Salmo 139

Salmo 139 Tú me examinas y me conoces El salmo 139 es una obra de arte. Toda su estructura está revestida de brillo poé

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Salmo 139

Tú me examinas y me conoces El salmo 139 es una obra de arte. Toda su estructura está revestida de brillo poético, con figuras literarias altamente inspiradas. El salmista se instala en las aguas profundas de sí mismo y el centro de atención, contra todo lo que hubiésemos esperado, no es él mismo sino Dios. Y el punto focal es siempre un "Tú". En los seis primeros versículos, en un despliegue de luz y fantasía, y mediante un racimo brillante de metáforas, el salmista siente la omnipresencia y la omnisciencia divinas envolviendo y abrigando con su Presencia al hombre por dentro y por fuera, desde lejos y desde cerca, en el movimiento y en la quietud, en el silencio y en la oscuridad. "Señor, tú me examinas y me conoces, sabes cuando me siento o me levanto, desde lejos penetras mis pensamientos. Tú adviertes si camino o si descanso, todas mis sendas te son conocidas. No está aún la palabra en mi lengua, y tú, Señor, ya la conoces. Me envuelves por detrás y por delante, y tus manos me protegen." En el versículo 6 el salmista queda pasmado, casi abrumado, por tanta ciencia y presencia, que lo desbordan y trascienden definitivamente. "Es un misterio de saber que me supera, una altura que no puedo alcanzar." En los versículos 7 al 12 la inspiración alcanza cumbres mucho más altas. El salmista acopla alas a su fantasía e imagina situaciones inverosímiles de lejanía, volando en un intento de fuga sobre las alas de la luz, cubriéndose después con un manto negro pedido en préstamo a la oscuridad, para ocultarse de este porfiado perseguidor…pero todo es inútil, es imposible. "¿A dónde podré ir lejos de tu espíritu, a dónde escaparé de tu presencia? Si subo hasta los cielos, allí estás tú, si me acuesto en el abismo, allí te encuentro. Si vuelo sobre las alas de la aurora, y me instalo en el confín del mar, también allí me alcanzará tu mano, y me agarrará tu derecha. Aunque diga: "Que la tiniebla me encubra, y la luz se haga noche en torno a mí". No es oscura la tiniebla para ti, pues ante ti la noche brilla como el día." Vencido ante tal asedio del Omnipotente y convencido de la imposibilidad de cualquiera fuga, el salmista, en los versículos 13-16, desciende hasta el abismo

final del misterio y allí descubre que Dios está presente con su acción creadora hasta en la sustancia primitiva del óvulo materno y que Él mismo, con manos delicadas, fue tejiéndome desde las células más primitivas hasta la complejidad de mi cerebro, y que si Dios desapareciera de mi presencia yo vendría verticalmente a la nada. Así, pues, Dios es la esencia de mi existencia, alma de mi alma, y vida de mi vida. En este mismo momento me está dando a luz a la existencia por amor, cada momento es un acto creador por amor, estoy dentro de Él y Él dentro de mí. Él está en torno de mí y yo en torno de Él. Soy, pues, hijo de la Inmensidad. “Su aliento es mi vida y no puedo escapar de su Presencia. Mientras duermo velas mi sueño, si salgo a la calle caminas a mi lado, no hay distancias que puedan separarme de Ti ni tiniebla que pueda ocultarme, adonde quiera que yo vaya vienes conmigo, sabes perfectamente el término de mis días y las fronteras de mis sueños, definitivamente me desbordas, me sobrepasas, me transciendes. ¡Oh Presencia siempre oscura y siempre clara! ¡Oh Abismo insondable que fascinas y cautivas mi ser entero y sosiegas las tormentas de mi espíritu! Estás conmigo. Por eso no puedo alejarme de tu Presencia aun cuando en alas de un sueño mágico alcanzara la estrella más lejana de la galaxia más distante, allí también estarás conmigo. "Tú formaste mis entrañas, me tejiste en el vientre de mi madre. Te doy gracias porque eres sublime, tus obras son prodigiosas. Tú conoces lo profundo de mi ser, nada mío te era desconocido cuando me iba formando en lo oculto y tejiendo en las honduras de la tierra. Tus ojos contemplaban mis acciones, todas ellas estaban escritas en tu libro, y los días que me asignaste, antes de existir." En el versículo 17 el salmista, no pudiendo ya contenerse y conmovido por tanto prodigio, prorrumpe como extasiado en una serie de exclamaciones: "¡Qué incomparables me parecen tus designios. Dios mío! ¡Qué inmenso el conjunto de tus obras!" Si arrastrado por la admiración o la curiosidad me pusiera yo a enumerar una por una las maravillas de tus dedos, ¡vana ilusión!, es imposible, son más numerosas que las arenas de las playas. Y si en una hipótesis imposible llegara yo a transformar un imposible en un posible y acabara por enumerar los prodigios de la Creación, precisamente entonces me encontraría con el misterio supremo, inabarcable, inconmensurable, infinito: Dios mismo. "Si los cuento son más que la arena, y aunque termine, aún me quedas tú." Y en este momento como si saliendo de un paraíso de paz entrara en un campo de batalla, el salmista saca el rifle y comienza a disparar fieramente en todas las direcciones. ¿Cómo se entiende esta tempestad violenta después de tanta paz? No se trata de los enemigos personales sino de los enemigos de Dios. Se trata, pues, de ese sentimiento que la Biblia llama "celo por el honor de Dios": la misma cólera que sintió Moisés al romper las tablas de la Ley y sobre todo la misma santa indignación que sintió Jesús, que al ver transformado el templo en

un mercado, armó aquel escándalo de proporciones empuñando un látigo de cuerdas y volcando las mesas de los cambistas. En los versículos finales, 23-24, el salmista desciende a los niveles profundos de su intimidad, y en una actitud de gran humildad se somete al juicio de Dios: Ante ti están mis libros de cuentas, mis riñones y mis huesos. "Entra en mi recinto, Señor", levanta un tribunal, averigua, escudriña, juzga, "no permitas que mis pies den un paso en falso". "Tómame de la mano y condúceme firmemente, todos los días de mi vida, por el camino de la sabiduría y de la eternidad"

Salmo 139:23 Dios tiene perfecto conocimiento, no sólo de cuanto decimos o hacemos, sino también de nuestros pensamientos más secretos. Descifra todo lo que nuestro corazón encierra, aun cuando nosotros mismos no lo veamos en la mayoría de los casos. Si, por ejemplo, en ocasión de vernos envueltos en determinadas circunstancias o dificultades, se nos exhorta a juzgar en nosotros lo que no puede tener la aprobación de Dios, en seguida nos indignamos sintiéndonos inclinados a creer que todo en nosotros está bien, y que hay que buscar fuera de nosotros la causa de la turbación. ¡Cuán poco nos conocemos! Muchas experiencias se necesitan a menudo, para ser enseñados a que siempre y ante todo, conviene que examinemos el estado de nuestro corazón. Una vez bien comprendido esto, podemos pedir, como lo hacía el Salmista. “Examíname, oh Dios, y conoce mi corazón; Pruébame y conoce mis pensamientos; Y ve si hay en mí camino de perversidad, Y guíame en el camino eterno.” (Comparar Salmo 130: 2-4 y 23-24). Dejémonos por Dios, por “la Palabra de Dios… viva y eficaz”; ella es “más cortante que toda espada de dos filos”, “discierne los pensamientos y las intenciones del corazón”, y, “todas las cosas están desnudas y abiertas a los ojos de aquel a quien tenemos que dar cuenta.” (Hebreos 4: 12-13). ¡No intentemos pues desviar el filo de la Palabra, si es que deseamos ser mantenidos en una buena condición moral! Hasta en nuestras mejores actividades, ¡qué mezcla podríamos considerar, las más de las veces, de sentimientos de satisfacción propia, o de orgullo quizás! Y si aún, pudiésemos decir. “de nada tengo mala conciencia”, habríamos, sin embargo, de añadir, “no por eso soy justificado; pero el que me juzga es el Señor.” (1 Corintios 4:4). Ya que tan poco sabemos discernir nuestro propio estado, preciso es que Dios nos revele Él mismo lo que debemos juzgar en nuestro corazón. Por ello, Él

permite o nos envía pruebas que ponen de relieve lo que hay en el fondo de nosotros mismos (consideremos Deuteronomio 8:2: “Y te acordarás de todo el camino por donde te ha traído Jehová tu Dios estos cuarenta años en el desierto, para afligirte, para probarte, para saber lo que había en tu corazón, si habías de guardar o no sus mandamientos.”). Basta algunas veces algo insignificante – ¡un grano de arena! – para que salga a luz el verdadero estado de nuestro corazón. Cuando un hecho sin importancia llega a producir grave desconcierto, es signo revelador de un estado moral nada bueno; ya que de no ser así, se hubiese necesitado para llegar a este desconcierto una causa mayor: cuanto más pequeño es el hecho que revela un estado moral que corregir, tanto peor es éste. Generalmente las causas que discernimos por nosotros mismos son las causas secundarias. ¿Cómo es posible que circunstancias tan insignificantes produjeran semejantes resultados? Si no hubiese hecho esto o dicho aquello, todo lo que siguió seguramente no se hubiera producido. ¡Y cuántos reproches nos hacemos o hacemos a aquellos que provocaron lo que reveló el mal estado de nuestro corazón! ¡Cómo perdemos de vista que fue Dios quien permitió todo para el fin que quería alcanzar, es a saber, manifestar nuestro estado interno! El hecho que ha conducido a esta relevación tiene, en sí mismo, en la mayoría de los casos, muy relativa o poca importancia. Dios había discernido lo que tenía que ser juzgado cuando nosotros lo ignorábamos aún y, por el contrario, pensábamos que todo iba bien; por eso, no queriendo dejarnos en este estado, Dios ha permitido, o enviado, lo que nos abrió los ojos sobre un estado de cosas no confesado y hasta no reconocido. ¡Qué amorosa gracia es, pues, que así obre!

Si para un creyente eso es una verdad, también lo es para una asamblea. ¿Cómo puede ser que un hecho sin importancia produzca en ella tanta turbación y discordia? Sin duda alguna, porque Dios se sirvió de él, o lo “mandó” (comparen con Lamentaciones 3: 37-38 – “¿Quién será aquel que diga que sucedió algo que el Señor no mandó? ¿De la boca del Altísimo no sale lo malo y lo bueno?”) para descubrir el estado moral de la asamblea. De manera que no sería de ningún provecho pararnos en los mismos hechos buscando, so pretexto de paz, un que salvaría quizás la apariencia, pero que no sería el verdadero remedio. Hay que ir hasta el origen, ir desde los efectos hasta las causas, e inclinarnos bajo la poderosa mano de Dios. Es el estado de los corazones lo que hay que juzgar, y esto sólo puede hacerse en presencia de Dios; por eso, es de suma importancia llevar las almas DELANTE DE DIOS. Sólo a este precio se obtiene la restauración del estado moral de un creyente o de una asamblea, el restablecimiento de la paz entre los hermanos, la comunión y la prosperidad espiritual. Desconocerlo, ¡sería obstaculizar el trabajo de Dios!

Si el estado de un creyente, o de una asamblea, es bueno, las circunstancias permitidas u ordenadas por Dios nunca traerán nada malo, sino que manifestarán estar en todo en orden y de acuerdo con Él. Si, por el contrario, ese estado es malo, la revelará el estado del corazón, y permitirá juzgar lo que haya de ser juzgado.

Un alma en mal estado rehuye la presencia de Dios (“¿A dónde me iré de tu Espíritu? ¿Y a dónde huiré de tu presencia? Si subiere a los cielos, allí estás tú; Y si en el Seol hiciere mi estrado, he aquí, allí tú estás. Si tomare las alas del alba Y habitare en el extremo del mar, Aun allí me guiará tu mano, Y me asirá tu diestra. Si dijere: Ciertamente las tinieblas me encubrirán; Aun la noche resplandecerá alrededor de mí. Aun las tinieblas no encubren de ti, Y la noche resplandece como el día; Lo mismo te son las tinieblas que la luz.” Salmo 139: 7-12; “Y oyeron la voz de Jehová Dios que se paseaba en el huerto, al aire del día; y el hombre y su mujer se escondieron de la presencia de Jehová Dios entre los árboles del huerto. Mas Jehová Dios llamó al hombre, y le dijo: ¿Dónde estás tú? Y él respondió: Oí tu voz en el huerto, y tuve miedo, porque estaba desnudo; y me escondí.” Génesis 3: 8-10), cuando el deseo de Dios es que gozáramos siempre de Él y de su bendita comunión. Por eso, Él obra para que nada en nuestros corazones venga a impedirlo: manifiesta lo que no discernimos para que no haya obstáculo alguno al gozo de su comunión. Cuando un creyente ha comprendido bien el valor y la necesidad de este trabajo de Dios, y en cierto modo, ha apreciado sus resultados, desea sin cesar que prosiga: “Examíname, oh Dios, y conoce mi corazón; Pruébame y conoce mis pensamientos.”

No olvidemos jamás que las dificultades producidas por el adversario (y permitidas: “Dijo Jehová a Satanás: He aquí, todo lo que tiene está en tu mano; solamente no pongas tu mano sobre él. Y salió Satanás de delante de Jehová.” Job 1:12; “Y Jehová dijo a Satanás: He aquí, él está en tu mano; mas guarda su vida.” Job 2:6), o directamente enviadas por Dios, son para ponernos a prueba para nuestro bien, trátese de la vida de un individuo o de la vida de la asamblea. ¡Cuán importante es pues que velemos sobre el estado de nuestro corazón, sobre el estado de la asamblea! Seamos vigilantes en eso y, para ello, repitamos todos la plegaria del Salmista: “Examíname, oh Dios, y conoce mi corazón; Pruébame y conoce mis pensamientos; Y ve si hay en mí camino de perversidad, Y guíame en el camino eterno.” (Salmo 139: 23-24). El enemigo multiplica sus ataques, pero es impotente en presencia de un creyente en buen estado espiritual, que supo vestirse de “toda la armadura de Dios.” (Efesios 6: 10-18) – armadura que no consiste en un conocimiento teórico o intelectual de ciertas verdades, sino en el buen estado práctico del alma – como también en

presencia de una asamblea que no muestra grieta alguna, donde todo está en orden, en obediencia al Señor, en la dependencia del Espíritu y el temor de Dios.

Si no es así, el adversario conseguirá victorias y éxitos seguros, y sufriremos dolorosas experiencias. Sin embargo, por humillantes que éstas sean, no dudemos jamás de la fidelidad del Señor, o de sus inquebrantables promesas, no nos desalentemos, aunque algunas veces ocurra que las circunstancias se muestren propicias a turbar a todo aquel que no mira más que hacia abajo. Creyentes débiles, que hasta entonces comprendieron quizás mal su posición y sus privilegios, serán fortalecidos a través de combates que tendrán que sostener, como lo fueron antes los combatientes de la fe; de flacos que eran, se nos dice: “se hicieron fuertes en batallas” (Hebreos 11:34). Por otra parte, el Señor manifestará aquellos cuyo corazón es recto, y en los cuales Él habrá obrado. A pesar de todo cuanto los Suyos le hayan deshonrado, mantengamos nuestra confianza: ¡Él sabrá glorificarse!

¡Qué este pensamiento nos anime y fortalezca nuestra fe! Pero también vigilemos el estado de nuestro corazón, acordándonos de las exhortaciones de Proverbios 4: 23, 26 y 27: “Sobre toda cosa guardada, guarda tu corazón; Porque de él mana la vida”, y, “Examina la senda de tus pies, Y todos tus caminos sean rectos. No te desvíes a la derecha ni a la izquierda; Aparta tu pie del mal”, y para realizarlas, repitamos sin cesar la oración de David: “Examíname, oh Dios, y conoce mi corazón; Pruébame y conoce mis pensamientos; Y ve si hay en mí camino de perversidad, Y guíame en el camino eterno.”

¡Dichoso aquel que en verdad puede exclamar: “Oh Jehová, tú me has examinado y conocido.”! (Salmo 139:1).