Tocqueville - La Democracia en America

En dicho caso, estoy convencido de que se produciría una suerte de fusión entre los hábitos del funcionario y los del so

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En dicho caso, estoy convencido de que se produciría una suerte de fusión entre los hábitos del funcionario y los del soldado. La ad~ ministración adquiriría algo del espíritu militar y el militar algunas costumbres de la administración civil. El resultado de esto sería un mando regular, claro, neto y absoluto; el pueblo llegaría a ser una ima­ gen del ejército y la sociedad parecería un cuartel.

No se puede decir de manera absoluta y general que los mayores peligros de nuestros días sean el libertinaje o la tiranía, la anarquía o el despotismo. Lo uno y lo otro son igualmente de temer y pueden sur­ gir tan fácilmente de una misma causa, que es la aparra general fruto del individualismo. Esta apatía es la que hace que el día en que el po­ der ejecutivo reúne algunas fuerzas, se encuentre en condiciones de oprimir y que, si al día siguiente un partido puede lanzar a la batalla a treinta hombres, se encuentre igualmente en condiciones de oprimir. Al no poder fundar ni el uno ni el otro nada que dure, lo que les hace triunfar fácilmente les impide triunfar durante mucho tiempo. Se al­ zan porque nada se les resiste y caen porque nada les sostiene. Lo que importa combatir, por tanto, es menos la anarquía o el des­ potismo que la apatía, que puede crear indistintamente la una o el otro.

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La política del Nuevo Mundo: Alexis de Tocqueville y La democracia en América Raimundo Viejo Viñas

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VOLU MENI Advertencia a la duodécima edición INTRODUCCIÓN 00.00

29 33

I. PRIMERA PARTE

Configuración exterior de América del Norte · · Sobre el punto de partida y su importancia para el porvenir de los angloamericanos Estado social de los angloamericanos ; : El principio de la soberanía del pueblo en América Necesidad de estudiar lo que pasa en los Estados particulares antes de hablar del gobierno de la Unión El poder judicial en los Estados Unidos y su acción sobre la sociedad política El juicio político en los Estados Unidos Sobre la Constitución federal

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ÍNDICE

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49 59 79 89 93 137 145 151

11. SEGUNDA PARTE Cómo puede decirse rigurosamente que en los Estados Unidos el pueblo es quien gobierna 914

219

Sobre los partidos en los Estados Unidos 221

Sobre la libertad de prensa en los Estados Unidos 229

Sobre la asociación política en los Estados Unidos 239

Sobre el gobierno de la democracia en América 247

v Cuáles son las ventajas reales que obtiene la sociedad americana

del gobierno de la democracia 287

V Sobre la omnipotencia de la mayoría en los Estados Unidos y sus

efectos 303

V Sobre lo que en los Estados Unidos atempera la tiranía de la

mayoría 319

'.¡ Sobre las principales causas que tienden a mantener la república

democrática en los Estados Unidos 337

Algunas consideraciones sobre el estado actual y el futuro probable

381

de las tres razas que habitan el territorio de los Estados Unidos Conclusión 481

487

NOTAS

VOLUMEN 11

ID. PRIMERA PARTE: INFLUENCIA DE LA DEMOCRACIA SOBRE EL MOVIMIENTO INTELEcruAL EN LOS ESTADOS UNIDOS Advertencia Sobre el método filosófico de los americanos Sobre la principal fuente de las creencias en los pueblos

democráticos Por qué los americanos muestran más aptitud y gusto por las ideas

generales que sus padres los ingleses Por qué cuestiones de política los americanos nunca han sido tan

apasionados por las ideas generales como los franceses v Cómo en los Estados Unidos la religión sabe servirse de los

instintos democráticos Sobre el progreso del catolicismo en los Estados Unidos Lo que inclina el espíritu de los pueblos democráticos hacia el

panteísmo Cómo la igualdad sugiere a los americanos la idea de la

perfectibilidad indefinida del hombre

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Cómo el ejemplo de los americanos no demuestra que un pueblo

democrático carezca necesariamente de capaéidad y gusto por las

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ciencias, la literatura y las artes Por qué los americanos se dedican más bien a la práctica de las

~··· ..·..···..··· ·····..· · 565

ciencias que a su teoría Con qué espiritu cultivan las artes los americanos 573

Por qué los americanos erigen al mismo tiempo monumentos tan

grandes y pequeños ·····..·· ..·..·..·..··· 579

581

Fisonomía literaria de los siglos democráticos Sobre la industria literaria 587

Por qué el estudio de la literatura griega y latina es particularmente

útil en las sociedades democráticas 589

Cómo la democracia americana ha modificado la lengua inglesa 593

Sobre algunas fuentes de la poesía en las naciones democráticas 601

Por qué a menudo los escritores y los oradores americanos son

grandilocuentes 607

Algunas observaciones sobre el teatro de los pueblos

democráticos 609

Sobre algunas tendencias propias de los historiadores en los siglos

democráticos 615

Sobre la elocuencia parlamentaria en los Estados Unidos 619

IV. SEGUNDA PARTE: INFLUENCIA DE LA DEMOCRACIA

SOBRE LOS SENTIMIENTOS DE LOS AMERICANOS Por qué los pueblos democráticos demuestran un amor más ardiente y duradero por la igualdad que por la libertad Sobre el individualismo en los países democráticos Cómo al salir de una revolución democrática el individualismo es mayor que en otra época Cómo combaten el individualismo los americanos mediante las instituciones libres Sobre el uso que los americanos hacen de la asociación en la vida civil Sobre la relación entre las asociaciones y IQI\ periódicos Relaciones entre las asociaciones civiles y las asociaciones

políticas

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V

627 633

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655

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_~.u~~.~" 'V" ......."U"'UlVS eJ ·lIlWVIQUallSmOcon.la .doctrina. , ; ú; " •• ; " 661 del intet"és.bien·enteRdido .....•..........;.. ; .. Cómo aplican los americanos la doctrina del interés bien entendido en materia de religión ; ;.•.; : ; ; , ~ ; 665 V Sobre el gusto por el bienestar material en América: 669 V SObre los efectos particulares que produce el amor por los placeres materiales en los siglos democráticos , ; ; 673 V Por qué ciertos americanos exhiben un espiritualismo tan exaltado ._.. 677 Por qué los americanos se muestran tan inquietos en medio de su bienestar. '" 679 V Cómo entre Jos americanos el gustopor los placeres materiales se. une al amor por la libertad y al cuidado de los asuntos públicos 683 Cómo las creencias religiosas. apartan de. vez en cuando el alma de. los americanos hacja los placeres. inmateriales : _ _; ; 687 Cómo el amor excesivo al bienestar puede peIjudicarle ; 693 Por qué durante los tiempos de igualdad y duda importa alejar el : objeto de las acciones humanas ; ; 695 Porqué entre los americanos todas las profesiones honestas son. consideradas honorables ; ; ;•. 699 Lo que inclina prácticamente a todos los americanos hacia las ;; ; ; ; 701 profesiones industriales ; ; Cómo de la industria podría surgir la aristocracia 705

V. TERCERA PARTE: INFLUENCIA DE LA DEMOCRACIA SOBRE LAS COSTUMBRES PROPIAMENTE DICHAS . Cómo se moderan las costumbres. a medida que se igualan las condiciones : Cómo la democracia hace más fáciles y sencillas las relaciones habituales de los americanos , Por qué los americanos son tan poco susceptibles en su país y tanto en el nuestro Consecuencias de los tres capítulos. precedentes Cómo la democracia modifica las relaciones entre el criado y el señor ; Cómo las instituciones y las costumbres democráticas tienden a elevar el precio y a acortar la duración de los arrendamientos

711 717 721 725 727 737

Influencia de la democracia sobre los salarios 741 Influencia de la democracia sobre la familia 745 Educación de las mujeres jóvenes en los Estados Unidos 751 Cómo la mujer joven vuelve a encontrarse bajo los rasgos de la esposa 755 Cómo la igualdad de condiciones contribuye a mantener las buenas costumbres en América 759 Cómo entienden los americanos la igualdad del hombre y de la mujer 767 Cómo la igualdad divide a los americanos de manera natural en una multitud de pequeñas sociedades particulares 771 Algunas reflexiones sobre las maneras americanas 773 Sobre la seriedad de los americanos y por qué con frecuencia no les impide comportarse de manera desconsiderada 777 Por qué la vanidad de los americanos es más inquieta y pendenciera que la de los ingleses 781 Cómo el aspecto de la sociedad en los Estados Unidos es agitado V· y monótono a la vez 785 Sobre el honor en los Estados Unidos y en las sociedades democráticas 789 Por qué se encuentran tantos ambiciosos y tan pocas grandes ambiciones en los Estados Unidos 803 Sobre la industria de los cargos públicos en ciertas naciones democráticas 809 Por qué llegarán a ser raras las grandes revoluciones 813 Por qué los pueblos democráticos desean la paz de forma natural y los ejércitos democráticos desean naturalmente la guerra 827 Cuál es la clase más guerrera y revolucionaria en los ejércitos democráticos 835 Sobre lo que hace a los ejércitos democráticos más débiles que a los demás ejércitos al entrar en campaña y más temibles cuando se prolonga la guerra 839 845 Sobre la disciplina en los ejércitos democráticos Algunas consideraciones sobre la guerra en las sociedades democráticas 847

V

VI. CUARTA PARTE: INFLUENCIA QUE EJERCEN LAS IDEAS Y LOS SENTIMIENTOS DEMOCRÁncos SOBRE LA SOCIEDAD POLÍTICA La igualdad otorga naturalmente a los hombres el amor a las instituciones libres Las ideas de los pueblos democráticos en materia de gobierno son favorables naturalmente a la concentración de poderes Los sentimientos de los pueblos democráticos coinciden con sus ideas para conducirles a concentrar el poder Sobre algunas causas particulares y accidentales que acaban por llevar a un pueblo democrático a centralizar el poder o que le '" '" apartan de él. Entre las naciones europeas de nuestros días el poder soberano se acrecienta aunque los soberanos sean menos estables Qué tipo de despotismo deben temer las naciones democráticas Continuación de los capítulos precedentes Vista general del tema

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NOTAS

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AKAL BÁSICA DE BOLSILLO Títulos publicados

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5 6 7 8 9 10 12

GARCÍA LORCA, FEDERICO. Poesía (2 vol.). AUE, HARTMANN VON. El pobre Enrique. PETIEVICH, GERALD. Peces gordos. PETlEVICH, GERALD. De un solo golpe. SAINERO, RAMÓN. Sagas celtas prtíiíitivas. HALL, JOSEPH. Un mundo distinto pero igual. CASTRO, ROSALJA DE. Cantares gallegos. CASTRO, ROSALJA DE. Follas novas. ANÓNIMO. Kudrun. SADE, MARQUÉS DE. Los crímenes del amor. ANDREAE, JOHANN VALENTlN. Cristianópolis. BERMEJO BARRERA, JOSÉ CARLOS. Introducción a la sociología del mito griego.

13 14 15

LANDAU, LEVY D. / ET ALIl. ¿Qué es la teoría de la relatividad? DARWIN, CHARLES. Origen de las especies. BENNASSAR, B. La América española y la América portuguesa,

17

DARWIN, CHARLES. Viaje de un naturalista alrededor del mundo

19

(2 vol.). MAKARENKO, ANTON SEMIONOVICH. Poema pedagógico.

siglos

XVI-XVIII.

de tinieblas o si su origen se perdiera ya en la noche de los tiempos, el problema sería insoluble. Citaré un único ejemplo para hacer comprender mi pensamiento. La legislación civil y criminal de los americanos no conoce más que dos medios de acción: la prisión o la fianza. El primer acto del procedimiento consiste en obtener la caución del demandado o, si rehusa, hacerle encarcelar. Seguidamente, se discute la validez de las acusaciones o la gravedad de los cargos. Es evidente que semejante legislación está dirigida contra el pobre y no favorece a otro que al rico. El pobre no siempre encuentra la fianza, ni siquiera en materia ci­ vil, y si se ve obligado a esperar justicia en la cárcel, su forzada inac­ tividad pronto le reduce a la miseria. El rico, por el contrario, siempre logra evitar el encarcelamiento en materia civil. Más aún, caso de haber cometido un delito evita fácilmen­ te el castigo que debería esperar: tras haber entregado la fianza, desapa­ rece. Se puede decir que para él las penas que impone la ley se reducen a multas58 . ¿Qué puede haber de más aristocrático que tamaña legislación? A pesar de todo, en América son los pobres quienes hacen las le­ yes y quienes generalmente se reservan a su favor las mayores venta­ jas de la sociedad. En Inglaterra es donde hay que buscar la explicación de este fe­ nómeno: las leyes de que hablo son inglesas 59 • Los americanos no las han cambiado para nada, aunque se opongan al conjunto de su legis­ lación y al común de sus ideas. Aquello que menos cambia un pueblo aparte de sus costumbres es su legislación civil. Las leyes civiles sólo son familiares a los juristas, es decir, a aquellos que tienen un interés directo en mantenerlas tal como son, buenas o malas, por la razón de que las conocen. El grue­ so de la nación apenas las conoce. Tan sólo las ve operar en casos par­ ticulares, sin aprehender su tendencia más que difícilmente y some­ tiéndose a ellas sin pensárselo. He citado un ejemplo; hubiera podido señalar muchos más. El cuadro que presenta la sociedad americana está, si puedo ex­ presarme así, cubierto de una capa democrática bajo la que vemos sur­ gir de vez en cuando los viejos colores de la aristocracia.

III.

ESTADO SOCIAL DE LOS ANGLOAMERICANOS

El estado social en general resulta de un hecho, a veces de las leyes y las más de las veces de ambas causas juntas. - Sin embargo, una vez que existe, se le puede considerar como la causa primera de la mayoría de las leyes, costumbres e ideas que rigen la conducta de las naciones. - Cuanto no crea, lo modifica. - Para conocer la le­ gislación y las costumbres de un pueblo, hay que empezar, pues, por estudiar su estado social.

Que el punto más destacado del estado social de los angloamericanos es el de ser esencialmente democrático Primeros emigrantes de Nueva Inglaterra. - Iguales entre sí. - Leyes aristocráticas introducidas en el sur. - Época de la revolución. ­ Cambio de las leyes de sucesión. - Efectos producidos por dicho cam­ bio. - Igualdad, llevada a sus últimos extremos en los nuevos estados del oeste. - Igualdad entre las inteligencias.

Mathers magnalia Christi americana, vol. 11, p. 13. Hay, qué duda cabe, delitos por los que no se percibe fianza, pero son bien escasos.

Se podrían hacer muchas observaciones interesantes sobre el esta­ do social de los angloamericanos, pero hay una que domina sobre to­ das las demás. El estado social de los americanos es eminentemente democrático. Ha tenido ese carácter desde el nacimiento de las colonias y todavía lo tiene en nuestros días. Ya he dicho en el capítulo precedente que entre los emigrantes que fueron a establecerse en las costas de Nueva Inglaterra reinaba una

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gran igualdad. El germen mismo de la aristocracia nunca se introdujo en esta parte de la Unión. Jamás pudieron asentarse en ella otras in­ fluencias que las intelectuales. El pueblo se acostumbró a reverenciar ciertos nombres como emblemas de ilustración y virtud. La voz de al­ gunos ciudadanos obtuvo sobre éste un poder al que con razón habría podido haberse llamado aristocrático de haberse podido transmitir in­ variablemente de padres a hijos. Esto acontecía al este del Hudson. Al sudoeste de dicho río y des­ cendiendo hasta Florida ya era de otra manera. En la mayoría de los estados situados al sudoeste del Hudson habían ido a establecerse grandes propietarios ingleses. Habían sido importados los principios aristocráticos y con ellos las leyes inglesas sobre las suce­ siones. He dado a conocer las razones que impidieron que jamás se hu­ biese pOOido instalar en América una aristocracia poderosa Estas razones, aun subsistiendo al sudoeste del Hudson, tenían allí, empero, menos poder que al este de dicho río. Al sur, un solo hombre podía, ayudado por es­ clavos, cultivar una gran extensión de terreno. En dicha parte del conti­ nente se veían ricos propietarios territoriales, pero su influencia no era pre­ cisamente aristocrática como se entiende en Europa, dado que no poseían ningún privilegio y el cultivo por esclavos ni les producía arrendatarios ni, por ende, patronazgo alguno. No obstante, los grandes propietarios al sur del Hudson formaban una clase superior, con ideas y gustos propios y que, en general, centraba la acción política en su interior. Era una especie de aristocracia poco distinta de la masa del pueblo, cuyas aficiones e intere­ ses abrazaba fácilmente sin suscitar amor ni odio. En suma, débil y poco vivaz. Esta clase fue la que se puso al frente de la insurrección en el sur. La revolución de América le debe sus más grandes hombres. En aquella época se estremeció toda la sociedad. El pueblo, en nombre del cual se había combatido, el pueblo convertido en un poder, concibió el deseo de actuar por sí mismo. Los instintos democráticos se despertaron. Al romper el yugo de la metrópoli, se tomó gusto a toda suerte de independencias. Las influencias individuales dejaron de sen­ tirse poco a poco. Al igual que las leyes, las costumbres comenzaron a marchar de consuno hacia el mismo objetivo. Pero fue la ley sobre las sucesiones la que hizo dar a la igualdad su último paso. Me sorprende que los publicistas antiguos y modemos no hayan atri­ buido a las leyes sobre las sucesiones60 una mayor influencia en el curso 60

Véase Blackstone y Delolme, libro 1, capítulo X. RO

de los asuntos humanos. Estas leyes, es cierto, pertenecen al orden civil, pero deberían estar colocadas a la cabeza de todas las instituciones polí­ ticas visto que influyen de manera increíble sobre el estado social de los pueblos, del que las leyes políticas son tan sólo su expresión. Tienen, por demás, una manera uniforme y segura de actuar sobre la sociedad. De al­ gún modo se apropian de las generaciones antes de su mismo nacirrúen­ too Gracias a ellas, el hombre está armado de un poder casi divino sobre el porvenir de sus semejantes. El legislador regula una vez la sucesión de los ciudadanos y descansa durante siglos. Ya conferido el movimiento a su obra, puede retirar la mano. La máquina actúa por sus propias fuerzas y se dirige como por sí misma hacia un objetivo señalado de antemano. Constituida de una cierta manera, reúne, concentra, agrupa la propiedad alrededor de alguna cabeza y, poco después, el poder. Hace emerger, de alguna forma, la aristocracia de la tierra Dirigida por otros principios y lanzada por otra vía, su acción es más rápida todavía Divide, reparte, di­ semina los bienes y el poder. A veces ocurre que entonces se sorprende por la rapidez de su marcha. Desesperando de interrumpir su movimien­ to, se procura al menos crearle dificultades y ponerle obstáculos, se quie­ re contrarrestar su acción mediante esfuerzos contrarios. ¡Vanas tentati­ vas! Destruye o hace volar en pedazos cuanto encuentra a su paso; se levanta y se vuelve a caer incesantemente sobre la tierra hasta que no queda a la vista más que un polvo movedizo e imperceptible sobre el que se asienta la democracia. Cuando la ley de sucesiones permite, y más aún si ordena, el igual reparto de los bienes del padre entre todos los hijos, sus efectos son de dos clases. Importa distinguirlos con cuidado aun cuando tiendan al mismo objetivo. En virtud de la ley de sucesiones, la muerte de cada propietario conlleva una revolución en la propiedad. No solamente los bienes cam­ bian de dueño, sino que cambian, por así decir, de naturaleza. Se frac­ cionan sin parar en partes más pequeñas. Tal es el efecto directo y en cierto modo material de la ley. En los países donde la legislación establece la igualdad de reparto, los bienes y, en particular, las fortunas territoriales, deben tener, por ende, una tenden­ cia permanente a reducirse. En cualquier caso, los efectos de esta legisla­ ción sólo se harían sentir a la larga si la ley fuese abandonada a sus pro­ pias fuerzas, ya que, a poco que la familia se componga de más de dos hijos (y la media de las familias en un país poblado como Francia, según se dice, es de tres), al repartirse los hijos la fortuna de su padre y de su madre, no serán más pobres que cada uno de éstos individualmente.

81

Pero la ley del reparto equitativo no ejerce tan sólo su influencia so­ bre el destino de los bienes: actúa sobre la propia alma de los propieta­ rios y llama a sus pasiones en su ayuda. Son sus efectos indirectos los que destruyen rápidamente las grandes fortunas y, sobre todo, los latifundios. En los pueblos en los que la ley de sucesiones se funda sobre el dere­ cho de primogenitura, los dominios territoriales pasan de generación en generación sin dividirse las más de las veces. De aquí resulta que el es­ píritu de familia se materializa en la tierra de alguna manera. La familia representa la tierra, la tierra representa la familia; perpetúa su nombre, su origen, su gloria, su poder, sus virtudes. Es un testigo imperecedero del pasado y una prenda preciosa de la existencia por venir. Cuando la ley de sucesiones establece el reparto igual, destruye el vínculo íntimo que existía entre el espíritu de familia y la conservación de la tierra. La tierra deja de representar la familia, toda vez que al cabo de una o de dos generaciones teniendo que ser repartida, resulta evi­ dente que debe disminuir sin remedio y termina por desaparecer com­ pletamente. Los hijos de un gran terrateniente, si son reducidos en nú­ mero o si la fortuna les es favorable, pueden conservar la esperanza de no ser menos ricos que su progenitor, pero no de poseer los mismos bienes que él. Su riqueza se compondrá, necesariamente, de otros ele­ mentos distintos que la suya. Ahora bien, desde el momento en que privéis a los grandes terrate­ nientes de interés por el sentimiento, los recuerdos, el orgullo y la ambi­ ción de conservar la tierra, podréis estar seguros de que más tarde o más temprano venderán; pues tienen un gran interés pecuniario en su venta dado que los capitales mobiliarios producen más intereses que los demás y se prestan más fácilmente a satisfacer las pasiones del momento. Una vez divididos, los latifundios no se rehacen nunca, puesto que, proporcionalmente, el pequeño propietario obtiene más ingresos de su campo que el latifundista del suy061. Por consiguiente, lo vende más caro que éste. Así, los cálculos económicos que han conducido al 61 Entiendo por leyes sobre las sucesiones todas aquellas que tienen por prin­ cipal finalidad regular la suerte de los bienes tras la muerte del propietario. La ley de sustitución es de este tipo. Ciertamente, también tiene por resul­ tado impedir al propietario disponer de sus bienes antes de la muerte; pero no le impone la obligación de conservarlos más que en la perspectiva de hacerlos llegar intactos a su heredero. El principal objetivo de la ley de sustituciones es, por tanto, regular la suerte de los bienes tras la muerte del propietario; lo de­ más es el medio que emplea.

82

hombre rico a vender sus vastas propiedades le impedirán, con tanta más razón, comprar otras pequeñas para rehacer las grandes. Eso que se llama espíritu de familia a menudo se funda sobre una ilu­ sión del egoísmo individual. Cada cual busca perpetuarse e inmortalizar­ se en sus descendientes de alguna forma Allí donde termina el espíritu de familia, aparece el egoísmo individual en la realidad de sus inclinaciones. Como la familia ya no se presenta al espíritu más que como una cosa vaga, indeterminada, incierta, cada cual se concentra en la comodidad del presente. Se piensa en formar la siguiente generación y nada más. No se busca, pues, perpetuar la familia; o por lo menos no se bus­ ca perpetuarla por otros medios que los de la propiedad territorial. De esta suerte, la ley de sucesiones no sólo hace difícil para las fa­ milias conservar intactas las mismas propiedades, sino que, en cierto modo, las priva del deseo de intentarlo y las aboca a cooperar con ella en su propia ruina. La ley del reparto equitativo procede por dos vías: al intervenir so­ bre las cosas actúa sobre el hombre; al intervenir sobre el hombre lIe­ ga a las cosas. De ambas maneras consigue atacar profundamente la propiedad territorial y hacer desaparecer con rapidez familias y fortunas 62 . Sin duda, no nos toca a nosotros, franceses del siglo XIX, testigos cotidianos de los cambios políticos y sociales que hace surgir la ley de sucesiones, poner en duda su poder. Cada día la vemos pasar y volver a pasar sobre nuestras tierras, una y otra vez, derribando a su paso los muros de nuestras moradas y destruyendo los cercos de nuestros cam­ pos. Pero si la ley de sucesiones ha hecho ya mucho entre nosotros, tanto más le queda aún por hacer. Nuestros recuerdos, nuestras opi­ niones y nuestras costumbres le oponen obstáculos poderosos. En los Estados Unidos su obra de destrucción está casi terminada. Allí es donde se pueden estudiar sus principales resultados. La legislación inglesa sobre la transmisión de bienes fue abolida en prácticamente todos los estados durante la época de la revolución. La ley sobre las sustituciones fue modificada de manera que no en­ torpeciese de manera sensible la circulación de bienesG• Pase la primera generación y las tierras comenzarán a dividirse. A medida que transcurría el tiempo, el movimiento se iba haciéndo más 62 No quiero decir que el pequeño propietario cultive mejor, sino que cul­ tiva con más entusiasmo y cuidado, recuperando por el trabajo lo que le ha fal­ tado por la ausencia de arte.

83

y más rápido. Hoy en día, cuando apenas han pasado sesenta años, el aspecto de la sociedad ya es irreconocible. Casi todas las familias de grandes latifundistas han sido engullidas en el seno de la masa común. En el Estado de Nueva York, donde se contaban en gran número, ape­ nas dos nadan en el remolino dispuesto a tragáselas. Los hijos de esos opulentos ciudadanos son hoy comerciantes, abogados o médicos. La mayoría ha caído en la oscuridad más profunda. Los últimos restos de jerarquía y distinciones hereditarias han sido destruidos. Por todas partes la ley de sucesiones ha pasado su rasero. No es que en los Estados Unidos no haya ricos como en todas par­ tes. No conozco incluso un país donde el amor por el dinero tenga un lugar más amplio en el corazón del hombre y donde se profese un des­ precio tan profundo por la teoría de la igualdad permanente de bienes. Pero la fortuna circula con una increíble rapidez y la experiencia mues­ tra que es raro ver a dos generaciones recibir sus favores. Esta representación, por brillante que se suponga, no da más que una idea incompleta de lo que ocurre en los nuevos estados del oeste y del sudoeste. A finales del siglo pasado, algunos aventureros audaces comen­ zaron a adentrarse en los valles del Missisipi. Fue como un nuevo descubrimiento de América. Bien pronto fueron seguidos por el grue­ so de la emigración. Entonces, repentinamente, se vieron surgir de los desiertos sociedades desconocidas. Estados cuyo nombre ni siquiera existía unos años antes, se hicieron un sitio en la Unión americana. Es en el oeste donde puede observarse la democracia llevada hasta su último extremo. En esos estados, improvisados en cierto modo por la fortuna, los habitantes llegaron ayer al suelo que ocupan. Apenas se conocen unos a otros y cada cual ignora la historia de su vecino más próximo. En esta parte del continente americano, la población no ya sólo escapa a la influencia de los grandes apellidos, sino a esa aristo­ cracia natural que se desprende de la cultura y la virtud. Nadie ejer­ ce allí ese respetable poder que los hombres otorgan al recuerdo de una vida entera consagrada a hacer el bien en su presencia. Los nue­ vos estados del oeste ya tienen habitantes; la sociedad, allí, todavía no existe. Pero no sólo las fortunas son iguales en América. La igualdad se extiende hasta cierto punto sobre las mismas inteligencias. No creo que haya un país en el mundo donde, en proporción a la población, se encuentren tan pocos ignorantes y menos sabios que en América.

84

La instrucción primaria está al alcance de cualquiera: la instruc­ ción superior casi no está al alcance de nadie. Esto se comprende fácilmente y es, por así decir, el resultado ne­ cesario de cuanto hem~ avanzado más arriba. Casi todos los americanos gozan de una situación holgada y pue­ den procurarse con facilidad los primeros fundamentos del conoci­ miento humano. En América hay pocos ricos. Casi todos los americanos tienen, pues, necesidad de ejercer una profesión. Ahora bien, toda profesión requiere un aprendizaje. Los americanos no pueden entregar al cultivo de la inteligencia más que los primeros años de su vida. A los quince años comienzan una carrera, por lo que su educación termina casi siempre en el momento en que la nuestra comienza. Si se continúa más allá, no se dirige más que hacia una materia especial y lucrativa. Se es­ tudia una ciencia como se opta por una profesión, sin adquirir otras aplicaciones que aquellas cuya utilidad presente esté reconocida. En América, la mayor parte de los ricos ha comenzado por ser po­ bre. Casi todos los ociosos han sido gentes ocupadas en su juvelÚUd. De ahí resulta que, cuando podría tenerse apetencia por el estudio, no se tiene el tiempo para dedicarse a él, y que, cuando se ha consegui­ do el tiempo para entregarse a él, ya no se tiene apetencia alguna. En América, por tanto, no existe una clase que tenga a gala dedi­ carse a las tareas intelectuales y para la que la inclinación por los pla­ ceres intelectuales se transmita con una situación holgada y con el goce de ocios heredados. La voluntad de entregarse a esos trabajos falta tanto como la po­ sibilidad misma de poder hacerlo. En el ámbito del conocimiento humano, se ha establecido en Amé­ rica un cierto nivel medio. Todos los espíritus se le aproximan; los unos por arriba, por debajo los otros. Se encuentra, pues, una inmensa multitud de individuos que tiene más o menos las mismas nociones en materia de religión, historia, cien­ cias, economía política, legislación y gobierno. La desigualdad intelectual procede directamente de Dios y no po­ drá el hombre impedir que resurja siempre. Pero acontece, al menos en lo que acabamos de decir, que aun sien­ do desiguales las inteligencias, tal como lo ha querido el Creador, en­ cuentran medios iguales a su disposición. De esta suerte, en América, hoy en día, el elemento aristocrático, siempre débil desde su nacimiento, está, si no destruido, al menos 85

debilitado, de suerte tal que resulta difícil asignarle una influencia cualquiera sobre la marcha de las cosas. El tiempo, los acontecimientos y las leyes, por el contrario, han convertido al factor democrático no solamente en preponderante, sino, por así decir, en único. Ninguna influencia de familia o cuerpo se deja notar. No pocas veces ocurre que no se puede descubrir una in­ fluencia individual que dure algún tiempo. Por tanto, América presenta en su estado social el más extraño de los fenómenos. Los hombres aparecen más iguales por su fortuna e in­ teligencia o, en otros ténninos, más igualmente poderosos de lo que en ningún otro país del mundo lo son ni en cualquier otro siglo del que la historia guarde recuerdo.

y persistente de sus deseos. Lo que amawcon amor eterno es la igualdad. Hacia la libertad se lanzan con impulsos rápidos y esfuerzos repentinos y, si fallan en su objetivo, se resignan. Pero nada podría satisfacerles sin la igualdad y antes consentirían morir, que perderla. Los pueblos pueden, pues, deducir dos grandes consecuencias po­ líticas de un mismo estado social: dichas consecuencias difieren entre sí de manera prodigiosa, pero ambas surgen del mismo hecho. Sometidos los primeros a esta temible alternativa que acabo de describir, los angloamericanos han sido lo bastante afortunados como para escapar al poder absoluto. Las circunstancias, el origen, la ilus­ tración y sobre todo las costumbres les han permitido fundar y man­ tener la soberanía del pueblo.

Consecuencias políticas del estado social de los angloamericanos Las consecuencias políticas de semejante estado social son fáciles de deducir. Se hace imposible comprender que la igualdad no acabe por pe­ netrar, al igual que en otras partes, en el mundo político. No se puede concebir a los hombres eternamente desiguales entre sí en un solo as­ pecto e iguales en todos los demás. En un tiempo detenninado, todos llegarán a ser iguales en todo. Ahora bien, tan sólo sé de dos maneras para hacer reinar la igual­ dad en el mundo político: o bien se concede derechos a todos los ciu­ dadanos, o no se les concede a ninguno. Para los pueblos que han alcanzado el mismo estado social que los angloamericanos resulta muy difícil, por tanto, concebir un ténnino medio entre la soberanía de todos y el poder absoluto de uno solo. No es preciso disimular que el estado social que acabo de describir se presta tan fácilmente a una como a otra de sus dos consecuencias. Existe, en efecto, una pasión viril y legítima por la igualdad que im­ pulsa a todos los hombres a querer ser fuertes y estimados. Esta pasión tiende a elevar a los pequeños al nivel de los grandes. Pero también se encuentra en el corazón humano un gusto depravado por la igualdad que lleva a los débiles a querer reducir a los fuertes a su nivel y que condu­ ce a los hombres a preferir la igualdad en la servidumbre, a la desigual­ dad en la libertad. No se trata de que los pueblos cuyo estado social es democrático desprecien la libertad de fonna natural. Por el contrario, tie­ nen un gusto instintivo por ella. Pero la libertad no es el objeto principal 86

87

1. POR

QUÉ LOS PUEBLOS DEMOCRÁTrCOS DEMUESTRAN UN AMOR MÁS ARDIENTE Y DURADERO POR LA IGUALDAD QUE POR LA LIBERTAD

La primera y más viva de las pasiones que produce la igualdad de condiciones, huelga decirlo, es el amor a dicha igualdad. No exttañará, pues, que hable de ella antes que de todas las demás. Cualquiera ha notado que en nuestro tiempo, y en Francia espe­ cialmente, esta pasión por la igualdad adquiere diariamente un lugar cada vez mayor en el corazón humano. Se ha dicho cien veces que nuestros contemporáneos demuestran un amor más ardiente y tenaz por la igualdad que por la libertad. Pero todavía no hemos observado que se haya remontado hasta las causas de este hecho de una manera suficiente. Vamos a intentarlo. Imaginemos un punto extremo en el que libertad e igualdad se to­ can y se confunden. Supongamos que todos los ciudadanos tomen parte en el gobierno y que cada uno tenga un derecho igual a tomar partido en él. En dicho caso, al no haber diferencias entre los semejantes, nadie podrá ejercer un poder tiránico; los hombres serán perfectamente li­ bres porque todos ellos serán completamente iguales y todos serán perfectamente iguales porque serán completamente libres. Los pue­ blos democráticos tienden hacia este ideal. He ahí la forma más completa que la igualdad puede adoptar so­ bre la tierra. Pero existen otras mil que, sin ser tan perfectas, apenas son menos apreciadas por esos pueblos. La igualdad puede establecerse en la sociedad civil y no reinar en el mundo político en modo alguno. Se puede tener el derecho de librarse

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a los mismos placeres, de acceder a las mismas profesiones, de encon­ trarse en los mismos lugares; en una palabra, de vivir de igual manera y perseguir la riqueza con los mismos medios, sin que todos participen por igual en el gobierno. En el mundo político puede establecerse incluso algún tipo de igual­ dad, sin que exista por ello libertad política Se es el igual de todos sus semejantes, menos de uno, que es, sin distinción, el señor de todos y eli­ ge por igual, entre todos, los agentes de su poder. Seóa fácil establecer otras hipótesis conforme a las cuales una igualdad muy grande pudiese combinarse fácilmente con institucio­ nes más o menos libres, o incluso con instituciones que no lo fuesen en absoluto. Aun cuando los hombres no puedan llegar a ser completamente iguales sin ser enteramente libres y, por consiguiente, la igualdad en su grado más extremo se confunda con la libertad, se impone distin­ guir la una de la otra. El gusto que los hombres tienen por la libertad y el que sienten por la igualdad son, en efecto, dos cosas distintas, y no temo añadir que en los pueblos democráticos sean dos cosas diferentes. Si se presta atención, se observará que en cada siglo se produce un hecho singular y dominante al que se le suman los demás. Este hecho casi siempre da origen a un pensamiento matriz o a una pasión prin­ cipal que termina por atraer hacia sí y arrastrar en su decurso a todos los sentimientos y a todas las ideas. Es como el gran óo hacia el cual parecen correr todos y cada uno de los arroyos de los alrededores. La libertad se ha manifestado a los hombres en diferentes épocas y bajo diferentes formas; no se vincula exclusivamente a un estado so­ cial y no se la encuentra en ninguna otra parte que en las democracias. Por consiguiente, no podóa constituir el carácter distintivo de los si­ glos democráticos. El hecho particular y dominante que singulariza estos siglos es la igualdad de condiciones; la principal pasión que agita a los hombres en dichas épocas es el amor a esta igualdad. No se pregunte cuál es el encanto singular que los hombres en­ cuentran en vivir iguales durante las épocas democráticas; como tam­ poco las razones particulares que pueden tener para aferrarse de for­ ma tan obstinada a la igualdad antes que a los restantes bienes que la sociedad les ofrece: la igualdad forma el carácter distintivo de la épo­ ca en que viven. Esto resulta suficiente para explicar que la prefieran a cualquier otra cosa.

Pero, independientemente de esta razón, existen otras tantas que en cualquier tiempo conducirán habitualmente a los hombres a preferir la igualdad a la libertad. . Si algun día un pueblo pudiese llegar a destruir o cuando menos a disminuir por sí mismo la igualdad que reina en su seno, únicamente lo conseguióa con largos y penosos esfuerzos. Seóa preciso que mo­ dificase su estado social. aboliese sus leyes, renovase sus ideas, cam­ biase sus hábitos y alterase sus costumbres. Pero para perder la liber­ tad política llega con no retenerla y entonces se escapa. Los hombres no sólo aprecian la igualdad porque les es querida. También se aferran a ella porque creen que debe durar eternamente. Que la libertad política en sus excesos pudiese comprometer la tranquilidad, el patrimonio y la vida de los particulares, no existe hom­ bre tan corto de entendimiento ni tan superficial que no lo entienda. Por el contrario, únicamente las personas atentas y lúcidas perciben los peligros con que nos amenaza la igualdad y, por lo general, evitan señalarlos. Saben que las miserias que temen están lejanas y se jactan de que sólo alcanzarán a las futuras generaciones, por lo que la gene­ ración presente apenas se inquieta. Los males que a veces comporta la libertad son inmediatos, visibles por todo el mundo y todos los sien­ ten más o menos. Los males que la l(xtrema igualdad puede producir sólo se manifiestan poco a poco; se'Ínsinúan en el cuerpo social de forma gradual, únicamente se les ve de vez en cuando y, en el mo­ mento en que se hacen más violentos, la costumbre ha hecho que ya no se les note. Los bienes que la libertad procura tan sólo se muestran a la larga y siempre resulta fácil no comprender la causa que los produce. Las ventajas de la igualdad se dejan sentir al instante y. cada día se las ve manar de su fuente. De vez en cuando. la libertad política proporciona placeres subli­ mes a un cierto número de ciudadanos. La igualdad suministra diariamente una multitud de pequeños pla­ ceres a cada hombre. Los encantos de la igualdad se sienten a cada instante y están al alcance de todos. Los corazones más nobles no les son insensibles y las almas más vulgares hacen de ellos sus delicias. La pasión que hace nacer la igualdad debe ser, por tanto, enérgica y general a un mismo tiempo. Los hombres no pueden disfruta¡de la libertad política sin obte­ nerla con algunos sacrificios y nunclillegan a apropiarse de ella si no es con grandes esfuerzos. Pero los placeres que la igualdad procura se

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ofrecen por sí mismos. Cada uno de los pequeños incidentes de la vida privada parece producirlos y para disfrutarlos llega con vivir. Los pueblos democráticos desean la igualdad en todo momento, pero se dan ciertas épocas en que llevan la pasión que sienten por ella hasta el delirio. Esto sucede en el momento en que la antigua jerarquía social, amenazada durante largo tiempo, acaba por destruirse tras una última lucha intestina y cuando las barreras que separaban a los ciuda­ danos son por fin derruidas. Los hombres se precipitan entonces sobre la igualdad como sobre una conquista y se aferran a ella como a un bien precioso del que se les quisiera despojar. La pasión por la igual­ dad penetra en el corazón humano por todas partes, se extiende en él y lo colma por completo. No digáis a los hombres que entregándose tan ciegamente a una pasión exclusiva comprometen sus intereses más queridos: están sordos. No les mostréis cómo la libertad se escapa de sus manos mientras miran a otra parte: están ciegos o, más bien, en todo el universo tan sólo perciben un único bien digno de envidia. Cuanto precede se aplica a todas las naciones democráticas; cuan­ to sigue no nos concierne más que a nosotros mismos. En la mayor parte de las naciones modernas, y en particular en to­ dos los pueblos del continente europeo, la idea y el gusto por la liber­ tad sólo han empezado a producirse y a desarrollarse en el momento en que las condiciones comenzaron a igualarse y como consecuencia de esa misma igualdad. Los reyes absolutos fueron quienes más tra­ bajaron para igualar las jerarquías entre sus súbditos. En dichos pue­ blos, la igualdad precedió a la libertad; la igualdad ya era una cosa an­ tigua cuando la libertad todavía era una cosa nueva La una ya había creado opiniones, usos y leyes que le eran propios, mientras que la otra salía sola y a la luz por vez primera Así, la segunda todavía no existía más que en las ideas y en los gustos cuando la primera ya ha­ bía penetrado en las costumbres, se había adueñado de la moral y ha­ bía conferido un aspecto particular hasta a las menores acciones de la vida. ¿De qué asombrarse si los hombres de nuestros días prefieren una a la otra? Creo que los pueblos democráticos tienen un gusto natural por la libertad. Entregados a sí mismos, la buscan, la quieren y entienden que sólo con dolor se les separe de ella Pero sienten por la igualdad una pasión ardiente, insaciable, eterna, invencible; desean la igualdad en la libertad y, si no pueden obtenerla, la desean incluso en la esclavitud. Padecerán la pobreza, el servilismo y la barbarie, pero no padecerán la aristocracia. 630

Esto es cierto en todas las épocas y sobre todo en la nuestra. To­ dos los hombres y todos los poderes que quieran luchar contra este po­ der irresistible serán derrocados y destruidos por ella. En nuestros días, la libertad no se puede establecer sin su apoyo e incluso el des­ potismo no podría reinar sin ella.

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n. SOBRE EL INDIVIDUALISMO EN LOS PAÍSES DEMOCRÁTICOS Hemos expuesto cómo en los siglos de igualdad cada hombre bus­ caba sus creencias en sí mismo. Ahora quisiéramos mostrar cómo, du­ rante estos mismos siglos, toma todos sus sentirrúentos hacia sí. ..0 El individualismo es una expresión reciente que ha producido una idea nueva. Nuestros padres sólo conocían el egoísmo. El egoísmo es un amor apasionado y exagerado por uno mismo que conduce al hombre a referir todo hacia sí mismo y a preferirse a todo. El individualismo es un sentimiento reflexivo y pacífico que dis­ pone a cada ciudadano a aislarse de la masa de sus semejantes y a re­ tirarse a un lugar alejado con su familia y sus amigos, de tal suerte que tras haberse creado una pequeña sociedad a su medida de esta guisa, abandona de buena gana la grande a sí misma. El egoísmo nace de un instinto ciego; el individualismo procede de un juicio erróneo antes que de un sentimiento depravado. Tiene su ori­ gen tanto en los defectos del espíritu como en los vicios del corazón. El egoísmo reseca la simiente de todas las virtudes; el individua­ lismo sólo agota, de entrada, la fuente de las virtudes públicas, pero a la larga ataca y destruye todas las demás y al final va a absorberse en el egoísmo. El egoísmo es un vicio tan antiguo como el mundo. No pertenece a una forma de sociedad más que a otra. El individualismo es de origen democrático y amenaza con desa­ rrollarse a medida que se igualan las condiciones. En los pueblos aristocráticos, las familias permanecen durante si­ glos en la misma situación y a menudo en el mismo lugar. Esto hace 633

contemporáneas, por así decir, a todas las generaciones. Un hombre casi siempre conoce a sus antepasados y los respeta, cree avistar ya a sus descendientes y los quiere. De buena gana se impone deberes ha­ cia unos y otros y no pocas veces le ocurre que sacrifica sus placeres personales por esos seres que ya no existen o que no existen todavía. Asimismo, las instituciones aristocráticas tienen por efecto vincu­ lar de manera estrecha cada hombre a varios de sus conciudadanos. En el seno de un pueblo aristocrático, al ser muy distintas e inmó­ viles las clases, cada una llega a ser, para quien las integra, una espe­ cie de pequeña patria más visible y querida que la grande. En las sociedades aristocráticas, como todos los ciudadanos están situados en puestos fijos, unos por encima de los otros, también re­ sulta que cada uno de ellos siempre ve por encima de sí mismo un hombre cuya protección le es necesaria y, por debajo, otro cuya parti­ cipación puede reclamar. Los hombres que viven en los siglos aristocráticos casi siempre están unidos estrechamente a alguna cosa que se sitúa fuera de ellos y a menudo están dispuestos a olvidarse de sí mismos. Es verdad que en estos mismos siglos la noción general del semejante es oscura y que apenas se piensa en consagrarse a ella en aras de la causa de la huma­ nidad, pero uno se sacrifica con frecuencia por ciertos hombres. A diferencia de ello, en los siglos democráticos, donde los debe­ res de cada individuo hacia la especie son bastante más claros, la de­ voción hacia un hombre se vuelve más escasa. El vínculo de los afec­ tos humanos se distiende y se afloja. En los pueblos democráticos, nuevas familias surgen sin cesar de la nada, otras caen allí regularmente, y todas aquellas que permanecen cambian de aspecto. La trama de los tiempos se rompe a cada instan­ te y se borra todo vestigio de las generaciones. Se olvida con facilidad a aquellos que os han precedido y se carece de cualquier idea sobre aquellos que os seguirán. Sólo interesan los más inmediatos. Cuando cada clase consigue aproximarse a las demás y a mez­ clarse con ellas, sus miembros acaban siendo indiferentes y como ex­ traños entre sí. La aristocracia había hecho de todos los ciudadanos una larga cadena que se remontaba del paisano al rey. La democracia rompe la cadena y aísla cada mallete. A medida que las condiciones se igualan, hay un mayor número de individuos que, sin ser lo bastante ricos ni bastante poderosos como para ejercer una gran influencia sobre la suerte de sus semejantes, han adquirido o conservado, con todo, suficiente cultura y bienes como para 634

poder valerse por sí mismos. Éstos no deben nada a nadie y, por así de­ cir, nada esperan de nadie. Están acostumbrados a pensar en sí mismos siempre de forma aislada. Se complacen en pensar que la totalidad de su destino está en sus manos. Así, la democracia no sólo hace olvidar a cada hombre sus antepa­ sados, sino que les oculta sus descendientes y les separa de sus contem­ poráneos; les conduce constantemente hacia sí mismos y les amenaza, en fin, con encerrarles por completo en la soledad de su propio corazón.

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111. CÓMO AL SALIR DE UNA REVOLUCIÓN DEMOCRÁTICA EL INDIVIDUALISMO ES MAYOR QUE EN OTRA ÉPOCA

Por encima de todo, es en el momento en que una sociedad de­ mocrática acaba de formarse sobre las ruinas de una aristocraciá cuan­ do más fácilmente llama la atención ese aislamiento entre unos hom­ bres y otros, así como el egoísmo, que es su consecuencia. Tales sociedades no sólo comprenden un gran número de ciudada­ nos independientes, sino que a diario se llenan de hombres que, llega­ dos ayer a la independencia, están embriagados de su nuevo poder. Conciben una confianza en sus fuerzas presuntuosa y, sin imaginar que algún día puedan llegar a tener necesidad de requerir la ayuda de sus semejantes, no tienen dificultad en mostrar que no piensan más que en sí mismos. Por lo general, una aristocracia sucumbe únicamente tras una pro­ longada lucha en la que prenden odios implacables entre las diferen­ tes clases. Tales pasiones sobreviven a la victoria y se les puede seguir la huella en medio de la confusión democrática que les sigue. Aquellos que de entre los ciudadanos eran los primeros en la jerar­ quía destruida no pueden olvidar tan rápido su antigua grandeza. Duran­ te mucho tiempo se consideran extraños dentro de la nueva sociedad. En todos los iguales que dicha sociedad les ofrece, ven opresores cuyo des­ tino no podría producirles simpatía. Han perdido de vista a sus antiguos iguales y ya no se sienten vinculados a su suerte por un interés común. Al retirarse aparte, cada uno de ellos cree haber sido reducido a no ocu­ parse más que de sí mismo. Quienes, por el contrario, estaban otrora si­ tuados en la parte inferior de la escala social y a quienes una revolución 637

imprevista ha aproximado al nivel común, tan sólo disfrutan de la inde­ pendencia recientemente adquirida con una especie de inquietud secre­ ta. Si encuentran a su lado a algunos de sus antiguos superiores, les lan­ zan miradas de triunfo y miedo, y se apartan de ellos. Por tanto, en el origen de las sociedades democráticas es cuando, por lo general. los ciudadanos se muestran más dispuestos a aislarse. La democracia lleva a los hombres a no aproximarse a sus seme­ jantes, pero las revoluciones democráticas les disponen a huir de los demás y perpetúan en el seno de la igualdad los odios que hizo nacer la desigualdad. La gran ventaja de los americanos es haber llegado a la democra­ cia sin haber sufrido revoluciones democráticas y haber nacido igua­ les en lugar de llegar a serlo.

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IV.

CÓMO COMBATEN EL INDIVIDl,JALISMO LOS AMERICANOS MEDIANTE LAS INSTITIJCIONES LIBRES

El despotismo, que es temeroso por naturaleza, ve en el aislamien­ to de los hombres el instrumento más seguro de su propia duración y, por lo general, pone todos sus cuidados en aislarlos. Ningún vicio del corazón humano le agrada tanto como el egoísmo. Un déspota perdona con facilidad a sus gobernados que no l~i.9uieran siempre y que no se quieran entre sí. No les pide que le ayudeñ a conducir el Estado, le lle­ ga con que no pretendan dirigirlo ellos mismos. Llama espíritus turbu­ lentos e inquietos a aquellos que pretenden unir sus esfuerzos para cre­ ar la prosperidad común y, cambiando el sentido de las palabras. llama buenos ciudadanos a quienes se encierran estrictamente en sí mismos. De esta suerte, los vicios que provoca el despotismo son precisa­ mente aquellos que la igualdad favorece. Ambas cosas se completan y se ayudan mutuamente de una manera funesta. La igualdad coloca a unos hombres al lado de otros, sin vínculo común que los retenga. El despotismo erige barreras entre ellos y los separa. Éstas les predisponen a no preocuparse por sus semejan­ tes, con lo que hacen de la indiferencia una especie de virtud pública. El despotismo, que en todas las épocas es peligroso, resulta parti­ cularmente de temer en los siglos democráticos. En estos mismos siglos, resulta fácil observar que los hombres tie­ nen una particular necesidad de libertad. Cuando los ciudadanos son obligad~s a ocuparse de los asuntos públicos, son apartados necesariamente tt'b sus intereses individuales y separados, de vez en cuando, de su propia contemplación.

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Desde el momento en que se tratan en común los asuntos comu­ nes, cada hombre se percata de que no es tan independiente de sus se­ mejantes como se figuraba al principio y que para obtener su apoyo a menudo debe prestarles su cooperación. Cuando el público gobierna, no hay hombre que no sienta el valor de la benevolencia pública y que no procure cautivarla atrayendo la estima y el afecto de aquellos en medio de los cuales debe vivir. Varias de entre las pasiones que hielan los corazones y los dividen se ven entonces forzadas a retirarse al fondo del alma y a guarecerse allí. El orgullo se disimula, el desprecio no se atreve a salir a la luz. El egoísmo tiene miedo de sí mismo. Bajo un gobierno libre, al ser electivas la mayor parte de las fun­ ciones públicas, los hombres a quienes la altura de su alma o la in­ quietud de sus deseos incomodan en la vida privada, sienten cada día que no pueden prescindir de la población que les circunda. Ocurre así que piensan en sus semejantes por ambición y que no pocas veces encuentran, de algún modo, su propio interés en olvidar­ se de sí mismos. Sé que se me pueden objetar aquí todas las intrigas que producen la elección, los medios vergonzosos de que a menudo se sirven los candidatos y las calumnias que propagan sus enemigos. Son ocasiones para el odio que se presentan tanto más en la medida en que las elecciones se hacen más frecuentes. Sin duda, estos males son grandes, pero son pasajeros, mientras que los bienes que nacen de ellos permanecen. El deseo de ser elegido puede llevar a ciertos hombres a hacerse la guerra momentáneamente, pero a la larga ese mismo deseo condu­ ce a todos los hombres a prestarse mutuo apoyo. y si sucede que una elección divide accidentalmente a dos amigos, el sistema electoral aproxima de una manera permanente a una multitud de ciudadanos que siempre permanecerían extraños entre sí. La libertad crea odios particulares, pero el despotismo produce la indiferencia general. Los americanos han combatido con la libertad el individualismo que producía la igualdad y lo han vencido. Los legisladores de América no han creído que para sanar una en­ fermedad tan natural al cuerpo social en los tiempos democráticos y tan funesta, llegase con conceder a toda la nación una representación de sí misma. De igual modo, pensaron que convenía dar una vida po­ lítica a cada parte del territorio, a fin de multiplicar al infinito para los ciudadanos las ocasiones de actuar unidos y de hacerles sentir diaria­ mente que dependen unos de otros. 640

Esto fue actuar con inteligencia. Los asuntos generales de un país únicamente ocupan a los princi­ pales ciudadanos. Éstos tan sólo se reúnen de vez en cuando en los mismos lugares y como a menudo ocurre que rápido se pierden de vis­ ta, no se establecen entre ellos vínculos duraderos. Pero cuando se tra­ ta de resolver los asuntos particulares de un cantón por los hombres que lo habitan, los mismos individuos se encuentran permanentemen­ te en contacto y están de algún modo obligados a conocerse y a com­ placerse. Difícilmente se aparta a un hombre de sí mismo para interesarlo en el destino de todo el Estado, ya que difícilmente comprende la in­ fluencia que el destino del Estado puede ejercer sobre el suyo propio. Pero si hay que hacer pasar un camino por un extremo de su propie­ dad, comprobará al primer vistazo que entre ese pequeño asunto pú­ blico y sus mayores asuntos privados existe una relación y descubrirá, sin que se le enseñe, el estrecho vínculo que ahí une el interés parti­ cular al interés general. Por tanto, al encargar a los ciudadanos la administración de los pe­ queños asuntos, más que al encargarles el gobierno de los grandes, es cuando se les interesa por el bien público y se les hace ver la necesi­ dad permanente que para conseguirlo tienen unos de otros. Gracias a una hazaña se puede cautivar de golpe el favor del pue­ blo. Pero, para ganar el amor y el respeto de la población, se necesita una larga sucesión de pequeños servicios prestados, de oscuros bue­ nos oficios, un hábito de benevolencia constante y una reputación de desinterés bien establecida. Las libertades locales, que hacen que un gran número de ciudada­ nos pongan precio al afecto de sus vecinos y sus allegados, conducen a unos hombres hacia los otros incesantemente, a pesar de los instin­ tos que los separan y que les obliga a ayudarse mutuamente. En los Estados Unidos, los ciudadanos más opulentos tienen buen cuidado de no aislarse del pueblo. Bien al contrario, se aproximan a él permanentemente, le escuchan de buen grado y le hablan todos los días. Saben que los ricos de las democracias siempre tienen necesidad de los pobres y que, en los tiempos democráticos, al pobre se le atrae más por las maneras que por las buenas acciones. La propia grandeza de las buenas acciones, que pone en evidencia la diferencia de condi­ ciones, causa una irritación secreta a quienes se benefician de ellas. La simplicidad de maneras, empero, tiene encantos casi irresistibles; su familiaridad atrae e incluso no siempre desagrada su tosquedad. 641

Esta verdad no invade a la primera el espíritu de los ricos. Por lo ge­ neral, se resisten a ella tanto como dura la revolución democrática e in­ cluso una vez que ésta se ha realizado no la admiten irunediatamente. Consienten de buen grado en hacer bien al pueblo, pero quieren seguir manteniéndolo a distancia con cuidado. Creen con eso que resulta sufi­ ciente. Se equivocan. Así se arruinarán y no volverán a encender el co­ razón de la población que les rodea. No es el sacrificio de su dinero, sino el de su orgullo, lo que se les solicita. Diríase que en los Estados Unidos no hay imaginación que no se agote en inventar los medios de incrementar la riqueza y de satisfacer las necesidades del público. Los habitantes más instruidos de cada can­ tón se sirven sin cesar de sus conocimientos para descubrir nuevos se­ cretos apropiados con el fin de acrecentar la prosperidad común, y cuan­ do han encontrado algunos no tardan en entregárselos a la multitud. Al examinar de cerca los vicios y las debilidades que no pocas ve­ ces dejan ver en América quienes gobiernan, nos asombramos de la prosperidad creciente del pueblo y nos equivocamos. No es el magis­ trado elegido quien hace prosperar la democracia americana, sino ésta la que prospera porque el magistrado es electivo. Sería injusto creer que el patriotismo de los americanos y el celo que cada uno de ellos demuestra por el bienestar de sus conciudada­ nos no tienen nada de real. Aun cuando en los Estados Unidos, como en otros muchos sitios, el interés privado dirige la mayor parte de las acciones humanas, no las regula todas. Debo decir que he visto frecuentemente a los americanos hacien­ do grandes y verdaderos sacrificios por la cosa pública y he observa­ do cien veces cómo en caso de necesidad casi nunca dejaban de pres­ tarse un fiel apoyo unos a otros. Las instituciones libres que poseen los habitantes de los Estados Unidos y los derechos políticos de los que tanto uso hacen, recuer­ dan a cada ciudadano permanentemente y de mil maneras que vive en sociedad. Aproximan a cada instante su voluntad a la idea de que tanto el deber como el interés de los hombres estriba en hacerse úti­ les a sus semejantes. Y como no ven ninguna razón particular para odiarlos, ya que nunca son ni sus esclavos ni sus amos, su corazón se inclina hacia la benevolencia con facilidad. Se ocupan del interés general por necesidad, primero, y por decisión, después. Aquello que era cálculo deviene instinto y a fuerza de trabajar por el bien de sus conciudadanos, terminan al fin por adquirir la costumbre y el de­ seo por servirlos.

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En Francia, mucha gente considera la igualdad de condiciones como el primer mal y la libertad política como el segundo. Cuando se ven obligados a soportar la una, se esfuerzan cuando menos por esca­ par a la otra. Y por lo que a mí respecta, afirmo que para combatir los males que puede producir la igualdad, sólo existe un remedio eficaz y es la libertad política.

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V. SOBRE EL USO QUE LOS AMERICANOS HACEN DE LA ASOCIACIÓN EN LA VIDA CIVIL

No quisiéramos hablar de esas asociaciones políticas con ayuda de las cuales los hombres procuran defenderse contra la acción despótica de una mayoría o contra las invasiones del poder real. Ya hemos trata­ do dicho tema en otro lugar. Está claro que si cada ciudadano, en la me­ dida en que se hace individualmente más débil y, por consiguiente, más incapaz de preservar aisladamente su libertad, no aprendiese el arte de unirse a sus semejantes para defenderla, la tiranía crecería necesaria­ mente con la igualdad. Aquí sólo se trata de las asociaciones que se fonnan en la vida civil y cuyo objeto no tiene nada de político. Las asociaciones políticas que existen en los Estados Unidos no constituyen más que un detalle en medio del inmenso panorama que representa el conjunto de las asociaciones. Los americanos de todas las edades, de todas las condiciones, de todas las mentalidades se unen sin cesar. No sólo tienen asociaciones comerciales e industriales en las que todos toman parte, sino que tam­ bién las tienen de otras mil modalidades: religiosas, morales, serias, fú­ tiles, muy generales y muy particulares, inmensas y muy reducidas. Los americanos se asocian para dar fiestas, fundar seminarios, construir al­ bergues, erigir iglesias, repartir libros, enviar misioneros a las antípo­ das. De esta manera, crean hospitales, prisiones y escuelas. Si se trata, en fin, de poner en evidencia una verdad o de desarrollar un sentimiento con el apoyo de un gran ejemplo, se asocian. Allí donde en Francia veis al gobierno encabezando una empresa Y el!'Jnglaterra a un gran señor, con­ tad con que en los Estados Unidos encontraréis a una asociación. 645

En América encontré tipos de asociaci ones de las que confieso que ni siquiera tenía idea y no pocas veces admiré el arte infinito con que loshabit antes de los Estados Unidos lograban fijar un objetivo co­ mún a los esfuerzo s de un gran número de hombres y les hacían mar­

char libremente hacia él. Después recorrí Inglaterra, de donde los americanos tomaron algu­ nas de sus leyes y muchos de sus usos, y me pareció que estaban muy lejos de hacer un empleo tan constante y compete nte de la asociación. A menudo ocurre que los ingleses ejecutan aisladam ente cosas muy grandes, mientras que apenas existe empresa , por pequeña que sea, para la que no se unan los americanos. Resulta evidente que los

primeros conside ran la asociaci ón como un poderos o medio de ac­ ciÓn, si bien los demás parecen ver en ésta el único medio que tienen para intervenir. Así, el país más democrá tico de la tierra resulta ser, de entre todos, aquel en que los hombres más han perfecci onado en nuestros días el arte de persegu ir en común el objeto de sus deseos comune s y donde han aplicado esta nueva ciencia a mayor número de objetivos. ¿Ha re­ sultado esto de un accidente o será que existe, en efecto, una relación necesari a entre las asociaciones y la igualdad? Las sociedad es aristocráticas siempre compren den en su interior, en medio de una multitud de individu os que no pueden valerse por sí mismos , un pequeño número de ciudada nos muy poderos os y ricos. Cada uno de ellos puede ejecutar grandes empresa s. En las sociedades aristocráticas, no tienen necesidad de actuar porque se mantienen fuertemente unidos. Cada ciudada no, rico y poderoso, forma en ellas como la cabeza de una asociaci ón permane nte y forzosa que se compon e de todos aquellos a quienes tiene bajo su dependencia, a quienes hace partici­ par en la ejecució n de sus designios. En los pueblos democráticos, por el contrario, todos los ciudadanos son independientes y débiles. No pueden casi nada por sí mismos y nin­ guno de entre ellos podría obligar a sus semejantes a prestarle su apo­ yo. Si no aprenden a ayudarse libremente, caen todos en la impoten cia Si los hombres que viven en los países democráticos no tuviesen ni el derecho ni el gusto de unirse con fines políticos, su independencia corre­ ría grandes peligros, pero podrían conservar durante mucho tiempo sus ri­ quezas y sus luces, mientras que si no adquiriesen el hábito de asociarse en la vida ordinaria, la civilización misma estaría en peligro. Un pueblo en el que los particulares perdiesen el poder de hacer aisladamente 646

grandes cosas sin adquirir la facultad de producirlas en común, rápida­ mente regresaría a la barbarie. Desafortunadamente, el mismo estado social que tan necesarias hace las asociaciones para los pueblos democráticos, las hace en ellos más di­

fíciles que en todos los restantes. Cuando varios miembros de una aristocra cia quieren asociarse, lo consiguen fácilmente. Como cada uno de ellos aporta una gran fuerza en la sociedad, el número de los asociado s puede ser muy pequeño , y si éstos son escasos les es muy fácil conocer se, compren derse y esta­ blecer reglas fijas. En las naciones democrá ticas no se dan estas mismas facilidades,

pues siempre es preciso que los asociados sean muy numerosos para

que la asociación tenga algún poder. Sé que no son pocos entre mis contemp oráneos a quienes esto no les preocupa. Pretend en que, a medida que los ciudada nos se hacen más débiles e incompetentes, hay que hacer al gobiern o más hábil y más activo, a fin de que la sociedad pueda ejecutar aquello que los in­ dividuos no pueden hacer. Al decir esto creen haber respondido a todo. Pero pienso que se equivocan. Un gobierno podría ocupar el lugar de algunas de las mayores aso­ ciaciones americanas y, en el seno de la Unión, varios estados ya lo han intentado. Pero, ¿qué poder político estaría nunca en condiciones de ser suficiente para la innumerable multitud de pequeñas empresas que los ciudadanos americanos ejecutan a diario con ayuda de la asociación? Resulta fácil prever que se aproxima el tiempo en que el hombre es­ tará cada vez menos en condiciones de producir por sí mismo las cosas más comunes y necesarias para su existenc ia La tarea del poder social crecerá sin cesar y sus propios esfuerzos la harán cada día más vasta Cuanto más ocupe en el lugar de las asociaciones, más necesidad tendrán los particulares de que se venga en su ayuda al perder la idea de aso­ ciarse. Son causas y efectos que se engendran sin descanso. ¿Terminará la administración pública por dirigir todas las industrias para las que no se basta un único ciudadano? Y si llega, en fin, un momento en el que, como consecuencia de la extrema división de las propiedades territoria ­ les,la tierra se encuentre repartida hasta el infinito, de suerte que no pue­ da ser cultivada más que por asociaciones de labradores, ¿hara falta que el jefe del gobierno deje el timón del Estado para ir a empujar el arado? La moral y la inteligencia de un pueblo democrático no correrían menores peligros que sus negocio s e industri a si el gobiern o llegase a ocupar el sitio de las asociaciones en todas partes. 647

Si los sentimientos y las ideas no se renuevan, el corazón no se en­ grandece y el espíritu humano no se desarrolla más que por la acción recíproca de unos hombres sobre otros. Hemos expuesto cómo en los países democráticos una acción tal resulta prácticamente nula. Es preciso, por tanto, crearla de manera ar­ tificial. Esto sólo pueden hacerlo las asociaciones. Cuando los miembros de una aristocracia adoptan una idea nueva o conciben un sentimiento nuevo, en cierto sentido, los ubican a su lado dentro del gran teatro en que ellos mismos se encuentran, y al ex­ ponerlos de esta forma a las miradas de la multitud los introducen có­ modamente en el espíritu o el corazón de todos quienes les rodean. En los países democráticos, sólo el poder social se encuentra por na­ turaleza en condiciones de actuar de esta manera, pero resulta fácil com­ probar que su acción siempre es insuficiente y, no pocas veces, peligrosa. Un gobierno no seóa suficiente para mantener y renovar de por sí la circulación de sentimientos e ideas en un gran pueblo, como tampoco para conducir todas las empresas industriales. Tan pronto como intenta­ se salir de la esfera política para lanzarse por esta nueva vía, ejerceóa, in­ cluso sin quererlo, una insoportable tiranía, ya que un gobierno sólo sabe dictar reglas precisas, impone los sentimientos y las ideas que favorece, y siempre resulta complicado distinguir sus consejos de sus órdenes. Seóa mucho peor todavía si se creyese interesado en que nada se moviese. De ser así, se mantendóa inmóvil y se dejaóa sumir en un sue­ ño voluntario. Hace falta, por lo tanto, que no actúe solo. En los pueblos democráticos, las asociaciones son las que deben ocupar el lugar de los particulares poderosos que la igualdad de con­ diciones ha hecho desaparecer. En cuanto varios habitantes de los Estados Unidos conciben un sentimiento o una idea que quieren dar a conocer al mundo, se buscan y. cuando se han encontrado, se unen. Desde entonces ya no son hom­ bres aislados, sino un poder que se ve de lejos y cuyas acciones sirven de ejemplo, que habla y es escuchado. La primera vez que oí decir en los Estados Unidos que cien mil hombres se habían comprometido públicamente a no hacer uso de li­ cores fuertes, la cosa me pareció más cómica que seria y no com­ prendía al principio por qué dichos ciudadanos, tan moderados, no se contentaban con beber agua en el seno de su familia. Acabé por danne cuenta de que esos cien mil americanos, asustados por los progresos que la embriaguez provocaba a su alrededor, habían 648

querido dar su patrocinio a la sobriedad. Habían actuado precisamente como un gran señor que se vistiese muy sencillamente a fin de inspirar el desprecio al lujo a los simples ciudadanos. Cabe pensar que si esos cien mil hombres hubiesen vivido en Francia, cada uno de ellos se ha­ bóa dirigido individualmente al gobierno para solicitarle que vigilara las tabernas en toda la superficie del reino. A mi entender, no hay nada que merezca más nuestra atención que las asociaciones intelectuales y morales de América. Las asociaciones políticas e industriales de los americanos encajan bien en nuestros es­ quemas, pero las demás se nos escapan y, si las descubrimos, las com­ prendemos mal ya que prácticamente nunca hemos visto algo pareci­ do. Se debe reconocer, no obstante, que tan necesarias son éstas al pueblo americano como las primeras, e incluso más. En los países democráticos, la ciencia de la asociación es la cien­ cia matriz. El progreso de todas las restantes depende de esta misma. Entre las leyes que rigen las sociedades humanas, hay una que parece más precisa y clara que todas las demás. Para que los hom­ bres continúen siendo civilizados o lleguen a serlo, hace falta que entre ellos se desarrolle y perfeccione el arte de asociarse en la mis­ ma proporción en que aumente la igualdad de condiciones.

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tos bienes son, sin duda, preciosos y comprendo que para adquirirlos o conservarlos una nación consienta en imponerse momentáneamente grandes incomodidades, pero asimismo conviene que sepa precisa­ mente cuánto le cuesta dichos bienes. Comprendo que para salvar la vida de un hombre se le corte un brazo. Pero para nada pretendo que se me asegure que mostrará tanta destreza como si no fuese manco.

VIII.

CÓMO COMBATEN LOS AMERICANOS EL INDIVIDUALISMO CON LA DOCTRINA DEL INTERÉs BIEN ENTENDIDO

Cuando el mundo era dirigido por un pequeño número de indivi­ duos poderosos y ricos, éstos gustaban de hacerse una idea sublime de los deberes del hombre. Se complacían en profesar lo glorioso de ol­ vidarse de sí mismos y la conveniencia de hacer el bien desinteresa­ damente, como el propio Dios. En aquel tiempo, tal era la doctrina oficial en materia de moral. Dudo de que los hombres fuesen más virtuosos en los siglos aris­ tocráticos que en otros, pero es cierto que en ellos se hablaba sin ce­ sar de la belleza de la virtud. Sólo en secreto se estudiaba en qué sen­ tido era útil. Pero, a medida que la imaginación echa a volar menos alto y cada cual se concentra sobre sí mismo, los moralistas se ame­ drentan ante tal idea del sacrificio y ya no se arriesgan a ofrecérsela al espíritu humano. Se limitan a investigar si el provecho individual de los ciudadanos no sería trabajar por la felicidad de todos. Y cuando han descubierto uno de esos puntos en los que el interés particular vie­ ne a encontrarse con el interés general y a confundirse con él, se apre­ suran a sacarlo a la luz. Poco a poco, se multiplican observaciones pa­ recidas. Aquello que no era más que una observación aislada se convierte en una doctrina general y, al final, se cree percibir que el hombre se sirve a sí mismo al servir a sus semejantes y que su interés particular consiste en hacer el bien. Ya he indicado en diversos lugares de esta obra cómo los habitantes de los Estados Unidos saben casi siempre combinar su propio bienestar

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con el de sus conciudadanos. Lo que quiero destacar aquí es la teoría general con ayuda de la cual lo consiguen. En los Estados Unidos, apenas se dice que la virtud sea bella. Se sostiene que es útil y todos los días se demuestra que es así. Los mora­ listas americanos no pretenden que sea preciso sacrificarse por los se­ mejantes porque sea importante hacerlo, sino que afirman con audacia que semejantes sacrificios son tan necesarios para quien se los impone como para quien se aprovecha de ellos. Han observado que, en su país y en su tiempo, el hombre es arras­ trado hacía sí por una fuerza irresistible y, al perder la esperanza de detenerle, ya sólo piensan en dirigirle. No niegan que cada hombre no pueda moverse en su propio interés, pero se empeñan en probar que el interés de todo el mundo consiste en ser honrado. No quiero entrar aquí en el detalle de sus razones, ya que me apar­ taría de mi tema. Me basta decir que éstas han convencido a sus con­ ciudadanos. Hace mucho Montaigne dijo: «Cuando no siga el camino recto por su rectitud, lo seguiré por haber descubierto, con la experiencia, que a fin de cuentas es por lo común el más agradable y útil». La doctrina del interés bien entendido no es nueva, por tanto. Pero entre los americanos de nuestros días ha sido aceptada de manera uni­ versal. Se ha hecho popular: se la encuentra en el fondo de todas las ac­ ciones y promueve todos los discursos. Está tanto en la boca del pobre como en la del rico. En Europa, la doctrina del interés es mucho más tosca que en Amé­ rica, si bien se encuentra menos difundida al mismo tiempo y, sobre todo, es menos explícita. A diario se le finge una devoción que no se le profesa. Los americanos, por el contrario, se complacen en explicar con la ayuda del interés bien entendido prácticamente todos los actos de su vida. Muestran complacidos cómo su esclarecido amor por sí mismos les incita constantemente a ayudarse entre sí y les predispone a sacri­ ficar voluntariamente una parte de su tiempo y riquezas por el bien del Estado. Pienso que en eso les sucede a menudo que no se rinden jus­ ticia, ya que en los Estados Unidos, como en otras partes, a veces se observa a los ciudadanos dedicarse a los impulsos desinteresados e irreflexivos que son naturales al hombre. Pero los americanos apenas confiesan ceder a movimientos de este tipo. Prefieren hacer honor a su filosofía que a sí mismos.

Podría detenenne aquí Y no intentar enjuiciar cuanto acabo de des­ cribir. Mi excusa sería la extrema dificultad del tema. Pero no quisiera aprovecharme de ello y prefiero que mis lectores, al ver claramente mi objetivo, se nieguen a seguir conmigo antes que dejarles en suspenso. El interés bien entendido es una doctrina poco elevada, pero es cIa­ ra y segura. No pretende alcanzar grandes objetivos, pero consigue to­ dos los que propone sin demasiados esfuerzos. Como está al alcance de todas las inteligencias, todo el mundo la maneja con facilidad y la retiene sin dificultad. Al adaptarse maravillosamente a las debili­ dades de los hombres, obtiene un gran imperio cómodamente y no le resulta difícil conservarlo ya que reorienta el interés personal en su propia contra y se sirve, para dirigir las pasiones, del aguijón que las excita. La doctrina del interés bien entendido no produce grandes sacrifi­ cios, pero sugiere pequeñas renuncias cotidianas. Por sí sola no podría hacer virtuoso a un hombre, pero forma una multitud de ciudadanos ordenados, prudentes, razonables, previsores y dueños de sí mismos. y si no conduce directamente a la virtud mediante la voluntad, se le acerca sin que se note mediante las costumbres. Si la doctrina del interés bien entendido llegase a dominar entera­ mente el mundo moral, las virtudes extraordinarias serían sin duda menos frecuentes. Pero pienso que entonces serían también menos co­ munes las depravaciones bárbaras. La doctrina del interés bien enten­ dido quizá impida a algunos hombres subir muy por encima del nivel ordinario de la Humanidad, pero muchos otros que caían por debajo de él se mantendrán. Considérense algunos individuos y los rebajará. Piénsese en la especie y la elevará. No temeré decir que de todas las doctrinas filosóficas, la doctrina del interés bien entendido me parece la más adecuada a las necesidades de los hombres de nuestro tiempo y en ella veo la más poderosa garantía que les queda contra sí mismos. Hacia ella es principalmente hacia don­ de debe girarse el espíritu de los moralistas de nuestros días. Aun cuan­ do la consideren imperfecta, todavía debería adoptarse como necesaria. No creo que, en términos generales, haya más egoísmo entre nosotros que en América. La única diferencia es que allí es ilustrado y aquí no lo es. Cada americano sabe sacrificar una parte de sus intereses particulares para salvar todo lo demás. Nosotros queremos conservarlo todo y no po­ cas veces todo se nos escapa. A mi alrededor no veo más que personas que, con sus palabras y su ejemplo, parecen querer enseñar todos los días a sus contemporáneos

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que lo útil nunca es deshonesto. ¿AC1JSO no encontrar6 alguien que quie­ ra hacerles entender, por fin, cómo puede ser útil lo honesto? No existe poder sobre la tierra capaz de impedir que la creciente igualdad de condiciones conduzca el espíritu humano a la búsqueda de lo útil, o disponga a cada ciudadano a encerrarse en sí mismo. Cabe esperar, pues, que el interés individual llegará a ser el prin­ cipal, si no el único, móvil de las acciones de los hombres como nun­ ca lo fue, aun cuando quede por saber cómo entenderá cada hombre su interés individual. Si, al hacerse iguales, los ciudadanos continuasen ignorantes y vul­ gares, es difícil prever hasta qué estúpido exceso podría llevar su ego­ ísmo y no se podría decir por adelantado en qué vergonzosas miserias se sumirían por miedo a sacrificar algo de su bienestar por la prosperi­ dad de sus semejantes. No creo que la doctrina del interés tal como se predica en Améri­ ca sea evidente en todas sus partes, pero comprende un gran número de verdades tan obvias que llega con instruir a los hombres para que las vean. Instruidlos, pues, a cualquier precio, pues el siglo de la ab­ negación ciega y las virtudes instintivas huye ya lejos de nosotros y veo acercarse el tiempo en que la libertad, la paz pública y el propio orden social no podrán prescindir de la instrucción.

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IX.

CÓMO APLICAN LOS AMERICANOS LA DOCTRINA DEL INTERÉs BIEN ENTENDIDO EN MATERIA DE RELIGIÓN

Si la doctrina del interés bien entendido tuviese a la vista este mun­ do únicamente, estaría lejos de ser suficiente, pues existe un gran nú­ mero de sacrificios que sólo en el otro pueden encontrar sU recompen­ sa y, fuese cual fuese el empeño que se pusiese en demostrar la utilidad de la virtud, siempre sería incómodo lW;er vivir bien a un hombre que no quiere morir. Es necesario, por tanto, saber si la doctrina del interés bien enten­ dido puede conciliarse fácilmente con las creencias religiosas. Los filósofos que enseñan esta doctrina dicen a los hombres que, en la vida, para ser felices, deben vigilar sus pasiones y reprimir los excesos con cuidado; que sólo se podrá conseguir una felicidad dura­ dera rechazando mil distracciones pasajeras y que para servirse mejor deberán, en fin, triunfar sobre sí mismos pennanentemente. Los fundadores de casi todas las religiones emplearon poco más o menos el mismo lenguaje. Sin indicar a los hombres un camino diferen­ te, tan sólo alejaron el objetivo. En lugar de situar en este mundo el pre­ mio a los sacrificios que imponen, lo han situado en el otro. Sin embargo, me niego a creer que cuantos practican la virtud con espíritu de religión actúen únicamente con vistas a una recompensa. He encontrado celosos cristianos que siempre se olvidaban de sí mismos para trabajar con más afán por la felicidad de todos, y les he oído sostener que sólo obraban de esa manerapara merecer los bienes del otro mundo, pero no puedo dejar de pensar que se engañan a sí mismos. Les respeto demasiado como para creerles. 665

El cristianismo nos dice, cierto es, que hay que preferir los demás a uno mismo para ganar el cielo, pero el cristianismo también nos dice que se debe hacer el bien a los semejantes por el amor de Dios. He aquí una magnífica expresión: el hombre penetra en el pensamiento divino mediante su inteligencia, ve que la meta de Dios es el orden, se une libremente a tan gran designio y, aun cuando sacrifica sus intere­ ses particulares a ese orden admirable de todas las cosas, no aguarda otra recompensa que el gozo de contemplarlo. No creo, por lo tanto, que el único móvil de los hombres religio­ sos sea el interés, pero pienso que el interés constituye el principal medio del que se sirven las propias religiones para guiar a los hom­ bres y no dudo de que es por este camino por donde se adueñan de la multitud y llegan a ser populares. Por consiguiente, no veo claramente en qué habría de apartar a los hombres de las creencias religiosas la doctrina del interés bien enten­ dido y me parece, por el contrario, que les acerca a ellas. Supongamos que para alcanzar la felicidad en este mundo, un hom­ bre resista al instinto en todas las ocasiones y razone fríamente todos los actos de su vida; que en lugar de ceder ciegamente al impulso de sus primeros deseos, haya aprendido el arte de combatirlos y se haya habituado a sacrificar sin esfuerzo el placer del momento al interés per­ manente de toda su vida. Si semejante hombre tiene fe en la religión que profesa, apenas le costará someterse a los inconvenientes que le imponga. La razón misma le aconsejará hacerlo y la costumbre le ha preparado a sufrir­ los por adelantado. En el caso de concebir dudas sobre el objeto de sus esperanzas, no se dejará detener por ellas fácilmente y pensará que es acertado arries­ gar algunos de los bienes de este mundo para conservar sus derechos sobre la inmensa herencia que se le promete en el otro. «Equivocarse creyendo verdadera la religión cristiana», decía Pas­ cal, «no es perder gran cosa, pero, ¡qué desgracia equivocarse cre­ yéndola falsa!». Los americanos no aparentan una burda indiferencia por la otra vida, no ponen un orgullo pueril en despreciar los peligros a los que esperan sustraerse. Por consiguiente, practican su religión sin vergüenza ni debilidad, pero por lo común se observa en el centro de su celo un no sé qué de tranquilo, metódico y calculado que parece como si la razón fuese, más que el corazón, lo que les conduce al pie de los altares.

Los americanos no sólo siguen su religión por interés, sino que a menudo sitúan en este mundo el interés que se puede tener en seguir­ la. En la Edad Media,lo.clérigos no hablaban más que de la otra vida y apenas se preocupaban por demostrar que un cristiano sincero pue­ de ser un hombre feliz aquí abajo. Pero los predicadores americanos regresan constantemente a la tie­ rra y sólo pueden apartar de ella sus miradas con gran pesar. Para me­ jor conmover a sus oyentes, les hacen ver cada día cómo las creencias religiosas favorecen la libertad y el orden público y, al escucharlos, no pocas veces resulta difícil saber si el objeto principal de la religión es el de procurar la eterna felicidad en el otro mundo o el bienestar en éste.

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X. SOBRE EL GUSTO POR EL BIENESTAR MATERIAL EN AMÉRICA

En América, la pasión por el bienestar material no siempre es ex­ clusiva, pero está generalizada, y si bien no todos la experimentAn de la misma manera, todos la sienten. El cuidado por satisfacer las me­ nores necesidades del cuerpo y por satisfacer las pequeñas comodida­ des de la vida allí preocupa a las almas de manera universal. Algo parecido se observa en Europa cada vez más. Entre las causas que en ambos continentes producen efectos similares, existen varias que están cercanas a mi tema y que debo indicar. Cuando las riquezas permanecen en las mismas familias heredi­ tariamente, se observa a un gran número de hombres que disfrutan de bienestar material sin tener un gusto exclusivo por él. Aquello que atrae más vivamente al corazón humano no es la po­ sesión pacífica de un objeto precioso, sino el deseo imperfectamente satisfecho de poseerlo y el incesante miedo de perderlo. En las sociedades aristocráticas, los ricos, al no haber conocido nunca un estado diferente del que les es propio, no temen cambiarlo; apenas imaginan otro. Para ellos, el bienestar material no es el come­ tido de la vida, es una manera de vivir. En cierto sentido, 10 toman por la existencia y disfrutan de él sin preocuparse por ello. Así, al ser satisfecho sin pena ni miedo el gusto natural e instinti­ vo que todos los hombres sienten por el bienestar, su alma se dirige a otro lugar y se dedica a cualquier empresa más difícil y de mayor en­ vergadura que la anime y la atraiga.

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Así es como en el mismo seno de Jos pIIcau materiales, Jos miem­ bros de una aristocracia frecuentemente manifiestan un orgulloso des­ precio por estos mismos placeres y encuentran fuenas singulares cuan­ do es preciso privarse de ellos. Todas las revoluciones que han subvertido o destruido las aristocracias han demostrado con qué facili­ dad gentes acostumbradas a lo superfluo podían prescindir de lo nece­ sario, mientras que unos hombres que han alcanzado el bienestar labo­ riosamente apenas pueden vivir tras haberlo perdido. Si de las jerarquías superiores pasamos a las clases bajas, obser­ varemos efectos análogos producidos por causas diferentes. En las naciones en las que la aristocracia domina la sociedad y la mantiene inmóvil, el pueblo acaba por amoldarse a la pobreza como los ricos a su opulencia. Unos no se preocupan del bienestar material porque lo poseen sin dificultad y los otros no piensan en él porque desesperan de llegar a alcanzarlo y no lo conocen lo suficiente como para desearlo. En este tipo de sociedades, la imaginación del pobre es expulsada ha­ cia el otro mundo. Las miserias de la vida real la contienen, pero se es­ capa de ellas y va a procurarse sus goces más allá. Cuando, por el contrario, la jerarquías se confunden y los privile­ gios se destruyen; cuando los patrimonios se dividen y la instrucción y la libertad se extienden, la voluntad de alcanzar el bienestar se pre­ senta a la imaginación del pobre y el miedo de perderlo al espíritu del rico. Se establece una infinidad de fortunas mediocres. Aquellos que las poseen tienen suficientes placeres materiales como para concebir el gusto por tales placeres, pero no los suficientes como para conten­ tarse con ellos. Nunca se los procuran si no es con esfuerzo y única­ mente se libran a ellos de manera vacilante. Se dedican a perseguir recurrentemente o a retener estos placeres tan preciosos, incompletos y fugitivos. Busco una pasión que sea natural a unos hombres a quienes exci­ ten o limiten la oscuridad de su origen o la mediocridad de su fortuna y no encuentro nada más apropiado que el gusto por el bienestar. La pasión por el bienestar material es esencialmente una pasión de clase media: crece y se extiende con dicha clase; con ella llega a ser pre­ ponderante. De ahí asciende a los escalafones superiores de la socie­ dad y desciende hasta el interior del pueblo. En América, no encontré un ciudadano tan pobre que no arrojase una mirada de esperanza y envidia sobre los placeres de los ricos, cuya imaginación no se adueñase por adelantado de los bienes que la suerte se obstinaba en negarle.

Por otra parte, nunca observé entre los ricos de los Estados Unidos ese soberbio desdén por el bienestar material que a veces se percibe hasta en el seno de las aristocracias más opulentas y disolutas. La mayoría de estos ricos han sido pobres y han sentido el agui­ jón de la necesidad. Han combatido largo tiempo contra una fortuna enemiga y, ahora que han alcanzado la victoria, sobreviven las pasio­ nes que les acompañaron en la lucha. Permanecen como embriagados en medio de todos· esos pequeños placeres que persiguieron durante cuarenta años. No es que en los Estados Unidos, como en cualquier otra parte, no se encuentre un número tan grande de ricos que, en virtud de haber re­ cibido sus bienes por herencia, posean sin esfuerzos una opulencia que no han adquirido, pero incluso éstos se muestran menos apegados a los placeres de la vida material. El amor al bienestar se ha convertido en una propensión nacional y dominante, la gran corriente de las pasiones humanas se dirige hacia dicha meta y arrastra todo en su camino.

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XI. SOBRE LOS

EFECTOS PARTICULARES QUE PRODUCE EL AMOR POR LOS PLACERES'MATERlALES EN LOS SIGLOS DEMOCRÁTICOS

Se podría pensar, después de todo lo dicho, que el amor por los placeres materiales siempre arrastra a los americanos al desorden de las costumbres, a perturbar las familias y a comprometer, en fin, la suerte de la propia sociedad. Pero en modo alguno es así. La pasión Por los placeres materiales pro­ duce en las democracias otros efectos que en los pueblos aristocráticos. A veces ocurre que el cansancio dee'los negocios, el exceso de riquezas, la ruina de las creencias y la decadencia del Estado apartan paulatinamente el corazón de una aristocracia hacia los únicos place­ res materiales. En otras ocasiones, el poder del príncipe o la debilidad del pueblo, sin despojar a los nobles de su fortuna, les fuerza a apar­ tarse del poder y, cerrándoles el camino de las grandes empresas, los abandona a la inquietud de sus deseos. Entonces se desploman pesa­ damente sobre sí mismos y se procuran en los placeres del cuerpo el olvido de su grandeza pasada. Cuando los miembros de un cuerpo aristocrático se vuelven así ex­ clusivamente hacia el amor por los placeres materiales, acopian en sí mismos, por lo general, toda la energía que les ha conferido el largo há­ bito del poder. A semejantes hombres no les basta la búsqueda del bienestar; ne­ cesitan una depravación suntuosa y una corrupción resplandeciente. Rinden un culto magnífico a la materia j'parecen anhelar, a cada cual más, la preeminencia en el arte de embrutecerse. 673

Cuanto más fuerte, gloriosa y libre haya sido una aristocracia, más depravada se mostrará entonces, y cualquiera que haya sido el es­ plendor de sus virtudes, me atrevo a predecir que siempre será supe­ rado por el escándalo de sus vicios. El gusto por los placeres materiales no conduce a los pueblos de­ mocráticos a semejantes excesos. El amor por el bienestar en ellos es una pasión tenaz, exclusiva y universal, pero contenida Allí no se tra­ ta de edificar grandes palacios, de vencer o de burlar a la naturaleza o de agotar el universo para colmar las pasiones de un hombre. Se trata de añadir algunas toesas a sus campos, de plantar una huerta, de agran­ dar el hogar, de hacer la vida más fácil y cómoda a cada instante, de prevenir las dificultades y satisfacer las menores necesidades sin es­ fuerzos y prácticamente sin gastos. Estas metas son de escasa impor­ tancia, pero el alma les coge apego, las considera a diario y muy de cer­ ca; aquéllas terminan por ocultarle el resto del mundo y en algunas ocasiones llegan a colocarse entre ella y Dios. Esto, se dirá, no se puede aplicar más que a aquellos ciudadanos de mediocre fortuna; los ricos exhibirán gustos análogos a los que se ven en los siglos de aristocracia. Discrepo. En cuestión de placeres materiales, los ciudadanos más opulentos de una democracia no mostrarán gustos muy diferentes de los del pueblo, ya sea porque, al haber salido del pueblo, realmente los com­ parten, o bien porque crean que deben someterse a ellos. En las so­ ciedades democráticas, la sensualidad del público ha adquirido un cierto tono mesurado y tranquilo al que todas las almas deben adap­ tarse. Le resulta tan difícil escapar a la regla general por sus vicios como por sus virtudes. Los ricos que viven en medio de las naciones democráticas aspiran a colmar sus menores necesidades antes que obtener unos placeres extraordinarios. Satisfacen una multitud de pequeños deseos y no se libran a ninguna gran pasión desordenada. De este modo, caen en la molicie antes que en el desenfreno. Este gusto particular que los hombres de los siglos democráticos prueban por los placeres materiales no se opone al orden de una ma­ nera natural. Antes bien, a menudo tiene necesidad del orden para ser satisfecho. Tampoco es enemigo de la regularidad de las costumbres, toda vez que las buenas costumbres son útiles para la tranquilidad pú­ blica y favorecen la industria. En ocasiones llega incluso a combinar­ se con una especie de moralidad religiosa. Se aspira a estar lo mejor posible en este mundo, sin renunciar a las oportunidades del otro. 674

Entre los bienes materiales, los hay cuya posesión es delictiva. Cui­ dado se tiene en abstenerse de ellos. Existen otros cuyo uso permiten la religión y la moral. yllos los hombres entregan sin reservas su cora­ zón, imaginación y vida y, al esforzarse por alcanzarlos, se pierde de vista esos bienes más preciosos que son la gloria y grandeza de la es­ pecie humana. Lo que reprocho a la igualdad no es que arrastre a los hombres a perseguir los placeres prohibidos, sino que los absorba por completo en la búsqueda de los placeres permitidos. Así, bien se podría establecer en el mundo una especie de materia­ lismo honesto que no corrompería las almas, pero que las ablandaría y terminaría por relajar silenciosamente todos sus resortes.

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desigualdades lMs fuertes no asustan a nadie. Cuando todo ~ más o menos al mismo nivel, las menores hieren. De ahí que el deseo de igualdad siempre se haga más insaciable en la misma medida en que la igualdad sea mayor. En los pueblos democráticos, los hombres conseguirán sin proble­ mas una cierta igualdad, pero no podrán alcanzar aquella que desean. Ésta retrocede ante ellos cada día, pero sin nunca desaparecer de su vista, y al retirarse les atrae en su persecución. Siempre creen que van a alcanzarla, pero ésta escapa a su acoso permanentemente. La ven lo bastante cerca como para conocer sus encantos, pero no se aproximan lo suficiente para disfrutar de ellos y mueren antes de haber saborea­ do plenamente sus dulzuras. Hay que atribuir a estas dos causas la singular melancolía que los habitantes de los países democráticos manifiestan frecuentemente en medio de la abundancia, así como ese cansancio de la vida que a veces viene a sorprenderlos en medio de una existencia próspera y tranquila. En Francia, se lamentan de que aumente el número de los suici­ dios. En América, el suicidio es raro, pero se asegura que la demen­ cia es más común que en ninguna otra parte. Éstos son síntomas diferentes del mismo mal. Los americanos no se suicidan, por agitados que estén, porque la religión les prohibe hacerlo y porque, por así decir, no existe entre ellos el materialismo, si bien sea general la pasión por el bienestar material. Su voluntad resiste, pero su razón flaquea con frecuencia. En los tiempos democráticos, los placeres son más vivos que en los siglos aristocráticos y, sobre todo, el número de quienes los dis­ frutan es infinitamente mayor. Pero, por otra parte, hay que reconocer que, en los primeros, las esperanzas y los deseos se encuentran de­ fraudados más a menudo, que las almas están más conmovidas e in­ quietas y que las preocupaciones son más acuciantes.

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XlV. CÓMO ENTRE LOS

AMERICANOS EL GUSTO POR LOS PLACERES MATERIALES SE UNE AL AMOR POR LA LffiERTAD Y AL CUIDADO DE LOS ASUNTOS PÚBLICOS

Cuando un Estado democrático vira hacia la monarquía absoluta, la actividad, que precedentemente se centraba sobre los asuntos pú­ blicos y privados, da en concentrarse de repente sobre estos últimos, de todo lo cual resulta durante algún tiempo un gran progreso material. Pero pronto disminuye el movimiento y se frena el desarrollo de la producción. No sé si se puede citar un solo pueblo manufacturero y comer­ ciante, desde los tirios hasta los florentinos y los ingleses, que no haya sido un pueblo libre. Entre estas dos cosas, libertad e industria, existe un estrecho vínculo y una relación necesaria. Por lo general, esto es cierto en todas las naciones, pero muy en particular en las naciones democráticas. Más arriba expuse cómo los hombres que viven en los siglos de igualdad tienen una continua necesidad de la asociación para procurarse prácticamente todos los bienes que codician. Por otra parte, he indicado cómo la gran libertad política perfeccionaba y vulgarizaba en su interior el arte de asociarse. En tales siglos, la libertad resulta especialmente útil a la producción de riquezas. Por el contrario, resulta posible ver que el despotismo le es particularmente hostil. En los siglos democráticos, la naturaleza del poder absoluto no es ni cruel ni salvaje, pero sí minuciosa y molesta. Un despotismo de este tipo, si bien no pisotea a la Humanidad, se opone directamente al ge­ nio del comercio y a los instintos de la industria.

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Así, los hombres de los tiempos democráticos tienen necesidad de

se despiertan Y se inquietan. Durante mucho tiempo, el miedo a la

ser libres a fin de procurarse más fácilmente los placeres materiales por los que suspiran sin cesar. A veces ocurre, no obstante, que el gusto excesivo que engendran por esos mismos placeres les entrega al primer señor que se les pre­ senta. La pasión por el bienestar se vuelve entonces contra sí misma y aleja, sin notarlo, el objeto de sus ansias. En efecto, en la vida de los pueblos democráticos existe un paso muy peligroso. Cuando el interés por los placeres materiales se desarrolla en uno de estos pueblos más rápido que la cultura y los hábitos de la libertad, llega un momento en que los hombres son como arrastrados fuera de sí ante la vista de esos nuevos bienes que están a punto de obtener. Preocupados por el único cuidado de hacer fortuna, ya no ven el es­ trecho vínculo que une la fortuna particular de cada uno de ellos con la prosperidad de todos. No es necesario privar a tales ciudadanos de los derechos que poseen, ellos mismos los dejan escapar de «motu propio». El ejercicio de sus deberes políticos les parece un contra­ tiempo engorroso que les distrae de su industria. Cuando se trata de elegir sus representantes, de prestar ayuda a la autoridad, de tratar en común lo común, no tienen tiempo; no serían capaces de derrochar un tiempo tan precioso en trabajos inútiles. Eso serían juegos para ocio­ sos que en modo alguno convienen a los hombres serios ocupados en los graves intereses de la vida. Estas gentes creen seguir la doctrina del interés, pero no se hacen más que una idea grosera de ella y, para mejor velar por aquello que denominan sus asuntos, relegan el princi­ pal, que es continuar siendo dueños de sí mismos. Al no querer pensar en la cosa pública aquellos ciudadanos que trabajan y no existir ya la clase que podría acometer dicha tarea para colmar sus ocios, el lugar del gobierno está como vacío. Si en ese momento crítico, un ambicioso avisado llegase a apo­ derarse del poder, se encontraría con que el camino a todas las usur­ paciones está abierto. Si tiene cuidado por algún tiempo de que prosperen todos los in­ tereses materiales, se tenderá a disculparle fácilmente de todo lo de­ más. Que asegure el buen orden sobre todo. Los hombres que tienen la pasión por los placeres materiales en general descubren que las agi­ taciones de la libertad perturban el bienestar antes de percatarse de que la libertad sirve para conseguirlo, y al menor ruido de las pasio­ nes públicas que irrumpa en los pequeños placeres de su vida privada

anarquía les mantiene permanentemente en vilo y siempre dispuestos a lanzarse fuera de la libertad al primer desorden. Convendré sin dificultad en que la paz pública es un gran bien, pero no quiero olvidar por ello que a través del buen orden es como los pueblos han llegado a la tiranía. Probablemente esto no implique que los pueblos deban despreciar la paz pública, pero ésta tampoco debería bastarles. Una nación que sólo pide a su gobierno el manteni­ miento del orden es ya esclava en el fondo de su corazón; es esclava de su bienestar y el hombre que la debe encadenar puede aparecer. El despotismo de las facciones no es menos de temer que el de un solo hombre. Cuando la masa de los ciudadanos tan sólo se quiere ocupar de los asuntos privados, los partidos más pequeños no deben desesperar por llegar a ser los dueños de los asuntos públicos. No es raro ver entonces en el vasto escenario del mundo, igual que en nuestros teatros, una multitud representada por algunos hombres. Éstos hablan solos en nombre de una multitud ausente o desatenta; sólo ellos actúan en medio de la inmovilidad universal. Disponen de todas las cosas según sus caprichos, cambian las leyes y tiranizan las cos­ tumbres a su voluntad, y uno se sorprende al ver el reducido número de manos débiles e indignas en las que puede caer un gran pueblo. Hasta el presente, los americanos han evitado afortunadamente todos los escollos que acabo de indicar y por esto mismo en verdad merecen que se les admire. Puede que no exista un país en la tierra donde se encuentre menos ociosos que en América y en el que todos aquellos que trabajan estén más enardecidos por la búsqueda del bienestar. Pero si la pasión de los americanos por los placeres materiales resulta violenta, por lo menos no es ciega, y la razón, incapaz de moderarla, la dirige. Un americano se ocupa de sus intereses privados como si estuviera solo en el mundo y al cabo de un rato se entrega a la cosa pública como si los hubiese olvidado. Tan pronto aparece animado por la codicia más egoísta como por el patriotismo más vivo. El corazón humano no po­ dría dividirse de esta manera. Los habitantes de los Estados Unidos de­ muestran, alternativamente, una pasión tan poderosa y semejante por su bienestar y libertad, que cabe pensar que estas pasiones se unen y se confunden en algún lugar de su alma. En efecto, los americanos ven en su libertad el mejor instrumento y la mayor garantía de su bienestar. Aman estas dos cosas, la una por la otra. No creen que ocuparse de los

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asuntos pébIK:oI DO sea lIlllJI1tO suyo. Por el cuntraio, pieosIIn que su principal cometido es asegurarse por sí núsmos un gobierno que les per­ núta obtener los bienes que desean y que no les prohíba disfrutar en paz de aquellos que han adquirido.

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XV. CÓMO LAS CREENCIAS RELIGIOSAS APARTAN DE VEZ EN CUANDO EL ALMA DE LOS AMERICANOS HACIA LOS PLACERES INMATERIALES

En los Estados Unidos, cuando llega el séptimo día de cad;sema­ na, la vida comercial e industrial de la naci6n parece suspendida; to­ dos los ruidos cesan. Les sigue un profundo reposo, o más bien una suerte de recogimiento solemne. El alma entra, en fin, en posesi6n de sí núsma y se contempla. Durante ese día, los lugares consagrados al comercio están desiertos. Cada ciudadano acude a un templo rodeado de sus hijos. Allí le cuentan extraños discursos que parecen poco hechos para su oído. Se le detallan los innumerables males causados por el orgullo y la codicia. Se le habla sobre la necesidad de regular sus deseos, los placeres delicados atribui­ dos a la sola virtud y la verdadera felicidad que la acompaña De regreso a su hogar, no se le ve correr a los libros de cuentas de sus negocios. Abre el libro de las Santas Escrituras y en ellas descubre sublimes y conmovedoras composiciones acerca de la grandeza y bon­ dad del Creador, de la magnificencia infinita de las obras de Dios, del elevado destino reservado a los hombres. de sus deberes y sus derechos a la inmortalidad. Así es cómo, de vez en cuando, el americano se escapa en cierto modo de sí mismo y, arrancándose por un momento a las pequeñas pasiones que agitan su vida y a los intereses pasajeros que la entretienen, accede de re­ pente a un mundo ideal en el que todo es grande, puro y eterno. En otro lugar de esta obra he indagado sobre las causas a las que se sería preciso atribuir el mantenimiento de las instituciones políticas

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XVII.

CÓMO EL ASPECTO DE LA SOCIEDAD EN LOS ESTADOS UNIDOS ES AGITADO Y MONÓTONO A LA VEZ

Nada parece más apropiado para excitar y alimentar la curio­ sidad que el aspecto de los Estados Unidos. Las fortunas, las ide­ as y las leyes varían sin cesar. Se diría que la propia naturaleza in­ móvil es móvil de tanto que se transforma cada día bajo la mano del hombre. A la larga, sin embargo, la visión de esta sociedad tan agitada pare­ ce monótona y tras haber contemplado por algún tiempo este panorama tan movedizo, el espectador se aburre. En los pueblos aristocráticos, cada hombre se encuentra poco más o menos limitado a su esfera. Pero los hombres son prodigiosamente dis­ tintos; tienen pasiones, ideas, hábitos y gustos esencialmente diferentes. Nada se mueve, todo difiere. En las democracias, por el contrario, todos los hombres son se­ mejantes y hacen cosas más o menos equivalentes. Están sujetos, es cierto, a grandes y continuas vicisitudes, pero como los propios éxitos y reveses se repiten continuamente, sólo el nombre de los actores re­ sulta diferente: la pieza es la misma. El aspecto de la sociedad ameri­ cana es agitado, porque los hombres y las cosas siempre cambian, siendo monótono, pues los cambios son parecidos. Los hombres que viven en las épocas democráticas tienen muchas pasiones, pero la mayor parte de ellas aboca hacia el amor por la ri­ queza o surge de él. Ello no es debido a que sus almas sean más mez­ quinas, sino a que la importancia del dinero entonces es realmente mucho más importante. 785

Cuando los conciudadanos son todos independientes e indifereD­

mismo punto. Si todos perciben el punto c:eutral al mismo tiempo Ydi­

tes, únicamente pagándoseles se puede obtener el concurso de cada uno de ellos, lo que multiplica hacia el infinito el uso de la riqueza y acrecienta su valor. Al haber desaparecido el prestigio que se atribuía a las cosas anti­ guas, el nacimiento, el estado y la profesión ya no distinguen a los hombres o apenas lo hacen; para crear diferencias muy visibles entre ellos y destacar a algunos no queda prácticamente más que el dinero. La distinción que nace de la riqueza aumenta con la desaparición y la disminución de todas las demás. En los pueblos aristocráticos, el dinero no conduce más que a al­ gunos puntos de la extensa circunferencia de los deseos; en las demo­ cracias, parece que llevara a todos. Por lo general, en el fondo de las acciones de los americanos se encuentra, ya sea principal o accesorio, el amor por la riqueza; lo que confiere un aire de familia a todas sus pasiones y no tarda en hacer el cuadro cansino. Ese retorno perpetuo a la misma pasión es monótono; los procedi­ mientos particulares que emplea para satisfacerse lo son igualmente. En una democracia constituida y apacible como la de los Estados Unidos, en la que nadie se puede enriquecer ni por la guerra, ni por los empleos públicos, ni por las confiscaciones políticas, el amor por la ri­ queza dirige a los hombres principalmente hacia la industria. Ahora bien, la industria, que con frecuencia provoca tan grandes desórdenes y desastres, únicamente es capaz de prosperar, empero, con la ayuda de hábitos muy regulares y mediante una larga sucesión de pequeños ac­ tos muy uniformes. Los hábitos son tanto más regulares y los actos más uniformes, cuanto más viva es la pasión. Se puede decir que: perturba su alma, pero ordena su vida. Lo que digo de América se aplica, por lo demás, a prácticamente todos los hombres de nuestros días. La variedad desaparece del inte­ rior de la especie humana y en todos los rincones del mundo se en­ cuentran las mismas maneras de obrar, pensar y sentir. Esto no sólo se debe a que todos los pueblos se traten más y se copien más fielmente, sino a que en cada país los hombres se apartan cada vez más de las ideas y de los sentimientos particulares de una casta, profesión o fa­ milia, y llegan simultáneamente a aquello que más cerca está de la Constitución del hombre, que por todas partes es la misma. Se hacen así semejantes, aunque no se hayan imitado. Son como viajeros des­ parramados por un gran bosque cuyos caminos van todos a reunirse al

rigen sus pasos hacia allí, se acercan insensiblemente unos a otros sin buscarse, verse o conocerse, y al final se sorprenderán de encontrarse reunidos en el mismo lugar. Todos los pueblos que adoptan, no a un hombre determinado, sino al hombre en sí mismo como el objeto de sus estudios e imitación, terminarán por incidir, al igual que los viaje­ ros en la encrucijada, en las mismas costumbres.

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XIX. POR

QUÉ SE ENCUENTRAN TANTOS AMBICIOSOS Y TAN POCAS GRANDES AMBICIONES EN LOS ESTADOS UNIDOS

La primera cosa que llama la atención en los Estados Unidos es la innumerable multitud de quienes aspiran a salir de su condición origi­ naria; la segunda, el reducido número de grandes ambiciones que se aprecian en medio de ese movimiento universal de la ambición. No hay americano que no se muestre devorado por el deseo de ascender, pero prácticamente no se ve uno que parezca alimentar grandes espe­ ranzas ni aspirar a llegar muy alto. Todos quieren adquirir bienes, re­ putación y poder sin parar, pero pocos piensan todas esas cosas a lo grande. Y esto sorprende de entrada, ya que no se ve nada ni en las cos­ tumbres ni en las leyes de América que deba limitar los deseos e im­ pedirles alcanzar la plenitud en todas sus dimensiones, Parece difícil atribuir este singular estado de cosas a la igualdad de condiciones, toda vez que, en el momento en que esta misma igual­ dad se estableció entre nosotros produjo de inmediato ambiciones prácticamente ilimitadas. Creo, a pesar de todo, que principalmente es en el estado social y las costumbres democráticas de los americanos .ande se debe buscar la causa de lo anterior. Toda revolución acrecienta la ambición de los hombres. Esto es verdad, sobre todo, para la revolución que derriba a una aristocracia. Cuando de repente caen las antiguas barreras que separaban a la multitud del renombre y el poder, se produce un movimiento de as­ censo impetuoso y universal hacia esas grandezas largo tiempo envi­ '.adas y cuyo disfrute al fin está permitido. En esta primera exaltación 803

del triunfo, nada le parece imposible a nadie. No sólo los deseos no tie­ nen límites, sino que el poder de satisfacerlos prácticamente tampoco los tiene. En medio de esta renovación general y repentina de los há­ bitos y las leyes, en esta vasta confusión de todos los hombres y todas las reglas, los ciudadanos ascienden y se desmoro nan con una rapidez inaudita y el poder pasa tan rápido de mano en mano que nadie debe desesperar de conquistarlo en su momento. Por otra parte, hace falta recordar que las persona s que destruyen una aristocracia han vivido bajo sus leyes, han visto sus esplendores y, sin saberlo, se han dejado invadir por los sentimientos e ideas que aquella había concebido. En el moment o en que una aristocra cia se di­ suelve, su espíritu todavía flota sobre la masa y sus instintos se con­ servan largo tiempo después de haberla vencido. Mientras la revolución democrática dura, e incluso algún tiempo después de haber terminado, las ambiciones son siempre muy grandes. El recuerdo de los acontecimientos extraordinarios de que se ha sido testigo no se borra de la memoria de los hombres en un día Las pasiones de que la revolución ha suscitado no desaparecen con ella El sentimiento del facilidad la de idea La orden. del medio en perpetúa se inestabilidad éxito sobrevive a las extrañas vicisitudes que la produjeron. Los deseos re­ siguen siendo muy vastos aun cuando los medios para satisfacerlos se más por subsiste, fortunas grandes las por gusto El nte. diariame ducen

que las grandes fortunas lleguen a ser raras y por todas partes vean exal­ se­ en n consume que adas desgraci y s rcionada tarse ambiciones despropo creto e infructuosamente el corazón que las contiene. Progresivamente, sin embargo, se borran las últimas huellas de la lucha. Los restos de la aristocracia terminan por desaparecer. Se olvi­ dan los grandes acontecimientos que acompañaron su caída, el des­

canso sucede a la guerra, el imperio de la norma renace en el seno del nuevo mundo, los deseos se proporcionan respecto a los medios; las necesidades, las ideas y los sentimientos se encadenan; los hombres terminan de nivelarse: la sociedad democrá tica al fin se ha establecido. Si conside ramos un pueblo democrá tico que ha llegado a este es­ tado permane nte y normal, nos presenta rá un espectác ulo diferente por complet o de aquel que venimos de contemp lar y sin mayor difi­ cultad podrem os juzgar que, si bien la ambició n se hace grande mien­ tras se igualan las condiciones, pierde tal aspecto cuando son iguales. Como las grandes fortunas se dividen y la ciencia se expande , na­ die está absolutamente privado de cultura ni de bienes. Al ser abolidos los privilegios y las incapacidades de clase y al haber roto para siem­

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pre los hombres aquellas atadbras que les nwatenfM inm6vileI, la idea del progreso se presenta al espíritu de cada uno de ellos, el anhelo por ascender nace en todos los corazon es al mismo tiempo y cada hombre quiere salir de su posición. La ambición es el sentimiento universal. Pero si la igualdad de condicio nes confiere algunos recursos a to­ dos los ciudada nos, impide que ninguno de ellos tenga recursos muy abundantes, lo que necesari amente encierra los deseos dentro de lími­ la tes bastante estrechos. En los pueblos democráticos, por lo tanto, ambición es ardiente y constante, aun cuando normalm ente no pueda apuntar muy alto y la vida se pase de ordinari o codician do con ambi­ cÍón los pequeño s objetos que se ven al alcance de la mano. Lo que sobre todo aparta a los hombres de las democracias de las grandes ambicio nes no es lo exigüo de sus fortunas, sino el violento esfuerzo por mejorarlas que hacen todos los días. Conmin an a su alma a emplear todas sus fuerzas en hacer cosas mediocres; hecho que no puede dejar de delimitar rápidamente su perspec tiva ni de circunscri­ bir su poder. Podrían ser mucho más pobres y seguir siendo mucho más grandes. El reducido número de ciudadanos opulento s que se encuent ra dentro de una democra cia no constituye una excepci ón a esta regla. Un hombre que asciende de forma gradual hacia la riqueza y el poder contrae, en tan prolong ada tarea, hábitos de prudenc ia y continen cia de los que no se puede deshace r de inmediato. Su alma no se amplia gradualmente, como su casa.

Una observación semejante se puede aplicar a los hijos de este mis­

mo hombre. Éstos nacieron, es cierto, en una posición elevada, pero e sus padres han sido humildes; crecieron en medio de sentimientos que pensar cabe y se sustraer difícil resulta les tarde más que los a ideas heredarán al mismo tiempo los instintos de su padre y sus bienes.

Por el contrario, puede ocurrir que el más pobre descendiente de una aristocra cia poderos a exhiba una enorme ambició n, ya que las le opiniones tradicionales de su raza y el espíritu general de su casta fortuna. su de encima por tiempo algún todavía n sostiene Lo que también impide que los hombres de los tiempos democrá­ es ticos no se entregue n con facilidad a la ambició n de grandes tareas el tiempo que presume n debe transcurrir antes de que estén en situa­ ción de emprenderlas. «Es una gran ventaja», dijo Pascal, «esa cuali­ dad que, desde los diecioch o o veinte años, permite a un hombre ha­ cer lo que otro podría hacer a los cincuenta. Son treinta años ganados sin esfuerzo». Por lo general, a las ambiciones de las democracias les

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fIcukad de alcaDudo mdo. impide que IC mccR deprisa. En una sociedad democrática, como en cualquier otra parte, tan sólo existe un determinado número de fortunas posibles. Como las carreIas que conducen a ellas están abiertas a todos los ciudadanos indistintamen­ te, el progreso de todos ellos ha de disminuiI necesariamente. Dado que todos los candidatos parecen más o menos iguales y resulta difícil elegiI entre ellos sin violllI el principio de la igualdad, ley suprema de las so­ ciedades democráticas, la primem idea que sUIge es la de hacerlos IDllI­ ChllI a todos al mismo paso y someterlos a todos a las mismas pruebas. A medida, pues, que los hombres se hacen más semejantes y que el principio de la igualdad penetra más pacífica y profundamente en las instituciones y en las costumbres, las reglas del ascenso resultan más inflexibles; el ascenso, más lento; la dificultad de alcanzar rápi­ damente un cierto grado de grandeza aumenta. Por odio al privilegio y dificultad en la elección se llega a obligar a todos los hombres, sea cual sea su talla, a pasar a través de una mis­ ma criba, sometiéndose a todos indistintamente a una multitud de pe­ queños ejercicios preliminares entre los cuales se pierde su juventud y se extingue su imaginación, de suerte tal que desesperan de poder llegar a disfrutar plenamente algún día de los bienes que se les ofre­ cen, cuando finalmente consiguen poder realizar cosas extraordina­ rias, ya han perdido el gusto por ellas. En China, donde la igualdad de condiciones es muy grande y an­ tigua, un hombre sólo pasa de una función pública a otra tras haberse sometido a un concurso. Esta prueba se la encuentra a cada paso en su carrera y la idea está tan asumida por las costumbres que recuerdo ha­ ber leído una novela china en la que el héroe, tras muchas vicisitudes, conmovió por fin el corazón de su amada al realizar un buen examen. Mal pueden respirar a sus anchas las grandes ambiciones en una at­ mósfera semejante. Cuanto digo de la política se extiende a todas las cosas. La igual­ dad produce los mismos efectos en todas partes. Allí donde la ley no se encarga de moderar y retardar el movimiento de los hombres, la competencia resulta suficiente. En una sociedad democrática bien consolidada, por tanto, los as­ censos grandes y rápidos son raros; se trata de excepciones a la regla común. Lo que hace olvidar su reducido número es su singularidad. Los hombres de las democracias terminan por entrever todas estas cosas. A la larga se percatan de que el legislador abre ante ellos un 806

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sos. pero que DIdie puede preciIM de nIOOIRII' deprisa. Enbe ellos Y el objetivo grandioso y final de sus desc;QS observan una multitud de pequeñas barreras intermedias que deben franquear con lentitud; esta perspectiva agota su ambición por adelantado y la desalienta. Renun­ cian a tales esperanzas, lejanas y dudosas, para buscar a su alrededor placeres menos elevados y más fáciles. La ley no limita su horizonte, sino que ellos mismos se lo cierran. He dicho que en los siglos democráticos las grandes ambiciones son más raras que en los tiempos aristocráticos. Añado que cuando llegan a nacer a pesar de tales obstáculos naturales adquieren una fi­ sonomía diferente. En las aristocracias, la carrera de la ambición es prolongada con frecuencia, pero sus límites son fijos. En los países democráticos, in­ terviene comúnmente sobre un margen estrecho, pero si llega a salir de él, se diría que ya no hay nada que la limite. Dado que los hombres son débiles, aislados y móviles, dado que los precedentes tienen poco imperio y las leyes escasa duración, la resistencia a las novedades es débil y el cuerpo social nunca parece muy rígido ni muy firme en su base. De esta suerte, una vez que los ambiciosos han tenido el poder en su mano, creen poder atreverse con todo, y cuando se les escapa, en seguida piensan en derribar al Estado para recuperarlo. Esto confiere a las grandes ambiciones políticas un carácter vio­ lento y revolucionario, que resulta raro obsevar en las sociedades aris­ tocráticas en igual medida. Una multitud de pequeñas ambiciones muy sensatas, en medio de las que de vez en cuando se elevan algunos grandes deseos mal regu­ lados: tal es, por lo general, el panorama que presentan las naciones democráticas. Apenas se encuentra en ellas una ambición proporcio­ nada, moderada y extensa. En otro lugar demostré mediante qué fuerza secreta la igualdad hacía predominar en el corazón humano la pasión por los placeres ma­ teriales y el amor exclusivo al presente. Estos diferentes instintos se mezclan en el sentimiento de la ambición y lo tiñen, por así decir, de sus colores. . Creo que los ambiciosos de las democracias se preocupan menos que cualesquier otros por los intereses y juicios del porvenir. Única­ mente les ocupa y absorbe el momento actual. Finalizan rápidamente muchos proyectos en lugar de erigir unos cuantos monumentos muy duraderos. Aman el éxito bastante más que la gloria. La obediencia es 807

lo que piden a los hombres por encima de todo. Pl dominio es 10 desean antes que cualquier otra cosa. Sus costumbres son casi siempre menos elevadas que su condición, lo que hace que en numerosas ocasiones tengan gustos vulgares a pesar de su extraordinaria fortuna y parezca que únicamente han ascendido al poder soberano para pro: curarse más fácilmente placeres insignificantes y groseros. Creo que en nuestros días es necesario depurar, regular y hacer pro. porcionado el sentimiento de la ambición, pero que seóa muy peligro: so querer empobrecerlo y comprimirlo en exceso. Hay que procurar fijarle por adelantado límites extremos que nunca se le permitirá franquear, pero se debe evitar entorpecer demasiado su desarrollo dentro de los límites permitidos. Confieso que en las sociedades democráticas temo bastante menos la audacia que la mediocridad de los deseos. Lo que me parece más de temer es que, en medio de las pequeñas ocupaciones incesantes de la vida privada, la ambición pierda su impulso y su grandeza, que las pasiones humanas no se calmen ni se reduzcan al mismo tiempo, de tal suerte que el aspecto del cuerpo social llegue a ser cada día más tranquilo y menos elevado. Pienso que los jefes de estas nuevas sociedades se equivocarían si quisiesen adormecer a los ciudadanos en una felicidad demasiado monótona y pacífica y que seóa conveniente que a veces les confiaran asuntos difíciles y peligrosos a fin de aumentar su ambición y abrirles un escenario. Los moralistas se lamentan todo el tiempo de que el vicio favorito de nuestra época es el orgullo. Esto es cierto en un determinado sentido. No hay nadie, en efecto, que no crea valer más que su vecino y que consienta en obedecer a su superior. Pero esto es muy falso en otro sentido, toda vez que ese mismo hombre que no puede soportar ni la subordinación ni la igualdad se desprecia, empero, a sí mismo hasta el punto de que no se cree hecho más que para disfrutar de placeres vulgares. Se mantiene de buena gana en deseos mediocres sin osar abordar altas empresas; apenas las imagina. Lejos, por tanto, de creer que haya que recomendar humildad a nuestros contemporáneos, quisiera que se tratase de dotarles de una idea más vasta de sí mismos y de su especie. La humildad no es sana para ellos y aquello de lo que más carecen, a mi modo de ver, es de orgullo. De buena gana cambiaría algunas de nuestras pequeñas virtudes por ese vicio.

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XX.

SOBRE LA INDUSTRIA DE LOS CARGOS PúBLICOS EN CIERTAS NACIONES DEMOCRÁTICAS

En los Estados Unidos, tan pronto un ciudadano tiene cierta instrucción y algunos recursos, procura enriquecerse en el comercio y la industria o bien compra un campo cubierto de bosques y se hace pionero. Todo lo que pide al Estado es que no vaya a molestarle en sus labores y que le garantice su fruto. En la mayor parte de los pueblos europeos, cuando un hombre comienza a sentir sus fuenas y a extender sus deseos, la primera idea que se le ocurre es conseguir un empleo público. Estos distintos efectos producidos por una misma causa merecen que nos detengamos a considerarlos aquí por un momento. Cuando las funciones públicas son escasas, mal retribuidas e inestables y, por otra parte, las carreras industriales son abundantes y productivas, es hacia la industria y no hacia la administración donde se dirigen desde todas partes los nuevos e impacientes deseos que siempre produce la igualdad. Pero si, al mismo tiempo que se igualan las jerarquías, la instrucción sigue siendo incompleta o los ánimos tímidos, o el comercio y la industria, obstaculizados en su progreso, no ofrecen más que medios difíciles y lentos de hacer fortuna, los ciudadanos, al renunciar a mejorar su suerte por sí mismos, acuden tumultuosos hacia el jefe del Estado y solicitan su ayuda. Vivir con más holgura a expensas del tesoro público les parece ser, si no la única vía de que disponen, sí al menos la más fácil y abierta a todos para salir de una condición que ya no les 809