Sarlo, Beatriz - Zona Saer

B e a t r iz S a r l o ZONA SAER C o l e c c ió n H u ella s Sarlo, Beatriz / Zona Saer Santiago de Chile: Edicione

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B e a t r iz S a r l o

ZONA SAER

C o l e c c ió n H u ella s

Sarlo, Beatriz / Zona Saer

Santiago de Chile: Ediciones Universidad Diego Portales, 2016, Ia edición, p. 120, 17x24 cm. Dewey: A864 Cutter: Sal 68 Colección Huellas Incluye agradecimientos, notas al pie y algunos mapas con lugares frecuentados por Saer. Materias: Saer, Juan José, 1937-2005. Ensayos argentinos. Literatura argentina. Crítica e interpretación. Narrativa argentina.

ZONA SAER BEATRIZ SARLO © Beatriz Sarlo, 2016 © Universidad Diego Portales, 2016 Primera edición: junio de 2016 ISBN 978-956-314-349-2 Universidad Diego Portales Dirección de Publicaciones Av. Manuel Rodríguez Sur 415 Teléfono: (56 2) 2676 2136 Santiago - Chile www.ediciones.udp.cl Edición: Fabián Casas Producción editorial: Adán Méndez y Eduardo Piola Diseño: Carlos Altamirano Impreso en Chile por Salesianos Impresores S. A.

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B e a t r iz S a r l o

ZONA SAER

EDICIONES UNIVERSIDAD DIEGO PORTALES

Í n d ic e Introducción Para decir toda la verdad............. .......................................................... 9 Capítulo 1 El margen de todo.................................................................................11 Capítulo 2 Matar a Borges....................................................................................... 23 Capítulo 3 Arte poética............................................................................................41 Capítulo 4 Historia política........................................................................ ,......... 59 Capítulo 5 Una sociedad de personzyes......................................................... .. . 79 Capítulo 6 Espacios, comidas, conversaciones.................................................101

INTRODUCCIÓN

P ara

d e c ir t o d a l a v e r d a d

Escribí este libro tratando de trasmitir la felicidad y el asombro que siem­ pre sentí ante la literatura de Saer. Por eso evité el lenguaje académico y no volví a leer ninguna de las notas, artículos y ponencias que a lo largo de las décadas yo había escrito sobre Saer. Seguramente quedará algo de ellas, pero como recuerdo, no como resultado de la perezosa operación de “cortar y copiar”. Hay solo siete u ocho páginas que había escrito antes y que reproduzco, pero son muy recientes y no me resigné a perderlas. Salvo esas paginitas y algunas referencias de historia literaria, el resto son argumentos que fueron pensados a medida que escribía. Y, además, escribí los capítulos en el orden en que aparecen acá. Me dije: si no puedo pensar de nuevo a Saer, no debo escribir sobre él. Los argumentos críticos sobre un gran escritor tienden a repetirse, apoyados en las intervenciones interpretativas más fuertes. El caso bien evidente es Borges. Y, aunque menos, también le ha sucedido a Saer, porque tuvo siempre algunos lectores excepcionales que descubrieron temprano que él sería el gran escritor de la segunda mitad del siglo xx argentino. La frase es polémica, lo sé. Pero un orden canónico es interesante si tiene una fuerte carga de discusión estética. Saer no fue, en cambio, un gran ensayista, ni una figura pública, a lo Cortázar o lo Vargas Llosa; tampoco era demasiado bueno en los reportajes ni en las conferencias. Como Onetti fue, simplemente, un escritor descomunal. No fue un “autor de grandes ventas”. Para eso tenía una falla. Leer a Saer no era difícil, pero solicitaba la lentitud de la escritura poética, so­ licitaba que se atendiera a una puntuación original y que se escuchara el ritmo. Lo mejor era leerlo en voz alta (como sucede con Joyce). Escribía desde la poesía, como otros escritores escriben prosa desde la historia, desde los géneros, desde la teoría literaria. Incluso su libro más histórico, El rio sin orillas, es una diatriba, género poético. Los lectores de Saer solemos recordar fragmentos breves de sus diá­ logos, en los que se habla de banalidades, historias menores, insólitos temas que se burlan de la filosofía convertida en material de la novela.

Saer sabía que la genialidad de Thomas Mann pertenecía al pasado y que él no iba a escribir una novela “intelectual”, para más desventaja ubicada en las orillas sudamericanas. La ironía de los diálogos en las novelas de Saer no es la ironía de los intelectuales cultivados. No había que compe­ tir con Borges o, para decirlo de otro modo, se competía con Borges al ser completamente diferente. En los diálogos de Saer se escucha el tono socarrón del habla de los muchachos en boliches, timbas y aguantaderos. Si se habla de literatura, ese tono se mantiene. Sus novelas no sirven para aprender algo diferente a la novela misma. Así como en Proust no se aprende a ser un dandi, en Saer no se imparten lecciones. En eso se diferencia de Cortázar, el gran pedagogo de la década del sesenta. La literatura es la roca sobre la que trabaja el escritor, no la cantera de la que se saca la piedra para sus personajes. Y esa roca está apoyada en un suelo original: el de la Región, Santa Fe y los pueblos cercanos sobre la costa del río Paraná. Desde el principio, Saer tiene una increíble claridad sobre esta elección o destino. Escribirá sobre su región, pero no será un regionalista. Saer hace regionalismo sin pintoresquismo ni populismo; escribe paiseyes y costumbres sin folklore regional. Una operación mayor en el campo literario que, hasta el mo­ mento, había realizado Di Benedetto y algunos poetas. Un personzy e de En la zona dice: “Si me dedico a la literatura tengo que hacerme hábil para las digresiones. La literatura misma es una digresión permanente de la realidad”. Hace más de cincuenta años, Saer ya sabía, en primer lugar, que la literatura tomaba caminos diagonales respecto de la realidad, pero que había una realidad. Segundo, sabía que la forma de su escritura sería la repetición, la digresión, las anticipaciones. Sabía eso y lo escribió en un momento en que esas cosas no estaban de moda. Finalmente, no estar de moda, fue una admirable cualidad saeriana.



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CAPÍTULO 1

El

m argen de t o d o

“La nueva novela francesa es la heredera de la gran tradición narrativa occidental”. J. J. Saer, “Notas sobre el nouveau román (1972)

Lo que sigue son algunas fechas importantes para la llamada “nueva literatura latinoamericana”, que coinciden con los años en los que Saer publica sus primeros libros, al margen de lo que estaba sucediendo en el continente y en España. Aunque Cicatrices salió con el sello de Sudame­ ricana (la editorial que publicó a Cortázar y a García Márquez); aunque Responso había sido editado por Jorge Alvarez, la editorial de onda en Buenos Aires, que editaría con suceso a Manuel Puig, ni Sudamericana ni Álvarez fueron lugares desde los que Saer pudo adquirir la menor notoriedad. La literatura tomaba direcciones muy diferentes a la suya: ni el realismo moderno de Vargas Llosa, ni el realismo mágico de García Márquez, ni la suma de vanguardias de Rayuela, ni el pop de Manuel Puig, podían transferir sus lectores a Saer. Por otra parte, Saer vivía en París, desde donde era imposible que llevara a cabo una estrategia de “pequeña notoriedad”, para la cual era necesario, primero, su presencia en el campo literario argentino; y, se­ gundo, que alguno más que sus amigos de Santa Fe se hiciera cargo de su obra. Saer no tuvo las condiciones de otro marginal de esos años, Osvaldo Lamborghini, ni fue una figura de la bohemia literaria y periodística de la calle Corrientes, como Miguel Briante. Saer, excepto en Santa Fe y Rosario, era nadie. Su historia transcurre por grupos minoritarios de lectores,1por razones que no se explican solamente por su distancia de Buenos Aires, ni por ese 1

Sobre la recepción de Saer, véase: Miguel Dalmaroni, “El largo camino del ‘silencio’ al ‘con­ senso’. La recepción de Saer en la Argentina (1964-1987)”, en J. J. Saer, Glosa. El entenado, edición coordinada por Julio Premat, Poitiers, Centre de Recherches Ladno-Américaines. Ar­ chivos, 2010, pp. 607-663.



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recorrido que eligió hasta su muerte, desde París hacia Santa Fe, como si Buenos Aires fuera el lugar inevitable pero al cual se le dedicaba solo un trámite rápido. Tampoco se explica que, en un momento cuando la edición española ofrecía una circulación relativamente amplia, las dos primeras obras que Saer publica en España, El limonero real y La mayor, no fueran leídas allí donde se leía a los autores de la “nueva literatura”. Está claro que Saer escribió al margen de esa nueva literatura, que no tenía nada que ver con ella, que no le interesaba y le resultaba esté­ ticamente lejana. La única excepción es Roa Bastos. Sin embargo, sería forzado ubicar a Roa Bastos dentro de la nueva literatura del llamado boom, como es forzado ubicar allí a Rulfo y a Onetti, a quienes Saer respe­ taba. De todas formas, Yo el supremo se publicó en 1974, el mismo año que El limonero real: dos libros extraordinarios y completamente diferentes. La “nueva literatura” era una red de autores, revistas, concursos, críticos, agentes literarios, relaciones mundanas. Por otra parte, aunque hoy, en un mercado editorial gobernado por los oligopolios internacionales que tienen sus casas en España y América, y por la influencia de los periódi­ cos españoles, parezca que las cosas fueron así desde siempre, hay que atender a lo que dijeron, en aquellos años sesenta, los latinoamericanos que emergían en el mercado internacional. José Donoso, en su Historia personal del boom, señala la importancia del premio Biblioteca Breve de Novela de Seix Barral ganado en 1962 por La ciudad y los perros de Vargas Llosa. Y agrega: “Fue a partir de La ciudad y los perros que el público comenzó a preguntar: ¿quién es Mario Vargas Llosa, qué es la novela hispanoamericana contem­ poránea, qué es la Biblioteca Breve, qué es Seix Barral? Era evidente que una editorial española que tanta importancia le daba a la primera novela de un escritor peruano de veinticuatro años tenía que ser una editorial con una actitud nueva, dispuesta a alinearse con los nuevos y ser su órga­ no. Y así como el premio Biblioteca Breve ‘lanzó’ a Mario Vargas Llosa, es igualmente lícito decir que Mario Vargas Llosa ‘lanzó’ a Seix Barral”.2

2 José Donoso, Historia personal del boom, Barcelona, Alfaguara, 1998 (primera edición 1972), p. 83.



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Son años de coincidencias. La revista Marchada Montevideo difundió una idea latinoamericanista de la ficción. En 1962, organizó un Concurso Internacional de Novela, abierto a escritores de Argentina, Paraguay y Uruguay, cuyo jurado integraba Ángel Rama, junto a Augusto Roa Bastos y David Viñas. La idea de que algo está sucediendo en el continente tuvo un sello uruguayo impreso por Marchay, sobre todo, por las intervencio­ nes de Rama,3 el crítico de mayor influencia continental y que marcó la recepción de la literatura latinoamericana de los años sesenta. En 1963, Rama fue jurado de un concurso latinoamericano (el quinto) organizado por Casa de las Américas. Un meridiano pasaba por la Cuba revolucionaria. Hasta el encarcelamiento del poeta Heberto Padilla, todos los escritores del boom visitaron La Habana, que se convirtió no solo en capital ideológica sino en capital política: La Habana, a la que fueron todos los escritores de esos tiempos, excepto (una vez más) Saer que jamás vizyó a Cuba. En 1963, se publicó Rayuela. Fue el libro esperado, una especie de pedagogía de las vanguardias, una novela romántica que se burlaba del romanticismo, una estructura doble para lectores que quisieran leer salteado o lectores que quisieran seguir una intriga fuerte, pero lo suficientemente compleja como para diferenciarse de las ficciones lineales; una novela de París y Buenos Aires; de locura pasional y de desconfianza frente a las pasiones. De todo, para gratificación de los lectores “cómplices”, que aprendían a leer Rayuela, y al mismo tiempo se instruían en las corrientes literarias del siglo xx. Rayuela fue un li­ bro de iniciación, y probablemente siga siéndolo por el programa de lecturas que transfiere a sus lectores. Si se comparan las citas literarias de Rayuela y las de Cicatrices, es evidente la diferencia radical de Saer y Cortázar. Sobre todo, es evidente que Cicatrices puede mantener una distancia con la literatura. Cortázar solo admite la distancia como crítica de los “malos” autores. Rayuela tranquiliza la incertidumbre: el lector 3

Sucedían, por ejemplo, estos acuerdos: “Hacia 1964 Rama se encontró en México con un Gar­ cía Márquez que se sentía desafortunado autor de una obra sin difusión continental. En ese encuentro, el colombiano y el uruguayo acordaron realizar una campaña para dar a conocer la obra de García Márquez en el sur del continente. Rama editó en Arca la tercera edición de La hojarasca... En 1964 el uruguayo presentaba al escritor colombiano a sus compatriotas y al resto de los lectores latinoamericanos de Marcha”. (Claudia Gilman, Entre la pluma y el fusil; debates y dilemas del escritor revolucionario en América Latina, Buenos Aires, Siglo XXI, 2003, p.98).



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puede sentirse ignorante pero seguro de que podría, eventualmente, dejar de serlo. * El éxito de Rajuela recorrió toda la década, aunque en los primeros meses de su publicación, las reseñas periodísticas no estuvieran prepa­ radas para recibirla con la fanfarria que la novela iba a suscitar meses después; algo que hoy, en la era de los agentes de prensa, parece casi inconcebible, ya que los libros llegan acompañados de las claves con que deben ser recibidos. David Viñas siempre mantuvo una distancia desconfiada y crítica respecto de Rajuela y de Cortázar como representante de una especie literaria que somete a crítica: “¿Qué significa poder jurar por el Mayo de París y por Vietnam allá y aquí ser interpretado en La Nación por mis ‘j uegos’?”.4 Saer no tenía la fama para caer en esta doble inscripción (que Viñas, denuncialista, llama “doble juego”). Y tampoco escribía la literatura apta para pretender esa colocación. Sus libros conectaban con un tiempo de lectura que todavía no había llegado. Viñas ni siquiera lo menciona, aunque seguramente había visto Responso, publicado por la editorial cuyo local de librería él frecuentaba. Probablemente no estu­ viera al corriente de que esa era una novela política. Saer era invisible. En 1967, se publicó Cien años de soledad, la novela máxima de Gabriel García Márquez, aceptada en la editorial Sudamericana de Buenos Aires por un editor argentino, Paco Porrúa, el mismo editor y la misma edito­ rial de Rajuela. El suceso de Cien años de soledad fue inmediato y García Márquez lo vivió en Buenos Aires, donde encabezó durante meses la lista de best-sellers.5 De lo que se llamó “realismo mágico”, Saer se mantuvo a una distancia irónica y, a veces, despectiva. La unión de esas dos palabras (magia y realidad) le sonaba fácil, blanda e inconsecuente. La enemistad estética con la “nueva literatura” probablemente aumentó su aislamiento del campo literario donde circulaba la onda latinoamericana. Pero hubo otros a quienes tampoco se los ubicaba dentro del mapa de la literatura que se discutía en Buenos Aires y en La Habana o Mon­ tevideo. En 1956, Di Benedetto publicó Zama, la gran novela temprana de esos años, la novela entonces no leída. Saer escribió con exactitud: 4 David Viñas, De Sarmiento a Cortázar, Buenos Aires, Siglo XX, 1974, p. 121. 5 Claudia Gilman, íbid., p. 100. —

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“Pasó prácticamente desapercibida”.6 Aunque algunos críticos, incluso amigos suyos como Noéjitriky Noemí Ulla, escribieron. Pero es eviden­ te que nadie esperaba Zama y que quienes tuvieron la sensibilidad para leerla fueron pocos. Luis Priamo, amigo de Saer, gran investigador de la historia fotográfica argentina y alumno del Instituto de Cine de Santa Fe en el que Saer, el poeta Hugo Gola y Aldo Oliva enseñaban “cultura” y “literatura”, entre cuyos alumnos estaban todos los que serían poco después grandes ami­ gos de esos profesores, recuerda una escena: “Una noche llegó Juani exaltadísimo. Entró al aula, donde Hugo (Gola) estaba por comenzar la clase, y comenzó a hablar con un entusiasmo desbordante: ‘¡Acabo de leer la novela más extraordinaria que se escribió en este país!’. Era Zama, de Di Benedetto, que había leído de una sentada durante la tarde. No recuerdo exactamente los comentarios que hizo respecto del texto, pero me acuerdo muy bien que en un momento dijo: ‘Ya Jorge Conti me había dicho que El silenciero era extraordinaria’. Su excitación era contagiosa”. En 1973, Saer, rencoroso porque sabe que ese también es su destino, escribió sus razones por las cuales Zama había sido pasada por alto: “...a diferencia de otros escritores latinoamericanos que escriben desde Europa y han alcanzado de ese modo, y quizás por esa razón, gran renombre en las letras continentales pero no mundiales, Zama ocupará algún día ese lugar codiciado. Si los críticos de habla española hablaran de los buenos libros y no de los libros más vendidos y más publicitados, de los libros que trabajan deliberadamente contra su tiempo y no de los que tratan de halagar a toda costa el gusto contemporáneo, Zama hubiese ocupado en las letras de habla española, desde su aparición, el lugar que merece... Zama es superior a la mayor parte de las novelas que se han escrito en lengua española en los últimos treinta años, pero ninguna buena novela latinoamericana es superior a Zama .

Polemizando con una esperpéntica versión del “existencialismo”, que 6

El concepto deficción, Buenos Aires, Ariel, 1997, p. 47. Las siguientes citas corresponden a pp. 48 y 53.



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sería contemporánea a Zama pero que, en realidad, identifica en David Viñas, Saer coloca a Zama en la misma línea de La náusea y El extranjero. Y, de pasada, separa a Zama de toda la literatura que, en 1973, año en que está escribiendo, le molesta estética e ideológicamente: ‘Yo quiero hacer notar, sin embargo, que si aceptamos por un mo­ mento la hueca categoría de novela de América, abstracta y chauvinista, entre todas las novelas que pretenden ese título en los últimos treinta años, Zama sería la primera en merecerlo, a pesar del folklore, del anecdotario pasatista y del academicismo artero que pululan en la actualidad y que se pretende hacer pasar por una nueva novela. Zama no se rebaja a la demagogia de lo maravilloso ni a la ilustración de tesis sociológicas; no se obstina en repetirnos las viejas crónicas familiares que marchitan la novela burguesa desde fines del siglo xix; no divide la realidad, que es problemática, en naciones; no pretende ser la summa de ningún grupo o lugar; no da al lector lo que el lector espera de antemano.. no honra revoluciones ni héroes de extracción dudosa...”.

De tefabula narratur. Saer habla de él mismo: la injusticia estética que

cayó sobre Di Benedetto es la que podría caer sobre su literatura, porque la crítica se subordina al mercado y el mercado solo hace circular un tipo de “gusto”. Escribe cada una de las frases de esta invectiva tanto para el elogio de Di Benedetto como para sepultar a Cortázar, Vargas Llosa, García Márquez, Puig, escritores sobre los que todavía hoy me pregunto si tuvo la paciencia de leer o, como sucedió con un libro que le llevé en 1981 a París, lo entregó rápidamente a la crítica demoledora de su hija Clara, que entonces tenía ¿dos? años. Un año después de escribir esta nota sobre Zama, apareció El limonero real Saer sabía que esa era una gran novela. Pero no había llegado su momento. Publiqué una nota en la revista Los Libros. A fin de ese mismo año, Saer vi¿gó a Buenos Aires y me buscó. No nos encontramos y pasaría tiempo antes de que lo conociera, en 1979. Pero el hecho de que me hubiera buscado indica que las reseñas sobre su obra eran pocas. En la misma revista, María Teresa Gramuglio había publicado una lectura precursora de Cicatrices en 1969. A Gramuglio no necesitó buscarla: se conocían de los periódicos viajes a Rosario. Saer era su amigo y de Juan —

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Pablo Renzi, pintor que admiraba sin condiciones. Pero a mí me buscó porque, fuera de la ciudad de Santa Fe y aparte de ese círculo de amigos rosarinos, donde estaba Adolfo Prieto, tenía poquísimos lectores. Cuando apareció El limonero, el “nuevo” de la literatura local era Manuel Puig. En un volumen colectivo sobre novela argentina, orga­ nizado por Jorge Lafforgue, Ricardo Piglia escribió sobre La traición de Rita Hayworth, opera prima de Puig. No se incluyó ningún estudio sobre Cicatrices. Es cierto que la primera novela de Puig es de 1968 y Cicatrices de 1969, detalle menor, ya que no fue tiempo el que faltó para que se incorporara al volumen, que apareció en 1972, esa novela prodigiosa­ mente juvenil y perfecta de Saer. A diferencia de Puig que debuta ante el mundo con La traición, Saer ya había publicado dos novelas y tres libros de relatos. Como sea, las fechas son ajustadas. Lo que más bien señalo es que esos años de la década del sesenta y toda la del setenta no fueron años Saer. Con esas rarezas que hacen interesante la historia literaria, Responso tuvo una reseña en la revista cultural del Partido Comunista, escrita por Carlos Altamirano: nuevamente, un margen.7En cambio, la revista Primera Plana , que entonces era la onda y trasmitía las decisiones del mercado en su lista de best-sellers, publica una corta reseña conjunta de Responso y Adiós a la izquierda de Bernardo Carey.8Las iguala y las trata con altanera condescendencia, aunque desprecia más a Carey que a Saer a quien solo llama “lánguido” y a quien solo acusa de “editorializar” sin convertir sus ideas en “hechos” (que sería lo que espera un lector de novelas). Altami­ rano, un joven estudiante de la Universidad del Chaco entiende mucho más en su breve reseña que el crítico de la altanera Primera Plana. Por supuesto, la lista de best-sellers que acompaña la reseña de Primera Plana, incluye, entre cinco títulos, Los jefes de Vargas Llosa, publicado por la misma editorial que la novela infravalorada e infraleída de Saer. Para acentuar su insignificancia, después de 1967, Saer vivía lejos de Buenos Aires, en Rennes y en París, que también era un margen para quien llegaba como enseñante de español a una universidad bretona. No 7 8

C. Altamirano, “Realismo sustancial y voluntad polémica”, Hoy en la cultura, número 21, julio 1965, p. 16. La nota se titula “Demasiado tarde” y, como era costumbre, va sin firma en Primera Plana, año ni, número 129, 27 de abril 1965. Debo una fotocopia de esa página a Miguel Dalmaroni.



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tenía agente literario ni una editorial que se preocupara por su obra, ni críticos reconocidos que escribieran sobre ella; no formaba parte activa de un campo ideológico-político internacional, ni hizo rápidamente nuevos amigos notables o famosos. Para relacionarse con los latinoamericanos que ya habían triunfado (si ello hubiera sido posible, ya que estos eran consagrados y Saer un desconocido y, peor aún, un desconocido orgu­ lloso), habría sido necesario que los leyera y que, de alguna manera, le merecieran menos desdén. Saer renuncia a esa práctica de la sociabilidad literaria. Su imaginario seguirá recibiendo el impulso desde la zona santafecina. Su amigo Adolfo Prieto fue a Besangon como profesor de la universidad. Prieto y su fami­ lia vivieron un año allí, en “esa pequeña ville bien al este de Francia (a unos 300 km de París, a unos 90 de Lausana), donde nacieron Fourier, Proudhon, Victor Hugo y los hermanos Lumiére”, de octubre de 1970 a octubre de 1971.9Pero los Prieto viajaron por lo menos tres veces a París y se alojaron en el mismo hotel Minerve, 13 de rué des Ecoles, donde Saer y Biby Castellaro, entonces su mujer, habían vivido cuando recién llegaron. París, un escritor y un crítico amigos, los hijos y las mujeres, todos paseando por la geografía del mito. Cuando el contrato universitario de Prieto estaba por terminar, Saer buscó un camino para que su amigo se quedara en Francia. Quienes cono­ cieron a Saer conocieron también su necesidad de conservar un pequeño círculo amistoso (Raúl Beceyro y Marilyn Contardi, santafesinos profesores en Rennes, lo fueron durante años). Le escribe a Prieto, que ya estaba decidido a regresar a Rosario, y le insiste para que persiga una posibilidad que al mismo Saer le parece remota: conseguir un trabajo y mudarse a París, a través de un contacto ofrecido por César Fernández Moreno: “Te escribo muy rápido por lo siguiente. César F. Moreno me dijo que la u n e s c o necesita un responsable editorial para lengua hispana. Es una posibilidad remota pero si sale está bastante bien remunerada (alrededor de 3.500 francos nacionales). Sería para estar en París. Tendrías que enviarle a César 9

Nora Avaro, “Pasos de un peregrino. Biografía intelectual de Adolfo Prieto”, p. 67 del prólogo a Adolfo Prieto, Conocimiento de la Argentina. Estudios literarios reunidos, Editorial Municipal de Rosario, Secretaría de Cultura y Educación de la Municipalidad, Rosario, 2015. Avaro también señala la alteración que provoca Saer en el verso de Góngora con el cual le dedica La mayor a Adolfo Prieto. —

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un currículum destacando sobre todo tu trab¿yo en editoriales (te sugiero que detalles bien tu trabzyo en Capítulo). No sé si esto saldrá, pero sería una buena oportunidad para quedarte en París un año más”. Pero Prieto y su familia regresan al país al cual Saer solo volverá como visitante. Su vida transcurrirá entre Bretaña y París. Sus lecturas, como lo muestran los Borradores, no necesitaron un traslado a Europa para ser decididamente cosmopolitas; lo habían sido también en Santa Fe. Saer no llega a Europa para descubrirla. Se mueve por un territorio inventa­ riado. Sabe algo de modo definitivo, pero eso que sabe no concierne a los avatares de su biografía como videro o profesor en Rennes sino a la biografía literaria de hombre del sur, argentino, santafecino. Esto que sabe lo escribió, de modo irónico, en “La mayor”. El libro que lleva el mismo título, está dedicado a Adolfo Prieto. La dedicatoria proviene a su vez de la dedicatoria de las Soledades de Góngora al duque de Béjar. Al nombre de Adolfo Prieto, Saer agrega “pasos de un peregrino son errantes”. ¿Corrige Saer el verso de Góngora, que escribió “pasos de un peregrino son errante? En la versión de Saer los pasos son errantes. En la de Góngora, el errante es el peregrino. Es, se dirá, una versión saeriana para el lector del siglo xx, menos acostumbrado a la contorsión sintáctica del gongorismo. Saer destruye el hipérbaton en el verso de Góngora y lo simplifica biográficamente: los pasos de un peregrino son errantes (como los de un exiliado). Seguramente Prieto, alejado como pocos de la pe­ dantería, notó la desviación saeriana, pero, discreto como nadie con sus amigos, no hizo comentarios. La dedicatoria puede ser una estrategia crítica, una forma de colocar el libro en el campo literario, un cálculo. En este caso es claramente una prueba de amistad personal e intelectual. Como Adolfo Prieto volvió a la Argentina, la dedicatoria de La mayores una puntada, un remache de ese año en Francia y de su amistad. Francia es el margen para el escritor latinoamericano desconocido. La centralidad cultural de París es un horizonte imposible. Justamente en años en que otros latinoamericanos son recibidos por la crítica y venden por miles, Saer publica una de sus narraciones más herméticas: con “La mayor” Saer toca un extremo, como descubre David Oubiña, del que, como de un fuego, será preciso retirarse un poco. Y pisando ese extremo, Saer escribe la primera página de ese libro publicado en 1976, año en que la Argentina también tocó un extremo, y —

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convirtió a Saer y muchos otros definitivamente en exiliados, no se sabía entonces por cuánto tiempo. En esa primera página de una narración en primera persona de Tomatis, se lee: “Otros, ellos, antes, podían. Mojaban, despacio, en la cocina, en el atardecer, en invierno, la galletita, sopando, y subían, después, la mano, de un solo movimiento, a la boca, mordían y dejaban, durante un mo­ mento, la pasta azucarada sobre la punta de la lengua, para que subiese, desde ella, de su disolución, como un relente, el recuerdo, masticaban despacio y estaban, del golpe ahora, afuera de sí, en otro lugar, conservado mientras hubiese, en primer lugar, la lengua, la galletita, el té que humea, los años: mojaban, en la cocina, en invierno, la galletita en la taza de té, y sabían, inmediatamente, al probar, que estaban llenos, dentro de algo y trayendo, dentro, algo, que habían, en otros años, porque había años, dejado, fuera, en el mundo, algo, que se podía, de una u otra manera, por decir así, recuperar, y que había, por lo tanto, en alguna parte, lo que llamaban o lo que creían que debía ser, ¿no es cierto?, un mundo. Y yo ahora, me llevo a la boca, por segunda vez, la galletita empapada en el té y no saco, al probarla, nada, lo que se dice nada”.

El “otro” que podía es, por supuesto Proust. Y el episodio de la “me­ moria involuntaria” está en el primer libro de La Recherche. El hombre que no puede es un argentino, para quien el azar de la memoria involun­ taria ha desaparecido. El gusto de la madeleine desencadena (como otras experiencias sensibles) el flujo de recuerdos proustianos. Saer mezcla, juega un desencantado tono irónico. La melancolía, afirma Julio Premat, es la tonalidad, el temperamento y el afecto que definen el mundo y la conciencia en la obra de Saer.10 Este comienzo de “A medio borrar” nos habla de una doble pérdida: la del poder que “otros” tenían y la de un mundo que “otros” podían evocar. Por alguna razón ese mundo está descompuesto y el tiempo mismo en que se lo representa se descompone: el personaje avanza en cámara lenta como si la experiencia del tiempo destruyera cualquier 10 Julio Premat, La dicha de Saturno. Escritura y melancolía en la obra deJuan José Saer, Rosario, Bea­ triz Viterbo, 2002, p. 186.



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ilusión de continuidad. El espacio se ha fracturado porque el escritor que escribe este texto vive lejos de la Zona, exiliado en Francia (aunque el personaje siga en su casa de Santa Fe). El tiempo se ha agrietado en fragmentos mínimos, hostiles a la percepción. Y la continuidad del tiempo que hipotéticamente podría existir entre el gran escritor francés Proust y el desconocido argentino es solo una fantasía: ellos podían, nosotros no podemos. ¿Hay en alguna parte un lugar? Esa es la pregunta: perdido el lugar de origen, porque se ha hundido en la distancia, ¿cómo puede definirse un lugar? Hostil a todo pintoresquismo, Saer no puede recuperar un lugar evocándolo como él juzga que lo evoca la nueva novela latinoamerica­ na, especializada en crear lugares que son al mismo tiempo típicos y fantásticos, realistas y mágicos, sociológicos y mitológicos. Saer recha­ za esa solución. El borde es el lugar del que está lejos, porque nunca terminará de separarse del lugar de origen y nunca obtendrá un lugar seguro en otra parte: la condición del exiliado replica la condición del escritor que se siente también lejano de la literatura que se escribe a su alrededor. La melancolía provocada por la pérdida y la incertidumbre, Saer la hace virar del todo por la ironía de ubicar la situación proustiana en la cocina de una ciudad ignota de provincia: como si se produjera una especie de degradación en las condiciones del espacio y de la escena. La evocación de Proust implica también un juicio: Proust creyó que podía, cuando es sabido que todos los hombres, en una dimensión filosófica, están igualmente separados de su pasado y que sus recuerdos son in­ ciertos. Saer evoca la escena de la madeleine también para mostrar en un segundo plano, más lejos, que quizá todo recuerdo sea una jactancia y toda proximidad con lo vivido una ilusión. El personsye de “La mayor” es demasiado poco para revivir en su experiencia la de uno de los grandes novelistas del siglo xx: hay un desfas¿ye en los espacios, pero también hay una irónica contemplación de este hombre que exaspera su escritura porque esa otra escritura parece que siempre será inalcanzable. Ante esto podría responderse que Saer estaba seguro de su escritura. Ysin embargo, ¿cómo saber que estaba seguro? ¿cómo estar seguro si su región literaria es remota y él es un escritor casi desconocido? ¿cómo estar seguro si se aparta de todas las formas exteriores, institucionales, de seguridad? —

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Saer, cuando escribe este texto de “La mayor”, ya ha publicado El li­ monero real, en Planeta España. Y, como diría su person¿ye, no ha pasado

nada. Excepto algunas reseñas, nada, lo que se dice nada. El silencio que rodea a Saer es la atmósfera donde coinciden sus amistades personales y sus amistades literarias: como pocos escritores, los amigos de Saer son sus lectores y sus lectores son sus amigos, un círculo reducido, lejos del nerviosismo de la promoción periodística que Saer obtenía en dosis mí­ nimas si se compara la extensión de su obra (para no discutir su calidad) con la de otros contemporáneos. Además, quienes escriben sobre Saer son gente joven y poco conocida, que consolida con su falta de nombre literario la misma carencia que afecta a Saer. Seguramente Saer sintió esta demora en alcanzar un reconocimiento. Seguramente, su disgusto por García Márquez y Puig tienen razones no solo estéticas. Seguramente, cuando me dijo “Al lado de esta novela de X, El limonero real parece Don Bildigerno” hablaba también el dolor de la falta de reconocimiento (para los que no practican la filología del pop art criollo, Don Bildigerno fue un personzye de Fernando Ochoa, un conocido cómico y monologuista gaucho de los años cuarenta y cincuenta).

CAPÍTULO

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M a ta r a B o r g e s Saer invitó a Borges a Santa Fe. Raúl Beceyro evoca ese encuentro (único hasta donde se sabe), que tuvo lugar en 1967 ó 1968: “Saer, que era asesor en cuestiones culturales del c o v e i q , entidad que organizaba una rifa destinada a solventar el viaje de estudios de los egresados de la Facultad de Ingeniería Química, toyo a Borges para que diera una conferencia en Libretex, una librería que estaba en San Martín al 2100. En esa ocasión, al parecer, Saer y Borges estuvieron conversando antes y después de la conferencia. En aquel momento, a pesar de que ya había escrito casi toda su obra, Borges no tenía ni remotamente el reconocimiento público que tuvo años después, e incluso entre los intelectuales de izquierda se criticaba a Borges, a causa de su conservadurismo político. La admiración que Saer (y Gola) tenían por Borges, era una anomalía para sus amigos de Buenos Aires. Recuerdo en alguna ocasión a alguno de ellos preguntar, extrañado: •¿qué le veían a Borges en Santa Fe?’. Traer a Borges a Santa Fe en ese momento era, al mismo tiempo, un acto de coraje y una declaración de principios. De esa manera Saer contribuía a hacer de su ciudad un lugar mejor, más hospitalario y más exigente”.11

Saer recuerda un breve y borgeano diálogo de ese encuentro. El tema habría sido Paul Valéry y las reticencias, bajo la forma del elogio, expre­ sadas por Borges en su nota necrológica sobre Valéry publicada en Sur. “En Santa Fe, una tarde de 1968, es decir treinta y ocho años después de las primeras reticencias, durante una caminata (Borges) se detuvo bruscamente y me lanzó a quemarropa: ‘¿No le parece una grosería de parte de Valéry llamar ‘Cabeza’ {Testé) a un señor muy inteligente?’.12 11 R. Beceyro, “Parajuani”, en El poeta y su trabajo, número 20, otoño 2005, p. 16. 12 “Borges francófobo”, El concepto deficción, p. 35.



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En Punto de Vista (revista a la que llamó, durante muchos años, el “destino natural” de algunos de sus textos), Saer publicó un ensayo sobre Gombrowicz, cuyas inexistentes relaciones con Borges compara con la desdichada ocasión en que Proust y Joyce se encontraron en una comi­ da, encuentro en cuyo transcurso (así resume Saer el juicio de Joyce) Proust parecía interesado solo por las duquesas yjoyce por sus mucamas. No es necesario aclarar de qué lado caen las simpatías saerianas en esta síntesis malévola. Pero el ejercicio comparativo pone de manifiesto que Gombrowicz y Borges le interesan con la misma fuerza, en un paralelo donde Saer resume las inclinaciones de ambos escritores: “Hay otro punto inesperado en el que coinciden: la atracción por ‘lo bajo’. El culto del cor¿ye, la predisposición a entrevistar proxenetas diestros en el uso del cuchillo y a ver en los diferendos entre matones de comité un renacimiento de la canción de gesta, equivalen en Borges a la inclinación de Gombrowicz por la adolescencia oscura y anónima de los barrios pobres de Buenos Aires, en la que parecía encontrar la expresión viviente de uno de sus temas fundamentales”.13 Leído con cuidado el paralelo está atravesado por una diferencia explicitada en la ironía con la que Saer caracteriza los “temas” borgeanos y el tono serio de la frase que describe los de Gombrowicz. Esta diferencia en los tonos no es una casualidad. Saer encuentra puntos comunes entre Borges y Gombrowicz: el gusto por la provocación, que es también un gusto saeriano del que no se priva incluso cuando escribe sobre Borges. También lo ejerce a dest¿yo en su ensayo “Borges francófobo” (a pro­ pósito de la primera edición de los Textos cautivos, las crónicas publicadas por Borges en El Hogar en los años treinta). El número de autores de lengua inglesa considerados por Borges le parece a Saer que alcanza las “fronteras de la obsecuencia”, coherente con sus ideas políticas ajustadas a las doctrinas del Foreign Office. Borges prefiere autores de segundo orden; y su mirada benevolente sobre Pound, Joyce y Eliot no excluye la crítica, ni alcanza nunca la admiración que Borges siente por (y aquí Saer enumera con sarcasmo): Ellery Queen, Louis Golding, Countee Cullen, 13 El concepto deficción, Buenos Aires, Ariel, 1997, p. 29. — 24 —

Edna Ferber, mientras que se ensaña con Bretón y desdeña a Baudelaire. Nora Catelli ha señalado, con razón, que “Saer siempre utilizó seriamente la tradición literaria”.14 Podría decirse: a diferencia de Borges. Entre los borradores, hay una corrección de Saer a Borges, escrita también en 1990, año de la publicación de “Borges francófobo”, con la sugerencia de que Borges no se había dado cuenta del sentido de su propio relato “Pierre Menard escribe el Quijote”. Anota Saer: “Pierre Menard, ante todo una sátira y el personaje principal una caricatura. B. pensaba que intentar escribir nuevamente el Quijote no era un acto de heroísmo literario sino un esnobismo o una estupidez”.15 Importa poco si Borges pensaba lo que Saer creyó que pensaba sobre Menard. Quiero decir, importa poco si tiene razón Borges escritor o su lector Saer. Tampoco importa si Saer se equivoca al atribuir a Borges un juicio equivocado sobre su personzye. Más interesante es el hecho de que Saer haya considerado que Borges pasó por alto el “acto de heroísmo” de Menard, que Saer sí supo reconocer en el cuento escrito por el escritor que critica. Saer piensa que Borges redujo a caricatura lo que él, Saer, considera un acto heroico. Lo critica por una visión mezquina y por su espíritu de sátira. Obviamente, la frase es contra Borges, no contra el relato que le permite a Saer disentir fuertemente con su autor. Anotada al pasar, en un Cuaderno, la frase de Saer merece ser tomada en cuenta. Es una polémica con Borges que se filtra entre la inevitable admiración y el reconocimiento. Saer tampoco tiene problemas en afirmar que los cuentos del Informe deBrodie, excepto el que le da título al libro, no le parecen buenos; y que los poemas de los setenta no le interesan. La cuestión a resolver es si, antes de esos últimos libros de Borges, Saer ya temía que su admiración por Borges fuera un tributo demasiado pesado para su propia literatura. Borges habilitaba dos movimientos que, claramente, no le interesan a Saer: la imitación o la exégesis repetitiva. Ya se había cumplido el de­ seo expresado por Cortázar: escribir en la lengua de Borges; y el deseo inexpresado pero que lo magnifica: escribir en una lengua propia, que 14 N. Catelli, “El presente de la escritura. Sobre ‘La grande’ de Juan José Saer”, en Punto de Vista, número 84, abril 2006, p. 10. 15 Papeles de trabajo II. Borradores inéditos, Seix Barral, Buenos Aires, 2013, p. 321.



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fuera reconocible como castellano rioplatense, pero que no cargara con demasiadas marcas costumbristas (que Borges, a través de sucesivas correcciones, fue borrando de su propia literatura, tachando algunas veces sus mejores hallazgos). Borges era central para los escritores que eran también buenos lectores (que es el caso de Saer). Por tanto, esa centralidad debía desplazarse para que esos buenos lectores pudieran realizarse como escritores. Como sucedió en Francia con Sartre, era preciso matar a Borges (y seguir leyéndolo). Ni Juan L. Ortiz ni Antonio Di Benedetto planteaban este problema. Ninguno de ellos ocupaba el lugar de Borges en la literatura argentina. No era necesario defenderse de ellos sino defenderlos. En la reedición española de Zarria, por Alfaguara en 1979, la contratapa, firmada por Augusto Roa Bastos, se refiere a la prisión y la tortura que sufrió Di Benedetto en esos años. Y señala: “En esta franja siniestra que dejó tras de sí la violencia en la inmolación colectiva, sus libros dejaron de leerse como otra mutilación simbólica. Él mismo fue olvidado como tantos otros héroes anónimos de las letras argentinas.” Muchos años después, Martín Kohan, en su prólogo a Declinación y Angel, publicados en Buenos Aires, por Gárgola, en 2006, vuelve al silencio que rodeó la obra de Di Benedetto, y lo llama “escritor secreto”, aunque las cosas han ido mejorando y Kohan nombra, en primer lugar, a Saer, cuya “pré­ dica tempranamente lo señaló como una referencia medular”. El otro escritor que menciona Kohan es Sergio Chejfec, que escribe después de la muerte de Di Benedetto. Como en el caso de Juan L. Ortiz, Di Benedetto, durante décadas fue un escritor cuya originalidad había que sostener. Requería convicción y olvido de las modas en la difusión de la literatura. A partir de los años setenta, Borges, además de un escritor genial, se convirtió en una moda y en un vademécum (una especie de taller de escritura que, por otra parte, era sencillo leer con los instru­ mentos de la teoría de la intertextualidad). En cambio, aunque tenía quince años más que Saer, Di Benedetto necesitaba de Saer y sus amigos santafesinos y rosarinos (pienso en Noemí Ulla) para ser leído. No era una competencia sino un partido que había que ganar. Martín Kohan señala con razón que Di Benedetto se consolidó a medida que Saer se consolidaba. Como en el caso de Os­ valdo Lamborghini o de Zelarayán, fueron los jóvenes (Germán García, — 26 — i

Luis Gusman) quienes consagraron a sus precursores. Lo mismo hizo la revista Martín Fierro, en la década de 1920, con Macedonio Fernández. El caso Borges es diferente. Cuando Saer empieza a escribir ya Borges era, para un circuito de entendidos que se ampliaba año a año, el más grande de la literatura argentina. Borges necesitó del premio Formentor para dar el salto internacional (anunciado en el número que le dedica la revista L’Herne y las traducciones de poemas en Les Temps Modemes). A su gloria occidental contribuyó Foucault y las decenas de reportajes que lo presentaron como un autor inmensamente citable. Borges se unlver­ salizó en los setenta. Pero, antes, ya era considerado uno de los grandes en el Río de la Plata. Con ese hombre había que vérselas, sobre todo si se sabe que es a partir de él y de Joyce, Faulkner y Arlt que se escribieron algunos relatos de En la zona. Y Saer lo sabe. Duelos Borges escribió varias veces sobre el Martín Fierro. Para un escritor que comenzó a publicar en los años veinte del siglo pasado, el poema de José Hernández era inevitable, como Lugones era inevitable. El nacionalismo cultural de 1910 había elevado, finalmente, al Martín Fierro a un lugar donde se unía la admiración y la función cívica que podía cumplir el poema de Hernández en la Argentina de comienzos del siglo xx, remo­ vida y mezclada por la inmigración. Martín Fierro, gaucho injustamente perseguido, pendenciero como buen gaucho y sensato payador que, finalmente, en La Vuelta, imparte consejos morales a sus hijos, podía con­ vertirse, con algunos retoques, en arquetipo nacional. En aquel comienzo de siglo, esos arquetipos todavía provenían de la literatura, incluso para los inmigrantes o los casi analfabetos. Adolfo Prieto registra, por ejemplo, que algunas murgas cuyos integrantes eran de origen italiano cantaban, en el cocoliche que estaba a su alcance, canciones criollas. El circo y sus pantomimas, extraordinariamente populares, también seguían esa línea.16 En consecuencia, no era disparatado que dos distinguidísimos intelec­ tuales del novecientos, Ricardo Rojas y el poeta nacional Lugones, fueran a buscar en la gauchesca y en el Martín Fierro, es decir en fuentes literarias que ya eran viejas en ese momento, las figuras y las formas de una épica 16 El discurso criollista en la formación de la Argentina moderna, Sudamericana, Buenos Aires, 1988.



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nacional que sostuviera, para Rojas, el edificio de una literatura propia; y, para Lugones, la idea de que toda cultura comienza con un poema épico que la define y la sostiene a través del tiempo (los poemas homéricos, el Poema del Cid, la Canción de Rolando, los Nibelungos, etc., etc.). En las primeras décadas del siglo xx tal fundamento no podía provenir sino de la literatura. Hoy cualquiera pensaría en el fútbol, dicho esto sin ironía: transformaciones de la nacionalidad y sus anclajes. Cuando Borges regresó de Europa esta idea de una gauchesca en función cívica era todavía muy poderosa. Las conferencias de Lugones habían sido pronunciadas en 1916 y la Historia de la literatura argentina de Rojas se había publicado entre 1917 y 1922, con un primer tomo dedicado no a los coloniales, como habría correspondido de seguir el orden cronológico, sino a la gauchesca. Una y otra intervención habían sido discutidas, consagradas o satirizadas. Pero, fuera cual fuera el tono, todavía eran centrales. Sin exagerar, la gauchesca formaba parte del imaginario nacional pampeano. Podría pensarse que Don Segundo Sombra, publicado en 1926, es una de las respuestas posibles al gauchismo cultural del novecientos. Güiraldes no discute la idea del gaucho como arquetipo, ya que su personaje es una combinatoria de virtudes “criollas”, pero prescinde de la forma gauchesca. Escribe como si no existiera el Martín Fierro. Su novela toma noticia del simbolismo francés, pero no de la gauchesca. Y cuando hablan sus personzyes, Güiraldes encuentra una muy discreta forma de atenuado realismo coloquial. A Borges no le gustaba mucho Don Segundo y abro la suposición de que Borges creía (intuía) que un predecesor gigantesco como Hernández debió ser contrariado de una manera distinta a la ele­ gida por su amigo Güiraldes. El debate era, por cierto, sobre cómo debía escribirse literatura en Argentina, apartándose del modernismo de Lugones y del nacionalismo de Rojas que a Borges y a los jóvenes de la década del veinte les resultaban antiguos y demasiado programáticos. Como es evidente en el debate de la revista Martín Fierro sobre cuál debe ser el español del Río de la Plata, la independencia de España era solo un requisito indispensable, pero de ninguna manera el único. También había que decidir sobre la litera­ tura que debía escribirse. Arreglar cuentas de modo diferente con José Hernández es una de las apuestas lúcidas de Borges. Más que desterrar — 28 — i

el Martín Fierro del espacio central adquirido en las operaciones de Rojas y Lugones, había que leerlo bien y contradecirlo, para que fuera posible seguir admirándolo. La relación que Borges entabló con Hernández es la que Saer tiene con Borges. No se puede matar a un gran predecesor, ni es posible escri­ bir simplemente instalándose en su territorio. José Hernández ordena una línea de la cultura del siglo anterior a Borges. Martínez Estrada, un contemporáneo de Borges, cree lo mismo y escribe sobre el Martín Fierro el ensayo más extenso, más intensamente crítico y más lúcido del siglo xx. Borges supo bien que, con Hernández, no se arreglaban fácilmente las cuentas. Por eso, lo citó y lo magnificó. Con Hernández hay que hacer el duelo y pelear un duelo: lo que Harold Bloom llama “la batalla entre iguales fuertes, padre e hijo” y cita a Nietzsche: “El talento se despliega en la lucha”.17Dicho de otro modo: sin lucha, la admiración es solo una rendición al poeta admirado. Borges realiza esta operación en varios textos sobre José Hernández. Todavía en 1965, cuando ya su consagración no era dudosa, como podría serlo perfectamente en sus comienzos, se vale de un prólogo a su libro Para las seis cuerdas, a fin de renovar su distancia: “...Martín Fierro, un vaivén de bravatas y de quejumbres, justificadas por el propósito político de la obra, pero del todo ¿yenas a la índole sufrida de los paisanos y a los precavidos modales del payador”.18 Pero su cuento “El fin” (publicado en La Nación en 1953) es la batalla más clara. Se sabe que, en el final del Martín Fierro, el gaucho se separa de sus hijos después de haberlos aconsejado y de haber payado con el Moreno, que es hermano de otro moreno que Fierro había matado en una rencilla de boliche. Después de esa payada, todos se desvanecen en la llanura. En el poema de Hernández, Fierro no muere. Borges escribe “El fin” para contradecir este desenlace. El relato transcurre siete años después, cuando Fierro es un hombre casi viejo. En una pulpería lo espera el Moreno, para vengar en otro duelo la muerte de su hermano. Fierro sabe que tiene que pagar esa deuda. Salen al campo y el Moreno 17 Harold Bloom, The Anxiety of Influence; A Theory of Poetry, Oxford University Press, OxfordLondres-NuevaYork, 1973, p. 52. 18 Obras Completas, Buenos Aires, Emecé, 1974, p. 953.



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lo mata. Pero en otro nivel sucede algo quizá más importante que ese duelo. Borges elige que el héroe, que Hernández no mata en el poema, muera en su cuento. “El fin” es el de Martín Fiérro, no el de cualquier gaucho envejecido, pobre y resignado a pagar una deuda de sangre. Es el fin del héroe del poema máximo. No es una muerte cualquiera. Es la corrección y la reescritura del Martín Fierro. No siempre estas operaciones de apropiación y polémica literaria son tan claras. Al escribir un nuevo final para Martín Fierro, Borges convierte al arquetipo gaucho que había canonizado Lugones en un precursor del compadre orillero. De ese modo, mata dos pájaros de un tiro: ni Fierro es un héroe épico nacional, ni el final del poema de Hernández es un texto sagrado. Distancias Quisiera leer “Palo y hueso” de Saer, como corrección de “La intrusa” de Borges, que fue incluido en la sexta edición de ElAleph, de 1966, para ser suprimido en la doceava edición de 1970, para ser publicado, ese mis­ mo año en El informe de Brodie. Puede suponerse que Saer, ávido lector de Borges, lo leyera en la primera edición de 1966. Años después, Saer dijo que no estimaba mucho este libro. De todos modos, “Palo y hueso”19 es anterior a “La intrusa”, pero acá los pongo en relación porque dan una idea de la distancia que separa uno y otro relato, como si pertenecieran a dos mundos que se ignoran mutuamente. Entre “La intrusa” y “Palo y hueso” no existe simplemente la inversión de un desenlace, sino el cambio de un ethos. Saer escribe su cuento cinco años antes que se publicara el de Borges. Y, como habla con Borges por primera y única vez en 1967 ó 68, es poco probable que no supiera nada acerca de un futuro relato borgeano como “La intrusa”, salvo que Borges le hubiera confiado el argumento (lo cual aumenta el interés de poner ambos relatos en una línea comparativa). Saer fecha “Palo y hueso” en 1961. No es respuesta directa a nada, sino algo más hondo: la prueba de una diferencia radical. Ambos relatos se ocupan de la ruptura de una prohibición: la de que padres e hijos o hermanos compartan, simultáneamente, una mujer. En 19 El relato fue publicado en el volumen del mismo título, aparecido en 1965 (Buenos Aires, Camarda Júnior). — 30 —

“La intrusa” son los hermanos Cristián y Eduardo Nilsen quienes rompen la prohibición. En “Palo y hueso” son un padre y su hijo. La mujer, en ambos casos, es solo el objeto de la prohibición. En el relato de Saer, ella también es sujeto de deseo, de iniciativa y de velada sugerencia. En el de Borges, cuya ficción está fechada en el último tercio del siglo xix, la mujer es solo un objeto necesario, en todo caso una propiedad que engendra un deseo de naturaleza trágica, capaz de causar su propia muerte. El narrador de “La intrusa” informa que escuchó la historia de boca de un amigo (amigo también de Borges), el escritor Santiago Dabove, que la había escuchado de un asistente al velorio del mayor de los her­ manos Nilsen, que, a su vez, la repitió. También conoce otra versión (no diferente de la de Dabove, sino confirmatoria), que escuchó en Turdera, el pago de los hermanos Nilsen. Con estos narradores interpuestos en el relato que va a contar, Borges se asegura una suficiente distancia de los hechos: el narrador del velorio, Dabove, otro narrador, el narrador de Borges: los sucedidos están bien lejos del escritor que firma el cuento. Y los hechos narrados están lejos en el tiempo y el espacio porque suceden en el siglo xix, en las estribaciones orilleras, pero criollas, de la llanura. Saer también interpone, en un párrafo inicial en bastardilla, la situa­ ción en que se enteró de aquello que será la materia de “Palo y hueso”. A diferencia del sistema de alejamientos borgeano respecto de su trama (narradores que escuchan narradores), Saer convierte este párrafo en bastardilla en algo personal, hasta el punto de que la frase final es una dedicatoria a un amigo suyo, el periodista porteño Milton Roberts. Y la circunstancia en que se entera del sucedido está ambientada en un “pueblo de la costa” (su región literaria, cuyos almacenes, bares y garitos frecuenta); quienes escuchan son dos hombres de ciudad (de la ciudad de Santa Fe, obviamente, uno de ellos Saer), junto al dueño del hotel, que cuenta la historia, y otro invitado suyo, un hombre alto, “flácido y crédulo”. Así, Saer y el amigo que lo acompañaba supieron “cómo el viejo Arce compró en doscientos pesos a Rosita Rolón al pro­ pio padre de ella, Cándido Rolón, unos años atrás, en la vereda misma del hotel, llevándosela después para su casa. Supimos, asimismo, que el viejo Arce tenía en ese entonces sesenta y siete años, Rosita quince, y el menor de los hijos del viejo, Domingo, que era el último de los diez que había —

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tenido el viejo con dos mujeres que se habían ido del pueblo o muerto, y era el único que quedaba con él en el rancho, tenía diecinueve años”. i Saer asegura que trasmitirá la historia tal como fue escuchada con “los supuestos” que, inferimos los lectores, se quedaron implícitos.20Y cumple con esta promesa hecha al comienzo. Los supuestos no abundan; el lec­ tor se entera de lo que puede haber trasmitido un narrador de la zona, omnisciente si se quiere, o si se quiere, bastante conocedor del sucedido, incluso testigo directo del primer hecho que desencadena el relato. En “La intrusa”, Borges avanza sobre el desafío de la prohibición y los dos hermanos, después de buscar otras soluciones, terminan compartiendo a Juliana, la mujer que el mayor de ellos, Cristián, había llevado al ran­ cho. En “Palo y hueso”, la violación de lo prohibido es lo que sucederá después del desenlace del cuento, cuando, fracasada la fuga de Rosita con el hijo del viejo Rolón, los tres deciden que, para todos, es mejor volver juntos al rancho. “La intrusa” presenta el ciclo completo de la relación que une a los hermanos con la misma mujer. Y presenta también el desenlace que no puede ser sino trágico: la ruptura de una prohibición se paga con la muerte, no de quien la rompe sino del objeto que, por el deseo que despierta, la debilita y la cuestiona, porque la mujer es culpable en estos casos. Al ser un relato completo: de la transgresión hasta el asesinato, el cuento de Borges es mucho más explícito que el de Saer. No digo simplemente más explícito en lo que concierne a las peri­ pecias. Sin duda que en este aspecto lo es, y detalladamente. Sabemos 20 Consultado Roberto Maurer, gran amigo de Saer desde los años de la primera juventud, su­ giere que “Palo y hueso” transcurre en Helvecia, aunque escribe: “Las calles de arena y las arroceras son comunes a todos los pueblos de la costa”. Maurer se inclina por Helvecia porque le aseguran que ya tenía hotel (como en el relato) y en esa zona solo había hotel en San Javier, que es una ciudad más grande. “En el hotel, el o los narradores han escuchado la historia”. Maurer agrega un dato poco conocido: de joven, Saer fue virante del negocio mayorista (ropa) de su padre y visitaba los pueblos de la costa. No puedo dejar de mencionar una hipótesis bien diferente que también Roberto Maurer expone. “Palo y hueso” está dedicado a Milton Roberts, periodista y político del Movimiento de Liberación Nacional que dirigía Ismael Viñas. Contemporáneos de Milton Roberts no creen recordar una amistad con Saer que justificara la dedicatoria. Y aquí llega la hipótesis de Maurer: “Pienso que la historia se la contó Milton Roberts. Milton no era de acá, era de algún lugar patagónico y, creo recordar, hijo de un comisario, que quizás haya sido el narrador original. La historia puede ocurrir en cualquier parte del planeta”. (Comunicación personal de Roberto Maurer a BS) — 32 —

todo sobre la rivalidad fatal de los hermanos, todo sobre la opinión que suscita el triángulo incestuoso en los vecinos, cuya moral Borges define como “las decencias del arrabal”. Sabemos que los hermanos lucharon contra la rivalidad que había instalado la intrusa; que Cristián intentó sacarla del rancho vendiéndola en un prostíbulo de la zona, pero que al tiempo volvieron a comprarla. En “Palo y hueso” sabemos algo menos y algo más. En ambos casos, la mujer implica la ganancia de “una sirvienta”. Pero el hijo del viejo que ha comprado a Rosita, ya la conocía de los bailes del pueblo y ya habían estado juntos. Este es un secreto que los une y por eso, Rosita y el hijo imaginan que pueden terminar huyendo de la trampa triangular de ese rancho sobre la costa. Ellos, de alguna manera dramática y con pocas posibilidades, se rebelan ante el destino del incesto. De este lado de la historia, el esquemático y mitológico paralelismo con la de Bor­ ges se fisura: Rosita y el hijo intentan una salida; fallan, pero pudieron imaginarla. La salida de los Nilsen, en cambio, consiste en retornar al momento anterior a la aparición de la intrusa y eso es imposible pero perfectamente adecuado a la tragedia del desenlace. Diría que estas diferencias son detalles menos significativos que los tres juicios morales que el narrador de la historia intercala en el cuento de Borges. Sobre el triángulo de los Nilsen y la intrusa, afirma: que era “una sórdida unión” y un “monstruoso amor”; sobre una de las soluciones intentadas (cuando vuelven a comprar a la intrusa, ya que no soportan su ausencia), afirma que fue “una infame solución”. El narrador de Saer no juzga la historia que escucha y que él, a su vez, repite. Cuenta un drama rural, se abstiene de darle un desenlace defi­ nitivo y se abstiene de calificarlo. En su historia, el hijo y Rosita ya están relacionados, de modo que, pase lo que pase, el padre ha comprado a la mujer que antes fue, aunque fugazmente, de su hijo. Rosita lo dice con una ironía ingenua, con la perversidad de esa ingenuidad: “Quien iba a decir que yo iba a terminar de madre tuya”. Después, a la noche, con la lluvia, hay violencia, golpes sucios, que no terminan de lastimar, pero que finalmente, hacen saltar la sangre. Todo entreverado: agua, barro, sangre. En este sentido, el de la violencia posible, el cuento de Borges es geométrico. Cada vez que la situación de los hermanos se vuelve into­ lerable buscan una salida que difiera el golpe hasta el final: llevar a la —

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mujer de un prostíbulo a la casa y de la casa a un prostíbulo, venderla y comprarla, dinero que pasa de una mano a la otra. Pero no hay violen­ cia confusa, porque es una tragedia. La violencia es tan inevitable como precisa y limpia: unos cueros tapan el cuerpo asesinado de la intrusa. Y el cuento termina con la frase que, después de la muerte necesaria, restituye el orden. La famosa frase: “A trabajar hermano. Después nos ayudarán los caranchos. Hoy la maté. Que se quede aquí con sus pilchas. Ya no hará más perjuicios”. El desenlace trágico restituye un orden primitivo: la mujer fue culpa­ ble y son los hombres los encargados de que el orden no permanezca alterado para siempre. La muerte en la tragedia saca al mundo de la repetición: la mujer fue “tristemente sacrificada”. De las dos palabras, puede elegirse la primera, sentimental, o la segunda, que coloca su muerte en un plano de necesidad: para preservar la unión de los her­ manos, para volverla a fundar, era necesario el sacrificio, sacrificio triste, pero finalmente ordenador. El desenlace de “Palo y hueso” es tan sucio como los golpes y patadas de la noche anterior. El relato no es una tragedia sino un drama rural, o mejor dicho la conversión de un triángulo trágico en un drama rural. Una vez que el hijo y Rosita aceptan regresar al rancho de donde habían huido, el viejo trata de que los sucesos vuelvan a la rutina de una coti­ dianidad turbia y turbulenta. Antes de la pelea, el viejo había aludido varias veces a una galería que iba a construir entre la cocina y el rancho. El relato termina precisamente con esa reiteración, como si las cosas pudieran responder a las palabras y los deseos: “Apenitas pare de llover y haga buen tiempo -dijo- vamos a hacer la galería”. Cinco años antes de la publicación de “La intrusa”, Saer, sin saberlo, había escrito un relato que lo apartaba para siempre de Borges. No solo porque prescinde de un ethos que lo obligue a juzgar la materia que narra. 'Sino porque la materia misma ha cambiado y ha vuelto imposible la geométrica figuración de la tragedia. Rosita, con su ironía de ser la madre del hijo, toca el incesto y lo deshacerla prohibición no admite la ironía y la ironía destruye la prohibición. Aunque ambos evoquen las mismas prohibiciones que son míticas y culturales, tan extensas como la cultura en la que ambos escriben, Saer vive en un mundo diferente al de Borges. Y esto es así, incluso porque Saer es posiblemente el escritor — 34 —

más sensible a la clásica resonancia del mito y de sus prohibiciones. Pero lo escribe con una diferencia radical. Ha desaparecido la posibilidad de una geometría limpia, ordenada incluso en su violencia, como la de “La intrusa”. La materia narrada tie­ ne una incertidumbre que no se resuelve por un reordenamiento, sino por el apego extremo a la visión de un desorden inevitable. Nada más lejos de Saer que hacer de ese desorden la ocasión de una fantasía (a la manera que se escribió mucha literatura “fantástica” en los años sesenta y setenta). Su ethos literario consiste en que la escritura puede hacer vi­ sible el desorden, pero no transformarlo en una especie de contradanza. Así como Borges es racionalista, Saer, todavía muy joven, se apega a la desesperanza como principio y como ethos. “Palo y hueso” es la desesperanza, porque nada de lo que suceda podrá resolver ninguno de los conflictos representados. No existe la posibilidad trágica de que la muerte ordene nada de este mundo. Imaginar el futuro después del desenlace implica atenerse a la terquedad con que Saer trabajó la materia de su relato. Todo lo que se cuenta incorpora la confusión, el borramiento de los límites, la indeterminación, la ilusión ciega de que, finalmente, podrá construirse esa galería en el rancho donde vivirá Rosita con el hijo y su padre. Los Nilsen, una vez que abandonen el cadáver, vuelven a ser los hermanos inseparables a quienes el destino obligó a mantener para siempre el secreto de un asesinato. Su mundo, el anterior a la llegada de la intrusa, el mundo del arrabal decente, mencionado así por Borges, queda en pie. El triángulo de padre e hijo con Rosita en el rancho de la costa lo único que asegura es su propio desorden. Cuando menciona a Borges en relación con En la zona, su primer libro de relatos,21 Saer es franco, hasta donde un autor puede serlo, con sus influencias (Faulkner, Borges, Arlt, Joyce). Pero lo que impresiona, más bien, es la rapidez con que Borges desaparece. Impresiona no su persis­ tencia, sino la forma en que Saer llega a olvidarlo desde muy joven. En verdad, la distancia es literaria (aunque muchas veces Borges mencione a Joyce o a Faulkner, no están allí sus gustos profundos). Saer lee otros libros y lee a Borges. Lee a Faulkner, mucho, a Pavese. No lee a Cortázar 21 Graciela Speranza, Primera persona, Buenos Aires, Norma. Guillermo Saavedra, La curiosidad impertinente, Rosario, Beatriz Viterbo, 1993.



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(digamos, probablemente lo lee, pero no lo aprecia). O sea que Borges, a quien por supuesto admira, entra a mezclarse con un sistema de auto­ res no borgeano. Borges no deja, en la literatura de Saer, las evidencias e influencias que son obvias en otros escritores de su misma edad que también escriben en Argentina. La revista Confirmado, en una reseña de Palo y hueso, publica declara­ ciones de Saer, breves, tajantes y reveladoras, donde arma una familia literaria de la que está ausente Borges: “Me considero un escritor realista, pero dentro de un realismo que supere las simplificaciones naturalistas y que incorpore gradualmente las últimas experiencias narrativas en lo que se refiere a las estructuras y el lenguaje. Por ejemplo, un realismo que no ignore a Proust, ni aJoyce, ni a Kafka, ni a Faulkner, ni a Pavese, ni a Michel Butor”.22 Para Saer esos escritores conformaron la roca básica a partir de la cual se empieza una obra. Lejos de la convencional lista de lecturas, forman una red de afinidades y contraposiciones. Edward Said señaló la importancia de estos comienzos: no son el origen de una obra porque ese origen es inalcanzable y permanece desconocido; son, en cambio, los gestos que se hacen respecto de la literatura dentro de la cual un escritor empieza a escribir su página. La forma en que se separa y se inscribe en la tradición, ya que inscribirse y separarse es, en los escritores originales, casi el mismo gesto. La tradición es lo recibido, y por lo tanto se actúa sobre ella, para diferenciarse del modo en que otros la recibieron y, a su vez, la transgredieron o acataron. También Juan L. Ortiz fué para Saer una referencia a partir de la que podía reorganizar lo leído. Eso no equivalía a colocarlo en un lugar cuya sacralidad impidiera la escritura, sino saber que existe ese escritor que no sofocará con su imagen el propio comienzo. Se podría decir: Saer fue afortunado al vivir en Santa Fe y leer a Borges desde lejos, mientras leía y hablaba con Juan L. Ortiz, desde una colocación más al margen. Sin embargo, con esa misma colocación, podría haber sido solamente un 22 Miguel Dalmaroni, a quien se lo agradezco, me facilitó el acceso a esta nota, publicada en Confirmado el 10 de marzo de 1966, año 1, número 38.

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escritor regionalista. Y la originalidad saeriana es precisamente escribir obsesivamente sobre la región, sin evocar nunca el regionalismo.23 Eso mismo podría decirse del primer Borges: tres libros de poesía impertérri­ tamente porteños, sin pagar tributo al porteñismo. Borges arrastró como un peso estos tres libros que solo volvió a editar con correcciones que atenuaron más todavía cualquier sospecha pintoresquista, sacrificando en algunos casos hallazgos formidables. Saer no necesitó destrozar su comienzo para seguir escribiendo. En el 2000, Saer publica Lugar; su último libro de relatos. Por supuesto, el título traza una línea hacia atrás, hacia otro título, el de su primer libro, En la zona, sus relatos escritos entre 1957 y 1960; y hacia Unidad de lugar de 1966. Pero se trata de conjuntos bien diferentes. Han pasado cuarenta años y Saer es el autor de una obra (aunque ambos conceptos hayan sido puestos en crisis, ciertamente no por él). La primera página de Lugar es un ejercicio borgeano, que no puede juzgarse ni un descuido ni una distracción formal. “La conferencia” narra que, quien iba a pronunciarla, antes de comenzar, le dice a su público que ha tenido un sueño en el que tres personas diferentes fotografiaban rinocerontes. El último de los tres fotógrafos era un poeta amigo del conferencista que, como signo de amistad, le regaló la fotografía que había tomado. Y concluye: “Tal vez ustedes crean que este sueño que acabo de contarles es pura invención. Y bien, estimados oyentes, se equivocan. Aquí tengo la prueba, dijo, y alzó la mano mostrando al-público la fotografía en colores de un rinoceronte en un río africano, todavía húmeda, causa sin duda de la proximidad del agua o del reciente revelado”.24

Saer toma precauciones, ya que la última frase abre la alternativa de que el conferencista haya hecho una copia de un viejo negativo, y esa sea la fotografía todavía húmeda que muestra al público, húmeda por el ácido del revelado y no por el agua del río africano de su sueño. Pero, si adjudicamos al sueño del conferencista y a la prueba que presenta 23 Al respecto, véase: Sergio Chejfec, “Palo y hueso. Notas én busca de un prólogo”, en Paulo Ricci (comp.), Zona de prólogos, Buenos Aires, Ediciones Universidad Nacional del Litoral-Seix Barral, 2011. 24 J.J. Saer, Cuentos completos, Buenos Aires, Seix Barral, 2001, p. 11.



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un carácter de verdad en la ficción, si confiamos en que esa fotografía ha pasado del espacio del sueño a la sala de conferencias, entonces, el relato de Saer es “La flor de Coleridge”, incluido por Borges en Otras inquisiciones.

Borges comienza con una cita de Valéry y otra de Emerson; agrega enseguida una paráfrasis de Shelley: en los tres casos, se afirma la unidad, más allá de los autores, de la literatura, cuya historia es la del Espíritu (Valéry), que podría haber escrito un solo hombre omnisciente (Emerson) y consiste en un solo largo y fragmentario poema (Shelley). Imposible, por lo tanto, experimentar el temor de las influencias, como llamó Harold Bloom a la conflictiva relación de un escritor con los grandes que lo precedieron. En su texto, Borges presenta tres casos de la “evolución de una idea”. Y el primer ejemplo, el que importa en relación con Saer, es el de Coleridge que Borges cita literalmente: “Si un hombre atravesara el Paraíso en un sueño, y le dieran una flor como prueba de que había estado allí, y si al despertar encontrara esa flor en su mano... ¿entonces qué?”.25 Es exactamente lo que relata Saer, aunque no se trate del Paraíso sino de África. A los sesenta años, Saer ya no necesita demostrar su indepen­ dencia estética y formal. Puede, finalmente, escribir lo mismo porque ya ha establecido su diferencia respecto de Borges. Inesperado homenaje, cita muy evidente, Saer hace tiempo que no teme la sombra del poeta que lo precedió, ni para imitarlo ni para contradecirlo. Insinuación y juicio Hay otras dos citas que me gustaría traer a la cuestión Borges y Saer. La primera está en las “Hojas sueltas” escritas entre finales de los sesenta y los setenta, sin fecha precisa. En un fragmento sobre Flaubert y el esteticis­ mo, Saer recuerda la afirmación de Borges de que lo más interesante de Flaubert es su correspondencia. En este juicio que, sin duda, disminuye a Flaubert, Saer cree que Borges ha encontrado una justificación: “Creo que fincar el valor de la obra de Flaubert en su correspondencia, es aceptar un complot común en la literatura de nuestro tiempo: la de 25 Borges, Obras completas, cit., p. 639. — 38 — I

escritores de talento muy dudoso que justifican su propia obra por medio de trabajos críticos, manifiestos, explicaciones, prólogos, etc.”.26

Borges formaría parte de este complot, lo cual ya sería grave. Pero también puede interpretarse que Borges es uno de esos escritores. La ambigüedad de la frase saeriana puede deberse al borrador. Pero un bo­ rrador también es lo que queda de un momento de sinceridad inevitable, que un texto corregidlo perfeccionaría y atenuaría. La frase de Saer se abre a dos interpretaciones de Borges y ninguna de las dos lo favorece. Saer escribe acá algo que no hará público pero que hoy conocemos. Algunas líneas más abajo, es Saer quien opina: Flaubert es un “bur­ gués reticente”, un escritor rentista (es decir no acuciado por la falta de dinero) que puede elegir lo que quiere decir y lo que va a dejar oculto. En un mismo párrafo da este giro. Y reconoce “el aporte de Flaubert al progreso de la narración”, aunque antes que él Balzac ya lo había hecho todo. Casi podría decirse que el párrafo que anotó y nunca publicó Saer tiene respecto de Borges y respecto de Flaubert las mismas tensiones irre­ sueltas. Es un texto de pliegues e insinuaciones, que revela una distancia temprana y, al mismo tiempo, una doblez. En 1991, Saer publica El río sin orillas. Borges nuevamente, pero, en este caso, no hay ambigüedad. Saer apresa a Borges en un doble juicio: primero sobre su imaginario; luego sobre su política. Borges es un caso donde “por nostalgia, se ha pasado a la exaltación”. Como miembro de un linaje, idealiza el pasado de donde proviene. Y, para desautorizar el pasado del cual Borges sería un nostálgico, Saer cita a Alfred Ebelot, cuando afirma que los comandantes de frontera (entre los que menciona al Coronel Borges) responden a los intereses del partido que los había nombrado, dirigen las elecciones, vigilan opositores y acechan la opinión pública adversa. De inmediato, pegado a la cita de Ebelot, Saer concluye: “Si esta promoción al rango épico de un agente electoral es com­ prensible por razones de familia, otras estilizaciones de Borges son más problemáticas... El famoso culto del coraje -leitmotiv deprimente de la literatura argentina, de los dislates criollistas del tango- es un 26 Papeles de trabajo II. Borradores inéditos, Buenos Aires, Seix Barral, 2013, p. 53.



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prolongamiento xenófobo de una actitud que, ante las transformaciones sociales producidas por la inmigración, finge atribuir un valor mitológico, con connotaciones éticas superiores, a la violencia sórdida y banal de la época patriarcal. Confortablemente instalado en su biblioteca de la calle Maipú, a pocos pasos del Círculo Militar, al que, dicho sea de paso, de tanto en tanto iba a dar alguna conferencia, Borges añoraba en tono elegiaco esos duelos a cuchillo supuestamente caballerescos que representaban para él una serie de valores que la nueva sociedad había perdido como consecuencia de la inmigración”.27 Saer ya puede decir todo. Especialmente en ese libro atravesado por ramalazos de cólera que es El río sin orillas. Ya no siente que debe ningún tributo salvo a sus afectos más profundos, a sus inclinaciones primordia­ les, como Juan L. Ortiz. El resto de la literatura es un campo de batalla, donde la estética, la ideología y la historia tienen todos los derechos.

27 El río sin orillas, Buenos Aires, Seix Barral, p. 165 y 178. — 40 —

CAPÍTULO 3

A rte

p o é t ic a

“Lo que hacía diferente a Saer como novelista era que la poesía estaba en la médula de su trabayo. Re­ chazaba la idea de que la novela, simplemente por estar escrita en prosa, ese ‘instrumento del estado’, está ‘condenada a la cruz del realismo’. Esto ha hecho de la novela ‘la más retrógrada de todas las artes hoy en día’. Pensaba que Rimbaud y Mallarmé eran tan importantes para la novela como Cervantes”. William Rowe, “Juan José Saer”, El poeta y su trabajo, número 20, otoño de 2005

Por alguna parte debe estar la fotografía, tomada en Cambridge en 1992. El pais¿ye tiene la tipicidad de una acuarela. Recuerdo la escena: dos mujeres y dos hombres caminan, livianos, sonrientes, por el césped que separa King’s College y el río Cam. Uno de ellos es Juan José Saer. Hace rato que viene recitando haikus. Entusiasmado, los dice como si fueran poemas gauchescos y hubieran sido escritos para una oralidad desatenta, risueña y desordenada. Haikus. Más tarde, sentado junto a la ventana de un departamento en el primer piso de una casa sobre St. Edward’s Passage, que Keynes había ocupado, Saer dice: “El tilo ese, y el cementerio, allí abajo, merecerían un haiku, que no vamos a escribir, pero hay de todo: un árbol florecido, lápidas y cruces rotas. Una exageración. Deben haberlo hecho a propósito”. Como Roland Barthes, Saer sintió el misterio narrativo del haiku. En un Cuaderno de borradores y notas, de 1995, escribió (como si hubiera estado leyendo algo sobre el haiku) : “Es vividez, epifanía (moments of aliveness), y el Reino Milenario de Musil o la experiencia del ‘Otro Estado’. La mera ingeniosidad lo reba­ ja, y las hordas de japoneses que los componen en cualquier ocasión lo desvirtúan. Ligado a la percepción clara de un instante de lo Exterior, es tal vez el residuo de una lucidez momentánea que integra al sujeto



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en el universo y al universo en el sujeto. A través de la captación fugaz pero intensa y nítida de un fragmento del acontecer circula la presencia intuitiva del todo al que ese fragmento está ligado. Eso es lo que expresa el Haiku. Su concentración radiosa figura la presencia de la totalidad en el Momento”.28 Esta nota figura entre las que preparan su última novela, La grande. Hay otras con observaciones más “narrativas” sobre trama o personajes, breves citas. Pero la más extensa y la que ocupa el segundo lugar después del título “La grande” que Saer elige para este Cuaderno, es el fragmento sobre el haiku. Por esos años noventa, seguramente estaba traduciéndo­ los. En 2002, publicó algunos en la revista que dirigía su amigo, el poeta Hugo Gola. Y en las últimas páginas del último capítulo de La grande, Tomatis, mientras observa a Clara Rosemberg que acaricia las flores de un cantero, recuerda un haiku: “La mariposa es vieja / pero entre los crisantemos su alma / juguetea”. La mariposa, su amiga Clara.29 Hoy releo esos poemas, pero soy incapaz de recordar si fueron los mismos que recitó esa mañana paseando por Cambridge. Tuvo razón Barthes al señalar que el haiku ofrece una historia, que la ficción puede desarrollar: “Luna de otoño. Vagué la noche entera Por el estanque” (Bashó) “En silencio el huésped el invitado y el crisantemo blanco” (Ryóta) “Delicia de cruzar el río de estío con las sandalias en la mano” (Buson)30 28 Papeles de trabajo II. Borradores inéditos, Buenos Aires, Seix Barral, 2013; edición, prólogo y notas de Julio Premat, p. 370. 29 La grande, Buenos Aires, Seix Barral, 2005, p. 418. Clara es el nombre de la hija de Saer. 30 Poemas. Borradores inéditos 3, Buenos Aires, Seix Barral, 2014; edición, prólogo y notas de Sergio Delgado, pp. 316 y ss. — 42 —

Saer traduce del francés. Como Barthes, a quien no le importa la fidelidad a ningún original porque directamente los pasa por alto, ya que el haiku ha llegado a él como pura traducción (aunque algo había aprendido de japonés), Saer se ocupa del haiku en lo que esta forma poética le dice a un escritor argentino. En su elección entre cientos, coincide con algunos de los que elige Barthes. Saer está traduciendo haikus más o menos en el mismo momento en que Barthes trabaja sobre ellos en su seminario sobre la preparación de la novela.31 Por supuesto, ninguno de nosotros podía conocer entonces esa coincidencia. Para ser precisos: Saer los traduce en los años setenta y las sesiones del seminario transcurren en 1979, aunque seguramente Barthes comenzó a trabajar en ellas antes. Barthes menciona varias ediciones francesas. Saer utiliza una de ellas y cita, como también cita Barthes, el libro de René Sieffert sobre literaturajaponesa. El haiku (dice Barthes) es especialmente preciso en la notación del “tiempo que hace”: el calor inesperado en el otoño; o la tormenta que se desploma en una tarde de verano, todas las variaciones previsibles e imprevisibles de la temperatura, la luz y sus efectos, el movimiento del aire. En el haiku no existe acción sino el registro de ese tiempo meteo­ rológico que trae variaciones imprevistas. Para Saer, el haiku transcurre en un tiempo que siempre debe identificarse con precisión, no simple­ mente un tiempo de horas, sino un tiempo de temperaturas y de luces cambiantes; incluso cuando son luces brutales, Saer encuentra matices y diferencias. El haiku puede ser el umbral de una acción captada en su síntesis (o, como dice Barthes, un germen de acción). Escrito en 1967: Aquí estoy fumando solitario contra las sucias ventanas un día de marzo.32

Como poesía del instante, el haiku hace que ese instante sea recono­ cible, que sea eso: “Es lo que produce un clic, una especie de tintineo 31 R. Barthes, La preparación de la novela. Notas de cursos y seminarios en'el College deFrance; 1978-1979 y 1979-1980, Buenos Aires, Siglo XXI Editores, 2004. 32 Poemas. Borradores inéditos, cit., p. 112.



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breve, único y cristalino que dice: acabo de ser tocado por algo”.33Y Saer traduce a Bashó: “Anochecer de otoño / pasa un cuervo / en silencio”. También: “Brisa ligera / la sombra de la glicina / tiembla apenas”. Tra­ ducidos por Saer estos haikus son miniaturas de lo que él ampliará en el tiempo extendido de sus descripciones. Necesitó del haiku, porque captura el poder de un instante indispensable para narrar: *

“No hay, al principio nada. Nada. De un lado el río liso, dorado, sin una sola arruga, la isla con su barranca que cae, en declive lento, hacia el agua, la vegetación enana y polvorienta, del otro lado las dos ventanas y la puerta negra, el techo de tejas, la casa blanca, y en el medio de la extensión vacía de la playa amarilla, en declive casi imperceptible hacia el río, sobre la luz solar, como una enorme combustión amarilla atravesada de filamentos blancos, fluye, rebota y reverbera”.34

Saer expande el haiku hasta que se expande como descripción. Pero del haiku conserva el valor del detalle preciso que es poético. Sin esa precisión no hay haiku. Tampoco hay descripción saeriana. Como simple ejercicio, se puede convertir en haiku una descripción-acción. Saer escribe: “Bajo la sombra polvorienta del árbol que los protege de la luz de febrero, el mes irreal, los dos hombres miran el río, en el que ondas concéntricas van ensanchándose hacia las orillas, hasta que, de un modo violento, la cabeza del Gato emerge a la superficie vacía chorreando agua”.35 En esta prosa se oculta un haiku, que ha quedado sumergido en la descripción. Léase la frase final escandida: “Bajo la sombra polvorienta / ellos miran el río. / Del agua sale la cabeza del Gato”. Como una concen­ tración de sentido, el haiku describe y narra. Saer deshace y expande esa concentración extrema de sentido y de forma. Sobre todo, singulariza, porque solamente la intensidad poética y su extensión descriptiva pueden captar (redimir, escribiría Benjamin) la cotidianeidad banal y fugaz de dos hombres que miran a un tercero emergiendo del río. 33 Barthes, op. cit., p. 91. 34 Nadie nada nunca, México, Siglo XXI, 1980, p. 87. 35 Ibid., p. 111. —

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Al señalar que el haiku es una semilla de narración-descripción, Barthes no se refiere solo a este tipo de poema, sino a una capacidad de la literatura. Compara el haiku con un “sacudimiento mental”, un satori, la indicación de que eso que se nombra es precisamente eso, no una materia blanda y porosa ofrecida a la interpretación, sino una materia resistente, que detiene al intérprete. En sus traducciones de haikus, Saer elige esta resistencia. El primer haiku de su manuscrito es de Bashó, sobre el que no puede existir comentario, porque lo prohíbe: en una laguna, una rana hace ruido al saltar. Nada más puede escribirse: La laguna. Salta una rana. Ruido de agua. Es la transformación de una experiencia insignificante, antipoética en un sentido romántico y sentimental, en experiencia estética. Pura objetividad y pura síntesis, hay una verdad en la percepción de super­ ficies sensibles (la del agua, ¿por qué no?). El haiku capta este “valer nada” de la experiencia, esta merecida fugacidad, en unimembres, con muy pocas sílabas. Saer, en cambio, elige la frase compleja. En ellas, el instante es representado como extensión, más allá del tiempo que requiere el acto que se narra. El artificio poético fuerza la percepción habitual del acto: “Atravieso, despacio, la habitación: la pierna izquierda, la derecha, la izquierda, la derecha, la izquierda ahora, abro la puerta negra ahora, y entro en la segunda habitación”. Nadie describe así él movimiento de un hombre que atraviesa una habitación. Se dice, simplemente: abre la puerta y atraviesa la habitación. Saer es diferente. El haiku es para Barthes como para Saer un “argumento breve”36, que obliga a ver lo que generalmente se pasa por alto. La forma haiku convierte lo banal (flores, ondas, luna, animales) en sustancia de un su­ ceso o de un sentimiento que son previsibles pero poéticos. Saer amplía la brevedad del haiku, pero la intensidad poética de sus descripciones de algún modo, barthesianamente, lo presuponen. En 1979, fue María Teresa Gramuglio, la que observó por primera vez la inextricable rela­ 36 Barthes, op. cit., p. 101. — 45 —

ción de la prosa saeriana con la poesía: “Al problematizar la relación lingüística entre el signo poético y su referente se cuestiona a la vez todo un orden de certezas que alude al relato tradicional y se propone una nueva dimensión poética para la narrativa”.37 La voz universal de una región Estoy convencida de que Saer escribe, como pocos narradores, a partir de la poesía, leyendo poesía. No me refiero solamente a la intensidad de su relación con Juan L. Ortiz, con Hugo Gola y con Aldo Oliva, que comienza casi en su adolescencia, cuando los viajes en la balsa a la casa de Juan L. en Paraná eran un Bildungsreise, que luego aparecerá transformado en el asado de Glosa, para dar solo un ejemplo. O los viajes de Juan L. Ortiz a Santa Fe: “Nosotros, sus amigos de Santa Fe, tuvimos la suerte de verlo a menudo. A veces, era él quien cruzaba el río, con un bolso cargado de libros, ma­ nuscritos, tabaco y anfetaminas -para aumentar su lucidez y su energía y aprovechar más horas de trabajo-y pronto nos juntábamos en algún lado, en lo de Hugo Gola, en el motel de Mario Medina, o en mi propia casa de Colastiné, alrededor de un asado y de un poco de vino, quedándonos a conversar el día entero, la noche entera, la madrugada. Otras veces éramos nosotros los que cruzábamos a Paraná. Tomábamos la lancha temprano, un poco después de mediodía, y a eso de las tres ya estábamos subiendo la barranca en la siesta soleada y, al cruzar la calle ancha y curva que se abría frente a su casa, divisando aJuan a través de la ventana de su despacho desde el que, en una banqueta en la que se sentaba a leer, no necesitaba más que levantar la cabeza para contemplar de tanto en tanto el gran río que corría a los pies de la barranca. Si hacía buen tiempo, nos sentábamos a matear en el jardín o, mejor todavía, atravesábamos la calle y nos instalábamos en algún rincón del parque, bien alto, a la sombra si hacía calor y fumando y conversando, nos demorábamos hasta el anochecer, que iba subiendo por la barranca, el río y las islas. Luego bajábamos a alguna de las parrillas del puerto yJuan, después de comer, nos acompañaba hasta la lancha”.38 37 M. T. Gramuglio, “Juan José Saer: el arte de narrar”, Punto de Vista, número 6, julio 1979, p. 4. 38 Juan José Saer, “Juan”, en Juan L. Ortiz, Obra completa, Santa Fe, Centro de Publicaciones, Universidad Nacional del Litoral, 1996; edición, prólogo y notas de Sergio Delgado, p. 14. — 46 —

La proximidad con Juan L. es el dato biográfico quizá más importante de la formación literaria de Saer. Como informa Sergio Delgado, el primer poema de un libro de once páginas dactilografiadas y fechadas en 1960, está dedicado a Juan L. Ortiz y, en un dactilograma de 1961, el primer poema está dedicado a Aldo Oliva. En aquel primer poema dedicado a Juan L. Ortiz, tres palabras parecen un programa estético futuro: “La luz palpita y cambia”, escribió entonces Saer. La luz no dejó de palpitar y cambiar desde entonces. En 1984, seis años después de la muerte de Juan L. Ortiz (según la fecha de los borradores) un poema inédito repite el motivo del recuerdo transcripto más arriba: “Yo lo veo, todavía, saludándonos, desde la barranca, en Paraná, engañosamente frágil, más presente que todo ese ruido al que ellos llaman, ligeros, el mundo real, sin saber que usted salvaba, con una exacta ecuanimidad, regiones enteras de la ruina”.39

El recuerdo puede, como la poesía, redimir aquello que el tiempo ha convertido en ruinas. Walter Benjamín, sobre el Angel de la historia del cuadro de Paul Klee, escribió que el pasado es la ruina a la que solo una redención poética revolucionaria puede salvar de su estado de abandono trágico. En marzo o abril de 1979, el día que lo conocí, Saer me regaló una traducción de Benjamin al francés, que he perdido. Las bibliografías me hacen suponer que era una antología de textos, en versión de Maurice de Gandillac, publicada, formato bolsillo, por Denoél-Gonthier. Saer me dio ese libro con el gesto de quien traspasa algo valioso, pero, al mismo tiempo, no está dispuesto a hablar sobre el asunto. Esa era su costumbre; las conversaciones con desconocidos o casi desconocidos, como era yo entonces, no incurrían en temas literarios. Aquella misma tarde me dio el último ejemplar que tenía de la primera edición de El arte de narrar; 39 Borradores 3, cit. p. 211.



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que había sido publicado en 1977. Estaba dedicado a otro destinatario, cuyo nombre Saer tachó con detalle (hasta hoy no pude descubrir quién era) y, en su lugar, escribió el mío y el de Carlos Altamirano. Perdí el Benjamín, pero conservo esa edición, en cuyas páginas en blanco, un chico, seguramente Clara Saer, había dibujado espirales en lápiz. La poesía que transcurre por debzyo de la prosa saeriana es el impulso que la vuelve completamente original. Además, esa poesía está lejos del coloquialismo de la poesía argentina de los años sesenta. Saer va hacia Juan L. Ortiz como alternativa a las estéticas con las que nunca sintió la menor identificación: el cortazarismo y los “nuevos realismos”, el pop, etc. Juan L. le abrió un camino, que Saer recorrió descubriendo su propia originalidad, lejos de las tendencias y de las ondas, incluso de las más alejadas del mercado literario. Con un salto hacia atrás, fue hacia un poeta que ya tenía más de sesenta años y que, además, no era Borges. Lo que leyó en Juan L. tenía la aérea levedad de este comienzo: “In­ vierno. Tarde tibia. / Como en una dicha diamantina todo. / Aéreos, casi, la hierba y el agua”.40 O del poema “Motivos”, que es también, como el haiku, un poema del tiempo, el cambio de estación entre el verano tardío y el otoño. El tiempo es trasmitido por écfrasis, es decir por la descripción de un ámbito como si se tratara de la imagen de un cuadro, un interior “holandés” a orillas del Paraná en el pueblito de Colastiné, donde vivió Saer hasta irse a Francia. La écfrasis es una figura de doble piso: un cuadro descripto por un poema y, en este caso, un cuadro ima­ ginario, no pintado sino imaginado por el poeta, pero que, pocos años después, podría haber pintado su amigo de Rosario, el inolvidable Juan Pablo Renzi: “Clara madera en que la luz festeja con destellos veloces la limpia destrucción. El olor del café, denso como un abrazo, en la casa quemada de amor, roza al pato salvaje y a los duros limones muertos en el fogón. 40 Juan L. Ortiz, “Invierno, tarde tibia...”, En el aura del sauce, en Obra completa, Santa Fe, Univer­ sidad Nacional del Litoral, 1996; edición, prólogo y notas de Sergio Delgado, p. 239.

El que ve en las mañanas de mayo corromper el otoño las uvas finales tiembla y vacila”.41

Saer yJuan L. compartieron un paiszge y probablemente Saer encontró en Juan L. las palabras para empezar a escribirlo. Como en Mastronardi, a quien Saer nombraba con respeto, en Juan L. se podía descubrir la voz universal de una región. Exactamente eso: una poesía arraigada en pro­ vincia, pero apartada del pintoresquismo, el folklorismo, el populismo regionalista, la prosodia hispano-criolla, en fin, todos los gestos de una regionalización concebida como programa. Para Juan L., como para Mas­ tronardi y para Saer, la región tiene el carácter de lo inevitable: el lugar desde donde se escribe. No simplemente un lugar sobre el que se escribe. La región es tan universal como el San Petersburgo de Dostoievski o la Santa María de Onetti; como el lenguzy e de Trilce o el de Fervor de Bue­ nos Aires. Los ejemplos son tan nítidos como tomados al azar. La región no se encuentra en sus contenidos simples y evidentes. La región es una elección dentro del lenguaje: una botánica, la geografía de los relieves y las orillas, a veces una forma sintáctica, el movimiento de un personaje. El comienzo de su poesía separa a Saer de lo que era el mainstream literario de los sesenta, del que por otra parte siempre permanecerá lejos. No es Gelman, no es Leónidas Lamborghini. La colocación marginal en la provincia de Santa Fe ofrece una libertad respecto de lo que se está leyendo en Buenos Aires. El margen puede ejercer una autonomía esté­ tica que, en Buenos Aires, habría requerido de una polémica explícita. Saer, en cambio, cruza el río y va a Paraná con sus amigos Gola y Aldo Oliva a comer asado con Juan L. Con igual libertad puede elegir en la tradición poética latinoame­ ricana. En 1968, en París, donde sigue siendo un marginal llegado de una provincia argentina, escribe su hasta ahora inédito poema a Rubén Darío. Y en Besangon, su poema “Gloria de Vallejo”, quien también era leído en Buenos Aires en esos años.42 Pero, salvo los profesores, nadie 41 El arte de narrar. Poemas 1960/1975 , Caracas, Fundarte, 1977, p. 23. [OJO: el espaciado de la cita es tal cual]. 42 Publicados por primera vez en Poemas. Borradores 3, cit. La cita del poema a Darío es de p. 155.



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leía a Darío, ni mucho menos parecía posible que un escritor de treinta años, como Saer, lo evocara de manera intensamente subjetiva (sincera, si la palabra fuera menos insólita cuando hablamos de literatura). Estos versos, escritos en 1968, habrían sido extemporáneos en Buenos Aires, donde el modernismo era un tema ausente, una oscura reminiscencia que no terminaba de desaparecer, una especie de olvido en tránsito: “La muerte se lo comió. El deseo, ante un hombre como usted, es rehacer su vida paso a paso desde el nacimiento hasta la muerte para encontrar -dóndela semilla que germinó toda su claridad”. Traducciones El “Cuaderno 56” incluye traducciones de William Carlos Williams, D. H. Lawrence, Ezra Pound, Alien Ginsberg, Wallace Stevens, y algunos poemas chinos.43 Se pueden imaginar razones para cada elección, aun­ que este ejercicio de hipótesis termine encontrando motivos demasiado coherentes, como si Saer se ocupara permanentemente de confirmar la estética de un escritor llamado Saer. De todos modos, y a pesar de la amenaza de una falsa coherencia que pase por alto las lagunas y los caprichos, habría que señalar los dos epitafios de Pound: Fu I amaba la alta nube y la colina. Ay, el alcohol lo mató. También Li Po murió borracho. Quiso abrazar la luna en el Río Amarillo. Donde Pound escribe “a moon” Saer traduce “la luna”. Nunca sa­ bremos por qué. Puedo imaginar una respuesta irónica si se lo hubiera preguntado, pero tampoco habría sido posible esa pregunta, ya que 43 Poemas. Borrradores 3, cit., pp. 293-315. — 50 —

conocemos esas traducciones precisamente porque Saer ha muerto y fueron publicadas como inéditos. De todos modos, no es misteriosa su concentración en formas (como las de estos dos poemas de Pound) que, a los occidentales, nos evocan el haiku, aunque advertimos que se trata de otro “género”, el epitafio. Al leer este Cuaderno de poemas, se piensa en las relaciones que llevaron a Saer hacia la traducción, algo que parece haber sido mucho más que ese ejercicio para “aflojar la mano” al que se refirió con una sinceridad que despista. Sin embargo, cuando se lee el poema de Ginsberg “A Lindsay”, en la perfecta traducción de Saer, queda claro por qué escribió con la poesía, buscándola incluso en aquellos poetas que son “antipoéticos”. El poema de Ginsberg impresiona como la seca narración de una muerte. No es una elegía sino una comprobación, un documento de cómo alguien muere. No se evoca otra cosa que el simple acto de morir, la sencillez de un suicidio: “En otra ciudad hace 27 años veo tu sombra en la pared estás sentado en tiradores sobre la cama la mano de la sombra alza el arma a la cabeza tu sombra cae sobre el piso”. 44 El final de Ginsberg es saeriano, como si Saer, antes de escribir él unas líneas así, hubiera reconocido en las de Ginsberg lo que él mismo podría escribir. Con esa sencillez murió Higinio Gómez en un poema de El arte de narrar. Saer expande la escena más allá de los límites severos de Ginsberg, pero los cuatro primeros versos van al punto donde, en ambos, sucede la muerte, que se anticipa en el título “El fin de Higinio Gómez” “Entró sin mirar atrás bajo el cartel azul, llevando un portafolios en la mano derecha y dos tubos de pastillas en el bolsillo 44 Ibid., p. 304. — 51 —

Y cuando abrieron la puerta lo encontraron: todo vestido, estirado en la cama, con los zapatos incluso, y los tubos vacíos de barbitúricos sobre una mesa insignificante adosada a la pared”.45 t

El suicidio es la muerte dura y solitaria. Ambos cadáveres están vesti­ dos: el hombre de Ginsberg apenas se ha sacado el saco, se ha sentado en la cama en mangas de camisa y tiradores. Higinio, el suicidado de Saer, muere con los zapatos puestos. Morir con los botines puestos, se decía, y Saer supo que lo decía de quien era capaz de insistir en lo suyo hasta la muerte, aunque la buscara en el suicidio y en esa forma “femenina” del suicidio que son los barbitúricos, contrastados con el tiro masculino que elige el suicida de Ginsberg. Higinio desaparece en el sueño; el muerto de Ginsberg cae en un plano de cine, una sombra en la pared. Claro está, aunque traduce poesía y aunque la escriba, Saer es más lector de poesía que poeta. Y, sin embargo, es inevitable hablar de su re­ lación con lo poético, de una “actitud poética” que atraviesa la mayoría de sus libros.46 Ahí está su gran diferencia en la literatura argentina de la segunda mitad del siglo xx: Saer escucha lo que escribe, no lo piensa simplemente. El uso de la puntuación, completamente personal por su abundancia, tiene algo de la escansión poética de la lengua. No es solo un ordena­ miento sintáctico. Martín Prieto sostiene que lo mismo sucede con Juan L.: una musicalidad a través de los signos de puntuación. Sus repeticiones de frases también son leitmotiven poéticos, insistencias que repiten un ritmo y los mismos sonidos. “Saer (escribe Martín Prieto) confunde de tal modo los procedimientos de la poesía y de la narración que es defini­ tivamente imposible suponer que sus poemas son los de un narrador, y sus narraciones las de un poeta”. 47 Su prosa es poética, como la de Joyce, que tiene en su fondo sonoro tanto a Shakespeare como a las cancioncitas 45 El arte de narrar, cit. p. 91. 46 Miguel Dalmaroni lo señaló así: “El dispositivo de esta estética, sin instrumental, procede de la poesía y reside en una disposición que la poesía produce y exige: la detención” (M. Dalma­ roni, “Los aros de acero de la sortija”, en: Paulo Ricci, comp., Zana de prólogos, Buenos Aires, Ediciones Universidad Nacional del Litoral-Seix Barral, 2011, p. 100). 47 M. Prieto, “En el aura del sauce en el centro de una historia de la poesía argentina”, en Juan L. Ortiz, Obra completa, cit., pp. 121-3. — 52 —

callejeras o las oraciones de parroquia, tanto al latín académico como al de claustro, y, por supuesto, tiene las hablas demóticas de Dublín. La intrépida mezcla de Joyce es el gran comienzo del siglo xx. Como la de esa lengua inglesa escrita por un norteamericano de las orillas, admirado por Saer: Faulkner. De nuevo Martín Fierro Así como en Yeats hacen eco canciones y gestas irlandesas y gaélicas, Saer evocó el Martín Fierro, con el que ajustaron cuentas, antes que él, dos grandes argentinos del siglo xx: Lugones y Borges. 48 Saer, el otro grande de este siglo xx, en El arte de narrar, incluye un poema dramático. De título: “Diálogo bzyo un carro”. Después de comer un asado, casi adormilados por el calor y el vino, antes de dormir, José Hernández, en ese momento exiliado en el litoral entrerriano, cerca de la casa de Juan L. Ortiz o, cruzando el río Paraná, enfrente de la casa de Saer en Colastiné, digamos, y su hermano Rafael, sostienen una conversa­ ción, lentamente, bajo los paraísos, antes de caer en el sueño profundo. El país está devastado: el rastro de una víbora en el patio de nuestra casa (dice Rafael) trzgo “la pesadilla, el horror, / el entresueño, el hambre. La tortura / desplazó, férreamente el nacimiento, / y en nuestros sueños reinan, rabiosas las medusas”. Saer toma el epígrafe para su poema de La Vuelta de Martín Fierro (“porque entre tanto rigor/ y habiendo perdido tanto, / no perdí mi amor al canto / ni mi voz como cantor”). Igual que Saer quien, en París, bien lejos del Paraná, declara orgullosamente que conserva el tono con que llegó a Europa. Una pesadilla que suele perseguir a los exiliados es la de la pérdida de un tono y de los matices de una fonética de origen. Saer ahuyentaba este fantasma hablando un francés impecable léxica y sintácticamente pero con una tozuda fonética santafesina. No había perdido su voz en ningún sentido. 48 Como se vio en el capítulo anterior, lo hicieron de modo diferente. Lugones escribiendo El Payador, una mitología literaria, social y política, donde le atribuye al Martin Fierro un linaje épico y, como si la exageración no fuera suficiente, edifica sobre el gaucho un origen fastuoso para la nacionalidad. Borges vuelve, de varios modos, a José Hernández, modos que hacen síntesis en “El fin”, doiide cierra Martín Fierro como poema y persomye. “El fin” es el último duelo de gauchos. Después vendrán los duelos de compadres, dando comienzo al ciclo que había abierto con “Hombre de la esquina rosada”. — 53 —

Esto, de algún modo, le trasmite a Rafael Ielpi, el amigo poeta a quien dedica “Diálogo bajo un carro”. Dos o tres años después, en 1982, Ielpi publica en la revista Punto de Vista, su largo poema “Las últimas poblacio­ nes” (título que viene directamente de un verso del Martín Fierro), donde el desorden de un país dividido entre tolderías y ejércitos, entre jinetes sin destino, o con la muerte como final, amplía la escena en la que Cruz y Fierro cruzan la frontera, y la ponen en clave de la dictadura que estaba en retirada, pero era todavía un fondo caótico y siniestro. Veinte años antes de la furiosa maldición que Saer escribe en El río sin orillas, la víbora y las medusas ya habían anidado como dos monstruos clásicos en el resignado diálogo que su poema imagina entre José y Rafael Hernández. Esos versos son los más fuertes, los más rabiosos, de todo lo que Saer escribió hasta ese momento. Tan rabiosos como las medusas del sueño. Y también los más desesperados, porque a las medusas del sueño de Rafael Hernández, su hermano José responde: “Aunque de todo este horror edifiquemos / algo más claro y duradero / habrá sido tan alto el precio /que en comparación nuestro edificio será nada”. Pero no es solo la paradójica belleza de la maldición ni de la desespe­ ranza. Hay una imagen más fuerte que cualquier otra: “Estos pueblos se me antojan aveces como un pan en llamas”. Un pan en llamas: holograma, miniatura terrible de la patria. Ese pan no se puede tocar, es tan inasible como impredecible es la patria de la que está exiliado. Hernández es de la provincia de Buenos Aires: toda lejanía es exilio, si no se la ha elegido. Un pan en llamas indica la muerte próxima: nada sobrevive de un pan en llamas, nadie puede alimentarse de los restos carbonizados de ese pan en llamas. La imagen une presente y futuro: ¿qué puede quedar de un pan en llamas, del que, además, agrega Rafael, está en llamas “la llave que hubiese debido, inocente, abrir ese pan”. Saer ha tocado un núcleo de sentido duro y persistente. Lo tocó y lo escribió como imagen, es decir eligió la mayor condensación, la síntesis figurativa. Una vez tocada la forma nuclear del sentido, un lugar intenso y profundo (sí, profundo), la poesía puede expandirse como narración o incluso olvidarse de sí misma como narración. Pero, en Saer, cualquier olvido de lo poético es solo una circunstancia momentánea, la escansión de un diálogo. Por debayo, ininterrumpido, no escuchado si se quiere, lo poético fluye como río de imágenes y de formas de percibir. — 54 —

Homero, Schiller y Coleridge La primera edición de El arte de narrar trae un último poema que consiste en dos versos traducidos por Saer del inglés. El título del poema es “El hexámetro homérico descripto por Samuel Taylor Coleridge” y la traducción es la siguiente: “Férreamente nos sostiene en la ondulación de sus olas ilimitadas / sin que haya antes ni detrás de él nada como no sea el océano y el cielo”. Saer traduce a Coleridge que, a su vez, tradujo el hexámetro homérico de Schiller. Y publica esa traducción como final de su propio libro de poemas. Sergio Delgado, que preparó la edición de los poemas inéditos, informa que Saer tradujo durante toda su vida, muchas veces como ejercicio preliminar a la escritura.49 Importa que Saer haya elegido traducir ese hexámetro homérico de la versión que, a su vez, hizo Coleridge de Schiller. Saer es el último en la serie de las versiones: Homero, el Sturm und Drang, el romanticismo, hasta llegar al siglo xx. Ocupa su lugar, remoto y periférico, pero original porque, justamente eligió una tradición alta y lejana. Se mide con los grandes. ¿Qué sucede si, en lugar de pensar que Homero y Coleridge y Schiller se refieren al mar, pienso que la imagen fue también leída por Saer de un modo cifrado, ampliado, alegórico? Es significativo que haya elegido el “Hexámetro homérico...” como último poema de la primera edición de su primer libro de poesía. No se elige ese cierre de cualquier manera. Está la tradición poética: del Mediterráneo a la Europa romántica, tres nombres que significan en cuanto se los escucha, porque representan una difícil continuidad de aventuras (visyes y filosofía: ¿qué más agregar a esta suma?). Saer agrega su propio nombre a esta serie al traducir el hexámetro que tradujo Schiller y que tradujo Coleridge. Pone a la tra­ dición en el español que él, en Santa Fe, aprendió a hablar y escribir. Este gesto es orgulloso, deliberadamente desafiante. Saer no intenta una versión, sino que agrega la suya a una serie. Algo más que el mar está en el fondo del hexámetro homérico. Deb¿yo del navegante está el cielo y el vacío ilimitado (“billows” traduce Coleridge y, más dramático, “Wogen” traduce Schiller). La situación del navegante es de terrible precariedad material (“ratlos” escribe 49 Poemas. Borrradores 3, cit., p. 27. — 55 —

Schiller sobre las olas, es decir insensatas) y solo iguala su precariedad metafísica el vacío que acecha y rodea a la condición mortal, esa que Saer ya convoca en el final de sus novelas y que marca para siempre en nuestro recuerdo las últimas páginas de Glosa. Destituido, el navegante saeriano, que antes fue navegante junto a otros grandes poetas, cierra con esa destitución su libro de poemas. Dos o tres páginas antes, en una breve “Elegía a Pichón Garay”, se lee esta bienaventuranza (esa plegaria que tiene su origen en lo religioso, pero en este caso se trata de la oración de un ateo): “Bienaventurados los que están en la realidad y no confunden sus fronteras”.50 La literatura de Saer conoce la confusión y la desafía porque ha lo­ grado algo bastante raro: la precisión figurativa sin el apoyo evidente de las operaciones intelectuales que son las del ensayo o de la filosofía. La precisión, la desesperanza, la ocasional alegría, la inteligencia saerianas son poéticas. Se dijo siempre que Saer había tenido el proyecto de escribir una novela en verso. En un reportaje que le hizo Guillermo Saavedra, poeta especialmente afín a este deseo incalculable, interrogado sobre El arte de narrar, Saer dice: “En ese momento (el título) parecía una paradoja. Pero en realidad, El arte de narrares simplemente porque me empecé a interesar por la poesía narrativa de ciertos poetas. Por ejemplo, en la de Juan L. Ortiz, que es un gran lírico, pero también un gran narrador; “El Gualeguay”, por ejemplo, es un gran relato, un relato en verso. La Divina Comedia también es, en cierto sentido, una novela en verso. Y el Martín Fierro (...) Una novela en verso, efectivamente. Pero ya no creo que pueda hacerlo. El limonero reallo empecé a escribir en verso; solo escribí dos páginas y media, más o 50 El arte de narrar; cit. p. 127.

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menos, pero después lo abandoné porque era evidentemente un trabajo lentísimo”.51 Vale el deseo, porque, aun imposible, da forma a la escritura. Sobre la poesía que no fue, la ficción se escribe.

51 Guillermo Saavedra, “Entrevista pública aJuan José Saer en el MALBA”, en El poeta y su trabajo, número 20, otoño 2005, p. 114-5.

CAPÍTULO 4

H is t o r ia

p o l ít ic a

En 2003, con un volumen de relatos,52 Saer ganó el Prix France Culture/ Télérama a la literatura extranjera. En 1987, con La ocasión, había ga­ nado el Nadal. Dos premios literarios: parece raro para la abundancia destinada a decenas de escritores, pero es así. Le pregunto a Alberto Díaz, gran amigo y leal editor de Saer durante tres décadas, y no sabe de otros premios, como si esa no hubiera sido materia de sus interminables comidas y diálogos con Saer. A contrapelo de la mayoría de los escritores “conocidos”, Saer no tuvo agente literario. Invariablemente eligió tratar con amigos, como también lo fue Susana Zanetti que, en la década de 1980, publicó segundas ediciones de Cicatrices, El limonero realy La mayor en el Centro Editor de América Latina. Saer, un hombre cordial, no cultivó amistades estratégicas. Algo no funcionaba en sus relaciones con el mundo de las recompensas. Se puede considerar esto como una virtud o como una incapacidad para moverse en las redes de consagración. Escribió La ocasión para presentarse al premio Nadal y lo ganó. Eso, en la ética particular del mundo saeriano, casi podría decirse que fue un peso que la novela debió soportar cuando fue publicada en 1988. Hay que volver a leer ese libro, que transcurre en Santa Fe en los setenta del siglo xix. Bianco, un hombre de origen incierto y también incierto apellido, se ha hecho construir un rancho lejos de la ciudad, donde “en soledad total” se dedica el día entero a pensar cómo “refutar, de una vez por todas, a la camarilla positivista que, de algún modo, seis años atrás, lo ha forzado a abandonar Europa”.53 Esa banda positivista le había tendido una emboscada en un teatro de Londres, para demostrar la falsedad de sus dones telepáticos. Bianco no solo persigue esa venganza, digamos, filosófica, sino que, como emprendedor europeo, se ha conver­ tido en dueño de tierras, cuyos títulos le fueron cedidos por el gobierno 52 Lieu, publicado por Seuil. 53 La ocasión, Barcelona, Ediciones Destino, 1988, p. 10. — 59 —

argentino, a cambio de que se convirtiera en promotor de la llegada de mano de obra extranjera. El completo retrato de un aventurero se diseña así, no solo por el incierto origen de Bianco sino, especialmente, por ser, como otros letrados argentinos y extranjeros, agente de reclutamiento inmigratorio, ofreciendo un futuro de prosperidad agraria a quienes, finalmente, terminarían como jornaleros o arrendatarios errantes. Con­ vertido en “cónsul migratorio” en Argentina, Bianco carga un barco “hasta la temeridad” con inmigrantes. El aventurero apuesta sobre su vida y la de todos. Cuando Bianco ha terminado de construirse imaginaria y prácticamente como un criollo, un amigo le escribe que ve en él a un aventurero. Bianco responde: “tomo la palabra aventurero, estampada por usted no sin vehemencia aunque con cierta ligereza, en su acepción épica y no moral”. Un hombre, como en un cuento de Conrad, marcado por la infamia, pero capaz de un movi­ miento que puede ser bajo y quizá despreciable pero también grandioso. Bianco, o como se llame, es (como lo fueron muchos hombres cultos de la élite criolla) un hombre práctico inclinado, al mismo tiempo, a las creencias espiritualistas más extremas. Su batalla es contra lo que deno­ mina el “positivismo”, que es la ideología social que mueve el proyecto inmigratorio de las élites argentinas. En su pasado europeo esta doble inclinación práctica e imaginaria se vio representada por la oscilación de sus nombres. Acostumbraba llevar dos, “por momentos uno, por mo­ mentos el otro y en ciertos casos los dos juntos”.54 Esta doble identidad registrada en los apellidos, es una forma de vida para Bianco: no solo se refugió en el campo santafesino para progresar en la refutación a los positivistas que lo desacreditaron en Europa, sino que allí se convirtió en propietario. Esta es una cara de La ocasión. La conocemos por primera vez cuando el narrador presenta a Bianco en su rancho, en medio de una extensión solo atravesada por una misteriosa “proliferación de manchas oscuras”. Naturalmente: una proliferante tropilla de caballos. Cuando Bianco abandona su meditación y regresa a la ciudad, encuentra a su mujer, Gina, con Antonio Garay López (por cierto, un antepasado de los mellizos Pichón y Gato Garay) en una situación equívoca que el narrador presenta como escena de una novela francesa del siglo xix en 54 Ibid.,p. 21. — 60 —

el que transcurre su ficción. La ambigüedad reside en que ni Bianco, ni el narrador ni los lectores podemos decidir si Gina ya se ha entregado a Garay López: “Sentada en un sillón, el cuello apoyado en el respaldo, la cabeza echada un poco hacia atrás, las piernas estiradas y los talones apoyados en otro sillón, los zapatos de raso verde caídos en desorden en el suelo, Gina, con ojos entrecerrados y una expresión de placer intenso y, le pa­ rece a Bianco, un poco equívoco, le está dando una profunda chupada a un grueso cigarro que sostiene entre el índice y el medio de la mano derecha. En otro sillón, con una copa de cognac en la mano, inclinado un poco hacia ella, Garay López le está hablando con una sonrisa malévola”.55 Bianco sospecha. Sabe también que el médico y propietario Garay López es el contacto que necesita en ese nuevo mundo. Bianco, el aventurero, sabe calcular tanto como adivinar los signos que indican la conveniencia de su relación con las élites hispano-criollas, de las que este amigo (qui­ zás amante de su mujer) forma parte con la naturalidad con la que se integra una casta. Garay López vive en Buenos Aires porque siente, como muchos provincianos de buen origen, que la ciudad natal es una aldea, “el caserío chato y disperso en la proximidad del gran río, la ciudad es como un desierto perdida entre las islas que hierven de serpientes y de caimanes”.56 Es la costa del Paraná, tantas veces escrita por Saer. Hay más historia social en La ocasión. Garay López aborrece a su hermano menor. “No se da a luz impunemente a un incendiario”, dice sobre la muerte de su madre en el parto de ese hermano. De inmediato comienza la narración de cómo un grupo familiar se apropia de la llanura. Cuando los indios han sido obligados a retroceder algunas leguas, tiene lugar el reparto de tierras entre tres o cuatro familias: “De esas mismas familias salen los gobernadores, los jueces, los obispos, los militares. Los miembros se casan entre ellos y se multiplican del mismo modo que sus ganados”.57 Si algunos colonos fueron aceptados como arrendatarios, 55 Ibid., p. 39. 56 Ibid., p. 71. 57 Ibid., pp. 73-4. — 61 —

cuando los hombres de esas tres o cuatro familias necesitan de nuevo sus tierras para la ganadería, simplemente les incendian las cosechas. Estas páginas están escritas con la furia y la invectiva que Saer usó en El río sin orillas.

Cultura bestial la del ganado y la tierra, así la describe una especie de informe social que le da un español tabernero a Bianco. Sobre Juan, el hermano de Garay López, dice: “Entra y sale de la gobernación como si fuera su casa. Se entiende, dicen, mejor con el tío, el gobernador, que con el propio padre, que le tiene miedo... Hay que verlo pasar a caballo por las calles; renegrido por el sol, la calva despellejada por los flechazos, de modo que tiene un poco de vergüenza y rara vez se saca el sombrero, perdido en pensamientos que le hacen chispear los ojos. Y en el campo, siempre a caballo también con los peones de la estancia, una banda de animales, dice el español, unos brutos analfabetos que no se bajan del caballo ni para dormir, con unos cuchillos grandes así en la cintura... El los trata como perros, y como perros también le obedecen ellos”.58 Como Sarmiento, el tabernero español localiza el mal en la fuerza desatada de esa cultura ganadera, donde se entreveran hombres y anima­ les y se degüella para apropiarse de campo y de ganado. Como sea, esta ecuestre cultura latifundista es comprensible. De ella se puede hablar y también puede aprenderse. La ocasión conserva, en cambio, una dimensión inaccesible: Gina, que le entrega muy poco a Bianco. Gina es un enigma y todo lo que Bianco aprende sobre ella es que “sería capaz de negar hasta el fin” y de que él no tiene ningún medio de saber nada sobre su verdad, porque Gina esta poseída de una convicción que se transforma en derecho: no tiene nada que confesar. Como la materia misma, posee “una intimidad directa, serena e instantánea con el mundo”.59 Garay López puede explicarle a Bianco la sociedad criolla y masculi­ na. Habla de economía, de fuerza y de subordinación. Gina no puede 58 Ibid., pp. 93-4. 59 Ibid., p. 134. — 62 —

explicarse, en los dos sentidos de esta frase: Bianco no puede explicarla; ella no puede o no quiere darse a entender, porque, en un más allá de lo dicho, nunca se sabe si hay alguna verdad; y porque acordar una verdad a lo dicho es un acto social. Gina no realiza actos sociales, no ve razón para adecuar palabras y conductas. Saer ubica, en el último tercio de La ocasión, una primitiva escena fundacional: el tape Waldo y sus dos hermanas matan a golpes al padre que violaba a sus hijas. La novela establece de este modo el eje de varias fundaciones: lo primitivo social, el salvajismo ganadero, la modernidad, su audacia y sus límites encarnados en Bianco. Lo social es el eje de estos movimientos de una ficción que, trágicamente, termina con la peste que trae Garay López desde Buenos Aires. Es la fiebre amarilla y el año es 1871. Las últimas palabras de La ocasión son latinas: “Hic incipit pestis”. La peste que comienza es la fiebre amarilla. Pero también la novela narra otros comienzos de la peste en la historia argentina: el establecimiento de una clase social que dominó la llanura, apoderándose de la tierra por la expulsión, la matanza y el incendio. La familia de los Garay López participó de ese despojo. Y uno de sus hijos, el médico, el más ajeno a la injusticia, fue el que trajo la otra peste, la de la enfermedad mortal, que, como el incendio, avanzó por la llanura que se extiende entre Buenos Aires y Santa Fe. La Argentina ha nacido no de sus leyes, sino de sus violaciones. El futuro se anuncia mal. La herida

La ocasión es de 1988. Más de veinte años antes, en 1964, Saer publicó su primera novela, Responso, un texto breve cuyo título contradice la idea de que “algo se aproxima”, al presentarse como metáfora de un final. Saer tenía 26 años cuando escribió Responso, lo contrario de una novela juvenil, lo contrario de un Bildungsroman, lo contrario de una novela de ingreso a la vida, lo contrario del juego literario (no olvidar que Rayuela se publicó solo un año antes, en 1963). La política marca esta novela. Barrios tiene 45 años y es un hombre en decadencia, que pesa 125 kilos, no se baña y lleva la misma camisa arrugada y el mismo trzye, man­ chados de sudor y de grasa. Jugador de punto y banca que pierde antes de sentarse a la mesa, fu¡e secretario general del sindicato de prensa (en Santa Fe, obviamente) y lo echaron de allí el 21 de septiembre de 1955, — 63 — I

después del golpe de estado contra Perón. Esa fecha es un punto de giro en la historia política argentina y en Responso. A partir de esa fecha cam­ bia la vida de Barrios, y la de Sergio Escalante (ef abogado de sindicatos, también jugador, de Cicatrices). Son hombres que han perdido el eje alrededor del cual la subjetividad, precariamente, se protege del abismo o de la disolución (dos formas del pesimismo saeriano). Cuando la revolución libertadora produce el típico acto de humi­ llación y revanchismo, cuando llega a las vidas casi insignificantes de Barros o Escalante, esos hombres tocan algo así como la experiencia definitiva. La vida transcurrió de un modo hasta septiembre de 1955 y luego se salió de cauce, se convirtió en un tiempo ajeno, inesperado, brutalmente despótico, sin orden; un tiempo que contraría el deseo y la voluntad, esos impulsos visibles, siempre más débiles que la fuerza que decide todo, en esa región inexplorada que emerge e impone su ley en algunas circunstancias, cuando no se lo espera o se ha olvidado que ese poder arbitrario insistirá. No hay Responso sin política, porque la política no es simplemente un fondo narrativo ni un argumento; no es una escena donde transcurre la ficción; no es un acontecimiento grandioso; no es la “ocupación” de los personzyes (hacendado, abogado, cura o político). En Responso, la política da una forma a la causalidad narrativa. La relación eventual con el golpe de estado de 1955 no es eventual: por el contrario, el golpe es lo que desencadena para siempre los cambios en la vida de Barrios y su inevitable decadencia. Si ese golpe no hubiera tenido lugar, Barrios seguiría siendo quien fue. En este sentido, la política no es un tema de conversación que permite decir cosas inteligentes; ni siquiera es un tema, sino que es la fuerza que se ha impuesto sobre los personajes. La política hace la tra­ ma, no por la difusa razón de que “todo es político”, sino por la razón específica de que pertenecen a la esfera de la política (de la violencia política) las fuerzas que operan sobre los personsyes, incluso de modo más profundo de lo que ellos mismos suponen. Como en Musil, por quien Saer no ocultaba su admiración, la política no puede olvidarse, pase lo que pase en el transcurso de la novela: se trata en Musil, del jubileo de Franz Josef, que desencadena la serie irónica de las reuniones por donde deambulan Ulrich y Diotima. Se trata en Saer, de un mundo — 64 — i

más bajo, menos imperial, pero igualmente eficaz en la definición de la escena real y ficcional. El golpe de 1955 es, para Barrios, un final sin recuperación. Si esto es la verdad del personaje, no cuesta mucho admitir que también lo es para Saer (pese a la superstición de la crítica que prefiere no referirse a estas cosas que implican un sujeto y su biografía). El golpe tuvo la fuerza de un acontecimiento que cambia la época para hombres nacidos, como Saer, en la segunda mitad de los años treinta, independientemente de que fueran o no peronistas. La política es fundamental en Responso no por la razón sencilla y directa de que la novela incluya algunas consecuencias del golpe de estado de 1955. Si así fuera se convertiría en una narración de “tema político”. Es fundamental por la profundidad de la herida que produce. Tiene un carácter interno a la ficción, no es un tema sino una Causa, en el sentido de que es el motor del acontecimiento fundamental en la vida del personeye principal. No se convoca a la política para intentar una explicación (que no siempre le sale bien a la literatura) sino para reconocerle su importancia constructiva, interna, formadora. La política incide como fuerza, no como anécdota. Por eso, en Responso es imposible aprender nada sobre la represión sindical posterior al golpe de 1955. Eso, contestaría con una sonrisa Saer, se aprende en los libros de historia o en los archivos de los diarios. En Responso se aprende de qué modo, para algunos hombres, la política marcó un antes y un después en sus vidas. Aunque hay una noción bien clara del revanchismo con el cual los “li­ bertadores” entraron a los sindicatos después del golpe, lo que se escribe en Responso es la política despojada de anécdota, mostrada en aquello que verdaderamente desnuda su carácter: la fuerza que tiene para transformar la vida social y, por supuesto, para hacer que un personaje salte de su eje. Se trata de la política como Fuerza, no de la política como anecdotario del ejercicio de la fuerza: no es el paisaje sino los vectores que lo tensan y lo transforman. En la vida de Barrios, como en la de Sergio Escalante, la política trazó una línea a partir de la cual lo que vino fue completamente distinto de lo que antes fue. Provocó un cambio que definió, de allí en más, a esos hombres. No siempre la política tiene esta capacidad formativa de un argumento de ficción. Reconocemos esta capacidad en el adulterio, la melancolía, — 65 —

la avaricia, la fidelidad, el crimen, pasiones típicas de las grandes novelas del siglo xix. Sin embargo, aunque la política cruza la escena en muchas de ellas, no es el motor de los grandes giros arguméntales. La particu­ laridad de Responso es que, sin esperarlo, la novela solo podría existir si reconocemos a la política como una fuerza que produce su argumento. Todo lo demás, la humillación y las pequeñas deslealtades de Barrios son una consecuencia de esa Causa. Saer no lleva tan lejos su hipótesis. Pero esta novela de comienzo le permite plantearla casi al desnudo. El torbellino En 1986, para los lectores de Glosa (que se publicó ese año), la década de 1970 era el pasado inmediato, aquello que todavía no llamamos historia. Hoy es casi seguro que nuevos lectores de GZasa vean lo que se cuenta en su dimensión pretérita. Pero, la historia de Glosa entra principalmente por su carácter político, es decir de agente activo en el presente. La novela presenta sucesos próximos al momento de su publicación y, mucho más próximos al del comienzo de su escritura, tal como podría probarlo un borrador fechado en abril de 1982. Los acontecimientos que se narran por anticipación pertenecen a la esfera política en su sentido más estricto (y no en el blando sentido ampliado de “todo es política”); son acciones que respondieron a po­ siciones ideológicas y a estrategias bien establecidas, hechos y prácticas inscriptos en lo que hoy puede llamarse “historia”, es decir configu­ raciones del pasado que ya no reverberan ni permanecen activas en el presente, que pueden explicarlo, si se quiere, pero no siempre. En cambio, cuando escribió la novela, Saer no estableció un escenario his­ tórico, sino que reconstruyó algunos fragmentos de la escena política radicalizada en los años setenta, lejos de la pretensión documental, por una parte, y lejos también de proponer una configuración alegórica como clave. La presencia de lo político es directa (tanto como puede serlo en la literatura) pero no pretende ninguna plenitud. Un género clásico, el de la diatriba (que Saer ejercerá en El río sin orillas) se ensaya en células diminutas, cuando el Matemático caracteriza a la burguesía (su clase de origen) como revanchistas, ávidos, calculadores, genocidas, racistas, aunque la violencia de la diatriba se resuelve en el dandismo que cierra esta enumeración de adjetivos fulminantes: “en una palabra, — 66 —

no son interesantes”.60 Aquí y allá, hay apuntes que provienen de las costumbres políticas de los sesenta y setenta: sumarias caracterizaciones de clase, trasmitidas a veces en el modo irónico. La política aparece también como espesor inesperado de Washing­ ton Noriega y la reunión de amigos que glosan Leto y el Matemático, mientras caminan veintiuna cuadras por la santafesina calle San Martín un día de octubre de 1961.61 Durante esa caminata, el relato va hacia el pasado y hacia el futuro. En 1946, Washington dirigía una fracción de “extrema izquierda” que adhirió al peronismo. Acusado de traidor, siguió el camino de grupos como el de la famosa “célula ferroviaria” del partido comunista (entre cuyos integrantes estaba Rodolfo Puiggrós). La novela no proporciona este dato, por supuesto, pero cualquiera que conozca la historia política argentina, está en condiciones de recordarlo, así como recordará a los intelectuales trotskistas que, como Jorge Abelardo Ramos, se sumaron al peronismo para recorrer allí un camino no siempre exitoso, que recibió el connotado nombre de “entrismo”. Ese fue el caso de Washington, quien, al organizar una línea de izquierda dentro del peronismo, obtuvo un característico doble repudio: el de sus excamaradas y el de sus nuevos compañeros de mili tanda.62 Este avatar típico de la izquierda marxista en el interior del peronismo es significativo porque se lo observa no como una irrupción desconocida hasta mediados de los sesenta (idea que pasa por alto anteriores intentos de ganar al peronismo por izquierda con el argumento de que allí está la clase obrera), sino como una serie de intentos fracasados que van a parar 60 Glosa, Buenos Aires, Alianza, 1986, p. 116. Me permito, solo en este caso, retomar algunas páginas de mi contribución al volumen sobre Glosa, editado por Julio Premat, París, Archives, 2003. 61 Julio Premat observa: “El relato de la fiesta de cumpleaños de Washington, aunque irrealiza­ ble, sirve de punto de partida para un relato de la biografía de ese personaje, una biografía fundamentalmente política” (Glosa, edición citada, cit., p. 397). Sobre los efectos de la antici­ pación política, escriben Miguel Dalmaroni y Margarita Merbilhaá: “Esa irrupción de lo polí­ tico en la historia narrada lleva a reubicarlo todo pues produce un desplazamiento [...que] lleva a resignificar todo el avance del relato hasta ese momento”. Véase “Un azar convertido en don. Juan José Saer y el relato de la percepción”, en Noé Jitrik (director) Historia crítica de la literatura argentina, vol. 10, Elsa Drucaroff (directora del volumen), La narración gana la partida, Buenos Aires, Emecé, 2000, p. 339. 62 En i Quién mató a Rosendo ?, Rodolfo Walsh traza también uno de esos destinos que van del comu­ nismo a la izquierda revolucionaria y, de allí, al peronismo radicalizado: Domingo Blajakis. — 67 —

a donde no se había previsto, y cuyos intelectuales, como Puiggrós por ejemplo, iban a repetir cuando aparecen los Montoneros. Washington es entonces parte de una larga historia y de una tradición ideológica. Asordinadamente, la novela da pistas para quien quiera entenderlas: los peronistas a quienes se había unido y de quienes había recibido una diputación provincial, lo acusan de “estar a sueldo de Moscú” y preparan un atentado a la salida de una pizzería, donde muere uno de sus guardaes­ paldas. Es casi innecesario recordar acá la importancia del escenario, una pizzería, y que estuvieran algunos izquierdistas (de simpatías trotskistas) entre los atacados, como si Saer trabajara el personaje de Washington con hilos de argumentos políticos comunes que pueden rastrearse incluso en ¿Quién mató a Rosendo ?de Rodolfo Walsh, texto que también el lector recordará cuando lea que el marido de la que será mujer del Matemá­ tico, “murió en una refriega con matones sindicales en un bar del gran Buenos Aires”,63 como sucedió con el excomunista, luego militante de base peronista, Domingo Blajakis. Por supuesto, dentro de la oscilación de tonos característica de Glosa, el desenlace de los episodios que conciernen a Washington tiene una exageración cómica. Washington termina en un manicomio, ya porque estaba verdaderamente loco o, lo que vendría a ser lo mismo (según la versión que ha recibido el Matemático), porque no podía entender que lo que exigía del peronismo era imposible; o, como interpreta Tomatis, porque otro peronista, mal escritor y amigo de Washington, lo hizo meter allí “para obtenerle una pensión por invalidez, evitando de ese modo que lo mataran”.64 Ese hombre, Cuello, también asistió al festejo del que estuvieron excluidos Leto y el Matemático, es decir que, desde los años cincuenta, forma parte de la pequeña sociedad de amigos, a la que pertenece Marcos Rosemberg, el abogado comunista, buen tipo e infeliz, a quien Saer no ha abandonado desde “En la zona”. Y, sosteniendo la pista política, en la versión que da Tomatis del asado en Colastiné, se incluye la presencia de dos sindicalistas, Sadi y Miguel Ángel Podio “que se presentan como la vanguardia de la clase obrera, no bien pierden una elección desalojan a balazos del sindicato a los miembros de la lista 63 Glosa, cit., p. 155. 64 Ibid., p. 199. — 68 —

ganadora”.65De los sindicalistas podría decirse que completan la pequeña sociedad como círculo exterior; funcionan como esas hebras de pasado que no se han cortado del todo (como los que visitan a Sergio Escalante, en Cicatrices, novela que en la cronología ficcional está muy próxima a Glosa, para pedirle que sea el defensor de un compañero). La pequeña sociedad de amigos está cruzada por estas hebras, que dan un carácter no arbitrario, pero no por eso menos inesperado en 1961, al desenlace de las vidas de Leto y el Matemático a quienes la política tomará como en un rapto. Todo lo que se cuenta en Glosa sobre ese desenlace pertenece a la prolepsis, esas anticipaciones del futuro que el narrador realiza con sistematicidad mientras Leto y el Matemático caminan. No se trata de indicios cifrados, como en la anticipación épica, sino de historias ya cerradas y completas (tanto como puede ser completa cualquier historia), con una cronología precisa: en 1974, matarán a Edith, la mujer del Matemático, una militante trotskista, y el Matemático se exiliará en Suecia; en 1978, un mes después de que Washington muera de cáncer, serán secuestrados por el ejército y desaparecerán el Gato Garay y Elisa; más o menos por la misma fecha, Leto, que se habrá convertido en comandante guerrillero, se envenenará para no caer en manos de quienes han ido a buscarlo; en el invierno de 1979, el Matemático viajará desde Upsala a París, se encon­ trará con Pichón Garay, que vive allí desde mediados de los sesenta (la noche anterior a su viaje que él no pensaba definitivo transcurre en “A medio borrar”), para peticionar por desaparecidos y presos argentinos ante el bloque socialista en la Asamblea Nacional. De los veinte amigos que celebraron el cumpleaños de Washington, tres están muertos y dos exiliados: un veinticinco por ciento históricamente verosímil. Pero, sobre todo, cuidadosamente marcado en la novela, trasmitido por el narrador y colocado más allá del juego de versiones: sin dudarlo, con esta gente sucedió esto. ¿Cómo sucedió exactamente? Los recuerdos ajenos recibidos en dos versiones diferentes (dice el narrador que Leto piensa cuando se separa del Matemático, después de recorridas las veintiún cuadras de la calle San Martín) son “más intensos, significativos, y no obstante más enigmáticos, 65 Ibid., p. 134. — 69 —

podría decirse, que muchos otros que, por provenir de su propia expe­ riencia, deberían ser más fuertes y más inmediatamente presentes en su memoria”.66Así, lo que sucedió con Leto no puede ser juzgado según un promedio de recuerdos trágicos de la militancia guerrillera, cuya ambi­ ción realista-documental rápidamente podría perder su tenor de verdad porque provoca a que se la pruebe con “hechos”. No, lo que sucedió con Leto es el final trágico de la comedia, el episodio donde se muestra más desnuda la devastación que arrasó la pequeña sociedad de amigos. Pero antes, el Matemático: su vida, que se presentaba, como su cuer­ po, tersa, ordenada y previsible, encuentra en la política el principio de la desorganización que se toca con la muerte. Nadie se lo explica del todo, pero el Matemático (Tomatis subraya que se trata de una especie de incorruptible en términos sexuales) se une a Edith, la guerrillera trotskista, diez años mayor que él, a la que conocía desde la militancia universitaria. La política rapta al Matemático a través de Edith, una Pan­ dora racional e implacable; lo captura desde el lado de la admiración moral y del común reconocimiento de una tarea imposible y al mismo tiempo obligatoria: “...habían sido como una pareja de viejos, unidos en secreto por una especie de entereza desesperada que les maravilla­ ba, a causa de sus diferencias, encontrar en el otro, convencidos, por distintas razones sin duda, de que nada era posible, pero actuando a cada momento como si todo lo fuese”.67 La “fiebre y geometría”, para citar el poema que el Matemático lleva en su billetera desde que se lo entregó Tomatis, quema esos años que, siguiendo el movimiento de la cita son consumidos por el oxímoron, la sombra poética de todas las contradicciones lógicas y prácticas. Finalmente, Leto. Su futuro no sabido ocupa las últimas páginas de Glosa que tiene así dos cierres: uno político y otro, el de la escena de los pájaros extraviados, poético. La política arma el tinglado donde Tomatis vive su única escena de humillación en todo el ciclo saeriano. Tomatis traviesa la decadencia inte­ lectual y sale de ella, pero nunca es un humillado. Sin embargo, después de la desaparición del Gato y Elisa, Tomatis, que desprecia al hombre 66 Ibid., pp. 263-4. 67 Ibid., p. 156. — 70 —

a quien va a consultar en busca de ayuda, visita al poeta precisionista Brando (que ya antes ha llamado un canalla). La política pone frente a esa situación tan extrema como el dolor que es “el asco, la vergüenza, la humillación”.68Frente a Brando, a quien ha ido a ver porque está casado con la hija de un general, Tomatis recita una historia clásica de los años setenta: ellos vivían en un mundo que nada que ver con lo político y que desde afuera podía ser interpretado “de modo erróneo”. La denegación, en este caso la denegación de la alegoría de los caballos asesinados en Nadie nada nunca. Brando se porta como un miserable. Sobre todo, porque hace que Tomatis perciba que él, Brando, también se ha dado cuenta de que Tomatis ha olvidado el carácter simbólico de esas muertes de caballos. Todo transcurre como si Brando y Tomatis conocieran un guión previo, que ha sido escrito en las novelas anteriores. Después de la humillación, cuando está saliendo del escritorio de Brando, Tomatis siente su mirada en la nuca. Imagina un monólogo no dicho en el que la literatura y la política se plantean como órdenes equivalentes. Piensa Brando, o, mejor dicho, cree Tomatis que piensa Brando: “El verso libre les sirve de pretexto a ustedes, para esconder que son incapaces de medir un endecasílabo y de utilizar correctamente una rima. Si a tus amigos se los llevaron, por algo será”.69 En aquella mañana de 1961, cuando a Angel Leto lo obsesionan parejamente las circunstancias de la muerte de su padre y el temor a la exclusión, nadie podía adivinar lo que el narrador comunica a los lectores: Leto devendrá guerrillero y morirá en 1978, más o menos al mismo tiempo en que desaparecerán el Gato Garay y Elisa. Su ingreso a la política es, sin embargo, temprano ya que vivirá “dieciséis o diecisiete años” como militante;70 por lo tanto, aunque lo ignoraba la mañana de su caminata con el Matemático, eso que lo conducirá al aislamiento y a la muerte comienza a sucederle poco después (alguien podría sugerir, en la cronología saeriana, meses después del final de Cicatrices, si es que, 68 La grande, Buenos Aires, Seix Barral, 2005, p. 238. 69 Ibid., p. 241. 70 Glosa, cit., p. 266. — 71 —

como creo, los hechos de esa novela son inmediatamente posteriores a los de Glosa). La exclusión de la pequeña sociedad de amigos, los acontecimientos que entonces lo ocupan, como ser invitado a la fiesta de Washington o calibrar si Tomatis lo prefiere a él o al Matemático, los signos de la pertenencia o de aquello que está obligado a descifrar cuando su madre menciona a su padre muerto, se volverán progresivamente indiferentes. Al personaje que realiza la caminata nada le anuncia lo que vendrá; tampoco a los lectores, si les estuviera permitido saltar por encima de la prolepsis, si pudieran ignorarla. En 1961, Leto es un personaje de novela de aprendizaje, un hombre de poco más de veinte años dedicado a encontrar un lugar, y a disolver, si ello fuera posible, el enigma de la muerte de su padre; Leto está conociendo “el mundo” e intentando cerrar una fisura de identidad. Un año después, como lo señala el narrador, su vida comenzará a girar en torno de otro sol. Será un militante. La transformación de Leto, cuyo trámite desconocemos (por ahora, porque nada puede saberse de un futuro capítulo en el ciclo saeriano) es, entonces, rápida. La política, ya en los tempranos años sesenta va a capturarlo “y del Leto habitual, salvo dos o tres reapariciones fugaces, no quedará ningún rastro, excepto para algunos amigos íntimos como Tomatis, Barco, el Gato Garay”.71 Leto pasará entonces por una conver­ sión, algo del orden de la renuncia de lo que parecía obsesionarlo en la primavera de 1961. Vale la pena recordar que, en La vuelta completa, Leto se refiere, con distancia irónica, a una simultaneidad o un paszye del catolicismo al socialismo, que indica, más allá de una deliberación del narrador, en la dirección de esos grupos de mediados de los sesenta marcados por la renovación ideológica de la Iglesia, que llevaron a la política la radicalidad de la convicción religiosa. Leto ya no será Leto sino para muy pocos, los más íntimos de aquel entonces, el centro de la pequeña sociedad de amigos. La política establecerá para él una trama de nuevo tipo, tejida por principios y no por recuerdos y experiencias. Su vida será la del militante. Viajará a Cuba, a Medio Oriente, a África, a Vietnam, visitando la geografía de la política revolucionaria, ese espacio ideológico atravesado en primer lugar por el camino de Guevara. La pro71 Ibid., p. 265. — 72 —

lepsis arranca a Leto de una localización precisa y casi íntima, donde los contactos conocidos son tan inevitables como lo demuestra la caminata por la calle San Martín, para ponerlo en un espacio ideológico, donde los países son faros de la revolución, lugares que se visitan cumpliendo el vi¿ye intemacionalista, de entrenamiento y doctrina. En una novela donde el espacio se recorre a paso de hombre, registrando la familiaridad minuciosa de lo muy conocido, la prolepsis introduce una dimensión abs­ tracta, donde el conocimiento es previo al espacio, porque se va a Cuba y Vietnam porque son países revolucionarios donde las experiencias que se trasmiten deben ser tenidas por universales. Y en eso se diferencian también de las experiencias y recuerdos del festejo de Washington, tan difícilmente universales que dos asistentes, Botón y Tomatis, hacen de ellas relatos diferentes. El corte entre uno y otro espacio es también el corte en la vida de Leto. Ateniéndose a las fechas que proporciona el narrador, Leto fue un militante temprano. Si hubiera que pensarla dentro de una cronología histórica, su militancia no puede haber comenzado en ningún grupo guerrillero de los más conocidos, que surgen mucho más tarde, sino en alguna fracción cuya radicalización provoca, a fines de 1963, el breve intento del e g p (Ejército Guerrillero del Pueblo) dirigido por Ricardo Masetti, cuyo nombre de guerra fue Comandante Segundo, reconocien­ do en ese ordinal la primacía, por supuesto, de Ernesto Guevara; el e g p fue desbaratado por la Gendarmería que descubrió en Salta su base de entrenamiento. Meses antes, en 1962, la ocupación de ingenios azuca­ reros tucumanos por sus trabajadores convenció a Roberto Santucho (el futuro jefe del e r p ) de que estaría acercándose el tiempo de la acción directa, aunque el camino de la violencia todavía le pareciera tener como condición una organización política implantada con fuerza en sectores obreros y, anunciando el camino que tomaría el e r p en los setenta, con­ siderara especialmente a los obreros de la caña tucumanos. También en 1963 Ángel Bengochea, un trotskista que había pasado por Cuba, fundó las Fuerzas Armadas de la Revolución Nacional, cuya dirección murió en 1964 mientras preparaba una bomba. El nombre de la organización indica claramente la opción nacionalista revolucionaria de este despren­ dimiento del trotskismo. Estas fracciones de izquierda encontraban en ciertos alineamientos dentro del sindicalismo peronista un sustento a las — 73 —

tesis entristas, especialmente en el programa conocido con el nombre de la localidad donde fue aprobado en 1962: Huerta Grande. Dirigentes del peronismo radicalizado, como John William Cooke mantenían una relación fluida con estas pequeñas organizaciones de origen marxista y, algunos años antes, en 1959, habían apoyado el primer foco guerrillero rural: los Uturuncos.72 Estos son los años de la formación militante de Angel Leto. El narrador no define su caracterización como izquierda marxista, peronismo o cris­ tianismo radicalizado. Más bien, en Leto se condensan fuerzas políticas sobre las que Glosa permanece en silencio. Sabemos solamente que llegará a comandante. Está sin embargo la descripción del tenor de la vida de Leto como militante, sobre el que vale la pena detenerse brevemente. La prolepsis señala una temprana clandestinidad y un aislamiento también temprano respecto de relaciones personales y de amistades. Esa cualidad, la de la clandestinidad rigurosa y compartimentada, que la guerrilla peronista adoptará más tarde y menos rigurosamente, podría hacer sospechar que Leto sigue un camino en la izquierda marxista o trotskista. El narrador es preciso en la calificación del aislamiento mili­ tante de Leto: “...irá hundiéndose en un orden regido por normas tan estrictas, tan especiales, tan organizadas en circuito cerrado que, aun­ que elaboradas para constituir una asociación de personas cuyo fin es modificar la realidad, lo harán pasar a una irrealidad tan grande...”. O, como se lee muchos años más tarde en La grande. “Pensábamos haber salido para cambiar la vid y resultó que era para entrar en la ronda de la muerte. Y las víctimas se olvidan del sabor de la opresión cuando, poco a poco, y casi sin darse cuenta, se transforman a su vez en verdugos”.73 Por supuesto, podríamos suponer que así se describe cualquier orga­ nización revolucionaria, pero no hay motivo para pensar que el narrador ignora la diferencia entre organizaciones más comunicadas con la vida social, que incluso en condiciones de clandestinidad conservaron una periferia popular y pequeño burguesa que las enlazaba con el mundo, 72 Sobre este período, véase: María Seoane, Todo o nada, Buenos Aires, Sudamericana, 2003 [1991]. Se trata de una investigación sólidamente documentada, cuyo foco principal es Ro­ berto Santucho, pero que proporciona datos muy confiables sobre el resto del campo revolu­ cionario. 73 La grande, cit., p. 155. — 74 —

I

que practicaron un aislamiento menos severo, por lo menos en un prin­ cipio (esta descripción correspondería más bien a las formaciones del peronismo revolucionario que, justamente por esos rasgos, enfrentaron serios problemas de compartimentación y de adaptación de la militancia a una cultura de la clandestinidad), y otras, de signo marxista-trotskista, con normas de aislamiento más estricto y tradiciones ideológicas menos inclinadas a lo que, en términos de aquellos años, se llamaban tendencias pequeño burguesas “liberales”, con lo que se designaba la resistencia a romper ataduras con la propia familia y los amigos, y aceptar el sacrificio del aislamiento como un componente central no solo de la seguridad sino de la moral revolucionaria. Para mencionar dos nombres emblemáticos de uno y otro estilo: Montoneros y e r p . El gélido aislamiento de Leto, interrumpido solo esporádicamente, correspondería más al segundo grupo que al primero. Como sea, en 1978, la fracción guerrillera a la que pertenecerá Leto ya habrá perdido cualquier posibilidad de contraataque y sus restos estarán siendo implacablemente perseguidos por la dictadura militar. Pero queda una hipótesis sustentada en la que, si se quiere, es la prueba literaria más fuerte: la pastilla de veneno. Se sabe que el poeta Francisco Urondo, ro­ deado por la represión, se suicidó con una pastilla; también se dice que, en el desbande final de Montoneros, cuando lanzaron una contraofensiva desesperada y aventurera, algunos militantes podrían haber hecho lo mismo.74También en este punto, fuertemente investido simbólicamente, Glosa realiza una condensación. La pastilla es en la novela un talismán y, más allá de remitir a una organización, subraya el todo o nada de una militancia que ya no estaba en condiciones de elegir un camino excepto el de ese último acto de la voluntad: la forma de una muerte. La prolepsis toma a Leto en estos años finales, después del golpe de estado de 1976. Es decir, después de la derrota. Capturado en lo que ha­ brá sido su vida en los últimos años, Leto ya no tendrá otra opción que seguir hacia adelante, como si estuviera conducido, a toda velocidad, por una cinta de la que nadie puede ya salirse. La única dirección es la que se ha elegido, porque habrá pasado el momento de un retorno. Todo lo 74 Pilar Calveiro se refiere a “la existencia de la pastilla de cianuro entre los montoneros”. Poder y desaparición; los campos de concentración en Argentina, Buenos Aires, Colihue, 1998, p. 55. — 75 —

que le sucederá es completamente inamovible; del lado del ejército ya se habrá tomado la resolución, sostenida irrisoriamente en un decreto final de Isabel Perón, de la aniquilación completa. Leto, comandante guerrillero, lo sabía. Entonces, en ese momento, Leto revisitará su pasado. La prolepsis se amplía mostrando otro destino, el de Tomatis, que Leto encontrará en el estado en que lo encontrarán los lectores de Lo imborrable. Pocos meses después, Leto se suicida; rodeado por las fuerzas de represión, romperá con los dientes la pastilla que habrá conservado como un objeto mágico, pegado a su cuerpo. A Tomatis le habrá mostrado esa pastilla de veneno que se llevará a la boca cuando, sorprendido una noche, se dará cuenta de que se aproxima el desigual encuentro del cual, por todas las razones que se dicen y por las que podemos imaginar, no podrá ni querrá salir con vida. Esa pastilla habrá tenido, en sus años de militancia, una dimensión metafísica porque, desde que Leto la lleva consigo, se habrá convertido en el fundamento de la única seguridad posible. Esa pastilla le asegura un control sobre la propia muerte. Soporte de su ser y refugio imaginario frente al miedo, la pastilla será el anclsye de Leto. Su final, a mediados de 1978, tendrá la forma que él había previsto. Hasta aquí la prolepsis. Quedan solo cuatro páginas. Con la muerte del comandante guerrillero Angel Leto la novela no podría cerrarse. Hay que volver a verlo, como un hombre de poco más de veinte años que ignora lo que vendrá. Pero sus lectores ya lo saben: la novela narra los últimos minutos de la caminata de alguien que va a morir, no por su condición mortal, sino por una forma de la violencia revolucionaria enfrentada con una forma de la represión. De algún modo, la muerte de Leto abre la fuga poética y filosófica de las últimas páginas de Glosa. El contacto de la muerte ocurrida en 1978 con los últimos pasos dados en la luminosa mañana de 1961 es necesario. La comedia de las glosas ha terminado. Sin embargo, cuando el relato de la violencia parece terminado, en la última novela de Saer, La grande, emerge otra historia, que no tiene antecedentes en las novelas anteriores. Nula es el joven que acompaña a Gutiérrez en la organización de un tardío asado de reencuentro. Nula mismo es una nueva historia. El personzye nació, como Saer en Serodino, en una familia de origen, como la de Saer, árabe (y tiene la edad de un hombre que podría ser su hijo). En 1975 matan a su padre en una pizzería — 76 —

de Boulogne, próxima a la panamericana, de cuatro tiros por la espalda, no se supo nunca si por enemigos o aliados. Así, otro capitoné del ciclo político, el de una línea que no venía desde las ficciones anteriores, sino de otra: la del origen sirio-libanés y el nacimiento en Serodino. Y también La grande trae una historia de clandestinidad en clave có­ mica. Durante el asado final, José Carlos, el economista rosarino que es pareja de Gabriela, la hija de Barco (en Saer no hay personaje que se pierda definitivamente) cuenta su historia de los años setenta. Después de varias amenazas telefónicas y de que se enterara de que un comando del ejército está detrás de sus pasos para secuestrarlo, se va a Buenos Ai­ res. Varios amigos de Saer, digámoslo ahora, se mudaron a Buenos Aires por amenazas de la Triple A: Nicolás Rosa, María Teresa Gramuglio, Juan Pablo Renzi. Por eso hay algo completamente referencial en la historia de José Carlos. Para diferenciarse de aquel que era, un hombre de as­ pecto sobrio, se tiñe el pelo de rubio y abandona el traje del académico, para adoptar las camisetas y los jeans. Una tarde sale a caminar por un parque y cree ser reconocido por un empleado de la universidad. Sigue andando y se pierde en la ciudad sin otra consecuencia: “Se sintió perdi­ do. Durante un tempo, salió lo menos posible y, desde luego, que nunca más volvió a pasar por esa plaza”. Quien habría sido su perseguidor, de regreso a Rosario, comenta que, de pura casualidad, “había descubierto que José Carlos era homosexual”.75 La clave paródica es una transición entre las muertes verdaderas y el imaginario cuya clave estaba en que la dictadura todo lo podía, todo lo sabía y estaba en todas partes. Lo que se llamó una “cultura del miedo”, que, sustentada en los crímenes invadía las vidas más rutinarias. La escena final de La grande también cierra ese pasado, de plañera dis­ creta, como para que ese cierre sea percibido solo si se enfoca la atención en las dos palabras que lo comunican. Cae la tarde del día en que todos los sobrevivientes de las novelas de Saer y los jóvenes que han nacido de ellos, y los nuevos que se han acoplado, descansan y esperan la tormenta junto a la piscina en la quinta de Gutiérrez, que los ha reunido para un asado que los personé es no pueden saber que será el último. Cae la tarde y uno de los nuevos llama a su madre por teléfono y, entre otros detalles 75 La grande, cit., pp.407 y 408. — 77 —

cotidianos, le dice: “Diana (su mujer) le está mostrando sus dibujos a un senador nacional”.76 Pocas líneas más arriba hemos leído que Diana le está mostrando sus dibujos a Marcos (Rosemberg, agregamos con el automatismo de la fidelidad todos los lectores de Saer). O sea que Marcos Rosemberg que, con otro nombre, aparece en el último cuento del primer libro de Saer, abogado comunista (e hijo de un judío comunista) que, en ese cuento se presenta como el inevitable amigo que viene de ver Potiomkin (la forma en que los entendidos decían Potemkin en aquellos años), después de todos los corsi e ricorsi de la histo­ ria, más de treinta años después, ha pasado a formar parte del personal político como senador. Saer, en este apunte casi invisible, podría decirse completamente innecesario, muestra que, pese a una historia que estalló en pedazos y pareció desarticulada para siempre, décadas después hay algo inesperado. ¿Asimilación o traición? Todos, concluye Saer, le debemos algo a los acontecimientos. Y todos, lo recuerden o lo hayan olvidado, pasaron por alguna noche de humi­ llación como la de Tomatis cuando busca el paradero de Elisa y el Gato. La reflexión que al narrador de La grande hace sobre el gesto de uno de sus personajes, viene al caso: “una reconstitución, la puesta en escena de algo perdido”.77La ficción y también la política luchan, cada una a su modo, contra este carácter huidizo, inabordable, de lo real.

76 Ibid., p. 423. 77 Ibid., p. 427. — 78 —

CAPÍTULO 5

U na

s o c ie d a d d e p e r so n a je s

“La crítica de Faulkner me ha parecido siempre insuficiente. He sentido, leyéndola, que el escritor que más me ha deslumbrado, el escritor cuya lite­ ratura me ha parecido siempre la única literatura posible para mi tiempo y para mis inclinaciones, era como reducido al nivel más gris de un pensador, al fanatismo de un religioso”. J. J. Saer, Borradores, principios de los ochenta.

El epígrafe advierte sobre los riesgos de la empresa crítica, sobre todo cuando Saer menciona a Faulkner, el escritor que sostuvo con más fuerza, en su condado de Yoknapatawpha, la idea de un espacio donde los personajes literarios sobreviven y pueden pasar de un texto a otro. Aunque la crítica literaria de la segunda mitad del siglo xx consideró que una de sus tareas era proceder a la demolición de la idea de “per­ sonaje”, Saer, que conocía perfectamente esa ofensiva, escribió como si no ocurriera. Eventualmente polemizó con esas posiciones.78 Pero comenzó a construir en “Algo se aproxima”, a fines de la década de 1950, una sociedad de personajes que ya está más o menos completa en Cicatrices y se sostiene hasta su última novela, La grande. Estaba se­ guro de que su literatura era completamente diferente del “realismo de personajes” que persistía en el momento en que él comenzaba a escribir. Sus novelas subvierten la tradición realista y también el cortazarismo que se expande a partir de la publicación, en 1963, de Rayuela. Como ya lo dijo María Teresa Gramuglio en un texto inaugural, Saer sabía lo que estaba haciendo cuando le puso como título a un cuento de su primer libro nada menos que “Algo se aproxima”. Casi treinta años después, Julio Premat completa la idea a la luz de una obra que, a su vez, se ha completado: “Retornar es volver a toda la obra anterior, 78 Véase F. Abbate, “La posición estética de Saer”, en Crítica Cultural, vol. 5, número 2, 2010, pp. 75-85. — 79 —

retornar es volver a leer, volver a escribir, prolongar y transformar una serie importante de textos”.79 Saer no fue el primero que imaginó una sociedad de personajes en la literatura argentina, pero fue quien lo realizó de manera más amplia y sistemática. Borges lo tuvo a Bioy Casares como servicial supporting actor bastante antes; pero, a decir verdad, ese amigo de Borges no es un per­ sonaje sino más bien un recurso necesario a la ficción que el narrador de Borges emplea para diseñar estructuras complejas. Los personzyes de Arlt, de Puig, y de Cortázar, con nombres diferentes, migran entre los textos. Renzi es el persomye que transfiere a la ficción lo que Piglia ha escrito o escribirá en los ensayos (o viceversa). Pero lo de Saer es uno de los principios constructivos de su obra, que no sería la que es sin ese sistema complejo, esa sociedad santafesina que, como una tribu, se mueve en las mismas calles, bares, patios, cruza el mismo puente, mira el mismo río, come los mismos asados. Doy ejemplos mínimos que, por serlo, prueban esta unidad de lugar y la continuidad de tiempos: en Responso, la primera novela de Saer, Barrios, su personaje, es levantado en la ruta por “un camioncito viejo y destartalado cargado de zapallos”. Ese camioncito es la anticipación de los personzyes de El limonero real, Rogelio y Wenceslao, que van en un carro con sandías hasta la ciudad. Y, la mujer de Barrios, aconsejada por un librero, compra En la zona, el libro anterior a Responso. Su autor justo estaba allí y se lo firma. Es la Obra, cuando comenzaba a ser escrita. Y en el final de esa Obra, aparece un personzye desconocido; se llama “José Carlos”, economista de Rosario, exiliado de la dictadura, como el historiador económico de Rosario, amigo de Saer, José Carlos Chiaramonte, que tuvo siempre esa misma delgadez y esa misma voz susurrada. Esta presencia, en La grande, es la última señal que Saer ofrece de su Zona. Gabriela, la hija de Barco, imagina que podría pasar con José Carlos,80 un fin de semana en Caba­ llito, el barrio de Buenos Aires donde recibían a Saer como huésped sus amigos rosarinos, la crítica María Teresa Gramuglio y el pintor Juan 79 Julio Premat, “Estando empezando”, en Paulo Ricci (ed.), Zana de prólogos, Buenos Aires, Edi­ ciones Universidad del Litoral-Seix Barral, 2011, p. 31. 80 La grande, Buenos Aires, Seix Barral, 2005, p. 385. — 80 —



Pablo Renzi.81 En El río sin orillas, Saer evoca esa casa y esos amigos “que me alojan desde hace años durante mis estadías en Buenos Aires -son los dos de Rosario, pero en 1975, las reiteradas amenazas de los grupos paramilitares los obligaron a venir a traspapelarse a la capital, hasta an­ clar por fin en esa casa mágica llena de magníficos cuadros de Renzi y de otros pintores argentinos”. Y sobre Chiaramonte escribe: “Mi amigo José Carlos Chiaramonte, historiador y director del Instituto Ravignani, institución de afables historiadores que depende de la Universidad de Buenos Aires, fue uno de los recursos principales de los que me pude beneficiar” (para El río sin orillas)*2 Saer cumple algo que tiene la unidad de un “proyecto”, aunque esta palabra también estaba en crisis en la segunda mitad del siglo xx, y todo “proyecto” presuponía lo fragmentario y lo incompleto. Sobre Pushkin escribió Nabokov: “La vida de un poeta es como la imitación de su obra. El paso del tiempo parece querer repetir el gesto del genio, al prestar a su existencia imaginada el mismo tinte y el mismo contorno que el poe­ ta había dado a sus criaturas”.83 Nabokov va en sentido contrario a una traslación autobiográfica, pero lo hace con una paradoja que permite pensar ese nudo indisoluble que persiste en escritores como Saer. Hace muchos años, Nicolás Rosa, un teórico a quien nadie sospecha­ ría de suscribir tesis “realistas” sobre los personajes de Saer ni de nadie, mientras compartíamos un panel, me dijo: “En la primera fila están sentados todos los persomyes de Juani”. Saer también, de algún modo sabía lo que sabía Nicolás. Por eso, es enteramente comprensible que se dedicara a negarlo. En un reportaje de Guillermo Saavedra, se habla sobre La ocasióny Saer se defiende, sin que Saavedra se lo haya planteado, de que “uno de los personsyes es un antepasado de los mellizos Garay y del juez de Cicatrices. Claro que esto es anecdótico porque yo no escribo sagas”. Saer era desconfiado, astuto y precavido: reconoce esa migración de los Garay a lo largo de un siglo y, al mismo tiempo, trata de diferen­ ciarse de una versión vulgar, que, por otra parte, nadie le ha sugerido. 81 Algunas obras de Renzi, magníficas y extrañamente afines a Saer, pueden verse en las tapas de las ediciones Seix Barral, que el editor Alberto Díaz cuida con una amistad intensa y duradera. 82 El río sin orillas, Buenos Aires, Alianza, 1991, p. 23 y 33. 83 V. Nabokov, Pushkin o lo verdadero y lo verosímil, trad. de Antonio Oviedo, Córdoba, Ferreyra Editor, 1999, p. 28. — 81 —

Si se lo interrogaba sobre este tema, le quitaba completa significación a los desplazamientos de libro a libro, que definen 1un sistema narrativo. Tenía todo el derecho de hacerlo, ya que ningún escritor está obligado a responder a las expectativas que suscita en sus lectores. En un gesto bien borgeano, se desmarcaba. Para Saer, la construcción de una sociedad de personajes forma parte de su imaginación narrativa desde el principio mismo. Su comienzo es precisamente esa invención. Por lo tanto, no se trata de saber si tal o cual de sus amigos le dio materia para tal o cual personzye. Sobre eso, parece haberse cerrado un pacto de silencio, con pocas fisuras. Ni siquiera se trata de sostener que Tomatis podría tener alguno de sus rasgos. Tal ave­ riguación no dejaría de ser interesante, pero es, al mismo tiempo, inútil. La cuestión es que Saer, ya en el momento de comenzar, ya en “Algo se aproxima”, tiene una idea de lo que será su ficción. El tiempo pasa y los personajes que conocimos en su juventud termi­ nan, en La grande, ya casi viejos; han tenido hijos; un par se fue a vivir al extranjero; atravesaron crisis; fracasaron; algunos han muerto; otros, que estaban en La vuelta completa, no han regresado. Estos avatares no hacen sino confirmar la idea de un grupo, que se forma en la primera juventud y llega a la vejez. En el centro de ese grupo, Washington Noriega, que fue el mayor, el Gran Viejo; y habla, como dicen de Macedonio, con “frases rebuscadas y acriolladas”.84 Las peripecias de los personajes corren paralelas a la historia política argentina. Esto puede comprobarse en el cuidadoso fechamiento que se encuentra en los Papeles de trabajo II, escritos mientras preparaba La grande. Allí Saer anotó varias secuencias bajo el título común de “Cronología”. Copio una de esas secuencias “Pichón nació en 1940 - Tomatis, en 1941 Soldi en 1962 - Angelito en 1950-51 (¿viste lo que era tener 40, 50 años? Gabriela Barco en 1963 Victoria, la novia de Tomatis, en 1955 Delicia, en 1952 84 Glosa, cit., p. 249. —

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Alicia Tomatis - 73, 74? (Lo imborrable) Santiaguito, más joven (le méne du nez)”.85 Es una lista para la preparación de la última novela, pero también es una especie de autocontrol retrospectivo. Esos papeles, que fueron anotaciones y borradores, hoy son datos, una especie de carpeta de informaciones que rodea a las obras publicadas. Sabemos que ese no fue nunca su sentido. Pero es imposible que no se lo adjudiquemos y que incluso nos trasmitan una especie de saber anacrónico, que no pertenece al tiempo de una primera lectura del texto, pero puede pertenecer al de la lectura de quien, mucho más joven, lo lea ahora por primera vez, cuando los Borradores ya fueron publicados. Como sea, leo la lista y me digo: “Entonces, en Cicatrices, Delicia todavía no tenía veinte años”. Como si revisara mi imagen de la mujer que servía en la casa de Sergio Escalante y a quien este le sacaba sus ahorros para seguir jugando al punto y banca. Y más de treinta años después, en La grande, hay un resumen melancólico pero ficcionalmente verdadero de Sergio Escalante, que sintetiza su vida, con distancia y serenidad: “Me casé, estuve preso, mi mujer se suicidó, me dediqué al juego durante años, y me junté con mi sirvienta de trece años. Cuando perdí todo lo que tenía, retomé la profesión tratando de no cansarme demasiado, hasta que logré jubilarme”.86 Esta densidad del tiempo modifica retrospectivamente las imágenes de una primera lectura. Pienso: la ironía pesimista de Tomatis es una huella que debo rastrear hasta esa novela histórica que estaba escribiendo en La vuelta completa y que, a diferencia de Saer, no escribió. Ángel Leto se lo ¿uenta a César Rey en el hotel de Giménez y agrega, como si repitiera algo que ya dyo Tomatis: “Es una manera de decir; ya sé que no hay no­ velas históricas”. Lo cual también es una manera (saeriana) de decir que la época de las novelas históricas se ha clausurado definitivamente. Y que solo se escribirán, después, como lo hace el mismo Saer en La ocasión, “novelas históricas”, con la distancia y el escepticismo de las comillas. Y todo eso transcurre en 1961 y el libro se publica en 1966. Quizá haga 85 Papeles de trabajo II. Borradores inéditos, Buenos Aires, Seix Barral, 2013, p. 397. 86 La grande, cit., p. 51.

falta agregar que el hotel de la ruta donde transcurre este diálogo es el de Mario Medina, según datos aportados por Roberto Maurer a quien le está dedicada la novela de la que el diálogo forma parte. La insistencia de Saer en los personé es no es simplemente una carac­ terística de la trama argumental. Le da un sentido de continuidad a un mundo que es frágil, que está amenazado siempre por la muerte, con la corrupción de las sustancias, lo irrisorio de los deseos y el fracaso de la voluntad. En ese mundo frágil cuyo devenir no admite el optimismo, los persomyes de Saer son la continuidad que la literatura puede opo­ ner al instante y al olvido. Por eso, el narrador, en la primera página de Glosa, dice o nos dice: “Leto -Angel Leto, ¿no?”. Se dirige al lector con la suposición de que Leto es un conocido de quien lee ese nombre. Y tiene razón, porque los lectores de Saer (como los de Faulkner) también forman un círculo de entendidos. Tomatis La sociedad de personajes define un nivel interno del relato y le da su dimensión trágica o dramática o irrisoria. Barco y Tomatis están desde el comienzo. En “Algo se aproxima”, Tomatis aún no tiene apellido y el narrador lo designa como “él”. Algunas frases tienen el mismo estilo, descreído, sarcástico, que será el de Tomatis en su apogeo y su decaden­ cia futura. Acá, cito un solo ejemplo que podría desplazarse a cualquier tramo de la obra de Saer; podría (quiero decir) ocupar un lugar en otra de sus narraciones. Barco argumenta que la repetición de algunas obras musicales amenaza la música. “El” contesta: “Eso es como pretender que la popularidad de Dickens haya hecho peligrar la literatura”, en una mezcla de distancia y crítica, donde la objeción parece indispensable incluso cuando se podría acordar. Estos rasgos existen desde aquel lejano principio de 1960 hasta las últimas líneas de diálogo en La grande, que pronuncia Tomatis para corregir el nombre de un hipermercado, que alguien ha llamado Werden. Tomatis aclara: Warden. En esa corrección de una palabra fundamental en la filosofía, Tomatis, una vez más, la última, se da el gusto de mostrarse irónicamente más conocedor que quienes lo acompañan en ese asado. No podría nunca dejar pasar el error de que un hipermercado se llamara Werden: el hipermercado Devenir. Ultimas palabras de Tomatis y de Saer. — 84 —

Tomatis es la voz irónica que afirma la unidad de una Obra. Como personaje cuidadosamente fechado, en La vuelta completa, se comprueba que tiene cinco años más que los que Saer le atribuye en la cronología que anota mientras está preparando La grande. Según esa cronología, Tomatis debería tener 20 años en 1961 (fecha de los sucesos narrados en La vuelta completa). El narrador le calcula unos 26, edad más próxima a la de Saer cuando la novela se publica. Seguramente esto tiene menos importancia que la descripción de Tomatis, que vale la pena comparar con la foto de Juan José Saer que está en la tapa del primer volumen de los Papeles de trabajo: ..bajo y macizo, con la espalda ligeramente abombada. Su gran cabeza, cubierta por un desordenado pelo oscuro, descansaba sobre un cuello corto y grueso. El rostro de Tomatis era áspero y dulce al mismo tiempo; sus grandes ojos cálidos se hallaban separados por una nariz ganchuda que caía a pique sobre una boca de labios gruesos e irónicos”.87 \

Esto no quiere decir más de lo que dice: son los anclajes materiales de la ficción. En el caso de Saer, los personajes (y también la ciudad de Santa Fe y sus alrededores) son invariantes narrativas: fuertes soportes de las variaciones de argumento, de tono, de materiales, incluso de es­ critura. Todo sucede, desde el comienzo, como si la Obra, contra toda probabilidad, estuviera en algún lugar, desconocido para su mismo autor, pero que, al mismo tiempo lo obliga a fechar, definir edades, establecer relaciones de parentesco o de amistad. Cuando, al final de su vida, Saer vuelve a anotar una cronología ficcional, nadie podrá sorprenderse de que tenga las mismas precisiones e imprecisiones que las cronologías que reconstruimos en la memoria. Todo esto no sucede sin la convicción de que la obra se sostendrá en una sociedad de personajes: la tierra natal de la ficción está habitada. Antes, Tomatis ha pasado por Lo imborrable. Allí Saer le da, finalmente, la primera persona del relato. Carlos Tomatis narra a Carlos Tomatis. Saer nos presenta la decadencia y el dolor de Tomatis; su progresivo ascenso, que es el camino de Lo imborrable y su reconversión en una especie de 87 La vuelta completa, Buenos Aires, Seix Barral, 2001 (1966), p. 160. — 85 —

versión ensimismada. Tomatis es un eje del mundo narrativo saeriano; su persistencia es una necesidad formal: esperamos la ironía y la ironía es Tomatis. Uno de los tonos fundamentales de la obra saeriana es enun­ ciado por Tomatis, el Gran Locutor. Ángel Leto Frente a Tomatis, alguien que escucha. Leto o Ángel Leto. Su novela es Cicatrices. Leto tiene 18 años, que ha cumplido el 24 de abril. Su madre, 36. La noche anterior a ese cumpleaños ella y Leto se mezclaron en una escena violenta, que no excluyó ni el insulto ni el deseo. Tomatis y Leto se han conocido un año antes: “Él fumaba un cigarro y no se dio cuenta de que yo estaba al lado suyo hasta que se detuvo frente a una agencia de lotería y se puso a mirar el extracto. -Usted es Carlos Tomatis, ¿no es cierto? -le dije. -Así dicen -dijo él. -Quería hablar con usted porque me ha gustado mucho uno de sus libros -le dije yo. -¿Cuál de ellos? -dijo Tomatis-. Porque tengo más de tres mil. -No -dije yo-. Uno de los que ha escrito. El último. -Ah -dijo Tomatis-. Pero no es el último. Es apenas el segundo. Pienso escribir otros”.88 Cicatrices sucede en un tiempo ficcional anterior a La vuelta completa.

Ese pliegue del tiempo sobre sí mismo es necesario para escribir la novela de aprendizaje de Leto. Tomatis no tiene novela de aprendizaje y de él podría decirse que es potencialmente el narrador todas las ficciones. Leto, en cambio, que va a caminar veintidós cuadras y, por prolepsis, va a morir en Glosa, aprende la vida y la literatura en Cicatrices. En acumulación que al mismo tiempo parodia y evoca la lectura voraz de la adolescencia, Leto, suspendido del diario La Región, donde también trabaja Tomatis y al que ha entrado por su intercesión, cuenta que duran­ te esos días no salió de su casa y leyó, en una acumulación inverosímil y 88 Cicatrices, Buenos Aires, Centro Editor de América Latina, 1983 (1969), p. 16. — 86 —

autobiográfica: “La montaña mágica, que me gustó muchísimo; Luz de agosto, fabulosa; un libro verde que se llamaba Lolita, una verdadera mierda; El largo adiós, obra francamente genial, y dos novelas del tarado de Ian Fleming”.89 Leto clasifica sus lecturas, como si estuviera siendo pensado por Tomatis. Días después copia en un cuaderno un párrafo de Tonio Kroger. Pero hay más que literatura. La madre de Leto lo encuentra, una noche de febrero, tomando ginebra, desnudo, masturbándose en el patio. La sexualidad de esa mujer de 36 años preocupa de modos diferentes a su hijo ; se pelean con violencia; se observan a medio vestir; Leto critica su ropa ayustada y la escucha cuando llega y cierra con un golpe la puerta del auto que la ha traído. Leto la espía y la evita. Dice que habría sido preferible la muerte de su madre en lugar del padre, un pobre hombre sin atributos. Finalmente, una noche encuentra a su madre acostada con Tomatis. El círculo del incesto se cierra por un desplazamiento: Toma­ tis ocupa el lugar prohibido para Leto. Este enigma “edípico” vuelve a aparecer en Glosa y ya ha aparecido en La vuelta completa, donde Angel Leto informa secamente que su madre tiene un amante.90 Casi diez años después de Cicatrices, Glosaviene a contarnos algo que, entonces, supimos de manera incompleta. Después de Glosa, los lectores debemos volver a aquellas novelas (así como, sin saberlo en 1986, debimos esperar Lo imborrable de 1993). En Glosa (que transcurre en octubre de 1961), Leto y Tomatis son los mismos que en Cicatrices. Leto vive en Santa Fe hace poco menos de un año, tiene apenas veintiuno y es un “apéndice de Tomatis”; todavía no trabaja en el diario (donde Tomatis le consigue un puesto poco después, tal como nos enteramos en Cicatrices) y nadie lo considera miembro del círculo de amigos. Está en el borde y se siente excluido porque no lo invitaron al festejo de Washington Noriega. Glosa, por otra parte, da a conocer algo que Cicatrices no cuenta del todo sobre la familia de Leto, que adquiere un perfil inesperadamente arltiano y violento. No se trata tanto del triángulo que forman el padre, la madre y un amigo, Lopecito, que deja sugerencias siniestras, pero imprecisas. 89 Ibid.,p. 22. 90 La vuelta completa [1966], Buenos Aires, Seix-Barral, 2001, p.99. — 87 —

Se trata del padre de Leto como técnico habilidoso, personaje arltiano que sobrevive en los suburbios de los años cincuenta, cuya obsesión por la modernidad de las comunicaciones a distanciaren este caso, dada la época, por la televisión) se convierte en un ímpetu obsesivo y desqui­ ciante. El padre tenía un tallercito en el garaje, en el que se encerraba bajo llave. La madre, todas las noches golpeaba furiosamente la puerta de ese taller; Leto escuchaba todo porque dormía en la pieza de al lado. Escena de locura tecnológica, apoyada en el triángulo de la amistad entre el padre y Lopecito y la desesperación de una mujer que queda fuera de ese mundo de imaginaciones técnicas. La cita arltiana en la construcción del pasado de Ángel Leto, no queda solo en la ensoñación tecnológica del padre sino en su muerte: la cabeza reventada de un balazo. Anticipaciones, bucles, retomas La segunda de las cuatro partes de Cicatrices corresponde a Sergio Esca­ lante. Su historia termina de ser contada después, en La grande. Para que el Escalante de La Grande tenga la melancólica dramaticidad de su pasiva decadencia en un pueblo de la costa,91 treinta años antes, en Cicatrices, es el centro de una teoría del punto y banca que todos los lectores de Saer recuerdan para siempre. Y para que Escalante sea el centro de esta teoría del punto y banca, su vida ha de haber quedado desquiciada por los hechos posteriores al golpe de estado de 1955. Va preso, y en los meses posteriores, descubre el juego como única, silenciosa y absorbente pasión. La tercera parte de Cicatrices es la del juez López Garay, apellido de la familia de los mellizos Pichón y Gato. Pichón Garay, cuatro días antes de irse a París, hace sus últimos recorridos. El Gato se queda en la Zona. Tienen “alrededor de treinta años”, es decir que podemos situar “La mayor” a fines de la década del sesenta. Hay una inundación y se están dinamitando los terraplenes. La noche anterior, Pichón fue con Tomatis a la sala de juego del club Progreso. A la mañana siguiente, cruza en auto con Héctor el puente colgante. Está reconociendo la Zona antes de su partida. Almuerzan juntos y Héctor, pintor, le dice que el vizye le vendrá bien y que su hermano, el Gato, no cambiará nunca. 91 Sobre la melancolía, véase La dicha de Saturno. Escritura y melancolía en la obra deJuan José Saer, Rosario, Beatriz Viterbo, 2002.

En La pesquisa (publicada en 1994, o sea casi veinte años después), Pichón viaja a Santa Fe: ya han desaparecido su hermano Gato y Elisa, su amante; ya ha muerto su madre. Tiene alrededor de cincuenta años y han pasado más de doce desde la desaparición del Gato y Elisa. Pero el círculo de amigos sigue allí. A Tomatis y a Héctor (acompañados por un “nuevo”, Pinocho Soldi), Pichón les cuenta una historia policial sucedida en París, donde vive. Lo fundamental es que se la cuenta a Tomatis y que, durante las semanas que permanece en Santa Fe, vive en el taller de Héctor, “gran galpón blanco y confortable, fresco y ascético, semejante a las monocromías geométricas de su propietario”.92 En Las nubes, publicada tres años después en 1997, se menciona, al pasar ese vizye de Pichón a Santa Fe; también se dice que Tomatis está por llegar a París desde Argentina, para visitar a Pichón; y que días antes, Soldi le ha enviado un diskette con el texto de esta novela. La ficción se retoma en bucles. Hace, como diría Barthes, un capitoné que, como puntada biográfica, enhebra veinte años. Pichón teme que, en ese lapso, algo haya cambiado: Tomatis, por ejemplo. Pero la primera línea de diálogo entre ellos, diálogo banal en una cervecería, lo tranqui­ liza: en un mundo inestable, algo permanece. Washington ha muerto ocho años antes, en la casa de Rincón Norte, donde los personajes de La pesquisa se encuentran con su hija, Julia: “Estudiándola de tanto en tanto con disimulo, Pichón ha llegado a la conclusión de que Julia parece haber heredado los cabellos blancos, lacios y sedosos del padre, y tal vez algo de su simplicidad espartana”.93 En “A medio borrar”, los mellizos Garay se separan para siempre: el grupo se despide de Pichón; pero lo que nadie sabe es que, en algún momento, el Gato se va a convertir en un desaparecido de la dictadura; tampoco Héctor sabe que Elisa, su mujer, que es la amante del Gato, desaparecerá con él. Tampoco sabemos que Pichón se quedará en París y que, más o menos una década después, en 1979, se encontrará con el Matemático (otro santafesino que trabaja en Upsala) para acudir a la Asamblea Nacional francesa para denunciar los crímenes de la dictadura ante un grupo de 92 La pesquisa, Buenos Aires, Seix Barral, 1994, p. 45. 93 Ibid., p. 60. — 89 — I

parlamentarios. Como se dijo, el Gato, hermano mellizo de Pichón y Elisa, la pareja adúltera de Nadie nada nunca, se han encontrado en la casa del Gato en Rincón y fueron secuestrados el año anterior: “...un amigo publicitario, para el que el Gato hacía de tanto en tanto algún trabzyito, fue el que descubrió que habían desaparecido: como eran tiempos de terror y violencia, y como al entrar a la casa silenciosa, empezó a sentir un olor nauseabundo, pero cuando entró en la cocina descubrió que el olor venía de un pedazo de carne que se descomponía sobre el fogón...Nunca más en siete u ocho años un solo signo de su existencia material, ni siquiera sus cenizas, había aparecido”.94 Ya Leto, acorralado, ha mordido su pastilla suicida: “A partir de cierto momento, en los últimos dos o tres años, no le que­ dará (a Leto) más que el silencio, la obstinación sardónica por dentro, y la pastilla. Después de comprobar que el universo entero es inconsistente y fútil, la pastilla, ocupando su lugar, se volverá el objeto único”.95 Y Washington ha muerto de cáncer de próstata. La muerte llega a ese paisaje terso que Leto conoció no bien llegó a Santa Fe y se hizo amigo de Tomatis: “El verano anterior, Washington se ocupaba de sus cuatro conferencias -Lugar, Linaje, Lengua, Lógica- sobre los indios Colastiné, de las que, por el momento, nadie conoce más que los títulos: sumergido en tratados de historia y de antropología, se vio obligado a trabajar de noche a causa del calor, terrible en enero y febrero. Leto, que ha ido un par de veces con Tomatis a lo de Washington en Rincón Norte, no tiene dificultad en imaginárselo sentado ante su mesa de trabajo, frente a la ventana que da al patio lateral en el que, protegidos por la sombra de eucaliptus y de paraísos se extienden, entre senderos de tierra arenosa, canteros de conejitos, de claveles, de margaritas y de malvones. Leto recuerda dos o 94 Ibid., p. 71. 95 Glosa, cit., p. 267. — 90 —

tres laureles rosa, una glicina, un lapacho, un timbó y, bien al fondo del terreno, como un residuo del campo pretrabajado, cinco o seis aromos”.96

¿Qué lee Washington para escribir sobre los indios Colastiné? Daniel Balderston señala la coincidencia:97 lee lo que seguramente Saer leyó para escribir El entenado, la novela que publica, en 1983, dos años antes de Glosa: la Relación de abandonado del padre Quesada que Marcos Rosenberg le ha traído a Washington de Madrid.98 En “A medio borrar”, esa narración experimental y, como la llama David Oubiña, extrema, se dibuja la figura que forman los personajes de Nadie nada nunca, de Glosa, de La pesquisa, de La grande." El relato se publica 1976 y Nadie nada nunca, en 1980. Puedo afirmar que la novela estaba siendo escrita por Saer en abril de 1979. Lo conocí ese año y ante la pregunta tan banal como las de Leto sobre qué estaba escribiendo me dijo: “Una novela policial donde matan caballos”. Yo, por supuesto, no estaba en condiciones de adivinar la forma alegórica en que la violencia política entraría en esa novela que Saer estaba escri­ biendo. Tampoco sabía que el Ladeado, sobrino de Layo en Cicatrices, sería quien lleva el caballo, el bayo amarillo, para que el Gato lo guarde en su casa sobre el río. Cuando leí Nadie nada nunca, en las pruebas de galera que me mandaron desde México donde se publicó, la inminencia del desastre me pareció una herida tremendamente injusta que la novela siguiente reveló. Con Glosa, que conocí en el manuscrito que, a mí y a Rafael Filippelli, nos pasó Saer al llegar a Buenos Aires, yo también perdía algo para siempre. Los desaparecidos eran esas sombras que no solo estaban en la realidad de la vida política argentina sino en su mejor literatura. Tampoco sabíamos los lectores de Saer que, en Glosa, Leto iba a suicidarse con la pastilla que llevaban algunos militantes para evitar la captura y el tormento. Como una lectora de novela del siglo xix, lloraba la muerte de un personaje. 96 Ibid., p. 108. 97 Daniel Balderston, “Del recuerdo a la voz”, en Paulo Ricci (ed.),Zona de prólogos, Buenos Aires, Ediciones Universidad del Litoral-Seix Barral, 2011, pp. 135-6. 98 Glosa, cit., p. 109. 99 David Oubiña, El silencio y sus bordes. Modos de lo extremo en la literatura y el cine, Buenos Aires, FCE, 2011. — 91 —

Pichón, antes de irse a Europa, visitó a Washington Noriega, el Gran Viejo, que fumaba con larga boquilla negra y era parsimonioso como Juan L. Ortiz, el poeta que Saer también dejó en la Zona, como Pichón dejó a Washington en su última visita. En Glosa nos enteramos de que, en 1961, Washington cumplió 65 años. Es decir que, cuando Pichón se despide de él para siempre, es un hombre de más de setenta. Año más o menos, la edad de Juan L. Ortiz. Toman ginebra y unos mates que les ceba don Layo, el Wenceslao de El limonero real, la novela que Saer había publicado dos años antes, en 1974. En estas sucesivas escenas de despe­ dida, los mellizos Pichón y Gato no van a encontrarse. Lo que, en “A medio borrar”, parece un episodio más de la íntima relación de amor y resistencia entre hermanos idénticos, poco después, en Nadie nada nunca se muestra como la despedida final que solo fue posible por cartas. En las últimas páginas de “A medio borrar”, Pichón imagina una vez más las figuras de esa sociedad de amigos que abandonará en pocas horas. Ya está la valija sobre la cama del cuarto que ha compartido con el Gato. Ese momento marca un futuro que no podrá impedirse ni cambiarse. Entonces Pichón tiene una visión de lo que recordará: el patio de la casa, la luz de enero; el cuerpo del Gato, “estrecho, dorado”, saliendo del río; Washington que fuma y filosofa con el Gato y Tomatis “contra un fondo de paraísos y laureles”; el coche de Héctor que entra, despacio, al bulevar. Lo último que hizo Pichón antes de subir al ómnibus que lo sacó de la Zona fue comprar La Región, el diario donde trabaja Tomatis. El diario que también compran en el almacén de El limonero real.100 Sentido del final Estos nombres que Saer diseminó en sus textos son soportes mayo­ res y menores de la ficción. Con un sentido del final, los personzyes se reúnen en La grande, novela postuma, porque fue publicada después de su muerte y Saer no alcanzó a escribir el último capítulo. Sin embargo, novela luminosa, tanto como puede serlo su literatura. La grande es el capítulo final de lo que se abrió con Cicatrices y también antes, una especie de deliberado desenlace que, de algún modo, comienza en La pesquisa, cuando aparecen los hijos de quienes eran jóvenes en las 100 El limonero real, cit., p. 220. — 92 —

novelas anteriores. Esta “renovación generacional” no pudo desarrollarse más allá de lo inconcluso de La grande. Sin embargo, los lectores de Saer tuvimos la sensación de que no solo su muerte había cerrado un gran ciclo. Imposible saber nada más que lo que leemos y hasta dónde leemos. En el correr de los años y de sus narraciones, Saer dejó para siempre personzyes: la poetisa Adelina de “Sombras sobre un vidrio esmerilado”, un cuento de los más perfectos, desmadejado e inconmovible al mismo tiempo; y varios quedaron fuera después de La vuelta completa, su segunda novela. Sucedió con ellos como si no hubiera sido posible contenerlos en las redes de los relatos que siguieron. Pero no sabemos qué habría sucedido después de La grande. Solo es posible pensar el carácter consciente y deliberado con el que Saer reunió a casi todos en esta novela final. Los jóvenes son como esbozos que Saer no tuvo tiempo de terminar. Es el mundo de los hijos: Alicia, la de Toma­ tis, el Francesito, como llaman al que acompaña a Pichón. Una distancia separa su discurso del de los que vienen desde los primeros relatos, que hablan un idiolecto que Soldi comprende pero que no puede enunciar del todo, ni siquiera en sus diferencias: “A veces, cuando escucha hablar a Tomatis y a Pichón, si bien todo lo que dicen lo divierte y le interesa, después, cuando se queda solo, (Soldi) tiene que someterlo a una especie de traducción (...) Aunque la relación que mantiene con ellos, y sobre todo con Tomatis, con quien desde hace más o menos dos años se ve casi todas las semanas, se ha establecido en un plano de igualdad, Soldi cree notar que, cuando se dirigen a él, los dos amigos cambian imperceptiblemente de tono, y sus frases parecen volverse levemente más claras y explicativas que las que intercambian, elípticas y llenas de sobreentendidos, cuando hablan entre ellos”. 101 Soldi, Nula, Gabriela Barco tienen algo de impreciso que jamás muestran los personajes jóvenes del primer ciclo saeriano. Nula y Soldi conversan en “un tono de ironía displicente y quizá demasiado estudiada”.102Estudiada en las novelas anteriores, podría decirse. Y, además, estudian la vanguardia 101 La pesquisa, cit., pp. 49-50. 102 La grande, cit., p. 164. — 93 —

santafesina de treinta años atrás, el “precisionismo”, que aparece y desa­ parece, paródicamente, también en las novelas anteriores. Y, finalmente, tienen la categoría burocrática de “becarios”, una categoría inexistente o imposible para la sociedad de jóvenes de Cicatrices, salvo que, como el Matemático, se fueran a Europa. Saer utiliza dos adjetivos para describir la atmósfera en que viven esos nuevos personajes: apacible y benévolo. En La Grande regresa un personaje del primer libro de Saer, En la zona. Es Gutiérrez, de “Tango del viudo”, el relato penúltimo del libro. Como “Algo se aproxima”, es un lazo arrojado hacia adelante, hacia un espacio vacío en 1960, que será ocupado por la red que se tejió hasta el 2005. Por eso, casi medio siglo después de “Tango del viudo”, los pensamientos de Gutiérrez nos hacen saber que dejó Santa Fe porque “su vida empezó esa noche y terminó algunas semanas más tarde, cuando tomó el colectivo de Buenos Aires y desapareció de la ciudad”. Gutiérrez piensa que le debe esa noche y esa ausencia que duró décadas a Leonor, la mujer que va a encontrar en La grande. Hay algo de terriblemente a contrapelo en Saer: esta insistencia heroica en armar una Obra en un momento en que la idea misma de “obra” y, por tanto, de autor, era demolida por los héroes culturales de la filosofía francesa. La idea de “obra” resiste el fragmentarismo. Sobre todo, por­ que en cada texto, incluidas las tres novelas “históricas”, se ven los hilos de que lo fue escrito o de lo que será escrito, como si Saer no hubiera abandonado, en el curso de ese medio siglo, una especie de diseño del mundo. Como si no solo la escritura personal fuera la garantía del Autor, sino también su “argumento” (esa es la palabra que usa para titular una parte de los textos breves o microficciones que incluye en La mayor). Gutiérrez abandona Santa Fe en “Tango del viudo”, escrito cuando Saer no tenía mucho más que veinte años. Antes de partir quema casi todo: manuscritos incompletos, poemas que ya no le interesaban, cartas, las pruebas de una relación que ha terminado. Come, se emborracha y, al día siguiente, parte a Buenos Aires. Casi cuarenta años después, vuelve para organizar un asado, el último capítulo de La grande, donde están todos los amigos de Gutiérrez, desde el primer libro de Saer, y los nuevos amigos, los que anuncian la nueva sociedad ficcional que ya no conoceremos, porque Saer muere después de escribir esa última reunión y la primera frase del capítulo final. — 94 —

Entre los nuevos, cuyo futuro no podemos imaginar porque Saer no lo escribió, está Nula, un vendedor de vino, joven, nacido como Saer en Serodino, hijo de un muerto por la dictadura. Nula por casualidad acompaña a Gutiérrez para hacer la primera invitación del asado: Gutiérrez busca a Sergio Escalante, el abogado de Cicatrices, que vive con Delicia, la sirvienta a quien le gastaba los ahorros en los garitos de la costa. Pero La grande muestra otros dobleces y recovecos de la vida de Escalante y de Gutiérrez. Y, como si la ficción indicara que se acerca su fin, hay también una investigación histórico-literaria de la hija de Barco y de Pinocho Soldi sobre el precisionismo, según Tomatis, el movimiento literario más canallesco;103 también, como en el desenlace de los relatos de filiación, se abren las preguntas sobre quién es hijo de quién, qué mujer joven puede ser hija de Gutiérrez. La grande tiene ese sentido de final. Quizá sea inevitable pensarla así porque fue el último texto de Saer. Ninguno de los borradores que se han publicado es posterior a ese desenlace. Premat ha escrito largamente sobre la melancolía en la literatura de Saer. Es casi imposible no pensar también en la melancolía de una lectura que sabe que, sin remedio, está frente al último texto levemente inconcluso. Digo levemente porque, aun sin ese último capítulo, la novela parece haber llegado donde se proponía. La grande es como el personaye de Diana, la mujer de Nula, una belleza per­ fecta e imperfecta al mismo tiempo: le falta un brazo y, sin embargo, esa falta aumenta su misterio y parece no tocar su perfección (un adynaton). De todos modos, que La grande parezca concluida no alivia la tristeza de saber que es la última. Gutiérrez es observado por alguien veinte años menor, que lo sigue unas cuadras y lo ve entrar y sentarse en una mesa del bar de la galería (como se han sentado los personajes de Saer durante décadas). Así lo cuenta a Nula: 103 En La grande de Saer hay un resumen rápido de toda la historia ficcional de esas corrientes literarias: a principio de los años treinta, Higinio Gómez dirigió la revista El Río; la revista precisionista Nexos tuvo tres épocas; el jefe del movimiento precisionista era “el canalla de Brando” (así Tomatis). Gabriela y Soldi van a estudiar ese período con el testimonio de Gutiérrez que trabajó en el estudio jurídico de Brando y su socio Calcagno. A mediados de los cincuenta, salió una revista de vanguardia con el apropiado nombre de Tabula rasa. Antes de la revista de Brando, Cuello dirigió, en los años cuarenta, una revista criollista, Copas y bastos. En los años sesenta y setenta, Tomatis dirigió el suplemento cultural de La Región (“tribuna que Brando utilizaba con frecuencia”). Finalmente, también en los años sesenta, se menciona una revista institucional de la Facultad de Filosofía de Rosario, Catharsis. — 95 —

“Mientras lo iba siguiendo por la calle, tuve una impresión rarísima que nunca había tenido antes y que, no quiero mentirle, me intranquilizó 1 bastante. Me parecía que caminábamos por la misma calle, en el mismo espacio, pero en tiempos diferentes. Se me ocurrió que si me acercaba a él para saludarlo, a pesar de haber pasado conmigo toda la mañana, o no me reconocería, o peor, ni siquiera me vería, porque estábamos moviéndonos en dimensiones temporales diferentes como en las series de ciencia-ficción”.104 Es, en efecto, así. Y los personajes de la dimensión “presente”, para llamarla de algún modo, no tienen la precisión de quienes se mueven en la dimensión de Gutiérrez, Sergio Escalante y Tomatis. Los persona­ jes de la dimensión “presente” hablan, como se dijo, una lengua menos irónica y más estandarizada. Esto también ocurre en La pesquisa. De algún modo, parecen abrumados por el discurso invariablemente autorreflexivo, desdoblado, separado por una distancia intelectual, que es la forma más típicamente saeriana. La escuchan o intentan imitarla, pero como si no fueran hablantes nativos. La lengua es el personaje. De allí la originalidad extrema de Tomatis. Pero también la originalidad de las cavilaciones de Leto o las imitaciones irónicas de El Matemático. La lengua es el personaje y, en La grande escuchamos la lengua original y sus variantes “jóvenes”, la de esa otra dimensión del tiempo que descubre el agente inmobiliario observando, simplemente caminar a Gutiérrez y ocupar una mesa en el bar de la galería. Las mutiladas En los extremos de un arco de tiempo que va desde 1966 a 2005, en Unidad de lugar y La grande, están los dos personajes femeninos más fascinantes. El núcleo de la “sociedad Saer” son los hombres, con algunas mujeres, silentes o enamoradas, alrededor. Algunas de esas mujeres conservan un misterio arquetípico, como Delicia en Cicatrices, pura entrega sin resistencias; Gina en La ocasión: imposible conocer su deseo, imposible saber si miente y si, cuando miente, eso es efecto de su voluntad o de su naturaleza. Está Rita Fonseca, pintora (“Le mostrará 104 La grande, cit., p. 25. — 96 — I

las tetas a todo el mundo, piensa Leto mirando uno de sus cuadros”).105 Elisa, que desaparece con el Gato, es una función narrativa erótica más que un personaje. Solo cuando llega la “nueva generación” (las hijas de los personajes centrales) se reconoce una versión pálida y demasiado mimética de la joven universitaria contemporánea. Sin embargo, hay un arco que une a Adelina, de “Sombras sobre un vidrio esmerilado” con Diana, la mujer isle Nula, en La grande. Ambas son mutiladas y esa disminución las une en ese arco que recorre casi cuaren­ ta años.106 O quizá sea uno de esos efectos de simetría que los lectores creemos reconocer y a los que damos significado con la libertad de lo arbitrario. Cada una de ellas posee un don. Adelina es una poeta de la generación del cuarenta, que sigue escribiendo sonetos y a quien Tomatis aprecia de manera irónica e impiadosa: “Usted es la única artífice (le dice) de sus sonetos y de sus mutilaciones”.107 Saer escribe el monólogo interior de Adelina, que se extiende por más de diez páginas. Probablemente, considerado de manera estricta como monólogo interior, sea el más largo que haya escrito. En el comienzo, puede leerse un rastro del nouveau román, algo de Butor, digamos. Pero enseguida introduce una variante original, porque no se atiene a un tiempo lineal sucesivo, sino, como el famoso monólogo de Molly Bloom, recorre fragmentos del pasado. Uno de ellos: la mutilada Adelina recuerda haber visto el miembro elástico y erecto de su cuñado, en una escena que comienza como idilio adolescente en una playa alejada de Colastiné (¿dónde si no?) y termina con el shock de la revelación sexual que no se produce sobre su propio cuerpo sino para que ella la descubra en el cuerpo de su hermana. Contrapuesto a la plenitud del miembro viril, está el pecho amputado de Adelina, 105 Glosa, cit., p.216. 106 Francine Masiello señala esta coincidencia en Joyce y Arlt: “Se ocupan de los defectos físicos para señalar un vínculo roto o una cicatriz como punto inicial para meterse dentro del mun­ do material y relacionarlo con el alma. La renquera de Gerty MacDowell se corresponde con la de Hipólita la Coja, pero, si Gerty es el espíritu etéreo de la juventud rebosante de deseo sexual, que anhela ser vista por Bloom, Hipólita es la prostituta envejecida, unida a un amor castrado” (“The shattered looking glass of the servants: Joyce, Arlt and Borges”, en César Sal­ gado, ed., TransLatinJoyce. Global Transmission in Ibero-American Literature, Nueva York, PalgraveMacmillan, 2014, p. 99, trad. B.S.). 107 “Sombras sobre un vidrio esmerilado”, Unidad de lugar, 1966. Republicado en Cuentos completos (1957-2000), Buenos Aires, Seix Barral, 2001. La cita está en p. 226 de esta última edición. — 97 —

su cicatriz y su falta, el corpiño relleno de algodón: su mutilación, que Tomatis compara con la poesía. * La silueta oscura de su cuñado detrás del vidrio esmerilado le recuerda a Adelina ese miembro viril que la fascinó y la espantó treinta años atrás. Y toca la cicatriz de su pecho para recordar lo que a ella le falta. Como un bajo continuo, va componiendo un poema, en endecasílabos de rima consonante. Lo reconstruyo alineando los fragmentos que Adelina va recitándose a sí misma, corrigiendo y desechando. Cuando el relato llega a su fin, el poema también ha concluido: Veo una sombra sobre un vidrio. Veo algo que amé hecho sombra y proyectado sobre la transparencia del deseo como sobre un cristal esmerilado. En confusión, súbitamente, apenas, vi la explosión de un cuerpo y de su sombra. Ahora el silencio teje cantilenas que duran más que el cuerpo y que la sombra. Ah, si un cuerpo nos diese, aunque no dure, cualquier señal oscura de sentido como un olor salvaje que perdure contra las diligencias del olvido. Y que por ese olor reconozcamos cuál es el sitio de la casa humana, como reconocemos por los ramos de luz solar la piel de la mañana. Tomatis le dijo a Adelina, aquella noche que ella está recordando, cuando unió su mutilación y su poesía, que ese poema era un ejemplo perfecto de lo que había escrito la llamada generación del cuarenta: “Hay un par de poemas suyos que funcionan a las mil maravillas”. Pero no se trata solo de eso. La cuestión es que Saer representa una mujer realizando un acto completo y terminado de escritura: una unidad de principio a — 98 —

fin; la presenta componiendo, con la potencia que esa acción implica. Y esa mujer es una mutilada sexual en todos los sentidos: siente miedo (fascinación) por el miembro erecto que sorprendió en una escena sobre la playa de Colastiné; no puede borrar ese recuerdo; no puede olvidar lo que vio y busca aquello que vio, treinta años después, cuando mira el reflejo de ese mismo hombre contra el vidrio que se convierte en la máquina visual y sexual de su poema. En La grande, Diana es una mutilada misteriosa. La falta de un brazo es de nacimiento y el final del muñón se describe como una zona extraña pero nunca siniestra, un miembro inacabado que permite gestos llenos de gracia. La mutilación es cruelmente necesaria por la belleza perfecta de Diana, una diosa en las playas del Paraná, pero una diosa contraria al estereotipo mitológico: benigna y luminosa, sabia e ingenua, ignora la competencia, la lucha, los celos, la resistencia y la resignación. Diana, la mutilada, es la figuración de un ángel que debe ser imperfecto porque vive en la sociedad humana. Nunca antes Saer había trab¿yado de este modo fantasioso y mágico un estereotipo que tiene la forma del oxímoron: Diana, la mutilada per­ fecta. O para decirlo con pesimismo: toda perfección es imposible, en toda perfección hay, siempre, una falta, error o carencia.

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CAPÍTULO 6

E s p a c io s , c o m id a s , c o n v e r s a c io n e s “No llega a las cosas por casualidad: aquellas sobre las que habla han sido elegidas; han vivido en él durante mucho tiempo, lo ocupan, tapizan el fondo de su memoria; estaban presentes en él mucho antes de que comenzara a ocuparse de las palabras; antes de que tomara la decisión de escribir sobre ellas; ya entonces lo perfumaban con sus significaciones secretas”. Sartre, Situations I

Le interesaba el mundo material y las materias del mundo. Saer tiene un léxico para describir la percepción de objetos en su ambiente, tocados por la luz, cambiantes en sus desplazamientos, movidos por la reverbera­ ción, las gotas de agua o el viento; las cosas en relación con los seres que las manipulan, las desgastan y las acarrean; los árboles, los animales, los cielos tormentosos o claros. Brillos, tornasoles, penumbras. Por supuesto, la descripción interrumpe la peripecia. Esa “lentitud” es el estilo mismo de Saer. La narración se detiene y, muchas veces, es enteramente una descripción: Saer cuenta el suceso de ver y esa visión es la sustancia de lo narrado. En 1969, Gérard Genette afirmó: “La opo­ sición entre narración y descripción, que la tradición académica subraya, es uno de los rasgos mayores de nuestra conciencia literaria”. Genette piensa que podría encontrarse una descripción que fuera independien­ te de la narración, pero que jamás aparece completamente libre. La descripción es subordinada. Pero agrega: “Algunas formas de la novela actual aparecieron como tentativas para liberar el mundo descriptivo de la tiranía del relato, pero no es indispensable interpretarlas de este modo. La obra de Robbe-Grillet es, más bien, un esfuerzo para que un relato (una historia) se constituya por el medio casi exclusivo de descripciones imperceptiblemente modificadas”.108 108 G. Genette, Figures II, París, Seuil, 1979 (1969), p. 57. — 101 —

Sobre Saer podría decirse algo que evoca la fórmula de Genette. Pero sus “descripciones modificadas” no solo definen un tempo pausado del relato, sino que conciben a la descripción como un acontecimiento fundamental: la acción narrada es posible e interesante porque fue acción percibida o recordada como percepción. Dicho de otro modo: la materia de la narración clásica y también del realismo es lo que les sucede a sus persomyes. Pero, en Saer, entre estos “acontecimientos”, están las percepciones. No son meras decoraciones, no son escenogra­ fías obligatorias porque las cosas tienen que suceder en alguna parte. Son visiones que importan tanto como las peripecias. Su detallismo y extensión tienen significación estética y transmiten una idea de cómo Saer percibe el mundo. Sartre, a quien Saer había leído bien, escribió: “En el mundo de la percepción, no puede aparecer ninguna ‘cosa’ que no mantenga con las demás cosas una infinidad de relaciones. Más aún, esta infinidad de relaciones constituye la esencia misma de una cosa. De aquí lo desbordante que hay en el mundo de las ‘cosas’: siempre, en cada instante, hay infinitamente más que no podemos ver; para agotar las riquezas de mi percepción actual, sería necesario un tiempo infinito. .. .Esta manera de ‘desbordar’ es constitutiva de la naturaleza misma de los objetos”.109 La literatura de Saer exhibe, en modo estético, las dos ideas señala­ das en la cita de Sartre: entre las cosas hay un infinito de relaciones y la cosa misma es un infinito de relaciones. Siempre hay más de lo que podemos ver: por eso, la descripción es la apuesta formal para escribir la percepción del mundo y, al mismo tiempo, mostrar su naturaleza inagotable (lo cual le da un carácter de trabajo siempre inconcluso). 109 Jean-Paul Sartre, Lo imaginario. Psicología fenomenológica de la imaginación, Buenos Aires, Lo­ sada, 1976, trad. Manuel Lamana (París, 1940), p. 22. El epígrafe de Sartre que encabeza este capítulo, pertenece a L’homme et les choses. Situations I, París, Gallimard, 1975, p. 246. Debo agradecer a Rafael Filippelli su insistencia para que considerara, en relación con Saer, este texto de Sartre. Por otra parte, Luigi Vallebona trabaja con inteligencia la pre­ sencia del pensamiento de Merleau-Ponty en Saer: Narrare il contatto col mondo; percezione e memoria nélVopera narrativa de Claude Simón e di Juan José Saer; Villa María (Córdoba), EDUVIM, 2013. En este libro Vallebona también señala las coincidencias de Saer con Claude Simón. — 102 —

Se ha escrito mucho ya sobre la descripción en la literatura de Saer. Quienes leimos sus novelas a medida en que se fueron publicando, a veces en originales, a veces en galeras, desde esas primeras ediciones, señalamos, con el asombro de la novedad, que para Saer la descripción no es un procedimiento subordinado a la narración de los hechos, sino un nivel autónomo del texto. Esa es su originalidad, su permanente, ininterrumpida, consciente dimensión poética. Conocíamos el nouveau román, pero algo en las descripciones de Saer lo separaban del objetivis­ mo congelado de Robbe-Grillet (al mismo tiempo que lo acercaban a la vibración sensible de Claude Simón). Nadie nada nunca alteró completamente las tensas relaciones entre descripción y narración. Para decirlo en síntesis: lo que traía esta no­ vela era demasiado nuevo y, por lo tanto, debía explicarse. En la reseña que publiqué en Punto de Vista sobre Nadie nada nunca, lo mejor que encontré fue el título: “Narrar la descripción” (a veces un título tiene productividad conceptual). Pero no me di cuenta del todo de lo que estaba sucediendo. Como sucede con la primera lectura de una obra original, quedé más acá del texto, aunque hubiera encontrado un título no equivocado para mi nota. Estaba preparada por El limonero real, so­ bre la que también había escrito en la revista Los Libros, pero tampoco terminé de entenderla. Es sabido que la lectura necesita tiempo, tanto como la escritura y, a veces, más. De lo que se trataba era, finalmente, de separarse de la estética rea­ lista sin separarse de la materialidad del mundo y de la materia de las relaciones entre los hombres. El siglo xx comenzó ese trabajo estético asignándole a la descripción funciones que no tenía en la literatura del siglo xix. Se amplió infinitamente en Proust; desapareció o se volvió una miniatura enigmática en Kafka; fue socavada por Nathalie Sarraute que no le deja ningún lugar en sus novelas de diálogos; se objetivó muy temprano en La náusea. Finalmente, Robbe-Grillet, Butor, Claude Simón. En sus Cuadernos, Saer cita a todos ellos, a veces duramente. Recuerdo un diálogo de Saer con Sergio Chejfec a mediados de la década de 1980: Saer se enojó cuando Chejfec, con justeza, lo interrogó sobre el objetivismo. Saer impugna la estética realista que pretende que lo narrado se afirma en un exterior que asegura una “realidad” mayor a la literatura. Esa realidad había sido descripta en el siglo xix según convenciones que produjeron — 103 —

costumbres de lectura. La primera: para darle una dimensión real a los hechos narrados, la descripción debe respetar límites de extensión (no puede transgredir cierta proporción ya que es una dimensión “auxiliar” de los hechos narrados); debe aceptar que su extensión es siempre menor y subordinada. La segunda: la descripción debe mantener una relación funcional con los hechos narrados, es decir que lo descripto debe ajus­ tarse a la importancia que tenga para los acontecimientos. Finalmente, la tercera: la descripción no debe repetirse (como sucede en algunos textos de Saer), precisamente porque esto indicaría una autonomía que el realismo no acepta. Robbe-Grillet, en un texto justamente célebre que Saer conocía, es­ cribió: “No es infrecuente que, en las novelas modernas, se encuentre una descripción que no parte de nada; ni da una visión de conjunto. Parece originada en un fragmento pequeño y sin importancia”.110 El Gato preparando su mate o cortando un salame en Nadie nada nunca, ese fragmento pequeño y repetido les dice a los lectores: no se confundan, no soy esa descripción de ambiente y personaje que están acostumbra­ dos a encontrar. No significo nada en un sentido trascendente. Soy lo que soy, hilachas de un Real que permanece, pese a todos los esfuerzos, insignificante. Y, sin embargo, está allí y se vuelve significativo, porque la repetición indica una elección: lejos del realismo, que le pide a la descripción que trabaje para el argumento, estas descripciones saerianas, someten la narración a la descripción. Es un mundo literario al revés: al revés del realismo, incluido el realismo en el siglo xx, donde la descripción se subordina al argumen­ to, que sería la verdadera justificación de una novela. Al revés de los hábitos de lectura que, de algún modo, admiten que las descripciones pueden “saltearse” (¿quién no salteó una descripción de Zola, auto­ rizado por Roland Barthes?). Al revés de una disposición del género novela, que es género de acción y de análisis de la acción; o de análisis de subjetividades. Cuando la descripción se impone, cuando incluso la narración pa­ rece una descripción, como sucede en algunos pasajes de Nadie nada nunca o de El limonero real, de “A medio borrar” e incluso de La grande, 110 A. Robbe-Grillet, Pourun nouveau román, París, Gallimard, p. 158. — 104 —

el tiempo (ese fantasma que la narración persigue como su verdadera materia porque lo narrado sucede en el tiempo) queda suspendido o su paso es casi inaprensible. Genette lo dice claramente: “...la descripción podría concebirse independientemente de la narración, pero de hecho jamás se la encuentra así, para decirlo de algún modo, en estado libre; la narración, por su parte, no puede existir sin descripción, pero esto no le impide jugar permanentemente el primer rol. La descripción es, con toda naturalidad, ancilla narrationis”.ni Liberar a la descripción de su trabzgo esclavo implica afirmar su fun­ ción poética. Antes se dijo que Saer escribe a partir de la poesía. El lugar de la descripción en sus narraciones es el lugar de la función poética. A diferencia de las descripciones catálisis del naturalismo del siglo xix (que, como dijo Barthes, son los lugares en que el lector puede dar un salto y seguir con la peripecia), el lector que no lea la descripción saeriana, sencillamente no puede seguir leyendo. Y esto por dos motivos: el prime­ ro, por el lugar que tiene en el relato, a la par de otros procedimientos, como se viene argumentando. Pero el segundo es más importante: la originalidad de Saer es la poeticidad de su ficción. Saer es Saer, por el lugar y la extensión que elige para la descripción. En un borrador incluido en el último volumen de los inéditos, un tex­ to que los editores fechan en los tempranos años ochenta, Saer expone claramente la razón y el modo con que deshizo el nudo entre narración y descripción. Dice allí: “En mis libros casi no hay acción y, en muchos casos, ni siquiera relato. Le hago notar que, en Nadie nada nunca, las partes puramente narrativas son como exteriores a la estructura, relatos ya construidos que se insertan en un devenir aniquilado una y otra vez: el sueño del Gato, el relato del peón al bañero sobre la muerte de los caballos, la imaginación del Ladea­ do, la lectura de Sade y su interpretación simultánea por parte del Gato, etc. No hay acción ni trama y el tiempo real es bastante reducido, desde el viernes a la mañana hasta el lunes a mediodía, con grandes intervalos en blanco. Todos mis libros son una acumulación de fragmentos en la que cada nuevo fragmento que va agregándose modifica la situación de 111 Genette, cit., p. 57. — 105 —

todos los otros en el conjunto, pero agrega muy pocos elementos infor­ mativos. El aspecto puramente representativo de mis narraciones es más bien secundario, o por lo menos esa es en general mi intención”.112 Más que admitirlo, Saer lo reivindica: en sus relatos las descripciones se repiten.113 La repetición le da una forma original a sus narraciones; impiden la secuencia lineal de las historias; las repeticiones interrumpen, cortan, reiteran: “en una novela, lo que se dice más de una vez no necesa­ riamente se vuelve verdadero, pero el lector sabe que es significativo”.114 En efecto: El limonero real comienza y termina con la misma frase: “Ama­ nece / y ya está con los ojos abiertos”. Es un dístico, que se repite seis veces más a lo largo de la novela. Nadie podrá olvidarlo, porque es principio y fin, porque concierne a Layo, el personzye central (que se convierte en central también por la repetición del dístico); porque indica el tiempo en que transcurren los hechos; porque introduce saltos hacia el futuro y acontecimientos sucedidos antes de ése comienzo; finalmente, porque es un dístico, un conjunto de palabras que no son prosa del todo, que tienen una densidad más fuerte que la de los párrafos normales. Nadie olvida ese dístico de El limonero porque hace de Layo el foco del relato. Sus “ojos abiertos” ven todo lo que la narración tiene para mostrarnos. Su despertar al amanecer lanza el relato hacia adelante y hacia atrás, hacia el recuerdo del hijo muerto y hacia el presente del asado de fin de año, el sacrificio del cordero, las idas y vueltas de parientes y vecinos, las visitas al almacén rural, las plantas y los perros, el ritual de las comidas. 112 Ensayos. Borradores inéditos 4, Buenos Aires, Seix Barral, 2015, pp. 151-2. 113 Julio Premat pregunta sobre las repeticiones y escribe un reflexivo ensayo: lo que se repite en Saer son las escenas de “un duelo sin causa ni fin” (La dicha de Saturno; Escritura y melancolía en la obra deJuan José Saer, Rosario, Beatriz Viterbo, 2002, pp. 27 y 34). 114 J. Hillis Miller, Fiction and Repetition. Seven English Novéis, Cambridge (Mass.), Harvard University Press, 1982, p. 2. Sobre la repetición escribe David Oubiña: “En la acumulación de pequeños presentes aislados, Saer construye una poética que escenifica la experiencia de una percepción desoladoramente fragmentaria, es cierto; pero también retrotrae las cosas hasta un punto en donde el conocimiento ya no se halla colonizado por la costumbre sino por el afán exploratorio. Deteniendo y fragmentando el flujo del acontecer, sus textos se concentran en una particular fenomenología del movimiento y del tiempo. Pero más que avanzar hasta un punto máximo de descomposición en donde las cosas supuestamente entregarían su esencia, el poder de esta escritura es encontrar el pasadizo entre cada fragmento insignificante y la totalidad inabarcable” (“El fragmento y la detención. Literatura y cine en Juan José Saer”, en Critica Cultural, edición especial dedicada a Saer, vol. 5, número 2, dic. 2010; editores a cargo Liliana Reales, Julio Premat y Juan Carlos Mondragón). — 106 —

Layo (su nombre es Wenceslao, de donde sale su apodo) organiza todo el relato de El limonero. En primer lugar, porque se llama como el padre de Edipo, pero, en vez de ser muerto por su hijo que llega a Tebas, es su hijo el que ha muerto y el irreductible duelo de su mu­ jer tiene tanto de dolor como de silenciosa acusación. Si el mito se hubiera repetido, seria Layo el muerto y el hijo viviría con su madre. Sin saberlo, Wenceslao ha contradicho el mito. Eso lo constituye en organizador simbólico de toda la narración.115 La fuerza de ese mito, que el Wenceslao de Saer contradice, es devastadora: Layo está con­ denado al duelo, quiéralo o no, porque su casa es la casa del duelo y su mujer sigue cosiendo sobre las mangas de las camisas la cinta negra del luto. Ella no formará parte del grupo que festeja el fin de año con la muerte de otro cordero y el asado ritual. Los ojos de Layo, lo quiera o no, siempre estarán abiertos. Por eso el dístico “amanece / y ya está con los ojos abiertos” es el que abre cada una de las partes del relato de ese 31 de diciembre. En el amanecer de Layo convergen, empiezan y terminan todas las historias. Comer y conversar “Algo se aproxima” transcurre una noche, en la que cuatro amigos comen un asado. Es el último relato de En la zona, el primer libro de Saer. La Grande, su última novela termina, hasta donde Saer la dejó, con un asado. Como se ha visto, El limonero real es, entre otros pliegues más secretos, la preparación de un asado de fin de año. En Nadie nada nunca, el domingo a la mañana, llega Tomatis a la casa del Gato y comen un asado. Los dos personzyes de Glosa, Leto y el Matemático, se sienten excluidos de un asado ofrecido a Washington Noriega, del que solo conocen versiones. En otro registro, hay parrilla, fuego y carne en El entenado. En las novelas de Saer se conversa y se come: en los suburbios de Santa Fe, a la orilla del río, en los bares de la ciudad. Unas líneas de La vuelta completa, de 1996, dan el tono de esa sensibilidad: 115 Premat se refiere, con razón, a una reescritura del mito de Edipo {La dicha de Saturno, cit., p. 335). Sobre El limonero real, el estudio del mismo título de Graciela Montaldo fue el primer trabajo sistemático sobre esa novela (Buenos Aires, Hachette, 1986). — 107 —

“(Rey señaló) al mozo que se aproximaba sorteando las mesas, con la fuente de pescado sostenida por debajo con las dos manos. La depositó sobre la mesa: eran dos amarillos enteros, cuidadosamente colocados en la fuente de aluminio, rociados con una salsa dorada. Humeaban; y eran a la vista, muertos y cocidos lentamente, siniestros y hermosos al mismo tiempo, con sus cabezas vencidas y ciegas”.116 “...la fuente de la cebolla, que estaba cortada en rodayas finísimas, impregnadas de aceite. Parecían de un nácar brillante y suave”.117 La descripción tiene una particularidad que no es solo sensible. Sin duda, los amarillos están tratados con la sutileza del color de un cuadro holandés: el tono sobre el tono, el amarillo bago el dorado. Pero la frase va más allá del reflejo de la cebolla en una fuente o de la espléndida visualidad de los dos pescados humeantes. Saer introduce un memento morí: son siniestros y hermosos, con sus cabezas ciegas. Ese dato, además, es preciso hasta el realismo: a diferencia de otros animales, los pescados llegan ciegos, con los ojos petrificados, a nuestra mesa. Y a fin de que eso suceda, deben haber sido vencidos en su libertad. La frase de Saer es de una condensación asombrosa y, al mismo tiempo, discreta, como dicha al pasar. Y está el patio cervecero de La pesquisa. Allí sucede una pesimista ilu­ minación metafísica, como la del final de Glosa.118 Tres amigos, alrededor de una mesa, a la hora de la cena: . .recién bañados y cambiados, hambrientos y sedientos, y sobre todo con ganas de seguir conversando, se encontraron en el patio iluminado por las hileras de luces que cuelgan de las paredes blancas, de las ra­ mas de las acacias gigantes y de las palmeras. Para estar más tranquilos, eligieron a propósito la mesa más alejada de la entrada y se sentaron, 116 La vuelta completa, Buenos Aires, Seix Barral, 2001 (1966), p. 47-8. 117 “Algo se aproxima”, En la zona, Santa Fe, Castellví, 1960, p. 137. 118 Glosa es decididamente pesimista por varios motivos. Eduardo Berg anota: “Como sujetos peripatéticos, tanto Leto como el Matemático se asumen como buscadores infructuosos de un centro perdido o de un espesor significativo que siempre se roza pero nunca se penetra” (Poé­ ticas en suspenso. Migraciones narrativas en Ricardo Piglia, Andrés Rivera y Juan José Saer, Buenos Aires, Biblos, 2002, p. 172). — 108 —

cuando todavía no había empezado a llegar demasiada gente, Tomatis de espaldas a la entrada, donde están instalados el bar, las parrillas y la cocina, adosados a una pared de ladrillos pintada de blanco y protegidos por un techo común de paja, Pichón enfrente de Tomatis, de modo que ha estado todo el tiempo observando al barman y a los cocineros, y el ir y venir de los mozos por los senderos rojos de ladrillo molido para servir las mesas dispersas entre los árboles, y Soldi equidistante de los dos, en la cabecera... Los tres tienen residuos de las sensaciones que han experimentado a lo largo del día caliente y luminoso, y el paseo por el río, la visita a Rincón Norte, los vericuetos de islas desteñidas y de agua...Unicamente la conversación los ha hecho olvidarse durante un par de horas del calor embrutecedor, del tiempo inquietante y oscuro que los atraviesa, continuo y sin cesuras, como un fondo constante y monocorde. Alertas y volubles, graves yjuguetones, reconcentrados y al mismo tiempo disponibles, durante un par de horas han obligado a las fuerzas que tiran hacia lo oscuro a quedar fuera de sus vidas, sin dejar de saber un solo instante que, en las inmediaciones, dispuestas como siempre a arrebatarlos, esas fuerzas palpitan todavía”.119 Nada más en esa reunión final: una mariposa nocturna que cae en el plato de aceitunas, el cansancio del día y una tormenta que se aproxi­ ma, anunciando la llegada del otoño. Pichón le ha contado a Tomatis y a Soldi su historia parisina en la cual se mueve un asesino de ancianas; han visitado la casa de Washington Noriega, el Gran Viejo cuyo cumplea­ ños se relata en Glosa. Tomatis ha mostrado, como siempre su ironía; Pichón ha narrado su historia policial; Soldi, el joven del trío, ha vivido un capítulo de iniciación, como Ángel Leto en Cicatrices. Los tres son hombres inteligentes, pero la conversación no se convierte en un torneo. Se busca, más bien, el chiste, pero jamás el producido por mecanismos que presupongan cultura libresca.120 119 La pesquisa, Buenos Aires, Seix Barral, 1994, pp. 171-2. 120 Doy un ejemplo, de p. 113 de La pesquisa: “-Me hubiese jugado la cabeza -dice Tomatis. -¡Tomatis! -exclama Pichón, llamándolo por su apellido con el fin de adoptar un tono paródico de reproche. Y después: -No estamos en ningún garito. -De todas maneras, hasta la cabeza la tiene hipotecada -dice Soldi. Aunque quisiese, no po­ dría jugársela”.



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La conversación es, como las comidas y sus acciones preparatorias (limpiar moncholos, carnear un animal, cortar *pedazos de carne, sacarie las escamas a un pescado, prender un fuego, calentar mandarinas al rescoldo), la respuesta a una pregunta si se quiere filosófica: ¿qué se hace cuando no se hace nada? Tomatis es el gran conversador. Podría decirse que todos los personajes de Saer han aprendido a conversar con Tomatis, que les ofrece el modelo perfecto de la conversación sin gran­ des tesis, ni grandes contenidos temáticos. Tomatis no se esfuerza por parecer inteligente; todo el mundo reconoce su irónica superioridad que, al mismo tiempo, jamás es docente ni pedagógica. Puede ser sarcástico, pero nunca pedante. La conversación saeriana no enseña grandes cosas. Todo lo que se escucha es un hablar sobre temas cotidianos, fútiles o absurdos. El mejor ejemplo es la larga discusión en el asado evocado en Glosa so­ bre si es posible que los caballos tropiecen. Saer no quiere personajes convencionalmente inteligentes. Quiere personajes interesantes, por razones que sean originales. La ironía de Tomatis no es una exhibición de saberes, sino que presupone saberes sin ponerlos en exposición. Lo mismo Washington, el Gran Viejo: no habla como oráculo sino como un apasionado de la paradoja. Washington ignora el sentido de una impor­ tancia que trascienda la situación del diálogo y las relaciones de amistad. Si existe una competencia en los diálogos de Saer es por la broma más graciosa; incluso la ironía de Tomatis, salvo excepciones que se refieren sobre todo a enemigos literarios o represores, es simpática e incluso gentil. Esto es posible, además, porque los personajes saerianos no son moralistas. Tomatis se acuesta con la madre de sujoven amigo Leto sin problemas. Pero no se le ocurre hacer una teoría de la sustitución de Leto en el incesto, ni ninguna otra pedantería teórica. En su relación de verdadera confianza con amigos, a Saer le gustaban los mismos chistes repetidos y muchas veces ingenuos. Me excuso por este detalle biográfico, pero así lo conocimos. Entonces, ¿qué son las conversaciones de sus narraciones? Todo Glo­ sa, obra de madurez, son conversaciones o recuento de conversaciones. Escrito en el comienzo, todo “Algo se aproxima” es una conversación, como el último capítulo que llegó a escribir de La grande. En las tres narraciones, hay conversaciones y asados, dos situaciones narrativas que se atraen una a otra. —

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Saer escribe sobre una sociedad utópica formada por conocidos y amigos, que se mueven en escenarios urbanos (Santa Fe), rurales (los de “Palo y hueso” o El limonero) y semirurales. La mayoría de los perso­ najes pasan de un escenario a otro, conocen de lejos o por menciones a aquellos de quienes no son parientes o amigos, y tienen relaciones fuertes con un núcleo de ellos. Sufren el destino de la Argentina: algunos mueren por la represión o la violencia, otros viven en Europa, pero no se termina nunca de perderlos de vista, incluso a los lejanos, incluso a los que se creía olvidados. Por eso, jsn esta estructura narrativa, son cruciales las comidas y las conversaciones. Hacen posible las relaciones de esta sociedad utópica, que ha encontrado su respuesta a una pregunta de la literatura moderna: ¿qué hacer cuando no se hace nada? La gente camina, se sienta en bares o en patios, y habla. O, para decirlo de otro modo, comparte diálogos, comida y espacios, Estas son las acciones básicas de las narraciones de Saer. Entre ellas, a veces por deb¿yo o en los intersticios, fluye el drama de la muerte, el incesto, el fracaso, el extrañamiento y la lejanía. La comida y la conversación son las acciones que le dan continuidad a la sociedad de personzyes. Y, por lo tanto, las acciones de conversar y comer definen una cultura de la amistad. La tribu literaria saeriana no está sostenida ni por el parentesco ni por la dominación sino por una ética de la amistad. Las rivalidades y las competencias funcionan reconociendo esa ética. Las jerarquías (de Washington a Tomatis, de Tomatis a Ángel Leto) responden a la escala de viejos y nuevos amigos, de aquellos que están desde el principio hasta los jóvenes que se incorporan en las narra­ ciones finales. Como corresponde a una ética masculina de la amistad, las mujeres están retraídas, en las sombras, salvo en La pesquisa y La grande, donde hombres más jóvenes que los que llegan de las novelas anteriores, piensan y hablan y se interesan por ellas. Hasta La pesquisa, las mujeres son literaria y socialmente secundarias en esta sociedad de persomyes. Comer y hablar son los dos verbos que organizan una narrativa com­ pleja. Los dos actos requieren el desplazamiento de los personajes que, por lo general, caminan, pero también toman lanchas, ómnibus o taxis. Sobre estos recorridos, Saer es minucioso. Y, por supuesto, el detalle ca­ racteriza su representación de los espacios, aunque a veces los rearma. Los itinerarios no siempre siguen el trazado de la ciudad de Santa Fe y sus — 111 —

alrededores, pero Saer usa nombres que son inmediatamente familiares a quienes la conocen. Es interesante este apego a los nombres de calles y plazas y las infidelidades a los recorridos más probables. Lugares Roberto Maurer121 contestó generosamente a mis preguntas sobre los lugares de algunas narraciones. Por supuesto, “Algo se aproxima” fue mi primer pedido a Maurer. Los lectores de este relato inaugural saben que hay un personaje sin nombre y un segundo personaje, Barco, que pronuncia la siguiente frase premonitoria y programática: ‘Yo escribiría la historia de una ciudad. No de un país, ni de una provincia: de una región a lo sumo”. La casa, donde estos hombres jóvenes comparten un asado y relaciones sin mucho compromiso con dos muchachas, estaba al norte de la ciudad de Santa Fe sobre la avenida (López y Planes) desde donde “llegaba el sonido de las campanillas de los tranvías, los automóviles pasando a gran velocidad”.122Allí puede decirse, sin exagerar, que está situado el primer territorio de la vasta ficción. Los dos hombres, al final de la noche, salen caminando y, en lo que Maurer llama un itinerario sin lógica, recorren unas veinte cuadras hasta el viejo puente colgante (una referencia de Santa Fe) y de allí, en una vuelta que Maurer juzga incongruente, b¿yan tres cuadras por la costanera. Las incongruencias señaladas por quien conoce la ciudad son las del primer montaje de un espacio literario. Podría decirse: a Saer le interesa más el puente y el río que el recorrido, en la noche, por esas calles, cuyas direcciones sobre el mapa parecen contradictorias. Así funda la ciudad para su literatura y confirma que “no hay pais¿ye sin su historia (su relato)”.123 121 Maurer escribió en 1992 una breve e indispensable evocación de los años juveniles de Saer, de quien fue gran amigo. Puede leerse en El poeta y su trabajo, número 20, otoño de 2005 (México, director Hugo Gola). Algunos de los amigos y de los paisajes que menciona Maurer en su texto pueden verse en el film de Rafael Filippelli, Retrato deJuan José Saer. La zona de la costa, donde se ubica Nadie nada nunca fue filmada en la película (del mismo título) de Raúl ■Beceyro. Otro film saeriano en escenario santafesino es Cicatrices, de Patricio Coll. 122 “Algo se aproxima”, cit., p. 136. Era la casa (según me escribe Maurer) de dos estudiantes misioneras, una de ellas la novia y futura mujer de Marcelo Turna, gran amigo de Saer. 123 Hillis Miller continúa: “Una novela es un mapeado figurativo. Su argumento sigue diacrónicamente el movimiento de los personajes de casa en casa, de tiempo en tiempo, tanto como el entrecruzamiento de sus relaciones crea un espacio imaginario” (J. Hillis Miller, Topographies, Stanford, Stanford University Press, 1995, pp. 18-9. — 112 —

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Referencias

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Los lugares de Saer Plazas y Boulevards : Ríos y Lagunas

jLos lugares de Saer : 1. Cine Avenida. 2. Bar Tokio Norte. 3. Diario. 4. Banco Provincial. 5. Palomar. 6. Estacionamiento. 7. Casa de Tomatis. 8. Mercado Central. 9. Bar La Modelo. 10. Bar de la Galería. 11. Hotel Palace. 12. La Primera esquina. 13. Bar Montecarlo. 14. Correo. 15. Estación de ómnibus. 16. Teatro Municipal. 17. Tribunales. 18. Casa de Gobierno. 19. Casa del Juez.

Sobre la topografía real trabzya la imaginación narrativa. Saer vive en esa ciudad, hace esos itinerarios con frecuencia, en noches como la que relata en “Algo se aproxima”. Por eso, no se equivoca, sino que introduce desvíos, pequeñas trampas topográficas, fabulaciones en miniatura, sin consecuencias. O, como me escribe Maurer, “tampoco se le puede pedir recorridos racionales al vagabundeo”. Son pequeños desórdenes para inquietar precisamente una interrogación realista: ¿por dónde caminan estos muchachos, en la noche? Pero, sin duda, esos muchachos caminan por Santa Fe, porque Saer nombra lugares, como el puente colgante, que la vuelven inevitable. Sobre ese territorio original, la ficción a veces respeta distancias (son en efecto veinte cuadras desde la casa del asado hasta el bulevar) y también invierte las direcciones de la marcha: un itinerario, me dice Maurer, sin lógica, aunque se respeten las distancias y los ruidos callejeros que se escuchan. Pocos años después, Cicatrices, publicada en 1969, expande este mapa originario y también incorpora referencias que van a prolongarse en lo que vendrá después. El diario La Región, por ejemplo, donde trabajan Angel Leto y Tomatis, está en el mismo cruce de calles cuando es men­ cionado en Glosa, casi diez años después: San Martín entre Catamarca y La Rioja. El “bar de la galería” (un bar del cual Saer es parroquiano en la realidad y sus personajes lo son en la literatura) es el Doria, sobre la misma calle San Martín entre Mendoza y Salta. La partida de billar del comienzo famoso de Cicatrices sucede en el bar Tokio Norte, sobre la calle Rivadavia, entre Hipólito Yrigoyen y Crespo, a tres o cuatro cuadras del diario donde trabaja Tomatis. Agrega Maurer: “Es una reliquia de más de cien años que todavía existe”. Ángel camina la ciudad como alguien que está conociéndola. Es muyjoven, hace poco que llegó a Santa Fe. Trabaja en La Regióny, por la ubicación del diario, la calle San Martín se repite en sus recorridos. Como si estuviera aprendiendo la ciudad, Ángel sigue a un desconocido, de sur a norte y de norte a sur por esa calle San Martín, la misma por la que caminarán Leto y el Matemático en Glosa. Maurer da precisiones: “Va y vuelve seis cuadras pasando por la galería (la galería cuyo bar se ha mencionado). Y dobla hacia la estación de ómnibus”. Es la vieja estación, que estaba sobre la calle Mendoza a una cuadra y media de San Martín. “Siempre siguiendo al desconocido (continúa Maurer), vuelve a la esquina de Mendoza y 25 de Mayo, y se asoma a la ventana

del bar Montecarlo. Ese bar es el Baviera, una confitería grande que frecuentábamos porque no cerraba durante la noche. Sigue por 25 de Mayo hasta la esquina siguiente, una cortada, donde Ángel entra al hotel Palace. Se trata del hotel Castelar. Desde allí se oyen las campanadas del reloj de Casa Escasany, a cuadra y media, en San Martín y Primera Junta”. Ángel toma un taxi y va a la casa de Tomatis. Cuando sale de allí, camina treinta cuadras, dato insuficiente para saber dónde estuvo. La otra casa que visita Ángel es la del juez, homosexual ocupado en la traducción de El retrato de Dorian Gray. Maurer, después de alguna va­ cilación, deduce que el juez vive en San Martín entre Uruguay y Entre Ríos. Ángel también va al despacho del juez en Tribunales. Sigue a una muchacha y a su padre hasta el “edificio del Palomar” (la Plaza de las Palomas o Plaza Colón, aclara Maurer) de donde arranca la “Avenida del Puerto” (o sea la Avenida AIem). Y están las casas de Tomatis. En una de ellas, Saer se hospedaba cuando desde Francia volvía a Santa Fe; allí vivían su madre y su hermana.124 ¿Por qué estas precisiones? Con ellas, es posible trazar un mapa de los espacios saerianos. En verdad, varios mapas serían necesarios. Los recorridos de La grande, la ubicación de la quinta de Gutiérrez al norte de Rincón, por ejemplo.125Un mapa, cualquiera de ellos, permite pensar la intensidad con la que Saer trazaba algunas coordenadas espaciales. Como si dijéramos: sus narraciones evitan la forma de la representación realista, pero construyen un espacio con coordenadas realmente exis­ tentes. Podría decirse lo misnjio de Joyce, puesto que cualquiera que lea Ulises siguiendo los recorridos en un mapa de Dublín comprueba que los lugares tienen una materialidad externa a la novela y hasta hoy pueden reconocerse con exactitud. Escritos espaciales, los de Saer arman “realidad” porque también son intensamente literarios: sus lugares se repiten como solo puede repetirse la literatura, y producen efecto de verdad. Las narraciones de Saer tienen 124 Esa casa, donde vivió Saer, puede verse en el film Retrato deJuan José Saer, de Rafael Filippelli. 125 Me escribe Maurer: “Atención, que esto no es fácil; el trayecto desde la quinta de Gutiérrez hasta el centro de Rincón no resulta claro”. Varios rinconeros consultados le informan a Mau­ rer que la quinta “estaría fuera del casco urbano, pero a tiro de caminata”. El club de pesca donde Gutiérrez encuentra a Escalante no existe hoy. Maurer consultó a Pipi Lucero quien le dijo que ancianos del lugar mencionaron “un club de pesca llamado La Palometa”. — 117 —

así dos posibles lecturas, como tiene dos lecturas el Dublín de Joyce o el Saint-Germain de Proust: la de la invención y la del reconocimiento.126 El lugar de Saer está en esa familia de escritóres. Su lugar real, la escena del afecto y de la experiencia, fue Santa Fe y los pueblos de la costa del Paraná. Como muchos otros, vivió gran parte de su vida lejos, pero volvía allí donde encontraba algo esencial. Y encontraba también el espejo neblinoso de algunos de los personajes, el ritmo de su castellano, el tono de su conversación; encontraba la sociedad de amigos y, sobre todo, a Tomatis, uno de los grandes personajes de la literatura escrita en Argentina.

126 Nora Catelli indica que Saer, como dice Benjamin de Proust, “describió el mundo en estado de semejanza” (“El presente de la escritura”, Punto de Vista, 84, cit, p.8). Declan Kiberd sostie­ ne que Ulises trasmite la misma intensa sensación sobre Dublin como lugar literario y, sobre todo, real (Ulysses and Us: theArt ofEveryday Living, Londres, Faber & Faber, 2009). — 118 —

A g r ad ecim ien to s

Creo haber citado a todos los que tuvieron ideas que ayudaron a las mías o las discutieron. De manera especial quiero mencionar a los amigos de Saer de Santa Fe. Algunos de ellos, como Marilyn Contardi o Pipi Lucero, Oscar Meyer, Cecilia Beceyro y Sergio Del­ gado aparecen en el film Retrato deJuanJosé Saer de Rafael Filippelli; Raúl Beceyro filmó los paisajes saerianos en Nadie nada nunca y se ha ocupado de Saer sin intermitencias; Roberto Maurer me dio indicaciones precisas sobre lugares, calles y bares. Mencioné antes a Alberto Díaz, pero vuelvo a hacerlo ahora, porque recuerdo, de modo especial, su amical cuidado de la edición de La grande, cuando Saer ya había muerto. Con María Teresa Gramuglio hablamos de Saer durante años; ella dictó el primer curso sobre Saer, en 1984, no bien recuperada la Universidad de Buenos Aires. En 1983, Su­ sana Zanetti publicó a Saer en el Centro Editor de América Latina, dando inicio al regreso de sus libros a la Argentina. En julio de 2015, Fabián Casas, mientras tomábamos un café en La Paz, me dijo: “¿Por qué no escribís un libro sobre Saer, como el que escribiste sobre Borges?” De inmediato, me di cuenta de que eso era lo que quería hacer. Dije que sí y en dos días fue aceptado por esta editorial. Fabián supo ver, aunque no es necesario que se haga cargo del resultado de su visión. Los mapas

Franco Moretti ha señalado muchas veces la importancia que pueden tener los mapas en la lectura de novelas y lo poco que se los incluye. Cuando imaginé mapas para este libro, consulté a Carlos Reboratti. Con su habitual precisión, me indicó quienes podían hacerlos: Laura Nowydwor y Hernán Casaubon, geógrafos, que entendieron de inmediato la tarea.

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