Touraine Alaine. La Sociedad Post Industrial.

ALAIN TOURAINE LA SOCIEDAD POST-INDUSTRIAL Traducción castellana de JUAN-RAMÓN CAPELLA U FRANCISCO J. FERNÁNDEZ BUEY ED

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ALAIN TOURAINE

LA SOCIEDAD POST-INDUSTRIAL Traducción castellana de JUAN-RAMÓN CAPELLA U FRANCISCO J. FERNÁNDEZ BUEY EDITORIAL ARIEL

Esplugues de Llobregat BARCELONATítulo del original francés: LA SOCIÉTÉ POST-INDUSTREELLE Bibliothéque "Médiations" — Éditions Denoelrry Cubierta: Alberto Corazón a edición: diciembre de 1969

" edición: septiembre de 1971 » edición: diciembre de 1973 © 1969: Société Nouvelle des Éditions Gonthier, París

© 1969 y 1973 de la traducción castellana para España y América: Editorial Ariel, S. A. Esplugues de I.lobregat (Barcelona)

Depósito legal: B. 54.759 - 1973 ISBN: 84 344 0673 X

Impreso en España

1973. Ariel, S.A., Av. J. Antonio, 134-138, Esplugues de Llobregat. Barcelona

PRESENTACIÓN

LA SOCIEDAD PROGRAMADA Y SU SOCIOLOGÍA Ante nuestros ojos se están formando sociedades de un tipo nuevo. Se las denominará sociedades post-industriales si se pretende señalar la distancia que las separa de las sociedades de industrialización que las han precedido, y que todavía se mezclan con ellas tanto bajo su forma capitalista como bajo su forma socialista. Se las denominará sociedades tecnocráticas si se pretende designarlas según el poder que las domina. Se las denominará sociedades programadas si se intenta definirlas ante todo por la naturaleza de su modo de producción y de organización económica. Me parece que esta última expresión es la más útil por ser la que indica más directamente la naturaleza del trabajo y de la acción económica. Todas estas expresiones tienen en común definir una sociedad por su realidad histórica; o, mejor, por su historicidad, por el tipo de acción que la sociedad ejerce sobre sí misma; en una palabra: por su praxis. Al emplear cualquiera de ellas, se hace una elección; de la misma manera, al hablar de sociedades de masas, o de sociedades de cambio rápido, o incluso de sociedades en las que lo adquirido es superior a lo transmitido, se hace una elección diferente de la nuestra y tan clara como ella. No se trata de oponer estas elecciones como preferencias ideológicas, sino, más bien, de reconocer que se orientan hacia diferentes tipos de problemas y de hechos sociales. Definir una sociedad por las formas de la organización social es colocar a unos actores en una determinada situación y considerar sus reacciones ante ella. Mostrarán ser adaptados o desviados, centrales o marginales, integrados o irregulares. Sus conductas se definirán como obstáculos o resistencias al cambio, o, por el contrario, como elementos innovadores o de cálculo estratégico. El análisis se centra entonces, preferiblemente, sobre las intenciones y las representaciones de los actores; sobre las interacciones, los intercambios, las influencias, las negociaciones; en suma, sobre el juego social. El camino que he decidido seguir es diferente: preguntar inmediatamente por las orientaciones sociales y culturales de una sociedad; preguntar por la naturaleza de los conflictos sociales y del poder a través de los cuales toman forma estas orientaciones; preguntar sobre lo que reprimen las fuerzas dominantes y sobre lo que provoca, en compensación, movimientos sociales. El objeto de mis análisis no es el funcionamiento del sistema social, sino la formación de la acción histórica, el modo en que los hombres hacen su historia. Resulta conveniente, por tanto, presentar a título introductorio las orientaciones más generales de la sociedad programada, y definir, a continuación, el modo de análisis sociológico que parece adecuado para la exploración de las relaciones sociales y de las intervenciones colectivas que se observan en ellas.

La sociedad, a examen Acaso sorprenda que se diga que el carácter más general de la sociedad programada consiste en que las decisiones y los combates económicos no poseen ya en ella la autonomía y el carácter fundamental que tenían en un tipo de sociedad anterior, definido por su esfuerzo de acumulación y por la obtención

de beneficios a partir del trabajo directamente productivo. ¿No es acaso paradójico formular semejante afirmación cuando el conjunto de la sociedad está más caracterizado que nunca por los medios y los resultados del crecimiento económico, y cuando la capacidad de desarrollo y de enriquecimiento parece ser la prueba por la que aceptan ser juzgados todos los regímenes políticos y sociales? Efectivamente, no se intenta afirmar que una sociedad postindustrial es la que, habiendo alcanzado determinado nivel de productividad, y, por tanto, de riquezas, puede liberarse de la preocupación exclusiva por la producción y convertirse en una sociedad de consumo y de tiempo libre. Semejante afirmación es negada por los hechos menos discutibles. Nuestro tipo de sociedad está aún más "movilizado» por el crecimiento económico que cualquier otro. Los particularismos de la vida privada, de las sociedades locales, de los géneros de vida, se ven penetrados y destruidos por una creciente movilidad geográfica y social, por la difusión de publicidades y propagandas, y por una participación política más amplia que en otro tiempo. Pero precisamente estos hechos son los que conducen a no aislar unos mecanismos propiamente económicos en el centro de la organización y de la acción sociales. El crecimiento es el resultado, más que de la acumulación de capital solamente, de un conjunto de factores sociales. Lo más nuevo es que depende mucho más directamente que antes del conocimiento, y, por consiguiente, de la capacidad de la sociedad para crear creatividad. Trátese del papel de la investigación científica y técnica, de la formación profesional, de la capacidad de programar el cambio y de controlar las relaciones entre sus elementos, de dirigir organizaciones y, por tanto, sistemas de relaciones sociales, o de difundir actitudes favorables a la puesta en movimiento y a la transformación continua de todos los factores de la producción, todos los terrenos de la vida social, la educación, el consumo, la información, se hallan integrados cada vez más estrechamente a lo que antaño podían llamarse fuerzas de producción. Frente a una situación así, se comprende que se produzcan reacciones defensivas; no son completamente distintas de las que conoció nuestro siglo XIX, cuando la industrialización transformaba las tradiciones y los legados del pasado.

Sociedades locales, ambientes educativos o formas de expresión cultural pueden luchar contra este enorme desbarajuste y reivindicar el mantenimiento de su autonomía. A veces se acusa de «tecnocratismo» a quienes insisten, como acabo de hacer, en el dominio del crecimiento económico y del cambio social sobre todos los aspectos de la vida social y cultural. Pero no se olvide el ejemplo de la industrialización capitalista. ¿Quién dirigió más eficazmente la lucha contra el capitalismo: quienes organizaban la resistencia de los sectores precapitalistas o quienes, definiéndose por relación al capitalismo, organizaron el movimiento obrero y lanzaron la idea socialista? Nuestra tarea consiste en reconocer la naturaleza de la producción, del poder y de los conflictos sociales nuevos, más que en insistir sobre la fuerza de resistencia de antiguas formas de organización social y de actividad cultural. El crecimiento económico está determinado por un proceso político más que por unos mecanismos económicos que se desarrollan casi por completo fuera de cualquier control social. Ya se hable de planificación o se considere a la empresa como un sistema de decisión, el recurso a un análisis directamente sociológico manifiesta esta correspondencia cada vez más general de las condiciones del crecimiento y del conjunto de la organización social. La autonomía del Estado respecto de los centros de decisión económica se hace más débil en todas partes y con frecuencia desaparece. Las mayores inversiones escapan a los criterios de rentabilidad económica y, más que por el beneficio simplemente, se deciden en nombre de las exigencias entremezcladas del crecimiento económico y del poder. Las formas de la dominación social resultan por ello profundamente transformadas. Cabe continuar hablando de explotación económica, pero esta acción es cada vez menos diferenciable y pierde su sentido objetivo para definir una consciencia de las contradicciones sociales, mejor traducida por la noción —criticada a menudo y sin embargo más útil que nunca— de alienación. Pues la dominación social adopta, mucho más que anteriormente, tres importantes formas. En primer lugar, adopta la forma de la integración social, pues el aparato de producción impone unos comportamientos que estén de acuerdo con sus objetivos y, por tanto, con su sistema de poder. Los actores sociales se ven inducidos a participar, no solamente en el trabajo propiamente dicho, sino

también en el consumo y en la formación, en los sistemas de organización y de influencia que los movilizan. Las líneas de defensa ocupadas por las profesiones o por los grandes principios, por la autonomía profesional o por una u otra concepción de la «naturaleza humana» o de las tradiciones culturales, resultan aumentadas por un sistema de producción en el que cada uno ocupa un lugar y un conjunto de funciones en un conjunto de comunicación controlado y jerarquizado, preocupado por su integración interna, que es condición esencial de su eficacia. En segundo lugar, la dominación social adopta la forma de la manipulación cultural, pues, como se ha señalado, las condiciones del crecimiento no se sitúan solamente en el interior del terreno de la producción propiamente dicho. Es preciso actuar tanto sobre las necesidades y las actitudes como sobre el trabajo. La educación escapa de las manos de la familia e incluso de la escuela, considerada como un ambiente autónomo. Pasa cada vez más por lo que G. Friedmann ha llamado la escuela paralela, sobre la cual se ejerce más directamente la acción de emisores centrales. Por último, esta sociedad de aparatos, dominada por grandes organizaciones que son a la vez políticas y económicas, se orienta más que nunca hacia el poder, hacia el control propiamente político de su funcionamiento interno y de su entorno. A ello se debe que sea tan aguda la consciencia que tiene el imperialismo de estos aparatos. No resulta útil reducir el conjunto de estas formas aparentemente diversas de dominación social a una nueva etapa del poder capitalista. En primer lugar, porque también se advierten, en formas particulares pero muy agudas, en las llamadas sociedades socialistas. Ciertos grupos intelectuales reducidos pero muy innovadores, como el de Socialisme ou Barbarie, han rechazado desde hace mucho tiempo la separación, excesivamente ritual y excesivamente absoluta, entre sociedad capitalista y sociedad socialista, separación con la que muchos se contentan demasiado cómodamente. Tampoco se trata de decir que ya no existe diferencia entre las sociedades capitalistas y las sociedades socialistas, sino que, a través de oposiciones profundas, se manifiestan unos problemas comunes, los cuales obligan a redefinir en términos nuevos las diferencias existentes entre las sociedades industrializadas.

Hoy resulta más útil hablar de alienación que de explotación, pues el primer término define una relación social, mientras que el segundo define una relación económica. Pero el hombre alienado no es aquel cuyas necesidades «naturales» son aplastadas por una sociedad «deshumanizada» por el trabajo en cadena, las metrópolis o los mass-media. Semejantes expresiones introducen una vaga filosofía moral, y se comprende la irritación que suscitan entre los filósofos que conocen el empleo mucho más exigente de aquella noción en Hegel. La alienación debe ser definida en términos de relaciones sociales. El hombre alienado es el que carece de otra relación con las orientaciones sociales y culturales de su sociedad que la que le reconoce la clase dirigente como compatible con el mantenimiento de su dominación. La alienación es, pues, la reducción del conflicto social por medio de una participación dependiente. Las conductas del hombre alienado carecen de sentido salvo si se consideran como la contrapartida de los intereses de quien le aliena. Ofrecer a los trabajadores participar en la organización de una empresa cuando no son dueños de sus decisiones económicas conduce a su alienación, si no consideran esta participación como un giro estratégico en su conflicto con los dirigentes de la empresa. Nuestra sociedad es una sociedad de alienación; no porque reduzca a la gente a la miseria o imponga coerciones policíacas, sino porque seduce, manipula e integra. Los conflictos sociales que se forman en esta sociedad no son de la misma naturaleza que los de la sociedad anterior. La oposición se da menos entre el capital y el trabajo que entre los aparatos de decisión económica y política y quienes están sometidos a una participación dependiente. Aquí casi se podrían emplear unas palabras cuya inspiración es, sin embargo, muy diferente, y oponer los elementos centrales a los elementos periféricos o marginales. Es frecuente oponer con estos términos las naciones industrializadas al tercer mundo. La ventaja de este vocabulario consiste en recordar que la dominación del imperialismo no asume necesariamente la forma de la explotación económica. También aquí sigue siendo más justo hablar de participación dependiente. La economía de los países subdesarrollados sufre las cargas y recibe las ayudas determinadas por las economías dominantes, situación que puede conducir a la intervención militar para mantener la

dependencia, incluso cuando no descansa sobre la defensa de intereses directamente económicos. El conflicto nace cuando esta alienación es combatida; cuando los elementos marginales dejan de considerarse como tales, toman consciencia de su dependencia y emprenden una acción centrada sobre sí mismos, sobre su autodeterminación, acción que puede llegar hasta reducir el nivel de la participación en bienes materiales para romper la dependencia. El conflicto sólo cobra toda su fuerza cuando la voluntad de ruptura se asocia a un intento de desarrollo independiente y recurre, por tanto, contra las fuerzas dominantes, al tema del desarrollo con el que se identifican éstas. La desalienación sólo puede ser el reconocimiento del conflicto social que se interpone entre los actores y los valores culturales. Esto es lo que da toda su importancia a la juventud. La juventud no es en absoluto una edad más desfavorecida que las demás; por el contrario, lo está menos, pues, en un período de cambios rápidos, es la edad que menos se ve alcanzada por la obsolescencia de sus capacidades. Precisamente porque, tanto en el terreno de la producción como en el del consumo, la juventud es un grupo privilegiado, es el grupo más sometido a la participación dependiente, y también el más capaz de oponerse a quienes identifican sus intereses de clase con los del crecimiento. En una sociedad que descansaba sobre el trabajo directamente productivo, era el obrero cualificado, relativamente privilegiado (siendo mayor que hoy la diferencia de salario entre el profesional y el peón), quien más directamente se oponía al capitalismo. En una sociedad cambiante, la categoría más abierta al cambio y más favorecida por éste es la que se alza más directamente contra la tecnocracia. Se trata de un levantamiento social y cultural incluso más que económico, pues las luchas sociales, hoy como ayer, movilizan dos órdenes de reacciones complementarios por la parte popular. Por un lado, está el llamamiento a las orientaciones mismas de la sociedad contra su apropiación privada por la clase dirigente; por otro, la resistencia de la experiencia personal y colectiva a unos cambios no controlados por la colectividad.

La juventud, u otras categorías sociales, entran en la lucha porque están orientadas hacia el cambio y también porque oponen su «vida privada» a la pseudo-racionalidad impersonal tras la que se escudan las fuerzas dirigentes. Pero, mientras que en la sociedad de industrialización capitalista esta resistencia de la vida privada quedaba definida en el marco del trabajo y se apoyaba en la profesión o en la colectividad local, ahora, frente a un poder de integración, de manipulación y de agresión que se extiende a todos los terrenos de la vida social, lo que se moviliza es el conjunto de la personalidad. De ahí el llamamiento a la imaginación en contra de las pseudoracionalidades; a la sexualidad contra el arte de agradar y adaptarse; a la invención contra la transmisión de códigos y tradiciones. La sociedad, durante mucho tiempo embotada por la satisfacción de su éxito material, no rechaza el progreso técnico y el crecimiento económico: rechaza la sumisión de éste a un poder que pretende ser impersonal y racional, y que difunde la idea de que no es más que el conjunto de las exigencias del cambio y de la producción. Frente a una dominación social que se identifica con el crecimiento beneficioso, que sólo considera el conjunto de las conductas sociales como medios de adaptación a las necesidades de este crecimiento, concebido como un proceso natural y no social, se alza en una rebelión salvaje; la contrapartida, sin embargo, es siempre la lucha en favor de la creatividad y contra los poderes y las coerciones de los aparatos. La dependencia se convierte en conflicto; la participación, en «contestación»." Quisiera insistir sobre un aspecto de esta rebelión e introducir aquí una reflexión sobre la Universidad que R. Aron ya ha tenido ocasión de juzgar como «un despropósito». Precisamente porque los portadores del conflicto social jamás son solamente los subprivilegiados, sino quienes se hallan a la vez más vinculados a los objetivos innovadores de la sociedad y más sometidos a la participación dependiente, la Universidad se convierte hoy en el lugar privilegiado de oposición a la tecnocracia y a las fuerzas dominantes asociadas a ella. Mientras el conocimiento científico no desempeñaba un papel esencial en la evolución económica, mientras no era una fuerza de producción considerable, la

Universidad era sobre todo un lugar de transmisión y de defensa del orden social y de los legados culturales. El enorme desarrollo numérico de las Universidades no puede separarse del progreso del conocimiento científico y técnico. La educación se convierte en un criterio cada vez más importante para determinar la jerarquía social. El saber puede considerarse cada vez menos desinteresado cuando se halla altamente formalizado. La política ha entrado en la Universidad porque el conocimiento es una fuerza productiva. Pero hay que ir más lejos. La Universidad, donde el movimiento de la investigación y la rebelión de la juventud están asociados, es la única gran organización que puede ser, en tanto que tal, una fuerza de contestación de los aparatos políticos y económicos. Si no lo es, se convierte >—cualesquiera que sean las intenciones de los profesores— en un instrumento de participación dependiente, de alienación. Quienes deseaban que diera ante todo una formación profesional tienen razones para preocuparse por el empleo de los estudiantes al finalizar sus estudios; pero, en realidad, aceptan demasiado a menudo formar cuadros o especialistas que ejercerán su actividad sin haber sido llamados a analizar de manera crítica la sociedad que les dará empleo. Una crítica que puede adoptar formas simples cuando se interroga sobre la utilización social de las técnicas y de los conocimientos, pero que debe alzarse al examen de los determinantes sociales del conocimiento mismo, pues sería ingenuo considerar que fuera de todo marco social se elabora una ciencia pura, y que solamente hay que velar porque se utilice para obras de vida y no para obras de muerte. Las universidades han entrado en una fase nueva de su existencia. Su papel social se ha transformado profundamente. La universidad liberal pertenece al pasado. Y se plantea inevitablemente la cuestión de saber si la Universidad pasa a ser un lugar de integración o el lugar de la contestación. Es seguro que, en los dos casos, peligros graves están a punto de amenazar la creación de conocimientos nuevos, lo cual es su función específica. La rebelión estudiantil puede suscitar un dogmatismo contestatario tan gravoso como una integración conformista. Nada sería más absurdo que reducir la opción, ante la que se halla la oposición, entre el infierno y el paraíso. Pero la complejidad y la dificultad de los problemas planteados no deben oscurecer la necesidad de una opción fundamental.

No se infiera de estas reflexiones preliminares la conclusión de que las luchas sociales van a desertar de las empresas y encerrarse en las universidades. Poco más abajo se dirá por qué, en un plano propiamente histórico, puede descartarse esta posibilidad. Pero hay que descartarla ante todo a tenor del razonamiento que hemos seguido. Debido a que la Universidad ya no es una institución colocada al margen de los problemas del desarrollo, aparecen en ella conflictos sociales de alcance general. Si fueran vividos como problemas internos de la Universidad, perderían lo esencial de su importancia. La Universidad es el lugar privilegiado de formación de nuevas luchas sociales porque las coerciones sociales son en ella menos poderosas que en otras partes; porque el movimiento de las ideas precede a la organización de las luchas políticas; porque la función social del conocimiento constituye un problema general. Pero la sociedad programada sólo conocerá enfrentamientos de gran importancia en la medida en que la lucha contra la participación dependiente se organice en todos los terrenos de la vida social. Se trata.de un proceso de generalización que será probablemente lento, difícil, y que adoptará formas muy diferentes en los diversos países. No es seguro que Francia, a pesar de la excepcional importancia del Movimiento de Mayo, sea uno de los países que emprendan más rápidamente ese proceso. Los conflictos y la lucha contra la participación dependiente se desarrollarán en las grandes organizaciones, pero también en la vida urbana o en el terreno del consumo. De una sociedad a la otra Cuando aparecen problemas nuevos y nuevos conflictos sociales, resulta habitual que unos movimientos todavía poco organizados se apoyen espontáneamente en análisis heredados de la situación anterior e insistan en la continuidad entre las grandes luchas del pasado y aquellas en las que se aventuran ellos. Es también más difícil insistir sobre la ruptura con el pasado que sobre la oposición a una situación nueva. Y tanto más difícil cuanto que prácticamente puede existir una cierta continuidad. De la misma manera que una nueva clase dirigente no se forma necesariamente en ruptura con la que le ha precedido, sino

que a menudo se asocia a ella, en el interior de una élite y con el objeto de no abrir la brecha por la que podrían entrar violentamente fuerzas de contestación social, también ocurre con frecuencia que los militantes de un movimiento social aportan su influencia, su voluntad de lucha y su formación ideológica al que le sucede. Esta continuidad es particularmente acusada en Francia. Se debe en parte a la escasa institucionalización de los conflictos de trabajo, al frecuente mantenimiento del autoritarismo patronal, pero, sobre todo, al papel del Estado, en un país en el que las grandes empresas capitalistas son relativamente débiles. El poder del Estado gaullista, su doble papel de catalizador de la fusión de las antiguas clases dirigentes y las nuevas y de mantenimiento de un tipo de organización social centralizado, jerarquizado, burocrático y en muchos aspectos preindustrial, implican que los conflictos sociales de todas clases tienden a mezclarse en un ataque común contra el régimen político. El slogan central de la huelga general del 13 de mayo de 1968 es bastante elocuente: «Dix ans, ça suffit». El paso de la rebelión estudiantil al movimiento obrero, iniciado por la oposición a la represión policíaca, quedó asegurado por la lucha contra el gaullismo. Esta conjunción es lo que ha dado al Movimiento de Mayo una importancia de la que en otros lugares carecen los levantamientos estudiantiles. Pero de este hecho histórico no hay que concluir que los nuevos movimientos sociales que surgen son la prolongación o un rejuvenecimiento del movimiento obrero, considerado según sus orientaciones propias y no según su respuesta al poder político. En el capítulo dedicado a la empresa he intentado definir la situación del sindicalismo. Diré inmediatamente que no se trata de recurrir a temas carentes de sentido como el fin de la clase obrera o el fin del sindicalismo. Pero no hay que contentarse con descartar con excesiva facilidad unos interrogantes serios. Nadie, supongo, ha defendido seriamente la idea de que entramos en una sociedad en la que a corto plazo los obreros se convertirán en una categoría carente de importancia. El crecimiento económico va ligado al desarrollo de la industria. La idea de una sociedad de consumo puro, en la que el sector secundario ocuparía un lugar muy reducido y en la que los problemas del trabajo casi ya no interesarían a unos asalariados que dedicarían la mayor parte de su

tiempo al ocio, pertenece a la sociología- ficción. Algunos buenos observadores han insistido, más 2. TOURAINE acertadamente, en el hecho de que un consumo acrecentado y más individualizado hace más pesadas todavía las servidumbres del trabajo. En determinadas zonas el sindicalismo ha retrocedido, pero cabe pensar que penetrará en todas partes en las actividades terciarias, como ya lo ha hecho en gran parte en Francia.

Los jefes de empresa no estarían tan preocupados por los problemas de los cuadros si no les inquietara ver introducirse la acción reivindicativa y la contestación social y política en este medio juzgado hasta hace poco como bastante conservador. No hay razón alguna para hablar de desaparición de la clase obrera o del sindicalismo. Creo, en todo caso, que existe un acuerdo entre todos los sociólogos respecto a puntos tan sencillos. Quienes dudan de ello tienen más deseos de polemizar que de examinar los textos. Pero dejado de lado todo malentendido, hay que volver al verdadero problema. Cuando se habla del papel de la clase obrera, no se alude al peso de una numerosa y subprivilegiada categoría socioprofesional en la vida social. El movimiento obrero no es una asociación de inquilinos o un grupo de defensa profesional. El interés que se concede a los problemas de la clase obrera y del movimiento obrero se debe a la evidencia del hecho de que, en una sociedad cuya célula central es la empresa capitalista, el movimiento obrero, movilizador de la lucha de clases o de la reivindicación, constituye el aspecto principal de los conflictos sociales. El movimiento obrero arremete contra el poder patronal; la clase obrera no es una categoría profesional, sino una fuerza de lucha social. No se trata de saber si desaparecen los obreros y el sindicalismo, sino de preguntar si el movimiento de la clase obrera se halla hoy, al igual que ayer, en el centro de la dinámica y, por consiguiente, de los combates de la sociedad. Esta cuestión clara merece una respuesta simple, incluso aunque en seguida haya que añadir matizaciones y explicaciones complementarias: la clase obrera ya no es, en la sociedad programada, un actor histórico privilegiado. Y no porque el movimiento obrero se haya debilitado o porque se someta a los cálculos de tal o cual partido político; menos aún porque sus pastores sean malos. Simplemente, porque el ejercicio del poder capitalista en el seno de la empresa ha dejado de ser el resorte principal del sistema económico y, por tanto, de los conflictos sociales. Cierto es, sin embargo, que en un país como Francia, donde la sociedad tecnocrática se constituye a partir de un régimen capitalista muy vivo, la lucha contra el poder patronal sigue siendo un elemento esencial de la crisis social. Pero lo que se ha dicho al principio sobre los determinantes del crecimiento y sobre la naturaleza del poder en la sociedad programada indica suficientemente que ni la empresa ni el sindicato son hoy los actores centrales de la lucha en torno al poder social. Su papel sigue siendo importante, pero se sitúa, como diremos más adelante, a mitad de camino entre los problemas del poder y los problemas de la organización de la producción; a un nivel intermedio que llamaremos institucional. El debate y la lucha versan más sobre unas decisiones que sobre el poder. La institucionalización de los conflictos puede producirse de manera más o menos lenta y más o menos incompleta. Pero constituye ya un hecho irreversible. Esto no significa en absoluto que nuestra sociedad avance hacia una paz industrial; más exacto sería decir lo contrario. Pero

se trata de unos conflictos que no ponen directamente en cuestión al poder social. Las luchas obreras no ponen en cuestión al poder en los Estados Unidos, ni en los países de socialdemocracia occidental, y tampoco en los países de tipo soviético. Solamente en países como Italia y Francia, donde la sociedad se caracteriza todavía por los desequilibrios de la industrialización y la resistencia de fuerzas sociales y culturales arcaicas, el movimiento obrero conserva, en el mundo industrial, una cierta orientación revolucionaria. Con todo, un examen más atento de los hechos muestra que también aquí el sindicalismo, en conjunto, dista mucho de constituir una fuerza revolucionaria ni tampoco un movimiento social activamente comprometido en una obra de lucha directa contra el poder. La fuerza de las reivindicaciones, el carácter conflictivo de las desigualdades sociales, y la frecuente negativa, por parte del Estado y la patronal, a las negociaciones verdaderas, dan prueba de la importancia y del vigor de la acción obrera. Pero éstas no son razones suficientes para reconocer a la clase obrera el papel de actor central en los nuevos movimientos sociales. Uno de los aspectos del Movimiento de Mayo más importantes para el futuro es que ha mostrado que no era en los grandes sectores, más organizados, de la clase obrera donde estaba más viva la sensibilidad para los temas nuevos de contestación. No fueron los ferroviarios, los portuarios ni los mineros quienes desbordaron mayormente los objetivos puramente reivindicativos. Fue en los sectores económicamente más avanzados, en los gabinetes de estudio, o entre los cuadros que ejercen funciones de calificación y no de autoridad, y, naturalmente, en la Universidad, donde aparecieron los movimientos más innovadores y más radicales. Es casi evidente que ningún movimiento social y político de grandes dimensiones podrá desarrollarse si no penetra más ampliamente en la clase obrera, que representa a la parte mayor de los trabajadores dependientes. Pero comprobar este hecho es algo demasiado trivial para que tenga interés, pues descuida por completo la idea que orienta nuestra reflexión: que el motor de los problemas, de los conflictos y, por tanto, de los actores que intervienen en la evolución histórica está en vías de cambiar. Las luchas de mañana no' serán la reanudación o la modernización de las luchas de ayer.

La prehistoria de una nueva sociedad Si esta idea y algunas de las observaciones precedentes se siguieran hasta el final, acaso se inclinaría uno a decir que las luchas propiamente sociales se hallan en vías de resultar constituidas por revoluciones culturales; y que, por tanto, los problemas y los conflictos sociales se sitúan hoy más en el terreno del consumo que en el de la producción. ¿No se ha dicho acaso que en mayo se había tomado la palabra como dos siglos antes se había tomado la Bastilla o Versalles, símbolos del régimen monárquico, y como se quería hace poco tomar las empresas? Me parece, sin embargo, que semejantes conclusiones no están de acuerdo con la línea que ha seguido nuestro análisis hasta aquí. Los nuevos conflictos sociales no se sitúan fuera del sistema de producción, sino en el centro de éste. Se extienden a nuevos terrenos de la vida social, pero

solamente porque la información, la educación o el consumo están vinculados más estrechamente que antes al terreno de la producción. Por tanto, es preciso evitar a toda costa que las luchas sociales se disocien del poder económico y político. Si lo más frecuente es que los movimientos sociales actuales ataquen la cultura, ello se debe menos a que se alejen de los problemas económicos que al hecho de que se hallan todavía en sus comienzos, y a que se oponen globalmente a un conjunto social y cultural, ya que no pueden aventurarse directamente en un ataque contra las nuevas fuerzas dirigentes. Ello se debe, ante todo, a que en la actual fase de formación de la sociedad programada, y sobre todo en los países en los que la nueva clase dirigente todavía no está bien separada de la burguesía capitalista, el movimiento social choca con una sociedad que se identifica con su crecimiento y con su enriquecimiento. Resulta inevitable que a la utopía de la clase dirigente, que se identifica con el progreso, responda una contrautopía que rechace en bloque la sociedad de consumo o las coerciones organizativas de la producción, así como el poder de las fuerzas dirigentes económicas y políticas, antiguas y nuevas. La contestación cultural no es más que la vanguardia de los conflictos sociales. Y se exacerba más cuanta menos fuerza propiamente política —es decir, cuanta menos capacidad de controlar la evolución política— tiene el movimiento que la lleva a cabo. Hasta ahora hay una gran distancia entre la oposición «extraparlamentaria» y las fuerzas que se sitúan en el interior del sistema institucional. Acaso esta distancia sea menor en Italia que en cualquier parte, pero no parece mucho más reducida en Francia que en Alemania, en Polonia, en Checoslovaquia o en el Japón. Los esfuerzos de organización política de la contestación todavía no han conseguido en ninguna parte un éxito importante. Por tanto, hay que guardar cierta distancia respecto de las manifestaciones de los nuevos movimientos sociales, incluso cuando tienen la importancia del Movimiento de Mayo en Francia. En este libro, mi objetivo no consiste en analizar este movimiento, y menos aún predecir que se desarrollará progresivamente hasta convertirse en un movimiento político poderoso. Por el contrario, me inclino a creer que la historia de un movimiento social está compuesta de discontinuidades en las formas de acción y de organización. Los levantamientos populares, las utopías socialistas y las presiones sindicales entremezclaron su acción al comienzo del movimiento obrero, sin que sea

posible reconstruir una línea general de evolución, llegando hasta la explosión revolucionaria o hasta la institucionalización de los conflictos. La vida política no se reduce al enfrentamiento de los izquierdistas y el sistema social. No existe, pues, razón alguna para pensar que los primeros levantamientos nos dan de buenas a primeras la imagen preformada de un movimiento social que sólo tiene que perseverar en su ser. El análisis histórico tiene que servir constantemente de protección contra la tentación que induce al sociólogo a reducir el acontecimiento al sistema. Por ello, resulta conveniente examinar, más allá del acontecimiento, pero iluminados por él, los caracteres generales de la nueva situación social a cuyo surgimiento contribuye éste, pero cuyas manifestaciones no pueden ser reducidas a una serie de jornadas revolucionarias. La sociología, a examen El análisis de una sociedad nueva supone una renovación del análisis mismo. En el presente caso, la renovación ha de ser doble. a) Por una parte, un análisis de la evolución social y de los movimientos sociales puede y debe ser directamente sociológico. En el momento de la industrialización capitalista, es decir, de un proceso de transformación económica excepcionalmente falto de control social, en cuyo centro actúan los capitalistas -—no en un vacío político, pero sin control político;—, el análisis, necesariamente, estalla en dos ramas. Por una parte, el conocimiento de los mecanismos económicos del capitalismo; por otra, el del «sentido de la historia». Dado que la sociedad está dominada por la economía en vez de gobernarla, no es posible análisis sociológico alguno; éste es sustituido por el vacío que separa a la ciencia económica de las imágenes y de las construcciones de un pensamiento social que formula en ideas la necesidad de recuperar, más allá de los desgarramientos, de la acumulación y de la proletarización, la unidad de una sociedad racional y comunitaria a la vez. La sociología no nació directamente de lo que se llama, con razón o sin ella, la revolución industrial; es coetánea de la reaparición, a finales del siglo XIX, de un cierto control social y político de las condiciones y de las consecuencias

sociales del desarrollo capitalista. Durkheim es su mejor protagonista, al esforzarse en definir las formas de una nueva solidaridad social más allá del estallido capitalista. Pero este análisis sociológico es limitado porque todavía define la sociedad en unos términos que siguen siendo extraños a la acción de las transformaciones económicas. En la medida en que la actividad económica pasa a ser el resultado de las políticas más que de los mecanismos económicos, se constituye el objeto de la sociología y deja de existir la oposición entre el estudio del desarrollo económico y el del orden social. Y todo ello no se produce sin dificultades, sin choques entre escuelas que no siempre son inútiles. Hoy, cuando las técnicas de análisis económico formalizan el estudio de las decisiones y de las estrategias, así como la coherencia de los elementos de la evolución económica, el estudio macroeconómico puede aislarse cada vez menos del análisis sociológico, el cual, por su parte, ya no puede encerrarse en el mundo falsamente integrado de las instituciones y de la socialización de los actores a las normas del orden social. El corte entre las estructuras económicas y las conductas sociales es sustituido por el estudio unificador de la acción histórica, de la acción ejercida por la sociedad sobre su propio cambio, a través de la aparición de modelos culturales, de los conflictos de clases, de los debates y las negociaciones en torno al poder, de los modos de organización y de las fuerzas de cambio. h) Por otra parte, esta transformación de su objeto y de su razón de ser impone a la sociología la renuncia a una imagen caduca de la sociedad. La sociología, aún con excesiva frecuencia, considera a la sociedad como un personaje, como un sujeto que sustituye al sujeto humano de la tradición filosófica. Las necesidades fundamentales de la sociedad no son más que una nueva transformación de la naturaleza humana y de la mente. Se sigue repitiendo que los comportamientos sociales son interacciones regladas en las colectividades por unas normas que transcriben valores culturales a través de las instituciones. La sociedad aparece, pues, como fundamentada en su espíritu; es una consciencia que rige sus actos, que dirige sus relaciones con su entorno y garantiza su orden y su equilibrio internos. Los comportamientos sociales manifiestan a la vez las tensiones propias de toda organización diferenciada y

jerarquizada y el dominio de los valores y de las normas. Cualquier elemento de la vida social puede ser juzgado por su funcionalidad, es decir, por su contribución a la integración y a la supervivencia del conjunto. Esta sociología clásica se ve hoy justamente combatida. Siempre ha tenido adversarios, pero éstos a menudo volvían a caer en una ideología del progreso, del movimiento y del conflicto, sin aportar ninguna contribución positiva al análisis sociológico. Como suele ocurrir, las críticas más decisivas han procedido en realidad del punto cardinal contrario. Ha sido el estudio atento de las organizaciones y de los sistemas de decisiones políticas lo que ha hecho estallar la sociología del orden social. Volviendo del revés la perspectiva clásica, ese estudio ha mostrado que las reglas y las normas frecuentemente no eran más que acuerdos inestables y limitados, resultado de negociaciones —'formales o no— entre intereses sociales con estrategias a la vez opuestas y combinables. Quien posea el más pequeño conocimiento de los trabajos sociológicos no puede poner en duda la importancia y la eficacia del giro que sustituye una sociología de los principios por una sociología de las decisiones y de las políticas. Hoy es preciso definirse respecto de esta sociología nueva y no ya por relación al antiguo funcionalismo. Se la puede llamar neoliberal, pues analiza los comportamientos como búsquedas racionales de ventajas, que se combinan, mediante mecanismos de influencia y de negociación, y que se orientan apuntando no ya a unos valores, sino a unos objetivos impuestos por la transformación del entorno y por la competencia. Esta sociología representa en la sociedad nueva un papel tan importante como la economía clásica en el momento de la industrialización capitalista. Y corresponde a la práctica y a la ideología de las nuevas clases dirigentes. Efectivamente: esta sociología afirma lógicamente que la adaptación calculada al cambio, así como la capacidad de iniciativas estratégicas, están más desarrolladas cuanto más se eleva uno hacia la esfera de los dirigentes. Los ejecutivos, por su parte, se ven reducidos a una gran rigidez, porque están «embarcados en el mismo barco». Ciertamente, hay que esforzarse por acrecentar su libertad de maniobra así como la evolución de las formas de trabajo y de organización y ayuda social, pero esta libertad será siempre

limitada: y la sociedad es dirigida más eficazmente por quienes son más liberales, es decir, por aquellos cuya estrategia está más diversificada. Éstos son los dirigentes, los tecnócratas, que tratan de sacar el mejor partido posible de una situación dada, que no se preocupan de imponer un orden moral y político, fuente de rigideces, de resistencias al cambio y de burocratización, pero que son los más eficaces y garantizan, por tanto, un progreso económico cuyo principal fruto es una descentralización de las decisiones y de las tensiones, fuente de adaptación caso por caso. En esta visión sociológica todo ocurre como si los problemas del poder y de las luchas sociales pertenecieran al pasado. No hablemos más de poder: hablemos de influencia. No hablemos más de conflictos de clases: hablemos de tensiones múltiples, que ya no se trata de eliminar sino de dirigir dentro de los límites en que son negociables. No es recurrir a las protestas sociales y a las construcciones intelectuales de principios del siglo XIX oponer a este pragmatismo racionalista la existencia de los movimientos sociales y de las luchas en torno al poder. Es simplemente recordar que la dirección del crecimiento económico jamás ha estado a cargo de jugadores de ajedrez, sino de actores sociales particulares, que refuerzan los intereses y el poder no ya de una familia o de un capitalista privado, sino de un aparato; que imponen, mediante todos los instrumentos de control social que tienen a su alcance, la participación dependiente de los miembros de la sociedad: no solamente el objetivo general del crecimiento, sino un desarrollo dirigido por los aparatos y por las exigencias de su fuerza y de su poder. El desarrollo no aparece entonces como un conjunto de decisiones racionales y de arbitrajes, sino como lo que está en juego en las luchas sociales, dominadas por la oposición de la innovación tecnocrática y de la contestación basada a la vez en la crítica de los aparatos y en la defensa de la creatividad personal y colectiva, creatividad que no se reduce a su eficacia económica. La principal diferencia entre la sociedad programada y la sociedad de industrialización capitalista es que el conflicto social ya no se define en el interior de un mecanismo económico fundamental, y que el conjunto de las actividades sociales y culturales se halla comprometido más o menos directamente —y nunca de una manera simple— en este conflicto.

La sociología de hoy está dominada por el enfrentamiento intelectual de una sociología de la decisión y una sociología de la contestación. Ninguna de estas dos orientaciones debe negar a la otra, pues entonces correrían el peligro de encerrarse en la buena conciencia y en la reiteración de la ideología. Deben luchar por la explicación de los hechos. Su principal terreno de lucha es necesariamente la psicología política, pues esta palabra es, en sí misma, portadora de ambigüedad: significa a la vez poder y decisión, luchas sociales y organizaciones. Dado que el análisis económico es ante todo el estudio de las políticas económicas, el objeto central de la sociología es el estudio de las políticas, es decir, de los movimientos sociales y, simultáneamente, de las negociaciones sociales de las que surge una cierta institucionalización de los conflictos. Durante algún tiempo, la sociología ha estado tentada de reducirse a la observación de las opiniones, como si la actividad social no fuera más que un conjunto de opciones cuyos términos se proponen de manera totalmente determinada de antemano. La actividad política, en este caso, ya no se distingue del consumo político: ¿qué partido, qué hombre político se quiere comprar? ¿Está más o menos satisfecho de la obra del gobierno? Nadie negará que sea útil tomar nota de estas opciones. Pero, limitándose a esto, ¿no se descuida acaso el objeto propio de la sociología, la formación de la acción colectiva, por la que el consumidor se convierte en productor, en actor de su sociedad y de su cultura? El estudio de las organizaciones y de los sistemas de decisión ha superado ya muy eficazmente esta especie de contabilidad. Pero solamente la intervención activa de los movimientos sociales y la reaparición de los grandes debates políticos pueden imponer a la sociología el retorno a sus principales objetos de estudio: la producción de la historia, la influencia del poder, las contradicciones de la participación dependiente y la invención del porvenir. Los ensayos que componen este libro deben ser leídos como un conjunto de aportaciones al estudio de lo que está en juego en cada caso, de los conflictos y de los movimientos por los cuales el crecimiento económico se transforma en un tipo de desarrollo social, y a través de los cuales prosigue el enfrentamiento de la participación dependiente y de la contestación creadora. Marzo de 1969.

NOTA

En lo esencial, los textos que componen este libro pueden considerarse originales. Algunos lo son enteramente. Otros se basan en artículos publicados ya, pero que han sido transformados tan profundamente que incluso ha parecido necesario cambiar su título. Quisiera, sin embargo, citar el origen de los artículos que han servido de punto de partida a varios capítulos de este libro y dar las gracias a los editores y a los directores de revistas o de recopilaciones de textos que me han permitido utilizarlos.

La presentación, La sociedad programada y su sociología, es inédita. El Capítulo I es una versión nueva del artículo «Anciennes et nouvelles classes sociales», aparecido en la compilación Perspectives de la sociologie contemporaine, publicada en homenaje a G. Gurvitch bajo la dirección de Georges Balandier, París, P.U.F., 1968. Este texto fue escrito en 1965. El Capítulo II se compone de dos partes. La primera es inédita. La segunda, relativa al análisis internacional de los movimientos estudiantiles, ha sido publicada en Information sur les sciences sociales, París, Conseil International des Sciences Sociales, en abril de 1969. Este texto fue escrito en diciembre de 1968. El Capítulo III es una versión profundamente modificada del artículo «L'entreprise: rationalisation et politique», publicado en un número especial de Économie appliquée, dirigido por François Perroux y François Bloch- Lainé, París, P.U.F., oct.-dic. de 1965. El Capítulo IV tiene como punto de partida el artículo «Loisirs, travail, société», aparecido en el número especial de Esprit dedicado al tiempo libre, en 1959. El epílogo es inédito. Deseo, por último, expresar mi agradecimiento a Françoise Quarré, que ha releído estos textos y me ha sugerido correcciones útiles, y a Yvette Duflo, Colette Didier y Fanny Penzak, que han tenido a su cargo la preparación material de este libro.

1 ANTIGUAS Y NUEVAS CLASES SOCIALES Ante nuestros ojos se forma un nuevo tipo de sociedad: sociedad programada si se pretende definirla por sus medios de acción, o sociedad tecnocrática si se le da el nombre del poder que la domina. La noción de clase social, en el análisis y en la práctica sociales, ha estado vinculada demasiado profundamente a las sociedades de industrialización capitalista para que no se ponga en cuestión profundamente de nuevo a partir del momento en que se considera una sociedad en la cual la creación del conocimiento, el poder de los aparatos de producción, de distribución y de información, y la vinculación de las decisiones políticas y las decisiones económicas determinan una organización económica y social profundamente diferente de la del siglo XIX. ¿Hay que renunciar a conceder al conflicto de clases un lugar central en el análisis sociológico? Muchos son los que han estado tentados de responder afirmativamente, por el simple hecho de que los instrumentos de análisis heredados del período anterior pierden, manifiestamente, valor explicativo. Nuestra intención es seguir un camino inverso: afirmar la fundamental importancia de las situaciones, los conflictos y los movimientos de clases en la sociedad programada; pero no es posible realizarla más que separándonos tan completamente como sea posible de imágenes y nociones históricamente periclitadas, y aventurándonos en una renovación profunda del análisis. Sin duda cabe tratar de adaptar las nociones viejas a nuevas situaciones, pero este ejercicio resulta muy pobre, pues no da cuenta de la práctica social. Si se pretende conservar el empleo del concepto de clase social, pese a derivarse de una experiencia y de una interpretación histórica particulares, no hay que empezar por proponer una definición, sino por criticar y analizar el tema de las clases sociales y de la sociedad de clases, tal como ha llegado hasta nosotros, sobre todo en Europa. Hay que partir, no de una proposición nueva, sino del examen de un modo concreto de representación de la organización social.

I. La imagen histórica de la sociedad de clases El siglo XIX nos ha legado una imagen histórica particular a la que muchos han llamado sociedad de clases; pero la claridad, al menos aparente, de esta situación ha hecho difícil —casi imposible— aislar la acción propia de un elemento particular de la estructura social. Intentemos, pues, ante todo, aislar los componentes cuya combinación ha dado nacimiento a la imagen global de la sociedad de clases. 1. Existen ambientes sociales, distantes cultural y socialmente los unos de los otros. Esta distancia está ligada a la lentitud de la transformación de los legados sociales. De generación en generación se transmite una cultura particular en el interior de unas unidades colectivas en las cuales las relaciones institucionales no son separables de las relaciones personales.

Esta situación no está directamente vinculada a relaciones de clases. Éstas constituyen un principio de organización social que es a la vez abstracto y general, puesto que define a los actores solamente por su función económica y al nivel de la sociedad como un todo. Los legados culturales, por el contrario, son concretos y particulares; son sistemas de orden que definen y reglamentan el conjunto de las relaciones sociales en el interior de una unidad, cuyos límites son los del parentesco, el territorio y el oficio tradicional; esto es: situaciones «transmitidas» más que «adquiridas», Incluso las clases dominantes tradicionales se definen, desde este punto de vista, ante todo por su propio legado, más que por su función o por su poder de dominación. El papel de lo heredado es tanto más considerable cuanto que la sociedad en vías de industrialización se halla más estrechamente ligada a una sociedad pre-industrial, rural. Como han señalado todos los observadores de las sociedades occidentales, de Tocqueville a Lipset, la resistencia de la sociedad tradicional refuerza la consciencia de las distancias, de las barreras, de los símbolos de jerarquía social. En Francia, se prefiere hablar de burguesía que de empresarios, para subrayar la viva vinculación existente entre los capitalistas y las clases dominantes pre-industriales, el constante deseo de la riqueza adquirida de transformarse en riqueza transmitida, el de convertirse en renta del beneficio industrial. La imagen del rico ocioso, que vive de las rentas de sus propiedades, que juega a hacer de noble, sigue estando viva en este país; y también su contrapartida: la imagen del especulador, que acumula el dinero para sí mismo, al margen de cualquier función social definida institucionalmente. La literatura francesa del siglo XIX se refiere al financiero especulador y al propietario, pero ignora casi por completo al jefe de empresa. 2. Las tensiones sociales de la acumulación, si no han sido más fuertes, al menos han estado más débilmente institucionalizadas en Europa occidental que en las demás partes del mundo, llegadas más tardíamente a la industrialización. De ahí la importancia, en esta región, de los temas proletarios. Las migraciones masivas en el interior de una sociedad tradicional han implicado la superposición de los procesos de desorganización y de reorganización sociales. Resulta característico que cuando se habla de la formación de la gran industria mecanizada se piense sobre todo en los obreros de las diferentes profesiones y en los artesanos, cuyos oficios ha destruido la producción en grandes series, más que en los trabajadores urbanos y rurales no cualificados, para quienes el trabajo con la máquina ha representado una «especialización».

Los mismos comienzos de la industrialización han sido presentados, en Inglaterra o en Francia, como un período de miseria y de crisis social, lo cual es discutible económicamente, pues, en conjunto, no se produjo durante este período un descenso del nivel de vida popular, pero es exacto sociológicamente, pues el desarraigo cultural y la sumisión directa a las presiones de la concurrencia y del autoritarismo patronal no fueron compensados por casi ninguna intervención política. La clase obrera europea ha estado privada durante mucho tiempo de derechos políticos y de derechos sociales; sus organizaciones sindicales sólo pudieron formarse muy lentamente, a costa del sacrificio de numerosos militantes y superando las más brutales formas de represión. La falta de un control político de la industrialización ha implicado la superposición, justamente señalada por Dahrendorf, del conflicto industrial y del conflicto político. Esta política liberal y esta situación proletaria han sido lo que ha dado su fuerza explosiva al movimiento obrero, colocado en una sociedad sometida, en lo esencial, a las exigencias de la acumulación capitalista. La industrialización europea fue, en este sentido, excepcional. En ninguna otra parte las transformaciones económicas fueron acompañadas de un control social tan débil, de una tal falta de influencia política de los trabajadores urbanos e industriales. Los obreros ingleses esperaron durante un siglo —hasta las reformas electorales de 1884-85— el acceso al derecho al voto de la mayoría de ellos. Paralelamente, el desfase entre los comienzos de la producción de masa y los del consumo de masa ha sido en Europa el más considerable. Este largo vacío de participación popular en la dirección y en los resultados del crecimiento económico es uno de los rasgos del siglo XIX europeo. 3. Pero la industrialización no solamente ha estado dominada por el legado del pasado y por las presiones del presente. Fue también, como lo es hoy, un proyecto de futuro, un modelo de sociedad. Solamente la falta de un control social diversificado ha hecho que este proyecto se expresara en formas globales y en el marco de grupos de intereses en conflicto. El mundo de la empresa y el mundo del trabajo se han opuesto entre sí, apuntando cada uno de ellos a una reorganización de conjunto de la sociedad. Una investigación extensiva sobre la clase obrera francesa ha permitido oponer la consciencia de clase, así formada, a la consciencia proletaria. Ésta es, en primer lugar, sentimiento de exclusión y de explotación; aquélla, por el

contrario, es defensa de intereses de clase y apunta a la sociedad industrial a la vez; llamamiento a la racionalidad y al progreso contra la irracionalidad y las contradicciones del sistema capitalista. De la misma manera, probablemente cabría oponer la voluntad de enriquecimiento del patronato especulador a la consciencia de clase del empresario liberal, que se refiere, tan de buena fe como los militantes o los doctrinarios obreros, a la imagen de una sociedad de la abundancia en la que quedarían eliminadas la miseria y la injusticia. Si se habla aquí de consciencia de clase es para subrayar que el conflicto de los modelos de desarrollo no es por sí mismo más moderado o más reformista que la tensión entre los capitalistas y los proletarios o la oposición de las clases y de los ambientes en una sociedad tradicional. Por otra parte, este tipo de conflicto es lo que mejor da nacimiento a movimientos sociales de larga duración, organizados, orientados por un programa de transformación social, y capaces también de encontrar alianzas en otros sectores profesionales de la sociedad. No es cometer un error grave identificar, por el lado obrero, este tipo de movimiento social con el socialismo, tomado en todas sus formas doctrinales y prácticas, modelo general de organización y de transformación de la sociedad. Los tres elementos que se acaban de distinguir no solamente han estado superpuestos: también se han combinado para dar nacimiento a la imagen histórica de la sociedad de clases. Ésta, efectivamente, representa la sociedad como la oposición de dos clases fundamentales, de intereses contradictorios, comprometidas en un juego de todo o nada en torno al poder y la riqueza: uno de los adversarios sólo puede acrecentar lo que posee a expensas de lo que posee el otro. Por tanto, ninguno de los tres elementos que componen la imagen de la sociedad de clases basta por sí solo para dar cuenta de esta concepción general del conflicto social. Se ha dicho ya que la distancia que media entre los legados culturales conduce a una visión pluralista de la sociedad, y no a una visión dualista. Cada grupo tiende a definirse por su particularidad cultural y profesional. Las diferencias regionales, religiosas o profesionales han sido durante mucho tiempo una de las causas de fragmentación del mundo campesino, al igual que del mundo obrero o incluso de la categoría de los industriales. Esta última, con frecuencia, es más sensible a las constricciones de la familia o del grupo financiero que a las de la clase económicamente dominante. De la misma manera, una visión conflictiva de los modelos sociales de

desarrollo, aunque tiende a privilegiar unas coaliciones tanto más capaces de influir sobre el sistema de decisión política cuanto más amplias son, no implica en modo alguno la idea de una ruptura entre dos bloques hostiles y extraños el uno para el otro. Define a los actores por referencia al desarrollo; por tanto, admite por principio que su naturaleza sea cambiante, que los elementos motores de cada coalición sean sustituidos constantemente por otros, y que los trabajadores puedan aventurarse sólo parcialmente en una acción socio-política. El conflicto de los modelos sociales de desarrollo opone entre sí a fuerzas y políticas sociales más que a grupos o seres sociales. La idea de clases definidas como seres históricos completos y opuestos proviene, pues, de la combinación entre el modelo «tradicional» de las clases, como entidades culturales, y el modelo «industrial» de los conflictos entre grupos de intereses; de la combinación entre una concepción «concreta» de las clases y una concepción «abstracta» de los conflictos de clases, que sólo se realiza en la situación de acumulación liberal y de maximalización de las tensiones entre capitalistas y proletarios. Pero esta tensión, considerada aisladamente, tampoco podría explicar la imagen clásica de la sociedad de clases. Conduce, por el contrario, al fraccionamiento de las fuerzas existentes, a una situación de crisis en la que los capitalistas se oponen entre sí por la concurrencia, mientras que los trabajadores, arrancados de su medio de origen, expuestos a la inseguridad y a la miseria, no pueden hacer otra cosa que someterse, salir de apuros individualmente o rebelarse en pequeños grupos y en breves oleadas de violencia. La fuerza de los legados culturales, por una parte, y la de los proyectos de acción transformadora de la sociedad, por otra, es lo que organiza la acción de las clases sociales. Más sencillamente, el tema sociológico de las clases sociales no tiene sentido o interés alguno más que si existe un cierto grado de consciencia de clase. Ahora bien: la explotación proletaria puede definir una situación de clase, pero es incapaz de explicar la formación de una consciencia y de una acción de clase, puesto que toda acción social supone el señalamiento de objetivos, y, por tanto, la definición de un cierto marco social de la acción colectiva. Volvemos a encontrar aquí, en términos generales, la conclusión principal de nuestra investigación sobre la consciencia obrera. La identificación de la sociedad con el conflicto de clases supone la combinación de tres elementos: un principio interno, profesional y comunitario, de defensa de sí; la consciencia de las contradicciones entre unos intereses económicos y sociales opuestos; y la referencia a los intereses generales de una sociedad industrial.

Lo importante es subrayar que se trata de una combinación inestable entre elementos que no son sociológicamente contemporáneos. Se ha producido solamente una vez en la historia de la industrialización: en el curso de la primera oleada del desarrollo industrial, la de Europa occidental; y, en este marco limitado, ha sido siempre muy parcial, como muestra la falta de unidad del movimiento obrero, que jamás ha conseguido unificar a una clase obrera en una acción de orientación revolucionaria. II. Descomposición de esta imagen Lo que hay que examinar ahora es la destrucción de esta imagen histórica «clásica» de la sociedad de clases y lo que ocurre con cada uno de los elementos que la componían cuando pasan a ser independientes o autónomos los unos por relación a los otros. 1. Los géneros de vida son sustituidos por niveles de vida en la sociedad de masas. Esta afirmación clásica merece, probablemente, ser matizada: sin embargo, revela muy claramente la desaparición de los antiguos fundamentos culturales de las clases sociales. Aquí lo que desempeña el papel principal es la evolución urbana más que la transformación del trabajo; desgraciadamente, los ambientes residenciales nos son mucho menos conocidos que los ambientes profesionales, a pesar de la importancia de trabajos como los que anima P.-H. Chombart de Lauwe. De una investigación realizada en tres H.L.M." de la región parisiense parecen desprenderse unas conclusiones que, pese a ser limitadas, señalan bastante bien dos modos de superación del antiguo espíritu comunitario o de barrio. Por una parte, los individuos en vías de ascenso profesional o social, en particular si son obreros, desean un hábitat socialmente homogéneo, y por tanto estratificado; lo que se puede denominar un tipo «americano» de hábitat: residencia familiar de tipo pabellón, relaciones de vecindad activas, acusada consciencia de estratificación ecológica. Por otra, los individuos en situación de estancamiento, salvo las familias más desfavorecidas, y particularmente entre los empleados de nivel relativamente elevado, aceptan mucho más fácilmente una residencia colectiva, socialmente poco diferenciada, pero desean reducir sus relaciones de vecindad y más en general su sociabilidad. La masificación del hábitat implica la disminución de las relaciones sociales. En los conjuntos de viviendas estudiados no hemos encontrado casi ninguna

huella de un modelo «popular» tradicional, caracterizado a la vez por una acusada heterogeneidad social y una acusada sociabilidad. Una investigación americana, la de M. Berger, permite pensar que solamente en las ciudades obreras, aisladas y homogéneas, se mantienen a la vez un fuerte valor de las relaciones de vecindad y una clara consciencia de pertenencia a un medio obrero. Pero la importancia relativa de este tipo de hábitat parece en franca disminución, dado el desarrollo de las grandes aglomeraciones y la multiplicación de los medios de transporte. Andrieux y Lignon han mostrado que la consciencia de ser obrero era cada vez menos viva fuera de la fábrica, en los diversos ambientes de consumo, mientras que seguía siendo fuerte en la empresa. Incluso si no se aceptan las conclusiones de K. Bednarik, que más que analizar interpretan los resultados de la investigación, no es posible rechazar los numerosos estudios que demuestran que los obreros jóvenes tienen mucha menos consciencia que sus mayores de pertenecer a un medio social particular, sobre todo cuando habitan en las grandes ciudades. Mucho más evidente todavía es la decadencia de los géneros de vida campesinos, y la reducción de las distancias culturales entre la ciudad y el campo. Los empleados son, en cambio, la categoría social cuyo estudio parece a primera vista mostrar el mantenimiento de géneros de vida de clase. No se trata de que constituyan un medio social y cultural homogéneo; todo lo contrario. Pero parecen vivir, particularmente si se siguen los análisis de M. Crozier,' en la ambigüedad, alineándose los unos en un medio obrero o en una forma nueva de medio popular, e identificándose los otros con la burguesía. Pero estos mismos términos han sido heredados del pasado y describen mal la situación social de los empleados, de los que todos los observadores están de acuerdo en reconocer que son los más sensibles a la preocupación del nivel social. Esta preocupación no excluye en absoluto la imagen de medios cualitativamente diferentes, pero la subordina claramente a los temas unidos de la estratificación y de la cultura de masa, es decir, de la participación jerarquizada, y, progresando en oleadas, al consumo de masa. Inútil insistir demasiado en hechos bien conocidos. La idea más nueva, y que señala claramente la importancia de los cambios producidos desde el comienzo del siglo, es que el «pauperismo» ya no azota a una determinada clase social, sino a categorías particulares: trabajadores de los antiguos centros industriales en decadencia, personas ancianas, disminuidos físicos o mentales, amas de casa no cualificadas, minorías étnicas o trabajadores extranjeros temporeros. El tema de la «pobreza» recubre un vasto conjunto de problemas sociales: no se llama

ya, como en el siglo XIX, «la cuestión obrera». En estas condiciones, la defensa de la clase obrera ya no puede ser, ni es, la de los «pobres». De la misma manera, la burguesía se define cada vez menos por su propio legado, y si los signos externos de riqueza de gran número de personas son tan visibles como en otro tiempo, los símbolos de pertenencia a una clase social superior son cada vez inferiores en número y menos claros. Esta decadencia de los medios y de los géneros de vida tradicionales es solamente un aspecto de una transformación social más general: la formación de una civilización industrial, cada uno de cuyos elementos se define no ya por su pasado o por su esencia propia, sino por su lugar en un sistema de cambio. La naturaleza social es sustituida por la acción social. 2. En este sentido, desde los comienzos de la industrialización, la noción de clase social ha perdido constantemente importancia en beneficio del concepto de relaciones de clases, considerado como un elemento central de la dinámica económica. Pero en el curso de la industrialización liberal de Occidente, la descomposición de las comunidades tradicionales no ha dado nacimiento directamente a grupos de intereses. Ha conducido primero a la formación de una masa falta de todo particularismo, pero privada también casi totalmente de medios institucionales de intervención en el proceso de desarrollo, y definida, consiguientemente, por sus privaciones, por la explotación de que era víctima, y no por sus orientaciones de acción, elaboradas para ella o fuera de ella por dirigentes políticos, los cuales no siempre han sido revolucionarios. Si, en un primer momento, lo que llama la atención es la disolución de las antiguas comunidades, hoy la evolución más visible es la superación de esta condición proletaria. La acción sindical y la intervención política han contribuido igualmente a la institucionalización del conflicto industrial. Se puede y se debe señalar los límites que esa institucionalización tiene todavía, en particular en países como Francia e Italia, donde no siempre es legal la existencia de secciones sindicales de empresa. A pesar de todo, estas reservas no pueden inducirnos a negar la capital importancia de los éxitos obtenidos. Sin volver sobre los aspectos más conocidos del desarrollo de las negociaciones colectivas y de la protección legal de los asalariados, parece indispensable insistir sobre una importante consecuencia de esta evolución. En el lenguaje sociológico se revela claramente por la creciente importancia del concepto de organización. Aplicado primero al terreno técnico, y sobre todo al nivel del puesto de trabajo; extendido a

continuación a la administración y luego a la gestión de las empresas e incluso del sistema económico nacional o regional, el concepto ha adquirido un sentido cada vez más social, indicador de la autonomía de un nivel de la producción intermediario entre la ejecución técnica y el sistema de decisión. Un número creciente de problemas ha aparecido como ligado a la existencia y al funcionamiento de las empresas, sobre todo de las mayores, consideradas como redes de medios técnicos y sociales puestos en funcionamiento para conseguir una producción eficiente. La concentración del poder económico ha extendido considerablemente la autonomía de los problemas propios de las organizaciones. Si se habla tanto de burocracia es porque los centros de decisión están cada vez más alejados de los órganos de ejecución. El ingeniero o el obrero, situados en una empresa o en un grupo que reúne a varias decenas o a varios centenares de miles de trabajadores; el militar de un ejército moderno; el funcionario de una administración nacional o internacional, son cada vez más sensibles a su lugar en una red de comunicaciones, a su capacidad para influir sobre decisiones que les atañen particularmente, incluso —y tal vez sobre todo-— si estas decisiones no afectan al sistema «político» de la organización. Los sindicatos o los órganos de participación de los asalariados en la gestión de su empresa tratan con un número creciente de problemas relativos a la definición de las cualificaciones, a los sistemas de remuneración, a la organización de las carreras, a la distribución de las facilidades sociales, a la mejora de las condiciones de trabajo, a la reglamentación del empleo, etc. Cada uno de estos problemas puede dar nacimiento a conflictos industriales y exige, por tanto, procedimientos de reivindicación, de negociación y de mediación, los cuales han creído algunos que conducían a la creación de una democracia industrial, aunque la práctica histórica indica claramente que se desarrollan sin volver a poner en cuestión los fundamentos del poder económico y político en la empresa y en la sociedad. La autonomía de los problemas internos de las organizaciones conduce a separar en gran medida los conflictos del trabajo de los movimientos sociales con finalidades políticas. El sindicalismo es, en su propia práctica, cada vez más autónomo por relación al movimiento obrero. Sería equivocado pensar que esta autonomía de los problemas sociales de las organizaciones significa que en éstas se instaura la «paz industrial», fruto de la mejora de las relaciones humanas y de los procedimientos de consulta y negociación. Por el contrario, estas grandes organizaciones están necesariamente muy jerarquizadas, y, al mismo tiempo,

según la penetrante observación de M. Crozier,* los miembros de conjuntos tan amplios se definen en ellos cada vez menos por una situación simple y por unos intereses coherentes. La no concordancia de los estatutos particulares es una característica constante de las grandes organizaciones, al igual que la multiplicación de los canales de influencia. No hay que infravalorar la importancia de ninguna de estas dos características principales de las grandes organizaciones: su jerarquización y su complejidad; lo que la literatura clásica sobre la organización del trabajo denomina, con una expresión muy clara, el sistema line and staff, jerárquico y funcional a la vez. De aquí que los asalariados de una empresa puedan tener a la vez una consciencia muy clara del sistema de autoridad en que se encuentran y presenten una versión muy diversificada —por funciones*— de su empresa. Algunos autores, como A. Willener, han pretendido ver en ello la yuxtaposición de una visión «funcional» y de una visión «de clase» de la sociedad. Esta conclusión parece excesiva. El reconocimiento de la distancia jerárquica e incluso de la oposición entre «los de arriba» y «los de abajo» no implica realmente la idea de conflicto de clases. El excelente estudio de Popitz y sus colaboradores, en Alemania, ha mostrado que, pese a ser muy general la consciencia de los conflictos de autoridad entre los obreros siderúrgicos estudiados, eran muy pocos los que concebían la sociedad como dominada por el conflicto de clases. De la misma manera que es posible oponer los ricos a los pobres o los poderosos a los miserables sin indicar con ello una representación de la sociedad en términos de clases —pues estas oposiciones pueden ser una consciencia de nivel, o la presentación social de una imagen no social del mundo, que procede por parejas de oposición en cualquier orden—, tampoco hay que ver en el reconocimiento de las jerarquías de autoridad el signo de una percepción de las oposiciones de clases. Oponer a jefes y subordinados es reconocer la propia condición de miembro de una organización, de una agrupación particular; no es necesariamente presentar un análisis de la sociedad. O. Benoit y M. Maurice han mostrado que los técnicos, en una gran empresa moderna, eran más sensibles que los obreros a los problemas relacionados con la jerarquía y con la carrera, pero recurrían más infrecuentemente que ellos a un análisis en términos de clases de la empresa y de su dirección. Por ello no podemos aceptar la proposición central del importante libro de R. Dahrendorf. Su análisis sigue primero un camino paralelo al nuestro. Describe con mucha limpieza la desagregación de la imagen compuesta de las clases sociales heredadas del siglo XIX, y, en particular, de la concepción marxista,

pero piensa que puede, al término de su análisis, definir las clases como grupos antagonistas que ocupan posiciones opuestas en la escala de autoridad en organizaciones jerarquizadas (Herrschafts- verbande). En todas partes donde hay dirigentes y dirigidos, hay conflicto de clases. Esto es olvidar la distinción, que parece esencial, entre los problemas de la administración y los problemas del poder, y, por consiguiente, mezclar situaciones diversas que son profundamente diferentes. Por una parte, existen organizaciones sometidas a centros de decisión claramente exteriores, como ocurre en el caso de las administraciones públicas, sometidas al poder político. En este caso, el conflicto entre jefes y subordinados, por violento que sea, permanece en el interior de una organización particular, y corresponde a un estudio del funcionamiento de esta organización o de un modelo de autoridad, y no a un estudio del sistema de poder. ^Por otra parte, existen organizaciones voluntarias donde sin duda hay un sistema de autoridad, en las que pueden desarrollarse, entre la base de los miembros y la oligarquía de los dirigentes, conflictos; pero éstos no pueden ser confundidos con conflictos de clase; la base puede hablar de traición, pero no de explotación o de alienación. Sólo existe un caso en que todas estas situaciones pueden confundirse y en el que todo conflicto en una organización es la manifestación de un conflicto social global: el de las sociedades totalitarias. Pero, en este caso, es muy probable que el análisis no se lleve en términos de clases, sino más bien en términos de élite dirigente y de poder propiamente político. No se puede hablar de conflicto de clases por el solo hecho de reconocer la desigualdad de la participación social. Sin embargo, la autoridad es, en una organización, al igual que la cualificación o que los ingresos, un nivel de participación. Es evidente que los jefes, como los ricos o los cualificados, pueden tratar de apropiarse del trabajo colectivo, o, más en general, de dirigir la colectividad según los valores y los intereses de su categoría. Pero no hay en ello visión de clase más que cuando se lanza esta acusación, cuando no solamente existe la consciencia de una distancia, sino también de una contradicción social. Dahrendorf afirma, con razón, que el problema de las clases es el problema del poder, pero confunde poder y autoridad y llega así a una definición de las clases tan general que engloba situaciones muy diferentes, corriendo el riesgo de volver a caer en una concepción muy superficial: la oposición entre quienes dan las órdenes y los que las reciben. Las relaciones

entre el maestro y el alumno, entre el cuadro y el obrero, entre el soldado y el oficial, entre el empleado y el jefe de la oficina, entre el enfermero y el director del hospital, ¿son de la misma naturaleza? Responderíamos gustosamente que a veces lo son, efectivamente, pero solamente en la medida en que existen problemas comunes a todas las organizaciones jerárquicas, y que no lo son si se consideran los problemas del poder y de las clases sociales. En una empresa privada, industrial o comercial, el poder económico y la autoridad interna a menudo están confundidos en manos del jefe de empresa. Pero ¿acaso el mérito de la sociología de las organizaciones no está en haberse esforzado constantemente por separar los dos tipos de problemas, a medida que la propia práctica social los diferenciaba cada vez más? Y, en particular, los denominados cuadros, ¿no son acaso los que ejercen la autoridad sin participar del poder? 3. Aquí es preciso volver al tema, evocado ya, de la concentración del poder, contrapartida de la autonomía de los problemas internos de las organizaciones. Y ello no para aceptar la imagen propuesta por C. W. Mills de una élite de poder, que actúa como un grupo constituido, defendiendo de manera coherente los supuestos intereses unificados de todos sus miembros, ya sean políticos, dirigentes económicos o jefes militares. Todas las observaciones desmienten la existencia de semejante élite unificada, tanto en los regímenes liberales como en los regímenes totalitarios. Pero tampoco sería aceptable decir que una sociedad no es más que el entrecruzamiento de los intereses de las organizaciones particulares, afirmar que el mundo del poder ya no existe y que solamente existe la autoridad, doblada de la influencia que da sobre los demás portadores de autoridad. Que el acceso al poder social está cada vez más abierto, que el Estado no es un dios civil que planea por encima de un mundo de súbditos o de criaturas, es tan cierto hoy como, con mucha verosimilitud, ayer. No es tampoco menos cierto que existe una organización del poder, de la que puede decirse que es más poderosa y más coherente que antes, que dirige directamente el empleo de una parte creciente del producto nacional a medida que aumenta la importancia de los programas a largo plazo, sean económicos, científicos o militares. Pero ¿no es preciso renunciar entonces al concepto de clase social y sustituirlo por el de clase política o, más simplemente, por la oposición renovada de los intereses del Estado y los intereses de los ciudadanos? Desgraciadamente,

estas expresiones aportan más confusión que claridad. El Estado no es una unidad social autónoma; ya no se confunde con el sistema de decisión políticoeconómica. Al igual que la empresa, puede ser considerado como una organización. Pero, inversamente, el sistema político no se confunde, salvo en las sociedades totalitarias, con el aparato del Estado. Por consiguiente resulta preferible considerar aquí el poder político-económico más que el Estado como institución. ¿Puede decirse que este poder, en una sociedad industrial avanzada, es un poder de clase? Cierto que, en las sociedades modernas, los más ricos o los más poderosos consiguen obtener importantes ventajas, fácilmente denunciadas como escandalosas; pero esto no puede ser respuesta suficiente para la cuestión planteada. Mucho más importante es subrayar que las sociedades industriales avanzadas ya no son sociedades de acumulación, sino sociedades de programación. El futuro ya no lo garantizan principalmente las inversiones privadas, y ello porque el Estado asegura y orienta una parte creciente de las inversiones económicas, y también porque las inversiones sociales, particularmente en el campo de la educación, han aumentado considerablemente. Hoy las mayores empresas no son los grupos siderúrgicos o químicos, sino la investigación espacial o nuclear, el Ministerio de Educación o entidades análogas. El siglo XIX ha tenido una viva consciencia de la oposición entre el valor de cambio y el valor de uso. Hoy, el problema principal es el planteado por el desarrollo y el consumo. En el mismo momento en que se reconoce, con mayor claridad que nunca, que la elevación del nivel de vida en el futuro es función de las inversiones presentes, la distancia entre las condiciones y los resultados del progreso económico aumenta considerablemente. La eficacia de las inversiones depende cada vez más de una compleja estrategia política y de los métodos de organización administrativa. En resumen: la inversión ya no es función de un sector de la sociedad o, más precisamente, de una clase, sino de la sociedad entera. La política ya no va de la mano con la organización económica, sino que la precede y la dirige. El progreso de la economía aparece como el resultado, como el signo más visible del funcionamiento de la sociedad, es decir, como el resultado de su aptitud para regir las tensiones que nacen necesariamente de la oposición entre las inversiones y el consumo individual.

4. La separación que acaba de establecerse entre los problemas internos de las organizaciones y los situados al nivel del poder de decisión económica debe ser entendida como una separación entre diversos tipos de problemas sociales. Resultaría excesivo concluir de ello que los primeros son los problemas de la empresa y los segundos los del Estado. Se está cerca de una división tan simple en las sociedades en las cuales las actividades de las empresas, al igual que las condiciones del empleo y la remuneración, están estrechamente dirigidas por el aparato estatal. Pero esto no es más que un límite, no alcanzado jamás prácticamente. Más importante es recurrir a la distinción entre la organización, o sistema administrado, y la empresa, unidad de decisión económica. Los conflictos propios de las organizaciones son los que se refieren a las relaciones de sus elementos, sean individuales o colectivos, entre sí. Por el contrario, si un sindicato lucha para conseguir un aumento de salario, se trata de una acción sobre la empresa. Cuanto más liberal es una sociedad industrial, más importantes son las reivindicaciones y las negociaciones en la empresa; mientras que, por regla general, en las sociedades dirigistas estos problemas se plantean en un plano más amplio. Sin embargo, en todos los casos, a medida que el conflicto económico en la empresa deja de ser una manifestación de la lucha de clases, puede ser interpretado cada vez más en términos propiamente económicos, esto es, de poder de negociación de los grupos que se encuentran frente a frente en el mercado de trabajo. Lo que limita las posibilidades de acción de los adversarios les obliga también a tener más «realismo», y, sobre todo, a circunscribir su negociación dentro de acuerdos contractuales generales o de reglas fijadas por el Estado. Esta creciente autonomía de las reivindicaciones y de las luchas salariales respecto de la política general del movimiento obrero —autonomía claramente acusada en los países en que, como en Suecia, coexisten unos acuerdos nacionales aprobados por la confederación patronal y la confederación obrera y un deslizamiento de salarios (wage-drift) en las empresas— es la contrapartida, por una parte, del tratamiento de los problemas internos de las organizaciones según diversos esquemas constitucionales, y, por otra, de la formación de una política económica nacional ampliada, que controla o se esfuerza por modificar el movimiento de los salarios y el de los precios. Las lachas salariales parecen tanto más vivas cuanto menos integradas están en una política de conjunto; la reivindicación se hace más práctica y más hábil a medida que se separa más de un proyecto de transformación de la sociedad.

Así, la separación entre los conflictos de las organizaciones y los conflictos de clases va acompañada de una distinción entre la defensa pragmática de los salarios y la acción de transformación de la sociedad. Se trata, naturalmente, de una distinción analítica; la estrategia sindical vincula constantemente estos diversos tipos de problemas, aunque no por ello dejan de tener una creciente autonomía, manifestada por la existencia de canales de tratamiento distintos para cada uno de ellos: sindicatos de empresa, organismos mixtos o paritarios de consulta, y órganos de acción política y económica general. III. Nuevas clases, nuevos conflictos La nueva clase dominante ya no puede ser la agrupación de quienes poseen la responsabilidad y los beneficios de la inversión privada. Solamente puede ser el conjunto de quienes se identifican con la inversión colectiva y entran en conflicto con quienes reclaman un aumento de su consumo o cuya vida privada se resiste al cambio. Pero esta fórmula es insuficiente, pues no introduce la idea fundamental de una «perversión» de la inversión. Los inversores, efectivamente, pueden identificarse con el interés general y mostrar, con mucha lógica, que su éxito es la condición misma del acrecentamiento del nivel de vida general, el cual se volvería imposible con una política de «mantequilla». Hoy, pues, no se puede hablar de clase dominante, como en otro tiempo, más que si quienes poseen el poder económico lo emplean, al menos en parte, para objetivos que no favorecen la satisfacción de las exigencias sociales: en otras palabras, si los sistemas de inversión y de producción adquieren una relativa opacidad, absorbiendo para sus propios intereses una parte importante de los recursos creados o utilizándolos para fines no económicos. Esta opacidad puede aparecer en todos los niveles del sistema económico, en el de la decisión política, y también en el de la organización administrativa o de la ejecución técnica. 1. Al nivel de la decisión política, la no-racionalidad económica, la ruptura del par inversión-consumo, adopta muy frecuentemente la forma de la política de poder, es decir, en el caso más simple, de la sumisión de la política social a los «imperativos» de la defensa, de la ciencia o de la concentración económica. Pero no hay que localizar estos problemas solamente en el plano nacional. El levantamiento estudiantil de Berkeley ha tenido entre las causas por él mismo proclamadas el descontento de los estudiantes por una Universidad cada vez más

comprometida en la investigación pura y aplicada, y poco preocupada por servir a los estudiantes, considerados como trabajadores de la ciencia y no ya como hombres en período de formación. De la misma manera, se ha insistido a menudo en los problemas del enfermo que se convierte necesariamente en un elemento de un sistema orientado hacia el mejoramiento del conocimiento y el tratamiento de la enfermedad, más que como quien recibe un «servicio» personal. Esto no significa en modo alguno que una preocupación creciente por la inversión científica sea a su vez creadora de' contradicciones sociales, y menos todavía que sea socialmente irracional, sino solamente que implica un riesgo de ruptura entre el equipo y el servicio. Se puede llamar tecnócratas a quienes distienden la relación entre estos dos términos en beneficio de! equipo, que se devora a sí mismo y se transforma en acumulación no racional de poder, creando así conflictos sociales. El hecho de que deduzcan para sí mismos una parte excesiva del producto colectivo es relativamente poco frecuente y de escasa importancia. El capitalista sólo invierte tras haber deducido para su consumo privado una determinada parte de sus recursos, y esta deducción puede ser muy importante. Incluso si se rechaza la imagen, demasiado ingenua, del capitalista preocupado por el disfrute puro —cosa que vuelve incomprensible su papel de empresario—, está claro que el sistema capitalista va acompañado de la riqueza, a menudo espectacular, de los detentadores de capitales, y del despliegue de lujo, ya de ellos mismos, ya de su familia. La tecnocracia, por el contrario, no vive con lujo, incluso aunque sus funciones le reporten ventajas considerables. Como ha observado Galbraith, la imagen de la riqueza se refiere hoy mucho más a menudo a las vedettes que a los dirigentes. Incluso cuando participan del beneficio capitalista, como los directores de grandes empresas, cuyas primas y ventajas diversas aumentan considerablemente el salario, les repugna el consumo de ostentación. Su ideología es la de estar al servicio del Estado, del partido que se halla en el poder, de la economía; y su acción es de manipulación mucho más que de mando. Los tecnócratas no son técnicos, sino dirigentes, pertenezcan a la

administración del Estado o a grandes empresas estrechamente vinculadas, siquiera por su importancia, a los ambientes de decisión política. Solamente en este sentido puede hablarse de una «élite del poder», incluso reconociendo los conflictos que pueden aparecer entre los tecnócratas, de la misma manera que aparecieron, en las sociedades de acumulación capitalista, entre diversos grupos de la burguesía. No es en absoluto necesario añadir que los tecnócratas dominan por completo el sistema político; semejante afirmación sería tan excesiva como la que presentara el Estado del siglo XIX como un puro instrumento del capitalismo, afirmación cuya enorme insuficiencia han mostrado los estudios históricos de Marx, particularmente en Francia y Alemania. La denominación de «tecnócrata» es tan ambivalente como la de «capitalista», que designa a la vez al empresario y al especulador. En Francia, por ejemplo, existe una tecnocracia liberal, que ha representado un papel esencial en la reorganización y el desarrollo de la economía francesa, esforzándose por inducir a la sociedad francesa a reconocer la importancia del consumo colectivo, que está compuesto a la vez por las inversiones sociales y por elementos importantes del consumo individual. Quedaría vedado un análisis serio de nuestro tipo de sociedad si se diera al término «tecnócrata» una connotación peyorativa en todos los casos. Y esto por razones generales y particulares a la vez. Definir la oposición de clases no significa separar dos conjuntos de valores e intereses extraños el uno al otro, ni supone tampoco oponer sistemáticamente el interés privado y el interés general, la dominación y la libertad. Es posible que, en ciertas situaciones extremas, una clase se identifique enteramente con sus intereses particulares o con la lucha contra la otra, y adquiera así una cierta cohesión, a falta de una homogeneidad no conseguida jamás. Pero lo más corriente es que cada clase desempeñe varios papeles históricos a la vez, siendo al mismo tiempo progresista y conservadora, elemento de transformación social y fuerza de resistencia al cambio. Además, puede ocurrir ■—y éste es el caso de Francia— que la desorganización del sistema político, al coincidir con el mantenimiento de las libertades públicas, asigne a los tecnócratas, nueva clase ascendente, un papel a la vez de innovadores económicos y de defensores del consumo, sobre todo del consumo colectivo. Adelantados al conjunto de los mecanismos de decisión y de reivindicación, disponen sólo de un poder limitado, y, al mismo tiempo,

desarrollan una ideología -.—bien expresada por los autores del IV Plan de desarrollo francés-—» que patrocina la unión del progreso económico y del progreso social, corriendo el riesgo de chocar con una oposición doble y de no disponer de los medios para realizar tan utópico programa, es decir, subestimando el conflicto de los intereses sociales existentes. Rechazar la imagen simple de un grupo unificado, autoritario, preocupado solamente por su poder, en beneficio de una descripción más diversificada, con todo, no debe inducir a reducir la importancia de la noción de clase dominante no solamente como instrumento de análisis, sino también como formación social concreta. Si el principio revelador de la pertenencia a las antiguas clases dominantes era la propiedad, la nueva clase dominante se define ante todo por los conocimientos, es decir, por un nivel de educación. Es preciso, por tanto, plantear la cuestión siguiente: ¿existe un nivel superior de educación que posea características distintas de las que poseen los niveles subalternos, y cuya consecución, por tanto, constituya un sistema de selección social, cuyo poder es un símbolo de pertenencia a la clase superior? Cuanto más nos elevamos en la escala de los sistemas de formación, más técnica y especializada se vuelve ésta, aunque solamente hasta un determinado nivel. Por encima de él, la tendencia se invierte y la formación consiste, sobre todo, en el conocimiento de métodos generales de análisis. De la misma manera, los funcionarios subalternos están poco especializados, los funcionarios medios lo están más a medida que se eleva su nivel, mientras que entre los altos funcionarios se vuelve a encontrar una gran movilidad horizontal. Por otra parte, la formación del nivel más elevado tiende a escapar a un cuerpo de profesores especializado; en gran parte está a cargo de los miembros de la élite, a la cual asegura el acceso la formación considerada: los altos funcionarios desempeñan un papel importante en la enseñanza impartida en la École Nationale d'Administration. La formación tiende también a transformarse en un mecanismo de socialización de un ambiente particular, a asumir un carácter simbólico, generalmente representado por el prestigio que da el hecho de haber pasado por una escuela o una universidad. El concurso sustituye aquí al examen, destacando la importancia de la función de reclutamiento por relación a la función de

transmisión del saber. Se crea así una aristocracia nueva, al igual que la consciencia de una ruptura entre ella y los escalones intermedios de la jerarquía. Entre el cuadro y el cuadro dirigente, entre el administrador civil y el director, a veces igualmente entre el investigador, incluso de elevado nivel, y el jefe de equipo, la distancia se hace más amplia; lo revelan numerosos signos, y a veces incluso importantes diferencias de ingresos. Entre burócratas y tecnócratas existe, aparentemente, una continuidad jerárquica, pero raros son los casos en que los miembros de una organización no pueden reconocer la línea roja que separa a unos de otros. La tecnocracia es también una «meritocracia» que controla el acceso a sus filas controlando los títulos de determinados grados. Este fenómeno acaso sea más acentuado en Francia que en los demás países, pues la tecnocracia puede apoyarse en las tradiciones del antiguo aparato estatal, en la importancia que han sabido conservar las grandes écoles e incluso los principales cuerpos de funcionarios. Pero la misma tendencia se manifiesta en todos los grandes países industriales, incluidos los Estados Unidos, donde muchas grandes universidades se transforman casi en grandes écoles, reclutando a sus alumnos por concurso. Cuando se ha entrado en la categoría de los dirigentes ya no se sale de ella. Puesto que los tecnócratas sólo son un elemento del sistema de poder, muchos de ellos, a buen seguro, ven que su posición se eleva o desciende según que el equipo gubernamental les sea o no favorable. Pero su seguridad de empleo es muy grande, y siguen percibiendo su remuneración incluso cuando se hallan en situación de «disponibles». Se forma así un medio que ciertamente no es homogéneo, pero que cobra una cierta consciencia de sí, adopta determinados tipos de conducta y ejerce un cierto control sobre su reclutamiento. La tecnocracia es un medio porque se define por la dirección de los grandes aparatos económicos y políticos que orientan el crecimiento. Sólo concibe la sociedad como el conjunto de los medios sociales que hay que movilizar para este crecimiento. Es una clase dominante porque al proclamar la identidad de crecimiento y progreso social identifica el interés social con el de las grandes organizaciones, que, por vastas e impersonales que sean, no por ello dejan de ser centros de intereses particulares.

La ideología tecnocrática puede ser liberal o autoritaria, y estas variaciones tienen la mayor importancia; pero siempre niega el conflicto social, incluso aunque reconozca fácilmente la existencia de tensiones y de estrategias competitivas. Sin embargo, estos conflictos existen, y su raíz está en la acumulación y la concentración del poder de decisión y del conocimiento. Las organizaciones tecnocráticas se rodean de secretos y desconfían de la información y del debate público. Tratan de desarrollar su propio poder, imponen a sus miembros una integración social cada vez más fuerte, manipulan las conductas de producción y de consumo, y son agresivas. Son unos centros de poder que crean nuevas formas de desigualdad y de privilegios. A escala mundial, suele hablarse de naciones centrales y naciones periféricas, lo cual opone, en realidad, a las dominantes y las dominadas. De la misma manera, en el interior de una nación, aumenta la distancia entre los elementos centrales y dominantes, instalados en las grandes organizaciones, y una nueva plebe, sometida a los cambios experimentados, a las publicidades y a las propagandas, a la desorganización de los marcos sociales anteriores. Definir a aquellos cuyos intereses se oponen a los intereses de los tecnócratas resulta más difícil. En un capitalismo de mercado, quienes constituyen la clase dominada son los asalariados, sometidos en el mercado de trabajo al poder de los detentadores del capital. En la sociedad programada, dirigida por los aparatos de crecimiento, la clase dominada no se define ya por la relación con la propiedad, sino por la dependencia de los mecanismos de cambio dirigido y, por tanto, de los instrumentos de integración social y cultural. No es el trabajo directamente productivo, la profesión, lo que se opone al capital: es la identidad personal y colectiva que se opone a la manipulación. La expresión puede parecer abstracta. Y, en efecto, lo es, en el sentido de que el hombre ya no está implicado en su papel profesional concreto solamente. Lo está como trabajador, pero también como consumidor o como habitante; en una palabra: como extranjero sometido a un sistema de decisión utilizado en nombre de la colectividad. Por ello, el papel que desempeñaba en otro tiempo la vinculación al oficio lo desempeña hoy la vinculación al espacio. Quien se defiende ya no es el trabajador, sino, más ampliamente, el miembro de una comunidad, ligado a un género de vida, a unas relaciones familiares y de amistad, a una cultura. Hubo una época en la que el llamamiento a la historia y a la geografía lo lanzaban las

nuevas clases dominantes, la bourgeoisie conquérante, que creía en la evolución y en el progreso, vinculada a la formación de las unidades nacionales y de las grandes corrientes de cambio. Hoy, la clase dominante se apoya en la economía y, a veces, en las ciencias, que le ofrecen las categorías que mejor definen su acción de desarrollo y de programación. La historia y la geografía, la vinculación a la tradición y al terruño, se han convertido en el modo de pensar y de sentir de quienes se resisten al trasplante, ciegamente a veces, y a veces, por el contrario, exigiendo que la industria vaya a los hombres y no solamente los hombres a la industria; que se ordene el territorio en vez de favorecer únicamente a las grandes concentraciones industriales. La consciencia regional y la defensa de las libertades locales son el fundamento principal de la resistencia a la tecnocracia. La defensa de la ciudad, ilustrada por H. Lefebvre, desempeña un papel análogo, cada vez más importante. El medio urbano, centro diversificado de cambios, tiende a estallar. Los barrios de viviendas se diversifican y se estratifican cada vez más claramente. El rápido crecimiento de las ciudades conduce a construir conjuntos de viviendas que responden a las necesidades elementales de alojamiento de la mano de obra, pero que están faltas de vida autónoma. A medida que la sociedad modifica más rápidamente su entorno y sus condiciones materiales de instalación, se deja sentir cada vez con mayor fuerza la importancia de la destrucción de los equilibrios ecológicos y de las condiciones de habitabilidad. Mientras las formas más patológicas del capitalismo desorganizan el espacio social, entregándose a los juegos de la especulación, el poder tecnocrático, encerrado en su plan de crecimiento y resistiéndose a la negociación y a la información, destruye la capacidad de la sociedad para transformar sus formas de vida, para imaginar un espacio nuevo, para suscitar formas nuevas de relaciones sociales y de actividades culturales. Las luchas sociales ya no pueden limitarse al ámbito del trabajo y de la empresa por el mero hecho de que la acción del poder económico sobre la vida social es más general y llega a todos los aspectos de la vida personal y de las actividades colectivas. 2. Al nivel de la organización económica, la opacidad se llama burocracia. Unos complejos sistemas de medios técnicos y humanos permiten el progreso de la producción y de la productividad. Pero cada uno de estos sistemas de medios posee una cierta inercia, que no solamente es rutina, sino también necesidad de

garantizar las relaciones entre las partes del conjunto. Todo el mundo sabe que cuanto más compleja es una organización, más debe dedicar una parte importante de sus recursos al tratamiento de sus problemas internos, de la misma manera que una máquina compleja solamente puede funcionar parte del tiempo, pues los ajustes, las reparaciones y el mantenimiento crean una gran distancia entre la producción teórica y la producción real, lo cual, sin embargo, no impide que una máquina moderna tenga un rendimiento más elevado que otra más antigua. Pero las exigencias internas de funcionamiento pueden transformarse en un sistema autónomo de reglas y de relaciones. Por ejemplo, aunque es necesaria la existencia de una jerarquía de funciones, la actividad profesional puede resultar perturbada por la preocupación predominante por la carrera, por una multiplicación inútil de los signos de la posición social o por un alargamiento, técnicamente no justificado, de la escala jerárquica. El mundo industrial, como el mundo administrativo, universitario o el de los hospitales, conoce los problemas que W. H. Whyte Jr. ha llamado problemas del «hombre de la organización»: la mezcla de conformismo y arrivismo, y a veces también la preocupación por tener buenas «relaciones humanas», que dificulta tomar decisiones difíciles. Dahrendorf, después de Renner, ha definido a los burócratas como «una clase de servicio» (Dienstklasse). Pero esta definición parece encajar mal con la nueva situación que hay que describir. Se acomoda mejor a un sistema de organización antiguo, al aparato estatal (Beamtentum prusiano), a los funcionarios con autoridad a los que temen y se burlan los franceses. Esta burocracia de tipo militar, fuertemente jerarquizada, en la que cada uno se define por la delegación de poder que ha recibido, pertenece esencialmente al pasado incluso cuando consigue mantenerse. Cada reforma administrativa le asesta un nuevo golpe, y muestra ser particularmente ineficaz cuando se le encargan tareas de producción, como ocurre con muchos servicios públicos. La inercia de una burocracia moderna no se debe a su rigidez, sino a su complejidad y a determinadas interrelaciones que se crean entre servicios, negociados y funciones. Mientras que unas órdenes vigorosas se deforman hasta el absurdo a medida que descienden por la escala jerárquica, palabras y palabras interminables aseguran, al mismo tiempo, el respeto de los intereses de los interesados y el funcionamiento a ritmo decreciente del conjunto.

Las resistencias no proceden ya tanto de la inercia de una base carente de iniciativa como de la capacidad de defensa de múltiples personas quisquillosas dispuestas en todas las partes del organigrama de la formación de clases; de ligas, de escuelas, de coaliciones que desorganizan el sistema, convertido en un agregado inerte de cotos y baronías. Tales son los burócratas, adeptos del cambio y de la racionalización, factores de progreso sin duda, pero también —y muy frecuentemente— arrivistas, vanidosos, desconfiados; absorbidos en sus sutiles estrategias y en su deseo de reforzar su importancia; que retienen la información; que tratan de aumentar su prestigio de todas las maneras posibles; que defienden las exigencias internas de una organización contra su finalidad externa. Del análisis de Dahrendorf hay que retener una idea importante. Los burócratas no constituyen toda la «nueva clase media», ni siquiera el conjunto de los niveles intermedios en una gran organización. A su lado existen masas cada vez más importantes de empleados y de técnicos, cuyo poder de negociación, autoridad e influencia son escasos o nulos. No se piensa aquí en absoluto en los nuevos «proletarios», en los empleados sometidos a tareas tan repetidas, monótonas y apremiantes como las de los obreros en la cadena, sino más bien en ciertas categorías relativamente elevadas —agentes técnicos, diseñadores, empleados superiores, colaboradores técnicos.— que no participan en el juego de los burócratas y que se hallan expuestos más directamente .a sus consecuencias que los obreros del tipo tradicional, relativamente protegidos por la debilidad relativa de su encuadramiento y por su presencia formando grandes masas en la parte inferior de los organigramas. Estos empleados-técnicos son los que representan el principal foco de resistencia a la burocracia, mientras que la inmensa masa formada por los llamados «clientes» de las administraciones casi no representa más que un cuasigrupo, cuyas protestas difícilmente cobran forma. Me parece que este análisis explica mejor la extensión observable en Francia de las reivindicaciones colectivas de estas categorías profesionales de nivel medio que ideas excesivamente generales sobre su capacidad revolucionaria. Los técnicos jamás toman el relevo de los obreros profesionales a la cabeza de la lucha de clases. Ciertamente, la toma de consciencia de una categoría nueva favorece, al principio, que se recurra a doctrinas o a un vocabulario extremistas, que ponen directamente en cuestión los principios generales de la organización social. Pero la acción colectiva de los técnicos es, muy principalmente, de

reivindicación en el interior de las organizaciones, de protesta contra la burocracia, y también de defensa de un determinado nivel y de una determinada carrera. Las formas de estas reivindicaciones frecuentemente son nuevas, y su fuerza es tanto mayor cuanto que las circunstancias económicas y la escasez de técnicos en el mercado confieren a esta categoría un considerable poder de negociación; su inspiración, con todo, no es revolucionaria. 3. Por último, a nivel de la ejecución técnica, lo más sorprendente es la rapidez del cambio. Los ingenieros, los gabinetes de estudios y los laboratorios tratan por todos los medios de acelerar la «anticuación» de las técnicas en uso. La esperanza de vida de las máquinas, de los procedimientos técnicos, de las formulaciones, no deja de descender. Es difícil decir en qué medida puede crearse de este modo un nuevo tipo de despilfarro. Muchos observadores, sin embargo, han quedado sorprendidos por el hecho de que los gastos de equipo importantes —por ejemplo, en medios de cálculo— se deciden sin un estudio profundo de los costes de la operación, solamente porque una máquina nueva es un símbolo de modernidad. El gusto por el gadget no es propio solamente de los individuos: también está extendido entre las empresas y las administraciones. Los tecnicistas constituyen una categoría con escasas posibilidades de convertirse en una clase social, pues están diseminados y, sobre todo, porque solamente pueden entregarse con cierto éxito a sus excesos si son al mismo tiempo tecnócratas o burócratas. No es posible incluirlos, por tanto, en un nomenclátor de las nuevas clases sociales. El tecnicismo se manifiesta mejor aún por su incapacidad para captar el conjunto de los problemas que plantea una organización. La complejidad de un sistema social se rompe con el recurso a unas reglas que son, frecuentemente, ritos. Desde hace ya mucho tiempo, las críticas de la llamada organización científica del trabajo han mostrado los errores a que conduce la reducción del trabajo humano a un encadenamiento de movimientos elementales y la de la psicología obrera a una imagen empobrecida del homo oeconomicus. Fábricas y administraciones saben también de la rigidez de este tecnicismo, contra el que se rebelan, sobre todo, los operarios cualificados. Hay, sin embargo, una categoría de víctimas que tiene una importancia particular.

El envejecimiento de las técnicas va de la mano con el envejecimiento de las cualificaciones. Se forma así una categoría cada vez más numerosa de trabajadores envejecidos, de más de cuarenta o cuarenta y cinco años, y a veces, incluso, en campos en los que las técnicas evolucionan rápidamente, de treinta o treinta y cinco años solamente; se trata de nuevos trabajadores a media paga, la segunda parte de cuya vida activa es una larga decadencia alternada a menudo con paros bruscos o repentinos hundimientos. Los «viejos» —tanto estos trabajadores envejecidos como los retirados-— forman cada vez más claramente un proletariado nuevo, rechazado por el progreso y explotado por él de la misma manera que otros lo fueron por la propiedad. Los jóvenes, por su parte, pueden encontrarse en una situación análoga en la medida en que su formación no corresponde a las necesidades técnicas de la economía, o son objeto de subempleo cuando el mercado de trabajo les es desfavorable. Lo que con excesiva ligereza se denomina inadaptación de determinadas categorías de trabajadores es más bien el signo de un sistema social en el cual la formación y el empleo de los hombres no están organizados de manera que la evolución técnica y económica suponga para todos el máximo de ventajas profesionales y personales, y en el que los individuos no están suficientemente amparados por fuerzas de protección social. Todos estos conflictos son de la misma naturaleza. Oponen a unos dirigentes llevados por la voluntad de reforzar la producción, de adaptarse a las exigencias de la eficacia, de responder a los imperativos del poder, y a unos individuos que deben considerarse menos como trabajadores que defienden su salario que como personas y grupos que tratan de mantener e! sentido de su vida personal. Lo que estos asalariados-consumidores buscan es la seguridad, es decir, un futuro previsible, organizable, que permita hacer proyectos, contar con los frutos de unos esfuerzos consentidos. Entre estas dos grandes clases o grupos de clases, la oposición principal no se debe a que los unos posean la riqueza o la propiedad y los otros no, sino a que las clases dominantes están integradas por quienes dirigen el conocimiento, por quienes detentan las informaciones. El trabajo se define cada vez menos como una aportación personal, y cada vez más, en cambio, como un papel en un sistema de comunicaciones, esto es, de relaciones sociales. El dirigente es el que actúa sobre los sistemas de relaciones sociales en nombre de sus características y de sus necesidades; el dirigido afirma constantemente su existencia no como miembro de una organización, como elemento de la producción o como súbdito

de un Estado, sino como una unidad autónoma cuya personalidad no coincide con ninguno de sus papeles. Ésta es la razón de que el tema de la alienación tenga una aceptación tan grande, que a nuestros ojos está justificada. Salimos de una sociedad de explotación para entrar en una sociedad de alienación. No son las contradicciones internas del sistema económico las que dominan nuestro tipo de sociedad, sino las contradicciones generales entre las necesidades de los sistemas sociales y las necesidades de las personas. Esto puede ser interpretado en términos morales, de escaso interés sociológico, pues nada hay más confuso que la defensa del individuo contra la maquinaria social. Pero resulta fácil superar esta interpretación. Galbraith ha recordado con fuerza que el progreso económico es cada vez más directamente tributario no solamente de la cantidad de trabajo y de capital disponible, sino de la capacidad de innovación, de la capacidad de aceptar los cambios y de utilizar todas las capacidades de trabajo. Sin embargo, una concepción mecánica de la sociedad tropieza, como tropezó el taylorismo, con la resistencia de los individuos y de los grupos, hostiles a la manipulación, que frenan su producción, adaptándose pasivamente a una organización y a unas decisiones en las que no participan. En una sociedad cada vez más terciaria, es decir, en una sociedad en la cual el tratamiento de la información desempeña el mismo papel central que desempeñó el tratamiento de los recursos naturales en los comienzos de la industrialización, la forma de despilfarro más grave es la falta de participación en la decisión. Es sintomático que todos los estudios muestren que la primera condición de ésta es la información. Pero esta observación tiene consecuencias mucho más profundas de lo que con frecuencia se quiere ver. Estar informado no es solamente saber lo que ocurre, sino conocer el expediente, las razones y los métodos de la decisión, y no solamente los hechos aducidos para justificar una decisión. Por ello, los sindicatos o los comités de empresa exigen examinar el balance de la misma y conocer la evolución de las diversas categorías de ingresos. La información es, en realidad, acceso a la decisión. La importancia capital de este problema queda subrayada por las dificultades con que tropieza su solución. No solamente porque quienes detentan la información se resisten a difundirla y prefieren atrincherarse tras afirmaciones pseudosociológicas, como han hecho muchos organizadores del trabajo (el caso más conocido es el de Bedaux), sino también porque el acceso a la información supone ya una actitud reivindicativa nueva: la aceptación de la racionalidad

económica y el rechazo de la idea primera de que la sociedad se halla enteramente dominada por el conflicto de los intereses privados; el recurso a unos expertos cuyas relaciones con los responsables de la acción son difíciles, etc. La búsqueda de información expresa una política social activa. La ausencia de información y, por tanto, de participación en los sistemas de decisión y de organización, define la alienación. El individuo o el grupo alienado no es solamente el dejado al margen, sometido a constricciones o privado de influencia, sino el que pierde su identidad como persona, que ya no se define por su papel en un sistema de intercambios y de organización: es el consumidor empujado por la publicidad y el crédito a sacrificar su seguridad económica a la adquisición de bienes cuya difusión se justifica más por el interés de los productores que por la satisfacción de necesidades prioritarias; es el trabajador sometido a unos sistemas de organización cuya eficacia global no excluye que tengan un coste humano extremadamente elevado. En la medida en que el conflicto de las clases de propiedad pierde importancia, se localiza y se institucionaliza perdiendo así su fuerza explosiva, los nuevos conflictos ponen en cuestión la gestión de conjunto de la sociedad y movilizan la defensa de la autodeterminación. 5. Acaban de ser definidos los principales conflictos sociales de las sociedades programadas. Pero la experiencia de las sociedades de industrialización capitalista ha mostrado abundantemente que las categorías más sometidas a una dominación social no son necesariamente las que desarrollan el combate más activamente. Cuanto más alejadas están de los centros de poder, más explotadas son y, de la misma manera, más limitada está su lucha a la defensa de las condiciones materiales de existencia, elevándose difícilmente a una contestación ofensiva. Ésta es llevada adelante no solamente por unos grupos cuya capacidad de resistencia es mayor —intelectuales o trabajadores cualificados que poseen un nivel de vida y de educación más elevado, o una posición más sólida en el mercado de trabajo—, sino que también participan más directamente en los mecanismos centrales del progreso económico. La lucha no la realizan elementos marginales que solamente pueden levantarse momentáneamente o apoyar con su masa acciones ofensivas, sino más bien elementos centrales que oponen a los detentadores del poder los instrumentos de producción que éstos pretenden dirigir. Éste fue el papel de los obreros cualificados, y éste es, hoy, el papel de los detentadores de la competencia científica y técnica. Se hallan estrechamente vinculados a la

actividad de las grandes organizaciones, pero no se definen por la autoridad jerárquica que tienen en ellas. A menudo llegan a disponer incluso de una gran autonomía respecto de las organizaciones que utilizan sus servicios. Son agentes del desarrollo, pues su actividad se define por la creación, la difusión o la aplicación del conocimiento racional; pero no son tecnócratas, pues su función se define como un servicio, y no como producción. A nivel superior, en el que se sitúan los tecnócratas, están los profesionales, es decir, los miembros de determinadas «profesiones», dos de las cuales tienen particular importancia en nuestra sociedad: la enseñanza y la sanidad pública. Profesores, investigadores y médicos, que no son directores asalariados ni, en la mayoría de los casos, miembros de las profesiones liberales, se encuentran en una situación mixta. Por una parte, su actividad exige la existencia de organizaciones racionalizadas: escuelas, universidades, hospitales, laboratorios de investigación, etc.; por otra, tiene por objeto el mantenimiento o el reforzamiento de la capacidad de producción de los hombres y no ya de la producción material. Los estudiantes o el enfermo son consumidores directos de la enseñanza o de la medicina. Seguramente existen zonas intermedias en las que se mezclan profesiones y aparatos de producción, particularmente en las organizaciones de investigación; pero esto no es suficiente para atenuar la diferencia de naturaleza que existe entre los cuadros dirigentes y los profesionales, entre los «ingenieros» y los «doctores». Los profesionales se definen mucho menos por su autoridad jerárquica que por su competencia científica. Aquí no cabe hablar de clase social, pues los profesionales no son uno de los elementos de un conflicto social; componen una categoría que a veces se une a los tecnócratas y a veces los combate. Se trata de una situación doble que pueda darles un prestigio superior al de cualquier otra categoría, pero que también puede inducirlos a replegarse en un corporativismo doblemente irracional y que irrita tanto a los burócratas como a los consumidores. A un nivel menos elevado —aquel en el que hemos situado a los burócratas— se encuentran los expertos. Intervienen en el funcionamiento de las organizaciones, pero sin pertenecer enteramente a ellas, incluso aunque sean sus asalariados: ingenieros consultores, juristas, psicólogos, médicos de empresa, instructores y monitores, cuyo número aumenta rápidamente y crecerá más rápidamente aún en el curso de los próximos años, llaman constantemente la atención de las organizaciones en que intervienen sobre sus funciones externas,

aunque, al mismo tiempo, pueden poner dificultades a su buen funcionamiento al oponer sus principios generales a la complejidad empírica de una red de comunicaciones técnicas y sociales. Al igual que los profesionales, pueden no ser más que agentes exteriores de las empresas y de las organizaciones, pero, con frecuencia mucho mayor, obligan a éstas a liberarse de sus problemas interiores y a mejorar su adaptación al conjunto de la sociedad, lo cual es un modo de reforzar la vinculación entre la inversión y el consumo. Al nivel de la oposición técnica es más difícil que se formen núcleos de oposición, élites reivindicativas, aunque, naturalmente, el personal de ejecución es el que experimenta en todos los aspectos de su vida el poder de los aparatos, de sus dirigentes y de sus organizadores. Sin embargo, ciertos obreros cualificados, cada vez más sometidos a las coerciones ejercidas por la empresa, y en particular los obreros jóvenes, cuya formación es mal utilizada por las empresas, siguen desempeñando un papel importante. Pero mientras que antes estas categorías se hallaban en el centro de las luchas sociales, ahora son solamente un elemento de ellas, de la misma manera que un director de fábrica ya no desempeña más que un papel subordinado en el conjunto de los dirigentes económicos y políticos. El principio general de nuestro análisis es que la formación de clases sociales y de una acción de clases tiene más probabilidades de producirse en los sectores económicos y sociales donde la contradicción del equipo y el consumo, donde la opacidad creada por la tecnocracia, se manifiestan más directamente, es decir, en el núcleo de los grandes conjuntos organizados de producción y de decisión económicas. Más precisamente, los grupos que manifiestan una resistencia particularmente acusada a la dominación de los tecnócratas, de los burócratas y de los tecnicistas son los que, vinculados a la vida de las grandes organizaciones, son y se sienten responsables de un servicio, y aquellos a quienes su actividad pone en relación constante con los consumidores. Profesores, investigadores, estudiantes y urbanistas, a determinado nivel; e ingenieros o técnicos de gabinetes de estudios, a otro, pueden sucumbir a la contradicción que nace de su doble naturaleza de profesionales o de expertos y de hombres de la organización o de tecnócratas en potencia; pero a veces la superan mediante una actividad reivindicativa. Siendo partícipes de los valores de racionalidad y tecnicidad que se imponen a las sociedades industriales, defienden al mismo tiempo la autonomía de sus condiciones de trabajo y de su

carrera, oponiendo las exigencias internas de su grupo profesional a las presiones ejercidas por el sistema de organización y de decisión. De la misma manera que en el siglo XIX se formaron movimientos masivos de reivindicación social por la conjunción de la resistencia de los obreros cualificados y la consciencia de explotación de determinadas categorías de obreros no cualificados, se puede pensar que hoy y mañana han de ser estas élites de oposición las que deben formar la vanguardia de nuevos movimientos reivindicativos, movilizando a las comunidades en decadencia, a los trabajadores de edad víctimas de los cambios, o a los «usuarios» de los hospitales, de los conjuntos de viviendas y de los transportes colectivos. Sin embargo, para que se produzca semejante vinculación es preciso que existan medios suficientes de movilización de la opinión; medios cuya importancia misma se coloca en general bajo el control de los dirigentes o de los hombres de negocios. No es éste el lugar apropiado para describir las etapas de semejante movilización; pero, siquiera para poner un poco de orden en un vocabulario mal establecido, se debe distinguir diversos tipos de «fuerzas sociales». Las clases sociales se sitúan al nivel del sistema de poder. Los grupos de intereses se colocan al nivel de las organizaciones o de las colectividades particulares. Los grupos de presión, situados al nivel de la organización técnica de la producción o del consumo, guardan una relación más indirecta aún con el juego político. Si se admite esta distinción, puede decirse que la «clase obrera» es sustituida cada vez más por una federación de grupos de intereses; mientras que, tal vez, unas agrupaciones de defensa local o regional, ejemplos tradicionales de grupos de presión, pueden adquirir una dimensión de clase. Naturalmente, una clase social o un movimiento de clase se esfuerza siempre por interpretar en sus propios términos o en colocar bajo su influencia a grupos de intereses y grupos de presión emparentados con él. La política social se vuelve todavía más complicada por el hecho de que las asociaciones que son los instrumentos de una clase, de un grupo de intereses o de un grupo de presión siguen vinculadas durante mucho tiempo a una determinada concepción de su propio papel, incluso cuando desempeñan otros; pero, al mismo tiempo, pueden, por el contrario, convertirse en el órgano de expresión de fuerzas sociales

nuevas. Estas distinciones explican el papel particular de los estudiantes en la formación de los nuevos movimientos de clases. Debido a que difícilmente forman un grupo de intereses o un grupo de presión, a que no se ven coaccionados por las constricciones de las grandes organizaciones de producción, se comprometen más directamente que otros en una acción de clases contra el poder económico y político. La importancia del conocimiento en el proceso de desarrollo les da un papel que no es el de vanguardia, ocupado frecuentemente por la intelligentsia. Se ven implicados directa y personalmente —al menos una parte de ellos— en las nuevas relaciones de poderío y dominación. Pero si nuestro análisis ha considerado sobre todo el conjunto de la vida económica, ello ha sido porque los estudiantes y los ambientes universitarios no desarrollan una acción reveladora de nuevos conflictos sociales más que en la medida en que van más allá de los problemas nacidos de la crisis y de las transformaciones de la Universidad. Los estudiantes no son una simple vanguardia ni el grueso de un nuevo movimiento de clases. Es en la Universidad donde este movimiento y los conflictos que se forman se revelan y se expresan más fácilmente. Pero la acción de los estudiantes -—como se verá detalladamente en el próximo capítulo— no puede ser analizada enteramente como la expresión de un nuevo movimiento social. En otras palabras: no se puede delimitar el sentido de la acción estudiantil más que situándola en el conjunto de los problemas sociales de la sociedad programada. La situación de los estudiantes debe recordar que los movimientos sociales no están animados por las élites reivindicativas solamente. El movimiento obrero sólo ha cobrado todo su poder con la unión de las élites obreras y los obreros sin cualificación estrechamente sometidos a las constricciones del mercado de trabajo y de la empresa. En la sociedad programada, igualmente, sólo pueden formarse nuevos movimientos sociales mediante la confluencia de las élites reivindicativas que acaban de ser citadas y las categorías que padecen más directamente, y con menos defensas, los efectos del cambio social dirigido; las que sienten más amenazada su identidad colectiva y que se ha intentado señalar más arriba. 2V. Las nuevas sociedades industriales 1. Resulta cómodo resumir los análisis precedentes en forma de un cuadro

esquemático: Clases dominantes Clases dominadas Casos extremos de alienación

Independientes

Núcleos de resistencia a las clases dominantes

Tecnócratas

Dirigidos

Miembros de comunidades en decadencia Profesionales

Profesionales asalariados y estudiantes

Burócratas

Empleados

Técnicos "manuales"

Expertos

Técnicos de gabinetes de estudios

Racionaliza dores Operadores

Trabajadores de edad

Artesanos de servicios

Obreros de mantenimiento

Pero si los diversos niveles de dominación y de conflicto social no se superpusieran en amplia medida, no se concedería tanta importancia a la estructura de clases de una sociedad. Esta observación da toda su importancia al concepto de tecno-burocracia propuesto por

Gurvitch, que destaca la vinculación no solamente de la tecnocracia y la burocracia, sino también del tecnicismo. La existencia de grandes organizaciones de producción, que pueden hallarse orientadas simultáneamente hacia el poder más que hacia el progreso, burocratizadas más que organizadas, y ser tecnicistas más que estar racionalizadas, constituye uno de los problemas sociales más importantes de las sociedades industriales avanzadas. Este problema es tanto más grave ■—y las consecuencias de la tecnoburocracia tanto más gravosas— cuanto mayor es la unidad del sistema de decisión política, económica y militar. La forma extrema de esta patología social es el totalitarismo; es decir: la sumisión del conjunto de la sociedad a los instrumentos del desarrollo económico y del progreso social, sacrificando sus fines a su propio poder. El totalitarismo es diferente del despotismo, que es el poder absoluto del aparato estatal; el despotismo es generalmente tanto más acentuado cuanto más limitado es el campo de acción del Estado y cuanto menos se presenta este último como el instrumento del desarrollo y del progreso, recurriendo a otros principios de legitimidad, como la defensa nacional, la salvaguarda de los intereses de un grupo supuestamente superior por naturaleza, o la herencia. Un régimen totalitario se manifiesta menos por el acaparamiento de las riquezas que por el control absoluto de la información en todas sus formas, desde el contenido de los mass-media hasta los programas escolares y la doctrina de los movimientos juveniles.

2. Frente a estas amenazas, que se centran en la dominación política y no en el beneficio privado, sería ilusorio hacer un llamamiento a la resistencia de la «clase obrera», salvo que se dé a esta expresión un sentido muy vago, que permita designar así a la masa de quienes reciben las órdenes, están sometidos a unas reglamentaciones, viven de un salario y escuchan o contemplan programas retransmitidos para ellos. Pero este empleo nuevo de una noción vieja tiene muchos más inconvenientes que ventajas. En particular, permite creer, erróneamente, que la oposición a las nuevas formas de dominación debe nacer, naturalmente, en las mismas categorías sociales que en otro tiempo, lo cual parece ser desmentido por los hechos. También es anacrónico tratar de definir ejércitos sociales enfrentados los unos a los otros. Cuanto más se pasa de las sociedades de acumulación a las sociedades de programación, más relieve cobra la importancia de las relaciones de poder frente a la oposición de los agolpamientos sociales. La consecuencia de ello es que los movimientos sociales no pueden ser «primarios», basarse esencialmente en el movimiento interno de la reivindicación y en el papel de «militantes» surgidos de la masa. Este proceso de formación interna sigue teniendo una importancia innegable, pero limitada. La distancia entre la expresión directa de un problema social y su transformación en movimiento social no deja de aumentar, lo cual implica a la vez el acrecentamiento del papel de la información de masa y la formación de élites de oposición. 3. Pero es preciso afirmar claramente lo siguiente: la condición proletaria, en una sociedad en vías de enriquecimiento y de institucionalización de los conflictos del trabajo, ya no puede ser el tema central de los debates sociales. El control de la información, la autonomía de las colectividades locales y la «desestatización» de las instituciones universitarias, la adaptación del trabajo a la mano de obra, y una auténtica política de rentas, en cambio, constituyen los objetivos en torno a los cuales pueden organizarse y se organizan los movimientos sociales. Incluso cabe plantear la hipótesis de que los problemas sociales más «sensibles» son aquellos en los cuales la tecnocracia, los consumidores y los profesionales se hallan más directamente frente a frente, es decir, los planteados por la educación, la sanidad pública y la organización del espacio social. La opinión pública los aprehende menos fácilmente que los problemas del trabajo, pues éstos son explicados y tratados por las organizaciones sindicales desde

hace mucho tiempo; pero no parece que sea menos sensible a ellos, sino lo contrario, pues hoy poseen una generalidad de la que carecen los problemas del trabajo, fragmentados por la diversidad de las negociaciones colectivas; los primeros poseen también una importancia directamente política, pues ponen en cuestión inmediatamente no ya unos mecanismos económicos, sino los sistemas de decisión social. No es posible desarrollar aquí estas proposiciones, pero era indispensable presentarlas siquiera brevemente, pues la sociología de las clases sociales no se distingue realmente del estudio de la estratificación social más que en la medida en que es la definición de los terrenos, los objetivos y los medios del poder de una parte de la sociedad sobre otras. El estudio del capitalismo ha sido lo que ha dado su importancia al análisis de las clases sociales en las sociedades de acumulación privada; y es ahí donde la violencia de los conflictos le ha dado su dramático atractivo. Hoy, el estudio del control del equipo económico y social es lo que permite definir las fuerzas sociales que se hallan frente a frente, y también lo que ayuda a prever la formación de nuevos movimientos sociales en las sociedades definidas a la vez por la programación económica y por las exigencias crecientes del consumo privado. Al situarse en esta perspectiva es posible dar toda su importancia al estudio de los cambios y de las reacciones que suscitan. Hablar de resistencia al cambio es peligroso: esta expresión invita a aceptar el cambio como un progreso necesario, al que sólo pueden oponerse la ignorancia, la rutina y el tradicionalismo. Por el contrario, se trata de saber en primer lugar en qué condiciones el cambio se convierte en progreso; cómo los trabajadores, o, más en general, los actores sociales pueden participar. en las transformaciones sociales y controlarlas, defenderse contra la arbitrariedad y sustituir las pretendidas exigencias de la racionalización (del tipo de la one best way taylorista) por un debate abierto sobre los fines y los medios del desarrollo. El objetivo principal de los movimientos sociales modernos es, mucho más que la lucha contra el beneficio privado, el control del cambio. Por tanto hay que evitar dos errores opuestos. El primero consiste en creer que los conflictos sociales globales son sustituidos por gran número de tensiones y de conflictos particulares; el otro consiste en contentarse con un aggiornamento de los análisis que resultaban adecuados para el capitalismo liberal.

No es posible superar estos errores opuestos más que subrayando la decadencia de las clases «reales», grupos concretos definidos por un tipo de relaciones sociales y de cultura y la formación de clases definidas más directamente por su relación con el cambio y el poder de dirigirlo. Las clases dominadas no se definen ya por la miseria, sino por el consumo y la ejecución, y, por tanto, por la dependencia de formas de organización y de cultura elaboradas por los grupos dirigentes. No son excluidas, sino integradas y utilizadas. En nuestras sociedades, pues, un movimiento de clases se manifiesta a la vez por una lucha directamente política y por el rechazo de la alienación; por tanto, por la rebelión contra un sistema de integración y de manipulación. Se trata de una acción política y cultural más que económica; he aquí lo esencial, la diferencia con el movimiento obrero formado en oposición al capitalismo liberal. Semejantes movimientos empiezan apenas a formarse, pero siempre hablan del poder más que del salario, del empleo o de la propiedad. En las sociedades anteriores, los movimientos populares hacían siempre un llamamiento a la comunidad y al trabajo en contra de unos dirigentes que detentaban privilegios personales y no eran productores. En la sociedad programada, los dirigentes son, por el contrario, los organizadores de la producción, y defienden menos unos privilegios personales que el poder del aparato. La acción desarrollada contra ellos no se centra ya en la defensa de un grupo real: es a la vez rebelión contra un dominio multiforme y lucha contra el poder. En la sociedad capitalista, el socialismo ha sido la voluntad de conquistar el Estado para destruir el poder de los capitalistas. Pero la separación entre el Estado y la sociedad civil pertenece al pasado desde que el poder ejecutivo ha sido sustituido por lo que B. de Jouvenel llama el poder activo. Los movimientos populares, por tanto, se orientan menos hacia una acción propiamente institucional y recurren cada vez más a la autogestión, esto es, a la rebelión contra los poderes. Pero sólo pueden conseguir importancia duradera si esta reivindicación libertaria se vincula estrechamente a un programa de transformación de la gestión económica. Y establecer esta vinculación será un proceso largo y difícil.

De ahí la dificultad del análisis sociológico: si registra las conductas y las opiniones directamente observables, corre el peligro de cegarse para las tendencias nuevas; solamente un estudio profundo de los movimientos sociales nacientes, de sus contradicciones internas, de su acción efectiva más que de sus ideologías, puede aislar la naturaleza nueva de los conflictos y de los movimientos sociales en nuestra sociedad. 4. Sería defender muy mal la importancia de los conflictos de clases en las sociedades programadas reducir a ellos todos los problemas sociales y todas las conductas colectivas. Con demasiada frecuencia se confunden dos proposiciones que sin embargo son independientes la una de la otra: la primera afirma el papel central de los conflictos de clases en la dinámica social y política; la segunda señala que lo fundamental de las conductas sociales debe ser analizado, finalmente, en términos de clases y de conflictos de clases. Esta segunda proposición es la que ha dado su importancia política a la noción de clases. Pero empobrece innecesariamente el análisis sociológico e incluso, en las condiciones actuales, cuando se forman nuevas clases y nuevos conflictos de clases, conduce, paradójicamente, a debilitar el análisis de las relaciones de clases porque las considera en todas partes en general y en ninguna precisamente. No es posible mantener la validez de un análisis de la sociedad como sistema de clases, como pretendemos, más que afirmando al mismo tiempo que los problemas de clases sólo constituyen una particular categoría de hechos sociales; y que hoy son tanto más importantes para la reflexión cuanto que la opinión tiende a no prestarles la suficiente atención, pero cuyas manifestaciones y consecuencias no siempre son más espectaculares que las de otros problemas vinculados a la estratificación social o nacidos de los peligros de guerra atómica. Al nivel de la sociedad global, y al de las organizaciones particulares, existen problemas que ya no están vinculados al sistema de las clases sociales. Se trata, por ejemplo, de los problemas de que habla Dahrendorf, y que Parsons, acusado a veces injustamente de atender sólo al consenso y el equilibrio social, describe con mucha nitidez.1' La desigualdad de los niveles de cualificación, de educación y de autoridad no solamente entraña tensiones y conflictos, sino que tiende a constituir ambientes que poseen una cultura particular y que dan a sus hijos diferentes posibilidades iniciales. La imagen de las grandes organizaciones que ofrece M. Crozier va más lejos, y se extiende acaso al conjunto de la sociedad, coincidiendo con las conclusiones de J. Meynaud y de los observadores de los grupos de presión.

Presenciamos, efectivamente, una dislocación de las escalas jerárquicas, debido a la vez a la multiplicación de las categorías de nivel intermedio y a la complejidad creciente de los canales de influencia. Ello implica una mayor inseguridad colectiva; un desarrollo frecuentemente anárquico de la competencia y de las negociaciones entre grupos sociales, organizaciones y profesiones; dificultades cada vez mayores para adaptarse a cambios rápidos, y el desarrollo, subrayado por Janowitz, a consecuencia de una acentuada movilidad social, de los prejuicios sociales y étnicos. Lo importante es que los problemas nacidos de la diferenciación, de la movilidad y del cambio social pueden aparecer cada vez menos como signos de un conflicto de clases más general. Son de otra naturaleza. Estratificación y clases sociales no son solamente dos nociones que el análisis debe distinguir: son, ante todo, dos conjuntos distintos de realidades y de problemas sociales. Su separación es una de las razones fundamentales de la disociación de los problemas de clases y los problemas políticos. No se trata de que los problemas de clases carezcan de expresión política. Por el contrario, esta expresión —como se ha dicho ya—■ es más directa que antes, por el hecho de que la oposición de las clases se define más directamente en términos de control del poder de decisión socioeconómica. Pero el sistema político es a la vez un sistema de influencia y un instrumento de toma de decisiones que afectan a la estructura de clases y la reflejan. Los partidos políticos son a la vez coaliciones que tienden a conquistar la mayoría de los sufragios e intenciones de acción política colectiva, que pueden ser analizadas en términos de clas.es. Nuestro análisis equidista, pues, del análisis de Dahrendorf, para quien las clases son la expresión de la distribución desigual de la autoridad en las organizaciones, y del análisis que contempla el nacimiento de un régimen tecno-burocrático, inevitable o amenazador, sea para aprobarlo o para condenarlo. La estructura de clase se define en términos de poder económico y social, no en términos de organización, y tampoco en términos de régimen político. Ello permite afirmar que esta estructura puede ser estudiada en todos los tipos de sociedades industriales, pese a oponernos a la idea, que se está formando ante nuestros ojos, de un tipo general de sociedad industrial, definido por la dominación del poder tecno-burocrático. De la misma manera que una sociedad capitalista puede definirse al mismo

tiempo por la naturaleza de las fuerzas y de los grupos que tienen acceso al poder político —clases dominantes antiguas, masas urbanas, militares, políticos locales, etc.—, tampoco hay razón alguna para afirmar que una sociedad en la que existe la amenaza tecno-burocrática puede ser analizada enteramente sólo desde este punto de vista. Por una parte, las condiciones en las que se ha producido la acumulación del capital —en nombre de capitalistas nacionales, de una potencia extranjera, de dirigentes políticos nacionalistas o revolucionarios — continúan caracterizando profundamente a todas las sociedades industriales avanzadas; por otra, el acceso al poder de las categorías no dirigentes es muy variable, pero raramente es nulo. Por otra parte —y esto es más importante aún—, la existencia de un poder tecnocrático no excluye por sí misma la de un proceso político, y, por tanto, la expresión política de exigencias sociales más o menos diversificadas y más o menos elaboradas. Sólo ocurre de diferente manera cuando las fuerzas dirigentes renuncian a su papel de desarrollo para defender solamente un aparato institucional. Dejan de actuar entonces como una clase social para no ser más que un grupo político dirigente. Los tecnócratas no defienden solamente su poder; hay una cierta autonomía de los objetivos del desarrollo por relación a la gestión social del crecimiento y del cambio. Ello permite una presión social ejercida en nombre del desarrollo, pero que pone en cuestión la gestión de éste. Por tanto, sólo existen conflictos de clases en la medida en que existe un proceso político. Si se reduce al poder del grupo dirigente, los conflictos de clases son sustituidos por una lucha política permanente. La obra de desarrollo económico y la voluntad de transformación social entran en relaciones muy diferentes según las condiciones del cambio económico y social. Cuanto más importantes son los obstáculos que debe superar una sociedad para industrializarse, más fuertemente se vinculan «en la cumbre» las dos exigencias de desarrollo y de democracia. El caso extremo es el de un gobierno revolucionario que garantiza el crecimiento y al mismo tiempo nuevas formas de participación social, frecuentemente a costa de constricciones políticas fuertes o dictatoriales. En este caso, el poder es a la vez muy tecnocrático y muy «popular», y ello se manifiesta por la sumisión de todos los elementos de la organización social al acentuado dominio de un partido y de una ideología. Hemos recordado ya que semejante sistema puede conducir al totalitarismo, pero este tipo de régimen no puede calificarse de tecnocrático: el espíritu de partido y la fidelidad ideológica son en él principios más fuertes que el servicio a la racionalidad técnica e ideológica. El tema aparece constantemente en las

declaraciones del actual comunismo chino. Por el contrario, cuanto más se ha modernizado una sociedad sin graves crisis interiores, sin haber tenido que superar la resistencia de las antiguas clases dominantes o la dominación extranjera, más débil es la cohesión de las élites dirigentes; y la democracia utiliza entonces métodos liberales. El resultado es que los ciudadanos están más sometidos a controles económicos que a obligaciones políticas. El funcionamiento de estos dos tipos extremos de sociedades industriales es casi completamente diferente y no hay razón alguna para pensar que semejantes diferencias tengan que desaparecer, sobre todo si se tiene en cuenta la creciente distancia económica que separa a las sociedades desarrolladas de las sociedades subdesarrolladas. Por consiguiente, es arbitrario definir un régimen político únicamente por el poder más o menos grande que poseen en él los dirigentes tecnocráticos. Las clases dominadas no son solamente las víctimas de los dirigentes, y éstos nunca son la expresión pura de los intereses propios del aparato de producción. El conflicto de clases no define la mecánica interna de una sociedad, sino solamente el debate principal que se establece entre una voluntad de desarrollo y una exigencia de democracia social, que pueden no ser igualmente defendidas por los mismos actores ni ser enteramente opuestas por la separación entre unos dirigentes meramente productivistas y unos dirigidos preocupados tan sólo por el consumo y la participación directa. Puede ocurrir que las dos orientaciones normativas principales de una sociedad industrial se entremezclen de diversas maneras en todas las categorías sociales, o que, por el contrario, la dicotomía de la sociedad sea muy acentuada. Pero no existe fatalidad alguna que privilegie este estallido, ni ningún tipo general de sociedad industrial, desde el más liberal hasta el más autoritario, que sea por naturaleza más propicio a la formación de un régimen tecnocrático. Al finalizar este estudio, que ha pretendido referirse a la evolución de los hechos sociales más que a la definición de un concepto, es necesario obtener de él una conclusión general, relativa a la utilidad de la noción de clase social para el conocimiento de las sociedades industriales avanzadas. Esta conclusión sólo puede hacer suya una proposición presentada ya.

A medida que se desarrolla la civilización industrial, asistimos a la disolución de las clases como «seres» sociales, como ambientes sociales y culturales reales, y a la extensión de las relaciones de clases como principio de análisis de los conflictos sociales. En la medida en que el progreso se realiza por acumulación en un sector particular de la sociedad (el tesoro del Estado, el grupo de los grandes propietarios terratenientes o la empresa capitalista), la sociedad se encuentra dividida entre la gran masa de quienes viven en una economía de subsistencia, que disponen solamente de los recursos necesarios para la reproducción de la fuerza de trabajo, y la categoría limitada de quienes acaparan el excedente disponible debido a la conquista, al comercio y a la ganancia. La sociedad está dominada por esta contradicción interna. La industrialización transforma radicalmente esta situación casi desde el principio. La rápida elevación de los recursos disponibles sustituye la acumulación por la inversión antes de transformar esta última en equipo, noción más amplia que engloba todas las formas de preparación y de empleo racionales, no solamente de lo que se denominan factores de la producción, sino también, y ello cada vez más, de los sistemas de organización y de decisión que los ponen en funcionamiento. Schumpeter, uno de los primeros en hacerlo, al insistir en el papel del empresario, ha definido una transformación a la que los estudios sobre la organización y la planificación económica han dado un sentido cada vez más amplio. La productividad, la eficiencia, la racionalidad de las políticas de formación de los hombres, la ordenación territorial, la organización de las comunicaciones y de los sistemas de autoridad en las grandes organizaciones son elementos del progreso económico más útiles hoy para el análisis que los tradicionales «factores de la producción»: capital, trabajo y tierra. Ya no es la concentración de los excedentes disponibles, sino la organización racional del equipo técnico y humano lo que preside el desarrollo económico. En estas condiciones, la aparición de dos clases fundamentales, reducida a su subsistencia la una y administrando la otra los excedentes, y constituyendo ambas dos medios separados, pierde importancia. En este sentido, se puede afirmar que la existencia de clases sociales, concebidas como seres sociales, y la de la sociedad industrial son, por su mismo principio, incompatibles, de la misma manera que el mantenimiento de situaciones «transmitidas» es incompatible con la formación de una sociedad basada en la adquisición y en la creación

(achievement). ¿Quiere decir esto que las sociedades industriales avanzadas no tienen una estructura de clases, sino solamente un sistema de estratificación, y que tienen también un sistema político cada vez más complejo, en el que concurren grupos de presión y coaliciones formadas para la conquista de los centros de decisión? Ésta es la conclusión que no se acepta, al hablar de la formación de nuevas clases sociales. El crecimiento económico y el cambio social están dominados por un conjunto más o menos unificado de aparatos de decisión y de organización. Frente a estos aparatos se forman a la vez resistencias o rebeliones y una voluntad de control democrático de los instrumentos y de los resultados del crecimiento y del cambio. Se forman clases «reales» en la medida en que la dominación ya no está concentrada y en que las categorías dominadas son suficientemente conscientes de sus intereses para defender un contramodelo de desarrollo en lugar de oponer solamente unos intereses sociales a unas presiones económicas. La naturaleza de los agrupamientos así constituidos define diversos tipos de sociedades programadas, pero se inscribe, cualquiera que sea su diversidad, en la unidad de los conflictos sociales formada en torno a unas orientaciones del desarrollo. Hablar de clases sociales es, pues, aludir a problemas de clases más que circunscribir unos agrupamientos. Y esto es solamente el término de una evolución iniciada con los comienzos de la industrialización, la cual, manteniendo ante todo los mecanismos de acumulación capitalista, ha obligado a considerar cada vez más un sistema de acción social que a unos seres sociales. El análisis de las clases sociales no ofrece por tanto un marco general para el conocimiento de las sociedades industriales, pues constituye sólo un elemento de ellas. Ello acaso le despoje de su atractivo, pero no disminuye en absoluto su importancia. Al lado del estudio del sistema social, de su estratificación y de las relaciones entre sus elementos, y también al lado de un análisis político de los conflictos y de las negociaciones entre unidades separadas, que forman unas fuerzas sociales constituidas, debe afirmarse la importancia de un conocimiento de las orientaciones, de las clases y de las relaciones de poder de una sociedad; en una palabra: de su experiencia histórica, orientada por valores de los cuales ninguna de las partes es el depositario exclusivo, y que sólo se realizan por los debates y las contradicciones que dan vida a esa experiencia. La estructura de clases es el espejo roto en el que la sociedad reconoce, como algo único pero

que ha estallado, el sentido de su acción. 5. Este estudio de prospección puede ser aceptado al menos como una reacción útil contra las ilusiones mantenidas en torno a los temas de la abundancia y de la sociedad de masa. A principios de la industrialización francesa, Balzac atendió al frenesí del dinero, al desquiciamiento de la sociedad; pero hubo que aguardar hasta 1848 para que aparecieran a plena luz los problemas del trabajo industrial y del proletariado. ¿Nos hallamos acaso en la sociedad nueva que se está organizando ante nuestros ojos, en un momento comparable a aquel en el que escribía Balzac? Europa occidental ha entrado desde hace sólo diez o quince años en el consumo de masa. Está fascinada por el automóvil y la televisión, y ávida, al mismo tiempo, de disfrutar de un nivel de vida mejor. Es natural que los nuevos ricos europeos, salidos de la pesadilla de la crisis y de la guerra, no vean en un primer momento más que el ascenso de la abundancia y no hayan aprendido todavía a reconocer y a expresar los nuevos problemas sociales. Pero ¿hay que ceder enteramente a la fascinación de las luces nuevas? Hay que ceder a ello, ciertamente, y dejar de buscar contra toda evidencia las huellas de unos problemas y unas luchas pasadas; también hay que conservar un recuerdo bastante claro de lo que fueron la industrialización europea y las luchas obreras, y no echar a perder unas palabras cargadas de historia hablando al menor pretexto de clase obrera, de proletariado, de miseria y de revolución, como si nada hubiera cambiado. Pero, sobre todo, no hay que contentarse con el nuevo liberalismo del laisser-consommer, laisser-changer, como si el camino del futuro, empedrado de abundancia, de buenas relaciones humanas y de «poderes compensadores», sólo estuviera obstaculizado por los vestigios del pasado. Es verdadero y falso a la vez que los conflictos se sitúan cada vez más en el orden del consumo que en el de la producción. Verdadero, ya que esta afirmación, tan difundida, tiene el mérito de romper con viejos modos de análisis, de subrayar que la empresa y la acumulación privadas ya no son el elemento central de gestión de las nuevas sociedades industriales, que son sistemas de decisión político-económica más que sociedades de beneficio y de propiedad. Y es falso porque la defensa del consumo es insuficiente para definir la acción reivindicativa de las clases dirigidas. Las formas extremas de las contradicciones sociales pueden desembocar en un giro masivo de la inversión, en una limitación autoritaria del consumo privado en beneficio del poder del Estado o de las grandes empresas, pero la

acción de los tecnócratas se justifica con frecuencia fácilmente en este terreno, mostrando que una acrecentada productividad implica siempre, tarde o temprano, una elevación del nivel de vida. El consumo puede concebirse como un elemento del sistema económico o como la expresión de la libertad de los individuos y de los grupos. Por ello, lo que hay que oponer a la productividad no es el consumo en general, sino la vida privada. Hoy, los ciudadanos enriquecidos corren el peligro de ser sometidos a las necesidades del reforzamiento del poder de producción; de ser manipulados por las propagandas, las publicidades, los estimulantes financieros. Lo que pueden oponer a estas presiones sociales no es su simple deseo de consumir más, que los conduce tanto a conformarse con la política de los dirigentes como a oponerse a ellos, sino su necesidad de mantener una cierta unidad, un cierto grado de previsibilidad en su vida personal, tanto en el trabajo como en el conjunto del sistema económico y social. Masificación y privatización son, según la expresión de E. Morin, los dos principios complementarios y opuestos sobre los que se basan la dinámica y los conflictos sociales de las sociedades industriales avanzadas. Aunque sea todavía temprano para que las nuevas divisiones sean reconocidas y reciban un nombre, para que los medios de las nuevas luchas sociales sean definidos y discutidos consciente y apasionadamente, es necesario ya tratar de definir una nueva estructura social, de nuevos conflictos, de nuevos movimientos sociales. Hoy le corresponde al sociólogo, como ayer al economista, escribir la historia del mañana.

2 EL MOVIMIENTO ESTUDIANTIL: CRISIS Y CONFLICTO Finalizada la guerra, las condiciones que produjeron el crecimiento económico y sus efectos por una parte y las tensiones y conflictos internacionales por otra, atrajeron la atención tan completamente que fueron muchos los que paulatinamente se fueron acostumbrando a pensar que, una vez superada la etapa de despegue, nuestras sociedades industriales ya no se verían amenazadas por grandes conflictos sociales internos. De pronto comenzaron a estallar movimientos estudiantiles casi al mismo tiempo y en países diversos: unas veces se mantienen dentro de los recintos universitarios, pero en otros casos desencadenan crisis políticas y sociales de carácter general. Y en todas partes replantean el problema de las alternativas fundamentales y, en consecuencia, del poder en nuestras sociedades, elevándose por encima de la crítica a una institución particular. Vamos a tratar en primer lugar el tema del nacimiento de los nuevos movimientos sociales, que se han ido formando lentamente a lo largo de las transformaciones sociales y culturales de las últimas décadas, pero que sólo hoy se presentan con toda su fuerza. Estos movimientos sociales nuevos no surgen con la claridad que seguramente les dará el futuro análisis sociológico e histórico. Al formarse en un período de cambio social rápido el acontecimiento que constituyen no tiene un sentido unívoco. Resistencia al cambio, irregularidad, crisis institucional unen sus efectos a la acción del propio movimiento social, es decir, a la lucha que un actor histórico lleva a cabo para conquistar el control de los instrumentos y de los efectos del cambio social, combatiendo contra uno o varios adversarios empeñados en un esfuerzo semejante y antagónico. Por tanto, antes de interrogarse sobre la naturaleza, formación y dinámica de estos movimientos, hay que realizar un paciente esfuerzo para separar e individualizar los hechos que se mezclan en él. I. Crítica de las interpretaciones globales Ante un movimiento estudiantil violento y rico a la vez en interpretaciones sobre su propia acción existe un peligro inmediato de caer en dos tentaciones opuestas al entrar en su análisis.

Por una parte, buscar al margen de las intenciones de los actores las razones de su conducta. ¿No es evidente que el movimiento ha encontrado sus fuerzas principalmente en las facultades que funcionaban peor? Muchos estudiantes de las facultades de letras y en particular en el terreno de las ciencias humanas sólo tienen unas perspectivas profesionales vagas. Más generalmente: al aumento numérico de los efectivos sólo ha seguido un parcial aumento de los diplomas que se expiden. La organización universitaria está en crisis porque una considerable proporción de estudiantes no llega al término normal de sus estudios y porque además los diplomas y la formación que se reciben no parece que sirvan como preparación para las futuras tareas profesionales. El análisis de la situación de las grandes escuelas científicas por oposición a las facultades

confirma y refuerza las observaciones anteriores. Los alumnos de las clases que preparan directamente para los concursos de entrada y a fortiori los alumnos de las grandes escuelas tienen prácticamente la seguridad de que, una vez terminados los estudios, encontrarán un empleo que en la mayoría de los casos corresponde a sus expectativas. De aquí que en líneas generales se queden al margen del movimiento, utilizándolo para modernizar sus escuelas más que participando en su empuje político y social. Sin embargo, el tipo de explicación anterior revela inmediatamente su debilidad. No puede explicar por qué y cómo el movimiento ha desbordado el marco universitario para someter a crítica el conjunto de la sociedad y de la cultura. En el caso francés el desbordamiento es evidente. Mientras que en Alemania la fase de la Universidad crítica ha sido larga y activa, en Francia no existe una continuidad directa entre la crítica de la Universidad y de la enseñanza que en ella se imparte —crítica en la que participaron de forma particular los estudiantes de letras de la Sorbona durante el curso 1964-65— y la crisis de la primavera de 1968. En Nanterre el tema de la Universidad crítica sólo fue episódico y no se discutió más que algunos días entre finales de marzo y comienzos de abril. Desde sus inicios el movimiento estudiantil se ha visto arrastrado por su empeño en salir de la Universidad, establecer relación con los militantes obreros y llevar a cabo una acción propiamente política. La población en su conjunto ha vivido los acontecimientos de mayo y junio como una crisis general y no como una revuelta universitaria. Por otra parte, el análisis tiende a identificarse con la conciencia y el razonamiento de los mismos actores. En este caso el movimiento aparece como empujado por un proyecto anticapitalista, la esperanza en una sociedad nueva liberada no sólo del régimen gaullista, sino, de manera especial, de una clase dirigente y de todas las formas de su dominio sobre la sociedad. Este tipo de análisis conduce a dar primacía a las formas de acción del movimiento. Efectivamente, es imposible definir las concepciones y el programa de la acción estudiantil. Las diferencias entre los distintos grupos son lo suficientemente profundas como para hacer ilusoria una tentativa de este tipo. ¿Qué hay de común entre la Federación de Estudiantes Revolucionarios y las Juventudes Comunistas Revolucionarias, entre D. Cohn-Bendit y J. Sauvageot? Es natural, por tanto, que se insista en la práctica del movimiento. En este sentido, Michel de Certeau considera que el hecho esencial es el de tomar la palabra. Claude Lefort insiste en el rechazo de cualquier programa limitativo, de toda organización obligatoria. El movimiento se define por su capacidad para superar

sus propios objetivos. Cosa que los desamparados profesores habían observado con susto. ¿Para qué negociar y hacer concesiones? Lo que en un momento determinado reivindicaban con pasión parecía perder, todo interés para los estudiantes una vez que lo habían conseguido. Edgar Morin encontró en seguida la formulación general de este tipo de aproximación. El movimiento se define menos por sus objetivos que por el tipo de comunidad que crea. De la misma manera que frecuentemente la función principal de una huelga es crear una solidaridad obrera más que obtener un aumento salarial, también la comuna estudiantil tiene su propia razón de existencia. Una antisociedad se opone al orden social dominante. Por encima de la diversidad de las ideologías, en la práctica el acuerdo se realiza en base a un nuevo tipo de relaciones humanas, de decisiones y de combates. No obstante, esta aproximación, en el límite, se reduce a la descripción. A pesar de las apariencias se incorpora a lo mismo que se opone. La definición de un movimiento por el movimiento mismo recurre necesariamente al tipo de explicación que se mencionaba en primer lugar. Un grupo humano se encuentra encerrado en una organización universitaria profundamente inadaptada y que a menudo se vive como un sinsentido, transformándose, por tanto, en grupo primario cuya acción no tiene más significación que desarrollar la solidaridad de grupo y su ruptura con la sociedad global. ¿Se puede hablar de movimiento social cuando la acción de un grupo no se define por su contraposición con el adversario y, en consecuencia, por su esfuerzo para controlar el conjunto del campo social en el que se sitúa su conflicto? No es el hecho de que la Universidad pierda su papel instrumental lo que obliga a los estudiantes a quedar reducidos a una acción puramente expresiva, acción que puede ser muy eficaz en cuanto que mediante su rechazo y su revuelta desorganiza la organización social establecida, pero que se encierra en una alternativa desastrosa: o bien el rechazo conduce a la marginación o desemboca en la destrucción del orden social, encontrándose entonces impotente ante los problemas de gestión y de dirección política de la sociedad. Es cierto que la falta de perspectivas de ese movimiento importa poco. Su impotencia política no disminuye su importancia histórica. Sin embargo, la imagen que acaba de dibujarse empobrece la realidad observable, al menos tanto como el primer tipo de interpretación, pues es a la vez muy próxima y muy lejana. No es verdad que el Movimiento de Mayo haya sido absorbido por su propia

expresión. La espectacular ocupación de la Sorbona, la abundancia de mítines, discursos y carteles, el reino de la palabra fascinan al espectador, pero no son más que un aspecto del Movimiento de Mayo. En Francia como en otras partes la acción del estudiante no ha sido puramente expresiva. Ha definido adversarios y combates. Al igual que en los Estados Unidos el movimiento de Berkeley o el de Columbia no pueden separarse de la lucha contra la guerra de Vietnam ni de la revuelta negra, lo mismo que en los países socialistas la acción estudiantil ha participado en la lucha contra la tecnoburocracia staliniana o post-staliniana, en Francia la gran tarea fue casi inmediatamente la unión de estudiantes y obreros contra el régimen gaullista y la sociedad capitalista. La noche de las barricadas condujo a la huelga general y los últimos combates importantes tuvieron lugar en los alrededores de la factoría de Renault en Flins. Constantemente la lucha salió de las facultades, se desarrolló en la calle bajo la dirección de estudiantes y jóvenes trabajadores cada vez más unidos. Por encima de la toma de la palabra se desarrolló una acción propiamente política, en ciertos aspectos privada de programa, de estrategia y de organización, pero deliberadamente dirigida contra el adversario en lugar de replegarse en la proclamación de una comuna estudiantil. Hay que recordar, finalmente, que lo propio de una comuna es crear un nuevo poder, tomar decisiones, nombrar y destituir, promulgar leyes, un gobierno, una justicia, mientras que el movimiento estudiantil no se ha constituido en ningún momento ·—y las excepciones tienen

poca importancia— como poder. En algunas fábricas y oficinas se ha hablado de autogestión, pero en la Universidad la autogestión no fue proclamada ni instaurada. El movimiento estudiantil se ha definido por su lucha constante, sin caer en la ilusión de un poder que se podía haber establecido en el campus de algunas facultades. Esta doble crítica nos lleva a dos conclusiones: en primer lugar, el movimiento estudiantil es un movimiento social, es decir, una acción dirigida por grupos sociales particulares para conseguir el control del cambio social. Tiene objetivos y sentido políticos que deben ser comprendidos, por tanto, no ya a partir de la crisis de la organización universitaria, sino partiendo de los conflictos y contradicciones de la sociedad, de su sistema social y político. En segundo lugar, los acontecimientos no implican un tipo único de explicación: irregularidad, revuelta y revolución mezclan sus efectos en el mismo campo cronológico y geográfico. En consecuencia, hay que proceder en dos etapas: primero, aislar en los acontecimientos los diversos sentidos que se encuentran confundidos en ellos y que sería vano querer unificar mediante una explicación global de golpe. Después, estudiar la dinámica del movimiento, es decir, las relaciones y formas en que se encadenan los aspectos diferentes que el análisis ha separado previamente. De esta forma nos acercaremos a un estudio más histórico, pero transformado y enriquecido por el análisis sociológico.

II. Diversos aspectos del movimiento a) La crisis universitaria

La descomposición del sistema universitario es el aspecto más visible de la presente crisis. En términos generales, es también el aspecto que se analiza peor. La naturaleza y formas de la crisis de la institución universitaria difieren mucho de un país a otro. Limitándonos al caso francés nos damos cuenta inmediatamente de la paradoja que representa una Universidad en pleno crecimiento cuyos efectivos aumentan con gran rapidez y cuyos establecimientos se multiplican desde hace diez años, y que continúa con unos objetivos y una organización que no han sido transformados profundamente. El viejo molde se ha resquebrajado bajo la carga; a pesar de un cierto número de modificaciones parciales, lo cierto es que no ha sido reemplazado por un molde nuevo. ¿Cómo explicar la paradoja del crecimiento sin desarrollo ni transformación del sistema universitario? Por extraño que parezca, apenas contamos hoy con análisis y explicaciones de un fenómeno tan importante. Por tanto, vamos a esbozar una posible línea de análisis. Parece que la renovación de un sistema institucional está ligada a la conjunción de dos fuerzas opuestas: la presión que ejerce una nueva demanda social y una fuerte capacidad de decisión y organización, ya que una institución, y en particular la universitaria, no puede ser la transcripción directa de un movimiento ni tampoco un cuerpo «le reglas e instrumentos de funcionamiento. Tanto en la época napoleónica como en las primeras décadas de la III República, el ascenso económico, social y político de nuevas categorías o clases estuvo en Francia asociado al poder del Estado, que de hecho detentaba el monopolio de la producción universitaria. Por el contrario, en el período presente no sucede nada. de esto. La situación política hace que el ascenso colectivo de la clase obrera no se haya producido. Es cr.cto decir que la Universidad se abre a categorías sociales nuevas, pero este movimiento no es probablemente más importante que el movimiento inverso, aquel mediante el cual las clases ricas Utilizan la Universidad para proporcionar a sus hijos e hijas los medios —pagados por la colectividad nacional— para protegerse contra los riesgos de una recaída social. La facilidad que muchos estudios presentan, la inflación rápida de las facultades de letras, frecuentemente menos exigentes con respecto a los estudiantes, contribuyen en gran manera a aumentar el papel de paracaídas social de la Universidad. La democratización va

con retraso respecto del crecimiento en lugar de aventajarle. Por su parte, el Estado, aun cuando está capacitado para elaborar grandes proyectos nacionales, no trata de proporcionar los medios de una intervención activa en la vida económica y social. Lucha con sus propias tradiciones burocráticas. A pesar de los no despreciables esfuerzos de modernización, la Educación Nacional es una administración extraordinariamente vetusta, privada de medios de acción modernos. Así, pues, en el momento en que se establece una unión dinámica entre un Estado organizador y un empuje social, se observa cómo se forman estrechas relaciones entre notables de cada profesión y la burocracia administrativa. Tales socios se entienden fácilmente sobre el tema del crecimiento, que por una parte amplía el mercado del trabajo y por otra da testimonio de la vitalidad y estabilidad del sistema social. Sin embargo, experimentan las mayores dificultades cuando han de plantearse su propia situación y han de interrogarse sobre el nuevo lugar que la Universidad ocupa en la nación. La política se reduce a una gestión que se realiza mediante un constante vaivén entre notables, profesores y sindicalistas y funcionarios ejecutivos. Cada vez más las ideas y las realizaciones nuevas se refugian en los márgenes de la Universidad y particularmente en los organismos de investigación. La crisis de la Universidad no se debe a la tutela de un Estado todopoderoso, sino al papel de un Estado demasiado débil, incapaz de elaborar una política, sobre todo porque no ha sido transformado por la presión de las nuevas categorías sociales ascendentes. El corporativismo y la burocracia, formas debilitadas y a menudo caricaturescas del impulso social y de la capacidad de decisión política del Estado, se unen fácilmente para encerrar en sí mismo el cuerpo universitario y para crear esa extraña situación en que el crecimiento es la religión de todos, el sostén de las reglas establecidas y de los intereses adquiridos, el deseo común. La descomposición de la institución universitaria produce reacciones cada vez más violentas. La Universidad aparece como un sinsentido y como un polo de resistencia al cambio social. No obstante, a este nivel del análisis, aún no se puede comprender la formación de un movimiento social. Los comportamientos que explica el análisis que acaba de hacerse son ante todo el retraimiento, la indiferencia, la burla o el ritualismo. Se entra o no se entra en el juego, pero la

Universidad no se vive como un asunto serio. b) La rigidez de las instituciones La agitación que de esta forma se crea podría convertirse en una fuerza de cambio social y conducir a reformas. El crecimiento económico concentra la atención sobre el consumo, los precios y la vivienda. Los sindicatos manifiestan poco interés por los problemas universitarios que aún no les conciernen directamente. O más bien parece que el acceso a la educación debe ser una consecuencia de la elevación del nivel de vida, y una gran parte de los asalariados se prepara para conseguir que sus hijos entren en unas instituciones que respetan como algo lejano y donde empieza a parecer posible llegar. Más generalmente, estas categorías sociales están empeñadas en una serie de acciones reivindicativas que tienden a conseguir una mayor participación en los bienes de la sociedad más que a la transformación de ésta. La independencia política y el espíritu laico de muchos profesores y de sus organizaciones tienen también un gran valor para las fuerzas sindicales y políticas que concentran sus ataques sobre quienes detentan el poder económico y político. La Universidad tradicional en crecimiento apenas tiene enemigos a la izquierda. Por su parte los estudiantes son mal vistos: jóvenes burgueses que no producen, mal organizados, que intelectualmente lo critican todo, inspiran más desconfianza que simpatía. El movimiento estudiantil no tiene aliado organizado. El poder político, por su parte, está orgulloso del crecimiento y a la vez es impotente ante el juego secreto de los burócratas y notables, y sordo ante los estallidos. Apenas llamaron su atención las huelgas obreras más violentas ni las primeras oleadas del movimiento estudiantil. El mundo tecnocrático está satisfecho de su obra y al mismo tiempo inquieto ante los problemas económicos más inmediatos; está aislado por la ruptura de las antiguas formas parlamentarias de representación y por la constante preocupación de que no se creen otras nuevas; está dominado también por la personalidad de un jefe de Estado que no parece que nunca haya concedido una gran importancia a los problemas de la educación. Por todas estas razones, es incapaz de entrar en la vía de una transformación social de la Universidad. Sus briznas de reforma sólo tienden a liberar a una élite de ingenieros, expertos e investigadores necesarios para el crecimiento económico. Para él, la sociedad, entre el Estado y la economía, no existe a no ser como un fardo un poco demasiado pesado cuyas corrientes rutinarias acabarán por caer al ritmo rápido de los cambios económicos.

La agitación surgida con la descomposición del sistema universitario conduce necesariamente a la ruptura, porque no se lleva a la práctica ninguna institucionalización de los cambios y las tensiones. Esta disposición a la ruptura quizá se manifestaba más claramente en algunos profesores que en los estudiantes, pues los profesores tienen la mayor facilidad para hacer oír su voz y al mismo tiempo no pueden decir nada. Todos los observadores han insistido razonablemente en la rigidez del sistema universitario que impide su evolución progresiva, paso a paso, y permite una fácil propagación de los descontentos y las revueltas. Una de las funciones de la actual reforma es diferenciar la organización universitaria, lo cual debe permitir iniciativas y a la vez limitar las explosiones. c) Nacimiento de un movimiento social antitecnocrático La crisis de la Universidad y la rigidez del sistema de decisión política y administrativa explican la agitación, la revuelta y la ruptura. No explican la formación de un movimiento social que, más allá de la Universidad y a través de ella, pone en tela de juicio al régimen social y político en su conjunto. El movimiento estudiantil no ha tenido como objetivo una mejor adaptación de la Universidad a la demanda del empleo, ni la modernización de la organización universitaria. No ha intentado recomponer un orden descompuesto. Ha combatido a la vez la función social tradicional de la Universidad y de su enseñanza y el sentido de la evolución que se configuraba. No puede entenderse la existencia de este movimiento si no se conoce antes el nuevo papel de la Universidad en nuestras sociedades. 1. La Universidad y las fuerzas de producción. — El paso a la Universidad de masas significa en primer término que los estudiantes no pueden ya encontrar salidas en sectores profesionales bien delimitados y situados en la mayoría de los casos al margen del sistema económico. Médicos, abogados y profesores eran tres profesiones que hasta hace poco absorbían a la gran mayoría de estudiantes. Hoy estas salidas se han desbordado de dos formas: por una parte, un creciente número de alumnos ya no tiene salidas, ni siquiera termina sus estudios al ser eliminado por una selección progresiva y cuyos fundamentos nunca son explícitos. Por otra parte, y sobre todo, un creciente número de actividades intelectuales intervienen cada vez más directamente en el sistema de producción. El crecimiento económico no reposa ya solamente sobre la acumulación de capital y la utilización de una fuerza de trabajo manual

concentrada en fábricas industriales. Cada vez depende más del progreso técnico, de la investigación, de los métodos de gestión, de la capacidad de prever y organizar. Las técnicas intelectuales, las de las ciencias de la naturaleza y también las de las ciencias del hombre, se han desarrollado lo suficiente como para que la actividad universitaria no pueda definirse ya por la transmisión de una cultura y la preparación para profesiones «sociales». De aquí que el nuevo papel de la Universidad sea inseparable de una transformación económica y social más general. A partir del momento en que el conocimiento se convierte en una fuerza especial de reproducción, la organización de la enseñanza y la investigación se transforman en un problema de política general y las posibles alternativas en este campo ya no pueden estar en función del respeto a las tradiciones ni de las exigencias propiamente técnicas. 2. La tecnocracia y sus adversarios. — Lo que se llama tecnocracia no es la sustitución de las opciones políticas por las opciones técnicas. Una expresión tal no corresponde a ningún tipo de sociedad y sólo puede evocar una utopía sin mayor importancia. Ninguna sociedad puede reducir los fines a los medios y funcionar sin elección de objetivos y sin poderes. La tecnocracia es el poder ejercido en nombre del interés de los aparatos de producción y decisión, políticos y económicos, que aspiran al crecimiento y al poder y consideran la sociedad exclusivamente como el conjunto de los medios sociales que hay que utilizar para conseguir el crecimiento y el reforzamiento de los aparatos dirigentes que la controlan. El movimiento estudiantil es, en lo más profundo, un movimiento antitecnocrático. La base de este movimiento está formada por fuerzas sociales que se definen por el lugar que ocupan en las nuevas relaciones de producción y de poder y no por su inserción en sectores en declive o relativamente alejados de los centros de decisión. De la misma manera que en el siglo XIX, en una Francia mayoritariamente rural, los movimientos revolucionarios son movimientos obreros porque el capitalismo industrial es la fuerza motriz del cambio económico y social, hoy el empuje revolucionario viene de los sectores más modernos de la actividad económica, aquellos sectores donde es más considerable el papel del conocimiento: industrias de punta, centros — La sociedad programada y su sociología Capítulo I.

— Antiguas y nuevas clases sociales — El movimiento estudiantil: crisis y conflicto

Capítulo II.

— La empresa: poder, institución y organización

Capítulo III.

— Tiempo libre, participación social e innovación cultural

Capítulo IV. :

Epílogo. — Sociólogos ¿para qué?