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Volver a la Historia

BIBLIOTECA ESENCIAL Creada en el vigésimo aniversario de Aique Educación

Una colección que rescata, de la producción pedagógica de las últimas décadas, aquellas obras que mantienen su vigencia y han influido en el ámbito educativo de muchas y variadas formas. Hoy en día, se erigen como una fuente de consulta permanente para los profesionales de la educación.

Marcelo Leonardo Levinas

Ciencia con creatividad Silvina Gvirtz

Del currículum prescripto al currículum enseñado Mariano Narodowski

Infancia y poder Berta Braslavsky

La escuela puede Alicia Camilloni Marcelo Leonardo Levinas

Pensar, descubrir y aprender Luis Alberto Romero

Volver a la Historia

Biblioteca i esencial

Luis Alberto Romero

Volver a la Historia

Romero, Luis Alberto Volver a la historia - la ed. la reimp. - Buenos Aires: Aique Grupo Editor, 2013. 112 p.; 23x16 cm. (Biblioteca esencial) ISBN 987-06-0037-9 1. Educación-Didáctica. I. Titulo CDD 370.7

Dirección editorial Diego F. Barros Edición Silvia Hurrell Diseño gráfico y diagramación VerónicaUher - Victoria Maier Corrección Cecilia Biagioli Producción Industrial Pablo Sibione

© Copyright Aique Grupo Editor S. A. Francisco Acuña de Figueroa 352 (C1180AAF). Ciudad Autónoma de Buenos Aires Teléfono y fax: 4867-7000 E-mail: ed¡[email protected]://www.aique.com.ar Hecho el depósito que previene la Ley 11723. LIBRO DE EDICIÓN ARGENTINA ISBN: 978-987-06-0037-4 Primera edición - Primera reimpresión La reproducción total o parcial de este material en cualquier forma que sea, idéntica o modificada y por cualquier medio o procedimiento, sea mecánico, electrónico, informático, magnético y sobre cualquier tipo de soporte, no autorizada por los editores, viola derechos reservados, es ilegal y constituye un delito. Esta edición se terminó de imprimir en Julio de 2013 en La Imprenta Va, Mitre 1761, Florida, Provincia de Buenos Aires.

A los docentes con quienes discutí estos temas.

Índice

general

Prólogo a la nueva edición................................................................................ 11 Introducción ....................................................................................................... 15 Capítulo 1 - El enfoque ..................................................................................... 19 La realidad histórica ........................................................................................... 19 Una realidad histórica compleja.................................................................... 20 El campo de lo económico....................................................................... 21 Los factores de producción................................................................... 21 Formas sociales de organización de los factores y de distribución del producto.............................................................. 22 El campo de lo social.................................................................................. 23 Las formas básicas de organización..................................................... 23 Los actores................................................................................................ 24 Los conflictos........................................................................................... 24 El campo de lo político ............................................................................. 25 El Estado ................................................................................................. 25 Actores sociales y poder ........................................................................ 25 La política ................................................................................................ 25 El campo de lo mental................................................................................ 26 Una realidad histórica coherente.................................................................. 27 Estructuras y procesos .................................................................................. 28 Tiempo y duraciones....................................................................................... 30 Los actores de la historia .............................................................................. 31 La historia viva ................................................................................................ 33 El conocimiento histórico ................................................................................ 34 La objetividad: conciencia y saber históricos............................................. 34 La conciencia histórica .............................................................................. 36 El saber histórico ........................................................................................ 37 Un conocimiento problemático, en construcción e inacabado . . . . 38 Desarrollos recientes ......................................................................................... 41

Capítulo 2 - Cómo enseñar Historia: una mirada crítica ............................................................................................... 45 La historia argentina, entre el liberalismo y el revisionismo........................ 46 Los nuevos ídolos .............................................................................................. 48 La ilusión de lo cercano y la historia local ................................................. 48 Las ciencias sociales .............................................................................................. 51 Capítulo 3 - Qué Historia enseñar: actitudes y procedimientos ............................................................................... 55 La Historia y el presente: utilidad y compromiso ........................................ 56 Procedimientos y construcción del conocimiento........................................ 59 Tiempo y espacio ............................................................................................ 59 Pensar a partir de problemas ........................................................................ 61 Construir un nuevo conocimiento .............................................................. 62 Pensar en términos de conexiones .............................................................. 63 Saber leer .......................................................................................................... 63 Capítulo 4 - Qué Historia enseñar: contenidos conceptuales ................................................................................... 65 Historia nacional, latinoamericana y occidental ........................................... 66 Contenidos conceptuales y realidad histórica ............................................... 68 Bloques de contenidos: fundamentación ................................................... 69 Bloques de contenidos: organización temática ......................................... 80 Capítulo 5 - Un ejemplo: La sociedad feudal................................................. 93 Capítulo 6 - Orientaciones bibliográficas....................................................... 99 Epílogo. Actualización personal y permanente..............................................109

Prólogo a la nueva edición

Este libro fue escrito hace casi diez años, en pleno desarrollo de la reforma educativa impulsada por el Ministerio de Educación de la Nación, y forma parte de un conjunto numeroso y heterogéneo de propuestas y opiniones que esa reforma suscitó*. La reforma ha sido duramente criticada, por razones sólidas y consistentes que, en general, comparto. Pero en el bagaje del oficio del historiador, en su estuche de herramientas, hay un precepto sabio: ni lo malo ni lo bueno está todo junto en un lugar. La reforma propuso una reestructuración de los ciclos de la enseñan.C ion probabilidad, innecesaria desde el punto de vista estrictamente peda­ gógico, tal reestructuración implicaba una modificación institucional y idilicia de enorme magnitud que, en muchos casos, se emprendió de manera improvisada, sin ensayos ni estudios previos, y en un contexto de escasez fiscal, cuando no de penuria. Así, hubo edificios vacíos y otros donde los alumnos se hacinaban, profesores relocalizados en sus asignaturas, directores sin establecimientos y establecimientos sin directores, materias supri­ midas y otras de las que sólo se conocía el título. La materia Historia, particularmente, fue subsumida en unas ciencias sociales que eran tierra incógnita, tanto para los docentes como para los científicos que supuesta­ mente las sustentaban. A eso se sumó otro proceso, que quizá haya constituido la parte más significativa y nefasta de la reforma: la descentralización de la gestión, el retiro del Gobierno nacional, la transferencia de las responsabilidades a las jurisdicciones provinciales que, en la mayoría de los casos, carecían de los recursos financieros e institucionales para asumirlas. En suma: se derribó la casa, vieja pero aún útil, antes de construir la nueva, que finalmente no pudo ser levantada. En el contexto de un Estado en crisis, una sociedad empobrecida y polarizada, y en un país en plena regresión, la educación reformada siguió el rumbo general y formó parte de ese paisaje de ruina y destrucción que es la faceta más visible de las crisis. ' Volver a la Historia fue publicado por primera vez en el año 1997, como parte de la colección Ciencia + Docencia. Ese mismo año, el jurado del Concurso Premio VIIIJomadas de Educación le otorgó el premio al mejor libro de Educación, en la categoría Obras Teóricas (N. de la Ed.).

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Pero a la vez, la reforma educativa incluyó el impulso a una tarea, largamente postergada: la actualización de los contenidos curriculares para hacerlos compatibles con los desarrollos de cada una de las disci­ plinas y la amplia convocatoria de científicos y académicos de cada uno de esos campos, para que señalaran las líneas principales. Cecilia Braslavsky, con quien coincidí y disentí, puso un enorme empeño en llevar adelan­ te esta actualización, cuyos frutos también forman parte del balance de la reforma. Este libro surgió en parte de ese impulso. Se fue escribiendo en mi mente como resultado de mi participación como consultor en diversos organismos de planificación curricular, incluidas dos comisiones de expertos convocadas sucesivamente por el Ministerio de Cultura y Educación de la Nación*. Registra mis propuestas y también, mi posición en diversos debates, por entonces apasionados, como por ejemplo, el de la especificidad de la disciplina histórica o su subsunción en un espacio curricular genéricamente denominado como ciencias sociales. De todo aquello, lo sustantivo y lo efímero, quedó en pie una pro­ puesta, que volqué en este libro, y que gira alrededor de tres cuestiones generales que me parece que mantienen su vigencia. La primera se refiere a la índole de nuestro objeto de estudio, el pasado histórico, y de nuestro conocimiento de historiadores. Subrayé la aspiración al conocimiento de la totalidad, el reconocimiento de su complejidad, la necesidad de recurrir a las diversas ciencias sociales sistemáticas para abordar sus distintas áreas o instancias, y finalmente, su carácter dinámico: esa índole procesual, que los historiadores persiguen, y que constituye su contribución específica en el conjunto de las ciencias sociales. Por otro lado, volqué aquí la discusión sobre algunas cuestiones polémicas, como el ya citado problema de la historia y las ciencias sociales, que es a la vez epistemológico y gremial, o la relación entre conciencia histórica y conocimiento histórico riguroso, o también la de la supuesta prioridad en la enseñanza de lo nuestro, o lo local. En años más recientes, he incursionado en dos cuestiones que quizá podrían haber sido desarrolladas en este libro. Una de ellas es la de la memoria del pasado reciente, especialmente el pasado que duele y su relación tanto con el conocimiento riguroso cuanto con la dimensión cívica de la enseñanza de la historia. La otra es la de la posición asignada a la * En la actualidad, Ministerio de Educación, Ciencia y Tecnología (N. de la Ed.).

VULVEK A LA niMUWA

nación argentina en los textos escolares y en general, el sesgo naciona­ lista en la enseñanza de lo que se llama nuestra historia. Sobre ambas cuestiones, he escrito artículos periodísticos y académicos, y también un libro, en colaboración con otros colegas, que quizá complemente lo que se dice en este. Se trata de La Argentina en la escuela. La idea de nación en los textos escolares, publicado por Siglo XXI. Finalmente, Volver a la Historia contiene una propuesta para la organización de los contenidos en lo que tradicionalmente se llamaba el ciclo básico de la escuela media, y que en los años de la reforma pasó a ser el tercer ciclo de la enseñanza general básica. Es posible que vuel­ va a cambiar de nombre, como ya está ocurriendo en la provincia de Buenos Aires. Pero probablemente, su sustancia seguirá siendo la misma: presentar a los alumnos, por primera vez de manera integral, el proceso histórico general, el latinoamericano y el argentino, desde los cazadores paleolíticos hasta nuestro presente más cercano. Quien lea este libro no encontrará en su propuesta mucho de sor­ prendente. Coincide en líneas generales con lo que indican los actuales contenidos generales básicos del tercer ciclo de la enseñanza general básica, o al menos, es compatible con ellos. Coincide, por otra parte, con la estructuración y presentación de contenidos de la mayoría de los manuales y libros de texto que hoy circulan - incluidos algunos en los que he tenido participación directa-, con la singularidad de que, ante la ausen­ cia de desarrollos curriculares específicos, esos libros han llenado durante estos años el vacío existente y han servido de orientación a muchísimos docentes. Creo que esa coincidencia indica la existencia de una suerte de acuerdo básico entre los historiadores profesionales y los autores de los libros de texto, hoy mayoritariamente reclutados entre aquellos. Es posible que, en una pequeña medida, tenga que ver con la organización de contenidos con la que trabajamos desde hace veinte años en el curso de Historia Social General de la Universidad de Buenos Aires que, por otra parte, continuó y desarrolló la tradición iniciada en esa misma cátedra por José Luis Romero en 1958. Infinidad de alumnos, y unos cuantos docentes, han pasado por allí. No lo sé, aunque confieso que me gusta creerlo. Pero lo cierto es que me siento en armonía con la mayoría de los textos de historia que hoy circulan, y en ese sentido, creo que Volver a la Historia sigue teniendo sentido.

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Finalmente, este libro contiene una exhortación, tan válida hoy como en 1997. Muchos docentes padecen una formación deficiente, como consecuencia del atraso del sistema educativo y de su derrumbe en la última década. Por otra parte, quienes se desempeñan en lo que antes se llamaba el ciclo medio son víctimas de uno de los regímenes laborales más despiadados que conozco, que consume no sólo el tiem­ po hipotéticamente dedicado al cultivo y a la recreación, sino también el del descanso mínimo. Todo ello reduce la capacidad, incluso física, de continuar capacitándose, que es absolutamente esencial. Cada docente debe alimentar lo aprendido y también aprender cosas nuevas, conforme avanza la disciplina, pues el saber que no se renueva se va gas­ tando irremediablemente. En este libro, se ofrece una guía inicial, y sobre todo, se apela a aquella base de interés, curiosidad o militancia que, sin duda, llevó a cada uno a estudiar historia y que hoy debería impulsarlo a volver a ella.

Luis Alberto Romero Buenos Aires, junio de 2006.

Introducción

El tercer ciclo de la enseñanza general básica plantea nuevos pro­ blemas para la enseñanza de la Historia, y a la vez, un formidable desa­ lío. En el primer ciclo, sobre todo; en el segundo, se realiza una primera aproximación a la enseñanza de la Historia, indispensable como funda­ mento, pero necesariamente parcial, tanto desde el punto de vista de los contenidos como de la complejidad del enfoque. En el tercer ciclo, los contenidos básicos comunes proponen el examen global de la historia de la humanidad, incluye la historia argen­ tina y latinoamericana. A la vez, se propone un enfoque que, conve­ nientemente adecuado, recoja toda la complejidad de la mirada del historiador. Resta aún la elaboración de los diseños curriculares de las respectivas jurisdicciones. Pero independientemente de esta tarea insti­ tucional, hay una que es específica de los docentes: adecuarse a la propuesta que surge de los contenidos básicos comunes. Los desafíos son varios: una selección y ordenación de los conteni­ dos que tenga en cuenta el tiempo disponible y que, a su vez, sea coherente y explicativa (es decir, lo contrario de la acumulación informe de datos); una enseñanza que recoja la complejidad y riqueza de la realidad históri­ ca y la presente de manera a la vez atractiva. Todo ello supone que el docente alcance un conocimiento de la materia enseñada próximo a lo que hoy son los enfoques de los historiadores profesionales. Muchas veces, se ha hablado de la distancia existente entre lo que se enseña en el aula y la ciencia o, más modestamente, la práctica de los historiadores profesionales. No sé si en el caso de la Historia esta dis­ tancia es mayor o igual que en otras disciplinas, pero existe. Como toda afirmación general, debe ser matizada, pues me consta que hay excelen­ tes docentes perfectamente actualizados. Pero también sé que las defi­ ciencias existen, ya sea por las características de la formación docente -un campo donde el Estado ha resignado en exceso su función de con­ trol-, o simplemente porque la práctica profesional -en condiciones, a menudo, inhumanas- impide a los docentes ese retorno periódico a las fuentes del conocimiento, que lo actualiza y revitaliza.

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Este texto ofrece a los docentes una propuesta de enfoque y otra de selección y organización de contenidos a partir de lo prescrito en los con­ tenidos básicos comunes del tercer ciclo de la enseñanza general básica. Con seguridad, esta propuesta resultará adecuada para cualquiera de los dise­ ños curriculares que las jurisdicciones formulen, desarrollando los conte­ nidos básicos curriculares. La propuesta no se refiere a los problemas específicos del aula, aunque estoy convencido de que se relaciona amplia­ mente con ellos. Apunta, sobre todo, a ayudarlos en el proceso de refle­ xión y de actualización abierto por la reforma curricular. He tratado de ser claro y directo en materias que son complejas, sacrificando algo de la complejidad en pro de la comprensión. La pro­ puesta general recoge -me parece- lo que hoy es la base mínima con­ sensual de los historiadores; en ese sentido, no he pretendido ser original. En la organización de los contenidos, en cambio, se adverti­ rán criterios polémicos, particularmente respecto de la relación entre Historia local, nacional y universal. Lo más polémico, sin embargo, está en el título mismo de este texto: creo que existe una disciplina sólida y consistente, la Historia, que debe ser enseñada como tal. Las así llamadas ciencias sociales son, en realidad, un conjunto de disciplinas, cada una con su propia identi­ dad, y sus problemas, y su integración en un conjunto -que, en rigor, debiera ser denominado ciencia social por quienes lo proponen-. La nominación depende más de una decisión administrativa -que asu­ men, a menudo, quienes carecen de una real experiencia en alguna de esas disciplinas- que del fruto de una realidad científica o académica que pueda ser volcada en el aula. Hablaré, pues, de Historia. En el primer capítulo, expondré los aspectos más generales del enfoque propuesto, relativos tanto a la realidad histórica como a la manera en que se la conoce; mi intención es que sirva de guía para el análisis de cualquiera de los temas específicos. En el segundo capítulo, examinaré críticamente algunos aspectos de la enseñanza de la Historia hoy, y en especial, algunos de los debates vigentes: las orientaciones en la Historia argentina, el privilegio de alguna forma de lo local y la subsunción de la Historia en las llamadas ciencias sociales. En los tres capítulos siguientes, propongo una interpretación y un desarrollo de los contenidos básicos comunes, desde la perspectiva planteada en el primer capítulo; en mi opinión, es una lectura implícita

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en los contenidos básicos comunes, aunque reconozco que la redacción sintética de estos posibilita otras lecturas. En el capítulo tercero, me ocupo de las cuestiones que tienen que ver con los valores y las actitu­ des, y con enfoques epistemológicos. En el capítulo cuarto, propongo una manera de organizar los grandes bloques de contenidos, basada en la idea de la interrelación de la historia local, la nacional, la latinoame­ ricana, la occidental y la mundial. Creo que la propuesta es útil, sobre todo, para pensar los temas, aun cuando las organizaciones curriculares de las distintas jurisdicciones puedan tomar otros criterios, como por ejemplo, concentrar la enseñanza de la historia argentina en un año. Luego, propongo una serie de grandes bloques de contenido y una selección de temas en la que se apliquen los criterios generales del enfo­ que y, a la vez, se desplieguen los grandes ejes propuestos. En el capítulo quinto, analizo un tema específico para mostrar de qué manera puede desarrollarse esta propuesta en los contenidos con­ cretos para el aula. A la vez, propongo algunas maneras de encarar el tema que, sin incursionar en la didáctica, expliciten el enfoque y lo relacionen con el proceso de aprendizaje de los alumnos. En el capítu­ lo sexto, incluyo una serie de orientaciones bibliográficas que no son mínimas ni exhaustivas y que pretenden servir para quien quiera reno­ var su reflexión y sus conocimientos sobre alguno de los temas. El epí­ logo incluye una serie de ideas sobre cómo puede utilizarse este texto de acuerdo con lo que pretende ser: una guía y un camino para la for­ mación continua de los docentes, que les permita, por pasos sucesivos, mejorar su dominio de la disciplina. Este texto recoge ideas elaboradas durante mi trabajo como asesor de la Municipalidad de Buenos Aires* para la confección de distintos diseños curriculares. Buena parte de estas ideas fueron volcadas en el Documento que, a pedido del Ministerio de Educación y Cultura de la Nación, preparé en 1994 como contribución para la elaboración de los contenidos básicos comunes. Muchas de estas ideas fueron discutidas con mis compañeras de trabajo Lilia Ana Bertoni y Ana María Orradre. Recibí importantes aportes de Norma Riccó y de Herminia Ferrata, y también de María Victoria Grillo, Claudia Romero, Alicia Corti, Marisa Chamorro, Graciela De Vita y Mónica Farías.

* Hoy, Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires (N. de la Ed.).

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Desde 1992, vengo realizando cursos de capacitación para docentes de la Capital Federal, en la Escuela de Capacitación Docente de la Municipalidad* (aunque ha cambiado varias veces de nombre, prefiero seguir llamándola la Escuela). En la tarea, me compenetré con los problemas de los docentes de Historia; sobre todo, aprendí mucho acerca de las múltiples mediaciones que unen la Historia como disciplina científica y la Historia enseñada en el aula. Esa experiencia, tan rica como significativa en lo personal, me lleva a acercar a los docentes estas ideas sobre la historia.

* Hoy, CePA, Escuela de Capacitación Docente “Centro de Pedagogías de Anticipación” (N. de la Ed.).

1 El enfoque

El enfoque aquí propuesto se fundamenta en lo que es la práctica dominante entre los historiadores en las últimas cinco o seis décadas, y se apoya en los aspectos comunes de esas prácticas, más allá de las dife­ rencias entre escuelas y teorías. Presupone una imagen de la realidad histórica -mucho más amplia que la tradicionalmente propuesta para la Historia-, así como una imagen del conocimiento histórico cons­ truido a partir de preguntas y de problemas que surgen de las circuns­ tancias, perspectivas e intereses de quienes interrogan al pasado, y tan cambiante como lo son esas mismas circunstancias, perspectivas e intereses. A la vez, se trata de un enfoque cuyo propósito es - en palabras de José Luis Romero- la comprensión del presente vivo, y no, del pasado muerto; un enfoque que ayude a entender de manera más compleja el presente, que permita discernir cuál es la situación de cada uno de nosotros en las circunstancias en que nos ha tocado vivir y cuáles son las opciones abiertas, y que nos ofrezca una guía -práctica y ética a la vez— acerca de cómo actuar en él. En este sentido, el conocimiento his­ tórico -que habla del presente desde el pasado- aparece estrechamente unido con aquellas disciplinas vinculadas a la formación cívica. En las secciones siguientes, se fundamentarán sucesivamente las nociones relativas a la realidad histórica y al conocimiento histórico.

La realidad histórica ¿Qué hechos del pasado son materia de la Historia? Si la respues­ ta tradicional - desde los primeros historiadores griegos— restringió el campo de la historia a lo político, hoy se sostiene que todo es historia, que toda experiencia humana es, en principio, de interés y relevante

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para el conocimiento histórico, entendido como el conocimiento de los hombres. Esto vale tanto para las formas en que los hombres resuelven sus problemas de subsistencia, o las modificaciones en los gustos ali­ mentarios, cuanto para las cambiantes formas de religiosidad; vale para la forma en que los hombres organizan su vida familiar, se entretienen, se educan, expresan y regulan sus conflictos, crean instituciones jurídi­ cas y políticas, o hacen la guerra. Esto no significa que cada historiador deba ocuparse de todo, sino que el campo abierto a su interrogación no está limitado de antemano, ni hay zonas de la realidad, de la experien­ cia humana, que tengan asegurada a priori su calidad de históricas. Hoy los historiadores hacen historias de la vejez o de la infancia, de los olores, las ideas filosóficas, los mercados, las formas del trabajo o del ocio, y así al infinito.

Una realidad histórica compleja El primer rasgo de la realidad histórica, tal como la entienden los historiadores hoy, es su complejidad. Reconocerla impone de inmedia­ to, para no ser aplastado, la necesidad de distinguir en ella distintas zonas, regiones o niveles de una relativa especificidad. Se trata de distinciones analíticas que facilitan la etapa inicial del conocimiento; y es posible pensar en distintas clasificaciones o sectorizaciones, mapas o guías de recorrido, válidas en tanto sean útiles. El que se propone a continuación tiene una singularidad, deriva­ da de la manera como los historiadores han ido avanzando en esta con­ cepción de una realidad compleja y con zonas diferentes. Este avance fue estimulado y posibilitado por el desarrollo de dis­ tintas ciencias sociales, mucho más jóvenes que la Historia, que en los últimos cien años recortaron gradualmente campos de la realidad, desa­ rrollando conceptos, categorías y métodos de análisis precisos y refina­ dos. El desarrollo de la economía, la sociología, la antropología, la geografía, la ciencia política y, últimamente, de los estudios comunicacionales y discursivos contribuyeron a ampliar la perspectiva de los pro­ blemas de los historiadores y, a la vez, nutrieron esta disciplina de teorías y de metodologías rigurosas. Fue un diálogo fecundo, aunque lleno de problemas, derivados del carácter sistemático y no procesal de sus enfoques. Algunos de ellos se plantearán más adelante. Por el momento, digamos que esa interac-

ción ha servido para definir algunos campos específicos dentro de la realidad histórica: el económico, el social, el político y el de las ideas o el de las mentalidades.

El campo de lo económico Se relaciona con la forma en que las sociedades organizan su sub­ sistencia y su reproducción material. Incluye cuestiones relativas a los factores de producción -mano de obra, recursos naturales, dotación técnica- y otros vinculados con las formas sociales de organizarlos y de distribuir el producto, tanto entre unidades de producción, distribu­ ción y consumo, cuanto entre usos posibles de ese producto -consumo, ahorro, inversión- y entre sectores sociales. Los factores de producción

Estos varían históricamente. La población aumenta o disminuye, y determina en una sociedad los límites de la mano de obra disponible, la que a su vez está condicionada por otro factor demográfico -la com­ posición por edades- y por factores sociales, como por ejemplo, la incorporación de la mujer a las actividades productivas o la edad en que los jóvenes empiezan a trabajar. La mano de obra disponible para una sociedad puede variar también por las incorporaciones masivas de los traba­ jadores esclavos, como ocurrió en las sociedades americanas de los siglos XVII o XVIII. Los recursos naturales de una sociedad también varían históricamen­ te, no sólo porque puede expandir su frontera y disponer de más tierra -como ocurrió con la sociedad europeo-occidental desde el siglo XI o con la sociedad argentina de fines del siglo XIX-, sino porque porciones de la naturaleza que carecían de utilidad comienzan a tenerla y se convierten en recursos, como sucedió con el petróleo a fines del siglo XIX. Finalmente, la dotación técnica es variable; e inventos y descubri­ mientos científicos y técnicos modifican sustancialmente las condicio­ nes de existencia de una sociedad: el descubrimiento de la agricultura en el Neolítico y la Revolución Industrial del siglo XVIII han sido con­ siderados, en ese sentido, los dos saltos tecnológicos más importantes de la humanidad, pero muchísimos otros generaron cambios de enor­ me importancia. Al igual que en los casos anteriores, no debe pensarse que estos inventos tienen un origen casual y que, por sí solos, constitu­

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yen un factor autónomo de cambio: sólo son útiles cuando la sociedad ha generado su necesidad, y hasta podría afirmarse que sólo se inven­ tan cuando se los busca. Más aún, nuestra sociedad moderna se caracteriza precisamente por su búsqueda sistemática, así como por la regulación de su incorporación. La combinación de estos tres factores determina cuánto y cómo produce una sociedad para reproducir o transformar sus condiciones de existencia, de modo que cabe preguntarse, en cada caso, por las carac­ terísticas de su mano de obra, sus recursos naturales o su tecnología, señalar los cambios y estudiar los avances y retrocesos en la capacidad productiva de una sociedad. En el caso de la sociedad occidental, hay una tendencia de largo plazo a su crecimiento, que arranca de los leja­ nos siglos medievales y llega hasta el presente, aun cuando pueden observarse etapas de crisis y retroceso, como en el siglo XIV o en el XVII, las que sin embargo prepararon nuevos saltos. Formas sociales de organización de los factores y de distribución del producto

Estas también han variado históricamente, en relación tanto con las transformaciones de la capacidad productiva como con la organiza­ ción misma de la sociedad. En cada sociedad, pueden distinguirse for­ mas peculiares de constituir sus unidades de producción: en las medievales, la producción agraria se basaba en un sistema de campesi­ nos y de aldeas; mientras que en nuestro tiempo, en las zonas más avan­ zadas, se encuentran granjeros o grandes unidades trabajadas con mano de obra asalariada. Del mismo modo, el taller artesanal o la manufac­ tura han sido reemplazados por la fábrica, y aun aquí se observa una diferencia entre el sistema fabril concentrado que se impuso en el siglo XIX y las formas actuales de producción industrial, donde la dispersión y la flexibilidad son más apreciadas. Igualmente, en cada sociedad, es singular la forma de distribución social de la producción entre usos que -con términos modernospodríamos denominar como consumo, ahorro e inversión, así como entre sectores de su actividad: el agrario, el industrial, el de servicios. Tal distinción ayuda a comprender la capacidad de crecimiento de una sociedad y a entender los momentos en que ese crecimiento se acelera notablemente, como ocurrió cuando los países más avanzados iniciaron,

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en

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rro, y del agro, a la industria.

Este análisis lleva necesariamente a otra forma de distribución: entre sectores sociales e instituciones. Hay sociedades en que el Estado consume una porción muy importante de los recursos, y otras en que ocurre lo propio con sus instituciones religiosas. En otras, en cambio, son los propietarios de la tierra, los guerreros o los comerciantes. En todos los casos, esos usos tienen que ver con el propio funcionamiento de la sociedad y ayudan a entender su lógica interna: el noble medie­ val, que se queda con una porción importante del producto de sus campesinos, lo gasta ostentosamente; no sólo ese gasto es indispensable para conservar su posición, sino que muchas otras ruedas de la organi­ zación económica —como el comercio— dependen de él.

El campo de lo social Por esta vía se pasa, sin solución de continuidad, del campo de lo económico al campo de lo social. Aquí, los problemas son muy varia­ dos: van desde las formas básicas de organización de una sociedad hasta la índole de los actores sociales que protagonizan los procesos y la natu­ raleza y las formas de expresión de sus conflictos. Las formas básicas de organización

Son las que permiten diferenciar, por ejemplo, una sociedad con esclavitud de una sociedad feudal o una capitalista. En el núcleo de cada una de ellas, existen unas relaciones básicas -como la que vincula al esclavo con su amo, o al siervo con su señor- cuya caracterización requiere de un alto grado de abstracción conceptual, pero que es de enorme utilidad para entender los aspectos más generales de esa socie­ dad. No obstante, como cualquier categoría que se emplea en el análi­ sis teórico, la utilidad suele estar unida a riesgos no menores. Así no hay un feudalismo, sino una infinidad de variaciones en las relaciones entre señores y campesinos, incluso en un mismo momento y en una misma región. En un cierto sentido, es lícito asimilar la rela­ ción entre los conquistadores españoles en América y los indígenas a las relaciones señoriales vigentes en la metrópoli; pero en otros sentidos,

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esa relación es absolutamente peculiar, de modo que su asimilación o diferenciación dependerá del tipo de análisis que se está haciendo. Del mismo modo, en una sociedad, esas relaciones básicas nunca exis­ ten en forma pura, sino mezcladas con elementos residuales, con otros que están surgiendo y con otros muchos secundarios o complementa­ rios: las relaciones propias del feudalismo coexistieron, desde el siglo XI, con las que, en el mundo urbano, fue desarrollando la burguesía; la fase inicial de la transición al capitalismo coincidió, en el siglo XVII, con un nuevo florecimiento de la esclavitud en las áreas periféricas, como América; y en la actualidad, aun en los países capitalistas más avanza­ dos, pueden sobrevivir sectores campesinos o artesanos. Los actores

Con respecto a los actores de una sociedad, su enumeración debe incluir, además de los protagonistas individuales (de los que se ha ocu­ pado de manera casi exclusiva la historia tradicional), los actores colec­ tivos. La índole de estos es diversa, y aquí también se corre el riesgo de una excesiva simplificación. El repertorio de actores colectivos posibles, de los sujetos de las acciones, no está establecido de forma definitiva en ninguna parte y depende del problema que se está estudiando. En oca­ siones, es necesario caracterizar a los grandes protagonistas de los pro­ cesos históricos de larga duración -como el campesinado o la aristocracia militar y terrateniente europea—, y en otras, a los actores de vida más breve o de significación más acotada, que transcurre en un ámbito parcial de la sociedad: podrá hablarse así de la burocracia, si se estudia el Estado; de facciones o partidos, si se estudian procesos polí­ ticos de los artistas o de los intelectuales, sus grupos e instituciones, en los procesos culturales, y así sucesivamente. De igual modo, aquellos grandes actores, mirados de cerca al analizar procesos más específicos, se desagregan, por ejemplo, en campesinos acomodados y campesinos minifundistas, en nobleza de sangre o nobleza nueva. Los conflictos

Respecto de los conflictos, puede asumirse que toda sociedad los genera permanentemente, debido a la índole misma de las relaciones entre sus partes, pero no siempre se manifiestan en forma abierta. En

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ocasiones -una huelga, un motín o la secesión de la plebe de la historia romana-, su manifestación es plena; pero en otras, queda encubierta, quizá como sorda resistencia, o se expresa bajo la forma de la burla o del escarnio; y aun esos conflictos pueden no salir a la luz, pues toda sociedad elabora mecanismos para controlarlos, procesarlos o estimular su solución negociada. La esclavitud parece la forma de relación social más injusta y potencialmente conflictiva, pero las rebeliones de los esclavos no fueron frecuentes.

El campo de lo político Respecto de lo político, esto incluye tres tipos de cuestiones: las del Estado, las de las relaciones entre los actores sociales y el poder, y la de la política. El Estado

Se refiere a la organización jurídica e institucional de la sociedad, su forma de organizar el poder, sus leyes. En la historia occidental, el Estado se ha constituido a partir de su existencia disgregada en la socie­ dad feudal; y ha habido un proceso continuo de afirmación y control creciente de la sociedad, aunque sus formas institucionales han cambia­ do mucho, por ejemplo, después de la Revolución Francesa. En la his­ toria argentina, puede seguirse el proceso de conformación del Estado desde la Revolución de Mayo y, sobre todo, desde 1852. Actores sociales y poder

El campo de lo político incluye, en segundo lugar, la relación entre los actores sociales y el Estado, y especialmente, su uso por parte de alguno de esos sectores para imprimir a la sociedad un rumbo que los beneficie: al respecto, puede pensarse en la relación entre castas sacerdotales y algunos Estados antiguos, o entre la aristocracia terrate­ niente y las monarquías absolutas. Los modernos Estados democráticos ofrecen un campo interesante de reflexión acerca de esta cuestión. La política

Finalmente, está la cuestión de la política como forma de compe­ tencia por el poder, específica de cada organización social o institucio­

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nal: así como nosotros conocemos las formas democráticas de la polí­ tica, puede inquirirse por su equivalente, por ejemplo, en la corte de Luis XIV.

El campo de lo mental Finalmente, en el campo de las ideas y representaciones mentales, es necesario distinguir dos zonas diferentes e interactivas: ideas sistemá­ ticas y mentalidades. Las ideas sistemáticas son las ideas claras y distintas, expresadas por los grandes pensadores. Sobre ellas, trabaja la Historia de la filosofía o de las ideas políticas y económicas, que estudia los sistemas de pensa­ miento, sus relaciones e influencias. Se ha llamado las mentalidades al conjunto de creencias, opinio­ nes, saberes, actitudes y valores con el que se constituye la mente de los hombres y de los grupos. Normalmente, es un campo confuso y con­ tradictorio, pues los hombres elaboran ideas y creencias adecuadas para distintos tipos de experiencias y pasan de unas a otras prácticas sin que necesariamente se produzcan conflictos: se puede ser profundamente religioso y, a la vez, entretenerse con los horóscopos. Este mundo de las mentalidades, decantado y traducido en for­ mas acuñadas, constituye lo que se llama el sentido común, es decir, el conjunto de ideas y valores que cada uno de nosotros acepta como natural y obvio, con el que se actúa y juzga; pero que, analizado a la luz de la historia, muestra precisamente su radical historicidad. Los refranes suelen ser el lugar de decantación del sentido común. Un ejemplo permite ver su historicidad, no evidente para los actores. Nuestros bisabuelos, preocupados por encontrar un campo mayor del ámbito de los negocios, en una sociedad donde la religión ocupaba una porción importante de tiempo, decían: “Primero la obligación, después la devoción”. Hoy -en una sociedad donde el hedonismo y el no com­ promiso se están convirtiendo en valores fuertes- hay quienes intentan enfrentar esa tendencia, y el viejo refrán ha cambiado levemente su for­ mulación: “Primero la obligación, después la diversión”. Pero ni antes ni ahora, quienes repiten el refrán y lo usan para marcar un paradigma de conducta fueron o son conscientes de su historicidad, y de la impor­ tancia del “sentido común” como guía tanto para la acción como para la valoración de la realidad.

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Una realidad histórica coherente Este mapa o guía puede ser útil como una aproximación a una realidad histórica compleja, pero encierra un peligro: creer que lo que sólo son distinciones analíticas provisorias sean zonas o niveles de exis­ tencia real, y suponerlos comprensibles en sí mismos. Aquí, el camino de la disciplina histórica se aparta del de otras ciencias referidas específicamente a alguna de estas zonas -como la eco­ nomía- que parten precisamente del postulado opuesto: la posibilidad de entender su objeto en sí mismo. Para un historiador, lo económico no existe como un fenómeno aislado, aunque a veces convenga tratar­ lo así en forma provisoria. Lo propio del análisis histórico es la aspira­ ción a reconstruir la totalidad de una realidad que, además de compleja, se afirma que es coherente: esto es que sus distintas partes, y los procesos que en ella se desarrollan, guardan alguna relación entre sí. En un trabajo clásico, Max Weber estudió la relación entre dos fenómenos de índole muy diversa: el desarrollo inicial del capitalismo, que él ubicaba en el siglo XVI, y la ética del protestantismo. Con motiva­ ciones en principio religiosas, esta ética habría estimulado actitudes hacia el trabajo y el ahorro esenciales para el desarrollo del capitalismo. No importa, en este ejemplo, la validez misma de la tesis -refutada y rehabi­ litada ya varias veces-, sino su capacidad para ilustrar el tipo de interac­ ciones, conexiones o articulaciones que debe buscar el historiador, atento sobre todo a establecer la jerarquía de los procesos, su desigual capacidad explicativa y la capacidad de unos para determinar otros. Encontrar articulaciones o determinaciones es, sin duda, un juego apa­ sionante, y lo más rico del trabajo del historiador. Implica, sin embargo, un peligro grave en el que es común que se caiga: el de suponer que estas deter­ minaciones tienen una sola dirección, y que puede encontrarse un determi­ nante y un determinado, de una vez para siempre. Lo propio de los procesos históricos es que siempre hay, de alguna manera, una relación de ida y vuel­ ta, y que lo inicialmente determinado reactúa sobre lo determinante, ya sea para estimularlo o para frenarlo. Quienes criticaron a Max Weber subraya­ ron que el desarrollo del capitalismo es previo a la ética protestante y que, probablemente, la necesidad de armonizar las prácticas económicas con las religiosas fue el disparador del movimiento de la Reforma. Pero si así fue, es indudable que, en aquellos lugares donde se consolidó la Reforma —y espe­ cialmente en su variante puritana—, lo religioso terminó estimulando más las

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transformaciones económicas. Las determinaciones, en suma, deben ser pen­ sadas como multidireccionales, y no, unidireccionales. Hay otro peligro grave: suponer que las determinaciones vienen siempre de un lugar de la realidad, privilegiado por su capacidad de deter­ minar al resto. Esta simplificación es común a varios marcos interpretati­ vos. Así, una versión simplificada del marxismo ha popularizado la interpretación economicista tomada también por corrientes como el funcionalismo que, por otra parte, se presentan como antitéticas del marxismo. En ambos casos, fue habitual considerar que la determinación, en última instancia, de cualquier proceso se encontraba en lo económico. La cuestión es, en primer término, si lo económico existe aislado, por ejemplo, de lo cultural: si es posible imaginar el cultivo del trigo como algo exclusivamente material, sin considerar los procesos culturales que hacen que el trigo y el pan sean considerados alimentos valiosos. Igualmente, debe pensarse si las ideas se generan en un vago mundo de la inmaterialidad, que refleja lo material, o si su producción requiere de instituciones sociales, como las universidades (las cuales, a su vez, tienen edificios, aulas, bibliote­ cas y presupuestos), que organizan a los intelectuales, y también, de indus­ trias -como la del libro-, con máquinas, trabajadores y ganancias, que permiten su circulación. Hoy se piensa que lo material y lo simbólico -tales los dos polos de la realidad histórica- no son esferas separadas, sino dos dimensiones de un proceso único. Por ende, que las determinaciones -cuya búsqueda es esencial en el análisis- sólo se entienden en relación con todo el proceso, aun cuando la manera en que cada historiador plantea sus pre­ guntas y construye su objeto lo lleve a privilegiar un campo de observación. En suma, no parece útil pensar en una única determinación, sino en una determinación múltiple, proveniente de un proceso social único.

Estructuras y procesos Las ciencias sociales más jóvenes elaboraron un concepto muy útil para el análisis histórico: la estructura. En sus rasgos más generales -pues cada disciplina o cada corriente ha hecho un desarrollo específi­ co de este concepto-, la estructura ayuda a aprehender en forma inte­ grada las distintas relaciones y articulaciones de la realidad, aprisionar en una única perspectiva todos los planos, zonas o niveles, descubrir sus relaciones y, sobre todo, jerarquizarlas según su capacidad explicativa más general o más acotada. Puede decirse que, cuando aprendió a desa­

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una mirada estructural como la que propuso la escuela de Annales-, la ciencia histórica avanzó considerablemente en su percep­ ción de una realidad compleja y coherente. Pero empujado por disciplinas cuya forma de encarar el objeto de la realidad social es distinta, el análisis histórico corre el peligro de per­ derse en el estructuralismo. Hay en los análisis estructurales una ten­ dencia a atender a lo permanente antes que a lo contingente, a poner el acento en lo que llaman la sincronía. Muchas obras históricas -empe­ zando por el notable libro de Marc Bloch, La sociedad feudal- se pro­ ponen reconstruir vastos cuadros, pero se desentienden de los procesos que llevan a su constitución y a su transformación. En el mismo sentido, hay una tendencia a preocuparse más por la forma en que las distintas partes aportan al funcionamiento de la estructura que a los conflictos o a las contradicciones, calificados más bien de desajustes o disfuncionalidades. Finalmente, hay una gran pre­ ocupación por los mecanismos que desarrollan las estructuras para reproducirse a sí mismas, por ejemplo, formando a los individuos capa­ ces de desempeñar las funciones sociales de quienes los precedieron, y luego formar a quienes los van a reemplazar. Según esta línea de inter­ pretación, la educación formal tiene un papel fundamental, pero no único pues, en ese mismo sentido de reproducción, operan las unida­ des del proceso económico, por ejemplo, la fábrica. En su versión extre­ ma, se trata de explicaciones en las que las sociedades se presentan sin historia y sin protagonistas capaces de hacerla. Se trata, quizá, de perspectivas adecuadas y legítimas para ciencias preocupadas por los sistemas. Los historiadores, en cambio, prestan más atención a los conflictos que a la funcionalidad. Ciertamente, encuentran, en muchas ocasiones, que un modo de manifestación de esa conflictividad es el equilibrio funcional, pero están atentos a descubrir el momento en que ese equilibrio se rompe. Se preocupan más por los procesos que por las estructuras, es decir, por la forma en que estas estructuras se constituyen, se arman y desar­ man permanentemente, combinando lo que permanece con lo que cambia; de tal modo que cualquier punto de equilibrio -aquel sobre el que se elabora una explicación sistemática- resulta en el fondo un ins­ tante fugaz entre la estructuración y la desestructuración.

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Sobre todo, subrayan la capacidad creativa de los hombres, su condición de actores -no necesariamente con conciencia plena- del proceso histórico y de creadores de sus condiciones de existencia.

Tiempo y duraciones Así, lo que caracteriza la perspectiva de la Historia, y la diferencia del resto de las ciencias sociales, es su preocupación central por mirar la realidad en términos de procesos en los que los hombres son actores cre­ ativos. Hablar de procesos supone hablar de tiempo y de temporalidad, es decir, de la más tradicional sustancia de la realidad histórica. Un enfoque que apunte a mostrar y a analizar una realidad extre­ madamente compleja, que se desagrega analíticamente en zonas múlti­ ples, en las que caben explicaciones parciales de diversa índole, debe complementarse con otra perspectiva igualmente compleja. Como propuso Fernand Braudel, es necesario descartar la idea de que, en los pro­ cesos históricos, existe un tiempo único. Este puede resultar adecuado para el relato político, pero inadecuado para explicar otro tipo de pro­ cesos. Más que en el tiempo, debe pensarse en distintas temporalida­ des, en duraciones diferentes de los procesos. En efecto, hay cosas que cambian todos los días, o todos los años: pre­ sidentes, precios, modas, giros verbales. Los diarios dan cuenta de esa varia­ ción cotidiana, que habitualmente impide percibir cambios menos visibles, pero más significativos. La función de los analistas económicos, políticos o culturales es llamar la atención sobre esos cambios de ritmo más lento, que quizá no se miden por días o años, sino por décadas. Nuestra experiencia individual nos permite todavía detectar ese tiempo medio, más lento que el del acontecimiento, por ejemplo, cuando contrastamos cómo eran las cosas en nuestra infancia o juventud y en nuestra madurez, y cómo fueron cam­ biando aspectos como el tránsito, la vida familiar o la moral práctica. Hay luego fenómenos cuya escala temporal escapa decididamen­ te de la conciencia individual: largos períodos de crecimiento o estan­ camiento económico, modificaciones seculares en el papel de la mujer o de la familia, cambios en la estructura de propiedad de la tierra o en la significación de la religiosidad, formas de comportamiento político de los sectores mayoritarios de la sociedad o cambios de uso de la len­ gua. Hay, en el extremo, procesos de cambio tan lentos cuya escasa dinámica se confunde con la inmovilidad y afectan desde sólidas estructuras económicas hasta formas de mirar la realidad.

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Quien analiza un momento preciso, una coyuntura, encuentra allí el cruce de procesos de duraciones diferentes, encuentra la combina­ ción de cosas que perduran con cosas que están cambiando, y así como debe desagregar la realidad compleja en zonas diferentes, para luego encontrar las relaciones y articulaciones que la integran, del mismo modo, debe estar presto a desarmar la temporalidad en duraciones dife­ rentes para luego reconstruir la unidad del proceso. Esta reflexión quizás aparezca excesivamente teórica y despegada de la práctica docente, pero tiene una importancia fundamental, que se manifies­ ta ya en el momento de preparar un programa. En efecto, una visión com­ pleja de la temporalidad, que desarma la unidad de la percepción tradicional en temporalidades múltiples, debe afrontar el problema -en rigor, no total­ mente resuelto- de cómo contar la historia, cómo integrar en un único rela­ to esas temporalidades diferentes. Quien organiza un programa, seguramente, deber combinar presentaciones estructurales con otras procesa­ les, lo cual ciertamente no es fácil y constituye un desafío para el docente.

Los actores de la historia Veamos finalmente qué implica considerar a los hombres como actores creativos. Ya se señaló que, en este enfoque, se asumía la exis­ tencia de actores individuales —los hombres— y colectivos o sociales, estos de distinta magnitud. ¿Hacen estos actores su historia? ¿Hacen lo que quieren hacer? ¿Saben lo que están haciendo? Como otros, estos son falsos dilemas, que oponen dos extremos de existencia sólo teórica: la pura libertad, a la que suele conducir un enfoque centrado en el individuo, y la pura determinación. Hay en este caso una seguridad intelectual acerca de la capacidad de las estructuras para reproducirse, así como una confianza en nuestra capacidad para conocer plenamente esas estructuras, lo cual quizá sea una muestra de excesivo orgullo intelectual. Por una parte, es difícil imaginar una cien­ cia de lo humano, desplegada en sus diversos campos, que llegue a conocer hasta tal punto una situación con sus infinitas variables como para poder predecir los comportamientos. La ciencia histórica puede aspirar a vislumbrar las líneas generales de un desarrollo histórico y los conflictos que en ella se plantearán; puede imaginar escenarios alternativos, pero no puede asegurar ni cómo se plantearán esos conflictos, ni cómo se resolverán. Por otra parte, subrayando la capacidad de los actores para proyectar su acción,

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enfrentar y resolver sus conflictos, se entiende que la historia no está escrita y que resultará de combates cuyo resultado es incierto. Dicho de otro modo, dirimiendo sus conflictos en el marco de situaciones que les aparecen como impuestas, los hombres reconstruyen permanente­ mente esas situaciones, y en ese sentido, hacen su historia. Podría agregarse que la misma contraposición entre los hombres y las situaciones en que viven es abstracta. Como lo plantearon exhaustivamen­ te desde el psicoanálisis hasta la antropología, los hombres, individual o colectivamente, llevan incorporada la sociedad en su personalidad. Está claro que, en el caso de los individuos, esa función la cumplen la madre, la familia, la educación...; también está claro cómo la sociedad reproduce sus actores. Cabe preguntarse cómo surgen los nuevos actores. Una res­ puesta simple, pero insatisfactoria, es que surgen cuando cambian las estructuras. Si así fuera: ¿cómo cambian las estructuras? ¿Quién las hace cambiar? Por otra parte, ¿es tan automática la relación entre esos cambios estructurales y la aparición de nuevos actores? Analizando un proceso clásico de este tipo, el de la formación de la clase obrera inglesa en la Revolución Industrial, el historiador inglés E. P. Thompson ha señalado que no basta con que hubiera fábricas para que el conjunto de sus trabajadores forme una clase (y en muchas par­ tes, incluso, no llegaron a formarla). Según Thompson, en ese período en Inglaterra, el trabajo en las fábricas le dio a cada uno de ellos una experiencia de su nueva situa­ ción en la sociedad y de sus relaciones con los propietarios. Pero esta experiencia fue percibida por cada uno a la luz de sus experiencias anteriores -como artesanos o como campesinos- y combi­ nada con vivencias de otra índole, como por ejemplo, con el impacto de la Revolución Francesa, o con los cambios religiosos del siglo XVIII. Según Thompson, en los nuevos trabajadores, todo ello constituyó un contexto cultural original, un singular sentido común que teñía a las nuevas experiencias de un tono peculiar. Luego, la relación entre los distintos traba­ jadores en sus ámbitos de sociabilidad -la taberna, el sindicato- fue transfor­ mando las experiencias individuales diversas en una común, que las integró y socializó, con la que se empezó a definir la nueva identidad obrera. Esta ter­ minó de definirse por la acción de los militantes e ideólogos de distintas corrientes, que dieron a las experiencias iniciales un contexto más amplio y una propuesta para el futuro. Todo ello constituyó un nuevo sentido común,

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con el que juzgaron sus experiencias de manera distinta de como lo habían hecho cuando pensaban como artesanos o como campesinos. Este sentido común pudo ser transmitido a través de las familias, los sindicatos, los perió­ dicos, los militantes, y por esas vías, se incorporó a la cultura de los nuevos miembros de la clase ya constituida. El ejemplo puede ser trasladado a otros muchos procesos en los que no se constituyen identidades de clase -en el estilo de la clase obrera-, sino otras distintas. En todos los casos, lo significativo es la combinación de elementos de la estructura social y de la cultura, de la realidad objetiva y subjetiva, de la determinación externa y de la propia creación de los actores para generar ese nuevo protagonista de la acción social, cuyas características en manera alguna estaban totalmente predetermi­ nadas por el simple hecho de ser obreros de una fábrica. En suma, los actores del proceso social se constituyen en el proceso social mismo, al combinar lo que ellos aportan como actores con las determinaciones que vienen de la estructura.

La historia viva Todo este largo análisis de una realidad histórica que tradicional­ mente fue presentada como simple y evidente debería servir para problematizar sus términos y para descubrir herramientas de análisis y significados habitualmente descuidados. Pero de poco valdría para la práctica docente si todo esto no volviera a integrarse en la visión de cada uno en términos de una historia viva. La célebre frase de Goethe “Toda teoría es gris, y siempre verde el árbol de oro de la vida” señala bien el problema, aunque quizá sea injusta al plantear esta antinomia. La teoría debe servir para entender la vida his­ tórica en toda su riqueza, dinámica y creatividad; y si algo justifica la ense­ ñanza de la Historia es lograr transmitir algo de eso, que tiene que ver con una historia contada, en el sentido más general de la palabra. Se trata de algo parecido a una película o a un cuadro, en los que se ve a la gente moviéndose, actuando, viviendo, y si se quiere, en un primer plano, un drama, un argumento que se desarrolla. Esto es lo que logran los grandes historiadores Georges Duby, Eric Hobsbawm, José Luis Romero, para mencionar a extranjeros y argentinos, y también, de manera más eviden­ te, los grandes novelistas —Balzac, Galdós, Jorge Amado— o algunas películas

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afortunadas. Al cabo del análisis, está la vida histórica. El último y gran secreto del historiador, y la tarea más difícil del docente es, entonces, ser capaz de darle a la historia el soplo que la vivifique.

El conocimiento histórico Podría suponerse, con cierto fundamento, que la índole del cono­ cimiento disciplinar atañe mucho más a su producción que a su trans­ misión, y que, en el marco de una propuesta pedagógica, una referencia a estos problemas no es pertinente. Pero tradicionalmente ha habido en la enseñanza una tendencia a la cosificación de los productos del cono­ cimiento, a transformar lo que es un proceso continuo en un conjun­ to de nociones acuñadas, de saberes fijados, y a entender que la educación consiste en el aprendizaje de esas nociones. Esto ha sido ampliamente cuestionado desde la didáctica misma, al señalarse la necesaria construcción del conocimiento por la vía de la experiencia, y no es preciso abundar aquí sobre ello. Pero además, una transmisión de ese tipo desnaturaliza la índole misma del saber disciplinar y las carac­ terísticas de sus logros, sus certezas y sus dudas. El proceso de construcción del saber histórico pertenece al fuera de lo que habitualmente se denomina investigación. Se trata de una activi­ dad diferente de la que corresponde a la enseñanza, pero no se halla des­ conectada de esta: el docente no es, con frecuencia, un investigador, pero si comprende la problemática del conocimiento histórico, podrá presen­ tar adecuadamente a los alumnos los modos de construcción de ese conocimiento y la forma de pensar de los historiadores. Por ese camino, los ayudará a desarrollar una actitud, a la vez, más crítica y más creativa frente a su propia realidad. No se trata principalmente de los aspectos técnicos de ese conocimiento como de los modos de pensar, de construir los problemas, de plantear las soluciones. Se desarrollaron dos aspectos de esta cuestión: el problema de la objetividad del conocimiento y el de su carácter problemático, en construcción e inacabado.

La objetividad: conciencia y saber históricos Tal como hoy se lo entiende, difícilmente pueda decirse del cono­ cimiento histórico que es objetivo, en el sentido en que tradicionalmen­ te han usado esta idea las disciplinas físico-naturales. Diversos problemas

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del conocimiento giran en torno a esta cuestión de la objetividad, ante la cual caben dos posiciones antitéticas que deben ser examinadas críticamente. La primera, y más tradicional, supone que es posible un conocimiento objetivo de “lo que realmente ocurrió”, según la célebre fórmula del historiador alemán Ranke. La Historia estudia hechos, y estos se encuentran en los documentos; luego de una expurgación de distintos tipos de falseamiento, intencionales o no, el historiador puede llegar a establecer objetivamente que, en un día y en una hora determinados, una persona realizó una determinada acción. Según esta concepción, el pasado histórico se limita a una serie de hechos individuales, sobre los cuales no cabe establecer relaciones o generalizaciones, y que sólo pueden ser expuestos cronológicamente, sin que quepan mayores interpretaciones. El saber histórico crece y se desarrolla a medida que saca a la luz una cantidad mayor de hechos, que se van acumulando en un acervo común, hasta el punto de supo­ nerse que, en algún momento, se habrá conocido todo lo que puede conocerse. El conocimiento es así acumulativo y finito. Parece claro que este criterio coincide con una concepción de la realidad histórica que atiende principalmente a la historia político-institucional. Frente a esta concepción, a la que sólo adhieren hoy los grupos más tra­ dicionales de la disciplina, otros han subrayado el carácter parcial, interesado y deformante de las versiones de la historia política, que -según afirman- se construyeron luego de combates reales y reflejan la visión de quienes, habien­ do vencido, consagraron su versión del pasado como la visión científica. Desde esta perspectiva, toda historia es historia política, en el sentido de que expresa, de una manera u otra, una posición política, tanto por lo que dice como por lo que calla, por lo que subraya o lo que disimula. El revisionismo histórico planteó en estos términos una crítica frontal a la historia académica tradicional y alcanzó un gran éxito en cuanto a la duda sobre el conocimiento histórico establecido. Muchos creen —como el alumno de la película La historia oficial— que todo el relato histórico tradicional es falso. Según esta concepción, la Historia es esencialmente un instrumento de movilización y de toma de con­ ciencia; y así como, desde el poder, se ha elaborado una versión, quie­ nes desafían el poder pueden y necesitan elaborar una alternativa. No se están considerando aquí las implicaciones políticas de esta contro­

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versia, sino las referidas al conocimiento histórico: según esta perspec­ tiva, en el conocimiento histórico, no hay una objetividad posible y, más aún, toda apelación a ella es un instrumento sutil para disimular su parcialidad. Esto supone afirmar, en definitiva, que cualquier ver­ sión es válida en tanto sea útil para un propósito determinado. Ambas propuestas recogen, sin duda, un aspecto importante, pero parcial, de un problema que es mucho más complejo, que puede acla­ rarse si se distingue entre lo que es propio de la conciencia histórica de una sociedad y sus actores, y lo que corresponde al saber histórico como disciplina científica. Se trata de dos dimensiones diferentes, pero íntimamente relacionadas y mutuamente influidas.

La conciencia histórica La conciencia histórica es una dimensión de la conciencia de una sociedad. Los hombres, impulsados por su necesidad de actuar, se vuel­ ven hacia el pasado, interrogándolo sobre su presente, su identidad, sus problemas y condicionamientos, y sobre sus opciones. Pero a la vez, construyen ellos mismos su pasado. Cada época, y cada actor social en ella, a partir de su situación, sus problemas e inte­ reses, eligen su historia y su tradición, seleccionan de los múltiples ele­ mentos que ofrece el pasado, de las diversas maneras de acercarse a él, de las distintas preguntas que se le pueden hacer, aquellas que mejor satisfacen sus urgencias, aquellas que mejor explican su presente, que mejor lo legitiman, en ciertos casos, o que mejor lo cuestionan en otro. La interrogación del pasado deriva en la construcción de una tradición, que como toda tradición es claramente selectiva, e incluye recuerdos y olvi­ dos. Siempre se elige qué recordar del pasado, a qué se le atribuye la entidad de “histórico”, y esa elección es de alguna manera interesada y subjetiva, no en términos individuales, pero sí en términos sociales e históricos. A la vez, toda re-consideración del pasado, impulsada por nuevos problemas del pre­ sente, lleva a interesarse y asignar entidad de “históricos” a aspectos, hechos, procesos o actores que hasta entonces no habían sido considerados. La conciencia histórica nace siempre de una inquietud sobre el pre­ sente y sobre un proyecto hacia el futuro. Los propósitos que guían este proyecto orientan las preguntas al pasado y, en definitiva, moldean la tra­ dición. Sólo en el momento de vislumbrar su futuro y de elaborar proyec­ tos que suponen una modificación de sus condiciones, aunque más no sea

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para mantenerlas, los hombres se interesan por su pasado, es decir, por el proceso de constitución de ese presente que quieren modificar, a la vez que adquieren la capacidad para interrogarlo críticamente. Esta construcción simultánea del futuro proyectado y del pasado reconstruido no es una tarea individual, sino social. Son actores sociales colectivos, desde su perspectiva peculiar, empujados por intereses contradic­ torios y pujando por acomodar la realidad a sus intereses, los sujetos de ese proceso que ensambla conocimiento y acción. Son actores sociales quienes amasan tradiciones y experiencias, quienes desarrollan sensibilidades, actitu­ des, sentimientos y razonamientos, quienes leen, traducen y resignifican lo que se les dice. Son sociales los ámbitos en que se realiza este amasado de prácticas y de lecturas. Son sociales -transmitidas, compartidas, reelaboradas- las versiones del pasado, los atisbos del futuro.

El saber histórico Esta conciencia histórica, constitutivamente interesada, desarro­ llada por la sociedad y por sus actores, es diferente del saber histórico, construido por individuos, por científicos, en principio, desinteresados y capaces de abstraerse de su pasión. Pese a esta distinción, conciencia histórica y saber histórico están íntimamente relacionados. Aunque a veces tenga pretensiones de asepsia y universalidad, el saber histórico, el de los historiadores, se constimye estrictamente en el marco de la conciencia histórica. Puede demostrarse fácilmente cómo cada época ha tenido sus preocupaciones, su agenda de problemas, sus proyectos, y de qué modo las reconstrucciones de los historiadores se han ido ajustando a esos intereses. En el siglo XIX, cuando la constitución del Estado estaba en el centro de las preocupaciones de la sociedad, el interés de los historiadores profe­ sionales se centró en la organización de los Estados, en los problemas institucionales y los políticos. A partir de un cierto momento -quizá desde la Revolución Francesa—, empezaron a predominar las preocupaciones por los movimientos y los conflictos sociales; y de ese impulso, surgió el desarro­ llo de la historia social. En la historia inmediata de nuestra sociedad, puede recordarse cómo la práctica historiográfica estuvo impulsada por los problemas de la dependencia y de la liberación, que habían sido precisamente las consignas del movimiento político triunfante en 1973. Igualmente, puede advertirse el más reciente interés por los procesos de constitu­ I I

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ción de la democracia, de presencia dominante en la sociedad. Por fin, los graves problemas que la humanidad enfrenta con el medio ambien­ te están llevando a la formulación de una dimensión ecológica del pasa­ do, de interés por la relación pretérita entre el hombre y la naturaleza. Pero si el saber histórico comparte su agenda con la conciencia histórica, se diferencia de ella en su preocupación por la rigurosidad. Los historiadores profesionales, como científicos, aspiran a la verdad, y aunque no crean que esta exista en términos absolutos, la consideran un objetivo hacia el que debe tenderse. Como científicos, tienen una exigencia de rigor que les impide tomar por válida cualquier interpre­ tación y disponen de instrumentos de control -los propios de su ofi­ cio, de su metodología- que ayudan a mantener ese rigor. Tal la tensión entre conciencia y saber, que más que de limitación, habla de la moti­ vación, del estímulo y del permanente enriquecimiento del saber histórico por la conciencia. En suma, la objetividad absoluta es imposible, sencillamente porque el sujeto y el objeto de estudio tienden a confundirse. Esa irrenunciable subjetividad es la que nutre, enriquece y hace vivo el conocimiento histórico, la que da forma a los puntos de vista y a las preguntas de los historiadores profesionales, la que legitima una práctica científica que, de no ser así, tendría la intrascendencia de la tarea de un coleccionista. Pero a la vez, esta profesión, con sus reglas, prácticas y preceptos, con su permanente exigencia de rigor, recorta y limita el campo de la sub­ jetividad y somete a una permanente crítica y a un control las incita­ ciones de la conciencia histórica.

Un conocimiento problemático, en construcción e inacabado Según una imagen corriente, para empezar a investigar, hay que elegir un tema, ir al archivo y revisar legajos hasta encontrar hechos no conocidos. Así, el punto de partida del trabajo de un historiador es una masa de datos que aguardan ser descubiertos. Pero los historiadores no trabajan así hoy. Su punto de partida es una pregunta, un problema. Este surge en lo inmediato de una inquietud cientí­ fica, pero generalmente está relacionado, en forma mediata o inmediata, con interrogantes, angustias o con dudas de la sociedad en la que el historiador vive. Según una conocida frase de Marc Bloch, así como el presente se cono­ ce desde el pasado, el pasado se conoce a partir del presente: efectivamente,

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en el campo de las preguntas que se le formulan al pasado, se advierte la más íntima relación entre la conciencia y el saber históricos. Una pregunta es un problema, una zona oscura de la realidad que debe ser iluminada; ante la cual, se formula una respuesta provisoria y tentativa, una hipótesis. Retomando un ejemplo anterior, un historiador puede pre­ guntarse por qué, en ciertas sociedades, el capitalismo se desarrolló más amplia y profundamente que en otras, y elaborar una hipótesis que relacione esa diferente profundidad con los cambios religiosos acaecidos en el siglo XVI. Así, Max Weber formuló la hipótesis de que el protestantismo había estimulado el advenimiento del capitalismo y propuso un modelo de relación entre actitudes y creencias religiosas, y prácticas y actitudes económicas. El trabajo del historiador consiste en plantear sus hipótesis, elegir los conceptos y las relaciones que ayuden a explicarlas y, a partir de las necesidades generadas por hipótesis y conceptos, buscar los datos nece­ sarios para su verificación y para la reconstrucción de una situación a la luz de un problema. El problema o la pregunta que moviliza el proceso de conocimiento lleva a la construcción, no sólo del objeto de estudio, sino de los propios datos que permitirán su investigación y que, valori­ zados por el historiador, se convierten en lo que se llama una fuente, algo que da cuenta del pasado. Tradicionalmente, se creyó que las únicas fuentes significativas eran los archivos documentales, donde se guarda­ ban los hechos, predominantemente políticos o institucionales. Desde la perspectiva que aquí se plantea, de una historia total que no excluya, en principio, ninguna esfera de la realidad humana, cualquier rastro de la acción del hombre, en cualquier esfera o campo de la realidad, es poten­ cialmente una fuente, desde un vestido hasta una canción, una obra de filosofía o una tira cómica, un cacharro o una ciudad. Esta afirmación contradice una concepción hondamente arraiga­ da, propia de lo que los filósofos llaman el realismo ingenuo, según la cual los datos con que el científico trabaja se refieren a hechos que exis­ ten previamente, a la espera de que alguien venga a buscarlos y a cono­ cerlos. Por el contrario, parte del trabajo del historiador consiste en la construcción de sus propios datos. Consideremos un caso sencillo -el de un Censo de Población-, en el que esos datos, en apariencia, existen con independencia de quien conoce y se refieren directamente a una realidad objetiva. Si se lo con­ sidera con cuidado, resulta evidente que un Censo de Población no es

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exactamente una fotografía de la sociedad, sino una reconstrucción a partir de las preguntas que los censistas formularon a la gente, de acuer­ do con criterios clasificatorios que les parecieron relevantes. A los censistas, les parece generalmente importante saber la edad y el sexo de la población, y con frecuencia, estas son las preguntas iniciales, pero perfectamente podrían haber preguntado a los entrevistados por el color de sus ojos y establecer, por ejemplo, que la República Argentina tiene treinta y tres millones de habitantes, de los cuales cinco tienen ojos azules; y quince millones, oscuros. Si se preguntan por el sexo y por la edad es porque, dentro de su modelo conceptual de lo que son los proble­ mas poblacionales, decidieron que esa distinción era más pertinente o relevante para las cuestiones que querían resolver. De ese modo, ese y otros datos objetivos son, en realidad, el resultado de una construcción con­ ceptual, que parte de una cierta teoría de la realidad según la cual, en este caso, la diferencia de sexos es más relevante que la del color de ojos. Veamos otro ejemplo. Puede suponerse que la batalla de San Lorenzo, ganada por San Martín el 20 de febrero de 1813, constituye un hecho de existencia real e independiente de quien lo examina, y que su referencia es un dato que está en los documentos, a la vista de todos, e independientemente de las preguntas que se les formulen. Pero un hipotético testigo, que no tuviera en su mente el concepto de batalla como parte de una guerra, tal vez podría haber visto que, en las cerca­ nías del Convento, se celebraba un conjunto de lides individuales, de encuentros personales, y suponer que quizá formaban parte de alguna actividad lúdica o de un cierto extraño ritual. Los antropólogos, que estudian culturas diferentes de la nuestra, poseen muchas experiencias de este tipo. El hipotético testigo podría, pues, haber construido un dato diferente del que a nosotros se nos aparece como evidente. Pero incluso sabiendo que lo que ocurrió en San Lorenzo era parte de una batalla, ¿por qué denominarlo batalla, y no, combate (como se hizo), o aun escaramuza?. Todas son denominaciones usadas en la len­ gua técnico militar, según la magnitud del evento, el número de parti­ cipantes. La palabra importa, porque define una jerarquía del hecho, una valoración. Podría suponerse hipotéticamente que, tratándose de la primera acción de San Martín en suelo patrio, ella debía revestirse de una cierta importancia y trascendencia, habida cuenta de la trayectoria posterior de nuestro héroe y que, a la luz de ese futuro, los historiado­

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res, quizá no en forma consciente, pero claramente preocupados por construir una tradición histórica nacional, fueron ampliando y magni­ ficando la importancia del combate hasta hacer de él una batalla. Si se pasa de estos ejemplos simples a otros más complejos, como nación, sociedad, progreso, bien común, Estado o cualquier otro, queda claro cuánto tienen de construidos los conceptos con que se maneja el análisis his­ tórico. Estos casos muestran cómo operan el saber y la conciencia histórica, construyendo su objeto de estudio con elementos de la realidad con los cua­ les se pueden hacer armados diversos: la elección de un armado es una cues­ tión conceptual, que supone una teoría de la realidad, de su estructura y dinámica. Esto explica el carácter provisorio e inacabado del conocimiento histórico. Las preguntas que se le pueden hacer al pasado varían al infinito, y cada época consideró unas más legítimas que otras. Un mismo hecho, un proceso, puede ser visto a la luz de preguntas cambiantes, que van descu­ briendo nuevas facetas y renuevan el campo de estudios. La Revolución Francesa ha sido vista originariamente desde la perspectiva de la libertad y de la república. Luego, se la estudió a la luz de las teorías de la revolución y del socialismo; hoy se la reexamina desde el ángulo de la democracia, y proba­ blemente en un futuro no lejano, nos preocupemos por otros ángulos. Nuevas preguntas significan necesidades de nuevas evidencias, búsqueda de datos que hasta ahora no interesaban, nuevas maneras de interrogar los testimonios existentes y construcción de nuevas “fuen­ tes”. El conocimiento elaborado ciertamente es la base de los nuevos avances, pero su acumulación no es directa ni automática. Por el con­ trario, parte del trabajo del historiador es la crítica de lo recibido, su reconsideración y selección. Nadie supone que este proceso pueda que­ dar acabado alguna vez, ni que las verdades a que hemos llegado hoy hayan de ser definitivas, no tanto porque vayan a ser contradichas, sino porque seguramente serán superadas por planteos más amplios.

Desarrollos recientes Luego de exponer lo que constituye el acuerdo básico y algunas de las grandes discusiones entre los historiadores hoy -con excepción de los muchos cultores de formas perimidas, pero residualmente resistentes-, indicaré con brevedad algunas de las características del desarrollo historiográfico más reciente.

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Lo primero que se observa es una formidable expansión y fragmen­ tación de los objetos de estudio, que acompaña a una fragmentación similar de metodología y enfoques. Si bien entre los historiadores pue­ den caracterizarse algunas tendencias mayores, como por ejemplo la escuela francesa de Annales (en sus muchas variantes), la anglosajona de la social history o la del marxismo británico —por no mencionar quienes siguen ateniéndose al más tradicional canon académico-, ninguna de ellas es homogénea ni apela a ninguna ortodoxia metodológica. Respecto de los objetos de estudio, se observa un fuerte estanca­ miento en aquellos campos en los que más clara fue la renovación historiográfica en la década de 1960, particularmente la historia económica, y a la vez, una gran expansión en campos nuevos. Entre ellos, está la historia cultural y su pariente próxima, la historia de men­ talidades. La historia cultural subraya la importancia de la dimensión simbólica, pero además su relación con las prácticas sociales que la constituyen, de modo que estos estudios se encuentran a caballo entre los temas de lo mental y lo social. La historia intelectual también ha cobrado un gran auge, enfocada no sólo hacia las creaciones individua­ les, sino también hacia los conjuntos discursivos de vigencia social, o los climas de ideas. La historia política, arrinconada en los comienzos de la renovación historiográfica, ha resurgido, alimentada por las teo­ rías y por el enfoque de la ciencia política, por un interés mayor en la dimensión social de las prácticas políticas y también por una revalora­ ción de la narración. La vida social incluye una serie de campos de renovado interés, expresados por ejemplo en lo que hoy se llama la vida privada. Finalmente, la historia de las mujeres quiere constituirse hoy en un campo casi autónomo. Cada una de estas áreas se descompone, a su vez, en campos más específicos; y no hay objeto -desde el cuerpo humano hasta sus excrementos- del cual no se haga una historia. En el mismo sentido, ha habido un deslizamiento de la preocupa­ ción por las grandes estructuras -sociales, económicas o mentaleshacia lo individual: una aldea, un hombre, una institución. Esto forma parte de un movimiento de lo genérico a lo concreto y apunta a valo­ rar la historia vivida, pero tiene que ver también con un problema general: el cuestionamiento de la posibilidad de entender esas grandes estructuras que, en la perspectiva actual, son consideradas opacas, de sentidos diversos, difíciles de integrar y aun de comprender.

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Este cuestionamiento de la posibilidad de aprehender la totalidad no sólo ocurre con las estructuras, sino también con los procesos. Toda la concepción acuñada en el siglo XIX partía del supuesto de que el sentido de los grandes procesos podía ser captado y comprendido, y que era posible relacio­ nar con ellos las prácticas de los actores sociales. Hoy en la historia, como en el conjunto de las ciencias sociales, los grandes relatos están en crisis. Hay quie­ nes, creyendo en la importancia de esos sentidos, han perdido sus referencias tradicionalmente aceptadas y buscan nuevas certezas, y hay quienes creen que cualquier certeza o sentido general atribuido es engañoso e inútil. Por igual camino, se discute la naturaleza misma del conocimiento histórico y se duda sobre cuál es su referencia a una realidad externa. En consecuencia, las tradicionales ideas sobre la validez y la veracidad del conocimiento histórico sufren un cuestionamiento radical. Todo ello hace que la práctica historiográfica esté hoy algo ajena a lo que tradicionalmente fue uno de sus propósitos: ayudar a compren­ der el presente y a vislumbrar las tendencias generales de los procesos de la sociedad. De ahí la proliferación de temáticas cuya trascendencia e interés distan de ser evidentes, así como la despreocupación por otras que se supone deberían inquietar a los historiadores, que viven en una sociedad acuciada por problemas complejos y novedosos. En ese sentido, me parece que debe tenerse en cuenta una deman­ da de la sociedad a los historiadores: volver a encontrar la manera de relacionar su práctica con los problemas del presente, tal como se lo hizo tradicionalmente. Ello supone, en primer lugar, encontrar alguna respuesta al problema de la unidad/diversidad de su objeto, al de su comprensibilidad global y al de su sentido. Respecto de los temas, específicamente, resumiría las cuestiones a las que la historia puede aportar una perspectiva crítica en dos campos. El primero es el de la mundialización de la sociedad humana y la confluencia en una historia común de procesos culturales hasta ahora relaativamente diferenciados, aun cuando conserven su singularidad (una preocupación revelada por el reciente auge de los nacionalismos). En ese sentido, la Historia debería hacer un esfuerzo por alejarse de cualquier provincianismo, no sólo porque reduce su capacidad de comprensión y explicación, sino porque no prepara en forma adecuada a quienes, viviendo en un ámbito regional determinado, también viven en un mundo que hoy está cada vez más integrado y que debe ser conocido.

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El segundo campo tiene que ver con algunas cuestiones en torno a las cuales se articulan las dudas y los conflictos del mundo de hoy, luego de la caída del Muro de Berlín: la reestructuración del capitalis­ mo, la transformación del Estado y el funcionamiento de la democra­ cia en sus dimensiones: política y social. Estos dos grandes ejes problemáticos, en mi opinión, son los que deben servir hoy para estructurar los contenidos curriculares básicos. Volveré a ellos en la tercera parte de este texto, luego de examinar los problemas de la enseñanza de la Historia en lo que antes formaba parte del nivel medio y que ahora se integra en el tercer ciclo de la enseñan­ za general básica.

2 Cómo enseñar Historia: una mirada crítica

Por distintos motivos, quienes deben enseñar Historia encuentran cada vez más difícil responder a la pregunta -elemental, pero decisivaacerca de para qué sirve el conocimiento de algo que aparece como un pasado muerto, incapaz de relacionarse con el presente vivo, sin duda, mucho más incitante y atractivo. Muchos intentaron resolverlo con nuevas fór­ mulas didácticas, pero no creo que el problema se limite a eso. Me parece que lo principal es la ausencia o la debilidad de una noción estructurada y comprensible del objeto mismo de la historia: la vid.i de los hombres en sociedad. Este problema tiene que ver, sobre todo, con las concepciones historiográficas tradicionalmente vigentes en el ámbito de la enseñanza, coincidentes con lo que era la práctica de los historiadores hace casi cien años y que hoy, aunque perdure en al­ gunos ámbitos, se encuentra totalmente superada. Basta comparar un libro de texto estándar del nivel medio de hace cinco o diez años con una obra que, por entonces, alcanzó una gran difusión -Historia de la vida privada, dirigida por G. Duby y Ph. Aries- para apreciar la magnitud de la brecha existente entre lo que ya era la práctica corriente de los investigadores históricos y lo que se enseñaba en general en las inslituciones educativas de nivel medio. En aquella historia tradicional, dominaban los temas relacionados con la política y con las instituciones: los Gobiernos, las guerras, la di­ plomacia, las constituciones. Se circunscribía a algunos grandes hom­ bres: reyes, generales o presidentes, y por detrás de ellos, la nación-, entendida como una esencia inmutable que se desenvolvía a lo largo del proceso histórico, o una cultura (la griega, la egipcia) igualmente eseni i.il e indefinida. Las acciones de los hombres se plasmaban en hechos, y

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la tarea de la investigación histórica era conocerlos (“tal como realmente ocurrieron”, según la citada frase del historiador alemán Ranke), a partir de los documentos escritos, conservados en los archivos. En otro sentido, la enseñanza de la Historia fue considerada un instrumento privilegiado para la formación de los valores cívicos y pa­ trióticos, y para la integración nacional, lo que cargó a la disciplina de un fuerte contenido valorizador y ejemplificador. Así se conformó la historia oficial y sus héroes de bronce, fuente de muy explicables des­ confianzas y rechazos. Se llega de esta manera a una historia de hechos, personajes y fe­ chas, en la cual se suele renunciar a toda explicación general, más allá de su exposición cronológica. Casi naturalmente, su enseñanza pone el acento en la retención de esos nombres, hechos y fechas, y a falta de una razón organizadora, se impone la memoria. El conocimiento memorístico -ciertamente común a otras disciplinas- es la consecuencia natural de una imagen de la realidad histórica que excluye del pasado cualquier racionalidad. Estos problemas son bien conocidos y han sido señalados reitera­ damente. No creo que la así llamada historia tradicional sea defendida en términos generales, aunque no haya sido remplazada por una ver­ sión alternativa coherente. No hay hoy un debate abierto sobre vieja y nueva historia. Hay en cambio algunas discusiones nuevas, que impli­ can tanto a la historia como disciplina cuanto a la historia como obje­ to de enseñanza curricular, que me parece importante plantear.

La historia argentina, entre el liberalismo y el revisionismo En el caso de la historia argentina, existe un problema específico: la constitución de una versión revisionista de la historia, que se enfrenta a lo que ella misma denomina versión liberal u oficial. La primera se ha instalado en el saber corriente, en el sentido común, y suele desafiar a la otra, que se pre­ senta con un mayor respaldo institucional. Aunque hoy se ha atenuado, el enfrentamiento fue muy duro y bloqueó el desarrollo de otras miradas sobre el pasado, que pongan el acento en problemas o en campos de la realidad di­ ferentes de los que interesan a estas versiones. Por ello, la contraposición men­ cionada constituye un elemento importante en el diagnóstico de la situación.

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El revisionismo creció fuera de los ámbitos académicos, constitu­ yó sus propios núcleos y ámbitos de discusión y legitimación, pero so­ bre todo, tuvo una rara capacidad para difundirse por medios no académicos ni institucionales, particularmente a través de los libros de sus autores. Su éxito se mide por la capacidad que demostró para crear un nuevo sentido común histórico, quizás más fuerte hace diez o quin­ ce años, pero sin duda presente en vastos sectores de la sociedad y en una porción importante de docentes. En rigor, el revisionismo no constituye una escuela única; su sin­ gularidad reside principalmente en la capacidad de articular corrientes y tendencias diferentes, y en ocasiones francamente opuestas, pero uni­ ficadas por su oposición a la versión oficial atacada. Tampoco los revi­ sionismos han mantenido una identidad inmutable a través del tiempo: desde su emergencia en la década de 1930, han ido adecuándose a los problemas de los distintos momentos, recogiendo en cada ocasión al­ guna tendencia disidente o contestataria de la sociedad. El revisionismo estuvo, sin duda, presente en la escuela media, segura­ mente más de lo que pueden indicar los libros de texto en uso, pese a que se lo detecte -en su versión hispanista e integrista- particularmente en los que circulan en algunos sectores de la enseñanza privada. Pero, sobre todo, está presente en profesores y en alumnos. En un cierto sentido, deben reconocér­ sele aportes importantes, vinculados a los problemas arriba señalados. El re­ visionismo estableció con vigor la relación estrecha entre el presente y el pasado. Puso en discusión cuestiones relativas a los vínculos de la nación con los centros internacionales de dominación. Demostró, teórica y prácticamen­ te, la relación entre la historia y el presente, en particular, en su dimensión política. Asimismo, subrayó la estrecha relación entre la economía y la polít ica, y también entre la política y las ideas. Probablemente, hizo mucho para explicitar cuál es la utilidad del conocimiento histórico. Pero a la vez, deben señalarse las limitaciones de la renovación revisio­ nista. Desde el punto de vista historiográfico, la renovación ha sido escasa. Los historiadores revisionistas se han limitado a invertir la reconstrucción liberal, cambiando los signos valorativos, exaltando la barbarie y deni­ grando la civilización, o mejor, llamando barbarie a lo que antes se lla­ maba civilización. Hasta allí llegó la transformación. Más allá, hubo pocos cambios en cuanto a los hechos conocidos: los historiadores re­ visionistas, más polemistas que investigadores —con algunas notables

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excepciones-, generalmente se basaron en investigaciones hechas por aquellos a quienes combatían; se limitaron a los temas y a las cuestio­ nes explorados por ellos, a su problemática y, sobre todo, a su imagen de la realidad histórica y de su comportamiento. El interés por la economía o por las ideas simplemente reforzaba, des­ de otro ángulo, su subordinación total a la política. La idea romántica de pueblo sirvió para proponer grandes líneas históricas que ignoraban lo pro­ pio y específico de cada etapa o época, y unían en un bloque indiferencia­ do las manifestaciones de ese pueblo y a quienes las encarnaban, desde el lejano pasado hasta el presente. Cada corriente revisionista eligió sus pro­ pios mojones significativos, y aunque la mayoría pasó por la figura de Ro­ sas, hubo incluso quienes no lo incluyeron, sin por eso dejar de cobijarse en el ancho paraguas de esta polifacética corriente. La presencia del revisionismo en la conciencia colectiva no puede ignorarse. Su complejo aporte no puede ni aceptarse en su totalidad ni rechazarse de plano. Una actitud más compleja y comprensiva es, sin embargo, difícil ante el carácter militante de ese saber extendido. Cons­ tituye pues, un elemento problemático de la situación.

Los nuevos ídolos La cuestión del revisionismo tiene que ver con una querella inter­ na de los historiadores, y se vive hoy con mucha menos intensidad que hace veinte años. Las discusiones más recientes en el campo de la ense­ ñanza no se originan específicamente en la disciplina, pero, al igual que el revisionismo, avanzan hacia su instalación en el sentido común. Se trata de la prioridad asignada a lo local o lo cercano, y de la disolución de la historia en un campo más vasto, que suele denominarse ciencias sociales; pero que, por la homogeneidad curricular y profesional que pa­ rece implicar, probablemente debería llamarse ciencia social. Tales los nuevos ídolos, que los historiadores debemos discutir.

La ilusión de lo cercano y la historia local La valoración de lo que se llama, genéricamente, la historia local, provincial o regional informa muchas de las reformas curriculares reali­ zadas por distintas jurisdicciones antes de la aprobación de los conte­ nidos básicos comunes. Tal planteo se basa en dos supuestos. El primero es que los alumnos conocen mejor lo más cercano, y de allí

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pueden pasar a lo más distante. El segundo, que es bueno conocer el medio en que se va a vivir, y que es conveniente acentuar la constitu­ ción de una identidad local, provincial o regional. Ciertamente, estos objetivos son adecuados e importantes en términos generales, pero me parece que las formas de instrumentarlos, y las consecuencias prácticas que se sacan de ellos, conducen en muchos casos a planteos equivoca­ dos y contradictorios con las metas propuestas. La referencia a la realidad inmediata es útil e importante para la moti­ vación del conocimiento y actúa eficazmente como disparador de las preguntas. Pero de esta cuestión no se deriva la conveniencia de atar el proceso de constmcción del conocimiento a lo cercano, o de centrarlo en él. Desde el punto de vista didáctico, la teoría de lo cercano y lo lejano, aplicada al co­ nocimiento de la historia, parece pertenecer, más bien, al campo del senti­ do común que al de la elaboración científica, y quizás a una transposición mecánica de teorías del aprendizaje desarrolladas para otros campos. Es pro­ bable que, en un nivel inicial, lo cercano, es decir, el ámbito inmediato don­ de se desarrolla la vida, sea más fácilmente entendible. Pero pasado ese momento, y cuando en otras disciplinas el conocimiento se remonta a ni­ veles crecientes de abstracción, resulta pueril pretender que, en Historia, el alumno deba seguir pegado a su inmediatez. La manera de entender la inmediatez es harto discutible. Se cuestio­ na la enseñanza de las culturas del Lejano Oriente, y se enseña historia americana. Suponer que la historia de los cazadores prehistóricos america­ nos -que solía ser ubicada en algunas propuestas curriculares en la etapa inicial del anterior ciclo medio- es más cercana que la de los cazadores de otras regiones del orbe resulta, con sólo explicitarla, insostenible. En con­ traposición, se dice que la historia de Egipto es lejana, y que por eso no interesa; aunque suele reconocerse que la prehistoria sí interesa. Queda cla­ ro que, en esta distinción, está ausente la variable del cómo se la enseña, pues la prehistoria, quizá porque carece de gobernantes y de fechas, ha quedado al margen de la historia académica tradicional. Nadie ignora que, a los niños, les atrae lo fantástico, lo remoto, lo pin­ toresco -como se comprueba por los dibujos animados-, de modo que el problema de la historia de Egipto no está en su desconexión con la expe­ riencia inmediata o con sus potenciales intereses. En suma, dudo de las ven­ tajas atribuidas a la enseñanza de lo cercano tal como se lo entiende.

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¿Hasta qué punto puede construirse un conocimiento válido y com­ prensivo de la realidad social, centrado en la realidad local o limitado a ella? Mi impresión es que, por esa vía, termina no comprendiéndose la realidad que se dice querer conocer. Si es cierto que hay excelentes ejem­ plos de historia local o regional -desde la del Beauvaisis, de Pierre Goubert o el Montaillou, de Emmanuel Le Roy Ladurie hasta el Pueblo en vilo, de Luis González-, que realizan el ideal de Tolstói de conocer el mundo a través de la aldea, presumo que todos ellos, excelentes historiadores, em­ pezaron por conocer la historia general. Una realidad local no contiene en sí misma las claves de su propia ex­ plicación, mucho menos para niños o jóvenes enfrentados con ellas y que es­ tán empezando a construir sus herramientas de análisis. Los problemas culturales y políticos de la frontera argentino-brasileña no se explican por la historia de Corrientes o de Misiones, sino por la relación entre los dos Esta­ dos, y por el proceso más vasto de colonización y de expansión del mundo occidental en América. La economía azucarera tucumana y sus vicisitudes son finalmente un subproducto del desarrollo del capitalismo en la Argenti­ na y en el mundo; y cada una de sus vicisitudes está regida por cambios en la política del Estado o por coyunturas de la economía mundial. La protesta de la sociedad catamarqueña en el caso María Soledad no se origina en los valores elaborados por la propia Catamarca, sino por la asunción de princi­ pios que quizá deberían remontarse a la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano en el siglo XVIII. Cada proceso local lleva las huellas de los generales, pero no los incorpora de manera total, sistemática y, sobre todo, procesal. Cierta­ mente se puede, por analogía, pasar del sistema de regadío del Valle del Río Negro a las civilizaciones hidráulicas del Antiguo Oriente, pero destruyendo lo más precioso del modo de conocer de la disciplina his­ tórica, que es la reconstrucción de los procesos. Esa amenaza a la con­ cepción de la historia como procesos sociales vastos y con sentido es uno de los aspectos más preocupantes del énfasis en el localismo. En cambio, parece válido llegar a lo local o regional luego de haberlo encuadrado en los procesos del Estado nacional -que incluyen elementos es­ pecíficos y absolutamente indispensables para entender lo regional- y, más en general, en los contextos americano y occidental. Sólo en el marco de esos procesos englobantes, lo cercano, lo inmediato cobra inteligibilidad. En es­ te sentido, referido a lo conceptual y no a lo motivacional, el estudio de lo lo­ cal se convierte más en un punto de llegada que de partida.

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Quedan finalmente la cuestión de la identidad y el propósito -que compartimos- de enseñar nuestra historia. El problema reside en los límites de esa pertenencia. ¿Es posible construir una identidad circunscrita a un pue­ blo, o aun, a una gran ciudad? ¿Lo nuestro se construye a partir de la igno­ rancia de lo otro? Nuevamente, aquí parecen haberse impuesto los razonamientos del sentido común. Es obvio que la historia provinciana debe subsumirse en la identidad nacional. Sin embargo, la ola de localismo pro­ vinciano lo cuestiona, cuando la idea de nación -asentada sobre bases tan frá­ giles— puede resultar debilitada. En nuestra época de mundialización, es absolutamente indispensable que la identidad nacional tenga otros marcos de referencia (incluso, para afirmarse), los cuales deben ser conocidos e integra­ rlos: el latinoamericano, el occidental y el mundial, en ese orden.

Las ciencias sociales El otro tema actual de discusión es la integración de la historia en áreas de conocimiento más amplias, como ocurre con las así llamadas ciencias sociales. Esta propuesta combina un cierto aire de modernidad frente a la tradicionalidad de materias como Historia o Geografíacon las ventajas de la organización escolar y hasta del presupuesto, que seguramente han pesado en muchos de los que optaron por esta alter­ nativa. Es sin duda el más poderoso de los ídolos. Desde el punto de vista estrictamente científico, la historia no se di­ suelve en las ciencias sociales, ni debe hacerlo. Si bien como disciplina se ha beneficiado ampliamente de los estímulos y de los aportes de las restantes ciencias sociales (creo que el capítulo 1 de este libro es elocuente al respecto), no son menores los conflictos teóricos y epistemológicos derivados de los en­ foques y de las maneras distintas de aproximación a la realidad, como los que he señalado en el mismo capítulo. Porque una cosa es el diálogo entre dis­ ciplinas, hoy más intenso que nunca; y otra muy distinta, la disolución de las fronteras disciplinares. Estas integraciones, que décadas atrás estuvieron en auge -y en las que la historia solía tener un papel meramente auxiliar o introductorio- resultaron extremadamente difíciles; y hoy son en general poco apreciadas por los científicos, que no confunden dialogar con fusionar­ se. Lo cierto es que, en el campo académico, se ha avanzado muy poco en la elaboración de las metodologías interdisciplinarias. En el campo de las ciencias sociales, existe una intensa circulación y co­ municación; y hay fuertes influencias recíprocas, pero sigue siendo un campo

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de disciplinas específicas. Cada una de las disciplinas se desarrolló en un cam­ po propio, y particularmente la historia lo ha hecho con una consistencia y solidez verdaderamente notables. Son ciencias, en plural, y no una ciencia, que mezcle un poco de todo. Esta no existe, salvo quizá para quienes no tie­ nen una relación directa con alguna de ellas. Consecuentemente, es difícil que existan, nazcan y se desarrollen en la enseñanza. Primero, es difícil imaginar una formación docente en una ciencia social que, como parece concebirse hoy, en lugar de apoyarse en una dis­ ciplina, combine un poco de varias de ellas, en un agregado de partes no integradas. En cambio, es perfectamente imaginable que, en el marco de una formación disciplinar en Historia, se integren aquellas nociones fun­ damentales de otras ciencias sociales que los historiadores utilizan habi­ tualmente en sus trabajos. Tal lo que ocurre hoy en muchas carreras universitarias. Porque una cosa es incorporar y ampliar enfoques, y otra es disolver los fundamentos disciplinares de la materia enseñada. En segundo lugar, es difícil imaginar que un docente logre plasmar en el aula esa integración de contenidos que las propias disciplinas no han logrado. No puede pedírsele al docente -aun si ejerciera su profesión en condiciones mejores que las de un investigador- que resuelva él los problemas de las cien­ cias. Tampoco, que conozca a fondo los fundamentos de más de una discipli­ na, tal como para enseñarlos. Es posible lograr una homogeneización formal en la planificación, pero cuesta imaginar una integración real en el aula. En suma, la ciencia social, que para muchos es la síntesis de la mo­ dernidad, me parece ubicada en un nivel epistemológico, académico y pedagógico inferior al de las actuales disciplinas. Cada una de ellas -tanto la Historia como la Geografía-, sin perder su estructura disci­ plinar, está a su vez tan renovada por el diálogo con las distintas cien­ cias sociales que parece innecesario acudir a otras vías para introducir las otras ciencias sociales en los currículos. Este planteo no se refiere a una cuestión mucho más específica de la ins­ titución educativa: la deseable articulación entre departamentos, planificacio­ nes o profesores, ya sea correlacionando temas, organizando talleres interdisciplinarios o promoviendo actividades comunes. Todo ello no sólo es legítimo, sino altamente positivo. Lo es para los alumnos pero, sobre todo, para los mismos profesores, a quienes las instituciones no suelen facilitar los espacios y los tiempos para la discusión. Me parece que este es el punto neu­ rálgico de la integración: que los distintos docentes de una institución

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piensen, a partir de su especificidad disciplinar, en términos de diálogo y de problemas comunes, al igual que hoy lo hacen las ciencias sociales. La actual formación docente, que parte de enfoques poco aptos para el diálogo con otras ciencias sociales, no favorece esta interrelación. Con segu­ ridad, una renovación en la formación -que apunte a la actualización disci­ plinar- creará naturalmente el espacio común para el diálogo, siempre sin duda, más valioso y efectivo que una forzada fusión de contenidos.

3 Qué Historia enseñar: actitudes y procedimientos

Los contenidos básicos comunes contienen orientaciones genera­ les, pero precisas: están implícitos en ellos tanto una concepción de la disciplina como un criterio acerca de la selección y organización de los contenidos. Sin embargo, por ser básicos y comunes, es posible realizar de ellos diferentes lecturas e interpretaciones. Son el punto de partida para una elaboración que cada jurisdic­ ción plasmará en un diseño curricular, donde se resolverán cuestiones hoy abiertas. Para el docente, también son un punto de partida para su reflexión y actualización, para un examen de sus saberes y para la ela­ boración de saberes nuevos que, sin duda, resultarán adecuados a cual­ quier elaboración curricular. Lo que sigue es una reflexión sobre los caminos abiertos por los contenidos básicos comunes y una invitación a esa reconsideración y actualización del conocimiento. Parece importante, en primer lugar, que los docentes estén prepa­ rados para ayudar a los alumnos a elaborar una noción compleja y coherente de la realidad histórica y de las características de su conoci­ miento. Con las lógicas adecuaciones y mediaciones, esta noción debe­ ría ser acorde con lo hoy es aceptado en la disciplina, tanto en lo que se refiere a la realidad histórica como a su conocimiento. En segundo lugar, los docentes deben prepararse para enseñar de manera general, pero rica y comprensivamente, la historia nacional, en el marco de la historia latinoamericana y de la historia del mundo occiden­ tal, así como el proceso más amplio de desenvolvimiento de la humani­ dad. Quiero subrayar la expresión de manera general, porque allí reside justamente la dificultad: plantear un tema de manera general, pero pre­ cisa y correcta, requiere un gran dominio de él y una cuidadosa reflexión acerca de sus ejes principales y de sus conceptos organizadores.

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En tercer lugar, los docentes deben prepararse para poder relacio­ nar con sus alumnos el conocimiento histórico y su realidad existencial. Deben ser capaces de utilizar ese conocimiento en la comprensión de la sociedad en que ambos viven. En relación con esa comprensión, deben poder orientarlos hacia el compromiso en la defensa y promo­ ción de los valores elegidos y asumidos por nuestra sociedad, y cuya realización plena constituye, en muchos casos, una tarea pendiente. Cada uno de estos objetivos tiene que ver, en diferente grado según los casos, con lo que los contenidos básicos comunes proponen como contenidos de conocimiento, de procedimiento o de actitudes. En el presente capítulo, me ocuparé de estos dos últimos: en primer lugar, de los problemas relativos a la historia y al presente, al conocimiento y a las actitudes; luego, trataré aquellos problemas del conocimiento histórico que se manifiestan en la enseñanza.

La Historia y el presente: utilidad y compromiso Como ciencia que estudia el presente desde el pasado, que ayuda a ubi­ carse en él y a elegir conscientemente los caminos de la acción, la Historia reivindica su utilidad. Esto es esencial para un replanteo de la enseñan­ za de la Historia y para enfrentar el problema —general, pero específico de esta disciplina- del para qué estudiarla. Retomaré algunas ideas del capítulo 1 acerca del conocimiento histórico, para reconsiderar de una manera más amplia esta cuestión de la utilidad. El saber histórico moldea la conciencia histórica de una sociedad. Es un instrumento poderoso, y por lo tanto, riesgoso en su uso. Opera de diversas maneras, pero sin duda, se revela más eficaz en el campo de la enseñanza, de modo que todo lo que se les transmita a los adolescen­ tes debe ser cuidadosamente balanceado. Las características que hoy se le atribuyen al conocimiento histórico obligan a reflexionar sobre qué se transmite y para qué se lo transmite en la escuela. Hoy la ciencia histórica invita a relativizar el valor de nuestras conclusiones, a destacar su provisoriedad, su carácter abierto y en cons­ trucción. Con probabilidad, esta forma no dogmática de encarar la cuestión del conocimiento sea absolutamente acorde con los valores de una sociedad pluralista y democrática, donde diferentes puntos de vista son admitidos y donde nadie es, por definición, dueño de la verdad. Pero ¿cómo se transmite ese conocimiento? Indudablemente, la asep­ sia no es un buen camino. El despojar a lo transmitido de toda opinión o

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carga valorativa, y suponer que finalmente cada uno lo llenará con sus ideas, no sólo es un empeño vano, sino contraproducente, sobre todo, en el caso de los adolescentes, a quienes hay que comprometer de un modo vital con lo que aprenden. Pretender exponer todas las versiones de un problema y dejar que cada uno elija la suya es, por una parte, lento y engo­ rroso y, por otra, no parece conducente a la formación de un espíritu crítico, que se nutre en la confrontación y en la discusión. Tanto quien elabora un lineamiento curricular o un libro de texto como un docente en su clase -cada uno, en su esfera- deben asumir que presentan una versión de la historia, entre varias posibles. Al hacer­ lo, estamos obligados a exponer que se trata de un enfoque; debemos sacar a la luz sus fundamentos y justificaciones, y confrontarlo — aun­ que sea en forma mínima- con otros posibles. Debemos presentarlo de una manera lo suficientemente abierta (pues el discurso del docente difiere aquí del de quien investiga) para que facilite su propia crítica, su propia relativización o historización. La conciencia histórica moldea fuertemente a quien da una clase, a quien escribe un libro o a quien diseña un lineamiento curricular, pese a que su tarea se sustenta en el saber histórico. El único remedio a la subjetividad es tomar conciencia de ella, exhibirla y dar lugar a otras subjetividades posibles. Se afirmó que un propósito de la enseñanza de la Historia -y en general, de las ciencias sociales- es la construcción de una visión crítica de la realidad. Esta afirmación implica problemas relacionados, finalmente, con la cuestión de la objetividad del saber. Los límites de una visión crítica posible están dados por el carácter mismo de toda enseñanza sistemática, que de una manera u otra, más o menos directamente, apunta a la reproducción del conjunto del sistema social, de modo que no podría imaginarse que la actitud crítica llegara a la negación de ese sistema en su totalidad. Puede plantearse, en cambio, que la actitud crítica se oriente al examen de los valores y fundamentos de ese sistema, que la sociedad asume como válidos, a su relación con las formas prácticas en que esos valores se realizan, y a las posibles discor­ dancias entre esos valores y la realidad. Un campo legítimo del ejercicio del espíritu crítico es el de la brecha entre lo que la sociedad y el Estado dicen que quieren hacer y lo que hacen realmente. Es sabido que, en la Argentina, desde la organización del Estado nacional a fines del siglo XIX, la enseñanza de la Historia tuvo una función legitimadora e integradora, al igual que en la mayoría de los países

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del mundo occidental: la nación se construía imaginariamente en una tradición histórica; y esa construcción legitimaba al Estado, organiza­ dor de la nación real. La obra de Bartolomé Mitre -fundador de nues­ tra historiografía y uno de los artífices del Estado nacional- ilustra cabalmente esa función de la Historia. En la Argentina, país de inmigración masiva, la enseñanza de Historia cumplió una segunda gran función, integrando vastos contingentes de inmi­ grantes en una sociedad que se estaba construyendo y en una tradición his­ tórica que no era la suya. Piénsese en la masa de inmigrantes llegados a la Argentina hacia fines del siglo XIX, cada uno con una historia real propia -en Italia, España o en los Balcanes-; pero a quienes la escuela convenció de que su pasado se iniciaba con la Revolución de Mayo (¡qué irreal y abstracta debió de parecer esa “revolución” hasta que, a fuerza de repeticiones, terminó con­ virtiéndose en algo tangible!); que los jalones de su tradición eran San Martín y Mitre y, consecuentemente, que su proyecto vital era -debía ser- la conso­ lidación de las instituciones. Después de eso, la tradición histórica sufrió, en nuestro siglo XX, el embate del revisionismo y la confrontación con otra reconstrucción, simétrica y alternativa; y el conflicto entre ambas tradiciones sin duda estuvo relacionado con conflictos sociales profundos, que forman nuestro pasado inmediato. Hoy podemos pensar que la gran tarea de integración, asumida por el Estado argentino en el siglo XIX, está cumplida en lo esencial. Puede suponerse que el gran desgarramiento entre las tradiciones así llamadas liberal y nacional está cerrado, o que al menos conmueve hoy mucho menos que antes: nadie se inmuta por la inclusión en el panteón nacio­ nal, o en los nombres de las calles, de personajes que hasta hace poco divi­ dían hondamente la opinión. Por otra parte, también hemos tomado conciencia de los riesgos implícitos en una enseñanza que, por excesiva­ mente “patriótica”, fomente el chauvinismo, la ingenua creencia de una supuesta superioridad o la idea, más nefasta aún, de que existe una matriz espiritual inmutable en la que deben subsumirse todas las diferencias, todas las particularidades; y a partir de la cual, cualquier disidencia o pro­ puesta de cambio pueda ser tildada de antiargentina. Dolorosas experien­ cias nos han enseñado, en suma, a percibir la dimensión crudamente ideológica de la historia oficial y nos llevan a pensar de qué otra manera, pluralista y democrática, puede concebirse la nacionalidad. Ciertamente, una función de integración nacional sigue siendo necesaria, pero de alguna manera ya está incorporada a las prácticas

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naturales de la escuela. Puede pensarse no sólo en aligerar la presencia de contenidos que apuntaban a su consolidación, sino en agregar a esa función, a ese objetivo, algún otro que apunte directamente a los pro­ blemas actuales de nuestra sociedad y a sus metas. La sociedad argentina ha asumido plenamente los valores de su tra­ dición republicana y democrática. Podría decirse también que no ha renunciado a los valores de la equidad y de la justicia social, y a la aspira­ ción de una sociedad integrada, que pueda decidir por sí qué camino quiere tomar. Ha revalorizado, luego de una dura experiencia, la cuestión de los derechos humanos, que formaba parte de la tradición liberal origi­ naria. Cada uno de estos valores se incorporó a nuestro acervo social en un momento de nuestro desarrollo histórico y lo hizo sin necesidad de excluir los anteriores. La enseñanza de Historia puede tomar esos valores como disparadores de nuestra interrogación al pasado, y a la vez, puede mostrar a los alumnos que se trata de valores históricos, elaborados por nuestra sociedad. Aparecerán, sin duda, como valores relativos, condicio­ nados por nuestro tiempo, pero a la vez, aparecerán como los nuestros, los que nuestra sociedad ha elegido, aquellos por los que nuestra sociedad ha luchado. Así se favorecerá tanto a un mayor compromiso como a una mirada crítica sobre ellos y sobre las formas en que nuestra sociedad se empeña en realizarlos. En este punto, mirada crítica y guía para la acción se encuentran, y la historia se integra en el civismo.

Procedimientos y construcción del conocimiento ¿Cómo piensan los historiadores? Si bien el aula está lejos del gabinete del investigador, muchas de sus formas de razonar hacen a la comprensión del resultado de su trabajo y sirven como introducción al conocimiento histórico. Pero sobre todo, ese conjunto de “procedi­ mientos” hace esencialmente a una mirada comprensiva y crítica de la propia realidad de docentes y de alumnos. Acercarse a la manera como se construye el conocimiento histórico es, también, acercarse a la reali­ dad. Lo presentaré a través de un conjunto diverso de problemas.

Tiempo y espacio Respecto del tiempo, debemos tener en cuenta, en primer lugar, un aspecto instrumental. El aprendizaje memorístico de las fechas debe quedar ciertamente desterrado, pero la alternativa no puede ser ignorarlas

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totalmente. Por una parte, es deseable manejar de un modo fluido las formas más globales de periodización: milenios en los primeros perío­ dos, cuando se trate de ubicar la revolución neolítica; siglos luego, cuando se haga referencia al feudalismo o a la colonización americana; partes de siglo, cuando se considere el siglo XIX; y quizá, décadas en los períodos más recientes. Con estos instrumentos, pueden construirse grandes periodizaciones y establecer correlaciones, del estilo de las civi­ lizaciones del tercer milenio antes de Cristo. Por otra parte, parece ade­ cuado insistir en aquellas fechas que constituyen hitos significativos, que permiten establecer, con facilidad, correlaciones o anudar procesos: en tanto tengan significación, con seguridad, serán retenidas de un modo natural; y esto debe ser valorizado. Hay luego un aspecto conceptual: el de las duraciones, tratado en la primera sección. Los diferentes procesos evolucionan de distinta manera, con ritmos diversos; de modo que, cuando se hace un análisis histórico, la temporalidad se descompone en diferentes duraciones: la de las estructuras sociales o mentales, la de los cambios políticos, la de las coyunturas económicas, etc. La mayor dificultad reside aquí, no tanto en percibir la diversidad como en entender la reconstrucción de una temporalidad común, imaginando la coexistencia de tiempos simultáneos. Esta cuestión presenta problemas específicos para el docente, que se manifiestan ya en el momento de preparar un programa. En efecto, una visión compleja de la temporalidad, que desarma la unidad de la percepción tradicional en temporalidades múltiples, debe afrontar el problema -en rigor, no totalmente resuelto- de cómo contar la histo­ ria, cómo integrar, en un único relato, esas temporalidades diferentes. Quien organiza un programa, seguramente deberá combinar presenta­ ciones “estructurales” con otras “procesales” y también “coyunturales”, lo cual no es, en rigor, de verdad fácil y constituye un desafío para el docente. Respecto del espacio, un primer aspecto -común a varias discipli­ nas- es la construcción de su noción y de su representación abstracta. El docente debe poder imaginar, y ayudar a imaginar, una visión glo­ bal de la humanidad desde sus orígenes, ocupando progresivamente el planeta. Por otra parte, debemos percibir la dimensión social e históri­ ca del espacio, que es uno de los aspectos de la creación cultural de las sociedades. En ese sentido, el espacio natural modificado tiene las mismas

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características que las creaciones totalmente artificiales, como una ciu­ dad o los objetos que entran en su construcción, y puede englobarse en el concepto más amplio de cultura material. Esta dimensión de la realidad presenta problemas particulares, algu­ nos específicamente históricos, normalmente desatendidos, que requie­ ren de capacidades específicas para su percepción e interpretación. En el espacio material, se realizan las temporalidades apuntadas, pues quedan registrados desde los procesos de largo plazo, las configuraciones profun­ das del paisaje (reveladas, por ejemplo, por la fotografía aérea) hasta las coyunturas políticas en las que las decisiones son tomadas. Todo espacio social -ya sea el medio natural modificado, como un campo cultivado, o las creaciones totalmente artificiales, como una ciudad- lleva las huellas de la acción humana y de los conflictos entre los actores, que pueden leerse en él. A la vez, ese espacio material opera como un constituyente o condicionante de los actores y del contexto en el que viven. Por ejemplo, una ciudad, o una parte de ella, como un barrio, es portadora de una serie de significaciones (los hoy llamados lugares de la memoria) que conlluyen en la conformación cultural de sus habitantes. En el mismo sen­ tido, todo lo que está por debajo de la superficie de la ciudad y oculto cañerías, desagües, cableado- constituye una verdadera infraestructura, producto de la acción y constituyente de ella.

Pensar a partir de problemas Detrás de toda reconstrucción histórica, hay una pregunta o un problema; esto es así incluso cuando el camino elegido por el historia­ dor para responder sea una narración o una reconstrucción. Pensar his­ tóricamente es, entonces, pensar a partir de problemas, de cuestiones no resueltas. Puede imaginarse qué problemas llevaron a los historiado­ res a determinadas reconstrucciones históricas, y descubrir las pregun­ tas implícitas en las respuestas. Por otra parte, pueden plantearse preguntas históricas a partir del presente, usando como generadores los problemas contemporáneos. Estos problemas, que llegan a los alumnos de muchas maneras por los medios de comunicación, o que derivan de sus experiencias personales, son potencialmente poderosos, si encontra­ mos la manera de utilizarlos y de capitalizarlos como disparadores o como punto de llegada de la reflexión histórica. Para citar algunos ejemplos de naturaleza diversa: la reflexión sobre la informática, y el salto tecnológico asociado con ella, conduce fácilmente

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a otra sobre el desarrollo técnico y científico; la caída del Muro de Berlín y el derrumbe del mundo soviético estimulan la revisión sobre todo el período contemporáneo reciente, de la guerra fría. Temas que hoy discu­ te nuestra sociedad, como la democracia, el Estado y sus funciones, la libertad de los actores económicos, el problema de los derechos, la equi­ dad y la igualdad social, entroncan con los grandes procesos de la historia moderna y contemporánea. Hay temas que enlazan con otras problemá­ ticas contemporáneas, y sobre los que la producción historiográfica es abundante: la función de la familia y el matrimonio, el papel de la mujer y el de los jóvenes, la vida afectiva y sexual, las cuestiones del medio ambiente. Todo ello es bueno como motivador, pero además, puede ser­ vir para plantear preguntas históricas pertinentes.

Construir un nuevo conocimiento La práctica de los historiadores sirve para mostrar de qué manera, a partir de una pregunta o de un problema, se elabora un conocimien­ to nuevo. Luego de plantear un problema, y para ubicar lo que quiere averiguar en el marco del conocimiento general sobre el tema, el histo­ riador revisa lo que ya han escrito otros historiadores; pero lo hace crí­ ticamente, buscando las contradicciones, los huecos, los puntos débiles o las perspectivas no satisfactorias para plantear su pregunta. Luego, el his­ toriador construye su problema, y esta tarea es más compleja que el mero planteo de una pregunta. Para ello, tiene que formular una res­ puesta tentativa y seleccionar aquellos aspectos de la realidad que le parecen pertinentes. Tiene que partir de un modelo de cómo funciona esa zona de la realidad que quiere estudiar, cuáles son las herramientas conceptuales adecuadas; y cuáles, las relaciones explicativas. Sólo entonces recurre a los datos, lo que requiere decidir qué tipo de datos, qué testimonios, qué fuentes son pertinentes para el problema plan­ teado. Las fuentes no son previas a la investigación, sino que su misma generación suele ser un paso en el trabajo del investigador. Luego viene la etapa de interrogar a las fuentes a partir de las preguntas que el historiador tiene en la mente: lo que esa fuente dice explícitamente rara vez es lo más relevante. La fuente nunca habla por sí misma, a menos que se la interro­ gue con preguntas que no están en ella, sino en la cabeza del historiador. A la interrogación, sigue el análisis de los datos obtenidos y la respuesta a la pregunta inicial. Esta última parte de la investigación es, a la vez, la más

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creativa y la menos reglada. El resultado final puede ser, o bien, un trabajo monográfico en el que se analice específicamente un punto o, como es habitual entre los historiadores, una reconstrucción de una porción amplia del pasado, la narración de un proceso. Pero aun en este caso, esa recons­ trucción involucra una serie de problemas planteados inicialmente. ¿Qué tiene que ver esto con el aula? La misma relación que hay entre un experimento de laboratorio de ciencias y la investigación en biología o en química. Lo importante es que docentes y alumnos tengan una noción general, pero correcta. Dado lo que son las ideas corrientes sobre la inves­ tigación, quiero insistir particularmente en que los datos no están al prin­ cipio del camino, sino en el medio, y que existen porque el historiador los crea. El método habitual de seleccionar fuentes y de trabajar con ellas -excelente en tanto nos ayuda a poner al alumno en contacto más direc­ to con el pasado- tiene, sin embargo, el problema de que la selección de las fuentes, o mejor dicho, la conversión de testimonios en fuentes, que es casi lo central de la investigación, ya ha sido hecho. No debe, pues, suge­ rirse la idea de que se está realizando una tarea similar a la del historiador sino, simplemente, siguiendo los pasos de una investigación ya hecha.

Pensar en términos de conexiones De toda la metodología histórica, quizás algo distante de las posi­ bilidades de los alumnos, hay un aspecto verdaderamente central en el que debemos insistir de un modo permanente: el establecimiento de relaciones, conexiones, de determinaciones entre procesos que se desa­ rrollan en zonas diversas de la realidad. El carácter complejo y coheren­ te de la realidad -esto es, la multiplicidad de planos y esferas, y un conjunto de determinaciones múltiples- se expresa, finalmente, en esas conexiones. Más allá de una preceptiva de investigación determinada, es posible sumar a una práctica constante en la formulación de pregun­ tas otra igualmente constante en la búsqueda, real o hipotética, de estas conexiones. Toda conexión contiene el embrión de una hipótesis.

Saber leer Finalmente, o quizás al principio, la capacidad de leer es absolu­ tamente fundamental para poder plantear cualquier otro contenido, de procedimiento o conceptual. El conocimiento histórico se construye a partir de la lectura, pues una porción sustancial de las fuentes son textos

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escritos; y la totalidad del conocimiento histórico se transmite como texto escrito. Aunque los medios audiovisuales pueden ayudar, en par­ ticular en la motivación, y aunque hay fuentes no escritas, ninguno reemplaza al texto escrito. Leer comprensivamente, entender la estruc­ tura de un texto, descomponer sus partes, discriminar su importancia relativa, volver a armar el texto o armar un texto nuevo con partes de otro son técnicas que debemos enseñar y ejercitar, que requieren de un tiempo especial. A partir de esto, puede pensarse en un segundo obje­ tivo: leer críticamente, aprender a discriminar lo que, en un texto, es una posición o un punto de vista y a confrontarlo con otro. Ciertamente, este problema no es específico de la disciplina, pero tam­ bién le compete.

4 Qué Historia enseñar: contenidos conceptuales

¿Cuáles y cuántos conocimientos enseñar en Historia? ¿Con qué criterio seleccionar, dentro de lo mucho que constituye el pasado his­ tórico, aquellos contenidos sobre los cuales se ha de trabajar? Los con­ tenidos básicos comunes son una propuesta precisa y amplia a la vez, que requiere no sólo de desarrollos curriculares específicos, sino de una reflexión profunda, un verdadero replanteo por parte de los docentes. Nuestros antiguos planes de estudio, que constituyeron la base de nuestra formación como docentes y la matriz sobre la que se desen­ vuelve hoy la enseñanza, están ciertamente envejecidos. Adolecen de un enciclopedismo que resiste todos los achiques y reducciones. La concepción de la historia que los informa está hoy superada. Sin embargo, su base última me parece sólida. Es posible mejorar por partes el edificio existente, sin necesidad de demolerlo, y esto es una verdadera fortuna, porque se puede pensar en un cambio gradual y no traumático. El primer problema por discutir es el de la relación entre la historia local, la nacional, la latinoamericana y la general. El segundo problema pasa por la estructuración de los bloques de con­ tenidos, los ejes que los organizan y, finalmente, la selección y jerarquización de temas. En ambos casos, se trata de una manera de comprender los procesos históricos, su estructura y articulación ínti­ ma. Se trata de traducir, en temas concretos, los principios generales del enfoque. Se trata, en suma, de un proceso de reflexión del docen­ te. Esta reflexión es independiente del proceso institucional por el cual cada jurisdicción elaborará su diseño curricular. Me propongo aquí ofrecer una guía para esa reflexión y actualización, cuyos resul­ tados, sin duda, podrán ser aplicados a los distintos diseños curricu­ lares resultantes.

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Historia nacional, latinoamericana y occidental A menudo, se plantea una oposición entre enseñar la historia nacional o la historia general o universal. En el capítulo 2, discutí algu­ nas de las implicaciones de esta discusión, que me parece inútil. La contraposición entre lo local y lo universal, lo propio y lo ajeno, me parece falsa, desde el punto de vista científico, y contraproducente en términos de los objetivos educacionales propuestos. Nuestro objetivo como docentes, que aspiramos a formar ciuda­ danos de nuestra nación y personas capaces de entender el mundo en que viven, debería ser que comprendan el proceso de la historia de nuestro país, incluido en tres marcos sucesivos, que le dan sentido: el latinoamericano, el occidental y el de la humanidad. Esta afirmación reconoce que el centro de la preocupación debe estar en la compren­ sión de nuestra propia realidad, pero a la vez, que esa realidad —recor­ tada en los marcos del Estado y de la nación- no es comprensible en sí misma. Suponer lo contrario conduce a un provincialismo o a un parroquialismo, no del conocimiento, sino del entendimiento. Aclararé qué entiendo por cada uno de estos ámbitos en los que se incluye nues­ tro proceso histórico e introduciré así los criterios más generales para la organización de los contenidos. Un aspecto que nos interesa especialmente es su capacidad expan­ siva. En el siglo XI, el mundo occidental alcanzó su primera periferia, en Europa, sobre el Elba y el Danubio, en el Báltico y en el Mediterráneo. En los siglos XV y XVI, la expansión oceánica le permitió incorporar una segunda periferia y constituir los primeros grandes imperios coloniales, incluyendo el americano. La tercera expansión, en la segunda mitad del siglo XIX, llevó la influencia de la cultura occiden­ tal a los cuatro confines del globo, se mezcló en cada lugar, en mayor o en menor proporción, con componentes locales, los modificó y fue modificada por ellos. En ambos procesos, nuestra historia latinoamericana quedó indi­ solublemente unida con la del mundo occidental, y no sólo en el sen­ tido pasivo de recibir influencias y de ser moldeada por ellas, con mayor o menor capacidad de creación o de resistencia. En el relato de la historia occidental, América Latina ocupa necesariamente un lugar central. Cualquier explicación sobre la expansión mercantil, el surgi­ miento del capitalismo y su apogeo debe incluir la idea de la explota-

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ción colonial y el aporte de América Latina al enriquecimiento euro­ peo. Cualquier explicación sobre la historia latinoamericana, inversa­ mente, debe incluir la profunda acción de las metrópolis en el moldeamiento o en la deformación de la economía colonial. Cualquier explicación sobre la sociedad europea debe tener en cuen­ ta lo que significó la existencia de un amplio espacio para el trasplante demográfico y cultural -igualmente significativo en el siglo XVI como en el XIX-, así como el carácter tributario de la sociedad periférica respecto de la metropolitana. Cualquier explicación sobre la sociedad latinoamerica­ na debe atender centralmente a ese traspaso y a ese tributo. Cualquier explicación sobre la cultura europea debe considerar no sólo los formida­ bles procesos de aculturación y de formación de culturas mestizas, sino la retroalimentación, la contribución del hecho americano en múltiples aspectos de la visión del mundo de los europeos. Inversamente, cualquier explicación sobre la cultura latinoamericana debe atender a los procesos de transmisión, recepción y refracción cultural. En suma, ambos procesos deben ser vistos como parte de una his­ toria única, en la que los procesos centrales de la historia europea -que allí se dan de manera variada- vuelven a darse en América Latina de manera igualmente variada, con probabilidad, con un grado mucho mayor de refracción, pero en los que pueden reconocerse, de todos modos, su forma originaria. En ese sentido de unidad y diversidad, debe pensarse también la relación entre la historia argentina y la latinoamericana. Hay sin duda problemas y circunstancias comunes, derivados sobre todo de la rela­ ción colonial y del carácter periférico de nuestra historia occidental; pero existe una enorme diferencia de circunstancias y de desarrollos locales, los cuales pueden ser en parte reducidos a variantes tipológicas. En la selección de los contenidos sobre la historia latinoamericana, debería tenerse en cuenta lo que esta tiene de común -por ejemplo, la coin­ cidencia en los movimientos de ruptura con España en 1810, o la simi­ litud de los problemas políticos y de gobernabilidad del siglo XX - y a la vez, una caracterización tipológica más breve, antes que la explora­ ción de las variantes nacionales. ¿Cómo se relaciona este proceso histórico occidental, latinoame­ ricano y argentino con la historia universal, que constituía el modelo implícito en los programas tradicionales de Historia? La humanidad tiene una larga historia antes de que se constituya el núcleo originario

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de la cultura occidental. Cuando esto ocurre, ese núcleo ocupa un lugar marginal, un rincón de la humanidad, cuyos desarrollos más ricos pasan quizá, por China o por India. Lo característico de ese núcleo fue, como dijimos, su capacidad de expansión, por oleadas sucesivas, hasta llegar a influir en todo el mundo, combinándose conflictivamente en cada lugar con los elementos locales. Al final del ciclo, en nuestro tiem­ po, la historia occidental conduce a la historia mundial, a eso que hoy se ha tematizado con el término de globalización.

Contenidos conceptuales y realidad histórica Estas ideas son el marco de mi propuesta sobre cómo combinar el enfoque general acerca de la realidad histórica con lo prescrito en los contenidos básicos comunes, cómo organizar coherentemente los con­ tenidos y qué prioridades establecer. Lo que sigue es un desarrollo de esas ideas que tiene una doble finalidad: servir de guía para el proceso de reflexión y actualización de los docentes, y proponer una manera de presentar los contenidos, que puede ser aplicable, con los necesarios cambios, a diversas organizaciones curriculares. Los docentes encontrarán que esta presentación implica las bases de una propuesta curricular: los contenidos están distribuidos en tres etapas, que obviamente pueden corresponder a los tres años del tercer ciclo de la enseñanza general básica, y luego en unidades, que podrían a su vez corresponder a unidades de planificación didáctica. Pero eso no es lo central. Mi intención es mostrar cómo pueden organizarse lógicamente los contenidos, traduciendo en ellos los criterios generales del enfoque propuesto inicialmente; y esto requiere establecer, de algu­ na manera, dimensiones, secuencias, prioridades: no es lo mismo pen­ sar en dedicar un año entero a la Historia de la Antigüedad o proponerse acotarlo a medio año. En su forma general, la propuesta parte de un estudio panorámi­ co de la evolución de la humanidad desde sus orígenes hasta la consti­ tución del mundo occidental y prosigue con el estudio, en forma integrada y con énfasis cambiantes, del proceso de la historia occiden­ tal, latinoamericana y argentina. En ese marco, en cada una de las grandes estructuras históricas -tra­ ducidas en la propuesta en las unidades respectivas-, se presentan temas relativos a la economía, la sociedad, el Estado y a la cultura e ideas, tal como se lo propone en el capítulo 1. En algunos pocos casos, se trata de temas

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nuevos; y en otros, se propone un reordenamiento y una jerarquización. Hay ocasiones en que, dentro de los temas tradicionalmente destacados, se subrayan aspectos quizá no siempre atendidos. En suma, la selección de los contenidos procura atenerse a la idea de la realidad histórica total y compleja, y presentar una imagen ordenada de ella. He presentado, en primer lugar, una explicación sintética de los blo­ ques de contenidos, sus núcleos temáticos, su fundamentación y articula­ ción. A continuación, esos mismos temas aparecen presentados en forma de contenidos programáticos. En este caso, el propósito es doble: ordenar­ los de una manera clara para facilitar la tarea de reflexión y actualización del docente, y mostrar una posibilidad de organización didáctica que pro­ bablemente pueda adecuarse a distintas organizaciones curriculares. No aparece explicitado, en la selección de los contenidos, un aspecto fundamental del enfoque propuesto: el que tiene que ver con la coherencia, con las articulaciones entre los niveles, con las determi­ naciones. Naturalmente, la propia organización de una unidad indica el tipo de relaciones posibles. Se intenta una aproximación más especí­ fica a través de un ejemplo que aparece en el próximo capítulo.

Bloques de contenidos: fundamentación Primera etapa Los temas correspondientes a la primera etapa abarcan desde los orígenes del hombre hasta la crisis que afecta al mundo occidental en el siglo XIV d. de C. Comprenden dos partes claramente diferenciadas, que han sido estructuradas según criterios diferentes: la primera abarca hasta el comienzo de la historia del mundo occidental -en Europa, luego de la caída del Imperio Romano-, y la segunda incluye la prime­ ra etapa de la historia del mundo occidental. La primera parte, que corresponde a lo que tradicionalmente se ha denominado Prehistoria, Oriente, Grecia y Roma debería ser desarro­ llada de manera tal que insuma solamente medio año lectivo. Más allá de lo que establezcan los diseños curriculares, esta preci­ sión es importante para el trabajo de reflexión y actualización docente, pues supone, respecto de la manera tradicional de encarar estos temas, tanto una reestructuración general de los criterios como una drástica reducción de los contenidos.

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Respecto de la historia de Oriente, y en alguna medida, de la grecorro­ mana, es necesario examinar críticamente una tradición establecida desde hace mucho tiempo en la enseñanza. En ella, los distintos pueblos y culturas son presentados sucesivamente, uno a uno, abundando en sus formas cultu­ rales específicas, por ejemplo, los nombres de los dioses de cada pueblo. Esto no sólo demanda un tiempo infinito, sino que no subraya lo central del pro­ ceso histórico. Por ello, me parece conveniente proponer dos criterios gene­ rales de organización y selección de contenidos. El primer criterio apunta a presentar, en líneas muy generales, el desarrollo conjunto de la humanidad y la forma como se ha instalado en el planeta, mostrando por ejemplo la coexistencia de sociedades humanas en Egipto y en América o en la Argentina. Para ello, es nece­ saria una mirada general de la localización de los pueblos y de los gran­ des movimientos. Conviene aquí usar grandes medidas temporales, adecuadas para cada caso; en la primera unidad, serán entre millones y miles de años; y en la tercera, entre miles y cientos. En el aula, esto puede servir para que los alumnos empiecen a entrenarse en el manejo de la dimensión temporal y para que elaboren ciertas nociones de pro­ porciones y correlaciones. El segundo criterio es tipológico. Parte de la pregunta acerca de cómo se organizaron los hombres, a partir de los desafíos de la natura­ leza y de su dotación técnica y cultural, y cómo constituyeron socieda­ des, Estados y culturas de complejidad creciente. El propósito es establecer las grandes líneas del proceso de transformación global. Quien haya leído, por ejemplo, a Gordon Childe, comprenderá fácil­ mente esta propuesta. Nótese que el criterio tipológico es diferente del cronológico, de modo que, en cada momento, coinciden sociedades correspondientes a distintos estadios. La primera unidad -donde se reemplaza la habitual denomina­ ción de Prehistoria, que sólo alude a la forma de conocimiento- se organiza en torno a los tipos de cazadores y agricultores, y luego a los tipos de ciudades y Estados. En la segunda unidad, referida al Cercano Oriente y a América, se utilizan centralmente los tipos de Estados (es decir, organizaciones políticas autocentradas) e imperios (organizacio­ nes políticas expansivas), combinando criterios económicos, políticos y socioculturales. En el caso de América, los imperios aparecen mucho más tardíamente, aunque por sus características pueden ser compara­ dos con los antiguos; el tema de las organizaciones imperiales america-

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nas prehispánicas debe ser, sin embargo, retomado con los contenidos relativos a la Conquista. En la tercera unidad, en la que se presentan conjuntamente el mundo griego y el romano, se utilizan tres tipos: las sociedades arcaicas, las ciudades Estados y los imperios. Este planteo (que me ha sugerido Raúl Mandrini) permite superar el enfoque cultural erudito tradicional, consistente en estudiar cada una de las culturas o pueblos, residualmente fuerte en la enseñanza de muchos de estos temas. Evita también recurrir a su subsunción en la fórmula de los legados del mundo antiguo a la cultura occidental -que no permite entender los grandes desarrollos evolutivos-, sin caer tampoco en solucio­ nes heroicas, como su eliminación total, frecuente en algunas propuestas curriculares nuevas. No es ni posible ni necesario conocer cada uno de los casos de estos estadios. Si se tiene claro el concepto central que se trata de ejemplificar -por ejemplo, una cultura cazadora-, bien puede bastar con un solo caso como ejemplo, a partir del cual lograr una imagen vivida y estructurada tal que las diferencias entre ese tipo y otro resulten significa­ tivas. Sólo que clarificar ese concepto central implica, para el docente, una tarea: ir él mismo más allá de la descripción. Debemos ser conscientes de que el resultado buscado con los alumnos es una serie de imágenes de la sociedad, es decir, una recons­ trucción estructurada; y no, procesal. Puesto que se trata quizá de niños de 12 años, no puede pretenderse en esta larga etapa una comprensión de los procesos de formación y cambio, sino una visión de conjunto, que pueda ser comparada con otras. Se aspira también a una aprehensión inicial -quizá más concreta que conceptual- de ideas globales, como sociedad, cultura, grupo étnico, entre otras. En la segunda parte, se inicia el tratamiento de la historia de Occidente desde sus orígenes hasta la crisis del siglo XIV. Los temas se agrupan en tres unidades: sociedad feudal, mundo burgués y monar­ quías nacionales. Una breve introducción muestra la constitución de la sociedad feudal, hasta el momento de su madurez en el siglo XI. Luego, se presenta la sociedad feudal desde una perspectiva estructural. He ele­ gido este tema como ejemplificación del enfoque y lo desarrollo en el próximo capítulo. El mundo de las ciudades y de la burguesía debe considerarse diferente y contrapuesto al feudal, pero a la vez, integrado en él. En lo que tiene de específico, el mundo urbano medieval aparece como el labo­ ratorio de la sociedad moderna: el carácter de libres de sus habitantes; sus

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actividades mercantiles, artesanales o financieras; el carácter contrac­ tual de su vinculación; la organización comunal; la intensa dinámica social; las nuevas formas de vida y el esbozo de una mentalidad disiden­ te respecto de las formas cristiano feudales establecidas. Pero a la vez, la ciudad vive de su mundo circundante, los negocios urbanos se amoldan a las características de la sociedad feudal; al tiempo que los grandes bur­ gueses se integran en las filas de las aristocracias. Esa coincidencia se da en el marco de un crecimiento general, que beneficia a ambos sectores y se prolonga hasta el 1300. Las monarquías que se constituyen al fin del período se analizarán en el marco de la crisis general del siglo XIV y sus efectos sobre las acti­ vidades económicas, sobre cada uno de los actores sociales y sobre las ideas y mentalidades. En ese contexto, el crecimiento de las monarquías, respaldadas alternativamente por las aristocracias y las burguesías, apa­ rece como una de las respuestas a la crisis, que anuncia el reordena­ miento del siglo XVI. El análisis somero de la sociedad, el Estado y la cultura en el mundo bizantino y musulmán servirá en parte para precisar sus apor­ tes al desarrollo occidental, y en parte para perfilar, por contraste, la singularidad del mundo cristiano feudal. Segunda etapa Los temas corresponden al período de la historia del mundo occi­ dental entre el fin de la crisis del siglo XIV y el afianzamiento de la socie­ dad burguesa y capitalista a mediados del siglo XIX. Incluyen los relativos a las nuevas áreas coloniales, y muy particularmente, a Hispanoamérica y a la Argentina. Tanto los temas de historia occidental como los americanos y argentinos pueden ser considerados en dos grandes bloques: el corres­ pondiente a lo tradicionalmente conocido como época moderna en Europa y período colonial en América (1450-1750), y por otra parte, el relativo a la doble revolución -política y económica- en Europa, que coincide con la emancipación americana y con las primeras etapas de la sociedad argentina independiente (1750-1848). Respecto del período europeo que va del siglo XVI al XVII, conviene dis­ tinguir cuatro ejes: la transición de la sociedad feudal-burguesa a la sociedad capitalista, la reorganización del Estado y de la sociedad en torno al absolu­ tismo, la división de la cristiandad y la formación de la cultura moderna.

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a. La transición hacia el capitalismo. A partir de la resolución de la crisis del siglo XIV, el proceso se desarrolla en tres fases: la expansión de los siglos XV y XVI, la contracción del siglo XVII y su salida progresiva en el siglo XVIII. Un aspecto central de este proceso son los imperios coloniales, de fuerte incidencia sobre las sociedades metropolitanas. Sobre los impe­ rios coloniales, es conveniente distinguir las formas iniciales de implanta­ ción, su crisis a partir del siglo XVII y la reorganización de las colonias alrededor de las economías de plantación. El otro aspecto importante del proceso de transición al capitalis­ mo son las transformaciones internas de los países occidentales, parti­ cularmente en las zonas más innovadoras, como el mundo rural de Inglaterra, donde se producen los cercamientos, y se expande la indus­ tria rural. Al respecto, son significativos los contrastes entre Inglaterra y el Continente, donde se afirma el proceso de refeudalización. b. El absolutismo es un eje que sirve para plantear la cuestión del Estado moderno, su crecimiento, el desarrollo de sus instrumentos y las formas de legitimación. A la vez, permite entender la adecuación a sus pautas por parte de las aristocracias y las burguesías, así como los dis­ tintos tipos de resistencias que genera. En Inglaterra, el intento fallido del absolutismo y el ciclo de revoluciones del siglo XVII sirven de con­ traejemplo, y muestran, con el establecimiento del parlamentarismo, las tendencias que dominarán posteriormente en la política. c. La Reforma y la Contrarreforma. El tercer gran tema, en el que interesan tanto los aspectos religiosos como la convulsión social y política que significó la cuestión religiosa, la incidencia de estas ideas en cada plano de la vida social y el progresivo desarrollo de la idea de tolerancia. d. La cultura moderna es un eje que apunta al cuestionamiento del conjunto de ideas del mundo cristiano-feudal, esbozado en el mundo urbano medieval, y al desarrollo de las ideas que se manifiestan en forma madura en el siglo XVIII. Pueden distinguirse tres campos. Por una parte, ideas en el campo artístico (Renacimiento, Barroco, Clasicismo). Por otra, el proceso de desarrollo del pensamiento cientí­ fico por la vía de la razón y de la experimentación, desde la transforma­ ción de la idea del universo que propone Copérnico hasta la formulación del sistema de Newton. Finalmente, las ideas sobre el indi­ viduo, la sociedad y el Estado, desde Maquiavelo hasta Rousseau o la Enciclopedia. El despotismo ilustrado y la ilustración española, temas

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en los que se cruzan lo intelectual y lo político, son importantes por su incidencia en la reforma imperial del siglo XVIII. La historia de la presencia portuguesa en Japón, o la reconstruc­ ción de la visita de la expedición inglesa a China en el siglo XVlll, recientemente estudiados, son ejemplos que permiten percibir el con­ traste y las similitudes entre Europa y los mundos no europeos. En la sección referida a América ibérica colonial (esto es, los impe­ rios español y portugués), es necesario retomar un tema de la primera etapa: las sociedades americanas más avanzadas, vistas ahora desde la pers­ pectiva de su choque con los conquistadores provenientes de la Europa feudo-burguesa. A partir de la Conquista, se plantean distintos aspec­ tos de la constitución de una nueva sociedad, considerada en forma global, de acuerdo con los diferentes niveles de la realidad, desde el siglo XVI hasta las grandes transformaciones del siglo XVlll. Esto inclu­ ye la situación del actual territorio argentino, visto como porciones territoriales y sociales carentes aún de unidad. A continuación, se nos presentan los dos grandes procesos de cambio rápido que se desencadenan en la segunda mitad del siglo XVIII: la Revolución Industrial inglesa y la revolución política y social en Francia. Se exploran sus consecuencias hasta mediados del siglo XIX, considerando, en un caso, la inicial proyección de las transformaciones industriales y agrarias en el Continente, y en el otro, el ciclo de movi­ mientos revolucionarios que transformaron, de manera gradual e incompleta, las sociedades del Antiguo Régimen. Se apunta a mostrar la constitución, a partir de los efectos combinados de ambas revolucio­ nes, de los aspectos fundamentales del mundo contemporáneo: el capi­ talismo, la sociedad burguesa, la democracia y las naciones. a. En el caso de los cambios económicos, se parte de Inglaterra: los cambios en la organización de la producción en la rama textil de algodón y sus relaciones con cuestiones como las transformaciones agrarias, las innovaciones técnicas, los mercados, los capitales, la políti­ ca estatal. Los cambios confluyen en la primera constitución de un núcleo capitalista estable y en la incipiente formación de la clase obre­ ra. Se propone luego examinar la consolidación de estos cambios, con la construcción de los ferrocarriles y el afianzamiento de la industria del hierro y del carbón. Igualmente, los comienzos de procesos de indus­ trialización diferentes, en el Continente y en Estados Unidos.

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b. En el caso de los cambios políticos, se parte del proceso fran­ cés (en relación con las revoluciones inglesa y norteamericana), y luego se considera la proyección europea y mundial de la Revolución en un gran ciclo que, con alternativas, se prolonga hasta 1848. A través de las distintas etapas, hay que tener en cuenta varios aspectos: la dimensión burguesa de los cambios institucionales y políticos, la movilización general de la sociedad y la compleja relación entre los grupos dirigen­ tes y los sectores sociales movilizados, la conformación de nuevas for­ mas de la práctica política y de nuevos discursos legitimadores del poder, y el surgimiento del nacionalismo. c. Las relaciones entre esta doble revolución y el mundo tienen que ver con la formación del imperio informal británico y con los vas­ tos efectos del sacudimiento político metropolitano y del nuevo univer­ so de ideas establecido. A continuación, se examina la historia latinoamericana del perío­ do: el largo y contradictorio proceso de formación del Estado y la nación en el contexto más general del mundo de la Revolución Industrial y la Revolución Francesa. a. En primer lugar, las grandes reformas imperiales del siglo XVlll, que incluyen la creación del Virreinato del Río de la Plata, y sus efectos sobre la administración, la economía, la sociedad y la cultura. A ello sigue, casi de inmediato, la crisis metropolitana, antesala de la ruptura de 1810, y en el caso de Buenos Aires, la cuestión clave de las Invasiones Inglesas y sus consecuencias. b. Desde entonces, conviene examinar en paralelo el proceso rioplatense y el latinoamericano. Hay que puntualizar tanto los aspectos militares y políticos como los efectos que la guerra y el comercio libre tie­ nen sobre la sociedad y la economía, hasta 1820: crisis del ordenamiento social y político colonial, conflictos por la organización del Estado, frag­ mentación y constitución de estados “provinciales”, desarrollo de la gue­ rra de Independencia hasta 1824 y primera organización de los Estados. c. Por otra parte, conviene considerar la peculiar e incompleta inser­ ción de Hispanoamérica, y en particular, del Río de la Plata, en el mundo. Hay que tener en cuenta tanto el desarrollo de la ganadería porteña como las crisis de las economías provinciales y su lenta reconstitución. En relación con eso, pueden pensarse los cambios sociales, la crisis de las élites, los procesos de ruralización, la militarización de la sociedad y las guerras civiles.

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d. El último eje que hay que seguir es el de la larga disputa por la organización del Estado, las concepciones doctrinarias -el constitu­ cionalismo y sus críticas, el unitarismo y el federalismo- y los conflic­ tos regionales que se expresan a través de ellas. Esto puede examinarse, en general, en el ámbito hispanoamericano y, en particular, en el argen­ tino. En este caso, conviene considerarlo en dos momentos diferentes: el primero, de crisis, entre 1820 y 1829; y el segundo, de mayor esta­ bilidad, la etapa de la Confederación, que preanuncia el proceso de organización definitiva del Estado. A él contribuyen los intelectuales -la Generación del 37- que comienzan a proponer las bases del país por construirse.

Tercera etapa Los temas correspondientes a esta etapa pueden organizarse en dos grandes subetapas: la de la gran expansión del mundo capitalista, entre 1830 y 1914, y la del llamado corto (o breve) siglo XX, entre 1914 y 1991. En ambos casos, debe distinguirse, por un lado, el desarrollo del mundo occidental y, por otro, el de América Latina, denominación que, por razo­ nes históricas, reemplaza, desde el siglo XIX, la de América ibérica. En la primera de las subetapas, 1850-1914, el desarrollo del mundo occidental (cuyo núcleo ya incluye áreas no europeas) puede ser organizado sobre dos grandes ejes: la maduración del capitalismo, y la maduración de la sociedad y del Estado burgueses. a. La maduración del capitalismo se relaciona con la generaliza­ ción de los cambios en el mundo rural (gradual disolución de las for­ mas feudales) y con los procesos de industrialización. Estos presentan algunos rasgos comunes: la sucesión de una fase liberal y otra monopólica, el cambio en el liderazgo de los sectores industriales, el nuevo papel de los bancos o de la ciencia. A la vez, se dan de manera singular en cada uno de los países que empiezan a constituir el nuevo centro. Francia, Alemania, Estados Unidos, Japón pueden ser considerados, cada uno, un caso particular, donde el modo de la transformación se proyectó de manera singular sobre la sociedad y la política. Por otra parte, se asiste a la expansión político-económica de los paí­ ses centrales y a la organización del mercado mundial según los princi­ pios de la división del trabajo. Igualmente, se asiste al establecimiento

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de relaciones coloniales generalizadas, que culminan el ciclo de expan­ siones iniciado en el siglo XI, que constituye uno de los ejes mayores de mi planteo. Interesarán especialmente, por su atinencia a América Latina, los casos del Imperio Británico y de la expansión norteamerica­ na. Este proceso puede analizarse considerando, en especial, alguna de las regiones por él afectadas, la India por ejemplo. b. La maduración de la sociedad burguesa se relaciona, en pri­ mer lugar, con la vinculación entre las nuevas burguesías, las viejas aris­ tocracias, el campesinado y la nueva clase obrera; también, con las formas de movilidad social y con las nuevas formas de vida (familia, religiosidad). Lo atinente al mundo del trabajo requiere una considera­ ción especial: formas de vida y de cultura, organización sindical, ideo­ logías y doctrinas, partidos políticos y asociaciones internacionales. c. La consolidación de los Estados nacionales se produjo en torno a tres líneas. La primera es el desarrollo de los Estados, su pro­ gresiva penetración en la sociedad y el desplazamiento de instituciones competidoras, como la Iglesia. La segunda corresponde a la expansión del sufragio, la incorporación de las masas y la conformación de una política democrática. La tercera se refiere al desarrollo de la nacionali­ dad, las políticas estatales, especialmente la educativa, y la transforma­ ción del nacionalismo integrativo en un nacionalismo agresivo.

d. El apogeo y los comienzos de la crisis de la cultura moderna, que puede seguirse tanto en el arte (y de su nueva relación con el merca­ do) cuanto en la consolidación de las ciencias físico-naturales o de las ciencias sociales imbuidas de positivismo. La teoría de la evolución de las especies, y su corolario, el darwinismo social, así como el debate que generan, permite analizar las relaciones entre ciencia y sociedad. e. Hacia 1914, puede hacerse un balance conjunto de los procesos de expansión capitalista, desarrollo democrático, nacionalismo y socialismo. En la sección referida a América Latina y a la Argentina, pueden plantearse estos grandes ejes: transformaciones de su economía y de su sociedad; y cambios sociales, políticos y culturales. a. Las transformaciones económicas tienen que ver con la ubi­ cación de América Latina, y en particular, del país, en el mundo orga­ nizado por los países industriales: formas de asociación con Gran Bretaña y comienzos del avance norteamericano; inversiones, migracio­ nes y mano de obra; economías de exportación y sus ciclos; las economías

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del interior y los enclaves de prosperidad; crecimiento económico y dis­ tribución interna de sus beneficios; desarrollo industrial; endeuda­ miento y vulnerabilidad externa. b. Las transformaciones de la sociedad. En el caso de la Argentina, un tema clave es el de las migraciones y la sociedad aluvial, en sus distintas variantes: el mundo de los chacareros, el de los trabajadores urbanos, el de las nuevas clases medias y sus formas de ascenso, y el de la nueva oligarquía. En el mundo rural modernizado, y en las ciudades en crecimiento, esa nueva sociedad se expresa en formas de vida y de cultura singulares. c. Organización del Estado y constitución de la nación. En primer lugar, las discusiones previas y la confrontación de proyectos alternativos. Luego, el largo proceso de constitución de los Estados desde las primeras for­ mas constitucionales hasta los últimos desarrollos de su administración. En relación con eso, el desafío de integrar a sus habitantes en una nación por construirse, los problemas singulares que plantea una sociedad aluvial, las políticas específicas, sus logros y fracasos, y las discusiones en torno a ello. Finalmente, la confrontación entre las ideas del positivismo y los distintos planteos críticos que se desarrollan hacia el Centenario. d. El sistema político y su reforma. Las formas tradicionales de la política y la progresiva constitución de una política democrática, partiendo del sistema roquista. Los principales hitos con la crisis de 1890, el surgi­ miento de los partidos modernos y su relación con los conflictos plante­ ados por la nueva sociedad (protesta rural y urbana) hasta culminar en la reforma de 1912 y la propuesta de constituir la ciudadanía. En la segunda de las subetapas, 1914-1991, conviene desagregar el estudio del mundo occidental en dos períodos: el de entreguerras y el de la guerra fría, recientemente concluido. a. En la etapa enmarcada entre las guerras mundiales, debe analizar­ se separadamente el mundo capitalista y la Unión Soviética. En esta, partir de la revolución de 1917, los temas centrales son las grandes transformacio­ nes de la economía -la colectivización y la industrialización acelerada- y la centralización política, que culmina con el totalitarismo estalinista. Respecto del mundo capitalista, es importante hacer una caracteri­ zación de la crisis integral del mundo burgués: la economía capitalista, la democracia, la cultura moderna. Por otra parte, la búsqueda de alternati­ vas, desde el intervencionismo económico del Estado, o las nuevas expe-

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riendas en el campo de la creación -por ejemplo, el cubismo-, hasta solu­ ciones radicales y excepcionales, como las propuestas por los regímenes nazifascistas, cuyo análisis es fundamental. Las dos guerras mundiales pueden servir para explicar la definición de los conflictos señalados y para un análisis de los aspectos mas específicamente bélicos. b. En la etapa de la guerra fría, parece adecuado presentar algu­ nos problemas generales del mundo dividido, particularmente el desa­ rrollo científico y su asociación con la industria bélica, y luego, por separado, el desarrollo del mundo socialista, del Occidente liberal y capitalista, y del Tercer Mundo. El mundo socialista -que se expande y diversifica- debe ser con­ siderado en sus diferentes desarrollos: la URSS, las nuevas democracias populares, China y Cuba. Respecto de las democracias occidentales, se señalará su estabilización y reconstrucción, el nuevo ciclo de auge del capitalismo y los equilibrios sociales que se organizan en torno al Estado de bienestar. Sobre el Tercer Mundo, es fundamental tanto el proceso de descolo­ nización y los movimientos de liberación, como los problemas acarreados por la guerra fría -competencia entre los bloques, nuevas formas de domi­ nación- y su combinación con los problemas propios del atraso. Conviene señalar los diferentes caminos seguidos por cada país para supe­ rarlo: políticas de desarrollo, experiencias socialistas, regímenes nacionalis­ tas y populistas. Finalmente, deben considerarse los casos específicos de los conflictos localizados: Corea, Medio Oriente, Vietnam. En la unidad referida a América Latina y a la Argentina, es conve­ niente considerar primero un panorama del desarrollo latinoamericano, contemplando algunos problemas y características comunes: predominio norteamericano, revolución demográfica, urbanización y marginalidad. Luego, las distintas alternativas políticas, desde la revolución mexicana hasta la cubana, a través de las cuales pueden pensarse las características más específicas de algunas sociedades. La cuestión del endeudamiento y la crisis reciente permite una aproximación a la situación actual. Respecto de la Argentina, deben distinguirse distintas etapas, defi­ nidas en términos políticos: la de los Gobiernos radicales, 1916-1930; la de la restauración conservadora, 1930-1945; la peronista, 1945-1955; la de la larga crisis posperonista, 1955-1966; la de la confrontación entre el

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autoritarismo militar y la movilización social, entre 1966 y 1976; la del “proceso” militar, 1976-1983; y la del resurgimiento democrático, desde 1983 hasta nuestros días. A lo largo de esas etapas, es importante subrayar un conjunto de grandes problemas-eje:

a. El pasaje del crecimiento hacia afuera, hacia el desarrollo del mercado interno y la industrialización; su relación con el dirigismo económico y el desarrollo del Estado de bienestar; los límites de la industrialización sustitutiva, la incidencia de la inversión extranjera hasta la etapa actual, caracterizada por el endeudamiento, la apertura económica y la reestructuración. b. Los cambios en la sociedad: migraciones, urbanización, alfa­ betización, argentinización; los cambios en las clases medias y los tra­ bajadores, la renovación y diversificación de las élites dirigentes, las transformaciones urbanas y la modernización de la vida social. c. Los cambios en las ideas y en la cultura: la reforma universi­ taria y su contexto; las ideas nacionalistas; la cultura estatal y popular; la modernización cultural de los sesenta; las culturas políticas más recientes, entre la revolución, el autoritarismo y la democracia. d. Los cambios en la relación entre el Estado y la sociedad, los actores y el escenario político: el Estado dirigista y benefactor, las características y los modos de acción de los actores corporativos, las for­ mas de intervención militar, las características de los actores políticos: partidos, movimientos. Todo ello apunta a la comprensión de las vici­ situdes y dificultades de la existencia de un sistema político y de una sociedad democráticos.

Bloques de contenidos: organización temática La presentación que sigue desarrolla sistemáticamente lo expues­ to en el acápite anterior. Tiene un doble propósito: proponer un mode­ lo de organización didáctica de los contenidos, pero sobre todo, suministrar al docente una ayuda para la propia elaboración de estos, una guía de trabajo. En el último capítulo, retomaremos esta cuestión.

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Primera etapa Primera parte: Del origen del hombre hasta el fin del Imperio Romano Unidad I: Las primeras comunidades humanas (hasta el 3000 a. de C., aproximadamente)

1. La aparición del hombre en la Tierra Los primeros homínidos en Africa. Los primeros hombres. Los produc­ tos iniciales de la actividad humana. La ocupación del planeta por los homí­ nidos durante el Pleistoceno. Los primeros americanos.

2. Las comunidades de recolectores-cazadores Los modos de subsistencia y las economías de caza y recolección. La organización social de las bandas cazadoras. El parentesco. La movilidad. Las primeras manifestaciones estáticas y religiosas. Los cazadores americanos. 3. La revolución neolítica y las sociedades aldeanas Los orígenes de la agricultura y la domesticación de animales. Los progresos de la agricultura y la expansión de la vida aldeana. La expan­ sión de la economía: agricultores, pastores y artesanos. 4. La revolución urbana y la aparición de los primeros Estados La ciudad en la era preindustrial. Situación económica y social. Campesinos, artesanos y comerciantes. Sacerdotes y guerreros. Los pri­ meros Estados: Egipto y la Mesopotamia (4000 a 3000 a. de C.). Templo y palacio. La administración de los Estados. La escritura y la revolución del conocimiento. El camino hacia el Estado en América: los centros cere­ moniales. La Venta y Chavín. 5. Las comunidades primitivas hoy Recolectores y cazadores modernos. Pastores y agricultores primitivos.

Unidad II: Estados e imperios en el Cercano Oriente, el Mediterráneo y en América (3000-1000 a. de C.)

1. Los pueblos Pueblos y Estados en el Cercano Oriente, el Mediterráneo, América, Lejano Oriente e India. Los grandes movimientos de la población. 2. Los Estados El Egipto en la Edad de las Pirámides. Babilonia en la época de Hammurabi. La Creta de los grandes palacios.

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3. Los pueblos marítimos Las ciudades fenicias. Cartagineses y etruscos. 4. Los imperios El Egipto en el período tebano (dinastías XVIII y XIX). Los imperios mesopotámicos: asirios y babilonios. El imperio persa. 5. América (hasta el siglo XV d. de C.) Los Estados: Teotihuacán, Tiahuanaco. Los imperios: los aztecas y los incas.

Unidad III: Estados e imperios en Europa Occidental (de 1200 a. de C.

a 500 d. de C.) 1. Los pueblos Pueblos en Europa Occidental y la cuenca del Mediterráneo. Los grandes movimientos de la población.

2. Las sociedades arcaicas del Mediterráneo Los primeros griegos. Micenas y los dorios. El oikos homérico: reyes, guerreros y dioses. La Roma primitiva. La gens antigua. 3. La ciudad antigua La polis. El mundo griego: la gran colonización. Legisladores y tira­ nos. La Edad de Oro de la polis griega. El mundo romano: la República. Las instituciones republicanas. Las grandes conquistas. Economía, socie­ dad y cultura. 4. Los imperios: el mundo helenístico y el Imperio Romano La integración económica y política de la cuenca del Mediterráneo. El mundo helenístico. Augusto y el Imperio Romano. Religión familiar y cívica. Vida pública y vida privada en el Imperio Romano. 5. El Imperio Romano tardío La división del Imperio. El dominado: ruralización y militarización. La difusión del cristianismo. Las invasiones germanas y los reinos bárbaros.

Segunda parte: La primera edad del mundo occidental Unidad IV: La sociedad feudal y el orden cristiano feudal

1. La formación del feudalismo (siglos V a X) Las tradiciones romana, cristiana y germana. De los reinos bárba­

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ros al Imperio Carolingio. La fusión de las tradiciones: siervos y gue­ rreros; monarquías y aristocracias; las creencias y la expansión del cris­ tianismo. La constitución del feudalismo.

2. Señores y campesinos: la aldea y el señorío Explotación agraria y vida campesina: la familia y la aldea. Señores y señoríos. Mansos y reserva. La casa señorial y sus funciones. El tribu­ to feudal. Sus variantes. Los conflictos entre campesinos y señores. 3. La expansión de los siglos XI-XIII Crecimiento demográfico y ocupación de nuevas tierras. La expansión político-militar: magiares, eslavos y nórdicos. Las Cruzadas. La Reconquista española. Efectos económicos y sociales de la expansión. Europa Occidental y los contactos con el mundo bizantino y musulmán. 4. La aristocracia Organización y consolidación: relaciones familiares y feudo-vasalláticas. La vida en las cortes: torneos y trovadores; la mujer. 5. La Iglesia La vida en los monasterios: trabajar y orar. Iglesia y doctrina. Las herejías. Iglesia y saber: las Sumas teológicas. Iglesia y sociedad: los tres órdenes y el papel de la caballería. 6. El poder La fragmentación: el poder de los señores. La monarquía feudal. Imperio y Papado: la disputa simbólica por el poder ecuménico. UNIDAD V: La sociedad burguesa urbana

1. Comercio y ciudades La expansión mercantil de los siglos XI-XIII. Las grandes áreas del comercio medieval. El comercio con Oriente. El renacimiento de las ciudades. Actividades urbanas: comercio, manufacturas, finanzas. 2. La sociedad urbana La formación de los nuevos grupos burgueses. Los conflictos con los señores y la formación de las comunas. Las formas de la vida urbana: el mercado, la Iglesia, la taberna. Diversificación de la socie­ dad urbana. Los movimientos contra el patriciado. Las mentalidades: nueva idea del hombre, de la sociedad, de la naturaleza y el saber, y de Dios. Sociedades urbanas y mundo feudal. El fin de las comunas autónomas.

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Unidad VI: La crisis del siglo XIV y la sociedad feudo-burguesa 1. La crisis del siglo XIV

La peste negra y la caída demográfica. Las transformaciones econó­ micas: producción agraria, manufacturas y comercio. La crisis social: revueltas campesinas y urbanas. Revueltas señoriales. Señores y campesi­ nos: la crisis de la feudalidad tradicional. La crisis espiritual: las herejías.

2. El crecimiento de las monarquías Las monarquías entre la nobleza y la burguesía. El desarrollo de los instrumentos de la monarquía. Las monarquías a la salida de la cri­ sis: Luis XI, Enrique Tudor. Las monarquías de la Península Ibérica.

Segunda etapa UNIDAD I: La Europa de las monarquías absolutas y de la transi­ ción al capitalismo (siglos XVI a XVIII)

1. La división de la cristiandad La crisis de la religiosidad. La Reforma y las corrientes protestan­ tes. La Contrarreforma católica. Los conflictos religiosos. Hacia la tolerancia. La religión en la sociedad, la economía y la cultura.

2. La transición hacia el capitalismo La expansión oceánica y la economía mundial: comercio, finan­ zas, manufacturas. Los imperios coloniales: España, Portugal, Holanda e Inglaterra. Los cercamientos en Inglaterra. La refeudalización del mundo rural continental. De la expansión del siglo XVI a la crisis del siglo XVII. 3. Los Estados y el absolutismo Imperios y monarquías. El Estado absoluto. Aristocracias, burguesías y campesinos: las resistencias al Estado absoluto. Hegemonía y guerras: la preponderan­ cia española, francesa e inglesa. Las revoluciones inglesas del siglo XVII. 4. La cultura moderna La creación artística: Renacimiento, Barroco y Clasicismo. El pensa­ miento científico. Newton. El pensamiento social y político: la Ilustración y la Enciclopedia. Liberalismo político y liberalismo económico. El Despotismo ilustrado. La Ilustración española.

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5. Europa y los mundos no europeos Africa, el Islam y los turcos. La India, Japón y China.

Unidad II: América ibérica colonial (1492-1750)

1. La Conquista y la ocupación del territorio Las sociedades americanas a la llegada de los europeos. La socie­ dad europea que conquistó América. La exploración del Continente. La exploración del Río de la Plata. La conquista de los grandes impe­ rios. Las zonas de frontera. La fundación de ciudades. Corrientes colo­ nizadoras y fundación de ciudades en el territorio argentino. 2. El Gobierno Hispanoamérica y Brasil. El Gobierno metropolitano. Control del territorio y organización administrativa. La organización administrati­ va del actual territorio argentino. 3. La organización de la explotación Centros mineros, haciendas y plantaciones. Las formas coactivas del trabajo indígena. El derrumbe demográfico. El sistema de mono­ polio y el contrabando. 4. La sociedad Europeos, aborígenes y negros. El mestizaje. Las castas. La socie­ dad hidalga y la sociedad criolla. La Iglesia, la Conquista, la evangelización y la educación. 5. Regiones y sociedades en el actual territorio argentino Tucumán y Cuyo. El Paraguay y las misiones jesuíticas. El litoral: las vaquerías. Buenos Aires: el contrabando. 6. Hispanoamérica y las potencias europeas

Unidad III: El ciclo de las revoluciones (1760-1850)

1. La Revolución Industrial inglesa: los cambios en la organiza­ ción de la producción Los cambios en el mundo rural. La máquina de vapor y la fábri­ ca. Los mercados, el capital y los empresarios industriales. La mano de obra. La acción del Estado. Los ferrocarriles y las industrias del hierro y del carbón. Los comienzos de la industrialización del Continente y de los Estados Unidos.

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2. La aparición del capitalismo Capitalismo industrial y agrario. Capitalismo y mercado mundial. 3. La formación de la clase obrera La constitución: artesanos, campesinos, tejedores. Las condicio­ nes de vida en ciudades y en fábricas. Las formas de acción y las ideas. Los obreros y la política. 4. La revolución en América del Norte La Independencia. La Constitución. 5. La revolución en Francia, 1789-1795 Francia en vísperas de la revolución. Las revoluciones de 1789. La fase liberal. Declaración de derechos, abolición del feudalismo, monar­ quía constitucional. La soberanía popular. La fase jacobina. República, leva en masa, democracia. La reacción de Thermidor. 6. La época de Napoleón La institucionalización de la revolución. Las guerras. España: la crisis de la monarquía. La Constitución de 1812. 7. Restauración y revoluciones, 1815-1850 La restauración y la Santa Alianza. Las revoluciones liberales y nacionalistas. El Romanticismo. Las revoluciones de 1848. La imposi­ ción del orden. 8. Europa y el mundo Las guerras coloniales. El imperio informal británico. Las repercu­ siones de la Revolución Francesa.

Unidad IV: Iberoamérica y el Río de la Plata (1750-1852)

1. El Virreinato del Río de la Plata La reorganización de los imperios iberoamericanos. La creación del Virreinato del Río de la Plata. La nueva administración colonial. La econo­ mía: los efectos del Comercio Libre. La sociedad: movilidad, tensiones, levantamientos. La modernización cultural. La crisis de los imperios ibéri­ cos. Las invasiones inglesas y la politización de la sociedad porteña. 2. La Revolución en el Río de la Plata: los diez primeros años Los movimientos hispanoamericanos: auge y caída. El Gobierno de la Revolución en el Río de la Plata, 1810-1815. El Congreso de 1816 y la Declaración de la Independencia. Artigas y los Pueblos Libres. El directorio de Pueyrredón y la crisis del poder central.

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3. La guerra de la Independencia La guerra en Hispanoamérica, 1810-1815. Las campañas del Gobierno de Buenos Aires, 1810-1815. San Martín y la emancipación de Chile y Perú. Bolívar y la emancipación de la Gran Colombia. El fin de la emancipación iberoamericana. 4. Iberoamérica entre 1820 y 1850 Iberoamérica y la economía internacional: la hegemonía británi­ ca. Los nuevos Estados: constitucionalismo, federalismo, centralismo. Crisis y reconstitución de las élites: los nuevos patriciados. 5. El Rio de la Plata: sociedad, economía y política, 1820-1850 Las consecuencias de la guerra y de la revolución. Gran Bretaña y el Río de la Plata. La expansión de la ganadería en Buenos Aires. Crisis y reconsti­ tución económica en el Litoral. Decadencia y reconstitución de las élites. Los poderes locales y el caudillismo. Los conflictos por la organización del Estado. 6. Fracaso del intento de organización nacional, 1820-1829 La crisis de 1820. Buenos Aires bajo el Partido del orden. Buenos Aires y las provincias: la hegemonía informal. El Congreso de 1825 y la organi­ zación del poder nacional. Guerra civil y derrumbe del poder nacional. 7. La Confederación, 1829-1852 Gobierno de Rosas en Buenos Aires: de las facultades extraordinarias a la suma del poder público. La Liga del Interior y el Pacto federal. El gran debate, 1830-1835. El régimen rosista en Buenos Aires y en el país. Gran Bretaña, Francia y la Cuenca del Plata. La Generación de 1837 y su pro­ puesta de organización nacional. La crisis del régimen rosista.

Tercera etapa Unidad I: Europa y el mundo occidental (1850-1914)

1. La economía: la consolidación de la industria y el capitalismo Crecimiento demográfico y migraciones. La gran expansión del capitalismo. Caminos en el desarrollo capitalista: Inglaterra, Alemania, Estados Unidos. De la etapa liberal a la monopólica.

2. La sociedad burguesa Aristocracias, burguesías, clases medias, campesinado. Las carre­ ras, el talento y la movilidad social. Las formas de vida: familia, moral, religiosidad.

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3. El mundo de los trabajadores El crecimiento de los obreros industriales. Las formas de vida y la cultura obrera. La organización del movimiento obrero. Las ideologías y doctrinas: anarquismo, socialismo, sindicalismo, catolicismo social. Los partidos socialistas y la Internacional. 4. El Estado y la política Los nuevos Estados nacionales: Italia y Alemania. Estados y nacio­ nes. La educación. El nacionalismo. La expansión del sufragio. El año 1914: capitalismo, democracia, nacionalismo, socialismo. 5. La cultura Apogeo de la cultura moderna. El arte y el mercado. El desarrollo de las ciencias físico-naturales. Ciencia y sociedad: la evolución de las especies y el darwinismo social.

UNIDAD II: América Latina y la Argentina durante la expansión

capitalista (1850-1916) 1. América Latina y el mundo del imperialismo Gran Bretaña y los Estados Unidos: inversiones e intervenciones. Las economías de monoproducción. Los cambios en la mano de obra. Las ciu­ dades y la europeización de las formas de vida. La consolidación de los Estados: oligarquías y dictaduras.

2. La Argentina: la unidad nacional y la consolidación del Estado La organización constitucional. Conflictos internos y triunfo del Estado nacional. La construcción institucional del Estado. La promo­ ción del cambio económico-social. La política educativa. 3. La economía: la expansión hacia afuera La asociación con Gran Bretaña. El mercado mundial y sus estímulos. Migraciones y mano de obra. Los ciclos: la lana, la agricultura, la ganadería. Los enclaves en el Interior: Tucumán y Mendoza. Transformaciones urbanas y crecimiento de la industria. Endeudamiento y vulnerabilidad externa. 4. La sociedad aluvial Inmigración masiva y conformación de la nueva sociedad. El mundo de los chacareros. El mundo de los trabajadores urbanos. La aventura del ascenso. La nueva oligarquía: criollismo y cosmopolitismo. 5. La política oligárquica El Partido Autonomista Nacional. El unicato. participación política y elecciones. La revolución de 1890 y el surgimiento del radicalismo. La

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protesta obrera: sindicatos, huelgas, anarquismo, socialismo. La protesta rural: el Grito de Alcorta. La reforma política y la Ley Sáenz Peña.

6. Las ideas La ideología del progreso y el positivismo. El Centenario y el cuestionamiento del progreso.

Unidad III: El mundo en el siglo xx (1914-1991)

1. La Unión Soviética La Rusia zarista y la revolución de 1917. Colectivización agraria e industrialización. La centralización política y el estalinismo. El Estado soviético y la sociedad. La cultura: el realismo socialista. La URSS y el comunismo internacional.

2. El mundo capitalista de entreguerras La Primera Guerra Mundial y los problemas de la paz. La década de los veinte: depresión europea y expansión americana. La crisis económica de 1930 y las nuevas políticas de intervención estatal. El fascismo italiano y el nazismo alemán. La Guerra Civil espa­ ñola. La Segunda Guerra Mundial. La crisis de la cultura moderna y la búsqueda de nuevas formas de expresión. 3. El mundo dividido (1945-1991) Los acuerdos de posguerra. Las Naciones Unidas. EE.UU. y URSS: la guerra fría. La ciencia y la técnica: de la bomba atómica a los viajes espaciales. 4. Las democracias occidentales La reconstrucción de posguerra. Estados Unidos, Japón, Europa. Estado de bienestar y democracia liberal. El capitalismo: transnacionaliza­ ción y salto tecnológico. La sociedad de consumo y la cultura de masas. La crisis social de los sesenta y la reestructuración económica de los ochenta. 5. El mundo socialista y el Tercer Mundo Europa Oriental y la URSS. El socialismo en China. El Tercer Mundo: descolonización y movimientos de liberación. Los problemas del atraso y las vías alternativas para el crecimiento. Las guerras: Corea, Argelia, Vietnam, Medio Oriente. La crisis del bloque soviético y el fin de la guerra fría.

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Unidad IV: América Latina y la Argentina en el siglo xx

1. América Latina: los cambios sociales y económicos La hegemonía de los Estados Unidos. Crisis de economías expor­ tadoras e industrialización sustitutiva. Endeudamiento, crisis y rees­ tructuración. Modernización y marginalidad social: las megalópolis y los rancheríos. La literatura latinoamericana. 2. América Latina: las alternativas políticas

La Revolución Mexicana y su institucionalización. Las dictaduras familiares: Nicaragua y los Somoza. Nacionalismos y populismos: Brasil bajo Vargas. Las democracias estables: el caso de Venezuela. La Revolución Cubana y su impacto en América Latina.

3. La Argentina y el mundo Entre Gran Bretaña y los Estados Unidos, 1900-1947. La hege­ monía norteamericana. 4. La economía: el crecimiento hacia adentro La Primera Guerra, la crisis y el fin del modelo exportador. La industrialización por sustitución de importaciones y el mercado inter­ no, 1920-1952. La Segunda Guerra Mundial y el cierre de la econo­ mía. Las inversiones extranjeras y la segunda fase de la sustitución de importaciones, 1952-1975. Crisis y recuperación del sector agropecua­ rio. Endeudamiento, apertura y reestructuración, 1975-1989. 5. La sociedad Migraciones internas y urbanización. La emergencia de los trabaja­ dores. La consolidación de las clases medias. Renovación y diversificación de las élites dirigentes. Transformaciones urbanas y modernización de la vida social. Los efectos de la crisis y reestructuración recientes. 6. Las ideas y la cultura Los efectos de la educación popular. La Reforma Universitaria. Las corrientes nacionalistas, 1920-1945. La cultura estatal y popular, 1945-1955. La modernización cultural, 1955-1966. Autoritarismo, democracia y cultura. 7. Estado y política: los actores El Estado dirigista y benefactor. Los actores corporativos: las Fuerzas Armadas, la Iglesia, las asociaciones patronales y los sindicatos. Los acto­ res políticos: partidos, movimientos, organizaciones armadas. La cultura política de la revolución. La cultura política de la democracia.

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8. Estado y política: las etapas El período de los Gobiernos radicales, 1916-1930. La restauración conservadora, 1930-1943. El primer Gobierno peronista, 1943-1955. Gobiernos militares y democracias limitadas, 1955-1966. La Revolución Argentina, 1966-1973. El segundo Gobierno peronista, 1973-1976. El Proceso de Reorganización nacional 1976-1983. La democracia actual.

5 Un ejemplo: la sociedad feudal

Examinaremos ahora un caso para mostrar cómo se aplican los criterios generales del enfoque. También servirá de ilustración acerca del modo en que cada docente puede actualizar su conocimiento y, a la vez, desarrollar una reflexión sobre las prioridades, la organización y la jerarquización de contenidos, y el desarrollo concreto de los ejes orga­ nizadores. Finalmente, quiero aportar algunas sugerencias acerca de cómo llevar esto al aula, sin por ello pretender incursionar en cuestio­ nes específicamente didácticas, que no son de mi especialidad. Consideraré un tema correspondiente a la primera etapa, que podría perfectamente ser dictado en el séptimo grado: la sociedad feudal y el orden cristiano feudal. La función de este tema es comprender cuál fue la base de la socie­ dad europeo occidental, a partir de la cual se produjo luego el desarro­ llo burgués-capitalista moderno. Igualmente, sirve para discernir los aspectos más relevantes de lo que Europa trae a América, plenamente reconocibles incluso en nuestros días. (Un ejercicio posible es buscar esas permanencias americanas, por ejemplo, en el noroeste argentino). De este modo, la sociedad feudal constituye el punto de partida para los dos grandes ejes del programa -mundo burgués y expansión del núcleo occidental-, y a la vez, el término de referencia para entender, por antítesis, muchas de las características del mundo moderno. Insisto en esto porque, pese a ser un tema clave, es común —y hasta normal— que no se lo dicte. A lo largo de la historia, se elaboraron distintas imágenes de lo que se llamó la Edad Media. La modernidad la vio como la edad oscura, contrapuesta al mundo de las Luces y de la Razón. El Romanticismo primero, y el pensamiento antimoderno luego, la vieron como la época

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de la armonía y de la espiritualidad. Ambas imágenes están presentes en los historiadores actuales, y seguramente en los propios docentes, tributarios de formaciones que, quizás, en este punto, sean marcada­ mente diferentes. Aquí se propone una imagen que, sin negar aquellas previas, las incluye y supera. El tema transcurre a lo largo de un arco temporal extensísimo: en rigor, desde las invasiones del siglo V hasta la crisis del siglo XIV. Una de las tareas es realizar una selección de contenidos extremadamente rigurosa, adecuada al tiempo disponible. Presentaré entonces una suer­ te de síntesis argumental, encadenando los temas que me parecen fun­ damentales, y luego propondré algunas reflexiones acerca de cómo encarar la actualización docente. 1. La formación del feudalismo. En primer lugar, es necesario ela­ borar una visión global del largo proceso que va desde la crisis y división del Imperio Romano hasta la maduración del feudalismo en su porción occiden­ tal, entre los siglos V y X aproximadamente. En ella, deberá quedar claro el papel del legado romano, de la tradición cristiana y de la tradición aportada por los pueblos germánicos. Por tanto, es necesario identificar la naturaleza de cada uno y considerar el proceso de fusión en distintos planos de la reali­ dad. Por ejemplo, en lo religioso, el triunfo del cristianismo en Occidente, pero también la perduración en él de formas anteriores de religiosidad, especialmente de origen germánico. Otros ejemplos pueden encontrarse en la combinación del señorío de la aldea germánica y el latifundio roma­ no, o la fusión de las categorías de hombre libre y esclavo en la de siervo. Dentro de los límites de la rigurosa selección propuesta, sólo se requieren algunas precisiones fácticas y cronológicas mínimas: las inva­ siones germánicas y los reinos que se forman, la expansión del Islam hasta España; el Imperio de Carlomagno. A partir de esta base, puede encararse una explicación estructural del feudalismo, recorriendo sus diversos niveles. Esta sociedad feudal en su apogeo puede ser ubicada entre los años 1000 y 1300 (desde entonces, debe hablarse de su crisis). No me ocuparé aquí de los temas relativos a las ciudades y a las burguesías, que son contemporáneos de esta sociedad feudal madura. Pero tanto el docente que realice su actua­ lización como el que los enseñe a sus alumnos deben tener en cuenta esta coexistencia y hacer las correlaciones pertinentes.

2. Señores y campesinos: la aldea y el señorío. En este punto, se trata de ver cómo se conforman las relaciones sociales básicas en la econo­ mía y en la sociedad, observando el funcionamiento de dos componentes: la aldea y el señorío. En primer lugar, las características técnico-económi­ cas de la producción agraria: arados, abono, animales de tiro, barbecho, rotaciones. Luego, la unidad familiar campesina y la unidad aldeana, des­ tacando las formas cooperativas y comunales de propiedad y trabajo de la tierra. A continuación, el señorío, entendido como la coordinación de un conjunto de aldeas, unidas a las tierras que el señor explota directamente, en ocasiones, como una unidad de explotación, pero sobre todo, como una unidad de tributación. Todo ello aparece materializado en la residencia señorial, sus administradores y perceptores, su horno y molino. Por aquí se llega a lo central de la relación que une a señores y campe­ sinos: el tributo, las cargas e impuestos que estos pagan, por su persona o por la tierra, y el elemento coactivo que hay en el fondo de los derechos señoria­ les, quizá disimulado por la costumbre o por la obligación religiosamente sancionada. En este punto, debe plantearse desde lo conceptual la relación específicamente feudal, que sirve para explicar, con los cambios y ajustes res­ pectivos, situaciones muy diferentes, incluyendo la de los indígenas america­ nos. Los conflictos menudos, o los grandes movimientos campesinos y sus represiones (como la jacquerie francesa de tiempos de Juana de Arco), mani­ fiestan el carácter conflictivo, explícito o no, de esa relación. 3. La expansión de los siglos XI-XIII coincide con la maduración del feudalismo. La clave de este punto es la combinación de dos procesos diferentes: la expansión político-militar y el avance campesino, que ocupa nuevas tierras. La expansión se refiere a distintos procesos políticos, cuyo sentido común se manifiesta en un mapa: las campañas de los emperado­ res y de los señores alemanes contra magiares y eslavos, que se inician en el siglo X, la incorporación de los pueblos nórdicos, hasta la conquista nor­ manda de Inglaterra en 1066 inclusive, la Reconquista española, o las Cruzadas. El tema de las Cruzadas, así como el de España y el Cid, ambos bien conocidos, puede servir para iluminar rápidamente el proceso de avance de la frontera de la cristiandad. Esta expansión se relaciona con los fenómenos demográficos y económicos: aumento de las tierras cultivadas, tanto por la instalación campesina en las nuevas fronteras como por la recuperación de tierras abandonadas. A ello, sigue un significativo aumento de la población y de la producción, y una mejora general tanto para los señores como, en

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menor medida, para los campesinos. Esta expansión constituye el principal impulso para la reactivación comercial. Conviene recordar la situación por entonces relativamente margi­ nal del mundo occidental respecto de las grandes civilizaciones musul­ mana o bizantina, así como de las de India o China, a las que puede hacerse referencia a través del conocido libro de Marco Polo. Pero a la vez, debe subrayarse que esta primera expansión, por la que el núcleo europeo occidental gana su primera periferia, será segui­ da de otras (siglos XVI y XIX respectivamente), por obra de las cuales llega a adquirir influencia mundial. 4. La consolidación de la aristocracia coincide con la relativa holgura de su situación, como consecuencia de la expansión. Su con­ formación como clase se manifiesta tanto en el desarrollo de las relacio­ nes feudovasalláticas, bien conocidas, como en el entrelazamiento matrimonial de los linajes. Sobre estas redes, se estructuran las relacio­ nes entre los miembros de la nobleza, se atenúan las luchas internas, y se consolidan los patrimonios familiares. La consolidación tiene que ver también con las formas de vida de la aristocracia, visibles en las cortes nobiliarias: torneos, amor cortés, trovadores permiten ejemplificar una manera de diferenciarse, crear un estilo de vida común y un mundo cerrado. Una explicación similar puede darse en la caballería, presentada como un ideal en el que los valores guerreros de la aristocracia encuentran -a través de la guerra a los infieles— una forma legítima y aceptable para la Iglesia. 5. La Iglesia. En este tema, hay que considerar, por una parte, cómo funciona la Iglesia como ámbito especial de la sociedad (por ejemplo, la vida en los monasterios), y por otra parte, la múltiple inser­ ción de la institución en la vida intelectual y cultural de la sociedad. Por ejemplo, su papel en la constitución de una ortodoxia, en relación con las herejías, cuyo desarrollo mayor se da en los ámbitos urbanos; su función en la elaboración del saber, que culmina en las universidades y en las sumas teológicas. En términos más generales, la Iglesia es, por entonces, el ámbito principal de elaboración de las ideas con que la sociedad se piensa a sí misma. Este punto es central: la idea de los tres órdenes -oradores, defensores y labradores, que son parte de un mismo organismo— puede contraponerse perfectamente a la explicación anterior sobre la sociedad feudal. La constitución de la caballería y de su ideal se relaciona también con esta idea de los tres órdenes.

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6. El poder. La virtual inexistencia de un Estado centralizado (la monarquía feudal es nominal) y la fragmentación del poder entre los señores constituye una dificultad y, a la vez, un aliciente para explicar conceptualmente este tema. Por una parte, la fragmentación del poder estatal es la condición para la constitución del feudalismo, en tanto un señor administra privadamente una porción de ese poder; en consecuencia, el posterior desarrollo de las monarquías implicará la nueva centralización del poder disperso. Por otra parte, las disputas entre el papa y el emperador arrojan luz sobre la impor­ tancia que las ideas de orden universal tienen para estas sociedades locales y fragmentadas. Tales las características básicas del tema, y las claves de un desarro­ llo que el docente podrá reconstruir en detalle con ayuda de cualquie­ ra de los muchos libros disponibles, verdaderamente excelentes. Mencionaré el clásico La sociedad feudal, de Marc Bloch, o el más moderno Guerreros y campesinos, de Georges Duby, así como La revo­ lución burguesa en el mundo feudal, de José Luis Romero. Por otra parte, Perry Anderson ha elaborado una versión sumamente esquemática, y útil en ese aspecto, en Transiciones de la Antigüedad al feudalismo. Con ellos, o con muchos otros (algunos se indican en las orientaciones bibliográficas), el docente debe procurar dominar con claridad los con­ ceptos arriba indicados. Pero además, como señalé en el primer capítulo, luego de ela­ borar los conceptos hay que volver a la gente, a la vida cotidiana, a lo concreto. El feudalismo es la aldea y el castillo. Son los campesinos, que cotidianamente sufren los avatares de la naturaleza y la opresión de los señores, tal como lo muestra Eileen Power en “El campesino Bodo”, de su excelente libro Gente de la Edad Media. También los señores feudales son seres vivos; aunque idea­ lizados, se los puede ver en el Poema del Cid o en la Canción de Roldan. La misma E. Power reconstruye, en el caso de una priora de convento, toda la vida conventual; y Duby ha explicado larga­ mente el significado del amor y el matrimonio, así como la con­ dición de la mujer en un mundo esencialmente masculino. Es bien conocido El nombre de la rosa, aunque no siempre bien entendido. Por otra parte, hay hoy mucho material de divulgación de excelente calidad. Todo ello es útil para reconstruir una imagen vivida de esa realidad.

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He presentado el tema desde el punto de vista de las estructuras y de los procesos de larga duración, lo que supone la construcción de un objeto (en términos de lo desarrollado en la fundamentación), que quizá no exista así en ningún lugar, pero que ayuda a entender cada caso. La construcción propuesta se ajusta al esquema de niveles expues­ to en la fundamentación, y a la idea de una estructura, es decir de una correspondencia entre los distintos niveles hasta conformar lo que ha sido llamado el orden cristiano feudal, un concepto que sintetiza las estructuras sociales, las políticas y las mentales o ideológicas.

6 Orientaciones bibliográficas

Estas orientaciones constituyen una herramienta para un estudio sistemático de los temas propuestos*. Se incluyen obras generales, donde normalmente se encontrará una presentación de los temas perfecta­ mente adecuada para las necesidades de la docencia, y luego una serie de libros sobre temas específicos, que permitan al docente, según sus inquietudes y necesidades, profundizar los distintos temas. No se trata de una bibliografía mínima -es mucho más que esoni por supuesto máxima, pues la lista de libros disponibles es inmensa. Esta selección tiene mucho de preferencias personales. No está limita­ da a las obras más recientes sobre cada tema, ni necesariamente a los aportes actuales sobre cada asunto, pues creo que las obras clásicas, en muchos casos, siguen siendo valiosas. Tampoco pretendo que sea una selección equilibrada: en esta apretada selección de títulos, hay mucho de elección personal, de inevitable subjetividad. Se trata, más bien, de una biblioteca, de los libros a los que acudiría inicialmente para enca­ rar los temas. Pero sin duda, quien inicie la exploración de algún tema encontrará fácilmente, en los mismos libros, las orientaciones para completarla y seguir adelante.

1. Problemas teóricos y metodológicos Dos textos clásicos contienen presentaciones muy claras y aún vigen­ tes de la renovación historiográfica de la segunda mitad del siglo XX: Marc Bloch: Introducción a la historia (México: Fondo de Cultura Económica, en adelante FCE, varias ediciones) y E. H. Carr: ¿Qué es la historia? * En las citas bibliográficas, sólo se menciona la ciudad de edición la primera vez que se cita la ccii torial respectiva.

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(Barcelona: Seix Barral, 1969). Buenas síntesis de los problemas de la his­ toria social más reciente y útiles introducciones a las cuestiones metodo­ lógicas son los libros de Pierre Vilar: Iniciación al vocabulario del análisis histórico (Barcelona: Crítica, 1982) y de C. F. S. Cardoso y H. Pérez Brignoli: Los métodos de la historia (Crítica, varias ediciones); ambos sir­ ven para consultar temas específicos. Un panorama de cada uno de los temas de la nueva historia francesa se halla en Jacques Le Goff y Pierre Nora (ed.): Hacer la Historia (Barcelona: Laia, 1974); se trata de una extensa recopilación de artículos, de interés desigual. Peter Burke (ed): Formas de hacer historia (Madrid: Alianza, 1994) ofrece un panorama actual de los temas que actualmente interesan a los investigadores. En Carlos Pereyra y otros: Historia ¿para qué? (México: Siglo XXI, 1980), se reúne una serie de textos breves e interesantes sobre las relaciones entre la historia, el presente y la política. Finalmente, las reflexiones de dos notables historiadores sobre la realidad histórica y su conocimiento: José Luis Romero, en La vida histórica (Buenos Aires: Sudamericana, 1988) y Raymond Williams: Marxismo y literatura {Barcelona: Península, 1980). En ambas, se ha inspirado el enfoque propuesto en este libro.

2. Del origen del hombre hasta el fin del Imperio Romano Los primeros ocho volúmenes de la Historia universal siglo XXI, (Siglo XXI, 1970 y ss) son excelentes como obra general de consulta; sin embargo, la calidad y los criterios no son siempre parejos, pues cada tomo ha sido redactado por diversos autores. Es altamente recomendable la lectura del clásico libro de Gordon Childe: El origen de la civilización (FCE, varias ediciones), sobre todo, por su enfoque integrador de la historia del Antiguo Oriente, muy adecuado para reconsiderar las orientaciones tradicionales acerca de la enseñanza de estos temas. Una excelente obra general es de Charles Redman: Los oríge­ nes de la civilización (Crítica, 1993). Sobre el Cercano Oriente, una sínte­ sis de buena calidad sigue siendo el pequeño y clásico libro de G. Contenau: Antiguas civilizaciones del Asia Anterior (Buenos Aires: EUDEBA, 1961). Más actual, y mucho más extenso, es el texto de A. Cotterell (ed.): Historia de las civilizaciones antiguas. Vol. I. Egipto. Oriente próximo (Crítica, 1984). Sobre Egipto, si bien puede consultarse el clásico y tedio­ so libro de E. Drioton y J. Vandier: Historia de Egipto (EUDEBA, 1964), es mucho más útil el de B. G. Trigger et al.: Historia del Egipto antiguo (Crítica, 1985). Es excelente, y particularmente adecuada para la docencia,

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la reconstrucción de la sociedad y la cultura egipcia en J. A. Wilson: La cul­ tura egipcia (FCE, 1953). Sobre el pueblo hebreo, siguen siendo útiles los clásicos y excelentes tomos de A. Lods: Israel, desde los orígenes a mediados del siglo VIII a. C., y Los profetas de Israel y los comienzos del judaismo (México: UTEELA, 1956 y 1958). Otras obras generales importantes son H. Frankfort: Reyes y dioses (Alianza, 1981) y I. J. Gelb: Historia de la escri­ tura (Alianza, 1985). Sobre la Antigüedad clásica, se hallará una síntesis interpretativa de sus aspectos estructurales en Perry Anderson: Transiciones de la Antigüedad al feudalismo (Siglo XXI, 1979). Las obras de M. I. Finley sobre Grecia combinan el rigor con una escritura atractiva: Los griegos en la Antigüedad (Barcelona: Labor, 1973), La Grecia antigua. Economía y sociedad (Crítica, 1984) y, sobre todo, el delicioso El mundo de Odiseo (FCE, 1984). También son importantes M. Austin y P. Vidal Naquet: Economía y sociedad en la antigua Grecia (Barcelona: Paidós, 1986), y sobre todo, C. Moosse: Historia de una democracia. Atenas (Madrid: Akal, 1982). Sobre el período helenístico, existe una buena síntesis en F. Wallbank: El mundo helenístico (Madrid: Taurus, 1985). El libro de M. Rostovzeff: Roma. De los orígenes a la última crisis (EUDEBA, 1984), aunque antiguo, es una buena síntesis, que puede completarse con F. De Martino: Historia económica de la Roma antigua (Akal,1981). Sobre la República, R. Combes: La República en Roma (Madrid: EDAF, 1977) o P. A. Brunt: Conflictos sociales en la República romana (EUDEBA, 1973). Sobre el Imperio: J. Carcopino: Las etapas del imperialismo romano (Buenos Aires: Paidós, 1968), y sobre todo, P. Garsney y R. Saller: El Imperio romano. Economía, sociedad y cultura (Crítica, 1991). F. Wallbank: La pavorosa revolución (Alianza, 1981) ofrece una versión dramática de la fase final del Imperio, que puede complementarse con J. Fernández Ubiña: La crisis del siglo III y el fin del mundo antiguo (Akal, 1982). El enlace entre la Antigüedad y la Edad Media -el libro citado de Perry Anderson ofrece una interpreta­ ción muy sugestiva- puede verse en M. Bloch, M. Finley et al.: La transición del esclavismo al feudalismo (Akal, 1981).

3. Historia del mundo occidental Como obra general del consulta, puede recurrirse a la Historia universal siglo XXI, desde el volumen 9 en adelante; como ya se dijo, no todos los textos son de interés y de calidad similares.

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Romero

Un excelente panorama sintético de la historia del mundo occi­ dental se encuentra en dos breves libros de José Luis Romero: La cul­ tura occidental (Buenos Aires: Alianza, 1995) y Estudio de la mentalidad burguesa (Alianza, 1987). En Maurice Dobb: Estudios sobre el desarro­ llo del capitalismo (Buenos Aires: Siglo XXI, 1971), se hallará una ver­ sión estructural de este proceso, desde el feudalismo hasta el siglo XX, de una cierta complejidad y escrita desde la perspectiva marxista. La Historia de la vida privada, dirigida por G. Duby y J. Le Goff (Taurus, 1990), es una compilación en varios volúmenes, organizados con crite­ rios no siempre coherentes, pero con partes de gran interés. Sobre la sociedad feudal y burguesa, una excelente visión de conjun­ to en José Luis Romero: La Edad Media (FCE, varias ediciones). Es singu­ larmente valioso el volumen 10 de la Historia universal siglo XXI, escrito por Jacques Le Goff. Un texto fundamental, y a la vez atractivo y sugerente, es el de Georges Duby: Guerreros y campesinos. El desarrollo inicial de la eco­ nomía europea (Siglo XXI, 1974). Son muy buenos otros libros de Duby referidos a la sociedad feudal francesa; entre ellos: El amor en la Edad Media y otros ensayos (Alianza, 1991). Una buena obra de referencia es Poly y Bournazel: El cambio feudal (Labor, 1983). Sobre la economía urbana, pueden verse el libro clásico de Henri Perenne: Historia económica y social de la Edad Media (FCE, varias ediciones) y el más moderno, pero no dema­ siado diferente, de G. Hodgett: Historia económica y social de la Edad Media (Alianza, 1978). Sobre la sociedad urbana, son muy atractivos los textos de Jacques Le Goff: Mercaderes y banqueros de la Edad Media (EUDEBA, 1962) y el clásico de Eileen Power: Gente de la Edad Media (EUDEBA, 1966). De enorme riqueza es el extenso libro de José Luis Romero: La revolución burguesa en el mundo feudal (Siglo XXI, 1979). Sobre los problemas de la Reforma religiosa, puede verse Martín Lutero, de Luden Febvre (FCE, varias ediciones), o el clásico de R. H. Tawney: La religión en el origen del capitalismo (Buenos Aires: Daedalus, 1959). Los temas referidos a la transición hacia el capitalis­ mo están bien planteados en los artículos de Eric Hobsbawm incluidos en el volumen En tomo a los orígenes de la Revolución Industrial (Siglo XXI, 1972). Una clara exposición de los distintos aspectos de la economía se encontrará en Jean De Vries: La economía europea en un período de cri­ sis, 1600-1750 (Madrid: Cátedra, 1979). Las relaciones de Europa con el mundo no europeo están planteadas de una manera muy sugerente

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en Eric Wolf: Europa y la gente sin historia (FCE, 1987). Sobre las monarquías nacionales y el absolutismo, se encuentra un esquema explicativo en Perry Anderson: El Estado absolutista (Siglo XXI, 1979), quien además sintetiza adecuada y comprensiblemente la historia de cada uno de los países, incluyendo los de Europa oriental. Sobre los conflictos sociales y políticos en los siglos XVI y XVII, son útiles los tra­ bajos reunidos por J. H. Elliot en Revoluciones y rebeliones en la Europa moderna (Alianza, 1981). Sobre las revoluciones inglesas del siglo XVII, un panorama general se halla en Cristopher Fiill: La crisis del siglo (Madrid: Ayuso, 1972), y una apasionante caracterización del mundo de los disi­ dentes religiosos en la obra, verdaderamente notable, del mismo autor: El mundo trastornado (Siglo XXI, 1972). Para una introducción amplia y comprensiva a los problemas del siglo XVIII, George Rude: El siglo XVIII. La aristocracia y el desafio burgués (Alianza, 1978). Una excelente visión de conjunto de los problemas del mundo de la Revolución Industrial y de la Revolución Francesa se encuentra en Las revoluciones burguesas, de Eric J. Hobsbawm (Madrid: Guadarrama, 1962; reeditado como La era de la revolución, Crítica, 1995). El excelen­ te libro de E. P. Thompson: La formación histórica de la clase obrera ingle­ sa, 1760-1830 (Barcelona: Laia, 1977) propone un enfoque singular del tema. La bibliografía sobre la Revolución Francesa se ha renovado consi­ derablemente: una visión clásica se encuentra en G. Soboul: La Revolución Francesa (Buenos Aires: Futuro, 1964); y un planteo alterna­ tivo, en el texto —muy complejo— de F. Furet: Pensar la Revolución Francesa (Madrid: Petrel, 1980). Una buena síntesis del período y de los problemas en discusión ha sido hecha por G. Rude en La Europa revolu­ cionaria (Siglo XXI, 1974). Sobre los movimientos de 1848, un panora­ ma general, y el análisis de los distintos casos, en J. Sigmann: 1848. Las revoluciones románticas y democráticas (Siglo XXI, 1981). Sobre el período entre 1850 y la Primera Guerra Mundial son excelen­ tes las dos obras de conjunto de Eric Hobsbawm: La era del capitalismo (Barcelona: Guadarrama, 1977) y La era del Imperio (Labor, 1989). Sobre el colonialismo europeo, hay abundante información en H. Fieldhouse: Economía e imperio: la expansión de Europa, 1830-1914 (Siglo XXI, 1977). Sobre los cambios sociales y políticos, una interpretación atractiva, prolonga­ da hasta mediados del siglo XX, en José Luis Romero: El ciclo de la revolución contemporánea (Huemul, 1979). Sobre los problemas políticos, un texto

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muy claro y, a la vez profundo, es el de Norberto Bobbio: Liberalismo y demo­ cracia (FCE, 1989). Sobre el surgimiento de las naciones y del nacionalismo, Eric J. Hobsbawm: Naciones y nacionalismo desde 1780. Programa, mito, rea­ lidad (Crítica., 1991). La bibliografía sobre el período posterior a 1914 es más difícil de selec­ cionar. La recientemente aparecida Historia del siglo XX, de Eric Hobsbawm (Crítica, 1995), es una excelente síntesis, aunque de escritura algo comple­ ja. De estilo más simple, pero igualmente útil, es el libro de Peter Calvocoressi: Historia política del mundo contemporáneo. De 1945 a nuestros días (Akal, 1987). Para los aspectos económicos, es adecuada la Historia eco­ nómica mundial del siglo XX (Crítica, 1986). Sobre la Unión Soviética, la obra de referencia básica es la Historia de la Rusia Soviética, obra en 14 volú­ menes de Edward H. Carr (Alianza). De este autor, existen varios volúme­ nes con artículos; muy interesante es 1917. Antes y después (Madrid: Anagrama, 1978). Apasionadas y apasionantes son las biografías escritas por Isaías Deutscher sobre Trotzky y sobre Stalin (México: ERA, 1965), así como su pequeño volumen La revolución inconclusa (Buenos Aires: Nueva Era, 1971). Sobre el nazismo, la obra de Karl Bracher: La dictadura alema­ na (Alianza, 1973) es sólida y densa; Hitler, de Mariis Steiner (Buenos Aires: Vergara, 1995), es una biografía sólida e interesante. Sobre el fascismo, E. Tannenbaum: La experiencia fascista: sociedad y cultura en Ltalia (1922-1945) (Alianza, 1975) realiza una reconstrucción amplia y coherente; Renzo De Felice, posiblemente el mejor conocedor del tema, ha escrito un texto admi­ rable: El fascismo. Sus interpretaciones (Paidós, 1976). Sobre el período pos­ terior a 1945, no es fácil seleccionar obras de síntesis adecuadas. Es muy útil H. Van Der Wee: “Prosperidad y crisis. Reconstrucción, crecimiento y cam­ bio, 1945-1980”, en Historia económica del sigla XX. Daniel Bell: Las contra­ dicciones culturales del capitalismo (Alianza, 1989) es una polémica y aguda presentación de los problemas del mundo avanzado. F. Claudín: Eurocomunismo y socialismo (Siglo XXI, 1978) presenta adecuadamente los problemas del mundo socialista.

4. América Latina La obra de consulta más adecuada es la editada por la Universidad de Cambridge: Leslie Bethell (dir.): Historia de América Latina (Crítica, 1990 y ss); los suplementos bibliográficos de cada tomo contienen una guía adecuada para profundizar los distintos temas. La Historia contemporánea de América Latina, de Tulio Halperin Donghi (Alianza, 1993), es

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excelente, si se logra superar cierta complejidad de la escritura. El libro de José Luis Romero: Latinoamérica, las ciudades y las ideas (Siglo XXI, 1976) es una sugerente interpretación de las sociedades latinoamerica­ nas, desde la Conquista hasta el presente.

5. Argentina Entre las varias obras de conjunto disponibles, la Historia argenti­ na, dirigida porTulio Halperin Donghi (Paidós, 1972), aunque enveje­ cida y despareja, es la más interesante. De un estilo tradicional, centrado principalmente en lo político, son los textos de José Luis Busaniche: Historia argentina (Buenos Aires: Solar, 1968), que concluye hacia 1860, y de Ernesto Palacio: Historia Argentina, que se prolonga hasta 1938; están escritas desde la perspectiva liberal y nacionalista respectiva­ mente. David Rock: Argentina 1516-1987. Desde la colonización espa­ ñola hasta Raúl Alfonsín (Alianza, 1985) tiene el mérito del período que abarca y el inconveniente de sus innumerables errores de información y de interpretación. El libro de José Luis Romero: Las ideas políticas en Argentina (FCE, 1975) sigue siendo una de las mejores interpretaciones de conjunto. Para una visión general de la Ciudad de Buenos Aires, José Luis Romero y Luis Alberto Romero (dir.): Buenos Aires: historia de cuatro siglos (Buenos Aires: Abril, 1983). Sobre el Río de la Plata en el período virreinal, aún es útil John Lynch: Administración colonial española (EUDEBA, 1965). El contexto de ideas hispanoamericanas del siglo XVIII está claramente planteado en José Carlos Chiaramonte: Pensamiento de la Ilustración. Economía y socie­ dad iberoamericanas en el siglo XVIII (Caracas: Biblioteca Ayacucho, 1979), y su equivalente en el período de las revoluciones en José Luis Romero y Luis Alberto Romero: Pensamiento político de la Emancipación (Biblioteca Ayacucho, 1977). Sobre las revoluciones en Hispanoamérica, John Lynch: Las revoluciones hispanoamericanas, 1808-1826 (Barcelona: Ariel, 1983). El libro de Tulio Halperin Donghi: Revolución y guerra (Siglo XXI, 1972) referido al período entre 1806 y 1824, aunque muy complejo, es una obra excepcional. Otro texto importante de Halperin, escrito de una manera más simple, es De la revolución de independencia a la Confederación rosista, volumen III de la Historia Argentina por él dirigi­ da (Paidós). El libro de H. S. Ferns: Gran Bretaña y Argentina en el sigla XIX (Solar, 1965) es con justicia un clásico en el tema. La bibliografía sobre Rosas es muy amplia y de calidad desigual; probablemente, la síntesis

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más equilibrada sea John Lynch: Juan Manuel de Rosas (Buenos Aires: Emecé, 1984). Sobre la etapa que va de Caseros a 1880, Tulio Halperin Donghi ha analizado en Proyecto y construcción de una nación (Buenos Aires: Ariel, 1996) la evolución intelectual y social; mientras que Oscar Oszlak, en La formación del estado argentino (Buenos Aires: Editorial de Belgrano, 1982), estudió de manera original la construcción jurídica y material del Estado. Una buena caracterización de la historia económica del período, en Hilda Sabato: Capitalismo y ganadería en Buenos Aires: la fiebre del lanar, 1850-1890 (Buenos Aires: Sudamericana, 1989); tam­ bién es útil Hilda Sabato y Luis Alberto Romero: Los trabajadores de Buenos Aires. La experiencia del mercado: 1850-1880 (Sudamericana, 1992). Sobre el período que se inicia en 1880, una visión de conjunto apa­ rece en los trabajos compilados por Gustavo Ferrari y Ezequiel Gallo: La Argentina del Ochenta al Centenario (Sudamericana, 1980). Sobre la expansión económica, Roberto Cortés Conde ha realizado una interpre­ tación rigurosa, aunque algo árida, en El progreso argentino. 1880-1914 (Sudamericana, 1979). Una interpretación muy sugerente y polémica en Jorge F. Sábato: La clase dominante en la Argentina moderna (Buenos Aires: Cisea-Grupo Editor Latinoamericano, 1988). Sobre el desarrollo pampeano, y con tesis diversas, Ezequiel Gallo estudió la zona santafesina en La pampa gringa (Sudamericana, 1983); y James Scobie, el desa­ rrollo triguero en Revolución en las pampas (Solar, 1968). El mismo Scobie analizó el desarrollo de la ciudad y la sociedad en Buenos Aires, del centro a los barrios, 1870-1910 (Solar, 1977). Sobre la sociedad y la cul­ tura de Buenos Aires, pueden verse también Francis Korn: Buenos Aires, los huéspedes del20 (Sudamericana, 1975), y Leandro H. Gutiérrez y Luis Alberto Romero: Sectores populares, cultura y política. Buenos Aires en la entreguerras (Sudamericana, 1996). Para los temas culturales e intelectua­ les, la mejor síntesis se encuentra en José Luis Romero: El desarrollo de las ideas en la sociedad argentina del siglo XX (Solar, 1985). En Luis Alberto Romero: Breve historia de la Argentina contempo­ ránea (FCE, 1994), se intenta una visión sintética del siglo XX. Sobre los problemas políticos, Natalio Botana: El orden conservador (Sudamericana, 1977) es una obra fundamental. El libro de David Rock: El radicalismo argentino, 1880-1930 (Buenos Aires: Amorrortu, 1977) tiene una interesante interpretación. Sobre el Ejército, hay dos

libros de diferente orientación y excelente calidad: Alain Rouquié: Poder militar y sociedad política en la Argentina (Emecé, 1981-1982) incluye su tema dentro de la historia global de la Argentina; y el libro de Robert A. Potash: El ejército y la política en la A rgentina (Sudamericana, 1971) hace una presentación de estilo más tradicional y ceñida a su tema. En la bibliografía dedicada a la etapa posterior a 1930, lo mejor sobre los problemas económicos es Carlos Díaz Alejandro: Ensayos sobre la histo­ ria económica argentina (Amorrortu, 1975). Sobre la posición de la Argentina en el mundo, hay dos libros de estilo diferente: Carlos Escudé en

Gran Bretaña, Estados Unidos y la declinación argentina, 1942-1949 (Editorial de Belgrano, 1983) ensaya una interpretación desafiante; y Mario Rapoport: Gran Bretaña, Estados Unidos y las clases dirigentes argentinas, 1940-1945 (Editorial de Belgrano, 1981) correlaciona estos problemas con los conflictos de la sociedad argentina. Sobre el movimiento sindical, el libro de H. Matsushita: Movimiento obrero argentino, 1930-1945 (Buenos Aires: Ediciones Siglo Veinte, 1983) es correcto. Sobre los orígenes del peronismo, hay dos libros excelentes: Hugo del Campo: Sindicalismo y peronismo. Los comienzas de un vínculo perdurable (Buenos Aires: CLACSO, 1983), y Juan Carlos Torre: La vieja guardia sindical y Perón (Sudamericana, 1990). Sobre el primer Gobierno peronista, la bibliografía existente no es muy satisfacto­ ria: Peter Waldmann: El peronismo, 1943-1955 (Sudamericana, 1981) es sis­ temático en exceso y poco perspicaz. Silvia Sigal y Elíseo Verón han estudiado en Perón o muerte, los fundamentos discursivos del fenómeno peronista (Buenos Aires: Legasa, 1986) y las características del discurso pero­ nista desde 1945, incluyendo a los Montoneros. Guillermo O'Donnell hizo en El Estado burocrático autoritario, 1966-1973 (Editorial de Belgrano, 1982) un excelente análisis de la política de los Gobiernos militares; y Daniel James estudió, en Resistencia e integración. El peronismo y la clase tra­ bajadora argentina, 1946-1976(Sudamericana, 1990), tanto el sindicalismo como la agitación social de los años sesenta y setenta. Oscar Terán hizo, en

Nuestros años sesentas. La formación de la nueva izquierda intelectual en la Argentina, 1956-1966 (Buenos Aires: Puntosur, 1991), un análisis profun­ do de las relaciones entre las tradiciones de la izquierda y el peronismo. Marcelo Cavarozzi sintetizó adecuadamente los procesos políticos en Autoritarismo y democracia (1955-1983) (Buenos Aires: CEAL, 1983); y Liliana De Riz analizó el proyecto de Perón y su realización durante su segundo Gobierno en Retomo y dermmbe: el último Gobierno peronista

(México: Folios, 1981). Jorge Schvarzer hizo el mejor análisis de la política económica del Proceso en La política económica de Martínez de Hoz (Buenos Aires: Hyspamérica, 1986). Es absolutamente imprescindible la lec­ tura de Nunca más, preparado por la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (EUDEBA, 1984).

Epílogo

Actualización personal y permanente Este libro ha sido escrito para los docentes. Para estimularlos en la iniciación de un proceso de actualización personal y para guiarlos a lo largo de él. Estoy convencido de que es una tarea no sólo necesaria y posible, sino apasionante, apenas se la inicie. Ese proceso es esencial para alcanzar los objetivos de la reforma propuestos por los contenidos básicos comunes. Es necesario para que los docentes renueven y actualicen su concepción de la historia, para que reconsideren la manera como organizan los temas, los bloques de contenidos y los grandes ejes. Pero también es necesario para mantener viva la llama del interés por la historia, para interesarse y así ser capa­ ces de interesar. No hay renovación pedagógica posible si no cuenta con el interés del docente por su materia. El cambio requerido no es ni perentorio ni radical. Los docentes de Historia pueden apoyarse en su formación disciplinar, tradicional­ mente sólida, y a partir de ella, iniciar un proceso de renovación. Los contenidos básicos curriculares, que proponen una imagen renovada de la historia, conservan sin embargo la estructuración clásica. Mucho de lo antiguo permanece dentro del nuevo enfoque. Por eso, la transformación del docente puede perfectamente avan­ zar por pasos, en la medida de las posibilidades de cada uno. Cada año, el docente puede proponerse renovar el enfoque de un tema -para lo que basta con leer un libro- y reemplazar así una pieza del viejo edifi­ cio, sabiendo que el resto puede seguir sosteniéndose. Por otra parte, los cambios más importantes en el desempeño docente tienen que ver con nuevas maneras de mirar la historia, con inquietudes e intereses renovados, de modo que cualquier innovación parcial, seguramente, tendrá un efecto multiplicado en sus clases. Existen diversos programas de capacitación docente, hechos con más o menos seriedad y consistencia. Todos ellos pueden seguramente aprovecharse. Pero también cada docente puede encarar su propio

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programa de actualización, a su medida y adecuado a su disponibilidad de tiempo. Y sin duda, puede hacerlo. Para eso fue pensado este libro. Para mostrar el camino, señalar las líneas generales y proponer su desarrollo, tomando como base una bibliografía básica, pero extensa. Muchos de los nuevos libros de texto, cuya calidad está mejorando notoriamente, sin duda servirán de apoyo. La breve síntesis conceptual de cada unidad temática, y la sistema­ tización de contenidos correspondiente, puede servir de introducción a un estudio sistemático, como guía para establecer las prioridades y como síntesis. La lectura de un buen libro alcanza para transformar sus­ tancialmente la concepción de una unidad, aunque es muy probable que un libro incite a leer dos o tres más. Por esa vía, el docente ingre­ sará en el mejor camino para su actualización: renovar el interés por la historia de los historiadores.