Sonetos de La Portuguesaa

Sonetos de la portuguesa Elizabeth Barrett Browning I Pensaba yo como Teócrito cantara a los dulces años, los años an

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Sonetos de la portuguesa Elizabeth Barrett Browning

I

Pensaba yo como Teócrito cantara a los dulces años, los años anhelados que se ofrecen con mano generosa como un don a todos los mortales. Y mientras en su viejo idioma meditaba fueron apareciendo, a través de mis lágrimas, los dulces, tristes, melancólicos años de mi propia vida que, en lenta sucesión, me lanzaron sus sombras. Y entre el llanto vi una forma irreal que me arrastraba tirándome del pelo, y con fuerza decía: “¿Sabes quién te sujeta?”—“La Muerte”, dije. Mas resonó su respuesta de plata: “No, no soy la Muerte, soy el Amor”. III Qué diferentes somos ¡Oh, noble corazón!” Diferentes son nuestros hábitos y nuestros destinos. Los ángeles que nos guardan se miran sorprendidos cuando sus alas se rozan al cruzarse. Tú, recuérdalo, eres huésped de reinas en radiantes fiestas, donde te alientan cien ojos más vivos que los míos, iluminados por las lágrimas, para que alcances tu lugar de privilegio. ¿Qué haces tú mirándome desde las celosías, pobre, cansada, cantora errante… que canta en la oscuridad y se apoya en un ciprés? El óleo sagrado unge tu cabeza, mientras sólo el rocío cae sobre la mía. La Muerte los pondrá en un mismo nivel. IV Tu sitio está en algún palacio ¡Oh cantor de los versos más hermosos! donde los danzantes detendrán su baile para quedar pendientes de tus fértiles labios. ¿Y tú levantas la aldaba de esta casa, esta aldaba tan pobre para tu mano? ¿Y tú, ignorante, cómo quieres dejar ante mi puerta la plenitud dorada de tu música? Mira las ventanas rotas, los murciélagos y los mochuelos que habitan el tejado, el grito de mis grillos contra tu mandolina. ¡Silencio! No despiertes el eco, no aumentes tanta desolación. Dentro, hay una voz que llora. Sola… Lejana… como tú debes cantar. VI Aléjate de mí. Y sin embargo siento que para siempre viviré en tu sombra. Nunca más sola en el umbral de esta mi vida tan aislada dominaré mi alma, ni alzaré como antes, serenamente, mi mano hacia la luz

sin sentir lo que evité hasta ahora... el tacto de tu mano sobre la mía. Ha dispuesto el destino que la distancia nos separe pero tu corazón deja en el mío y doble será el latido. Habitas en mis actos y en mis sueños, como el vino es memoria de sus uvas. Y cuando ruego a Dios por mí, sólo escucha tu nombre, y sólo ve en mis ojos fundidas nuestras lágrimas.

VII El mundo me parece tan distinto desde que oí los pasos de tu alma muy leves, sí, muy leves, a mi lado, en la orilla terrible de la muerte donde yo iba a anegarme, y me salvó el amor descubriéndome una vida hecha música nueva. Aquellas hieles destinadas por Dios quiero beber, cantando su dulzura, junto a ti. Los nombres de lugar son diferentes porque estás o estarás aquí o allá. Y ese don de cantar que yo amé tanto (los ángeles lo saben) me es querido sólo porque hace resonar tu nombre. X Y no obstante el amor por ser amor es bello. Igual llamea reluciente un gran templo y la hierba. El mismo fuego arde quemando el cedro y la cizaña. Y el amor es un fuego; y cuando digo te quiero, oh Dios, te quiero, ante tus ojos me transfiguro en esplendor y siento mi cara centelleante que deslumbra. En el amor no puede haber ruindad aunque amen los más ruines de los seres, que cuando aman a Dios Él los acepta. Y en la apariencia ruin de lo que soy refulge el sentimiento y purifica por ser fruto de amor lo que es de carne.

XIV Si has de amarme que sea solamente por amor de mi amor. No digas nunca

que es por mi aspecto, mi sonrisa, el modo de hablar o por un rasgo de carácter que concuerda contigo o que aquel día hizo que nos sintiéramos felices... Porque, amor mío, todas estas cosas pueden cambiar, y hasta el amor se muere. No me quieras tampoco por las lágrimas que compasivo enjugas en mi rostro... ¡Porque puedo olvidarme de llorar gracias a ti, y así perder tu amor! Por amor de mi amor quiero que me ames, para que dure amor eternamente. XVIII A ningún hombre di jamás un rizo, amor mío, como éste que te ofrezco, y que ahora pensativa arrollo en torno de mis dedos como un negro zarcillo. Es para ti. Mi juventud pasó. Ya no cae el cabello hasta los pies ni rosas prendo en él y flor de mirtos como hacen las muchachas, es la sombra de pálidas mejillas que hundió el llanto, envolviendo la frente que se inclina avezada al dolor. No lo han cortado las fúnebres tijeras, fue tu amor... Encontrarás en él, aún purísimo, el beso que al morir dejó mi madre.

XX Oh, amor mío, amor mío, cuando pienso que existías ya entonces, hace un año, cuando yo estaba sola aquí en la nieve y no vi tus pisadas ni escuché tu voz en el silencio... Mi cadena, eslabón a eslabón, iba midiendo como si no pudiese verme libre por tu posible mano... ¡Hasta beber la prodigiosa copa de la vida! ¡Qué extraño no sentirte en el temblor del día o de la noche, voz, presencia, ni adivinarte en esas flores blancas! Yo era ciega lo mismo que el ateo que no descubre a Dios al que no ve. XXII Cuando nuestras almas se yerguen firmemente en silencio cada vez más cerca y se tocan sus alas, y sus alas se arquean y al contacto se abrasan,

¿Qué daño amargo podrá hacernos el mundo para no ser felices por más tiempo? Piensa. Quizás en las alturas los ángeles nos acosaran con las doradas esferas de sus cánticos perfectos, invadiendo ese profundo silencio que siempre deseamos. Deja que nos quedemos, Amor, sobre la tierra, donde el necio y absurdo humor de los mortales aísla los espíritus puros, dejándoles un sitio donde poder estar y amarse por un día, cercados de tinieblas y de la hora de la muerte.

XXIII ¿Es así de verdad? Si aquí muerta yaciera ¿quedaría vacía tu vida sin la mía? ¿Y brillaría el sol más frío para ti, sabiendo en mi cabeza la humedad de las tumbas? Qué asombro, Amado mío, leyendo esas ideas, en tu carta. Soy tuya, mas… ¿tanto soy para ti? ¿Puedo verter tu vino mientras mis manos tiemblan? Entonces mi alma renunciará al sueño de la muerte y volverá al estado inferior de la vida. Por tanto, ¡quiéreme, amor, mírame, aliéntame! Así como las damas más ilustres por amor dejarían sus rangos y heredades, por ti cedo mi tumba y cambio mi cercana y dulce visión del cielo, por la tierra contigo. XXV Un triste corazón, Amado mío, he soportado año tras año, hasta que vi tu rostro, y una pena tras otra desplazaban aquellas alegrías, tan livianas cual perlas ensartadas que en el baile al compás del corazón se agitan. Pero pronto la esperanza trocose en desaliento, y ni la misma gracia de Dios apenas podría alzar sobre el mundo mi triste corazón. Entonces tú me rogaste que lo trajera y lo dejara caer en la serena calma de tu ser. En seguida se hundió, llevado por su peso, mientras el tuyo lo amparaba y cubría, interpuesto a los astros y al incierto destino.

XXVIII ¡Mis cartas! Papel muerto... mudo y blanco... Y no obstante palpitan esta noche en mis trémulas manos cuando aflojo la cinta y caen sobre mis rodillas. Ésta decía: Dame tu amistad... Ésta fijaba un día en primavera para tocar mi mano... casi nada, ¡pero cuánto lloré! Ésta... un papel... decía: Te amo, y yo me estremecí como si Dios rasgase mi pasado. Ésta, Soy tuyo... pálida la tinta por estar junto a un pecho tumultuoso. Y esta última... ¡oh, amor!, no fuese digna de lo que dices si lo repitiera. XXX Veo tu imagen esta noche a través de mis lágrimas pero hoy te sonreías, ¿cuál es la causa? Amado, ¿eres tú o soy yo quien me entristece? Entre el canto de aleluyas y rito de gracias puede caer el acólito, pálido y sin sentido, al pie del altar. Como él escucha el amén del coro entre el desmayo de su oído, escucho confundida y perpleja tu voz y tus promesas, puesto que no te veo. Amado ¿tú me amas? ¿O vi toda mi gloria en sueños desfalleciendo cuando una luz intensa desplegó mi ideal a los ojos del alma? ¿Volverá aquella luz, como vuelven ahora ardientes y sinceras estas lágrimas?

XXXII La primera vez que el sol salió tras tu promesa de amarme, esperé con ansia la luna para soltar los lazos atados con demasiada premura. Los corazones que aman tan pronto, pensé, Pronto pueden odiar. Al juzgarme a mí misma, no me creí digna del amor de tal hombre, igual que una vieja viola desafinada enojaría a un buen cantor por estropear su canto, y la abandonaría, presto, a la primera nota malsonante. No fui injusta conmigo, mas levanté sobre ti una ofensa, porque en manos maestras pueden fluir perfectas melodías de un instrumento destemplado, y las almas grandes con un simple tañido, pueden conseguirlo. XXXIII

Sí, ¡llámame de aquel modo!, déjame oír el nombre que me hacía cuando niña detener mis juegos y abandonar mis prímulas, para buscar algún rostro y la tierna expresión de sus ojos. Añoro aquellas tan amadas voces que fundidas ya están en músicas celestes y no me llaman más. Hay un silencio fúnebre mientras invoco a Dios… ¡Mientras le invoco! Permite que tu boca herede aquellas voces que ahora están exánimes. Recoge las flores del norte para completar el sur. Y recobra amor nuevo a través del tardío. Sí, llámame de aquel modo, y yo, de veras, responderé en seguida con aquel corazón.

XXXVIII La primera vez que él me besó, solo besó los dedos de esta mano con que escribo; y desde entonces, se volvió más elegante y blanca, lenta para los saludos mundanos, rápida con su "Oh, escucha," cuando hablan los ángeles. Una sortija de amatista que pudiera usar en ella, no sería más visible para mí que ese primer beso. El segundo sobrepasó la altura del primero, y buscó la frente, mas se perdió la mitad, y cayó la otra mitad sobre el cabello. ¡Oh, el premio más alto! Ese fue el aceite bautismal del amor, que precedió a la misma coronación del amor, con santificadora dulzura. El tercero, sobre mis labios se plegó hacia abajo en situación perfecta e imperial; desde entonces, ciertamente, he vivido y he dicho con orgullo, "Mi amor, mi bien". XLIII ¿De qué modo te quiero? Pues te quiero hasta el abismo y la región más alta a que puedo llegar cuando persigo los límites del Ser y el Ideal. Te quiero en el vivir más cotidiano, con el sol y a la luz de una candela. Con libertad, como se aspira al Bien; con la inocencia del que ansía gloria. Te quiero con la fiebre que antes puse en mi dolor y con mi fe de niña, con el amor que yo creí perder al perder a mis santos... Con las lágrimas y el sonreír de mi vida... Y si Dios quiere, te querré mucho más tras de la muerte.