relación entre el alter ego y la transformación en una bestia sedienta de sangre. Ambientada, como decíamos, en Escandinavia, The Were-Wolf describe la pugna física y moral de dos hermanos gemelos, Sweyn —«de rasgos (…) tan perfectos como los de un joven dios»— y Christian —«quien mostraba algunos detalles imperfectos (…) el trazado de su boca era demasiado recto, los ojos quedaban demasiado hundidos y el contorno de la faz contenía menos curvas generosas que en Sweyn»—, por culpa de una sensual mujer lobo a la que Sweyn desea poseer ardientemente. Su hermano Christian, conocedor del terrible secreto, no dudará en hacer todo lo posible por salvar a su gemelo del terrible destino que le aguarda. Clemence Housman, más allá de su pasmosa facilidad para sugerir el horror, para articular una envolvente atmósfera féerique, utiliza con tremenda habilidad la simbología oculta de los personajes. La mujer-lobo —que representa una sexualidad desenfrenada, devoradora…— pone de relieve las tensiones internas del hombre — presentes en la lucha de Sweyn y Christian— y el combate que éste debe librar para sobrellevarlas: destrucción o sumisión de una parte a la otra, sacrificio de una mitad para que la otra pueda sobrevivir. La narradora se descubre como una profunda conocedora de los mecanismos de los cuentos

de hadas, y no duda en ningún momento en aplicar sus mecanismos psicológicos, sus artificios estilísticos, al universo del relato de horror. Clemence Annie Housman era hermana del conocido dramaturgo inglés Laurence Housman (1865-1959) —cf. Angels and Ministers (1921), Little Plays of St. Francis (1922) o Victoria Regina (1934)—, activo pacifista cuyas ideas progresistas le llevaron a fundar la Men’s League for Women’s Suffrage al lado de sus amigos, los periodistas de izquierdas Henry Nevinson (1856-1941) y Henry Brailsford (1873-1958). Estaba muy unida a su hermano, con quien se trasladó a vivir a Londres en 1883, cuando ambos empezaron a cursar estudios de bellas artes en Kennington School of Arts and Crafts y en la Miller’s Lane School. Finalizados sus estudios, Clemence alcanzó una notable reputación por la sensibilidad y depurada técnica de sus grabados, especialmente cuando ilustraba cuentos de hadas o narraciones mitológicas. Ello explicaría su escasa producción literaria, que se reduce a tres novelas. Aparte de la mencionada The Were-Wolf, está The Unknown Sea (1899), cuyo evocador y tortuoso paisaje de abruptos arrecifes y salvajes mareas, al sur de Inglaterra, acoge el duelo entre Christian, un hombre-lobo que pugna por recuperar su alma y una bruja que intenta esclavizarlo. Los elementos sobrenaturales se entretejen astutamente con los detalles de las vidas de los pescadores y una atmósfera decadente digna del poeta Algernon Charles Swinburne (1837-1909), a quien Clemence admiraba. Y, por último, La vida de Sir Aglovale de Gatis (The Life of Sir Aglovale de Gaul, 1905), relato caballeresco de inspiración artúrica, tanto en el contenido como en la forma —el argumento gira, básicamente, en torno al extraño enfrentamiento físico y espiritual que mantienen un rey y su hermanastro—, inspiración debida, tal vez, a la bienintencionada influencia de Laurence Housman, quien solía tener a sir Thomas Malory (1405-1471), autor de La muerte de Arturo (Le Morte d’Arthur, 1485), como modelo para sus poemas. Actualmente, a Clemence Housman se la recuerda más por su actividad política que por sus obras —a pesar de las continuas reediciones de The Were-Wolf—. Socialista como su hermano, fue una activa feminista que fundó en 1909, junto a Laurence, la An Arts and Crafts Society Working for the Enfranchisement of Women, a fin de fomentar sin restricciones la formación artística entre las mujeres. Defendió con virulencia el voto

femenino y la participación de la mujer en la vida política del país. Por esta causa militó en la NUWSS (National Union of Womens Suffrage Societies) como promotora de la Election Fighting Fund (EFF). Sus incendiarios panfletos contra el primer ministro conservador Herbert Asquith (1852-1928) —opuesto al sufragio universal—, y su pertenencia al Women’s Tax Resistance League, movimiento de resistencia civil creado por Tora Montefiore en 1897, y que invitaba a todas las mujeres de Gran Bretaña a no pagar impuestos —«sin representación no hay impuestos», escribió Clemence —, la condenaron a pasar varias semanas en la cárcel. Pero no se amedrentó: la novelista continuó defendiendo sus ideas hasta que en 1928 la Cámara de los Comunes aprobó el sufragio para todos los ciudadanos británicos mayores de 21 años, ya fuesen hombres o mujeres.

LA MUJER LOBO El gran salón de la granja estaba iluminado por la luz del fuego, y había ruido por la risa, la charla y los que estaban trabajando. Ninguno podía estar ocioso excepto los muy jóvenes y los muy ancianos: el pequeño Rol, que abrazaba a un cachorrillo, y la anciana Trella, cuya mano temblorosa manejaba torpemente su labor. La noche había caído, y los sirvientes de la granja, que habían regresado de su trabajo en el exterior, se habían reunido en el amplio salón, donde había espacio para una docena o más de trabajadores. Varios de los hombres estaban ocupados tallando, y a ésos se les cedía el mejor lugar y la mejor luz; otros hacían o reparaban equipos de pesca y arneses, y una gran red ocupaba tres pares de manos. De las mujeres, la mayoría estaban escogiendo y mezclando plumas de pato y cortando paja. Había telares, aunque no se estaban usando en ese momento, pero tres ruedas chirriaban simultáneamente, y la mejor y más rápida hebra de las tres corría entre los dedos de la dueña. Cerca de ella había algunos niños, también ocupados, trenzando mechas para velas y lámparas. Cada grupo de trabajadores tenía una lámpara en el centro, y aquellos que estaban más lejos del fuego recibían calor de dos braseros llenos de brillantes ascuas de madera, recogidas de vez en cuando de la generosa chimenea. Pero el parpadeo del gran fuego llegaba hasta los rincones más lejanos, y prevalecía por encima de los límites de las luces, más débiles. El pequeño Rol se cansó del cachorrillo, lo soltó sin contemplaciones y avanzó hacia Tyr, el viejo perro lobo, que disfrutaba dormitando, gimiendo y retorciéndose en sus sueños de cazador. Rol se tumbó al lado de Tyr, con sus jóvenes brazos alrededor del cuello peludo, y sus rizos junto a la negra mandíbula. Tyr dio un lametón indiferente, y se estiró con un suspiro

soñoliento. Rol gruñó, se giró y lo empujó con intención, pero sólo consiguió del viejo perro una plácida tolerancia y un guiño medio despierto. «¡Pues toma esto!», dijo Rol, indignado porque el perro ignoraba sus avances, y lanzó al cachorrillo contra el que dignamente lo desdeñaba como compañero de juegos. El perro no se dio por aludido, y el niño se fue a buscar su diversión a otra parte. Las cestas de blancas plumas de pato le llamaron la atención desde un rincón lejano. Se deslizó bajo la mesa y se arrastró a cuatro patas, pues la ordinaria costumbre de cruzar una sala sobre sus pies no le atraía. Cuando estuvo cerca de las mujeres se quedó quieto un momento observando, con los codos en el suelo y la barbilla en las palmas de las manos. Una de las mujeres que le veía asintió y sonrió, y enseguida él se arrastró tras sus faldas y pasó, apenas observado, de una a otra, hasta que encontró la oportunidad de hacerse con un gran puñado de plumas. Con ellas atravesó la sala, otra vez bajo la mesa, y salió cerca de las tejedoras. Se hizo un ovillo a los pies de la más joven, protegido de la vista de los otros por sus rodillas, y la desarmó mostrándole en secreto su puñado de plumas con una sonrisa cómplice. Un dudoso asentimiento lo satisfizo, e inmediatamente empezó con el juego que había pensado. Cogió uno de los blancos plumones y suavemente lo soltó de entre sus dedos cerca de la rueca que giraba. El aire provocado por el rápido movimiento lo atrapó, haciéndolo girar y girar en círculos cada vez más amplios, hasta que se quedó flotando como una polilla blanca muy lenta. Uno detrás de otro, los plumones giraban como un animalillo emplumado atrapado en una tela de araña, y al fin flotaban. Rápidamente, se le acabó el puñado. Rol se estiró para observar la sala y contemplar la posibilidad de otro viaje bajo la mesa. Su hombro, adelantado, chocó un instante contra la rueca y se apartó deprisa. La rueca salió volando con un tirón, y la hebra se partió. «¡Rol, malo!», dijo la muchacha. La rueca más rápida también se paró, y la dueña, la tía de Rol, se inclinó hacia delante y, viendo la rizada cabeza, le advirtió que no hiciese trastadas, y lo envió al rincón de la vieja Trella. Rol obedeció y, tras un discreto periodo de obediencia, de nuevo se deslizó furtivamente a lo largo de toda la sala lo más lejos de la vista de su tía. Mientras se escurría entre los hombres, ellos se cuidaron de que sus herramientas estuvieran lo más lejos posible del alcance de Rol y cerca de

ellos. Sin embargo, no tardó en hacerse con un formón y a despuntarlo contra la pata de la mesa. Las fuertes objeciones del tallador a esta actividad desconcertaron a Rol, quien después de aquello pasó cinco minutos escondido bajo la mesa. Durante su encierro contempló los muchos pares de piernas que lo rodeaban, y que casi tapaban la luz del fuego. Qué raras eran algunas de las piernas: unas eran curvadas donde deberían ser rectas, otras eran rectas donde debían ser curvadas y, como Rol se dijo a sí mismo: «todas parecían atornilladas de manera distinta». Algunos las habían recogido modestamente bajo el banco, otros las habían estirado bajo la mesa, entrometiéndose en el dominio de Rol. Estiró sus piernecitas y las observó críticamente y, tras compararlas, favorablemente. ¿Por qué no estaban todas las piernas hechas como las suyas, o como las suyas? Las piernas que merecían la aprobación de Rol estaban un poco apartadas del resto. Se arrastró enfrente de ellas y volvió a comparar. Su expresión se volvió bastante solemne cuando pensó en los innumerables días que le faltaban a sus piernas para hacerse tan largas y fuertes. Esperaba que fueran justo como ésas, sus modelos, tan rectas en el hueso, tan curvadas en el músculo. Unos momentos después Sweyn, el de las largas piernas, sintió una manita que le acariciaba el pie y, al mirar abajo, se encontró con la mirada vuelta hacia arriba de su primo Rol. Tumbado, todavía dando palmaditas y acariciando el pie del joven, el niño estuvo callado y contento un buen rato. Observaba el ir y venir de las fuertes y hábiles manos, y el movimiento de las brillantes herramientas. De vez en cuando, diminutas astillas, sopladas por Sweyn, le caían sobre la cara. Al fin se levantó, muy despacio, no fuera a ser que un empujón acabase con la paciencia del tallador, y cruzando sus propias piernas alrededor del tobillo de Sweyn, agarrándose también con sus manos, apoyó la cabeza en su rodilla. Tal acto es evidencia de la más maravillosa adoración al héroe de un niño. Bien contento estaba Rol, y más aún cuando Sweyn se detuvo un minuto a bromear, y le dio palmaditas en la cabeza y le tiró de los rizos. Permaneció quieto, hasta donde le es posible a miembros jóvenes como los suyos. Sweyn olvidó que estaba cerca, apenas notó cuando le soltó suavemente la pierna y no se dio ni cuenta del sigiloso hurto de una

de sus herramientas. Diez minutos después se oyó un aullido de lamento proveniente del suelo, con toda la fuerza de los saludables pulmones de Rol, pues se había hecho un corte, y la abundante sangre lo aterró. Entonces llegaron las caricias y los consuelos, la limpieza y el vendaje y una pizca de reprimenda, hasta que el grito se ahogó en sollozos ocasionales, y el niño, cubierto de lágrimas y calmado, fue devuelto al rincón de la chimenea, donde cabeceaba Trella. En la reacción tras el dolor y el miedo, Rol descubrió que el silencio del rincón iluminado por el fuego le agradaba. Tyr ya no lo desdeñaba, sino que, animado por los sollozos, mostraba toda la preocupación y simpatía que puede mostrar un perro a fuerza de lamer y mirar con atención. Sobre el ánimo de Rol pesaba también una cierta vergüenza. Deseaba no haber llorado tanto. Recordaba que una vez Sweyn había regresado a casa con un brazo desencajado del hombro y un oso muerto, y cómo no se había quejado ni dicho una palabra aunque los labios se le volvían blancos por el dolor. El pobrecillo Rol volvió a sollozar esta vez a cuenta de su carencia de valor. La luz y el movimiento del gran fuego comenzaron a contarle al niño extrañas historias, y el viento en la chimenea de vez en cuando daba una nota que las corroboraba. La negra boca de la chimenea, sobre el hogar, engullía, como en un misterioso remolino, espesas columnas de humo y brillantes chispas ascendentes. Y más allá, en la oscuridad, había murmullos y gemidos, así que a veces el humo se echaba atrás por el pánico y se giraba y subía hacia el tejado, donde se deshacía hasta ser invisible entre las tejas. Y entonces el viento se lanzaba contra su presa perdida, y soplaba alrededor de la casa, aullando y chocando contra puertas y ventanas. En una pausa tras una de esas corrientes, Rol levantó la cabeza sorprendido y escachó. También se había detenido el babel de la conversación y así podía oírse inconfundiblemente un sonido al otro lado de la puerta: el sonido de una voz infantil, unas manos infantiles: «¡Abran, abran, déjenme entrar!», dijo la vocecita desde abajo, más abajo del pomo, y el pestillo se movió como si un niño de puntillas intentase alcanzarlo y hubiera dado golpecitos. Uno situado cerca de la puerta se levantó y la abrió. «Aquí no hay nadie», dijo. Tyr levantó la cabeza y dejó salir un aullido alto, prolongado y de lo más sombrío.

Sweyn, incapaz de creer que sus oídos le habían engañado, se levantó y se dirigió hacia la puerta. Era una noche oscura, las nubes estaban cargadas de nieve que había caído irregularmente cuando el viento se detuvo. Había nieve sin pisar hasta el porche, no había rastro de ningún ser humano. Sweyn miró por todas partes, y sólo vio cielo oscuro, nieve sin pisar y una hilera de abetos en la cresta de una colina meciéndose en el viento. «Ha debido de ser el viento», dijo, y cerró la puerta. Muchos rostros parecían asustados. El sonido de la voz de un niño había sido tan nítido, y las palabras: «¡Abran, abran, déjenme entrar!» El viento podía hacer crujir la madera, o mover el pestillo, pero no podía hablar con la voz de un niño, ni llamar a la puerta con los golpes suaves que daría un puño regordete. Y el extraño e inusual aullido del perro lobo era una profecía que temer, fuese lo que fuese lo otro. Unos y otros dijeron cosas extrañas, hasta que la reprimenda de la dueña los ahogó hasta convertirlos en susurros intermitentes. Durante unos momentos hubo inquietud, reserva y silencio, luego el miedo helado fue deshaciéndose, y volvió a fluir la charla indistinta. Pero media hora después un ruido muy ligero al otro lado de la puerta bastó para detener todas las manos y todas las lenguas. Todas las cabezas se levantaron, fijas en una dirección. «Es Christian, llega tarde», dijo Sweyn. No, no, es un débil arrastrar de pies, no el paso de un joven. Con el sonido de pies inseguros llegó el claro toque de un palo contra la puerta, y la voz aguda de antes: «¡Abran, abran, déjenme entrar!» Otra vez Tyr levantó la cabeza con un largo aullido lastimero. Antes de que el eco del palo y de la aguda voz se hubiesen extinguido del todo, Sweyn había saltado hacia la puerta y la había abierto de par en par. «Nadie otra vez», dijo con voz calma, aunque sus ojos parecían alarmados mientras miraba hacia fuera. Vio la solitaria extensión de nieve, las nubes bajas y, entre ambas, la hilera de oscuros abetos inclinándose en el viento. Cerró la puerta sin decir una palabra y volvió a cruzar el salón. Una docena de caras pálidas lo miraban como si fuese él quien debía resolver el enigma. No podía ignorar este mudo interrogatorio, y eso perturbaba su resolutivo aire de calma. Dudó, mirando hacia su madre, la dueña, luego de nuevo a la gente asustada, y gravemente, ante todos ellos, hizo la señal de la cruz. Hubo un aleteo de manos mientras todos repetían la

señal, y el silencio total se vio agitado por un enorme suspiro, pues muchos soltaron el aire que retenían como si la señal de la cruz les hubiese proporcionado un mágico alivio. Incluso la dueña parecía perturbada. Dejó su rueca y cruzó el salón hacia su hijo, y habló con él durante un momento en voz baja para que nadie pudiese oírlo. Pero un momento después su voz se tornó aguda y alta, para que todos aprendiesen de la reprimenda que le daba a una de las chicas por su «charla pagana». Quizá lo hizo para silenciar de ese modo sus propios recelos y presentimientos. Ninguna otra voz osó hablar con su tono natural. Se oían cuchicheos intermitentes, y de vez en cuando el silencio visitaba toda la sala. El manejo de las herramientas era tan silencioso como podía ser, y se suspendía en el instante en que la puerta sonaba en un golpe de viento. Tras un tiempo, Sweyn dejó su trabajo, se unió al grupo que estaba más cerca de la puerta y anduvo de acá para allá fingiendo dar consejos y ayudar a los menos hábiles. Se oyeron las pisadas de un hombre en el porche. «¡Christian!», dijeron Sweyn y la dueña simultáneamente; él, con confianza, ella, con autoridad, para que las ruecas volviesen a ponerse en marcha. Pero Tyr echó la cabeza hacia atrás con un espantoso aullido. «¡Abran, abran, déjenme entrar!» Era una voz de hombre, y la puerta se sacudió y sonó como si la fuerza de un hombre la golpease. Sweyn podía sentir cómo se combaban las tablas, y en un instante su mano estaba en la puerta, abriéndola, para enfrentarse al porche vacío, y más allá sólo nieve, cielo y abetos inclinados en el viento. Permaneció un largo minuto con la puerta abierta en la mano. El crudo viento barrió con su helado soplido, pero un frío más mortal llegó aún más deprisa, y pareció congelar los latidos de los corazones. Sweyn dio un paso atrás para coger una gran capa de piel de oso. —Sweyn, ¿dónde vas? —No más lejos del porche, madre —y salió y cerró la puerta. Se arrebujó en la pesada piel y, apoyándose contra la pared más cubierta del porche, calmó sus nervios para enfrentarse al diablo y a todas sus pompas. Ni un sonido de voces vino de dentro, el sonido más nítido era el crepitar y el rugir del fuego.

Hacía un frío espantoso. Los pies se le entumecieron, pero no dio patadas contra el suelo por miedo a que el ruido desatase el pánico dentro, ni tampoco se movía del porche por no dejar una huella de pisada en esa prístina nieve que dejaba muy claro que ninguna voz o manos humanas podían haberse acercado a la puerta desde que empezó a nevar hacía dos horas o más. «Cuando el viento cese habrá más nieve», pensó Sweyn. Durante casi una hora estuvo vigilando, y no vio nada, ni oyó ningún ruido inusual. «No voy a seguir aquí fuera congelándome», murmuró, y volvió a entrar. Una mujer dio un grito medio sofocado cuando puso la mano en el pestillo, y luego un suspiro de alivio cuando entró. Nadie le preguntó. Sólo su madre dijo, en un forzado tono de despreocupación: «¿No has visto venir a Christian?», como si sólo estuviese inquieta por la ausencia de su hijo pequeño. Apenas se había acercado Sweyn al fuego cuando se oyó un nítido golpe en la puerta. Tyr saltó del hogar, con los ojos rojos como el fuego, los colmillos blancos en la negra mandíbula y los pelos del cuello erizados y, saltando por encima de Rol, arremetió contra la puerta, ladrando furiosamente. Al otro lado de la puerta se oía claramente una voz suave. Los ladridos de Tyr hacían imposible distinguir las palabras. Nadie se ofreció a acercarse a la puerta antes que Sweyn. Avanzó resolutivamente por el salón, levantó el pestillo y abrió la puerta. Una mujer con una capa blanca entró. ¡No un espectro! Viva, hermosa, joven. Tyr saltó hacia ella. Detuvo con ligereza los afilados colmillos con los pliegues de su capa de pelo largo y, sacando de su cinturón una pequeña hacha de doble filo, la enarboló para defenderse. Sweyn cogió al perro por el cuello y lo arrastró lejos mientras ladraba y se resistía. La extraña se quedó inmóvil en el umbral, con un pie adelantado, un brazo levantado, hasta que la dueña atravesó el salón, y Sweyn, dejando a otros al furioso Tyr, se volvió a cerrar la puerta y pidió disculpas por un saludo tan feroz. Entonces ella bajó el brazo, colocó el hacha en su lugar en

su cintura, se quitó la piel de la cara y se sacudió la larga capa blanca de los hombros, como si todo fuese un solo movimiento. Era una doncella, alta y muy hermosa. Sus ropas eran extrañas, medio masculinas, pero no poco femeninas. Una delgada túnica de piel que le llegaba por debajo de la rodilla era toda la falda que llevaba, debajo estaban los zapatos de tiras cruzadas y leotardos que lleva un cazador. Sobre las cejas llevaba una gorra de piel blanca, y de su borde colgaban tiras de piel cayendo sobre sus hombros, dos de ellas se habían adelantado y cruzado su cuello cuando entró, pero ahora, sueltas y echadas hacia atrás, dejaban a la vista coletas de pelo claro que reposaban sobre sus hombros y busto, hasta el cinturón tachonado de marfil donde relucía el hacha. Sweyn y su madre llevaron a la extraña hacia el hogar sin hacerle preguntas ni mostrar señales de curiosidad, hasta que ella relató voluntariamente su historia de un largo viaje hacia parientes lejanos, una ayuda prometida que no se cumplió y señales y marcas malinterpretadas. —¡Sola! —exclamó Sweyn asombrado—. ¿Has viajado tan lejos, cien leguas, sola? Ella respondió: «Sí», con una débil sonrisa. —¡Por las colinas y los eriales! Pero allí las gentes son tan salvajes como las bestias. Se llevó la mano al hacha con una risa desdeñosa. —No temo a los hombres ni a las bestias. Algunos me temen a mí —y contó extraños relatos de fieros ataques y defensas, y de la osada vida de cazadora que llevaba. Sus palabras llegaban algo lenta y pausadamente, como si hablase en una lengua que no le resultaba familiar. De vez en cuando dudaba, y se paraba en mitad de la frase, como si le faltase alguna palabra. Se convirtió en el centro de un grupo de espectadores. El interés que provocaba disipó, en cierto grado, el temor inspirado por las voces misteriosas. No había nada ominoso en esta realidad joven, brillante y hermosa, aunque tuviese un aspecto extraño. El pequeño Rol se acercó, mirando intensamente a la extraña. Inadvertido, acariciaba y palmeteaba una esquina de la suave capa blanca que caía al suelo en grandes pliegues. La acarició con la mejilla, y luego se fue

acercando a las rodillas. —¿Cómo te llamas? —preguntó. La sonrisa y la pronta respuesta de la extraña, mientras miraba hacia abajo, salvaron a Rol de la reprimenda que se había ganado por su descortés comportamiento. —Mi verdadero nombre —dijo— resultaría grosero a vuestros oídos y lengua. La gente de este país me ha dado otro nombre, y por esto —puso la mano en la capa de piel— me llaman Piel Blanca. El pequeño Rol lo repitió para sí mismo, acariciando y palmeteando como antes: «Piel Blanca, Piel Blanca». El rostro hermoso y el suave y bonito vestido complacían a Rol. Se puso de rodillas, mirándola a la cara y con un aire de indecisa determinación, como un petirrojo en el umbral de una casa, y apoyó sus codos en su regazo, con una expresión de sofoco ante su propia audacia. —¡Rol! —exclamó su tía, pero Piel Blanca dijo: «¡Oh, déjelo!», sonriendo y acariciando su cabeza, y Rol se quedó. Fue más allá, y resoplando por su propia temeridad ante la autoridad de su tía, se subió a sus rodillas. Los brazos de ella le dieron la bienvenida, lo que acalló cualquier protesta. Satisfecho, se hizo un ovillo, tocando la cabeza del hacha, los tachones de marfil del cinto, el broche de marfil en el cuello, las trenzas de pelo claro, y frotó su cabeza con la suave piel de su hombro, con la confianza de los niños en la bondad de la belleza. Piel Blanca no se había descubierto la cabeza, sólo había desatado un poco los lazos de piel detrás del cuello. Rol llevó la mano hacia el cuello, susurrando para sí el nombre «Piel Blanca, Piel Blanca», y luego deslizó los brazos alrededor de su cuello y la besó: una, dos veces. Ella rió encantada y lo besó. —¿El niño le molesta? —dijo Sweyn. —Claro que no —respondió, con tanta seriedad que pareció desproporcionada a la ocasión. Rol volvió a acomodarse en su regazo, y comenzó a desatarse la venda que tenía en la mano. Se detuvo al ver dónde había traspasado la sangre. Luego siguió hasta que se su mano quedó desnuda y el corte a la vista, abierto y largo, pero sólo superficial. La levantó hacia Piel Blanca, deseoso

de su piedad y simpatía. Al verlo, y al ver el lino manchado de sangre, ella contuvo de repente la respiración, cogió a Rol con fuerza, hasta que éste empezó a removerse. El niño le tapaba la cara, así que nadie pudo ver su expresión. Se le había encendido la cara con una terrible alegría. Lejos, más allá del grupo de abetos, el ausente Christian apresuraba su regreso. Llevaba levantado desde el alba, avisando de una cacería de osos a todos los mejores cazadores de las granjas y poblados que había en un radio de veinte kilómetros. Sin embargo, como lo habían entretenido hasta altas horas, ahora comenzó a correr sin aparente esfuerzo con unas zancadas que disminuían rápidamente la distancia. Entró en la oscuridad nocturna del grupo de abetos sin apenas aminorar el paso, aunque no se veía el camino, y al volver a salir al claro, vio la granja a unos doscientos metros de la bajada. Comenzó rápidamente la bajada, y casi al instante dio un gran salto hacia un lado y se quedó quieto. En la nieve estaba el rastro de un gran lobo. Se llevó la mano al cuchillo, su única arma. Se agachó, se arrodilló para poner la vista a la altura de la de la bestia, y miró alrededor, con los dientes apretados, el corazón latiéndole un poco más rápidamente de lo que sugeriría el ritmo de su paso. Un lobo solitario, casi siempre salvaje y de gran tamaño, es una bestia formidable que no dudaría en atacar a un hombre solo. Este rastro era el mayor que Christian había visto nunca y, por lo que podía juzgar, era reciente. Bajaba de los abetos por la ladera. Bien, pensó, por el retraso que tanto le había contrariado antes. Bien, por no pasar por la oscura arboleda cuando aún acechaba allí el peligro de esas mandíbulas. Con cuidado, siguió el rastro. Bajaba por la ladera, atravesando un riachuelo helado, hacia la granja. Alguien con conocimientos menos precisos habría dudado y supuesto que podrían haber sido del gran Tyr o de algún otro perro, pero Christian estaba seguro, y sabía no confundir las pisadas de perros y lobos. Derechas… derechas hacia la granja. Christian estaba cada vez más sorprendido y agitado de que un lobo en busca de presas se atreviese a acercarse tanto. Sacó su cuchillo y siguió andando más deprisa, más atento. ¡Oh, si Tyr estuviese con él!

Derechas, derechas, incluso hasta la misma puerta, y no había signos de que hubiese regresado. Los abetos se recortaban rectos contra el cielo, las nubes habían bajado. Pues el viento se había detenido y empezaron a caer algunos copos dispersos. Horrorizado y sorprendido, Christian permaneció aturdido un momento. Luego tomó el pestillo y entró. Su mirada se encontró con todos los rostros conocidos, y entre ellos, el de la extraña, vestida de piel y hermosa. La terrible verdad relampagueó: él supo quién era ella. Sólo unos pocos se sobresaltaron por el ruido del pestillo cuando entró. El salón rebosaba de actividad y movimiento, porque era la hora de la cena, cuando se dejan de lado las herramientas y se mueven los caballetes y las mesas. Christian no sabía lo que decía ni hacía, se movía y hablaba mecánicamente, medio pensando que pronto debía despertar de ese horrible sueño. Sweyn y su madre creyeron que estaba aterido y agotado, y le evitaron todas las preguntas innecesarias. Así se encontró sentado junto al hogar, enfrente de la cosa pavorosa que parecía una hermosa muchacha, observando todos sus movimientos, helándosele la sangre de terror de verla acariciar al niño. Sweyn estaba en pie junto a ambos, también mirando a Piel Blanca, pero ¡de qué modo tan distinto! Ella no parecía consciente de que la mirasen, ni tampoco del terror helado en los ojos de Christian ni de la cálida admiración de Sweyn. Estos dos hermanos, que eran gemelos, eran muy distintos a pesar de su sorprendente parecido. Su perfil general era el mismo, pelo castaño claro y ojos azules, pero las facciones de Sweyn eran perfectas, como las de un joven dios, mientras que las de Christian mostraban algunas faltas. Por ejemplo, la línea de su boca era demasiado recta, los ojos estaban muy detrás, y el contorno de la cara fluía en curvas menos generosas que el de Sweyn. Su altura era la misma, pero Christian era demasiado delgado para tener una proporción perfecta, mientras que la fornida figura de Sweyn, sus anchos hombros y musculosos brazos le hacían un buen espécimen de belleza y fuerza masculinas. Como cazador, Sweyn no tenía rival, como pescador no tenía rival. Toda la comarca le reconocía como el mejor luchador, jinete, bailarín y cantante. Sólo podía superársele en velocidad, y sólo por su hermano. De todos los demás podía Sweyn distanciarse mucho, pero

Christian lo adelantaba con facilidad. Incluso podía seguir el paso más esforzado de Sweyn mientras reía y hablaba. Christian no se enorgullecía de la ligereza de sus pies, pensando que las piernas de un hombre eran los menos dignos de sus miembros. No envidiaba la superioridad atlética de su hermano, aunque en varias competiciones había acabado en segundo lugar. Le quería como sólo puede querer un hermano gemelo: orgulloso de todo lo que Sweyn hacía, contento de todo lo que Sweyn era y humildemente convencido de que su propio amor no podía ser correspondido del mismo modo, pues se creía ser mucho menos digno. Christian, entre las mujeres y los niños, no se atrevió a poner en palabras el horror que sentía. Quería consultar con su hermano, pero Sweyn no vio, o no quiso ver, la señal que le había hecho, y tenía la cara siempre vuelta hacia Piel Blanca. Christian se apartó del hogar, incapaz de permanecer pasivo con ese temor que le acechaba. —¿Dónde está Tyr? —dijo de repente. Luego, viendo al perro en un rincón distante—, ¿por qué está atado ahí? —Atacó a la extraña —respondió alguien. A Christian le brillaron los ojos: «¿Sí?», dijo, con curiosidad. —Estuvo a punto de abrirle la cabeza. —¿Tyr? —Sí, ella es muy rápida con esa hacha que lleva en la cintura. Por suerte para Tyr, su amo lo contuvo. Christian fue, sin decir una palabra, al rincón donde estaba atado Tyr. El perro se levantó para saludarle, tan fiel e indignado como pueda estarlo una bestia muda. Le acarició la negra cabeza: «¡Tyr, bueno! ¡Perro valiente!» Ellos lo sabían, sólo ellos. Y el hombre y el perro mudo se consolaron el uno en el otro. La mirada de Christian volvió de nuevo a Piel Blanca, y también la de Tyr, y dio un tirón de la cadena. Christian tenía la mano en el cuello del perro, y sintió el pelo erizarse bajo el temblor de la furia impotente. Luego él empezó a temblar del mismo modo, con una furia nacida de la razón, no del instinto, tan impotente psíquicamente como Tyr lo estaba físicamente. ¡Oh! ¡No se atrevía a tocar el cuerpo de la mujer! Cualquier otra cosa, y él y Tyr serían libres para matar o morir.

Luego volvió a hacer nuevas preguntas. —¿Cuánto tiempo lleva aquí la extraña? —Vino alrededor de media hora antes que tú. —¿Quién le abrió la puerta? —Sweyn, nadie más se atrevía. El tono de la respuesta era misterioso. —¿Por qué? —dijo Christian—. ¿Ha ocurrido algo raro? Decidme. Como respuesta, le contaron entre susurros la triple llamada en la puerta sin intervención humana, los ominosos aullidos de Tyr y la infructuosa guardia de Sweyn en la puerta. Christian se volvió hacia su hermano sufriendo un tormento de impaciencia para poder hablar a solas. El mantel estaba puesto, y Sweyn llevaba a Piel Blanca a la silla de invitados. Eso era aún más espantoso: ¡iba a compartir el pan con ellos bajo el mismo techo! Se adelantó y, tocándole el brazo a Sweyn, le susurró un ruego urgente. Sweyn se quedó mirando y movió la cabeza con airada impaciencia. A cuenta de aquello, Christian no probó ni un bocado. Al fin llegó su oportunidad. Piel Blanca preguntó por algunos lugares de la comarca, en concreto por la colina Cairn, un lugar de reunión en el que se la esperaba aquella noche. La dueña y Sweyn lanzaron una exclamación. —Está a cinco kilómetros —dijo Sweyn—, sin lugar para refugiarse más que una triste choza. Quédate con nosotros esta noche, y yo te mostraré el camino mañana. Piel Blanca pareció dudar: «Cinco kilómetros», dijo, «entonces debería poder ver u oír alguna señal». —Yo miraré —dijo Sweyn—, y si no hay tal señal, no deberías salir. Fue hacia la puerta. Christian se levantó en silencio y lo siguió. —Sweyn, ¿sabes qué es? Sweyn, sorprendido por el vehemente agarrón y el ronco susurro, respondió: —¿Quién? ¿Piel Blanca? —Sí. —Es la muchacha más guapa que he visto en mi vida. —Es una mujer-lobo.

Sweyn rompió a reír. «¿Estás loco?», preguntó. —No, míralo tú mismo. Christian lo sacó del porche, apuntando a la nieve donde habían estado las pisadas. Habían estado, porque ya no estaban. La nieve caía deprisa, y cada hueco había sido cubierto. —¿Y bien? —preguntó Sweyn. —Si hubieses venido cuando te hice la señal, lo habrías visto. —¿Habría visto qué? —Las huellas de un lobo dirigiéndose hacia la puerta y ninguna que se alejase. Ya sólo con el tono, era imposible no sobrecogerse, aunque apenas era un susurro. Sweyn observó con ansiedad a su hermano, pero en la oscuridad no podía distinguir su cara. Luego posó las manos con dulzura sobre los hombros de Christian y notó cómo éste temblaba de emoción y terror. —Uno ve cosas extrañas —dijo— cuando el frío se ha metido en el cerebro, detrás de los ojos. Has venido helado y agotado. —No —interrumpió Christian—. Vi primero las huellas en la cresta de la bajada, y las seguí justo hasta la puerta. Esto no fue una ilusión. En lo más hondo, Sweyn estaba seguro de que sí lo era. Christian era dado a soñar despierto y a fantasear, aunque nunca le había poseído una idea tan extravagante. —¿No me crees? —dijo Christian desesperadamente—. Debes creerme. Te juro que es la verdad. ¿Estás ciego? Si hasta Tyr lo sabe. —Mañana, después de haber descansado, tendrás la cabeza despejada. Y si quieres, tú también podrás venir con Piel Blanca a la colina Cairn, y si aún tienes dudas, observa y síguenos, y verás las huellas que deja. Irritado por el evidente desprecio, Christian se dirigió abruptamente hacia la puerta. Sweyn lo detuvo. —¿Ahora qué, Christian? ¿Qué vas a hacer? —Tú no me crees, pero mi madre me creerá. El agarrón de Sweyn se intensificó. «No se lo vas a decir», dijo con autoridad. Habitualmente, Christian era tan dócil ante las órdenes de su hermano que resultó una sorpresa que se liberase vigorosamente y dijese, con tanta

decisión como Sweyn: «¡Lo sabrá!», pero Sweyn estaba más cerca de la puerta y no le dejaba pasar. —Ya ha habido suficientes sustos por una noche. Si sigues con esta idea, revélalo mañana. Christian no cedía. —Las mujeres se asustan fácilmente —continuó Sweyn—, y están dispuestas a creer cualquier absurdo sin tener ninguna prueba. Sé un hombre, Christian, y olvida esta idea sobre hombres-lobo. —Si me creyeses —comenzó Christian. —Creo que eres un necio —dijo Sweyn, perdiendo la paciencia—. Otro, que no fuese tu hermano, podría creer que eres un mentiroso, y que habías transformado a Piel Blanca en una mujer-lobo sólo porque me ha sonreído a mí antes que a ti. A la broma no le faltaba fundamento, pues la gracia de las miradas de Piel Blanca había caído sobre él, nunca sobre Christian. La vanidad de Sweyn siempre era sincera, totalmente perdonable, y con motivos. —Si quieres un aliado —prosiguió Sweyn—, cuéntaselo a la vieja Trella. De su almacenada sabiduría, si la memoria la ayuda, podría instruirte sobre la manera ortodoxa de acabar con un hombre-lobo. Si recuerdo bien, debes observar a la persona sospechosa hasta medianoche, cuando debe recuperar su forma bestial, y retenerla para siempre si un ojo humano la ve cambiar. O mejor aún, rociarle las manos y pies con agua bendita, lo que equivale a una muerte cierta. ¡Oh! No temas, la vieja Trella estará a la altura de las circunstancias. El desprecio de Sweyn ya no era bien humorado, había adquirido un cierto aire de irritación o resentimiento ante la monstruosa duda de la bondad de Piel Blanca. Pero Christian estaba demasiado inquieto para ofenderse. —Hablas de ello como si fuesen cuentos de viejas, pero si hubieses visto la prueba que yo vi, al menos estarías dispuesto a desear que fuesen ciertas, o incluso a ponerlas a prueba. —Bien —dijo Sweyn, con una risa que tenía algo de burla—, ¡ponías a prueba! No pondré objeciones a eso, con tal de que te guardes tus ideas para ti. Ahora, Christian, dame tu palabra de que guardarás silencio, y no seguiremos congelándonos aquí.

Christian permaneció en silencio. Sweyn le volvió a poner las manos en los hombros y en vano intentó ver su rostro en la oscuridad. —Christian, tú y yo nunca hemos discutido, ¿verdad? —Yo nunca he discutido —replicó el otro, sabedor por primera vez de que su dictatorial hermano a veces le había dado motivos para discutir si él hubiese estado dispuesto a hacerlo. —Bien —dijo Sweyn enfáticamente—, si hablas contra Piel Blanca con cualquier otro, como me has hablado a mí esta noche… discutiremos. Dijo las palabras como un ultimátum, se dio media vuelta y entró en la casa. Christian, más temeroso y desgraciado que antes, le siguió. —Está nevando. No se ve ni una sola luz. Los ojos de Piel Blanca pasaron ante Christian sin intención aparente, y brillaron cuando encontró a Sweyn. —¿No se oye ninguna señal? —preguntó—. ¿No has oído la llamada de un cuerno? —No vi ni oí nada, y, señal o no señal, por fuerza la nevada debería mantenerte aquí. Ella lo agradeció con una sonrisa. Y a Christian el corazón le pesó como si fuese de plomo con mortal certeza al notar la luz que se había encendido en los ojos de Sweyn al ver la sonrisa de ella. Esa noche, mientras los otros dormían, Christian, el que estaba más cansado de todos ellos, vigilaba fuera de la habitación de invitados hasta que pasó la medianoche. No oyó ni un ruido, ni siquiera el más débil. ¿Podría ser verdad la vieja historia de la metamorfosis a medianoche? ¿Qué había al otro lado de la puerta, una mujer o una bestia? Habría dado la mano derecha por saberlo. Instintivamente, puso la mano en el pestillo, y lo movió lentamente, aunque creía que los cerrojos estaban echados al otro lado. La puerta cedió ante su mano. Permaneció en el umbral y una aguda corriente de aire lo alcanzó. La ventana estaba abierta, la habitación estaba vacía. De modo que Christian pudo dormir con el corazón algo más ligero. Por la mañana hubo sorpresa y conjeturas cuando se descubrió la ausencia de Piel Blanca. Christian no habló. Ni siquiera a su hermano le dijo que sabía que había huido antes de medianoche. Y Sweyn, aunque evidentemente se

encontraba muy contrariado, parecía desdeñar toda referencia al tema de los miedos de Christian. Sólo Sweyn se unió a la caza del oso. Christian encontró un pretexto para quedarse. Sweyn, malhumorado, manifestó su desprecio no diciendo ni una palabra. Durante todo aquel día, y muchos días posteriores, Christian no perdía de vista su casa. Sólo Sweyn se dio cuenta de sus maniobras para quedarse, y se sentía muy molesto. Nunca mencionaron entre ellos el nombre de Piel Blanca, aunque se oía bastante a menudo en la charla general. Apenas había pasado un día cuando el pequeño Rol preguntó cuándo iba a volver Piel Blanca. La hermosa Piel Blanca, que besaba como un copo de nieve. Y si Sweyn respondía, Christian podía estar seguro de que la luz de sus ojos, alimentada por la sonrisa de Piel Blanca, aún no se había extinguido. ¡El pequeño Rol! Malicioso y alegre, el pequeño Rol de pelo claro. Llegó un día en que sus pies cruzaron el umbral para no volver nunca más, cuando su cháchara y sus risas no se volvieron a oír, cuando se derramaron lágrimas de angustia por no volver a ver su cabecita. Nunca más, vivo o muerto. Se le vio por última vez al atardecer, saliendo de la casa con su cachorrillo, en caprichosa fuga de la vieja Trella. Más tarde, cuando su ausencia había empezado a causar ansiedad, su cachorrillo volvió arrastrándose a la granja, asustado, gimiendo y llorando, convertido en un patético bultito mudo y aterrorizado, sin inteligencia ni coraje para guiar la atemorizada búsqueda. Nunca se encontró a Rol ni rastro de él. Nunca se supo dónde había perecido. Cómo había perecido sólo se sabía por un temible pálpito: una bestia salvaje lo había devorado. Christian oyó la conjetura sobre «un lobo» y la horrible certeza de saber de qué lobo se trataba se abatió sobre él. Intentó decir lo que sabía, pero Sweyn lo vio empezar a hablar con la cara pálida y labios temblorosos y, adivinando su propósito, se lo llevó y lo hizo callar, a duras penas, con su imperioso agarrón, su airada mirada y un susurro. Que Christian aún sostuviese sus irracionales sospechas contra la hermosa Piel Blanca era, para Sweyn, prueba de una obstinación que sólo crecería tras la exposición y discusión. Pero este evidente intento de convertir el dolor y la

angustia en odio y miedo hacia la hermosa extraña, era intolerable, y Sweyn luchaba contra él. De nuevo Christian cedió ante las palabras y voluntad de su hermano, más fuertes que las suyas, y consintió en callar contra su propio juicio. El arrepentimiento llegaría antes de que la luna nueva, la primera del año, se hiciese vieja. Piel Blanca volvió de nuevo, sonriendo al entrar, como si estuviese segura de una alegre y amable bienvenida, y en verdad sólo hubo una persona que viese su hermoso rostro y su extraña vestimenta blanca con disgusto. El rostro de Sweyn estaba iluminado de placer, mientras que el de Christian se volvió tan pálido y rígido como la muerte. Había dado su palabra de guardar silencio, pero no había creído que ella osara volver. El silencio era imposible, cara a cara con esa Cosa, imposible. Sin poder reprimirse gritó: —¿Dónde está Rol? Ni un temblor perturbó el rostro de Piel Blanca. Lo oyó, pero permaneció tranquila. Los ojos de Sweyn brillaron peligrosamente al mirar a su hermano. Las mujeres derramaron algunas lágrimas ante la mención del pobre niño, pero nadie se alarmó ante la repentina invocación, pues el recuerdo de Rol surgía de modo natural. ¿Dónde estaba el pequeño Rol, que se había acomodado en los brazos de la extraña, que la había besado, que la había esperado desde entonces y que hablaba de ella a diario? Christian salió en silencio. Sólo había una cosa que pudiese hacer, y no podía retrasarla. Su horror superó cualquier curiosidad de oír las afables excusas de Piel Blanca y sus sonrientes disculpas por su extraña y poco ceremonial salida, su relato de las circunstancias de su regreso u observarla mientras escuchaba la triste historia del pequeño Rol. El corredor más rápido de la comarca había comenzado su carrera más difícil: poco menos de tres leguas y la vuelta, que él pensaba poder completar en dos horas, aunque la noche no tenía luna y el camino era agreste. Corrió contra el frío aire hasta que sintió el viento en su rostro. El indistinto perfil de la casa se hundía bajo las colinas a su espalda, y unos cerros de nieve impoluta surgían del oscuro horizonte sólo para volver a hundirse en la oscuridad cuando el inmóvil aire soplaba. No tomó ninguna referencia consciente de lugares, ni siquiera cuando todo rastro del camino había desaparecido bajo capas de nieve, y sus fuerzas lo llevaban por instinto, sin

una idea concreta que lo guiase. Y el cerebro ocioso estaba pasivo, inerte, recibiendo incansables retratos de imágenes y sonidos pasados: Rol, llorando, riendo, jugando, enroscado en los brazos de esa Cosa temible. Tyr, ¡oh, Tyr! Colmillos blancos en la negra mandíbula. Las mujeres que seguían llorando. El pobre cachorrillo, precioso ahora por ser lo último que había tocado el niño. Pisadas desde los árboles a la puerta. La cara sonriente entre pieles, de belleza tan femenina, sonriendo. Y la cara de Sweyn. —¡Sweyn, Sweyn, oh, Sweyn, hermano mío! La risa airada de Sweyn se apoderó de sus oídos más allá del sonido del aire provocado por su velocidad. Las burlas de Sweyn lo asaltaban más rápida y agudamente de lo que el temible frío asaltaba su garganta. Y aun así permanecía impasible ante la idea de cómo aumentarían la ira y las burlas de Sweyn si supiese el motivo de su partida. Sweyn era un escéptico. Su total incredulidad ante el testimonio de Christian acerca de las pisadas se basaba en su escepticismo. Su razón se negaba a aceptar la posibilidad de que lo sobrenatural se materializase. Que una bestia viva pudiese ser otra cosa que algo palpablemente bestial, con patas, colmillos, pelos y orejas de bestia, le resultaba increíble. Y más aún el que de aquello pudiese surgir una figura humana, con su aspecto divino, erecto, generoso, dotado del habla y la risa. Las tremebundas y temibles leyendas que había oído de niño y creído entonces, ahora las consideraba construidas sobre hechos distorsionados, superados por la imaginación y alimentados por la superstición. Incluso las extrañas llamadas a la puerta, que él mismo había respondido en vano, las había explicado racionalmente, tras la primera impresión de sorpresa, como una trampa maliciosa de algún inteligente bromista que tenía la clave del enigma. Para su hermano toda la vida era un misterio espiritual, su conocimiento total velado por la densidad de la carne. Dado que sabía que su propio cuerpo estaba relacionado con las fuerzas antagonistas que constituyen el alma, no le parecía extraño que una fuerza espiritual poseyera diversas formas para distintas manifestaciones. Ni para él resultaba un gran esfuerzo creer que dado que el agua lava toda la suciedad natural, el agua bendita en la consagración debía limpiar este mundo de Dios de esa Cosa sobrenatural y

malvada. Por lo tanto, más rápidamente de lo que ningún pie humano había cubierto esas leguas, corrió en la oscura noche cerrada sobre los eriales y colinas de nieve impoluta hacia la lejana iglesia, donde se hallaba la salvación en el agua bendita de la pila de la puerta. Su fe era tan firme como la de cualquiera que hubiese obrado milagros en el pasado, sencilla como el deseo de un niño, fuerte como la voluntad de un hombre. Apenas se le echó de menos durante esas horas, cada segundo de las cuales las pasó llevando hasta el límite el mayor esfuerzo que sus tendones y nervios pudieran llevar a cabo. Dentro de la casa, mientras, esos momentos se iluminaron con palabras y miradas de inusual animación, pues la gracia y belleza de la extraña había despertado los instintos de amabilidad y hospitalidad de los habitantes convirtiéndolos en expresiones de bienvenida e interés. Pero Sweyn estaba anhelante y ansioso, más de lo que correspondería a un cortés anfitrión. La impresión de que su primera visita lo había hechizado, y que había vivido desde entonces en el recuerdo, se hizo más profunda ahora ante su presencia. Sweyn, el incomparable entre hombres, reconocía en esta hermosa Piel Blanca un espíritu elevado y valeroso como el suyo, y un cuerpo tan firme y capaz que sólo le faltaban músculos para ser su igual en fuerza. Pero aquella blanca piel estaba moldeada muy suavemente, sin la hinchazón muscular que hacía evidente la fuerza de él. La ardiente admiración por esta suprema extraña dio lugar a un amor como el que podía conceder su sincero amor por sí mismo. En su pasión había más amor que admiración, y por lo tanto se veía libre de las dudas y la delicada reserva de un amante. Sincera y valientemente cortejó su favor con miradas y palabras, con facilidad natural, sin necesidad de talento o práctica. Tampoco era ella una mujer a la que cortejar de otro modo. Los tiernos susurros y suspiros nunca ganarían su favor, pero sus ojos se iluminarían si oía relatos de una hazaña y, en simpatía, su mano caía rápidamente sobre su hacha y la agarraba fuertemente. Ese movimiento volvió a encender la admiración de Sweyn. Lo buscó, luchó por provocarlo, y se iluminó cuando tuvo lugar. Esa muñeca era maravillosa, delgada y fuerte como el acero. También la suave mano, que se curvaba tan rápida y firmemente, lista para repartir muerte instantánea.

Deseando sentir la presión de esas manos, este osado amante planeó con palpable franqueza, proponiendo que ella debería oír cómo se cantaban sus canciones de caza, con un estribillo que señalaba las palmas. Así su espléndida voz recitaba los versos y, cuando se acercaba el estribillo, tomaba las manos de ella e, incluso en ese apretón calmado, sintió, como deseaba, la fuerza latente y el vigor que aceleraba los dedos, pues la canción la animaba, y su voz se unió a la pegadiza canción, y sonó clara por encima de los últimos versos. Después cantó sola. En contraste, o por orgullo de cambiar el humor general con su voz, eligió una canción triste que fluía en voz baja, triste como el viento que se lamenta: «¡Oh, dejadme ir! Entre coronas de nieve la tierra oscura duerme debajo. Lejos, en la llanura gime una voz dolorida: ¿dónde yacerá mi niño? En mi pecho blanco ¡que descanse la dulce vida! ¡Que descanse donde yace mejor! ¡Calla! ¡Calla sus gritos! La noche es oscura en el cielo. Hay dos estrellas en tus ojos. ¡Vamos, niño, ve! Pero que repose hasta el gris amanecer el que debe estar muerto por la mañana. Esto no puede durar pero he aquí el rayo maligno. Todo el dolor debe olvidarse.

Y los reyes se inclinarán a tus rodillas adorando tu vida. Pues los hombres largamente privados de la esperanza de lo anterior de abandonar las cosas del pasado. Mía, y no tuya, ¡cómo brillan sus joyas! La paz te envuelve a ti, no a mí». La vieja Trella se acercó tambaleándose desde su rincón, afectada por un temblor adicional provocado por el despertar de un recuerdo. Fijó su vista borrosa en la cantante, y luego inclinó la cabeza para que su único oído aún sensible al sonido le acercase cada nota. Al final, adelantándose torpemente, habló, con el tembloroso tono agudo de los ancianos: —Así cantaba mi Thora, mi última y más brillante hija. ¿Cómo es ésta, cuya voz es como la de mi fallecida Thora? ¿Tiene los ojos azules? —Azules como el cielo. —¡También los de mi Thora! ¿Tiene el pelo claro y trenzas hasta la cadera? —Así es —respondió la propia Piel Blanca, y cogió las manos que se adelantaban con las suyas propias y las guió para que corroborasen sus palabras mediante el tacto. —Como el de mi querida Thora —repetía la anciana. Y entonces sus manos temblorosas se apoyaron en los hombros cubiertos de piel, y se adelantó y besó el suave rostro que Piel Blanca había vuelto hacia arriba, nada reluctante, para recibir y devolver la caricia. Así los vio Christian cuando entró. Se quedó parado un momento. Después de la oscuridad sin estrellas, el helado aire nocturno y la feroz carrera silenciosa de dos horas, sus sentidos se vieron afectados por el repentino calor, la luz y el alegre murmullo de voces. Una imprevista angustia lo asaltó, pues por primera vez contempló la

posibilidad de ser superado por su astucia y osadía, si al acercarse la muerte, ella, sintiéndose acorralada, se transformaría en una terrible bestia y provocaría una salvaje carnicería. Miró con horror y piedad a los inofensivos e indefensos presentes, nada deseoso de destruir su seguridad y bienestar. La terrible Cosa que estaba entre ellos, oculta por la belleza femenina, era el centro de interés. Ahí, ante él, notablemente impresionada, estaba la pobre vieja Trella, la más débil de todos, en cariñosa cercanía. Y un momento después podría tener lugar la revelación de un horror monstruoso, un peligro pavoroso y mortal, libre y acorralado, en un círculo de mujeres, chicas y descuidados hombres indefensos. Algo tan repugnante y terrible que podía alterar el cerebro o matar el corazón. ¡Y de todos, sólo él estaba preparado! Titubeó durante lo que dura un aliento, no más, mientras sobre él caía la agonía del remordimiento que sin embargo no podía convencerle de desistir de su propósito. ¿Estaba solo? No, también estaba Tyr. Y se acercó al único que compartía lo que sabía. Tan atemporal es el pensamiento que sólo unos segundos pasaron entre que levantase el pestillo y soltase a Tyr. Pero en esos pocos segundos que sucedieron a su primera mirada, igual de veloces habían sido los impulsos de otros, igual de rápidos y seguros fueron sus movimientos. El ojo vigilante de Sweyn le había localizado, e instantáneamente todas sus fibras se alertaron con instintos hostiles y, medio adivinando, medio sin creerse la intención de Christian al agacharse ante Tyr, llegó presta, cautelosa, airada, decididamente a oponerse a la malicia de su fantasioso hermano. Pero por detrás de Sweyn se levantó Piel Blanca, igual de blanca que sus pieles, con la mirada fiera y hostil. Atravesó el salón hacia la puerta, arrebujando su larga capa hacia su cuerpo. «¡Escuchad!», resopló, «¡el cuerno! ¡Escuchad, debo irme!», mientras le echaba mano al pestillo para salir. Durante un precioso momento Christian había dudado mientras medio aferraba el collar, pues, a no ser que la forma femenina cambiase a la de bestia, las mandíbulas de Tyr harían pedazos a mordiscos su honor de hombre. Entonces oyó la voz de ella, y se giró… demasiado tarde.

Mientras ella tiraba de la puerta, él saltó agarrando su cantimplora, pero Sweyn se interpuso, y lo agarró irresistiblemente, de modo que en un frenético esfuerzo sólo consiguió liberar un brazo. Con eso y el impulso de su pura desesperación, la lanzó contra ella con todas sus fuerzas. La puerta se cerró tras ella, y la cantimplora se hizo pedazos contra ella. Luego, mientras el agarrón de Sweyn se aflojaba y vio la inquisitiva sorpresa en las caras que lo rodeaban, con un grito ronco e inarticulado: —¡Que Dios nos ayude! —dijo—. Es una mujer-lobo. Sweyn se volvió hacia él. «¡Mentiroso, cobarde!», y sus manos agarraron el cuello de su hermano con una fuerza mortal, como si las palabras pudiesen morir así, y mientras Christian forcejeaba, lo levantó del suelo y lo lanzó, estrellándolo hacia atrás. Tan furioso estaba que, mientras su hermano yacía inmóvil, él lo golpeó rudamente con el pie, hasta que su madre se interpuso, gritando «basta». Y aun así, se quedó cerca, con los dientes apretados, el ceño fruncido y los puños apretados, preparado para volver a obligarle a callar violentamente, pues Christian se levantó tambaleándose perplejo. Pero el silencio total y la sumisión eran más de lo que esperaba, y tornó su ira en desprecio por alguien que tan fácilmente se dejaba intimidar por la simple fuerza. «¡Está loco!», dijo, dándose la vuelta mientras hablaba y así no ver la mirada de doloroso reproche de su madre ante sus repentinas palabras, que eran un temor que acechaba dentro de ella. Christian estaba demasiado cansado para poder esforzarse en hablar. Su respiración era trabajosa, en grandes suspiros, sus miembros estaban inertes y débiles, en completo descanso tras tan esforzado servicio. El fracaso de su empresa le había provocado un estupor de dolor y desesperación. Además estaba la espantosa humillación de la violencia y la pelea con su hermano, y el disgusto de oír el desprecio erróneo expresado sin reservas, pues era consciente de que Sweyn había recurrido, para calmar el miedo, en parte a la autoridad, en parte a las palabras, mostrando un doloroso desdén al cariño fraternal. Culpó de este rechazo de su gemelo a la Cosa que había provocado su primera pelea, y, ¡ah!, lo más terrible de todo, se había interpuesto entre ellos tan efectivamente que Sweyn era ciego y sordo en lo tocante a ella, resentido por la interferencia, arbitrario más allá de la razón. Un temor y perplejidad inconmensurables se cernieron sobre él. Toda

para él, la carga era abrumadora, una profecía de calamidades innombrables, basada en su pavoroso descubrimiento, arrojada sobre él, aplastando la esperanza de poder soportar el destino que se avecinaba. Mientras, Sweyn observaba a su hermano, a pesar de encontrarse constantemente con la mirada de Christian con una extraña expresión de dolor indefenso, que bastaba para descomponer al airado agresor. «¡Como un perro apaleado!», se dijo para sí mismo, invocando al desprecio para poder soportar el arrepentimiento. La observación le hizo preguntarse por el estado de agotamiento de Christian. La trabajosa respiración y la inercia de sus miembros sin duda hablaban de un inusual y prolongado esfuerzo. ¿Y por qué las casi dos horas de ausencia habían sido seguidas por una hostilidad abierta contra Piel Blanca? De repente, los fragmentos de la cantimplora le dieron la pista, lo adivinó todo y se quedó mirando fijamente y asombrado a su hermano. Olvidó que el plan había sido contra Piel Blanca, lo que exigía desprecio y resentimiento por su parte. Eso quedó barrido del recuerdo ante la estupefacción y admiración por la hazaña de velocidad y resistencia. Deseoso de preguntarle, se inclinaba por hacer algo generoso y ofrecerle sinceramente arreglar las cosas, pero el estado lamentable de Christian y su triste mirada le provocaron el deseo de justificarse recordando la ofensa de sus intolerables palabras acerca de Piel Blanca, y el impulso pasó. Luego otras consideraciones aconsejaron silencio, y después se apoderó de él la idea de esperar a ver cómo Christian encontraba la ocasión de hablar de su hazaña y que quedase constancia, sin provocar el ridículo a causa del descabellado encargo. Esa expectación quedó sin satisfacer. Christian no pronunció la orgullosa declaración que habría dejado constancia de su gesta para que fuese contada a generaciones posteriores. Esa noche Sweyn y su madre hablaron largo y tendido, dando forma de certeza a la sospecha de que la mente de Christian se había desequilibrado y tratando de su evidente causa. Sweyn, declarando su propio amor por Piel Blanca, sugirió que su desgraciado hermano sentía una pasión similar, siendo ellos gemelos tanto en amor como en nacimiento, y que los celos y la desesperación habían cambiado su amor por odio hasta que la razón cedió por la tensión y desarrolló una locura, cuya malicia y traición convirtieron en una

fuerza grave y peligrosa. Así teorizaba Sweyn, convenciéndose a sí mismo mientras hablaba, convenciendo más tarde a otros que mostraron sus dudas sobre Piel Blanca, frenando su juicio defendiéndola, y con su acérrima defensa de la apresurada partida de la muchacha silenciando sus propias dudas ante lo inexplicable de su conducta. Pero pasó poco tiempo y Sweyn perdió su ventaja a causa de un nuevo horror en la casa. Trella había desaparecido, y su final era un misterio. La pobre anciana había salido un día de sol a visitar a una comadre postrada en cama que vivía más allá de la arboleda. Se la vio por última vez bajo los árboles, esperando a su acompañante, que había vuelto a por un regalo olvidado. Rápidamente saltó la alarma, llamando a todos los hombres en su busca. Se encontró su bastón entre los matojos a unos pocos pasos del camino, pero no había rastros ni manchas, pues un fuerte viento estaba derribando la nieve de las ramas y ocultaba toda señal de cómo había muerto. Tan aterrada estaba la gente de la granja que ninguno osaba salir solo en la búsqueda. Uno podía estar preparado contra peligros conocidos, pero no contra esta muerte subrepticia que caminaba invisible de día, que se llevaba al niño que jugaba y a la anciana, ya tan cercana a su tumba, sin hacer distinciones. —¡Besó a Rol, besó a Trella! —así repetía Christian una y otra vez, hasta que Sweyn se lo llevó y forcejeó para mantenerlo apartado, aunque en su agonía de dolor y remordimientos se acusaba absurdamente a sí mismo de ser responsable de la tragedia, y daba claras muestras de que el cargo de locura estaba bien fundado si las miradas extrañas y las palabras desesperadas e incoherentes eran prueba suficiente. Pero de ahí en adelante todo el razonamiento y la autoridad de Sweyn no pudo colocar a Piel Blanca por encima de toda sospecha. No se le pidió que la defendiese de la acusación cuando volvió a silenciar a Christian, pero sabía bien cuál era el significado de ese acto. Que ya no oía el nombre de ella, antes pronunciado alegremente y a menudo. Sólo se mencionaba en susurros que no podía entender. El paso del tiempo no barrió los miedos supersticiosos que Sweyn despreciaba. Estaba furioso e inquieto, deseoso de que volviese Piel Blanca, y

que, simplemente por su graciosa presencia, recuperase el favor de los granjeros, pero dudaba de si toda su autoridad y ejemplo podría evitar que ella se diese cuenta del cambio en la bienvenida, y vio claramente que Christian sería ingobernable, y podría ser capaz de algún ataque peligroso. Por un tiempo, las diferencias entre los gemelos se hicieron más marcadas. Por parte de Sweyn, un aire de rígida indiferencia, por parte de Christian, por un silencio desesperado y una nerviosa y aprensiva vigilancia de su hermano. Sumado a sus remordimientos y premoniciones, el desprecio de Sweyn le pesaba intolerablemente, y el recuerdo de su violenta ruptura era un dolor incesante. El hermano mayor, autosuficiente e insensible, no podía saber lo profundamente que dolía su rudeza. Una profundidad y fuerza de afecto como las de Christian le eran desconocidas. El leal sometimiento que no podía apreciar lo habían animado a dominar; esta tozuda oposición a su razón y voluntad la consideraba como malicia furiosa, si no auténtica locura. Vigilar a Christian lo irritaba incesantemente, y preveía que el resultado sería la vergüenza y el peligro. Por lo tanto, para acallar sus sospechas, juzgó que sería adecuado hacer movimientos para firmar la paz. Fue muy sencillo. Un poco de amabilidad, unas pocas muestras de consideración, un ligero regreso a la vieja tiranía fraternal, y Christian respondió con agradecimiento y alivio que lo habrían conmovido si lo hubiese entendido todo, pero que, en lugar de eso, aumentaron su desprecio secreto. Tanto éxito tuvo su amabilidad que, cuando, más tarde, llegó un mensaje transmitido por Sweyn llamando a Christian a un lugar lejano, éste no dudó de su autenticidad. Cuando su paseo demostró ser inútil, volvió sobre sus pasos, y lo único en lo que pensaba era en un error o un malentendido. No fue hasta que vio la casa, entre las colinas nevadas, que el vivido recuerdo del momento en que había rastreado a aquel horror hasta la puerta dio paso a un intenso temor y con él a una borrosa sospecha. Aferró con más fuerza la lanza que usaba de bastón. Todos sus sentidos estaban alerta, todos los músculos tensos. La emoción lo empujaba, la prudencia lo controlaba, y ambas dirigían sus largos pasos rápida, silenciosamente, hacia el clímax que sentía que se acercaba. Al acercarse a las puertas exteriores, una sombra se agitó y se movió, como si el gris de la nieve hubiese adquirido movimientos independientes.

Una sombra más oscura se quedó y se giró hacia Christian, haciendo que se le helase la sangre de desesperación. Sweyn estaba ante él, y desde luego, la sombra que se había ido era Piel Blanca. Habían estado juntos, y cerca. ¿No había estado ella en sus brazos, lo bastante cerca para que se juntasen sus labios? No había luna, pero las estrellas daban suficiente luz para mostrar que el rostro de Sweyn estaba arrebolado y exultante. El color permaneció, aunque la expresión cambió rápidamente al ver a su hermano. ¿Cómo, si Christian lo había visto todo, debería enfrentarse a sus arrebatos de locura? ¿Con resolución? ¿Con indiferencia? Se detuvo entre ambas y, como resultado, se pavoneó. —¿Piel Blanca? —preguntó Christian, ronco y sin aliento. —¿Sí? La respuesta de Sweyn era una pregunta, con una entonación que implicaba que estaba despejando el camino para la acción. De Christian salió: «¿La has besado?», como un golpe directo, asombrando a Sweyn ante la pura fuerza de su temeridad. Enrojeció aún más, y aun así medio sonrió por su éxito. Si de verdad hubiera existido entre él y Christian la rivalidad que imaginaba, en su cara había la suficiente indolencia del triunfo como para provocar una ira celosa. —¡Te atreves a preguntarlo! —¡Sweyn, oh, Sweyn, debo saberlo! ¡Lo has hecho! El tinte de desesperación y angustia en su tono enfadaron a Sweyn, que lo entendió mal. Los celos que provocaban esa interpretación eran intolerables. —¡Necio loco! —dijo, ya sin contenerse—. Consíguete tu propia mujer para besarla. Deja en paz a la mía sin preguntas. ¡Una mujer como la que yo desearía besar es una mujer que nunca te permitiría que la besaras! Entonces Christian entendió su suposición. —¡Yo…! —gritó—. Piel Blanca… ¡esa Cosa letal! Sweyn, ¿estás ciego o loco? ¡Yo te salvaría de ella, es una mujer-lobo! Sweyn volvió a irritarse ante la acusación, una venganza miserable, como él lo entendía y, en un instante, por segunda vez, los hermanos peleaban. Pero Christian estaba ahora demasiado desesperado para ser escrupuloso,

pues una borrosa visión le había sugerido una posibilidad, y para seguirla era necesario estar libre de los golpes de su hermano. ¡Gracias a Dios estaba armado, y así era el igual de Sweyn! Enfrentándose a su atacante con la lanza, subió los brazos, y con el extremo romo golpeó tan fuerte que se cayó. El corredor inigualable saltó en el instante, para perseguir una idea desesperada. Sweyn, al ponerse en pie, estaba tan sorprendido como enfadado ante esta innombrable huida. Sabía en el fondo que su hermano no era un cobarde, y que era poco propio de él retirarse de una pelea porque la derrota fuese segura, y la cruel humillación a manos del vengativo vencedor fuera probable. Era muy consciente de la inutilidad de perseguirlo. Debía guardar su rabia, sabiendo que llegaría su ventaja. Dado que Piel Blanca se había ido hacia la derecha y Christian hacia la izquierda, no se le ocurrió que pudiesen encontrarse. Y ahora Christian, actuando según la borrosa visión que había tenido de algo que se movía contra el cielo a lo largo de la cresta de las colinas en el momento en que Sweyn se lanzaba hacia él, apostaba su única esperanza en aquello y en su velocidad superlativa. Si lo que había visto era de verdad a Piel Blanca, supuso que dirigía sus pasos hacia los eriales abiertos, y había una posibilidad de que, en una carrera en línea recta y un desesperado y peligroso salto sobre un precipicio, podía alcanzarla o adelantarla. ¿Y cuando lo lograse? No lo había pensado. Pasó la rápida y fiera carrera y el riesgo de muerte en el salto, y se detuvo en una hondonada para recuperar el aliento. ¿Llegaría? ¿Se habría ido? Llegó. Llegó deslizándose con un paso veloz, insonoro, que no era ni andar ni correr. Tenía los brazos doblados entre sus pieles, que estaban ajustadas al cuerpo. Las cintas blancas de su cabeza estaban recogidas y atadas debajo de su cara. Sus ojos estaban fijos en la distancia. Así marchaba hasta que el equilibrado balanceo de su paso se vio detenido por Christian. —¡Piel! Inhaló rápidamente al sonido de su nombre así mutilado, y vio al hermano de Sweyn. Sus ojos centellearon, levantó el labio superior y mostró los dientes. La mitad de su nombre, impreso con un sentido ominoso según lo había pronunciado él, le advirtió de la presencia de un enemigo mortal. Aun

así, ella abrió su capa y habló con suavidad como una mujer: —¿Qué quieres? Entonces Christian respondió con su solemne y temible acusación: —Besaste a Rol… ¡y Rol está muerto! Besaste a Trella: ¡ella está muerta! ¡Has besado a Sweyn, mi hermano, pero él no morirá! —y añadió—: Vivirás hasta medianoche. El filo de sus dientes y el destello de sus ojos quedaron un momento fijos y su mano derecha bajó hasta la empuñadura del hacha. Entonces, sin una palabra, se apartó de él, y salió corriendo rápidamente sobre la nieve. Y Christian salió corriendo, y la siguió velozmente sobre la nieve, por detrás, pero a media zancada de su lado. Así fueron corriendo juntos, en silencio, hacia los vastos eriales de nieve, donde nada vivo excepto ellos dos se movía bajo las estrellas de la noche. Nunca antes se había regocijado igual Christian de sus poderes. El don de la velocidad y la práctica del uso y la resistencia ahora le resultaban valiosísimas. Aunque quedaban horas hasta medianoche, tenía confianza en que, fuese donde fuese esa Cosa, por mucha prisa que se diera, no podía correr más que él ni huir. Entonces, cuando llegase el momento de la transformación, cuando el cuerpo de mujer ya no fuese un escudo contra la mano del hombre, podría matar o morir para salvar a Sweyn. Había golpeado a su querido hermano en un momento de extrema necesidad, pero no podía, aunque la razón le urgía a ello, golpear a una mujer. Corrieron uno, dos kilómetros. Piel Blanca siempre delante, Christian siempre a igual distancia a su lado, de vez en cuando tan cerca que sus pieles le tocaban. Ella no dijo una palabra, tampoco él. Nunca volvió la cabeza para verle, ni giró para evitarlo, sino que, con la cara hacia delante, corrió en línea recta, sobre terreno desigual, sobre terreno liso, consciente de su cercanía por el ruido constante de sus pies y el de su respiración. Durante un tiempo ella aceleró el paso. Desde el principio, Christian había juzgado que su velocidad era admirable, pero con exultante seguridad en su propio talento y resistencia fueran cuales fueran sus esfuerzos. Pero, cuando aceleró el ritmo, se vio puesto a prueba como nunca lo había sido en ninguna carrera. Los pies de ella, sin duda, eran más rápidos que los de él. Sólo por la longitud de sus zancadas podía mantener su puesto al lado de ella.

Pero su corazón era resuelto, y aún no temía fallar. Así siguió la desesperada carrera. Sus pies levantaban la nieve en polvo, su respiración formaba vapor en el aire helado y se habían ido antes de que el aire quedase limpio de nieve y vapor. De vez en cuando, Christian alzaba la cabeza para juzgar, por las estrellas, la llegada de la medianoche. Tanto tiempo… ¡tanto tiempo! Piel Blanca continúo sin descanso. Ella, era evidente, tenía confianza en que su velocidad era inigualable, y estaba tan resuelta a correr más que su perseguidor como éste de aguantar hasta medianoche y cumplir su propósito. Y Christian continuó, aún seguro de sí mismo. No podía fallar, no fallaría. Vengar a Rol y a Trella era motivo suficiente para hacer lo que haría cualquier hombre, pero más aún por Sweyn. Ella había besado a Sweyn, pero él no moriría. Si tenía que salvar a Sweyn no podía fallar. Nunca se vio una carrera como ésta. No, no cuando en la vieja Grecia hombre y doncella corrieron juntos con dos destinos en juego. Pues la carrera continuaba a plena velocidad, mientras salía estrella tras estrella, camino de la medianoche, durante una, dos horas. Entonces Christian vio y oyó lo que le provocó miedo. En una arboleda que había sobre una ladera, vio moverse algo oscuro, y oyó un ladrido, seguido de un pavoroso grito, y la oscuridad se extendió sobre la nieve. Una manada de lobos en persecución. De las bestias poco tenía que temer, al ritmo que llevaba podría distanciarlas, moviéndose las bestias a cuatro patas. Pero por los trucos de Piel Blanca sentía una aprensión infinita, pues quizá tomaría ventaja de los salvajes colmillos de esos lobos, siendo como era medio loba. Ella no les concedió ni una mirada ni una señal, pero Christian, en un impulso por asegurar que no escaparía de él, agarró la parte de atrás de sus pieles, aún corriendo. Ella se volvió como un rayo con un gruñido bestial, con los dientes y los ojos brillándole de nuevo. Su hacha relampagueó, arriba, abajo, atacando a la mano. La habría cortado a la altura de la muñeca, pero él la paró con la lanza. Aun así, atravesó la lanza y destrozó los huesos de la mano con el mismo golpe, de modo que él le soltó la capa. Volvieron a correr como antes, y Christian no perdía el ritmo, aunque su

mano izquierda colgaba inútil, sangrando y rota. El gruñido, indudable, y aunque modificado por los órganos de mujer, la furia despiadada que mostraba en dientes y ojos y el agudo dolor de su golpe mutilador hicieron que Christian ignorase a las bestias de atrás, ya que ahora se daba cuenta del peligro infinitamente mayor que tenía ante él en forma de esa Cosa letal. Cuando recordó mirar atrás, ¡helos!, la manada había alcanzado sus pasos, y se apartaron instantáneamente, intimidados. Los ladridos de persecución se habían tornado gemidos y lloros. Esa criatura era tan aberrante para bestias como para hombres. Se había envuelto en las pieles, de modo que, en lugar de flotar sueltas hasta sus tacones, ahora nada colgaba por debajo de sus rodillas, y esto sin siquiera frenar su fabulosa velocidad ni entorpecer su paso. Mantenía la cabeza como antes, sus labios apretados, y sólo la tensa nariz revelaba su respiración, no había señal de cansancio que hablase del gran esfuerzo de esa terrible velocidad. Pero en Christian ya se notaba palpablemente el esfuerzo. La cabeza le pesaba, y la respiración se le volvió trabajosa. La lanza habría sido una carga ahora. Su corazón latía como un martillo, pero tal insensibilidad oprimía su cerebro que sólo por pasos podía darse cuenta de su triste estado. Herido y desarmado, persiguiendo a esa horrible Cosa, que era una mujer fiera, desesperada y armada con un hacha, y que asumiría la forma de la aún más formidable fiera con colmillos. Y a las estrellas lejanas les quedaba aún casi una hora antes de la medianoche. Tan perdido andaba su cerebro que tuvo la impresión de que ella huía de las estrellas de medianoche, que avanzaban tan lentamente que había pasado un tiempo equivalente a días y más días, y que pasarían días y más días antes del final. A no ser que ella frenase o él fracasase. Pero no fracasaría. ¿Cuánto tiempo llevaba rezando así? Había empezado con tal confianza y seguridad que no sentía la necesidad de esa ayuda, y ahora parecía que era el único medio de evitar que su corazón se hinchase más allá de lo que podía albergar su cuerpo, de prevenir que su cerebro se le atrofiase. Una criatura de

dientes afilados rasgaba y tiraba de su inútil mano izquierda. No la veía, no podía sacudírsela, pero rezaba para que se fuese. Las claras estrellas ante él empezaron a temblar, y él supo por qué: temblaban a la vista de lo que había detrás de él. Nunca antes había supuesto que hay cosas extrañas que se ocultan de los hombres fingiendo ser montículos cubiertos de nieve o árboles que se balancean, pero ahora surgían de sus inofensivos escondites para seguirlo, y burlarse ante su impotencia de hacer que una Cosa de su familia decidiese volver a su verdadero cuerpo. Sabía que tras él había una multitud, oía el zumbido de innumerables susurros juntos, pero sus ojos no podían verlos, eran demasiado veloces y ágiles. Pero sabía que estaban allí, porque, al echar un vistazo hacia atrás, vio los montículos nevados elevarse cuando movían las tapas para volver a esconderse, vio los árboles moverse y camuflarse entre las ramas. Y tras esa mirada, durante un rato las estrellas dejaron de titilar, y un momento infinito de silencio se cayó sobre el mundo helado y gris, sólo interrumpido por los veloces ruidos de pisadas, y las suyas, más lentas pero de zancada más larga, y el sonido de su respiración. Y en un momento de iluminación, supo que su única preocupación era mantener su velocidad a pesar del dolor y la amargura, negarle a ella con todas sus fuerzas su capacidad de correr más que él o de agrandar el espacio entre ellos hasta que las estrellas llegasen a la medianoche. Entonces volvió a surgir esa multitud invisible, zumbando y corriendo por detrás, en número suficiente, lo sabía, para ocultar las estrellas a su espalda, pero siempre apartándose de su vista. Un horrible parón detuvo la carrera. Piel Blanca giró y saltó a la derecha, y Christian, desprevenido ante tan súbita parada, vio cerca de sus pies la boca de un profundo pozo, y se encontró incapaz de frenar su ímpetu. Pero al pasar, la agarró a ella, aferrando su brazo derecho con su única mano buena, y los dos giraron juntos en el borde. El esfuerzo de ella por salvar la vida fue lo suficientemente vigoroso para contrarrestar el impulso de él, y los puso a salvo a ambos. Entonces, antes de que estuviese seguro de que no iban a perecer en esa caída, la vio rechinar los dientes con pálida y salvaje furia mientras forcejeaba por liberarse y, dado que él aferraba su mano derecha, usó el hacha con la izquierda, golpeándolo.

El golpe fue lo suficientemente efectivo. Su brazo derecho cayó inerme, herido y con un hueso roto que chirrió con un espantoso dolor cuando él lo dejó colgando cuando volvió a echar a correr para recuperar los pocos pasos que ella le había ganado cuando él se detuvo por la conmoción. La casi fuga y este nuevo dolor agudo volvieron a despertar y agudizar todas sus facultades. Sabía que lo que seguía era con toda seguridad la muerte animada. Herido e indefenso, estaba completamente a su merced si ella se diese cuenta y pasase a la acción. Incapaz de vengar, incapaz de salvar, su desesperación por Sweyn lo empujaba a seguir, seguir y preceder en la muerte al condenado por un beso. ¿Sería posible que fracasara en perseguir a esa Cosa hasta medianoche, cuando cambiase la forma femenina, atractiva y traicionera, y reducir a la bestia, lo que significaba el último viso de esperanza que quedaba de su confiado propósito? «¡Sweyn, Sweyn, oh, Sweyn!», creía estar rezando, aunque de su corazón no surgía más que esto: «¡Sweyn, Sweyn, oh, Sweyn!» Ya había pasado la mitad de los cuartos de la hora que quedaba para medianoche, y las estrellas estarían en lo alto en minutos, y de nuevo su hinchado corazón, su empequeñecido cerebro y la enfermiza agonía que le colgaba a cada lado del cuerpo conspiraban para debilitar la voluntad que parecía imperar sobre sus pies. Ahora el cuerpo de Piel Blanca estaba tan envuelto en las capas que ningún borde aleteaba. Se estiró hacia delante quedando extrañamente escorada, inclinándose desde la postura recta de un corredor. A veces cubría la distancia con largos saltos, con un incremento en su velocidad que Christian agonizaba por igualar. Como las estrellas señalaban que se acercaba el fin, la negra manada volvió a aparecer detrás, y le siguió haciendo ruido. ¡Ah! Si se quedasen callados y quietos, se quitasen sus habituales máscaras para animar con su interés la última carrera de su más letal congénere. ¿Qué forma tenían? ¿Llegaría a saberlo? Si no fuese porque tenía que obligar a la Cosa que corría ante él a que tomase su forma verdadera, se daría la vuelta y los seguiría. No… no… eso no. Si pudiese hacer cualquier cosa menos lo que hacía, correr, correr y correr sufriendo esta agonía, se quedaría quieto y moriría para evitarse el dolor de respirar.

Empezó a sentirse desconcertado, inseguro acerca de su propia identidad, dudando de su verdadera forma. No podía ser un verdadero hombre, igual que esa Cosa que corría no era una verdadera mujer, su auténtico cuerpo estaba oculto bajo la apariencia de un hombre, pero qué era, lo ignoraba. Y también ignoraba cuál era la verdadera forma de Sweyn. Sweyn estaba caído a sus pies, donde le había golpeado, había golpeado a su propio hermano. Tropezó con él, y tuvo que saltar por encima y correr más deprisa porque la que había besado a Sweyn corría muy deprisa. «¡Sweyn, Sweyn, oh, Sweyn!» ¿Por qué las estrellas habían dejado de brillar? ¡Seguro que había llegado la medianoche! Mientras se inclinaba y saltaba, la Cosa le miró con una mirada salvaje y fiera, y se rió con un desprecio feroz y triunfal. Él comprendió enseguida por qué: en apenas unos segundos, ella se le habría escapado definitivamente. A un lado aparecía una cuesta de hielo; al otro había una subida que caía hacia delante. Entre ambas había espacio para plantar un pie, pero no para soportar un cuerpo. Pero un marojo de enebro que sobresalía podía proporcionar un agarre lo bastante seguro para que una persona, de un decidido tirón, saltase por encima del peligro y se posase en lugar seguro. Aunque los primeros segundos del último momento desaparecían, ella se atrevió a echar una mirada maligna hacia atrás y reírse del perseguidor, impotente para alcanzarla. La crisis adquirió tintes convulsos en su último y supremo esfuerzo: su voluntad surgió indomable, su velocidad se demostró aún incomparable. Saltó impulsándose, la adelantó antes de que su risa tuviese tiempo de desvanecerse, y se giró, taponando el camino y preparándose para oponerse a ella. Ella se abalanzó desesperada, fintando con la mano derecha y luego se tiró hacia él con un salto como el que da una bestia salvaje cuando se lanza a matar. Y él, incluso con una mano fuerte y un brazo que no podía guiar ni agarrar, la atrapó. Cayeron juntos. Al sentir cómo se le resbalaba el brazo y se le debilitaba la mano, y para evitar la temible agonía del hueso destrozado, mordió y agarró la túnica mientras ella luchaba y se retorcía escapándose del agarrón, victoriosa. Sacó el hacha como el rayo y le golpeó en el cuello, profundamente, una,

dos veces, mientras a él se le escapaba la sangre, manchándole los pies. Las estrellas alcanzaron la medianoche. El grito de muerte que oyó no era el suyo, pues sus dientes apenas se habían relajado cuando sonó, y el pavoroso grito comenzó como un gemido de mujer y luego cambió y terminó como el aullido de una bestia. Y antes de que el vacío final se apoderase de sus ojos moribundos, vio que había sido Ella quien lo había proferido, y vio aún más: que la Vida cedía paso a la Muerte, sin motivo aparente, de modo incomprensible. Pues no podía saber que ningún agua bendita podía ser tan bendita, tan potente a la hora de destruir a un ser maligno, como la sangre de un corazón puro derramada en beneficio de otro en un acto de libre devoción. La propia realidad oculta que había deseado conocer se hizo palpable, reconocible. Esto fue lo que sintió: la alegre y pletórica esperanza de haber salvado a su hermano; demasiado desbordante para que la contuviese el limitado cuerpo de un solo hombre y que anhelaba una nueva encarnación, infinita como las estrellas. La verdadera realidad era que el cerebro del hombre se encogió, se encogió hasta que se quedó en nada, que el cuerpo del hombre no pudo retener el tremendo dolor de su corazón y lo expulsó a través de la herida abierta en el cuello y que el silencio volvía presto por detrás de él, reforzado por aquella forma que se disolvía y se perdía de su vista, de su oído, de sus sentidos. *** Con el gris despertar del día, Sweyn se topó con las huellas de un hombre, de un corredor, según vio en la nieve, y la dirección que habían seguido despertó su curiosidad, pues un poco más adelante el trayecto no tenía más remedio que cruzarse con el borde de un gran precipicio. Se volvió a rastrearlas. Y, al hacerlo, la longitud de los pasos le llamó la atención: era un paso largo, como el suyo propio si echase a correr. Sabía que estaba siguiendo a Christian. En su ira, había endurecido su corazón a la ausencia de su hermano; pero ahora, viendo hacia dónde se dirigían las pisadas, se sintió víctima del

remordimiento y el temor. No había pensado ni se había preocupado por su pobre y agitado gemelo, quien podría (¿sería posible?) haberse precipitado a una frenética muerte. Se le paró el corazón al llegar al lugar donde había tenido lugar el salto. También había caído un montoncillo de nieve, y al asomarse no vio abajo más que nieve. Corrió por el borde del abismo unos doscientos metros, hasta llegar a una bajada por la que pudo resbalar y bajar, y llegar al fondo donde se encontraba la nieve apilada. Allí vio que la vigorosa carrera había vuelto a empezar. Se quedó pensando, perplejo de que un hombre hubiese dado aquel salto al que él no se había atrevido, perplejo de haberse engañado al extremo de sentir emociones tan dolorosas, intentando infructuosamente adivinar el motivo de Christian para seguir tan alocada carrera. Y así llegó al lugar donde las pisadas se doblaban. Estas otras eran pisadas pequeñas, como las de una mujer, aunque la distancia de una a otra era mucho mayor de la que permitiría una falda. ¿No serían las pisadas de Piel Blanca? Una espeluznante suposición lo asaltó; tan espeluznante que retrocedió incrédulo. Pero el rostro se le volvió gris ceniza, y dio un grito sofocado para recuperar el movimiento de su corazón roto. ¿Increíble? Una investigación más atenta mostró cómo las pisadas más pequeñas habían cogido velocidad, golpeando la nieve con mayor profundidad, ejerciendo una presión más débil en los talones. ¿Increíble? ¿Podía alguna mujer, excepto Piel Blanca, correr así? ¿Podía algún hombre, excepto Christian, correr así? La suposición se convirtió en certeza. Estaba siguiendo el rastro donde en la noche oscura Piel Blanca había huido de la persecución de Christian. Una villanía tal prendió en su corazón y en su cerebro el fuego de la ira y la indignación. Una villanía tal cometida por su propio hermano, hasta entonces digno de amor y de elogio aunque neciamente manso. Mataría a Christian; si tuviese tantas vidas como huellas había dejado, la venganza exigiría que las tomase todas. Las siguió apresurado, en una tempestad de odio asesino, pues el rastro era bastante evidente, empezando con un arranque de velocidad imposible de mantener y que pronto lo devolvió a un paso lento para recuperar su aliento agotado y entrecortado. Maldijo a Christian en voz

alta y gritó el nombre de Piel Blanca en un frenético clamor apasionado. Su dolor era ira ante la intolerable angustia de pena y vergüenza al pensar que su amor, Piel Blanca, que había partido libre y radiante tras su beso, era perseguida inmediatamente después por su hermano loco de celos y huía por su vida mientras su amante estaba tranquilamente en la casa. Si lo hubiese sabido, rabió, en una impotente rebelión ante la crueldad de los sucesos, si hubiese sabido que su fuerza y su amor hubiesen podido salir en su defensa… ahora el único servicio que podía rendirle era matar a Christian. Él sabía que como mujer no tenía rival en velocidad ni fuerza, pero Christian no tenía rival en velocidad entre los hombres ni era sencillo superar su fuerza. Por valiente, rápida y fuerte que fuese, ¿qué oportunidad podría tener contra un hombre de esa fuerza y altura, que además estaba enloquecido y rabioso de venganza contra su hermano, su victorioso rival? Kilómetro tras kilómetro siguió con el corazón encendido; el caso parecía cada vez más lastimoso, más trágico ante la evidencia de la espléndida superioridad de Piel Blanca, resistiendo tanto tiempo la famosa velocidad de Christian. Tanto, tanto parecía haber resistido que su amor y admiración crecieron más y más, y su dolor e indignación también. Allá donde el rastro estaba nítido, corría con tal temeraria prodigalidad de fuerzas que pronto se agotaba, y se arrastraba penosamente hasta que, a veces en el hielo de un lago, a veces en un punto barrido por el viento, se perdía todo rastro. Sin embargo, tan directa había sido su marcha que siguiendo recto y luego mirando a ambos lados volvía a encontrar el rastro. Pasaron horas y horas, más de la mitad de aquel día de invierno antes de que llegase al lugar donde la nieve pisoteada mostraba que había tenido lugar un guirigay de pisadas… ¡y desaparecían! Pisadas de lobo… ¡sorprendentemente desaparecidas! Sólo un poco más allá encontró la cortada punta de lanza de Christian; más allá aún vio dónde había caído el resto de la inútil vara. Ahí la nieve estaba salpicada de sangre y las pisadas de ambos estaban muy cerca unas de otras. Salió de él un ronco sonido de júbilo que podría haber sido una risa de haber tenido suficiente aliento. «¡Oh, Piel Blanca, mi valiente, mi desdichada amada! ¡Buen golpe!», gruñó, dividido entre la pena y una gran admiración, pues estaba seguro de que ella se había girado y asestado un golpe.

La vista de la sangre lo había excitado como le hubiera ocurrido a una bestia hambrienta. Enloqueció con el deseo de agarrar de nuevo a Christian por el cuello, y esta vez sin soltarlo hasta arrancarle la vida, o quitársela a golpes, o a puñaladas. O de todas esas maneras, y también hacerle pedazos. Y, ¡ah!, entonces, y no antes, se desharía en lágrimas como un niño, como una niña, por el triste destino de su amor perdido. Adelante, adelante, adelante… el tiempo pasaba dolorosamente, esforzándose y afanándose en rastrear a aquellos dos soberbios corredores, consciente de lo maravilloso de su resistencia, pero ignorante de lo maravilloso de su velocidad, que les había permitido cubrir tan vasta distancia en las tres horas anteriores a medianoche, una distancia que él sólo podía atravesar de crepúsculo a crepúsculo. Pues se estaba acabando el día cuando llegó al borde de un viejo pozo de marga y vio cómo los dos que habían pasado antes que él habían chocado y trastabillado juntos en una desesperada maniobra en el mismo abismo. Y ahí las manchas frescas de sangre le hablaron de una valiente defensa contra su infame hermano, y siguió por donde la sangre había goteado hasta que el frío había restañado su manar, gratificándose salvajemente en esta prueba de que Christian había sufrido una herida profunda, reanudando su deseo salvaje de hacer lo mismo con más precisión, calmando así su odio asesino. Y empezó a comprender que, entre toda su desesperación, había mantenido un germen de esperanza, que crecía poco a poco, regado por la sangre de su hermano. Siguió adelante como pudo, acuciado ora por un acceso de esperanza, ora por la desesperanza, agonizando por llegar al final, por terrible que fuese, enfermo por el dolor de la distancia que lo había retrasado. Y la luz se marchitaba en el cielo, dando lugar a unas estrellas inseguras. Llegó al final. Dos cuerpos yacían en un lugar estrecho. Uno era el de Christian, pero el otro, más allá, no era el de Piel Blanca. Allí donde terminaban las pisadas yacía un gran lobo blanco. Al ver esto, la fuerza de Sweyn saltó en pedazos y cayó fulminado de rodillas en cuerpo y alma. Las estrellas ya brillaban firme e intensamente antes de que se moviese de donde había caído. Muy débilmente se arrastró hasta su hermano muerto, le

puso las manos encima y así se agazapó, temeroso de mirar o de moverse más. Frío, rígido, llevaba horas muerto. Aun así, el cadáver era su único refugio y sostén en aquella pavorosa hora. Su alma, privada de toda comodidad escéptica, se encorvó tiritando, desnuda, abyecta, y el vivo se aferró al muerto en patética necesidad de gracia por parte del alma que había fallecido. Se alzó de rodillas, levantando el cuerpo. Christian había caído de cara en la nieve, con los brazos abiertos y en esa postura el hielo lo había vuelto rígido; extraño, horrible, sin ceder a los brazos de Sweyn, de modo que lo volvió a soltar y se acuclilló por encima, rodeándolo con los brazos y lanzando un gemido que venía de su corazón roto. Cuando al fin encontró las fuerzas para levantar el cuerpo de su hermano y llevarlo en brazos, pegado a su pecho, intentó mirar a la Cosa que yacía más allá. La visión le inmovilizó los miembros de horror y pavor. Los sentidos le habían fallado por pura cobardía, pero la fuerza que le daba sujetar al querido Christian en sus brazos le permitió obligarse a soportar la visión y que su cerebro asimilase el aspecto completo de la Cosa. No estaba herida, sólo tenía manchas de sangre en los pies. Las grandes y aterradoras mandíbulas se curvaban en una sonrisa, aunque rígida y muerta. Y no podía soportar por más tiempo su beso, y se giró para no volver a mirar nunca más. ¡Y el cadáver que llevaba en sus brazos, conocedor del horror, lo había seguido y se había enfrentado a él por su bien, había sufrido la agonía y la muerte por su bien, en el cuello tenía el profundo corte mortal, un brazo y ambas manos estaban oscurecidos por la sangre congelada, por su bien! Ahora que estaba muerto supo, como no había sabido mientras estuvo vivo, que él le había profesado la medida adecuada de amor y adoración. Como por fuera él carecía de perfección y fuerza comparables a las suyas, había tomado el amor y adoración de ese gran corazón puro como algo que le debía; a él, tan indigno por dentro, tan ruin, tan despreciable; insensible y despreciativo hacia el hermano que había entregado su vida por salvarlo. Anhelaba la destrucción completa para evitarse el saberse indigno de un amor tan perfecto. La helada calma de la muerte en el rostro le aterraba. No se atrevía a besarle con unos labios que habían maldecido de ese modo, con labios

mancillados por el horror que le había dado la muerte. Luchó por ponerse en pie, aún agarrando a Christian. El muerto quedó en pie dentro de su abrazo, rígido y helado. Los ojos no estaban cerrados del todo, la cabeza había quedado rígida, inclinada ligeramente hacia un lado, los hombros permanecieron estirados y abiertos. Era la figura de un crucificado, también con las manos ensangrentadas. Así, vivo y muerto volvieron sobre las huellas que uno había pasado con el más profundo amor y el otro con el más profundo odio. Toda aquella noche se afanó Sweyn a través de la nieve, llevando el peso del muerto Christian, siguiendo las pisadas que antes había recorrido mientras agraviaba con los pensamientos más viles y maldecía con odio asesino al hermano que, mientras tanto, yacía muerto por su bien. La fría y silenciosa oscuridad rodeaba al hombre fuerte, encorvado por su dolorosa carga. Y sabía con certeza que aquella noche había entrado en el infierno, había caminado por el fuego infernal en el camino de regreso a casa y sólo lo había soportado porque Christian estaba con él. Y supo con certeza que, para él, Christian había sido como Cristo y había sufrido y muerto para salvarlo de sus pecados.

Rosa Mulholland (1841 - 1921)

“The Haunted Organist of Hurly Burly” (1891) es una ghost story de fuerte sabor folclórico, un cuento de hadas «para adultos», ligero pero tenebroso, inquietante, al estilo de los escritos por E. T. A. Hoffman. Pero también posee un vago acento malsano, enrarecido, como el de una habitación cerrada durante largo tiempo sin ventilar, lo cual nos evoca a Sheridan le Fanu. Tan singular mezcolanza de texturas se debe a la curiosa personalidad creativa de su autora, Rosa Mulholland, escritora irlandesa casada con el prestigioso anticuario Victoriano sir John Gilbert, quien, además, era un experto en el folclore de Irlanda e Inglaterra. La denominada «ciencia del folclore», una combinación de términos aparentemente paradójicos, arrancó cuando los catedráticos de filología alemana Jakob (1785-1863) y Wilhelm Grimm (1786-1859) empezaron a datar los cuentos populares de su país, registrando sus fuentes y analizando sus contenidos. Gilbert, atraído por sus trabajos, hizo exactamente lo mismo, tarea en la que colaboró activamente su esposa. De ahí que “The Haunted Organist of Hurly Burly” sea un relato de fantasmas y casas encantadas alejado del tono mítico, legendario o sencillamente macabro, gótico, que menudeaba entonces en el género. Hay sutiles pinceladas de todo ello, de acuerdo, pero su agazapado «Érase una vez» impregna la narración de un hálito mágico, oscilante entre la fascinación y lo terrorífico. Por otra parte, Rosa Mulholland, ferviente católica —y nacionalista irlandesa—, concibe “The Haunted Organist of Hurly Burly”

como un cuento «moral», en el que la virtud y el pecado, Dios y el Diablo, se enfrentan para abordar supuestas verdades intemporales y universales a través del prisma de la fe. Las preguntas a las que, según Bruno Bettelheim, responden los cuentos de hadas —«¿Cómo es el mundo en realidad?» «¿Cómo tengo que vivir mi vida en él?»—, se vehiculan por medio de la protagonista, una dama llamada Margaret Calderwood —que se enfrenta a una maldición demoníaca con la entereza y ese punto de inocencia, por pura ignorancia, típico de las heroínas de cuentos de hadas—, y de Lisa, una jovencita invitada por un espectro a tocar el órgano que permanece silencioso en su casa natal de Inglaterra. Rosa Mulholland estaba fascinada por los relatos terroríficos de su compatriota Sheridan le Fanu, por lo que confirió a “The Haunted Organist of Hurly Burly” un matiz trágico y, al mismo tiempo, escalofriante, digno de relatos como “El huésped misterioso” (The Mysterious Lodger, 1850) o “Relación de unas extrañas anormalidades en Augier Street” (An Account of Some Strange Disturbances in Aungier Street, 1853), haciendo hincapié en la naturaleza corrupta del alma humana. Para ello, Mulholland inventa el personaje de Lewis Hurly, una especie de sosias literario de sir Francis Dashwood (1708-1781), fundador en 1751 del Hellfire Club (El Club del Fuego del Infierno). Situado en las catacumbas de West Wycombe, en Chiltern Hills (Buckinghamshire) y en Medmenham Abbey, ambas propiedad de sir Francis, era el punto de reunión del aristócrata y sus amigos, quienes se entregaban a toda clase de excesos sexuales y etílicos —realizando bufos rituales paganos en honor de Venus y Baco—, que algunos moralistas de la época definieron posteriormente como «actos satánicos». Así, mucho antes de que Thomas De Quincey, Montague Summers y Daniel P. Mannix abordaran su figura y las escabrosas actividades de sir Francis y su Club, la escritora irlandesa nos habla de El Club del Diablo, donde Lewis Hurly «comenzó a practicar unos rituales no precisamente santos en distintos puntos de la región. Tenían reuniones nocturnas entre las tumbas del cementerio; a veces arrastraban hasta allí a niños, en unos casos, y a ancianos en otros, a los que torturaban y hacían creer que enterrarían vivos; y, sobre todo, desafiaban a la muerte y, peor aún, a todo lo que es sagrado…» Rosa Mulholland nació en Belfast, en el seno de una prominente familia

católica donde los varones se dedicaron durante generaciones a la medicina. Quiso ser pintora, pero la lectura de las obras de Charles Dickens la empujó, entusiasmada, a la literatura. Sus primeros éxitos como escritora, The Wild Birds of Killeevy (1883) y Marcella Grace (1886), hablan de los problemas socio-políticos de Irlanda bajo la dominación inglesa, y abogan por la creación de una aristocracia católico-irlandesa que paliara los efectos negativos del feudalismo inglés. Su amor por la mitología y costumbres célticas de su tierra radicalizaron sus ideas y actividades políticas, empezando a utilizar en sus obras los términos «ellos» y «nosotros» para distinguir a los ingleses de los irlandeses. Curiosamente, nunca vio una Irlanda libre, pues murió durante la Guerra de Independencia (1919-1921). Empero, narraciones como “Not to be taken at Bed-time” (1865) —una de las más célebres, todavía hoy, en los países de habla inglesa— o “The Ghost at the Rath” (¿?) la consagraron como una de las grandes especialistas en el género, incluso más allá de su cultivo de la prosa, y cuyo ejemplo más destacado lo hallamos en el poema gótico Love and Death (1895).

EL ORGANISTA FANTASMA DE HURLY BURLY Sobre Hurly Burly[28] caía una gran tormenta con truenos y relámpagos. Todas las puertas estaban cerradas; los perros de la casa permanecían en sus casetas; el río cercano, crecido por el diluvio que caía, estaba a punto de desbordarse anegándolo todo, y ni los canalones ni las alcantarillas daban abasto. A una milla del pueblo, sobre la gran mansión, los grajos se llamaban los unos a los otros con sus graznidos, presos del terror que sentían, y los cervatillos del bosque oscuro asomaban tímidamente sus cabezas tras los troncos de los árboles, mientras una mujer ya de edad, tras la puerta cerrada de la casa, se ponía de pie después de haber rezado unas oraciones, y depositaba el misal en una estantería mientras lamentaba el estado lamentable en que la lluvia iba dejando las rosas de julio de su jardín, las cuales, ciertamente, perdían paulatinamente su belleza poco antes exquisita. Muchas de ellas caían definitivamente muertas en los charcos; a otras, irremediablemente laceradas, se les iban cayendo poco a poco los pétalos, al tiempo que los tallos, que a duras penas habían resistido el ataque de la lluvia, parecían a punto de quebrarse allá donde aquella misma mañana Bess, la criada de la señora de la casa, había recogido un magnífico ramo. También las hileras de blancas azucenas, que bajo el sol anterior alcanzaran una perfección y gracia superlativas, perecían lenta e inexorablemente en el barro y los charcos. Las ciruelas que crecían junto al muro del lado sur de la finca exhalaban al caer el último hálito de su esencia, que antes de la tormenta había llenado el aire. El cielo seguía oscuro; apenas prometía una tregua próxima, por encima de las altas copas de los robles, y los pájaros se

zambullían en la hiedra que cubría los muros de la finca y la fachada principal de Hurly Burly. Aquello ocurrió hace más de medio siglo, mas sabemos que la señora de Hurly Burly vestía como era de rigor en aquel tiempo, y que tras los cristales de la ventana, sentada en su mecedora, muy cerca del sillón donde estaba su marido, contemplaba la lluvia incesante, al tiempo que observaba la tetera en el fuego y los panecillos tostándose, mientras la luz del día declinaba por momentos. Podemos imaginarla con su tocado impoluto, con la blanca blusa bordada, con la negra falda bien planchada hasta los tobillos, sin arrugas las medias y unos pompones en sus zapatos brillantes; pero hay que decir, más allá de toda suposición, que aquella mujer tenía los ojos del color de las lilas, satinada la piel, que a despecho de su edad mantenía muy tersa y delicada, y pálidos los labios de línea muy fina y expresión dulce, todo lo cual le daba una prestancia angelical que la protegía de las heridas que el paso del tiempo inflinge a la belleza. Su esposo, un caballero, el señor de la casa, era un hombre apuesto y de carácter tan afable como ella; de piel mucho más morena que la de su esposa, tenía grises los cabellos pero tan brillantes como los de la dama; los años le habían llenado el rostro de arrugas, que no obstante le daban una prestancia mayor, un aire infinitamente respetable bajo el que aún se percibía aquella determinación que tuvo de joven, cuando fue más colérico y arrojado, incluso un sí es no es fanfarrón y jactancioso. Pero el tiempo había hecho que sus párpados cayeran levemente, pacificándole la mirada, y que su voz, ayer tronante, fuese ahora suave y profunda; y que sus pies, veloces cuando fue joven y orgulloso, ahora lo llevaran despacio, con bastante solemnidad. De vez en cuando volvía los ojos hacia su esposa, y ella le devolvía la mirada en silencio. La señora de la casa no era una mujer muy alta, por lo que él le sacaba fácilmente una cabeza. Formaban una pareja bien avenida, a pesar de sus diferencias, que las había. Ella hablaba con cierto atropellamiento, como si de continuo estuviera nerviosa, pero con gran delicadeza y bondad siempre, mientras él lo hacía pausado, reflexivo, con una inclinación cortés de la cabeza, interesándose mucho por la persona con la que hablaba. Se llevaban mejor que antes, incluso mejor que cuando fueron más jóvenes y más

apasionados, como si la melancolía, y hasta la tristeza, los hubiese unido más estrechamente con el paso de los años. Atrás habían quedado los tiempos en que ella le gritaba: «¡No seas tan severo con nuestro hijo!», a lo que él respondía: «¡Lo estás arruinando con tu blandenguería y tantos mimos!» Ahora, como ya se ha dicho, se contemplaban con mucha más ternura y aquiescencia. El salón en el que se hallaban estaba decorado a la antigua, con muebles regios. Había un piano, un órgano y una guitarra, y se veían sobre una mesa un montón de partituras. En el suelo, alfombras en las que predominaba el tono azul; y de tono azul predominante eran también las cortinas y algunas figuritas de adorno que estaban sobre los muebles. Frente al ventanal ahora cerrado había un búcaro siempre lleno de rosas frescas que todo lo llenaban, cuando las ventanas quedaban abiertas y entraba por ellas el aire del jardín, de un aroma delicioso que se unía al del resto de las flores y que parecía imbuido del canto de los pájaros y del brillo perlado de humedad de la hiedra. Aquel búcaro era de plata china, antiquísima y muy rara de verse. No se puede decir, empero, que el salón fuera confortable en tanto que funcional, pero sí que estaba lleno de objetos refinados, de los que llenan de lujo los ojos. Había siempre un gran silencio sobre Hurly Burly, salvo allá por donde se amontonaban los grajos. Todo lo que allí vivía, sin embargo, sufrió de forma agobiante el calor del mes anterior, pero en los últimos días, antes de la tormenta, el aire había vuelto a llenarse de frescura y de su paz silenciosa de siempre, ido ya el crepitar de la estación más tórrida. La dama y el caballero de Hurly Burly participaban con deleite de aquel estar, de aquel espíritu en que se aherrojaban la mansión y la finca, y tomaban el té en silencio. —¿Sabes? —dijo al fin ella—. Cuando se dejó sentir el primer trueno creí que era… Calló la mujer entonces, con los labios tremolantes, mientras un cierto temblor en su tocado denotaba su agitación. —¡Bah! —exclamó el caballero mientras dejaba su taza sobre la mesita —. Será mejor que nos olvidemos de todo eso… No hemos vuelto a oírlo desde hace tres meses. Entonces se dejó sentir el ruido chirriante de las ruedas de un carruaje

ligero. Ella se puso de pie, aún más temblorosa, derramando parte de su té. —No te asustes, mi amor, es sólo el sonido de unas ruedas —dijo el caballero—. Aunque… ¿quién puede ser? —Eso me pregunto yo —dijo la dama, tratando de sosegarse, como si lamentara su agitación. Poco después se hacía presente en la puerta la bella Bess, la recolectora de rosas, la criada llena de lazos azules. —Señora —dijo a la dama—, acaba de llegar una señorita que pregunta por sus aposentos; de momento he dejado su equipaje en la habitación reservada a Miss Calderwood; me ha pedido que le haga llegar a usted sus respetos, y que si se le permite la entrada en la casa. El caballero miró extrañado a su esposa, y ésta lo miró con la misma extrañeza. —Tiene que haber un error —dijo en voz baja la dama—. No esperábamos a nadie, y tampoco a cualquiera de los Calderwood, ni de los Grange. Es muy raro… Apenas terminó de hablar se abrió de nuevo la puerta y apareció una extraña criatura, de la que resultaba difícil decir si era hombre o mujer, pero que evidentemente era una mujer, pues llevaba un vestido de seda negra y los hombros cubiertos por una toquilla blanca de muselina. Lucía el tocado calado hasta las cejas; era muy morena y menuda, delgada, con los ojos grandes y negros; y tenía la boca grande, pero de expresión muy dulce, melancólica. Era todo cabeza, ojos, boca. Su nariz y la barbilla apenas destacaban. Había caminado aprisa desde la puerta, con pasitos cortos, sin embargo, y estaba plantada en medio del salón. No obstante, al comprobar la expectación de la señora de la casa y de su esposo, avanzó unos pasos hasta ellos y dijo con un fuerte acento italiano: —Señores, aquí estoy… He venido a tocar el órgano. —¡El órgano! —exclamó la dama. —¡El órgano! —exclamó el caballero. —Sí, eso es, el órgano —dijo aquella mujer extraña y menuda, tamborileando con sus dedos en el respaldo de una silla, sobre el que había puesto las manos, como si quisiera extraerle unas notas—. Hace sólo una

semana que su hijo, el apuesto señor, acudió a mi modesta casa, donde enseño música desde que mi padre, que era inglés, y mi madre, que era italiana, así como mis hermanos y hermanas, murieron, sí, murieron todos, dejándome sola… Aquí dejaron de tamborilear sus dedos sobre el respaldo de la silla, para llevarse las manos a la cara y quitarse unas lágrimas que comenzaban a resbalarle por las mejillas, con un gesto que remedaba el de los niños. Al momento, sin embargo, volvieron a tamborilear sus dedos sobre el respaldo de la silla, como si sólo pudiera hablar mientras los movía. —El noble señor, su hijo —siguió diciendo aquella mujer extraña y menuda, mirando alternativamente a la dama y al caballero, mientras su piel oscura se arrebolaba levemente—, suele acudir a mi casa al atardecer, cuando el sol comienza a ponerse y llena mi modesta vivienda una luz amarillenta, y yo toco el órgano para él con toda mi alma, aunque siempre me dice: «Vamos, pequeña Lisa, tienes que tocar aún mejor», pero otras veces grita: «¡Bravo!», y en ocasiones hasta: «Eccellentissima!» Una noche de la semana pasada, sin embargo, fue y me dijo: «Ya es suficiente… ¿Aceptarías una oferta que te hiciera, fuese la que fuera?» —aquí bajó la mujer sus ojos negros—, y yo le dije que sí… «Bien, pues ya eres mi contratada», me dijo entonces su hijo, señores, y yo volví a responderle que sí… Y él me dijo: «Pues haz tu equipaje y guarda tus partituras, pequeña Lisa, pues saldrás de inmediato hacia Inglaterra para ir a la casa de mis padres, que tienen un magnífico órgano… Si te dicen que no quieren que lo toques, respóndeles que te envío yo y quedarán conformes… Eso sí, tendrás que tocar todo el día, sin desmayo, y también durante las noches… No podrás cansarte. Eres mi contratada y tienes que cumplir bien, por ello, lo que te encargo». Yo le pregunté si lo vería aquí, y él me respondió: «Sí, me verás en la casa de mis padres». Y yo le prometí cumplir lo acordado… Por eso estoy aquí, señores. Cesó de golpe la suave pero un tanto aguda voz de la extranjera, mientras seguía ésta tamborileando con sus dedos sobre el respaldo de la silla. Los señores de la casa estaban pálidos, demudados, con la respiración agitada; la extraña los miraba expectante, a la espera de sus palabras. —Me parece que se trata de un error —dijeron los señores de la casa, al fin, al unísono.

—Nuestro hijo —continuó la dama con la voz quebrada y los labios temblorosos— murió hace ya tiempo… —No, no, nada de eso —atajó la extranjera—; si creen que se ha muerto están muy equivocados, señores… Su hijo está vivo, y bien vivo; goza de una salud excelente; es fuerte y muy guapo… Hace uno, dos, tres, cuatro, cinco días —dijo mientras contaba con los dedos— que estuvo conmigo por última vez, antes de que partiese yo de viaje para venir a Inglaterra. —Pues crea que se trata de un error, verdaderamente; y de una coincidencia tan fatal como extraordinaria —dijeron de nuevo al unísono el señor y la señora de Hurly Burly—. Llevémosla a la galería —siguió diciendo la dama, la madre de ese que para ella estaba muerto, pero vivo para la extraña recién llegada—, pues aún hay luz suficiente como para que se puedan contemplar bien los retratos. El atónito y alarmado matrimonio condujo a la recién llegada hasta una larga y oscura galería que había en la cara oeste de la mansión, donde, no obstante la oscuridad creciente, el cielo arrojaba aún cierta luminosidad sobre los retratos de la familia Hurly, colgados en la pared. —No creo que quien usted dice se le parezca —dijo el señor de la casa señalando uno de aquellos retratos, el de un joven de aspecto distinguido, un hermano suyo, que había desaparecido en alta mar muchos años atrás. Lisa negó con la cabeza y como de puntillas comenzó a caminar rauda por la galería, yendo de retrato en retrato, un tanto confusa… Al rato, sin embargo, y a despecho de la lobreguez de la estancia, se la vio sonreír feliz. —¡Ajá!, aquí lo tenemos —dijo—. Vengan, véanlo… Éste es mi noble señor, el bello señor, aunque en persona es aún mucho más guapo… Les digo que hace apenas cinco días que la pobre Lisa estuvo con él… Mi querido señor, mi querida señora, supongo que habrán quedado satisfechos y contentos… Ahora, tengan la bondad de llevarme hasta su órgano, pues he de comenzar a tocarlo esta misma noche para cumplir el encargo hecho por su hijo, mi noble señor. La señora de Hurly Burly hubo de agarrarse al brazo de su esposo, pues le temblaban las piernas. —¿Qué edad tienes, muchacha? —preguntó a la extraña. —Dieciocho años, señora —dijo impaciente la extraña, dirigiéndose a la

puerta de la galería. —Mi hijo murió hace veinte años —dijo la atribulada madre, escondiendo el rostro lloroso en el pecho de su marido. —Que preparen nuestro carruaje —dijo poco después la señora de Hurly, recuperándose de su abatimiento anterior—. Llevaré a esta joven ante Margaret Calderwood, que sabrá referirle toda la historia. Margaret hará que entre en razón… No, mañana no… Ahora mismo; no quiero esperar a mañana, puede ser demasiado tarde… Hemos de ir ahora mismo, rápido, antes de que se haga de noche. La joven extranjera creyó que la dama de la casa estaba loca, pero no dijo una palabra y se mostró obediente; poco después tomaba asiento en el carruaje, junto a la señora de Hurly. La luna comenzaba a dejarse ver pálidamente entre las nubes que seguían descargando lluvia, si bien en el trance de amainar, una palidez lunar mucho menos acusada, sin embargo, que la del rostro de la dama, cuyos ojos tenían la mirada perdida, como si la forzase en una dirección sin determinar para que no se le llenaran de lágrimas. Tampoco decía una palabra. Lisa contemplaba la luna a través de la ventanilla del carruaje, con sus ojos negros ensoñecidos, como si disfrutara de un sueño apasionante. Justo cuando llegaban salía otro carruaje, pues Margaret Calderwood acababa de regresar de una recepción. Se vio por ello, en la puerta de su casa, una figura espléndida, la suya; era una mujer alta y muy bella y distinguida, vestida en terciopelo marrón; llevaba al cuello un collar de diamantes que brillaban extraordinariamente a la luz de aquella pálida luna, en la semioscuridad del anochecer. La señora de Hurly se abrazó a ella temblorosa y agitada, llorosa, lo que hizo que la joven dama que era Margaret Calderwood la estrechase sobre su pecho como si fuera una niña, llevándola rauda al interior de su casa. La menuda Lisa observaba todo aquello con mirada de asombro, y las siguió feliz, sin embargo, imaginando sonatas inminentes. Hubo más lágrimas y sollozos en aquella dependencia a media luz en la que Margaret Calderwood introdujo a su amiga. Hablaron. Consultaron largamente. Margaret había llevado a la dama a un extremo del amplio

vestíbulo, y mientras ésta le refería el caso no dejaba de mirar con algo más que asombro a la extraña vestida de negro que se decía organista, llegada de allende el mar sin que nadie la esperase, y portadora de lo que parecía ser una encomienda de la muerte. Contempló asombrada la extranjera aquella larga escalera que conducía a la planta superior de la mansión, y poco después seguía por ella a las dos damas, que subían hasta llegar a un gran salón bien iluminado. Allí se percató Lisa de que la mansión era aún más lujosa que la de Hurly Burly. Estaban en un salón que daba perfecta cuenta del tipo de mujer que era Margaret Calderwood, una joven dama intelectual y de un buen gusto superlativo. Lisa reparó pronto, sin embargo, en un trozo de bizcocho que había en un platillo, sobre una mesita. —¿Me lo puedo comer? —preguntó muy ilusionada—. Estoy hambrienta, llevo mucho tiempo sin probar bocado. Margaret Calderwood la contempló con una mirada más que comprensiva, maternal incluso, y apartándole el mechón de pelo que asomaba bajo su tocado, la besó en el estrecho trozo de frente que mostraba. Lisa la contempló maravillada de tanta ternura y le devolvió el beso, lo que conmovió a la hermosa Margaret, mucho más alta que la extraña, con un rostro cual el de una bellísima Madonna, rubio como el trigo su cabello. Luego ofreció el trozo de bizcocho a Lisa, que prácticamente lo devoró. —Nunca había comido un bizcocho tan sabroso —dijo después, muy agradecida a la joven señora de la casa. —Tiene buena salud, a pesar de todo —susurró Margaret Calderwood—. Y ahora, Lisa —dijo alzando la voz—, cuéntame todo eso del gran señor que te ha hecho venir a Inglaterra para que toques el órgano de Hurly Burly. Lisa apoyó entonces las manos en el respaldo de una silla, comenzó a tamborilear allí con sus dedos, y con los ojos muy abiertos, desmesuradamente abiertos y en los que era perceptible un ardor infinito, refirió todo lo que ya había contado a los señores de Hurly Burly, palabra por palabra. Cuando concluyó su relato, Margaret Calderwood comenzó a pasear por aquel salón, de un lado a otro, meditabunda y con la expresión un tanto contrita, mientras Lisa la observaba fascinada. Luego, cuando la joven dama

comenzó a hablar, la extraña dejó de tamborilear para entrelazar sus manos y escuchar atentamente, sin quitar los ojos ni un momento de la bellísima y joven dama. —Lisa, hace veinte años —comenzó a decir Margaret Calderwood—, el señor y la señora Hurly tenían un hijo de veinte años, realmente bien parecido, cuyo retrato has visto en la galería de su mansión, un joven de gran talento, además… Sus padres le adoraban, como es natural; también le adorábamos todos los que le conocíamos… Yo también tenía entonces veinte años, como él; era huérfana, y la señora Hurly, que había sido muy amiga de mi madre, pasó a convertirse en mi madre. Yo era una muchacha de muy buena salud, hermosa y muy querida por todos, como él mismo… Pero de tan inconsistente como lo era yo por aquel tiempo, sólo valoraba la riqueza. Lewis Hurly, el hijo de los señores, y yo, nos amábamos tiernamente, sin embargo, y decidimos comprometernos. »Sin embargo, y acaso por afán de procurarme esas riquezas a las que aspiraba yo, Lewis, a pesar de la magnífica educación recibida de sus padres, comenzó a deslizarse por sendas poco recomendables, abandonándose poco a poco a los vicios, al punto de que quienes le conocían y apreciaban sólo temían que fuera imposible su vuelta a los buenos hábitos. Yo le pedía con lágrimas en los ojos que por el amor que me tenía, si no lo hacía por el amor de su madre, se regenerase y volviera al buen camino antes de que fuera tarde. Pero, para mi mayor espanto, descubrí pronto que mi influjo sobre él se había esfumado por completo, y que ni mis palabras ni mi amor le conmovían. Ya no me amaba… Supuse que había enloquecido por alguna razón que se me escapaba, más allá de su afán de acaparar riquezas, y al cabo perdí toda esperanza de recuperar su amor. Al final, hasta su propia madre me prohibió que lo siguiera viendo. En este punto hizo una pausa Margaret Calderwood, que meditó unos instantes con la amargura pintada en su bello rostro, antes de proseguir: —Un día, junto a su grupo de amigos de mayor confianza, que se hacían llamar El Club del Diablo, comenzó a practicar unos rituales no precisamente santos en distintos puntos de la región. Tenían reuniones nocturnas entre las tumbas del cementerio; a veces arrastraban hasta allí a niños, en unos casos, y a ancianos en otros, a los que torturaban y hacían creer que enterrarían vivos;

y sobre todo, desafiaban a la muerte, y peor aún, a todo lo que es sagrado, con ésas y otras bromas macabras que hacían mientras bailaban sobre las tumbas. Llegó un momento en el que, tal fue su desvergüenza, ni siquiera buscaron el amparo de la oscuridad de la noche. En una ocasión, mientras se celebraba un duelo muy sentido, cuando el cuerpo del fallecido había sido llevado a la iglesia para dedicarle el funeral, cuando deudos y fieles en general rezaban alrededor del ataúd, cuando más lloraba el anciano padre del difunto y mayor emoción allegaban a todos las palabras del oficiante, en medio de una enorme solemnidad dolorida, se dejó sentir en la iglesia una música de órgano y un coro de voces de borrachos, todo lo cual salía de una tumba cercana que había sido profanada. De los fieles allí congregados brotó espontáneamente un clamor de execraciones; el religioso que oficiaba la ceremonia fúnebre empalideció mientras cerraba de golpe su libro de oraciones, y el anciano padre del difunto, subiendo los peldaños que conducían al altar, y llevándose las manos a la cabeza, profirió una maldición terrible… Maldijo a Lewis Hurly por el resto de sus días y para toda la eternidad, maldijo el órgano que tocaban los borrachos, que habría de quedar mudo para siempre, salvo si lo tocaban los dedos, precisamente, del profanador, que habría de tocarlo sin descanso, de día y de noche, a través de los tiempos y de la muerte, lo que es decir una vez hubiese muerto el profanador maldito. Y la maldición pareció surtir efecto, desde luego, pues el órgano de la iglesia quedó mudo desde aquel día, excepto cuando lo tocaba Lewis Hurly. »Él lo hacía como una bravuconada, riéndose de todo y de todos; y esa bravuconada llegó a serlo aún mayor cuando decidió trasladar el órgano de la iglesia a la casa de sus padres, e instalarlo donde aún sigue… También fue por pura bravuconada, como para desafiar aún vivo al hombre que lo maldijera, que se pasaba las horas tocándolo, hasta que no hizo cualquier otra cosa en el día. Todos nos preguntábamos a qué sería debida aquella insistencia, aquella broma tan molesta, y la buena madre de Lewis no paraba de llorar, porque, en el fondo, suponía que, aunque todo eso pareciese una locura, al menos su hijo, mientras tocaba el órgano, estaba en casa, sin cometer ninguna otra maldad. Yo, sin embargo, fui la primera en sospechar que aquello no se debía a un mero acto nacido de su voluntad; fui la primera

en sospechar que la maldición de aquel anciano, proferida durante el funeral de su hijo, era algo más que meras palabras. Lewis tocaba y tocaba sin desmayo, y ni siquiera los ruegos de sus compañeros de fechorías, para que dejase de hacerlo, parecían importarle. Muchas veces, para que nadie le molestase ni reconviniera, se encerraba en el cuarto bajo llave. Yo, sin embargo, me escondí un día tras las cortinas, y lo vi allí, sentado ante el órgano, y oí cómo se lamentaba y maldecía él mismo mientras sus dedos corrían ágiles, brutalmente, sobre el teclado… Aquello confirmó mis sospechas de que tocaba contra su voluntad, de que sufría una especie de condena… O de que lo impulsaba una fuerza sobrenatural contra la que nada podía su voluntad, y nada podían sus maldiciones ni sus lamentos. Llegó un momento en que ni siquiera más allá de la mansión de Hurly Burly pudimos dormir, pues la noche entera se llenaba con la música imperiosa de aquel órgano. Tocaba, como si en verdad atendiese a la maldición del anciano, de día y de noche. Ni comía ni descansaba. Su rostro antes hermoso era el de un ogro. Tenía muy larga la barba y mantenía desmesuradamente abiertos los ojos, que parecían no ver nada. Estaba cada vez más flaco, arruinada toda la anterior fortaleza de su cuerpo; sus dedos eran como garras que arrancasen dolorosamente aquellos sonidos fúnebres de las teclas del órgano. Cuando parecía agotado y hacía intención de descansar, una brutal sacudida, que le sacaba lamentos doloridos de entre los labios, hacía que cayeran de nuevo sus manos huesudas sobre el teclado… Su pobre madre trataba a veces de ponerle un poco de pan en la boca, y de darle un sorbo de vino, mientras él seguía tocando febrilmente, pero lejos de aceptar lo que ella le ofrecía, Lewis rechinaba los dientes y soltaba maldiciones hasta que ella, sin poder remediarlo, no tenía otro remedio que irse de su lado, no obstante el gran dolor de corazón que sentía. Finalmente, un mal día, y en una mala hora, lo encontramos muerto en el suelo, a los pies del órgano. »Desde aquel preciso instante el órgano volvió a enmudecer, sin que nadie lograra extraerle una sola nota. Muchos, que se negaban a creer la historia, y mucho menos el poder de la maldición, intentaron denodadamente sacarle algún sonido, pero fue en vano… Pero en cuanto la penumbra caía sobre la estancia, y hallándose cerrada con llave, de repente se dejaba sentir la música fúnebre que sin descanso había tocado Lewis. A todos nos

estremecía aquel fenómeno; la música, a través de las paredes, comenzaba a expandirse por toda la casa… Poco después ya no fue sólo al declinar el día cuando comenzó a dejarse sentir la música, sino que, atendiendo a la maldición del anciano, se oía tortuosa de día y de noche. Era como si el pobre Lewis no pudiera descansar ni siquiera en su tumba; era como si más allá de la muerte su torturado cuerpo no hallara sosiego, acuciado por la condena a golpear con sus dedos las teclas del órgano. Ya ni su madre se atrevía a pasar cerca de la habitación del órgano, temerosa de ir a encontrarse con el fantasma del hijo muerto… El paso del tiempo no cambió en nada las cosas; seguía oyéndose de día y de noche aquella música inacabable, y hasta la servidumbre de la casa acabó por negarse a trabajar por más tiempo en Hurly Burly. La mansión dejó paulatinamente de recibir visitas. El señor y la señora de Hurly Burly hubieron de abandonar la casa durante varios años; mas cuando regresaron de nuevo sintieron el castigo de aquella música en sus oídos. Al cabo, hace apenas unos meses, apareció un hombre santo, un bendito de Dios, que dio en encerrarse varios días en la habitación del órgano, donde rezó sin tregua de día y de noche, a gritos para acallar la voz del órgano diabólico… Finalmente cesó la música, al parecer definitivamente… Sólo entonces recobró la paz Hurly Burly. Pero, Lisa, tu llegada hasta nosotros, tan extraña, así como la no menos extraña historia que nos has contado, no puede por menos que llenarnos de inquietud, al sospechar que tú también eres víctima del Demonio… Debes de cuidarte, pues; debes de mantenerte alerta, y encomendarte a Dios por encima de todas las cosas. Y ahora… Margaret Calderwood se volvió hacia donde suponía que Lisa la escuchaba atentamente, pero la vio dormida en un sillón, sin dejar de mover los dedos, como si en sueños pulsara las teclas de un órgano. Margaret se acercó a ella y puso la carita morena de la muchacha contra su maternal pecho, besándola dulcemente. —Hemos de salvarte de tu fatal destino, pequeña —susurró mientras tomaba en sus brazos a la muchacha para llevarla a la cama. A la mañana siguiente Lisa no estaba. Margaret Calderwood se había levantado a hora muy temprana. Cuando fue a la habitación de la extraña,

para interesarse por cómo se encontraba, vio que su cama estaba vacía. «Bueno, es como una criatura salvaje; se habrá levantado con el primer canto de los pájaros», se dijo Margaret condescendiente, y salió en su busca por los humedales y el prado próximos, y fue hasta la casa de los guardeses sin encontrar a la extranjera. La señora de Hurly, que desayunaba en aquellos momentos, vio a Margaret desde la ventana, muy cerca ya de Hurly Burly, hermosa y distinguida como siempre, aun vestida sólo con su blanco camisón y cubierta por una toquilla igualmente blanca, caminando ya por el sendero entre rosales. Tenía, sin embargo, el gesto preocupado. Su búsqueda resultaba infructuosa. La muchacha parecía haberse evaporado. Una segunda búsqueda, iniciada por Margaret tras el desayuno, fue igualmente infructuosa. Ya por la tarde, ambas damas, después de hacer juntas una nueva búsqueda, igual de vana, regresaron a Hurly Burly. Todo era aterrador allí. El señor de la casa estaba sentado, con una expresión clara de pánico, mientras se tapaba con fuerza las orejas. Los criados, pálidos y demudados, cuchicheaban en pequeños grupos. El órgano había vuelto a dejar sentir su cántico terrible, como en aquel tiempo que ya todos creían ido. Margaret Calderwood, sin embargo, se dirigió valientemente hasta la habitación fatal. Allí, como supuso nada más llegar a la casa y oír la música, que no era, empero, terrible, sino muy deliciosa, vio a Lisa, embebida en su ejecución de las piezas, deslizando con un brío indecible sus manos pequeñas sobre el teclado, crecida allí sentada, a la luz declinante del día… Aquello que tocaba, aun siendo triste, no resultaba morboso sino excitante en su dulzura; música de Mozart, de Mendelssohn, de Beethoven… Margaret no pudo sino quedar fascinada ante lo que veían sus ojos y ante lo que escuchaba. No obstante, y tras unos minutos de absorta contemplación y escucha, algo volvió a removerse en ella, y procediendo con su habitual decisión avanzó unos pasos hasta la organista, la abrazó primero, y después tiró de ella con gran delicadeza para sacarla de la habitación. Lisa volvió al día siguiente, sin embargo, y en esta ocasión no resultó igual de fácil despegarla del órgano… Día tras día acudía a tocarlo, sin que nadie pudiera evitarlo, por muchas prevenciones que se adoptasen, y día tras día iba viéndose cómo la muchacha se tornaba más cetrina, cómo adelgazaba, cómo se consumía. Al final la dejaron por imposible.

—Toco sin descanso… ¿Mi señor, su hijo, está contento con mi trabajo? —dijo un día a la señora de Hurly—. Pregúnteselo, por favor, y dígame qué le responde… Aquello puso enferma a la dama, que hubo de acostarse acosada por escalofríos y temblores. Su marido pareció también desesperado ante la presencia inevitable de la extranjera. Sólo Margaret Calderwood mostraba una clara presencia de ánimo, decidida sin duda a salvar a la muchacha de su fatal destino. Era evidente que Lisa había caído víctima de la maldición del órgano. El órgano se expresaba a través de sus manos, y era ella esclava de sus manos. Un día anunció la extranjera, en un arrebato irrefrenable, que había recibido la visita de su joven señor, el hijo de los señores de la casa, y que había elogiado su entusiasmo y su afán en tocar aquella música excelente, instándola a trabajar aún con mayor entusiasmo y fortaleza. Tras aquello Lisa renunció por completo a comunicarse con los vivos. Una y otra vez tenía Margaret Calderwood que usar de su fuerza para detener las manos de la muchacha y arrancarla de su asiento ante el órgano, sacándola de allí y cerrando bajo llave la habitación fatal. Pero de nada valían todos sus esfuerzos. Una y otra vez se abría la puerta y Lisa volvía a tocar el órgano, aún más febrilmente que antes. Una noche, Margaret, que se había instalado ya en Hurly Burly, hubo de levantarse en mitad de la noche, pues tras un breve lapso de silencio volvió a dejarse escuchar el órgano… Rauda corrió hacia la habitación endemoniada. La luz de la luna bañaba ya Hurly Burly, iluminando aterradoramente el busto en mármol de Lewis Hurly, que estaba muy cerca de la entrada al salón de estar. La luz de la luna llenaba la habitación del órgano cuando entró valientemente Margaret, que vio de inmediato, no obstante, que aquella luminosidad no era debida sólo a la luz de la luna, sino también a la que dimanaba, más oscura, de una figura humana, un hombre que estaba junto al órgano, cerca de Lisa, mientras ésta tocaba con una suerte de agónica violencia perceptible en las contracciones de su cuerpo. Ahora, los sonidos que sus dedos extraían de las teclas del órgano eran sincopados, ininteligibles, como alaridos… Y entre ellos, a cada breve intervalo, se dejaban sentir los lamentos de Lisa, unos gritos espeluznantes, como si la

atravesaran dolores que distorsionaban su figura y le ponían un gesto de pavor, mientras la presencia de aquella figura masculina le hacía gestos amenazantes… Temblando ante la suposición de hallarse ante alguna instancia sobrenatural, no obstante ser Margaret Calderwood una mujer fuerte y de gran presencia de ánimo, se dirigió a la presencia con bastante resolución, pero cayó de inmediato bajo el influjo de su luz. En efecto, aquella luz que dimanaba de la presencia se hizo más fuerte, y Margaret quedó primero cegada y después aturdida. Mas negándose al pérfido influjo, y extrayendo fuerzas de flaqueza, consiguió abrir de nuevo los ojos, lo que hizo que observara cómo se debatía Lisa aún más agónicamente en aquel trance tortuoso por el que pasaba, y acercándose más a ella, en su afán de protegerla, lo hizo también a la presencia, en la que vio entonces sin la menor posibilidad de duda a Lewis Hurly. Margaret, aun aterrorizada, no se desvaneció a causa de la impresión recibida, ni se dejó vencer por la presencia, y tirando con fuerza de Lisa la levantó de su asiento, la tomó en sus brazos y fue con ella hasta su propia habitación, acostándola en su cama, donde la muchacha quedó tendida, exhausta, agotada por la crueldad de aquel al que tenía por su señor y para el que deseaba ejecutar al órgano piezas con una perfección como jamás fuera conocida. Aun dormida y agotada, las pobres manos de Lisa seguían tamborileando ahora sobre el abrigo de la cama, como si no hubiera sido rescatada del órgano. Margaret Calderwood le puso compresas frías en la frente y algunas flores frescas en la almohada. Corrió las cortinas y abrió las ventanas del cuarto, para que entrasen en breve el aire fresco de la mañana y el primer brillo del sol; después, mirando al cielo que comenzaba a clarear, esperanzada en que el nuevo día llevara por fin la paz a la casa y a la pobre infeliz que dormía en el cuarto, comenzó a rezar contemplando a través de la ventana el verdor aún oscuro pero fragante… Rezaba para pedir que de una vez por todas concluyese la maldición caída sobre la casa de los buenos padres de quien fue un joven perverso, y caída igualmente sobre aquella pobre muchacha de cuerpo y mente arruinados por la locura. Rezó especialmente por Lisa, ya que temía que en realidad, aun presente en su propia cama, vagara por ahí, lejos de donde reposaba su cuerpo. Se preguntó

Margaret entonces si habría cerrado o no la puerta de la habitación fatal, con las prisas por salir de allí cuanto antes. Bajó rauda la escalera, con gesto resuelto a pesar de la palidez que la embargaba; comprobó que, en efecto, había cerrado con llave la maldita habitación, y sin consultar con los señores de la casa llamó a un criado y lo hizo ir a la villa en busca de un albañil… Luego, dirigiéndose a la dama de la casa, explicó lo que se proponía… Después fue al cuarto donde descansaba Lisa, y apenas entreabriendo la puerta, y al no escuchar ruido alguno, supuso que seguía durmiendo profundamente… Bajó de nuevo por la escalera, y tras esperar no mucho tiempo observó que llegaba el albañil en el carruaje con que había ido a buscarlo el criado. No se demoró mucho en iniciar el trabajo encomendado, que consistía en tapiar con ladrillos la habitación fatal, enajenándola así del resto de la casa. El albañil, un trabajador muy diestro, dio pronto fin a su magnífico hacer, clausurando la habitación con un muro de piedra, primero, y otro de ladrillos. Contenta tras ver así finalizada la tarea, Margaret Calderwood fue entonces a la habitación donde había dejado reposando a Lisa, y pegó la oreja a la puerta por ver si escuchaba algún sonido. Nada. Así que se dirigió entonces a los aposentos de la señora de Hurly, y tomó asiento en el borde de su cama para conversar con ella de nuevo y confortarla, segura de que allí, con el trabajo del albañil, habían concluido todos los males de la casa. Fue ya al atardecer cuando acudió hasta su cuarto, sorprendida de que Lisa tardara tanto en levantarse del lecho. Pero encontró la cama vacía. Lisa no estaba. Inició de nuevo la búsqueda de la muchacha, escaleras arriba y abajo, por todas las dependencias de la casa, en el jardín después, en la campiña próxima más tarde… Pero de Lisa, ni rastro. Margaret Calderwood ordenó entonces que preparasen un carruaje que la llevara hasta su propia casa, por ver si la extranjera había decidido ir hasta allí, aunque no imaginaba bien por qué razón hubiese podido hacerlo, pero fue en vano… Después puso rumbo a la villa, y buscó más tarde en las casas de la vecindad, diciéndose que era del todo imposible que Lisa no acabara por aparecer. Preguntó a todo el mundo, haciendo la descripción más conveniente de la extranjera; pensó una y otra vez en mil posibilidades… ¿Por dónde podría andar aquella muchacha, en su estado de suma debilidad, tan agotada? ¿Acaso podría llegar muy lejos?

La búsqueda incesante se extendió por dos días, al acabar los cuales Margaret Calderwood, con gesto apesadumbrado, regresó a Hurly Burly. Estaba triste y cansada. Tomó asiento junto al fuego, y así estaba cuando se acercó hasta ella la joven Bess, que lloraba desconsoladamente. —Dígale a la señora de Hurly, por favor, que la quiero mucho pero no puedo seguir sirviendo en esta casa —dijo—. Ese órgano no deja de sonar y no puedo soportarlo por más tiempo… Temo por mi vida, señora. —¿Quién ha vuelto a escuchar ese maldito órgano? ¿Y cuándo ha sido? —preguntó alarmada Margaret Calderwood, poniéndose de pie alarmada. —Lo escuché poco después de que usted se marchara, señora… La noche siguiente a que fuera tapiada la habitación. —¿Y no ha dejado de sonar desde entonces? —No, señora, no… ¿No lo oye usted ahora mismo? —No —respondió Margaret Calderwood—. Será el viento… No obstante decir eso, y mortalmente pálida, se levantó para subir la escalera y pegar la oreja al muro levantado contra la pared y la puerta de la habitación fatal. Todo, sin embargo, estaba en silencio. No se dejaba sentir nada en la casa que no fuera el rumor de las ramas de los árboles en el exterior, batidas por el viento. Pero Margaret, llevada de un oscuro presentimiento, comenzó a golpear el muro con su hombro, y a rascar con sus blancos dedos en el muro, y a clamar a voces por la presencia del albañil que lo había levantado. Era ya la medianoche, pero el albañil se levantó del lecho apenas fue requerido, y acudió a Hurly Burly con el criado que había ido a buscarlo. Cada vez más pálida, allí estaba aguardándole Margaret Calderwood; e igualmente nerviosa y pálida observó cómo deshacía aquel hombre el prolijo trabajo hecho apenas tres días atrás. Mientras, los criados, reunidos en pequeños grupos, lo miraban todo, sobrecogidos, preguntándose qué pasaría después. Y ocurrió lo siguiente: cuando el albañil logró hacer un hueco en el muro y entrar a través de la puerta, llevando una lámpara en la mano, Margaret y los demás le siguieron. Un bulto oscuro yacía en el suelo, a los pies del órgano. La habitación fatal se llenó de sollozos. En el suelo yacía la pequeña Lisa, muerta.

Cuando la señora Hurly pudo valerse al Fin, partió hacia Francia junto a su esposo, donde vivieron hasta el Fin de sus días. La mansión de Hurly Burly estuvo cerrada muchos años, hasta que pasó a ser posesión de otras personas. Los nuevos propietarios decidieron destrozar el órgano, y la habitación pasó a convertirse en una alcoba llamativa, maravillosamente amueblada, la mejor de la casa. Pero nadie pudo en lo sucesivo dormir allí dos noches seguidas. Margaret Calderwood fue enterrada hace pocos días. Murió siendo ya una dama de edad muy avanzada.

Helena Petrovna Blavatsky (1831 - 1891)

Es más que probable que jamás se reconozca la calidad artística del exiguo legado narrativo de Madame Blavatsky. Su controvertida figura no suele abordarse en los estudios sobre literatura fantástica y/o terrorífica; sus cuentos no gozan de ninguna reputación, ni buena ni mala, no se han reeditado adecuadamente —el teósofo español Mario Roso de Luna (18721931) los tradujo y prologó en el libro Páginas ocultistas y cuentos macabros (Ed. Pueyo, Madrid, 1919), dentro de la colección Biblioteca de las Maravillas—, ni tampoco se incluyen en ninguna de las numerosas antologías dedicadas al género. Sin embargo, los nueve relatos que escribió la célebre ocultista, “Can the Double Murder?” (1876-77), “An Unsolved Mystery” (1876-77), “Karmic Visions” (1888), “The Legend of the Blue Lotus” (1890), “A Bewitched Life” (1890— 91), “The Luminous Shield” (1890-91), “The Cave of the Echoes” (1890-1891), “From the Polar Lands” (1890-91) y “The Ensouled Violin” (1890-91) —recopilados en 1892 por la Theosophical University Press en el volumen titulado Nightmare Tales—, son una prueba fehaciente de su talento como escritora de ficción. Madame Blavatsky no habría desentonado dentro de cualquier revista pulp americana de los años treinta, pues poseía un estilo elaborado pero muy directo, y una desasosegante tendencia a lo macabro. En su prólogo, Roso de Luna comparó sus narraciones con los pinceles hiperfísicos del Greco y de Goya, calificándolos de fábulas «bajo cuyo velo encubrió, para que los hallasen después los espíritus selectos, las enseñanzas más fundamentales del

ocultismo». Empero, se percibe un matiz sumamente tortuoso en dichas historias. Por ejemplo, en “The Cave of the Echoes” un espíritu vengativo retorna a la vida encarnado en el cuerpo de quien más ama su enemigo; en “The Ensouled Violin” un ambicioso músico, en pos de la perfección absoluta, fabrica unas cuerdas de violín con intestinos humanos, creyendo que el alma humana pervive en la carne… En “The Luminous Shield”, mitología y ocultismo, una densa atmósfera de misterio y decrepitud, un objeto mágico maldito y la ambición humana, se dan la mano para crear una pequeña obra maestra salpimentada con elementos autobiográficos —la localización en Constantinopla— y congojas muy íntimas. Madame Blavatsky temía/odiaba la fealdad, pues su hijo Yuri (1861-1866), al que adoraba, había nacido con graves anormalidades físicas —cuando nació, su madre padeció un terrible colapso nervioso—. De ahí la inquietante descripción de Tatmos, el Oráculo de Damasco, en “The Luminous Shield”: «En la esquina vi algo que erróneamente tomé por un montón de harapos. Pero el montón se movió y se puso en pie, avanzó hasta el centro de la habitación y se detuvo frente a nosotros; el ser de apariencia más extraordinaria que yo había contemplado. Era del sexo femenino, pero resultaba imposible decidir si era mujer o niña. Era una enana de horrendo aspecto: cabeza enorme, los hombros de un granadero, cintura proporcionada con lo demás apoyada en dos piernas cortas y delgadas, como de araña, que no parecían adecuadas para la tarea de soportar el peso del monstruoso cuerpo. Tenía un semblante burlón, como el rostro de un sátiro, adornado con letras y signos del Corán pintados en un amarillo brillante. En la frente tenía una luna creciente de color rojo; la cabeza la llevaba cubierta con un tarbouche o fez; llevaba las piernas cubiertas con amplios pantalones turcos y una sucia muselina blanca le envolvía el cuerpo, aunque apenas lo suficiente para ocultar sus horribles deformidades». Helena Petrovna Hahn, más conocida como Helena Blavatsky o Madame Blavatsky, nació en Ekaterinoslav —la actual Dnipropetrovsk, ciudad situada a orillas del río Dnieper, Ucrania—, y era hija del coronel de origen alemán establecido en Rusia, Feter von Hahn, y de Helena de Fadeyev, perteneciente a una familia aristocrática rusa. Tras la prematura muerte de su madre en 1842, Helena creció bajo los cuidados de sus abuelos maternos en Saratov,

donde su abuelo ocupaba el cargo de gobernador. Ya en esa época, según testimonios de algunos contemporáneos, demostró poseer ciertos poderes psíquicos o sobrenaturales —levitación, clarividencia, telepatía, proyección astral…—, motivo por el cual se interesó a edad muy temprana por el esoterismo, leyendo algunas obras de la biblioteca personal de su bisabuelo, un masón del siglo XVIII. A los diecisiete años, en 1848, Helena contrajo matrimonio con Nikifor Vassilievitch Blavatsky, vicegobernador de la provincia de Erevan, en Armenia, veintitrés años mayor que ella. Helena accedió a casarse, dijo años después, para poder independizarse de su familia. Sin embargo, apenas transcurridos tres meses de infeliz convivencia, escapó de la casa a lomos de su caballo, cruzando las montañas y dirigiéndose a la mansión de su abuelo paterno en Tiflis. Después de viajar por Egipto, Siria, Turquía, Grecia, Italia, Francia, Alemania, Estados Unidos, México y el Tibet, entre 1851 y 1871, fundó en El Cairo la Societé Spirite, con la cual se propuso investigar los fenómenos paranormales descritos por el espiritista Allan Kardec (1804-1869). Pero, como ella misma explicó en las cartas escritas a sus familiares, los participantes del grupo la decepcionaron, pues algunos simulaban ser médiums. La Societé no duró mucho tiempo y se disolvió sin alcanzar los objetivos iniciales. Cuando fijó su residencia en Nueva York, en octubre de 1874, Blavatsky conoció al coronel Henry Olcott (1832-1907), así como a William Quan (1851-1896), un abogado irlandés. Los tres crearon la Sociedad Teosófica en 1875. Dos años más tarde, Blavatsky publicó su primera gran obra, Isis sin velo (Isis Unveiled; A Master Key to the Mysteries of Ancient and Modern Science and Theology, 1877), que trata sobre la historia y el desarrollo de las ciencias ocultas, la naturaleza y el origen de la magia, las raíces del cristianismo y, según la perspectiva de la autora, los errores de la teología cristiana y de la ciencia oficial. En octubre de 1879, como editora jefe, lanza al mercado el primer número de la revista The Theosophist. A Monthly Journal Devoted to Oriental Philosophy, Art, Literature and Occultism: Embracing Mesmerism, Spiritualism, and Other Secret Sciences, que todavía se publica.

Pero dos miembros de la Sociedad Teosófica, Alexis y Emma Coulomb, acusaron a Blavatsky de fraude. Las acusaciones, como luego se demostró, carecían de pruebas. Se basaron en cartas falsificadas, supuestamente escritas por Blavatsky, con instrucciones precisas para elaborar fenómenos psíquicos fraudulentos. La Society for Psychical Research —organización establecida en 1882 a fin de investigar los fenómenos paranormales desde una perspectiva científica, y que aún sigue operativa, sita en el nº 49 de Marloes Road, Kensington, Londres— creó un comité especial para investigar a Madame Blavatsky. Y en diciembre de 1885, Richard Hodgson, uno de los integrantes del comité, hizo público un informe en el que acusaba a Madame Blavatsky de ser «una de las impostoras más grandes de la historia». Hodgson también inculpó a Blavatsky de espionaje al servicio de Rusia. Esta infamia afectó gravemente a la salud de Blavatsky. «Exiliada» en Wurzburg (Alemania), comenzó a escribir La Doctrina Secreta (The Secret Doctrine, the synthesis of Science, Religion and Philosophy, 1888), su trabajo más importante. El primer volumen se dedica a la cosmogénesis y estudia, básicamente, la composición y la evolución del universo. El esqueleto de este volumen está formado por siete estrofas traducidas de El Libro de Dzyan, antiquísima recopilación de textos tibetanos —se supone que más antiguos que Los Vedas hindúes, fechados en 3000 a. C.—, que proponen una interpretación del universo según una peculiar teoría de la evolución que se refiere no sólo a una, sino a cinco «humanidades», las llamadas «razas», que se desarrollaron cíclicamente. Sus misteriosos significados lograron que H. P. Lovecraft lo incluyera en su lista de volúmenes malditos, en “El diario de Alonzo Typer” (The Diary of Alonzo Typer, 1935) —co-escrito con William Lumley— y “El asiduo de las tinieblas” (The Haunter of the Dark, 1935). En aquella época Blavatsky trabajaba incesantemente en sus proyectos, lo cual la debilitó físicamente. Por ejemplo, La Doctrina Secreta incluye 2.000 citas, con indicaciones exactas de páginas y de autores. Según el crítico británico William E. Coleman, para escribir las más de 1.300 páginas de Isis sin velo, su autora necesitaría haber estudiado alrededor de 1.400 libros. Helena Blavatsky falleció en Londres, en 1891, a causa de la nefritis crónica (el mal de Bright) que padecía desde hacía años. Su cuerpo fue incinerado y un tercio de sus cenizas quedaron en Europa, un tercio en los Estados Unidos,

llevadas por William Quan, y el tercio restante se encuentra en la sede internacional de la Sociedad Teosófica —en la ciudad de Pasadena, California—, depositadas dentro de una estatua erigida en su memoria. Después de su muerte, la dirección de la Sociedad Teosófica fue entregada a la discípula preferida de Blavatsky, Annie Besant (1947-1933), una militante feminista, a favor de la independencia de Irlanda y de la India hasta el punto de ocupar la presidencia del Congreso Nacional Indio. En su última voluntad, Blavatsky pide a los teósofos que celebren la fecha de su muerte como el día del Loto Blanco. Atendiendo a su deseo, desde 1892, en este día se reúnen los miembros de la Sociedad Teosófica alrededor del mundo en homenaje a su fundadora.

EL ESCUDO LUMINOSO Formábamos un pequeño y selecto grupo de viajeros de corazón animoso. Habíamos llegado a Constantinopla una semana antes, desde Grecia, dedicando desde entonces catorce horas al día a subir y bajar penosamente las inclinadas alturas del barrio de Pera, visitando bazares, subiendo a lo más alto de los minaretes y abriéndonos camino a la fuerza entre ejércitos de perros hambrientos, los amos tradicionales de las calles de Estambul. La vida nómada es contagiosa, dicen, y no hay civilización que sea lo bastante fuerte para destruir el atractivo de la vida libre sin restricciones una vez que se ha probado. Al gitano no se le puede tentar para que abandone su tienda e incluso el vagabundo común encuentra en su existencia precaria y sin comodidades una fascinación que le impide aceptar un trabajo y un domicilio fijos. Durante nuestra estancia en Constantinopla, mi principal cometido fue evitar que mi spaniel Ralph fuera víctima de este contagio y se uniera a los caninos beduinos que infestan las calles. Era muy bueno, mi compañero constante y querido amigo. Tenía miedo de perderlo y mantuve una vigilancia estricta de sus movimientos; sin embargo, durante los tres primeros días se comportó como un cuadrúpedo tolerablemente bien educado y se mantuvo fiel junto a mis talones. Ante cualquier descarado ataque de sus primos mahometanos, ya se tratara de una manifestación hostil o de una muestra de amistad, su única respuesta era meter la cola entre las patas y, con aire de recatada dignidad, buscaba protección bajo el ala de algún miembro de nuestro grupo. Puesto que desde el principio había mostrado una aversión tan decidida a las malas compañías, comencé a sentirme segura de su criterio, por lo que al final del tercer día había relajado considerablemente mi vigilancia. Este

descuido encontró pronto, sin embargo, su castigo, lo que me hizo lamentar la confianza que mal había otorgado. En un momento en que no estaba vigilado, escuchó la voz de alguna sirena de cuatro patas y lo último que vi de él fue cómo la punta de su tupida cola desaparecía por la esquina de un callejón sucio y curvo. Muy enojada, dediqué el resto del día a una vana búsqueda de mi bobo compañero. Ofrecí veinte, treinta, hasta cuarenta francos de recompensa por él. Otros tantos vagabundos malteses emprendieron su búsqueda y hacia el anochecer fuimos invadidos en nuestro hotel por una tropa completa, cada uno de ellos con un perro callejero más o menos sarnoso en sus brazos que era, según trataban de persuadirme, mi perro perdido. Cuanto más lo negaba yo, más solemnemente insistían ellos, uno de los cuales llegó a ponerse de rodillas, sujetó una imagen de la Virgen en metal oxidado que llevaba en el pecho e hizo un juramento solemne de que la propia Reina del Cielo se le había aparecido para indicarle el animal correcto. En tal medida había aumentado el tumulto que parecía como si la desaparición de Ralph fuera la causa de una pequeña algarada, por lo que finalmente nuestro casero tuvo que enviar un par de kavasses desde la comisaría de policía más próxima para expulsar por la fuerza a aquel regimiento de bípedos y cuadrúpedos. Empecé a tener el convencimiento de que nunca más volvería a ver a mi perro, pero todavía fue mayor el abatimiento cuando el portero del hotel, un viejo bandido a medias respetable que, a juzgar por las apariencias, no había pasado más de media docena de años en galeras, me aseguró con gravedad que todos mis esfuerzos eran inútiles, puesto que ya sin duda mi spaniel habría muerto y habría sido devorado, dado que a los perros turcos sus hermanos británicos les parecían deliciosos. Esta discusión se había producido en la calle, en la puerta del hotel, y ya iba a abandonar la búsqueda, al menos durante la noche, cuando una anciana dama griega, una fanariota que había escuchado el altercado desde los escalones de una casa cercana, se acercó a nuestro desconsolado grupo y sugirió a Miss H., miembro del grupo, que consultáramos el destino de Ralph a los derviches. —¿Y qué pueden saber los derviches sobre mi perro? —dije, sin ganas de bromas, pues la propuesta me parecía ridícula.

—Los hombres santos lo saben todo, Kyrea (señora) —respondió con cierto misterio—. La semana pasada me robaron mi pelliza nueva de satén, que mi hijo acababa de traerme de Boussa, y como puede ver la he recuperado y la llevo encima ahora. —Vaya. Pues entonces, a la vista está que los hombres santos también lograron metamorfosear su pelliza nueva en una vieja —comentó uno de los caballeros que nos acompañaban, señalando al hablar una rasgadura grande en la espalda que había sido reparada torpemente con agujas. —Ésa es la parte más maravillosa de la historia —respondió tranquilamente la fanariota, sin dejarse desconcertar lo más mínimo—. Desde el círculo brillante me mostraron el barrio de la ciudad, la casa y hasta la habitación en la que el judío que me había robado la pelliza iba a rasgarla para convertirla en piezas. Mi hijo y yo apenas tuvimos tiempo para ir a la carrera al barrio de Kalindjikoulosek y salvar mi propiedad. Cogimos al ladrón en el acto y ambos lo reconocimos como el hombre que nos habían mostrado los derviches en la luna mágica. Confesó el robo y ahora está en prisión. Aunque ninguno de nosotros tenía la menor idea de a qué se refería ella al hablar de «luna mágica» y de «círculo brillante», y todos estábamos perplejos por el relato que nos había hecho de los poderes de adivinación de los «hombres santos», en cierta manera todos sentíamos que la historia no era una invención y, dado que en todo caso parecía que había conseguido recuperar la propiedad, ayudada en cierto modo por los derviches, decidimos comprobarlo por nosotros mismos a la mañana siguiente, pues lo que le había ayudado a ella nos podía ayudar también a nosotros. El grito monótono de los muecines desde el balcón alto de los minaretes acababa de proclamar la hora del mediodía cuando nosotros, que acabábamos de descender desde la altura del barrio de Pera hasta el puerto de Galata, nos abríamos camino a codazos y con dificultad entre el gentío sucio del barrio comercial de la ciudad. Antes de llegar a los muelles estábamos casi ensordecidos entre los gritos incesantes que taladraban los oídos y la confusión babélica de las lenguas. En esta parte de la ciudad es inútil guiarse por los números de las casas o los nombres de las calles. La ubicación de cualquier lugar deseado se indica por su proximidad a uno u otro edificio más

visible, como una mezquita, baño o tienda; en cuanto al resto, hay que confiar en Alá y su profeta. Fue, por ello, con la mayor de las dificultades como descubrimos al fin la tienda del proveedor británico de artículos para buques, detrás de la que encontraríamos el lugar. El guía del hotel ignoraba cuál era la casa de los derviches tanto como nosotros; pero finalmente un pequeño griego, vestido con la simplicidad de un desnudo primitivo, a cambio de una modesta propina de cobre consintió en conducirnos hasta los danzarines. Vimos al llegar un salón amplio y lúgubre que guardaba parecido con un establo vacío. Largo y estrecho, con una gruesa capa de arena cubriendo el suelo, como en una escuela de equitación, estaba iluminado solamente por unas ventanas pequeñas situadas a bastante altura del suelo. Los derviches habían terminado las actuaciones de la mañana y descansaban de su esfuerzo agotador. Parecían completamente debilitados; algunos tumbados en las esquinas, mientras otros se sentaban en los talones y contemplaban el espacio con mirada vacía, dedicados, según nos informaron, a meditar sobre su deidad invisible. Daba la impresión de que hubieran perdido las facultades de la vista y del oído, pues ninguno de ellos respondía a nuestras preguntas, hasta que una figura alta y descarnada, que llevaba un gorro alto que hacía que pareciese de más de dos metros, surgió de una esquina oscura. El gigante nos informó de que era el jefe y nos dio a entender que los santos hermanos, habituados a recibir del propio Alá órdenes para ceremonias adicionales, no debían ser molestados por nada. Pero cuando nuestro intérprete le explicó el objeto de nuestra visita, que únicamente a él le concernía, pues era el custodio único de la «varita de adivinación», desaparecieron las objeciones y extendió la mano pidiendo limosnas. Tras recibir la gratificación, dio a entender que solamente dos miembros de nuestro grupo serían admitidos al mismo tiempo en la confianza del futuro, tras lo que emprendió el camino seguido por Miss H. y por mí. Lanzándonos tras él a lo que parecía un pasadizo semisubterráneo, nos condujo al pie de una alta escalera que daba paso a una cámara bajo el tejado. Seguimos a duras penas a nuestro guía, hasta que por fin nos encontramos en una horrible buhardilla de tamaño moderado, con las paredes vacías y sin mueble alguno. Una espesa capa de polvo alfombraba el suelo y las telas de

araña adornaban las paredes en una descuidada confusión. En la esquina vi algo que erróneamente tomé por un montón de harapos. Pero el montón se movió y se puso en pie, avanzó hasta el centro de la habitación y se detuvo frente a nosotros; el ser de apariencia más extraordinaria que yo había contemplado. Era del sexo femenino, pero resultaba imposible decidir si era mujer o niña. Era una enana de horrendo aspecto: cabeza enorme, los hombros de un granadero, cintura proporcionada con lo demás apoyada en dos piernas cortas y delgadas, como de araña, que no parecían adecuadas para la tarea de soportar el peso del monstruoso cuerpo. Tenía un semblante burlón, como el rostro de un sátiro, adornado con letras y signos del Corán pintados en un amarillo brillante. En la frente tenía una luna creciente de color rojo; la cabeza la llevaba cubierta con un tarbouche o fez; llevaba las piernas cubiertas con amplios pantalones turcos y una sucia muselina blanca le envolvía el cuerpo, aunque apenas lo suficiente para ocultar sus horribles deformidades. Más que sentarse, este ser se dejó caer en el centro de la habitación y al descender su peso sobre las desvencijadas tablas, se levantó una nube de polvo que nos hizo estornudar y toser. ¡Era Tatmos, conocida también como el Oráculo de Damasco! Sin perder tiempo en una charla ociosa, el derviche sacó una tiza y dibujó alrededor de ella un círculo de casi dos metros de diámetro. Detrás de la puerta colgaban doce pequeñas lámparas de cobre, que él rellenó con un líquido oscuro que extrajo de un frasquito que ocultaba junto a su pecho, colocando después las lámparas simétricamente dispuestas alrededor del círculo mágico. Desprendió entonces una astilla de una tabla de la puerta, casi echada a perder, que guardaba la huella de muchos expolios similares. Sosteniendo la astilla entre el pulgar y el índice, comenzó a soplarla a intervalos regulares, alternando el soplido con el murmullo de una especie de extraño encantamiento, hasta que de pronto, y sin que pareciera que existiera causa alguna para que se encendiera, apareció una chispa en la astilla y él sopló hasta que ardió como una cerilla. El derviche encendió después las doce lámparas con esa llama que se había generado a sí misma. Durante el proceso, Tatmos, que hasta entonces había estado sentada, totalmente despreocupada e inmóvil, se quitó las zapatillas amarillas de sus pies descalzos y al arrojarlas a una esquina puso al descubierto otra belleza

adicional: un sexto dedo en cada pie deforme. El derviche se aproximó entonces al círculo, sujetó a la enana por los tobillos e hizo un movimiento de sacudida, como si hubiera estado levantando una bolsa de cereales, y la alzó del suelo; después dio un paso atrás y la sostuvo boca abajo. La sacudió como se haría para meter el contenido en un saco, con un movimiento regular y cómodo. La hizo oscilar a un lado y a otro como si fuera un péndulo hasta que adquirió el impulso necesario, la soltó de un pie, cogiendo el otro con ambas manos, realizó un gran esfuerzo muscular y la hizo dar vueltas en el aire como si se tratara de una maza india. Mi compañero retrocedió alarmado a la esquina más alejada. El derviche seguía haciendo dar vueltas una y otra vez a su carga viva, que permanecía en una absoluta pasividad. La rapidez del movimiento aumentó hasta que la mirada apenas podía seguir al cuerpo en su circuito. Continuó así, probablemente, dos o tres minutos, hasta que gradualmente se redujo y terminó por detenerse totalmente: un instante después, la depositó, arrodillada, en el centro del círculo iluminado por las lámparas. Era el método oriental de hipnosis que practicaban los derviches. Ahora la enana parecía estar en un trance profundo, totalmente inconsciente de los objetos externos. Tenía la cabeza y las mandíbulas vencidas sobre el pecho, los ojos vidriosos miraban fijamente y toda su apariencia era todavía más horrible que antes. El derviche cerró entonces cuidadosamente las contraventanas de la única ventana y nos habríamos quedado en una oscuridad total de no haber sido por un agujero practicado en ella, por el que entraba un rayo de sol brillante que cruzaba la oscura sala y brillaba sobre la joven. Le movió él la cabeza caída para que el rayo le cayera sobre la coronilla, tras lo que nos indicó que nos mantuviéramos en silencio, puso su anillo sobre el pecho y, fijando la mirada en el punto brillante, quedó tan inmóvil como una imagen de piedra. También yo clavé la mirada en ese lugar, preguntándome qué es lo que iría a suceder y cómo me ayudaría esa extraña ceremonia a encontrar a Ralph. Gradualmente, la zona brillante, como si hubiera atraído a través del rayo de luz solar un esplendor mayor del que procede del exterior que se hubiera condensado en su propia área, cobró la forma de una estrella vibrante que, como desde un centro, enviaba rayos en todas las direcciones.

Se produjo entonces un curioso efecto óptico: la habitación, que previamente había estado iluminada por el haz solar, se fue volviendo más y más oscura conforme aumentaba el brillo de la estrella, hasta que nos encontramos en una penumbra egipcia. La estrella titiló, tembló y giró, al principio con un movimiento giratorio lento, pero luego cada vez más rápido, incrementando la circunferencia con cada rotación hasta que formó un disco brillante y dejamos de ver a la enana, que parecía absorbida en su luz. Tras haber alcanzado gradualmente una velocidad extremadamente rápida, tal como había hecho la joven cuando el derviche la sujetaba y le hacía dar vueltas, el movimiento empezó a reducirse hasta que finalmente se combinó en una débil vibración, como el brillo de los haces de luna sobre el agua ondulante. Después titiló por un momento más prolongado, emitió unos últimos destellos y asumió la densidad y la iridiscencia de un ópalo inmenso que permanecía inmóvil. El disco irradiaba ahora un lustre lunar, suave y plateado, que estaba concentrado en lugar de iluminar la buhardilla y que solamente parecía intensificar la oscuridad. El borde del círculo ya no estaba en penumbra, sino antes al contrario tan definido como el de un escudo de plata. Como ya todo estaba preparado, el derviche, sin pronunciar una palabra ni apartar la mirada del disco, extendió una mano, tomó la mía, me acercó a su lado y señaló el escudo luminoso. Al mirar hacia el lugar indicado, vimos manchas grandes que parecían como las de la luna. Poco a poco se convirtieron en figuras que empezaron a moverse y se las veía con gran detalle, con su color natural. No parecía que fueran una fotografía o un grabado; menos todavía que fuera nuestro reflejo en un espejo, sino como si el disco fuera un camafeo y se hubieran alzado de su superficie y hubieran sido dotadas de vida y movimiento. Para mi asombro, y para la consternación de mi amigo, reconocimos el puente que lleva da Galata a Estambul y que cruza el Cuerno de Oro desde la ciudad nueva a la antigua. Había personas que se movían presurosas de aquí para allá, buques de vapor y esquifes de alegres colores que se deslizaban sobre el Bósforo azul; los numerosos y coloridos edificios, villas y palacios se reflejaban en el agua; la imagen entera estaba reflejada por un sol de mediodía. Pasó como una panorámica, pero fue tan viva la impresión que no podíamos saber si quien estaba en movimiento

era ella o nosotros. Todo era ajetreo y vida, pero ni un sonido rompía el silencio opresivo. Carecía, como un sueño, de sonido. Era una imagen fantasmal. Las calles y los barrios se sucedían el uno al otro; allí estaba el bazar, con sus estrechos pasadizos techados, las pequeñas tiendas a cada lado, los cafés en los que los turcos fumaban con gravedad; y mientras se iban deslizando, o nos deslizábamos nosotros junto a ellos, uno de los fumadores derribó el narguile y el café de otro causando una descarga de invectivas sin sonido que nos resultó muy divertida. Viajamos así con la imagen hasta llegar a un edificio grande que reconocí como el palacio del ministro de Finanzas. En una zanja, en la parte de atrás de la casa, cerca de una mezquita, en un charco embarrado, con su sedoso pelo enmarañado, yacía mi pobre Ralph. Jadeante y agazapado, como si estuviera exhausto, parecía moribundo. Cerca de él se habían reunido algunos perros callejeros de aspecto lastimoso que parpadeaban bajo el sol y se comían las moscas. Había visto todo lo que deseaba, aunque no le hubiera dicho al derviche una palabra sobre el perro, pues había acudido más por curiosidad que por la idea de que pudiera tener éxito. Así que me impacientaba por irme enseguida y recuperar a Ralph, pero como mi compañera me rogara que nos quedáramos un poco más, consentí a desganas. Miss H. se colocó entonces al lado del derviche. —Pensaré en él —me susurró al oído con ese tono ansioso que suelen asumir las damas jóvenes cuando hablan del él al que veneran. Vimos una larga extensión de arena y un mar azul de olas blancas bailando al sol, y un vapor grande que se abría camino junto a una costa desolada, dejando tras él un rastro lechoso. La cubierta está llena de vida, los hombres están atareados por la proa, de gorro y delantal blanco, el cocinero sale de la cocina, los oficiales uniformados salen de un lado para otro, los pasajeros llenan el alcázar, holgazanean, flirtean o leen; un joven al que ambas reconocemos avanza y se apoya en el pasamanos. Es… él. Miss H. sofoca un gritito, se sonroja y sonríe; vuelve a concentrarse en sus pensamientos. La imagen del vapor desaparece; la luna mágica permanece vacía unos momentos. Nuevas manchas aparecen en su rostro luminoso; vemos que de sus profundidades emerge lentamente una biblioteca: de colgaduras y alfombra verde, con estantes de libros en los lados

de la habitación. Sentado en un sillón junto a una mesa, bajo una lámpara, hay un anciano escribiendo. Lleva el cabello gris peinado hacia atrás desde la frente; en su rostro recién afeitado hay una expresión de benevolencia. Con un movimiento rápido, el derviche impone silencio; la luz del disco tiembla, pero recupera el brillo firme y la superficie vuelve a quedarse sin imágenes durante un segundo. Volvemos a Constantinopla y en las profundidades perladas del escudo se forma nuestro apartamento del hotel. Sobre el escritorio están los papeles y los libros, el sombrero de viaje de mi amiga en una esquina, sus cintas cuelgan de la copa y sobre la cama está el vestido que se había cambiado cuando comenzamos la expedición. Ningún detalle falta para completar la identificación; y como para demostrar que no estábamos viendo algo que habíamos formado con nuestra imaginación, sobre el tocador había dos cartas sin abrir cuya escritura fue reconocida claramente por mi amiga. Eran de un querido pariente suyo de quien había esperado tener noticias en Atenas, sintiéndose decepcionada. Desaparece la escena y vemos ahora la habitación de su hermano, que se halla recostado en la sala, con un criado bañándole la cabeza, de la que, para nuestro horror, gotea sangre. Una hora antes, habíamos dejado al joven en perfecto estado de salud; ante esa imagen, mi compañera lanzó un grito de alarma y, tomándome de la mano, me llevó hacia la puerta. Nos reunimos con nuestro guía y amigos para regresar a toda prisa al hotel. El joven H. había caído por la escalera, haciéndose una herida bastante fea en la frente; en el tocador de nuestra habitación estaban las dos cartas que habían llegado cuando ya estábamos fuera. Las habían enviado desde Atenas. Pedí un coche con el que me dirigí al Ministerio de Finanzas e, iluminada por el guía, encontré rápidamente la zanja que había visto por primera vez en el disco brillante. En mitad de la charca, destrozado, medio muerto de hambre, pero todavía vivo, estaba Ralph, mi hermoso spaniel; cerca de él estaban los perros callejeros que parpadeaban y, despreocupadamente, se comían las moscas.

Gertrude Atherton (1857 - 1948)

Biógrafa, historiadora y escritora norteamericana nacida en San Francisco, Gertrude Franklin Horn fue un ejemplo de tenacidad contra los prejuicios sociales que, en su tiempo, existían hacia las mujeres que deseaban para sí algo más que un hogar, un marido y unos hijos: una carrera artística. Hija de Thomas L. Horn, un próspero hombre de negocios, y de Gertrude Franklin, sobrina de Benjamín Franklin (1706 - 1790), político, científico, inventor y uno de los padres de la nación estadounidense —participó en la redacción de la Constitución en 1787—, Gertrude estudió en la St. Mary’s Hall High School de Benecia (California) y el Sayre Institute de Lexington (Kentucky), y pronto mostró una inequívoca inclinación por la lectura y la escritura. A los 19 años, por presión familiar, se casa con un antiguo pretendiente de su madre, George H. B. Atherton, hijo de Faxon Atherton, un rico comerciante de la ciudad de Atherton en California. Tuvieron dos hijos, Muriel y George, quien falleció a los seis años de edad. George H. B. Atherton era un hombre convencional y taciturno, y desde el primer momento desalentó la afición de su esposa por la escritura. De ahí que la publicación serial de su primera novela, The Randolphs of Redwoods (1882), en el San Francisco Argonaut, aunque fuera sin firmar, escandalizara a toda su familia, especialmente a su madre y a su suegra. Tras once años de matrimonio «respetable», George sufre un trágico accidente en Chile, donde se hallaba atendiendo sus negocios, y muere en aquel país en 1887. Y con su desaparición, Gertrude Atherton nace para la

vida, para la literatura. Para empezar, se marcha a Nueva York, y de allí, a Francia, Inglaterra y Alemania. Más tarde se convierte en protégée del gran Ambrose Bierce (1842-1914) —cuya relación, dicen algunos, iba mucho más allá de la mera amistad— e inicia su carrera como escritora, publicando cerca de sesenta libros y numerosos artículos. De su fructífera trayectoria merece ser subrayada, empero, su primera novela firmada, What Dreams May Come —singular historia sobre la reencarnación que pasó prácticamente desapercibida—, aparecida en 1888 bajo el pseudónimo masculino de Frank Lin. Nunca más utilizaría ese nombre. Durante su estancia en las Islas Británicas publicó, ya como Gertrude Atherton, Patience Sparhawk and Her Times (1897) y American Wives and English Husbands (1898), además de The Conqueror (1902), minuciosa novela histórica sobre Alexander Hamilton (1757-1804), economista, político, escritor, abogado y soldado estadounidense, amigo personal de George Washington y primer Secretario del Tesoro de los USA, y Hermia Suydam (1889), drama sobre la vida de una mujer soltera que fue tachada de inmoral por la crítica. Cabe citar también su apólogo sufragista Julia France and Her Times (1912), Los Cerritos (1890), la primera entrega de su trilogía californiana, localizada en un convento, The Doomswoman (1892), historia de amor ambientada durante el periodo colonial español, que explora los antagonismos culturales entre blancos e indígenas, y Befare Gringo Came (1894), un tratado en torno a la vida en las misiones españolas antes de la independencia de México. Feminista sin quererlo, sino por simple impulso personal, Atherton fue una de las primeras mujeres que obtuvo la Legión d’Honneur del gobierno francés por su trabajo en los hospitales de campaña durante la Gran Guerra, labor que desempeñó a la vez que cubría periodísticamente el conflicto en calidad de corresponsal de un rotativo neoyorquino, convirtiéndose, una vez más, en pionera de una actividad que parecía reservada exclusivamente a los hombres. Sus novelas, protagonizadas por heroínas fuertes, vivaces, que persiguen con ahínco vidas independientes, sin sujeciones ni cortapisas patriarcales, fueron una suerte de exorcismo con relación a su amarga experiencia conyugal, y toda una declaración de principios que sentó cátedra. Sobre su obra, el ensayista Grant Overton escribió en The Women Who Make

Our Novels (Dodd, Mead & Company, Nueva York, 1928): «Sus historias, casi sin excepción, eran un vehículo para las ideas —sin juicios ocasionales, altamente incisivas, en torno a todo lo que la rodeaba—. Ella narraba sus opiniones, a veces con la más conmovedora ternura… Aristocrática en todas sus actitudes, prefirió la franqueza al estilo y, por ello, no le asustaba la tosquedad». Nadie sabe con exactitud de dónde surge la afición de Gertrude Atherton por la ghost story. Cuando vivía con su marido y su suegra en la inmensa mansión que éstos poseían en Valparaíso Park, San Francisco, aseguraba que estaba habitada por fantasmas; claro está que, conociendo su fina ironía, quizá se refería a su familia política. De todas formas, sería en la biblioteca de su abuelo materno, lugar en el que Gertrude pasó horas y horas cuando era una adolescente, donde descubrió los clásicos de la novela gótica inglesa, como Ann Radcliffe y Matthew Gregory Lewis, y a contemporáneos como Sheridan Le Fanu o Elizabeth Gaskell. Ascendentes, ecos y modelos que se perciben, se palpan en las dos antologías de relatos que publicó —relatos difundidos previamente a través de diversas revistas literarias y magazines culturales de la época—, The Bell in the Fog and Other Stories (Harper Publishers, Nueva York y Londres, 1905) —que contiene, entre otras, “The Bell in the Fog”, “The Striding Place”, “The Dead and the Countess”— y The Foghorn (Houghton Mifflin, Boston y Nueva York, 1934) —donde se encuentran las muy populares “The Eternal Now” y “The Striding Place”—. Pero será sin duda Edgar Allan Poe (1809-1949) quien ejerza una influencia más evidente en la carrera de Gertrude como autora de ficción espectral, influencia irrebatible en “La muerte y la mujer” (“Death and the Woman”), publicada en Vanity Fair en 1892. A partir de una situación dramática muy sencilla —una joven vela el cuerpo agonizante del «que había sido su amigo, su compañero, su amante, su marido; el que lo había sido todo para ella en aquellos cinco años de juventud vigorosa y esperanzada, agostada sin embargo por los rigores de la desdicha, por el capricho del infortunio», esperando la llegada de la Muerte… —, Gertrude Atherton se desmarca de la ghost story clásica y, al igual que el genio de Baltimore, intenta sentir la muerte. Su heroína anónima agudiza sus sentidos morbosamente finos para escuchar, si acaso ello es posible, los latidos finales de un corazón exánime

—«… presionando con sus manos el pecho del hombre al que apenas veía en la oscuridad, para sentir su corazón, a la espera de la llegada de la muerte»—; intenta amar al moribundo con una mezcla de dolor y éxtasis próximo a la necrofilia más romántica y melancólica —«Estaba contenta, sin embargo, de aquel cambio último, del final; contenta de que la belleza ida de aquel cuerpo no tuviese ya más destino que el ataúd; eso le parecía menos cruel que vivir en menoscabo. Había amado las manos vivas de aquel cuerpo, su cálido magnetismo. Aquellas manos yacían amarillentas ahora a los lados del cuerpo; sabía que ahora estaban frías, que una humedad extraña y tumefacta se apoderaba de ellas. Por un momento se apoderó de la mujer una sensación convulsa. Supo que también ellas, las manos, se habían ido ya de su lado»—; y, de algún modo, anhela morir biológica, espiritual, psicológica y sentimentalmente, como en los mejores relatos de Poe; morir en el yo y en el tú (Juan Eduardo Cirlot dixit: “El pensamiento de Poe”, Poesía nº 5-6, invierno 1979-1980). La belleza del texto, su miríada de turbias y agónicas emociones, nos conduce a todos los más allá posibles, hacia todo misterio, enigma o atadura metafísica con la muerte, haciendo de “La muerte y la mujer” un poema en prosa de belleza hipnótica.

LA MUERTE Y LA MUJER Su esposo se moría y ella estaba a solas con él. Nada podía superar la desolación de sus lamentos. Ella y el hombre que moría, que estaba a punto de dejarla, se encontraban en el tercer piso de una casa de beneficencia de Nueva York. Era verano y los demás moradores de la casa se hallaban en el campo; todos los empleados en el servicio, a excepción de la cocinera, habían sido despedidos, y la cocinera, cuando no trabajaba, dormía profundamente en la quinta planta. La encargada también estaba fuera de la ciudad, disfrutando de unas cortas vacaciones. La ventana de la habitación permanecía abierta para que entrase el aire, que era, no obstante, irrespirable; de los patios de las casas anejas no subía ni el más leve ruido, pues la tarde canicular atenuaba los sonidos de la calle. A intervalos se oía el sonido del montacargas, que no obstante parecía sometido a una amortiguación impuesta por la suspensión aérea del calor oceánico. Allí estaba ella, sentada junto al moribundo, abatida por esa pena que se apodera del alma cuando se pierde la esperanza, cuando no parece haber más realidad que el abandono. Miraba con infinita tristeza al que había sido su amigo, su compañero, su amante, su marido; el que lo había sido todo para ella en aquellos cinco años de juventud vigorosa y esperanzada, agostada sin embargo por los rigores de la desdicha, por el capricho del infortunio. En el moribundo se percibía claramente la devastación de la enfermedad; su rostro demostraba una terrible consunción; la sábana resaltaba aquellas formas arruinadas de un cuerpo que, si bien nunca fue carnoso, sí tuvo la musculatura propia del ejercicio físico, la sanguínea prestancia de la buena salud. Estaba contenta, sin embargo, de aquel cambio último, del final; contenta de que la belleza ida de aquel cuerpo no tuviese ya más destino que

el ataúd; eso le parecía menos cruel que vivir en menoscabo. Había amado las manos vivas de aquel cuerpo, su cálido magnetismo. Aquellas manos yacían amarillentas ahora a los lados del cuerpo; sabía que ahora estaban frías, que una humedad extraña y tumefacta se apoderaba de ellas. Por un momento se apoderó de la mujer una sensación convulsa. Supo que también ellas, las manos, se habían ido ya de su lado. Y repitió en voz alta las palabras para siempre, mientras le volvía el recuerdo de aquella dulce presión que tantas veces ejercieron sobre ella las manos del hombre que ahora se moría sin remedio. Se inclinó despacio sobre él. Estaba aún allí, pero bien sabía ella que también en otro lugar. ¿Dónde? Cuando aún no había dejado de respirar, su yo, su alma, su personalidad formaban parte de la amalgama de la vida, de la arcillosa prestancia húmeda de su cuerpo, de su manera de hablar. Pero ¿por qué no habrían de manifestarse ante ella esos dones, aun a despecho de la muerte que parecía inminente? Si aún albergaba aquel cuerpo un hálito de consciencia, ¿por qué no podía expresarla aun en el tránsito de su desintegración material, lo que es decir a través del único médium posible, el Creador supremo? ¿-Por qué no iba a querer el Hacedor concederle a aquel cuerpo ese último favor? ¿Es que iba a tener que conformarse ella con aguardar agónicamente la desintegración última del cuerpo yaciente, culminación de sus tormentos, sin escuchar de su hombre una última palabra? La mujer dijo en voz alta el nombre del moribundo, incluso lo movió levemente con manos nerviosas, sacudiéndolo en el lecho, un algo enloquecida, como si de repente no pudiera resignarse al abandono de quien había sido su amante, aun a sabiendas de que nada podría evitar ya que se fuera de su lado. El hombre seguía impávido, sin advertir los esfuerzos de su mujer; ella descubrió su pecho y apoyó la cabeza junto al corazón, llamándolo de nuevo. Nunca hubo una unión como la de ambos. ¿Cómo iba a irse de su lado? Allí seguía él, la otra parte de ella. No podía darse un estado intermedio; no podía consentir que fuese enterrado sin más. ¿-Cómo consentirlo cuando seguía siendo parte de sí misma? Pero al apoyar la cara en el pecho del moribundo apenas percibió un leve latido que le acariciase los labios. Abrió entonces los brazos, gesticulando sin palabras, como si quisiera dar aire al cuerpo sin vida

de su amante, o como si quisiera atrapar algo que dimanase de él, y al cabo se puso de pie para dirigirse a la ventana abierta. Parecía a punto de volverse loca. Le habían pedido que se quedara junto al cuerpo de su marido hasta que se dispusiera el entierro, y no quería perder la razón, no quería gritar. Al asomarse a la ventana comprobó que comenzaban a oscurecerse los verdes manchones del jardín, como si algo muy pesado, como un sudario, los cubriese. Comprendió entonces que el día comenzaba a llegar a su fin para dar paso a la noche. Volvió lentamente junto a la cama del hombre, preguntándose si habría estado allí, junto al moribundo, horas, o sólo minutos, o sólo segundos. Y preguntándose ahora si su marido, su amante, su compañero, seguiría siendo realmente un hombre vivo. Aún se le veían los rasgos, no obstante aquella demacración de sus últimos días, y parecían tensos, sin la relajación mortal última. Volvió a reposar su cabeza en el pecho del hombre mientras los dientes le rechinaran como si la hubiese atrapado un viento súbito y frío. Se levantó del borde de la cama para dejarse caer en una silla con las manos cruzadas sobre el pecho, sobre su corazón. Miraba absorta el semblante macilento del moribundo, que en la penumbra de la caída de la tarde parecía la cara de una escultura pendiente aún de su definición última. Si encendía la lámpara de gas entrarían nubes de mosquitos y tampoco quería restarle, con ello, el poco aire respirable con el que acaso siguiera alentando mecánicamente. Y tampoco quería ver esa especie de terrible ojo último que es la mandíbula caída de los muertos. Tenía tan fija la vista en el hombre que al cabo no vio nada y cerró los ojos a la espera de que se produjese en él lo inevitable, el inicio de la corrupción definitiva. Cuando al fin abrió los ojos, la cara del hombre pareció haberse borrado; la oscuridad se había cernido como una ola negra y definitiva sobre la casa, y el pálido brillo de las estrellas, vistas a través de la ventana, anunció a la mujer el imperio de la noche. Angustiada, acercó entonces el rostro a los labios del muerto. Le pareció que aún respiraba. Hizo un movimiento de mayor aproximación para besarlo, pero nada más hacerlo se arrepintió, echándose hacia atrás con un dolor agónico, con una tristeza irremediable. Ya no eran sus labios, los labios de su hombre, y nunca más lo serían.

Si de veras alentaba aún, lo hacía con tal debilidad que no podía oírlo; así sería imposible que tuviese constancia del momento exacto de su muerte. Por eso le puso las manos en el pecho, a la altura del corazón. Así no habría equívocos, sabría cuál sería el momento exacto de su muerte; además, para ella era una cuestión de honor y de amor permanecer junto a él hasta el último instante, hasta que exhalara su último suspiro. Allí estaba ella, sentada, agotada por la noche de calor asfixiante, presionando con sus manos el pecho del hombre al que apenas veía en la oscuridad, para sentir su corazón, a la espera de la llegada de la muerte… Pero de repente la sumió en un mayor grado de desesperanza un pensamiento. ¿Dónde estaba la muerte? ¿Por qué razón se demoraba tanto? ¿De dónde llegaría? Parecía tomarse su tiempo, desde luego; parecía dirigirse allí muy despacio, regodeándose morosa como lo hacen quienes participan en un cortejo fúnebre. Y por mero reflejo ese pensamiento le llevó una suave música a la cabeza, una música como esa que se escucha en el teatro cuando la heroína de la obra está a punto de hacer su entrada en la escena, una música que anuncia un acontecimiento crucial e inminente. Todo eso, sin embargo, le había parecido siempre ridículo, un recurso muy poco artístico. Pues así parecía actuar la muerte. Frunció el ceño al instante, reprochándose la frivolidad que había pensado y ejerciendo una mayor presión de las palmas de sus manos sobre el pecho del hombre. Acusó aún más el calor, notó que se le bañaba de sudor el rostro. Pero respiró profundamente, liberando la angustia que sentía en el pecho, la angustia que parecía haberse acumulado en sus pulmones, al comprobar que aún latía el corazón del moribundo, que aún tenía un hálito de vida. Sí, como despreciando a la muerte, el corazón de su hombre continuaba latiendo… Pero… ¿dónde estaba la muerte? ¡Qué curiosa experiencia! A solas en una casa grande y vacía, aguardando el instante en que su marido la abandonase definitivamente… Que la muerte se lo arrancara. ¿Y por qué no resistir? Pero no, era imposible; sí, imposible resistirse a la llegada de esa pecadora invisible e inocente en apariencia que es la muerte; esa pecadora silenciosa e implacable a la que ningún mortal se resiste… Si al menos poseyera una forma humana, y si al menos pugnase por llevárselo como lo haría un hombre cualquiera, un secuestrador cualquiera… Habría así, acaso,

una posibilidad de vencerla. Una mujer podría derrotar incluso a un gigante clavándole una daga en el corazón. Pero contra la muerte no había nada que hacer, sino esperarla. Entonces salió de los labios de la mujer un grito de terror. Algo parecía cobrar presencia en la ventana. Las piernas y los brazos se le aflojaron del susto, mas a pesar de eso pudo ponerse en pie y mirar hacia allí con una intensidad enorme, a despecho de su pánico. Dos pequeños puntos verdes y brillantes como raras estrellas parecían seguir su mirada. Pero era un gato. Y de inmediato saltó, desapareciendo. Y se borraron aquellas pequeñas estrellas verdes. Se dijo entonces que no debería de consentir en el miedo que sentía. «¿Será posible —pensaba— que tenga miedo de la muerte cuando aún no ha llegado, cuando aún no la he visto siquiera? Siempre he sido una mujer valiente; él me solía decir que era una heroína, pero es que a su lado resultaba imposible tener miedo… Por eso le decía que me llevara al último confín del mundo, que a su lado nada me causaba miedo… ¡Me avergüenzo de mí misma!» Todo eso pensaba mientras volvía a sentarse lentamente y a poner sus manos otra vez en el pecho del hombre. Le hubiera gustado tener a alguien fuera, en la puerta, a Mary, la cocinera, por ejemplo; alguien a quien llamar para que la relevase algún momento en su vigilia… Pero no; no había una campanilla en la habitación, y en cualquier caso, haberla hecho sonar hubiese sido como cometer una profanación en la casa de Dios. Además, ¿para qué iba a salir? No quería dejarlo solo ni un momento… Dejarlo solo y encontrárselo ya muerto al regresar. Entrechocaba levemente sus rodillas; no le gustaba hacerlo, pues denotaba hallarse sumida en un claro estado de pánico, pero no podía evitarlo. Sus ojos iban de un lado a otro de la habitación, intentando escrutar algo donde nada podía ver; se preguntaba, en realidad, si podría ver llegar a la muerte; se preguntaba cuán lejos de allí se encontraría aún. Seguro que a no mucha distancia; el corazón de su marido latía débilmente, cada vez más débilmente. Había oído hablar de que, sin embargo, una vez muerto, el cuerpo humano padece una especie de frenesí, sobre todo en los que han sido valientes, como rebelándose ante la muerte que acaba de coparlo, sin

entregarse mórbidamente a sus horrores, por mucho que la suerte ya esté echada… Pero aquello… Esperar, esperar y esperar; hacerlo acaso durante horas, debilitándose el corazón del moribundo a extremos tales que ya no pudiera rebelarse cuando la muerte lo poseyera… Y esperar ella, a su vez, acaso más allá de la medianoche, a que llegase la muerte y se lo robara arteramente, desprevenida ella en su vigilia y sin fuerzas ya el moribundo para resistirse. Se acercó de nuevo al hombre al que había amado, al hombre que la había protegido tantas veces. Lo hizo con un espasmo angustioso en su movimiento. ¿Dónde estaba el espíritu indómito de aquel hombre que siempre, hasta en los momentos más difíciles, había conseguido que ella se mantuviese firme y sin miedo a nada, y que hacía que lo amase cada día más? ¿Por qué se abandonaba ahora a su suerte, sin importarle que se quedara sola? ¿Por qué desertaba lentamente sin ofrecer resistencia? Echó después la cabeza hacia atrás, lamentando sus reproches al moribundo; afligida por su sentir agónico, sin embargo, no podía evitar aquellos recuerdos de su hombre en otro tiempo, ni recordarle a él mismo quién había sido. Y otra vez volvió a apoderarse de ella el pánico, y otra vez volvió a quedarse clavada en su asiento, rígida, con la respiración entrecortada, esperando la llegada de la muerte. De repente percibió un ruido que parecía producirse abajo, quizá en la primera planta del edificio. Fue un ruido lejano, amortiguado probablemente por esa lejanía; acaso el de unos pasos sobre los peldaños de hierro de la escalera. Unos pasos lentos… Aguzó el oído y pudo contar hasta cien entre un paso y otro. Aprensiva e histérica, apenas podía hacer otra cosa… Pero… ¿dónde estaba la música fúnebre que forzosamente debería acompañar aquellos pasos? Su cuerpo, su rostro, toda ella estaba bañada en sudor, como si la muerte fuese una ola. Sintió que se le erizaban los cabellos desde la raíz, preguntándose si en verdad se le habrían puesto de punta. Pero no se atrevió a llevarse las manos a la cabeza para comprobarlo. Quizá todo se debiera a aquel frío extraño que sentía a pesar del calor; quizá todo se debiera a que comenzaba a enfriarse el sudor que la cubría. Sus músculos se reblandecieron entonces, sin que menguase, sin embargo, la tensión interna que sentía. Sus

nervios parecían abandonarla. No le cupo duda de que era la muerte quien subía despacio por la escalera, enseñoreándose de la casa vacía. Y supo que era así porque no podía decirle otra cosa la sensible inteligencia de su oído, no su mera capacidad de escuchar. Concentró todos sus esfuerzos, que eran incluso dolorosos, en oír cualquier sonido que llegase de la escalera, sabedora de que tenía que hacerlo por muy duro y difícil que le resultara. ¿Cómo iba a relajarse, no obstante, con todo lo que tenía que hacer? Cada minuto, cada segundo, sería vital; la muerte, aun despaciosa, no desaprovecha el tiempo de apuntar con su dedo frío a las almas que quiere llevarse, apenas emergen éstas del cuerpo putrefacto de los difuntos. Y ella, al menos, iba a tener el honor de recibirla en persona, como se recibe a los heraldos, o a los subordinados, que al fin y al cabo eso es la muerte: una especie de emisario del más allá. El sonido de aquellos pasos decía a la mujer que la muerte avanzaba lenta pero inexorable. Peldaño a peldaño y descansillo tras descansillo, se acercaba, no obstante anduviese con mayor lentitud que antes. Tan leves eran sus pasos como el ruido amortiguado pero constante que hacían. La muerte, si bien muy lenta, avanzaba sin tregua. Llevó instintivamente una mano a su pecho y vio que el corazón le latía apresurado, como nunca lo había sentido. Entonces se dijo que aquellos latidos, los latidos de su propio corazón, habrían de cesar en el mismo instante en que la muerte hiciera su entrada en la habitación, en el mismo instante en que detuviera sus pasos junto al lecho del moribundo. Ya no era humana, ya no era una mujer; ya era sólo inteligencia en alerta. No se dejaba sentir ni un ruido, salvo el de los pasos leves de la muerte, que parecía tener los pies de cera. Contaba la mujer los pasos, uno, dos, tres… Y se irritaba al observar las pausas tan largas que hacía la muerte entre un paso y otro. Cuando la muerte proseguía su lento ascenso, volvía a contarlos, cada vez más audibles, cada vez más próximos, secos, sin eco… ¿Cuántos peldaños habría en aquella escalera? Nunca se había detenido a contarlos. Ahora le hubiera gustado saberlo, pero… ¡qué importaba ya! Cada uno de los pasos de la muerte anunciaba su presencia inmediata; nada más podía decir aquella mayor

sonoridad de su avance. Supo bien la mujer cuándo llegaban a un descansillo; incluso calculó bien los segundos que se detendría allí antes de acceder a los últimos tramos de la escalera… Y calculó perfectamente, también, lo que tardaría en llegar al pasillo de la planta en la que estaba la habitación. Y supo al fin cuándo se detuvo ante la puerta. Entonces llamó la muerte con sus nudillos de hierro. Los nervios impidieron a la mujer decirle que adelante. La muerte volvió a golpear la puerta con sus nudillos, de manera más imperiosa. Sintió la mujer que aquellos golpes en la puerta hacían temblar las paredes del cuarto. Entonces se dejó sentir el sonido del pomo de la puerta en un giro. Y en un movimiento raudo e instintivo, en busca de protección, la mujer se arrojó a los brazos de su esposo. Cuando Mary abrió la puerta y entró en la habitación vio a la mujer muerta, yaciente junto al hombre muerto.

Willa Cather (1873 - 1947)

«Esto es un cuento de las lúgubres y frías tierras septentrionales, donde hiela eternamente y las nieves apenas se derriten; donde las blancas extensiones, por ello, se extienden millas y más millas sin que se vea un árbol, ni siquiera un arbusto; donde el cielo de la noche posee una belleza terrible, cruzado por los tremolantes relámpagos que son las luces del norte, y donde icebergs de color verdoso flotan con toda su estática grandeza en las negras corrientes del inabarcable mar polar». Así, de esta manera tan absolutamente tétrica, arranca el relato de Willa Cather “La estrategia del hombre lobo perro” (The Strategy of the Were-Wolf Dog), aparecido en la revista Home Monthly, vol. VI, nº 13-14 (diciembre de 1896). Uno se inclina a pensar que nos hallamos, una vez más, en los espacios sombríos y eróticos, terroríficos y melodramáticos, explorados por Clemence Houseman en su magistral historia The Werewolf. Sin embargo, estamos lejos de los dominios del tradicional cuento de horror; más bien en los territorios de lo maravilloso y, más concretamente, del cuento de hadas. No hace falta remontarse a clásicos como “Blancanieves”, “Caperucita roja” o “La Bella y la Bestia” para advertir que entre la pura fábula y el estremecimiento gótico existe una línea de separación muy delgada. Basta recordar “Pulgarcito” —con su ogro devorador de carne humana— o “Barba Azul” —leyenda en torno a un señor feudal cuyo castillo está bañado con la sangre de sus esposas degolladas—, sádicas historias para niños que, según explicó Bruno Bettelheim en Psicoanálisis de los cuentos de hadas (The Uses of Enchantment: The

Meaning and Importance of Fairy Tales, 1976), tratan sobre sus profundos conflictos internos, originados por extraños impulsos primarios y violentas emociones, educándolos, en última instancia, de cara a su relación con el mundo. Y éste es el espectro narrativo, psicológico y emocional que explota magistralmente Willa Cather en “La estrategia del hombre lobo perro”. No falta ningún elemento: un personaje perverso —«Era el malvado hombre lobo perro que todo lo odiaba; que odiaba a las demás bestias, a los pájaros, al propio Santa Claus y al oso blanco; y que odiaba, por encima de todo, a los niños del mundo. Nada le volvía tan rabioso como saber que el mundo está lleno de niños buenos, niños que se aman los unos a los otros, y que son sencillos, cariñosos y educados con quienes tienen a su alrededor y con las cosas bonitas del mundo, como las flores y todo lo que crece y vibra en la tierra. Llevaba años intentando sabotear como fuese los viajes de Santa Claus, sólo para que esos niños no recibieran sus regalos de Navidad. El hombre lobo perro detestaba la Navidad, algo incomprensible bajo cualquier punto de vista. Pero era un ser malvado y demoníaco, y la Navidad es un tiempo de celebración de la bondad, por lo que al hombre lobo perro todas las noches de Navidad le ardía pérfidamente el corazón, tornándosele aún más oscuro»—, una muy freudiana y ambivalente figura paternal, Santa Claus — que detenta a los ojos del niño un poder absoluto y misterioso, inquietante… — y un tema no menos freudiano, el desamparo infantil —la peripecia de los renos— y la nostalgia por el padre instigada por la angustia ante la omnipotencia del destino, y el mensaje positivo sobre la solidaridad —el gesto final de los animales del bosque— y la bondad. Pero lo realmente llamativo es el tono melancólico y poético del cuento, esa negra ligereza con que observa el heroísmo y el dolor, la tragedia y la épica, mezcladas de tal forma que excite sentimientos poco tranquilizadores. Recordemos el discurso de la foca: «Me rompe el corazón —comenzó a decir— ver que seguís impasibles ante la ayuda que nos piden porque los niños del mundo corren el peligro, por primera vez desde que comenzaron las Navidades, de quedarse sin sus juguetes… Sólo soy una foca vieja y tullida, dos veces herida por los cazadores de focas, pero así y todo tengo fuerzas y ánimo suficientes como para ir con el oso blanco y, aunque apenas pueda recorrer una milla diaria, me

apoyaré como sea en mi cola y en mi única aleta para llevar sus regalos a los niños del mundo». Tales sutilezas son las que convierten “La estrategia del hombre lobo perro” en una obra maestra de la literatura fantástica. ¿Cómo empezar a hablar de Willa Cather? No es fácil. Fue una de las escritoras estadounidense más brillantes de su generación, como evidencian Pioneros (O Pioneers!, 1913), El canto de la alondra (The Song of the Lark, 1915), Mi Antonia (My Antonia, 1918), Una dama extraviada (A Lost Lady, 1923) o La muerte llama al arzobispo (Death Comes for the Archbishop, 1927), hermosos y dramáticos retratos de la vida de los pioneros norteamericanos, aquellos aventureros llegados de Europa para poblar las tierras del nuevo mundo y, más concretamente, las inhóspitas tierras de Nebraska. El espíritu y coraje de los inmigrantes suecos, checos, rusos o alemanes, que ella conoció muy bien de niña, al trasladarse desde su Virginia natal —nació en el mítico Shenandoah Valley— a Nebraska y que tan bien refleja en Mi Antonia, es el tema central de sus historias. Una materia que guarnece con sus inquietudes más íntimas: la pérdida de seres queridos, de la vida pasada, de las esperanzas juveniles… Admirada profunda y sinceramente por grandes literatos como William Faulkner o Traman Capote, o por no menos grandes cineastas como Douglas Sirk —quien jamás pudo llevar a la pantalla Mi Antonia, una de sus novelas predilectas, como era su voluntad—, entre los años veinte y cuarenta del siglo pasado Willa Cather fue una de las novelistas estadounidenses más prestigiosas de su tiempo, sobre todo después de ganar el Premio Pulitzer en 1923 con One of Ours (1922). A través del uso del estilo indirecto —pocas veces se sirve de la primera persona, ni tan sólo cuando el narrador es testigo, nunca actor principal—, concentró su arte en el desarrollo de tramas amargas y amables a un mismo tiempo, como si, a pesar de todo, valiese la pena quedarse con las pocas cosas buenas de la vida, entre las que ocupa un lugar destacado la literatura y la bondad innata de las personas. Su sorda lucha contra la ruindad de la sociedad la llevó a no ocultar jamás su lesbianismo —mantuvo relaciones con la folclorista Louise Pound (18721958), así como con su secretaria, Isabella McClung, quien poco tiempo después de su ruptura con la escritora se casó, lo que provocó en Willa una profunda depresión—, pero tampoco lo convirtió en bandera de una causa, ya

que jamás se atrevió a hablar de la homosexualidad femenina en sus obras. Empero, en su adolescencia, desafió las normas de la época cortándose el cabello y vistiendo como un chico; además, durante su breve etapa como actriz amateur, solía interpretar a personajes masculinos. Su relación sentimental más duradera fue con la escritora Edith Lewis (1882-1972), con quien compartió apartamento desde 1908 hasta su muerte, en 1947, formando un estable «matrimonio de Boston», eufemismo por el cual los americanos del siglo XIX se referían a dos mujeres que viven juntas como amantes. Por fortuna, su vida privada jamás empañó su consideración artística, a pesar de los denodados esfuerzos que, en este sentido, llevaron a cabo los sectores más reaccionarios de la sociedad estadounidense de entonces.

LA ESTRATEGIA DEL HOMBRE LOBO PERRO The Strategy of the Were-Wolf Dog

Esto es un cuento de las lúgubres y frías tierras septentrionales, donde hiela eternamente y las nieves apenas se derriten; donde las blancas extensiones, por ello, se extienden millas y más millas sin que se vea un árbol, ni siquiera un arbusto; donde el cielo de la noche posee una belleza terrible, cruzado por los tremolantes relámpagos que son las luces del norte, y donde icebergs de color verdoso flotan con toda su estática grandeza en las negras corrientes del inabarcable mar polar. Es una región desolada en la que no hay primavera, y en la que, durante los cortos veranos, sólo crecen lechos de sauces atrofiados que ponen un contrapunto verde, muy leve, entre los canales rocosos a través de los cuales corren las aguas de la nieve derretida, aguas límpidas y heladas. Lo único realmente gracioso en toda esta inmensa región es que más allá, en el Círculo Ártico, justo en los límites de las planicies nevadas, se alza una gran casa de piedra gris en la que brillan las luces en sus ventanas todos los días del año, y en cuyas altas paredes se arracima el calor que expande el fuego del hogar. Es la casa de un santo muy adorado, Nicolás, al que llaman Santa Claus los niños de todo el mundo. Todos los niños saben que su casa es hermosa; que es, más que hermosa, uno de los hogares más acogedores del mundo. Nada más entrar por su puerta principal se accede a un gran vestíbulo en el que cada noche, tras cumplir con

sus tareas, Santa Claus toma asiento ante el fuego y conversa con su esposa, Mamá Santa, y con el oso blanco. A un lado está el comedor, y un poco más allá la alcoba donde duermen Mamá Santa y Santa Claus. En la parte trasera de la casa está el taller de juguetería donde hacen los juguetes más bonitos del mundo, y al lado se encuentra la habitación en la que duerme el oso blanco, que tiene una cama que en realidad es un lecho de nieve muy blanca, purísima, que él mismo se hace todas las noches; su habitación está en la parte trasera de la casa precisamente para que pueda dormir más fresco. Son muchos los niños y las niñas, sin embargo, que lo desconocen todo acerca del oso blanco, por mucho que se trate de un personaje importantísimo, pues ha sido sistemáticamente olvidado por los biógrafos de Santa Claus. Pero así es como proceden habitualmente los historiadores: se concentran en una figura única, muy importante, eso sí, lo sea de un lugar o de un tiempo concretos, y se olvidan de hacer siquiera una mención de pasada a propósito de otros que también tienen una gran importancia. Ocurre, en cualquier caso, que con el discurrir del tiempo aparecen otros historiadores que al fin reparan en la importancia de esas figuras sistemáticamente olvidadas, y se disponen a hacer justicia. Por eso considero mi deber, que será además uno de los trabajos de más trascendencia que jamás haya hecho, hablar del oso blanco para convencer al mundo de su importancia. No es, desde luego, como uno de esos osos que se llevan a los niños malos, ni pertenece a esa familia de osos que se comen a los niños que se mofan de la calva cabeza del profeta[29]. Muy al contrario, este oso es bueno, cándido y educado, y cuida de los niños como no lo haría cualquier otro oso del mundo, ni cualquier persona, salvo si se trata del propio Santa Claus. El oso blanco vive con Papá Santa desde tiempo inmemorial, ayudándole en su trabajo de juguetero, pintando caballitos, tensando el cuero de los tambores y pegando las pelucas amarillas en las cabecitas de las muñecas. Pero su tarea principal consiste en cuidar de los renos, esas bellas bestias tan fuertes y de nervio vivo, y tan veloces, sin las cuales no llegarían jamás a los niños ni los tambores rojos, ni las muñecas de peluca amarilla, ni los caballitos. Una noche del 23 de diciembre —el año no importa—. Papá Santa estaba sentado junto al fuego, fumando en pipa y echando el humo por la nariz, con

su cara de luna brillante que imperase sobre la neblina. Estaba de muy buen humor, estaba más feliz de lo que en él es habitual, porque al fin se iban a ver los resultados de todo un año de duro trabajo. Ya había clavado el último clavo, ya había dado la última mano de pintura a un juguete. Ya tenía dispuestos los juguetes para meterlos en los sacos y subirlos al trineo del que tirarían sus renos. Frente a él estaba Mamá Santa, dando las últimas puntadas a los vestiditos de algunas de esas muñecas que tanto gustan a las niñas del ancho mundo. Mamá Santa no se preocupaba de los muy distintos y lejanos lugares en los que vivían esas niñas, pues eran Papá Santa y el oso blanco quienes se ocupaban de llevar al día el libro de las direcciones. A Mamá Santa le bastaba saber que eran niñas, y además niñas buenas; todo lo demás le daba lo mismo. Junto a ella estaba el oso blanco, comiéndose un perrito caliente con tomate y mostaza. El oso blanco siempre tenía hambre y se pasaba el rato picando algo, entre una comida y otra, por lo que Mamá Santa y Papá Santa siempre le tenían dispuesto un buen plato de salchichas en la despensa, un lugar en el que siempre estaban frescas pues allí no llegaba el calor del fuego del hogar. Papá Santa encendió su pipa de nuevo y dijo al oso blanco: —Supongo que el tiro de renos ya estará preparado, ¿no? ¿Los has visto esta noche? —Sí, ya les di de comer y los cepillé hace una hora, más o menos. Nunca los he visto tan juguetones. Mañana por la noche volarán sobre la nieve como los pájaros… Pero cuando salí del establo me pareció ver rondando por ahí al hombre lobo perro, así que me aseguré de que la puerta quedase bien cerrada. —Bien hecho —aprobó Papá Santa—. Si anda por aquí no será para nada bueno… El año pasado manipuló los arneses, que se rompieron antes de que pudiese llegar a Noruega. Mamá Santa clavó su aguja en uno de los vestiditos a los que daba las últimas puntadas, y comenzó a hablar con un gesto tan indignado que los rizos se le salieron de la roja caperuza con que se tocaba, cayéndole sobre la cara. —No puedo entender cómo ese animal es tan perverso, ni por qué la tiene tomada contigo; y no sólo no puedo entender por qué te molesta, sino que

tampoco me explico por qué quiere fastidiar a esos pobres niños inocentes del mundo, impidiendo que les lleguen sus juguetes de Navidad. Es, desde luego, el animal más indecente que hay de aquí al final del Polo. —Así es —asintió Papá Santa—; no hay ninguna razón para que haga todo eso… Pero es que odia todo lo que no se le parezca. —Estoy segura, Papá, de que no se detendrá hasta que consiga causar un accidente terrible… ¿Por qué no va el oso a echar otro vistazo al establo de los renos? —Mejor dormiré allí esta noche, si os parece —dijo el oso blanco mientras barría el suelo con su corta cola. —No creo que sea necesario —dijo Papá Santa—; será mejor que durmamos y descansemos bien, pues mañana nos espera una dura jornada de trabajo… Espero que los renos, si llega el caso, sepan cuidar de sí mismos. Vamos a la cama, Mamá, que hemos de descansar. Papá Santa apagó su pipa, echó las cenizas a la chimenea y se dirigió a su habitación, mientras el oso blanco hacía lo mismo para tumbarse en su lecho de nieve. Cuando más tranquilo y silencioso estaba todo, se pegó a la fachada de la casa la sombra de un perro gigantesco, la sombra de un monstruo que merodeaba por allí. Tenía el pelaje rojo y los ojos brillantes, como brasas temibles. Sus dientes y colmillos eran enormes, y le salían de la boca como cuchillos mojados en su saliva espumosa, lo que le daba un aspecto aún más fiero. Iba con el rabo entre las patas, pues era tan cobarde como vicioso y precavido. Era el malvado hombre lobo perro que todo lo odiaba; que odiaba a las demás bestias, a los pájaros, al propio Santa Claus y al oso blanco; y que odiaba, por encima de todo, a los niños del mundo. Nada le volvía tan rabioso como saber que el mundo está lleno de niños buenos, niños que se aman los unos a los otros, y que son sencillos, cariñosos y educados con quienes tienen a su alrededor y con las cosas bonitas del mundo, como las flores y todo lo que crece y vibra en la tierra. Llevaba años intentando sabotear como fuese los viajes de Santa Claus, sólo para que esos niños no recibieran sus regalos de Navidad. El hombre lobo perro detestaba la Navidad, algo incomprensible bajo cualquier punto de vista. Pero era un ser malvado y demoníaco, y la Navidad es un tiempo de celebración de la bondad, por lo que al hombre lobo

perro todas las noches de Navidad le ardía pérfidamente el corazón, tornándosele aún más oscuro. Lento y silencioso se asomó a la ventana del establo, para mirar en su interior. Los renos estaban apaciblemente tumbados, pero al poco, apercibidos de su presencia, comenzaron a patear el suelo, muy nerviosos e impacientes. En las noches de luna llena, sin embargo, los renos nunca duermen, pues se entusiasman con las vastas extensiones de nieve que ansían recorrer al día siguiente, apenas amanezca. —Pequeños renos —comenzó a decirles en voz baja el hombre lobo perro, y los renos alzaron las orejas—. Pequeños renos… Hace una noche espléndida, preciosa —bien lo sabían ellos, que podían contemplarla a través de los cristales de la ventana del establo—. Pequeños renos, la luna brilla tanto como el sol en el verano, el viento del norte sopla despacio y fresco haciendo que las nubes del cielo parezcan esos pájaros blancos que vuelan sobre el mar. Hay mucha nieve; tanta, que se os hundirán las patas en ella; vuestros hermanos libres corretean por ella felices, como todas las criaturas salvajes de esta tierra. Y las estrellas… ¡Ah, las estrellas…! Las estrellas, queridos amigos, brillan cual millones de joyas en la faz del cielo luminoso. Los renos escuchaban todo aquello con gran impaciencia. Les resultaba muy duro resistirse. —Vamos, pequeños renos —insistía el hombre lobo perro—, os contaré por qué vuestros hermanos los renos salvajes trotan a sus anchas esta noche para dirigirse al mar polar… Lo hacen porque las luces del norte brillarán como nunca antes lo hicieran, y los relámpagos serán de color rojo, y violeta y púrpura, y cruzarán el cielo para que toda la gente del mundo pueda verlos desde cualquier lugar, pues muchos no los han contemplado jamás. Escuchad, pequeños renos… Ésta es la noche en que deberéis correr lejos de aquí, ser libres; ésta es la noche en la que decidiréis que nada más ha de encadenaros las patas, que nunca más llevaréis arneses. Vamos, salid de una vez… Total, podréis regresar al amanecer y nadie se enterará de que os fuisteis. El reno Dunder[30] se acercó a la ventana, atraído por lo que decía el hombre lobo perro. —No, no podemos —dijo, no obstante—; mañana hemos de salir temprano para llevar juguetes a los niños del mundo.

—Pero si os he dicho que podréis regresar al amanecer, con las primeras luces del día cayendo sobre los picos de los icebergs y tornando roja la nieve… Vamos, será una noche gloriosa, lo pasaréis muy bien; y veréis unas luces que nunca más volverán a iluminar el cielo. ¿Es que no jadeáis ya ansiosos al sentir este dulce viento de la noche, pequeños renos? Entonces los renos Cupido y Blitzen[31], atraídos por aquellas palabras, comenzaron a suplicar a su jefe. —Vamos, Dunder, salgamos esta noche… Hace mucho tiempo que no hemos visto esas luces del cielo, y además mañana temprano estaremos de regreso. Los renos sabían bien que no debían irse, pero como no son personas a veces hacen justo aquello que no tienen que hacer. La ilusión del fresco viento de la noche y las luces del cielo del norte, y pisar la nieve iluminada por la luna, todo eso, hizo que se volviesen salvajes, pues la verdad es que los renos aman su libertad por encima de todo, mucho más que cualquier otro animal, y ansiaban moverse libremente, ir con el viento. Así que el hombre lobo perro abrió la puerta, con ayuda de los ciervos del establo, y al momento salieron todos al amparo de la luna para trotar hacia el norte, felices como conejos. —Regresaremos por la mañana —dijo Cupido. —Sí, regresaremos en cuanto amanezca —dijo Dunder. Los pobres renos estaban tan encantados que temían herir la blanca y lisa superficie de la nieve con sus pezuñas. Pero qué reconfortante les resultaba volver a sentir el viento en la piel, mientras corrían libres hundiendo las pezuñas en la nieve. Corrieron millas y más millas sin cansarse, con el mismo placer que sintieron al salir del establo. Les brillaban los ojos y les aleteaban los hocicos. —Despacio, despacio, pequeños renos; dejad que os guíe yo —les decía el hombre lobo perro—, pues de lo contrario no llegaréis al lugar donde están reunidas las bestias. Los renos no podían ir más despacio que un niño cuando sigue al coche de los bomberos, por lo que dejaron atrás al hombre lobo perro, que intentaba seguirlos un poco aburrido ya de todos ellos. En su loca carrera sobre las blancas planicies, que brillaban tanto como el cielo, dos ciervos más,

Dasher[32] y Prancer[33], bramaban muy fuerte, regocijados. Pronto vieron la costa del mar polar. Negro y silencioso, parecía guardar en su seno para siempre todos los secretos del Polo. Aquí y allí flotaban en sus aguas negras y quietas los icebergs, cuyas altas paredes de hielo brillaban como las llamas cuando en el cielo se encendía un relámpago. Los renos detuvieron su loca carrera para contemplar aquella maravilla, lo que dio tiempo al hombre lobo perro para llegar a su altura. —El hielo no tiene peligro, ¿verdad, viejo perro? —preguntó la reno Vixen[34]. —Así es, mi pequeña; el hielo parece lejos de aquí pero no tiene peligro, pues se agranda en la base para llegar hasta la costa —dijo el hombre lobo perro con la voz más ronca que nunca. Y los renos, engañados, comenzaron a correr por la pendiente, para alcanzar el hielo, sin percatarse de que el hombre lobo perro no iba con ellos sino que estaba tan tranquilo en el borde del acantilado. Pero cuando se dieron cuenta de que se precipitaban sin remedio, ya era muy tarde; mientras caían sólo pudieron oír el ruido que hacían los renos que habían saltado primero al caer contra el hielo, un ruido que sonaba precisamente como cuando rompemos trozos de hielo. —¡Atrás, atrás! —gritaba Dunder, pero ya era tarde. El malvado hombre lobo perro contemplaba desde lo alto cómo se resquebrajaba el iceberg, riéndose al ver flotando en las negras aguas del mar las cabezas de los renos. Se dio la vuelta lentamente y caminó más allá, sobre la nieve, con el rabo entre las patas, como siempre, pues era tan cobarde que ni siquiera podía seguir contemplando por más tiempo la fechoría que acababa de hacer. Los renos fueron hundiéndose lentamente en las negras aguas, pero Dunder, Dasher y Prancer consiguieron mantenerse a flote y asomaban sus cabezas mientras intentaban regresar a la costa. —Nademos, hermanos, que podemos ponernos a salvo —dijo Dunder a los otros. Y así lo hacían sorteando grandes trozos de hielo cuanto les era posible, pues algunos los herían. No obstante, nadaban con todas sus fuerzas para ponerse a salvo, aunque la costa les parecía aún muy lejana. Un gran pedazo

de hielo golpeó a Prancer en el pecho, y comenzó a hundirse lentamente tras quedar desvanecido. Casi al momento, Dasher, sin resuello, se abandonó a su suerte y comenzó a hundirse igualmente. Cuando Dunder, que lo vio, nadó hacia él, Dasher le dijo: —No, hermano, no… Ya no puedo más, no intentes ayudarme, pues nos ahogaremos los dos. Tienes que salvarte, tienes que ir y contarle al oso blanco todo lo que nos ha ocurrido. Adiós, hermano mío, ya no volveremos a ver juntos las nieves que cubren los campos —y tras decir estas palabras se hundió definitivamente en las negras aguas, dejando solo a Dunder. Cuando al fin consiguió alcanzar la costa estaba exhausto y sangraba profusamente por todos los cortes que le habían hecho los trozos de hielo flotante. Pero no había tiempo que perder. Aun herido y agotado, comenzó a trotar por la planicie nevada. Era ya noche avanzada cuando el oso blanco notó unos golpecitos en el cristal de la ventana de su cuarto. Se levantó y vio al pobre Dunder cubierto de nieve y de sangre. —Ven conmigo, hermano —dijo al oso blanco—; los otros se han ahogado en el mar, sólo yo he conseguido ponerme a salvo. El maldito hombre lobo perro vino esta noche al establo y, hablándonos con palabras muy dulces, nos animó a ir con él hacia el Polo, prometiéndonos que veríamos las luces del cielo del norte brillando como nunca antes las habíamos visto y como nunca volveríamos a verlas. Pero lo que nos enseñó fue una muerte negra, espantosa… Lo que nos enseñó fue el fondo del mar del Polo. Entonces el oso blanco salió a su encuentro, sólo con el camisón puesto, y Dunder siguió contándole acerca de la cruel maldad del hombre lobo perro. —¡Ah! —se lamentó el oso blanco—. ¿Y quién va a decirle a Santa todo esto, y quién le ayudará a llevar los sacos llenos de juguetes para los niños del mundo? A Santa se le romperá el corazón sólo de pensar en esos pobres niños que verán vacíos sus calcetines cuando llegue la mañana de Navidad. El pobre Dunder, que estaba agotado, se dejó caer sobre la nieve y comenzó a sollozar. —No desesperes, Dunder… Tú y yo iremos ahora mismo hasta esa colina de hielo donde las bestias retozan a la espera del día de Navidad… ¿Podrás

trotar un poco más, mi pobre y querido ciervo? —Trotaré hasta morir —dijo Dunder con mucha valentía—. Sube a mi espalda, que salimos ahora mismo. Aunque a regañadientes, el oso blanco se montó en Dunder, pues los osos son más lentos que los renos, y así partieron hacia la alta colina de hielo donde los animales del norte pasan la Navidad. Esa colina es como una gran pila de hielo y de nieve, que se alza al amparo de la estrella polar, y por eso todos los animales acuden allí a beber ponche y a desearse una feliz Navidad los unos a los otros. Allí hay focas, y leones marinos, y muchas nutrias, y mustelas, y ballenas, y osos, y muchos pájaros exóticos, y también perros lapones leonados, que son tan fuertes como los caballos… Allí no iba, claro está, el hombre lobo perro. El oso blanco no ofreció un sueldo a ninguno de ellos. Se limitó a subir hasta la cumbre de la colina de hielo para decirles: —¡Animales del norte! ¡Escuchadme! —y todas las bestias cesaron en lo que hacían, que era divertirse, y miraron hacia lo más alto de la colina del hielo, donde estaba el oso blanco, que parecía mucho más raro allí arriba, iluminado por la luz de las estrellas y con su camisón puesto—. ¡Escuchadme! —tronó el oso blanco—. He de contaros una historia de maldad y bellaquería como nunca la habréis oído. He de daros cuenta de algo que nunca antes había sucedido. Esta misma noche, el malvado hombre lobo perro, que no ceja en su empeño de hacer cuanto su negro corazón le dicte en contra de los niños del mundo, se acercó hasta los renos de Santa Claus y con palabras arteras los condujo hasta el norte, diciéndoles que verían allí unas luces del cielo como no se habían visto jamás y como nunca volverán a contemplarse… Pero lo que en verdad les enseñó no fue sino la muerte más negra y el fondo del mar polar —luego les pidió que mirasen al ensangrentado Dunder, el único superviviente. Todos los animales de la colina de hielo demostraron una gran indignación, avergonzándose de que uno de ellos hubiese cometido una maldad semejante. La gran ballena sacudió su cola con furia, y todos los osos que allí estaban empezaron a gruñir, muy enfadados. —Ahora, amigos míos, mis queridos animales —siguió diciendo el oso blanco—, ¿quiénes de entre vosotros vendréis conmigo para ayudarnos a

llevar sus juguetes a todos los niños del mundo, y que así no se pongan tristes al despertar, pues no verán vacíos sus calcetines? Pero entonces se callaron todos, pues aunque lamentaban mucho lo que había sucedido, amaban a tal extremo su libertad que ninguno quería correr con arneses sobre la nieve, ni dormir en el establo de Santa Claus, por muy caliente que allí se estuviese. —¿Qué os pasa? —gritó el oso blanco—. ¿Es que ninguno de vosotros va a ayudarnos, es que ninguno de vosotros va a venir al establo de Santa Claus para ocupar el lugar que ocuparon los pobres renos ahogados, esos buenos hermanos nuestros? Además de un establo tibio y acogedor tendréis todo el forraje que queráis comer, y un lecho de limpia paja, y agua de nieve para beber… Pero los animales seguían guardando silencio. No querían abandonar la colina de hielo, ni dejar de sentir el viento frío… El pobre Dunder seguía llorando, y hasta el oso blanco comenzaba a desesperar, cuando de repente alzó su voz una pobre foca vieja, a la que faltaba una aleta, pues había sido mutilada por unos cazadores de focas antes de que pudiera escapar de ellos… La vieja foca había bebido bastante ponche, por lo que hablaba con la voz un tanto chillona, pero tenía muy buen corazón. —Me rompe el corazón —comenzó a decir— ver que seguís impasibles ante la ayuda que nos piden porque los niños del mundo corren el peligro, por primera vez desde que comenzaron las Navidades, de quedarse sin sus juguetes… Sólo soy una foca vieja y tullida, dos veces herida por los cazadores de focas, pero así y todo tengo fuerzas y ánimo suficientes como para ir con el oso blanco, y aunque apenas pueda recorrer una milla diaria, me apoyaré como sea en mi cola y en mi única aleta para llevar sus regalos a los niños del mundo. Las palabras de la vieja foca tullida sirvieron para que los demás animales se avergonzasen de su proceder. Los renos salvajes fueron los primeros en ofrecerse. —¡Adelante! Iremos con vosotros —dijeron. Al día siguiente, pues, un poco más tarde de lo acostumbrado, Santa Claus se puso su traje, se cubrió con sus pieles, y subió al trineo tirado por siete renos salvajes, a los que guiaba en cabeza Dunder. Partió así, a gran

velocidad, hacia la costa de Noruega. Y si alguno de vosotros recuerda haber recibido un año sus regalos de Navidad un poco más tarde de lo debido, sabed que fue porque los ciervos salvajes no estaban acostumbrados a ese trabajo, aunque tiraban del trineo con todas sus fuerzas.

Vernon Lee (1856 - 1935)

Según la mitología griega, los sátiros (σατυρος), personificaciones de la fuerza vital de la Naturaleza, eran los encargados de custodiar los bosques. Alegres, alocados, maliciosos, lascivos, formaban parte del cortejo de Dionisio —dios del vino y protector de la agricultura y del teatro—. Se les suele representar de varias formas, aunque la más habitual es hacerlo como un hombre con patas de carnero, orejas puntiagudas y cuernos, abundante cabellera, nariz chata, cola de cabra y en erección permanente (priapismo), explícita alusión al poder fecundador de la Naturaleza. Por eso, las pastoras los temían —al igual que las ninfas, espíritus femeninos de la naturaleza—, ya que podían ser seducidas y/o ultrajadas por los sátiros, y optaban por ofrecerles pequeños sacrificios (las primeras crías de sus rebaños, frutos…) a fin de que las dejaran tranquilas. De ahí que los sátiros fueran rápidamente catalogados por la iglesia católica, a partir del siglo IV, como demonios, acólitos de Satán, especialmente a raíz de los textos místicos de San Rufino de Aquilea (340-410). De entre todos los sátiros, y aparte de Pan (Πάν), dios de los rebaños, destacó Marsyas, músico notable en el arte de la flauta —la suya, se dice, había sido tallada por la mismísima Atenea—. Un día Marsyas tuvo la desdichada ocurrencia de desafiar a Apolo —dios de la curación, la luz, la verdad, el tiro con arco, pero también de la música y la poesía— a una especie de concurso musical que decidiría cuál de los dos era mejor músico. Apolo aceptó bajo la condición de que «el vencido se pondría a disposición

del vencedor». Los habitantes de Nisa, en el istmo de Corinto, que ejercían de jueces, se quedaron maravillados con la interpretación de Marsyas; pero Apolo, con su lira, provocó lágrimas de emoción en todos los presentes, que lo declararon ganador. El dios, haciendo gala de una crueldad sin límites, ató a Marsyas al tronco de un abeto, boca abajo y, una vez inmovilizadas sus manos a la espalda, lo desolló vivo, clavando luego la piel del sátiro en un árbol. Los compañeros de Marsyas, los restantes sátiros y dríades (ninfas del bosque), lloraron tan amargamente su muerte que sus lágrimas formaron el río que lleva su nombre, afluente del Meandro, que desemboca cerca de Celea (Anatolia). Tomando como referencia la figura del desventurado sátiro, la escritora inglesa Vernon Lee nos ofrece en “Marsias en Flandes” (Marsyas in Flanders, 1900) uno de los más singulares y sombríos relatos de la presente antología. Una verdadera obra maestra del terror, un texto grandioso no tanto por su sugerente mezcla —confusión deliberada y maligna sin duda— entre paganismo y cristianismo, entre el milagroso poder de las reliquias religiosas y la fuerza incontrolable de las potencias infernales, entre las vaporosas texturas de la ghost story más popular —cf. la «extraña» iglesia, con sus gárgolas en forma de lobo que parecen aullar…— y la cruel fisicidad del cuento de vampiros… Con ligereza casi diderotiana, Vernon Lee consigue que “Marsias en Flandes” sea un prodigio de estilo, pues la calculada acumulación de matices siniestros, de atroces sugerencias en torno al misterio que encierra el santuario de Dunes, crea un denso clima de inquietud, de expectación angustiosa, que estalla en una terrible conclusión nada gratuita: las claves para captarla están ahí, mientras intentamos digerir nuestra muda inquietud. La crónica histórica, la descripción realista, los apuntes oníricos, la alegoría moral y la tragedia, cuestionan la delgada línea que separa la fe de la superstición, la ciencia de lo puramente fantástico, irreal. Vernon Lee era el nom de guerre de Violet Paget, quien publicó en 1880, con apenas 24 años, Studies of the Eighteenth Century in Italy, un tratado sobre el arte del siglo XVIII italiano que no se atrevió a firmar con su nombre, pues en la época resultaba «escandalosa» la figura de una mujer-erudita, razón por la que optó por un pseudónimo masculino. A pesar de ello, el éxito

del libro fue enorme y le permitió viajar a Inglaterra, donde conoció a algunos de sus admiradores, como Oscar Wilde, Robert Browning, Henry James o H. G. Wells. De padres británicos, pero con ascendentes franceses y galeses, Vernon Lee / Violet Paget vivió casi toda su vida en Florencia, profundamente concentrada en su labor creativa, cultivando casi todos los géneros literarios: el ensayo —cuyos modelos estéticos fueron John Ruskin y Walter Horatio Pater—, la biografía novelada, el libro de viaje, la novela, el relato, el teatro… Sin embargo, hoy es internacionalmente conocida por sus cuentos de terror. Cuentos como “La voz endemoniada” (A Wicked Voice, 1890), “La leyenda de Madame Krasinska” (The Legend of Madame Krasinska, 1892), “El arca nupcial” (A Wedding Chest, 1904) o “La Virgen de los Siete Puñales” (The Virgin of the Seven Daggers, 1909) la han convertido en un clásico del género incluso en vida, recopilando todas sus narraciones fantásticas en tres volúmenes, Hauntings, Fantastic Stories (Heinemann, Londres, 1890), Pope Jacynth and Other Fantastic Tales (John Lane Publisher, Londres, 1904) y For Maurice, Five Unlikley Stories (John Lane, Publisher, Londres, 1927). Como curiosidad, destacar que “Marsias en Flandes” es uno de los pocos que no están ambientados en Italia. En su momento, algunos de sus allegados acusaron a Vernon Lee de ser demasiado cerebral, incapaz de abandonarse a los sentimientos e, incluso, de ser un tanto puritana en cuestiones eróticas. Quizá era una forma de recriminarle su independencia y discreción a la hora de llevar sus asuntos amorosos. Sabemos que jamás ocultó su lesbianismo, pero tampoco hizo de su sexualidad un casus belli feminista. Entre sus numerosas relaciones destacan la dama inglesa Annie Meyer, «de temperamento ardiente, impetuoso», recordaba más tarde la escritora —y de la que tenía siempre un pequeño retrato sobre la cama—, y su propia cuñada, lady Archibald Campbell —«seguramente la mujer más sorprendente sobre la que se han posado mis ojos (…), muy parecida a un joven príncipe de Las mil y una noches…», confesó—. Hacia el final de su vida, estremecida por los efectos de la Primera Guerra Mundial y de la Gran Depresión, tanto en Italia como en Inglaterra, mostró cierta simpatía hacia los emergentes totalitarismos europeos. Al igual que muchos intelectuales de su tiempo, a ambos lados del Atlántico, creía que un líder fuerte, con las ideas claras, era el mejor remedio

para sacar adelante el país. En algunas de sus cartas, por ejemplo, Vernon Lee recuerda optimista las grotescas y electrizantes apariciones de Benito Mussolini desde el balcón del palacio Chigi. Pero jamás militó en el partido fascista italiano ni aspiró a desempeñar papel político alguno vinculado al mismo.

MARSIAS EN FLANDES I —Tiene razón; este crucifijo no es el original, lo han cambiado por otro. Il y a eu substitution… El viejo anticuario de Dunes, un hombrecillo menudo, asentía misteriosamente al hablar, mientras fijaba en mí sus ojos fantasmagóricos. Lo dijo en un susurro tan audible como dolido. Era la vigilia del Viernes Santo y aquella iglesia, una de las más apreciadas de la región, estaba llena de fieles, clérigos o no, y decorada con esmero para la jornada de duelo. Varias damas de edad, con la cabeza cubierta, se afanaban en limpiar el templo armadas de cubos, escobas y bayetas. El anticuario me había llevado allí apenas llegué a la localidad, aunque por la gran cantidad de fieles que había en la iglesia no pudiera mostrármelo todo hasta la mañana siguiente. El crucifijo tan reputado como objeto de adoración se hallaba tras varias hileras de velas encendidas, y rodeado de guirnaldas hechas con flores de papel y muselina coloreadas, así como de otras urdidas con agujas de pino resinoso que exhalaban un aroma muy grato. Dos grandes candelabros con velas encendidas lo flanqueaban. —Sí, lo han cambiado por otro —repetía el viejo anticuario mirando a su alrededor, cuidándose de que nadie le oyese—. Il y a eu substitution… Observé mi extrañeza de que nadie hubiese dicho, tras contemplarla, que fuera una talla francesa del XIII, tan apreciada como realista, pero no el crucifijo legendario, obra de San Lucas, que había estado oculto durante siglos en el Santo Sepulcro de Jerusalén hasta que apareció milagrosamente

en las costas de Dunes en el 1195. Bastaba una mirada para darse cuenta de que era una pieza más o menos bizantina, no la de Lucas. —¿Y por qué razón lo habrán cambiado? —pregunté inocentemente. —Calle, calle —me dijo el anticuario—. Mejor no hablemos aquí de eso. Ya lo haremos después… Me guió por el templo, uno de los de mayor devoción para los peregrinos; un templo al que acudían en masa desde hacía siglos, no obstante lo difícil que resultaba su acceso por hallarse al borde de los acantilados, sobre el mar. Era una hermosa iglesia, más bien pequeña y de inspiración gótica, erigida en pálida piedra, sobre la que la erosión de los vientos cargados de salitre era perceptible en sus capiteles y muros, en cuya base crecía un musgo verde brillante que le daba un tono adorable. El anticuario me fue describiendo el trazado del interior, inspirado por la Cruz, y luego el campanario, inconcluso como consecuencia de la merma de la fe, propia del siglo XIV. Luego me llevó a la muy curiosa cámara que había al final del triforio, una especie de celda con chimenea y bancos de piedra en la que los caballeros de la villa vigilaron en tiempos día y noche, haciéndose los oportunos relevos, el preciado crucifijo. Me dijo el anticuario, con la ilusión de un niño, que en la antigüedad hubo, en los ventanucos de la cámara, colmenas. —¿Era común en Flandes que las iglesias tuviesen una cámara en la que vigilar las reliquias? —pregunté, pues nunca había visto nada semejante. —No era común, no —respondió mirando a su alrededor, como si quisiera cerciorarse de que nadie nos oía—, pero aquí resultaba muy necesario… ¿No ha oído hablar del milagro insólito de esta iglesia? —No —respondí en voz muy baja, impresionado por el secretismo del anticuario—. ¿Se refiere usted a la leyenda según la cual el Salvador rompió todas las cruces hasta que le llevaron la verdadera, la que fue rescatada de las aguas del mar? Negó con la cabeza, pero sin decir palabra; luego descendimos por los peldaños hasta la nave del templo, en cuya contemplación me había extasiado antes desde la leve altura de la cámara en la que en tiempos aquellos fieles caballeros de la villa velaron el crucifijo. Nunca me había sentido tan curioso e impresionado en una iglesia como lo estuve entonces. De los candelabros que flanqueaban el crucifijo dimanaban grandes espacios de luz no obstante

rota por las sombras agazapadas en las columnas de la nave y entre los bancos de la iglesia, entre los cuales se veía igualmente la leve luz de la palmatoria con que el sacristán se paseaba entre ellos. El templo todo olía a resina de pino, un aroma que me evocaba los montes y las dunas costeras; y de entre los grupos de fieles se dejaban sentir especialmente las voces de las mujeres sobre un fondo rugiente de olas del mar que llevaba el viento. Todo aquello sugería vagamente la preparación de un sabbath de brujas. —Pero, entonces, ¿qué tipo de milagros se dieron realmente en esta iglesia? —pregunté cuando ya caminábamos de nuevo por la nave del templo —. ¿Tienen algo que ver con eso que dice usted, lo de la substitution del crucifijo? En el exterior de la iglesia todo era ya oscuridad. La iglesia, desde la pequeña plaza cuadrada en que se alzaba, aparecía negra; era como una masa difícilmente reconocible salvo por el oscuro perfil de sus tejados recortados contra el aire marino y el cielo de luna pálida. Los altos árboles del pequeño cementerio adyacente movían también su masa de sombras negras al envite del viento de la mar; lo único que arrojaba alguna luz era el amarillento brillo de los ventanucos del templo, que parecían portales flameantes en medio de la absoluta negrura de la noche. —Observe, por favor, el audaz efecto de las gárgolas —me sugirió el anticuario apuntándolas con su dedo. Eran apenas visibles, pero sí perceptibles; una vaga presencia de animalidad salvaje que pespunteaba en línea los tejados del templo; una animalidad violenta a la luz de la luna que hacía en la piedra un efecto azul y amarillento en las fauces inquietantes de las bestias allí representadas. Una ráfaga de viento extrajo de la veleta un sonido aterrador, como un gemido. —Realmente, parece que esas gárgolas lobunas aúllan —dije entonces. El viejo anticuario sonrió con cierta burla. —¡Ajá! ¿Acaso no le había dicho que esta iglesia esconde secretos como no se dan en toda la cristiandad? ¡Ahí los tiene! ¿Había visitado usted alguna vez una iglesia tan salvaje como la que tiene ante sus ojos? Y mientras así decía, continuaba el viento extrayendo de la veleta gemidos temblorosos, mientras del interior del templo se dejaban sentir unas notas agudas como un chillido.

—El organista se aplica en la afinación de la vox humana de su instrumento —dijo el anticuario.

II Al día siguiente compré un libro que hablaba de una de las milagrosas historias que se atribuían al crucifijo legendario y a la iglesia; y al otro día, mi amigo el anticuario tuvo a bien referirme todo lo que sabía al respecto… Gracias a esas dos informaciones pude elaborar lo que se ofrece a continuación, que bien puede ser tenido por la historia más cierta sobre este asunto. En el otoño de 1195, tras una noche de tempestad aterradora, se halló a la deriva, junto a la costa de Dunes, villa de pescadores en la bahía de Nys, un bote perteneciente a un barco hundido entre los arrecifes. El bote hacía aguas, y muy cerca, pero en la orilla, yacía la figura en piedra del Salvador crucificado, pero sin la cruz, y sin sus brazos, que aparentemente formaban parte de otro bloque ahora separado del conjunto. Pronto acudió la gente a contemplar el prodigio; la pequeña iglesia de Dunes, entre cuya gleba había sido fundada por los Barones de Cröy, dueños y señores de la costa, y regida por la Abadía de San Loup d’Arras, tenía que ser el destino de la imagen misteriosa, pero un santo varón que vivía en retiro junto a los acantilados tuvo una visión que desató las disputas… Se le apareció San Lucas en persona para decirle que él, y sólo él, era quien había tallado la imagen del crucificado, que formaba parte de un grupo de tres imágenes, la cual fue rescatada junto a las otras por tres caballeros, un normando, un toscano y otro de d’Arras, del Santo Sepulcro de Jerusalén, siempre con el consentimiento del cielo, para ponerlas a salvo de los infieles y hacerlas a la mar con dicho propósito, yendo a parar la una a la costa normanda de Salenelles, la otra hasta no muy lejos de la ciudad italiana de Lucca, y la tercera, la aparecida en Dunes, que fue embarcada por un caballero de Artois. San Lucas, aun considerando que la pequeña ermita de los acantilados, donde moraba aquel santo varón al que se había aparecido, habría de ser el lugar donde descansara para el resto de los días el crucifijo,

decidió que debería de ser la imagen quien decidiese dónde hacerlo. Así, el crucificado fue solemnemente arrojado de nuevo al mar, pero a la mañana siguiente apareció en el mismo sitio, en las márgenes de la bahía de Nys. Los notables de la villa decidieron entonces, en cualquier caso y sin encomendarse a la Abadía de Arras, que fuera trasladado a la iglesia de Dunes, y los píos habitantes de la región comenzaron a sugerir que el templo fuese remodelado a fin de dar al recinto sagrado una dignidad mayor, toda vez que iba a albergar tan milagrosa presencia. La santa efigie de Dunes —Sacra Dunarum Effigies, como fue llamada la presencia a partir de entonces—, sin embargo, no hizo los milagros al uso. Pero su fama se expandió rápidamente a lo largo y ancho del mundo, llevada por los vagabundos y peregrinos en general que iban hasta ese confín donde se alzaba. La santa efigie, como anteriormente se ha dicho, había aparecido, empero, sin su cruz completa y sin sus brazos, y no hubo tempestad, aun siendo muchas las que se cernían sobre la costa, que devolviese a la orilla lo que de ella faltaba, aquel bloque desgajado de su conjunto, a pesar de las muchas preces elevadas al cielo por los fieles para que pudieran contemplarla todos en su forma completa. Pasado algún tiempo, y no sin que se produjesen innumerables querellas y debates, se decidió que era preciso dotar a la efigie sagrada de una nueva cruz. Y así, los más diestros canteros de Arras recibieron la orden de acudir a Dunes. Mas el mismo día en que se alzó solemnemente en el templo la nueva cruz que habría de sostener al crucificado, se produjo un prodigio asombroso cual lo fue que la efigie sagrada girase violentamente a su derecha, haciendo trizas la nueva cruz de piedra con que fuera dotada poco antes por los canteros de Arras. De tal prodigio no sólo dieron cuenta los cientos de fieles que allí se habían reunido, sino los propios sacerdotes llegados a la iglesia de Dunes desde todos los rincones de la región, que elaboraron un documento a propósito de lo observado, y que pudo consultarse en el archivo episcopal de Arras hasta 1790, guardado allí por disposición del abad de San Loup, pastor espiritual de la región. Tal fue el origen de una serie de sucesos misteriosos que hicieron correr por toda la cristiandad la fama del crucifijo milagroso. La efigie sagrada,

según se cuenta, nunca permanecía inmóvil, como si se sintiese incómoda, salvo cuando había ante ella fieles; mas apenas desaparecían éstos, al regresar la encontraban cambiada de posición, en muchas ocasiones como si hubiera padecido terribles convulsiones. Y un día, unos diez años después de que fuera definitivamente rescatada de las aguas del mar, las gentes de Dunes descubrieron al crucificado en su actitud natural, pero sin cruz, sustentándose en el aire, pues aquélla estaba desperdigada por el suelo, a los pies de la imagen, en tres grandes bloques rotos. Ciertas personas, que vivían a las afueras de la villa, muy cerca de la iglesia, dijeron haberse despertado en medio de la noche por un ruido que habían supuesto fue un gran trueno preludio de otra tempestad, pero que en realidad fue la consecuencia de aquella rotura de la cruz de piedra. Mas ¿quién sabía si aquel ruido aterrador no fue producido, con la rotura de la cruz, por un ser ajeno a toda piedad? He aquí el secreto: la efigie sagrada, hecha por las manos de un santo y llegada a las costas de Dunes milagrosamente, parecía en efecto haber descubierto algo que no era santo, ni digna de ella, en la piedra con que le fue hecha su cruz. Ésa fue la explicación que dio el prior de la iglesia, en respuesta a las agrias peticiones de una respuesta conveniente que hiciera el abad de San Loup, que negó la posibilidad de un milagro. Más aún, acabó por descubrirse que un trozo de mármol incrustado en la piedra no había sido lavado con el ritual necesario después de que fuera puesta la efigie en la cruz, lo cual dejaba inscrita la huella del pecado humano en la piedra. Por lo tanto, se ordenó la erección de otra cruz, cosa que llevó mucho tiempo, procediéndose a la consagración de la efigie algunos años después. Mientras, el prior hizo construir aquella cámara para los caballeros que vigilasen la efigie sagrada, con sus bancos y una chimenea, obteniendo del Papa el preceptivo permiso para que una guardia incesante velara por ella día y noche para que nadie osara robar tan sagrada reliquia. No obstante, ya se habían hecho en la villa reproducciones del crucifijo, pues Dunes vio llegar grandes masas de peregrinos atraídos por la fama milagrosa de la cruz, con lo que el pueblo fue creciendo rápidamente, unas reproducciones con las que comerciaba, para su beneficio magnífico, el prior de la iglesia. Todos los abates de San Loup, sin embargo, veían aquello con muy malos

ojos. Aunque nominalmente eran sus vasallos, el prior y los sacerdotes de Dunes habían obtenido ciertos privilegios directos, concedidos por el Papa, cosa que les confería un más que alto grado de independencia con respecto a la Abadía de Arras, y en particular una clara inmunidad merced a la que hacían envío a la tesorería de San Loup sólo de una muy pequeña parte de las muchas ganancias que con su tributo aportaban los peregrinos. El abad Walterius en concreto se mostró especialmente hostil hacia la iglesia de Dunes, y acusó al prior de haber reclutado a los guardianes de la reliquia refiriéndoles cuentos que hablaban de ruidos extraños y de movimientos no menos raros que hacía la vera efigie sagrada, y de sugestionarlos con todo ello. Finalmente quedó concluida la nueva cruz, a la que se consagró un día del año, llamado Día de la Santa Cruz, y la efigie fue entronizada en presencia de una multitud compuesta por clérigos y gentes llegados de toda la región e incluso de mucho más allá. Se creyó que desde aquel día quedaban satisfechas las exigencias de la efigie sagrada, no dándose desde entonces ningún hecho violento que comprometiera su reputación de imagen santa. Pero todo aquello concluyó, por cierto, violentamente. En noviembre de 1293, tras un año en el que corrieron rumores alarmantes y conversaciones que hablaban de sucesos extraños, ocurridos todos alrededor de la cruz de Dunes, volvió a descubrirse que la efigie se había movido de nuevo un mal día, y que siguió haciéndolo en lo sucesivo, o, más bien, que se contorsionaba como poseída por una pasión pérfida, a juzgar por las posturas que cada día se descubrían en el crucificado. Y se dijo que en la noche de la Navidad de aquel mismo año la cruz volvió a quedar hecha añicos en el suelo, mientras el crucificado permanecía suspendido en el aire. Aquella misma noche murió en la cámara de guardia el sacerdote encargado de la custodia del templo. De nuevo procedieron a la erección de otra cruz, que fue posteriormente consagrada, aunque esta vez en privado, sin pompa ni ceremonia pública, pues se hizo de un agujero en la techumbre del templo el pretexto idóneo para que los fieles no entrasen allí, y no sólo eso, sino que con dicho pretexto quedó cerrada la iglesia por un tiempo, cierre que se prolongó en exceso ya que consideraron los sacerdotes y el prior que el templo tenía que ser repetidamente purificado tras la estancia en su interior de los que obraron el arreglo del tejado y la techumbre. Luego se dijo que el sacerdote que había

sustituido al que muriese en la noche de Navidad se volvió loco al extremo de que hubo de ser encerrado en la cárcel regentada por el prior, por el temor de éste a que, en su locura, no parase mientes a la hora de revelar los secretos que había descubierto. Todas esas historias, con otras aún más truculentas, llegaron a la Abadía de Arras, lo que enojó sobremanera a los abates, disponiéndolos aún más en contra de los responsables de la custodia de la iglesia de Dunes. Una iglesia, cabe recordarlo, que se alzaba sobre la villa, aislada por altos árboles que crecían al filo de los acantilados, a lo que hubo que añadir los precintos impuestos por el priorato, además de unos muros que se levantaron mientras se procedía a la reparación del tejado y la techumbre, con lo cual la iglesia quedó prácticamente aislada, e incluso invisible, salvo por la parte de sus muros que daba al mar. No obstante todo ello, hubo quienes afirmaron que, llevadas por el viento, habían oído voces extrañas que salían de la iglesia en lo más oscuro de las noches. Según ellos, aquello sucedía principalmente durante las tempestades y las tormentas, y describieron dichas voces como aullidos, lamentos, y hasta parecidas a músicas propias de danzas populares. Un viejo marino afirmó que en una noche de Halloween, a medida que su barco se aproximaba a la bahía de Nys, vio la iglesia de Dunes llamativamente iluminada, como si de sus ventanas salieran llamas. Pero, como estaba borracho, supuso que todo aquello que creía ver no era cosa sino de la bebida, que le había llevado a exagerar lo que posiblemente no fuese más que una leve luz en uno de los ventanucos, seguramente el ventanuco de la cámara donde hacían su vigilia los caballeros que custodiaban la reliquia. Cabe decir que el interés de los moradores de Dunes coincidía con el del prior, toda vez que ellos se beneficiaban también de la presencia de los peregrinos, los cuales les hacían más prósperos. Razón, naturalmente, por la que historias como las referidas por el viejo marino quedasen rápidamente sepultadas. No obstante, siempre llegaban a oídos del abad de San Loup; y finalmente llegó la noche en que todo aquello, tan oculto, habría de salir a la superficie. Fue en la vigilia de todos los santos, del año 1299, cuando cayó un rayo sobre la iglesia de Dunes. Poco después era encontrado sin vida, en mitad de la nave del templo, el nuevo sacerdote custodio, y para mayor horror, la cruz

estaba rota sobre el suelo, y la efigie sagrada había desaparecido… Un terror indecible se apoderó no sólo de los moradores de la villa, sino de toda la región. Un terror que aún se hizo más acervo cuando se supo que el crucificado había sido hallado tras el altar mayor, debatiéndose en insólitas convulsiones y ennegrecido por distintas quemaduras. Con aquello concluyeron los sucesos de la iglesia de Dunes. Un consejo eclesiástico, reunido en Arras, decretó el cierre de la iglesia durante casi un año, a cuya conclusión el templo fue de nuevo consagrado, esta vez por parte del propio abad de San Loup, con el que concelebró la santa misa el prior. Durante el año en que permaneció cerrada la iglesia, se procedió a la construcción de una nueva capilla, que albergó al crucificado, vestido ahora con sedas y espléndidos brocados, y luciendo en su gloriosa corona de espinas gemas como nunca fueron vistas, un regalo, según se dijo, del propio duque de Burgundia. Tanto esplendor, y la mera presencia del abad de San Loup, sirvió sin embargo para que el prior anunciase de nuevo, poco después, la consumación de un milagro aún más prodigioso que los anteriores. La cruz original, en la que había estado la efigie sagrada en la capilla del Santo Sepulcro de Jerusalén, la cruz que añoraba el crucificado, la que hacía que rechazase todas aquellas que le ofrecían, creadas por manos no precisamente santas, había llegado a las costas de Dunes a impulso de las aguas del mar, varándose en la misma arena sobre la que cien años atrás fuese encontrado el Salvador. —He aquí —proclamó el prior— la mejor explicación para acabar con las leyendas y maledicencias que desde hace tantos años llenan de angustia el corazón de los moradores de esta noble villa. Con la arribada a nuestras costas de la cruz genuina, la efigie sagrada se muestra ya complacida y podrá descansar en paz por el resto de los siglos, otorgando sus milagrosos favores sólo a quienes recen a sus pies con devoción plena. Algo era cierto. Desde aquel día jamás se volvió a observar que la efigie sagrada cambiase de postura en la cruz. Mas igualmente, y como consecuencia de que no volviera a producirse nada que pudiese alentar la ilusión de un milagro, la fe de las gentes de Dunes comenzó a mermar, así como la cantidad de peregrinos que acudían a la villa. Es más, hubo otras reliquias que concitaron el mayor interés de los fieles, los cuales parecieron ir

olvidándose poco a poco de la efigie sagrada de la cruz. Pocas veces volvió a verse la iglesia rebosando de devotos. ¿Qué había sucedido realmente? Nadie parecía en disposición de dar una respuesta precisa, ni de hacer preguntas al respecto que tuvieran sentido. Pero, cuando en 1790 fue saqueado el palacio arzobispal de Arras, cierto notario se hizo con buena parte de los archivos del mismo, a precio de papel al peso, movido más por su curiosidad e interés por la historia que por la devoción, pues no era hombre de creencias, y por el contrario mostraba una clara aversión hacia todo lo que tuviese que ver con el clero. No obstante, aquellos documentos quedaron en almoneda durante años, sin que nadie los estudiase, hasta que mi amigo el viejo anticuario los compró… Entre aquel montón de papeles había sobre todo distintos planos del palacio arzobispal, que iban dando cuenta de los avatares de su construcción, mas también otros varios en los que la Abadía de Arras había ido anotando cuanto concernía a la iglesia de Dunes, sobre todo en relación con los supuestos milagros que allí se daban. Entre aquellos papeles se exponía el resultado de una investigación hecha en la villa en 1309, en la que se interrogó a numerosos habitantes de Dunes y sus alrededores, así como a una buena cantidad de peregrinos. No obstante, para comprender el significado de dicha investigación, resulta preciso recordar que fue aquel tiempo pródigo en sucesos cuales los procedimientos llevados a cabo contra los templarios, motivados por el afán de la Iglesia de Roma en el control de las finanzas religiosas. En cuanto a la iglesia de Dunes, lo que pareció suceder es que, tras la catástrofe de aquella vigilia de Viernes Santo, en octubre de 1299, el prior, Urbain de Luc, fue acusado de sacrilegio y brujería, siendo él mismo el autor de los supuestos milagros atribuidos a la efigie sagrada, milagros que en realidad no eran tales sino meras prácticas demoníacas mediante las cuales había convertido la iglesia, y muy especialmente la capilla dedicada al crucificado, en un templo de adoración a Satanás. No obstante haber apelado en su día a los tribunales eclesiásticos, ante los que dijo que todo era una gran mentira urdida por el abad de San Loup, envidioso éste de los beneficios que a la villa aportaba la afluencia de peregrinos llegados desde todos los puntos de la cristiandad, hizo después acto de contrición y dijo someterse sin ambages a la autoridad del abad, al

que pidió misericordia. El abad pareció complacido por la sumisión de su vasallo y, tras varios trámites legales, de los que se daba cuenta en algunos documentos de aquéllos comprados por mi amigo el anticuario, todo quedó en el olvido. Por cierto, el anticuario me pidió que le tradujera varios de aquellos legajos, pues estaban escritos en latín. Doy cuenta ahora del contenido de los documentos más interesantes, a fin de que el lector pueda hacerse una idea cumplida de cuáles fueron realmente los hechos. Ítem. El abad expresa su mayor satisfacción ante el reverendo prior, al haberse demostrado que no andaba éste en tratos con el Diablo (Diabolus). No obstante, la gravedad del caso examinado requiere… (aquí quedaba roto el legajo). Hugues Jacquot, Simon le Couvreur, Pierre Denis, de Dunes todos ellos, atestiguan lo siguiente: Que los ruidos procedentes de la iglesia de la Santa Cruz siempre se dejaban sentir en noches de tempestad o de tormenta en las que se producían naufragios en las costas de Dunes; y que eran tan diversos como terribles todos, cuales gruñidos, chillidos, aullidos de lobos y jadeos, dejándose sentir en ocasiones, igualmente, melodías de flauta. Un tal Jehan, varias veces sorprendido pegando fuego a los prados y a las cosechas, así como haciéndose en las orillas con el producto de los naufragios, declara tras recibir garantías de inmunidad: Que la banda de ladrones y salteadores a la que pertenece sabía cuándo iba a producirse un naufragio en la costa, pues poco antes del suceso se dejaban sentir desde la iglesia aullidos. Y que en ocasiones, para cerciorarse, él mismo saltaba la tapia del cementerio de la iglesia, para poder escuchar mejor entre las tumbas lo que sucedía en el interior del templo. No le resultan extraños, por todo ello, ni los aullidos, ni los chillidos, ni los lamentos, ni los jadeos declarados por otros testigos. Un hombre con el que se cruzó una noche en el camino le dijo que parecía haber una manada de lobos dispuesta a caer sobre la villa, de tan bestiales como eran aquellos aullidos, pero él supo bien que se trataba de lo que acontecía en la iglesia, porque además hacía treinta años que no se veía un lobo en la región. Señala el testigo que el ruido más singular de todos, sin embargo, no era otro sino el sonido de flautas y de órgano que acompañaban el fragor de

las tormentas y de las tempestades en el mar (quod vulgo dicuntur flustes er musettes), una música tan deliciosa como nunca pudieran oírla los reyes de Francia en su corte. Al ser interrogado acerca de las cosas que vio, el testigo declaró lo que sigue: Que vio muchas veces fantásticamente iluminada la iglesia, hallándose él abajo, en la costa; mas que en varias ocasiones, según se acercaba a la iglesia para comprobar qué sucedía, todo iba tornándose más oscuro según avanzaba, quedando sólo tenuemente iluminado el ventanuco de la cámara de vigilancia. Y que en una ocasión, al lucir hermosa y llena la luna en el cielo, el sonido del órgano y de las flautas, unido a los aullidos, todo lo llenaba en derredor del templo, y que le pareció ver en el tejado de la iglesia un lobo, mas fijándose mejor comprobó que se trataba de una presencia humana. No obstante, preso del pánico en aquella ocasión, echó a correr de allí sin aguardar a presenciar otros sucesos. Ítem. Su Señoría el abad, tomando juramento de verdad al prior, haciéndole poner la mano sobre los Evangelios, le pregunta si ha oído él dichos y extraños ruidos. El reverendo prior lo niega rotundamente, asegurando no haber escuchado siquiera algo similar. Posteriormente, y sometido a otros procedimientos (¿acaso el potro de tortura?), reconoce sin embargo que ha oído hablar de tales supuestos, pues gentes del pueblo se los han comunicado, e incluso los mismos caballeros encargados de la vigilia y custodia de la reliquia. Pregunta: ¿Alguien de la guardia le ha contado cosa semejante al reverendo prior? Respuesta: Sí, pero sólo se lo han revelado a este prior bajo secreto de confesión, y por ello individualmente. Debo decir, no obstante, que uno de los responsables de la custodia, el sacerdote muerto por un rayo, era un hombre de comportamiento impío y harto reprobable, que cometió grandes crímenes, y al que este prior dio la responsabilidad de la custodia por no hallar otro hombre que quisiera aceptarla. Pregunta: ¿Nunca ha interrogado el prior, al respecto de todo lo sucedido, a los caballeros de la guardia?

Respuesta: Como lo que me fuese revelado por ellos estaba bajo secreto de confesión, y aunque sí les interrogué al respecto en el curso de dichas confesiones, nada puedo a mi vez decir yo, por mucho que este prior lamente no poder hacerlo a Su Señoría. Pregunta: ¿Qué ha sido de cierto caballero custodio que fue hallado desvanecido tras una noche de Halloween? Respuesta: Este prior no lo sabe. Aquel caballero custodio era igualmente sacerdote y al parecer estaba loco. Este prior supone, por ello, que acaso esté encerrado en algún asilo. En el curso de aquellos interrogatorios se produjo sin duda una sorpresa muy desagradable para el prior Urbain de Luc, pues en otro documento se lee lo que sigue: Ítem. Por orden de Su Señoría, el abad magnífico, se llama a prestar testimonio a Robert Baudouin, sacerdote y uno de los custodios de la iglesia de la Santa Cruz, que ha pasado diez años preso por disposición del reverendo prior de Dunes, quien lo señaló como afectado de locura. El testigo manifiesta un gran terror al verse ante los componentes de este tribunal, así como ante el reverendo prior. Y se niega a declarar, sollozando ante la sugerencia de que lo haga, y escondiendo su rostro entre las manos por temor a ser visto. No obstante, tras ser confortado por los aquí presentes, con palabras amables y garantías suficientes de que nada malo habrá de ocurrirle, siempre y cuando diga la verdad, el testigo declara lo siguiente, no sin hacerlo entre grandes lamentos, sollozos y temblores, tal cual es común entre los hombres afectados de locura: Pregunta: ¿Puede recordar qué sucedió en la vigilia de Todos los Santos en la iglesia de Dunes, antes de que el testigo quedara tendido en el suelo y privado de sentido? Respuesta: Dice el testigo que no puede. Dice que cometería pecado si lo hiciese ante señores tan reverendísimos como lo son quienes componen este tribunal. Dice ser un hombre ignorante, que además está loco. Asegura que tiene hambre. El abad lo regala con pan en su propia mesa, y una vez saciado el testigo

prosigue el interrogatorio. Pregunta: ¿Qué puede recordar de los hechos acaecidos aquella noche de la vigilia de Todos los Santos? Respuesta: El testigo cree que aún no se había vuelto loco. Cree igualmente que antes de aquellos sucesos jamás había estado preso. Y supone que acaso llegara a la villa en un bote, por mar, etcétera. Pregunta: ¿No cree el testigo que alguna vez estuvo en la iglesia de Dunes? Respuesta: No puede recordarlo. Se limita a decir que sabe que no siempre estuvo recluido. Pregunta: ¿Ha escuchado el testigo alguna vez cosa semejante? (Su Señoría el abad había dispuesto que cierto simplón a su servicio, hombre que tocaba las gaitas, las flautas y el órgano, hiciera música escondido tras los cortinones. Y apenas se dejó sentir el agudo sonido de las flautas y del órgano, el testigo comenzó a temblar espantosamente, comenzando a sollozar caído sobre sus rodillas y con los brazos abiertos en cruz, teniendo que ser confortado por Su Señoría el abad luego de ordenar que cesara la música.) Pregunta: ¿Cómo es posible que haya sentido semejante terror, hallándose como lo está en presencia de Su Señoría el abad, que le brinda su protección y amparo? Respuesta: Dice el testigo que en ningún caso puede soportar el sonido de las flautas, ni el de los órganos. Que dichos sonidos le hielan la sangre. Que había dicho al reverendo prior que no podía permanecer en la cámara de vigilancia cuando se dejaban sentir aquellas músicas. Que temía entonces por sus vidas, pues siempre se escuchaban cuando él, y sólo él, estaba de guardia. Que no se atrevía ni a hacer la señal de la cruz, ni a decir sus oraciones, por temor al Gran Salvaje. Que el Gran Salvaje fue quien rompió la cruz. Que dicho Gran Salvaje se divertía jugando con un aro por toda la nave del templo mientras profería blasfemias. Que el tejado se llenaba entonces de lobos que aullaban, y que después entraban en el templo para danzar sobre sus patas traseras mientras el Gran Salvaje tocaba la flauta en el altar mayor. Que también se vio rodeado de muchas y pequeñas cruces hechas por él mismo con los trozos de la gran cruz caídos en el suelo, para

así mantener lejos de la cámara al Gran Salvaje, quien no dejaba de tocar la flauta, y en otras ocasiones el órgano, mientras aullaban y danzaban frenéticamente los lobos. Y que poco después se cernían las tormentas sobre el pueblo y las tempestades en el mar. Ítem. No se pudo obtener más información del testigo, pues cayó de bruces al suelo, como un poseso, y hubo de ser apartado de la presencia de Su Señoría el abad, y de la presencia del reverendo prior de Dunes.

III Aquí se interrumpe la relación de hechos expresados por la investigación. ¿Acaso alcanzaron a conocer aquellos dignatarios algo más acerca de los sucesos habidos en la iglesia de Dunes? ¿Llegaron a descubrir alguna vez las causas de dichos sucesos? —Es evidente que podemos hablar de un caso, pues lo hubo —me dijo el anticuario quitándose los lentes tras leer lo que acabo de referir—. Y mucho me temo que la causa de aquellos hechos persiste… Comprenderá usted, así las cosas, que resultara tan difícil hallar dichas causas a aquellos sacerdotes de hace seis siglos. Se levantó entonces, cerró con llave su tienda, y me condujo al patio de su casa, próxima a la bahía de Nys, a una milla de distancia de Dunes. Desde allí podían contemplarse los campos de lilas y lavandas, y más allá la breve playa de la bahía. A lo lejos se avistaba la Isla de los Pájaros, una suerte de montaña arenosa que se alzaba en mitad de la bahía, donde paraban las aves; y más allá, el mar encrespado bajo el sol de color naranja del atardecer. Del otro lado, tierra adentro, sobre los tejados de las casas y de las granjas, se alzaba la iglesia de Dunes, teñida en sus pinos circundantes, en sus tejados de aviesas gárgolas y en sus cuatro lados, por la ominosa luz de un rojo pálido con la que iban bañándola las horas. —Tenga por seguro —me dijo el anticuario introduciendo una llave en la cerradura de una puerta que daba acceso a su casa, tras cruzar el patio de la tienda—, tenga por seguro que hubo un cambio, que hubo una substitution de

la imagen… Tenía usted razón. El crucifijo presente en la iglesia de Dunes no es el original, no es el crucifijo milagroso de la tempestad de 1195. Lo que hay ahora no es, en puridad de criterios, sino una estatua a tamaño real, de la cual se da cuenta en los archivos del arzobispado de Arras, una estatua debida a Estienne Le Mans y a Guillaume Pernel, canteros, que la hicieron por encargo del abad de San Loup en 1299, lo que quiere decir en el año en que se llevó a cabo la investigación que acabó con todas las historias sobre los supuestos hechos milagrosos sucedidos en Dunes. Ahora contemplará usted la verdadera efigie sagrada y podrá comprenderlo todo. Ya en su casa, el anticuario abrió la puerta que daba paso a una galería de techo abovedado, encendió una lámpara y lo seguí por allí. Era, desde luego, la celda de una construcción medieval junto a la que habían levantado la casa del anticuario; olía a vino, a madera húmeda, a ceniza y a ramas de abeto. —Aquí —dijo el anticuario— enterraron la imagen bajo hierro, como si fuese un vampiro, para evitar que resucitara. La imagen, en efecto, se alzaba contra una pared oscura. Era de un tamaño superior al normal, al de un hombre vivo, y estaba desnuda, con los brazos rotos por los hombros, caída la cabeza hacia un lado, el gesto agónico… Sus músculos eran los propios y tensos de un crucificado, y tenía los pies atados con una cuerda. Era, sin embargo, una imagen similar a tantas de las que me había sido dado ver en innumerables galerías. Me acerqué a ella para examinar en detalle la oreja que más oculta parecía por la inclinación de la cabeza, pues parecía puntiaguda. —Ya veo que acaba de descubrir usted el misterio del caso —dijo el anticuario. —Así es —dije, aunque no sabía bien a qué se refería, cuán lejos volaban sus pensamientos—. Creo que se trata de la supuesta imagen de Cristo, que no obstante representa al legendario sátiro Marsias a la espera de su castigo. El anticuario asintió. —Exacto —dijo secamente—. Tal es la explicación del misterio. Pero me parece que tanto el abad como el prior no hicieron del todo mal en encerrar bajo hierros la imagen cuando la trajeron aquí desde la iglesia.

Edith Wharton (1814 - 1887)

Más allá de los restringidos ambientes literarios de nuestro país, la popularidad y difusión de la obra de Edith Wharton entre los lectores españoles arranca con la presentación, en el marco de la «Mostra» de Cine de Venecia, del exitoso film de Martin Scorsese La edad de la inocencia (The Age of Innocence, 1993), lujosa adaptación cinematográfica de la novela del mismo título, publicada en 1920 por D. Appleton and Company. La película, protagonizada por Daniel Day-Lewis, Michelle Pfeiffer, Winona Ryder, Alexis Smith y Jonathan Pryce, cosechó un éxito más que aceptable en España —casi un millón de espectadores y 2’9 millones de euros recaudados — pese a su tono démodé, lo cual reactivó el interés editorial por esta elegante escritora estadounidense. A partir de entonces, muchos supieron que Wharton fue la primera mujer en ganar el Premio Pulitzer de novela en 1921, precisamente, con este irónico y amargo retrato de la burguesía neoyorquina a finales del siglo XIX. La edad de la inocencia fue, quizá, la cumbre de una trayectoria literaria jalonada por obras tan estimulantes como El arrecife (The Reef, 1912), Las costumbres del país (The Custom of the Country, 1913), Estío (Summer, 1917), Un hijo en el frente (A Son At The Front, 1923), La renuncia (The Mother’s Recompense, 1925), Sueño crepuscular (Twilight Sleep, 1927) o Los niños (The Children, 1928). Novelas que detallan a la perfección los variados registros dramáticos de su obra: realista, naturalista, colorista, romántica, trágica y, sobre todo, irónica. Curiosamente, uno de los pocos libros de Edith Wharton publicados antes

del estreno del film de Scorsese fue Relatos de fantasmas (Alianza Editorial, 1987), excelente muestra del notable talento de la escritora para un género tan difícil como la ghost story. Publicados entre 1893 y 1935 en revistas como The Century, Scribner’s Magazine, The Saturday Evening Post, Cosmopolitan o Pictorial Review, y más tarde recopilados en antologías como Tales of Men and Ghosts (1910) y Ghost (1937), las historias de fantasmas de Wharton figuran, efectivamente, entre lo mejor de su trabajo creativo. La ausencia de cualquier tramoya gótica para crear un ambiente angustioso, o para provocar un efecto de terror, no sólo era producto de la coyuntura cultural, en la que el cuento de fantasmas deja de ser «la especie teratológica dominante y es suplantado por horrores más finos y elaborados del nuevo cuento de terror», en palabras de Rafael Llopis (Historia natural de los cuentos de miedo, Ediciones Júcar, col. La Vela Latina, Madrid, 1974), sino que se perfilaba como un nuevo cuento de terror representado por autores como Arthur Manchen o Algernon Blackwood. No obstante, la rareté exhibida por los cuentos de fantasmas de la escritora neoyorquina fue el resultado de una opción personal. Su escéptica sensibilidad hacia todo lo sobrenatural era, a la vez, una reacción contra los valores Victorianos que la ghost story solía representar, en su forma más tradicional y/o convencional, en lógica correspondencia con el espíritu de novelas como El fin de la inocencia. Por ejemplo, en el cuento presentado en esta antología, “Los ojos” (The Eyes), aparecido en el Scribner’s Magazine (junio de 1910), el distendido y algo frívolo ambiente de una reunión burguesa —a la manera de Henry James en Otra vuelta de tuerca (The Turn of the Screw, 1898)— se ve paulatinamente perturbado, corrompido casi, por el relato espectral de uno de los asistentes. Angustiosas sensaciones —«Me despertó una rara sensación que todos conocemos: la sensación de que había algo en la habitación que no estaba cuando me quedé dormido»—, así como estremecedoras visiones —«Eran los peores ojos que había visto jamás: unos ojos de hombre…, ¡pero qué hombre! Mi primer pensamiento fue que debía de ser espantosamente viejo. Tenía las órbitas hundidas y los gruesos y enrojecidos párpados, sobre los globos de los ojos, colgaban como persianas con las cuerdas rotas. Uno de los párpados bajaba un poco más que el otro, lo que daba un aire perverso a la

mirada; y entre estos pliegues de carne de pestañas despobladas, los ojos mismos, pequeños discos vidriosos con un borde como de ágata, parecían guijarros de playa atrapados por una estrella de mar»—, configuran el testimonio de un personaje, sincero sin duda, pero desorientado, agotado, perturbado. No poseemos más que su versión de los acontecimientos, y el relato oscila entre lo folclórico, lo misterioso, lo sobrenatural. Y cuando todo parece que va a quedarse en una anécdota, Edith Wharton lo remata con un final de fuertes claroscuros, impreciso, esbozado, evocador y ambiguo. La imaginación que está siendo puesta a prueba no es la del autor, sino la de sus lectores. Edith Newbold Jones nació en el seno de una familia rica de Nueva York, durante la Guerra de Secesión o Guerra Civil estadounidense (1861-1865). La fortuna de sus padres, George Frederic Jones y Lucretia Rhinelander, se debía a las habilidades financieras del progenitor de Edith, un hombre distante y severo, que aprovechó la guerra para hacerse aún más rico. Su pertenencia a la alta sociedad neoyorquina hizo que la pequeña Edith disfrutara de una sólida educación privada, combinada con viajes y experiencias personales muy enriquecedoras. Sin ir más lejos, antes de cumplir los cinco años, viajó con sus padres y hermanos —Frederic y Henry «Harry» Edward— por diversos países europeos, como Italia, España, Alemania o Francia, a lo largo de seis años; en el curso de esos viajes aprendió a leer en alemán y francés con fluidez, y adquirió grandes conocimientos en filosofía, arte y ciencia. No obstante, según confesó luego a sus íntimos, fue una niña muy solitaria debido a las tibias atenciones de su madre y de su padre, así que pronto desarrolló un gusto por la literatura que asombró a su familia y a su círculo de amigos nada intelectuales o imaginativos. De regreso a los Estados Unidos, empezó a publicar sus primeros cuentos y poemas: Fast and Loose aparece en 1877 y Verses, una recopilación de poemas, se publicó de manera privada en 1878. El poeta Henry Wadsworth Longfellow (1807-1882) y el editor de Atlantic Monthly Magazine, William Dean Howells (1837-1920), elogiaron muy entusiásticamente tales trabajos. En 1885, a los 23 años, y a instancias de sus padres, Edith acepta un matrimonio de conveniencia con el banquero Edgard (Teddy) Robbins

Wharton, que era doce años mayor que ella. Se divorciaron en 1913 por culpa de las infidelidades de su marido, las cuales le afectaron mentalmente, siendo internada durante algún tiempo en una selecta clínica para enfermos mentales. Durante algunos años, al final de su tumultuoso e infeliz matrimonio, mantuvo un idilio con William Morton Fullerton (1865-1952), periodista estadounidense que trabajaba en el rotativo británico The Times. Éste era bisexual y alternaba su relación con la escritora con un romance con lord Ronald Coger, Rajá de Sarawak. Wharton, también bisexual, mantuvo diversas relaciones lésbicas, entre las más destacadas, con la poetisa hispanonorteamericana Mercedes Acosta (1893-1968), amante de, entre otras, Greta Garbo, Marlene Dietrich e Isadora Duncan. Durante la década de 1890 publicó regularmente poemas y relatos breves en Scribner’s Magazine, Atlantic Monthly Magazine, Century Magazine, Harper’s Lippincott’s y Saturday Evening Post. También fue co-autora de The Decoration of Houses (1897), junto al arquitecto Ogden Codman. Más tarde, aparecen sus primeros volúmenes de cuentos, The Greater Inclination (1899), Crucial Instances (1901), The Descent of Man and Other Stories (1904) y The Hermit and the Wild Woman (1908) —actividad que retoma después de su traumático divorcio con Xingu and Other Stories (1917), y The World Over (1936)—, además de libros de viajes. En 1902 publica una novela histórica titulada The Valley of Decision y, algo más tarde, La casa de la alegría (The House of Mirth, 1905), que la crítica considera como su primera gran novela, una historia que ironizaba sobre la sociedad aristocrática de la que ella misma era un miembro prominente. Admiradora de la cultura y arquitectura europeas, Edith Wharton visitó el Viejo Continente unas sesenta y seis veces antes de morir, estableciendo definitivamente su residencia en Francia en 1907, país en el que trabó amistad con Henry James, Francis Scott Fitzgerald, Jean Cocteau y Ernest Hemingway. Primero se instaló en París y luego, en 1919, en dos casas de campo, Pavilion Colombe, en la cercana Saint-Brice-sous-Forêt, y en el antiguo convento de Sainte-Claire le Château, en Hyères, al sudeste de Francia. De esta época destaca su novela corta Ethan Frome (1911), una trágica historia de amor ambientada en Nueva Inglaterra. Con el estallido de la Primera Guerra Mundial, y usando sus altas

conexiones con el Gobierno francés, consiguió permisos para viajar en motocicleta por las líneas del frente. Wharton describe esa experiencia en una serie de artículos que posteriormente se recopilarían en el ensayo Fighting France: From Dunkerque to Belfort (1915). Asimismo, trabajó para la Cruz Roja con los heridos y mutilados de guerra, por lo que el gobierno francés le otorgó la cruz de la Legión de Honor. Su labor social abarcó desde las salas de trabajo para mujeres desempleadas, la celebración de conciertos para dar trabajo a músicos, el apoyo económico a hospitales para tuberculosos, y la fundación de los «American Hostels» para acoger a los refugiados belgas. Edith Wharton murió de un infarto el agosto de 1937, en su casa de Pavilion Colombe. Sus exequias se oficiaron en la American Cathedral of the Holy Trinity en París, y fue enterrada el 14 de agosto en Le Cimetière des Gonards, en Versalles. Edith Wharton perteneció a la Academia Americana y el gobierno de Estados Unidos le concedió la medalla de oro del Instituto Nacional de las Artes y las Letras (fue la primera mujer en alcanzar tal distinción). En 1923 fue también la primera mujer nombrada Doctor Honoris Causa por la Universidad de Yale.

LOS OJOS I Nos había dispuesto el ánimo para los fantasmas, aquella noche, tras una excelente cena en casa de nuestro viejo amigo Culwin, uno de los cuentos de Fred Murchard, que relataba una extraña visita personal. Vista a través del humo de nuestros cigarros y el resplandor soñoliento de un fuego de carbón, la biblioteca de Cilwin, con sus paredes de roble y sus viejas encuadernaciones oscuras, proporcionaba una buena atmósfera a nuestras evocaciones; y como —tras el comienzo de Murchard— las únicas experiencias espectrales aceptables para nosotros eran las de primera mano, seguimos haciendo el inventario de nuestro grupo y exigiendo a cada miembro una contribución. Éramos ocho, y siete discurrimos de manera más o menos adecuada el modo de cumplir la condición impuesta. A todos nos sorprendió descubrir que casi podíamos reunir una lista de impresiones sobrenaturales, pues ninguno de nosotros, aparte de Murchard y el joven Phil Frenham —cuya historia fue la más breve del lote—, solía enviar su alma a lo invisible. De modo que, en general, teníamos motivos de sobra para estar orgullosos de nuestras siete «aportaciones», y a ninguno se le había ocurrido esperar una octava de nuestro anfitrión. Nuestro viejo amigo Mr. Andrew Culwin, que había permanecido aparte en su butaca, escuchando y parpadeando en medio de los círculos de humo, con la complaciente tolerancia de un ídolo sabio y antiguo, no era el tipo de hombre que suele verse favorecido con semejantes contactos, aunque tenía la suficiente imaginación como para gozar, sin envidia, de los superiores

privilegios de sus invitados. Por edad y educación, pertenecía a la sólida tradición positivista, y su hábito de pensamiento se había formado en los tiempos de la lucha heroica entre la física y la metafísica. Pero había sido entonces y siempre esencialmente un espectador, un divertido y apartado observador de la inmensa, confusa diversidad del espectáculo de la vida, que de cuando en cuando abandonaba calladamente su butaca para sumergirse en alegres celebraciones en la parte de atrás de la casa, pero sin manifestar jamás, que nosotros supiéramos, el menor deseo de saltar a escena y hacer un «número». Entre sus coetáneos perduraba la vaga leyenda de que, en época remota, y en un clima romántico, había sido herido en un duelo; pero esta leyenda cuadraba tanto a lo que los jóvenes sabíamos de su carácter como la afirmación de mi madre de que en otro tiempo había sido «un hombrecito encantador de ojos preciosos» respondía a cualquier posible reconstrucción de su fisonomía. «Jamás ha debido de parecer otra cosa que una gavilla de sarmientos», había dicho Murchard una vez de él. «Un leño fosforescente, más bien», corrigió alguien, y reconocimos lo certera que era esta descripción de su pequeño cuerpo rechoncho, con el rojo parpadeo de sus ojos en una cara como de corteza manchada. Siempre había disfrutado de un ocio que había cuidado y protegido, en vez de desperdiciarlo en vanas actividades. Había consagrado esas horas cuidadosamente defendidas al cultivo de una aguda inteligencia y de unos pocos hábitos meditadamente escogidos. Y ninguna de las tribulaciones comunes de la humana experiencia parecía haberse cruzado en su firmamento. A pesar de su desapasionada contemplación del Universo, no había elevado su opinión sobre ese espléndido experimento, y su estudio del género humano parecía haber llegado a la conclusión de que todos los hombres eran superfluos y que las mujeres eran necesarias sólo porque alguien tenía que encargarse de guisar. Sobre la importancia de este punto, sus convicciones eran absolutas, y la gastronomía era la única ciencia que él respetaba como un dogma. Hay que confesar que las pequeñas comidas que organizaba eran un sólido argumento a favor de esta tesis, además de una razón —aunque no la principal— para la fidelidad de sus amigos. Mentalmente ejercía una hospitalidad menos seductora, aunque no menos

estimulante. Su espíritu era como un foso o algún lugar abierto de reunión para el intercambio de ideas: un poco frío y expuesto, pero claro, amplio y ordenado: una especie de arboleda académica de la que han caído todas las hojas. A este paraje privilegiado solíamos acudir una docena de personas a ejercitar nuestros músculos y ensanchar nuestros pulmones; y, para prolongar lo más posible la tradición de lo que nos parecía una institución evanescente, añadíamos de cuando en cuando uno o dos neófitos a nuestra banda. El joven Phil Prenham era el último y el más interesante de estos reclutados, y un buen ejemplo de la un tanto morbosa afirmación de Murchard, de que a nuestro viejo amigo «le gustaban jugosos». Era cierto, efectivamente, que Culwin, a pesar de su sequedad, sentía especial debilidad por las cualidades líricas de la juventud. Como era demasiado buen epicúreo para estropear las flores del alma que él reunía para su jardín, su amistad no ejercía una influencia disgregadora: al contrario, obligaba a la idea joven a florecer con más vigor. Y en Phil Frenham tenía un buen sujeto de experimento. El muchacho era realmente inteligente, y la salud de su naturaleza era como pura pasta bajo un delicado barniz. Culwin lo había sacado de la bruma tediosa de su familia y lo había elevado a un pico de Darién. Y la aventura no le había lastimado lo más mínimo. En efecto, la habilidad con que Culwin había logrado estimular su curiosidad sin privarla de la frescura del miedo me parecía una respuesta suficiente a la ogresca metáfora de Murchard. No había nada héctico en la floración de Frenham, y su viejo amigo no había puesto siquiera la punta de un dedo sobre las sagradas estupideces. No podía pedirse mejor prueba que el hecho de que Frenham respetara aún las de Culwin. —Hay una vertiente en él que ustedes, amigos, no ven. ¡Yo creo en esa historia del duelo! —declaró, y la mismísima esencia de esta convicción debió de impulsarle, precisamente cuando nuestra pequeña tertulia se despedía ya, a moverse hacia nuestro anfitrión y pedirle en broma—: ¡Y ahora va a contarnos usted la historia de su fantasma! La puerta de la calle se había cerrado ya, detrás de Murchard y los demás: sólo quedábamos Frenham y yo, y el viejo criado que presidía los destinos de Culwin, después de traer una nueva provisión de soda, recibió la orden lacónica de retirarse a dormir.

La sociabilidad de Culwin era flor nocturna, y nosotros sabíamos que él esperaba que el núcleo de su grupo se apretase en torno a él a partir de la medianoche. Pero la petición de Frenham parecía desconcertarle cómicamente, y se levantó de su butaca, en la que se había vuelto a sentar tras las despedidas en el vestíbulo. —¿Mi fantasma? ¿Cree usted que soy lo bastante tonto como para permitirme el lujo de tener uno particular, cuando hay tantos y tan encantadores en los desvanes de mis amigos? Tome otro cigarro —dijo, volviéndose hacia mí con una carcajada. Frenham rió también, apartando su alta y delgada figura de la chimenea y volviéndose hacia su bajito e hirsuto amigo. —¡Oh! —dijo—, si alguna vez encontrase alguno que le gustara, sé que no le agradaría compartirlo. Culwin se había dejado caer una vez más en su butaca, hundiendo su afelpada cabeza en el hueco de cuero gastado, y sus ojillos rebrillaban por encima de un nuevo cigarro. —¿Gustarme… gustarme? ¡Buen Dios! —gruñó. —¡Ah, entonces lo tiene! —atacó Frenham en el mismo instante, dirigiéndome de soslayo una mirada de triunfo; pero Culwin se encogió como un gnomo entre sus cojines, ocultándose en una protectora nube de humo. —¿De qué sirve negarlo? ¡Usted lo ha visto todo, de modo que, naturalmente, ha visto un fantasma! —insistió su joven amigo, hablándole intrépidamente a la nube—. ¡Y si no ha visto uno, entonces es que ha visto dos! La forma del desafío pareció impresionar a nuestro anfitrión. Asomó la cabeza de entre la bruma con un raro movimiento de tortuga que a veces hacía, y parpadeó aprobatoriamente a Frenham. —Efectivamente —nos soltó, con una aguda carcajada—. ¡Fie visto dos! Fueron tan inesperadas las palabras que se hundieron más y más en un profundo silencio, mientras nosotros seguíamos mirándonos por encima de la cabeza de Culwin, y Culwin contemplaba sus fantasmas. Finalmente, Frenham, sin hablar, fue a dejarse caer en la butaca del otro lado de la chimenea y se inclinó hacia delante con atenta sonrisa…

II ¡Oh, naturalmente no parecen fantasmas…! Un recopilador no los consideraría como tales… No dejen ustedes que alimente sus esperanzas… El único mérito reside en su fuerza numérica: el hecho excepcional de que sean dos. Pero frente a eso, me veo obligado a admitir que podría exorcizarlos en cualquier momento pidiéndole una receta a mi médico o unas gafas a mi oculista. Lo que ocurre es que nunca he sido capaz de decidir: si ir al médico o al oculista, si lo que me aqueja es una ilusión óptica o digestiva. Así que les he dejado que prosigan su interesante doble vida, aunque a veces hacen la mía sumamente incómoda… Sí, incómoda; ¡y ya saben lo que detesto la incomodidad! Pero fue en parte por mi estúpido orgullo cuando empezó la cosa, por lo que no admití que me inquietaba el insignificante detalle de ver dos. Además no tenía razón alguna para suponer que estaba enfermo. A mi entender estaba simplemente aburrido, horriblemente aburrido. Pero formaba parte de mi aburrimiento —recuerdo— el sentirme excepcionalmente bien, y no sabía cómo diablos gastar mi energía sobrante. Había regresado de un largo viaje —a Sudamérica y a México— y me había quedado a pasar el invierno cerca de Nueva York, con una anciana tía mía que había conocido a Washington Irving y mantenido correspondencia con N. P. Willis. Vivía no lejos de Irvington, en una húmeda casa de campo, de estilo gótico, oculta entre los abetos, que parecía exactamente un emblema conmemorativo hecho con cabello. El aspecto personal de mi tía estaba en consonancia con esta imagen, y su propio cabello —del que quedaba poco— podía haber sido sacrificado a la confección del emblema. Acababa de alcanzar el final de un año agitado, con considerables atrasos que satisfacer, monetarios y emocionales, y teóricamente parecía que la dulce hospitalidad de mi tía iba a ser tan beneficiosa para mis nervios como para mi bolsillo. Pero tan pronto como me sentí a salvo y protegido, mi energía comenzó a revivir. ¿Y cómo iba yo a emplearla en un emblema conmemorativo? En aquel entonces tenía la ilusoria teoría de que el esfuerzo intelectual sostenido podía absorber toda la actividad de un hombre; y decidí escribir un gran libro, he olvidado sobre qué. Mi tía, impresionada por mi

proyecto, me cedió una biblioteca gótica, repleta de clásicos encuadernados en tela negra y daguerrotipos de desaparecidas celebridades; y me senté ante mi mesa dispuesto a conquistar un puesto entre ellas. Y para facilitarme la tarea, me prestó a una prima para que me copiase el manuscrito. La prima era una chica agradable, y se me ocurrió que una chica agradable era exactamente lo que yo necesitaba para recobrar mi fe en la naturaleza humana y, sobre todo, en mí mismo. No era ni bonita ni inteligente —¡pobre Alice Nowell!—, pero me agradaba tener a mi lado a una mujer contenta de ser tan poco interesante, y quise averiguar el secreto de su alegría. Al hacerlo me comporté un tanto precipitadamente y me fui un poco. ¡Oh, sólo un momento! No es ninguna fatuidad el decirles esto, ya que la pobre muchacha no había visto nada más que primos en su vida… Bueno, sentí haberlo hecho, naturalmente, y me atormenté lo indecible pensando en el modo de enmendarlo. Ella se quedaba en la casa, y una noche, después de irse a acostar mi tía, bajó a la biblioteca a buscar un libro que había dejado fuera de su sitio, como una sencilla heroína, y se me ocurrió de pronto que su pelo, aunque visiblemente espeso y bonito, sería exactamente igual que el de mi tía, cuando tuviese más edad. Me alegró observar esto, pues me resultaba más fácil decidir lo que debía hacer; y cuando hube encontrado el libro que ella no había perdido, le dije que me iba a Europa esa semana. Europa estaba terriblemente lejos en aquellos tiempos, y Alice comprendió inmediatamente lo que yo quería decir. No reaccionó en absoluto como yo había esperado… Habría sido más fácil si lo hubiese hecho. Cogió el libro con fuerza y fue un momento a avivar la luz de la lámpara de mi mesa… Tenía una pantalla de cristal con hojas de parra y gotas de vidrio alrededor del borde, recuerdo. Luego regresó, me ofreció la mano y dijo: «Adiós». Y al decirlo, me miró de frente y me besó. Jamás había sentido nada tan fresco, tímido y valeroso como un beso. Fue peor que un reproche, e hizo que me avergonzase de merecer un reproche suyo. Me dije a mí mismo: «Me casaré con ella, y cuando muera mi tía, nos dejará esta casa, y yo me sentaré aquí, ante la mesa, y proseguiré mi obra; y Alice se sentará allí con su labor y me mirará como me mira ahora. Y la vida seguirá así durante muchos años». La perspectiva me asustó un poco, pero en aquel momento nada me asustaba

tanto como hacer algo que la ofendiese. Y diez minutos más tarde había puesto mi sello en su dedo y le había dado mi palabra de que cuando me marchase al extranjero se vendría conmigo. Se preguntarán por qué me extiendo en este incidente. Es porque la noche en que ocurrió fue la misma en que tuve por primera vez la extraña visión de la que les he hablado. Siendo en aquel entonces un apasionado creyente de la necesaria correlación entre causa y efecto, traté, naturalmente, de descubrir alguna clase de conexión entre lo que me acababa de ocurrir en la biblioteca de mi tía y lo que ocurrió unas horas después, esa misma noche; y así, la coincidencia entre los dos sucesos ha perdurado siempre en mi mente. Me fui a acostar más bien con el corazón pesaroso, pues me sentía agobiado por el peso de la primera buena acción que hacía en mi vida conscientemente; y aunque era joven, me daba cuenta de la gravedad de mi situación. No crean por eso que hasta entonces había sido un instrumento de destrucción; simplemente era un joven inofensivo que había seguido sus inclinaciones, declinando toda colaboración con la Providencia. Ahora, de repente, me había propuesto defender el orden moral del mundo y me sentía como el cándido espectador que ha entregado su reloj de oro al mago y no sabe de qué modo se lo devolverán cuando el truco haya terminado… Sin embargo, una cierta complacencia en mi propia rectitud atemperaba mis temores, y me dije a mí mismo, mientras me desvestía, que cuando me acostumbrase a ser bueno probablemente no me pondría tan nervioso como ahora, al principio. Y cuando ya estaba en la cama, y había apagado mi vela, sentí que realmente era ya veterano en eso y, por lo que veía, no era muy distinto de hundirse en uno de los más mullidos colchones de lana de mi tía. Cerré los ojos a esta imagen, y cuando los abrí debía ser bastante más tarde, pues mi habitación se había enfriado, y estaba intensamente silenciosa. Me despertó una rara sensación que todos conocemos: la sensación de que había algo en la habitación que no estaba cuando me quedé dormido. Me incorporé y miré atentamente en la oscuridad. La habitación estaba absolutamente en tinieblas y al principio no vi nada, pero gradualmente un vago resplandor a los pies de la cama se transformó en dos ojos que me miraban fijamente. No podía distinguir el rostro al que correspondían, pero mientras los miraba se fueron haciendo más y más distintos: tenían luz

propia. La impresión de sentirse observado de este modo no fue agradable ni mucho menos, y supongo que imaginarán que mi primer impulso fue saltar de la cama y abalanzarme sobre la figura invisible a la que correspondían aquellos ojos. Pero no fue así. Mi reacción fue sencillamente quedarme quieto… No puedo decir si esto se debió a la inmediata intuición de la dudosa naturaleza de la aparición, a la certeza de que si saltaba de mi cama me arrojaría sobre el vacío o simplemente al efecto paralizador de los mismos ojos. Eran los peores ojos que había visto jamás: unos ojos de hombre…, ¡pero qué hombre! Mi primer pensamiento fue que debía de ser espantosamente viejo. Tenía las órbitas hundidas y los gruesos y enrojecidos párpados, sobre los globos de los ojos, colgaban como persianas con las cuerdas rotas. Uno de los párpados bajaba un poco más que el otro, lo que daba un aire perverso a la mirada; y entre estos pliegues de carne de pestañas despobladas, los ojos mismos, pequeños discos vidriosos con un borde como de ágata, parecían guijarros de playa atrapados por una estrella de mar. Pero no era la edad de los ojos lo más desagradable. Lo que me ponía enfermo era su expresión de viciosa seguridad. No sé describir de otra manera la impresión de que parecían pertenecer a un hombre que había hecho muchísimo daño en su vida, pero que siempre se había mantenido dentro de los límites. No eran los ojos de un cobarde, sino de alguien demasiado hábil para correr riesgos; y mi garganta se atragantaba ante su mirada de baja astucia. Pero no era esto lo peor. Porque mientras seguimos observándonos el uno al otro, sorprendí en ellos un matiz de burla, y noté que era yo quien la motivaba. Entonces me sentí movido por un impulso de rabia tal que me levanté de un salto y me abalancé contra la invisible figura. Pero, naturalmente, no había figura alguna allí y mis puños golpearon el vacío. Avergonzado y frío, busqué a tientas una cerilla y encendí las velas. La habitación estaba como de costumbre, como yo sabía que estaría; así que regresé a la cama y apagué las velas. Tan pronto como la habitación quedó a oscuras, los ojos volvieron a aparecer. Esta vez traté de explicar el fenómeno mediante principios científicos. Al principio pensé que la ilusión podía deberse al resplandor de

los últimos rescoldos de la chimenea, pero la chimenea estaba al otro extremo de mi cama y situada de tal modo que el fuego no podía reflejarse en el espejo de mi tocador, que era el único que había en la habitación. Luego se me ocurrió que podía deberse al reflejo de las brasas sobre algún trozo de madera barnizada o metal, y aunque no conseguí descubrir ningún objeto de este género en mi campo visual, me levanté otra vez, fui a tientas hasta el hogar y cubrí lo que quedaba del fuego. Pero tan pronto como estuve de nuevo en la cama, volvieron a aparecer los ojos a los pies. Era una alucinación, entonces; la cosa era evidente. Pero el hecho de que no se debiesen a ninguna ilusión externa no los hacía más agradables. Pues si eran una proyección de mi conciencia interior, ¿qué diantre pasaba con ese órgano? Yo había ahondado lo bastante en el misterio de los estados patológicos psíquicos como para hacerme una idea de las condiciones en que una mente inquieta podía quedar expuesta a tales advertencias nocturnas. Pero no encajaban con mi presente caso. Jamás me había sentido tan normal, mental y físicamente. Y el único hecho excepcional de mi situación —el de haber asegurado la felicidad de una joven agradable— no parecía que fuese como para invocar espíritus impuros en torno a mi almohada. Pero allí estaban aquellos ojos mirándome aún. Cerré los míos y traté de evocar la imagen de los de Alice Nowell. No eran unos ojos extraordinarios, pero eran sanos como el agua fresca, y si ella hubiese tenido más imaginación —o pestañas más largas— su expresión habría sido interesante. En cambio así no resultaban muy eficaces, y unos instantes después me di cuenta de que se habían transformado misteriosamente en los ojos de los pies de la cama. Y como aún me exasperaba más sentir su mirada sobre mis párpados cerrados que verlos, abrí los ojos otra vez y los clavé directamente en su odiosa mirada… Así me pasé toda la noche. No puedo decirles cómo fue la noche aquella ni cuánto duró. ¿Han estado ustedes alguna vez en la cama, irremediablemente desvelados, y han intentado mantener los ojos cerrados sabiendo que si los abrían verían algo que temían o detestaban? Parece fácil, pero es endemoniadamente difícil. Aquellos ojos estaban suspendidos, ahondaban en mí. Sentí el vertige de l’abîme y sus rojos párpados eran el borde de un precipicio… Yo había conocido antes horas de nerviosismo:

horas en que había sentido el viento del peligro en mi cuello, pero jamás había experimentado esta especie de tensión. No es que los ojos fuesen espantosos; carecían de la majestad de los poderes de las tinieblas. Pero producían —¿cómo diría yo?— un efecto físico equivalente a un olor nauseabundo; su mirada dejaba una mancha como la del caracol. Y no veía yo qué tenían que ver conmigo, en definitiva… Así que miraba y miraba, tratando de averiguarlo. No sé qué efecto intentaban producir en mí. Lo que sí consiguieron fue que ordenara mi equipaje y me fuese al pueblo a la mañana siguiente, temprano. Dejé una nota a mi tía explicándole que me sentía mal y que había ido a ver al médico; y de hecho, me sentía tremendamente mal… La noche parecía haberme sorbido toda la sangre. Fui a casa de un amigo mío, me arrojé sobre una cama y dormí diez horas gloriosas. Cuando desperté era la medianoche, y sentí un escalofrío al pensar en lo que podía aguardarme. Me incorporé, temblando, y miré hacia la oscuridad. Pero no había una sola ruptura en su bendita superficie. Después de comprobar que no estaban los ojos, me dejé caer de nuevo y me sumí en otro sueño profundo. No le había dejado ninguna nota a Alice cuando huí, porque tenía intención de volver a la mañana siguiente. Pero a la mañana siguiente estaba demasiado agotado para moverme. A medida que transcurría el día, mi cansancio fue en aumento, en vez de disiparse como el agotamiento que produce una noche de insomnio: el efecto de los ojos parecía ser acumulativo y la idea de verlos otra vez se me hacía insufrible. Durante dos días luché contra mi miedo, y a la tercera noche hice acopio de valor y decidí regresar al día siguiente. Tan pronto como tomé esta resolución me sentí considerablemente más feliz, pues sabía que mi repentina desaparición y la extrañeza de no escribir debió de dejar muy apenada a la pobre Alice. Me acosté tranquilizado y me quedé dormido enseguida. Pero me desperté a medianoche, y allí estaban los ojos… Bueno, sencillamente no fui capaz de enfrentarme con ellos, y en vez de regresar a casa de mi tía, eché unas cuantas cosas en mi baúl y embarqué en el primer vapor que zarpaba para Inglaterra. Me encontraba tan tremendamente cansado cuando subí a bordo que me dirigí a rastras directamente a mi camarote y me pasé casi todo el viaje durmiendo. Y no

pueden ustedes imaginar la dicha que supuso despertar de esas largas sesiones de dormir sin soñar nada y mirar sin temor hacia la oscuridad, sabiendo que no vería los ojos… Pasé un año en el extranjero y luego me quedé otro. Y durante ese tiempo no se me aparecieron una sola vez. Ésa era razón suficiente para prolongar mi estancia, aun cuando hubiese estado en una isla desierta. Otra era, naturalmente, que había acabado por comprender claramente, al término del viaje, la completa imposibilidad de casarme con Alice Nowell. El hecho de haber tardado tanto en hacer este descubrimiento me fastidió y me hizo desear evitar explicaciones. La dicha de escapar a un tiempo de los ojos y de ese otro compromiso dio a mi libertad un aliciente extraordinario. Y cuanto más lo saboreaba, más me complacía su gusto. Aquellos ojos habían hecho tal agujero en mi conciencia que durante mucho tiempo me siguió intrigando la naturaleza de la aparición, preguntándome si volvería. Después perdí este temor y sólo conservé la imagen precisa. Más tarde se me borró ésta también. El segundo año me instalé en Roma, donde me proponía, creo, escribir otro gran libro: una obra definitiva sobre las influencias etruscas en el arte italiano. En todo caso, encontré alguna clase de pretexto para alquilar un soleado apartamento en la Piazza di Spagna y fisgar por el Foro; y estando allí una mañana, se me acercó un joven encantador. Al verle a la luz cálida, delgado y flexible como un jacinto, podía haber descendido de un altar en ruinas… del de Antínoo, por ejemplo; pero venía de Nueva York, con una carta (nada menos) de Alice Nowell. La carta —la primera que recibía de ella desde nuestra separación— consistía simplemente en unas líneas, presentándome a su joven primo, Gilbert Noyes, y pidiéndome que le ayudase. Al parecer, el pobre joven tenía talento y quería escribir; y como su obstinada familia insistía en que su caligrafía debía orientarse hacia lo comercial, Alice había intervenido para conseguirle unos meses de tregua, durante los cuales saldría al extranjero a pasar hambre y dar alguna prueba de su habilidad para mitigarla con la pluma. Las pintorescas condiciones de la prueba me chocaron al principio: me parecía tan concluyente como la ordalía medieval. Luego me conmovió el que me lo enviase a mí. Siempre había deseado prestarle a ella algún servicio que me justificase ante mis propios

ojos más que ante los suyos; y aquí tenía una maravillosa ocasión. Imagino que habrá que abolir el principio general de que los genios predestinados, por regla general, no se le aparecen a uno en el Foro, bajo un sol de primavera, como uno de sus dioses desterrados. En todo caso, el pobre Noyes no era un genio predestinado. Pero era hermoso de aspecto, y encantador como compañero. Tan pronto como empezamos a hablar de literatura se me cayó el alma a los pies. Conocía demasiado bien todos los síntomas: ¡la de cosas que tenía «en él» y fuera de él con las que chocaba! En fin, era una verdadera prueba. Siempre —puntualmente, invariablemente, con la inexorable precisión de una ley mecánica—, siempre era lo malo lo que le atraía. Llegué a encontrar una cierta fascinación en decidir con antelación qué cosa mala exactamente iba a elegir; y conseguí una asombrosa habilidad en este juego… Lo peor es que su bêtise no era de las más evidentes. Las damas que le conocían en las tertulias y excursiones le tenían por intelectual; incluso en las cenas pasaba por un joven despierto. Yo, que le tenía bajo el microscopio, imaginaba a cada instante que podía desarrollar alguna especie de talento desmedrado, algo que él pudiera hacer «funcionar» y con que sentirse feliz; ¿y no era eso, al fin y al cabo, lo que a mí me preocupaba? Era tan encantador —seguía siendo tan encantador— que se ganaba toda mi caridad en defensa de este argumento; y durante los primeros meses, creí realmente que tenía posibilidades… Esos meses fueron deliciosos. Noyes estaba constantemente conmigo, y cuanto más le veía más me gustaba. Su estupidez poseía una gracia natural, y tanta hermosura, en realidad, como sus pestañas. Y era tan alegre, afectuoso y feliz conmigo, que el decirle la verdad habría sido tan agradable como cortarle el cuello a un dócil animalito. Al principio solía preguntarme a mí mismo quién habría metido en esa cabeza radiante la odiosa ilusión de que tenía cerebro. Luego empecé a comprender que se trataba simplemente de un mimetismo protector, una astucia instintiva para alejarse de la vida de familia y del escritorio de la oficina. No es que Gilbert —¡buen chico!— no creyese en sí mismo. Él estaba convencido de que su «llamada» era irresistible, mientras que para mí constituía la única gracia que no se daba en él; y un

poco de dinero, un poco de ocio, un poco de placer, le habrían convertido en un haragán inofensivo. Desgraciadamente, sin embargo, no había esperanza de dinero; y ante la alternativa del escritorio de la oficina, no pudo posponer sus intentos en literatura. La materia prima resultó ser deplorable, y ahora me doy cuenta de que lo supe desde el principio. Sin embargo, el absurdo de decidir el futuro entero de un hombre en un primer intento, parecía justificar que contuviese mi veredicto, y quizá, incluso, que le animase un poco, en razón a que la planta humana necesita por lo general un poco de calor para florecer. En cualquier caso, seguí ese principio, y lo llevé hasta el extremo de conseguir prolongar su periodo de prueba. Cuando me marché de Roma se vino conmigo, y pasamos un verano delicioso haraganeando entre Capri y Venecia. Yo me decía: «Si tiene algo dentro le saldrá ahora», y le salió. Nunca se mostró más encantador y encantado. Hubo momentos en nuestra peregrinación en que la belleza nacida del murmullo parecía realmente penetrar en su rostro; pero sólo para aflorar en una marea de la más pálida tinta… Bueno, llegó el momento de cerrar la espita, y yo sabía que no podía hacerlo otra mano que la mía. Estábamos de vuelta en Roma, y le había llevado a vivir conmigo, ya que no quería dejarle solo en su pensión, cuando tuviese que afrontar la necesidad de renunciar a su ambición. Naturalmente, yo no había confiado solamente en mi propio juicio para decidir aconsejarle que dejara la literatura. Había enviado sus trabajos a diversas personas — editores y críticos—, y me los había devuelto siempre con la misma desalentadora falta de comentarios. En realidad, no había absolutamente nada que decir. Confieso que jamás me sentí más miserable que el día en que resolví hablar claro con Gilbert. Estaba bien que me dijese a mí mismo que tenía el deber de hacer añicos las esperanzas del pobre muchacho… Pero me habría gustado saber qué acto de gratuita crueldad no podía justificarse con ese pretexto. Yo siempre he evitado usurpar las funciones de la Providencia; y cuando he tenido que hacerlo, he preferido decididamente que mi misión no fuese destructora. Además, en última instancia, ¿quién era yo para decidir, aun después de un año de prueba, si el pobre Gilbert tenía capacidad o no?

Cuanto más miraba el papel que yo había determinado desempeñar, menos me gustaba; y menos aún cuando Gilbert se sentó frente a mí, con la cabeza echada hacia atrás, a la luz de la lámpara, tal como Phil está ahora… Había estado hojeando su último manuscrito, y él sabía que su futuro dependía de mi veredicto… lo habíamos acordado así tácitamente. El manuscrito estaba entre los dos, sobre la mesa —una novela, su primera novela—; tendió la mano, la posó sobre él, y me miró con toda su vida puesta en la mirada. Me levanté y me aclaré la garganta, tratando de mantener los ojos apartados de su cara y fijos en el manuscrito. —El hecho es, mi querido Gilbert… —empecé. Le vi volverse pálido, pero se levantó al instante y me miró de frente. —¡Oh, vamos, no lo tomes así, muchacho! ¡Yo no soy tan terriblemente tajante! Me puso las manos en los hombros, y se echó a reír por encima de mí, desde su altura, con una especie de alegría mortalmente herida que hundió el cuchillo en mi costado. Era demasiado hermosamente valeroso para que yo mantuviese ninguna clase de engaño sobre mi deber. Y de repente, pensé en el daño que haría a otros, al hacérselo a él: a mí primero, ya que enviarlo a casa significaba perderlo; pero más particularmente a la pobre Alice Nowell, a quien tanto ansiaba probarle mi buena fe y mi deseo de servirla. Verdaderamente parecía que era como fallarle dos veces al fracasar Gilbert. Pero mi intuición era como uno de esos relámpagos fugaces que circundan el horizonte entero, y en el mismo instante vi que no me interesaba decirle la verdad. Me dije a mí mismo: «Lo tendré para siempre»; y hasta ahora no había visto a nadie, hombre o mujer, a quien yo estuviera completamente seguro de necesitar en esos términos. Bien, este impulso de vanidad me decidió. Me avergonzaba de ello, y para huir de él, di un salto que me depositó directamente en los brazos de Gilbert. —¡Pero si está muy bien, estás equivocado! —exclamé—; y mientras me abrazaba, y yo reía y me estremecía, tuve durante un minuto esa sensación de autocomplacencia que se supone sigue de cerca los pasos del justo. ¡Qué diablos, hacer feliz a la gente tiene sus encantos!

Naturalmente, Gilbert se inclinaba por celebrar su emancipación de alguna manera espectacular; pero le dije que fuese a exteriorizar solo sus emociones, y yo me fui a la cama a dormir las mías. Mientras me desvestía, empecé a preguntarme qué sabor me dejarían… ¡Las más agradables no suelen durar! Sin embargo, no lo sentía, y me propuse vaciar la botella, aun cuando resultase una estupidez. Después de acostarme permanecí largo rato sonriéndome ante el recuerdo de sus ojos, unos venturosos ojos… y luego me quedé dormido; y cuando desperté, la habitación estaba mortalmente fría, me incorporé de golpe, y allí estaban los otros ojos… Hacía tres años que no los había visto, aunque había pensado tantas veces en ellos que llegué a creer que jamás me cogerían desprevenido otra vez. Ahora, con su roja mirada despectiva clavada en mí, me daba cuenta de que nunca había creído realmente que volverían, y que me hallaba tan indefenso ante ellos como siempre… Al igual que antes, había una especie de demente incoherencia en su aparición que los volvía horribles. ¿Qué diantre buscaban, para asediarme en un momento semejante? Yo había vivido más o menos descuidadamente en los años subsiguientes a su primera aparición, aunque mis peores indiscreciones no eran lo bastante oscuras como para suscitar el infernal resplandor de sus miradas inquisitivas; pero en este momento particular me encontraba realmente en lo que hubiera podido llamarse estado de gracia; y les aseguro que esto mismo venía a aumentar su horror. Pero no puedo decir que fueran tan malvados como antes: eran peores. Peores exactamente en la misma medida en que había aprendido yo de la vida en ese intervalo; por todas las condenables implicaciones que mi experiencia dilatada leía en ellos. Ahora descubría cosas que no había visto antes; eran unos ojos que habían ido construyendo su bajeza a la manera del coral, partícula a partícula a base de infamias, lentamente acumuladas a lo largo de laboriosos años. Sí, comprendí que lo que los hacía tan perversos era que se habían ido modelando así, lentamente… Allí estaban, suspendidos en la oscuridad, con sus hinchados párpados colgando sobre los pequeños globos aguanosos que giraban flácidos en sus órbitas, y una bola de carne formando una sombra fangosa debajo… Como su fija mirada se movía con mis movimientos, me dio una sensación de tácita

complicidad, de un entendimiento profundamente oculto entre nosotros que era peor que el primer impacto provocado por su aparición. No es que yo los comprendiera; pero eran tan elocuentes que, algún día, llegaría a comprenderlos… Sí; decididamente, eso era lo peor; ésa era la sensación que se hacía más fuerte cada vez que volvían… Pues adoptaron la costumbre de volver. Me recordaban a los vampiros con su apetencia de carne fresca; parecían mirar, codiciosos y malignos como hambrientos de una buena conciencia. Durante un mes siguieron viniendo noche tras noche a reclamar un bocado de la mía: desde que hice feliz a Gilbert, no consintieron ellos en aflojar sus colmillos. La coincidencia me hacía casi odiar al pobre chico, aunque comprendía que era algo meramente casual. Medité mucho sobre ello, pero no pude encontrar explicación alguna, a no ser la posibilidad de su asociación con Alice Nowell. Pero después me habían dejado en paz en el momento en que la abandoné, de modo que difícilmente podían ser los emisarios de una mujer despreciada, aunque uno hubiese sido capaz de imaginarse a la pobre Alice encomendando a semejantes espíritus que la vengasen. Eso me dio que pensar, y empecé a preguntarme si me dejarían en paz, en caso de que abandonase a Gilbert. La tentación era insidiosa, y tuve que hacerme fuerte contra ella, ¡querido muchacho!, era demasiado encantador para sacrificarle a tales demonios. Así que, en definitiva, no llegué a averiguar nunca qué pretendían…

III El fuego se desmoronó, produciendo una llamarada que alivió el nudoso rostro del narrador, bajo el pelo grisáceo. Hundido en el hueco del respaldo de su silla, permaneció un instante como una talla de piedra amarillenta con vetas rojas, y dos manchas esmaltadas en vez de ojos; luego las llamas se apagaron, y el fuego volvió a ser otra vez un difuso borrón rembrandtiano. Phil Frenham, sentado en una silla baja al otro lado de la chimenea, con un brazo largo apoyado en la mesa de atrás, una mano sosteniendo la nuca, y los ojos fijos en el rostro de su viejo amigo, no se había movido desde que había comenzado el relato. Siguió manteniendo su callada inmovilidad

después de que Culwin hubo dejado de hablar, y fui yo quien, con una vaga sensación de desencanto ante la inesperada interrupción de la historia, pregunté finalmente: «Pero ¿cuánto tiempo los estuvo viendo?» Culwin, tan sumergido en su butaca que parecía un montón de sus propias ropas vacías, se removió ligeramente, como sorprendido de mi pregunta. Parecía haberse medio olvidado de que había estado hablándonos. —¿Cuánto tiempo? ¡Oh, durante todo aquel invierno intermitentemente! Fue infernal. Nunca llegué a habituarme. Cada vez me sentía más enfermo. Frenham cambió de postura y, al hacerlo, su codo chocó contra un pequeño espejo de marco de bronce que había sobre la mesa de atrás. Se volvió y lo cambió ligeramente de ángulo; luego volvió a adoptar su anterior postura, con su oscura cabeza echada hacia atrás, sobre la palma levantada, y los ojos absortos en el rostro de Culwin. Había algo en su muda mirada que me desconcertaba, y como para desviar la atención, presioné con una nueva pregunta: —¿Y nunca intentó sacrificar a Noyes? —¡Oh, no! El hecho es que no tuve necesidad. Lo hizo él por mí, ¡pobre muchacho! —¿Lo hizo por usted? ¿Qué quiere decir? —Me cansó… agotaba a todo el mundo. Siguió derramando su deplorable parloteo, y pregonándolo de un lado a otro de la plaza; hasta que se convirtió en objeto de terror. Traté de apartarle de escribir; bueno, siempre con mucha dulzura, entiéndanme; empujándole entre personas agradables, dándole una posibilidad de que sintiese, de que llegase a tener conciencia de lo que realmente podía dar de sí. Yo había previsto esta solución desde el principio, estaba seguro de que, una vez apagados los primeros ardores de querer ser autor, encajaría en su sitio como un parásito encantador, y sería la clase de Querubín crónico para el que en las antiguas sociedades siempre había un sitio en la mesa, y un refugio entre las faldas de las damas. Le vi ocupar su sitio como el «poeta»: el poeta que no escribe. Ya conocen al tipo en todos los salones… No cuesta mucho vivir de ese modo; lo pensé bien, y me convencí de que con una pequeña ayuda, podría arreglárselas para unos años más; y entretanto se cansaría con seguridad. Y le vi casado con una viuda, más bien mayor, con una buena cocinera y una casa bien dirigida. Y vigilé,

de hecho, a la viuda… Entretanto, hice lo que pude por ayudar a la transición: le presté dinero para aliviar su conciencia, y le presenté preciosas mujeres que le hiciesen olvidar sus promesas. Pero nada valió: no tenía más que una idea en su hermosa y obstinada cabeza. Quería el laurel y no la rosa, y siguió repitiendo el axioma de Gautier, y siguió batiendo y limando su prosa insípida hasta desparramarla a lo largo de sabe Dios cuántos centenares de páginas. De cuando en cuando enviaba una tanda a un editor que, por supuesto, se la devolvía invariablemente. »Al principio no importaba; él creía que era «incomprendido». Adoptaba las actitudes del genio, y cada vez que regresaba a casa una obra, escribía otra que le hiciese compañía. Luego tuvo un arrebato de desesperación, y me acusó de haberle engañado, y sabe Dios de qué más. Entonces me enfadé, y le dije que era él quien se había engañado a sí mismo. Que había venido a mí decidido a escribir, y que yo había hecho lo posible por ayudarle. Ésa era toda mi ofensa, si bien lo había hecho por su prima, no por él. »Esto pareció darle en el punto vulnerable, y se quedó sin contestar un minuto. Luego dijo: »—Se me ha terminado el plazo, y el dinero también. ¿Qué crees que sería mejor que hiciese? »—Creo que lo mejor sería que no te portases como un asno —dije. »—¿Qué quieres decir con eso de portarme como un asno? —preguntó. »Cogí una carta de mi escritorio y se la tendí. »—Me refiero a rechazar este ofrecimiento de Mrs. Ellinger, para que seas su secretario con un salario de cinco mil dólares. Puede que signifique mucho más. »Largó una manotada con tal violencia que hizo saltar la carta de mis manos. »—¡Oh, sé de sobra lo que significa! —dijo, colorado hasta la raíz del cabello. »—¿Y cuál es la respuesta, si puede saberse? —pregunté. »No dio ninguna en ese momento, pero se dirigió lentamente hacia la puerta. Allí, con la mano en el quicio, se detuvo para decir casi en un susurro: »—Entonces, ¿crees de veras que mi material no es bueno? »Yo estaba cansado y exasperado, y me reí. No voy a defender mi risa…

Fue de mal gusto. Pero debo alegar como atenuante que el muchacho era estúpido, y que yo había hecho lo posible por ayudarle… En serio que lo hice. »Salió de la habitación, cerrando la puerta suavemente tras él. Esa tarde salí para Frasead, donde había prometido pasar el domingo con unos amigos. Me alegraba poder escapar de Gilbert, y de igual manera, como me enteré esa noche, escapé también de los ojos. Caí en el mismo sueño letárgico que me había sobrevenido antes de dejar de verlos; y cuando desperté a la mañana siguiente en mi apacible habitación sobre los acebos, sentí el absoluto cansancio y el profundo alivio que seguía siempre a ese sueño. Pasé dos noches bienaventuradas en Frasead, y cuando regresé a mis habitaciones de Roma me encontré con que Gilbert se había ido… ¡Oh!, no había sucedido nada trágico; el episodio no llegó jamás a eso. Simplemente, metió sus manuscritos en la maleta y regresó a América, con su familia, para volver al despacho de Wall Street. Dejó una nota decente en la que me contaba su decisión, y se comportó en todo, dadas las circunstancias, lo menos estúpidamente que puede comportarse un estúpido…

IV Culwin se interrumpió otra vez, y Frenham siguió inmóvil en su asiento, con el oscuro contorno de su joven cabeza reflejado en el espejo que había a su espalda. —¿Y qué fue de Noyes después? —pregunté finalmente, todavía incómodo por una sensación de cosa inconclusa, por la necesidad de algún hilo que relacionase las dos líneas paralelas del relato. Culwin encogió bruscamente los hombros. —¡Oh!, no fue nada… porque él no era nada. No podía plantearse cuestión alguna de «llegar a ser» algo. Vegetó en una oficina, creo, y finalmente obtuvo una secretaría en un consulado y se casó tristemente en China. Le vi una vez en Hong-Kong, años después. Estaba gordo y sin afeitar. Me dijeron que bebía. No me reconoció. —¿Y los ojos? —pregunté, después de otra pausa, que el silencio de

Frenham hacía opresiva. Culwin, acariciándose la barbilla, me miró meditabundo a través de las sombras. —No los volví a ver después de mi última conversación con Gilbert. Sume usted dos y dos, si puede. Por mi parte, no he logrado encontrar la relación. Se levantó, con las manos en los bolsillos, y se dirigió rápidamente a la mesa sobre la cual se habían servido las bebidas vivificantes. —Deben ustedes estar sedientos después de un relato tan seco. Sírvanse algo. Tome usted, Phil… —se volvió hacia el fuego. Frenham no contestó al hospitalario requerimiento de su anfitrión. Siguió sentado en su baja butaca sin moverse; pero cuando Culwin dio un paso hacia él, sus ojos se miraron largamente; tras lo cual el joven, volviéndose de pronto, arrojó los brazos sobre la mesa que tenía detrás, y hundió el rostro en ellos. Culwin, ante ese gesto inesperado, se quedó petrificado, al tiempo que se le encendía el rostro. —Phil, ¿qué diantres le ocurre? ¿Le han asustado los ojos también a usted? Mi querido muchacho, mi querido compañero, ¡jamás había recibido tal tributo mi habilidad literaria, jamás! Soltó una risita ante tal idea, y se detuvo en la alfombra delante de la chimenea, con las manos todavía en los bolsillos, contemplando la cabeza inclinada del joven. Luego, viendo que Frenham seguía sin contestar, dio un paso o dos hacia él. —¡Vamos, anímese, mi querido Phil! Hace años que no los he visto… Al parecer, no he hecho nada últimamente lo suficientemente malo como para invocarlos desde el caos. A menos que mi presente evocación le haya hecho verlos a usted; ¡eso sería aún peor! Su desenfadada apelación terminó en una risa nerviosa, y se acercó aún más, se inclinó sobre Frenham, posando sus manos gotosas sobre los hombros del joven. —Pero, Phil, muchacho, ¿qué ocurre? ¿Por qué no me contesta? ¿Ha visto los ojos? El rostro de Frenham estaba aún oculto, y desde donde yo estaba, detrás

de Culwin, vi que éste, como en rechazo a esta inexplicable actitud, se apartó lentamente de su amigo. Al hacerlo, la luz de la lámpara de la mesa dio de lleno en su rostro congestionado, y capté su imagen en el espejo que Frenham tenía detrás. Culwin la vio también. Se detuvo, encarado con el espejo, como si no reconociese como suyo el rostro reflejado en él. Pero mientras miraba, su expresión cambió gradualmente, y durante un apreciable espacio de tiempo, él y la imagen se contemplaron con una especie de odio creciente. Luego Culwin dejó los hombros de Frenham y dio un paso atrás. Frenham, con su rostro aún oculto, no se movió.

Mrs. Hugh Fraser (1851 - 1922)

Bajo el pseudónimo respetablemente Victoriano de Mrs. Hugh Fraser — la «Sra. de Hugh Fraser», sería la traducción exacta— se esconde Mary Crawford Fraser, hermana del célebre escritor norteamericano Francis Marion Crawford (1854-1909) y esposa del prestigioso diplomático británico Hugh Fraser (1837-1894). Dos «fuertes» personalidades masculinas al amparo de las cuales Mary supo hacerse un hueco como escritora y como historiadora. Su hermano, conocido entre los aficionados y estudiosos de la narrativa anglosajona por sus cuentos de horror y ocultismo —“Porque la sangre es vida” (For the Blood Is the Life, 1905), “La calavera que gritaba” (The Screaming Skull, 1908)— y algunas estimables novelas como Khaled: príncipe de los genios (Khaled: A Tale of Arabia, 1891) —alucinante fantasía sobre un genio que se convierte en humano— o Corleone (1897) —una de las primeras y más singulares aproximaciones literarias al mundo de la Mafia… —, compartió con Mary su pasión por la literatura y lo sobrenatural influido por su padre, el escultor neoclásico Thomas Crawford (1815-1857) —quien poseía una amplia biblioteca sobre ambos temas—, y como resultado de su cosmopolita educación —Italia, Londres, Estados Unidos, Alemania—. Con arreglo a ello, no sorprende que Mary escribiera relatos fantásticos como “A Were-Wolf of the Campagna” (¿1903?) —especie de secuela del relato escrito por su hermana Anne Crawford Von Degen (1846—¿?), titulado “A Mystery of the Campagna” (1887)— y el que hemos recogido en la presente

antología, “The Satanist” (1912), junto a poderosas novelas históricas, hoy olvidadas, como Marna’s Mutiny (1901), The Slaking of the Sword: Tales of the Far East (1903) o In the Shadow of the Lord (1906). Acompañando a su marido, Hugh Fraser, Mary Crawford pudo viajar a Japón y conocerlo en un momento clave para su historia. Destinado allí por Su Majestad como Ministro Plenipotenciario para negociar el Tratado AngloJaponés de Comercio y Navegación (firmado el 16 de julio de 1894), Fraser era muy respetado por las autoridades japonesas por su rectitud hacia el pueblo nipón —fue enterrado con todos los honores en el cementerio para extranjeros de Aoyama (Tokio)—. Y, gracias a sus contactos, Mary pudo conocer muy de cerca la historia y las costumbres de Japón bajo la Era Meiji (1867-1912), periodo en el que arranca su modernización. De esta crisis entre lo viejo y lo nuevo surgió el libro por el cual aún es recordada su autora, A Diplomatist’s Wife in Japan: Letters from home to home (Hutchinson &c Co., Londres, 1899), una densa narración de 700 páginas sobre la vida cotidiana, la cultura y la religión del país del Sol Naciente. Su éxito en Inglaterra estimuló a Mary Crawford a escribir Letters from Japan: A Record of Modem Life in the Island Empire (1905) y Seven Years on the Pacific Slope (1914), que complementan perfectamente las informaciones de A Diplomatist’s Wife in Japan… El muy rico repertorio de anécdotas truculentas, angustias existenciales, fastuosos vicios y desmedidas crueldades que suele rodear la literatura sobre el Diablo y sus adoradores, desaparece por completo en “The Satanist”. Publicado por primera vez en Londres en 1912, según explica el ensayista Everett F. Bleiler en The checklist of Fantastic Literature: A bibliography of Fantasy, Weird and Science Fiction books published in the English language (FaX Collector’s Editions, 1972), “The Satanist” es la crónica del descensos ad inferos de la protagonista, Yolanda, una joven convertida en adoradora de Satán a causa del odio hacia su (sadiana) madre, su «desorientación» religiosa y sus impulsos lésbicos, jamás puestos en primer plano a lo largo del relato, pero palpables en su relación con la criada y su amiga Léonie… “The Satanist” posee una rara personalidad, una atmósfera mefítica y dulzona a la vez, coronada por un final ambiguo acerca de cuál será el futuro de ambas amigas. Sus intenciones moralistas son abrumadoras, su abominación

del satanismo tremenda —Mary Crawford Fraser, al igual que su hermano, era una ferviente católica—; no obstante, pese a su melindroso estilo decimonónico, todavía funciona.

LA SATANISTA El mensaje que Léonie recibió de su amiga Yolanda no era muy explícito, pero algo en su tono hizo que se dirigiese a su casa apresuradamente, recorrida por un escalofrío. Nada más llegar, Léonie fue llevada a la sala de estar, donde, una vez cerrada la puerta, se dejó caer en el sofá. —No me tomes por loca, Léonie —comenzó a decir Yolanda, muy vivaz —, pero ha llegado el momento de que te haga una confidencia necesaria, ya que eres mi mejor y más querida amiga… Así que… escucha lo que he de decirte… —pero se detuvo, dirigiéndose hasta una alta lámpara de peana—. ¿Quieres acercarte, por favor? Ayúdame a desabrocharme el corpiño… No temas, pero haz lo que te pido. Léonie se levantó del sofá y fue hasta su amiga, dubitativa, con una cierta prevención debida al requerimiento de la otra. —Yolanda, cariño… ¿es absolutamente necesario? —preguntó Léonie mientras se dirigía a ella—. Bien, que sea como tú quieres… Cuando Yolanda se abrió la blusa de seda y mostró su blanca ropa interior, sintió Léonie una desazón de pesadilla que le hizo apartar los ojos. —Yolanda, ¿de veras te parece necesario? —inquirió Léonie—. ¿No lamentarás después haberme enseñado lo que sea? Hay cosas que es mejor… —No —respondió Yolanda con una determinación clara, ante la que ninguna defensa ni dilación podía esgrimir Léonie; el cuello de la joven, junto a la nuca, se inclinaba con paciente determinación a la espera de que la otra le desabrochara el corpiño, mientras sus manos caían sobre la falda con un abatimiento que no era sino resignación—. Vamos, Léonie… ¿Por qué haces que esto me resulte más duro de lo que ya es? Léonie atendió al ruego de la amiga. Desabotonó con cuidado su corpiño

hasta dejarle desnuda la blanca piel; y allí, a la luz de la lámpara, al repasar con sus dedos los hombros de la otra y ver lo que había, no pudo reprimir un grito de horror. —¿Lo has visto? —dijo Yolanda, relajándose, olvidada su rigidez anterior—. Ciérrame de nuevo el corpiño, por favor… Ahora te contaré algo que jamás supuse que contaría a nadie, excepto alguna vez, acaso, a un sacerdote, cuando estuviera ya harta de la felicidad de este mundo y cansada del amor… si es que eso me ocurre alguna vez… Dime ahora, Léonie, si crees que soy excesivamente celosa de mi feminidad, al extremo de entregar mi vida sin remedio al amor de un hombre, y si crees que perderlo puede suponerme la salvación. —¡Oh, infeliz; sí, infeliz…! —exclamó la otra bañada en lágrimas—. Mi querida Yolanda… ¿Quién ha podido hacerte eso? Y después de abotonar el corpiño de su amiga, impelida por un rapto de ternura, como si deseara restañar aquella herida, la besó allí delicadamente. Yolanda se ajustó después la falda y sonrió deslumbrante a su amiga, como si de veras su alma fuese ajena al dolor físico y a la desesperanza. —Tranquilízate, Léonie, querida… Ya no me duele. Ya me han abandonado los sufrimientos —dijo—. Ya no volveré a torturarme ni avergonzarme… Vamos, sentémonos en el sofá, que quiero contarte lo que hasta ahora no te he dicho, cómo he llegado a ser lo que soy… No creo que me lleve mucho tiempo. Con la barbilla reposando en sus manos, y los codos apoyados en sus rodillas, Yolanda miraba el fuego de la chimenea como si quisiera extraer de allí los fragmentos de su memoria que más necesarios le eran para recomponer un recuerdo, antes de iniciar el relato de su historia. Y sin cambiar de posición comenzó a decir al cabo de un largo silencio: —Ahora que me doy cuenta, Léonie, es la primera vez que te hablaré de mi vida de antes de que nos conociéramos, hace ya cinco años… ¿Cómo es que nunca me has preguntado nada acerca de mi vida? —¿Y por qué habría de hacerlo, Yolanda? ¿Con qué derecho? Tampoco tú me has preguntado nada sobre la mía, jamás. Me sentí muy próxima a ti ya la noche en que nos conocimos en aquella maldita casa de Roma, cuando

fuimos las únicas personas que abandonamos apresuradamente la reunión, porque tuvimos miedo de ellos… Yo te dije mi nombre cuando salíamos, ¿recuerdas? Pero no me preguntaste ni por qué estaba allí, ni cómo los había conocido, por lo que yo jamás osé preguntarte algo parecido… Me bastaba con saber que ambas habíamos sufrido esa noche la misma vergüenza. Yolanda puso una mano en la rodilla de su amiga, como si de pronto se sintiese liberada, feliz. —Gracias por todo, por lo mucho que has significado para mí desde entonces —dijo—. Y gracias también por no haberme preguntado, como no te lo pregunté yo, qué hacía allí aquella noche… Pero, ahora, Léonie, ha llegado el momento de que me sincere contigo. Sólo te pido que, si es posible, observes cuanto te diga con tu habitual compasión… aunque lo que oigas pueda hacerte pensar que merezco ser condenada… Al fin y al cabo, bien sabe Dios que sólo aspiro a reconciliarme con él, algún día… Bien, todo comenzó el mismo día en que vine al mundo —siguió diciendo—. Esperaban que fuese un niño, y no, fui hembra… Una niña… Así que todo se me puso en contra desde el comienzo. El hecho de que no tuviese ni hermanos ni hermanas no alivió en nada mi situación. »A veces pienso que si quitáramos los hijos a sus padres, en ciertos casos, y fuesen entregados a gente que no tuviese la menor expectativa de obtener provecho de ellos, crecerían sin una armazón moral perversa al menos hasta que ellos mismos quisieran dársela, lo que redundaría a favor tanto de los padres como de los hijos… Nunca te presenté a mi madre por eso… Temí que, incluso en sus últimos días de vida, te dijese que tuvieras cuidado conmigo, que no me tocaras sin ponerte guantes, para no mancharte… —Pero, Yolanda… ¿cómo puedes hablar así de tu propia madre? —No me interrumpas, Léonie, si quieres ayudarme… Creo que, por otra parte, podrás hacerte una composición de lugar completa si me escuchas atentamente… Puedes estar segura de que lo que digo acerca de mi madre no es una exageración… Mi nacimiento le supuso una afrenta, le causó una herida dolorosa, y no era mi madre persona que perdonase las heridas recibidas. Fue una mujer muy desgraciada, además, y lo fue por muchos motivos. No practicaba religión alguna, y la sola mención de la otra vida le causaba una gran desazón, pues temía profundamente la mera idea de la

muerte. No obstante, jamás pensó en reconciliarse con la Providencia, en venganza de lo que consideraba la terrible crueldad con que la trataba la vida. Nunca he conocido a nadie, ni creo que lo conozca, tan lleno de amargura como ella; ni que odiase tanto, sin embargo, la sola idea de morir, como la odiaba ella… Era una monomanía, una obsesión. »He hablado de una afrenta y de una herida… Y he dicho que yo fui quien se las causó… Creo que te resultará fácil entenderlo. En primer lugar, el hecho de que naciese niña en vez de niño, como te he contado ya, le produjo una tristeza indecible, un desagrado mayúsculo, porque ansiaba con todo su corazón tener un niño que pudiera seguir en un futuro la exitosa senda de la política por la que transitaba mi padre; por otra parte, no es menos cierto que mi nacimiento le produjo una pérdida evidente de la salud, lo que le supuso igualmente una pérdida más que cierta de su belleza. Antes de que yo naciese había sido una mujer bellísima, una de las más hermosas de su mundo; y cuando esa belleza se le esfumó, no le quedaron razones suficientes para vivir, según decía, aunque no por ello dejaba de temer la muerte. Creo que todo aquello afectó de manera grave su mente; o al menos prefiero pensarlo así, por un mínimo de caridad hacia ella, hacia su recuerdo… Desde luego, tenía que sentirse muy humillada e infeliz para ser tan amargamente insana. Prefiero pensar que llegué a intuirlo así, incluso cuando aún vivía… »Nunca me habló con el menor cariño, ni siquiera cuando yo procuré demostrarle el mío. Claro que, sin embargo, mantenía las apariencias en público; pero jamás me dio un beso, ni entró en mi cuarto para darme las buenas noches… Si sólo me hubiera dado las buenas noches alguna vez… — hizo una pausa y prosiguió—: Cuando cumplí los doce años y se vio con claridad que iba a ser muy hermosa, todo fue a peor; en realidad, fue monstruoso a tal extremo que mucha gente comenzó a darse cuenta de la inquina que me tenía mi madre. Llegó a un punto tal, que mi padre hubo de enviarme durante dos años a un convento de Milán. Creo que temía sinceramente que mi madre pudiese causarme algún daño físico, con el consiguiente escándalo. En cualquier caso, intentó por todos los medios que estuviese a salvo, manteniéndome lejos todo el tiempo que fuera posible. Nunca quiso que regresara a casa de vacaciones; supongo que aguardaba a

que mi madre reflexionase y mostrara al menos menor odio hacia mí… Mi padre viajaba a Milán un par de veces al año para verme, y me llevaba de vacaciones un mes o seis semanas a Cadennabia o a Mentone. Siempre fue muy cariñoso conmigo… Cuando comencé a ser una jovencita definitivamente hermosa, le alegraba mucho presentarme a sus amigos, con los que nos encontrábamos en los hoteles a los que íbamos. Todos me mostraban una gran consideración y me decían cosas bonitas, lo que hacía que se sintiera feliz y orgulloso de mí. Claro que algunos me decían, sin embargo, cosas de un gusto más bien dudoso, lo que parecía complacerlos mucho. »La religión no había significado nada para mí hasta que ingresé en aquel convento; había sido sólo algo así como un juego de jardín de infancia, como lo es para tantos niños, algo que consistía en ir a la iglesia una media hora a la semana. Mi padre siempre insistió en llevarme con él a la iglesia, aunque él mismo no se sentía muy concernido por las cosas de la religión. Y todo lo más me ponía de rodillas unos cinco minutos cada mañana, para rezar algo que decía de memoria, sin comprenderlo bien. No recibía otros estímulos para la fe. Me limitaba a decir aquellas oraciones que hablaban de Dios y del Ángel de la Guarda, sin más. »Las monjas del convento de Milán, sin embargo, se esforzaron en hacerme comprender lo muy importantes que eran para ellas Dios y el Ángel de la Guarda. Pero pasaba el tiempo y la verdad es que sus métodos no obraban en mí lo que pretendían. No hallaban en mí la base sobre la que construir el templo que habían pensado levantar en mi pecho, aunque estoy segura de que lo intentaron con denuedo. Hice la primera comunión con otras niñas y, como hacían con las demás, intentaron por todos los medios mantenerme ajena a la dureza del mundo y la vida. Pero sí me quedó de ellas, aparte de una buena educación, la certeza de que en todos los avatares del mundo está inscrita la presencia de Dios. Con eso no quiero decir que yo amase a Dios, pues no tenía un sitio que hacerle en mi corazón, aunque la idea de su existencia acabó haciéndome más rebelde que sumisa. Puede que lo entiendas, o puede que no, pero recordaba siempre con gran emoción a las monjas, sobre todo cuando oía a papá y a sus amigos hablar de lo que llamaban «el lamentable estado de cosas actual por culpa de la Iglesia y las

excesivas ayudas que recibe». No obstante, yo pensaba entonces que mi padre era, realmente, un gran hombre, un hombre importante. Pero sentía a la vez que las monjas no eran más que mujeres desprovistas de todo bien material pero con un gran conocimiento del mundo, mujeres de una gran inteligencia. »Cuando al fin regresé a casa, de la mano de mi padre, las cosas fueron al principio un poco mejor que antes. Me pareció, sin embargo, que mi madre me tenía miedo, lo que no dejaba de hacer que me sintiese más tranquila, he de decirlo así, aunque lo cierto fuera que no me temía a mí, sino a mi padre; es más, pronto comencé a darme cuenta de que cuando él estaba presente mi madre hacía todo lo posible por simular hallarse contenta conmigo, por lo que me cuidaba mucho de quedarme a solas con ella. Bien sabía yo que su odio hacia mí era mucho más fuerte que ella misma, y que en cuanto tuviese la menor ocasión trataría de levantarme la mano… Fue entonces cuando también comencé a odiarla yo, en justo pago por su desprecio, y también por el disimulo que hacía cuando papá estaba con nosotras. »En aquellas primeras semanas de mi regreso a casa cumplía yo con mis obligaciones religiosas, aunque de manera un tanto mecánica, no obstante lo cual en ocasiones tenía cargo de conciencia por sentir aquel odio creciente hacia mi madre. Recuerdo una noche en la que iba a rezar esa parte que dice «perdona nuestras deudas como nosotros perdonamos a nuestros deudores», cuando me callé de golpe. No pude seguir. Y dije a Dios que no tenía derecho a exigirme eso, pues yo no era quien ofendía, sino la ofendida… ¿Por qué iba a mentir? No lo haría, no, no podía hacerlo… Pregunté a Dios por qué se ponía de su parte… ¿Qué daño había causado yo? Había tal resentimiento en sus palabras, tal resquemor en sus expresiones, que no parecía ir a calmarla el paso de las horas. Oír aquello, y verla tan resentida, hería a Léonie. —Yolanda, por favor, no sigas —le rogó—. Todo eso pasó hace muchos años, cuando eras sólo una niña… Deja que tu madre descanse en su tumba de una vez por todas y cíñete a lo que pretendías contarme. —Tienes razón, Léonie —respondió Yolanda con una voz ahora más encantadora, ida ya la violencia de su resquemor de antes—. Pero deja que también entierre mis recuerdos esta noche para que puedas comprenderlo

mejor todo… Desde aquel tiempo, hasta hace apenas cuatro años, cuando murió mi madre, jamás volví a rezar. No podía hacerlo, como te he dicho. Después de su muerte he vuelto a rezar, tanto por ella como por mí misma; no tan frecuentemente como debiera, pero rezaba… Y lo sigo haciendo. Sabes bien que no puedo perder la fe. »Tras aquella noche en la que no pude seguir rezando pareció como si los Poderes de la Oscuridad se expandieran por la casa. No daba esa sensación de día, cuando estábamos despiertos, ni siquiera cuando el espíritu de la maldad y la maledicencia escapaba por completo del control de mi madre; era de noche cuando esa sensación de maldad parecía emponzoñar el aire, a tal punto que no me metía en la cama sin antes cerrar con llave la puerta de mi habitación. Supe así, te lo aseguro, qué es pasar miedo. Pero el miedo no hacía más que alentarme a no olvidar, a no someterme, a luchar en pos de la victoria sobre mí misma. Fue por aquel entonces cuando comencé, bien que inconscientemente, pues nunca había oído hablar de esas cosas, a caminar por las fronteras donde ellos dominan… He de decirte que fue también por aquel tiempo cuando vino a casa Rosina Delré, la criada, para atenderme y cuidar de mi ropa. —¡Esa criatura maldita! —exclamó Léonie. —Bueno, ya está muerta, así que no la execremos más de lo debido, ni le prestemos una importancia que no merece… Al final hubo de penar sobradamente… El caso es que no la veía mucho; se limitaba a cumplir con su tarea, que hacía bien, con presteza; pero alguna vez la vi observándome, como si me vigilase, lo que me llevó a suponer que quizá quisiera decirme algo y no se atrevía. También pensé que se apiadaba de mí, sabedora de lo que me detestaba mi madre, lo que me llevó a confiar en ella en mayor medida, por creerla mi aliada y mi posible confidente… Debo confesarte que la soledad pesaba mucho en mi ánimo. No obstante, tardé en abrirme a ella, mantuve largo tiempo cerrada la boca, hasta que finalmente una serie de circunstancias hicieron que me decidiese a contarle todo. Hizo de nuevo una pausa, como si quisiera rearmarse, hacer acopio de coraje antes de proseguir. —Una mañana —dijo al fin—, a finales de aquel verano, me encontraba en el jardín con papá cuando llegó un telegrama que urgía su presencia en

Monza. Las tormentas habían causado inundaciones y era preciso adoptar medidas rápidamente, pues los ríos amenazaban con desbordarse… En casa, sin embargo, no había caído una sola gota de lluvia desde hacía muchas semanas y el calor era realmente insoportable. »Papá hubo de tomar el primer tren, uno que partía al mediodía, así que tuve que quedarme sola, junto a mi madre y la servidumbre… Puedes hacerte una idea de cuán mal me sentí. No hace falta que te cuente cómo transcurrían los almuerzos entre mi madre y yo; para mí era como almorzar junto a un gato rabioso; sus ojos, aunque nunca me miraba de frente, en ningún momento se me despegaban. Parecía esperar el momento más propicio para saltar sobre mí… Sólo hablaba de vez en cuando con el mayordomo, y todo para decirle que por la tarde no estaría para nadie. »No te extrañe, por eso, que a diario, cuando se acercaba la hora del almuerzo, mis nervios hirvieran en una mezcla de ansiedad y furia; hubiera sido capaz de estrangularla. Me recuerdo tensa, esperando la próxima maldad que me dijera… Pero la verdad es que se limitaba a comer un poco, a beber y a mirarme con una crueldad indecible, siempre de reojo; no comía mucho pero bebía sin parar y eso hacía que las miradas que me dirigía pareciesen por completo ajenas a la mirada humana… Sólo me mantenía en cierta calma saber que pasaríamos juntas y solas unas pocas semanas. Fueron tres, al cabo, en las que estuve siempre al borde del pánico, a punto de perder por completo la paciencia… Una vez concluía el almuerzo, mi madre abandonaba el comedor y se dirigía a su estudio como un meteoro. Pero un día, apenas se levantó de la mesa, lo hice yo también para irme a mi cuarto, y entonces se paró en seco, se volvió y me detuvo. »—¿Qué pretendes? —me preguntó. »Estábamos en la puerta del comedor, frente a frente. »—Voy a mi habitación —respondí. »Oí cómo me temblaba la voz al responder, de tanta cólera como sentía, de los nervios que me embargaban. Y me di cuenta de que ella lo notaba; supe que esperaba algo así, porque comenzó a reírse primero quedamente, con un extraño sonido gutural, y después a carcajadas, burlándose abiertamente de mí. »Su risa parecía envolverme poco a poco como una espesa neblina roja.

No podía moverme; me veía allí, sin saber qué hacer, esperando que cesara aquella especie de tormenta insoportable que era su risa, aguardando a que desapareciera la neblina espesa y roja, hasta que me di cuenta de que parecía ordenarme algo, sin dejar de reírse. »—¿Es que no me escuchas? —oí que me decía entre las carcajadas, sin alzar la voz, como en un susurro; y cuando negué con la cabeza, me tomó de los hombros y me llevó a empujones hasta la puerta de su estudio… Estaba yo tan atónita, tan hundida, tan derrotada, que dejé que me tratase como le viniera en gana. Apenas me sostenían las piernas, así que imagínate cuál era mi estado de ánimo, no podía hacerle frente. »Abrió violentamente la puerta del estudio y, situándose tras de mí, me dio un empujón tan violento que caí contra la mesa de papá que había en mitad del salón. Quedé levemente conmocionada, no obstante lo cual supe que aquello no había hecho más que empezar, que lo peor estaba por venir… Sé que estuve unos minutos preguntándome estúpidamente qué me había pasado, como si no quisiera aceptar la realidad; sobre todo me preguntaba qué hacía tirada en la alfombra, aunque recordaba bien que me había golpeado en la cabeza contra la mesa. Era como si tuviese una pesadilla de la que deseara despertar cuanto antes, así que intenté levantarme. Pero un nuevo golpe me hizo caer otra vez, y entonces oí la voz de mi madre diciéndome una y otra vez: »—¡Llora, tienes que llorar! ¡He dicho que llores! »Entonces me di cuenta de todo, recuperé por completo el sentido y… Léonie, trata de ponerte en mi lugar… Hice todo lo posible para no darle el gusto de que me viese llorar… Poco a poco volvían a mí las sensaciones físicas, pero no voy a hablar de eso… Sabes bien qué has visto en mi espalda… Pero te aseguro que a día de hoy no sé qué arma utilizó para herirme. Supongo que sería algún objeto metálico, quizá una cadena, o acaso un gran manojo de llaves; algo, en cualquier caso, que nunca me había sido dado ver… Intenté ponerme en pie de nuevo, mientras ella se dejaba caer en una butaca, riendo y canturreando como una loca. »Allí la dejé; salí lentamente, abatida, arrastrando los pies, para dirigirme a mi habitación. Creo que no vi a nadie de la servidumbre, pero tampoco puedo decirlo con certeza. Sólo quería recuperarme del todo, que me asistiera

la mente de nuevo, pues tenía la sensación de que la había perdido. Apenas tenía catorce años entonces, era una niña, pero aquello acabó por convertirme en una mujer… Y no precisamente en una buena mujer. »Cuando entré en la habitación sí vi que alguien sacaba de un armario unas sábanas. Era Rosina. Antes de que fuese por completo consciente de dónde me hallaba, me arrojé a sus brazos y oculté el rostro en su pecho, de manera que no pudiese ver cuán dolida estaba, cuán abatida me sentía. Ella no dijo una palabra; se limitó a dejar que la abrazase mientras intentaba yo apaciguar mi respiración, recobrar el aliento… Y así estuvimos largo rato, creo recordar, hasta que comencé a contarle lo que había pasado. Entonces me hizo tomar asiento en la cama y cerró la puerta. »Créeme, Léonie, que aunque sé bien cómo era, no podré olvidar nunca lo que hizo por mí entonces; no me hubiese dado tanto consuelo, ni me habría abrazado como lo hizo, aunque fuera yo su hija. Luego, mientras me bañaba, restañaba mi herida y vestía, siguió consolándome, alegrándome, diciéndome cosas bonitas, llamándome con distintos y muy cariñosos diminutivos. »Me sentí confiada, en fin, al punto de contárselo todo… Cuando comencé a relatarle lo que había ocurrido en las tres últimas semanas, cuando le dije que ya no era capaz de rezar, Rosina pareció muy contenta de repente, y empezó a hablar mucho y a besarme, como si acabara de liberarla de algo, de algún pesar. »—Sé cómo te sientes, pequeña —me dijo—, pero no creas que eres la única que no puede rezar. ¿Acaso crees que eres la única persona en este mundo que ha descubierto la crueldad, la injusticia de la vida? No, yo te digo que no eres la única… Somos miles y miles, un ejército… Únete a nosotros, que sabremos darte el consuelo que necesitas. Como nosotros, tú has sido herida por la falsedad, por las antiguas mentiras de los sacerdotes, que odian a todo el que se libera de ellos y de su Dios, Jehová. ¿Quieres de veras ser libre, completamente libre para amar u odiar según tu voluntad? ¿Quieres reírte de esa tiranía a la que llaman religión, quieres saber cuál es realmente tu naturaleza y lo que eso significa, quieres conocer sus leyes y a través de ellas conocerte a fondo? »Decía todo aquello, Léonie, con tal vehemencia que me atrajo, como si lo hubiese aprendido en un libro que yo deseaba leer a toda costa; sus

palabras tenían peso y autoridad, algo que me asombra tratándose ella de una mujer del campo, de una mujer iletrada. Sabes hasta qué punto lo era. »—Sí —dije con un entusiasmo idéntico al suyo—. Todo eso es lo que deseo, ser libre para ser yo misma y hacer lo que realmente me apetezca… ¿Y cómo podré conseguirlo? Aún soy una niña y debo obedecer; debo ir a la iglesia cuando me lo ordenen, y simular que quiero hacerlo. »No puedo, Léonie, recordar con exactitud qué ocurrió después entre nosotras… Pero trataré de expresarlo de la mejor manera posible, y espero que a medida que hable de ello vengan a mí los recuerdos. »—Es verdad —dijo Rosina—; has de hacer como que quieres ir a la iglesia, igual que muchos de nosotros… No hay manera de negarse. Pero tómalo como algo de lo que tienes que vengarte, como habrás de hacerlo de tantas cosas, de todo lo que te ha herido y decepcionado profundamente… los sacerdotes… su Dios con el que pretenden aterrorizarte obligándote a prestarle adoración aunque te repugne y rebele… Mira, si me prometes guardar el secreto, podré enseñarte cómo derrotarlos. »Prometí que haría lo que me pidiera y siguió diciéndome: »—Antes que nada, ¿crees en Lucifer, el arcángel que prefirió perder el cielo en vez de su orgullo? —me preguntó. »—Sí —respondí—, supongo que sí… »Entonces expuso con la misma vehemencia y mucha claridad lo que podríamos llamar su esquema, ya sabes, Léonie, el que utilizan todos ellos; lo hizo como si repitiese una lección bien aprendida, para expresar mejor las virtudes de Lucifer, su triunfo innegable sobre Dios, cuán generoso es con sus adoradores y el mucho poder que les concede, sin limitarse a prometerles esos vagos disfrutes del cielo de los cristianos, sino llamándoles a conquistar las cosas concretas y más valiosas de este mundo. »—Los mismos sacerdotes —siguió diciéndome— saben todo esto por su Biblia… Ahí se cuenta cómo Lucifer tentó a Cristo llevándolo a una alta montaña desde la que le mostró todos los reinos del mundo al mismo tiempo, diciéndole que, si le adoraba, él, Lucifer, le daría cuanto quisiera. —Sí, ¡cuántas veces les he oído decir eso! —exclamó entonces Léonie—. Es la misma historia de siempre, y siempre contada fuera de contexto. —Sí, Léonie, tienes razón… Ahora sé la verdad, pero entonces era

distinto… Las posibilidades que me ofrecía eran como un trueno que me llenaba la cabeza; y aunque algo en mi más profundo ser me decía que huyera, que me apartase de todo aquello, estaba subyugada; otra fuerza tiraba de mí de manera irresistible… Cuando Rosina vio que era presa fácil, se ausentó apenas un minuto y regresó con un libro en las manos, un ejemplar con los poemas de Carducci[35], que abrió para hacerme leer esos versos odiosos, que seguro conoces: Salute, O Satana, O Ribellione, O Forza vindice della Ragione, Sacri à salgano gli incensi ei voti, Hai vinto il Geova dei Sacerdoti![36] —Sí, conozco esos versos —dijo Léonie—. ¡Pobre Yolanda! ¡Por qué trance tuviste que pasar! —Yo había visto una vez a Carducci, hallándome con papá, que le conocía; les oí hablar de la humanidad, el progreso y la fraternidad universal; papá estaba de acuerdo con él en esas cosas y, por eso, su libro me pareció en principio lleno de autoridad, no tan abominable como lo es realmente… Leí aquel himno una y otra vez, aunque en el fondo no dejaban de horrorizarme las blasfemias que leía; creía por otra parte, sin embargo, que en efecto allí estaba mi oportunidad, que si suscribía aquellas palabras y rompía definitivamente con el cristianismo encontraría la libertad… El caso fue que, viéndome dudar, Rosina se enojó conmigo y me arrancó violentamente de las manos aquel maldito libro. »—Si temes a los sacerdotes —me dijo—, olvídate de esto y corre hasta ellos… Si eres tan cobarde como para permitir que te castiguen como si fueras un animal, olvídate de mí… Lamento mucho haber intentado ayudarte. »Y salió de mi habitación, dejándome sumida en mis pensamientos, y sobre todo en mis dudas… Pasaron las horas sin que nadie acudiera a verme, sin que nadie me llamase para nada. No se dejaba sentir ningún ruido, como si la casa estuviese vacía; sólo desde el exterior me llegaba, a través de las ventanas abiertas de mi cuarto, algún trueno lejano… Era la misma habitación que sigo utilizando en el presente, la que da al jardín… Pasaron

las horas, como te digo, y se hizo la oscuridad tan negra que apenas veía la mesa que hay entre las dos ventanas… Te doy estos detalles para que te hagas la idea de que la oscuridad externa era tan grande como la que había en mi propio interior. Era una oscuridad que me impedía ver más allá, que parecía ir a borrar de mí todo rastro de bondad. Tanto fue así que empecé a decir para mis adentros que no podía renunciar al odio ni a la venganza, que sería preferible perder definitivamente mi alma antes que olvidar todo el daño que me había causado mi madre… Y en aquella oscuridad de mi cuarto me pareció ver una luz muy tenue que danzaba entre las ventanas y mi lecho por unos segundos, para desaparecer de golpe dejándome sumida en la más profunda negrura nuevamente. »Fue sólo una luz, un leve fulgor, como te digo, pero me hizo pensar que mi elección estaba hecha, que algo o alguien había anotado mis deseos más allá de mí misma, más allá de cualquier llamada a rechazarlos. No obstante, Léonie, y a pesar de lo que pueda parecerte, puedes estar segura de que aquellas ideas perversas no habían hecho presa en las mías, pues mi afán de odiar, mi deseo de cobrarme venganza, no estaba en mis pensamientos, sino que era un impulso de mi corazón. Es más, fue mi pensamiento lo que me llevó a rechazar aquel deseo imperioso, sugiriéndome que me levantase a cerrar las ventanas, como si temiese que la tormenta que se cernía desde el cielo pudiera aumentar el caudal de odio de mi corazón. Un odio que me hacía sentir fuego en todo el cuerpo. Pero también debo decirte que en el fondo me sentía tan orgullosa de aquel odio, me sentía al fin tan valiente, que no lo hice. »No pasó mucho tiempo hasta que oí abrirse la puerta de mi habitación. Era Rosina, que me llevaba algo de comer. »—Será mejor que comas un poco —me dijo—, seguro que estás hambrienta. Voy a cerrar las ventanas y a encender las velas… ¿Quieres que hablemos mientras cenas? No te preocupes, que tu madre no nos molestará… Ya me he encargado yo de que no lo haga… Tiene mucho miedo de que alguien le cuente a tu padre lo que te ha hecho. »Yo, sin embargo, sólo quería beber, tenía una sed que me devoraba, que me abrasaba la garganta… Rosina se dio cuenta de mi estado febril y supo aprovecharse. Me dio un poco de vino con agua, diciéndome que lo sorbiera

lentamente. Luego me preguntó si aún temía ser libre. »Después de aquello perdí cualquier atisbo de voluntad y me dejé llevar. Creo que Rosina hizo conmigo lo que le vino en gana. »No se dejó nada por decir; cuando pienso en lo hábilmente que me conducía hasta lo que más le interesaba, aun hoy no dejo de asombrarme. No hubo un solo punto de su discurso que pudiera rebatirle, y se expresaba con tal inteligencia que acabó por hacerme su esclava. »Había comenzado hablando de mi belleza. Después habló del amor —y aún me avergüenza recordar lo que decía sobre el amor—, para decir que los sacerdotes y la Iglesia eran los enemigos del amor, y que, en tanto siguiera siendo yo cristiana, el amor me estaría prohibido. Claro está, no perdió ocasión de hablar también acerca del odio que me tenía mi madre, y de cómo habría de hacérselo pagar yo con un odio aún mayor. Culpó a Dios de ese odio de mi madre, llamándome a rebelarme en su contra, pues, según me dijo, era Dios quien había insuflado ese odio en mi madre… El caso es que por mis respuestas supo que sus palabras calaban hondo en mí, que me hacían reflexionar profundamente acerca de mis padecimientos… Finalmente, me hizo leer de nuevo el himno de Carducci, lo que hice con mucha tranquilidad y complacencia, aunque en el fondo seguía alentando en mí el pensamiento de que era un poema odioso, y luego me hizo repetir en voz alta, varias veces, que yo pertenecía a Satanás. Al principio me negué a decirlo, pero insistió de tal manera, instándome a ello una y otra vez, diciéndome que lo dijese o no ya pertenecía a Satanás y no a los sacerdotes, que al final cedí y dije lo que pretendía ella. »—Quiero oírtelo decir otra vez —insistió. »—Pertenezco a Satanás, no a los sacerdotes —repetí. »Entonces añadió que, para demostrar que mis palabras eran sinceras, tenía que superar una prueba con la que demostrar a mi nuevo amo que decía la verdad. »—¿Y qué he de hacer? —pregunté. »—Nada que te resulte peligroso, ni difícil —respondió—. Tiene que ver con ese pedacito de barquillo que los sacerdotes dan en lo que llaman comunión… Sabes bien cómo comulgar… Así que lo harás de nuevo, pero guardándote la hostia para mí.

»Tras decir esto, se acercó a mí para mirarme tan de cerca que no pude apartar los ojos de los suyos. Perdí entonces toda capacidad de pensar por mí misma, y hasta el simple deseo de hacerlo. Sólo quería lo que ella quería… Dije entonces que sí, que haría lo que acababa de pedirme, pues no podía ni pensar ni decir otra cosa, tenía la voluntad completamente anulada. »Unos diez días más tarde, cuando me sentí fuerte como para ir de nuevo a la iglesia y comulgar, fui con Rosina a la catedral. Se mantuvo todo el tiempo cerca de mí, incluso cuando me acerqué a los peldaños que conducen al altar. Una vez hubo acabado la misa regresamos juntas a casa; luego subí a mi habitación y le entregué la hostia, que había guardado en mi pañuelo… Hube de apartar los ojos para hacerlo, no podía mirar abiertamente la sagrada forma. »Un mes después, más o menos, la convencí al fin para que me presentase a sus amigos, pues deseaba conocerlos, ya que tanto me había hablado de ellos, ya sabes… De los satánicos… Se había pasado todo ese lapso de tiempo contándome cuán felices son los satánicos, diciéndome que no había en el mundo gente tan libre como ellos, ni que supiera disfrutar del placer como lo hacían. Me dio a leer algunos libros que tenían ilustraciones espantosas… Al principio no podía ni abrirlos, pues era hacerlo y sentía la necesidad de lavarme las manos. Y cuando lo hice me avergoncé al mirarme en el espejo… No obstante, poco a poco me hice a la idea de que acaso no fuera tan malo leerlos y contemplar aquellas ilustraciones… Tenía sólo catorce años, Léonie, y me pudo la curiosidad. Así que acabé abriéndolos tranquilamente y leyendo lo que allí se decía… Ten por seguro que desde entonces no hace mi mente otra cosa que luchar contra las consecuencias de aquellas lecturas. »La verdad, Léonie, quedé maravillada… Sentí que no era mala por haber leído aquellos libros, al contrario; sentí igualmente que no sólo no había perdido mi alma al hacerlo, sino que la tenía más viva… Pero la verdad es que aquellos libros no habían obrado en mí otro efecto que el pretendido por Rosina, que no era sino el de prepararme para ser entregada a ellos, para que saciaran en mí su apetito de atrocidades… Ya sabes… la misa negra y todo lo demás… Supongo que te imaginarás lo que pasó… En efecto, fui iniciada como novicia de Satanás.

»Así ocurrió… Cuando Rosina consideró que ya estaba preparada, me llevó un viernes por la noche a esa maldita casa que tanto tú como yo conocemos bien, a nuestro pesar… »Imagínate qué contenta me sentí cuando, entre las personas a las que fui presentada por Rosina, vi a Botti, un hombre al que conocía desde muy pequeña pues era el viejo médico de la familia… Se mostró conmigo tan educado y cariñoso como siempre, y me condujo de la mano hasta esa habitación de la planta superior… ya sabes cuál… Allí me habló mucho rato, y al final me instruyó acerca de lo que me ocurriría, nada bueno, si los traicionaba. También extendió su amenaza a mi padre. Luego me tomó juramento y bajamos con los demás… Y abrió la puerta de esa capilla que es realmente la boca del infierno. »No me pidas, Léonie, que te haga una descripción detallada de lo que siguió… Compadécete de mí… La primera ponzoña me vino de los quemadores en donde ardían las semillas que daban un humo negro; después fui envenenada aún más mediante aquella caricatura de la crucifixión que hicieron; e imagínate cuán grotesco era Botti con su birrete de cuernos de búfalo pintados de rojo… Y con aquellas túnicas espantosas bordadas en la espalda con la vil imagen de Satanás. Todo eso no podía por menos que golpear duramente cualquier atisbo de mi inteligencia. Pero aquélla fue mi primera misa negra. »Créeme, Léonie… Cuando Botti lanzó la hostia consagrada hacia el grupo de hombres y de mujeres allí reunido, me sentí enferma, literalmente enferma… Rosina tuvo que sacarme de allí, pues me desvanecí… Creo que temió que la impresión sufrida me hiciera rechazarlos e ir a contar a mi padre y a los sacerdotes todo lo que había visto… El caso fue que habló con Botti y le dijo que sería preferible aguardar un tiempo, antes de consagrarme cono novicia de Satanás; que sería mejor esperar a que me recuperase de la impresión y viera claramente que no podía tener miedo más que de ellos. »Te cuento, en resumen, que con posterioridad asistí a varias misas negras más, pero también te digo que no podía contemplar esa perversa ceremonia que hacen con la hostia consagrada. Siempre cerraba los ojos llegado ese momento. Y bien Sabe Dios que no me quedaba allí mucho más tiempo, y que me iba aunque pretendieran retenerme, pues de haberlo

intentado alguien férreamente, hombre o mujer, lo hubiese matado… Nunca, desde que fui un poco más mayor, acudí a esa maldita casa sin llevar conmigo un arma… ¿Me crees, verdad, Léonie? Léonie alzó la mirada y clavó los ojos en su amiga. —Nunca he creído a nadie como te creo a ti, Yolanda —dijo. Léonie contempló el pálido rostro de la amiga, su entera dignidad, no obstante la confesión que acababa de hacerle. Bajó los ojos de nuevo y se hizo un largo silencio. —Pero hay algo —siguió diciendo Yolanda al cabo— que no te he contado, Léonie… La verdad es que contraje un compromiso… —¿Un compromiso? —Sí, un compromiso para encontrar una salida a medias, aunque no por eso mi pecado haya sido menor… No hace tantos meses que… —Bien —la interrumpió Léonie, nerviosa—, ¿qué hiciste, Yolanda? ¿Qué pecado no pudiste evitar? ¿Quieres decir que has seguido tratando con ellos todo este tiempo? —No sé qué vas a decir cuando te lo cuente —dijo Yolanda—, pero tienes que saber que no di a Botti una sola hostia, aquélla de mi iniciación… Hace apenas unos meses, y para que me dejasen en paz, acepté robar las hostias sin consagrar que había en la catedral… Fui allí una noche, entré a hurtadillas en la sacristía y las robé para dárselas a Botti. —¿Qué puedo decirte, Yolanda? ¡Es terrible! ¡Es un acto repugnante! —Tienes razón… Y no sé qué hacer… Al fin y al cabo, es un acto igual de espantoso que robar del tabernáculo las hostias consagradas para la comunión de los fieles. Para sorpresa de Yolanda, sin embargo, no hizo Léonie el menor esfuerzo por seguir afeándole su sacrilegio. Quedó en silencio largo rato, como si discutiese consigo misma acerca de cualquier otro asunto. —Yolanda, querida —dijo al fin—, cuenta conmigo en cualquier caso; tienes que saber que haré contenta lo que sea para ayudarte… Estamos unidas en nuestro enfrentamiento con las fuerzas del mal y no será tarea fácil llevarlo a término… Me estremece pensar en lo que puede depararnos el futuro. Entonces Léonie se dejó caer de rodillas, y comenzó a rezar pidiendo la

fuerza necesaria, y la sabiduría precisa, para enfrentarse a esos poderes que estaban más allá de ambas, a esos poderes que las acechaban, ocultos en la oscuridad y la noche.

Marie Belloc Lowndes (1868 - 1947)

El viernes 31 de agosto de 1888, pasadas las tres y media de la madrugada, el sargento Kerby de la policía metropolitana de Londres hallaba el cuerpo sin vida de una joven prostituta llamada Mary Ann Nichols, conocida entre sus amigas y clientes como «Polly» Nichols. El cadáver estaba a la entrada de un establo situado en una callejuela llamada Buck’s Row (que todavía existe bajo el nombre de Durward Street), muy cerca del London Hospital. Había sido estrangulada y su garganta seccionada con un cuchillo muy afilado, hasta separarle casi por completo la cabeza del tronco; solamente unas tiras de piel y de músculos impidieron que fuera totalmente decapitada… Así empezaron, al menos oficialmente, las andanzas criminales del psycho killer más famoso de la historia, Jack el Destripador, quien también acabó con la vida de otras cuatro mujeres, Annie Chapman (8 de septiembre de 1888), Elizabeth Stride, Catherine Eddowes (ambas asesinadas el 30 de septiembre de 1888) y Mary Jane Kelly (9 de noviembre de 1888), mujeres que, como Nichols, malvivían vendiendo su cuerpo en las siniestras calles de Whitechapel, uno de los once barrios que conforman el llamado East Side de la capital británica. Whitechapel, a finales del siglo XIX, era un suburbio sucio y maloliente donde se hacinaban, en decrépitas viviendas o en casas de caridad, toda suerte de desdichados —enfermos mentales, borrachos, inválidos, mendigos, huérfanos, adolescentes que se prostituían para comer… —, además de delincuentes de baja estofa y obreros castigados por el hambre,

la explotación infantil, las enfermedades y el trabajo inhumano sin derechos ni descanso. Un lugar infernal que Jack London describió con todo lujo de detalles en su extraordinario libro El pueblo del abismo (The People of the Abyss, 1903) —publicado por Valdemar en su colección El Club Diógenes (2003)—, después de disfrazarse de marinero sin trabajo y vivir durante varias semanas en el East Side, frecuentando albergues públicos y compartiendo con los más pobres sus alimentos. Ése era el mundo de Jack el Destripador. Y el día en que El Destripador empezó a matar, nacía para la literatura Marie Belloc Lowndes, escritora que alcanzaría la fama gracias a la ficción criminal, al thriller concretamente y, en especial, a “El huésped” (The Lodger, 1911), un perturbador relato de misterio alrededor de los espeluznantes crímenes de Whitechapel y de su enigmático y escurridizo autor. Aparecido el mismo año en que Bram Stoker publicaba La guarida del gusano blanco (Lair of the White Worm) y M. R. James hacía lo propio con Más historias de fantasmas de un anticuario (More Ghost Stories of an Antiquary) —junto a Algernon Blackwood, Elliot O’Donnell y Gaston Leroux, autores respectivamente de El centauro (The Centaur), The Sorcery Club y El fantasma de la ópera (Le fantôme de l’Opéra)—, “El huésped” no era la primera historia de ficción basada en las sangrientas andanzas de Jack el Destripador. Margaret Harkness (1854— 1921), una reformista social preocupada por las condiciones de vida en el East Side, se había adelantado en 1889 con In the Darkest London. No obstante, el texto de Lowndes triunfó porque dejó a un lado cualquier alusión a las tristes condiciones de vida de los vecinos de Whitechapel, acertando a combinar una textura gótica añeja, propia de otros tiempos, y la modernidad narrativa de un Arthur Conan Doyle —a quien la escritora admiraba, como tantos ingleses, por su más célebre criatura: Sherlock Holmes—. Y, sobre todo, le supo dar a El Destripador un doble motivo, tremendamente melodramático, para cometer sus horribles fechorías: la venganza y la locura. Originariamente, “El huésped” fue un cuento de 11.000 palabras publicado en la revista estadounidense McClure’s Magazine (vol. 36, nº 3). Más tarde, ya en Gran Bretaña, se transformó en una novela de 80.000 palabras de éxito arrollador, sentando cátedra para futuras ficciones literarias

y cinematográficas alrededor del psicópata de Whitechapel, creando una mitología, una iconografía. De ahí que “El huésped” haya sido una importante fuente de inspiración para cineastas tan viscerales como Alfred Hitchcock —El enemigo de las rubias (The Lodger, 1927)— y John Brahm —Jack el destripador (The Lodger, 1944)—, e incluso para Robert S. Baker y Monty Berman —Jack the Ripper (1958)— y Bob Clark —Asesinato por decreto (Murder by Decree, 1979)—, o para novelistas como Robert Bloch —“Suyo afectísimo, Jack el Destripador” (Yours Truly, Jack the Ripper, 1943)—, Ellery Queen (Daniel Nathan y Manford Lepofsky) —“Estudio en terror” (Study in Terror, 1966)— o Vincent McConnor —“Las libertinas de Whitechapel” (The Whitechapel Wantons, 1976)—. Resulta curioso pensar que todo surgió escuchando una conversación ajena, tal y como Marie apuntó en su diario: «… un hombre que no conocía, durante una cena a la que me invitaron, le explicaba a una mujer sentada a su lado que su madre había tenido a su servicio un matrimonio, él mayordomo y ella cocinera, quienes ahora tenían huéspedes en su casa. Pues bien, estaban convencidos, según le explicaron a su antigua patrona, de que uno de ellos era el mismísimo Jack el Destripador». Como ha sucedido tantas veces en la historia de la literatura, “El huésped” eclipsó el resto de la obra de Marie Belloc Lowndes —cuyo verdadero nombre era Marie Adelaide Belloc—, obra integrada por más de cuarenta novelas de signo dispar, desde dramas de ideología feminista —Barbara Rebell (1905)— hasta thrillers - Thou Shalt No Kill (1927), Lizzie Borden (1940)—. Nacida en la pequeña población francesa de Celles St. Cloud, cerca de París, su padre fue Louis Belloc, un abogado de éxito, y su madre, Elizabeth «Bessie» Rayner Parkes, una activa sufragista nieta de Joseph Priestley (1733-1804), químico angloamericano descubridor de gases como el amoníaco, el ácido clorhídrico y el oxígeno, aparte de activo abolicionista y apasionado defensor de los principios de la Revolución Francesa. Las ideas progresistas que marcaron su formación cultural llevaron a Marie, años más tarde, a participar en la fundación de la Women Writers Suffrage League y a interesarse, principalmente, «por las relaciones entre hombres y mujeres a todos los niveles y, sobre todo, en lo tocante al asesinato…» Su actividad profesional como escritora comienza pronto, a los

16 años, cuando vende su primer cuento en 1884, con su familia establecida definitivamente en Inglaterra. En 1890 empieza a colaborar regularmente en la revista literaria Review of Reviews y en otras publicaciones similares como especialista en literatura francesa —es célebre su entrevista, en 1895, a Julio Verne para The Strand—. Su amistad con Henry James y el matrimonio Wilde, Constance y Oscar, y su pasión por la ficción, acaban por desplazar su carrera ensayística; pasión que logra su espaldarazo definitivo a raíz de su matrimonio con el sub-editor de The Times, Frederic Sawrey Lowndes. “La mujer del purgatorio” (The Woman from Purgatory), cuya publicación original ha sido imposible determinar —su primera edición está integrada en la antología Studies in Love and Terror (Books for Libraries, Pennsylvania, 1970), junto a “Price of Admiralty”, “The Child”, “St. Catherine’s Eve”, “The Woman” y “Why They Married”—, posee ciertas peculiaridades que lo sitúan más allá de las convenciones de la ghoststory. “La mujer del purgatorio” despliega un rampante moralismo de honda raíz cristiana —Marie Belloc Lowndes era una ferviente católica, casi una excentricidad en un país de mayoría protestante como Gran Bretaña— en torno a cuestiones como el adulterio, las relaciones maritales, los términos en que debe establecerse la fidelidad conyugal, la amistad entre mujeres o entre hombres y mujeres e, incluso, la fe. La huidiza intervención de lo sobrenatural —¿o acaso es simplemente una fantasía de la protagonista?— a través del espectro de la amiga adúltera que se suicidó tras abandonar a su esposo por otro hombre, no es más que una presencia que aconseja, predice, advierte, de los peligros que entraña seguir la misma senda de vicio. Con todo, si bien la ideología de “La mujer del purgatorio” puede disgustarnos, la destreza estilística de su autora para crear un clima, una textura de inquietud, dejando constancia al mismo tiempo de la mentalidad de una época, de una sociedad, puede ayudarnos a apreciar el relato en lo que vale.

LA MUJER DEL PURGATORIO … dirás no a la muerte, esa amiga; dirás no a la muerte, mas, en el sendero que como mortales hollamos, seguiremos adelante, daremos unos pasos más en busca del final. Y así, cuando hayas tomado el último recodo, volverás a encontrarte cara a cara con ella, tu amiga, tu querida y gentil muerte.

I Mrs. Barlow, la más bella y elegante entre las jóvenes esposas de Summerfield, se dirigía al templo católico. Iba a consultar con el viejo sacerdote acerca de sus problemas con una sirvienta cuyo comportamiento en nada le placía. Agnes Barlow era, además de inteligente y bella, una mujer feliz. Los más tontos, generalmente, suelen decir a modo de sentencia esa tontería según la cual «si eres bueno serás feliz, pero no disfrutarás de la vida». Quien es inteligente, sin embargo, va comprendiendo poco a poco, y a lo largo de toda una vida, que la bondad va siempre acompañada de la felicidad, con lo cual se acaba disfrutando realmente de la vida. Así era, en suma, Agnes Barlow; una mujer feliz en su aún joven vida. Sus buenos padres la criaron en una de las casas más nuevas y excelentes de la antañona villa de Summerfield, a unas quince millas de distancia de

Londres. Allí había nacido; allí habían transcurrido sus deliciosos años de infancia, en la escuela del convento de la colina; allí había ido creciendo alegre y feliz hasta convertirse en una muchacha excepcionalmente hermosa; y allí, finalmente —y nada más lógico que tal fuera su final—, había conocido al muy distinguido, inteligente y fascinante abogado Frank Barlow. Frank y ella se comprometieron muy pronto, por lo que todas las demás jóvenes envidiaron a Agnes, y no mucho después contrajeron matrimonio en una de las ceremonias más felices que se recuerdan en la villa; el suyo fue, pues, uno de los matrimonios en los que era más evidente el amor que se puedan profesar un hombre y una mujer. Vivían en una encantadora casita llamada The Haven[37], progenitores muy orgullosos de un pequeño llamado Francis, como su padre, que nunca les daba los quebraderos de cabeza que suelen dar los niños a muchos padres, pues se criaba sano. Mas, inopinadamente, comenzaron a suceder cosas extrañas —no de manera frecuente, sin embargo, pero sí con cierta reiteración—, lo que no dejaba de resultar extraño en aquel ambiente delicioso, en el feliz mundo de la familia… En todo eso pensaba Agnes Barlow aquella hermosa tarde de mayo, cuando se dirigía a la iglesia; es más, también pensaba la bella y feliz dama, si bien de manera menos grata, incluso turbadora, en otra mujer, una buena amiga que no era tan feliz, ni acaso tan buena, como ella. Pensaba en Teresa Maído, una bonita muchacha medio española, que había sido su compañera de estudios en la escuela del convento de la colina. ¡Pobre Teresa, tan débil y desdichada! Sólo diez años atrás había hecho algo tan extraordinario, tan pavoroso e insólito, que Agnes Barlow no podía dejar de pensar en ello con cierta frecuencia. Teresa Maído se había escapado entonces de su casa y de su marido para huir con un hombre casado. Teresa y Agnes eran de la misma edad; habían recibido una educación idéntica y eran bellísimas, si bien distintas, cada una con sus características; para mayores coincidencias, habían contraído matrimonio el mismo día del mismo mes. ¡Pero qué diferentes fueron sus vidas y destinos a partir de aquel día! Teresa descubrió un mal día que su esposo bebía. No obstante, como le amaba, pensó que todo pasaría, que su matrimonio estaba a salvo, gracias precisamente al amor que le profesaba. Por desgracia, las cosas no sólo no

cambiaron, sino que fueron a peor, llenando de amargura el corazón de la joven esposa. Él no paraba de beber. Las cotillas de Summerfield murmuraban por las calles de la villa, y sacudían burlonas sus cabezas cuando Teresa Maído pasaba ante ellas. Los hombres, por su parte, lamentaban que aquello supusiera sufrimiento para tan adorable dama, una mujer bendecida por lo que desde antiguo se dice en los pueblos que es la mirada del Altísimo. Para muchos se convirtió en propósito inexcusable consolar a la bella dama de la desgracia de haberse casado con un hombre tan infame como lo era Maído. Las cosas llegaron a un punto que Frank Barlow instó a Agnes a rechazar las invitaciones de Teresa y, aun con mucho dolor, lo aceptó ella de buen grado pues sabía que a Frank le asistía la razón. En consecuencia, ya no podría disfrutar de la compañía de Teresa, ni visitarla en su casa como hasta entonces. Un atardecer sucedió algo especialmente significativo y doloroso. Una cosa en la que no podía dejar de pensar Agnes, no obstante el tiempo transcurrido, cada vez que estaba a solas. Unos tres días antes de que Teresa hiciera lo que hizo, aquella locura de huir con un hombre casado, mandó un recado a Agnes Barlow, diciéndole que necesitaba hablar con ella. Teresa, la que ya no era bienvenida, acudió después a visitar a Agnes y hablaron largamente, como lo habían hecho siempre antes; Agnes estaba muy contenta de poder hablar de nuevo con la que había sido su mejor amiga, aunque le preocupaba la posibilidad de que alguien la hubiese visto llegar a su casa. Cuando ya se iba Teresa (felizmente, unos minutos antes de que Frank regresara de la ciudad), Agnes salió a despedirla hasta la puerta de The Haven, y Teresa, con gesto atribulado, le dijo de súbito: —La verdad es que vine para contarte algo, pero como te veo tan feliz, prefiero no hacerlo, Agnes, no me es nada grato darte malas nuevas… ¡No sabes cuán desgraciada soy, no sabes lo mal que me siento! Pero no puedo contártelo… No obstante, Agnes, pase lo que pase, sé condescendiente conmigo y apiádate… Sólo te pido que me comprendas. Entonces resultó dolorosamente claro para Agnes Barlow que Teresa Maído había ido a verla con la intención de comunicarle algo muy grave, cual

lo era lo que poco después sabría todo el mundo, aquella maldad diabólica cometida por la que siempre fue su mejor amiga, la dulce Teresa. Muchas veces se preguntó la bella y devota Agnes si no hubiese podido hacer algo para disuadirla, de haberle contado ella lo que pretendía; quizá, sin más, evitar que se hundiera en el légamo de la perdición. Pero no. Agnes creía no poder reprocharse nada. ¿Cómo evitar que una mujer deje a su marido para irse con otro hombre, cuando ya ha tomado la decisión de hacerlo? Agnes, por lo demás, pensaba en aquellos pecadores, su amiga y el hombre con el que se fugó, con una mezcla de rechazo, curiosidad y fascinación. Contaban en la villa que habían huido a París y que Teresa vivía allí muy contenta, disfrutando de una estancia pródiga y excitante. Agnes se maravillaba de que una mujer como Teresa, joven, bella y casada, y con muy sólidas creencias, pudiera deslizarse por la senda del vicio y disfrutarlo… Y a la vez, no dejaba de parecerle irritante e injusto que no pudiera Teresa, por ello, gozar de la vida apacible y de los deberes de una joven esposa, algo tan importante en la existencia de Agnes. Nunca más podría intercambiar con ella recetas de cocina… Y era precisamente sobre algo relacionado con la cocina, sobre la cocinera recién tomada por Agnes, que deseaba consultar al padre Ferguson, ya que él mismo le había recomendado que la admitiese, aun tratándose de una irlandesa tozuda e impertinente que siempre hacía lo que le venía en gana y se negaba a lucir la cofia en la cabeza. Mas, no obstante lamentar que Teresa no pudiese disfrutar ya más de los sencillos placeres domésticos, tampoco podía dejar de asombrar a Agnes que quien había pecado viviera, lejos de todo castigo, una vida de lujos, en magníficos hoteles, trasladándose en automóviles y visitando las tiendas más caras, o acudiendo a los teatros y a los espectáculos musicales cada noche. Al cabo, sin embargo, consiguió quitarse de la mente a Teresa Maldo, al menos en buena medida. Sabía que no era sano pensar en ciertas gentes, y en las cosas que hacen. Aquellos con los que se cruzaba de camino a la iglesia la saludaban y sonreían, pero nadie la detuvo para conversar, ni para comunicarle nada. Caminaba rauda, pues iba por el camino más largo, que también era el más

bonito. Y por no pasar ante la casa en la que había vivido quien fuera su mejor amiga. Entonces le salió al paso, desde su casa, un buen amigo llamado Ferrier. Era un hombre alto y apuesto, además de inteligente y vivaz. Vestía un traje azul de fina lana, de muy buen corte, y aunque aún era primavera se tocaba ya con un sombrero de paja. Agnes le devolvió sonriente el saludo. Era, como ya se ha dicho, una mujer afable y feliz, por lo que siempre lucía una sonrisa encantadora. Pero una mujer tan hermosa como ella no podía por menos que ser tentada en innumerables ocasiones, no obstante conocer todo el mundo que estaba felizmente casada, que era madre de gran abnegación y que procedía de una familia respetabilísima. Aquel hombre apuesto se dirigía a ella lentamente, con su enorme porte, sonriente y adulón. Lo cierto es que jugaba un papel de cierta importancia en la vida de Agnes, siquiera fuese por los requiebros y galanterías que le dedicaba siempre, como si no aspirase más que a contraer méritos a sus ojos. Agnes sabía muy bien, en cualquier caso, pues incluso la mujer con menos imaginación sabe que hay que proceder siempre con gran cautela en estas situaciones, que si no se comportaba con la compostura y modestia necesarias, lo propio de una dama de probada dignidad y respeto, no sólo correrían habladurías por ahí, sino que alentaría las esperanzas de aquel hombre joven y apuesto que, desde luego, aspiraba a seducirla. Él, aunque sabía que Agnes no era presa fácil, por lo que nunca se mostraba franco en su flirteo, ni la requería en amores abiertamente, no cejaba en su afán de cubrirla de alabanzas. Ella, simplemente, le trataba como un amigo con el que conversaba ocasionalmente, sin que ello desmereciese de su plácida existencia matrimonial, sin que la vida en apariencia un tanto turbulenta del joven caballero pudiera afectarla. Mr. Ferrier se quitó el sombrero al llegar a su altura. Sonrió mirando fijamente los azules ojos de Agnes… Aquellos ojos tan puros y tan bellos… Unos ojos de un azul así de profundo como exquisito, sin maldad, inocentes como los ojos de los niños. —Aguardaba que pasara —dijo él—, pues tenía el pálpito de que la vería hoy… Así que me he olvidado de mis tareas, ya ve, por esperarla —su voz,

sin embargo, parecía traslucir cierta dubitación, extraña en él. Agnes tenía interés en el trabajo de Ferrier, que no era sólo un escritor, el único que conocía… También era un poeta. Había hecho mucha ilusión a Agnes que Ferrier le regalase sólo dos meses atrás, cuando se conocieron, un libro de versos en el que le puso esta dedicatoria: De G. G. F. a A. M. B. Mr. Ferrier decía poseer un bonito estudio, un ático, en Chelsea, ese extraño y remoto confín de Londres donde viven los artistas, lejos de las zonas de la ciudad llenas de tiendas y de teatros, que eran precisamente las que mejor conocía Agnes de sus visitas a la City. Pasaba el verano, sin embargo, en la campiña; sus veranos comenzaban en realidad el primero de mayo, para concluir el primero de octubre, y siempre permanecía dos meses en Summerfield, muy cerca de The Haven, residencia en la que era bien recibido. Solían verse por ello frecuentemente en esos dos meses, cuando Summerfield es un auténtico edén. Si estaban solos, Agnes no paraba de hablar de Frank, pero no tontamente, por nada, sino para referirse siempre al amor que se tenían y a la felicidad que los embargaba. ¡Qué fácil es mantener una amistad semejante entre un hombre y una mujer, siempre y cuando ella decida que no han de traspasarse ciertos límites! Y qué triste le resultaba a Agnes pensar que Teresa Maído había permitido que un hombre los cruzara… Más aún, hallándose aquel hombre separado de su mujer, pero no divorciado… ¡Qué gran diferencia entre lo que hacía ella y el proceder de Teresa! Bien segura estaba Agnes de que, si Mr. Ferrier hubiese estado casado, aun separado de su esposa, jamás habría consentido en aquella amistad que mantenían. Mr. Ferrier —a Agnes nunca se le hubiera pasado por la cabeza llamarlo por su nombre, Gerald, aunque él se lo pidió en una ocasión— tenía en las manos un periódico vespertino. —La verdad es que había considerado la posibilidad de ir a The Haven — dijo— para mostrarle estos versos míos que han publicado en el periódico… ¿Prefiere que se lo lleve más tarde, o le hago entrega del periódico ahora, para que los tenga consigo sin más demora? En cualquier caso, ¿podría visitarla mañana, sobre las cuatro de la tarde? —De acuerdo, visíteme mañana a las cuatro, y deme ahora el periódico,

se lo ruego. Siguió Agnes su camino, ahora más despacio, mientras Ferrier, con las manos a la espalda, andaba a su lado. Agnes no pudo resistir la placentera tentación de echar un vistazo a la página donde iban los poemas, para lo que abrió el periódico a fin de leer de pasada algunos versos. Leyó entero un poema titulado Mi Señora de las nieves; un poema muy sentido que hablaba de la belleza, si bien en términos un tanto plúmbeos. Aquellos versos aludían a una dama a la que el poeta amaba desesperadamente, pero aún con mayor y más cierto respeto. No pudo evitar ruborizarse. «No debo leer más, pues voy a la iglesia», se dijo bastante turbada. —Buenas tardes, Mr. Ferrier… Mañana le devolveré su periódico, me gustaría mostrarle sus poemas a Frank; hoy no ha podido ir al bufete, pues no se encuentra bien, y seguro que le apetece mucho echar un vistazo al periódico. Mr. Ferrier levantó su sombrero para despedirla, con un gran aire de tristeza, y volvió a su casa. Mientras Agnes se alejaba, sentía él una gran desazón. Temía que su buena amiga no hubiese apreciado el poema, como había supuesto que lo haría. Cuando entró en aquella iglesia, en cuya construcción habían colaborado decididamente sus padres, se arrodilló Agnes para rezar unas oraciones. Luego se levantó para dirigirse a la sacristía, donde esperaba reunirse con el padre Ferguson. Agnes Barlow conocía al anciano sacerdote desde siempre. Él fue quien le dio las aguas bautismales; fue además capellán de la escuela del convento durante el tiempo en que ella cursó estudios; y desde hacía años era el párroco de Summerfield. Sin embargo, Agnes no se sentía tan confiada con el padre Ferguson como podía estarlo con otro sacerdote al que conociera menos; no obstante, el padre Ferguson siempre era amable y cariñoso con ella. Cuando la vio entrar en la sacristía sonrió abiertamente. —¿Y bien? ¿Qué se te ofrece, Agnes, pequeña? —preguntó el sacerdote. Agnes dejó caer el periódico en una silla. Y para su sorpresa, el padre Ferguson lo tomó y le echó un vistazo.

Era un hombre muy sagaz; a veces le parecía que Summerfield era un lugar extraño, más complicado de lo que parecía, aun a despecho de la tranquilidad que se respiraba allí, una tranquilidad muy provinciana. Acaso por ello le gustaba enterarse de las noticias del gran mundo, aunque éstas, tantas veces, lo llenaban de pena, cuando no de indignación. En aquella ocasión, por ejemplo, no pudo disimular el gesto de amargura y de dolor que lo embargó al poco de que empezara a leer algo. —¿Qué ocurre, padre? —le preguntó Agnes Barlow, extrañamente alterada—. ¿Ha ocurrido algo grave, padre Ferguson? El anciano sacerdote señalaba con dedo tembloroso una noticia. El titular decía lo siguiente: Suicidio de una dama en Dover. Agnes leyó la noticia, una lectura que la dejó sumida en una tristeza infinita. Teresa Maído, a la que tan poco antes había imaginado llevando una vida de lujos y placeres junto a su amante, se había suicidado. Se había tirado por una ventana del hotel de Dover, muriendo en el acto. Agnes seguía leyendo la noticia, horrorizada. A sus veintiséis años era la primera vez que tenía la sensación de ver la muerte de cerca, no obstante lo muy lejos de sí que la supusiera hasta ese preciso instante. Todas sus compañeras de estudios vivían felices. Todas, menos la pobre Teresa, la pecadora Teresa, que además había muerto por su propia mano. El anciano padre Ferguson tenía los ojos llenos de lágrimas. —¡Pobre infeliz! —exclamó entre sollozos, con la voz quebrada—. ¡Pobre y desgraciada Teresa! Nunca imaginé que pudiera morir de forma tan espantosa. Agnes apenas podía articular una palabra. Ciertamente, Teresa había sido una mujer desgraciada y era digna de piedad; pero también fue muy débil; y acababa de pagar el precio de su debilidad suicidándose. —Tres o cuatro días antes de marcharse —comenzó a decir el sacerdote tras aquella larga pausa—, vino a verme. Hice cuanto me fue posible por detenerla, pero en vano… Había dado su palabra a ese hombre… —¿Que le había dado su palabra? —se extrañó Agnes. —Sí —dijo el padre Ferguson—; había dado su palabra a ese hombre malvado… La pobre estaba convencida de que si no se iba con él, la mataría… Le rogué que hablase con otras mujeres, con vosotras, mujeres

virtuosas y dignas, que podríais comprenderla y prestarle ayuda… Pero supongo que sus temores eran mucho más fuertes que cualquier consejo que yo pudiera darle. Agnes lo miraba con los ojos llenos de angustia. —Yo la quería de todo corazón —siguió diciendo el sacerdote—. Era una mujer generosa, una criatura desvalida… Y te quería mucho, Agnes, mucho… Agnes sintió que se le hacía un nudo en la garganta. El padre Ferguson decía la verdad. Teresa fue siempre generosa y desvalida; y realmente la quería mucho… Agnes comenzó a preguntarse si hubiese podido hacer algo más por ella; incluso comenzó a sentir un fuerte cargo de conciencia, suponiendo que quizá no había sabido hablar a su amiga con las palabras precisas y necesarias para responder a aquellas palabras nerviosas y atropelladas con que Teresa le habló la última vez que se vieron. —Lo que más me duele, padre Ferguson —dijo al cabo—, lo que más me duele y aterroriza es que ni siquiera podamos rezar por su alma. —¿Cómo que no podemos rezar por su alma? —dijo vehemente el anciano sacerdote—. ¿Cómo no vamos a poder rezar siquiera por el alma de esa pobre criatura? Te aseguro que yo rezaré por su alma todos los días, de hoy en adelante. —¿Y cómo podrá hacerlo, si se ha suicidado? El padre Ferguson la miró sorprendido. —¿Es que acaso dudas de la misericordia de Dios? ¿Cómo sabemos que Teresa no hizo acto de contrición en los últimos instantes de su vida? —y musitó algo que parecía un poema; algo que Agnes no alcanzó a oír bien. Y una vez más, volvió a sentir hacia el padre Ferguson aquel atisbo de rebeldía que tantas veces la sobresaltaba, aquel desagrado que a menudo sentía al hablar con él. Por supuesto que, como decía el padre Ferguson, Teresa quizá tuvo tiempo de hacer un acto de contrición… Pero todo el mundo sabe que el suicidio es un pecado mortal. Agnes se decía que, de ocurrírsele a ella hacer alguna vez eso, merecería el infierno. No obstante, y a pesar de sus ocultos sentimientos, nunca osaba contradecir al sacerdote, ni desobedecerle, así que lo siguió hasta la iglesia y juntos se arrodillaron para rezar por el alma de la

pobre Teresa Maído. Cada uno, sin embargo, hizo una oración diferente. Cuando regresaba Agnes a su casa, caminando despacio y abatida, ahora por el camino más corto, pensaba en aquellos versos que pensaba pudo recitar el padre Ferguson. Unos versos de los que, no obstante, no podía estar segura, pues no le oyó bien. Pero no, no podían ser esos que dicen: Entre la ventana y la tierra, pidió compasión y compasión recibió. No, no podía ser; Agnes estaba segura de que el sacerdote no había dicho la palabra ventana, aunque por otra parte creía que era la única palabra que le había oído pronunciar claramente. Y tampoco estaba segura de que hubiese dicho pidió compasión y recibió compasión, sino, acaso, sólo pidió compasión… Todo era muy extraño. Pero es que el propio padre Ferguson le resultaba muy extraño en ocasiones. Aunque era verdad que gustaba de recitar versos en sus sermones; versos que, en tantas ocasiones, nadie conocía. De repente se dio cuenta de que, con el anonadamiento producido por la noticia, se había olvidado el periódico de Mr. Ferrier en la sacristía. Y le disgustó profundamente la posibilidad de que el padre Ferguson leyera aquel bonito poema titulado Mi Señora de las nieves. ¡Y también había olvidado hablarle de la impertinente cocinera irlandesa!

II De nuevo nos encontramos a Agnes Barlow caminando por Summerfield, pero esta vez por el feo sendero entre matojos que arranca desde la parte trasera de The Haven y llega a la estación de tren. Estamos en noviembre; la pesada calma de la tarde parece anidar sobre la tierra mustia a cada lado del sendero por el que camina Agnes. Hace seis meses que se suicidó Teresa Maído, pero ya nadie habla de ella; nadie parece recordarla siquiera, salvo el padre Ferguson. La propia Agnes sólo se acordaba de la pobre Teresa cuando hacía sus

oraciones, pues vivía rodeada de felicidad y con los pensamientos ocupados en muchas otras cosas diferentes. Aunque rezara por ella, el recuerdo que de Teresa tenía Agnes iba debilitándose día a día. Algo extraño, inopinado e imprevisto, además de terrible y desde luego sorprendente, le ocurrió poco después a Agnes Barlow. Fue como si el tejado de su casa se hundiera de repente un mal día, atrapándola, causándole heridas que la dejaran ciega y mutilada. Todo ocurrió en un segundo; desde entonces no la dejaría el dolor ni un solo instante. Fue justo después de que llegara a casa desde Westgate con el pequeño Francis. El niño había enfermado por primera vez desde que naciese y la madre se lo llevó junto al mar durante seis semanas. El verano fue malo, parecía haberse tornado en invierno, y llovió como sólo llueve junto al mar; por ello decidió Agnes regresar antes de lo previsto a su amoroso nido casero; una semana antes, cuando Frank aún no la esperaba. Agnes actuaba así en ocasiones, llevada de un impulso repentino; aquella vez lo hizo al amanecer un día especialmente oscuro y lluvioso. El telegrama que envió a su esposo, sin embargo, estaba sin abrir sobre la mesa del vestíbulo de The Haven. Aparentemente, Frank había pasado la noche en la ciudad; nada que sorprendiese a Agnes, aunque sí la entristeció porque ansiaba la bienvenida de su esposo, ansiaba darle aquella feliz sorpresa de su regreso adelantado junto a Francis. Bueno, en cualquier caso Frank quedaría gratamente sorprendido al verlos allí cuando llegase en breve. Como no tenía nada mejor que hacer aquella tarde de su regreso, Agnes se puso a sacar del armario la ropa de su marido para llevarla después a la lavandería. Buena ama de casa como lo era, no estaba dispuesta a dejarse una sola prenda, ni siquiera las que usaba Frank para jugar al cricket… Pero, para su mayor sorpresa, en una de aquellas prendas encontró tres cartas; eran en realidad tres sobres que parecían contener sus correspondientes invitaciones, y como Frank era muy popular entre las damas de Summerfield, y entre las damas todas, realmente, Agnes no pudo reprimir la tentación de extraer de los sobres lo que suponía unas invitaciones, llevada de un oscuro presentimiento en el que sin embargo no quería consentir, diciéndose que probablemente se

trataría de asuntos de tipo profesional. Pero de golpe supo Agnes todo lo que había pasado, y cuán terrible es descubrir la realidad en la misma casa de tu mayor dicha; cuán terrible es comprobar cómo se desvanecen súbitamente los sueños, golpeados por esa dura realidad. Las tres aparentes invitaciones estaban escritas con la misma letra de mujer y firmadas por una tal Janey; y en cada una de ellas se pedía a Frank, en términos muy amorosos y zalameros, el envío urgente de una cierta cantidad de dinero. Aun ahora, transcurridos otros seis meses desde aquello, Agnes seguía sin poder recuperarse del dolor, del sentimiento frío y enfermizo que la embargase entonces; un sentimiento más de miedo y angustia que de rabia, sin embargo; lo propio de quien se siente profundamente humillado. Aquel día en que descubrió la traición de su esposo, Agnes cerró violentamente el armario y se puso a buscar con ahínco por toda la casa más cartas y hasta facturas, algo que sabía deshonroso pero que no podía evitar. Encontró, en efecto, facturas de restaurantes como el Savoy, el Carlton y el Prince’s, lugares donde era evidente que su marido y la amante que se había echado comían y cenaban con más que alguna frecuencia mientras ella estaba de vacaciones con el hijo de ambos. Halló igualmente unas cuantas notas más de la tal Janey, escritas todas en un tono lisonjero. Eran los mismos restaurantes a los que iba ella junto a Frank tres o cuatro veces al año, y en los que disfrutaba riendo y hablando con él. No podía comprender cómo había cometido Frank la desfachatez de llevar a una amante a los mismos sitios a los que acudía con ella, y hacerlo además tantas veces en el corto espacio de tiempo que el niño y ella estuvieron de vacaciones, pues las facturas eran muy numerosas. En aquellas notas descubrió que Frank había conocido a la tal Janey, Janey Cartwright, por algo relacionado con su bufete profesional; en concreto, por un asunto relacionado, sarcásticamente, con otro hombre. Una de aquellas cartas comenzaba diciendo así: Querido Mr. Barlow, le pido perdón por escribirle a su domicilio particular (etcétera, etcétera). Los diez días que siguieron a su terrible descubrimiento los pasó Agnes con el alma y el corazón encogidos. Frank, además, pareció realmente molesto por su regreso, si bien pretendía demostrar lo contrario; creyó verlo

en sus ojos; le pareció que las miradas que le dirigía su marido eran miserables, las propias de un traidor, de un cobarde. A veces, impostando el tono, Frank le preguntaba si se sentía mal, si estaba enferma. Ella respondía diciéndole que sí, que no se encontraba nada bien, que la estancia junto al mar no le había resultado grata por culpa del mal tiempo. Al cabo de aquellos diez días terribles, Gerald Ferrier regresó a Summerfield, y Frank y ella lo invitaron a cenar en The Haven. Gerald Ferrier se dio cuenta de que algo no iba bien, por lo que redobló sus esfuerzos por parecer simpático y encantador a los ojos de Agnes. Luego, cuando su anfitrión le acompañó a la puerta para despedirlo, dijo a Frank —y Agnes lo pudo oír con claridad desde la ventana—: —Tengo la impresión de que Mrs. Barlow no se encuentra bien… ¿Qué le parece si la invito a acompañarme en algún paseo por Londres y luego a almorzar? Frank asintió encantado. Agnes iría varias veces a Londres, y Ferrier hizo denodados esfuerzos por levantarle el ánimo. Como consecuencia de aquello, la relación entre ambos fue estrechándose poco a poco, no obstante lo cual en ningún momento confesó Agnes a Ferrier el motivo de su desazón, qué había hecho de ella una mujer doliente, qué había acabado con su alegre juventud de esposa abnegada. Él, por supuesto, trataba de averiguarlo. Frank comenzó entonces a sospechar que ella sabía de su infidelidad, y lejos de pretender la superación del trance pasaba cada vez menos tiempo en el hogar, que se le antojaba día a día más incómodo. Partía por las mañanas una hora antes de lo que solía hasta entonces, y luego, bajo cualquier pretexto, aludiendo siempre a obligaciones profesionales, decía quedarse en su despacho hasta muy tarde. Regresaba cuando ya había cenado, lo que, bien lo sabía Agnes, hacía todas las noches con Janey. No tardó mucho Agnes, por todo ello, en establecer comparaciones entre los dos hombres. Entre el esposo, al que tan apasionadamente había amado, y el que tan cruelmente le había roto el corazón, y el amigo a quien iba conociendo más y más; el que, lejos de toda hipocresía, se mostraba galante y

cariñoso con ella, además de muy comprensivo; el que parecía vivir enteramente entregado a ella; y el que en todo el tiempo que siguieron viéndose varias veces a la semana jamás le confesó, empero, su amor, ni trató de apartarla de Frank. En efecto, Gerald Ferrier era noble. Y Frank Barlow cada vez aparecía más innoble a ojos de su esposa. Así que ella se preguntaba varias veces al día, con labios temblorosos, por qué no podía estar con un hombre tan noble como Gerald, en vez de verse obligada a vivir junto a quien había defraudado todas sus expectativas y su mayor confianza. Pero se decía que el único remedio posible era la resignación. Y un día, una semana antes de que la encontráramos caminando hacia la estación de Summerfield, sin embargo, a la pobre Agnes se le cayó al fin la venda de los ojos, pues descubrió que la nobleza de Ferrier no era tal. Habían paseado juntos por Battersea Park y, tras uno de esos largos silencios que hacen más profunda la intimidad entre un hombre y una mujer, él le pidió que fuesen a su casa para tomar el té. Ella negó con la cabeza, sin decir palabra pero sonriendo. Y entonces Ferrier se abalanzó sobre ella impetuoso y torrencial, diciéndole ardientes palabras de amor, palabras de angustia amorosa y ruego. Agnes se sintió a la vez atemorizada y fascinada, además de halagada. Pero ahí no paró todo. Sorprendiéndose ante la aceptación que hacía de los requerimientos del hombre, algo que su código moral, tan estricto, tenía que rechazar por fuerza, logró reponerse Agnes del encantamiento, en cualquier caso, y se negó a acompañarlo, ahora de viva voz, afeándole su comportamiento, si bien en términos amables. Aquélla fue su primera pelea. —Si vuelves a hablarme así, no te veré más —le dijo ella. Pero él se mostró una vez más ardiente y torrencial, aunque dolido. —Pues quizá sea mejor que no volvamos a vernos… Después de todo, soy un hombre, ¡caramba! Se enemistaron. Mas aquella misma noche Ferrier escribió a Agnes una carta llena de sentimiento en la que pedía su perdón, añadiendo que para hacerlo se ponía de rodillas ante ella, pues lamentaba profundamente todo lo que le había dicho. Aquella carta ablandó el corazón de Agnes. No podía

olvidarse ni un momento, por otra parte, de la traición de Frank, lo que le hacía considerar la posibilidad de que acaso, ante su negativa, Ferrier se sintiera tan dolido como ella misma lo estaba. Entonces, por primera vez, comenzó a considerar Agnes seriamente la posibilidad de entregarse a aquel hombre que la amaba; así, de paso, vengaría también la traición cometida por Frank, hiriendo su honor como él había destrozado el suyo. Y comenzó a darse en ella un combate interior, que al cabo se decantó a favor del amador poeta, pues ella misma se sentía también imbuida del espíritu de la poesía. Al día siguiente de su primera pelea, y de que recibiera ella la carta de Ferrier solicitando su perdón, Gerald Ferrier cayó enfermo. Pero no lo suficiente como para dejar de escribir. Cuatro días después, y cuando aún no se había repuesto del todo, sabedor de que Agnes tenía que sentirse mal por fuerza, volvió a escribir una carta a su amada para contarle una deliciosa visión que le había sido dado gozar, en la que todo lo llenaba ella. El cartero que le llevó la carta de Ferrier le hizo entrega igualmente de una cajita, remitida por Frank, que contenía una espléndida gargantilla con una perla y un diamante. Agnes tuvo unos instantes sobre sus rodillas ambas cosas, la carta del amador y la cajita del esposo; luego observó detenidamente la joya. ¿Acaso quería comprar Frank su olvido de la traición? Si Ferrier nunca le hubiera enviado aquella carta, si Frank no le llega a regalar la joya, puede que Agnes jamás se hubiese decidido a hacer lo que hizo, que no fue sino dirigirse a convertir en realidad el sueño de Ferrier. Por fin la vemos llegando a la pequeña estación de tren de Summerfield. Todos los años su padre le regalaba un bono por cada estación, para que viajase a Londres cuantas veces quisiera, lo que no solía hacer con frecuencia, sin embargo. Ahora, no obstante, prefirió no utilizar el bono correspondiente, y sacó un billete simple en la taquilla. El taquillero no pudo por menos que sorprenderse al verla tan bien arreglada como siempre, pero tocándose con un sombrero y cubierto su rostro con un velo… Agnes tuvo la sensación de que aquel hombre sospechaba que

iba a reunirse con un amante y, molesta por la insistente mirada del taquillero, tomó rauda el billete y se dirigió al andén, sin decirle una palabra. ¿Sería posible que llevara escrita en el rostro la infidelidad a su esposo? Por todo eso se sintió contenta y aliviada cuando el tren hizo su entrada en la estación, llenándola de vapor. Subió a un compartimento vacío, pues aún no había comenzado el trasiego diario de gente entre Londres y los suburbios. Y entonces, para su asombro, se dio cuenta de que pensaba en su esposo, no en el hombre al que iba a ver, y que aquel pensamiento le llenaba el corazón de amargura, pero también de evocaciones en las que aún alentaba la ternura. Aquellas evocaciones, todas relacionadas con Frank, incidían siempre en lo que más triste le resultaba ahora: su amor por él y el amor que él le había mostrado en otro tiempo. Las lágrimas le llenaban los ojos mientras aquellos recuerdos le traían la placidez momentánea de un tiempo mejor; y sus recuerdos culminaron en el día de la boda de ambos, en su luna de miel, en aquel tiempo de risas y de amigos que compartieron con ellos su felicidad, que les despidieron en el inicio de su viaje de novios allí mismo, en el andén de la pequeña estación de Summerfield del que ahora estaba a punto de partir. Recordó también el temblor delicioso cuando se descubrió sola, completamente a solas con su esposo; en la dulce hora de su entrega al hombre que amaba, para consumar el matrimonio. ¡Cuán infinitamente tierno y delicado fue Frank con ella! Y se recordó Agnes con el hálito entrecortado, evocando aquella delicadeza de Frank… Pero es que los hombres como Frank son siempre dulces y delicados con las mujeres. Con todas las mujeres. Después hicieron otros viajes juntos, siempre felices y sonrientes, con Frank burlándose gentil de ella tantas veces, bromista siempre. Y sobre todo recordaba un viaje de apenas un mes después de que naciese Francis. Frank había ido a la estación con ella, con el pequeño y con la niñera, pero sólo para verlos partir. Él no podía acompañarles por tener un caso urgente que atender en los juzgados; estaba más que justificado, pues, que no fuese a Littlehampton y estar junto a ella en el siempre necesario cambio de aires, y para una no menos necesaria estancia junto al mar, que eso había

recomendado el médico a Agnes que hiciera a fin de que se produjese su recuperación definitiva tras el parto. Pero en el último instante, cuando ya salía el tren, Frank saltó al vagón sin billete e hizo parte del viaje junto a ella, apeándose en la estación de Horsham para tomar allí un tren de regreso. Recordaba Agnes el asombro de la niñera ante aquello, su expresión con la que quería decir a su señora que jamás había visto un esposo tan amantísimo como el suyo. Pero ese montón de recuerdos acabaron hastiándola. Los execraba. No hicieron mella en su ánimo ni la desviaron de sus propósitos. Muy al contrario, comenzó a sentir mayor ternura aún hacia Gerald Ferrier, cuya vida era la de un hombre solitario, un hombre que había disfrutado apenas del gozo de las costumbres más morigeradas y hogareñas, un hombre que nunca —pues eso le había confesado con una mezcla de tristeza y burla hacia sí mismo— había sido amado honestamente por una mujer a la que amar sin reservas. Y volvió a resonar con fuerza en sus oídos aquello que le dijera Ferrier: «¿Crees que te hubiese dicho una sola palabra de amor, de no haberme percatado de que ya no eras feliz? ¿Crees que te hubiera pedido que te quedases conmigo, de haber visto yo que podías seguir siendo feliz con tu esposo?» Agnes sabía que Ferrier le había dicho la verdad, que hablaba de todo corazón. Era cierto que nunca había pretendido apartarla de Frank. Agnes supo así que la amaba sinceramente, que la amistad que sentían ambos era, además, simple y puro amor.

III El tren llegó a la brumosa estación de Londres; Agnes Barlow bajó lentamente del vagón. Sintió cierta aprensión al sentirse sola. En las últimas semanas Ferrier siempre había ido a recibirla, y la esperaba en el andén, tomando luego un taxi junto a ella para llevarla a una galería de arte, a un concierto, o a uno de esos grandes jardines que la ciudad aún puede ofrecer a los que se aman.

Pero en esta ocasión Ferrier no la esperaba. Ferrier estaba enfermo, solo, en aquellas habitaciones vacías a las que llamaba su casa. Agnes Barlow salió de la estación. El corazón le latía como un martillo. Para Agnes, aquello era una sensación nueva; temió que quizá le latiera así el corazón por la posibilidad de encontrarse con algún conocido, y que éste le preguntase qué hacía allí sola. Temía no poder esconderse en ese caso en la niebla de Londres. Y entonces aconteció algo que hizo estremecerse a Agnes. Caminaba lentamente ya en las afueras de la estación cuando se le acercó un hombre alto. Al llegar hasta ella se quitó el sombrero y la miró fijamente, no sin cierta insolencia. —Creo que he tenido el placer de verla antes —le dijo. Ella lo miró curiosa, aunque intranquila, con el corazón inquieto. Temió que se tratase de un compañero de trabajo de Frank, o de alguien que hubiera tenido con él algún tipo de relación profesional. —No… no lo creo —acertó a decir. —¡Oh, sí, claro que sí! —dijo aquel hombre—. ¿No me recuerda de hace dos años, en el Pirola, en Regent Street? No creo que me equivoque… Entonces cayó en la cuenta Agnes. —No creo —dijo, sin embargo, apretando el paso—. Está usted en un error. El hombre la contempló irse con una sonrisa sarcástica, pero no hizo nada por seguirla ni por importunarla. Agnes temblaba, agotada por el miedo, por el disgusto que acababa de llevarse. Era extraño, pero nunca le habían ocurrido cosas así a la bella Agnes Barlow. Claro que tampoco era frecuente verla caminar sola por Londres; nunca se había hallado envuelta, por lo demás, en la neblina, como lo estaba aquella tarde que ya se acercaba a la noche, una de esas noches que invitan a que los seres más indeseables se acerquen a una dama. Entonces se dirigió a una mujer de aspecto respetable. —¿Podría indicarme, por favor, cómo ir a Flood Street, en Chelsea? — dijo con voz temblorosa. —Claro que sí… Está un poco lejos, pero no tiene pérdida… Siga todo recto y vuelva a preguntar cuando haya caminado durante veinte minutos,

aproximadamente. No tiene pérdida —y apretó el paso antes de que Agnes pudiera preguntarle algo más. Salir de la estación comenzaba a parecerle una aventura terrorífica. Es más, sintió que alguien la observaba a sus espaldas. Pero cuando se giró despacio y miró por encima de su hombro, comprobó que la acera estaba vacía. Siguió caminando hasta un lugar en el que convergían cuatro calles. Agnes temió confundirse en aquella encrucijada. Algunas siluetas oscuras pasaban raudas junto a ella, como si estuviesen ocupadas en asuntos muy serios. ¿Y si volvía a abordarla otro hombre? En la última media hora Agnes había comenzado a sentir miedo, un auténtico pavor, hacia los hombres. Y entonces, como si alguna fuerza invisible quisiera hacer del todo ciertos sus temores, vio emerger, entre dos grandes masas de niebla, la figura de una mujer que se apoyaba contra un muro. Agnes comenzó a cruzar la calle, pero aún no lo había hecho del todo cuando se detuvo en mitad de la calzada y, volviéndose hacia aquella mujer apoyada contra un muro, gritó con la voz ahogada, con la voz a punto de rompérsele en un sollozo. —¡Teresa! —dijo—. ¡Teresa! En aquella silueta entre la niebla y las sombras de la noche acababa de reconocer, a despecho de su incredulidad, la entonces aterradora figura de Teresa Maído. Pero su grito no recibió respuesta, aunque por momentos le parecía que no se había equivocado, que aquella mujer a la que viera entre la neblina y las sombras de la noche era Teresa, con su carita de niña, con su negra cabellera siempre revuelta, como la de las niñas traviesas, con los ojos bien abiertos, como los tienen los vivos. Aquella mujer alta de figura estatuaria que había evocado en Agnes a Teresa tenía sin embargo a un niño de la mano. Aún sobrecogida por aquella visión que la llevó al grito, sin querer creer en lo que había visto, Agnes se dirigió al grupo melancólico que componían la mujer y el niño. —¿Podría decirme por dónde he de ir para llegar a Flood Street? — preguntó Agnes ante la aparente indiferencia de la otra.

La mujer, no obstante, se la quedó mirando con mucha fijeza. —No lo sé —respondió suavemente—, no soy de aquí. Entonces, con una energía que pareció insólita en ella, se dirigió a Agnes en una doliente súplica: —Por el amor de Dios, señora, deme algo para que pueda volver a casa… He venido a pie desde Essex con el niño y no tengo un penique. Vine en busca de mi marido, pero parece haberse perdido, no he sido capaz de encontrarlo. Una semana atrás, Agnes Barlow hubiera negado con la cabeza, sin mirarla, y habría seguido su camino. Sostenía la opinión, inculcada por sus padres desde niña, de que era un error muy grave dar limosna a los pobres. Pero acaso la ilusión que acababa de experimentar le hizo recordar las enseñanzas y consejos del padre Ferguson. De golpe recordó aquel sermón del anciano sacerdote que tanto alteró a su parroquia, pues dijo que era preferible dar limosna a nueve impostores antes que negársela a un hombre justo y necesitado; y recordó también Agnes que Cristo se mostró tantas veces como un mendigo ante los poderosos. Tomó cinco chelines de su bolso, y los puso, no en la mano de la mujer, sino en la del niño. —Gracias, señora —dijo conmovida la pedigüeña—, y que Dios la bendiga. Eso fue todo. Pero no halló Agnes gran consuelo con ello, marchándose de allí apenas confortada. Finalmente, ayudada en su camino por más de un transeúnte de buen corazón, llegó a la estrecha calle de Chelsea en la que vivía Ferrier. La neblina llegaba cada vez más densa desde el río, a pesar de lo cual no tardó mucho Agnes Barlow en dar con un portalón abierto sobre el que había un letrero en el que podía leerse; Apartamentos Tomás Moro. Agnes se adentró tímidamente en el portalón, y ya más confiada atravesó un patio perfectamente cuadrado y vacío en el que había un farol de gas. Se detuvo y echó un vistazo a su alrededor. El lugar le pareció muy feo, lamentable; un sitio, en suma, muy distinto de aquellas dos casas en las que había transcurrido su hasta entonces feliz existencia, unas casas con luz

eléctrica. Le resultaba muy extraño, por ello, que Ferrier le hubiese contado que vivía en un edificio muy bonito. Siguió hasta un portal que había al fondo del patio, del que arrancaba una herrumbrosa escalera de hierro y comenzó a subir los chirriantes peldaños con una mezcla de angustia propia de quien conoce el significado de la palabra felicidad, y de quien se sabe haciendo algo que podría poner en peligro su buena reputación. No obstante eso, Agnes no se vino abajo ni se olvidó de cuál era el motivo de que estuviese en aquel lugar tan sórdido. Aún se sentía herida en su amor propio y precisaba de cariño. Pero a despecho de que aquel ambiente fuese una agresión para su espíritu, su determinación en pos de la venganza era clara, tanto como el hecho incuestionable de que la carne es débil. Y mientras subía despacio la vieja escalera de hierro, se entretenía contemplando su grotesca sombra en los peldaños, para no pensar en nada, y se entretenía también escuchando sus propias pisadas en los chirriantes peldaños. Las lámparas de gas de la escalera exhalaban un tufo repugnante que pareció a Agnes una agresión. No se explicaba tanto abandono por parte de los propietarios de aquel edificio extraño o, más que extraño, sórdido y sucio. Sin duda hubiese pasado un mal rato de haber topado con algún conocido, pero eso dejó de atormentarla. Allí no se encontraría con nadie que supiera de su dignidad, de su reputación de madre y de esposa amantísima; allí no podría encontrarse con nadie que le reprochase el abandono de su hasta entonces plácida y confortable vida. Pero, para su sorpresa, de una de las puertas salió de repente un hombre de edad, cubierto con un abrigo oscuro y tocado con un sombrero. A Agnes le dio un vuelco el corazón. Sí, acababa de ocurrir lo que tanto temía desde que salió de Summerfield. En la penumbra del descansillo de la escalera reconoció a aquel hombre, un excéntrico conocido de su padre. —¿Mr. Willis? —dijo aterrorizada, casi en un susurro, al verse frente a él. El anciano la miró sorprendido, y acaso con un cierto gesto de resentimiento. —No me llamo Willis —respondió casi gruñendo y sin prestarle mayor

atención, bajando la escalera. A Agnes le pareció que su corazón se detenía, aun sin saberse aliviada porque aquel hombre no era quien había supuesto, o conturbada por ello. Por otra parte, ¿es que se estaba volviendo loca? ¿Cómo pudo ser tan imbécil como para confundir a aquel hombre, una especie de oso gruñón, con el afable Mr. Willis? Casi estaba llegando al último piso. Unos peldaños más y llegaría. Sus pasos seguían siendo lentos, y más pesados ahora, pero comenzaba a experimentar una extraña paz en su interior. En nada estaría a salvo para siempre, en los brazos de Ferrier. ¡Qué extraño le resultaba decirse eso así de tranquilamente! Pero entonces… entonces… como poseída por una suerte de encantamiento que le hubiese llegado con la neblina de la noche londinense, vio ante ella una silueta alta y grisácea aparecida de no se sabía dónde. Una silueta que le salía al paso. Agnes se aferró al pasamanos, tan aterrorizada que no pudo ni gritar. Ni siquiera pudo preguntar, como había hecho en la calle, si era Teresa. Ni una palabra salió de sus labios, temerosa de que si preguntaba aquella aparición le respondiera. Pero Teresa Maído, la amiga de Agnes, casi su hermana tantos años, había roto las estrechas márgenes que separan la vida de la muerte. Aunque la viva no había sabido qué hacer por la muerta, ésta se disponía a prestarle su ayuda, sabedora de que Agnes estaba a punto de arrojarse a unas profundidades ignotas y peligrosas cuya corriente podría arrastrarla sin remedio. Agnes se quedó contemplando la aparición, con miedo y a la vez fascinada. La silueta permanecía inmóvil, grisácea y a la vez con el color de la cera, pero sus ojos, que miraban con una dulzura inmensa a la recién llegada, poseían una expresión luminosa que inspiraba tranquilidad, que sugería la posibilidad de la salvación. Agnes, de súbito, recuperada de aquella profunda sensación, de aquel terror que la embargaba, halló las fuerzas que pretendía para correr escalera abajo, atravesar a toda prisa el patio cuadrado y salir a la calle. A pesar de verse envuelta por la neblina cada vez más densa, no dejaba de

mirar atrás en su carrera, por ver si era seguida. Y por ver también aquella ventana con luz de la última planta de la casa en la que estaría el pobre Ferrier, al que ya no vería. Pero no la ocupaba ya otro pensamiento que el de regresar a casa cuanto antes; antes, incluso, de que lo hiciese Frank, lamentando haberse dejado llevar de aquel rapto que a punto estuvo de arruinar definitivamente su vida sólo por afán de venganza. Finalmente llegó a Summerfield, pero no concluyeron con ello sus angustias. Cuando salió de la estación para dirigirse a The Haven, apenas había comenzado a caminar cuando escuchó unos pasos a sus espaldas. Aterrada, quiso andar más velozmente pero no podía más, estaba agotada, y comenzó a sollozar, con la sola esperanza de que al menos algún vecino apareciese para ayudarla, para espantar a su perseguidor. El que la seguía estaba cada más cerca de ella. Y cuando se puso a su altura encendió una cerilla. —¿Agnes? —preguntó; era la voz de Frank Barlow, extrañado—. ¿Eres tú? Vine a buscarte porque supuse que regresarías en este tren. Y como ella no pudo responderle nada, no insistió Frank en sus preguntas… Sólo Dios sabía la razón de que regresara a hora tan intempestiva a casa; mucho más tarde, incluso, de lo que ya venía siendo habitual en ella. Entonces la tomó en sus brazos. —Cariño —susurró él—, sé que me he portado contigo como una mala bestia, pero te aseguro que jamás dejé de amarte… No puedo soportar por más tiempo tu frialdad, Agnes; vivir así es un infierno… Sólo puedo pedirte que me perdones, ángel mío. Y el ángel de Frank lo perdonó al instante, con la generosidad que siempre fue propia de ella, esa generosidad de la que tanto sabía Frank. Más aún, Agnes nunca quiso saber más de su poeta amador, Ferrier, pues siempre que se le venía a las mientes lo asociaba con el avatar terrible por el que había pasado, y con el hecho de que alguna vez se le pasó por la mente romper su feliz matrimonio.

Edith Nesbit (1858 - 1924)

En el transcurso de una de sus agotadoras giras promocionales, allá por 2006, con motivo de la publicación de Harry Potter y el misterio del príncipe, la popular escritora inglesa J. K. Rowling confesó: «La autora con la que más me identifico es Edith Nesbit. Es genial; creó extraordinarias y graciosas historias de fantasía. Sus niños, sus personajes, son muy reales, y fue muy innovadora para su época». De pronto, gran parte de los incondicionales de J. K. Rowling se sintieron desconcertados. ¿Quién era Edith Nesbit? Desconcierto que aumentó con motivo de la reedición en Gran Bretaña y Estados Unidos de algunos de los mejores textos de Nesbit —cf. Los buscadores de tesoros (Story of the Treasure-Seekers, 1899), The Railway Children (1906), El castillo encantado (The Enchanted Castle, 1907)—, ya que la prensa especializada se apresuró en presentar a la novelista, en un requiebro publicitario ciertamente hábil, como «la abuela de Harry Potter». Pero el poderoso influjo de Edith Nesbit en la narrativa infantil y juvenil del mundo anglosajón viene de lejos. Sus cuarenta libros comprendidos dentro de este género —algunos tan inolvidables como Historias de dragones (The Book of Dragons, 1901)— inspiraron a Pamela Lyndon Travers (18991996) —creadora de la saga Mary Poppins—, Diana Wynne Jones (n. 1934) —Howl’s Moving Castle (1986)—, Edward McMaken Eager (1911-1964) — quien, por influencia de Nesbit, hizo de la magia uno de los ejes dramáticos fundamentales de su obra, como prueba Magic By the Lake (1957) o Magic

Or Not? (1959)— y C. S. Lewis (1898-1963) —cuyas famosas Crónicas de Narnia rindieron un homenaje personal a la obra de Edith Nesbit—. Uno de sus más rendidos admiradores, el estadounidense Gore Vidal, escribió en un artículo titulado “The Writing of E. Nesbit”, en la revista The New York Review of Books (vol. 3, nº 8, 3 de diciembre de 1964): «Después de Lewis Carroll, Edith Nesbit fue la mejor fabuladora inglesa que escribió sobre los niños (ninguno de los dos lo hizo para los niños) y, como Carroll, creó un mundo de la magia y de la lógica invertida que era enteramente propio». Tal vez la clave de su éxito cualitativo radicaba en su honestidad. Ella misma explicó su método en una carta a su amiga Berta Ruck: «Es una cuestión de honor para mí no subestimar jamás a los chicos. Algunas veces, a propósito, pongo una palabra que sé que no van a entender para que le pregunten a un adulto el significado y, de paso, aprendan algo». Edith Nesbit publicó en vida dos recopilatorios de cuentos de fantasmas y de horror, Grim Tales (1893) —que incluye “The Ebony Frame”, “John Charrington’s Wedding”, “Uncle Abraham’s Romance”, “The Mystery of the Semi-Detached”, “From the Dead”, “Man-Size in Marble” y “The Mass for the Dead”— y Fear (1910) —que contiene “The Head”, “In the Dark”, “The Ebony Frame”, “Hurst of Hurstcote”, “Uncle Abraham’s Romance”, “The Violet Car”, “The Shadow” y “The Followers”, además de “From the Dead”, “Man-Size in Marble” y “John Charrington’s Wedding”—. Cuantitativamente, efectúan un breve paseo por las oscuras regiones de lo fantástico y lo macabro, pero en lo tocante a la calidad, su obra es lo suficientemente trascendental como para auparla a la altura de los más grandes maestros del género. Su agnosticismo en lo referente a temas religiosos y/o sobrenaturales convierte los relatos de terror de Edith Nesbit en un magnífico ejemplo de lo que ha venido a llamarse, según Rafael Llopis (Historia natural de los cuentos de miedo, Ediciones Júcar, col. La Vela Latina, Madrid, 1974), «el cuento de miedo realista». El impresionante desarrollo económico, científico e industrial de la Inglaterra victoriana, con sus grandes revoluciones artísticas, filosóficas y sociales, había desactivado por completo los artificios de la novela gótica tradicional. Brevedad, ciertas dosis de ironía y, fundamentalmente, verosimilitud eran los elementos narrativos que articulan dicha tendencia. Tendencia que no excluye una

atmósfera de misterio, de insania, que poco a poco va enrareciéndose hasta hacerse insoportable; una interacción dramática, sugerida pero evidente, entre los vivos y los muertos o, si se prefiere, entre el mundo real y el más allá. Interacción que, en la mayoría de casos, culmina con un efecto de terror o un clímax que pueda escandalizar, parafraseando a Marcel Schneider (Déja la niege, Ed. Grasset, París, 1974), tanto la razón práctica como la razón especulativa. Al respecto, el relato de terror más famoso de Edith Nesbit, “De mármol, tamaño natural” (Man-size in Marble, 1886), el único reiteradamente traducido al castellano —cf. Historia de fantasmas de la literatura inglesa, de Michael Cox & R. A. Gilbert (Eds.) (Ed. Edhasa, Barcelona, 1989), La Eva fantástica, de J. A. Molina Foix (Ed.) (Ed. Siruela, Madrid, 1989)—, es un prodigioso compendio de todo lo anteriormente expuesto. Magistral fusión de estilo e ingenio narrativo, la escritora decide destruir, de manera trágica, el escepticismo de su protagonista, un hombre que no cree en leyendas ni siniestras maldiciones. Y todo sin hacer evidente la amenaza sobrenatural, oculta tras una fascinante panoplia de sugerencias, intuiciones, de improbables indicios y casualidades. Algo similar sucede en “La casa encantada” (The Haunted House, 1913) —aparecida en el número de diciembre de The Strand Magazine—, interesante mezcla de vampirismo, mansiones embrujadas y ciencia-ficción con mad doctor incluido. El protagonista, a semejanza de los protagonistas de El fantasma de Canterville (The Canterville Ghost, 1887) de Oscar Wilde —a quien Nesbit rinde homenaje a través del humorístico detalle del anuncio en prensa buscando un «investigador» psíquico—, descubrirá que algunos mitos pueden ser el marco donde se agazapan amenazas mucho más cotidianas. A pesar del opresivo materialismo de la historia, de su grandguiñolesco final, Nesbit acumula toda su sabiduría artística en los detalles, en la inquietante subjetividad de las situaciones: «… quiso hallar alivio preguntándose si todo aquello no sería una pesadilla, un sueño terrible y enloquecido; el dolor físico no le hacía abandonar ese pensamiento, pues las cosas, como en los sueños, se hacían más y más enrevesadas, más y más terribles. En aquel lugar parecía haber algo aún más aterrador que el propio Prior. No, no era su sombra. La sombra del Prior era negra y llegaba hasta una arcada del techo de la cripta. Lo otro

era blanco y pequeño. Pero parecía agrandarse; era como una simple línea blanca, pero se estiraba más y más, hasta hacerse larga, estrecha, y parecía emerger desde un ataúd que tenía frente a sí». De este modo, quizá algo efectista, pero de una brillantez literaria incuestionable, “La casa encantada”, como las restantes fábulas terroríficas de Edith Nesbit, reproduce un sentimiento colectivo de cataclismo inminente e inevitable, de hundimiento del mundo tal y como lo conocemos, y de total subversión/perversión de los valores culturales y morales tradicionales. Edith Nesbit fue la menor de seis hermanos —Saretta, John, Mary, Alfred y Henry— que, al igual que sus padres, la llamaron «Daisy» («Margarita») toda su infancia. Desde muy temprana edad, fue fantasiosa e indisciplinada: cuentan que a los tres años dejó caer sus zapatos en la pila bautismal de la iglesia donde acudía cada domingo su familia, para que navegaran como botes. Edith creció en el campo, en Kennington Lane, a las afueras de Londres, donde su padre, John Collins, dirigía la primera escuela agrícola de Inglaterra, la «Classical, Comercial and Scientifie Academy». Pionero y experto en fertilización —publicó varios libros acerca del tema—, Collins murió cuando su hija pequeña contaba cuatro años, lo que estrechó aún más los vínculos sentimentales entre Edith, su madre y sus hermanos. Dos hechos marcan el carácter de la futura escritora. Primero, la formidable habilidad de Saretta para contar cuentos —«Mi hermana mayor era el recurso para los días de lluvia, cuando lo único que se podía hacer era escuchar cuentos. Y mi hermana era un genio contando cuentos. Si hubiera escrito aquellos cuentos que contaba, seguro que no habría ni un niño en toda Inglaterra que quisiera leer otros cuentos», explicó en su autobiografía Long Ago When I Was Young (¿1902?)—, que estimuló su pasión por la narrativa infantil y juvenil. Y segundo, la enfermedad pulmonar de Mary, que obligó a su madre a efectuar periódicos viajes a lugares más cálidos situados en el Continente, en países como Alemania, España y Francia. Y fue en Francia, concretamente durante su visita en 1896 a la iglesia de Sant Michel (Bordeaux), donde tuvo su primer contacto con el terror, con el terror real—, sufrió un ataque de pánico cuando contempló las amplias catacumbas donde reposan más de 200 cuerpos momificados de hombres, mujeres y niños, de huesos apenas recubiertos por finas tiras de piel apergaminada y amarillenta,

ataviados con viejas y polvorientas ropas. «Parecía que todos me estuvieran observado, a punto de abalanzarse sobre mí…», escribió. Tan traumática experiencia hizo que Edith Nesbit padeciera scotofobia (miedo a la oscuridad) hasta bien entrada en la edad adulta. Embarazada de siete meses, el 22 de abril de 1880 Nesbit se casó con Hubert Bland (1855-1914), político e ideólogo socialista, y uno de los fundadores de la Sociedad Fabiana —precursora del Partido Laborista—, entre cuyos miembros se hallaban George Bernard Shaw, H. G. Wells, Annie Besant, Graham Wallas, Sydney Olivier, Oliver Lodge, Leonard Woolf y Emmeline Pankhurst, además de la recién casada. No tardó en darse cuenta la escritora —según palabras de Marisol Dorao, una de las mejores conocedoras de la obra de Edith Nesbit en España— que se había unido a un hombre de carácter débil, indeciso, contradictorio y enamoradizo: tuvieron cinco hijos y, aunque dos de ellos no eran de Edith, ella los cuidó como si lo fueran. Al matrimonio, más que el amor, lo unía una sólida camaradería. Por otro lado, no existía posibilidad de separación, puesto que, según la ley inglesa de aquellos tiempos, una mujer sólo podía separarse del esposo alegando malos tratos; el adulterio no era causa suficiente. La débil salud de Bland, unida a su escasa habilidad para los negocios, ocasionó graves dificultades económicas a la pareja. Pero Edith no se amilanó y, resuelta a sacar a su familia adelante, explotó sus dones: su afición a la literatura, su talento como pintora e ilustradora y sus dotes para recitar poemas. Fue entonces cuando su editor la convenció para que, debido a los prejuicios de la época, firmara sus obras con una ambivalente «E» antes de su apellido. Curiosamente, todavía hoy se publican sus obras como «E. Nesbit» y, en la época, H. G. Wells creyó que se trataba de un hombre, hasta que Edith le fue presentada en una de las reuniones de la Sociedad Fabiana. La famosa «E» también despistó al erudito inglés Montague Summers, que en su monumental obra Supernatural Omnibus (1931), donde recuperó los relatos “De mármol, tamaño natural” y “John Charrington’s Wedding”, la (re)bautizó como «Evelyn» (¡). Edith Nesbit fue un enigma incluso para sus contemporáneos. H. G. Wells la definió como pura diversión por sus ocurrentes charlas, mientras que George Bernard Shaw la describió como melancólica. No obstante, sí

puede afirmarse que no era nada convencional. Para horror de sus vecinos, le gustaba desplazarse en bicicleta, vehículo tan poco «decoroso» para una dama, recibía a jóvenes admiradores en su casa en ausencia de su marido, se vestía sin corsé y con ropas supuestamente para hombres, se cortó el pelo a lo garçon, dejaba correr a sus chicos descalzos y sin guantes, y se convirtió en una de las primeras mujeres de Inglaterra que fumó en público —su afición por el tabaco desembocó en el cáncer de pulmón que la llevó a la tumba—. Tras la muerte de su primer esposo, en 1914, contrajo segundas nupcias con Thomas Tucker, el 20 de febrero de 1917, lo que también levantó polvareda entre la sociedad biempensante. Pero Tucker, un experimentado capitán de la marina mercante que enviudó dos años antes que Edith, amable y divertido, además de miembro de la Sociedad Fabiana, aportó a su esposa la felicidad conyugal que jamás tuvo con Bland. Ella escribió: «… es como si después de la fría tristeza de estos tres últimos años, alguien me hubiera echado un cálido abrigo sobre los hombros (…) yo era un náufrago en una isla desierta, que ha encontrado a otro náufrago que le ayuda a construir una choza y a encender una hoguera». Además, Thomas se ocupó de preservar para la posteridad la obra de su mujer, quien abandonó la profesión en 1919, echándole una mano esporádicamente a su esposo con sus artículos sobre temas náuticos para la Westmisnter Gazette. Al morir su esposa, y por expreso deseo de ella, Thomas talló un par de postes de madera que sostienen la sencilla inscripción que señala la tumba de Edith Nesbit en el cementerio de la iglesia de St. Mary-in-the-Marsh —«Resting E. Nesbit. Mrs. Bland-Tucker. Poet and Author»—. No quiso ninguna lápida.

LA CASA ENCANTADA Fue por mero accidente que Desmond llegó a la casa encantada. Había estado fuera de Inglaterra durante seis años, y tantos meses de feliz distancia le habían enseñado cuán fácilmente se desgaja uno de su lugar de origen. Había tomado habitaciones en Greyhound tras convencerse de que no había razón para que siguiera en Elmstead más tiempo que en cualquier otro sombrío lugar a las afueras de Londres. Escribió a todos sus amigos cuyas direcciones recordaba y se dispuso a esperar la respuesta a sus cartas. Quería hablar con alguien, pero no tenía con quién hacerlo. Mientras, se tumbaba en el largo sofá con el diario de avisos entre las manos y sus apacibles ojos grises seguían las líneas una tras otra con un aburrimiento intolerable. Pero un día, de repente, exclamó: «¡Vaya!», y se puso de pie. Esto fue lo que leyó: UNA CASA ENCANTADA: Anunciante ansioso de que se investigue el

fenómeno. Cualquier investigador acreditado recibirá todas las facilidades. Escribir a Wildon Prior, Museum Street, 237, Londres. «¡Esto suena bien!», se dijo. Conocía a Wildon Prior, era el tipo más bromista y zascandil de su club. Tenía que ser él, no era un nombre común. Además, no perdía nada con intentarlo, así que le envió un telegrama: Wildon Prior, Museum Street, 237, Londres. ¿Puedo pasar uno o dos días en su casa y ver al fantasma? WILLIAM DESMOND.

Cuando al día siguiente regresó de dar un paseo, había un sobre amarillo sobre la amplia mesa Pembroke del salón. Encantado. Lo espero hoy mismo. Saque billete a Crittenden desde Charing Cross. Tren eléctrico. WILDON PRIOR, Rectoría de Ormehurst, Kent. «¡Perfecto!», se dijo Desmond y comenzó a hacer la maleta; luego pidió en el bar un horario de trenes. «Wilson, ese estupendo canalla… Será divertido verlo otra vez». Frente a la estación de Crittenden esperaba un curioso ómnibus que parecía una bañera mecánica, y su conductor, un hombre bajito, moreno y de cara abrupta, con los ojos líquidos, le espetó al verle: —¿Es usted amigo de Mr. Prior, señor? Le ayudó a subir a su bañera mecánica y luego cerró la puerta. El viaje fue largo, y mucho menos placentero, desde luego, que si lo hubiese hecho en un carruaje. La última parte del mismo discurrió a través de un bosque; luego pasaron ante un cementerio y una iglesia, y la bañera mecánica entró al fin por la puerta de una gran verja, siempre al amparo de unos árboles muy altos. Frente a la verja se alzaba una casa blanca con las ventanas desnudas, desoladoras. «¡Qué lugar tan divertido, caramba!», se dijo Desmond sarcástico, mientras pegaba botes en el asiento de la traqueteante bañera mecánica. El conductor dejó la maleta del viajero en los peldaños desconchados que llevaban a la puerta, y se fue. Desmond tiró de una cadena herrumbrosa y su cabeza se llenó al instante del sonido de una campanilla no menos herrumbrosa. Nadie salió a la puerta, por lo que volvió a llamar. Tampoco acudió nadie a su llamada en esta ocasión, pero oyó el sonido inequívoco de una ventana abriéndose sobre el porche. Dio unos pasos atrás y miró hacia arriba. Un joven pelirrojo y de ojos translúcidos le miraba. No era Wildon, desde luego, no se parecía en nada a Wildon. Tampoco decía una palabra, aunque daba la impresión de que le hacía una seña. Y la seña parecía decirle:

«¡Lárguese!» «¿No será esto un asilo para lunáticos?», se preguntó Desmond y volvió a hacer sonar la campanilla herrumbrosa. Al fin oyó pasos tras la puerta, en el interior. Las pisadas de unas botas sobre la piedra. Se dejó sentir el sonido de un cerrojo, después de lo cual se abrió la puerta, y Desmond, confuso y un tanto arrebolado, se sorprendió escrutando un par de ojos muy oscuros, de mirada amigable, mientras oía una voz que le preguntaba: —¿Es usted Mr. Desmond? Entre, por favor, le ruego que me perdone. Quien así decía le ofreció una mano cálida, y tras estrechársela se vio siguiendo a un hombre en su edad más que madura, atractivo y elegante, imbuido de un gran aire de serenidad y dominio; era justo eso que suele definirse como un hombre de mundo. El hombre abrió una puerta y lo introdujo en un oscuro pero acogedor salón biblioteca. «Será su tío», pensó Desmond dejándose caer en un confortable sillón orejero. —¿Cómo estará Wildon? Espero que bien… —dijo entonces en voz alta. El otro le miraba. —Perdone, señor —dijo dubitativo. —¿Quizá he preguntado cómo estará Wildon? —Estoy muy bien, gracias —dijo el otro con bastante formalidad. —Ahora le ruego yo que me disculpe —dijo entonces Desmond—; no supuse que también se llamara usted Wildon… Wildon Prior. —Soy Wildon Prior —respondió el otro— y usted, supongo, ha de ser el experto de la Sociedad Psíquica… —¡No, por Dios! —exclamó Desmond—. Soy amigo de Wildon Prior, pero está claro que hay dos Wildon Prior. —Pero ¿no mandó usted un telegrama? ¿No es usted Mr. Desmond? La Sociedad Psíquica convino en enviar un experto, y creí por eso… —Comprendo —dijo Desmond—. Y yo creí que era usted Wildon Prior, mi viejo amigo… un hombre aún joven… —y no pudo evitar ponerse colorado. —¡Ah, ya veo! —dijo Wildon Prior—. Sin duda, es usted amigo de mi

sobrino. ¿Y sabe él que venía usted? Pues no ha dicho nada… Le confieso que me siento un tanto confuso, pero me alegro mucho de conocerle… Se quedará usted, ¿verdad? Si es que puede soportar la visión del espectro de un anciano como yo, claro… Esta misma noche escribiré a Will pidiéndole que se reúna cuanto antes con nosotros. —Yo también celebro conocerle —dijo Desmond—, y me alegro mucho de haber venido… También me alegró mucho leer el nombre de Wildon en el diario de avisos, porque… —y comenzó a hablar de Elmstead, de su soledad y de su aburrimiento. Mr. Prior lo escuchaba con gran interés. —¿Dice que no ha podido reunirse con sus amigos? ¡Qué triste! Pero al menos le habrán escrito… Supongo que les daría usted su dirección… —Pues no lo hice… ¡Por Júpiter! —dijo Desmond—. Pero puedo escribirles de nuevo. ¿Podré ir a Correos? —Claro —le dijo el otro—. Escriba las cartas que desee, que mi criado las llevará a Correos; después cenaremos y le hablaré del fantasma… Desmond escribió rápidamente varias cartas. Justo cuando había acabado entró Mr. Prior. —Lo llevaré a usted a su habitación —le dijo tomando las cartas en sus largas manos, muy blancas—. Quizá quiera descansar un poco. Cenaremos a las ocho. La habitación, como el salón biblioteca, era confortable y cálida. —Espero que esté cómodo —le dijo el anfitrión, cortés y solícito. Desmond estaba seguro de que se encontraría cómodo. Casi al instante se presentaba el hombre bajo y moreno que había llevado a Desmond a la casa, desde la estación, con un candelabro de plata en la mano. Avanzando desde las sombras de la puerta hasta ellos, entre los círculos de luz que arrojaban las velas, surgió entonces una figura. —Mi ayudante, Mr. Verney —dijo el anfitrión al huésped, y Desmond alargó su mano para estrechar la mano blanda y húmeda de aquel hombre, que le pareció era el que se había asomado a la ventana cuando llegó a la casa, el que pareció hacerle un gesto diciéndole ¡lárguese! Quizá fuese Mr. Prior un médico que tuviera allí huéspedes de pago, por no decir pacientes, o chiflados, como pensó Desmond, pero Prior había dicho

mi ayudante. —¿Sabe? —dijo Desmond a Mr. Prior—. Lo tomé a usted por un clérigo… La Rectoría, todo eso… Pensé que Wildon, mi amigo Wildon, vivía con un tío que era clérigo… —Oh, no —dijo Mr. Prior—, sólo tengo alquilada La Rectoría… El rector opina que es un lugar muy húmedo, y la iglesia está abandonada… No pueden hacer frente a los gastos de su restauración… Sirva un vino a Mr. Desmond, López. El hombre bajito y moreno de rostro abrupto le llenó una copa. —Este lugar es magnífico para realizar mis experimentos —siguió diciendo Mr. Prior—. Digamos que sé un poco de química, Mr. Desmond, materia en la que me asiste Verney. Verney susurró algo parecido a «es un orgullo para mí», hundiéndose de nuevo en su silencio. —Todos tenemos nuestro hobby —continuó Mr. Prior—, y el mío es la química. Felizmente, dispongo de una buena renta que me permite ocuparme de ello. Wildon, mi sobrino, ya sabe, se ríe de mí y llama a la química la ciencia de los malos olores, pero le aseguro que es algo que lo absorbe a uno por completo… Sí, es un hobby muy absorbente… Una vez hubieron cenado, Verney salió del salón comedor, mientras Desmond y su anfitrión estiraban los pies para ponerlos cuanto más cerca pudieran del fuego del hogar, eso que Mr. Prior llamó «la reconfortante caricia del fuego», pues la noche comenzaba a ser fría. —Y ahora —dijo Desmond—, ¿querría contarme la historia de ese fantasma? El otro echó un vistazo alrededor del salón. —La verdad es que no puede decirse que sea una historia de fantasmas, ni siquiera la historia de un fantasma; ocurre que… bueno, a mí nunca me ha pasado, pero sí a Verney, pobre muchacho… Y eso le ha destrozado los nervios, no ha vuelto a ser el mismo. Desmond notó que algo temblaba dentro de sí. —La habitación encantada… ¿es la mía? —preguntó al fin. —No se puede hablar de una habitación ni de una dependencia de la casa en concreto —dijo el otro, hablando muy despacio—. Ni se puede hablar de

que se le haya aparecido a alguien en concreto… —¿Eso quiere decir que lo podría ver cualquiera? —Es que, en realidad, nadie lo ve; no es el tipo de fantasma al que se ve o se oye… —Puede que le parezca estúpido, pero lo cierto es que no comprendo una palabra —dijo Desmond, sorprendido—. ¿Cómo va a ser un fantasma, si no se le ve ni se le oye? —Bueno, yo no he dicho que sea realmente un fantasma —precisó Mr. Prior—. Sólo digo que en esta casa hay algo que no es normal… Varios de mis ayudantes han tenido que irse de aquí sucesivamente… Ese algo les afectó los nervios. —¿Y qué ha sido de esos ayudantes suyos? —preguntó Desmond. —Bueno, no lo sé, se fueron, ya sabe… —respondió Prior vagamente—. Uno no va a esperar que la gente quiera sacrificar su salud, claro… A veces pienso, ya sabe usted, Mr. Desmond, que hay mucho cotilleo en los pueblos, a veces pienso que hay gente dispuesta a asustarse por lo que sea; y entre esos cotilleos de los que hablo hay mucha fantasía… Confío en que el experto que nos envíe la Sociedad Psíquica no sea un neurótico más. Aunque también es verdad que aun sin ser un neurótico, uno puede… Pero no, usted no cree en fantasmas, Mr. Desmond. Su sentido común, tan anglosajón, se lo impide. —Mucho me temo que no soy exactamente anglosajón —replicó Desmond—. Por parte de padre soy completamente celta, aunque la verdad es que no doy mucha importancia a la raza. —¿Y por parte de madre? —preguntó Mr. Prior con gran interés. Era el suyo un interés que pareció desproporcionado e intempestivo, ante la forma en que Desmond había planteado la cuestión. Eso hizo que sintiera un cierto grado de resentimiento hacia su anfitrión, al que de pronto comenzó a percibir como un antagonista. —Bueno —respondió como si nada—, creo que tengo algo de sangre china; de hecho me he llevado muy bien con la gente de Shangai, aunque allí me decían que por mi nariz, a buen seguro tuve un antepasado indio piel roja. —Supongo que no tendrá usted sangre negra —preguntó el anfitrión, con una insistencia bastante descortés. —Pues no sabría decirlo —respondió Desmond a punto de echarse a reír,

pero conteniéndose—. Mi cabello, ya lo ve, es más bien rizado, y la verdad es que muchos de mis antepasados por parte de madre anduvieron por las Indias Occidentales… ¿Debo entender que está usted interesado en las diferencias raciales? —No exactamente, no —dijo Mr. Prior un tanto sorprendido por la pregunta—. Pero comprenda que puedan interesarme algunos detalles sobre su familia, Mr. Desmond… Me parece —añadió con una sonrisa tan enigmática como afable— que usted y yo vamos a ser buenos amigos. Desmond no podía decirse a qué era debida aquella sensación de desagrado que experimentaba, una sensación que se había impuesto a la primera y tan placentera de confort, pues hasta entonces se sintió muy bien atendido por aquel hombre. —Es usted muy amable —dijo Desmond—, le agradezco que se preocupe tanto de un extraño como yo. Mr. Prior volvió a sonreír. Tomó un cigarro de la caja de puros, se sirvió whisky con soda, y comenzó a contar, al fin, la historia de la casa. —Los primeros cimientos de la casa datan, a buen seguro, del siglo XIII —dijo—. Esto fue un priorato, ya sabe… Hay una leyenda según la cual el propio rey Enrique VIII le dio tal consideración cuando comenzó a desamortizar los monasterios. Pero aquello, más bien, acabaría convirtiéndose en una maldición; sí, parece que hubo en ello una maldición, pues… De golpe se apagó la voz fuerte, clara y bien timbrada de aquel hombre. Desmond supuso que había escuchado algo extraño, pero el otro, tras la pausa, siguió diciendo: —Una maldición que causó muchas muertes… Y cada cien años se produce una muerte más, siempre del mismo y misterioso modo. Desmond se vio de repente de pie; estaba como adormilado y se escuchó decir: —Esas viejas leyendas son muy interesantes. Muchas gracias por todo. Espero que no me tenga por un maleducado, pero creo que ha llegado el momento de que me retire, la verdad es que estoy cansado. —Claro, claro, mi querido amigo… Mr. Prior acompañó a Desmond hasta su habitación.

—¿No desea nada más, no necesita nada? Bien… Cierre la puerta por dentro, así se sentirá más tranquilo. Naturalmente, las cerraduras no son un impedimento para los fantasmas, pero a uno siempre le parece que si echa el cerrojo será más difícil que entren, aunque si le dijésemos esto a un amigo se echaría a reír sin remedio. La risa también espanta a los fantasmas, por lo demás, estoy seguro. William Desmond cayó en la cama como el hombre joven y fuerte que era, durmiendo profundamente. Pero despertó al amanecer, temeroso y temblando. Se sintió muy cansado y confundido. ¿Dónde estaba? ¿Qué le había pasado? Su cerebro, débil y oscuro al principio, le negaba las respuestas. Y cuando lo recordó todo, un espasmo de repugnancia, algo que le pareció haber sentido en algún momento durante la noche, volvió a golpearle fuertemente, dejándole sin aliento. Pensó que lo habían envenenado, que le habían drogado. «Tengo que salir de aquí», se dijo mientras saltaba de la cama para dirigirse al tirador de la campanilla, envuelto en seda, que pendía junto a la puerta. Tiró para llamar, y al momento la cama, el armario, el mobiliario todo de la habitación pareció dar vueltas a su alrededor y caerle luego encima. Perdió el conocimiento. Lo siguiente que supo fue que alguien le ponía un poco de brandy en los labios. Abrió entonces los ojos y vio ante sí a Prior, que parecía preocuparse por él. A su lado estaba su ayudante, pálido y con los ojos acuosos y translúcidos. Vio también al criado moreno, estólido y silencioso. Y escuchó que Verney decía a Prior: —Esto es intolerable; quiero decirle que… —Cállese, está recuperando el sentido. Cuatro días después yacía Desmond en una tumbona, en el césped, no del todo enfermo pero sí bastante ajeno a cuanto le rodeaba. Unos buenos alimentos, bebidas, té, distintos estimulantes y un cuidado constante, le devolvían poco a poco a su estado más o menos normal. Se preguntaba a veces por aquella vaga sospecha suya, que recordaba con no menor vaguedad, de su primera noche en la casa; pero todos ellos, con sus atenciones, le demostraban que su sospecha era absurda, por mucho que

estuviese en una casa encantada. —Pero ¿qué me ha hecho caer en este estado? —preguntó por enésima vez a su anfitrión—. ¿Por qué razón yo mismo me siento como si fuera un imbécil? Esta vez Mr. Prior no le pidió que lo olvidara, como había hecho en otras ocasiones para decirle después que esperase a sentirse más recuperado. —Me temo que lo sabe —le respondió entonces—. Creo que ha sido el fantasma, y me parece que a partir de ahora voy a reconsiderar mi opinión al respecto. —¿Y por qué no ha vuelto? —Bueno, me he quedado a su lado todas estas noches, ya lo sabe usted — le recordó su anfitrión, pues en efecto no lo había dejado solo ni un momento desde aquel amanecer en que hizo sonar la campanilla del cuarto—. Ahora — siguió diciendo Mr. Prior—, si no me considera poco hospitalario, creo que le vendría mucho mejor irse de aquí… Debería ir junto al mar. —Supongo que no he recibido correspondencia —dijo Desmond con cierto desaliento. —Nada… ¿Puso usted el remite correcto? Rectoría Ormehurst, Crittenden, Kent, ya sabe… —Creo que no puse Crittenden —dijo Desmond—. Copié la dirección de su telegrama —dijo sacando el papel rosado de su bolsillo. —Pues será por eso —dijo el otro. —Ha sido culpa suya, señor —dijo Desmond abruptamente. —Eso no tiene sentido, joven —replicó el otro con benevolencia—. Sólo deseo que venga Willie, pero ese bandido nunca escribe si no es para enviar un telegrama diciendo que no puede venir. —Supongo que se lo estará pasando muy bien por ahí —dijo Desmond con envidia—; pero, escuche… Cuénteme más sobre ese fantasma, si es que realmente hay algo que contar… Ya estoy bastante bien, me siento tranquilo y recuperado, y me gustaría saber por qué he llegado a enloquecer de este modo. —Bien —Mr. Prior miró a su alrededor, contemplando el rojo y el dorado de las dalias y los girasoles, luminosos bajo el sol de septiembre—. Aquí y ahora, no tengo noticia de que ese supuesto fantasma cause realmente daño.

¿Recuerda la historia que le conté acerca de aquel hombre que recibió de Enrique VIII esta casa, recuerda usted lo que le dije de una maldición? La esposa de aquel hombre fue enterrada en la cripta de la iglesia… Pues bien, hay sobre eso algunas leyendas… y le confieso que deseaba ardientemente ver esa tumba, por lo que entré allí… Esa cripta estaba cerrada por una puerta de hierro, que abrí con una vieja llave. Pero no pude cerrarla de nuevo. —¿De veras? —se asombró Desmond. —Supondrá usted que llamé a un cerrajero, claro; pero no lo hice. Verá… Esa pequeña cripta me pareció un buen lugar para instalar un laboratorio suplementario; además, si hubiera llamado a alguien para que viese la cerradura, habría ido contándolo por ahí… Tendría que haber dejado, al cabo, mi laboratorio, quizá también mi casa. —Comprendo… —Pero lo más curioso —siguió diciendo Mr. Prior, ahora en voz más baja — es que fue a partir de ese instante cuando la casa se tornó… eso que decimos encantada. Fue a partir de ese momento cuando comenzaron a suceder esas cosas. —¿Qué cosas? —Pues que algunas personas que caían por aquí enfermaban de repente, como usted mismo… Y que como consecuencia de esa especie de ataque sufrido padecían de pérdida de sangre. Además —dudó un instante—, además… esa herida que muestra usted en la garganta… Le dije que quizá se había herido al caer desvanecido después de tocar la campanilla. Pero no es verdad. Lo cierto es que usted tiene en la garganta esa misma herida pequeña y reblandecida, un tanto blanquecina, que mostraban los demás… No sabe cuánto desearía —añadió frunciendo el ceño— cerrar de nuevo esa cripta… Pero la vieja llave no sirve. —Me pregunto si yo mismo podría hacer algo —dijo Desmond, secretamente convencido de que en realidad se había herido en la garganta al caer sin sentido, y que la historia que le contaba su anfitrión, era, sin más, cosa de lunáticos; total, poniendo una nueva cerradura se acababa el caso—. Soy ingeniero, señor —siguió diciendo con cierta altivez tras una pausa, mientras se levantaba de la tumbona—. Pero es posible que ni siquiera haga falta cambiar la cerradura; puede que con un poco de aceite, sin más… Bien,

echemos un vistazo a esa cerradura. Siguió a Mr. Prior hasta la iglesia. Con una llave grande y brillante, que abría bien, entraron en el recinto, húmedo y con musgo en el suelo. La hiedra cubría las ventanas destrozadas, y el azul del cielo parecía estrellarse contra los agujeros del tejado. Otra llave abrió una puerta baja y de roble macizo que había más allá de lo que en tiempos fuera la capilla de la Virgen y, tras abrirla, Mr. Prior se detuvo para encender una vela que había en una palmatoria, sobre una repisa excavada en la piedra. Luego bajaron por unos peldaños cubiertos de polvo y de borde desgastado. Era una cripta típicamente normanda, de belleza muy sencilla. Al fondo de la misma había un hueco al que impedía el acceso una reja antigua y muy bien trabajada, tras de la cual había una puerta de hierro. —Antiguamente se pensaba que las rejas y las puertas de hierro brindaban protección contra la hechicería —dijo Mr. Prior—. Ésta es la cerradura —dijo alumbrándola con la vela; la puerta estaba entreabierta. Entraron, pues la cerradura estaba justo del lado contrario de la puerta. Desmond trabajó apenas un minuto, impregnando el mecanismo con una pluma de ave untada en aceite. Luego giró la llave perfectamente en el interior de la cerradura, a un lado y otro. —Creo que ya está —dijo alzando los ojos, con una rodilla hincada en el suelo y la llave en la mano, girándola una y otra vez en el interior de la cerradura. —¿Me permite? Mr. Prior tomó el lugar de Desmond, metió la llave en la cerradura, la hizo girar, la sacó después y se incorporó. Entonces cayeron al suelo de piedra la palmatoria y la llave, y el anciano se abalanzó sobre Desmond. —¡Ya lo tengo! —gruñó en la oscuridad, y Desmond comprendió que las manos de aquel hombre eran garras, y que su voz era el rugido de una bestia. Desmond intentaba resistirse utilizando sus brazos. El otro lo tenía férrea, violentamente atrapado. Sacó una cuerda de algún lado y comenzó a amarrar las manos de Desmond. Desmond odiaba considerar que chillaba en medio de la oscuridad como

una liebre atrapada. Entonces recordó que era un hombre y comenzó a gritar: —¡Socorro! ¡Socorro! ¡Socorro! Pero sintió de inmediato una mano en la boca, y luego que un pañuelo anudado a su nuca se la tapaba. Ahora estaba en el suelo, debatiéndose, resistiéndose inútilmente contra algo. Las manos de Prior ya le habían soltado. —Créame —dijo Prior sin resuello, mientras encendía un fósforo que mostró a Desmond en el suelo de piedra, junto a una pared de nichos en los que había, supuso él, ataúdes—, créame que siento mucho hacer lo que hago, pero la ciencia está por encima de la amistad, mi querido Desmond —su voz sonaba ahora franca y amistosa—. Voy a explicarle el porqué de mi proceder, y estoy seguro de que sabrá comprenderme; verá que un hombre de honor no podría actuar de otra manera… Claro está, ninguno de sus amigos sabe dónde se encuentra usted, el lugar más necesario, por otra parte. Me di cuenta desde el principio. Pero permita que me explique, pues no creo que lo pueda entender usted por las buenas… No importa. Soy el más grande científico desde Newton, y crea que lo digo sin la menor vanidad. Sé cómo modificar la naturaleza de los hombres. Puedo hacer de un hombre lo que me venga en gana. Y todo, mediante una simple transfusión de sangre. Lopez, ya lo conoce usted, mi criado, tiene sangre de perro en las venas; se la puse yo e hice de él mi esclavo. Es como un perro. Verney también es mi esclavo; tiene sangre de perro, igualmente, pero también lleva la sangre de quienes vinieron alguna vez a investigar lo del fantasma; y lleva además algo de mi propia sangre, porque era mi deseo que fuese lo suficientemente inteligente como para que pudiese prestarme ayuda. Y es que, amigo mío, hay algo muy grande detrás de todo esto. Lo comprenderá usted cuando le diga… —y empezó a utilizar una serie de términos técnicos y muchas palabras que para Desmond no significaban nada; no hacía más que pensar, sin embargo, en cómo huir de allí. De no hacerlo, moriría en un agujero, como una rata. ¡En un agujero, como una rata! Si al menos pudiera aflojarse el pañuelo y gritar otra vez… —Me atiende, ¿verdad? —dijo Prior y le dio un golpe—. Perdóneme, querido amigo —añadió suavemente—, pero esto es muy importante. Verá usted que el auténtico elixir de la vida es la sangre. La sangre es la vida, ya lo

sabe usted, y mi gran descubrimiento no es otro que el haber logrado la inmortalidad del hombre, devolviéndole su juventud cuando lo amerite… Uno sólo necesita sangre de alguien que lleve en sí la de cuatro razas, la de los cuatro colores, blanca, negra, amarilla y roja… Su sangre es única, amigo mío, porque reúne esas cuatro cualidades… Ya tomé bastante de su sangre aquella noche, cuando se desvaneció usted… Yo soy el vampiro que se la tomó, ya lo ve… —y se echó a reír de buena gana—. Pero su sangre no me hizo el efecto que esperaba… Quizá la droga que le di para que durmiese destruyó gérmenes vitales. O quizá no tomé la cantidad necesaria… Pero en esta ocasión lo haré, créame. Desmond no había perdido el tiempo; todo el rato había estado intentando aflojar el pañuelo con los dientes, tirando de él hasta que consiguió deslizar su nudo de la nuca al cuello. Ya tenía liberada la boca, así que dijo: —No es cierto lo que dije sobre mi sangre china. Bromeaba, nada más. Toda la familia de mi madre proviene de Devon. —No puedo culparle —dijo Prior—; yo también diría lo mismo si estuviese en su lugar. Y volvió a taparle la boca, fuertemente, con el pañuelo. La vela daba ahora mucha luz, desde donde estaba, en un nicho. Desmond vio entonces con claridad que en los otros nichos había ataúdes. Se preguntaba qué haría aquel loco con su cadáver cuando todo hubiese acabado. Comenzó a sangrarle de nuevo la pequeña herida que tenía en el cuello. Notó la sangre tibia resbalando por su cuello. Se preguntó si no volvería a desmayarse, sentía que le iba a pasar. —Hubiese preferido traerle aquí el primer día, cuando llegó a mi casa… Pero Verney se puso a beber pintas y más pintas de cerveza, no pude contar con él… Además, hubiera sido una cruel pérdida de tiempo. Prior guardó silencio unos instantes, mirándolo fijamente. Desmond, consciente de su debilidad física, desesperado por momentos, quiso hallar alivio preguntándose si todo aquello no sería una pesadilla, un sueño terrible y enloquecido; el dolor físico no le hacía abandonar ese pensamiento, pues las cosas, como en los sueños, se hacían más y más enrevesadas, más y más terribles. En aquel lugar parecía haber algo aún más aterrador que el propio Prior. No, no era su sombra. La sombra de Prior era

negra y llegaba hasta una arcada del techo de la cripta. Lo otro era blanco y pequeño. Pero parecía agrandarse; era como una simple línea blanca, pero se estiraba más y más, hasta hacerse larga, estrecha, y parecía emerger desde un ataúd que tenía frente a sí. Prior seguía mirándole en silencio, contemplando cómo se debatía. Las emociones, sin embargo, parecían agostarse en los sentidos cada vez más debilitados de Desmond. En sueños, si uno grita puede despertarse; pero él no podía gritar. En sueños, uno puede tomar la decisión de moverse, y se mueve, despertándose igualmente… Pero no podía hacerlo. Lo que se movía allí era otra cosa. Se levantó lentamente la tapa chirriante de un ataúd y emergió una forma espantosa, con un sudario blanco, que se abalanzó sobre Prior haciendo que rodase por el suelo de piedra de la cripta, en silencio, sin lucha. Lo último que pudo escuchar Desmond antes de desmayarse fue un horrible chillido de Prior; lo último que vio fue que el sudario blanco se dirigía hacia donde estaba él. —Ya ha pasado todo —fue lo siguiente que escuchó; era la voz de Verney, que le ofrecía un poco de brandy—. Ya está usted a salvo… Prior está encerrado y atado en el laboratorio… Todo está bien. Desmond miró con horror hacia el ataúd del que había visto salir el sudario blanco. —Era yo… Fue lo único que se me ocurrió para salvarlo a usted… ¿Puede caminar? Permita que le ayude… Vamos, saldremos sin problemas, he dejado abiertas las puertas. Desmond hubo de cerrar los ojos ante la luz diurna, que nunca creyó que volvería a ver. Allí estaba al poco, de nuevo en la tumbona del césped, mirando ahora el reloj de sol que había en la fachada de la casa. Todo había sucedido en menos de cincuenta minutos. —Cuénteme —pidió a Verney, que comenzó a contárselo todo sucintamente, haciendo alguna corta pausa—. Quise prevenirle, recuerde que salí a la ventana… Al principio creí en la valía de sus experimentos, estaba plenamente convencido… Por aquel entonces yo era muy joven aún, y bien sabe Dios cuánto he pagado por ello. Pero cuando lo vi llegar a usted, me acordé de golpe de lo que les había pasado a otros que vinieron a esta casa…

Lopez, esa bestia, se encargaba de ellos después de emborracharse. Es un bruto inhumano. Yo hablé con Prior la primera noche, y me prometió que no le haría nada a usted… Pero lo hizo. —Debió de avisarme… —Usted no estaba como para oír ciertas cosas. Prior, además, me prometió que le dejaría ir en cuanto se recuperase. Quise confiar en él de nuevo, pero cuando le oí contar lo de la llave y la cripta, bien… supe lo que pasaría… Así que tomé una sábana, y ya sabe el resto… —¿Y por qué no intervino antes? —No me atrevía… Una vez allí me paralizó el miedo. Él me hubiese destrozado de haberme descubierto. No paraba de moverse de un lado a otro. Tenía que sorprenderlo de repente, cuanto estuviese descuidado y quieto; aproveché el instante en que realmente pudiera creer que un muerto salía de su ataúd para defenderlo a usted, eso le paralizaría… Bueno, voy a preparar el caballo y el coche para llevarlo a usted a la comisaría de policía de Crittenden. A Prior vendrán a buscarlo para encerrarle. Todo el mundo sabe que está loco de remate, que es un loco peligroso. —Pero usted… La policía… ¿No corre peligro? —No, estoy a salvo… Nadie me conoce, salvo ese maldito loco; y nadie creerá lo que diga… Nunca envió las cartas que escribió usted a sus amigos, ni escribió él mismo a su amigo Prior para que viniera a reunirse con usted… No he podido dar con López; debió sospechar algo y se largó. Pero no pudo hacerlo. Lo encontraron mudo, lloriqueante, tembloroso, escondido en la cripta. Llegaron varios policías, media docena de ellos, por lo menos, para llevarse al viejo loco de la casa encantada. El señor enmudeció tanto como su criado. No dijo una palabra. No volvería a hablar desde aquel día.

Notas

[1]

No estaría de más recordar que fue una mujer, Irene Bessière, en Le récit fantástique (Librairie Larousse, col. Thèmes et Textes”, Paris, 1974), la que propondrá una de las definiciones de lo fantástico en la literatura más interesantes que se han hecho hasta la fecha: Lo fantástico (…) supone una lógica narrativa a la vez formal y temática que, sorprendente o arbitraria para el lector, refleja, bajo el juego aparente de la invención pura, las metamorfosis culturales de la razón y de lo imaginario comunitario. Lo fantástico no es sino uno de los caminos de la imaginación, cuya fenomenología semántica surge a la vez de la mitografía, de la religiosidad, de la psicología normal y patológica y que, por eso mismo, no se distingue de aquellas manifestaciones aberrantes de lo imaginario o de sus expresiones codificadas en la tradición popular. Pág. 10.