Retrato de Una Madonna

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Retrato de una Madonna Personajes Miss Lucrecia Collins La portera El ascensorista El doctor Mme. Duvenet Escenario La sala de estar de un modesto departamento. Muebles anticuados y una impresión general de desorden y descuido. La puerta del fondo se abre a un dormitorio, y la de la derecha comunica con el exterior. Miss Collins. ¡Richard! (Del dormitorio irrumpe Miss Collins, alocada y precipitadamente. Es una solterona de media edad, menuda y encorvada, con una cara enjuta coloreada por la excitación. Lleva el pelo peinado en rizos, como una jovencita, y viste un salto de cama con volantes, que parece sacado de un arcón de otra época, remota y confiada.) ¡No, no, no, no! ¡No me importa que se enteren todos los feligreses! (Frenética, descuelga el teléfono.) Con la dueña. Quiero hablar con la dueña. Deprisa, por favor, de prisa, hay un hombre… (Se encoge, como si la amenazara una figura invisible.) Una falta de respeto, una absoluta falta de respeto… ¡Mme. Duvenet! (En un tenso susurro.) No quiero que se presente ningún periodista, pero acaba de ocurrir algo horrible acá arriba. Sí, soy Miss Collins, la inquilina del ático. No he querido quejarme por mi conexión con la iglesia. He actuado como ayudante del encargado de la escuela dominical, y en una ocasión me ocupé de los párvulos. Participé en la función de Navidad. Cosí el vestido de la virgen, y las túnicas de los reyes magos. Y por fin ha ocurrido, no soy responsable, pero noche tras noche, se presenta ese hombre en mi casa, completamente descontrolado. ¿Comprende? No una vez, sino de manera repetida. Mme. Duvenet, no sé si entra por la puerta, se cuela por la ventana, trepa por la escalera de incendios, o conoce un pasadizo secreto que comunica con la iglesia, pero aquí está ahora, en mi dormitorio, y no soy capaz de echarle, necesito ayuda. No, no es un ladrón, pertenece a una buena familia de Webb, Mississippi, pero esa mujer ha corrompido su carácter y ha destruido su respeto por las damas. ¡Mme. Duvenet! ¡Mme. Duvenet! ¡Dios mío! (Cuelga el teléfono

bruscamente, pasea una mirada de loca por la habitación y se precipita en el dormitorio.) ¡Richard! (Cierra la puerta de un portazo. Tras un momento, entra una portera, vestida desaliñadamente. Observa el entorno con preocupada curiosidad, hasta que llama tímidamente.) Portera. ¡Miss Collins! Ascensorista. (Entra vestido de uniforme) ¿Dónde está? Portera. Se ha metido en el dormitorio. Ascensorista. (Burlón) Ella se ha encerrado con él. Portera. Eso parece. (Llega la voz de Miss Collins, discutiendo con un intruso misterioso.) Ascensorista. Y Mme. Duvenet, ¿qué te ha dicho que hagas? Portera. Que me quede aquí vigilándola, hasta que vengan ellos. Ascensorista. Jesús. Portera. Cierra la puerta. Ascensorista. La dejo entreabierta, por si llaman al ascensor. Este sitio parece una cueva sagrada. Portera. Lo que parece es un trastero que no se ha limpiado en quince o veinte años. Quizá más. A Mme. Duvenet le va a dar un patatús cuando vea estas paredes. Ascensorista. ¿Cómo se ha llegado a esto? Portera. Ella no ha dejado entrar a nadie. Ascensorista. ¿Se ha negado a empapelar? Portera. Tampoco aceptaba a un fontanero. El yeso del cuarto de baño se caía a pedazos, y llegó a taponar las cañerías. ¡Mme. Duvenet trajo a unos operarios y tuvo que abrir el piso con su llave maestra, aprovechando que ella había salido. Ascensorista. Qué barbaridad. A lo mejor tiene dinero guardado. Los locos guardan a veces fajos de billetes en un colchón. Portera. Ella no. Ella recibía un cheque con su pensión mensual, que durante el último tiempo entregaba puntualmente a Mme. Duvenet. Pero ya no llegan cheques.

Ascensorista. ¿No? Portera. La pensión ha debido acabarse. Ascensorista. ¡Escucha! Portera. ¿Qué dice? Ascensorista. Le pide perdón por llamar a la policía. Portera. ¿Cree que va a venir la policía? Miss. Collins. (Llega su voz desde el dormitorio.) Basta, quédate quieto. Ascensorista. De nuevo protege su honor. Qué griterío, ¿los vecinos no se quejan? Portera. (Enciende su pipa) Hoy va a ser la última vez. Ascensorista. ¿Se va? Portera. (Apaga la cerilla) Esta noche. Ascensorista. ¿A dónde va? Portera. (Se acerca al viejo gramófono) Al manicomio. Ascensorista. ¡Dios santo! Portera. (Pone un disco en el gramófono) Qué canción más bella… ¿La conoces? Ascensorista. No. Portera. Este aparato necesita aceite. (Saca un frasquito de aceite y lo aplica al gramófono.) Ascensorista. ¿Cuánto tiempo lleva aquí la vieja señorita? Portera. Según Mme. Duvenet, veinticinco años… Ya estaba aquí cuando ella llegó. Ascensorista. ¿Ha vivido siempre sola? Portera. Tenía una madre anciana, que murió de una operación hace unos quince años. Desde entonces no ha salido más que para ir a la iglesia los domingos, o los viernes por la noche a algún oficio religioso. Ascensorista. Que cantidad de revistas ha amontonado.

Portera. Solía coleccionarlas. Recogía las que encontraba junto al incinerador. Ascensorista. ¿Y para qué? Portera. También las figuritas coleccionables que venían en los sobres de sopa Campbell. Mira, ahí las tienes. Ascensorista. Es verdad. Portera. Con todos los papeles que reunía le gustaba fabricar unos álbumes de recortes, que llevaba al Hospital Infantil dos veces al año, la víspera de Navidad y el domingo de Pascua. Qué bien suena, ¿eh? (Se refiere a la música débil y sentimental que brota del gramófono.) Así nos libramos de ese ruido tan desagradable. Ascensorista. No sabía que llevaba loca tanto tiempo. Portera. ¿Quién está loco y quién no? El mundo está lleno de gente tan especial como ella. Ascensorista. Ha perdido la cabeza. Portera. En Europa, hay mucha gente importante peor que ella. Esta noche se la llevan para encerrarla. Deberían dejarla en paz y encerrar a esos maniacos. Ella es inofensiva, los otros asesinan a millones de personas y siguen libres. Ascensorista. Es desagradable ver a una vieja que imagina que la están violando. Portera. Desagradable, no, triste. Cuidado con la ceniza del cigarrillo. Ascensorista. Que importa, con el polvo que hay aquí. Mañana despejarán todo esto. Portera. Supongo. Ascensorista. Me voy a llevar unos discos viejos, como curiosidades, para mi novia. Tiene un portátil en su cuarto, y le gusta oír música. Portera. No toques nada. Ella aún conserva sus derechos de propiedad. Ascensorista. Ella ya tiene bastante con sus amantes imaginarios. Portera. ¡Cuidado! (Advierte con un gesto que Miss Collins sale del dormitorio, con el aspecto de una mujer destrozada. Se apoya

exhausta en el quicio, las manos unidas sobre su vientre liso y virginal.) Miss Collins. (Sin aliento.) ¡Ay, Richard, Richard.! Portera. (Tose.) Miss Collins. Ascensorista. Hola, Miss Collins. Miss Collins. (Se percata de la presencia de los visitantes.) Gracias a Dios ya ha llegado. Mamá no me ha dicho que usted estaba aquí. (Maquinalmente, se toca sus ridículos rizos con el lazo rosa descolorido que los sujeta. Adopta la actitud de una damisela sureña coqueta y estirada.) Ustedes perdonarán el terrible desorden. Portera. No, importa, Miss Collins. Miss Collins. Hoy es el día libre de la doncella. Las señoritas del norte reciben una excelente educación doméstica, pero en el sur, a una chica le basta con ser bella y encantadora. (Risa infantil.) Hagan el favor de sentarse. ¿El aire está muy cargado? ¿Le gustaría abrir la ventana? Portera. No, Miss Collins. Miss Collins. (Avanza hacia el sofá con gracia delicada.) Mamá se ha acatarrado un poco. ¡Y yo! (Se toca la frente.) Portera. (Amable.) ¿Se encuentra mal Miss Collins? Miss Collins. Oh, no, gracias, no es nada. Tengo la cabeza un poquito pesada. En esta época del año, siempre me encuentro un poco… palúdica. (Pierde el equilibrio antes de derrumbarse en el sofá.) Portera. (Ayudándola.) Con cuidado, Miss Collins. Miss Collins. (Ida.) Sí, sí, no sabía que este sofá estaba aquí. (Adelanta la cabeza hacia ellos para observarlos mejor, con una sonrisa vacilante.) Estimados, ¿vienen ustedes de la iglesia? Portera. No señora. Yo soy Nicky, la portera, y este chico es Frank, el ascensorista. Miss Collins. (Rígida.) ¿Sí?… No comprendo… Portera. (Amable.) Mme. Duvenet me ha pedido que venga para ver si usted necesitaba algo.

Miss Collins. Entonces ya debe de haberle informado de lo que ha ocurrido aquí. Portera. Mencionó un cierto percance. Miss Collins. ¿No es espantoso? Pero no debe salir de aquí. Quiero decir que ustedes no deben comentarlo con nadie. Portera. No, yo no diré nada. Miss Collins. Ni una palabra de esto, por favor. Ascensorista. Miss Collins, ¿Ese hombre sigue ahí? Miss Collins. No, ya se ha ido. Ascensorista. ¿Ha salido por la ventana del dormitorio? Miss Collins. (Vagamente.) Sí. Ascensorista. Conocí a uno que también trepaba por la pared de los edificios. Le llamaban la mosca humana. Menudo titular: “Bella de la alta sociedad violada por el hombre mosca”. Portera. (Con un enérgico empujón.) Anda, vuelve al ascensor. Miss Collins. ¿Un titular? No, sería humillante. Espero que Mme. Duvenet no lo haya comunicado a la prensa. Portera. No, Señora. No haga caso a este listillo. Miss Collins. (Tocándose los rizos.) ¿Creé que tomarán fotografías?. Hay una foto de él en la repisa. Ascensorista. (Acude a la repisa.) ¿Es éste, Miss Collins? Miss Collins. Sí. En la excursión de la escuela dominical. Yo atendía la pequeña guardería, y él se ocupaba de los chicos mayores. Viajamos en la locomotora desde Webb hasta Cristal Springs. (Se cubre las orejas con sus rizos en un gesto infantil.) Y cómo silbaba, silbaba, buuu… Me asusté tanto que él me cubrió los hombros con sus brazos. Pero también estaba ella, aunque no pintaba nada. Le quitó el sombrero y se lo puso ella en la cabeza… Y empezaron los dos a forcejear para arrebatarse el sombrero el uno al otro. Todo el mundo lo encontró vergonzoso. ¿No le parece? Portera. Sí, Miss Collins. Miss Collins. Ahí está la foto, enmarcada en plata sobre la repisa. Enfriamos la sandía en el arroyo, y luego jugamos. Ella se escondió y

el tardó muchísimo en encontrarla. Empezó a oscurecer, él seguía sin dar con ella, y todos murmuraban y bromeaban, hasta que aparecieron juntos, ella colgada de su brazo como una ramera. Daisy Belle Houston gritó: “¡Miren cómo lleva Evelyn la falda por detrás!”. Estaba cubierta de manchas de pasto. ¿Ha oído usted alguna vez algo más espantoso?. Pero a ella no le importó, reía y reía, como si tuviera mucha gracia. Su actitud era ¡Triunfante! Ascensorista. (Mirando la foto.) ¿Quién es él, Miss Collins? Miss Collins. El alto de la camisa azul, que me toca el pelo. Le divertía juguetear con mis rizos. Ascensorista. Todo un Romeo, modelo 1910, ¿eh? Miss Collins. (Vagamente.) ¿Sí?. Ya sé que no es nada especial, pero me gustaba el lazo en el cuello… Le dije a mamá: “Aunque no llegue a ponérmelo, me hace ilusión conservarlo para el ajuar”. Ascensorista. ¿Cómo vestía esta noche cuando trepo por el balcón, Miss Collins? Miss Collins. ¿Cómo dice? Ascensorista. ¿Seguía llevando esa camiseta azul con rayas y el cuello de celuloide? Miss Collins. ÉL no ha cambiado. Ascensorista. Así se le reconocería enseguida. ¿De qué color eran los pantalones? Miss Collins. (Vagamente.) No me acuerdo. Ascensorista. Tal vez no llevaba nada. Se despojó de la ropa mientras subía. Ya puede usted acusarle de conducta indecente. Portera. (Le coge del brazo.) Cállate o lárgate, ¿entendido? Ascensorista. Muy bien, ella es Shirley Temple. Portera. ¡Es una dama! Ascensorista. Lo que tú digas. (Vuelve al gramófono y mira los discos.) Miss Collins. Yo no tenía que haber provocado esta perturbación. Cuando lleguen los policías, se los explicaré. Pero usted me comprende ¿verdad? Portera. Desde luego, Miss Collins.

Miss Collins. Cuando un hombre se aprovecha de una pelandusca que fuma en la calle quizá tenga alguna excusa, pero cuando ofende a una dama soltera y de irreprochable conducta moral, no hay más remedio que requerir la protección de la policía. A menos que la señorita tenga la fortuna de contar con un padre y unos hermanos que intervengan privadamente, sin necesidad de escándalos. Portera. Tiene usted toda la razón, Miss Collins. Miss Collins. Un caso así es objeto de los más desagradables comentarios. Especialmente, por parte de los feligreses. Estimados, ¿pertenecen ustedes a la Iglesia Episcopaliana? Portera. No, señora, somos católicos. Miss Collins. Supongo que usted sabe que en Inglaterra se nos conoce como los católicos ingleses. Descendemos del apóstol San Pablo, que cristianizó la isla, estableciendo la rama inglesa de la Iglesia Católica. Así que cuando gente ignorante afirma que nuestra iglesia la fundó Enrique VIII, ese horrible viejo lujurioso que tuvo varias mujeres, tantas como Barba Azul, no cabe sino escandalizarse ante tan ridículo desconocimiento de la Historia Eclesiástica. Portera. (Con simpatía.) Claro, Miss Collins, todo eso es bien conocido. Miss Collins. No digo que no, pero la instrucción nunca está demás. Mi padre fue rector de la Iglesia de San Miguel y San Jorge en Glorious Hill, Mississippi. Así que puede decirse que yo crecí a la sombra de una iglesia episcopaliana. En Pass Christian y Natchez, además de en Biloxi, Gulfport, Port Gibson y Columbus, hasta Glorious Hill. (Con elegante y conmovida tristeza.) Pero usted debe saber que yo temía que se produjera un sismo en la iglesia moderna. Las iglesias del norte se han apartado de las buenas y viejas tradiciones. Por ejemplo, el rector de la iglesia de la Sagrada Comunión no se ha molestado en llamar a mi puerta. Es una iglesia muy elegante y él seguro que está ocupadísimo , pero incluso así podía haberse molestado en lograr que un extraño se sintiera bien recibido en su congregación. ¡Pues no lo ha hecho! Ya nadie tiene tiempo para nada…(Cada vez se muestra más excitada, y su mente galopa por un mundo imaginario.) No debería mencionarlo , pero sepa usted que en la iglesia , a la que acabo de dirigirme por carta, ¡disfrutran perversamente comentando lo que ha ocurrido esta noche en mi apartamento! ¡sí! (ella suelte una carcajada y se retuerce las manos). Arrojan sobre el caso una luz maliciosa. (Jadeante, empieza a rebuscar en su ropa.) Portera. ¿Busca usted algo Miss Collins?

Miss Collins. Mi pañuelo… (Parpadea, tratando de contener las lágrimas.) Portera. (Saca un trapo del bolsillo.) Utilice esto, Miss Collins. Es un trapo, pero está limpio, menos el borde, con el que he puesto un poco de aceite a su fonógrafo. Miss Collins. Gracias, estimados, son ustedes muy amables. Mamá les servirá un refresco enseguida… Ascensorista. (Poniendo un disco.) Éste tiene un título que parece extranjero. (Empieza a sonar la pieza de Tchaikovski “Tan solo un corazón solitario”.) Miss Collins. (Se guarda el trapo en el pecho con gesto delicado.) Dígame, si es tan amable, ¿hace buen tiempo? Portera. (Con voz ronca.) Muy bueno. Miss Collins. (Soñadora.) Cálido para esta época del año. Puedo ponerme la capa de Astracán para ir a la iglesia, pero luego tengo que volver con ella encima hasta casa, con todo lo que pesa. (Se le cierran los ojos.) Este verano las aceras me parecen espantosamente largas… Ascensorista. No estamos en verano Miss, Collins. Miss Collins. (Soñadora) Solía pensar que no sería capaz de alcanzar la esquina. El gran tornado había derribado los árboles de la calle. La alameda relucía bajo el sol. (Se toca los párpados.) Imposible cubrirse la cara, sudaba muchísimo. (Con gesto delicado, se lleva el trapo a la frente.)Ni un banco, ni una hoja para protegerse. Estabas obligada a soportarlo. Debías apartar tu horrible cara colorada de los porches de las casas y caminar tan rápido como te lo permitiera la decencia. Por Cristo Redentor, a veces la suerte no te acompaña y te encuentras con gente, que te obliga a sonreír. No puedes evitarlos, a no ser que cruces la calle, y eso está tan feo…Dirán que eres rarita. Su casa, la que él comparte con ella, está situada en medio de esa espantosa alameda, sin un solo árbol que procure un poco de sombra. Ellos tienen un coche, regresan temprano, y se sientan en el porche a verme pasar. Dios Todopoderoso, con qué perverso placer me contemplan (aparta la cara, recordando la tortura evocada.) Ella me atravesaba con sus ojos penetrantes. Su mirada penetraba hasta descubrir el nudo que me oprimía la garganta y el dolor que sentía aquí (se toca el pecho.) Me señalaba riéndose, y a él le cuchicheaba:

“allá va esa, con su narizota roja, la pobre y vieja solterona, enamorada de ti” (gime y oculta la cara en el trapo.) Portera. Debería olvidar todo eso, Miss Collins. Miss Collins. Nunca, nunca lo olvidaré. Nunca, nunca. Una vez me dejé la sombrilla, la blanca a rayas, que perteneció a mamá, en el guardarropa de la iglesia, así que no pude cubrirme la cara ni retroceder tampoco, con toda esa gente detrás, cuchicheando y burlándose de mi atuendo. Ay, Dios mío. Tenía que caminar derecha, dejar atrás el último olmo y atravesar la despiadada luz del sol, que me golpeaba , que me abrasaba. Como latigazos. ¡Jesús, Jesús! Sobre mi cuerpo y mi cara. Intenté apurar el paso, pero me sentía aturdida, y ellos se me acercaban…Tropecé, por poco me caigo, y todos reían a carcajadas. Mi cara roja como un tomate, sudaba como un pollo, sabía que estaba horrible bajo esa espantosa claridad, sin el alivio de una leve sombra. Y entonces…(Su cara se contrae por efecto del miedo.) Su auto se detiene frente a la casa, justo por donde yo tenía que pasar, y sale ella, toda de blanco, fresca y ligera, con el vientre abultado por el embarazo, el primero de sus seis hijos. ¡Dios Santo! Y él aparece tras ella sonriente, también de blanco, ligero y despreocupado, y allí se plantan a esperarme. ¡A esperarme! Me tocaba aguantar. ¿Qué iba a hacer? No podía retroceder. Dije : “Dios , llévame contigo”. Pero no me escuchó, y aparté la cabeza para no verlos. ¿Y sabe lo que hizo ella? Alzó la mano para detenerme. Y él seguía allí, plantado delante de mí, sonriendo, tapando la calle con su terrible cuerpazo blanco. “Lucrecia” dijo, “Lucrecia Collins”. Yo traté de articular palabra pero no pude, me quedé sin aliento. Me tapé la cara y eché a correr. Corrí, corrí… (golpea el brazo del sofá.) Hasta que llegué a la esquina, y los olmos me acogieron de nuevo. Dios Misericordioso, cómo agradecí su sombra. (Se reclina exhausta, calla un momento y la música termina.) Le dije a mi madre: “Mamá, tenemos que abandonar la ciudad”. Y nos fuimos. Ahora, después de tantos años, él vuelve a acordarse de mí y se presenta. Expulsado de su casa, repudiado por la mujer…regresa. Lo vi un día en la iglesia. Dudé un momento, pero era él , sin duda. Y la noche siguiente, irrumpió aquí para entregarse a mi… no se dio cuenta de que yo había cambiado, que no podía sentir lo mismo de entonces, ahora él tenía seis hijos con la chica de Cincinnati, tres de ellos ya en el instituto. Seis, ¿se da usted cuenta?, seis hijos. No sé qué dirá cunado se entere de que hay otro en camino. Seguro que me lo reprocha, como suelen hacer los hombres. Y eso que él ¡me forzó! Ascensorista. (Burlón.) ¿Dice usted que espera un niño, Miss Collins?

Miss Collins. (Bajando los ojos, habla con ternura y orgullo.) Si, espero un hijo. Ascensorista. ¡No!… (Se tapa la boca con la mano y se aparta, rápido.) Miss Collins. Aunque no sea legítimo, creo que merece llevar el nombre de su padre, ¿no le parece? Portera. Sin duda, Miss Collins. Miss Collins. Un niño es puro e inocente. No importa cómo ha sido concebido. Y debo procurar que no sufra. Dispondré de modesta herencia que me dejó la prima Thel para garantizarle una educación privada, libre de la influencia perversa de la iglesia cristiana. Que no crezca bajo la sombra de la cruz, que nunca se vea obligado a recorrer una calle larguísima abrasada por un sol implacable. (se oye el ruido del timbre que reclama el ascensor.) Portera. Frank, alguien quiere subir. (El ascensorista sale, se oye el ruido del ascensor que desciende, y el portero carraspea.) Sí, ahora conviene que se traslade a otro lugar. Miss Collins. Sí, pero me falta el valor. Me he acostumbrado a este sitio y la gente de fuera ¡es tan hostil! Portera. No va a tener que soportar a nadie Miss Collins. (Se oye el ascensor que sube.) Miss Collins. (Temerosa.) ¿Viene alguien? Portera. Tranquila Miss Collins. Si viene la policía por lo de Richard, dígales que se vayan . No voy a presentar una denuncia. (Mme. Duvenet entra con el doctor. El ascensorista se queda en la puerta. El doctor responde al tipo de profesional abrumado. Mme. Duvenet lamenta sinceramente la situación.) Miss Collins. (Encogiéndose, con voz vacilante.) No voy a presentar una denuncia contra el señor Martín. Doctor. ¿Miss Collins? Mme. Duvenet. (Procurando mostrarse amable.) Sí, esta es la dama, doctor White.

Doctor. Ya. (Al ascensorista) Por favor ayúdeme, entre en el dormitorio y recoja sus cosas. Ascensorista. Sí, señor. (Entra rápido en el dormitorio.) Miss Collins. (Temblando, asustada.) ¿Mis cosas? Doctor. Sí, prepararemos una maleta con lo necesario para una noche. (Sonríe mecánicamente.) Un sitio extraño siempre parece más acogedor, los primeros días, cuando nos acompañan los objetos personales. Miss Collins. ¿Un sitio extraño, dice usted? Doctor. (Brusco, empieza a apuntar en una libreta.) Nadie le molestará, Miss Collins. Miss Collins. Ya lo entiendo. (Excitada.) Viene usted de la Sagrada Comunión para detenerme. Por conducta impropia. Mme. Duvenet. No, Miss Collins, se equivoca usted. Éste señor es el doctor que… Doctor. (Impaciente.) Vamos, vamos, acabemos pronto. (Consulta su reloj.) Las dos y veinticinco. (Apurando al ascensorista) ¡Ey! Ascensorista. Ya voy. Miss Collins. (Con lenta y triste comprensión.) Así que… Me echan de aquí… (Pausa.) Permítame dejarle una nota. Un lápiz, por favor. Portera. Aquí tiene, Miss Collins. (Ella coge el lápiz y se inclina sobre la mesa. El ascensorista sale de la habitación con una sonrisa forzada, llevando una maleta.) Doctor. ¿Todo listo? Ascensorista. Sí, señor. Doctor: Vamos, ya hará eso más tarde. Mme. Duvenet. (Enérgica) Déjele terminar la nota. Miss Collins. (Se yergue, sonriendo asustada) Ya está. Doctor. Muy bien, vamos. (La empuja con firmeza hacia la puerta.) Miss. Collins (Volviéndose derrepente.) Ah, Mme. Duvenet. Mme. Duvenet. Diga, Miss Collins.

Miss Collins. Si él vuelve, y ve que me he ido, no le comente nada… del niño. Creo que es mejor que se lo diga yo. (Con una sonrisa encantadora.) Ya sabe usted cómo son los hombres. Mme. Duvenet. Sí, Miss Collins. Portera. Adiós, Miss Collins. (El doctor agarra a Miss Collins del brazo, y ella sonríe mientras se aleja como si quisiera pedir perdón.) Miss Collins. Mamá les servirá enseguida un refresco… (Desaparece con el doctor. Tras él, sale el ascensorista. Se oye la puerta del ascensor que se cierra, y el ruido del motor descendiendo.) Mme. Duvenet. Le ha escrito una nota. Portera. ¿Y qué dice? Mme. Duvenet. “Querido Richard, me voy una temporada fuera. Pero no te preocupes, volveré. Tengo que decirte un secreto. Te quiere, Lucrecia.” (Tose.) Tenemos que despejar esto, y llevarlo todo al sótano, hasta que encuentre un sitio donde colocarlo. Portera. (Desanimada) ¿Esta noche, Mme. Duvenet? Mme. Duvenet. (Seca, procurando esconder su emoción.) No, esta noche no. Ya hemos tenido bastante por hoy. (Más amable.) Podemos hacerlo mañana. Apague la luz del dormitorio y cierre la ventana. (Se oye una música suave, las dos mujeres salen, y la luz se funde.)