Mares Tenebrosos - AA VV

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El mar siempre ha sido un enclave propicio para la aventura, la exploración, lo desconocido, las grandes hazañas y también, por qué no decirlo, para el horror. No es extraño encontrar en muchos viejos mapas de mares y costas, en todas las lenguas y culturas, la enigmática expresión que nos advierte: «más allá hay monstruos». La antología que nos ocupa está preñada de salitre, de mareas, de mástiles y velas desplegadas al viento, y de hombres, de personajes que afrontan el mar con desafío, con cobardía, con indiferencia o sorpresa, y también con horror. «Mares tenebrosos» es la más extensa antología de relatos de terror ambientados en el mar que se haya editado en España. Hay cuentos que se desarrollan en la costa, cerca del mar; otros en las islas desconocidas y desiertas; en las cantinas portuarias, llenas de viejos lobos de mar que narran extrañas historias; en un faro perdido entre los escollos, a decenas de kilómetros del continente; en un barco fantasma que no sabe que lo es… Vagabundearemos sin rumbo, enloquecidos, en medio de la bruma más espesa e impenetrable; incluso viajaremos tierra adentro, a un pueblecito alejado del mar y que, sin embargo, alberga una de las más bellas historias fantásticas jamás escritas sobre el mar. No podían faltar en esta antología autores de la talla de Hodgson, gran maestro de este peculiar género Lovecraft o Howard. También se han incluido autores menos conocidos por el aficionado español como John Masefield, James Anley, William Outerson, Frank Norris, Michel Bernanos y Jack Cady, autor norteamericano recientemente fallecido.

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AA. VV.

Mares tenebrosos Una antología de cuentos de terror en el mar Valdemar: Gótica - 53 ePub r1.0 orhi 21.02.2017

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Título original: Mares tenebrosos AA. VV., 2004 Traducción: José María Nebreda Ilustración de cubierta: N. C. Wyeth Editor digital: orhi ePub base r1.2

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PRESENTACIÓN El mar siempre ha sido un enclave propicio para la aventura, la exploración, lo desconocido, las grandes hazañas y también, por qué no decirlo, para el horror. Cabe imaginar que, cuando nuestros ancestros de todas las centurias pasadas se quedaban ensimismados contemplando el mar desde una remota playa o un acantilado azotado por los vientos ásperos, sintieran una especie de temor reverencial, un desasosiego y un espanto por lo que habría más allá. No es extraño pues examinar los viejos mapas y ver escrito, con los distintos caracteres de las distintas lenguas, esa frase evocativa que nos advierte: más allá hay monstruos. Muchos autores han vertido en verso y prosa cientos de palabras, frases, poemas, cuentos, novelas y todo tipo de ensayos, narraciones de viaje y tratados técnicos, mostrando en ellos su fascinación por el mar. Este mundo literario y acuático ocupa un lugar muy importante dentro de la expresión artística y escrita, como también lo ocupa en el mundo de la pintura y las artes plásticas. Piratas, aventuras, náufragos, islas abandonadas, batallas marítimas, viajes, historias de amor y épica, de sufrimientos, tragedias, hechos heroicos… El mar ha sido una fuente constante de inspiración literaria desde que el hombre aprendió a plasmar sus pensamientos y sus fantasías por medio de los símbolos escritos. Y sigue siéndolo, con la misma vigencia de antes, y aún más si cabe. La antología que nos ocupa tiene mucho que ver con ese mundo oceánico, está preñada de salitre, de mareas, de mástiles y velas desplegadas al viento, y de hombres, de personajes que afrontan el mar con desafío, con cobardía, con indiferencia o sorpresa, y, también, con horror. Por sus páginas veremos desfilar pecios fantasmales, hombres acosados por el miedo, islas extrañas, seres y monstruos desconocidos, y el mar, siempre el omnipresente mar, y los barcos y los hombres que lo surcan y que lo surcaron, y que, con cierta regularidad, serán acogidos en su seno al final de sus respectivas aventuras. La presente selección ha procurado ser lo más variada posible: hay cuentos que se desarrollan en la costa, cerca del mar; otros en islas desconocidas y desiertas; en las cantinas portuarias, llenas de viejos lobos de mar que narran extrañas historias; en un faro perdido entre los escollos, a decenas de kilómetros del continente; en un barco fantasma que no sabe que lo es; en otro que ha visto un espectro y siente un pánico paralizante; bajaremos a las profundidades del océano; subiremos a la montaña más alta y terrible que uno se pueda imaginar; vagabundearemos sin rumbo, enloquecidos, en medio de la bruma más espesa e impenetrable; e, incluso, viajaremos tierra adentro, a un pueblecito aislado del mar por una gran distancia y que, sin embargo, alberga una de las más bellas historias fantásticas sobre el mar jamás escritas. Los protagonistas de los cuentos seleccionados deambulan en medio de estos parajes; soportan la dureza de los climas, de las estaciones y de las distintas regiones terrestres por las que discurren sus singladuras; abordan los trabajos y las www.lectulandia.com - Página 5

obligaciones, la férrea disciplina de la vida en el barco; y, sobre todo, afrontan los horrores a los que son conducidos, los afrontan con valentía, con sorpresa o con terror: pulpos gigantescos, plantas carnívoras, seres invisibles, piratas fantasmales, bestias marinas, supersticiones, ratas de mar, pecios espectrales… * * * No ha resultado muy difícil realizar la antología que tiene en sus manos… Y, al mismo tiempo, debo admitir que sí lo ha sido. Me duele mucho haber omitido cuentos de autores del mar de la talla de James A. Barry, W. P. Drury, William Clark Russell, Morgan Robertson y Pío Baroja (por sólo citar unos cuantos). Esto ha sido lo más difícil. El tema, a pesar de que la selección de títulos es importante, da para mucho más. He prescindido deliberadamente de otros escritores muy importantes que nos han dejado grandes relatos de terror en el mar, como Edgar Allan Poe (Manuscrito encontrado en una botella, La narración de Arthur Gordon Pym, Un descenso al Maelström), Joseph Conrad (El piloto negro, La bestia), Arthur Conan Doyle (El capitán del «Pole Star»), F. Marion Crawford (La litera de arriba), etc., por ser éstos títulos muy conocidos y de fácil adquisición en las librerías. En cuanto a los seleccionados, estaba claro que no podían faltar autores de la talla de William Hope Hodgson, cuyas narraciones y novelas marinas son posiblemente de lo mejor que se ha escrito nunca en el género de la literatura de horror. Este autor está obteniendo un reconocimiento póstumo muy importante y sus «Obras completas» están siendo editadas ahora mismo por una editorial norteamericana en cinco gruesos volúmenes (recordemos que, en España, Valdemar ha editado —y seguirá haciéndolo — una considerable proporción de sus escritos). Tampoco podían faltar autores como Howard Phillips Lovecraft y Robert E. Howard, nombres clásicos en el género de lo sobrenatural, cuyas incursiones en los ambientes marineros son más que notables: El templo, La llamada de Cthulhu (H. P. Lovecraft), y la serie de dos relatos ambientados en la tenebrosa ciudad costera de Faring (Robert E. Howard), ambos seleccionados en este volumen. Posiblemente sean estos dos autores las figuras más conocidas de la presente antología. Una de las metas que me fijé a la hora de hacer la presente selección — aparte, por supuesto, de la calidad de lo seleccionado— fue que hubiera el mayor número posible de autores y obras desconocidos, o casi desconocidos, para el lector hispanohablante. No me corresponde a mí afirmar si he tenido éxito o no. Siempre hay que contar con la inevitable «personalización» del que realiza esta tarea, que es, al fin y al cabo, un simple lector más ávido de buena literatura, o de lo que él entiende por buena literatura: un concepto totalmente relativo a cada cual y que tiene mucho que ver con los gustos de cada uno. No puedo menos que extrañarme de que un autor como John Masefield sea tan desconocido en nuestro país. Masefield es un escritor del MAR (escríbase con www.lectulandia.com - Página 6

mayúsculas); sus novelas y, sobre todo, sus cuentos y narraciones breves son una verdadera delicia fantástica y es imperdonable que un libro como A Mainsail Haul esté aún inédito en nuestra lengua. Sirva decir prácticamente lo mismo en el caso de James Hanley. William Outerson y Frank Norris son dos escritores de principios de siglo que hicieron frecuentes incursiones en la literatura de horror; ambos son totalmente desconocidos en nuestras librerías, aunque la antología de relatos de Frank Norris A Deal in Wheat (1903) bien merecería una edición en castellano. Mención aparte merece Michel Bernanos, y la novela corta aquí seleccionada, Al otro lado de la montaña, creo que es algo especial y no pienso hablar de ella pues es el típico relato que es mejor descubrir «por sorpresa», sin comentarios, desconociendo todo lo relativo a él; y creo que ya he dicho demasiado. En esta antología, como en casi todas las que tienen que ver con lo sobrenatural, predominan los autores anglosajones. Si no me equivoco, de los diecinueve cuentos seleccionados, hay catorce de procedencia anglosajona (inglesa y norteamericana), tres españoles y dos franceses. Por desgracia, y es mi opinión personal, los escritores patrios han vivido (escrito sus obras) de espaldas al mar, a ese mismo mar que nos rodea por los cuatro puntos cardinales de nuestra geografía. Siempre me ha parecido un hecho bastante extraño, o, cuando menos, curioso. Por supuesto que hay excepciones (me vienen ahora mismo a la cabeza las obras de Ignacio Aldecoa, los versos de Rafael Alberti y muchas otras obras de autores más o menos conocidos), pero, en general, la literatura sobre el mar en nuestro país no ha sido abordada como correspondería. ¿Y qué vamos a decir del género sobrenatural o de terror? Durante años las narraciones de fantasmas y las novelas de horror han sido, y siguen siendo, despreciadas, relegadas a un estadio inferior por los «brillantes» autores de «literatura seria». Difícil sería pues que lográsemos aunar ambas ramas de la literatura en nuestras letras. Por suerte las cosas parecen cambiar poco a poco y en estos últimos meses hemos podido disfrutar de una notable novela que aúna ambos géneros (y algo más): La piel fría, de Albert Sánchez Piñol, es un agradable descubrimiento para todo aficionado a la literatura del mar y de terror, y también, hay que decirlo, a la literatura general, pues los tres términos no tienen por qué estar reñidos. En cuanto a los autores españoles aquí seleccionados, Julio E Guillén aporta con su breve relato un ejemplo de esa miríada de escritores prácticamente desconocidos que expresaron su fascinación por el mar. Vicente Blasco Ibáñez, por su parte, nos ofrece una dura y tremenda pincelada sobre la dureza del mar, unida, con mucha frecuencia, a la miseria. Por último, un agradable descubrimiento ha sido el escritor y dibujante Óscar Sacristán, cuyo Misterio del Vislatek creo merece figurar en estas páginas como ejemplo de un joven autor español que se arriesga a escribir relatos de horror. Hay otros autores bastante más desconocidos que pasan por las páginas de este libro. De Joshua Snow apenas sé nada, y tampoco estoy seguro de si lo que sé es cierto; quede su cuento como ejemplo de un relato cuya atmósfera marina y fantasmal me parece estupendamente creada. Tampoco es muy conocido George G. Teudouze, www.lectulandia.com - Página 7

pero su relato sobre un faro asediado en medio del océano me pareció bastante adecuado para esta antología. Philip M. Fisher apenas escribió cinco cuentos para las revistas pulp de la época y cuatro de ellos eran de terror en el mar; parece ser que se vio bastante influenciado por las obras de William Hope Hodgson, y así queda demostrarlo por el hecho de que su relato, La isla de los hongos (en esta misma antología), sea una especie de continuación al maravilloso Una voz en la noche, del propio Hodgson. No quiero finalizar esta presentación sin hablar antes de los dos cuentos que faltan por comentar y, sobre todo, de sus respectivos creadores. Ambos relatos, junto con el ya comentado de Óscar Sacristán, iban a ser los únicos en esta selección escritos por autores vivos. Por desgracia, durante la realización de la misma, esta premisa se ha trastocado trágicamente. Jack Cady es —era— un escritor ampliamente reconocido y galardonado en su país. Tal vez sus obras, su estilo, no se corresponden demasiado con lo que nosotros entendemos como best-sellers y la literatura fácil (literatura de libro, mecánica, que suele estar de moda y aprenderse cual fórmula mágica para producir chorros de literatura barata que, sin embargo, se venden muy bien) de la que tanto hace gala en estos momentos la producción editorial norteamericana. Generalmente, cuando has leído uno de estos libros los has leído todos; y me estoy refiriendo, sobre todo, al género fantástico y de terror. Jack Cady era un hombre que había vivido mucho, y esto se nota en sus escritos. Me parece sorprendente que aún sea tan desconocido en nuestro país (sólo ha publicado un cuento, y hace ya bastantes años). Sus obras son un verdadero banquete de buena literatura, no sólo de buena literatura en general o main-stream (como dicen los ingleses), sino también de buena literatura de horror y sobrenatural, que, como ya he dicho antes, ambos términos no tienen por qué estar reñidos. El cuento aquí presentado creo que es un ejemplo perfecto, y me atrevería a decir que quizás sea Jack Cady, desde las obras de William Hope Hodgson, el autor que mejor ha sabido aunar el ambiente marinero con las historias de fantasmas; su novela The Jonah Watch es lo mejor que se ha producido en este sentido desde los escritos de Hodgson. Vaya desde aquí mi más profundo reconocimiento por su obra y por su persona, de la cual tengo que decir que incluso superaba ampliamente a aquella. Son, pues, Simon Clark y John B. Ford los únicos autores anglosajones vivos de la presente selección. Simon Clark es bastante más conocido en nuestro país, tiene varias obras publicadas y otras más que están en puertas de hacerlo. John B. Ford aún es bastante desconocido, pero tiene varias antologías de cuentos y una novela (por supuesto, de ambiente marino) a punto de ver la luz en el Reino Unido; sus relatos del mar son una copia (una muy buena copia) y un homenaje a su admirado W. H. Hodgson, y, para muestra, el cuento aquí recogido, en el cual un tal Dodgson figura como protagonista secundario de la acción. Espero que disfruten de este libro con el mismo deleite con el que yo lo he hecho mientras preparaba la selección y posterior traducción. Simplemente con eso me daré www.lectulandia.com - Página 8

más que por satisfecho. En las notas que figuran al comienzo de cada cuento he procurado hacer un breve semblante, tanto biográfico como bibliográfico, de los autores seleccionados, con la intención de que el aficionado al género pueda hacer futuras indagaciones en el caso de que llegue a estar interesado por alguien en concreto. Los autores vivos se han encargado de escribir sus propias presentaciones. Tanto Óscar Sacristán como Simon Clark, John B. Ford y Jack Cady me las enviaron amablemente. En el caso de Jack Cady, posiblemente sea esta nota autobiográfica lo último que ha escrito en su notable carrera literaria. Disfruten de la travesía. Pero no olviden llegar a buen puerto.

José María Nebreda Rivas. Marzo, 2004

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ALGUNOS VERSOS DE LO PROFUNDO A cinco brazas de profundidad A cinco brazas de profundidad yace tu padre; El coral se nutre de sus huesos; Esas perlas antaño eran ojos; De él apenas queda nada, Ha sufrido una transformación marina En algo rico y extraño. Las sirenas tocan a difuntos hora tras hora; Tilín-talán. Tilín-talan suena. Fragmento de Canción de Ariel en La tempestad, de William Shakespeare

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Sé que los mares grises sueñan con mi muerte, Sobre las sombrías planicies donde la espuma medita, Entre los vientos lóbregos que braman sin descanso Y nada vive en el aire olvidado.

¡Ah! Hombres de las tierras melancólicas Alzad vuestros corazones y manos Y clamad que no sois yo; Niños de todos los mares, Que flotáis sobre la espuma de las fuentes, Y la gloria Y la magia de este mundo acuático Al que me arrojaron en mi infancia. Llorad, pues muero satisfecho; Y las olas braman y se agitan, Y los mares grises cantan, Y las blancas colinas se sumergen, Y yo estoy muriendo en todo mi esplendor, Muriendo, muriendo, muriendo. Fragmento de Los mares grises sueñan con mi muerte. William Hope Hodgson

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El rugir del viento jamás alcanzó el barco, Y, sin embargo, el barco se movió. Bajo la luna y el relámpago, Los muertos se quejaron. Gimieron, se agitaron, irguiéronse a una, Sin pronunciar palabra, sin mover los párpados. Hasta en sueños hubiera sido extraño Contemplar aquellos muertos levantarse. El timonel gobernaba y el barco se movía A pesar de la ausencia de brisa. Los hombres en sus puestos Tensaron cabos y cuerdas, Y alzaban sus miembros, herramientas sin vida. Éramos una tripulación de espectros. Fragmento de La Oda del Viejo Marinero. Samuel Taylor Coleridge

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Hay una esposa que mora en la Puerta del Norte, Y es una mujer muy rica; Cría una raza de hombres errantes Y los arroja al mar. Y algunos se ahogan en aguas profundas, Y otros a la vista de la costa, Y cuando la triste mujer es advertida Envía más mar adentro.

Y algunos vuelven al caer la luz Y otros en el sueño poco profundo, Pues ella escucha los pasos de los fantasmas chorreantes Que pasean por entre las vigas desnudas del techo. Regresan al hogar desde todos los puertos, Tanto los vivos como los muertos; Los hijos de la buena mujer vuelven al hogar Para ser bendecidos por ella. Fragmento de La esposa del mar. Rudyard Kipling

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Y sólo de su vida quedó el dibujo hecho por el amor en el diente terrible y el mar, el mar latiendo, igual que ayer, abriendo su abanico de hierro, desatando y atando la rosa sumergida de su espuma, el desafío de su vaivén eterno. Fragmento de Diente de cachalote. Pablo Neruda

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Las aves llegaron volando, gimiendo y graznando; oí voces en profundas cavernas, focas ladrando y rocas que gruñían, mientras las olas restallaban en chorros. El invierno llegó pronto, la bruma me invadió, al fin del mundo me encaminé; la nieve poblaba el aire, el hielo cubría mi pelo, las tinieblas se extendían sobre la última costa. Aún seguía el barco a flote, con la proa levantada sobre el oleaje. Quieto yacía mientras me llevaba entre mareas y corrientes enfrentadas, sobre viejos cascarones cubiertos de gaviotas y grandes barcos perlados de luces que volvían a puerto, negros como cuervos, silenciosos como la nieve, en la profundidad de la noche. Fragmento de La caracola de mar. J. R. R. Tolkien

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Las sirenas del puerto Sobre antiguos tejadillos y decadentes agujas Las sirenas del puerto ululan durante toda la noche; Voces llegadas de puertos extraños, de playas blancas y lejanas Y fabulosos océanos, entonando juntas un coro mestizo. Todas son desconocidas y ajenas entre sí, Pero todas, por alguna oscura fuerza propia De los abismos que se abren tras el curso Zodiacal, Se funden en un mismo zumbido, misterioso y cósmico. En los sueños tenebrosos organizan un desfile De formas aún más tenebrosas, imágenes y visiones; Ecos de abismos exteriores y vagos indicios De cosas que ni ellas mismas pueden describir. Y siempre en ese coro, entremezcladas suavemente. Captamos notas que ningún buque terrenal podría emitir. Hongos de Yuggoth. H. P. Lovecraft

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y la noche como un luto absoluto viene al par con siniestra y honda calma sobre su alma y sobre el mar. Fragmento de El gaviero Salvador Díaz Mirón

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Venía, con las velas desplegadas, Contra el viento que soplaba Hasta que pudimos distinguir Los rostros de la tripulación. Entonces cayeron los masteleros, Y colgaron lacios sobre los obenques, Y las velas se desprendieron Y marcharon flotando cual nubes. Y los mástiles, bien aparejados, Cayeron lentamente, uno tras otro, Y el casco se dilató y desapareció Como la bruma marina bajo el sol. Fragmento de The Phantom Ship. Henry W. Longfellow

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«Y tú, solitario pescador, ¿quién eres tú que dices haber visto este terrible naufragio? ¿Cómo puedo saber que lo que afirmas es cierto si todos los mortales fueron barridos de la cubierta? ¿Dónde estabas en esa hora de muerte? ¿Cómo sabes lo que me has relatado?» Su respuesta apenas fue un suspiro: «Señor, yo era el segundo oficial». Fragmento de The Lost Steamship. Fritz-James O’Brien

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Y miramos al mar, cual si sintiéramos que un oscuro naufragio nos convoca, que olas de tiempo y soledad nos lanzan contra arrecifes de tristeza, contra mares de llanto sobre los que pasa su helada mano un cielo sin memoria. Fragmento de Naufragio. Leopoldo de Luis

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Nos topamos con el Holandés Errante; Llegó al anochecer, Y su casco ardía con las llamas del infierno, Y sus velas eran de fuego; Fuego en el palo mayor, Fuego en la proa, Fuego en las cubiertas, Fuego en su interior. Veinticuatro hombres muertos, Su entera tripulación, Y el diablo en el bauprés Colgado cual mascarón; Lo pasamos de costado En la sima de una ola; Allá se perdió el barco Como un ardiente candil. Fragmento de The Flying Dutchman. Charles Godfrey Leland

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Robert Barlow (1918-1951) H. P. Lovecraft (1890-1937) Robert Hayward Barlow nació en Leavenworth, Kansas, EE. UU. el 18 de mayo de 1918 y murió en México D. F., el 2 de enero de 1951. Antes de dedicarse a la antropología, Robert Barlow estudió en el Kansas City Art Institute y en el San Francisco Junior College. Se interesó en la literatura, y pronto entró en contacto con H. P. Lovecraft, con quien intercambió cartas y al que invitó varias veces a Florida, llegando a considerarse su albacea literario. Fruto de esa amistad nació el cuento La noche del océano, que es una colaboración entre ambos autores y uno de los escasísimos relatos sobrenaturales que escribió a lo largo de su vida. Tras una aparatosa irrupción en casa del difunto Lovecraft para intentar hacerse con sus escritos, y después de una agria discusión con Derleth y Wandrei por la posesión de éstos, Barlow perdió el interés por la literatura y viajó a México, donde fundó dos revistas y desarrolló trabajos de antropología hasta su muerte, acontecida en México D. F., el 2 de enero de 1951. H. P. Lovecraft fue uno de los escritores más importantes de literatura sobrenatural del pasado siglo y hoy está considerado, junto con Edgar Allan Poe, como el precursor del cuento moderno de horror. Su influencia es claramente visible no sólo en los centenares de admiradores e imitadores de su obra, sino también en muchos otros escritores de reconocida talla en el campo de la literatura sobrenatural. Como curiosidad señalaré que el cuento aquí seleccionado es el último en el que Lovecraft trabajó antes de su muerte. La noche del océano, aunque es en gran medida obra de Barlow, posee una fuerza, un ambiente tan logrado y, a ratos, agobiante, que puede verse claramente en él la «mano» del Maestro de Providence. Barlow hizo el borrador principal del relato, y ambos lo desarrollaron y corrigieron durante una de las varias visitas que Lovecraft hizo a Barlow en su residencia al lado del mar en Florida.

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LA NOCHE DEL OCÉANO Robert Barlow y H. P. Lovecraft

No sólo fui a la Playa Ellston para disfrutar del sol y el océano, sino también para dar descanso a mi fatigada mente. Al no conocer a nadie en la pequeña ciudad, que bullía de turistas en verano y estaba prácticamente deshabitada el resto del año, no parecía muy probable que fuera molestado. Esto me complacía, pues no deseaba más que contemplar el batir de las olas y la gran extensión arenosa de playa que se extendía delante de mi refugio temporal. Había terminado mi largo trabajo veraniego antes de dejar la ciudad, y el enorme mural se ajustaba al contexto solicitado. Me había costado la mayor parte del año terminar la pintura y, cuando al fin di la última pincelada sobre el lienzo, estuve dispuesto a rendirme ante la evidencia de mi mala salud y tomarme unos días de asueto y soledad. En verdad, cuando tan sólo llevaba una semana en la playa, apenas sí me acordaba ya de aquel trabajo que un poco antes me había parecido de suma importancia. Se acabaron las viejas dudas sobre las dificultades de mezclar colores y ornamentos; se acabaron los miedos y desconfianzas sobre mis habilidades para conciliar una imagen recién generada en mi cerebro, y conseguir, por mis propios medios creativos, que esa idea nebulosa quedara plasmada en un diseño adecuado. Y sin embargo, lo que más adelante me aconteció en aquellas costas solitarias sólo pudo ser el producto de mi propia constitución mental, tras la cual yace el miedo, la inquietud y la desconfianza. Pues siempre he sido un buscador de imposibles, un soñador, un creador de paisajes y fantasía; ¿y quién puede decir sin temor a equivocarse que tal naturaleza no abre los ojos y los sentidos a mundos inesperados y distintos cánones de existencia? Ahora que estoy intentando narrar lo que vi, soy consciente de un centenar de limitaciones impuestas por la cordura. Cosas contempladas con una visión interior, como esas fantasías relampagueantes que nos llegan mientras nos hundimos en las profundidades del sueño, resultan entonces mucho más vívidas y llenas de significado que cuando nos acontecen en la vida real. Introduce una pluma estilográfica dentro de un sueño y el color surgirá de ella. La tinta con la que escribimos parecerá diluida en algo más que la realidad, y nos daremos cuenta de que, después de todo, no podemos delinear los abismos de la memoria. Es como si nuestro propio interior, liberado de los lazos y la objetividad que le impone la luz del día, revelara emociones ocultas que apenas somos capaces de reprimir cuando surgen. En los sueños y visiones descansan las grandes creaciones del hombre, pues en ellas no existe ninguna imposición de www.lectulandia.com - Página 24

línea o colorido. Escenas olvidadas y tierras más nebulosas que el dorado mundo de la niñez, brotan y reinan en la mente dormida hasta que el amanecer las pone en fuga. De entre todo esto podemos rescatar algo de la gloria y alegría que anhelamos: imágenes de sospechada belleza pero nunca vistas antes, que son para nosotros como el Grial para los sagrados espíritus del mundo medieval. Convertir tales cosas en arte, intentar traer algún descolorido trofeo de aquella región intangible, velada y sombría, requiere enorme destreza y memoria. Pues, aunque los sueños están dentro de todos y cada uno de nosotros, pocos pueden sujetar sus apolilladas alas sin desgarrarlas. Esta narración no posee tal destreza. Si puedo, intentaré contar lo mejor posible los elusivos acontecimientos que percibí tan vagamente como aquel que atisba dentro de una región sin luz y sólo ve formas de movimientos nebulosos. En el diseño de mi mural, que entonces se mostraba con muchos otros en el edificio para el que habían sido diseñados, había intentado bosquejar algún rasgo de aquel escurridizo mundo de sombras, y quizás lo había conseguido con más fortuna de la que ahora tendría. El principal motivo de mi estancia en Ellston era el de esperar las críticas sobre el diseño, y, cuando unos días de comodidad poco corriente consiguieron ajustar mi perspectiva, descubrí que —a pesar de los errores que el creador artístico siempre encuentra más fácilmente— me las había arreglado para retener en colores y líneas algunos de los fragmentos contenidos en aquel infinito mundo de imaginación. Las dificultades del proceso, y el consiguiente esfuerzo de todas mis facultades, habían minado mi salud, obligándome a recluirme en la playa durante aquel periodo de espera. Ansiaba estar completamente solo, y por ello alquilé (para gozo de su incrédulo propietario) una pequeña casita que se alzaba a poca distancia del centro de Ellston, el cual, a causa de lo avanzado de la estación, bullía de una muchedumbre incolora de turistas que tenían muy poco interés para mí. La casa, oscurecida por los vientos marinos y algo desconchada por la falta de pintura, no se encontraba dentro de los límites del pueblo, sino que parecía anclada a la costa, como un péndulo inmóvil enganchado al reloj ciudadano, completamente aislada al pie de una duna arenosa cubierta de juncos. Se agazapaba mirando al mar, como un gusano en medio de la nada; sus negras y mudas ventanas escudriñaban una desolada extensión de cielo y tierra, y miraban sobre un océano inconmensurable. Es posible que todo lo dicho hasta ahora no sirva de mucho a la hora de ir encajando las piezas de una historia que ya de por sí es lo suficientemente extraña; tan sólo quiero hacer notar que cuando vi aquella pequeña casita tuve conciencia de su soledad, y esto me agradó; fui plenamente sensible a su insignificancia frente a la enormidad del mar. Tomé posesión de la casa a finales de agosto, un día antes de lo esperado, y me encontré con un furgón y dos empleados descargando los muebles suministrados por el casero. Por entonces no sabía con exactitud cuánto tiempo permanecería en la casa, y cuando se fue el camión que había transportado los enseres ordené todo mi equipaje y cerré la puerta (sintiéndome, después de varios meses de alquiler en un cuartucho de mala muerte, como el propietario de una verdadera casa), dejando detrás las dunas www.lectulandia.com - Página 25

cubiertas de juncos y la arenosa playa. La vivienda constaba de un solo cuarto rectangular y requería poca exploración. Dos ventanas, una a cada lado de la entrada, dejaban pasar la luz generosamente, y algo parecido a una puerta había sido colocado en la pared que daba al océano. La edificación apenas tenía diez años de antigüedad, pero, debido a la distancia que la separaba de Ellston, su alquiler se hacía muy difícil, incluso en los meses más activos del verano. Carecía de chimenea y se encontraba completamente deshabitada desde octubre hasta bien entrada la primavera. Aunque distaba una milla escasa del centro de Ellston, parecía, sin embargo, encontrarse mucho más lejos, y si se miraba en la dirección del pueblo tan sólo se podía contemplar una extensión ondulante de arena y juncos. Pasé el resto de aquel día disfrutando del sol y el agua, olvidándome temporalmente de mis pasadas inquietudes laborales. Pero aquello era una reacción natural al agobiante trabajo que había ocupado mis hábitos y actividades durante tanto tiempo. La pintura estaba terminada y mis vacaciones no habían hecho más que empezar. Aquel hecho, aún no aceptado en su totalidad, acompañó todas mis sensaciones mientras transcurría la primera tarde desde mi llegada, trastocando incluso mis viejos modos de actuar. Los rayos del sol se reflejaban sobre un cambiante océano salpicado de misteriosas olas coronadas de diamantes y producían extraños juegos de luz y sombras. Quizás las aguas capturasen las manchas sólidas de luz que flotaban sobre la arena. Aunque el océano tenía su propio matiz, éste era total e increíblemente dominado por aquel brillante resplandor. No había nadie por los alrededores, así que podía disfrutar del espectáculo sin ninguna perturbación externa. Cada uno de mis sentidos se conmovía de forma diferente; a veces daba la sensación de que el batir del mar se hallaba en consonancia con la pulsación de aquel brillante resplandor, como si fueran las olas las que destellaran en lugar del sol; lo hacían con tanta fuerza e insistencia, cada una a su aire, que el resultado final era de gran coherencia. Curiosamente, no descubría a nadie paseando cerca de mi pequeña morada aquella tarde, y tampoco las siguientes; aunque la ondulante costa formaba una playa bastante mejor que la otra, situada más al norte, donde se practicaba el surf. No podía adivinar el porqué de aquella carencia de edificios turísticos, máxime cuando en la zona norte se amontonaba gran cantidad de gente mirando al mar sin apenas verlo. Estuve nadando hasta la caída del sol, y después, ya descansado, di un paseo hasta el pueblo. La oscuridad empezaba a ensombrecer el mar cuando me encontré bajo las desvaídas luces que alumbraban calles repletas de personas incapaces de percibir la inmensa, tenebrosa existencia que rugía tan cerca de ellas. Había mujeres engalanadas con joyas falsas y baratijas, hombres aburridos que nunca más serían jóvenes; una muchedumbre de marionetas estúpidas ancladas al borde de un océano abismal, incapaces de ver y sentir lo que se extendía a su alrededor, en la rutilante grandeza de las estrellas y en la infinita inmensidad de la noche del océano. Caminaba por la orilla de aquel oscuro mar mientras volvía a mi pequeña casa, www.lectulandia.com - Página 26

barriendo con la luz de la linterna su superficie impenetrable y desnuda. Era una noche sin luna y las crestas de las olas se vislumbraban claramente sobre las inquietas aguas; sentí una emoción indescriptible surgida del estruendo de las aguas y la percepción de mi pequeñez mientras iluminaba con el pequeño haz de luz de la linterna una semiesfera, inmensa por sí sola, aunque tan sólo se trataba del negro y delgado caparazón de las profundidades terrestres. La noche se hacía más vieja y oscura, y mucho más allá unos barcos, invisibles para mí, navegaban solitarios, produciendo unos murmullos agitados y lejanos. Cuando llegué a casa me di cuenta de que no me había cruzado con nadie desde que salí del pueblo, a una milla de distancia, pero algo me decía que durante todo el recorrido el espíritu del solitario océano me había acompañado. Era, medité, algo que aún no se había mostrado, pero que merodeaba silencioso más allá del nivel de mi comprensión; como los actores que esperan tras el escenario hasta que llega su turno de actuar, reteniendo las palabras y gestos que más tarde representarán ante nuestros ojos. Por fin me sacudí de encima aquellas fantasías y maniobré la llave en la cerradura de la casa, cuyas paredes desnudas daban sensación de seguridad. Mi morada estaba aislada del pueblo, como si un buen día hubiera empezado a caminar rumbo al sur y luego se negara a regresar; y cuando volvía a casa cada noche después de cenar no se llegaban a escuchar los sonidos del pueblo. Por lo general me demoraba poco en las calles de Ellston, y algunas veces tan sólo me acercaba hasta allí para dar un pequeño paseo. En la villa había una gran cantidad de tiendas de curiosidades y recuerdos, y esos típicos teatros con fachadas falsamente elegantes que tanto abundan en las poblaciones veraniegas, pero jamás me sentí atraído por todo esto; lo único que me interesaba del lugar eran los restaurantes. Es increíble la cantidad de cosas inútiles que hace la gente. El tiempo fue soleado los primeros días de mi estancia. Me levantaba temprano y observaba un cielo neblinoso con promesas de sol; promesas que siempre se hacían realidad. Aquellos amaneceres eran frescos y de un color deslucido en comparación con el uniforme resplandor del día. La brillante luz, tan patente el primer día, hizo de los demás una concatenación de páginas amarillas en el libro del tiempo. Me di cuenta de que a muchos de los veraneantes no les gustaba el sol; yo, en cambio, lo anhelo. Tras unos meses grises y fatigosos, la tranquilidad inducida por la existencia física en una región gobernada por cosas sencillas —el viento, la luz, el agua— tuvo un efecto positivo en mí, y como estaba ansioso por continuar con aquel proceso curativo, pasaba casi todo el tiempo fuera de la casa, bajo la luz del sol. Aquello me llevó a un estado de ánimo tranquilo y relajado, y me transmitió una sensación de seguridad ante la oscuridad de la noche. Las tinieblas significaban muerte, la luz vitalidad. A lo largo de millones de años, cuando el hombre se hallaba más próximo del océano materno, cuando las criaturas de las que procedemos yacían lánguidas en las soleadas y poco profundas aguas… Todavía anhelamos las primeras sustancias que nos cobijaron antes de aventurarnos al mundo exterior, antes de tener que www.lectulandia.com - Página 27

procurarnos nuestra propia seguridad con paso vacilante, como la cría del mamífero que aún no se atreve a caminar sobre la tierra pantanosa. La monotonía de las olas me relajaba, mi única ocupación era observar el devenir de las aguas. Se producían continuos cambios en la textura del océano: los matices y colores de su superficie cambiaban con la misma facilidad con la que varía la expresión de un rostro; y yo era capaz de percibirlo con sentidos que parecían casi ajenos a la existencia humana. Cuando el mar está encrespado, trayendo a nuestras mentes imágenes de lejanos barcos debatiéndose entre las olas, nuestros corazones ansían en silencio la desvanecida línea del horizonte. Cuando está tranquilo, sosegado, nosotros también lo estamos. Aunque estemos acostumbrados a él desde tiempos primordiales siempre oculta un halo de misterio, como si algo, demasiado vasto para guardar una forma, estuviera acechando en ese universo del que el mar es la puerta. En las mañanas, el océano, brillando con reflejos de blancas brumas y diamantinos vapores, tiene la mirada de alguien que reflexiona sobre cosas extrañas; su complicada textura, a través de la cual cientos de peces se zambullen, parece ocultar una enorme, perezosa entidad que un día logrará salir de entre las aguas inmemoriales y blancuzcas para caminar sobre la tierra. Pasé muchos días de felicidad, contento de haber elegido aquella solitaria casita que se acurrucaba, como una bestia acechadora, sobre la arenosa extensión de dunas. En medio de aquella placentera tranquilidad, de aquella vida tan idílica, acostumbraba a dar largos paseos por la línea de la costa (donde rompían las olas, formando curvas irregulares de evanescente espuma); a veces encontraba pequeños fragmentos de cosas y objetos traídos por las cambiantes mareas. Había un número increíble de restos depositados sobre la ondulante playa que se extendía ante mi residencia veraniega; deduje que, probablemente, provenían de los canales de desagüe que tenían su origen en la ciudad y desembocaban en aquel punto. A todas horas mis bolsillos —cuando los llevaba— estaban llenos de baratijas que desechaba a las pocas horas de haberlas recogido, sorprendido por haber sido capaz de conservarlas durante tanto tiempo. Un día, sin embargo, encontré un pequeño hueso que debió pertenecer a algún pez misterioso; me lo guardé, junto con un objeto alargado de metal cuyo diseño, esculpido con gran minuciosidad, era de lo más insólito. Representaba una figura pisciforme sobre un fondo de algas marinas, y no se atenía a las normas estilísticas geométricas tan en boga hoy en día; aunque se encontraba muy deteriorado por el batir de las olas, aún podía reconocerse claramente. Jamás había visto nada parecido, aunque imaginé que se trataba de la representación artística de un estilo ya pasado de moda, que se había desarrollado en Ellston tiempo atrás. A la semana de mi estancia en la playa el tiempo empezó a cambiar gradualmente. La atmósfera fue oscureciéndose poco a poco, hasta que, por fin, los días se convirtieron en una mera sucesión de horas indistintas desde la mañana a la tarde. Esta sensación se fue incrementando, más a causa de una serie de impresiones www.lectulandia.com - Página 28

mentales que por lo que presenciaban mis sentidos físicos, pues la pequeña casa se alzaba solitaria bajo los grises cielos, batida por los vientos salitrosos procedentes del océano. El sol se hallaba oculto por densos velos de nubes: extensiones impenetrables de brumas grises; aunque el astro, allá arriba, brillase con la misma fuerza de los primeros días, era incapaz de traspasar la gruesa cortina. La playa, durante largos periodos de tiempo, se vio prisionera bajo una bóveda descolorida, como si un pedazo de noche se demorase en ella. Mientras el viento ganaba fuerza y el océano se agitaba en ondulantes remolinos producidos por el golpear vagabundo de las olas, me di cuenta de que el agua se iba enfriando y de que ya no podía pasar tanto tiempo en ella; de esta manera, adquirí el hábito de dar largos paseos, que —cuando no podía nadar— reemplazaban el ejercicio físico que con tanto ahínco había buscado. En estos paseos por las arenas costeras llegué bastante más lejos que en los anteriores y, como la playa se extendía durante kilómetros y más kilómetros hacia el sur de la bulliciosa ciudad, muchas veces, al caer la tarde, me sorprendía totalmente solo en medio de una inmensa región de arena infinita. Cuando esto ocurría, retornaba cansinamente por la orilla, siguiendo el susurrante borde del mar para no perderme tierra adentro. A veces, sobretodo si empezaba a pasear a horas muy tardías (lo cual era bastante frecuente), solía encontrar de nuevo la casa, que parecía la avanzadilla de la ciudad, por simple y puro instinto. Insegura bajo los ventosos acantilados, como una negra mancha entre los mórbidos resplandores del crepúsculo oceánico, parecía aún más solitaria que bajo la luz diáfana del sol; cuando la veía me daba la sensación de que esperaba impaciente a que yo me decidiera a hacer algo. Ya he dicho que el lugar estaba totalmente aislado, cosa que, al principio, me complació, pero en aquellos momentos en los que el sol comienza a declinar, como hirviendo de sangre, y la oscuridad se arrastra avanzando pesadamente, alargando las sombras, notaba una especie de vaga inquietud: un espíritu, una sombra, un presagio que nacía del ulular del viento, de la contemplación del inmenso horizonte y de aquel mar que arrojaba tenebrosas olas sobre una playa que se hacía más y más extraña. En aquellos momentos sentía una inquietud indefinible, aunque, debido a mi solitaria naturaleza, estaba acostumbrado al silencio y a la voz primordial de lo salvaje. Aquellos temores, que entonces no podía concretar, apenas me afectaron en un principio; incluso ahora creo que fue la inmensa soledad del mar la que se hizo dueña de mis sentidos, una soledad fortalecida gracias a unas sutiles insinuaciones que traspasaron mi psique, ya de por sí bastante predispuesta a tales manifestaciones. Las calles bulliciosas y amarillentas del pueblo, con su curiosa e irreal actividad, se encontraban lejos, y cuando me desplazaba allí a cenar (desconfiando de mis habilidades culinarias), solía embargarme un deseo irracional por volver a casa antes de que la oscuridad se adueñase por completo de la playa; aún así, muchas veces me demoraba en el pueblo hasta las diez. Es posible que piensen que semejante acción está totalmente fuera de lugar, que si www.lectulandia.com - Página 29

en verdad temiera tanto la oscuridad la habría evitado. Pueden preguntarse por qué no abandoné aquel lugar cuya soledad estaba empezando a deprimirme. No sé qué contestar; tal vez el cansancio, la extraña sensación que a veces se apoderaba de mí, era producida por ciertos matices apenas discernibles y que residían en el oscurecimiento del sol, en las ráfagas de un viento cambiante, en la enormidad de un mar siniestro que se agazapaba como una masa informe tan cerca de mí; era algo que, en cierta manera, emanaba de mi propio corazón, algo elusivo, algo que me sentía incapaz de definir. Durante los siguientes días, rebosantes de una luz diamantina, con las juguetonas olas festoneadas de espuma rompiendo en la costa soleada, el recuerdo de aquellas tenebrosas inquietudes quedaba como algo lejano, aunque, al cabo de una o dos horas, siempre retornaba esa extraña sensación de desasosiego, y me sumergía de nuevo en el mortecino abismo de la desesperación. Quizás estas sensaciones interiores eran el simple reflejo del estado del océano, pues, aunque la mitad de lo que percibimos es interpretado por el cerebro, muchos de nuestros sentimientos son explicados, de muy otra manera, por medios extraños o psíquicos. El mar puede trasmitirnos sus múltiples estados de ánimo, mostrándose por medio del sutil indicio de una sombra o el destello de la luz sobre las olas, sugiriéndonos de esta forma su tristeza o alegría. El mar siempre está recordando cosas del pasado; aunque somos incapaces de comprender, de atisbar estas memorias, sentimos su leve roce, su presencia. Como no trabajaba, ni recibía ningún tipo de visitas, me resultaba más fácil, quizás, percibir su mensaje críptico; un mensaje que podría pasar desapercibido a cualquier otro. El océano, como reclamando un pago por la cura que me proporcionaba, dominó mi vida aquel verano. Aquel año hubo varios ahogados; cuando casualmente oía sus gritos de agonía (tal es nuestra indiferencia ante una muerte que no nos concierne o de la que no somos testigos directos), me daba cuenta del terror que debían experimentar. Muchos de los ahogados —algunos de ellos nadadores expertos— no fueron encontrados hasta después de unos días, cuando la impronta terrible de las profundidades se había adueñado de sus deformados cuerpos. Era como si el mar los arrastrara a un cubil insondable, los triturase en medio de las tinieblas y luego, cuando ya no le eran de ninguna utilidad, los devolviese a la superficie en un estado espantoso. Nadie parecía saber la causa de tales muertes. La frecuencia con la que se producían hizo cundir la alarma entre los recelosos, aunque las resacas no solían ser demasiado fuertes en Ellston y no se tenían noticias de que hubiera tiburones merodeando en sus playas. Yo no sabía con exactitud si los cuerpos presentaban huellas de haber sido atacados, pero el terror a una muerte silenciosa que se cierne sobre las olas, buscando víctimas solitarias, es algo que todo hombre conoce y teme. Tenía que haberse encontrado pronto una razón para tales muertes, incluso aunque no hubieran sido achacables a los tiburones. Pero los tiburones eran una mera suposición; suposición que nunca pude confirmar. Los bañistas que permanecieron en la playa el resto del verano prestaban más atención a las traicioneras costas que a la existencia de algún animal marino www.lectulandia.com - Página 30

desconocido. El otoño, desde luego, no estaba lejos, y muchos turistas se valieron de esta excusa para apartarse del mar, de ese mar donde los hombres eran atrapados por la muerte, y volver a la seguridad tierra adentro, a lugares en los que no se puede escuchar el bramido del océano. Así terminó agosto, y ya habían pasado varios días de mi estancia en la playa. Hacia el cuarto día del nuevo mes se produjo un amago de tormenta y, en el sexto, mientras daba un paseo azotado sin cesar por las húmedas ráfagas de viento, una masa informe de nubes, átona y opresiva, comenzó a desarrollarse sobre la rizada superficie del mar. El azote del viento, que soplaba sin rumbo fijo, confería una especie de animación, un matiz de vida propia, a los elementos de la tormenta que estaba a punto de desatarse. Almorcé en Ellston, y aunque los cielos eran como la tapa negra de un frasco cerrado, me dirigí hacia el sur de la playa, lejos de la ciudad de mi lugar de residencia. Cuando el gris universal del cielo fue hendido por una franja púrpura que anunciaba el atardecer —y que brilló con una luminosidad excepcional a pesar de la oscuridad reinante—, descubrí que me hallaba a varios kilómetros de cualquier posible refugio. Esto, sin embargo, no me preocupó en exceso, pues, a pesar de los siniestros cielos teñidos de presagios misteriosos, me daba perfecta cuenta de que mis sentidos adquirían una especie de agudeza, acercándome a los contornos y significados de aquella esencia esquiva. Me vino a la mente un recuerdo difuso, tal vez sugerido por la semejanza de aquel escenario que me rodeaba con otro que se describía en un cuento que había leído durante mi niñez. Aquella historia —casi olvidada en las esquinas del pasado— trataba de la amada de un barbudo rey, dueño de un reino submarino habitado por seres con forma de pez, que era separada de su prometido de rubios cabellos por un ser con atributos religiosos y facciones simiescas. Recordé la imagen de los acantilados submarinos bajo el cielo extraño e incoloro de aquel mundo sumergido; y esta imagen, aunque casi ya me había olvidado de la mayor parte del cuento, era exactamente igual a la que contemplaba en aquellos momentos. Ambas escenas, la del relato perdida en un mar de impresiones fugaces, mostraban cierto parecido. Tales memorias podían haber atravesado mis recuerdos incompletos que, en un momento dado, se hicieron visibles a mis sentidos, gracias a la contemplación de escenas cuya importancia actual es relativamente pequeña. Muchas veces, cuando vemos algo pasajero, un paisaje (por ejemplo), la ropa tendida al atardecer en un recodo del camino o la solidez de un árbol añoso bajo el pálido cielo del amanecer (las condiciones que lo rodean son más importantes que el objeto en sí mismo), sentimos que encierran algo precioso, una dorada virtud que intentamos capturar como sea. Aún así, es posible que si contempláramos esa misma escena un poco más tarde, o desde otra perspectiva, descubriéramos que ya ha perdido todo su valor y significado. Es posible que esto sea debido a que el objeto contemplado no encierra esa cualidad elusiva, sino que nos sugiere algo diferente que permanece oculto. La mente, desconcertada, no es capaz de www.lectulandia.com - Página 31

ver la causa de este repentino estado de ánimo, sorprendiéndose al no encontrar nada interesante o llamativo en el objeto que ha causado su excitación. Esto es lo que me sucedió cuando contemplé aquellas nubes purpúreas. Me transmitían la grandeza y el misterio de las viejas torres monacales bajo la luz del atardecer, pero su aspecto también se asemejaba al de los acantilados del antiguo cuento de hadas. De repente, aquella imagen perdida se abrió paso en mi imaginación, y casi creí ver, entre el velo de espuma de las olas, que ahora parecían envueltas en un cristal ahumado y sucio, la horrible figura del ser con cara de mono, portando una mitra mohosa, surgiendo de aquel reino perdido en las profundidades, cuyos cielos corresponden con la superficie del agua. No vi a ninguna criatura saliendo de aquel reino de imaginación, pero cuando el viento cambió de rumbo, hendiendo los cielos como un cuchillo susurrante, descubrí en medio de la oscuridad creciente, neblinosa y acuática, un objeto gris, posiblemente un trozo de madera a la deriva, meciéndose impreciso en la espuma del mar. Se hallaba a considerable distancia y desapareció con enorme rapidez; seguramente no se trataba de un trozo de madera, como en un principio había pensado, sino de alguna marsopa que había salido a la superficie. Pronto me di cuenta de que me había demorado demasiado tiempo contemplando la tormenta que se cernía, mezclando mis fantasías con su grandeza; comenzó a caer una lluvia helada, envolviendo con su manto de tinieblas la ya de por sí oscura playa. Me apresuré sobre la arena grisácea, sintiendo las frías gotas sobre mi espalda; poco después, mis ropas estaban completamente empapadas. Eché a correr, huyendo al principio de las gotas incoloras que caían a chorros del invisible cielo, pero cuando pensé que estaba demasiado lejos de cualquier refugio y que, hiciera lo que hiciera, llegaría igualmente calado a casa, aminoré el paso y comencé a caminar como si el cielo sobre mi cabeza fuera de un límpido azul. No había razón alguna para echar a correr, aunque esta vez no me entretuve tanto como en otras ocasiones. Las ropas, empapadas y gélidas, se pegaban a mi cuerpo y, por culpa de la creciente oscuridad y del viento que soplaba sin descanso desde el océano, no pude reprimir un escalofrío. Aún así, y a pesar de la incomodidad que suponía andar bajo la lluvia interminable, percibía una especie de agitación en las reacciones y estímulos de mi propio cuerpo, así como en las nubes purpúreas y deshilachadas. De esta forma, con una sensación extraña de placer bajo la lluvia (que ahora resbalaba por mi cuerpo, colmando los zapatos y bolsillos de mis ropas), bajo aquellos cielos desafiantes y siniestros que cubrían con un manto negro el mar eterno, caminé sobre la grisácea extensión de arena de la Playa Ellston. Descubrí la achaparrada casa entre la lluvia intensa y oblicua mucho antes de lo que esperaba; los juncos de las dunas se doblaban al compás del viento, como queriendo animarle en su lejano viaje. Los elementos naturales, el cielo, el mar, no habían sido capaces de cambiar totalmente aquel paisaje familiar, pero el tejado de la casita parecía combarse bajo el ímpetu de la lluvia. Corrí hacia los inseguros www.lectulandia.com - Página 32

escalones, penetrando en la húmeda habitación donde, inconscientemente sorprendido por la ausencia del viento huracanado, permanecí unos momentos en pie mientras el agua se deslizaba por cada centímetro de mi cuerpo. Había dos ventanas en la pared frontal de la casa, una a cada lado de la puerta, que parpadeaban ante un mar cada vez más tenebroso por la lluvia y por la inminente caída de la noche. Miraba a través de aquellas ventanas mientras me ponía ropas secas y sencillas que había tomado del perchero y de una silla abarrotada. Los muebles y el suelo estaban cubiertos de una fina capa de arena que se había ido filtrando por las rendijas de la casa empujada por el poderoso viento. No sabía cuánto tiempo había permanecido vagabundeando sobre la arena mojada, ni qué hora era, pero encontré mi reloj de pulsera tras una corta búsqueda; afortunadamente, lo había olvidado en la casa, por lo que no se había visto afectado por la humedad que impregnaba mis ropas. Apenas fui capaz de distinguir el minutero en la creciente oscuridad que difuminaba todos los contornos. Mis ojos atravesaron las tinieblas (más densas en la vivienda que en el exterior) y descubrí que eran las 6:45 de la tarde. La playa se hallaba totalmente desierta a mi llegada y, desde luego, no esperaba sorprender a nadie que hubiera aprovechado semejante noche para darse un baño. Pero cuando de nuevo miré por la ventana descubrí algo, como una especie de sombras recortándose en las tinieblas húmedas de la noche. Pude contar hasta tres figuras moviéndose de una forma muy extraña, y otra, más cerca de la casa, que se parecía más a un tronco de madera arrastrado por las olas embravecidas que a un hombre. Me asusté un poco, pues no podía imaginarme cuál era el motivo por el que aquellas intrépidas figuras permanecían en la playa bajo la furiosa tempestad. Me dio por pensar que, seguramente, como había pasado conmigo, la lluvia les había sorprendido y que, como yo, se habían dejado llevar por el placer de jugar despreocupadamente bajo el agua. Tras breves instantes, espoleado por un sentimiento de hospitalidad que superaba mis deseos de estar solo, salí a la puerta (lo cual bastó para volver a calarme por completo, pues la lluvia se precipitó con furia sobre mí) y desde la entrada les hice señas. No sé si llegaron a percatarse de mi presencia o no entendieron lo que quise decirles, pero el caso es que no contestaron a mis señas. Se quedaron quietos en mitad de la noche, sorprendidos, como esperando que yo hiciese algo. Había un no sé qué en su actitud que me traía a la mente esa sensación críptica con la que se tintaba la casa y sus alrededores al caer el mórbido crepúsculo. De repente se apoderó de mí un sentimiento extraño, como si de aquellos seres que permanecían inmóviles bajo la noche tempestuosa en una playa desierta emanase una cualidad siniestra y amenazadora. Cerré de golpe la puerta con desazón, sintiendo un miedo angustioso que se iba apoderando poco a poco de mí, una inquietud devoradora que nacía de entre las sombras de mi consciencia. Poco después, al mirar de nuevo por la ventana, tan sólo vi la noche oscura que se agazapaba como una alimaña en el exterior. Confundido, un poco asustado —como la persona que duda al cruzar una calle oscura a pesar de que, aparentemente, no www.lectulandia.com - Página 33

distingue peligro alguno—, decidí que, en realidad, no había visto nada y que la tenebrosa atmósfera me había hecho imaginar cosas que no existían. El aura de soledad que envolvía el lugar se incrementó aquella noche; aunque, más allá de mi campo de visión, al norte de la playa, cientos de casas se erguían bajo las tinieblas húmedas, con sus amarillentas luces brillando a través de cristales empañados, como los ojos de un duende reflejándose en las cenagosas aguas de un pantano. Yo no podía verlas, y tampoco me atrevía a aventurarme a salir fuera en una noche semejante —no disponía de coche, ni de ningún otro medio de abandonar la abigarrada casita, a no ser caminando bajo la noche tenebrosa—, de forma que me hallaba a merced de lo que pudiera pasar, totalmente solo ante el melancólico océano que rugía, invisible, desafiante, en medio de la bruma. La voz del mar emitía un ronco lamento, como el de un ser herido que tratara de incorporarse. Espanté la oscuridad que se multiplicaba a mi alrededor encendiendo una lámpara de aceite —aún así, las tinieblas que se colaban por las ventanas acabaron recluyéndose en los rincones, como una fiera al acecho—, y me dispuse a preparar yo mismo la cena, ya que no tenía intención de bajar hasta el pueblo. Tan sólo eran las nueve cuando decidí irme a la cama, aunque me parecía mucho más tarde. La oscuridad se había adueñado de la casa demasiado pronto, y yo no hacía más que pensar en los acontecimientos que habían tenido lugar aquella tarde. Algo acechaba ahí afuera, en medio de las tinieblas nocturnas, algo indefinido, impreciso, algo me comunicaba una especie de malestar, de inquietud; era como una bestia salvaje que esperaba cualquier movimiento del enemigo. El viento siguió aullando durante horas mientras la lluvia batía sin cesar las paredes desgastadas de la casita. En un momento de calma en el que pude oír el rugido estruendoso del mar, imaginé que las amorfas y enormes olas debían superponerse unas sobre otras bajo el aullido melancólico del viento, arrojando sobre la playa nubes de espuma y salitre. Y aún así, apenas perceptible entre los rugidos de la naturaleza desatada, pude distinguir una nota discordante, un sonido seductor, tan tenebroso e incierto como la noche. El mar siguió susurrando su estúpido monólogo y el viento continuó refunfuñando; pero, al poco, los velos de la inconsciencia se cerraron sobre mí y, durante un tiempo, la noche oceánica desapareció de mi mente dormida. La mañana trajo consigo un sol desmayado —como el que contemplarían los hombres, si hay alguno para contarlo, cuando la Tierra sea vieja—, un sol aún más alicaído que el difuso cielo. Un burdo reflejo de su antiguo esplendor, Febo intentaba desgarrar las nubes inciertas y espesas mientras me levantaba; a veces brillaba con destellos de oro en la parte nordeste de la cabaña, otras apenas se distinguía, como si fuera un simple globo luminoso: un increíble juguete olvidado por alguien en la bóveda celeste. El agua caída —llovió durante toda la noche— había borrado los últimos restos de aquellas nubes purpúreas que me habían recordado a los acantilados de mi viejo cuento de hadas. Engañoso y turbio, aquel amanecer era como el del día www.lectulandia.com - Página 34

anterior, y daba la sensación de que la tormenta se había tragado toda una jornada, apoderándose de los cielos durante una larga y oscura tarde. Reuniendo fuerzas, el esquivo sol empleó todas sus energías en deshacer la bruma, pudiendo atravesar al fin la sucia capa de nubes. El día se iba tiñendo de azul y las tinieblas retrocedían, retirándose, junto con la soledad que se había adueñado de mí, a un lugar desconocido y extraño donde, agazapadas, pacientes, esperarían el momento adecuado para volver. El sol brillaba ahora con su antiguo esplendor, y de nuevo las olas se llenaron de reflejos que brillaban sobre las aguas juguetonas que habían lamido las costas antes de que apareciera el hombre, batiendo despreocupadas y dichosas mientras la humanidad yacía, olvidada, en el sepulcro del tiempo. Influenciado por tales sentimientos, abrí la puerta y, mientras las sombras retrocedían ante la luz que se colaba dentro, descubrí que la playa estaba libre de huellas, como si nadie, excepto yo, hubiera perturbado la suavidad de sus arenas. Con la ligereza de espíritu que suele preceder a un periodo de depresión, sentí —gratamente complacido— cómo mi cerebro se desprendía de las antiguas desconfianzas, sospechas y miedos con la misma facilidad con la que el agua diluye la suciedad. En el aire flotaba un aroma salobre a hierba mojada, como el que guardan las páginas mohosas de un viejo libro, un olor dulce como el producido por los cálidos rayos de sol al acariciar las praderas del interior; aquel perfume actuaba sobre mis sentidos como un brebaje estimulante, recorría mis venas, intentaba comunicarme algo de su propia naturaleza intangible, casi me hacía flotar en la brisa vertiginosamente. Y por encima de todo, el sol, un sol que acariciaba mi piel, bañando mi cuerpo con sus rayos de la misma manera que la noche anterior lo había hecho el agua de lluvia; un sol cálido cayendo en cascada sobre las luminosas arenas, como tratando de ocultar aquella presencia ambiental que deambulaba más allá de mi percepción, débilmente atisbada, apenas sentida, en los rincones más profundos de mi consciencia y en la visión de oscuras criaturas deambulando cerca de un océano solitario. Aquel sol, un orbe enfebrecido y aislado en el vórtice del infinito, actuaba como un centenar de agujas que se clavaban en mi rostro. Un cáliz burbujeante, blanco e incandescente, portador de un fuego divino e incomprensible, creador de extraños espejismos. Parecía dibujar vastas regiones, tranquilas, bellas e inciertas, por donde yo podría vagar si fuera lo suficientemente hábil como para encontrar la llave que me abriera sus puertas. Semejantes imágenes brotan de nuestra propia naturaleza interior, pues la vida física no nos permite acceder a sus secretos, y sólo la intuición, nuestra capacidad para interpretar estas sensaciones, puede producirnos ese éxtasis que embota los sentidos, tantas veces negado por nuestro raciocinio. Pero, aún así, hay veces en las que sucumbimos a su imaginería, pensando haber encontrado al fin el negado fruto. Y de esta forma, la fresca dulzura del aire matinal que sigue a una opresiva oscuridad nocturna (cuya tenebrosa atmósfera había logrado asustarme más que cualquier otra amenaza puramente física), me susurraba antiguos misterios y placeres ocultos de los que sólo www.lectulandia.com - Página 35

es posible disfrutar a medias. El sol, el viento, el perfume que impregnaba todas las cosas, me hablaban de festividades divinas, de dioses cuyos sentidos son un millón de veces superiores a los del hombre, cuyos placeres son más sutiles y prolongados. Podría seguir ahondando en estas sensaciones si me atreviera a sumergirme plenamente en ellas, pero no lo hacía; el sol, un dios desnudo y celestial, desconocido, como un resplandor que ciega nuestros ojos, parecía un objeto sagrado bajo la percepción de mis sentidos, nuevamente despiertos. Del inmaculado astro emergía una especie de halo ante el cual todas las criaturas deberían arrodillarse. El ágil leopardo en la selva frondosa se detendría sorprendido para contemplar sus ardientes rayos, y todas las cosas que se alimentan de su energía estarían sintiendo su mensaje en un día así. Y cuando desaparezca de los confines del Universo, la Tierra no será más que una negra esfera flotando en abismos sin fondo. Aquella mañana, sintiendo bullir en mi interior el fuego de la vida, presentí en la atmósfera la llegada de extrañas cosas que no sabría describir. Mientras caminaba hacia el pueblo, pensando qué aspecto tendría tras las copiosas lluvias nocturnas, descubrí, entre los amarillentos y húmedos vapores que el sol levantaba de la tierra, un pequeño objeto parecido a una mano que reposaba a unos pasos de donde yo me encontraba, y que era mecido de un lado a otro por el constante devenir de las olas. El miedo y el asco sacudieron mi mente cuando me di cuenta de que aquel objeto, con toda seguridad, era un trozo de carne, posiblemente, como ya había supuesto, una mano separada del resto del cuerpo. Desde luego, ningún pez se ajustaba a sus contornos; me pareció ver unos dedos alargados y casi descompuestos. Empujé aquella cosa repugnante con el pie, cuidándome de tocarla lo menos posible; pero se pegó, como algo viscoso, a la suela de mi zapato, asiéndolo con las garras de la putrefacción. Apenas conservaba una forma precisa, pero se asemejaba bastante a lo que había imaginado en un principio. La empujé de una patada a las complacientes olas, que la engulleron con malsana voracidad. Posiblemente debía haber dado cuenta de mi descubrimiento, pero su naturaleza y procedencia eran demasiado inciertas como para emprender una investigación. Parecía como si la hubiera mordisqueado alguna monstruosidad marina y no creí que fuera lo suficientemente identificable como para evidenciar su relación con algún accidente o tragedia desconocidos. Me acordé del gran número de personas ahogadas aquel verano; también pensé en otras cosas carentes de toda base, muchas de ellas meras posibilidades. Fuera lo que fuese aquel resto putrefacto, un pez o algún trozo de animal parecido a una mano humana, jamás he hablado de él hasta ahora. Después de todo, nada hacía suponer que aquel objeto no había sido presa de otra cosa más que de la putrefacción. Llegué a la ciudad asqueado por el recuerdo de aquella masa repugnante que reposaba tranquilamente sobre la aparente belleza de la playa; y sin embargo, no era más que una pequeña prueba de la muerte que se cierne sobre un entorno natural en el que se mezclan belleza y putrefacción. No escuché ningún rumor en Ellston que www.lectulandia.com - Página 36

tuviera que ver con casos recientes de ahogados o con accidentes en alta mar, tampoco descubrí ninguna noticia en los periódicos locales, que fue lo único que leí durante las vacaciones. Es difícil describir el estado de ánimo en el que me vi sumido durante los días que siguieron. Susceptible a las emociones fuertes y morbosas, a la angustia producida por una sucesión de hechos extraordinarios, que brotaba de los rincones de mi cerebro, me vi envuelto en una especie de sensación abrumadora, más cercana al asco y la repulsión por la horrible y escondida suciedad de la vida que a un temor real o a la propia desesperación; en parte, esta actitud se había desarrollado por causa de mi extrema sensibilidad, y en parte por la visión de aquel putrefacto objeto que antaño había sido una mano. En aquellos días, en mi mente se mezclaban un revoltijo de acantilados tenebrosos y figuras inquietas, como las que recordaba de mi cuento de hadas. Sentía, dejándome vencer por la desesperación, la gigantesca oscuridad de este universo abrumador para el cual mis días, y los días de los de mi raza, no significaban absolutamente nada; un universo en el que toda acción es vana, donde incluso el dolor es algo insignificante. Las horas dedicadas a la recuperación de mi salud, tranquilidad y armonía mental, se tornaban ahora (como si aquellos días de la primera semana estuvieran definitivamente olvidados) en pasiva indolencia, como la que adoptaría un hombre al que no le importase vivir. Un miedo letárgico y lastimoso se había apoderado de mí, sentía que algo ineludible iba a suceder, me espantaba el odio con el que brillaban las gélidas estrellas, la voracidad con la que rompían las enormes olas, como si quisieran engullir mis huesos: la venganza, la indiferencia, la abrumadora majestad de la noche del océano. Algo de aquella oscuridad, de aquella inquietud del mar, se había encapsulado en mi corazón, y vivía sumido en una angustia irracional, que se acrecentaba por lo ignoto de su origen, por la extraña, inmotivada cualidad de su vampírica existencia. Ante mis ojos se extendían las nubes púrpuras y quiméricas, aquel extraño objeto plateado, la espuma del mar, la soledad lóbrega de mi cabaña, la hipocresía, la vanidad del pueblo veraniego. No volví a pisar sus calles, aquel estilo de vida me parecía una parodia. Estaba solo, con mi alma, ante el mar tenebroso, un mar cuyo odio parecía acrecentarse día a día. Y por encima de todas las cosas, malévolo e inmundo, un ser de rasgos apenas humanos que se erguía y acechaba, como esperando. Este bosquejo del ambiente en el que me hallaba sumergido nunca podrá definir totalmente el verdadero horror de toda aquella soledad, una soledad que se había aposentado profundamente en mi corazón y que me insinuaba cosas terribles y desconocidas, deslizándose cada vez más cerca de mí. No me estaba volviendo loco; sencillamente era capaz de percibir con claridad las tinieblas que se extendían más allá de esta frágil existencia iluminada por un sol pasajero, tan insignificante como nosotros mismos; una sensación que pocos llegan a experimentar pero que, si lo hacen, impregnará sus vidas para siempre; un conocimiento que cambia con el www.lectulandia.com - Página 37

tiempo, como yo mismo, que lucho con todas las fuerzas de mi alma, aún cuando sé que nunca podré entender este universo hostil, que jamás lograré retener ni un solo segundo de la vida que me queda. Me inundaba el miedo a un destino incierto, a lo que me encontraría al morir; estaba poseído por un horror indescriptible, pero era incapaz de abandonar el lugar que me lo producía; esperaba pacientemente mientras aquel miedo que me consumía se iba extendiendo por las inmensas regiones que se abren más allá de la consciencia. Y de esa manera llegó el otoño, y el mar seguía arrebatándome la perdida serenidad con la que me había obsequiado en un principio. El otoño se adueña de la playa con melancolía: no hay hojas pardas cayendo ni ningún signo propio de la estación. Sólo el mar, un mar gélido e inmutable. Las aguas aún no se habían enfriado demasiado, pero ya no tenía ganas de bañarme; la cúpula celeste se hizo más oscura, como si un enorme manto de nieve estuviera a punto de caer sobre las ígneas olas. Y yo pensaba que cuando aquello sucediese, la nieve ya no dejaría de caer nunca, y seguiría, seguiría por siempre, velando un sol blanco, luego amarillo y rojo al fin, hasta que aquel último, diminuto rubí desapareciera por completo en la futilidad de la noche eterna. Las antaño acogedoras aguas me susurraban cosas sin sentido, acechándome; no podría afirmar si mi estado de ánimo era el causante de aquellas sensaciones, o si tan sólo se trataba de un fiel reflejo de la atmósfera tenebrosa que me rodeaba. Sobre mí, sobre la playa, había caído una sombra, como si un pájaro — un pájaro de mirada penetrante— volase invisible por encima de nosotros. A finales de septiembre cerraron los establecimientos hoteleros del pueblo, esos antros fríos, donde unos seres acobardados, hipócritas marionetas, acababan de representar sus vacaciones estivales. Los títeres fueron empujados a otros lugares, mientras sus rostros dibujaban una sonrisa forzada o un gesto adusto; apenas quedaron un centenar de personas en la villa. Las casas chillonas de estuco que bordeaban la costa se alzaron solitarias contra el viento una vez más. Según avanzaba el mes, crecía en mi interior la certeza de que algo iba a suceder: una tragedia oscura de la que aún no se sabía el final. De cualquier manera, deseaba que aquello acabara cuanto antes, pues ya no podía continuar con esa sensación de angustia contenida, con aquel sentimiento de que algo monstruoso pululaba entre los recovecos del escenario enorme en el que me encontraba; con más inquietud que miedo aguardaba el día, que no parecía ya muy lejano, en el que todo saldría a la luz. Finalmente aconteció a finales de septiembre, no sé con exactitud si el 22 o el 23 de dicho mes. Semejantes detalles quedaron sobrepasados ante la sucesión de acontecimientos que se desarrollaron; unos acontecimientos que insinuaban (y sólo insinuaban) unas implicaciones nada comunes a la vida cotidiana. La angustia invadió mi espíritu e inmediatamente supe que algo iba a suceder. Durante todo aquel día aguardé pacientemente la llegada de la noche, con tanta ansiedad que el crepúsculo pareció desvanecerse en un revoltijo de colores cambiantes sobre las inquietas aguas. Ya había pasado mucho tiempo desde que la espantosa tormenta arrojara una www.lectulandia.com - Página 38

sombra sobre la playa y había decidido, después de algunas dudas, abandonar Ellston antes de que la atmósfera se enfriara demasiado, convencido de que no iba a conseguir recuperar mi anterior tranquilidad. Fijé la fecha de mi partida nada más recibir un telegrama (que había estado retenido dos días en las oficinas de la Western Union) en el cual se me comunicaba que mi diseño había sido aceptado. Esta noticia, que a principios de año me habría causado un gran impacto, no hizo más que aligerar un poco mi apatía. Se me antojaba ridícula en medio del ambiente irreal en el que me encontraba sumido; era como si el telegrama estuviera dirigido a otra persona a la cual ya no conocía, como si yo lo hubiera recibido por error. Aunque aquél no fue el único motivo, sí consiguió que me reafirmara en mis planes de dejar definitivamente la cabaña de la playa. Tan sólo faltaban cuatro noches para mi partida cuando tuvo lugar el desenlace que tanto había esperado, un desenlace que, en el fondo, no estuvo acompañado de una amenaza real, sino de una serie de acontecimientos que bien podrían explicarse como un producto de aquel tenebroso escenario. La noche había caído sobre Ellston y, en el fregadero, un montón de platos sucios daban testimonio de mi reciente cena y de las pocas ganas que tenía de trabajar. La playa se iba ensombreciendo poco a poco cuando me senté ante la ventana que daba al mar con un cigarrillo en los labios; un manto de negrura se extendía gradualmente por el cielo, logrando resaltar aún más una luna colgante y monstruosamente alta. El mar apacible rompía sobre la reluciente arena; la ausencia exterior de árboles, figuras o seres vivos, y la magnitud de aquella luna orgullosa, hicieron que me diera cuenta de la vastedad que me rodeaba. Sólo unas cuantas estrellas diminutas brillaban en el cielo nocturno, acrecentando la grandeza de la órbita lunar y la magnitud de las inquietas, ondulantes aguas. Permanecí en el interior de la casa, sin ganas de salir a dar un paseo en noche tan informe, escuchando extraños secretos de un increíble saber. Como brotando de un viento invisible, sentía el soplo de una vida palpitante y extraña: la personificación de todo lo que había preconcebido, de todas mis suposiciones, pululando por los abismos del cielo o debajo de las mudas olas. En aquel lugar mis sensaciones adoptaban una cualidad de sueño, horrible, antiguo, difícil de definir; como alguien que está cerca de una persona dormida a la que no quiere despertar, me asomé a la ventana, sosteniendo entre los dedos el cigarrillo a medio consumir, y contemplé la luna que se erguía en el cielo. Poco a poco la atmósfera fue iluminándose con la luz del astro plateado, y cada vez me sentía más angustiado ante la espera de algo que, estaba seguro, iba a acontecer. Las sombras se replegaban sobre la playa, y me di cuenta de que todos mis sentidos estarían atentos a ellas cuando ese algo se hiciera visible. Aún quedaban zonas cubiertas de sombras negras y tenebrosas; masas de oscuridad reptando bajo los rayos brillantes y crueles. La infinita belleza de la luna —que ahora se me antojaba un planeta muerto y tan frío como las sepulturas inhumanas que salpican su superficie entre un caos de ruina y destrucción debidas a la sucesión de polvorientos www.lectulandia.com - Página 39

siglos inmensamente más antiguos que la era de los hombres— y la infinita belleza del mar, que se agitaba con los recuerdos de una vida más antigua, se mostraron ante mí con una claridad terrible. Me incorporé y cerré la ventana, intentando callar momentáneamente el flujo imparable que adoptaban mis pensamientos. Ningún sonido me llegó mientras estuve con las contraventanas cerradas. Los minutos y las horas se diluían en un todo. Aguardaba, con el corazón en vilo, ante el escenario inmutable que se extendía delante de mí, a que aquello, fuese lo que fuese, hiciera acto de presencia. Había puesto una lamparita sobre un baúl, en el lado oeste de la casa, pero la luz de la luna era más potente y sus rayos azulados invadían los rincones que la lámpara no alcanzaba a iluminar. El vetusto resplandor del silencioso astro se desparramaba sobre la playa de la misma manera que lo había venido haciendo desde hace incontables evos; y yo esperaba, con creciente inquietud, el desenlace de los acontecimientos, temeroso ante su final incierto. En el exterior de la pequeña casa, una luminosidad blanca dibujaba seres vagos, sombras irreales que parecían querer burlarse de mí, y unas voces apenas audibles se mofaban de mi atenta vigilia. Pasaron interminables minutos de espera, como si el péndulo del Tiempo se hubiera detenido. Y continuaba sin mostrarse nada extraño; las sombras acotadas por la luz de la luna eran poco densas y apenas podían esconder nada a mis ojos. La noche seguía enmudecida —así lo intuía al menos, ya que las ventanas continuaban cerradas— y un manto de estrellas colgaba espectral del ominoso cielo. Ninguna señal, ningún sonido, podía explicar mi estado de ánimo, el terror que mi cerebro atormentado sentía dentro de un cuerpo incapaz de romper el silencio, a pesar de toda su angustia. Como si aguardara a la muerte misma, seguro de que nada ahuyentaría el peligro interior que encaraba, me estremecí de los pies a la cabeza con el cigarrillo olvidado aún entre los dedos. Un mundo silencioso se extendía al otro lado de las sucias ventanas, y en una esquina de la habitación un par de viejos remos, que ya estaban allí antes de mi llegada, eran testigos mudos de mi vigilia. La lámpara continuaba ardiendo, desparramando una luz tenue y enfermiza. De vez en cuando, para distraerme, me quedaba contemplándola mientras veía cientos de burbujas apareciendo y desapareciendo dentro del depósito de petróleo. De repente, la mecha dejó de arder. Y estuve completamente seguro de que la noche, ahí afuera, no era ni cálida ni fría, sino extrañamente neutra, como si todas las fuerzas de la física estuvieran suspendidas, como si las leyes de la existencia vulgar se hubieran desintegrado. Y entonces, con un chapoteo sordo y aterrador, un ser marino emergió un poco más allá de la línea de las olas. Su forma era parecida a la de un perro, pero también podría haberse tratado de una figura humana o de la de algo mucho más extraño. Daba la sensación de que no había reparado en mí —o de que no le importaba mi presencia—; nadó como un pez bajo la luz de las estrellas hasta sumergirse de nuevo dentro del agua. Al rato volvió a aparecer y, al encontrarse más cerca, descubrí que llevaba algo sobre los hombros. También llegué a convencerme de que no podía www.lectulandia.com - Página 40

tratarse de un simple animal, sino, más bien, de alguna especie de criatura humana. Aunque nadaba con una agilidad inconcebible. Mientras observaba aquella escena, petrificado y lleno de espanto, con la disposición del que espera la muerte y no puede hacer nada por evitarla, la criatura marina se acercó a la costa; pero aún se encontraba muy lejos hacia el sur como para poder distinguir con claridad sus facciones. Caminaba encorvado, envuelto en jirones de niebla que salían de su cuerpo, y pronto desapareció entre las dunas de la playa. Me invadió una oleada de terror. Temblaba como una rama sacudida por el viento, aunque la atmósfera de la habitación, cuyas ventanas ya no me atrevía a abrir, era sofocante. Pensé en el espanto que sentiría si algo se colase a través de las ventanas desde el exterior. Ya no podía ver a aquella criatura acuática y empecé a pensar que deambulaba por los alrededores, o que me espiaba desde una de las ventanas. Mi mirada angustiada se paseó por todas las cristaleras, esperando tropezarme en cualquier momento con los ojos espantosos de aquella criatura desconocida. Pero aunque pasé horas y horas de vigilia, no volví a ver a nadie vagabundeando por la playa. De este modo fue transcurriendo la noche, y con ella la posibilidad de que aquel extraño ser —surgido del mar como el brebaje maligno que brota del caldero del mago— hubiese vagabundeado realmente por los alrededores de la playa tras haber salido de las aguas con aquel extraño bulto a la espalda. Como las estrellas que prometen la visión de recuerdos terribles y gloriosos, incitándonos a adorarlas para luego rebelarnos sus secretos, había estado terriblemente cerca de los antiguos misterios que rondan la mente humana, acechando cautelosamente al borde de lo desconocido. Pero al final no descubrí nada concreto. Tan sólo había podido contemplar una esquiva imagen de aquel ser furtivo (confundido entre los pliegues de la ignorancia). Era incapaz de imaginar el poder tan grande que se había mostrado a escasa distancia de donde yo me encontraba, la fuerza sobrenatural de aquella brumosa figura, de aquel nadador furtivo y solitario. No soy capaz de concebir lo que habría sucedido si el brebaje hubiera terminado rebasando los bordes del caldero mágico, derramándose en una cascada de revelaciones. La noche del océano retuvo el nivel del recipiente. Es lo único que puedo decir. Aún ahora desconozco por qué me fascina tanto el mar. Pero tal vez nadie puede explicar los hechos; se oponen por naturaleza a cualquier interpretación. Existen hombres, hombres inteligentes, que aborrecen el mar, esas olas ondulantes rompiendo sobre playas de arenas amarillas; y aseguran que los que nos sentimos atraídos por los misterios de sus profundidades somos gentes extrañas. Pero aún así, siento una obsesión inexplicable por los secretos del océano. En la melancolía de la espuma teñida de plata por los rayos de la luna; en las olas sombrías, silenciosas, eternas, que rompen sobre las arenas vírgenes; en toda esa soledad tan sólo quebrada por la aparición de existencias desconocidas que afloran de unos abismos tenebrosos. Y cuando observo las olas terribles que arremeten una y otra vez con fuerza incansable, www.lectulandia.com - Página 41

siento una fascinación cercana al miedo, y me rindo a los encantos de su grandeza antes que al odio por sus aguas inquietas y su belleza arrebatadora. Vasto y desolado es el océano, y se ha dicho que todas las cosas que antaño salieron de sus profundidades volverán un día a su seno. Nadie caminará por la superficie de la tierra cuando transcurran los ciclos del Tiempo; sólo las aguas eternas continuarán agitándose bajo la noche. Seguirán desparramando nubes de espuma sobre playas tenebrosas, y nadie observará, en ese mundo frío y muerto, la luz enfebrecida de la luna iluminando unas costas ondulantes cubiertas de fina arena. En la orilla, la espuma de las olas acariciará los huesos de unos seres extintos que un día poblaron sus aguas. Caparazones petrificados y silenciosos golpeados sin descanso por el devenir de las olas: su precaria vida hace tiempo extinguida. Todo estará en tinieblas entonces, incluso la blanca luna dejará de enviar sus rayos sobre la superficie del mar. No existirá nada, ni dentro ni fuera de las tenebrosas aguas. Y en ese último estadio, cuando todas las cosas hayan desaparecido finalmente, el mar seguirá batiéndose y agitándose bajo la negra noche.

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James Hanley (1901-1985) James Hanley es un escritor muy poco conocido en nuestros días, el típico ejemplo de un autor que ha pasado casi desapercibido y que aún está por descubrir. De antepasados irlandeses, aunque nacido en Liverpool, vivió durante muchos años en el norte de Gales, llegando a considerarse a sí mismo un nativo galés. Pasó la mayor parte de su juventud a bordo de varios navíos mercantes e intervino en la última etapa de la Primera Guerra Mundial. Su vida de marinero fue el germen de muchos de sus cuentos y novelas posteriores que vieron la luz a partir de 1930, cuando se hizo escritor. Produjo cerca de cincuenta libros, sobre todo novelas y antologías de cuentos, los cuales llevan largo tiempo sin ser reeditados. Aunque recibió elogios y críticas muy favorables durante su vida de escritor, por alguna razón jamás alcanzó el éxito de público ni el reconocimiento académico para que su obra fuera recordada. Entre sus numerosos libros podemos citar: Drift (1930), Men in Darkness (1931), Hollow Sea (1938), The Ocean (1941), Collected Stories (1953) y Dream Journey (1976). El cuento aquí seleccionado, Niebla, destaca por su simpleza en la narración de una atmósfera agobiante, y en la descripción de los miedos de un hombre que se siente solo y abandonado en medio de una bruma demasiado espesa y fantasmagórica.

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NIEBLA James Hanley

—Tres cuartas al este —dijo, y luego se fue, nadie sabe dónde. Bien podría haber ido caminando por el costado del barco, o haber subido al cielo, o caído a los infiernos. Simplemente desapareció tras decir: «Tres cuartas al este». Era imposible verle. En realidad, no podías ver ni tu propia mano. Se trataba de una niebla extrañamente espesa. El que hablaba se quedó en silencio de repente. Al igual que el capitán, se había vuelto completamente invisible. Llamó: —Stevenson. ¿Estás ahí, Stevenson? Yo… ¡Maldita sea! —dijo—. Seguro que he estado todo el rato hablando conmigo mismo. ¡Caramba! Esta niebla es de lo más rara, si alguien me lo pregunta. Pero, ¿dónde diablos habrá ido el viejo? El hombre se desplazó uno o dos metros, escuchando con atención por si captaba el menor sonido humano. De repente se sentía solo, muy solo. Se había alejado del castillo de proa para adentrarse en un vasto mundo blanco, un espeso mundo blanco. Pero podía oír aquella condenada sirena chillando una y otra vez, sí, y también podía oír los motores. Pero, ¡al diablo con todo! ¿Cómo era posible que el viejo les hubiese metido en todo aquello? —Ay —pensó—, es muy divertido. Creía que él nos mantendría bien alejados de algo así. Sentía un horror tan infernal… Y tampoco podías echárselo en cara. ¿Acaso hay algo peor que una niebla densa en el mar? Cualquier clase de niebla, gris, blanca o, incluso, de color pizarra. Ya llevo cinco minutos aquí afuera, en la cubierta. Por lo menos. Creo que sólo he dicho y oído cuatro palabras desde que dejé el castillo de proa: «Tres cuartas al este». Bueno, seguro que se trataba del viejo. Pero acaba de esfumarse en el éter. Supongo que estará en la cabina de mando, o en su camarote. Se tira la mayor parte de la noche anclado al puente. Incluso los patrones tienen que descansar de vez en cuando, como el resto de los hombres. El que hablaba empezó a palmear el aire con las manos, tanteando mientras andaba; sus pies pronto tropezaron con la escotilla de cubierta. —Gracias a Dios —se dijo a sí mismo mientras extendía las manos y tanteaba la escotilla. Luego se sentó. Permaneció en el más absoluto silencio, escuchando. Sí, la vieja sirena aún seguía con su lamento de advertencia, y el resoplar de los anticuados motores resultaba sencillamente enloquecedor. Apenas podías ver tu propia nariz. —Me pregunto cuándo saldremos de todo esto —se dijo a sí mismo, luego volvió www.lectulandia.com - Página 44

al mismo estado de ánimo contemplativo. A dos días… Ni tan siquiera eso. A un día de casa, tras un largo viaje de diez meses, y aquí estaban, atrapados en medio de una niebla ridícula y enloquecedora. Pero lo que más le preocupaba era el hecho de que Stevenson había estado muy cerca de él. —Bueno, habrá ido a popa a echar la sonda de nuevo —se dijo. Pero también él parecía haberse desvanecido en el aire. Empezó a darse palmadas en las rodillas. Sí, seguro que estaba allí. El hombre rió. Qué niebla tan extraña. Resultaba tan siniestra y fantasmagórica. Unas voces súbitas comenzaron a llegar desde varias partes del barco. Se sacudió como un perro, poniéndose en pie, y exclamó: —¿Todos bien a bordo? ¿Todos aquí? Y otra vez aguzó el oído y se puso a escuchar. —¡El Diablo se los lleve! Creo que debo haber estado caminando en sueños — dijo—. Me parece que me voy a acercar hasta la popa para ver qué está haciendo el maldito intendente. A lo mejor ha encontrado un barril lleno de botellas y está entretenido con ellas. Bueno, vamos para allá —y empezó a caminar muy despacio, tanteando el aire con ambas manos extendidas, como si fueran dos grandes tentáculos, murmurando para sí mismo—. No me explico cómo es posible que el patrón nos haya metido en esta endiablada niebla. Casi se puede cortar con un cuchillo —y siguió avanzando muy despacio. Llegó al pasadizo del puente. Sí, la niebla también flotaba allí. Pero podía oír el resoplar de los viejos motores. Suspiró aliviado. Ahora había algo alentador en aquel sonido. Guardaba una especie de calidez; sugería seguridad, movimiento, proximidad al hogar. O al menos eso era lo que él esperaba. —«Tres cuartas al este» —repitió—. Bueno. Siguió avanzando. El silencio empezaba a pesar sobre él. Gritó con todas sus fuerzas: —¡Eh! ¿dónde está todo el mundo? ¿Dónde están todos? —empezó a sentir escalofríos—. Vaya, ¡debo estar maldito! —dijo, y estalló en un ataque de risa, pero de alguna manera la niebla parecía ahogar sus carcajadas y el sonido apenas le salía de la garganta. De repente se puso a correr y fue a caer de golpe sobre un ventilador. Se paró en seco, limpiándose la sangre del rostro. Sí, sería mejor no echar a correr de nuevo. Era como buscarse nuevos problemas. La niebla. Un manto blanco y espeso. Se inclinó sobre el montante. A lo mejor se sentía un poco mal después de aquel golpe. Pero… —¿Qué es esto? —exclamó—. La sirena del barco ha dejado de sonar. Bueno, las cosas se estaban poniendo serias. Volvió a gritar: —¡Eh! ¡Eh! ¿Es que estáis todos dormidos, muertos o qué? Que alguien diga algo. ¿No me oís? ¡Escuchad! Estoy gritando. Con todas mis fuerzas. La respuesta llegó, pero ya la había oído antes. Tan sólo se trataba del monótono bufar de las máquinas. www.lectulandia.com - Página 45

—Por todos los demonios, tengo que hacer algo. Debo sentarme, tranquilizarme y pensar un poco. Estoy asustado. Algo extraño ha sucedido. »Veamos. Estaba en la litera, durmiendo, y entonces me desperté y salí afuera y me puse a caminar por la cubierta, sí, y luego oí la voz del viejo que decía: “Tres cuartas al este”. Eso es. Ahora lo recuerdo. Después me senté sobre la escotilla. Empecé a hablar con mi camarada Stevenson, que me dijo que se iba a la popa para ver lo que estaba haciendo aquel condenado intendente, y me dio una palmada. Lo recuerdo ahora. No volvió a contestarme. Estuve hablando conmigo mismo. Eso es. Hablando conmigo mismo… ¡Vaya! Una puerta. El hombre entró en la estancia y cerró la puerta tras él. La luz aún seguía encendida. El recinto estaba vacío. Había un sextante sobre el camastro y la mesa estaba atestada de papeles, ropa, un par de zapatos, unas gafas de noche y una gorra reglamentaria. —¡Mmm! Bueno, quienquiera que haya abandonado esta habitación lo hizo precipitadamente —se dijo a sí mismo. Se sentó en el camastro, puso la cabeza entre las manos e intentó pensar. Esperaba que se le ocurriera algo. Recordaba muchas cosas. Pero de alguna manera, mientras se encontraba dentro del camarote entre las ocho y la guardia de las doce, algo había ocurrido y… —¡Maldita sea! Tengo que recordar. Ahora me acuerdo de Jones, uno de nuestros intendentes, que me decía: «No me gusta el cariz que están tomando las cosas, ni tampoco al capitán». Ambos coincidían. Sí, me acuerdo bien. Pero, ¿qué pasó después? Eso es lo que me gustaría saber—. El hombre empezó a rascarse la frente, frunciendo las cejas mientras miraba una hoja de papel que había en un montón sobre la gaveta del oficial, en la parte de babor del camarote. »Tengo que haberme quedado dormido. Eso es. O… —empezó a reírse de nuevo —. ¡Por Dios Todopoderoso! No creo que se trate de un sueño. Veamos. —Y empezó a tocar todos los objetos de la habitación mientras se frotaba los ojos. No. No era un sueño. Se trataba de la cruda realidad. Entonces, ¿no había nadie a bordo? Pero sí. Sí. Las máquinas continuaban bufando—. ¡Escucha! El hombre permaneció quieto en medio de la cabina, con una mano sobre el cabecero del camastro; de repente se puso pálido, y luego habló para sí mismo con una voz casi infantil. —Ya no. Ya no suenan. ¡Dios, no suenan! —Los motores se habían parado. Corrió locamente hasta la puerta, aterrizando de un salto en el pasillo—. ¡Señor! ¡Ayúdame! ¿No hay nadie a bordo? ¡Socorro! ¡Socorro! Soy Dicks, marinero de primera, y estoy en el camarote del señor Foulkes. ¿Podéis oírme? —Y entonces la rabia le dominó, una rabia ciega y desesperanzadora—. ¡Malditos seáis! Estoy aquí. Salid de donde sea y dejaros ver. ¿Es que os habéis vuelto todos locos? La niebla es muy espesa. ¿Por qué habéis dejado de tocar la sirena? Hacedla sonar de nuevo, os digo. ¿Me oís? ¿Tengo que hacerlo yo? Por todos los cielos, iré y descubriré qué broma os traéis entre manos. www.lectulandia.com - Página 46

Echó a correr otra vez hasta llegar a la puerta del cuarto de máquinas. Miró en el interior y hacia abajo. Silencio. —Me estoy volviendo loco. Debo estarlo ya. Tan sólo hace cinco minutos que oía el runruneo de los motores y ahora están callados. ¿Hay alguien ahí? —gritó—. ¿Hay alguien ahí abajo? Estaba aterrado. Comenzó a sudar mientras permanecía allí, de pie, observando las cavernosas profundidades del cuarto de máquinas. No paraba de gritar al aire, pero de sus labios siempre salían las mismas palabras: —Me he dormido. Me he dormido. Se han marchado, dejándome aquí solo, a mi suerte. Las palabras se convirtieron en amenazas, las amenazas en maldiciones; había sucumbido a sus propios miedos. La niebla se tragaba sus gritos. Podría haber estado chillando durante una hora o un día entero. Las palabras salían sin vida de su boca. La niebla le sofocaba. Tenía miedo. Era verdad, el barco estaba desierto. Podía estar navegando en línea recta hacia los escollos, o hundiéndose, o en medio de un vasto océano, o de dos, un océano de agua y silencio. El sueño le había traicionado, le había desarmado. Se hallaba totalmente indefenso. Empezó a correr de nuevo. Era como si la niebla se hubiera disipado, como si se alzara, reagrupándose en una gran nube, y cambiara de rumbo sobre los cielos. Corrió entre las solitarias cubiertas. Subió por la escalerilla que daba al puente. Entró precipitadamente en la cabina de mando. Estaba vacía. La loneta que hacía de techumbre se balanceaba lánguidamente, las drizas colgaban sueltas. Subió al puente superior. ¿Qué era eso? —¡Dios mío! —dijo—, juraría haber oído algo. Sí, he oído voces, un montón de voces. Ahora puedo escucharlas otra vez. ¡Socorro! ¡Aquí! ¡Ayuda! Sí, mira ahí. Los botes se han ido. ¿Qué diablos estaba yo haciendo mientras todo eso ha tenido lugar? Deben haber partido cuando estaba durmiendo. Pero, ¿por qué no me despertaron? ¿Acaso no podían verme? Seguro que esta condenada y espantosa niebla no pudo penetrar dentro del castillo de proa. Pero, ¿realmente estaba yo durmiendo? ¿Me hallaba en el castillo? Ahora no puedo acordarme. Sí, en verdad estoy perdiendo la cabeza, no hay duda. Tengo que gritar de nuevo. —Y el trastornado marinero se llevó las manos a la boca y empezó a gritar con todas las fuerzas de su cuerpo, con toda la esperanza de su corazón—: ¡Socorro! Al rato se puso a reír. —Qué idiota soy. Mira que quedarme aquí solo. Mi parienta, como llegue a enterarse, se va a morir de la risa. ¡Socorro! ¡Ayuda! En cuanto a Stevenson, ya no creo que se dirigiera hacia popa, después de todo. ¡Socorro! ¿Dónde están todos? Mi nombre es Dicks. ¡Eh! Los de los botes. Puedo oíros. Acaso pensáis que no os oigo. Ahora estáis riéndoos. Sí, desgraciados. Puedo oíros. ¡Socorro! ¡Socorro! ¡Socorro! No puedo quedarme aquí solo. Sería un asesinato. Bueno, condenado sea, ¿alguna vez me ha sucedido algo así? ¿De verdad volví al catre? ¿Lo hice? Dios mío, espero www.lectulandia.com - Página 47

no estar volviéndome loco… Y luego, cuando regresé a la cubierta, no podía ver ni a un palmo de distancia, y oía los motores y luego ya no los oía, y oía la sirena y luego dejé de escucharla. Y fui a la habitación del segundo de a bordo y todo estaba hecho un cristo. ¡Socorro! ¡Socorro! Empezó a golpear la barandilla de madera con los puños cerrados. —Tengo que saltar. Tengo que saltar. No puedo permanecer ni un segundo más aquí o me volveré loco, completamente loco. Ay, mi parienta, si pudiera verme ahora se moriría de risa… ¡Socorro! ¡Ayuda! Malditos diablos. Mira que arriar los botes mientras yo estaba roncando. De pronto el hombre se derrumbó y cayó sobre la cubierta, temblando. Intentó hablar, pero su lengua parecía haberse convertido en un trozo de hielo. No podía hablar. Permaneció completamente quieto. La desolación se había asentado en su alma. Incluso aquella voz estaba silenciada. La enorme mortaja de niebla colgaba sobre él, descendía, le ocultaba por completo de la vista, como si él mismo, también, se hubiera fundido en ese mundo blanco. Tras unos minutos, el hombre volvió a moverse, pero esta vez se arrastró a cuatro patas, como una bestia, en dirección a la proa. El silencio le adormecía. Era algo fantástico, horrible. No podía entenderlo. ¿Qué ocultaba la niebla? ¿Qué había ocultado? ¿Y los otros, con los que había comido, dormido y hablado? ¿Dónde estaban? Las figuras humanas. ¿Se los había tragado la niebla? ¿Se trataba de un cuento de terror? ¿De un sueño? Empezó a palpar con ambas manos los mamparos de hierro del pasillo. Llegó arrastrándose hasta el castillo de proa y se quedó tendido en el suelo al lado de la mesa. —¡Dios mío! —aulló—, mira lo que estoy haciendo, arrastrándome por el condenado barco como un maldito perro. De nuevo empezó a reírse, pero, mientras tanto, sus ojos vagaron por las hileras de los desiertos camastros. Se quedó en silencio de repente y se echó las manos sobre la cabeza. —Yo… yo… No, no lo entendía. Se irguió y salió de nuevo afuera, corriendo. Fue directamente al puente. Permaneció allí, mirando desde la barandilla, mirando al vacío desde la barandilla, un vacío blanco, sintiendo a su alrededor aquella extraña, sobrecogedora quietud. Quería gritar de nuevo, pero algo retenía sus palabras, prefería escuchar, llenarse del inmenso regocijo de oír el sonido de una voz, de una voz humana. —No puedo soportarlo más. Voy a volverme loco. Loco. Saltaré. No puedo caer en algo peor que esto. —Salta conmigo —dijo una voz detrás de él—. Salta conmigo. Ahora. El hombre se quedó petrificado, con la boca completamente abierta, mirando a la nada, sin poder tocar más que el aire y la niebla, pero lleno de una nueva sensación. Permaneció quieto, con las manos sobre la barandilla. Era como un niño aterrorizado. Empezó a temblar como un perro. Gritó: www.lectulandia.com - Página 48

—¡Dios! ¿Qué ha sido eso? ¿Quién ha dicho «Tres cuartas al este»? Enterró la cabeza entre los pliegues de la lona por debajo de la barandilla. —Fui yo —dijo la voz. —¡Vete! —gritó el otro de repente mientras levantaba la loneta y se tapaba por completo la cabeza—. Creía que estaba soñando y no es así. Estoy muy asustado. ¡Señor! Mi parienta no va a reírse nada cuando le cuente esta historia. ¡Socorro! ¡Socorro! —Salta conmigo. Ahora. Una mano se posó encima del hombro del marinero. —¡Ah! ¡Dios Todopoderoso! —empezó a retroceder. —No te muevas. Mírame. Soy el capitán de este barco. Estamos al lado de los escollos. ¿Cómo es que sigues aquí? Di órdenes concretas: «Abandonen el barco». ¿Lo entiendes? Abandonar el barco. No tengas miedo. Soy tan humano como tú mismo. Se acercó al aterrado marinero y volvió a ponerle la mano en el hombro. —Tu nombre es Dicks. Eres un marinero de primera. Te oí mientras lo decías. Estaba en mi camarote. Te oí correr por el barco. Te oí gritar en la cabina del oficial. Estaba escondido. Me sentía avergonzado. Aún estoy avergonzado. He perdido mi oportunidad. Estoy acabado. No tengas miedo de mirarme, por favor, tan sólo soy otro ser humano, como tú. He perdido mi prestigio. Por culpa de esta niebla. Odio la niebla. La he odiado durante toda mi vida. Me aterra, igual que me aterraba cuando tan sólo era un niño. ¿No tenías miedo del hombre del saco cuando eras un chiquillo? ¿Lo ves? Me siento avergonzado, humillado, mis singladuras han terminado. Siempre me las arreglé para escapar de la niebla. A lo mejor fue simple suerte, o mi ángel guardián, o como quieras llamarlo. Pero esta vez no. Sabía que nos dirigíamos directamente hacia los escollos y ni tan siquiera fui capaz de levantar una mano para evitarlo. Cuando la niebla me rodea carezco de voluntad. Ya ves lo despreciable que soy. Te lo digo a ti. ¿Qué te ha pasado? A lo mejor te perdiste y no pudiste llegar a los botes. Los arriaron con gran rapidez. Seguramente ahora se encuentran a varios kilómetros de aquí. Espero que estén a salvo. No me importa lo que pueda pasarme a mí. Todos me detestaron cuando alteré levemente el rumbo. «Tres cuartas al este», dije, y sabía hacia dónde me dirigía, pero tenía que ser así. Me aterra la niebla, me envenena, me paraliza. Ya no soy un hombre, no soy nada. Puse al barco rumbo a los escollos porque tenía que obedecer a la niebla. Entiéndeme. ¿Y tú? ¿Qué vas a hacer? —se inclinó un poco más, mirando a los ojos del desconcertado marinero—. Vas a saltar, sí. Pero ¿adónde? —Al agua. ¡Por Dios! ¿Dónde si no? ¿Por qué no pasaron lista? Capitán o no, le odio, hace bien en estar avergonzado de sí mismo. No merece ser capitán, y nunca debería haberlo sido. Si sale de ésta irá a parar a la cárcel. Ahí es donde tenía que estar. Casi me vuelvo loco gritando por todo el barco durante la última hora. ¿Y ahora me dice que todos los botes se han ido? www.lectulandia.com - Página 49

—Salta conmigo —dijo el otro. Se había arrodillado, sus manos se aferraban a las piernas del marino. —Soy un inútil, un cobarde. Ya lo ves. La niebla, era… —Pero señor, señor, por Dios, está llorando. Eso es estúpido, infantil. ¡Vamos! Tenemos que saltar. Mire. Tiene los pantalones mojados. Y yo… yo… —el hombre tartamudeó—. ¡Mire! ¡Mire! ¿No lo ve? El agua está subiendo. Tenemos que saltar ahora. ¿Me oye? ¿Está listo? Yo lo estoy —y empezó a subir a la barandilla, arrastrando consigo al capitán. Permanecieron erguidos durante un rato, con las cabezas inclinadas hacia la niebla que subía del mar. —¿Listo? —dijo el marinero—. ¡Salte! Y con las manos cogidas se precipitaron sobre las aguas.

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Joshua Snow (¿?-¿1837?) No hay referencias concretas de este escritor, ni tampoco he conseguido hallar ninguna información biográfica o literaria sobre su figura. El relato aquí seleccionado, A Damned Ship, ha sido tomado de una vieja antología de cuentos de misterio titulada Vanishing Ships, editada por D. Appleton & Co., New York (1927). Su calidad y temática me pareció más que adecuada para figurar en esta selección; el desarrollo de la historia es brillante y su ambiente marinero está muy bien logrado hasta desembocar en un final cuando menos inquietante. Como curiosidad diré que, buscando datos sobre su figura, logré encontrar en internet una ficha del Eastham Evergreen Cemetery sobre un tal capitán Joshua Snow, cuya lápida reza: In memory of Capt JOSHUA SNOW

who died Aug 9, 1837 in the 40th year of his age

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UN BARCO MALDITO Joshua Snow

Era una noche cálida, sosegada, y nos hallábamos cerca del trópico, en el Atlántico Sur. Hacía ya tres días que navegábamos en medio de una calma chicha —aunque posiblemente no fuera aquel el verbo adecuado, pues el navío apenas avanzaba unos pocos kilómetros al día empujado por las tenues corrientes del norte—, y estábamos sentados en la bancada del castillo de proa, consumiendo las últimas horas de la guardia de media[1]. Teníamos las pipas encendidas y, como solíamos hacer habitualmente a aquellas horas inciertas, charlábamos en voz baja sobre las mareas, los vientos y un sin fin de cosas más de las que los marineros acostumbran a hablar cuando no tienen nada mejor que hacer. En cierta manera, el tiempo parecía detenido. Las estrellas brillaban, centelleando en un cielo negro por la ausencia de la luna, y el humo del tabaco ascendía lentamente en el aire, dibujando una línea translúcida que se elevaba completamente recta ante la falta total de brisa, y que se perdía entre las jarcias y velas de trinquete. Todos nos hallábamos en ese estado de serenidad inquieta que suele producirse cuando se está largo tiempo expuesto a una bonanza como aquélla. Las miradas se dirigían una y otra vez a la arboladura, con la esperanza de captar un leve abombamiento en las velas, y de ahí a la superficie del océano, ansiosos de escuchar el murmullo del mar al rozar contra el casco del barco, o de ver una leve ondulación en las aguas, prometedora de futuros vientos. Pero sólo éramos capaces de distinguir los cabos que caían como sin vida desde lo alto y el blanco de las velas, iluminadas por el fulgor de las estrellas, colgando fláccidas desde las vergas. De vez en cuando oíamos un crujido de maderas en la cubierta, o el rechinar de algún palo, pero sabíamos que era producido por los cambios de temperatura y no porque el navío estuviera en movimiento. A intervalos regulares captábamos la voz del vigía gritando al segundo oficial con voz monótona el reglamentario: «Sin novedad en el puente, señor». Y después, de nuevo, el silencio. Llevábamos consumida más de una hora de la guardia y apenas habíamos despegado los labios. Nos limitábamos a fumar nuestras pipas en silencio y a hacer algún que otro comentario sobre lo extraño que resultaba en aquellas latitudes la ausencia de brisas. Entonces alguien dijo algo acerca de barcos malditos, esos cascarones que circulan por el mar, condenados a un trágico final desde el mismo día de su botadura, o incluso antes. Suelen ser navíos que comienzan sus andaduras con la ruina escrita www.lectulandia.com - Página 52

en el espejo de popa; viejos mercantes, goletas, fragatas, incluso recios buques de guerra que ya desde el momento de su construcción sufrieron algún tipo de percance, la muerte de algún obrero, el hundimiento de un mamparo, la mala nivelación de su estructura, condenados desde entonces a soportar todo tipo de desgracias, accidentes, tempestades, calmas chichas… Cascarones destinados irremisiblemente a yacer olvidados en el fondo de los océanos, o a vagar por siempre en medio de un mar inmenso, convertidos en pecios fantasmales. Palle Fugl, un marinero danés de rostro serio y ojos chispeantes que, sin embargo, a pesar de ser parco en palabras, tenía una forma de decir las cosas no carente de cierto humor, levantó los ojos de su taza de café. Tal vez fuera porque aquel tiempo nos volvía a todos un poco melancólicos, o por la gravedad del tema, pero lo cierto es que hablábamos en voz muy baja, como con miedo y algo de tristeza, y las palabras salían lentamente de nuestros labios, meditabundas. Palle no era una excepción. —Hace unos años —dijo—, mientras navegábamos por el Atlántico en dirección a Sao Paulo, creo que vi uno de esos barcos malditos. Dirigimos nuestras miradas hacia él y nos dispusimos a escuchar su relato. Como ya he dicho antes, Palle no era muy dado a la charla, pero cuando se ponía a contar algo podías apostar tu lata de tabaco a que su historia no te iba a decepcionar. —Acabábamos de salir de una tempestad horrible —continuó—, y el barco, The Frozen Sea, se encontraba en un estado lamentable. La mayor estaba desgarrada en tres sitios, pues apenas habíamos tenido tiempo de arriarla antes de que se nos echara encima la tormenta, el bauprés se había abierto y medio colgaba de la proa, haciéndose necesario que lo cortáramos a la primera oportunidad; además, varias vergas se habían descuadrado y el palo de trinquete crujía más de lo habitual. Pero, afortunadamente, habíamos pasado. Las olas iban perdiendo su furia poco a poco, el barco ya no cabeceaba de aquella manera salvaje, el mar parecía haber agotado al fin su cólera y se disponía, como un niño después de un berrinche, a dormir de un tirón durante largo tiempo. »Todos estábamos agotados, y aún había mucho que hacer. El patrón apareció sobre el puente con su chubasquero totalmente empapado. Ordenó que nos dieran una taza extra de café con un poco de ron y nos acució para que arregláramos cuanto antes, y de la mejor manera posible, los numerosos desperfectos del buque. Teníamos una buena noche de trabajo por delante. Palle sorbió su taza, pensativo. Colín, el cocinero, un escocés pelirrojo y arrebolado que, en tierra, sólo tomaba cerveza para desayunar, permanecía apoyado sobre la jamba de la puerta de la cocina, escuchando la historia con un pote enorme repleto de café a su lado. Nos llenó de nuevo las tazas. —Es curioso ver —Palle siguió con su historia— cómo se puede pasar de la locura más ciega a la calma más desesperante en tan sólo cuestión de horas… de minutos, quizás. El caso es que ahora estábamos allí, sobre la cubierta, con las www.lectulandia.com - Página 53

piernas inseguras aún, intentando acostumbrarnos a la nueva situación después de haber estado tiritando, resbalando, tropezando y cayendo, mientras tratábamos de mantener el equilibrio en medio del frenesí de la tormenta. Las nubes se desgarraban en el cielo y algunas estrellas acertaron a asomarse entre los velos húmedos. Ya no había espuma en la cresta de las olas, y una luna ganchuda empezó a dibujarse, medio anaranjada medio rojiza, por poniente. »Tiele y yo éramos los encargados de cortar el bauprés, que ya casi estaba doblado del todo, con lo cual pronto podría dañar la quilla o el costado del barco. Le atamos dos cabos lo mejor que pudimos para intentar recuperarle y subirle a bordo una vez cortado. Ambos nos encaramamos a la parte sana del palo, armados de hachas y una sierra, y nos dispusimos a cortar los cabos y el desgarrado madero, tarea que, sin duda, no iba a resultar nada fácil. »Al principio avanzamos a buen ritmo. Oíamos a los demás afanándose en la cubierta, recogiendo velas o desplegándolas, claveteando aquí y allá alguna tabla de refuerzo. Distinguíamos las voces del primer oficial, las protestas a medio tono de los marineros, cansados, los susurros y crujidos del barco acomodándose a un mar más tranquilo. »Habíamos eliminado todos los cabos sobrantes y anudado los que iban a asegurar el bauprés una vez cortado. Comenzamos a golpear el palo con nuestras hachas, pero éste, como nos temíamos, era ciertamente recio. El ruido monótono que producían nuestras herramientas al golpear sobre la dura madera se mezcló con el que venía de las cubiertas. »Por suerte el mar permanecía ahora tan liso como un estanque y apenas soplaba una brisa suave. Cada cierto tiempo nos veíamos obligados a parar y tomar un poco de resuello, momentos que aprovechábamos para charlar un poco y mirar al horizonte, tratando de consolar nuestros ojos de toda la fatiga que habíamos soportado durante la noche. »Supongo que muchos de vosotros, si no todos, lo habréis experimentado alguna vez. Lo de estar encaramado al bauprés, digo. Es algo especial. Tanto si el mar está en calma, como si las olas se revuelven encolerizadas —y, sin duda, más de esta última manera, para quien pueda soportarlo—, permanecer allí delante, con la mirada clavada en el frente, supone una sensación única, si eres capaz de verlo. Las olas, el mar, la quilla rasgando las aguas y levantando rociones de espuma, la proa que baja hasta besar la verdosa superficie y luego vuelve a subir vertiginosamente, llevando tu mirada a los cielos… Aquella noche el barco se deslizaba muy lentamente, con pereza, y apenas sacaba un débil susurro de las aguas; y Tiele y yo, ahí delante, atados a la parte sana del palo, cansados, echábamos la mirada al frente y los ojos casi se nos cerraban entre tajo y tajo. »La luna ganchuda ya había salido del todo de entre las nubes, y ahora aparecía inmóvil cerca de la línea del horizonte, por la parte de proa, dibujando sobre las aguas un reflejo rojizo y ondulante. Las pocas nubes que quedaban estaban como colgadas www.lectulandia.com - Página 54

del cielo, con sus bordes inferiores tintados de escarlata. El mar apenas presentaba ondulaciones y su color era de un azul profundo, casi negro. De la quilla del barco surgía un murmullo débil, soñoliento, que se superponía a los pocos sonidos que ahora nos llegaban desde cubierta: el susurro de las velas desplegadas, los hombres que terminaban sus tareas de reparación, las primeras campanadas, que sonaron muy lejanas, de la guardia de alba… »—¡Maldición! —dijo Tiele, mirando al horizonte y luego levantando la vista hacia la cubierta—. ¡Es increíble cómo pueden cambiar las cosas! »Tiele era un marinero belga, un buen sujeto; siempre podías contar con él si necesitabas ayuda. Todo el mundo a bordo le apreciaba y recurrían a él cuando querían hacerse entender con algún otro marinero que hablase una jerga distinta, pues Tiele conocía seis idiomas y chapurreaba otros tantos, cosa que era de gran ayuda en un barco con una tripulación tan variopinta; aunque, a decir verdad, nos las apañábamos bien para hacernos entender los unos a los otros. En el mar, navegando durante meses con hombres de lugares tan diferentes, no es difícil comunicarnos correctamente entre nosotros. Es algo muy curioso y creo que siempre ha sido así. El barco es nuestra patria, por así decirlo, y todos pertenecemos a una misma nación y recorremos un mismo mundo, único y acuático. Los hombres alrededor de Palle Fugl asintieron. Allí mismo, contando sólo los marineros de la guardia, había sujetos de muy diferentes lugares: ingleses, holandeses, noruegos, portugueses, dos españoles, un escocés, incluso un austríaco, Hannes, que nadie sabía bien cómo había ido a parar finalmente a un barco, siendo hombre acostumbrado a estar rodeado de tierra y montañas por todas partes. Palle aprovechó para cargar su pipa. Todos permanecimos en silencio, esperando que continuara con su historia. Las velas seguían colgando desmayadamente de las vergas y no había ni el más leve rastro de brisa. ¡Tres días ya y apenas habíamos avanzado un palmo! Aquella situación empezaba a ser desesperante. El humo de la pipa de Palle ascendió completamente vertical en el cielo. —Estuve de acuerdo con Tiele —Palle dio una chupada y soltó el humo—, pero le dije que siempre era así cuando la tormenta se presenta de repente, como era el caso; es decir, que la calma que la sigue siempre suele llegar también de golpe. Y que otra cosa sería si el barómetro va bajando lenta pero constantemente, entonces es peor, pues la tempestad es segura y puede durar varios días. »Volvimos de nuevo al tajo y seguimos golpeando con nuestras hachas aquel palo tan testarudo. Los tap-tap que se producían sonaban con un ritmo monótono, ayudándonos de alguna manera en nuestra labor, y las virutas de madera que se desprendían del bauprés caían en el surco que la quilla abría sobre las aguas, desapareciendo rápidamente por los costados del barco. »—¿Cómo va la faena? —nos gritó el primer oficial desde el puente—. Avisad cuando el palo esté casi cortado. Mandaré a un par de hombres para ver si podemos recuperarlo. www.lectulandia.com - Página 55

»Le dijimos que el asunto iba lento, que aquel condenado bauprés se resistía a abandonar su posición de vigía y que le avisaríamos en cuanto estuviese listo. »Nos miramos y seguimos dando tajos rítmicamente, ansiosos de acabar cuanto antes y poder tumbarnos en las literas, aunque sólo fuera un rato. Pero al poco ya estábamos muy cansados y paramos a recuperar fuerzas. »—Daros prisa con eso —insistió Oliver, el primer oficial—. El barómetro está empezando a bajar de nuevo y ahí delante hay unos bancos de nubes bajas. No me gustaría afrontar otra tormenta con ese chisme colgando de la proa. »Efectivamente, delante de nosotros, aunque no nos habíamos dado cuenta hasta que lo dijo el primer oficial, se levantaba, o, más bien, parecía surgir del propio mar, una especie de velo gris-anaranjado en el que la luna se iba hundiendo poco a poco. Sin embargo, las aguas seguían en calma, más tranquilas aún si cabe que hacía unos momentos, y el barco apenas avanzaba y el murmullo del mar sobre la proa casi ni se escuchaba. »—¡Qué diablos! —exclamó mi compañero—. No lo había visto. »Yo también miré al frente, allí, encaramado al maltrecho y testarudo bauprés. Era una cosa extraña, como una especie de niebla muy tenue que se elevaba unos cuantos metros sobre la superficie del mar. Pero no era normal. La luna, al estar ya muy baja sobre el horizonte, iba hundiéndose poco a poco en el interior de aquellos vapores, aunque se podía ver el gancho inferior brillando rojizo a través del velo brumoso; su luz hacía que las nubes pegadas al mar tuvieran un tinte escarlata que se mezclaba con el gris, que era su color original. Pero, ya digo, no era un fenómeno normal. Generalmente, cuando nos sumimos en un banco de niebla, éste no suele tener límites, ni horizontales ni verticales; caemos dentro de él y estamos como perdidos en un mundo sin referencias. Pero aquella cosa no levantaba más que unos metros sobre el agua y parecía aglutinarse en un punto concreto más allá de nuestra proa. »Nos quedamos mirándola un poco asombrados, sin hacer caso a la urgencia del primer oficial. Se extendía por un espacio de varios cientos de metros delante de nosotros y la parte superior estaba como despedazada, dejando escapar hacia el cielo una especie de tentáculos vaporosos que terminaban por desgarrarse y partirse hasta desaparecer en la atmósfera, unos diez metros por encima de la superficie del océano. Por delante también había mechones de niebla, que parecían brotar de las aguas como una especie de avanzadilla del núcleo central. En conjunto se asemejaba más a una especie de fuego gigantesco, pero sin llama, que a un banco de niebla normal y corriente, como una cortina de humo o vapores húmedos que surgían directamente del océano. »—Qué extraño —dijo Tiele—, no he visto una cosa igual. Es como si la bruma se reconcentrara justo en ese lugar. »—Sí —le contesté—, y mira esos jirones de ahí delante. Parecen como dedos o zarpas brotando de las aguas, tanteando la superficie. www.lectulandia.com - Página 56

»—Bueno, espero que no sea muy espesa, y que el oficial tenga el juicio suficiente como para intentar rodearla —Tiele dio un hachazo distraído sobre el madero—. Aunque me extraña, tan urgidos de tiempo como vamos. ¡Bah! »—Dejaos de charla —clamó el oficial desde arriba—. El barómetro sigue bajando. »Retomamos nuestra tarea con algo más de ritmo, pero no podíamos evitar seguir mirando de vez en cuando hacia el banco de extraña bruma que estaba justo delante de nosotros. Ahora parecía claro que íbamos justo en su dirección y que el barco no iba a maniobrar para evitarle. »Al poco lo teníamos casi encima. La proa de nuestra embarcación rozó los primeros jirones de niebla que surgían del mar, desgarrándolos al instante, aunque enseguida volvían a reagruparse a los costados como si tuvieran una extraña facultad para adherirse a las tablas del casco. Entonces Tiele se quedó mirando fijamente los vapores que cambiaban continuamente de forma, ahora desgajándose aquí y allá, ahora juntándose de nuevo, creciendo, retirándose, subiendo en el cielo o girando lentamente alrededor de sí mismos. »—¿Qué es eso? —apenas dijo en un susurro mientras se esforzaba por penetrar dentro de aquella cortina brumosa. »—¿El qué? »—Ahí encima —señaló—, donde la niebla se desgarra formando esa especie de tentáculos. »Fijé mis ojos en el sitio que me señalaba. »—No veo nada. »—Ahora lo ha tapado la bruma. ¡Espera! ¡Mira! Justo ahí. Ahí arriba. »Entorné los ojos, intentando ver algo. Los vapores dibujaban formas caprichosas, aparecían y desaparecían… Y entonces creí distinguir algo. »—¡Por todos los santos! —exclamé—. ¡Es una cruceta, la cruceta de un barco! »Y así era. Se recortaba negra contra los velos brumosos, perfilándose cada vez con mayor nitidez. Se trataba de la cruceta superior de un mástil, posiblemente el palo mayor, y de la verga de sobrejuanete caía lacia una vela blancuzca. Pronto vimos los topes de otro palo, el de trinquete, y enseguida se hizo visible la punta del palo de mesana, que estaba aparejado con una vela latina. »Tiele se llevó las manos a la boca, terriblemente asustado pues existía un grave riesgo de chocar contra aquella embarcación que había aparecido tan de repente. Hizo bocina con ambas manos. »—¡Barco por la proa! —gritó nervioso. Nadie contestó en un primer momento. Oímos unos pasos precipitados y una especie de gruñido. »—¿Dónde? —preguntó el primer oficial. »—¡Maldita sea! —exclamó Tiele—. Por la proa. ¡A menos de cincuenta metros! »—Dé la posición exacta, marinero. Ahí delante no hay nada —dijo el primer www.lectulandia.com - Página 57

oficial. »Tiele no se lo podía creer. Yo me había quedado perplejo contemplando los palos y el velamen de aquella extraña embarcación. Ahora era perfectamente visible entre la bruma. Incluso podíamos ver parte del casco, que flotaba entre los vapores, como si estuviera encima de una nube. Por suerte, y gracias a la leve brisa que soplaba, apenas avanzábamos, pero el barco aquel parecía perfectamente inmóvil; sus velas caían desmayadas desde las vergas y nada parecía moverse, excepto la niebla. »—¡Por todos los diablos! —dijo Tiele en voz baja—. ¿Me estoy volviendo loco? Pero tú lo ves, ¿verdad? »Asentí sin apartar la mirada del nebuloso cascarón. »—Señor —insistió Tiele—, si no viramos de inmediato vamos a embestirle. Está justo delante. »De nuevo se hizo el silencio, y luego escuchamos más gruñidos y al primer oficial, que nos maldecía. »—Marinero, esto no tiene gracia. Ahí delante no hay nada, excepto un banco de niebla… »—Pero señor… —aún se atrevió a decir mi compañero. »El primer oficial le interrumpió. »—Ni yo ni el vigía vemos nada extraño, sólo jirones de niebla, jirones que se deshacen a nuestro paso, un banco poco espeso —dijo el primer oficial, malhumorado—. Voy a tener en cuenta todos los desvelos de esta noche, la tormenta, el trabajo extra y la falta de sueño; pero le aconsejo que, la próxima vez, se lo piense dos veces antes dar la alerta sin motivo, o me veré obligado a tomar medidas. Y será mejor que se metan en la litera en cuanto acaben ahí abajo. »Tiele se disponía a protestar de nuevo, pero yo le sujeté el brazo, haciéndole una seña para que se volviera a mirar hacia los vapores en los que se mecía aquel extraño navío. Ya estábamos muy cerca, casi encima, y la niebla se abría como para dejarnos pasar. Ahora se distinguía perfectamente toda la arboladura, la toldilla, el castillo de proa, incluso una pequeña cabina en medio de la cubierta. Tenía todas las velas desplegadas, pero éstas caían sin vida desde los sobrejuanetes, a pesar de que soplaba una leve brisa, la misma que nos empujaba a nosotros. Y esto me sorprendió mucho. »Pero aquello no fue lo que nos causó un mayor estupor, incluso una especie de miedo reverencial, pues el barco parecía fundirse con la propia niebla, como si fuera algo insustancial, semi traslúcido, algo inherente a esos vapores fantasmagóricos que ascendían y giraban lentamente. Allí la calma reinaba a sus anchas, el silencio, la falta de vida. Y sin embargo lo veíamos claramente. »Entonces descubrimos la luz roja de señalización que colgaba de los obenques del palo mayor. Tiele se irguió un poco sobre el bauprés para mirar hacia el puente y luego volvió a agacharse. El oficial paseaba de un lado a otro y no parecía tener constancia de nada de lo que estábamos viendo. »—Esto no puede ser —murmuró asustado. www.lectulandia.com - Página 58

»Yo no contesté. Estaba como petrificado, fascinado, absorto en esa especie de buque fantasma, y me preguntaba si lo que estábamos viendo era cierto o si tan sólo se trataba de un espejismo producido por el cansancio y la falta de sueño. Pero Tiele también lo veía, justo lo mismo que yo… Y entonces empezamos a descubrir, aquí y allá, por las cubiertas, sobre el puente, apoyadas en la barandilla, una especie de figuras que poco a poco fueron tomando forma. Se trataba de la tripulación del barco, los marineros que consumían el mismo turno de guardia que nosotros; y allí arriba, sobre el castillo de proa, el capitán, o uno de sus oficiales, con la gorra sobre la cabeza, el gesto preocupado, las manos a la espalda. Paseaba de un lado a otro y luego se detenía unos instantes para escudriñar al frente, o a los costados, pero jamás miraba hacia donde se encontraba nuestra embarcación —y eso que ya estábamos casi encima—, y, cuando lo hacía, daba la sensación de no vernos en absoluto, como si sus ojos se dirigiesen a un punto del horizonte que estaba justo detrás de nosotros. »Juro que lo vi, y juro que es cierto, aunque nunca he vuelto a hablar de ello, ni tan siquiera con Tiele, antes de que tuviera aquel desgraciado accidente y despareciera bajo las aguas para siempre. Y también juro que atravesamos de parte a parte aquel viejo cascarón. Lenta, suavemente, entramos por su costado de babor y salimos por el de estribor. Como si nada. Y mientras lo hacíamos contemplábamos a los marineros del barco, casi traslúcidos a nuestros ojos. Algunos fumaban apoyados en el pretil, otros estaban sentados en los bancales de la cabina de la cubierta, varios se agrupaban a la puerta de la cocina, así, como nosotros ahora mismo; y allí estaba el timonel, y el vigía, y el capitán de rostro serio y preocupado… »Lo atravesamos de un costado a otro, y nadie pareció darse cuenta, ni a bordo de nuestro barco ni a bordo de aquel viejo cascarón sumido para siempre en una niebla fantasmal y en una calma eterna». Palle sorbió su taza de café y luego dio una larga chupada a la pipa. El resto de los hombres pareció meditar durante unos momentos; algunos asintieron y murmuraron entre sí, otros se quedaron mirando a Palle, como si esperaran algún añadido a la historia. —¿Y qué pasó después? —Colin, el cocinero, rompió el silencio. Palle Fugl levantó la vista de su taza. —El barómetro siguió bajando. En realidad, el primer oficial tenía razón: aquel era un banco de niebla muy tenue, lo atravesamos en un santiamén y pronto se perdió en la lejanía, por la popa. Jamás volvimos a ver aquel extraño cascarón. Logramos cortar el bauprés —aunque fue imposible recuperarle— y aún tuvimos tiempo para descansar unas cuantas horas antes de que se precipitase sobre nosotros una nueva tormenta. Arribamos malamente a Sao Paulo. Necesitamos varias semanas de reparaciones en el barco antes de poder emprender el viaje de regreso. Colin asintió. —Extraño —dijo. —Lo es. www.lectulandia.com - Página 59

—¿Y qué crees que significa todo eso? —insistió Colin—. Quiero decir, ¿piensas que se trataba de un barco fantasma o algo así? Palle se quedó pensativo. —Los barcos fantasmas están gobernados por esqueletos —interrumpió Francisco, un marinero portugués—. Conozco un compadre que vio uno cerca de Ciudad del Cabo… —No es cierto —matizó Paul Halley, un londinense de nacimiento—. Los barcos fantasmas no llevan tripulación. Vagan por siempre flotando en el mar, sin rumbo fijo. —En realidad, yo creo que se trataba de un barco maldito —dijo al fin Palle—, uno de esos cascarones que nacen con mala estrella. Ni su propia tripulación lo sabe. Creo que ellos no se dan cuenta de su maldición, que flotan por siempre en esa calma chicha, en medio de las tinieblas, sin noción del tiempo… —Curioso —dijo Colín. —Para ellos la vida sigue, el tiempo pasa, pero no como para nosotros —Palle parecía meditar las palabras mientras hablaba—. Están sumergidos en un instante único y eterno, siempre el mismo, posiblemente la misma hora y lugar en la que se produjo su naufragio, o accidente, o hundimiento, o lo que quiera que fuese que acabara con sus horas de travesía, y con la vida de todos sus tripulantes. —Extraña teoría —me aventuré a decir. De nuevo reinó el silencio. Todos nos quedamos pensativos, escudriñando de cuando en cuando las velas —que seguían colgando completamente lacias—, esperando sentir un soplo de brisa, escuchar algún crujido, por leve que fuera. Pero nada. ¡Tres días ya! ¿O eran más? Nos miramos los unos a los otros, inquietos. —¡Vaya! —dijo Colin—. Espero sinceramente que esta maldita calma acabe pronto.

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Julio F. Guillén (¿?) Tampoco me ha resultado posible recabar datos biográficos sobre la persona de este autor español. Presumiblemente gallego de procedencia, di con él a través de un delicioso libro marinero con olor a salitre (que encontré en una vetusta librería de viejo) titulado Nostramo Lourido: Cuentos marineros. En su interior apenas hay datos sobre el autor, pero sí sobre el personaje protagonista de sus historias, el inefable Nostramo Lourido, que fue Contramaestre Mayor de la R. Armada, graduado de Capitán de Fragata, de las de Isabel la Católica, María Isabel Luisa, Diadema Real de Marina, Beneficencia de 2ª, y Mérito Naval de 1ª, con distintivo rojo; y de las extranjeras de Elefante Blanco, de Siam; Francisco I, de Nápoles; Doble Dragón, de China, y Danebrog, de Dinamarca; condecorado con las medallas de Bilbao, África, Cuba, Joló, Filipinas… etc., etc., etc. (1825-1918). De este librito delicioso con sabor a mares de antaño he rescatado una pequeña pieza. Sirva como ejemplo para mostrar el carácter invencible y honrado de nuestro querido Nostramo.

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SUPERSTICIÓN Julio F. Guillen

Aunque de fijo que hurgando papeles hallaría la relación circunstanciada del singular suceso, me atengo al testimonio más cercano del inefable nostramo[2] don Juan Lourido, porque yo mismo lo oyera de sus labios, que jamás mintieron, con el marchamo de autenticidad del brillo de aquellos ojos grises que vieron en el transcurso de su asendereada y larga vida todo cuanto de extraordinario aconteció en el pasado siglo sobre las olas de los siete mares, y aun en buena parte del interior, a través de tres generaciones de «Oficiales de mar y pito», que es como por entonces se llamaban los que pertenecían a la honrada y benemérita clase de contramaestres de la Real Armada. Bueno será comenzar también advirtiendo que, desde los remotísimos tiempos de las primeras navegaciones, la ofiolatría[3], como después el culto supersticioso a los difuntos, estaba tan metida en el marinero como lo está el lastre en la bodega: en lo más hondo. Siempre se creyó que la mar se alborotaba porque tenía el capricho, de cuando en cuando, de reclamar un tributo de carne humana, que sólo Dios sabe quién le pudo conceder; por lo que tener un cadáver a bordo constituía temeraria provocación, y no arrojarlo cuanto antes por la borda, con este parvo ceremonial en el que somos maestros los marinos, insensata locura. Se comprende, pues, que, cuando mediado el pasado siglo, falleció en Manila cierto señor Oidor de aquella lejana Real Audiencia y su viuda pensara en repatriarse en compañía del cadáver del que fue compañero amantísimo, tras muchos considerandos y resultandos, que fueron los primeros que no oyó el sesudo magistrado, el capitán del bricbarca La Constancia, de la matrícula de Mataró, a punto de emprender su tornaviaje a la Península, se negase a aceptar tan fúnebre como peligroso cargamento. Debieron, sin embargo, de mediar recomendaciones eficaces y numerosas, porque cedió al fin el capitán; mas, para asegurar el secreto y que no trascendiera el embarque de los despojos mortales del ilustre funcionario, decidieron envasarlos en una pipa llena de aguardiente, procedimiento por lo demás corriente y tal vez único de embalsamar por aquellos tiempos. Lourido, que andaba ya convalecido de las heridas sufridas en el asalto a la fortaleza de Saigón, formando parte del trozo de desembarco del Jorge Juan, y de unas tercianas[4] que por aquellos endiablados canalizos y arrozales de Conchinchina www.lectulandia.com - Página 62

adquirió, embarcó en La Constancia, de transporte para la Península, para cambiar de aires y calafatear un tanto su quebrantada salud mareando por otras latitudes. Los buques mercantes navegaban por entonces a mota y madera, es decir, a fuerza de recaudar tantas motas, o acciones de mil quinientos duros, como fuera menester para explotar el barco —la madera—, cuyo armador percibía los tres quintos de los beneficios, correspondiendo los otros dos a los motistas, que solían ser los propios tripulantes a fuerza de reunir ahorrillos. Ello hacía que las dotaciones interesadas así en el flete fueran también tan audaces y arriesgadas que ni temor de malos tiempos ni de piratas eran capaces de retenerlos en puerto más de la cuenta. De fijo que abarrotada de sedas, cachemiras, coloniales y… cierto barril de aguardiente, levó anclas de la bahía de Manila el flamante bricbarca catalán… Unos aseguraron que si fue indiscreción del piloto; otros que si tal o cuál se dedicó a darse tragos, a escondidas, del aguardiente de caña del tentador barril; lo cierto es que pronto fue un secreto a voces el que llevaban un cadáver a bordo. Y sucedió lo inevitable: por una parte, la mar protestando con olas arboladas como castillos de altas y gordas como montañas; por la otra, la gente comenzó a murmurar dándole la razón al reclamar su consabido tributo. Todo fue en aumento; aún se estaba a muchos días de remontar el cabo de Buena Esperanza y, de seguir irritando a Neptuno, el riesgo de que cobrase en otras víctimas —¡quién sabía si en todos!— era inminente… Tuvo, pues, que decidirse el capitán: no había más remedio que echar por la borda al bueno del señor Oidor. Pero ¡buena se puso la viuda! La pobre señora movía a compasión mismamente desgarrada de dolor, medio asida a la fúnebre pipa mientras el buque se movía amenazando partirse en dos; aquella escena en verdad partía los corazones. La disyuntiva era horrible, y el capitán, dando trompicones, como todos, por los balances, invocaba al mismísimo Salomón…, porque al marino se le presentan de cuando en cuando problemitas que pondrían en grave aprieto al auténtico autor del Cantar de los Cantares. Mas… estaba allí Lourido; discreto, casi tímido; pero, como siempre, dueño de la situación, y, sobre todo, humano y lógico. Si alguien le hubiese dicho entonces que era un ecléctico, es posible que lo hubiera pasado mal; pero lo fue. En el momento en que el barril iba a ir al agua, intervino certero; había una solución: —¡A ver, mochaco…, un cabo! —gritó. Una vuelta por seno, otra en redondo, un cote por aquí, firme por allá, y, bien amarrado, cayó el pipote a la mar, quedando a jorro[5]. Y así, con vientos manejables y mar bonanza, que decían de a Dios sean dadas gracias, arribó a la clara bahía gaditana el bricbarca La Constancia, de la matrícula de Mataró, llevando a remolque el barril que contenía el cadáver del muy ilustre señor Oidor que fue de la Real Audiencia de Manila. www.lectulandia.com - Página 63

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William Hope Hodgson (1877-1918) Posiblemente sea William Hope Hodgson (15 de noviembre de 1877 - 19 de abril 1918) el escritor que mejor haya sabido aunar en sus cuentos el ambiente marino y la atmósfera sobrenatural. La mayoría de sus relatos cortos se desarrollan en el mar, un mar casi siempre extraño, hosco y desconocido, lleno de presencias fantasmales o monstruosas, y de hombres empequeñecidos por lo que se desarrolla a su alrededor, por las fuerzas desatadas de la naturaleza o por los poderes incomprensibles de lo antinatural. Entre sus obras cabe destacar las novelas: Los botes del «Glenn Carrig», La casa en el confín de la Tierra, Los piratas fantasmas (todas ellas —junto con varias antologías de sus mejores relatos— han sido publicadas por Valdemar) y The Night Land, así como numerosos cuentos marinos, alguno de ellos, como los que a continuación presentamos, de una más que notable calidad (Una voz en la noche está considerado como uno de los mejores relatos sobrenaturales de todos los tiempos). La ficción del prolífico Hodgson, a veces brillante, tiene la virtud de comunicarnos una sensación de misterio y terror que se sostiene página tras página, y no es difícil imaginar que estamos apoyados en el pretil de popa, con el viento agitándonos el cabello y las olas rompiendo sobre el casco del buque, observando con ojos asombrados esa enorme región de algas, salpicada de extraños seres monstruosos, que se extiende a nuestro alrededor.

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DEMONIOS DEL MAR William Hope Hodgson

—¡Ven al puente y échale un vistazo a esto, Darky! —gritó Jepson, corriendo hasta la mitad de la cubierta—. El viejo dice que ha habido un terremoto submarino y todo el mar está burbujeante y lleno de lodo. Obedeciendo los excitados llamamientos de Jepson, le seguí. Era tal y como había dicho; el eterno azul del mar estaba ahora salpicado por unas manchas del color del barro, y a veces surgía una burbuja enorme que pronto reventaba con un sonoro «plof». El patrón y los tres oficiales se hallaban sobre el castillo de popa, examinando la superficie del océano con sus prismáticos. Mientras miraba las enlodadas aguas, algo surgió del mar al aire de la tarde por el costado de barlovento. Parecía un banco de algas, pero enseguida volvió a sumergirse con brusquedad, como si fuera algo más sustancial que unas simples algas. Justo después de este extraño suceso, el sol desapareció con la rapidez de las regiones tropicales y, bajo las breves luces crepusculares que siguieron, las cosas adoptaron una extraña irrealidad. Toda la tripulación se encontraba abajo, sólo el primer oficial y el timonel permanecían en la toldilla. Delante, sobre el juanete del castillo de proa, se podía adivinar la oscura silueta del vigía apoyado en el estay de mesana. No se oía ningún sonido excepto el tintineo ocasional de la cadena de un escotín, o el traqueteo del engranaje de dirección cuando alguna pequeña ola se deslizaba por debajo la quilla. Entonces la voz del primer oficial rasgó el silencio y pude ver que el viejo había salido al puente y estaba hablando con él. Por las pocas palabras que logré descifrar, supe que andaban comentando los extraños sucesos que habían tenido lugar durante el día. Un poco después del crepúsculo, el viento, que había soplado con fuerza, cesó por completo, y la temperatura del aire se hizo demasiado calurosa. Nada más tocar las dos campanadas, el primer oficial me hizo llamar y me ordenó que llenara un cubo con agua del mar, y que se lo llevara luego. Hice lo que me pedía, y luego metió un termómetro dentro del cubo. —Justo lo que pensaba —musitó, sacando el instrumento del recipiente y mostrándoselo al capitán—: treinta y ocho grados. ¡Casi podemos hacer el té con el agua de mar! —Espero que no siga calentándose —gruñó un poco más tarde—, o vamos a cocernos vivos. A una señal del primer oficial, vacié el cubo y lo dejé en su lugar habitual, www.lectulandia.com - Página 66

volviendo luego a ocupar mi puesto sobre la barandilla. El viejo y el primero caminaron de un costado a otro de la toldilla. El aire se fue calentando según pasaban las horas y, tras un largo periodo de silencio solamente roto por los ocasionales «plof» de las burbujas de gas al reventar, la luna se irguió en el cielo. Sin embargo, su luz resultaba enfermiza ya que una densa neblina había empezado a surgir del mar y los rayos de la luna apenas podían atravesarla. Decidimos que la bruma era debida al excesivo calentamiento del agua del mar; se trataba de una niebla muy húmeda y pronto quedamos completamente empapados. La interminable noche fue transcurriendo con lentitud y el sol surgió por el horizonte, un sol tenue y fantasmal que apenas se dejaba ver entre la niebla acumulada alrededor del barco. Medimos la temperatura del agua de tanto en tanto, aunque ésta apenas había experimentado una leve subida. No se pudo llevar a cabo ninguna tarea y la sensación de que algo inminente estaba a punto de acontecer invadía a todos los del barco. La sirena sonaba ininterrumpidamente mientras el vigía atisbaba entre los jirones de bruma. El capitán caminaba por la toldilla acompañado de sus oficiales y, en un momento determinado, el tercer oficial habló mientras señalaba las nubes de niebla. Todas las miradas siguieron su seña; vimos lo que parecía ser una especie de línea negra que atravesaba la pálida blancura de los vapores. No se parecía a nada en concreto, pero nos recordaba un poco a una enorme cobra erguida sobre la cola. Se evaporó mientras la observábamos. El grupo de oficiales evidenció gran desconcierto; parecían no ponerse de acuerdo entre ellos. Entonces, mientras discutían, oí la voz del segundo oficial: —No es nada —dijo—. Ya he visto antes cosas similares en medio de las brumas, pero al final siempre han resultado ser fantasías. El tercer oficial sacudió la cabeza y contestó algo que no pude oír, pero ya no se hicieron más comentarios. Por la tarde fui abajo a dormir un poco y, al volver a cubierta con las ocho campanadas[6], descubrí que la bruma aún no nos había abandonado; es más, parecía haberse espesado algo. Hansard, que había estado tomando la temperatura del agua mientras yo me encontraba abajo, me comunicó que ésta había subido tres grados y que el viejo estaba de un humor raro. Cuando dieron las tres campanadas, me dirigí a la proa para echar un vistazo por encima de las amuras y charlar un poco con Stevenson, que estaba de vigía. Cuando llegué al extremo del castillo de proa me incliné sobre la baranda y eché un vistazo a las aguas. Stevenson se aproximó, quedándose a mi lado. —Qué raro es todo esto —refunfuñó. Luego permaneció en silencio durante un rato; ambos parecíamos hipnotizados por la reluciente superficie del mar. De pronto, surgiendo de las profundidades, justo delante de nosotros, apareció una monstruosa cara negra. Era como una caricatura espantosa de un rostro humano. Nos quedamos petrificados mirándola; la sangre de mis venas pareció convertirse en hielo al instante; me sentía incapaz de moverme. Pude recuperar el control de mis actos con un terrible esfuerzo y, tras agarrar a www.lectulandia.com - Página 67

Stevenson por el brazo, descubrí que apenas podía emitir más que un graznido, pues la facultad de hablar correctamente me había abandonado. —¡Mira! —jadeé—. ¡Mira! Stevenson siguió mirando el mar como si se hubiera convertido en una estatua de piedra. Se inclinó un poco más sobre la baranda, como queriendo examinar más de cerca aquella cosa. —¡Señor! —exclamó—. ¡Es el diablo en persona! Y entonces, como si el sonido de su voz hubiera roto un encantamiento, la cosa desapareció. Mi compañero se quedó mirándome mientras me restregaba los ojos, creyendo que me había quedado dormido y que aquella espantosa aparición tan sólo había sido el producto de una terrible pesadilla. Pero me bastó una simple mirada a mi compañero para quitarme de la cabeza ese pensamiento. En su rostro se reflejaba un tremendo desconcierto. —Será mejor que vayas a popa y se lo digas al viejo —balbuceó. Asentí, y le dejé en el castillo de proa mientras me dirigía hacia la popa como en una especie de trance. El patrón y el primer oficial se hallaban en el saltillo de la toldilla. Subí corriendo la escalera y les dije lo que había visto. —¡Majaderías! —se mofó el viejo—. Lo único que has visto es el desagradable reflejo de tu propio rostro sobre las aguas. Sin embargo, a pesar de arriesgarse a hacer el ridículo, me interrogó más detenidamente. Por fin, ordenó al primer oficial que fuera a comprobar si podía ver algo. Regresó al poco, y le comunicó al viejo que no había nada extraño. Sonaron las cuatro campanadas y nos relevaron para tomar el té. Cuando volví a la cubierta descubrí que los hombres se arracimaban hacia la proa. Estaban hablando de la cosa que habíamos visto Stevenson y yo. —Supongo, Darky, que no se trataría de un reflejo, ¿verdad? —me preguntó uno de los marineros más viejos. —Pregúntale a Stevenson —le respondí mientras seguía mi camino hacia popa. Con el tañido de las ocho campanadas volví a mi turno de guardia en cubierta, y descubrí que no había ocurrido ninguna cosa digna de mención. Pero, casi una hora antes de la medianoche, al primer oficial le entraron las ganas de fumar y me mandó que fuera a su camarote para traerle una caja de cerillas con la que poder encender su pipa. Apenas me llevó un minuto descender por la escalerilla cubierta de latón, regresar a popa y entregarle el deseado artículo. Abrió la caja, tomó un fósforo y lo prendió en la suela de la bota. Pero mientras lo hacía, un grito apagado se elevó en medio de la noche. Luego se escuchó un clamor ronco, como los rebuznos de un asno, pero considerablemente más profundos, y que portaban una terrible nota de humanidad. —¡Buen Dios! ¿Has oído eso, Darky? —preguntó el primer oficial sobrecogido. —Sí, señor —le contesté, casi sin atender a lo que me decía, pues estaba escuchando atentamente por si se repetían aquellos extraños sonidos. www.lectulandia.com - Página 68

De repente, el terrible mugido volvió a oírse claramente. La pipa del primer oficial cayó sobre la cubierta con un golpe sordo. —¡Corre a la proa! —gritó—. ¡Deprisa! Dime si puedes ver algo. Corrí a toda velocidad, con el corazón latiendo desaforadamente en mi garganta. Todos los hombres del turno de guardia se encontraban sobre el castillo de proa, arremolinados alrededor del vigía. Hablaban y gesticulaban como locos. Pero enseguida se callaron y me lanzaron miradas interrogantes mientras me abría paso entre ellos. —¿Habéis visto algo? —grité. Pero antes de que pudiera recibir cualquier respuesta, el terrible mugido volvió a estallar en medio de la nada, profanando la noche con su coro infernal. A pesar de la bruma que nos envolvía, parecía provenir de un sitio muy concreto. Y, sin duda, sonaba más cerca. Me demoré un rato para asegurarme de su procedencia y después volví corriendo hacia la popa a dar parte al primer oficial. Le dije que no habíamos podido ver nada, pero que el sonido venía directamente de delante. Nada más oír esto, ordenó al timonel que virara un par de grados. Al rato, un grito escalofriante se elevó en medio de la noche, seguido al instante por aquella especie de rebuznos. —¡Está muy cerca por la proa, hacia el costado de estribor! —exclamó el primer oficial, mientras le indicaba al timonel que virara un poco más. Luego llamó a la guardia y corrió hacia proa, aflojando a su paso las brazas de sotavento. Una vez reorientadas las vergas con respecto a la nueva derrota, regresó a popa y se inclinó sobre el pasamanos escuchando con atención. Los minutos parecían horas y el silencio permaneció inalterable. De repente, los sonidos retornaron y estaban tan cerca que casi parecían provenir de a bordo. Esta vez observé una extraña nota retumbante que se mezclaba con los rebuznos. Y un par de veces se produjo un sonido que sólo puede ser descrito como una especie de «gug, gug». Luego hubo un siseo jadeante, similar al que producen los asmáticos al respirar. La luna seguía brillando lánguidamente entre los vapores, aunque me dio la sensación de que era un poco menos espesa. El primer oficial me agarró del hombro cuando los ruidos volvieron a elevarse y desaparecer de nuevo. Ahora parecían provenir de un sitio concreto por el costado del barco. Todos los ojos en cubierta intentaban horadar la niebla sin resultado. De pronto, uno de los hombres gritó que una cosa larga y oscura se había deslizado hacia popa entre la bruma. De ella se elevaban cuatro torres difusas y fantasmagóricas que parecía ser mástiles, cuerdas y velas. —¡Un barco! ¡Es un barco! —gritamos excitados. Me volví hacia el señor Gray; también él había visto algo, y ahora miraba la estela que se dibujaba por la popa. La visión del extraño objeto había resultado tan fugaz, fantasmagórica e irreal que no estábamos seguros de haber avistado una nave material, y pensamos que lo que en realidad habíamos contemplado era algún buque fantasma como el Holandés Errante[7]. Las velas chasquearon de repente, los puños www.lectulandia.com - Página 69

metálicos de las escotas percutieron sobre las regalas con un golpe sordo. El primer oficial levantó la vista a la arboladura. —El viento está disminuyendo —gruñó enfadado—. ¡A este paso jamás saldremos de este lugar infernal! El viento desapareció poco a poco, y pronto nos encontramos en medio de una calma chicha; ningún sonido quebraba aquel silencio mortal excepto el tamborileo continuo de los tomadores de los rizos al vibrar suavemente sobre las olas. Las horas pasaron, la guardia fue relevada y yo bajé a descansar un poco. Volvieron a llamarnos con las siete campanadas y, mientras iba por la cubierta en dirección a la cocina, observé que la niebla era menos espesa y el calor más llevadero. Al sonar las ocho campanadas, relevé a Hansard en la tarea de adujar los cabos. De él supe que la bruma había comenzado a disiparse cuando dieron las cuatro campanadas y que la temperatura del mar había descendido cuatro grados. A pesar de que los vapores ya no eran tan densos, tuvo que pasar otra media hora más hasta que pudimos ver algo de los mares circundantes. Aún había restos oscuros diseminados por la superficie del agua, pero el burbujeo había cesado. El océano tenía un extraño aspecto de desolación. A veces, algún jirón de bruma se deslizaba por encima del mar, retorciéndose y ondulando sobre la calma superficie, hasta perderse en la neblina que aún ocultaba el horizonte. Unas columnas de vapor se erguían aquí y allá, como pilares, lo cual me hizo pensar que el mar aún seguía muy caliente en algunas zonas. Crucé la cubierta hasta el costado de estribor para echar un vistazo y descubrí que las condiciones atmosféricas eran similares a las que había contemplado por el lado de babor. El aspecto desolado del mar me hizo sentir frío, aunque el aire resultaba muy cálido y bochornoso. El primer oficial, encaramado en el saltillo de la toldilla, me ordenó que le llevara los prismáticos. Se los subí, los cogió y fue hasta el pasamanos del coronamiento de popa. Se quedó allí un rato limpiando las lentes con un pañuelo. Después se los llevó a los ojos y examinó con intensidad las brumas que se elevaban por detrás de nuestra popa. Me quedé mirando un tiempo la zona a la que el primer oficial dirigía los prismáticos. Entonces, una cosa sombría comenzó a extenderse en la lejanía. Tras observarla detenidamente, pude distinguir los contornos de un navío que iba tomando forma entre los vapores. —¡Mire eso! —grité, pero antes incluso de acabar la frase, la niebla se difuminó un poco más dejando al descubierto un gran barco de cuatro palos, con todas las velas desplegadas, que flotaba totalmente en calma a varios cientos de metros de nuestra popa. Y entonces, como el telón que se abre para luego volver a caer enseguida, la niebla se cerró una vez más, ocultando de la vista aquella extraña embarcación. El primer oficial estaba muy nervioso, y caminaba de un lado a otro de la toldilla con pasos largos y entrecortados, parando con frecuencia para examinar con los prismáticos la zona nebulosa por la que había desaparecido el buque de cuatro palos. Poco a poco, la bruma volvió a disiparse y pudimos ver la nave con mayor claridad, y www.lectulandia.com - Página 70

entonces tuvimos un presentimiento sobre la causa de aquellos aterradores sonidos que se habían elevado en medio de la noche. El primer oficial estuvo observando el barco en silencio durante un rato y, mientras miraba, creció en mí la sensación de que, a pesar de la bruma, podía detectar una especie de movimiento en sus cubiertas. Pasado un tiempo, la duda se convirtió en certeza y también descubrí que el agua estaba revuelta a su alrededor. De pronto, el primer oficial dejó los prismáticos sobre el cubichete del timón y me pidió que le trajese el megáfono. Bajé corriendo la escalerilla y pronto volví a su lado con la bocina. El primer oficial se la llevó a los labios, tomó aire y lanzó un llamamiento de aviso a través de las aguas que habría despertado a los muertos. Esperamos la respuesta con nerviosismo. Al rato, del barco surgió un gruñido hueco y profundo que cada vez se fue haciendo más fuerte, hasta que nos dimos cuenta de estar escuchando los mismos rebuznos de la noche anterior. El primer oficial se quedó aterrorizado ante la contestación que había obtenido su llamada; con voz apenas más fuerte que un leve susurro me pidió que avisara al viejo. Atraídos por los gritos del oficial y por la sobrenatural respuesta, los hombres del turno de guardia se habían ido acercando a la popa y ahora estaban agrupados alrededor del palo de mesana para poder observar mejor los acontecimientos. Tras llamar al capitán regresé a popa y vi que el segundo y el tercer oficial estaban hablando con el primero. Todos se afanaban examinando a nuestro extraño consorte, que estaba medio oculto entre los vapores, e intentaban buscar una explicación a los fenómenos que se habían desarrollado durante las últimas horas. El capitán apareció al rato, llevando su telescopio en las manos. El primer oficial le hizo una breve reseña de todo lo sucedido y le entregó el megáfono. El viejo me dio el telescopio para que se lo sujetara y llamó a la sombría embarcación. Todos nos quedamos sin respiración cuando volvimos a escuchar aquella terrible algarabía que se elevaba en el aire tranquilo de la madrugada como respuesta a las llamadas del capitán. Éste bajó el megáfono y se quedó petrificado con una expresión de espanto y sorpresa en el rostro. —¡Por Dios! —exclamó—. ¡Qué infame coro! Entonces el tercer oficial, que había estado examinando el barco con sus prismáticos, rompió el silencio. —¡Mirad! —espetó—. El viento comienza a soplar de popa. Ante aquellas palabras, el capitán levantó la vista a la arboladura y luego todos nos pusimos a mirar cómo la superficie del mar comenzaba a rizarse. —El paquebote tiene el viento a favor —dijo el capitán—. ¡Estará a nuestra altura en menos de media hora! Un poco después, el banco de niebla había llegado a unos cien metros del coronamiento de popa. Podíamos ver al extraño navío entre los jirones de bruma que se extendían por sus costados. El viento volvió a caer tras una breve ráfaga, pero www.lectulandia.com - Página 71

nosotros seguíamos mirando fascinados y descubrimos que el agua comenzaba a agitarse de nuevo hacia la popa de nuestro extraño consorte. Sus velas se sacudieron y volvió a deslizarse lentamente hacia nosotros. La enorme embarcación de cuatro palos fue acercándose a un ritmo constante según iban transcurriendo los segundos. La suave brisa que la empujaba llegó hasta nosotros y, con un perezoso chasquido de la velas, también nuestra nave comenzó a deslizarse suavemente sobre la superficie de aquel mar extraño. El paquebote apenas se encontraba ahora a cincuenta metros de nuestra popa y se aproximaba constantemente, dando la sensación de que podía adelantarnos con facilidad. Según se acercaba orzó bruscamente, tomando el viento con las velas caídas a barlovento. Miré hacia el coronamiento de popa de la embarcación, intentando descubrir la figura del timonel, pero la niebla se arremolinaba más allá de la cubierta principal, haciendo que los contornos del otro lado resultaran borrosos. Volvió a ceñirse al viento con un rechinar de cadenas sobre sus vergas de hierro. Nosotros, mientras tanto, habíamos comenzado a deslizarnos con mayor velocidad, pero estaba claro que la otra embarcación era más marinera, pues enseguida estuvo a tiro de piedra de nuestra posición. El viento refrescó rápidamente y la niebla comenzó a disiparse, de manera que pronto pudimos ver con claridad sus mástiles y jarcias. El patrón y los oficiales la observaban atentamente cuando, casi al mismo tiempo, todos lanzamos una exclamación de espanto. —¡Dios mío! Y nuestros miedos estaban totalmente justificados, pues arracimados sobre las cubiertas del buque se hallaban los seres más espantosos que jamás he visto. A pesar de su apariencia extraña y sobrenatural, tenían algo que me resultaba vagamente familiar. Entonces supe que el rostro que Stevenson y yo habíamos visto la noche anterior pertenecía a uno de aquellos seres. Sus cuerpos tenían cierta similitud con los de una foca, aunque resultaban de una blancura cadavérica. El extremo inferior de aquellas entidades finalizaba en una especie de cola curvada sobre la que parecían ser capaces de mantenerse erguidas. En lugar de brazos tenían dos largos tentáculos serpenteantes rematados por unas manos cuya apariencia era tremendamente humana, si bien estaban armadas de garras en lugar de uñas. ¡En verdad, el aspecto de aquellas parodias de seres humanos resultaba espantoso! Tanto los rostros como las extremidades delanteras eran de color negro, y sus facciones resultaban repulsivas y grotescamente humanoides; la mandíbula inferior se cerraba por encima de la superior, como las fauces de un pulpo. He visto nativos de determinadas tribus que tienen rostros extraordinariamente similares, pero ninguno de ellos podría haberme hecho sentir el espanto y la repugnancia que me transmitían aquellas criaturas de aspecto bestial. —¡Qué seres más diabólicos! —estalló el capitán con asco. Tras pronunciar estas palabras, se volvió hacia sus oficiales y, mientras lo hacía, vi que la expresión de sus rostros mostraba a las claras que todos intuían el www.lectulandia.com - Página 72

significado de la presencia de aquellas diabólicas bestias. Si, como sin duda era el caso, aquellas criaturas habían abordado la nave y destruido a su tripulación, ¿qué les impediría hacer lo mismo con nuestra propia embarcación? Éramos menos y nuestro navío considerablemente más pequeño; cuanto más pensaba en ello menos me gustaba el cariz de los acontecimientos. Pudimos ver el nombre del barco grabado en uno de los costados de la proa: Scottish Heath[8]. El mismo nombre aparecía en los botes salvavidas y, entre corchetes, la ciudad de Glasgow, lo cual quería decir que procedía de aquel puerto. Resultaba una extraordinaria coincidencia que tuviera todas las velas desplegadas y las vergas convenientemente orientadas, de manera que, como ya lo habíamos comprobado antes, debía haber estado navegando a la deriva con todo el trapo en facha. Y ahora, empujada por la suave brisa, podía navegar a nuestro lado a pesar de que no hubiera nadie a la rueda del timón. Pero parecía gobernarse a sí misma y, aunque a veces daba violentos bandazos, jamás dejó de deslizarse hacia delante. Mientras la observábamos vimos una sucesión de movimientos bruscos en las cubiertas y varios de aquellos seres se zambulleron en el agua. —¡Mirad! ¡Mirad! Nos han descubierto. ¡Vienen a por nosotros! —gritó el primer oficial. Y era completamente cierto; un enjambre diabólico se zambullía en el mar, ayudándose de sus largos tentáculos. Se acercaban, cientos de bestias brutales que nadaban en hordas hacia nosotros. El barco se deslizaba a tres nudos de velocidad, de otra manera nos habrían alcanzado en pocos minutos. Pero las criaturas no se desanimaban y, poco a poco, iban ganándonos terreno. Los largos tentáculos que hacían las veces de extremidades superiores surgían del agua a centenares y las bestias más cercanas apenas estaban ya a varios metros del barco. Entonces el viejo reaccionó y gritó a los oficiales que trajeran la media docena de alfanjes que componían el arsenal del barco. Luego, volviéndose hacia mí, me ordenó que bajara a su camarote y le trajera los dos revólveres que guardaba en el cajón de arriba de su mesa, junto con una caja de cartuchos que también estaba allí. Cuando volví con las armas, las cargó y le tendió una al primer oficial. Mientras tanto, nuestros perseguidores seguían aproximándose, y pronto media docena de aquellas criaturas se situaron justo debajo de donde nos encontrábamos. El capitán se inclinó en el acto sobre la barandilla y vació el cargador de la pistola sobre ellos, aunque sin ningún resultado aparente. Debió darse cuenta de que sus esfuerzos eran inútiles pues no volvió a recargar el arma. Por entonces, varias docenas más de aquellas bestias nos habían alcanzado. Sus tentáculos se irguieron en el aire, asiéndose a la barandilla. El tercer oficial se puso a gritar y vi que era rápidamente arrastrado hacia el pasamanos por un tentáculo que le rodeaba el torso. El segundo oficial tomó uno de los alfanjes y se puso a dar tajos a la extremidad. Un chorro de sangre salpicó el rostro del tercer oficial, que cayó sobre la cubierta. Surgieron más tentáculos que se agitaban en el aire, pero ahora parecían www.lectulandia.com - Página 73

encontrarse a varios metros de distancia de nuestra popa. El agua empezó a aclararse rápidamente entre nosotros y las criaturas que nos perseguían, y todos lanzamos un grito de júbilo. Pronto supimos el motivo: se había levantado una fuerte brisa que nos empujaba hacia delante y que había sorprendido mal dispuesto al Scottish Heath, haciendo que nuestra nave progresara y la otra no, de manera que pronto dejamos atrás aquella embarcación repleta de monstruos. El tercer oficial se puso en pie aturdido y, mientras lo hacía, algo cayó golpeando la cubierta. Me agaché y cogí aquella cosa, que resultó ser el trozo de tentáculo que había cortado el segundo oficial. Lo arrojé al mar con una mueca de repugnancia, pues no quería conservar ningún recuerdo de aquella terrible experiencia. Tres semanas más tarde arribamos al puerto de San Francisco. Allí el capitán hizo un parte detallado de todo lo sucedido y se lo entregó a las autoridades, que mandaron una lancha cañonera para investigar. La embarcación regresó al puerto seis semanas después, informándonos de que no había podido encontrar ningún rastro del buque ni de las espantosas criaturas que se habían apoderado de él. Y desde entonces, que yo sepa, jamás se ha vuelto a hablar del Scottish Heath, barco de cuatro palos que fue avistado por última vez en posesión de unas bestias que podían ser descritas como demonios del mar. Que aún navegue por los mares gobernado por una tripulación infernal, o que algún huracán lo haya enviado a las profundidades, a su última morada bajo las olas, es algo que nosotros tan sólo podemos conjeturar. Pero quizás, alguna embarcación, varada en medio de una noche neblinosa y fantasmal, aún puede llegar a escuchar unos gritos y gruñidos extraños que se elevan por encima del susurro del viento. Que se pongan en guardia entonces, pues es posible que los demonios del mar no anden lejos.

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UNA VOZ EN LA NOCHE William Hope Hodgson

Era una noche oscura, sin estrellas. Nos hallábamos en plena calma chicha en el Pacífico Norte. Desconozco nuestra posición exacta, pues llevábamos una interminable y tediosa semana sin poder ver el sol, siempre oculto detrás de un fino manto de bruma que flotaba a nuestro alrededor, sobre la parte alta de los mástiles, y que descendía de vez en cuando para ocultarnos la superficie del mar. Debido a la ausencia total de viento, habíamos fijado la caña del timón y, en ese momento, me encontraba solo en la cubierta. La tripulación, formada tan sólo por dos hombres y un muchacho, dormía en la cabina de proa, y Will —mi amigo y patrón de nuestro pequeño barco— se encontraba en la parte de babor del diminuto camarote de popa. De pronto, escuché un saludo que surgió de entre la oscuridad que nos rodeaba. —¡Ah de la goleta! La sorpresa que me causó aquel inesperado grito fue tal que no acerté a contestar al instante. El grito volvió a repetirse; lo producía una voz extraña, profunda, casi inhumana, y provenía de algún lugar de entre las tinieblas marinas que nos circundaban, por el costado de babor: —¡Ah de la goleta! —¡Hola! —respondí, una vez hube salido de mi aturdimiento inicial—. ¿Quién es? ¿Qué quiere? —No tiene nada que temer —respondió la extraña voz, que seguramente había advertido cierto tono de sorpresa en mis palabras—. Sólo soy un pobre… viejo. Aquella pausa entrecortada me resultó bastante extraña; sólo más adelante comprendí su verdadero significado. —Entonces, ¿por qué no se acerca un poco más al barco? —le pregunté con firmeza, pues no me había hecho gracia que se hubiera dado cuenta de mi turbación. —Yo… yo… no puedo. Resultaría peligroso. Yo… —la voz se quebró y volvió a reinar el silencio. —¿Qué quiere decir? —pregunté, cada vez más asombrado—. ¿Por qué habría de ser peligroso? ¿Dónde está usted? Quedé a la escucha durante un rato, pero nadie respondió. Entonces, espoleado por una repentina aunque imprecisa sospecha, mi dirigí a toda velocidad a la bitácora y así el farolillo. Al mismo tiempo golpeé varias veces con el tacón sobre la cubierta para despertar a Will. Pronto estuve de nuevo junto a la borda, levanté el farol y

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proyecté un haz de amarillenta luz sobre la silenciosa inmensidad que se extendía al otro lado de la barandilla. Entonces escuché un grito entrecortado y sordo, seguido de un breve chapoteo, como si alguien hubiera hundido los remos en el agua precipitadamente. Pero, aparte de eso, no podría decir que hubiera visto nada, aunque en un primer momento tuve la sensación de que allí había habido algo flotando sobre el mar, algo que acababa de desaparecer. —¡Eh, oiga! —grité—. ¡Se puede saber qué clase de broma es ésta! Pero la única respuesta que obtuve fue el rumor hueco de un bote de remos perdiéndose en la noche. Luego oí la voz de Will que salía a través de la escotilla de popa: —¿Qué sucede, George? —¡Sube, Will! —le dije. —¿Qué quieres? —preguntó mientras se acercaba andando por la cubierta. Le conté el extraño incidente. Me preguntó sobre ciertos detalles; después nos quedamos en silencio. Al cabo de un rato, Will se llevó las manos a la boca y gritó: —¡Ah, los del bote! Escachamos una voz apagada que provenía de bastante lejos y mi amigo repitió la llamada. Poco después, tras un corto silencio, volvimos a escuchar el sordo chapoteo de unos remos que se acercaban y Will volvió a gritar. En esta ocasión sí se produjo una respuesta: —Aparten esa luz. —Debe estar loco si se cree que voy a hacerlo —murmuré; pero Will me indicó con un gesto que la apartara, así que la deposité sobre la cubierta, tras las amuradas. —Acérquese —le pidió Will, y volvimos a escuchar el chapoteo de los remos. Luego, cuando el bote debía encontrarse a unos seis metros de distancia, el sonido cesó. —Arrímese al costado del barco —exclamó Will—. ¡No tiene por qué recelar de nosotros! —¿Me prometen que no volverán a sacar la luz? —¿Qué le pasa? —estallé—. ¿Por qué tiene un miedo tan atroz a la luz? —Es debido a… —comenzó la voz, pero se detuvo bruscamente. —¿Debido a qué? —pregunté enseguida. Will me puso la mano en el hombro. —Espera un momento, hombre —me susurró al oído—. Déjame a mí. Mi amigo se inclinó un poco más sobre la borda. —Escuche, caballero —dijo—, comprenda que se trata de un asunto un tanto extraño: usted, llegando de esta manera hasta nuestra embarcación, que está varada en mitad del bendito Océano Pacífico. ¿Cómo podemos estar seguros que no se trata de un truco? Usted dice que viene solo; ¿cómo vamos a creerle si no nos deja echarle un vistazo? Y, además, ¿qué tiene en contra de la luz? Cuando Will terminó de hablar, volví a escuchar el chapoteo de los remos seguido www.lectulandia.com - Página 76

de la voz, pero esta vez ambos sonidos llegaban de más lejos y las palabras del extraño sonaron patéticas, como si estuviera al borde de la desesperación. —¡Perdonen… perdonen! No debería haberles molestado… pero es que estoy tan hambriento, y… y ella también. La voz se perdió en la noche mientras los remos, con un ritmo regular, volvieron a chapotear sobre las aguas. —¡Deténgase! —gritó Will—. No quiero que se vaya. ¡Regrese! No sacaremos la luz, si eso le molesta. Se volvió hacia mí. —Esta situación es condenadamente absurda, pero supongo que no corremos ningún riesgo. Su tono de voz era más bien interrogante, así que le di mi opinión: —No. Me da la sensación de que el pobre diablo ha debido naufragar cerca de aquí y, al parecer, ha perdido el juicio. El sordo chapoteo de los remos se acercó de nuevo. —Vuelve a poner el farolillo en la bitácora —dijo Will. Mi amigo se asomó por encima de la barandilla y se quedó a la escucha. Dejé el farolillo en su sitio y regresé junto a él. El chapoteo de los remos se detuvo a unos diez metros del casco del barco. —¿No va a acercarse al costado ahora? —le preguntó Will en un tono conciliador —. He ordenado que vuelvan a poner el farolillo en la bitácora. —Yo… no puedo —respondió la voz—. No me atrevo a acercarme más. Ni tan siquiera creo que pueda pagarles las… provisiones. —No se preocupe… —le dijo Will dubitativo—. Cuente con todos los víveres que pueda acarrear… —y volvió a dudar. —Es usted muy generoso —exclamó la voz—. El buen Dios, que todo lo comprende, sabrá recompensarle… —concluyó en un tono entrecortado. —¿Y la… señora? —le soltó Will de repente—. ¿Está con…? —Se ha quedado en la isla —dijo la voz. —¿Qué isla? —le espeté. —No sé cómo se llama —respondió—. ¡Quiera Dios que…! —exclamó, pero enseguida reprimió sus palabras. —Podríamos mandar un bote y traerla aquí —sugirió Will entonces. —¡No! —atajó la voz, extraordinariamente alarmada—. ¡No, por Dios! Se produjo un silencio, y después añadió, como queriendo justificarse: —Me arriesgué a venir acuciado por nuestra situación de extrema necesidad… porque ya no podía seguir soportando su agonía. —Lo siento; me he portado como un patán insensible —exclamó Will—. Espere un segundo, quienquiera que sea, y veré qué puedo conseguirle. Mi amigo regresó al cabo de unos minutos cargado con diversas conservas, y se detuvo un momento sobre la barandilla. www.lectulandia.com - Página 77

—¿No va a acercarse a recogerlas? —preguntó. —No… no me atrevo —tartamudeó la voz, y me pareció advertir en ella una especie de ansiedad contenida, como si el que así hablaba reprimiera un deseo irresistible. En ese instante pude darme cuenta de que el anciano que se ocultaba en la noche, en medio de aquella oscuridad, sufría una auténtica necesidad de lo que Will traía en los brazos, pero que, por alguna razón inexplicable, reprimía el impulso de acercarse al costado del barco. Aquella repentina revelación me llevó a pensar que en realidad nuestro invisible visitante no estaba loco, sino que debía de estar soportando con gran entereza un horror indescriptible. —¡Por favor, Will! —exclamé, dominado por una mezcla de sentimientos confusos entre los que prevalecía una profunda compasión—. Mete todo en una caja y echémosla al agua para que le llegue flotando. Y eso es lo que finalmente hicimos: tiramos la caja y la empujamos con un bichero hacia la oscuridad. Al cabo de un minuto oímos un grito entrecortado que provenía del misterioso visitante, prueba evidente de que le había llegado el cajón. Poco después se despedía, dirigiéndonos una bendición tan sentida que sin duda resultó más que reconfortante para nuestros espíritus. Acto seguido, sin más ceremonias, hundió los remos en el agua y se sumergió en la oscuridad. —Se ha ido bien pronto —apuntó Will, que parecía sentirse un poco ofendido por este hecho. —Espera un poco —le contesté—. Algo me dice que volverá. Parece que tenía una tremenda necesidad de alimentos. —¿Y la mujer? —preguntó Will. Se quedó en silencio durante un rato y luego añadió: —Es lo más raro que me ha pasado desde que me dedico a la pesca. —Sí —dije y me quedé pensativo. La noche siguió deslizándose, hora tras hora, y Will continuaba a mi lado. Aquel extraño suceso le había desvelado por completo. Estaba a punto de finalizar la tercera hora cuando volvimos a escuchar el chapoteo de unos remos en mitad del silencioso océano. —¡Escucha! —dijo Will, conteniendo la excitación. —Regresa, tal y como lo imaginaba —murmuré. El sordo chapoteo de los remos se aproximaba y me dio la sensación de que ahora las paladas resonaban más largas y regulares. La comida ya había producido efecto. El rumor se detuvo a corta distancia de nuestra embarcación y aquella voz peculiar volvió a elevarse entre las tinieblas. —¡Ah de la goleta! —¿Es usted? —preguntó Will. —Sí —respondió la voz—. Tuve que irme enseguida porque… porque realmente estábamos muy necesitados. La… señora se ha quedado en tierra y les está muy agradecida. Dentro de poco estará aún más agradecida en… el cielo. www.lectulandia.com - Página 78

Will empezó un amago de respuesta con voz nerviosa, pero titubeó y se detuvo bruscamente. Yo guardé silencio. Me intrigaban las extrañas pausas con las que se expresaba nuestro visitante y, aparte de la curiosidad, en ese momento también me invadía una profunda compasión. La voz prosiguió: —Nosotros… ella y yo, hemos estado hablando mientras disfrutábamos de los presentes de la caridad de Dios y de la de ustedes… Will le interrumpió con palabras un tanto incoherentes. —Le ruego que… no le quite importancia al gesto de caridad cristiana que ha tenido conmigo esta noche —dijo la voz—. Puede estar seguro de que Él se lo tendrá en cuenta. Después se produjo un silencio que se prolongó durante un minuto, al cabo del cual volvió a oírse la voz: —Hemos estado hablando de… de lo que nos ocurrió. Habíamos decidido llegar hasta el final sin contarle a nadie el horror que invadió nuestras… vidas. Ella opina, y yo también, que lo que ha sucedido esta noche es algo muy especial, un signo de que Dios desea que les revelemos todo lo que hemos tenido que pasar desde… desde… —¿Desde qué? —preguntó Will con deferencia. —Desde que se hundió el Albatros. —¡Ah! —exclamé involuntariamente—. Ese barco zarpó hace seis meses de Newcastle con rumbo a Frisco[9] y desde entonces no se ha sabido nada de él. —Sí —confirmó la voz—. Pero a unos grados al norte del Ecuador se vio envuelto en una espantosa tormenta y quedó desarbolado. Con las primeras luces del alba se descubrió una considerable vía de agua y, horas después, cuando retornó la calma, los marineros escaparon en los botes, abandonando… abandonando a una mujer joven, mi prometida, y a mí en un barco que se hundía. »Estábamos abajo, recogiendo parte de nuestro equipaje, cuando nos abandonaron. El pánico les hizo perder toda consideración humanitaria y, cuando regresamos a la cubierta, nos encontramos con que los botes ya estaban muy lejos, como unas pequeñas siluetas que se recortaban en el horizonte. Pero no perdimos la esperanza, y decidimos construir una balsa. Una vez que estuvo terminada, cargamos en ella lo más imprescindible, debido a su escasa capacidad, varios recipientes con agua y unas provisiones de galletas marinas. Cuando la nave estaba ya casi totalmente anegada por el agua, subimos a la balsa y la impulsamos lejos del casco del barco. »Poco después me di cuenta de que la balsa seguía alguna especie de corriente o marea que nos alejaba del navío. Tres horas después, según mi reloj, el casco había desaparecido bajo las aguas, aunque los mástiles tronchados permanecieron todavía a la vista durante algún tiempo. Al atardecer el tiempo se tornó brumoso y así continuó durante toda la noche. A la mañana siguiente aún nos encontrábamos inmersos en la niebla y el viento y el mar seguían en calma. www.lectulandia.com - Página 79

»Durante cuatro días flotamos a la deriva en medio de aquella extraña bruma, hasta que, la noche del cuarto día, empezamos a escuchar un rumor de olas que rompían a lo lejos. Aquel rumor se fue haciendo más y más claro y, pasada la medianoche, comenzamos a oírlo a ambos lados de la balsa con cierta intensidad. Poco después entramos en una zona de oleaje que hacía subir y bajar la balsa hasta que, al fin, el rugido de las rompientes quedó atrás y tocamos aguas tranquilas. »Cuando llegó el día, descubrimos que habíamos llegado a una especie de enorme bahía, aunque en un primer momento no nos lo pareció porque, a corta distancia de nuestra balsa y semioculto en la niebla, se alzaba el casco de un gran barco velero. Mi prometida y yo nos pusimos de rodillas y dimos gracias a Dios ante lo que creímos sería el fin de nuestros infortunios. Aún nos quedaba mucho que aprender. »La marea nos acercó a la nave y empezamos a gritar para que nos subieran a bordo, pero nadie respondió a nuestras llamadas. Al cabo de un rato la balsa chocó contra el costado del buque y descubrimos un cabo que colgaba de lo alto. Me así a él e intenté trepar, cosa que no resultó nada fácil, pues estaba impregnado de un hongo gris y mohoso que también teñía de un color violáceo el costado del barco. »Finalmente me aupé hasta la barandilla superior, la sorteé y me encontré sobre la cubierta. Una buena parte de la superficie exterior de los puentes se hallaba también invadida por aquella materia gris, que formaba grandes manchas y concentraciones de uno o dos metros de espesor. Aunque en aquel momento no le di una especial importancia, pues tan sólo me preocupaba la posibilidad de encontrar seres vivos a bordo. Llamé, pero no obtuve ninguna respuesta. Me acerqué al portalón que daba acceso al castillo de popa, lo abrí y miré dentro. El interior despedía un intenso hedor a cerrado, por lo que deduje que allí dentro no podía haber nada vivo y cerré rápidamente la puerta; de pronto me había invadido un profundo sentimiento de soledad. »Regresé enseguida a la barandilla por la que había accedido al barco. Mi… mi amada me esperaba tranquilamente sentada en la balsa. Cuando vio que me asomaba por encima de la borda me preguntó si había encontrado a alguien a bordo. Le dije que el barco tenía aspecto de llevar abandonado desde hacía mucho tiempo, pero que intentaría encontrar una escala o algo parecido para que pudiera subir a la cubierta y así inspeccionar juntos la nave. Al poco de iniciar la búsqueda encontré una escala de cuerda que colgaba del costado opuesto. La trasladé a la barandilla e, instantes después, mi prometida se encontraba a mi lado. »Recorrimos juntos los camarotes y compartimentos de popa, pero no encontramos el menor indicio de vida en ellos. Por todas partes, incluso dentro de los camarotes, se habían extendido las manchas de aquel extraño hongo; pero no importaba mucho porque, como dijo mi amada, se podía limpiar. »Cuando nos convencimos de que el castillo de popa estaba vacío, nos dirigimos a la proa, sorteando las repugnantes concentraciones de aquel extraño cultivo. En la proa llevamos a cabo una inspección más minuciosa, tras la cual no nos quedaron www.lectulandia.com - Página 80

dudas de que estábamos completamente solos a bordo. »Después de asegurarnos a este respecto, volvimos a la parte posterior del barco, buscamos un lugar adecuado y lo acondicionamos lo mejor que pudimos. Limpiamos y arreglamos dos camarotes y después recorrí la nave para ver si encontraba víveres. Tuvimos suerte, y le di las gracias a Dios de todo corazón por ello. También encontré la bomba de agua potable y, tras una pequeña reparación, descubrí que el agua que manaba de ella se podía beber, aunque tenía un regustillo desagradable. »Permanecimos varios días a bordo sin acercarnos a la costa. Nos dedicamos a acondicionar el lugar para hacerlo lo más habitable posible. Pero enseguida comprobamos que nuestra suerte no resultaba tan propicia como habíamos imaginado: aquellas manchas mohosas y grises que con tanto esmero habíamos raspado de las paredes y los suelos de los camarotes y del salón se reproducían en los mismos lugares y casi con el mismo tamaño de antes al cabo de tan sólo veinticuatro horas; este contratiempo no sólo nos desmoralizaba, sino que nos producía un indefinible desasosiego. »Pero no nos dimos por vencidos tan fácilmente. Volvimos a raspar los brotes del mohoso hongo y esta vez rociamos también con ácido fénico los espacios que ocupaban, aprovechando que habíamos encontrado una lata en la despensa. Sin embargo, unos días más tarde, el hongo gris volvió a brotar con renovado brío y además se extendió a otros lugares. Parecía como si al manipularlo hubiéramos facilitado su desplazamiento y expansión. »Al séptimo día, mi amada descubrió al despertar una mancha del hongo que crecía sobre la almohada, muy cerca de su rostro. Se vistió rápidamente y vino a mi encuentro. Yo estaba en la cocina, encendiendo el hornillo para preparar el desayuno. »—Ven un momento, John —me dijo, y la seguí hasta la popa. Cuando contemplé aquel brote en la almohada sentí un escalofrío, y en aquel preciso momento decidimos abandonar inmediatamente el barco y trasladarnos a la playa, donde probablemente estaríamos más cómodos. »Recogimos en un momento todas nuestras cosas y descubrí que tampoco ellas se habían librado del hongo; una mancha incipiente se extendía sobre uno de los chales de mi amada. Lo cogí y lo arrojé por encima de la borda sin que ella se diera cuenta. »Nuestra balsa no se había apartado del costado del buque, pero como resultaba demasiado rústica para maniobrar adecuadamente con ella, solté un pequeño bote salvavidas que colgaba amarrado a la popa y pusimos rumbo a la playa. Conforme nos aproximábamos a la costa me fui dando cuenta de que el hongo nefasto que nos había obligado a abandonar la nave crecía allí libre y exuberante. En algunas zonas se habían formado amontonamientos espantosos, inimaginables, y cuando eran azotados por el viento, palpitaban y se estremecían como animados por una vida misteriosa. En muchas partes adoptaban la forma de dedos gigantescos y en otras se extendían como una capa uniforme, despejada y traicionera. Finalmente, también crecía en algunos sitios con la apariencia de árboles grotescos y rechonchos, terriblemente retorcidos y www.lectulandia.com - Página 81

nudosos… Toda aquella extraña flora se estremecía perversamente de tanto en tanto. »Nuestra primera impresión fue que toda la extensión de la costa estaba inundada por la floración de aquel hongo siniestro. Pero, poco después, nos dimos cuenta de que estábamos equivocados, pues según recomamos el litoral en el bote, a escasos metros de la playa, divisamos una superficie blanca que nos pareció arena fina, y arribamos a ella. No era arena. En realidad no sé lo que era. Lo único que sabemos es que en esa superficie no crece el hongo, a diferencia del resto de la isla donde, salvo en las pequeñas zonas ocupadas por esa especie de arena, formando senderos y pequeños claros cercados por la desoladora vegetación del hongo, no se encuentra otra cosa que una abominable exuberancia grisácea. »Les sería difícil comprender hasta qué punto nos sentimos felices por haber encontrado un lugar totalmente libre del hongo. Dejamos allí nuestras pertenencias y volvimos al barco para coger todo lo que pudiera sernos de utilidad. Logré hacerme incluso con una vela de la nave, con la que improvisé dos tiendas que nos sirvieron de refugio. Guardamos nuestras cosas y nos instalamos en ellas. Transcurrieron así cuatro semanas sin contratiempos; a decir verdad fueron semanas muy felices… porque… porque estábamos juntos. »Fue en el pulgar de su mano izquierda donde el hongo apareció por primera vez. No era más que una mancha, semejante a un lunar gris. ¡Cielo santo! ¡Fue terrible la angustia que invadió mi espíritu cuando me lo enseñó! Limpiamos y desinfectamos la manchita con ácido fénico. Al día siguiente examinamos el dedo de nuevo. El lunar gris había reaparecido. Nos quedamos en silencio mirándonos a los ojos. Luego, sin decir palabra, repetimos la operación de limpieza. Antes de concluir, ella rompió el silencio: »—¿Qué tienes en este lado de la cara, cariño? —su voz sonó aguda a causa de la ansiedad. Me llevé la mano al rostro—. ¡Ahí!, junto a la oreja, debajo del pelo… Un poco más arriba —mi dedo se posó finalmente en el lugar indicado y entonces supe de qué se trataba. »—Acabemos de limpiar primero tu lunar —le dije, y ella consintió, porque no quería tocarme hasta que no estuviera desinfectada. Una vez que le hube lavado y desinfectado el dedo, ella se ocupó de hacer lo mismo en mi cara. Luego nos sentamos y estuvimos hablando seriamente de muchas cosas, porque habían empezado a acosarnos pensamientos terribles. El miedo a morir ya no era nuestra principal preocupación; podían ocurrimos cosas peores. Pensamos en la posibilidad de cargar el bote con alimentos y agua y hacernos de nuevo a la mar. Pero estábamos indefensos en muchos sentidos y además… además ya nos encontrábamos contaminados por el hongo. Finalmente decidimos quedarnos en la isla y que se hiciera la voluntad de Dios. Optamos por esperar. »Pasó un mes, dos, tres meses; nuestras manchas se extendieron y aparecieron otras nuevas. Pero no nos dejamos vencer fácilmente por el miedo y el avance del hongo resultaba muy lento, dentro de lo que cabía esperar. www.lectulandia.com - Página 82

»A veces íbamos hasta la nave para traer algunas provisiones que necesitábamos. En estas excursiones pudimos comprobar que los brotes crecían allí de manera incesante. Uno de ellos, que se extendía por la cubierta principal, se había desarrollado hasta alcanzar la altura de mi cabeza. »En aquellos días comprendimos que jamás saldríamos de la isla. El hongo nos había contaminado y en el futuro debíamos evitar todo contacto con seres humanos no infectados. »Ante esta perspectiva, llegamos a la conclusión de que debíamos racionar las provisiones y el agua; aún desconocíamos que no podríamos vivir muchos más años. »Por cierto, antes les dije que era un hombre viejo. No se puede decir que lo sea si tenemos en cuenta mi edad, pero… pero… La voz se quebró en su garganta, pero enseguida se repuso y continuó su relato bruscamente: —Como les decía, decidimos racionar nuestras reservas de alimentos, pero en ese momento todavía no sabíamos lo escasas que eran. Unas semanas después descubrí que todos los depósitos de pan que no habíamos abierto, y que creí llenos, estaban vacíos, y que no teníamos más provisiones que unas cuantas latas de carne y vegetales y algunas conservas, aparte del pan que quedaba en el depósito que habíamos abierto. »A la vista de esta escasez pensé en la manera de conseguir más alimentos. Intenté pescar en la bahía, pero fue inútil. Este nuevo contratiempo me sumió en la desesperación, hasta que se me ocurrió intentarlo mar adentro, más allá de la bahía. »Estas incursiones en el mar resultaron mucho más fructíferas, pero lo que conseguía pescar resultaba insuficiente para apaciguar el hambre que nos acuciaba. Entonces empecé a pensar que nuestro final llegaría de la mano del hambre y del hongo que había infectado nuestros cuerpos. »Ése era nuestro estado de ánimo cuando se cumplió el cuarto mes de estancia en la isla. Entonces ocurrió algo terrible. Una mañana, regresaba yo de la nave al filo del mediodía con un paquete de galletas que todavía quedaba, cuando descubrí que mi amada se había sentado a la puerta de su tienda y estaba comiendo algo. »—¿Qué es eso, querida? —le grité desde la playa. Pero ella pareció asustarse al oír mi voz, se volvió y tiró algo con disimulo al otro lado de la zona arenosa. La cosa no llegó a salir del claro y yo, acuciado por un vago presentimiento, me acerqué y lo recogí del suelo. Era un trozo de aquel hongo gris. »Me dirigí hacia ella con el pedazo en la mano y mi amada se puso muy pálida, y luego se ruborizó. Al ver su rostro me sentí confuso y aterrado. »—¡Amor mío! ¡Amor mío! —fueron las únicas palabras que acerté a pronunciar. Entonces ella cayó abatida y lloró amargamente. Estuvo un rato sollozando, y cuando logró calmarse me confesó que había probado un poco el día anterior y que… y que le había gustado. Yo le hice jurar de rodillas que no lo volvería a hacer por mucha hambre que pasáramos. Ella me lo juró y me dijo que siempre había sentido una www.lectulandia.com - Página 83

tremenda repugnancia por el hongo, pero que de repente había experimentado un deseo incontenible de probarlo. »Aquel descubrimiento me había dejado aturdido y por mi cabeza rondaban ideas siniestras, así que, llegada la tarde, decidí dar un paseo por uno de aquellos tortuosos senderos, de superficie blanca y arenosa, que se internaban entre la fungosa vegetación. Ya me había adentrado por uno de ellos en otra ocasión, pero no demasiado. Esta vez, sumido en terribles pensamientos, fui mucho más lejos. »De repente, un extraño sonido ronco me sacó de mis cavilaciones. Me volví rápidamente y descubrí que entre la maleza que había justo a mi izquierda se movía una masa de forma bastante definida. Oscilaba con movimientos regulares, como dotada de vida propia. Me quedé observándola y de repente caí en la cuenta de que su forma era una grotesca imitación del cuerpo de un ser humano, aunque un tanto deforme. Todavía me encontraba bajo el efecto de la sorpresa, cuando se produjo un ruido sordo, mórbido, como de algo que se desgarra, y me encontré con que una de sus ramificaciones en forma de brazo se separaba del resto del follaje fungoso y avanzaba hacia mí. El bulbo grisáceo que hacía las veces de cabeza se inclinó hacia delante. Me quedé paralizado y estupefacto hasta que aquel brazo infecto me acarició el rostro. Lancé un grito de pavor y me alejé un trecho corriendo. Aquel roce me había dejado un sabor dulzón en los labios. Me relamí y un deseo irrefrenable se apoderó de mí. Me volví a un lado del sendero y arranqué una mata de vegetación fungosa. Luego otra… y otra… Mi apetito era insaciable. Entonces, en pleno festín, mi mente ofuscada se iluminó con el recuerdo de lo ocurrido aquella mañana. Era Dios quien me enviaba aquella advertencia. Asqueado, tiré al suelo el trozo que me estaba comiendo en ese momento. Después, terriblemente avergonzado y con un peso enorme en la conciencia, regresé a nuestro refugio. »Creo que mi amada adivinó enseguida lo que acababa de ocurrir, gracias a una extraordinaria intuición que era fruto del amor. Su gesto de tierna comprensión me animó a relatarle mi pecado imperdonable. Pero le oculté el siniestro suceso que lo había precedido, para ahorrarle un terror “innecesario”. »Mas yo, interiormente, no podía ignorarlo, y su insoportable recuerdo alimentaba en mi imaginación un horror permanente: para mí era indudable que aquella aparición revelaba el estado al que había quedado reducido uno de los tripulantes del buque fondeado en la bahía, y que nuestro destino se vería abocado al mismo desenlace abominable. »Desde entonces no volvimos a acercarnos al nefasto alimento, aunque se nos había metido en la sangre un irresistible apetito de él. Pero fue inútil; el terrible castigo crecía ya en nuestros cuerpos, y el avance del hongo infeccioso no se detuvo hasta apoderarse de nosotros. Todo intento por controlarlo resultó infructuoso, y de ese modo… de ese modo… mi prometida y yo, que siempre fuimos dos seres humanos, nos convertimos en… Bueno, qué más da, ya nada importa. Aunque… ¡nosotros éramos un hombre y una mujer! www.lectulandia.com - Página 84

»Y, cada día que pasa, nuestra batalla por contener el irresistible deseo de ingerir el hongo se hace más aterradora. »Hace una semana que se nos acabaron las galletas, y sólo he logrado pescar tres peces desde entonces. Esta tarde había salido a mar abierto para ver si encontraba algo de pesca, cuando vi aparecer entre la bruma una goleta, la suya. Les llamé… y ya conocen el resto. Que Dios, en su infinita bondad, les bendiga por la caridad que han demostrado hacia una… hacia una pobre pareja de almas condenadas. Un remo batió el agua… después otro. Luego escuchamos aquella voz por última vez, perdiéndose en medio de aquella niebla fúnebre y espectral. —¡Qué Dios les bendiga! ¡Adiós! —Adiós —respondimos al unísono con la voz entrecortada y el corazón encogido por una intensa emoción. Miré hacia el cielo y observé que el alba empezaba a clarear. Un rayo perdido penetró débilmente en la niebla e iluminó con un tenue reflejo el bote que se alejaba. Distinguí borrosamente algo que se bamboleaba entre los remos. Tenía el aspecto de una esponja, una esponja desproporcionada, grisácea y tambaleante, y traté inútilmente de diferenciar el punto en el que la mano se asía al remo. Mis ojos buscaron otra vez la… cabeza. Se había inclinado hacia delante al tiempo que los remos retrocedían para dar un nuevo impulso a la embarcación. Las palas se hundieron en el agua, el bote desapareció del claro de luz y aquel… aquel ser se desvaneció estremeciéndose en medio de la bruma.

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Philip M. Fisher (1891-¿?) De los cinco cuentos escritos por Philip M. Fisher para Famous Fantastic Mysteries en la década de los veinte, cuatro eran historias sobrenaturales con fondo marinero. Poco más se sabe de este escritor pulp que desarrolló su principal actividad narrativa durante los años veinte y cuarenta, desapareciendo luego de la escena literaria. Entre sus cuentos podemos destacar: The Strange Case of Lemuel Jenkins, Lights, The Lady of the Moon, The Ship of Silent Men, The Devil of the Western Sea, Beyond the Pole y el que aquí presentamos, Fungas Isle (La isla de los hongos), que puede ser perfectamente leído como una especie de continuación a Una voz en la noche, de William Hope Hodgson, autor por el que Fisher estaba muy influenciado.

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LA ISLA DE LOS HONGOS Philip M. Fisher

Capítulo I Incluso mientras me arrastraba por la suave ladera de la playa, tosiendo y jadeando, con los pulmones anegados intentando echar fuera el agua abrasadora y respirar un poco de aire fresco, sentí algo sobrenatural que se escondía en los matorrales que había justo enfrente. No me asustaba demasiado; mis miedos, que habían aparecido con las primeras ráfagas del huracán, se esfumaron cuando la goleta chocó contra el arrecife de coral y llegó el momento de la acción. Incluso la sospecha de tiburones al acecho no hizo que retornasen. Y ahora, con la tierra firme bajo mis pies, el miedo era una emoción muy lejana. Mientras subía con gran esfuerzo, apenas le di importancia a aquella sensación. Mis preocupaciones se centraban en otras cosas: mis camaradas de a bordo, la pérdida del Emerald Spray. Me puse a maldecir la desgracia que con tanta malevolencia nos había perseguido desde nuestro descubrimiento, meses atrás, en las planicies abrasadoras del oeste de Australia, del tronco petrificado que resplandecía con los verdes, escarlatas y azules pulsantes del ópalo flamígero. Volví a tener amargas visiones de riqueza y venganza, y soñé que podía recuperar nuestro tesoro de las manos de aquellos guardianes negros que habían huido con él a través de aguas poco conocidas hacia sus refugios en la degenerada Macao. Sí, aún mantenía esa leve esperanza. Pero parecía que pronto tendría que olvidarla. Había algo ahí arriba, encima de mí, algo raro. ¿Por qué, si no, tenía aquella extraña y fantasmagórica sensación de amenaza? Escudriñé con intensidad la negra barrera de vegetación que tenía enfrente mientras me arrastraba. Mis ojos ardientes de sal no detectaron ningún movimiento. ¿Y además, qué cosa que se moviera, animada o no animada, podía transmitir aquella atmósfera de vaga inquietud? Sabía el lugar exacto en el que nos encontrábamos antes de que el huracán nos sorprendiera. Existían cientos de islas repartidas por las aguas meridionales de Nueva Guinea, muchas de ellas inexploradas. Pero todas eran iguales, todas tenían un origen coralino, todas estaban protegidas por arrecifes de coral y cubiertas de cocoteros que se mecían al viento. Todas eran iguales, y lo único que podía producir miedo era su soledad; no había serpientes, ni bestias, ni presencia humana. Y esta tierra, este islote, no era más que otro en medio de la cadena. Me sorprendí a mí mismo mientras intentaba deshacerme de esta extraña

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sensación de inquietud que crecía en mi interior. Me decía que era una estupidez, que había otras muchas cuestiones importantes en las que preocuparse. Douglas Gordon, con el cual había compartido las penurias y el agua mientras buscábamos el bloque de fuego cristalizado que nos auguraba una vida de comodidades y riqueza, se hallaba en la proa, subiendo por el estay, y de él provino el primer grito de advertencia justo antes del inevitable choque. ¿Le había llevado a la muerte el sólido chorro verdoso que se precipitó sobre nosotros entonces? El líder de nuestro pequeño grupo, capitán de la decrépita goleta que la inmisericorde tormenta debía estar ahora estrellando contra los arrecifes de coral, Jim Dowell, ¿qué había sido de él? ¿Y el chico canaco, esclavo fiel? Antes, en la tranquila laguna, todos habían estado a salvo, sabían nadar bien. Pero, ¿habían conseguido vencer a los mares encrespados y ponerse a salvo? Éstas eran las preguntas, las cosas que ahora realmente importaban. Y no aquel sentimiento de inquietud que se ocultaba tras la cercana masa de vegetación, y dentro —sí, y alrededor—; una sensación extraña, como de amenaza al acecho. Pero no, insistí. Mis amigos. Agua. Comida. Un bote para continuar la persecución. Venganza. Disfrutar de nuevo de la belleza mística de la piedra… Tocarla, posesionarla… Nuestro tesoro. Barrí con mis ojos toda la extensión de la playa. Bajo la oscuridad y el cielo cubierto su fantasmagórica superficie podría traicionar la mirada de cualquiera. Pero las pálidas arenas no mostraban ni un solo objeto, nada que se moviera. Seguí arrastrándome lentamente. Entonces, de repente, me paré en seco. No sé cuál fue el motivo. He leído de ejércitos a la carga que se han detenido de pronto involuntariamente, y luego, tras una explosión atronadora que tan sólo ha sacudido sus rostros, han continuado avanzando, como si se hubieran parado gracias a una percepción instintiva del peligro… Y eso, supongo, es lo que me sucedió a mí. Miré hacia delante. Me arrastré unos cuantos metros más. Volví a detenerme. No tenía miedo. Repito: no había nada de lo que tener miedo. El sentido común insistía que no había nada a lo que temer. Y sin embargo me quedé allí quieto, de rodillas, mirando. En lo profundo de mi mente algo empezó a murmurar. Intentaba buscar una explicación a, al menos, una parte de lo que sentía. Me afané en captar las palabras, en entenderlas. Era tan simple, tan obvio. Sin embargo, no podía descifrarlas. Exasperado maldije la ceguera que me impedía verlas. Y entonces, mientras miraba, me oí a mí mismo decir, con una especie de risa entrecortada: —¡Qué raro! ¿Dónde están los cocos? Emití un gruñido… Sonaba estúpido. Y sin embargo, estudié con mayor atención la negra hilera de vegetación que se extendía delante de mí, de derecha a izquierda. Ni un solo cocotero a la vista. Por fin se me aclaró la voz. —Cualquier islote de coral del Pacífico Sur está poblado de cocoteros. ¿Por qué www.lectulandia.com - Página 88

éste no? Absolutamente todos. ¿Por qué no éste? Las nubes impenetrables encima de mí, la suave y cálida arena debajo, el mar a mi espalda y, delante… el misterio. Vegetación profusa y umbría, pero ni una sola palmera. Y la tormenta que venía del mar me obligaba a seguir. ¿El viento? Se produjo otro murmullo interior. Otra interpretación de mis sensaciones, otra solución basada en el sentido común. El viento, que me empujaba inmisericorde hacia delante y, sin embargo, ni un sonido. Ni un susurro quedo al rozar las hojas, ni un crujido de las ramas. Pero había vegetación. Ahora podía ver diferentes formas, como una especie de pilares. Pero ni un solo sonido procedente del follaje. —Es muy raro —dije en voz alta—. Condenadamente raro. Empecé a gatear de nuevo, pero el impulso murió en cuanto estiré por primera vez la mano. Maldije mi locura y, sin embargo, decidí hacer frente al viento y pasar la noche en el mismo lugar en el que me encontraba. Antes, volví a mirar a uno y otro lado de la playa arenosa. Mi corazón dio un brinco. Me puse en pie vacilando y grité salvajemente. Un chillido estridente me respondió al instante, y una figura se irguió, acercándose lentamente hasta donde me encontraba. De mi garganta brotó un aullido de agradecimiento. —¡Doug! Has sobrevivido. Cogió mi mano en silencio. Entonces sus ojos dejaron de mirarme y se dirigieron hacia la vegetación que nos rodeaba. Luego volvieron a posarse en los míos. —Me he arrastrado por el borde de esa cosa durante casi trescientos metros — dijo en voz baja—. Quería refugiarme del viento. Mis dedos se apretaron alrededor de su brazo. —¿Por qué no te quedaste entre los árboles, Doug? —le pregunté entre susurros. Se volvió y miró de nuevo. Acto seguido se encogió de hombros y soltó una risita corta y seca. —No… no lo sé. Supongo que, simplemente, no lo hice. —Hizo una breve pausa y enseguida replicó—: ¿Y por qué no lo has hecho tú? Señalé rígidamente con el brazo y mis palabras me sonaron como las de un niño pequeño. —¿Dónde están los cocos? ¿Dónde las palmeras? ¿Y por qué el viento no produce ningún sonido al chocar contra esa cosa? Lanzó un gruñido. Pero esta vez no se rió. —Acampemos aquí —dijo—. Justo en este lugar. Ambos necesitamos dormir.

Capítulo II Pero pronto descubrí que no podía dormir. Y a pesar de que acababa de naufragar, mi cuerpo no estaba de ninguna manera exhausto. El huracán se nos había echado www.lectulandia.com - Página 89

encima casi sin que el barómetro lo detectara, sorprendiéndonos en los Estrechos de Torres, ese canal ancho, aunque traicionero, que se abre entre la gran isla continental de Australia y esa última e inexplorada tierra de misterio, la verde, húmeda e inhóspita Nueva Guinea. Nosotros tres, junto con el muchacho canaco, habíamos hecho todo lo posible por arriar las velas, pero las ciegas ráfagas del huracán nos habían vencido. Durante dos horas, quizás, fuimos empujados sin descanso en dirección norte con los mástiles al descubierto. Luego, mientras el propio Douglas Gordon, encaramado a las amuras, gritaba que había tierra a la vista, se produjo el choque. Duró poco, pero las aguas se precipitaron como una avalancha sobre nosotros. Luego la relativa tranquilidad de la bahía y después la playa. No, no podía dormir. No estaba lo suficientemente agotado. Me quedé tumbado sobre la cálida arena coralina y contemplé los cielos despejados y me pregunté ciertas cosas. Y sobre todo, no dejaba de pensar en esa extraña sensación de intranquilidad que había hecho presa en mí mientras me arrastraba hacia la negra línea de vegetación que se extendía delante. Aquella vegetación me había atraído al principio, como si me llamara mientras vadeaba los bajíos; allí, justo delante, encontraría refugio al lacerante viento. Y luego, mientras me aproximaba, empezó a repelerme. Mientras permanecía allí tumbado, empecé a sentir, tanto en mi cuerpo como en el interior de mi alma, que no se trataba de ningún refugio. Algo —no sé cómo llamarlo— estaba allí al acecho. En mi interior se elevaba una voz que me urgía a no buscar refugio en aquellas espesuras. Me advertía que no era ningún tipo de refugio, sino algo más. El viento cesó y, excepto por algún remolino ocasional en la arena, dejó tras de sí una paz creciente que desvaneció en cierta medida aquella atmósfera estremecedora. Volví a decirme a mí mismo que era un necio. Todo había sido producto de la oscuridad de la noche, de la desolación por el naufragio y de la mera casualidad de que aquella isla no estaba adaptada al crecimiento natural de las palmeras. Esto último era algo excepcional, bien es cierto, pero había influido fuertemente en mi imaginación. Y que el viento no produjera ningún sonido al rozar con los matorrales bajos, junto con el malestar que produce una noche oscura y tormentosa. Todo eran tonterías. Yo era un necio. Y sin embargo, ¿qué pasaba con Doug? Desde luego, él también había sentido algo. ¿Qué había dicho? ¿Que se había arrastrado por el borde de aquella espesura durante casi trescientos metros en busca de refugio? ¿Por qué no había entrado dentro? ¿Acaso no era un refugio? Aquella forma de actuar no era propia de él. Desde hace tiempo he surcado los siete mares con Douglas Gordon y nos hemos vistos envueltos en muchas situaciones comprometidas; nunca le he visto atemorizarse ante el peligro, ni le he sorprendido en una duda. Pero ahora… ¿por qué miraba desconcertado la negra espesura que se extendía delante de nosotros? ¿Acaso había sentido él también lo mismo que yo www.lectulandia.com - Página 90

sentía? Si así fuera, entonces todo este asunto no era tan sólo el producto de mi propia imaginación auto estimulada. No, había algo más. De repente me puse rígido, con el cuerpo en tensión. Un olor —un olor peculiar, húmedo, acre— flotaba en el aire ahora en calma. Un olor extraño, denso, casi tangible, y pesado, como si se tratara de una especie de vapor miasmático pegado al suelo a causa de su propia humedad. Con toda seguridad no provenía del mar. Tampoco podía bajar de las nubes que teníamos encima, ni filtrarse a través de las arenas coralinas. Sólo podía proceder de un lugar. La vegetación que coronaba la suave ladera de arena que se extendía delante de nosotros. ¿Y si no se trataba de una isla de origen coralino?… Cogí un puñado de arena. Sí, las partículas redondeadas y resbaladizas procedían de los corales descompuestos, mezcladas con los granitos afilados de las rocas silíceas que poblaban la costa. La súbita duda que me había asaltado sobre la tierra en la que habíamos naufragado me abandonó; el huracán no nos había llevado mucho más al norte de la isla principal de la salvaje Nueva Guinea. Sin duda nos encontrábamos sobre una isleta de origen coralino. Y sin embargo, en las formaciones de coral no solía haber regiones pantanosas. Y ese peculiar hedor sólo podía proceder de una ciénaga húmeda y encharcada. La sensación de que aquí había algo que no era del todo normal empezó a tomar fuerza de nuevo. Contemplé a mi viejo camarada. Permanecía recostado sobre la arena, con los brazos extendidos y los ojos cerrados. Me pregunté si estaba dormido, aunque dudé en susurrarle. Si había conseguido encontrar una paz inconsciente después de los sucesos de las últimas horas, despertarle era lo último que deseaba. No, de momento era mejor que me guardara mis inquietudes para mí mismo. El hedor persistía. Y ahora, también, a pesar de los irregulares estertores de la tormenta que poco a poco moría, noté una cierta calidez. Aquello, por sí solo, no era algo inusual. En estos mares ecuatoriales, la fuerza del sol se desparrama literalmente sobre las regiones terrestres con la misma fuerza que lo hace sobre las aguas azules y, tanto por la noche como por el día, de la tierra emana una templanza suave que reconforta a cualquiera que esté tumbado sobre sus arenas. Gracias al estímulo de esta bonanza, y a las lluvias torrenciales, la fértil tierra responde, haciendo brotar esa vegetación tropical exuberante e incontenible que tanto asombra a los hombres de climas más temperados. El hombre, el hombre blanco, con frecuencia se rinde bajo ese impulso rítmico. El calor y la humedad hacen que la vida vuelva a sus estadios primigenios. Y el calor tropical y la humedad tropical, en el hombre moderno, aceleran sus funciones fisiológicas. Envejece con rapidez. Su www.lectulandia.com - Página 91

propia semilla estalla y florece con unos resultados alarmantes incluso para las mentes acostumbradas. Las estaciones anuales se licuan en una especie de primavera eterna y efervescente, y antes de que pueda darse cuenta ha alcanzado la madurez y la simiente de su carne ya es adulta; su propia decadencia le lleva de vuelta a la desintegración con los elementos. Calor, humedad, la vida en los trópicos acelera el ritmo de cualquier organismo. La tierra permanecía tibia bajo mi cuerpo. El hedor miasmático era cálido y húmedo en mis fosas nasales. Y la espesura parecía viva. Viva, y —sentí que un escalofrío involuntario recorría mi cuerpo—, también, amenazadora. Olía a cosas en pleno florecimiento, a cosas que crecían con demasiada rapidez. A la vida desarrollándose con la más fuerte intensidad, a cosas animadas que, con su propia fuerza vital, con su propia conciencia interior, crecían, maduraban y se desintegraban, amenazando con una maldad casi premeditada a todas las demás cosas animadas, al resto de los seres cuyo desarrollo vital era más lento que el suyo. Todo eso sentía. Y aquellas sensaciones no tenían el más mínimo efecto relajante. Lo que más me influenciaba, quizás, era aquella calidez, aquel hedor húmedo que me provocaba un efecto adormecedor sobre los nervios y el cuerpo, haciendo que mis temores se agrandasen hasta que impregnaron todas las fibras de mi ser. ¿Por qué el viento no había sido capaz de producir ningún sonido en aquella espesura? Aquel silencio eterno, aquel silencio vigilante, ¡ese silencio tan seguro de su propio poder que en él residía la misma amenaza! Lo admito, empecé a sentirme terriblemente inquieto. No me gustaba. No podía dormir. El cielo había quedado completamente despejado y parecía que podías coger las estrellas que lo salpicaban con sólo extender una mano. La bahía, ahora en calma, refulgía con una especie de fosforescencia que antes había sido barrida por los elementos en conflicto. La luna había emergido a mi espalda y la playa se extendía hasta a orilla del mar como un manto fantasmagórico de color plata, aunque yo aún permanecía en sombras. Estaba tumbado de espaldas, con las manos bajo la cabeza, intentando permanecer despierto a pesar de la influencia de aquella fetidez extraña y embriagadora, cuando mis ojos se percataron de un movimiento que se produjo en los corales lejanos, en la parte derecha de la playa que se extendía ante mí. Me quedé mirando con gran atención, con una especie de alivio, preguntándome qué podría ser. Algún ave marina, decidí, alimentándose de otros seres vivos arrastrados a la playa en las últimas horas. Di un bufido y me tranquilicé. De repente, como en respuesta a mi movimiento, me agarraron fuertemente por el brazo. Luego oí la voz tensa y sorprendida de Doug. —¡Clarke! ¿Qué… qué crees que es eso? Me incorporé y de nuevo sentí con todas sus fuerzas aquella sensación de misterio amenazador. www.lectulandia.com - Página 92

La luna llena iluminaba casi por completo la isla, pero aún no había penetrado en la masa de vegetación que se extendía encima. Y la negrura de las sombras que dibujaba era tal que yo jamás habría sido capaz de imaginarla. No, no había ninguna palmera de tronco delgado y grácil. Ni una sombra de vegetación tropical, ni enredaderas, ni plantas trepadoras recortándose sobre la faz brillante y plateada del extraño satélite. En lugar de eso, sobre la arena se recortaba la sombra aguda de una muralla sólida y oscura. Y sobre esa muralla se elevaban unas formaciones extrañas y silenciosas; una especie de troncos redondeados, sin ramas ni hojas, cuyas terminaciones estaban constituidas por unas protuberancias con forma de huevo, como una especie de sombrerete, que se destacaban negros contra los luminosos cielos. Algunos, allá donde la luz de la luna los descubría, apenas sobresalían unos metros por encima de los espesos matorrales que cubrían las zonas bajas, otros se elevaban presumiblemente a una altura tres veces mayor que la de un hombre. Varios eran tan gruesos como el diámetro de un cuerpo; otros, y estos muchas veces estaban inclinados a causa del peso de sus bulbosas cabezas, no parecían más anchos que mi propio brazo derecho. Algunos, también, se estiraban rectos hacia arriba, recortándose contra la luna. Otros parecían deformados, cubiertos de nódulos y protuberancias, con una apariencia horrible y malsana. Pero todos, todos, se erguían, más o menos, como una especie de columnas en cuya parte superior crecía una protuberancia grotesca y más pesada, como las cabezas de unos espárragos gigantescos cuya faz era una esfera ovalada, o una especie de sombrilla en otros, que, en su trascendencia, hacían estremecer mi corazón. Los rayos flamígeros de la luna morían justo en el lugar en el que estas formas emergían de la oscuridad de abajo. Y unos fantasmas espectrales parecían removerse sin descanso, una y otra vez, sobresaliendo de entre aquellas tinieblas espesas y, encaramados al extremo superior por unos instantes, como renuentes a separarse de la densa espesura, terminaban flotando a la deriva, desapareciendo en el aire como espíritus en pena. Luego retornaba, con un vigor renovado, el hedor húmedo y cálido, cayendo sobre nosotros mientras mirábamos incrédulos. Volví a olisquear, casi sin pensarlo. Olía a moho, como una advertencia, como algo a punto de florecer, un ser vital y fecundo, con una irresistible fuerza regeneradora. Y por encima de todo, una impresión abrumadora de algo al acecho. Como si, una vez desatado, este poder creciera y fuera capaz de aplastarnos, de sumergirnos en sus dominios, de succionar nuestra vitalidad, de convertir nuestros cuerpos en algo devastadoramente vetusto que sólo podría conducirnos a una muerte decadente y horrible. Aquel hedor se incrustaba en mis sentidos, y por primera vez sentí verdadero miedo. La presión que la mano de Doug ejercía sobre mi brazo no se había atenuado mientras yacíamos sobre la arena, rígidos, con la mirada fija, casi hipnotizada, sobre www.lectulandia.com - Página 93

aquellas extrañas siluetas que se recortaban contra la luna y el luminoso cielo. Y creo que pasaron casi diez minutos antes de que ninguno de los dos dijera una palabra. Lo que veíamos era tan sumamente increíble… Causaba estupor. Sé que mis pensamientos no estaban coordinados. No podía pensar. Tan sólo tenía capacidad para el asombro y la contemplación, mientras mi espina dorsal era recorrida por una especie de miedo primordial. —¿Qué… qué piensas de eso? Ésas fueron las primeras palabras de Doug, casi las mismas con las que me había sobresaltado mientras observaba la cosa que se estremecía cerca de la orilla. De repente recuperé la facultad de hablar. —El Cielo sabe —respondí en un susurro—. Nada que haya visto con anterioridad. —¿Te… te has dado cuenta de ese olor peculiar…, muy denso, como de moho? —¿Y cálido? ¿Húmedo? ¿Vetusto…? —¿Como una droga? —susurró—. Sí. He permanecido aquí tumbado intentando saber de qué se trataba. Todavía no lo sé. Pero seguro que tiene algo que ver con toda esa vegetación de ahí arriba, y con la niebla que se arrastra por abajo. Clarke, te lo confieso, esa cosa no me atrae. He estado en lugares bastante raros… pero… —su mano se tensó un poco más mientras se ponía de rodillas y contemplaba la faz de la luna—. Hay algo más. Por encima de aquella extraña vegetación, y a cierta distancia de donde nos encontrábamos, emergió de repente una bandada de cosas volantes, como murciélagos. Volaban alrededor sin ningún destino ni motivo aparente, zigzagueando de un lado para otro, batiendo sus alas con calma, descendiendo, elevándose de nuevo, ahora en una bandada compacta, luego en desordenado planeo, sin rumbo fijo. Ni un graznido salía de aquellas aves. Volaban recortándose sobre la faz de la luna en silencio absoluto, un silencio tan sobrenatural como la forzada vigilia de la espesura que crecía delante de nosotros, y de cuyas profundidades habían emergido. Y entonces, como si obedecieran una orden, desaparecieron repentinamente de nuestra vista. Ante mí desfilaron cientos de cosas que había contemplado en otras tierras de los Mares del Sur. —¡Murciélagos! Pero Douglas sacudió la cabeza, aunque ahora su mano dejó de apretarme el brazo. —No. Yo también los he visto, pero en un momento u otro habrían emitido su típico graznido. Son otra cosa —sus murmullos sonaban tensos de nuevo—. Te lo repito, Clarke, no me gusta nada este lugar. ¡Ni un solo cocotero! ¿Qué diablos vamos a comer? ¿Y a beber? Y este hedor enfermizo, fétido. ¡Casi parece algo vivo! Como una criatura al acecho, lista para atacarnos. De nuevo sentí aquel terror primigenio recorriéndome la espina dorsal. www.lectulandia.com - Página 94

Seguramente mi compañero había sentido la misma sensación de amenaza que me embargaba. Una ráfaga de viento sopló sobre nosotros justo entonces y el hedor, impregnado en la neblina y amplificado, nos envolvió. Me estaba tapando la boca y la nariz con una mano cuando, más que oír, sentí un suave murmullo a mi espalda. Casi al instante algo pareció posarse y arrastrarse pegajosamente por la parte trasera de mi cuello. Con un aullido, que tuvo su réplica en Douglas, me sacudí y palmeé con la mano abierta. Lo que quiera que fuese revoloteó un rato hasta caer en la arena. A mi lado, retorciéndose y aleteando en un vano intento por tomar aire, había lo que en un primer momento asemejaba ser una especie de extraño pájaro. Me incorporé para recogerlo y el simple hecho de tirar de aquella cosa pareció acelerar su muerte. Entre mis dedos quedó intacta toda la parte del ala que correspondía a una de sus extremidades delanteras, y el cuerpo mutilado se estremeció, languideció y quedó inerte. Entonces, de nuevo, volví a sentir que algo sobrenatural nos acechaba. El trozo de ala que Douglas y yo examinábamos no tenía plumas, ni tampoco tenía la consistencia membranosa y correosa de los murciélagos. No; se trataba de algo muy fino y terso, cubierto de una sustancia afelpada prácticamente microscópica. El cuerpo que yacía en la arena, iluminado por la luz de la luna, no pertenecía a ningún pájaro o animal que yo conociera. Antenas… el cuerpo de un insecto. Mi compañero dio nombre a aquello entre asustados susurros. —¡Una mariposa gigantesca! Asombrados y en silencio, volvimos a mirarnos a los ojos. Aquella bandada de cosas estremecidas que habíamos visto recortándose contra la faz de la luna, ¿acaso no eran de la misma especie? Y la criatura que yo había descubierto remolineando por la arena… seguro que se trataba de ésta misma. Un pensamiento singular me invadió mientras examinaba de nuevo el ala que sostenía entre las manos. Se había roto con tanta facilidad. No era normal. El ala de una mariposa corriente no se rompe por el simple hecho de agarrarla; está hecha de una sustancia más consistente. Y sin embargo la que yo tenía… La puse entre mis dedos y froté suavemente. Se rompió enseguida. Levanté los ojos en dirección a Douglas Gordon. Me observaba con gran intensidad, y ahora cogió aquella cosa y rompió un trocito de uno de sus extremos. Examinó aquella fantástica membrana a través de la luz que emanaba del cielo. Volvió a olisquear el aire. Luego bajó la mirada, observando de nuevo el ala que sostenía en las manos. —Se rompe al primer tirón —susurró inquieto—. Al más leve tirón. Como… como una finísima capa de levadura. En el nombre del Cielo, ¿cómo algo así puede tener vida? ¿Cómo…? Se cortó bruscamente, con la boca abierta, dándose la vuelta para mirar a las www.lectulandia.com - Página 95

sombras que se erguían arriba. Y, aunque había hecho una pregunta, yo no dije nada. No podía. De las tenebrosas profundidades de la isla había surgido un grito que me congeló la sangre en las venas. El primer sonido que oía. Muy quedo al principio, para ir subiendo de tono luego, poco a poco, hasta alcanzar un punto en el que su vibración parecía en consonancia con los latidos de mi propio ser. Luego, repentinamente, fue convirtiéndose en un gemido sollozante que disminuía de tono, lleno de tristeza y desesperación. Cada vez más y más inaudible, hasta que tuvimos que hacer grandes esfuerzos por escucharlo. Atendíamos, con todos los nervios en tensión, pero las tenebrosas sombras volvían a estar tan silenciosas como al principio, como un misterio oculto, como una amenaza, una vileza que ahora nos parecía reforzada, llena de una vida maligna que, con voluntad asesina y diabólica, nos buscaba, nos acechaba, nos llamaba.

Capítulo III El grito no volvió a repetirse. Y para ser sinceros, aunque tanto yo como el mismo Douglas miramos con detenimiento hacia el laberinto de extraña vegetación que permanecía en tinieblas bajo la luz de la luna, y a pesar de aguzar el oído con todas nuestras fuerzas, algo dentro de mí me decía una y otra vez que, en realidad, no deseaba volver a oír de nuevo aquel chillido. Si se hubiera tratado de algo normal, no hubiéramos prestado tanta atención. Entonces deseé oírlo de nuevo para intentar emplazar aquel grito dentro de la categoría de las cosas conocidas. Podía haberse tratado del chillido de alguna especie de ave nocturna, o de un mono asustado, quizás; incluso podía proceder de un ser humano, o de algún depredador nocturno. En realidad, tengo que admitir que aún estaba bajo los efectos de aquella extraña sensación sobrenatural que parecía cubrir este solitario pedazo de tierra. El silencio, la vegetación malsana, el hedor soporífero de la pesada y cálida neblina, la gigantesca mariposa cuya decadencia y muerte había sido tan rápida en cuanto la tocamos, el revolotear de cientos de criaturas de la misma especie, negras formas contra la faz de la luna… y luego, aquel grito. De tristeza absoluta, de desesperación, de horror. Un grito que más parecía ser producido por el espanto a una muerte en vida, de la que no hay escape posible, que por el mismísimo miedo a una muerte física. Y sin embargo, la congoja que encerraba no fue lo que más me impactó, sino la extraña y total ausencia de ritmo en sus notas estremecedoras. En cierta manera, parecía ajustarse a las vibraciones de mi propio ser, aunque no estaba en consonancia con mi mente; también podría tratarse de un mero mecanismo interno de mi oído, la sensación de una especie de impacto físico. Afelpado. Así era. Como si el sonido procediese del tubo de un órgano forrado de piel. Y entonces la respuesta saltó delante mí: un tubo forrado de piel, o una garganta llena de… moho. www.lectulandia.com - Página 96

Las conjeturas fueron encadenándose una tras otra a partir de esta idea, así que cuando Douglas volvió a tomarme del brazo y me señaló el oscuro objeto que se movía en la parte baja de la playa, no sentí mayor inquietud. Contemplé cómo se acercaba aquella cosa. Parecía avanzar a trompicones, tambaleándose, cayendo y volviéndose a levantar en el acto. La distancia a la que se encontraba no nos permitía hacer ningún tipo de conjeturas sobre su forma, tan sólo que se movía de una manera torpe y extraña. De repente, Doug aflojó la mano con la que me agarraba y, con un grito apagado, echó a correr en dirección a la cosa. Y yo, aterrorizado, tras volver la vista a la silenciosa espesura que se erguía delante de mí, me precipité detrás de él. Y un instante después me descubrí abrazando al patrón de la pequeña goleta, Jim Dowell, que casi se desmayó al reconocernos. Debimos dormir algo. Recuerdo que el sol estaba bien alto cuando me di cuenta, aún sumido en esa agradable duermevela que antecede al pleno despertar, de que algo no andaba bien. Pero pronto me di cuenta de algo más. La primera sensación era completamente natural: no había ningún movimiento a mi alrededor, no tenía el mar bajo mis pies, algo había sucedido con la goleta pues ésta ya no se movía. Entonces me acordé. Estaba en tierra firme. La segunda sensación se presentó enseguida, nítida y clara, en cuanto abrí los ojos. Algo —no podía decir qué, ni de dónde procedía aquella impresión—, algo me estaba acechando. Me di la vuelta de golpe y pude captar el destello de un movimiento en la vegetación que se erguía encima. Un simple destello, tan vago y poco definido que me hizo dudar. Entonces, por primera vez, pude ver qué clase de flora era aquélla, y el grito involuntario que lancé, lleno de asombro e incredulidad, hizo que mis dos compañeros se incorporaran al instante. Las tinieblas de la noche anterior me impidieron ver el verdadero color de la espesura que teníamos delante. Supongo que todos tenemos metido bien dentro que cualquier clase de planta tiene que ser por necesidad de color verde. O por lo menos, si no enteramente verde como ser individual, sí de un aspecto verdoso en cuanto a su agrupación con otras plantas y vegetales. No aquí… Quizás aquella ausencia del verde frescor fue lo que más me impactó, dejándome estupefacto. El limpio color verde denota la vida natural. Me refiero a la vida sana. Nos comunica la vitalidad de una Naturaleza benéfica. Una vida estable, segura. El panorama que teníamos delante era un horrible paisaje futurista formado por una inquietante mezcla de colores: púrpuras, amarillos, marrones, rojos y un espantoso verde grisáceo. Era una mezcolanza repugnante. Atormentaba la vista y horrorizaba los sentidos. Los colores eran monstruosos, nauseabundos, como si estuvieran contaminados por el veneno mortal de una criatura maligna, obscena y malsana. Y las formas de aquellas horribles excrecencias resultaban ahora, bajo la luz del www.lectulandia.com - Página 97

día, familiares, terribles, sorprendentemente familiares. Los matorrales que cubrían la parte baja de la espesura, de un extremo a otro de la playa, habían sido como una muralla negra bajo las sombras producidas por la luz de la luna. Ahora pudimos ver con claridad el borde hinchado que se agarraba a la tierra, de un terrorífico color púrpura que parecía latir lentamente, y que acechaba a los tres seres humanos que estábamos tendidos sobre la arena, mirando llenos de asombro. Justo por encima de la línea de vegetación de apariencia aceitosa y suave, asomaban unas espinas, pliegues y formas aserradas de colores bermellón, naranja enfermizo, carmesí y rojo pálido. Y por encima de estas formaciones sobresalían unos troncos leprosos de corteza grasienta y malsanos colores amarillo grisáceo. Los troncos se elevaban a diferentes niveles, los más grandes quizás superaban en tres la altura de un hombre. Estaban rematados por una especie de cápsula nodular cuya silueta habíamos podido ver recortada contra la luna la noche anterior. Hacia el interior de la isla, podíamos distinguir unos objetos con forma de enormes abanicos o ventiladores, con estrías como las de las conchas marinas, de un color púrpura tan repulsivo como su monstruoso tamaño. A la derecha, y como arrastrándose hacia donde estábamos sobre la cremosa pureza de las arenas coralinas, sobresalían una especie de zarcillos que parecían los tentáculos correosos de una gigantesca estrella de mar, de un color bermellón, salpicada aquí y allá por aquel malsano matiz grisáceo amarillento. Descendiendo casi hasta donde nos encontrábamos, inclinándose hacia nosotros sobre su delgado tallo de vetas grasientas y amarillas, una de esas enormes cabezas con forma de huevo parecía vigilarnos a unos pocos metros de distancia, y su superficie moteada de púrpura era como un ojo enorme, un ojo que lo miraba todo, que pensaba, que hacía planes, que acechaba. Miré el sol blanco que lucía sobre nosotros, y a las puras arenas de coral que teníamos bajo los pies. Eran los únicos elementos naturales de nuestro entorno, las únicas cosas limpias. Pero aquellas excrecencias… No me extrañaba haber sentido aquella inquietante impresión cuando me arrastraba por la playa entre la oscuridad de la noche anterior. No me extraña mi repugnancia cuando busqué un refugio en la espesura contra el huracán agonizante. No me extrañaba que Doug se hubiera arrastrado durante varios cientos de metros por el borde de la vegetación, sin atreverse a penetrar en sus tinieblas porque algo en su interior, más fuerte aún que el sentido común, le había advertido contra ello. Aquella fetidez cálida y húmeda de la noche, la neblina espectral que se alzaba bajo la luna, la sensación de algo vivo que nos acechaba, de criaturas con tal fuerza de crecimiento, con una vitalidad tan absorbente, con una devoción tan irresistible a esa vitalidad, que no me extrañaba en absoluto haber sentido su presencia. Esas formas inquietantes, cuya terrible familiaridad se hacía por momentos más y más espantosa, vivían, y la vida bullía en su interior con tanta fuerza que parecían ser capaces de pensar y de amenazar a cualquier otro tipo de vida que las hiciese frente. Me descubrí temblando al pensar lo que podría habernos sucedido si nos hubiéramos www.lectulandia.com - Página 98

internado en sus profundidades…, y en ese momento, la voz de Douglas Gordon rompió el silencio; una voz ronca, entrecortada, incrédula. —¡Hongos! Un bosque de gigantescas excrecencias fungosas. ¡Cielo santo! El capitán Jim emitió un juramento. Me volví y le contemplé mientras se pasaba una mano velluda por la frente. No sé qué es lo que hizo que mi corazón comenzara a latir violentamente justo entonces. Pero lo hacía, con fuerza, y una ola de horror genuino me alarmó por vez primera desde el naufragio del Emerald Spray en los afilados arrecifes de coral que protegían la isla. Mis ojos se detuvieron unos instantes en el rostro de Douglas Gordon. Luego me volví hacia el capitán Jim. Mi propia mano se dirigió insegura hasta posarse en mi frente, frotándola con suavidad. Mi corazón volvía a latir con fuerza mientras ponía la mano delante de mis ojos. La palma tenía un leve color marrón tras el contacto con mi rostro. Lo examiné, y luego miré las caras de mis compañeros. Descubrí que habían seguido con sus ojos todos mis movimientos y que ahora miraban mi rostro, y, acto seguido, los suyos propios. —Cubiertos por esa sustancia —jadeé—. Envueltos en ella. ¿Qué diablos es esto? Miré por encima del hombro de Doug a las excrecencias fungosas que crecían detrás. Volví a examinar la sustancia verde marrón que cubría la palma de mi mano. La levanté hasta acercarla a la nariz. —El mismo hedor —musité—. El mismo. Doug fue el primero en recuperar la compostura. —¡Es una sustancia fungosa! ¡Bah! No creo que debamos alarmarnos por ello, muchachos. Setas, como los pedos de lobo[10], simples hongos, nada más que eso. Durante la noche, mientras dormíamos, el viento cesó y esa sustancia cayó, depositándose encima de nosotros. Esporas de los hongos. Como las de los champiñones, ya sabéis. Esporas, eso es todo. Sentí que mis aprensiones me abandonaban poco a poco. Bueno, recordé ciertos experimentos que hacíamos en el colegio. Separábamos del tallo la cabeza de un pedo de lobo, o de un champiñón, y la dejábamos sobre una lámina de cristal o una hoja de papel blanco. Por la mañana podíamos contemplar cómo había quedado impresa la silueta de sus delicadas laminillas a causa de las esporas que se habían ido depositando. —¡Claro! —asentí—. Por un momento tuve miedo. Es este lugar malsano e inquietante. Nunca sabes lo que puede pasar, ya sabes. Pensé que… Me paré en seco. En realidad no sabía lo que pensaba, o lo que había estado pensando. Eso era lo único cierto. Simplemente me había asaltado una acuciante sensación de peligro. Se había metido dentro de mi ser con la misma fuerza que antes lo había hecho sobre mi consciencia esa sensación de inquietud indeterminada mientras me arrastraba por la arena la noche anterior. www.lectulandia.com - Página 99

Jim Dowell bajó la cabeza hacia mí y me miró con sus profundos ojos azules. —¿Qué es lo que pensabas? —preguntó en voz baja. Sacudí la cabeza. —No lo sé —dije entre dientes. El capitán Jim me observó durante un instante, después se giró lentamente, volviendo a mirar de nuevo aquel maremagno fungoso de horribles colores que crecía sobre las arenas. Luego, con un gruñido, dijo la primera cosa práctica que nadie había pronunciado desde que fuimos arrojados a aquel extraño pedacito de tierra. —La noche pasada —dijo— vi algo que volaba alrededor de la luna. Estoy hambriento y sediento. Lo primero que tenemos que hacer es encontrar agua. Deberíamos explorar la isla.

Capítulo IV Todos reaccionamos entonces. Me resultaba evidente que aquellos vapores soporíferos que exhalaban los gigantescos hongos, cálidos, húmedos, insinuantes, tenían mucho que ver con el sueño que se había adueñado de nosotros hasta que el sol, ya muy alto en el mediodía tropical, calentó nuestra piel y nos hizo despertar. Me di cuenta de que yo también tenía mucha hambre y sed. Y sin embargo, percibía algo inexplicable con respecto a la sed. Había tragado algo de agua salada cuando nos estrellamos contra los arrecifes de coral, y también después, mientras nadaba hacia la fantasmagórica línea de la playa. Así mismo, había experimentado mucha sed en las regiones semidesérticas de Australia Occidental, mientras buscábamos, y finalmente encontramos, aquel legendario trozo de ópalo flamígero. Y sin embargo ahora, no sentía los típicos síntomas torturantes de la sed. Necesitaba agua urgentemente, pero mis labios no estaban cuarteados; los notaba suaves bajo mi lengua, casi tan lisos como el hielo puro. Y mi lengua, y el cielo del paladar, no estaban en absoluto secos. Pero mi cuerpo reclamaba agua, la demandaba con insistencia. No creo que fuese completamente consciente de que mi boca y labios estuvieran en semejantes condiciones. Y sin embargo, ahora recuerdo que así era, como si les hubieran aplicado algún tipo de fluido oleoso e insípido, o alguna especie de mejunje grasiento. Pero en aquellos momentos no habría sido capaz de explicarlo. Me moría de sed, pero había algo en esa necesidad de agua que no era normal. Sin embargo, la urgencia de mi estómago por comer, sí era la vieja y típica necesidad. Decidimos ir juntos a explorar la playa, buscando cualquier riachuelo por el que pudiera fluir el agua. Por supuesto, sabíamos que ningún atolón coralino típico albergaba riachuelos. Pero con aquella vegetación extraordinaria, cualquier otra cosa www.lectulandia.com - Página 100

podía ser posible. —Una formación de hongos tan enorme y espesa tiene que albergar una abundante cantidad de agua fresca —declaró Douglas—. Y si existe esa gran profusión de agua fresca seguro que alguna se escapa hacia el mar. Todos sentíamos lo mismo, así que nos encaminamos playa abajo, un poco hacia la izquierda. A menos de una docena de pasos nos topamos con un objeto pardusco que yacía sobre la arena. Nos detuvimos y lo examinamos, puesto que nada lo había ocultado durante la noche. Luego vimos las dos depresiones que el cuerpo de Doug y el mío propio habían formado sobre la arena, y entonces nos dimos cuenta de lo que era. —¡Los restos de la mariposa! —exclamó Doug. Jim Dowell nos miró al momento, con los azules ojos abiertos como platos. —¿Mariposa? Le conté a Jim la visita que habíamos tenido la noche anterior mientras me acercaba a recoger el cuerpo. Pero cuando estaba apunto de alcanzarlo con la mano, Doug me cogió del brazo. —¡No lo hagas! Me enderecé, sorprendido. —Yo no tocaría esa cosa, Clarke —dijo Doug—. La noche pasada era gris, ¿lo recuerdas? A pesar de verla bajo la débil luz de la luna, no tengo dudas: era gris. Y ahora… Mira. El cuerpo, de unos treinta centímetros de largo, ya no mostraba aquel tono grisáceo. Al acercarnos nos pareció de color marrón, pero ahora, tras examinarlo más de cerca, resultaba una mezcla entre el verde y el marrón, con manchas dispersas de un amarillo malsano. Me estremecí. ¡Gracias al Cielo que no había llegado a tocar aquella cosa! Estaba impregnada de una especie de moho asqueroso. A escondidas me llevé de nuevo la mano a la frente y, mientras nos alejábamos lentamente, me froté con fuerza la piel del rostro hasta que, bajo los ardientes rayos del sol tropical, empezó a escocerme. La playa se curvaba hacia nuestra derecha y aún no habíamos encontrado ninguna grieta por la que fluyera el agua. La sed aumentaba. Volví a lamerme los labios y descubrí que aún seguían tersos y suaves, como si estuvieran impregnados de algún fluido oleoso. Pero mi cuerpo exigía agua, agua… y mi garganta empezaba a estar seca. Sin embargo, y por extraño que parezca, mi lengua no había engordado y el cielo del paladar seguía liso. —¿Qué es eso? Jim señalaba un lugar al borde del océano donde parecía acumularse una sustancia marrón verdosa que se distinguía con claridad entre las aguas cristalinas de la bahía interior. —¡Diablos! ¡Algas marinas! Las palabras salieron de todos a un tiempo y, a pesar del sol que caía a plomo, www.lectulandia.com - Página 101

echamos a correr sin pensarlo dos veces. En esas latitudes, si hay algas hay cangrejos cerca, y los cangrejos significaban comida, y la comida era la vida para nosotros. Y sin embargo, la decepción pronto hizo presa en nosotros. —¡Hongos! —exclamó Doug asqueado—. Sólo una enorme masa de hongos. ¡Maldición! —Lo que yo quiero es agua —gruñó el capitán Jim—. Si no la encuentro pronto en la playa, pienso adentrarme en la espesura y buscar en su interior. Por algún extraño motivo, ni Douglas ni yo hicimos comentario alguno a esta última observación. Instintivamente me puse tenso y en guardia, prestando suma atención a lo que los otros pudieran decir. ¿Abrirnos paso entre aquellas excrecencias en busca de agua? No estaba muy seguro de querer penetrar en medio de aquella vegetación rastrera, púrpura y abotargada. Me estremecía sólo de pensar que mi pie desnudo se metería hasta las rodillas en esa sustancia carnosa. No, hasta que no tuviera más remedio, mantendría mis queridos pies en un lugar bien visible. El capitán Jim soltó un grito. Habíamos vuelto a la arena, tras examinar la masa verdosa que reposaba en la orilla del agua, y caminábamos en línea recta hacia el interior cuando se produjo una especie de fractura en medio de las grotescas fungosidades púrpuras que formaban aquella acumulación vegetal. El terreno descendía suavemente y en la poco profunda depresión había una especie de liquen, de un color naranja demasiado brillante para resultar hermoso, y que a mí, con la imaginación terriblemente estimulada, me dio la sensación de ser la avanzadilla de aquella extraña vida interior. Nos miramos entre nosotros durante un rato mientras permanecíamos en pie bajo las sombras flotantes que se dibujaban en la hondonada. Creo que nos dábamos perfecta cuenta de lo que todos y cada uno de nosotros estábamos pensando en aquellos momentos, y sin embargo, sabíamos que, si escapábamos con vida de aquel lugar, jamás lo reconoceríamos. Doug carraspeó, y luego, mirándome a los ojos, asintió con la cabeza. —Jim tiene que saberlo —dijo con calma—. La noche pasada, justo un poco antes de que los vapores que emanan de esas excrecencias nos adormecieran, se produjo una especie de llanto procedente de la espesura. No soy capaz de saber con exactitud qué clase de grito era, pero estoy seguro de que jamás he escuchado algo similar. En realidad, no es que nos asustáramos, capitán Jim. Pero había algo. —Doug se encogió de hombros—, algo que nos hacía pensar que la criatura de la que procedía no estaba del todo bien. No sé si puede entender lo que quiero decirle, pero así es como sonaba. Algo había ido mal con el ser que gritaba, terriblemente mal. Doug se dio la vuelta y sus ojos escudriñaron aquellas profundidades de espantosos colores. Jim Dowell no dijo nada. Nos quedamos completamente quietos durante un rato antes de que alguno volviera a moverse. www.lectulandia.com - Página 102

Bajo nuestros pies reposaba la alfombra de líquenes de color naranja brillante y bermellón, arrastrándose desde aquella masa hinchada y púrpura, con manchas carmesí, que llegaba a la altura de la rodilla y se esparcía, como una especie de colchón, cubriendo el terreno en todas direcciones, hasta donde nuestra vista alcanzaba. A la derecha, al alcance de la mano, crecía un tronco marrón lleno de sucias motas amarillas. Se alzaba hasta una altura de casi cinco metros, terminando luego en una copa con forma de paraguas formada por un hongo gigantesco. Las agallas de la parte inferior de la seta se comprimían densamente, y si no hubiera sido por las líneas radiales que se dibujaban entre cada laminilla, cualquiera podría haber dicho que se trataba de una masa compacta, de un verde luminoso y grasiento, como la piel de un pez. A la izquierda había como una especie de abanico extendido, que abarcaba la misma longitud que los brazos abiertos de un hombre de tamaño considerable, de un color púrpura en la base que poco a poco se iba transformando en un verde moteado de púrpura y marrón. En el lugar en el que nacía, en medio de aquella deforme cubierta vegetal, corrían unas pequeñas lenguas de excrecencias naranjas, como en busca de la luz, ávidas, lujuriosas, fieles a sus necesidades de una vida voluptuosa. Por debajo de nosotros se extendía la pequeña depresión, cubierta por todos lados de aquella alfombra con apariencia oleosa, como de cuero, y coronada por formaciones de enormes, pesados y mohosos hongos. Había más excrecencias con aspecto de abanico, extrañas plantas nodulares muy parecidas a los cactus, increíbles acumulaciones de un gris blancuzco, algunas de un simple tono enfermizo, otras moteadas de un mohoso verde pardo. Quizás a unos doce pasos por encima de la depresión, el sol iluminaba una extensa y larga masa con forma de peñasco de un color gris verdoso. No era una escena que inspirara confianza a cualquiera que amara la vida, la vida sana, el mar y el aire puro. Y confieso que no me apetecía seguir el curso de la pequeña concavidad cubierta de aquella excrecencia bermellón, y adentrarme entre la masa de vegetación hinchada y púrpura que la bordeaba. Pero necesitábamos agua, y seguramente aquella grieta en el terreno, y el hueco que se abría en la espesura, presagiaban que, en periodos de tormenta, el agua fluía por allí desde el interior de la isla. El mismo Douglas lanzó un juramento y empezó a caminar hacia delante. Y entonces, antes de que nos diéramos cuenta, algo cayó a plomo desde arriba, y una masa sofocante nos cubrió por completo. Tosiendo, medio ahogados, salimos a la playa en busca de aire fresco. Al mirar hacia atrás, vi que el enorme hongo había inclinado su cabeza casi a la altura de las nuestras, descargando súbitamente una nube de esporas marrones que salían de entre sus laminillas inferiores. Mi corazón estuvo a punto de dejar de latir, y de nuevo se adueñó de mí aquella sensación de amenaza sobrenatural, que se incrementó aún más cuando vi que la gigantesca cabeza con forma de paraguas se erguía repentinamente www.lectulandia.com - Página 103

hasta volver a su posición normal, mientras descubría, al mismo tiempo, que las laminillas, lentamente, una tras otra, se cerraban de nuevo bajo el sombrerete, hasta quedar con la misma tersura y suavidad que la panza resbaladiza de un pez. Por fin pudimos respirar de nuevo, y nos limpiamos la garganta, los ojos y las orejas, sacudiéndonos aquel polvillo denso. Entonces Doug volvió a mirarnos a los ojos. —Compañeros —dijo con lentitud, como si eligiera con sumo cuidado las palabras—, esa cosa lo ha hecho a propósito. Permanecimos en silencio durante un buen rato. Entonces el capitán Jim lanzó una risotada… quizás demasiado estridente. —¡No es más que un maldito hongo sobredesarrollado! ¡Bah! Pura coincidencia. Dio la casualidad de que estábamos justo debajo cuando las esporas maduraron y cayeron. ¡Vamos!

Capítulo V Necesitábamos agua. Pero, mientras miraba hacia arriba, al hongo ahora inmóvil, sin creerme aún del todo que unos momentos antes se había inclinado, dejando caer sobre nuestras cabezas una asfixiante nube de esporas, pensé que, en cuanto descubriéramos el agua, lo mejor sería coger toda la posible y volver cuanto antes a la soleada playa. Y Jim Dowell puso en palabras mis sentimientos. —Démonos prisa, compañeros. Vamos por la hendidura. Y así lo hicimos. Y yo, obnubilado por los nervios —o, quizás, por una imaginación tumultuosa—, me puse en cabeza. Tras avanzar una docena de pasos por la depresión llegamos a la cosa con aspecto de roca y, sin pensarlo, puse la mano sobre ella para saltar por encima. Al instante trituré la delgada costra de lo que parecía haber sido piedra sólida y caí de cabeza, medio asfixiado, dentro de una sustancia mohosa y espesa, como el requesón. Doug y Jim me sacaron de un tirón, reprochándome mi imprudencia, a pesar de que entendían que no hubiera podido evitar el accidente. Me sacudí de encima la pulpa de aquel gigantesco hongo y seguí avanzando. La hendidura se retorcía, dando quiebros, y a cada curva podía descubrir nuevas formas de vida fungosa, más extrañas aún si cabe. También el calor aumentaba según nos íbamos internando, y la vaporosa humedad que exhalaban las extrañas formas de vida que nos rodeaban se metía cada vez más dentro de nuestros pulmones. Unos troncos del grosor de un hombre maduro se elevaban en el aire hasta los quince metros de altura, eran unos troncos verrugosos, llenos de nódulos y masas de hongos parásitos. Unas excrecencias aflautadas, de aspecto curtido y marrón, se extendían a los lados. Pedos de lobo gigantescos asomaban en los extremos, como los www.lectulandia.com - Página 104

sucios balones grisáceos en el fondeadero de aquel mundo abotargado y púrpura. La vegetación florecía exuberante, con colores amarillentos y venenosos, con verdes como los de un gigantesco pulpo fungoso, paciente, acechando al incauto para atraparle entre sus incontables tentáculos y verrugas chupadoras, para arrebatarle la vida y completar la suya propia. Pero el sendero, excepto por aquel primer obstáculo, se abría franco ante nosotros, cubierto por una brillante alfombra de colores bermellones y naranjas. Los rayos del sol se colaban aquí y allá entre la espesura, y los colores entrechocaban produciendo espantosos contrastes, los vapores flotaban, desparecían y volvían a aparecer cuando se producía la explosión de una de aquellas cabezas con forma de paraguas gigantescos, y entonces el aire se llenaba nuevamente de una nube marrón, espesa y sofocante. Pero seguimos adelante. Y de pronto Doug, que ahora iba en cabeza, emitió un grito entrecortado. El capitán Jim y yo nos arrodillamos al momento junto a él, y sumergimos las cabezas bajo el agua cristalina de una charca rodeada de aglomeraciones de hongos. ¡Qué enorme riesgo corrimos al hacerlo! Ahora, cuando pienso en ello, me doy cuenta de cómo los hombres, incluso personas que habitualmente tienen bastante sentido común, pueden llegar a destrozar sus vidas sin necesidad. Tan sólo pensamos que era agua. No la analizamos antes. Creímos que estaría buena; ni tan siquiera aquellas excrecencias fungosas que crecían en sus orillas nos hicieron sospechar que las aguas, aunque fueran frescas, podían estar contaminadas. Caímos de rodillas, sumergiendo nuestros rostros ardientes en el fluido cristalino de aquella charca tibia en medio del bosque de hongos, y bebimos. Creo que fue Jim el primero que gritó. Levanté los ojos y le vi, aún arrodillado, dándose unas palmadas en el cuello; vi que volvía a hundir el rostro en el agua y seguía bebiendo. Entonces sentí que algo rozaba mi propio cuello, algo muy suave que parecía pegarse a la piel. Eché la mano hacia atrás y me froté. La sensación desapareció. Volví a bajar la mano sobre las tibias aguas que resultaban tan agradables… de nuevo retornó aquella sensación, como si algo me rozara la piel. Un cosquilleo, pero frío, muy frío, como cuando cayó sobre nosotros la lluvia de esporas del hongo gigantesco, unos metros más atrás, en el sendero de color bermellón. Me levanté de un salto, alertando a gritos a los demás, y me eché las manos sobre los hombros y la parte posterior del cuello. Luego me las miré y estaban llenas de aquella grisácea excrecencia fungosa. Una masa vaporosa parecía estar envolviéndome. Volví a gritar y descubrí horrorizado que también Jim y Doug se debatían en medio de una nube de esporas. Las maldiciones de Jim rasgaban la silenciosa atmósfera y oí que Doug mascullaba entre dientes mientras intentaba alejar de sí aquella nube sofocante. —¡El sendero! ¡El sendero! www.lectulandia.com - Página 105

Era Jim el que gritaba. Miré a mi alrededor frenéticamente. ¡El sendero! —¿Dónde diablos está la senda? —Jim casi gritaba. Sentí que el corazón me abandonaba cuando cogí una masa de aquella especie de amalgama, ahora cálida, que parecía crecer con mayor rapidez aún de la que yo era capaz de quitármela de los ojos y del rostro. Cálida, más cálida aún, ¡con esa química estimulante de la vida! La senda… la entrada a la charca. ¿Dónde? La pared de hongos se había cerrado a nuestro alrededor, espesándose delante de mis ojos, creciendo, emitiendo retoños nuevos, palpitando con una vida ávida y entusiasta, una vida engendrada por el sol luminoso y cálido, y por las tórridas lluvias del trópico. Una vida que se multiplicaba con rapidez y demandaba alocadamente nueva savia, una vida que pensaba, que sentía, que sabía, que amenazaba… Una sombra se cernió por encima de nuestras cabezas y al alzar los ojos vi que tres enormes testas con forma de paraguas se inclinaban sobre nosotros. Mientras miraba, como hipnotizado, se abrieron todas sus laminillas inferiores al mismo tiempo, y de nuevo nos encontramos en medio de una sofocante nube de esporas. Oí la voz entrecortada y llena de desesperación de Doug. —A tu derecha, Clarke. A la derecha, Jim. Rápido, rápido… o jamás lo conseguiremos. Douglas Gordon acabó gritando horrorizado, vencido por el miedo. Yo caí al tropezar con una enorme masa esponjosa que parecía surgir del mismo corazón de la tierra. La pateaba pero volvía a surgir de inmediato, desarrollándose y extendiéndose a mi alrededor con ramificaciones gelatinosas, aferrándose a mi cuerpo, cálida, haciendo estremecer mi piel con el tacto de una vida enérgica e irresistible, con su voluntad, su voluntad de vivir, y con su ciega determinación por fundir nuestras vidas en su propia materia. Otra sombra en lo alto. Otro descenso silencioso de una nueva nube de esporas. Otra maldición entrecortada de Jim o de Doug, no sabría decir de quién. —¡A vuestra derecha! Suave, cálida y pegajosa, aquella masa se arrancaba con suma facilidad, se podía destruir, partir… y, sin embargo, crecía y volvía a crecer, envolviéndonos, palpitando, llena de vida y determinación; y encima, otra nube de esporas, ensombreciéndolo todo. Con un último y desesperado esfuerzo, luché por ponerme en pie, desgarré la masa gris que se adhería a mi cuerpo, acumulándose en el rostro, los ojos y la nariz, y, con el resto de mis escasas fuerzas, me precipité a través de la espesura que crecía a mi derecha. Un instante de ahogo y el sol volvió a lucir sobre una masa de vegetación variopinta y espantosa, de colores venenosos y formas gigantescas. Era libre. Pero Doug. Y el capitán. Seguían allí. Y yo… yo estaba solo. Me volví para zambullirme de nuevo en el www.lectulandia.com - Página 106

muro fungoso, pero fui lanzado hacia atrás, contra la excrecencia púrpura que cubría la pequeña depresión, por dos figuras grises e informes que salieron al claro. —¡Clarke! ¡Clarke! Una de las figuras se dio la vuelta como si se dispusiera a retroceder, pero yo la agarré por el hombro. —¡Doug! Soy Clarke. ¡Estoy bien, Jim! —¡Gracias a Dios! Estamos todos aquí. Vamos hacia la playa. ¡Ah, la acción purificadora del agua clara y salada de aquella hermosa bahía interior de color esmeralda! No puedo describir con cuánta ansia nos zambullimos en su cristalina pureza. Las excrecencias que cubrían nuestra piel se deshicieron, disolviéndose hasta quedar convertidas en simples hebras. La sal, el agua salada… Parecía que aquella masa fungosa tan sólo tenía un elemento capaz de destruirla: el agua salada del mar. Nos frotamos frenéticamente, arrancando de nuestra piel los últimos restos de aquella nauseabunda excrecencia. Respiramos profundamente, pero estábamos medio asfixiados por el polvillo que aún se acumulaba en nuestras fosas nasales, en los pulmones y en la boca. Con desesperación, uno tras otro, nos sumergimos en la parte más honda de la bahía y, a pesar de los espasmódicos efectos de la naturaleza, nos obligamos a respirar dentro del fluido cristalino. Acto seguido, nuestros organismos se estremecieron medio asfixiados a causa de los hongos que comenzaban a desarrollarse en los pulmones, y pronto nos vimos obligados a subir a la superficie y nos tumbamos sobre las relucientes arenas coralinas, tosiendo y jadeando. Luego nos volvimos a hundir en el mar y de nuevo salimos, con el cuerpo hacia arriba, desprendiéndonos del agua sobrante y respirando el aire vigorizante y puro a grandes bocanadas. Pero nos lanzamos de nuevo al mar cuando el miedo volvió a hacer presa en nosotros, e incluso después de haber vuelto a respirar dentro de las frescas aguas de la traicionera bahía, seguíamos sintiendo dentro de nuestros cuerpos aquella sustancia estremecedora, mezclada ahora con la sal. Mas al fin, consideramos que nuestros organismos estaban a salvo, y nos dejamos caer bajo el sol abrasador, sin importarnos las posibles quemaduras que vendrían después, agradeciendo sus rayos purificadores y ardientes. Una debilidad espantosa se apoderó de nosotros, y no nos preocupaban los peligros que pudieran amenazarnos desde el mar. Por lo menos estaba limpio. Esa vida fungosa, lúbrica y abrasadora no tenía lugar allí. En donde nos encontrábamos teníamos una posibilidad de vivir, podíamos luchar por nuestra existencia, y si era la muerte lo que nos esperaba al fin, ésta, al menos, sería limpia. Pero ahí atrás… Y sin embargo hay dos cosas que deben ser expuestas. Doug fue el que trajo a cuenta la primera de ellas. El chico canaco, ¿qué había sido de él? —Saltó conmigo —apuntó el capitán Jim—. Saltó a mi lado en el fragor de la www.lectulandia.com - Página 107

tempestad. Le dije a gritos que se quedara cerca de mí, pero ese pequeño diablo era capaz de nadar como un pez y no tengo ninguna duda de que alcanzó la playa mucho antes que yo. Dios sabe que me costó mucho llegar. Durante un rato se hizo el silencio. Luego Doug volvió a hablar: —¡Por todos los diablos! No se trataba de una blasfemia. Sonó más bien como una especie de súplica, y creo que tanto Jim como yo sabíamos a ciencia cierta cuáles eran los temores de Doug. Ni las aguas más embravecidas habrían sido capaces de tragarse a aquel muchacho moreno. Seguro que había llegado a la bahía, seguro que había alcanzado la playa. Y sin embargo no habíamos descubierto ni el más mínimo rastro de su presencia. ¿Qué podía haber sucedido? Los minutos pasaron mientras disfrutábamos de la placentera brisa que ahora, con la llegada de la noche, iba tomando fuerza. El capitán Jim habló de nuevo: —Tenemos que abandonar esta isla. Pero para poder hacerlo necesitamos dos cosas: algo que nos sostenga sobre las aguas y algo para comer y beber durante la travesía. —Que el cielo me confunda si vuelvo a beber de aquella charca —musité. El capitán Jim se apoyó en uno de sus hombros. —Pero necesitamos agua, amigo mío. Y alimentos… Mas, ¿qué podemos comer? ¿De dónde sacaremos el agua? Volvió a incorporarse, inquisitivo, con el rostro serio bajo la luz de la luna. —¿Alguno de vosotros ha visto esta mañana restos de la goleta mientras paseábamos por la playa? ¿Madera? ¿Remos? ¿Toneles? ¿Alguna de esas balsas planas que compramos en Sydney? ¿Cualquier cosa? Negamos lentamente con la cabeza. La única cosa que habíamos descubierto sobre la arena fue el cuerpo de aquella mariposa gigantesca que yacía muy cerca del lugar donde Doug y yo habíamos dormido, y la enorme acumulación fungosa que se erguía a menos de cien metros de donde nos encontrábamos en aquel preciso momento. Nada más. Pero el capitán Jim volvió a hacerse eco de nuestros pensamientos con monótona resignación. —Tenemos que abandonar la isla. Tenemos que irnos. Y entonces nos miramos entre nosotros, rígidos, embargados por la sorpresa y el temor. Desde las profundidades de aquellas espesuras fungosas que se erguían encima de nosotros, volvía a surgir un lamento extraño y sobrenatural. De nuevo el terror más absoluto, solitario, desesperanzado, que albergaban aquellas notas inundó nuestros corazones, helándonos la sangre en las venas. Muy suave al principio, aquel espantoso chillido fue ganando en sonoridad, cada vez más y más alto, hasta alcanzar un grado tal que parecía poder cortar nuestros www.lectulandia.com - Página 108

nervios más dormidos. Y entonces, con una desconcertante brusquedad, volvió a decaer hasta convertirse en gemido sollozante, como el eco moribundo de la más absoluta desesperación. Cada vez más y más débil… hasta que apenas pudimos escucharlo. Y luego el silencio volvió a adueñarse de aquellas profundidades oscuras, cuyas monstruosas siluetas eran delineadas por la luz de la luna, tenebrosas, misteriosas, amenazantes, con un poder vital tan terrible y maligno como aquel contra el que habíamos luchado cuando fuimos a beber a la charca.

Capítulo VI A pesar de que nos sentíamos extrañamente cansados, apenas se nos ocurrió pensar en dormir. Permanecimos tumbados de espaldas sobre la arena, contemplando el tenebroso bosque de donde había salido aquel chillido. Doug y yo ya lo habíamos oído dos veces. Ahora sabíamos que no se había tratado de una pesadilla cuando lo escuchamos por primera vez. Algo vivía en el interior de aquella espantosa espesura, algo más aparte de las gigantescas mariposas grises, algo que no era un simple vegetal como los hongos silenciosos y diabólicos. —¿Un animal? La voz insegura de Doug parecía dirigir su pregunta a las estrellas. Me di cuenta de que era incapaz de contestarle ni sí ni no. Nosotros éramos animales, animales humanos, y las vigorosas demandas de aquella isla —pues con toda seguridad se trataba de una isla— no hacían más que intentar poseer nuestros cuerpos de animal. ¿Cómo podría provenir aquel lamento de otro tipo de existencia que no perteneciera al mundo animal? ¿Acaso había sido producido por algún tipo de vida vegetal? ¿Por algo de origen fúngico? Todas estas cuestiones tampoco podían ser respondidas con un simple sí, o no. Las palabras del capitán Jim intentaron dar una respuesta a la pregunta de Doug, y, sin embargo, tampoco se trataba exactamente de una respuesta, aunque volvieron a recordarnos lo desesperado de nuestra situación. —Era como si intentara expresarse a toda costa con aquel grito. Tiene que tratarse de algo completamente diferente a lo que hemos visto hasta ahora. Y eso podría ser también nuestra salvación. —¿Qué quieres decir? —le interrumpí, dándome la vuelta para mirarle. Respondió con una sola palabra: —Comida. Volvimos a quedar en silencio. Comida, por supuesto… y agua. Sin pretenderlo, me pasé la lengua por los labios y me di cuenta de que ahora estaban secos y cuarteados. Tenía sed. Recordé que al comienzo del día, cuando www.lectulandia.com - Página 109

empezamos a buscar agua, me sentía igual de sediento que ahora, pero mis labios, mi boca, mi garganta, no se encontraban resecos. No. Muy al contrario, estaban tersos, como con una capa de vaselina, suaves como el hielo. Y ahora… ahora aquella sensación había desaparecido. Y entonces pensé en el agua salada que habíamos tenido que tragar para matar a las excrecencias fungosas que habrían crecido en nuestros pulmones hasta asfixiarnos. La sal había acabado con los hongos, pero también se había llevado aquella tersura. ¿Acaso la suavidad inicial había sido el resultado del contacto con las esporas que habían ido cayendo sobre nosotros durante la primera noche? ¿Era eso? Si realmente se trataba de eso… Me sorprendí a mí mismo repitiendo con monotonía: —Amigos, tenemos que irnos de esta isla. Tenemos que irnos. Estamos… estamos en peligro. Nuestras vidas, nuestros cuerpos… Tenemos que abandonar esta isla. —¿Cómo te sientes ahora? —se interesó el capitán Jim. Sacudí la cabeza. —Hecho un asco, ¿verdad? Mira, compañero, no creo que nadie tanga tantas ganas como yo de abandonar este asqueroso islote. Pero tenemos que encontrar víveres y agua para el viaje, ¿no es así? Y también tenemos que recuperar fuerzas antes de que podamos emprender cualquier tipo de búsqueda. Hay que dormir algo ahora, eso nos ayudará. Al alba buscaremos los restos del Emerald Spray, si es que han ido a parar a esta maldita isla. Algo encontraremos, estoy seguro. Pero ahora deberíamos tranquilizarnos y dormir un poco. Era un buen consejo. Le sonreí débilmente y murmuré una respuesta. Pero apenas me había recostado cuando mi piel volvió a llenarse de escalofríos al escuchar de nuevo aquel salvaje lamento que se elevaba desde las profundidades de la isla. Me senté al instante, volviendo el rostro hacia la espesura. Y me di cuenta de que tanto Doug como Jim sentían la misma inquietud que yo. Una vez más se trataba de aquel lamento. Pero antes de que se desvaneciera en esa especie de sollozo final, una auténtica nube de mariposas ondeantes se irguió por encima del bosque. De nuevo revolotearon bajo la luz de la luna, hacia arriba y hacia abajo, en una especie de juego inexplicable mientras la noche se hacía extraña. Quizás pasaron diez minutos de aguda observación, mirando con ojos hipnotizados cómo se reflejaban los rayos de la luna en sus cuerpos grisáceos. Luego, como atendiendo a una orden, se precipitaron hacia abajo hasta desaparecer dentro de la negra espesura de la que habían surgido. El capitán Jim volvió a gruñir mientras se recostaba, intentando encontrar una postura más cómoda en su lecho de coral. Doug fue el único que se hizo eco del miedo que me había embargado de repente www.lectulandia.com - Página 110

al contemplar aquel espectáculo. —Que duerman bien el resto de la noche —dijo; y luego añadió, con excesivo énfasis—: Y que se queden tranquilas hasta el día siguiente. —¡Que así sea! —exclamó Jim con vehemencia. En algún momento de la noche empecé a soñar. Una gran nube rebosante de aquellas enormes criaturas se había abierto paso desde el centro de la isla. Su terrible líder nos había descubierto y condujo a sus congéneres en nuestra dirección; desde luego, daba la sensación de que habían vuelto a salir de su tenebroso refugio con la única intención de vigilarnos. Revolotearon y se estremecieron sobre nuestros cuerpos dormidos, elevándose y descendiendo una y otra vez, espiándonos, asegurándose, aumentando su número y su poder. Luego, como si fueran un único ser, se lanzaron sobre nosotros, cubriendo completamente nuestros cuerpos con sus alas membranosas, crepitando en nuestra piel, frotándose, merodeando, observándonos. Luchamos, intentando desprendernos de aquella masa sofocante. Un hedor vetusto a moho asfixiaba nuestros pulmones. Llegó a hacerse insoportable. Forcejeábamos. Empezamos a luchar desesperadamente como ya antes habíamos hecho en la charca. Y, al igual que aquellos diabólicos hongos, las formas aladas se precipitaban sobre nosotros una y otra vez, incansables, a pesar de que luchábamos y desgarrábamos y nos desprendíamos de ellas, haciéndolas pedazos apenas sin esfuerzo; pero al momento eran reemplazadas por nuevas hordas que parecían surgir, llenas de vida, de los restos desgajados de sus compañeras muertas. Su peso… El agobiante hedor de sus cuerpos mohosos… Agité los brazos en un último y desesperado intento por deshacerme de ellas… y de pronto me encontré recostado sobre las limpias arenas de la playa, contemplando las rutilantes estrellas que brillaban con frialdad en el cielo de la noche. Eché un vistazo a mis compañeros. Sus torsos subían y bajaban a la pálida luz de la luna, sumidos en un profundo sueño. Me sentí estúpido. Había estado soñando. Y sin embargo… había algo más, algo que merodeaba a nuestro alrededor. Sentía que estaba muy cerca. Nos espiaba. Incluso se había dado cuenta de mis movimientos al despertar y se había retirado un poco. Pero seguía vigilando… planeando. Nos observaba, maquinaba algo y —pude sentirlo de una manera inexplicable— no nos tenía miedo. Me senté de golpe. Y me habría puesto a gritar si no hubiese tenido la lengua pegada al paladar. Entre nosotros y el montículo que se erguía cerca de la orilla del arroyuelo, a unos cien pasos, había un grupo de figuras. Permanecían de pie, como los hombres, y me puse a contarlos mientras los observaba. Cinco… sí, eran cinco. Se encontraban a menos de veinte pasos de donde yacíamos y, aunque la luz de luna no iluminaba sus rostros, supe que nos vigilaban con intensidad. Me quedé como petrificado durante varios minutos, mirando a las cinco figuras y www.lectulandia.com - Página 111

sintiendo cómo me observaban. De nuevo se había levantado una suave brisa y el monótono susurro de las olas al romper sobre la arena hizo que recuperara mi sentido de la realidad. No se trataba de un sueño. Allí estaba la playa, una extensión plateada que se prolongaba a la derecha y a la izquierda. Por encima se erguía la densa oscuridad del bosque de hongos. Más abajo, a tiro de piedra, las refulgentes aguas de la limpia bahía interior. Sobre nuestras cabezas brillaban las mismas viejas estrellas, y a mi lado Douglas Gordon y el capitán Jim. Y aquellas cosas que nos espiaban y que… no, desde luego que no, no parecían tenernos ningún miedo; pero tampoco hicieron nada. Se limitaron a quedarse allí paradas y a vigilarnos… ¿Compasión? ¿Era compasión lo que yo sentía en sus distantes miradas? Susurré con suavidad: —Doug. Jim. Mis compañeros no mostraron ningún signo de haberme oído. Seguían respirando profundamente, sumidos en el sueño. Volví a llamarlos, un poco más fuerte, y con el rabillo del ojo pude ver que las cinco figuras se retiraban un poco hacia la oscura masa que se erguía tras ellos. —¡Doug! ¡Jim! Si no se hubieran despertado entonces, creo que me habría puesto a gritar sin remedio. La sensación de encontrarme solo frente a aquel quinteto vigilante no era precisamente muy tranquilizadora. Señalé en silencio. Y Doug y Jim se quedaron tan atónitos como yo mismo. Luego Jim empezó a musitar: —¿Pero q… qué diablos…? Se puso en pie y Doug y yo le imitamos, colocándonos a su lado. Todo el cansancio y la tensión de la noche anterior hicieron presa en mí. Si aquello era el fin, me hallaba dispuesto a encararlo. Esas cosas que había enfrente estaban vivas, llenas de una vida animal y no fungosa. Si había que luchar, la situación no me parecía tan mala, y la batalla al menos sería limpia. Sangre contra sangre. Y sin embargo, aquellas cosas seguían sin dar muestras de amenazarnos. Volvieron a retirarse otro paso y luego se agruparon, con las cabezas inclinadas. —Hagámosles ver que venimos en son de paz. Podemos levantar los brazos y así… —susurró Doug con nerviosismo. Como respuesta a nuestros movimientos, las figuras parecieron ponerse rígidas. Luego sus cabezas se acercaron aún más entre sí. Pasado un rato, una de las figuras avanzó una docena de pasos en nuestra dirección. Resultaba grotesca. Anclaba erguida como cualquier ser humano y, sin embargo, ningún hombre tendría aquella apariencia bajo la luz de la luna. Su rostro debería lucir con un aspecto lechoso en aquella luz plateada, dejando ver sus facciones con claridad. Sus formas debían haber tenido algo distinguible, algo que las diferenciase. www.lectulandia.com - Página 112

Pero en aquella criatura no se apreciaba nada de eso. El rostro que se volvió a mirarnos tenía el mismo y extraño aspecto moteado que el resto del cuerpo, y este último carecía de una forma definida. Sus contornos parecían cortados de una forma peculiar. Deformes. Toscos. Como despedazados. Una especie de… cosas colgaban sobre ellos, oscilantes, como excrecencias, de un aspecto sucio y vetusto. ¡Sucio! Aquel pensamiento se apoderó de mí y sentí que me temblaban los brazos extendidos. Sucio, como las excrecencias fungosas que se habían depositado sobre nuestros cuerpos llenas de una vida amenazante cuando estábamos en la charca. —¡Quieto! —ordenó Doug. La criatura se aproximó un poco más. De la misma manera, levantó uno de los brazos y lo agitó lentamente de un lado a otro. Pero se detuvo a unos pocos pasos de donde nos encontrábamos, alerta, medio volviéndose para huir rápidamente al menor movimiento hostil. Y entonces pudimos ver con claridad todo el horror que albergaba su cuerpo, y supe que el hedor mohoso que había olfateado en mi sueño sobre la nube de gigantescas mariposas grises en realidad procedía de aquellos seres. Las piernas, el torso y los brazos estaban repletos, orlados y moteados por unas excrecencias fungosas que relucían de un verde fantasmagórico bajo la luz de la luna. La propia cabeza era una gran masa modular compuesta de la misma materia e idénticos tonos. Y no parecía tener ningún rasgo distintivo, aunque en medio de aquel rostro poblado de excrecencias se dibujaban una especie de concavidades similares a ojos que eran la únicas partes de la criatura que parecían tener vida. Oí a Jim emitir un siseo nervioso mientras la contemplábamos. Entonces se produjo un movimiento en la zona inferior del rostro de la cosa, y ésta se puso a hablar con un tono de voz suave, monótono y afelpado. Sacudimos nuestras cabezas. La cosa volvió a hablar, repitiendo los mismos sonidos. De pronto estalló la voz de Jim, produciendo un extraño contraste: —No entendemos. Repítelo. La criatura dio un paso hacia atrás y volvió a hablar. Luego levantó los brazos, como haciéndonos señas de que lo siguiéramos. Jim se volvió hacia nosotros. —¿Pretende que lo sigamos? ¿Qué hacemos? Los sentimientos expresados por Doug coincidían con los míos: —No pienso quedarme aquí tumbado en la arena con estas cosas merodeando a nuestro alrededor. ¡Sigámosle! Dimos un paso hacia adelante. La criatura asintió con su espantosa cabeza, y luego, dándose la vuelta, comenzó a progresar lenta y suavemente hacia sus compañeros y hacia el montículo fungoso que se erguía cerca de la bahía. Al rato se volvió a mirarnos, levantó los brazos una vez más para que le siguiéramos, y continuó avanzando. www.lectulandia.com - Página 113

Le seguimos silenciosos y asombrados. Pronto el resto de sus compañeros le alcanzó y se pusieron a andar en un grupo compacto hasta llegar al borde del montículo. Allí, la criatura que se nos había acercado volvió a levantar los brazos, indicándonos que nos detuviéramos. Entonces señaló a la espesa masa, luego se señaló a sí mismo y luego a nosotros. Volvió a señalar la aglomeración de hongos. Una vez más comenzó a hablar con aquella voz peculiar, monótona y afelpada. —¿Qué quiere decir? —preguntó el capitán Jim, volviéndose hacia nosotros mientras las arrugas de su frente contrastaban curiosamente con el miedo que reflejaban sus ojos. Nos encogimos de hombros. Doug dio unos pasos en dirección al montículo. Levantó un brazo y señaló deliberadamente hacia la aglomeración fungosa. —¿Te refieres a esto? La criatura asintió repetidamente con su enorme cabeza moteada. —¿Qué significa? ¿Qué tiene que ver con nosotros? Volvimos a oír aquella voz peculiar, mientras la cosa señalaba de nuevo a los hongos, a nosotros, a sus compañeros y, otra vez, a los hongos. —¡Que me cuelguen si entiendo lo que quiere decirnos! —exclamó Jim—. Algo acerca de esas excrecencias… Con un impulso repentino, me acerqué rápidamente al montículo para examinarlo más de cerca. Pero en cuanto me aproximé un poco, aquellas cinco criaturas formaron una línea entre mí y la aglomeración de hongos, y empezaron a dar zarpazos a las excrecencias fungosas que crecían en la superficie. Salté para ayudarlos. En ese instante una de ellas emitió un grito entrecortado y me agarró por el brazo. El contacto rancio, húmedo y pegajoso de aquella criatura me llenó de un terror espasmódico. Lancé un golpe sobre el brazo que me había agarrado y, para mi espanto, éste pareció romperse… romperse, y una especie de costra llena de protuberancias y excrecencias cayó a mis pies. Los cinco seres se dieron la vuelta a un mismo tiempo y huyeron hacia la oscuridad del bosque, desapareciendo entre las sombras. Y luego, una vez más, escuchamos aquel terrorífico lamento.

Capítulo VII Pasamos el resto de la noche en una vigilia continua, contabilizando las horas por la posición de la luna. Pero antes de volver a tumbarme en mi lecho me acerqué a las aguas ondulantes y me froté las manos, los brazos y el rostro. Rasqué una y otra vez mi brazo izquierdo, con una meticulosidad enfermiza, pues era por donde me había agarrado la criatura. www.lectulandia.com - Página 114

Su contacto me había resultado impuro. Los otros me miraron en silencio durante un rato, luego, sin decir nada, también comenzaron a lavarse en las aguas purificadoras de la bahía. Cerca del amanecer Doug me despertó. La luna estaba oculta tras un negro nubarrón y nosotros nos encontrábamos empapados por el agua que caía con fuerza en medio de una típica tormenta tropical. Doug asintió con la cabeza mientras yo permanecía tumbado, durante un rato, con los brazos extendidos y la boca abierta. —No tengas prisa, Clarke. Deja que caiga con fuerza. Esta lluvia puede salvar nuestras vidas. Despertamos al capitán Jim. También él se estiró, de manera que todos los rincones de su cuerpo pudieran liberarse de la pegajosa costra de sal. Dirigió el rostro hacia la tormenta y abrió la boca, lamiendo las grandes y pesadas gotas de agua fresca. Luego la playa volvió a inundarse de una luz plateada y el silencio cayó como una mortaja. De la espesura fungosa que se levantaba sobre nosotros surgió un soplo cálido, una especie de niebla húmeda, que se desparramó sobre las arenas, extendiéndose por la playa como si buscara algo. Cubrió todo el entorno durante unos instantes, y luego, barrida por la brisa que llegaba del mar, desapareció por completo. Mis compañeros se echaron a dormir y yo me ocupé de la guardia. Los pensamientos me asaltaban mientras caminaba lentamente por las suaves arenas coralinas, y de nuevo recordé todos los sucesos que nos habían llevado a la presente situación. La larga búsqueda en las tierras semidesérticas de Australia Occidental, una búsqueda que iniciamos movidos por aquellos rumores tan tentadores, tan persistentes, que circulaban por las cantinas de Melbourne. El comentario jocoso y medio en broma que había hecho Doug: —Hagámonos con esa cosa, Clarke. Después, cegados por el velo de romanticismo que envolvía a semejante aventura, nos vimos envueltos en un deseo imparable por llegar al fondo de aquellos rumores tan insistentes. Luego tuvo lugar la búsqueda y el descubrimiento final del tronco petrificado en cuyo corazón se encontraba aquel pedazo enorme de ópalo fosforescente. De qué manera lo cogimos con las manos, con los ojos llameantes por la luz de la fortuna. Recuerdo con cuánto cuidado lo transportamos durante el largo viaje de vuelta. El descubrimiento de que en Melbourne ya sabían de nuestro éxito. La decisión de cambiar nuestro punto de destino a Sydney. La emboscada que sufrimos a menos de cuarenta kilómetros de aquel puerto, el robo de nuestro tesoro. Y la búsqueda de nuevas pistas. La certeza de que Cinco-Puntos Markleigh, el medio indio, con su grupo de compinches, se había dirigido con el ópalo, a bordo de una goleta robada, la Black Moth[11] hacia ese puerto morada de ladrones, engaños, degeneración y vicio, llamado Macao. www.lectulandia.com - Página 115

Dos semanas después nuestra propia goleta, propiedad del capitán Jim, zarpó del bullicioso puerto de Sydney en su persecución. Y ahora… esto. La sed había desaparecido, pero me sentía terriblemente hambriento. Recordé mis años de infancia, la búsqueda de setas en los pastos que se extendían bajo las colinas de mi pueblo. Y me sorprendí a mí mismo mirando a la aglomeración de hongos que crecían sobre la isla… En alguna parte había leído que existían cerca de ochocientas variedades conocidas de setas, la mayor parte comestibles. Con toda seguridad, dentro de aquella fecunda espesura, debería haber alguna clase de hongo que pudiera comerse. Cierto es que sus propiedades alimenticias no serían muy nutritivas, pero hasta eso era mejor que nada, y un estómago lleno le hace tener a uno la sensación de haber recuperado sus fuerzas. Aquellas gigantescas mariposas tenían que comer. Y las horribles criaturas de apariencia semihumana también. Ambas eran cosas vivas; ambas tenían que sustentarse gracias a algún tipo de alimento que crecía en aquel bosque salvaje y espantoso. Mis pasos me aproximaron a la larga y estrecha aglomeración fungosa que se erguía sobre la playa. Aquellas criaturas nos habían conducido hasta allí; al menos esa había sido su intención. Ese hecho delata su capacidad para pensar. Y además, habían hablado. Me estremecí. ¿Eran hombres, o, como las mariposas, una especie de criaturas semi fungosas? ¡Y la manera en la que aquella protuberancia informe se había desgajado del brazo de la cosa en cuanto tiré un poco de ella! Pero, ¿por qué habían ido a buscarnos? ¿Por qué se habían acercado hasta nosotros de una manera claramente amistosa? ¿Por qué habían señalado al montículo de hongos? ¿Por qué habían empezado a coger pedazos con sus zarpas informes? ¿Por qué habían escapado de una manera tan asombrosa en cuanto les toqué? Las estrellas comenzaban a retirarse, y las siluetas de las formas que crecían sobre la isla se recortaron rudamente contra los rayos nacientes del sol. Cerca del montículo de hongos pude ver el pedazo de excrecencia que había caído de la cosa cuando intenté apartarla. Ahora sabía que el agua salina era un potente agente de limpieza de aquellas fungosidades y una curiosidad irresistible hizo que me acercara a la cosa. Me detuve y la cogí. Se desmenuzó en mis manos, como lo habían hecho la primera noche las harinosas alas de aquellas gigantescas mariposas. Una parte, sin embargo, parecía tener una mayor consistencia. La froté, la puse en la palma de una mano y la golpeé con la otra. Al instante, inundado por una súbita comprensión, corrí hasta la orilla del mar y lavé aquella cosa en las aguas cristalinas. Luego permanecí un buen rato quieto y en silencio, mi corazón latiendo con fuerza, mirando primero a los grotescos y venenosos hongos de vivos colores que crecían en la espesura cada vez más iluminada, y luego a la cosa incomprensible, aunque reveladora, que descansaba en la palma de mi mano. www.lectulandia.com - Página 116

Me llevé una mano a la frente y enseguida la bajé de golpe, con un grito súbito. Mi piel parecía estar cubierta de una especie de grasilla harinosa. Mis dedos estaban de nuevo llenos de aquel moho marrón verdoso. La acerqué hasta la nariz y volví a gritar mientras me precipitaba playa abajo en busca de mis compañeros. Intenté por todos los medios no tocarles con las manos. Les vociferé para que se despertaran. Ellos se incorporaron, estremeciéndose, con los ojos abiertos de par en par. Se miraron el uno al otro mientras gritaban espantados. Tenían el rostro, las manos, el cuello, los pies y las muñecas cubiertas de aquella fina costra mohosa. Y sus cabellos eran una masa de polvo gris. Enloquecidos, nos lavamos de nuevo en el agua salina de la bahía. Nos restregamos durante mucho, muchísimo tiempo, hasta volver completamente limpios, pero con la piel extrañamente coloreada y una sensación de hormigueo. Y en la mejilla izquierda de Doug quedó una pequeña mancha blancuzca, que, rápidamente, mientras el fluir natural de la sangre circulaba para restaurar el tejido roto, tomó un color más encarnado. Después se hizo el silencio entre nosotros, pues no había necesidad de expresar en palabras lo que todos sentíamos. Sin hablar, les mostré lo que había descubierto tras limpiar la costra que cubría el trozo de extremidad de la criatura. Por fin Douglas habló, y su voz estaba más cargada de pena y lástima que de terror: —¡Tela! ¡Un pedazo de camisa! Aquellas cosas son hombres. Pero el capitán Jim corrigió su afirmación, y su voz estaba tan llena de espanto que me hizo estremecer aún más. —Quieres decir —susurró—… quieres decir que eran hombres. Sus ojos parecían mirar fijamente, como hipnotizados, la mancha que había quedado en la mejilla de Doug; mi viejo camarada empezó a sonrojarse, y luego volvió el rostro lentamente. No es necesario relatar la búsqueda que llevamos a cabo para encontrar algún resto del naufragio. Baste decir que, poco antes del mediodía, habías circunvalado por completo la isla y llegado de nuevo al largo montículo que se erguía cerca del lugar en el que habíamos pasado la noche. Tuvimos una pequeña charla y decidimos que lo mejor sería intentar apañárnoslas con los materiales que ofreciera la isla. Nos aproximamos, no sin repugnancia, a la pequeña garganta de color bermellón en la que habíamos buscado agua el día anterior. Por un instante creí distinguir una figura fugaz en las profundidades del bosque, una figura moteada de gris y verde, cuya postura erecta revelaba que las criaturas semihumanas vigilaban nuestros movimientos. Pudimos apartar con cierta facilidad, combinando la fuerza de los tres, el tronco gigantesco que sustentaba a los hongos que habían descargado sobre nosotros una nube de esporas marrones. Y la cabeza enorme de la cosa, cuyo diámetro era tan grande que apenas lo podíamos abarcar con los brazos extendidos, se dobló y cayó www.lectulandia.com - Página 117

limpiamente a nuestros pies. Arrastramos aquel tronco leproso hasta la orilla del mar y, llenos de una renacida esperanza, lo llevamos hasta la zona más profunda de la bahía. Pero pronto volvió la desesperación, pues el madero se hundió al instante, como si fuera de plomo. Volvimos y arrancamos una de aquellas plantas aflautadas con forma de ventilador, de tacto grasiento, y espantosos colores púrpuras, verdes y marrones. También se hundió al instante. Entonces el capitán Jim empezó a maldecir al ópalo de fuego por cuya culpa nos encontrábamos ahora en un lugar maldito y una existencia terrorífica. —¡Mala suerte! —gritó de repente—. Los ópalos siempre son portadores de mala suerte. La maldición del tiempo pesa sobre ellos y sólo traen desgracias a los hombres. No puedo más. Voy a regresar a la espesura para buscar algo que comer. Y no me importa si me mata. Ya no aguanto más. Las cosas malditas siempre traen mala suerte. Vamos a morir aquí, de cualquier manera, y de una forma espantosa, así que voy a comer. ¡Lo que sea! ¡Cualquier cosa! Esas criaturas semihumanas tienen que alimentarse. Y yo también. No me importa nada. Voy a comer. Y antes de que Doug o yo pudiéramos detenerle se precipitó playa arriba y desapareció entre la espesura. ¿Ir detrás de él? Doug hizo ademán de seguirle, pero yo le retuve con todas las fuerzas que me quedaban. —¡No! —grité—. ¡No, no, no! ¡Doug, por Dios, no le sigas! No lo hagas. Recuperará la razón en cuanto vuelva a tocar los hongos. Volverá. No vayas. ¡No! Doug se desplomó sobre la arena suave y limpia. —Tenemos que irnos de esta isla. Tenemos que escapar. Acto seguido, sin decir una palabra, se puso en pie de un salto, se quitó la camisa y los pantalones y se dirigió directamente hacia las aguas de la bahía. —¡Espera! —grité—. ¿Qué vas a hacer? No puedes escapar a nado. —No —contestó con calma—. Pero puedo llegar hasta los arrecifes y recuperar algunas cosas del Emerald Spray para que podamos construir una balsa. En mi desesperación, le seguí hasta la orilla. Luego volví a sujetarle por el brazo. —No puedes —susurré—. Mira. Varias grandes aletas triangulares de tiburón circulaban por las tranquilas aguas. —No puedes —repetí—. Es una muerte más cierta que la que puede encontrarse Jim. No debes ir. —Tenemos que salir de esta isla —musitó mientras contemplaba las olas verdosas rompiendo sobre el lejano arrecife. Desde detrás nos llegó ese lamento creciente que tan bien habíamos llegado a conocer. Enseguida se produjo la llamada de respuesta. Hechizados, nos dimos la vuelta y miramos, como a la espera de algo que no podíamos imaginar. Los lamentos y respuestas se fueron aproximando cada vez más. Un llanto www.lectulandia.com - Página 118

desesperanzado que iba subiendo de tono para luego volver a caer en una especie de sollozo lleno de angustia y desesperación. De repente se oyó un grito totalmente diferente, un aullido de terror. Miramos fijamente hacia la senda de color bermellón. Pero antes de que hubiéramos podido dar más de diez pasos emergió una figura de entre la espesura de tonos púrpuras y se dirigió corriendo hacia nosotros, aullando de miedo. Cayó de rodillas a nuestros pies, elevando unos brazos repletos de costras leprosas… un rostro del que surgían esas excrecencias nodulares y mohosas, de tonos verdosos y marrones, que habíamos visto en los seres de la noche anterior. Pero la voz era distinta. Más clara. Familiar, en cierto sentido. Parecía estar suplicándonos, y hasta nuestros oídos llegaron una o dos palabras chapurreadas en inglés. Hizo varios gestos con los brazos levantados. Señaló al bosque que estaba detrás. Luego a nosotros. Luego al mar. Y de nuevo a los hongos. Con un juramento inesperado, Doug agarró a la hedionda y mohosa criatura por el brazo y empezó a arrastrarla hacia el mar. —¡Doug! —grité. —¡Ayúdame! —cortó—. ¡Ayúdame! Sabe algo. Al agua con ella, ¡al agua! A lo mejor entonces comienza a hablar.

Capítulo VIII La criatura era —o, mejor debería decir, había sido— el muchacho cariaco. El terror le había llevado hasta nosotros, el terror a algo que le acechaba en las profundidades de la vegetación que crecía sobre la isla. Pero forcejeaba angustiado, gritando con desesperación y espanto, mientras Doug y yo le arrastrábamos hacia las aguas. Ahora sé por qué. Ahora sé que la excrecencia fungosa se había introducido tan profundamente dentro de su carne que la acción del agua salada suponía una verdadera tortura. Ahora sé que, a pesar de que la horrible costra fungosa se deshacía al instante bajo la acción química del líquido salino, la excrecencia, que se había ido desarrollando durante los dos días que llevábamos en la isla, había ido creciendo hacia adentro, atravesando su piel y extendiéndose por la carne viva. Y ahora sé que, aunque salvamos al muchacho de la muerte en vida que sin duda le esperaba en ese terrible pedazo de tierra, en realidad esa no había sido nuestra verdadera intención. Por fin sus forcejeos desesperados dieron paso al cansancio, y cuando, finalmente, le sacamos del agua y le dejamos tendido sobre la reluciente arena, se derrumbó hasta convertirse en una masa mustia y sollozante. Doug y yo nos miramos llenos de un súbito entendimiento, con la certeza de que www.lectulandia.com - Página 119

aquella maldición no nos abandonaría mientras permaneciéramos en ese lugar. Sólo existía una forma de vida sobre la isla: los hongos. Las únicas criaturas propias de la isla, las mariposas gigantes, también eran de origen fúngico. Los seres que nos visitaron la noche anterior habían sido en el pasado hombres, como nosotros, pero ahora, también ellos, no eran más que unas criaturas fungosas. Por la noche, mientras dormíamos y nuestra resistencia era mínima, incluso nosotros mismos habíamos caído bajo el poder de aquella vida maligna. Y el muchacho canaco, a pesar de que sólo llevaba dos días contagiado por esa vida ardiente, ya había sucumbido. Y Jim, el capitán Jim, no había podido resistirse al hambre y ahora se encontraba en algún lugar… en algún lugar —contemplamos los colores venenosos de la vegetación— en medio de aquella espesura. Recordamos la lucha que habíamos tenido con la criatura fungosa que, a pesar de empujar y tirar de ella, arrancando pedazos de las excrecencias que la cubrían, se había resistido con renovado vigor, haciéndonos retroceder con una insistencia incansable y una voz diabólica y amenazante. Doug, con los ojos abiertos de par en par, apartó la mirada del muchacho durante un momento y se hizo eco de mis pensamientos. Esa maldita cosa nos ha impregnado, Clarke. Se ha metido en nuestras gargantas, en nuestros pulmones, se ha dispersado por el interior de nuestros cuerpos. Debería haber muerto. Pero el muchacho sigue vivo. ¿Acaso existe algo que… que mata al ser humano, que mata al animal que lleva en su interior, y que, sin embargo, permite que su cuerpo, o al menos su figura, aún permanezca viva? ¿Algo que preserva esta forma espantosa de existencia? Sacudí la cabeza. ¿Cómo iba a saberlo? Era algo increíble y, sin embargo, ¿no había suficientes pruebas en la mera existencia de aquellas criaturas nocturnas, y en la del muchacho canaco? Incluso en nuestros propios cuerpos. Aquella mancha grisácea en la mejilla de Doug… Me sorprendí a mí mismo mirándola con atención, y sólo fui capaz de apartar los ojos, con una sensación de culpabilidad, cuando el rostro de Doug empezó a sonrojarse y mi compañero se tapó la mancha con un rápido movimiento de su mano. —Pero, ¿por qué —insistí, hablando más conmigo mismo que con Doug—, por qué aquellos hombres, al sentirse bajo la influencia de los hongos, no huyeron de la isla? Doug contempló las aguas tranquilas y esmeraldas de la bahía. Mis ojos siguieron su mirada hasta encontrarse con las aletas triangulares de los enormes tiburones. Dio un pequeño respingo. —Prefiero enfrentarme a las aguas infestadas —gritó de repente. —Yo también. Por eso, si habían sido hombres en el pasado, ¿por qué no habían elegido ellos también una muerte rápida y limpia? ¿Acaso tenían esperanzas, confiaban que alguien pudiera rescatarlos? www.lectulandia.com - Página 120

Entonces, si eso era cierto, argumenté, ¿por qué no habían venido a nuestro encuentro en cuanto descubrieron la presencia de hombres sanos sobre la playa? ¿Por qué no nos suplicaron que diéramos fin a sus sufrimientos? —No lo hicieron —insistí—. No lo hicieron. Doug contempló cómo respiraba aquella cosa informe y marrón, la costra descolorida y leprosa que antaño había sido una piel humana. —Vinieron a nosotros la noche pasada —apuntó—. Intentaron hablarnos. Querían decirnos algo; pero, estúpidos de nosotros, les asustamos. —Ya lo sé —interrumpí—. Pero si realmente les asustara la vida de este lugar, tenían que haber sabido que nosotros éramos su mejor oportunidad. ¿Por qué salieron corriendo, huyendo de nuevo al interior… al interior de esa cosa? Entonces los ojos de Doug se posaron fijamente sobre los míos. Y vi la respuesta. Era la misma que tanto había temido. El horror, ¡la piedad! No existía ninguna otra explicación, era lo único que podía esclarecer la permanencia en la isla de aquellas cosas que antaño habían sido hombres: su miedo mental, su cobardía física. Una terrible mezcla de emociones afloró a mi garganta y no pude evitar un sollozo… El capitán Jim… ahora estaba allí… ahora mismo… al comienzo de toda esta… —El muchacho está aquí desde hace dos días —gritó Doug—. Salió corriendo de la espesura en nuestra busca acuciado por un intenso miedo. Y sin embargo, lleva aquí dos días enteros… comiendo… bebiendo. Pero salió en nuestra búsqueda, perseguido por aquellos gritos espantosos… vino hacia nosotros… Toqué al muchacho con un pie. No se movió. Su respiración entrecortada y trabajosa revelaba que estaba completamente exhausto. —No se moverá de aquí durante un buen rato —dije—. Vamos, amigo mío. Tenemos que ir en busca del capitán Jim. Tenemos que salvarle, Tenemos que traerle de vuelta y luego, los cuatro, mientras sigamos siendo humanos, tenemos que huir de aquí. Escapar, Doug. Escúchame, tenemos que escapar. Tenemos que… Y de repente me quedé completamente en silencio, con el rostro enrojecido por la vergüenza. Pues mi propia voz tenía un tono de histeria. Entonces Doug volvió a tomarme del brazo y empezamos a caminar lentamente sobre la arena en dirección a la alfombra bermellón que cubría la pequeña cañada. No pude evitar un escalofrío involuntario, que me recorrió todo el cuerpo, cuando pasamos al lado del hongo gigantesco que casi me había sepultado con sus esporas la vez que fuimos a por agua. De nuevo volví a sentir aquella amenaza que parecía surgir de la espesura purpúrea que se extendía a nuestro alrededor, como queriendo cortarnos el paso, y miré con miedo a nuestra espalda, descubriendo que ya no podía ver las arenas de la playa. Los tallos enormes y lisos de los hongos se erguían por encima de nosotros, y el hedor enfermizo de la vida palpitante y cálida que latía en la vegetación volvió a inundar nuestras fosas nasales. Por dos veces se produjo un movimiento repentino y sombrío sobre nuestras www.lectulandia.com - Página 121

cabezas, seguido por una sofocante descarga de aquellas nubes de esporas. Pero seguimos adelante, Douglas y yo, con la vana esperanza de encontrar al capitán Jim antes de que sucumbiéramos, y poder llevarle de vuelta, aun en contra de su voluntad, a las límpidas y cristalinas aguas de la bendita bahía.

Capítulo IX Me resulta imposible recordar durante cuánto tiempo estuvimos dando vueltas entre aquella silenciosa masa de vegetación. Supongo que horas, y en ningún momento nos desprendimos de la sensación de ser observados, como si aquel mundo vegetal aguardara pacientemente a que nos internáramos en el centro mismo de su corazón, echándonos encima su aliento soporífero y húmedo, reagrupándose, juntando fuerzas, un poder vital, convencido de que aquella sería nuestra última batalla. Y entonces, sin previo aviso y muy cerca de nosotros, se oyó el terrible lamento de las criaturas semihumanas. Casi al mismo tiempo alguien gritó una maldición con voz profunda. Miramos a nuestro alrededor, y allí, en cuclillas, debajo de uno de esos gigantescos ventiladores aflautados, con la piel marrón y acartonada llena de motas de un color verde enfermizo, se hallaba el capitán Jim. En sus manos sostenía un pedazo de aquella materia fungosa mientras nos miraba con ojos relucientes. Nos observó durante un rato y luego volvió a bajar la cabeza sobre aquella masa espantosa y siguió comiendo. Al poco irguió de nuevo el rostro, masticando con voracidad. —¡Jim! El nombre salió de nuestras bocas al mismo tiempo. Se puso en pie con una maldición en sus labios. —¡Fuera de aquí! ¡Marcharos! Apenas era su voz. Apenas eran sus ojos. Tenía toda la apariencia de un demente. Antes de que pudiéramos decir nada volvió a ponerse en cuclillas y, con un brillo torvo en los ojos que brillaban debajo de una costra fungosa, se puso a comer con renovada ansia. Doug me agarró del brazo. Miré hacia donde me indicaba y di un respingo. A menos de un metro de donde estaba agachado el capitán Jim, una de las criaturas semihumanas yacía despatarrada, completamente inmóvil y silenciosa. Y supe en lo más hondo de mi corazón que estaba muerta. Muerta… y el capitán Jim… Doug me susurró al oído: —Esos gritos que escuchamos antes de que el muchacho canaco se precipitara sobre nosotros… ¿Acaso esas… esas cosas atacaron a Jim? Apenas había terminado de hablar cuando volvimos a escuchar el aullido lastimero, y esta vez parecía estar justo al lado de nosotros. Y entonces, detrás del www.lectulandia.com - Página 122

capitán Jim, se perfilaron cuatro figuras grotescas y fungosas. Tenían el mismo color de la vegetación que les rodeaba, y tan sólo pudimos apreciar su proximidad por los súbitos movimientos que habían hecho. Pero no nos miraban a nosotros. Sus ojos, medio ocultos entre los terribles nódulos y excrecencias que se pegaban a sus rostros, miraban directamente a Jim. —¡No querían hacernos ningún daño, Doug! —susurré—. Tan sólo pretendían ayudarnos. Y sin embargo… y sin embargo Jim ha matado a uno de ellos. —¡Vamos! Saltamos sobre el capitán Jim. Daba la sensación de que la comida había triplicado las fuerzas del capitán. Los tres nos revolcamos por la tierra mientras los seres fungosos se aproximaban. Sentí que una sombra pasaba sobre nosotros y, mientras forcejeaba, esperé que una lluvia de esporas cayera sobre nosotros. Pero me sorprendí de que no sucediera así. Durante un rato no pude apartar la mirada de los ojos chispeantes del capitán Jim mientras éste maldecía y forcejeaba intentando librarse de nuestro asalto. Luego, un movimiento a nuestras espaldas captó mi atención, y descubrí que las cuatro criaturas semihumanas se acercaban en grupo y nos miraban con intensidad, brincando de un pie a otro, contemplando la refriega con asombro. Y por encima de las maldiciones se oía aquel lamento afelpado sonando sin cesar. —¡Idiotas! Era Jim el que gritaba. —¡Idiotas! Comed esa sustancia, coméosla. ¡Dios! Jamás habéis probado nada semejante. Parad esto. Dejadme. ¡Malditos seáis! ¡Coméoslo! ¿Es que no me vais a dejar tranquilo? ¿Es que no me vais a dejar seguir comiendo…? Y sus palabras se transformaron en una maldición sollozante. Doug, que le sujetaba por el brazo derecho, mientras yo lo hacía por el izquierdo, gritó por encima de la refriega: —Esa sustancia le ha hecho perder el juicio, Clarke. Hay que luchar por su vida. Por su vida y por las nuestras. ¡Dios! No puedo describir la batalla que tuvo lugar en aquel paraje infame, mientras la sombra de una maldición pesaba sobre nosotros. La sensación de que una fuerza vital aguardaba el momento propicio para caer sobre nosotros, una fuerza impía y amenazante. Aquellos colores infernales, aquellas formas de pesadilla… El cálido vapor, una vida omnipresente, húmeda… Y aquellas cuatro figuras lastimosas que antaño habían sido hombres, allí agrupadas, saltando excitadas mientras contemplaban la escena, gritando arengas con sus voces afelpadas. Por dos veces mi pie desnudo se hundió en la superficie correosa de las excrecencias que crecían debajo de nosotros, y las diminutas lenguas de color bermellón de los hongos palpitantes saltaron hacia arriba, serpentinas, extendiéndose sobre nuestros cuerpos como una alfombra ondulante, cálida, húmeda, terriblemente viva. www.lectulandia.com - Página 123

Una y otra vez las sombras pasaban por encima de nosotros mientras las gigantescas cabezas con forma de sombrilla nos espiaban desde arriba, como aguardando el resultado de la lucha. Y mis temores se acrecentaban o volvían a relajarse a su paso, aunque seguían sin arrojar su carga de esporas sobre nosotros. Me pregunté a qué estaban esperando aquellas cosas. ¿Lo sabían realmente? ¿Sabían cuándo tenían que dar rienda suelta a su turbulenta, aunque silenciosa, fuerza vital? ¿Sabían que el capitán Jim ya había sucumbido en parte y que, si nos vencía a mi amigo y a mí mismo, también nosotros terminaríamos convirtiéndonos en aquella especie de criaturas semihumanas que nos contemplaban? ¿Era consciente de todo eso aquella vida fungosa? ¿Era esa la razón por la que no nos atacaba? Extraños razonamientos, ¿verdad? Sí, lo eran. Pero si hubierais estado allí… Si hubierais estado luchando en aquel infierno cálido y pegajoso, sintiendo con todos los nervios del cuerpo que ese infierno húmedo bullía de una vida maligna, cuyos deseos no podían ser más funestos… ¡Ah! Si hubierais estado allí… —¡Comed! —gritó Jim de nuevo—. Dejadme. Probadlo y luego… y luego lo entenderéis. ¡Maldita sea! Entonces, entonces, ya no podréis parar. ¡Comed…! —¡Idiota! —estalló Douglas—. ¡Sé hombre, un hombre, capitán Jim! Las palabras parecieron llegar a una zona aún no contaminada del cerebro de Jim. La expresión de sus ojos cambió lentamente. Sus forcejeos cesaron. Se dejó caer sobre nuestros brazos, dando grandes bocanadas del aire cálido, húmedo y palpitante. Luego, nervioso, se restregó los ojos con el brazo. —¡Doug! ¡Clarke! En el nombre del cielo… ¿dónde…? ¿qué…? —miró a su alrededor. Se ocultó el rostro con las manos y gimió—. Sacadme de aquí, sacadme. Antes de que vuelva a poseerme. No sabéis. No podéis entender… Le agarramos entre los dos y nos volvimos hacia el sol, que ya se ocultaba por poniente, tratando de abrirnos paso hasta la lejana playa. Un grito afelpado salió entonces de las criaturas semihumanas y yo me puse en guardia con el puño listo para rechazar su ataque. Pero éstas se pusieron por delante y, pegando saltitos con su peculiar forma de andar, se volvían hacia nosotros una y otra vez haciéndonos señas. El capitán Jim gruñó en voz alta. —Uno de ellos, allí atrás, el chico canaco, estaba comiendo aquella sustancia. Decía que estaba buena. Así que la probé antes de regresar. Lo olvidé. Lo olvidé todo. Entonces llegaron los demás, y uno de ellos intentó detenerme. El muchacho estaba con ellos. Ellos parecían saber lo que sucedería… Intentaron detenerme. Me volví loco. El muchacho salió corriendo, dando gritos. Yo no podía pensar en nada… tan sólo comía, comía… —Lo entendemos, Jim —susurró Doug—. Lo entendemos. De repente el sol quedó cubierto como por un velo. Las excrecencias púrpuras que se extendían bajo nuestros pies se irguieron, arrugándose y rompiéndose. Una nube de vapor nos envolvió por completo. Y con un movimiento súbito y palpitante, www.lectulandia.com - Página 124

aunque silencioso, aquellos hongos volvieron a inundarse de una vida cálida y lujuriosa. Un grito salvaje y desesperanzado se elevó en medio de la espesura. —¡Permaneced juntos! —aullaba Jim—. ¡Resistid! ¡Resistid! ¡Resistid!

Capítulo X Los jirones y desechos de la sustancia gris crecían sobre la playa en el mismo lugar en el que nos desprendíamos de ellos. Se extendían. Alfombraban las arenas coralinas como una especie de mortaja fungosa y elástica, llenando el aire con su cálida y diabólica vida efervescente, una vida que se desarrollaba y seguía desarrollándose sin parar. Se extendían, irguiéndose como una gigantesca nube hasta que, superadas por su propio peso, volvían a depositarse en el suelo con un crujido enfermizo y una ráfaga húmeda de esporas que se desperdigaban trayendo consigo renovados vapores. Unas formas se erguían entre las brumas, unas formas nodulares, esféricas, gigantescas, que terminaban en unas cabezas enormes con aspecto de sombreretes y que arrojaban nubes marrones de polvo fertilizante sobre las masas de excrecencias que había debajo. Las plantas con forma de ventilador, de un terrible color verdoso con manchas marrones, estallaban a nuestro paso. El pasto grisáceo que teníamos bajo los pies se tornó del color púrpura que predominaba en la abotargada vegetación del bosque principal. Nuestros pulmones estaban llenos de la sustancia. Grandes cantidades de aquel polvo gris sofocaban mi garganta, mientras el calor de su regeneración ardía en mis membranas y el vapor mohoso nublaba mis sentidos. Pero un pensamiento se abrió paso…: la bahía. Nos sumergimos de cabeza. Aquella tremenda fuerza vital se abrió paso hasta el mismo borde del agua… Masas grises, enormes tallos de un amarillo leproso, púrpuras enfermizos y verdes deslustrados… lentamente, mientras luchábamos por nuestras vidas en el interior del agua salada, iban cambiando, adoptando unos colores aún más profundos y espantosos. Unos vapores enfermizos que se extendían en busca de nueva vida. Las cabezas gigantescas estallaban en nubes de esporas, formando enormes montículos fungosos, y rodo bullía con la terrible fuerza vital de los malignos hongos que debían sus poderes regenerativos al tórrido sol tropical y a la humedad de las lluvias selváticas. Y quizás también a alguna clase de semilla que había brotado de las profundidades del mar en un continente sumergido tiempo atrás, y que habían sido depositadas en medio de la fecunda calidez y humedad del cinturón ecuatorial por los diminutos insectos coralinos que construyen grandes tierras. Y de esta manera, unas cosas enormes vertían ahora sobre nosotros una lluvia de esporas marrones en la www.lectulandia.com - Página 125

misma orilla del mar… Entonces una de las plantas, que se balanceaba en precario equilibrio justo en el borde de la arena, cayó al agua. Se desintegró con la misma rapidez con la que había brotado, desapareciendo, desintegrándose al instante. No pudimos evitar una exclamación de sorpresa. La bahía era nuestro refugio. En el agua nos hallábamos a salvo. De repente el chico canaco, que había vuelto a aparecer mientras nosotros estábamos en el interior del bosque, se puso a gritar. Vimos la enorme aleta dorsal de un tiburón que nadaba de un lado a otro pero que, con toda certeza, se aproximaba lentamente hacia nuestra posición. Miramos la confusa aglomeración de hongos y luego al mensajero gris portador de una muerte cierta y rápida. Si se acercaba nuestro final, preferíamos que este llegase de la segunda manera. Oímos más gritos desde la playa, bastante lejos, a nuestra izquierda; se trataba de los estridentes lamentos de las criaturas semihumanas, de aquellas cosas en las que querían transformarnos estos hongos fecundos y terribles. Habíamos salido del bosque muy hacia el sur del lecho alfombrado de fungosidades de Color bermellón, de aquel gran montículo de excrecencias que se erguía cerca del lugar en el que habíamos dormido la noche anterior y que se encontraba muy cerca de donde la playa giraba hacia el oeste. Los gritos provenían de aquel lugar y pudimos distinguir las figuras de los hombres fungosos. —¡Por todos los cielos, están llamándonos! —gritó Doug—. No quieren hacernos daño. No te atacaron cuando estabas en el bosque, Jim. Intentan decirnos algo. ¡El tiburón! ¡Saltad! La enorme aleta dorsal había estabilizado su rumbo errático hacia nosotros y el agua hervía delante de ella. Desesperados comenzamos a desgarrar la vegetación fungosa e intentamos abrirnos camino entre las aguas poco profundas de la orilla. La fuerza vital de los hongos para desarrollarse parecía haber decrecido momentáneamente, como si se hubiera agostado, y una franja de tierra desnuda se abrió delante de nosotros. Las criaturas semihumanas saltaban de un lado a otro llenas de nerviosismo mientras nos aproximábamos al montículo enorme que se erguía cerca de la orilla del agua. De nuevo se pusieron a arrancar la costra fungosa que crecía en la superficie del montículo, animándonos a que hiciéramos lo mismo. Y de pronto, al observar la forma peculiar de aquella masa de vegetación, lo comprendí, y me puse a arrancar con desesperación las excrecencias. Acto seguido, temblando al pensar en esas cosas, pero acuciado por el terror que me producía aquella tierra y aquel mar, introduje por completo el brazo dentro de la masa fungosa. De repente, cuando aún no había llegado al codo, mi brazo se estrelló contra algo más duro. Grité lleno de excitación mientras corría hacia las aguas de la bahía. Volví enseguida, llevando en el cuenco formado por las palmas de las manos una pequeña www.lectulandia.com - Página 126

cantidad de agua salina que arrojé en el agujero que acababa de excavar. Y luego otro, y otro más, hasta que al fin, cuando la luz del día pudo penetrar en su interior, solté un grito histérico y lleno de alegría. —¡Madera! Es madera, compañeros, madera… Un barco… ¡un barco! Y entonces, gritando sin parar, Doug y el capitán Jim y el muchacho canaco empezaron a arrojar también agua sobre la costra fungosa. Incluso las criaturas semihumanas saltaban torpemente de un lado a otro, sin importarles que las gotas salinas cayeran sobre sus cuerpos, arrancando las excrecencias que se pegaban en el costado opuesto, descubriendo poco a poco que lo que nosotros habíamos tomado por una enorme masa de sustancia fungosa eran en realidad los restos ocultos de un naufragio. Entonces el capitán Jim, que había estado trabajando en la zona de popa del barco, exclamó sorprendido: —¡Compañeros! Mirad esto. Le echamos un vistazo al espejo de popa de la goleta y luego desviamos la vista hacia las criaturas semihumanas que brincaban a nuestra espalda. —¡Que Dios se apiade de ellos! —suspiró Douglas Gordon—. Se merecían un castigo, pero no algo tan horrible. Aún podía distinguirse el nombre de la goleta naufragada, grabado en caracteres negros sobre la madera de teca del espejo de popa. Era la prueba de la terrible desgracia que había caído sobre aquellas desafortunadas criaturas, el final de la persecución que nos había llevado hasta allí y, presumiblemente, el objeto que podría suponer nuestra salvación del horror que se había adueñado de los hombres que habían robado nuestro preciado ópalo de fuego, huyendo de nuestra venganza en la goleta Black Moth. En verdad habían recibido un castigo espantoso. Y también sabían en lo que se habían convertido y que nosotros acabaríamos de la misma manera si permanecíamos más tiempo en aquella Isla de los Hongos. Nos habían visto, se habían dado cuenta de que éramos criaturas humanas, a pesar de que sus mentes ya no eran capaces de reconocernos como los verdaderos dueños del pétreo tesoro. Y con toda su buena intención, aun a riesgo de que pudiéramos hacerles daño, habían conseguido hacernos ver que nuestra salvación dependía de aquel montículo fungoso. La luna se elevó en el cielo, y las criaturas semihumanas seguían ayudándonos a limpiar la nave naufragada. Cerca de la aurora, el capitán Jim pudo acceder a la escotilla de popa y, a pesar de nuestras advertencias, declaró que iba a investigar las cubiertas inferiores. Evidentemente, durante la tormenta, la escotilla había sido cerrada. Tuvimos que esforzarnos todos para poder desatrancar la puerta del hinchado marco, pero nuestros corazones estallaron de alegría cuando descubrimos que las precauciones tomadas a causa de la tormenta que había arrojado al barco sobre las arenas coralinas también habían mantenido a salvo la cabina del Black Moth de las terribles fungosidades de la www.lectulandia.com - Página 127

isla. La goleta estaba escorada sobre uno de sus costados, como si la hubieran hecho encallar para limpiar los fondos, pero nos precipitamos descuidadamente por la pequeña escalerilla, empujándonos y cayendo los unos sobre los otros en nuestra ansia por ser los primeros en encontrar lo que se había adueñado de nuestros pensamientos. El agua y la comida, la cual no habíamos probado en más de cuarenta y ocho horas, podían esperar. Tampoco nos daban miedo los hongos, las tablas y materiales que nos rodeaban serían suficientes para construir una balsa y escapar en busca de una tierra más limpia y sana. Y un tiburón no era más que un simple pez que vivía en el agua. Entonces, al fin, con un grito de alegría, encontramos un pequeño cofre de madera negra. Lo cogimos y lo llevamos fuera de la cabina; lo abrimos, y justo entonces los brillantes rayos del sol naciente, que comenzaban a sobresalir por el horizonte oriental, encima de los grotescos perfiles de la fungosa vegetación de aquel bosque de hongos, estallaron en un millar de fuegos resplandecientes al chocar contra el enorme y flamígero ópalo. Encontramos varios barriles de agua en las bodegas, así como comida enlatada. Comimos con moderación, mientras las desesperanzadas, aunque en apariencia satisfechas criaturas semihumanas que antaño habían robado nuestro tesoro, nos observaban en silencio. Las invitamos a unirse a nosotros. Pero ellas negaron rápidamente con la cabeza, y con ese movimiento tan peculiar como de caminar a pequeños saltos, se dieron la vuelta a un tiempo y desaparecieron por la hondonada cubierta de excrecencias de color bermellón. Entonces el capitán Jim, volviéndose hacia nosotros, nos dijo por qué jamás volverían a ser como nosotros. —Yo probé un poco de aquella sustancia —dijo—. Seguramente, en los primeros días y por simple curiosidad, también ellos lo hicieron. Ya visteis de qué manera me afectó esa sustancia. Era como una especie de droga, algo que producía un placer imposible de describir en palabras; querías más y más y más… Ellos no pudieron parar. Perdieron todas las características humanas, tomaron la vida de aquellas fungosidades y, que Dios se ampare de ellos, se convirtieron en algo mitad hongo mitad humano. Y sin embargo… Douglas Gordon finalizó la frase. —Y sin embargo, de alguna manera sabían el destino que les aguardaba, el mismo que estaba destinado a nosotros. Y por algún motivo, sólo el Cielo lo sabe, intentaron advertirnos. Sean lo que sean, y lo que llegarán a ser en el futuro, aún conservan algo de su humanidad. Miré hacia la hondonada cubierta de excrecencias de color bermellón por encima del resplandor del recuperado ópalo de fuego, contemplé la vegetación silenciosa de colores venenosos, la masa gris de aquella sustancia enfermiza que nos había perseguido mientras huíamos hacia las purificadoras aguas de la bahía… y en mi www.lectulandia.com - Página 128

mente pude ver con plena claridad el terrible destino que, no sólo a aquellas criaturas semihumanas sino también a nosotros, nos había estado acechando. Incliné la cabeza. —¡Que Dios les ayude! —musité al mismo tiempo que Doug y el capitán Jim—. Que Dios se apiade de ellos. Y que pronto logren pasar a una vida más dulce y limpia de la que florece en la Isla de los Hongos.

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Robert E. Howard (1906-1936) Aunque Howard escribió multitud de aventuras con fondo marino, es difícil encontrar relatos suyos en los que mezcle estos ambientes con el terror. Generalmente sus barcos y océanos son lugares llenos de fantasía, batallas, piratas, bárbaros, negreros, princesas desvalidas (y no tan desvalidas) y tormentas, de hombres heroicos enfrentados a los elementos y a su destino. Pero, por suerte, nos dejó dos piezas, bastante curiosas dentro de la narrativa habitual howardiana, que cumplen plenamente con los requisitos para figurar en esta antología. Me refiero a sus dos únicos cuentos del ciclo de la ciudad de Faring, un melancólico enclave marinero situado en algún lugar de las costas de Maine o del Condado de Donegal. Sin prescindir de sus habituales héroes y villanos, Howard nos sumerge en un mundo acuático y brumosos, áspero, endurecido por los vientos gélidos que bajan de las colinas y por los recios temporales que llegan del mar; un paraje en el que todo puede suceder.

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MALDICIÓN MARINA Robert E. Howard

Y algunos vuelven al caer la luz Y otros en el sueño poco profundo, Pues ella escucha los pasos de los fantasmas chorreantes Que pasean por entre las vigas desnudas del techo. Kipling

Eran los bravucones y camorristas, los fanfarrones más osados y los bebedores más descarados de Faring Town; se trataba de John Kulrek y de su compinche, el ladino Lengua-Embustera Canool. Muchas veces yo, un muchacho de pelo encrespado, me he acercado a hurtadillas hasta la puerta de la taberna para escuchar sus juramentos, sus discusiones blasfemas y sus salvajes canciones marinas; medio temeroso medio admirado de aquellos insensatos lobos de mar. Toda la gente en Faring Town les miraba con espanto y fascinación, pues no eran como el resto de los hombres de la ciudad; no se contentaban simplemente con comerciar a lo largo de la costa y entre los bajíos infectados de tiburones. Los esquifes y las yolas no estaban hechos para ellos. Ellos navegaban lejos, mucho más lejos que cualquier otro marino del pueblo, pues se embarcaban en grandes veleros que atravesaban las olas espumosas y blancas, surcaban los grises e inquietos mares y recalaban en puertos de tierras extrañas. ¡Ah! Recuerdo que eran tiempos difíciles en la pequeña ciudad costera de Faring Town cuando John Kulrek regresó a casa acompañado de su solapado amigo, Lengua-Embustera, haciendo resonar sus pasos arrogantes por el entarimado de madera de la calle, envueltos en sus alquitranados chaquetones de marino, con la daga siempre lista colgando en sus fundas de cuero, gritando saludos y chanzas a sus conocidos más allegados, besando a alguna que otra doncella que se aventuraba a pasar demasiado cerca de ellos; y luego, calle arriba, bramando las notas de una canción marina, a duras penas medio decente. Cómo se reían los vagos, los haraganes y los borrachos al paso de aquellos dos héroes desesperados, cómo vitoreaban y se carcajeaban sin freno de todas sus bromas. Pues para los habituales de la taberna, y para los más débiles de entre los recios habitantes del pueblo, aquellos hombres de lenguas desenfrenadas y bruscos modales que contaban relatos de los Siete Mares y lejanos países, aquellos hombres, digo, eran valientes guerreros, sujetos honorables www.lectulandia.com - Página 131

que habían elegido el camino de la sangre y el fuego. Y todos les temían, así que cuando golpeaban a alguien o insultaban a una mujer, las gentes cerraban los ojos y no hacían nada. Y cuando John Kulrek forzó a la sobrina de Moll Farrell, nadie se atrevió a poner en palabras lo que todo el mundo pensaba. Moll jamás se había casado, y ella y la muchacha vivían solas en una pequeña cabaña al borde de la playa, tan cerca de la orilla que, cuando el mar estaba arbolado, las olas casi lamían su puerta. Las gentes del pueblo consideraban a Moll como una especie de bruja, y ella era una mujer adusta, delgada y vieja que casi nunca hablaba con nadie. Se ocupaba de sus propios asuntos, y apenas subsistía gracias a la pesca de almejas y a la recogida de tablas que flotaban a la deriva. La muchacha era bonita, pequeña, vanidosa y un poco estúpida; una hembra a la que se podía seducir con facilidad, pues de otra manera jamás habría caído en las lobunas lisonjas de John Kulrek. Recuerdo que era un gélido día del invierno, y que un viento cortante soplaba del este, cuando la vieja dama llegó a la calle mayor del pueblo gritando que la muchacha había desaparecido. Todos fuimos a buscarla por la playa y entre las sombrías colinas que se erguían tierra adentro; todos salvo John Kulrek y sus compinches que se quedaron en la taberna jugando a los dados. Durante todo aquel tiempo oímos el rugir y el batir incansable del monstruo gris estrellándose contra los bajíos, y luego, a la luz pálida de una aurora fantasmal, la chica de Moll Farrell regresó a su hogar. La marea la arrastró suavemente sobre las húmedas arenas, dejándola prácticamente al lado de la puerta de su casa. Tenía un color blanco virginal y llevaba los brazos cruzados sobre el pecho inerte; el rostro estaba en calma y las grises olas lamían sus delicados miembros. Los ojos de Moll Farrell eran de piedra, y sin embargo se quedó delante de la muchacha muerta y no dijo nada hasta que John Kulrek y su compinche llegaron tambaleándose desde la taberna, con las jarras de cerveza aún en las manos. John Kulrek estaba borracho y la gente se volvió hacia él, llenos de sospechas de asesinato; pero Kulrek se paseó delante del cuerpo de la muchacha y se rió de Moll Farrell. —¡Diablos, Lengua-Embustera —maldijo John Kulrek—, la chica se ha ahogado! Lengua-Embustera soltó una risita entre sus labios finos y torcidos. Siempre había odiado a Moll Farrell, pues había sido ella la que le puso aquel mote. Entonces John Kulrek levantó la jarra tambaleándose sobre sus piernas inseguras. —¡Brindemos por el fantasma de la ahogada! —gritó, mientras el resto de la gente se quedaba horrorizada. Moll Farrell habló, y las palabras surgieron de ella como un chillido que llenó de escalofríos a la muchedumbre allí congregada. —¡Que la maldición del Demonio Hediondo caiga sobre ti, John Kulrek! —aulló —. ¡Que Dios maldiga tu repugnante alma por toda la eternidad! ¡Que veas cosas que quemen tus ojos y abrasen tu alma! ¡Que tengas una muerte sangrienta y que te www.lectulandia.com - Página 132

retuerzas de dolor en las llamas del infierno durante millones y millones y millones de años! ¡Te maldigo, en el mar y en la tierra, en el aire y en todas las partes del mundo, y que caigan sobre ti los demonios del océano y de los pantanos, los diablos de los bosques y los duendes malignos de las colinas! ¡Y tú —un dedo cadavérico apuntó a Lengua-Embustera Canool, y éste empezó a retroceder mientras su rostro palidecía—, tú serás el motivo de la muerte de John Kulrek, y él será el motivo de la tuya! ¡Tú conducirás a John Kulrek a las puertas del infierno y John Kulrek te llevará a ti al árbol de la horca! ¡Dejo el sello de la muerte sobre tu frente, John Kulrek! ¡Vivirás en el terror y morirás en el terror, sobre los mares lejanos, grises y fríos! ¡Pero las aguas, que acogieron en su regazo un alma inocente, no tomarán la tuya, sino que escupirán a las arenas tus viles restos! ¡Ah, John Kulrek —y hablaba con tan terrible intensidad que la expresión burlona del rostro del borracho se fue transformando hasta adoptar una mueca estúpida y canalla—, el mar brama reclamando una víctima a la que no acogerá! La nieve brilla sobre las colinas, John Kulrek, y antes de que se derrita tu cuerpo yacerá a mis pies. Y yo escupiré sobre él, y seré dichosa. Kulrek y su compinche zarparon al amanecer para una larga travesía, y Moll volvió a su choza y a la recogida de almejas. Parecía más delgada y adusta que nunca, y sus ojos relucían con un brillo enfermizo. El tiempo fue pasando y la gente murmuraba que los días de Moll estaban contados, pues cada vez se asemejaba más al fantasma de una mujer; pero ella siguió a lo suyo, rechazando cualquier ayuda que le ofrecieran. El verano fue corto y frío, y la nieve que brillaba en las desnudas colinas no llegó a derretirse; algo bastante extraño que motivó muchos comentarios entre los habitantes del pueblo. Cada anochecer y cada aurora, Moll se acercaba a la playa, miraba la nieve que aún lucía en las colinas y luego sus ojos regresaban al mar y contemplaban las aguas con feroz intensidad. Los días volvieron a acortarse, las noches se hicieron más largas y oscuras, y las mareas gélidas y grises lamieron de nuevo los lóbregos bajíos, trayendo consigo a los punzantes vientos del este cargados de lluvia y aguanieve. Y un día lúgubre una nave mercante entró en la bahía y echó amarras. Y todos los curiosos y haraganes se acercaron hasta los muelles, pues aquel era el barco en el que John Kulrek y Lengua-Embustera Canool habían zarpado. Lengua-Embustera bajó por la rampa de madera, más furtivo que nunca, pero John Kulrek no estaba con él. Canool sacudió la cabeza ante los gritos de la gente que le preguntaba. —Kulrek desertó del barco en un puerto de Sumatra —dijo—. Tuvo una riña con el patrón; quería que yo también desertara. ¡Pero no! Yo tenía que ver a mis camaradas de nuevo. ¿Eh, chicos? Lengua-Embustera Canool caminaba medio escondiéndose cuando, de repente, empezó a retroceder al descubrir que Moll Farrell se abría paso entre la gente. Durante un rato se quedaron mirándose el uno a la otra, luego los adustos labios de www.lectulandia.com - Página 133

Moll se torcieron en una terrible sonrisa. —¡Tienes sangre en la mano, Canool! —le espetó de repente, pillándole tan de sorpresa que Lengua-Embustera no pudo evitar frotarse la mano derecha sobre la manga de la izquierda. —¡Apártate, bruja! —gruñó con súbita rabia, andando a grandes zancadas entre la gente reunida alrededor. Sus compinches le siguieron en dirección a la taberna. Creo recordar ahora que el día siguiente fue aún más frío; los jirones de niebla gris eran arrastrados a tierra por el viento del este, y las playas y el mar permanecían bajo un manto gélido. Ningún barco zarparía aquella jornada, y los lugareños se quedaron al calor de sus hogares o contando historias en la taberna. Fue entonces cuando Joe, mi amigo, un chico de la misma edad que yo, y yo mismo vimos el primer hecho extraño de los que iban a acontecer. Ambos éramos unos jovenzuelos alocados con poco juicio y estábamos sentados en un pequeño bote de remos que se balanceaba en el extremo de los muelles, tiritando de frío y esperando a que fuera el otro el que sugiriera que nos fuéramos de allí, pues en realidad no existía ninguna razón para permanecer en semejante lugar, excepto que era un buen sitio para construir castillos en el aire sin ser molestado. De repente Joe levantó la mano. —¡Chitón! —dijo—. ¿No oyes eso? ¿Quién puede estar ahí fuera en un día como éste? —Nadie. ¿Qué has oído? —Remos. O estoy majara. Escucha. Era imposible ver nada en aquella niebla, y tampoco pude oír ningún sonido extraño. Sin embargo, Joe juraba que él sí lo había oído, y de repente su rostro adoptó una expresión extraña. —Alguien está remando ahí fuera. ¡Lo juro! ¡La bahía está llena del sonido de unos remos! ¡Al menos varios botes! ¡Serás idiota! ¿No los oyes? Y entonces, mientras sacudía mi cabeza, Joe dio un brinco y empezó a quitar la amarra del bote. —Voy a ir a ver. Entonces podrás llamarme mentiroso si la bahía no está llena de barcas, todas juntas, como una pequeña flotilla. ¿Vienes conmigo? Sí, iría con él, aunque no había escuchado nada. Entonces nos sumergimos en aquel velo gris, y la bruma se cerró detrás y enfrente de nosotros mientras remábamos en mitad de un mundo lleno de vapores, sin poder oír y sin poder ver nada. Estábamos perdidos en el espacio y en el tiempo, y maldije a Joe por haberme convencido a ir tras un supuesto ganso salvaje que nos iba a llevar mar adentro. Pensé en la muchacha de Moll Farrell y me estremecí. Me resulta imposible calcular qué distancia recorrimos. Los minutos se convirtieron en horas, las horas en siglos. Pero Joe seguía jurando que oía el ruido de remos, a veces al alcance de la mano y a veces muy lejos en la distancia, y seguimos remando durante horas, fijando nuestro rumbo por los sonidos que Joe juraba www.lectulandia.com - Página 134

escuchar, ya se hicieran estos más fuertes o decrecieran de improvisto. Más tarde pensé en esto y no pude entenderlo. Y entonces, cuando tenía las manos tan entumecidas que apenas podía sujetar el remo y la somnolencia producida por el frío y el cansancio estaba a punto de apoderarse de mí, pudimos contemplar el brillo plateado de las estrellas a través del manto de niebla, y ésta se disipó de repente, desvaneciéndose como un fantasma de humo, y nos encontramos justo en la boca de la bahía. Las aguas estaban tan lisas como las de un estanque, de un color verdoso oscuro y plateado bajo la luz de las estrellas, y el frío era aún más punzante. Estaba poniendo el bote rumbo a los muelles cuando Joe soltó un grito, y por primera vez pude escuchar el sordo sonido de unos remos. Miré por encima del hombro y se me heló la sangre en las venas. La proa enorme y sombría de un barco surgía por encima de nosotros, una figura extraña y grotesca que se recortaba contra las estrellas, y mientras contenía la respiración, la nave desvió su rumbo y pasó a nuestro lado produciendo un curioso susurro que jamás había escuchado en ningún otro barco. Joe gritó y empezó a remar desesperadamente, y el bote se apartó justo a tiempo ya que, aunque la proa no había chocado contra nosotros, sí habríamos perecido, pues de los costados del buque sobresalían unos remos enormes, dispuestos en varias hileras, que le impulsaban. Aunque jamás había visto una embarcación semejante, sabía que se trataba de una galera[12]. Pero, ¿qué hacía surcando nuestras costas? Decían, los que habían viajado lejos, que semejantes barcos aún se utilizaban entre las gentes paganas de Berbería; pero estábamos muy lejos de aquellas regiones y además aquel navío no se parecía a los descritos por los viajeros. Empezamos a perseguirle, pero era muy extraño pues, aunque las aguas se abrían en la base de la proa y parecía como flotar suavemente por encima de las olas, la embarcación apenas progresaba y enseguida la alcanzamos. Atamos rápidamente un cabo a una cadena que colgaba en la parte de atrás, lejos del alcance de los remos, y llamamos a quienquiera que estuviese en cubierta. Pero nadie nos contestó, y al fin, tras superar nuestros miedos, subimos trepando por la cadena y llegamos a la cubierta más extraña que nadie haya pisado durante muchos siglos. —¡Esto no es una galera de Berbería! —musitó Joe atemorizado—. ¡Mira qué aspecto más antiguo tiene! Parece que se va a desmoronar de un momento a otro. ¡Está todo podrido! No se distinguía ni un alma en cubierta y nadie parecía gobernar la larga vara que hacía de timón. Caminamos hasta la entrada de las bodegas y miramos escaleras abajo. Y entonces, si alguna vez hubo alguien en el mismo borde de la locura, esos fuimos nosotros. Pues bien es cierto que allí estaban los remeros, sentados en las hileras de bancos, e impulsaban los chirriantes remos sobre las grises aguas. Sí. ¡Pero todos los que remaban eran unos esqueletos descarnados! Corrimos por la cubierta dando gritos, dispuestos a arrojarnos al mar. Pero justo antes de llegar a la barandilla tropecé con algo y caí de cabeza sobre el entarimado, y, www.lectulandia.com - Página 135

mientras yacía allí, vi una cosa que hizo que mis miedos a lo que había en las bodegas se disiparan por unos instantes. La cosa con la que había tropezado era un cuerpo humano y, bajo la pálida luz gris que empezaba a asomar sobre las olas por oriente, pude ver que tenía un puñal clavado entre los hombros. Joe estaba en la barandilla, instándome a que saltara, y juntos nos deslizamos cadena abajo y cortamos la amarra del bote. Luego nos mantuvimos a distancia dentro de la bahía. Seguimos vigilando aquella siniestra galera y fuimos lentamente detrás de ella, llenos de asombro. Parecía dirigirse en línea recta hacia la playa que se extendía un poco más allá de los muelles y, mientras nos aproximábamos, vimos que el malecón estaba abarrotado de gente. Sin duda se habían dado cuenta de nuestra falta y ahora, bajo la luz pálida del amanecer, se habían quedado allí, sorprendidos ante la aparición que había surgido del lúgubre océano en medio de la noche. La galera siguió deslizándose en línea recta, mientras los remos producían un débil susurro; y entonces, antes de que llegara a las aguas poco profundas, se produjo un fuerte choque y una tremenda reverberación sacudió la bahía. La siniestra embarcación se desmaterializó delante de nuestros ojos hasta desaparecer por completo, y, aunque las aguas verdosas en las que se encontraban parecían hervir, no quedó ningún rastro de maderas o desechos, ni tampoco se encontraron luego en los acantilados. ¡Pero algo quedó flotando, algo más siniestro que unos simples trozos de madera! Desembarcamos entre los murmullos excitados de la gente que hablaba, aunque estos cesaron al instante. Moll Farrell estaba delante de su choza, una figura adusta que se recortaba contra la fantasmagórica aurora, y señalaba hacia el mar con un dedo descarnado. Sobre la arena mojada, empujado por las olas susurrantes y grises, algo llegaba flotando, algo que la marca depositó a los pies de Moll Farrell. Y allí se quedó como mirándonos mientras nos arremolinábamos a su alrededor, un par de ojos que ya no veían sobre un rostro inmóvil y blanco. John Kulrek había vuelto a casa. Se quedó allí tumbado, inerte y siniestro, pero la marea le mecía de un lado a otro y, al quedar sobre un costado, todos pudimos ver la empuñadura de la daga que sobresalía en su espalda, una empuñadura que habíamos visto cientos de veces sobre el cinto de Lengua-Embustera Canool. —¡Yo le maté! —gritó Canool, mientras se estremecía postrado ante nuestras miradas—. Mar adentro, una noche tranquila, en una reyerta de borrachos… ¡Yo le maté y le arrojé por la borda! Y él me ha seguido desde aquellos lejanos mares… — su voz se convirtió en un susurro espantoso—. ¡Y todo por culpa de la maldición que no deja que el mar acoja su cuerpo! El pobre diablo cayó al suelo, temblando, con la imagen de la horca reflejada en sus ojos. —¡Ah! —la voz de Moll Farrell sonó exultante y poderosa—. ¡Desde el infierno de los barcos perdidos Satán ha enviado un navío de siglos pasados! ¡Un navío rojo www.lectulandia.com - Página 136

de sangre, manchado con el recuerdo de horribles crímenes! ¡Ningún otro gobernaría semejante embarcación! El mar se ha tomado cumplida venganza y me ha concedido la mía. Mirad, mirad cómo escupo sobre el rostro de John Kurlek. Y con una espantosa carcajada le lanzó un escupitajo, mientras la sangre afloraba a sus labios. Y el sol se irguió al fin entre las olas incansables.

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DESDE LAS PROFUNDIDADES Robert E. Howard

Adam Falcon se hizo a la mar al amanecer, y Margaret Deveral, la muchacha que iba a casarse con él, fue a los muelles bajo la bruma gélida para despedirse. Al anochecer, Margaret, con una expresión inescrutable, estaba arrodillada sobre el cuerpo inerte y pálido que la marea había arrastrado hasta la playa. La gente de Faring Town se apretujaba a su alrededor, murmurando. —La niebla era muy espesa hoy; a lo mejor naufragó en el Arrecife Fantasma. Es extraño que sólo su cuerpo fuera empujado de vuelta al muelle de Faring, y con tanta rapidez. Y luego musitaban aún más bajo: —¡Vivo o muerto, tenía que regresar a ella! El cuerpo yacía justo al borde de la marea y era mecido suavemente por las olas; se trataba de un hombre delgado, pero fuerte y viril en vida, que aun muerto conservaba una siniestra belleza. Resultaba extraño pero tenía los ojos cerrados, por lo que parecía que tan sólo estaba durmiendo. Las ropas de marino que vestía estaban llenas de algas colgantes. —Qué extraño —murmuró el viejo John Harper, dueño de la posada del León Marino y el marinero retirado más antiguo de Faring Town—. Se hundió bien dentro en las profundidades, pues esas algas sólo crecen en el fondo del océano y en las cavernas de coral. Margaret no dijo nada, aunque seguía arrodillada con las manos en las mejillas y los ojos abiertos e inexpresivos. —Acógele en tus brazos, muchacha, y dale un último beso —la conminaron con cariño las gentes de Faring—, pues eso es lo que a él le hubiera gustado en vida. La chica obedeció mecánicamente, estremeciéndose ante la frialdad del cuerpo. Y entonces, cuando sus labios rozaron los de él, dio un grito y retrocedió. —¡No es Adam! —exclamó, mirando con ojos desorbitados a su alrededor. Los parroquianos se hicieron señas los unos a los otros con tristeza. —Ha perdido la cabeza —murmuraron, y luego levantaron el cadáver y lo llevaron a la casa donde Adam Falcon había vivido, al lugar en el que él esperaba haber llevado a su futura esposa cuando regresara de su singladura. También se ocuparon de llevarse a Margaret, mientras la cuidaban y tranquilizaban con palabras amables. Pero la muchacha parecía caminar como en trance, y sus ojos seguían teniendo aquella mirada extraña.

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Depositaron el cuerpo de Adam Falcon sobre su cama, y encendieron unas candelas a los pies y en la cabecera, mientras el agua salada resbalaba de sus ropas empapadas y goteaba sobre el suelo. Pues es una superstición en Faring Town, y en otros muchos apartados lugares de la costa, que si se le quitan los ropajes a un ahogado acontecerá algo terrible y monstruoso. Margaret se quedó sentada en la habitación espectral, sin hablar con nadie, mirando fijamente el rostro calmo y siniestro de Adam. Y mientras estaba allí sentada, se le acercó John Gower, un antiguo pretendiente al cual había rechazado, sujeto malhumorado y peligroso, y mirándola por encima del hombro le dijo: —Desde luego, la muerte en el mar provoca cambios extraños, si es cierto que éste es el verdadero Adam Falcon. La gente le miró con rostro sombrío, a pesar de que él parecía sorprendido, y los hombres se levantaron y le acompañaron discretamente hasta la puerta. —Odiabas a Adam Falcon, John Gower —dijo Tom Leary—, y también odias a Margaret porque escogió un hombre mucho mejor que tú. Y ahora, por Satanás, no vamos a consentir que sigas torturando a la muchacha con tu crueldad. ¡Vete y no vuelvas! Gower puso cara de pocos amigos, pero Tom Leary permaneció firme frente a él, con el resto de los hombres de Faring Town a su espalda, y John se dio la vuelta de golpe y caminó a grandes zancadas hacia la puerta. Sin embargo, a mi entender, lo que antes había dicho no fue con la intención de insultar o burlarse del difunto, sino simplemente el resultado de un pensamiento repentino y lleno de sorpresa. Y mientras caminaba hacia la salida le oí murmurar para sí mismo: —… Igual que él y, sin embargo, extrañamente distinto… La noche había caído sobre Faring Town y las ventanas de las casas parpadeaban iluminadas en medio de la oscuridad; a través de los cristales de la habitación donde yacía Adam Falcon brillaban las velas mortuorias, mientras Margaret y los demás guardaban silencio en espera del amanecer. Y más allá de la acogedora calidez de las luces del pueblo, el monstruo oscuro y verdoso rumiaba sobre los bajíos, ahora silencioso, como si estuviera dormido, pero siempre dispuesto a rugir con renovada furia. Fui paseando hasta la playa y me recosté sobre las blancas arenas, contemplando la enorme extensión ondulante que se retorcía perezosamente como una gigantesca serpiente adormilada. La mar… esa mujer inmensa, eterna, gris y de ojos fríos. Sus olas parecían hablarme como lo habían hecho desde mi nacimiento… en el murmullo de la marea sobre las arenas, en el graznido de las aves marinas, en sus palpitantes silencios. Soy muy vieja y muy sabia (decía la mar). No tengo nada que ver con los hombres; yo los mato y arrojo sus cuerpos sobre las desnudas arenas. Hay vida en lo más profundo de mi ser, pero no es vida humana (susurró la mar); mis hijos odian a los hijos del hombre. Un grito rasgó el silencio e hizo que me pusiera en pie y mirara desorientado a mi www.lectulandia.com - Página 139

alrededor. Arriba, las estrellas lucían con un brillo helado, y sus fulgurantes fantasmas centelleaban sobre la fría superficie del océano. El pueblo dormitaba oscuro y en calma, excepto por las luces mortuorias que brillaban en la casa de Adam Falcon y por el eco que aún resonaba en el silencio palpitante. Fui de los primeros en llegar a la puerta de la habitación en donde reposaba el difunto y, al igual que los demás, me quedé aterrorizado en el umbral. Margaret Deveral yacía muerta sobre el suelo, con su delgado cuerpo aplastado como un esbelto navío que se hubiera estrellado contra los arrecifes, y agachado sobre ella, acunándola entre sus brazos, estaba John Gower, y sus ojos, abiertos de par en par, lucían con un brillo demencial. Las velas mortuorias aún parpadeaban, pero el cuerpo de Adam Falcon había desaparecido de su lecho. —¡Por todos los Santos! —exclamó Tom Leary—. John Gower, tú, hijo del infierno, ¿qué diablos has hecho? Gower levantó los ojos. —Os lo dije —aulló—. ¡Ella sabía, y yo también, que ese monstruo gélido vomitado por las burlonas olas no era Adam Falcon! ¡Era un demonio que se había adueñado de su cuerpo! ¡Oíd! Me fui a la cama e intenté dormir, pero no podía dejar de pensar en la indefensa muchacha que estaba sentada al lado de aquella cosa inhumana y gélida que vosotros pensabais que era su enamorado, así que me levanté y fui hasta la ventana. Margaret seguía sentada medio adormilada y los demás, estúpidos, estaban dormidos en otras partes de la casa. Y mientras miraba… Se estremeció cuando una oleada de escalofríos sacudió su cuerpo. —Mientras miraba, los ojos de Adam Falcon se abrieron y el cuerpo se irguió lentamente y en silencio de la cama donde yacía. Me quedé tras los cristales, paralizado por el terror, sin poder hacer nada, y aquella cosa espantosa se acercó sigilosamente a la muchacha, con los brazos extendidos y una mirada aterradora que brillaba con los fuegos del infierno. Entonces ella despertó y se puso a gritar, y luego —¡oh, Madre de Dios!— el cadáver la rodeó con sus terribles brazos, y la muchacha murió sin producir ningún sonido. La voz de Gower decreció hasta convertirse en un balbuceo incoherente mientras acunaba a la muchacha muerta como una madre a su hijo. Tom Leary le zarandeó. —¿Dónde está el cadáver? —Huyó en medio de la noche —dijo John Gower en tono apagado. Los hombres se miraron los unos a los otros, desconcertados. —Miente —musitaron, y las palabras surgieron de entre las barbas de sus rostros —. Ha sido él quien ha asesinado a Margaret, y luego ha escondido al difunto en algún sitio para poder contarnos esa repugnante patraña. Un sordo gruñido sacudió a los allí reunidos, y como un solo hombre se volvieron hacia la Colina del Ahorcado, que se erguía ante la bahía, y contemplaron el descarnado esqueleto de Lengua-Embustera Canool que aún relucía bajo la luz de las www.lectulandia.com - Página 140

estrellas. Arrebataron a la muchacha muerta de los brazos de Gower, aunque él seguía aferrado a ella, y la depositaron suavemente sobre la cama, entre las velas que habían encendido por Adam Falcon. Yacía pálida y en calma, y los hombres y las mujeres musitaron que más parecía haberse ahogado en el mar que haber sido asesinada. Conducimos a John Gower por las calles del pueblo, y él no se resistía, aunque parecía andar como un sonámbulo, murmurando para sí mismo. Pero al llegar a la plaza, Tom Leary nos hizo parar. —La historia que nos ha contado John Gower es muy extraña —dijo— y, sin duda, falsa. Pero no soy un hombre que cuelgue a cualquiera sin estar completamente seguro. Por consiguiente, será mejor que le dejemos encerrado en los almacenes mientras buscamos el cuerpo de Adam. Hay tiempo de sobra para lincharle después. Así lo hicimos y, mientras me volvía hacia atrás, miré a John Gower, que estaba sentado con la cabeza hundida, como un hombre resignado a la muerte. Así que buscamos el cuerpo de Adam Falcon por los tenebrosos muelles y en los áticos de las casas y entre los cascarones encallados en los bajíos. Y nos encaminamos a las colinas que se erguían a la espalda del pueblo, y nos dispersamos en grupos para poder rastrear aquellos yermos parajes. Mi compañero era Michael Hansen, y nos habíamos alejado tanto el uno del otro que la oscuridad le ocultaba por completo cuando soltó un grito repentino. Corrí en su busca, y entonces el grito se transformó en un aullido y el aullido murió rápidamente, dejando paso a un silencio espeluznante. Michael Hansen yacía sobre la tierra, y una figura imprecisa se escabulló entre las sombras mientras yo permanecía en pie delante del cuerpo, estremeciéndome de miedo. Tom Leary y el resto de los hombres llegaron a la carrera y se congregaron alrededor, jurando que John Gower también había sido el culpable de este crimen. —De alguna forma ha conseguido escapar del almacén —dijeron, y nos dirigimos a paso ligero hacia el pueblo. Pero —¡ay!— efectivamente John Gower había escapado del almacén, y del odio de sus vecinos, y también de todas las penalidades de la vida. Estaba sentado en el mismo lugar en el que le dejamos, con la cabeza hundida entre los hombros, pero alguien se había acercado a él en la oscuridad y, aunque tenía todos los huesos rotos, parecía haber muerto ahogado. El terror más absoluto cayó como un manto de niebla sobre Faring Town. Nos apiñamos en torno a los almacenes, rodeados por el silencio, hasta que los gritos que provenían de una casa en las afueras del pueblo nos hicieron saber que el horror había vuelto a actuar, y cuando llegamos corriendo al lugar nos encontramos una escena de sangre, muerte y destrucción. Y una mujer enloquecida balbució antes de morir que el cuerpo de Adam Falcon había entrado de golpe por la ventana, con los ojos llameantes y terribles, sembrando la muerte y el dolor. Un cieno verdoso inundaba la habitación y había restos de algas colgando del antepecho de la ventana. www.lectulandia.com - Página 141

Entonces el miedo, un miedo irracional y espantoso, se apoderó de los hombres de Faring Town, y todos huyeron a sus hogares, y cerraron con candados puertas y ventanas, y se apostaron tras los muebles con manos temblorosas en las que portaban todo tipo de armas, mientras un negro terror inundaba sus corazones. Pues, ¿qué clase de arma es capaz de hacer frente a lo que ya está muerto? Y durante toda aquella terrible noche, el horror se paseó por la villa de Faring Town, y cazó a los hijos de los hombres. Los hombres temblaban y ni tan siquiera se atrevían a mirar cuando el estallido de las maderas de una puerta o ventana les avisaban de que aquel demonio había irrumpido en el hogar de algún desdichado, ni cuando oían los gritos y balbuceos de sus habitantes. Pero hubo un hombre que no se encerró tras ventanas y puertas para acabar degollado como un cordero. Jamás he sido una persona valiente, y tampoco fue el coraje lo que me movió a salir al exterior aquella noche espantosa. No, fue el poder de un simple pensamiento, un pensamiento que había nacido en mi mente cuando contemplé el rostro muerto de Michael Hansen. Era una ocurrencia vaga y difusa, ambigua, que podría ser de alguna utilidad… Pero no estaba seguro. Algo me rondaba el cerebro y no podría descansar a gusto hasta que no lo pusiera en práctica, aunque me resultaba imposible formular una teoría concreta. Y así, con mi mente bullendo de una manera caótica y extraña, caminé sigilosa y cansinamente entre las sombras. Acaso la mar, siempre cambiante y voluble, había susurrado algo en el interior de mi cerebro, traicionándose a sí misma. No estaba seguro. Sea como fuere, durante toda la noche rondé la playa desierta y, cuando empezaron a dibujarse las primeras luces del gris amanecer, una figura diabólica descendió caminando hacia las arenas en las que yo me encontraba. Sin duda se trataba del cuerpo de Adam Falcon, animado por alguna clase terrible de vida, el que se paró delante de mí bajo la gris penumbra. Tenía los ojos abiertos ahora, y en ellos brillaba un fulgor helado, como los reflejos de un profundo infierno marino. Y supe que, en realidad, no era Adam Falcon a quien tenía delante. —Diablo marino —dije con voz temblorosa—, no sé cómo has ocupado el cuerpo de Adam Falcon. No sé si su barco se estrelló contra las rocas, o si cayó por la borda, o si tú te deslizaste sobre el casco y le mataste en la misma cubierta. Y tampoco sé qué clase de magia maligna del océano ha conseguido trasmutar tus rasgos demoníacos. »Pero sé que Adam Falcon descansa en paz bajo las olas azules. Tú no eres él. Antes lo sospechaba; ahora lo sé. Este horror ha caído sobre la Tierra en tiempos remotos, tan remotos que los hombres han olvidado aquellas historias; todos menos los que son como yo, y a quien los demás hombres llaman locos. Lo sé y, en ese conocimiento, no te temo, y voy a matarte, pues no eres humano y puedes morir a manos de un hombre que no te tema, aunque ese hombre sea un simple adolescente y se le considere raro y estúpido. Has dejado tu marca demoníaca sobre la tierra; sólo www.lectulandia.com - Página 142

Dios sabe cuántas almas has arrancado, cuántos cuerpos has hecho añicos, esta noche. Los antiguos dicen que los de tu clase sólo pueden hacer daño en tierra y con la forma de un hombre. Engañaste a los hijos de los hombres, que te recogieron en sus brazos con suavidad y gentileza, sin saber que llevaban consigo un monstruo de las profundidades. »Ahora ya has cumplido tus deseos y el sol está a punto de salir. Pero antes de que amanezca tienes que sumergirte mar adentro entre las verdes aguas, y llegar a las cavernas malditas que el hombre jamás ha podido contemplar salvo en la muerte. Allí te aguarda la madre mar y la seguridad; sólo yo me interpongo en tu camino. Se abalanzó sobre mí como una ola rugiente, y sus brazos me rodearon cual serpientes verdosas. Sabía que estaba intentando aplastarme, y sin embargo sentía como si me ahogara en el mar; entonces entendí por qué el rostro de Michael Hansen tenía esa expresión que tanto me había sorprendido: la de un hombre ahogado en el agua. Miraba los ojos inhumanos del monstruo y me parecía estar viendo las profundidades insondables del océano, los abismos en los que poco a poco me iba sumergiendo. Y sentía las escamas… Me tenía cogido por el cuello, los brazos y los hombros, y presionaba mi cuerpo hacia atrás intentando romperme la espina dorsal, y yo hundía mi cuchillo una y otra vez en su carne. El diablo rugió, una sola vez, y fue el único ruido que oí salir de sus labios, y sonaba como el bramido de las olas sobre los acantilados. Su abrazo aplastaba mi cuerpo con la presión de cientos de brazas de aguas verdosas, y entonces, tras clavarle de nuevo el puñal, se apartó, desplomándose sobre la playa. Permaneció tirado en la arena, retorciéndose, y al poco se quedó inmóvil mientras su aspecto empezaba a cambiar. Tritones; así llamaban los antiguos a los de su especie, sabedores de que estaban dotados de extraños poderes, y uno de ellos era la habilidad para adoptar la forma de un hombre si éste era sacado del mar por manos humanas. Me agaché y arranqué las ropas mundanas de aquel diablo. Y los primeros rayos del sol cayeron sobre una masa cenagosa de algas de la que sobresalían dos terribles ojos muertos; una papilla informe que yacía al borde del mar, desde donde las olas más altas la arrastrarían de vuelta al lugar del cual procedía: las gélidas profundidades verdosas del océano.

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Óscar Sacristán (1971—) Óscar Sacristán es un joven y prometedor artista cuya producción recorre la novela, el relato o la poesía, aunque también explora campos igualmente creativos como la música, la escultura, la fotografía o la pintura, de la que Valdemar se ha hecho eco en alguna de sus portadas. Casi tan polifacético como su creador es Teobaldo, su criatura. Ladrón, asesino y genio de la fuga que en El Misterio del Vislatek se ve envuelto en otro caso de «recinto cerrado», tema clásico en la literatura policíaca y de intriga. El presente relato es el tercero de la saga que comenzó en 1999, con la emisión de El enigma del pozo en Radio Nacional. Ahora, Valdemar da a conocer por primera vez las andanzas de este criminal maldito entre los malditos. Óscar Sacristán ha realizado además varios guiones de terror y ciencia ficción (En la noche, 1997, Último día en la Tierra, 2003), una comedia teatral (De Capulletos y Tontescos, 1995), proyecta una serie infantil para televisión (Las aventuras de Tomás y su gato Gur) y cuenta con un premio de poesía Ciudad de Getafe (1999). Además es colaborador habitual de la revista digital Fósforo. En cuanto a su obra musical abarca desde un Himno a San Juan, patrón de Navacepeda, hasta canciones macabras para coro e instrumento de cuerda, como El fantasma de Toledo, Los misterios de la abadía o El estudiante de Salamanca (inspirado en la obra de Espronceda). Actualmente realiza un estudio musical basado en el número π.

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EL BARCO FANTASMA (canto nocturno)

Llegó desde el Infierno navegando sin timón Quebrado por el tiempo el mástil que empalaba al delator Velas desgarradas flotan en la oscuridad Voces en la niebla cobran vida una vez más Espectros que se arrastran con su muerto capitán Cañones que hoy anuncian que este barco fue su altar Pasos en cubierta… Han izado el pabellón Dad la voz de alerta pues las sombras han venido ya Y clavan sus ojos en mí Fantasmas del pasado clavan sus ojos en mí Resuenan en el tiempo los lamentos del traidor Su cuerpo en cruz al viento frío cuelga del palo mayor Oye esos aullidos… cantan en la tempestad Sombras de un relato que la espuma nunca deja atrás Y clavan sus ojos en mí… Fantasmas del pasado

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clavan sus ojos en mí Perdido en la tormenta vaga solo por el mar Testigo de un pasado oscuro que las olas contarán La sangre de esos muertos escribió una historia más Regresan cada noche de un viaje sin final Óscar Sacristán. 1991

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EL MISTERIO DEL VISLATEK Óscar Sacristán

[Tripulación del Vislatek. Capitán: E. Kowalski Contramaestre y primer oficial: Aleksander Kamienski Segundo oficial: E Borowski Doctor: Andreas Batory, médico de a bordo Jan: cocinero Marineros: Stanislau, Czesko (vigía), Jacek, Tadensz, Andrej, Nicolau…]

Diario del capitán Kowalski, abril de 1897

11:30 Bordeamos la costa de Escocia en estos momentos. Nuestra velocidad es de quince nudos sobre mar rizada. Stanislau tiene alborotados a todos y dice que esta noche empeorará el tiempo; resulta que le duele una costilla, cosa que según él nunca falla. Por mucho que ese brujo acierte de vez en cuando, no estaría de más recordarle que también le molesta cuando hace buen tiempo.

Tres de la tarde. Telegrafían desde Boston para advertirnos que el San Jorge sufrirá algún retraso. La demora ya es un serio inconveniente, pero me preocupa más cómo se producirá nuestro encuentro, porque el barómetro empieza a dar la razón al viejo Stanislau. Hace un frío de muerte.

Medianoche. El segundo oficial ha acudido a mi cabina a eso de las siete, interrumpiendo mi www.lectulandia.com - Página 148

concentración. Debía ser algo urgente, saben lo mucho que me disgusta que vengan a molestar para asuntos sin importancia cuando estoy con mi tarea. En fin, de mala gana he apartado la figura que estaba tallando (un San Adalberto que da gloria mirarlo), y antes de hacer pasar a ese cretino he limpiado los restos de madera que había sobre mi mesa. Al ver su cara enrojecida, he pensado en la terrible ventisca que debía estar azotando la cubierta. Pero después de oír el disparate que ha salido de su boca, he sospechado que se le ha ido la mano con la botella de grog. A él y a alguno más, claro, porque ha contado no sé qué estupidez acerca de que se encontraban en cubierta y han visto una sombra gigantesca que se alejaba por el horizonte en medio de una nube de polvo. Ha debido leer el enfado en mis ojos, porque se ha apresurado a concluir diciendo que llamaron al vigía sin obtener respuesta. Insistieron durante un rato, y ya empezaban a temer un nuevo percance cuando la cara de Czesko asomó por encima de su posición, jurándoles que no había visto nada. Esto es lo único que he sacado en claro de todo este asunto: que ese botarate de Czesko se dedica a lanzar bostezos allá arriba cuando la tripulación le necesita. Me encargaré de que le sea descontado un tercio de su paga. Borowski ha reconocido que tal vez bebieron más de la cuenta, pero está seguro de que algo se movía a lo lejos. Al menos ha admitido su parte de culpa, rasgo que le honra, y que para mí supone una cualidad meritoria en cualquiera de mis hombres. Cuenta con mi perdón. Aunque no significa que acabe de creer su absurda historia, de monstruos que desaparecen silenciosamente en mitad de la niebla.

12:20 El cielo amaneció despejado, aunque el viento se hace cada vez más fuerte. Afortunadamente corre de la aleta de babor, favoreciendo nuestra singladura. Con suerte avistaremos la costa de Islandia antes de lo previsto. Si se confirma el retraso del San Jorge, no tendremos más remedio que alojarnos en El Oso Raspado; al menos un par de noches, cosa que mis muchachos no lamentarán en absoluto, pues algunos están como locos por un buen baño, comida caliente y una cama en compañía más placentera de la que disfrutan estos pobres diablos. Ahora que llega el buen tiempo, la Coja debe estar sacándole provecho a su negocio y sus chicas viendo las primeras monedas decentes en todo el año. Kamienski y yo hemos intercambiado algunas pipas y mucha conversación en el puesto de mando. Le he contado la majadería que me soltó el segundo ayer, y no he salido de mi asombro cuando él mismo ha reconocido que estaba presente cuando dieron la voz de alarma. Al igual que Borowski, tampoco está seguro de lo que se movía allí a lo lejos. Pudo ser una ballena escupiendo agua, una embarcación a la deriva, incluso un iceberg; aunque Kamienski asegura que se movía bastante rápido. www.lectulandia.com - Página 149

Bueno, al menos no habló de ningún Leviatán ni usó la expresión de Borowski de que algo salió huyendo en medio de una nube de polvo. Sea como fuere, no me ha gustado nada la mirada que ha cruzado con el segundo cuando regresaba de la toldilla. Era como si me estuvieran ocultando algo. Ya les he advertido que no quiero oír hablar de ello de ahora en adelante. Espero que les haya quedado claro.

Más tarde. He bajado con Borowski a revisar la carga. Todo en orden. Los muchachos siguen asegurando los remaches de popa en el almacén, siguiendo al pie de la letra mis indicaciones. Cualquier precaución es poca: esta partida de ámbar es lo más valioso que he trasportado en toda mi vida y ellos lo saben. Al subir, Borowski me ha enseñado una muestra de ese oro traslúcido, exhibiendo ante mí una piedra de color dorado casi tan grande como mi puño. Enseguida me he preguntado si mis manos podrían sacar alguna talla de aquella maravilla. Según Borowski, con esa simple muestra podría comprar los favores de todas las fulanas de El Oso Raspado, incluso de todas las mujeres casadas de Heimaey. Por si acaso, y viendo que su sonrisa me recordaba mucho a la que le provoca el grog, he preferido quitarle la piedra de las manos y ahorrarle malos pensamientos. Le daré mi Biblia esta noche, bien sabe el Señor cuánto la necesita.

15:00 Esta mañana estaba demasiado enfadado para prestar atención a los pronósticos de Stanislau. El viento ha cambiado a sur y luego a suroeste, y nos ha acompañado todo el día dificultando nuestro avance. Tal vez haya que retrasar nuestra visita a El Oso Raspado hasta la vuelta. Cuando por fin se me han bajado los humos y he dominado mi mal carácter, Borowski ha aprovechado a enseñarme un trozo de madera que descubrieron él y Kamienski flotando en el agua. Me lo pasó sin decir nada para que le echase un vistazo. Aunque estaba negra y medio podrida, he conseguido descifrar parte del sello de procedencia: «… AGGEN. Odense» Un barco danés. Sin duda, este trozo pertenecía a una de las cajas que llevaba en las bodegas, lo que significa que tal vez se desprendieron de ella o… que se perdió con las demás. Esto último conllevaría fatales consecuencias para esos desdichados, www.lectulandia.com - Página 150

pero nosotros poco podemos hacer al respecto. Así se lo he dicho a ese cretino de Borowski, dándole el trozo de madera para que lo arrojase por la borda.

07:15 Eran aproximadamente las cuatro de la mañana cuando nos ha despertado la voz del vigía. La campana había sonado ya anunciando el cambio de guardia. Los que terminaban la ronda se cruzaron con los que se incorporaban, todavía dormidos, por lo que se ha juntado un grupo considerable cerca del castillo de proa. El motivo de todo aquel alboroto era que Czesko había creído distinguir algo a través de la niebla, y había preferido dar la alarma cuando notó que la aparición venía acompañada de un olor a quemado bastante reconocible. —¿Ves algo ahí arriba? Lo cierto es que apenas podíamos verle nosotros a él, por culpa de aquella bruma tan espesa. —¡Sí, capitán…! Bueno, no del todo… —¿Qué significa eso de no del todo? ¿Ves algo o no? —le he gritado con enfado. La estupidez de ese mequetrefe a menudo me saca de mis casillas. —¡Hay algo grande allí delante, señor, pero apenas logro distinguirlo! —¡Por vida de…! ¡Da gracias de estar ahí arriba, botarate, porque si no te ahogaría con mis propias manos! ¡Entonces verías algo muy distinto! ¿A qué diablos te refieres con algo grande? ¿Un cachalote? ¿Un barco? ¡No será un iceberg! ¡Pagarías con tu vida si lo fuera, mentecato! —Podría ser…, quiero decir, ¡no! ¡Imposible, señor! Es algo oscuro y mucho más grande que un cachalote. Debe tratarse de una embarcación, pero si lo es, avanza sin ninguna luz a bordo, señor. Los hombres se miraron inquietos, y pudimos comprobar que el humo se hacía más denso a medida que nos aproximábamos al misterioso obstáculo. Me inquietaba enormemente tener cualquier cosa allí delante y no poder verla, así que le pedí a Borowski que trajera mis prismáticos. No me fiaba demasiado de Czesko; tampoco me hubiera sorprendido que ese danzante se arropase con su capota para dar una cabezada, incluso en aquellas circunstancias. Lo que más lamentaba era que si sufríamos algún percance no tendría tiempo de cortarle el pescuezo. —¡Timón! ¡Vire despacio! Quiero saber qué diablos es eso… Borowski trajo los gemelos y algunas mantas, porque la niebla se agarraba a los huesos como las uñas de una bruja. Permanecimos atentos por si despejaba allí en frente; pero muy al contrario, empezó a oscurecerse y la nube se fue haciendo más intensa. Los prismáticos no servían de nada. Trascurrieron algunos minutos hasta que pudimos reconocer la silueta negra y www.lectulandia.com - Página 151

borrosa a poca distancia. El humo parecía venir de allí, impidiéndonos ver con claridad. Aunque nos imaginábamos su naturaleza, Czesko nos sacó de dudas: —¡Navío por aquel costado, señor! ¡Navío a la vista! Miramos hacia donde apuntaba la mano huesuda de Czesko, y distinguimos una gran embarcación, menor que el Vislatek, que se desplazaba sobre el mar en calma dejándose llevar por la corriente. Estaba amaneciendo, pero el espectáculo de aquella oscura embarcación en medio de la niebla me impresionó vivamente. Supongo que a mis hombres también, porque a excepción de Aleksander, ninguno se atrevió a acercarse a la amurada para echar un vistazo. —¡Parece que no hay nadie a bordo, señor! —dijo Czesko desde arriba. Puedo jurar que nunca le he visto más despierto que entonces. —¡Mantened los ojos abiertos! —ordené a mis muchachos—. Si se trata de un barco apestado daremos media vuelta, ¿entendido? Estaba a menos de doscientos pies de nuestro costado, por lo que pudimos contemplar a nuestras anchas aquella nave abandonada, sin velas ni aparejos, con el casco ennegrecido y alguno de sus mástiles todavía humeando por alguna misteriosa causa. El puesto del timonel aparecía desierto. Yo recorría la cubierta con la mirada en busca de algún tripulante, cuando Borowski gateó peligrosamente por el bauprés y nos gritó algo: —¡Mire allí, señor, a su izquierda! Estábamos ya tan cerca que pude leer la placa chamuscada de aquel navío, donde aparecía su nombre: Graziella. Animado por la idea de que el fuego hubiera borrado la amenaza de la peste, hice una señal a uno de mis hombres para que se dirigiera a popa: —¡Arriad un bote! Vamos a echar un vistazo a ese barco. ¡Kamienski, quédese al mando! ¡Borowski, escoja un par de hombres y acompáñeme hasta ese cascarón! Traigan sus armas. Veremos qué le ha ocurrido a nuestro amigo italiano… El mar parecía haberse contagiado también de nuestra excitación, porque comenzó a encresparse hacia poniente. Nos apresuramos antes de que empeorase, aunque de momento estaba en calma. Durante el corto trayecto, el silencio era tal que sólo escuchábamos nuestros remos abriéndose paso a través del suave oleaje. Cuando estábamos llegando, comprobé que efectivamente no había nadie por cubierta ni en el puesto de mando. Tampoco oímos ninguna voz desde el navío, y si tenían algún vigía debía ser tan incompetente como Czesko. Alcanzamos sin dificultad su costado de babor, y me puse de pie para llamar a sus ocupantes: —¡Eh, camaradas! Buongiorno\ ¿Hay alguien a bordo? Esperé unos segundos, pero nadie contestó. —¡Eh! ¿Me oyen? ¿Hay alguien ahí arriba? Resignado, miré a mis hombres. No había más remedio que poner la escalerilla y www.lectulandia.com - Página 152

subir allí. Decidí que yo sería el primero. —El que venga detrás de mí que espere a que llegue. No me fío de esa baranda chamuscada, muchachos; podríamos caer si subimos más de dos al mismo tiempo, ¿entendido? Trepé con precaución y finalmente puse el pie en cubierta. Lo que descubrieron mis ojos resultó algo aterrador. Imagino que fue el Todopoderoso el que me sostuvo allí de pie, mientras miraba a mi alrededor espantado. El navío se había quemado de punta a punta, pero se había llevado antes otras vidas más valiosas. Vidas humanas. Señor, por doquier encontré cuerpos encogidos a causa del fuego, y rostros contraídos por el zarpazo de las llamas. A uno de ellos le faltaba una pierna, por lo que era fácil suponer que el incendio había devorado su pata de palo. «De poco te servirá una nueva, compañero», pensé al mirar su muñón arrugado y aquella cara inexpresiva, que me contemplaba desde el suelo pidiendo auxilio. —¡Que Dios se apiade de nosotros! Me giré rápidamente al oír esa voz, temiendo que uno de aquellos cadáveres se hubiera puesto en pie de repente. Pero eran Borowski y los dos marineros, que habían alcanzado también la cubierta y parecían tan horrorizados como yo. —Les dije que no subieran, muchachos. Hubiera sido preferible. —Capitán, ¿qué es todo esto? —preguntó el segundo oficial, tratando de contener la náusea que le producía la escena. —Se diría que el fuego actuó rápidamente por todo el casco: los cuerpos están repartidos por cubierta. Si hubieran tenido tiempo de huir, se habrían concentrado en las salidas, hacia los botes, supongo. —Que también han desaparecido —observó uno de los marineros. —Sí, y no por culpa del fuego, imagino. Los más astutos lograron escapar, dejando a bordo a muchos otros, entre ellos mujeres y… niños —comenté, viendo el cuerpo calcinado de lo que parecía ser una madre abrazada a su hijo. Ellos también permanecieron en silencio; así seguimos durante un rato hasta que decidí abreviar nuestra visita a aquella tumba flotante. Bajamos hacia los camarotes, donde apenas quedaba nada reconocible de lo que albergaron un día. De allí nos fuimos a las despensas y luego a las bodegas. Noté que los muchachos estaban tensos, pero los tranquilicé asegurándoles que estaríamos lo menos posible. —Miraremos por aquí abajo. No creo que encontremos supervivientes, pero tal vez sepamos algo que aclare su terrible final. El almacén era impresionante. Quizás el efecto era mayor al encontrarse prácticamente vacío. Tenía buena ventilación arriba, hacia los flancos y las escotillas, pero la carga había desaparecido. Incluso allí, el casco del barco había aguantado las llamas de manera admirable. Recordaba un tipo de árbol en España que ardía sin consumirse, el pino canario; y quizás otro de una especie australiana, no estaba muy seguro. Lo cierto es que el Graziella lograba mantenerse a flote después de un www.lectulandia.com - Página 153

incendio pavoroso. Borowski nos indicó entonces la escalera que conducía a cubierta. —Allí hay otra salida, capitán. Tal vez se apresuraron a poner a salvo la carga antes de que ocurriera la catástrofe. —Sí, pero resulta extraño que tuvieran tiempo de sacar todo de aquí, ¿no le parece? Es como si alguien hubiera previsto el desenlace… Con aquella nueva idea en la cabeza, me acerqué hasta los tablones desperdigados por el suelo. El marinero más joven estaba allí y apartó una madera con el pie: —¡Mire, señor! ¡Aquí pone algo! Me lo pasó al instante. En cuanto lo vi lancé una exclamación, no recuerdo cuál, pero sé que a San Dimas no le hubiera gustado nada. —¿Qué ocurre, capitán? —preguntó Borowski, acercándose a mí. Nos miramos sorprendidos. Aquel sello era el mismo que aparecía en el trozo de madera que tiramos por la borda, el día anterior. A pesar de estar medio consumido, resultaba todavía legible: «STORMHAGGEN. Odense» Los otros dos se quedaron en suspenso. Comprendí que cada vez entendían menos de aquel asunto y que estaban deseando largarse de allí cuanto antes. Les hice una señal para que se adelantaran escaleras arriba mientras Borowski y yo los seguíamos. Mientras abandonábamos el almacén le referí al segundo mi versión particular de lo ocurrido: —Un barco italiano y una carga danesa… No resulta extraño, pero sí lo de ese fuego tan misterioso, ¿no le parece? —Totalmente de acuerdo, capitán. Si quiere que le sea sincero, todo esto me huele a piratería, señor. Asentí con la cabeza, coincidiendo con aquel razonamiento. Nadie mejor que yo sabía lo que era comerciar lejos de la ley. Al pasar por la despensa, tuve tiempo de ver que alguien había revuelto los estantes en busca de provisiones, y al parecer con éxito, porque se veían muchas latas relucientes y otros envases con el precinto intacto, al contrario que las cajas chamuscadas que contenían todos aquellos víveres. En aquel momento no pensé en ello, pero sin duda confirmaba que la persona en cuestión había tenido que abrirlas después del incendio. Nos disponíamos a salir, cuando uno de los marineros se detuvo justo donde había estado el portón de cubierta. Creí que se había parado por la misma idea absurda que me asaltó a mí: que la puerta no era de la misma madera que el resto del barco y no había podido resistir el efecto de las llamas. Pero al girarse hacia nosotros comprendí que no era ése el motivo. —¿Lo han escuchado? www.lectulandia.com - Página 154

Borowski y yo intercambiamos una mirada, pero negamos casi al mismo tiempo. —¿El qué? Sin embargo, el otro marinero apartó con cautela a su compañero para coger un arpón de la cabina. Luego avanzó despacio hacia el costado de babor. Nos hizo un gesto para que guardásemos silencio y luego otro con la mano para que le siguiéramos. Borowski y yo cargamos nuestras pistolas y fuimos detrás. Un silbido nos sorprendió a todos desde proa. Parecía la llamada de un pájaro. Me dio la impresión de que era una golondrina, pero en aquellas latitudes resultaba impensable. —Capitán… —Lo he oído. Vamos. Apenas había dado esta orden, cuando se repitió la llamada. No tuve ninguna dificultad en localizarla a mi izquierda, cerca de los restos del trinquete. —Por aquí, muchachos —les susurré—. Y tú, prepara el arpón. O mucho me equivoco, o vamos a tener caza esta mañana. Avanzamos pegados a la amurada. No tropezamos con ningún cuerpo mientras nos dirigíamos al castillo de proa, como si la mano del Señor quisiera despejar nuestro camino. Al menos preferí pensar eso en vez de imaginar aquel flanco infestado de gaviotas hambrientas poco antes… Casi nos sentimos decepcionados al finalizar nuestro recorrido y encontrarnos únicamente con algunos toneles y varias mantas dispuestas a modo de toldo, no se sabe muy bien para qué, sobre una especie de caseta improvisada con tablones quemados. Pero cuál no fue nuestra sorpresa al ver asomar una cabeza desde uno de los toneles, y toparnos con aquellos ojos curiosos que parpadeaban sin dejar de mirarnos. Tardamos una eternidad en darnos cuenta de que el tipo nos decía algo. —Amico…? Aquello sonaba a amigo, supuse. Le dije que sí, haciendo un gesto afirmativo mientras sonreía. A medida que bajábamos nuestras armas, el desconocido se animó a salir. No acertaré a describir el asombro que nos produjo verle completamente desnudo ante nosotros. Con la mayor naturalidad, dejó la pastilla de jabón sobre una de las cajas y cogió una de las mantas que estaban colgadas; luego comenzó a secarse como si no le importase nuestra presencia. —Camarada, ¿qué hace usted aquí? ¿Qué es lo que ha ocurrido? —le preguntó Borowski, haciendo todo lo posible por hacerse entender. Pero el único ocupante del Graziella no parecía estar en sus cabales y se limitó a sonreír de manera estúpida. Tampoco se le veía especialmente apurado por su situación, más si cabe ahora que se encontraba a salvo. Digamos que había confiado que los víveres le durarían hasta que se produjera el rescate, y así había sucedido. Tenía algunas prendas secas y, mientras se las ponía, realizó un nuevo intento de www.lectulandia.com - Página 155

entablar conversación. Lo único que sacamos en limpio era que se llamaba Luca y que era italiano, poco más. Al ver que no le entendíamos, tuvo la feliz idea de decir algo en alemán, y esta vez sí comprendimos sus palabras, pues tanto mis hombres como yo teníamos trato frecuente con los germanos; unas veces para negociar y la mayoría para discutir de modo menos amistoso. El caso es que logramos aclarar un poco su presencia en aquel barco, desde que se coló como polizón en las bodegas hasta que tuvo que recluirse en uno de los tanques de agua. Por lo visto, no tuvo necesidad de lanzarse al mar como los otros, porque su escondite no se vio amenazado en ningún momento. El muy pícaro señaló su mollera, dando a entender que su cerebro le había salvado la vida. —Venga por aquí, amigo —le dijo uno de mis muchachos, sonriendo por la manera de gesticular de aquel italiano. Le acompañamos al costado para indicarle la posición de nuestro bote. Aunque el tipo parecía endeble, descendió con asombrosa agilidad por la escala. Yo, más avisado que mis subordinados de las trampas de muchos canallas, preferí apuntarle con mi pistola por si se le ocurría dejarnos allí. Pero no podía ir muy lejos, así que aguardó sentado y arrebujado en una manta mientras nos uníamos a él. Así que allí estábamos los cuatro con ese náufrago de regreso al Vislatek. Imaginaba la cara que pondrían mis hombres al vernos aparecer con semejante pesca. Mientras remábamos, dirigí una última mirada a aquel misterio flotante. Si todos esos muertos no habían tenido tiempo de encontrar descanso, las aguas que surcábamos quedarían malditas para siempre. Tal vez no hubiéramos hecho bien en turbar aquel lugar de muerte, pensé, aunque enseguida deseché aquella idea. Al fin y al cabo habíamos salvado a aquel hombre, cosa de la que no me arrepentí en un primer momento. Cuando nos izaron uno a uno, descubrí cómo miraban a nuestro amigo italiano. Debieron pensar que se trataba de un aparecido, o que le habíamos rescatado del vientre de una ballena, como al bendito Jonás. Lo cierto es que el tipo no destacaba por su presencia, sino por aquellos ojos desiguales, uno gris y otro azul, que hicieron que Stanislau tocase los botones de su chaqueta, asustado, como hacía siempre que quería espantar los malos augurios. —Está bien ¡Todos a sus puestos! ¡Y rápido! —les grité—. ¡Cocinero! ¡Ponga un poco de ron al fuego! Este hombre tiene que entrar en calor, ¡y no necesita a veinte botarates mirando! La cubierta se despejó al punto. Llevé al náufrago hasta el castillo de proa y enseguida apareció Jan con un cuenco hirviendo y ropa de abrigo para nuestro huésped. El desconocido recibió con alegría el ron y murmuró algunas palabras en su lengua materna. Aunque no las supimos descifrar, sin duda eran de agradecimiento. Con aquellos gestos nerviosos tan propios de los latinos, consiguió hacernos entender que quería regresar a su patria. Como sus manos iban más rápido que su lengua, preferí llevarle a mi cabina para mostrarle un mapa. No tuvo ninguna duda al señalar www.lectulandia.com - Página 156

Italia y mucho menos para indicar la región a la que pertenecía. —Piamonte! —exclamó, con una sonrisa que dejó en evidencia su boca mellada. Yo también sonreí. Me hacía gracia pensar que justo íbamos en sentido contrario, pero preferí no desengañar a mi pobre amigo de momento. Sin embargo, él se empeñó en ahorrarme el trabajo, porque pronto me interrogó en alemán acerca de cuál era nuestro destino. Tuve un momento de duda al ver el súbito cambio de su expresión, seria de repente. Su ojo azul se había reducido en la oscuridad de mi camarote a un punto minúsculo en comparación a la otra pupila. Me pregunté qué me obligaba a revelar nuestro destino a un desconocido, pero finalmente resolví que no había nada malo en ello. Tarde o temprano acabaría por averiguarlo. —Vamos al Norte. Muy al norte —fue lo primero que dije. Sin duda se sintió defraudado, a pesar de lo cual quiso saber si me refería a Islandia. Negué con la cabeza. —Groenlandia, amigo mío. El Ártico. Su reacción fue por demás inesperada. Primero se quedó con la boca abierta, mirándome con sus ojos de lechuza en aquella gélida mañana de abril. Pero luego comenzó a gesticular con rapidez y a hablar más deprisa todavía, lamentándose y maldiciendo al mismo tiempo como si tuviera la culpa de todo. Por lo visto, antes del incidente, el Graziella se dirigía a las costas de España; Luca tenía pensado desembarcar allí y emprender la huida a su patria. Todo esto lo explicó entre lloriqueos y tirones de pelo a su pobre cabellera, lo que me obligó a hacer esfuerzos por no parecer descortés y estallar en una carcajada delante de mi invitado. Por suerte, unos cuantos tragos de ron obraron el milagro y enseguida Luca estuvo más presto a escuchar que a dejarse llevar por sus pasiones. Disfrutó mucho con mi colección de tallas, aunque pareció desconcertado al ver tantos santos idénticos alineados uno detrás de otro. Como si hubiera recibido una señal tardía, se giró hacia mí para preguntarme qué era lo que nos llevaba hacia regiones tan septentrionales. Esta vez no quise hablar más de lo debido. Simplemente le comenté que íbamos al encuentro de otro barco, sin mencionar la carga que trasportábamos ni el intercambio que se produciría llegado el momento. A nuestro temperamental compañero, parece que le llamó la atención la posibilidad de un encuentro en alta mar, con todas las dificultades y peligros que ello traía consigo. Por eso asintió lentamente el muy bribón, diciendo algo en italiano: —Curiosso… —siseó con los pocos dientes que quedaban en su boca. Yo me limité a encogerme de hombros. —Órdenes. El que paga manda —le dije—. Yo sólo obedezco. Luego busqué a ese patoso de Jan para que trajera más ron, y no tardó en aparecer con la botella y una cazuela pequeña que me mostró nada más entrar. —¡Mire, capitán! Algún idiota sacó esto sin mi permiso y la leche se ha www.lectulandia.com - Página 157

congelado. Los señoritos tendrán que apañárselas y tomar el café solo, como yo. Solté una carcajada al ver los apuros del bueno de Jan, que le hacían sofocarse continuamente por cosas triviales. Sin embargo, el italiano se acercó para observar el contenido de la marmita. Los dos nos quedamos de una pieza cuando le vimos meter el dedo y probar el sabor de la leche congelada. —Pero, ¿qué diablos…? Contestando a la pregunta de Jan, el hombre arrugó el rostro con disgusto. Le faltaba azúcar, según nos dijo. Aquello era el colmo. Miré a Jan sin poder contener la risa. Sin duda pensaba que era algún tipo de postre obsequio de la casa. Aquel piamontés del Diablo se ganó nuestra simpatía en aquel mismo instante, aunque hice bien en pedir a San Basilio que se apiadara de su simplicidad.

Mediodía. He estado con Luca recorriendo el barco. Nuestro amigo se ha recuperado rápido y parece más despierto en cubierta, donde el frío azota sin piedad a mis hombres mientras trabajan sobre las velas. Viéndole gesticular entusiasmado junto al timonel, o disfrutando de la vista desde el puesto de mando, mi orgullo de capitán se ve recompensado con creces. Durante el recorrido no ha dejado de exclamar y decir a cada momento «Fantástico! É grandiosso!» Cuando hemos pasado por la cocina se ha despertado en Luca un súbito interés, y no ha dudado en abandonarme para olisquear la comida que estaba puesta al fuego. Dijo algo a Jan, que estaba atareado como siempre y tampoco entendía a nuestro amigo. Al ver que no le hacía mucho caso, ha sido él quien se ha acercado a un estante para coger un tarro de especias. También le ha señalado con gesto impaciente los ajos que colgaban detrás. A nuestro buen cocinero no le ha quedado más remedio que interrumpir su faena y olisquear las hierbas. Y lo cierto es que su cara se ha iluminado de felicidad. —¡Capitán! ¡Este bribón quiere que le echemos esto! ¡Y por mi madre que tal vez tenga razón!, ¿no cree? Di mi aprobación sin dejar de sonreír. Aquel diablo acabaría por cambiar nuestros rudos hábitos de hombres de mar. —¡Creo que en poco tiempo tendremos dos cocineros de primera, Jan! Soltó una carcajada tan fuerte que asustó al bueno de Luca, aunque el italiano vio nuestro buen humor y se unió a la juerga sin entender lo que decían aquellos condenados polacos.

Noche. www.lectulandia.com - Página 158

El tiempo no mejora y mis pobres huesos empiezan a acusarlo. Ni siquiera me concentré con los trabajos de madera. Quiero que este San Adalberto sea mi mejor talla, así que solté la navaja en la mesa y decidí guardarlo en el cajón. Me sentía terriblemente mal. Fui directamente a las cocinas para echar un trago, porque mi botella había caído en acto de servicio horas antes. Me sorprendió ver por allí todavía a nuestro amigo, divirtiéndose en compañía del cocinero y del contramaestre. Mi oficial se disponía a encender la pipa para prolongar aquella agradable charla, pero al darse cuenta de mi presencia, se puso rápidamente en pie y borró la sonrisa de su cara. —¿Qué diablos hace aquí, Kamienski? —grité—. ¡Debería estar en su puesto! La noche siempre es traicionera, ¡y usted debería saberlo! Los tres se han quedado en silencio. Sin dar más explicaciones me he ido al estante del fondo para buscar la botella de ron. Kamienski hizo sonar un par de veces la pipa con impaciencia, mientras yo llenaba el vaso apresuradamente. Tiré un poco sobre la mesa por culpa de los nervios; sin duda, aquello debió alertarles de mi estado. —Le ruego me perdone, Kamienski. Pero no acabo de fiarme de ese idiota que tenemos apostado allí arriba. Estaría más tranquilo si ojos más atentos vigilasen nuestro rumbo. El primer oficial ha aceptado mis disculpas sin más, y luego ha salido mordisqueando su pipa apagada. —Señor… El contramaestre y yo sólo estábamos… —Lo sé, Jan. No me encuentro bien, eso es todo. —Tal vez querría probar el invento de nuestro amigo. Mire, resulta que echando azúcar y ron, tenemos un postre delicioso. ¿Qué le parece? Contemplé con asco el contenido de la olla. Pero el cocinero siguió hablando entusiasmado. —¿Recuerda la leche que dejamos fuera esta mañana? En vez de tirarla, he descubierto un postre nuevo siguiendo los consejos de Luca. Lo he llamado dulce helado, ¿qué le parece? —Dulce helado… —murmuré, conteniendo mi furia. Imaginé cómo resultaría tirar por la borda aquella bazofia y a su creador. Pero preferí llevarme la botella y encerrarme en mi cuarto.

Una de la tarde. Mi humor ha mejorado bastante con el buen tiempo. Ni siquiera Stanislau se queja de su dichosa costilla. Ya es algo. He saludado al italiano cuando salía de su camarote, a eso de las doce. Le he invitado a tomar café en la cocina y me he alegrado de que durmiera mejor que yo. www.lectulandia.com - Página 159

Cuando Jan se ha unido a nosotros para llenar las tazas, ha querido hacer de intérprete. —¡Claro que ha dormido bien! Pero si su cuarto es uno de los mejores. Ahí se duerme estupendamente, capitán. Aunque ya le dije a nuestro amigo que si escuchaba ruidos en el pasillo no se preocupara. Es el trajín habitual de todas las mañanas cuando bajan a revisar la carga. Una mercancía tan valiosa no puede… —¿La carga? —he saltado de mi silla al oírle—. ¿Le has hablado de la carga? ¡Tú has perdido el juicio! Ha retrocedido a tiempo sobre el entarimado. Si hubiéramos estado en mi cabina, un San Adalberto hubiera salido volando directamente hacia su cabezota. —Eh… Bu-bueno, capitán, yo… supuse que si Luca estaba al corriente de nuestro encuentro con el San Jorge… —¡Estúpido! Ya hablaremos —le he contestado, haciendo un gesto para que se largara. —Pero, capitán, no… —¡Ya hablaremos, he dicho! ¡Fuera de aquí! —¡A la orden! Mientras Jan cerraba la puerta, el italiano ha sabido disimular oportunamente, llenando una taza para él y otra para mí. Se ha puesto a soplar el café distraído, haciéndome dudar si había entendido algo de nuestra discusión. Mi taza ha quedado sobre la mesa y yo he salido fuera del peor humor imaginable, intentando borrar el efecto de aquellos ojos desiguales clavados en mi nuca.

Al anochecer. A media tarde se ha levantado un viento infernal. Todo esto es una condenada locura. En un par de ocasiones hemos estado a punto de zozobrar por culpa de esos haraganes. Empiezo a creer que ni Kamienski ni yo seremos capaces de cambiar algún día a este atajo de vagos. Hoy casi lo pagamos caro. A partir de ahora les recordaré lo que es respetar a un superior. ¡Por Cristo que sí! ¡Que me cuelguen si no les hago entender quién es el capitán Kowalski! ¡Aunque sea con mi propia sangre!

Dos de la madrugada. Casi lamento haberme puesto en evidencia las últimas horas delante de mis hombres. Pero cuando uno de aquellos botarates vino otra vez con impertinencias no me quedó más remedio que apartarle de un empujón, con tan mala suerte que fue a dar con los dientes en el palo de mesana. Al verlo sangrar en el suelo me he sentido un tanto avergonzado, más cuando he visto que era un simple grumete, uno de los

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muchachos nuevos que enrolé para este viaje. Aquello no ha caído nada bien entre los demás, aunque rápidamente he ayudado al chico a ponerse en pie y he gritado a todos que volvieran al trabajo. Ese muchacho ha aceptado mis disculpas casi de buen humor, escupiendo un diente y regresando a su puesto como si nada. No me equivoqué al contratarle. La habilidad de Torrizi con los aparejos también me ha sorprendido gratamente. Siempre son pocas las manos para bracear, así que nos ha venido de perlas la buena disposición del italiano a la hora de arrimar el hombro. Sin embargo, su empeño no ha privado a mis hombres del justo castigo: los he tenido todo el día ejercitándose con las velas hasta reventar. Cuando ha llegado la cena, algunos de ellos no podían ni con la cuchara. ¡Cómo me he reído! Aunque reconozco que a ellos no les ha hecho tanta gracia como a mí. Pero así aprenderán a obedecer a su capitán. En poco tiempo ese italiano se ha hecho con un grupo de oyentes. Especialmente por la noche. Parece que a pesar del frío, el tipo disfruta contando chismes hasta muy tarde, y a aquellos que logran entender su alemán, les llena la cabeza con historias de tesoros fabulosos y riquezas nunca vistas que se esconden Dios sabe dónde. Sólo pido que no me distraiga a la tripulación, aunque soy el primero que agradece su manera de tocar el acordeón, nada que ver con el aporreo del gordo Nicolau. Ha sido uno de los pocos momentos agradables que nos ha deparado la jornada: escuchar las tristes canciones del italiano mientras el Vislatek avanza rumbo norte.

Cuatro de la tarde. ¡Que el mar se trague a ese canalla de Jan! No sé qué diablos echó en la comida, pero parece que lo que nos dio ayer era puro veneno. Casi todos los del primer turno cayeron como ratones esta madrugada. No está bien decirlo, pero me he reído viendo corretear a esas damiselas de un lado para otro, vomitando por la borda como si nunca hubieran puesto el pie en un barco. Lo malo es que pierda alguno de mis hombres para el resto de la travesía. No quiero ni pensarlo; estamos demasiado lejos de nuestro destino. Cruzamos en estos momentos el meridiano catorce. Los hombres han trabajado duro aquí arriba, me sabría mal tener que decirles que multipliquen sus esfuerzos de ahora en adelante. Gracias a que contamos con Luca; tiene oficio, ese bribón. Y mucha suerte, porque aquellos con los que se entiende apenas se han visto afectados por esta epidemia.

03:20 El Señor nos ha dejado en manos del Diablo, no hay duda. La llegada de la noche

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ha supuesto una serie de catástrofes inesperadas. A la enfermedad de varios de mis hombres (cuyo estado se ha agravado considerablemente en las últimas horas), hay que anteponer un hecho lamentable y de fatales consecuencias: Borowski ha desaparecido. Perder a mi segundo en estos momentos es una tragedia, y más en circunstancias tan misteriosas. El ordenanza fue el último en verlo con vida. Jura que le saludó en el pasillo camino de las bodegas. También recuerda que Borowski le gritó desde abajo, por lo que Jacek le preguntó si necesitaba algo. Pero como no respondió, y le oyó rebuscar en el almacén, Jacek creyó oportuno regresar a cubierta, donde hacía más falta que allí. Ni que decir tiene que el incidente ha ensombrecido aún más el ánimo de la tripulación. Hemos registrado el almacén de arriba abajo, por si algún movimiento de la embarcación le hubiera arrojado de costado y se hubiera golpeado dentro de la bodega. Pero después de casi una hora, hemos vuelto con las manos vacías y más abatidos que nunca.

15:30 Negra es tu suerte, capitán Kowalski. Y la extiendes como una plaga sobre tu barco. Dos de mis hombres han muerto y otro más ha desaparecido. A pesar de los cuidados de Batory, nada se ha podido hacer por la suerte de esos desdichados. Milosz y Tomasz han perecido como valientes, agonizando entre terribles dolores. Los demás enfermos han presenciado su tortura y en breve pueden correr su misma suerte. Casi todos damos por muerto a Borowski. Aunque Kamienski y yo tenemos nuestras sospechas de que se trate de un accidente. Aleksander me lo ha hecho saber durante la comida, cuando me comentó algo que ya suponíamos los dos: que Borowski era un experto marinero; no podía caer por la borda así como así, dado que el oleaje no era lo bastante fuerte. Y sin que le viera nadie, como me ha recordado el contramaestre. Me he mostrado de acuerdo, así que admitiendo aquella posibilidad consideré necesario rastrear el camino que conducía a cubierta, puesto que en las bodegas no había rastro del oficial. Nuestra comida se quedó en la mesa, y sin perder un segundo nos dirigimos abajo. Hemos revisado los compartimentos y los camarotes que hay antes de llegar al almacén; los primeros estaban cerrados con llave, pero más tarde hemos comprobado que se encontraban vacíos; en los otros tampoco hemos descubierto señal alguna. Sin embargo, Kamienski me hizo un gesto para que mirase el camarote de babor, posiblemente el más grande y mejor acondicionado de aquel costado. Era el único que daba a la cubierta por la ventana de arriba. Lo cierto es que aquella ventana era www.lectulandia.com - Página 162

bastante grande, y desde allí no había mucha distancia hasta la borda. La mirada de Kamienski y la mía se cruzaron con una súbita sospecha. Aquél era el cuarto de nuestro amigo Torrizi.

20:00 Me he pasado toda la tarde vigilando al italiano. La desconfianza que me produce ahora es evidente, sabiendo que tiene algo que ver en el asunto de Borowski. No se lo he comentado al oficial, pero el hecho de que Luca estuviera en la cocina el otro día, me da mala espina. Prefiero no imaginarme la mano de Torrizi alterando la comida de mis hombres, porque entonces, ¡voto a San Estefano que se la cortaría para echársela a los perros! Lástima que no tengamos ninguno a bordo. El médico me ha puesto al corriente de la gravedad de los afectados y mucho me temo que dentro de unas horas contaremos las bajas por media docena. Espero no haberme equivocado al traer a ese náufrago a nuestro barco, porque parece arrastrar la mala suerte a su paso.

Noche. A última hora del día nuestras sospechas se han visto confirmadas. Hemos detenido a Torrizi. El tipejo se disponía a colarse en las bodegas cuando le hemos puesto la mano encima. Poco antes me encontraba en el puente dando órdenes para corregir el rumbo, cuando aquel muchacho al que hice probar el palo de mesana subió a verme. Iba a preguntarle qué tal se encontraba, pero comenzó a hablar de un modo gangoso a causa de la hinchazón; aun así he logrado entenderle. Kamienski le enviaba para preguntarme si sabía dónde estaba nuestro náufrago. Desde allí le he hecho un gesto al contramaestre, encogiéndome de hombros. Suponía que Torrizi estaría ayudando en cubierta, como siempre. Me sentía tan responsable de las andanzas de aquel tipo que he bajado con un par de muchachos, mientras Kamienski y los demás peinaban toda la cubierta. Primero nos hemos dirigido al camarote del italiano. Cerrado. Uno de mis hombres ha llamado sin obtener respuesta. Mientras nosotros dos bajábamos a las bodegas, él se ha quedado vigilando. Antes de bajar las escaleras, he hecho un gesto a mi acompañante para que no se le ocurriera hacer ruido por nada del mundo. Alguien estaba manipulando la cerradura del almacén, se escuchaba con total claridad. Justo encima hay una pequeña claraboya, por lo que hemos pillado a ese farsante italiano en plena faena. Con el mayor descaro que pueda uno imaginar, el fulano ha agradecido nuestra llegada

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porque sin ayuda no era capaz de quitar las cadenas. Creo que ha sido entonces cuando nuestras miradas le han puesto a la defensiva y ha tomado conciencia de su situación. —Eh, io…, io estaba intentando abrire para… Aquella mezcla de alemán e italiano me ha asqueado como nunca, pero logró explicarse a pesar del miedo que tenía encima: —Venía a por vino, Signore. Una bottiglia que pidió il nostromo, eh, ¿cómo se dice?, il contramaestre. Su patetismo había llegado al límite. Le lancé un puñetazo en pleno rostro y al momento estaba rodando por el suelo. Curiosamente, se llevó la mano al costado, que le dolía más que la cara. Llamé al marinero de arriba para que se uniera a nosotros y el rufián todavía recibió algunas patadas de mis muchachos. Aunque el delgaducho se resistió lo suyo; peleó con insistencia mientras los dos fortachones lo llevaban escaleras arriba. Antes de que le encerrásemos en un compartimento sin ventanas, se ablandó un tanto y suplicó como una mujerzuela para que me acercara a la puerta. Sonreí pensando que haría lo posible para que lo soltásemos, pero lo que me susurró desde el otro lado me hizo palidecer. Me quedé más tranquilo después de haber cerrado la puerta con llave. —¿Qué era lo que quería capitán? —preguntó uno de mis hombres. Por toda respuesta les dije: —Vámonos, muchachos. Este hombre ha perdido el juicio. Prueba de ello fue aquella risotada que nos despidió mientras subíamos a cubierta.

Madrugada. Algo está pasando en mi barco. Todo sucede muy deprisa. Apenas unas horas después de encerrar a cal y canto a Torrizi, otra desaparición misteriosa nos ha sobresaltado a medianoche. Estaban de guardia el Sordo y Andrej, cuando a eso de las dos y veinte se oyó un grito claro a barlovento. Yo estaba completamente desvelado en mi cabina, revisando las cartas de navegación que tenía sobre la mesa. Cometí la imprudencia de dejarlas allí y salir a toda prisa, porque pensaba que no tardaría en regresar. Si la vela encendida hubiera rodado sobre aquellos papeles, sólo Dios sabe lo que hubiera ocurrido. Casi tropecé en las escaleras al llegar junto al timonel. A su lado había ya un grupo de hombres que murmuraban nerviosos. Entre aquel Babel de voces logré oír a uno, que tartamudeaba sin dejar de señalar las sombras que se extendían hacia popa. —¡Era Swayze, señor! ¡Seguro que era Swayze! ¡Ha caído al agua! —Dios Santo… Confirmando aquella trágica noticia, la voz ronca de Stanislau llegó desde la otra punta, rasgando la niebla. www.lectulandia.com - Página 164

—¡Por aquí, capitán! Nos dirigimos unos cuantos a la toldilla y encontramos al viejo agachado junto a la baranda. Stanislau había recogido la gorra del suelo. ¡Dios, era la del muchacho que golpeé el día anterior! Sentí que aquello me afectaba más que si me hubieran despellejado a mí mismo. A pesar de lo inútil de nuestra maniobra, decidí que virásemos en redondo a la búsqueda de aquel desdichado. Era lo único que podía hacer, no quería tener su fantasma rondando por mi cabeza eternamente. Fue en balde. Permanecimos cerca de una hora llamando al chico a voz en grito, pero nuestros ecos se perdieron en la oscuridad. Cualquier señal nos habría alertado al menos de su posición, pero la mar estaba revuelta y poco a poco nuestras esperanzas se fueron diluyendo. —Imposible, muchachos —les dije con aplomo—. Debemos seguir adelante. Tardamos lo indecible en maniobrar, pero por fin corregimos el rumbo. Ahora sólo pensaba en lo que le diría a su madre cuando la viera en el puerto, esperando orgullosa a su único hijo. Qué le diría cuando se quedase sola en el muelle, sabiendo que el chico no regresaría jamás.

Mediodía. El incidente ha disparado las habladurías entre mis hombres, que se han vuelto más perezosos y han seguido de mala gana mis órdenes a lo largo del día. No he conseguido hacerlos creer que fue un simple accidente, y he observado que me miraban de un modo extraño. La desconfianza parece aumentar entre ellos. He vuelto a bajar con el contramaestre hasta la puerta del prisionero. No sé si me alegró o me decepcionó más encontrarla cerrada, pero por si acaso Kamienski ha tenido la idea de atrancarla con una madera. Buscó algo más sólido que una simple tabla, así que deslizó la barandilla de la pared sobre los aros que la sostienen, hasta introducirla en los que flanquean la puerta. Ahora hay un obstáculo que impide el paso, y lo que es más importante, la huida. Aquello me ha tranquilizado momentáneamente; aún más cuando he visto que Kamienski pegaba el oído a la puerta y sonreía como un niño. —¡No se lo va a creer, capitán! ¡Pero ese bastardo está roncando! —me susurró el primer oficial, entre divertido e indignado—. ¿No le oye? Negué con la cabeza. —¡Roncando como si nada! —protestó Kamienski—. ¿Se da cuenta? ¡Todo lo que ha sucedido arriba no ha conseguido despertarle! Creo que deberíamos… Me sobresalté cuando le vi sacar la pistola. —¡Quieto, Aleksander! Ya hemos tenido suficiente por hoy. Guarde eso… —dije acercándome a él—. Ese canalla será juzgado y créame que tendrá su merecido. www.lectulandia.com - Página 165

—¡Pero, capitán! ¡Podríamos matarlo y arrojarlo por la borda como hizo con…! —¡He dicho que no, Aleksander! ¡Ya basta! ¿Entendido? Acompáñeme. Bajó el arma y me siguió a regañadientes escaleras arriba. Cuando nos dirigíamos al castillo de proa, vi salir al médico de mi cabina. Estaba pálido y muy nervioso. —¡Capitán! Le estaba buscando. —¿Qué sucede, Batory? Hable pronto. —Señor, tengo malas noticias. Otros dos…, otros dos hombres han muerto. —Oh, no, Dios mío… Me apoyé en el pretil, sintiéndome desfallecer. Kamienski me sostuvo creyendo que caería rodando por las escaleras. —No acierto con la causa del envenenamiento, capitán. Podría ser…, no sé. ¡Podría ser cualquier cosa! —se quejó, llevándose la mano a la frente. Él también parecía enfermo. —¡Pero usted es el médico, maldita sea! ¿Puede hacer algo o no? —Aquí no dispongo de medios… Y sería absurdo tratar de ocultar la realidad: es posible que otros tres perezcan en las próximas horas. Aquello era una pesadilla. Lo único que me mantuvo en pie era la esperanza de que nuestro encuentro con el San Jorge se produjera antes de lo previsto. Entonces podríamos conseguir ayuda. Por puro compromiso, agradecí al médico su trabajo y subí con el contramaestre a revisar nuestras coordenadas y de paso a echar un vistazo a los instrumentos de navegación. Algo me decía que aquel sol nos acompañaría durante poco tiempo. Pero me detuve al llegar a mi mesa de trabajo. —Un momento… ¿He dejado yo todo esto así o alguien ha estado curioseando entre mis papeles? Kamienski contempló todo aquello, encogiéndose de hombros. En cambio, sí le noté extrañado cuando me acerqué a las figurillas de madera y les pregunté en voz baja: —Y vosotras, ¿tampoco habéis visto nada? Decidme… Luego me he topado con la mirada compasiva de mi contramaestre. Kamienski se ha ofrecido a relevarme hasta la noche para que descanse unas horas. Creo que ha sido una sabia decisión.

11:20 La llegada del día trajo consigo el más amargo de los despertares. El sol estaba muy alto en el horizonte, por lo que deduje que había estado durmiendo más de la cuenta. Me despertó aquel chapoteo y la voz solemne que habló a continuación. Luego www.lectulandia.com - Página 166

otro chapoteo. Cuando volvieron a oírse las palabras del orador, adiviné lo que estaba sucediendo. Alguien rezaba en cubierta. Me incorporé lentamente y miré al exterior por la pequeña ventana circular. Hacía una estupenda mañana de primavera. Al salir encontré a casi toda la tripulación en el costado de estribor. Dos de mis hombres arrojaban desde un tablón los cuerpos sin vida de los marineros. Batory cerró el libro de salmos mientras los demás rogaban por el descanso eterno de sus camaradas. Vi que había otros tres cuerpos envueltos en lienzos sobre las tablas. Sin duda habían fallecido durante la noche. El médico me miró fugazmente con aire de culpa, pero le tranquilicé con un gesto comprensivo. Casi agradecía que ni el contramaestre ni él me hubieran despertado para presidir aquel triste espectáculo. Kamienski permanecía impasible junto al timonel, pero se dio la vuelta para no ver cómo arrojaban a los siguientes. Su gesto era de abatimiento, pero el de Stanislau era de pura superstición, pues cuchicheaba en voz baja para que le oyeran otros tan crédulos como él. Conocía tanto a ese bribón que casi podía entender sus palabras, mientras se hacía cruces y agarraba los botones de su chaqueta con insistencia. —¡El espíritu del mar! ¡Es él! Siempre vuelve… ¡Siempre! Los que se aventuran al norte deben pagar un precio, porque muchos no regresan. Por eso, cuando aúlla en mitad de la noche la… Decidí que era momento de escarmentar a aquel estúpido. Bastante teníamos ya con todo lo que estaba ocurriendo para que ese imbécil tensara más los nervios de la tripulación. —¡Tú sí que vas a aullar, botarate! ¡Pero de dolor! —saqué mi navaja y abrí la hoja delante de sus ojos mientras me acercaba—. ¡Cierra el pico de una vez si no quieres perder la lengua! ¿Entendido? El hombre se escondió detrás de los dos muchachos, que parecían tan aterrorizados como él. —Mantén la boca cerrada, Stanislau —le repetí—. Hablo muy en serio. Me sabía mal tener que hacer aquello, pero no estaba dispuesto a que nada alterase el ánimo de todos. En todo caso, la advertencia surtió efecto, pues fue el primero en salir corriendo hacia su puesto cuando Finalizaron los funerales.

Once de la noche. El resto del día fue un calvario. Yo no había acabado de recuperarme, y preferí no estar presente mientras Kamienski y los otros hacían recuento de las pertenencias de los fallecidos. Era lo único que podríamos entregar a sus familiares al regresar a tierra. Estaba con el oficial a la puerta de mi gabinete, cuando Jan cruzó delante de www.lectulandia.com - Página 167

nosotros con la comida del prisionero. Kamienski y yo hemos notado que silbaba de puro contento; tan contento que nos dio mala espina. Obedeciendo a una sospecha, Kamienski le ha cerrado el paso, y se ha ofrecido él mismo a llevar la ración a Torrizi. El cocinero dio muestras de extrañeza y protestó lo suyo, pero finalmente dio media vuelta. Yo permanecí allí para asegurarme de que Kamienski no corría ningún peligro al abrir la puerta, aunque él me tranquilizó al final del pasillo haciéndome ver que iba armado. Dejó el plato en el suelo antes de quitar la barra de madera; después le he visto descorrer el cerrojo sin dejar de apuntar con su arma. Luego abrió, empujó la comida con el pie y sacó el plato vacío. Al echar de nuevo la llave empezó a provocar al italiano, recordándole que nunca saldría de allí. El listón de madera ha sido colocado en su sitio nuevamente, cerrando cualquier vía de escape. No sé, hay algo tan sobrenatural en todo lo que está ocurriendo a bordo, que toda precaución me parece insuficiente. El contramaestre se despidió de mí al pie de la escotilla. Aquellas fueron las últimas palabras que le oí pronunciar.

04:00 Me desperté sobresaltado. Eran casi las tres de la madrugada y creía estar en mitad de alguna pesadilla, pero al apartar la manta y verme envuelto en aquel griterío supe que era real. —¡Stanislau, señor…! ¡Está muerto! ¡Venga rápido! ¡Muerto! ¡Dios Santo, aquello no podía ser cierto! Corrí tras el marinero que dio el aviso, precipitándonos escaleras abajo. De las bodegas venía un rumor creciente de voces excitadas y sentí una especie de punzada en el estómago, como presagiando lo que estaba a punto de ver. Al entrar apresuradamente en el almacén, descubrí un grupo de hombres delante de las barricas de madera del fondo. Todas contenían vino o especias. Todas menos una. Cuando los marineros se fueron apartando para dejarme paso, me dirigí a la tinaja que se encontraba debajo de la rejilla. —¡Tadeusz le vio desde arriba, señor! Creo que está… Me subí a las cajas y miré dentro. Por Cristo que no sé cómo fui capaz de mantener el equilibrio. Allí dentro flotaba mi buen Stanislau, hinchado y boquiabierto como un pavo relleno. Volcamos la enorme tinaja con una mezcla de asco y miedo. Llegué a dudar si aquello era sangre o vino. Uno de mis hombres hizo una fatídica observación: —¡Capitán…! ¡Mire! ¡Le han cortado la lengua! El muchacho que había hablado retrocedió, asustado; en parte por aquella visión www.lectulandia.com - Página 168

espantosa, y también porque las palabras que había pronunciado me comprometían directamente ante mis hombres: la amenaza que lancé al viejo esa misma mañana se había cumplido. Mientras examinaba el cuerpo, las miradas hostiles me rodearon por todas partes. —¿Qué miran? ¡Vuelvan a sus puestos! ¿Y Kamienski, dónde está? Necesito un par de hombres aquí abajo. —El contramaestre también ha desaparecido, señor. Aquel marinero me observaba con aire acusador, igual que sus compañeros. Y eso me hizo perder los nervios. —¿Cómo que ha desaparecido? ¡Repite eso! —grité, cogiéndole de la chaqueta. Tuvieron que separarnos varios hombres para que no pagara mi enfado con aquel tipo. —¿Alguien puede decirme qué está pasando? —insistí—. ¡Maldita sea! ¿Es que nadie ha visto nada? Mis ojos se encontraron con Czesko en las escaleras. —¡Y tú! ¿qué haces aquí, sanguijuela? ¡Sube a tu puesto hasta que mande relevarte! ¿Me has oído? Quiero veros a todos bien despiertos. ¡A todos! ¡Y a ti con la vista clavada allí arriba, hasta que se te sequen los ojos! ¡Pronto! Seguí a aquel hijo de perra sin dejar de gritar, viéndole correr atropelladamente en dirección a la escotilla. Me culpé por haber estado durmiendo mientras sobrevenía todo aquel desastre, pero lo único que podía hacer era ordenar a mis hombres que volvieran al trabajo y me informasen de cualquier cosa extraña con que se topasen de ahora en adelante. Hemos arrojado al mar el cuerpo del pobre Stanislau. Esta vez no hubo oraciones. Así lo hubiera querido el viejo. Pero Nicolau, emocionado, entonó la canción que tanto repetía aquella voz ronca que ya no volveríamos a escuchar: ¡De las mujeres huid! Las que nunca me pescaron que no me busquen después Y si hay Diablo donde voy ha de echarme a puntapiés que llegaré a la otra vida tan pobre como me fui Siempre fue demasiado hablador. Los que estábamos allí para despedirle hemos coincidido en una cosa: seguro que a los peces no les faltará conversación a partir de ahora. El cuerpo de aquel buen amigo cayó al agua y la estela del barco lo arropó para www.lectulandia.com - Página 169

siempre. —Con él, ¿cuántos van, doctor? —pregunté apesadumbrado. —Nueve, si incluimos a Kamienski. Compuse un gesto de disgusto y di un puñetazo en la bitácora. —¡No le cuente todavía! Acompáñeme. Vamos a buscarle. Registramos el barco hasta la popa y no descansé hasta examinar todos los sitios en los que podría haber esperanza de encontrar al primer oficial. Después de más de dos horas, no conseguimos nada. Mi humor se resintió considerablemente tras aquel golpe, y ni siquiera presté atención a los consejos de Batory para tomar las pastillas que me ofreció. Al menos me hubieran bajado la fiebre. Con poca delicadeza le tiré las dos cápsulas de un manotazo y me dirigí a mis hombres: —¿Quién vio a Kamienski por última vez, muchachos? ¿Alguien lo recuerda? Todos bajaron el rostro, temerosos, y sólo uno de los novatos interrumpió su tarea en el cabrestante para responder: —Yo le vi llevar la comida al tipejo aquel, el italiano, ya sabe… Luego… El muchacho se encogió de hombros, de manera elocuente. Luego nadie había vuelto a ver al contramaestre. Andreas y yo nos hemos sentido decepcionados. En el pasillo de abajo la puerta atrancada seguía ofreciendo la misma resistencia que el primer día. Que el primer día… De repente pensé en nuestro prisionero. No había vuelto a verle desde que le encerramos allí. Y las palabras que me dijo entonces volvían a pasar ahora por mi cabeza. «Dios Mío. ¿Y si tal vez…?» Ordené a mis hombres que permanecieran alerta, mientras el doctor y yo volvíamos abajo. —Quiero pensar que nadie escapó de allí, Andreas. Quiero creerlo —dije con el corazón encogido. Aparté la pértiga de madera y abrí con la llave. En aquellos momentos no me importaba si Batory notaba el temblor de mis dedos, porque seguro que él estaba tan agitado como yo. Y lo que vimos no ayudó en nada a tranquilizarnos. De hecho, nos quedamos mudos durante algunos segundos, hasta que la voz de Andreas me sacudió desde atrás: —Cierre esa puerta, capitán… ¡Por el amor de Dios! ¡Cierre de una vez! Por el bien de los dos, obedecí. Ya no haría falta atrancarla nunca más. Aunque eso hubiera aliviado las pesadillas que me asaltaron a partir de entonces. Después de echar la llave me apoyé en la pared, jadeante. Un sudor frío resbaló por mi frente al recordar la monstruosidad que acababa de ver. Aquel espectro que nos miraba desde el suelo, con sus miembros petrificados como la mujer de Lot. Ahora que estaba muerto, sus ojos desiguales quedarían grabados para siempre en mi memoria. www.lectulandia.com - Página 170

He reflexionado sobre la suerte del italiano. Resulta que aquel desgraciado fue envenenado como los otros. Y por la misma mano invisible. Parece irónico que le rescatáramos de aquel barco errante, sin saber que su condena estaba aquí, en el Vislatek. Si el Señor se permite esos caprichos, empiezo a creer que no soy yo quien talla figuras de santos, sino que son los dioses los que juegan a esculpirnos con su buril de dolor y sufrimiento. Cuán cierto es. Pero te estás volviendo filósofo, capitán. Ándate con ojo, porque ahora que se ha ido Stanislau, tú eres el más viejo del Vislatek y no sería bueno que acabases como él. La noche amenaza tormenta. Hay mar rizada y el viento llega acompañado de nubes. No es buen augurio. Y no sé si dispongo de tripulación suficiente para combatir esta adversidad. Ruego a Dios que no nos pierda de vista.

Las palabras del italiano resultaron veraces. Y bien que lo lamento. Al no hallar respuesta ante lo que estaba sucediendo a mi alrededor, he prestado atención a la advertencia que Torrizi me hizo en su día. Y si no he dejado constancia de ello hasta ahora es porque implica directamente a alguien de la tripulación. Reconozco que al principio me pareció una locura del italiano, una artimaña para salvar el pellejo haciendo recaer las sospechas en otra persona. Pero se ha convertido en la verdad más amarga. Yo me encontraba en mi camarote. Hacía rato que había dejado mi San Adalberto sobre la mesa, y permanecía con las luces apagadas para hacer creer a todos que dormía. Pero allí estaba yo, mascando tabaco en medio de la oscuridad, y contemplando aquel mar embravecido sacudido por relámpagos lejanos. Que se iban acercando. Si ese italiano del Diablo estaba en lo cierto… A eso de las tres de la madrugada me levanté y salí a investigar por mi cuenta. Llevaba la pistola cargada. Conocía de sobra el camino, pero deseé no tener que iluminarlo con algún disparo. Eso sería mala señal. Una a una fui dejando atrás las puertas de los camarotes. Decidí no despertar a los muchachos y seguir adelante; con suerte no necesitaría ayuda. Cerca del almacén había un farol que permanecía encendido toda la noche. Lo descolgué cautelosamente y abrí la puerta. Tenía interés en examinar de nuevo la carga. Y si ninguno de mis oficiales estaba allí para hacerlo, era competencia mía en aquellas circunstancias. Pero no era solamente eso lo que me empujaba a hacerlo. Si Borowski estaba allí todavía y no le habíamos encontrado, sin duda era porque habíamos sido demasiado estúpidos a la hora de buscarle. Mi segundo no había caído www.lectulandia.com - Página 171

por la borda, qué va… Y tampoco apareció en el cuarto del italiano. Tenía que estar allí. Nadie había registrado las cajas de ámbar, porque no se nos pasó por la cabeza que cualquiera tuviera el descaro de manipularlas delante de nuestras propias narices. Sólo podía haberlo hecho alguien muy interesado en ellas…, bien por su contenido, o por servirle de escondite para su crimen. Sentía miedo de comprobarlo. Me encaramé finalmente con decisión. La primera prueba de mis sospechas la tenía allí mismo: dos de las cajas habían sido apalancadas. Una de ellas estaba combada hacia arriba y le faltaban muchos clavos. Demasiados, pensé… Me resultó fácil destaparla con la ayuda de una tabla. El corazón parecía salirse de mi pecho cuando me obligué a mirar al interior. Borowski. Reconocí la mano áspera y curtida que asomaba entre las piedras amarillentas. Sabía que el ámbar preservaba bichos y plantas a través de los siglos, por lo que me pregunté absurdamente si habría conservado alguna vez cuerpos humanos. Si este dichoso barco seguía navegando eternamente con su maldición a cuestas, tal vez conservaría a Borowski como le veía yo ahora. Es decir, muerto. En pocos minutos retiré algunas piedras y desenterré a mi camarada. Viéndole allí tumbado, tuve la certeza de que mi segundo no hubiera deseado un ataúd más cómodo; digno de reyes, en medio de aquellas valiosas joyas. Allí cabían varios como él, pensé. Y temí que esa misma idea ya se le hubiera ocurrido a nuestro asesino. Labor principal de todo buen capitán es velar por sus hombres. Yo intentaría por todos los medios que aquel sádico no volviera a actuar en mi barco. La muerte de Borowski por fin daba sentido a las palabras del italiano. Ahora debía examinar el lugar donde se hizo el recuento de pertenencias de los fallecidos. La puerta estaba cerrada, aunque por debajo se filtraba una franja de luz. No era momento de perder el tiempo: la abrí de una patada y apunté con la pistola, por si recibía una inesperada bienvenida. Tuve suerte; allí no había nadie y pude entrar sin mayor problema. Una vela medio consumida era lo único que vi sobre la mesa, y sonreí al comprobar que alguien había decidido poner las pertenencias a buen recaudo, ¿quién mejor que él para guardarlas? Sabia decisión, pensé. Aunque le iba a costar cara. Procedí a hacer un reconocimiento general de los otros compartimentos. En alguno de aquellos camarotes debía estar la clave. Maldije al descubrir que estaban cerrados. Por suerte, vi luces al final del pasillo. Sin duda algunos de mis hombres llegaban alertados por aquellos portazos. —¡Ah, doctor! Es usted… —dije al verle encabezar el grupo—. Vienen armados. Estupendo, síganme. www.lectulandia.com - Página 172

—Pero, ¿a qué se debe…? —¡Chissst! ¡Silencio! Permanezcan con los ojos bien abiertos. Jan, traiga las llaves de estos camarotes, ¡rápido! —No hay llaves, capitán. Uno de los muertos debió llevárselas a la tumba. —¡Maldita sea…! Entonces no queda más remedio que echar la puerta abajo. ¡Adelante! Debieron pensar que estaba loco, pero a aquellas alturas poco importaba. Uno a uno, los cuartos fueron abiertos. En los tres primeros no descubrimos nada y noté cómo empezaban a mirarse los chicos, con su pobre capitán metido en tareas sin ningún sentido. —Señor, no entiendo qué… No estaba para soportar idioteces, así que antes de entrar al siguiente camarote les hice la siguiente advertencia: —Voy a abrir esa puerta. Si algo se mueve ahí dentro, quiero que disparen sin pensárselo dos veces, ¿entendido? Sólo eso. De nuevo se interrogaron entre sí, dudando de mi salud mental, pero al ver que me apartaba para tomar impulso se mantuvieron expectantes. —¡Ahora! Lamenté que entrásemos de manera tan ruidosa, porque aquello podía espantar a nuestra presa. Pero el cuarto parecía estar en calma y el escaso mobiliario se reconocía de un simple vistazo a la luz del farol. Sobre la mesa aparecían algunos papeles borrajeteados, un juego llaves —que coincidían con las puertas cerradas— y a poca distancia vimos un pequeño cofre. No dudamos que era propiedad del difunto Tadensz. —¡Que me aspen, capitán! ¡Pero si aquí está todo el dinero y los objetos personales de…! —Lo sé. Y vamos a averiguar quién lo hizo. El médico tocó la pequeña lámpara que había sobre la mesa. —Aquí ha estado alguien hace poco. El cristal aún está caliente. —Sí, y tal vez no se haya ido… —comenté. —¡Cómo! ¿A qué se refiere? —dijo el médico, retrocediendo. Le miré con dureza, decidido a resolver aquella farsa. —¡Pero, señor, eso no puede ser! ¡Tadensz está muerto! —dijo Jan. —No me refiero a Tadensz. Todos guardaron silencio. Les hice un gesto para que se fijaran en la cortina raída que cubría una parte del cuarto. La lámpara proyectaba la sombra de alguien que se ocultaba allí detrás, y no dudé en apuntar con la pistola. —Su juego ha terminado. Ya puede salir, Kamienski.

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Siete de la mañana. El contramaestre no opuso ninguna resistencia al ser arrestado. Quién lo hubiera dicho, un oficial de toda confianza. De toda confianza… Mis hombres están perplejos; ninguno acaba de creerse que Kamienski estuviera detrás de todo esto. Ahora me pregunto qué sabíamos realmente de ese farsante. Lleva más de un año a mis órdenes y jamás me dio el menor motivo de sospecha. Siempre se limitó a cumplir su trabajo de manera impecable; incluso de manera brillante, a veces. Pero esto… No hemos conseguido arrancarle una palabra. Mientras le empujábamos a uno de los pañoles vacíos de estribor, ha permanecido con la cabeza erguida con gesto de orgullo. ¡Ese engreído! Ni que decir tiene que me ha sacado de mis casillas, así que le he arrojado allí dentro para que reflexione. Es un compartimento que en su día tuvo un camarote encima, pero suprimimos el suelo que los separaba y empezamos a usarlo como almacén, por la gran cantidad de cajas que nos permite apilar. Ahora está completamente vacío, así que Kamienski sólo verá la luz que entre por la ventana circular de allá arriba, incapaz de llegar a ella. Hay demasiada altura y las paredes fueron embreadas antes de nuestra partida. Con algo de suerte, sólo se volverá loco.

Tres y cuarto de la tarde. Los muchachos han clavado algunas maderas en la puerta, siguiendo mis órdenes. Sin duda no lo hacían de buen grado. No pueden ver todavía a su contramaestre como un vulgar asesino. Yo sí. He vivido demasiado y la realidad a veces es cruel. Pregunté si estuvo Kamienski por la cocina el día que mis hombres se intoxicaron, y Jan me ha dicho que no. Por eso deduje que fue el día anterior cuando ese rufián envenenó la comida. Jan me ha confirmado que sólo estuvo la noche que aparecí yo, así que me he puesto a pensar. Resulta que el traidor tuvo todo el rato aquella pipa en la boca; pipa que nunca encendió. Maldita sea, estábamos los tres allí delante y sacudió la cazoleta en nuestra olla sin que nos diéramos cuenta. Sólo Dios sabe lo que echó allí dentro. Quién iba a sospechar… El italiano, él sí lo hizo, pero más tarde, seguramente cuando el tal Kamienski —ahora empiezo a dudar que ése fuera su verdadero nombre— le amenazó para que se estuviera calladito, porque debió pillarle en alguna acción furtiva. El caso es que la venganza del contramaestre fue más allá de un simple reproche: Kamienski le dijo que bajase a por vino y el pobre hombre no imaginó que se encontraría con la puerta cerrada. Ese hijo de mala madre era consciente de las sospechas que había hecho recaer sobre el italiano, y supuso que desconfiaríamos al verlo por allí abajo. Dicho y hecho. El contramaestre se aseguró de que bajásemos en el momento en que Torrizi se empeñaba en quitar el

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cerrojo. Aquel pobre diablo me advirtió sobre quién era el auténtico criminal y no le hice caso. Estoy tan absorto en mis propios problemas que apenas me he dado cuenta de que uno de mis hombres me toca en el hombro para decirme algo: —¡Capitán! ¿No me oye? Le pregunto qué hacemos con aquella estacha. —Ah, sí, sí… Dejen eso de momento y vayan ahí atrás a echar una mano a Jerzy. El pobre se ha ido meneando la cabeza, apenado. Creo que el rumor general es que he perdido el juicio. Ayer tal vez hubiera pensado lo mismo que ellos. ¡Pero qué diablos! Al menos en esta ocasión las cosas se van aclarando. Ahora sabemos que ese criminal es el responsable: empezó con el camarada Borowski y siguió con el resto de mis hombres. ¡Traidor! ¿Esperaba que se iba a salir con la suya? ¿Pretendía simplemente quedarse con lo que habían dejado sus compañeros muertos? No, parece extraño que asesinara —Dios mío, que asesinara…— por algo que podía robar antes de bajar a tierra. Salvo que… Pero válgame el Cielo…, creo que lo que estoy pensando es una majadería. No cometería la estupidez de ir tras el cargamento de ámbar.

Noche. La maldita borrasca ha caído por sorpresa sobre nosotros. Dios… Era lo que me temía. Lo hemos pasado mal aquí arriba cuando se han soltado algunas velas y una vía de agua se ha abierto paso en la galería de estribor. ¡Señor! ¡No éramos capaces de dar abasto frente a tanto desastre! Con la tripulación tan mermada no sé si resistiremos otra como ésta. A pesar del esfuerzo de mis muchachos, he creído que iríamos a hacer compañía al bueno de Stanislau. Después nos hemos puesto a trabajar allá abajo con las reparaciones, cuando la lluvia nos ha dado un respiro. Tal vez me tomen por loco, igual que mis hombres, pero juraría que algún canalla se reía de nuestras desgracias desde la otra punta. Incluso he dudado que no fuera el fantasma de aquel mellado italiano, ¡mala sombra le lleve!, con sus ojos distintos mirándonos desde cualquier parte. Esta misión empezó a torcerse desde el principio, siempre lo he dicho. Debí sospechar de aquellos tipos afeminados cuando me dieron ese adelanto en el muelle. Nadie quería realizar este viaje, por eso pagaban bien. Pero el Señor también juzga, capitán, y tendrás tu castigo. La tormenta no ha amainado, pero al menos la lluvia ya no es torrencial como hace un momento. Incluso me he permitido fumar una pipa mientras observaba el horizonte, esperanzado. ¡Pronto te veremos, San Jorge! Si tu presencia pone término a nuestros males, prometo dedicar otras veinte tallas en tu santo nombre.

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Madrugada. 04:25 No sé cómo decir esto… Ha ocurrido otra desgracia. Casi habíamos llegado a dominar la situación cuando nos sorprendió otra tromba de agua, aún más violenta que la anterior. Luego el mismo grito. Esta vez a barlovento. ¡Dios! La pesadilla ha vuelto a repetirse. Tal vez esa perra de Hécate no tiene suficientes demonios en el fondo del mar, y nos manda de regreso a nuestros camaradas muertos para llevarle nuevas víctimas. Nada me hubiera sorprendido ya, ni siquiera ver aparecer al difunto Tadensz y a los otros, cargados de cadenas o descolgándose como arañas por las jarcias. Sin embargo… no era ninguno de ellos. Cuando llegué junto a mis hombres no había nadie, aunque el timonel aseguró conocer de sobra aquella voz. —¡Andrej, señor! ¡Por mi sangre que era él! —nos gritó a través de la cortina de lluvia. A pesar del fuerte viento, logré entenderle. Andrej también era un crío. ¡Oh, Señor! ¿Era aquel un viaje sin retorno a las entrañas del Infierno? Resbalando sobre la cubierta mojada, logré acercarme al puente para hacerme cargo de nuestras posibilidades. Al menos habíamos enderezado el rumbo, que no era poco en aquellas circunstancias, pero ni hablar de rescatar a Andrej, era una locura. Si permanecíamos cada uno en nuestros puestos, todavía teníamos bastantes esperanzas de salir con bien de aquello. Di una voz a los de proa para confirmar que cada uno seguía en su lugar. Me respondieron haciendo la señal correspondiente, es decir moviendo el farol de izquierda a derecha un par de veces. La misma respuesta me llegó al dirigirme a los de popa. Y también desde arriba, aunque después de mucho insistir, cuando vi asomar la capa de Czesko en medio de la tormenta. Así caigan rayos y truenos dudo mucho que le despierten. Finalmente respondieron los hombres repartidos por estribor, aunque desde aquel costado me hicieron la señal con el brazo, y no pude ver el rostro de mi único hombre apostado allí, el mismo que había perdido a su compañero hacía un momento. Hasta que el timonel no dio otra voz, alertándonos de que había estabilizado la nave, creo que nadie daba una moneda por su vida. Faltaba casi una hora para el amanecer. Poco imaginábamos el horror que iban a depararnos las primeras luces del día.

Empezaba a clarear cuando el doctor llegó al puesto de mando y, sin decir nada, se sirvió una taza de mi cafetera. —Capitán… —dijo mientras servía otra para mí—. Quizás debería descansar unas horas, si por fin despeja. www.lectulandia.com - Página 176

De buena gana he aceptado el café, aunque no su consejo. Estaba demasiado alterado para abandonar a mis hombres ahora. Y encima aquellas nubes bajas podían dificultar enormemente nuestros planes, pues eran más peligrosas que la niebla. A ratos clareaba y los chicos se confiaban con el panorama despejado. Por más que se lo repetía, corríamos serios riesgos de chocar con algún iceberg, de no estar atentos. Ordené a gritos que recogieran algunas velas y aminorasen un par de nudos la velocidad, y los maldije cien veces por ser incapaces de una maniobra tan sencilla. Sólo quedaba resignarse frente aquella panda de idiotas que tenía por marineros. Especialmente el de allá arriba. —¡Czesko! ¡Te necesito despierto! ¿De acuerdo? Ni que decir tiene que me quemé con la taza, de puro enfado, cuando no escuché una respuesta desde las alturas. Mascullé una vez más, sopesando la posibilidad de subir y arrojarle al agua, para entretenimiento de oreas hambrientas. ¡Aquello seguro que le despertaría! Pero vino uno a decirme que había problemas con la gavia, y retrasé su castigo para más tarde.

Una sucesión de hechos horribles han ocurrido en las últimas horas, convenciéndome definitivamente de que este viaje no debía haber comenzado jamás. Serían las doce y veinte aproximadamente, cuando el timón dio una voz a los de alante para que le dijeran lo que veían. Entonces, otra voz más asustada nos sacudió a todos desde proa: —¡Hay algo en medio, capitán! ¡Es una cosa bastante grande, hacia poniente! No era Czesko el que dio la alarma, por lo que salí del puesto de mando hecho una furia. —¿Qué ocurre? ¿Dónde dices que está? —¡Allí, señor! —repitió el hombre, señalando por encima de la borda. Al acercarse nervioso, tropezó con unos cabos y casi rueda hasta el trinquete—. ¡Parece un islote! No, tal vez… Bajé lo más deprisa que pude y me puse a mirar aquella especie de montículo. Respiré aliviado por doble motivo: primero, porque lo teníamos fuera de nuestro camino, y segundo, porque la causa de nuestro miedo era bien simple: —¡Es una ballena, estúpidos! ¡Y está muerta! ¡Dad gracias de que no nos hayamos chocado contra un bloque de hielo! Es lo que os merecéis. Muchos no habían visto un iceberg en su vida, y quizás fuese preferible, porque aquellas trampas flotantes ocultaban todo su peso bajo el agua, de ahí la amenaza que representaban para la navegación. —Y ahora, ¡que alguien me diga dónde está ese idiota de Czesko! Mis hombres se apartaron al ver que me encaminaba al mástil. Nada me hubiera gustado más que tener un buen látigo para escarmentarle delante de sus compañeros, pero lo que era seguro es que le daría una lección que no olvidaría jamás. www.lectulandia.com - Página 177

—No sé qué pasa con el vigía, señor. Antes le llamé y no hizo el menor caso… —¡Eso no es tan raro! —soltó una carcajada el Pelirrojo. —Le hace gracia, ¿verdad, Newman? ¡Suba y tráigalo aquí! ¡Yo le ajustaré las cuentas a ese bastardo! Hace tiempo que debía haberlo hecho. Si aquel idiota de Czesko se había emborrachado tenía derecho a pegarle un tiro ahora mismo, si no por las leyes divinas, al menos por las humanas. Pero los marineros conocemos un dicho bien cierto: no gastes todas tus plegarias cuando algo vaya mal, porque aún puede ir peor. Así fue. Aquel hombre se encaramó en un santiamén mientras le seguíamos con la vista, pero al llegar arriba, algo le hizo pararse en seco y perder el equilibrio. Después de mirar dentro del puesto del vigía, soltó un alarido espantoso y se precipitó en una caída interminable hasta el suelo. El golpe fue brutal. Señor… cómo describirlo. El…, el pobre tipo se vació sobre las tablas de la cubierta, dejando un rastro de sangre en todas direcciones. Murió en el acto, pero nos acompañaron los gritos de otro que había quedado atrapado debajo; aullaba de dolor por culpa de su pierna rota, pero también por aquel despojo que tenía encima y que un día fue Newman el Pelirrojo. A pesar de todos los intentos del médico, no conseguimos calmarle. Y no era ya la tortura física, pues mis hombres están acostumbrados a las duras exigencias del mar; sin duda era el horror de todo aquello, que parecía no tener fin. Batory se lo llevó para administrarle algún sedante mientras los demás observábamos con miedo hacia el puesto de Czesko. La situación era tan desesperada que imaginé que ninguno de mis hombres se atrevería a subir, así que me preparé para intentarlo yo mismo. Pero uno de mis cachorros, Yulian, hombre de confianza y que había demostrado sobrada destreza en numerosas ocasiones, agarró la cuerda y apretó el cuchillo entre los dientes antes de lanzarse a una ascensión prodigiosa. Si digo que aquel valiente estuvo a punto de perder el equilibrio y seguir los pasos de su desgraciado predecesor, dará una idea de la pesadilla que anidaba en la cofa del vigía. Yulian venía ya de regreso, y bajaba mucho más despacio e inseguro. Cuando llegó a cubierta se apoyó en el mástil, mirándonos a todos como enloquecido. —Es… ¡Está muerto, señor…! Palideció de pronto, y a punto estuvo de caer sobre el charco de sangre de su compañero. —¡Muerto! ¿Has dicho muerto? —le pregunté, sujetándole por los hombros. —¡Sí, capitán! Un… ¡Un clavo le atravesaba la frente para sujetarlo al mástil! Puede creerlo… También le han cortado los párpados… ¡Los párpados! ¡Para que no pueda cerrar los ojos, capitán! Seguí mirando a Yulian, horrorizado. Aquellas palabras eran como una condena para mí, porque fui yo el que gritó a Czesko que permaneciera con la vista fija en el horizonte. www.lectulandia.com - Página 178

Como si la vida le fuera en ello.

Más tarde. Son demasiados misterios para un simple capitán. Demasiadas cosas sin sentido. Después de bajar al pobre Czesko, los murmullos giraron entorno a mí como ya ocurriera cuando encontramos a Stanislau. Alguien está intentando culparme de todo esto, así que he decidido aclararlo antes de que sea demasiado tarde. Cargué la pistola y fui yo solo al interior del barco. Únicamente una persona era capaz de aquella salvajada. No me importaba cómo hubiera escapado, lo único cierto es que no tendría más ocasiones de idear nada, porque iba a volarle la cabeza de un disparo. Pero al encontrarme con la puerta precintada, no supe si debía dar gracias al Cielo o pedir consejo al Infierno. Si Kamienski no había salido de allí, ¿cómo diablos…? Mi ánimo se vio superado por la desesperación. El cautivo se movió dentro, interesado como un lobo que acechara a su presa. Parecía que se habían invertido los puestos y que yo era el animal acosado. También supe que él estaba al tanto de mis problemas, porque su risa apagada se me hizo insoportable al otro lado de la puerta. Dando media vuelta, regresé a la escotilla, saliendo de aquel nido de ratas para enfrentarme a otras bien distintas. A partir de ahora tendría que vigilar a mis hombres.

Dediqué palabras de ánimo a mis muchachos. Teníamos que estar juntos en esto. Pero hacía tiempo que notaba aquel sentimiento de hostilidad hacia mí, y no tuve que esperar demasiado para que ellos mismos me lo hicieran saber: —Usted dijo a Czesko que mantuviera los ojos bien abiertos… —me dijo uno de ellos, mordisqueando un palillo en actitud desafiante. Era la primera vez que uno de mis hombres evitaba llamarme capitán. —Bien —continuó—, pues parece que obedeció al pie de la letra… Todos los que le obedecen no viven para contarlo, me temo. —¡Como te pasará a ti si no te callas, botarate! —le respondí—. ¿Acaso crees que un capitán iba a matar a su tripulación? ¿Pensáis que este barco se gobernará solo, panda de estúpidos? Mi tono les recordó quién mandaba todavía en el Vislatek, aunque otro marinero decidió empeorar las cosas: —Puede que se gobierne solo, capitán…, ¡porque está maldito! ¡Eso es, maldito! Dios Santo, ya no sabía si era mejor que sospechasen de mí o creyesen que el barco estaba embrujado. www.lectulandia.com - Página 179

—¡Aquí no hay fantasmas de ninguna clase! ¿Entendido? Esto ha sido obra de un asesino y nada más ¡Eso es todo! ¡A sus puestos! —Un asesino como el que cortó la lengua de Stanislau, ¿verdad? —volvió a la carga el rebelde. Pensé que aquello era demasiado. El tipo se estaba rascando la barba con la misma chulería que antes, pero no imaginó que esta vez no iba a responderle con palabras. Mi puño encontró su nariz y cuando le arrastré por la barba, su sangre manchó la cubierta por segunda vez aquella mañana. —¡Estás insinuando que fui yo!, ¿no es eso? ¡Si vuelves a repetirlo tú serás el siguiente en saltar por la borda! ¿Lo has oído bien? Un quejido de dolor fue su única respuesta. —Capitán, así no se arreglará nada. Me volví. Era el médico. —¿Usted también, doctor? ¿Usted también cree que sería capaz de hacer algo así? Batory contempló al hombre del suelo y tuve la seguridad de que, en efecto, lo pensaba. —Si he de serle franco, capitán, me temo que todas sus amenazas tienen fatales consecuencias. —Pero, ¿se han vuelto todos locos? —pregunté, perdiendo la paciencia. —Si no es cosa suya, ¿de quién, capitán? ¿Uno de los que estamos aquí, tal vez? Contemplé aquel grupo maltrecho y acabado que constituía mi tripulación, sin saber qué responder. —Fue Kamienski, lo sé… —dije por fin—. No sé cómo, pero tuvo que hacerlo. —¿Quién? ¿Kamienski, señor? —dijo alguien desde estribor. Era Jerzy. El pobre había enjabonado la cubierta hace rato y ahora tendría que hacerlo de nuevo después de aquella pelea. —Si pregunta por el contramaestre, ahí abajo lo tiene, capitán, ¡más quieto que la estatua de un cementerio! No hubiera podido salir de ahí aunque quisiera, créame — dijo, señalando la ventana que tenía a sus pies—. Por ese cristal no cabría mi cabeza, señor. —¡Tu cabeza no cabría ni por el escotillón de proa, botarate! —le reprendí. Me fastidiaba que tuviera razón—. Me estoy refiriendo a que hubiera escapado por… —Por la puerta —respondió Batory con frialdad—. Pero sabemos que no ha sido así, ¿verdad, capitán? Desvié la mirada, en un gesto de impotencia. Sólo pude dejarme caer sobre los peldaños de madera y hablarles con la mayor sinceridad posible: —Reconozco que no ha sido así. Y me cuesta encontrarle una explicación a todo esto. El doctor se acercó a mí. —Pues tendrá que encontrarla para cuando regresemos, capitán; aunque no soy quién para recordárselo. www.lectulandia.com - Página 180

Alcé los ojos y me topé con la franqueza reflejada en su cara. Admití que no había amenaza alguna en aquellas palabras. Sólo sensatez. —Lo tendré en cuenta. Antes de vernos con el San Jorge espero que todo se haya aclarado. —Lo mismo digo —me deseó el buen doctor, perdiéndose en dirección a la sentina de proa. Creí que me habían dejado solo en las escaleras, pero cuando me iba a retirar vi a aquel estúpido de Jerzy con la escoba en las manos, sin dejar de mirarme. —¡Pero qué diablos hace! ¡Limpie todo esto! No quiero que este barco parezca un matadero, ¿me ha oído? Pero lamentablemente, también en esto mis profecías se habían cumplido.

Madrugada. Aún no sé cómo tengo fuerzas para relatar los sucesos que siguieron a los accidentes de esta mañana. Sólo sé que hace un momento, al reunirnos apenas siete hombres a cenar, en la misma mesa que había albergado más de veinte en días pasados…, ocurrió. Dos hacían guardia fuera; así lo había ordenado para que en cada momento alguien pudiera vigilar a su compañero. Era necesario. El tipo que había apostado en lugar de Czesko gritó desde arriba y todos nos levantamos súbitamente. —¡Hombre sospechoso entrando a las cocinas, señor! Todos reímos, aliviados, porque vimos aparecer por la puerta al gigantesco Nicolau, que venía meneando la cabeza por la ocurrencia de aquel idiota. —¡Recuérdame que se lo cuente a tu esposa cuando regrese, Józef! ¡Tendremos ocasión de hablar durante esas largas noches que la dejas sola! —¡Bastardo! —voceó el otro, soltando una carcajada desde arriba. Aquello nos hizo pensar en el retorno a casa y mitigó un poco el desánimo que se había apoderado de nosotros las últimas jornadas. Cuando el gigantón se acercó a la olla sin esperar a que Jan nos sirviera, fui el primero en regañarle: —Mala ventisca te arrastre, Nicolau ¡Así te quemes por estúpido! —¡Siéntate y espera como todos! —gritó Edmund—. Tú no te lo has ganado, ¡tenías que haber limpiado la cubierta de punta a punta como el pobre Jerzy! Creo que la alusión me fastidió más a mí que a Nicolau, porque aquel oso se llevó la cuchara a los labios como si nada. —¡Bendita sea tu presencia en este barco, Jan! —tronó, a pesar de que el cocinero estaba demasiado lejos para oírle—. ¡Esto es un auténtico…! Pero, ¿qué diablos…? ¡Jan, viejo zorro! ¿de dónde sacaste esta lengua de cordero, si puede saberse? ¿Acaso escondes provisiones por ahí para ti solo, bribón? Nos quedamos allí, horrorizados, contemplando la víscera que humeaba en la www.lectulandia.com - Página 181

cuchara de madera. El gigantón se sorprendió por nuestro silencio y demasiado tarde entendió el terror que nos atenazaba. —¡Aghhh! ¡Por Dios Santo! Dejó caer la cuchara, y la lengua de Stanislau rebotó por el entarimado hasta golpear mi bota. Algunos apenas pudieron contener la náusea y buscaron rápidamente la salida. Los que permanecimos quietos empezamos a mirarnos con nerviosismo. De pronto, el que tenía al lado arrojó la banqueta al suelo y me señaló de modo acusador: —¡Usted…! ¡Tuvo que ser usted, capitán! —lloriqueó. Había perdido los nervios —. ¡Nadie más estuvo aquí! ¡Fue usted! —¿Dónde está el cocinero? —pregunté de repente, con una calma que me sorprendió a mí mismo. Me levanté en el momento oportuno, pues si hubiera tardado un poco más aquellos tiburones hambrientos se hubieran lanzado sobre mí sin pensárselo dos veces. Mis ojos se toparon con una marmita llena de un líquido rosáceo y ciertamente repugnante. Preferí no saber lo que era aquello. —¡Acompáñeme! —dije al que lloraba en el suelo, para convencerle de mi inocencia. Me siguió escaleras abajo sin dejar de gimotear. Jan había bajado hacía un buen rato y no había regresado, según me aseguraron en cubierta. Cogí el farol de la escotilla principal y descendimos por allí para ganar tiempo. Estaba muy oscuro, pero al fondo lucía la vela del cocinero, por lo que nos acercamos más confiados. —¿Qué ocurre? —preguntó sonriente—. ¿Qué es todo ese jaleo por ahí arriba? Se diría que… —¡En nombre del Cielo, Jan…! El marinero y yo nos quedamos horrorizados. —¿Q-qué sucede? ¿Por qué me miran así? Aquel cerdo tenía el hocico manchado de sangre. —¿Qué diablos estaba haciendo aquí abajo? —le pregunté, controlando mis nervios lo mejor que pude—. ¿Ha decidido comer a escondidas? Mi mano se acercó cautelosamente hacia la pistola. —¡Ah! Se refiere a esto —dijo, limpiándose la boca con el brazo—. He estado probando mi nueva receta, capitán, helado de frambuesas. Lo dejé arriba en una marmita, espero que ninguno de estos harapientos se lo haya zampado. Los dos le miramos como estúpidos. —Así que era eso… —mascullé—. Pero, entonces, ¿qué diablos vino a buscar aquí abajo, si puede saberse? Su puesto está en la cocina. El hombre puso delante de mí un plato lleno de frutas. —¿Usted qué cree? No podemos dejar que se estropeen ahí dentro. Cogí el plato vacío y dije ¡Jan, el invento del italiano te hará famoso, ya lo verás! Así que alegren www.lectulandia.com - Página 182

esas caras, porque seguro que me lo van a agradecer —dijo, relamiéndose todavía. Eché un vistazo por encima de su hombro y comprobé que las maderas seguían en su sitio. Jan me leyó el pensamiento, porque forzó una sonrisa y me dijo lo siguiente: —Capitán, no puede salir de ahí, esté tranquilo. —Lo estaré si me asegura que no le ha facilitado ningún objeto a ese miserable. —Ninguno. Ni siquiera dispone de cubiertos. ¡Tiene que comer con las manos si no quiere morir de hambre! ¡Ja, ja, ja…! —Perfecto —respondí—. Es cuanto quería oír. Sin embargo, aquello no era suficiente, porque me dejaba sin argumentos. A no ser… —Jan, quisiera preguntarle una cosa, ¿dónde se metió usted ayer cuando…? Algo me interrumpió inesperadamente al ver el rostro del cocinero. Creí que era por lo que estaba a punto de decir, pero al girarme no tardé mucho en saber la causa de aquel espanto. Retumbaron unos golpes al otro lado, en medio de la oscuridad, como si alguien bajase haciendo sonar sus botas de manera desacompasada. Pero el ruido se detuvo, como si el invisible personaje se hubiera parado o hubiera desaparecido de repente. —¡Traiga esa luz! —susurré al marinero, quitándosela de las manos—. Vengan detrás de mí y no se separen. Yo era el único que iba armado, por lo que si había alguna amenaza allí delante no podía cometer ningún error. Sin embargo, al llegar justo debajo del escotillón comprobé que no había motivo para disparar. Porque lo que había en el suelo no se movía… —¡Por Dios, capitán…! ¿Qué es eso? —Protégenos, Señor, protégenos de todo mal —comenzó a llorar de nuevo el marinero, al ver lo que había junto a las escaleras. Yo no dije nada. Mudo de horror contemplé la cabeza de Jerzy en el suelo.

12:23 He reunido a la tripulación a las siete para celebrar consejo en el castillo de proa. Aquí debo admitir que me he llevado mi primer desengaño. Todos se han puesto del lado de Batory, y muchos desconfían de mi versión de los hechos. El cocinero ha demostrado que estuvo acompañado al menos en dos de los asesinaros, por lo que le han absuelto antes de tiempo. Yo tampoco creo que sea cosa de Jan, pero lo que no me cabe ninguna duda es que tampoco es cosa mía. Resulta imposible hacérselo entender a esta pandilla de ineptos. Sin duda, mi caso es complicado. Especialmente desde que el médico se ha puesto a hurgar en la herida, por así decir. Sus palabras no han podido ser más crueles. www.lectulandia.com - Página 183

—Vaya, capitán, parece que después de todo la cabeza de ese hombre sí cabía por la escotilla, ¿no? Aquel comentario hubiera recibido su justa respuesta en otras circunstancias, pero estaba claro que no podía rebatir de ninguna manera todo aquel cúmulo de pruebas en mi contra. Esas casualidades no eran tales; simplemente se trataba de maquinaciones de un enemigo sin rostro —tal vez alguno de los que estaba allí, como había dicho Batory—, alguien que hacía pasar mis amenazas por fatales sentencias de muerte. Ni yo mismo acertaba a explicármelo. En esos momentos, sólo podía desear que el vigía nos gritara que el San Jorge estaba a la vista. Y para eso aún era pronto, claro está. Como riéndose de nuestras desgracias, vino a escucharse una carcajada apagada en la otra punta. Nos quedamos en silencio. Un silencio tenso en aquella mañana soleada y engañosa. La risa se repitió para no dejar lugar a la duda. —Ya lo ve, capitán. Conseguirá que ese hombre se vuelva loco también. ¿Es eso lo que quiere? Otro se le unió en aquella observación: —Si continúa al mando le tendrá encerrado hasta la vuelta. —Y no creo que lo resista —me hizo ver el doctor. Mis nervios se prepararon, como si fuera a ocurrir algo de un momento a otro. Y era la insistencia de aquel matasanos por colocar a la tripulación en mi contra. —¿Me está pidiendo que libere a ese hombre, doctor? Él aguantó mi mirada. Le respaldaba la evidencia, además de todos aquellos rufianes que tenía a su alrededor. —No hay razón para tenerle ahí recluido como una alimaña —me espetó—. Y usted lo sabe, capitán. —¡Es una alimaña! —les recordé—, que acabará con todos vosotros a la menor oportunidad, si no colaboráis en sus propósitos. —¿Prefiere que colaboremos con usted, entonces? —¿A qué se refiere? Extrajo algo de su bolsillo. No tuve ninguna dificultad en reconocerlo: era mi navaja. —Capitán, he examinado los cortes en los párpados de Czesko; me temo que no le ayuda en nada que le diga que se hicieron con un objeto como éste. —¡Oh, vamos! Casi todos tenemos un cuchillo o una navaja para… —Sí, pero la suya la hemos encontrado aquí, en cubierta. Llena de sangre. De todas las barbaridades que esperaba escuchar, aquella sin duda era la más cruel. Una verdadera blasfemia. La hoja que había rallado todos aquellos santos que aparecían en mi cabina… ¡manchada de sangre! Quise quitársela de las manos. —¡Traiga eso aquí! ¿No se da cuenta? ¡Es cosa de Kamienski! www.lectulandia.com - Página 184

—Podrá preguntárselo personalmente. Bajaremos a liberarlo enseguida. Varios hombres me redujeron en cuestión de segundos, pero yo seguía gritando preso de la furia más terrible: —¡No dejaré que lo saquen de allí! ¡Si quieren verlo libre será por encima de mi cadáver! —No será necesario llegar a esos extremos —sonrió el doctor, haciendo una señal a los otros para que me soltaran. Su mano sostenía una pistola. —Nos conformaremos con que ocupe el lugar del prisionero, capitán. Ya ha torturado suficiente a ese hombre, ¿no le parece? —Lo tenían todo planeado, ¿verdad? —pregunté, demasiado agitado para poder contenerme. En aquellos momentos sentía verdadero asco hacia toda aquella escoria que le secundaba en su rebelión. Pero Batory no estaba para dialogar ni mucho menos; indicándome el camino me hizo un gesto para que marchara delante. Los que antes eran mis hombres retrocedieron asustados, a pesar de que me hallaba indefenso. ¡Señor! Esas piltrafas iban a hacerse cargo del Vislatek. Escupí al pasar a su lado. —Cálmese, capitán —me dijo el médico—. El barco estará en buenas manos, no se preocupe. —¡Que no me preocupe…! —mascullé. —Sabe que todo esto me desagrada tanto como a usted, pero no tengo otra opción. Lo siento. No dije nada. Tampoco intenté rebelarme. Adoraba demasiado aquel viejo cascarón, para poner en riesgo mi vida y terminar así con la esperanza de volver a gobernarlo algún día. Algún día… Llegamos frente a la puerta. Ahora sería yo el prisionero, me dije amargamente. Arrancaron las tablas con suma dificultad, pues habían sido colocadas a conciencia. No podía imaginar cómo había huido de allí aquel tipo. ¿Estaría embrujado el Vislatek después de todo? El doctor introdujo la llave en la cerradura y no me gustó el eco que produjo el cerrojo al abrirse; y menos el chirrido de la puerta. Dios mío… Iban a encerrarme allí. La luz iluminó el cuerpo acurrucado del suelo, con aquellos ojos llameantes que parecían atravesarnos. Viendo la maldad que se concentraba en aquella mirada, me volví por última vez al doctor: —Espero que sepa lo que hace, Batory, y que no tenga que lamentarlo. El prisionero se puso en pie de un salto, y no advertí que la reclusión hubiera hecho mella en él, como aseguraba el doctor. De hecho, sólo presentaba aquellas ojeras que resaltaban más si cabe el odio que llevaba dentro. Al pasar a mi lado tuve la sensación de que contenía la risa. Eso me enfureció más que si hubiera soltado la mayor de las carcajadas. Sin previo aviso le cogí por el cuello y le zarandeé con violencia. www.lectulandia.com - Página 185

Tal vez no hubiera tenido más oportunidades de reírse de no ser por mis hombres, que actuaron en su defensa. —¡Capitán! ¡Ya ha hecho bastantes estupideces! ¡Suéltelo antes de que dispare! Aquel canalla había logrado su objetivo, y delante de testigos. Dios mío, estaba condenado. —¡Lo ha hecho a propósito! ¿No se dan cuenta? —¡Basta, capitán! —dijo Batory—. Permanecerá aquí hasta que descarguemos en el San Jorge. Entonces se decidirá si está capacitado para volver a tomar el mando. La puerta se cerró bruscamente. El médico echó la llave y en aquel momento creí que me habían abandonado no sólo mis hombres, sino también mi fe en ellos y en su bendito Creador. Como respuesta recibí del otro lado un mensaje del doctor, que aún no se había retirado. —Capitán… Siento que haya ocurrido todo esto, y todavía desconozco el motivo que le ha obligado a… —¡Yo no lo hice, créame! —repetí, arrastrándome hasta la puerta. —No me guarde rencor por esto. No es un motín, si es lo que está pensando. Lo hago en bien de todos; incluido el suyo, capitán. Le prometo que no le faltará de nada. Le bajarán algunas mantas y una lámpara, de momento. Volveré tan pronto vea síntomas de su mejoría. No había vuelta atrás. Estaban seguros de que yo era un asesino. Que yo era el culpable de aquella masacre. —Doctor… Sólo una cosa. —Lo que usted me pida. —Mi diario. Batory guardó silencio. Pareció evaluar aquella posibilidad. —Sólo le pido eso. No he dejado de escribir en él desde hace veinte años. Quiero seguir haciéndolo, si no le importa. —De acuerdo, lo tendrá. Pero Kamienski y yo haremos un seguimiento de la travesía en uno de mis cuadernos, no lo olvide. —Entiendo, entiendo. Muchas gracias, doctor. Se produjo una pausa embarazosa. —Adiós entonces, capitán. —Que tenga suerte, Andreas. La necesitará.

Deben ser las cinco aproximadamente. Fiel a su palabra, me han facilitado el diario de a bordo para continuar mi relato de los hechos. Bien sé lo seguros que están de que he perdido el juicio, pero estas palabras serán desenterradas algún día y comprobarán que no se trata del diario de un loco. www.lectulandia.com - Página 186

Mientras pasaban las horas, he retomado el asunto para ir atando cabos, como decimos los de nuestra profesión. A pesar del frío —y de esta dichosa postura que amenaza con tumbar definitivamente a este viejo capitán—, casi tengo que agradecer al doctor la vela y el cajón destartalado, sobre el que anoto lo que espero sea un documento esclarecedor. Sirva de advertencia que aún soy capaz de distinguir la realidad, y sé que alguien ha matado a mis hombres. Si no dudo de mi cordura por más que los hechos jueguen en mi contra, debo mantener por tanto que uno de los que está fuera es un auténtico farsante. Si el Señor fuese justo en su infinita misericordia, como me he cansado de repetir inútilmente a lo largo de mi vida, no habría dejado caer su castigo sobre estos pobres hombres, cuyo único empeño es sobrevivir a duras penas en este mar caprichoso. Si consigo olvidarme de esas leyendas que hablan de aparecidos medio devorados por los peces, que regresan al caer la noche para ajusticiar a los vivos, entonces puedo suponer que se trata de alguien muy distinto el que ha perpetrado estas atrocidades. Empecemos por los marineros que quedan a bordo. La mayoría permanecieron siempre juntos mientras se sucedieron los crímenes. Igualmente, varios testigos han demostrado que Batory y Jan no tuvieron nada que ver en este asunto. Tampoco hubieran ganado mucho liberando a Kamienski. Una y otra vez, todo parece conducir a ese canalla, como decía yo. Y cuanto más miro a mi alrededor más me convenzo de que su única coartada es este cuarto… Si hubiera estado fuera en algún momento, carecería de testigos, igual que yo. Entonces, demostraré cómo logró salir.

Empezaré por lo que aconteció antes de que fuera recluido entre estas cuatro paredes. Partiendo de su culpabilidad, apostaría que la muerte del primer muchacho tampoco fue un accidente. Seguro que a ese desgraciado le ocurrió como a Borowski; debió sorprender al contramaestre en alguna tarea sospechosa en… ¡Dios Santo…! Pudiera ser, claro que sí… ¡Matando al italiano! Fue la segunda de nuestras desgracias, cómo iba a olvidarlo. El caso es que Kamienski se deshizo de Torrizi, y el chico tuvo la mala suerte de presenciarlo todo. Pobre… Seguro que acabó extraviándose, puesto que no conocía la nave demasiado. Casi le imagino allí, paralizado, viendo actuar al criminal sin poder impedirlo. Y Kamienski sí conocía el barco a fondo… Cuando Swayze echó a correr, el contramaestre atajó por el otro lado, para darle caza en la cubierta de popa. Nosotros sólo escuchamos el grito del muchacho al caer por la borda. En cuanto al italiano, Kamienski no tuvo dificultad alguna en envenenarle y hacernos creer que seguía con vida. Cuando el traidor me aseguró que le oía roncar detrás de la puerta, yo supuse que era cierto; no tenía motivos para desconfiar. Después, cuando Jan bajó la comida al prisionero, fue Kamienski quien se la acercó www.lectulandia.com - Página 187

finalmente. Tal vez entonces Torrizi ya estaba muerto, y el contramaestre pretendía tan sólo retrasar el momento en que encontrásemos el cadáver. Siento náuseas de pensar que al decirle a Torrizi que no saldría jamás de allí, se estaba dirigiendo a un cuerpo sin vida; y yo mirando desde el otro lado del pasillo. Qué necio has sido, capitán. Ahora afronta las consecuencias. Que quede constancia al menos de estos crímenes. Como el de Borowski, que se enfrentó aquí abajo al contramaestre, seguramente al encontrarle registrando el ámbar, y no tuvo ocasión de salvar la vida. Mi buen Borowski… A ratos me siento tan culpable como ese rufián, ese protegido del Diablo, si no es el Diablo mismo. Pensar que mis hombres iban cayendo sin que pudiera impedirlo, y él se cubría las espaldas con la presencia del italiano. Durante bastantes días se sirvió de aquel engaño, hasta que encontró uno mejor. Yo mismo. Él sabía que tarde o temprano daríamos con el cuerpo de Torrizi, pero yo iba a seguir al mando, eso era una garantía para él. ¡Ah, canalla! Si te hubieran dejado aquí encerrado junto a mí te hubiera devorado lentamente, como hacen los caníbales de Isla de Fuego. ¡Qué venganza, Señor! Pero… su fantasma me hubiera perseguido. Su fantasma… Y eso sería terrible. Capitán, conseguirás dar la razón a esos patanes, ¡te estás volviendo loco! No, no pierdas la cabeza… como el pobre Jerzy. Tú no. Recuerda que gracias al italiano le diste caza una vez. Inténtalo de nuevo, por lo que más quieras… Por el barco, por tu barco, capitán. Seguiré con la narración de los hechos para mantenerme vivo, aunque sea gracias al odio. Utiliza tu única arma, capitán. Este diario. La verdad tendrá que ser escuchada algún día. Sólo falta la última respuesta, capitán, descubrir cómo salió de aquí, del mismo sitio en el que te encuentras tú ahora. Sólo demostrando lo indemostrable serás libre. Al menos ahora tengo esa esperanza: él salía de aquí a su antojo, pero ¿cómo podía escabullirse de esta habitación cuadrada, cuya altura es cuatro veces la suya? Un cuarto en el que las paredes son completamente lisas y las únicas salidas se encuentran cerradas o inaccesibles —caso de la puerta o la ventana de arriba—; y donde el techo y el suelo parecen sólidos. En todo caso, sólo alcanzo a imaginar una posibilidad debajo de estos tablones, porque la puerta es absolutamente infranqueable. Ni disponiendo de un cómplice hubiera podido clavar de modo idéntico las maderas que impiden la entrada; y en caso de hacerlo, tendríamos que haber oído los martillazos. Por tanto, la respuesta se encuentra aquí dentro…

Comprobé los tablones del suelo, que resultaron lo bastante firmes y bien asentados. Intenté en vano moverlos, porque estaban fijos a las enormes vigas inferiores. Al acondicionar el almacén no fueron clavados, aunque el tiempo y la humedad se han encargado de ajustarlos. En todo caso, supone una garantía, porque www.lectulandia.com - Página 188

imposibilita cualquier huida por ahí. Y aunque consiguiera levantar uno de aquellos tablones, las vigas de abajo cierran completamente el paso. Pero entonces, ¿cómo se las apañó ese zorro? No llevaba nada encima, ni siquiera iba calzado. Recuerdo que uno de mis hombres me contó una historia, acerca de un tipo que ahogó a un superior con los cordones de las botas. Eso me hizo ser precavido. Le despojamos de todo menos del pantalón y la camisa; hasta le quitamos el cinturón. Y aún así no fue suficiente, como he podido comprobar. Estamos ante el rufián más astuto con el que me he cruzado jamás, y sólo imaginar que está ahí arriba, ganándose de nuevo la confianza de mis muchachos… No debo alterarme, así no conseguiré gran cosa. Ya he aclarado que el tipo no entró con objetos útiles; tampoco los pudo encontrar aquí, porque entonces contaría con lo mismo que yo ahora… Nada. Al menos yo tengo un tintero y una pluma para dejar constancia de esto. Pero él… Veamos, el tipo es más ágil que yo, pero tomando impulso no lograría llegar a esa ventana. Qué locuras estoy diciendo; ni siquiera sería capaz de saltar hasta la mitad. ¿Y si hubiera hecho una especie de cuerda con sus ropas? No hay enganche visible ahí arriba, pero tal vez… Tendría que haberse desnudado y lanzar la ropa atada. Pero no, hay demasiada altura. Imposible. Además, tendría que haberse agarrado al llegar a la ventana circular y romper el cristal… Todo es una locura. Pero, ¿qué demonios es aquello de arriba…? Yo diría que es… Sí, parece una mancha de humedad o de moho, cerca de la claraboya. ¿Qué puede significar? La cubierta no se encuentra encima, por tanto no puede ser agua del exterior… ¡Que el Diablo acoja a este pobre viejo que ha perdido la fe…! ¿Y si después de todo la Muerte se va extendiendo como una plaga por todos los rincones del Vislatek? ¿Seré yo el siguiente? Calla, Kowalski, no digas más disparates. Si conservas la entereza, llegarás a puerto, bien lo sabes. Reflexiona. ¿Qué explicación se puede dar a esa mancha? Porque sin duda se produjo desde dentro… Kamienski sólo conseguiría llegar ahí cogiendo la bazofia de comida de nuestro cocinero y estampándola contra la pared. Me río sólo de pensarlo; por mucho que ese idiota de Jan se empeñe en hacernos creer que apreciaba sus guisos más que nosotros. Es la única interpretación que se me ocurre, porque humedad aquí, salvo en los tablones del suelo… Pero ya los revisé antes y no… Aguarda un momento, capitán… Hace un rato no pudiste mover ninguno, ¿verdad?… Porque lo intentaste con aquellos del fondo, a los que no da la luz de la ventana. Pero, ¿qué ocurre con esos otros? Por el rumbo que sigue el Vislatek, sin duda reciben los rayos de sol a lo largo de todo el día. La humedad tiene que ser menor. He de comprobarlo.

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Efectivamente. He conseguido levantar estos dos. Y ¿qué es lo que he visto? Que la marca de arriba podría coincidir con el extremo sucio de este tablón. Soy consciente del revuelo que reina en cubierta. Seguro que han avistado el San Jorge. Pero ahora no puedo detenerme… Dios mío, no me abandones ahora. Quiero dar sentido a todo esto antes de que me sometan a juicio disciplinario. Tal vez tenga tiempo todavía. Sigamos, es cuanto puedo hacer… Si Kamienski utilizó los tablones fue con una idea clara: llegar de algún modo hasta la ventana. ¿Cómo? Uno sólo no bastaba, eran demasiado cortos. Así que apoyó el primero sobre la pared opuesta y luego colocó el otro encima para alcanzar la ventana del otro lado. Astuto ese Kamienski, o como infiernos se llame.

Estas maderas pesan mucho y yo estoy demasiado cansado para intentarlo. Pero la prueba es que he logrado moverlas, y sé que él también lo hizo. Así lo demostraré en caso de tener que defenderme. Además, sé el lugar que ocupan: la quinta y la séptima. Y la marca de arriba lo corrobora. Gracias, Señor, las tinieblas van dando paso a la luz del día. Ahora debo descifrar qué interés tenía Kamienski en acceder a una ventana por la que no cabía. Sin duda todas las inquietudes de mi contramaestre se centraban en ese ojo de buey. ¿Qué esperanza de escapar podía ofrecerle? Con la tabla apoyada aquí podría subir hasta la ventana, pero luego, ¿qué? Aunque rompiese el cristal seguía sin espacio para salir; en cambio, alertaría con el ruido a alguno de mis hombres. Todo sigue intacto, lo que demuestra que era un tipo inteligente. La única posibilidad de que su cuerpo se escurriera por allí era desmontar la mampara entera, pero está anclada en cinco puntos, por lo que he visto. No pudo desatornillarlos sin algún utensilio, de eso no tengo duda. Una hebilla le hubiera venido de perlas, pero le dejamos sin cinturón. Además, después de varios días pasando hambre hubiera acabado por comérselo. ¡Pero de algún modo tuvo que valerse, entonces! Señor, siento que estoy tan cerca… ¡Tiene que haber una respuesta! No pudo conjurar al Diablo… ¡¿Cómo lo consiguió?! ¡Ahí vienen! Dios mío, ¡soy hombre muerto! Oigo pasos en la galería, son ellos,

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no hay duda… ¡Señor, apiádate de mí! Hazme una señal… ¿Cómo lo hizo, Dios mío? ¿Cómo? Los pasos se han detenido. ¡Alguien está al otro lado de la puerta! Es el fin, capitán… El fin. —Señor, ¿se encuentra bien? Ahí le dejo su ración. Seguro que ahora no se muestra tan exigente como antes, ¿eh? Que le aproveche. Una señal… Ahí la tienes, Kowalski. ¡Tu señal! Con una sonrisa de loco he mirado el plato que ha aparecido por debajo de la puerta. Metálico, pequeño, y con el borde muy fino. Ahí está. ¡Dios Todopoderoso, ahí está! Gateo hacia mi comida y la vuelco sin contemplaciones. Examino otra vez el borde. Sí, eso es… Ofrece bastante resistencia por más que intento doblarlo. ¡Dios, es mejor el plato que la basura que contiene habitualmente! En mis manos es como una llave; podría huir yo también y demostrar a esos botarates quién estaba detrás de toda esta farsa, como dijo el italiano. Entonces, ¡no estoy loco! Contradiciendo mis propias palabras, dejo escapar una carcajada que resuena en el cuarto inmenso y vacío. Será posible, estoy llorando, llorando de alegría, Señor… Empiezo a comer del suelo, y reconozco que nunca me ha sabido tan buena la comida de ese bastardo.

Las voces de mis chicos resuenan en cubierta. Tan temidas hace un rato, doy gracias al Señor de poder escucharlas de nuevo. Tal vez estén hablando ya con el capitán del otro barco. Esta vez tengo la prueba en mis manos: el diario, este relato constituirá mi salvación. Espero que no haga falta demostrar mi inocencia. No es la mejor carta de presentación para encontrarme con el capitán del San Jorge. Será mi último recurso, si me veo obligado a ello. Cuando escriba estas últimas líneas lo esconderé bajo las tablas que en su día levantó ese canalla. He de darme prisa. Mis hombres ya se acercan.

Confesión del marinero Leszek, del Vislatek Creo que ya se lo he dicho dos veces, señores. Encontramos al cocinero por la mañana. ¡Jesús! ¡Y en medio de aquel charco de sangre! La puerta donde estuvo encerrado el capitán estaba abierta, ¡pero que me aspen si estaba nuestro patrón, señores! ¡Qué va! ¿No les digo? Resulta que Kamienski le encontró arriba, colgado de las jarcias, al pobre. No me dirán que no es penoso para un pobre marinero verlo allí atado del pescuezo… Y para mis compañeros también, claro, claro… Pues ahí está, ustedes pueden creerlo o no, pero es como se lo cuento. El oficial dijo que www.lectulandia.com - Página 191

nuestro patrón se había vuelto loco, ¿qué les parece? Y que mató al cocinero. Ah, el bueno de Jan no tenía que haber abierto la condenada puerta. El capitán siempre tenía un cuchillo preparado, ya saben… Después de cortarle el cuello, lanzó la navaja y allí se quedó clavada, así que figúrense; luego se ahorcó y asunto terminado. Vaya, vaya, cómo se tuercen los planes, señores… ¡Toda aquella travesía para desviarnos de la ruta y no encontrar al San Jorge! Maldigo mi sombra… ¿Qué les parece? Menos mal que hicimos una parada en El Oso Raspado, porque estábamos medio muertos, como les digo. Pero creo que ya he hablado bastante, señores…, que uno tiene que viajar mucho y no quiero encontrarme con algún aparecido, ya saben, de esos que regresan para ajustar cuentas con los chivatos.

Archivo policial de Katowitze. Polonia Grigory Karpinski, primer teniente de la delegación portuaria Con motivo de la investigación seguida respecto al navío Vislatek, nuevas pruebas ponen en entredicho la versión del primer oficial, así como la presunta muerte del capitán E. Kowalski. Los datos demuestran que fue arrestado por sus propios hombres, que obedecían al médico de a bordo y al propio contramaestre. Las declaraciones respecto a todos estos crímenes quedaron registradas convenientemente el mes pasado (doc. 297, orden 3a). Estas acusaciones de los implicados se contradicen con los hechos, en gran parte por falta de testigos del suicidio de su patrón. Mis hombres siguieron la pista del barco hasta el puerto de Heimaey, en Islandia. Allí, el perito criminal y los ayudantes confirmaron que la navaja clavada en la puerta es del capitán, pero que fue lanzada por alguien distinto. Un individuo más alto, como corresponde a la medición desde el suelo hasta el lugar en que aparece la hoja. Además, según la declaración de sus propios hombres, el capitán Kowalski empleaba la navaja para trabajos de madera; ninguno de ellos asegura que fuera un experto lanzador. Sin embargo, el que clavó allí la navaja sí lo era. Cuatro de mis cinco agentes han coincidido en asegurar que la posición en que ha sido hallada, superior a la altura del acusado, hace pensar en su inocencia, por lo que esta prueba definitiva supone todo un logro para nuestra institución. Al proceder a registrar el cuarto, también encontraron el antiguo diario de a bordo bajo los tablones. Difiere en numerosos puntos del redactado por el sustituto, el nombrado Aleksander Kamienski. Este sujeto no posee ficha de registro por ningún sitio y tampoco aparece nadie censado con ese nombre. Probablemente sea falso. Mis colaboradores no dieron con su paradero ni fue arrestado junto al resto de la tripulación, aunque como se informará más tarde, existen motivos fundados para www.lectulandia.com - Página 192

suponer que seguía a bordo del Vislatek tras la inspección. Respecto al médico Andreas Batory, se sabe que murió un día después que el citado capitán Kowalski, en circunstancias aún sin aclarar. El San Jorge telegrafió anunciando que el encuentro ilegal programado con el Vislatek se produciría después de lo previsto, y alguien le respondió de forma afirmativa desde el otro barco. Pero cuando llegó al sitio fijado, el otro navío no se presentó. Sin tener la mercancía en su poder, tampoco hemos podido emprender acciones legales contra ellos, pero nada han tenido que ver en el curso de los acontecimientos referidos. Respecto a la suerte del Vislatek, nada se sabe, pues apenas finalizaron las pesquisas, y sin mediar orden ninguna por parte de mis hombres, los testigos vieron cómo levaba anclas y dejaba allí a los incautos que habían puesto el pie en tierra. A fecha de hoy, el destino del barco continúa siendo un misterio.

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Michel Bernanos (1923-1964) Michel Bernanos fue el cuarto hijo del famoso escritor francés George Bernanos, autor de Diario de un cura rural, Bajo el sol de Satanás o Diálogos de Carmelitas. Tuvo una vida corta, aventurera y trágica. De joven sirvió en las Fuerzas Navales de la Francia Libre, y nada más acabar la Segunda Guerra Mundial se trasladó al Brasil. Regresó tras la muerte de su padre, acontecida en 1948, y empezó a dedicarse a la escritura, primero como articulista de periódicos y más tarde como autor de novelas y cuentos. Entre sus obras (la mayoría —como la que sigue a continuación— publicadas de manera póstuma) destacan Les nuits de Rochemaure (con seudónimo de Michel Talbert, 1963), La grande Beauche (con seudónimo de Michel Talbert, 1963), La Montagne morte de la Vie (1967), Le cycle de la Montagne morte de la Vie (antología de cuentos, 1995) y On lui a fait mal (antología de cuentos, 1996). La obra aquí seleccionada, Al otro lado de la montaña, es una maravillosa novela corta (o cuento largo) de temática fantástica e iniciática que ha cautivado a millones de lectores de todo el mundo. Está narrada con tal fuerza y precisión, su lectura es tan directa, el terror, el miedo y la fascinación se entremezclan de tal manera con la carga simbólica del relato, que resulta difícil levantar la vista de la narración hasta llegar a las páginas finales. Quiero aclarar que, para mi versión del título en castellano, he preferido basarme en el de la edición inglesa (The Other Side of the Mountain) que en el original francés (La Montagne morte de la Vie), pues humildemente pienso que se adecua mejor a nuestra lengua materna e, incluso, me resulta más ajustado y evocador. Decir por último que éste fue el primer libro en el que el autor apareció con su propio nombre. Michel Bernanos murió apenas cumplidos los cuarenta años.

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AL OTRO LADO DE LA MONTAÑA Michel Bernanos

Pues en verdad, Señor, esta es la mejor prueba Que podemos darte de nuestra dignidad… Esta marea de lágrimas que fluye sin descanso Hasta expirar en los acantilados de Tu eternidad. Charles Baudelaire

PRIMERA PARTE Capítulo Primero Apenas había cumplido dieciocho años cuando, después de una noche de borrachera, un amigo me persuadió para que firmara como marino por un año a bordo de un galeón. Mis recuerdos sobre los comienzos de lo que luego se iba a convertir en una terrible aventura son muy difusos, casi inexistentes. En realidad, hasta la mañana siguiente no fui consciente de mi verdadera situación. Grande fue mi sorpresa al descubrir que me hallaba tumbado sobre unas tablas desnudas de cara al azul intenso del sol. Luego contemplé las velas, henchidas por una brisa suave, y las crestas blancas de las olas infinitas que ondulaban en el mar hasta más allá del horizonte. Mi sorpresa fue en aumento al mirar a mi alrededor y descubrir montones de cuerdas enrolladas, tal y como tantas veces las había visto en los muelles del puerto. Por todo el entorno había un fuerte olor a brea. Oí unos pasos y cerré los ojos de inmediato, fingiendo dormir. Pero aquello no evitó que una bota impactara contra mi costado. —¡Arriba, grumetillo! —ladró alguien—. Hay que limpiar el alcázar. Y muévete más rápido si no quieres acabar colgado del botalón —otra patada acompañó este último comentario. Me levanté, tambaleándome un poco sobre la inestable cubierta. —Vamos, deprisa —siguió la voz—. Ve a ver al cocinero. Te está esperando para que le ayudes con el rancho. Como no sabía dónde se encontraba la cocina, empecé a ir de un lado a otro, desde el alcázar de popa hasta el castillo de proa. El viento se había intensificado y www.lectulandia.com - Página 195

las velas, llenas del vigoroso aire, se hinchaban como una enorme panza blanca. El galeón —luego supe que así era como se le denominaba— se escoró hacia uno de sus costados, deslizándose en el agua como una caricia. Los mástiles crujían por el esfuerzo que hacían al intentar mantenerse firmes contra el viento. Me tropecé con varios miembros de la tripulación. Sus facciones no resultaban nada alentadoras, pero el hecho de que no parecieran prestarme la más mínima atención era, en cierta manera, tranquilizador. Sin embargo, pronto tuve que cambiar de opinión al encontrarme cara a cara con el hombre que me había hecho levantar tan bruscamente. En su rostro moreno, casi negro, se dibujó una mueca horrible mientras me decía con voz malhumorada: —Así que te niegas a obedecer, ¿no? Bien, te enseñaré lo que es bueno. ¡Venid aquí! —gritó a los hombres—. Traed un par de cabos. ¡Vamos a divertirnos un poco! Y luego volvió a mirarme con los ojos llenos de odio y repitió: —No quieres obedecerme, ¿eh? Bueno, te enseñaré a ser un marinero de verdad. Como en un mal sueño, contemplé a la tripulación que me rodeaba. En sus rostros duros se perfilaban unas sonrisas silenciosas y malignas que me hicieron perder toda esperanza. —Bien, camaradas. Mi torturador, que supuse era el contramaestre, volvió a gritar: —¿Qué pasa con esos cabos? —Aquí llegan —respondió alguien. Entonces apareció un marinero joven que llevaba una larga cuerda de cuyo extremo colgaba un lastre. —Adelante, átale —ordenó el contramaestre, señalándome con un movimiento de su cabeza. El marinero joven me miró, dudó unos momentos y objetó: —Tan sólo es un chico. ¿Cree que podrá soportarlo? —Haz lo que te he dicho y cierra el pico —fue la seca respuesta. —Está bien, está bien —contestó el marinero—. Tan sólo decía que… Y sin más preámbulos empezó a atar la cuerda alrededor de mi cintura. Otro de los hombres se acercó con una segunda cuerda. El contramaestre le hizo una seña y ambos se encaminaron a la parte delantera del buque. Yo les observaba muy nervioso. Uno se situó en el costado de estribor y el otro en el de babor, y entre los dos hicieron pasar el cabo sobre la proa y dejaron que resbalara lentamente por debajo del casco de la nave. Luego se aproximaron hasta donde me encontraba. El marino tomó el extremo de la cuerda que portaba y lo ató con firmeza al cabo que estaba anudado alrededor de mi cintura. De esa forma me vi entre las dos cuerdas enlazadas. Miré a mi alrededor, aterrorizado y suplicante, y, aunque descubrí la piedad dibujada en algunos rostros, la mayoría mostraban un sádico placer. Indiferente a todos estos preparativos, el mar azul y ondulante seguía su devenir, y las crestas de las olas rompían en un blanco tan luminoso como las puntillas de un www.lectulandia.com - Página 196

encaje; mientras, el palo mayor, con todas sus velas desplegadas, parecía acariciar suavemente el aterciopelado cielo. —Vamos, lanzadle por la borda —aulló mi torturador. Varias manos poderosas me sujetaron y una carcajada hizo erupción entre los hombres mientras me empujaban al costado del buque. Enloquecido por el terror, cerré los ojos y tensé mis músculos a la espera del encontronazo con el agua helada. Pero aún no me había dado cuenta de la refinada crueldad de mis torturadores. Me bajaron lo más lentamente posible hacia el abismo líquido. Intenté sujetarme a la tablazón irregular del casco, pero tan sólo conseguí lastimarme miserablemente los dedos. Las carcajadas de los marinos me acompañaban, entremezclándose con el rugido de las olas, cada vez más cercanas. Entonces, de repente, mis pies tocaron el agua. Justo en ese momento, para mi sorpresa, recobré la compostura. Sabía que debía evitar la respiración a toda costa una vez estuviera completamente sumergido en el mar. Así que esperé hasta el último momento, cuando el agua me llegaba por la barbilla, antes de inhalar la mayor cantidad de aire posible y contener la respiración. Pero, a pesar de todas estas precauciones, sentí cómo se comprimía mi pecho de una manera atroz. Me estaban jalando por el lado contrario, con la misma lentitud con la que me hicieron bajar a la superficie del agua. No podía resistir más. Necesitaba tomar aire. Abrí los ojos con la esperanza de ver la luz liberadora del sol encima de mi rostro. Pero en cambio, lo único que pude contemplar fue una terrible escena que me hizo olvidar la quemazón que sentían mis ojos al contacto con la sal. Descubrí que aún estaba debajo del casco. En aquella penumbra irreal y verdosa de los parajes submarinos, el barco parecía un monstruo enorme y oscuro. Debí desmayarme justo entonces pues no tengo constancia de lo que sucedió después. Sólo más tarde supe que el capitán, atraído por el barullo que la tripulación estaba armando en la cubierta, se acercó a ver lo que pasaba y, tras descubrirlo prontamente, ordenó que me izaran de inmediato. Si él no hubiera intervenido seguramente habría muerto. Me recostaron en una hamaca que se mecía con el ritmo ondulante del océano. Podía ver el horizonte a través de la portilla. Ésta se hundía y volvía a emerger sobre la superficie del mar a cada ida y venida del galeón. Aquello hizo que me acordara de la terrible experiencia que acababa de soportar y, ya fuera debido al miedo o a la extenuación, volví a perder el conocimiento. Escuché unos ruidos bruscos. Abrí los ojos. Era de noche. No lejos de donde me hallaba un farol de posición se balanceaba de un lado a otro. El rostro arrugado que se inclinaba sobre mí me recordó de inmediato a las manzanas que mi madre solía asar en la chimenea de la cocina. Aquel hombre me observaba detrás de unos ojos diminutos y negros que no mostraban ningún tipo de amabilidad, pero tampoco malicia. Estaba mascando un trozo de tabaco que hacía que su aliento oliera de manera nauseabunda. —Bueno, ya era hora de que te despertaras, chico. ¡Vamos, arriba! No es bueno www.lectulandia.com - Página 197

tener el estómago vacío durante tanto tiempo. —¿Cuánto he estado durmiendo, señor? —le pregunté. —Tres días, hijo. Y será mejor que recuerdes que aquí no hay ningún «señor». Soy el viejo Toine, el cocinero. Y necesito un ayudante, así que tú ocuparás el puesto, si no tienes nada que objetar. No soy un sujeto amable, pero tampoco tengo mal corazón. El comer es lo más importante en este mundo. —Pero, ¿adónde nos dirigimos? —inquirí. —¿Qué? ¿No lo sabes? Tienes que haber firmado un contrato, ¿no es cierto? Meneó la cabeza y luego siguió: —Nos dirigimos al Perú, en busca del oro de los españoles, suponiendo que los ingleses o los holandeses no nos hundan antes, por supuesto. —¿Así que somos piratas? —pregunté, con un súbito interés. —No, no, tan sólo nos han contratado para el negocio —respondió mientras se encogía de hombros. Luego, al ver en mis sorprendidos ojos que no lo entendía, lanzó un escupitajo de color oscuro, se cambió de mejilla el trozo de tabaco de mascar y dijo con voz áspera: —Acércate y come un poco. Pareces un cadáver. Me levanté dolorido. Todo daba vueltas a mi alrededor pero me las arreglé para seguir a mi nuevo jefe hasta el lugar que hacía las veces de cocina. Era un sitio mugriento. Las cucarachas, tres veces más grandes de lo que jamás había visto, correteaban a sus anchas entre sacos de harina y azúcar. El viejo Toine me sirvió una sopa de verduras que me supo deliciosa. Se quedó mirándome mientras comía con un gesto de satisfacción. Le encantaba cocinar y disfrutaba al ver que otros apreciaban sus guisos. Cuando terminé, dijo: —Ve a por tu hamaca. Dormirás conmigo en la cocina. Estarás mejor aquí que con esos canallas.

Capítulo II Ya habían transcurrido dos semanas desde que zarpamos. Al principio la tripulación siguió metiéndose conmigo, pero invariablemente Toine, simulando que me necesitaba en la cocina, aparecía en mi ayuda, llegando a veces a blandir un largo cuchillo de cocina delante de las narices de los marineros. Por la mañana temprano me sentaba en la cubierta a pelar patatas. Con frecuencia me sorprendía a mí mismo soñando, la mirada perdida en el horizonte azul. Los delfines, al saltar sobre la superficie del mar, solían interrumpir mis fantasías. Se elevaban en el aire, quedando suspendidos unos instantes, y luego volvían a sumergirse en el líquido elemento con elegancia. El propio navío, con sus velas desplegadas al viento y el bauprés apuntando al horizonte infinito, me hacía sentir que iba a echar a volar de un momento a otro. Mientras el día pasaba, un sol cálido www.lectulandia.com - Página 198

inundaba las cubiertas de oro. La suave brisa me traía recuerdos de las caricias con las que mi madre me obsequiaba cuando era pequeño. Cuando caía la noche y mi trabajo estaba acabado, solía volver a la cubierta. Me gustaba observar cómo el galeón rasgaba la superficie fosforescente de las aguas, produciendo rociones de gotas minúsculas en las que se reflejaban los colores del arco iris. También me gustaba descubrir nuevas estrellas que se elevaban en el horizonte, sobre la negra bóveda celeste, bajo la mirada atenta y serena de la Osa Mayor. De forma gradual, y ante la contemplación de todas aquellas maravillas, fui dándome cuenta de que mis miedos y pesares iban desapareciendo. Incluso llegué a sorprenderme al descubrir que podía apañármelas bastante bien entre el resto de los miembros de la tripulación. El viaje comenzaba a ser placentero. Sin embargo, una mañana, nos despertamos en medio de un extraño silencio. Toine saltó de su hamaca como un loco y gritó: —¡Ha parado! ¡El bastardo se ha parado! Luego, tras ver que yo me incorporaba sobre los hombros y le miraba inquisitivamente, siguió aullando: —¿Oyes algo? Vamos, dime, ¿lo oyes? —No, no —dije, lleno de asombro—. No oigo nada. —Pues ése es el problema, idiota. El viento ha dejado de soplar justo cuando nos encontramos en medio del ecuador, en esta maldita región sin corrientes. ¡Podemos estar así sin movernos durante días y más días! Salió a toda prisa. Yo salté de la litera y fui tras él. En el exterior, las grandes velas colgaban completamente lacias; era un espectáculo triste y desolador. Los rayos del sol, que se extendían poco a poco por el horizonte, chocaban contra unas aguas tan lisas como las de un lago inmenso y dormido. El calor apenas era soportable. Los miembros de la tripulación llevaban a cabo sus tareas inmersos en un silencio desacostumbrado. Toine lanzó un buen escupitajo por el costado del barco. —Mira eso, muchacho —dijo—. Hasta la propia vida parece estar suspendida en el aire. Ojalá que no dure mucho —apretó los dientes— o esto será un infierno. —¡Tirad de velas, manada de inútiles! —aulló el capitán, bajando del alcázar. Durante ocho interminables días esperamos a que el viento regresara. Pronto las cosas empezaron a complicarse. Primero racionaron el agua, después la comida. Pero esto último resultó ser un error, ya que la comida se pudría rápidamente en medio del calor que nos rodeaba. Tuvimos que resignarnos a arrojarla por la borda para no caer enfermos. Pronto el escorbuto haría acto de presencia. Los labios y las encías de los marineros tomaron un color de ébano, duplicando su tamaño habitual. Se distribuyó ron para aplacar los sufrimientos de aquellos pobres diablos; pero cada vez se necesitaba más cantidad y, al final, la medida llegó a resultar peligrosa pues los hombres intentaban asaltar las bodegas para conseguir oro con el que poder negociar. www.lectulandia.com - Página 199

Después de catorce días de inmovilidad, las patatas, que eran el único alimento que había sobrevivido al desastre, empezaron a germinar y un hedor espantoso subía desde la bodega en la que estaban depositadas. A causa de ello, el capitán se decidió finalmente a arrojar por la borda todos aquellos preciosos vegetales. Esta vez, sin embargo, se topó con la oposición de varios miembros de la tripulación. Nada hacía entrar en razones a estos marineros, que llegaron a convertirse en una amenaza. Decían que las patatas, aun germinadas, eran mejor que nada. Cansado de dar explicaciones, el capitán les entregó las patatas. Los hombres se las comieron al instante, sin darles un simple hervor, tan acuciados estaban por el hambre. Pocas horas después morían en medio de atroces sufrimientos, mientras sus compañeros los contemplaban horrorizados; nadie más se atrevió a protestar cuando el último saco de patatas fue arrojado al mar. Mientras tanto, Toine y yo nos alimentábamos de una pequeña reserva de harina que él había ido separando. Yo me sentía avergonzado, pero Toine afirmaba que todas nuestras provisiones no serían suficientes ni para cocinar un rancho completo con el que alimentar al resto de los hombres. —Además —añadía— ¿acaso te crees que si alguno de esos inútiles tuviera un poco de comida la iba a compartir con sus semejantes? Olvidas muy pronto, chico. Aquellos mismos sujetos no dudaron ni un instante en sumergirte dentro del agua, hecho que casi te cuesta la vida. Reconozco que fue esta última argumentación la que puso fin a mis remordimientos. Era todo lo que necesitaba en aquellos momentos. El hombre, por encima de todo, es un ser cobarde, y con frecuencia busca la más mínima excusa para disculpar sus actos. Llevábamos quince días de calma chicha. Desde hacía tres no disponíamos ni de agua ni de comida. Torturados por el hambre y la sed, los marineros miraban con ojos enloquecidos. El capitán había tenido la precaución de reforzar los cierres de la bodega en donde se almacenaba el ron. Pero una noche fuimos súbitamente despertados por un barullo estremecedor. Provistos de hachas, los marineros se abrían paso hacia la bodega, a pesar de las advertencias del capitán que intentaba impedirles el paso. Pero pronto, a juzgar por sus gritos de alegría, nos dimos cuenta de que habían conseguido lo que se proponían. No volvimos a escuchar las voces del capitán. Seguramente había regresado a su camarote. Al rato los hombres volvieron a salir a la cubierta, y Toine y yo pudimos verles a través de la portilla de la cocina. Se encontraban en un estado de embriaguez total. Al estar tan debilitados pronto cayeron borrachos. El espectáculo era dantesco bajo la luz de las lámparas: rostros con los ojos tan hundidos que parecían agujeros, bocas deformadas y labios monstruosamente hinchados. La mayoría de aquellos pobres diablos ya habían perdido todos los dientes. Estaban tan esqueléticos que uno no podía menos que sorprenderse al pensar de dónde sacarían las fuerzas necesarias para producir toda aquella algarabía. Un poco después se sentaron en grupos por la cubierta. El contramaestre estaba www.lectulandia.com - Página 200

con ellos, aunque parecía conservar la compostura. —¡Será bastardo! —exclamó Toine, señalándole—. Seguro que se ha quedado con unas cuantas provisiones para sí mismo. No pude evitar sonreír ante la indignación del cocinero. ¿Acaso no había hecho él lo mismo? Por fin decidimos regresar a nuestras hamacas. Transcurrieron un par de horas y aún no habíamos conseguido conciliar el sueño. El calor era sofocante y, para empeorar las cosas, Toine había puesto barricadas en todos los accesos. Durante un rato tuve la sensación de que algo novedoso estaba ocurriendo en las cubiertas. Los gritos habían reemplazado a las canciones obscenas. No me equivocaba. Toine me dijo repentinamente: —No te duermas, chico, va a haber problemas. Están discutiendo entre ellos. Pronto empezarán a pelearse. Y encima, ese maldito viento no aparece por ningún sitio. En ese preciso instante sonó un griterío horrible. Corrimos a las portillas y lo que vimos fue una escena de pesadilla. Varios marineros estaban enfrentados entre sí, enloquecidos, con los cuchillos en las manos. Aunque apenas podían mantenerse en pie, intentaban acuchillarse los unos a los otros con torpeza. Embrutecidos por aquella terrible experiencia, lo único en lo que pensaban era en matar. Horrorizado en un principio, quedé enseguida cautivado por la contienda. Sí, para mi propia vergüenza, aquellos asesinos potenciales me fascinaban. Se detuvieron un momento cuando el capitán hizo acto de presencia llevando dos pistolas consigo. Pero la calma duró bien poco. Un cuchillo, lanzado con gran destreza, atravesó su garganta. La sangre manó a borbotones. El pobre diablo se tambaleó para caer al instante, mientras disparaba ambas pistolas en dirección a los amotinados. Uno de ellos, alcanzado por una bala, cayó al entarimado con las manos en el estómago. Exaltados por la visión de la sangre, varios marineros se abalanzaron sobre el capitán y estaban a punto de arrojarle por la borda cuando una voz gritó: —¿Y por qué no nos lo comemos? Se elevó un murmullo, seguido de un largo silencio. Acto seguido todos los hombres se lanzaron sobre el capitán y le desmembraron en un santiamén. Petrificado por el espanto, no pude apartar los ojos de aquel espectáculo increíble. Al borde de la náusea, contemplé cómo aquellos seres, que se suponían civilizados, compartían el cadáver de su capitán. Se lo estaban comiendo con un placer tan repugnante que no delataba ningún atributo de humanidad. Algunos, posiblemente con el apetito despierto por aquella monstruosa comida y sintiendo, quizás, que aún no estaban saciados, se volvieron sobre el marinero herido. —¡No! —gritó éste. Pero le mataron sin piedad y su cuerpo desmembrado fue igualmente compartido por todos los presentes. www.lectulandia.com - Página 201

Hechizado por aquel espectáculo horrible, fui incapaz de acostarme durante la mayor parte de la noche. Toine yacía en su hamaca sin decir una palabra, aunque tampoco dormía. Cuando me volvía podía verle apoyar sus pies sobre las paredes redondeadas del casco. De cuando en cuando se incorporaba para lanzar un largo escupitajo. El calor se había hecho tan insoportable que le pregunté: —¿Qué tal si abrimos un poco las portillas? —Puedes hacerlo —respondió—, los perros están saciados. Me incorporé para abrir una pequeña rendija. Pero, al hacerlo, me golpeó una vaharada nauseabunda. Un hedor dulce y enfermizo invadió la cocina, en la que no había entrado ni una brizna de aire fresco. —Apesta a sangre, chico —dijo Toine—. Si no puedes soportarlo, será mejor que vuelvas a cerrarla. Asentí. Pero antes de volver a mi hamaca eché un último vistazo al exterior. La noche estaba a punto de finalizar, haciendo que las estrellas brillaran pálidas. La línea del horizonte, por donde salía el sol, estaba iluminada con reflejos dorados. Los marineros, ahora silenciosos, permanecían en su mayor parte recostados sobre las cubiertas, haciendo la digestión de sus crímenes. Algunos miraban al frente con ojos desangelados y vacuos, como si buscaran el olvido en la distancia, allá por donde el día inmaculado comenzaba a presagiar la aurora.

Capítulo III Me desperté hacia el mediodía. El calor era aplastante. Las escenas atroces que habían tenido lugar unas horas antes restallaron en mi cerebro al momento, haciendo que me hundiera en una profunda desesperación. ¿Cuándo llegaría mi turno? ¿Existía alguna forma de escapar de esta situación tan espantosa? Seguramente sollocé, pues la voz de Toine pronto se hizo notar: —Bien, chico, ya veo que aún estás ahí. ¿Vas a levantarte? Estaba al lado de la portilla. Me acerqué hasta él, embargado por el miedo, y me arriesgué a mirar afuera. Los macabros restos que aún estaban esparcidos por la cubierta —hebras de carne pegadas a los huesos que las sustentaban— se habían ennegrecido a causa del calor. Un moscardón verdoso revoloteaba sobre los desperdicios de manera incansable y misteriosa. Los hombres habían vuelto a la bodega para beber ron, sin duda con la absurda esperanza de que aquello apagaría su sed. Pero ya no podían soportarlo más y vimos que el fuego les quemaba las entrañas, que gritaban como animales y se retorcían de dolor con las manos sobre el vientre. Varios, incapaces de aguantar semejante agonía, se lanzaron por la borda sobre la inmensidad de unas aguas insalubres. Toine puso una mano en mi hombro. www.lectulandia.com - Página 202

—Ya ves, chico, la locura de los hombres no es algo agradable de ver. Son peores que una jauría enloquecida. —¿Qué harán los demás? —pregunté con voz temblorosa. —¡Bah! Ya han probado la sangre. Cuando vuelvan a estar hambrientos se devorarán los unos a los otros. ¡A no ser que el maldito viento comience a soplar de nuevo! En ese preciso instante el rodillo de amasar de la cocina empezó a moverse. Toine me agarró por el hombro. —¿Has visto eso, chico, lo has visto? Y como yo no daba señales de entender la importancia de aquel suceso, Toine continuó alegremente: —¡La corriente! ¿No la oyes? ¡La corriente! ¡Eso quiere decir que el viento está llegando! Mañana estará sobre nosotros. ¡Bendito sea Dios! La pesadilla estaba tocando a su fin. Apenas podía creerlo. Y entonces la dicha estalló dentro de mí. Empecé a gritar y a reír al mismo tiempo. Toine me miraba, asintiendo con la cabeza; parecía igualmente feliz. Por fin dijo: —Será mejor que no te alegres tan pronto, hijo; aún no estamos a salvo del todo. —Pero, ¿quién gobernará ahora el navío? —pregunté. —El miedo —me respondió, y un escalofrío recorrió mi espina dorsal de arriba abajo. * * * Unas horas más tarde, Toine y yo aún seguíamos encerrados en nuestra cocina. El calor había hecho que la tripulación, o lo que quedaba de ella, abandonara la cubierta. —No puedo soportarlo ni un segundo más —exclamó Toine de repente—. Voy a baldear un poco de agua sobre esa condenada cubierta. Antes de desbloquear la puerta, tuvo la precaución de guardarse en el cinturón una pistola y su cuchillo. Me dispuse a seguirle. —No, muchacho —dijo—, será mejor que te quedes aquí. Pero al comprobar que no tenía la menor intención de dejarle solo, se encogió de hombros y dijo lacónicamente, mientras me entregaba la pistola: —Toma esto, entonces. El sol caía a pico, haciendo que la cubierta fuera como un horno. Teníamos los pies literalmente abrasados. Ambos tomamos un cubo de madera, le atamos una cuerda y empezamos a sacar agua del mar que luego arrojábamos sobre las manchas de sangre renegrida. Dejé que Toine se encargara de arrojar al océano los restos de carne. Nada en el mundo podría hacer que tocara aquellas cosas. Habíamos limpiado una buena parte de la cubierta cuando uno de los marineros apareció repentinamente de entre las sombras de una escotilla y se puso a gritar: www.lectulandia.com - Página 203

—Dejad eso en paz. Es mío. ¡Es mi comida! ¿Lo oís? ¡Dejadlo! Al mismo tiempo blandía una barra de acero. Estaba a punto de golpear a Toine en la cabeza. El viejo había sido sorprendido y no tuvo tiempo de echar mano de sus armas. No lo dudé ni un instante. Saqué la pistola del cinturón y disparé sobre el loco sin apuntar apenas. El marinero se desplomó con un agujero en la frente. Aturdido, contemplé cómo caía a mis pies. De repente empecé a temblar como una hoja sacudida por el viento. —Ven, chico —dijo Toine, dándome unas palmaditas en el hombro—. Era su vida o la mía. Me habría convertido en su próximo almuerzo de no haber sido por ti. Se inclinó sobre el marinero para comprobar que estaba realmente muerto. Luego me cogió del hombro y dijo: —Vamos, ayúdame. Le arrojaremos al mar antes de que otros decidan comérselo. Sujeté a mi víctima por las piernas, no sin cierta repugnancia, y entre los dos lanzamos el cadáver a las aguas. Un buen número de tiburones, atraídos por el olor de la sangre, merodeaban alrededor del barco. Enseguida se lanzaron sobre aquella presa inesperada y la desgarraron salvajemente. Regresamos a la cocina en silencio. Casi parecía hacer fresco después del calor que habíamos soportado en la cubierta. Bebimos un poco de agua, notando que nuestra provisión disminuía rápidamente. Luego comimos un poco de harina que Toine había amasado con algo de agua para darle consistencia. Ni el hedor horroroso que emanaba de aquella mezcla, ni su abominable sabor a moho, nos amilanó, tan grande era nuestra hambre. Sin embargo, más tarde pensé que no podría seguir castigando a mi estómago de aquella manera durante mucho más tiempo. Huelga decir que, nada más entrar en la cocina, Toine volvió a asegurar la puerta. Podíamos ser atacados en cualquier momento. Afortunadamente disponíamos de una buena cantidad de pólvora y munición. No cabía otra cosa que hacer que esperar. Nos recostamos en nuestras respectivas hamacas. Gradualmente, según iba pasando el día, el navío comenzó a moverse. Por fin me quedé dormido. Los gritos y canciones que llegaban desde las cubiertas me despertaron. La noche había caído. Están empezando de nuevo, pensé nervioso. Me incorporé un poco y vi que Toine estaba al lado de la portilla. No había encendido la luz, seguramente para evitar llamar la atención. —¿Qué pasa? —pregunté. —Esos imbéciles le están dando de nuevo al ron. Si en vez de pensar sólo en emborracharse se les hubiera ocurrido desplegar las velas, ya estaríamos moviéndonos. Me erguí y miré por la otra portilla. Los pocos supervivientes que aún quedaban estaban sentados alrededor de un barril de ron que habían traído de la cubierta. Entre ellos se hallaba el contramaestre, que parecía haberse hecho el dueño de la situación. www.lectulandia.com - Página 204

Metían sus pequeñas tazas en el barril abierto y bebían; el ron resbalaba entre sus barbas y les manchaba las vestimentas. Por suerte, no estaban peleándose. Me volví hacia Toine. —Parecen más tranquilos. —No cuentes con eso, hijo —respondió—. Estoy seguro de que pronto seremos testigos de algunos acontecimientos insólitos, suponiendo que el ron no acabe antes con ellos. Me sentía muy débil, así que volví a la hamaca y me recosté. Tenía hambre, y sed también, pero no me atrevía a decírselo a Toine que, por otra parte, sufría lo mismo que yo y no se quejaba. Además, ¿qué podía hacer él? Apenas quedaba agua, y en cuanto a la harina, seguramente lo más inteligente sería no comer demasiada. De repente, se dibujó en mi cerebro la imagen del hombre al que había matado. Nada más caer desfallecido apareció delante de mí con una flor roja en la frente que fue creciendo y creciendo hasta adquirir un tamaño enorme. Los pétalos se abrían cada vez con una mayor velocidad y luego, del centro de la flor, brotó súbitamente un vástago. Como si de un dedo acusador se tratara, creció lentamente hacia donde yo estaba, dispuesto a succionarme hasta el interior del cráneo del hombre. Empecé a gritar, y debí gritar muy fuerte porque sentí que alguien me sacudía. —Eh, grumetillo, no hagas ruido. Toine estaba inclinado sobre mí. Aunque intentaba que su voz sonara enfadada, vi que la piedad afloraba a sus ojos. La aurora resultó tan turbia como la arena enlodada. Las estrellas habían desaparecido y la noche parecía no tener fin. Un silencio, tan espeso como el calor circundante, reinaba en el aire. Los marineros debían haber estado revolcándose en el ron. Toine, que había vuelto a su hamaca, no dijo nada más, pero podía ver sus ojos brillar como los de un gato en medio de las sombras. Nos rodeaba una sensación impalpable y opresiva, como si algo fuera a pasar. De pronto escuchamos una multitud de golpecitos sobre la cubierta, como si miles de pequeñas zarpas corrieran por el entarimado. Toine saltó de su hamaca, gritando cosas que no llegué a entender. Corrió hasta la portilla; luego, tras echar un vistazo, regresó y se puso a decir alegremente, con una amplia sonrisa que jamás le había visto antes: —¿No lo oyes, muchacho? La vida cae desde lo alto. ¡Lluvia! ¡Por fin podemos beber hasta saciarnos! Se acercó a la puerta, la desatrancó y salió fuera. Le seguí al momento, y vi que se había tumbado sobre la tablazón, con la boca abierta de par en par, lamiendo ávidamente las gotas providenciales. Me tendí a su lado, y bebí y bebí hasta quedar sin aliento. Al mismo tiempo, rodaba de un lado para otro, revolcándome en el líquido celestial, cayendo presa de una especie de delirio. Finalmente Toine me golpeó suavemente en el hombro. —Vamos, hijo, ya está. Ahora vayamos a echar una mano a los hombres. www.lectulandia.com - Página 205

Me levanté a regañadientes y le seguí. A unos cuantos metros de distancia, la tripulación, ahora muy reducida en número, se hallaba ocupada intentando desplegar las velas. Lo hacía sin antes izarlas y, en consecuencia, tenían enormes problemas para que permanecieran de cara al viento; el diluvio que caía empapaba las velas y las hacía tan pesadas que los marineros apenas podían tirar de ellas. Toine y yo unimos nuestras fuerzas a las suyas. Debo confesar que les ayudaba no sin cierta repugnancia. Las espantosas escenas que habían protagonizado aún estaban demasiado frescas en mi mente. Toine, sin embargo, trataba a los marineros de una forma que podía ser calificada como amistosa. Aquello me sorprendió bastante. Pero más tarde aprendí, pagando un alto precio, que los hombres son tan vulnerables al sufrimiento como a la alegría.

Capítulo IV La lluvia había cesado. Las velas del galeón por fin estaban desplegadas y los barriles que habíamos colocado sobre la cubierta rebosaban del valioso presente que los cielos nos habían concedido con tanta generosidad. La calma volvía a reinar en medio de aquel amanecer negro como la tinta que ahora se había tornado gris oscuro. Los rayos del sol se las apañaban para salir a ratos de entre las nubes, iluminando un océano extremadamente tranquilo que más parecía un lago de alquitrán. Lejos, muy lejos aún, podíamos escuchar el sordo bramido de la tormenta. Según fue acercándose, los relámpagos comenzaron a rasgar el cielo, mientras el mar se estremecía y empezaba a rizarse por el impacto de un viento fresco que acababa de levantarse. Casi de inmediato, las aguas se agitaron de arriba abajo, como si se pusieran a danzar. Uno tras otra, las velas se inflaron sobre los mástiles, sacudiéndose el agua de la lluvia. De nuevo fueron tan blancas como las alas de los ángeles. El barco empezó a deslizarse suavemente sobre la superficie del agua, aumentando poco a poco su velocidad mientras la brisa soplaba sobre las jarcias como una canción de despedida. Todos aullamos de alegría al unísono. Al rato, Toine puso su mano sobre mi hombro. —Nuestros problemas aún no han terminado. Ahora tenemos que ser capaces de gobernar el navío. Ven, vamos a echar un vistazo al cuarto de navegación. El contramaestre ya estaba allí, observando varios mapas que tenía desplegados delante de él. Levantó la vista mientras nos acercábamos; su mirada era de un desconcierto total. —¡Ajá! Ya veo —dijo Toine en un tono mordaz e irónico—. El capitán tenía la última palabra. —Lo mismo digo en cuanto a ti —respondió el contramaestre con grosería. Luego se tranquilizó un poco—. Has recorrido los mares con él desde hace tiempo. www.lectulandia.com - Página 206

¿Sabes dónde guardaba los instrumentos? —Primero tienes que calcular cuál fue nuestra última posición —replicó Toine. —Sí, ¿pero cómo? —respondió el contramaestre—. Lo único que he encontrado son cartas de navegación sin usar. Estoy convencido de que el resto de los mapas estarán junto con los instrumentos. Ya he mirado por todos los rincones de esta condenada cabina y no he podido encontrar nada. Y dirigir un barco sin el equipo de navegación —ahora había comenzado a gritar— es como navegar a ciegas. —Podemos servirnos de las estrellas —dijo Toine con calma. —Oh, claro, claro —respondió el contramaestre, dirigiendo a Toine una mirada asesina—. Y puedes decirme quién diablos sabe leer las estrellas en este maldito navío. —Por supuesto que puedo —replicó Toine, más tranquilo aún si cabe. En ese preciso instante pensé que el contramaestre estaba a punto de caer al suelo delante de nosotros, víctima de un ataque al corazón. Su rostro se puso de un color púrpura y los ojos con los que miraba a Toine parecían querer salírsele de las órbitas. Toine, con las manos en los bolsillos, masticando su sempiterno tabaco, le observó con la cabeza ladeada y un brillo vivo en los ojos. Daba la sensación de estar disfrutando enormemente con la progresiva furia del otro, furia que en absoluto intentaba aplacar, sino todo lo contrario. —Bueno, ¿quién es? —aulló el contramaestre. Toine se cambió de mejilla el trozo de tabaco de mascar, lanzó un buen escupitajo y, con una despreocupación totalmente estudiada, dijo: —¡Yo! Entonces vi que su actitud cambió bruscamente. Se irguió en toda su estatura y, con voz áspera, dijo: —Sin mí estáis perdidos. Métete eso en la cabeza, tú y tus repugnantes camaradas. Soy perfectamente capaz de gobernar el barco, pero con una condición: tenéis que nombrarme capitán ¡Y si no al infierno con todo! Yo ya no tengo nada que perder. Se hizo el silencio. Luego el contramaestre, con los dientes apretados y los puños comprimidos, se acercó al cocinero hasta ponerse justo a su altura. —Dime, Toine —siseó entre dientes—, ¿crees que soy un maldito idiota? ¿Tú, el capitán? ¡Tienes que estar loco! Y mientras hablaba, daba vueltas al dedo índice de la mano derecha sobre su sien. Toine le miró con desprecio. —A lo mejor lo estoy, pero esto es lo que hay; lo tomas o lo dejas. Ve a decírselo a los demás, y será mejor que te des prisa porque estamos navegando en círculos. Si quieres, puedes comunicarles también que no estoy en contra de que seas mi segundo oficial. El contramaestre abrió la boca, pero pareció pensárselo mejor y se giró bruscamente, saliendo sin decir ni una palabra. www.lectulandia.com - Página 207

—Bueno, ya está hecho —dijo Toine tras asegurarse de que el contramaestre no podía oírle—. Y ahora, hijo, te voy a decir una cosa. Apenas sé distinguir la Osa Mayor de la Cruz del Sur. —Y entonces —dije aterrorizado—, ¿qué va a ser de nosotros? —Eso mismo me pregunto yo —contestó Toine, encogiéndose de hombros y mascando su tabaco—. Pero, para empezar, alguien tiene que hacerse cargo de esas bestias. Más adelante, tendremos que apañárnoslas para requisar todas sus armas. Y después, Dios proveerá. Aquélla fue la primera vez que le oí mencionar a Dios. Y, aunque no sabría decir por qué, aquello no me sonó del todo bien. A lo mejor era porque había renegado de Dios durante mi niñez. De cualquier manera, no tenía tiempo para pensar en ello. El contramaestre había regresado. —Está bien, patrón —dijo desafiante—, te hemos nombrado capitán. Pero no admiten que yo sea el único oficial a bordo. Quieren que haya dos. —En ese caso —apuntó Toine entornando los ojos—, diles que están navegando de cara al viento, y diles también que soy el capitán y que no admito órdenes. El contramaestre pareció sorprenderse por la respuesta. Pero volvió a salir sin pronunciar ni una sola palabra. Mientras tanto el viento seguía ganando fuerza y el barco comenzaba a escorarse peligrosamente. Mas nadie parecía prestar la más mínima atención a lo que sucedía. A través de los ventanales del cuarto de navegación podíamos ver las velas hinchadas al máximo. —Si pierden su rigidez, aunque sólo sea un poco —dijo Toine—, acabarán desgarrándose. Asomó la cabeza por la puerta de la cabina y, ayudándose de una bocina que yo no había visto hasta entonces, gritó: —¡Arriad la mayor! Noté que los hombres dudaban ante las órdenes que acababan de salir del puente de mando. Pero sólo fue un instante. Alguien repitió la orden y en ese mismo momento Toine se convirtió en capitán de navío, sin tan siquiera saber cómo navegar. En otras circunstancias, aquello habría resultado bastante cómico. El día transcurrió sin mayores incidentes. A pesar de sentirnos tremendamente débiles por la falta de alimentos, conseguimos sacar fuerzas de flaqueza. Cayó la noche. Toine señaló una estrella a la que seguir, una que, sin duda, había elegido al azar; luego me llevó a sus nuevos aposentos en el camarote del capitán. Se trataba de un amplio cuarto, en el que circulaba el aire fresco, provisto de dos literas. Milagrosa e inexplicablemente no había sido saqueado. —Aquí estaremos mejor —apuntó Toine. Se puso a buscar por todas partes pero tan sólo descubrió una especie de instrumento. Lo examinó con mucho cuidado antes de enseñármelo. —Mira —dijo finalmente—, con esta cosa, si funciona, que, por desgracia, no es www.lectulandia.com - Página 208

el caso, podemos calcular la latitud. —¿En serio? ¿Cómo funciona? —Midiendo la altura del sol sobre el horizonte. Se llama sextante. Pero, de todas formas, tampoco perdemos nada, ya que no tenemos ningún mapa para fijar nuestra posición. Dejé que Toine eligiera una de las literas y yo me tumbé en la otra. Después de tantas noches suspendido en una simple hamaca, a las que tampoco estaba habituado de antes, aquella inesperada comodidad me habría complacido gratamente de no ser por los terribles dolores que me transmitía mi vacío estómago. Muy pronto, sin embargo, caí en un profundo sueño.

Capítulo V Cuando desperté vi que estaba solo en el camarote. El barco daba bandazos; el armazón y el casco crujían terriblemente. Me senté en la litera y miré por la portilla. Unas olas gigantescas, perladas de blanca espuma, se erguían sobre el mar para romper luego y hundirse en las profundidades. El espectáculo me causó una enorme impresión, pero decidí salir a la cubierta en busca de Toine, que seguramente estaría en el cuarto de navegación. Subí al alcázar, pero me costaba mucho abrir la puerta de la cámara. Justo cuando creí haberlo conseguido, el impacto de una ola tremendamente poderosa me arrojó de nuevo hacia abajo. Volví a intentarlo, y esta vez esperé a que se produjera el intervalo entre dos olas para subir al puente. Agachándome, corrí todo lo que pude en dirección a la cabina, entrando justo a tiempo, pues detrás de mí una ola rompió estrepitosamente. Toine no estaba. Miré a través de los ventanales y le descubrí a la rueda del timón. ¡En verdad se tomaba en serio su cargo de capitán! No había ni un alma a la vista. Toine era un espectáculo digno de contemplar, allí solo en medio de la galerna, agarrado al timón de cara a los elementos desatados. El palo de mesana y el de trinquete, que tenían las velas recogidas, parecían dos esqueletos. Pero la vela del bauprés, que los hombres no habían tenido tiempo de plegar por completo, se erguía contra los cielos y volvía a sumirse en las olas como si fuera el mismísimo estandarte de la muerte. El oleaje barría la cubierta sin cesar. Desesperado, empecé a preguntarme cómo podría llegar hasta Toine. Sencillamente no me sentía capaz de permanecer en aquel cuarto ni un segundo más; me hallaba solo y muy preocupado. Por fin, decidí ir hasta donde se encontraba el cocinero, costase lo que costase. Diez veces estuve a punto de caer por la borda. Me di cuenta de que Toine estaba gritándome algo sin cesar, pero no podía oírle. Por fin, una ola más poderosa que las demás literalmente me arrojó sobre él. Mientras seguía con una mano en la rueda del timón, con la otra me sujetó www.lectulandia.com - Página 209

hasta que pude recuperar el equilibrio. —Acércate allí —dijo, señalando con el mentón la base del timón, donde había una cuerda a la que estaba atado. Al mismo tiempo volvió a sujetar la rueda con ambas manos y enderezó el navío, que había empezado a escorarse peligrosamente. —Has llegado justo a tiempo para echarme una mano, chico —añadió—. Se necesitan dos pares de brazos para dominar este maldito timón. —¿Y hacia dónde nos dirigimos? —Eso, grumetillo, nadie lo sabe. Para evitar cualquier discusión sobre la dirección que debíamos tomar di órdenes de seguir en línea recta al amanecer. El viento aullaba terriblemente. El mar se agitaba aún con mayor violencia. El galeón brincaba y se hundía en las olas sin cesar, y el palo mayor se balanceaba de un lado a otro como un borracho. Pero, a pesar de su tamaño, aguantaba firme. El bauprés, sin embargo, al no tener la vela recogida, había sido incapaz de soportar los embates. Enseguida se rasgó con un crujido. Los dos tuvimos mucho trabajo sujetando la rueda del timón. Tiraba incontrolada de babor a estribor. Cuando había pasado más de una hora desde que me uní a Toine llegó el contramaestre. La sorprendente destreza con la que se acercó a nosotros atestiguaba una larga experiencia con las tempestades. Le gritó a Toine: —Es mi turno de guardia, capitán. Miré con admiración al cocinero que, con aparente facilidad, se las había arreglado para imponer su mando. Pero de regreso a nuestro camarote, Toine me dijo que había tenido que golpear a un marinero que intentó apuñalarle aquella misma mañana. El sujeto se había negado a obedecer a Toine cuando ordenó arriar las velas. Sin embargo, después de aquel episodio, el resto de la tripulación estuvo dispuesta a acatar su mando. Nuestras ropas estaban empapadas. Tuvimos que cambiarlas por otras secas. Fue bastante difícil hacerlo. El barco cabeceaba tan violentamente que rodé por el suelo mientras intentaba ponerme los pantalones. —Muchacho —exclamó Toine, riéndose con ganas—, nunca llegarás a ser un buen marino. Vamos —siguió, con voz más seria—, siéntate en el suelo para vestirte, si eres incapaz de hacerlo de pie. En ese mismo momento fuimos golpeados por una ola que rompió sobre la cubierta con un tremendo rugido. Pronto la siguió otra. Oímos un crujido arriba, acompañado al instante por el sonido de madera rota que caía y se resquebrajaba. —¡Buen Dios, es la maldita caseta del puente que se ha hecho añicos! Vamos a ir pronto hacia atrás —aulló Toine—. Tan sólo tenemos que cambiar de dirección. Cogió una cuerda de debajo de la litera y ató fuertemente uno de los extremos a su cintura. Me lanzó el otro y, mientras abría la puerta del camarote, empezó a explicarme con rapidez: www.lectulandia.com - Página 210

—Tienes que venir conmigo al puente, pero no ahora mismo. Quédate sobre la escalerilla y sujeta la cuerda mientras llego al timón. Luego tiraré de ti. Nos arrastramos hasta la escalerilla. Uniendo nuestras fuerzas, conseguimos abrir la puerta de la antecámara y luego Toine subió a la cubierta. A pesar del rugido de la tormenta podía oírle resoplar con furia. —¿Qué ocurre? —le grité, asomando la cabeza por la escotilla. —Esos imbéciles son una pandilla de marineros de agua dulce. No saben ni cómo aferrar una vela. ¡Mira el palo de trinquete! Efectivamente, el mástil se doblaba como la rama de un joven sauce llorón. El viento, que soplaba con una furia inimaginable, estaba rasgando todas sus velas y convirtiéndolas en jirones. Toine se inclinó y acercó su rostro al mío. —Ahora escúchame atentamente, chico. Ya me has salvado de un buen lío. Ésta es otra oportunidad para que lo hagas de nuevo. Tengo que salir y cortar ese palo; con todas esas velas ahí arriba lo único que conseguiremos es ir de un lado a otro mientras el agua se precipita por los costados del barco. Si no lo corto, no creo que tardemos ni una hora en hundirnos. Así que ve hasta el camarote y tráeme el hacha. Está debajo de mi litera. Fui corriendo y estuve de regreso en menos de un minuto. —Muy bien, chico —dijo Toine—. ¡Y ahora, sujeta fuerte! Y se deslizó entre la espuma de una ola que le barrió como si fuera una hoja al viento. Podía sentirle en el otro extremo de la cuerda, como un pez atrapado en el anzuelo. De repente, el barco se ladeó hacia un costado y una ola me dio de lleno. Me caí por la escalerilla, pero, al no querer soltar el cabo bajo ningún concepto, no pude amortiguar la caída. El golpe fue tremendo. Era posible que para Toine hubiera resultado aún peor. Volví a trepar por la escalerilla. En cuanto me vio se puso a gruñir: —Otra caída como esa y se acabaron para siempre nuestros problemas. Se incorporó con dificultad. —Vamos, tenemos que empezar de nuevo. Me preguntaba de dónde diablos sacaba aquella energía inagotable un hombre tan pequeño, enjuto y temperamental como Toine. Era un ser extraordinario. ¡Pero tenía que tener una voluntad de acero para afrontar la extrema debilidad en la que estábamos sumidos! Esta vez se las arregló para llegar hasta el palo. Ya había cortado los cabos y estaba a punto de empezar con el mástil cuando dos miembros de la tripulación, gritando y haciendo gestos, corrieron hacia él. Seguramente querían evitar que continuara con su tarea. Pero justo en esos momentos llegó el contramaestre, que sin duda se había dado cuenta de que había que cortar el mástil, e intervino en el asunto. Entonces los marineros se lanzaron sobre él. Quizás yo fui el único en darse cuenta www.lectulandia.com - Página 211

de la ola gigantesca que estaba a punto de romper sobre nosotros. Encogí la cabeza entre los hombros y sujeté la cuerda con todas mis fuerzas, pegándome a la escalerilla todo lo que pude. Fue como si el océano entero cayera sobre mí. Cuando al fin pude levantar la cabeza vi que Toine estaba abrazado al mástil mientras los otros tres marineros rodaban por la cubierta en dirección al pretil. Otra ola se precipitó por encima de la popa, arrastrándoles por la cubierta. No volvieron a dar señales de vida. Una ráfaga de agua los había cubierto durante unos instantes y luego desparecieron para siempre en los pliegues de la tempestad. Mientras tanto, Toine había vuelto a emprender su tarea. De repente oí un crujido acompañado de un rumor sordo. Miré a toda prisa en aquella dirección. El viejo diablo se las había apañado para cortar el mástil de proa. Pero no pude verle por ningún sitio. Aterrorizado, empecé a jalar del cabo. Pero a cada embate de las olas me veía obligado a soltar un poco de cuerda y empecé a temer que finalmente encontraría un hombre ahogado al otro extremo del cabo. Por fin logré divisarle; estaba sangrando por la cabeza. El mar se agitaba ahora con menos violencia y el barco parecía haber estabilizado el rumbo. Tuve algunas dificultades para arrastrar a Toine hasta el camarote y acostarle en la litera. Apenas podía respirar, pero estaba vivo. El corte de la frente no parecía demasiado serio. Fui a por un poco de ron, le aupé la cabeza y le hice beber varios sorbos. Transcurrieron unas cuantas horas antes de que abriera los ojos. Mientras tanto, el mar había redoblado su violencia. Nos encontrábamos justo en el centro de la tempestad, que se había hecho dueña y señora del barco, balanceándole y estremeciéndole como si fuera una marioneta. Por dos veces subí hasta el puente, pero no vi a nadie. La rueda del timón, sin nadie que la gobernara, giraba de un lado a otro en el abismo. No sabía cómo controlarla y no tenía ninguna intención de aprender en aquellos momentos. Con semejante mar podía romperme los brazos. Por fin regresé al camarote y me senté al lado de Toine. Aún seguía inconsciente. Tenía los ojos abiertos pero una mirada vacía, y no me reconoció. Le puse una venda en la frente y le obligué a beber un poco más de ron, pero mis cuidados no parecieron surtir efecto; siguió sin moverse. Desesperado, vi cómo declinaba el día, lleno de pensamientos melancólicos. El hambre empezaba a ser insoportable. Al rato sólo podía pensar en una cosa: comida. ¡Estaba dispuesto a comer lo que fuera! No recordaba haber visto a Toine tirar los restos mohosos de la harina con la que nos habíamos alimentado, pero tampoco recordaba haberlos visto en nuestro camarote. Seguramente los había dejado en la cocina, pensando que ya no nos serían de utilidad. En esos momentos, aquellos desperdicios podridos me parecían el más suculento manjar. Sin dudarlo mucho, me dispuse a ir hasta la cocina. Al final de la jornada, la tormenta seguía con toda su furia y, en cuanto asomé la cabeza por encima de la lona impermeabilizada que cubría la escalerilla, unas olas gigantescas rompieron sobre mí. Me aparté rápidamente y esperé un rato antes de volverlo a intentar. Nada en el mundo me habría hecho volver atrás. La cuarta intentona fue la buena. Tuve mucho cuidado en cerrar la escotilla pues, de otra www.lectulandia.com - Página 212

manera, se habría acabado inundando toda la parte inferior. Fui avanzando hacia la cocina, asiéndome a todo lo que encontraba en mi camino. Me tomó muchísimo tiempo llegar hasta mi destino. Tenía miedo de que el agua me arrastrara de la cubierta en cualquier momento, pero al fin me las arreglé para entrar en la cocina. ¡Cómo estaba todo! Todas las alacenas estaban patas arriba. Incluso las planchas metálicas que servían para fijarlas al suelo estaban dobladas. Había signos de lucha y restos de sangre por todos sitios. Los marineros que quedaban, tras haber descubierto las reservas de Toine, debían haber estado peleándose por ellas. Bebí un poco del agua de lluvia que habíamos almacenado y eso hizo que mi hambre se aplacara un tanto. Luego seguí buscando, con la esperanza de que algo se les hubiera pasado por alto a los saqueadores. Por desgracia, no encontré nada más que algunos restos de harina en el fondo del saco en el que la guardábamos que, naturalmente, estaba completamente vacío. Desesperado, decidí regresar a la cabina del capitán. Entonces, repentinamente, el chasquido de un disparo sonó por encima del aullido de la tempestad. A través de la portilla contemplé a los últimos supervivientes de la tripulación peleándose por el único bote salvavidas que quedaba. Era la última esperanza de vivir que tenían y luchaban con desesperación. Sin embargo, una ola extraordinariamente poderosa se abalanzó sobre ellos, llevándose consigo tanto a los marineros como al bote salvavidas. En ese mismo instante, el palo mayor se hizo pedazos sobre la cubierta con un estruendo espantoso. El galeón comenzó a girar cada vez con mayor velocidad. Aunque no sabía mucho de eso, deduje que estábamos atrapados en una especie de remolino. Sorteando dos masas gigantescas de agua, comencé a andar hacia la cabina. El mar parecía abrir sus fauces para devorarnos. Por fin, logré alcanzar la escotilla y bajar los peldaños hasta el camarote. Encontré a Toine sentado sobre su litera. Gracias a Dios, había recuperado el conocimiento. Le conté en pocas palabras todo lo que había visto y también le describí el remolino en el que parecíamos estar atrapados. Éstas últimas nuevas le consternaron en gran medida. Se acarició su rostro cansado y dijo: —Estamos atrapados en el corazón del huracán. Como el Holandés Errante[13]. ¿Estás completamente seguro de que somos los únicos que quedamos a bordo? —Sí, lo estoy. —Entonces, muchacho, lo tenemos muy duro. Hay que sacar el buque del remolino y escapar, si aún no es demasiado tarde. Se incorporó mientras hablaba, pero tuvo que sujetarse a la litera para no perder el equilibrio. Jamás conseguiría llegar a la cubierta, pensé para mis adentros. Pero me equivoqué. No sólo consiguió llegar hasta la cubierta sino que ambos, tras superar un montón de dificultades, pudimos alcanzar de una pieza la rueda del timón. Nos rodeaba una verdadera pared, acuosa y circular. Y el barco giraba y giraba en su interior. Un millón de círculos formaban aquella masa líquida que reflejaba la luz www.lectulandia.com - Página 213

tenebrosa del cielo. Toine agarró la rueda. —Demasiado tarde —dijo—. Ni las fuerzas combinadas de un centenar de hombres podrían resistir semejante presión. Como atraído por un imán, el galeón se iba aproximando al centro del remolino. Cada vez giraba con mayor rapidez. Teníamos que permanecer tumbados sobre nuestras espaldas. Debido a la creciente velocidad de rotación, la fuerza centrífuga se hizo tan fuerte que nos aplastaba contra la cubierta. El casco del buque estaba casi en posición vertical, y nos daba la sensación de estar asistiendo a nuestra propia y agónica destrucción, incapaces de hacer nada por evitarlo. El cielo por encima de nuestras cabezas apenas era una mancha de dos palmos de amplitud. Nos hundíamos en el abismo. De repente se produjo un terrible estruendo, como de una explosión, seguido de una especie de suspiro. La presión que nos comprimía contra la cubierta se redujo un tanto y el barco empezó a girar más lentamente. Al mismo tiempo se enderezó, aunque aún seguía peligrosamente inclinado. El desgajado palo mayor rodaba de un lado a otro del puente, arrastrándolo todo a su paso. Ahora el buque estaba casi hundido en las agitadas aguas. Toine se puso a gritar: —Tenemos que llegar al otro lado. Va a darse la vuelta. Si nos quedamos aquí estamos perdidos. Nos agarramos a los cabos, intentando trepar al otro lado de la cubierta. Yo no sabía nadar, pero, en esos momentos, ni tan siquiera pensé en ello. Además, tenía la sensación de que todo aquello le estaba pasando a otra persona y no a mí. De no ser por Toine me habría ahogado con toda seguridad. Me mantuvo la cabeza fuera del agua y al final se las arregló para asirse al palo mayor, que flotaba a bastante distancia de donde nos encontrábamos. En medio de una especie de neblina contemplé por última vez la quilla galeón, que aún sobresalía por encima del agua. Luego perdí la consciencia.

Capítulo VI Abrí los ojos y, en un primer momento, no supe decir dónde me encontraba. Enseguida el bramido ensordecedor del viento y del mar, que parecía salido del mismo infierno, me hizo recordar de golpe la terrible situación en la que me hallaba. La oscuridad que me envolvía mientras me sujetaba al palo era absoluta. Las cuerdas con las que estaba atado a él me impedían todo movimiento. ¿Toine? ¿Dónde estaba? Empecé a llamarle desesperanzado. No hubo respuesta, salvo el aullido del viento que ahogaba mis gritos. Me sentí terriblemente solo y empecé a llorar suavemente. El frío, unido a la debilidad extrema de mi organismo, hizo que me pusiera a temblar tan bruscamente como las cuerdas de un violín. La noche parecía prolongarse en el infinito. Pensé que jamás acabaría, pero, de repente, un rayo de luna se abrió www.lectulandia.com - Página 214

paso entre los tenebrosos cielos. Aunque se asemejaba a una luz mortuoria, su pálido fulgor hizo que me tranquilizara un poco. Me sentí en paz. Al rato comenzó a llover. Abrí la boca para saciar la sed. La lluvia paró pronto, el viento menguó y los truenos retumbaron ominosos acompañados por la aparición de una extraordinaria galaxia de estrellas. En ese preciso momento sentí como si estuviera pasando a otro mundo, a otra vida. Aquella rara sensación de tránsito no duró mucho pero supe que jamás la olvidaría hasta el mismísimo día de mi muerte. La oscuridad que antes invadía los cielos se disolvió bruscamente y el firmamento se llenó de unas estrellas desconocidas, más grandes y brillantes de las que jamás había visto. Unos pensamientos extraños y febriles se apoderaron de mi mente: que Dios, cansado de la monotonía, había reestructurado los cielos. De nuevo, caí inconsciente. Me sentí totalmente asombrado al comprobar que aún seguía atado al mástil. Ya casi había amanecido y el mar estaba en calma. Erguí la cabeza todo lo que me permitían mis ataduras y descubrí a Toine recostado al otro lado del palo. Parecía inconsciente. Le llamé débilmente. No me contestó. Intenté acercarme a él, pero ¿cómo? El agua de mar había empapado mis ropas y resultaba imposible deshacer los nudos. Ahora que ya no estaba amenazado por los peligros de la tempestad, me vi preso en otra trampa de la que no parecía haber escape posible. Peor aún, sufría espantosamente por los calambres y por un violento dolor que me recorría la espina dorsal. Durante horas, la madera curva del palo mayor había estado presionándome las costillas y el pecho. Estaba comprimido contra ella y apenas podía respirar. Un abismo líquido nos rodeaba. El día fue aclarando y el horizonte adquirió un curioso matiz rojizo que presagiaba la salida del sol, un sol rojo de sangre. Se levantó poco a poco sobre el horizonte. Jamás había visto nada como aquello y durante un rato creí tener alucinaciones. Me maravilló en extremo descubrir que, tras salir del todo, el astro seguía conservando aquel extraño color, como si estuviera sangrando por una herida. Apenas podía creer lo que contemplaban mis ojos. Me giré y vi que Toine, que por fin había recuperado la consciencia, también estaba contemplando ese fenómeno extraordinario. Le llamé débilmente. Toine esbozó una sonrisa y dijo: —¿Estoy loco, chico, o ves lo mismo que yo? —Yo también lo veo —respondí. Al rato, sobrecogido por un pensamiento morboso, añadí: —Parece que está sangrando. —¡Bah! ¡Cállate! —me cortó con brusquedad. Mientras tanto, el astro rojizo siguió subiendo en el horizonte. Su color era similar al de los ladrillos horneados. El calor se había incrementado notablemente. Tras varios forcejeos pude liberarme de las ataduras y me puse al lado de Toine, con los pies dentro del agua. Permanecimos en silencio, con una extraña mezcla de alegría, por seguir aún con vida, y miedo supersticioso ante la visión de aquel extraño www.lectulandia.com - Página 215

fenómeno tan opuesto al orden natural de las cosas: aquel sol que parecía tan abrasador como las ascuas de una fragua. Pronto el calor se hizo insoportable y nos vimos obligados a sumergirnos en el agua con frecuencia. Como estábamos tan debilitados, aquel ejercicio nos dejaba completamente exhaustos. El líquido abismo nos rodeaba por todas partes. Hacia el mediodía, la súbita aparición de unos animales horrendos nos llenó de espanto. En verdad eran monstruosos, de casi diez metros de diámetro; se parecían a una especie de medusas o pulpos gigantescos, con tentáculos tan anchos como el tronco de un árbol adulto, aunque tenían un rasgo singular que les hacía especialmente repulsivos: portaban unas conchas a manera de paraguas de un extraño tinte rojizo. Su número fue incrementándose alarmantemente y nadaban por entre las olas en manadas, haciendo que el agua adoptara un color rojo, como una sábana sangrienta que se extendiera hasta el infinito. Nada más aparecer aquellas monstruosidades, nos pegamos al mástil, evitando todo contacto con las aguas. Volvimos a atarnos, anudándonos las cuerdas alrededor de los pies, las piernas y el pecho para así permanecer bien sujetos al palo. Angustiados, esperamos a que el sol volviera a hundirse de nuevo, pensando en la noche terrible que tendríamos que soportar en ese paraje abominable. Mientras el día declinaba, el mar fue perdiendo su transparencia hasta adquirir un tono herrumbroso. También los monstruos desaparecieron, excepto algunos que de vez en cuando arribaban a la superficie. Aún parecía más iridiscente bajo la luz crepuscular del atardecer. —¡Debe ser por culpa de la luz de ese sol diabólico! —exclamó Toine. Pero cuando el orbe rojizo se hundió en el abismo infinito del mar, las bestias seguían conservando una fosforescencia escarlata en medio de la noche repleta de ignotas estrellas. Toine hizo un valiente intento por intentar explicar el hecho, y se puso a hablar de las noctilucas[14] y otros protozoos que a veces abundan en el mar: —Cuando el mar está agitado emiten fosforescencias —señaló. Pero eso no explicaba el tono sangriento que nos había rodeado a plena luz del día. Por fin dijo: —Chico, jamás he visto una cosa así; en realidad, creo que nos encontramos en otro mundo. El miedo había calado tan hondamente en nuestros corazones que, a pesar de estar totalmente agotados, no nos atrevimos a dormir. El mar se había transformado en aceite, el cielo tenía unas tonalidades extrañas y un silencio espantoso pendía sobre nosotros. El mástil flotaba completamente quieto. Una malignidad imposible de definir emanaba a nuestro alrededor. Yo, por mi parte, tenía la sensación de hundirme en una especie de gruta inmensa, cuyas criptas estaban moteadas de enormes gusanos fosforescentes, de una existencia tan vítrea como la propia luz que emanaban. Los monstruos acuáticos seguían aflorando a la superficie del mar sin el más www.lectulandia.com - Página 216

mínimo murmullo. —¿Nos hemos quedado sordos? —le pregunté a Toine. —No, hijo —respondió, igual de perplejo—. No estamos sordos, ya que nos oímos el uno al otro. No quise preguntar más y poco a poco me dejé vencer al sopor que se iba adueñando de mí. —¡Mira, chico, está empezando de nuevo! Toine se había acercado y me sacudía suavemente por el hombro. Abrí los ojos y me topé con su rostro agotado. Sólo los ojos parecían conservar aquel brillo extraordinario. En esos momentos me molestó mucho que me quitara del sueño que había hecho desaparecer de mi mente todo pensamiento negativo, alejándome de la tortura de la sed, la cual volvía a hacer ahora presa en mi garganta. Eso hizo que todo lo demás desapareciera de mi cerebro, así que me sentí totalmente indiferente a la repetición del fenómeno. La debilidad hacía que viese un millar de pequeñas motas doradas danzando delante de mis ojos. La contemplación de toda el agua que nos rodeaba tan sólo hizo que mi sed se agravara. Toine se dio cuenta de cómo me sentía y dijo: —Escucha, hijo. Humedécete la boca con el agua salada. Inténtalo. Pero con cuidado. No tragues ni una gota. Hice lo que me decía. Pero, tras haberme humedecido los labios, no pude resistir la tentación de beber un trago. Esperaba que se produjera un terrible ardor en mi estómago, pero, para mi desconcierto y alegría, el agua resultó ser tan suave y fresca como recién salida del más puro manantial. Acto seguido, hundí la cabeza dentro. No había ni rastro de los seres monstruosos del día anterior. Toine me observó con tristeza. Pensaba que me había vuelto completamente loco. Pero después de ver que me llevaba el agua a la boca en repetidas ocasiones, él tampoco pudo resistirse y me imitó. Su sorpresa fue pareja a la mía propia. Cuando hubimos saciado nuestra sed, Toine preguntó: —¿Cómo es posible? Se encogió de hombros. —Bueno, creo que esto sí tiene una explicación. A veces sucede que un gran río desemboca en el mar y la corriente de sus aguas puede llegar muy, muy lejos. Pero, ¿cómo explicar todo lo demás? No, chico, no. Déjame decirte que he recorrido todos los mares durante mi perra vida y que jamás he visto ni oído nada como esto. Aquel día nos las arreglamos, no sin dificultad, para capturar un pulpo. Su tamaño era el normal, sobre un metro de largo. Tuvimos que sumergirnos varias veces en el mar para atraparlo. Nos costó bastante apuñalarlo y, cuando al fin lo conseguimos, fuimos bañados por un chorro de tinta negra. Troceamos su carne elástica y viscosa en finas lonchas. Para nuestros famélicos estómagos aquella repugnante comida resultó un manjar sin igual, y nos permitió recuperar algo de fuerzas, por no decir www.lectulandia.com - Página 217

nada sobre el efecto reparador con el que actuó sobre nuestros alicaídos corazones. El calor seguía siendo tan insoportable como siempre, pero ahora, también, parecía producir extrañas alucinaciones. Primero vimos las montañas, y luego unas playas; varios botes venían en nuestra dirección. La primera de las alucinaciones no desapareció con tanta prontitud como las otras; por el contrario, siguió allí presente y nos llenó de inquietud. Veíamos una imponente cadena montañosa, de origen volcánico, que se elevaba rojiza contra el cielo como la Torre de Babel. Esperábamos que desapareciera en cualquier momento. Pero, al final del día, seguía fija en el mismo lugar. La esperanza empezó a anidar en nuestros corazones. Al rato la alegría era incontenible. ¡Tierra! ¡Íbamos a poner el pie en tierra firme! Nos abrazamos mutuamente, llorando como niños. Una suave corriente nos acercaba a aquellas montañas. Según nos aproximábamos, los picos se iban asemejando cada vez más a una enorme pared rocosa. El efecto resultaba opresivo y agobiante. —Ojalá que podamos encontrar cualquier clase de alimento —dijo Toine—. No hemos visto ni un solo pájaro por los alrededores. —No te preocupes, podemos pescar —le respondí, pensando en la tierra firme que nos daba la bienvenida. —Sí —dijo Toine con un toque de reticencia en su voz. El atardecer nos sorprendió a pocos kilómetros de la costa. La noche, para mí, prometía ser eufórica. Desde hacía mucho tiempo no me encontraba tan feliz. Pero Toine no parecía sentir lo mismo. En varias ocasiones le oí murmurar: —Un mundo patas arriba. Sí, es un mundo patas arriba. Nada más caer dormido tuve la sensación de que el viejo lobo de mar estaba rezando por primera vez desde que le conocía.

SEGUNDA PARTE

Capítulo VII De nuevo aquella extraña luz escarlata precedió la salida del sol. En esos momentos el mástil se deslizaba a lo largo de una costa repleta de pequeñas calas. La diminuta bahía, protegida por suaves escollos, se abría a una minúscula playa de arenas rojizas. Fui el primero en poner el pie en tierra. ¿Cómo describir la alegría que sentí al encontrarme de nuevo en suelo firme? Brinqué, canté, reí. Pero Toine no parecía compartir mi entusiasmo. En cierta manera, aparentaba estar inequívocamente abatido. —¿No te alegras? —le espeté—. Esta vez creo que sí que estamos salvados. —Claro, chico, por supuesto que estoy feliz —me respondió en un tono www.lectulandia.com - Página 218

falsamente alegre. Me di cuenta de que intentaba ordenar sus pensamientos y no le insistí, reacio a perder el goce que me invadía en aquellos momentos. Las rocas seguían teniendo aquel matiz rojizo que estaba omnipresente por todas partes en aquellos extraños parajes. La arena que pisábamos era extraordinariamente fina, como un tenue polvillo. Tomé un puñado en la mano. Podría decirse que resultaba casi impalpable, y resbaló rápidamente entre mis dedos. Lancé de un soplido al mar lo poco que quedó en la palma de mi mano. En un instante, la zona en la que habían caído los restos se tornó de un color rojo sangre. Desconcertado, me volví hacia Toine. La expresión de su rostro me aterrorizó. Permanecimos en silencio durante un rato al lado de la mancha rojiza, que ahora empezaba a disolverse. Acto seguido, Toine se dio la vuelta, encogiéndose de hombros. —Será mejor que hagamos algo útil y que exploremos los alrededores antes de que caiga la noche. —Lo más importante es encontrar algo para comer —le contesté. Tardamos casi una hora en escalar las rocas que nos rodeaban, ya que, aunque no eran demasiado altas, resultaban en extremo quebradizas y blandas. Por cada metro que avanzábamos retrocedíamos dos o tres hacia abajo, y encima envueltos en medio de un polvillo rojizo que nos nublaba la vista y nos sofocaba la respiración. En cuanto llegamos arriba pudimos contemplar la formidable cadena de montañas que tanto nos había agobiado el día anterior. Se hallaba a unos treinta y cinco kilómetros de distancia. Podíamos distinguir unas manchas oscuras —seguramente bosques— repartidas a los pies de las montañas, como si sus sombras les sirvieran de abono. Para llegar hasta allí antes tendríamos que atravesar un desierto rojizo y árido. —Será mejor que antes busquemos algo para transportar agua —dijo Toine. —Pero ¿el qué? —gruñí—. No tenemos más que nuestras manos y unos jirones de ropa. —Exacto. Por eso tenemos que encontrar algo. Si no somos capaces de protegernos del calor, entonces estamos perdidos. Volvimos a bajar a la orilla del mar, pero esta vez elegimos una playa distinta. Allí, al contrario que en la diminuta bahía en la que habíamos hecho pie al principio, todo era grandioso y vasto. La playa consistía en un anillo gigantesco de arenas rojizas, tan finas como los polvos de talco, cercado por una espesa pared roja que se alzaba sobre el cielo. Majestuosa, mostraba la erosión producida por el discurrir del tiempo; los profundos cortes, como muecas doloridas, se asemejaban a gigantes solidificados y petrificados por el devenir de incontables centurias. No había vegetación. La atmósfera resultaba sepulcral, pero tampoco olía a moho, como si no quedase ningún resto orgánico que pudiera descomponerse. Empezamos a bordear este paredón natural. Estaba cubierto de grietas en varios lugares, como la que habíamos utilizado para bajar hasta la playa. No hablamos, ya que nos sentíamos sobrecogidos por tan terrible belleza. Cuando llegamos al otro extremo no habíamos encontrado nada que pudiera www.lectulandia.com - Página 219

servirnos para transportar agua. Y ahora, el hambre volvía a acuciarnos dolorosamente. Toine maldecía sin parar entre dientes. De esa manera aplacaba un tanto sus sufrimientos. Tuvimos que bordear el pequeño acantilado que se adentraba en el mar y nos impedía seguir andando. No se nos ocurrió retroceder sobre nuestros pasos ya que sabíamos que no había nada en aquella playa. Toine entró el primero en al agua a regañadientes. Fui detrás de él, pero perdí pie casi al instante. Toine me agarró del cabello y me dijo con amabilidad: —Perdona, muchacho, había olvidado que no sabías nadar. Sujétate a las rocas del acantilado y quédate cerca de mí. No es muy peligroso. Yo no compartía su opinión. La pared rocosa se desmoronaba con suma facilidad y todas las aristas a las que me asía se deshacían entre mis dedos, mientras los restos convertidos en polvillo caían al mar. Como ya había ocurrido unas horas antes, cuando la arena entró en contacto con el agua, ésta adquiría al instante una tonalidad rojiza. Al final terminamos nadando en un mar de sangre. —¡Qué asco! —exclamó Toine, mientras me sujetaba cuando perdí pie por segunda vez. A partir de entonces tuve que ir escupiendo toda el agua que había tragado. Creo que lo que más miedo me daba no era ahogarme, sino tragar aquella agua nauseabunda que tanto me repugnaba. Por fin pudimos bordear el saliente rocoso. Descubrimos otra playa exactamente igual a la que acabábamos de abandonar. Toine contuvo su rabia y dijo: —¡Esto empieza a ser muy monótono! —¡Mira! Veo algo allí —grité, señalando un área alargada y oscura a los pies de la muralla rojiza. Estuvo estudiando durante un rato la zona que le había indicado y luego dijo: —Son grutas. Quizás al fin hemos encontrado algo diferente. Vamos. Mientras nos acercábamos, las cuevas fueron haciéndose más grandes. Pronto empezaron a parecerse a unas fauces enormes, abismales y negras que parecían querer devorar al mismo acantilado en el que se abrían. Tardamos más de dos horas en llegar a la primera gruta. Sus dimensiones eran fantásticas. En comparación, nosotros no éramos más grandes que uno de los diminutos granos de la arena que teníamos bajo nuestros pies. Las paredes caían a pique cientos de metros desde la media bóveda que las coronaba. Su profundidad resultaba incalculable desde el lugar en el que nos encontrábamos, y parecía perderse en los abismos de la noche. Debo confesar que no me sentía del todo cuerdo cuando entré en aquella caverna colosal al lado de Toine. En realidad, estaba a punto de echar a correr. Mi compañero debió darse cuenta, ya que me agarró del brazo con firmeza y dijo: —Vamos, chico, no pierdas el temple. Al instante su voz fue atrapada por las paredes de la gruta y el eco resonó durante varios minutos interminables a lo largo de la inmensa y tenebrosa bóveda, como si un coro de orantes estuvieran rezando en voz alta durante la Semana Santa. Nuestros ojos, aún deslumbrados por la luminosidad del exterior, se fueron www.lectulandia.com - Página 220

ajustando con dificultad a las tinieblas reinantes, y al principio avanzamos prácticamente a ciegas. Bajo nuestros pies, la arena había sido sustituida por un suelo arcilloso tan duro como el cemento, y tan frío y húmedo como una tumba empapada por la lluvia invernal. Nuestros gestos, nuestra respiración incluso, tomada por el eco, se mezclaban con las sombras en un ritmo fantástico. Enfurecido, Toine empezó a lanzar juramentos. La caverna se estremeció; de repente, y desde una gran distancia, nos llegó un terrible estruendo de rocas desmoronándose. Luego siguió una explosión. Luego silencio. Pero no se trataba de un silencio absoluto. Podíamos oír un extraño suspiro, como el de una respiración contenida, acompañado por otro sonido que se asemejaba enormemente al sordo latir de un corazón. Resultaba aterrador; nos quedamos petrificados, sin atrevernos a decir nada. Por fin el suspiro fue disminuyendo hasta cesar por completo. Al mismo tiempo, nuestros ojos, ya acostumbrados a la oscuridad, pudieron vislumbrar las increíbles paredes de aquellos extraordinarios pasillos subterráneos. ¡Ojalá que nunca hubiéramos dirigido nuestra mirada a aquellos murallones! Nos habríamos evitado la visión de pesadilla que se dibujó ante nosotros. Unas estatuas fueron emergiendo de las sombras por todos los rincones. Había muchísimas, y cada una tenía una pose distinta. Sus expresiones denotaban espanto, tortura, angustia, como si el escultor hubiera querido plasmar en ellas un sufrimiento único e infinito, como si el artista tan sólo buscara mostrar el momento de una muerte terrible producida por el miedo. Sus cuerpos eran espeluznantes. Hombres y mujeres, todos como una disposición distintiva, elegante o vulgar, sobresalían en relieve, como si hubieran sido esculpidos a partir de una misma piedra. Podíamos distinguir a madres con los hijos en brazos, y en sus rostros pétreos, pegados al de los pequeños, se apreciaba una sonrisa casi imperceptible y maternal. Y entre todas estas estatuas que representaban formas humanas había otras muchas: figuras de animales y pájaros, de entre las cuales el albatros, con las alas completamente extendidas, era la más numerosa. Unos utensilios curiosos y primitivos estaban desperdigados por los alrededores de aquel museo alucinante; también algunos huesos. Unos manchones negros sobre el suelo, diseminados por varios sitios, indicaban dónde se habían encendido fogatas. Nos hicimos precipitadamente con varios recipientes de terracota que tenían forma de ánfora. Retrocedimos sobre nuestros pasos sin querer volver a mirar la obra de aquel escultor, tan hábil como Dios mismo, pero carente de Su gracia, de Su piedad y de Su armonía. Tremendamente aliviados, volvimos a salir a la brillante luz que resplandecía en el exterior. Quedamos deslumbrados durante unos instantes. —¡Qué lugar más extraño! —exclamó Toine, después de un buen rato. Tras aquel descubrimiento no habíamos intercambiado ni una sola palabra. Luego, mirando una de las ánforas que había cogido, siguió: —Mira, chico. Quienquiera que haya hecho esas estatuas tan perfectas no es capaz de moldear correctamente un objeto tan simple como este. Qué raro, ¿verdad? www.lectulandia.com - Página 221

—¡Es cierto! —grité—. ¡No se me había ocurrido! —De todas formas —continuó Toine, asintiendo con la cabeza—, lo más importante es que la sed no volverá a atormentarnos. Ya tenemos un recipiente en el que almacenar el agua necesaria hasta alcanzar tierras más fértiles. En cuanto lleguemos allí, seguro que encontraremos algo para comer. Yo no compartía su optimismo, y me preguntaba con ansiedad cómo diablos iba a apañármelas sin ninguna clase de alimento hasta entonces. Regresamos a la playa y recogimos una buena reserva de agua, luego volvimos a escalar la pared rojiza por una de sus grietas, tal y como ya habíamos hecho antes. La fisura no resultaba demasiado ancha y se iba estrechando poco a poco según ascendía, de tal forma que al final, justo antes de coronar la pared, nos vimos obligados a avanzar de costado, como los cangrejos. Mientras escalábamos, pudimos escuchar de nuevo aquel latido sordo que tanto nos había afectado mientras estábamos en la gruta; la palpitación, como ya sucediera antes, parecía provenir de muy lejos. Empezamos a atravesar aquel desierto de minúsculas arenas que una suave brisa levantaba en ondulantes remolinos. A lo lejos, la zona de color más oscuro que se extendía a los pies de las gigantescas montañas, las cuales se difuminaban en el profundo color rojizo del cielo, parecía cada vez más irreal según declinaba la tarde. Albergábamos la absurda esperanza de llegar a las montañas recién caída la noche. Mientras tanto, mi hambre era tan intensa que empecé a marearme. Toine tuvo que sostenerme varias veces para evitar que me cayera. Aunque él padecía los mismos sufrimientos, se las arregló para lanzarme palabras de ánimo de cuando en cuando. Nuestro avance se veía considerablemente retrasado por culpa del agotamiento. El sol, en su declive crepuscular, ya estaba muy bajo en el horizonte y hacía que brillase como una enorme espada de acero al rojo vivo. El cielo, invadido poco a poco por la oscuridad de la noche, adoptó un matiz violáceo. En ningún momento del día pudimos vislumbrar la más leve tonalidad azul. Por fin, un manto de oscuridad cayó sobre el mundo y las estrellas desconocidas fueron apareciendo en sus lugares correspondientes. —Paremos aquí —dijo Toine—. Si seguimos es posible que acabemos caminando en círculos, y eso sería aún peor. Nos tumbamos en la arena. Resultaba tan suave como el terciopelo. La brisa, que seguía soplando suavemente, empujó algo de arena sobre nuestros rostros, y parecía como una especie de caricia infantil. No hablamos. Pero, en medio de las sombras, supuse que Toine, al igual que yo, estaba observando aquellos cielos desconocidos y extraños. ¿Acaso era aquel el lugar del que me hablaban mis maestros cuando era niño? Si no recuerdo mal, lo llamaban el Olimpo. Los antiguos griegos creían que era la morada de los dioses. Durante un rato estuve tentado de hablar con Toine acerca de esto, pero me dije a mí mismo que estaba divagando y rechacé la idea. Cerré los ojos; sólo tenía un pensamiento que se www.lectulandia.com - Página 222

superponía a todo lo demás: dormir. Poco a poco caí en el sueño. Pero eso no me ayudó a desprenderme del miedo que había sido mi íntimo y fiel compañero durante los últimos días. El corazón me latía de una forma extraña. La voz de Toine hizo que pegara un brinco. —¿No oyes nada, chico? —No —respondí perezosamente, medio dormido—. Tan sólo notaba como si mi corazón latiese con demasiada fuerza. Toine siguió hablando, pero yo creía escucharle como en un sueño. —Te equivocas, chico, no es tu corazón lo que oyes. Se trata del mismo sonido que escuchamos en la gruta de la quebrada. Creo que procede del interior de la tierra. Acerca el oído a la arena. Pero nada podía arrancarme de la profunda soñolencia que me invadía.

Capítulo VIII Me desperté aquejado de unos terribles calambres en el estómago. Apenas había luz y el sol aún estaba oculto detrás de aquellas montañas enormes y misteriosas que se iban tiñendo de rojo. Toine se removió a mi lado. —¿Qué tal, chico? ¿Has dormido bien? —¡Sí, pero tengo hambre! —le contesté mientras me llevaba las manos a mi dolorido estómago. Toine hizo un gesto de impotencia. —Bueno, será mejor que no pienses en eso de momento. Se sentó, tomo un ánfora y me la entregó. —Vamos, bebe un poco de agua. Te ayudará. Di unos cuantos sorbos sin demasiada convicción. Casi al instante los calambres dejaron de molestarme tanto. Toine observaba las montañas con su rostro viejo y arrugado. —Chico —dijo en un tono de voz que casi resultaba solemne—, fui incapaz de cerrar los ojos la pasada noche. He tenido un montón de tiempo para pensar. Bueno, lo que me pregunto es si aún nos hallamos en nuestro propio planeta. Ya ves en qué lugar estamos, con esta luz y esas estrellas totalmente desconocidas… Honestamente, jamás he oído hablar de un sitio como éste en toda mi perra vida —se quedó mirándome con sus pequeños ojos negros—. ¿Qué piensas tú? Hice un gesto que delataba mi absoluta ignorancia sobre la pregunta. Toine se encogió de hombros. —Claro, ¿cómo vas a saberlo? Es tu primer viaje. No conoces el mundo. Vamos, muchacho —añadió mientras se incorporaba—, es hora de seguir nuestro camino. La zona más oscura que se extendía al pie de las montañas comenzó a verse con mayor claridad. A pesar de que aún estábamos lejos, sus colores verdosos nos www.lectulandia.com - Página 223

convencieron de que en verdad se trataba de un bosque. Según nos aproximábamos, el lugar fue haciéndose más nítido. El sol era abrasador, y hacía que nuestra fatiga resultara aún más insoportable. Para remate, cuando nos detuvimos a descansar un poco y beber unos tragos de agua, nos encontramos con una desagradable sorpresa. El precioso líquido había perdido su límpida transparencia y ahora tenía un color rojo brillante. Pero no había elección. Teníamos que beber. Estaba caliente, lo cual hizo que se intensificara la sensación de estar bebiendo sangre. Reemprendimos la marcha. A la caída de la tarde, por fin empezamos a descubrir los primeros signos de vida vegetal: el terreno resultaba más sólido y el polvo fue desapareciendo. Una hierba fina y rala brotaba aquí y allá. Teníamos tanta hambre que nos abalanzamos sobre ella, devorándola sin tomarnos el tiempo necesario para arrancarla antes con las manos. ¿Se trataba de nuestra imaginación o en verdad aquellos hierbajos tenían poderes nutritivos? De cualquier forma, los dolorosos calambres cesaron. Aquella noche incluso dormimos aún mejor. A la mañana siguiente, muy temprano, y después de beber un poco de nuestra repugnante agua, abandonamos el lugar. Unas pocas horas después alcanzamos al fin las lindes del bosque. Unos árboles inmensos de copas altas entremezclaban sus tonos verdosos con el rojo del cielo. Sus enormes troncos estaban invadidos por unas curiosas plantas trepadoras que tenían el espesor de un brazo. Toine se acercó a uno de los árboles e intentó separar una de aquellas plantas. Como no podía él solo, me hizo señas para que le ayudase. Pero todos nuestros esfuerzos resultaron vanos. Sólo la fina corteza de la enredadera cedió. Al quedar la planta desnuda, nuestros dedos se impregnaron de una savia pringosa y rojiza. —Necesitamos un objeto cortante —dijo Toine, mirando por el suelo. Encontró una piedra plana, seguramente alguna vieja reliquia de una erupción volcánica, y consideró que estaba lo suficientemente afilada como para cortar el tallo. Me preguntaba por qué quería seccionar la planta con tanta insistencia. Estaba seguro de que no era para comérsela, pero sentí que no era el momento adecuado para preguntárselo y me quedé mirando cómo intentaba cortar el tallo friccionando con la piedra de arriba abajo. De repente soltó una exclamación y arrojó la piedra lejos. —¡Por Dios! ¡Se mueve! Al principio yo también creí estar sufriendo alucinaciones. Pero enseguida se despejaron mis dudas: muy lentamente, como una boa constrictor gigantesca, la enredadera empezó a contraerse, espiral tras espiral. Se estremecía como un ser vivo. Al mismo tiempo se produjo un sonido extraño, como una especie de jadeo, que parecía salir del tronco al que estaba abrazada la planta, mientras la savia, de un color rubí, manaba de incontables y diminutas fisuras abiertas en la corteza de madera. Toine se dio la vuelta y me miró desconcertado. —¿Me he vuelto loco? Pero al ver mi propia expresión supo que yo había contemplado lo mismo. www.lectulandia.com - Página 224

—Vamos, muchacho —dijo, asiéndome del brazo—. Salgamos de aquí, este lugar está maldito. —¿Y adónde vamos? —le pregunté desesperado. —La montaña. A lo mejor la otra vertiente es distinta. Pero antes tenemos que encontrar algo para comer. Pero cuanto más nos adentrábamos en aquel bosque impresionante más remota parecía la posibilidad de encontrar otro alimento que no fuera la extraña hierba que habíamos devorado al principio. En el estado de extrema debilidad en el que nos encontrábamos, aquel sucedáneo de comida, aunque nos había calmado los calambres producidos por el hambre, apenas podía darnos las energías necesarias para seguir avanzando. Durante varias horas caminamos por debajo de aquel tapiz lujurioso e impresionante. De cuando en cuando me dejaba caer al suelo, negándome a seguir hacia delante. Si no hubiera sido por el empeño amistoso, aunque enérgico, de Toine seguramente me habría dejado morir allí mismo, incapaz de seguir luchando por aquella existencia miserable. Casi era de noche cuando llegamos a un claro en el que había numerosas chozas en un estado lamentable de conservación. El silencio era imponente y jamás se nos habría ocurrido que allí pudiera existir la vida. Entramos en la primera cabaña. Descubrimos varias de esas extrañas estatuas que ya habíamos visto en la gruta. En el suelo había un bulto grande de un material indefinible y medio corroído por el tiempo del que sobresalían unos retoños verdosos. Toine se precipitó sobre él gritando: —¡Patatas! No se equivocaba, se trataba de patatas jóvenes que estaban empezando a germinar. Las devoramos con regocijo. Una vez saciados, como hacía tiempo que no lo estábamos, nos dedicamos a explorar la pequeña aldea. No nos llevó mucho tiempo. En todas las chozas había las mismas estatuas de hombres o animales de varias especies. Sólo las poses eran diferentes. Sus expresiones reflejaban invariablemente el dolor, con excepción de las de los niños, que eran relativamente normales. En todos aquellos misteriosos museos siempre había varios objetos diseminados por el suelo, unos objetos de madera, de piedra o de hueso, tallados toscamente. Ni Toine ni yo sabíamos lo suficiente de arte como para poder determinar su procedencia, pero a ambos nos sorprendía mucho las increíbles diferencias entre los utensilios y las figuras. Dentro de cada choza, el lugar reservado para el fuego solía estar lleno de cenizas y en el suelo descansaban unos recipientes que contenían una especie de comida disecada, como si una desgracia hubiera sorprendido inesperadamente a sus pobladores. Y sin embargo, no existía ningún signo de lucha ni restos de una erupción volcánica. Toine no paraba de repetir: —¡No es posible! Es como si se hubieran quedado petrificados y, al mismo tiempo, se dieran cuenta de lo que estaba sucediendo. Por fin me atreví a preguntarle qué quería decir con eso, y él me explicó: —¿Te acuerdas de la piedra que cogí esta mañana para cortar la enredadera? www.lectulandia.com - Página 225

Parecía vitrificada. Seguramente a causa de la acción del calor producido por una erupción volcánica. —Entonces —le contesté—, es muy probable que sea eso mismo lo que ha pasado en esta aldea. —No. Aunque parezca lo mismo es imposible. Puedes estar completamente seguro de que, si se hubiera producido una avalancha de lava en este lugar, jamás habría vuelto a crecer ninguna clase de vegetación. Y si hubiera sido así —continuó — sólo el viento podría haber sido capaz de transportar el polen y las semillas tan lejos. Yo no sabía absolutamente nada sobre cómo se reproducía la vida vegetal en los parajes aislados por el océano. Tampoco Toine hizo ningún esfuerzo por explicármelo. Simplemente puso su mano en mi hombro y esbozó una sonrisa casi cómica que se dibujó en todas y cada una de las arrugas de su rostro. Mientras el horizonte se oscurecía, tomó dos extrañas piedras y empezó a frotarlas entre sí con vigor. Se produjo una lluvia de chispas. Sin dejar de raspar las piedras, Toine se acercó a la cesta que contenía las patatas y, tras un rato de paciente espera, consiguió que el fuego prendiera en ella. Recorrimos todas las chozas en busca de cualquier cosa que sirviera para alimentar el fuego. Pronto las llamas tomaron fuerza. En la profunda oscuridad de la choza, las luces que arrojaba la hoguera hicieron que las estatuas que se erguían a nuestro alrededor resultaran aún más grotescas. Parecían estar moviéndose en medio de las sombras. Nos tumbamos en el suelo, cerca del fuego. Una vez más, entre los chisporroteos de las brasas, pudimos escuchar aquel latido sordo y monótono que parecía surgir del centro de la tierra. Hicimos turnos de guardia para mantener el fuego encendido. No queríamos que se apagara en toda la noche, más por la luz que arrojaba que por el calor. Por fin caí en un profundo sueño.

Capítulo IX Me desperté envuelto por la luz del día. Los rayos del sol se introducían entre las rendijas de las ramas con las que estaba construida la choza, reflejándose en el suelo. Toine había salido. Completamente solo, empecé a fantasear. Me había despertado con una sensación de bienestar como hacía mucho que no sentía. ¿Acaso era una consecuencia de las patatas que había cenado la pasada noche? ¿Me habían ayudado a recobrar mis antiguas energías? Por desgracia, al mirar alrededor, mis ojos se toparon con las estatuas, y toda la angustia de antaño volvió a adueñarse de mi espíritu, con mayor fuerza si cabe. Tuve un presentimiento extraño y enseguida me puse a pensar en Toine. Ojalá que no le haya ocurrido nada malo, me dije a mí mismo. Me levanté rápidamente y salí fuera. www.lectulandia.com - Página 226

Bajo aquella luz roja y brillante, la silenciosa aldea era todo un espectáculo. Busqué a Toine. No le encontré por ningún sitio. Recorrí todas las chozas, pero no hallé rastro de él en ninguna. Resolví que se habría internado en el bosque. Me dirigí hacia allí sin perder tiempo, con la esperanza también de aplacar el hambre, que de nuevo volvía a hacer presa en mi estómago. Mientras caminaba, vi muchos árboles cargados de atrayentes frutos; por desgracia, las ramas eran demasiado altas y yo no podía alcanzarlas. Por fin, decidí probar con los tallos de las enredaderas. Acababa de tomar uno, y estaba a punto de llevarme a la boca su parte más tierna, cuando, horrorizado, sentí que se movía en mi mano. El tallo se retorció sobre sí mismo, como una serpiente, aunque sus movimientos eran infinitamente comedidos. En vez de arrojarlo lejos me quedé mirándolo perplejo. Pero cuando se enroscó alrededor de mi muñeca, recuperé la razón e intenté desprenderme de la planta, terriblemente asqueado. Pero parecía haberse quedado adherida a la piel. Para quitármela de encima tuve literalmente que arrancarla. Imaginad mi sorpresa al descubrir unos hilillos de sangre que manaban de la muñeca a la que se había adherido la enredadera. Al examinar las heridas con mayor atención, también detecté unas ligeras señales de succión. Abrumado por aquel descubrimiento, intenté alejar de mi mente la sensación de que ese mundo vegetal, además de extravagante, era también carnívoro. Mientras, la enredadera seguía retorciéndose sobre el suelo como una serpiente. Seguí buscando a Toine bajo aquel tapiz verde, completamente aterrorizado. A través de las pocas rendijas que se abrían entre las copas de los árboles, el cielo parecía espiarme con un montón de ojos rojizos. La cálida brisa que agitaba las ramas me transmitió la desagradable sensación de que aquellos ojos se estaban mofando de mí. Además, aparte del inquietante efecto que producía aquel extraño bosque, tampoco pude descubrir ninguna clase de animal o pájaro, ni tan siquiera de los insectos que suelen convertir una brizna de hierba en un diminuto mundo aparte. Voceaba el nombre de Toine de cuando en cuando. Pero no obtuve ningún resultado. Mi nerviosismo se incrementaba a cada paso. Por fin llegué al río. El agua era dulce y fresca. Bebí un buen trago y después, sin saber exactamente qué dirección seguir, decidí caminar a lo largo de la ribera. El sonido cristalino de una cascada atrajo mi atención y me dejé llevar por el impulso de encontrar su procedencia. En mi soledad, la presencia de aquel sonido natural de agua fluyendo me resultaba familiar y, para mi sorpresa, de repente empecé a sentir una especie de cariño hacia él, como si se tratara de un hermano. La cascada estaba bastante más lejos de lo que había pensado al principio, pero cuando al fin la encontré no me arrepentí de haber llegado hasta ella, aunque nada parecía indicar que Toine hubiera seguido el mismo camino. El espectáculo que se mostraba ante mis ojos era impresionante. Las aguas tumultuosas caían en cascada desde el centro de un farallón rocoso, tan liso y enorme como una pared gigantesca, formando una catarata de blanca espuma que se esparcía y centelleaba bajo la luz del sol como una riada de diamantes. El agua caía al vacío desde una altura de más de www.lectulandia.com - Página 227

cien metros. Las orillas, regadas por el líquido elemento, estaban repletas de unas flores enormes de tonos azulados. Las más pequeñas duplicaban mi tamaño. La hierba era abundante y de un hermoso color verde. Me acerqué a una de las flores, cuya especie desconocía por completo. Era de color blanco con extraños tonos azul lavanda y rematada por una corola amarilla. Según fui acercándome, la flor se cerró sobre sí misma. Aterrorizado, me aparté rápidamente. Actué justo a tiempo. La planta volvió a abrirse bruscamente, se inclinó hacia delante y luego, como si de una red de pescar se tratara, se precipitó sobre el suelo justo en el lugar en el que yo había estado unos segundos antes. Se produjo un terrorífico sonido de succión, después la flor volvió a cerrarse y retornó lentamente a su antigua posición. Sólo quedó un trozo de tierra desnuda y baldía en la zona que había estado cubierta por sus gigantescos pétalos. Delante de mis aterrorizados ojos, la flor había succionado toda la hierba y los arbustos del lugar, de la misma manera que hubiese hecho conmigo de no haberme retirado a tiempo. Un sudor frío resbaló por mi espina dorsal mientras contemplaba cómo el enorme tallo transparente empezaba a digerir su presa. Me quedé mirando la escena hipnotizado y petrificado por el terror. Por fin pude apartar la vista de aquel espectáculo horripilante y salir corriendo. La extraordinaria belleza del lugar, que en un principio me había fascinado, hacía ahora que me estremeciera lleno de repugnancia. Y digo repugnancia porque el miedo ya no tenía cabida en mi ser. Estaba empezando a comprender por qué las almas condenadas a las regiones del Hades no sienten temor. ¿Acaso no es la repugnancia y el disgusto el comienzo de la aceptación? Si la aceptación es algo inevitable entre los seres vivos, seguramente también es lógica para los que permanecen sordos a las premisas que podrían salvarles. Con toda probabilidad, jamás sabré cómo pude arreglármelas para atravesar aquellos bosques y regresar a la aldea. Lo único que recuerdo es que, de repente, vi que estaba de nuevo en medio de las chozas cuyos habitantes eran unas estatuas de piedra. Al mismo tiempo, oí que alguien gritaba mi nombre, pero me sentía tan aturdido por todo lo que había sucedido que no se me ocurrió responder. Un sonido sordo a mi espalda hizo que recobrara el sentido. Toine estaba a mi lado, llevando un montón de frutas extrañas en los brazos. Me las ofreció. Tomé varias y las devoré con avidez. Apenas sabían a nada, pero eso no me importó mucho ya que lo único que quería era saciar mi hambre. Después de comer le narré a Toine todo lo que me había sucedido. Él me escuchaba con atención, asintiendo de cuando en cuando con la cabeza. Cuando le pregunté si creía mi historia, Toine debió adivinar mis pensamientos, pues enseguida dijo: —Tranquilo, muchacho, yo también he visto cosas extrañas esta mañana. En verdad nos hallamos en un lugar maldito. Tenemos que irnos de aquí, sea como sea. Pero no lo conseguiremos si pierdes la razón, como te ha sucedido unos minutos antes. Mientras hablábamos nos fuimos acercando a la choza que nos había servido de www.lectulandia.com - Página 228

refugio la noche anterior. Nos sentamos en el suelo y permanecimos en silencio durante un rato mientras nuestros grotescos anfitriones nos espiaban desde las sombras. Empezamos a comer la fruta de nuevo, y entonces me di cuenta de que el trozo que estaba masticando era de un color carnoso, pero parecía un tono rojizo bastante corriente, como el jugo que a veces mana de las naranjas. Tenía un sabor muy agradable y era del tamaño de una sandía. Le pregunté a Toine cómo se las había ingeniado para recolectar toda aquella fruta. Me respondió: —Lo único que tuve que hacer fue inclinarme y arrancarla de las ramas. Al ver mi gesto de sorpresa siguió hablando: —No, chico, todavía no estoy loco, aunque no sé exactamente el porqué. Escucha, te contaré lo que ha sucedido. Salí por la mañana temprano. La luz rojiza del día estaba a punto de aparecer por el horizonte y las estrellas parecían aguardar su llegada. Tú estabas tan profundamente dormido que no quise despertarte. No tardé mucho en alcanzar el centro del bosque. Pero —y esto me resultó bastante curioso— aún podía ver las estrellas, que generalmente suelen estar tapadas por las ramas de los árboles. Te diré el porqué. Todo a mi alrededor, los troncos gigantescos de los árboles yacían sobre el suelo, como si un leñador los hubiera cortado durante la noche. Yo estaba muy hambriento y, al principio, en lo único en lo que me fijé fue en la fruta que ahora tenía al alcance de la mano. ¡Era una especie de milagro! Comí tanta como mi barriga pudo admitir. ¿Te lo imaginas? Lo único que tenía que hacer era agacharme un poco y coger la que quisiera. »Luego me hice con un buen montón para traerlo a la aldea. Pero, cuando ya no tuve que pensar en llenar la panza, empecé a preguntarme otras cosas. Tenía que existir una razón por la cual todos aquellos árboles gigantescos estaban caídos en el suelo, con las copas apuntando a la enorme cadena de montañas que se divisaba a lo lejos. »Al principio no estaba demasiado inquieto. Entonces, los rayos rojizos y sangrientos del sol comenzaron a brillar por encima de las cumbres de aquella muralla que tapaba el horizonte. Mi tranquilidad no duró mucho. ¿Te lo imaginas? De repente se produjeron un montón de crujidos como de madera, y todos los árboles del bosque comenzaron a levantarse al unísono. ¡Sí, muchacho! No pienses que estoy loco y que digo cosas sin sentido. Ni un solo tronco quedó tumbado en el suelo. Todos estaban de nuevo erguidos. ¿Quieres saber lo que pensé en esos momentos? Bien, pensé que todo el bosque, desde el más pequeño de los árboles hasta el más gigantesco, se había inclinado en adoración hacia la cadena de montañas. Pensé que estaba soñando, créeme. El bosque orante, todos esos árboles inclinados que luego habían vuelto a recuperar su posición erguida, como si hubieran estado arrodillados. Juro que si la tierra hubiera empezado a hablarme no me habría sentido más aturdido de lo que ya lo estaba. Miré a Toine asombrado y, a pesar de lo que me había dicho, no pude dejar de pensar que había perdido la razón. Toine descubrió en la expresión de mi rostro lo www.lectulandia.com - Página 229

que estaba pensando. —¿Crees que estoy loco? Te aseguro que no lo estoy, no más que tú. Nos quedamos en silencio. Sin embargo, me di cuenta de que Toine quería decir algo más. Tras dudar un poco, preguntó: —¿No has oído nada esta noche? —No, he dormido profundamente. Ni tan siquiera recuerdo haber soñado nada. —Bueno, entonces a lo mejor estoy equivocado. Escucha el final de mi relato. Mientras el bosque estaba arrodillado escuché, muy lejos en dirección a las montañas, algo parecido a una especie de canto. Se asemejaba mucho al silbido del viento sobre las drizas de un barco. Luego, procedente de la tierra, volvió a producirse ese latido rítmico que hemos escuchado tantas veces. Pero esta vez sonaba mucho más alto e incluso el suelo debajo de mis pies retumbaba fuertemente, como si se removieran sus tripas. Quedó en silencio de repente, con la mirada fija en las sombras grotescas de las estatuas. Se le había ocurrido algo. Después de un rato, prosiguió: —Muchacho, estoy empezando a preguntarme —después de todo, no tiene por qué ser imposible tratándose de un lugar como éste— si ese latido no provendrá del corazón de todas las estatuas que palpitan al unísono bajo la tierra. No puedo seguir creyendo que esas figuras están modeladas por alguna especie de artista demente. Y tampoco que son obra de Dios, que se supone es un ente bondadoso. Así que sólo queda una posibilidad: nos encontramos en las puertas del infierno. Quizás es el fuego de las almas perdidas el que ilumina estos cielos. Pero esta naturaleza corrompida no puede entender el sufrimiento de los hombres. Ni Dios ni el Diablo podrían disfrutar de semejante comedia. No entendía del todo lo que Toine intentaba decirme, pero estaba seguro de algo: si no encontrábamos un medio de escapar rápidamente de aquel lugar una terrible desgracia caería sobre nosotros. —¿Qué hacemos ahora? —pregunté. Toine me miró perdido en sus pensamientos, como si nunca me hubiera visto antes; luego dijo: —Lo primero de todo es volver al río. Necesitamos agua. Después nos dirigiremos hacia las montañas. Estoy seguro que la clave del misterio se encuentra allí. La posibilidad de volver a aquel lugar repugnante del que había escapado aterrorizado tan sólo unos pocos minutos antes me hizo estremecer. Pero no dije nada y ayudé a Toine a buscar más recipientes a parte del ánfora, que era demasiado pequeña para nuestras necesidades. —Ven, échame una mano, chico, creo que he encontrado lo que buscábamos. Toine llevaba a rastras un objeto oscuro y voluminoso. Cuando me acerqué a él, descubrí que se trataba de una especie de garrafa de terracota. Estaba pegada a varias de las estatuas de piedra y tuvimos que separarla de ellas. Con enormes precauciones www.lectulandia.com - Página 230

y, tengo que confesarlo, con cierto temor supersticioso, empezamos a desplazar las estatuas. De repente, una de ellas se balanceó un poco y cayó antes de que nos diera tiempo de evitarlo. La figura aterrizó en el suelo en medio de una nube de polvo y la cabeza, que se había separado del tronco, rodó unos cuantos metros por el suelo como si se tratara de una pelota. Nos quedamos mirando asombrados los pedazos resultantes. —¡Es imposible! —exclamó Toine—. ¿Qué hace un esqueleto en el interior de una estatua? Era cierto. Allí, delante de nuestros ojos, había un esqueleto completo esparcido por el suelo, con la única diferencia de que no estaba compuesto de huesos sino de la misma tierra petrificada con la que se había modelado el exterior de las estatuas. Sin decir una palabra, Toine volvió a la tarea y siguió despegando la garrafa. En cuanto a mí, me resultaba imposible quitar la mirada de aquel pedazo de piedra del que sobresalían unas costillas y su correspondiente espina dorsal, rota ahora por la mitad, y que parecían tan espantosamente reales. Pero esta similitud era una simple apariencia de vida; y, sin embargo, resultaba tan corpórea, tan natural, que uno casi sentía la necesidad de acariciar aquellos restos. —Déjalo —dijo Toine al fin—. Siento lo mismo que tú; es como si fueran nuestros hermanos, pero me aterra mirarlos. Venga, tenemos que proveernos de una buena reserva de agua. Disfrutemos de la vida, pues creo que no nos queda mucho tiempo. Se echó la garrafa al hombro y abandonamos la choza sin mirar atrás. En el exterior se había levantado una suave brisa que hacía susurrar a las ramas de los árboles de aquel mundo verde y vegetal. La floresta se estremecía, vibraba, ondulaba alrededor de los troncos llenos de rajaduras por las que manaban unas lágrimas rojizas, como las que resbalan por las mejillas de un niño triste. Yo no podía dejar de pensar que nos hallábamos en un mundo lleno de vida que estaba rodeado por la muerte. Toine, que caminaba unos metros por delante de mí, se paró de repente, dejó la garrafa en el suelo y se volvió un poco, gritando: —¡Ven rápido, chico! ¡Estoy seguro de que esto sabe delicioso! Cuando descubrí lo que estaba ocurriendo, me arrojé sobre él con un aullido. —¡No, no lo toques! Pero ya le había echado la mano a una enredadera al menos tres veces más grande que la que yo había visto unas horas antes y de la que tanto me había costado escapar. Como estaba tan anonadado por lo que me había ocurrido en la cascada, se me había olvidado contarle aquella aventura a Toine, de manera que éste no estaba sobre aviso. A pesar de que me lancé a toda velocidad en su ayuda, el espantoso tallo ya se había enroscado alrededor de su cuello, como por la mañana lo había hecho alrededor de mi muñeca. Poco a poco le estaba estrangulando. Aunque tiré con todas mis fuerzas el tallo no cedió ni un ápice. Desesperado, vi cómo el rostro de Toine se iba www.lectulandia.com - Página 231

poniendo de un terrible color grisáceo. Estaba ahogándose. Los ojos empezaban a salirse de sus órbitas. Sin saber realmente qué más podía hacer, comencé a mordisquear el tallo de la enredadera con furia, seccionando poco a poco la corteza con mis dientes. Y entonces, cuando ya casi había perdido toda esperanza, aquel zarcillo viviente relajó su abrazo. Apenas tuve tiempo de saltar a un lado para evitar ser su siguiente víctima. Dejé que el tallo ondulara locamente sobre la tierra y me arrodillé al lado de Toine. Estaba tirado sobre el suelo y no se movía. Sin embargo, no había perdido la consciencia y me miraba con ojos desorbitados. Nada más recuperar el aliento dijo: —Gracias, muchacho, me has salvado de una muerte horrible. Se frotó la garganta, en la que comenzaban a aparecer unas enormes marcas azules, y siguió: —Me quito el sombrero ante ti. ¡Has sido un valiente! ¿No tenías miedo? Le conté lo que me había pasado por la mañana. —Vaya, ahora sé por qué reaccionaste de esa manera. Ya habías pasado antes por la misma experiencia. Así que has podido salvarme. —Sí y no —le contesté—. Si te lo hubiera contado antes habrías tenido más cuidado. Tomé la garrafa y me la puse al hombro; enseguida reemprendimos la marcha sobre aquella tierra maldita. Progresamos lentamente. De cuando en cuando Toine se llevaba la mano al cuello, pero no se quejó ni una sola vez. La sonrisa había desaparecido de su ajado rostro, siendo ésta reemplazada por una mueca de asombro, aunque no de miedo. Al darse cuenta de que le observaba furtivamente, dijo: —De verdad que lo siento, chico, que sólo me tengas a mí para abrirnos paso en medio de esta pesadilla. Pero será mejor que pienses que, si perdemos la cabeza, entonces tendremos que luchar contra nosotros mismos. En este lugar todo es extraño. No esperes encontrar respuestas. La muerte ronda por todas partes, igual que en cualquier otro sitio; aunque, quizás, aquí un poco más. Lo dijo para tranquilizarme. Pero mientras hablaba sentí que me embargaba una soledad enorme y llena de tristeza. Toine, me daba perfecta cuenta, seguía, carente ya de miedos, la senda de la aceptación. Y sin embargo, me preguntaba si el asombro que leía en su rostro no era el de una persona que se sorprendía de seguir aún con vida. El viejo corazón de mi compañero estaba agotado, y yo sabía que continuaba latiendo para poder cuidar de su joven amigo. No hablamos más. Seguimos andando bajo la verde floresta de aquel mundo misterioso. Sabía que Toine jamás volvería a ser el mismo. Por fin pudimos oír el canturreo de la cascada y descubrí un brillo de interés en sus ojos. Recuperé la esperanza y pensé que, a lo mejor, no todo estaba perdido. Nos tumbamos bocabajo sobre la suave alfombra verde de la ribera y bebimos de aquel agua cristalina. Después de saciar la sed, permanecimos tumbados, disfrutando www.lectulandia.com - Página 232

en silencio de esa sensación de bienestar que ya conocíamos y que era totalmente ilusoria, pero deseábamos liberarnos, aunque sólo fuera por breves momentos, de toda la angustia que nos atenazaba. Las sombras habían vuelto a tomar posesión de los inmutables cielos. La noche aún no había caído pero las estrellas estaban a punto de aparecer. Era un momento de espera, el único momento del día en aquel monstruoso lugar que se asemejaba un poco al de cualquier otro sitio corriente. El silencio tan sólo era quebrado por el distante murmullo de aquella cascada vigilada celosamente por un ejército de gigantescas flores carnívoras. Al fin la negra noche cayó sobre la fría comunión de dos seres humanos que aún tenían esperanzas, y las estrellas innombrables, una por una, fueron apareciendo en una desconocida bóveda celeste. Permanecí en silencio mientras Toine hablaba en la oscuridad: —Deberíamos haber traído algo para encender un fuego. En este lugar jamás encontraremos leña seca. Todo es de un moribundo color verde pálido.

Capítulo X Como ya me había pasado antes con frecuencia, caí dormido sin apenas darme cuenta. De pronto creí oír las pisadas de Toine a mi lado y cómo le rechinaban los dientes con impaciencia, seguramente porque no me había despertado con la suficiente rapidez. Me incorporé sobre uno de mis codos medio enfadado y gruñí: —Está bien, está bien, ya me levanto. Pero mis malos modos desaparecieron en el acto al ver que Toine, o mejor dicho su sombra, se inclinaba sobre mí y me susurraba: —¡Quédate quieto, chico, y mira! Su tono de voz, un tono que sólo le había oído cuando anunciaba algo bueno aunque también sorprendente, me impactó más que una patada en la espinilla. Además, no resultaba muy habitual que Toine se admirase fácilmente por algo. Así que me levanté y susurré en respuesta: —¿Qué pasa? Al mirar al frente no descubrí otra cosa que aquel inmenso bosque, ahora de un color plateado por la proximidad de la aurora. Me volví hacia Toine. —Bueno, ¿cuál es el misterio? Tan sólo se trata de la luz de un nuevo día. —¿En medio de la noche? ¿Has visto alguna vez la luz del amanecer en plena noche? ¿Y en un lugar como éste, en el que jamás ha salido la luna? Además, deberías saber que aquí la luz del día es de color rojo. Era cierto. ¿Cómo podía haberlo olvidado? Pero entonces, ¿qué nuevo prodigio iba a tener lugar ahora? Sentí que la sangre se me congelaba en las venas cuando escuché el estampido de unos pasos furiosos, que antes había confundido con los de Toine, resonando sobre la tierra. Me acerqué a mi compañero. www.lectulandia.com - Página 233

—¿Los oyes? —le pregunté en voz baja. —Sí, chico —me contestó con una extraña calma—, parecen los latidos de un corazón gigantesco que estuviese bajo nuestros pies. De nuevo volvieron a escucharse una especie de chirridos, acompañados por el mismo sonido que produce un árbol cuando su tronco ha sido cortado casi por completo y comienza a doblarse hasta caer sobre el suelo. Al mismo tiempo, aquella luminosidad fría y densa, que parecía asemejarse al mercurio esparciéndose por un agua oscura, comenzó a brillar con más fuerza. El bosque al completo se hizo visible. Arqueándose lentamente, los troncos de los árboles crujían como la madera al romperse. Recordé lo que me había contado Toine. ¿Estaba ocurriendo de nuevo aquel extraño fenómeno? Ya no tenía dudas: aquel bosque inmenso volvía a postrarse en su increíble saludo. Se inclinaba ante algún misterio. Como los monjes que se descubrían la cabeza, el bosque tocó la tierra con su frente verdosa. Los crujidos me ponían los nervios de punta, ya de por sí bastante castigados. Los troncos de los árboles tenían tal inclinación que esperaba que fueran a quebrarse en cualquier momento. Las hojas que nacían en las ramas tocaban la cubierta vegetal del bosque bajo. Y entonces las ramas se desplegaron como si fueran brazos extendidos, y los penachos verdosos se arquearon sobre el terreno, mostrando los pálidos colores de sus recientes retoños. Mi mirada se dirigió a la más alta de las montañas que se erguían en la lejanía. Era tan roja como una fragua ardiente. Y el latido, que por breves momentos había menguado, volvió a resonar con repentina y diabólica violencia. Se produjo un largo suspiro, y luego la pálida luz comenzó a oscurecerse y los árboles retornaron a sus posiciones habituales, irguiéndose de nuevo lentamente sobre los cielos sombríos. El silencio volvió a reinar en el bosque. Tan sólo la montaña, que parecía inclinarse sobre las sombras, continuó reluciendo durante un rato, hasta que poco a poco su fulgor fue decreciendo, como si cayera dormida. Las desconocidas estrellas volvieron a titilar en el cielo. —¡Se acabó! —dijo Toine. Se tumbó de nuevo sobre la tierra. Me quedé a su lado mientras seguía hablando: —Ahora podemos dormir. Ya no volverá a moverse. Me he quedado despierto a propósito para confirmar que lo que había visto la noche anterior iba a volver a producirse. Entonces le pregunté algo que me bullía en la cabeza. —¿Cómo tuviste el coraje suficiente para atreverte a coger la fruta? —Pues, en primer lugar, cuando llegué al bosque los árboles ya estaban en el suelo. Tenía tanta hambre que sólo me fijé en la fruta y no se me ocurrió hacerme más preguntas. Además, esa luz que tú creías que anunciaba la aurora tampoco brillaba entonces. Tengo que admitir que, de haber sido así, jamás me habría atrevido a acercarme a los árboles por nada del mundo. ¿No tuviste la sensación de ser observado a través de una mortaja que rodeara nuestros cuerpos extintos? El cansancio se superponía a nuestras emociones, ya no teníamos el control sobre www.lectulandia.com - Página 234

nuestros propios actos. Nos hundimos en un sueño que se asemejaba más a un oscuro desvanecimiento. Cuando nuestros sentidos volvieron a entrar en contacto con la realidad (pero, ¿cuál era la verdadera realidad?) la luz rojiza de un nuevo día brillaba en el cielo. Los dos permanecimos recostados sobre el suelo, escuchando los murmullos cantarines de la cercana cascada que eran acompañados por el susurro de una suave brisa que se deslizaba entre las hojas del renacido bosque. De repente, Toine rompió el silencio: —¿Qué tal si nos damos un baño, chico? Le miré sorprendido. Sonrió y su rostro rugoso pareció iluminarse. —¿Y por qué no? Nos hará bastante bien —añadió. Se incorporó y empezó a desvestirse. Luego se metió dentro del río. Al rato vi su cabeza sobresaliendo en medio de la corriente. —Vamos, ven; aquí no te cubre. Pero nada más acabar de decir la frase desapareció repentinamente. Mas enseguida volvió a aparecer sobre la superficie del agua. Luego empezó a nadar de vuelta a la orilla. Cuando salió del agua se tumbó boca arriba sobre la hierba sin decir una sola palabra. Intrigado, me acerqué hasta donde estaba. Su cuerpo delgado y vigoroso, increíblemente joven para sus años, se estremecía lleno de escalofríos. —¿Pero qué diablos te pasa para comportante de esa manera? —le pregunté. Transcurrieron varios minutos antes de que me contestara. Luego se volvió hacia mí con una expresión extraña en sus ojos y dijo con suavidad: —Muchacho, estoy empezando a dudar de lo que acabo de ver. En el preciso momento en el que te decía que me acompañaras, noté que la arenilla que había bajo mis pies desaparecía repentinamente y sentí como si algo me succionara hacia abajo. Al principio pensé que me hallaba sobre un banco de arenas movedizas y hundí la cabeza para ver cómo podía librarme de ellas. Y entonces descubrí que una buena parte de mi pierna había desaparecido en medio de una especie de agujero con forma de boca, ¡y que éste se estaba moviendo! ¡Chico, tuve que separar dos labios de arena para poder escapar! Una sonrisa triste se dibujó en su rostro. —Pensarás que estoy loco, claro. —Desde luego que no —le contesté en un tono de voz que esperaba fuera lo suficientemente tranquilizador. Después de todo lo que nos había sucedido jamás se me habría ocurrido dudar de lo que dijera mi compañero. A pesar del horror que iba adueñándose de mí, le miré directamente a los ojos y proseguí: —Fuera lo que fuera ya no importa. ¿Acaso no me has dicho cientos de veces que, si queremos salir de este lugar, no debemos permitir que cunda el desánimo entre nosotros? Así que será mejor que nos centremos en un solo objetivo: encontrar una salida. Mientras hablaba vi que el rostro de mi compañero se tranquilizaba y que un www.lectulandia.com - Página 235

brillo débil volvía a aparecer en las profundidades de sus ojos negros. Cuando terminé de hablar, lanzó un silbido y exclamó lleno de admiración: —¡Bien, hagámosle caso a mis palabras! ¡Ya somos hombres de nuevo! ¡Hombres de verdad! Ya no existe ninguna razón en el mundo por la cual no podamos salir de este enredo. ¡Palabra de honor del viejo Toine! Esas palabras, viniendo de él, me causaron una profunda alegría. Tenía razón. Ahora me sentía capaz de cualquier cosa, capaz incluso de superar la más adversa de las situaciones. Mi angustia aún no había desaparecido, pero al fin me estaba acostumbrando a ella. Valor, pensé, no se trata más que de eso.

Capítulo XI Seguimos la orilla del río hasta la cascada. Hacía muchísimo calor. La fresca brisa de la mañana se había extinguido con un último suspiro. Pronto llegamos a la cascada en cuyos alrededores nacían las gigantescas flores. Cuando volví a verlas no pude evitar que un escalofrío recorriera mi espina dorsal. Incluso me dio la sensación de que habían crecido, de que los brotes se habían multiplicado desde mi anterior visita. ¿Era eso posible en tan breve espacio de tiempo? Toine, que las observaba con sumo interés, murmuró para sus adentros: —Hay algo extraño en estas plantas devoradoras de carne. Yo no sabía a qué se refería. Tengo que confesar que no tenía ninguna intención de hacer futuras indagaciones sobre el asunto. La simple contemplación de aquellos vegetales monstruosos bastaba para aterrorizarme. Para evitar mirarlos me dediqué a contemplar los reflejos que la luz rojiza del sol dibujaba sobre la espuma de la cascada. La voz de Toine me hizo dar un respingo. —Muchacho —dijo—, en vez de soñar despierto deberías ayudarme a descubrir cómo es posible que unas plantas que sólo se alimentan de carne puedan arreglárselas para vivir en un lugar en el que no hay más que minerales y vegetales. El comentario de Toine me sorprendió al principio. Tenía razón. ¿Cómo era posible que este mundo del revés pudiera existir por sí mismo si no parecía contener ningún tipo de vida animal, ya fuera en el mar, el río, la tierra o el aire? Excepto aquellas estatuas con formas humanas y de animales, no había ninguna otra prueba de que existiera algún tipo de vida carnal. Y sin embargo, nuestra presencia en el lugar atestiguaba que los seres humanos podían ser capaces de vivir en semejantes parajes. —Mira, chico, cualquiera diría que éste es un mundo hecho de silencios —dijo Toine, casi contestando a mis pensamientos. —No, no exactamente —le respondí—. La cascada emite los mismos sonidos que cualquier otra cascada del mundo normal, la noche pasada los árboles crujieron ruidosamente, y también están esos latidos interminables que parecen surgir del www.lectulandia.com - Página 236

interior de la tierra. —Es cierto, pero no creo que todos esos sonidos pertenezcan a un mundo normal y corriente, tal y como el que nosotros conocemos. Incluso las frutas de los árboles me resultan desconocidas. A lo mejor vas a decirme que eso es natural, que las cosas cambian según la región en la que nos encontremos. Pero yo te digo que he recorrido todos los rincones del mundo y que jamás he visto nada igual. Lo mismo ocurre con los árboles. Reconozco que existe una gran variedad de especies diferentes, pero la de aquí es demasiado diferente, y eso es del todo imposible. ¡Mi viejo cerebro no es capaz de entenderlo! Tengo demasiados años para confundir la realidad con los sueños. Además, no quiero asustarte, pero ¿no es verdad que esta mañana he estado a punto de ser devorado por un banco de arena en el fondo del río? Me estremecí al pensar en ello. Llenamos la garrafa con las frescas aguas de la cascada, luego nos internamos en el bosque de camino a la montaña. La marcha fue muy cómoda al principio. Los árboles estaban bastante separados entre sí, el sotobosque no dificultaba nuestra progresión y caminábamos fácilmente, sin apenas hacer ruidos, sobre una alfombra de musgo, evitando las enredaderas que colgaban de las ramas inmutables, aunque vigilantes, de los árboles. Pero, ¡ay!, justo cuando empezábamos a congratularnos por la facilidad de nuestro avance, nos dimos cuenta de repente de que los árboles comenzaban a ser más numerosos y que de las enredaderas más bajas sobresalían un conjunto de zarcillos que conformaban una especie de bosque en miniatura. Y por si esto no fuera lo suficientemente descorazonados el día empezó a declinar. Hacía tiempo que el sol, cuyos rayos se colaban ocasionalmente entre el follaje, se había oscurecido, y pronto nos vimos atrapados en medio de la oscuridad de aquella cortina verdosa. Como nos repugnaba hacer noche en el bosque, seguimos avanzando con la esperanza de encontrar algún claro. Continuamente nos veíamos obligados a apartar las enredaderas que colgaban de las ramas. Sus tallos fibrosos se retorcían como serpientes a nuestro alrededor. Hicimos turnos para llevar la pesada garrafa, pero ésta dificultaba terriblemente nuestra progresión. Sin embargo, no podíamos deshacernos de ella. Toine fue el primero en parar. —No podemos seguir avanzando, chico. Ni tan siquiera sabemos si andamos en la dirección adecuada. Tenemos que hacer noche aquí. Sí, ya sé que no es un lugar demasiado agradable, pero ¿qué otra cosa podemos hacer? Ya no podemos guiarnos por la luz del día. Nos recostamos el uno al lado del otro sobre la tierra de un pequeño claro libre de enredaderas. Pero, ¿cómo podíamos conciliar el sueño con los nervios en tensión? Por encima de nosotros, sobre las ramas más altas, comenzó a soplar una suave brisa, produciendo un sonido similar al maullido de un tigre o de un gato, mientras que de abajo, del interior de la tierra, volvió a surgir aquella especie de latido sordo; a nuestro alrededor, las enredaderas, al arrastrarse, producían un bisbiseo de reptil. www.lectulandia.com - Página 237

No pronunciamos ni una sola palabra. ¿De qué servía dar rienda suelta a nuestros miedos? Ambos sabíamos que los dos estábamos pensando lo mismo. Según fue pasando el tiempo comencé a albergar la esperanza, muy a pesar mío, de que la noche transcurriría sin mayores contratiempos. Estaba casi dormido, al borde de esa línea fronteriza que separa el sueño de la vigilia. De repente me incorporé de golpe y así el brazo de Toine. —¿Oyes eso? —grité, completamente aterrorizado. De nuevo se escuchaba aquel infernal sonido que ya nos resultaba tan familiar. El bosque al completo vibraba y se estremecía, y los árboles volvían a crujir mientras comenzaban a reclinarse sobre el suelo. Pero aquella vez resultaba infinitamente más aterradora ya que nos encontrábamos en el centro de un fenómeno que podía llegar a aplastarnos. Toine empezó a gritar también, y nuestras voces se mezclaron grotescamente con los crujidos de los árboles. Nos pusimos en pie, intentando protegernos con los brazos de las masas enormes de ramas que parecían a punto de descender sobre nosotros. —Tenemos que situarnos en la base del tronco más cercano para evitar ser aplastados —dijo Toine, tras recobrar el juicio. Seguí su consejo, aunque estaba sorprendido de que un hombre como Toine pudiera albergar la esperanza de escapar de aquellos monstruos vegetales que nos rodeaban. Me situé en la base de uno de los árboles, pero descubrí que Toine no se hallaba conmigo. Presa del pánico, me había alejado sin darme cuenta. Le llamé a voces, pero, en medio de aquella confusión de gruñidos, gritos y chasquidos, era imposible escuchar nada. Al fin me di por vencido y trepé a mi tronco de la misma manera que un náufrago a los restos de un naufragio. Podía sentir la vida palpitar en el interior del árbol. La savia comenzó a gotear sobre mi cuerpo. Lágrimas de sangre, pensé horrorizado. Cuando noté que las ramas rozaban la tierra creí que todo había terminado. Cerré los ojos como un niño, en un gesto inútil de autoprotección. El estruendo espantoso producido por el roce de las ramas contra el suelo fue seguido por un silencio sepulcral. Un martilleo continuo volvió a emerger de las profundidades de la tierra, y pronto se hizo ensordecedor. Finalmente, este sonido también cesó y pude oír a Toine que me llamaba. Aún seguía con los ojos cerrados, como en espera de la muerte, y me sentía incapaz de dar una explicación válida. No hay nada que hacer, me decía, sólo un milagro puede salvarnos. Pero los gritos de Toine se hicieron más insistentes y al fin me decidí a abrir los ojos. El bosque recuperaba su estado normal y permanecía bañado por una luz indefinible. En medio de aquella fosforescencia de ultratumba pude ver que los árboles volvían a enderezarse. También vi a Toine, envuelto en la misma luminosidad, a unos cuantos metros de donde yo estaba. De repente descubrí que volvía a estar erguido. —Aquí, Toine. Estoy aquí. Se volvió para mirarme y luego empezó a acercarse con una nota de asombro en los ojos. www.lectulandia.com - Página 238

—¿Sabes que brillas con la misma fosforescencia de los árboles del bosque? — dijo nada más ponerse a mi lado. —Tú también. Toine se miró. —En ese caso, chico, es que nosotros también estamos malditos, como el propio bosque. Me sentía tan contento por seguir aún con vida que estallé en carcajadas. Eso hizo que Toine se enojara. Pero pronto se calmó y puso una mano en mi hombro. —Perdona, chico, creo que, con todos estos extraños sucesos, estoy perdiendo mi sentido del humor. Le sonreí. Al verle en aquel curioso estado, empecé a pensar que quizás no andaba muy descaminado al decir que estábamos malditos. Por fin la inquietante luz comenzó a desvanecerse y la noche volvió a recuperar su antigua serenidad. Al igual que ya sucediera antes, ambos nos sumergimos en un profundo sueño. Algo que no era la angustia ni el cansancio —o, al menos, así me lo parecía a mí— nos hacía sumergirnos en una especie de sopor casi cataléptico. Cuando salimos de él, los rayos rojizos del sol se colaban entre el verde follaje del bosque. Mi compañero —ya lo había notado antes— siempre despertaba de este letargo considerablemente más envejecido y amargado. De repente me dio por pensar que a lo mejor me estaba ocultando algo de toda aquella pesadilla. Deseaba con todas mis fuerzas creer que nuestra salvación se encontraba más allá de aquellas montañas. —¿Tienes hambre, chico? —preguntó Toine mientras se incorporaba con gran esfuerzo. —Sí que la tengo —respondí con ansiedad—. Pero eso no cambiará las cosas, ya que no hay nada que comer. —Bueno, ya veremos. Toine desapareció tras un arbusto y le vi regresar casi al instante con los brazos cargados de fruta. Estaba asombrado. ¡Qué gran fuerza de voluntad para atreverse a coger los frutos de las ramas recién caídas sobre el suelo! —¿Es que nada te asusta? —Claro que sí —respondió, dejando que la fruta cayera a mis pies—. El hambre. Ya estaba devorando la carnosa pulpa de una fruta enorme. Pronto seguí su ejemplo. Comimos en silencio durante un rato. Toine se sació mucho antes que yo. Su apetito era menos acuciante que el mío, seguramente por la diferencia de edad entre ambos. Una vez satisfechos por la comida, y tras saciar nuestra sed con el agua de la garrafa, volvimos a retomar la senda matizada de tonos rojizos y verdes. Progresamos con lentitud. El bosque era ahora casi impenetrable y los arbustos espinosos nos arañaban con crueldad. Las vigorosas enredaderas no nos daban ni un momento de respiro y con frecuencia nos veíamos obligados a alterar nuestro rumbo. Aunque la cubierta vegetal se iba haciendo cada vez más intrincada, fuimos incapaces www.lectulandia.com - Página 239

de ver cualquier tipo de animal, ni tan siquiera esos insectos tan comunes que suelen revolotear entre los arbustos. Estábamos como atrapados en medio de un mundo mineral y vegetal. En esta extraña región, la única vida presente tenía lugar por la interrelación entre ambos mundos, como si Dios no hubiera pensado en otro tipo de existencias. Por fin llegamos a las lindes de un claro. ¿Era prudente seguir más allá? La hierba que crecía en aquel terreno era anormalmente verde y estaba cubierto de esas flores, delicadas y de colores violeta, que resultaban tan sorprendentes por su tamaño gigantesco. Aunque no se parecían en nada a las flores de la cascada, tampoco existía ninguna razón para pensar que no fueran carnívoras. —Chico —dijo Toine, con voz firme—, tenemos que atravesarlo. No hay elección. Fue el primero en cruzar el claro. Nuestro asombro fue mayúsculo al ver que las flores retrocedían según íbamos avanzando, retirándose con la misma gracia y delicadeza que mostraban sus figuras. Tremendamente sorprendidos ante lo que veíamos, y pensando que nos habíamos vuelto locos, dejamos de caminar. Las flores se detuvieron al instante. Toine suspiró: —¡Esto no tiene sentido! Tras unos minutos de silencio añadió: —A lo mejor se trata de una pesadilla, pero no me negarás que es muy hermosa. En verdad, nadie podría permanecer indiferente ante la contemplación de aquel inmenso océano verde por el que desfilaban con gracia unas flores enormes y tan elegantes como las del mundo real. Todo el lugar se llenó de un extraordinario perfume. Al fondo, muy lejos, podíamos ver las formidables montañas, cuyas crestas se perdían entre el rojo del cielo. Fuimos detrás de las flores hasta que nos percatamos de que nos llevaban a un terreno pantanoso. Para evitar las ciénagas tuvimos que regresar a las lindes del bosque. Resultaba imposible atravesar la espesura, de manera que nuestro camino se hizo mucho más largo. Pero al menos podíamos andar normalmente y no era preciso apartar las enredaderas ni exponerse a los arbustos espinosos. Contemplé con cierta aprensión cómo las sombras nocturnas iban cayendo poco a poco sobre nosotros. La posibilidad de dormir al lado de aquellas flores no me atraía demasiado. Se lo hice saber a Toine. —No te preocupes demasiado, chico —me respondió—. Nada puede ser peor que ese bosque al postrarse. ¿Qué daño van a hacernos? —Te olvidas de las flores de la cascada. Recuerda que me atacaron. —Es cierto. Pero éstas huyen cuando nos acercamos. Así que, a lo mejor, no hay por qué temerlas. Esperamos a que la noche cayera por completo antes de detenernos. Luego nos www.lectulandia.com - Página 240

tumbamos sobre la hierba fresca. Un profundo silencio se abatió sobre nosotros, interrumpido de cuando en cuando por los susurros sigilosos que producían las flores al moverse. Cuando la inmensidad del cielo se cubrió de estrellas, Toine exclamó de repente: —Como buen marino, estoy acostumbrado a fijarme en la posición de las estrellas. Pues bien, esta noche ya no se encuentran en el mismo lugar. ¿Quiénes han cambiado, ellas o nosotros? Al ver que no entendía lo que estaba tratando de decirme, Toine me explicó pacientemente: —Atiende. No es muy complicado. Si te diriges al norte, verás que el cielo está lleno de estrellas, desde el norte hacia el sur. Y al revés. Pero esas estrellas siempre serán las mismas, no importa dónde te encuentres. Simplemente las verás más cerca o más lejos sobre el horizonte. Pero aquí no sucede nada de eso, en el cielo que vemos todas las noches desde que nos encontramos en este lugar. Es decir que, o bien las estrellas se desplazan en el firmamento, o somos nosotros los que nos desplazamos con respecto a él. En cualquier caso, nada me resulta familiar en este universo. Jamás he visto antes ni una sola de esas estrellas. Estoy empezando a pensar que nos hallamos bajo un cielo completamente diferente al nuestro. El razonamiento de Toine era bastante lógico. Y sin embargo, yo no podía admitir que nos encontráramos en cualquier otro lugar que no fuera nuestra buena y vieja Tierra. ¿Qué sería de nosotros si lo que decía Toine resultaba cierto? Sentí que alguien me sacudía, pero estaba tan profundamente dormido que me negaba a abrir los ojos. Quería permanecer en soledad, envuelto en una noche eterna. Pero Toine no era de los que se dan por vencidos. Siguió sacudiéndome. —Levántate, jovencito. Por fin abrí los ojos. El cielo estaba tan negro con un pozo sin fondo. —¿Por qué me has despertado? —suspiré adormilado—. ¡Estaba completamente dormido! —¡Por todos los diablos! ¿Es que no lo ves? ¡Mira al claro! Volví la cabeza. El terreno estaba completamente iluminado por la luz fosforescente del bosque virginal que de nuevo había empezado a resplandecer plateado. Pero había algo aún más extraordinario —y yo me incorporé sobre los hombros para poder contemplarlo mejor—: las flores ejecutaban una especie de danza diabólica, y sus pétalos brillaban bajo aquella luz fantasmal como las hojas de un lirio medio sumergido en el agua. Sobre las crestas de las montañas, el horizonte era tan rojo como las ascuas de un fuego gigantesco, y la tierra vibraba a ráfagas, como los latidos de un corazón desenfrenado. Mis ojos no podían apartarse de aquel espectáculo. Y me pregunté asombrado por qué no podía dejar de mirar cuando las sombras, que poco a poco volvían a tomar posesión del claro, terminaron por borrar toda señal del drama. www.lectulandia.com - Página 241

No podía volver a dormirme. Tampoco Toine. Pasamos las últimas horas antes del amanecer contemplando aquel universo ominoso. Pero nada volvió a moverse. El inmenso claro se hizo visible de nuevo bajo las primeras luces de la aurora. Las flores habían desaparecido. Sólo algunos pétalos —como náufragos en un océano verde— quedaron dispersos para convencernos de que no lo habíamos soñado. Antes de retomar nuestro camino, devoramos un poco de hierba para aplacar el hambre. Por primera vez me di cuenta de que nuestra piel cada vez parecía más áspera y rugosa, como si la cubriera una capa de barro seco. Se lo comenté a Toine y él me respondió cansinamente: —Nos daremos un baño cuando encontremos algún río. No es más que mugre. No volvimos a hablar de ello. Bordeamos el inmenso claro viviente, pero pronto empezamos a sentir que estábamos caminando en círculos y que nunca nos dirigíamos hacia delante. Sin embargo, a media tarde, llegamos al fin a los límites exteriores de lo que creíamos una región sin límites. Abajo, en un nivel inferior, se abría un desfiladero, un verdadero abismo que tendríamos que cruzar si queríamos llegar a las montañas que se erguían, majestuosas, sobre el horizonte. —No sé cómo vamos a cruzarlo —dije. Toine se encogió de hombros. —No veo otro camino para llegar a nuestra meta. El desfiladero se pierde a derecha e izquierda. Es como una línea divisoria. La rabia, casi odio, creció en mi corazón. —¡Pero es totalmente absurdo! ¿Por qué tenemos que esforzarnos tanto para alcanzar esas montañas? Después de todo, no hay ninguna razón para creer que estaremos a salvo cuando alcancemos sus cumbres. Es más, seguramente moriremos de sed y de hambre. —Lo sé —respondió Toine con calma infinita—. ¿Pero de verdad piensas que podremos subsistir aquí, en medio de estos condenados bosques, con todas esas flores carnívoras y demás? No, esta región no está hecha para el hombre. A lo mejor, al otro lado de las montañas, tenemos la oportunidad de regresar al mundo que nos es familiar. Así pues, muchacho, da igual morir aquí que allí, lo importante es seguir luchando. Estoy tan cansado como tú de todo esto. Si no quieres continuar, seguiré solo. Y si lo consigo, volveré a por ti. A ningún hombre que se respete a sí mismo se le ocurriría abandonar a un amigo. Las palabras de Toine, que expresaban tanto amargura como una determinación inquebrantable, lograron disipar mi rabia. —Si uno de nosotros está dispuesto a seguir, el otro le acompañará —dije—. ¿Pero cómo vamos a cruzar el abismo? —Yendo hasta allí —dijo Toine, señalando con el dedo. Mi mirada se centró en el brazo extendido de Toine. La extraña costra que Toine atribuía a la mugre se había hecho más espesa, y también sus piernas y espalda, que www.lectulandia.com - Página 242

ahora examinaba con atención, estaban cubiertas de la misma sustancia. Acosado por un terrible presentimiento, empecé a rascarme frenéticamente. Pero la costra estaba tan adherida a mi piel como el cemento a una roca. —¿Estás seguro de que tan sólo se trata de mugre? —le pregunté desesperado—. Me ocultas algo. ¡Estoy seguro! ¡Por favor, te lo ruego, dime qué está pasando! Me respondió con el mismo tono de voz, cansino y triste: —Escucha, chico, no estás herido, ¿cierto? Entonces, no te preocupes por nada. Puede ser debido a este calor infernal. Sabía que estaba intentando tranquilizarme, que, en el fondo, no se creía ni una sola palabra de lo que decía. No obstante, ya no volví a mencionar el asunto y dediqué todas mis fuerzas a superar aquel nuevo temor que lenta, aunque inexorablemente, iba invadiendo mi cerebro. Toine marchaba en cabeza, dirigiéndose al lugar que consideraba más propicio para afrontar el descenso del desfiladero. Empezamos a bajar. En esos momentos me tocaba acarrear con la garrafa y resultaba un verdadero martirio cargar con ella. Entonces sentí que estaba a punto de resbalar y tuve que soltarla para poder asirme a la tierra. La garrafa empezó a rodar por la pendiente hasta desaparecer de nuestra vista. —No te preocupes —dijo Toine, al darse cuenta de mi desesperación—. Me sorprendería mucho que no encontráramos agua allá abajo. De todas formas, es mejor que haya sido la garrafa la que ha caído y no tú. La voz de Toine me sonó extraña, como si en realidad no le diera importancia a nada. Mas no supe decir si era por causa de que tenía esperanzas de encontrar vida al otro lado de la montaña, o… no, no, ¡prefería no pensar en la otra posibilidad! Tras un descenso largo y doloroso nuestros pies tocaron roca viva. Era un peñasco inmenso que sobresalía por encima del abismo. Nos tumbamos bocabajo y fuimos arrastrándonos hasta que pudimos contemplar el fondo del barranco. Varios fuegos ardían en la base y pudimos comprobar su extraordinaria profundidad. —¿Tienes alguna idea de lo que significa todo eso? —pregunté. Toine miraba fijamente el resplandor azulado cuyas sombras parecían animar la muerta superficie del desfiladero. Estábamos rodeados por dos paredes rocosas. Una espesa nube de un humo, que olía de manera repugnante, flotaba sobre nuestras cabezas y la temperatura cada vez resultaba más cálida. La luz rojiza del sol declinaba rápidamente. Pronto sólo pudimos guiarnos por el resplandor de aquellos fuegos azulados. El sudor rezumaba a través de la costra que cubría nuestra piel, y era de un color amarillo y tan denso como el pus. Al mismo tiempo, y esto resultó bastante sorprendente, desapareció la fatiga que nos invadía. ¿Era por causa de aquellas misteriosas fumarolas? No tenía ni idea. Pero una cosa sí era cierta: llegamos al fondo en un estado que casi podríamos calificar de eufórico. Toine sonreía de nuevo y tenía el rostro surcado de arrugas que eran rápidamente cubiertas por aquella costra. Los fuegos estaban mucho más lejos de lo que habíamos imaginado cuando www.lectulandia.com - Página 243

los vimos desde arriba. Emitían un suave siseo mientras surgían de la tierra a través de unos pequeños cráteres. No tuvimos ninguna dificultad para evitarlos. Ahora teníamos que subir al otro lado. Nuestras fuerzas se habían quintuplicado por algún motivo misterioso; nos preparamos para escalar la pared. De tanto en tanto encontrábamos puntos de apoyo y pudimos progresar con relativa facilidad. Tuvimos mucha suerte, pues ya habíamos escalado la mitad de la pendiente cuando el terrorífico latido empezó a resonar con violencia, haciendo que las paredes del abismo se estremecieran. Al mismo tiempo, unas llamaradas gigantescas surgieron de la tierra y casi nos abrasaron, calentando el aire de una manera insoportable. Estaba a punto de soltarme de la pared cuando, repentinamente, todo volvió a la normalidad. El silencio nocturno cayó sobre nosotros sin otra luz que la de aquellas estrellas desconocidas. Como era imposible retroceder o seguir hacia delante decidimos permanecer allí, colgados en el abismo, hasta que llegara la aurora. El cansancio volvió a envolvernos y, si la pendiente no se hubiera suavizado un poco, seguramente habríamos caído al abismo, estrellándonos contra el fondo. La pared parecía no acabar nunca. Abajo, el primer fuego empezó de nuevo a arder. Al rato fue seguido por otro y, enseguida, por un tercero. Un instante después, el abismo al completo parecía en llamas. De nuevo experimentamos aquella maravillosa sensación de fuerza y bienestar que habíamos sentido el día anterior. Pero, cuando al fin pude distinguir las facciones de Toine, comprobé horrorizado que la repugnante costra se había extendido de manera alarmante. En los ojos de mi compañero vi que mi rostro también había sufrido la misma transformación. Reemprendimos el ascenso sin intercambiar ni una sola palabra. Mientras escalábamos la fatiga volvió a hacer presa en nosotros. Observé a Toine furtivamente. Su rostro se parecía cada vez más a una máscara, y también yo, como reaccionando a la tensión de aquel difícil ascenso, sentía que mis facciones se endurecían. Salimos de aquella cavidad enorme justo cuando el sol empezaba a lucir, tiñendo de violeta los cielos en los que aún se demoraba la noche. Las cumbres de la imponente cadena de montañas seguían ocultas bajo las sombras. Ya no quedaba mucho para llegar a ellas. Tan sólo nos separaba una corta llanura desértica que, a primera vista, parecía bastante practicable. Pero tan sólo se trataba de una ilusión: en cuanto pusimos el pie sobre aquel terreno nos hundimos hasta las rodillas. Nos resultaba tremendamente difícil avanzar. Y, cuando la noche se disipó y el sol rojizo y sangriento ocupó su lugar, descubrimos que estábamos rodeados por todas partes de un polvo rojo, un recordatorio de la sangre seca y coagulada en la que pensamos que se había convertido. Todo eso debería habernos parecido horrible y atroz, pero, en lugar de ello, daba la sensación de que ya no nos importaba ni lo repugnante ni lo monstruoso. El cansancio volvió a desaparecer y pudimos seguir escalando sin detenernos ni un momento a descansar cuando llegamos al pie de la montaña más alta. Pero, a pesar de la curiosa tranquilidad que se había asentado sobre nosotros tan www.lectulandia.com - Página 244

misteriosamente mientras ascendíamos, no pude evitar volver la vista hacia el rostro de Toine y descubrir, con gran repugnancia, que, literalmente, se estaba convirtiendo en barro.

Capítulo XII La montaña estaba compuesta por una especie de légamo que a veces se encuentra en las rocas del fondo de los océanos, rocas tan porosas que parecen esponjas. Pero, al contrario que las esponjas, la montaña resultaba áspera y abrasiva como la piedra pómez. Apenas habíamos avanzado cien metros cuando descubrimos, para nuestro asombro, un gran número de aquellas estatuas con formas humanas y de animales que ya nos resultaban tan familiares. Estaban adheridas a la montaña. Aunque suena extraño, experimenté una especie de cariño fraternal por esas figuras terrosas, a pesar de que por las otras, las que había en la gruta y en la aldea, no había sentido nada parecido. Cuanto más progresábamos a través de aquel terreno vitrificado, más grande era el número de figuras fantasmales unidas por la espalda a la ladera de la montaña. Sus picos, sus bocas o sus hocicos mostraban una única expresión: miedo. Seguimos ascendiendo sin descanso durante todo el día, hablando lo menos posible porque las palabras nos provocaban un fuerte dolor físico. Con frecuencia intercambiábamos la mirada, y en nuestros ojos se reflejaba el espanto que sentíamos. Poco a poco, mientras la costra que nos cubría se iba haciendo más densa, notamos que nos convertíamos en algo mineral. Al fin, el enorme disco rojizo se hundió bajo un lejano horizonte en el que seguramente sólo existía una inmensa vacuidad. Un ejército de seres minerales nos rodeaba en aquella luz crepuscular, irradiando suaves reflejos púrpura sobre las sombras. El latido monótono volvió a comenzar. Cuando la noche se hizo dueña de los cielos, la llanura y los bosques bulleron de vida bajo la pálida luminiscencia que tan bien conocíamos. Un murmullo, similar a los susurros de alguien que está orando, se elevó a nuestro alrededor. Estábamos tumbados sobre la ladera de la montaña, como las estatuas, mirando fijamente hacia el bosque, las espaldas pegadas a la piedra. El miedo engendra miedo. Los que nunca han sentido algo así no saben lo que es el espanto. Cuando, como un estertor de muerte, comenzó aquella especie de gruñido, sentí, debo confesarlo, que me estaba convirtiendo en esas cosas de tierra que nos rodeaban por doquier. Me las arreglé para abrir mi boca contrahecha y expresar en voz alta mis pensamientos. Esperaba que Toine pudiera oírme, y así fue. Seguramente él también estaba experimentando la misma angustia que yo, pero se las apañó para emitir una sonrisa grotesca. Era un hombre extraordinariamente valeroso y seguiría intentando tranquilizar a su joven compañero hasta el fin. Retornamos a nuestra silenciosa contemplación. El bosque se hizo claramente www.lectulandia.com - Página 245

visible. Los troncos y las ramas de los árboles brillaban con aquella luminosidad plateada y el latido que surgía del centro de la montaña se hizo más y más violento, alumbrando las sombras que nos rodeaban. Todo resultaba tan extraño que, en mi locura, esperé que tan sólo se tratara de una pesadilla, y que pronto despertaría y me encontraría en el mundo real. La mano que Toine acababa de poner en mi brazo hizo desaparecer aquella ilusión. —¡Mira! —exclamó. Su mano, casi convertida en barro, señaló al bosque en el que los árboles brillaban con resplandores metálicos. Me separé bruscamente de la ladera de la montaña con un extraño sonido. Sentí cierta humedad en mi mano cubierta de fango y examiné el lugar en el que había estado tumbado. Un líquido denso y oscuro manaba de la piedra esponjosa. Me sentí derrotado. Pero Toine siguió señalando el bosque. Las estrellas titilaban fríamente sobre la bóveda celeste. La montaña estaba completamente iluminada. Unas llamas azules surgían del abismo que acabábamos de atravesar. Lentamente, más allá del desierto de polvo rojo, más allá del desfiladero y del claro, el bosque al completo se inclinaba en reverencia. Esta especie de adoración de la naturaleza nos cautivaba. Mientras tanto, la montaña había empezado a estremecerse con violencia. Acto seguido, como ocurría todas las noches, las estrellas se difuminaron y fueron desapareciendo una tras otra. Y luego, todo ese misterio de la naturaleza dejó de ser visible, la noche lo había ocultado de nuestros ojos enfermos. Y también nosotros acabamos engullidos por una profunda oscuridad. No sentimos ninguna otra cosa, no fuimos nada. Las sombras del olvido nos envolvieron como un caparazón. Y ya no éramos más que un par de almas entumecidas. No volví a tener contacto con ese mundo, envuelto aún en las sombras, hasta que de pronto me descubrí escalando lentamente una especie de pared infinita. Al otro lado del horizonte, una luminosidad rosa presagiaba la llegada del nuevo día. Pero de momento, los cielos, aún vacíos, se regocijaban en su soledad. Oculta tras el manto nocturno, la llanura era un abismo de negrura, tan muda como un pozo sin fondo. Abrí mis labios cubiertos de lodo e intenté llamar a Toine, pero no pude oír mi propia voz. ¿Me había imaginado que le llamaba? ¿O simplemente estaba sordo? Quedé en el suspenso de una agonía sin esperanzas, cerré los ojos y empecé a rezar las oraciones del rosario. Un sonido que reconocí al instante me hizo saber que Toine seguía abriéndose paso entre las rocas. El silencio volvió a caer sobre nosotros. Poco a poco, mientras el cielo estaba a punto de iluminarse de un vivo color rojo, se fueron perfilando unas sombras vagas a nuestro alrededor. Al fin, la cumbre de la gigantesca montaña, que se recortaba contra los rojizos cielos, apareció delante de nosotros en todo su esplendor. Se erguía como una aguja irregular sobre el espantoso abismo. Figuras de formas www.lectulandia.com - Página 246

incontables se arracimaban en la ladera de la montaña, como si fueran a continuar su ascenso por toda la eternidad. Me volví hada Toine para preguntarle si debíamos seguir subiendo, pero las palabras quedaron prisioneras tras mis labios terrosos. ¡Resultaba horrible mirarle! La máscara de barro se había solidificado, pero sus facciones, tan lodosas que no parecían las suyas, le daban un aspecto totalmente distinto. El único resto de vida que quedaba en su viejo rostro provenía del brillo de sus ojos. Su expresión al mirarme no me dejaba ninguna duda de mi propio aspecto. Aquello podría haber trastornado mi mente, pero, en lugar de eso, me vi invadido por una extraña calma. ¿Se trataba del primer acto de renuncia? Toine intentaba hablarme. Pero de su boca medio abierta sólo salían sonidos ininteligibles. No me di cuenta de que quería que prosiguiéramos nuestra ascensión hasta que observé cómo intentaba levantarse con sumo esfuerzo. ¿Pensaba aún que la salvación se hallaba al otro lado de la montaña? En cuanto a mí, ya no lo creía. Accedí a sus deseos, aunque no los compartía. Moverse resultaba doloroso. Teníamos la sensación de estar encerrados en una especie de armadura ajustada y gruesa. Con frecuencia teníamos que asirnos a las estatuas de piedra para ayudarnos en la escalada. Si se despegasen de la montaña, caerían ladera abajo hasta aterrizar sobre la llanura. Aunque la posición del sol indicaba que habíamos estado subiendo durante varias horas, la cumbre de la montaña parecía tan lejana como siempre. Afortunadamente, y exceptuando esa sensación de extrema pesadez, ya no nos sentíamos fatigados, ni teníamos sed o hambre. Pero respirábamos con gran dificultad debido al enrarecido aire de las alturas. Para respirar adecuadamente nos veíamos obligados a abrir la boca rodo lo posible, y en nuestras caras se dibujaba una mueca muy parecida a la de los rostros de todas aquellas estatuas de piedra. La pared se hizo más empinada, casi perpendicular. Pero no nos importaba. Nos adheríamos a la roca como si nuestras manos y pies tuvieran una especie de poder de succión. Poco a poco nos aproximamos a la cima, tan llena de promesas y esperanzas. Al mismo tiempo, la metamorfosis que experimentábamos fue haciéndose más clara y repugnante. Teníamos las manos y los dedos completamente extendidos y cubiertos de pegotes de tierra. Resultaba imposible cerrarlos. Nuestros miembros, privados de toda flexibilidad, tenían la apariencia y el peso de unas estatuas en movimiento. A lo lejos, más allá de la llanura desértica y del bosque, podíamos ver el mar. El sol brillaba sobre las aguas, como si se contemplara a sí mismo. Un inmenso silencio reinaba por todas partes. Cuando, al fin, coronamos la cima, estábamos completamente exhaustos, pero felices y esperanzados. Descansamos largo rato tumbados sobre la tierra. Debíamos parecer dos montones de barro. Había llegado el gran momento. Tras superar todas las etapas de nuestro viaje, habíamos alcanzado el objetivo en el que siempre depositamos nuestras esperanzas de salvación. Tras haber llegado allí con éxito, ¿qué descubriríamos al otro lado de la montaña? www.lectulandia.com - Página 247

Nos daba miedo levantarnos y descubrir si había vida al otro lado de la cima. Aún recostados, miramos la enorme extensión de roca que cubría la superficie de la cumbre. En contraste con la ladera de la montaña, aquella piedra era tan suave como las losas de las casas antiguas que han sido acariciadas por incontables pasos. En el centro de la cima, sobresaliendo como una especie de cuenco, había un cráter enorme, un pozo inmenso de bordes redondeados cuyo orificio resultaba algo más alargado en la punta. Toine se incorporó. Parecía haber recobrado sus fuerzas. Me quedé sorprendido al mirarle y descubrir que estaba buscando algo. Yo también me levanté. Lo entendí todo cuando vi que en aquella plataforma no había ni una sola estatua, que todas se habían quedado varadas a unos metros de la cumbre. A no ser que estuvieran huyendo de allí, pensé lleno de angustia. El miedo —ese viejo conocido— volvió a hacer presa en nosotros mientras cruzábamos, al fin, aquella extraordinaria explanada. Andábamos hacia delante como autómatas, bordeando el cráter, que resultaba tan alto como una montaña en miniatura. Los cielos distantes y rojizos parecían espiarnos. Nos aproximamos a la línea que separaba lo que considerábamos nuestro derecho a la vida de una muerte segura. Nuestros cuerpos se estremecían de angustia bajo la costra espesa que los cubría. Nada había cambiado sobre la bóveda celeste. El ominoso silencio seguía dueño del mundo. Unos cuantos metros más adelante descubrí otras cumbres similares a la que nos encontrábamos. Y cuanto más avanzábamos más crecían en número. Entonces comprendí que al otro lado de la montaña no había bosques ni llanuras sino más cumbres innumerables que se erguían sobre los cielos rojizos. En este mundo de silencio no existía la esperanza. El bloque de piedra que había bajo nuestros pies comenzó a vibrar y entonces supimos que nos hallábamos muy cerca de aquel corazón batiente. Nuestros propios corazones empezaron a latir en solitaria hermandad. Ya no había nada en lo que tener esperanza, ya no nos importaba seguir con vida. Incluso el cráter, que creíamos era la causa principal de todas nuestras angustias, ejercía una extraña fascinación sobre nosotros. Toine fue el primero en escalar el borde rocoso que lo circundaba. Yo iba justo detrás. En cuanto tocamos la piedra sentimos que la fatiga nos abandonaba como por arte de magia, pero no sucedió lo mismo con la angustia que nos embargaba. Todo lo contrario, alimentada por el instinto que nos advertía de alguna clase de peligro, no dejaba de repetirnos que huyéramos cuanto antes. Pero aún así, llegamos a la altura del cráter. La atracción que nos produjo el mirar dentro de aquel pozo fue mayor que el miedo que nos atenazaba. Un reborde de piedra, lo suficientemente ancho para poder caminar sobre él, rodeaba la bostezante boca del volcán que, indudablemente, estaba adormecido. El vértigo que nos producía aquel abismo infinito que teníamos tan cerca hizo que casi perdiéramos el equilibrio. Cuando nos asomamos al borde del precipicio mis piernas temblaban de espanto. Deslumbrados por el resplandor del día, mis ojos apenas pudieron distinguir nada entre las sombras de la sima. Pero el sonido de una respiración llegaba claramente hasta nosotros desde las profundidades y el rítmico www.lectulandia.com - Página 248

latido creció en intensidad. Toine permanecía de pie, con la cabeza inclinada y la mirada perdida en el abismo. En su rostro ya no había ningún rasgo humano. No era más que un fiel reflejo de mí mismo, pues en él contemplaba la imagen en la que yo también me había convertido. De repente los hombros de mi compañero se desplomaron como bajo el impacto de un peso enorme, y fue entonces cuando descubrí, en el fondo de aquel cráter inmenso, una cosa aterradora que casi me hizo caer de cabeza en las entrañas del pozo maldito. Flotando en medio de un lago de sangre, un ojo azulado en el que brillaba una descomunal pupila negra nos observaba. Toine se puso a gritar y una parte de la máscara se cuarteó por el esfuerzo, desfigurando para toda la eternidad sus facciones modeladas en barro. Dejé que me llevara sin ofrecer la menor resistencia. Cuando llegamos al borde exterior del cráter Toine me empujó y rodé unos cuantos metros hasta caer de nuevo sobre la piedra lisa que tapizaba la cumbre. Al instante, la enorme fatiga que nos embargaba antes de llegar a la altura del cráter volvió a adueñarse de nosotros. Nos arrastramos un poco más hasta el reborde de la plataforma y luego nos dejamos caer por la ladera de la montaña. Al principio descendimos a una velocidad vertiginosa, chocando en nuestro camino con las estatuas que se asemejaban a nosotros mismos. Éramos como una masa pétrea que resbalaba por la ladera de la montaña maldita. De repente paramos, como si una mano misteriosa nos hubiese detenido, y nuestras espaldas quedaron adheridas a la roca, incapaces de separarse de la montaña por siempre jamás. El único recuerdo que aún conservo en el devenir de los siglos de mi pétrea existencia, es la suave caricia de las lágrimas resbalando por el rostro de un hombre.

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John Masefield (1878-1967) Escritor inglés. Nacido el mismo año que Lord Dunsany, marchó al mar con tan sólo trece años, de donde, como muchos otros escritores y poetas influenciados por el Gran Azul, tomó sus escenarios y argumentos en los que luego basó su obra escrita. Después de varios años de travesías y tras cruzar el Cabo de Hornos (que, en aquellos tiempos, era como el bautismo definitivo de todo marino), volvió a Londres y a la literatura, siendo un poeta laureado por el Rey Jorge V. Su obra escrita, ya fuera en verso o prosa, trata principalmente sobre el mar. Entre sus principales trabajos podemos citar: Salt-Water Ballads (1902), Dauber (1913), Reynard the Fox (1919), Sard Harker (1924), y The Bird of Dawning (1933). Más cercanas a los temas sobrenaturales y fantasmagorías marinas están sus varias antologías de cuentos, entre ellas la soberbia A Mainsail Haul. Su estilo es sobrio, humorístico muchas veces, y posee esa extraña cualidad para narrar una historia con una sorprendente economía de palabras. Un claro ejemplo es Anty Bligh, uno de esos cuentos de fantasmas y resucitados que circulan de boca en boca entre los marineros, y que está narrado con una sencillez y humorismo deliciosos.

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ANTY BLIGHT John Masefield

Una noche en los trópicos yo era «granjero» en la guardia de media, lo cual quiere decir que no estaría a la «rueda» ni de «vigía» durante las cuatro horas que tenía que permanecer en cubierta. Navegábamos por las rutas comerciales del nordeste y el barco se deslizaba plácidamente, y la brisa era suave, y todo estaba muy tranquilo en el puente, los calzos gemían con el balanceo, y las olas hablaban, y los guardines de cadena repiqueteaban, y había una especie de tamborileo suave arriba en las jarcias. El mar tenía una tonalidad pálida a la luz de la luna, y desde la puerta del cuarto de las lámparas, donde solía reunirse la guardia, podía ver una mancha roja dibujada en el agua que procedía del farol del costado de babor. El oficial paseaba por la popa, a barlovento, y el contramaestre estaba sentado sobre la escotilla de la bodega, tarareando una vieja tonada y haciéndose una funda para el cuchillo. La guardia estaba desperdigada por cubierta, fuera del alcance de la luz de la luna, bajo las sombras del saltillo de popa. La mayoría estaban dormidos, apoyados contra el mamparo. Uno cantaba una canción que se acababa de inventar, golpeando rítmicamente con la cazoleta de su pipa, y su voz era tan suave que apenas perturbaba el silencio de la noche. ¡Ja! ¡Ja! ¿Por qué no soplas? ¡Jo! ¡Jo! ¡Vamos! Hazle rodar. Y lo repetía una y otra vez, una y otra vez, como si no se cansara nunca de la belleza de aquellas palabras y de aquel ritmo. Entonces se levantó de donde estaba sentado y vino hacia mí. Era uno de los mejores marineros de a bordo, un joven danés que hablaba el inglés como cualquier nativo. Habíamos hecho algún que otro negocio durante el último cuartillo[15], unas horas antes, y me había comprado una toalla, que yo le cobré bastante barata ya que me sobraban varias. Se sentó junto a mí y empezamos a charlar de unas cuantas cosas con trasfondo marinero: sobre el peligro de quedarse dormido bajo la luz de la luna, del veneno que se suponía contenían las patatas frías una vez cocidas y de lo bueno que era pasar una temporada agradable en tierra. Luego empezamos a discutir sobre la piratería, adornando nuestras afirmaciones con anécdotas de piratas. —Ah —dijo mi amigo—, no existió otro pirata como el viejo Anty Bligh, de www.lectulandia.com - Página 251

Bristol. Colgaron al viejo Anty en el Brasil. Era el alma y el corazón de un grupo de bribones, el viejo Anty Bligh, sí que lo era. Le colgaron en Fernando Noronha, donde está la prisión. Pero, aún después de muerto consiguió andar entre los vivos, sí que lo hizo. Eso demuestra lo malo que era. —¿Cómo que consiguió caminar entre los vivos? —pregunté—. Cuéntame eso. —Bueno, pues le colgaron —contestó mi amigo—, igual que pueden colgar a cualquier otro, y luego le dejaron en la horca. Supongo que pensaron que el viejo Anty era demasiado malo como para darle sepultura. Y por aquellos tiempos había un joven capitán español en las islas. Se llamaba Francisco Baldo. Era un terror. Así que la noche en que colgaron al viejo Anty, Francisco estaba de juerga con algunos otros capitanes en una especie de cantina. Y los otros capitanes le dijeron a Francisco: »—Me apuesto la paga de un mes a que no te atreves a atar una cuerda alrededor de las piernas de Anty. »Y también: »—Me apuesto mis ropas de gala a que no eres capaz de poner una bolina alrededor de los tobillos de Anty. »Y: »—Me apuesto un barril de vino a que no osas echar un lazo alrededor de los pies de Anty. »—Me apuesto lo que queráis a que sí —dijo Francisco Baldo—. No es más que un cadáver —siguió—. ¿Por qué voy a temer ahora a Anty Bligh? Dadme una cuerda —dijo—, y le ataré con siete nudos, como hacen los marinos con sus hamacas. »Así que apuró su vaso de un trago, cogió un trozo de cuerda, salió a la oscuridad y se fue directamente hacia la horca. Era una noche de luna nueva, y estaba tan negro como el fondo de una bota de marinero, y se veía tan poco como si miraras dentro. Y la horca estaba un poco más abajo, al lado del mar, ya que el viejo Anty Bligh había sido un pirata. Así que pronto llegó bajo la horca, y allí estaba colgado el viejo Anty Bligh. »¿Qué tal, Anty? —dijo—. Te ato y luego te vienes conmigo, Anty —siguió diciendo—. Te voy a amarrar como a una hamaca. »Y entonces echó una cuerda alrededor de los pies de Anty… Llegado a este punto, mi compañero hizo una pausa para encender su pipa. Tras darle unas caladas siguió narrando su historia. —Cuando un hombre es ahorcado con una cuerda de cáñamo —dijo muy serio—, jamás debes tocarle con lo que le ha producido la muerte, pues el cadáver recobrará la vida. Anótalo bien. No lo olvides nunca. En cuanto Francisco Baldo puso el cordel alrededor de los pies de Anty, éste abrió los ojos y miró hacia abajo desde la soga, y aunque estaba muy oscuro, Francisco Baldo pudo verle con absoluta claridad. »—Gracias, jovenzuelo —dijo Anty—. Y ahora quita ese nudo. ¡Me quema los pies! —dijo—. ¡Si no lo haces —dijo— te rebanaré el pescuezo! Y ahora sube aquí —dijo— y libera mi cuello de esta soga. Estoy tan seco como un barril de garbanzos www.lectulandia.com - Página 252

escurridos. »Como imaginarás, el tal Francisco Baldo se quedó de piedra y empapado de un sudor frío. »—¿A qué esperas? —dijo Anty—. No pienso estarme aquí arriba toda la noche. »Así que Francisco Baldo subió a lo alto de la horca; y se las vio y se las deseó para liberar el pescuezo de Anty. »—Vamos, hombre —decía Anty—, y ten cuidado con esas manos tan torpes. Me vas a rasguñar todo el pescuezo como sigas así. Y ahora, no me dejes caer de golpe —decía—. Te voy a hacer muy desgraciado como me dejes caer de golpe. »Así que Francisco le bajó con mucho mimo, y Anty puso los pies en el suelo sin soga ni nada, aunque continuaba con la cabeza echada hacia un lado, como cuando estaba colgado. »—Ven aquí conmigo —dijo Anty. »Y Francisco Baldo hizo lo que le pedía. Y el bueno de Anty le puso el brazo alrededor del cuello y le apretó bien fuerte. »—Y ahora, vamos a andar un poco —dijo—; vamos a andar hasta la cantina más cercana para echar un trago. Y nada de mezclas con agua, de eso nada —dijo—. Estoy más seco que un trozo de madera. »Así que Anty y Francisco se fueron a la cantina, y durante todo el camino los dedos helados de Anty estuvieron jugueteando con el pescuezo de Francisco. Y cuando llegaron a la cantina, los otros capitanes estaban dormidos. Así que Francisco tomó la botella de ron y Anty se la bebió de un trago, que era lo que siempre solía hacer. »—¡Ah! —dijo—. ¡Gracias! Y ahora, a los muelles —dijo—, y a pillar un bote — dijo—. Quiero ir a Inglaterra a despedirme de mi madre. »Así que Francisco volvió a quedar empapado de un sudor frío, ya que le daba miedo el mar; pero los dedos helados de Anty seguían jugueteando con su pescuezo, así que Francisco se lo pensó bien y decidió que lo mejor era ir con él. Y cuando llegaron al malecón descubrieron un bote amarrado —una chalana de ésas, que es como suelen llamarlas—, y Anty dijo: »—Tú coge los remos —dijo— y yo gobernaré el bote —dijo—. Y cada vez que no aciertes con la pala —dijo— te voy a dar un pescozón que no olvidarás nunca. »Así que Francisco empujó el bote y remó hasta salir del puerto, mientras el viejo Anty Bligh se afanaba a la caña del timón, diciéndole que bogara fuerte y que tuviera cuidado en no dar una mala palada. Y remó, y remó, y remó, y cada vez que fallaba al impulsar el remo sobre el agua —¡paf!— el bueno de Anty le pegaba una colleja con la caña del timón. »Y así la chalana recorrió un trecho increíble en muy poco tiempo, noventa nudos en tan sólo un cuarto de hora, así que pronto divisaron el Faro de Bull Point y el Faro Shutter, y luego las luces de Bristol. »—Remos fuera —dijo Anty—. Ya hemos llegado. www.lectulandia.com - Página 253

»Luego atracaron en los muelles y desembarcaron, y Anty volvió a echar el brazo alrededor del pescuezo de Francisco, y… »—En marcha —dijo—. A paso ligero —dijo—, pues Johnny vuelve a casa desfilando. »Después de andar un buen rato llegaron a una diminuta casita en cuya ventana lucía una candela. »—Empuja la puerta —dijo Anty. »Y Francisco empujó la puerta y ambos entraron. El fuego de la chimenea ardía en la habitación y había varias velas sobre la mesa, y un poco más allá, cerca del fuego, se encontraba una mujer muy vieja y muy fea vestida con unas ropas de franela roja, y de su nariz pendía un aro y de sus labios una vetusta pipa renegrida. »—Buenas noches, madre —dijo Anty—. Fíe vuelto a casa —dijo. »Pero la anciana se quedó mirándole sin decir ni una sola palabra. »Soy yo, tu hijo Anty, que ha vuelto a casa —repitió. »Entonces ella le miró de nuevo y… »—¿No te da vergüenza —dijo—, presentarte en casa de esa manera? ¿No te arrepientes de todas tus pillerías? —dijo—. Mira que morir así —dijo—, en un país extranjero, sin nadie que te diera sepultura. »—Madre —dijo Anty—, vale, me arrepiento. ¿No le negarás sus derechos a un hijo? »—Sí mientras que no lo hagas —dijo la madre—. En cuanto te arrepientas de verdad no pondré ninguna pega. Siempre fuiste un mal bicho, Anty —dijo—, pero me imaginaba que al final volverías a casa. Bueno, y ahora estás aquí —dijo—. Y tengo que limpiarte ese pescuezo —dijo—. Parece que alguien te lo ha puesto hecho un cristo. »—Tranquila, madre —dijo Anty—. Ya es medianoche pasada. »Así que le lavó todo el cuerpo en vino, y le puso en un sudario blanco, con una cruz de madera en el pecho, dos monedas de plata en los ojos y una caléndula dorada entre los labios. Y luego le llevaron hasta la chalana y le depositaron sobre las tablas de popa. »—Deprisa, jovencito —dijo la madre—; rema con brío. Dale fuerte a los remos —dijo—, o nos pillará la aurora. »Así que el tal Francisco Baldo se puso a remar como un diablo, y la chalana avanzó a toda velocidad hacia el sur —cerca de un grado por minuto—, y pronto llegaron a los muelles, justo cuando las gallinas estaban en su segundo sueño. »—A la iglesia —dijo la vieja—; tú píllale por las piernas. »Así que entre los dos le llevaron hasta la iglesia. »—¡Por todos los demonios, daos prisa! —dijo Anty—. Ya siento la aurora en mis huesos —dijo—. Mi espectro os perseguirá por siempre como no lleguemos a tiempo. »Y allí había una tumba vacía, y le pusieron dentro, y llenaron el agujero con la www.lectulandia.com - Página 254

tierra húmeda, y la vieja derramó el contenido de una botella encima. »—Es agua bendita —dijo—. Para que su espectro descanse en paz. »Luego se fue corriendo hasta la orilla del mar y se metió en la chalana. Y al instante apenas era un punto en el horizonte, y el sol apareció por entre las olas, y los gallos empezaron a lanzar sus quiquiriquís en los gallineros, y el bueno de Francisco Baldo cayó al suelo desmayado. Desde entonces fue un hombre totalmente distinto». —¡Eh, los del costado de sotavento! —dijo el oficial encima de nosotros—. Dejad de parlotear y asegurad los cabos.

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George G. Toudouze (1877-¿?) Toudouze fue un notable erudito francés especializado en el mar y la creación artística, y el editor jefe de la Liga Marítima y Colonial de Francia. Su carrera literaria se prolongó durante más de cincuenta años, durante los cuales escribió diecinueve libros sobre el mar, doce obras de teatro y nueve volúmenes de arte y arquitectura. Aunque apenas hizo alguna incursión esporádica en la literatura de ficción, el cuento aquí seleccionado, La llave de los tres esqueletos, es una pequeña obrita inolvidable dentro del género, narrado con cierta ironía y muchas dosis de horror.

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LA LLAVE DE LOS TRES ESQUELETOS George G. Toudouze

¿Mi más terrorífica experiencia? Bueno, cualquiera puede disponer de unas cuantas si trabaja de farero durante treinta y cinco años, aunque la mayoría de las veces se trata de un cometido monótono y rutinario: mantener la luz encendida, escribir informes… Cuando era joven y aún no llevaba mucho tiempo en el servicio, se produjo una vacante en un faro recientemente construido frente a la costa de La Guayana, sobre un pequeño escollo a unos treinta kilómetros de la tierra continental. La paga era alta, así que, con el propósito de conseguir una renta adecuada antes de casarme, me ofrecí voluntario para trabajar en el nuevo faro. La Llave de los Tres Esqueletos, nombre que se le daba a la pequeña roca sobre la que se erguía el faro, tenía mala reputación. Se la llamaba así a causa de la historia sobre tres convictos que, tras escapar de Cayena en una canoa robada, fueron a naufragar en la roca durante la noche; de manera que se las arreglaron para escapar de la prisión, pero acabaron condenados a morir de hambre y sed. Cuando les encontraron no quedaban más que tres montones de huesos mondos y lisos por la acción de las aves marinas. La leyenda dice que los tres esqueletos, envueltos en una luz fosforescente, bailan y aúllan por las noches sobre las pequeñas rocas… Pero existen muchos cuentos por el estilo, y tampoco me importan un bledo las advertencias de los viejos sobre la Isla de Sein[16]. Así que firmé el contrato, cogí un barco y, en menos de un mes, me hallaba instalado en el faro. Imagínense un cilindro gris y afilado, asido a la roca por unas barras negras de acero y cemento, que se yergue sobre una diminuta isla a treinta kilómetros de la costa. Situada en medio del mar, la isla, un pequeño escollo de roca desnuda, apenas medía cincuenta metros de largo por trece de ancho. Era tan pequeña que a duras penas podías estirar las piernas y caminar un poco. Pero aquello era una ventaja que no poseen todos los faros, pues hay algunos que se elevan directamente sobre las olas y la única habitación de la que disponen es la misma en la que está situada la linterna. Sin embargo, tenías que ir con cuidado pues las rocas resultaban traicioneras y se podía resbalar en cualquier momento. Un paso en falso y te ibas directo al mar, y, aunque el riesgo de ahogarse no era muy alto, las aguas que nos rodeaban estaban infectadas de enormes tiburones que patrullaban sin cesar la base del faro. Y sin embargo, la vida no estaba nada mal. Disponíamos de provisiones para varios meses, por si el mar se embravecía demasiado para permitir que el barco de www.lectulandia.com - Página 257

suministros nos avituallase. Durante el día solíamos trabajar en el faro, limpiando las habitaciones, abrillantando el metal, las lentes y el reflector de la linterna, y por las noches nos sentábamos en la galería y contemplábamos nuestra luz, una linterna tan poderosa como veinte mil velas juntas, proyectando al mar su poderoso y blanco haz desde la punta de una torrera de sesenta y cinco metros de alto. A veces, cuando la atmósfera estaba muy clara, podíamos ver la tierra, una difusa línea irregular que despuntaba por el oeste. El océano se extendía sin trabas al este, sur y norte. Quizás los hombres de tierra adentro se habrían aburrido muy pronto de aquella clase de vida, aislados en una pequeña isla de Sudamérica durante dieciocho semanas, tiempo que duraba el servicio continuo entre cada periodo de permiso en tierra. Pero a mí, y a mis dos camaradas de trabajo, nos gustaba de tal manera que yo estaba encantado con los veintidós meses que duraría el servicio en el faro, si descontamos los periodos de descanso en tierra, y puedo afirmar que mi vida en La Llave de los Tres Esqueletos era totalmente satisfactoria. Acababa de retornar de uno de esos permisos a finales de junio, es decir, a mediados del invierno en aquellas latitudes, y pronto me había vuelto a acostumbrar a la rutina habitual de mis dos camaradas de trabajo, un bretón llamado Le Gleo y el encargado del faro, Itchoua, un vasco que tenía una docena de años más que nosotros. Durante ocho días todo siguió su curso normal; y entonces, la novena noche desde mi regreso, Itchoua, que estaba de guardia nocturna, nos llamó a Le Gleo y a mí, que dormíamos en nuestras respectivas habitaciones en medio de la torre, a las dos de la madrugada. Nos levantamos de inmediato, subimos la treintena de escalones que había hasta la galería y nos situamos al lado de nuestro jefe. Itchoua señaló algo, seguimos la dirección de su dedo y vimos un gran velero de tres palos, con todas las velas desplegadas, que se dirigía directamente hacia el faro. Llevaba un extraño rumbo, ya que la nave tenía que habernos avistado hacía tiempo, pues la luz de nuestra linterna lo iluminaba con la claridad del día cada vez que se proyectaba sobre él. En aquellos tiempos, los barcos apenas frecuentaban nuestras aguas, ya que el faro servía de advertencia a los traicioneros arrecifes que rozaban la superficie del océano y que se extendían a lo lejos mar adentro. En consecuencia, siempre éramos evitados, especialmente por los barcos de vela, que no podían maniobrar con la misma facilidad que los vapores. No es de extrañar pues que estuviéramos enormemente sorprendidos ante la visión de aquel velero de tres palos que navegaba hacia un trágico destino en medio de las brumas de la madrugada. Reconocí de inmediato sus formas, pues se le veía perfectamente, aún a casi dos kilómetros de distancia, cuando la luz de la linterna resplandecía sobre él. Se trataba de una hermosa nave de unas cuatro mil toneladas, una embarcación veloz que seguramente había transportado todo tipo de mercancías a cualquier rincón del mundo, surcando los mares sin descanso. Por sus líneas supe que se trataba de un www.lectulandia.com - Página 258

barco holandés, lo cual no resultaba nada extraño, ya que Paramaribo y la Guayana Holandesa se encontraban muy cerca de Cayena. Al ver su trágico rumbo y la blanca espuma que se levantaba en su roda, Le Gleo gritó: —¿Qué pasa con la tripulación? ¿Están borrachos o se han vuelto locos? ¿Es que no nos ven? Itchoua asintió gravemente y nos miró con seriedad mientras decía: —¿Vernos? Sin duda tendría que vernos… ¡suponiendo que hubiera alguien a bordo! —¿Qué quiere decir, patrón? —preguntó Le Gleo, volviéndose hacia el vasco—. ¿Cree que se trata del Holandés Errante? Había expresado su miedo con tanta brusquedad y evidencia que el viejo se puso a reír. —No, hombre, no es eso lo que quiero decir. Si digo que no hay nadie a bordo es que asumo que se trata de un barco abandonado. Ambos entendimos entonces su anterior afirmación. Itchoua estaba en lo cierto. La tripulación, creyéndolo maldito de alguna manera, lo había abandonado. El barco había seguido navegando por su cuenta, empujado por los vaivenes del viento. La tensión fue subiendo de tono mientras observábamos la progresión de la nave, que podía chocar con uno de los numerosos arrecifes en cualquier momento, pero de repente dio un bandazo debido a un cambio del viento, las vergas giraron y el pecio cambió torpemente de rumbo, alejándose de nosotros. Bajo la luz de nuestra linterna parecía tan fuerte, tan recio, que Itchoua exclamó con impaciencia: —Pero, ¿por qué diablos lo han abandonado? Está en perfecto estado, no hay indicios de fuego y tampoco parece que esté haciendo agua. Le Gleo agitó las manos hacia el barco en señal de despedida. —Bon voyage! —sonrió a Itchoua mientras se encaminaba al piso inferior—. Nos abandona, patrón, y ahora jamás sabremos qué… —¡No, no lo hace! —gritó el vasco—. ¡Mirad! ¡Está dando la vuelta! Como si obedeciera sus palabras, el pecio de tres palos se detuvo, giró sobre sí mismo y puso rumbo hacia nosotros una vez más. Durante las siguientes cuatro horas el barco jugó a nuestro alrededor, zigzagueando, aproximándose, parando y, de repente, lanzándose de nuevo hacia delante. Sin duda se trataba de una extraña combinación entre la acción del viento y de las corrientes marinas que confluían en nuestra isla. Entonces la aurora tropical estalló bruscamente en el cielo, el sol se irguió sobre el mar y se hizo de día; ahora el barco resultaba claramente visible mientras pasaba delante de nosotros. Apagamos la linterna y volvimos a la galería provistos de unos prismáticos. Todos dirigimos nuestra atención sobre la popa y descubrimos unas letras negras www.lectulandia.com - Página 259

que resaltaban sobre un fondo blanco y ovalado: «Cornelius-de-Witt, Rótterdam». Habíamos adivinado su procedencia. Se trataba de un barco holandés. Justo entonces el viento cobró fuerza y el Cornelius-de-Witt volvió a cambiar de rumbo, se inclinó a babor y puso proa hacia la isla una vez más. Pero esta vez se hallaba tan cerca que todos sabíamos que no le daría tiempo de volver a virar. —¡Truenos! —exclamó Le Gleo, con su alma bretona encogida al ver un barco condenado a estrellarse contra las rocas—. ¡Va a chocar sin remedio! ¡Está perdido! Sacudí la cabeza. —Sí, y es una lástima ver cómo naufraga un barco tan bello y no poder evitarlo. No podíamos hacer nada excepto mirar. Contemplar un barco con todas las velas desplegadas, hendiendo el mar con su proa como si corriera delante del viento, es una de las imágenes más bellas del mundo… pero aquella vez apenas podía contener las lágrimas que pugnaban por salir de mis ojos mientras veía cómo aquella preciosa embarcación se dirigía directamente hacia un trágico fin. Durante todo el rato enfocamos los prismáticos sobre el barco y, de repente, todos gritamos a un tiempo: —¡Ratas! Entonces supimos por qué aquella embarcación, que estaba en perfecto estado, había sido abandonada por su tripulación. Habían huido de las ratas. No de esos raquíticos especímenes que cualquiera puede ver tierra adentro y que apenas alcanzan la longitud de un pie desde sus temblorosos hocicos hasta la punta de sus colas larguiruchas, esas desdichadas criaturas elusivas que se ocultan al más mínimo sonido de pasos humanos. No, éstas eran ratas de barco, unos ejemplares enormes y listos, nacidos en el mar, que han navegado por todos los rincones del mundo, pasando de un barco a otro más grande mientras se multiplican sin cesar. Hay una diferencia enorme entre las ratas de tierra y estas ratas marinas, tan grande como la que existe entre una barcaza de pesca y un buque acorazado. Las ratas de mar son animales fieros y audaces. Grandes, recios e inteligentes, gregarios y muy listos, capaces de poner en aprietos al mejor de los marineros con sus conocimientos del mar y una habilidad sorprendente y sobrenatural para predecir el tiempo atmosférico. Y son bichos valientes, y muy vengativos. Si consigues herir a uno, sus gritos agudos atraerán una horda de compañeros que se precipitarán sobre ti y comenzarán a devorarte hasta que los huesos asomen mondos y lirondos entre la carne. Las que había en aquel barco, ratas holandesas, son las peores de todas, tan superiores a otras ratas marinas como sus hermanas lo son al resto de las ratas de tierra. Existe una historia muy conocida acerca de estos animales. Un capitán holandés que quería proteger su mercancía de a bordo se trajo al barco un par de perros terrier (obsérvese que no eran gatos), unos sabuesos especialmente entrenados en la caza, búsqueda y aniquilación de las despiadadas ratas. Cuando el www.lectulandia.com - Página 260

navío, que había partido de Róterdam, dejó atrás el faro de Ostende los perros habían desaparecido y jamás volvió a vérseles. En menos de veinticuatro horas habían sido emboscados, liquidados y devorados por las ratas. A veces, cuando la carga no les satisface, las ratas atacan a la tripulación, consiguiendo que los marineros abandonen el barco o devorándolos vivos. Al estudiar el Cornelius-de-Witt me puse enfermo, pues todos los botes salvavidas permanecían en su lugar correspondiente. El barco no había sido abandonado. Sobre el puente de mando, en la cubierta, alrededor de la arboladura, en cualquier punto visible, el barco aparecía como una masa palpitante, ¡un ejército hambriento que venía directamente hacia nosotros a bordo de un barco enloquecido! Nuestra isla era como una pequeña mancha en mitad de un océano inmenso. El buque podía habernos pasado fácilmente por babor o por estribor con su voraz carga; pero no, se dirigió hacia nosotros a toda vela, como si estuviera disputando una carrera, quedando finalmente encallado en una roca afilada. Se produjo un choque terrible cuando su quilla percutió contra las rocas, y luego un espantoso crujido mientras sus tres palos caían a un mismo tiempo sobre la cubierta, como si hubieran sido cortados por una hoz gigantesca. Una especie de suspiro terrible se elevó en el aire cuando el agua comenzó a invadir la cubierta del barco; acto seguido, se partió en dos y comenzó a hundirse como una piedra. Pero las ratas no se ahogaron. ¡Esas bestias no! Tan habituadas al mar como cualquier pez, se juntaron en masas sobre su superficie, con las cabezas hacia arriba y las colas estiradas, mientras palmoteaban el agua con sus zarpas. La mitad, todas aquellas que se encontraban en la parte delantera del barco, saltaron sobre los mástiles caídos hasta las rocas un segundo antes de que se hundiera el navío. En menos de lo que canta un gallo, y sin apenas tiempo de reaccionar, vimos cómo el velero de tres palos desaparecía por completo entre las aguas, quedando a la vista tan sólo los restos flotantes del naufragio y un ejército de ratas que cubría las rocas desnudas por la marea baja. Miles de cabecitas se irguieron, olisquearon el aire y fuimos descubiertos. Para aquellas bestias, tras varias semanas de vigilia, nosotros éramos carne fresca. Hubo un grito terrible, salido de incontables gargantas, más agudo que el chirrido de una sierra intentando cortar un trozo de hierro, y, a un mismo tiempo, las ratas se lanzaron al asedio de la torre. Apenas tuvimos tiempo de cerrar la puerta de la galería, bajar las escaleras y atrancar todas las ventanas que se abrían al exterior. Afortunadamente, la puerta de entrada al faro, a la que jamás hubiéramos tenido tiempo de llegar, era de bronce y estaba perfectamente cerrada. Mientras tanto, y en apenas un suspiro, la horrible marabunta se había aglomerado alrededor y por encima de la torre como si fuera un árbol, apilándose en las jambas de las ventanas y arañando los cristales con sus zarpas, cubriendo el faro con un manto peludo y llegando hasta el extremo superior de la torreta, donde se www.lectulandia.com - Página 261

acumularon en la galería y sobre los cristales de la linterna. Sus dientes rechinaban sobre los vidrios de la galería, desde donde podían vernos con claridad, aunque les resultara imposible alcanzarnos. Unos pocos milímetros de cristal, por suerte muy resistente, separaban nuestros rostros de sus ojillos brillantes y redondos, y de sus afilados dientes y zarpas. Su hedor llenó el faro, envenenó nuestros pulmones e invadió nuestras narices de una pestilencia insoportable y nauseabunda. Ésa era nuestra situación, encerrados vivos en nuestra propia torre, prisioneros de una horda de ratas hambrientas. La tensión resultó tan grande aquella primera noche que fuimos incapaces de conciliar el sueño. A todas horas creíamos que las bestias habían conseguido abrir una vía, o romper alguna ventana, y que nuestros terroríficos sitiadores penetraban en hordas a través de la brecha. La pleamar empujó a las ratas que habían quedado sobre las rocas, incrementando el número de las que escalaban las paredes de la torre y de las que permanecían apiladas sobre la galería, de tal manera que se veían racimos de ellas colgando de la linterna mientras intentaban subir unas por encima de las otras. Con la llegada de la noche encendimos la luz, y el haz giratorio enloqueció por completo a las bestias. Según iba dando vueltas, cegaba sucesivamente a un millar de ratas que se apretujaban contra el cristal, mientras que el otro lado del resplandor, el que estaba a oscuras, refulgía de miles de puntitos de luz que ardían como los ojos de las bestias en una jungla nocturna. Durante todo el tiempo escuchábamos los incesantes arañazos de sus zarpas sobre la piedra y el cristal, y el coro de chillidos era tan fuerte que nos veíamos obligados a hablar a gritos para poder entendernos. De cuando en cuando, algunas ratas luchaban entre ellas, cayendo al mar desde los negros racimos de la misma manera que la fruta madura cae de un árbol. En esos momentos siempre veíamos unas aletas triangulares y fosforescentes que surcaban el agua; los tiburones, de guardia permanente, se daban un festín con nuestros carceleros. Al día siguiente nos encontrábamos más tranquilos y nos divertimos un rato provocando a las ratas al aplastar nuestros rostros contra el cristal que nos separaba de ellas. Las bestias no podían entender aquella barrera invisible que nos apartaba, y nosotros nos reíamos al ver sus esfuerzos por alcanzarnos al otro lado del resistente vidrio. Pero cuando pasó un día más, nos dimos cuenta de lo delicada que era nuestra situación. El aire estaba enrarecido; incluso el pesado aroma del aceite que impregnaba nuestra fortaleza no era capaz de apaciguar el fétido hedor de las bestias que se apilaban alrededor del faro, y no existía ninguna forma de permitir el paso del aire limpio sin permitir también la entrada a las ratas. La mañana del cuarto día, muy temprano, descubrí que el marco de madera de mi ventana, medio comido por las alimañas, se combaba hacia adentro. Llamé a mis compañeros y entre los tres colocamos una lámina de estaño en la abertura para sellarla reciamente. Nada más acabar la tarea, Itchoua se volvió hacia nosotros y dijo www.lectulandia.com - Página 262

muy serio: —Bueno, el barco de aprovisionamiento vino hace trece días, y no volverá hasta dentro de otros veintinueve —señaló la blanca lámina de metal que taponaba la abertura abierta entre el marco de la ventana y el granito—. Si logran abrirse paso, esta isla pasará a llamarse La Llave de los Seis Esqueletos. Durante los siguientes seis días y siete noches, nuestra única distracción consistió en observar a las ratas que caían desde la torre al mar, surcando rápidamente los sesenta y cinco metros que las separaban de las fauces de los tiburones; pero había tantas que no se apreciaba ninguna disminución en su número. Empezamos a contarlas con la intención de calmarnos y pasar el tiempo, pero pronto nos dimos por vencidos. Se movían incesantemente y nunca se estaban quietas. Luego intentamos identificarlas y ponerles nombres. Una de ellas, que era más grande que el resto, parecía ser la que comandaba las embestidas de sus congéneres contra el cristal que nos separaba de ellas. La llamamos «Nero». También había unas cuantas más que habíamos aprendido a reconocer por ciertas peculiaridades propias. Pero la idea de que nuestros huesos podían hacer compañía a los de los viejos convictos siempre nos rondaba el cerebro. Y las tinieblas que imperaban en el habitáculo alimentaban aquellos pensamientos terribles, ya que el interior del faro ya estaba prácticamente a oscuras, pues nos habíamos visto obligados a sellar todas las ventanas y la única zona por la que aún entraba la luz del día era la habitación de la linterna, en la misma punta de la torre. Entonces Le Gleo empezó a ponerse taciturno y tenía unas pesadillas en las que veía a los tres esqueletos bailando a su alrededor con un fulgor gélido mientras intentaban apresarlo. Sus descripciones eran tan detalladas y obsesivas que Itchoua y yo también empezamos a verlos. Nos encontrábamos en medio de una pesadilla viviente; los chillidos de las ratas apiladas contra el faro, enloquecidas por el hambre; el fétido, repugnante hedor de sus cuerpos… Sólo nos quedaba una cosa por hacer. Tras discutirlo a lo largo de todo el noveno día, decidimos no encender el faro aquella noche. Es la falta más importante de nuestro trabajo y jamás había sido cometida por ninguno de los fareros que habían estado a su cargo desde que el faro entró en servicio; la luz es algo sagrado, un vigilante que advierte a los barcos de los peligros de la noche. Si el faro no luce un cuarto de hora antes de la puesta de sol, sólo podría indicar que no hay nadie vivo para encenderlo. Pues bien, aquella noche el Faro de los Tres Esqueletos permaneció en tinieblas y los hombres a su cargo vivos y coleando. Aun a riesgo de que algún barco se estrellara contra los escollos, no la encendimos, pues nos encontrábamos agotados y medio locos. A las dos de la madrugada, mientras Itchoua dormitaba en su cuarto, la lámina de www.lectulandia.com - Página 263

metal que sellaba su ventana se soltó. El patrón apenas tuvo tiempo de ponerse en pie y pedir ayuda a gritos; las ratas se precipitaron sobre él. Pero Le Gleo y yo, que estábamos en la habitación de la linterna, enseguida llegamos a su lado y empezamos a luchar contra la horda de enloquecidas ratas que penetraban a través de la brecha abierta en el marco de la ventana. Ellas nos mordían sin piedad mientras nosotros nos defendíamos con los cuchillos y retrocedíamos poco a poco. Atrancamos la puerta de la habitación, pero antes de que nos diera tiempo a curar nuestras heridas, la madera ya había sido medio comida por las bestias, y éstas comenzaron a penetrar en tropel. Nos retiramos escaleras arriba, desprendiéndonos de las ratas que saltaban sobre nosotros. Ni tan siquiera hoy en día recuerdo cómo nos las arreglamos para escapar. Lo único que sé es que saltábamos entre aquel enjambre que casi nos llegaba a las rodillas y que golpeábamos a todas las que se precipitaban contra nosotros; y luego vimos que sangrábamos por un sin fin de pequeñas heridas, que nuestras ropas estaban completamente desgarradas y que nos encontrábamos tumbados sobre la trampilla que había en el suelo y que daba paso al cuarto de la linterna, sin bebidas ni alimentos. Afortunadamente, la trampilla era metálica y estaba firmemente anclada al granito con pernos de hierro. Las ratas ocupaban toda la parte inferior del faro, y en el suelo, a nuestro alrededor, yacían una veintena de ejemplares que habían entrado mientras cerrábamos la trampilla y a los que habíamos liquidado con nuestros cuchillos. Por debajo, en la torre, escuchábamos los chillidos de las bestias mientras devoraban cualquier cosa comestible. Los que había fuera gruñían en respuesta y se retorcían como un manto enorme mientras nos observaban a través de los cristales del cuarto de la linterna. Itchoua se sentó y contempló en silencio la sangre que manaba de las heridas abiertas en sus brazos y piernas, formando pequeños regueros a su alrededor, sobre el suelo. Le Gleo, que se encontraba en un estado lamentable (al igual que yo), nos miró al patrón y a mí con ojos vacuos; luego dirigió la mirada a la multitud de ratas que se aplastaban contra el cristal y, de repente, empezó a reírse de manera horrible. —¡Ja, ja, ja! ¡Los Tres Esqueletos! ¡Je, je! ¡Los Tres Esqueletos son ahora seis! ¡Seis esqueletos! Echó la cabeza hacia atrás y se puso a aullar, los ojos brillantes, la saliva resbalando por entre las comisuras de su boca, la sangre diluida cayéndole en el pecho. Le grité que se callara, pero no me hizo caso, así que le di una bofetada en la cara, que era lo único que podía hacer en aquellos momentos. Dejó de aullar al instante, mientras dirigía los ojos a un lado y otro de la habitación; luego, agachó la cabeza y empezó a llorar como un niño. En tierra se habían dado cuenta de que no habíamos encendido el faro y, al romper la aurora, el barco de patrulla se acercó para investigar el suceso. Al mirar con los prismáticos, pude reconocer las expresiones de horror en los rostros de los www.lectulandia.com - Página 264

oficiales y la tripulación cuando, bajo la creciente luz del día, descubrieron que el faro estaba completamente cubierto por una marabunta de ratas. Pensaron, como supe luego, que habíamos sido devorados vivos. Pero las ratas también habían visto a la patrullera, o habían olfateado a su tripulación. En cuanto el barco se acercó un poco a la isla, un número incontable de bestias dejaron el faro y se lanzaron al agua, intentando llegar hasta él a nado y abordarlo. Y lo habrían conseguido, ya que el barco se había puesto al pairo, de no ser porque el jefe de máquinas conectó el motor de vapor a una manguera de la cubierta y abrasó las cabezas de los atacantes, que se vieron obligados a aminorar su marcha, permitiendo al barco apartarse de la columna de ratas. Entonces los tiburones entraron en acción. Se lanzaron sobre las ratas con las fauces abiertas de par en par, segándolas como una hoz siega el trigo maduro. Aquel día los tiburones sí acometieron una tarea realmente útil. Las bestias restantes dieron media vuelta y volvieron a las rocas, donde emergieron chorreantes. Mientras se acercaban al faro, sus camaradas las saludaban con un estridente griterío que sonaba desdeñoso. Respondieron enojadas y se mezclaron con sus congéneres. Desde varios puntos de la refriega se las ridiculizaba por no haber podido capturar el navío. Pero nada de esto nos ayudaba a escapar de nuestra prisión. La pequeña patrullera no podía acercarse, y se quedó dando vueltas al faro a cierta distancia de las rocas, y la torrera debía parecerles algo fantástico, inverosímil, con tantas bestias amontonadas y desafiantes. Finalmente, al descubrir que las ratas entraban y salían libremente por la puerta del faro, los de la patrullera decidieron que habíamos perecido, y estaban a punto de abandonarnos cuando Itchoua, que había recobrado el sentido común, pensó en valerse del faro para hacerles una señal. Encendió la luz y, ayudándose de un tablón con el que cubría de cuando en cuando la linterna para formar rayas y puntos, hizo saber toda nuestra aventura a los hombres del barco. Su respuesta no se hizo esperar. Cuando entendieron nuestra situación —que no podíamos abandonar el faro, que Le Gleo estaba perdiendo la cabeza, que Itchoua y yo estábamos cubiertos de heridas y que no disponíamos de comida ni agua— nos mandaron un mensaje de ánimo. —No os deis por vencidos. Aguantad un poco más. Os sacaremos de aquí. Luego la patrullera dio media vuelta y se dirigió a toda máquina hacia la costa, dejándonos un poco más animados. Al mediodía volvió a aparecer, acompañada por un barco de aprovisionamiento, dos pequeños botes guardacostas y un buque equipado para combatir incendios; toda una pequeña escuadrilla. A las doce y media comenzó la batalla. Tras un breve reconocimiento de la situación, el barco antiincendios se acercó lentamente a la isla entre los arrecifes y luego dirigió un potente chorro de agua contra las ratas. El poderoso surtidor derribó a las bestias de sus posiciones, www.lectulandia.com - Página 265

arrojándolas al agua entre chillidos y permitiendo que los tiburones las devoraran. Pero por cada diez que perecían otras siete volvían a ganar tierra, y el chorro tampoco podía acabar con las que permanecían en el interior de la torre. Incluso algunas bestias, en vez de volver a las rocas, se lanzaron contra el buque y los marineros se vieron obligados a luchar cuerpo a cuerpo contra ellas. Eran verdaderas ratas holandesas, que no temían a los humanos y que luchaban por sus vidas hasta el fin. Llegó la noche y nada había cambiado demasiado; las ratas aún seguían siendo dueñas y señoras de la situación. Uno de los botes guardacostas se quedó cerca de la isla, mientras el resto de la flotilla volvió a tierra. Tendríamos que pasar una noche más en nuestra prisión. Le Gleo estaba sentado en el suelo, balbuceando palabras inconexas sobre esqueletos, e Itchoua acababa de perder el conocimiento a causa de sus heridas. Yo no me sentía mucho mejor y notaba que la sangre me hervía de fiebre. Por fin acabó la noche, y al atardecer vi un remolcador que acompañaba al buque antiincendios, y que tiraba de una barcaza enorme. A través de los prismáticos descubrí que la barcaza estaba repleta de carne. Arriesgándose entre los peligrosos escollos, el remolcador condujo a la barcaza todo lo cerca de la isla que pudo. Nuestros sitiadores desertaron al instante, desde la primera a la última rata, lazándose al agua y abordando la barcaza, atraídos por el aroma de la carne recién cortada. El remolcador tiró de la barcaza hasta situarla a unos dos kilómetros de la isla, donde el buque antiincendios la roció con gasolina. Alguien arrojó una mecha incendiaria desde la patrullera y prendió fuego a la barcaza. El pontón se cubrió de llamas al instante y las ratas se lanzaron al agua en oleadas, pero la patrullera comenzó a bombardearlas desde una distancia prudencial y los tiburones acabaron con los pocos ejemplares supervivientes. Uno de los botes salvavidas de la patrullera nos evacuó de la isla, dejando en ella tres hombres para sustituirnos. Al anochecer nos encontrábamos en el hospital de Cayena. ¿Que qué fue de mis amigos? Bien, Le Gleo no pudo resistirlo y se volvió completamente loco. Le enviaron de regreso a Francia y le internaron en un manicomio, pobre diablo; Itchoua murió esa misma semana; las mordeduras de rata son muy peligrosas en un clima tan cálido y húmedo, y se infectan con gran rapidez. En cuanto a mí… cuando fumigaron el faro y repararon los destrozos ocasionados por las ratas, volví a mi trabajo habitual. ¿Por qué no? No había razón alguna para que ese incidente me impidiera finalizar mi servicio en el faro. Además, ya os he dicho que me encantaba el lugar, y, para ser honestos, jamás he vuelto a tener un trabajo tan placentero como el que allí llevaba; y, cuando tuve que abandonarlo, os puedo decir que se me saltaban las lágrimas mientras veía la isla de La Llave de los Tres Esqueletos desaparecer tras el horizonte.

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Jack Cady (1932-2004) Jack Cady es uno de esos autores contemporáneos que, por desgracia, aún son totalmente desconocidos en nuestro país. Poseedor de una copiosa bibliografía, su obra goza de una gran reputación en los EE. UU., donde ha ganado diversos galardones literarios. Siempre entroncado con la literatura fantástica y de misterio, también ha abordado temas más cotidianos de forma brillante. Es de destacar su novela The Jonah Watch, una maravillosa historia de fantasmas con fondo marino, sin duda la mejor novela de terror en el mar desde las obras de William Hope Hodgson. Él mismo nos hace una breve semblanza de su vida: «Jack Cady sirvió en la Guardia Costera de los Estados Unidos durante su juventud, en donde llevó a cabo tareas de búsqueda y rescate desde Portland, Maine, hasta Argentia, Newfoundland. Es un enamorado del mar y los barcos. Tras licenciarse, se dedicó a una gran variedad de trabajos, desde conductor de camiones y trailers hasta leñador. Gracias a su obra literaria, fue contratado para enseñar literatura y escritura en la Universidad de Washington, en Seattle. De allí pasó a otros centros educativos y finalmente se estableció en la Pacific Luthcran University, en Tacoma, en donde acabó jubilándose en 1997. Ha obtenido por su obra el World Fantasy Award, el Bram Stoker Award, el Phillip K. Dick Award y el Nebula. También se le concedió el premio como profesor más distinguido en su universidad». Entre su numerosísima obra podemos destacar el citado The Jonah Watch (1981), The Well (1980), The Man Who could Make Things Vanish (1983), Inagehi (1994), The Off Season (1995), Ghostland (2001) y The Haunting of Hood Canal (2001). También tiene numerosas colecciones de cuentos, faceta en la que destaca especialmente: The Burning (1972), The Sons of Noah (1992) y Ghost of Yesterday (2002). El cuento aquí seleccionado, A Sailor’s Pay, es una maravillosa y espeluznante historia de fantasmas donde contemplamos al Jack Cady de sus años de servicio en la Guardia Costera; se trata de una narración magistralmente contada, llena de melancolía, tristeza y esa «predestinación» tan característica en los personajes de Cady. [Como hago constar en la presentación a Mares tenebrosos, Jack Cady murió en enero de 2004, unos días después de confeccionar esta breve nota bio-bibliográfica, posiblemente lo último que haya escrito en su distinguida carrera literaria. Vaya desde aquí nuestro respeto por su obra y su persona.]

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UNA DEUDA DE MARINO Jack Cady

Sólo el mar permanece inalterable. La ciudad de Portland se aferra a su destino encaramada alrededor de las cercanas colinas de Maine, donde una vez se irguieron los verdes fríos de las coníferas. El puerto bulle con el desembarco de mercancías procedentes de buques contenedores, donde antes tan sólo se mecían los barcos de pesca y los botes langosteros. Regreso a un lugar en el que las tinieblas son viejas, por no decir arcaicas. Llevo conmigo una navaja mellada, de filo romo, pero con un pequeño punzón que aún está intacto. El pasado me obliga a tratar con sombras. Extrañas nuevas aparecen en los periódicos. Yo soy el último hombre con vida que puede entenderlas. Y las costas de Maine no son un mal sitio para buscar fantasmas. Los barcos han atravesado la Barra de Portland durante trescientos cincuenta años. Este puerto guarda la memoria de un millar de naufragios, pero no recuerda los desastres que ocurrieron en las sombras, cuando el mar engullía de un solo bocado aquellos decrépitos cascarones. El mar se arbola sobre la Barra de Portland durante las tormentas que vienen del nordeste. Las olas vacían sus fondos. La expiación de nuestros pecados siempre termina recordándonos los espantos del pasado. Un guardia costero llamado Tommy pilota un cascarón de acero de quince metros de eslora, con dos motores diésel que rugen salvajemente a doscientas veinte revoluciones por minuto. Un maquinista llamado Case muere de una forma horrible. Un marinero llamado Alley no realiza correctamente su cometido, y otro maquinista llamado Wert resulta ser un cobarde; mientras tanto un hombre enloquecido aúlla sin parar. En los periódicos aparecen noticias sobre pescadores que dicen haber visto fantasmas. Pero lo hacen de una manera burlona, como dando a entender que seguramente estaban borrachos. Admitiré que podrían estar borrachos, pero eso no quiere decir que su visión fuera menos nítida. Mi nombre es Victor Alley. Nada más acabar la Segunda Guerra Mundial, fui trasladado aquí, con el cometido de patrullar el puerto desde la base de la Guardia Costera en el sur de Portland. Entonces era un hombre muy joven, por tanto esta es una historia de juventud. Cuando eres joven, y cuando las palabras te obligan a entrar en acción, es fácil cometer errores. Hombres inexpertos rigen las grandes urgencias de la acción y de las emociones, respondiendo a sentimientos de deber y a sentimientos de culpabilidad. www.lectulandia.com - Página 269

No disponen de palabras de ayuda ni de otro tipo de juicios durante esas emergencias. A veces la gente muere para que los jóvenes aprendan a valerse por sí solos. Dos días después de mi diecinueveavo cumpleaños nuestra historia empieza de la siguiente manera: * * * Las tinieblas invernales amortajaban las islas de la costa, y envolvían el puerto, los canales y la boya flotante en la Base de la Guardia Costera al sur de Portland. Yo estaba jugando al billar con la esperanza de que mi novia me telefoneara. Ya habíamos finalizado la patrulla de la tarde. Los barcos estaban bien amarrados. Cuando se recibió el aviso de que teníamos que volver a salir con nuestra embarcación, apenas sí había utilizado mi taco. Lo dejé rápidamente sobre la mesa de billar y salí corriendo a toda velocidad. Nuestro capitán se puso muy quisquilloso porque la tripulación aún no estaba lista para zarpar. Cuando yo ya había recogido todo el equipo, Wert aún buscaba el suyo. Luego vino detrás, pero al trote, nada de correr. Sus credenciales proclamaban que era un maquinista de tercera clase, pero nadie había sido capaz aún de verle con las manos sucias. Era un buen jugador de rugby, grande, con el rostro ancho, como de luna llena. Case, nuestro primer maquinista, ya tenía los motores rugiendo y en marcha cuando entré en el cascarón del barco. Bajo los focos de la cubierta, aquellos quince metros de eslora parecían pertenecer más a una diminuta embarcación que a una lancha grande. Estaba pintada de blanco, como la nieve en las montañas, y tenía una proa muy alta, una verdadera rompeolas. Lucía un pasamanos bajo y una espaciosa cabina de trabajo en la parte de popa. Tras brincar a bordo, y una vez hube soltado amarras, nuestro patrón, Tommy, metió toda la potencia de golpe. Aquellos motores podían rugir como animales. La popa se hundía profundamente, socavando las aguas mientras los dos motores diésel bramaban y el barco se ponía en marcha. Los motores aún estaban fríos. Tommy lo sabía. Llegó al final del embarcadero y acortó por aguas poco profundas, sesgando las olas de través en dirección al canal. La espuma se levantaba brillando en medio de la oscuridad. La estaba forzando demasiado. —¡Vas a dar en el fondo! —aullé. Podía sentir las esquirlas de las rocas que arañaban el casco. Tommy parecía algo enloquecido. Alto y flaco, con el cabello espeso y negro, como los portugueses. Enloquecido. Musitó un nombre. Siguió totalmente concentrado al mando del timón y me echó a un lado. Retrocedí. Los motores estaban a dos terceras partes de su potencia. Tom los dejó así hasta que atravesamos la parte baja del canal, y luego los puso a toda su potencia. Éstos rugieron por el esfuerzo mientras la proa se erguía alta y recia sobre las manos www.lectulandia.com - Página 270

inmisericordes del océano. Case me dio unos golpecitos en el hombro y ambos nos encaminamos hacia la proa para huir del bramido de los motores. No nos dimos cuenta entonces de que Wert iba detrás de nosotros. —Ha llamado la policía de Portland. Vamos en busca de una embarcación —me comentó Case—. El sujeto que la ha robado mató a su dueña con una navaja. Se ha llevado de rehén a su hijo. Al menos eso creen. —¿Quién lo cree? —Los policías no han encontrado el cuerpo del muchacho. El chico, y todas sus ropas, han desaparecido. Tommy no aminoró la velocidad. Seguía a toda potencia en el centro del canal, con rumbo a mar abierto. Las luces lejanas de Portland y Portland del Sur empezaron a difuminarse de la misma manera que van esfumándose lentamente con la llegada de las nieblas invernales. Wert nos interrumpió. El Típico-Chico-Americano. Su voz casi se desbordaba por el entusiasmo. —Esto es mejor que ir al rescate de esos decrépitos barcos pesqueros. Un asesino. —Vuelve abajo con los motores —le dijo Case—. No se te ocurra apartar los ojos del nivel de presión del aceite ni por un segundo. —Si vamos detrás de un asesino, será mejor que tengamos algún rifle a mano — siguió Wert. —Si quieres un arma vete al ejército —le dije. Y Wert continuaba allí, dejando a los motores con sus revoluciones por minuto y luego negándose a volver a toda prisa cuando Case se lo ordenó. —Será mejor que me obedezcas —dijo Case a Wert. Le dio la vuelta, literalmente hablando, y le empujó hacia la popa. Luego se dirigió hacia mí: —Es un mentiroso redomado. No quiero desperdiciar tinta escribiendo un expediente sobre su conducta. Case estaba nervioso, y eso no era habitual. Se trataba de un tipo muy fácil de llevar, alguien que no podía tener enemigos. Incluso a Wert le gustaba. Era la persona más buena que jamás he conocido. Había aprendido mucho de él. Case tenía los hombros anchos, la cara ancha, una sonrisa estupenda y una «baitiga de cerveza» no demasiado pronunciada. —Voy a hablar con él —Case señaló a Tommy. —¿Los motores? —Sí —dijo Case—, y alguna que otra cosilla más. Supuse que por entonces los motores debían estar en perfecto estado o totalmente destrozados. —¿Cuál es nuestro cometido? —le pregunté a Case. —Vamos a toda marcha para poner el corcho en la botella. Tenemos que bloquear la salida a mar abierto. El asesino no debe escapar por la bocana del puerto. Al menos ésa es una de nuestras tareas. www.lectulandia.com - Página 271

—¿Y cuál es la otra? Case me observó como preguntándose si sería capaz de entenderlo. —Tommy está actuando de una forma extraña —dijo Case—. Apenas atiende a razones en esta clase de emergencias. Esto no sólo tiene que ver con un chiflado y una embarcación robada. Casi lo entendía. Conocía la historia. Durante la guerra Tommy había servido en un crucero que escoltaba convoyes de barcos. Una noche oscura uno de los cargueros fue torpedeado. Hubo supervivientes en el agua. Tommy estaba al mando de la cubierta porque el oficial de artillería se hallaba en la proa. Era una historia horrible. Tommy descubrió a los heridos desperdigados por la superficie del mar, y al mismo tiempo el sónar localizó al submarino alemán. Éste se sumergió enseguida, justo debajo de los supervivientes del carguero. El capitán del crucero tuvo que tomar una decisión. Lanzó varias cargas de profundidad contra el submarino. Los hombres que se mantenían a duras penas sobre el agua acabaron convertidos en una pulpa sanguinolenta. Aún así hubo algunos que sobrevivieron a las explosiones. El capitán tomó aquella decisión, pero Tommy dio las órdenes oportunas para lanzar las cargas de profundidad. Era una de esas historias de las que nunca habla nadie, pero que todo el mundo parece conocer. —Dile que no haga demasiadas tonterías —no sabía qué más podía añadir. —Vamos —dijo Case—. Charlaremos un poco con el pobre antes de que destroce los motores. Acompañé a Case mientras subía por la escalerilla y llegaba al lado de Tommy, que estaba inclinado sobre el parabrisas. Los motores rugían, y la proa estaba tan alta a causa de la velocidad que Tommy apenas podía ver nada. Case le puso una mano en el hombro, sonriéndole como si acabara de hacer un chiste muy gracioso, y luego bajó la palanca de control. La velocidad disminuyó al instante, la proa cayó y la lancha derrapó un poco hacia un costado. Habíamos avanzado tanto que ya podíamos ver las luces del faro de la Barra de Portland. —Relájate —dijo Case—. No vas a poder ver nada con todo ese pelo revuelto sobre los ojos. —La lancha de la policía está inspeccionando las islas —dijo Tommy—. Si ese sujeto logra pasar le habremos perdido —ni tan siquiera parecía haber oído a Case. —Piensa un poco —dijo Case—. Lo que estás haciendo no vale para nada —hizo una pausa mientras buscaba las palabras que iba a decir a continuación. Contempló en la lejanía las luces empañadas que hablaban de niebla—. Como mucho adelantaremos una hora. Dirígete hacia la Barra por uno de los bordes del canal y luego gira dos veces hacia el otro lado. Él no va a ir por el medio del canal. —Quiero echarle el guante a ese payaso —la voz de Tommy sonó tranquila, pero no del todo sana. Mirándole, me dio por pensar que Tommy había estado inactivo durante demasiado tiempo. Siempre bajo control. Supuse que el asesino no le importaba lo www.lectulandia.com - Página 272

más mínimo. Tan sólo quería golpear algo que necesitaba ser golpeado. —Ve despacio —dijo Case—. Utiliza el foco pues seguramente él está navegando con todas las luces apagadas. Era un puerto bastante grande, casi tanto como el de Boston. Podías esconder doscientos botes langosteros en su interior y aún así te llevaría un montón de tiempo encontrar tan sólo una docena de ellos. —Además ese tío está loco —dijo Case—. Navega a toda velocidad, pero seguro que no piensa en ocultarse. Si lo hace no podremos encontrarle. La radio empezó a chirriar. Al rato dejó de hacerlo después de que uno de los lanchones de la guardia costera acabara de dar su mensaje de salida. No podía imaginar por qué en el cuartel general habían decidido enviar un lanchón. No era una buena idea. Necesitaba un calado de más de tres metros, y la zona a la que nos dirigíamos era de aguas poco profundas. A lo mejor el radar que llevaba podía servirnos de ayuda. Recorrimos la parte de estribor del canal hasta la Barra de Portland, luego dimos la vuelta y navegamos de regreso por el otro lado. La niebla se iba espesando. De vez en cuando sonaba el aullido de una sirena. La bruma fue bajando hasta arremolinarse sobre las aguas. Era muy espesa sobre nuestras cabezas y más débil en la superficie del mar. No se podía hacer otra cosa que recorrer las islas. Un trabajo aburrido y gélido. La niebla helada se espesó un poco más, inutilizando el foco. Aquella bruma no levantaría en menos de cinco horas. Daba la sensación de que sería otra de esas noches frías y estériles. A Wert le castañeteaban los dientes. —Hace frío. —Estamos en noviembre. —Llévanos de vuelta a casa, Tommy. —Ve a la sala de máquinas. Permanecimos de guardia sobre la proa. Tommy apenas dio gas a los motores. Recorría las playas de las oscuras islas. No utilizamos el foco. Simplemente nos quedamos en la proa y escuchamos, con la esperanza de oír el motor de un bote langostero. Hacia las 3:30 AM recibimos una llamada del lanchón comunicándonos que había encontrado algo en el radar. Un pequeño bote se desplazaba por el costado del canal que daba a Portland del Sur. —Atrapémosle —dijo Tommy—. Vamos a por él. Tommy se había relajado bastante, pero ahora, de nuevo, volvió a estar muy excitado. Nosotros nos encontrábamos cansados, ateridos y hartos de la espuma que nos salpicaba desde hacía cinco horas. Ninguno estaba empapado por completo, pero tampoco exactamente seco. Tommy dio potencia a los motores, aunque enseguida disminuyó la marcha al darse cuenta de que estaba haciendo el estúpido. Aquella www.lectulandia.com - Página 273

lancha tenía un casco de acero de quince metros de largo. No era conveniente ponerla a toda máquina con aquella niebla. El lanchón de la Guardia Costera estuvo en contacto con nosotros mientras pasábamos el puerto a través de la bruma. Navegamos con rapidez, valiéndonos de las lecturas del radar que nos mandaba el lanchón. No me fío del radar, y menos aún de algo que no estoy viendo. Pero siempre confié en Tommy. Mientras adelantábamos al lanchón contemplamos sus focos rasgando la niebla. Un poco más allá de las luces, justo al borde, descubrimos al bote langostero que parecía una especie de fantasma. Serpenteaba de un lado a otro entre las rocas. Hay allí un acantilado. Una pared de granito que sube hacia lo alto. El bote se abrió paso hasta un agujero que era demasiado minúsculo como para considerarlo una pequeña caverna. Se trataba de un lugar en el que la roca se fracturaba y los muchachos utilizaban para fondear a veces. Adelantamos al lanchón, bajando la velocidad, y nos aproximamos al bote langostero. Apenas nos encontrábamos a unos seis metros de distancia. Era difícil ver al sujeto entre la oscuridad y la bruma que se reconcentraba a los pies de aquella pared rocosa. Gracias a la cercanía el foco sí podía sernos útil ahora. Alumbré el bote con su luz y vi que la matrícula era la misma que estábamos buscando. En efecto, aquél era el hombre. Estaba detrás de la rueda del timón. Se dio la vuelta cuando le enchufamos con el foco. Gritó y nos amenazó con el puño, a lo mejor retándonos a que le cogiéramos. El bote se iba acercando poco a poco a la roca. No creí que aquel tipo estuviera loco. Maniobraba el bote demasiado bien, dejando a un lado el detalle de que se encontraba en un lugar muy poco adecuado para cualquier embarcación. Entonces me miró de frente y estuve seguro del todo. Aquel tipo era como una bestia salvaje, como un perro que llevara largo tiempo corriendo pero al que aún le quedaban fuerzas antes de desplomarse. Los ojos de aquel sujeto no parecían unos ojos normales, sino unas órbitas vacías, profundas y ausentes. Tommy se acercó un poco, quizás un par de metros. La vieja embarcación de pesca siguió resoplando. Estábamos tan cerca que podía ver la pintura desconchada bajo el haz de luz. Aquel loco empezó a aullar. —No podemos cortarle el paso —dijo Tommy—. Encallaría esa cosa. Ahí sólo hay rocas. —Pues hazle encallar —cortó Wert—. El chico no está en ese bote. —Vuelve a los motores. —¿Y tú te crees que habría tenido tiempo de empaquetar las ropas del chico huyendo de esa manera? —Mueve el trasero hacia la popa —aconsejó Case a Wert—. Vuelve a ocuparte de los motores. Hizo una pausa, como si estuviera pensando en lo que Wert acababa de decir. Yo www.lectulandia.com - Página 274

no podía adivinar si estaba, o no, en lo cierto. Pero parecía bastante razonable. —Cuando decidamos lo que vamos a hacer —apuntó Case—, yo mismo te lo diré en persona. Wert fue hacia la popa. —Vamos a necesitar tres pares de manos —planeó Case. Tommy acercaría la lancha al costado del bote. Los otros tres saltaríamos. Yo tenía que dirigirme a la parte delantera y rescatar al chico, que seguramente estaría en la cabina del timón. Wert debía inutilizar el motor del bote langostero. Y luego se suponía que tenía que ayudar a Case a reducir al trastornado sujeto. —Y Tommy —dijo Case—, tú mantente firme. Porque, amigo, si se acerca más a las rocas, vamos a necesitarte. —Tiene un cuchillo. —Sí —dijo Case—, y yo tengo el mío preparado. Se volvió hacia la popa y gritó a Wert, que estaba al lado de los motores con mirada de determinación. Wert golpeó con el puño la palma abierta de su otra mano. Cuando Tommy nos acercó al bote yo salté. La embarcación estaba medio oculta en las sombras de la pared rocosa. Ésta se irguió delante, más oscura que el resto de las tinieblas. En cuanto aterricé, sentí que el bote se estremecía y cabeceaba, rozando una de las rocas sumergidas. Perdí el equilibrio. Estábamos tan cerca de la roca que pude recuperar la estabilidad sujetándome a ella; mientras, en alguna parte por detrás de mí, Tommy gritaba: —¡En el timón, por la izquierda. En el timón, por la izquierda! Fui por la proa, rodeando el lado de estribor de la decrépita cabina. Aquel tipo enajenado salió de detrás de la rueda del timón para interceptarme. Yo estaba asustado. No sabía qué hacer, pero mis piernas empezaron a correr en su dirección. Le empujé como si fuera un zaguero de rugby. Se tambaleó hacia atrás, dirigiéndose a Case, que estaba de rodillas. Pensé que quizás Case se había lastimado el tobillo. Aquel bote de pesca era una verdadera ruina, la cubierta estaba llena de trastos y herramientas. Tommy aún seguía aullando: «A la izquierda del timón, a la izquierda del timón». Oía los motores mientras Tommy viraba a babor para facilitarnos la huida. Cuando la popa del barco estuvo a mi altura miré hacia arriba y vi el rostro ancho y pálido de Wert. El tipo estaba petrificado por el miedo, sus ojos completamente abiertos. No había saltado. Es casi imposible saber —aun después de largos años transcurridos— si lo que haces es lo correcto. Todo ocurre con demasiada rapidez. Si no hubiera detestado tanto a Wert, seguramente habría atendido a sus palabras. A lo mejor habría podido salvar a Case. Lo que realmente sucedió es que yo hice lo que se me había ordenado. Me apoderé de la rueda del timón y viré bruscamente a babor. El bote se separó del acantilado. Lo hizo con lentitud, y estuvo a punto de irse a pique a causa del roce con la pared rocosa. Delante de la rueda, en la pequeña cabina, brillaba una luz roja. Se www.lectulandia.com - Página 275

suponía que yo tenía que rescatar al chico, así que fui hasta allí. Impermeables viejos, mantas raídas, chaquetones y botas. Un chorro de agua que manaba por una vía en el casco. Ningún chico. Debí perder allí medio minuto. Me giré hacia la cubierta justo cuando el haz de luz del foco de la lancha la barría y los motores comenzaban a rugir locamente. Todo sucedió a cámara lenta, o, al menos, esa es la sensación que yo tenía. Aquel tipo enloquecido estaba al lado de Case, y aullaba casi tan alto como los motores de la lancha. Tenía ambas manos juntas por encima de la cabeza, y sujetaba uno de esos punzones largos y agudos que los pescadores de langostas usan para extraer la pesca de las cestas. La lancha rugió muy cerca de nosotros. Oí una ola rompiendo contra la proa, pero es imposible oírla —no como ésa— a no ser que estés justo debajo del barco. Case gritó algo, intentó arrojar un objeto a aquel perturbado, pero es muy difícil acertar cuando estás de rodillas. Me precipité hacía allí, con la intención de reducir a aquel demente. Se produjo un golpe, el bote langostero se inclinó hacia un costado, hubo un crujido de maderas; el olor del pescado inundó la cubierta mientras yo rodaba por el entarimado. Algo, seguramente un cestón de pescar langostas, me golpeó en la cabeza. Entonces me vi sumido en el agua, que estaba mortalmente fría, intentando mantenerme a flote. La tripulación del lanchón nos subió a bordo y nos dio ropas secas. Apenas recordaba nada al principio. Permanecí largo rato sentado en la cubierta de cocina tiritando y bebiendo café. No vi a Tommy. Supuse que estaban intentando recuperarle. No vi a Case. Sí vi a Wert. Estaba sentado en la mesa enfrente de mí, hosco, embutido en sus propias ropas. Tenía los pies mojados, los puso sobre una banqueta mientras se frotaba las piernas y doblaba la parte húmeda de su mono de trabajo a la altura de las pantorrillas. —No había ningún chico. Ya te lo dije. Hicieron encallar lo que quedaba de aquel bote y no encontraron ni rastro del muchacho. —¿Qué ha sucedido? —era incapaz de acordarme de nada. Pero entonces empecé a recordar cosas. —Tom perdió la chaveta y embistió el bote. Te caíste al agua y él saltó para rescatarte. La lancha se ha quedado allí embarrancada, la parte alta bien seca, pero completamente rajada. Poco a poco volvía en mí. —¿Case? Wert pareció enfermar de repente. —Aquel demente le apuñaló. Tommy embistió el bote porque intentaba que el tipo no pudiera acuchillar a Case. —¿Y el loco? —Se cayó de espaldas y murió cuando la proa de la lancha le embistió. Y entonces vi con claridad la imagen del rostro blanco de Wert que se asomaba sobre la barandilla como una luna cadavérica, su mirada vacía, los ruidos y forcejeos www.lectulandia.com - Página 276

a mi espalda, y el rugido de los motores. —¿Dónde estabas tú? —volvía a tener frío. Wert se había inventado su propia historia para excusarse. Como un alumno de primaria que recitara de memoria el cuento recién aprendido. —Estábamos a punto de saltar y entonces los motores hicieron un ruido extraño. Case había dicho que era importante estar al tanto porque no nos podíamos permitir que perdieran potencia. Así lo hice y, antes de que pudiera saltar, Tommy embistió el bote. Se puso de espaldas, se inclinó un poco sobre las piernas y empezó a inspeccionarse los pies. Me separaron de él, alguien lo hizo. Luego el contramaestre del lanchón me dijo que me quedara en el puente de popa. Seguramente porque yo tenía calzado y Wert no. Me fui hacia allí pensando que las cosas no podían haber ido peor, y sin embargo sí que lo habían ido, mil veces peor. Los cadáveres siempre se dejan en el coronamiento de popa. Me senté al lado de Case tras ver cuál era su cuerpo. Estaba envuelto en una manta raída y vieja. No podía entender por qué tenía que morir la mejor persona que había conocido en toda mi vida. No me hallaba en plena posesión de mis facultades mentales. Entonces empecé a pensar, a pensar en lo que había visto mientras examinaba cuál de los cuerpos era el de Case. Su cadáver estaba lleno de golpes, prácticamente destrozado. Sólo había una cuchillada, encima del pecho, y estaba bastante lejos del corazón, cerca del hombro izquierdo. Aquel demente no había matado a Case. Siempre había confiado en Tommy. Tommy era mi amigo. Me había enseñado un montón de cosas. Pero Tommy había sido el causante de la muerte de Case al intentar salvarle. Nunca sabes si lo que estás haciendo en un momento determinado es lo mejor, y esa premisa es aún más cierta cuando eres joven. Actúas sobre la base de tus propios conocimientos. Lo que sí sabía era que el juez de instrucción local era un viejo vago y un borracho empedernido. Por dos veces ya, durante el servicio de patrulla de costas, le habíamos llevado algún cadáver. Los había depositado en una especie de tina de acero inoxidable y había dicho algo así como: «Este pobre fulano se ha ahogado él solito». Sabía que aquel juez de instrucción no haría ninguna autopsia. Si veía la herida encima del corazón, se pondría a maldecir al demente. No diría ni una palabra sobre Tommy. Saqué mi navaja. Ésta portaba una especie de punzón de un diámetro similar al que utilizan los pescadores de langostas. Aún hoy me cuesta creer cómo fui capaz de tener tanto coraje y ser tan ignorante. Apuñalé a Case, apuñalé a un hombre muerto, justo en el lugar en el que se encontraba su corazón. No fue más que una pequeña herida de color azul de la que no manaba sangre, pero, gracias a los daños corporales www.lectulandia.com - Página 277

y a la acción del agua salada, tampoco sangraba ninguna de las demás heridas. Recuerdo vagamente que me pregunté cuál sería la condena por apuñalar a un cadáver. * * * Los años pasan, pero los recuerdos son implacables. Semejante acción queda impresa para siempre en el alma de los hombres. A veces los recuerdos de la juventud se desvanecen y acaban por desaparecer detrás de otros más vívidos. Pero, al mismo tiempo, hay cosas que jamás te abandonan. A lo mejor le hice un favor a Tommy, o a lo mejor no. La policía no interpuso ningún cargo criminal, y la corte marcial le declaró inocente. El juzgado determinó que, a pesar de no haber podido salvar a Case, sí me había salvado a mí. Pero tampoco les gustó la destrucción de un barco tan caro. Tommy acabó mal. Empezó a darse a la bebida tras la absolución. Contemplamos demasiadas veces su figura alta y su cabello negro inclinándose sobre demasiados vasos de cerveza en demasiadas tabernas marineras. Se ausentó sin permiso durante todo un mes y estuvo encarcelado por borracho. En aquellos días, la Guardia Costera era como una pequeña familia. Nuestro capitán intentó salvar a Tommy trasladándole a un barco del servicio meteorológico. El capitán había pensado que, como el barco solía permanecer mar adentro un mes entero, Tommy se vería obligado a permanecer sobrio durante los treinta días de servicio. Una noche, mientras el barco pasaba al lado del Faro de Portland, Tommy cayó por la borda. El tribunal de investigación determinó que se había tratado de un accidente. Wert tuvo un final aún más macabro. Una noche sin viento Wert vagabundeaba entre las boyas del astillero. Las boyas permanecían en completo silencio, las gigantescas sirenas, las bruñidas campanas, las estanterías llenas de boyarines. Algunas estaban sueltas, esperando a ser depositadas en su emplazamiento definitivo. Sin ninguna razón aparente, y en contra de todas las leyes físicas conocidas, una de las boyas encendidas rodó por el suelo totalmente plano. Pesaría cerca de una tonelada y aplastó a Wert sobre el pavimento del astillero. No hacía ni una brizna de aire, pero los hombres que patrullaban en las lanchas juraron que habían oído el tañido de una campana, y luego un golpe metálico, y otra vez el tañido. Cuando finalizó mi periodo de servicio en la marina no me reenganché. Huí lo más lejos posible del agua salada. Los años que siguieron fueron sombríos; trabajos raros y malos por todo el medio oeste. Iba a la escuela nocturna, me casé, obtuve el graduado, me divorcié. Nada parecía ir completamente bien. De pronto me di cuenta —y curiosamente, de todos los lugares posibles en la estación de autobuses de Peoria —, de que aquel terrible incidente me había apartado de mi verdadera vocación, el mar. Cambié mi pasaje de autobús a Chicago por otro a Seattle. De Seattle fui hasta Ketchikan, donde me dediqué a la pesca del salmón, y finalmente conseguí un www.lectulandia.com - Página 278

camarote fijo en un remolcador que llevaba barcazas de Seattle a Anchorage. Tras muchos años llegué a ser el patrón de mi propio barco. Muchos marineros, en su gran mayoría pescadores, arriban a Seattle, Ketchikan y Sitka. Una tarde nivosa de enero en Sitka, cuarenta años después de aquel incidente, oí lo que decían un par de marineros de Maine mientras juraban y perjuraban que no volverían a arribar a los muelles de Portland. Existían suficientes pruebas en su cháchara de borrachos como para convencerme de que había llegado el momento de ajustar cuentas con el pasado. Reservé un vuelo a Portland. Durante todo aquel tiempo siempre habían quedado en el aire ciertas preguntas obsesionantes sobre aquel suceso de juventud. Pensaba en ellas mientras iba en el avión. ¿Qué había sido del muchacho? ¿Qué vio Tommy mientras lanzaba la lancha contra el bote? ¿Qué había visto yo mismo? Ahora soy viejo y estoy familiarizado con las jugarretas que nos puede causar la imaginación. ¿Qué vio Wert? ¿Qué puede hacer que uno de esos puritanos pescadores de langostas —pues en Maine, generalmente, son sujetos sobrios y adustos— se hunda de repente en los abismos de la locura? Para mí, que ya soy viejo, la mujer que me recibió en el vestíbulo del hotel era una dama llena de encanto y dignidad. Las costas de Maine son duras para los hombres, pero a veces son aún más duras para las mujeres. El rostro suave de la dama estaba curtido, unas finas arrugas se prolongaban alrededor de sus ojos grises y sus manos demostraban que no temía al trabajo. El cabello, largo y oscuro, estaba salpicado de mechones grises y el vestido, igualmente gris y neutro, le caía bastante por debajo de las rodillas. —Es como un rompecabezas —me dijo nada más sentarnos a almorzar—. Tiene que tener presente que yo apenas era una niña. —Me pregunto qué está pasando en el puerto —dije—. Los periódicos se lo toman a broma. Tras los cristales de las ventanas, la nieve amontonada dibujaba unas calles ahora asfaltadas, pero que en mi juventud eran de adoquines. El sol brillaba en las zonas de hielo y el termómetro permanecía bajo cero. —Lo sé —me dijo—. Poseo un negocio de barcos. La historia me va llegando poco a poco, a pequeños retazos. Los hombres hablan aun cuando prefieren guardar silencio. Los marineros escuchan más de lo que ven. En la oscuridad invernal de las madrugadas, cuando la bruma helada cubre el canal, los pescadores dicen oír el sonido de unos motores diésel. Y luego, casi de inmediato, un grito histérico: «A la izquierda del timón. A la izquierda del timón». Cuando eso sucede los hombres se quedan aterrados y piensan en su propia embarcación. La pantalla del radar está en blanco, pero ningún marinero se fía de esos aparatos y ninguno falla a la hora de actuar cuando su vista está nublada por la bruma. Entonces el sonido de los motores se eleva hasta convertirse en un rugido, www.lectulandia.com - Página 279

mientras los hombres, a ciegas, mueven la rueda del timón para escapar. Luego se produce como una especie de desgarro, y el sonido de metal y madera al despedazarse; y luego, el silencio. En medio de esa quietud una voz dice: «Una deuda de marino. Una deuda de marino». Los pescadores aseguran que es una voz del otro mundo, o que es tan de este mundo como la voz del mar. Luego escuchan cómo va disminuyendo el sonido de los hombres forcejeando en la cubierta. —Le voy a contar lo que me decía mi abuela —apuntó la mujer. Sonrío distraídamente—. Las gentes de Maine tienen fama de ser taciturnas, pero entre ellas hablan como cotorras —dudó unos instantes y luego se confesó entre susurros—. Jamás me he casado. A lo mejor soy una anticuada, y algo supersticiosa. Mi padre estaba loco, y mi madre no andaba mucho mejor. —Si todo esto es demasiado duro para usted… —En realidad nunca los conocí —me recordó—, pero mi abuela siempre fue mi mejor amiga. Al otro lado de la ventana los colores chillones de los automóviles contrastaban con la nieve amontonada y las calles relucientes de sol. Unos edificios altísimos arrojaban negras sombras sobre los bulliciosos muelles. —Maine suele parecerse a Alaska —dijo la mujer—. En Alaska las personas aún se reconocen las unas a las otras. Estaba en lo cierto. En Alaska aún existe ese sentimiento de «todos estamos juntos en esto». Cuando los nativos de Alaska se encuentran en los más extraños lugares, digamos Indiana o Australia, todos se conocen entre sí, o encuentran algún amigo común. Se trata de un estado enorme con muy escasa población. —Fue un incidente de guerra —me dijo—. O, tal vez, un suceso de juventud. El marinero llamado Tommy fue a visitar a mi abuela en dos ocasiones. Conocía a mi padre. Ambos habían zarpado de este mismo puerto durante la guerra. Mi padre sirvió a bordo de un buque mercante. Tommy vino a pedir perdón por la muerte de mi padre. Viejas memorias empezaron a removerse en mi cerebro. Por fin algo parecía tener sentido. Su padre fue uno de los supervivientes del torpedeo del barco mercante cuando Tommy tuvo que dar la orden para lanzar las cargas de profundidad. Tras aquella acción, el padre sufrió una conmoción y su cerebro quedó terriblemente dañado. Su madre, que con anterioridad tenía reputación de ser demasiado fantasiosa, afrontó su nueva situación haciéndose adicta de una facción muy virulenta de la Iglesia de Nueva Inglaterra. Adoptó el rol de santa ante los pecadores desventurados que aguardaban la llegada de un Dios vengador. Más tarde se demostraría que fue un enfoque totalmente erróneo. —No perdono a mi padre —dijo la mujer—. Ni tan siquiera le excuso. No hay excusas para el asesinato. www.lectulandia.com - Página 280

Tenía razón, desde luego. Nadie tiene derecho a matar a un semejante, por muy loco que esté. Sin embargo, la mayoría de los crímenes están provocados por las pasiones y los acontecimientos. —Tommy creía que estaba maldito —continuó diciéndome—. Se convenció de que el destino le había puesto en un mundo en el que estaba obligado a matar a mi padre. Las cargas de profundidad fallaron, y para él resultaba terrible pensar que había tenido que matar a un hombre después de aquella primera vez —sonrió, pero su sonrisa era triste y apagada—. No sea tonto. Si hubiera sido al revés, mi padre habría hecho lo mismo, y también habría reaccionado de la misma manera. La mujer se dispuso a irse, a volver a su trabajo y a su vida de todos los días. —Intente pensar en las mentes de los hombres —dijo—, y también en el mar; no fue más que un accidente, nada más que eso. Me di cuenta de que no sabía más de lo que ya me había contado, pero que sí pensaba más de lo que estaba dispuesta a contar. —La oscuridad siempre intenta acabar con la luz —murmuró—. Ése es el cometido de la oscuridad —y mientras la ayudaba a ponerse el abrigo añadió—: Recuerde que todos eran muy jóvenes. Mi padre tenía veinticinco años y Tommy unos pocos más. * * * Meditaba sobre la voz inmemorial del mar mientras buscaba una barca de alquiler. El mar habla con los sonidos del trueno, susurra, sisea o murmura. Es casi tan viejo como la madre tierra. El mar ha engullido a los hombres de un millar de culturas diferentes: entre sus fauces incansables ha devorado a persas, fenicios, romanos, españoles e ingleses. También meditaba acerca de Maine y del puerto de Portland mientras verificaba el motor de la pequeña barca que acababa de alquilar, que, como yo mismo, estaba al final de sus días de navegación. Un millar de navíos han sucumbido en estas ásperas aguas, mientras en tierra la gente levanta cruces frente al mar. Muchas de las tumbas de Maine tan sólo acogen recuerdos. Y también meditaba sobre la juventud, sobre las grandes pasiones y los grandes sueños perdidos de la juventud. No podía imaginarme por qué Tommy había sentido el impulso de golpear aquel bote pesquero. Es evidente que lo hizo sin pensar, porque era demasiado joven como para movilizar las palabras y alterar su confusión. Resultaba poco extraño que se considerase maldito. Y, mientras la bruma helada se asentaba sobre la dársena ya cerca de la medianoche, pensé en Wert. Que el mar no hubiera perdonado a Wert, que, de una manera u otra, hubiera salido de su seno para acabar con Wert valiéndose de una boya de señalización, eso aún podía entenderlo. Había actuado como un chiquillo ante la locura, un chiquillo sin experiencia en esa clase de lucha. www.lectulandia.com - Página 281

Por último, mientras me dirigía a mi destino, pensé en Case. Aún le recuerdo como el hombre más bueno que jamás he conocido. Me pregunto si el pasado no me engaña. La vieja barca aún era capaz de navegar con soltura. El motor de gasolina ronroneaba mientras bordeaba la línea de estribor de la costa. La bruma se espesaba encima y unos jirones vaporosos comenzaban a lamer la superficie de aquellas aguas incansables y ondulantes. La marea estaba subiendo. A lo largo de la costa de Maine las aguas suben y bajan más de cinco metros durante el invierno. Rebusqué entre mis memorias: Case sonriendo mientras le enseñaba a un joven marinero cómo recoger los cabos, Case hablando suavemente a los rugientes motores, como si se trataran de cosas vivas. La bruma se adhería al riel y a la cubierta de la barca de pesca. Al instante se congelaba en un tenue manto de blanca escarcha. La bruma glaseaba las silenciosas boyas que marcaban el recorrido del canal. Unos restos de maderas se balanceaban al paso de la pequeña barca mientras disminuía la velocidad y me dirigía hacia las rocas. Después de cuarenta años, sería totalmente normal que un hombre olvidara la situación de las rocas y las corrientes. Pero yo me acordaba perfectamente de todo. Había llegado al escenario de mis peores memorias. Apagué el motor en cuanto el ancla quedó fijada. Los débiles murmullos del agua servían de fondo al sordo tañido de una campana. A lo lejos ululó la sirena de un barco y, desde la costa, el aullido de un coche de policía gimió claramente en medio de la noche helada. La niebla se espesaba sobre las aguas de tal forma que ninguna luz de la ciudad era capaz de llegar a aquel oscuro rincón. Ningún ser humano podía descubrirme. Ningún ser humano lo habría deseado. Un motor de gasolina sonó muy claro y cercano por la parte de popa. Sin duda se trataba de un bote langostero que se dirigía a esta especie de fondeadero abierto en la roca de un vertiginoso acantilado. El miedo es siempre un viejo amigo. He conocido el miedo de un millar de tempestades. Le he oído, le he sentido, cuando en la radio de mi barco se escuchaban las voces aterrorizadas de los condenados; voces de hombres que transmitían por última vez la posición de su embarcación antes de que esta emprendiera su zambullida final. El miedo siempre acompaña a los que estamos cerca del mar. Al principio aprendes a sobrellevarlo, luego, cuando descubres que es algo natural e inevitable, llegas a considerarle un buen amigo. Justo en esos momentos, en alguna parte en medio de aquella bruma, una lancha fantasma de quince metros de eslora navegaba a toda velocidad por el canal guiada por el radar de un lanchón fantasmal, un barco que ya habría sido vendido para chatarra o que estaría olvidado en algún muelle. Muy cerca, por la popa, un bote espectral avanzaba sobre la superficie de aquellas aguas inquietas. El ronroneo de los motores diésel de la lancha de Tommy se elevó en medio de la bruma al mismo tiempo que el del bote langostero. Los sonidos convergieron, y www.lectulandia.com - Página 282

entonces el bote se deslizó suavemente cerca de las rocas. Besó la pared del acantilado. La luz roja de la cabina y de la portilla de babor formaban una máscara diabólica en la faz del bote langostero. Aquella máscara resplandecía enloquecedoramente, no se trataba de algo insustancial. Tanto el bote como el sujeto que lo pilotaba parecían tan sólidos como la cubierta bajo mis pies. Sólo la locura resultaba fantasmagórica. Pero yo también había conocido la locura en el mar. También había blandido un cuchillo, aunque fuera contra un cadáver. Aquel demente del bote bajó la potencia del motor hasta un simple ronroneo, luego se volvió para mirarme mientras su embarcación se deslizaba a mi lado. El sufrimiento distorsionaba su rostro, un sufrimiento como jamás había observado. He visto morir a los hombres, y les he visto vivir cuando preferían estar muertos. He visto a las víctimas de terribles incendios, y a hombres hechos trizas al ser rebanados por cables y cabos. Y sin embargo, aquel sufrimiento estaba más allá del mero dolor físico. Esos cuarenta últimos años resultaban como una simple hora para aquel hombre que había asesinado a su esposa. Tenía el rostro distorsionado por los remordimientos; contemplaba a un ser condenado a repetir una y otra vez su pasado. Aquel rostro parecía surgir de las más hondas profundidades de un infierno. Se rió, una carcajada llena de angustia que fue amortiguada por la bruma. Me hizo una seña, indicándome que lo siguiera. Su embarcación empezó a balancearse. Con el motor tan bajo de vueltas no había suficiente potencia para que el bote permaneciera con la proa al frente. Entonces surgió de entre la niebla la parte delantera de la lancha. Su forma era tan difusa e insustancial como precisa y clara era la del bote langostero. Se situó a un costado, más fantasmagórica que la niebla circundante. Si no hubiera sido por el rugido de los motores aquella embarcación se habría parecido más a un simple pedazo de bruma. Contemplé el drama que estaba a punto de desarrollarse; vi las formas fantasmagóricas de los hombres que hablaban precipitadamente mientras la lancha se deslizaba a nuestro lado, viraba sobre el canal y volvía en dirección a los acantilados, acercándose. La lancha giró, puso rumbo a los acantilados y se acercó al costado del bote langostero. Pude ver a Tommy claramente. Su cabello negro se agitaba encima de un rostro apenas más perceptible que la propia oscuridad. Por unos momentos su cara pareció totalmente irreal mientras se concentraba en situar la lancha de costado. Case y Wert, y una figura difusa y vagamente familiar, estaban listos sobre la barandilla. Dos de aquellas figuras saltaron y, para ser honestos, la otra, la de Wert, lo intentó. Sus hombros se dirigieron hacia delante, pero sus pies se negaron a seguirles. Trastabilló, se dejó caer sobre la barandilla, recobró de nuevo el equilibrio. Vi los errores que cometíamos, los mismos errores que comenten los jóvenes cuando entran en acción. Los pocos minutos de refriega a bordo de aquel bote pesquero parecían prolongarse en el infinito. Como una película a cámara lenta. www.lectulandia.com - Página 283

Case perdió el equilibrio y cayó. Mi propia figura fantasmal se tambaleó y volvió a enderezarse mientras el marino demente salía de la cabina del timón. No llevaba ningún arma encima, tan sólo levantó los brazos. Pude ver que el hombre únicamente intentaba protegerse el rostro mientras corría hacia Case. Cayó cerca de la cabina del timón y luego volvió a incorporarse lentamente. Mi figura desapareció en el interior de la pequeña caseta y se puso a buscar a un chico que jamás había estado allí. Case se movía lentamente; en la mano izquierda llevaba un objeto metálico mientras que con la derecha se comprimía el hombro. Se había producido aquella herida al caer sobre un clavo u otra herramienta puntiaguda. El loco aulló y retrocedió lentamente hacia la proa. Gritaba una y otra vez: «Alejaros, alejaros, alejaros». Y luego: «Tommy, Tommy, Tommy». Case le seguía mientras la lancha se deslizaba pegada al costado del bote y luego nos enfilaba. Case debería haber esperado nuestra ayuda. Aquel demente no era una amenaza. Cuando el sujeto tomó uno de los punzones para atrapar langostas, Case dio un traspié. Estaba de rodillas, intentando arrojarle el objeto metálico que tenía en la mano izquierda, cuando mi figura apareció detrás de la cabina del timón. Ambos estaban tan cerca el uno del otro que, al intentar cargar sobre el loco, fui a dar contra la espalda de Case; y entonces, mientras contemplaba mi propio fantasma, descubrí que aquel demente tan sólo pretendía utilizar el punzón contra sí mismo. El rugido de los motores de la lancha se irguió en la noche. ¿Qué había visto Tommy? Estuvo todo el tiempo mirando. ¿Qué había visto Wert? Prácticamente nada. Wert se hallaba a popa, al lado de los motores. Y entonces contemplé la locura que cubría el rostro de Tommy, y vi que en aquellos instantes de tormento eran dos hombres los que se habían inmolado en su propia culpabilidad. Tommy, que había matado a gente inocente con cargas de profundidad, ahora se precipitaba sobre las rocas en un último y desesperado alarde de locura que podía —o no podía— tener algo que ver con la intención de salvar la vida de Case; un hombre que, por otra parte, no necesitaba ser salvado. El demente se quedó mirando la enorme proa de la lancha que se le venía encima, y se puso a gritar de júbilo o de expiación, agitando los brazos como si quisiera dirigirla justo contra su pecho. Se produce un estremecimiento cuando la lancha choca contra las rocas, su proa se alza, hay una lluvia de chispas sobre el metal mientras el casco se resquebraja. Wert cae rodando sobre los motores y el agua comienza a inundar la popa. Tommy apaga los motores y sale corriendo hacia el costado por donde yace el bote medio sumergido en aguas poco profundas. La proa está destrozada y debajo del casco sobresalen unas piernas calzadas con botas de marinero; las piernas del pescador de langostas, retorcidas y quebradas. Case está tirado sobre la arrugada barandilla mientras la sangre mana a borbotones y mi propia figura fantasmal está medio sumergida en el agua poco profunda, la cabeza sobre una roca, como un chiquillo recostado en una almohada. Tommy no se lanza al agua de inmediato, primero www.lectulandia.com - Página 284

socorre a Case, y luego a mí. No sé si se trataba de mi propia voz —aunque creo que sí lo era— o la voz del mar la que pronunció aquellas últimas palabras: «Una deuda de marino. Una deuda de marino». * * * Se congregaron a mi alrededor, los espíritus de aquellos cuatro hombres, mientras levaba el ancla y enfilaba la proa de regreso a los muelles del puerto. El rostro rechoncho y pálido de Wert relucía claramente en medio de la bruma. Protestaba en silencio, intentaba explicarse, encontrar las palabras que dieran sentido a sus inexpresables pensamientos. Case estaba a mi lado, sobre el timón —su figura lánguida, su rostro espectral—, un hombre que había cometido sus propios errores durante la juventud. No tenía el pecho descubierto ni mostraba ninguna herida. A lo mejor, incluso parecía orgulloso de que yo hubiese empuñado una navaja para ayudar a un amigo. Allí estaban mis camaradas. En muchos sentidos se encontraban más cercanos a mí que la tripulación de hombres vivos de mi barco en Alaska. Tommy y el pescador de langostas apenas eran más que unos leves jirones de niebla entrelazados, como unidos, mezclados en el presente y, posiblemente, por toda la eternidad. Se me ocurrió que todos nosotros, que todas nuestras partes, estaban condenadas a interpretar aquella misma escena durante el resto de las noches en las que la bruma helada se deja caer sobre las aguas. El pescador de langostas seguiría soportando su propia porción de infierno y nosotros, los tripulantes de aquella lancha costera, seguiríamos cometiendo los mismos errores en él. Ahora sé que el silencio de Tommy era el silencio de la locura. Catando no podía hablar tenía que entrar en acción, aun cuando intentara hacer lo correcto; también sé ahora que nadie podía ayudarle, hacerle olvidar que había matado a Case. Y sé que Tommy me había protegido, pues él también tenía que haberse dado cuenta de mis propios errores. Saltó de aquel barco de observación meteorológica al que le había trasladado nuestro capitán, saltó por la borda en busca del silencio. Él lo sabía, aun en lo más hondo de sus borracheras, sabía que la verdadera historia saldría tarde o temprano a la luz. A su manera, Tommy fue un héroe. Las tinieblas se abalanzaron sobre él en dos ocasiones, la primera con las cargas de profundidad, la segunda con la misión de la lancha costera. Luchó contra las tinieblas de la única manera que conocía. Se sumergió en el silencio eterno de la muerte. La oscuridad siempre intenta acabar con la luz. Saqué la vieja navaja del bolsillo. Wert tan sólo parecía un poco confuso, mientras que Case sonreía. Las figuras encadenadas de Tommy y del pescador de langostas simplemente expresaban una profunda tristeza. A lo mejor tenía que haber arrojado la navaja por la borda. www.lectulandia.com - Página 285

Pero aún sigue en mi bolsillo, y seguirá ahí hasta mi muerte y, quizás, me acompañe en la tumba. Esa navaja es todo lo que me queda de mi juventud, pues ahora sé que la parte de mí que sigue atada a aquellas costas gélidas es un fantasma juvenil, encadenado para siempre al rugido de los motores diésel. Mis compañeros se desvanecieron en la niebla mientras me aproximaba al embarcadero. Poco queda por decir. Volveré a Alaska y emprenderé tres travesías más, cuatro a lo sumo. Después me jubilaré y encontraré un pequeño apartamento al lado de los muelles. Aunque jamás daré por terminada mi relación con mis camaradas y con el mar, creo que ellos sí lo harán conmigo. Nosotros, los que nunca nos vimos implicados en verdaderas acciones de guerra, aún tenemos que encontrar la paz, aunque no sé cuál es el motivo real. Pienso que entre nosotros todo está finalmente perdonado.

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Vicente Blasco Ibáñez (1867-1928) Novelista español nacido en Valencia. Blasco Ibáñez tuvo una azarosa vida política: fue activista antimonárquico, estuvo arrestado durante dos años realizando trabajos forzados y acabó siendo diputado del Partido Republicano. Sus novelas y cuentos contienen descripciones muy realistas, vivas y duras de su Valencia natal, y alcanzó una enorme fama mundial con su obra Los cuatro jinetes del Apocalipsis. Entre sus novelas más destacadas podemos nombrar: La barraca (1898), Cañas y barro (1902), La catedral (1903) y Sangre y arena (1908). El cuento aquí recogido, ¡Hombre al agua!, ha sido anteriormente seleccionado por varias antologías norteamericanas de terror en el mar, y pertenece a su serie La condena y otros cuentos (en donde figuran varios relatos más de fondo marinero). Aquí el terror es completamente real, amargo y sin ningún tipo de concesiones.

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¡HOMBRE AL AGUA! Vicente Blasco Ibáñez

Al cerrar la noche salió de Torrevieja el laúd[17] San Rafael, con cargamento de sal para Gibraltar. La cala iba atestada, y sobre cubierta amontonábanse los sacos, formando una montaña en torno del palo mayor. Para pasar de proa a popa, los tripulantes iban por las bordas sosteniéndose con peligroso equilibrio. La noche era buena; noche de verano con estrellas a granel y un vientecillo fresco algo irregular, que tan pronto hinchaba la gran vela latina hasta hacer gemir el mástil, como cesaba de soplar, cayendo desmayada la inmensa lona con ruidoso aleteo. La tripulación, cinco hombres y un muchacho, cenó después de la maniobra de salida, y una vez rebañado el humeante caldero, en el que hundían su mendrugo con marinera fraternidad desde el patrón al grumete, desaparecieron por la escotilla todos los libres de servicio para reposar sobre la dura colchoneta, con los vientres hinchados de vino y zumo de sandía. Quedó en el timón el tío Chispas, un tiburón desdentado que acogió con gruñidos de impaciencia las últimas indicaciones del patrón, y junto a él, su protegido Juanillo, un novato que hacía en el San Rafael su primer viaje, y le estaba muy agradecido al viejo, pues gracias a él había entrado en la tripulación, matando así su hambre, que no era poca. El mísero laúd antojábasele al muchacho un navío almirante, un buque encantado navegando por el mar de la abundancia. La cena de aquella noche era la primera cena seria que había hecho en su vida. Había llegado a los diecinueve años, hambriento y casi desnudo como un salvaje, durmiendo en la torcida barraca, donde gemía y rezaba su abuela, inmóvil por el reuma; de día ayudaba a botar las barcas, descargaba cestas de pescado o iba de parásito en las lanchas que perseguían el atún y la sardina, para llevar a casa un puñado de pesca menuda. Pero ahora, gracias al tío Chispas, que le tenía ley por haber conocido a su padre, era todo un marinero, estaba en camino de ser algo, podía con todo derecho meter su brazo en el caldero y hasta llevaba zapatos, los primeros de su vida, unas soberbias piezas capaces de navegar como una fragata, que le sumían en éxtasis de adoración. ¡Y aún dicen que si el mar…! Vamos, hombre… El mejor oficio del mundo. El tío Chispas, sin apartar la vista de la proa ni las manos del timón, agachándose para sondear la oscuridad por entre la vela y el montón de sacos, le escuchaba con www.lectulandia.com - Página 288

sonrisa marrullera. —Sí; no has escogido mal oficio. Pero tiene quiebras. Las verás… cuando tengas mis años… Pero tu sitio no es aquí: anda a proa y avisa si ves por delante alguna barca. Juanillo corrió por la borda con la segura tranquilidad de un pillo de playa. —Cuidado, muchacho, cuidado. Pero él ya estaba en la proa, y se sentó junto al botalón, escudriñando la negra superficie del mar, en cuyo fondo se reflejaban como serpenteantes hilos de luz las inquietas estrellas. El laúd, panzudo y pesado, caía tras cada ola con un solemne ¡chap!, que hacía saltar las aguas hasta la cara de Juanillo; dos hojas de espuma fosforescente resbalaban por ambos lados de la gruesa proa, y la hinchada vela, con el vértice perdido en la oscuridad, parecía arañar la bóveda del cielo. Pero ¿qué rey ni que almirante estaba mejor que el serviola del San Rafael?… ¡Brrr! Su estómago repleto le saludaba con eructos de satisfacción. ¡Vida más hermosa!… —¡Tío Chispas!… Un cigarro. —Ven por él. Juanillo corrió por la borda del lado contrario al viento. Era un momento de calma y la vela rizábase con fuertes palpitaciones, próxima a caer desmayada a lo largo del mástil. Pero vino una ráfaga, la barca se inclinó con rápido movimiento; Juanillo, para guardar el equilibrio, agarróse al borde de la vela, y en el mismo instante ésta se hinchó como si fuera a estallar, lanzando al laúd en una carrera veloz y empujando con fuerza tan irresistible todo el cuerpo del muchacho, que lo disparó como una catapulta. En el ruido de las aguas, al tragarse a Juanillo, creyó oír éste un grito, palabras algo confusas; tal vez el viejo timonel que gritaba: «¡Hombre al agua!» Bajó mucho, ¡mucho!, atolondrado por el golpe, por lo inesperado de la caída; pero antes de darse cuenta exacta de ello vióse otra vez en la superficie del mar braceando, absorbiendo con furia el fresco viento… ¿Y la barca? No la vio ya. El mar estaba oscurísimo, más oscuro que visto desde la cubierta del laúd. Creyó distinguir una mancha blanca, un fantasma que flotaba a lo lejos sobre las olas, y nadó hacia él. Pero de pronto ya no lo vio allí, sino en lugar opuesto, y cambió de dirección, desorientado, nadando con fuerza, pero sin saber adónde iba. Los zapatos pesaban como si fuesen de plomo. ¡Malditos! ¡La primera vez que los usaba! La gorra le martirizaba las sienes; los pantalones tiraban de él como si llegasen hasta el fondo del mar y fuesen barriendo las algas. —Calma, Juanillo, calma. Y arrojó la gorra, lamentando no poder hacer lo mismo con los zapatos. Tenía confianza. Él nadaba mucho; se sentía con aguante para dos horas. Los de la barca virarían para pescarle; un remojón y nada más… Pues, qué, ¿así como así www.lectulandia.com - Página 289

mueren los hombres? En un temporal, como habían muerto su padre y su abuelo, bueno; pero en noche tan hermosa y con buena mar, morir empujado por una vela, sería una muerte de tonto. Y nadaba y nadaba, siempre creyendo ver aquel fantasma indeciso que cambiaba de sitio, esperando que de la oscuridad surgiera el San Rafael viniendo en su busca. —¡Ah de la barca! ¡Tío Chispas!… ¡Patrón! Pero el gritar le fatigaba, y dos o tres veces las olas le taparon la boca. ¡Malditas! … Desde la barca parecían insignificantes; pero en medio del mar, hundido hasta el cuello y obligado a un continuo manoteo para sostenerse, le asfixiaban, le golpeaban con su sorda ondulación, abrían ante él ondas y movibles zanjas, cerrándolas enseguida como para tragarle. Seguía creyendo, pero con cierta inquietud, en sus dos horas de aguante. Sí; contaba con ellas. Dos horas y más nadaba allá en su playa sin cansancio. Pero era en las horas de sol, en aquel mar de cristal azul, viendo allá abajo, a través de fantástica transparencia, las rocas amarillas con sus hierbajos puntiagudos como ramos de coral verde, las conchas de color rosa, las estrellas de nácar, las flores luminosas de pétalos carnosos estremeciéndose al ser rozados por el vientre de plata de los peces, y ahora estaba en un mar de tinta, perdido en la oscuridad, agobiado por sus ropas, teniendo bajo sus pies quién sabe cuántos barcos destrozados, cuántos cadáveres descarnados por los peces feroces. Y estremecíase al contacto de su mojado pantalón, creyendo sentir el rozamiento de algunos dientes. Cansado, desfallecido, se echó de espaldas, dejándose llevar por las olas. El sabor de la cena le subía a la boca. ¡Maldita comida, y cuánto cuesta de ganar! Acabaría por morir allí tontamente… Pero el instinto de conservación le hizo incorporarse. Tal vez le buscaban, y estando tendido pasarían cerca de él sin verle. Otra vez a nadar, con el ansia de la desesperación; incorporándose en la cresta de las olas para ver más lejos; yendo tan pronto a un lado como a otro, agitándose siempre en un mismo círculo. Le abandonaban como si fuese un trapo caído de la barca. ¡Dios mío! ¿Así se olvida a un hombre?… Pero no; tal vez le buscaban en aquel momento. Un barco corre mucho; por pronto que hubiesen subido a cubierta y arriado vela, ya estarían a más de una milla. Y acariciando esta ilusión se hundía dulcemente, como si tirasen de sus pesados zapatos. Sintió en la boca la amargura salitrosa; cegaron sus ojos; las aguas se cerraron sobre su rapada cabeza, pero entre dos olas se formó un pequeño remolino; asomaron unas manos crispadas y volvió a salir. Los brazos se dormían, la cabeza se inclinaba sobre el pecho como vencida por el sueño. A Juanillo le pareció cambiado el cielo; las estrellas eran rojas, como salpicaduras de sangre. Ya no le infundía miedo el mar; sentía el deseo de abandonarse sobre las aguas, de descansar. Se acordaba de la abuela, que a aquellas horas estaría pensando en él. Y quiso www.lectulandia.com - Página 290

rezar como mil veces había oído a su pobre viejo: «Padre nuestro, que estás…» Rezaba mentalmente; pero sin darse cuenta de ello, su lengua se movió, y dijo con una voz ronca, que le pareció de otro: «¡Cochinos, ladrones! ¡Me abandonan!»… Se hundía otra vez: desapareció, pugnando en vano por sostenerse. Alguien tiraba de sus zapatos. Buceó en la oscuridad, sorbiendo agua, inerte, sin fuerzas; pero, sin saber cómo, volvió otra vez a la superficie. Ahora las estrellas eran negras, más negras que el cielo, destacándose como gotas de tinta. Se acabó. Esta vez se iba al fondo de veras; su cuerpo era de plomo. Y bajó en línea recta, arrastrado por sus zapatos nuevos, y en su caída al abismo de los barcos rotos y los esqueletos devorados, el cerebro cada vez más envuelto en densas neblinas, iba repitiendo: «¡Padre nuestro…, Padre nuestro! ¡Ladrones, granujas! ¡Me han abandonado!»

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William Outerson (¿?-1943) Nació en Edimburgo y a muy temprana edad se embarcó como marino, participando en la Guerra Hispano-Americana bajo la enseña de la Armada Estadounidense. Más tarde fue buscador de oro en Alaska, abogado en Escocia y soldado durante la Primera Guerra Mundial. Desde 1922 hasta su muerte se dedicó a escribir relatos. De entre todos ellos, la mayoría publicados en Blue Book y Argosy, podemos destacar Men Can Beat the Sea, Ships that Meet, The Wind and the Rain y Fuego en el brasero de la cocina. Este último está inspirado en el famoso misterio del Mary Celeste, un barco de vela que se encontró totalmente abandonado en 1872 con todas las velas desplegadas, y repleto de comida y agua.

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FUEGO EN EL BRASERO DE LA COCINA William Outerson

El buque Unicorn navegaba perezosamente con rumbo oeste, empujado por una ligera brisa del sur. Sus cubiertas relucían blancas bajo la fulgurante luz de la luna; arriba, en las jarcias, unas sombras traviesas jugueteaban entre velas y mástiles. A los costados, el mar susurraba suavemente mientras el navío se deslizaba sobre su superficie. El señor Mergam se hallaba en el costado de barlovento, por la popa, mirando fija y malhumoradamente hacia delante, incapaz de apreciar la belleza de una noche como aquélla. Su acerado sentido del oído captaba todos los sonidos del barco, el mar y el viento, y su entrenado cerebro los reconocía automáticamente, en especial el sordo crujido del timón al rozar sobre las aguas, ahora en un costado ahora en el otro. Era un rumor muy simple, cercano y familiar, tan duradero como el destino de todos y cada uno de los que atienden el barco, que albergaba una nota de precaución, oscuramente ominosa, como si fuera la voz de la rueda del timón siempre al tanto para que no se bajara la vigilancia. Durante la guardia de aquella madrugada en particular parecía haberle advertido de algo, no porque el señor Mergam se sintiera abatido y fracasado, ya que así se había sentido durante años, sino porque su agrio y rebelde humor parecía haber llegado a un punto culminante. Odiaba las desoladas inmensidades del mar y la monótona repetición de las guardias a bordo del barco, pero tenía que soportarlas ya que no podía vivir en tierra. Durante todos esos años de travesías errantes, incluso en noches como aquélla, había permanecido ciego a la belleza del mar, y sus sentimientos hacia el océano habían llegado a convertirse en una especie de odio cansino y aburrido. Conocía todas las tonalidades, los distintos y amplios grados de sonidos y acción, el encanto inagotable que residía en el navegar fluido de un barco, la esencia de un lejano y silencioso horizonte, y la maravillosa amplitud de los cielos. A veces, en momentos de extraña emoción, podía entrever vagamente un destello de la mística que se ocultaba más allá de la línea del horizonte y sentir, durante breves instantes, el impulso errante de los vagabundos. Pero aquello sólo duró al principio, tiempo atrás, recién embarcado, y ya lo había olvidado. El costado de sotavento de la cubierta, por estribor, estaba lleno de sombras dibujadas por la luz de la luna. Debajo de la vela mayor había una mancha oscura que se extendía desde la mitad de la cubierta hasta la escotilla principal, y un espacio luminoso más allá, entre aquélla y la caseta de proa. Observando todo aquello, con su www.lectulandia.com - Página 293

habitual desinterés por los detalles que no requerían acción, miró la sombra que arrojaba el palo mayor, y sus idas y venidas bajo la lánguida brisa. Al levantar la vista desde la cubierta a las velas, se puso en guardia de repente y fijó los ojos al frente, como si hubiera notado un movimiento insólito en el casco del buque, una sacudida extraña que le sorprendió profundamente ya que escapaba a todo lo que había experimentado con anterioridad. Todo el barco, incluyendo el casco, los palos y las velas, se estremeció de una manera inquietante, y todos los mecanismos que sostenían el velamen chirriaron extrañamente. Jamás había estado en un barco que se sacudiera de aquella forma y, mientras permanecía allí preguntándose qué había causado aquel movimiento, el patrón subió corriendo la escalera del puente y se paró frente a él. —¿Qué ha sido eso? —preguntó con nerviosismo. —No sé, patrón —dijo el señor Mergam—. Jamás he sentido nada igual hasta ahora, así que desconozco qué puede haber sido. —¡No lo sabe! —exclamó el capitán—. ¡Está sobre el puente a cargo del buque mientras algo sacude uno de sus costados —un barco abandonado, con toda probabilidad—, y no sabe qué ha pasado! No lo sabe —el capitán sacudió los brazos desesperanzado—. ¿Cómo es que no lo sabe? ¿Ha visto algo? Una cosa invisible no zarandea el barco de esa manera. Tiene que haberse tratado de algo lo suficientemente grande como para poder verse. ¿Estaba dormido? —No, señor, no estaba dormido. Me encontraba tan despierto como pueda estarlo usted ahora, atendiendo a mi guardia, y no vi nada. No había nada que ver. El vigía no vio nada o, de otra manera, me hubiera informado, y el hombre a la rueda del timón tampoco vio nada. —El hombre a la rueda —repitió el capitán agriamente—. ¿Cómo sabe que no ha visto nada? Su trabajo no es ver cosas e informar de ellas. Está en su puesto para gobernar el barco, no para hacer de vigía. El oficial se giró hoscamente, acercándose al timonel. —¿Ha visto lo que ha sacudido al barco hace unos minutos, Thompson? — preguntó. —No, señor —respondió Thompson—. No he visto nada. Miré hacia la popa antes de que dejara de estremecerse y no había nada a la vista. —Ha oído lo que dice, señor —subrayó el señor Mergam, dirigiéndose al capitán en un tono triunfal—. No había nada a la vista. —Le he oído —contestó el capitán Garton con impaciencia—. ¿Qué cree que puede haber sido? Un barco abandonado y sumergido, probablemente. —No, señor, no lo creo. No parecía la clase de roce que puede producirse al chocar contra un derrelicto[18]. Ya antes he pasado por esa experiencia y fue totalmente distinta. En este caso, el roce ha sido fuerte pero suave y tembloroso a un mismo tiempo. Si se hubiera tratado de un derrelicto el casco habría chirriado y crujido, produciendo tal estrépito como para despertar a los muertos. www.lectulandia.com - Página 294

—Supongo que está en lo cierto —admitió el patrón de mala gana. Se alejó del oficial y puso las manos sobre el pretil de popa mientras contemplaba la superficie del mar, un hombre alto, delgado y muy irascible a causa de una dispepsia crónica debida a la sobrealimentación y a la falta de ejercicio, que estaba cansado de la vida y odiaba a todo el mundo, incluyéndose a sí mismo. Sus ojos, en exceso brillantes, vagabundearon ansiosamente por el lado de la cubierta que se abría a sotavento y que estaba bañada por la luz de la luna excepto en algunas zonas cubiertas de sombras dispersas, y se detuvieron en la relinga de la vela mayor. Algo atrajo entonces su atención y se asomó por la baranda que daba a proa. Una exclamación de asombro escapó de sus labios y extendió uno de sus brazos, señalando algo nerviosamente, acuciado por un temor repentino. —¡Eh, señor Mergam! —gritó—. ¿Qué es eso? El oficial siguió la dirección que marcaba el dedo del capitán y notó una extraña elevación en la línea del horizonte, un efecto que ya había observado antes con frecuencia mientras se aproximaban a la costa desde el mar, pero nunca con una definición tan clara como ahora. Miró en silencio, sin poder entenderlo, ignorando las preguntas impacientes que le lanzaba el capitán, hasta que llegó a la conclusión de que aquella elevación en el horizonte era en realidad una ola gigantesca que se acercaba al navío con enorme velocidad. Podía ver su cresta aún intacta reluciendo como metal bruñido bajo la luz de la luna, dirigiéndose directamente hacia ellos, y empezó a preocuparse seriamente de que pudiera anegar el barco. —Se trata de una ola gigante, señor —dijo al fin, con desmayada excitación. —Sí, eso es —estuvo de acuerdo el patrón—. No puede ser otra cosa. Y eso explica la sacudida del barco minutos antes. Debe haberse producido un estremecimiento en el fondo oceánico, un terremoto submarino, y si el fondo marino tiembla, las aguas que hay encima también. El suelo marino se ha elevado por estos alrededores casi seiscientos metros durante los últimos veinte años. —Ola de marejada por el costado de babor, señor —informó el vigía con retraso. No sabía a ciencia cierta qué nombre darle, ni si debía o no informar, ya que generalmente nunca se anunciaba la llegada de una ola al barco, fuese del tamaño que fuese. Se superaban como venían, sin más historias. —Visto, visto —replicó el señor Mergam—. Cierren todos los portalones de proa. Podían ver las figuras de los hombres que corrían con los pies desnudos mientras cumplían sus órdenes, deslizándose silenciosamente entre las sombras que arrojaban las velas del palo de trinquete. Las portas estuvieron cerradas en poco tiempo, y los hombres pensaron que también tenían que asegurar el resto de puertas y escotillas, pero antes de que pudieran hacerlo la enorme ola se irguió por la proa como la ladera de una montaña. El capitán y el oficial observaron su llegada, sin esperar que pudiera suponer un riesgo especial, fuera cual fuera su tamaño, ya que los barcos estaban construidos para surcar los mares bajo cualquier adversidad, y la ola que se acercaba a ellos lo www.lectulandia.com - Página 295

hacía desde una dirección favorable, unos dos grados por la amura de barlovento. Pero mientras se aproximaba, descubriendo su enorme tamaño y la suave cresta que sobresalía altanera por encima del nivel del mar, ambos oficiales comenzaron a tener serias dudas. Apenas podían imaginar que el navío saliera indemne tras el paso de semejante masa de agua, que se había formado con tanta celeridad y viajaba a una velocidad enorme. Cuando llegó a la proa del Unicorn, éste hizo un tremendo esfuerzo por levantarse de la superficie del mar y alzó su cabeza noblemente, intentando escalar la ladera acuosa; pero no pudo erguirse con la suficiente rapidez. A medio camino, el bauprés y el tajamar ya estaban dentro del agua, y enseguida la ola rompió sobre el barco, desplomándose sobre las cubiertas con un terrible estrépito que pareció empujarle al interior del océano. Barrió la parte superior del castillo de proa y se desplazó por la cubierta principal como una avalancha, sumergiendo al patrón, al oficial y al hombre que estaba a la rueda del timón. Se sujetaron como buenamente pudieron y, a los pocos segundos, la ola había pasado. El agua fue resbalando desde las cubiertas al mar ahora tranquilo, y pronto todo volvió a la normalidad, excepto por el hecho de que el fuego en el brasero de la cocina se había apagado, el café matinal se había estropeado, y los cacharros y las sartenes estaban sumergidas en casi medio metro de agua. El castillo de proa estaba inundado, pues los que estaban de guardia en cubierta, que apenas habían tenido tiempo de cerrar las escotillas, no pudieron atrancar todas las puertas, y los del turno de guardia de descanso salieron del castillo indignados y maldiciendo a sus compañeros por no haber tenido el suficiente sentido común como para hacerlo sin esperar órdenes. —¿Cómo podéis llamaros a vosotros mismos marineros? —exclamaron con desdén—. No tenéis el juicio suficiente ni para abrocharos el cinto cuando se os caen los pantalones. Una niñera. Eso es lo que necesitáis —y siguieron criticándolos hasta que a alguien se le escapó un puñetazo y entonces la cubierta de proa se transformó en un caos de marineros peleándose, maldiciendo y vapuleándose los unos a los otros, aunque no llegaron a hacerse demasiado daño. Como una barahúnda de diablos juguetones bajo la luz de la luna, siguieron zarandeándose por la cubierta hasta llegar a la escotilla principal, forcejeando y gritando con furia. El capitán y su oficial permanecieron en la popa contemplando la reyerta, pero al señor Mergam le brillaban los ojos. Cogió una pesada cabilla de madera de teca del pasamanos y la sopesó cuidadosamente, casi con amor, sujetándola fuertemente en su mano derecha. —Será mejor que pare esto —sugirió al patrón. —No —dijo el capitán Garton—. No van a hacerse demasiado daño, y un poco de ejercicio no les vendrá mal. Pronto se cansarán. Al señor Mergam no pareció gustarle mucho esta decisión, pero volvió a dejar la cabilla sobre el pasamanos obedientemente y continuó observando la menguante www.lectulandia.com - Página 296

batalla que tenía lugar sobre cubierta. No mucho después, la rabia de los hombres decreció y fueron separándose de dos en dos. Al volver al castillo de proa, descubrieron que el agua se había escurrido por los imbornales, así que los hombres de la guardia de estribor encendieron sus pipas y se pusieron a fumar tranquilamente mientras se dormían. Mientras tanto, en la cocina, el cocinero maldecía a las olas de marejada y a todo lo demás, recogía sus pucheros y cacerolas, y volvía a encender la lumbre después de limpiar el revoltijo de brasas empapadas. Eran las cuatro y media, y el café matutino —el evento mejor recibido del día para la gente de mar— se servía a las dos campanadas[19], así que tenía que darse prisa. Con suerte podría preparar a tiempo un bebedizo nuevo. El capitán se sentía mejor después de presenciar la lucha entre los dos turnos de guardia, y sonrió por primera vez en semanas al escuchar las maldiciones y obscenidades que lanzaba el cocinero. Había algo insensato y desafiante en aquellas blasfemias aceradas que complacía al capitán, el cual sufría mucho del estómago. Pero pronto empezó a sentir frío debido a que tenía las ropas empapadas y se dio la vuelta, dirigiéndose a la escalerilla del camarote con un suspiro. —Mantenga la guardia, señor Mergam —le dijo al oficial mientras empezaba a bajar en dirección a la cabina—. No queremos más olas de marejada. —Muy bien, señor —contestó el señor Mergam, maldiciendo por lo bajo. El comentario del capitán parecía dar a entender que le echaba la culpa a él por las olas de marejada. —Viejo estúpido —murmuró—. Ni tan siquiera sabe diferenciar entre el choque con un derrelicto y la sacudida de un terremoto submarino. En el portalón del castillo de proa los hombres de la guardia se estaban cambiando las ropas mojadas y comentaban los sucesos que habían tenido lugar aquella madrugada. —Vaya una mar gruesa —dijo uno. —Sí, lo era, pero las he visto peores en el Cabo de Hornos —manifestó el viejo Charlie. —No las has visto peores, Charlie. Deja de soñar. —Este viejo cascarón está maldito. —Sí. No hemos tenido ni un solo día de buena suerte desde que zarpamos. —¿Cuándo creéis que estará listo el café? —Pregunta al cocinero. A lo mejor él lo sabe. —Le puse los dos ojos morados a Snooky, el de la guardia de estribor. —Pues échate una miradita a ti mismo. —El patrón está loco. —No, no está loco. Lo que está es enfermo. Debería quedarse en tierra. —¡Chitón! ¿Habéis notado eso? ¿Qué diablos era? El señor Mergam estaba con las piernas separadas en la soledad de la popa, www.lectulandia.com - Página 297

mirando fijamente la línea del horizonte de tanto en tanto, observando con atención las olas emergentes, inspeccionando la cubierta y contemplando el juego de sombras que dibujaba la luz de la luna. El color del mar había cambiado, y ya no lucía con el azul púrpura de las aguas profundas. Como no estaban a más de trescientos kilómetros del Gran Banco, el señor Mergam supuso que la perturbación en el fondo oceánico había removido toneladas de fango y por eso las aguas tenían ahora esa tonalidad apagada. Mientras pensaba en todo esto y su interés iba decayendo poco a poco, sintió que el barco volvía a estremecerse con una nueva y súbita sacudida, aunque esta vez completamente distinta a la primera. Ahora daba la sensación de que un cuerpo flotante, suave aunque enormemente pesado, se había golpeado con la base del navío, y fue rápidamente a la baranda para mirar con atención los costados del buque. Al mismo tiempo observó que los hombres del turno de guardia corrían en silencio hacia el pasamanos de la cubierta principal, desde donde se pusieron a mirar al mar. Obviamente, también habían sentido la sacudida. El oficial apenas acababa de reparar en ellos cuando el patrón apareció de nuevo por la popa, bastante sorprendido. —¿Qué ha sido eso, señor Mergam? —preguntó con su habitual y acre tono de voz—. Desde luego no otro terremoto submarino. Esta vez algo ha golpeado en el barco. No puede negarlo. Algo material y presente ha dado contra la quilla. —Sí, señor. No lo niego. En verdad que algo le ha sacudido, y estoy intentando averiguar qué, pero no hay nada a la vista. —Nada a la vista —repitió el capitán—. Nada a la vista. En el nombre de todos los Cielos, ¿qué pasa con este barco? Le ocurren todo tipo de cosas misteriosas, ¡y nadie sabe nada! Se produjo otra sacudida, suave aunque poderosa, seguida por otras a intervalos regulares. —¡Por Dios! —musitó el patrón, mirando atemorizado la turbia superficie del mar. Un montón de cosas, una verdadera multitud, monstruos de una especie indeterminada, se apretaban contra la quilla del barco, surgidos de las profundidades del océano por la perturbación que había tenido lugar en el fondo—. ¿Qué son? ¿Mister Mergam, puede decírmelo? —No, señor, no puedo —contestó el oficial con inquietud. Se miraron entre ellos bajo la luz menguante de la luna, dos hombres perplejos y asustados temerosos de un peligro venidero. —¡La rueda, señor! —gritó Thompson—. ¡No puedo mover la rueda del timón! El patrón y su oficial se dieron la vuelta, y contemplaron al marinero mientras hacía esfuerzos desesperados, aunque vanos, por mover la rueda. —Ha dejado de avanzar, patrón —dijo el señor Mergam, mirando de nuevo por el costado—. El barco está parado. —Tiene razón —asintió el capitán en un tono de voz diferente, bajo y preocupado —. Esas bestias enormes adheridas a los costados le han hecho detenerse, y una de ellas debe haberse agarrado a la pala del timón. Pero no puedo verlas bien, están www.lectulandia.com - Página 298

ocultas. ¡Ah! Allí hay otra. Está trepando por la proa. Debe haber montones y montones. El timonel miró el reloj de la bitácora y vio que eran las cinco en punto. En el castillo de proa, el vigía hizo sonar dos veces la campana del barco, dos toques mesurados que restallaron y se quedaron flotando en el aire sobre las sombrías cubiertas. Más relajado ahora, y fumando tranquilamente en su pequeña pipa de arcilla renegrida, el cocinero, que tenía el cabello de un rojo ardiente y era de Glasgow, asomó la cabeza por la puerta de la cocina y preguntó que qué diablos estaba pasando. Los hombres que se agrupaban al lado del pasamanos le contestaron que no tenían ni la más maldita idea de lo que estaba sucediendo, pero que si se daba prisa con el café se lo contarían en cuanto supieran algo. —Si se acerca otra ola de marejada, dadme una voz para que pueda cerrar las puertas y escotillas —pidió el cocinero. —¿Y qué pasa con el café? —le preguntaron, dándose media vuelta para mirarle con esa expresión burlona con la que todos los marinos obsequian a sus cocineros. —Estará listo en diez minutos —prometió. Pero un poco antes ya estaba golpeando la sartén con un cucharón, produciendo tal alboroto que con toda seguridad fue escuchado, o sentido, por las bestias que se adherían a la quilla del barco, y los hombres abandonaron el pasamanos para ir en busca de sus potes al castillo de proa. Seguían bastante sorprendidos y un poco asustados, y no tenían mucho que decirse los unos a los otros, pues ya habían charlado lo suficiente cuando notaron aquellas misteriosas sacudidas. Algunos pensaban que una ballena había restregado su espalda contra el casco, pero otros argumentaban que eso no hubiera bastado para hacer detenerse al navío. Tenía que haber un montón de bestias blanduzcas adheridas al barco, y que habrían ascendido desde las profundidades a causa del terremoto submarino que provocó la ola de marejada, para que el buque dejara de navegar siguiendo su curso. Uno tras otro fueron en silencio hasta la puerta de la cocina e hicieron una fila en espera de su correspondiente pote de café. Charlie era el primero. Se detuvo delante de la puerta sujetando el pote por dentro de la cocina, esperando que le echaran un cucharón de aquel mejunje que el cocinero llamaba café, y que reposaba en un caldero sobre el brasero de la cocina. El capitán y su oficial aún seguían sobre la barandilla intentando ver a las criaturas que habían surgido de las profundidades, y el largo periodo de inactividad comenzó a afectar a sus nervios. —Si pudiéramos verlas y descubrir qué son —musitó el capitán—, sabríamos a qué atenernos y podríamos trazar algún tipo de plan. Pero, ¿cómo vamos a luchar contra unas criaturas invisibles de naturaleza desconocida? Paseaba de arriba abajo por una estrecha línea imaginaria que iba del pasamanos a la bitácora, frunciendo el ceño con impaciencia, y abriendo y cerrando las manos www.lectulandia.com - Página 299

nerviosamente. El señor Mergam había mirado hacia proa tras escuchar el alboroto que el cocinero había provocado con la sartén, y contempló a los hombres mientras salían del castillo de proa y se encaminaban a la puerta de la cocina en busca de su pote de café. El primero de la fila consiguió su mejunje y se dirigió hacia la escotilla de proa, donde pretendía sentarse para bebérselo tranquilamente. No vio el largo y fino tentáculo que restallaba por encima de la barandilla en dirección a su cabeza, tanteando de un lado a otro para ver lo que encontraba. Al final se topó con Charlie, que acababa de llegar a la escotilla de proa y estaba tapado por la caseta de cubierta de la vista de sus compañeros, le asió por el cuello, enroscándose a su alrededor con tanta fuerza que le impidió lanzar ningún sonido, y tiró de él violentamente por encima de la baranda. El siguiente marino que le seguía con su café, vio a Charlie sobre la barandilla golpeando el tentáculo enloquecidamente con su pote metálico, y su grito atrajo la atención de los demás hombres. Se giraron sobre sus talones y vieron al viejo Charlie que volaba sobre el costado y se zambullía de cabeza en el mar con su pote aún en la mano, pero era demasiado tarde para que detectaran el tentáculo mortal que se enroscaba alrededor de su cuello. Se precipitaron sobre la barandilla y miraron hacia las turbias aguas, pero el hombre que sí había podido ver el tentáculo retrocedió. Sabía a qué clase de bestia se vinculaba. Los hombres podrían navegar por los siete mares durante toda su vida y toparse raras veces, o ninguna, con los monstruos de pesadilla que habitan las cavernas y acantilados submarinos de las profundidades oceánicas. Mirando aquellas aguas ponzoñosas y turbias, los hombres del Unicorn vieron una masa retorcida de tentáculos entrelazados que parecían serpientes gigantescas, extremadamente gruesas y largas, y que iban reduciéndose en sus extremos hasta el tamaño del dedo gordo de un hombre. Era una visión repugnante, unas criaturas obscenas surgidas de los lugares más tenebrosos del mundo, en donde el hambre insaciable es la fuerza conductora. En un sitio, cerca de la curvatura del casco, apareció una espantosa cara de gorgona con enormes ojos sin párpados y un inmenso pico de loro que se movía ligeramente, abriéndose y cerrándose como si estuviera masticando un trozo de carne aún tibia. A su alrededor el agua estaba tintada de un color rojizo, seguramente a causa de la sangre del viejo Charlie. Había cientos de aquellos diablos de las profundidades debajo del buque, desaforadamente hambrientos y conocedores ahora de que había alimento sobre las cubiertas en la forma de aquellos cuerpos raquíticos tan fácilmente asequibles. De pronto, los hombres de la guardia vieron que el aire a su alrededor se agitaba lleno de tentáculos. Oscilaron de un lado a otro durante unos segundos para saber la posición exacta de sus presas, y luego se lanzaron con terrible puntería sobre los aterrorizados marineros. Una vez sujeta la víctima, apretaban su abrazo con una fuerza tremenda, de manera que ningún ser humano podía escapar de él, aunque un www.lectulandia.com - Página 300

cuchillo bien afilado podría cortar el tentáculo es dos partes si era correctamente usado. Los hombres estaban cegados por el pánico y golpeaban locamente a las criaturas con las fundas de los cuchillos y los potes metálicos, pero, en su nerviosismo, no acertaron a cortar los tentáculos para liberarse y volaron sobre la barandilla aullando aterrorizados. El contramaestre, el carpintero y el velero salieron de la escotilla principal y corrieron por la cubierta para rescatar a los pocos supervivientes de la guardia, pero media docena de tentáculos se enroscaron a su alrededor y tiraron de ellos por encima del costado del buque. Cuando el primer tentáculo restalló sobre la barandilla y atrapó a Charlie, el sobrecargo iba tranquilamente hacia la cocina para recoger el café del capitán. Al ver que el viejo era arrastrado violentamente por encima de la barandilla, se paró y miró lleno de asombro, intentando imaginar qué le había sucedido al marino y creyendo que quizás se había vuelto loco de repente. El caminar renqueante del viejo Charlie, sin embargo, sus forcejeos y la forma en la que desapareció por encima de la barandilla, convencieron al sobrecargo de que algo le había cogido. Su rostro suave y bien afeitado, redondo y plácido, se llenó de arrugas a causa del nerviosismo, y contempló con creciente preocupación la batalla que se desarrollaba entre los hombres de la guardia y los palpitantes tentáculos que se agitaban sobre la barandilla a docenas. Mientras permanecía quieto, observando aquella especie de escena primordial, un tentáculo se enroscó alrededor de su cintura y se lo llevó consigo antes de que su naciente gemido se convirtiera en un aullido de terror. El cocinero pelirrojo salió de la cocina armado con un cuchillo e intentó ir corriendo hacia la popa, pero le atraparon. Logró cortar el tentáculo pero otros muchos se enroscaron a su alrededor y le arrastraron, aún con la extremidad seccionada colgando de su cuerpo. Los hombres de la guardia de estribor salieron precipitadamente con sus cuchillos listos. Se dividieron en dos grupos para proteger ambos costados, ya que los tentáculos sobresalían ahora por encima de las dos bandas, desde la proa a la popa. Aunque lucharon con furia y cierta destreza, tenían pocas posibilidades de victoria al enfrentarse con aquellas repugnantes criaturas. Algunos se encaramaron a la arboladura, pensando que así escaparían de los monstruos, pero los que lo hicieron quedaron expuestos a las bestias que merodeaban debajo y fueron atrapados de inmediato. Había demasiados tentáculos que cortar, e incluso, una vez seccionados, estos seguían enroscándose alrededor del cuerpo de los hombres. Poseían unas ventosas succionadoras en la parte inferior provistas de un anillo de afilados dientes. —Ésa es la respuesta —dijo el oficial al patrón cuando empezó la batalla tras la muerte de Charlie—. Las criaturas adheridas al casco son pulpos gigantescos. Se trata de los organismos más grandes, si exceptuamos las ballenas, que viven en el mar, y sólo el esperma de las ballenas puede aplacarlos. Se alimentan de eso y, algunas veces, de la propia ballena, si logran atraparla y arrastrarla a las profundidades hasta www.lectulandia.com - Página 301

que perece. Voy a buscar un cuchillo para ayudar a los hombres. —Será mejor que haga eso y no se quede ahí de pie, contándome cosas que ya conozco —cortó el capitán bruscamente—. Los hombres están muriendo ahí delante. El oficial echó a correr hacia la escalera de la escotilla. Iría a su camarote y tomaría un cuchillo de caza que guardaba allí, una bonita pieza que había sido de poca utilidad hasta entonces, con una hoja de veinte centímetros afilada como una guadaña. Los pulpos que estaban adheridos a la popa, y que habían ido enroscándose alrededor del timón, se percataron de que sus compañeros estaban consiguiendo alimento en la parte superior de aquel armazón con aspecto de roca al que estaban adheridos, y dos tentáculos salieron disparados por encima del pasamanos, tanteando en dirección al señor Mergam. —¡Cuidado a su espalda, señor! —gritó el timonel. El señor Mergam estaba a punto de descender por la escalera cuando oyó el aviso. Lanzó una mirada por encima del hombro, vio la cosa que aleteaba a su espalda e intentó saltar escaleras abajo. Demasiado tarde. Un tentáculo se enroscó alrededor de su pecho y empezó a tensarse. El señor Mergam se resistió, lanzando un débil gruñido, intentando asirse con manos y pies a la escotilla. —¡Traiga un cuchillo, señor, y corte el tentáculo! —imploró al capitán. Éste le miró horrorizado y salió corriendo en busca del arma, desapareciendo por la escalera de popa en dirección a la cabina de la cubierta principal. Otro tentáculo se topó con el hombre que estaba a la rueda del timón y se enroscó alrededor de su cintura, pillando uno de sus brazos pero dejando el otro libre. Las normas a bordo del Unicorn prohibían llevar cualquier tipo de arma mientras se estaba de servicio en la rueda, así que Thompson no disponía de ninguna. Sabía que la fuerza bruta no bastaba para liberarse de aquel abrazo, aunque podría cortar el tentáculo con un cuchillo, así que se quedó a la espera del capitán. Mientras tanto, haciendo un supremo esfuerzo, consiguió tirar del tentáculo casi un metro y darle un par de vueltas alrededor de uno de los radios de la rueda del timón. Ello requirió una fuerza desesperada pues sólo disponía de un brazo, y pudo hacerlo porque era un hombre excepcionalmente fuerte. De aquella manera, el pulpo no podía arrastrarle al mar a no ser que rompiera el radio de la rueda, que estaba hecho en recia madera de teca. El oficial sólo disponía de sus manos, y éstas no eran suficientes para liberarle. Un hacha afilada colgaba del mamparo a unos cuantos pasos escaleras abajo, e hizo un esfuerzo supremo por alcanzarla. Pero no tuvo éxito, ya que el pulpo se negaba a aflojar su abrazo y cada vez apretaba más, haciendo que el oficial gimiera de dolor. Aunque el capitán se había ido tan sólo unos minutos antes, el señor Mergam pensó que no iba a volver, y se puso a gritar desesperado pidiéndole que se diera prisa. El capitán Garton le contestó a voces que no encontraba el cuchillo en el camarote del oficial y que iba a coger el hacha que estaba en el mamparo. En esos momentos estaba llegando. www.lectulandia.com - Página 302

—¡De prisa, por Dios! —rogó el oficial—. La bestia me está aplastando. El capitán arrancó el hacha del mamparo y subió tambaleándose por la escalera, pero en cuanto llegó a la altura del oficial para liberarle, éste fue arrastrado violentamente de la escotilla. El capitán Garton fue detrás de él aterrorizado. Con un esfuerzo logró adelantarse al desafortunado oficial y levantó el hacha dispuesto a dar el tajo, pero antes de que la hoja cayera el cuerpo del señor Mergam salió volando, se golpeó contra el pretil y desapareció por el costado del buque. El timonel tenía serias dificultades para resistir el forcejeo del pulpo, a pesar de que el tentáculo seguía sujeto alrededor al radio de la rueda. Tosía y su rostro estaba violáceo, y cuanto más tiraba del tentáculo más le apretaba éste. Estaba fatigándose con enorme rapidez. Tras inclinarse sobre la barandilla durante unos preciosos segundos para ver qué le había ocurrido a su oficial, el capitán retrocedió tembloroso y aterrorizado. No era un hombre fuerte. Se volvió hacia la rueda del timón y vio la delicada situación en la que se encontraba Thompson, así que fue a trompicones hasta la rueda para intentar cortar el tentáculo que estaba enroscado alrededor del radio. Pero apenas era capaz de sostener el hacha ya que se estremecía de la cabeza a los pies, y durante varios segundos intentó levantar el arma sin conseguirlo. El pulpo que estaba adherido al timón aflojó su abrazo, permitiendo que éste girara libremente, y la rueda comenzó a moverse, consiguiendo que el tentáculo se despegara del radio. Thompson salió volando por la cubierta de popa y golpeó al capitán Garton, haciéndole caer al suelo antes de desaparecer por el costado del barco. El hacha resbaló de sus manos, aunque se incorporó tambaleante para recogerla de nuevo. Mientras la levantaba vio otro tentáculo que restallaba por encima del pretil en su busca y, en un ataque de furia ciega, le lanzó varios tajos con el hacha, pero ésta se escurrió de sus manos y fue a parar al mar. Perdió el conocimiento cuando el tentáculo se enroscó a su alrededor y tiró de él hacia el agua. Oculto en el puente del castillo de proa, el vigía vio cómo el último de los hombres de la tripulación servía de alimento a los pulpos, y empezó a buscar desesperadamente la manera de salvar su vida. De momento, ningún tentáculo había reparado en el puente de proa, así que permaneció completamente quieto, con la esperanza de que no se dieran cuenta de su presencia. Pero no tuvo éxito. De pronto apareció uno, tanteando a su alrededor, cada vez más cerca. Enloquecido por el terror, el vigía se asomó por encima de la barandilla y divisó entre las aguas el rostro atroz de uno de los pulpos. Cogió su cuchillo por el filo y se lo lanzó con milagrosa puntería, pues vio cómo éste se hundía en uno de los ojos de la bestia, la cual empezó a retorcerse de manera espantosa. Luego se volvió hacia la popa y descubrió que había muy pocos tentáculos sobre la cubierta principal, así que bajó cautelosamente por la escalera en busca de otro cuchillo. Deslizándose por el costado de babor, buscó desesperadamente un arma, pero no halló ninguna, así que regresó por el costado opuesto, el de estribor, mas con el mismo resultado. Todos www.lectulandia.com - Página 303

los hombres habían perecido luchando con sus cuchillos y sus potes de café en las manos. Al llegar a la escotilla de proa decidió entrar en el castillo y encerrarse. Las puertas estaban cerradas. Fue demasiado tarde. Las criaturas le atraparon. Poco después, un banco de ballenas de esperma pasó muy cerca del Unicorn; y los pulpos, sintiendo la presencia de sus mortales enemigos, abandonaron el cascarón y volvieron a las profundidades. El buque Merivale, que había salido de Nueva York con rumbo este unos días antes, divisó un navío con todas las velas desplegadas. Navegaba de una manera errática y parecía estar abandonado, ya que no se distinguía a nadie en las cubiertas ni a la rueda del timón. La extraña nave giró hacia poniente empujada por una suave brisa que había comenzado a soplar un poco después de la puesta de sol, y sus velas se hincharon ondulando al viento para volverse a detener lentamente y, acto seguido, girar de nuevo, repitiendo sin cesar esta maniobra, una y otra vez. El patrón y el segundo oficial del Merivale contemplaban desde la popa aquel extraño comportamiento, y, al no obtener respuesta alguna a las señales que se le habían hecho al barco, decidieron enviar un bote con su tripulación para que investigaran. La falúa se puso al costado del Unicorn, y el segundo oficial fue aupado por encina de la barandilla. Le lanzaron la amarra del bote, que él ató con prontitud, y todos treparon al interior del barco. Las cubiertas estaban limpias y ordenadas, excepto por unas manchas de café que habían quedado en la cubierta de proa y aún estaban húmedas. El segundo oficial comprobó que todo estaba listo para tomar el desayuno en el camarote del capitán, aunque no se habían utilizado los platos. Se rascó la cabeza, totalmente desconcertado. Los botes se encontraban bien colocados en sus respectivos calzos y no había ningún signo de que se hubiera producido una epidemia o algún motín. Mientras permanecía en silencio, meditando sobre aquella misteriosa situación, uno de sus hombres se acercó desde la proa y se detuvo frente a él. —No se han ido hace mucho, señor —le informó—. El fuego aún arde en el brasero de la cocina.

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Frank Norris (1870-1902) Novelista norteamericano nacido en Chicago. Estudió en París y en la Universidad de Harvard, y pronto inició una corta, aunque prolífica carrera literaria. Entre sus principales obras cabe destacar Mc Teague (1899) y, sobre todo, la trilogía «The Epic of Wheat», de la que sólo pudo escribir los dos primeros libros: The Octopus (1901) y The Pit (1903). Entre su producción sobrenatural destaca la recopilación de cuentos A Deal in Wheat (1903), de la que se ha tomado este curioso y muy digno relato cuyo principal protagonista no es el héroe de turno que gobierna su nave en medio de un océano oleoso y calmo, sino el barco en sí mismo.

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EL BARCO QUE VIO UN FANTASMA Frank Norris

Una parte muy importante de esta historia permanecerá inédita, ya que si se supieran definitivamente los negocios que he llevado a cabo con el vapor mercante Glarus, a más de cuatrocientos cincuenta kilómetros de las costas de Sudamérica cierto día del verano de hace unos cuantos años, me vería obligado a responder un montón de preguntas demasiado directas y personales, sacadas a relucir por los quisquillosos e impertinentes expertos en el derecho marítimo, a los que se les paga para ponerlo todo en duda. Además, también habría puesto en peligro a Ally Bazan, Strokher y Hardenberg. Suponga que cierto día de verano, usted pregunta a la agencia marítima Lloyd por el lugar en el que debería encontrarse el Glarus y cuál era su destino y su carga. Se le habría informado que el buque se encontraba a veinte días de El Callao, habiendo sido estibado y lastrado en San Francisco; que había establecido contacto con el velero Medea y con el vapor Benevento; que había comunicado la pérdida de uno de los cilindros del motor, y que ahora navegaba impulsado por sus velas. Si usted sabe algo acerca de las rutas marítimas y de lo que se espera de las embarcaciones que las surcan, sospechará que el Glarus, que en realidad se encontraba varias docenas de kilómetros más al sur de lo que la Lloyd estimaba y navegaba a toda máquina, era tan escandalosamente visible que sus hermanos y hermanas le hubieran condenado al ostracismo por siempre jamás. Y, a su vez, esto resulta bastante curioso. Los humanos pueden pasar desapercibidos de muchas maneras, y también pueden ir a los lugares más lejanos con la mentira; pero un barco enseguida es motivo de sospecha. La más mínima falta de «regularidad», la más mínima dificultad en superar los problemas por medio de la intuición, y he aquí que se le pone en la lista negra, y su capitán, sus propietarios, oficiales, agentes y consignatarios, incluso los sobrecargos, son requeridos para rendir cuentas. Y el Glarus ya estaba en la lista negra. Desde el principio, sus inicios habían sido malignos. Con el nombre de Breda, perdió la reputación nada más comenzar su derrota, seducido por la piratería en las costas de Sudamérica, donde finalmente un policía de los Estados Unidos vestido de civil —es decir, un guardacostas camuflado — lo arrestó en Buenos Aires y lo trajo de regreso a casa, como un hijo pródigo, mancillado y sin honor. Después de aquello estuvo envuelto en unos espantosos negocios sucios en el www.lectulandia.com - Página 306

lejano Pacífico Sur; y aún después —ya con el nombre definitivo de Glarus— se dedicó a la caza de focas a cargo de un sindicato de holandeses que vivían en Tacoma, y que más tarde levantaron una casa de alterne a costa de lo que habían ganado gracias al barco. Y después pasó a ser de nuestra propiedad. Nos hicimos con él a través de la Ryder’s South Pacific Exploitation Company[20]. El «presidente» les había recomendado el trato a Hardenberg, Strokher y Ally Bazan (los Tres Cuervos Negros), jurándoles que aquella embarcación les haría ricos para el resto de sus vidas. Fue una promesa y un trato (en el mapa de Ryder se hallaba escrito B. 300), y si usted quiere saber algo más acerca de lo que significa B. 300 siempre puede escribir a Ryder y preguntárselo. Si accede a contárselo, allá él. Pues B. 300 —confesémoslo— es, como el mismo Hardenburg hizo notar, algo tan retorcido como las patas traseras de un perro. Tan arriesgado como el azar. Si decide correr el riesgo y logra tener éxito —y tras pagar su parte a Ryder— tendrá que repartir sesenta y cinco mil, con suerte sesenta y siete mil dólares, entre todos los asociados a la empresa. Si no lo consigue y falla, y es ridícula y peligrosamente fácil que así sea, no le quepa la menor duda de que uno o dos de sus compañeros habrán sido víctimas de algún tiroteo, y que seguramente usted mismo se habrá visto obligado a disparar contra alguien, y que al final irá a parar a Tahití, preso de alguna patrullera francesa. Observe que hablo de B. 300 como si aún fuera un asunto sin cerrar. Y así es, ya que los Tres Cuervos Negros no consiguieron llevar a buen fin la empresa. Aún sigue marcado con tinta roja sobre el mapa que cuelga encima de la mesa de Ryder en su oficina de San Francisco; y cualquiera puede echarle un vistazo mientras habla con Cyrus Ryder acerca de sus condiciones empresariales. Aunque ya no podrá contar con el Glarus para semejante hazaña. La singladura hacia la isla en busca de B. 300 fue la última ocasión en la que el Glarus olió el agua salitrosa y sintió las marejadas. Jamás volverá a navegar. Ahora es un simple montón de madera vieja. Y sin embargo el Glarus, en este bendito día de 1902, sigue amarrado a las boyas de Sausalito, en la bahía de San Francisco, con todos los aparejos en perfecto estado (excepto un árbol de transmisión roto), con todos los cabos y cuerdas, con todos los tornillos y tablazones… un buque a vapor perfectamente equipado. Si usted va paseando por el malecón de San Francisco, desde el Embarcadero del Pescador hasta los muelles de los vapores de China, y agita un montón de dólares delante de las narices de los hombres de mar, y si lo hace y se atreve a susurrar el nombre del Glarus, todo el mundo se alejará de usted repentinamente y le mirará con recelo, y, sin mediar más palabras, desaparecerá de su vista. Ningún piloto se aventurará a guiar al Glarus a mar abierto; ningún capitán querrá gobernarlo; ningún fogonero atizará sus calderas; ningún marinero caminará por sus cubiertas. El Glarus www.lectulandia.com - Página 307

está maldito. El Glarus ha visto un fantasma. * * * Todo ocurrió durante nuestra singladura a la isla en busca del mentado B. 300. Nos habíamos mantenido bien alejados de la costa durante todo el tiempo, y Hardenberg había trazado nuestro rumbo de manera que éste se encontrara fuera de las rutas habituales de navegación, y, desde que vimos desaparecer la silueta del Benevento en el horizonte, no habíamos vuelto a tener la más mínima señal de velas, manchas ni humos. Habíamos dejado atrás el ecuador hacía bastante tiempo y navegábamos en dirección a la isla trazando una amplia curva, siempre rumbo al sur. Lo hacíamos así para evitar las sospechas. Era totalmente esencial que el Glarus no despertara la curiosidad. Supongo —no tengo dudas— que fue la certeza de nuestra tremenda soledad la que me impresionó y me hizo darme cuenta de la espantosa lejanía de nuestra posición. Cierto es que el mar tenía la misma apariencia, ya fuera a cien kilómetros de la costa como a unos cuantos miles. Pero según iban pasando los días y subía al puente al atardecer, tras calcular nuestra posición en el mapa (un simple y diminuto punto en medio de la nada), la contemplación del océano pesaba más y más en mi alma, y cada vez me sentía más abrumado por su enorme vastedad… y quiero hacer notar que no era un novato en lo de navegar por mares profundos. Pero en aquellas ocasiones el Glarus parecía estar abriéndose paso en medio de una desolación que no era posible explicar con palabras y que estaba más allá de todo lo que entendemos sobre la soledad. Incluso navegando en aguas más transitadas, aun cuando ninguna vela rompa la línea del horizonte, la sensación de proximidad es algo que siempre se tiene en cuenta y que nos reconforta en gran medida. Allí, sin embargo, sabía que estábamos lejos de todo, en medio de un desierto inmenso. Durante años y más años ningún barco ha surcado aquellas aguas, ninguna vela ha aprovechado sus vientos. Día tras día, mecánicamente, dirigíamos nuestras miradas hacia el horizonte. Pero sabíamos, aún antes de mirar, que la búsqueda resultaría infructuosa. El índigo de la superficie del mar brillaba bajo un frío cielo azul en el que ardía un sol inmisericorde siempre, siempre y siempre. El mismo éter que flotaba entre ambos planetas no podría ser algo más hueco y vacío. Nunca antes había sentido, ni concebido mi imaginación, una soledad semejante, una desolación tan abominable y absolutamente paralizante. Si me hubiera encontrado en un simple bote salvavidas, sin ninguna otra compañía, seguramente me habría vuelto loco en menos de treinta minutos. Sólo recuerdo haberme aproximado medianamente a ese sentimiento de tremenda soledad en una ocasión cuando era joven y estuve tumbado de espaldas en la ladera de una montaña sin vegetación, contemplando el cielo durante horas y horas. Seguramente conoce el truco. Si no es así, debe saber que, si se queda mirando el www.lectulandia.com - Página 308

cielo fijamente durante un buen rato, entonces todas las cosas parecen expandirse, estirarse, y la mirada va de arriba abajo, hasta que todo lo que puede ver (bien es cierto que, gracias a Dios, este efecto sólo dura una fracción de segundo) es un gran espacio vacío. Por lo general, se detendrá en esos momentos, lanzará un grito y —tras taparse los ojos con sus manos— se sentirá feliz de que todas las cosas vuelvan a parecer tan sólidas como siempre. De la misma manera que yo, durante una breve singladura, me siento feliz al apartar los ojos de aquella terrible desolación marina y levantarlos hacia las velas, los mástiles o las chimeneas, o de sentir en mi mano en la barandilla cubierta de hollín que es, en realidad, la única cosa que se interpone entre mí y la Oscuridad Exterior. Pues al fin habíamos llegado a esa región de los Grandes Mares por la que no circula ningún barco, el mar silencioso de Coleridge y del Viejo Marinero, la insondable, inexplorada Desolación primordial y silenciosa; estábamos tan solitarios como una mota de polvo estelar girando en el espacio desierto más allá de Urano y del alcance de los grandes telescopios. De esa manera el Glarus cabeceaba en medio de la nada, avanzando inexorablemente hacia delante. Día tras día, y durante toda la jornada, flotábamos bajo los mismos cielos de un azul pálido y bajo el mismo sol abrasador. Día tras día contemplábamos el mismo mundo acuático de un azul profundo y oscuro, sin vientos conocidos que lo agitasen, tan liso como una baldosa de mármol, tan brillante como un ópalo, extendiéndose delante y atrás, alrededor y más allá de nosotros, por siempre, ilimitado, vacío, desierto. Día tras día el humo de las máquinas velaba la blanca estela de nuestra nave. Día tras día Hardenberg (el patrón) clavaba una chincheta en la carta de navegación que colgaba en la cabina de mando, y que nos mostraba lo lejos que nos habíamos infiltrado en el interior de aquella región desolada. Día tras día el mundo de los hombres, de la civilización, de los periódicos, los policías y los transportes urbanos quedaba más lejos; y mientras, nosotros seguíamos navegando completamente solos, perdidos y olvidados en aquel mar silencioso. —No está nada mal ir de un lado a otro —decía Ally Bazan, el nativo— sin tener que tropezarte con el vecino. —Estamos bien alejados de las rutas habituales de navegación —le contestaba Hardenberg—. Y eso es una buena cosa para nuestros planes. Nadie circula jamás por estas aguas. Aquí no hay itinerarios. Los caminos no van a ninguna parte. —Es como si estuviéramos en las chimbambas —solía decir Strokher. No delataré la naturaleza de los negocios en los que estaba envuelto el Glarus, aunque sí puedo decir que no eran del todo lícitos. Tenían que ver con un mal asunto que había acontecido más de dos siglos atrás. Había dinero de por medio, pero no se trataba de conseguirlo a golpe de pistola, por lo cual es mejor dejar las cosas tal y como están. La isla a la que nos dirigíamos siempre ha aterrorizado la mente de los hombres. www.lectulandia.com - Página 309

Un barco había recalado en ella doscientos años antes de que lo hiciera el Glarus, un barco no demasiado diferente de las viejas carabelas de proas pronunciadas, y su tripulación había desembarcado y extendido toda su maldad por la tierra antes de largar velas y hacerse de nuevo a la mar. Y entonces, justo cuando las palmeras de la isla se hundieron en el horizonte, tuvo lugar lo más atroz e incalificable. La Muerte que no era Muerte surgió de las aguas, y se puso delante del navío y todo alrededor, y la plaga se hizo dueña de las cubiertas y se asentó sobre ellas como una capa de moho, y el barco se estremeció de espanto ante un terror que aún no tiene nombre. La primera semana murieron veinte hombres; el resto, excepto seis, lo hicieron la siguiente. Estos seis supervivientes, con la sombra de la locura pendiendo sobre ellos, se las arreglaron para lanzar un bote al agua y regresar a la isla, donde también sucumbieron, no sin antes dejar un registro de lo que había sucedido. Los seis supervivientes dejaron el navío tal y como estaba, con todas las velas desplegadas y los faroles encendidos, abandonándolo bajo las sombras de la Muerte que no era Muerte. El barco se quedó quieto bajo una calma chicha, observando cómo lo abandonaban. Jamás se volvió a oír hablar de él. O tal vez sí… Bueno, dejémoslo en un simple tal vez. Lo más importante de toda aquella aventura, al menos desde mi punto de vista, ha sido siempre esto. El barco fue el último amigo de aquellos seis pobres desgraciados que regresaron a la isla llevando consigo los cofres cargados con los frutos de sus saqueos. El barco era su guardián y los habría vigilado y defendido hasta el final; y nosotros, los Tres Cuervos Negros y yo mismo, no teníamos ningún derecho, ni arriba en los cielos ni bajo las leyes de los hombres, para inmiscuirnos en este negocio, en este asunto de un pasado muerto y enterrado. Resultaba una especie de sacrilegio. No éramos mejores que cualquier ladrón de tumbas. * * * Cuando oía a los otros quejarse de la soledad que nos rodeaba, no solía decir nada al principio. En realidad yo no era ningún marino y tan sólo se me había permitido embarcar por amistad. Pero no podía dejar de mirar la enloquecedora vastedad del horizonte, la misma desolación y vacuidad que habíamos contemplado desde hacía ya dieciséis días, y sentía en mi cerebro y en mis nervios la misma repulsa y protesta que nos domina cuando escuchamos una y otra vez las mismas notas musicales. Resultaba extraño que el simple hecho de no habernos topado desde hacía tanto tiempo con algún otro barco pudiera llegar a consternar de aquella manera el espíritu de un hombre. Pero recomiendo a los incrédulos que se embarquen en una travesía de dieciséis días hacia la nada, sin ver otra cosa que el sol, sin oír más que el zumbido de la hélice de su propio barco, y que entonces nos den a todos su opinión al respecto. Y sin embargo, lo que menos deseábamos entonces era cualquier clase de www.lectulandia.com - Página 310

compañía. El sigilo era nuestra gran arma. Pero creo que hubo momentos —ya cerca del final de la aventura— en los que los Tres Cuervos Negros habrían recibido con alegría la proximidad de cualquier otro barco. Además, no sólo nos deprimía la soledad; también había otras cosas. En el séptimo día de navegación, Hardenberg y yo nos encontrábamos en la serviola con la intención de pescar alguna de las marsopas que últimamente jugueteaban bajo la proa del barco, y Hardenberg había aprovechado para hacer cuentas de los días que aún nos quedaban para llegar a nuestro destino. —Debemos encontrarnos a unos ochocientos aburridos kilómetros de la isla — dijo—, y el barco hace una media de trece nudos al día. Todo va de maravilla… pero… verá usted…, no me gustaría llegar a ese lugar antes de lo necesario. —¿Cómo es eso? —le pregunté mientras agitaba la caña de pescar—. ¿Espera mal tiempo? —Señor Dixon —me dijo, lanzándome una extraña mirada—, el mar es un compañero de lo más raro, y eso no hay quien me lo discuta. He estado en el mar desde que no levantaba más de un palmo del suelo; lo conozco bien, siento el mar. Mire allá a lo lejos. No hay nada, ¿verdad? Nada excepto la misma y vieja línea del horizonte que contemplamos todos los días. El barómetro permanece tan estable como un viejo campanario y este viejo cascarón, lo reconozco, está tan sano como el día en el que lo botaron. Es como si ahora mismo me dirigiera a mi hogar, allá en Gloucester. ¿Y sabe una cosa? Lo haré llegar a puerto. Seguro que sí. ¿Y sabe por qué? Porque siento el mar, señor Dixon, porque lo siento. Ya había oído antes esas mismas palabras en boca de viejos lobos de mar, y le conté a Hardenberg la experiencia de un viejo capitán que había conocido y que zozobró en mitad de un mar tranquilo en las costas de Trincomalee. Le pregunté qué amenazas le auguraban en aquellos mismos momentos ese Sentir del Mar (pues en alta mar cualquier presentimiento es un mal presentimiento, jamás es algo bueno). Pero él no fue demasiado explícito. —No lo sé —respondió malhumorado, como si estuviera bastante confundido, mientras enrollaba el sedal—. No lo sé. Hay algo maldito a nuestro alrededor, me apostaría la gorra. No puedo describirlo, pero es como un enorme pájaro que revolotea en el aire y que está fuera del alcance de nuestras miradas —de repente se incorporó, dándose una palmada en la rodilla, y exclamó—: No me gusta ni un maldito pelo. Aquella noche en el comedor, después de tomar la cena y cuando nos disponíamos a fumar un poco, volvimos a hablar de lo mismo. Aunque esta vez Hardenberg se hallaba de guardia en el puente. Ally Bazan habló en su lugar. —Me da la sensación —se aventuró a decir— de que algo va a estallar en cualquier momento. No me extrañaría nada que una noche de éstas encalláramos en alguno de esos arrecifes que aún no figuran en ninguna carta marina, y que nos fuéramos todos a pique sin tener tiempo ni de decir «Hasta la vista compañero». www.lectulandia.com - Página 311

Se reía mientras hablaba, pero justo en ese momento una cacerola se cayó en la cocina con gran estruendo, y pegó un buen salto mientras lanzaba un juramento y examinaba nerviosamente el camarote. Entonces Strokher también confesó sentirse bastante nervioso. Había empezado a sentirse así desde anteayer. —Y eso que el barómetro no fluctúa ni un ápice —dijo— y que el viento está en calma. Supongo —prosiguió— que estamos un poco inquietos y hartos de una travesía tan larga y solitaria. Posiblemente fuera porque aquella conversación había hecho mella en mis nervios, o porque, finalmente, ese Sentir del Mar se había adueñado también de mí, pero lo cierto es que, después de la cena y justo antes de acostarme, me invadió una extraña sensación de inquietud, y que, tras llegar al camarote, una vez finalizado mi turno de guardia en el puente, me sentí tremendamente enojado con nadie en particular por el simple hecho de no poder encontrar las cerillas. Pero existía una diferencia. El resto de mis compañeros tan sólo estaban vagamente inquietos. Podía darle nombre a mi desazón. Sentía que estábamos siendo espiados. * * * Después de aquello todo fue bastante extraño entre nosotros. Me refiero a los Cuervos y a mí mismo. También estábamos acompañados por unos cuantos fogoneros y el jefe de máquinas. Pero les veíamos tan poco que no contaban. Los Cuervos y yo haraganeábamos tristemente en la toldilla desde el amanecer hasta el ocaso, silenciosos, irritables, comunicándonos entre nosotros un nerviosismo tal que, el más leve crujido de alguna tabla, nos hacía saltar como si alguien nos hubiera puesto encima de la piel un pedazo de hierro helado. Reñíamos por cosas sin trascendencia, nos enfadábamos por la más mínima tontería y, al final, cualquiera de los cuatro terminaba por afirmar que jamás había tenido la desgracia de caer asociado a un trío de bestias tan insufrible. Y sin embargo, siempre estábamos juntos y buscábamos la compañía de los demás con una insistencia dolorosa. Sólo nos pusimos de acuerdo una vez cuando el cocinero, un chino, acabó de hornear una tanda de galletas. Todos a una le vociferamos nuestro descontento con gritos de verdulera hasta que huyó del comedor temeroso de su propia integridad, dejándonos en un repentino estado de ruidosa hilaridad… la primera vez que esto sucedía desde hacía un montón de tiempo. Hardenberg propuso que tomáramos una ronda de cervezas de la única caja que nos quedaba. Nos levantamos con nuestros vasos, formamos un círculo y brindamos por la salud de todos con grave seriedad. Recuerdo que aquella misma noche nos demoramos hasta muy tarde en la toldilla y que, de una manera realmente curiosa, todos terminamos por contar los acontecimientos de nuestras vidas hasta la fecha, y que luego bajamos al comedor para echar una partida de cartas antes de acostarnos. www.lectulandia.com - Página 312

Strokher se había quedado en el puente, pues era su turno de guardia, y nos habíamos olvidado completamente de él mientras jugábamos; y entonces —supongo que serían sobre la una de la madrugada—, le oí silbar con fuerza. Puse las cartas bocabajo sobre la mesa y dije: —¡Escuchad! En el silencio que siguió tan sólo pudimos oír el runruneo de los motores del barco, los ronquidos monótonos de los que dormían y el tintineo del enorme reloj de Hardenberg que estaba dentro del bolsillo de su chaqueta, colgada en el respaldo de la silla. Y entonces, desde la cubierta superior, nos llegó una especie de grito o gemido, largo y átono, que provenía de la boca de Strokher: —¡Baaarco a la viiista! Las cartas cayeron de nuestras manos y, como si de repente nos hubiéramos convertido en piedra, permanecimos en silencio mirándonos los unos a los otros sobre el tapete rojo durante lo que pareció un interminable minuto. Acto seguido, tropezando y lanzando maldiciones, en un paroxismo de histeria, alcanzamos la cubierta. Una luna rojiza casi se hundía por el horizonte, pero no soplaba ni una brizna de viento. El mar al otro lado del pasamanos estaba tan liso como si fuera de lava, de manera que la proa del Glarus apenas levantaba espuma al hendir la superficie del agua. Recuerdo que me quedé contemplando el desolado océano y parpadeando mientras la luz de la luna se reflejaba sobre las aguas, y que seguí así, con los ojos entrecerrados como un estúpido, hasta que Hardenberg, que había seguido hacia delante, gritó: —¡Aquí no, en el puente! Nos acercamos a Strokher, y antes de que yo llegase al lugar en el que se encontraba, los otros ya le estaban preguntando: —¿Dónde? ¿Dónde? Pero incluso antes de señalárnoslo le vi, todos le vimos… Y pude oír cómo los dientes de Hardenberg entrechocaban entre sí como una trampa de cepo, y a Ally Bazan que se agachaba como protegiéndose de algo mientras musitaba: —¡Por todos los santos! ¿Qué nombre le daríais a un barco así? Y luego nadie se atrevió a decir nada durante un largo minuto, y nos quedamos allí apiñados, unas sombras negras e inmóviles que ansiaban la compañía, el roce con el hombro del compañero que había al lado —cosa que resultaba de un valor incalculable en aquellos momentos—, mientras mirábamos por nuestro costado de babor. Pues el barco que veíamos —apenas se encontraba a un kilómetro de distancia— no se parecía a ninguna embarcación de nuestros días. Su eslora era corta y tenía una popa alta que, al girarse un poco hacia nosotros, descubrió varias hileras de ventanas muy distintas de las que tienen los edificios de www.lectulandia.com - Página 313

hoy en día. A cada lado de la popa había una especie de recipientes como los que se utilizaban antaño para hacer señales luminosas una vez prendidos. Tenía tres mástiles de los que pendían unas gruesas vergas, aunque apenas sí quedaban unos jirones desgarrados de su velamen. Las jarcias y cabos colgaban por todas partes enredándose entre sí. Y allí estaba, recortándose contra una luna rojiza que declinaba, en medio de aquel océano solitario, tenebroso, antiguo, abandonado; un navío que rebosaba tristeza y desamparo, la cosa más siniestra que había visto en mi vida. Entonces Strokher empezó a darnos todo tipo de explicaciones, hablando con locuacidad y repitiéndose una y otra vez. —Se trata de un derrelicto, claro. Estaba dormido; sí, estaba dormido. Vaya negligencia. Digo que estaba dormido… y eso que era mi turno de guardia. Y nos acercamos a eso. Cuando me desperté, pues… ya lo veis, estoy despierto, nos encontrábamos muy cerca de eso —soltó una carcajada sin demasiadas ganas—. Y… y ahora está ahí, como bien podéis ver. Me di la vuelta y lo vi de repente… cuando me desperté. Y eso es todo. Se volvió a reír y, mientras lo hacía, los motores de nuestro barco a unos cuantos metros por debajo de la cubierta comenzaron a resoplar repentinamente. Se produjo un estrépito de algo que golpeaba los costados del barco, haciendo que nos estremeciésemos por las sacudidas. Hubo un siseo de vapores, un grito y, acto seguido, silencio. El runruneo de las máquinas cesó; el Glarus se deslizó suavemente sobre las aguas, simplemente avanzando gracias al impulso que llevaba. —¡Atención! —gritó Hardenberg mientras pegaba los labios al tubo que comunicaba con la sala de máquinas—. ¿Qué sucede? Yo me encontraba lo suficientemente cerca de él como para poder escuchar la débil voz que le respondió. —El eje se ha roto, señor. —¿Roto? —Sí, señor. Hardenberg miró en torno a él. —Vamos abajo. Tenemos que hablar. Creo que ninguno de nosotros se volvió a mirar al otro barco. Desde luego yo mantuve mi mirada bien lejos de él. Pero mientras bajábamos a la cabina puse la mano encima del hombro de Strokher. Los otros iban delante. Le miré directamente a los ojos mientras le preguntaba: —¿De verdad estabas dormido? ¿Por eso le viste tan de repente? Han transcurrido ya cinco años desde que le lancé aquella pregunta. Aún estoy esperando la respuesta de Strokher. Bien, el eje estaba realmente roto. Eso sí que estaba claro. Bajamos hasta la sala de máquinas y contemplamos la rajadura irregular que significaba el fin de todas www.lectulandia.com - Página 314

nuestras esperanzas. Durante los siguientes cinco minutos que hablamos con el jefe de máquinas, quedó perfectamente demostrado que no estábamos preparados para semejante contingencia. No hicimos ningún comentario sobre la curiosa coincidencia con la aparición del otro navío. Pero también sé que ninguno se sorprendió demasiado por la rotura del eje. Abandonamos la sala de máquinas y nos reunimos alrededor de la mesa de la cabina de mando. —¿Y ahora qué? —dijo Hardenberg, rompiendo el hielo. Nadie le respondió en un principio. Ya eran las tres de la madrugada. Lo recuerdo perfectamente. Las portillas que tenía enfrente estaban abiertas y podía ver el exterior. La luna estaba a punto de ponerse. El amanecer comenzaba a inundar el mundo de una luz cobriza y triste. Aún se podían ver todas las estrellas. El mar, a pesar de la luz rojiza de la luna y de la cobriza aurora, permanecía gris, y allí, a menos de un kilómetro de distancia, seguía nuestro consorte. Podía verlo a través de las portillas a cada vaivén del Glarus. —Yo voto por la isla —gritó Ally Bazan—, con o sin eje. Podemos improvisar algo, ¿no es así? Y la discusión empezó. Hablamos sin cesar durante más de dos horas, hablamos en voz alta, agitando las manos y pegando puñetazos en la mesa, y no sé cómo habría acabado aquello, pero, al fin —creo que eran más de las cinco de la madrugada—, el vigía se acercó a la cabina de mando y dijo: —¿Pueden salir al puente, caballeros? —se trataba del patrón, y pude ver que el hombre se encontraba muy nervioso. Nos levantamos, mirándonos los unos a los otros; dirigí mis ojos a Ally Bazan y descubrí que empalidecía lentamente, desde la punta de la nariz hasta la comisura de los labios. Y sin embargo, nadie dijo ni una sola palabra acerca del extraño barco, excepto el siguiente comentario de Hardenberg: —¿Qué pasa ahora? Por Dios Todopoderoso, no soy un cobarde, pero esto está empezando a resultar demasiado para mí. Acto seguido, sin añadir nada más, subió hacia el puente. El aire resultaba frío. El sol aún no había salido. Estábamos en ese lapso extraño, en ese momento especial en el que las tinieblas comienzan a dar paso a la aurora, cuando la noche agoniza pero el día aún no ha despuntado, en esa luz grisácea e indistinta que aún no es capaz de desgarrar la oscuridad, como un destello mortecino que reflejase los últimos resplandores de un mundo extinto. Nos acercamos al pasamanos. No dijimos nada; permanecimos quietos mientras mirábamos. La atmósfera estaba tan calma que podíamos escuchar perfectamente el gotear del vapor condensándose en una cañería que discurría por las profundidades del barco, y sonaba tan apagado, tan mortecino e indistinto —Dios bien lo sabe—, como el tictac de un tiempo extinto. www.lectulandia.com - Página 315

—¿Lo ven? —dijo el patrón, apenas en un susurro—. No hay error posible. Se mueve… en esta dirección. —¡Bah! —Strokher intentó restar importancia al asunto—. Se trata de una corriente que le empuja hacia nosotros. ¿Acaso no se iba a hacer de día nunca? Ally Bazan —sus padres eran católicos— comenzó a musitar para sus adentros. Entonces Hardenberg habló en voz alta. —A mí, particularmente, no… me interesa… demasiado… que esa cosa cruce por delante de nuestra proa. Deberíamos izar alguna vela. —De hombre a hombre —dijo Strokher—, ¿de dónde vas a sacar la brisa para impulsarla? Tenía razón. El Glarus flotaba sobre el agua en medio de una calma perfecta. En toda aquella porción del océano no se movía nada excepto aquel Barco Fantasma. Se acercó lentamente; su proa alta y desgarbada apuntaba directamente hacia nosotros, desgarrando el agua a su paso. Se acercó; ya estaba a tiro de piedra. Pudimos verle con detalle, vimos sus tablazones desgajadas, los cabos que colgaban, las corroídas partes metálicas, su pasamanos fracturado, las ajadas cubiertas, y pude imaginar que el agua límpida se abría a su paso en pequeñas olas para evitar entrar en contacto con una cosa impía. No provocaba el más mínimo sonido. No se distinguía nada ni a nadie a bordo de aquel cascarón… y, sin embargo, se movía. No podíamos hacer nada. El Glarus era incapaz de avanzar en ninguna dirección; estábamos anclados en aquel punto. A nadie se le había ocurrido apagar las luces, y aún seguían brillando en medio del amanecer; sus estridentes rayos verdes y rojos resultaban extrañamente fuera de lugar, como unos enmascarados sorprendidos por la luz del día. Y en el silencio de aquel océano solitario, en medio de esa luz indistinta a caballo entre la aurora y el día, a las seis de la madrugada, tan silencioso como los reinos de la muerte que se abren en las profundidades insondables del océano, tan gris como la bruma, abandonado, ciego, sin alma, sin voz, el Barco Fantasma pasó delante de nuestra proa. No sé a ciencia cierta cuánto tiempo transcurrió hasta que la nave se perdió de vista, o qué hora era cuando nos reunimos por última vez. Pero al fin llegamos a una decisión. Seguiríamos hacia delante con ayuda de las velas. Estábamos demasiado cerca de la isla como para volvernos atrás… a causa de un simple eje roto. Pasamos la tarde colocando las velas y, a la caída de la noche, comenzó a soplar una brisa fresca y favorable. Creo que todos nos sentíamos bastante animados y fortalecidos cuando la última vela fue izada y Hardenberg se hizo cargo del timón. Durante la mañana habíamos derivado un buen trecho y la proa del Glarus apuntaba rumbo a casa, pero en cuanto la brisa se hizo lo suficientemente fuerte como para permitir la maniobra, Hardenberg hizo girar la rueda y el bauprés viró en dirección a la isla. www.lectulandia.com - Página 316

Apenas llevábamos media hora siguiendo esta derrota cuando el viento cambió de dirección una cuarta de la brújula y tomó al Glarus por el costado, de manera que lo único que podíamos hacer era ceñir por estribor. Y entonces sucedió lo más extraño. Ante todo debo decir que no teníamos forma de comunicarnos con el Glarus. Tengo que admitir que las velas de un vapor de novecientas toneladas no están pensadas para que pueda desplazarse con una velocidad constante y adecuada. Incluso tengo que aceptar la posibilidad de que una corriente de agua procedente de la isla nos empujara mar adentro. Todos estos hechos podrían ser ciertos pero, aún así, el Glarus debería haber avanzado algo. Debería haber dejado una estela tras de sí. En lugar de eso, nuestro viejo, impasible, estable y leal barco estaba… ¿cómo lo diría? Diré que, ante todo, ningún hombre es capaz de entender plenamente a un barco. Diré que los buques de reciente construcción son erráticos y estrafalarios; que los barcos viejos y experimentados tienen sus propias manías, sus propios caprichos que todo patrón que los gobierne debe conocer y sobrellevar si quiere sacar un buen partido de ellos; que incluso las mejores embarcaciones se enfurruñan a veces, eluden sus cometidos, se hacen inestables, perversas, y reniegan a hacer caso del timón. Y diré también que algunos barcos que durante años han surcado los mares con seriedad y con tanta docilidad como un caballo de tiro que día tras día trota por los mismos caminos, de pronto pueden negarse a seguir avanzando, con la misma terquedad y resolución que cualquier asno testarudo. Sé que ha sido así porque lo he visto con mis propios ojos. Vi que el Glarus, por ejemplo, se negó a seguir avanzando. No pudimos hacer nada para evitarlo, eso es algo que no admite discusión. Diremos, si lo prefiere, que la rotura del eje lo dejó en mal estado, indispuesto. Pero lo cierto es que, fuera cual fuera la verdadera causa, nos resultó completamente imposible hacerlo avanzar hacia la isla. Todos le echamos la culpa a la «corriente»; pero, ¿cómo es eso posible? Lo intentamos durante tres días y tres noches. Y el Glarus se sacudía, tiraba y cabeceaba de la misma manera que un asno que se niega a cruzar un río de aguas turbulentas. Diré que podía sentir cómo su interior temblaba y se estremecía desde la proa hasta el codaste de popa, como si estuviera sacudido por una tempestad; diré que se negó a avanzar con el viento, que renegaba de su curso hasta que la sensación de zozobra, de que el barco empezaba a hundirse, fue tan clara como las luces de posición que brillaban en la cubierta, y que todo eso resultaba tremendamente lastimoso. Forzamos las velas, hicimos todo lo posible porque avanzara, le rogamos, le maldecimos, le intentamos engañar, hasta que los Tres Cuervos, cuya fortuna había volado lejos dos días atrás, despotricaron y maldijeron y juraron como bestias insensatas, o, mejor, debería decir como conductores de elefantes que intentan conducir a su aterrorizada montura hacia el cubil del tigre… y todo sin ningún www.lectulandia.com - Página 317

resultado. —¡Maldita sea la condenada corriente y nuestra maldita suerte y el maldito eje, y maldito sea todo! —exclamaría Hardenberg mientras intentaba guiar al Glarus desde el timón—. ¡Vamos, cascarón inmundo, barquichuela de tres al cuarto! ¡Por Todos los Santos, cualquiera diría que tiene miedo! A lo mejor aquello era cierto, o a lo mejor no; ese extremo es bastante discutible. Pero lo que resultaba evidente es que Hardenberg sí estaba asustado. Un barco que se niega a obedecer tan sólo es un poco menos terrible que una tripulación al borde del motín. Y nosotros nos encontrábamos muy cerca de afrontar ambas cosas. Los fogoneros, todos ellos avezados hombres de mar, eran también tremendamente supersticiosos, y sabían cómo estaba obrando el Glarus; tan sólo era cuestión de tiempo que se nos escaparan de las manos. Aquello fue el fin. Mantuvimos una última reunión en la cabina de mando y decidimos que no había nada que hacer, que teníamos que regresar. Así que viramos y, por fin, el viento nos acompañó, y la «corriente» se puso de nuestro lado, y el agua volvió a salpicar bajo la roda del Glarus, y una estela nítida apareció a popa del barco, y los cabos que sostenían las velas se tensaron con firmeza mientras la embarcación navegaba de regreso al hogar. A partir de entonces no tuvimos mayores contratiempos; y, considerando todas las circunstancias, el viaje de regreso a San Francisco resultó bastante propicio. Pero algo más ocurrió nada más virar el barco rumbo a casa. Nos encontrábamos quizás a unos ocho kilómetros de la ruta de regreso. Estaba atardeciendo y Strokher se encontraba de guardia. Hacia las siete me llamó desde el puente. —¿Lo ves? —dijo. Muy lejos, envuelto en las sombras del crepúsculo, asomaba de nuevo aquel Barco Fantasma, desolado, solitario, imposible de describir en palabras. Nos alejábamos rápidamente de él. Strokher y yo nos quedamos mirándole hasta que apenas fue una mancha en el horizonte. Luego Strokher dijo: —De nuevo está en su puesto de guardia. Y cuando meses después pasamos por debajo del Golden Gate y echamos el ancla en las aguas del puerto, la tripulación abandonó el barco precipitadamente y, en menos de seis horas, la leyenda del Glarus circulaba de boca en boca entre todos los marineros y estibadores desde Barbary Coast hasta Black Tom’s. Aún sigue allí, y por eso ningún piloto conducirá al Glarus mar adentro, ningún capitán se atreverá a gobernarlo, ningún fogonero alimentará sus calderas, ningún marinero caminará por sus cubiertas. El Glarus tiene una reputación dudosa. Jamás volverá a oler la sal en aguas profundas, jamás volverá a surcar los mares. Ha visto un fantasma.

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Frank Norris (1870-1902) El pecio de la muerte, escrito en colaboración entre los escritores ingleses Simon Clark y John B. Ford, es una especie de homenaje a las obras de William Hope Hodgson. Destaca su calidad literaria y el buen hacer de sus autores a la hora de «imitar» el estilo de Hodgson. Toda una deferencia al maestro al que, sin embargo, aún no se le había ocurrido situar el desarrollo de uno de sus relatos en un paraje tan desolado y aterrador como el mismísimo fondo marino. Es de destacar que uno de los protagonistas del relato se llama «Dodgson» (no hace falta ser muy observador para saber de dónde proviene la fuente de inspiración para tal nombre). Ambos autores nos hacen un breve semblante de su carrera literaria: «Un día de invierno de hace mucho tiempo sucedió algo extraordinario. O eso le pareció a Simon Clark, que entonces tenía cinco años. Una estatua de la Reina Victoria se desplomó sobre el lago de un parque. Simon se acercó muy curioso a mirar la estatua caída. Entonces el lago se heló. Simon caminó con mucho sigilo por encima del hielo y descubrió unos restos de mampostería en el fondo del lago. De repente, el hielo se quebró y Simon se hundió en el agua; mientras forcejeaba por salir, pensó: “Voy a ahogarme”. Afortunadamente, Simon se las apañó para salir a la superficie. Estaba empapado y tenía mucho frío, pero se encontraba bien. A lo mejor es por eso que muchas de sus historias tienen que ver con las cosas que pululan en las aguas profundas, o que pueden emerger de ellas… Entre los libros de Simon destacaré: Nailed by the Heart (publicado en España como Clavado en el corazón, AGATA), Blood Crazy, Darkness Demands y The Night of the Triffids (de próxima aparición en España). Website: www.bbr-online.com/nailed». «John B. Ford ha sido recientemente nominado al Premio Stoker, aunque no sé muy bien por qué. También ha sido editor de BJM Press, y ahora de Rainfall Boks, de la cual es copropietario. Es el fundador de Terror Tales, tanto de la popular versión impresa como de la página en red (www.terrortales.org), y el autor de libros como: Dark Shadows of the Moon, Tales of Devilry and Doom, The Evil Entwines y The Haunted Ocean».

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EL PECIO DE LA MUERTE Simon Clark & John B. Ford

Extraños sucesos tienen lugar en el mar. Sí, y algunos son más siniestros que las más tenebrosas fantasías de los hombres. Ahora que mis días tocan a su fin, los hechos que estoy a punto de rememorar son como una avanzadilla de la Muerte. La Muerte ha sofocado mi voz, como intentando evitar que los terribles recuerdos que impregnan mi mente sean conocidos por otros. Pero aún conservo la habilidad para escribir acerca de lo que presencié durante mi juventud, y ojalá que Dios me otorgue la energía necesaria para que pueda dar testimonio de lo que he visto, de lo que aún está por llegar. Y así lo debo narrar, pues tengo que advertir al mundo, antes de que sea demasiado tarde, del peligro que acecha. * * * Lo recuerdo con suma claridad. Yo era el grumete más antiguo a bordo del Jenny Rose, cargo con el que me sentía tremendamente complacido y orgulloso, ya que tenía una natural inclinación por los viejos barcos de vela, y aquél era uno de los pocos que aún seguía en servicio. Nos encontrábamos terriblemente ocupados, sonsacando todo lo que podíamos del lecho del mar, cualquier cosa que nos hiciera ganar unas monedas: un viejo cañón, algo de peltre, piezas de cobre pertenecientes a viejos navíos que se habían ido a pique siglos atrás. Nuestro buzo era un hombre enjuto y nervudo llamado Dodgson, que más parecía encontrarse en su propia casa dentro del agua que fuera de ella. Por lo general trabajaba solo pero, a veces, me hacía ponerme el traje y bajar al fondo cuando lo recuperado pesaba más de lo habitual. No puedo decir que me gustara más sentir las olas encima de mí que debajo, pero era un marino cumplidor y siempre obedecía las órdenes. Aún así, lo que un buzo ve en el lecho del mar puede llegar a alterar los nervios de cualquier hombre. Durante una de las últimas inmersiones penetramos en el casco de un barco negrero que yacía a más de cinco brazas de profundidad. En sus bodegas nos topamos con los huesos de cientos de hombres, mujeres y niños africanos que se habían ido al fondo del océano con las cadenas aún fijadas a las cuadernas del buque; pobres diablos. Bueno, recuerdo que nos hallábamos en medio de una calma chicha en los trópicos, con todas las velas bajas sujetas a los brioles, de manera que estuvieran listas para tomar el más leve soplo de brisa. Pero había algo sobrenatural en la www.lectulandia.com - Página 321

atmósfera de aquella región del océano; algo extraño que impregnaba el terrible silencio y la soledad de aquel mar, algo que me hacía tener muy presente todos aquellos huesos que reposaban bajo la quilla de nuestro barco. Quizás a causa de mi juventud y de mi mente despierta, yo era más receptivo de lo que debiera haber sido a la extraña atmósfera que nos rodeaba, pues me daba la sensación de que en aquel paraje todo hablaba de la Muerte. Un día, nada más llegar a la cubierta que estaban limpiando los otros grumetes, me di cuenta que el joven Adams estaba observando con suma atención la superficie del mar. —¿Qué pasa, Tom? —le pregunté—. No habrás visto una sirena, ¿verdad? —Échale un vistazo a esto, Will —contestó, señalando algo. Miré en la dirección que me indicaba y, justo por debajo de la superficie del mar, vi unos destellos plateados. Enseguida, mientras seguía observando aquel fenómeno, descubrí muchos objetos pequeños que ascendían en el agua. Parecía una masa compuesta por una multitud innumerable de peces muertos que subían a la superficie. —¿Qué crees que puede haber causado eso? —pregunté a Adams. —No lo sé —contestó—, a lo mejor el agua está impregnada de alguna clase de veneno. Al rato, nuestra inactividad llamó la atención del segundo oficial, pero al descubrir el morboso espectáculo que contemplábamos, se unió a nosotros silencioso y asombrado. Pronto toda la tripulación estuvo al tanto del asunto, pero ninguno de los que estaban allí había visto antes nada parecido, y nadie supo dar una explicación convincente. Enseguida las cubiertas, recientemente baldeadas, comenzaron a echar vapor a causa del terrible calor, haciendo que el sudor resbalara por los rostros de los marineros. Y entonces, me dio por pensar que estábamos navegando a través de las mismísimas aguas del Infierno. Durante todo aquel día estuvimos sofocados por el terrible calor y no apareció ninguna nube que pudiera darnos un poco de sombra. En el crepúsculo se produjo un extraño espectáculo que hizo que el vigía lanzara gritos de asombro, pues todo el cielo occidental ardía con un fuego rojizo de sangre y una especie de imagen terrorífica comenzó a dibujarse entre los resplandores. Los que estábamos en cubierta en esos momentos nos quedamos completamente callados mientras veíamos cómo iba tomando forma aquella visión. Unos matices negros comenzaron a mezclarse con el rojo dominante, como si un artista invisible corrompiera el cielo con malignas pinceladas. En los segundos que siguieron me invadió una oleada de intenso miedo; mientras, algunos de los marineros, cayeron de rodillas rezando aterrorizados. Pues en el cielo había tomado forma una imagen renegrida, un rostro de una absoluta maldad y, de repente, sus ojos se abrieron de par en par mostrando el rojo intenso que había en su interior. Era como si estuviésemos siendo vigilados, espiados por dos órbitas de fuego que rebosaban un odio aplastante. El primer oficial se volvió hacia mí con una www.lectulandia.com - Página 322

expresión de miedo y asombro en su cara. —Will, ve abajo y dile al capitán que tenemos ciertos fenómenos atmosféricos que me gustaría comentar con él. ¡Rápido! Cuando volví con el «viejo», pude quedarme detrás de él y del primer oficial, de manera que estuve al tanto de la conversación que ambos mantuvieron en voz baja. —¿Qué piensa de eso, señor? —preguntó el primer oficial. —Que me aspen si lo sé —contestó el capitán, anonadado—, pero sí veo a lo que se parece. Jamás me he topado con algo semejante en toda mi carrera de marinero. —Quizás se trata de alguna especie de fenómeno atmosférico —sugirió el oficial. —Ningún fenómeno natural puede mostrar una imagen así, señor. Aunque lo mejor es que pensemos que se trata de alguna especie de portento climatológico producido por este calor asfixiante. La tripulación se lo está tomando muy mal… y no me extraña en absoluto. Un poco después, el capitán reunió a los marineros para confortarles un poco. Y, aunque ninguno de los hombres creyó realmente en sus explicaciones, todos intentaron elevar el ánimo y hacerle caso, pues el capitán gozaba de gran respeto entre los hombres y era como una especie de padre para todos, incluidos los de mayor edad que él. Como cualquier marinero experimentado podría afirmar, es un hecho comprado que la noche cae en los trópicos con una rapidez inusitada. De manera que, una vez terminadas las pocas tareas que me quedaban, me acosté en mi litera para dormir unas cuantas horas antes de que tocara mi turno de guardia… Aquella noche nuestro turno de guardia iba desde la medianoche hasta las cuatro de la madrugada y yo debía ocupar el puesto de vigía durante las dos primeras horas. Sucedió que, cerca de las doce, fui despertado bruscamente por Collins. Acababa de terminar su turno de guardia y se encontraba en un estado de gran nerviosismo y excitación. —¿Qué diablos te pasa? —le pregunté, bastante enfadado por haber sido despertado tan bruscamente. —No me preguntes lo que me pasa —me respondió, y se fue con extraña rapidez en busca de su litera. Cuando me despabilé por completo pude darme cuenta que la temperatura del aire parecía aún más alta que durante el día. Me puse las ropas y subí las escaleras que conducían a la cubierta principal; una vez allí me quedé completamente pasmado. Los cielos occidentales aún seguían rojos, desafiando a la noche, y el rostro demoníaco que se dibujaba en ellos continuaba observándonos con ojos de fuego. Pero ahora se había producido un cambio espectacular en la espantosa imagen: unas fauces abismales se abrían en el centro, mostrando una caverna flamígera. Inmediatamente comprobé que había más actividad en la cubierta de lo que era normal; el segundo oficial contemplaba la Cosa con sus prismáticos nocturnos, mientras que el contramaestre se apoyaba en la barandilla, fumando y hablando con el capitán Reynolds en voz baja. Y todo el mar permanecía igual de calmo y sereno, www.lectulandia.com - Página 323

como si escuchara a escondidas lo que decíamos… como si aguardara algo. Después de recorrer las cubiertas, me dirigí al saliente del castillo de proa. Allí me dediqué a pasear un poco mientras fumaba una pipa y escuchaba los murmullos del mar. Durante todo el tiempo aquel rostro demoníaco siguió observándonos en medio de la noche, y sus ojos brillaban infames y llenos de odio, como si quisieran atravesar el interior de mi alma. Espero que mis palabras sean capaces de dibujar la terrible sensación de espanto y asombro con la que aquel rostro inundaba mi corazón. Bien, quizás una hora más tarde, y mientras mis ojos volvían a contemplar aquel semblante aterrador, me di cuenta de que un perfil sombrío comenzaba a dibujarse por encima de la superficie del agua. Se recortaba contra aquella caverna de fuego que, como acabo de decir, representaba unas fauces flamígeras. Cogí los prismáticos nocturnos para estudiarlo con mayor detalle, y al instante fui invadido por un terror repentino e inmenso… pues acaba de ver la vaga silueta de un barco que salía de entre las llamas. Avisé al capitán de inmediato. —¡Barco a estribor, señor! —¡Dame la posición, muchacho! —me demandó con urgencia. Vi cómo el capitán Reynolds se llevaba sus prismáticos a los ojos y cómo sus labios musitaban un juramento ante lo que acababa de contemplar. Por entonces el segundo oficial y varios hombres se habían acercado hasta donde yo estaba. El segundo también se llevó los prismáticos a los ojos y comenzó a estudiar la progresión del navío. —¡Por Dios! Está completamente desarbolado; no es más que un pecio, por lo que veo. Y sin embargo, se mueve con cierta velocidad… —A lo mejor está en medio de alguna corriente, señor —apunté. —No. Va demasiado rápido y su rumbo es constante, chico. Ninguna corriente podría hacerlo navegar en una línea tan recta. Es como si llevara una dirección determinada… Al rato, la noticia llegó hasta los hombres que dormían abajo, y pronto las cubiertas estuvieron repletas de marineros que contemplaban en silencio y atemorizados la extraña manera en la que se las arreglaba aquel pecio para navegar en mitad de un mar sereno. Enseguida el capitán se unió a nosotros en la punta del castillo de proa. —¿Cuál es su parecer sobre esa embarcación, señor? —preguntó el oficial. —Algo va mal, caballero —contestó el capitán intranquilo—, algo va condenadamente mal. Mientras lo observábamos, quedó suficientemente demostrado que aquel pecio se encaminaba directamente hacia nosotros. De repente, una luz brilló a bordo del barco y yo dirigí los prismáticos hacia ella. Lo que vi entonces me congeló las entrañas, pues una figura tenebrosa cuyo rostro lechoso era similar al de la muerte se erguía sobre la rueda del timón. www.lectulandia.com - Página 324

—¡Hay alguien a la rueda, señor! —grité con fuerza, y un murmullo de espanto se elevó entre los marineros que observaban la escena. Pero cuando el capitán y el segundo oficial intentaron enfocar la luz con sus prismáticos, el pecio volvió a sumirse repentinamente en la oscuridad. Ante eso, mis temores crecieron y pude sentir una especie de terror único y personal, pues tuve la sensación de que aquel «hombre» junto a la rueda del timón se había percatado de alguna manera de que yo le había estado observando, y había sentido mi juventud y sensibilidad. Así que, de alguna manera, me había enseñado sólo a mí una pequeña muestra de las terroríficas existencias que moraban a bordo del pecio. Según iba pasando el tiempo el derrelicto fue acercándose cada vez más a nuestra posición, y aunque yo examinaba sin descanso las cubiertas con mis prismáticos, no pude descubrir ningún otro signo de que el barco estuviera habitado. El pecio siguió aproximándose hacia nosotros hasta que surgieron las primeras luces del amanecer. Enseguida el capitán Reynolds me ordenó que volviera a mi litera, ya que había estado de guardia más de lo que me correspondía, y seguramente también se había percatado de que mis nervios estaban bastante alterados ante la visión de aquel rostro y de lo que había descubierto tras la rueda del timón. * * * Dormí cerca de tres horas y cuando desperté mi cuerpo estaba bañado en sudor. Nada más subir a la cubierta empecé a preguntarme si todas las experiencias de la pasada noche no habían sido más que una simple pesadilla, pues el rostro satánico y llameante había sido reemplazado por el límpido cielo azul al que ya estábamos tan habituados. Pero al mirar por el costado de estribor, pude ver un tenebroso monumento que demostraba la realidad de los siniestros acontecimientos que habían tenido lugar la noche anterior. El pecio repelía la luz del sol; flotaba en medio del mar como una sombra terrible y maligna. Su casco aparecía cubierto de fungosidades en muchas zonas, dando muestra de largos años de abandono. Mientras contemplaba aquel extraño navío que flotaba en un océano sereno y vítreo, fui sobresaltado por lo que parecía un tremendo mugido que resonaba en mis oídos. —¡Señor Dodgson! Prepare el bote de estribor —el capitán ordenó a gritos. Y aunque aquel viejo lobo de mar no era muy dado a dejarse vencer por el miedo, pude distinguir un leve temblor en sus palabras. Reconozco que sus gritos eran más fuertes de lo normal porque él también escuchaba aquel mugido, pero también resultaba evidente su intranquilidad y su miedo. Intentó ocultarlo elevando el tono de voz. —¡Contramaestre, tome media docena de hombres! Vamos a hacer una pequeña travesía en bote hasta ese maldito pecio y a examinarlo con mayor detalle —en su barbudo rostro se dibujó una lúgubre sonrisa—. Nunca se sabe, es posible que haya www.lectulandia.com - Página 325

que rescatar a alguien, a pesar de la apariencia siniestra y bestial de su embarcación. El contramaestre me señaló. —Jessop, muchacho, ayuda al señor Dodgson a quitar la cubierta protectora del bote y a achicar el agua. —A sus órdenes, señor. —¡Ah!, y Jessop… —¿Señor? —¿Te sientes capaz de empuñar uno de los remos? —Sí, señor. —¡Buen chico! Se volvió hacia los marineros que estaban en cubierta. —Caballeros, ustedes saben que soy un maldito ca…, y que no poseo ni una pizca de cortesía en mis huesos, pero esta vez, en lugar de dar órdenes, voy a preguntar. Que levanten las manos aquellos que se ofrezcan voluntarios para acompañar al capitán en el bote hasta ese condenado pecio. Observó con gravedad el rostro de los hombres. —No habrá represalias ni castigos para los que no quieran ir. No hubo una multitud entusiasta de voluntarios, pero sí un buen puñado de manos alzadas. Mientras izaba la única vela del bote, y echaba fuera todos los trastos inservibles que poco a poco se habían ido almacenando en su interior, cuando nadie sabía dónde guardarlos, dejé que mi mirada vagara por el lugar en el que descansaba aquel pecio como una llaga leprosa en medio de un mar sereno. A pesar del calor tropical, tan sofocante y húmedo como un baño turco, yo no dejaba de temblar de la cabeza a los pies; pues su aspecto resultaba de lo más terrorífico y maligno. Permítanme decirles que una calma chicha en medio del océano puede llegar a alterar terriblemente los nervios de cualquiera, y le hace sentirse a uno como si estuviera perdido en mitad de un desierto mortal, oleoso, llano y sin vida. Pero aquel pecio espantoso era mil veces peor. Sólo puedo describirlo como una especie de objeto oblongo, despojado de mástiles y jarcias, similar a un ataúd flotante. No disponía de cabina para el timón, la cubierta era completamente lisa excepto por la propia rueda del timón. Fuera lo que fuera el ser que la gobernaba la pasada noche ahora había desaparecido en las entrañas del barco. De alguna manera no podía imaginarme a aquella figura sombría con un rostro tan blanco como la muerte comiendo el habitual rancho caliente de cualquier embarcación. No dudé ni por unos instantes que sus apetitos eran mucho más siniestros y difíciles de satisfacer. Sin darme cuenta pronto me vi remando en dirección al pecio que parecía estar envuelto en una atmósfera maligna y misteriosa. —Remad, marineros —cantaba el patrón sentado a la caña del timón—. Remad con fuerza. ¿Distingue algo a bordo del barco, contramaestre? www.lectulandia.com - Página 326

El contramaestre, que estaba sentado a proa, negó con la cabeza. —Ni un alma, patrón. —Las únicas almas a bordo de esa cosa son las que están condenadas a los infiernos —murmuró Tom detrás de mí. —Atentos a los remos —dijo el capitán—. ¡Silencio!… ¿Alguien ha escuchado eso? No oía nada excepto el chirrido de los remos en los toletes del bote y el chapoteo de las palas sobre el agua. —¡Alto! —ordenó el patrón. Acto seguido dejamos de remar. —Y ahora, ¿alguien lo escucha? Prestamos atención. Del pecio llegaba un sonido muy leve. —Parecen cerdos —contestó el contramaestre en voz baja—. Es condenadamente extraño, señor. —Desde luego que lo es —estuvo de acuerdo el viejo—. Pero no puedo creerme que subsistan ninguna clase de vituallas vivas en un pecio semejante. —¿Nos acercamos, señor? —Adelante, contramaestre. Resolvamos el misterio de ese maligno cascarón de una vez por todas. * * * Tan sólo tardamos unos minutos en recorrer la pequeña lengua de mar que nos separaba del tenebroso derrelicto. Sobre nuestras cabezas, el cielo era de un azul deslumbrante. A lo lejos, por la popa, el Jenny Rose cabeceaba mientras los marineros que habían quedado en cubierta contemplaban nuestras evoluciones. El contramaestre miró al capitán. —Un olor fétido emana de ese maldito cascarón. Y en verdad el tufo era tan repugnante que no pude evitar las náuseas, ya que parecía haberse quedado pegado al interior de mi garganta. —Quizás proviene del limo que rezuma el barco —dijo el contramaestre golpeando el costado del navío, que estaba recubierto de una sustancia a la que yo calificaría más bien como una especie de fungosidad que como limo o cieno. Era de color negro y muy suave al tacto, y formaba pequeñas aglomeraciones y protuberancias en algunas zonas, seguramente las que correspondían a las portillas del barco. —¡A los remos! —ordenó el patrón—. Vamos a echar un vistazo a la popa. Su nombre nos dará alguna indicación de dónde proviene. Remamos hacia atrás, en dirección a la parte posterior del navío. Durante todo el trayecto, el capitán no apartó su cabeza grande, gris y barbuda de la popa, mientras examinaba con atención los costados renegridos del pecio. Observé las caras de los www.lectulandia.com - Página 327

demás hombres mientras se esforzaban con los remos. Se les notaba nerviosos y vi que el miedo empezaba a reflejarse en sus miradas. Todos habían olido la fetidez que emanaba del barco. Jamás había olfateado una peste a pocilga tan fuerte en ninguna otra embarcación con la que me hubiera topado. Era un hedor insoportable que sobrepasaba con creces el de cualquier piara de cerdos. Una fetidez malsana. Pero por encima de este tufo, como envolviéndolo, se podía distinguir un aroma espeso, como de cadáveres descomponiéndose bajo los rayos abrasadores del sol. Uno de los hombres cerró los ojos y se tapó la boca con la palma de la mano. —Déjalo. No vas a conseguir deshacerte de este hedor —dijo el patrón con amabilidad. Yo también tenía el estómago revuelto, pero no estaba dispuesto a dejar que me afectara más de lo necesario. —¡Vaya! —exclamó el capitán mientras examinaba la pátina negra y fungosa que cubría el barco—. ¿Habéis visto algo así antes? Cubre por completo el espejo de popa. Deme su remo, señor Holden. El segundo oficial le estiró el remo desde la proa del bote y el patrón lo cogió. El agua resbaló desde la pala a lo largo de la madera, humedeciendo las manos del capitán mientras, erguido a popa, rascaba las fungosidades que cubrían el casco. La pala del remo producía un sonido deslizante mientras el patrón la restregaba contra la madera, despejando poco a poco el nombre del barco, que estaba oculto tras una capa de moho. —Ya va saliendo —dijo al fin—. Se desprende como en tiras… ¡vaya!, juraría que el barco ha sido revestido de una especie de piel de cerdo. ¡Diablos! ¡Mirad esa cosa! —se detuvo un momento para rascarse la frente mientras examinaba las tiras negras de la sustancia que colgaba del casco—. Incluso crecen pelos en ella. Piel de cerdo, repito. Pero si escribiera eso en el diario de a bordo perdería mi licencia de capitán al instante. Siguió rascando con el remo aquella especie de «piel de cerdo». —Ah… distingo un nombre. Se trata de… Oh, por todos los Dioses del Cielo… Dejó de rascar y examinó detenidamente el nombre que se dibujaba debajo de las tiras negras de aquella terrible piel mohosa. Yo también miré y leí el nombre expuesto, y un escalofrío recorrió todo mi cuerpo, de la cabeza a los pies. Y mientras deletreaba aquel nombre —una, dos, tres veces— un berrido porcino surgió de las entrañas del barco, muy lejos, como si procediera de una caverna cuyas raíces se hundían en las puertas del mismo Infierno. El nombre del barco era Muerte. Por fin el patrón rompió el silencio. —Extraño nombre para un barco, ¿eh, muchachos? Asentimos enmudecidos. —Quizás se trataba de un barco pirata —aventuró Tom. —Reza porque así sea, compadre, pues entonces estará lleno de rubíes y oro. www.lectulandia.com - Página 328

Volvió a reinar el silencio. Daba la sensación de que nadie podía apartar los ojos de aquel nombre grabado en el casco, cuyas letras rojas resultaban tan vivas que no pude evitar pensar que la sangre brotaba directamente de ellas. —Bien, contramaestre —dijo el patrón—. No vamos a hacernos ricos si sólo nos dedicamos a mirarlo, ¿no es cierto? Se rió. Pero era una risa forzada con la que intentaba ocultar el miedo que poco a poco invadía su cuerpo como una marea gélida. —Asher —le dijo a Tom—. Tú eres el más hábil. Si no tienes nada que objetar a mi propuesta, ¿te gustaría ser el primero en subir a bordo? —¡Claro, señor! —Tom parecía muerto de miedo. Pero era un marino voluntarioso que jamás se negaba a subir a la arboladura, incluso con la peor mar. Se agarró a una cadena o cable que colgaba del barco; resultaba imposible saber qué era en realidad, ya que estaba recubierta de la misma «piel porcina» salpicada aquí y allá de pelillos. En un santiamén subió al barco. Creí que iba a hacer una pausa temerosa antes de saltar la barandilla, pero la traspasó valientemente de un brinco, haciendo resonar sus botas de marinero sobre la cubierta. Contuvimos la respiración. La espera nos destrozaba los nervios. En mi imaginación le veía enfrentarse con aquella cosa de tez blanca y tenebrosa capucha. —¿Qué le habrá pasado? —murmuró el contramaestre—. ¿A qué estará esperando? La cabeza de Tom apareció sobre la barandilla. Agitó las manos. —¿Alguien a bordo? —preguntó el capitán Reynolds. —Parece desierto, señor. El patrón se restregó su barbuda mandíbula antes de mirarnos. —Bien, muchachos, ¿qué tal si nos vamos un rato de exploración? * * * Me quedé de guardia en el bote con el segundo oficial. Después de que el capitán y el contramaestre treparan a bordo por la mohosa cadena, el resto de los hombres fueron siguiéndoles uno tras otro. Entorné los ojos para protegerlos del sol y miré hacia arriba. Pero había bien poco que ver. De cuando en cuando asomaba la cabeza de alguno de los hombres sobre la baranda. Oía sus voces, pero no podía entender lo que estaban diciendo; aunque, por el tono que empleaban, deducía que veían cosas sumamente extrañas… o terribles. —¿Qué cree que está pasando ahí arriba? —le pregunté al segundo oficial. Lanzó un juramento. —¡Cómo diablos lo voy a saber! ¡Mi cuello no mide más de cinco jodid… metros!, ¿verdad? Respondí una maldición, olvidándome de su rango. La tensión de la espera mientras los demás exploraban aquel navío extraño y terrible resultaba agobiante. De www.lectulandia.com - Página 329

repente, un grito hizo que me olvidara por completo de la sarcástica respuesta del segundo. Levantamos la cabeza. Por supuesto, no pudimos ver nada. Pero ahora los aullidos llenaban el aire en una serie de ecos aterradores. Esta vez fue el segundo oficial quien me miró atónito mientras preguntaba: —¡Por Todos los Cielos! ¿Qué pasa ahí arriba? Agarré la mohosa cadena, dispuesto a subir y unirme a la refriega, pero el segundo oficial me retuvo con manos temblorosas. —¡No, Jessop! ¡La muerte campea a sus anchas ahí arriba! —Pero tenemos que… —El capitán lo solucionará… el capitán lo solucionará, chico. La manera en la que repitió aquella frase me hizo pensar que el segundo no creía en absoluto en lo que estaba diciendo. Permanecimos en el bote y escuchamos los alaridos de espanto. Apenas un rato después el griterío fue menguando y desapareciendo mientras los hombres sucumbían uno tras otro. Seguimos allí, en aquel bote que se balanceaba sobre la superficie oleosa del océano, durante lo que nos pareció un buen montón de tiempo. La sombra que arrojaba el tenebroso pecio resultaba extrañamente fría, casi gélida. Entonces el segundo empezó a llamar al patrón; luego vociferó el nombre del resto de los hombres. No hubo respuesta. El pecio volvía a estar en silencio, un silencio mortal que no era roto por ninguna clase de sonido; daba la sensación de que ningún ruido podría salir de nada ni de nadie en aquellos instantes. Pronto, incluso el segundo oficial, que tenía fama de hablador, se quedó en silencio. Tomó un poco de agua de mar en sus manos y se restregó el rostro con ella, como si quisiera relajar sus alterados nervios. Luego, aspiró profundamente, me miró y dijo en un susurro: —Se han ido, chico. —Pero podríamos… —No, Jessop. Escúchame. Si lo que sea que hay en cubierta ha acabado con diez viejos lobos de mar en menos de dos minutos, ¿qué posibilidades tenemos de vencer nosotros dos solos? Coge el remo, Jessop, regresamos al barco. Acalló mis protestas con una mirada furiosa antes de que tuviera la oportunidad de lanzarlas. Así el remo. Sin más palabras, comenzamos a remar de vuelta al barco, y yo me pregunté qué desdichado destino había caído sobre el capitán y diez de los hombres de la Jenny Rose. * * * Por orden del primer oficial se nos administró una ración doble de ron para ayudar a que se calmaran nuestros nervios. Fui relevado de mi turno de guardia y se me ordenó que fuera a descansar a mi litera. Naturalmente, no pude dormir y me www.lectulandia.com - Página 330

quedé tumbado en el catre escuchando los crujidos del barco. Sabía que, tras la desaparición del capitán, el mando de la nave recaería en manos del primer oficial, y que tanto él como el segundo estaban rumiando qué camino seguir en aquellos momentos. Yo, por mi parte, ansiaba que nuestro viejo cascarón dispusiera de un cañón lo suficientemente grande como para hacer saltar en pedazos aquel pecio fantasmal. Como ése no era el caso, suponía que, en cualquier momento, izarían todo el trapo disponible con la intención de alejarnos lo más rápidamente posible de allí, que tampoco sería mucho, pues apenas soplaba una brizna de aire sobre aquellos cielos tropicales y ardientes. Permanecí tumbado en la litera, sintiendo cómo resbalaba el sudor por mi frente. Me imaginaba al capitán y al resto de los marineros que abordaron las cubiertas de aquel pecio tristemente llamado Muerte, y pensé en la batalla que habían entablado con lo que había surgido de las bodegas inferiores… Estaba sumido en un sueño inquieto cuando sentí que una mano se posaba en mi brazo. Volví la cabeza y contemplé un rostro mortal embutido en negros ropajes, la mano era un montón de huesos y una araña colgaba de una de las cuencas vacías que tenía por ojos. Abrí la boca para gritar, para implorar la ayuda de Jesús… —Jessop… ¿Jessop? Tranquilo, muchacho. No pretendía asustarte. Abrí de par en par los ojos con el corazón palpitante. El primer oficial me sacudió, sacándome de mi pesadilla. —¿Qué pasa? —pregunté, temeroso. —No te preocupes, chico. ¿Ya estás del todo despierto? —Sí, señor. —Necesitamos tu ayuda, Jessop. —¿Por qué yo, señor? —Tú eres el único que sabe utilizar el traje de buzo, ¿no es cierto? —Sí, señor. —Bien. —¿Por qué? ¿Qué sucede? —Ya sabes que el buzo, el señor Dodgson, se encontraba entre los que abordaron el pecio junto con el capitán, y estamos bastante seguros de haberlo perdido. Y ahora, muchacho, si estás dispuesto a ello —me observó con gravedad—, necesitamos que bajes hasta la quilla, porque parece que algo se ha enganchado al barco. Algo que, da la sensación, no tiene ningún interés en soltarle. * * * En menos de una hora fui alzado sobre la barandilla del barco embutido en el pesado equipo de buceo. Resultaba realmente molesto de llevar, ya que las botas eran de plomo y del cinturón, pecho y espalda colgaban varias pesas más del mismo www.lectulandia.com - Página 331

material. Alrededor del cuello llevaba el enorme collar de latón sobre el que se enrosca la escafandra, que también estaba reforzada de latón. Tan sólo podía permanecer en pie sin moverme sobre la pequeña tabla de recia madera que sobresalía un poco por encima de la cubierta. A través del cristal de la escafandra podía ver al resto de los marineros de la Jenny Rose que me observaban desde la cubierta. El segundo oficial me hizo un gesto de ánimo con el pulgar extendido, siendo aquélla la mueca más amistosa que le he visto hacer en mi vida. Y allí estaban el viejo Butterbuck y Frenchie esforzándose con el fuelle. Podía escuchar el siseo del aire que entraba por la válvula situada en la parte posterior de la escafandra. Un par de hombres tiraron de la plataforma de madera y pronto me vi sobre la barandilla del barco. La plataforma giró un poco y pude divisar la negra silueta del fantasmal pecio que había sido la causa de todos nuestros problemas. Cabeceaba tranquilamente sobre el mar, y daba la sensación de ser capaz de absorber toda la luz y todo lo que hubiera de bueno en el mundo y asfixiarlo en sus fétidas entrañas. Entonces volví a pensar en el capitán y en mis antiguos camaradas, y me pregunté de nuevo por el destino bestial que habían encontrado en aquel barco. Los hombres encargados de la polea me sumergieron dentro del agua. Es una gran verdad que muchos marineros no saben nadar, pues sienten pavor del mar, y no sólo porque saben que puede acabar con sus vidas en un simple suspiro, sino también porque han escuchado historias sobre los seres que habitan las profundidades marinas, y la mayoría los han visto con sus propios ojos: hombres devorados por tiburones, anguilas con dientes de sierra, calamares gigantes con tentáculos tan largos como un buque a vapor y picos tan inmensos que pueden engullir a un hombre de un solo bocado. Mientras el agua oleosa se arremolinaba sobre la plataforma y mis botas, sentí la misma oleada de terror que siempre experimento cuando me sumerjo con el traje de buzo. Odiaba la presión del agua sobre la lona vulcanizada del traje. Era como si un centenar de zarpas se agarraran a mis piernas. Siempre contenía la respiración por instinto cuando el agua empezaba a llegarme a la altura de la mirilla, pues sentía como si ésta fuera a penetrar en el interior y a ahogarme. Bien, el agua salpicó sobre la mirilla de cristal de la escafandra y, de repente, la luz de la tarde desapareció y fue reemplazada por los rayos oblicuos del sol que se filtraban a través de las olas. Y allí estaba yo, en medio de aquel mundo submarino. El aire penetraba a través de la válvula produciendo un siseo asmático. Miré a mi alrededor ayudándome de la luz plateada y cambiante que relucía a un palmo de mi cabeza, sobre la superficie del mar. No había mucho que ver en el interior de aquel vasto océano, ya que había como una especie de neblina de color turquesa que todo lo cubría. Al sentirme menos pesado gracias a la densidad del agua, me giré sobre la plataforma de manera que mis ojos se dirigieran hacia la quilla del barco y así poder descubrir lo que retenía su avance. Esperé a que una acumulación de burbujas www.lectulandia.com - Página 332

pasaran delante de mí para examinar con detalle toda la escena. Lo que vi hizo que se me congelara la sangre en las venas. Presioné mi rostro sobre el cristal de la mirilla con los ojos como platos y el corazón palpitante. Pues allí, adherida con fuerza a la parte de abajo del barco como una ventosa, sobresalía un pedazo enorme de carne amorfa. Era pulposa y blanca, del color del vino claro, y unas fauces gigantescas se adherían a la quilla como si la criatura intentase absorber toda la armazón de madera del barco. Se prolongaba hacia abajo, tornándose cada vez más delgada hasta abarcar un diámetro similar al de mi cintura, hasta perderse en las nebulosas profundidades. ¿Qué clase de criatura era aquélla? Me recordaba a esas especies de lampreas o anguilas que se adhieren a la carne y pueden chupar toda la sangre del cuerpo de un hombre. Pero aquella criatura estaba pegada a lo largo de la quilla. Y no tenía ojos, ni ninguna otra característica que pudiera distinguirla. Me detuve un momento para verificar que llevaba mi hacha colgada del cinturón, y entonces di tres tirones al tubo del aire. Aquélla era la seña acordada para que me hicieran descender. Se me ocurrió que a lo mejor podía encontrar las raíces de aquella criatura asentadas en el mismo lecho del océano, y que entonces podría cortarlas y liberar el navío. La plataforma descendió. El agua era ahora más oscura. El barco, con la extraña ventosa adherida al casco, se divisaba cada vez más y más lejos. Seguí sumergiéndome en las profundidades. Los oídos me zumbaban con la presión y en repetidas ocasiones tuve que tirar del tubo para que me enviaran el aire con más fuerza. Seguro que en la cubierta los hombres encargados del fuelle estaban resoplando como posesos para oxigenar el traje. Divisé el lecho marino a veinte brazas de profundidad. El tallo de la cosa que se prolongaba hasta la Jenny Rose se hundía en mitad de lo que parecía ser un área cubierta de algas de unos ocho por doce metros. Un segundo tallo también surgía de aquella zona. Aunque no podía distinguir a dónde se dirigía exactamente, supuse que estaba conectado de alguna manera al pecio cuyo nombre era Muerte. En ese momento el espanto hizo presa en mí y ya no me abandonó. Porque fue entonces cuando descubrí la forma que había en el lecho marino. Grité pidiendo ayuda aunque sabía que nadie me oiría. Estaba solo en el fondo del mar, y tendría que afrontar por mi cuenta los terrores que allí se ocultaban. Aquella cosa que había en el lecho marino no era un amontonamiento de algas, sino un rostro. Un rostro satánico. Relucía con colores rojos y negros más profundos y vivos de los que jamás hubiera visto. El miedo me paralizaba. Me sentía incapaz de tirar del cordel para indicar a los hombres que detuvieran el descenso. Seguí bajando. Justo hacia el centro de aquel rostro satánico. La boca era una caverna de fuego, los ojos refulgían con un odio infame, la frente estaba compuesta de excrecencias leprosas. Todo a su alrededor, rodeando aquella cabeza blasfema, reposaban los cuerpos plateados de cientos de peces muertos, envenenados por las emanaciones www.lectulandia.com - Página 333

tóxicas de aquella cosa maldita. Al fin pude levantar mi mano enguantada y asir el cordel de comunicación. Intenté hacer la señal destinada al hombre de la polea para que tirara de mí a toda velocidad de vuelta al barco. Pero en lugar de eso, mi mano agarró el cable que sostenía la plataforma y se puso a tirar de él en vano. Cuando me di cuenta de mi error ya era tarde, demasiado tarde. Pues, en un espacio de tiempo más corto del que necesita un hombre condenado a la horca para ponerse a gritar, me vi arrastrado hacia la órbita de aquel ojo demoníaco. Es posible que mi descripción de todo aquello resulte extraña. Pero aquel ojo me engulló. Aunque carecía de globo ocular, una especie de materia pulposa y blanda se abrió para permitirme el paso. Yo era como un suculento bocado que estaba siendo devorado por un sabueso hambriento… En medio de un maremágnum de agua, peces muertos y algas, sentí cómo me hundía en las profundidades a una velocidad de vértigo. Entonces llegó la oscuridad; mi cabeza golpeaba una y otra vez contra las paredes interiores de la escafandra, haciendo que casi perdiera la consciencia. De manera que creí estar en medio de un sueño cuando al fin abrí los ojos y me encontré en una caverna de la que manaba una luz rojiza. Por lo que vi, no estaba solo. El capitán Reynolds me ayudaba a ponerme en pie. Vi que la inquietud teñía sus ojos. Su poderosa voz penetraba hasta mis oídos a través de la escafandra. —¡Jessop! ¿Eres tú? Asentí, aturdido aún. Me dio una palmada en el hombro, contento de verme. Al instante me llevé la mano a la cerradura del collar para desprenderme del casco, pero el capitán negó con la cabeza, atemorizado de que pudiera hacer tal cosa, como si aquello resultara terriblemente peligroso. —¡No! No, Jessop. Deja la escafandra en su sitio. Pero por entonces, el aire ya estaba bastante enrarecido, pues descubrí que el tubo del oxígeno se había roto durante el descenso por las entrañas de aquel rostro demoníaco. Descorrí con torpeza el cristal de la mirilla del casco, sin pensar ni un solo instante que el aire podría resultar irrespirable dentro de aquella caverna rojo sangre. Por fin pude desprenderme de la escafandra. Aspiré profundamente, con gratitud, pues el aire, aunque resultaba bastante cálido, húmedo y maloliente, parecía perfectamente respirable. —Patrón —jadeé—, creía que había muerto. ¿Y los otros? —Los otros… Los otros, muchacho, están justo detrás de mí. Miré por encima de su hombro. El resto de los hombres que abordaron el pecio aquella mañana se encontraban en una hilera detrás del capitán, incluyendo a Tom y al contramaestre. La expresión en sus rostros era seria, aunque no traslucía ningún www.lectulandia.com - Página 334

miedo; eran marinos valientes, hombres de acero. —Patrón, ¿cómo han llegado a este lugar? ¿Saben todos que se encuentran a veinte brazas de profundidad? —Sí, muchacho, ya nos suponíamos algo así. Mi corazón se hinchó de orgullo. Estaba muy contento de ver al patrón y a los demás hombres con vida, y de descubrir que el patrón había superado sus terrores y ya no tenía miedo. —Lo que tenemos que hacer ahora, chico —dijo el capitán con el mismo tono de voz, suave y tranquilo—, es sacarte de este lugar diabólico y conseguir ponerte a salvo. —No se preocupe, patrón. Todos escaparemos. Mire, tengo un hacha. —No, muchacho, no. Nosotros nos quedaremos aquí. —¿Aquí? —uno tras otro, examiné el rostro de los hombres—. ¿Por qué? El patrón sonrió desolado. —Porque tengo que reconocer que estamos condenados. —Patrón… —Obsérvanos con más detalle, chico. No somos del todo lo que parecemos. Miré su rostro y bajé la vista a lo largo del cuerpo. Se trataba del mismo hombre, ancho y fornido como un barril de roble. Dirigí la mirada a las piernas, y luego hasta las botas… Entonces descubrí lo que quería decirme. —¡Patrón!… ¡Por Todos los Santos! —grité horrorizado—. ¿Qué le han hecho? Los pies del patrón —y del resto de los hombres— estaban hundidos hasta las rodillas en una sustancia tan roja como el interior de una cavidad bucal. Una sustancia similar a la piel que parecía estar llena de sangre, y no sólo alrededor de las piernas, sino que también parecía formar un todo con su propia carne. —Ahora formamos parte de ella, chico —dijo el patrón, en un tono de voz que no dejaba traslucir ninguna clase de miedo. Me explicó lo que había pasado. Cómo habían subido a bordo del derrelicto y cómo habían sido atacados por unas figuras tenebrosas con el rostro de la muerte. Pero aquellos seres no se movían como los hombres normales, sino que se deslizaban como los tentáculos de las anémonas de mar al salir disparados del tronco principal. La lucha había sido breve, pues aquellas formas impuras estaban como adheridas a la cubierta del barco por una especie de tallos negruzcos y carnosos, y habían atrapado al capitán y a todos sus acompañantes en un santiamén. Enseguida se hicieron con ellos y los engulleron como el cazador que mete a sus víctimas en un saco. Una vez dentro, los hombres sintieron que bajaban por una especie de membrana hasta el interior del barco y más allá, a unas profundidades desconocidas. Por fin llegaron a este lugar, y descubrieron que sus piernas se hundían en aquella sustancia repugnante y carnosa, de un vivo color rojo. —Echa una mirada a este sitio —dijo el patrón—. Esto mismo ya ha sucedido www.lectulandia.com - Página 335

muchas veces más. Hice lo que me pedía. No vi ninguna figura enraizada sólo hasta las rodillas, como lo estaban mis compañeros. Pero vi cabezas que apenas sobresalían de la superficie. Había zonas en las que parecían adoquinar el suelo, como las calles de una ciudad cualquiera. ¡Y todas las cabezas estaban vivas! Unos ojos aterrados y tristes me observaban y parecían pedir ayuda en silencio, mientras que otros sollozaban amargamente para sus adentros con lágrimas de sangre que manaban lentamente, mostrando un terror y un sufrimiento eterno. En ocasiones los labios de alguno de aquellos desdichados se abrían y dejaban escapar un gemido atormentado, lo que provocaba una respuesta semejante por parte del resto de las cabezas. Ante aquella visión, temí perder el juicio, pues parecía estar en mitad de la más terrible de las pesadillas. Era como si aquellos hombres se hubieran fundido poco a poco con el suelo, y ahora ya sólo sobresalían las cabezas, rostros y ojos. Descubrí orejas de las que pendían aros de oro, caras barbudas, cráneos rapados, alguna cabeza que aún conservaba un pañuelo anudado, incluso un viejo caballero con anteojos, aunque apenas el extremo superior de la cabeza sobresalía de aquella sustancia roja. —Ya lo ves —dijo el patrón—. Estamos siendo consumidos lentamente. —¡Pero no pueden quedarse aquí mientras son devorados vivos! —Ése es ahora nuestro destino, muchacho —sonrió con tristeza—. Escapa de este lugar y deja que hagamos las paces con el Señor. —Pero no puedo dejarles aquí, señor. —Sí, sí puedes. Siempre y cuando tu piel desnuda no toque esta sustancia roja. —No, señor, quiero decir que… —Y no, no puedes ayudarnos de ninguna forma. Y ahora, vete. Aún estás a tiempo. —Pero señor… —Cierra la mirilla de la escafandra. Es una orden, Jessop. —Sí, señor —contesté de mala gana. El patrón me observó gravemente mientras volvía a cerrar la mirilla sobre el casco y luego movió los labios, articulando una sola palabra: «Vete». Entonces pensé que debía obedecer las órdenes del capitán, y no sólo porque así me lo había mandado, sino también porque tenía que informar al resto de la tripulación de lo que le había ocurrido a la partida que abordó el pecio. Aún guardaba esperanzas de que, haciéndolo así, encontráramos alguna manera de abrirnos paso hasta la caverna submarina y liberar a los hombres de la Jenny Rose. En esos momentos sentí que el patrón me tiraba de la manga del traje. Sus ojos me lanzaban una mirada de advertencia y dijo algo que no pude escuchar a través de la escafandra. Sin embargo, su simple mirada bastó para que me percatara del peligro. Moviéndose con rapidez, pero tan sigilosas como un patinador, aquellas figuras negras con rostros de calavera se lanzaban sobre mí. No podría decir si avanzaban de www.lectulandia.com - Página 336

manera independiente o si formaban parte de aquella superficie rojiza y carnosa. Lo que estaba fuera de toda duda era que iban a por mí. Lancé una última mirada al patrón. Me hizo un gesto de asentimiento con la cabeza, en el cual reconocí su gratitud hacia mí por haber llegado tan lejos y haber intentado encontrar un método de salvarle a él y a sus hombres. Acto seguido me puse en marcha. Avanzaba con toda la rapidez que me permitían aquellas botas de plomo. El peso hacía imposible que me desplazara a demasiada velocidad. Y además me veía obligado a andar entre un cúmulo de cabezas humanas que adoquinaban el suelo. No sé cuántas aplasté y fracturé con mis botas de plomo. Mientras penetraba en la caverna me las arreglé para desenfundar el hacha, ya que un poco más adelante distinguía una especie de membrana blanca que taponaba el paso. Di varios tajos con el hacha y pude abrir una brecha por la que me colé. Por todas partes, en el suelo e incluso las paredes, unos rostros me observaban; sus ojos parpadeantes, grandes y redondos, me espiaban en silencio mientras trastabillaba por la caverna. Todas aquellas caras pertenecían a hombres que eran —o habían sido— igual de humanos que yo. Pero ahora habían sido succionados por el diabólico rostro que reposaba en el lecho marino. Cuando caminaba por encima de las áreas del suelo que no estaban cubiertas de aquellas desdichadas cabezas humanas, sentía como una especie de succión que me obligaba a progresar con gran lentitud. Una vez toqué una de las paredes con el hombro y noté cómo tiraba de mí, intentando absorberme. En realidad, no me costaba mucho liberarme, pero sabía que si hubiera rozado aquella sustancia con la piel desnuda habría sido succionado y ya jamás podría escapar. Una figura encapuchada y tenebrosa apareció en medio de la gruta y consiguió sujetarme. Sus manos parecían enguantadas en blancos mitones y carecían de dedos. Sentí que las palmas me succionaban el pecho; su rostro mortal no se apartaba de mi cara, y me observaba con unos ojos similares a los de un cerdo y una expresión de pura maldad. Di un tajo a aquel cuerpo con mi hacha y seguí corriendo sin parar. Más adelante había otra membrana que taponaba el paso como si fuera una cortina tensada. La corté de arriba abajo de un poderoso hachazo y, esta vez, una tromba de agua se precipitó sobre mí. Había alcanzado la membrana final de aquella Cosa diabólica. Al instante el agua me rodeó por todas partes y de nuevo me encontré en medio del mar. En ese momento recordé que el tubo del aire se había roto. En menos de cinco segundos arrojé el hacha, me quité las botas de plomo, el cinturón lleno de pesas y el lastre que colgaba en mi pecho y espalda. Con el traje lleno de aire, aunque éste fuera irrespirable, me sentía tan ligero como un tapón de corcho. Subí hacia arriba envuelto en un remolino de burbujas. La velocidad era vertiginosa. El rostro demoníaco fue retrocediendo… Miré hacia arriba para ver la superficie del océano que se aproximaba rápidamente. Entonces comencé a sentir unas terribles punzadas de dolor por todo el cuerpo y, acto seguido, perdí la consciencia. www.lectulandia.com - Página 337

* * * Mi relato toca a su fin. Sí, llegué a la superficie… medio moribundo, pero vivo aún. Y en vista de que no obtuve ninguna ayuda por parte de los hombres de la Jenny Rose, me las apañé para nadar hasta el barco y subir a bordo. Pero, ¿qué había sido del resto de la tripulación? Desaparecidos. Todos habían desaparecido. A pesar de que me encontraba en un estado lamentable y de que la sangre me latía con fuerza en las venas, llegué a la conclusión de que el resto de los hombres habían sido absorbidos por aquella prolongación carnosa que estaba adherida a la quilla de la Jenny Rose, y que también habían sido llevados al interior de aquel rostro diabólico que reposaba en el lecho marino, de la misma manera que un oso hormiguero succiona a sus víctimas en el nido. Me las arreglé para quitarme el traje de buzo a pesar de los terribles dolores que sentía. Fue un milagro que la presión no acabara conmigo al ascender a la superficie del mar con demasiada rapidez. Los buzos que trabajan en las profundidades tienen que ser izados con gran lentitud, parando de cuando en cuando para regular la presión de subida con la que existe en la superficie. Notaba las articulaciones de mis piernas y brazos totalmente agarrotadas; mi torso estaba tan retorcido como un olivo, incluso mi mente se había visto afectada y, en concreto, la zona del cerebro correspondiente a las funciones del habla. Desde entonces jamás pude volver a pronunciar ni una sola palabra. Como ya he dicho, mi historia toca a su fin, pero no así mi agonía. Baste decir que pude ver el fantasmal pecio retirarse en el interior de la furiosa cara que una vez más se dibujó por encima de la superficie del mar. Luego permanecí semiinconsciente en mi lecho hasta que un buque a vapor que navegaba cerca mandó un bote para reconocer nuestro barco y me encontró. Me resultaría imposible describir la manera en la que un hombre como yo —un pecio humano, podríamos decir— ha conseguido sobrevivir estos últimos cuarenta años, excepto que fue gracias a la caridad cristiana del bueno de Parson Willis. He mandado varios informes sobre la pérdida de la Jenny Rose al Almirantazgo y a la Lloyds de Londres, señalando la latitud y la longitud exacta del percance, y rogándoles repetidamente que advirtieran a todos los barcos que frecuentan aquellas regiones. Jamás me han respondido y supongo que consideran mis informes como las chaladuras de un viejo con demasiado ron en sus tripas. Pero esta mañana, Parson Willis me ha leído el Times, como felizmente acostumbra a hacer todos los días, a pesar de desperdiciar más de media hora con un viejo carcamal que encima es mudo. En él se hablaba de unos barcos que habían desaparecido en cierta región de los trópicos que sólo yo conozco bien. Buenos hombres que se han ido al fondo. Y ahora mismo, estoy seguro de ello, estarán satisfaciendo los apetitos de aquella www.lectulandia.com - Página 338

Cosa que no ha sido creada ni por Dios ni por los hombres, sino que late con su propio fuego infernal en algún lugar en las profundidades del océano.

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Richard Middleton (1882-1911) Richard Middleton nació en Staines (Mddx.) el 28 de octubre de 1882 y murió en Bruselas el 1 de diciembre de 1911. Criado en el seno de una familia acomodada de la clase media inglesa, mostró desde pequeño una extraordinaria sensibilidad, sensibilidad fácilmente distinguible en toda su prosa y terriblemente definitoria al final de su vida. Middleton fue la personificación poética del estereotipo romántico, un bohemio que apenas vivía de lo que le reportaban la venta de sus escritos a importantes periódicos de la época, un joven de un talento exquisito que jamás fue reconocido en vida, un hombre que pasó por la pobreza, que no fue correspondido en su amor, que intentó llevar una vida bohemia y que, finalmente, a la edad de 29 años, decidió poner fin a su vida justo cuando estaba a las puertas del éxito. Entre sus libros destacan The Ghost Ship and Others (editado por Valdemar en la colección Diógenes con el título El buque fantasma y otros relatos tristes y siniestros) y The Day Befare Yesterday. El relato aquí seleccionado es una verdadera delicia repleta de humor, fantasía y, como en casi toda su obra, ciertos toques de tristeza.

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EL BUQUE FANTASMA Richard Middleton

Fairfield es un pequeño pueblo que reposa cerca de la carretera de Portsmouth, a medio camino entre Londres y el mar. Los forasteros que se topan con él de vez en cuando, dicen que es un lugar bonito y de vetusta apariencia. Nosotros, los que vivimos allí y le consideramos nuestro hogar, no creemos que tenga nada especialmente bonito, pero no desearíamos vivir en ningún otro sitio. Supongo que tenemos grabadas en nuestras almas las siluetas de la taberna y de la iglesia, y los campos que le rodean. Sea lo que sea, jamás nos sentimos cómodos lejos de Fairfield. Sin duda, los cockneys, con sus enormes casas y sus calles repletas de ruido, pueden llamarnos paletos si quieren; pero, digan lo que digan, es mucho mejor vivir en Fairfield que en Londres. El médico dice que, cuando va a Londres, su alma se siente aplastada por el peso de los edificios, y eso que él es un cockney de nacimiento. Tuvo que vivir allí cuando era un chaval muy pequeño, pero ahora ya sabe qué es lo mejor. Ustedes, caballeros —quizás alguno venga del mismo Londres —, pueden reír si gustan, pero creo que un testimonio semejante vale más que un buen puñado de argumentos. ¿Aburrido? Bueno, es posible que lo encuentren aburrido, pero les aseguro que he estado escuchando esos chismes sobre Londres que llevan chapurreando ustedes durante toda la noche, y no son absolutamente nada comparados con las cosas que ocurren en Fairfield. Es por nuestra manera de pensar y porque no nos metemos en los asuntos de los demás. Si alguno de sus londinenses se sentara un sábado por la noche en el prado, cuando los fantasmas de los mozos muertos en la guerra tienen cita con las damiselas que reposan en el camposanto de la iglesia, no podría contener su curiosidad, y entonces los fantasmas tendrían que irse en busca de algún lugar más tranquilo. Pero nosotros les dejamos ir y venir a su antojo, y no armamos ningún jaleo, y, en consecuencia, Fairfield es la región de Inglaterra que más fantasmas tiene. Yo, por ejemplo, he visto un hombre sin cabeza sentado en el borde del pozo a plena luz del día, mientras los niños jugaban a sus pies como si se tratara de su padre. Tengan muy en cuenta lo que les digo: los espíritus, al igual que los seres humanos, enseguida saben cuál es el lugar idóneo para vivir. Pero, en Fin, tengo que admitir que lo que voy a contarles a continuación fue un suceso bastante extraño, incluso para este rincón del mundo, donde tres jaurías de perros fantasmas salen a cazar regularmente durante toda la temporada, y donde el www.lectulandia.com - Página 341

bisabuelo del herrero se pasa toda la noche herrando las monturas de los caballeros muertos. Ésta, con seguridad, es una cosa que nunca ocurriría en Londres, por culpa de la manía de los londinenses de meterse en donde no les llaman, pero aquí el herrero reposa tranquilamente acostado arriba y duerme tan profundamente como un lirón. Una vez que le dolía mucho la cabeza les dio una voz a los de abajo para que no armasen tanto ruido, y por la mañana descubrió que le habían dejado una vieja guinea sobre el yunque, a modo de disculpa. Ahora la lleva siempre colgada de la cadena del reloj. Pero sigamos con mi cuento; si empiezo a contarles todos los sucesos extraordinarios que tienen lugar en Fairfield, no acabaría nunca. Todo vino a raíz de la gran tormenta que hubo en la primavera del noventa y siete, el mismo año que tuvimos dos grandes tempestades. Ésta fue la primera, y la recuerdo muy bien pues, por la mañana, descubrí que se había llevado el techo de paja de mi pocilga con la misma facilidad con la que el viento arrastra una cometa infantil y lo había esparcido por el jardín de la viuda. Cuando miré por encima del seto, la viuda —la viuda del difunto Tom Lamport— estaba escardando sus capuchinas con un pequeño azadón. Después de estar con ella un rato me fui a «La zorra y las uvas» para contarle al tabernero todo lo que me había dicho. El tabernero se echó a reír, porque es un hombre casado y conoce muy bien al sexo débil. —En cuanto a eso —dijo—, la tempestad ha arrojado algo en mi huerta. Creo que es una especie de barco. Me quedé muy sorprendido hasta que me explicó que tan sólo se trataba de un barco fantasma y que, siendo así, no tenía por qué estropear sus nabos. Llegamos a la conclusión de que el viento debía haberlo traído desde Portsmouth, y luego nos pusimos a charlar de otras cosas. Se habían caído dos lajas de pizarra de la casa del cura, y también un árbol enorme en el prado de Lumley. Fue una tormenta realmente extraordinaria. Creo que el viento había dispersado a nuestros fantasmas por toda Inglaterra. Durante días y días fueron volviendo como buenamente pudieron, en caballos maltrechos y con los pies tan doloridos como uno se pueda imaginar, y estaban tan felices de regresar a Fairfield que algunos se ponían a dar gritos de alegría por las calles, como si fueran niños pequeños. El terrateniente dijo que el bisabuelo de su bisabuelo nunca le había parecido tan maltrecho desde la batalla de Naseby, y eso que él es un hombre muy educado. Entre unas cosas y otras, debió transcurrir una semana antes de que todo volviera a la normalidad, y una tarde, un poco después, me crucé con el tabernero en la pradera; su rostro estaba cargado de preocupación. —Me gustaría que me acompañaras a echar un vistazo a ese barco que hay en mi huerta —dijo—; me da la sensación de que realmente está aplastando los nabos bajo un gran peso. No quiero ni pensar lo que dirá la parienta cuando lo vea. Le acompañé vereda abajo, y desde luego que había un barco en medio de su huerta, pero era un barco muy raro, de un tipo que nadie ha visto sobre las aguas www.lectulandia.com - Página 342

desde hace más de trescientos años, y menos aún plantado ahí solitario, en medio de un sembrado de nabos. Estaba todo pintado de negro y cubierto de relieves, y tenía un enorme ventanal corrido que iba de un lado a otro de la popa y que era exactamente igual al que hay en el salón del terrateniente. Unos cuantos cañoncitos negros adornaban la cubierta y asomaban por las lumbreras, y tenía todas las anclas bien sujetas sobre la tierra firme. En muchas tarjetas postales he visto las maravillas del mundo, pero jamás he contemplado nada parecido a aquello. —Parece muy sólido para ser un barco fantasma —dije, al ver que el tabernero estaba muy fastidiado. —Yo diría que está entre lo fantasmagórico y lo que no lo es —contestó, dándole vueltas al asunto—, pero va a estropear algo así como cincuenta nabos, y la parienta querrá que lo saque de aquí. Nos acercamos y tocamos uno de sus costados; estaba tan duro como el de un barco de verdad. —Seguro que hay gente en Inglaterra que consideraría todo esto bastante curioso —dijo. Yo no es que entienda mucho de barcos, pero creo que aquel buque fantasma debía tener sus buenas doscientas toneladas de solidez, y me daba en la nariz que había venido con la intención de quedarse; me compadecí del pobre tabernero, que era un hombre casado. —Ni todos los caballos de Fairfield serían capaces de sacarlo de mi campo de nabos —dijo, mirándolo con el ceño fruncido. En ese momento oímos un ruido en la cubierta; miramos hacia arriba y vimos que un hombre acababa de salir del camarote de proa y nos miraba con toda la tranquilidad del mundo. Llevaba un uniforme negro con viejos galones dorados, y en su cintura portaba un enorme sable enfundado en una vaina de bronce. —Soy el capitán Bartholomew Roberts —dijo, con voz de caballero—, y estoy aquí para reclutar voluntarios. Creo que he llevado el barco un poco lejos del puerto. —¡Del puerto! —gritó el tabernero—. Pero si está usted a más de ochenta kilómetros del mar. El capitán Roberts ni tan siquiera pestañeó. —¿Tan lejos? —dijo tranquilamente—. Bueno, tampoco pasa nada. El tabernero se puso un poco inquieto al oír esto. —No quisiera ser un vecino molesto —dijo—, pero me gustaría que no hubiese traído su barco a mi sembrado. Hágase cargo, mi mujer aprecia en gran medida estos nabos. El capitán cogió una pizca de rapé del interior de una preciosa cajita de oro que había sacado del bolsillo, y luego se limpió los dedos, de manera muy elegante, con un pañuelo de seda. —Tan sólo voy a estar aquí unos meses —dijo—, pero me sentiría muy contento si un testimonio de mis buenas intenciones pudiera apaciguar a su buena señora —y www.lectulandia.com - Página 343

una vez dichas estas palabras, se quitó un gran broche de oro del cuello de su casaca y se lo lanzó al tabernero. Éste se puso tan colorado como una cereza. —No puedo negar que le gustan mucho las joyas —consintió—, pero es demasiado por medio saco de nabos. Y, en verdad, era un broche realmente precioso. El capitán se echó a reír. —¡Qué va, hombre, qué va! —exclamó—. Es una venta obligada, y usted merece un buen precio. Demos por zanjado el asunto. Y, deseándonos los buenos días con una leve inclinación de cabeza, se dio media vuelta y volvió a entrar en el camarote. El tabernero caminó vereda arriba con el aspecto de un hombre al que le han quitado un peso de encima. —Esta tormenta me ha traído un poco de suerte —dijo—. A la parienta le va a encantar este broche. Es mucho mejor que la guinea del herrero. El noventa y nueve fue el año del jubileo, el año del segundo jubileo —¿lo recuerdan?—, y hubo grandes celebraciones en Fairfield, de modo que no tuvimos mucho tiempo para hablar del barco fantasma; aunque, dicho sea de paso, nunca fue costumbre nuestra meternos donde no nos llaman. El tabernero vio a su inquilino un par de veces mientras escardaba los nabos, y le deseó los buenos días, y su mujer lucía el broche nuevo todos los domingos cuando iba a la iglesia. Pero por aquel entonces no acostumbrábamos a mezclarnos mucho con los fantasmas, excepto el tonto del pueblo —¡pobre inocente!—, que no sabía con exactitud la diferencia entre un fantasma y un hombre. El día del jubileo, sin embargo, alguien le explicó al capitán Roberts por qué repicaban las campanas de la iglesia, y él izó la bandera y disparó sus cañones como un buen y leal inglés. Es verdad que los cañones estaban cebados y que uno de los disparos abrió un boquete en el establo del granjero Johnstone, pero a nadie le importó mucho en una ocasión tan señalada y llena de regocijo. Sólo después de concluidas nuestras celebraciones empezamos a darnos cuenta de que algo iba mal en Fairfield. El zapatero fue el primero que me contó algo de esto una mañana que estaba en «La zorra y las uvas». —¿Conoces tú al tío de mi tatarabuelo? —me preguntó. —Te refieres a Joshua, ese fantasma tan pacífico —respondí, ya que le conocía de sobra. —¡Pacífico! —exclamó el zapatero muy indignado—. ¡Pacífico, dices! ¡Pero si llega siempre a casa a las tres de la madrugada, tan borracho como un magistrado y despertándonos a todos con su escandalera! —¡Ése no puede ser Joshua! —exclamé, pues le tenía por uno de los más respetables fantasmas jóvenes del pueblo. —Es Joshua —dijo el zapatero—; y como no ande con más cuidado se va a encontrar de patitas en la calle una de estas noches. www.lectulandia.com - Página 344

Debo decir que toda esta conversación llegó a fastidiarme un poco, pues no me gusta que nadie hable mal de su propia familia, y además, me resultaba difícil creer que un jovencito tan responsable como Joshua se hubiese dado a la bebida. Pero justo en ese momento entró el carnicero Aylwin, y parecía tan enfadado que apenas sí atinaba a beber su cerveza. —¡Pequeño botarate! ¡Pequeño botarate! —no paraba de decir; y transcurrió un buen rato antes de que el zapatero y yo nos diésemos cuenta de que estaba hablando de un antepasado suyo que murió en Senlac. —¿Borracho? —preguntó esperanzado el zapatero, pues a todos nos gusta sentirnos acompañados en nuestras desgracias. El carnicero asintió secamente. —¡Será bobo! —exclamó, vaciando su jarra de un trago. Bueno, después de aquello mantuve mis oídos bien abiertos, y pude descubrir que se repetía la misma historia por todo el pueblo. Apenas sí había un solo fantasma, de entre todos los más jóvenes que moraban en Fairfield, que no volviese a casa dando tumbos, a las tantas de la madrugada y repleto de alcohol. Me acostumbré a despertarme por la noche y oír cómo pasaban haciendo eses por delante de mi casa, cantando canciones indecorosas. Lo peor de todo fue que nos resultó imposible guardar en secreto aquellas escandaleras; la gente de Greenhill empezó a hablar del «mojado Fairfield» y enseñaron a sus hijos una canción sobre nosotros: En el mojado Fairfield, en el mojado Fairfield, el pan y la manteca ya no quieren tomar. ¡Ron para el desayuno, ron para la comida, ron para la merienda y ron para cenar! En nuestro pueblo todos tenemos buen carácter, pero aquello ya era demasiado. Pronto nos enteramos de a dónde iban a beber los jóvenes, y el tabernero se disgustó muchísimo al enterarse de que su inquilino actuaba de tan mala manera; pero su mujer no quería ni oír una sola palabra acerca de devolver el broche, así que no podía echar al capitán. Y con el tiempo, las cosas fueron de mal en peor, y a cualquier hora del día se podía ver a aquellos jóvenes réprobos durmiendo la mona en la pradera del pueblo. Casi todas las tardes un carro fantasma solía acercarse traqueteando al barco con un cargamento de ron y, aunque los fantasmas más viejos parecían menos inclinados a aceptar la hospitalidad del capitán, los jóvenes, en cambio, no dejaban pasar la ocasión. Así las cosas, una tarde que estaba durmiendo la siesta llamaron a la puerta y, cuando abrí, me encontré con el párroco, que parecía muy serio, como si tuviese el encargo de realizar una tarea de la que no se creía capaz. —Voy a hablar con el capitán acerca de todas esas borracheras que hay en el pueblo, y quiero que me acompañes —dijo sin más. En realidad, no puedo decir que la visita me gustara mucho, e intenté convencer www.lectulandia.com - Página 345

al párroco de que, después de todo, no se trataba más que de fantasmas y que había que darles poca importancia. —Vivos o muertos —exclamó—, yo soy responsable de su buena conducta; así que voy a hacer bien mi trabajo y a detener este desorden continuo. Y tú vas a venir conmigo, John Simmons. Así que fui; el párroco era un hombre muy persuasivo. Bajamos hasta donde estaba el barco, y mientras nos acercábamos podíamos ver al capitán tomando el aire en la cubierta. Cuando vio al párroco se quitó el sombrero con gran cortesía, y les puedo decir que me sentí bastante aliviado al comprobar que aún guardaba el debido respeto por los hábitos. El párroco respondió a su saludo y habló con voz fuerte y decidida. —Caballero, me gustaría intercambiar unas palabras con usted. —Suba a bordo, señor, suba a bordo —respondió el capitán, y adiviné, por el tono de su voz, que sabía perfectamente a qué habíamos venido. El párroco y yo trepamos por una especie de escalerilla muy incómoda, y el capitán nos llevó a un gran camarote en la parte de popa, el mismo en el que se abría aquel gran ventanal corrido. Era el lugar más maravilloso que uno pueda imaginarse en toda su vida, rebosante de vajillas de oro y plata, espadas con piedras preciosas incrustadas, sillas de roble tallado y enormes cofres que parecían estar a punto de reventar bajo el peso de las guineas allí acumuladas. Incluso el párroco parecía sorprendido, y no se negó demasiado cuando el capitán sacó dos copas de plata y las llenó de ron. Probé la mía, y creo que no miento si digo que su sabor cambió por completo mi punto de vista sobre el asunto que nos ocupaba. Aquel ron no era mala cosa ni tenía nada de sospechoso, y sentí que era una tontería censurar tanto a los muchachos por beber un licor semejante. Parecía que por mis venas corría la miel y el fuego. El párroco planteó con franqueza el asunto al capitán, pero yo no presté mucha atención a lo que decía; estaba muy ocupado sorbiendo mi bebida y contemplando, a través del ventanal, las idas y venidas de los peces que nadaban por entre los nabos del tabernero. En aquellos momentos, me pareció la cosa más normal del mundo que revoloteasen por allí; aunque más tarde, naturalmente, pensé que aquello era una simple prueba de que en realidad se trataba de un buque fantasma. Pero, incluso entonces, me asombró bastante ver a un marinero ahogado que flotaba por ahí en medio del aire, con el pelo y la barba llenos de burbujas. Era la primera vez que veía algo semejante en Fairfield. Durante todo el tiempo que pasé contemplando las maravillas de las profundidades, el párroco le había estado diciendo al capitán que ya no había paz ni descanso en el pueblo por culpa de las malditas borracheras, y que los fantasmas jóvenes estaban dando un malísimo ejemplo a los más viejos. El capitán escuchaba con gran atención, y sólo interrumpió un par de veces para decir algo acerca de que los niños son sólo niños y que a los jóvenes les gusta la francachela. Pero cuando el www.lectulandia.com - Página 346

párroco terminó su cháchara, llenó de nuevo nuestras copas de plata y le dijo al cura con mucha elegancia: —No desearía causar ningún tipo de problema allá donde soy tan bien recibido, así que creo que se alegrará mucho si le digo que mañana por la noche me haré de nuevo a la mar. Y ahora beban ustedes a la salud de una próspera travesía. Así que nos incorporamos y brindamos en su honor, y aquel ron tan puro me pareció como el aceite hirviendo en mis venas. Después de aquello, el capitán nos enseñó algunas de las curiosidades que había traído de lejanos países; y sé que estábamos muy asombrados, aunque luego no podía recordar con claridad qué era lo que habíamos visto. Al poco me encontré andando con el párroco por el sembrado de nabos, y le estaba diciendo algo respecto a las maravillas de las profundidades que había visto a través de los ventanales del barco. Se volvió a mirarme muy serio. —Si yo fuera tú, John Simmons —dijo—, me iría directamente a la cama. Tiene una forma de decir las cosas como ningún otro hombre en el mundo, así es el cura, e hice lo que me decía. Bueno, pues al día siguiente empezó a levantarse un vendaval, y cada vez soplaba con más y más fuerza; hasta que, a las ocho en punto de la noche, escuché un ruido y me asomé a mirar en el jardín. Me temo que ustedes no van a creerme, incluso a mí me resulta tremendamente raro, pero el techado de paja de mi pocilga había vuelto a caer por segunda vez sobre el jardín de la viuda. Decidí que era mejor no quedarme a oír lo que iba a decirme la viuda sobre el tema, así que eché a andar a través de la pradera en dirección a «La zorra y las uvas». El viento soplaba tan fuerte que yo iba de un lado a otro bailando de puntillas como una moza en la fiesta del pueblo. Cuando entré en la taberna, el tabernero tuvo que ayudarme a cerrar la puerta; era como si una docena de cabras estuviesen empujando contra ella para intentar meterse dentro y escapar de la tormenta. —Menuda tormenta —dijo él, sirviéndome una cerveza—. He oído que una chimenea se ha derrumbado en Dickory End. —Es increíble cómo saben del tiempo estos marineros —dije—. Cuando el capitán dijo que iba a partir esta noche, pensé que necesitaría un poco de viento para llevar el barco hasta el mar, pero esto es demasiado. —Pues sí —dijo el tabernero—, en verdad se marcha hoy por la noche; y, fíjate, aunque se haya portado tan bien conmigo en lo que respecta al alquiler, no creo que sea una gran pérdida para el pueblo. No comulgo con esos señoritos que se hacen traer su bebida desde Londres, en lugar de ayudar a ganarse la vida a los comerciantes locales. —Pero tú no tienes un ron como el suyo —dije para sacarle de sus casillas. Su cuello empezó a ponerse colorado por encima de la camisa; temí haber llegado demasiado lejos, pero enseguida recobró el aliento y dio un gruñido. —John Simmons —dijo—, si has venido hasta aquí en semejante noche www.lectulandia.com - Página 347

borrascosa sólo para decirme una sarta de estupideces, estás perdiendo el tiempo. Bueno, claro, tuve que apaciguarle alabando su ron; y que el cielo me perdone por jurar que el suyo era mejor que el del capitán. Pero es que los labios de los vivos, excepto los del párroco y los míos, jamás han probado un ron semejante. El caso es que, de una manera u otra, conseguí tranquilizarle, y a continuación tuvimos que tomar un vaso de su mejor ron para comprobar su calidad. —¡A ver si puedes paladear otro mejor! —gritó, y ambos levantamos los vasos en dirección al gaznate. Pero nos quedamos boquiabiertos a mitad de camino, pues el viento, que hasta entonces había estado aullando afuera como un perro rabioso, se volvió de repente tan dulce como los villancicos que cantan los niños del coro en Nochebuena. —Seguro que no se trata de mi Marta —susurró el tabernero. Marta era su tía abuela, que vivía en el desván de arriba. Fuimos hasta la puerta, y el viento la abrió con tanta fuerza que el tirador se incrustó en el yeso de la pared. Pero no le prestamos mucha atención en aquellos momentos; por encima de nuestras cabezas, navegando con delicadeza entre las estrellas azotadas por el viento, se deslizaba el navío que había pasado todo el verano en el prado del tabernero. Las lumbreras y el ventanal corrido de popa resplandecían de luces, y desde las cubiertas llegaba el rumor de canciones y violines. —¡Se ha ido —gritó el tabernero por encima del rugido de la tempestad—, y se ha llevado a la mitad del pueblo consigo! Sólo pude asentir con la cabeza, pues mis pulmones no son tan fuertes como las membranas de cuero de los fuelles. Por la mañana pudimos comprobar el poder de la tormenta y, dejando a un lado mi pocilga, había causado los suficientes destrozos como para mantener al pueblo ocupado durante una buena temporada. Aunque bien es cierto que los mozos no tuvieron que cortar leña para la chimenea aquel otoño, ya que el viento había cubierto el bosque con más ramas de las que eran capaces de acarrear. Muchos de nuestros fantasmas fueron dispersados por ahí; pero esta vez muy pocos volvieron, pues todos los jóvenes habían embarcado con el capitán, y no sólo fantasmas, ya que el tonto del pueblo también había desaparecido. Nos imaginamos que se habría colado de polizón, o tal vez enrolado de camarero, porque para otra cosa no valía. El pueblo anduvo bastante trastornado un tiempo con los lamentos de las jóvenes fantasmas y las quejas de los familiares que habían perdido algún antepasado, y lo más gracioso era que, precisamente los que más habían protestado por el comportamiento de los jóvenes, ahora los echaban en falta más que ningún otro. No me compadecía del zapatero o del carnicero, que iban de un lado para otro diciendo cuánto echaban de menos a sus queridos muchachos, pero me producía gran lástima escuchar a las pobres y afligidas chiquillas, que al anochecer vagabundeaban por la pradera recitando el nombre de sus enamorados. No me parecía justo que perdieran a su hombre por segunda vez, después de haber renunciado a la vida, con toda www.lectulandia.com - Página 348

seguridad, para reunirse con ellos. Sin embargo, ni tan siquiera los fantasmas están tristes para siempre, y al cabo de unos meses, cuando estuvimos plenamente convencidos de que los que se habían ido en el barco ya no volverían nunca, dejamos de hablar del asunto. Y en esto que un día —un par de años después, diría yo—, cuando toda aquella historia estaba completamente olvidada, ¿quién dirán ustedes que vino dando tumbos por la carretera de Portsmouth?… Pues aquel chico idiota que se marchó en el barco sin esperar a morirse para ser un fantasma como es debido. Jamás, en toda su vida, verán ustedes un muchacho como aquél. Llevaba un enorme y mohoso machete colgando de una cadena a la cintura, y tenía todo el cuerpo tatuado con colores brillantes, de tal forma que su cara parecía el muestrario de una tienda de mujeres. En la mano sujetaba un hatillo lleno de conchas extrañas y de pequeñas monedas muy antiguas y bastante curiosas. Se acercó al pozo que había al lado de la casa de su madre y echó un buen trago de agua, tan tranquilo como si no hubiese estado en ningún sitio digno de mención. Y lo peor de todo es que seguía tan tonto como siempre, y por más que lo intentamos no pudimos sonsacarle nada coherente. Dijo una serie de tonterías sin sentido acerca de pasar por debajo de la quilla y de caminar por la plancha, y no sé qué sobre crímenes sangrientos; cosas todas ellas que un marino decente debe ignorar por completo. Así que, a mí me dio la impresión, a pesar de sus modales, de que el capitán tenía más de pirata que de noble marinero. Pero sacar algo coherente de aquel muchacho era tan difícil como pedirle peras a un olmo. Siempre repetía un cuento estúpido que se le había quedado grabado en el cerebro, y si uno se ponía a escucharle daba la sensación de que era la única cosa que le había pasado en toda su vida. —Habíamos echado el ancla —decía— junto a una isla que se llamaba la Cesta de las Flores, y los marineros habían atrapado un montón de loros y estábamos enseñándoles a decir palabrotas. Subían y bajaban por las cubiertas, y empleaban un lenguaje horrible. Entonces miramos al horizonte y vimos los mástiles de un navío español que estaba fuera del puerto. Habían zarpado, así que arrojamos a los loros por la borda y nos preparamos para el combate. Y todos los loros se ahogaron en el mar y graznaban unos juramentos ignominiosos. Esta clase de chico era. Sólo decía tonterías sobre unos loros cuando nosotros le estábamos preguntando acerca de la batalla. Y nunca fuimos capaces de enterarnos como es debido porque un par de días después desapareció de nuevo, y no le hemos vuelto a ver desde entonces. Bueno, y ésta es mi historia, aunque les aseguro que cosas parecidas ocurren continuamente en Fairfield. El barco no ha regresado jamás, pero según van envejeciendo los vecinos, les da por pensar que una de esas noches ventosas volverá navegando por encima de los setos con todos los fantasmas perdidos a bordo. Bueno, si regresa, será bien recibido. Hay una muchachita fantasma que nunca ha perdido la www.lectulandia.com - Página 349

esperanza de volver a ver a su enamorado. Se la puede ver todas las noches en la pradera, forzando sus pobres ojos con la ilusión de descubrir las luces de los mástiles brillando sobre las estrellas. Podemos decir que es una chiquilla fiel, y creo que no me equivoco ni un ápice. La huerta del tabernero no perdió un penique con la visita, pero todo el mundo dice que, desde entonces, los nabos que allí crecen tienen un regusto a ron.

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GLOSARIO DE TÉRMINOS NÁUTICOS Acollador. Cabo de distintos grosores que se pasa por los ojos de las vigotas y sirve para tensar el cabo más grueso al que están enrolladas las vigotas. Adujar. Recoger en adujas (vueltas o roscas circulares u oblongas) un cabo, cadena o vela enrollada. Aferrar. (1) Recoger las velas, después de haberlas cargado bajo las vergas, y fijarlas a estas últimas mediante los tomadores. (2) Cuando las uñas del ancla hacen presa en el tenedero. Aleta. Maderos curvos que forman la cuaderna última de popa y están unidos a las extremidades de los talones curvos de la popa del barco. Amantillo. Jarcia de labor cuyo cometido consiste en sostener una percha por el extremo. El amantillo toma su nombre de la percha a la que se aplica. Los amantillos de las vergas están fijados en el extremo superior y descienden en triángulo hacia los extremos de las vergas, manteniéndolas horizontales. Amura. (1) Cada una de las partes curvadas del casco que forman la proa. (2) Parte exterior del casco entre la proa y 1/8 de la eslora. (3) Cada uno de los dos cabos de las velas bajas de trinquete, mayor y mesana. Amurada. Cada uno de los costados del buque por la parte inferior. Andarivel. Cabo grueso que se utiliza como pasamanos. Cabo para izar pesos a bordo. Aparejo. Conjunto de palos, vergas, jarcias y velas de un buque, y que se llama de cruz, de cuchillo, de abanico, etc., según la clase de vela. Arboladura. Conjunto de palos y vergas de un buque. Arriar. Hacer descender cualquier objeto por medio de un cabo que lo enrolla o al que está embragado: arriar velas, arriar botes, etc. Babor. Lado o costado izquierdo de la embarcación mirando de popa a proa. Baluma. El lado más largo de una vela, situado hacia la popa, que también se llama caída de popa. www.lectulandia.com - Página 351

Bao. Cada uno de los miembros de madera, hierro o acero que, puestos de trecho en trecho de un costado a otro del buque, sirven de consolidación y para sostener las cubiertas. Barlovento. Parte de donde viene el viento, con respecto a un punto o lugar determinado. Batayola. Barandilla, fija o elevada, hecha de madera, que se colocaba sobre las bordas del buque para sostener los empalletados. Bauprés. Palo cilíndrico que sobresale de la proa de un barco o embarcación de vela, incluso de las provistas de motor auxiliar. Bita. Conjunto de dos piezas cilíndricas de hierro o acero, fuertemente empernada a cubierta para dar vueltas en ellas a las estachas o cabos de amarre. Bitácora. Especie de armario, fijo a la cubierta y al lado de la rueda del timón, en el que se pone la aguja de marear. Bola de tope. Véase Perilla. Bolina. (1) Cabo con que se hala hacia proa la relinga de barlovento de una vela para que reciba mejor el viento. (2) Sonda, cuerda con un peso al extremo. (3) Cada uno de los cordeles que forman las arañas que sirven para colgar los coyes (4) Ir, navegar de bolina. Navegar de modo que la dirección de la quilla forme con la del viento el ángulo menor posible. Botavara. Palo horizontal que, apoyado en el coronamiento de popa y asegurado en el mástil más próximo a ella, sirve para cazar la vela cangreja. Bracear. Maniobrar para orientar las vergas de manera que sus velas puedan tomar la posición más conveniente en relación con la dirección del viento. Braza. Cada una de las jarcias y cabos de labor que permiten bracear una verga. Bricbarca. Buque de tres o más palos sin vergas de cruz en la mesana. Briol. Tipo de motón cuya caja parece un violín. De ahí también su nombre de motón de violín o violín. Burda. Jarcia firme cuyo extremo superior se fija a un palo, mientras que www.lectulandia.com - Página 352

el inferior se tesa en cubierta a las mesas de guarnición, bordas o regalas hacia popa del palo y lateralmente al mismo. Cabilla. (1) Pequeña barra de madera, de unos 30 cm. de largo, cuya parte superior se parece al mango de la porra de un guardia. (2) Cabilla de la caña o rueda del timón. Empuñadura correspondiente a cada radio de la rueda del timón. Cabillero. Tabla recia o plancha metálica rectangular o, incluso, circular (alrededor de un palo), con agujeros por los que pasan las cabillas. Cabo. Definición genérica de todas las cuerdas de la Marina, independientemente del material de que están hechas. Cabrestante. Máquina accionada a vapor, motor de explosión o incluso a mano que permite realizar considerables esfuerzos desarrollando poca potencia. Cabullerías. Cordeles y filásticas empleados a bordo para ligadas y costuras. Cargar. Aferrar la vela cuadra llevándola hacia el centro de la verga para formar el bolso que se cierra con el briolín (briol pequeño). Castillo de popa. Véase Toldilla. Castillo de proa. Estructura situada por encima de la cubierta principal, que va aproximadamente desde el palo de proa o trinquete hasta la roda. Servía de alojamiento a la tripulación ordinaria. Cofa. Plataforma semicircular con barandillado o construcción parecida, situada en la parte alta de los palos machos. Cornamusa. Pieza de madera rígida o más comúnmente de metal anticorrosivo, de distintas dimensiones, con uno o dos brazos, fijada en la cubierta de un barco o una embarcación, en la cual se dan vueltas las jarcias de labor. Coronamiento. Elemento de unión entre las falcas y el espejo de popa. Por extensión, dícese también del extremo más a popa. Cote. Vuelta que se da al chicote de un cabo, alrededor de un firme, pasándolo por dentro del seno. www.lectulandia.com - Página 353

Cruceta. Maderos (brazos) laterales fijados a varias alturas del palo para distanciar del mismo los obenques. Cruz. En cruz. Posición de las vergas de un barco de vela cuando están orientadas perpendicularmente a la quilla de dicho barco. Cuartos. Véase Guardias. Chafaldetes. Cada uno de los dos cabos de labor que accionan en el puño de escota de la vela cuadra para cargarla (recogerla) hacia la cruz de la verga. Derrelicto. Buque u objeto abandonado en el mar. Driza. Cuerda o cabo con que se arrían o izan las vergas, y también el que sirve para izar los picos cangrejos, las velas de cuchillo y las banderas o gallardetes. Drizar. Arriar o izar las vergas. Enjaretado. Rejilla de madera o de hierro, empleada en lugar de una superficie continua para cubrir la abertura de una escotilla y permitir su ventilación. Escota. Jarcia de labor, de cáñamo o algodón que va firme en el puño de escota y sirve para cazar la vela según la dirección e intensidad del viento. Escotilla. Cada una de las aberturas que hay en las diversas cubiertas para el servicio del buque. Espejo de popa. Parte de la popa de un barco, de forma variable dependiendo de las líneas del casco que en ella terminan. Se inicia encima de la bovedilla y puede ser plana, angular o redondeada. Estay. Jarcia (cabo) firme, generalmente en alambre de acero, que sostiene hacia proa el palo de un buque o embarcación. Estribor. Banda o costado derecho del navío de popa a proa. Estrobo. Anillo hecho de filásticas de cáñamo o de nailon ligadas juntas, o bien de cabo vegetal o de acero. Facha. Coger en facha. Dícese del viento cuando, debido a un repentino salto o a una falsa maniobra del timonel, alcanza las velas por su cara de proa o revés, haciendo que la velocidad del buque se reduzca. www.lectulandia.com - Página 354

Falca. Tabla corrida de proa a popa que, colocada verticalmente sobre la borda de las embarcaciones, impide la entrada de agua. Filástica. En la fabricación de cabos en general es el elemento principal, formado por la reunión y torsión, de izquierda a derecha, de varios filamentos de fibra. Flechadura. Conjunto de flechastes de una tabla de jarcia. Flechaste. Cada uno de los trozos de madera o hierro forrados con un cabo que, en general en los grandes barcos de vela, sirven para que la marinería pueda subir a las vergas a realizar las maniobras de las velas. Fragata. Velero de tres palos de velas cuadras, con bauprés con tres o más foques. Gavia. En los veleros grandes o embarcaciones de velas cuadras, la segunda vela, contando a partir de la parte baja del palo mayor. Guardia. Las guardias son servicios de vigilancia que se llevan a cabo en un buque durante la navegación. Los turnos son de cuatro horas. Los de noche se llaman de prima (de 8 a 12), de media (de 12 a 4) y de alba (de 4 a 8). El último de la tarde (de 4 a 8) se divide en dos mitades llamadas medias guardias o cuartillos. Guardia de cuartillo. Véase Guardia. Imbornal. Agujero o registro en los trancaniles para dar salida a las aguas que se depositan en las respectivas cubiertas, y muy especialmente a la que embarca el buque en los golpes de mar. Izar. Verbo que significa hacer subir, cobrando o virando un cabo. Jarcia. Cabo vegetal, metálico o de fibras sintéticas (también cadena), provisto de los accesorios necesarios, que se emplea a bordo de buques y embarcaciones para sostener, fijar y efectuar maniobras. Juanete. La segunda de las vergas (contando desde lo alto del palo) que se cruzan sobre las gavias, y las velas que en aquéllas se envergan. Lascar. En sentido genérico equivale a dejar correr o salir, o sea filar una escota, un cabo tenso, sea por imposición de las maniobras (lascar las escotas), sea para disminuir la tensión a que está sometido el cabo.

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Ligada. Unión de dos cabos distintos para impedir que se deslicen uno sobre otro. Ligazones. Las piezas más o menos curvadas que constituyen la cuaderna de un buque de madera. Lingüetes. Diente o barra corta de metal y, a veces, de madera dura, aplicado a mecanismos giratorios para impedir la inversión del sentido de la rotación. Maceta de aforrar. Pequeño utensilio de madera que se emplea para aforrar cabos, o sea, para envolverlos con piola, meollar, etc., y de este modo protegerlos del desgaste y los roces. Mamparo. Tabique de madera o metálico que sirve de división entre los diversos locales y compartimentos de un buque o embarcación de madera o hierro. Marchapié. Cabo de cáñamo o de metal, pendiente por debajo de una verga, fijado al peñol (extremo) y a la parte central (racamento) de la misma, que permite a los gavieros deslizar los pies en él mientras apoyan el tórax en la verga. Mastelero. Cada uno de los palos menores que van sobre los palos principales y sirven para sostener las vergas y velas de gavias, juanetes y sobrejuanetes, de las que toman el nombre. Mástil. (1) Palo de una embarcación. (2) Palo menor de una vela. (3) Cualquiera de los palos derechos que sirven para sostener una cosa. Meollar. Pequeño chicote que se pasa entre los cordones de un cabo cuando se quiere alisar su superficie para poderlo forrar. Mesana. Puede ser palo, verga o vela. Siempre es el palo más situado a popa; la vela y la verga adoptan su nombre de él. Motón. Caja de bronce, latón, madera o materiales sintéticos por donde pasan los cabos. El motón de rabiza sirve para dar determinada dirección a un cabo del que hay que halar. Nervio. Término que indica los cabos de acero que constituyen las jarcias firmes.

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Obenques. Cabo de acero que forma parte de las jarcias firmes de un palo y que ayuda a sostenerlo. Orzar. Inclinar la proa hacia la parte de donde viene el viento. Ostaga. Cabo que hace las veces de amante del aparejo en las drizas de ciertas velas, como las de gavia. Palo. Mástil de abeto, pino o pino tea, o incluso de metal. Puede ser de estructura sencilla o compuesta, macizo o hueco, en forma cilíndrica o de tronco de cono muy alargado y de sección circular o elíptica. Se coloca en posición vertical o ligeramente inclinada (por lo general hacia popa, a excepción del palo de bauprés), con el eje en el plano de simetría del barco y sostenido por el conjunto de jarcias firmes. Pallete. Estera hecha con filásticas trenzadas entre sí, o también con tela recia atada con mediares. Pantoque. Curvatura del casco entre los costados y el fondo más o menos plano, a ambas bandas y desde las amuras hasta las aletas. También se llama pantocada. Pañol. Cada uno de los compartimentos que se hacen en un buque para guardar provisiones y pertrechos. Paquebote. Embarcación que lleva la correspondencia pública, y generalmente pasajeros también, de un puerto a otro. Penol. Extremidad exterior, más delgada de una verga y de un batalón. Percha. Tronco enterizo de árbol, que se utiliza para la construcción de piezas de arboladura, vergas, etc. Perigallo. Aparejo de varias formas que sirve para sostener una cosa. Perilla de tope. Ensanchamiento con que terminan algunos palos de madera en sus extremos. También llamada gola de tope. Perno. Pieza de hierro u otro metal, larga, cilíndrica, con cabeza redonda por un extremo y asegurada con una chaveta, una tuerca o un remache por el otro, que se usa para afirmar piezas de gran volumen. Pico. Verga de cangreja áurica dispuesta de manera que forme con el palo un ángulo hacia lo alto no inferior a los 40º. www.lectulandia.com - Página 357

Popa. Extremidad posterior del casco de un buque o embarcación. Portalón. Abertura a manera de puerta, hecha en el costado del buque y que sirve para la entrada y salida de personas o cosas. Pretil. Murete o vallado de madera u otra materia que se coloca en determinados sitios para preservar de caídas. Proa. La parte delantera de un buque o embarcación. Puño. Nombre de cada una de las extremidades de las velas que se fijan a los palos, vergas, picos, etc. Quilla. Elemento principal de la construcción de un casco, que puede estar formado por una o varias vigas unidas entre sí. Corre de proa a popa por debajo del casco. Rabiza. (1) Cabo delgado, unido por un extremo a un objeto para sujetarlo donde convenga o manejarlo en cualquier forma. (2) Tejido situado en el extremo de un cabo para que no se descolche. Racamento. Collar que sujeta una verga al palo correspondiente. Relinga. Cabo metálico, vegetal o de materiales sintéticos cosidos a los bordes de una vela para aumentar su resistencia y facilitar su envergamiento. Riel de la corredera. Instrumento para medir la velocidad efectiva del buque en la superficie del agua. Generalmente, la corredera se coloca en el extremo de popa. Rizos. Cada uno de los pedazos de cabo blanco, que pasando por los ollaos abiertos en línea horizontal en las velas de los buques, sirven como de envergues para la parte de aquéllas que se deja orientada, y de tomadores para la que se recoge o aferra, siempre que por cualquier motivo convenga disminuir su superficie. Roda. Pieza de refuerzo situada sobre la prolongación del plano longitudinal de los barcos, que remata el ángulo de proa formado por las amuras. Sobrejuanete. Cada una de las vergas que se cruzan sobre los juanetes, y las velas que se envergan en las mismas. Sotavento. (1) Costado de la nave opuesto al de barlovento. (2) Parte que www.lectulandia.com - Página 358

cae hacia aquel lado. Tajamar. Tablón recortado en forma curva y ensamblado en la parte exterior de la roda, que sirve para hender el agua cuando el buque marcha. Toldilla. Lona que cubre y protege del sol la redonda de popa. Por extensión, es frecuente llamar también así a la cubierta de popa. Trancanil. Serie de maderos fuertes tendidos tope a tope y desde la proa a la popa, para ligar los baos a las cuadernas y al forro exterior. Trinquete. En los buques de vela, el primer palo a partir de la proa. Las vergas, velas, jarcias, etc., que se fijan en él toman el nombre del mismo. Vela. Superficie de lona o tejido sintético, modelada en forma aerodinámica, capaz de aprovechar la fuerza del viento para la propulsión de buques o embarcaciones de vela. Hay muchos tipos de velas: cuadras, latinas, áuricas, etc. Y todas tienen un nombre según su forma o situación. Verga. Percha de madera o metal, maciza o hueca, de sección circular o elíptica, que va afilándose hacia los extremos. En ellas se envergan las velas y reciben el nombre de aquéllas. Verga seca: la verga más baja del palo de mesana cuando carece de velas (de ahí su nombre) y sólo sirve para amurar la sobremesana. Vigota. Especie de motón de madera de forma redonda y achatada, que tiene alrededor un surco en el que se aplica el estrobo que sirve para fijarla.

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Notas

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[1] Véase la entrada «Guardia» en el Glosario de Términos Náuticos que hay al final

del libro.