Tormenta de Primavera - Noelia Prieto Garcia

PRIMAVERA DE TORMENTA Noelia Prieto García INDICE Prólogo………………………………………………………………………………7 1 La noche no es eterna……………

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PRIMAVERA DE TORMENTA

Noelia Prieto García

INDICE Prólogo………………………………………………………………………………7 1 La noche no es eterna……………………………………………………………..13 2 Un subsconsciente muy bromista…………………………………………….…….16 3 El cabello de elfo nunca muere……………………………………………….……23 4 La visión de un pegaso……………………………………………………….…….30 5 Sólo no sacrificamos a los inocentes……………………………………………….41 6 La Esperanza Alada…………………………………………………………….…..53 7 La Sabia…………………………………………………………………………….66 8 Acero élfico………………………………………………………………….……..78 9 El linaje de los Bastardos…………………………………………………………..89 10 Caminos y Caballeros…………………………………………………………….103 11 Aroima……………………………………………………………………………114 12 El Bastión de Libros………………………………………………………………125 13 Domador de unicornios…………………………………………………………...133 14 Confío en vos como confío en mí………………………………………………...146 15 El Castillo de Arena………………………………………………………………156 16 Consejos de un antiguo consejero……………………………….………………..171 2

17 Cartas. Amigas. Atardeceres……………………………………………………..184 18 El incendio……………………………………………………………………….202 19 Decisiones de reyes………………………………………………………………215 20 La Fortaleza de Hielo…………………………………………………………….228 21 Convivencia en el invierno………………………………………………….……240 22 Teatro………………………………………………………………………….….257 23 Rosfuego…………………………………………………………………….……265 24 Muñeca Alba…………………………………………………………………..….280 25 El Bastión Morado…………………………………………………………….….292 26 Lo prometido es deuda……………………………………………………….…..304 27 Traición, ¿o no?......................................................................................................313 28 Merecer perdón…………………………………………………………….……..326 29 Dos portales………………………………………………………………….…...338 30 Nuevos planes………………………………………………………………….…345 31 Bajo un cielo salpicado de estrellas…………………………………..……….….354 32 Tormenta…………………………………………………………...……….…….364 33 Muertos………………………….………………………………….…………….374 34 Un último favor…………………………………………………………….……..386 3

35 Fuego…………………………………………………………………….…….396 36 Juego abierto……………………………………………………………….…..410 37 Que los héroes interpreten su papel……………………….……………….…..419 38 Decisiones……………………………………………………………………...428 39 Y más decisiones…………………………………………………………….…439 Epílogo………………………………………………………………………….…468

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PRÓLOGO —Demostraremos que la libertad y una vida con valores no es sólo un sueño. Crepitaban las llamas de las antorchas dando al lugar un aspecto de penumbra parda. El rey Laisho, con su típico ceño fruncido en señal de concentración, selló así su nuevo pacto con la reina Elzia. El rey Laisho era un joven de cabello pajizo y fornido. Hábil estratega militar, a la par que gobernante. La reina Elzia era de mediana edad aunque su cabello oscuro brillante y su piel tersa y pálida no lo aparentaban. —Los valores nos definen. Como personas, como pueblo, como reino —contestó la reina Elzia con voz firme y gutural—. Compartimos valores. Compartiremos ejércitos para inculcarlos a un mundo en peligro. El rey Laisho dio una seca cabezada en señal de asentimiento. Se encontraban en una parca tienda de campaña típica de los enclaves de guerra. De hecho, estaban en medio de una batalla. Se dispuso a salir al exterior, donde le esperaría la lucha hasta que el plan girase el destino de sus actos. Con ojo analítico, observó a su escasa caballería en cuanto salió. No se trataba de una refriega usual ni convencional como sería alguna para alcanzar algún territorio o, quizás, no perderlo. Estaba en juego un conocimiento mayor que escondían aquellos bosques. Los hechiceros habían anunciado que, en aquel día, una profecía sería desvelada en ciertas rocas de la espesura de los árboles húmedos de ese bosque. Así pues, el dictador Osles del Reino del Este contra los reyes Laisho y Elzia había enviado una escasa infantería para 7

encontrarla. Sólo que Osles no había sido el único en ser avisado por los hechiceros de la profecía. Y eso él no lo sabía. La aparición de la caballería de Laisho los cogería por sorpresa y ello les daría ventaja. Pero nunca se podía dar una batalla por ganada antes de librarla. La calma de una primavera que comenzaba anunciando tormenta traía tan sólo sonidos de pájaros noctámbulos e insectos atraídos por el incipiente buen clima. Entre la húmeda brisa y el sonido de ramas crujiendo al compás del vendaval, Laisho avanzó hacia la comitiva en su oscuro caballo. Eran buenos soldados bien escogidos. Mujeres y hombres entrenados e instruidos en educación militar. Le apesadumbraba tener que perder a algunos de ellos. Así era la guerra. Al menos, no estaba sacrificando inocentes entrenados a la fuerza como su enemigo, Osles. —Aunque los ríos y mares se secasen, aunque el sol dejara de alumbrar, aunque el fuego helara y el hielo quemara… ¡Nuestro valor siempre seguirá intacto! El rey pronunció estas palabras acercándose a sus soldados, que permanecían rezagados en su posición a la espera de órdenes. A modo de respuesta, se pronunciaron con vítores. Era la señal que Laisho quería alcanzar para que las fuerzas de Osles se dieran cuenta de que contaban con enemigos en el territorio y se desviasen de su objetivo: conseguir la profecía. —Ni el dolor de la noche ni las lágrimas de la lluvia de las nubes del mediodía podrán con nuestros valores —prosiguió Laisho, con voz firme y soberana, ante el clamor de sus treinta soldados—. En el ocaso se quebrarán los enemigos y en el amanecer florecerá nuestro reino. La libertad no es sólo un sueño. Es un ideal por el que merece la pena luchar. ¡Que la libertad no sea sólo un privilegio de unos pocos! 8

Se causó el efecto perseguido. La noche calmada y centelleante bajo una luna menguante pálida y brillante cesó su calma, tan sólo quebrada por los vítores de los soldados del rey Laisho, y llegó el eco de pasos de gente trotando y gritando hacia ellos Era el momento. Laisho hizo un gesto y una comitiva de sus cinco soldados más cercanos se dirigieron al lugar donde el hechicero de la reina había indicado que se debería encontrar la profecía. Con culpa de honra por dejar al resto de su batallón combatiendo sin él, siguió las instrucciones de la reina Elzia y cruzó trotando los horondos y anchos troncos del bosque hacia donde la misma Elzia con su hechicero, Carlo, lo esperaban. No cruzaron palabra y se internaron en la espesura entre el eco del resonar de la batalla intentando pasar desapercibidos hasta que se toparon con los combatientes del rey que buscaban la profecía. Todo iba saliendo bien. La maniobra de distracción había funcionado. Laisho, con maestría militar se dispuso junto a sus soldados a proteger a la reina y a Carlo. El hechicero era listo e investigaba entre rocas milenarias sin descanso para su búsqueda. No obstante, nada era visible. No había señal de ninguna profecía. ¿Se habrían equivocado? ¿Habrían sido ellos los realmente engañados? —Carlo, ¿estáis seguro de que es este lugar y esta noche? —Preguntó la reina en tono grave. —Cuando el universo habla, hay que escucharlo —se limitó a responder el hechicero envuelto en un halo de misterio.

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—¿Sois firme de que es lo correcto, mi reina? —preguntó el rey Laisho, afinando los sentidos hacia cualquier amenaza. —Creo en la paz, en la libertad, en el amor a quien nos rodea… Podría seguir, tengo una lista de valores infinita —contestó ella, pendiente de los pasos de Carlo—. Si la profecía es cierta, será una gran ayuda para conseguirlo en esta gran guerra. —Las profecías siempre han cumplido un papel importante en las guerras que he librado. Decisivo o no, es un rol en la batalla a tener en consideración —terció el hechicero, concentrado en su tarea pero pendiente de la conversación. La guerra. La mayor guerra en décadas se cernía en el continente. Laisho sintió una punzada de preocupación ante todas las consecuencias. Hacía apenas un mes que se había declarado y las consecuencias primerizas ya habían sido nefastas. En ese preciso instante, una nube solitaria clara y perlada se impuso sobre la reluciente luna y, en las rocas, aparecieron unas inscripciones doradas en un lenguaje desconocido para todos menos para el hechicero. —Lo tengo —anunció Carlo, triunfante. *** Días grises, pensamientos grises. A veces la historia no sólo se define por lo que la gente hace. A veces la historia se desarrolla por lo que la gente no hace. Aquella noche nublada de primavera congelada en su memoria, Marta desapareció. Se encontraba en una discoteca de la noche festiva universitaria de los jueves en Santiago de Compostela. Estaba bailando con dos amigas y, tras haber bebido más de la cuenta, 10

decidió marcharse ella sola intentando buscar algún rincón donde vomitar sin ser vista. Vomitó y, tras ello, se desplomó en el suelo con toda su cabeza dándole vueltas. No se supo más de ella en toda la noche. Marta pudo haber dado señales de vida, o de lo que estaba haciendo. Pudo haber avisado a sus amigas de que marchaba y qué pretendía al salir ella sola de la discoteca. Pudo haber pedido ayuda. Pudo haber llorado por teléfono a algún conocido. No hizo nada de eso. Simplemente se esfumó. Sus amigas de la noche compartían su borrachera y no se enteraron hasta la mañana siguiente de que Marta no aparecía. No contestaba al móvil, su última conexión del whatsapp era de las tres de la madrugada, ningún conocido más tenía noticias de ella… En fin, era Marta. No había que dar mayor explicación. Marta era una joven estudiante de medicina de veinticinco años. Estaba en el último curso, pendiente de entrar en la residencia de pediatría. Marta siempre había sido un espíritu libre. Por lo que sus amigas sabían, toda su infancia y adolescencia las desarrolló apuntándose a hacer muchas actividades y a sacar las mejores notas. Era experta en esgrima y artes marciales. Quiso entrar en el ejército pero lo descartó para, finalmente, a los dieciocho años marchar como voluntaria al Sáhara. Todo el mundo se olió siempre algo fuera de lo normal en Marta. Ella también lo sentía. Siempre destacó por ser altruista. Andaba buscando sin saber dónde encontrarse. Tras pasar meses entre africanos viviendo en la miseria, regresó a España y comenzó la carrera de medicina. Aun así, por un lado y por otro, Marta vivía a caballo entre mil lugares. Seguía realizando actividades de voluntariado de pueblo en pueblo de Galicia; cursó cuatro meses 11

de Erasmus en Italia; se presentaba a cada beca permitida para ampliar sus horizontes… A veces los profesores ignoraban sus faltas a clase, que eran muchas. Marta era alegre y llena de vida. Los profesores la adoraban por su dedicación, notas de matrícula de honor y entusiasmo y curiosidad por aprender. Motivaba a sus compañeros y, por ello, eran indulgentes con ella. En fin, que era Marta. Había desaparecido, sí. Su gran defecto era beber demasiado al salir de fiesta y perder el norte. Ya aparecería. Aunque no sería extraño que apareciese en el otro lado del mundo, como Nueva Zelanda. Quizás tras una semana sin aparecer por la residencia de estudiantes donde era lo más parecido a una casa que tenía; quizás sin asistir a clase ni actividades, quizás sin cambiar su hora de conexión del móvil y sin dar rastro de vida para ningún conocido… quizás así sus amigas alertarían a sus tíos y la policía la buscaría sin obtener resultado de que siguiera viva. Se iría apagando el sentimiento pero no el recuerdo en aquellos a los que tocó su corazón puro. Una chica más desaparecida. Bien pudo ser violada, secuestrada, asesinada… Pasaba todos los días. Sólo que sus tíos tenían sospechas que no podían contar a la policía. Marta tenía un gran secreto en su vida que ni ella misma conocía. El mundo miró para otro lado. Al menos este mundo llamado Tierra.

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1 LA NOCHE NO ES ETERNA —Casualidad y coincidencia son conceptos importantes en el transcurso de los hechos de nuestro destino. Decís que esta es la noche en que debe hacerse pues la coincidencia ha querido que me traigáis un pegaso, el último de su raza, antiguo amigo de los extintos elfos para traer con nosotros a la última elfa de su raza, legítima heredera del pegaso, que ha estado exiliada en otro mundo. Y la casualidad nos trae la coincidencia de que esta sea la noche apropiado para vos, Carlo, mi hechicero, invoquéis su presencia. —Se trata de los astros, mi señora. El universo es lo único que comunica cualquier mundo y esta noche la luna… La reina alzó la mano en una floritura elegante para que el hechicero dejase de hablar. Se encontraban en la majestuosa pero austera gran sala de palacio. Una estancia de piedra parda de la que colgaban, a ambos lados, estandartes con el escudo del reino. En la noche que se percibía desde el ventanal, la pálida luna relucía sobre el mar y la capital. Los allí presentes escuchaban con atención a la esbelta reina, luciendo un sencillo pero estiloso vestido esmeralda, y al hechicero, ataviado con su túnica azul marino. —He oído hablar muchos de los astros y parece que siempre son parte de las profecías de los hechiceros. No os cuestiono. ¿De veras afirmáis que esta elfa será decisiva en la gran guerra? —Sin duda. Mas siendo sinceros alteza, la profecía no ha especificado en qué modo será decisiva. —¿Queréis decirme que puede ser peligrosa? 13

—Las profecías son complicadas de interpretar. No obstante, el pegaso ha venido a nosotros y a vos, alteza. Cabe decir que eso significa que se inclinará por nuestro bando. —Y afirmáis que la habéis observado en una visión. —Exacto. Es una chiquilla perdida pero de gran corazón y gran moral. Estoy seguro de que luchará por vuestra causa. —Bien—. La reina desvió sus ojos grises del hechicero y se dirigió al resto de los presentes, que escuchaban inquisidores—. Carlo dice que nos traerá un gran arma para esta guerra. Todos sabemos que esta es la mayor guerra en siglos, una guerra de la cual puede depender la justicia y la defensa de los derechos de la gente en nuestro mundo. Ha habido una profecía que enuncia que la última elfa con vida será decisiva en esta guerra—. Hizo una pausa para hacer callar a hombre que estaba sentado a su lado—. Puede que seáis escépticos con la idea de que aun existan elfos vivos. Yo también lo soy. Pero debemos adelantarnos al rey del este, pues las profecías son escuchadas por todo hechicero del continente. —Los elfos han desaparecido del mundo hace un siglo —dijo un hombre joven. —Y los pegasos —se limitó a responder la reina—. Y resulta que Carlo me ha traído uno. Debemos tener fe. La noche no es eterna y esta es la propicia para que Carlo, mi hechicero, demuestre si podremos contar con la presencia de esa misteriosa elfa. Carlo sonrió. Extrajo de su bolsillo raído un pelo y encendió una llama con dos piedras, que iluminaron la penumbra de la estancia pedregosa.

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—Con el cabello del último pegaso vivo, invoco en la noche de los astros a la última elfa viva. No sucedió nada. Los presentes, tras segundos atónitos, comenzaron a reír. La reina suspiró sin unirse a las risas. Miró al hechicero negando con la cabeza. Carlo seguía mirando el suelo que se extendía a sus pies. Entonces, ocurrió el milagro. Una muchacha de cabello oscuro y despeinado desnuda apareció en el medio de la sala. Tenía los ojos cerrados, como si algo la cegara. Se desplomó sobre sus rodillas. Carlo se adelantó para taparla con su capa. Hombres y mujeres de la estancia la miraban, expectantes.

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2 UN SUBSCONCIENTE MUY BROMISTA Marta se sentía mareada. Todavía la borrachera no se había ido. Lo último que recordaba era haber vomitado en un callejón que apestaba a orina. Se sintió desnuda sobre un frío suelo de piedra. Alzó la vista y deseó estar inconsciente. Estaba en una amplia estancia de piedra con gente vestida con ropajes extraños y con peinados todavía más extraños que la miraban muy serios. Parecían sacados de la feria medieval. Frente a ella, había una mujer de unos cuarenta años muy guapa sentada sobre un trono y con una corona que adivinó sería de oro blanco. Era pálida de ojos grises y cabellos de un negro azabache y brillante. Se sintió pequeña ante su mirada, pero a la vez acogida. A su lado, un joven de cabello pajizo con otra corona y atractivo, también sentado en un trono. El resto de los presentes eran una chica con ropas menos elegantes portando armas como una espada y cuchillos, igual que un hombre de mediana edad ancho y barbudo. Había cuatro personas vestidos con vestidos medievales que eran dos hombres y dos mujeres. Y, para completar el esperpento, un anciano de túnica azul marino que le sonreía. Decidió que estaba soñando. Al fin y al cabo, no era la primera vez que soñaba con lugares como ese. —Este sueño es extraño. Es como otros que he tenido… pero este parece tan real —dijo levantándose, farfullando, y tapándose lo máximo posible con la capa. Se echó a reír. 16

—Bienvenida —dijo Carlo. Marta volvió a reír. —Mi subconsciente es un bromista. ¡Tiene más sentido que yo! —¿Qué dice? ¿Qué hace? —Preguntó la joven con armas. —Disculpadla. Acaba de viajar de un mundo a otro que no es el suyo. Normal que esté aturdida —intervino Carlo. —Y borracha —añadió el rey de cabello pajizo. —¿De veras esta es la última elfa? —Inquirió el hombre grande y barbudo. —Es mestiza —explicó el hechicero—. Tiene sangre élfica, la última de su raza, pero está mezclada con herencia humana. —Este sueño es demasiado absurdo. Quiero dormir —se quejó Marta. ¿Qué iba a ser si no era un sueño? Pensó si la habían raptado unos locos para violarla o quizás llevar a cabo un ritual de fanáticos satánicos pero, era tan ridículo, que decidió que estaba soñando. —Llevadla a sus aposentos para que duerma —ordenó la reina—. Quizás cuando despierte pueda razonar. Haciendo Marta eses, Carlo la fue guiando por los corredores del palacio. Todo parecía real. El frío suelo en sus torpes pisadas. El tacto de la roca cuando rozaba con sus blancos y finos dedos las paredes. El olor a mar… Cuando entró en sus aposentos, percibió desde lo que entreveía de la ventana una gran ciudad de viviendas de escasa altura que daba a una gran playa. Por suerte, el alcohol la tenía muy aletargada e, ignorando a su acompañante, se 17

desplomó sobre el colchón de una gran cama en la austera habitación y, pronto, le venció el sueño. Despertó con una gran resaca. Los rayos de sol se infiltraban desde la ventana en la estancia. Marta estaba desorientada, fue abriendo los ojos poco a poco y descubrió que no reconocía el lugar donde se encontraba. Tampoco era algo raro. Habitualmente despertaba en lugares extraños: la casa de una amiga, la casa de un amante, un hotel, una residencia, algún lugar donde realizaba voluntariado… Pero lo vivido hacía unas horas retumbó de pronto en su mente, haciendo que se levantara bruscamente. Sentado a su lado, estaba el anciano de la túnica azul, sonriendo. —Está bien. No es ningún sueño. Es imposible tener esta resaca en sueños —dijo Marta casi gruñendo. —Sois bienvenida a Palacio, al reino Clavel del continete Frondoso, reinado por la reina Elzia. —Tengo resaca. Deja de marearme la cabeza. ¿Me habéis raptado unos chiflados o qué? ¡Sé defenderme! —Lo sé de sobra. Yo también. Acto seguido, el hechicero realizó una floritura haciendo que una llama leve brotara de sus manos y quemase a Marta en el antebrazo. Tal hecho hizo que Marta se quedase atónita. —Sé lo que pensáis, mi señora —repuso Carlo sin apenas inmutarse ante lo que acababa de ocurrir—. ¿Nunca os habéis preguntado porque nunca habéis enfermado, las armas no pueden dañaros y, en definitiva, que sois inmortal? 18

Marta no respondió ya que el anciano tenía razón. Marta toda su vida ocultó lo que él había revelado. De hecho, Marta había burlado de manera increíble a la muerte en muchas ocasiones. Se resignó y resopló. —¿Por qué has logrado dañarme tú? —Porque tengo que revelaros que el fuego es lo único que os puede herir o matar, como a cualquier elfo. Porque vos sois la última elfa viva en todos los mundos. Y, por cierto, me llamo Carlo. Soy el hechicero de la reina Elzia. Marta volvió a resoplar. —Si eres hechicero deberías curar mi resaca. Carlo cogió un pequeño tarro de cristal de contenido transparente y se lo ofreció. Marta, aun pensando que podría ser una trampa, se lo bebió. Automáticamente se sintió bien. —Me imagino que querréis vestiros. Le tendió un vestido blanco típico del medievo y Marta se lo puso rápido, sintiendo de pronto pudor por estar desnuda, tan sólo tapada por un edredón rojo, en frente de un anciano que decía ser un hechicero, que demostraba ser un hechicero. Marta se levantó y se dirigió a la ventana a respirar el aroma a salitre y la brisa templada. La ciudad era hermosa. Tenía cierto parecido con París, si París tuviese playa y sus casas fueran todavía réplicas de la Edad Media. —La razón de porque no te he atacado es porque, aunque sea cosa de locos, lo que dices tiene sentido —repuso Marta, meditabunda—. Toda mi vida he tenido sueños con un mundo como este. Mis padres decían que era el mundo al que pertenecía. Murieron cuando 19

tenía ocho años y fui a vivir con mis padrinos, que decían que mis padres estaban algo locos antes de morir pero que realmente yo pertenecía a otro lugar y tenía otro destino que no podía ni imaginar. Nunca hablaban al respecto del asunto, aunque yo preguntase. Tendían a ignorarme, sospecho que incluso a temerme, hasta que nos distanciamos. Pero nunca dejé de tener esos sueños y, sí, soy inmortal con un absoluto miedo por el fuego—. Hizo una pausa y respiró profundo—-. Supongo que tienes razón. Aunque sea absurdo pensar que sea una elfa. Sabía que era diferente pero… ¡una elfa! De repente, un caballo alado de color dorado se acercó a la ventana volando. Era esbelto pero parecía un poco torpe. No obstante, Marta no sintió miedo. Creyó ver un viejo amigo. —Un caballo que vuela. ¡Mola! Ya no hay nada que pueda sorprenderme —exclamó Marta sintiendo un extraño cariño por ese animal. —El pegaso ha volado. Debo decírselo a la reina Elzia. —Ei. Antes de nada dime que pinta aquí este… ¿lo has llamado pegaso? Carlo comenzó a impacientarse. —Una profecía enunció que vendría una elfa de otro mundo a ser decisiva en la gran guerra que tiene lugar ahora mismo en el continente Frondoso. —¿Una guerra? ¿Por qué iba a ser yo decisiva en una guerra? —El pegaso es vuestro. Os ha reconocido y ha venido a buscaros. Los pegasos son los animales de compañía legítimos de los elfos y su mayor arma. Con la palabra en élfico adecuada, un pegaso puede escupir torrentes de hielo. Solo un elfo puede montar un pegaso y sobrevolar el mundo sobre él —explicaba Carlo—. Pensadlo. Sois inmortal, sois diestra 20

en la lucha y… disponéis de un pegaso que puede matar con aliento de hielo. Sois un gran arma. Marta no contestó. —Debemos marcharnos. La reina desea hablar con vos y conoceros, a vos y a vuestros intereses. Intuyo que no son dispares a los de su majestad. —Está bien —dijo Marta acariciando al pegaso y contemplar como descendía volando hacia el jardín del palacio—. Le llamaré Corcel. De una forma sin ningún tipo de sentido, todo ha cobrado sentido. Es decir, de repente apareciendo en un mundo con magia que nadie podría creer que fuera real en su sano juicio… con un caballo con alas, con hechiceros y, aun encima, diciendo que soy una elfa, todo cobra sentido. El razonamiento de la no razón. Carlo se limitó a esbozar una media sonrisa mientras abría la puerta. Marta no había decidido todavía si podía confiar totalmente en él pero también estaba presente el hecho de que era quien la estaba protegiendo y guiando en ese mundo de locos. No tenía otra opción que seguirle la corriente, de momento. —Supongo que en la Tierra verán que he desaparecido sin dejar rastro. Tal y como ocurrió con mis padres —decía pensativa a la par que distraída mientras contemplaba el jardín real desde los ventanales de los corredores. El césped era de un reluciente verde alegre con bancos a ambos lados, rodeando una fuente y pavos reales paseando—. Toda mi vida he intentado averiguar qué les ocurrió realmente. La versión oficial fue un accidente de coche pero el caso fue cerrado sin explicaciones y sin que aparecieran sus cuerpos.

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—La desaparición de vuestros padres fue un duro golpe para vos. Vuestro padre era elfo y vuestra madre humana… —¿Qué sabéis de ellos? —Marta se giró bruscamente clavando sus ojos negros en Carlo. —Poco. Aunque más de lo que deberíais saber por ahora. —Os repito que toda mi vida quise información sobre ellos y que se marchasen así, sin despedirse, cuando tanto me quisieron de pequeña. —Sólo os puedo decir lo que sé y no lo sé todo. A su debido momento, tendréis las respuestas que anheláis. Por ahora, disponéis de bibliotecas y sabios a vuestra disposición que os pueden hablar sobre vuestra sangre y familia ancestral, los elfos. Hay cientos de historias sobre ellos. —Sonaré egoísta, pero yo de quien quiero saber es de mis padres —replicó Marta, dura. —La información es como el agua, si te la otorgamos toda de repente será como un aguacero que no logres controlar. Si es escasa morirás de sed. Debe llegar poco a poco, cual río. —No sigas mareándome con jueguecitos. Está bien, colaboraré con vosotros y este absurdo mundo si me dais lo que quiero: información. —Eso no debéis decírmelo a mí, sino a su majestad —. Dicho esto, Marta se topó con que habían llegado a un gran portalón de color pardo al que Carlo dio tres golpes sonoros.

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3 EL CABELLO DE ELFO NUNCA MUERE

—Moneda por moneda. Palabra por palabra. Acción por acción. Así son los tratos y supongo que querréis saber qué os pido y porqué, a la vez que querréis ponerme vuestras condiciones. La reina hablaba con voz grave y un tanto gutural rezumando autoridad. Marta tenía la impresión de que esa mujer era la encarnación de la palabra reina. Parecía que había nacido para ello y no podía existir en la faz de ese mundo otra persona tan idónea para tan importante puesto. Era dura, emanaba fuerza pero a la vez bondad y confianza. —Vale. Veo que quieres negociar conmigo, pues hablemos de negocios —contestó Marta, encogiéndose de hombros—. Aunque no estaría mal presentarse primero. Ya sabes, romper el hielo… La reina esbozó una sonrisa con sus finos labios, rosados.

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—Mi nombre es Elzia. Soy la reina de las dos guerras, del reino del Clavel y ahora del reino de Los Robles y de los ducados Zafiro, Lanza de Plata y Lengua de Fuego… —Sois originales poniendo nombres —interrumpió Marta. —Quien se sienta con corona a mi lado es Laisho, rey del reino de Los Robles. —Imagino que sois pareja, ¿no? Laisho resopló. —Somos aliados en la Gran Guerra del continente Frondoso. Marta lo observó. Tenía el ceño fruncido pero esa expresión en su rostro le daba cierto aire interesante. Al igual que a la reina Elzia, a Marta le dio la impresión de que también había nacido para ser rey. Resultaba atractivo pero no era precisamente una belleza. —Eres un poco hosco, ¿no? Laisho la miró con mala cara pero no contestó. —Mi hosco aliado y yo somos los dos principales reyes referentes en el bando que lucha contra la invasión al continente del reino del Este. El resto de los que están aquí son mi consejera: Calina —. La mujer de cabello rubio y rizo saludó—. Mis guerreros personales: Sajala y Esbos—. Esta vez saludaron la joven armada de cabello corto y un hombre también armado de cabello rubio platino de mediana edad que destacaba por lo alto que era. —Y mi guerrreo y mi consejero —prosiguió Laisho—: Alesio y Silero. —Sin olvidar a mi fiel hechicero Carlo, que ya conoces —añadió Elzia. —¿Tú no tienes hechicero? 24

—Los hechiceros son escasos en este mundo —se limitó a responder Laisho. —Mi mundo está lleno de ellos y no sirven para nada. Carlo sí que es bueno que me ha curado la resaca —dijo sin pensar Marta. Laisho rió, al igual que Sajalia. Excepto la reina, el resto la miraron con desaprobación. —He hecho reír al rey hosco. Sí que debo ser decisiva. Todos rieron menos Laisho, aunque no parecía ofendido. —Presentaciones hechas. Vista vuestra espontaneidad que no sé si es fruto de la educación en vuestro mundo o de vuestra juventud —a Marta le estaba cayendo bien la reina—, os pido que me ayudéis en esta guerra. —¿Cómo? ¿Y por qué debería escoger vuestro bando si decido hacerlo? —Preguntó Marta ya algo frustrada con la complicada situación que estaba apareciendo. —Elzia es llamada la reina de las dos guerras —intervino el rey Laisho con voz queda pero decidida—. Eso es porque a pesar de todas las guerras que han tenido lugar, ella solo se ha inmiscuido en dos. Las dos que vio preciso intervenir. Su reino se caracteriza por la paz en los treinta años que lleva en el trono. —Cabe añadir que he ganado las dos guerras en las que he participado y no pienso perder esta. También soy llamada “la reina que nunca pierde” aunque la Gran Guerra del continente Frondoso se me antoja la más complicada de todas. —¿Por qué esta guerra es tan importante?—Insistió Marta, impresionada.

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—Porque la iniciaron el rey y los príncipes del reino del Este. El rey Osles es un tirano loco y dictador que quiere imponer la fuerza y el miedo en la población —explicaba la reina Elzia con su tono de voz gutural—. Mis principios siempre han sido gobernar por el bien, la paz, la justicia y los derechos de la gente. —Principios en los que coincido —añadió el rey Laisho. —Yo también. ¿Los habéis practicado? —Vos misma lo comprobaréis —respondió Elzia—. Y he de decir que sí, o al menos es lo que siempre he intentado para mis súbditos. Así pues, ahora no puedo permitir que Osles avance a sus anchas por todo el continente imponiendo todo lo que odio y por lo que soy capaz de luchar. ¿Lo harías vos? Marta calló. Si no mentían, les creía y confiaría en ellos. Algo en su interior decía que era verdad pero su prudencia le hizo contenerse aunque ella no destacase precisamente por ser prudente. —Toda mi vida he querido algo bueno por mi mundo, ¿sabes? —Habló Marta tras su pausa—. Quería ayudar a la gente. Hice obras de caridad, voluntariado… He querido dar lo mejor de mí misma, de mi ser a la gente que me rodeaba y al entorno en el que estaba. Siempre he deseado poder ayudar a marcar la diferencia y hacer del mundo un lugar mejor, aunque fuese poner mi granito de arena, un paso más. Y siempre he estado frustrada en ese aspecto. Nunca es suficiente. —Entonces entendéis nuestra causa y compartís nuestros principios, ¿me equivoco? —dijo el rey Laisho. 26

—No os equivocáis. Pero… ¿qué puedo hacer yo? No estoy dispuesta a luchar ni a matar. —Lo comprendo. Podríais ser una gran asesina en guerra pero no es lo que os pido —prosiguió Elzia—. Sólo pido que me ayudéis. Que seáis dama de mi corte o guerrera, lo que deseéis. Seréis protegida y me ayudaréis en mis misiones diplomáticas. Podréis lograr para este mundo lo que no habéis logrado para el vuestro. Pensáis que no significáis nada pero en cuanto vuestro pegaso vuele… —El pegaso ha volado, alteza —interrumpió Carlo—. Y ha acudido a saludar a su dueña. Se escucharon murmullos y la reina inspiró con autoridad. —Entonces no nos hemos equivocado con vos. Sois la verdadera última superviviente de sangre élfica. Un rayo de esperanza para el pueblo. Si tanto los soldados, como grandes señores y señoras, como meros campesinos y ciudadanos lo sepan, se animarán a la causa al saber que contamos con vos, la última elfa. Y, por supuesto, nuestros enemigos nos temerán más. —Está bien. Creo que es justo que os ayude. Es lo que siempre quise, ayudar a mejorar las cosas —respondió Marta, finalmente—. A cambio, quiero información sobre mis padres. —Respecto a ese tema lo único que sabemos es que alguien de este continente conspiró para matar a vuestro padre, el último elfo no mestizo. La respiración de Marta se aceleró. —¿Sólo eso? —Y sospechas. Estamos investigando y, si lo deseáis, podréis uniros a la investigación.

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—¿Qué sospechas? —Inquirió Marta levantando la voz—. ¿Qué quizás fue el rey del Este, como se llame? —Podría ser. —Acepto colaborar. Pero quiero información. —No sabéis lo que me alegro teneros a mi servicio. —Cualquiera de nosotros afirmará lo mismo —. Convino la guerrera de Elzia, Sajala. Dicho eso, lanzo su puñal al aire e hizo una floritura con él antes de volver a guardarlo. —No seré ninguna esclava. —No os toméis el gesto de Sajala como una amenaza —dijo el guerrero de Laisho—. Le gusta fardar porque sabe que yo soy mejor. Marta rio. Le estaba cayendo realmente bien toda esa panda de extraños de otro mundo. —Tampoco tengo esclavos —contestó la reina sonriendo—. Juntas y todos unidos, lucharemos por salvar a este mundo de la oscuridad. Lograremos que triunfe la justicia y los derechos del pueblo por ser feliz. O al menos lo intentaremos. No subestiméis la ligereza de mis palabras. Esta guerra es decisiva y estamos en desventaja.. —Estoy de acuerdo —convino Marta. No pudo evitar observar como los presentes la miraban con un atisbo de admiración al que no estaba acostumbrada y que le hizo clavar en el suelo pedregoso la mirada. —De momento, recibiréis clases de protocolo y de cultura sobre el continente Frondoso y me serviréis cuando os lo ordene. 28

La reina se incorporó de su trono y se estaba acercando a la puerta a la vez que los demás también se levantaban de sus asientos, con andares de bailarina clásica. —Dices que no soy esclava pero me estás dando órdenes. —Órdenes leves que no creo te supongan ninguna carga —dijo sonriendo. —No, supongo que no… —Marta pensó que era imposible discutir ante tan noble reina. Lo que había dicho sobre sus propósitos la había entusiasmado. Quería realmente ayudarla a lograr que el bien triunfara entre aquellos desconocidos reinos, ya que que no podía hacerlo en los países de la Tierra—. Una cosa más. —Decid Elzia se giró pacientemente, al igual que todos los demás. —Me gustaría visitar el reino donde vivían los antiguos elfos. Son mi familia, creo que tengo derecho… —No —dijo tajante la consejera de la reina, Calina—. Ese lugar está prohibido. Hace un siglo que nadie se adentra en él. Desde que desaparecieron los elfos hace dos siglos nadie ha salido con vida con él y nadie más se ha atrevido a pisarlo. —Hace un siglo, el último que salió de él vivo, sólo dijo unas palabras antes de desplomarse —añadió el guerrero de Laisho, Alesio, con mirada fiera—: “El cabello de elfo nunca muere”.

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4 LA VISIÓN DE UN PEGASO —Es hermosa. La reina Elzia y el rey Laisho se encontraban en una estancia pedregosa, como todas las de palacio, donde se solía tomar té y tener charlas ligeras. Miraban por un ventanal que daba al majestuoso y reluciente jardín. Observaban a Marta, mirando por un pasillo con balcones, como absorta en sus pensamientos, la fuente y los banales pavos reales. —Es de belleza interpretable —contestó Laisho. La reina arqueó las cejas y Laisho se volvió para apurar un trago a su vaso de agua. —Quiero decir que no hay nada que destaque en ella. Es su aura, su luz, lo que la hace bella. 30

—Entiendo —contestó la reina escrutando a la joven elfa—. La contemplo, perdida y confusa, una niña perdida con aires de reina. Veo un arma potencial, una nueva esperanza en la oscuridad. Ni ella misma se da cuenta de lo que puede llegar a ser capaz. Nadie lo sabe. —Yo no lo veo como vos, alteza —contestó Laisho. Se giró de nuevo y Marta permanecía todavía lejana y meditabunda. Con una maraña de pelo sin peinar y un vestido que cada poco se colocaba, como si no fuera con ella ese ropaje—. Tiene mucho que aprender. —En eso estoy de acuerdo. Si la guiamos bien desarrollará la fuerza y el poder que hay en su interior. Pero antes debemos también conocerla mejor. Para comenzar, deberíais guiarla por palacio. Es un buen principio. —¿Yo? Laisho miró extrañado a la reina, quien se apartó del ventanal y cogió su agenda. Significaba que esa conversación llegaba a su fin porque, como reina, tenía asuntos que tratar. —Sé que podéis ayudarla. Ella verá en vos aquello en lo que cree. Aquello por lo que lucharía. Tal y como he hecho yo. Ella y yo nos parecemos. Es algo que yo misma siento, aunque el resto no pueda verlo. Y, además, tenéis la misma edad. —Está bien —dijo Laisho. Marta era consciente de que la observaban desde el balcón que daba al jardín real. No le preocupaba. Serena en su confianza, esperaba que aquel sol sin nubes del mediodía le trajera alguna pista sobre que pasos tomar. Se sentía sola y con muchas cargas. Tenía la 31

carga de haber abierto la caja de pandora sobre su verdadero destino y cientos de verdades la apuñalaban como dagas y un destino que nunca imaginó la acechaba como las espadas que combatía en sus clases de esgrima y como las nuevas espadas que ahora debía empuñar. Cargaba con el peso de ser la última elfa de su linaje y se daba cuenta de que debía actuar en consecuencia porque algo durante toda su vida, quizás en su interior, le había guiado para ello. Le inquietaba estar un mundo con el que toda su vida soñó y que los psicólogos decían solo ser fruto de una imaginación desmesurada; un mundo al que sus padres le habían revelado que pertenecía; sueños de un mundo que hizo que sus padrinos la tomasen a ella y a sus padres por locos sin remedio. Debía de decidir cómo actuar. Realmente quería poder ayudar en una situación tan delicada como la que se presentaba: La Gran Guerra del continente Frondoso. La seducían las intenciones y principios de la reina Elzia porque pensaba igual que ella. Quería ser quien quisieran que fuera y hacer algo para mejorar las cosas para la gente. Al mismo tiempo, no podía más que desconfiar e intentar confiar al mismo tiempo de su situación y del dispar grupo de gente que había conocido en menos de veinticuatro horas. Todavía se pensaba que aquel era un mundo loco que no tenía ningún sentido que existiera fuera de los libros y las películas. Pero era real, lo había comprobado y tenía que tomar partido en él. Unos golpecitos suaves en su espalda le hicieron salir de sus pensamientos. —Bellas vistas —dijo la voz del rey Laisho.

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—Tenéis un jardín muy hipnotizante —respondió Marta, girándose algo torpe a causa del pesado vestido—. ¿Qué quieres? —La reina me envía a guiaros por palacio. Para que lo conozcáis. Marta quedo unos instantes en silencio. Cruzó una mirada penetrante con el rey Laisho. —¿Qué? —Preguntó el rey finalmente. —Me extraña que envíe a un rey para algo tan simple. —Eso debería haceros ver que le importáis. —Supongo —. Marta se colocó un mechón de su pelo enredado—.Vamos. —Bien. El palacio no es más que un montón de habitaciones para todos sus residentes, es decir, miembros de la guardia real, consejeros, sabios… —Como sigas así con la presentación me voy a aburrir y me voy a escapar de palacio. Avanzaban por un corredor de piedra con varias puertas de color caoba separadas cada una por varios metros e iluminado por antorchas. Laisho parecía impaciente. Marta supuso que el encargo de la reina de mandarlo a enseñarle el palacio no había sido de su agrado. —Es que realmente el palacio no es gran cosa. —Oh. Dieron a una gran puerta que hizo detenerse al rey Laisho y mirar a Marta con ojos oscuros y penetrantes. —Esto sí vale la pena —pronunció las palabras con un toque enigmático. 33

Abrió la puerta y Marta se topó con una gran biblioteca de tres pisos con estanterías rebosantes de todo tipo de libros que llegaban hasta los techos. —En esto coincidimos —dijo Marta, maravillada por el espectáculo—. Veo que te gusta leer, como a mí. —Sí, pero ahora no os molestéis en mirar cada uno de los libros. Tendréis tiempo de sobra. Marta lo había ignorado y se había adentrado en la gran estancia con decenas de personas recorriendo los estantes y leyendo en mesas, algunos con artilugios extraños, vestidos con ropajes típicos de ese mundo; hasta que llamó su atención una sección que estaba al fondo entre rejas. —¿Qué es eso? —. Adoptó un tono de voz burlón—. ¿La sección prohibida? Laisho se acercó con grandes zancadas y brillo en la mirada. —Algo así. No es prohibida pero sí exhaustivamente controlada. Dispone de vigilantes, cada consulta es minuciosamente anotada y no se puede sacar ningún libro de ahí. —Interesante —musitó Marta. —Venid. Os enseñaré algo que también es bastante fascinante. Sobre todo, para los recién llegados a palacio. Ambos abandonaron el bastión de libros y se encaminaron de nuevo por el corredor. Laisho iba al frente, ya más animado, con una Marta intrigada. Al menos el paseo por palacio la distraía y le hacía olvidar sus elucubraciones. —Espero que logres sorprenderme. 34

Laisho permaneció callado hasta que llegaron a un pasillo desierto que era piedra blanca de mármol reluciente hacia la izquierda y puro ventanal a la derecha. Las vistas borraron las palabras de la boca de Marta. —Os presento la capital del reino del Clavel: Vuelaflor. Una metrópolis perfecta desde una colina cuya cumbre era el palacio. Estructurada adaptándose a dos murallas concéntricas entre casas sencillas y otras no tan sencillas, plazas, parques, edificios grandes y ostentosos. Fortalezas y torreones destacaban en las murallas y en las afueras. Una ciudad hecha para la guerra que daba al mar con la costa dividida entre un puerto con una colosal flota y una dorada playa extensa. —Gran ciudad —admitió Marta, sobrecogida—. La veo muy preparada para la guerra. ¿No era este un reino de paz? —Muchos antes reinaron antes que la reina Elzia. Y ninguno era pacífico. —Entiendo —respondió Marta sin poder apartar la vista del paisaje. Laisho la tomó del brazo para arrastrar a la joven del impresionante espectáculo. Aquel gesto la sorprendió y dio un respingo para toparse con la mirada penetrante de Laisho, que sonreía complacido. —Si os ha gustado esto, esperad a ver mi parte favorita de palacio. —Al final no eres soso. Pensaba que eras un soso. Se dirigieron por una red de pasillos hasta un camino en el confín de palacio sumido en la oscuridad. Marta comenzó a relajarse en presencia de Laisho. Pensó que si se molestaban

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tanto por ella y en acomodarla en su nueva vivienda que no era ni más ni menos que el palacio real, edificio más importante de todo el reino, podía empezar a confiar en ellos. Sin cruzar palabra, descendieron por el oscuro camino hasta que dieron a un punto de luz que resultó ser una salida a la costa. A ambos lados se alzaban acantilados. Estaban en una explanada de tierra y rocas y, frente a ellos, una pequeña cala de arena dorada y un embarcadero. —Me encanta, simplemente, me encanta —dijo Marta, sentándose en una roca. Laisho la imitó, sentándose a su lado. Cogió una piedra y la tiró al mar—. ¿Tiene algún nombre original en especial? —No, pero esconde muchas historias —repuso, sonriente, Laisho. —¿Historias de tragedia, amor, héroes y luchas? —Dijo con una mueca teatral la muchacha. —Podría decirse que sí. Todas las grandes historias son así. Laisho rio. Marta perdió la vista en el horizonte, entre olas que iban y venían para quebrarse en el embarcadero suavemente. —¿Cuál es vuestra historia? ¿Por qué os habéis aliado con la reina Elzia? Laisho se puso algo tenso. Tiró otra piedra al mar, que resonó chapoteando entre el calmado mar verdoso. —Supongo que lo que de veras queréis saber es si podéis confiar en ella. —Eso es importante. 36

Le dedicó otra de sus miradas que la inquietaban y reconfortaban al mismo tiempo. Marta pensó que tenía la mirada verdadera de un rey y de un soldado decidido. —Mi filosofía, si os soy franco, es la de no confiar en nadie. Pero se puede apostar por las personas. Yo aposté por ella. —¿Por qué? Marta se acomodó moviéndose inquieta sobre la roca. —Se alzó Osles en el reino del Este. Absorbió el reino del Oro Oscuro. Entonces mi familia, los antiguos reyes… —Vuestros padres. —Mis padres y mi hermana mayor. Los reyes y la legítima heredera al trono del reino de los Robles. Gente que gobernaba dejando que el propio pueblo impusiera muchas veces su ley y no de la manera justa que me hubiese gustado a mí. No se preocupaban demasiado por el bienestar de la gente, aunque tampoco eran malvados ni crueles—. Hizo una pausa—. Tal manera de pensar les hizo creer que sería propicia una alianza con Osles, ignorando que era un tirano, y se reunieron con él. Osles los masacró y yo fui el heredero. Mi opción era rendirme y entregar mi reino a un cruel sádico como Osles o intentar acudir a la reina de las dos guerras, con fama de justa y pacífica pero que debería entrar en esta batalla que amenazaba a todo el continente. —Y optaste por Elzia.

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—Aposté por ella con una maniobra muy arriesgada. Declaré batalla a Osles enviando a mi ejército sin mí al combate en misión suicida para poder maniobrar, con el reino del Este distraído, la alianza con el reino del Clavel. Un silencio tenso entre los dos les caló como lluvia fría. —Obraste bien —dijo Marta finalmente—. Realmente Elzia debe ser de confianza si habéis hecho eso por ella. —Tiene ética, principios y lucha por un pueblo con derechos y justicia. Era a lo que me aferré para tomar mi decisión. Por eso, si fuera vos, apostaría por ella —dijo Laisho con una voz queda que arrastraba un peso en el alma. —Tú eres como ella. Tú eres también justo y de ética. Creo que estoy en el bando correcto. ¿Sabes una cosa? En mi vida en el otro mundo estuve viajando y dando tumbos de país en país. De lado en lado y nunca sentí que llegara a encajar en donde había vivido. Siempre pensé que era diferente y tenía que encontrar mi lugar —explicó Marta como si estuviera divagando—. Creo que por fin he encontrado mi lugar y mi cometido. —Entiendo que lucharéis por la causa pues. —Supongo… ¿cómo creéis que me siento? Estoy en un mundo que no conocí hasta hace menos de un día con gente que nunca imaginé que existía. —Os entiendo. Yo soy un rey extranjero en un reino extranjero. Intercambiaron miradas significativas. —Siempre me sentí un bicho raro —prosiguió Marta, acelerándose—. Y mira si lo soy. ¡Una elfa! 38

—Se puede ser que sois la única de vuestra especie —rio Laisho, dándole una palmada en la espalda. Marta rio burlona. —Al final vas a acabar siendo hasta gracioso. Marta sentía que el rey Laisho era un buen rey a quien seguir, al igual que Elzia. Le estaba cayendo bien y se sentía cómoda en su presencia. Notaba esa conexión que te aportan contadas personas. Se escucharon pisadas a sus espaldas. Llegaron Carlo y Sajala con el pegaso de Marta, Corcel, que se movía bruscamente para deshacerse de sus cuerdas. —¿Qué hacéis con corcel? —Estaba muy inquieto en el establo —explicó Carlo—. Supongo que querría ver a su dueña. Tenía razón el hechicero. En cuanto Marta se acercó a él y lo acarició, Corcel se calmó y relinchó de felicidad. —Corcel, mi pequeño, eres tan bello. No pudo evitar sentir una oleada de cariño ante su animal. Parecía que era su hijo. —¿Cómo nos encontrasteis? —Preguntó sin dejar de dar su cariño al animal alado. —La reina me comentó que el rey os estaba guiando por palacio y sabía a dónde os llevaría. —Me conocéis bien —espetó Laisho riendo—. ¿Y vos, Sajala?

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--Su majestad, Elzia, me envía a comprobar las dotes de lucha de Marta —contestó la guerrera de la reina. La situación se vio bruscamente interrumpida cuando Carlo tocó con admiración a Corcel. De pronto, Marta ya no estaba en el embarcadero, estaba en una colina viendo arder una gran casa con un torreón en un lugar que lindaba con un bosque y le sonaba familiar. Y, de repente, volvió a estar en el embarcadero, aturdida. —¿Qué ha sido eso? —Preguntó alarmada. —¿Vos también lo habéis visto? —Inquirió Carlo. Sajala y el rey Laisho los miraban confusos. —El pegaso puede tener visiones y transmitírselas a su dueña élfica. Supongo que yo, por mi condición de hechicero, también he sido capaz. Debo decírselo inmediatamente a la reina. —¿Es aquí? ¿La visión? Era de noche… —¿Qué habéis visto? —Quiso saber muy serio Laisho. —El torreón de los Esbos. Ardiendo.

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5 SÓLO NO SACRIFICAMOS A LOS INOCENTES El sol templado de la tarde se alzaba entre dos nubes perezosas brillando perladas con escaso viento e iluminando el embarcadero. Laisho y Carlo habían marchado por el túnel lóbrego y, aunque Marta quiso ir con ellos, no le dejaron. Estaba con Sajala, que le había ofrecido un palo alargado de madera. —Tengo que ir con ellos —dijo Marta, algo exasperada. Corcel caminaba de un lado a otro, sacudiendo sus alas pero sin atreverse a despegar. —La reina no os lo ha ordenado, mi señora —respondió Sajala, observándola como un gato haría con un ratón por presa. —¿Cómo podéis aguantarlo? Estar aquí dispuesta a jugar con palos mientras pasas cosas interesantes de las que queremos saber. —Debéis acostumbraros. Ocurre todos los días —contestó Sajala, empezando a caminar en círculos. Vestía un conjunto elegante de camisa sin mangas que hacía relucir una cicatriz en el brazo izquierdo y un pantalón, todo color azul marino—. Hay asuntos que sólo incumben a quien decida la reina. Si la reina quiere que lo sepáis, lo sabréis. Si su alteza quiere que veáis, vos veréis. Marta iba a replicar pero Sajala le asestó un golpe en el costado con el palo. —¡Eh! La queja fue interrumpida por otro golpe en la pierna izquierda. Eran golpes leves, apenas dolían.

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—Su alteza me ha enviado a comprobar vuestras dotes de lucha, como os he dicho. La lucha es así. ¿Acaso esperáis que vuestro rival espere para atacar hasta que resolváis vuestras bobas dudas? ¿A qué estéis lista? Justamente lo utilizará a su favor —, sus ojos negros cobraron un brillo fiero—. A que seáis débil. Dicho tal, Marta comenzó a asestar golpes a la guerrera de Elzia como había aprendido en sus clases de esgrima de adolescente. Había sido campeona gallega y había quedado tercera en los campeonatos de España en dos ocasiones. Sin embargo, Sajala parecía superior. —Golpe en la femoral. Os desangraréis —anunció Sajala tras asestarle en una pierna. Marta se defendía pero no lograba golpear a Sajala, que tenía grandes reflejos y realizaba movimientos serpenteantes y hábiles. —Cuello. Sois degollada. El combate prosiguió con sólo el mar por testigo entre dos mujeres hábiles con la espada hasta que por fin, Marta consiguió golpear a la guerrera el vientre. —Bien —culminó Sajala haciendo una floritura con su palo—. Habéis conseguido herirme después de que yo os matase tres veces. —Olvidas que soy una elfa inmortal, así que he ganado. Sajala rio. —Le he pedido a la reina que me dejase blandir con vos la espada pero se ha negado. Y, sí, tenéis razón. Contra cualquiera hubiese ganado pero a una inmortal es complicado. Solo que simplemente me habéis herido, y me habéis revelado que sois una elfa… Por lo tanto,

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pude haber aprovechado vuestra distracción para lanzaros fuego —sentenció Sajala, con gesto duro. Esta vez fue Marta quien rio. —Tengo mucho que aprender. Marta se sentó al lado de Corcel y Sajala la acompañó. —Sois buena y aprenderéis. La verdad que podéis ser letal en una guerra. Mucha gente os superará con la espada, aunque con entrenamiento podréis igualarlos. Pero sois inmortal y tenéis a Corcel —. Sajala había relajado su expresión y cogió una petaca para beber—. Sé leer entre líneas, sabía que erais diferente al resto de las damas que se ven por aquí. —Claro. Vengo de otro mundo y hasta aquí soy la rara porque soy una elfa. Qué raro es decir esto. ¡Soy una elfa! —No se trata sólo de eso. ¿Cómo queréis matar el tiempo ahora? ¿Queréis una charla de damas, paseando con nuestros ondeantes vestidos de galas a las luces del jardín real? —O quizás os cepille el pelo —respondió Marta riendo ante la ironía de Sajala. A pesar de ser letal y dura, comenzó a confiar en ella y le estaba cayendo bien. —Y yo os cantaré una nana. Rieron y Corcel relinchó. —¿Qué te hizo entrar al servicio de la reina? —Se interesó Marta. —Admirarla, comprenderla, ver como actuaba y sentirme identificada con ella.

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Se hizo un silencio y Marta quiso asimilar sus palabras y la manera que todo el mundo parecía querer más allá de la lealtad oficial, a la reina Elzia. —Yo nací en un barrio humilde con padres campesinos. Un ladrón los mató y me vengué. Todavía recuerdo cómo reí cuando le corté el cuello —empezó a contar Sajala—. Recorrí mundo, sobreviviendo y aprendiendo por mí misma y con alguna ayuda a luchar y defenderme. Con los años llegaron a mí historias de una reina justa que sólo había combatido en dos guerras en todo su reinado e hice las pruebas para entrar en su Guardia Real. Nos conocimos y demostré, frente a ella, lo buena que soy en la lucha. Tuvimos oportunidad de hablar y algo vio Elzia en mí que decidió que yo sería su guerrera. Llevo a su servicio diez años y daría la vida por ella. —Por lo que todos decís, la reina Elzia parece realmente una reina por la que vale la pena meterse en una guerra tan grande. —Lo es. Y es una gran, gran, guerra. No os confiéis en la ligereza de cómo a veces se puede hablar sobre esta guerra. Es muy complicada. Estamos bien jodidos—. Sajala hizo una pausa—. Debemos volver a palacio. ¿Mataréis el tiempo bebiendo té con las damas que canturrean cotilleos o vendréis conmigo a beber cerveza? —Cerveza —-contestó al momento Marta—. Y si hubiera un partido de fútbol y una buena peli, mejor. —No sé que diablos decís —replicó Sajala riendo—. Habláis raro. —Da igual.

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Las dos se levantaron y Corcel emprendió el vuelo después de que Marta le dedicara palabras y gestos de cariño. Cuando llegaron al jardín de palacio, se encontraron a Carlo esperándolas. —La reina os ordena que partáis ahora mismo a caballo con ella hacia el Torreón de Esbos —anunció. —Ahí tenéis las órdenes de su majestad —dijo Sajala sonriendo. Sajala guio a Marta hasta la entrada de palacio. No le dieron tiempo de librarse del vestido de la mañana, que ya se le hacía incómodo, pero sí le pidieron a una doncella que le cepillase el pelo rápidamente. Fuera estaban la reina Elzia, enfundada en una elegante capa gris con un broche que representaba un clavel rosa pálido, a caballo. Presentando el mismo ropaje y montando también a caballo, la acompañaban su consejera y el rey Laisho con su consejero y su guerrero. Antes de que tuviera tiempo de formular ninguna pregunta, enfundaron a Marta en la misma capa con el broche y le ofrecieron un caballo. —Estos caballos son muy fáciles de montar —Le explicó Sajala ya subida al suyo—. Están bien domados, apenas tendréis que hacer nada. —Sé montar. Al menos, en mi mundo sabía —contestó Marta. Había acudió a la hípica de pequeña con sus padres—. Reina Elzia. ¿Qué se supone que vamos a hacer? —Visitar a la familia Esbos y ver quien quiere atacar su torreón. —¿Salvarlos no? Salvaremos vidas inocentes… La reina la miró con sus ojos grises fijamente. 45

—El destino quiso que tuvierais la visión. Mi decisión es conocer a los atacantes sean cuales sean las consecuencias. —¿Y sacrificar vidas inocentes? —Inquirió, disgustada, Marta. —Nadie ha dicho que sacrificaremos vidas inocentes. Tras pronunciar estas palabras, emprendieron a galope el camino hacia Vuelaflor. Cruzar la vía principal de la capital fue extraño para Marta. A ambos lados se extendían casas humildes de dispares colores y aun así emanaban una apariencia de orden y armonía. Los transeúntes se mostraban cada vez con ropas y auras más humildes a medida que se acercaban a las murallas de los límites de la metrópolis. Al principio veía gente en terrazas que reía y brindaba, que paseaban y charlaban animados. Parecía que gran parte de la ciudad vivía bien y contenta. Más adelante, comenzaron a mostrarse indicios de pobreza. Había mendigos pidiendo. Vio alguna pelea de bar. Mujeres y hombres vendiendo baratijas. No obstante, tampoco era tan malo, hasta que llegaron a las almenas de uno de los portalones de la clara y parda muralla y se internaron en los terrenos de la familia Esbos. Fue lo peor fue llegar a los dominios de la familia Esbos. Se alzaban escasas casas que consistían en cabañas de madera. La poca gente que estaba en el exterior tenía ropas raídas y apariencia de suciedad. Entre los árboles había niños que pedían y otros que luchaban entre ellos, luciendo esos pobres ropajes. Marta tenía el ímpetu de pedirle explicaciones a la reina Elzia. No entendía como con sus principios podía permitir eso. Con el galope atropellado de los caballos y la visión de un torreón gris frente a ellos no tuvo tiempo de hacerlo.

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Ante ellos apareció una pequeña fortaleza de piedra que consistía en una vivienda con estandartes y un torreón. Dos hombres con buena ropa salieron a recibirlos. —Bienvenidos, su alteza y su séquito —pronunció un hombre mayor, de cabello canoso pero con apariencia fuerte y mirada firme. Él y su acompañante hicieron una reverencia. —Es un honor visitaros, Lord Kalio y a vuestro hijo Lord Walio. —El honor, sin duda es nuestro —dijo en tono excesivamente solemne Lord Walio. Era un joven alto y fuerte de un rubio cabello rizo y rebelde. Los invitaron a entrar y se sentaron en una amplia mesa caoba del comedor principal, situado al lado de la puerta de la vivienda. Marta observó horrorizada trofeos de caza en las paredes: cabezas de jabalí, cabezas de ciervo, pieles de zorro. Marta siempre había defendido los derechos de los animales y eso le repugnaba. Consideró si sería capaz de comer algo con esos cadáveres mutilados de inocentes mirándola. En la mesa había dos mujeres. Una señora vestida pomposamente de pelo cano con cara de asco y una joven embarazada con vestido plateado que destacaba por su gran nariz y cejas mal hechas. Todos se fueron sentando. —¿A qué debo tan honrosa visita? —Preguntó con amabilidad Lord Kalio. —Simplemente hoy quise dar un paseo a caballo con mi séquito para revisar la situación en los dominios de Vuelaflor. —Entiendo, un poco de control. Marta se dio cuenta de que Lord Walio la estaba mirando fijamente.

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—Os presento a mi esposa: Lady Tarila. Y a la futura madre de mi primer nieto: Eresa. La mujer mayor esbozó una exagerada sonrisa que semejaba algún tipo de mueca grotesca. Eresa hizo una reverencia y saludó débilmente con la mano. Su novio, Lord Walio, la miró con odio y le dio un codazo. —¿Cuándo será la boda? —Preguntó Laisho, cordial, pero con disgusto en su rostro—. Tal acontecimiento merece celebración. —No nos vamos a casar —terció Lord Walio como si fuese lo más evidente del mundo—. Íbamos a hacerlo porque su casa hacía buenos negocios con la nuestra, pero resulta que los negocios han cambiado y Eresa vivirá conmigo hasta que dé a luz a mi heredero. Luego podrá volver con mamá y papá. —¿Cómo puedes hablar así? Marta no pudo evitar interrumpir esa escena que la horrorizaba. —Es bella vuestra acompañante. Y tiene ímpetu —dijo Walio sin ofenderse. —¿Dices eso delante de tu novia? El enojo de Marta iba creciendo. Nada le había gustado de aquel lugar desde que había llegado. Todo le había dado mala espina. Aquello era el colmo. Se alzó y levantó la mano para pegar a Lord Walio mientras la joven Eresa miraba hacia abajo, sumisa. —Marta, id a tomar el aire —ordenó la reina con voz queda. —Perdonad a mi hijo. A veces no controla sus palabras —se disculpó sin inmutarse por el espectáculo, como si fuese una escena habitual, Lord Kalio. 48

—Me iré y Eresa conmigo. —Llevaos a esa quejica que no sabe ni limpiar. Hacéis bien, dama —dijo la mujer de Lord Kalio. El desprecio que sentía iba en aumento y agarró a una reticente y vulnerable Eresa para marchar hacia el bosque. La ira no le permitía hablar y supuso que Eresa estaría destrozada así que se limitó a acercarse a los lindes del bosque con la desgraciada embarazada a su lado, llorando. —No volváis a portaros así delante de vuestra chica —dijo amenazante el rey Laisho a Lord Walio, que semejaba intimidado. —Oh, las discusiones y los malentendidos son habituales —dijo Lord Kalio restando importancia. —Centrémonos —urgió la reina Elzia—. He visto que vuestros negocios no aportan nada a vuestros dominios. —Es cierto —terció Lord Kalio algo nervioso—. La guerra y el nuevo control del reino del Este sobre ciertos flujos de mercado han hecho que tuviera pérdidas y tuviese que compensar mejor a mis nuevos proveedores y clientes. —Entiendo —contestó la reina Elzia. Inmutable—. Si no os importa, quiero ver cómo está Lady Marta. El incidente que ha tenido lugar espero que no se vuelva a repetir. Tomaremos un momento el aire y luego proseguiremos con conversaciones de negocios.

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Había caído la noche y la estampa que se presentaba ante Marta era la misma que había viso en la visión que le había proporcionado Corcel. Su intuición le decía que el ataque estaba a punto de ocurrir. Estaba confusa aunque su furia había amainado. —¿Quién sois, mi lady? ¿Por qué me habéis escondido aquí? —Preguntó, asustada, Eresa. —Soy lady Marta del reino de Santiago de Compostela —dijo Marta ante la incomprensión de Eresa. Tuvo que aguantar la risa ante el absurdo de sus palabras. —No conozco tal reino, disculpad. —No os disculpéis. Intentaré que estéis bien. Estáis a salvo aquí. De pronto, las figuras de los reyes y su séquito se salieron de la casa. Marta salió de su escondite y les hizo señas para que se acercaran al frondoso conjunto de arboledas y matorrales. —Es el momento —anunció Laisho y, a continuación, abrazó a Marta. —Eso intuía yo —respondió una Marta inmutable ante el abrazo—. ¿Cómo lo sabéis vosotros? —Nos lo ha indicado Carlo —respondió la reina Elzia. Marta esperaba algún tipo de discurso o reprimenda por haber actuado de esa manera. No obstante, como espectadores a la canción más hermosa desde las estrellas, todos miraban al torreón, expectantes. No tardó en ocurrir. Marta contó diez hombres que se acercaban con armas y antorchas. Eresa comenzó a gemir. 50

—Cerradle la boca o nos descubrirán —ordenó Sajala y Alesio la agarró por las espaldas y le puso la ruda palma de su áspera mano en la boca. Eresa dejaba escapar solitarias lágrimas. Marta no pudo evitar sentir más lástima por ella que por lo que tendría lugar delante de sus ojos. —Te hemos salvado —le susurró con dulzura. Laisho la miró extrañado y conmovido. De repente, los Lores del torreón salieron y se encararon con el grupo que los estaba rodeando. Tras gritos de furia y miedo comenzaron a luchar y prendieron fuego a la vivienda. —¿No vamos a intervenir? —Preguntó en voz baja Marta a la reina Elzia. —Te repito que sólo no sacrificaremos a inocentes. Marta no pudo evitar sonreír amargamente. Sentía que esa familia se lo merecía pero tampoco les deseaba aquella muerte. Los diez hombres decapitaron a padre e hijo y degollaron a la mujer de Lord Kalio. Cuando se aseguraron que todo estaba destruido, marcharon en silencio. —No podíamos intervenir —dijo el rey Laisho a Marta cuando sólo tenían en frente una casa ardiendo y el ambiente comenzó a oler a humo y ceniza—. Si no los atacantes escaparían y no podríamos adivinar a que amenaza tenemos que hacer frente. —Ni siquiera siento lástima por los Esbos —escupió sus palabras Sajala. —Ni yo —repuso Alesio.

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—¿Acaso habéis adivinado quienes eran los atacantes? Se hizo una pausa en la que se escuchaba llorar a Eresa. —Los rebeldes. Los revolucionarios. Dijeron ambos reyes casi al unísono. —Si los revolucionarios atacan es porque hay descontento en el pueblo. No es de extrañar que se ensañaran primero con los Lores de Esbos, tal y como los trataban. No puedo permitir que mi pueblo me cuestione. No puedo permitir el auge de una revolución y una división del reino ni una guerra civil. Debo actuar contra este inicio de rebelión —dijo una firme y decidida reina—. O nos costará la Gran Guerra.

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6 LA ESPERANZA ALADA Un viajero nunca olvida cuando pisa una nueva ciudad tan imponente como Vuelaflor, aun cuando esa ciudad no estaba presente en su itinerario de viaje. A pesar de que lo sucedido había dejado a Marta estupefacta, no pudo evitar contemplar la belleza, en esplendor por la noche, de la capital. Con pisadas de cascos de caballo y los silenciosos sollozos de la joven Eresa como fondo, observó las calles principales por las que se movían, sin llamar la atención, con tan sólo algún solitario transeúnte que ni les dirigía la mirada. También se toparon con algún borracho de amago burlón, rápidamente callado ante los gestos altamente agresivos de los guerreros de los reyes. Llegaron a palacio sin incidentes, con una Marta que miraba a todos, apremiante, esperando que le dijeran algo o que le revelaran el destino de esa comitiva. Eresa había silenciado de repente y mantenía su vista clavada en el suelo, como si bajo sus pies sucediera algo muy interesante, ajena a todo lo que estaba viviendo. La reina los hizo entrar en el salón del trono. Cuando todos los acompañantes se acomodaron dentro, Carlo apareció para encender las antorchas, otorgándole a la estancia, que parecía a veces tratar asuntos oficiales y otras, asuntos secretos; una penumbra fantasmal. Después de que cada uno, con gestos serios y meditabundos, se sentasen en su correspondiente sitio, Marta no pudo reprimirse más.

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—Me has engañado. Me has dicho que eres una reina pacífica para un reino próspero. He visto pobreza y un señor cruel y sin principios que tenía a sus habitantes en la miseria. Todos clavaron su vista en la insolente Marta. La reina se mantuvo impasible mientras su séquito intercambiaba miradas. La única que no la miraba era Eresa, que no parecía presente. —Marta, no sabes nada de reinar —habló Laisho—. A los gobernantes no nos queda otra opción que pactar con señores que, a veces, se nos escapan del control. Son muchos y están acostumbrados al antiguo orden y el cambio se impone poco a poco y no de golpe. —Me parece inadmisible lo que he visto hoy —insistió Marta. —Salvo los reinos del Este y del Sur, el resto de países del continente son pobres y de escasos recursos —intervino neutral la consejera de la reina—. Hacemos lo que podemos por nuestra gente dentro de nuestros límites y, ahora que hay guerra, los recursos merman. —Ojalá fuera tan rico para mandar al diablo a la gente que me cuestionara de esta forma como vos —dijo un tanto divertido el guerrero de Laisho, Alesio. —Entonces no serías tan rey como yo —repuso el rey Laisho. —Os la tendríais que ver con mi reina y conmigo —contestó Sajala. Aunque durante las últimas horas se había mostrado abierta con Marta ahora parecía más reticente. —Soy más raudo que un tifón —se limitó a contestar Alesio mientras se sirvió una copa de vino e intentó lucir sus bíceps. —Y yo más fuerte que un torrente —Sajala también se sirvió vino y adoptó tono burlón.

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—Sois nuestros protectores. No guerreros sin cerebro ni principios. Sosegaos. Espero que no llegue el día que tengáis que medir vuestras fuerzas —intervino Carlo poniendo los ojos en blanco. —Es lo que desearía él —dijo Sajala—. Y el rey os da mucho oro, Alesio. —No es mi ambición la que le sirve, sino mi lealtad y mi fe en él y en todo lo que le he visto hacer. Los hombres sueñan con oro y luego no saben qué hacer con él cuando lo tienen. —¿Tenéis fe en mi reina? —Preguntó Calina. —Por supuesto. Si no le daría una colleja a Laisho antes de que se aliase con ella. Y tengo fe en nuestra lucha. Por ello, la elfa extranjera debería limitarse a disfrutar de lo que le estamos dando, sabiendo que la reina sabe lo que hace en lugar de cuestionarla. —Soy una reina de verdad. No una de esas princesas de los cuentos que cantan y los pajaritos se acercan a posarse en sus manos, hechizados por su dulce voz —habló finalmente la reina Elzia y todo el mundo abandonó el semblante de picaresca para mirarla muy serios—. Estoy haciendo todo lo que puedo por mis súbditos, Marta. Te lo aseguro. Y soy consciente de que a veces no es suficiente. Pero lucho por ello y ahora la principal amenaza es que no se imponga el modelo de gobierno del reino del Este. Más vale que nunca lo veas o conozcas. —Está bien. Lo comprendo —se resignó Marta—. Seguid hablando de lo vuestro… o nuestro.

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—Como habéis visto —Elzia procedió a hablar como si no se hubiesen producido interrupciones—. Los rebeldes están atacando. Lo que significa que se cuece una rebelión. Quiero que mandéis a todos vuestros contactos y a vosotros mismos a averiguar su siguiente movimiento. Investigad por toda la capital y pueblos próximos: rumores, historias, hechos… Y, cuando tenga lugar, yo misma intervendré. —No deberíais, majestad —repuso Sajala. —Soy su reina y soy con quien deben estar descontentos. Sólo puedo solucionarlo yo misma —sentenció levantándose del trono—. Y, ahora, trabajad o descansad. Marta, debéis ir a dormir y vos, Eresa, sois la nueva señora de Esbos, pues lleváis en vuestro vientre a su heredero. Tendréis refugio en palacio hasta que se calmen estos asuntos. Por supuesto, sobra decir vuestro deber de secreto ante todo lo que veáis u oigáis. Eresa asintió débilmente. Al día siguiente, Carlo despertó a Marta en sus aposentos. Marta volvió a sentirse desorientada y le costó unos segundos darse cuenta de nuevo de dónde se encontraba. —No ha sido una pesadilla… —farfulló mientras Carlo abría las cortinas hacia el paisaje de la metrópolis. —Tenéis té, pan y queso. Vestíos y arreglaos. Calina y yo os esperaremos en la entrada de palacio —anunció Carlo, inmutable. —¿No tendréis un café? —No existe café en el continente Frondoso. —-¿Y chocolate? 56

—Tampoco. —Vaya mundo qué tenéis. Al menos debería existir una llave que no te dejara entrar en mi cuarto. —Aposentos —la corrigió Carlo con una media sonrisa—. Lo de la llave son órdenes de la reina. —Claro… “Ordenes de la reina” —refunfuñó Marta con tono infantil. Tras vestirse, peinarse y desayunar rápidamente y empezar a despejar de su letargo. Marta se dirigió a la entrada de palacio, todavía asumiendo lo ocurrido el día anterior. —¿Estáis lista, lady Marta? —Preguntó Calina muy sonriente, con su rizo cabello rubio salpicado por canas recogido en un elegante moño. —¿Se puede saber cuáles son esas órdenes de la reina? —Inquirió una brusca pero risueña Marta. —Tras haber puesto en duda su forma de gobernar ayer, la reina ve conveniente que os enseñemos con más calma Vuelaflor y, al mismo tiempo, que os informemos de la situación con el reino del Este y sus dirigentes. —Bien. Las calles durante el día presentaban una viva alegría. Calina y Carlo parecían asegurarse de no transcurrir las zonas más humildes de la ciudad. Iban mostrando distintos edificios oficiales que serían de interés a Marta, aunque a ella no le interesaban en absoluto. El único que llamó su atención fue una gran biblioteca, que Carlo vio procedente que visitasen.

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—Sabía que este lugar os agradaría para charlar tranquilamente —dijo Carlo, animándola a que entrara al gran edificio de mármol y madera, culminado en una cúpula de tejas azabache. Entraron en el cavernoso edificio que albergaba un intrigante olor a libro y a cerrado que corroía sus paredes de madera. No era la espectacular biblioteca que Marta esperaba, pero ningún mal enclave podría deshacer el embrujo del montón de libros apilados y ordenados en todo el recinto. Se situaron en un aislado y privado cubículo en penumbra. —Hay quien usa los libros para matar el tedio de su vida. Hay quien enriquece su vida e ignora el inevitable tedio entre libros —dijo la consejera Calina en cuanto se sentaron. Carlo desapareció un instante para volver con unos pocos libros muy gruesos pero, en apariencia, recientes. Marta pensó que Carlo era proclive a los misterios. —Bien. El reino del Este está gobernado por el rey Osles y sus dos hermanos: la princesa Niara y el príncipe Reidos—. El tono de Carlo carcomía la expectación pero sus palabras mantenían despierto el interés—. Osles llegó al trono hace tres años tras la misteriosa muerte de su padre, el rey Lesos, cuando le pidió la mano a su prometida, la reina Abaeda del reino del Sur y, así, mantener una nueva alianza con este próspero reino pero que, a la vez, quitaba de su derecho al trono a los tres hermanos de sangre real. —Misterioso —comentó Marta irónicamente. —Lo comprendéis —prosiguió Calina—. La versión oficial fue que la reina Abaeda envenenó al rey Osles para luego escapar con una nueva corona al reino del Sur. Y, por supuesto, los tres hermanos tuvieron que vengar la afrenta a la usurpadora—. Marta asintió, 58

intrigada—. La realidad y lo que la mayoría sabe es que el nuevo autoproclamado rey y sus príncipes conspiraron para matar a su padre y su prometida, de manera bien encubierta. —Y tanto si fue bien encubierta —añadió Marta. —Cada uno de ellos pactó ser rey. Osles es el rey del reino del Este, Niara es la reina del reino del sur y Reidos el rey del reino de la Palmera Plateada. Por lo menos en teoría. Osles unificó tras varias guerras los tres reinos y él, como primogénito, gobierna todo —contaba Carlo—. A pesar de que se hable del enemigo con ligereza, hay que admitir que son extremadamente peligrosos. Osles es un tirano dictador y sin piedad. Está dejando a su pueblo en la pobreza debido a tanto que invierte en su ejército. Realiza acciones extremadamente violentas, incluso sádicas, a cualquier opositor, sea civil o señor. Gobierna con el miedo y la fuerza bruta. >>Niara, la aparente dulce princesa Niara, es conocida como la reina víbora. Es muy calculadora. Mente de artimañas que aseguró a Osles el poder en sus dominios y en sus intrigas palaciegas. >>El príncipe Reidos es el general de su ejército. Cuando Osles asesinó a su padre, Reidos orquestó veinte batallas simultáneas y las ganó todas, con ayuda de la picaresca de Niara. —Anda ya… ¡Veinte batallas al mismo tiempo! —El ejército cumplió por recursos y soldados sus planes y estimaciones estratégicas. Por ejemplo, el reino de la Palmera de Plata siempre ha destacado por su pobreza y libertinaje de sus habitantes y la debilidad de sus gobernantes, que suelen decantarse por el rey del

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continente que parezca más fuerte en el momento. Los ataques que Reidos tuvo que realizar para hacerse con este reino, a pesar de que supusieron cinco batallas, fueron ridículos… —E incluso patéticos —remarcó Calina—. También destacó por una batalla contra un ducado de campesinos con pocos hombres, haciéndose con un gran establo y colocando antorchas en los cuernos del ganado, azuzándolos para atacar como bestias de fuego. —Batalla ganada con cero hombres. —Exacto, Marta —concedió Calina—. Otra destacable acción de Reidos fue dejar vía libre a su hermana Niara para hacerse con el control del reino del Sur, mintiendo a la corte sobre el destino de su reina. Escuchó que esperaban a ciertos marineros comerciantes que, con su flota, mató y entró en el reino haciéndose pasar por ellos. Cuando se descubrió el engaño ya era tarde. —Parecido al pacto de Niara con los piratas del ducado de La Marea Brava, amenazada continuamente por piratas que les hacían la vida imposible. Piratas con los que Niara negoció a cambio de mucho oro para que dejasen de atacarlos, tras un teatro orquestado en el que la flota de Reidos acababa con ellos. —¿Qué pasó luego con los piratas? —Se interesó Marta. —Niara les ofreció riquezas y una pequeña isla en el Reino del Este. Niara consiguió hacerse con La Marea Brava. Y la princesa víbora ve y oye todo lo que ocurre en sus dominios, ejecutando a cualquier posible peligro potencial. —¿Qué fue de las otras batallas? —Quiso saber Marta.

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—Batallas ganadas gracias al poder de la caballería, la infantería y la buena estrategia del príncipe Reidos y sus subordinados. Una de ellas fue dirigida por el mismo Osles… En ese momento, un muchacho con túnica blanca se acercó a la consejera Calina. —Mi señora. Su alteza la reclama en la plaza Nita. —¿Se sabe por qué? —Preguntó la consejera con semblante muy serio. —Los rebeldes han organizado una marcha pacífica en la plaza. Calina se marchó rápidamente. Marta se dispuso a seguirla pero Carlo la detuvo. —No es lugar para ti. —¿Cómo me voy a quedar aquí mientras está ocurriendo eso? Marta estaba enfadada con Carlo. —No subestiméis a nadie. Ya veis que tenemos un peligroso y astuto enemigo. Vuestro trabajo no es tratar con rebeldes sino… —¿Intentar ser decisiva en esta guerra? Eso haré. Marta marchó corriendo de la biblioteca y alcanzó a ver la silueta lejana de Calina. A lo lejos se escuchaba un alboroto, muchas voces gritando algo que sonaba a: “guerra no, pobreza no, Elzia no”. Carlo observó sin moverse a Marta salir de la biblioteca. No intentó detenerla. Hizo otra cosa. Fue a ver a Corcel.

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Tras sortear grupos de gente que iban en aumento a medida que seguía a la consejera de la reina, intentando no perderla de vista, se topó con la plaza en la que se amontonaban ciudadanos bramando aquellos gritos que había escuchado como un eco. En un palco de la plaza, estaban Elzia, Laisho y su séquito, al que se incorporó Calina; con Carlo como gran ausente. Enfundada la reina siempre en sus vestidos vaporosos con el rey, soldado estrella de sus aliados, a su derecha y el resto detrás. —Entiendo vuestro enfado —comenzó a decir su majestad, haciendo callar a la muchedumbre sin mostrar temor—. Soy consciente de que las condiciones han cambiado, pues estamos metidos en una de las mayores guerras de los últimos tiempos. —¡Mentirosa! —Bramó un enfurecido chico de ropas raídas que parecía el líder—. ¡Prometisteis no meternos en otra guerra! Sus palabras fueron respaldadas por un menguante clamor de los asistentes. —¡Esta guerra es necesaria! —Gritó, imponente, el rey Laisho—. Se alza contra nuestros reinos, el reino del Clavel y el reino de Los Robles, una alianza mucho mayor que nosotros, que nuestro ejército y nuestros recursos. Se trata de un tirano cruel y dictador que no dudará en imponer el terror a cualquiera que quiera bajo su mando, sea civil o militar. Se trata de impedir que gobierne el mal y un mundo de crimen y pobreza para todos. Hizo una pausa que evidenció el murmullo de la gente. Entonces, ocurrió algo. Corcel llegó corriendo al lado de Marta. Sorprendida y atemorizada ante lo que presenciaba, acarició inquieta a su pegaso.

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Corcel le mostró una visión. Era ella, sobrevolando a lomos de Corcel la plaza. Sabía, sin saber cómo, que estaba destinada a aparecer en ese momento. —Corcel, mi tesoro… ¿Podré montarte y volar contigo, amigo? Como respuesta, Corcel relinchó feliz y alzó las patas delanteras. Insegura, ya que nunca antes lo había intentado, Marta montó sobre su pegaso y este alzó el vuelo sobre la multitud de gente de la plaza. Cualquier voz fue callada durante instantes. Todo el mundo quedó observando atónito aquel dorado caballo alado que movía sus alas cruzando círculos concéntricos en el aire de la plaza. Se siguieron gritos de asombro y Corcel aterrizó junto a la reina Elzia, con Marta todavía montándolo. —Ciudadanos —empezó una firme Marta—. Soy la última elfa en este continente. La reina obró el milagro de traerme a Vuelaflor para luchar en esta guerra tan importante. —¡Sí que es una elfa! —Bramó un anciano con toga que estaba al lado del joven que había insultado a Elzia—. ¡Los elfos son los únicos capaces de montar caballos alados! Aun así, silencio. —Creo en la reina de la misma manera que debéis hacer vosotros. Ella y el rey Laisho lucharán sacrificándose a sí mismos, si es necesario, para que no triunfe un régimen de terror como el que nos querría imponer el tirano Osles. Si esto os parece malo… Mucho es peor lo que ocurre bajo la amenaza del reino del Este y sus nuevos reinos—. Marta hablaba como si estuviese en algún tipo de sueño. Como si realmente no estuviese en ese momento, cabalgando un pegaso ante un pueblo furioso—. Como elfa he podido elegir un bando y me 63

decanto por la reina Elzia. De todas formas, entiendo vuestro descontento. La guerra ha aumentado la pobreza, es inevitable. La reina intenta reducir la pérdida lo que puede y a veces hay malentendidos entre el pueblo y la corona. Por lo tanto, ahora mismo negociaremos para crear un estatuto que servirá como guía para gobernar en estos oscuros tiempos. Equilibrando los deseos de la gente, y los de la corona. Equilibrando las posibilidades de unos y otros. —¡Sí! ¡Porque estamos en el mismo bando! ¡No somos enemigos! ¡Debemos luchar todos juntos! —Gritó Laisho, mirando con admiración a Marta. Marta calló con la respiración agitada. Se preguntaba si se encontraba en su sano juicio o había hecho una tremenda locura. No obstante, una voz se alzó solitaria entre la multitud. —¡Viva la elfa! ¡La esperanza con alas! La reina Elzia agarró a Marta y le susurró unas palabras al oído. —Ya hablaremos más tarde de tu locura. Ahora eres su símbolo, su esperanza. Firmaré ese dichoso estatuto que has prometido, no hay vuelta atrás. Mientras tanto, sobrevuela todo Vuelaflor para que todos mis súbditos puedan ver a la esperanza alada. Marta tragó saliva ante las palabras de la reina y el clamor de la gente. Se había metido en un lío muy gordo. —Firmaremos ese estatuto, parece justo —dijo alzando la voz el líder de los rebeldes. —Vamos, Corcel. Marta despegó, asustada, con Corcel y se alzó alto para hacer lo que la reina le había ordenado. Sobrevoló toda la ciudad de Vuelaflor con las calles atestadas de gente que la 64

señalaba, aplaudía y aclamada. Gente que bramaba que era la esperanza alada. Marta sintió la adrenalina de forma peligrosa, como si fuera algo a lo que se pudiera acostumbrar. Con un reluciente sol rodeado de nueves como testigo, cruzó los aires. Sentía el viento en el rostro ondeando su cabello. Creyó estar recordando a sus ancestros élficos haciendo lo mismo siglos atrás. Cuando se acercó a la costa y se dispuso a volver a palacio pudo divisar un pequeño navío con una gran vela izada con el escudo del reino del Este. Debía alertar a la reina.

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7 LA SABIA Al este el continente, al oeste un horizonte de océano de azul reluciente. Al frente terrenos desconocidos y debajo Vuelaflor. Marta sentía, volando sobre el lomo de Corcel, un sentimiento de libertad que la impulsaba a volar más y más alto, hasta las nubes. O más lejos y llegar a los confines de ese mundo. El aire en el rostro le recordó que era eterna, ahora que era Elfa. Podría volar libre sin peligro. Optó por volver a la realidad y desempeñar el papel que le había tocado en ese nuevo mundo. Bajo ella había una ciudad que vibraba ante una nueva esperanza y su reina lidiando ante el pueblo. Un pueblo que se había levantado descubriendo una nueva lucha y una nueva causa junto a su reina. Decidió descender hasta palacio y devolver a Corcel al establo para encararse con lo que fuera que había provocado su descabellada acción. No sabía si haría frente a ira o elogios pero sí sabía que no debía huir ahora que estaba tan implicada. Tras dejar a Corcel tranquilo pastando, se dirigió al salón del trono. Entró en la amplia estancia y pisó la mullida alfombra de la entrada con la respiración agitada. Allí se encontraban los reyes Elzia y Laisho con su correspondiente séquito y dos hombres que Marta recordó como los líderes de la marcha pacífica. —Reina Elzia tengo noticias. Todos la miraron insólitos. Incluso sus recientes conocidos parecían mirarla con otros ojos. Todos, excepto la reina.

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—Estamos firmando el estatuto que has propuesto, Marta. ¿Puedes firmar la parte que te corresponde? —La esperanza alada —dijo el hombre mayor—. Sin vuestra firma no tendría valor este papel. Marta no contestó. Los miró aturdida, aun no estaba acostumbrada a ese nombre ni a lo que despertaba en la gente, a pesar de que ya se estaba haciendo a la idea. —Un navío con el estandarte del reino del Este se acerca a la costa de Vuelaflor. Marta escupió las palabras sin poder frenarse. Los reyes intercambiaron miradas. —Alesio, ve con tus hombres a comprobar qué sucede con el navío —ordenó el rey Laisho. —¿Nada más? —Estaría bien que os apresuraseis a firmar y pasar a ese tema posteriormente —insistió con su voz gutural la reina Elzia. Laisho hacía mover los dedos sobre el apoya brazos de su trono, inquieto. —Debería leerlo. —Marta, tendréis tiempo más tarde. Hay asuntos que apremian —insistió el rey Laisho. Así pues, la joven se acercó a grandes zancadas y firmó el pergamino que sostenía el hombre mayor. —Soy un pesimista consumado. Pero dentro de mi pesimismo tengo un implacable corazón optimista que me hace creer en lo bueno del mundo. Ahora mi optimismo y mi pesimismo creen en vos, cada uno a su modo —culminó muy contento el anciano rebelde. Su 67

indumentaria gozaba de su fama de hombre del pueblo, al igual que su compañero. Consistía en unos simples pantalones y camisas de color gris. —El bien y el mal. Como la dicha y la pena siempre conviven. Cada situación favorece alguno. Estamos en guerra. A pesar de que la guerra tienda a la pena, aun sigue viva la dicha. Y, en algunas guerras, el bien y el mal luchan. Diferentes rostros, estandartes, banderas o colores como nombres de estas dos caras de la moneda —sentenció la reina Elzia, irguiéndose y acompañando a los rebeldes a la puerta—. Es el principio de un apoyo mayor a mi pueblo. Como nuevos miembros de mi consejo, ¿querríais un aposento en palacio? —Nunca gastaré lo que no he ganado ni gozaré de derechos reales que no correspondo como hombre que lucha por la gente humilde —respondió en un halo de misterio el joven. Su compañero asintió enérgicamente con la cabeza, como señal de apoyo. —Sea así, pues. Aquí siempre seréis bien recibidos. Tras una reverencia, los rebeldes y nuevos aliados de la reina, se marcharon. —Ahora veremos qué tiene que decirnos Osles —rompió el siguiente silencio el rey Laisho—. Un navío tan indefenso con su escudo no puede ser más que un mensajero. Como respuesta inesperada, un alterado Alesio irrumpió en el salón del trono. —Reina Elzia, rey Laisho.… el navío sólo tenía una tripulante. —Os escuchamos —concedió la reina, volviendo a sentarse, majestuosa pero modesta en su trono.

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—Es una mujer mayor. No quiere revelar su nombre. Dice llamarse la Sabia y que ha venido por órdenes de Osles a… espiaros. —Burda acción si pretende espiar a la reina atracando en el puerto de la capital con el símbolo del enemigo —dijo Laisho. Alesio le dedicó una sonrisa torcida a su rey. —Eso mismo dijo ella. Afirma que realmente fue una estrategia para poder marchar sana y salva del reino del Este. Y que realmente quiere ayudaros contra el rey Osles. Se sumió toda la sala en un silencio cortante. —¿Qué habéis hecho con ella? ¿Os parecía peligrosa? —Quiso saber la reina, —Le cambiamos las ropas y comprobamos que no tenía armas, ni siquiera en su pequeño navío. --Bien. Traédmela. —Majestad, es peligroso… —urgió Sajala. —Lo absurdo y suicida de sus actos me hace pensar que o es una estúpida trampa o que realmente esta misteriosa visitante es fiel a sus palabras. En aquel momento, entró Alesio, irrumpiendo con pesadas pisadas en el salón. Arrastraba con él a la Sabia, encadenada. Enfundada en un traje azul, más propio de un marinero que de una dama, lucía un cabello castaño muy corto y una mirada de ojos de un azul pálido tan grandes que parecían salir de sus órbitas.

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—Sin escenitas, si no es pedir mucho —terció la mujer muy tranquila. Se comportaba como si aquella situación no tuviera ninguna importancia y fuese algo habitual—. Como supongo que sabéis, a pesar de que me encuentre en el salón del trono del reino del Clavel para ejercer de espía, resulta que lo que quiero es unirme a vos, su majestad Elzia. Y vencer al rey Osles. Sajala apretaba la espada envainada en su cintura y le susurró algo a la reina, que pareció ignorar. El rey Laisho no le quitaba la vista de encima, examinándola, casi traspasándola. Era visible que nadie de los presentes se fiaba de ella. —Habéis traicionado ya un rey. ¿Cómo sabré si es cierto lo que decís y no me traicionaréis también a mí? ¿Cómo sé que no es una trampa? —Sólo os puedo dar mi palabra y mi sabiduría sobre el tirano Osles y sus dos hermanos. Mi consejo os será de gran utilidad en las batallas venideras. Quiero unirme a vos, una reina que lucha por un mundo mejor y justo. He visto las barbaridades que hacía mi antiguo reino y no pienso ser partícipe de ello. Elzia esbozó una media sonrisa. —Parece justo. Y comprenderéis que todavía no me puedo fiar de vos. —También parece justo—. Contestó la Sabia, seria pero sin atisbo de miedo—. ¿Cómo podría ganarme vuestros oídos? No aspiro a que confiéis en mí. Tan sólo a que me escuchéis y mi consejo pueda servir para que ganéis la guerra. —De momento, viviréis en palacio recluida en vuestros aposentos. Me daréis tres datos importantes que conozcáis sobre el reino del Este. Si resultan ser ciertos, os daré más 70

libertades. Si fallo, morís. Como regalo a cada dato verificado o ventajas que me vayáis otorgando, responderé y os daré más libertad. —De acuerdo. ¿Me apresaréis? —No exactamente. Alesio, llevad a… Disculpad, no he preguntado vuestro nombre. —Me hacen llamar la Sabia, pero el nombre que me dieron mis padres es Xaida. —Llevad a Xaida al cuarto de invitados 4 del segundo piso. Más tarde nos veremos, a solas. Xaida hizo una reverencia y marchó con Alesio sin mostrar atisbo de emoción. En el momento que se cerró la puerta, la estancia se llenó de murmullos. Marta estaba muda sin saber muy bien qué pensar. Algo le decía que Xaida hablaba en serio y sus palabras decían la verdad. Pero otra parte de su ser no acababa de confiar del todo en ella. —¿Y si es una trampa? —Preguntó Sajala. —Tal y como he obrado no supone peligro —contestó la reina—. Andaré con pies de plomo con ella pero puedo comprobar que sean ciertos sus consejos. De ser enemiga podría ser una valiosa rehén. —Osles no os mandaría aquí a una valiosa rehén —terció el rey Laisho con voz queda. —Coincidimos. De momento ha sido un día muy largo y supongo que todos querréis descansar o distraeros. Rey Laisho, espero que la misión que os encargado sea lo más llevadera posible. —Es una misión honorable. 71

—Partirás mañana al alba. Marta los miró sin comprender nada. —¿Qué misión? —preguntó. —Acompañaré a una veintena de soldados a desenterrar cuerpos de la fosa común de la última batalla de Elzia como reina, antes de esta —le explicó. —Lo acordamos con los rebeldes. Muchos añoran a sus muertos caídos —hablaba la reina—. No puedo devolverlos a todos pero sí a los cuerpos de la batalla de la pradera Brillante para que los entierren como es debido. —Supongo que como condición indispensable para ganarte su confianza —dijo Marta, resoplando. --Id todos a descansar. Marta, tú y yo hablaremos a solas —ordenó la reina Elzia.

Fiel a su palabra, la reina hizo marchar a todos, menos a Marta. Rodeó su trono y se colocó al lado de Marta, ambas contemplando las imponentes vistas de Vuelaflor. Un manto de nubes gris perlado ya anunciaban inminentes lluvias. Se apartó con lentitud para agarrar una jarra de vino y dos copas que estaban encima de una mesilla de cristal. —Marta, quiero que sepáis que esto no puede volver a ocurrir. Nunca más actuaréis sin mi orden o permiso. Marta iba a replicar, pero Elzia alzó la mano.

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—Por lo menos, por ahora. Mientras aun seáis una recién llegada al continente Frondoso—. Apuró un trago al vino—. De todas formas, habéis obrado bien. No dudo que habría solucionado yo misma la marcha pacífica y el acuerdo con los rebeldes pero vos le habéis dado una solución más rápida… e innovadora. Marta asintió. Estaba esperando la gran reprimenda. La reina hacía bailar su copa con la mirada perdida en el firmamento. —Seréis parte de mi consejo. Vuestras innovadoras ideas políticas traídas de vuestro mundo resultarán interesantes. —¿Y la parte mala es…? —Nada. Que os apliquéis en vuestra educación en palacio durante los días venideros y aprendáis mejor cómo funciona este mundo, incluido el palacio, para evitar más acciones impulsivas similares. Esta vez os ha salido bien pero podría ser que la próxima ocasión no sea propicia. --De acuerdo —contestó una Marta un tanto confusa. ——Te das cuenta de tu verdadera fuerza cuando no te queda otra elección. La adrenalina fluye: luchar o huir. Entonces, cuando sacas tu fuerza, eres invencible —prosiguió la reina dando más tragos a su copa—. Nadie entiende lo que implica un reinado. Tratas de hacer feliz a la gente, pero no se puede contentar a todo el mundo. Surgen conflictos y guerras, asuntos de moneda, alianzas con señores que hacen lo que desesan, comercio e incluso conflictos con las políticas. Hay que tomar muchas decisiones que la gente no entiende. Entonces, un rey no da abasto, debe delegar tareas. Surge un consejo, unos soldados, unos 73

mercaderes y miles de trabajadores. Y llega el momento de delegar la tarea de la fe a una elfa extranjera que monta sobre un caballo alado que afianza la fieldad del pueblo en ti en un momento tan delicado como este —. Clavó su mirada gris sobre Marta y la muchacha se sintió, de pronto, pequeña pero a la vez acogida—. Lo llevas en la sangre. En tan sólo un día has pasado de ser una joven insolente y perdida a la esperanza alada. —Aún sigo siendo una chica perdida. La reina pareció no haber escuchado sus palabras y seguía sumida en una especie de trance reflexivo, acompañado por tragos de vino. Marta quiso imitarla. Resultaba que el vino de ese mundo no era del todo de su agrado. Pero el calor que traía a su cuerpo hacía que fuese olvidando, poco a poco, todo lo acontecido los dos últimos días. —Enemigos que nos rodean y recursos que merman. Esta guerra se me antoja mucho más difícil que las dos que he librado. Y decir mucho más difícil es quedarse corto. Se huele, se siente en el aire y en el ambiente. —Todo el mundo tiene fe en vos —dijo Marta, quien cada vez era más consciente del alcance de la situación—. Os lo habéis ganado. —¿Sabes que lo primero que hace Reidos al conquistar un territorio es hacerse con la prensa? —Buena manera de ganarse a la gente. ¿No pensarás en hacer lo mismo? —Inquirió Marta. —Sería útil pero inmoral. Qué cosa más curiosa la moral. Se escoge y se te impone. Nace y muere con tan solo un gesto o una palabra. Está en el interior y en el exterior. Puede estar siempre presente o ignorada. 74

— Esa moral te ha hecho muy fuerte porque la gente cree en ti. —Y creerán en ti. Serás buena consejera. Descansa. La reina plantó la copa de vino ya vacía en la mesilla y acompañó a Marta hasta la puerta parda. Cuando Marta salió, ya era de noche. Tenía grandes ganas de dormir y poder descansar ante tan ajetreados días. Vio a Carlo dirigirse al segundo piso, desde la lejanía. Se arrastró tan lentamente como pudo tras una gruesa columna para que no pudiera verla y no le echase ningún tipo de sermón. No olvidaba que había desobedecido las órdenes de su mentor. Cuando le pareció propicio, salió de su improvisado escondite y se topó con un rey Laisho el que no se pudo ocultar. —Lo habéis hecho muy bien, esperanza alada. —Como vuelvas a llamarme así verás tú lo que es volar —replicó Marta, algo molesta. Laisho rió. —En serio. Sois quien decían que érais. Ahora el pueblo confía en vos. —¿Y tú qué? ¿Apuestas por mí? —Sí —dijo en tono cortante. Marta esgrimió una sonrisa que no dejaba al cubierto nada de su dentadura. —Suerte en vuestra misión. Yo también apuesto por vos. Volved pronto. Laisho le devolvió la sonrisa y la abrazó. Marta sintió que había logrado cierta química con aquel honrado muchacho que era ni más ni menos que un rey. Tras el abrazo, cada uno marchó por su lado. 75

El aposento de Marta estaba en el segundo piso. Mientras se dirigía lo más rápido que pudo a su cama, escuchó la voz de Carlo desde el exterior, cuando iba a cerrar la puerta: —Tiene madera de reina. —Si Elzia fallase… Después de un portazo, no volvió a escuchar nada más. ¿Qué hacía Carlo hablando de esa manera con aquella voz que no reconocía?

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8 ACERO ÉLFICO En una atmósfera tejida por el desconcierto, los tres siguientes días se blandían por ratos de tedio y ratos de emoción. Carlo y ella comenzaron sus lecciones. Aprendió protocolo y comenzó a estudiar materias sobre el desconocido continente Frondoso, tales como su historia, geografía, literatura, entre otras. En un margen de tiempo prudencial, Marta decidió entrar en el terreno de la historia de los elfos. Carlo rezumó, en un principio, desacuerdo. Consideraba que ello podría esperar a que la muchacha estuviese más informada sobre las temáticas de su educación como nueva dama, esperanza alada y miembro del consejo que ahora era. Ante una insistencia insolente, características de Marta, Carlo acabó por aceptar. Sin tregua, ambos se dispusieron a exprimir página por página los densos volúmenes que hablaban sobre elfos. Ante el disgusto de Marta de no encontrar apenas libros especializados en temas élficos en la biblioteca real. No obstante, entre varias gestas de ensueño, los elfos representaban aquello que era decente, sabio y justo en las historias del continente. El pueblo élfico era soberbio. Intentaba mantenerse apartado de asuntos menores que parecían los de los humanos. Por eso había tan poco material que se aproximase a su cultura. Lo que sí averiguó es que eran curiosos y muy inclinados a meditar, aprender e investigar sobre distintas ciencias. No se dejaban llevar por las necesidades primarias que aparecían en los humanos. Tal hecho hizo que su población fuese mermando, a lo largo de

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los siglos. Además, cada elfo solo podía traer al mundo un hijo. Las escasas veces que decidían ayudar a los humanos aportaban su sentimiento de justicia y divinidad. Tan sólo se recordaba en el papel una guerra élfica hacía un milenio. Allí, treinta elfos pudieron con un ejército de primitivos humanos guiados con hechiceros, amenazando sus bosques y cuevas. Consecuentemente, fueron a vivir a un valle cavernoso y frondoso en los lindes del continente, intentando no mezclarse más con humanos. —Si los hechiceros fueron enemigos de los elfos… Vos sois mi ancestral enemigo —decía Marta, con la vista clavada en el libro que Carlo y ella estaban estudiando en la biblioteca. Marta intentaba hablar como la gente de allí, aunque a veces se le escapaba su forma de hablar de la Tierra. —La historia de hechiceros y elfos está más unida por lazos importantes, a mayores de esa guerra. Ya lo iréis viendo. A parte de sus lecciones, la reina había dictaminado que debía sobrevolar con Corcel la ciudad, al menos, una vez al día. Marta había desarrollado una gran conexión con su pegaso, como si toda la vida hubiesen estado unidos. Corcel no obedecía otra orden que la de Marta. A pesar de que otra gente se encargase de alimentarlo y lavarlo, el resto sólo se lo permitía a su dueña legítima. Volar era placentero para Marta. Ojos que se acostumbraban a aquel horizonte, como si nunca hubiese dejado de ser suyo. Como si no fuera una recién llegada. La marea venía y se iba, jugando con la arena a taparla con su manto reluciente de plata. En el aire la brisa se fortalecía en levantes de aire y mil colores se extendían bajo sus pies, entre nuevos gritos

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del pueblo de esperanza: “viva la reina del pueblo, viva el rey del pueblo, viva la esperanza alada del pueblo”. Aterrizar en tierra firme era como aterrizar de nuevo en la situación. Ya había asumido que debía olvidarse de su antiguo mundo y cualquier modo de vida anterior. Se estaba acostumbrando a los nuevos hábitos y situaciones. Se había hecho a la idea de sus nuevos papeles, tan importantes allí, en el reino del Clavel y todo el continente Frondoso. Había momentos en los que que tenía ganas de huir y despertar de aquel esperpéntico sueño. Otros, tenía ganas de actuar y conseguir lo que se proponían de una vez. Y había veces que se mezclaba con la muchedumbre en las calles, deseando ser invisible y desaparecer. —Sois la esperanza alada —dijo una voz grave a sus espaldas cuando Marta se encontraba en una plaza próxima a palacio. Acababa de salir de una librería donde buscó sin éxito algún libro sobre elfos. —Esa soy yo —convino con la mayor educación posible. Le resultaba familiar. Un hombre de su edad bastante barrigudo de cabello rubicundo y barba pelirroja. —Soy Fities. También vivo en palacio. Os he visto varias veces por allí. —Oh, encantada, Fities. Marta miró apremiante hacia el sol. En dos horas tendría lugar la reunión del consejo y no debería demorarse.

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—Suelo frecuentar todos los bares cercanos a palacio. Si queréis, podríamos tomar algo —invitó, modesto, Fities—. Veo que salís de una librería. Me honraría ser consejero de lecturas de la esperanza alada. Soy una biblioteca andante. —De acuerdo —convino Marta—. Pero sólo dispongo de media hora. Tras charlar veinte minutos sobre literatura del país, desde lo más novedoso hasta lo más clásico, Marta tuvo que marchar e intentar frenar el discurso de Fities, al que parecía encantarle hablar. —Sajala vendrá por la tarde al bar de palacio —seguía Fities—. ¿La acompañaréis o preferís ver a la camarilla de jóvenes nobles de palacio? Os aviso que esas damas no paran de repetir las palabras: “falsa” o “víctima” y los hombrecitos intentan siempre lucir sus musculitos ante sus risas tontas. —Hay cosas que no cambian en ningún mundo —resopló Marta—. Puede que vaya, pero ahora debo irme. —¿No os extraña que vuestro mentor hable con la Sabia? —No sé de que habláis —contestó Marta, sorprendida por tal afirmación. Se marchó, pensando en las últimas palabras de Fities. Tras sopesarlo, decidió decírselo a la reina, a pesar del cariño que tenía depositado en Carlo. Aun recordaba lo que había oído desde su cuarto hacía tres días, pero decidió no darle mayor importancia, teniendo en cuenta todo lo que venía encima. Y también se acordó de ver a Carlo marchar en dirección a la habitación de la Sabia en el segundo piso.

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—Esa joven, Eresa… —Marta se giró bruscamente viendo que Fities le dio alcance a grandes zancadas. Tratando de ajustar su paso al suyo—. Os tiene mucho aprecio y divaga triste por palacio. Marta se culpó por no haber pensado más en Eresa, la joven que había rescatado del ataque al torreón de Esbos. —Decidle que vaya esta tarde al bar ese que decís y hablaremos sobre su situación. Marta apresuró el paso hasta llegar a la sala del consejo. El consejo se componía de ocho nombres que aun no recordaba. No había nadie ya sentado en su respectiva silla acolchada de madera, en una estancia de alfombra aterciopelada y cuadros en las paredes. —Reina Elzia —empezó Marta antes de que nadie abriese la boca—. Tengo fuentes que me han dicho que Carlo se reúne con Xaida. Elzia esbozó una media sonrisa. —Gracias por informarme de mis propias órdenes. Resulta que la llamada Sabia es hechicera y antigua consejera del tirano Osles. He decido que Carlo hable ciertos temas que escapan de mi entendimiento con ella, para luego informarme. —Ah —sólo fue capaz de decir Marta, pensando que había hecho el ridículo. —De hecho, Carlo nos acompañará en unos instantes con noticias referidas a Xaida y con Xaida misma—prosiguió la reina sin inmutarse. —¿Y el resto del consejo? —Inquirió Marta, perpleja ante tan destacada ausencia.

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—En ocasiones os reúno a todos y, en otras, a uno sólo o a un par. ¿Qué habéis visto en vuestras incursiones por la capital? La canción del pueblo entona una nueva letra. Sois la calma en la esperanza desesperada. —Intuyo que no estoy aquí para hablar de eso —respondió, resoplando y dejándose caer sobre una silla. —No. Se trata de otros asuntos. Y parece que ya vienen. Como respuesta a la voz gutural de la reina Elzia. El portalón se abrió y entraron Carlo y Xaida. Vestían igual, con oscuras túnicas azules. Xaida no parecía carcomida por su encierro en palacio. Se mostraba risueña y con mirada viva. —Lady Marta, esperanza alada, es un honor veros. Xaida, la Sabia, se arrodilló ante la reina y ante Marta para luego sentarse, a la vez que Carlo. —No me fio de vos —espetó Marta. —Si yo fuese otra persona tampoco me fiaría de mí. Soy consciente de que mis circunstancias son extrañas —añadió con amago divertido—. Tomad. La Sabia le tendió a Marta una daga enfundada en una vaina dorada con serpenteantes figuras plateadas incrustadas en ella. Era completamente ligera. Cuando la desenvainó se topó con un acero limpio y reluciente que parecía recién forjado. La empuñadura también era dorada con pálidos brillantes que no molestaban al tacto. —Es una daga de acero élfico. Os pertenece —dijo Xaida.

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Marta no podía contestar. La daga despertaba una admiración en ella que no acababa de comprender. —Xaida, proceded a contarle a Marta lo que nos habéis revelado a Carlo y a mí estos días —intervino la reina. Xaida asintió con la cabeza e inspiró, paciente. —Serví como consejera del difunto rey del reino del Este hasta su último día. Emprendía uno de mis continuos viajes cuando descubrí la profecía. Al regresar a palacio, Osles ya era el nuevo rey. Por lo tanto, yo era su legítima consejera. Yo me crie en la anterior cultura del reino. No es que fuese antaño un reino respetable, pero no era el horror que creó Osles. Osles sabe de la profecía que ha traído a la última elfa a este continente. Y, lamentablemente, gracias a mí encontró la última espada y la última daga de acero de elfo. —¿Acero de elfo? —Preguntó Marta. Acero poderoso y letal creado por los últimos elfos. Osles se cegó con el poder que ostentaban —comenzó a narrar su historia con su voz cantarina—. Yo no soportaba más ser partícipe de ese régimen de tiranía y tuve que actuar rápido. Sin que tuvieran conocimiento de mi acción ni la princesa Niara ni el príncipe Reidos, mentí a Osles asegurando que encontraría otra arma élfica, supuestamente en este reino, y actuaría como espía—. Hizo una pausa silenciosa—. Repito, fui muy rápida y logré escapar. No es que Osles sea un cabeza hueca, pero ni por asomo llega al nivel de argucia e inteligencia de sus hermanos. Ni Reidos ni Niara me hubieran permitido realizar mi plan. Sé que habrían sospechado de mis intenciones.

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—Y, como no, tenéis fe en la reina Elzia. —Resulta que sí. Como vos, como él, como tantos que queremos creer en lo imposible —contestó con voz queda y sosegada—. Los hechiceros y consejeros solemos limitarnos a encaminar a los reyes en sus decisiones, a veces aportar sabios consejos —Xaida hablaba rápido pero fluida con su voz cantarina—. Criaturas obedientes e imparciales que no juzgan. Pero yo lo he hecho, he juzgado. Cualquiera con un poco de mundo, moral y sentimiento de justicia pensaría como yo. Dentro del reino del Este hay más que comparten mi punto de vista, a mí manera, pero por prudencia o cobardía no actúan, se resignan. En mi caso, elegir entre un monstruo y una reina que lucha por la humanidad no fue una elección complicada. Aunque ahora soy una apátrida. Enemiga de todos. Si regreso a los terrenos de Osles, seré ejecutada por traición. Si me pierdo por los terrenos de Elzia, seré la enemiga consejera de Osles. Podría parecer que estoy presa en palacio. Pero incluso estando aquí en una celda, no estaría en mejor lugar. —¿Qué sabe Osles de la profecía? —Terció Marta. —Sabe que se acerca la última elfa de su linaje. Sabe que las armas élficas han recobrado su poder. Y quiere todo para él. —Decís haberlo engañado diciendo que en este reino había un arma élfica, ¿cuál? —Vos, esperanza alada. Había rumores de que la reina Elzia poseía un arma élfica pero Osles y la mayoría sospechaban de algún objeto de acero élfico, no de una persona. Supongo que, tras vuestras exhibiciones en vuestro pegaso, la verdad habrá llegado a sus oídos.

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—Y decís que este puñal es de acero élfico y me pertenece por derecho… ¿qué tiene en especial? —Antaño, hubo historias de amor entre elfos y humanos que dieron lugar a algún mestizo. Ciertos mestizos que se recuerdan eran héroes muy poderosos que empuñaban armas heredadas de su sangre élfica. Algunos resultaron ser asesinos e incluso hubo héroes humanos ascendidos a categoría de elfo, lo cual era falso. Volviendo a los mestizos, las historias narran que ese acero les aportaba fuerza y era más duro que cualquier otro material en el mundo, más que el diamante y más mortíferas y livianas que otro arma. —Sí que es liviana. —Los elfos nunca quisieron compartir sus avances con humanos, pero hicieron una excepción con sus familiares mestizos. Por ahora, sólo se tiene conocimiento de que sigan existiendo tres espadas de acero élfico y dos dagas. —Y una es la que vos empuñáis —terció Carlo—. Y otra es empuñada por Osles. —¡Deberíamos encontrar el resto de las armas! —Exclamó Marta, airada. —Tarea difícil, mi señora. Hace siglos que fueron forjadas y hace siglos que fueron perdidas. Desde hacía medio milenio no se conocía el paradero de ninguna… —Hasta ahora, cuando ha llegado la profecía —Marta interrumpió a Xaida. —Cosa que no creo que sea casualidad —apuntó Carlo. Xaida negaba con la cabeza.

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—Soldados y guerreros audaces, investigadores experimentados las buscaron durante toda su vida sin éxito… que sepamos. —¿Cómo habéis dado vos con ellas? —Buscando donde otra gente no había buscado, gracias a cierta pista de la profecía: las escrituras del bastión rojo. Marta abrió los ojos intuyendo la esperanza de encontrar por fin la información que tanto buscaba. —¡Debería ir allí! —Está absolutamente custodiado por los más asesinos guerreros del rey del Este. Y, a su vez, más hechiceros y consejeros del rey hurgando en ellos. Quien sabe… a lo mejor Osles se topará con la otra daga y las otras dos espadas. Marta sentía que ante ella se extendía un rompecabezas que de alguna manera tendría que construir para que todas las piezas tuvieran sentido. Suspiró y se dejó hundir en su asiento. —Habláis con ligereza de la mente del rey enemigo. —Osles no es estúpido pero no es tan listo como él se cree. No obstante, es extremadamente peligroso, capaz de cualquier cosa —explicaba Xaida—. Tal y como le he conocido, resulta hasta deshumanizado… Pero su hermana es la persona más retorcida que he visto y muy lista. Además, Reidos es increíblemente inteligente y hábil en estrategia militar. —Siento que, sea como sea, debo hacerme con esas armas.

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La Sabia se acercó suavemente y posó sus manos sobre las suyas. —Reclamáis lo que os pertenece. Los elfos transmitían vida a lo que hacían. Rezumaban vida en sus bosques y cavernas. ¿Podéis sentír la voluntad de esta daga que portáis ahora? Bruscamente, Marta lo sintió. No sabía explicarlo. Le parecía que era como sentir un fantasma, un espectro en sus manos. Un alma muerta que antes tenía vida. —Siento que tiene voluntad. No supo cómo esas palabras brotaron de sus labios. —Vi a Osles lanzársela como ensayo a sus criados… —¿Qué? —Preguntó Marta, horrorizada. —No es, ni por asomo, lo peor que ha hecho. A pesar de que Osles sea un tirador pésimo y erraba con armas comunes, con esta daga siempre acertaba. Era voluntad del acero élfico cumplir su letal función. —Marta. Xaida y yo hemos hecho averiguaciones sobre lo que realmente os incumbe, más allá de las armas de los mestizos: la palabra élfica —interrumpió Carlo—. Y ella tenía una pista. —¿Cuál? —Una inscripción en un viejo papel de hace siglos: “Un único lugar para una única palabra, que hará de un elfo asesino en la batalla”. —No nos dice nada…

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—Que esa palabra está oculta en un único lugar y no lo sabe nadie —concluyó Carlo, envuelto en un halo de misterio. —Nuestra investigación debe estar encaminada para encontrarlo. —Misión que os encomiendo —ordenó la reina, interviniendo en la conversación—. Xaida no podrá salir de estos muros pero Carlo sí. Colaboraréis. —Entonces, ¿confíais en ella? —Preguntó, como despertando del letargo de la información, Marta. —Sus tres datos han sido ciertos. Como he prometido, tendrá más libertades mientras la confianza aumente poco a poco. —¿Qué datos? —Tendréis constancia de ellos esta noche, pues uno os atañe, además de lo revelado. Marchad, Marta. Os citaré más tarde. Xaida sonreía satisfecha mientras que Carlo urgía la mirada de la reina, mientras esperaba que Marta se fuese. —Carlo debo buscar información sobre los mestizos, son mi sangre —añadió Marta. —Hay un lugar donde puede encontrar lo que busca —dijo la Sabia. —Y no llegará allí hasta que la reina no lo ordene —culminó Carlo, con un ademán impaciente. Enfadada, a la par que absorta por la nueva información, Marta se encaminó con pisadas pesadas y grandes zancadas hacia la puerta del salón del Trono. 88

9 EL LINAJE DE LOS BASTARDOS Marta marchaba sin rumbo por el desierto corredor. Intentaba asumir toda la información recibida pero lo que lograba era marear su cabeza intentando dilucidar aquello que era relevante y aquello que escapaba de su control. De pronto, notó una hoja de espada en su nuca. Se quedó inmóvil. —¿Una elfa desprotegida? La voz sonaba a sus espaldas. Su instinto fue agarrar la daga élfica, lista para atacar, en cuanto la situación se tornara propicia. —¿Quién eres? —Preguntó Marta, lentamente y con cautela. Silencio. Recorrió con la mirada el tercer piso donde se encontraba que estaba desierto. Era el momento de atacar. Se giró y se encontró a una Sajala sonriente. —¡BU! Inmediatamente, envainó la espada y se puso a reír, dando palmas. —Sajala, vaya susto me has dado —replicó Marta, volviendo a respirar con calma. Había que admitir que Sajala era una hábil guerrera, a pesar de su escabroso sentido del humor. —Tendréis que aprender, lady Marta. Os veo diestra con la espada pero os tengo que dar lecciones sobre acecho y sigilo. —Supongo. —Venid a la taberna. Fities me ha dicho que vendríais.

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Emprendieron el camino, con Marta siguiendo los pasos silenciosos de Sajala, ya que Marta no tenía ni idea de dónde estaba la taberna. —Lengua muy larga tiene Fities. —Habéis dado en el clavo. Es hijo de un noble de palacio. En lugar de intentar honrar su cargo como heredero, pues tiene dos hermanos mayores que van antes que él en la línea sucesoria, decide ir de aquí para allá de bar en bar. Habla con todo el mundo y es amigo de todo el mundo. Y, de vez en cuando, entre todas las majaderías y cotilleos que suelta… lanza algún dardo. —¿Dardo? Os referís a información relevante. —Sí, información que puede ser de interés a la reina. Aunque es inofensivo y no lo hace a propósito, según parece, es comerciante de información. Bajaron unas escaleras pedregosas con pequeños ventanucos en los rellanos, ante la penumbra levemente iluminada por antorchas. —Me sé de otra que es comerciante de información —repuso Marta. —La Sabia —adivinó Sajala—. ¿No os fiais de ella? Yo tampoco. Pero me fío de las decisiones de la reina. Marta calló. La fe que la reina emanaba en sus servidores era algo inquebrantable. Llegaron a la planta baja y Sajala abrió una cochambrosa puerta de madera de un verde oliva. —No hay mucha gente hoy —murmuró Sajala.

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Marta observó ocho personas sentadas en una mesa de madera con enormes jarras de cerveza. Vestían un uniforme militar y parecían una variopinta fauna. La taberna era amplia con tres grandes mesas de madera pero sin apenas decoración. El ambiente era animado por una melodía de guitarra y el clamor de la conversación entre el alcohol. —Esa mujer —decía Sajala señalando a una robusta y musculosa mujer pelirroja—, es capitana del ejército. A su lado está el otro capitán —: señaló a un hombre ancho y bajo—. Es un enano. —Es bajo pero… —De la raza de los enanos —aclaró Sajala, ante el asombro de Marta—. Y esos dos grandes—: una mujer y un hombre de largo cabello rubio de tal altura que se acercaban al techo y una anchura que les negaba poder sentarse en las sillas corrientes—, son semigigantes. —¿Existen enanos y gigantes? —Su pregunta sonó en tono agudo de asombro. —¿Os sorprende? Existís vos, que sois elfa y eso no os sorprende. Marta soltó una risa ahogada. —Vale. ¿Y ese hombre solitario que está allí sentado? Era un hombre de mediana edad de cabello mal peinado que fumaba una pipa y observaba todo con una mirada algo perdida. —Es Alepo. El dueño de la taberna. Nunca hace nada más que estar ahí sentado fumando y pensando a saber qué. Dice estar controlando el local y pocas veces se mete en las conversaciones. Trabajadores así levantan el país —dijo Sajala con Sarcasmo.—El 91

camarero de hoy es Gilian —prosiguió. Un muchacho muy joven de tez muy pálida y extremadamente delgado estaba en la barra con cara de esfuerzo—. Y el que toca la guitarra es Pobles. El músico oficial que tanto esgrime la guitarra, como un piano, como una flauta. Además, es muy guapo. Pobles era un joven veinteañero con pelo negro peinado a la perfección y una sonrisa permanente en el rostro que le achinaba los ojos. —Es guapo. Pero no es mi tipo. —Mejor, porque es mío —replicó una Sajala con amago de ofensa. —¡Lady Marta! —exclamó Fities, que se percató de que había llegado. Se acercó a ella y le hizo una reverencia—. ¡Escuchadme todos! Está aquí la esperanza alada. Todos los presentes interrumpieron su animada charla y se giraron bruscamente para mirar a Marta. Se levantaron e hicieron una reverencia. Marta se sentía incómoda, como si fuera un perro que estaba expuesto al público en algún concurso. —Un brindis por lady Marta, la Esperanza Alada —dijo Fities. Todos agarraron sus cervezas y brindaron. —Escuchadme —interrumpió Marta, exasperada—.

No quiero que me llaméis ni

esperanza alada ni lady Marta. En esta taberna soy una más, soy simplemente Marta—. Todos la miraban en silencio—. Y que alguien me sirva una cerveza. Algunos gritaron con júbilo y diversión. Marta supuso que la cerveza ya había empezado a tener efecto.

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—Por Marta —Brindaron de nuevo retomando su cháchara. —Gilian, ponle una cerveza. Una cerveza, Gilian —Ordenó con una voz ronca Alepo. —Hoy ha trabajado más que otros días, lo ha dicho dos veces —rió Fities susurrando. Pobles, el músico, le hizo una seña a Marta para que se acercase. Ella obedeció y Sajala andaba con brinquitos tras ella. —Tengo una canción para vos —anunció Pobles. Marta quedó muda durante un instante. —No era necesario… Pero sería un honor escucharla. Pobles era buen músico como demostraba la melodía que brotaba de su guitarra. Una melodía que empezaba en acordes melancólicos y suaves que iba ascendiendo en ritmo hasta llegar a notas grandilocuentes. Todos aplaudieron cuando dejó de tocar. —Bella canción —dictaminó Marta. —¿Os ha gustado? —Sí pero no debería importaros lo que piense ni yo ni nadie de vuestro trabajo. A quien debe agradaros es a vos. —En trabajo del arte consiste en crear trabajo que guste a otra gente, si quieres tener éxito. —Triste afirmación para un oficio que implica tanta libertad. Sajala los miraba como quien mira un partido de tenis. Quiso irrumpir en la conversación: —Sois un chico malo, Pobles. Aun espero mi canción. 93

Pobles rió y le guiñó un ojo. —Servidme de inspiración. Sed mi musa. —¿Ves? Puedo hacer bueno a un chico malo —espetó Sajala a Marta, que rio y decidió dejar solos a los tortolitos. Se dirigió a la mesa donde estaban todos reunidos y reparó en que el enano la miraba fijamente sin cesar. —Mucho me observáis, capitán. Disculpad, no sé vuestro nombre… Marta se sentó a su lado. —Soy Olerio —se presentó con una voz grave goteando cerveza, el enano—. Mis ojos todavía no creen la visión de una elfa frente a mí. Hacía un siglo que se os creía extintos. —Soy elfa a medias. Mi padre era elfo y mi madre mortal —explicaba la muchacha. —Mestiza… —Dio un trago a su jarra de cerveza. Marta lo imitó—. Pero una mestiza pura, con sangre de elfo directa. No como los otros mestizos. —¿Qué sabéis de los mestizos? El tono relajado de Marta dio lugar a una nueva tensa expectación. La incursión a la taberna le había hecho alejar de su mente lo revelado en el salón del Trono. Ahora su intriga aumentaba. —Poco. Tan solo conozco al linaje de los bastardos. —¿Linaje de los bastardos?

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—Descendientes de mestizos de elfos. Mestizos que fueron malditos para no poder mantener su descendencia ni poder desposarse y tuvieron hijos fuera del matrimonio, cada vez de un mestizaje más contaminado— explicaba muy serio—. Fueron conocidos como los bastardos y vagan por el continente como justicieros anónimos y, en ocasiones, como letales asesinos anónimos. —¿Dónde podría conocer a uno? Olerio esgrimió una media sonrisa. —Mi señora, no se dejan encontrar ni conocer. En ese momento se escuchó un estrepitoso ruido de una botella rompiendo y todo el mundo interrumpió su charla para mirar a la barra. —¿Qué has hecho Alepo? —Preguntó, impaciente, Pobles. Las risas resonaban en la estancia. —Iba a servir vino —explicaba, farfullando, el dueño de la taberna. —Tu sentado, Alepo —dijo Sajala. —Si, siéntate mejor —urgió la capitana. —Ya me encargo yo —terció el camarero. En ese momento, entró Alesio, petulante y contento. —¿Quién me va a servir una copa de vino? —Desde luego, Alepo no —dijo Gilian mientras limpiaba los cristales rotos del suelo. 95

—Hola, Alesio —dijo Marta, ante un saludo con la mano del guerrero del rey Laisho. —Alesio, quiero ser musa para una canción de Pobles—-. Dijo una Sajala ya borracha. Marta observó que en tiempo récord había tomado dos jarras de cerveza. Cantidad considerable teniendo en cuenta que era muy delgada y menuda, a pesar de sus músculos—. Luchemos. —Otra vez… —dijo la robusta capitana, resoplando. —Siempre es un placer ganarte. Se sucedió un combate sin armas entre el guerrero de Laisho y la guerrera de la reina muy igualado. Se movían gráciles y fuertes, entre florituras de sus extremidades. Golpeaban y no se alcanzaban. Finalmente, Alesio inmovilizó a Sajala, pero Sajala le dio una patada trasera. —Empate, como siempre —dictaminó la capitana—. Ya podéis parar. —He ganado yo —concluyó Sajala. —Más quisieras —dijo Alesio, jadeando. —Seré la mejor guerrera que ha visto el continente. Estaré en los libros de historia —decía Sajala a todo el mundo. Comenzaba a arrastrar las palabras. —A quien siempre nombran es a los reyes vencedores. Los soldados merecen una mención en las victorias… en las derrotas no —intervino Olerio. Sajala se puso a alardear, haciendo malabarismos con una daga.

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--Nunca seréis mejor que yo —terció Alesio, con una jarra de cerveza en la mano, alzándola—. Os reservo la inmortalidad en las gestas a vos. A mi me llega con el botín de soldado vencedor que paga Elzia. Visto mi cargo, tendré mi propio castillo. —Y si perdemos… —Gruñó un semigigante. —Habré muerto matando envuelto en llamaradas de gloria —repuso la capitana. —Los muertos también aparecen en los libros de historia —insistía Sajala. —Los poderosos siempre, desde luego —dijo Alesio. Todos los ojos clavaron su vista en Marta. Suspiró. Al fin y al cabo, si alguien de allí tenía fama y alguna oportunidad de entrar en los libros de historia, sería ella. —Me miráis. Soy la esperanza alada. Tengo que ser decisiva. Quizás ya lo he sido y no consiga nada más en esta guerra —culminó. Comenzaba a sentir el hormigueo de la cerveza por su cuerpo. —Confío en que vuestro papel no ha terminado. La Sabia entró junto a una asustadiza Eresa. El ambiente de la taberna se puso tenso, como si nadie quisiera su presencia. —Puede como protagonista, secundaria o observadora —replicó Marta. —Quizás sí o quizás no. Xaida se sirvió una copa de vino con una sonrisa que dejaba ver su blanca dentadura y comenzó a charlar el camarero. Marta decidió ignorarla, aunque le extrañaba que se hubiese presentado allí. Eso significaba que la reina confiaba más en ella y le daba más libertad por 97

palacio. ¿Qué le habría contado La Sabia? Volvió a reparar en la joven Eresa y le hizo una seña para que se sentara a su lado. —Eresa, ¿cómo lleváis la vida en palacio? —Preguntó amablemente Marta. Eresa bebía zumo de naranja. Al fin y al cabo, no podía beber alcohol. Estaba embarazada. —Oh, me encanta. Ojalá pudiera vivir aquí siempre. Cuando dé a luz tendré que volver a la arruinada fortaleza de Esbos —musitó taciturna. —Me aseguraré que te quedes en palacio. Te nombraré mi doncella. La mirada de Eresa se iluminó. —Puedo serviros encantada, ya que me os debo la vida y el honor. —Me encargaré de ello. —No os voy a servir más cerveza, Fities. La voz de Gilian irrumpió en todas las conversaciones. El charlatán Fities estaba completamente borracho y exigiendo más alcohol en la barra. Como respuesta, Fities hizo un amago extraño con los brazos y pronunció unas palabras ininteligibles para luego marcharse de la taberna y, acto seguido, volver a entrar. Marta no pudo evitar reir. Se irguió y se dispuso a mirar por una ventana. —Curioso lo que el alcohol hace en la gente. Xaida se situó a su lado hablando con su voz cantarina, Marta había reparado en que había estado charlando muy sonriente con todo el mundo. Se le daba bien hacer amigos. —En mi mundo se dice que los borrachos y los niños siempre dicen la verdad. 98

—Discrepo. Tanto los borrachos como los niños mienten. —¿Y vos? —Inquirió Marta, arqueando las cejas, desafiante. —Siempre he confiado en mí misma y he tenido fe en mí —comenzó a decir Xaida, con la mirada perdida en las vistas—. Siempre he pensado que llegaría lo lejos que me permitiese mi mente y sería tan fuerte como lo fuese mi corazón. La reina Elzia es fuerte. Ha aprendido a domar su alma y sus emociones para que no interfieran ni en su juicio ni en sus acciones. Su lucha es la ética y el bien. Cuando la mayoría de las guerras que se libran son por dirigentes que no controlan sus pasiones. Ambición, orgullo, venganza, desamor, dinero… Suelen ser los principales motivos de las guerras. —Sois fuerte. No cualquiera se hubiese enfrentado a Osles en su propio terreno y hubiese escapado para que la acogiese su enemigo, aunque no sea con los brazos abiertos. —Vuestro discurso se entona diferente. Espero poder ganarme vuestra confianza. Marta volvió a endurecer el semblante. —No sabéis cuando he mentido ni cuando estaré mintiendo. —Oh, si. Os veo transparente de corazón puro. Creo que mentir no es lo vuestro—. Hizo una pausa, para mirar su reloj—. Aunque lo importante es que la reina os convoca a las ocho. —¿En un cuarto de hora? ¿Tan tarde? ¿Por qué? —No me corresponde decíroslo.

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Dicho esto, se marchó y se dispuso a charlar con Pobles. Le prestó la guitarra y Xaida entonó una canción. Sin quitarse de la cabeza todo lo revelado en aquel día, incluido lo referido al linaje de los bastardos, que le había contado Olerio. Marta se dirigió de manera discreta y sin despedirse al salón del Trono. Cuando llegó, la noche ya se divisaba en el ventanal de la estancia. La reina Elzia y el rey Laisho se encontraban allí, esperándola. —Rey Laisho… Debí haber adivinado que habíais llegado ya que vuestro guerrero estaba en la taberna. Laisho sonrió. Presentaba aspecto cansado y algo sucio. —Ahora las damas élficas frecuentan tabernas. —Esta dama élfica lleva toda la vida bebiendo cerveza en bares y nunca cambiará. Supongo que vuestra misión ha tenido éxito —terció con voz queda Marta. —Sí, Marta y, como bien me han aconsejado, mañana habrá un festejo en Vuelafor para celebrarlo —dijo la reina Elzia, sonriendo. —La victoria de la corona y el pueblo —dijo Laiho. —¿Os aconseja Xaida para que celebreís fiestas y tener a la gente contenta? —Preguntó Marta. —Sí. Además también organizaré concursos de música y teatro, entre otras artes. Es bueno que tengan la moral positiva. 100

—Ajá. ¿Y por qué estamos aquí ahora? —Xaida me ha dado unos datos importantes que resultaron ser ciertos —comenzó Elzia, sin rodeos—. Las tropas de Reidos acechan nuestros reinos por dos frentes. Mientras que en el reino del Sur se cuece una rebelión. Recordad que ahora el reino del Sur está gobernado por Osles. Necesito refuerzos. Necesito el ejército pacífico del duque de Armea. —¿Por qué ese específicamente? —Preguntó el rey Laisho. Marta comprobó que él tampoco estaba enterado del asunto. —Como señor contrario a la guerra que es y dadas sus buenas relaciones comerciales con el reino del Sur, su apoyo sería un buen golpe para ganarnos la confianza de los sureños. —¿Queréis haceros con el reino del Sur? —En un futuro. Lo inmediato es disponer de refuerzos para los frentes que acecha el príncipe Reidos. Y os necesito. —¿Por qué? —Interrogó Marta. —El duque de Armea, os repito, es un consumado pacifista. Tengo que convencerlo para que se una a mí en la guerra. Sólo quiero enviar a tres personas a dialogar con él. Una camarilla más amplia podría parecer una amenaza y no quiero que se ponga a la defensiva. Descarto enviarle una paloma mensajera con mi petición pues lo tomaría como un desprecio. Lo ideal sería que acudiese yo en persona para disuadirlo… pero tengo asuntos en palacio. Así pues, iréis el rey del país de los Robles y la esperanza alada, acompañados de Alesio, a su castillo. ¿Quién mejor que un rey y un símbolo del pueblo para convencerlo? 101

—¿Tengo que ir con estos dos? —Preguntó, perpleja, Marta. —Partiréis mañana por la mañana. No hay tiempo que perder. —Pero… Marta quería replicar. No quería alejarse de palacio a un lugar recóndito ahora que estaba obteniendo información interesante. El rey Laisho se limitó a asentir y aceptar. La reina los hizo marchar y se toparon a Carlo en la puerta, que entraba a petición de la reina. —En el ducado de Armea se encuentra una de las mayores bibliotecas del continente —susurró Carlo, ya informado—. Hay encontrarás información sobre los antiguos héroes legendarios y… ciertos mestizos. Marta no respondió. Si no que pareció, de repente, satisfecha con la misión y como sacar partido de tan insólita situación.

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10 CAMINOS Y CABALLEROS Apenas despuntaba el sol del mediodía cuando Alesio, el rey Laisho y Marta emprendieron el viaje hasta el ducado. Calina los acompañó hacia una escondida salida de Vuelaflor por unas callejuelas inhóspitas que rezumaban olores desagradables para cualquier olfato. Con los bolsillos bien calzados, en ausencia de equipaje que ralentizase el viaje, cada uno montó su caballo. Marta decidió saltarse las gentilezas para conseguir que le permitiesen montar a Corcel y no cualquier otro caballo. Emprendieron el trote adentrándose en la penumbra de un enrevesado sendero de un bosque milenario que exhalaba un aliento fresco de humedad. Liderando la expedición, Alesio. Entonó una melodía con silbidos como instrumento. Algunos pájaros lo acompañaban. A medida que avanzabna, el rey Laisho parecía matar el tiempo observando todo con aire compungido. Marta decidió romper el hielo de la conversación. —Extraños caminos para un extraño paraje. —Este sendero es un atajo. Y estos bosques recónditos son ideales para marchar sin ser vistos —explicó Alesio, cesando sus silbidos. —¿La reina no quiere que seamos vistos? —Inquirió Marta. —Sois la esperanza alada. Si os reconocen nos ralentizarían o peor, nos atacarían —dijo Laisho, sin abandonar su expresión acongojada. —Sabemos defendernos —respuso la muchacha. —Pero no queremos demorarnos —sentenció Alesio, encogiéndose de hombros.

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Se encaminaron entre flores a los lados, bajo los rugosos troncos de los espesos árboles. Había algo en el ambiente que Marta era incapaz de explicar. —Se siente vida y acecho también en este bosque. Como si algo estuviese observando —comentó, algo distraída por las vistas, Marta. Corcel relinchó. —En los bosques se esconden criaturas —contó Alesio. —¿Criaturas? —Sí. Además de ciervos, conejos, ardillas u osos. Si te adentras te puedes encontrar duendes, gnomos, trols o unicornios —explicó. —¡Criaturas mágicas! Anda ya… —Vos sois una elfa —repuso Alesio. —Sí, como ha dicho Sajala una elfa, una criatura mágica que se sorprende ante otras criaturas mágicas. Aun me sorprendo por mi misma, una mestiza… ¿qué sabéis del linaje de los bastardos? Alesio y Laisho se miraron con aire indescifrable —Eso. Mestizos de mestizos y más mestizos —repuso Laisho—. Un linaje con restos de sangre élfica muy contaminada por sangre mortal. Bastardos. Malditos a nacer fuera del matrimonio. Vagan por el mundo sin darse a conocer y, a veces, obrando como justicieros y otras como asesinos letales. Aún conservan parte del poder élfico. Se hizo una pausa. Los árboles dibujaban sombras sobre la tierra húmeda, bajo un sol junto al que danzaban nubes grises. 104

—Conocí a uno —terció Laisho, en tono grave. —Os escucho. —Era extraño. Poco hablador. Fumaba pipa y vestía ropas raídas y capa. Apareció ante mí en el campamento de la batalla del torreón Atalais, en la frontera. Me dio un chivatazo que me hizo ganar la batalla y, cuando quise darle las gracias, ya había desaparecido. Lo busqué por todo el campamento pero se esfumó sin dejar rastro. De pronto, se escuchaba algo a lo lejos, lo que hizo que Corcel frenara el trote y los dos restantes caballos lo imitaron. --¿Oís eso? —Preguntó Marta. La respuesta fue encontrarse a ambos acompañantes agudizando el oído. —Saqueadores —dijeron al unísono el rey Laisho y Alesio. —Me adelantaré para alejarlos de vosotros —terció Alesio sin atisbo de miedo—. Id avanzando. Quizás tardéis en tener noticias mías. Adelantaos y parar a comer cuando sea necesario. Se supone que al caer la noche habréis llegado. Os buscaré. Alesio emprendió el galope con su caballo negro y, en escaso tiempo, lo perdieron de vista. Se hizo un silencio tenso entre Laisho y Marta. —¿Qué peligro entrañan los saqueadores? —Quiso saber Marta. —Que te roben, que te secuestren si eres valioso, o que te maten. —No sé como puede permitir la reina ese modo de delincuencia.

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—Marta, escapa de su control —Laisho clavó, muy serio, su mirada en Marta—. No es ninguna diosa. Ni siquiera los gobernantes más justos y honrados pueden controlarlo todo. —¿Y qué os ha hecho a vos ser rey y estar siempre bajo las órdenes de otra reina? —Es complicado. En aquel momento no parecía el rey poderoso que veía a diario. Parecía más bien un joven consumido por sus fantasmas. —Me suena a una historia. Tenemos tiempo de sobra para historia. —Yo… traicioné a mi pueblo —alegó Laisho, inflando el pecho—. Mis padres, los antiguos reyes del reino de Los Robles, llevaban una política digamos… un tanto cruel. No tanto como Osles pero muy de permitir al pueblo hacer cualquier cosa que quisieran, les dejaba hacer sin controlar —comenzó su relato—. Y cuando digo cualquier cosa me refiero precisamente a eso, cualquier cosa. Yo siempre estuve en desacuerdo. Siempre me gustó aprender y leer, alejarme de la mentalidad de mis padres, incluso discutiendo con ellos. Como resultado, me impusieron una educación militar desde que tenía doce años. Acudí a una academia para formarme como soldado y comandante y comencé a luchar en batallas con quince años. En cambio, mi hermana, la princesa, era la favorita y la legítima heredera. Mi esperanza estaba en ella. No es que fuera muy inteligente ni muy concienciada pero era mejor que mis padres. Dentro de ese palacio fue por quien más me fiaba. De quien nunca me fie fue de mi tío, tras sus modales, había algo de cruel y malvado. >>Cuando estaba en una batallla, me enteré de que mis padres y mi hermana habían muerto a causa de Osles y mi tío era el rey regente. Acudí a castillo y descubrí que los había 106

traicionado para usurpar el trono. Quiso matarme pero lo maté yo antes. Tuvo que ser disimuladamente. Hice creer durante semanas al pueblo que aun gobernaba mientras yo negociaba con la reina Elzia declararle la guerra al reino del Este. —¿Vuestro tío servía al reino del Este? —Preguntó Marta, abrumada. —Sí. Conspiró con Osles un concilio al que asistirían mis padres, representantes de mi reino y antiguos reyes, y allí los masacraron y asesinaron. —Y supongo que el resto fue que acabasteis forjando la alianza con la reina Elzia. —Tras una misión suicida para distraer a Osles, en la que envié a mi ejército sin mí a luchar para tener su mirada en la batalla y no en la alianza. Marta bajó la mirada haciéndose consciente de la carga que pesaba sobre los hombros del rey Laisho. Llegaron a un puente de madera con estructura peculiar en el que asomaba un riachuelo que cruzaron. —Habéis sido muy fuerte y valiente. Habéis obrado bien. —Engañé a mi pueblo y sacrifiqué muchas vidas. Como ves, como dirigente puedo ser cuestionado, como tú cuestionas a Elzia. Pero, a veces, hay que hacer cosas que no nos gustaría hacer o que no queda otro remedio que hacer. —Os admiro, sinceramente. Cualquier otro hubiese huido o hubiese pactado con el reino del Este. Marta era sincera. Siempre había visto una fortaleza y un afán de justicia grande en Laisho, pero no sabía, hasta el momento, a que punto llegaba.

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—Yo nunca contemplé la opción de huir dejando a mi tío usurpador en mi hogar. NI tampoco la opción de ser cómplice de un tirano que hace sufrir al pueblo. —Disculpad si os juzgo mal o si puedo resultar insolente. Es que este mundo es muy diferente al mío. A veces pienso que estoy perdida —se sinceró la muchacha. Comenzaba a sentirse culpable por tomarse tan a la ligera los asuntos de aquel reino, cuando tanto confiaban en ella y se cernía una guerra de dimensiones colosales. —¿Qué os gustaría hacer? —Preguntó Laisho, mirándola cálidamente. —A veces, volver a casa y despertar. A veces, intentar salvar este mundo y traer el bien, hacer algo de relevancia para ayudar a la gente. —¿Qué debéis hacer? —Volvió a preguntar Laisho, amagando una sonrisa de labios finos. —No sé, ser decisiva en la guerra y desempeñar mi papel de esperanza alada. Hacer justicia a mi linaje élfico. —¿Qué tenéis que hacer? —Luchar, ser la última elfa, y vencer a los regímenes del terror. —Se podría decir que vas bien encaminada —Terció dulcemente, en tono de apoyo, con su media sonrisa—. Buen comienzo, ¿no? Marta le devolvió la sonrisa y pensó que tenía razón. Laisho permaneció mirando los lindes del sendero y se bajó del caballo para recoger una flor blanca perlada. —Tened —le dijo a Marta. —Preciosa flor. 108

A Marta le conmovió el gesto. La flor desprendía un aroma familiar y era hermosa. —Realmente es la conocida como luz de la noche. Sirve para que las heridas dejen de sangrar. Es muy utilizada en las batallas —explicó, dubitativo y azorado. —Oh. Lástima que no me sirva porque siendo una elfa no pueden herirme. Ambos rieron con risa floja. —Cierto. Entonces para vos, será simplemente una bella flor —culminó el rey guiñándole un ojo y dándole una palmada en el hombro, para luego montar de nuevo en su pardo caballo y proseguir el trote. —Gracias. Durante el siguiente tramo del camino, Laisho le fue mostrando diversas plantas y flores. Le explicó sus propiedades y usos militares, principalmente con fines medicinales. Hasta que una humareda gris que emanaba a escasos metros, frente a ellos, llamó su atención. —Hay una hoguera —dijo Marta. Se fueron acercando aminorando el paso y con cautela. Tras el humo, despuntaban nubes que dejaban paso a un sol despejado segando luces perladas luces doradas. Un viento cálido arrastraba polvo de entre los árboles. —Hay dos hombres. No parecen peligrosos pero debemos tener cuidado. Cuando estuvieron próximos, vieron a un anciano canoso delgado con armadura y lo que semejaba su escudero, un hombre mayor de cabello castaño. El anciano reparó en ellos. Laisho y Marta intercambiaron miradas. 109

—¿Qué trae aquí a dos honrados caballeros? Sir Waldo os saluda, y su escudero sin lengua, Alaro, también —se presentó muy educadamente el anciano. —¿Qué hacéis aquí? —Preguntó autoritariamente el rey. —Me dirijo a Vuelaflor para prestar mis servicios de caballero a la reina —explicó sin dar importancia, como quien habla del tiempo, Sir Waldo. —¿Qué edad tenéis? —Interrogó Marta. —Setenta, gentil señora, pero muy bien aprovechados. A Marta le caía en gracia el esperpéntico caballero. —¿Qué títulos de caballero ostentáis? Laisho lo miraba con recelo y las cejas arqueadas. —Domador de unicornios, aniquilador de duendes y matatrols. Dicho esto, plantó la espada en la tierra e infló el pecho con orgullo. Marta y Laisho se miraron de nuevo y la joven no pudo aguantar una risa que trató de disimular. —Está chiflado —susurró Laisho. —Parece que estáis cocinando. ¿Podríamos unirnos? –Preguntó, amablemente Marta, ignorando el juicio de Laisho. Veía que no suponían una amenaza y, además, necesitaban comer algo. Llevaban horas cabalgando. —¡Pardiez, claro! —. De pronto, Sir Waldo reparó en Corcel con ojos muy abiertos.—Esperad, es un caballo con alas.. un pegaso… ¡sois la esperanza alada!

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—Ajá. —¡Qué gran noticia! No seré insolente ni os preguntaré que asuntos os encomiendan a estos lares. Pero estaría más que encantado de serviros. Sería un placer ser vuestro caballero. ¡Qué honor! —Me lo pensaré, Sir Waldo. —¿Bromeas? —musitó por lo bajo el rey Laisho. —¿Cuál es vuestra experiencia militar? —Insistió Marta. —Serví treinta gloriosos años en el ejército de la reina. Estuve en una de sus batallas en las que, no solo no perdí la vida, sino que mi único recuerdo son unas nobles cicatrices. Llegó la paz, me casé con una dulce dama y formé una familia. Mi esposa falleció hace poco… —Lo siento. —Era mayor, era su hora. Murió feliz. A todos nos acaba alcanzando la muerte. Y, con mis hijos independizados y haciendo sus vidas, decidí que era hora de luchar de nuevo. La situación es la más propicia. Una verdadera guerra entre el bien y el mal, como en las grandes gestas. —Cierto. Que necesita un noble caballero como vos. Se sentaron los cuatro individuos alrededor de la hoguera para degustar un poco de conejo al fuego. —Vais a estar más loca que él —le dijo Laisho.

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Marta reparó en el escudero. No hablaba pero no parecía ni tímido ni impresionado. Iba a abrir la boca para hacerle una pregunta pero Sir Waldo la detuvo. —Le cortaron la lengua en una misión a mi pobre escudero —reveló, adivinando sus pensamientos. —Decís ser conocedor de criaturas mágicas —terció con voz queda Marta, intentando cambiar de tema. Sir Waldo se dispuso a narrarle sus peripecias con todo tipo de criaturas como desde que galopó a lomos de un unicornio hasta que mantuvo un debate con un gnomo. El rey Laisho parecía impaciente por marchar. De pronto, aparecieron dos hombres con ropas deshilachadas y cochambrosas. No presentaban mejor aspecto sus rostros, con cabello de greñas y barbas descuidadas. —Vaya… exploradores cocinando —dijo uno de ellos arrastrando las palabras. —Habéis sido tan bobos como para encender una hoguera —lo apoyó el otro. —Crueles villanos, probaréis mi acero. Sir Waldo se levantó y desenvainó su gran espada. Laisho agarró a Marta por el brazo y la hizo apartarse dos metros. Marta se aseguró, mientras tanto, de que Corcel estuviera bien escondido y no la reconociesen. —¿Qué hacemos? —preguntó en voz baja Marta. De fondo, escuchaban a Sir Waldo amenazar a los ladrones, ante sus carcajadas. —Hay que matarlos —dictaminó Laisho, agarrando su espada.

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—¿No habría otro modo? —No pueden descubrirnos —terció el rey. De repente, se giraron y vieron como Sir Waldo luchó con ambos hombres al mismo tiempo y, en pocos segundos, a uno lo degolló y a otro le asestó su espada en el corazón, acabando con ambos. —Digno caballero de la Esperanza Alada —terció Marta ante un Laisho perplejo.

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11 AROIMA Tras el incidente, decidieron seguir avanzando y dejar atrás los cadáveres de los ladrones. Ni Marta ni Laisho decían nada, mientras que Sir Waldo les soltaba una perorata describiendo como se deshacía de los villanos de los bosques y que, si se encontraba otros como ellos, correrían su misma suerte. —No podemos llevarlo al castillo. Además de su locura el duque lo tomaría como una amenaza —habló finalmente, Laisho, cuando a lo lejos se divisiva un gran muro serpenteante que significaba el acceso al ducado de Armea. Marta asintió. De repente, percibió el eco de unos pasos acercándose y, al poco, Alesio apareció. —Seréis mi caballero, Sir Waldo —dijo Marta, apremiante—. Me reuniré mañana con vosotros. El rey Laisho os dará dos monedas de oro para que os alberguéis en una posada del ducado. ¿Conocéis alguna? —El troll pisoteador —respondió, inflando el pecho con orgullo, Sir Waldo. —¿Quién pone aquí los nombres? —Musitó Marta, perpleja ante lo absurdo—. Está bien. Os iré a buscar allí mañana. Sir Waldo hizo una reverencia y marchó galopando hasta que se perdió de vista entre la arboleda. —¿Quién es ese estrambótico caballero y su hombrecillo mudo? —Preguntó Alesio. —Mi nuevo caballero.

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Alesio arqueó mucho las cejas y volvió a torcer la vista, forzando los ojos por si veía al nuevo caballero de Marta mejor. —Ya le dije que era una locura —terció el rey Laisho, aguantando la risa—. Pero ha resultado ser vital. —Yo he dado esquinazo a los saqueadores. Aunque veo que, en mi ausencia, tuvisteis otro protector. Nunca subestimar ni sobreestimar —dictaminó el guerrero. —Aun así no es conveniente llevarlo con nosotros y nos sé si la reina aprobará que Marta lo haya nombrado caballero —musitó Laisho. —¿Y por qué no se merece él una oportunidad y yo sí? —Hay razones que no hacen justicia a la justicia —contestó el joven rey. —A veces pienso si realmente haré lo que debo y si realmente responderé a vuestras esperanzas. Me pregunto si lo que hago está bien o está mal… Soplaba una brisa cortante, mientras charlaban trotando en sus caballos hasta la visible entrada al ducado de Armea. —¿Es tan malo matar? ¿Valdrá la pena luchar? ¿Esta guerra es justa? ¿Estoy luchando por necios? ¿Qué hay de la familia de mis víctimas? Dudas como esas las tiene cualquier persona que se adentra en la guerra. No os hagáis la inocente, pequeña elfa —Repuso Alesio, con impaciencia. —Veo en vos a la elfa de la que habla la profecía—-. Laisho miró con sus características miradas penetrantes a Marta—. Os veo digna sucesora de vuestro linaje. A pesar de parecer una chica normal hay algo en vos que escapa de mi entendimiento… y el de muchos. 115

—Todos veis eso tan especial en mi. Yo me pregunto si realmente lo soy y si realmente estoy a la altura. Me sigo preguntando si todo esto es un sueño —se sinceraba la muchacha. —Centraos en vuestro objetivo, todo el rato. Si mantenéis la mente orientada a vuestro objetivo os olvidaréis de las dudas innecesarias —dijo Laisho, con la vista al frente. —Esa parece, al menos, vuestra mentalidad. —Yo pienso en oro y adiós dudas –opinó Alesio—. Y, por supuesto, en la lealtad que me une a este hombre. Y, una vez que empiezas a matar, tu mente funciona de otra forma, como una droga. Marta sacudió la cabeza, intentando quitarse de la mente esas palabras. Al momento, llegaron ante un gran portalón custodiado por dos guardias enfundados en armaduras y portando sendas lanzas. —Somos el rey Laisho, lady Marta y el guerrero Alesio. Venimos, por orden de la reina Elzia a dialogar con el duque —Se presentó en tono solemne, el rey Laisho. —El duque os espera ahora mismo en castillo. A petición suya, dos centinelas os acompañarán —replicó, sin mostrar oposición, un centinela rubio. Dicho tal, abrieron el portalón. Se adentraron en una calle bordeada por casas de baja altura y formas curvas. Los colores predominantes eran el verde y el azul en las fachadas. Los transeúntes parecían gente humilde dedicada a sus tareas o bien, charlando animadamente. A medida que avanzaban, la gente fue reparando en ellos y eran ovacionados. Muchas chicas jóvenes piropearon al rey Laisho entre risas flojas. Cosa que hizo gracia a Marta,

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viendo la expresión de estar pasando un momento embarazoso del joven rey. También se escuchaban gritos que decían: “viva la esperanza alada”. Ignorando ya a la muchedumbre, Marta no pudo evitar reparar en que la estructura de la ciudad estaba construida, en su esencia, con una arquitectura en la que no existían las líneas rectas. Todo eran figuras serpenteantes y curvas. No tardaron en llegar al pequeño castillo de piedra, con la misma apariencia curvilínea del resto del ducado. Los centinelas continuaron escoltándolos. Adivinó en un penumbra de antorchas que comenzaban a encenderse, con el atardecer próximo, corredores flanqueados con cuadros. Hasta que llegaron a una puerta sostenida por otro centinela que les hizo una seña para que entraran. Dentro, había una gran mesa de madera oscura con dos asientos tronados ocupados por dos hombres. A su izquierda, cinco personas mayores estaban sentados. A pesar de que casi todas las miradas estaban clavadas en los visitantes, el que parecía ser el duque se tomó unos buenos veinte segundos para mirarlos a la cara. —Bienvenidos. Rey Laisho, lady Marta y Alesio. La reina Elzia me ha enviado una paloma mensajera avisándome que me visitaríais. Por favor, tomad asiento. Soy el duque de Armea, Priesen. El duque Priesen era un hombre mayor pero no anciano, de cabello rubio y ciertas arrugas cinceladas en su rostro. Tanto él como su acompañante iban vestidos con uniforme de cuero y capa a juego. —Sois la esperanza Alada. Se habla mucho de vos —dijo, bruscamente, el otro hombre. 117

Tenía una prominente barriga, con cabello rizo oscuro y barba también oscura. —Este es mi consejero: Mitles. El resto del consejo de mi ducado estará presente pero no intervendrán sin mi permiso. ¿Qué asuntos os traen? —Decía muy amablemente el duque. —Se avecina una gran guerra —comenzó el rey Laisho. —Soy consciente de que el rey Osles se ha alzado en el reino del Este y está invadiendo importantes territorios. No ignoréis que desconozco la situación. La reina Elzia pretende hacerle frente ¿no? —Interrumpió, sin abandonar su amabilidad, el duque Prieses. —Exacto. Pero su ejército no es tan grande como el de Osles. Necesita refuerzos, como los de vuestro ducado —prosiguió el rey. —Me conocen como un duque pacífico ya que mi ejército no interviene en guerras. Mi pueblo es feliz como campesino, marinero y obrero. Sin más dilaciones que las triviales de la vida diaria. Aunque, como todo el mundo sabe, todos deben realizar dos años de instrucción militar y cientos de ellos son entrenados día a día. Mas ello no conlleva que deje de ser el pacifista consumado que soy. —Sólo os pediríamos que, sin abandonar vuestro talante pacífico, os implicarais en parte para reforzar el ejército de la reina Elzia —dijo Marta, decidida. Mitles soltó una risotada. —No puedes entrar en la guerra a medias. Si entras, entras a fondo. Marta inspiró profundo y se dispuso a replicar:

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—Entrad en la lucha por la causa de la reina Elzia. ¿Para qué entrenar un ejército si no lo vais a utilizar cuando es realmente necesario? —Las guerras son como limpiar una cocina que al día siguiente volverá a estar sucia —decía el consejero Mitles, con risa burlona. —Pero esta es necesaria. Es la guerra relevante que significa la lucha entre lo que es bueno y lo que es malo para la gente —insistió el rey Laisho. El consejero permanecía con una sonrisa complaciente en su rostro mientras que el duque no abandonaba sus modales. El resto de consejeros se limitaban a contemplar el diálogo. —Tengo entendido que en esta época del otoño hay más idiotas por ahí sueltos de lo normal. Parece que habláis de la lucha entre el bien y el mal. Hoy en día no me fío de las palabras de ningún rey. Suelen guiarse por la locura de la ambición y el poder… y escasa capacidad de pensar —gruñó Mitles. —Ni yo ni la reina Elzia somos así. Luchamos para que la gente sea libre, sean felices y vivan en un régimen de justicia y derechos. Como lo que anheláis para vuestro pueblo —contestó el rey Laisho. —Y vuestra guerra sacrificando soldados necios que creían un rey que los respaldaba. Culparéis a los carros, a los caballos y serán ellos quienes vayan a prisión —. El duque comenzaba a crisparse y a mostrarse más agresivo. —Era necesario. Precisamente que veáis lo que ha tenido que hacer este rey para hacer frente al reino del Este debería haceros meditar sobe la gravedad de la situación —intervino Marta, dando la negociación por perdida. 119

—La última vez que entré en guerra fue en la última guerra de la reina Elzia. ¿Hace cuanto, Mitles? —Veinte años. —Veinte años de una guerra en lo que lo único que conseguí fue gastar y causar muertes y heridas a mi gente. —Nuestras heridas nos hacen ver el mundo según nuestras cicatrices —terció el rey Laisho con voz queda. No parecía dispuesto a rendirse—. Vuestro pueblo estará de nuevo a favor de luchar. Os creerían un duque sensato si tomaseis tal decisión. —Insolente inconsciente. Acaso creéis que reino por ver cómo me contemplan mis súbditos. Gobierno por mí para ser el duque que yo aspiro a ser. Y ello, de por sí, conlleva hacer feliz a mi pueblo. Se apreciaba una punta de inquietud en el rostro del duque. —Os creéis a salvo en esta ciudad con sus murallas y sus montañas. Creéis que todo eso os protegerá. Sin embargo, esta es la mayor guerra en mucho tiempo —proseguía Laisho, levantándose del asiento y acercándose a él—. Si mi reino o el de la reina Elzia caen seréis los próximos en ser invadidos. Os exiliaréis para ser el rey que sólo piensa en sí mismo. Pero vuestro pueblo os recordará como el peor gobernante de su historia. Y, vos, a solas con vuestra sola persona, os daréis de cuenta que, tras unos ciertos años de prosperidad, acabasteis siendo el peor duque del ducado. —¿Y a dónde me exiliaría?

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El duque se mostraba crispado y Laisho ya había apoyado sus nudillos en la mesa, frente a él. El tono de voz del rey se tornó enigmático pero persuasivo: —Aroima os cuadra, ¿no? Pero no estarías a salvo. Ni siquiera allí. El rey Osles planea invadir Aroima en semanas. Se sumieron todos en un silencio. Parecía que el rey había dicho algo que el duque no se esperaba. Laisho prosiguió, dándose la vuelta: —Sois un ciego. No porque no veáis sino porque veis la realidad y cerráis los ojos. Vuestro engaño es no aceptar la verdad, no creeros mentiras. El duque y Mitles intercambiaron miradas significativas. Finalmente, ambos se irguieron. —Estaremos dispuestos a meditar vuestra propuesta —dijo—. El consejo y yo os daremos una respuesta mañana. Imagino que estaréis cansados del viaje. Lamentablemente, este castillo es pequeño y no suelo recibir invitados. Dispongo de una habitación pequeña, donde podría dormir el guerrero Alesio y una gran habitación con vistas al ducado donde podríais compartir aposento vosotros dos. Marta iba a replicar pero el rey se adelantó. —Está bien. Un centinela los guio hasta que ascendieron por una escalera de caracol, escrutando los pequeños ventanucos que ofrecían vistas de la noche. Cuando llegaron a su cuarto, se encontraron un aposento repleto de cuadros y adornos con un inconveniente: una sola ancha cama.

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—Preciosa… —Musitó Marta cuando estuvieron solos—. Pero nos han puesto una sola cama. No pienso dormir en el suelo. —Pues yo menos. Marta miró indignada a Laisho. —¿Compartir cama? —¿Tan raro es? —Replicó este como si fuera lo más normal del mundo. —Supongo que da igual—. Se resignó Marta. Laisho tenía razón. No era situación para pudores. Le echó otro vistazo al aposento Sugería que no había sido utilizado en mucho tiempo. La cama presentaba aspecto pulcro, bien hecha. Había dos mesillas sobre las que reposaban dos botellas de vino. Marta se dirigió a ellas—. Mirad, tenemos vino. Voy a tomarme una copa en el balcón. —Os acompaño. Las vistas eran espectaculares. Las figuras serpenteantes y curvilíneas de los edificios daban un aspecto misterioso al ducado. Había dos ríos que desembocaban juntos en una bahía, como una ría, tiñendo de azul sus caminos. —¿Por qué tengo la impresión de que el duque palideció al nombrar el principado de Aroima? —Preguntó Marta, apurando un trago de vino, cuando el rey se puso a su lado. —Aroima es la ciudad de negocios por excelencia del continente Frondoso. Y, también, un paraíso fiscal. Os deberíais preguntar cómo un ducado de población humilde como este puede sostenerse, incluyendo a su famoso ejército.

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—Y la respuesta es… —El duque tiene negocios ilegales en el principado de Aroima. No quería llegar a tener que sacar ese nombre contra él, pero ante su actitud fue necesario. —Y decisivo, quizás. Osea, si Aroima cae ante Osles, adiós a los negocios del duque —sentenció Marta, tras otro sorbo y el rey Laisho. —Exacto. Y al gobierno de su precioso ducado. —Tanto que asumir y que aprender de este mundo. Mi cabeza echa humo y mis emociones ni contaros —confesó, sintiendo que el vino empezaba a afectarle. —Un alma brilla siempre que hay fuego en su interior, como las estrellas —dijo Laisho sonriendo. Marta y Laisho intercambiaron sonrisas un instante hasta que Laisho giró la cabeza, semejando aturdido, mirando el cielo nocturno. Marta reparó en ello. —Hablando de estrellas… hoy el cielo está precioso. Como brillan las estrellas. ¿Aquí ponéis nombre a las constelaciones? —Preguntó ella, cambiando de tema. —Hay hechiceros que lo hacen aunque desconozco los nombres… pero podríamos inventarlos —repuso Laisho, guiñándole un ojo. Estuvieron minutos dibujando formas en el firmamento y poniéndoles nombres de flores o criaturas, entre otras cosas. Marta se lo estaba pasando genial. —¿Y qué? ¿Hay alguna mujer por ahí esperando a tan galante y atractivo rey?

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Laisho bajó la cabeza, compungido. Parecía un tanto azorado. Marta sonrió. El gran rey Laisho era un chico algo tímido. —Hubo mujeres. Ahora no. ¿Y vos? Habréis tenido muchos hombres… —Muchos. Aunque ninguno a vuestra altura… — cruzaron una tensa mirada significativa. Marta se sonrojó y decidió que debía parar de beber. Ni siquiera se explicaba porque esas palabras habían salido por su boca—. Perdonad, he bebido demasiado vino. No sé lo que digo. El rey Laisho, también bajo los efectos del vino, le puso un dedo en los labios para hacerla callar. —El mundo es un lugar mejor desde que estáis en él. Al menos para mí. Se miraron durante unos segundos. Marta sentía la cálida y siempre firme, a la vez que profunda, mirada del joven Laisho. Quería desviar su vista a otro lado pero no era capaz. Laisho acercó su rostro y se besaron. Más tarde, acabaron durmiendo juntos.

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12 EL BASTIÓN DE LIBROS Marta fue despertando lentamente sintiendo que había tenido un dulce sueño. Al abrir los ojos, la luz del día se filtraba por el ventanal iluminando todo el dormitorio. Distinguió la extraña habitación y volvió a tener la sensación de estar desorientada. Durante unos segundos le costó recordar cómo había llegado hasta allí y, de pronto, recordó lo que había pasado. Giró la cabeza y vio a Laisho durmiendo a su lado. Marta se irguió bruscamente, despertándolo. —¿Qué hemos hecho? —Dijo Marta. Laisho se desperezó y también se irguió. No le costó despejar y se levantó de la cama, desnudo, y se sirvió un vaso de agua. —¿Qué creéis? ¿Estabais tan borracha que no os acordáis? —Espetaba, sonriendo. —No, que va… Es solo que…—. Marta titubeaba e intentaba poner orden a su torbellino de pensamientos y emociones—. ¿Qué haces ahí desnudo? Laisho le sonrió entonces como si se dirigiese a una joven inocente incapaz de entender cosas elementales. —Ya nos hemos visto desnudos. No entiendo porque os tapáis. Rio y se fue enfundando en su traje oficial. —Se llama vergüenza —respondió Marta, tapando su desnudez con una sábana—. Quizás no tengáis aquí en este mundo pero en el mío somos más pudorosos. 125

—Está bien, vestíos sin que os mire —concedió Laisho, dirigiéndose al balcón. Marta pensó que tenía un sentido del humor curioso, y a veces era difícil saber cuando bromeaba. Mientras se vestía con su traje de viaje, Marta se preguntaba qué sentía realmente por aquel hombre y no encontraba respuesta. —Bien, ya vestidos —, empezó Marta, acompañándolo en la contemplación de las vistas del ducado—. ¿Qué se supone que sucede? ¿Estamos saliendo? Sintió que sus palabras eran un tanto infantiles. Como si volviese a una adolescencia hormonada. —¿Saliendo? Saldremos por la puerta… Marta puso los ojos en blanco. Otra expresión que no se entendía en aquel mundo. —Entendedme, es algo absurdo para mí haber estado con alguien de otro mundo. —¿Os ha parecido absurdo? —Preguntó Laisho con aire de ofendido pero, más bien, perplejo ante las reacciones de la muchacha. —No me entendéis. ¿Es amor o sólo aventura? —Quizás no seáis la más bella pero… —Si me llamáis fea empezamos mal, eh. —Disculpad, claro que sois hermosa. Dejad que me explique. Quizás no seáis como se espera que sea la última elfa. Pero hay algo en vos, más allá de vuestro físico o de ser la esperanza alada, que hace que os ame.

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Un largo silencio de miradas que se cruzaban. Los ojos del rey, profundos y penetrantes, denotaban sinceridad. Marta se sintió conmovida. —-¿Me amáis? Prefirió creer que le estaba tomando el pelo. Enamorarse de él le asustaba. —Sí. ¿Y vos a mí? Algo decía a Marta que el sentimiento del rey Laisho era sincero. —No me enamoro fácilmente pero también hay algo en vos. Cualquier chica sería afortunada con el rey Laisho—. Le tocó el pecho—. Pero lo que yo veo es un corazón muy vivo y lleno de cosas buenas que brilla y me atrae a vos. Se podría decir que os amo. —¿Podría? —Adoptó un tono burlón pero entrañable, al mismo tiempo. Se encogió de hombros y asintió, debatiéndose entre la decisión y la torpeza. —Sí que os amo. Decidió salir al paso con dejes de sarcasmo. —No dejéis que me encariñe demasiado con vos —espetó con una sonrisa y le besó.. —Os lo pondré difícil —objetó él. La agarró de la mano y se tumbaron sobre la desecha cama juntos, sonriéndose y besándose entre caricias y abrazos. Tras un minuto, la puerta del cuarto se abrió bruscamente. —Señores, el duque os convoca… —anunció un Alesio que pasó de la sonrisa a la palidez en cuanto vio la escena—. ¡Oh, no he visto nada! 127

Y cerró la puerta del dormitorio de golpe. Ambos se miraron y rieron. Sintió que Laisho no se merecía más insolencia, sino palabras amables. Se sintió afortunada por comenzar algo que aun no tenía nombre con aquel gran hombre. —Vamos, mi rey. Alesio los esperaba fuera, en el corredor. Emprendió la marcha a la delantera, con Marta y el rey Laisho siguiéndolo. Alesio entonaba una melodía con silbidos. —¿Y bien? —Rompió el silencio Marta. —Nada —respondió Alesio con indiferencia. —¿Seguro? —Insistió el rey. —Me lo veía venir. Sabía que pasaría —repuso Alesio. —¿En serio? —Espetó Marta. —Hacéis buena pareja —se limitó a contestar, Alesio. A Marta le llamó la atención el hecho de que su relación con Laisho fuese predecible. Siempre había notado una especial conexión con él. Una conexión que se fue tornando en química y después, lo que había surgido. Realmente sólo hacía un día que Marta sentía amor por el joven rey. Pensó que él quizás se había enamorado antes. Se sintió mal por no haber correspondido lo suficiente el amor de aquel gran joven. Estuvo meditando el asunto hasta que llegaron a la estancia donde el duque, con su consejo, los esperaba. Volvió a adoptar su semblante amable. —Buenos días. Espero que hayáis pasado una buena noche. 128

—Y tanto —contestó Alesio. Ambos jóvenes le dirigieron miradas acusadoras. El duque, con un ademán, dejó ver que comprendía su deseo de no entrar en aquel tema. —Mi consejo y yo hemos decidido apoyar a la reina Elzia en esta guerra. Dispondrá de nuestro ejército —anunció, ante la alegría y satisfacción de Marta—. Pero tengo condiciones. —Explicaos —se pronunció el rey Laisho. —Mañana partiré a Vuelaflor y las discutiré con la reina en persona. Espero que la aviséis y me prepare una audiencia. —De acuerdo —concedió el rey. —Así pues, os deseo un buen viaje —culminó el duque. —Mi señor—, terció Marta—. Tendría una petición—, hizo una pausa ante sus atentos ojos—. Desearía acudir a la biblioteca del ducado. —¿Es urgente? —Sí. No explicaré mis motivos —contestó Marta con voz queda. El duque se giró hacia su consejero, que asintió con una seca cabezada. —Bien. Un centinela os escoltará. —Os acompaño —dijo Laisho.

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Salieron a grandes zancadas hasta la entrada del castillo junto a dos jóvenes centinelas vestidos con armaduras. Corcel relinchó feliz al ver a Marta y ella le correspondió con palabras y gestos de cariño. —Tortolitos, os dejo —dijo Alesio, montando en su caballo. —Tengo un encargo para vos —se apresuró a decir Marta—. Alesio id a buscar a Sir Waldo y su escudero. No olvido mis promesas. —Está bien. Buscaré al caballero chiflado en vez de tomarme una copa en un bar. Dicho tal, emprendió el trote. Laisho y Marta, guiados por los centinelas, comenzaron a cabalgar al paso. Ascendían por una calle con actividad comercial hasta una pequeña colina. Se iba avistando, poco a poco, el edificio de la biblioteca. Un cartel que anunciaba al bastión de libros se alzaba sobre un amasijo de piedras, estructurado a base de curvas. Se replegaba sobre sí mismo con formas ondulantes. Al llegar a los pies de la estructura, el efecto de levantar la vista era inquietante, como estar contemplando una obra de arte. —¿Por qué habéis querido venir? —Quiso saber Laisho, sin que los centinelas escuchasen. Marta le miró brevemente. Procedió a resumir todo lo que le habían contado Carlo y La Sabia y la manera en que Marta quería ser partícipe de la investigación. Sus palabras denotaban una añoranza de un mundo que era suyo por derecho pero, a la vez, ya no le pertenecía. Al término del informe, Laisho se pronunció: —Cuando creo que no podéis sorprenderme más, os volvéis todavía más misteriosa. Sin embargo, es justo que queráis investigar sobre este tema.

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Tras cruzar una pequeña jungla de hiedras retorcidas que se dibujaba en la fachada, entraron. Un ventanal mostraba el paisaje con la visión de la unión de los dos ríos que cruzaban la ciudad hasta que desembocaban al mar. Parecía gran idea que, quien quiera que quisiera internarse en universo de libros pudiese disfrutar de aquellas vistas. Los centinelas se quedaron en la puerta. Marta y Laisho contemplaron las pilas de libros, nítidamente ordenados, que descansaban en cientos de estantes. A sus pies, el suelo de piedra, relucía pulcritud. Una escalera helicoidal subía en espirar conectando con el siguiente piso. —¿En qué puedo ayudaros? —Dijo una bibliotecaria de cabello rubio y gafas enormes. Marta decidió no andar con rodeos. —Busco libros sobre los antiguos héroes mestizos. La bibliotecaria mudó su semblante tranquilo, como si le hubiese calado una sombra. —¿Quién sois? —Preguntó amenazante. —El rey Laisho del reino del Clavel y lady Marta, más conocida como la esperanza alada —respondió Laisho, con voz firme. —Corroboradlo. Ante la insistencia de la bibliotecaria, el rey hizo entrar a un centinela, que confirmó la identidad de los jóvenes. —Está bien —concedió más relajada la bibliotecaria—. Resulta que hará cosa de un mes que un hombre pidió exactamente lo mismo que vos. Me engañó. Me hizo ir a buscar un 131

libro restringido y, cuando volví, había marchado con todos los libros sobre ese tema que le ofrecí. No dejó rastro. Marta se puso tensa. —¿Cómo era ese hombre? —Preguntó, intentando aparentar calma. —Vestía cuero raído poco visible. Iba envuelto en una capa —explicó la bibliotecaria como si hubiese visto un fantasma. —Un bastardo —susurraron los dos al mismo tiempo.

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13 DOMADOR DE UNICORNIOS —Es extraño. Nadie me había preguntado nunca por los héroes mestizos. Y, en unos días, me roban los libros que tratan sobre ellos y un rey y una elfa me preguntan por tales héroes. La bibliotecaria hablaba como absorta. Marta no se quiso dar por vencida. —Ese libro que estabais buscando para el extraño… ¿podría llevármelo? —Por ser quienes sois, sí…. Sólo si lo devolvéis en el plazo de un mes —repuso la bibliotecaria, tajante con su procedimiento. —Mandaré a alguien que lo devuelva desde Vuelaflor —prometió Marta. Dicho tal, la seria empleada del bastión de libros marchó unos instantes para volver con un denso volumen que parecía que nadie había abierto en años. Se veía amarillento y con una gruesa capa de polvo en la portada. Marta leyó “Historia no oficial de las gestas del Continente Frondoso”. Se preguntó cómo eso podría ayudarla en su búsqueda. Un estruendo de niños hablando y gritando a su espalda la interrumpió de sus pensamientos. —Están aquí el rey Laisho y la Esperanza Alada. ¿Podríais esperar a que acaben? —Dijo muy educadamente la bibliotecaria. Marta y Laisho se giraron y vieron diez niños de unos nueve años acompañados por una joven. Adivinó que era su profesora y aquello se trataba de una excursión escolar. —Claro —dijo la joven rubia, empalideciendo. Al instante, hizo una reverencia. —Que se queden. No voy a privar a un niño de ir a una biblioteca. Y, en realidad, ya marchábamos —terció Marta. 133

—¡El rey Laisho! ¡La elfa! —Gritó un niño ancho. —Hay que arrodillarse, creo —musitó una niña que los examinaba con brazos en jarras. —Niños, haced una reverencia —ordenó la profesora. Todos los niños se inclinaron, un tanto torpes. —¿La he hecho bien? —Preguntó una niña muy risueña con el pelirrojo cabello trenzado. La profesora parecía nerviosa y crispada. Iba a hacerle callar pero el rey Laisho se adelantó a hablar: —Muy bien. Pero no tenéis que arrodillaros ante mí, arrodillaros ante los libros. Decidme, ¿os gusta leer? Los niños permanecieron callados un instante. —A mí me encanta —se animó en niño ancho. —A mí no. Me parece aburrido. —A mí me gustan los libros con dibujos. —A mí me gusta mucho —comentó la niña del cabello trenzado—. El último año me he leído cinco libros. Aunque no de los gordos —añadió. —¿Sabéis cómo he llegado a ser rey? Leyendo mucho. Laisho miraba a los pequeños con cariño. Ellos, abandonando la confusión inicial, parecían coger confianza en el joven rey. Marta estaba encantada. La bibliotecaria miraba la escena con interés y la profesora parecía que quería que se la tragara la tierra. 134

—¿En serio? —inquirió otro niño, con ojos muy abiertos. —Cuando tenía vuestra edad devoraba libros y aprendí mucho. Se puede aprender de todo en los libros —reveló cálidamente, Laisho. —¿Hasta a ser rey? —Hasta a ser rey. Y, ¿queréis que os cuente un secreto? —Adoptó tono de misterio—. Si leeis libros, viviréis no sólo vuestra vida, sino muchas más. Podréis vivir la vida de grandes héroes en batalla, o la de poderosos príncipes y visitaréis otros lugares y paisajes. —¿Todo eso con sólo leer un libro? —Sí, y eso que el rey Laisho se ha quedado corto —intervino Marta—. Si leeis y estudiáis mucho podréis ser de mayores lo que queráis. Y, ahora, quiero que veáis una cosa que hasta ahora sólo se podía ver en los libros. Para que comprobéis que los libros recuerdan milagros. Marta enfiló el camino hacia el exterior. Cogió del brazo a la profesora y, tras despedirse de la bibliotecaria, también agarró a Laisho e instó al grupo de escolares a que los siguieran. —Gracias —susurró la joven docente, bastante nerviosa. Marta le restó importancia con un gesto. Llegaron hasta donde reposaban el caballo de Laisho y su pegaso. Montó en Corcel y Laisho hizo lo mismo en su caballo. —Os presento a Corcel, el último pegaso —dijo, en tono solemne, Marta. Entonces Corcel desplegó las alas, ante los gritos de asombro de los pequeños.

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—¡Un caballo con alas! —¡Es precioso! —¡Quiero uno! —Niños no molestemos más, adentro a la excursión que se nos hace tarde —dijo la profesora, que también parecía impresionada. —Adiós y recordad, leed mucho —se despidió Marta con una gran sonrisa. Laisho la imitó. Cabalgaron por las calles serpenteantes del ducado hasta la salida. Los adoquines resonaban bajo las pisadas de los caballos a sus pies. —Habéis estado muy bien con esos niños —dijo Marta, sonriente. —Vos también —convino Laisho, devolviéndole una sonrisa—. Pero no parecéis satisfecha. Marta suspiró. —Es sólo que… ahora que sé que un bastardo o, quizás, más bastardos buscan lo mismo que yo… Es como si esta investigación sobre mi linaje y mi familia fuera un rompecabezas sin sentido que tengo que resolver. —Lo resolveréis. No sólo contaréis con la ayuda de Carlo y Xaida, sino también con la mía. El rey se acercó a la muchacha y le dio un suave beso en los labios.

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—Es curioso como parece que no existen las líneas rectas en la arquitectura de esta ciudad —comentó Marta, intentando cambiar de tema y, a la vez, tratando de apartar de su mente los pensamientos que la preocupaban. —El primer duque que vivió aquí se estableció en este lugar por el agua. Los dos ríos que se juntan y desembocan al mar. Quiso construir una ciudad de formas ondeantes, como las olas del mar. Marta asintió, impresionada. Contempló con nuevos ojos las peculiares edificaciones y puentes de la ciudad a medida que avanzaban. Cuando llegaron a la salida, los esperaba Alesio con Sir Waldo, su escudero y un perro. Alesio tenía cara de mal humor. —Buenos días, mi señora. El sol anuncia un buen viaje —saludó el caballero con una reverencia. —Sir Waldo nos trae otro acompañante —refunfuñó Alesio. --Este perro callejero y yo nos hemos hecho amigos al instante —explicó Sir Waldo—. Me va a dar lástima despedirme de él. Marta bajó de Corcel y se acercó al perro. Era negro y lanudo. La saludó moviendo la cola enérgicamente y dándole lambetadas. —Oh, ¡Es una monada! —Exclamó Marta, acariciando al pequeño perro. Alesio y Laisho intercambiaron miradas. —A mi me parece más bien feo —repuso Alesio.

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—A mi cualquier perro me parece hermoso —contestó Marta, muy sonriente. El perro se arrimó a Sir Waldo y le ladraba alegremente—. No te despedirás de él Sir Waldo. Vendrá con nosotros. —¿Qué? —dijo Alesio, perplejo. —¿Bromeáis? —Rió Laisho. —Lo llevaremos a Vuelaflor y quiero ser su madrina. Tú serás el dueño, mi caballero. —La reina no quiere animales en palacio —dijo el rey. —Me encargaré yo mismo de Cuqui —repuso un Sir Waldo que hinchaba el pecho con el orgullo del deber. —¿Cuqui? —Preguntó Alesio. —Un nombre muy cuqui, cuco… —espetó Marta, un tanto confundida. —Está bien. Llegaré a Vuelaflor escoltando un rey, una elfa, dos chiflados y un chucho —repuso Alesio, exasperado, emprendiendo el trote. Durante la primera parte del trayecto, cruzaron el sendero entre los frondosos árboles con una brisa templada que hacía bailar las ramas. Sir Waldo no paraba de hablar sobre Vuelaflor y el orgullo de entrar al servicio de la reina Elzia. Nadie parecía hacerle mucho caso. Cuqui les seguía el ritmo, con una correa, muy feliz y ladrando de vez en cuando, como si estuviera charlando con su nuevo dueño. De pronto, el caballero les hizo frenar.

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—Conozco este lugar —. Era una explanada de tierra salpicada con pedruscos donde los flancos se hacían más verdes debido a que se alzaban unos arbustos frente los anchos árboles—. Traeré algo que os sorprenderá. Ante la confusión del resto, se internó en el bosque. —La reina no admitirá a Sir Waldo en palacio. Vais a tener que convencerla de que le permita vivir allí —dijo el rey Laisho, midiendo sus palabras. —Es mi caballero —protestó Marta. —Tanto tú como yo sabemos muy bien que, aunque sea bueno luchando, no es apto para asuntos diplomáticos y políticos que os corresponden —insistió Laisho. —Está bien—. A Marta no le quedó más remedio que reconocer que tenía razón. No obstante, no quería desprenderse de su nuevo amigo tan fácilmente. En ese momento, apareció de nuevo el caballero—. Sir Waldo, al llegar a Vuelaflor quizás donde os encuentre mejor lugar que en palacio para servirme, quizás sea en el ejército, donde queríais vos, al servicio de la reina y la Esperanza Alada. Sois mi caballero pero no podréis escoltarme siempre —le dijo muy seria. —Estoy a vuestras órdenes, mi señora. Un buen caballero siempre hace lo que su señor dice. —Es un caballero a la antigua usanza —terció Alesio. —Mirad —dijo Sir Waldo, que no parecía en absoluto ofendido por las palabras de Marta.

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En frente a ellos, a escasos metros, un unicornio asomaba tímidamente entre los arbustos. Era de un blanco reluciente y su cuerno semejaba marfil hipnotizador. Se detuvo sin reparar en ellos. —Quietos, o se asustará —susurró Sir Waldo, mientras el resto miraban como hechizadoss a la criatura. Entonces, Corcel relinchó e hizo una carambola. —Corcel… ¿qué haces? —Chilló Marta con voz aguda. El pegaso avanzó suavemente hacia el unicornio. Sin embargo, el unicornio se giró y relinchó, a su vez. Corcel desplegó las alas. Daba la impresión de que se estaban saludando. Entre la arboleda se distinguía una lámina de luz pálida y parpadeante. Sir Waldo se acercó a ellos y, con cuidado, comenzó a acariciar al unicornio, que no oponía resistencia. —Es precioso —musitó Marta. —Dicen que su cuerno es mágico para la raza élfica —comentó su caballero, suavemente. Tocadlo, le gustáis. Marta dudó. El unicornio clavó en ella sus ojos profundos semejando estar llenos de sabiduría e inclinó la cabeza, mostrando su cuerno. Marta, despacio, acercó su mano hasta tocar su cuerno. Entonces, tuvo una visión de su infancia. Parecía que todo había desaparecido y estaba otra vez en la Tierra, hasta que el unicornio apartó su cuerno y marchó corriendo, ocultándose entre las marañas de vegetación.

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Alesio y el rey Laisho se acercaron al trote hacia ella, que estaba aturdida. Le costó asimilar de nuevo dónde se encontraba. Se fue haciendo a la idea de que estaba en el bosque de camino a Vuelaflor. —¿Estás bien? Laisho le acarició el cabello y la miraba con preocupación. —He visto… Me he visto a mi cuando era un bebé y a mis padres cantándome —dijo Marta. Se dio cuenta de que parecía mareada. Como respuesta, el rey Laisho le dio un beso en la mejilla. —Voy a buscarlo de nuevo. Sir Waldo, junto a su escudero, se internó de nuevo en el bosque, atravesando la espesa flora. Laisho empezó a llenar de besos a Marta y ella fue capaz de sonreír y devolvérselos, recuperándose del aturdimiento de la visión. —No os pongáis en ese plan romanticón —farfulló Alesio—. Tras haber convivido con mi hermana mayor y su novio cinco años tengo sobredosis de amor empalagoso para toda la vida. Al poco, Sir Waldo regresó con un bulto en las manos, seguido de su escudero. Se escuchaba una voz arisca y malhumorada que provenía del bulto. A Marta le sorprendió que el bulto se movía. Cuando se acercó, vio que era una especie de hombrecito gordo de color marrón, muy pequeño, con la cara arrugada. —No he encontrado al unicornio. Pero he encontrado esto.

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Lo que fuera que traía el caballero no parecía contento. Se retorcía y movía bruscamente sus pequeñas extremidades. —¿Qué es eso? ¿Un extraño tubérculo con patas? —Inquirió Alesio, arqueando las cejas. —Es un gnomo —reveló Sir Waldo. Marta lo miró mejor. Podía resultar hasta adorable. —Oh es muy cuco. —Es muy feo —decía Alesio frunciendo el ceño—. Aun encima no para de gruñir. Marta empezó a hacerle cosquillas y el gnomo soltó un gruñido que parecía una especie de risotada diminuta. Laisho lo miraba con expresión neutra. —Ay, que gracioso —rio Marta. —Va a querer llevárselo también —dijo Alesio. —Le gusta a Cuqui —lo ignoró la muchacha, sonriente, y se encogió de hombros. El perro saltaba hacia el gnomo moviendo alegremente la cola y ladrando emocionado. —Yo creo que quiere comérselo —supuso Alesio. —Anda, amantes de criaturas, el camino a palacio apremia. Se nos hace tarde. Tras las palabras del rey, Sir Waldo devolvió el gnomo al bosque y emprendieron el camino hasta Vuelaflor en medio de charlas triviales hasta que empezó a despuntar el anochecer. Al llegar a la capital del reino, se divisiva mucho mejor el Palacio Real, que se alzaba majestuoso gobernando la ciudad. Se divisaba como colindaba con la muralla que rodeaba 142

la capital con su lienzo defensivo, baluarte fundamental en la línea fronteriza. Sus torreones y sus intrincadas estructuras resultaban bellas e imponentes bajo la luz del ocaso, que le daba un aspecto rojizo a la pedregosa fachada. Un centinela con cara de apuro fue a recibirlos en la entrada de Vuelaflor: —Rey Laisho, Lady Marta, la reina os convoca con urgencia en el salón del trono. Intercambiaron miradas significativas y Marta asintió con una seca cabezada. Emprendieron el galope para llegar lo más rápido posible a palacio, atravesando las vías más eficientes para la carrera. Una vez llegados al salón del trono, la reina Elzia estaba sentada moviendo los dedos sobre el reposabrazos con además impaciente con un deslumbrante vestido rojo. La acompañaban su consejera, Calina y su guerrera, Sajala. La gravedad del asunto era visible, nadie saludó, sino que la reina comenzó a hablar sin rodeos: --Tengo malas noticias. Los chivatazos de Xaida fueron ciertos. Hemos comprobado que Reidos ha montado un campamento en Girasol, el ducado de la frontera. Yo quiero enviar a mis tropas a varios frentes: a Aroima, el reino del Sur y, por su puesto, al ducado Girasol. Hay que hacer frente a Reidos. —No parecen malas noticias del todo. Lo tenéis todo controlado —repuso, sin entender la preocupación, Marta. —Son suficientes malas noticias que Reidos se acerque a la frontera —terció el rey.

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—Hay más —añadió la reina Elzia e hizo una pausa—. Menos tu prima Saila, en la que delegaste el control del reino de Los Robles, tus dos primos Quion y Juis venían a Vuelaflor… —¿Qué? ¿Ellos solos? —Laisho se puso muy tensó y alarmado—. ¿Qué es de ellos? — Fueron atacados tras hacer una parada en el castillo del Desierto —prosiguió la reina—. Han muerto. Laisho soltó un grito de rabia. Marta corrió a abrazarlo, supuso que se trataba de los pocos familiares que le quedaban con vida, después de todo lo ocurrido en su reino. Laisho permaneció mudo un instante, con expresión de dolor y la mirada fija en el suelo. Respiró profundamente y pareció recomponerse, recuperando el semblante sereno y fuerte de siempre. —No puede ser… ¿quién ha sido? —No lo sabemos —respondió la reina Elzia, delicadamente—. Escapa a nuestro conocimiento. No sabemos si Reidos ha conseguido adentrar sus hombres hasta el castillo del Desierto, que está razonablemente cerca de Girasol, o si fueron hombres dentro de nuestro bando. Es decir… —Traidores —escupió la palabra Laisho. —Vos tomaréis la decisión de cómo actuar. Vuestra familia, vuestras reglas. Lo creo justo. La reina miró fijamente a Laisho y nadie se atrevió a soltar palabra.

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—Haré justicia. Iré yo mismo allí y lo averiguaré para vengarlos —concluyó Laisho—. Dadme vuestros mejores hombres, los juntaré con los míos y habrá justa venganza para sus asesinos. Sus palabras, a pesar del odio que mostraban, parecían puras y honradas, como su conciencia. Marta no dudó en apoyarle: —Yo iré con vos. —Sea así —dictaminó Elzia.

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14 CONFÍO EN VOS COMO CONFÍO EN MÍ Al alba, escarlata, despuntaba el sol cuando la comitiva emprendió el viaje al Castillo de Arena, lugar dónde había tenido lugar el crimen de la familia de Laisho. El grupo lo formaban los guerreros de los reyes, la consejera de Elzia, cuatro hombres y mujeres de la Guardia Real y cuatro soldados rasos. El tiempo por la mañana no fue del todo propicio. Partieron con un cielo de nubes gris perlado que presagiaba chubascos. A las pocas horas comenzó a llover mientras surcaban un bosque colindante a la capital, Vuelaflor. Por suerte, tras hacer una pequeña pausa del trote en sus caballos, al mediodía para comer, las nubes de lluvia dejaron paso a un cielo de azul brillante salpicado por pequeños nubarrones blancos. El clima era tenso. Las conversaciones eran escasas y versaban sobre temas triviales. Parecía que nadie quería hacer mención al crimen de sangre real. El asesinato de los primos de Laisho. Principalmente, el más tenso era Laisho. Con frecuencia, hacía comentarios que aparentaban indiferencia, pero estaba cambiado. La situación ensombrecía a Marta. Hacía apenas dos días que Laisho y ella eran amantes y no sabía cómo gestionar la situación. Por un lado, Laisho estaba bastante distante. Marta quería hacer la vista gorda, pues había sufrido una gran pérdida muy reciente. Por otro, un lado infantil y egoísta de ella quería más de él. Más atención, más cariño, más pasión. No obstante, no se atrevía a reprochárselo. Marta había tenido muchos amantes en los últimos años en la Tierra que no habían ido a una relación mayor. Sólo había tenido dos novios serios en su vida con un final nada feliz. Lo cual hacía que recelara de las relaciones. Sin embargo, Laisho había despertado en ella una química y atracción que le hacía anhelar más. 146

Se preguntaba si sólo había sido un juguete para él. Una amante más. Él, un gran rey joven y atractivo, inteligente, culto y diestro en tareas militares. Intentaba apartar esos pensamientos de su cabeza y tener paciencia. Mientras tanto, charlaba de vez en cuando con el resto de la comitiva. Al caer la noche, habían llegado a un lugar donde la vegetación había cambiado para tornarse más tropical. Hicieron una parada para dormir y cenar. Se sentaron en círculo para degustar un guiso en silencio. De pronto, Laisho se levantó y se internó entre los árboles. Marta apuró su plato y lo dejó resbalar con interés para seguirle. Laisho había sido rápido ya que Marta no pudo verlo. Lo que sí pudo hacer fue seguir el rastro de huellas que dejaba a su paso. Cruzó robustos troncos y tuvo que zafarse de pequeñas ramas hasta que llegó a una cascada de escasa altura que brotaba con fuerza para derramarse en una pequeña laguna de plata bordeada con rocas. Laisho estaba arrodillado en la orilla de la laguna, sobre la húmeda tierra sorteada de piedras. El ruido de una criatura moviéndose entre una maraña de arbustos sobresaltó a la joven, arrancando una carcajada áspera a Laisho, que se volvió. —Cuidad el sigilo, es vuestra flaqueza —Musitó como para sí, sin apenas inmutarse ante la invasión de su espacio. Marta se acercó lentamente y se arrodilló rozando el agua con los dedos. Él le posó la mano en un hombro. Sus miradas se cruzaron y cada uno se regalaba la vista con la visión del otro. Había algo que se revolvía en su rostro. Marta pudo notarlo. —Eso dice Sajala. Por cierto, lo ha hecho muy bien en ausencia de la reina —masculló, logrando una sonrisa en Laisho. 147

—La ambición de Sajala siempre ha sido el poder. Y la situación que ostenta es lo más parecido al poder que ha encontrado. Ser la guerrera de la reina Elzia. —Nunca me dio esa impresión —terció Marta, mirándolo atónita. —¿No os fijáis cómo se arrima a gente que le pueda aportar influencia? —Inquirió, serio. —¿Insinuáis que es peligrosa? —En absoluto. Elzia confía en ella. Sé que Sajala mata por Elzia y moriría ella misma por su reina. Su talento es la lucha y, en vez de emplearlo en otro lado, lo usó para sentir el poder de cerca, sirviendo codo con codo a una de las reinas más poderosas, día a día. El poder es simplemente su ambición y, con sus orígenes humildes, hay que admitir que su ambición la ha llevado lejos. —¿Y qué me decís de Alesio? —La ambición de Alesio es el oro, no el poder. Aun así, lo nombré mi guerrero porque me crie con él —reveló Laisho, esbozando una amarga media sonrisa—. Nos conocimos de pequeños en la escuela militar. Combatimos juntos y aprendimos juntos. Podría decirse que, además de mi guerrero, es mi mejor amigo. No dudo de su lealtad. Teniendo en cuenta eso y, que además le ofrezco mucho oro, tengo total confianza en él. —Basta de hablar de otra gente. ¿Qué hay de nosotros? ¿Qué somos? —Preguntó una Marta de cuya voz brotaba resentimiento. —Somos novios, supongo. Laisho clavó sus profundos ojos en Marta, con confusión. Pero también con amor.

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—¿Suponéis? —Si queréis. No he podido estar a vuestra altura este último día porque hay mucha oscuridad en mi interior. Ha sido duro perder a lo poco que me quedaba de familia. De repente, un día estás harto de tu familia. Luego pasan dos meses y te das cuenta de que ya no están, que están muertos—. Se le quebró la voz y acarició suavemente el rostro de Marta—. Vos sois luz. No quisiera enturbiar yo vuestra luz con mis tinieblas. Marta le besó. Durante un instante parecía que no existía nada más que ese beso. Tan sólo se escuchaba el borboteo de la cascada y algún pájaro noctámbulo entre los árboles. Acto seguido, se abrazaron con pasión. Aferrándose el uno al otro. —Perdonadme. He sido todo el rato una niña egoísta. Me he pasado el rato que llevo en este mundo preocupándome por mí y solo por mí. Ahora que vos y yo somos más cercanos debí haber reparado en vuestras pérdidas. En poco tiempo habéis perdido a casi toda vuestra familia… Entiendo que estéis mal. Cabe decir, que lo lleváis con mucha entereza. Laisho le acarició el cabello y le dio un beso en la mejilla. —No tengo más remedio que esgrimir la entereza. Necesito que mi gente siga creyendo en mí. Nadie necesita a un rey derrumbado en medio de una guerra de esta escala…—confesaba Laisho, lanzando pequeñas piedras al agua con un deje de rabia—. Tampoco es que yo sea propenso a los dramas. Desde pequeño mi propia familia me alejó de ellos mandándome a instrucción militar y, más adelante, a batallas. Nunca estuve muy unido a ellos. Crecí luchando de frente en frente más que desarrollando lazos afectivos con mi familia. Claro que lamento su muerte pero no consigo estar lo mal que podría esperarse… No sé si me entendéis. 149

—Perfectamente. Yo no sé estar mal. La única yo que sale a relucir es la chica alegre que todo el mundo conoce —contaba Marta, encogiéndose de hombros—. Mis padres murieron cuando tenía ocho años y me puse muy mal. Caí en una depresión. Lloraba y me negaba a hacer nada durante meses. No tuve el apoyo de nadie. Mis padrinos, que me adoptaron, me gritaban y regañaban por mi comportamiento. No aceptaban que tuviera derecho a estar mal. Parecía que nadie se quería compadecer de mí. Me llamaban quejica. Los odiaré toda mi vida por ello. Pero aprendí a comerme mis penas y encerrarlas bien adentro y nunca más volví a llorar ni a mostrar tristeza. Nunca he llegado en confiar en nadie lo suficiente para ello. Es decir, para mostrar los malos sentimientos. No obstante, siempre he disfrutado escuchando y ayudando a la gente, lo que me han negado. Eso que llamáis luz… no sé qué clase de luz será exactamente. —Conmigo tenéis derecho a estar mal, si es lo que sentís. Escuchadme, Marta.. Confío en vos, como confío en mí—. Dijo con voz grave Laisho. Poniendo su mano en el pecho de Marta y luego en el suyo. —¿Ya no simplemente apostáis por mí? —Musitó Marta con un hilo de voz, conmovida. —Confío en vos —. Bajó la voz y la miró directamente a los ojos—. Toda la vida me he limitado a confiar en mí mismo. La fe en uno mismo, no perderla nunca, es de lo más importante para avanzar en la vida. Por eso, de la misma manera que creo en mí, que es lo que me mantiene vivo, creo en vos. —Yo también creo en vos, como creo en mí —. Marta volvió a besarle. Pensó que nunca se cansaría de besar esos labios ásperos y finos pero húmedos y hábiles. Besos que le hacían creer que llegaba a su alma y denotaban una química entre ambos de la que ya se había 150

percatado. Cuando pararon de besarse, se hizo un silencio. No era un silencio incómodo, sino cómplice—. ¿Sabéis qué? Las heridas sanan, ¿os sorprende? —añadió, para romper el hielo. —Pero muchas dejan cicatrices. Marta… aprended a decir no. Yo he elegido esta lucha pero si no es la vuestra… A la muchacha le sorprendieron sus palabras pero tenía clara la respuesta: —Hay mucho ya que me ata a este mundo y esta guerra y uno de los motivos sois vos. Estuvieron una hora más los dos solos y juntos en la laguna. Se besaron, se abrazaron y se dedicaron gestos de cariño y palabras de enamorados. Cuando la algarabía cesó en el improvisado campamento de la comitiva, decidieron que era la hora de ir a dormir. Sin despertar a nadie, improvisaron una pequeña tienda de campaña y durmieron juntos hasta que Sajala irrumpió, por la mañana, en gritos: —Tortolitos… me alegra mucho que estéis juntos, enamorados y esas cosas… ¡pero hay que partir! Entre el letargo y ojos medio cerrados, Laisho y Marta rompieron a reír. A Marta le alegró escuchar de nuevo la risa en Laisho y, sobre todo, ser ella la causante. Quería hacerle feliz. —Y, por cierto, ¡Me lo veía venir, parejita! —Terminó Sajala y se marchó. Laisho parecía más animado durante el siguiente trayecto. Parecía que el tiempo acompañaba su renovado humor. Un espléndido sol relucía alto y cálido en el cielo. Surcaron caminos de tierra seca, montados en sus caballos, entre árboles cada vez más dispares. 151

—Queda poco para llegar —anunció Calina tras haber hecho una parada al mediodía. Se encontraban en lo que ya parecía un monótono bosque. Marta no se explicó cómo Calina había adivinado que estaban cerca ya que todo presentaba la misma apariencia hasta que, al fin, vio un cartel de madera carcomida por la humedad que indicaba que estaban llegando a la ciudadela de la Arena. Dos soldados rasos se acercaron a ellos y resonaba su conversación. —Le ha dado una paliza a su mujer, ¿sabes? Ella lo quiere meter en la cárcel. ¿Qué podíamos hacer? —Gruñía uno, de cabello rubio y gran barriga. —Hay que saber también qué ha hecho ella. Hay que escuchar las dos versiones —masculló el otro, arrancando una sonrisa a su colega. Era alto, fornido y de larga barba. Sajala resopló y lanzó una mirada asesina a los soldados. Marta suspiró con fastidio y no pudo guardarse sus palabras. —Nada justifica la violencia contra una mujer. ¿Está claro? Ambos soldados la miraron asustados y no se atrevieron a replicar. —Combatimos por un mundo de justicia e igualdad —intervino Laisho, con tono grave—. Hay mujeres fuertes que luchan y ejercen violencia. Pero sólo justificado porque se trata de la guerra. Maltratar a una mujer que no entiende de lucha es dañar a una persona débil. Es como pegar a un niño o abusar de algún hombre que también sea más débil, bien por enfermedad, bien porque simplemente no sepa luchar. Estamos en guerra por el bien. Así que nada de justificar el hecho de golpear a una mujer.

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—Os la veríais conmigo —añadió Alesio, mostrando su espada y haciendo un gesto amenazante. Los dos soldados se disculparon y no volvieron a articular palabra en un buen rato. Bajaron el ritmo del trote de sus caballos y se rezagaron a la cola del grupo. —Aquí parece que los hombres no infravaloráis a las mujeres —comentó Marta. —¿Infravalorar a las mujeres? —Inquirió Laisho, arqueando las cejas—.

He visto a

muchas mujeres hacer muchas cosas que muchos hombres no serían capaces de hacer en muchas vidas. —Hay alguna rata podrida que se cree superior —dijo Sajala con desprecio—. Di con una. Le alcé la voz y me dio una bofetada. Luego me dijo que cómo osaba hablarle así cuando en mi vida no encontraría a nadie como él y que me tratase como me trataba él. Que nunca encontraría a nadie más porque era insoportable. Le dije que lo degollaría y lo contemplaría sonriendo hasta su última agonía. Evidentemente, no lo maté. Pero le di una patada donde más le duele a un hombre y, lo que sí hice, fue sonreír mientras lloraba. Y luego encontré muchos más hombres que eran mejores que él en todos los aspectos y me trataron mucho mejor. —Yo incluido —se incluyó Alesio, y le guiñó un ojo. —Me quedáis pequeño —resopló Sajala. Laisho y Marta rieron ante el apuro de los dos guerreros. Algo le decía a Marta que, entre Alesio y Sajala, había tenido lugar algo más que exhibiciones y competiciones de lucha.

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—A veces creo que las mujeres sois superiores —quebró el silencio Alesio—. No creo que yo fuera de aguantar nueve meses de embarazo y, mucho menos, un parto. —Es realmente digno de admirar —convino Laisho. —Si bueno, creo que ningún hombre aguantaría eso y no sé si algún día yo seré capaz de aguantarlo —prosiguió Sajala—. Sin embargo, soy capaz de cualquier crimen por mi reina. Puedo acabar con cualquier monstruo por ella. Pero mis mayores monstruos contra los que he cometido mis mayores crímenes, sin duda, fue el hecho de matar a mis miedos y mis prejuicios. —Toda la razón. Espadas, lanzas… las armas más mortíferas son nuestros propios pensamientos —terció el rey con voz queda. Se hizo un silencio. Frente a ellos, el camino se hacía más ancho y se veía el fin del bosque. Estaban ahora en una colina y, bajo sus pies, se extendía una explanada de tierra rojiza. Más adelante, había una ciudad amurallada con un castillo de planta rectangular y dos torres rematadas en pico. —Casi hemos llegado —volvió a informar Calina, que se había rezagado charlando con una mujer de la Guardia Real. De repente, Corcel se sobresaltó y relinchó. Sin que Marta pudiera detenerlo, marchó al galope en dirección a una espesura del bosque que aún no se había terminado. —No sé qué le pasa a Corcel. Intentaré, calmarlo. Volveré lo antes posible— dijo Marta, extrañada ante el comportamiento de su pegaso. —Te esperaremos —aseguró Laisho, gritando. 154

Corcel galopó entre la arboleda hasta que se detuvo en medio de gruesos árboles. Acto seguido, una mano tiró de Marta. Forcejeó con un desconocido que no podía ver. La superaba en maestría en lucha y consiguió inmovilizarla, tapándole la boca. Marta comenzó a acelerar su mente. Ya tenía pensado cómo intentar zafarse de su atacante, hasta que le habló: —No soy tu enemigo. Sólo te hago callar para que no alertes de mi presencia a los demás. Prométeme que no dirás nada. Deberías confiar en mí pues un pegaso sólo se acerca a alguien con la sangre de su legítimo dueño. Marta se giró lentamente. Vio un hombre encapuchado de largos cabellos desgreñados y barba rasa de pocos días. Su aspecto era de todo menos pulcro. Había algo en su mirada que le decía que no mentía. De todas formas, si realmente quisiera hacerle daño llevaría algo de fuego. Decidió que no corría peligro y asintió levemente con la cabeza, amagando una sonrisa. —Eres un bastardo. Sangre de mi sangre —Adivinó Marta. El hombre sonrió ferozmente, asintiendo con la cabeza. —Y quiero ayudarte.

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15 EL CASTILLO DE ARENA —Me estás tuteando. No me tutearon desde que llegué a este mundo. El bastardo la observaba en la oscuridad. Tenía una espada pero no mostraba atisbo de querer desenvainarla. Sus ojos relucían, fieros. —Los bastardos no obedecemos a protocolos. Marta prosiguió analizando la situación. Decidió que no tenía nada que perder por escucharle. —Vete al grano. ¿En qué quieres ayudarme? —Lo instó dura, con expresión interrogante. —Los bastardos viajamos mucho pasando inadvertidos y vemos muchas cosas —comenzó con una voz áspera, sin apartar la mirada—. Hace tiempo que vimos que pasaba algo raro en el castillo de Arena. Casualmente, desde que nombraron a los nuevos señores. Se llevan produciendo crímenes sin que nadie se moleste en resolver, incluido el asesinato de los señores del reino de los Robles. —¿Qué sabes de eso? —Dijo Marta, poniéndose tensa. —He venido a investigarlo. Y a advertirte —respiró profundamente—. Estoy seguro de que todo gira alrededor de los nuevos señores del Castillo de Arena. No te quedes en su castillo por mucho que te inviten muy amablemente ni con la mejor de sus sonrisas. Peligrarías.

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Marta dudó. Desde el principio la comitiva estaba guiada para llegar hasta el castillo del pueblo de Arena. Lo que incluía hospedarse allí. La nueva advertencia de aquel hombre le sorprendió. —¿Aseguras que son ellos los asesinos? ¿Por qué iba a creerte? —Tengo sospechas —se limitó a contestar el bastardo, apremiante—. En la colina Duna Gris vive Enaira. Es una pacifista consumada que está siendo difamada por los señores del Castillo de Arena. Ella sabe algo. --¿No te lo ha dicho a ti? —Inquirió Marta, arqueando las cejas. —Yo acudiré a verla. Quizás si me ve acompañado de la Esperanza Alada, se disponga a contar todo lo que sabe. Pero ella no tiene la clave, la clave la tiene el antiguo consejero del Castillo de Arena. No obstante, estarías en peligro si fueses a verlo a él en un primer momento. —Parece que sabes más de lo que dices. ¿Por qué me iba a fiar de ti? —En el este se alza una fuerza en la que prosperan la maldad, la crueldad y la pobreza. Fuerza que intenta expandirse. Los bastardos no tienen bando. Pero este bastardo se posicionará ante la Esperanza Alada. Sus miradas se mantenían firmes. Marta sentía que hablaba con un viejo conocido y no con un extraño que le alertaba de peligro de muerte. Mientras tanto, Corcel daba cortos pasos entre las ramas que quebraban bajo sus pisadas en aquel pequeño claro entre la espesura. —Gracias. He oído hablar de vosotros y de cómo nos atan los hilos familiares y de linaje.

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—La historia de los bastardos siempre ha estado escrita por las elecciones libres de cada asesino o justiciero —dijo el bastardo, restando importancia—. Decisiones individuales. Pero algo se alza. Habrá un concilio y puede que las elecciones cambien para ayudar a la historia del continente. La expresión de Marta se iba relajando de incertidumbre y llenándose de asombro a medida que escuchaba más al extraño. Si era cierto lo que decía, tendría repercusiones muy grandes en la guerra. —Entiendo. Suenas sincero —convino, tras una pausa. De pronto, comenzaron a escucharse voces cerca de ellos. Marta montó en Corcel lo más rápido que pudo. No era buena idea que la encontrasen charlando tan tranquila, de temas importantes, con un bastardo. —Marcha. Y hazme caso —le ordenó, moviéndose para alejarse. También se daba cuenta de que no debía ser visto—. Haz lo que te digo. Corcel emprendió el trote por orden de Marta entre la espesura. Surcando gruesos troncos, ambientados por el piar y el graznido de algunos pájaros salvajes, llegó hasta dónde le esperaba la comitiva. Todos la miraban con deje interrogante. Laisho se acercó a ella. --Oh, corcel quería pastar en su sitio raro —mintió Marta, intentando parecer lo más natural posible y restándole importancia al asunto—. Vamos. Avanzaron entre charlas triviales que no denotaban sospecha en la ausencia de Marta. Al cabo de unos minutos, se toparon con una muralla de piedra dorada en la que asomaba el castillo, que no parecía tan grande al estar más cercano. El resto de la ciudad era invisible 158

desde la muralla, exceptuando una alta colina urbanizada. Un centinela sonriente se acercó a ellos e hizo una reverencia. Su uniforme estaba raído y se componía de un yelmo de color bronce sin escudo, además de mangas y perneras de cota de malla oxidada. —Buenas noches, mis señores quieren recibiros en el castillo esta noche —anunció solemnemente. Sin más dilaciones, los condujo hasta el portalón del castillo. Se oía un gran alboroto en el interior, como si se tratase de una fiesta. Risas, golpes, canciones… Tal cosa disgustó a Marta. En su opinión, deberían estar más preocupados por lo que acababa de ocurrir en sus dominios que celebrando una fiesta salvaje. Entre la algarabía, vio que el castillo disponía de otra muralla por sí mismo, más pequeña que la de la ciudad. Los recibió un hombre bajo de gran papada y gran barriga, vestido con una túnica hortera. Los esperaba en pie en el portalón. Parecía borracho. Sonreía en una mueca y se tambaleaba un poco al acercarse. Marta miró de reojo a Laisho, que fruncía el ceño y mostraba desprecio en la mirada. —Buenas noches, rey Laisho, Esperanza Alada —Saludó, con una reverencia exagerada. Alzó la vista y sonrió—. Mi nombre es Soles. El castillo es amplio, podemos acogeros a todos esta noche. Se hizo un silencio. —Vaya si es amplio, ocupa casi todo el pueblo —comentó Marta. Y tenía razón, más que una ciudad semejaba que la ciudad de la Arena parecía un pueblo y el castillo se comía gran

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parte del terreno. Las palabras del bastardo la habían alertado y lo que estaba viendo la estaba preocupando—. ¿Se puede saber el porqué de tanta algarabía? —Es que vivimos aquí toda la familia. Veréis… somos muy familiares. Convivimos abuelos, hermanos, sobrinos, nietos… Soles pareció dubitativo pero no perdió la sonrisa. Hablaba como si todo lo que contase fuese evidente. —Veo. No parecéis muy tristes por la desgracia ocurrida hace dos días. —Lo lamentamos profundamente. Sólo que… en fin… el pueblo no necesita deprimirse más por muertes de gente noble… ¿me entendéis? A Marta le dio la impresión de que aquel individuo los tomaba por tontos. El resto de la comitiva miraban a uno y a otro como si se tratase de un juego. De todas formas, la gran mayoría de los acompañantes adoptaban gestos de escepticismo. —Perfectamente. Por cierto, ¿qué sabéis de una chica llamada Enaira? Todos los ojos se clavaron en Marta. Parecía que la querían detener. Marta era consciente de que no estaba siguiendo el protocolo y estaba resultando maleducada pero decidió creer en el bastardo. Lo que estaba viendo en el castillo de Arena era un esperpento y la versión del bastardo se sostenía con pruebas, gracias a lo visto. Quizás era cierto que si entraban en el castillo correrían peligro. —Es nuestra enemiga —explicó, balbuceando, Soles. Comenzó a moverse las manos inquieto—. Es la hija del antiguo dueño de palacio. Está sola y no tiene muchas luces,

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intenta hacernos frente pero la pobre es muy débil. Reúne alianzas y sospechamos que ella es la que está detrás de la muerte de los señores de Los Robles. —Ajá. Osea, está sola pero reúne alianzas. Es débil pero está detrás de muertes. Vuestra versión se contradice —Insistió Marta, ante la mirada asesina de Laisho, que no abría la boca. —No me he explicado bien. Entrad a dormir. Mañana, todos despejados, intentaremos solucionar este asunto —culminó Soles.

—La verdad que me gustaría dar un paseo por el pueblo —contradijo Marta. Intentó sonar creíble—. Ya sabéis que no soy de este mundo. Quiero hacer un poco de turismo. Laisho, acompáñame amorcito—. Se acercó a él y le dio un beso, guiñando un ojo al aturdido hombre—. Es que somos novios, ¿sabéis? —Vale, un paseo de amantes —terció un tanto confundido—. Nuestras puertas siempre estarán abiertas para vos. —Sajala, Alesio, que no dais ocultado lo vuestro —añadió Marta en tono provocador—. Venid también. Temía que sus acompañantes la contradijeran, pero, sorprendentemente, le siguieron la corriente y se alejaron en sus caballos con ella. Marta iba al frente y sabía a dónde dirigirse: La Colina Gris. —¿Se puede saber qué os ha picado? —Gruñó con ojos muy abiertos el rey Laisho cuando se alejaron a una distancia lo suficientemente prudente. 161

—Eso —lo apoyó Alesio. —¿Se puede saber por qué me seguís los tres también el rollo? —Replicó Marta. —Era evidente que algo ocultaba el señor Soles—, respondió Laisho—. Al igual que es evidente que vos ocultáis algo. Marta inspiró profundamente e intentó armarse de paciencia. Se dispuso a contarles su encuentro con el bastardo y todo lo que le había revelado. —¿Habéis hablado con un bastardo? —Preguntó, perplejo, Laisho. —¿Os fiais de él? —Inquirió Sajala, más que herida, impresionada. —Me ha dicho que en esta guerra todo cambia. Van a hacer un concilio y elegir bando. Apuestan por mí —intentó explicarse Marta, tras su relato—. Y todo lo que me ha dicho cobró sentido en el momento en el que escuché a hablar al señor. —Teníais razón, su versión era insostenible —la apoyó, finalmente, Laisho. —Es decir, vuestro plan es ver a Enaira —dijo Alesio, con una sonrisa débil e impenetrable. —¡Exacto! —No me cabe en la cabeza que esos descerebrados sean autores de tantas matanzas —graznó Alesio. —Ni mucho menos la de la familia de Laisho —añadió Sajala.

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—Nunca subestimar ni sobreestimar —dictaminó finalmente, Laisho—. Confío en vos como confío en mí —añadió, mirando fijamente a Marta y dándole un ligero beso—.Ahora veremos. Surcaron una calle que ascendía entre casas dispares. La fiesta se extendía por el pueblo entre gente que frecuentaba bares u organizaban pequeños festejos con música. Era visible la pobreza de muchos y como a otros tantos parecía no importarles. El color predominante de las fachadas era el del pardo granito. La respiración se impregnaba con el olor a arena, polvo y alcohol. A medida que subían el ambiente cambió y se tornó en una zona más tranquila con habitantes que se limitaban a entretenerse en sus casas o daban calmados paseos. A su vez, las casas presentaban mejor aspecto pero reinaba un silencio un tanto tenso. A Marta le pareció que una señora corría las cortinas de su cocina en cuanto vio a los cuatro acercarse a caballo. Finalmente llegaron a una gran casa gris de dos plantas que culminaba la colina. Marta, sin mediar palabra por la impaciencia, tocó la puerta tres veces. —¿Quién va? Una mujer joven rubia de severos ojos azules y larga cabellera lisa salió con una capa a recibirlos. Los miraba con expresión de reticencia y desconfianza. Debía de rondar la veintena pero ya tenía esa mirada de quien ha visto más de lo que prefiría. Sus ojos se encendieron. Marta no sabía si se debía a la esperanza o a que los había reconocido.

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—Somos el rey Laisho, Lady Marta y dos guerreros de Vuelaflor —anunció Laisho, lo más amablemente que pudo. —¿A qué debo semejante visita? —Preguntó, cortésmente, Enaira. Arqueaba las cejas como si su mirada lo observara todo de manera altiva y nada pudiera sorprenderla. —Un bastardo me envió a vos —contestó Marta, sin rodeos y abandonando cortesías—. ¿Tenéis idea de por qué? Enaira encendió una pipa oscura y esbozó una sonrisa, con su mirada altiva. Inspiraba autoridad y rango, lejos de la chiquilla débil que había descrito Soles. —Pasad. Desmontando sus caballos, siguieron a la joven internándose en la penumbra de su casa. Entre cuadros y tapices que daban a un largo corredor con puertas a ambos lados y que desembocaba en una escalera, los hizo sentarse en una pequeña sala de paredes blancas, que describía un rectángulo sin ventanas, y dos sofás negros con una mesa entre ellos. Sin invitaciones y abandonando protocolos, les sirvió a los cuatro una copa de vino. —¿Os gusta el vino? —Sí, claro —respondió Alesio, apurando un sorbo y rodeando con la mirada la estancia. Allí, todos comprobaron que tenía varios arcos y varias bolsas con flechas. —El vino es droga que hace vivir en esta sociedad. Si eres lo suficientemente listo para sentir lo podrida que está, el vino te hará olvidarlo. —Y la cerveza —convino Sajala.

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Laisho permanecía con el ceño fruncido y su copa, intacta, en sus manos. —Vaya chica más alegre. Más tarde tenemos que tomar vino a solas y a ver si te arranco una sonrisa —farfulló Alesio, chulesco. —Lady Marta dice que es mío pero yo os lo regalo envuelto con un lacito —repuso Sajala. Enaira sonrió como quien no suele sonreír mucho. —No creo que la visita de un rey y la Esperanza Alada sea para que ligue o me emborrache. Hablad. Los observaba sin apenas pestañear. —Me han dicho que sois una consumada pacifista. Pero veo flechas por todas partes —dijo Marta. —Soy buena con el arco. Pero es cierto que prefiero un estandarte a una espada —respondió Enaira como si no tuviera importancia. Su expresión se ablandó, sin perder su firmeza. —¿Por qué los señores de la Arena os acusan de asesina? —Prosiguió Marta. —Porque son unos consumados mentirosos—. Exhaló una risa ahogada de hartazgo—. ¿Habéis visto lo mal que está el pueblo desde que se hicieron con el poder? Se encargan de encubrirlo. Alardean de haber matado a mi padre, el verdadero dueño del castillo, porque era un traidor —. Hablaba con furia y rabia pero a la vez como si estuviera midiendo sus palabras. Marta, escuchándola, le sonaba franca y sincera—. Han conseguido encubrir que mi padre se fue a la ruina porque invirtió demasiado dinero en ayudar a la gente. En realidad, mi padre, para salvar a su familia, subastó el castillo. Los nuevos dueños 165

acudieron todos juntos en familia, como unas veinticinco personas, reuniendo juntos el dinero para hacerse con él. Desde entonces ha muerto mucha gente sin que nadie se moleste en investigarlo. Pero tienen al pueblo bien engañado. —Debería preocuparos de que la gente haga caso a esos ineptos en lugar de a la legítima heredera —Habló por fin, Laisho, pareciendo interesado en el discurso de la joven. —¿Por qué iba a esperar que todos me amasen o creyesen si la mayoría de las personas ni se aman ni creen en sí mismas? —Muy cierto —repuso Marta, a quien le estaba agradando Enaira. Pensó que ella sí merecía ser gobernante y no aquel hombre que había visto en el Castillo de Arena—. Entonces, ¿cuál es vuestro plan? —Abrir los ojos mediante la paz. El pueblo está siendo engañado. No escuchan ni comprenden la verdad y, cuando la escuchan o comprenden, se niegan a aceptarla. Y por ahí hay algún ciego que ha visto la realidad y eligió cerrar los ojos. El miedo ciega. Sobre todo con tanto crimen sin investigación. Las palabras de Enaira condujeron a un silencio. Dicho silencio se vio roto por el sonido de unas pisadas. Todos, menos la anfitriona, se pusieron alerta. Entró el bastardo que había conocido Marta. —A veces, llegar a la paz requiere violencia —dijo tranquilo. Los guerreros se levantaron, desenvainando las espadas—. Ahorraos el gesto. Soy invitado de Enaira, como vosotros. —¿Quién sois? —Preguntó muy firme Laisho.

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—Es el bastardo que habló conmigo —contestó Marta, sorprendida por el desarrollo de los acontecimientos—. ¿Cuánto llevas ahí? —Lo suficiente. Por cierto, mi nombre es Urio. —Diría que encantada… pero tal y como está la situación —dijo Marta. Sajala y Alesio envainaron de nuevo sus espadas pero sin dejar de taladrar con la mirada al nuevo invitado, que rodeó la mesa y se sentó sereno junto a ellos con otra copa. —Si llegar a la paz requiere violencia… Entonces, es una espada que frena la tormenta pero no la destruye —respondió Enaira a las palabras de Urio. Apoyó las manos sobre la mesa y lo observó con curiosidad. —Si todo el mundo se pusiese de acuerdo en realizar pequeños gestos de bondad, el mundo cambiaría a mejor —convino Laisho, más tranquilo. Parecía querer llevar las riendas de la situación. Al fin y al cabo, debía llevar las riendas de un reino—. Llevamos un mundo nuevo en nuestros corazones. —Opino como vos, su majestad. Solo que yo me limito a decir la verdad a quien decida creerme… y quien tenga honra que me siga —dijo Enaira. —Esto es la guerra entre la civilización y la barbarie —dictaminó Urio. —Si no conseguimos que cada ser humano mejore por sí mismo e interés, este mundo tampoco mejorará. Son granos de arena que desequilibran la balanza —proseguía Enaira. —Vuestras palabras son más creíbles que lo que he visto en ese castillo —dijo Laisho—. A veces, no sabemos en quien fiarnos, hay muchas versiones de los mismos hechos. No obstante, apostaré por vos. Sólo con la condición de que consigáis aportarme una prueba. 167

—Yo no tengo más pruebas que misterios —contestó Enaira, con brillo en los ojos—. El misterio de que mi familia muriera asesinada nada más vender el castillo, casualmente cuando los señores de la Arena los invitaron a un festejo al que yo no asistí. O que muriese vuestra familia en las mismas circunstancias. O que muera gente que se opone a ellos misteriosamente. La única prueba que podríamos obtener es visitar al antiguo consejero de mi padre, que los aconsejó también a ellos antes de que lo expulsaran del castillo. —¡Eso me ha dicho el bastardo! ¡Que fuésemos a ver al consejero! —Exclamó Marta tras un sorbo. —Urio —la corrigió—. Y es cierto que se lo he mencionado. —Eso, Urio. —Sospechasteis bien, Urio. Quizás debí haber confiado en vos desde un principio —lo apoyó Enaira. —Entiendo que no ofrezco confianza. —Eso haremos. Enaira, quiero creeros. Parece que representáis los valores por los que lucho, al igual que vuestro padre: justicia, paz, caridad… —sentenció Laisho—. Y tengo sed de venganza, al igual que vos. Por nuestras familias. Marta— acarició a su chica y se dirigióa ella—, creo que el Urio os ha aconsejado bien. Enaira— añadió—, guiadnos ahora mismo rumbo al antiguo consejero. Enaira enervó nuevas energías y rápidamente salió en busca de su caballo. Urio la imitó. Emprendieron el rumbo, en medio de la noche constelada de luna nueva, hacia la casa del

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antiguo consejero. Tomaron una nueva ruta que sólo la joven usurpada de su terreno conocía. —Me lo estáis poniendo difícil —dijo Marta, acercándose a Laisho y besándole en la mejilla. —¿Qué? —Preguntó, soprendido y con reparo, el rey. Estaban cruzando nuevas calles entre las que se alzaban edificios señoriales, calles cortas muy diferentes del resto del pueblo. —Os estoy amando más de lo que quería —susurró Marta. Laisho rio y la besó. De pronto, frente a ellos apareció un niño de unos diez años que vestía harapos. Su cabellera rubia estaba desgreñada y presentaba una figura esquelética. Portaba con él un sobre y lo único que lo hacía destacar era un sombrero elegante con plumaje. —Traigo noticias. Soy un mensajero de los señores de la Arena —dijo el niño, con expresión brusca. Todos se miraron y lo miraron a él. A Marta le indignó que osaran tener como mensajero a un niño en tan malas condiciones. —Hablad —dijo el rey. —La consejera de la reina Elzia, Calina. Ha muerto. Lo pone en el sobre. Sajala exhaló, Alesio emitió una respiración ahogada. Enaira y Urio se miraron. Marta pensó que se iba a caer de Corcel, que relinchó como si supiera lo que sentía su dueña. Laisho se mantuvo firme, mirando al joven mensajero. 169

—¿Dónde? —En la calle Weratis —respondió el niño. —Esa es la calle del consejero —dijo muy alto Enaira, con aire triunfal pero acongojado a su vez. Marta sentía una jarra de agua fría sobre ella ante la noticia de la muerte de Calina y tragó saliva. A las reacciones ante semejante noticia sólo las acompañaba el eco de las voces de vecinos colindantes en aquellas cortas calles. —Parece que Calina también quiso hablar con él —terció Marta, anteponiéndose a la situación—. Y demuestra que Enaira no tiene nada que ver en los asesinatos. —¿El asesino? —Inquirió muy tenso el rey. —Nadie ha dado con él —respondió, con una expresión ambigua. Dicho tal, el niño salió corriendo y ellos apresuraron el paso.

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16 CONSEJOS DE UN ANTIGUO CONSEJERO —No puede ser que haya muerto —musitó Sajala, visiblemente afectada. Entre la oscuridad de la noche, en aquellas calles desérticas, se hizo un silencio tenso. La noticia los había tocado a todos. Una brisa de aire cálido traía el aullido del viento. —¿Qué hacemos? —Preguntó Marta, sin saber muy bien cómo se podían enfrentar a la noticia. —Lamento profundamente la muerte de Calina. Ni sabéis cuánto —habló Laisho—.Fue una gran consejera y alidada para Elzia. No obstante, su muerte se debe a lo mismo que guían nuestros pasos. Se dirigía a ver al antiguo consejero—. Hizo una pausa y parecía que estaba poniendo en orden sus pensamientos—. Debemos concluir su labor. —Estoy de acuerdo. No la llegué a conocer tan bien como vosotros pero estoy segura de que es lo que querría —lo apoyó Marta con sinceridad. —Cuando consigamos llegar más a fondo de los acontecimientos podremos dedicarle tiempo a su muerte, supongo —terció Alesio. —Debemos tener prisa. Si ella estuvo en peligro, nosotros también lo estamos —los urgió Enaira. A pesar de que ella no conocía a Calina parecía compartir la carga de su muerte, al igual que Urio. —Alesio. Ve a buscar el cuerpo de Calina y dale cobijo hasta que le podamos guardar sepultura —ordenó el rey—. Y también acude al castillo y saca de allí a todos nuestros soldados. Ponlos alerta y en posición, pero sin llamar demasiado la atención.

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—Entiendo, con distancia prudente —convino Alesio, desenvainando su espada, alerta y emprendiendo el trote—. He de admitir que me gustaría saber de primera mano lo que tiene que decirnos ese hombre pero, como guerrero vuestro que soy, estos asuntos apremian. Prosiguieron el camino a la casa del antiguo consejero de los señores del Castillo de Arena. Como la ciudad era tan pequeña y estaban cerca, tan solo les llevó un minuto llegar. Se toparon con un edificio de un verde grisáceo y apagado. Tenía una sola planta y desde una ventana pequeña emanaba la luz de una antorcha, todo sumido en silencio. No hizo falta llamar a la puerta, sino que un anciano de cabello corto y cano con espesa barba salió de la puerta de madera. Cuando los vio, abrió mucho los ojos. —Hola Apmeo, ¿me recuerdas? —Saludó Enaira, desafiante. —Oh, la joven Enaira. Os creía exiliada. Entrad. Hicieron caso al anciano y se toparon con una casa sin habitaciones con separaciones. El dormitorio, el comedor, el salón y la cocina se juntaban en una planta rectangular. Sólo parecía tener separación el cuarto de baño rudimentario. Había muchos cuadros y pinturas en las paredes pero pocas ventanas. Los hizo sentarse en una mesa de madera en forma de elipse que contaba con varias sillas a sus lados. No se molestó en invitarlos a tomar nada. Apmeo parecía muy tenso y, a la vez, intentar disimularlo. —Lo estaba. Confinada en la Colina Gris bajo peligro de muerte, desde que traicionasteis a mi familia —prosiguió Enaira al sentarse, sin andarse con rodeos.

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—Intuyo que no es momento de rencores —la cortó el anciano, con amabilidad—. ¿A qué debo esta grandilocuente visita? Si no me equivoco sois el rey Laisho y la Esperanza Alada. Soy Apmeo, antiguo consejero —se presentó, ante la frialdad de sus invitados. —Lo sabéis bien —repuso Urio. —Especificadme lo que sé. Sé mucho. —Vos tenéis las respuestas a lo que está pasando en este pueblo. Aconsejasteis a mi padre, al igual que el consejero Miantes —dijo Enaira con voz firme—. No sólo quiero hablar con vos. Sino con él. —No va a ser posible. —¿Por qué? —urgió Enaira, arqueando las cejas. —¿Por qué? —inquirió Apmeo, soltando una risotada irónica—. Porque está muerto—. Enaira hizo amago de levantarse pero se volvió a sentar, intentando sosegarse—. Él no quiso colaborar con los nuevos señores de la arena y lo mataron. Yo colaboré, aun sin quererlo. Lo que se proponían… pero por seguir vivo no me quedó otro remedio que aconsejar a sus despropósitos. —Algo muy grave me temo—. Intervino Sajala—. Si simplemente la consejera de la reina, Calina, ha muerto por acudir a veros… —Este bastardo me ha dicho que si acudiera directamente a vos también moriría —dijo Marta. —Urio—. Volvió a rectificar el bastardo—. Y algo me olía.

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—No me juzguéis por lo que he aconsejado. Al fin y al cabo, ese es mi trabajo. Aconsejar, me pidan lo que me pidan los presentes señores de la Arena. Como al padre de Enaira. Sólo me queda pediros un juicio justo tras confesaros la verdad. —¿La verdad? ¿Admitís tener que ver con los asesinatos en estos terrenos? —Preguntó el rey Laisho, con brillo fiero en los ojos profundos. —¿Prometéis que seré juzgado? El anciano formuló la pregunta como si, de repente, estuviera muy cansado. —Tenéis la palabra de un rey. En cuanto a mi responsabilidad atañe, seréis condenado por juicio bajo las disposiciones de la ley en tiempos de guerra. Apmeo suspiró y asintió débilmente con la cabeza. —Los señores de la Arena querían una solución fácil y barata para acabar con sus oponentes. Yo se la di. No lo debí haber hecho. Ni siquiera pensé que fueran capaces… Hizo una pausa y comenzó a juguetear con los dedos sobre la mesa, denotando nerviosismo. —Hablad —mandó Enaira. —Les insté a dejar huérfanos y en pobreza a una decena de niños del pueblo. Son inocentes y fáciles de convencer. Lo dijo muy rápido, como si quisiera acabar cuanto antes con ese interrogatorio. Todos se quedaron callados ante su afirmación, hasta que Marta rompió el silencio, anonadada: —¿Qué? 174

—Lo lamento. Pero lo hicieron —reconoció, bajando la mirada—. Diez niños huérfanos y sin hogar ni dinero estuvieron a sus órdenes. Les dieron cobijo y comida a cambio de asesinar, todos juntos, sin levantar sospechas a quien los señores quisieran. —Sólo superando nuestros límites sabremos hasta dónde podemos llegar. Hay quien lo hace para mejorar y lograr el bien. Vos habéis llevado a unos salvajes a llegar a unos límites insospechados. Debemos detenerlos y echarlos del gobierno de la Ciudad de Arena —dictaminó Marta, ante la incertidumbre del resto. —Tenía yo razón desde el principio— dijo Enaira, con mueca de horror—. Por suerte, a pesar de que la mayoría del pueblo esté silenciado y engañado, tengo gente que me creyó y me sigue. — Mírate joven. Con tu pasión por tu causa, por tu decisión por los grandes valores, eres la lucha contra lo salvaje encarnada —. Apmeo cambiaba de tema como fascinado por esa joven. Marta sospechaba algún motivo escondido ante sus palabras—. Estás para que te sigan y mueran por ti. Sois la verdadera merecedora del castillo de arena. Permitid que os ayude a recuperarlo y aconsejaros, después, a vos como señora del castillo, dando buenos consejos y expiando mis malas acciones. —No utilicéis vuestras artimañas conmigo. Jamás os querré a mi servicio. Aunque tenéis razón de que debo ser yo la señora del Castillo de Arena y no esos bárbaros. Si queréis un poco de perdón, ayudadnos a quitarlos del lado. —Hoy en día disfrutan el mundo gente como ellos —respondió el anciano, pareciendo otra vez exhausto—. Es lamentable servirles. Ni piensan, ni meditan ni se paran a pensar en las

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consecuencias de sus acciones. Suelen ser impulsivos y no se paran a usar el cerebro. Por eso acudieron a mí antes de exiliarme. Ellos solos se habrían arruinado en semanas. —Os han concedido un juicio. Yo os habría matado con mi arco en este instante. Enaira tenía los labios muy fruncidos y su mirada taladraba al anciano. —Vuestra habilidad con el arco es conocida a la par que cuestionada —la aduló Apmeo, ante un chasquido de desprecio de Enaira—. ¿Creéis acaso que con mi muerte os sentiréis mejor? Haced caso a vuestros compañeros. Os seré más útil vivo. Vuestra sed de venganza y vuestro odio os hacen más fuerte, de momento… — Pues explicaos mejor. A lo mejor os estamos malinterpretando —terció Urio, con voz queda—. Me ha parecido que decíais haber aconsejado dejar huérfanos a decenas de niños para convertirlos en desgraciados asesinos sin dinero, sin más sustento ni trabajo que matar. —Habéis entendido bien. Pero veo que también vais bien encaminados en vuestro propósito—. Por un momento, su mirada parecía perdida—. Quisieron trepar a lo más alto pero su caída está próxima, por lo que veo. No han aguantado apenas en la cima. Son blanco fácil. Estarán satisfechos mientras sus barrigas estén llenas, sus gargantas alcoholizadas y sus lechos mullidos. A pesar de que se estén vaciando sus bolsillos imprudentemente. —Bien. Es hora de actuar —. Dictaminó, finalmente, Enaira, resoplando—. Basta de cháchara. No quiero osar dar órdenes a mi rey pero, si no os molesta rey Laisho… Acudiré a buscar un juez entre mis apoyos —, miró con apremio al rey—. Debéis ir al Castillo de Arena y sacar de allí a los señores para juzgarlos. Apmeo será testigo. 176

Laisho y Marta asintieron. —Yo también marcho. Sé lo que debo hacer —dijo Urio levantándose de la mesa. Enaira y Urio marcharon, montando en sus caballos, cada uno por su camino. —¡Urio…! —Gritó Marta. Entendía que los bastardos eran dados al misterio pero quería saber qué se proponía Urio exactamente. Laisho le puso una mano en el hombro y negó con la cabeza. Inmediatamente, se dirigió a Apmeo: —Tú, acompáñanos. Marcharon cabalgando al paso, con el anciano siguiéndolos sobre un carruaje tirado por cuerdas por los caballos de Laisho y Marta. Aquel aparato había sido siempre su medio de transporte, por lo menos desde que había alcanzado cierta edad, según afirmaba. —Te quiero amar, dormido o despierto. En cada segundo de mi vida —susurró Laisho a Marta, penetrándola con sus ojos oscuros en medio del camino. —Sabes que siento lo mismo. —¿Acabaremos muertos esta noche? —espetó Laisho, bromeando. —Algo me dice que hoy no será nuestra muerte —dijo Marta en voz baja, riendo de forma floja. Cuando llegaron al castillo sumido en la oscuridad, Alesio los esperaba con sus soldados y Soles aturdido a su lado. Corcel relinchó e hizo una pirueta ante el descontrol de Marta. Se había dado cuenta de que Corcel sabía reaccionar juzgando a las personas. 177

—Os habla el rey Laisho —dijo, autoritariamente Laisho—. Estáis detenidos por orden del rey. Poco a poco, fue apareciendo en la explanada frente al castillo un variopinto grupo de gente con cara de sueño o de borrachera. Eran la veintena de nuevos señores del Castillo de Arena. Nadie decía nada pero parecían asustados. —¿Qué hemos hecho? No hemos hecho nada —se defendía, farfullando, Soles. —Hola, Soles. Seré tu peor pesadilla en lo que te queda de señor del Castillo. Enaira apareció con cinco personas, hombres y mujeres, acompañándola. Su aspecto era impotente, montada en su caballo con su aura de venganza y decisión. Los que la seguían compartían su fuerza y odio a los señores. —¿Habéis hecho caso a esta traidora? Está empeñada en echarnos. Soles parecía hasta infantil defendiéndose y cruzó los brazos, tiritando y eso que no hacía ningún frío. Entonces apareció un grupo de niños enfundados en harapos, sucios y desgreñados y algunos mostraban rostros con muecas grotescas. —¿De dónde habéis salido? —Preguntó, alarmado, uno de los señores. —Un hombre encapuchado nos ha dado oro para venir —respondió esgrimiendo una sonrisa en la que faltaban dientes, uno de los niños. —Declaro que los señores del Castillo de Arena acudieron a mí a pedir consejo para acabar con sus rivales y yo les aconsejé que dejaran huérfanos a decenas de niños para dejarlos en la miseria y, a cambio de oro, matasen a quien se les opusiera.

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Apmeo se adelantó a hablar en cuanto Enaira hizo avanzar a un hombre de mediana edad de cabello oscuro que decía que era juez. —Ten muchacho. Una moneda —dijo el juez—. ¿Qué os han ordenado los amos del castillo? —A mí que apuñalase a gente —gruñó el niño. Semejaba un tanto divertido al ver la moneda. Marta estaba horrorizada. Habían conseguido que unos niños inocentes viesen como un juego no acorde con su edad a matar—. Varias veces. Un día nos juntaron a todos para acabar con unos hombres y mujeres muy bien vestidos que viajaban en un carruaje de caballos. —Mis primos… —dijo Laisho. Todos allí parecían sumidos en el terror de lo que significaba escuchar aquellas palabras en boca del huérfano y sus consecuencias. —No saben lo que dicen, su majestad —musitó Soles. El resto de sus acompañantes permanecían mudos. No mostraban atisbo de emoción, sólo expectación. De repente, apareció una figura encapuchada con la cara tapada. Marta sabía que era Urio, el bastardo, pero no quiso delatarlo ni intervenir a lo que tuviera que hacer. Desenvainó una larga espada plateada y fue matando, uno por uno, a todos los señores de la Arena. Se mostraban poco dados a la lucha y el llanto y los gritos surcaron de ruido el ambiente. Marta se percató de que el rey Laisho se había dado cuenta también de que el agresor era Urio porque hizo detenerse a Alesio con la mano para que Urio acabara el trabajo. La muchacha se debatía entre si era justo o era otro asesinato. No obstante, teniendo en cuenta sus crímenes, sin duda su destino sería la muerte, de todas formas. 179

Tras acabar la matanza, ante la impasibilidad de los presentes, Urio marchó perdiéndose entre la noche. —No sabemos quien ha sido el justiciero —habló Laisho. Estaban entre cadáveres de hombre y mujeres de los que desconocían su nombre. Pero no desconocían sus actos. Marta tuvo que apartar la mirada entre el silencio sepulcral que ahora los rodeaba—. No ha sido mi orden. Me he cernido a la ley. Si alguien quiere que lo busque y se sepa su identidad, que me lo diga y dictaré la orden. —Quedáis vos por juzgar, Apmeo —dijo Enaira, jadeando pero visiblemente satisfecha. —Me habéis prometido un juicio. Habéis dado la palabra de un rey. El anciano estaba horrorizado y a borde del llanto. No podía apartar la vista de los cuerpos sin vida ensangrentados. —Os he prometido juzgaros como dispone la ley en tiempos de guerra —terció Laisho—. Es decir, que si la ocasión lo requiere, el juicio será inmediato, y basta tan solo un juez. Sajala, llevaos a los niños. Ya han visto demasiada muerte para su edad. Laisho clavó en él su mirada y Apmeo comenzó a moverse nerviosamente e hizo amago de huir. Dos hombres de Alesio lo agarraron. —Mi querido juez Piores. ¿Qué dictamináis? —Preguntó Enaira. —Que corresponde a la nueva señora de Arena. La legítima por derecho, Enaira, ejecutar la sentencia —respondió el juez. —¡No!

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El aullido de temor del anciano fue desgarrador. Sajala marchó con los niños. — ¿Os causan dolor vuestras acciones? —Preguntó, arrastrando las palabras, Enaira—. No haberlas hecho. En mí no encontraréis consuelo ante vuestro sufrimiento. Pero siempre podéis decidir cómo afrontarlo, quizás en la libertad de vuestro pensamiento hallaréis alivio hasta vuestro último aliento, que está próximo. —Es muy difícil hablar y que te comprendan todo lo que pretendes decir. Yo tan sólo les di una idea para lograr sus despropósitos. Lo ejecutaron ellos —respondió, titubeando. —Pero eso no os hace menos culpable —dictaminó Marta. —Quedaréis bien en los anales de la historia, joven rey —. El anciano se dirigía a Laisho—. Vengasteis la muerte de vuestra familia y habéis devuelto el poder en el Castillo de Arena a quien le pertenecía. Os he ayudado. Ayudadme. —Insensato —contestó el rey con odio en la voz—. ¿Crees que reino para que me admiren o pasar a los libros de historia? Reino y lucho para que gobiernen los buenos valores y el buen juicio. Y para eliminar abominaciones como las que he visto y que han surgido de vos. No oséis pedirme clemencia. —¿Y la Esperanza Alada? ¿Qué es lo que espera? —Insistió Apmeo. —Esperanza, precisamente. Creer en que gobierne lo bueno y no esto. —Soy culpable en parte que me atañe. Más no he hecho más que cumplir mi labor de consejero. Al morir vuestro padre pasé a ser consejero de los nuevos señores y tuve que aconsejarles como tal. Me pidieron algo aparentemente imposible con lo que yo di

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respuesta. Me lamento profundamente de lo que les aconsejé y las acciones que se sucedieron siguiendo mi consejo. Soy responsable de cosas horribles. Pero era mi trabajo. Enaira tensó su arco, sin aviso previo, y lanzó una flecha al corazón del antiguo consejero. Cayó inerte con una posición extraña de sus extremidades. Se sucedieron momentos tensos en los que los soldados se dispusieron a limpiar la explanada de los cadáveres. —Su majestad, la reina Elzia, se acerca —anunció un hombre que llegó galopando desde la muralla de la frontera. —¿Elzia? —preguntó Marta a Laisho cuando el mensajero marchó. —Sajala, id a recibir a vuestra reina y contadle todo lo sucedido —ordenó Laisho a la guerrera. Sajala parecía poco conmocionada ante lo ocurrido y, sin más, obedeció. —¿Creéis que la reina aprobará lo que ha sucedido? —Inquirió Marta, un tanto mareada ante todo lo que había visto. Laisho le acarició el rostro. —Los hubiera matado yo mismo tan sólo por venganza por haber matado a mi familia. Aun encima, has visto lo que han hecho con esos pobres niños —contestó Laisho con rabia—. Sí… los hubiera matado. Por suerte, Urio se adelantó. Me limpió las manos de sangre. Marta lo besó y sintió la tensión del cuerpo de su amante. Alrededor de ellos la gente comenzaba a charlar bajo la presión. Al rato, apareció la reina Elzia, a caballo con una capa azul claro. Estaba acompañada por su séquito. —Majestad, ¿qué os trae aquí? —Preguntó Laisho mientras Enaira se unía a ellos, haciendo una reverencia. 182

—Resulta que todo lo ocurrido en el Castillo de la Arena ha sido una maniobra de distracción de la princesa Niara del reino del Este. Mientras nuestros ojos estaban aquí, ella ha enviado a Reidos a Rocaverde. ¡A Rocaverde! A nuestros terrenos. Marta sintió una jarra de agua fría. —Rocaverde es un punto débil —dijo, azorado y bajando la mirada, Laisho. —Débil, pero estratégico. He venido a evaluar la situación por mí misma y dar las órdenes adecuadas a la nueva Señora de la Arena para estos tiempos que corren. Guerra —espetó Elzia, enfadada—. Tranquilo por vuestra gestión, mi rey. Habéis obrado bien. Pero, en cuanto me enteré de esta noticia, emprendí el viaje. Sajala me ha contado todo lo que ha pasado. Quise contactar antes con vosotros y ahora entiendo porque no he podido. Permanecieron callados entre los sonidos de los caballos y el eco de la gente a sus espaldas. —Majestad, será un honor actuar según vuestras órdenes —dijo, rompiendo el silencio, Enaira. Ella pareció ignorarla. —Si Reidos se ha hecho con Rocaverde dispone de espacio libre por nuestras fronteras —concluyó Laisho, con el ceño fruncido y un deje de desesperación en la voz. —Exacto. Lo cual nos dice que la guerra y las batallas contra el reino del Este se aproximan por nuestros reinos —dictaminó la reina Elzia.

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17 CARTAS. AMIGAS. ATARDECERES. Tras una jornada de viaje intensa, sin pararse ni un solo momento durante el camino, ni siquiera a dormir o comer, llegaron a Vuelaflor al caer la noche siguiente. En el trayecto, la reina prohibió hablar de los temas concernientes a lo sucedido en el Castillo de Arena y el viaje resultó de un silencio tenso acompañado de pequeñas charlas triviales. Elzia, mandó a todos sus soldados marchar a descansar al llegar. En cambio, llamó al salón del trono a Carlo, Laisho, Marta y sus guerreros. Comprendía que estarían hambrientos y los hizo sentar en una amplia mesa rectangular de madera reluciente para degustar un asado de cerdo acompañado por patatas. Marta se había acostumbrado al sabor de la comida en aquel mundo, que resultaba mejor que en la Tierra. Según le había contado Carlo, allí pocas veces se comía carne, solía reservarse para comidas importantes. Y, la que se comía, provenía de un ganado bien cuidado que vivía libre y en buenas condiciones hasta que llegaba el punto de sacrificarlo. La gran mayoría de las comidas en ese mundo provenían de legumbres, arroz, pasta, patatas y huevos. Sólo se hacía excepción con el pescado, que se comía de manera más habitual tras haber sido pescado en libertad. —Niara nos ha tendido una trampa. Lamento deciros, rey Laisho, que el asesinato de vuestros parientes no ha sido, si no, para distraernos y hacerse con Rocaverde. La reina rompió el hielo sin preámbulos. Estaba seria y, aunque se la notaba preocupada, no dejaba que se le escaparan las maneras y el control. —¿Cuál ha sido vuestra fuente? —Preguntó Laisho, más visiblemente afectado que Elzia.

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—Digamos que nuestra nueva consejera, la que se hace llamar “La Sabia” supo acertar con su chivatazo —contestó Elzia—. Al que no di crédito al principio. Sajala tropezó y su tenedor cayó al suelo, que recogió con una mirada dolida a su reina. Marta creyó que Sajala sentía celos de la Sabia. Se preguntaba hasta qué punto la guerrera Sajala quería a su reina. Destacaba por ser libre y pasional, sobre todo en la lucha. “En fin, nunca se lo preguntaré, no sería correcto”. Pero Marta sospechaba que la devoción hacia la reina Elzia podría tener amor de por medio. —¿Os fiais de ella? —Inquirió Laisho, con mirada firme, tras apurar un trago al vino. Marta reconoció en sus adentros de que quizás sí habría que darle un voto de confianza a La Sabia. Había acertado en todo lo que había desvelado. Podría ayudarles con más información sobre los posibles movimientos en el reino del Este en el futuro. También había que reconocerle su temeraria huida y llegada a Vuelaflor, exponiéndose a una probable muerte. —Cada vez más. Pero no es momento de desconfiar en potenciales aliados, sino de elaborar una estrategia —terció Elzia con tranquilidad. —Debemos proteger las fronteras —dijo el rey Laisho. —Coincido —aprobó la reina con un deje de impaciencia. —Deberíamos arrebatar Rocaverde al reino del Este —opinó Alesio. No se le veía muy preocupado. Exhalaba su actitud chulesca de cómo a quien ciertos temas no van con él ni le atañen. Era algo habitual en Alesio, pero después sí que se tomaba en serio lo que tenía que hacer para servir a su rey. 185

—En eso ya no coincido —contestó la reina con decisión—. Rocaverde ahora ya les pertenece y es un pequeño pueblo que habrá que sacrificar en nuestros terrenos porque no es muy valioso y ahora Reidos tiene el control sobre él. Habría que sacrificar gran parte de nuestras fuerzas para recuperarlo. —Entonces ese no es el objetivo. ¿Cuál es? —Intervino Marta. Sentía que el sueño podía con ella pero debía disimularlo. Todos parecían despejados y listos para actuar mientras que ella no paraba de pensar en una mullida cama donde dormir lo que no había dormido en los últimos dos días. —Seré clara y concisa —dijo Elzia—. Planifico enviar dos tercios de mis tropas por los terrenos de las fronteras para evitar que Reidos avance por nuestros territorios y, al otro tercio, lo enviaré a Aroima y al reino del Sur. Se hizo un silencio en el que sólo se escuchaba un búho solitario de la noche y el aullido de la brisa marina en el exterior. —Aroima no aceptará una invasión —dijo Laisho, un tanto escéptico. —No será una invasión. El reino del Sur está ansioso por sublevarse a la traición del rey Osles —explicaba la reina—. Le aportaremos ayuda a su rebelión a cambio de que se unan a nosotros. Lo comprenderán, no son bárbaros ni tiranos como el reino del Este. Estoy segura de que nos apoyarán y los liberaremos de Osles. —Supongo que la Sabia es la responsable de tal información —apuntó Marta. —En parte. Sabéis que el reino del Sur es rico en comercio y empresas, es decir, dinero —prosiguió la reina, dando a entender que no importaba de dónde viniese la 186

información—. Si Aroima, paraíso fiscal, sabe que hemos conseguido que se sitúe de nuestro bando, Aroima no dudará en apoyarnos para guardar su riqueza. Así aumentaremos con un gran golpe, enormemente nuestro ejército. —¿Qué pasa si no sale bien? —Preguntó el rey Laisho. Parecía el más sereno de todos, como siempre, mientras que el resto ya había acabado su plato y sus copas de vino. —Como he dicho, que dos tercios de nuestras tropas estarán en la frontera listos para defender lo que es nuestro y, más tarde, replegarnos para un nuevo ataque crucial en la guerra. Carlo, que se mantuvo callado toda la velada, apoyó a la reina asintiendo lentamente. —Espero que acertéis —repuso Laisho. Marta sabía que habría sido un gran golpe para él. Además de todo lo vivido y descubierto en el pueblo de Arena, había perdido a lo poco que le quedaba de familia por culpa de un golpe de la princesa Niara para despistarlos. —Lamento vuestra pérdida, mi querido Laisho —le dijo con sinceridad y compasión en los ojos la reina Elzia—. Como lamento la mía. Calina era una gran consejera. Le daré un funeral en palacio mañana mismo. Bien, podéis marchar a descansar. Procuraré que el funeral sea a la tarde. Debéis recuperaros de los últimos días —. Marta fue la primera en levantarse y la primera que quería marcharse a descansar—. Menos vos, Marta. Tengo algo que tratar con vos.

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Los demás marcharon silenciosos. Laisho la abrazó y los imitó. La habitación permanecía iluminada por las antorchas y Marta estaba disgustada, observando la fina sonrisa de la reina. —¿Qué tenéis que tratar conmigo, reina Elzia? —Debéis saber que vuestro nuevo caballero es héroe local. Salvó a varias chicas de ser agredidas a manos de unos soldados expulsados del ejército por sus conductas. Marta abrió la boca, impresionada a la par que orgullosa de su caballero. —Sabía que era bueno. Aunque sus maneras sean algo extrañas —convino. —Tendrá sitio en palacio —anunció Elzia, sin abandonar su tono carente de emoción. —Gracias. Lo que me trae a que estimo pediros un sueldo. —¿Un sueldo? Sois libre de tener lo que deseéis —dijo Elzia, frunciendo levemente el ceño. —Para mis empleados. —¿Empleados? Elzia comenzaba a mirarla con curiosidad, con las manos entrelazadas sobre la reluciente mesa. —Quiero que Eresa sea mi doncella. En su estado no debe volver a su antiguo torreón donde la maltrataron—. La reina hizo amago de interrumpir que Marta acalló—. Será mi doncella bajo sueldo para que pueda vivir aquí y yo intentaré enseñarle lo mejor posible

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para que tenga la educación que merece. Además, quiero que Sir Waldo y su escudero también tengan un salario por servirme. —Bien. Lo tendréis —se limitó a responder Elzia.

Durante los siguientes días se sucedió una rutina. Marta vivía a caballo entre actos oficiales por la capital y las clases que debía darle Carlo. Laisho y ella vivían su historia de amor con naturalidad pero sin descaro. Nadie les comentaba nada y ellos disimulaban en los actos públicos, donde mantenían distancia. Acudieron al funeral de Calina, inauguraciones de locales, actos militares y demás; representando los puestos que ostentaban como rey del reino de Los Robles y la Esperanza Alada. Era cierto que su relación era conocida por todos pero sólo parecían mostrar interés en ella los medios de la capital más sensacionalistas. Eran discretos y no hablaban del asunto ante nadie, por mucho que los viesen juntos. Pero eran dueños de las noches y tardes en las que ningún asunto los ocupaba. Muchas tardes se reunían en la taberna o en la biblioteca. Otras, acudían a las rocas del palacio o daban paseos por el palacio Real y sus terrenos. Solían dormir juntos aunque había veces que Laisho prefería tener momentos nocturnos para sí mismo y reflexionar sobre todo lo que le acontecía. Marta lo entendía pues ella estaba en la misma situación. Carlo impartía tres horas al día de clase a Marta sobre protocolo y cultura del continente Frondoso, incluyendo clases sobre estrategia militar y sobre lo que se sabía sobre los elfos.

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Investigaron en el libro reservado que Marta había llevado de la biblioteca del Ducado de Armea. Resultó estar escrito en élfico. Un élfico común que ella no entendía pero Carlo sí. Lamentablemente, el resto de libros dedicados a los elfos no decían gran cosa más que aventuras y gestas que protagonizaron algunos de ellos, la mayoría teñidos por la ficción. De todas formas supo que los elfos fueron un pueblo soberbio que vivían al noroeste del Continente Frondoso. No dejaban a nadie entrar en sus dominios y apenas salían de ellos. Se creían superiores a los hombres y no quisieron darse mucho a conocer ante la humanidad. De ahí el motivo de que se supiera tan poco de su cultura. Eran inmortales a todo menos al fuego. No tenían las típicas necesidades humanas de alimento, bebida o sexo. En parte esto logró que su población fuera mermando cada vez más ya que no se reproducían. Se dedicaban a perfeccionarse a sí mismos y a su propia cultura. Los escasos hombres en la historia que entraron en su reino quedaron impresionados y sólo revelaron que aquel país era como un paraíso destinado a las más nobles almas. Fueron los únicos que aprendieron el élfico común y lo guardaron para que hechiceros y sabios humanos lo conservaran para la posteridad. Hubo algún elfo al que los humanos le despertaron curiosidad y decidieron entrar en los terrenos del hombre como consejeros o guerreros, nunca desvelando sus secretos. De ahí aparecieron los bastardos. Marta sentía sed de saber más sobre sus raíces y le dolía que sus ancestros no desvelasen más sobre sus dominios y cultura. Insistió a Carlo que debía dar clases también a Eresa. Carlo se negó pero, tras mucha insistencia de Marta, encontró un tutor para Eresa. Eresa comenzó sus clases y se mostró 190

increíblemente agradecida a Marta. No sólo se quedaría a vivir en palacio, sino que sería instruida. Marta le ofreció el puesto de doncella al que Eresa aceptaba sin cobrar nada, pero la medio elfa insistió en darle un salario. El agradecimiento de Eresa fue sobrecogedor, Marta no imaginaba mejor doncella. Su cama estaba siempre renovada de ropaje limpio y perfectamente hecha. Sus aposentos relucían de lavado y siempre tenía sus comidas listas a la hora exacta. Sir Waldo no mostró ningún impedimento para adaptarse a palacio. Solía pasear por el edificio y hablaba de sus hazañas a cualquiera que se topara, fuera quien fuera. Al principio, la gente se mostraba reticente ante su aire de locura, pero poco a poco se los iba ganando a todos gracias al gran corazón y sabiduría que mostraba. Frecuentaba todos los días la taberna y, cuando el vino y la cerveza habían hecho efecto en todos, se convertía en el protagonista de la fiesta con sus comentarios disparatados y chistes. Su escudero, a pesar de no poder hablar, se adaptaba a la vez que él. Sir Waldo lo tenía muy protegido y procuraba al máximo que estuviese bien. A Marta le dolía que un hábil y experto caballero como Sir Waldo le hubiera alcanzado la locura de esa manera. Supuso que se debía a la terrible pérdida de su familia que había experimentado. Una mañana estaba despertando junto a Laisho en sus aposentos. Los rayos del sol del alba se colaban entre las cortinas blancas en la habitación en penumbra. Laisho ya estaba despierto y la miraba con sus ojos penetrantes. —Todos los hombres buscan una gran felicidad que no saben ni que buscan —decía dulcemente acariciándola—. ¿Una vida perfecta con todos los objetivos y sueños cumplidos? Eso no existe. Esto es la felicidad, cosas pequeñas. Ahora veo vuestro pestañeo, 191

vuestro pelo despeinado y vuestra sonrisa aletargada… son pequeñas cosas que me dan felicidad. —Es curioso dormir con un rey —respondió Marta entre el letargo, irguiéndose de las sábanas pálidas y relucientes—. Me soltáis palabras grandilocuentes nada más levantarme. No quiero deciros que decían otros hombres del pasado. —No lo digáis o moriré de celos —musitó el joven rey, dándole un mordisco en el hombro. —O de risa —replicó Marta. Realmente si él se enterara de las cosas que decían los hombres de la Tierra en cama se reiría de lo absurdo—. No era esa mi intención. Sonaron cuatro golpes en la puerta. Marta sabía que se trataba de Eresa. Cuatro golpes significaban que era un asunto urgente. Al menos ese era el código que habían ideado. Se levantó y se puso un vestido lo más rápido que pudo para abrir. —Mi señora. Una carta ha llegado para vos. No pone remitente. —Gracias, Eresa. Eresa echó un rápido vistazo a la habitación y marchó colorada. Marta observó con reticencia el sobre. Era muy sencillo y no llevaba sello. Parecía más bien antiguo. Impaciente, lo abrió. Esperanza Alada. Os escribo porque vuestro destino está atado al de vuestro pegaso, como el de todos los elfos de sangre pura. Sé que necesitáis que vuestro pegaso expulse hielo y sólo existe una palabra para conseguirlo. Esa palabra está escrita en una lengua hace un siglo muerta pero existe una profecía para encontrarla: “en la caverna hechizada entre lamentos perecidos en el recuerdo, se encuentra la palabra oculta entre los muertos”. 192

Urio —Urio me ha escrito —dijo, atónita, Marta tras leerlo. —¿Seguís queriendo ponerme celoso? —Preguntó Laisho frunciendo el ceño. Le mostró la carta y, tras terminar de leer, Laisho la miró tenso. —Debo ir a ver a Carlo. —Os espero en la taberna por la tarde y me informaréis —se despidió Laisho y se besaron. Cuando Marta llegó al despacho de Carlo, el anciano hechicero se encontraba ya despierto ojeando un grueso volumen de color ceniciento. —No es la hora de vuestras clases —dijo, sin apenas levantar la mirada del libro. —Tengo una carta de un bastardo llamado Urio —lo apremió Marta. —He oído que habíais tenido trato con bastardos pero ignoraba que compartierais correspondencia —respondió, más interesado, el hechicero. —Sólo uno. Y me ha dicho en su carta que existe una profecía para encontrar la palabra de hielo. Carlo cerró el volumen y se acercó a Marta con pasos pesados. —Iluminadme. No creo que sea nada de fiar. Marta inspiró y se dispuso a recitar la profecía: —“En la caverna hechizada entre lamentos perecidos en el recuerdo, se encuentra la palabra oculta entre los muertos”. 193

Carlo quedó mudo. Abrió muchos los ojos y le arrebató a Marta el sobre para leerlo por sí mismo. —¿Dónde ha encontrado eso? —Inquirió. —No lo sé —respondió Marta, encogiéndose de hombros—. No me lo ha dicho. ¿Por qué tengo la impresión de que tiene sentido para vos? —Lo tiene —contestó Carlo empezando a caminar por su estudio. —¿Por qué? —Debo investigar. Se me ocurren teorías. Pero eso… simples teorías que no deben distraeros de vuestro rumbo. Carlo parecía decidido. —Estoy harta de que me deis órdenes —replicó Marta—. Quiero saber. Debería aprender el idioma élfico, que domináis. Debería investigar por mi misma de esa manera. Carlo la miró con paciencia a la vez que no era capaz de disimular todo el nervio que le había producido la revelación. —No os doy órdenes. Tan sólo os oriento. Esas palabras proceden de una leyenda en un dialecto élfico que ni siquiera yo entiendo. —¿Entonces por qué las entendéis? —Hay rumores, historias, leyendas… que llevan a ese dialecto. Debo marchar de palacio a investigar por mi cuenta. Vuestro amigo bastardo va bien encaminado. —Tengo que ir con vos. 194

—Vuestro lugar está en palacio —contestó el hechicero, negando rotundamente con la cabeza. —Dadme al menos, un profesor de élfico. ¡Tengo derecho a conocer el idioma de mi familia! Marta estaba enfadándose. —El élfico no es un idioma fácil. Aún encima es una lengua muerta, muy pocos la hablan. Estaríais perdiendo el tiempo y tenéis asuntos más importantes que tratar —Carlo se acercó a ella y le posó la mano en su hombro—. Ante los retos aprendí en mí dones insospechados. A vos os está pasando lo mismo. —Creo que no nací para aceptar lo que me imponen —concluyó Marta, desplomándose sobre un sillón azul zafiro—. Sino para pisar fuerte y decir “aquí estoy yo”. —Lo hacéis. Sólo hay que ver como os miran y os admiran. Cómo pasasteis a ser una recién llegada a este mundo a ser la esperanza encarnada del mismo. Marta pasó el resto de la mañana echa un lío. Dio vueltas de un lado para otro intentando aclarar su mente. Le hubiese gustado investigar con Carlo pero sabía que tenía razón y que su lugar era palacio. Carlo había acudido a una audición con la reina Elzia antes de partir a saber dónde. No quiso revelar su destino a su alumna. Marta buscó a Laisho pero no lo encontró en su habitación. Tampoco le sorprendió, al fin y al cabo, él era un rey y siempre tenía asuntos importantes que tratar cuando no disponía de tiempo libre. Finalmente, Marta decidió que tenía que despejarse y se fue hasta las rocas ocultas en palacio. La recibió un mar picado con olas que rompían con fuerza salpicándola de espuma 195

marina. El vendaval mecía su cabello y respiraba profundamente las bocanadas de aroma a salitre. Se sintió más tranquila y decidió confiar en Carlo. Sabía que estaba profundamente implicado en su educación y aquello lo había obligado a marchar pero, en cuanto tuviera nueva información, se la revelaría a Marta. Le hubiese gustado contactar con Urio o que al menos fuese más claro de lo que había sido en la carta. No obstante, Urio siempre había sido muy misterioso. Tras unos minutos intentando no ser un torbellino de emociones y dejar la mente en blanco, decidió ir a ver a Corcel, que estaría pastando tranquilamente en el establo de palacio. Entonces, Sajala apareció esgrimiendo una sonrisa tranquila. —Sabía que os encontraría aquí. Laisho me ha pedido que os avise de que estará ocupado hasta la mitad de la tarde. Y me ha pedido que, si no tenéis nada pensado, os acompañe en la taberna junto a vuestras nuevas amigas. Marta arqueó las cejas. —Yo no tengo amigas. Aunque debo admitir que vos sois lo más parecido a una amiga que tengo aquí. —Os puedo presentar mujeres dignas de ser algo parecido a amigas. Llamadlo como queráis. —Conforme. Se dirigieron hacia la taberna donde se encontraban comiendo algo tarde ya Olerio, el enano; la capitana; un gigante y dos mujeres enfundadas en trajes de guerra que no conocía.

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Sajala se incorporó rápidamente a la mesa para degustar unas lentejas que estaban comiendo todos y le hizo una seña a Marta para que se uniera. Marta saludó al siempre inmóvil en su silla Alepo, dueño del bar y al camarero, Gilian. Pobles, el músico, sostenía un violín y se acercó a ella. —Tendría que hablaros de vuestra amiga. —¿Qué tenéis todos hoy con el tema de las amigas? Pobles suspiró y pareció ignorar su pregunta, que Marta se arrepintió de formular pues volvía a parecer insolente. —Sajala me confunde. Marta ahogó una carcajada ante el aire meditabundo del músico. —Confundíos vos solo. Sajala no es de nadie. La mujer en cuestión no les quitaba el ojo de encima y se acercó a ellos. Marta vio escandalosa la química que había entre Sajala y Pobles. —Debéis dedicarme canciones más optimistas, Pobles. Hacéis que me deprima. —La melancolía es la principal musa de cualquier artista —se limitó a responder en un halo enigmático. —Oh, sois un músico atormentado. Se unieron al resto en la mesa y Pobles comenzó su recital de violín. La tarde fue amena. Sajala le presentó a la capitana llamada Estra, y dos tenientes llamadas Filesa y Pira. Charlaron de temas dispares en los que Marta se mantenía un tanto ausente. Agradecía el 197

esfuerzo de Sajala por intentar que tuviera amigas pero Marta siempre había tenido la impresión de no encajar al lado de nadie ni como amigo ni como amiga. Le costaba mucho empezar a confiar en la gente y, a pesar de que nunca había tenido problema en relacionarse con nadie, no se ataba y se sentía fuera de lugar. —Temo que habláis de Reidos con ligereza —interrumpió Olerio la animada conversación que había desembocado en el gobierno del reino del Este sin que Marta apenas se diese cuenta—. Debéis saber que es peligroso. Ahí, donde lo veis, tan atractivo… —¡Oh, por favor! —Replicó Estra dando un golpe en la mesa. —No me habéis dejado acabar. Ya sé que un musculitos de ojos grises y cabello bien peinado no os marearía. Pero es muy inteligente, hábil estratega capaz de cualquier cosa. Tiene gran ojo para el juego de lucha militar. —No lo pongo en duda. Pero temo más a Niara —respondió Estra, Pira y Sajala asintieron—. Habéis visto lo que acaba de hacer. Y he visto muchas más cosas que es capaz de manipular y algo me dice que no se ha mostrado del todo a lo que puede llegar… —¿Y qué decís de Osles? —Inquirió Marta, uniéndose a la conversación. —Osles es el rey apropiado para el régimen que ha impuesto. Una dictadura —contestó Olerio tras dar un trago a su jarra de cerveza—. Es un sádico un tanto loco. Solo que son tres hermanos reyes. Él solo no sería capaz de controlar todos sus dominios. Los tres: Osles, Niara y Reidos; son la clave para lo que ha conseguido el reino del Este. —Digamos que son una tríada de conjunción letal —dictaminó Sajala.

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En ese momento llegó Laisho. Todos menos Marta hicieron una reverencia. Él se negó a la invitación del camarero de tomar una cerveza y se acercó hasta Marta. —Vayamos a la biblioteca. Es un gran lugar donde ver el atardecer y no tengo ánimo para alcohol. —De acuerdo —aceptó Marta. Tras despedirse, llegaron hasta la maravillosa biblioteca de palacio que estaba empezando a despejarse de gente. Se situaron en un rincón que permitía unas espléndidas vistas de la costa y las montañas próximas a Vuelaflor. Marta le contó todo lo sucedido y Laisho la besó. —Carlo tiene razón. Hará lo que tenga que hacer. Vuestro sitio es en palacio. Marta asintió ante el buen juicio de su pareja. —Creo que vos también tenéis algo que decirme. —Nuestro ojo en el reino del Este no ve movimientos por su parte —dijo Laisho con el ceño fruncido. —Eso es bueno. —No —contestó él—. Significa que están tramando algo de lo que no tenemos pista. Y nosotros debemos movernos y planear algo también para que no nos cojan desprevenidos—. Marta lo miraba y asentía suavemente con la cabeza—. Aunque tuvimos noticias de Osles. —¿Qué? 199

—Le envió un regalo a la reina. Una carta pidiendo su rendición acompañada de un dedo amputado de un soldado de Rocaverde—. Marta abrió mucho los ojos y ahogó una exclamación—. Elzia ha respondido a su manera. Le ha devuelto el mensaje, miembro incluido, sin añadir nada. Marta lo abrazó y el la imitó con fuerza. —Nuestro amor es como un puente y me da miedo perderte de vista del otro lado. En medio del abismo. Tu libertad me tiene más preso que una celda —dijo Laisho. —¿Nuestro amor es un abismo? —Replicó Marta, abrumada. ——Toda pasión es un abismo: por una causa, por un ideal, por un amor… Un abismo del que no hay vuelta atrás. Laisho la miraba con sus oscuros ojos penetrantes y sinceros. Marta le susurró al oído: —Descansad de la guerra en mis aposentos. Antes de marchar se dispusieron a contemplar el anochecer desde la biblioteca. El sol escarlata se ocultaba entre la marea cubriendo con manto de fuego vivo el fuerte oleaje. —El mundo está en medio del desastre y todo parece tan tranquilo —musitó Marta acercándose más a la ventana. —La calma que precede a la tempestad —concedió el rey Laisho, acariciándole el cabello. —¿Qué habrá mañana? —Más muertos y más vivos. —Eso siempre. 200

De pronto, algo impactó contra el ventanal. Tras la confusión inicial, Marta avistó a Corcel que estaba volando frente a ella, relinchando. —¡Corcel! —Exclamó Marta saliendo de su trance. Corcel se movió de ventana y Marta, con la conexión que la unía a ese animal supo que quería que le siguiera. Miró rápidamente a Laisho pero este ya había avanzado hacia el pegaso. Se toparon con Corcel mostrándoles una humareda entre las montañas de las fronteras de la capital. —Un incendio —dijo Marta con preocupación—. Laisho, Corcel me ha venido a buscar para que vaya allí. El rey la agarró del brazo. —Es peligroso. —Sabéis la conexión que tiene un elfo con un pegaso. Siento que debo apresurarme, puedo ser crucial. Mientras tanto, acudid a la reina y traed refuerzos. —Algo me dice que no os debo dejar marchar sola. —Estaré bien. Sin más dilaciones, Marta se despidió rápida con un beso de Laisho y abrió la ventana tras un crujido chirriante que indicaba que estaba mal engrasada. Montó en Corcel camino a la humareda gris.

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18 EL INCENDIO Directa al desastre, Marta sobrevoló a lomos de Corcel el ocaso pardo en dirección a la humareda. A medida que se acercaba, pudo contemplar entre los últimos rayos del sol del día que se hacían cada vez más cercanas unas llamas tras la montaña fronteriza de Vuelaflor. Había decenas de pequeñas casas salpicadas de fuegos. El olor a ceniza se hacía presente. Le costó aterrizar en ese extraño y pequeño grupo de pequeñas edificaciones que se hacían propensas al fuego, con sus tejados de paja y fachadas de madera. Resonaban los gritos de pánico y desconcierto cuando llegó a una amplia plaza donde Corcel consideró oportuno aterrizar. —¡Es la Esperanza Alada! —Clamaron la voz de unos niños que permanecían agrupados en la plaza, algunos cubiertos de hollín y otros despeinados y con mirada de pánico. Marta los ignoró e intentó calmar a Corcel, que relinchaba inquieto. Miró a todos lados, intentando pensar por dónde empezar para poder solucionar la situación. A su alrededor había estructuras que ardían y vecinos que se unían para apagar las llamaradas. —¡Ella podrá ayudarnos! Los niños seguían gritando. Entonces, un hombre de ropas finas de cabello corto y perilla que rondaría los cincuenta años se acercó a ella. Era rubio. Estaba sudoroso y manchado, con la tez teñida de ceniza y alguna quemadura. Era evidente que había estado ayudando. —Mi señora, disculpad la indiscreción de los más jóvenes. Es sólo que… están impresionados ante vos —dijo bastante tranquilo, limpiándose la frente. —No pasa nada —repuso Marta, con el ceño fruncido—. ¿Vos sois? 202

—Erteso, para servíos—. Se presentó con una reverencia y esbozando una sonrisa—.Soy lo más parecido a un alcalde que tiene esta pequeña aldea. —Oh, ¿es esto una aldea? Disculpad mi ignorancia, pero llevo poco tiempo aquí… —Marta se dio cuenta de que ese comentario no venía a cuento e intentó pensar deprisa—. No importa. Hay que acabar con este incendio. —No se sabe cómo ha comenzado —respondió Erteso, encogiéndose de hombros y tornando un tono más grave—. Hay ciertas lenguas que dicen que es causa de unos encapuchados que una camarera vio alejarse hace apenas dos horas. No quiero interpretar nada, no me corresponde. Mas resulta sospechoso. —Y tanto — contestó Marta que decidió que aquella información había que relegarla para otro instante—. ¿Ha habido víctimas? —Ninguna mortal. Tan sólo quemaduras y algún desvanecimiento debido al humo —dijo, suspirando tranquilizado, Erteso. —Lamento los daños pero es de agradecer que nadie perdiera la vida —terció Marta algo más aliviada. —Lo malo son las estructuras, mi señora. Han ardido edificios de relevancia. Yo me crie aquí, duele verlos reducidos a cenizas. —Lo siento. Marta bajó la mirada intentando entender el dolor de aquel hombre. No supo bien que contestar. Por suerte, Erteso prosiguió:

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—Sí, por ejemplo, ese templo. Me casé allí —anunció con un brillo de nostalgia en la mirada al señalar una estructura en la que, por suerte, ya había cesado el fuego pero su mitad se mantenía ennegrecida—. Y la antigua casa con la que mi antigua esposa y yo criamos a nuestro hijo también ha ardido. Por lo menos ya nadie la habita. —¿Una tragedia anterior a esto? Disculpad mi indiscreción. Marta sacudió la cabeza volviendo a pensar que era bastante insolente. —No importa —musitó Erteso, decaído—. Perdí a mi familia hace unos años. Marta iba a responder e intentar apoyarlo con su pena pero, en ese momento, un joven de cabello rizado irrumpió en su diálogo. —Erteso, mi señor. Hay dos niñas atrapadas en el edificio del pabellón —anunció muy frenético. Marta dirigió la vista hacia donde indicaba el joven. Era un gran edifico en forma de elipse que se alzaba sobre el resto de casas de la aldea y, efectivamente, estaba repleto de fuego a su alrededor. —Debemos actuar —instó Erteso, con rapidez—. ¿Hay entradas? —Desgraciadamente sólo desde el aire —respondió muy inquieto el muchacho. —¿Desde el aire? ¿Seguro que no hay otro modo de rescatarlas? —Preguntó, abriendo mucho los ojos por el desconcierto, Erteso. El muchacho negó con la cabeza. —Dispongo de un pegaso. Ahora mismo entraré —anunció Marta, afectada. 204

Sin escuchar sus advertencias, Marta montó en Corcel y despegó sobrevolando las humaredas en dirección al pabellón. Corcel resoplaba, incómodo por el humo. Marta le dedicó cariñosas palabras de apoyo. Finalmente, llegaron hasta el inexistente techo del pabellón y se internaron en él entre un fuerte ambiente cargado de humo y ceniza. Marta miró por todas partes pero no encontró rastro de las niñas. Ya se temía lo peor. En su entorno la rodeaba el edifico arruinado por el fuego entre tablones de madera bajo los asientos del supuesto público. No obstante, apareció otra persona. Un joven de cabello castaño y la cara salpicada de granos se acercó a ella corriendo. —Chico, ¿dónde están las niñas? —Preguntó Marta antes de dejarle que hablase. —Esperanza Alada, esto es una trampa —anunció el joven respirando entrecortadamente. —¿Qué? —Fue lo único que acertó a articular Marta. —Erteso ha tramado esto para traeros y mataros. —Debes estar bromeando. —Venid —la instó el joven. La cabeza de Marta daba vueltas y ya no sabía en qué creer. Decidió seguir dócilmente a aquel chico misterioso que la llevo por un intrincado de tablones hacia una zona con una puerta que peligraba entre las llamas. —Erteso se ha hecho de malos modos con el poder en esta aldea hace apenas meses… —Explicaba rápidamente—. Ha estado reclutando jóvenes para ponerlos en contra de la reina Elzia. Nos tiene a todos atados a base de sus triquiñuelas. 205

Marta inspiró profundamente y decidió confiar en él pues lo que decía no era tan descabellado y, al fin y al cabo, no había rastro de ninguna niña. —¿Por qué nadie reacciona además de ti? —Preguntó una Marta confusa. —Debéis marchar en vuestro pegaso —dijo el joven. Corcel había quedado en la pista pero Marta no estaba dispuesta a marchar sola. —No os voy a dejar aquí sólo. —Resulta que yo también estaba engañado y llegué a ser cómplice de la trampa. Pero resulta que di hace pocos días con un extraño hombre que decía llamarse Ulio… —¡Ulio! Marta quedó aturdida ante la mención de su reciente amigo bastardo. Parecía que estaba metido en todo. —¿Lo conocéis? —Inquirió el joven, sorprendido. Aunque su sorpresa dio paso rápido a la acción—. Me explicó que Erteso es un bastardo asesino a las órdenes de la princesa Niara del reino del Este. Y también me explicó cuál sería el destino de los jóvenes que lo ayudasen en su trampa para callarnos… —La muerte —acabó Marta. —Exacto. —¿Cómo te llamas, chico? —Arleites.

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—Te debo la vida —le dijo con sinceridad. Arleites sacudió la cabeza enrojeciendo todavía más. Marta se dispuso a buscar a su pegaso pero, en ese instante, Erteso entró en la escena. Lucía una sonrisa lunática de triunfo, lejos del semblante preocupado de antes. Marta confirmó las sospechas de Arleites. —¿Cómo no está muerta? —La joven elfa sabe jugar bien —contestó el Arleites, ante el asombro e ira de Marta. Se preguntó si realmente el chico la había llevado, fingiendo preocupación por ella, al meollo de la trampa mortal. Al fin y al cabo, la había llevado al lugar exacto dónde apareció el cabecilla, Erteso. Aunque no acababa de entender porqué le había confesado todo. —¿Qué? —Tardó en pronunciar Marta, con respiración jadeante a causa del humo. —Pobre pequeña elfina —decía Erteso arrastrando las palabras—. Tus amigos de palacio están en camino pero no podrán hacer nada para salvarte la vida. Al principio te subestimaban pero estás siendo peligrosa para mi verdadero rey y mi verdadera princesa. El reino del Este debe ganar esta guerra. Analizando la situación, Marta pensaba que lo mejor era encontrar a Corcel y escapar con ventaja. Para ello, debía ganar tiempo. —Así que sois un bastardo asesino. No parecéis peligroso. Erteso arqueó las cejas. Los tablones de madera sobre ellos empezaban a crujir.

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—Ah, ¿no? Resulta que os tengo rodeada de fuego, lo único capaz de matar a un elfo. Los bastardos asesinos somos los que reivindicamos realmente nuestra sangre y lo que nos han arrebatado de nuestro linaje —explicaba, escupiendo las palabras—. ¿Sabéis? Quise ser un bastardo justiciero pero fui rechazado por el resto. —Pobrecito —se burló, con odio, Marta. —¿Os burláis? —Erteso hizo una pausa. Parecía ofendido. “Bien, que se enfade, así perderá más el control”—. Da igual, dentro de nada seréis ceniza. Por suerte, di con un grupo de bastardos asesinos y con la princesa Niara. Ellos supieron dotarme de la información y armas que merecía. Marta sintió que estaba llevando al traidor dentro de su camino. Todavía no la había atacado y parecía vanagloriarse con sus palabras. Eligió seguir dándole charla. —¿Y qué hay de vuestra familia? ¿Era también otra farsa? —Inquirió ella, con deje de sarcasmo. —La tuve. Hasta que la ramera de mi exmujer se fue con otro porque decía que yo era demasiado violento —contaba como quien habla del tiempo y quien no es consciente de la situación, Erteso—. El hombre está bajo tierra y mi familia, lejos. Les quise perdonar pero no tenerlos más conmigo. —Dáis asco —escupió Marta. Parecía que ya no había escape pues, en ese instante, un tablón se desplomó sobre la puerta que había tras ellos. La puerta que había utilizado Erteso para entrar y la única salida del recinto. “Arderemos los tres, la elfa y los traidores”. —¿Arleites? ¿Qué haces? 208

De pronto, Marta se percató de que el joven Arleites había desenvainado una espada y apuntaba con ella a su jefe. Marta suspiró y se alarmó, viendo como Erteso se hacía con un palo que rezumaba fuego y apuntaba a Marta con él. Se quedó paralizada sin saber que pensar ante la escena. —Lo que debo hacer. Mi lugar está con la reina Elzia y los suyos. Sé más de vos de lo que pensáis —anunció Arleites. Marta exhaló una bocanada de aire aliviada. No era traidor, después de todo. Sólo interpretaba la farsa. Pero Marta sentía cada vez más vivo el fuego y no era capaz de reaccionar. “Estúpida, deberías hacer algo”. Arleites miraba con deje de miedo pero con mucho oído a Erteso—. Sé que la princesa Niara os hace creer ser vuestra amante cuando se ríe de vos a las espaldas por lo patético que resultáis. Me lo ha dicho otro bastardo. Erteso soltó una serie de improperios y pasó a apuntar a su pupilo que lo estaba traicionando. —¡Calla inepto! ¡Te haré sufrir hasta tu último aliento! —Gritó encolerizado. —O yo a vos. ¡Luchad! ¡Por la Esperanza Alada! —Exclamó Arleites, asestando un golpe a Erteso. Se sucedió una lucha entre ambos. Evidentemente, Erteso era superior en todos los aspectos de la pelea a Arleites. Se lanzaban golpes y estocadas en una danza de guerra entre tablones que se iban desplomando a causa del fuego. Sin embargo, había una furia que guiaba al joven. Torpe y lento, aguantaba las heridas leves que le iba provocando su antiguo jefe. Finalmente, consiguió degollar a Arleites y Marta consiguió salir de su letargo para actuar.

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—Gracias. Por un momento pensé que había sido doblemente engañada. Marta ayudó al joven salvador a salir de entre las llamas que iban aumentado a su alrededor. Se sintió culpable por no haber podido reaccionar con más valentía y haber ayudado. Algo, no sabía el qué, quizá el fuego, lo único que la podía matar; la había hecho incapaz de actuar congelada por el miedo. —Luchad por un mundo mejor —musitó exhausto, pero sonriente ante su triunfo, Arleites. Se mostraba muy débil y Marta lo arrastró hasta la pista descubierta, donde los esperaba Corcel. Estaba muy nervioso y daba coces en el suelo, relinchando. —¡Pegaso! —Marta montó en su caballo alado. El joven se apartó de ella. Marta lo agarró y lo acercó hacia Corcel—. Sube, hay sitio para dos. Marcharon a tiempo. Cuando el pegaso emprendió el vuelo, decenas de tablones caían sobre la pista y, un poco más tarde, cuando ya sobrevolaban la pequeña aldea, la estructura elíptica del estadio ya se había derrumbado. Cuando llegaron a la plaza, sobrevolando el incendio mucho más controlado, ya se encontraban allí el rey Laisho con su séquito. Tenía la mirada encendida por la preocupación y, en cuestión de segundos, llegó la reina Elzia. Observaba todo con mirada grave y un grupo de gente se arremolinó a su alrededor haciendo reverencias. —No os preocupéis por vuestros reyes. Proseguid con la extinción del fuego. Os ayudaremos —dijo con su voz gutural la reina Elzia.

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Poco fuego quedaba ya por apagar, pero unos cuantos obedecieron sus órdenes y se marcharon. Marta y Arleites aterrizaron delante de ellos con respiraciones agitadas por el humo.

—Mi amor, ¿estás bien? —Dijo Laisho, que dio un respingo al ver a Marta y se acercó rápidamente a ella, acariciándole el rostro y el cabello ceniciento. —Resulta que Erteso programó esto todo como una trampa tramada por la princesa Niara —contestó Marta, inmutable. No quería ser ella misma el centro de atención en ese momento. Aquel detalle era más importante a oídos de sus reyes —. Era un bastardo asesino que reclutó a jóvenes para que lo ayudasen en esta trampa y me matasen. La reina Elzia la miró con un brillo de ira en la mirada. Se hacía más consciente de las repercusiones de ese incendio que iban más allá de un simple accidente. —Se están acercando demasiado —repuso. Laisho clavó la mirada en el suelo y exhaló una exclamación ahogada. La reina hizo llamar a todos los habitantes de la pequeña aldea que se acercaban con gesto de incomprensión, algunos, y temor, otros. —¿Erteso está muerto? —Quiso saber Laisho, abrazando a Marta. Ella asintió con la cabeza. —Esto será castigado —pronunció el rey Laisho, soberano—. ¡Dadme los nombres de los chicos reclutados por Erteso para esta traición! Si sois valientes, dad un paso al frente. 211

Durante unos instantes se hizo el silencio. Los presentes se miraban entre ellos y nadie se atrevía a pronunciar palabra. —Hablad o… moriréis todos. Marta lanzó una mirada alarmada a su amante. “¿Cómo es capaz de decir eso?”. Sin embargo, las palabras surtieron efecto. Algunos dieron nombres acusando con el dedo a ciertas personas y, otros, dieron un paso al frente. —Bien. La pena por traición es la muerte —se limitó a sentenciar la reina Elzia. —Así será —la apoyó Laisho, con expresión inquebrantable. Marta observó la hilera de jóvenes asustados que sobresalían entre el resto de la muchedumbre y contempló, con horror, que Arleites estaba entre ellos. —Laisho, a Arleites no—. Le dijo Marta a Laisho. Lo apremió apoyando su mano en su hombro—. Él me ha salvado. —¿Quién, Marta? —Ese chico… Arleites —decía Marta nerviosa y señalando al joven. Laisho se acercó con pasos lentos pero firmes al enclenque muchacho que lo miraba con admiración. —Tú, Arleites, ¿niegas haber participado en el plan del incendio? —Le preguntó. —He colaborado, alteza —respondió Arleites, bajando la mirada. Marta miraba a uno y a otro sin dar crédito a lo que podía pasar. Era injusto. Era cierto que había colaborado pero, a la vez, la pieza clave para detener su plan. 212

—¡Calla! —Exclamó Marta al chico. Después se dirigió a Laisho—: ¡No puedes hacerle nada! ¡Él me ha salvado la vida! Laisho miró a Marta con ojos sin atisbo de sentimiento. —Y de paso casi os mata, amor —repuso. —Rey Laisho… —Empezó Marta, desesperada. Pero fue inútil. Laisho hizo una seña a sus hombres, Alesio incluido, que se acercaron al grupo de jóvenes culpables. Algunos temblaban, otros sollozaban y otros miraban con ira a sus verdugos. La muerte inminente causa reacciones dispares. —¡Decapitadlos! —Ordenó con voz potente el rey Laisho. —¡No puedes! Marta gritó y se quiso abalanzar sobre su amante pero fue detenida por Sajala, que la inmovilizó en una fuerte maniobra de lucha. —Ha sido un honor poder salvaros, mi Esperanza Alada —dijo Arleites cuando los hombres de los reyes se acercaron a los traidores con las espadas desenvainadas. Marta apartó la vista y, cuando volvió a mirar, rodaban las cabezas de los jóvenes culpables por el suelo entre regueros de sangre. La gente comenzó a marchar entre sollozos y lamentos de horror. Laisho se acercó suavemente a Marta y abrió sus fuertes brazos para abrazarla. Ella no quiso corresponder su abrazo, ante la incomprensión de él.

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—No os lo perdonaré, rey Laisho —dijo Marta en un hilo de voz. Emprendió de nuevo el vuelo sobre Corcel a Vuelaflor con lágrimas solitarias que escapaban de sus ojos.

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19 DECISIONES DE REYES —¿Quién es? Marta se encontraba en sus aposentos, desplomada sin cambiar de ropa sobre su mullida cama, cuando unos golpes sonaron en la puerta. Tenía la vista clavada en el techo y sentía en su interior un torbellino de emociones. Estaba triste y enfadada con Laisho y el resto. Le había parecido una injusticia, para aquella gente que siempre clamaba por la justicia, haber asesinado a su salvador en aquel incendio provocado. Más aún, Laisho la había traicionado. Había hecho oídos sordos a su petición y había sentenciado a muerte a aquel chico que era el verdadero héroe en tal asunto. —Carlo, señora Marta. Marta suspiró y tardó en responder, aun sumida en sus cavilaciones. Tenía ganas de llorar pero ella casi nunca lloraba. —Déjame en paz —Replicó. —La reina os reclama —insistió Carlo, con deje de paciencia aprendida con los años en su voz. —Decidle que espere. Marta se dio la vuelta sobre sí misma y dio la espalda a la puerta. No tenía ninguna gana de ver a Elzia. Ni siquiera de ver a Laisho. —Es importante —terció Carlo, sin perder sus serenidad. —Tal y como actúa… no creo que lo sea para mí. 215

Marta resopló resignada y se irguió, cegada por rayos de sol que se filtraban entre las pálidas cortinas. Pensó que Carlo era un pesado y que debía conseguir que se marchase y la dejase tranquila meditando. —Salid de vuestro cuarto, Marta. Tengo información que os servirá. Esta vez Carlo alzó la voz y se puso firme a la par que enigmático. —Ah, ¿sí? Marta abrió la puerta, sin peinarse y se encontró un Carlo que la miraba con ojos compasivos. Decidió darle una oportunidad de explicarse a su mentor hechicero. —Vuestro extraño amigo Ulio ha hablado con Calina —dijo, con voz temblorosa. Aquello despertó el interés de Marta y se acicaló el pelo, apartando unos mechones de pelo para luego cerrar la puerta tras ella. —¿Qué está pasando? —Susurró. —Hay otra pista —prosiguió, con voz cada vez más apagada, Carlo—. Por lo que sabemos, el traidor Erteso buscaba también en vos, ya muerta, un siguiente indicio por la palabra perdida. Carlo pronunció aquella última frase con aire de triunfo, al ver que había conseguido el efecto deseado en Marta. —Anda ya —replicó la joven, sacudiendo la cabeza.

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—¿Qué decís? —Preguntó Carlo frunciendo el ceño. Marta evitó una risa amargada, dándose cuenta de que aquella forma de hablar que había utilizado no era común en aquel mundo. —No importa. ¿Qué va a haber en mí? —Quiso saber, un tanto escéptica. —¿No tenéis una marca de nacimiento, alguna inscripción en vuestro cuerpo, quizás que diga algo? Carlo y ella intercambiaron una mirada grave. Marta sintió como si le hubiesen arrojado una jarra de agua fría. —Tengo un tatuaje —reconoció, confusa—. Lo hice hace tres años en una fiesta de cumpleaños de una amiga… —¿Dónde está? —La apremió el hechicero. —En mi tobillo derecho… —Enseñádmelo. —Indiscreto —replicó Marta, más animada con la cabeza más ocupada. —¿No queríais información? —Inquirió Carlo, burlón pero firme. Marta levantó su pantalón típico de esas tierras y le mostró un extraño símbolo que tenía tatuado. Se quedó muda al darse cuenta que aquel tatuaje lo había hecho borracha y que, al día siguiente, se llevó una sorpresa al verlo sin saber qué significaba. Ni siquiera se acordaba de cómo había llegado a hacérselo. —Significa “hielo”. En idioma élfico —sentenció Carlo, grave. 217

Marta supuso que se le había quedado cara de tonta ante semejante revelación. —¿Hielo? En serio puse eso en idioma élfico. Es extraño… —Balbuceó, tapándose con rapidez. —Todo cobra sentido —musitaba Carlo. —Pues iluminadme, Carlo. —La siguiente pista dice así: El cabello de elfo nunca muere, ni su afilada hoja en el castillo de hielo y nieve. —No le veo ningún sentido —dijo Marta, frunciendo el ceño e intentando hacerse consciente de la importancia de tal hallazgo. —Ulio sabe más de lo que dice —terció Carlo con voz queda, dando un respingo—. Intentaré contactar con él. —Lo haré yo. Somos algo parecido a amigos. —Vos tenéis una nueva misión asignada por la reina Elzia… —Marta hizo amago de volver a abrir la puerta para encerrarse pero el hechicero la detuvo—. Dejadme, acabar. Y tiene que ver con esta pista. —Tengo la impresión de que vos tenéis algo que ver en que, de pronto, me asignan tal misión. Al fin y al cabo, la palabra hielo no es lo que da todo el sentido. Marta fijó la mirada en el suelo para luego clavarla en Carlo e intentar adivinar qué provecho tendría ella de aquella situación. Aquel al que Carlo se refería. También intentar

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sonsacar las verdaderas intenciones de la reina Elzia. Reina que luchaba por la justicia pero no tenía reparo en aplicar la pena de muerte. —Vuestra astucia es un arma peligrosa. No erráis —se limitó a responder Carlo. Acto seguido, la agarró por el brazo para llevársela al salón del trono. Marta no se resistió pero se deshizo del agarre para avanzar por sí sola. Era cierto, necesitaba información. Necesitaba un nuevo cometido en ese mundo e intentar saber más, a pesar de sus sentimientos. El salón del trono estaba tenuemente iluminado por los rayos del sol que se colaban por los ventanales y, para disgusto de Marta, allí se encontraban ya la reina Elzia, el rey Laisho y sus dos guerreros: Alesio y Sajala. Marta esquivó sus miradas y se sentó en una mesa de pulida madera sin mediar palabra con nadie. Sin embargo, Laisho se acercó a ella rápidamente y se arrodilló para acariciarle el rostro. Marta permaneció inmóvil, aun sintiendo algo de afecto por aquel hombre pero muy dolida. No le respondió. —Amor, no quería haceros daño —pronunció Laisho con ojos tristes. —Da igual —respondió Marta, encogiéndose de hombros. —Veo en tus ojos que no da igual —. Otra vez Laisho le dedicó una de sus miradas penetrantes y Marta tuvo que desviar la vista—. Te amo. —Yo también te amaba. O te amo —dijo con un hilo de voz—. Ya no sé ni qué pensar. Simplemente, tengo la impresión de que no acabo de encajar en tu mundo ni en tus costumbres… ni contigo. 219

Torció la cara y cerró los ojos. Le dolían sus palabras pero era algo que pensaba realmente. —Te entiendo. Es algo que tu espíritu no podrá asumir de repente —repuso Laisho, irguiéndose. —Será mejor que seamos profesionales y olvidemos nuestros sentimientos —prosiguió Marta. —Si es tu voluntad… vuestra voluntad, sea así —dijo el rey mirando hacia abajo y apartándose de ella. Marta levantó la cabeza y se sintió herida. —¿Así? ¿Tan fácil? —Exclamó con voz infantil. Realmente esperaba algo más de su reciente amante. Le gustaría poder olvidarlo todo y volver a estar juntos con la felicidad que habían disfrutado los últimos días. No obstante, era consciente de ciertos factores que le habían hecho pronunciar esas frases que la herían a sí misma. Y la reacción de Laisho también la había ofendido. Había algo infantil y caprichoso que hacía que Marta no quisiera rendirse tan fácilmente.

—Marta, toma una copa de vino conmigo mientras se despeja la sala —dijo la reina muy seria. Marta se levantó y se acercó a la mesilla que había en frente a una ventana con una jarra de vino y dos copas en ella. La reina la acompañó mientras el resto marchaba en silencio. —Decidme, alteza —dijo Marta, con dureza, apurando un trago. 220

—Quien pasa la vida batallando contra sombras corre el peligro de que la sombra se acabe adentrando en su alma —soltó Elzia sin rodeos. Marta se impresionó y la miró fijamente—. Veis los tiempos que corren. A Laisho no le queda otro remedio que actuar de esta manera. Está bien hacer guerra con flores. Pero lo que realmente matan enemigos son espadas y flechas —Quizás he sido injusta o ingenua —musitó Marta, encogiéndose de hombros. Estaba un tanto más aliviada. —No me habéis entendido, Marta. Elzia clavó sus ojos grises, pacientes, en la joven elfa. —Explicaos. —Estáis debilitando a Laisho —dijo con su voz gutural—. Mi consejo como reina sería que no estuvierais juntos. Él debe actuar como un rey. Como se espera que actúe un rey. Eso atañe normas que tú no aceptas ni comprendes. Le costó un rato poder asimilar sus palabras. Permaneció observando el paisaje de Vuelaflor. Su intrincado de calles y bellas estructuras, su costa y sus montañas que resplandecían bajo un sol despejado y caluroso. —Entiendo —dijo finalmente. —No dejéis que el corazón empañe vuestro juicio. La reina puso su mano sobre el hombro de Marta, que se estaba haciendo a la idea de que, lejos de que sus sentimientos interfiriesen, Elzia tenía razón. Dio un pequeño sorbo a su

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copa, sumiendo la estancia en un silencio tan solo interrumpido por el graznido de una gaviota. — Entonces, al grano. ¿Cuál es esa misión que queréis designarme? —Interrumpió el silencio Marta, tratando de cambiar su semblante y de recomponerse. —Él debe estar presente. Conteneos. Marta asintió, poniendo en orden sus pensamientos mientras contemplaba una nube solitaria que sobrevolaba los cielos de la capital. Laisho entró muy serio y con semblante apagado. Eso logró que Marta se sintiese más culpable si cabía. —Se están sucediendo ataques a señores bajo mi mando y ataques en la frontera —dijo, rápidamente, Elzia. Quizás para evitar otra escena—. No puedo mantener una guerra contra la mayor parte del continente si no controlo mis terrenos. Así pues, Laisho, partirás con tu tropa a la fortaleza Azul. Tenemos importantes negocios allí. Mientras tanto, lanzaremos una batalla en Aroima. Reidos ha puesto allí su ojo ya, debemos llegar antes. El reino del Sur será el siguiente paso… mientras divido mis soldados tras los dispersos ataques fronterizos. —Suena a buen plan —terció Laisho con voz áspera. —Te marchas —no pudo evitar reprochar, Marta. Ambos jóvenes intercambiaron miradas significativas y profundas, tan solo interrumpidas por la reina. —Ese tema está zanjado, Marta. Mientras tanto, te quiero en la Fortaleza de Hielo.

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—Fortaleza de Hielo… Carlo me ha hablado de eso —contestó Marta, sorprendida y aturdida ante tal misión. A la vez que recordaba lo que hacía apenas unos instantes Carlo le había revelado. —Es un punto débil en la frontera del Norte, a la par que estratégico. Y, según he hablado con el hechicero, de gran interés personal para ti. La reina paseaba trazando ondas por su salón del trono. Daba golpecito con sus finos dedos a su copa. —No puedes alejarme —dijo Marta, desafiante. —Laisho, marchaos —ordenó la reina. Posó su copa sobre la mesa y se acercó de nuevo a Marta. —Buenas noches, señoras —se despidió el rey para marchar dando un portazo en el portalón de salón. La reina siguió inmutable. —Será fácil. Tú y un séquito dispondréis ciertos cuerpos a modo de escudo contra soldados enemigos que se acercarán. Pareceréis cientos y ganaréis la batalla sin dificultades. Decía todo aquello muy serena y Marta no daba crédito a lo que oía. —¿Cuerpos? ¿Os referís a cadáveres? ¡Esto es algo de bárbaros! —Espetó con ojos muy abiertos y alzando la voz. —Marta, esto es la guerra —la calmó Elzia—. Por muy nobles que sean mis intenciones y las de mi causa hay que utilizar estrategias y triquiñuelas inmorales pero efectivas.

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Respiró hondo. Decidió que tenía que hacer caso. Ella había sido una consumada pacifista toda su vida y, a la vez, sabía que Elzia también lo era. Al fin y al cabo, era conocida como una reina que rara vez se entrometía en alguna guerra. Estaba claro que Marta iba a tener que dejar de ver el mundo desde sus buenas intenciones para darse cuenta que estaban en la mayor guerra en años y harían falta muchas acciones crueles y deshonestas para poder ganarla. No obstante, todavía sentía cierta aprensión ante aquellos pensamientos. —¿Por qué tanto cadáver en esa fortaleza? —Se interesó con discreción. —Osles lanzó un ataque biológico y todos han muerto. Gran peligro para todos menos para una elfa —dijo la reina. —No me lo puedo creer. ¡Al final seré la única superviviente! Estaré yo sola viendo a mis compañeros morir… —chilló. —Acertáis —terció Elzia, tranquila. —¿Es esto una reprimenda por mi berrinche? ¡Ir yo sola a defender un castillo! Marta empezó a respirar agitadamente y apuró el restante vino que quedaba en su copa para posarla de golpe sobre la mesita. —Marta. No pequeis de infantil—. Esta vez Elzia se puso firme y sus ojos grises chispeaban—. Os necesito allí. No tenemos suficientes soldados para defender y atacar tantos frentes al mismo tiempo. Tú sola, en el hielo, sin peligro de fuego alguno que te pueda herir eres la idónea para la misión. Esa fortaleza es débil. Dudo ni siquiera que te suponga amenaza. Ya es suficiente con mis hombres. —¿Y si me niego? 224

La miró desafiante. Elzia se limitó a encongerse de hombros y esbozó media sonrisa. —Sólo te quedará esperar. —¿Esperar a qué? —Insistió Marta. —A que esta guerra se gane o se pierda. Sin tu ayuda. Elzia se dio la vuelta y se acercó a un ropero del salón para enfundarse en una capa a juego con su vestido ocre y brillante. —Está bien, lo haré. Marta aceptó y, sin orden previa, marchó del salón del trono. Se encontró a Carlo en la entrada, sujetando un libro que reconoció como el de la biblioteca del Ducado. —Supongo que querréis que lo devuelva a tiempo y… de paso indagar en él. —Carlo. ¿Vendréis? —Preguntó, ignorando el libro. —No debo. Pero seguiré indagando en vuestra ausencia. Os propongo un modo mejor. Cuando descubráis lo que hay en esa fortaleza, escribidlo y enviadlo a través de Corcel. Un pegaso siempre es fiel a asuntos de su linaje élfico. —Es todo tan confuso —contestó Marta, asintiendo. Carlo la abrazó. —¿Quieres un consejo? No creas nada. Todo el mundo tiene un lado oscuro que sale a relucir en distintas ocasiones. —¿Lo decís por Laisho? 225

—Por cualquiera que ostente poder y sus secretos. Los secretos son verdades disfrazadas de humo —dijo envuelto en un halo de misterio. —Aposté por él. Confié en él —se sinceró Marta, haciendo evidente su dolor. —Son tiempos difíciles. No son tiempos para el corazón. Se despidió de Carlo, que le informó que partiría al día siguiente. Pero Marta quería despedirse antes también de otra persona… y sabía dónde encontrarla. Se aventuró en solitario por el laberinto de pasillos pedregosos de palacio entre luces rojizas que anunciaban el ocaso. Se escabulló por el ya conocido túnel que llevaba al embarcadero. El paisaje se mostraba imponente. El sol se ponía bajo un horizonte escarlata que bañaba las aguas del mar de un tinte rojizo y una espuma que parecía fuego. Y, entre las rocas, el rey Laisho estaba sentado mirando al infinito. —Quería despedirme. Sabía que os encontraría aquí —dijo Marta mientras se acercaba a él con sigilo. Laisho se dio la vuelta lentamente. Se acercó a ella y la besó. Ella no sabía si continuar ese beso tan triste o deshacerse de él. Sin embargo, optó por mantenerlo hasta que tuvo que escupir ciertas palabras que llevaba escondidas en su alma: —No dejéis que os haga daño. No merecéis alguien como yo. Merecéis algo que os haga feliz. Por favor, no dejéis que os lastime. Laisho la miró con el ceño fruncido y el semblante ensombrecido. —La mayoría de las chicas dicen lo contrario —soltó. Rudo, como siempre.

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—Sois un alma pura, grande y bondadosa —prosiguió Marta—. Merecéis permanecer en vuestra esencia. Yo he hecho daño a todo aquel con el que he estado. —No aspiro a poseeros… Vos sólo podéis hacerme el bien. Sois pura luz. Pero entiendo que la situación nos está apartando. Tomémoslo como un “hasta luego”—. Dijo, tierno, acariciando a una Marta sensible—. Besémonos aquí hasta que las olas queden silenciadas por nuestro amor. —No deberíamos… Marta se deshizo de su enredo y se alejó unos pasos, al borde del llanto. —Os iréis y os estaré esperando. Sean cuales fueren vuestros actos —dijo Laisho. —No me lo pongáis difícil. —Si es difícil para vos también lo es para mi porque significa que sentimos lo mismo. Marta comenzó a alejarse en dirección al túnel. Sabía que su autocontrol se acabaría si seguí así y, con ello, la decisión que había tomado. —Nunca lo dudes. Pero nuestros sentimientos no están hechos para estos tiempos ni para nuestras posiciones —culminó Marta, sonriendo amargamente. —Os alejaréis de mí y de todos. Pero nunca os alejéis de vos misma —terció Laisho, también sonriendo con pena. Marta asintió con gesto emblandecido y se marchó.

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20 LA FORTALEZA DE HIELO La mañana amaneció gris. Un manto de nubes que amenazaban con chubascos se cernía sobre Vuelaflor. Marta cabalgaba sobre Corcel en silencio desde el Palacio Real hasta la puerta principal de salida de la capital. La acompañaba Sajala, que se mostraba tensa. No mediaron más palabras que saludos desde que emprendieron juntas la marcha. Enfundada en ropajes que abrigaban considerablemente y de colores discretos, iba al paso meditabunda. Las calles estaban calmadas a aquellas horas mañaneras pero ciertas voces de habitantes iban surgiendo, despertando. Una neblina les envolvía en el camino. —Sólo os escoltaré —rompió el silencio Sajala. —Claro, ¿para qué iba la reina a sacrificar a su mejor guerrera? —Terció Marta. —Son sus órdenes. —Por supuesto, órdenes de la reina —replicó, dura, Marta. Al llegar a la puerta principal se toparon con una brigada formada más o menos por una quincena de hombres y mujeres soldado. Marta los escrutó y se percató de que parecía que se estaban deshaciendo de ellos. Parecían enclenques, comparados con otros, e incluso ingenuos. Los había o muy mayores o muy jóvenes. Marta no pudo evitar sentir lástima ante la muerte inminente que les traía el destino. De pronto, tres figuras encapuchadas solitarias aparecieron junto a ellos. Marta se llevó una sorpresa al ver que se trataba de Carlo, Sir Waldo y Eresa. —Mi señora, no me dejan acompañaros. ¡Y eso que les he dicho que soy vuestro caballero! —Exclamó Sir Waldo, pareciendo ofendido. 228

Marta se alegró por dentro y sintió una oleada de afecto. —Mis órdenes han sido que te integres en el ejército de la reina Elzia, Sir Waldo. Esta misión no os corresponde. —Como deseéis —repuso, con una reverencia. —Haréis grandes cosas, Sir Waldo —añadió Marta tocándole el canoso cabello. —Os echaré de menos —dijo Eresa, dibujando una débil sonrisa en su joven rostro—. Me han dicho que seguiré siendo doncella en palacio… aunque me temo que el resto de damas de palacio serán más difíciles de complacer que vos. —Lo haréis bien, Eresa. Siempre lo habéis hecho bien —replicó Marta. Acarició su vientre gestante—. Espero llegar a tiempo de ver nacer a tu hijo. —El pequeño está cómodo aquí dentro. Tardará en salir —bromeó Eresa, encogiéndose de hombros. A Marta le alegró verla bromear, teniendo en cuenta lo mal que lo había pasado, y rio. —Debo llevarme a Corcel —soltó Carlo, sin atisbo de emoción—. El agente biológico podría matarlo, Marta. Debéis entenderlo. Marta tardó unos segundos en asumir las palabras del hechicero. Finalmente, desmontó a Corcel que relinchó e hizo una carambola. Marta se despidió de él con palabras de afecto, entendiendo que era lo mejor. —¿Por qué todo esto suena a despedida? —Musitó Marta.

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Sir Waldo, Eresa y ella se abrazaron. Carlo extrajo un pequeño frasco de cristal de color azulado. —Debéis beber esto, mi señora. Los elfos sois inmortales pero vos, al ser mestiza, sois vulnerable hacia el frío y las enfermedades, aunque no os maten. Esto os hará conservar el calor —dijo Carlo, tendiéndole el frasco. Marta asintió y lo agarró. —Vamos, Marta. Nos espera un largo camino a caballo —la urgió Sajala, sonriente. Ella montó en un caballo pardo que le proporcionaron. Acto seguido, bebió el brebaje de Carlo. Entonces, lo notó. Se comenzó a sentir débil, muy débil. La cabeza empezó a darle vueltas y se le fue nublando la vista poco a poco hasta que todo se volvió negro y perdió la consciencia. *** Lo primero de lo que fue consciente fue de una sensación de aturdimiento y letargo con la mente en blanco. Abrió los ojos y se topó con un techo de piedra de color gris oscuro. Se encontró en una cama de colchón duro, con una gruesa manta marrón perlado y todavía enfundada en sus ropajes de abrigo. Poco a poco, fue recordando todo. Carlo le había tendido un brebaje que la había dejado sin sentido pero… ¿para qué? Se irguió, sintiéndose mareada y se encontró en una habitación pequeña de paredes de piedra. El mobiliario era escaso. Había una mesilla al lado de la cama, un sillón al otro extremo y una estantería de madera. Todo estaba descuidado y cubierto por una capa de 230

polvo como lo que no ha sido limpiado en mucho tiempo. La única luz era la que emanaba de un ventanal alto y estrecho, sin cortinas. Marta no pudo evitar reparar que lo único que parecía atendido en aquella estancia era la pila de libros que había en las estanterías. Parecían estratégicamente ordenados. Tomos gruesos y delgados, de colores y oscuros. Sacudió la cabeza y llenó los pulmones de una bocanada de aire gélido. Vio dos sobres en la mesilla que estaba a su lado. Se dio la vuelta, rápido, para agarrarlos. Uno era una carta de la reina Elzia y, otro, una carta de Sajala. ¿Qué había pasado? ¿Qué hacía allí? ¿No se suponía que tenía una misión? ¿Porque nadie le había dicho nada? Supuso que las respuestas podría encontrarlas en esos sobres amarillentos y se dispuso a abrirlos. Estimada Marta, Soy la reina Elzia. Me imagino que estaréis confusa en estos momentos. El plan ha tenido que marchar de esta manera para que tuviera éxito. Resulta que nos hemos enterado de que el príncipe Reidos, en persona, iba a participar en el combate de la Fortaleza de Hielo. Así pues, debía surgirse una batalla que culminaría con el ataque biológico del reino del Este. Para que funcionase, había que hacer al enemigo adentrarse en la fortaleza y el ataque biológico. Sí, he sacrificado soldados de los míos. Pero también espero matar enemigos y, quizás, también a uno de los más peligrosos: Reidos. Os preguntaréis porqué no habéis sido informada. La respuesta es que vos sois muy honrada y tenéis grandes principios. Cosa que admiro y aprecio. No obstante, en esta situación podrían haber sido vuestro impedimento. Conozco vuestro genio e ímpetu y, podría ser, que dificultarais el plan. Lamento las molestias. Sabed que no habéis sido traicionada. La guerra conlleva decisiones difíciles. 231

Esta ha sido una de ellas. Sajala os seguirá informando sobre lo que ha ocurrido en la Fortaleza de Hielo que es donde estáis ahora. Saludos de la reina. Querida Marta, Soy Sajala. Supongo que la reina os ha informado del plan. Todo ha salido bien. Perdimos soldados nuestros pero logramos rechazar el ataque y matar a todos los enemigos del reino del Este. Entraron y sucumbieron a su propio ataque biológico. En fin, he dicho todos… Todos menos uno. El príncipe Reidos había tomado un antídoto y no ha muerto. La buena noticia es que conseguí reducirlo y atarlo. Si hubiese podido me lo hubiera llevado conmigo a Vuelaflor como rehén pues la reina lo quiere vivo. Pero he tenido que marchar lo más rápido posible ya que la protección que me proporcionó el hechicero Carlo era de poca duración. Reidos está inconsciente en la habitación que tenéis al lado. En dos días, en cuanto pase el ataque biológico, iremos a por vos. De momento estaréis sola en la fortaleza y ahora Reidos es vuestro rehén. Es mejor mantenerlo vivo pero no dudéis en matarlo si es necesario. Es peligroso, muy peligroso. No le desatéis ni le permitáis salir de su cuarto. Así pues, vuestro cometido es velar por él. De todas formas, no corréis peligro. Son tierras de hielo y frío y vos sólo sucumbís ante el fuego. Con cariño, Sajala. Marta arrojó los sobres al suelo, enfadada. Se sintió estúpida. Por mucho que intentasen convencerla de lo contrario, había sido engañada. Orquestaron todos a sus espaldas un plan en el que no le dejaron intervenir para meterla en otro sin pedirle su permiso o su opinión. Resopló frustrada. 232

Pensó que la reina se hacía ver como una persona justa y principios morales nobles pero realmente tenía una justicia a la carta. Trataba su modo de ver la justicia muy a su manera. No le importaban los medios para alcanzar un fin. Todavía no se creía lo que había hecho con ella. La reina pacifista nunca había perdido una guerra. A Marta no le extrañaba, a la hora de la verdad era capaz de todo. Soltó ella sola una risa sardónica y se sintió tonta. Aún encima debía velar por el que parecía ser el rehén más importante del reino. ¡Ni más ni menos que Reidos! El famoso Reidos…Decidió que debía ponerse en actividad para despejar la mente y cumplir sus cometidos. Se acercó a la ventana y se asomó, inmediatamente azotada por una bofetada de aire gélido. Pero lo peor era el silencio. Un silencio atronador tan sólo interrumpido por ráfagas de viento helado. Sin embargo, en cuanto bajó la vista, vio lo peor. Cadáveres. En el centro de la fortaleza yacían decenas de cadáveres de soldados, hombres y mujeres de diferentes bandos que nadie se había preocupado de sepultar. Marta alzó la mirada rápidamente para apartar aquello de su vista. Lo que vio no fue mejor. La fortaleza se extendía en rectángulo de muros de piedra grisácea algo bajos pero gruesos y, sobre los muros, más cadáveres. Estos eran más grotescos. Estaban dispuestos en palos, dando la impresión de que eran soldados en guardia cuidando la fortaleza. Marta ahogó una arcada y desvió la vista de nuevo al interior de la habitación.

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Se desplomó en el suelo, encogiéndose sobre sus rodillas. Todo era terrorífico. Pero también debía de intentar pensar que, quizás, tanto Sajala como la reina tenían razón. Tuvo ganas de cumplir su cometido de manera correcta y, al llegar a Vuelaflor, tener una buena charla con la reina y limitarse a esperar qué ocurría con la guerra para no volver a intervenir. Bien era cierto que las guerras conllevan acciones duras pero Marta no sabía si sería capaz de aguantar más. No obstante, se había pasado toda la vida haciendo maletas para viajes que no le llevaban a ninguna parte aunque ella hacía por su crecimiento personal y por su propia actividad y ganas de ver mundo. Quiso exigirse que ese era otro viaje más. Debía estar a la altura de la situación. Volvió a reparar en aquellos libros tan ordenados y se acercó a la estantería para echarles un ojo. Se alegró al comprobar que los libros trataban sobre temas élficos. Recordó que Carlo le había dicho que en aquella fortaleza encontraría pistas e información sobre el tema. Eran cinco tomos. Pensó que la luz de aquel cuarto era escasa para leer y los agarró para salir al corredor, donde vio otra cosa. Pudo comprobar que en las paredes del corredor había inscripciones en lenguaje élfico. Fue recorriéndolo sin soltar los pesados libros y encontró símbolos en todas partes. Echó en falta a Carlo, él entendía élfico. Por suerte, comprobó que uno de los libros tenía un leve diccionario de élfico. De pronto, se sintió animada. A lo mejor no era tan malo estar allí. Parecía estar encontrando lo que buscaba. Abrió la puerta de al lado que estaba iluminada con antorchas ante una noche que ya se estaba cerniendo. Dio un respingo y se le cayeron los libros al suelo cuando se encontró con 234

su rehén echo un ovillo, inconsciente y amordazado en una esquina sobre el frío suelo de piedra. Marta recogió rápido los libros y los depositó sobre una mesa. Esta habitación no era tan distinta de la otra. Contaba con una amplia y cálida cama, una mesa con sillas de madera y un ventanal sin cortinas. También había una estantería con vasos, platos y provisiones entre los que se encontraban unos cubos de agua. Parecía todo demasiado bien planificado. Se fijó en Reidos. Era un hombre alto y fuerte. Tenía el cabello castaño cenizo y una piel bronceada. Se sintió incómoda y deseó que no despertase. Fue directa a la ventana y clavó la vista en el cielo constelado. Un recuerdo brotó de pronto en su mente: Laisho. ¿Qué sabría él de todo? ¿Estaría al tanto del plan? ¿Lo habría permitido de saberlo? Algo le decía que Laisho no había sido partícipe de la estratagema de Elzia. Y allí, entre la ventisca y estrellas que salpicaban el firmamento entre las nubes, lo echó de menos. Deseaba hablar con él. Sacudió la cabeza, volviendo a ser consciente de su decisión. Él era un rey a cargo de un pueblo en tiempos de guerra. Su relación no podía funcionar… Algo la apartó de sus pensamientos y su ensimismamiento. Escuchó un gruñido a sus espaldas. Se dio la vuelta rápidamente y contempló como Reidos iba volviendo en sí. Sacudió la cabeza mientras gruñía, haciendo bailar su maraña de pelo castaño ceniza. Marta permaneció inmóvil, observándolo. Reidos movía la cabeza a sacudidas y pestañeaba con fuerza. Parecía no saber exactamente dónde estaba. Dejó de gruñir para empezar a toser y, de repente, abrió los ojos. Recorrió con la vista todos los puntos de la habitación. De pronto, se tranquilizó y detuvo sus movimientos para fijar su vista en Marta. 235

Marta desenvainó su espada, apuntándolo, y le devolvió la mirada. Sus ojos eran ámbar y se debatían entre una tonalidad dorada y otra verdosa. Reidos la observaba fijamente y esbozó una sonrisa con sus finos labios. —¿Qué queréis? —Exclamó Marta, lo más firme que pudo—. Estaos quieto. Sois mi rehén. Reidos siguió sonriendo y, a continuación, comenzó a señalar con la cabeza los cubos de agua. Marta dibujó una sonrisa temblorosa en su rostro, intentando ponerse a la altura de su prisionero. Reidos permanecía inmutable y proseguía en señalar el agua. —¿Queréis agua? —Preguntó Marta. Reidos asintió con la cabeza. Aquellos ojos… penetraban a Marta y tuvo que apartar la vista. Se dio la vuelta, ignorándolo. Comenzó a gruñir de nuevo y Marta resopló. No iba a ser un rehén fácil. Odió de nuevo a Elzia y pensó que si quería matar a Reidos iba a tener que hacerlo ella misma o cualquiera de sus hombres. Mientras tanto, cumpliría su indeseado papel de vigilar al peligroso e importante cautivo. Así pues, agarró un vaso de cristal que había en una estantería y lo llenó bruscamente de agua. Reidos le dedicó otra sonrisa, tapada por la mordaza, y Marta se acercó a él, apuntándolo con la espada. Él intentó asomar los labios pero el trapo que tenía en la boca se lo dificultaba. Marta derramó el agua sobre su boca. Consiguió que Reidos se atragantara y tosiera. Se dio cuenta de que si no le quitaba la mordaza era imposible que consiguiera beber. Resopló ante la mirada brillante de súplica de Reidos y le quitó el trapo. El príncipe bebió con ansia el agua que Marta le proporcionó. La muchacha estaba dispuesta a volver a amordazarlo pero Reidos habló antes: 236

—Quizás deberíais matarme. Marta clavó su vista en él, cogida desprevenida. Parecía tan tranquilo a pesar de la situación. No semejaba ser aquel asesino monstruoso del que le habían hablado. Era más, tenía un rostro afable y cálido a la par que duro. Seguía sonriendo, inquietando en parte a Marta. —Quizás lo haga, pero ahora no —respondió ella. —No lo haréis —replicó sereno—. Más agua, por favor. La guerra da sed. —Bebe —terció Marta, resignada. —No tenéis ojos de asesina —dijo al acabar de beber un gran trago. —¿Ah, no? No sabéis de lo que soy capaz —replicó ella, apartándose con cautela. —Sé de sobra que sois capaz de grandes cosas elfina —respondió divertido. Había algo de pícaro en su mirada—. Pero, ¿matar? —No me llaméis así. No soy ninguna elfa. No sabía hasta qué punto se estaba sucediendo la situación y ni hasta qué punto aquel hombre la conocía. Una parte de ella le decía que era inútil intentar engañarle pero no se lo iba a poner tan fácil. —Disculpad, mi señora captora —graznó petulantemente—. Resulta que sé de sobra que sois la elfa a la que llaman “Esperanza Alada”. Sino… estaríais muerta. —Como el resto.

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Marta se sentó a una distancia prudente y no pudo evitar evocar los sentimientos que le despertaba la situación. —Podría ayudaros. Marta giró su mirada hacia el príncipe Reidos, frunciendo el ceño. —¿Ayudarme? ¿No os veis? ¿Creéis que estáis en posición de ayudarme? —Entiendo que no estoy en el mejor de mis momentos. Preso, amordazado y atado… —reconoció como quien habla del tiempo—. Pero sé que buscáis. Marta quedó un instante callada. Dudó si volver a amordazarlo o escuchar lo que tenía que decirle Reidos. Finalmente, ante el aburrimiento y la falta de compañía, dijo: —Iluminadme. —Estáis buscando información sobre los elfos. —¿Qué os hace pensar tal cosa? —Ver ese montón de libros de gestas épicas… Pero, os diré una cosa, si leéis lo que todo el mundo lee, simplemente sabréis lo que sabe todo el mundo. Marta sacudió la cabeza incómoda. No obstante, iba a tener que aprender a tratar con ese hombre los siguientes días si no quería volverse loca de soledad y, además, había conseguido despertar su intriga. —¿Qué sabéis vos? —En mi reino siempre ha habido gran admiración por la cultura élfica. Se remonta hace siglos. De hecho, el reino del Este era vecino del antiguo pueblo élfico… —relataba. Su 238

voz era firme y agradable. Parecía hacerse escuchar sin apenas esfuerzo, sobreponiéndose a las condiciones que lo rodeaban. A Marta no le costó imaginárselo dando arengas a sus soldados—. Resulta que si soy tan famoso estratega es porque me encanta leer, me fascinan los libros y, en fin, muchas veces he dado con libros sobre elfos—. Hizo una pausa, como reparando mejor en ella—. ¿Sabéis? No sois tan guapa como pensaba que sería una elfa… —Hablad. —En esos libros encontraréis hazañas de elfos adornadas por la gran imaginación de sus autores—. Marta asintió, interesada—. Aunque… ese tomo escarlata… ahí creo que van más al meollo del asunto hasta hablar de los elfos de la luz… y los elfos oscuros. —Os escucho —lo animó a seguir. —¿Por dónde empezar? —Decía Reidos, alzando la vista y sacudiéndose en sus ataduras—. Los elfos de la luz estaban sumidos en su propio mundo mientras que los elfos oscuros se mezclaron con humanos en asuntos turbulentos. Cuentan muchas fuentes que fue el conflicto entre ambos el que exterminó la raza. Marta lo escuchó absorta. Realmente Carlo había tenido razón afirmando que en aquella fortaleza de Hielo iba a encontrar información relevante sobre los elfos. Eran ya muchos indicios. Las inscripciones, los libros y ahora las revelaciones de Reidos. Se sintió más animada. —Está bien —repuso Marta, irguiéndose—. La verdad que tenemos mucho tiempo por delante y, vos, mucho que contarme—. Cogió el tomo escarlata que le había mencionado y lo puso sobre sus piernas dobladas en el suelo—.Tomad. Informadme. 239

21 CONVIVENCIA EN EL INVIERNO Reidos, muy tranquilo, a pesar de su situación, le comenzó a relatar a Marta lo que escondía aquel libro entre sus palabras. Hacía pocos siglos, los elfos se dividieron. Hubo dos bandos: los elfos de la luz y los elfos oscuros. Los elfos de la luz eran pacíficos y se mantenían ajenos al continente en su reino, cuidando de su cultura y guardando silencio al resto. Los elfos oscuros se rebelaron. Eran soberbios, como todos los elfos, pero su orgullo los quiso hacer partícipes de las hazañas y gobiernos de los humanos. Así pues, los elfos oscuros, tras una intensa batalla donde la población élfica mermó considerablemente, se acercaron a dirigentes. Aconsejaban a reyes, apoyaban a guerreros y surgió la estirpe de los mestizos. Se mezclaron entre los humanos, aunque siempre intentando ostentar poder. Descubrieron a los hechiceros que eran humanos con un don especial para temas de magia, parecidos a los a los de los elfos mismos. Los animaron, los educaron y los incluyeron como consejeros de tantos gobernantes humanos que había en aquella época. “Carlo”, pensó inevitablemente Marta. No obstante, llegó el punto en el que los elfos de la luz vieron que los elfos oscuros se estaban entrometiendo demasiado en las vidas de los humanos y demás criaturas mágicas y decidieron actuar. Hubo una guerra entre elfos de la luz y elfos oscuros. Dicha guerra tuvo lugar en su propio reino, para no involucrar al resto del continente en su lucha. Los elfos de la luz vencieron. Pero entre las bajas de la guerra y su dinámica que los mermaba entre ellos su población se vio muy reducida. Los elfos oscuros supervivientes lanzaron otro ataque, esta vez suicida, al reino de los elfos de la luz. Entonces, el reino quedó muerto y oculto.

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Era un paraje relegado a su pasado y a las maldiciones e historias de terror. Los elfos restantes vagaron por el continente. Eran perseguidos por hechiceros que querían arrebatarles su poder e influencia. También hubo otros hechiceros que ayudaron a otros elfos a exiliarse. Por lo tanto, entre elfos que se exiliaban y elfos que fueron asesinados, hacía ya un siglo que no existían elfos vivos en el continente Frondoso. “Carlo sería de los magos que ayudaron a elfos”, supuso Marta. Los hechiceros lograron su propósito y ocuparon el lugar en el poder que hasta el momento habían ostentado los elfos. —Y entre vítores y aplausos, muere el mayor reino élfico de la historia de este mundo —concluyó Marta, interesada por la narración. —El único, de hecho —terció Reidos, encogiéndose de hombros. —Y entre escenas de sangre un bando vencerá y se hará con el gobierno del continente: o el vuestro el mío. O el que era mío o sigue siendo. Marta reflexionaba. Le sorprendía que había sido mucho más revelador lo que le había contado el príncipe Reidos, su enemigo, que lo que le había contado Carlo. Le dio la impresión que aquel continente siempre había estado azotado por guerras y, en aquellos momentos, ella era clave en otra. Sacudió la cabeza ya que en La Tierra pasaba lo mismo. “Hay cosas que no cambian entre mundos”. —¿Dudáis acaso? El mundo avanza. Tú decides si avanzar con él. Seguirá avanzando de todos modos. Las palabras de su cautivo la sacaron de sus cavilaciones. Lo miró abriendo mucho los ojos.

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—Sería mejor que avanzara sin derramamiento de sangre inocente. ¿Qué os tendré que decir a vos? Sois conocido como uno de los mejores estrategas en guerra. —Corrección: el mejor —dijo—. Gracias —, añadió, despreocupado—. Me gusta la guerra. Soy bueno en ella y la muerte cercana me hace sentir más vivo. Reidos movió el cuello, haciendo bailar su mata de pelo castaño. Marta se sentía ligeramente intimidada. No había tenido instrucciones claras y, su supuesto prisionero, parecía muy tranquilo. Demasiado tranquilo. Como si hubiera algo que él sabía y ella desconocía, bajo su control. “Esconde algo”, se dijo. —Eso os convierte en mala persona —habló Marta tras una pausa. Intentó escrutar el rostro de Reidos para encontrar algún indicio de peligro o preocupación. Algo que le diera una pista de sus intenciones. —El ser humano es malo de nacimiento. No sé cómo seréis los elfos —contestó sin enfatizar ninguna palabra. Como si fuera lo más normal del mundo encontrarse a solas en una fortaleza llena de cadáveres, atado y prisionero, sin más compañía que una elfa. —Te equivocas. El hombre tiende a ser bueno, pero el mundo le hace daño y lo corrompe. Marta quiso seguirle la corriente. Podría volver a amordazarlo, ahora que le había sonsacado la información, pero algo en ella no quería. Había algo que sí le sorprendía en su expresión: la calidez de su mirada. Ella imaginaba a un asesino frío, pero notó un atisbo de compasión en sus ojos dorados. —Esa manera de pensar os honra u os hará acabar convirtiendo en una mártir. —¿Y a vos? ¿Un asesino? 242

Reidos se movió un poco y puso la vista en blanco. —Depende del bando vencedor —graznó tras una tos—. Vendrán más batallas y yo las mereceré, así es la guerra elfina—. Concluyó, lanzándole una mirada profunda—.Hay que decir, que esta guerra está muy igualada, de momento. Marta se recostó sobre la pared y suspiró. Decidió que era inútil tratar de averiguar qué pretendía exactamente ese hombre. Algo le decía que ocultaba cosas y había estratagemas en él. Pero realmente le estaba dando cierto sentimiento de confianza y de comodidad. Todavía se sentía dolida por el plan de la reina Elzia y algo en su interior gritaba en rebeldía. Sentía una rabia algo reprimida y decidió que no pasaba nada por intentar tratar de la manera más correcta posible a uno de los mayores enemigos de Vuelaflor. —Ahora mismo soy testigo en la distancia —dijo Marta. —Tanto temer a la distancia y nadie teme la cercanía, que es más peligrosa —terció Reidos con voz queda. Marta lo miró fijamente. —Sois un tanto desconcertante. —¿Qué imaginabais de alguien con fama de asesino como yo? —Inquirió el príncipe, haciéndose el ofendido—. ¿Quizás colmillos y garras? Si pensáis en loco de aspecto hosco fijaos en mi hermano, gobernando con mano de hierro y acero letal. —Y aun así, vuestros súbditos os siguen —siguió la conversación ella—. No lo entiendo. ¡Gobernáis para los más poderosos dejando a vuestra gente en la miseria y crueldad y… os siguen! 243

—La propaganda ha hecho mucho por la causa de mi hermano, Osles —reconoció, esbozando una sonrisa burlona—. Y veo que también lo hace por vuestra reina y, aun encima, vos sois un elemento de ello. Marta se puso seria y oscureció su semblante. —No intentéis alejarme de mi reina. No lo conseguiréis. Reidos le sonrió y suspiró como quien se está armando de mucha paciencia. —Algo me dice que os estáis alejando vos misma. Intuyo lo que os ha hecho. Pobrecita. Aquellas palabras sentaron a Marta como una bofetada. De hecho, sintió el impulso de darle una bofetada pero se contuvo. —No sabéis nada, por suerte —replicó, intentando que no se notara su desconcierto. —Vi vuestro cuerpo inconsciente en la habitación de al lado mientras esa chica fuerte, la guerrera, me traía. Supe quien erais. Os ignoré. Decidí no embarcarme a mataros —confesó ante el aturdimiento de Marta. Aquel hombre la había cogido con la guardia baja y la estaba desarmando psicológicamente—. A decir verdad, me intrigabais. —Os haría falta fuego para matarme, cosa difícil aquí. Pero gracias por vuestra… compasión —Contestó, burlona. —Te quiero como enemiga. Al fin y al cabo… Siempre nos acabamos pareciendo a nuestros enemigos.

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—Es uno de los piropos más raros que me han hecho en mi vida —dijo ella ante el sonriente rostro de Reidos. Estaba más relajada y estaba disfrutando de la charla, por muy disparatada que fuera la situación. Decidió bromear. —¿Sólo uno, en serio? ¿No el qué más? —Reidos arqueó una ceja y rio. —Te sorprendería la de tonterías que podéis decir los hombres. Entonces Marta se dio cuenta de lo que había realmente en aquella desconcertante mirada de Reidos. Algo que la alarmó y enterneció al mismo tiempo. Reidos pareció adivinar lo que pensaba porque dijo: —Soy transparente. Mi mirada habla. Cuando un hombre ve ira en mis ojos sabe que estoy enfadado de verdad —pronunció. Esta vez con más gravedad y atisbo de peligro en su voz—. Cuando un hombre ve muerte en mis ojos sabe que morirá. Y tú, pequeña elfa, ¿qué ves en mis ojos? —Algo que preferiría no ver. Marta sintió que enrojecía pero puso un semblante duro. Se apartó un poco más de su prisionero. —Amor. Cuando alguien ama no lo elige. Es un rayo que te atraviesa, queriendo todo de la otra persona. Su luz y oscuridad. Sus alegrías y tormentos. Lo bueno y lo malo. Amar no es darse un beso y ser felices para siempre. Amar duele, es una lucha más dura que la guerra—. Confesó sin reparos y sin pudores. Marta se sintió mal. Se sentía utilizada. ¿Estaría jugando con ella? Al fin y al cabo, era un hábil estratega de guerra—. ¿Qué veías en los ojos de Laisho? ¿Es que acaso rompió ese corazón y no pudiste recomponerte? 245

—Los ojos de Laisho fueron la luz y el amor más sincero que jamás vi. Mató a alguien que no quería que matara. Alguien que me salvó la vida —dijo Marta, sin pensar. “No le debí haber dicho esto”. Le desconcertó que Reidos supiera de la relación entre Laisho y Marta. Aunque aquella relación entre el joven rey y la elfa era un secreto a voces. No obstante, más que apuro, Marta sintió dolor. Le dolía recordar a Laisho y su reciente ruptura. —Entonces yo te rompería el corazón continuamente. Y cualquier soldado en el continente—. Marta resopló. El príncipe Reidos le habló en un susurro—: Despierta. —He de reconocer que vuestras palabras son como el canto de una sirena. Entran por el oído y llegan al corazón. —¿He tocado ese corazoncito? —No de la manera que queréis. Marta se levantó y se sentó en la cama. Era dura y las mantas de las que disponía parecían muy viejas. Se sirvió un vaso de agua deseando tener cerveza cerca o quizás algo más fuerte. —Vamos, la sociedad nos educa para que en la historia del mundo seamos personajes planos —prosiguió Reidos, envuelto en un halo de misterio—. Para todos el mismo plan maestro: crecer, estudiar, trabajar, enamorarse y formar una familia hasta la muerte. ¿No es más emocionante salirse de las líneas y darle emoción a tu vida? Lo nuestro sería una historia digna de contar en una gesta. Marta chasqueó la lengua y lo miró con desprecio. 246

—Dudo que haya algo de sincero en vuestro sentimiento. He conocido muchos hombres como vos. Soy un reto. —¿Reto? Siempre he vencido todos los retos. No sois un reto. Hay algo en vos… una luz. —Callaos si no queréis que os amordace de nuevo —amenazó con voz firme. —Hagamos un cambio, un trueque, una tregua. Tú me das tus amaneceres y yo mis ocasos. Tú tu sol y yo mis tinieblas. Nadie me advirtió de lo que sería contemplarme en los ojos de una elfa. Vos sois una salvadora y yo un asesino. Marta tardó en responder. Había algo con Reidos que hacía que acelerase su corazón. Admitía que era un hombre atractivo: musculoso, de buena apariencia. Además era muy inteligente y fuerte. Aún encima, sentía una química con él que notaba con poca gente pero… “¿qué andas pensando, tonta? ¡Es un asesino! ¡Es uno de los principales enemigos del reino de Elzia!”. —¿Es así cómo queréis pasar vuestros últimos momentos? —Habló, finalmente. —Quizás no son los míos, quizás son los vuestros. Hace frío, ¿no? —Repuso él, tan tranquilo. —Deberíamos dormir—. Marta quiso dar la conversación por finalizada—.Ten, una manta—. Le lanzó una—. No estarás cómodo pero al menos no te morirás de hipotermia. —Pero sí de aburriemiento —suspiró mientras Marta lo tapaba lo más rápido que pudo y él le guiñó un ojo para luego cerrarlos.

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Marta no daba conciliado el sueño. Parecía que Reidos tampoco. Estaba demasiado incómoda en ese colchón tan duro y se moría de frío. Aquellas mantas no abrigaban apenas. Maldijo en sus adentros a la reina y a Sajala. Por lo menos, ya que habían tramado aquel plan para ella, le debían haber aportado más comodidades y facilidades. Otro asunto era lo incómoda que estaba en presencia del príncipe Reidos y su afilada lengua. Desconfiaba completamente de él pero había algo más. Le agradaba. Le gustaba su juego. No obstante, todavía era mucho más intenso el sentimiento que albergaba en su corazón por Laisho. Las palabras de Reidos la habían hecho reflexionar. Debía ser más indulgente con él y sus tareas de gobernante. Laisho era realmente un hombre ejemplar. Aquel amor que aún dormía en ella era más fuerte que la tontería que Reidos había despertado en ella y eso la reconfortó. Inspiró una gran bocanada de aire pero estaba tan helado que taladró sus pulmones y le hizo toser. —No dais dormido —dijo Reidos, para su incomodidad. —Desde luego que no mientras sigáis siendo tan pesado. —¿Sabes que tienes complejo de insolente? —Eso dicen. —Hay una manera de entrar en calor. Ambos —Marta lo miró—. Venid conmigo. No hay nada mejor que el calor humano. —¿Bromeáis? —Chilló Marta. —Vos veréis. Desperdiciad la oportunidad de sentir a un hombre tan atractivo… —Marta rio, ante lo absurdo—. ¡He conseguido que os rierais! Me gusta vuestra risa. Es cantarina. 248

No le quedó otro remedio que admitir que tenía razón. Estaba exhausta, con muchos asuntos en la cabeza y necesitaba descansar. Con aquel frío se le antojaba imposible y sabía por experiencia en sus estudios de medicina que el calor humano era muy efectivo. Quizás no estaría durmiendo cómoda pero podría ser que más calor y una charla que despejase su mente la animaran. —Está bien, pesado. A ver si consigo así dormir, olvidarme de toda esta situación y manteneros con la boca cerrada. Se sentó a su lado y tapó a ambos con dos mantas. Sintió mucho más calor de repente, pero todavía sin atisbo de sueño. —Vuestra actitud dice que no estáis contenta con la situación… ni las decisiones de vuestra querida reina —dijo Reidos, que parecía despejadísimo—. La reina Elzia. La reina que no ha perdido ninguna guerra. Suena interesante medirse con ella en batalla. —Callad. Quiero conciliar el sueño —repuso Marta, cerrando los ojos. —Vamos, tendréis una historia, dama élfica. Todos tenemos una. Decidió que sería imposible dormir hasta que a aquel hombre le entrase el sueño y procedió a contarle su vida. No tuvo reparo en contar todo, desde su infancia a su edad adulta. Sus estudios, sus viajes, sus experiencias… Reidos la escuchaba, paciente, sabiendo cuando intervenir y cuando poner expresiones apropiadas. Marta se sintió arropada y entendida. —No somos tan diferentes, ¿sabes? —concluyó el príncipe cuando Marta guardó silencio—. He tenido una vida como la vuestra. De un lado al otro. —Batallando y matando —quiso corregirlo Marta. 249

—Batallando, matando… y aprendiendo a no implicarme ni acercarme a la gente. Viajando y sin sentirme parte de ningún lugar. —Parece que sí nos parecemos en algo. Os entiendo perfectamente. Es curioso, a medida que arañas el poder debes aprender a marcar distancia y a no tener amigos. —Brindo por tu reflexión —dijo Reidos, tras dirigirse una mirada significativa. —Sí, Laisho decía que no confiaba en nadie, que sólo apostaba por la gente… No fue capaz de hablar de Laisho. De pronto, se sintió mal. Aun le quería pero se encontraba acurrucada en el fuerte cuerpo de uno de sus mayores enemigos. Tuvo ganas de llorar y ladeó el rostro para que Reidos no la viese. —Tú y Laisho os queríais mucho. Y aun os queréis —pronunció Reidos, con voz suave. —Supongo. Es sólo que… no deberíamos. Ostentamos posiciones difíciles en tiempos difíciles… —explicaba, torpe, la elfa—. No debería estar contándoos esto. —Yo no tendría problema en mantener una relación con vos aun siendo quien soy. Se miraron un rato largo hasta que Marta volvió a apartar la vista mientras ambos cruzaban las piernas a la vez. —Me huelo una estratagema en vuestras palabras. —Tendéis a juzgarme mal. Todo el mundo —terció, más nervioso que hasta aquel momento—.También me sinceraré… en serio… lo merecéis. He tenido muchas mujeres a mis treinta años. Pero nunca ninguna como vos que me hiciese ver el monstruo asesino que soy. 250

—Anda ya. —De verdad —. Los ojos ámbar de Reidos brillaban. Marta los escrutó y le conmovió ver sinceridad—. Soy el mejor en mi campo pero cada día soy consciente de las atrocidades que estoy causando. Familias destrozadas, pueblos invadidos, vidas matadas o desprovistas de su paz… —¿Os sentís culpable? —Muchas veces. Otras veces caigo en la maldita vanidad. Marta le sonrió y le dirigió una mirada compasiva. —Toda la vida he sabido reconocer las intenciones de la gente. Creo vuestras palabras. —Me gustáis —añadió, sin rodeos. Marta suspiró, de nuevo. Volvía a pensar en alejarse de él y dar la charla por terminada pero algo en ella la ataba a Reidos y su charla. —Sois un asesino… —Aún recuerdo el día en qué me convertí en eso. —¿En asesino? —Preguntó, sorprendida. —Sí. Mi padre toda mi infancia vio en mi a un muchacho hábil en tareas físicas e, incluso, inteligente. Me metió rápidamente en una escuela militar de la capital. Con catorce años, me inscribió sin mi permiso en un torneo de lucha a muerte. Cómo le divertían… —decía, pensativo—. Disfrutaba viendo las maneras de matar a cada guerrero. Yo me negué. Pero me lo dejó bien claro: o participas o te mato yo. 251

—No… —Participé. Éramos todos unos críos de la academia. Mi primer contrincante era un chaval fuerte y ancho que, de hecho, era mi amigo. Ninguno tuvo piedad. Me hirió varias veces, dejando cicatrices, como esta—, señaló su mejilla izquierda—. Lo maté. Lo degollé y no sentí nada al ver su sangre tiñendo de rojo el patio ante el clamor del público. Se hizo una pausa tensa. Parecía que Reidos esperaba la reacción de Marta. Rompió el silencio con una pregunta que tantas veces le había intrigado: —¿Qué sentiste? —Eso. Nada. Era lo que debía hacer—. Se encogió de hombros—.Vinieron más contrincantes y los fui matando a todos. Una parte de mí decía que aquello estaba mal pero era más fuerte ver el orgullo de mi familia y el clamor del pueblo. Me convertí en un héroe. No sé cómo lo llevarás tú pero… la gloria, la fama… es una inyección de droga, de adrenalina. Una vez que se prueba quieres más. Claro está que algo en mí me dijo que no participase en más torneos de lucha. No quería volver a matar de aquella manera tan gratuita —siguió narrando—. Que ese trabajo sucio fuera para otros… Pero estudié mucho sobre historia, guerra y estrategia y, con dieciséis, mi padre ya quiso ver mi destreza en mandos militares. Es como el niño que aprende a nadar arrojándolo al agua. O nadas o mueres. —Es horrible… Sois horrible… Aunque, claro, os han hecho así. —Sí, suena horrible. Hasta yo lo reconozco.

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—Va a ser cierto que reconocéis que sois un monstruo —musitó Marta, esbozando una ligera sonrisa. —Las siguientes muertes eran como anestesia. Dormido ante lo que significaban. Pero viajé mucho como estratega y vi mucho mundo. Vi otras culturas y costumbres. Siempre quise pensar que podría haber otro mundo para mí. Un mundo donde no tuviese que ser asesino para ser alguien o… tan solo… sobrevivir… vivir. —Uníos a Elzia —lo urgió Marta. Sabía que era sincero. Una parte de ella clamaba por escapar de él y de sus palabras que bien podrían ser estrategia. Pero otra parte de su ser creía en él. —Eso es imposible. Mi lugar está con mi sangre. Justamente un pacto sellado con sangre desde mis catorce años. Y, aunque lo intentase, sería asesinado o preso. Muchas veces dudé de las verdaderas intenciones de vuestra reina. En vos veo que son ciertas —clavó sus ojos dorados en ella—. Veo en vos justicia y bondad. Es evidente que realmente lucháis por un mundo mejor. Os deseo suerte. —Siempre hay perdón. Os creo. Puedo verlo —se sinceró Marta. —Para mí no hay penitencia posible, elfina. Mi alma está condenada —replicó, tranquilo, Reidos. —No es justo. Quizás si aportaseis información valiosa a la reina os perdonaría. Reidos soltó una risotada.

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—En el caso de saber lo suficiente. Mi hermano Osles sólo confía en Niara para la información importante. Yo sólo soy la mano ejecutora de las batallas que le hacen ganar poder. Se sucedió otro silencio. Marta iba haciéndose consciente de lo importante de las revelaciones de Reidos. —Veo en vos ciertas cosas familiares. Mis padres murieron siendo yo muy pequeña pero nunca olvidaré su cariño. Y esa mirada que compartís de llevar una pesada carga—, añadió—. Ahora ya sé a qué se debe. Ser los últimos elfos… perseguidos… Exiliados. —La cuestión es saber qué hay que hacer, qué se debe hacer y qué se debe hacer —replicó él, en tono profesional. —Eso me lo ha dicho Laisho. —Eso lo dicen en cualquier escuela militar del continente. —Os llevaríais bien. —Nos mataríamos. Literalmente —. A pesar de la gravedad de la afirmación, ambos rieron—. Sobre todo con una mujer fuerte, inteligente y llena de luz y bondad como vos de por medio. La risa de Marta cesó de inmediato. —Me han engañado. Sois consciente. Sé que sois consciente. Y, aquí estoy, desahogándome con mi principal enemigo.

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Era inevitable. Marta sucumbió al llanto. Era raro que ella llorara. No recordaba la última vez que había llorado. Pero allí sola, sin más compañía que un asesino, se desplomó derramando lágrimas sobre el pecho del príncipe Reidos. —No os derrumbéis —dijo él con dulzura—. Luchad por vuestra causa. Lo habéis hecho mejor que nadie. Sois luz, sois pureza. Sois una inocencia fuerte y valiente. Sois la verdadera líder… —¿Me animáis a que siga siendo enemiga? —Preguntó ella, sollozando. Reidos no respondió—.Quiero creeros. —Creedme. Llevo mucho tiempo entre oscuridad. Es entonces cuando necesitas ver la luz. Vuestra luz… Sintió mucha rabia. Mucho odio a todos los que la habían engañado. Tenía ganas de seguir llorando, de dar golpes, de gritar… Pero, en lugar de hacer eso, besó al príncipe Reidos en sus gruesos labios.

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22 TEATRO Marta se deshizo del beso en apenas segundos. Se mantuvo sentada bajo las raídas mantas junto a Reidos. Sentía su mano en la espalda, seguido por un abrazo que parecía querer salvarla. Clavó la vista en el suelo, paralizada. No se resistió a sus fuertes brazos pero tampoco le correspondió. ¿Estaba siendo un asesino con ella? Algo rápido hizo que Marta se irguiese y alejare, como temiendo un peligro inminente. Los brazos de Reidos seguían atados por las muñecas pero eso no le impidió atraerla a sí. El príncipe no decía nada y Marta tuvo que desplomarse, sentada, sobre la dura cama de aquel cuarto que los tenía cautivos a ambos. Porque se dio cuenta de que realmente era así. La supuesta carcelera con su supuesto rehén cuando eran dos cautivos los dos. No vio señal de posible ataque o movimiento en Reidos. Estaba callado, todavía amordazado, mirándola con sus ojos miel brillando de sentimiento. —Dicen que el fuego es lo único que me mata. Nadie ha dicho nada sobre las llamas de la pasión —habló Marta sin reparar en el sentido de sus palabras. —Y, aquí estamos, entre las cenizas de una mazmorra de hielo, sin más compañía que hileras de cadáveres —respondió él. Recuperó su semblante seguro. —Eres solo un juego —soltó Marta, mirándolo con sus oscuros ojos teñidos de dolor. —Tú no eres ningún juego para mí —respondió, muy serio—. He de reconocer que al principio me lo pareciste. Como cualquier mujer… pero en cuanto te conocí bien todo cambió.

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Marta estaba muy confusa. Decidió servirse un vaso de agua para refrescarse, aunque el frío cortaba. —Admites que he sido un juego —repuso, lo más tranquila que pudo, mientras apuraba un sorbo largo. —Sólo antes de conocerte. Marta inspiró una bocanada de gélido aire. Todavía no era capaz de creer lo que había hecho y lo que estaba sucediendo. —Tú lo has sido para mí —le dijo—.Yo aún quiero a Laisho. Él no es ningún juego. Reidos asintió, esbozando una media sonrisa que mostraba comprensión. —Admito que estamos en una situación que parecemos nosotros, el único hombre y la única mujer… elfa… en el fin del mundo—. Marta le respondió con una mueca, ante el jueguecito que se proponía. El calló y, en lugar de seguir con eso, añadió:— Entiendo que aún le quieras. —Eres otro juego como tantos hombres con los que he estado. Soy despreciable. Acabó el vaso de agua. Ya no tenía ganas de llorar. Se encontraba ante su propia dureza. Le había fallado a Laisho. “Y tanto”. Apenas hacía un día que habían dejado de ser novios y ya estaba liándose con otro. Y, no cualquier otro, sino uno de los mayores enemigos del reino de Laisho. —Eso me encanta de ti —la interrumpió el de sus pensamientos. Marta lo miró, arqueando las cejas. 258

—¿Ser despreciable? —Sentirte así. He conocido muchos hombres y mujeres que apenas sentirían ningún atisbo de remordimiento por esto. Se vanagloriaría. Tú… eres distinta. Los cuernos son algo común en mi reino. Aunque tú… en fin… ni siquiera estás ahora mismo saliendo con Laisho… Así que, no has hecho nada malo. Puedes tener la conciencia tranquila y mis labios felices. No puedo imaginar mejor trato de una captora. No podía seguir escuchándole. Sus palabras eran ciertas, en un mundo como en otro. Se sintió reconfortada pero hacía tiempo que se había percatado que Reidos sabía jugar muy bien con sus palabras. Se echó en cama, recuperando su manta. No le contestó. —A dormir —zanjó Marta la conversación. Ambos cerraron los ojos, a pesar del frío, y quedaron dormidos.

Unos rayos de luz rojiza despertaron a Marta. Se sentía aturdida y, de golpe, vino a su mente todo lo que había ocurrido en las últimas horas. El sueño le había hecho olvidarlo, por un rato. Quería quedarse ahí acostada y no salir nunca de esa incómoda cama, protegida por unas viejas mantas. Pero algo más llamó su atención. Un ruido de voces y caballos, estruendoso, fuera. Se irguió como una flecha y, sin reparar en el príncipe Reidos, miró por la ventana. Estaban rodeados de un ejército de unos cien hombres. La parda luz del amanecer los presentaba invadiendo la fortaleza, agrupados y bien formados. Por un instante sintió alivio, pensando que Elzia ya había enviado sus refuerzos para rescatarla, adelantándose a su promesa. No 259

obstante, pudo ver las banderas que portaban los soldados recién llegados a la fortaleza de Hielo. El estandarte del reino del Este. Marta se giró bruscamente y se encaró con Reidos. Estaba despierto y la observaba tranquilo. —¿Malas noticias? —Inquirió. Se mostraba fresco y despejado. —Me has tendido una trampa —gruñó Marta. Se acercó a él y le dio una bofetada. —Escúchame —logró decir él. Marta comenzó a moverse inquieta por la habitación de piedra. —Todo el rato he sido un juego —se sorprendió decir—. Debería matarte ahora mismo. Moriremos los dos, ¿qué te parece? ¡Es romántico! —Al principio, sí, ya te lo he dicho. Pero ahora el real juego soy yo para ti. Soy tu única opción de salir con vida de esta fortaleza. Reidos habló muy rápido. Marta quedó muda ante su afirmación. Estaba en gran peligro y en ese momento no le quedaba más remedio que escucharle. Le dijo que le salvaría haciéndola pasar por su prometida. —¿Quieres que traicione a mi reino? —Concluyó Marta, horrorizada ante su única expectativa de supervivencia. —¡Te estoy salvando la vida! —Bramó él. 260

Marta enmudeció. Todo el rato Reidos se había mostrado tranquilo, hasta prepotente y burlón. Ahora parecía decidido y preocupado. —¿Cómo lo sé? —Preguntó Marta. Se debatía entre creerle o no. —Podría entregarte y hacer una hoguera contigo. La esperanza alada, el ideal de la reina Elzia, muerta en llamas de guerra… Pero, ¿acaso crees que te quiero ver reducida a cenizas? —Inquirió con apremio en la mirada—. Quiero que estés bien y vivas. —¿Por qué? —musitó Marta. —Porque me gustas, te amo… Marta permaneció observándolo, intentando encontrar algún atisbo de mentira o trampa en él pero se dio cuenta de que decía la verdad. El murmullo de los hombres fuera de la fortaleza se hacía más potente. —¿Cómo voy a amarte si representas todo lo que odio? Matas, luchas por un mundo injusto… —Y lo sé. Y, sin embargo, no puedo evitar amarte. Es sólo una farsa. Si te quedas aquí sin hacerme caso morirás —. Reidos comenzó a agitarse entre sus mordazas, con impaciencia—. Si entiendes de verdad como crees el amor, comprenderás que quiero salvarte. Y esta es la única escapatoria. Eres una elfa. No tienes porqué tener bando. —¿Y después? —Dijo Marta. —Serás libre de tomar la decisión que quieras. Habiendo conocido a los dos bandos. —Soy tu enemiga. 261

—Has despertado algo en mí que creía muerto. —Mientes —replicó Marta. —No —contestó, tajante—. Y, de hecho, no tienes otra opción. O hacerme caso… o morir. Marta volvió a moverse por la estancia, nerviosa y mordiéndose las uñas. —Tendré que mentir —logró decir, al cabo de unos segundos. —Pequeña, la mentira es una parte del juego de la guerra —terció Reidos, inquieto. —No puedo. No puedo traicionar así a Elzia. —¿Y lo que Elzia te ha traicionado a ti? —Sus palabras la volvieron a sorprender. Tenía razón—. Ahora mismo debes pensar sólo en ti y en tu pellejo. No hay tiempo de elucubraciones de niña caprichosa. Ven conmigo. Como respuesta, Marta, aun sabiendo el riesgo que corría, desató a su cautivo. —Está bien. ¿Qué debo hacer? —Preguntó cuando terminó de quitarle las mordazas. Reidos se estiró en movimientos rápidos. De pie resultaba muy alto y su cuerpo, todavía más fuerte. —Habla lo mínimo. A cualquier comentario, Elzia es una necia o algo así. Insulta a tus compañeros. Afirma creer en Osles. Reidos hablaba mientras se volvía a enfundar en su traje de general. No hizo ningún atisbo de querer atacar a Marta. —No puedo hacer eso —dijo ella con un hilo de voz. 262

—Podrás. Se puso frente a ella y le acarició la mejilla con suavidad. Marta se apartó por si quería volver a besarla. Estaba aceptando un plan que iba contra todos sus principios e intenciones pero no sabía hasta dónde sería capaz de llegar por sobrevivir. Era consciente de que no tenía otra opción pero imaginar la repercusión de sus actos la espantaba. —No podré volver con los míos. —Créeme, cuando sepan la verdad, lo entenderán. Marta quiso creerle y se aferró a ese pensamiento. Sin más remedio que tener que confiar en el plan del príncipe Reidos, ambos salieron corriendo entre la fría estructura pedregosa de la fortaleza de Hielo. Recorrieron rápido los corredores hasta llegar al patio, donde la nevada nocturna había cubierto los cuerpos inertes bajo un manto de nieve. Ambos enfundados en sus ropas abrigadas, se acercaron al gran portalón de madera del intrincado de guerra entre la nieve. —¡Soldados! ¡Os habla vuestro general, el príncipe Reidos! ¡Hemos conseguido la fortaleza de Hielo! —Bramó, soberano, Reidos. Como respuesta, se escucharon gritos de júbilo y vitoreos a su nombre. Reidos, inmutable, accionó la puerta y, entre un crujido chirriante, la puerta dio paso al centenar de soldados de ejército el Este. Marta no tenía miedo pero se sentía alerta hacia cualquier indicio de una amenaza. Intentó aparentar tranquilidad. En cuanto los soldados la vieron, se hizo un silencio atronador.

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—Os presento a lady Marta. La última elfa viva de su linaje y… mi prometida —anunció Reidos, desarrollando el plan. Entre aplausos y vítores, adentrándose entre la marabunta de soldados, Marta comenzó la farsa.

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23 ROSFUEGO El primer hombre que se acercó a Laisho era un hombre joven muy alto y muy musculoso. Portaba una capa elegante que lo diferenciaba del uniforme igual del resto. Sus uniformes consistían en una armadura de color bronce y capas grises que los abrigaban en el cortante frío de la nieve. Este hombre portaba una capa verde con dibujos plateados. Lucía cicatrices donde su cuerpo era visible. Los saludó con una practicada reverencia. —Mi señor. Mi señora. Su voz era muy grave y vibraba en su alrededor. —Lady Marta, querida mía, este es Ergeo, mi más leal guerrero. El primero en mi séquito —anunció el príncipe Reidos, con voz solemne. —Es un honor conoceros —fue capaz de articular Marta. Entre el tembleque de nervios que sentía. —El honor es mío —aceptó el cumplido con una sonrisa amarillenta—. He oído hablar de vos, Esperanza Alada. Es grandioso saber que os habéis unido a nuestro bando. Marta se limitó a asentir. Reidos pareció captar el momento de inquietud y agitación en Marta y dio paso a la marcha del territorio conquistado. Así pues, el príncipe con su tropa y su supuesta nueva prometida emprendieron el camino al reino del Este. La marcha tendría lugar día y noche, para llegar lo antes posible a la capital e intentar pasar desapercibidos. La Fortaleza de Hielo era un territorio de Elzia relativamente cercano al reino del Este. Serían cuatro días de viaje, durmiendo sólo seis horas. Al menos, eso había ordenado Reidos y nadie había objetado. 265

Los soldados eran, en su mayoría, hombres. Reían y farfullaban. Tenían charlas en las que a veces parecía que no se escuchaban entre ellos pero que se entendían, al mismo tiempo. Dos hombres y una mujer se acercaron a Marta y a Reidos al poco de iniciar el camino. —Gran mujer, mi señor —dijo el más bajo. —Gracias —respondió, solemne, el príncipe. —Mi mujer está pariendo otro crío. Me alegra no estar allí. No soporto ese lloriqueo de dolor de una mujer teniendo un hijo —gruñó él, a modo de respuesta. Marta tuvo el impulso de bajar de su caballo y arrearle una bofetada. Reidos le dio un codazo que nadie notó. —Y el sentimentalismo —añadió otro, a su lado. —Calla, bestia. Habría que verte pariendo —intervino la mujer, de mediana edad de cabello desgreñado. —A mí no me toca, a ti sí —repuso el soldado, entre carcajadas. —No pienso molestarme en pasar nueve meses embarazada para tener un mocoso a quien nunca veré. Mi lugar está aquí —terció, con voz áspera, la mujer soldado. —¿Hasta cuándo? —inquirió el otro soldado con una mueca grotesca. —Más allá de cuando te haya abierto en canal —graznó la mujer, desenvainando su espada. Ambos se colocaron frente a frente, mostrando el reluciente acero de sus armas. Rápidamente, varios combatientes hicieron un corrillo alrededor de ellos entre silbidos y risotadas de excitación ante un posible espectáculo. 266

—No quiero peleas —dijo Reidos, alzando la voz con firmeza. Inmediatamente, a su orden, todos los soldados volvieron a ocupar su lugar en la marcha de la comitiva y guardaron silencio. La marcha prosiguió como si no hubiera ocurrido nada. Retomaron su cháchara y aquellos conflictivos soldados se alejaron para fundirse entre la tropa restante. Ergeo se acercó a la supuesta pareja. —Mi mujer está bien. Está feliz en nuestra pequeña mansión que tan honor habéis tenido en proporcionarnos —comentó, minutos más tarde, el guerrero personal de Reidos. Marta se quiso contener, pero suspiró aliviada ante un atisbo de bondad en esa locura—. Es cierto que en cada pueblo tengo otra pero ella es la primera. Está entre algodones. ¿Soy un caballero, mi señora? Marta suspiró de nuevo. No le gustaba, en absoluto, lo que acababa de escuchar. Sintió la mirada de Reidos aunque ella no se la devolvió. Sabía lo que significaba. Debía seguir actuando en su nuevo papel. —Lo sois —contestó con voz queda, ante la sonrisa de dientes sucios del guerrero. Pasaban las horas y Marta deseaba tener unos auriculares con música o, quizás, unos tapones en los oídos para no escuchar las conversaciones de aquellos soldados que se le antojaban bárbaros. Entre temas triviales, era habitual escuchar hablar de asesinatos sangrientos, violaciones, maltratos y demás cosas grotescas y crueles. Reidos pareció darse cuenta del malestar de Marta. Hizo que ambos dos se adelantasen y se alejasen de sus soldados para hablar sin ser escuchados. —¿Qué opinas? —Preguntó, pasando de nuevo a tutearla, con cautela. 267

—Soy una dama. Las damas no opinamos. Sólo callamos. Reidos la acarició sin que Marta se opusiera, siguiendo el teatro. —Aguantad unos días. Marta asintió levemente, con la mirada perdida. —Parece que tenéis a vuestras tropas contentas. Libres para realizar las locuras que les plazca. —Todos los habitantes del reino del Este sueñan con llegar más alto. En la capital, Rosfuego, hay dos zonas diferenciadas de viviendas—, empezó a explicar, Reidos. Marta se mantuvo callada, escuchando—. En una es donde vive la gran mayoría de la población. He de admitir que en malas condiciones… Y la otra, es una zona de lujo. Todos viven bajo la promesa de su gobierno de que si trabajan lo suficiente y consiguen los suficientes éxitos pasarán a vivir allí. Es su sueño. —Buena manera de tener engañada y controlada, a la vez, a la gente. Bajo una vida de mentiras —terció Marta con voz queda. —La verdad no está hecha para gobernar. Ni para la vida. —Si vives una vida con honra, no le temerás a la verdad —respondió ella. —La mentira evita problemas —insistió. —¿Y qué es para la vida? —La imaginación, la ambición, el deseo, el engaño… —Enumeraba Reidos, poniendo la vista en blanco. Marta le lanzó una rápida mirada asesina que él rápidamente captó—. No 268

te pongas así. La mayoría de la gente sin esas cosas se revolucionaría y estaría descontenta con sus vidas. —Lo que supondría que tendrías que cambiar y mejorar vuestro gobierno. —Cosa que nunca querrá mi gobierno… al menos mis hermanos —se limitó a responder. —Deberíais cambiar. El mundo debería cambiar —musitó una Marta un tanto harta y resignada. —No puedes hacer gran cosa porque el mundo cambie. Pero si cambias tú, cambia todo a tu alrededor. Marta calló. Se sentía tonta por haber llegado a cuestionar a la reina Elzia y al rey Laisho. Las barbaridades que eran capaces de hacer por la guerra no tenían nada que ver con todo lo que hacía el gobierno del reino del Este. Se dio cuenta de que el bando del que venía era realmente su bando. Al menos, la experiencia de convivir con enemigos le había hecho ver justificación en ciertos actos de guerra de su reina, a la que verdaderamente le tenía lealtad. Y, por supuesto, a Laisho. —Mantenéis a vuestros soldados a base de creencias simples —contestó Marta tras una larga pausa que Reidos había respetado, tranquilo. —Un alma nunca es simple. Simplemente, hay almas que caen en vicios simples. —Como asesinar, ¿no? Tan simple y complejo al mismo tiempo. —El mayor asesino es el mundo. ¿Para qué culpar a los hombres? Es el mundo en el que viven, la vida misma lo que los hace asesinos —Reidos hizo un silencio dramático—. Vida asesina. 269

—Menos para mí. Soy elfa soy inmortal. Sólo le debo temer al fuego. No obstante, me gustaría compartir mi don con todos y ahorrarles dolor —hablaba ella como divagando—. Llegará el punto del viaje en que pueda volver a temer al fuego y, quizás, a ti. —El único fuego que debes temer en mí es el de la chispa que enciendes en mi corazón. Marta se limitó a no responder. No había nadie que los escuchara así que no tenía que replicar ante las palabras de Reidos, que se mantenía inmutable. Marta guardó silencio hasta que acamparon, pasada la noche, entre el olor de la vegetación que los rodeaba. Ya se habían alejado de la nieve. No pudo evitar sentir una ansiedad desconcertante en su interior y mucho, mucho agobio. Anhelaba poder huir. Azuzar a su caballo y salir al galope en sentido contrario, costara lo que costara. Una parte pequeña de ella quería morir, que la quemasen de una vez y no soportar el dolor que le estaba suponiendo aquella farsa. Sin embargo, no era capaz de hacer nada más que seguir las instrucciones de Reidos. Su parte sensata le decía que era eso lo que debía hacer. —¿Tenemos que dormir juntos también? Reidos la hizo entrar con él en la tienda de campaña más amplia. Había pocas tiendas reservadas para los soldados de mayor rango. El resto dormía a la intemperie. —Si entran, de pronto, por alguna urgencia… tienen ese derecho… deben vernos como lo que aparentamos ser: prometidos —explicó, desplomándose exhausto sobre un colchón. —Está bien —se limitó a responder, la elfa.

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—Estás siendo muy artificial frente a mis hombres —le achacó, mientras se cambiaba de ropa sin pudores frente a Marta, que se dio la vuelta y no quiso mirar. —¿Y cómo pretendes que sea? Soy educada y de buenas maneras —espetó ella, algo enfadada, intentando cambiarse sin que él la viera. —Sé más natural, más la Esperanza Alada. —Si fuese así estaría insultando a todo el mundo y llevándolos frente a la verdadera justicia— dijo ella. —¿Aunque fuera por tu propia mano? Vamos… —Replicó Reidos con gesto burlón. —Ganas no me faltan. —Bien. Entonces no seas natural. No quiero verte ardiendo. Durante los dos siguientes días atravesaron paisajes que se tornaban más cálidos. Torrentes de ríos que se abrían en cascadas, montes de tierra húmeda y bosques frondosos. Marta mantenía charlas triviales con quien se acercase a hablarle. Intentaba darse ánimos y, si cabía, ser más natural. No obstante, la crueldad de las conversaciones le hacía imposible no ponerse a la defensiva. Así pues, se comportaba como una dama seria y callada. A la vez, educada y de palabras amables. “Es delicada y tímida”, decía Reidos a sus hombres en cuanto la joven se alejaba un poco. El príncipe fue pareciendo entender la gran incomodidad de Marta y comenzaron a cabalgar alejados de los soldados, guiando el grupo a la cabeza. La última noche del viaje Marta se preguntaba cómo sería llegar a Rosfuego. Una parte quería sentirse aliviada, pensando que aquel sería el final del teatro que estaba 271

interpretando. Reidos siempre se había mantenido muy respetuosos. Aunque tenían que pasar todo el tiempo juntos y hasta compartir lecho, nunca le había puesto la mano encima. No intentó ni besarla ni tocarla. Le daba la distancia que ella deseaba. Esa noche, Marta se cansó de seguir las intranscendentales chácharas y de que le hablaran. Quería hablar ella y que hablase su corazón. —Me siento muerta. Debo estar muerta. He matado a la parte más fuerte de mi ser: mis principios, mis ideales, mi lealtad… Marta y Reidos estaban recostados en el colchón de la tienda de acampada. Reidos leía un grueso volumen amarillento por el tiempo. Alzó la vista e intentó tranquilizarla con sus ojos ámbar. —Esa parte de ti no ha muerto. Sólo es un dragón dormido. Listo para despertar cuando llegue la ocasión —contestó. —¿Y qué seguridad me das para que así sea? —Toda la que te pueda hacer creer en mí. De momento te he tratado genial. Te he salvado la vida y te llevo a la capital del Reino del Este con los más altos honores… como a una reina —dijo Reidos. —Eso me suena a chantaje emocional. —Una vez tuve una profesora que supo ver el monstruo en el que me estaba convirtiendo. Igual que tú haces que vea el monstruo que soy —terció con tranquilidad, depositando el libro en una improvisada mesita. —¿Ah, sí? —Inquirió Marta, volteándose hacia él. 272

—Yo era el menor de tres hermanos que luchaban por el trono. A mí me apartaron mandándome a una escuela militar… —comenzó a relatar—. La cuestión es que ella supo ver algo bueno en mí. Se centró en mí, en que aprendiese más allá de la estrategia normativa y las armas. Buscó grandes libros de filosofía y estrategia para mí. Decía que había mucho bien en mí y podría marcar la diferencia algún día. Intercambiaron miradas rápidas en una pausa silenciosa. Marta se dio cuenta de que estaba contando algo que no se atrevería a contar porque sí. —Suena bonito. Y has marcado la diferencia. Has luchado y conseguido territorios para tu sanguinario hermano mayor —dijo Marta con sarcasmo. —Tú me haces ver esa luz de la que ella hablaba —insistió, con sus grandes ojos clavados en los de Marta. —Me gustaría que tus palabras fueran ciertas. Lo que siento es vergüenza —admitió ella y volvió a girarse, arrebujándose en la manta. —No tengas vergüenza. La vergüenza esclaviza a la gente. Marta resopló. Seguía aturdida ante el sentimiento que despertaba en aquel hombre. Un sentimiento que no era capaz de corresponder. Empezaba a apreciarlo porque algo le decía, más allá de sus revelaciones, que Reidos no era tan malo y realmente había culpa en su corazón. —Esto todo es un error. Yo no debería estar aquí —terció Marta intentando apartarse de sus pensamientos. —Ya te dije mi parte del trato. Luego podrás volver con tu reino. 273

Marta esbozó una media sonrisa. Se dijo que, en otras circunstancias, podría llegar a querer a Reidos. Había despertado algo de atracción en ella pero la situación era algo más fuerte y, por supuesto, todavía no era capaz de quitarse de la cabeza al rey Laisho. —Quiero creerte. Pero seguirá siendo un error ante sus ojos. —Los errores se disfrazan en justificaciones —replicó él, con un movimiento de la mano para restarle importancia. —Claro… —Cariño, estás saliendo de lo conocido a lo desconocido. De la comodidad a lo nuevo. —Llevo toda la vida evitando la zona de confort. No es eso lo que me revuelve el estómago —gruñó Marta. —Hasta lo más ligero puede suponer una pesada carga. —No llamaría a esto ligero —repuso. —Pero sabes que tengo razón. —Como siempre. El sol se alzaba en lo más alto del mediodía cuando frente a ellos apareció Rosfuego. La jornada de aquella mañana había acaecido sin más incidentes que una trifulca entre dos soldados que pelearon por pocos de los víveres que les sobraban del viaje, resuelta con la acción de Ergeo de cortarle la cabeza al que había robado pan y queso. Marta se sentía ya anestesiada ante la barbaridad que dominaba la gente del reino del Este. Ahora tocaba adentrarse en su capital, Rosfuego, el corazón del territorio. “No puede ser peor”. Al 274

menos, eso se dijo Marta. Quizás Elzia había exagerado y Rosfuego era mejor que su propio ejército. Quizás Reidos estaba tan confiado porque en la capital se presentaba mejor panorama… Llegaron a una amplia pradera que dejaba ver una ciudad rodeada por una muralla de piedra alta y llena de puertas. Puertas ahora todas abiertas, pero que eran cerradas con minuciosidad a la hora de una batalla. Rosfuego era plana y, a su izquierda, se fundía con una costa de línea recta, abriéndose en un puerto hacia el mar. A su derecha, se alzaban dos altas montañas que formaban un valle gobernado por un ancho río cuyo caudal serpenteaba hasta desembocar en la ciudad trazando líneas ondulantes entre multitud de cascadas y puentes. Atravesaron la pradera bajo el sol que anunciaba una tarde despejada. Se dispusieron a entrar en Rosfuego ante el clamor de los soldados de la brigada victoriosa y palabras grandilocuentes de Reidos. Los recibió una especie de azote de gente. Entre casas idénticas, con sus tejados de tejas naranjas y fachadas de piedra, una multitud se aproximó, ávida a ellos. Hileras de guardias de capas rojas se pusieron entre la comitiva y la muchedumbre. Para el horror de Marta, la población estaba formada por mendigos. Pedían por aquí, pedían por allá. En rincones de las calles gente mutilada o con deficiencias arrastraba carteles para arañar alguna moneda. Muchos abordaban carruajes de gente más pudiente sin apenas poder permitirles el paso. Eran personas que vestían ropas raídas y, sobre todo, sucias. No obstante, cuando avanzaron algo más, empezaron a escucharse alabanzas al ejército y al príncipe Reidos que contestaba con saludos elegantes, sin mostrar un ápice de emoción ante la estampa. Era gente sucia, pobre y sin recursos pero que, al mismo tiempo, se mostraba 275

feliz y entretenida ante espectáculos como pantallas gigantes o pistas de diferentes juegos y deportes. Marta no sentía nada más que intentar mostrarse impasible si no quería delatarse. Un niño de pocos dientes consiguió escabullirse entre los guardias y acercarse a ellos. —No lo hagas o te arrancarán la lengua como a tu padre —le espetó otro niño. El niño mostraba una mueca divertida pero un guardia lo agarró y le dio con una porra. Marta miró para otro lado, ante un codazo de Reidos. Había estado a punto de pronunciarse. Llegaron a otra muralla de piedra que les mostró otra parte de la ciudad. Las casas y estructuras eran iguales pero en esta nueva zona se mostraba más prosperidad, aun sin salir de la humildad. Había pequeños comercios que bordeaban la calle principal por la que la comitiva avanzaba. Tiendas de comida, flores, ropas simples, artilugios y demás se mostraban entre una muchedumbre que vitoreaba. Marta no pudo evitar reparar en chicas enfundadas en sus mejores galas de faldas cenicientas con aires de vampiresas al mirar a Reidos. Murmuraban y caían en risas flojas. —Mira esas chicas. Te desean. Cualquiera de ellas querría estar en mi lugar —comentó Marta como quien habla del tiempo. Seguía impactada ante todo lo que estaba viendo pero no debía dejar entrever sus verdaderas emociones. Se limitaba a responder como una dama a los vítores del pueblo. —Tenedlo en cuenta —replicó él, encogiéndose de hombros. —Yo me doy asco ahora mismo. Envolvería mi situación en un paquete de regalo y se lo otorgaría a cualquiera de ellas.

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—Esto consiste en llenar la cabeza de mentiras para que se fijen en la memoria y se vuelvan realidad —dijo Reidos, enigmático. —¿No harás eso conmigo? —Preguntó Marta, entre burla y preocupación. La única respuesta fue entrar en la siguiente muralla que daba lugar a un panorama completamente diferente. Casas lujosas y gente bien enfundada en ropas elegantes, los recibieron. En su mayoría, esa zona estaba llena de soldados. Marta comprendió que aquel era el lugar que Rosfuego vendía como sueño a todos sus ciudadanos. Si trabajaban lo suficiente, podrían llegar a vivir ahí. Al menos esa era la mentira inculcada en las mentes. —Tres extractos de la jerarquía social bien diferenciados y separados. Bien hecho —ironizó Marta cuando se aseguró de que sólo Reidos pudiera escucharle. —Espera a ver el cuarto. Entraron, minutos más tarde, en una nueva muralla que daba a palacio. El castillo que gobernaba el reino del Este era una estructura parda de planta rectangular muy amplia con dos bloques a sus lados. Entre la piedra marrón se distinguían centenares de ventanas que se abrían al mar y a las montañas aunque no había grandes vistas al ser Rosfuego una ciudad plana. Los recibieron unos jardines pomposos llenos de derroche de flores, esculturas, estanques y fuentes. Reidos hizo frenar a sus hombres y Marta se mantuvo inmóvil en su caballo ante los afortunados residentes en palacio que fueron a alabarlos con honores.

Entonces Reidos pudo contemplarla mejor. Vio la humana alegre y viva que Marta era. Pero vio algo más. Vio a la elfa que sonreía y saludaba, llena de luz. Y vio en su mirada 277

como por dentro se iba marchitando como una flor mustia que se consumía al ver muerto aquello en lo que creía. Su espíritu élfico se moría al estar interpretando un papel de felicidad y amor por el que en realidad no era capaz de sentir nada. Le besaba de vez en cuando. Se mostraba dócil y amable, agradecida ante el clamor de un público del que realmente se compadecía y aborrecía al mismo tiempo. Contempló como, tras la fachada vivaracha de su rostro de sonrisa de dientes brillantes, que su alma moría por dentro. Se dijo que, si realmente la amaba, no podría tenerla atada más tiempo. Debía liberarla cuanto antes. Cumpliría el paripé de acudir a la reunión con su hermano, el rey Osles, y, después, sacarla de allí de la manera que mejor se le ocurriese. Manteniéndola lo más salva posible. Puede que inventara un nuevo frente que investigar. Quizás se le ocurriría alguna pequeña fortaleza indefensa cercana al reino de Vuelaflor donde llevarla sin peligro. No obstante, aunque deseaba salvarla cuanto antes, debía ser prudente y trazar su plan con pies de plomo. Sin duda, debería dejarla una hora para reunirse con Osles sin que la viese. Llevaría la farsa, él era frío y calculador, no delataría sus intenciones. “Será mejor que Osles no la vea, ella no contendría su libertino espíritu ante él… sería su sentencia de muerte”. —Marta, esperad aquí. Dentro de poco recibiréis mis instrucciones —dijo Reidos, desmontando su caballo. La joven respondió con una seca cabezada. Sentía y no sentía al mismo tiempo. Tenía la impresión de tener la mente en blanco. Por otro lado, estaba aliviada. Había pasado la peor parte de la farsa y, si Reidos no mentía, dentro de poco estaría libre para volver con los suyos.

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Una muchacha que iba engalanada en un vaporoso vestido azul cielo, de cabellos rubios y aires de sirena se acercó a ella y le dijo con voz dulce: —Lady Marta, la princesa Niara os llama.

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24 MUÑECA ALBA Marta apenas disfrutó del trayecto por el interior del castillo de Rosfuego. Una parte de ella le decía que eso no debía estar pasando. Y, la otra, que quizás Reidos concertase la reunión con su hermana para seguir la farsa. Definitivamente, eso es lo que la elfa debía hacer. Ya que estaba metida ya en la boca del lobo… debía seguir el teatro hasta que Reidos cumpliese su palabra. Si no la cumplía tendría que tomar medidas drásticas, de un alcance que hasta la escandalizaban. Así pues, meditabunda, casi no prestó atención a los corredores de piedra parda y suelos relucientes de parqué, bordeados por exquisitos tapices de escenas de guerra y cuadros que retrataban distintos dirigentes de aquel reino. La doncella la llevó hasta una puerta de dimensiones considerables de madera oscura y sumamente brillante. Había centinelas en cada esquina del castillo, incluidos dos centinelas en la dicha puerta que se marcharon en cuanto aparecieron las dos mujeres. La doncella llamó con cautela a la puerta. Abrió una joven alta y delgada con aires de bailarina delicada. Tenía una larga cabellera rubia y unos ojos ámbar del tono miel de su cabello, iguales que los de Reidos. Su tez era pálida y asomaban unas incipientes pecas en su rostro. Sus cejas finas se tensaron al escrutar a Marta, que hizo una reverencia y tornó su expresión para parecer inmutable. Inmediatamente, la princesa Niara le concedió una dulce sonrisa. —Bienvenida, Lady Marta. He escuchado hablar mucho de vos. También ella hizo una reverencia, tras saludar con una voz dulce que bien podría ser de una niña. Su mirada semejaba inocente e infantil aunque Marta sabía que no había nada de eso en ella. No obstante, reparó que, de momento, no había indicio de peligro. 280

—Y yo de vos. Es mío el honor —respondió Marta de la forma más cordial que pudo. —Me gusta vuestro vestido rojo. Os sienta bien a vuestro tono de cabello —observó la princesa Niara, sin disimular su sonrisa de acogida. —Gracias —replicó Marta, sintiéndose bien con aquella mujer que bien aparentaba escasos dieciocho años cuando debía tener treinta. —A veces he querido tener el cabello más oscuro —confesó, agarrándola del brazo con calidez—. Hay quien me confunde con una muñequita de porcelana con mi tono claro de piel y pelo. Soltó una risita. Marta la imitó. —Yo os veo muy bien —terció Marta con voz tranquila. Niara volvió a reír de manera cantarina. Su mirada desprendía brillo e incluso alegría. “Hay que seguir el teatro”, se dijo Marta. Parecía que a Niara le agradaba Marta y también que se mostraba muy contenta con el fingido nuevo enlace. —Por favor, dejadnos —dijo la princesa a su doncella. La doncella volvió a inclinarse en una reverencia y marchó entre el corredor con pasos silenciosos. —Preciosa estancia —murmuró Marta. Estaban en un amplio salón a juego con la decoración del resto de palacio, con paredes de piedra y suelo de reluciente madera donde resonaban las pisadas de los tacones de Niara. Se presentaba un gran ventanal de cortinas de un gris perlado donde entraban y salían 281

mariposas coloridas, cosa que sorprendió a Marta. Bordeaban el cuarto plantas de todos tipos de brillante verde vivo y flores de mil colores. En el centro, una mesa redonda caoba con sillas a juego y copas sobre la mesa. —Sí, adoro las plantas y la naturaleza —reconoció la princesa, risueña—. Todo lo bello que pueda aportar la naturaleza, ¿me entendéis? —Marta asintió, en señal de respuesta—. Siempre es bueno darle un toque de color a todo. Parece que también le gusta a mis mariposas. —Sin duda, habéis hecho un gran trabajo —concedió Marta, con buenos modales. —Tuteémonos, ¿no? —dijo Niara, sentándose e incitando a que Marta la imitase—. Al fin y al cabo, vamos a ser hermanas próximamente. —Como quieras —contestó Marta, tomando asiento e intentando aparentar buenas formas. —¿Quieres vino? —Preguntó Niara, perfectamente sentada con la espalda recta y las manos entrelazadas sobre las piernas—. No acostumbro a beber pero hay mucho que celebrar. —Me vendría bien una copa —. Marta no pudo evitar dejar entrever las ganas de un poco de alcohol después de todo lo que estaba sucediendo. Niara le estaba aportando confianza pero se dijo que fue un error ser tan franca tras una risita dulce de la princesa. —Perfecto. Por cierto, tengo una especie de regalo adelantado para ti —anunció. —Te estoy agradecida. ¿Es una sorpresa?

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—Podría decirse que sí. Es esa montaña de libros —contestó en un susurro, Niara. Como si fuera un secreto—. Todos tienen información sobre el linaje élfico. Libros sacados de la más antigua biblioteca del reino del Este… El bastión Morado. —Disculpa, mi princesa. Ignoro cual fue el momento en el que Reidos te ha hablado de esa faceta mía. Marta se puso alerta. Quiso mantenerse lo más tranquila posible pero aquello no cuadraba con lo que había ocurrido. En ningún momento Reidos se había puesto en contacto con Niara desde que ella lo tuvo de rehén en la Fortaleza de Hielo. Y, si lo había hecho, no le había comentado nada a Marta. Cosa que tomó como imposible ya que no se separaron en ningún momento. Niara puso cara de sorprendida, lo que hizo que Marta se relajara. A lo mejor se había enterado por otra fuente… Pero rápidamente el semblante dulce de la princesa se tornó duro y tragó de un sorbo una copa de vino para luego levantarse. —Oh. Es que no me lo ha dicho —confesó con burla—. Me he enterado yo pequeña elfa. ¿No te parece esta habitación un gran lugar para matar a la última elfa? Marta sintió una jarra de agua fría sobre ella. Bien, había llegado el momento de actuar de verdad. Todo había sido mentira y lo debía haber sospechado. “¿Cómo fui tan tonta?”. —Debí saber que todo era una trampa. Reidos te lo ha dicho todo —contestó Marta, firme. —Reidos no sabe nada, querida. Te contaré un secreto, de hermana a hermana—. A Marta le sorprendió que Reidos no tuviera nada que ver y no sabía si creerlo—. Hechiceros han

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creado unas mariposas un tanto “curiosas” específicamente para mí. Son mis ojos, revolotean donde yo quiero y me muestra lo que quiero ver, escuchar, saber… —Deja que lo ponga en duda. Si no ya habríais tomado Vuelaflor. Marta se levantó e intentó abrir la puerta. Cerrada. De pronto, se encendieron unas antorchas en el cuarto. Realmente la princesa Niara le había tendido una trampa mortal, fuera o no con la ayuda de Reidos. —Resulta que son sensibles a la magia de otros hechiceros y, en efecto, no puedo lanzarlas sobre Vuelaflor porque todo el reino de Elzia está protegido con esa magia. Mucho más de lo que piensas. Niara hablaba muy tranquila y sin perder su dulce sonrisa, un tanto condescendiente y compasiva, aunque ahora más dura y digna de una mujer fuerte como su fama revelaba. —Había una en la fortaleza de Hielo —dijo Marta. Pensaba que debía ganar tiempo. Debía dejar que Niara hablase mientras pensaba como salir de allí. —Ahí aciertas. Allí no había protección mágica. Craso error para tu reina, para ti y… para mi hermano—. Niara, con postura erguida y elegante, hacía bailar su copa mientras hablaba. El corazón de Marta latía con fuerza y no podía disimular su pánico—. A decir verdad, nunca hubo ninguna complicación en seguir los pasos de Reidos. Siempre tan decidido y responsable. Tan frío estratega que seguía a rajatabla las órdenes. Pero tenía curiosidad. Curiosas criaturas las mariposas, ¿no? Nacen siendo unos feos gusanos inútiles, pasan un gran tiempo en una crisálida sin poder hacer nada… pero luego son bellas y admiradas. 284

—¿Hablas de ti, acaso? —Inquirió Marta, escupiendo las palabras. —Chiquilla, de muchas mujeres. Aunque tú nunca has sido así, parece. Yo he sufrido en mis huesos que el único destino que viese mi padre para mí sea nada más que casarme, parir críos y perpetuar su nombre. Desde que ha muerto me he librado de ese inconveniente —confesó, poniendo una mueca de asco. —Estás loca —dijo Marta, forzando una sonrisa que no se correspondía con sus emociones. —¿Por querer amar libremente? —Preguntó muy segura—. ¿Qué haces tú acaso? El libertinaje lleva tu nombre. —Y supongo que tu otro hermano, Osles, se desposará con una gran dama que se convierta en reina de todo lo que habéis conquistado relegándote a ti a un segundo plano… Marta dejó paso a la burla, quizás así la confundiría. Sin embargo, Niara hizo un gesto haciendo ver que su observación carecía de importancia. —Lo haría… si no le gustaran tanto los hombres. Soltó una risita y se acercó a una antorcha. —Entiendo. Tus mariposas dicen muchas cosas. Y, me temo, que cuando no te sea de utilidad lo querrás sacar del medio. —Tal y como se comporta sólo es dejar que los acontecimientos sigan su curso. Se lo ganará él solito —sentenció, encogiendo sus delicados hombros y portando la antorcha. —Psicópata.

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—Mi hermano no te ha traicionado —dijo. Hizo que a Marta le diera un vuelco a las entrañas—. Quería que cogieras tu información y marcharas. También me lo han dicho las mariposas. Solo que ha conseguido lo contrario. Lo tengo bien distraído, no podrá salvarte. Que eres, ¿una especie de mascota para él? —Hizo una pausa en la que la miró de arriba abajo como si la estuviera analizando—. No creo que seas como las demás para él, no eres su mascota. Vio algo en ti, como lo veo yo. Algo peligroso. Sí que has escogido bando. Sé que has venido por parte de tu sangre humana como jovencita perdida en busca de información, como pobre muchacha perdida que busca el fuego en su interior. Serías una rehén muy valiosa, pero ya tengo una valiosa rehén. Te quiero muerta. —¿Reidos no tiene nada que ver? —Preguntó Marta en un hilo de voz. —Ohh… me enternecéis —. Niara puso morritos y un gesto de conmoción fingida—. Haríais una bonita pareja. Creo que has llegado a sentir algo por él aunque no tan fuerte como tu amor por el rey Laisho. Ay, Reidos sólo planeaba que llegaras salva, daros vuestra maldita información y salvarte. Es justo que lo sepáis, dulce elfa. —¿Información? Aquello desconcertó a Marta. —Sí. Te he visto con tus libros sobre elfos e intentando descifrar una antigua profecía élfica que estaba inscrita en las inquebrantables paredes de la Fortaleza de Hielo. Si no… ¿por qué iba yo a tener tal interés en enviar a Reidos, tras el ataque biológico, a tan inútil terreno? —Fue idea tuya. 286

—Exacto. Y, por cierto, gracias por la información. La compartiré contigo. Está bien que la sepas antes de morir. Así que la famosa princesa Niara era tan retorcida e inteligente como su fama afirmaba. Al menos eso pensó Marta. Había enviado a su propio hermano a una trampa mortal donde casi había perdido la vida con tal de conseguir información útil para la guerra y para matar a la amenaza alada. Con sus mariposas chivándole secretos dispersas por todo el continente. Se dijo que no debía infravalorar a esa mujer y ser muy cauta. Incluso llegó a pensar que ya tendría que despedirse de su existencia. Era muy peligrosa. —Al menos moriré con mi destino cumplido —terció Marta, tras una pausa tensa. —Hay una profecía que dice que el último de los elfos acabará con los reyes del Continente Frondoso. Como comprenderás, tu padre fue el principal sospechoso… —¿Mi padre? —Tu padre fue consejero aquí, en el reino del Este—. La respiración de la princesa se iba agitando a medida que hablaba, como si llevara mucho tiempo deseando contar todo aquello. Marta olvidó su peligrosa situación para poder asimilar todo lo que aquella mujer sabía sobre su familia—. Era peligroso. Quería difundir ideas como las de tu querida reina Elzia. Los hechiceros del bastión Morado supieron de la profecía, que no quisieron revelar a nadie y quisieron matarlo. Siempre me pregunté cuál sería el motivo y acabo de conseguir, gracias a ti, saberlo. Es que los hechiceros son muy reservados con sus asuntos, ¿sabes? Entonces tu padre se exilió pero lo encontraron. —Y lo mataron. 287

—Pero apareciste tú. Te miramos todos con expectación. Al principio no parecías una amenaza. Sólo eras una medio elfa, el verdadero peligro ya había muerto con la matanza de los últimos elfos puros… Pero rápidamente mostraste quien eres. Elzia fue rápida y hábil captándote. En apenas días te convertiste en la Esperanza Alada para el pueblo y los reinos sucumbían ante ti. —Gracias por tus piropos. De nada me valen si en un rato estoy muerta —ironizó Marta. —Cometí el error de querer matar a la elfa que hay en ti —proseguía Niara, más seria y soberana—. Como si fuera tu parte élfica el peligro. Azucé a los señores de la arena en una trampa, obligué a los adoradores del oro y bastardos asesinos a asesinarte en aquel incendio… —Lo admites —bramó Marta con voz ahogada. Esa maldita víbora llevaba tiempo intentando matarla. Entonces, ocurrió. Marta pudo ver desde la ventana un caballo dorado con alas que se aproximaba a la ventana. Era Corcel. La había encontrado. Sintió un gran alivio que supo que debía disimular. Se preguntó porqué habría aparecido su pegaso para luego recordar que Corcel estaba muy unido a ella como su legítima dueña elfa que era. Seguro que había sentido el peligro, estuviese donde estuviese. —Ya lo sabrías. Sé que no eres ninguna ingenua —replicó Niara como quien habla del tiempo. Estaba tan centrada en sus palabras que no reparó en el exterior—. Pero el verdadero peligro que hay en ti es tu parte humana. Tu luz, tu corazón, tu fuego interior… y eso que no pareces una verdadera elfa como las de antes. 288

—Ya me habéis llamado fea muchas veces desde que he llegado a este mundo —musitó Marta, intentando parecer víctima, mientras veía acercarse a Corcel por el rabillo del ojo. —A eso me refiero. Ahí, donde pareces una chiquilla perdida eres capaz de hacer vibrar el corazón de cualquiera: de mandatarios, del pueblo, hasta de tus enemigos… como mi hermano. Tu parte humana y tu fuego interior, ese que siempre has temido, es el mayor peligro. Acabarás en el bastión de… donde ya reposan las cenizas de tus padres. —¿Cómo dices que se llama ese bastión? —Oh, el bastión Morado está cerca de Rosfuego. Un pequeño paseo hacia el norte —contestó la princesa entre una risotada. —Bien—. Marta vio lo suficientemente cerca a su pegaso como para saber que era el momento de actuar. Desgraciadamente, debía hacer algo que no había hecho en su vida. Algo que nunca quiso llegar a hacer. Pero era su vida o la de ella—. Querida Niara, ha llegado el momento de acabar con la conversación. —Lástima. A decir verdad tu muerte debía ser rápida y tenía que hacerlo yo misma, sino se daría cuenta Reidos… ¡Qué pena! Siempre es divertido jugar con tus presas antes de matarlas. Pareces una muñeca alba y delicada pero eres fuerte y con agallas —repuso Niara, portando la antorcha y acercándose a Marta. —Sí. Como he hecho contigo. Tu error fue dejar la ventana abierta. Corcel irrumpió desde el ventanal perlado hacia el interior de la estancia. Tal acción dejó a Niara inmóvil y confusa. Se le calló la antorcha y se apuró a recogerla. Pero ya era tarde. Marta se abalanzó sobre ella y la agarró por el cuello. Niara soltaba gritos reprimidos por la 289

opresión de las manos de Marta en su cuello. Paró poco a poco de gemir y retorcerse desesperada mientras Marta la estrangulaba. Marta comenzó a llorar mientras veía ir del alma de la princesa Niara sus últimos alientos de vida. Entonces Niara dejó los ojos en blanco y dejó de moverse. Por prudencia, Marta no la soltó ni dejó de apretar su fino cuello. Se dio cuenta de que debía actuar rápido y de forma disimulada tras asesinar a la princesa del reino del Este. Tras haber matado por primera vez en su vida... Montó en Corcel y puso en cuerpo de Niara a su lado, bien posicionado para que pareciese su acompañante y no su víctima inconsciente. Antes de eso, escribió una nota que dudó que pudiera hacerse pasar por la caligrafía de la princesa pero, al menos, le haría ganar tiempo. Despegó en Corcel el vuelo con el cuerpo de la fallecida princesa Niara agarrándole la cintura.

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25 EL BASTIÓN MORADO Un cadáver a sus espaldas no era más inconveniente que soportar un peso muerto y frío que le agarraba sin fuerzas la cintura. Voló lo más alto que pudo dirigiendo a Corcel. Azuzó a Corcel a que fuera rápido y su pegaso obedecía dócilmente a su dueña. La ciudad parecía más grande de lo que le semejó al llegar a ella a caballo. Rosfuego relucía ante un atardecer rápido. Sus estructuras tan bien delimitadas brillaban ante el único fuego que Marta podría temer ahora: el del sol del ocaso. Cuando dejó mar atrás y, con él, la capital del Reino del Este, se permitió mirar bajo sus pies. Le vino un vértigo desconocido que rápidamente se calmó por la confianza que le inspiraba Corcel. Fiel animal que nunca fallaba. Tuvo que sujetar mejor el cadáver de Niara ya que los bamboleos del vuelo la hacían moverse en ángulos grotescos. Y, de pronto, lo oyó. Campanas de alerta. En la nota que había dejado en la estancia de Niara ponía que ambas nuevas cuñadas darían un paseo en el pegaso de Marta. No entró en más detalles. Sin embargo, era consciente de que su caligrafía no engañaría lo suficiente a sus hombres y, ni mucho menos, a su hermano. Quizás Niara ya había dado instrucciones sobre sus verdaderos planes y, entonces, no había lugar al entuerto. Sí, era eso. Tanto ruido para bloquear a una Niara asesina, muerta ahogada suspirando sus últimos alientos. O, bien podrían haber sido sus mágicas mariposas. Sea como fuera, la ciudad estaba en alerta. Y, Marta sabía a ciencia cierta, que se debía a lo que había hecho. No obstante, la nota le había dado el tiempo que necesitaba para escapar surcando los cielos de Rosfuego. Era consciente de que podía haber 292

testigos que la vieran emprendiendo su vuelo pero fue prudente para volar tan alto de que aquellos observadores fueran los mínimos y no pudieran conjeturar tan pronto una pista que les indicara su destino. Una parte de ella le decía que regresara a Vuelaflor… pero sentía asuntos pendientes en el Bastión Morado. Qué fácil había sido matar. Y qué fácil no sentir nada raro, más que un sentimiento de venganza fría. Era o la una o la otra. No había tenido opción. Eligió vivir y, para ello, tuvo que matar. Qué más daba. Ya había presenciado muchas muertes. No sólo en la guerra del Continente Frondoso, también en su carrera como médica y voluntaria en ONGs en la Tierra. Parecía que no cambiaba nada. Algo mataba y alguien moría. Daba igual ser testigo o verdugo. No era tan malo ser mano ejecutora. Y, no era suficiente. Se hizo, entonces, consciente de su propia inmortalidad. Hasta el momento, había sido una parte más de su condición y de su vida. Era parte de su ser como cualquier otra característica o rasgo al que no se le otorga importancia. Cuando la princesa Niara la tenía atrapada sintió que había llegado su momento. Su vida se iría. Se sintió una presa consciente de que iba a ser devorada por ese fuego que siempre había temido sin saber porqué. Al ver a Corcel aparecer, salvador, supo lo que tenía que hacer para aferrarse a la apreciada existencia. Ahora su inmortalidad se hacía presente. Como quien siente una parte del cuerpo, como un pie o una mano, al que no le da importancia hasta que se lo amputan. Sintió el poder de su condición de ser inmune a la muerte y… ¡qué fácil y frágil se veía todo! Era fuerte vengadora, temible asesina consciente de todo el dolor que iba a provocar. 293

Pensó que bien podría ser como los elfos oscuros. Aquellos que desempeñaban sus triquiñuelas a su antojo sin que nadie pudiera detenerlos por su inmortalidad. O bien, como los elfos de la luz, refugiados en su reino sin nadie que los pudiera hacer desaparecer. Mientras ellos, ajenos a lo que sucedía, vivían mientras los mortales nacían y morían entre sus guerras y reyertas. Su condición de elfa se hizo presente y reparo en aquella luz de la que todos hablaban. Siempre había notado algo parecido. Nunca le puso nombre. Pero era luz. Su afán de lograr el bien. “Niara me has matado de verdad. Al hacer que te matara has hecho morir a la luz que había en mí”. Siempre había huido de influencias negativas. Pero, en esta guerra, había sido inevitable encontrarse con personas tan oscuras que habían ensuciado su luz con tanta oscuridad. Niara fue la más grave. La peligrosa princesita de porcelana. Sintió como el petróleo de la Tierra podía ensuciar y matar cualquier atisbo de vida en los más puros mares. Era lo mismo. Corcel relinchó al cabo de poco rato. Marta se percató de que ya se avistaba el Bastión Morado. Morada de hechiceros, según había contado Niara. Precisamente, de los hechiceros que escucharon la profecía que les hizo matar a los padres de Marta. Primero, logrando que se exiliaran en la Tierra para luego buscarlos allí y darles muerte. La princesa había sido franca, el Bastión Morado estaba realmente cerca de Rosfuego. Tras la orden de Marta, Corcel aterrizó suavemente entre una arboleda de vegetación acostumbrada al calor, entre árboles de baja altura y tonalidades suaves. El Bastión Morado era fácil de reconocer por ser, como su nombre indicaba, morado. Eran dos altas torres acabadas en pico de un material que Marta desconocía, que se juntaban en un rectángulo 294

por la zona más elevada que daba la impresión de ser un pasillo de ventanas y una estructura redonda en su base, plana de tejado con tejas moradas. Con sigilo, Marta cabalgó al paso con Corcel y su fallecida enemiga a sus espaldas entre la arboleda hacia el edificio. Se aseguró de que Niara diera la apariencia de estar inconsciente que no muerta. Era vital para su plan. Entre ramitas que se desquebrajaban tras las pisadas de las herraduras de su pegaso y el sonido de criaturas del seco bosque, llegó a un gran camino de tierra rojiza que daba a la entrada al Bastión Morado. Permaneció en silencio, observando y tanteando el terreno. Había un centinela que portaba una lanza con su mano derecha y un escudo con la izquierda. En su cintura, una espada enfundada. A su lado, una centinela de cabello rojizo mostraba también lanza y escudo pero, como diferencia, llevaba un arco cargado de flechas a sus espaldas. Se mostraban inquietos, cosa que hizo recelar a Marta, parecía que esperaban algo. La respuesta no tardó en llegar. Marta respiraba muy fuerte por la ira y rabia que sentía ante lo que tenía delante pero debía ser cauta. Apareció un hombre muy alto y fuerte de cabello negro desgreñado y, a sus espaldas, una hilera de hombres y mujeres encadenados. Vestían ropas mugrientas y sucias y semejaba que no se habían dado un baño en semanas. Reparó en el hombre que los guiaba, liderando la desdichada marcha. Se plantó frente a los centinelas fumando algo. Era una especie de puro arrugado y mal hecho pero que satisfacía al esclavista, que exhalaba humaredas con tranquilidad. A Marta no le importaba, en parte. Era otra atrocidad común en aquellas tierras y no podía poner ella misma justicia a todo lo que ocurría. O sí. Eso esperaban de ella. La Esperanza

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Alada. La cuestión era que, en ese instante, nada debía desviarla de su más cercano objetivo. Se sucedió un diálogo entre los centinelas magos y el esclavista que Marta no llegaba a escuchar y, al cabo de unos minutos en los que el hombre tiró su puro al suelo para luego pisarlo disgustado, esclavos y su amo marcharon. Marta no quiso reparar en las miradas hundidas, torturadas y de rabia de aquellos presos. Así era también como sentía ella su alma. —Buenas tardes. Marta se acercó muy alegre a los centinelas, dejando un poco atrás a Corcel pero dejando visible a una Niara que aparentaba estar durmiendo y no muerta. —Casi noches —replicó el centinela de la espada. Era muy joven, aun tenía la cara salpicada de granos y su cabello rubio se mostraba grasiento. —Buenas noches, pues —dijo Marta, muy amable. Esgrimía una gran sonrisa. —¿Qué desea una extranjera aquí? ¡Es un lugar de hechiceros! —Bramó la centinela pelirroja. Parecía dura aunque un tanto insegura en su puesto. —Lamento que me tomeis por extranjera. Venía con la princesa Niara —explicó Marta, adoptando un tono serio—. Soy la Esperanza Alada, ahora prometida del príncipe Reidos. Lo habréis oído, supongo—. Los centinelas intercambiaron miradas—. La princesa Niara quería traerme aquí. Ambos centinelas se agruparon para hablar. Marta quiso fingir cara de preocupación pero no de nervios. Entonces, el centinela hombre se adentró por una pequeña puerta del bastión 296

mientras la otra centinela enderezó el arco. Marta seguía tranquila y llegó una anciana vestida con túnica morada. Tenía un largo cabello de hebras de plata y arrugadas cinceladas por el pincel de los años. —Sé quién sois. ¿Por qué no es su alteza Niara quien se dirige a nosotros? —Inquirió con voz aguda pero firme, la anciana. —Ha quedado inconsciente a mitad de camino —explicó Marta, adoptando un tono de voz frenético—. Creo que algo o alguien—, enfatizó—, la ha envenenado. —Avisad al sacerdote y al curandero —ordenó la anciana. El centinela volvió a entrar por la pequeña puerta. La hechicera miraba el cadáver de Niara frunciendo el ceño mientras la otra centinela se puso pálida. Marta intentó ponerse de escudo entre el cadáver y los hechiceros para evitar que vieran más de la cuenta y se apresuró a gritar: —Abrid las puertas. Necesita ayuda urgente. Otro hechicero de túnica morada salió. Urgía en su rostro la preocupación. Era mayor pero no podía considerase anciano. Echó un vistazo a Niara en el Corcel, desde la lejanía, y luego pareció reconocer a Marta. La anciana dio una orden y las grandes puertas negras del Bastión Morado se abrieron. Lo había logrado. —Sed nuestras invitadas —dijo el hechicero.

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—No quiero entrar en el Bastión Morado como vuestra invitada —pronunció Marta arrastrando las palabras. Se adelantó a todos y dio vista al cadáver de la princesa Niara—. Sino como… una asesina. No dio tiempo a reacción alguna. Marta desenvainó su espada y mató a la anciana y al hechicero. Los centinelas, aturdidos, atacaron. El primero, le dio con la espada a Marta en el costado, sin poder herirla y ella le asestó una puñalada en el corazón. En ese mismo instante rebotó en su cabeza la flecha de la otra centinela. Al fin y al cabo, Marta era elfa inmortal. Ante el asombro y aturdimiento de la mujer, Marta la degolló. Entró sintiendo como la rabia y la ira recorrían sus venas. No era capaz de hilar pensamientos con sentido. Tenía el impulso de querer hacer el mayor daño posible a quien se encontrara allí dentro. No pensaba ni en culpables ni inocentes. Ellos habían sido los asesinos de sus padres y habían intentado matarla a ella. Debían morir. Se encontró una decena de hechiceros entre una gran estancia de roca abrupta e hileras de libros y artilugios extraños, de magos, como le había visto a Carlo. Sin piedad, sin ser herida, les dio a todos muerte. Pero no era suficiente. Escuchó una voz grave desde las escaleras que daban al torreón y no dudó en subir lo más rápido que le permitían sus piernas, manchada de sangre y odio. —Esperanza Alada. Le habló un anciano sentado muy tranquilo en una mesa redonda de mármol reluciente. Con las manos entrelazadas, parecía estar esperándola. En aquella estancia tan pálida de piedra pálida y brillante, con aparatos mágicos, lo acompañaba una adolescente de pelo

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castaño y corto. Ella estaba nerviosa. Temblaba y miraba a Marta con temor mientras dejaba caer un montón de libros gruesos. —¿Quién sois? ¿Sois el líder? —Preguntó Marta, apuntándolo con la espada desde la entrada. —Podría decirse que sí. Soy el primer hechicero del Reino del Este —dijo, con una media sonrisa—. Esta es mi ayudante. —¿No me tenéis miedo? —Inquirió Marta. —¿Por qué iba a tenerlo? —Preguntó el líder, como si nada—. Resulta que os conozco demasiado bien. Pobre chiquilla que nunca encajó en ninguna parte —se burló haciendo que la ira de la elfa aumentase—. Tan llena de luz y ahora tanta oscuridad. —¿Qué sabéis de mí? ¿De mis padres? ¿De mi vida en la Tierra? —Escupió las palabras Marta. —Vuestro padre fue el último elfo puro, aunque no el último de su extirpe. Una profecía… —Ya conozco esa profecía. No dejaba de apuntarle con la espada pero empezó a mostrarse interesada. —La profecía hizo que los hechiceros regidos por reyes tuviéramos el deber de acabar con los pocos últimos elfos. Hasta los exiliados —empezó a contar el anciano—. Es lo que dictan nuestras leyes y dogmas. Vuestro padre se exilió en la Tierra, pero lo encontramos y lo trajimos para matarlo. Vos… en fin, os observamos—. Hizo una pausa en la que Marta no fue capaz de articular palabra—. Una niña brillante, sin duda. Buena y de corazón puro. Pero, simplemente, mestiza. Tan perdida y confusa que nunca os vimos como una amenaza 299

como para derrochar más magia en encontraros… hasta que lo hizo la reina Elzia gracias a otra profecía—. Enfatizó—. Por supuesto, nosotros también la escuchamos. Solo que Carlo, el hechicero de Elzia, fue más rápido. Le debéis la vida. Marta se tomó una pausa y una idea descabellada pasó por su mente. —Bien. Sacadme de este mundo. Quedaos vuestra maldita guerra. El anciano rio y respiró como si estuviera tomando mucha paciencia. —Si no hubieseis matado a todos mis hechiceros quizás podría aceptar vuestra propuesta. —Oh, eres un hechicero que no valora su cuello —replicó Marta. Se acercó y puso la hoja de su espada rozando su cuello. El anciano mudó su expresión y abrió mucho los ojos, sin acabar de creer lo que veía. --Empezáis a temerme —terció Marta, amenazante. La muchacha empezó a gimotear temblando escandalosamente. El anciano le mantuvo la mirada. Se mostraba impasible pero había atisbo de miedo en su mirada. —Tengo otro trato. Para uno de los dos. Uno morirá, el otro no —dijo Marta—. El que siga la corriente de que Niara orquestó esta masacre como maniobra en la guerra y perdió la vida en ella, vivirá. —No os salvaría eso el cuello, aunque quisiera aceptar —graznó el anciano. Marta le hizo un rasguño en el rostro con la hoja de acero. —Pero me daría tiempo —dijo mientras el anciano gritó.

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—Yo lo haré, esperanza Alada. No me matéis —urgió la muchacha, arrodillándose. —Bien, chica. En ese momento, el anciano se deshizo de la amenaza de Marta y se lanzó contra la joven. Marta fue más rápida y protegió a la ayudante, empujando al hechicero hacia la ventana abierta. —¿No os interesaría información importante? —Preguntó el anciano jadeando. —¿Qué clase de información será tan importante antes de vuestra sentencia de muerte? —Niara era mi mecenas. Yo la servía con rectitud y le di grandes consejos. Os soy más útil vivo. —Hablad, quizás me lo piense —concedió Marta. —Tiene una rehén muy importante—. Marta no pudo evitar abrir la boca al recordar que la princesa Niara ya lo había mencionado y ella lo había olvidado por completo, cegada por la ira y la rabia—. La reina Elzia tuvo dos hijos—. Contaba con rapidez, ante el asombro disimulado de Marta—. Uno está bien escondido pero la chica… resultó ser hechicera y acudió a nosotros tras crecer también escondida. Se lo conté a la princesa Niara y la apresó. ¿No es buena manera de que me perdonéis la vida? Tengo mucha información que puede ser útil… La atención de Marta se desvió al exterior. Se oían pisadas de caballos. Miró con ira al anciano. —Vuestro tiempo se ha acabado.

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—Ya vienen. Dicho eso, Marta lanzó al anciano por la ventana. Oyó el golpe sobre la tierra pero no se molestó en mirar su desastre. Apuró a la ayudante a que bajase a hablar con los soldados que estaban llegando al Bastión Morado. Ahora sólo le tocaba a esperar. Se acercó al extremo de la torre, donde había otra ventana y llamó a Corcel. Mientras la joven contaba su coartada, aunque nadie la iba a creer, le daría tiempo a escapar al vuelo. Pero hubo algo que la atemorizó. Flechas en llamas. No le pondrían fácil la huida. Pero debía arriesgarse. No obstante, se desplomó acuclillada en el reluciente suelo de pálido mármol. Clavó la vista en el suelo y comenzó a pensar con fluidez y coherencia. Notó como si una gran losa cayera sobre ella. Un jarro de agua fría que inundaba toda su alma. Tomó conciencia de la atrocidad que acababa de hacer. Culpa. Entonces, el príncipe Reidos entró en la estancia. Apareció Corcel. Marta miró a ambos, a un lado y al otro. Debía escapar o luchar. Simplemente, sucumbió al llanto.

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26 LO PROMETIDO ES DEUDA Tenía a su enemigo delante y no podía evitar sucumbir al llanto. A lo mejor debía morir, había hecho mucho mal. Y ella creía en la justicia. Acurrucada sobre sí misma, escondió la cabeza en las rodillas y gimoteaba. Su corazón hervía en un cúmulo de emociones. Desde el rencor y odio que la había hecho orquestar aquella masacre hasta la culpa de haberse convertido en una auténtica asesina y carnicera. Sentía el helado suelo de mármol soportando la gran carga de su cuerpo y la que suponía su alma y todo daba igual. Que fuera lo que tuviese que ser. Reidos se acercó a ella. Bien, iba a matarla. Había matado a su hermana. Era justo. Sin embargo, Reidos la abrazó. Sin saber si era algún tipo de maniobra para acabar con su vida o un abrazo sincero, Marta se dejó caer sobre su pecho y siguió derramando lágrimas. Estaba a la expectativa de que, de repente, le insertara un puñal o algún tipo de arma letal. Qúe boba. Era inmortal. A lo mejor guardaba algún tipo de fuego mágico e iba a hacerla arder. Pero Reidos la mantenía entre sus brazos, respirando agitadamente y no hizo nada. —-Harta de coraje —dijo Reidos, con voz queda. Eso cogió con la guardia baja a Marta. Alzó la vista y se encontró con sus ojos ámbar, dolidos. —Verme llorando de esta manera… ¿te hace burlarte de mí? —musitó Marta, dejando de llorar.

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Desde las ventanas se veía una noche incipiente, donde los colores del cielo se mezclaban como en una pintura de tonos rosáceos apagados, dando lugar a la oscuridad. Reidos sostuvo la mirada de Marta. —Has vengado a los tuyos y a los que querían matarte. No tienes nada que ver con este mundo más de lo que te ha hecho la gente a la que has matado —terció, bastante alterado. Marta se deshizo de su abrazo. Corcel seguía en la ventana. Algo no la dejaba huir. Lo que hizo fue sentarse en la mesa del difunto líder de hechiceros y encenderse un puro medio consumido que tenía allí plantado el anciano. Nunca había fumado, ni siquiera en la Tierra. Pero tampoco nunca había matado, otro hábito recién adquirido. No vio problema en darle una calada que templó un poco su estado de ánimo. —He matado a tu hermana —repuso. —Y es mi culpa —dijo Reidos, que se irguió y la miraba sin atisbo de amenaza, con la espada envainada y sin rastro de fuego cercano. —¿Tu culpa? —Logró escupir Marta antes de empezar a toser por la segunda y fuerte calada que había dado al puro. Reidos se acercó a ella y le arrebató el puro para apagarlo en un cenicero de piedra. —No caigas en la autocompasión por haber sido una niña mala —le reprochó, duro—.Cientos de personas en este mundo matan a mucha gente que más de la que tú has matado y les da igual. Es más, no tienen ni mayores motivos para matar más que el dinero o la diversión. Pero les da igual.

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Marta retorció las manos con ganas de tenerlas ocupadas y se sirvió un vaso de zumo de limón del antiguo propietario de la estancia. Pensó que necesitaría algo más fuerte. —Yo no soy como ellos —contestó, invitando con un vaivén a Reidos a un vaso, que denegó. —Y lo sé, por eso cargo con la gran culpa de haberte hecho hacer esto. Reidos, a pesar de no ser una persona trasparente, parecía sincero. Había dolor en sus ojos. Marta volvió a recelar de él. Siempre recelaba de él. Dio un pequeño sorbo al zumo que resultó ser demasiado agrio y lo plantó de nuevo con fuerza sobre la mesa. —¿No quieres matarme? —Lo prometido es deuda —contestó él, recuperando el tono solemne que lo caracterizaba—. Prometí que te rescataría hasta que pudieras escapar. Sigo cumpliendo mi palabra. Marta negó con la cabeza. —Es otra trampa. ¡Como la de tu hermana! —Exclamó, nerviosa e incrédula al mismo tiempo. —Mi plan falló. Me olvidé de Niara y sus sucias mariposas —decía Reidos sentándose a su lado—. Nunca sospeché que las utilizara hasta ese punto conmigo. Sucia traidora —añadió, con desprecio—. Debí mantenerte a mi lado y que no llegara a acorralarte. Entiendo que tuviste que matarla para sobrevivir y escapar. —Pero… era tu hermana —musitó Marta.

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—Digamos que ni Osles ni Niara, ni yo teníamos grandes vínculos afectivos más allá de nuestra unión para instaurar un imperio —respondió el príncipe Reidos, poniendo los ojos en blanco. Marta había aprendido ya en confiar en ese hombre más de lo que su instinto le decía. Decidió proseguir la charla con él, a pesar del inquietante murmullo de sus soldados fuera del Bastión Morado, ansiosos por matarla. —Suena horrible. —Niara murió como soldado que era —prosiguió él—. No empuñaría una espada pero era hábil en la guerra y tenía su bonita mente maniobrando estrategias y triquiñuelas que la hacían letal. Parecía una muñequita pero fue la mujer más peligrosa que llegué a conocer. Sé, que si la ocasión lo requiriera, no dudaría en matarme o apresarme. Tal y como vi que osaba hacer con el rey Osles. —¿Cómo lo sabes? —Inquirió Marta, más tranquila pero triste. La culpa no se había ido y todavía sentía un dolor intenso dentro de ella. —Sabía utilizar sus mariposas. En cuanto supe que estabas con ella fui corriendo hasta el cuarto donde intentó matarte y las vi. Usé las mariposas y vi lo que había pasado —explicó Reidos. —¡Pero no lo has ocultado! ¡Has traído hasta aquí a soldados para que me maten! —No pudo evitar gritar Marta. —Tenía que cumplir mi plan, Marta. No seas tan ingenua —dijo, con paciencia—. Quiero salvar tu cuello pero el mío también importa, ¿sabes? 307

Marta asintió con la cabeza. Se sentía conmovida ante el corazón tan bien escondido del príncipe del Reino del Este. Y supo entenderlo pues, de ponerse en sus zapatos, ella estaría igual. A la vez, que Reidos sabía ponerse en su lugar y no romper su promesa de que escapara salva. —Entiendo. ¿Cuál es tu maldito plan ahora? —Fingiremos que hemos luchado y has escapado —dijo, como si tal cosa. —¿Te creerán? —Tendrás que herirme y yo a ti. —¡Qué bonito! —Exclamó Marta. No obstante, tenía mucho sentido. —La guerra no es bonita. Lo que siento por ti y me hace actuar así, sí. Mis soldados nunca cuestionan mi palabra y, aun así, qué más da. Que se vayan, quedémonos solos. —Empiezo a creerte —terció Marta. No dudó en golpear a Reidos haciéndole un moratón en la cara y cogió una antorcha rápidamente con la que se quemó parte del brazo izquierdo. Un dolor nada considerable con el de su alma. Reidos apenas se inmutó pero sonrió y asintió, a la vista de que Marta había actuado veloz con el plan—. Ya está, ya tenemos coartada— añadió Marta después y se irguió para pasear inquieta por la habitación blanca. —La feliz ignorancia de la dulce equivocación —dijo Reidos, mirando su nuevo moratón en un espejo, como dándole aprobación—. Quiero tenerte, Marta. Te vi llena de luz, la que temía mi hermana y te veo ahora tan salvaje y triste que deseo con toda mi alma salvar tu esencia… a ti. Marta se paró en seco. Suspiró y se encaró: 308

—No puedo amarte. —Seríamos como terremoto y huracán. No necesitas mi amor pero yo sí amarte —añadió él, acercándose a Marta y acariciándole el rostro. —¿Y qué nos depararía ese futuro? O cambias o no estoy dispuesta a tenerte —contestó ella, inmutable—. No puedo luchar por lo que tú luchas. Yo quiero un futuro de justicia, de paz, de igualdad… de bien. Giró la cabeza y clavó su vista en Corcel escondido entre la oscuridad de la reciente noche. Silencioso e invisible por sus dotes de bestia entrenada por elfos. —Deja de hablar sobre el futuro. No me preguntes por él. Está ya en nuestras manos —terció Reidos, enigmático—. Pero sé que entre tú y yo no hay futuro. Aunque siempre podríamos escribir otra historia. Sin finales felices. Marta no pudo evitar darle un abrazo en el que él se aferró con fuerza, tanto que la apretaba aunque no le molestaba, la reconfortaba. Él le besó el cabello. Ella no se opuso. —Te aprecio, de verdad —afirmó Marta, franca—. Y tú parece que lo sabes todo. Sé que podrías hacer cosas buenas pero no quieres. Tendremos que despedirnos. —Volveré, no te vas a librar tan fácilmente de mí. La vida se queda corta cuando te tocan el corazón —dijo Reidos, al deshacerse del abrazo. Marta puso los brazos en jarras ante aquellos ojos que brillaban. Y supo que su sentimiento era fuerte y sincero. Y Marta sintió también dolor al estar haciendo daño a aquel hombre. —Me haces sentir peor. Cambia.

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—Tan sólo quiero refugiarme en el camino y no desviarme de él —repuso, con sinceridad y poniéndose nervioso. Marta nunca lo había visto perder el control. —Realmente eres una persona que podría llegar a amar. Eres una lucha de luz y oscuridad. Parece que quiere luchar fuerte la luz pero siempre dejas vencer a la oscuridad. Marta le acarició la espalda acorazada y él esbozó una sonrisa resignada para contestar: —Es mi camino. —Tu camino es lo que me aleja de ti. Y no sé ni a dónde vas. —Yo tampoco. Pero es lo que debo hacer —insistió. —Te diría que traicionases a tu reino, a tu hermano… Ya no sólo uniéndote a Elzia. Exiliándote, escondiéndote hasta que acabe todo esto. Pero no puedes—. Marta hizo una pausa—. ¡No puedes! Te amaría de no ser por tu oscuro camino, mi lealtad al reino… y… —Tu amor por Laisho —adivinó Reidos. Marta sintió una punzada en el corazón. —Sí —confirmó, sonriendo dulce—. Tan sólo puedo pedirte una cosa —tomó aire—.Más allá de que me estés constantemente salvando la vida. Una vida más… ¿qué más da que sea una elfa? —Reidos hizo amago de hablar pero Marta lo detuvo—. Calla. Esta guerra es difícil para ambos bandos. Si ganase el reino del Este, te pediría que fueses fiel a la luz de tu corazón e intentases gobernar de la manera más justa posible. Que intentases frenar a tu hermano en su crueldad e intentases un bien mayor para la gente.

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Mantuvieron una mirada cargada de sentimiento y palabras no dichas durante unos instantes. Reidos soltó una seca risotada. Sacudió la cabeza y, finalmente, contestó serio: —Te lo prometo. —A veces me sorprende ver eso que llamáis luz de mi reflejada en la gente. Me asusta y me gusta a la vez. Espero poder ser realmente esa luz en la que confiáis. Superar mis demonios interiores y llegar a conseguir un mundo mejor —habló Marta rápidamente. —Tengo fe en ti. Nunca podré olvidarte. Reidos cogió su mano suavemente y la besó. —Nuestros caminos quizás vuelvan a cruzarse. Pero entonces tendremos que luchar a muerte —dijo Marta, abrumada ante sus palabras. —No hemos nacido para estar juntos, a pesar de lo que siento —respondió él, tranquilo. Hablar de guerra no era algo grave para él—. Uno de los dos tendrá que morir. —Sí. Gracioso, ¿eh? —Terció Marta, con una risita incómoda. Entonces el clamor de los soldados se hizo más fuerte y, entre la constelada noche del exterior, se escuchaban gritos y golpes de alarma. Quizás sospechaban que deberían salvar a su general, a Reidos. —Marcha. Te debo no deberte nada. Reidos la agarró fuertemente del brazo y la arrastró hasta la ventana donde la aguardaba Corcel.

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—Yo te debo mucho —dijo Marta con un hilo de voz. Reidos, impaciente, hizo un movimiento con la mano para restar importancia—. Supongo que no es un adiós. —Llámalo “hasta luego”. Tras dedicarle su última sonrisa. Marta vio como Reidos corría escaleras abajo y ella despegó con Corcel sorteando a los bárbaros soldados del Reino del Este rumbo, de nuevo, a Vuelaflor.

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27 TRACIÓN, ¿O NO? La misión había sido un éxito. Laisho regresaba a Vuelaflor victorioso junto a sus tropas. Una batalla más vencida en aquella guerra de dimensiones colosales. Sin embargo, no entendía porque en ningún momento se había quitado a Marta de la cabeza. Soñaba con su cabello castaño y alborozado. Que no había pasado nada que lo distanciara y aún estaban juntos reviviendo buenos momentos y sensaciones. El aroma del mar con su rostro hundido en su pecho. El olor del campo con su mano en la espalda... Despertaba y su presencia todavía lo acompañaba. Lo que había visto en sus sueños seguía allí, como si no hubiese imaginado nada y todo hubiese sido real. Ya durante el día, bien estuviese elaborando estrategia y dirigiendo a sus hombres o bien estuviera en el campo de batalla mantenía su recuerdo en mente. Es más, ante los más duros golpes se motivaba pronunciando en un susurro el nombre de Marta. Estaban separados, sí. Pero lo achacaba a la inocencia de Marta en materias de guerra. Una inocencia que tendría que dejar atrás a medida que se fuera adentrando en este gran conflicto bélico. Quería un poco de distancia y espacio. Se lo daría. Marta era un espíritu libre de un gran ímpetu. Era inevitable no verlo. Quizás, tras unos días, mostraría de nuevo su interés. Sabía que lo amaba y confiaba en ella y en su corazón. Al entrar en Vuelaflor, el pueblo los recibió con honores. Le llegaron noticias de que la batalla en la Fortaleza de Hielo también había sido favorable, aunque no entraron en detalles. Eso lo alegró más. La muchedumbre se mostraba feliz entre gritos de júbilo

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aclamando sus nombres. Pero Laisho, entre todo el run run de la gente, llegó a comprender una frase que no supo si se la había imaginado. "¿Y la Esperanza Alada".

La tarde era albina. Un manto de nubes perladas tapaba la capital y, desde el mar, se extendía una neblina que invadía la ciudad. Laisho se dijo que se sentía frío. ¿Cómo no se iba a sentir frío si hacía frío? Había algo, en aquella tarde gris, que le decía que algo iba mal. Tenía un presentimiento. Uno de esos presentimientos que sólo un militar puede tener. Sintió que aquello ya lo había vivido. Mientras seguían surcando la principal arteria de la ciudad entre la población vitoreando y volvió a decirse que era un idiota. Pues claro que ya lo había vivido. ¿De cuántas batallas victoriosas había salido? Sin embargo, sus temores crecieron al llegar al palacio. A pesar de que le estaban felicitando por su éxito, todos sus conocidos mostraban semblante serio. Lo miraban casi evitando cruzarse con sus ojos. Y hasta vio pena en la mirada de Carlo. Y Marta no estaba. —¿Ocurre algo? --Preguntó a Carlo que, al fin y al cabo, era el más cercano a su exnovia. —Os lo dirá todo la reina. El salón de palacio estaba desierto, a excepción de la reina Elzia. La fantasmagórica luz de la niebla se colaba entre los ventanales mostrando las vistas de la capital desteñidas por el blanco. —¿Y Marta? --Fue lo primero que dijo Laisho.

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Elzia esbozó media sonrisa y respiró hondo. Le contó a Laisho todo lo sucedido hasta el momento en la Fortaleza de Hielo. Habían ganado la batalla y Marta, engañada, permaneció allí custodiando al nuevo rehén, Reidos. Laisho escuchaba estupefacto sintiendo una mezcla de rabia y frustación. —Sólo que no contamos que las tropas del Reino del Este estarían ya esta mañana allí para rescatar a su príncipe—. Culminó Elzia su relato. Laisho permaneció en silencio. Dio una vuelta en el salón mientras su respiración se agitaba. —La has enviado a una misión suicida. La has engañado. La matarán. —Vamos, alteza. Marta es una elfa. Allí es todo hielo, no podrán matarla. No pueden ni hacer fuego. Marta es lista sabrá esconderse y protegerse hasta que nuestra tropa llegue y la rescate. —¿En qué punto habéis perdido vuestro juicio como reina justa a una retorcida psicópata que juega con la gente? —Es la guerra. Vos lo sabéis bien. A veces debemos hacer jugadas estratégicas que nos duelen. ¿Qué os voy a contar que no habéis hecho? Además, si muriera, es sólo otra baja más. —Marta es la Esperanza Alada. —Lo véis así porque os importa. Porque la amáis. Miradlo con perspectiva y distancia. Entonces se oyeron golpes en la puerta de madera.

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—Adelante. Entró Carlo bastante nervioso. Miraba a los dos reyes como quien observa un partido de tenis. No se daba decidido a hablar. —Carlo, me preocupáis. Sosegaos. ¿Qué sucede? —Inquirió la reina. —Nuevas noticias sobre Marta. —¿Está bien? —Apuró Laisho. —Marcha con la comitiva del reino del Este rumbo a Rosfuego. Como... como prometida del príncipe Reidos. Silencio. Un silencio pesado. Y Laisho notó una jarra de agua fría sobre todo su interior. Ni se pronunció. —Cómo veis, mi rey... esta chica es demasiado lista. Sana y salva. Y tanto. —Tiene que haber una explicación. Elzia también parecía inmóvil y paralizada. Solo que no se mostraba, en absoluto, alterada. A diferencia de Laisho. —Los que ostentamos el poder no podemos dejarnos llevar por excusas. Nos ha traicionado. Recuerda que luchamos por valores que incluyen la justicia. La justicia conlleva la carga de castigar. —No sé cómo podéis hablar con tanta ligereza de Marta —terció Laisho, todavía estupefacto.

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—Vos habláis como corazón roto que sois. El amor y el poder no son compatibles. El amor se convierte en debilidad. —Conozco lo suficiente a Marta para creer que tiene que haber un motivo más grande para que actuase de esa manera. —“De esa manera”… prometiéndose con uno de nuestros principales enemigos. ¿Quién es el que habla ahora con ligereza? —Murmuró Elzia. Se mostraba ligeramente ofendida—. Recomponeos. Ahora es nuestra enemiga. No podéis seguir guardándole cariño. —Si todo el mundo creyera más en el amor ya no haría falta tener que hacer guerra por los valores que defendemos. El amor haría que fluyeran por sí solos entre la gente. Laisho se dejó desplomar en un sillón de la pedregosa estancia. De repente, se sentía muy cansado. La noticia lo había desarmado pero se aferraba a su fe por Marta. —Olvidáis que el amor tiene dos caras: la amable y la cruel. Cuando se acaba la pasión y el enamoramiento llegan el rencor y las decepciones que sumen a un corazón en las tinieblas. Hace vulnerable. Olvidadla, Laisho. Y, ahora, descansad. Lo merecéis, habéis conseguido una gran victoria. Espero que un buen sueño os devuelva la sensatez. Durante los siguientes días intentó apartar a Marta de su mente. Se dedicaba a entrenar más duro que nunca y a asestar todavía sus más fuertes golpes a sus adversarios. Se mantenía ocupado informándose y tomando decisiones de su reino. Las palabras de la reina le habían causado ira porque una parte de él decía que la verdadera culpa era suya, así que se negó a partir a ninguna más de sus batallas. No le iba a meter en entuertos que podrían llevar a engaños como a Marta. No obstante, seguía acudiendo a las reuniones y dando consejos de 317

estratega para las batallas que estaban teniendo lugar en el reino del Sur y sus traficantes. Las batallas estaban siendo favorables y todo apuntaba a un próximo golpe decisivo en esta guerra. Guerra que ya no quería sentir como suya. De vez en cuando, entre miradas de compasión y de rabia, había gente que le hacía comentarios que el escuchaba sin responder. Comentarios que le hacían recordarla y también lo que había hecho y que preferiría que nadie le dijese. —Esa traidora merece la muerte —lo abordó una capitana un día que se dejó ver por la taberna. —No lo esperaba de ella. Pero había mucho libertinaje en su manera de actuar —añadió al instante uno de los soldados enanos. —Las malas lenguas dicen que era una lagarta que sólo buscaba el poder. Aquí no pudo —dijo en amago seductor una joven de la corte la tarde del segundo día después de la noticia. —La elfa… tan mala como todos los de su especie. Nunca me pareció normal —comentó un duque residente en palacio, joven y frágil, que tan sólo se dedicaba a pasearse por palacio con sus mejores galas. —Era rencorosa. No soportó la jugarreta que le hicimos. Ni siquiera la culpo —se resignó Alesio un día que estaban entrenando. —Hay algo más que no sabemos, su majestad. Ella os amaba. Esconde algo —repuso Sajala en ese mismo momento.

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—Da igual lo que diga la gente. Nos la ha jugado —Terció la reina en una reunión en la que ambos reyes debatían estrategia a solas y celebraban un nuevo golpe tras haber conquistado el reino del Sur. La guerra era favorable. El pueblo se mostraba animado. Al cuarto día todos parecían haber olvidado a su querida Esperanza Alada. Había voces de odio que, en ocasiones, se hacían oír al pasearse por la capital. Muchos la querían muerta. Pero, en fin, la mayoría la habían olvidado celebrando las grandes victorias de sus reyes. Sin embargo, por mucho que quisiera alejarla de sus pensamientos, Laisho aún pensaba en ella. Cuando estaba a solas consigo mismo y la almohada, antes de dormir, intentaba imaginar mil motivos para que Marta tomara ese rumbo. Algo, todo… le decía que no le había traicionado. Algo, todo… le decía que había intenciones ocultas en sus actos. Y, aun así, lo que dolía imaginarla con Reidos. ¿Qué habrían hecho? ¿Habría profanado esos labios y ese cuerpo que hasta hacía poco habían sido como los suyos? La cuarta noche estaba tan carcomido por esos pensamientos que decidió salir a dar rienda suelta a sus pasiones por la ciudad. Enfundado en ropas modestas que no delatasen quien era, salió sólo en una noche clara y constelada hacia el primer local de fiesta que se encontrara en su camino. Acabó en un bar bastante decente donde rápidamente se le acercó una mujer. Era bella. La quiso amar y llegó a besarla. Pero, a pesar de su insistencia, pensó que podría pasar la noche besándola sin sentir nada. Sentía todavía demasiado por Marta. No fue capaz de compartir su lecho y salió del bar ante el enfado de la joven.

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Caminando, solitario, rumbo de nuevo a palacio, se dio cuenta de que estaba borracho y cierta gente empezaba a reconocerle. Le restó importancia. Era rey, pero era humano, tenía derecho a una noche de fiesta si se le antojaba. Serpenteó por caminos para demorar la llegada a palacio mientras intentaba aclarar la mente. Solo que no contaba con que Fitles lo encontrase cuando se internó de nuevo en la calle principal rumbo a palacio. —Hay novedades, alteza. La reina me encontró a mitad de palacio y me envía a contároslas —dijo muy rápido y balbuceando. —¿Estás borracho? —Preguntó Laisho, también aturdido. —No más que vos, alteza —replicó Fitles. El rey supuso que Fitles vendría de fiesta en medio de la noche en palacio y había sido la primera persona que se había encontrado la reina para dar la noticia—. Marta ha asesinado a la princesa Niara y está en busca y captura por el reino del Este. Durante unos segundos ninguno dijo nada. Laisho quedó petrificado. Al instante, sintió una mezcla entre euforia y miedo. Euforia, por tener la prueba de que no les había traicionado, al fin y al cabo. Y miedo, por el peligro al que estaba ahora expuesta. —Voy a ver a la reina. Gracias Fitles. Apuró el paso mientras se daba cuenta de que no importaba nada, ni el poder ni el dinero si ella no estaba. Recordó aquella noche de nubes en la que tuvo sus primeras y únicas palabras con Reidos. Pues sí, él ya había conocido a Reidos. Habían tenido un parlamento cuando Laisho engañó al reino del Este sacrificando su propio ejército. Tuvo lugar en una ostentosa tienda militar en medio del campamento bélico del reino del Este. 320

—Acudís a parlamentar —dijo, sin saludar, un Reidos de cabello ceniciento y ojos ámbar que relucían de triunfo. —Así, es —concedió, muy serio, el rey Laisho. —Dejadnos —ordenó el príncipe Reidos a sus hombres, que obedecieron al instante. Invitó a Laisho a sentarse frente a él, cara a cara, de igual a igual. Gesto de cortesía y respeto que él declinó. —No me creo vuestra estratagema —terció, tranquilo, Reidos. —Los negocios son negocios. Las estrategias, estrategias —replicó el rey Laisho, sin querer exponerse. —Tan simple y tan complejo. Buena jugada —concluyó Reidos esbozando una sonrisa satisfecha. Laisho temía ya cualquier cosa. Por lo tanto, no dudó en añadir: —Se supone que no sabéis nada o si no deberíais darme ya muerte. Se hizo una pausa dentro de la tienda escasa de mobiliario y decoración sin más ruido entre ellos que el crepitar de las llamas en las antorchas. —No voy a mataros esta noche. Somos más parecidos de lo que nadie pueda imaginar. —No me insultéis —escupió Laisho. —Oh, no os hagáis el ofendido —dijo Reidos, petulante—. Pero lo sabéis. —Creo que habéis escogido un bando equivocado. 321

Laisho se hacía una idea de lo que le estaba concediendo el príncipe. Sabía que de ser Osles el que sospechara el verdadero plan de Laisho y no Reidos, ya lo habrían matado. Salvo que Osles no era tan listo como Reidos y no se había dado cuenta. Algo indicaba al rey Laisho que había dentro de Reidos una justicia y bondad que no dejaba ver fácilmente. Reidos se limitó a encogerse de hombros. —Más adelante, uno de los dos le dará muerte a otro. Podría ser ahora, pero no queremos. —O algo nos mate antes —concluyó Laisho antes de marchar. Sí, algo había unido sus destinos y matado a ambos antes. Una mujer medio elfa llamada Marta. ¿Qué sería lo que fabricaba esa mujer que hacía derretir el corazón de los reyes y príncipes? ¿Qué le daba esa luz que cegaba a todos? Sí, a todos. Muchas veces quiso pegar a alguno más por verlo derretido ante esa luz, esa energía, cuando era a Laisho a quien pertenecía. Nunca aspiró a poseerla más allá del respeto y del cariño pero eso no impedía que a veces tuviera punzadas de celos. Esa sonrisa angelical era ahora la perdición de Reidos. —Quizás ha obrado bien y ha conseguido un duro golpe que debamos aprovechar pero está descontrolada. No podemos manejarla —dijo Elzia que lo estaba esperando en el salón del trono. Laisho había llegado deprisa, sumido en sus recuerdos. La reina Elzia y charlaron gravemente sobre la noticia y sus repercusiones. —¿Aspirábais a eso? ¿A manejarla? Recuerdo que fue vuestra mentira la que le hizo obrar así —espetó el rey. 322

—Sólo son conjeturas. Id a dormir. Tras un sueño reparador recobraréis el juicio —culminó una Elzia que parecía más confusa que nunca. —Debemos protegerla —insistió. —Ya veis lo que es capaz de hacer. Sé que vendrá por sí sola. Entonces, decidiremos qué hacer con ella. Laisho cayó en un sueño turbulento al llegar a su cuarto que sólo fue capaz de conciliar por todo el cansancio acumulado. Despertó con la primera luz del día habiendo dormido escasas horas y con leve sensación de resaca que le martilleaba la cabeza. No obstante, se levantó rápido para vestirse y acudir a ver a Elzia de nuevo por si había novedades. El palacio era un revuelo de murmullos. Algunos intentaron frenarlo para decirle a saber qué. Laisho los ignoró, directo a su rumbo y temiendo nuevas noticias. —Ha llegado —anunció Elzia en cuanto lo vio. Iba a seguir hablando con su voz gutural entre la luz clara de la mañana en Vuelaflor pero él la interrumpió, con el corazón en un puño. —Quiero verla. Elzia fijó sus ojos claros en él. —Está en el calabozo. Laisho calló unos segundos, paralizado pero ansioso. —¿La habéis encerrado en una celda? —Escupió las palabras.

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—Ella misma lo ha pedido —respondió la reina, haciendo una seña con la mano para callar al rey—. Cabe decir que yo iba a hacer lo mismo. No opuso resistencia. Se encaminó a la celda ella sola. No quiere hablar con nadie. Tengo la impresión de que sólo a vos os dirá algo. —Ha matado a Niara, os lo recuerdo —insistió Laisho. Horrorizado de que el destino de Marta fuera ahora estar entre barrotes. —Y yo os recuerdo cómo nos la ha jugado. Laisho ignoró a la reina y se dirigió rumbo a las mazmorras lo más rápido que le permitían sus piernas cansadas pero fuertes a ver a Marta.

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28 MERECER PERDÓN Aterrizó en el patio de palacio iluminado por la incandescente luz del alba. Quiso ser rápida. Desmontó de Corcel y le ordenó que se dirigiese al establo. Corcel, dócil e inteligente, obedeció a su dueña. Tan listo y tan fiel. Los pegasos eran una raza extraordinaria. Marta sentía que sin su pegaso no estaría viva y, de haber sobrevivido, no habría llegado tan lejos. Se alegró de dejar de manchar su porte de caballo alado de su ama asesina. Había alguna persona en el patio que se paralizó al verla. Pronto llegaron los murmullos. Marta no los miró, fijó la vista al suelo y marchó corriendo dirección a las celdas. No iba a oponer resistencia. Se lo iba a poner fácil. Si querían condenarla que lo hicieran y cuanto antes. Se topó con la entrada a las celdas y un carcelero barrigudo y grasiento pelo alborotado que la miró con los ojos muy abiertos. —La reina ha ordenado encarcelarme —dijo Marta con una voz que le costaba reconocer como suya. —No he recibido tal orden —contestó, perplejo, el carcelero. —Yo sí —se limitó a responder Marta, ignorando el perímetro de seguridad y entrando en el calabozo. El carcelero permaneció inmóvil un instante, con el ceño fruncido. No obstante, hizo caso a Marta y la llevó hasta una celda apartada del resto. Marta entró sin mediar palabra y se acurrucó sobre sí misma en una esquina. Se percató de que el hombre no había cerrado sus 326

barrotes con llaves. A ella le daba igual, tenía claro que era una traidora y una asesina. Su sitio era ese. El calabozo estaba muy limpio y, de no ser por las hileras de barrotes entre paredes grisáceas y pequeños ventanucos desde los que penetraba una luz clara que daba aspecto de penumbra, no parecía como las cárceles usuales. Entonces entró Alesio. Marta bajó la mirada. No quiso verlo. —La reina me envía a veros. Marta no contestó ni dio atisbo de ser consciente de su presencia. —Supongo que tendréis una gran historia que contar —insitió Alesio. Marta permaneció muda. Alesio inspiró para marcharse. Marta no sabía qué pretendía. Sintió que en esos momentos en los que creía estar en una especie de estado de shock sólo podría hablar con una persona de palacio. —Dadle de comer y beber —ordenó Alesio antes de irse. El carcelero obedeció y le puso a Marta un plato de carne y una jarra de agua. Marta ni reaccionó. Dejó la comida donde estaba y no quiso probar ni un bocado ni beber una gota de agua. ¿Cuánto haría que no comía? ¿Un día, dos...? Había perdido la noción del tiempo. Sólo adivinaba que la última vez que había comido era en el campamento de Reidos. Pasaban minutos que parecían segundos. El tiempo iba rápido mientras Marta repasaba mentalmente lo ocurrido en los últimos días. Estaba a la expectativa. Tarde o temprano acudirían a interrogarla.

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Tras una hora, llegó Laisho. Ay, Laisho. Con el no pudo evitar alzar la vista y cruzarse con unos ojos que rezumaban dolor. Dolor... esperaba ver reproche y justicia en aquellos ojos siempre tan firmes y fuertes, no esa vulnerabilidad y dolor. Marta no merecía eso. Así que no medió palabra y él tampoco. Se acercó a ella y le acarició el sucio y despeinado cabello. Marta recelaba, ¿estará jugando conmigo antes de mi condena? Laisho agarró el plato y empezó a darle de comer a Marta. También agarró un vaso y lo llenó de agua, que acercó a sus labios resecos. —Los elfos también pueden morir de inanición y deshidratación, ¿sabes? —Dijo tranquilo. Marta empezó a beber y comer dócilmente. Estaba esperando el gran interrogatorio, las grandes acusaciones a sus crímenes que no llegaban. Estalló, se abalanzó en un abrazo sobre Laisho y se puso a llorar. —Lo siento. Lo siento mucho —sollozó ante unos brazos fuertes que correspondieron su abrazo. Laisho hundió su rostro en el sucio cabello de Marta e inspiró, impregnándose de su olor. —Te toco y el mundo se paraliza —dijo con la voz ahogada por el contacto. Marta separó levente su rostro de él para acariciarlo entre lágrimas. —Yo… Reidos —empezó a farfullar—. No hice nada con él te lo prometo. Tan sólo consiguió robarme un beso. Laisho negó con la cabeza y volvió a abrazarla. 328

—Shhhh, calma mi Marta. —Te amo —confesó Marta en tono lastimero. Sus lágrimas estaban cesando para ponerse más seria—. Haz lo que quieras con mi amor. Pisotéalo, escúpelo por lo que he hecho. Pero envuélvete en él con las mejores de mis intenciones. Laisho le dirigió una mirada de fuego. —Tu amor es el mejor regalo de mi vida. Jamás lo mancillaría. Yo también te amo. Empezó a contarle todo. Detalle por detalle. Laisho no interrumpía, escuchaba activamente con paciencia. Ay, la compasión y el sufrimiento de aquella mirada ante lo que oía. Tras empezar el relato con voz cansada y dubitativa, fue cogiendo ritmo y fluidez hasta que acabó. —Lo importante es que ya estás sana y salva —concluyó él. Tras el relato parecía sentirse mejor. —¿No te importa que le haya besado? —Preguntó Marta en tono que sonaba infantil con un hilo de voz. —Me sentí traicionado cuando me enteré de vuestro supuesto compromiso y yo también besé a otra mujer —terció Laisho—. Sucumbí a la debilidad del despecho. Pero no eras tú, y no pude sentir nada. Marta sintió una punzada de dolor ante la confesión del rey pero no podía culparle. Lo entendía y otorgó más valor al resto de sus palabras. De todas formas, aun sentía que hilo que los unía se había vuelto más frágil después de los últimos días y sus hechos. Temía perderlo de nuevo ahora que lo había recuperado. A pesar del dolor, a pesar de la culpa. 329

—Ni siquiera quería besarle. Yo tampoco sentí nada. Siempre te he querido. Laisho le plantó un beso en sus labios rosados que la dejó muda unos instantes. —Deja que te quiera un día más, antes de que me condenen y mi nombre esté manchado—. Se separó suavemente del beso. —Si por mí fuera querría tu amor hasta el fin de mis días —contestó Laisho—. Pero, Marta, ahora has conseguido un golpe brutal. Nos desconcertaste pero actuaste como una heroína. Nadie te va a encarcelar. —Lo pongo en duda —replicó ella, aturdida—. Durante la farsa me pregunté infinitas veces qué estaríais pensando y qué destino estaríais decidiendo para mí. Fui egoísta. —Fuiste justa contigo misma. Solucionaste cuentas pendientes con tu linaje y tu familia. Laisho siempre lograba tranquilizarla. Incluso en aquel momento consiguió que recuperase más aplomo. —Tengo que hablar con Elzia —añadió, decidida. —Pensé que le guardarías rencor por su jugada. Yo aún se lo tengo —dijo Laisho, denotando rabia. —Adentrándome en los terrenos del Reino del Este, al lado de Reidos, he llegado a comprender cómo están las cosas. La envergadura de esta guerra y lo que son capaces de hacer nuestros adversarios —respondió Marta—. Elzia ha sido inofensiva a su lado. Laisho hizo que el carcelero contactase con la reina Elzia. Pasó media hora donde se limitaban a quererse y llegó la reina. Impecable como siempre. Estaba enfundada en un 330

vestido azul cielo vaporoso y su peinado recogido destacaba sus rasgos afilados y bellos. Le dirigió una mirada significativa a Laisho para luego dirigir otra a Marta. Le sonrió y la desconcertó del todo. Invitada por su cordialidad, procedió a relatar, de nuevo, lo sucedido. —¿Cuál será mi condena? —Inquirió Marta, sin rodeos. Elzia le clavó los ojos con condescendencia. —Es cierto que nos has traicionado pero, finalmente, lo que has hecho es salvarte la vida y, de paso, nos has ayudado a eliminar a una de nuestras peores enemigas —sentenció. —Me merezco una celda. Acudí a Rosfuego como prometida de Reidos. Estoy manchada y mi honor está manchado —insistió Marta. Elzia inspiró y adoptó tono grave: —La guerra no es espacio de lamentos. Con veinte años me hice reina dentro de una guerra y no me lamenté. Vi morir a mi pueblo y no me lamenté. Contemplé el ocaso de mi familia siendo yo la responsable de todo y no me lamenté… --Y tuvisteis hijos, los escondisteis y apartasteis de vos y tampoco lo lamentasteis —interrumpió Marta. Aquello cogió a la reina con la guardia baja. Pestañeó nerviosa antes de contestar: —No sé de qué habláis. —En el Bastión Morado el líder me confesó que Niara tenía como rehén en Rosfuego a vuestra hija.

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Elzia miró a todos lados, comprobando que no hubiera nadie presente. Su semblante siempre sereno y solemne había adoptado un tono preocupado y tenso. —Esta información no puede salir de aquí. Laisho, Marta os ordeno secreto —les habló, frenética. —No saldrá más allá de estos barrotes —prometió Laisho, también sorprendido pero cauto. —Por mí quedaos vuestra maldita guerra —dijo Marta, encogiéndose de nuevo sobre sí misma. —Te has implicado. La guerra es como dirigir una empresa. Tienes gente a tu mando, tienes colaboradores e incluso competencia —decía Elzia, impaciente—. No te puedes encariñar con nadie porque no sabes cuándo vas a tener que darle la patada o, peor, cuando te va a dar una puñalada por la espalda. Y, por supuesto, hay que estar listo para aplastar al enemigo sin piedad. —Ahora es la debilidad de Reidos. Marta dirigió una mirada acusadora a Laisho por sus palabras. La reina movía las manos nerviosamente y parecía que estaba pensando de forma frenética. --Podríamos utilizarlo a nuestro favor pero no me fio de Marta. Marta, te quedarás en Vuelaflor controlada en todo momento —añadió—. Estarás en tu cuarto pero harás tu papel de Esperanza Alada y actuarás como el símbolo que eres para el pueblo. —Me liberáis de estos barrotes para ponerme otros con diferente nombre. En fin, acepto —contestó Marta, sin atisbo de emoción. —Intuyo algo más en vuestras palabras, alteza —sugirió Laisho. 332

—Todo es propicio en este momento. Hemos conseguido victorias y, gracias a Marta, el enemigo está afrontando un duro golpe. Es el momento. Retaré a Osles en una batalla en el corazón de su reino, en Rosfuego. Se hizo un silencio. Laisho asintió lentamente con la cabeza. Marta se dio cuenta de las repercusiones de las palabras de la reina. —¿Habla vuestra estrategia o vuestro corazón? —Preguntó. Pero la reina marchó sin despedirse y sin contestar. —Elzia dudaba —dijo en voz baja Laisho cuando Elzia ya se había ido—. Sin duda, la noticia de que su hija sea rehén ahora del loco de Osles la ha animado a declarar la que es la batalla definitiva. Me alegro que no te haga partir con nosotros. —Te diría que no fueras, que te quedaras conmigo. Sé que no puedo —musitó Marta. —Tengo que organizar con Elzia todo este embrollo. Ve a tu habitación y sal de esta apestosa celda, no la mereces. Iré a verte de noche —dijo Laisho, autoritario y cariñoso al mismo tiempo. —Confío en ti como confío en mí —afirmó Marta, recordando sus días pasados y las palabras que se dedicaron como enamorados. Laisho sonrió. Una sonrisa amarga pero llena de amor. .—Confío en ti como confío en mí. Marta marchó hacia sus aposentos por sí misma dejando que se quedaran ellos con su guerra. Había sido entendida y perdonada. Al fin y al cabo, era la guerra. Comprendieron 333

que tuvo que sobrevivir y asesinó a sus enemigos. Lo entendió. Sin embargo, ante sí misma y su conciencia se sentía aún culpable. Ya era una asesina. Había ido más allá de sus principios. Durante el corto camino evitó llamar la atención ni hablar con nadie. A pesar de que algún conocido la vio ella impidió que le dijesen nada. Al llegar a su cuarto se desplomó sobre la cama sin cambiarse de ropa. "Marta, es la guerra. Participar en la guerra conlleva realizar actos de guerra. Matar es uno de ellos". Darse cuenta de la realidad de sus pensamientos y de lo que le habían dicho Laisho y Elzia al respecto la tranquilizó y sucumbió al sueño. Despertó con Laisho a su lado, que la miraba y acariciaba con dulzura. No sentía merecer su amor pero lo deseaba y anhelaba con su corazón. Aún dormida y aletargada, se abalanzó sobre su cuerpo y lo llenó a besos. —La reina ha dado la orden. Ha desafiado a Osles y ha aceptado. Es la guerra del jaque mate —anunció muy serio. —¿Jaque mate? ¿Es que existe ajedrez en este mundo? —Preguntó Marta mientras se desperezaba y se vestía con una bata ligera. —Lo que me extraña es que exista en el tuyo. Y, sin más, estallaron a carcajadas. Reían cuerpo con cuerpo sin saber muy bien porqué. No encontraban motivos para reír pero aun así reían de una manera un tanto desesperada y nerviosa. —En el ajedrez cuando el rey muere se acaba la partida. En esta batalla intervienen todas las piezas del tablero y sus reyes —explicó Laisho, cual estratega que era. 334

Marta asintió levemente y se sirvió un vaso de agua. —Claro. Elzia contra Osles. —Y tú has matado a su reina —añadió Laisho. Marta se dio cuenta de que su primer asesinato, ese que tanto la carcomía había sido un golpe decisivo en la guerra. Desde el ventanal se apreciaba cómo se cernía un ocaso oscuro y rojizo. Fue encendiendo las antorchas sin temer su fuego. —Niara. ¿Y tú eres una especie de reina de Elzia? —Podría decirse que sí. O un segundo rey. Si la reina Elzia muere yo tomo su relevo —dijo Laisho—. Y también está Reidos… —El segundo rey del reino del Este —terció Marta con voz queda. Esbozó una sonrisa forzada. —Tendré que matarlo—. Reidos pronunció muy tenso esas palabras. Miró a Marta fijamente con sus ojos oscuros—. ¿Qué sentirías si muere? Marta resopló. Reidos la había ayudado mucho. La había querido. Sin él estaría muerta. Pero, al fin y al cabo, era el enemigo. —Simplemente, que ha muerto siguiendo el camino que ha elegido. Un camino que desperdició su gran corazón y su alma. Laisho convino sus palabras y se acercó a ella, sirviéndose otro vaso de agua. Ambos, meditabundos, contemplaron las vistas desde el amplio y claro ventanal. —Extrañaba este cuarto donde comprendí que era una elfa —rompió el silencio ella. 335

—Extrañar un lugar es extrañar los momentos vividos en él. Qué bien lo hemos pasado aquí. Marta le besó con pasión y él le respondió. —Quédate esta noche. Lo volveremos a pasar bien. Hasta el que puede ser el adiós definitivo —invitó Marta. Cada vez más consciente de la gran batalla que se avecinaba. —Siempre estaré contigo. Pase lo que pase, una parte de mi alma ya está en ti. Al igual que yo te sentía en cada movimiento de mi vida cuando no estabas. Abrazó a Laisho con fuerza y se hundió en su pecho. —Tienes razón, siempre estuviste presente en mí. Eso me hizo soportar mejor el teatro que tuve que interpretar —confesó. —La vida es un teatro, siempre. —Hasta que se muestra el corazón —terció Marta. Permanecieron callados y abrazados un rato. La cabeza de Marta no paraba. —Parece que el verdadero saber llega cuando es tarde —dijo tras la pausa—. Cuando ya han pasado los problemas y ya no se les

puede poner solución más allá que en la

imaginación. Nunca debí dejarte. —Siempre entendí tus motivos que estaban tan arraigados en tu alma. No te dejes vencer, sigue siendo tú. Te veo derrotada pero tu luz aun brilla dentro de ti y nos ciega a los que nos exponemos mucho a ella. Incluido Reidos. Cualquiera. No me extraña que Niara la temiese —respondió Laisho entre gestos de cariño, muy serio. 336

Marta quiso zanjar la conversación y se limitó a asentir. Lo pasaron bien, sí. Hasta que Laisho marchó silencioso de madrugada tras una última despedida. Marta decidió quedarse en su cuarto hasta obedecer el cometido que la reina le había asignado. Quería guardar en su mente lo que podía ser su último recuerdo de su Laisho el hecho de estar juntos, amándose, y no el verlo partir. No verlo marchar lejos enfundado en ropas de guerra que lo llevaban al peligro y a una muy probable muerte. Y el recuerdo de él durmiendo mientras ella no conciliaba el sueño. Visión adorada de un hombre con principios y corazón de oro. Consiguió quedarse dormida en la madrugada, cuando ya se había hecho del todo consciente de la situación y ya se había resignado a lo que deparaban los acontecimientos venideros. No contaba con que Carlo y Xaida irrumpieran en su cuarto, despertándola a horas no amigas del sueño. —¿Qué? —Escupió una Marta adormilada. —Lady Marta. Tenemos nuevos planes para vos. Planes que la reina Elzia desconoce y estamos seguros que serán de vuestro interés —anunció Xaida, con su voz cantarina.

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29 DOS PORTALES —No quiero ver a nadie. Marta se irguió. Cansada, aletargada, adormilada. Se enfundó en una bata que no le costó recoger desde la mesilla que estaba al lado de la cama. —En mi más humilde opinión, estás muy interesada en escuchar lo que os tenemos que proponer. Marta creía saber bastante ya. Demasiado, incluso. —No quiero saber nada de esta guerra —rezongó. Se preparó un té. Mira que tardaba en calentarse y con la cabeza tan adormilada no podría aguantar el sermón de su mentor hechicero y “la Sabia”. —De quien no queréis saber nada es de la reina pero en vuestro interior todavía vive vuestro afán de justicia y bondad por querer un mundo mejor. Marta puso gesto brusco y se sentó con el té, al fin, ya caliente y rezumante de aroma dulce en su cama. Frente a frente con sus interlocutores. —Mírate, pobrecita. Presa entre oro y seda. ¿Crees que has sido perdonada? —empezó a soltar Xaida. Marta no pudo evitar mirarla. Dolida, comprendida, con compasión—. ¿Que no has sido castigada? –Proseguía Xaida—. La reina te ve como una pieza que no puede controlar en su tablero. Como un problema. Deberías estar en primera línea y te mantiene amarrada en palacio. Jaula de diamante. 338

—Mejor estar encarcelada en un palacio a que tenga que realizar actos en contra de mi alma —repuso Marta tras apurar tres rápidos sorbos de té que le dieron nueva energía. --Cuando buscas algo grande como una carga pesada, a veces está dentro de ti —terció Carlo, tranquilo. El té estaba despejando su mente. No pudo evitar reparar en la indumentaria de ambos. Estaban vestidos con capas de un gris pardo. Las típicas capas de quien va a emprender un viaje en ese mundo. El típico color de quien no quiere ser visto y camuflarse. Algo pretendían. —No hay fe sin lucha. No des la moral como algo por sentado —siguió Carlo ante la escrutadora mirada de Marta—. Está la semilla de la conciencia y moral que debe ser regada y cultivada para que florezca y de sus frutos. Elzia lo ha hecho, aunque a veces no use los mejores métodos. En fin, Elzia es humana. Todos los humanos, sin exceptuar ninguno, fallan. La luz que hay dentro de ti es muy fuerte. Estás harta de oírlo pero te lo repito para que nunca te olvides. Esa luz es tu principal fortaleza. —¿Qué me proponéis? Por lo menos decídmelo hasta que me dejéis en paz —zanjó Marta tras terminarse el té y dejar la taza de un golpe en una mesilla. Se veía oscurecer el cielo desde el ventanal. Xaida y Carlo se mantenían calmados, observando con paciencia y entendimiento a Marta. —Mientras vos estabas con vuestras andanzas por el reino del Este, asesinando princesas y hechiceros… Seguimos investigando las profecías que giraban en torno a vos. Y las hemos entendido —dijo Carlo a modo de respuesta. 339

—Explicaos —urgió Marta. —Sabemos dónde y cómo conseguir que vuestro pegaso expulse aliento de hielo. Y también hemos descubierto un arma élfica letal para la guerra. —Anda ya —repuso Marta, apartando la mirada. Ya estaban con el tema de los elfos. Marta ya había vengado a sus padres. El asunto de los elfos le había hecho llegar a delitos de sangre. Había asesinado a decenas de personas por aquello. Ahora era un tema que quería dejar por olvidado. Todo lo referido a los elfos y su linaje. Hasta el punto que pensar en ello le mareaba y revolvía el estómago. No se veía capaz de seguir recordando que ya era una sanguinaria asesina. —Sólo con vuestra mediación podemos llegar al meollo de las profecías. Debemos llegar hasta el pueblo muerto de los últimos elfos y, allí, ir a la pirámide de entrada de los elfos y desentrañar las palabras inscritas en sus muros para hacernos con todas las palabras apropiadas —prosiguió Xaida—. Y reviviremos el último ejército de elfos. Cadáveres esqueletos pero, repito, sólo con las palabras apropiadas en el antiguo dialecto élfico. —¿Palabras apropiadas? —Preguntó Marta, arqueando las cejas. Todo sonaba demasiado grave y grande para ella. —La palabra que haga al pegaso expulsar hielo. La palabra para resucitar al ejército de los elfos. La palabra para que guarden lealtad y obedezcan —contestó Carlo, autoritario. Marta inspiró profundamente. Aquello empezaba a interesarle. Giró su cuerpo a su mentor hechicero.

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—Pensé que ya habíais resuelto todo vosotros dos. Y lo que decís parece abominable. ¿Elzia lo aprobaría? —Quiso saber intentando mostrar desinterés. —No. Por ello, acudimos a vos en su ausencia —se resignó a responder Carlo. —Que será muy prolongada —añadió Xaida. —Digamos que acepto. Seré de nuevo una traidora si me marcho de palacio sin su orden —objetó Marta. ¿Qué más daba? Realmente ya no le interesaba participar en las luchas de ese mundo. No mientras no pudiera estar junto a Laisho, que era lo mejor que había encontrado allí. Pero lo que le estaban contando era revelador y absolutamente emocionante. Quizás sí estaba llegando el momento de marcar esa diferencia que tanto habían anunciado que lograría. Y que, internamente, estaba anhelando. —Oh, tenemos un pequeño truco de magia para eso —dijo Xaida, tras una pausa. —Os tomaríais este ungüento —explicó Carlo mostrando un pequeño frasco de cristal de contenido dorado—. Os haría caer inconsciente unas horas. Lo suficiente para que os den por enferma y, claro, nosotros los hechiceros os llevaríamos a las montañas para sanaros. Nos daría la coartada y el tiempo necesario para el plan. —Suena arriesgado —terció Marta. —El motivo es importante —insitió Carlo. Marta dio una vuelta por sus aposentos. Sopesaba sus dos opciones. Quedarse en palacio sin hacer nada, esperando. Podría ser la victoria absoluta y la derrota absoluta. En ambos

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casos, escapaba a su control, cosa que no le gustaba. Y, para cada caso, un destino diferente. Decidió que debería saber más sobre el plan de Carlo y Xaida. —Pero, ¿es realmente posible resucitar elfos muertos? —Preguntó. —Tan sólo lo que queda de ellos… y el cabello de elfo nunca muere —enunció Xaida en un halo de misterio. Marta negó con la cabeza. Se sentía todavía en shock. Era incapaz de actuar en nada arriesgado o grave. Notaba una apatía que le pedía esperar a ver qué pasaba. —Me niego. No creo ser capaz de hacer nada. —Sé valiente con el valor que te ha dejado el legado de ambas razas. El valor de los elfos y los humanos —bramó en voz alzada y firme Xaida. Cogió a Marta por sorpresa. Se detuvo y la miró fijamente—. La vida es un juego arriesgado en el que siempre hay que jugar y no tomar nunca la partida por perdida. Juguemos a la guerra. Sé feliz. Es la mejor justicia que puedes hacer por tus padres y su sacrificio. —Maldita la hora que quise saber de mis padres. Me convirtió en asesina —contestó Marta, muy seria. —Ya sabéis que la profecía de hace más de veinte años señaló a uno de los últimos elfos como amenaza. Sabéis que fueron a por todos ellos los que quedaban. Los siguieron hasta su exilio en la Tierra. No obstante, os pasaron por alto. Y, ahora, sois la principal baza para que la profecía se cumpla —medió Carlo, endureciendo el semblante. —Tu padre te quería. Te quiso proteger. Lo hizo lo mejor que pudo. Era un hombre sabio y lleno de paz que quiso mantener a su hija lejos de todo esto hasta que estuviera preparada. 342

Las palabras de Xaida cogieron a Marta por sorpresa. —¿Cómo lo sabes? —Preguntó. Conmovida, aterrada. —Lo conocí. Lo ayudé a huir —confesó Xaida con asomo de nostalgia en su mirada—. Pero, permite que no te deje hablar—, interrumpió con su voz cantarina mientras Marta se proponía a hablar—, tampoco lo conocí lo suficiente. Bastó verlo un día para ayudarle a huir a la Tierra. Sin embargo, es la impresión que me dio. Pacifista, gran corazón… —¿Cómo lo ayudaste? —Urgió Marta, a la expectativa. —En el pueblo muerto hay dos portales hechos por esencia de agujero negro —contestó Xaida, firme en su postura. —¿Agujero negro? Marta recordaba haber leído sobre agujeros negros en la Tierra. Eran comedura de tarro de sinfín de científicos. Sabía, por sus conocimientos, que eran lugares del espacio donde se transgredían ciertas leyes de la física y de las dimensiones. —Es parte de ciencia élfica —apremió Carlo como si aquello no fuera importante con un ademán, impaciente. —Uno de esos portales te hace adentrarte en su reino —siguió Xaida, frunciendo el ceño. Tomó aire y añadió—: El otro… te lleva a la Tierra—. Marta quedó inmóvil, asumiendo las consecuencias que aquella revelación conllevaba—. Cuando estés frente a ellos, podrás decidir cuál tomar. Adentrarte el reino muerto o volver a tu antiguo hogar. De pronto, la mente apática de Marta que no había querido pensar se puso en funcionamiento. Podría volver a la Tierra. Aunque era algo que todavía no había decidido. 343

Lo que estaba claro era que partir con ellos era la opción correcta. O bien permanecía encerrada en palacio a la esperaba de lo que deparase la batalla final del Continente Frondoso, o bien, se hacía con un ejército de elfos muertos que podía ser decisivo como enunciaba la profecía… o volvía a su antiguo hogar en la Tierra. —Está bien. Iré —proclamó Marta, decidida—. Dadme ese ungüento. Finalmente, Carlo le tendió el pequeño frasco de cristal. Marta se bebió el brebaje amargo de un sorbo. Tras unos segundos, su vista se tiñó de negro y cayó inconsciente.

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30 NUEVOS PLANES Abrió los ojos lentamente. Al principio veía borroso. A medida que se aclaraba su vista se volvía a hacer consciente de la situación. Se sentía mareada y un poco confusa. Vio ante ella un terreno salpicado de grandes rocas. Xaida y Carlo charlaban en voz baja a su lado. —¿Dónde estoy? —Fue capaz de articular con voz ronca. El hechicero y la consejera se dieron la vuelta y le sonrieron. —El plan ha salido bien. Si queréis decir eso —dijo Carlo mientras extraía otro frasco de cristal con un brebaje que estaba vez era transparente—. Han comprobado que has caído enferma y os hemos llevado para buscar un remedio natural a las montañas. —Bien —respondió Marta, seca. Carlo se acercó a ella. Se dio cuenta de que ahora estaba cubierta por una capa como las que habían llevado Xaida y Carlo. Hacía frío. Vio una manta a su lado y la agarró para taparse mientras el hechicero le tendía el frasco. Marta lo miró con escepticismo. --Es normal que os sintáis aún mareada pero debéis recomponeros. Este frasco os pondrá fuerte. Marta tomó el líquido transparente y, al instante, recuperó fuerza y aplomo. Se levantó y, la extraña comitiva que formaban ellos tres, se dispusieron a avanzar entre las rocas. Distinguieron pronto una gran pared que se alzaba imponente como muro peculiar que algo quería esconder. Era tan alta que la vista no alcanzaba a ver su fin. Estaba forjada por una piedra negra y reluciente. No se distinguía ni su inicio ni su final. Marta la miraba con 345

curiosidad, intentado estar totalmente presente y consciente de la situación. Apartando cualquier sentimiento o pensamiento que la distrajera. —Fíjate en lo que hay frente a ti. Es el muro que lleva al reino de los elfos —explicó la Sabia. Entonces, Marta volvió a contemplarlo con nuevos ojos. Detrás de esa estructura de piedra oscura se escondía el reino al que pertenecía por herencia. Se percató de que, lejos de ver una naturaleza en esplendor tal y como proclamaban las gestas que tenían los elfos, todo estaba muerto. Árboles sin hojas, de troncos pálidos y marchitos. Piedras y rocas. Ni atisbo de verde, ni siquiera de matojos o hierba. Pequeñas explanadas de tierra árida. Pero de naturaleza frondosa, nada. —Cantan que cuando fallecieron todos los elfos la naturaleza de su reino se puso de luto y murió con ellos —comentó Carlo, como ido, adivinando los pensamientos de Marta. Ella asintió. —¿Qué se supone que tenemos que hacer ahora? —Inqurió. —Encontrar la puerta y abrirla —se limitó a responder el hechicero. —¿Tan fácil como llamar y que nos abran? —Insistió Marta. —Tan fácil como que sólo un elfo de sangre puede abrirla, ejerciendo su derecho al reino. Avanzaron. La gran estructura negra se mostraba interminable. Caía ya la noche cuando encontraron la puerta. Se trataba de un gran portalón de piedra grisácea adornada por líneas de un material brillante.

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—¿Y bien? —Preguntó Marta, cansada—. ¿Algún truco de magia? —Ya verás —respondió Xaida. Al contrario que Marta, mostrándose dispuesta y enérgica. Tanto Carlo como Xaida intentaron abrirla pero les resultó imposible. Marta fue consciente del absoluto silencio de la zona. Un silencio inquietante. Carlo hizo una floritura con la mano, sonriendo burlón, invitando a Marta a que fuera ella quien la abriese. Resignada, harta, se adelantó. Y, para su sorpresa, Carlo tenía razón y dio abierto la puerta. Corcel relinchó de júbilo y fue el primero en internarse en el interior del muro. Los siguientes fueron el hechicero y la Sabia. Marta estaba absorta y Carlo la agarró del brazo para que entrase con ellos. Dentro los envolvía una completa oscuridad. Marta pensó que habían logrado entrar para nada. De pronto, cuando avanzaron unos pasos, unas antorchas se iluminaron. Dieron vista a una estancia redonda. Estaba forjada por piedra parda, de reluciente color bronce. A sus lados, había dispersas varias puertas que a saber a dónde conducían. Frente a ellos, un muro plano, en contraste con el resto de estructuras redondeadas, lleno de extrañas inscripciones en el idioma que Marta adivinó como élfico. Pero lo que más llamó su atención fueron dos amplias puertas blancas de mármol que había en su derecha. --En estas inscripciones se encuentran las palabras clave —musitó meditabundo Carlo, adelantándose hasta el muro donde había palabras en élfico.

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—Marta, esas son las puertas que dan a ambos portales. Una lleva al muerto reino élfico, la otra a la Tierra. Sigue pensando cual quieres coger —dijo Xaida, despreocupada. Adivinó la intriga de Marta ante las puertas blancas. Marta fue directa hacia ellas. Intentó empujarlas. Tirar de ellas. Ordenarles que se abrieran. Pero nada. —Sin las palabras apropiadas no podrás abrirlas —rezongó Carlo—. Se supone que están aquí, en esta pared. No sospechaba encontrarme con más de un millar de palabras que adivinar. —Están en el antiguo dialecto élfico —observó Xaida, incorporándose al hechicero. Marta resopló pero permaneció callada. Se sentó delante de las puertas. Permaneció mirándolas a la espera/desesperada de que se abrieran. Ante ella se mostraban dos destinos. Creía ya haber decidido. Sus acompañantes susurraban palabras en élfico de fondo mientras Marta pensaba. Sus voces eran un runrún que servían de ambiente. Quería abrir la puerta que la llevase de nuevo a la Tierra. Que se quedasen todos con su gran guerra. Ella ya había sido decisiva. No estaba obligada a seguir participando en una carnicería. Ya la habían vuelto asesina. Se imaginó volviendo. ¿Qué pensarían sus allegados? Sus tíos sabían algo de su condición. Siempre lo habían dejado entrever. Los conocía. No harían grandes preguntas. Simplemente se limitarían a seguir manteniéndola hasta que fuera del todo independiente. Continuaría su residencia de pediatría. Tendría que retomar un año. ¿Qué más daba un año más estudiando si era inmortal? Tenía todo el tiempo del mundo. ¿Preguntas? Las justas. Ya idearía una 348

coartada. No había pruebas contra ella en la Tierra así que, nada que fuese problemático. Se veía convirtiéndose en pediatra, un trabajo en el que salvaría vidas de niños, y adquiriendo una hipoteca. ¿Quién sabe? Igual un marido e hijos. Entonces pensó en Laisho. Laisho. Había llegado a quererlo con todo su corazón. En esos momentos en los que se podría despedir de él para siempre se hacía más consciente que nunca. Era el hombre que siempre había querido a su lado. Alguien fuerte, alma bondadosa, con valores, justo y, por supuesto, capaz de entender a la dificilísima Marta. Sacudió la cabeza. No podía apostar todas sus opciones por él. Estaba en la mayor batalla en siglos en el continente Frondoso. Podría morir. Era muy probable que muriera. Quizás era mejor no conocer su destino. Simplemente marchar e imaginar qué sería de él. Intentar idear que había encontrado a alguien buena para él o no. O, por lo menos, que fuera feliz sin ella. Eso era más confortable. Al fin y al cabo, era un nombre más en la lista de sus novios. No obstante, sabía que no era tan simple como eso. No estaría en sus dichas y penas. Se esfumaría de sus pensamientos, quizás de su corazón. No, de su corazón no. Entonces, entre los murmullos de Carlo y Xaida, apareció de nuevo Corcel. Entraba desde un escondido túnel y relinchó ante su dueña. —Corcel, ¿dónde estabas? ¿Crees que daremos abierto las puertas? —Le espetó con cariño. Su pegaso se agachó y acercó la cabeza dorada a su dueña, pidiendo cariño. Marta le hizo una caricia. Nada más tocarlo, su conciencia se fue de la fortaleza élfica. 349

Estaba en una playa paradisíaca. La reconoció al instante: la playa de Espiñeiro. A un lado, palmeras y caminos enredados que permitían disfrutar de las vistas. Al otro, el mar desde una costa de arena fina y aguas cristalinas. Más allá del mar se alzaba la mágica ciudad de A Coruña y, a sus alrededores, todos los enclaves de Oleiros. Era invierno. Aun así Marta se contempló a sí misma con cuatro años buscando piedras y conchas en las calmadas orillas. Y su padre la miraba y animaba. Su padre, cuando aún vivía. Alto, delgado. Cabello oscuro y ojos claros. De porte elegante y postura erguida. Belleza élfica. —Papá, hace frío pero me apetece mucho un baño y bucear y ver peces. —Ya lo harás en verano tesoro —dijo dulcemente aquella voz agradable que tantos recuerdos le evocaba. Le revolvió el cabello a la pequeña Marta—. ¿Sabes una cosa? Podrías bañarte a pesar del frío. Podrías ir nadando hasta la otra punta del mar si quisieras. —Nadie puede hacer eso, papá. —Tú sí cariño. Eres especial. —Yo no quiero ser especial. —Pero algún día demostrarás lo especial que eres. Harás grandes cosas, mi Marta. No habrá nada que no puedas hacer. La Marta de cuatro años se echó sobre los brazos de su padre que la mantuvo en su regazo y empezó a cantar: “Canta y salta sin miedo. Canta hasta alzar la voz al cielo. Salta hasta que tus pies apaguen los incendios.” 350

Abrió los ojos y, de nuevo, volvía a estar en el recinto de paredes bronce. Carlo y Xaida estaban delante de ella, muy serios. —He visto... a mi padre. Yo era pequeña y estábamos en una playa…—Farfullaba. —Estabais candando, Marta —la interrumpió Carlo, apremiante. —Mi padre… Estaba cantando una canción... solía cantármela mucho cuando era pequeña. Lo había olvidado. —Habéis recitado la canción en el antiguo dialecto élfico —dijo Carlo. --¿En serio? —Inquirió Marta, aturdida. No recordaba haber utilizado tal idioma. Sobre todo cuando lo desconocía. —Son las palabras, Carlo. Su esencia élfica le ha hecho revivirlas. Este lugar ejerce un hechizo y un magnetismo sobre ella. Xaida y Carlo intercambiaron una mirada significativa. —Si. Resulta que esa canción es parte de la gesta de hechiceros y elfos —anunció Carlo. —Es cierto. La reconozco. En esa canción está encerrado el código —terció Xaida con voz queda. Marta miraba a uno y a otro. El recuerdo de su infancia, aún reciente. —Por suerte, me la sé de memoria. Dicho tal, Carlo se encaminó con rapidez a la pared de inscripciones. Tomó un papel y un lápiz y empezó a escribir cosas durante un minuto. La Sabia supervisaba y tomaba sus propias notas. Marta se reponía de su desvanecimiento, observando en silencio. 351

—Sabemos las palabras, de forma aproximada, pero debemos buscarles el significado —anunció el hechicero mientras se acercaba acompañado de Xaida hasta Marta—. Sin embargo, creo que sé la que abrirá el portal que buscamos. —Déjame a mí —dijo Xaida, arrebatándole su papel lleno de anotaciones de caligrafía diminuta. Primero frunció el ceño mientras escrutaba la hoja. Pronto comenzó a realizar sus propias anotaciones. Tras escasos minutos, anunció triunfante: —Están las importantes. Pero no la palabra para que Corcel exhale hielo. —Tenemos prisa —urgió Carlo. Intentado disimular euforia ante el hallazgo—. Marta, actuad. Mientras tanto intentaremos buscar la palabra que falta. Xaida seguía escribiendo frenéticamente. Parecía hacer una copia de las palabras. —Marta, es tu turno. Toma el listado de palabras —ordenó, tendiéndole la copia—. Sólo tú podrás revivir al ejército de elfos muertos. Pero recuerda que tienes dos opciones. Marta cerró los ojos y se irguió. Había estado decidida. Había elegido volver a la Tierra. Pero la visión de su infancia irrumpió cual rayo en su alma. No era casualidad. El recuerdo le había hecho ver que su padre conocía su destino. Le devolvió fortaleza. Sus padres hubiesen querido que actuara. Que fuese la elfa de la profecía. Que fuera decisiva. Bien, intentaría ayudar a salvar ese mundo. Después ya se vería. Ay, el corazón, qué rápido cambia de decisión cuando llegan a tocarlo de verdad. Y prometió volver a ver a Laisho. Costase lo que costase. —Entraré a por mi ejército. 352

Recitando una extraña palabra, la gran puerta de mármol de la izquierda se hizo a un lado y Marta se adentró en ella. Ya habría tiempo para estar triste y para lamentos. Ahora tocaba luchar.

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31 BAJO UN CIELO SALPICADO DE ESTRELLAS Corcel subió por una escalera de piedra con barandillas de madera. Torciendo con brusquedad llegaron a un llano que parecía ser el último vestigio de vida en la fortaleza élfica. Había un prado de césped aún verde. Allí había un árbol ancho y bajo con frutos dorados, imposibles para los humanos. A su lado, un arbusto de flores color azul zafiro. Llegó a ella una visión de cómo antaño los elfos cuidaron de aquellos milagros de la naturaleza. Eran elfos vestidos en vaporosas y ostentosas prendas que semejaban livianas y adaptadas al cuerpo al mismo tiempo. Rasgos bellos y melenas bien peinadas. Volvió a la realidad, dándose cuenta que aquella atípica vegetación que tenía ante sus ojos era una obra más de vida inmortal, como la raza élfica. Pobres elfos. Su error había sido la soberbia. Se encerraron y hacinaron para no compartir su conocimiento con los humanos. Habían ignorado el odio y rencor que aquellos actos provocaban en la raza del hombre, que veían como débil e insignificante. Nunca se pararon a pensar que los humanos acabarían con toda su estirpe. Los habían infravalorado. Ahora habían muerto y Marta era la única que conservaba su sangre. Tal pensamiento hizo que Marta azuzara a Corcel para avanzar entre los frutos dorados y las flores azules. Los pasos lentos, para no tropezar en la oscuridad, del inteligente Corcel resonaron al llegar a un arco en el final del elaborado jardín y dio paso a un laberinto. Ante la duda de su dueña, Corcel relinchó y Marta aprobó a su pegaso para internarse en él. No era un laberinto difícil. De hecho, estaba compuesto por matorrales bajos. De querer, podrían ir escalándolo. Opción sólo desechable porque quería moverse a lomos de su pegaso.

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Fueron apareciendo estructuras arquitectónicas que se fundían entre ellas como si fuera un muro. Un muro de edificios grandiosos y elaborados, unidos. Entre esa conjunción de arquitecturas aparecían arcos y puertas que Marta supuso que llevarían a nuevos lugares del antiguo reino élfico. Dominaban los colores claros y tranquilos. Azules, verdes, blancos y colores pardos se combinaban con matices de piedra de diversos tipos. Llegaron hasta aparecer tonos dorados y plateados que Marta creyó adivinar que se trataba de oro y plata verdaderos. Tales construcciones se fundían con lo que fue vegetación, ahora ramas negras que habían sucumbido al fuego. Con el laberinto pasó lo mismo. Tras avanzar un buen tramo, los matorrales dejaron de tener hojas y derrochar verde a ser vestigios de plantas quemadas. Todo negro. Llegaron a una bifurcación donde Corcel eligió por su dueña el camino, tras un relincho. Marta confió el instinto de pegaso de Corcel y no opuso objeción. Al rato, entre visiones de lo que había sido aquel lugar siglos atrás, llegaron a una salida que daba a un claro de tierra azabache. El paraje estaba desierto y cualquier edificación próxima, a oscuras, descontando la pálida luz de la luna. Llegó a una bifurcación que daba a una explanada donde llegó a su destino y apenas lo hizo se quedó allí inmóvil. Frente a ella, en lo que antaño debió ser un jardín con estructuras militares a sus lados, estaban los muertos. Decenas de esqueletos postrados en posturas de quien ha muerto se extendían ante su mirada. Y, era cierto, el cabello de elfo nunca muere. Los esqueletos conservaban sus cabelleras. Rubias, cobrizas, negras, castañas, pelirrojas. Yacían los huesos con sus melenas vestidos y disimulados por yelmos de color plata y cotas de malla a juego. Relucían sus corazas dotando la estampa de un alud todavía más 355

fantasmagórico al reflejar los rayos de luna sobre ellas. La sucesión de sensaciones. El asombro fue lo primero, luego vino el desconcierto y, después, un temor habitualmente relegado a las historias de terror. Era evidente que aquellos muertos habían sido antaño soldados. Lo delataban sus armaduras y el sitio donde se encontraban. Tenía toda la pinta de ser un centro militar. Allí los soldados elfos habían perecido por lo único que los podía matar: el fuego. Y los culpables eran los humanos. Marta respiró profundo. Debía darse prisa. No era momento de temblar como una niña pequeña que teme a los monstruos. Estaban muertos, sí. Pero habían sido su sangre. Debía hacerles justicia. Ya había llegado muy lejos. Así pues, entre manos que temblaban, agarró el papel con las palabras que le había dado Carlo. El vocabulario explicaba cómo revivirlos y cómo darles órdenes. Lo más firme que pudo, pronunció la palabra para que cobrasen vida. Primero, esperó. Sintió una ráfaga de aire muy frío que hizo bailar su cabello… y el de los muertos. Entonces, empezó. Los cadáveres comenzaron a moverse poco a poco. Retorcían sus brazos y piernas bajo la luna llena. De algún lugar remoto llegó un cántico. Era escalofriante. Parecía venir de la ultratumba como los esqueletos revividos. Sonaba hipnotizante. Un pájaro graznó a lo lejos y deshizo el hechizo. El cielo negro con su brillante luna era el único testigo. El pulso acelerado le ensordecía los oídos. Su corazón latía con fuerza y parecía que se le iba a salir del pecho. Cuando la primera silueta se fue irguiendo, Marta como acto reflejo desenvainó su espada. La siguieron las restantes siluetas. Sus huesos se resquebrajaban en movimientos de quien 356

no tiene vida. Crujían sus articulaciones mientras todos se ponían en pie y dirigían sus calaveras sin ojos hacia Marta. Entonces, aullaron. Era un sonido de ultratumba, de cómo quien habla sin cuerdas vocales. Aquello puso a Marta los pelos de punta. Marta, ida. Tuvo que sacar toda su fuerza interior para intentar ignorar lo que estaba viendo. Intentó ver normal, aunque le costó, tener un ejército de esqueletos de elfos delante de ella, expectantes. Recobrando una gran autoridad. Sintiéndose poderosa ante el arma que acababa de despertar, pronunció la palabra para que le siguieran. Los pasos de los huesos empezaron a avanzar a medida que Marta trotaba sobre Corcel el camino de vuelta. Entre las sombras, con las luces vagas de una luna ligeramente tapada por una nube solitaria, Marta guiaba a su ejército. El desnivel del laberinto los ayudaba a desfilar más deprisa. Tras la conmoción inicial, la muchacha empezó a hacerse consciente de nuevo de la situación. Había logrado hacerse con el ejército de los elfos muertos y ahora debía llevarlo a la gran batalla que se avecinaba en Rosfuego. Se adentró en la estancia donde se encontraban Carlo y Xaida. La comitiva de muertos, a sus espaldas. Seguían en una disciplinada hilera. De vez en cuando, algún sonido fantasmagórico, como un canto de otro mundo. Al llegar, algo la hizo detenerlos, cerrando la puerta a sus espaldas y sólo dejando que entrara una decena de soldados fallecidos. La sonrisa de satisfacción, malvada, de Carlo. ¿Intuición? Quizás. Algo le dijo que no había concluido el asunto en la fortaleza del antiguo reino élfico. Carlo pretendía algo. Sus palabras se iban confirmando mientras Carlo ignoraba a sus dos compañeras y parecía relamerse ante el ejército de esqueletos con cabello inmortal. 357

-Bien. Ya tengo mi ejército –Pronunció Carlo. Hizo una floritura con la mano y sacó un pequeño papel que semejaba que había querido esconder. -¿Qué quieres decir? –Preguntó Xaia, confusa. Carlo golpeó con su escasa fuerza a Xaida. Xaida cayó en el suelo. Abrió mucho los ojos y se disponía a levantarse y lanzarse sobre Carlo. Pero ocurrió algo inesperado. Carlo pronunció una palabra escrita en el misterioso papel. Entonces, los elfos aullaron y se dirigieron en orden hasta el hechicero. Ante el asombro de Marta, los vestigios de esqueleto incinerado se arrodillaron ante él. --¡Habías descubierto la palabra para ganar la lealtad del ejército de los muertos! –Espetó Xaida, furiosa. -Por fin dispongo del poder élfico que siempre he ansiado –terció Carlo, como en trance, euforia, ensimismamiento. -Traicionas a tu reina –dijo Marta, tranquila. -No, sólo a vos, esperanza alada –contestó Carlo--. Con este ejército mi nombre sobrevivirá a la historia y seré inmortal bajo el poder del conocimiento y las letras. -Traidor –escupió Marta. Carlo le dedicó una sonrisa grotesca y empezó a enunciar palabras. Los elfos difuntos se irguieron sincronizados. Sus huesos crujían y aullaron en un sonido tenebroso. A la vez, desenvainaron sus armas. Cinco se dirigieron hacia Xaida, con pasos donde el hueso resonaba sobre el suelo de piedra. Cinco, se dirigían hacia Marta. 358

Marta sabía cuál era la única escapatoria. Robarle a Carlo el papel y, con él, la palabra para adquirir la lealtad de los elfos. Y, mientras tanto, procurar que no le prendieran fuego. Empezó a luchar contra los esqueletos. Eran rápido y ágiles. Luchadores letales. No obstante, ella era inmortal. Siendo humana a secas ya habría muerto a los dos minutos. Recibía sus golpes con espadas, sus flechas, sus hachazos. Aunque le dolían, no le dañaban. Xaida, entonces, empezó a enunciar palabras del dialecto élfico. Marta ignoraba si las había sacado del muro o si ella también había llegado a sus propias conclusiones. Con dichas palabras, iba deteniendo a los soldados y controlándolos hasta que Carlo pronunciaba nuevas palabras y volvía a tomar el dominio sobre sus soldados. Se sucedía una guerra de palabras entre Xaida y Carlo, en la que golpeaban y contragolpeaban. Y Marta luchaba contra sus cinco oponentes. Entonces, Corcel relinchó y se lanzó contra los oponentes de Marta. Fieros y carentes de miedo como parecían, retrocedieron gimiendo un sonido de ultratumba frente al pegaso. Marta lo tocó y volvió a entrar en trance. --Todas las palabras pueden ser mágicas si sabes utilizarlas, Marta. Es increíble lo que se puede conseguir con las palabras -decía su madre. Estaban en el amplio dormitorio de Marta, en la visión niña de cinco años. Su madre, viva imagen de Marta. Sentada sobre la cama, arropaba a Marta tras leerle un cuento antes de que se durmiera. --A mí me gusta jugar con ellas –dijo Marta, en tono de pillería. Su madre rio. Ya no recordaba su voz dulce y su tono bajo.

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--Lo sé, cariño. Lo haces genial. Pero, ¿sabes qué? --. Adoptó tono de misterio--. Hay una que es más especial que ninguna y tu padre y yo la reservamos para que la uses un día. Un día que te darás cuenta de que la necesitas. --¿Cuál es mamá? --Rehu –dijo su madre, jugando con su hija. --¿Rehu? No sé qué significa. --Yo tampoco, tesoro. Tu padre sí lo sabe y no me lo quiere decir. --¿Es un secreto? –decía la infantil voz de la pequeña Marta, con énfasis inocente. --En parte. Piensa que “rehu” es hurra al revés. ¿No decimos hurra cuando estamos contento y pasan cosas buenas? --¡Hurra! –Chilló Marta. Su madre rio y la abrazó. Abrió los ojos del trance. Fría, dura, pero conmovida. Sabía lo que tenía que hacer. --Rehu –dijo, soberana. Al instante, ocurrió. Corcel exhaló hielo. Una corriente fría llegó como una onda a Marta. Su pegaso lanzó un chorro blanco de algo que bien podría parecer nieve. Carlo calló y se quedó petrificado de horror. Xaida estaba herida en el suelo. De su vientre emanaba sangre. Los muertos lanzaron un grito, espejo del cántico de los antiguos elfos y también estaban inmóviles.

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Marta fue la única que reaccionó. Montó sobre Corcel y se abalanzó sobre Carlo diciendo de nuevo la palabra. Corcel lanzó un torrente de hielo al hechicero que se desvaneció herido y congelado. Marta desmontó y analizó a su antiguo mentor, ahora traidor. Estaba muerto. Sin más dilaciones, agarró la hoja de papel que tan agarrada estaba en su mano inerte y congelada. Pronunció la palabra para ganarse la fidelidad del ejército de los muertos. También abrió la puerta desde donde aguardaba el resto de la tropa de ultratumba. Con disciplina y agilidad, los esqueletos de vivas cabelleras desfilaron hasta ella. Hincaron la rodilla y gritaron. Marta les ordenó que salieran al exterior y obedecieron con sus pasos fuertes resonando sobre la piedra. Marta se sentó junto a Xaida y examinó su herida. Grave diagnóstico. Muerte inminente. Xaida le sonrió, jadeando. --Lo has conseguido. No puedo decir lo mismo de mí. -Sin ti habría sido imposible –dijo Marta, sonriendo a la moribunda--. Nunca pensé que Carlo pudiera traicionarme. Ni a ti. -Gente así te hace desconfiar de la humanidad –hablaba Xaida con dificultad pero sin perder su ímpetu--. Pero sólo son manzanas podridas. Aprendes a desconfiar, luego vuelves a confiar hasta que te vuelven a fallar. Pero nunca hay que perder la fe en las personas porque nada es todo blanco o todo negro –decía divagando. Marta le agarraba la mano con fuerza. Asentía con la cabeza y le sonreía con dulzura--. Hay mucho por lo que vivir y luchar. Mucho por lo que defender. Y, también, mucho que aplastar. Pero la gente mala, que está claro que la hay, no debe hacer perecer en el intento de confiar y luchar por todo lo 361

bueno que existe. Gente como tú me devuelve la esperanza. Y gente como Elzia y su séquito. --Se supone que debo marcar la diferencia. Sólo que no sé cómo. —Ya lo has hecho. Ya has hecho mucho. Pero algo me dice que el destino te tiene reservado un mayor papel. Quién sabe. Quizás mueras, quizás vivas. Puede que gane uno u otro pero tú desempeñarás una gran labor. No des nada por vencido ni por sentado. Confía en tu instinto y en tu luz –aconsejó la Sabia. Marta intentó abrazarla con cuidado para que no le doliese. -Siento haber desconfiado de ti –le susurró con ternura--. Haré que todos sepan lo que has logrado. Este golpe es tuyo, no mío. Todos sabrán que desafiaste al reino del Este y que conseguiste guiar a la Esperanza Alada. Con una última sonrisa, Xaida respiró su último aliento. Marta le cerró los ojos le besó en la frente. Cogió su cuerpo inerte y lo llevó al exterior. Sus soldados estaban erguidos, tiesos, de pie en una sólida agrupación estratégica. Marta los ignoró y cavó sobre la tierra para enterrar el cuerpo de la Sabia. Puso una piedra sobre su tumba. Agarró una daga para hacer una inscripción: “D.E.P. Xaida, también llamada La Sabia. Gracias a su coraje y sabiduría se ha resucitado lo que quedaba del linaje élfico. Llama de esperanza en la guerra.” Sin pensar más, montó sobre Corcel y se dispuso a emprender el camino hasta Rosfuego con su nuevo ejército. Dio las órdenes en el dialecto élfico y sus nuevos soldados,

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esqueletos con cabellera, enfundados de yelmos de plata en aquella noche de luna llena donde relucían fantasmagóricos, empezaron el camino. La seguían silenciosos. Marta. Decidida, valiente, inmutable. No se detuvo más que a pensar en una estúpida ocurrencia. Cuando en la Tierra le hacían la incómoda pregunta de “¿dónde te ves en el futuro?” nunca se le habría ocurrido decir que comandando un ejército de elfos muertos rumbo a la mayor batalla en siglos de la historia de un lugar llamado Continente Frondoso.

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32 TORMENTA La mañana amanecía bajo un manto de nubes color crema. Laisho se hallaba montado en su caballo, armado y enfundado en una coraza con el escudo del reino del Clavel. Lideraba su caballería. Miles de soldados tras él esperando su orden. Frente a él, una explanada de marchito césped de un verde apagado. Más allá, Reidos y sus tropas, delante de Rosfuego. Rosfuego se alzaba resplandeciente bajo la calina que traía el mar. Bien, en su flanco tenían niebla, poco importante pero, al fin y al cabo, una inconveniente para sus enemigos en su visión. Elzia había impuesto un asedio de dos días a la capital del reino del Este con segundas intenciones. Tomar tiempo para replegar sus tropas. Para espías y observadores la capital rezumaba un murmullo de pánico y voces desconcertadas. Aquella mañana, la ciudad estaba sumida en un silencio tenso. Recordó el parlamento del día anterior con el general Reidos. Ambos generales se encaminaron a un encuentro en un punto intermedio entre el campamento de la reina Elzia y la capital. Los dos solos en sus caballos. Ninguno tenía miedo. Era parte del protocolo militar que tan arduamente seguían ambos. Se respetaban, se admiraban, incluso. Y amaban a la misma mujer. —Ponemos fin al asedio —dijo Laisho en cuanto se topó con Reidos, sin dilaciones. —Un asedio que nos ha quebrado la moral —ironizó el príncipe con sus ojos ámbar burlones. —Ya sabemos que Rosfuego está más que lista para aguantar asedios —repuso, serio, Laisho, clavando en él su mirada oscura. 364

—¿Y esto a cambio de…? —Inquirió Reidos, más formal. —Mañana al alba tendrá lugar la batalla. Aquí, en esta explanada. Vuestras tropas contra las nuestras. —Claro. Elzia quiere librar la lucha lejos de víctimas inocentes. A luchar sólo los soldados —dictaminó Reidos—. Podría haber atacado directamente Rosfuego cogiéndonos por sorpresa pero se llevaría vidas de ciudadanos inocentes y, tantos niños… —¿Y bien? —Lo interrumpió Laisho, brusco y autoritario. —Aceptamos. —¿Vuestro hermano también? —A Osles le traería sin cuidado sacrificar a algunos de sus habitantes. Sin embargo, valora su bella capital—. Explicó rápido—. Acepta. Supongo que vuestros vigilantes habrán visto lo que ha ocurrido con nuestro ejército mientras llevabais a cabo vuestro asedio. —Sí. Supongo que vuestros ojos también han visto lo que pasó con el nuestro. —Por supuesto. De todas formas, os superamos en número. No es tarde para acordar una rendición —sugirió, arrastrando las palabras, Reidos. —¿La vuestra? —Replicó Laisho. Reidos rio moviendo su ceniciento cabello. —Lucharé por valores dignos para los habitantes del continente —prosiguió Laisho, desafiante—. Lucharé por un mundo de bienestar. Por un mundo de justicia e igualdad para todos y cada uno. Lucharé para evitar la crueldad de vuestro hermano Osles. 365

Reidos aplaudió teatralmente. —Los héroes sois muy fáciles de calar. —Los canallas como vos también. Mañana veremos qué colores gobiernan esta vez el continente. Y creo que estáis en el bando equivocado. Reidos tardó en contestar. —Es el bando que he elegido. —El que ha elegido vuestra sangre. —El bando de mi corazón os pertenece a vos —hizo una pausa—. Marta… ¿qué tal está? ¿Está a salvo? El semblante del príncipe había cambiado. Se había puesto serio y se mostraba preocupado. A pesar de su buena intención, fue el primer momento del parlamento en el que consiguió ofender al rey Laisho. —Está segura en el palacio de Vuelaflor. Reidos suspiró y asintió con la cabeza. Mirada perdida. —Hay algo en ella, ¿verdad? —Comentó. Algo en ambos rivales los estaba uniendo. Un vínculo peligroso y débil. —Hay algo —confirmó Laisho—. Le habéis hecho una promesa —añadió. El príncipe Reidos puso mal gesto y marchó al galope en su caballo de vuelta a Rosfuego. *** 366

El tablero estaba dispuesto. Cada bando posicionaba sus piezas. Multitud de peones, torres de muros que debían ser quebrantados, caballería experta y álfiles dispuestos para guiar a sus guerreros. La reina dirigiendo todo en su tienda y el rey enemigo a salvo en el castillo de Rosfuego. La guerra. Y esta era la partida crucial. El que mejor la jugara ganaba la guerra. Jaque mate. —Parece que no les ha importado el asedio. Han obedecido demasiado bien las condiciones de la reina –comentó Alesio. —La respuesta no tardará en llegar –contestó Laisho. Estaba muy serio, con el ceño fruncido. Pero manejándose en su campo. La adrenalina de su cuerpo clamaba la típica señal de “lucha o huida”. Su mente clamaba, gritaba, vociferaba: “lucha”. —¿Qué insinuáis? —El asedio era más favorable para nosotros. Al principio. Conseguimos ganar tiempo debilitando al enemigo para replegar nuestras fuerzas. Con un punto débil, las tropas del reino del Sur tardaron demasiado en llegar y ahora el asedio es favorable al reino del Este. Ellos también se han replegado, aprovechando el asedio –explicó Laisho. —Y ahí, los tenemos. Y teníais razón, llegan tropas del reino… a reforzar al reino del Este –observó Sajala. —Lo sabía. Son un reino nada difícil de manejar para Reidos. Siempre toman el bando del que más temen. A veces, es el gobierno del miedo lo que concede el poder –decía el rey Laisho con ojo profesional. 367

—Nos superan en número, majestad –dijo Alesio, resoplando ante la terrible verdad de sus palabras. —Ahora no hay vuelta atrás. Nos toca luchar para defender no sólo un reino, sino unos ideales y una ética que mejore la vida de la gente. Tenemos una baza guardada. Sajala, id con la reina y explicadle la situación… —No quiero moverme de la batalla –repuso con brillo de ira en la mirada, Sajala. -Te moverás de primera línea pero no de la batalla. Acorralaremos las tropas de Osles. Atacaremos desde el este hasta el norte, para rodearlos y atraparlos hacia el sur. Para ello hay que dejar que se junten todas las tropas, aunque nos superen en soldados. Cuando llegue el momento y estén atrapados entre ellos… que ataquen las tropas del reino del Sur. Es cuando deben entrar en escena. —Movimiento sorpresa –concluyó Alesio. —Una trampa –terció Sajala. —Exacto –confirmó el rey.—Alesio, haced ver a Reidos que estamos listos para empezar —¿Nos estamos sacrificando? –Inquirió el guerrero. Laisho no contestó. Reidos, situado al frente de la caballería del Reino del Este. A sus lados sus más fieles guerreros. La ciudad había pasado de un runrún frenético a estar totalmente silenciosa, a la espera. Durante el asedio había tenido que lidiar con los ciudadanos no militares. Desde hombres y mujeres asustados hasta otros que querían reclamar su propio afán de justicia y

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unirse a la lucha sin contar con experiencia militar. Finalmente, lograron que se encerraran en sus casas o que acudieran a refugios sin estorbar. Una buena arenga les vino bien a los soldados y les levantó el ánimo. Siempre les gusta, se crecen y llegan a creérselo. Les encanta oír cosas como una muerte honrosa defendiendo a tu tierra envueltos en llamaradas de gloria… que si sus nombres serían inmortales… que si su valor era el orgullo de la nación. Y, claro, que si ganaban serían recompensados, principalmente en el bolsillo y lo que pudieran sacar de los derrotados. —Les ganamos en hombres y en estrategia. Esto pinta bien –terció su guerrero. —Pobres, siguen tan confiados –dijo con voz ronca su mano derecha. Sus guerreros no eran grandes mentes militares. No brillaban por su inteligencia ni estrategia. Pero eran dos rocas en batalla. Parecían imbatibles. Sorteaban armas enemigas y luchaban como gigantes, siendo letales. Servían a Reidos como segundas vidas ya que siempre se mantenían cerca de él y lo protegían como bestias fieles. Si Reidos tenía algún percance o momento de debilidad en la refriega, allí aparecían sus dos rocas para salvarle el cuello. Además, dentro de la masa de sucias mentes que abundaba entre los soldados del reino del Este, sus guerreros mostraban indicios de valores y moral. A su manera. —Amigos, ¿no veis que nos están tendiendo una trampa? –Rezongó Reidos. —¿Qué? –Balbucearon. Cada uno a su tiempo. —Es evidente que van a atacar por el norte y por el este. El frente del sur ya es nuestro, no pueden hacer nada. Pero dejan libre el oeste –explicaba Reidos, interesado y divertido, más

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que amenazado—. Es más, si os fijáis es evidente que quieren rodearnos y hacernos encogernos en nuestro frente. —-¿Qué sospecháis? —Que Elzia y Laisho guardan una sorpresa que llegará por el oeste. Así pues, tú ve a mandar el batallón de las lanzas y flechas de fuego y guarda el frente del oeste. Estaremos preparados a lo que venga por ahí. No podrán adentrarse en la batalla. Luego vuelves a tu posición, a mi izquierda –ordenó el príncipe. Su guerrero obedeció sin mediar palabra y se internó entre la marabunta de soldados. —Mi señor, los piratas se revelan. Os envían una carta –dijo un mensajero joven que se acercó temeroso. Reidos cogió la carta. Hizo una seña al mensajero para que se retirara y la leyó rápido. Era breve y se la resumió a su guerrero, ante su mirada apremiante. —Aroima. Buena jugada de Elzia. —¿Aroima? Si nunca se mete en guerras –farfulló. Su mano izquierda llegó tras cumplir sus órdenes y hábilmente volvió a tomar su lugar con su príncipe. —Pues ha tomado partido por Elzia y los piratas cuando un paraíso fiscal cambia de su bando a otro se ponen nerviosos por sus negocios ilegales –decía Reidos con paciencia.

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Allí, en primera línea de guerra, no era momento de tratar el asunto con quien correspondía: consejeros y altos cargos del reino. Tuvo que resignarse a pensar en voz alta bajo la escucha de sus guerreros. —¿Qué significa? —Los piratas se han sublevado –resumió, con un deje de enojo. —Hemos espiado el frente oeste. Hay un ejército del reino del Sur –informó su mano izquierda. Reidos suspiró. Elzia jugaba bien. —Otro punto para Elzia. Ahora entiendo cómo conquistó Aroima sin violencia. Se ha hecho con tantos terrenos a los que Aroima les interesa su dinero que decidieron tomar el lado de la reina del Clavel. —¿Qué hacemos, mi general? Reidos pensaba rápido y sus ojos ámbar, lejos de intimidarse, relucían fieros. —Seguimos teniendo ventaja. Le daremos al Reino del Sur la bienvenida que merece. Entre fuego y lanzas. Lo de los piratas hay que llevarlo con discreción. Decidle al capitán Tiores que muy a gusto negociaré con él a través de un emisario. Sólo eso. Cuando estén ambos solos, lo atáis y lo apartáis del medio. Ese insolente se va a enterar de como juega el general Reidos. Mientras tanto, mandad pocos hombres a calmar los ánimos y recuperar la confianza del resto de los piratas. El oro y el vino siempre son buenos incentivos. —¿Nosotros?

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—Vuestros más sanguinarios y fríos hombres. Que sean del tamaño de sus armas y no de su corazón –aclaró Reidos—. Que no escatimen en recursos. Hemos nacido para conquistar este mundo, no nos limitamos a soñarlo como nuestros enemigos. Rieron en carcajadas salvajes e hicieron lo mandado. Tras unos minutos de tensa espera, llegó un mensajero. —El rey Laisho quiere dar inicio a la batalla –dijo. —Bien. Ataquemos -repuso Reidos dejando marchar al mensajero. Ya habría tiempo de derramar sangre enemiga y había que seguir el protocolo-. Me cae bien Laisho. Me lo pone todo fácil. Casi todo. Reidos posicionó a sus hombres con escudos y lanzas en alto. Los mantuvo en su posición. Les dio la orden de no avanzar hasta su aviso. Sabía que, si se adelantaban, Laisho tendría más fácil rodearlos en su trampa. Se trataba de esperar su golpe, protegiendo su ventaja del flanco sur y, tal y como había planificado, atacarlos por sorpresa desde el flanco oeste. Laisho inició el ataque. Las maniobras habían salido bien. Aunque Reidos disimulaba, Elzia había logrado que sus partidarios piratas se sublevaran. Además, contarían con el nuevo apoyo del reino del Sur. La batalla ya estaba más igualada. Cientos de caballos a sus lados galopaban entre gritos de soldados. Las pisadas de los caballos resonaban en un estruendo. A Laisho lo desconcertó la inmovilidad de las tropas enemigas. En principio pensó que los podrían acorralar, pero algo le hizo ver la realidad. Consiguió distinguir cómo un batallón de Reidos avanzaba por el oeste. Habían descubierto las fuerzas del reino 372

del Sur. Laisho debía pensar rápido. Se había percatado de lo que pretendía Reidos. Iba a ordenar a su caballería que se detuviera pero algo llamó su atención. No sólo la suya. El acontecimiento que tuvo lugar hizo detenerse sin orden a todas las tropas. Tanto las de un bando como las del otro. Un pegaso dorado sobrevolaba la explanada de la batalla. A sus lomos, Marta cabalgaba por los aires el paraje. El pegaso escupió hielo. Muchos soldados gritaron de la impresión. Había llegado la Esperanza Alada.

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33 MUERTOS —Veo el miedo en vuestros rostros pero no somos ningunos cobardes. Los verdaderos valientes son los que pueden con sus miedos. Están luchando por un mundo mejor, y por ellos mismos. Lucharán contra la oscuridad y el mal. Lucharan contra la injusticia y el temor. Lucharán con el corazón. Puede que mueran pero la lucha no acabará. Si mueren, otros tomarán su lugar hasta que la justicia gobierne el mundo. Marta empezó a hablar, volando en círculos entre el terreno de la pradera que separaba los ejércitos de ambos bandos. Antes de darles tiempo de actuar contra ella. Sin esperar su golpe. Desde allí, podía contemplar la pradera de Rosfuego, iluminada por una luz albina emanando de nubes grisáceas y pálidas. Una calina remitía y regresaba al mar. Sobrevolaba la explanada esperando que su mensaje llegar al máximo número de soldados posible. Bajo ella, calculó que decenas de miles de soldados entre infantería y caballería la observaban. —Creo en todos vosotros y creo en mí. Creo en la reina Elzia y en el rey Laisho —clamaba, dirigiéndose a su bando, autoritaria—. Creo en los ideales que defendemos en el oeste. Creo en la justicia, el bien y la igualdad —hizo una pausa significativa—.Creo que hay que derrotar a Osles. Debemos defender el mundo contra la tiranía y el mal. Contra un mundo de violencia, pobreza, miseria en el que los fuertes tengan solo ellos el poder. Un grano de arena desequilibra una balanza. Esta guerra no tendrá solo un héroe o solo un mártir. Todos seréis héroes y mártires. Todos sois decisivos en este suceso de la historia—. En un silencio calculado, los soldados del Reino del Clavel gritaron con júbilo—. Hubo una profecía que dijo que yo sería decisiva. Pues bien, creo en todos vosotros y creo en que todos seréis héroes… al menos hasta la muerte y la inmortalidad de la historia—. Dejó atrás su ejército 374

que estallaba en aclamaciones haciendo sonar sus armas para dirigirse a sus enemigos, sin miedo—. Soldados de Osles, no tengo nada contra soldados inocentes. Uníos a mí o… enfrentaros a los muertos. Se escuchaban murmullos. Marta quiso dar un golpe de efecto y ordenó a Corcel exhalar hielo. —¿Qué preferís? Un rey que no sólo nunca lucharía por vosotros, sino que no dudaría en martirizaros si fuera su beneficio. Un tirano que sólo mira por sí mismo y olvida a su pueblo —Bramaba Marta, soberana, alzando firme la voz desde los aires—. Un reino de barbaridades y atrocidades. No queremos mataros. Tampoco nadie os quiere obligar a luchar. Por lo tanto, quien se rinda ante la reina Elzia y renuncie a luchar por Osles, que se retire. Durante unos segundos, los soldados del rey Osles se mantuvieron en silencio. Le siguieron unas risas grotescas mientras que una decena de soldados quiso abandonar el campo de batalla. Marta suspiró disimuladamente. O no se la habían tomado lo suficiente en serio o eran demasiado fieles a su bando. Entonces, dos hombres armados con lanzas se dispusieron a atacar a los desertores. Claro, era eso. No querían ser desertores. Marta se abalanzó a proteger a los soldados que se marchaban y lanzó el hielo de Corcel sobre sus atacantes, reduciéndolos a polvo helado en un instante. Las risas, los murmullos y los comentarios cesaron. Alzó el vuelo de nuevo para volver a encararse. —Os doy una segunda oportunidad. Aun estáis a tiempo.

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Unos pocos más marcharon, abucheados pero sin incidentes. Marta había sido clara. Su mensaje había calado, aunque no lo suficiente. —Bien. Sea así —terció con voz queda. Pronunció en voz muy alta las palabras del dialecto élfico para dirigir a su nuevo ejército de difuntos. Desde las montañas que conformaban el valle al lado de la capital, por donde serpenteaba el río que era principal sustento de agua de Rosfuego, se escuchó un temblor. Al principio, parecía un terremoto que se fue conformando en sonido de pasos rápidos y pesados. Desde la altura, Marta alcanzaba a ver soldados que intentaban mirar en aquella dirección, curiosos. Llegaron los aullidos. Sonidos de ultratumba que recordaban en la mente médica de Marta a los enfermos que por fallarles bien los pulmones, bien los bronquios, les costaba respirar. No le pareció tan extraño. Eran esqueletos resucitados tratando de vivir. Los ruidos sibilantes y gritos agudos y ahogados helaron la estampa. Todos permanecieron inmóviles. Ambos bandos. Hasta que se hicieron visibles los soldados del ejército de elfos fallecidos que avanzaban corriendo con extraordinaria rapidez. Algo que era evidente que no era humano. Se escucharon gritos y las tropas se inquietaron. Marta los situó bajo ella, entre los dos flancos. Colocados en fila, disciplinados. A la orden de Marta, aullaron de nuevo y alzaron sus armas, amenazantes. Desde su punto en la batalla, Laisho contemplaba la situación estupefacto. Dejó de pensar fríamente en el momento en el que apareció Marta, impertérrita e incluso divina surcando el cielo de la batalla en su pegaso dorado. Le entró miedo por ella y, sin embargo, lo bien que

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se había desenvuelto. Ahora traía un ejército de su raza élfica muerta. Quiso dejar a un lado sus emociones y observar con ojo analítico. Representaban cien soldados de elfos fallecidos. No parecían marcar una verdadera diferencia. Laisho hizo un recuento de sus tropas. Quince mil fieles a la reina. Diez mil fieles a él. Tres mil del valle del ducado. Dos mil de los distintos reinos adyacentes y cinco mil, en vistas de aumentar, del Reino del Sur. Aroima aportaba armas y recursos pero no estaba dispuesta a ceder hombres. Entre ellos, caballería, infantería, arqueros y lanzas. En total sus treinta y cinco mil contra los cincuenta mil hombres de Reidos. Seguían en desventaja. ¿Qué hacía Marta? A sus oídos había llegado la noticia de que había caído enferma. Algo había tramado muy gordo para llegar a ese momento. Estaba preocupado por ella, pero no tanto como en ese preciso instante. La reina tenía razón, era incontrolable. Sin embargo, verla fue el impulso que su corazón necesitaba para dar la orden de atacar. Sin embargo, Marta se acercó a él antes. —Te amo. No deberías estar aquí —le susurró agarrando, reprochador, su rostro. —Yo también te amo. Al final he terminado por involucrarme en vuestra maldita guerra —replicó Marta, plantándole un beso—. Si no me equivoco, las tropas que he visto a lo lejos son refuerzos de Elzia y de Osles, respectivamente. Laisho asintió con la cabeza bajo una mirada grave. —¿Qué pretendes? —Inquirió. —Actuar —respondió Marta. 377

—Esta guerra no está decidida. Existen todavía muchos refuerzos de ambos reinos en distintos frentes. —Lo sé —lo interrumpió Marta—. Veré que puedo hacer junto a Corcel con las tropas que os querían hacer la encerrona. Después, me internaré en Rosfuego. Ya sabes a qué. —Ten cuidado. Es territorio enemigo. Cualquier paso en falso puede ser letal. —Olvidas que ya he estado allí —replicó Marta, intentado tranquilizarlo. —Y casi te matan. —Esta vez cuento con un Corcel que ya exhala hielo y un ejército de muertos que me guarda lealtad. —Tienes mucho que contarme —masculló Laisho con una sonrisa áspera. —Una larga historia—. Se encogió de hombros. Le hubiese gustado que se fuese con ella pero Corcel no podría con los dos. A su Laisho le tocaba luchar en su papel de militar. A Marta le entró temor—. Mantente vivo. Te lo ordena la Esperanza Alada. —Y tú. Confío en ti como confío en mí —dijo Laisho poniendo su mano en su corazón acelerado. —Confío en ti como confío en mí —contestó Marta. Se dieron un gran beso. Corcel lo interrumpió despegando a la vez que Laisho daba la orden de atacar. Marta, con las palabras adecuadas, ordenó a su ejército de muertos iniciar el ataque contra las tropas del reino del Este.

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El silencio dio paso a un gran estruendo. Por el oeste, el ejército de Elzia chocaba contra un flanco de las tropas de Rosfuego. Por el este, los muertos mataban ágiles y sin piedad a los soldados enemigos. Eran fríos, expertos y letales. Tan sólo eran cien pero contaban con la destreza legendaria de la lucha de los elfos y con la casi inmortalidad. Marta, viéndolos actuar, con su ojo clínico le recordaban a un cáncer agresivo que se iba propagando. Aquellas células malignas que devoraban sin piedad, y avanzando rápido, a las otras células. Una plaga élfica que se propagaba letal en el campo de batalla. Sacudió la cabeza y, tal y como había dicho, se dirigió a la tropa del flanco oeste que amenazaba con querer hacer una encerrona al ejército del reino del Clavel. Sobrevoló sobre ellos mientras Corcel exhalaba hielo y los iba matando. Tuvo que cerrar los ojos aunque también le hubiese gustado cerrar los oídos mientras los soldados morían entre gritos de horror, convirtiéndose en polvo helado. No soportó seguir matando mucho más. Sabía que era relegar el trabajo sucio a los otros. No obstante, tenía más objetivos en mente. Cuando comprobó que aquella tropa estaba lo suficientemente neutralizada, incluyendo soldados que escapaban, tomó rumbo a Rosfuego. Para Reidos, ver a Marta sobrevolando el campo de batalla fue un golpe de la vida. Esa chica insolente, siempre poniendo las cosas difíciles. Cada vez le ponía más difícil mantenerla salva y sana. Al principio, cuando llegó y empezó a hablar, había llegado a divertirle, como siempre hacía. Sin embargo, poco a poco fue temiendo el significado de sus palabras. El pegaso había sido un punto efectivo. Que autoritaria y soberana semejaba volando en un caballo con alas dorado que emanaba un letal hielo. Pero el ejército de elfos muertos fue la estrategia final. 379

Durante toda su experiencia militar había luchado contra cientos de enemigos y durante sus estudios en la academia militar había estudiado todo tipo de situaciones. Y nunca había estudiado ni había visto nada como aquello. Nada lo había preparado para luchar contra un ejército de cadáveres casi inmortales élfico. Cincuenta mil soldados de Rosfuego contra treinta y cinco mil de Vuelaflor, por aproximación. Parecía fácil. El ejército de Elzia contaba con temibles voluntarios profesionales como soldados. Y también estaba el ejército del Reindo del Sur, conocido por mezclar magistralmente picas con armas de fuego. Ellos, el ejército de Rosfuego, destacaban por su caballería. Caballeros seleccionados y elegidos. Gratamente ordenados con el título distintivo. Y su infantería de soldados obligados a combatir desde que se mostraban preparados para batallar. Pero no eran suficiente. Ambos bandos compartían el hecho de aumentar su ejército a medida que conquistaban territorios. Mientras que nada preparaba para luchar contra una horda de elfos muertos. O sí. Había una segunda opción. Una que él no quería contemplar pero no dudaba que Osles lo hiciese. La orden de los Caballeros Hechiceros. Por lo tanto, tras dar una serie de instrucciones, se dirigió hasta el lugar donde sabía que podría encontrar a Marta tras verla internarse en Rosfuego. La ciudad se debatía entre la histeria y la calma atemorizada. Marta, impulsada por algún resorte interno, sabía lo que tenía qué hacer. Semejaba que un cierto esquema de actuación afloraba de su interior y no le daba tiempo a la pausa ni la reflexión. Tenía que actuar. —Ciudadanos de Rosfuego, soy La Esperanza Alada —empezó a clamar al llegar a una de las calles más concurridas, con sus típicas casas de tejados pardos, iluminadas por la pálida luz del cielo nublado. Las voces frenéticas cesaron y tanto los rebeldes, como los asustados 380

se pararon en seco a escucharla sumidos en un silencio tenso—. Como sabéis, ahí fuera de vuestros muros se está librando una batalla entre el reino del Clavel y el reino del Este. La superioridad de la reina Elzia es clara. Los soldados no tardarán en entrar en la ciudad. Pero no debéis tener miedo—. Marta intentaba moverse con soltura desde el aire para que el mensaje llegara al mayor número de personas inocentes posible—. La reina Elzia os quiere acoger como parte de su pueblo. Ningún soldado del ejército del Clavel os hará daño. Al menos, a los inocentes y no militares. La reina quiere para vosotros lo mismo que para su reino. Un gobierno de convivencia donde reinen los valores de igualdad, libertad y fraternidad —. Recitó, rememorado los ideales de la revolución Francesa—. Bajo su mandato hallaréis paz y justicia. En cambio, os ha estado gobernando un cruel y sanguinario dictador que os había tenido sometidos bajo el terror. Os infantiliza, os distrae, os aplica devastadores cambios gradualmente, os aísla de la verdadera información y de sus verdaderas intenciones, os quita derechos y no os deja ser libres. Reflexionad y traicionad a vuestro supuesto rey opresor y abrazad un mejor reinado para cada uno, para todos. Mientras tanto, manteneos a salvo en vuestras casas y refugios. Es el consejo de una reina que os quiere salvar, del rey Laisho y el mío propio. Sin reparar en el efecto de sus palabras, tomó rumbo directo a las celdas. Conocía su paradero gracias a Reidos, cuando interpretaban aquel teatro en el que ella era su prometida. Con el aliento de hielo de Corcel abrió sus puertas e, ignorando el camino, avanzó al trote sobre su pegaso hasta llegar a un túnel lóbrego y húmedo sumido en la penumbra donde sólo se distinguía una luz fantasmagórica entre ventanucos pequeños. Antes de que el carcelero dijese algo, Marta hizo otra vez a Corcel escupir hielo y el carcelero se hizo a un lado. 381

—¿Dónde está la hechicera? —Preguntó Marta, muy firme. —La celda del fondo a la izquierda —contestó rápido e impresionado. Marta se internó en las celdas apurando el paso. Olía muy mal. Supuso que el trato del rey Osles a sus prisioneros aún superaba el mal trato que ofrecía a su pueblo. Al llegar al fondo, vio a una chica hecha un ovillo vestida con harapos teñidos de tonalidades de un beis húmedo a un gris de suciedad. —¿Eres la hechicera? —Inquirió Marta, impaciente. —Soy una hechicera, sí. No sé qué entendéis por “la”. Alzó la vista y Marta comprobó que era muy parecida a la reina Elzia. Ojos grises, cabello oscuro, silueta grácil. Incluso compartían el tono de voz gutural. —¿Sois la hija de la reina Elzia? —Preguntó, paciente, Marta. —No respondo a ese nombre. Marta resopló. Quiso ponerse en el lugar de la joven. Sabía que no era fácil vivir entre barrotes y podía llegar a trastornar un poco el pensamiento. Además, la pobre chica que aparentaba apenas haber llegado a los veinte años, había sufrido mucho. —Está bien… ¿Cómo os llamáis? —Aliza. —Aliza, os sacaré de aquí. Os llevaré con vuestra madre. Aliza alzó la vista, mirando impresionada con sus ojos grises a la medio elfa.

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—Mi madre me abandonó al saber que era hechicera. Los que actuaron como padres fueron hechiceros que luego me traicionaron—. Explicaba en tono neutral. Casi divagaba—. Quise saber de dónde venía para poder comprender a dónde iba mi poder. Los hechiceros que me ayudaron a descubrir mi identidad me delataron. Ahora estoy aquí. Mi madre nunca quiso saber nada de mí. Dicho eso, bajó de nuevo la vista y se volvió a encoger sobre sí misma. —Aliza, no es momento de rabietas con mamá —insistió Marta, con deje de impaciencia—. Vuestra madre ha traído gran parte de sus tropas para rescataros. —Lo que quiere es gobernar el mundo. —Hay decenas de miles de soldados en ambos bandos y hoy se han desplegado la mitad. La guerra podría haber proseguido por distintos frentes… pero vuestra madre decidió atacar Rosfuego en el momento exacto en el que supo que estabais cautiva. Os quiere —explicó Marta. —Posiblemente —se limitó a responder Aliza. —Ponédmelo fácil—. Alzó la voz—. Levantaos. Sin más, Corcel expulsó hielo y se quebraron sus barrotes. Aliza parecía aturdida. Poco a poco fue levantándose y caminó torpemente hasta su salvadora. Los otros presos gritaban pero Marta los ignoraba. —¿Estáis bien? ¿Queréis comer o beber para recuperar fuerzas? —Preguntó con cuidado y cautela. —No. 383

Era difícil arrancarle las palabras a esa joven. —Fuera hay lucha. Seguidme a mí, conmigo estaréis a salvo. —Supongo, ligeramente. La muchacha la siguió, como si se encontrase en una especie de conflicto interno entre mostrarse dócil o resistente. Marta quería pensar rápido y, por tanto, actuar rápido. No podía tomarse el privilegio de más pausas. Cualquier paso en falso podía acabar con su plan. Agarró a Aliza y tiró de ella con un brazo mientras con otro guiaba a su pegaso. Fue rápida y su mente, activa, comenzó a sopesar los riesgos a los que se exponía. Diría que podría encontrarse una revolución ciudadana aunque esperaba haber calmado los ánimos con sus palabras y que pensasen en apoyar a Elzia. Podría haber ya buscándola en la capital soldados de Osles. No había sido nada discreta al entrar volando en Rosfuego. Además, si las tropas enemigas se veían muy acorraladas, recurrirían a las puertas de la muralla de la ciudad para replegarse. Por lo tanto, Osles recurriría a su principal baza: su rehén. Marta estaba en el punto donde apuntaban las intenciones de sus enemigos. Tras marchar de las celdas ignorando a todos los presentes, incluyendo presos ansiosos por huir y al carcelero hosco, comprobó que no estaba equivocada. Salieron a una sala de piedra bastante amplia donde la esperaban cuatro soldados del ejército del Este apuntándola con ballestas cargadas con flechas de fuego. Dispararon rápidamente a Corcel, que tras un relincho de dolor, calló al suelo. Marta se agachó sobre él para analizar los daños. Estaba herido, pero no era una herida mortal.

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—Quieta donde estás, elfina —ordenó uno de los soldados—. Los días de la Esperanza Alada llegan a su fin. Los soldados esbozaban muecas grotescas. Tenían la mirada de un lobo que acaba de encontrar una gran presa con la que saciar su hambre. Hambre de gloria. —Está bien. Matadme —dijo Marta mientras su mente no paraba de buscar alguna salida a la situación—. A ella dejadla libre. Es lo que quiere Elzia. En cuanto lo tenga, se retirará… Iba a seguir hablando pero su corazón dio un vuelco cuando vio aparecer al príncipe Reidos. Su cabello ceniciento, despeinado. Su rostro sucio y sudoroso. Sus ropajes militares raídos y con manchas de sangre. Pero sus ojos ámbar relucían. Marta lo miró sin hablar. Estaba perdida. —Caballeros, sed amables con las señoritas —los instó, sosegado—. ¿No creéis que es mejor que me encargue yo, precisamente, de matar a la Esperanza Alada? El príncipe Reidos culmina la guerra del Jaque Mate. Será digno de las gestas de la historia. Y seréis testigos, escribámosla —añadió, arrastrando las palabras. Los soldados rieron. El más cercano, le tendió la ballesta a Reidos. Marta respiraba muy fuerte y estaba lista, resignada, para el golpe final. Su antiguo aliado le apuntaba. Y, de pronto, le guiñó un ojo. Fue disparando a sus soldados uno a uno, aniquilándolos sin esfuerzo. Arrojó la ballesta con desprecio al suelo y se acercó a Marta. —¡Me has salvado la vida! —Gritó Marta, aún agitada. —¿Acaso te ofende? Es muy fácil ofenderte.

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34 UN ÚLTIMO FAVOR Mientras en desde el exterior comenzaba a hacerse notar el runrún frenético de la población entre gritos y voces histéricas, Corcel yacía herido y los tres presentes se miraban, tensos. Marta sopesaba la situación y no se atrevió a emprender ningún movimiento. —Aliza, Marta y yo debemos hablar a solas —interrumpió el momento de tensión Reidos, tranquilo—. Coge esa puerta—, señaló una puerta de acero a la izquierda de Aliza—, dará a un pasillo donde encontrarás una habitación para mantenerte segura. Además, llévate a Corcel y cuida su herida con esta planta—. Extrajo de su bolsillo un racimo de hojas verde oscuro que parecían algas—. Son para su herida. Cualquier soldado las lleva encima por las posibles heridas en la batalla—, aclaró ante el ceño fruncido de la joven—. ¿Lo harás? —Naturalmente—, respondió Aliza emprendiendo movimientos aletargados, de quien no se ha movido demasiado en mucho tiempo—. No quiero encerrarme—. Añadió con voz quebrada. —Estarás a salvo pero no encerrada —le aseguró Reidos con delicadeza. Marta hizo erguirse a Corcel, que se levantó quejándose en sonidos animales, siguiendo órdenes no dadas. Aliza lo acarició, respondiendo el pegaso su gesto de cariño. Acto seguido, se internaron por la puerta de acero gris. —Cuando dejarás salvarme la vida… —musitó Marta, cara a cara con Reidos.

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El gesto le había hecho fiarse más de la estampa y de las intenciones de Reidos. No obstante, era imposible olvidar el hecho de que era el general del ejército enemigo. El que ella, con sus refuerzos de ultratumba, estaba masacrando. —Me hice una promesa a mí mismo—, dijo sereno. Actuaba como si en el exterior no estuviera teniendo lugar una guerra de decenas de miles de personas. Un pueblo en peligro. Dos grandes reyes del continente retándose a muerte. Inmutable, aunque con gesto serio, prosiguió—: Cuando fui tu rehén me cuidaste. Cualquiera me hubiese matado para quitarme del medio. Matar al príncipe enemigo es un gran mérito. O, si no, cualquiera me hubiese torturado para sacarme información. Yo aguantaría, por supuesto. Pero tú me diste un buen trato. Hasta un beso. Me prometí a mí mismo mantenerte con vida. Permaneció mirándolo, alerta. La intuición le decía que se fiara de él. Al fin y al cabo, siempre supo leer el corazón de ese hombre que era como un libro abierto para ella y vedado para el resto. —Te debo tanto… —dijo Marta en un hilo de voz. Reidos torció el gesto. —Yo te debo no deberte nada. No pudo evitarlo. Marta se abalanzó sobre él y lo abrazó. Se abrazaron durante unos segundos y ya. Reidos no se propasó si no que agarró sosteniendo a la muchacha con su calor. Marta pensó que eran dos almas atormentadas en medio de una especie de fusión. —No es justo. Únete a nuestro bando. Aun estas a tiempo —lo instó, ceño fruncido, Marta mientras se alejaba del abrazo. 387

Dibujó una media sonrisa mientras bajaba la mirada en un gestó quizás calculado o quizás tan ensayado que ya era natural. —Tu bando no puede permitirse perdonarme todos los crímenes y acciones de guerras que emprendí contra ellos. Aunque fueran tan magnánimos como tú y exhibieran esos grandes valores de los que alardean… Hay un protocolo militar, hay reglas políticas de reinados que no permiten clemencia ante lo que he hecho. Marta clavó la vista al suelo y negó con la cabeza. —Maldito protocolo. Yo estaré de tu lado. Te quiero conmigo —dijo ella, apremiante. Reidos hizo una pausa larga, también negando con la cabeza. —Mi bando es el que he elegido y me hundiré con mi barco —sentenció. Intercambiaron una mirada significativa. Sus ojos ámbar decían que hablaba en serio. —Te debates entre dos bandos —rompió el silencio Marta—. No hablo de los estandartes. Son los de tu mente y el de tu corazón. Reidos prosiguió con otra pausa y una risita ahogada, sarcástica. Esbozó media sonrisa y acarició el oscuro cabello de Marta. Ella agarró su mano para entrelazarlas. La de Marta, débil y temblorosa; la del príncipe la agarraba firme y fuerte. Tal gesto la reconfortaba. —¿Por qué me lo pones tan difícil? —exclamó—.Te quiero. Aunque no de la manera que te gustaría —confesó ante el brillo en la mirada del príncipe Reidos—. Mi corazón está con Laisho—. Aclaró titubeando—. Eres un gran hombre con un gran corazón escondido tras una coraza de brillante militar asesino.

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Marta se sentía irritada y enfadada. —Yo nunca dejaré de amarte —dijo, fijando sus ojos color miel en ella—. Quería verte antes de que todo esto acabe. Ya sabes, tener una de nuestras típicas charlas donde yo te declaro amor eterno y tú me rechazas—. Se encogió de hombros—. Parece que nuestros momentos están desajustados y sólo hablamos en situaciones límite. Una trágica historia de amor. Mi vanidad aún te pretende de forma necia. Mejor decirlo ahora antes de que nada lo impida. —Una parte de mi corazón es tuya. Si pudiera deshacer mi corazón en pedacitos tú te quedarías con un trozo. Pero amo a Laisho. Reidos tomaba largas pausas. Su mente parecía pensar de forma frenética. Se debatía con sus demonios internos. —Me contento con ese pedazo —terció con calma. Le dedicó una gran sonrisa de circunstancias y le dio un beso en la frente. Marta le devolvió la sonrisa. El dulce momento fue interrumpido por un gran temblor seguido de un golpe. La actividad en el exterior aumentaba. Choques, ruidos de armas, gritos… —Se está liando una buena ahí fuera y tú y yo aquí charlando de temas del corazón —cambió de tema Reidos, más serio—. Marta, Osles va a escaparse —informó hablando rápido. Marta abrió mucho los ojos. Le estaba contando los planes de su hermano y no entendía porqué—. Debes ir a por él. Está en el segundo piso, salón secundario del trono. Para llegar allí habrá soldados como el que he matado. Ve y mátalos sin piedad. Ellos harían lo mismo y estarán armados con fuego. 389

—¿Por qué me dices esto? —Inquirió, arqueando las cejas, suspicaz. —Esta guerra tiene que acabar hoy. Si Osles escapa replegará más tropas y estaría ya listo contra tu ejército de elfos muertos. De hecho, cuenta con una tropa de hechiceros que podría hacer frente a tus elfos resucitados o lo que sea que sea eso. —¿Y qué será de ti? Bajó la mirada, meditabundo. —Seguiré el papel que me ha tocado jugar. Aunque llegan puntos en situaciones extremas como la guerra en los que llegamos ya a no saber quiénes somos—, inspiró—. Olvídalo. Marcha. Ya has sido muy valiente. —Inconsciente. —Yo te doy una orden. Esto que te he dicho Marta... a pesar de tu ímpetu que me pone difícil mantenerte con vida... No vayas a buscar a Osles sola. Bajo ningún concepto. Hazte con refuerzos lo antes posible. Marta no tenía ganas de moverse de allí. —Tienes que hacerme otra promesa. Te pediré un último favor —musitó la medio elfa, hablando de sentimiento. —Lo que sea. —Mantente a salvo. Reidos rio divertido. Marta peinó un mechón de su cabello ceniciento. —Ojalá pudiera desobedecerte —se limitó a decir antes de marchar. 390

Aturdida tal y como estaba tras el encuentro con Reidos, se dispuso a salir de las celdas por donde había llegado. Le dolía tener que dejar a Corcel sin ella pero sabía que debía recuperarse de la herida y, ahora, estaba en buenas manos. No conseguía apartar de su mente al príncipe. Su afán de protegerla siempre y su amor por ella no correspondido le hacían sentir culpable. Sin embargo, no era un momento para dejarse llevar por los sentimientos. Durante toda la batalla había actuado de manera casi automática. Desenvolviendo un plan que había trazado su mente sin apenas darse cuenta llevada a cabo como un frío resorte interno. En contraste con la calma de las celdas, la calle del exterior era una algarabía. Nada más llegar a la salida principal, encontró que el rey Laisho, Alesio y Sajala la estaban esperando. La impresión la obligó a pararse en seco. Presentaban muy mal aspecto. Cansados, despeinados, ropas militares raídas y manchas de sangre. Tenían las armas desenvainadas y alerta. Sajala presentaba una brecha en la frente aún sangrante mientras que en el brazo de Alesio cruzaba una herida larga que ha sido ejecutada por un arma afilada. Así todo, se lanzó sobre los brazos de Laisho y le besó. Antes de nada, plantó un beso sincero a Laisho. Correspondió breve pero intenso. Mensaje no verbal de amor pero de estar inmersos en situaciones demasiado importantes y peligrosas. —Sabía que estarías aquí. Sin tiempo a réplica, Marta relató todo lo ocurrido. Obvió los gestos a Reidos de cariño pero no se cortó en el resto de detalles. Si a Laisho le dolió o no, no dio muestra de ello. 391

Sólo los dos guerreros arqueaban las cejas y torcían el gesto. Después de que terminara su relato, omitiendo ciertos detalles, esperó las reacciones de sus interlocutores. —¿Te ha robado otro beso? —Preguntó Alesio, bastante sorprendido. —NO—, exclamó Marta, incómoda—. Calla. Alesio no pareció satisfecho con la respuesta. Por el contrario, Laisho se mantenía tranquilo y con el ceño fruncido, calibrando su plan. A la inversa, Sajala la miraba reticente. Marta creyó adivinar que aliarse con el príncipe Reidos era traicionar a la reina Elzia. “Ella lo hubiera matado sin pensarlo”. No compartía con Sajala su idea de sentimiento de corazón. Mientras tanto, crecía el caos. —Todos coincidimos en lo mismo. Al menos a los que nos queda moral. Esta guerra tiene que acabar hoy —sentenció el rey Laisho. Ignorando la actitud de sus acompañantes—. Marta, tu golpe nos ha dado una enorme ventaja. Somos muchos más que ellos. Pero han aprendido como contratacar, van a hacerse con catapultas de bolas en llamas y más arqueros de flechas de fuego desde la muralla. Tus elfos fallecidos también sucumben al fuego. —Claro, debí suponerlo. Otro peligro es el ejército de hechiceros de Osles —añadió Marta. —Empieza a haber levantamientos en Rosfuego. Los cuatro se giraron a la voz que enunció aquella frase. Un chico herido, que andaría por la veintena, de cabello largo y oscuro recogido en una coleta al que le faltaba un brazo se acercó a ellos. Tenía mala pinta. Vestía ropas humildes hechas jirones y muchas heridas.

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—Soy Artes. Soy el único superviviente del levantamiento ciudadano de la calle Dragón —se presentó decidido Sajala y Alesio intercambiaron una mirada en silencio. —Explicaos -instó sereno el rey Laisho. —Montamos barricadas para impedir que el ejército de Osles acudiera a un refugio en busca de más hombres. Éramos treinta combatientes. La Guardia Real nos masacró con armas poderosas. Todos murieron. Fui el único capaz de escapar. Nuestro lema era "Por la Esperanza Alada". Dicho tal, le hizo una reverencia a Marta. Ella logró esbozar una ligera sonrisa de agradecimiento. Bajó la mirada al pavimento. Un rayo de culpa atenazó su pecho. Treinta personas muriendo en su nombre. Nunca quiso eso. —Quiero combatir —prosiguió—. Cada vez es mayor el número de ciudadanos de Rosfuego que quiere alzarse. El golpe de la calle Dragón está despertando miedo e ira en el pueblo. —¿Tenéis experiencia militar? —preguntó Laisho, con seriedad. —Combatí a las órdenes del rey Osles durante tres años, hasta que perdí el brazo y pude librarme. Vi cosas y me obligaron a hacer cosas inhumanas. Siempre he tenido conciencia, aun dentro de este país manipulado y atemorizado —relataba con firmeza—. En el ejército conocí otras culturas y vi cual era la verdad de todo esto. —Está bien. Artes, no hagáis más levantamientos en vano. No queremos sacrificar vidas inocentes. Reúne a ciudadanos dispuestos a luchar y taponad todas las salidas de palacio. Y, 393

si el número es suficiente, cubrid también las salidas de la ciudad cercanas a palacio. Vuestro rey estaba muy bien escondido en su castillo y allí iremos a verlo. No podemos permitirnos que escape. Esta guerra tiene que acabar hoy —recitó rápido y conciso Laisho. Seguía a rajatabla su mentalidad militar. —Gracias, alteza. El joven marchó sobre sus pasos. Rápido, eficiente y concienciado. Mientras tanto, llegaba el bramido de soldados combatiendo desde fuera de las murallas junto al estruendo de los cascos de caballo. En la ciudad se alzaban gritos de miedo e histeria mezclados con llantos de niños. El cielo nublado se estaba tiñendo de color gris. Favorable. Si llovía las estrategias del ejército de Osles con el fuego se verían dificultadas. En cuanto iniciaron el camino, Laisho bajó la voz. —Sajala, ve a buscar a la reina. ¿Ves ese ventanal? Si todo va bien Alesio hará una señal de fuego para que entréis las dos y vengáis hasta donde ha indicado Reidos a Marta. Sería mejor con una pequeña camarilla de soldados, por si acaso. —¿Qué significará? No será lo que yo pienso… —preguntó Sajala. —Que será la hora de acabar la guerra. Jaque mate —dijo en un halo de misterio vigoroso, Laisho. —Puede ser una trampa de Reidos —insitió Sajala, echando un fugaz vistazo desconfiado a Marta.

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—Desgraciadamente entiendo demasiado a Reidos. Como entiendo el tipo de militar que es… como que entiendo que Marta es su debilidad. A ella nunca le mentiría. Ni contaba conmigo de por medio. Marta calibró sus palabras. Siempre había notado un parecido entre ambos rivales. No se odiaban ni se temían, es más, se respetaban y admiraban. Marta era algo más que tenían en común. —¿Y si no vemos nada? —Inquirió Sajala, más sosegada. —No nos busquéis.

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35 FUEGO Las nubes se alzaban nacaradas, apartándose eventualmente para dar lugar a claros de sol. Laisho, con un silbido, llamó a diez soldados del reino del Clavel. Sin mediar palabra, se situaron en su posición. Marta pensó que serían soldados especiales pues en sus relucientes capas y armaduras no había rastro de sangre ni heridas de guerra. Con otro silbido, Laisho, Alesio, Marta y los soldados iniciaron el camino. El Palacio Real estaba cerca. Era evidente. La grandiosa estructura se alzaba visible y se hacía más cercana a medida que emprendían su paso entre calles silenciosas con el eco del runrún del movimiento de la ciudad de fondo. —¿Será seguro entrar por la entrada principal? —Inquirió Alesio, cuando estaban llegando a la plaza precursora de la entrada al vestíbulo de palacio. —No. No es nada seguro. Pero son las indicaciones que le ha dado el príncipe Reidos a Marta. Quizás porque sabía que es la única entrada que conocía Marta —explicaba Laisho con ojo analítico—. Y si no seguimos sus indicaciones estamos perdidos. Los recibió una comitiva de soldados, todos hombres, portando armas de todo tipo. Espadas, hachas, arcos, lanzas. Vestían relucientes corazas color bronce y capas de un azul zafiro aterciopelado. Risas grotescas y desdeñosas, apuntaron contra ellos. Laisho esgrimió una sonrisa tranquila de autosuficiencia e hizo un gesto a sus hombres. Ellos, hábiles, entrenados, disciplinados, atacaron a los soldados de palacio. Marta desenvainó su espada, pero Laisho la agarró del brazo mientras echaban a correr. 396

—Ya tendrás tiempo de luchar contra la Guardia Real en un rato. No es el momento. Alesio, Laisho y Marta, esquivaron a la Guardia Real y se adentraron en el vestíbulo. A Marta le vino el recuerdo de cuando había estado allí hacía cuestión de días. Fue el día que se convirtió en asesina. Pues bien, debía abandonar sus sentimientos para volver a ser la asesina que aquel lugar había forjado. Retomar de su interior la frialdad y el resorte que la impulsaba a ser letal. —Sencillo, ¿no? No hay nadie —observó Marta. El vestíbulo se alzaba entre paredes de granito en una gran cúpula ornamentada con figuras bien talladas. En las paredes, flanqueaban salidas a distintos corredores y algún tapiz con dibujos de guerreros y criaturas fantásticas, adornaba sus paredes. Sus camaradas no contestaron, sino que se internaron con paso liviano en el corredor que Reidos había indicado. —¿Por qué vamos tan despacio? ¿Hay que pasar desapercibidos? —Preguntó Marta, inquieta, caminando en el despejado pasillo. —No estamos pasando desapercibidos, Marta. Pero no es lo mismo irrumpir haciendo ruido como bestias y llamar descaradamente la atención que entrar sigilosos e intentar ganar tiempo. Marta asintió con la cabeza ante las palabras de Laisho. Avanzaron unos metros aparentemente tranquilos hasta que cuatro miembros de la Guardia Real aparecieron a sus espaldas. Marta los reconoció como algunos de los que los habían recibido en la puerta principal. 397

—Desenvainad —dijo el rey Laisho con serenidad. Marta y Alesio obedecieron. Analizando no le parecían realmente peligrosos. Empezaron a luchar. Marta se lanzó sobre uno rubio y joven con gran destreza con la espada. Aunque para ella era simple, sólo era una espada… nada mortal para una medio elfa. Esquivó golpes con maestría de quien ha competido en esgrima. Le asestó varias estocadas que el chico frenaba con destreza. Al final, la medio elfa le clavó la espada en el pecho. Se desplomó entre un gran charco de sangre. A su lado, yacían sus compañeros. Alesio y Laisho se habían encargado de ellos. Marta les sonrió pero ellos negaron con la cabeza. —Esto sólo acaba de comenzar —dijo Alesio con voz trémula. Esta vez corrieron pero el peligro los alcanzó antes. Aparecieron soldados a sus espaldas y a su frente. Iban armados con fuego. “El estruendo los ha alertado”, pensó Marta. Sudorosos, la Guardia Real portaba antorchas. La componían una decena de soldados hacia delante y, otra, por detrás. Territorio complicado. Relucían en sus zurdas y diestras las llamaradas de fuego, con mirada malévola a Marta. Alesio y Laisho se antepusieron, protegiéndola, desenvainando sus espadas. Laisho a un flanco, Alesio al otro. Tres contra veinte. Al principio, nadie se movió. Poco a poco, los soldados se iban adelantando, encerrándolos, en la medida que la anchura del corredor les permitía a sus enormes uniformes de Guardias Reales. Laisho y Alesio iban luchando contra los que se acercaban.

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A Marta le recorría un escalofrío de quien ve posible e inminente la muerte. La Guardia Real avanzó pero no entorpeció las acciones de sus protectores. Hábiles luchadores que eran, con sendos golpes de su acero afilado, fueron centrándose en quebrar las antorchas, una a una, antes que a sus portadores. Cuando las antorchas estaban en el suelo, centelleando de manera agonizante, a Marta se le había olvidado que tenía que luchar. La Guardia Real preparó sus armas con menos antorchas pero antes empezaron a batallar Laisho y Alesio con su habilidad prodigiosa a la vez que famosa. A Marta le impulsó la urgencia de actuar con rapidez y desenvainó su espada para unirse a una refriega. Entonces apareció Sajala. Subió desde una estrecha escalinata de granito, posicionándose detrás de todos los soldados. Su gesto era frenético pero esbozó una sonrisa de seguridad. —Chicos. Venid a por la Esperanza Alada. Soy yo. ¿Ya no me reconocéis? —Los desafió, apuntando con la espada. Marta estaba impertérrita. Ciertos soldados le creyeron y fueron a por ella. Sajala no respondía. Los mantuvo en su sitio y ella, en el suyo. Un ramalazo de inquietud desmesurada invadió a Marta. ¿Qué pretendía? Los tres observaban expectantes. El bramido de soldados llegaba a sus espaldas. —Corred, mezclaos entre ellos —gritó Sajala para luego bajar de nuevo por la escalinata, seguida de una decena de Guardias. Sin entender nada, Marta se negó a responder. Dos pares de brazos fornidos la agarraron, arrastrándola contra su voluntad entre la muchedumbre de soldados. Se trataba del agarre d 399

Laisho y Alesio. Para su sorpresa, entre los golpes tácticos de Laisho y Alesio, ciertos soldados se apartaron. Otros seguían el rumbo de Sajala y otros huían con ellos sin atacarlos. Intentando calcular las posibles razones a aquel comportamiento, de pronto, sucedió. Una explosión a sus espaldas. Una ola de calor que hizo que todos los presentes se desplomaran en el suelo. Con la respiración muy agitada, Marta comprobó rápidamente con la mirada que Laisho y Alesio estuvieran bien. Los vio erguirse lentamente mientras luchaban con los tres soldados que se levantaban al mismo tiempo que ellos. Mirando hacia atrás, vio una gran llamarada de fuego. Había sido una bomba. Sajala lo sabía y había elaborado una maniobra de distracción para salvarlos. Parte del fuego llegó a sus pies. Laisho, fugaz, se quitó la capa y apagó las pequeñas llamas de sus tobillos. El dolor le entumeció las extremidades durante unos instantes. Quiso quedarse tirada en el suelo. La mano que le tendió Laisho para levantarse, sin mediar palabra, le hizo recordar la situación en la que se encontraban. —Sajala… —musitó Marta, horrorizada. Alesio dio muerte al último guardia. —No es momento de lamentar bajas —dijo él, con su espada llena de sangre. Así todo, besó su misma mano e hizo un gesto de guerra que honraba a los caídos. Tras la breve pausa, reanudaron el avance. Corrieron un tramo sin obstáculos hasta llegar a una

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bifurcación donde tomaron el camino correcto hacia la derecha. Allí, los esperaban diez nuevos soldados con más antorchas. —Llegarán refuerzos. Y traerán armas especiales —les anunció su líder. Un tipo ancho y alto muy fornido, de cabello desgreñado y mirada psicópata. Laisho y Alesio, sin mediar palabra. Articularon su respuesta atacándolos. Lo primero que hicieron, fue intentar desarmarlos de las antorchas con sus maniobras. Consiguieron lanzar al suelo varias de ellas. Harta de ser mera espectadora, Marta, esta vez, sí se unió a la lucha. Dos soldados fueron a por ella y Marta no contaba con que fueran tan hábiles. Laisho cortó la cabeza a uno y Marta se centró en el otro. Su atacante se zafaba. Sus habilidades la superaban. Consiguió darle un rodillazo tras hacer caer su espada. Aquello tendría pronto sentencia si no recuperaba su arma antes de que el oponente se hiciese con la única antorcha aún ardiente. Debía resolverlo pronto. Fingió un momento de debilidad, palpándose el vientre, lo cual provocó un vistazo analizado de situación de soldado. Momento de descuido que Marta aprovechó para degollarlo. Un chorro de sangre emanaba de su cuerpo. Mientras tanto, Laisho y Alesio habían matado a cinco soldados más. Quedaban cuatro. La batalla se iba igualando. Vio por el rabillo del ojo como un guardia preparaba su arco contra Laisho. El instinto le hizo abalanzarse sobre él y clavarle la espada en el vientre. Inmediatamente, se desplomó en el suelo. Laisho fue rápido y le hundió su hoja en el pecho para rematarlo. Un nuevo oponente se abalanzó sobre ella portando una antorcha. Marta se zafó pero el soldado insistía.

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Maldiciendo no haber blandido antes la espada, le sacudió un puñetazo en el estómago. Forcejearon, le golpeó con el hacha su inquebrantable cráneo. Dolió y llenó su cabeza de un extraño zumbido. El otro parecía aturdido. Cada uno con intención de derribar al contrario, Marta esquivó una antorcha con una pirueta hace tiempo ensayada, aprovechando el impulso del golpe para hundir la hoja de su espada en su pecho. Laisho estaba inmóvil bajo la presión de dos espadas que se cruzan con un soldado fornido. Al fin, tras distraerlo con una patada en sus partes bajas, asestó una floritura con su arma hacia su cuello, que esquivó el otro casi milagrosamente. Laisho lo cogió con precisión, aprovechando la situación, por detrás de él, apretó su cuello hasta estrangularlo. Habían dado muerte a los diez soldados. Marta respiró forzadamente y jadeando, para recuperarse. Sus compañeros también estaban exhaustos de las luchas. Se preguntó si tendría tan mal aspecto como ellos. Llenos de sangre, heridas y un rostro fatigado. No hubo tiempo de respuesta. Como un acuerdo silencioso, avanzaron otro tramo y dieron con cinco soldados que portaban unos grandes frascos. —Ácido —terció Alesio. Empujó a Marta haciendo que cayera al suelo en un planchazo que le retumbó el cuerpo. Maniobra de Alesio, pues en ese instante los soldados habían arrojado ácido en dirección a Marta. Tras caer, lo había evitado. Comenzó una nueva lucha. Laisho y Alesio fueron hábiles y desviaron del terreno de Marta a cuatro. Solo que otro, portante de ácido, los esquivó y arrinconó a Marta mientras se estaba irguiendo y desenvainado su espada de nuevo. 402

Sintió la respiración del Guardia mientras la empujaba contra la pared. No tenía escapatoria. Sus manos portaban el ácido. Ya está, se dijo Marta. Game over. Le dio un rodillazo en la entrepierna que le hizo retorcerse. Entonces, se desplomó en el suelo. Apareció Alesio tras de él con su espada llena de sangre. Le había atravesado el costado. No tuvo tiempo de recomponerse, un segundo atacante apareció. Marta se agachó y evitó un chorro de ácido que hervía las paredes. Alesio le golpeó la cara, partiéndole un diente. El hombre gruñó, se detuvo y le soltó un derechazo al guerrero de Laisho. Le dio en las costillas, que crujieron. Alesio cayó sentado y el guardia lo decapitó. Marta giró la vista pero no pudo evitar ser salpicada por la sangre que emanaba desde donde antes existía la cabeza de su amigo, Alesio. Un brazo la agarró y se la llevó. Combate terminado. He perdido. Pensó Marta. Sin embargo, al abrir los ojos, se encontró con que se trataba de Laisho. La empujó con fuerza, mandándola al suelo. Al instante, a dos metros del victorioso atacante, Laisho agarró otra botella de ácido de un soldado fallecido y se la lanzó al último Guardia Real vivo. El hombre se retorció entre bramidos de dolor mientras que Laisho aprovechó y le clavó la espada en el pecho. Se hizo una pausa. La calma en medio de la tempestad. Laisho fruncía el ceño y Marta contemplaba ante su horror la hilera de cadáveres maltrechos que habían dejado. Incluyendo el cuerpo sangrante sin cabeza de lo que había sido Alesio. Anticipándose a cualquier palabra que no serviría de nada, abrazó a Laisho. Correspondió su abrazo con fuerza aplastante y respiración agitada. Tras cruzar una mirada que no

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necesitaba palabras, Laisho realizó el gesto de honor al soldado caído tan típico del ejército y prosiguieron con su avance por el Palacio Real de Rosfuego. De pronto, una puerta a su derecha se abrió y salieron tres soldados que cogieron a Laisho de improviso y le asestaron un fuerte golpe en la cabeza que lo hizo caer inconsciente. Marta reaccionó para apuñalar a uno de ellos. Frenó su golpe con habilidad y la hizo caer de espaldas. Jadeante, logró incorporarse, lista para luchar. En lugar de combatir, los soldados agarraron a Laisho y se lo llevaron. —Tu amorcito es nuestro, Esperanza Alada —rezongó el que parecía el cabecilla—. Osles le dará buen trato, tranquila. Venid a buscarlo… si podéis. Tras decir eso, desaparecieron corriendo con el cuerpo del rey Laisho a rastras. Marta permaneció en el sitio. Estaba sola. Sajala y Alesio muertos. Laisho cautivo. Su Laisho… Claro que iría a por él. Sabía que era una trampa pero no pensó en otra cosa que no fuera salvarlo. O, al menos, ayudarlo. Entonces, otra explosión. El suelo retumbó y amasijos de polvo y piedra cayeron sobre ella. No obstante, la explosión parecía provenir desde el piso de abajo. Era como la que había advertido Sajala. Miró a todos lados y no encontró atisbo de fuego. Olía a pólvora. Unos pasos apresurados se acercaban. Por el oído, adivinó que no eran más de tres personas. Salpicada de sangre y el cabello lleno de polvo, apuntó con su espada, lista para atacar. Sin embargo, cuando las figuras aparecieron, eran Enaira, Ulio y una mujer rubia y ancha que no conocía. 404

—Marta, tranquila —dijo, apremiante, Enaira—. Hemos conseguido que no puedan penetrar más soldados de Osles—. Marta no contestaba. Estaba atónita ante la llegada de aliados—. Un amigo vuestro nos dio el chivatazo de que había una bomba de fuego destinada a vos. La utilizamos a nuestro favor y ha explotado taponando las entradas de soldados de la Guardia Real. —¿Amigo? —Logró articular Marta. —El príncipe Reidos —contestó Ulio. Marta suspiró. Había llegado a creer que Reidos le había tendido una trampa. Era evidente que no era así. Pero por su culpa estaba perdiendo a gente querida. —Sí, además nos indicó a qué guardia debía sonsacarle información… tengo mis métodos —terció la mujer rubia. Marta reparó en ella. Era fuerte y musculosa. Sus facciones eran rectas y sus grandes ojos verdes relucían en un brillo de inteligencia. —Esta es Rianer —la presentó Enaira, adivinando su pensamiento—. Es mi mano derecha. Espía, militar, hechicera y bastarda. —A mucha honra —replicó Rianer. —Marta, estamos cerca. Con las entradas taponadas por la bomba y las guerrillas de ciudadanos, Osles no tiene escapatoria y no podrán entrar más soldados. Sólo queda el tramo final —dijo Ulio con mirada feroz. —Sólo faltan una serie de trampas mágicas —lo apoyó Enaira.

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—¿Trampas mágicas? ¡Tengo que encontrar a Laisho! ¿Qué clase de trampas? —apremió Marta, gritando con súplica. —Nada que a Rianer le supongan complicación —dijo Ulio. —Lo más seguro es que tengan a Laisho como rehén. No lo han matado, por el momento. Lo tendrán para atacarte a ti y luego, sí, darle muerte —explicó con ademán profesional Rianer. Marta bajó la mirada, meditabunda y adquiriendo decisión. —Tengo que impedirlo. —Marta, en una guerra cualquier persona es sacrificable. Hasta un rey —le replicó Enaira. Fría y tenaz como siempre había sido. Hasta en sus malos momentos con la amenaza del Castillo de Arena en donde Marta la había ayudado. —No es solamente un rey. Le quiero —sentenció, rotunda. Ulio torció el rostro. —Esa es tu debilidad —insistió Ulio—. Vamos, Marta… —Rianer, ¿qué crées que le harán? —lo interrumpió. Se negaba a escuchar cualquier plan que no implicara salvar a Laisho. —De momento debe estar en la típica silla de rehenes de Osles. Una preparada para la tortura… —informaba con soltura y ademán analítico, Rianer—. Amenazarán con hacerle daño si no les cuentas lo que quieren. Quizás con mutilarlo poco a poco.

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—¿De veras quieres contemplar eso o prefieres que lo maten rápido y acabar los que estemos con la guerra? —Preguntó Enaira. Marta esbozó media sonrisa amarga, clavando una mirada firme en Enaira. —Quiero salvarlo. —Marta, es casi imposible —dijo Ulio. —¿Qué entra dentro de ese “casi”? —Preguntó empezando a mostrarse irritada. —Está bien —zanjó Rianer el tema entre los otros tres —. Para intentar que viva has de entrar sola. En el momento en el que te vean con alguien más no dudarán en degollarlo o decapitarlo. —Sea así —afirmó Marta. —Te van a amenazar. Principalmente con lo que le harán a él. No puedes dar pasos en falso. Has de ser hábil. Dar información de poca relevancia para empezar con alguna mentira. Debes de ganar tiempo. En cuestión de minutos, quizás demos entrado nosotros para ayudar e intentar salvar a tu querido rey —explicó neutralmente Rianer. Marta arqueó las cejas ante los grandes ojos profesionales de la calculadora Rianer. —¿Quizás? —Inquirió. —En la guerra nunca hay nada seguro —respondió Ulio. —Siempre puedes ocupar su lugar. Sacrificarte tú —dijo Rianer. —Si es necesario, lo haré. No dejaré que le hagan daño —sentenció Marta.

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—Chica estúpida —murmuró Enaira. Sin embargo, tras un estruendo atronador bajo ellos, todos se pusieron alerta y Rianer se adelantó con decisión. Sacó de una mochila extraños artilugios. Fue avanzando maniobrando con ellos y murmurando palabras que Marta supuso serían parte de sus estratagemas de hechicera. —Se empeora la lucha ciudadana —comentaba Enaira mientras observaba a Rianer actuar—. En cuestión de media hora el palacio estará invadido por tropas de la reina Elzia y de las guerrillas ciudadanas. Has de ser rápida si quieres salvar a Laisho. Rianer acabó su procedimiento bien calculado e instó a Marta a que se acercase. Marta, muy nerviosa, avanzó con pasos de plomo y determinación. Llegó hasta Rianer entre las paredes de piedra y luz de antorchas que ya no representaban peligro. Rianer le mostró el portalón de madera que daba paso al salón del trono. El lugar donde se encontraba el rey Osles con Laisho cautivo. —Cuídate. Y sé consciente de que, si llega el momento, tú también serás prescindible. Ya sabes cuál es la prioridad —le susurró tuteándola. Marta dio una seca cabezada de asentimiento y Rianer volvió sobre sus pasos. Marta se dio una pausa para reunir de nuevo sus fuerzas y tomar bocanadas de aire. Entraba en territorio aún más hostil. La guarida del lobo. Su pulso acelerado resonaba en su sien. Se detuvo escasos segundos para coger aire y recomponerse. Recordaba las palabras de Rianer. Su cabeza se debatía entre posibles tácticas y su corazón sentía que no estaba preparada

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para lo que vendría a continuación. Planes, hipótesis, consejos, conjeturas… Su mente no paraba. Dio un paso adelante y el portalón que conducía al salón del trono se abrió sin dificultad.

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36 JUEGO ABIERTO La puerta se abrió silenciosamente. Se cerró automáticamente en el momento que Marta pisó el salón del trono. Halló una gran habitación de paredes hechas de tejas color bronce y, otras, color azabache. La iluminación consistía en una serie de luces mágicas que centelleaban irradiando palidez por doquier. En el suelo alfombras de dibujos elaborados. En los flancos, ostentosas esculturas de lo que parecía ser oro, adornadas con piedras preciosas que representaban guerreros en diferentes poses. Una veintena de Guardias Reales estaban dispuestos en filas bordeando las paredes. Aunque era evidente que Marta no había entrado por la puerta principal, al fondo de la alfombra que le daba la bienvenida, un trono de un color plateado blanquecino brillante, quizás oro blanco, y en él, el rey Osles. A un lado, dos Guardias se apartaron para mostrar una silla de madera donde Laisho estaba sentado inconsciente y herido con la cabeza ladeada e inerte. Sin mostrar atisbo de emoción, analizó a su rival. El rey Osles era un hombre grande. Alto y con una gran barriga que asomaba en su armadura dorada. El cabello rubio ceniciento le llegaba hasta las orejas y, sobre él, relucía una corona de oro con brillantes que bien podían ser diamantes. Su mirada era hueca, carente de emoción, de ojos ámbar como los de Reidos. Exhibía una sonrisa que recordaba a un lobo que había cazado a su presa. —He aquí nuestra heroína. La Esperanza Alada —anunció en tono solemne. Su voz era áspera y grave. Retumbaba en el salón del trono. Acto seguido, Osles empezó aplaudir dramáticamente. Marta no contestó. —¿No estabais esperando este momento? —Inquirió encendiéndose una pipa con maestría—. Por fin nos vemos cara a cara. 410

—No, realmente —repuso Marta. Le dedicó una gran mirada de desprecio. El rey se hizo el sorprendido y soltó una risotada escandalosa. —Niña insolente —replicó, tranquilo, mientras observaba el humo salir de su pipa con curiosidad. —Insolente seré cuando mi acero esté en vuestro pecho —terció Marta. El rey abrió mucho los ojos y volvió a reír a carcajada grotesca. Todos sus guardias imitaron su risa. —Sois magnánima a la hora de aplicarme muerte. Pobre herida y muerte instantánea. Me divertís —terció con su voz áspera, sonriéndole. —Estáis perdido, Osles. No tenéis escapatoria. Aunque yo muera. —Os equivocáis por partida doble. No os quiero muerta… de momento—. Enfatizó, aún entretenido con el humo que salía de su pipa—. Y, resulta que sí tengo escapatoria. La tenéis ante vuestros ojos —señaló una puerta de madera a sus espaldas—. Lleva a un pasadizo que va más lejos de la ciudad. Pero no entraré en detalles, como comprenderéis. Lo que sí debéis saber es que tengo más tropas para continuar la guerra. —Lo sabía. Marta sintió como si le echasen un jarro de agua helada. Su seguridad no era mera apariencia. Era evidente que Osles tenía un plan y a Marta sólo le había hecho ver ciertos detalles. El instinto le pedía actuar, por un lado y, por otro, llevarlo todo con cautela. Osles estaba dispuesto a charlar así que le seguiría el juego. Debía tenerlo entretenido charlando 411

para que más tarde el resto de los aliados de Marta fuesen a por él, antes de que escapase. Aunque aquello podría conllevar que ni Marta ni Laisho salieran vivos. Al fin y al cabo, como había dicho Rianer, eran prescindibles… como cualquiera en una guerra. —También quiero hablar con vos. O si no… vuestro amorcito sufrirá las consecuencias—. Añadió el rey. Marta crispó el rostro—. Es divertido, reíros. Las risas resonaron y Marta apretó la mandíbula. —Suelta a Laisho —dijo, lo más firme que pudo. El rey, con un vistazo de quien le gusta jugar con la comida antes de comérsela a Marta, le hizo la seña uno de los guardias que estaban situados custodiando a Laisho. —Venga, tú, bestia sarnosa, despiértalo —gruñó, con deje de impaciencia. El soldado cogió un cubo de agua y se lo arrojó al rey Laisho. Marta no pudo reprimir un gemido. Laisho despertó sacudiéndose hasta que se situó observando con ojo analítico el lugar. Debía ser una gran sorpresa despertar en aquellas circunstancias. Respiraba agitadamente. Pero no dio muestra de debilidad. —Las torturas me emocionan. Me hacen sentir más vivo —comentaba como para sí, Osles—. Una víctima vulnerable ante mí… ¿vosotros que opináis? —Preguntó, dirigiéndose a los soldados—. ¡Cuando esto siga su curso normal podréis mutilar a todos nuestros prisioneros! ¡Estaréis más vivos! La Guardia Real estalló en un bramido de emoción y júbilo. —Asesino —pronunció Marta entre dientes pero bien audible.

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—¿Asesino? En parte, mi señora—, contestó, haciéndose el ofendido—.Yo sólo mato cuando alguien me entorpece o es un obstáculo. Con discreción, por supuesto. Las matanzas sólo se deben airear en ciertos casos. Se vanagloriaba. Fríamente, Marta quiso que siguiera alardeando de su orgullo. Le daría más tiempo. —¿Ciertos casos? —Fingió estupor. —Cuando alguien comete un delito o infrinja mis leyes el pueblo debe contemplar cuál es el castigo para esa persona —explicaba lentamente, saboreando sus palabras—. Traición, rebelión… eso debe estar penalizado. Hay muchos modos para hacérselo pagar y que mis súbditos lo vean. Quizás una hoguera, una decapitación o simplemente dejar a mis hombres apedrearlo. --Y así os temen —concluyó Marta. La estancia se había sumido en un silencio tenso. —El miedo hace que mi pueblo me sea fiel. A ninguno se le ocurriría traicionarme. Pero también me quiere, me he ocupado de ello. Marta esbozó una mueca burlona. Tenía los brazos cruzados, para disimular su tembleque de manos y mostrar más aplomo. —Ah, ¿sí? Con la manipulación, supongo. —Es un matiz —asintió con voz queda—. Creo una opinión mediática y esa opinión se vuelve opinión pública. Les decimos que viven bien y tienen que estar felices y ellos lo creen— alardeaba con su barba de tonos rojizos emitiendo leves destellos bajo las luces 413

mágicas—. Y les doy rienda suelta a satisfacer los deseos más básicos de la naturaleza de los humanos. Libertad --recalcó con un gesto solemne. —Crear asesinos y dejarlos matar no es libertad —dijo Marta escupiendo las palabras. —En la guerra todos somos asesinos. El hombre adora la maldad de su interior. A muchos les encanta dar rienda a sus instintos más salvajes. La libertad es un concepto ambiguo. —Yo creo en la libertad que representa mi reina. —Vuestra reina —rió—. Vos vais por libre. Elzia tiene una idea de libertad de la que discrepo. A mi parecer, su pueblo está atado por tantas leyes que protegen su “ética” —. Hizo énfasis en la última palabra—. Que está más atado que el mío. —Esa ética y libertad responden a unos valores de justicia, bondad y convivencia pacífica. Marta, de momento, estaba consiguiendo el objetivo de mantenerlo entretenido. No era su intención verdadera hablar de ética o moral con el tirano de Osles, sabía que no llegaría a ninguna parte. Pero, de esa manera, ganaba tiempo. —Oh, Elzia también es asesina. Psicópata discreta para eliminar impedimentos. Como vos. También sois una asesina. Como cualquiera en una guerra —proseguía mientras daba profundas bocanadas serenas a su pipa. —Lamento cada gota de sangre que he derramado. Osles rio fuerte, de nuevo. Era un carácter autoritario y carismático que parecía converger en una doble personalidad cuando reía, su risa semejaba demencial.

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—Me conmovéis, o no… —decía, pensativo—. La culpa… Yo nunca la he sentido. Es más, es divertido ver la sumisión de miles de personas bajo tu figura. —Loco —lo insultó Marta, empezando a crisparse. —Media elfa, estoy demasiado cuerdo para esta loca realidad—. Aunque no mostraba hostilidad con sus palabras, el insulto produjo su efecto. Se giró a los hombres que estaban con Laisho—. Dad a nuestro invitado una muestra de nuestra cortesía. Todos los guardias rieron y uno de ellos le dio una gran bofetada a Laisho que le hizo escupir sangre en su boca amordazada. Sin embargo, se recompuso y no dio atisbo de muestra de dolor. —Basta —exclamó Marta sin disimular su congoja. —Vuestro rey exhibe más dignidad que vos. Tú, monstruo fornido, dale más medicina. Laisho volvió a aguantar otro golpe. Esta vez emitió un gruñido mientras la sangre chorreaba de su labio partido tiñendo de rojo la tela que le amordazaba la boca. —¡No! La empatía que Marta tenía con Laisho hacía que a ella le doliese cada golpe como si se lo hubieran dado a ella misma. No quería seguir viéndolo sufrir. No podía. Intentó serenarse para no dejarse llevar por sus emociones en esa situación tan complicada. —Sólo son unos pequeños golpes. Mi padre me los daba cuando era pequeño para hacerme fuerte. Laisho es un chico fuerte. Verdad, ¿guaperas?--. Terció Osles, disfrutando de la escena. Hizo una seña con su gruesa mano y le asestaron otro golpe al rey Laisho—. Media elfa, me decís lo que quiero saber o esto sólo acaba de empezar. 415

—Preguntad —apremió Marta. —Entre vos y yo, sabéis cosas de la cultura élfica que me intrigan mucho. Si no… quizás ya estaríais muerta. Marta respiró profundo. —Tenemos mucho tiempo para conversar, Osles —contestó ella. —Me alegra ver que nos entendamos. Laisho empezó a negar frenéticamente con la cabeza, mirando a Marta. Ella lo quiso ignorar. No obstante, ante el forcejeo en sus ataduras, un guardia le dio otro gran golpe. —Habéis dicho que no lo dañaréis si os revelo información —repuso Marta muy seria. —Cierto. Vosotros, bestias, dejad descansar a nuestro huésped —ordenó Osles con desprecio—.

Esa cabeza pensante debe frenarse. Ni siquiera permito que mi pueblo

piense. Los poderosos siempre han perseguido a los librepensadores, a los alfabetizadores. —Debería estar más de moda pensar —dijo una voz que apareció desde una puerta que estaba camuflada con las paredes. Una voz familiar a Marta. Reidos entró exhibiendo una sonrisa de triunfo, paseándose orgulloso entre el salón ante la aclamación de la Guardia Real. —Hermano. Pésimo trabajo. Al menos me has traído dos buenas piezas sin tener que ir a buscarlas —lo recibió Osles con camadería. —Bestias inmundas, atad a la medio elfa. Debe estar cómoda para hablar.

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Ante el shock de ver aparecer a Reidos, Marta no opuso resistencia a que dos fuertes soldados la agarrasen y arrastrasen a otra silla para rehenes. Le ataron las manos y las piernas y la amarraron con cintos de cuero. Miró a Reidos con todo el odio que pudo. Al final, había acabado por traicionarla. En el fondo no le sorprendía. Se habían ayudado en muchas ocasiones pero siempre supieron que llegaría el momento en el que tendrían que enfrentarse… incluso hasta la muerte. Sospechó que las indicaciones que, en principio parecían de ayuda, que le había dado en las celdas eran una trampa. Incluso las que le había dado a Enaira. Se trataba de un hábil estratega. Así todo, Marta no dijo nada a Redios. Tras una pausa tensa, donde veía cercano el final, se dirigió a Osles. —Quitadme las manos de encima. ¿Qué pasa si me niego a hablar? —Hablaréis. Os daré un brebaje que sirve para no poder mentir —repuso ya más serio el rey Osles. Un soldado se acercaba con un frasco de brebaje de transparente—. Si habláis diréis la verdad. En cambio… si no habláis… en fin, seréis torturada. Vos o vuestro querido rey Laisho. Marta clavó la vista en el suelo y asintió con debilidad y resignación. Game over. Al menos, otros aún podrían estar a tiempo de ocupar su lugar en la guerra. No obstante, temía todo lo que podía haber estado maniobrando el príncipe Reidos. —Marta es buena chica. Tiene palabra. Si dice que va a hablar, hablará —comentó muy seguro de sí Reidos. Marta le dedicó una mirada acusadora. —Gran trabajo, hermano —terció satisfecho y pagado de sí Osles. 417

Reidos silbó una melancólica melodía durante unos segundos. —También tiene otra gran cualidad que nos concierne ahora —añadió, acercándose con pasos firmes a los cautivos. —Iluminadme —inquirió, interesado, el rey. Reidos se encogió de hombros. —Sabe confiar en las personas apropiadas. Desenvainó su espada y mató de un golpe a los dos hombres que custodiaban a Laisho. Acto seguido, cortó las ataduras para dejarlo libre. Laisho fue rápido, se deshizo de las cuerdas y agarró una espada que le lanzó Reidos. Liberó a Marta y agarró una espada de un guardia fallecido para dársela. Entonces, todos se quedaron inmóviles. Marta y un Laisho herido, espalda contra espalda, protegiéndose, armados y plantando cara a los guardias. Mientras tanto, Reidos caminó tranquilo hasta un banco de piedra y se sentó, tranquilo. —¡Traidor! —Bramó con una cara propia de un toro fuera de sí, Osles. Se había erguido dejando caer la pipa, muy nervioso—. Mi propio hermano… —Osles, yo sólo soy mero espectador—. Repuso, con entonación ofendida, Reidos—. ¡Que los héroes interpreten su papel!

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37 QUE LOS HÉROES INTERPRETEN SU PAPEL Sabían lo que tenían qué hacer. Laisho, con las marcas de las magulladuras en su rostro, intercambió una mirada significativa con Marta. Ella entendió rápidamente lo que se proponía y asintió con la cabeza rápidamente. Al fin y al cabo, Laisho se proponía un paso importante y ella, otro. Aprovechando el estupor de la Guardia Real, Marta buscó apurada con la mirada dónde podría estar la puerta a la que se había referido Enaira. Supuso que debía estar del mismo lado donde se encontraba la puerta por la que ella misma había entrado. Entonces, la vio. Una puerta de acero. Corrió jugando al despiste. Ante ella se interpusieron dos guardias. No los mató, aun siendo inmortal estaba en inferioridad contra soldados de la Guardia Real entrenados y de dimensiones colosales. Los esquivó y abrió la puerta. No tardaron en entrar Enaira, Rianer, Ulio y un séquito de soldados heridos que iban tras ellos. Marta los miró con ojo avizor. Dos mujeres y cuatro hombres con armaduras sencillas que parecían meros aficionados al lado de los guardias reales. “Mejor que nada”. Giró la vista a Laisho. Había matado a dos guardias reales y esquivado a otros tres. Se encontraba sobre un banco situado bajo el ventanal del salón del trono. Había agarrado una antorcha y hacía señas de forma incansable al exterior. Se dio la vuelta al oír el estruendo de la llegada de Enaira y sus soldados. Como activados por un resorte invisible, de un lado de la estancia se posicionó el bando de Marta y, del otro, el bando de Osles, con la Guardia Real protegiéndolo. El rey todavía no 419

había abierto la boca desde que Reidos lo había traicionado. Los miraba muy serio. Sin embargo, era evidente que se encontraban en situación de inferioridad. —Majestad, lo tenemos difícil —terció con deje divertido Enaira. —Y estamos ya atrapados —observó Ulio mientras distintos guardias se posicionaban en las posibles salidas. —Apelo a los valores que defendemos y prodigamos. Luchemos por ellos desde nuestro corazón y serán valores que sangrarán en nuestras heridas de guerra latiendo por nuestro cuerpo hasta el último aliento —recitó Laisho, con mirada feroz—. Si no hemos hallado libertad en vida… ¡al menos la alcanzaremos en la muerte! Todo el séquito rugió. Aunque eran escasos fue un bramido de furia ante la inminente batalla que paralizó, por un instante, el comienzo del avance de los soldados de Osles. —Estaré donde está mi pueblo… Más allá de su voluntad, donde esté su corazón— prosiguió Laisho mientras todos desenvainaban sus espadas y maniobraban para disponerse en posición defensiva—.¡No vamos a dejar escapar sin más a la dictadura de la oscuridad! De vuestro coraje depende la batalla final. Seamos valientes para luchar por una libertad verdadera. Romperemos las cadenas de su dictadura. Marta reconoció que Laisho, recién salido de la inconsciencia del cautiverio, se mostraba fuerte e impasible, capaz de motivar a una pequeña cuadrilla sin grandes recursos contra el tirano Osles y su fuerte armada de la Guardia Real. —Marta, mantente al margen —dijo Laisho.

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Marta lo miró ofendida mientras los rayos de sol se filtraban, luminosos, por el ventanal mostrando que las nubes se abrían en un claro. Y esa luz le hizo ver que los soldados enemigos se hacían con antorchas. “Otra vez el fuego”. —Quiero luchar —insistió Marta. —Obedeced —ordenó Enaira—. Vuestra vida vale más que la nuestra en esta causa. Marta iba a replicar pero Laisho le hizo callar con un beso rápido y seco pero pasional. —Nunca dejaré que te pase nada. Has llegado ya muy lejos. Laisho hizo una seña a dos soldados para que se acercaran. —Protegedla —mandó. Marta resopló. —No permitiré que desperdiciéis soldados conmigo. Ya me aparto. Se dio la vuelta para replegarse y, a sus espaldas, dio estallido el estruendo de la lucha que ya comenzaba en el salón del trono. La batalla se mostraba difícil y no había escapatoria. La última esperanza que podría ayudarlos era que las señales que Laisho había ejecutado en el largo ventanal acristalado hiciesen su efecto y llegasen los refuerzos de la reina Elzia. Se situó junto a Reidos, que contemplaba la refriega como quien asiste a un espectáculo. —¿Vienes de espectadora? —Preguntó tranquilo. —No me dejan luchar. Reidos se encogió de hombros y le dedicó una sonrisa amarga. 421

—¿Por qué lo has hecho? —le preguntó Marta. —Marta, ¿de veras pensabas que no cumpliría la promesa que me hice a mí mismo? —inquirió él. De fondo, se escuchaban gritos y choques de armas. —Sólo en cuanto peligré interviniste. Te da igual lo que pase en la guerra. La conversación entre el príncipe y Marta tenía lugar como si ambos fuesen ajenos a lo que ocurría frente a ellos. —Te equivocas… en parte —contestó frunciendo el ceño. —Tan ambiguo como tu hermano —terció Marta. —Por algo somos sangre. —Tengo que actuar —dijo Marta, volviendo a la realidad. —Antes analiza la situación —espetó Reidos. Marta hizo caso y fijó su atención a la lucha. La primera persona a la que quiso ver actuar era al rey Laisho. Manchado de sangre y magullado, lanzaba fuertes estocadas con su espada a dos guardias, de manera simultánea. Tras de sí había dejado un rastro de dos soldados y proseguía luchando con fiereza. Ulio estaba cerca, se desenvolvía en la lucha con elaboradas florituras de cuerpo y armas, recordando a las artes marciales. Enaira tenía dificultades contra un guardia que le triplicaba en anchura y le sacaba varios palmos de altura. Se mostraba más torpe que el resto pero en ella relucía un coraje inmutable. De sus soldados, dos ya yacían muertos. El resto, combatían con todo su esfuerzo. 422

La que presentaba una manera peculiar de pelear era Rianer. Paseaba entre soldados enemigos mirando inquisitiva, toda la estampa. Iba de un lado para otro mientras que se deshacía con movimientos secos, calculados y bien entrenados de los contrincantes que le surgiesen en su camino. Pareció captar la mirada avizora de Marta y, deshaciéndose sin dificultad de un oponente, se plantó frente a Reidos y la medio elfa para soltar, sin dilaciones: —Tú, principito. Si en realidad quieres ayudarnos. ¿Qué consejos darías para salvar tu cuello? Reidos la miró, divertido. —Por mi cuello, ninguno. Por vuestra causa… que Osles no escape. Rianer asintió, meditabunda, con la cabeza. Dio a entender que ya lo había sopesado. Así todo, dirigió su vista hacia Osles. Estaba rodeado de Guardias Reales con lanzas, acercándose en la medida que la lucha lo permitía, a la puerta cercana al trono. —Marta, Osles está rodeándose disimuladamente hacia esa puerta—, dijo Rianer como adivinando sus pensamientos—. Sólo tú puedes ir hacia él e impedírselo. Eres la única inmortal a sus lanzas que, calculo, llevan un veneno mortal. —Tiene razón —la apoyó Reidos. —Tú, ahí quieto —le urgió Rianer. —Vale, chica dura. De repente, el portalón principal de la estancia hizo un ruido ensordecedor. De allí provenían golpes y voces. Los soldados que custodiaban la puerta se pusieron alerta. 423

Entonces, La puerta se quebró y entraron decenas de soldados liderados por la reina Elzia. Elzia presentaba un aspecto diferente a su habitual vestimenta de vestidos vaporosos. Esta vez, iba enfundada en una elegante armadura. Junto a ella, Sir Waldo hacía danzar su espada. A Marta se le alegró el corazón de verlos aparecer. No obstante, aquella circunstancia dificultaba lo que había revelado Rianer. Sus soldados se unieron rápidos y eficaces a la batalla. Elzia, en cambio, se frenó en seco hasta que vio a Marta junto a Reidos y se acercó, frenética como Marta nunca la había visto, a ellos. —¿Dónde está? Elzia se dirgió a Reidos directamente, ignorando a los demás, preguntando a modo de súplica. —En una habitación de las celdas, cuidando el pegaso herido de Marta —contestó él muy rápido y comprensivo. Marta supo que se refería a Aliza, su hija. Elzia entrecerró los ojos con alivio. —Gracias. De corazón. Sabéis que cuando esto acabe… —Lo sé —la cortó el príncipe. Marta no sabía qué quiso decir Elzia precisamente con sus últimas palabras—. Id con vuestra hija. Elzia se hizo con dos de sus propios soldados y marchó apurada del salón del trono por donde su séquito había logrado acceder al cuarto de la refriega. Sus soldados, bien uniformados, se replegaron en posición ofensiva. Apuntaron escudos y lanzas al enemigo y, en vista de la actitud hostil de la Guardia Real de Osles, comenzaron a combatir. Tanto Laisho como el ya escueto séquito de Enaira, seguían combatiendo por su cuenta sin 424

reparar apenas en el nuevo respaldo de soldados traído por la reina Elzia. Marta se dio cuenta de porqué era. Vio a ciertos soldados de Osles replegarse en círculo protegiendo a su rey en dirección a la única puerta que podría ser su escapatoria. Marta no necesitó que nadie la detuviera. No necesitó que nadie le ordenarse hacerlo. Empuñó su espada y se hizo hueco entre los soldados de Elzia, que le hacían paso al saber quién era. Empezó a combatir con soldados de la Guardia Real a la altura de Enaira y el resto. Bien era cierto que sus afiladas armas llegaron a rozarla… pero era medio elfa inmortal al acero. Entre florituras y maniobras los fue esquivando. Dio muerte a alguno. Ella tan sólo tenía en mente avanzar a medida que iba observando cómo el rey Osles se iba acercando a su única salida. Uno de los guardias llegó a arrebatarle la espada. Marta le dio un puntapié en el punto que vio más desprotegido de la armadura: la entrepierna. El guardia se retorció de dolor para abalanzar su cuerpo al de ella. Marta le dio puñetazos fuertes en rostro, consiguiendo que retrocediera. Aprovechó su momento de distracción para recuperar su espalda y herirle en las principales arterias de las piernas. El guardia cayó tras un grito de dolor. Marta le dio la espalda y siguió avanzando ante el que moriría desangrado. Combatió con dos guardias simultáneamente al avanzar tres metros. La lucha era impredecible pero podía con las fuerzas de Marta. Estocada tras estocada se iba agotando. Por suerte, apareció Laisho dando muerte a uno de ellos, cosa que distrajo al otro y Marta le pudo apuñalar. Intercambiaron una mirada de reconocimiento y cariño al mismo tiempo. Laisho asintió, como si supiera lo que ella se proponía. Marta interpretó el gesto de manera

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que significaba que debía seguir avanzando, sin tiempo a detenerse a gestos románticos y caramelosos. Tras esquivar con su velocidad varios guardias más, llegó al grupo de soldados que rodeaban a Osles. De pronto, tres de ellos sacaron antorchas. Osles sonrió con una mueca grotesca mientras forcejeaba con un manojo de llaves para abrir la cerradura de la puerta. Terreno complicado: fuego. Marta hinchó el pecho de aire. Escuchó gritos aliados a sus espaldas pero hizo caso omiso. Se enfrentó a los guardias con fuego. El primero le asestó una llamarada que logró esquivar moviéndose en el sentido contrario. Acto seguido, con su espada quebró la antorcha. No pudo reprimir una sonrisa de satisfacción. Sin embargo, tal momento en baja cautela hizo que otro le quemase el brazo derecho. Marta se retorció de dolor y comprobó rápidamente que la quemadura no era profunda para luego atacar a su ofensor con su afilada hoja de acero. Sin embargo, era tarde. Osles había abierto la puerta. Marta soltó un bramido de frustración y atravesó a otro soldado con su espada desenvainada para intentar detener la inminente huida del rey Osles. Pero sucedió algo que no esperaba. Al otro lado de la puerta había alguien. Al principio era una sombra inmóvil y jadeante. Por el sonido de su respiración que dejaba entrever su voz, era femenina. Marta pensó que podría tratarse de algún aliado de Osles. Sin embargo, al reparar en el gesto de su objetivo vio que adoptaba una expresión de temor y desconcierto. La figura clavó una daga en el vientre de Osles, adelantándose y haciéndose visible. Era Sajala.

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Presentaba quemaduras por todo el cuerpo. Sin duda, resultado de haber conseguido burlar una bomba de fuego salvando a Laisho, Marta y lo que quedaba de Alesio. Pero su determinación y fuerza no había disminuido. Volvió a apuñalar a Osles y Guardias Reales se lanzaron sobre ella. A Sajala no le costó luchar con ellos y esquivarlos. Entre golpes y florituras con gritos de rabia luchaba. Entonces Osles le clavó una espada en el vientre. La risa del tirano malherido era siniestra. Sajala se desplomó en el suelo y Osles la pisó para poder avanzar sobre ella hacia la puerta. Marta dio todo por perdido mientras se deshacía de atacantes para contemplar la estampa de la batalla. De repente, Laisho apareció corriendo entre maniobras con dos armas, una en cada mano, hacha y espada. Con un bramido sobrecogedor se hizo paso entre los guardias y degolló a Osles. Marta se quedó inmóvil viendo al tirano enemigo desplomándose soltando chorros de sangre. Sajala, gravemente herida en el suelo, se irguió y escupió sangre sonriendo con su quemado rostro. Varios guardias se abalanzaron sobre Laisho. Sajala clavó su daga en el corazón de Osles. —Que vuestra muerte no tarde, asquerosa alteza enemiga de mi reina —dijo Sajala con voz ronca tras clavar su arma para luego desplomarse. Osles falleció con los ojos abiertos y una expresión de temor. Los Guardias Reales se detuvieron. Todo se sumió, de pronto, en la quietud y el silencio.

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38 DECISIONES Todo se paralizó. Las hojas de acero cesaron de chocar y los bramidos de lucha se silenciaron. Durante un instante reinó la confusión. Entonces, tras una pausa de desconcierto, el bando de la reina Elzia estalló en vítores, obligando a la Guardia Real a apartarse, en vista de la muerte de su rey. Marta no se había dado cuenta pero Elzia ya había llegado a la escena. Al contrario que la mayoría, no se mostraba eufórica. Se la veía orgullosa pero triste. Se acercó con pasos livianos y se agachó sobre Sajala que, a pesar de estar yaciendo en un charco de sangre le sonrió. Rianer y Marta imitaron a la reina. —Adivinasteis lo de la bomba de fuego —dijo Rianer. Sajala asintió con esfuerzo. —También adivinasteis cuál sería la salida de Osles —prosiguió Rianer. Sajala volvió a asentir. —Sois la mano ejecutora de la muerte de Osles. Y mi más leal soldado. Nadie lo olvidará, me encargaré de ello personalmente —le susurró la reina con dulzura en su voz gutural. La agonizante Sajala le dedicó la mejor de sus sonrisas y murió. —Se va la mejor guerrera que he tenido y que podría haber —pronunció con lágrimas en los ojos la reina. Aún Sajala recién muerta, Elzia le acariciaba el cabello. Laisho se agachó junto a la reina y le dedicó la despedida de guerra a Sajala. 428

—Y Alesio, otro de los más grandes guerreros que ha existido —dijo él, apesadumbrado. —Fallecieron siendo leales a sus puestos y a vuestra causa. Debemos honrar a nuestros caídos —terció con tono grave Enaira. Se hizo un silencio. Uno de esos silencios que tienen lugar cuando ha ocurrido algo grave. Marta se acordaba de la calma que precedía a la tempestad… y a la calma que la proseguía. Aunque aún les quedaban tempestades por resolver. —Aún queda uno —graznó Rianer, que parecía impasible. Reidos sonreía de manera triste y amarga. Se mantenía firme donde se posicionó en la batalla. Seguía siendo el hombre altivo que no dejaba que nada pudiera con él. Simplemente se encogió de hombros. Entonces, los supervivientes de la Guardia Real retomaron sus armas y se posicionaron de manera bruta y disciplinada en frente de él. —Somos fieles a nuestro príncipe. Esta guerra no se ha perdido —bramó uno de ellos. Lo siguieron gritos invencibles del restante séquito. En cambio, Reidos negó con la cabeza. Esta vez ya parecía un hombre vencido. Se irguió y pronunció con voz firme: —Mi orden como rey heredero del Reino del Este es, más allá de la rendición, olvidar hostilidades y que el gobierno del Reino del Este pase a las manos del reino del Clavel. Sus soldados parecieron no entender lo que quería decir durante unos instantes. Permanecieron quietos en sus posiciones beligerantes. Finalmente, fueron reaccionando. Se giraron, incrédulos. —¿Rendición? —gruñó el que había hablado primero.

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El príncipe Reidos hizo una floritura con la mano como queriendo aclarar el asunto. —Fusión —matizó—. Guardia Real, bajad las armas. La última orden que doy como rey es que, quien se revele contra el reino del Clavel, sea ajusticiado. —¿Última orden? —Inquirió Rianer, escéptica con cejas arqueantes. —Renuncio a la corona y la dejo en manos o bien del rey Laisho o bien de la reina Elzia. Reidos clavó la vista en el suelo. Había algo en su honor militar que contradecía sus actos. Su rostro mostraba congoja y resignación. Marta quiso decir algo pero fue interrumpida por la Guardia Real arrojando sus armas al suelo y arrodillándose ante su nuevo bando. Poco a poco, hincaron rodilla. Todos menos el único que había hablado. Mirando a todos lados con furia como un toro en el ruedo, intentó abalanzarse sobre Marta. Tal gesto cogió de improvisto a los presentes menos a Sir Waldo. Sir Waldo no le permitió avanzar y con su maestría infravalorada, lo combatió hasta que el Guardia le clavó la espada en el vientre. Tal hecho no quedó impune, el rey Laisho le cortó la cabeza al rebelde. Marta corrió hacia su nombrado caballero que se estaba desangrando y retorciendo de dolor en medio de la estancia ya tan sólo iluminada por la luz neblinosa de la tarde nublada de Rosfuego. —Me muero, mi señora —murmuró con voz ahogada cuando Marta se posicionó a su lado, entre lágrimas. —Tranquilo, Sir Walio. Habéis tenido una muerte honrosa —susurró ella dulcemente—. Me encargaré de que se escriban historias sobre vos y de hacer una escultura vuestra. 430

Sir Waldo empezó a escupir sangre pero aun así tuvo fuerzas para esbozar una sonrisa. —Siempre es un placer estar a vuestro servicio, mi señora —musitó—. Seré inmortal. Estaré en las grandes gestas de caballeros… Entonces calló para siempre. Marta agachó la cabeza y le cerró los ojos congelados y abiertos. Sintió un brazo sobre su hombro. Laisho le besó en la mejilla y la abrazó. Sintió otra mano más fría y delicada, era Elzia. —¿Quién ha dicho final? Queda una historia hasta llegar al desenlace —terció Reidos, como si no consintiera haber sido olvidado del asunto. —Cada hombre que pierdo en mi bando es como perder a un hijo que nunca he tenido —dijo en voz baja Laisho. —Exacto —lo apoyó la reina—. Las bajas en esta guerra nunca serán olvidadas. Se harán alzar monumentos con todos sus nombres. Y, los caídos en este castillo, los que han sido cruciales para la derrota de Osles…—hizo una pausa que infundio dramatismo—. Serán enterrados con honores. Habrá monumentos hacia ellos y en sus tumbas crecerán claveles, el mayor honor que el reino del Clavel concede a sus fallecidos. Marta, tus palabras no serán en vano. Se hizo un silencio triste. Marta asintió con la cabeza débilmente. —¿Qué haremos con vos, príncipe Reidos? —Interrumpió la apenada calma la reina, dirigiéndose a Reidos—. Me consta que es gracias a vos el motivo de que la batalla terminase hoy y que nos habéis dado la victoria en esta guerra. —Que qué haréis conmigo… yo también me lo pregunto —replicó él. 431

—Sois un malvado con valores —dijo Laisho. Ambos hombres intercambiaron una mirada significativa. Reidos sonrió. —Los valores son pensamientos, juicios y creencias. A veces los tememos, a veces los amamos. Muchas veces los ocultamos —dijo—. Pero comparto los vuestros y vuestra manera de luchar por ellos. —Estáis acostumbrado a un gobierno enfermo —insistió Laisho. Reidos hizo una mueca. —Tengo tolerancia a la injusticia como un borracho a la cerveza. Laisho rio. Reidos lo imitó. Fueron los únicos que osaron reír en aquella situación. Había entre los dos una camaradería y entendimiento propios de dirigentes militares. —No desperdiciéis vuestra lealtad a quien nunca la ha valorado —cortó el rey Laisho. —Era mi bando. Y ahora estoy sólo —respondió Reidos—. Que la muerte cure mi soledad. —No hemos dicho nada de mataros —dijo Elzia con su tono gutural. Marta miraba a todos apremiante. Sabía que el destino del que había sido tanto tiempo su salvador pendía de un hilo. Y, aunque ella quisiera, no podría depender de ella misma. —La soledad puede ser bienvenida —terció Laisho adoptando el tono despreocupado de Reidos—. Vuestro bando ha perdido, pero vos habéis ganado. Triunfasteis en la batalla más importante, la de vuestra alma… y la de vuestro corazón. —Es hora de ganarle la batalla al oscuro abismo —contestó el antiguo príncipe—. Mi reino ha caído. Yo he caído. Caeré con él. 432

—Nunca caeréis en el olvido —prometió la reina. —Ten honor por ti, como ser humano —espetó Marta, entre frustrada e irritada—. Vive y disfruta lo que has conseguido. Miró apremiante a Reidos. Él dibujo una débil sonrisa y se dirigió a Laisho: —¿No entiende lo que hacemos, no? —No lo entiende. —¿Qué opción me quedaría, Marta? Nunca confiaríais en mí como militar o dirigente que es lo que soy en esencia. Marta negó con la cabeza, impotente. —Tendría que resignarme a un mundo que no está hecho para mí —prosiguió—. Siempre con la lacra de ser quien soy, de quien he sido, de dónde he nacido, de dónde he gobernado y de quién han sido mis hermanos. —Piénsatelo. Tras un tiempo podrás ignorar lo que se diga de ti y aprenderás a ser tú de nuevo —insistió Marta, sin darse por vencida. —¿Reinventarme? —Redefinirte —contestó ella con aplomo. —Mi propósito de vida es la aventura, la estrategia, la lucha. Ver un peligro y saber abordarlo. Dirigir hombres hasta su último aliento. Conquistar, batallar. No ser un mero ciudadano.

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Reidos hablaba mirando para todos lados. Su mirada se perdía a la vez que su mente pensaba de forma frenética. —Tu elección de seguir ese camino te ha hecho lo que eres. Pero has cambiado de rumbo —dijo Marta. —Siempre creí en un lugar parecido a la palabra paraíso —comentó él, ignorándola—. Creo que lo habéis conseguido. Siempre estuvo vivo en mi mente pero parecía una idea imposible. —Vos habéis contribuido —concedió el rey Laisho, sereno. Aún bajo su pésimo aspecto sucio y ensangrentado. —¡Si! Ahora también es tuyo… —Marta se aferraba a sus palabras en una batalla perdida. —Te comprendo—. Elzia pasó a tutearlo—. Pensaba igual que tú a la vez que conformaba mi propio paraíso en cada instante bello. Aún puedes hacerlo. Puedes vivirlo. Sin ti… —Lo habríais conseguido igualmente. Intercambiaron sonrisas graves. —Quizás sí, quizás no. Fuiste decisivo. Gran militar de cambia bandos. Eres un gran hombre. Has nacido así y te has mantenido así a pesar de cómo te han educado —terció Elzia. —Reidos, no puedes dejarnos ni dejarme. Te prometiste mantenerme con vida y yo quiero que tú también te mantengas con vida —gritó Marta con la voz ahogada.

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—Cada día, antes de cada batalla, respiraba. Quizás sería mi último aire nocturno en mis pulmones. Nunca se sabe que depara la guerra. Y siempre vivía —seguía diciendo Reidos—. Sobrevivía. Y, tras cada victoria, volvía a respirar ese aire que sentía como último. Aún no te ha llegado el día, canalla. Me decía. —Os propongo una nueva vida. Lejos de la muerte inminente de la batalla —dio Laisho. —Hazlo —insistió Marta. —No pienso ni intentarlo. A pesar de estar dictando su propia sentencia de muerte, Reidos tan sólo denotaba muecas amargas. Su porte se mantenía firme y su voz, despreocupada y segura. —¿Por qué eres tan egoísta? —. Marta se sorprendió a si misma adoptando un tono de voz infantil—. Tienes que vivir para ver el bien que has ayudado a crear. —Nunca nadie tuvo que decirme lo que tengo que hacer desde que soy adulto y el momento de mi muerte no será una excepción. —Nadie piensa matarte. Fuiste un buen rumbo siempre que lo he necesitado. —Entonces no lo hagas tú. Lo haré yo. Marta, vive la vida para ti. Tu profecía ya se ha cumplido. Ahora solo tú eres dueña de tu destino. Te mereces lo que desees. Como cualquier persona. —Reidos… —Si el camino no tuviera curvas no me llevaría a mi destino. Soy lo que he elegido. —¿Cómo queréis que sea? —Dijo la reina Elzia, finalmente. 435

—No hace falta vuestra ayuda. Soy mi propia mano ejecutora. Tengo un veneno rápido e indoloro. Será como caer dormido. Entonces Reidos sacó a relucir un frasco de cristal con un líquido transparente como el agua. —No… Marta lo miraba con impotencia. No podía ser. No podía morirse. Reidos pareció comprenderla y le tendió los brazos abiertos. —Marta, permíteme darte un último abrazo. Será inofensivo Laisho. —Qué menos —repuso Laisho, con entendimiento. Marta empezó a sollozar. Se fue acercando a él con pasos pesados ante la vista triste de todos. —Te agarraré hasta que cierres los ojos. Te acompañaré hasta el final de tu camino —le dijo al abrazarlo. Reidos dio un sorbo y empezó a sacudirse. Marta lo sostuvo fuerte y dolorida. Era una gran puñalada para ella y su alma. Entonces, tuvo una idea desesperada. —La última brisa, los últimos alientos —dijo Reidos, agitado, tras el primer sorbo—. Creo que huelo los aromas de palacio entre la destrucción y tengo tu consuelo y tu calor. Se oculta el sol entre la calina pero tu mirada llorosa aún me ilumina. Esa luz contagia. Mejor cerrar los ojos. —¿Delira? —Inquirió Ulio. 436

—Es el veneno —contestó Enaira. Reidos, mareado, se dispuso a dar otro sorbo al veneno. Pero Marta fue más rápida y lo tiró al suelo de un manotazo, haciendo que el frasco se rompiese en el suelo derramando todo el líquido. Fue la única vez que Marta lo vio atónito. —¿Qué has hecho? ¿Para qué? —Balbuceó cayendo en el suelo. —Para que vivas. ¿Y que seas feliz, quizás? —Espetó en gritos Marta, agarrándolo. Laisho se acercó corriendo y ayudó a sostenerlo. —No morirás. El veneno te hará desmayarte pero te recuperarás y podrás vivir —murmuró Laisho, sonriendo. —Tu luz siempre me salva de las tinieblas, medio elfa —pronunció con voz ahogada. —Lo que salvé fue a un hombre valiente de una decisión cobarde —replicó Marta antes de que cerrase los ojos inconsciente, pero vivo. Lo reposaron delicadamente recostado sobre una de las acolchadas sillas del salón del trono. Elzia sonrió a Marta le asintió con la cabeza. Laisho la besó y ella le correspondió con un abrazo cuyo significado significaba “gracias”. Tenía pensado hablarlo con él cuando llegara el momento propicio. Estaba profundamente agradecida por el hecho de que Laisho hubiese comprendido y entendido la ayuda de Reidos, a pesar de que él también amara a Marta. Elzia se giró ante todos los presentes.

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—Una vez que nace la semilla de una libertad verdadera y completa nadie podrá acabar con el florecimiento de un reino libre —. Los supervivientes aplaudieron—. Y vos, guerreros de la Guardia Real de Osles, estáis perdonados siempre y cuando aceptéis el nuevo gobierno, así como cualquier ciudadano del reino del Este. ¿De veras queréis seguir obedeciendo las órdenes de un trabajo de un rey muerto que os ordenaba todo? Incluso vuestros deseos y pasiones… que no necesitabais. Marchad y transmitid mi mensaje antes de que lo haga yo misma. Tras una reverencia bien ensayada, lo que quedaba de la Guardia Real marchó del salón. —Bienvenidos a un mundo sin tiranos como Osles —culminó Elzia—. Ahora debemos organizar a los heridos y supervivientes. Llevaos a nuestros caídos y que sus cuerpos sean custodiados. Y, también, intentad descansar y recuperaros. Entonces se acercó a Laisho y Marta mientras el resto iba obedeciendo y marchando. —Quiero que sepáis que sólo seré reina hasta el momento en el que acabe de poner orden al final de este desastre y desconcierto. Creo que ha llegado la hora de que me dedique a mi familia. Su alteza, rey Laisho, os cedo la corona del reino del Clavel y ello conlleva la nueva coalición de reinos del Continente Frondoso.

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39 Y MÁS DECISIONES De pronto, las imágenes que había ante los ojos de Marta parecían de otra realidad. Veía a gente retirando cadáveres, a Elzia dando órdenes, a hombres llevándose al inconsciente Reidos… y esa realidad irreal se mezclaba con imágenes terribles que había vivido en la guerra: muertes, mutilaciones… Marta se desmayó. Abrió los ojos lentamente. Ante ella un halo de luz blanca casi celestial le cegó la mirada por unos instantes. Se irguió bruscamente, como si hubiera despertado de una mala pesadilla que la inquietaba. Al principio, su mente estaba en blanco. Luego volvieron a llegar las imágenes de todo lo ocurrido en los últimos días como un relámpago de emociones. Respiró agitadamente. Era imposible que hubiese ocurrido nada de eso. Era completamente imposible. Seguramente había quedado inconsciente. Nunca había llegado al extremo de beber hasta el coma etílico pero ese día debía ser uno de esos. Estaría en algún hospital de Santiago ingresada. Todos sus recuerdos eran tan… llenos de una imaginación desmesurada. Sin embargo, mientras se despejaba, se hacía consciente de todo de nuevo. Claro que era cierto. No hacía falta más prueba que levantarse mareada y observar la imponente ciudad de Rosfuego por la ventana. Cada paso que daba le recordaban el mundo donde ahora vivía. Pero no podía ser que “ellos” estuviesen muertos.

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Alesio. Sajala. Carlo. Xaida. Walio. Nombres con los que había aprendido a encariñarse, aunque alguno al final tendiera a traicionarla. No podían estar muertos. Era inconcebible. Hacía apenas unos días sentía sus risas y compañía. Ya no lo percibiría nunca más. Una punzada de dolor invadió su corazón y se desplomó de nuevo en la cama. Hacía mucho que no experimentaba la pérdida. Exactamente, desde que habían fallecido sus padres. Había aprendido a no acercarse demasiado a nadie para no volver a sentir aquella sensación. Marta pensó que al salir de aquella habitación aún estarían ahí. Alesio bromearía sobre sus pintas mientras que Sajala la invitaría a tomar algo ante lo que Sir Walio optaría por protegerla. Xaida seguiría intentado ganarse su confianza y Carlo intentaría darle clases, a pesar de su estado… A medida que su mente se volvía más nítida, recordaba todas y cada una de sus muertes. Sí, estaban muertos. Cerró los ojos. Cada una de sus muertes aparecía desde el recuerdo. Era demasiada información para digerir de golpe. Sin embargo, no lograba a quitar esas imágenes de su cabeza. “Ha sucedido”, se dijo finalmente. Su pensamiento se volvía más claro y ya era consciente de todo lo acaecido. Por un momento no entendió cómo se debía sentir. Se suponía que debía estar eufórica. Habían ganado la guerra. Osles había sido derrotado. Se impondría un gobierno justo para el pueblo… En lugar de eso, se sentía frustrada. Tanta gente que había muerto por su culpa… Pudo haber salvado más vidas. Ya no se trataba sólo de sus allegados. Miles de inocentes habían muerto en esa guerra. Ella era la Esperanza Alada. Se suponía que debía ser crucial para

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acabar esa guerra. Sintió ira y dio una patada a una pata de la cama. Le llegó un dolor que, por un momento, apaciguó su hilo de pensamiento frenético interno.

Respiró profundamente mientras el dolor del pie se calmaba. Les había fallado. Habían muerto una gran cantidad de personas en todo el continente en los últimos días. Cercanos y lejanos. Y ella… ¿ella? Se había limitado a actuar gracias a la ayuda de muchos. Muchos muertos. Nunca se olvidaría de ellos y de su contribución a la victoria. Incluía en la lista a Carlo, el traidor. A pesar de sus actos, sin él no hubiese conseguido llegar tan lejos. No habría conseguido resucitar al ejército de elfos muertos crucial en la batalla de Rosfuego. Debía haber salvado más vidas. Pudo haber enfocado su estrategia de otra manera. Lo que hizo fue culpabilizarse y lamentarse hasta que tiraron lo suficientemente de ella para que reaccionase. Inspiró y abrió los ojos otra vez. La habitación era extraña. Era totalmente blanca. Paredes pálidas, armarios empotrados blancos, una mesilla blanca y cama blanca. Sintió, entonces, más control sobre ella misma. Sí, ha sido la Esperanza Alada. Sin ella, la derrota el Reino de Este no hubiese sido posible. Por fin, un sentimiento de alegría y satisfacción afloró. Había logrado lo impredecible. La profecía era cierta. El reino de Elzia había ganado y ello conllevaba librarse de la tiranía e injusticia de Osles. Renacería un nuevo gobierno en el Continente Frondoso donde reinarían los valores y la justica. Marta aún puedo seguir ayudando a implantar un nuevo orden donde el pueblo sea feliz y libre.

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Notó que algo ensombrecía sus sentimientos. La sombra de la culpa. Para llegar a ese resultado Marta tuvo que hacer cosas horribles. ¿Dónde encontraría un perdón? ¿Dentro de ella misma? ¿En alguien ajeno? Se sintió sucia y con la necesidad de reconciliarse con ella misma y su alma. Se entristeció. ¿Quizás encontraría la paz en toda esa gente que tenía fe en ella y le llamaron “Esperanza Alada”? Estaba sola. No pertenecía a ese mundo. Era algo ajeno a ella como un juego donde la metieron sin su permiso. Apretó los puños. Su corazón empezó a palpitar fuerte. Se sentía fuera de sí misma. Aceleró una agitada respiración. Intentó agarrar un vaso de agua que vio a su izquierda. Su mano temblaba y en cuanto agarró el cristal el vaso se quebró cayendo en el suelo blanco. Reconoció los síntomas. Temía perder de nuevo el conocimiento. Temía algo peor. Nada había acabado con ella misma pero un cuerpo semihumano podía ser traicionero. No pudo evitarlo. Gritó. Inicialmente, no pasó nada. Acto seguido, se escucharon pasos apresurados desde el exterior de la habitación. Tras segundos se abrió la puerta donde emergieron tres personas. El primero era un hombre vestido con túnica blanca de cabello cano y gesto arrugado pero profesional. Otra era Elzia, engalanada en una capa azul celeste que tapaba a medias un vestido de tonalidad más oscura. Mostraba el ceño fruncido y concienciado. Y, por supuesto, el otro era Laisho. Estaba consumido. En su rostro relucían unas ojeras y ojos acuosos. No obstante, iba bien peinado y arreglado con ropas oscuras elegantes. El hombre desconocido les hizo un gesto. Marta no quitaba sus ojos de Laisho. Él le devolvía la mirada con una sonrisa amarga pero cariñosa. Prosiguió en clavar en él la mirada mientras el desconocido, que resultaba ser un curandero, le hacía preguntas y la 442

examinaba. Ella estaba acostumbrada a ese protocolo. Al fin y al cabo, era estudiante de medicina en La Tierra. Cuando, por fin, el curandero dio visto bueno aunque con cautela debido a un “cierto malestar mental”, Laisho la abrazó suavemente y Marta se abalanzó sobre sus brazos. Elzia, fría como solía ser, le hizo un gesto de cariño y aprobación, marcando las distancias. —Lo has logrado —dijo finalmente. —Has conseguido la victoria, mi Marta —musitó Laisho. Marta se dejó ante las muestras de cariño pero al principio no contestó. Pasaron unos segundos hasta que se atrevió a hablar y contarles lo que sentía. —Me he auto-diagnosticado. Sufro de estrés postraumático, fases de duelo y crisis de ansiedad. Debo estar loca. ¿Aún amarías a una loca? —Finalizó Marta. Laisho esbozó una sonrisa con atisbos de dulzura aún en su rostro habitualmente neutro. —Marta, no estás loca —le dijo, con una caricia en el despeinado cabello de ella—. Tan sólo eres una chica normal que siempre ha tenido una vida normal que ha conseguido y vivido lo que los más instruidos militares y gobernantes soñarían lograr. Estarás bien pronto. Tras decirle eso, la besó. —Bien fastidiada —terció ella. Laisho negó con la cabeza e intercambió una mirada con Elzia.

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—El pasado no podemos cambiarlo, Ya no está en nuestras manos. A veces nos hace daño. Pero podemos combatirlo —sentenció la reina seria, en su típico tono sabio—. No hay que escapar de él. Hay que aprender. Luchar en el presente por un futuro mejor. Y, así, llegar a tener un mejor pasado. Marta sopesó sus palabras pensando que tan sólo eran humo. Quiso que se quedaran más tiempo pero el curandero vio más procedente que Marta descansara tranquila para lo que le tocaba realizar en los días venideros. Retenía imágenes entre un torbellino de emociones, sensaciones y sentimientos. A veces quería huir. A veces, se sorprendía a sí misma con ganas de seguir luchando. Lo que era claro era que no podía dejarse vencer por el desaliento y ayudar. Seguir ayudando en la medida de lo que se permitiese ella misma. El curandero dictaminó ante la compresión de Laisho y Elzia que Marta debía descansar hasta reponerse al menos cuatro días más con la ayuda de pociones somníferas. Así todo, permitió a Laisho dar a Marta cariño siempre que ella lo necesitara. —El amor es un gran reparador —dictaminó el curandero. Marta se negó. Se sentía contaminada y no quería que nadie la viera más hasta que se encontrase mejor o, al menos, que su alma estuviera más en paz y tuviera algo mejor que ofrecer que esa oscuridad que la atenazaba. Laisho asintió con entendimiento. Marta pensó, como tantas veces, que no se merecía a aquel gran hombre. ***

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Llevaba días sin saber cuándo estaba despierta o cuando soñaba. El letargo y la conciencia se confundían entonando una mezcla de decisiones y sueños. Todo era tan irreal… hacía apenas un mes que había llegado a aquel mundo fruto del disparate de una imaginación desmesurada. Tal y como sus tíos siempre habían proclamado. Sus sueños se habían vuelto reales en el continente Frondoso, pero aun sentía ganas de pellizcarse a ver si así despertaba de ese mundo de fantasía. Una mañana lluviosa, cuando las gotas caían sutiles y embaucadoras, mojando sin darse uno cuenta se sintió con ganas de salir de aquella habitación de la que ya se sentía prisionera. El curandero la examinó con gran rigor y proclamó que estaba lista para salir al exterior. Los quejidos de los cuervos y las águilas se hacían presentes en las auroras quedas hasta que llegaba a los madrugadores voluntarios aletargados y susurrantes. Sus pasos, al principio débiles, se tornaban firmes de aplomo al ver que todavía había mucho que hacer en Rosfuego. Salió del castillo como en trance, sin apenas reparar en las ornamentadas paredes ya reparadas de palacio ni en sus nuevos tapices, símbolos ya de un nuevo sistema. Laisho la esperaba en la puerta principal. Le sonrió. Ella respondió y se lanzó hacia sus brazos para abrazarlo y besarlo. —Perdona mi actitud. Laisho no contestó. Se limitó a acariciar su cabello estampándole grandes besos en la mejilla. Tras eso, intercambiaron una mirada de entendimiento. Demasiado entendimiento y demasiada química que asustaban a Marta.

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Durante los siguientes días no tardaron en reanudar conversaciones normales. Los asuntos oficiales se mezclaban con los triviales pero solían evitar los sentimientos de Marta. Laisho parecía, en ocasiones, intentar hablar del asunto pero Marta cambiaba rápidamente de tema, cosa que su novio entendía. Marta se hartó de lamentarse en su habitación de un ala de palacio destinada a curar a militares sin heridas físicas que Marta denominaba “el ala de lo tocados mentalmente”. Decidió implicarse en las tareas restantes que predominaban la actividad de Rosfuego para reconstruir y retomar de nuevo el rumbo y actividad de la ciudad. Había un torbellino de emociones en su interior. Cuando colaboraba con voluntarios y otros militares de Elzia, sentía felicidad. El nuevo gobierno estaba bien encauzado. Se estaban estableciendo los pilares de un reino más justo. Además, la presencia de Marta nunca pasaba inadvertida. Mucha gente la reconocía y la admiraba. Recibía regalos y grandes palabras de las que nunca escatimaba en responder con lo mejor que podía sacar de ella misma en su interior. Por mucho que su interior fuera oscuro. Un día soleado, hileras de ciudadanos se agruparon ante ella en una calle donde se disponía a aplicar sus conocimientos de medicina en heridos ya más curados pero que habían sido muy graves. Gente dispar, hombres y mujeres, niños y ancianos, soldados y civiles… Uno a uno, se fueron arrodillando ante ella. Marta sintió una jarra de agua fría sobre ella. No sabía reaccionar. A veces no era consciente de la dimensión de sus actos. Finalmente, decidió arrodillarse ella ante ellos. No se le ocurrió nada grandilocuente que decir que se podría esperar de una líder militar como se había comportado. Ella no era eso. Sin embargo, tal 446

gesto gustó a su público, que estalló en aplausos y gritos de júbilo. Se irguió tensa y saludó sonriente antes de marchar corriendo a su habitación recluida de nuevo. Era un fraude. Eso se dijo cuándo se desplomó sobre su cama. Ella no era la completa responsable de la victoria de la guerra. Había tenido mucha ayuda de mucha gente. Casi tenía una lista incontable de gente que la había ayudado. Ella sola no hubiese conseguido nada. A pesar de que era una medio elfa casi inmortal tuvo muchas ocasiones en las que podía haber muerto de no ser por ayuda. La habían llamado la “Esperanza Alada”. Había sido la principal artífice de la victoria. Pero en lo más dentro de ella no esperaba corresponder tales afirmaciones. Sin apoyo y ayuda habría sido imposible. Todo estaba bien. Ya no había motivos para preocuparse. La gente estaba a salvo. La que había sobrevivido. En la guerra siempre moría gente. No era su culpa. Estaba a punto de construirse un mundo quizás mejor o, por lo menos, más justo. Debía aceptar la nueva situación. No obstante, no pudo evitar un nuevo dilema dentro de ella. Ahora que todo había acabado… podría elegir si volver a La Tierra o no… El viento era profundo, vestigio de la marea del oeste. Sentía que, aunque se había reprogramado, aún estaba en proceso de sanar su mente. Así pues, en ese preciso instante, con ese mismo pensamiento, empezó a reconciliarse con su alma. Durmió intentando dejar la mente en blanco y no ser un hervidero de pensamientos como los últimos días. Le dejaron dormir demasiado. Tanto que, cuando despertó, se dio cuenta de que ya había empezado el acto de la reina Elzia para proclamar Rosfuego parte del Reino del Clavel. Nadie le había requerido su presencia. Podría ser que entendieran su

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estado o bien podría ser que ya no fuese necesaria. Sin importar el verdadero motivo, decidió dar un paseo por el pasillo del ala. Le sorprendió encontrarse a Reidos en el fondo del corredor, mirando por un gran ventanal el exterior. Con pasos livianos, se acercó hasta él. El antiguo príncipe, a pesar de estar menos peinado y presentar un aspecto algo demacrado, nunca perdió ni perdería su porte firme y seguro. Parecía no reparar en la presencia de Marta. Se mostraba meditabundo clavando su vista más allá del cristal reluciente de la ventana. Se escuchaban fuegos de artificio y un gran clamor del pueblo. A medida que se acercaba, veía que Rosfuego había logrado lo que necesitaba. Estaba ya gobernada por un reino justo y el pueblo lo festejaba. Marta se percató, antes de disponerse a acercarse más a Reidos, de las últimas palabras de Elzia en el salón del trono. Elzia ya no sería más la reina. Ella se quería centrar en su familia. Si Laisho aceptara, él sería el nuevo rey. Y no un rey cualquiera: el rey de todo el Continente Frondoso bajo una nueva corona que aglutinaría todos los países. Si ella quería seguir con él tendría que aceptar un puesto a su lado. La voz de Reidos la interrumpió de sus elucubraciones. —Me aburren esos actos en los que se dicen palabras grandilocuentes que animan al pueblo pero cuando lo que realmente tiene sentido son las acciones del reino o gobierno, no esas arengas que tanto me conozco y sé de memoria dar. Pero claro, a la gente le gustan. Se miraron. Marta suspiró. Él asintió e hizo una floritura con la mano para concederle la palabra. 448

--¿Qué debería hacer? —Preguntó Marta con franqueza, sentándose en un sillón negro a su lado y clavando la vista en los explosivos de diversos colores y luces. —Yo no te lo puedo decir. Ha de salir de ti. Pregúntaselo a tu amorcito —se limitó a responder él, encogiéndose de hombros. --Sabría lo que me contestaría. Que siguiera mi corazón. --¿Acaso no le pertenece? —Inquirió, arqueando ligeramente las cejas. Marta resopló. —No le delegaría a él semejante decisión. Reidos la miró fijamente y esbozó una media sonrisa autosuficiente. --Pero a mí sí. —Me fío de tu intuición —terció Marta. Hicieron una pausa. Ya caía una nublada noche sobre Rosfuego. Las estrellas danzaban entre el compás de las nubes claras que no amenazaban con arruinar el espectáculo con lluvia. --¿La de un traidor? —Interrogó él. Bajó la mirada. Marta adivinó que la lacra de haber sido un traidor, a pesar de lo que conllevaban sus actos, era algo que ensombrecía su alma. Por algo estaba en el mismo ala de curanderos que Marta. —La de un hombre que sacrificó su bando por un mundo mejor —dictaminó ella.

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Reidos soltó una risita ahogada pero segura. --Has conseguido todo lo que anhelabas —convino, cambiando de tema—. Has conseguido todo lo que se esperaba de ti. Pero tú esperas aún más. Creo que buscas algún tipo de cambio hasta cómo has vivido hasta ahora. Entonces intenta crear algo nuevo en tu vida. Algo enriquecedor para tu alma. —Sí, puede que tengas razón. —Siempre la tengo. —Es sólo que… —se trabó Marta—. Ahora que he conseguido lo que se esperaba de mí ya no sé si debería seguir en este mundo. Seré ausencia de todas formas, en un mundo o en otro. Marta se sorprendió ante sus propias palabras. Todavía no se había atrevido a confesarle a nadie sus pensamientos. —Todo es ausencia. Nunca estamos en ningún lado ni pertenecemos a ningún lado. Sin embargo, hay lazos. Y tanto el amor como el odio son la materia que los forman —respondió Reidos. —Los recuerdos también son lazos. Tengo malos lazos con los recuerdos tanto en un mundo como en otro —prosiguió Marta, casi divagando con la mirada en el oscuro cielo perlado y grisáceo. Él puso su mano sobre la de ella. --La memoria es selectiva. Verás cómo todo lo malo se va emborronando en el recuerdo y empieza a magnificarse lo bueno. 450

Marta le sonrió con ojos débiles y una lágrima queriendo escapar de uno de ellos. —Lo mismo te digo. —Hagas lo que hagas. Decidas lo que decidas. No se lo tienes que contar a nadie. La gente estropea las cosas buenas —murmuró él en tono enigmático. Como quien le cuenta a un niño pequeño un gran secreto. —Depende de la persona que escojas —replicó Marta. --Si lo ves así… en fin, Marta, es porque así está tu alma. Marta tardó en responder, cavilando sus palabras. --¿Y tú? ¿Cómo lo ves? --Además de ser un traidor que ha fallado a su sangre y bando… Con esperanza en un gran cambio. Marta asintió suavemente con gesto de aprobación. --Me gustaría volver a verte. Sea donde sea. Esta vez, Reidos entristeció su mirada y giró su cara. --Si me quedo… ¿te quedarás? —Insistió Marta. —Tu lado nunca ha sido el mío —contestó—. Tu lado está con Laisho. No voy a meterme donde no debo. Un buen estratega siempre sabe retirarse cuando es debido—. Marta iba a replicar. Estaba claro que ella amaba a Laisho y no se refería a ese tipo de sentimientos cuando afirmaba querer tenerle cerca. Era tan simple como que siempre se había preocupado tanto por ella y su bienestar que era imposible no quererle, aunque no se tratara 451

de un amor romántico—. Marcharé lejos —continuó—. Creo que ya he decidido destino. Sin embargo, guardaré tu imagen siempre en el recuerdo. Tras haber pronunciado esas palabras, Reidos se marchó y se internó en una habitación ante la regañina de un curandero joven y él refunfuñó algo que a Marta le pareció entender “estoy aquí contra mi voluntad”. Marta sintió un gran cariño y, a la vez, culpa con ese hombre. Seguramente la había sobrevalorado. Era atractivo, inteligente, de gran corazón y carisma. Podría tener a la chica que quisiera cuando se lo propusiera. A Marta le costaba dejarlo marchar… pero el corazón de Marta pertenecía a Laisho. Con tal pensamiento, decidió vestirse y buscar a esa precisa persona. Había tomado una decisión. Antes de que se le ocurriera algo peor o antes de tomar otra decisión mucho más brusca debía hablarlo con él, estuviera donde estuviera. Con las piernas aun flaqueando, se vistió rápido y salió del ala donde estaba internada. Reparó levemente en su imagen reflejada en una cristalera y comprobó que había perdido unos cuantos quilos. Sacudió la cabeza ante la visión de un rostro marcado por las ojeras y unos huesudos pómulos más acentuados y apuró el paso hacia el exterior. Las calles pedregosas de Rosfuego se mostraban removidas por los escombros que eran signo de una lucha. La actividad sonaba cercana al palacio y se guio por el jaleo de la algarabía de la fiesta para llegar hacia la persona que quería ver: Laisho. No le costó distinguirlo tras avanzar entre pardas casas dañadas y en las que, a la vez, era visible que habían sido reparadas. Ante ella estaba una gran plaza a rebosar de hombres, mujeres y niños que reían y festejaban. Los artificios habían cesado y ahora había músicos en un 452

estrado. Era música alegre y placentera. Laisho estaba en un estrado junto a Elzia, Enaira y otros destacados militares del bando vencedor. No supo porqué no decidió rodear a la muchedumbre y ser más discreta. Su ímpetu le hizo querer atravesar el tumulto y abrirse paso hasta llegar al estrado. Craso error. Fue rápidamente reconocida y, de pronto, empezaron murmullos y cuchicheos. —¡La Esperanza Alada! Empezaron a gritar todos. Fueron unas palabras que se extendieron como pólvora y tuvo que detener su paso para poder ofrecer la mejor de sus expresiones a todos los que la admiraban. De nuevo, la vitorearon y se inclinaron en repetidas reverencias hacia a ella. Marta saludó tímidamente. Por suerte, alguien la rescató de la embarazosa situación. Laisho había bajado del palco para acercarse a ella y la abrazó ante el clamor emocionado del pueblo. —Sácame de aquí —le urgió Marta en voz muy baja. Laisho rio divertido. Acto seguido, hizo un solemne gesto a la muchedumbre al que respondieron con más vítores de júbilo. Agarró a Marta suavemente por la mano y se la fue llevando hacia un lugar en el interior del palco donde estaban solos. Allí todo era de madera y nada destacaba más allá de las estructuras que sostenían el estrado. —Me alegra verte en el exterior. Esta celebración no tendría sentido sin ti —dijo suavemente Laisho con ojos vivos y relucientes. Marta clavó la vista en el sucio suelo. —Tengo que hablar contigo. 453

Laisho agravó su rostro y asintió levemente. —Sabes que te quiero. Sabes que te amo —empezó Marta. Laisho hizo el amago de querer responder y besarla pero ella lo interrumpió—. Sin embargo, ahora todo ya ha acabado. Me habéis traído aquí por una profecía que he ayudado a cumplir. Quizás es el momento de que, cumplido mi papel, marche de este mundo. O quizás no. Todavía no lo sé. Hizo una pausa respirando jadeante. —Entiendo. Tus elucubraciones ahora mismo están por encima de todo. No te voy a negar lo mucho que me dolería perderte. Pero no soy nadie para atarte o amarrarte. Marta no pudo evitar besarle e intentar demostrarle sin palabras lo mucho que lamentaba su situación y lo mucho que lo amaba. Sin embargo, algo le decía que tenía que ser egoísta y pensar en sí misma. —Tengo que marchar. Estar a solas —prosiguió, aguantando las lágrimas. —Tómate un tiempo. Quédate en paz contigo misma y con tu alma. Sea donde sea. Lo comprenderé. Después, podrás tomar una decisión —terció él. Volvieron a abrazarse. Se escuchaba resonar la celebración pero parecía que, en aquel momento, tan solo existían ellos dos. —Es inútil que trate de explicarte mis ausencias —quebró el silencio Marta—. Estoy aquí y no estoy en ningún lado. No intentaré hacerte ver mis temores ni mis penas. Disfruta tu momento. Ahora eres el rey de todo un continente y traerás bien a la gente. Más orgullosa no podría estar de ti. Le sonrió y le acarició su pajizo cabello. 454

—Ya sabes que yo también de ti —replicó Laisho besándole la frente—. Excepto en una cosa. —¿Sólo una? Marta adoptó gesto escéptico y arqueó las cejas. —No estás siendo ni buena ni justa contigo misma. Eres desinteresada y caritativa con los demás pero no contigo. Eres tu peor enemiga en estos momentos —Marta bajó la mirada—. Mi consejo ahora mismo es que intentes perdonarte y encontrarte y, para ello, vuela… Literalmente. Laisho se apartó y buscó una puerta cochambrosa también de madera. Salió, ante el estupor de Marta. Escuchó un silbido y el sonido de unos cascos inconfundible. Era Corcel. Qué egoísta había sido al descuidar a su pegaso. Sin embargo, Laisho lo cuidó por ella. Abrazó a Corcel que relinchó de felicidad agitando su crin dorada. —Has cogido química con mi pegaso —bromeó. Laisho seguía serio y colocó la montura de Corcel con minuciosidad y cuidado. —Más allá de lo que te quiera mi corazón y de lo que te quiera tener a mi lado está que, si decides marchar de este mundo, lo comprenderé. Y este podría ser el último vuelo de la Esperanza Alada ante el pueblo si decides irte. Marta abrió mucho los ojos. —¿Ahora? ¿Ya? —Balbuceó.

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—Es tu vuelo. Es tu viaje. Te mostraría infinitos lugares bellos y maravillosos del continente. Desde campos floreados a cataratas cristalinas y sonoras. Altos montes perlados por la nieve y desiertos que acaban en playas de arena fina… —. Eran palabras bellas a los oídos de la medio elfa que escuchaba como una bonita melodía aunque de manera lejana—. Podría mostrarte un mundo único que aún no has visto. Nunca vemos lo suficiente de dónde nos encontramos. Aquí sólo has visto lucha y caos. Hay sinfines de parajes paradisíacos y poéticos en estas tierras. Si decides quedarte recorreremos el mundo para que veas toda su bella esencia. —Quieres mostrarme un mundo ideal —terció Marta con voz queda. —Y darte un final de guerra feliz. Lejos de la lucha que hay dentro de ti. De todas formas, no voy a presionarte. La decisión ha de salir de ti. —Te amo. Eso nunca cambiará —afirmó saltando sobre sus brazos. —Lo sé. Y yo a ti—. Intercambiaron una mirada significativa—. Vuela, Esperanza Alada. Le plantó un gran beso de despedida. Ya no hacían falta más palabras. —Despídeme del resto —dijo Marta con ojos sensibles que no osaban caer al llanto mientras montaba sobre Corcel. Laisho dio una seca cabezada y le sonrió con tristeza. Marta inspiró profundamente y avanzó con Corcel hacia el exterior. Despegó hacia los cielos de la plaza y escuchó el clamor de la gente que vociferaba su nombre y su apodo. Quiso hacerlos felices y hacer unas pocas florituras antes de emprender el camino a Vuelaflor ante el júbilo de su público. 456

Tras una corta noche de vuelo sin descanso, llegó el amanecer que devolvió a su mente la actividad de que la que había prescindido en los primeros momentos del viaje. Los vientos, el sol, la infinidad de árboles y parajes se mezclaban en su mente con recuerdos. Y su voz, la de Laisho, aún era música como un eco entre el sonido del aire fuerte en su rostro mientras sobrevolaba los terrenos del Continente Frondoso. Tenía fe en ellos. En todos y cada uno. Sabrían tomar las decisiones adecuadas y seguir su rumbo en el nuevo mundo. Todos ellos la habían ayudado en su misión. Sin duda, ella no era la principal heroína como osaban clamar. Sin su ayuda estaba segura que no habría llegado ni a la mitad del camino. No debía preocuparse por ellos. Esperaba, al final, poder tener fe en ella misma y saber enfrentarse a la difícil decisión que se le venía encima. Una bifurcación de dos caminos hacia dos mundos distintos. Aterrizó disimuladamente por la mañana en las cuadras. Quiso que Corcel descansara. Había sido un viaje muy largo para él aunque mostrase actitud activa. Sería difícil despedirse de su pegaso. Lo dejó dormitando mientras le daba de comer heno antes de marchar al que fue su aposento y aún seguía siéndolo hasta que decidiese. Por suerte, apenas había gente entre los corredores y no tuvo que hablar con nadie. Mejor. Pensó que no podría soltar ninguna palabra coherente en esos momentos. Cuando llegó a sus aposentos miró todo como si fuera la última vez que lo viera. Tanto detalle. Tanta decoración. Y su apetecible cama. Se desplomó sobre ella y, tras una noche de vela, cayó en un turbio sueño. Estaba frente a la puerta que comunicaba con La Tierra en el reino de los elfos muertos. Todo era lóbrego e irreal. Quiso entrar pero algo se lo impidió. ¿Qué se lo impedía? De 457

pronto se dio cuenta de que esa cuerda que sentía que la ataba salía de su propio corazón. No se atrevía a cruzar. Entonces, Corcel apareció. No sabía cómo. Se acercó a ella y sin saber cómo, le dijo “te echaré de menos”. Marta sonrió triste. “Yo también te echaré de menos, Corcel”. Su pegaso tiró de la cuerda que salía de su corazón y pegó su frente junto a la suya. De pronto, una sucesión de imágenes de aventuras y cariño entre Corcel y Marta aparecieron en medio del sueño. Por consiguiente, nuevas imágenes de escenas de amor vividas en el Continente Frondoso. Para acabar, Corcel logró que Marta visualizara toda su historia de amor con Laisho. Marta despertó con respiración agitada y, sorprendiéndose a sí misma, murmuró con voz aletargada: —No puedo marcharme. Ni quiero. Miró hacia todos lados en busca de Corcel. El sueño había sido tan real que no le habría extrañado que su pegaso hubiese entrado en su habitación. No obstante, Corcel no estaba allí. Entonces recordó las sabias palabras de que los pegasos y sus dueños élficos tenían un vínculo mágico. Quizás Corcel no se encontraba en sus aposentos, pero llegó a su mente. Y tenía razón. Hecha por el momento un torbellino de emociones apresuradas, decidió ir a un lugar tranquilo como las rocas del embarcadero. El lugar secreto que compartía con Laisho. La ventana mostraba una tarde que ya daba paso al ocaso. Al salir, aún con las sucias ropas del viaje, se encontró con el sonido del tumulto de la entrada triunfal en Vuelaflor de la comitiva victoriosa. Quiso alejarse de la fiesta. Se reafirmó en su intención de ir hacia las rocas para aislarse y acabar de decidir tranquila. 458

Mientras recorría el pasillo principal observó como el anochecer mudo daba paso a la calina que cubría con su manto pálido la costa. Llegaba como un eco el inicio de la algarabía de la llegada de la comitiva victoriosa a Vuelaflor. Un eco que traía el meollo de su decisión. Y, como no, como siempre, se encontró a Reidos que ponía gesto incómodo a la par que curioso mirando todo el corredor. —¿Tú aquí? —Inquirió Marta, escéptica. Reidos reparó en ella con cautela y ojo militar de quien es imposible que lo cojan por sorpresa. —Hemos llegado hace una hora —respondió él, sin quitar su vista del ventanal—. Y, como comprenderás, yo he tenido que entrar por la puerta de atrás. No sería bien recibido por el pueblo de esta ciudad… —Yo también he querido evitar la celebración. Me estaba escapando —contestó Marta. Reidos le dedicó una media sonrisa. —Habéis luchado por un cambio —dijo, cambiando de tema, como hablando para sí mismo—. Sois sus artífices pero será la gente, vuestro pueblo, el que lo ponga en marcha y lo haga realidad. Marta asintió. —Y se supone que yo soy la responsable…

—. Reidos le dedicó una reverencia

exagerada, típica de su talante altivo—. Da igual —prosiguió Marta—. Si me quedo tendré que acudir a mil actos más de reyes que hablan al pueblo.

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—¿Qué te he dicho sobre esas cosas? Marta volvió a asentir. —Siempre nos hemos entendido —dijo ella—. Quizás tú más a mí que yo a ti. Eres muy impredecible. Pero siempre nos hemos calado. Te mereces un buen destino. El antiguo príncipe enemigo parecía todavía meditabundo analizando la capital pero frunció el ceño y pasó a clavar sus profundos ojos ámbar en Marta. —Hacéis una gran campaña en mi nombre pero, si las miradas matasen, ya hubiese muerto más de mil veces desde que llegué a Vuelaflor. Se encogió de hombros. —Ignóralos —terció Marta con voz tranquila—. El tiempo borrará tus actos manchados. Yo, en cambio, extraño en parte la Tierra… pero creo que extrañaré más este mundo. Marta bajó la mirada ante su confesión. Reidos le hizo erguir la mirada agarrándole livianamente en mentón. —A veces extrañamos cosas, pero no conlleva que las queramos de vuelta. Ella se deshizo del gesto pero le dedicó una sonrisa. —¿Qué habrá que no entiendas? Va a ser cierto que tendré que empezar a temerte. Reidos giró su rostro y se tornó más serio. —Nuestros caminos no deben cruzarse más —sentenció. Marta sopesó sus palabras y llegó al meollo de lo que quería decir. 460

—Entiendo. Marcharás —el dio una cabezada de asentimiento—. ¿Qué tal te sienta la nueva vida? —Es diferente de lo que imaginaba —replicó más jovial. —¿En qué sentido? —Inquirió ella. —Soy más libre de lo que he sido nunca. Aún con mi lacra —confesó con amago de aturdimiento—. Junto a mi familia estaba obligado a ser el príncipe y militar que había nacido para ser. Elzia y Laisho, a pesar de haber sido su enemigo tanto tiempo, me han dado vía libre para hacer lo que quiera. Como si no me conocieran… —Es por eso. Te conocen muy bien. Saben que quieres lo mejor para este nuevo mundo y eso nunca lo traicionarás. Se hizo una pausa. Reidos parecía meditar sus palabras y negaba con la cabeza para sí. Marta no pudo evitar reír ante un hombre bueno que había hecho lo correcto y le costaba asumirlo. —Y tú ya has tomado una decisión —rompió él el silencio. —Vas a decirme que lo dicen mis ojos o una chorrada de esas. Hicieron una nueva pausa. Él no contestó. —¿Qué decisión he tomado? —Preguntó Marta con curiosidad. —Te repito que las cosas buenas no se le cuentan a nadie si no quieres que te las estropeen —contestó Reidos con sonrisa burlesca. Negó con la cabeza de nuevo. Besó a Marta en la frente y no le dejó replicar. Marchó sobre sus pasos. 461

Marta lo observó alejarse. Sabía que encontraría su rumbo. Él siempre lo sabía todo aunque estuvo a punto de caer en el peor de los abismos si no fuera por una triquiñuela de Marta que le salvó la vida de sí mismo. Reidos siempre le estaba salvando la vida. Marta se la salvó a él. Eran dos personas en paz. Sacudió la cabeza y retomó el camino hacia el embarcadero. Intentó ser sigilosa y camuflarse en su capa para que, si se topase con alguien, por lo menos no la reconociese. Su sorpresa fue encontrase en las rocas a Laisho. Firme, oteando el horizonte escarlata, se alzaba su fornida y alta figura engalanado con ropajes del rey que era. Marta se acercó lentamente. Se dio la vuelta y le sonrió. No pudieron evitar besarse antes de intercambiar palabra. —No sabía que te encontraría aquí —admitió Marta, radiante. —Pero yo sí que yo a ti sí —replicó él—. Y no soy el único. Marta frunció el ceño, confundida, y vio aparecer a Corcel volando desde un acantilado hacia ellos. Laisho lo acarició ante su relincho. Pegaso y rey habían alcanzado una gran química. Acto seguido, Corcel tocó su frente con la de Marta. Entonces las imágenes del sueño de Marta revivieron en su mente, confirmándole que aquel sueño se trataba de un mensaje de su pegaso. Sin embargo, no se esperaba la última imagen que apareció en su mente. Estaba en el desordenado cuarto de los juguetes. Sus amigos a su casa le llamaban la “juguetería desordenada”. Marta vestía un bonito vestido verde botella y un lazo a juego

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adornaba su oscura cabellera. Sus padres la miraban con ternura y pena. Se estaban despidiendo. —Marta, estás destinada a grandes cosas —le decía su madre—. Pero nosotros tendremos que marcharnos y estarás con tus tíos. Ellos te cuidarán bien. Marta comenzó a sollozar. —¿Por qué? —Preguntó con una voz muy dulce. —No nos iremos del todo —apuró su padre, acariciándole la mejilla—. Siempre estaremos aquí. Señaló su corazón. —Es inevitable —prosiguió su madre con tono triste—. Pero siempre, decidas lo que decidas… Porque llegará un momento que tendrás que tomar una gran decisión, la mayor honra que nos podrás dar es que seas feliz y que elijas ser feliz. —Siempre —la apoyó su padre. Marta abrió los ojos y todo, desde Corcel y Laisho hasta la noche que acaecía sobre el embarcadero le parecían irreales. Lo real en ese momento era el recuerdo de sus padres. Laisho la miró interrogante. Ella negó suavemente con la cabeza. Decidió que era un recuerdo que debía guardar para sí misma. —Me quedo —sentenció Marta.

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Durante unos instantes, permanecieron callados. Luego, Laisho la agarró por la cintura y la alzó con felicidad dando vueltas ellos solos en la noche constelada y templada. Marta rio. Creyó haber decidido bien. —Tenías varios caminos. Se te han acabado todos. Ahora es cuando empieza el verdadero nuevo camino —dijo Laisho cuando la depositó en el suelo sobre sus pies y se acomodaron en una roca. —Ya no nos quedan enemigos —terció Marta. —Sólo los más importantes. Nosotros mismos. Y tú estás librando una verdadera batalla contra ti misma en el interior. —Mi interior… y a dónde quiere pertenecer. —Uno pertenece al lugar en el que ama, crece, desea y es feliz. Al mundo que demuestra que la quiere y necesita —afirmó él. Ella asintió. Creyó sus palabras. —Si quieres vivir en un mundo tranquilo, sin preocupaciones ni complicaciones estarías viviendo muerta en vida. Elige la vida y lo que conlleva —prosiguió Laisho. —Suena fácil. Vivir es bello pero, en ciertas situaciones, es más difícil que en otras… Por lo menos hacerlo bien —admitió Marta. Había elegido, sí. Pero ello no la libraba de sus elucubraciones. —A la vida se le pueden hacer trampas ante sus verdades y ciencias. Se puede jugar a la imaginación, la esperanza y los sueños —comentó en tono misterioso Laisho. 464

Marta suspiró. —Tienes razón. Como siempre. Volvía su química. La de los dos amantes antes de que nada entorpeciera su relación. Era el hombre hosco y aburrido que conoció y que resultó ser leal, de gran corazón y le llegó a mostrar el amor más fuerte que vivió en toda su vida. El hombre que le hizo encontrarse con sí misma de nuevo y pensar que sí existía un futuro mejor para todos y que sí era posible. —Llevas un gran peso que debes soltar. —Supongo que no debería tenerlo —musitó Marta—. Pero lo tengo y quiero librarme de él. Quiero tener el alma tranquila por haber tomado una buena decisión. —No somos lo que tenemos. Si no… ¿qué seríamos si lo perdiéramos? —Enfatizó él. —Soy un fraude. Laisho negó y puso los ojos en blanco. —Nadie ve lo que somos en el interior. La gente sólo aprecia lo que mostramos al mundo. Tú has mostrado siempre lo mejor de ti —insistió. —Siempre he buscado un lugar donde encajar. Aquí lo encontrado. No me refiero a ser la Esperanza Alada, sino a todos los lazos afectivos y de entendimiento que encontrado aquí… incluyéndote a ti, el más importante —dijo rápidamente Marta. —Tardaría mucho en recomponerme si marcharas. Pero no me corresponde a mí decidir. Por lo que me has dejado ver, en tu antiguo mundo las guerras estaban encubiertas. 465

—Y yo no podría ser la diferencia. Claro que me quedo. He sido una niña tonta. Cogió una piedra y la lanzó con rabia al mar. Permaneció observándola chapotear sobre el agua unos segundos. —Marta, yo he sido educado en la guerra desde mi infancia, al igual que Reidos y muchos fallecidos por su propia voluntad y honra. Hasta Elzia lleva décadas metida en esto. Cualquier persona que llegase inexperta a esta guerra como tú, aún encima con la carga de la profecía y ser la Esperanza Alada, se sentiría igual o similar —la quiso reconfortar él. —¿Tendré que casarme contigo ahora que eres el rey del continente? —Preguntó Marta, un tanto avergonzada y ruborizándose. —Sólo si tú quieres —contestó, azorado. Se miraron durante un largo rato. Era una mirada de cariño, de palabras no dichas, de almas que se entendían tanto en su luz como oscuridad. —Me caso contigo —culminó Marta. Laisho dibujó una gran sonrisa—. Pero no quiero una ceremonia de miles de invitados —añadió, recuperando su tono espontáneo. —Que sea aquí pues, con Corcel, el mar y el cielo como testigos. Laisho se levantó ayudando a que ella se irguiese también. —¿Ahora? ¿Aquí? —Claro. Marta le besó. —Soy tu marido, tú mi mujer. Estamos casados. 466

Laisho dijo esas palabras con tono solemne cruzando sus manos con las manos temblorosas de Marta. —¿Ya está? —Balbuceó Marta. Laisho rio. —Tienes que decirlo —respondió. Marta inspiró profundamente entre la oscuridad iluminada por la luna en una noche sin nubes, salpicada de estrellas y una música que provenía de la ciudad. —Soy tu mujer, tú eres mi marido. Estamos casados —pronunció Marta débilmente y conmovida. Marta se sintió incómoda, sin saber qué hacer. Laisho tomó el control, radiante de felicidad. —¿Me concedéis este baile, nueva reina del Continente Frondoso? Marta sonrió pícara. —Por supuesto, Laisho, rey del Continente Frondoso.

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EPÍLOGO Y fueron proclamados reyes del Continente Frondoso en una tarde donde el tiempo amenazaba con nubarrones oscuros pero dio tregua a la posible tormenta del fin de primavera. Así pues, entre claros, gente que llegaba de todas partes del continente aclamó a sus nuevos reyes. Ninguno disfrutaba de más privilegios que el otro. Así lo habían pactado. Saludaron entre vítores a la multitud en su coronamiento para luego anunciar que la política que conocían hasta el momento cambiaría, fruto de nuevos aires de pensamiento venidos de otro mundo… Laisho ofreció a Reidos el puesto de virrey en el reino del Este, entre tantos reinos que ya no eran independientes, ahora obedecían a una misma corona. Reidos eligió gestionar negocios en Aroima que atañían a sus fallecidos hermanos, símbolos de la antigua dictadura monárquica. —Creo que así acabaré con la última gran posible resistencia del legado de Osles: su dinero —le comentó a Marta. Iba ataviado con ropajes de su estilo, elegantes—. Además, los negocios son como la guerra pero sin tener que combatir a muerte. Estrategias, jugadas, maniobras… para un estratega militar consumado como yo es la mejor manera de vivir sin tener que matar. Ulio decidió reunir a todos los mestizos desperdigados por todo el continente y unirlos para cesar hostilidades por su condición de sangre. Marta se dispuso a ofrecerles conocimiento para acceder al antiguo Reino Élfico. —Lo que está muerto está muerto —respondió él, negando con la cabeza, a su vez—. Hay que dejar el desaparecido reino de los elfos. Su sangre pura ha perecido hace mucho 468

tiempo. Ni siquiera vos tenéis la descendencia pura. Ahora sólo queda que la sangre élfica perviva a través de mestizos, incluyendo vuestros hijos, si los tenéis algún día. Por otro lado, el poder del reino élfico podría ser demasiado tentador y perturbador para muchos, corriendo el riesgo de otro gran enfrentamiento —. Marta, sin acostumbrarse a la pesada corona de oro blanco, asintió con la cabeza con cuidado de no tirarla—. Dejad a los mestizos en mis manos, Esperanza Alada. La antigua reina, Elzia se despidió con honores de quienes fueron sus súbditos. Decidió vivir con sus dos hijos. Laisho les quiso ofrecer un torreón en Vuelaflor para tenerla cerca. Había sido una gran dirigente y su consejo siempre sería bienvenido. Elzia declinó la oferta y se conformó con un conjunto de tres grandes casas perdidas en medio del campo donde sus hijos pudieran formar una familia y ella convivir con ellos, disfrutando de su sangre, tras largo tiempo manteniéndola al margen de su vida. Sin embargo, solicitó un cargo de consejera desde la distancia para tener aún algo que ver con el reino de justicia que había creado. En cuanto a Enaira, pasó a ser virreina en el antiguo reino gobernado por Laisho y su mano derecha, Rianer, la nueva señora del Castillo de Arena, a la par que consejera de Enaira. Cuando el alba caía parda y las celebraciones dieron lugar a la pausa, Marta se retiró a ojear desde una nueva perspectiva las exquisitas vistas de la costa de Vuelaflor. Se hizo consciente de que ese ya era su hogar. Tanto tiempo buscando su lugar y encajar en algún lado… y lo había logrado. Como reina ni más ni menos. Su mirada oscura se perdió entre el vaivén de unas olas oscuras y relucientes. Tenía ideas para gobernar más allá que limitarse

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a dar órdenes como los antiguos reyes de La Tierra. Era una época de cambio. Eran nuevos momentos y, esperaba, que mejores para ese mundo. Alguien pareció adivinar sus pensamientos. Reidos se acercó suavemente hacia ella. —Vengo a despedirme. —¿Otra vez? —Inquirió Marta arqueando las cejas—. Nos hemos despedido ya muchas veces. —Demasiadas —graznó él, abrazándola—. Conociendo lo desastre que somos quizás no sea la última. —Estaría agradecida —replicó Marta. En ese momento, llegó Laisho radiante con sus elegantes ropajes que, a la vez, eran austeros y oscuros. —Van a comenzar las actuaciones —anunció haciendo gala de su uso de la corona, cosa en la que Marta flaqueaba, y besándola en la mejilla—. ¿Os uniréis a nosotros, Reidos? Él le estrechó la mano fuertemente y negó con la cabeza, sonriendo. —Habéis hecho historia —contestó, cambiando de tema—. Habéis escrito material digno de grandes gestas. Vienen buenos tiempos. Pero ahora la historia no será escrita. A la gente le aburren las historias felices. Prefieren historias sangrientas y violentas —se encogió de hombros, dando un manotazo al aire. Laisho asintió como si fuera muy evidente. Marta los miró un tanto aturdida—. Así todo, serán tiempos mudos ante las gestas mientras gobernéis entre vuestros buenos valores para el pueblo y la paz. Los héroes decaerán ya que sólo están hechos para guerras y momentos difíciles —seguía recitando mientras preparaba sus 470

ropajes—. Gobernaréis tranquilos mientras mantengáis este nuevo orden que habéis creado. Sin embargo, no todo dura eternamente y la historia volverá a ser escrita. Ya sabes a lo que me refiero, elfina. Ante la negativa de Marta, Laisho acompañó a Reidos hacia los establos para que cogiera su carruaje. Marta alegó que los quería dejar solos hablando de sus “cosas de hombres”. Preparándose para acudir a los festejos, suspiró ante el horizonte que era una mezcla de colores pastel. La tormenta había terminado. Había cesado la guerra. Era el último día de primavera. Vendrían buenos tiempos en todos los aspectos. La primavera de tormenta había llegado a su fin.

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