Rafael Palacios - La Ley Del Pendulo

LA LEY DEL PÉNDULO Llevo tres semanas llorando. Desde el catorce de agosto. Entre medias cumplí once años, pero no me

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LA LEY DEL PÉNDULO

Llevo tres semanas llorando. Desde el catorce de agosto. Entre medias cumplí once años, pero no me importa. Me regalaron una comneta, un Madelmán y alguna cosa más, pero ni siquiera he abierto las cajas. Me dan igual. En realidad no sé si lo celebré o no lo celebré. Me parece que no, porque desde hace tres semanas mi familia no está para celebrar nada. No sé si alguna vez volveremos a celebrar algo, no sé si alguna vez nos reiremos con fuerza otra vez. Parece como si, desde hace tres semanas, hubiéramos entrado en otra dimensión, la dimensión de los malos sueños. A veces pienso despierto que todo lo que estoy viviendo es una broma de esas con cámara oculta; Dios es el director y de repente, cuando se cansa de la broma, se levanta de su silla plegable, da dos palmadas y ordena a todo el mundo que dejen de actuar. Entonces, como cuando cambias de cadena en la tele, todo será como antes. Me despertaré, haré así con los dedos como cuando te levantas de la cama, me quitaré las legañas, abriré los párpados y me despertaré en mi casa de Lasarte y allí se discutirá sobre lo de siempre, que si quiero ver este programa de televisión, que si no me gusta esa comida, hoy no has hecho los deberes, lávate bien la cara.., y seremos una familia normal, como todas. Pero no. Por más que me intento concentrar en que todo sea un sueño, estoy despierto. Lo estoy pensando, lo estoy deseando, pero la realidad no me hace caso. No hay manera. Y no lo entiendo, porque me estoy portando bien, me estoy portando todo lo bien que puedo, mejor de lo que me he portado nunca, no le contesto a la abuela, me agarro a su mano cuando cruzo la calle, ayudo a recoger la mesa, me voy a la cama cuando me lo dicen... No me merezco esto. Pero seguro que algo he tenido que hacer para que sucediera lo de mi hermano, Alguna fuerza del mal tenía que llevar el otro día en aquellas vías del tren, algo que yo no conozco pero que dijera lo que a mi hermano le iba a pasar. Como el Darth Vader de la guerra de las galaxias. Algo así. Seguro. Yo me quedé ahí de pie, delante de Javi, y le miré un momentito. Le salía mucha sangre por la cabeza. Había un charquito colorado que se hacía más y más grande con cada latido de mi corazón. La sangre es muy roja y da mucho miedo, de verdad. Como si estuvieras viendo el infierno, Javi tenía los ojos bien abiertos, mirando al cielo, pero no me veía. Le dije, “Javi!, ¡Javi!” pero no me hizo caso. Me agaché un poco y le grité con más fuerza. Pero no contestó nada. Se le había escapado la vida, como a los partidos cuando llega el minuto noventa. Hasta ese momento no me había dado cuenta de que un día se te va la vida y no puedes hacer nada.~ Se queda un pedazo de carne y nada más. Claro que había pensado en la muerte alguna vez, ¡no te digo! pero eran de esas cosas como cuando le preguntas a tu madre qué pasa cuando te mueres y ella te dice que vas al cielo,y a pesar de que cuando eres un enano te crees todo lo que te dice tu madre, le preguntas dónde cabe tanta gente en el cielo y ella te responde que el cielo es muy grande y tú le dices que donde está el infierno y te dice que bajo tierra y por eso un día te pones a escaar para ver si llegas al infierno, pero a pesar de eso te entran dudas y te tiras algunas noches pensando en lo del cielo y el infierno hasta que un día se te olvida. Pero ahora es otra cosa. Cuando tienes a tu hermano mayor, ése con el que te peleas todo el día, el que te llama “enano” y te quita los juguetes, la persona que más odias y también con la que mejor te lo pasas, cuando le tienes ahí delante, blanco como la pared, y no se mueve aunque le llames “¡gilipichis!” te das cuenta de que te puedes morir. Entonces te das cuenta de que todo lo que quieres puede desaparecer. Me empezaron a temblar las piernas, el corazón me latía como si hubiera esprintado doscientos metros, pero no me podía mover, como si me hubiera paralizado un rayo

láser, como aquella parábola de la biblia de Sodoma y Gomorra. De pronto, despúes de algunos segundos, no sé muy bien, a lo mejor fueron minutos, reaccioné. “¡HAY QUE BUSCAR AYUDA, RAPIDO!” Alberto, el chico que nos habían presentado hacía dos horas, sólo dos horas, Dios mío, el que nos había llevado a ese sitio de mierda -¿por qué no le habría dicho con más fuerza que nos fuéramos a jugar al futbol?, ¿por qué?, ¿por qué?- despertó de repente. “¿Nos lo llevamos?”, me dijo. Eché mano de una sus piernas para llevárnoslo en camilla, como los de la Cruz Roja en la guerra, pero él me dijo, “no, no podremos, pesa mucho y estamos muy lejos de casa”. Echó a correr sin decir nadá más. Y tardé unos segundos, los que tardé en despedirme con la mente de mi hermano, no sabía si para siempre, allí, en ese campo de tierra cón~ arbustos secos de colores grises y marrones donde se quedaban nuestros juegos y nuestras peleas, junto a la vía del tren, aquel tren asesino que se quedaba con mi felicidad de chaval .Ascendí rápidamente el terraplén que mi hermano no llegó a subir, y comencé a correr con todas mis fuerzas. Pensaba que si corría muy rápido, si me esforzaba mucho y corría más que Sebastian Coe, me merecería un deseo, como en el cuento de Aladino: yo le diría al genio que todo fuera un sueño y colorín colorado, como en los cuentos.... Alcancé a Alberto, le sobrepasé y le grité “¡Venga!, ¡rápido!, ¡rápido!” Corrí unos cuantos minutos y cuando miré atrás el muy idiota se estaba atando los cordones. ¡Atándose los cordones! Por poco le mato. “Qué importan los cordones?: vamos llegar rápido, mi hermano se está muriendo, ¿no lo entiendes?, ¡se está muriendo!... No está muerto, ¿verdad?”. Alberto dejó sus cordones desabrochados pero no me contestó. Yo no sabía si mi hermano había muerto. Por el camino pasaban por mi cabeza cachitos de peleas con almohadas, risas con la luz apagada, gamberradas a la abuela, secretos compartidos, partidos de fútbol y de palas, ahogadillas en la playa, carreras por la arena, sorpresas y descubrimientos que ya no sabía si podríamos recordar juntos. Me parecía que estaba perdiendo una parte de mi vida. Llegamos con la lengua fuera al chalé de Mariblanqui, la amiga de mi madre, la que nos había presentado a Alberto, “un vecino muy simpático”, había dicho, ese día que no debía haber amanecido nunca. No me salían las palabras, era horrible. La cantidad de cosas que quería contarles para que no perdieran un solo segundo pero era incapaz de decir nada, ¡para eso tanta carrera! Creo que Alberto consiguió contarlo antes de que yo pudiera decir algo con sentido. Había perdido la capacidad de hablar. Me parece que después de unos minutos me puse a llorar mientras decía “Javi..., en la vía..., está tirado..., hay sangre..., el tren..., no sé si está muerto, mamá, no sé si está muerto”. ¿No se habrá muerto, verdad? ¿No se puede morir un niño, verdad, mamá? ¿No hemos hecho nada malo para que Javi se muera, verdad? no puede ser, ¿verdad? No puede ser, no puede ser. Así estuve mucho, mucho rato, llorando en el regazo de mi madre, sin temor a lo que pensaran los demás, ya tan mayor, sólo allí me sentía seguro; en esos momentos en que el mundo se resquebrajaba delante de mis ojos, sólo, aspirando el olor que me ha acompañado toda mi vida, conseguí calmarme y dormirme, por fin, después de tomarme una medicina. No sé muy bien lo que pasó después, creo que mi padre, el marido de Mariblanqui y el padre de Alberto se fueron a la víá del tren, allí, donde habíamos estado jugando y tirando piedras a los trenes, yo no, que me parecía de gamberros, y allí debieron encontrar a mi hermano, el pobrecito, solo, casi muerto. Le llevaron a Madrid, a un hospital muy bueno donde me ha dicho mamá que le pueden curar porque tienen muchas máquinas que en San Sebastián no tienen. Por eso nos hemos quedado aquí, porque en casa no se pueden ocupar de él. El día que me dijeron que nos quedábamos a vivir en Madrid me puse a llorar con las pocas fuerzas que me quedaban después de dos semanas soltando agua. Era como al toro cuando le dan con un cuchillo muy puntiguado porque no consiguen matarle con la espada. Hala,

para rematarte, ya vas bien servido. Me hubiera gustado berrear más, protestar, pero no podía, nadie hubierá podido si hubiera visto la cara de mamá, esa cara tan suave y joven, tan bonita, que, de pronto, parecía haber envejecido diez años, con ojeras moradas, sin una gota de alegría. Parece que, como a Javi, también le habían robado la vida, esa mierda de tren, esas puñeteras vías del tren. El otro dia salió un tren en la tele, unas vias del tren, era una pelicula de un humorista de película muda, creo que se llama Baster Kiton. Fue aparecer el tren y la conversación, ya no me acuerdo sobre que era, a lo mejor lo buena que le queda la tortilla francesa a la abuela, y todos nos fuimos quedando callados, parecía que el sonido del tren circulando por la vía nos estaba golpeando a mi madre, mi padre, mi abuela y hermana, parecía que nos estaba matando a todos. El puñetero tren. Mi padre se levantó y cambió de canal. Nunca hubiera pensado que tanta gente podría estar pasándolo mal al mismo tiempo. Yo creía que a uno se le rompía una pierna, se tiraba una temporada con escayola en el hospital con unas enfermeras muy simpaticas y te ibas de allí con las manos repletas de bombones, regalos y todo. Pero en el hospital ves cosas que te cagas de miedo, o a lo mejor de asco, aunque nunca se te tiene que notar porque a la familia del enfermo le sentaría fatal. Hay caras que parecen caretas de carnaval, tan exageradas que te crees que están fingiendo y en cualquier momento van a decirte “que no que estaba de broma te lo has creído, ¿eh?”. Pero va en serio. Entra un señor con prisa que mira al infinito, y después una señora gorda con los labios vueltos del revés, como si se le hubiera invertido la sonrisa, ves niños llorando junto a sus abuelos, y madres con su hijo en muletas, otro sin piernas en una silla de ruedas, o con la cabeza envuelta en vendas, una señora con un monton de tubitos que le salen de todos los sitios y una chica que debió ser muy guapa, con la cara llena de cicatrices y sentada en una silla de ruedas, con una manta encima y una expresión que da muchísima pena. Luego ves salir a un abuelo hecho una piltrafita que que no le queda ni un suspiro de vida.., pero a lo mejor tiene más que mi hermano. Cada de semana me paso seis o siete horas en el hospital, el sábado y el domingo, a veces en sesión de mañana y tarde, esperando, metido en un sillón de la inmensa sala de espera, con un tebeo de Zipi y Zape o de Mortadelo y Filemón. Me los leo por si acaso consiguen sacarme una sonrisa, pero nunca lo hacen. Me dejan ahí, mi padre, mi madre y mi abuela, porque soy pequeño y no puedo subir a la UVI a ver a mi hermano. Por lo visto, lo que hay por ahí es como de película de dos rombos. Los primos, tíos cercanos y lejanos van apareciendo durante la tarde y me preguntan qué tal está mi hermano y yo no les contesto porque no me apetece hablar. A veces me preguntan si voy a subir a verle pero por la forma en que lo dicen, como si fuera una expedición al centro de la Tierra, no debe ser nada agradable, así que no he dicho en ningún momento que quisiera. Hay gente que no conozco que me da besos y se compadece de mí, me llaman “pobrecito” y me dicen “tienes que ser fuerte porque papá y mamá lo están pasando muy mal y tú les tienes que dar fuerza, así que no llores y que te vean contento, ¿verdad que lo vas a hacer?”. En cuanto a lo primero, no habrá problema, hace unos días me cansé de llorar y he decidido que no volveré a llorar mientras viva. Lo digo en serio. Cada noche me entreno con alguna historia muy fuerte que me imagino y me propongo soportarla sin sentir nada. Y si me pongo triste cierro los puños y me aguanto sin soltar una lágrima. Hoy se muere mamá en un accidente de tráfico. Mañana entro en casa y me encuentro a la abuela chamuscadita en la cocina. Otro día se mueren todos, incluida mi hermana, por un escape de gas, al otro cae una bomba de hidrógeno y yo soy el único superviviente en toda la ciudad y me toca buscarme la vida entre muertos y escombros... La gente es tonta. Se cree que es feliz porque tiene todo lo que quiere y todo le va bien, pero no se da cuenta de que cualquier día eso se acaba, se te muere tu padre, o el marido, o te quedas paralítico y ¿de qué sirve toda esa felicidad? Para que te sientas peor cuando la recuerdes, como yo cuando sueño con mis partidos en la playa de la Concha, y el peine de los vientos, y los vígaros en el

puerto, y el Monte Ulía y Jaizkíbel y Fuenterrabía y el Mamut y la plaza de Guipúzcoa adonde íbamos a tomar chocolate con tostadas los cinco, mi familia. Cuántos días he pasado soñando con todo eso... ¿Cuántos? ¿Para qué? Para sufrir más, sabiendo que nunca más podré disfrutar de esos sitios, ni volveré a oler el mar. Cuanto más has disfrutado en un sitio, más sufres al recordarlo. Así que lo mejor es prepararse para esta mierda que parece ser la vida.Y para que no te pille de sorpresa, lo mejor es estar entrenado. Nunca más algo me pillará por sorpresa como lo de mi hermano. Antes era tonto, me creía que todo era muy bonito, pero ahora ya no. Ya sé que nada dura mucho tiempo. Pero hay muchos tontos que todavía no se han dado cuenta. Pobrecitos, lo mal que lo váis a pasar. Ya veréis, ya. En cuanto a lo segundo, me parece muy dificil, hay cosas que por más que te esfuerces no las puedes conseguir. Reírse, por ejemplo, parece fácil, ¡eh!, extiendes la boca hacia los lados, abres la boca y ya está, ¿no? Hasta hace dos meses yo hubiera pensado que era así, en realidad lo era, pero no lo es. Hay veces, no sé bien cómo explicarlo, que esa cosa de tu cerebro que le dice a tu boca que sonría, deja de funcionar. Debe ser cuando ya no te crees la alegría. No te crees que porque tu padre te compre una coca cola o un pincho de tortilla de patata tienes que ponerte contento, porque no puedes estar contento o porque no quieres, no lo sé, el caso es que a veces intento reírme cuando veo que un jugador ha fallado un gol tontísimo o una señora se resbala un día de lluvia mientras acarrea las bolsas de la compra, pero no puedo.Ya no sé reírme, se me ha olvidado. Sólo quiero que baje mi madre y me abrace y me diga que todo puede volver a ser como antes, que volveremos a pelearnos porque enciende la luz desde su litera de arriba cuando me quiero dormir, que no me dejará jugar con su Excalestric, pero cada vez me lo creo menos. Las horas pasan aburridas en este hospital que se me ha quedado en el estómago, como una fabada mal digerida. Continuamente entran y salen taxis que traen a personas llorando o corriendo como toros en un rodeo americano, llevándose a quien sea por delante. A veces aparecen familias abrazadas consolándose su pena, hablando del funeral o de las coronas de flores. En esos momentos de pena tan grande, la tristeza se extiende por dondequiera que pasan familiares apenados, te contagian, como la gripe, y deseas llorar con fuerza. Por eso, es mejor no mirarlos. Así sufres menos. Pero a veces no te aguantas y les miras, porque las cosas más malas y más feas te cuesta mucho no mirarlas. En algún momento bajan mi padre o mi madre. Intentan darme conversación: me cuentan que Javi parece muy tranquilo, que sus ritmos vitales están constantes, que los médicos dicen que cualquier día puede despertarse y le tendremos con nosotros otra vez, aunque tendré que tener paciencia con él porque le costará recuperarse. El día que se despierte será como salir de un sueño muy largo, como si te hubieras ido a la luna y regresaras doscientos años después y tuvieras que aprender otra vez todo de nuevo sobre la vida en la Tierra. Yo me prometo tratarle mejor que nunca, aunque me haga perrerías y mienta a mi madre y me eche las culpas de cosas que no he hecho, y me quite las chapas y haga trampas a las cartas.Y me pongo a pensar en el cuento de La Bella Durmiente, ya en la cama, de nuevo en casa de la abuela, después de haber visto el resumen de los partidos, y me pregunto si también tendría que aprender La Bella Dumiente otra vez todo de nuevo cuando llegó el príncipe y le dio el beso. Seguro que no, porque eso es un cuento. Pero a lo mejor, si llegara una princesa y le diera un beso a mi hermano... Me han metido en un colegio de ricos que está muy lejos de Madrid en el que trabaja mi tío, que es profesor. Cada día me toca levantarme a las siete de la mañana para coger el autobús, “la ruta” como le llaman aquí, y esperar en la parada un buen rato a que pase, con la cartera en la espalda y un frío que no te imaginas que pueda existir. Allí parado, se te congelan los dedos de las manos, los de los pies, las orejas y también la punta de la nariz. Se te congela hasta la mente, llega un momento en el que no piensas más que, en el próximo semáforo en verde, aparezca el autobús o la ruta. Por favor, por favor, por favor, como sea, pero que aparezca, que me muero de frío. Llegamos a la parada a todo

meter, a veces sudando, porque siempre hay algo que se te ha olvidado: el bocadillo, las pinturas, el libro de historia, el ascensor que no llega, bajar andando, deprisa, no sea que se vaya a haber marchado el autobús, deprisa, deprisa... y nunca está el autobús. Cuando llegamos a la parada todavía no ha amanecido, los coches van con los faros encendidos, iluminando las calles vacías. Nunca había visto la ciudad a esa hora. Da bastante rabia levantarse tan pronto, parece como un castigo y la gente se comporta como si de verdad lo fiera. Tendrías que verles las caras. Como si hubieran tenido que repetir milquinientas veces “me he portado mal”. Vaya caras, macho... Lo único que me gusta es echar vaho por la boca, no veas, parece que estás fumando. El primer día nos acompañó mamá a la parada. Nos dió mil besos, sobre todo a mí, y nos dió mil órdenes acerca de todo lo que no teníamos que hacer. Parecía muy nerviosa, desde que le ocurrió el accidente a mi hermano se preocupa muchísimo cada vez que nos deja solos, no hace más que llamamos para ver si estamos bien y nos repite mil veces que miremos a los dos lados cuando vayamos a cruzar un semáforo, aunque esté verde para los peatones y sólo vengan coches de un lado. Nos sentamos mi hermana y yo juntos, y no me gusta pero es que nada porque, siempre que no está mamá, mi hermana se cree que ella tiene que hacer de madre. No pongas ahí el pie que estás manchando el sillón, no hables tan alto que la gente mira, no señales a la gente con el dedo, no le hables de tú al tendero... No para la tía, no hay quien la aguante, y yo menos, porque nunca la hago caso, cuanto más me lo dice, más lo hago, para que no se crea mi madre. Por eso siempre acabamos enfadados, no hay manera de tener un viaje tranquilo. El autobús se fue llenando de niños de todas las edades, desde críos que no saben casi ni hablar, chicos y chicas de mi edad, hasta mayores de bachillerato. Por el camino los coches fueron apareciendo en las calles de Madrid como cucarachas lentas y feas, cuantas más había, más lentas se movían. Cuando se hizo de día, no había más que coches y coches, taxis y autobuses ymás autobuses y más taxis, tocando el pito, gritándose unos a otros como si estuvieran de mal humor. Estaba deseando salir de Madrid. Qué asco de sitio.Ya en la carretera, la cosa fue mejorando, cuando empiezas a ver árboles y puedes respirar te sientes mejor y se te pasan las ganas de devolver. Después de dejar la carretera, cogemos un desvío y nos metemos en una zona con casas muy bonitas, con jardines repletos de flores y en algunos, hasta árboles grandes. Casi llegando al colegio me entraron unas ganas increíbles de mear, no sabía cómo ponerme en el asiento, ni qué hacer con mis manos, ni a donde mirar. Creo que se me escaparon unas gotitas. No sé cómo van a ser mis compañeros, si voy a hacerme amigos tan buenos como los de San Sebastián... Me imagino en el recreo yo sólo y me da muchísima pena de mí mismo, todos jugando y pasándoselo bien con gente que ya conocen y yo más solo que la una. El otro día me di cuenta de que lo peor que te puede pasar es ver a los demás divertirse cuando tú no tienes ganas ni de reírte. Se me ocurrió cuando volvíamos del hospital mi padre, mi hermana y yo, después de que el médico le dijera a mis padres otra vez que teníamos que estar preparados para lo peor. Lo peor nunca se dice en mi casa lo que es pero yo sé que es una palabra de seis letras que empieza por “m” y acaba por “e”. Cuando te llega esa palabra no eres nada, como una película con el “The end”, aunque la película la puedes volver a ver. Después de eso, no. Volvíamos escuchando los partidos en la radio, mi padre fumando y llenando el coche con el asqueroso humo de sus Ducados. Mi hermana y yo no teníamos ganas o fuerzas ni para protestar. Por las calles paseaban matrimonios cogidos de la mano muy contentos, grupos de chicos y chicas bien arreglados que parecían ir de discoteca, abuelitos del brazo cruzaban los semáforos despacito pero muy juntitos, señoras con perros falderos que van a la peluquería y familias con hijos como nosotros riendo, entrando a cafeterías a tomar tostadas con chocolate, comiendo pipas o chupando regaliz o piruletas. ¡Y todos parecían contentos! ¡Todos, todos, todos! Parecían no tener ningún problema, eran felices los muy

asquerosos, los mierdas. Eran felices. Entonces me di cuenta de que te pone más triste ver a la gente contenta y decidí no mirar a la calle por la ventanilla. Ahora, siempre que voy en el coche con mi familia miro a las alfombrillas, aunque son feas no me ponen de mal humor. Si me quedo hoy sólo en el recreo, me iré a un lugar donde nadie me vea, apartado de la gente. Es mejor que nadie te vea cuando no te lo pasas bien. Entonces das pena y lo peor que te puede pasar es que des pena a los demás. En realidad ya no necesito estar con nadie y menos con cualquier niñato que no sabe nada de la vida. En cuanto me he despedido de mi hermana, me han empezado a entrar escalofríos. Hasta ahora siempre había ido a un colegio donde conocía a mis compañeros desde que empezamos en primero y todo el mundo me conocía a mí. Tema muchos amigos, se llamaban Oricain, Borja, Suberbiola, Jon, Pablo, Hernán... Mis amigos, allí lejos, también habrán empezado el curso, pero esta vez yo no estaré allí. Alguien habrá ocupado mi sitio. Qué mierda. Vaya cagada. Ahora no soy nadie, sólo soy ese chico nuevo al que todo el mundo mira como a un oso panda, que busca el perchero para dejar su abrigo y lleva una cartera y un abrigo diferentes a los de resto. La primera profesora que nos ha dado clase nos ha hecho presentarnos a los nuevos. Me he tenido que levantar y contar cómo me llamaba y de dónde era. Vaya corte. Cuando he dicho que era de San Sebastián, “no, de los Reyes no, de Guipúzcoa”, he oído cuchicheos que decían, “un vasco, un vasco, un vasco...” La señorita Sara se ha portado muy bien conmigo. Enseguida se ha dado cuenta de que nunca había estudiado inglés y yo creo que por eso no me ha hecho ninguna pregunta. Sólo he abierto la boca para repetir en voz alta los días de la semana y la conjugación del verbo ‘to be’. Si lo contara en casa no se lo creerían, tampoco creo que les importe mucho, aunque a mí me ha parecido increíble. En la clase hay chicos que hablan inglés. Sí, hablan inglés como los del caserío hablaban euskera, no les cuesta nada. Es increíble. Pero hay más cosas increíbles en este colegio. Me he enterado de que hay algunos chicos que fuman en los recreos y uno de ellos, Richi, ¡tiene moto! De verdad, no me lo invento, tiene una moto de trial y se va por el campo con ella porque, claro, la sabe conducir. Por lo visto, su padre es director de orquesta y tiene mucha pasta. Es increíble, aquí hay muchas cosas increíbles. Hoy he oído decir a un chico, Willy, amigo de Richi, “hijo de puta” y a otro de su pandilla “cabrón”. Las niñas se tapaban la boca con la mano como hubieran hecho todos en mi antiguo colegio pero aquí nadie les ha dicho nada y eso que había profesores cerca de la fila. A los que comentaban que estaba mal lo que habían dicho se les miraba con cara de decir “tú eres tonto”, así que he hecho como que no me importaba. Pero no me lo podía creer, en mi colegio el insulto más grande que oías era “gilipuertas”: palabrotas como ésas no se las oías ni a los chicos más mayores. Lo más increíble de todo es que hay chicas en clase. Sí, chicas. Hasta ahora lo más cerca que había estado de una chica era con mis primas o las amigas de mi hermana pero me trataban como a un niño, así que es diferente. Estas son chavalas de mi edad y a veces las tienes muy cerca. Se ríen diferente que los chavales, con una alegría que te deja alucinado, lo bien que suena oírlas reír, aunque en realidad son un poco tontas, muy remilgadas, muy cursis y muy creídas, sobre todo las más guapas, y eso que hay alguna bastante guapa. Hay una morena que se llama Maite y una rubia que se llama Almudena. A Almudena la tengo dos asientos más adelante y, cuando me aburro, me pongo a mirarla, a seguir todos sus movimientos como si fuera una maga que contagiara su magia. Estaba bastante a gusto observándola, copiando cada uno de sus gestos durante todas las clases, pero llegó el recreo.Y ahora estoy aquí, sentado en un bordillo comiéndome el bocadillo de tortilla de patata que me hizo mi madre ayer, sólo. He hablado un poquito con un chico muy delgado que me pidió la goma de borrar y otro gordito que me pidió un boli rojo, nada más. Así que no tengo más remedio que salir sólo al recreo.

Hace sol y huele muy bien porque hay muchos árboles dentro y fuera del colegio. Estamos cerca de la sierra, por lo visto. La verdad es que no sé muy bien donde estoy. Esto parece otro planeta, donde la gente no sabe nada de hospitales ni de accidentes ni de UVIs: la gente corre, ríe y salta como si no les importara nada, seguramente porque no les importa nada más que pasárselo bien. Unos juegan a las canicas, otros al clavo, los más mayores al futbol o al baloncesto y los pequeños se fastidian, claro. Las chicas pasean y hablan de... yo que sé de qué hablarán, de lo que hablan las chicas, digo yo, pero no todas: hay algunas, como Maite, que juega con los chicos al rescate y a la cadena. Cuando la tienen que salvar, se agarra a las manos de los chicos como si tal cosa. Por los recovecos del inmenso colegio, no me ha dado tiempo a verlo entero, hay grupitos como escondidos haciendo no sé el qué, me han dado ganas de ir a enterarme pero no creo que les gustara que fiera alguien a espiarles. Me he encontrado a mi hermana y hemos charlado un poquito, me ha preguntado qué tal me lo había pasado y cómo eran los profesores.Yo le he dicho que todo estaba muy bien. Parece que se lo ha creído. Me ha preguntado por qué no jugaba y yo la he contestado que no me apetecía. Hay que ser tonta para hacerme esa pregunta. Este ha sido el único momento en el que he hablado con alguien, después ha sonado el timbre y nos hemos tenido que poner en la fila. Había que volver a clase. A las siete de la tarde, hemos llegado a casa. La abuela ha bajado a recogernos y hemos ido a comprar los cuadernos y los libros para el colegio. Había mucha gente en todas las papelerías y los niños protestaban a sus padres por el color de las carpetas, el tamaño de sus estuches y la marca de sus mochilas. Unos idiotas. Hoy le tocaba a mi madre quedarse a dormir en el hospital, por eso he dormido con mi padre. La casa de la abuela es muy pequeña y tenemos que compartir la cama si no queremos extender el sofá-cama del salón, que sólo deja una rendijita con el mueble de la televisión, por lo que la abuela lo tendría dificil para salir de su habitación si se levanta por la noche. Con mi padre no hablo más que de fútbol y con la abuela de poco más, así que prácticamente no he hablado con nadie en todo el día y eso que me parecía que iba a estallar, con la cantidad de cosas que he visto y que he sentido en sólo un día. Era la primera vez que me quedaba a comer en un colegio, la primera vez que me pasaba el día entero en él, la primera vez de tantas cosas... pero no creo que en estos momentos mis problemas sean importantes al lado de lo que hay en casa, así que he preferido decir que todo me ha ido bien y que he estado jugando en el recreo y me he hecho muchos amigos. He cenado una tortilla francesa con salchichas, una pera y leche con galletas. Esta noche echaban una película de los hermanos Marx en la tele, la abuela ha dicho que si la veíamos no nos dormiríamos porque era muy tarde y ha apagado la tele. La he mandado a la mierda, “¡por una cosa que quiero ver!” y me ha pegado una torta, muy fiojita eso sí, porque no tiene mucha fuerza. Le he dicho de muy mala uva que es la última vez que me pega. Dice que se lo va a decir a mamá, como se lo diga la muy chivata... Mi hermana, como de costumbre, se ha puesto de su parte, “ya verás como no te levantas mañana y no puedes ir al colegio y te pondrán falta”. Siempre metiendo miedo, siempre igual. Y encima he tardado mucho tiempo en dormirme En la cama, el sonido de las televisiones rebotando por el patio, las vajillas en las cocinas y las peleas de las familias se mezclaban con chicos mayores que fumaban y se reían de mí, chicas con tetas que se reían de mí, chicos de mi edad que podían decir tacos y me llamaban gilipollas, hijoputa y cabrón, y yo, el niño de mamá, callado para no ser malo, para no merecer que nada malo le pasase a él ni a su familia... Obligado a ser bueno para que la vida te trate bien. ‘Pórtate todo lo bien que puedas y ya verás como Dios, que es muy bueno, se apiadará de nosotros y sacará a tu hermano de la UVI y le pondrá bien y volveremos a sonreír”, me dijo ayer por teléfono. Portarse bien o decir tacos, portarse bien o decir tacos, portarse bien... Los ricos tienen mucho dinero pero son un poco tontos. A Gonzalo, el grandullón que se

sienta a mi lado en el autobús, le encanta que le escuches con cara de idiota y que le digas “qué bien, cómo mola” cuanto te cuenta el Mercedes que se ha comprado su padre, la cadena de alta fidelidad Pioneer que le han regalado a su hermano por aprobar la EGB o, sobre todo, la ropa tan bonita que lleva. “John, vaya zapatillas más bonitas que llevas”. “Son adidas y me han costado seis mil pesetas, mira qué suela llevan, con esto corres mucho más deprisa, macho, y se anda de cómodo... No veas cómo se anda, cómo si no notaras el suelo y encima, ¡mira la suela!, pareces mucho más alto con ellas y a las chicas le gustan los chicos altos”. Yo le digo a todo “qué bien, qué bonito, qué suerte”, le felicito cuando se ha cortado el pelo, el corte de pelo que más le gusta a las chicas, y cuando me dice que es el corte de pelo más moderno que se puede hacer uno ahora, que sólo lo hacen en una peluquería de Madrid, su peluquería, claro está, yo abro mucho la boca como si hubiera visto un burro volando y a cambio.... A cambio él me invita a un cuerno de chocolate, no todos los días, claro, que hay días que me quedan algunas monedas de la paga y me puedo comprar un bollo, pero el tío suelta la pasta sin darle ninguna importancia, como yo suelto el papel del báter. No le importa, siempre hay más. Le dan cinco mil pesetas de paga al mes, “pero de allí me tengo que pagar todo”, decía el otro día quejándose el muy imbécil. Lo más increíble de los ricos es que se creen que todo el mundo tiene mucho dinero, no pueden entender que alguien no se pueda comprar un jersey Lacoste o unas zapatillas Adidas. En realidad no saben nada de la vida más que comprar sin ningún tipo de remordimientos y vacilar por ello. Esta última palabra es muy importante en Madrid. Si cuentas algo como lo haces en el Norte, sin adornos, no vale de nada, nadie te escucha. Aquí, para hacerte notar en una conversación, tienes que contar las cosas afiladamente, vacilando, como dicen, como el carnicero al cortar la carne, 'zaca, zaca, zaca', atacando siempre, no vale decir una cosa humildemente, como allí, si lo dices así, lo más seguro es que te peguen una colleja y se rían de ti. Eso sí, aquí la gente rápidamente se hace tu amiga. En realidad, después de ese primer recreo no he vuelto a estar sólo en el colegio, la gente se te acerca y te pregunta de qué equipo eres, cuál es tu jugador de fútbol favorito, y te coge del hombro y te da la mano como si fueran personas mayores, todo va muy deprisa, mucho más que allí, pero luego, ése que te ha dado la mano, te le encuentras como ahora a Gonzalo, rodeándote y diciendo que eres un mendigo porque llevas unas zapatillas Tórtolas. Ya le dije a la idiota de la abuela que no quería ni ver esas zapatillas, que son la peor marca del mundo. Se lo dije. Mierda de abuela, se podía haber metido las zapatillas por el culo. En cuanto llegue a casa, las tiro a la basura, prefiero llevar las rotas. Llevo ya un rato aguantando a un grupito que no hace más que agrandarse gritando “mendigo, mendigo”, cerrando los puños, sabiendo que si le meto un puñetazo a alguno será peor. Hay que aguantar, hay que aguantar. Pasan dos minutos, tres, cuatro: la palabra “mendigo” ya es un coro, cinco. Ya no soporto más, me abro paso entre el grupo y como no me dejan, le pego un empujón a uno, eso sí, al más bajito. Se me encara y le agarro de la pechera, amenazándole con el puño en alto, como he visto en las películas, y le pego una bofetada en la cara. El muy niña se caga en los pantalones y se echa a llorar, los demás dejan de repetir lo de “mendigo”, se callan, les miro con odio y me voy a la fila para entrar a las dos últimas horas de clase. Tengo ganas de llorar pero no lloro. No me verán llorar. Y menos hoy. Ayer vino mi madre con un rayito de alegría en los ojos. Un médico le había dicho que habían visto un cambio en el encefalonosequé, que significaba que mi hermano estaba comenzando a despertar de su largo sueño. Hace ya dos meses que sucedió el accidente. Mi padre compró pasteles para celebrarlo y, muy humildemente, claro, todos nos permitimos el lujo de estirar la boca un poco hacia los lados como preparándonos para sonreír. Por la noche soñé que le traspasaba mi fuerza a mi hermano, con esos poderes que tienen los magos que mueven las cosas y se comunican sólo con la mente. Mi madre volvió al hospital a las once de la noche. Sólo duerme en casa los fines d semana, cuandó mi padre no trabaja, el resto de los días duerme en el hospital. Mañana espero levantanne con menos fuerza, será señal de que el truco ha

funcionado. Mucha gente se cree que meter goles es una tontería. Mi madre, por ejemplo, se piensa que jugar al fútbol es una cosa de bestias y gamberros, que se dedican a meterle patadas a un balón y a las espinillas de los contrarios porque no saben hacer nada mejor. Mi hermana dice que es de idiotas “perseguir un balón para meterlo dentro de una portería y volver a perseguirlo para volver a meterlo otra vez”. De mi abuela ya ni hablo, porque no entiende cómo el portero puede coger el balón con la mano y los demás no. “Es injusto”, decía el otro día la muy tonta. Lo que no saben ninguna es que el fútbol tiene algo especial. Cuando juegas al fútbol puedes hacer lo que sueñas. Si eres bueno, claro, porque hay cada negado que lo pasa malísjmamente cuando tiene el balón en los pies, no se le ocurre nada. Yo creo que porque antes no ha soñado lo que haría si tuviera el balón en sus botas. Cuando te pasas las noches imaginando que te pasan un balón en mitad del campo y corres y corres con el balón pegado a los pies y te sale el portero y te paras y le amagas para un lado y te vas para el otro y esperas a que venga el defensa a toda pastilla y haces como que vas a tirar y no lo haces, esperas a que el defensa se meta un tortazo Contra el poste y entonces te metes en la Portería con el balón encima del pie y lo sacas en la mano y la gente salta de alegría y grita ¡qué bonito!, ¡qué bonito!... Entonces, sólo entonces, te das cuenta de que los sueños sirven para algo, que un taconazo por aquí, de pared, un autopase o una bicicleta acompañada de un tiro ajustado, aunque no entre, merecen la pena, porque estás imaginando cosas diferentes y las haces y son bonitas. Te lo pasas bien y encima, en ese momento, se te olvidan todos los pensamientos que pasan por tu mente y que te impiden pensar en una sola cosa. Los sábados es el día que juego al fútbol. Después de una semana rodeado de cocodrilos, hojas de adidas y pantalones vaqueros Lee y Lois, que preguntan “¿me has visto? ¿lo ves?, estoy aquí”, me voy con mi padre a un barrio cercano. Allí, en el bar donde se reúne mi equipo, el Cóndor, me esperan los chavales del barrio, Pepe, El Rubio, Santi, Lucas... Ellos llevan coreanas de marcas baratas con el forro despedazado y sietes remendados por fuera, usan zapatillas que parece que se van a poner a hablar en cuanto dan dos pasos, jerseys de pico de punto que les quedan muy cortos o de lana, demasiado largos, seguro que heredados de un hermano mayor. En el club, si uno se compra una bolsa de pipas, todos corren a pedirle como si estuvieran hambrientos y si no haces lo mismo se creen que estás loco. Seguro que en el colegio les mirarían como a mendigos. Cuando alguno de los del equipo tiene cinco duros lo echa, dando alaridos, en alguna máquina de marcianos o en el comecocos, pero no sólo lo disfruta el que juega, los demás abrazan al afortunado y le señalan los marcianos que se avecinan, le gritan tácticas y le dicen que es un mierda si no hace lo que debía y le eliminan a la primera pantalla. Y, como se cabree, puede haber hostias, como el día en que Santi le pegó dos guantazos a Lucas porque le estuvo molestando cuando echó a la máquina. Cualquier cosa, por pequeña que sea, se disfruta muchísimo, porque nunca sabes cuando volverás a tenerla. Los sábados nos reunimos en el bar, una hora antes de que empiece el partido, y nos bajan a la bodega de nuestro club social para recibir la charla de Hugo, nuestro entrenador, un tío de rulos y grandísimo bigote que trabaja en una fábrica de cervezas, con la cara marcada por una cicatriz a lo largo de la mejilla y sin un cacho de uno de sus dedos gordos. Por lo visto, se quedó sin ella en el curro, así, como si hubiera perdido un guante, contó el otro día. Seguro que en el colegio no han visto nunca a un tío al que le falta un dedo, toma ya. Allí, entre cajas de botellas de vino y latas de Trinaranjus, nos cuenta en qué posiciones vamos a jugar yio que hicimos mal el otro día. Todos estamos muy serios, mirando al suelo o a las paredes mal pintadas y nadie dice nada mientras habla porque site pilla cotorreando hay que ver cómo se pone, te echa una mirada tan seria que te parece que te vas a cagar en los pantalones, y encima sabes que tiene razón, porque si no te enteras de la táctica a ver qué partido vas a ganar.

Con los chavales del Cóndor he aprendido unas cuantas cosas últimamente. La primera es que la gente siente curiosidad por ti si estás callado, se creen que tienes cosas muy importantes en la cabeza cuando los miras en silencio sin ponerte nervioso y por eso intentan acercarse y contarte cosas interesantes, para que seas su amigo. Pepe me ha contado que la panadera, Catalina, la de la bata azul que sale a gritarnos cuando nos ponemos a jugar delante de la tienda donde trabaja, se folla a Gustavo, uno del juvenil que lleva tupé, como a los que le gusta la música rock. El lo sabe porque les vió el otro día en el descampado, donde están construyendo los pisos nuevos. El Gustavo le había bajado un tirante del vestido a Catalina, la panadera, y le estaba chupando las tetas, como los niños cuando se ponen a mamar. Me hubiera gustado estar allí y verlo, sólo de imaginarme la escena, se me hinchaba la picha. Allí, al descampado donde están haciendo los pisos nuevos, se van a menudo el Pepe, Santi y el Rubio a ver las revistas porno que roban del kiosco. Yo ponía cara como si estuviera harto de ver a tíos chupando las tetas de una chica y a chavales robando revistas. Lo que más me gustaba de todas esas historias es que seguro que en el colegio no conocían a nadie que hiciera cosas como ésas. Ayer ganamos cinco a cero a un equipo que no era nada malo. Iban con su traje completo, con camiseta y pantalón brillantes del Rayo Vallecano, con medias a juego y todo, y hasta los suplentes llevaban un chándal muy bonito. Pero por mucho traje que llevaban no pudieron hacer nada. Con Santi atrás, con sus piernas como árboles, no hay delantero que pase, y si pasa algo será el balón, porque es de esos jugadores que la primera vez que le ves te prometes no pasar más cerca de un metro de su lado en todo el partido. Sus zapatillas de bota Tórtola del 43 dan más miedo que una navaja de bandolero y sus greñas rizadas de gitanillo compensan los coloretes tipo Heidi que pintan toda su cara. Me encanta que juegue en mi equipo y que tire las faltas contra la barrera contraria, pobre del que se ponga por delante, ya te puedes tapar la picha porque si no te vas a acordar toda tu vida, no veas como duele, macho. El otro día, en un entrenamiento, me pegó un balonazo y creí que no iba a poder utilizar el pito en toda mi vida. El Rubio, el de las piernas como espaguetis y el pelo rizado que sólo ve un peine los domingos, hace de enlace con Pepe, que es quien me acompaña en la delantera. El primer día que me puse a jugar con Pepe supe que nos íbamos a entender. Simplemente nos pusimos a tocar el bajón con el interior del pie de un lado para otro, ahí la tienes rasa, a ver cómo controlas esta elevadita, ahora fuerte y larga, cambiándonos de lado, haciendo paredes al primer toque, mirándonos a los ojos para adivinar lo que uno iba a intentar y lo que el otro esperaba que hiciera. Esas miradas te hacen saber que el otro lleva tu misma onda, que le gusta jugar al primer toque y buscar la portería contraria sin liarse con regates pero con imaginación suficiente para no repetir dos veces la misma jugada. Pepe echaba unas chispitas por debajo del flequillo que sólo tienen los delanteros acostumbrados a inventarse travesuras en las porterías contrarias. Mi intuición no falló. Hoy me regaló un par de goles. El tercero me lo hice solito y no es por nada pero la gente aplaudía con ganas. Celebré mis tres goles al estilo López Ufarte, sin mucha alegría, porque no me parece bien tal y como están las cosas. Además, cuando no le das importancia a los goles, como al hablar, parece que tienes muchos más increíbles en tu mente. Después del partido, nos invitaron en el bar a unas sardinas asadas muy ricas, con su limón y todo. Mientras me zampaba mi ración con Pepe y Santi a la puerta del bar, pasó la panadera con un jersey de pico muy ajustado de color blanco, que transparentaba el sujetador. El Santi, que a veces parece un tío mayor, la silbó y después gritó con el tono de los obreros de las obras “vaya par de aldabas!”. Ella se dió la vuelta y le dijo: “¡tú estás más salido que el pico de una plancha!”. Se me escapó una risa, la primera en cuatro meses, este Santi es la leche. Me contó que la panadera va a su clase porque ha repetido dos cursos y dicen que es un poco puta porque se deja tocar las tetas en los recreos y no le dice nada al profesor. El Santi dijo que un día le va a tocar las tetas porque las tiene muy

gordas aunque no le daría un beso porque es fea. Pepe le dijo que tuviera cuidado porque el Gustavo podría enterarse. La verdad es que no me gustaría ver al Gustavo cabreado porque el tío es de los que saca molla de los brazos, como Popeye el marino. Sentados sobre el respaldo del banco estuvimos hablando un rato, mientras tirábamos castañas de las malas contra algún árbol o hacia el descampado, donde hay ladrillos y restos de obras que nunca se terminaron porque dejaron de interesarle a quién sabe quién. Allí, entre ese paisaje feo y un poco salvaje me sentí bien por primera vez en los últimos cuatro meses. Será porque me siento un poco como esa obra. Por la tarde, en el hospital, mi padre consiguió un pase para mí. Se quedó delante mío con el cartoncito cuadriculado en la mano y comprendí sin decir nada más que no me quedaba más remedio que subir a la UVI. Y lo he hecho. Había más luz de la que me imaginaba, hasta entonces pensaba que algo que está tan cerca del final estaría tan oscuro corno una cueva e iluminado por bombillas tan pequeñas cormo velas. He caminado por pasillos perfectamente iluminados que olían a la palabra, repletos de médicos y enfermeras en bata y zuecos blancos, encontrando personas que parecía que no se movían desde hacía un siglo, paralizados por el miedo a la palabra, como yo, que no sentía el suelo al andar, ni la mano de mi padre por el hombro, ni podía verme a mí mismo en ese lugar del terror, hasta que llegamos a la puerta de la habitación. Me quedé a la puerta deseando que no me hicieran entrar, por favor, que no tenga que entrar, pero mi padre me dijo que pasara y allí ví a mi hermano por primera vez después de cuatro meses. Continuaba dormido, pero ahora estaba calvo, parecía mayor, le estaba saliendo bigote, a pesar de que sólo tiene doce años. Muy poco de lo que vi se le parecía. No era una persona, era una cosa rara llena de tubitos que le salían por todos los lados e iban a parar a unas botellas de plástico que colgaban de unos hierros. Tan sólo soporté esa visión unos pocos segundos aunque no me dieron ganas de llorar ni nada, estaba preparado ya después de tantos y tantos días en la sala de espera. En lo que allí vi no podía reconocer a mi hermano, era otra cosa, como si te venden unas tórtolas por unas adidas, mi hermano no se movía, ni hablaba, no sé siquiera si respiraba o era alguna de esas máquinas la que lo hacía por él. En cuanto salí, intenté borrar esa imagen de mi cabeza a pesar de que ahora era la estrella del hospital y todo el mundo me preguntaba “¿qué tal le has visto?”, “cómo está?”. Yo sabía que tenía que responder como una persona mayor “muy bien, va mejorando” o lo que decía mi hermana, “yo le he visto muy tranquilo, parece como si se enterara”. Claro que sí, cómo no va a estar tranquilo, si no se mueve desde hace cuatro meses, ¡imbéciles! Pero si tu hermano no corre, ni se ríe ni te insulta, ni siquiera se mueve, ¡no sé cómo vas a decir que está muy bien!, ¡vamos, digo yo!, ¡estos tíos son idiotas o lo parecen!, estaría bien si pudiera levantarle la falda a las chicas, si pudiera montar en monopatín o jugar al futbol, no te digo... En cuanto salí, me puse a pensar en mis goles del sábado y en los que metería el próximo, y en las tetas de la panadera, y en Maite, y en Almudena, y en cosas que sí están bien de verdad. Hoy he hablado con una chica por primera vez en mi vida. Le dije “no” a Maite cuando ella me preguntó si me importaba que se pusiera delante mío en la cola, al lado de sus amigas. Se lo dije claramente, sin titubear y con cara sonriente, porque me cae bien y es muy guapa. Ella me contestó con una sonrisa de dibujos animados que lanzaron sus grandes labios rojos. En la clase a todos los chicos les gusta Almudena, la rubia, o Maite, la morena. Almudena hace gimnasia rítmica y algunos días se sube al autobús en un pueblo lleno de chaléts que están uno al lado del otro, plagados de cochazos y donde no existen las basuras ni los papeles por las calles. En cuanto pone el pie en el autobús, se hace el silencio de lo guapa que es. Camina por el pasillo como una reina sueca, con su larga melena bien peinada o a veces recogida en una coleta. El día que le toca hacer gimnasia rítmica lleva una bolsa de deporte donde esconde el gran tesoro del que no se para de hablar en los recreos: sus mallas y leotardos. Los tiene de muchos colores y de

verdad que le quedan tan bien como a las azafatas de la televisión. Las tardes que le toca entrenamiento, el gimnasio se llena de moscones inventando excusas para entrar y conseguir verla, aunque sea una uña del pie. Los rumores acerca de ventanas secretas que dan al gimnasio, e incluso al vestuario, circulan en el recreo como los fichajes futbolísticos del verano. Por eso, después de comer, dejan de interesar los partidos y las carreras y nos dejamos caer como si tal cosa por los alrededores del gimnasio. Sólo Willy y Richi se atreven a entrar, con todo su morro. Por lo visto, sus padres son amigos de los de Almudena y a veces la invitan a la piscina de Willy, lo que quiere decir que la han visto en bañador: vaya potra. Los demás nos quedamos afuera, algunos renenegando de Richi y Willy, de su suerte y de lo chulos que son, pero en voz baja, porque si se enteran de que hay alguien que les está criticando son capaces de hacerle algo. Cuentan que el año pasado le pegaron una paliza a un chico más mayor porque intentaba ligarse a la reina sueca. A los demás sólo nos queda esperar sentados en una acera a que pase Almudena, siempre en el centro de su grupito de amigas, y verla pasar a treinta metros de distancia suspirando “qué buena está”, “mira qué bien le sienta el jersey rosa que lleva hoy”, y ella, con la indiferencia de la princesa de Mónaco, entrando en clase y sentándose en su sitio, dos delante del mío, y yo en las clases observando sus movimientos, ahora se apoya en un codo, con la mano abierta sobre su mejilla, ahora pone la silla sobre dos patas y las manos sobre la mesa, ahora bosteza y yo... yo repitiendo todos sus movimientos pensando que si hacemos las cosas al mismo tiempo estaremos muy unidos y no tendremos más remedio que hacemos novios. A veces me da vergüenza de mí mismo y dejo de imitarla. Entonces me pongo a mirar a Maite, que se sienta en la esquina de la ventana, una fila por detrás de la mía. Maite es mucho más simpática que Almudena y seguramente tan guapa como ella pero, como es morena, parece que no es tan importante. Maite lleva la alegría en el cuerpo: cada vez que sale a la pizarra consigue que la gente se ría y aunque no sepa hacer un problema nadie se ríe ni nada, porque lo dice con tanta gracia que todo el mundo se pone a reír. Hoy ha salido a analizar una oración con circunstancial de lugar, y no se lo sabía. Miraba para un lado, miraba para el otro y le decía a la profesora que esperara porque ya le llegaba la respuesta, la tenía en la punta de la lengua, y todo el mundo se reía mucho porque parecía que estaba bailando con la tiza en la mano, dando vueltas de un lado a otro de la tarima. Yo le escribí en un papel en letras bien grandes “CL” cuando el profesor no me miraba y ella me vió y lo escribió. Cuando volvió al sitio, me miró sonriente. Es una lástima que vaya en otra ruta, porque si no, me sentaría a su lado. Bueno, no, porque si no, todo el mundo empezaria a decir que somos novios. Menuda mierda. Al llegar a casa, me esperaba una gran noticia. Mi hermano había salido de la UVI. Eso quiere decir, han dicho, que ya no se va a morir, que ya no se puede morir. “¿Volverá a estar como antes?”, le pregunté a mi madre como un rayo. “Eso no se sabe, habrá que ver cómo evoluciona en los próximos meses”, me respondió, y por una vez esa respuesta sirvió para tranquilizarme. Todos estábamos muy contentos, más contentos incluso de lo que es normal en una familia. En la cena, nos esforzamos por ser simpáticos los unos con los otros, la comida, tortilla de patata, estaba muy buena, el pan sabía muy rico y crujiente, la película que echaban era muy buena y nos reíamos mucho por cualquier tontería. En el aire se podía respirar la vida que mi madre había traído del hospital, y que a todos nos había contagiado. El mundo parecía volver a ponerse en orden aunque por la tele hablaran de atentados y secuestros y saliera gente llorando porque habían perdido a alguien que querían. Aunque lo sentíamos, hoy nos tocaba a nosotros estar contentos. Comimos unas rosquillas muy ricas con el colacao y me dormí tranquilo y de un tirón. En paz. Había marcado cuatro goles el día anterior, uno de ellos con una volea desde el borde del área que entró por toda la escuadra. El domingo me levanté muy temprano, cogí dinero

del monedero de mamá y fui a comprar porras y churros. La abuela hizo chocolate y desayunamos todos juntos. Y juntos fuimos a verle al hospital toda la familia, incluida la abuela. Llevaba ya un mes en la habitación y daba muestras de estar recuperándose muy poquito a poco. Yo esperaba que un día volviera a hablar, aunque fuera un poquito, para preguntarle qué pasó, por qué no subió el terraplén como el otro chico y yo cuando había tiempo de sobra, porque sólo él sabía qué es lo que fue a hacer para que el tren le golpeara y le dejara en ese estado, sólo él sabía por qué no subió la cuestecita como el otro chico y yo, y por qué esta historia comenzó y existió. En el último mes había comenzado a mover una pierna y después otra, más tarde fueron los brazos y por último había empezado a seguir con los ojos las cosas que pasaban. A veces pensaba que cualquiera que escuchara nuestras conversaciones pensaría que estábamos locos... movido una pierna!” “Me ha mirado cuando he entrado, estoy seguro!” “¡Me seguía con las pupilas, lo digo en serio!” Nadie sabía si se enteraba de lo que ocurría a su alrededor pero los médicos nos decían que sí, que había que hablarle como si te entendiera porque así se recuperaría antes. Así que cada uno llegaba con sus historias y se las contaba como si estuviera hablando por la radio, dirigiéndose a una persona que no sabía si existía. Mamá le contaba cosas de San Sebastián, de amigos que preguntaban por él a algún conocido y se interesaban por su estado. Yo le contaba los goles que había metido y cómo iba su equipo de fútbol, que era lo que le podía interesar. No le contaba ni lo del colegio de ricos, ni de Almudena y Maite, ni de las tetas de la panadera porque allí, delante de todos, no podía hacerlo, aunque estaba seguro que ese tipo de historias le interesarían mucho más. Hoy estábamos con él, mis padres y yo. Mi madre renegaba de la gente que fumaba por los pasillos, -“hasta los médicos lo hacen, qué falta de civismo”-, e incluso en las habitaciones, como mi padre, y en esto que yo encontré una colilla tirada en el suelo. La levanté. Tenía huellas de pintalabios rojo. Miré la marca y era la que fuma mi madre. Dije “¿no es está tu marca de tabaco, mamá?”, y en ese instante él extendió los labios hacia los lados muy muy levemente. En sus labios había una clara sonrisa. Se había reído. Se había reído por primera vez en los últimos cinco meses. Seguro que ningún amigo podría entender que una pequeña mueca, a la que le llamábamos risa porque significaba eso, la alegría, pudiera provocar tantas y tantas conversaciones durante varias semanas. Fue como un rayo de alegría que nos llegó esta mañana de domingo a las doce de la mañana. Lo de la hora es importante porque, al relatarlo, mi madre y mi padre recalcaban la hora como cuando en el Carrusel Deportivo avisan del minuto en el que se consiguió el gol. Cuando tienes tan pocos motivos por los que alegrarte, tienes que aprovechar las pocas cosas buenas que te pasen y puedo asegurar que mi madre ha aprovechado ésta más que cualquier futbolista al marcar un gol. En cuanto se repuso de la impresión y llenó de besos a mi hermano, salió a llamar a su madre, a sus hermanos, a los padres de mi padre, a contárselo a todo el mundo. ¡Se enteraba!, ¡se enteraba otra vez de lo que ocurría en el mundo! En toda mi vida no había sentido una alegría como la de esos momentos. Era como si te tocara de una vez el coche y el apartamento en un concurso de televisión. Le habíamos ganado la partida a la palabra. Habíamos ganado. Había costado lo suyo pero nos lo habíamos merecido como los buenos, en silencio, sin protestar al árbitro ni pedir que repitieran el partido. Ganábamos en la prórroga y lo recuperábamos en moviola, repetíamos la jugada una y otra vez y se lo contábamos a los familiares de los compañeros de habitación que se alegraban tanto como nosotros, se lo contábamos a los tíos y a los abuelos, sacábamos las banderas al cielo del hospital y se lo decíamos al mundo como en un gol de la copa del mundo. Hoy, al volver de allí, caminaba por la calle mirando a la gente a la cara, aunque fueran personas mayores, y les decía con los ojos que era fuerte, que me había hecho más fuerte, que habíamos ganado porque éramos los buenos, estábamos con el séptimo de caballería y con John Wayne, con los que tenían

que ganar. Ahora sólo quedaba esperar, sólo hacía falta un poco de paciencia y todo volvería a ser como antes, y con un poco de suerte, regresaríamos a San Sebastián el año que viene. El mar me esperaba. En el hospital se quedan los enfermos, las desgracias, las penas, y las alegrías, las poquitas alegrías que te esforzaste por encontrar, como el agua en el desierto, cuando no veías más que arena y arena. Allí se quedan los últimos a los que les tocó la china, los que tendrán que sobreponerse a tantos días en los que creerán que nunca más volverá a salir el sol y no se podrán dar cuenta de que el sol está ahí y el cielo está muy azul y merece la pena fijarse en él. Los cuidados intensivos son tres siglas que te acompañan como la nube de los gafes, te marca como a los toros de las ganaderías y te hace seguir un camino negro, bien negro, del que no sabes si algún día saldrás. Salir de la UVI, o la UCI, como quieren llamarla a partir de ahora, es como recuperar la libertad, el resto de los marcados se queda al otro lado de la barrera, a esperar lo que el de arriba les tenga reservado, pero sólo hay una cosa que podrá ser realmente diferente en ese estado. Nosotros ya hemos tenido suficiente, nos llevamos nuestra ración por esta vida, que ya está bien, digo yo. Ahora le toca sufrir a otros, porque supongo que Dios se ocupará de repartir las cosas como debe ser, ¿no? Porque para eso es justo, omnipotente, omnipresente y todo eso, ¿no? Volvemos a ser la familia de antes, con abuela incluida y con un miembro en proceso de recuperación, bastante chafado, el pobre, pero si a los doce años no tienes tiempo para recuperarte, como dice mi madre, ¿cuándo lo vas a tener? Durante el último mes, he marcado goles como nunca en mi vida. Un día, incluso, me sacaron a hombros del campo y después, ya en el bar Cóndor, me mantearon hasta las alturas para celebrar mis cuatro goles. Estoy tan contento que veo huecos imensos en el campo por donde me meto con tanta confianza como un enano de la mano de su padre. Las barreras no existen: siempre hay un lugar por donde colar la pelota, es como si jugara con un telescopio, como si viera el futbol desde el aire, como si los demás fueran hormiguitas que no ven más de dos pasos por delante de sus narices, como si su vista se redujera al alcance de un microscopio. Cuando cojo el balón, los jugadores contrarios se convierten en puertas de un eslalón gigante, son como estatuas que se colocan a ver pasar un esquiador lanzado como una bala, con el balón pegado al pie, esquivando las banderas con la facilidad del que desliza, hasta encontrarse en la meta con el portero, el pobre portero, ¿qué puede hacer el pobre portero para pararme si he vencido a la muerte? Bicicletas, espuelas, autopases, taconazos, túneles, todo lo que intento se convierte en realidad, las jugadas salen solas, no tengo por qué pensarlas, mis pies lo hacen por mí. Nadie puede pararme, ni los contrarios, ni el cansancio, ni la suerte. Adivino los malos botes del balón, los rechaces inesperados, las equivocaciones del árbitro con el saque de banda, los espectadores me lanzan el balón a mí, a nadie más que a mi, los charcos me benefician y hasta el sol parece que me respeta. Me basta una chispita para escaparme del defensor por la banda. En dos zancadas, tres segundos después de haber lanzado un tiro al poste, me planto en mi propia portería para impedir un remate. Los defensas son como troncos muertos en el bosque, tan sólo con saltar un poquito los supero, las patadas no llegan a mi espinilla, las veo con varios segundos de antelación y si algún defensa grandullón me mete un empujón, se encuentra con un muro tan sólido como el de Berlín. Tengo tantas fuerzas que corro por todos los demás, e incluso mis compañeros llegan a contagiarse de ese pulmón transplantado que me hace correr y vivir más que los demás. El partido de hoy ha sido tan impresionante que la gente ha terminado coreando el nombre de nuestro equipo. Los contrarios me saludaban al terminar el partido y los espectadores me daban palmaditas en la espalda. Parece que el de arriba ha empezado a repartir justicia. Todos estábamos mogollón de contentos por la victoria. Algunos cantaban aquello de “campeones, campeones, oé, oé, oé...” agarrados de los hombros, como los

profesionales cuando ganan un título importante. Heliodoro, el dueño del bar, al enterarse del 7-0 dijo que la primera ronda la pagaba él y así, nos pillamos pepsi colas y mirindas y patatas y ganchitos de queso y nos fuimos a la calle para comentar las jugadas y los goles, las patadas, las zancadillas y las entradas duras, los primeros minutos de indecisión y los once en los que parecía que éramos capaces de hacer lo que nos diera la gana, cuando el balón parecía que sólo quería ir con nosotros, con nosotros y con nadie más que nosotros. Hasta la panadera salió a la puerta para preguntamos por qué estábamos tan contentos. Cuando Santi le contó, poniendo voz de hombre, que sólo nos faltaba una victoria para ser campeones de grupo, la Catalina se cambió la melena de un lado a otro antes de anunciar que a lo mejor se acercaba a vernos el sábado que viene. Toma ya. En cuanto regresó a la tienda, comenzamos a discutir, ¿a quien querría realmente ver? Unos decían que a Santi, porque es el más fuerte, otros a Pepe, porque es su vecino y alguno que a mí, porque soy el máximo goleador. No hay duda, ahora existía de verdad. Era alguien. Esta mañana no parábamos un momento, excitados por el recuerdo de las grandes jugadas del partido, la visita de la Catalina, los chistes de Pepe, las historias de peleas de su barrio, con los mayores, con los pequeños, con los del barrio de al lado, y, por si fuera poco, con los gitanos. En un momento de silencio, Santi propuso “hacemos con una revista porno”. “Pero si no tenemos ni un duro, y además no nos la van a vender”.”Anda vete al cine, pringao”, le respondió a Lucas, un reserva con muy poquita sangre en las venas. Con un silbido, Santi nos llamó a Pepe y a mí, en una esquina, alejados del resto y por supuesto, de los padres que habían venido a vernos. Allí, nos contó su plan. “Está chupao, vosotros llegáis y le pedís una revista, le decís que no la encontráis, porque tiene muchas. El tendrá que levantarse de la silla, salir del kiosco y buscarla él mismo. Le entretenéis un momentito y mientras tanto, yo le quito la pinza a la revista y me la llevo”. Me entraron ganas de mear. Por un lado, pensaba que llevarnos la revista sin pagar era una cosa mala ahora que mi hermano se empezaba a recuperar, pero en los labios de Santi sólo era una aventura, una jugada imposible, como llevarte el balón de espuela, al fin y al cabo, una revista más o una revista menos no le iba a pasar nada al quiosquero, seguro que ni se daba cuenta y encima siempre nos echaba cuando nos poníamos a jugar por los alrededores. Santi nos miró a los dos y dando por descontada la respuesta, nos dijo “venga, vamos”. Dimos una vuelta para evitar que nos siguiera el resto del equipo y ya delante del quiosco, nos dio las últimas instrucciones: “vosotros id tranquilos, como si fuérais a comprar el periódico a vuestro padre”. Pepe y yo intentamos ponernos de acuerdo acerca de quién hablaría primero, quién le diría que saliera, quién se pondría a su lado para evitar que se diera la vuelta cuando viniera Santi... No podía aguantarme las ganas de mear, quería irme de allí con cualquier excusa pero ya había dicho que sí, no podía echarme atrás, quedaría como una niña y eso no lo podía permitir. A Pepe también se le veía nervioso, así que cuando llegamos al quiosco, pregunté con la misma inocencia con la que esperaba en el hospital noticias de mi hermano, “¿tiene el Don Balón?”. ‘Por ahí debe estar”, me respondió Manolo. “Pues no la veo”, dije. “Debe estar por la derecha, allí”, dijo el quiosquero. ‘Pues no la veo”, repetí. “Búscalo bien, que allí tiene que estar”. “Aquí no está, macho”, dijo Pepe. “Bueno, voy a ver”, maldijo mientras salía de su quiosco. Cuando ya estaba Manolo entre nosotros, apareció Santi por detrás. El muy loco se estaba descojonando de la risa tan alto que no entiendo cómo no se enteró el quiosquero. Agarró la revista mientras Manolo rebuscaba por entre las revistas y se marchó corriendo. El quiosquero nos miró muy raro cuando encontró la revista y le contestamos que no la queríamos porque era muy antigua. “Pero si es de este mes”, dijo. “Pero la clasificación está ya pasada”, le contesté con una sonrisa en el pecho. Santi nos estaba esperando a la entrada de la obra. Abrimos la revista por las páginas centrales. Al desplegar la parte superior apareció una maravillosa rubia con unos melones redonditos, debajo, su ombligo. Nos miramos extasiados y Pepe se abalanzó, le quitó la

revista de las manos y desplegó la parte de abajo. Allí estaba, enterita, desnuda. Lo tenía todo. La miramos por alante, por atrás, comentamos cada una de las fotografias como los goles de la jornada, lo que haríamos si la tuviéramos delante, porque parecía que la teníamos entre las manos de verdad. Estábamos de acuerdo. Si tuviéramos una mujer como ésa, no iríamos al trabajo, ni nos lavaríamos, ni saldríamos de casa, estaríamos todo el día metiéndola mano, hasta que se desgastara tanto que se quedara sin tetas. Entonces, nos buscaríamos otra. Quedamos en que cada uno la conservaría una semana. A mí me tocó el último, tenía que pensar donde la guardaría en esa casa tan canija. Mi madre siempre me dice que estudie mucho porque así seré un hombre de provecho. Yo nunca he sabido lo que quiere decir esa palabreja, pero me imagino que será algo bueno, como tener dinero, una mujer muy guapa y un trabajo en el que todo el mundo haga lo que tú digas. Yo no sé si alguna vez seré un hombre de provecho pero lo que sí sé es que hay cosas mucho más útiles que estudiar. Por ejemplo, jugar al fútbol. Si estudias mucho, seguro que sacarás buenas notas, que los profesores estarán muy contentos contigo, pero eso no quiere decir que cuando llegue el recreo vayas a tener muchos amigos, ni que te llamen a voces para que juegues en un equipo, ni que te vayan a contar algun secreto importante, uno de ésos que todo el mundo quiere saber antes que nadie. Seguro que cuando llegue un examen, se te acercarán muchos compañeros a preguntarte cómo se hace tal problema y te harán la pelota con todo el descaro, como a Estefanía, la empollona de la clase, pero en cuanto se haya pasado el momento de pánico, nadie te hará ni el más mínimo caso, te elegirán el último cuando haya que jugar al rescate y se te colarán en la fila, tomándole el pelo, incluso. En cambio, en los equipos de fútbol te puedes encontrar a la gente con la que te lo puedes pasar mejor, la que dice quién y qué es gracioso, de quien te puedes reír y de quien no. De la manera en la que estoy jugando, estaba claro que me iban a elegir para el equipo de la clase. Allí estaban Willy y Richi que, por supuesto, son las estrellas del equipo. Digo por supuesto porque en cuanto les ves andar, moverse de un grupo a otro en los recreos y los intercambios de clase, acercarse a las chicas para contarles cualquier mentira y escapar a toda la carrera, colarse en el comedor, bromear con el profesor de gimnasia como si fuera su padre, colgarse de los árboles y de las barras de la canasta de baloncesto y reírse, reírse a todas horas, como si la vida no les tuviera reservada más que cosas buenas, cuando notas todas esas cosas, que llevan escritas en los ojos y en la cara como las tres bandas de adidas escriben la palabra “rico”, sabes que tienen que jugar bien a todo. Y claro, jugaban bien al fiitbol. De una manera diferente a los chicos del Cóndor pero muy bien, en cualquier caso. A estos ricos les gusta hacer más florituras, tienen que adornarlo todo, no les basta con hacerle un túnel a un contrario, si además se pueden reír de él, volviéndoselo a hacer inmediatamente, aún a costa de perder la ocasión de meter un gol, bienvenido sea el túnel. Lo que importa es intentar lo imposible, impresionar a la gente que te está viendo, que abran la boca y proclamen lo bueno que eres. Aunque a veces tenía la impresión de que estaba trabajando para ellos, defender, robar balones, pelear, para que llegaran Wilhi y Richi y la perdieran en uno de sus múltiples regates, la verdad es que no estuvo mal. Ganamos claramente a un equipo de un curso superior y los contrarios no pudieron buscar ni la típica excusa del árbitro; estaba claro que habíamos sido mucho mejores. Al acabar el partido me fui con ellos dos a tomar una coca cola. Al ratito, entró Almudena en el bar. Llevaba la melena rubia sujeta por una diadema blanca y un jersey marinero de lana muy bonito por encima de los hombros. Se compró un sandwich de ensaladilla rusa y se acercó a nosotros como si nos acabara de ver. “¡Qué sorpresa!”. Les preguntó cómo habíamos quedado. Willy le contó que habíamos ganado y que habían hecho un gran fichaje, yo mismito, ése que estaba mirando a la lejanía. Almudena me lanzó una mirada parecida a la que una reina medieval dedica a uno de sus lacayos, como si no me conociera, y cambió de tema sin más miramientos. Quería saber

si iban a hacer una barbacoa en la finca de Richi como habían planeado la semana pasada y si tendría que ir con el traje largo. Richi respondió que se podía ir con vaqueros y Almudena se puso muy contenta porque “era un rollo ponerse de largo”. Luego se pusieron a hablar de la hostia que se metió el otro día Wili con la moto, decía que podía haberse matado. Aunque yo no me lo creí, el caso es que Willy tenía una cicatriz en la frente bastante grande, justo debajo del tupé. Almudena le pidió que se la dejara tocar y Willy accedió después de hacerse de rogar. Le pasó su precioso dedo gordo por encima de la cicatriz tres veces, para un lado, para el otro y vuelta, al tiempo que hacía comentarios sobre lo extraño que era al tacto, sonriendo como si hubiera tocado un diamante. ¡Quién hubiera tenido una cicatriz como ésa o cuarenta más en todo el cuerpo para que me tocara con esas manos de princesa! No abrí la boca en veinte minutos, el tiempo que tardamos en volver a clase, durante el que hablaron de lo aburrido que era cortar el césped del jardín, sacar a pasear al perro y tener que recoger la habitación cuando la chacha se lo decía. A ratos, me venía a la cabeza la diminuta casa de la abuela donde vivíamos, en espera de que mis padres decidieran si nos quedábamos a vivir en Madrid, el sofá-cama que se abría en el comedor y prácticamente cerraba el paso de la habitación de la abuela al pasillo y de ahí al salón, donde dormían mis padres en el otro sofá-cama. Me quedaba pensando y no podía entender muy bien por qué ellos tenían una casa de dos pisos con piscina y pista de tenis y yo vivía en un piso interior de cincuenta metros cuadrados con cuatro personas más. Era una cosa tan extraña que, simplemente, no tenía explicación, como esos goles en propia puerta que de vez en cuando alguien tiene la mala suerte de marcar. Lo mejor de todo es que la princesa Almudena no hacía más que quejarse porque había pedido que le cambiaran los muebles por unos “de persona mayor”, porque el tacaño de su padre se negaba a comprarle un vespino y además, estaba harta de ir al colegio en la ruta. En mi interior deseaba que no supieran nunca nada de mí, que no me hicieran ninguna pregunta ni se interesaran por mi vida, y al mismo tiempo soñaba con una casa grande y con jardín en una calle en la que vivieran chicas rubias y guapas que lo tienen todo, como Almudena, que comen hamburguesas con patatas fritas y cocacolas gigantes, y van en moto y se bajan a la piscina a tomar el sol con gafas y beben zumos para estar más guapas. La conversación me hizo enfurecerme un poco más con el mundo, pero cuando regresé a clase con Richi y con Willy mi posición en la misma era muy diferente de cuando me había ido esta mañana. Para empezar, nos habían dado permiso para faltar a Trabajos Manuales por culpa del partido. Habíamos conseguido una hora de libertad mientras el resto estaba recluido en la cárcel dé todos los días. Pero es que, además, todo el mundo me preguntaba por los goles de la pareja fantástica y así, aunque fuera de refilón, me convertí en alguien importante para el resto de la clase. Todo por el futbol, ni más ni menos. En la ruta, me he hecho amigo de algunos niños un poco más pequeños que yo. Jugamos a cambiarle las letras a las canciones por otras en las que aparezca las palabras “cola” o “picha”. Las niñas de al lado se ríen muchísimo con las canciones aunque intenten aparentar que se escandalizan. Después jugamos a decir nombres de hombre o mujer que empiecen por una letra. Por ejemplo, con la A, y así nos pasamos el viaje entero jugando y jugando y se hace mucho más corto el trayecto. Yo gano casi siempre porque, como soy mayor, sé más cosas que ellos, que todavía se equivocan a veces con el “mese” y el “tese” y con algunas palabras. Los niños son majos porque te dicen todo lo que piensan y a veces notas que les caes bien y les coges de un moflete y se ríen que da gusto. Hoy veníamos los poquitos que quedábamos para bajarnos en las tres últimas paradas cuando en la radio ha pasado una cosa rara. Estaban con lo del Congreso, todo ese rollo, sale uno y cuenta una cosa que se cree que está muy bien pero que nadie entiende, y después sale otro y dice que el otro es un tonto porque se cree muy listo pero en realidad no tiene ni idea de nada y después se ponen a votar a pesar de que siempre saben quien va a

ganar. Bueno, pues estaba escuchando medio dormido la votación ésa y de pronto se escucha un petardazo muy grande, como en la Navidad pero más bestia y más seco. Y después empieza a gritar un señor “que se tiren todos al suelo, coño”, como en los atracos, y se pone a pegar más tiros, porque eran tiros lo que sonaba y no petardos, y entonces se ha hecho un silencio muy grande y el locutor de la radio ha dejado de hablar un buen rato y cuando ha vuelto a hacerlo parecía que estaba cagado de miedo y en el autobús los chicos más mayores estaban muy serios, y hasta las mejicanas, las que se sientan atrás del todo con los chicos de COU, las que dicen que se dejan tocar las tetas, han dejado de reír y de gritar. Después de escuchar algunas canciones ha salido otro señor diciendo que lo que había pasado era que había habido un golpe de estado. Mi hermana se puso muy seria cuando bajamos del autobús porque siempre se pone seria cuando sabe que tiene que ponerse seria. Pero cuando le pregunté qué mierda era eso del golpe de estado, ella me contestó que una cosa muy mala, y yo le dije que me la explicara, y ella me respondió que era muy pequeño para entenderlo, y yo me enfadé porque si no lo intenta no puede saber si lo voy a entender o no, pero ella me dijo que no me lo explicaba y entonces yo me di cuenta de que lo que pasaba es que ella tampoco lo sabía pero se quería hacer la lista, como siempre, y cuando le dije todo esto se enfadó muchísimo y nos fuimos insultando hasta llegar a casa. Mi madre había vuelto pronto del hospital y estaba viendo la tele, esperando noticias del golpe ése de las narices. Al rato, llamó mi tío, para contar que algunos de su partido estaban preparando las maletas para marcharse a Hendaya, que es el País Vasco, pero de Francia. Mi madre se interesaba por primera vez en seis meses por algo que no fuera el hospital. En medio año nada había conseguido sacarla de ese lugar en el que vivía, fuera de este mundo, de los atascos, las noticias de atentados y la vida corriente. Por una vez, se concentró en la noticia, en tensión, pero no nerviosa, porque al fin y al cabo, su hijo se estaba recuperando y en pocos días habían dicho que volvería a casa. Al lado de éso, el golpe ése era una tontería. La abuela sí que se puso más nerviosa, porque, al parecer, al tío también le podía pasar algo si los del golpe ganaban. Así que cuando llegó mi padre de la fábrica, todos nos colocamos delante de la televisión con la radio encendida al mismo tiempo, esperando más informaciones sobre lo que estaba pasando. Por una vez, la enfermedad de mi hermano pasó a segundo plano. Lo importante era que la democracia se salvara, que no volvieran los de Franco, el que sale en las monedas con diferentes caras, en unas más flaco que en otras, pero en todas con la impresión de que era un abuelo de esos que nunca se ríe, que está de mala leche a todas horas y no le gusta que la gente se divierta. Según mi padre, el Franco ése era un hijoputa y, cuando vivíamos en San Sebastián y se murió, la gente se puso muy contenta porque llevaba cuarenta años gobernando y no le dejaba hacer a la gente lo que quería. Solo habían pasado seis años desde que se había muerto el hijoputa ése y los que habían estado aprovechándose cuando él vivía, no podían soportar que ahora todo el mundo fuera más libre y pudiera decir lo que quisiera, y ahora llegaban con las armas para cargarse la democracia, una cosa que es como el estado, pero mejor, porque te deja hacer más cosas. Según iba oyendo hablar del hijoputa de Franco me iba cayendo peor y peor, y así estuvimos hasta que cerca de la medianoche salió el Rey a decir que estaba con la democracia y que los militares que habían salido a la calle con los tanques y todo, tenían que volver a los cuarteles porque lo decía él, bueno, no lo decía así, porque no lo podía decir como cuando la abuela te dice que quites los pies de la mesa, pero quería decir más o menos eso. Ese día me acosté un poco preocupado, pero preocupado de otra forma, como las personas mayores, porque no me apetecía pero es que nada vivir en un país en el que te dicen cómo tienes que llevar el pelo, donde los novios no pueden darse besos en la calle, a los maricas los meten en la cárcel y, sobre todo, siempre gana el mismo equipo de futbol, porque es el equipo del hijoputa ése, ¡vaya gracia tendrá la liga si ya antes de empezar sabes quien va a ganar, no te digo! Eso no puede ser, no señor. Por la noche, pensé que cuando fuera mayor me dejaría el pelo largo, me daría besos por

la calle con mi novia y tendría amigos maricas. Porque me da la gana, ¡no te jiba! “Estaban todos acojonados”. “El maricón del Carrillo se cagó en los pantalones”. “Sí, había un pestazo a mierda en el Congreso que olía en todo Madrid”. “Hoy las de la limpieza habrán tenido trabajo para recoger tanta mierda”. “No se atrevía ni uno a moverse, pero es que ni uno”. Maite fue la única que se atrevió a interrumpir la conversación a voz en grito en la que Willy y Richi llevaban la voz cantante. “Eso es mentira, el general Gutiérrez Mellado y Suárez se levantaron e intentaron hacer frente a Tejero”. “Ya ves el tiempo que estuvieron de pie, el mierda del Mellado ése y el Suárez, que es un traidor, en cuanto sacó la pistola el Tejero se cagaron en los pantalones rápido”. “Se los tenían que haber cargado a todos, tatatatatata... Si hubiera estado allí con una metralleta, me los cargo a todos, que se quieren cargar España, a todos me los cargaba, como a los etarras”. Maite no se atrevió a volver a abrir la boca. Los vivas a España y al ejército impedían que quien estuviera en contra de lo que decían Willy y Richi y la mayoría de la clase, pudiera expresar su opinión. Al que se atrevía a levantar la voz, como a Maite, le llamaban “traidor” y le mandaban “¡al paredón! ¡al paredón!”. Era imposible hablar con esa gente, ni recordarles que si viviera Franco no iban a poder hacer muchas cosas que ahora se podían hacer, pero a ellos no les importaba porque seguramente sí iban a poder hacerlas porque eran ricos. Por la noche, cuando me dormí, no podía imaginarme que alguien pudiera pensar de otra forma que lo que se decía en casa. ¡Cómo alguien podía ponerse a favor de un tío con ese bigote y esa pinta de hijoputa! No es que los políticos tuvieran muy buena pinta, con sus trajes y sus corbatas y esos discursos tan aburridos y cursis, pero por lo menos no iban pegando empujones a los abuelos, como el Gutiérrez Mellado. De la manera en que hablaban los fachas, que es así como se les llama a los que les gustan la dictadura, parecía que habían ganado ellos, pero en realidad habían ganado los demócratas, los buenos, así que, pasé de meterme en la gresca porque tampoco me convenía discutir con los amos de la clase. La discusión me la reservé para el autobús, con Gonzalo. Al pobre se le notaba que le habían comido el coco en su casa porque no hacía más que repetir que los rojos, esos que habían quemado las iglesias y le robaban las tierras a sus propietarios, ahora querían cargarse España, entregándosela a los terroristas. Lo curioso es que hablaba de los comunistas como si diera por descontado que ser comunista era lo peor que se podía ser en la vida. No tenía ni idea. Yo no le dije que tenía un tío comunista, claro, pero sí que no era justo que hubiera gente con varios coches cuando otros no tenían ni televisión. Él, claro, no podía imaginar que había gente que no tenía televisión y se quedó muy callado porque sabía que eso no era justo, pero luego se repuso del golpe y dijo que “sería porque no trabajaban, porque eran unos vagos, sí, unos vagos”. Yo entonces le dije que nadie vivía sin televisión por gusto y si no tenían dinero era porque había gente que tenía mucho y ganaba demasiado dinero y por eso no llegaba para todos, claro, porque el dinero no te lo puedes inventar. El me respondió que el dinero lo hace el Banco de España y que hace lo que les da la gana y entonces nos callamos los dos al mismo tiempo y nos miramos con los ojos encendidos por lucecitas y dijimos al mismo tiempo. “¡Pues que hagan más dinero!” y nos empezamos a reír como en una cascada. Primero flojito, pero a medida que nos íbamos convenciendo de que habíamos dado con la solución para la pobreza nos reíamos más y más y sólo nos parábamos para pegar puñetazos al sillón de adelante sin comprender cómo a tantos políticos como hay no se les hubiera ocurrido una solución tan sencilla que dos niños de once años habían encontrado charlando tan tranquilos. No nos dimos cuenta de que el resto del autobús estaba callado y el jefe de la ruta nos chistaba para que nos calláramos con cara acusadora. Llevaba bastante tiempo haciéndonos esa seña.

El otro día volvió mi hermano a casa. Sentado en el sillón del cuarto de la abuela desde que me levanté, a las nueve de la mañana, esperaba su llegada paralizado. No tenía ganas de moverme, ni de salir a la calle, como normalmente me pasa, miraba al papel de la pared y trataba de saber qué debía hacer un chaval cuando le cambian a su hermano por otro que no habla ni anda. Luchaba por expulsar de mi cerebro la imagen de mi hermano de cinco meses atrás. Por no hacer comparaciones. No quería pensar en su sonrisa maliciosa, ni en su forma de correr descontrolada, ni en sus bromas de capullo. No quería pensar en el cambiazo que me había dado el de arriba, así, “por la cara”, como dice el Santi. Mi familia me repetía una y otra vez que tenía que ayudarle para que volviera a ser el de antes, pero sabiendo que había muchas cosas que ahora no iba a poder hacer, tenía que recordarle cosas buenas pero sin que se apenara por verse así, porque nadie sabía si se acordaría de su vida antes del accidente. Procuraba pensar en Camacho, un jugador que estuvo a punto de dejar el fútbol por una gravísima lesión pero que, a fuerza de tesón, consiguió volver a ser uno de los mejores laterales izquierdos del mundo, si no el mejor. Mi madre siempre me había dicho que con tesón en esta vida todo se podía conseguir, y en este caso ni los propios médicos sabían cual iba a ser la progresión, así que había que armarnos de fuerza y valor para que volviera a ser como antes. Por lo pronto, estaba vivo, y visto lo cerca que había estado de la muerte, esto era una bendición del señor. “Había que dar gracias a Dios”, decía la abuela cuando estábamos sólos. Cuando estaba papá delante no se atrevía a decirlo porque un día habían acabado gritándose a causa de esa frase. Mi padre le contestó que si Dios era tan bueno, cómo podía hacerle eso a un niño de doce años, como podía hacerle eso a unas personas que no habían hecho nada malo, cuando había tanto hijoputa suelto. La abuela le replicó con una frase de la Biblia que dice “los designios del Señor son inexcrutables” que no consiguió más que mi padre se acalorara más y más hasta que llegó un momento en el que “se cagó en Dios y en la puta virgen”. Entonces la abuela le dijo muy seria que en su casa no consentía que se dijeran esas barbaridades. Mi padre miró a mi madre esperando que dijera algo, como por ejemplo quién creía que llevaba la razón, pero ella no podía decir nada porque la abuela es su madre y estamos en su casa y además ella también es cristiana aunque, ahora que lo pienso, hace algunos domingos que no va a misa. Mi padre se marchó dando un portazo que hizo caerse el jarrón que está encima del radiador y retumbó hasta en el patio. Regresó a las dos horas, se tropezó con el taquillón del pasillo, tiró los candelabros al suelo y se encerró en la habitación a dormir, sin despedirse ni nada. Hoy mi abuela y mi padre se han hablado con mucha educación en el desayuno. Mi padre ha bajado a comprar una tarta de chocolate, que es la que más le gusta a mi hermano, y la abuela ha preparado una comida como la de Navidad, con la mesa del comedor abierta y la cubertería nueva, la de plata. Todos nos hemos duchado, peinado, perfumado y vestido bien guapos, como si viniera el rey a esta humilde morada. Aunque puede que, de verdad, viniera el rey. El rey ha llegado en silla de ruedas, tiene demasiado bigote para un niño de doce años y una mirada demasiado bondadosa para un pedazo de capullo que no sabía pasarse un minuto sin molestar al que tema aliado. Le han vestido con una camisa a cuadros y un jersey de pico de los que pican incluso por encima de la camisa y, por la cara que ponía, no le hacía mucha gracia, porque en cuanto le he dado dos besos y le he dicho que ese jersey tenía que picar mogollón, ha movido una ceja para un lado a la vez que arrugaba la nariz, como antes hacía cuando no le gustaba la comida. Todos se han reído mucho con la escena y mi madre me ha mirado con cara de darme las gracias por haber suavizado un poco la difícil escena. Se lo ha quitado inmediatamente y ha prometido comprarle un jersey que no pique. Seguro que antes del accidente eso no hubiera ocurrido. Su llegada ha suavizado la vida en casa, todos nos hemos vuelto un poco más condescendientes con

los demás. Las conversaciones transcurren en un tono más suave, los “por favor” y “gracias” se suceden más de lo normal; las noticias desastrosas han dejado de tener la importancia de antes e incluso, las derrotas de mi equipo de futbol ya no son tan trágicas como antes. Desde que ha llegado, me esfuerzo por hablar un poco más que antes, lo que no es muy dificil, la verdad, pero lo hago como un profesional, porque sé que tengo que hacerlo, no porque me apetezca, escucho mis propias palabras y sé que estoy fingiendo, sé que mis risas son forzadas, como las de esas empollonas cuando el profesor cuenta un chiste malo, sé que me esfuerzo por aparentar que estoy muy contento y que nada de lo que veo me parece extraño, que es normal que tu hermano esté en una silla de ruedas y tu madre le lave y le vista y que haga pis en una botella y que le limpie el culo como si fuera un bebé. Ver todas esas cosas, contemplar cada mañana cómo tu madre le viste y le da de comer cuando hace sólo seis meses, seis meses, medio año, te pegaba collejas y a veces patadas y puñetazos, contemplar lo que Dios puede hacer contigo si le entras mal por el ojo, es algo que te acompaña las horas, los minutos y los segundos como un defensa marcador a la estrella contraria: desde que sales hasta que te vas a la ducha. Sientes la fuerza de Dios o del diablo sobre ti a todas horas, sabes que tu vida no es tuya y que hay alguien que se la puede cargar a poco que le caigas mal. Sabes que puede hacer con tu vida lo-que-quiera. A mi familia le ha obligado a vivir a otra velocidad. Ahora somos una familia en silla de ruedas. Las aceras nos pertenecen, lo mismo que los bordillos y las escaleras. Cada una de ellas, aceras, bordillos y escaleras, es una entrada de un defensa que hay que regatear. En cada una nos detenemos para superarla con la dificultad de conducir un balón en un campo embarrado. Cada parada te repite que no eres normal, que tu sitio es el hospital, aquel hospital que era nuestra casa, donde estaba la gente como nosotros y del que algunas veces pienso que no deberíamos haber salido. Somos el centro de atención por donde quiera que vayamos. Al cruzarnos con la gente nos lanzan crueles miradas de sincera pena que dicen “lástima que os tocara a vosotros, pero menos mal que no me tocó a mí”. De esta manera, hacemos felices al resto de la gente, porque al ver a mi hermano prácticamente inmóvil, con la mirada casi perdida, la cabeza un poco ladeada y un hilillo de baba resbalándole por la comisura de la boca, vuelven la cabeza para ver a sus hijos y a sus hermanos y se alegran de que ese niño inocente con bigotillo no sea su hijo ni su hermano. El taxista más malhumorado detiene su coche cuando nos ve pasar, por el paso de cebra, camino del parque. Los obreros del andamio se callan los tacos y los chicos malos de la calle detienen sus risas y sus monopatines ante la procesión de la silla de ruedas. Somos algo así como un cortejo fúnebre, llevamos la muerte cercana escrita en nuestras miradas. El hospital parece ahora nuestra confortable gruta de donde no debíamos haber salido. La calle y el mundo de la gente normal no parecen hechos para nosotros, somos demasiado tristes. Sólo las abuelas con ánimo de ganarse un sitio en el cielo parecen disfrutar con nuestra presencia. Cada día, por lo menos un par de ellas se detiene delante de nuestra cabalgata para preguntar qué le pasó y después de recitar la consabida retahíla de “ay, pobrecito”, “angelito... con lo guapo que es”, “si es muy jovencito...” volver a la carga para conocer todos los detalles del accidente, el tiempo en el hospital y en la UVI, el camino que le queda por recorrer a partir de ahora y lo mucho que desearían que se pusiera bien. Cuando llega el momento de mi intervención (“¿alguien lo vió? “Él estaba delante”) levanto la mirada del suelo, de donde no la despego durante todo el paseo y la clavo en los ojos de la señora como si llevara tacos de aluminio, la presiono con fuerza hasta hundírsela en la nuca, de manera que no pueda moverse, ni preguntar, ni suspirar, ni rogar a Dios ni a nadie que se cure, le hundo la mirada para que le arrolle algún coche, a ella, a sus hijos y a sus nietos y se queden todos paralíticos y aprendan a respetar el dolor ajeno después de haberlo experimentado en su propia carne. Repetir esta acción una media de dos veces diarias es parecido a intentar el mismo regate una y mil veces; llega un momento en que te sale sólo. De modo que cada día, cuando cojo el abrigo para bajar

las escaleras y esperar a que llegue mi hermano en el ascensor, agarro también la mirada de odio, siempre unos pasos por delante del cortejo, abriendo paso y despejando el camino de curiosos y morbosos, como el guardaespaldas del presidente o del rey. Así cumplo con mi función, como un defensa leñero, no hablo ni cuento cosas, pero ayudo al equipo en una tarea fundamental. Esas miradas son más útiles de lo que uno podría pensar. Cuando te encuentras con gente dura de verdad, que no tiene aprecio por nada, para la que cada día es un insulto de Dios porque a ellos no les ha dado nada más que problemas, tienes que sacar toda tu mala leche para defenderte. Así es la gente que te encuentras en los campos de tierra de barrios lejanos donde ahora jugamos Santi, Pepe y yo. Hugo nos ha subido a los tres de categoría gracias a nuestra fenomenal racha del último mes. Ahora jugamos con los mayores en categoría regional, en futbol grande, con ficha y todo. Nos hemos tenido que comprar botas de tacos recambiables y hemos debutado el otro día delante de unas cien personas en un campo de tierra bacheado, cerca de unas vías del tren, siempre las vías del tren. Hoy en el club, la charla de Hugo no fue acerca de tácticas futbolísticas. El, un hombre hecho y derecho, con tres puntos tatuados en la mano, que Santi me contó que significan que estuvo en la cárcel, se puso serio como nunca y nos advirtió. “A ver, chavales, hoy vamos a un campo dificil, allí vive gente que está bien jodida, seguramente vais a ver y a escuchar cosas fuertecitas pero así vais a demostrar que no sois unos niñatos sino unos hombres, así que comportaos como unos tíos de verdad: salid al campo a jugar y olvidaros de lo que veáis o escuchéis fuera del campo”. Se hizo un gran silencio en la bodega que ni los más veteranos en el equipo se atrevieron a romper con un algún comentario gracioso, como suele ser normal en estos casos. En lugar de eso, las miradas perdidas se dirigían al suelo y a las paredes de la destartalada bodeguilla. A la salida, Pepe y yo nos mirábamos sin comprender bien qué era eso tan duro que íbamos a ver. Santi se juntó con el resto de los compañeros para ver si se enteraba de algo y al rato vino a contarnos que, por lo visto, íbamos a un campo situado en un barrio muy pobre, donde nadie se atrevería a entrar de noche sólo, “ni siquiera la policía”. En el camino, ni los padres hablaban. Parecía que íbamos a jugar a la cárcel. A mí por poco me entraba la risa, todos tan preocupados por unos simples chavales. Aunque fueran gitanos, no eran nada más que eso, unas personas de carne y hueso, ya ves qué problema, como si te fueras a encontrar con la muerte, no te jiba. Era un día de invierno de los que a las cinco de la tarde ya casi es de noche, la niebla bajaba rápidamente hasta que se quedó a unos pocos metros del suelo, pero a pesar de eso, no había luces por las calles de aquel barrio, parecía como si se les hubiera olvidado ponerlas, como si a los operarios se le hubieran terminado justo allí, donde empezaban las casas bajas y terminaban los arbolitos, los columpios y las canchas de baloncesto. Había caminos de tierra, descampados, como en los pueblos, con tablones y planchas de madera destartaladas, neumáticos, frigoríficos, televisiones y todos los electrodomésticos que te puedas imaginar, abiertos por la mitad, con los cables colgando y las carcasas destrozadas. Por la calle, chavales y chicos mayores con el pelo muy largo miraban a nuestro coche como si fuera el de unos ricos, con odio, ¡y eso que sólo era un Simca 1200! Tenían que haber visto los Mercedes y los BMW que aparcaban en el colegio para recoger a algunos de mis compañeros. Pero es que allí, en ese barrio perdido no había coches. De vez en cuando veías un seiscientos, un ochocientos cincuenta o un cientoveinticuatro cochambroso en los que grupos de gitanillos jugaban con palos a gritos, como los indios de las películas, rompían cristales y fumaban tabaco como personas mayores. Había veces que no sabías si eran unos adultos bajitos o unos niños que sabían demasiado. Por fin, después de meternos por un montón de caminos llenos de baches y pedruscos, en los que olía a neumáticos quemados, hogueras de madera y cartones, llegamos al campo de futbol.

Aquello parecía una reserva india. Las señoras llevaban vestidos y pañuelos de otras épocas, estampados en flores de colores chillones. Los hombres vestían trajes oscuros de rayas, sombreros y bastones. Los niños caminaban descalzos a pesar del frío. A veces hablaban una lengua diferente, otras, un español que no lograbas entender ni aunque te esforzaras mucho. A lo lejos, sus casitas bajas, su territorio. Puñados de señoras y hombres daban gritos de ánimo a sus hijos con ese acento tan particular que tienen los gitanos al hablar y Pepe imita tan bien. Fue decir en voz baja cuando bajamos del coche “ay, mama, que malos que son esos payos”, y Hugo le lanzó una mirada que por poco le fulmina. No volvió a abrir la boca, ni siquiera en el partido. Los cuatro padres que habían venido con nosotros se cuidaban de que no alzáramos la voz, de que no tropezáramos ni dijéramos nada que pudiera ser interpretado como una declaración de guerra, porque parecía que realmente íbamos a la guerra. Aquello no parecía un partido normal, en el que se bromea y se vacila. Estuvimos viendo terminar el partido anterior, más callados que en una misa. Nadie se atrevía a hablar, y si alguien lo hacía le miraban como si hablara otro idioma, como un profesor que viene a enseñarles a hablar una lengua que no les interesa lo más mínimo. En el campo, los jugadores visitantes entraban a por el balón con muchísimas precauciones, no se les ocurría protestar ninguna decisión del árbitro y se esforzaban por ser simpáticos con los contrarios, les ayudaban a levantarse cuando chocaban, corrían lejos a por el balón aunque les tocara sacar a sus contrarios, reconocían una fuera en su contra cuando el árbitro se había equivocado... Los gitanos, viendo tanta inocencia, se aprovechaban de ellos, claro; les birlaban saques de esquina sacando rápidamente, les empujaban, les agarraban y después se hacían los inocentes levantando las palmas de las manos al aire. Marcaron un gol con un puñetazo a la salida de un saque de esquina que el árbitro tuvo que ver si es que no era el doctor Magoo, pero nadie se extrañó pero es que ni un poquito de que no lo pitara. ¡A ver quién era el guapo que se hubiera atrevido a decir algo! Nosotros, que éramos imparciales, esperando a que nos tocara el turno, dijimos en voz baja, “vaya mano, vaya mano” pero, claro, no sirvió para nada. Bastante tenía el árbitro con conservar fuerzas para soplar el silbato. Nos fuimos a cambiar. Desde el vestuario, se oían rumbas y flamenco. Afuera, en corrillos improvisados cantaban gitanas con vestidos baratos y colores llamativos, dando palmas y diciendo “alegría”, “alegría” llamaban a sus hermanos, a sus primos y a sus novios y de vez en cuando animaban a alguno a meterse en el centro del corro y patalear un poco haciendo que bailaban, pegando taconazos en el suelo. El vestuario era una caseta gris con tejado de uralita, sin ladrillos a la vista, levantado sobre un suelo de cemento lleno de charquitos. En las paredes no había ni rastro de pintura. Las duchas eran dos chorros duros que salían de un tubo sin la alcachofa. De los báteres prefiero no hablar porque sólo de pensarlo me dan ganas de devolver. Mientras nos calzábamos las botas, a la pata coja, sobre las zapatillas, escuchábamos a través de una ventana sin cristal al público pidiendo sangre. Decían cosas como “mátale”o “pártele por la mitá”. Me acordé de los cristianos en los circos romanos, cuando tenían que salir a la arena con la única idea de evitar la muerte y me hizo tanta gracia que me puse a reír yo solo. Los del equipo me miraron como se mira a los locos, por eso me callé en cuanto pude contener la risa. La charla de Hugo esta vez fue en voz baja, porque había chonais mirando a través de la ventana, -“venga, chavales, ¿os queréis ir, que tenemos que hablar del partido?”-, pero estaba claro que esos niños no conocían ningún tipo de normas, -“yo también quiero oírlo”, decían-, y lo que dijera un tipo duro como el Hugo se la traía al fresco. No sólo no se fueron sino que se echaron a reír, trajeron más chavalillos y todos juntos comenzaron a tirarnos chinitas a la cabeza. El Gustavo se levantó muy cabreado porque le habían pegado en un ojo, pero Hugo le convenció de que, esta vez, era mucho más prudente callarse. “Por lo que pueda pasar”. En el pasillo de arena hacia el campo, nos cruzamos con los jugadores visitantes, nuestros primos hermanos que nos miraron como

al cerdo que llevan al matadero. No dijeron nada, pero su mirada era tan compasiva como la de las abuelas que abordaban a mi hermano. La niebla había caído a un palmo del suelo y ahora era casi imposible ver la portería contraria desde el centro del campo. “¡Hugo, no se ve un pijo!”, “¡aquí no se puede jugar!”, le dijimos a gritos. “No se ve nada” le dije a uno de los gitanos. “Claro que no, cómo se va a ver si no nos han puesto luces en el campo”, me contestó como si fuera idiota. ‘Pero es que aquí no se puede jugar, no se ve nada”, insistí con otro. “Cómo que no se va a jugar, por mis muertos que aquí se juega”, contestó él. Y se fue a contarles a sus compañeros que los payos no querían jugar. Entonces se originó una discusión entre los entrenadores, los delegados de campo, los padres, el árbitro y nosotros, los chavales. Hablábamos del partido pero en el fondo hablábamos de algo más. No se jugaba porque lo decíamos nosotros o se jugaba porque lo decían ellos. El árbitro, el pobre, intentaba mediar en la situación, pero el lenguaje no le bastaba para poner de acuerdo a gentes muy diferentes. “Semos jugao con meno lú y no ha pasao ná. Son mú señoritos ustés. Esu é lo que pasa, que no quien jugá porque semo gitano”. Hugo trataba de explicarles que la cosa no tenía nada que ver con la raza y sí con la luz, simplemente la luz. Pero ellos, los gitanos, se lo tomaban como una ofensa a su raza y empezó a correrse la voz de que los del equipo de verde eran unos racistas que no querían a los gitanos. Los gritos de guerra empezaron a envolver los alrededores salvajes del campo, por donde caminaban grupillos de abuelas, chicos con motos que hacían mucho ruido y parejitas en busca de una loma donde meterse mano. Hugo nos reunió a todos al pie de campo y nos contó que había que jugar ese partido por narices. “Pero es que cada vez se ve menos”, dijo uno. “Se juega por huevos, coño, porque lo digo yo”, respondió Hugo más cabreado de lo que le he visto nunca, y luego añadió, mirando a los cuatro padres que habían venido, “vamos a hacer una cosa, vamos a encender las luces de los coches a cada lado del campo y así seguro que se ve un poco mejor”. Cuando se hizo la luz, los gitanos empezaron a dar palmas y más palmas hasta que el comienzo del partido se convirtió en una rumba futbolística. Claro, nosotros, de rumba, poco, así que nos quitaban el balón en cuanto lo cogíamos, se adelantaban a los pases como si estuviéramos dormidos, como si nos hubiera paralizado un rayo o una bruja gitana nos hubiera echado el mal de ojo. El balón era una sombra invisible para nosotros, pero no para ellos. Los chicos mayores del equipo, que tanto me impresionaron la primera vez que los vi, parecían ahora unos críos y hasta Gustavo, nuestro grandísimo defensa central, entraba a por el balón como una auténtica niña. Cuando ya perdíamos por dos a cero, Hugo nos puso a calentar a Pepe, a Santi y a mí y nos preguntó “¿queréis jugar?. Los tres asentimos con la cabeza. “¿Pero queréis jugar de verdad o vais a hacer como estos maricones? “. Me adelanté a mis amigos y le dije, “Hugo, puede que perdamos, pero nos vamos a dejar los huevos en el campo, te lo juro”. Lo dije tan convencido que me creyó. Salimos en el minuto treinta de la primera parte. Pepe y yo arriba, y Santi en el centro del campo. En cuanto entramos al choque con fuerza en unas cuantas jugadas, los gitanos se dieron cuenta de que íbamos en serio. Nos marcaron otro gol, en una indecisión tontísima entre un defensa y el portero fruto de los nervios -“yo-tú, tú-yo”- que aprovechó un gitanilio chinorri para meter el pie, pero seguimos jugando como cuando salimos, sin cortamos ni utia cala. Santi se llevó un balón a base de empuje y me lo lanzó en profundidad. Como no se veía ni una mierda, me lo encontré cuando ya lo tenía encima, pero reaccioné a tiempo y lo controlé muy bien con la punta de la bota, mis botas nuevecitas, qué guapas, me fui de un defensa por velocidad, me fui de otro, que me lanzó una patada asesina, me volví a mirarle con odio un segundo mientras continuaba a la carrera, me interné en el área y le metí el pase de la muerte a Pepe, que remató flojito pero muy ajustado al palo. Parecía que el portero la iba a parar pero cuando estaba a medio metro de la línea, el balón encontró una piedra en el camino y pegó un bote, con lo que despistó al portero y se metió dentro, tras tocar el poste. Un

gol de chiripa, pero un gol al fin y al cabo. Cogí el balón rápidamente para llevarlo al centro del campo, abrazándome a ratos con Santi y Pepe y dando saltos de alegría. En el camino, el defensa del que me había escapado, me lanzó una zancadilla que por poco me tira al suelo. Dije “hijo de puta” por primera vez en mi vida. En qué hora. El gitanillo de melena rizada reaccionó como un muñeco con muelle encerrado en una caja. Se fue a por mí eléctricamente, con más odio que yo haya visto a una persona en toda mi vida, lanzando alaridos como los indios y gritando “ay lo que ma dicho el malnacío”, “con mi mama sa metío”. Yo reculaba ante el apache que se me venía encima, procurando resguardarme detrás de algún compañero grandullón, pero el indio tenía muy claro que tenía que cortarme la cabellera y apartaba de su paso a empujones a cualquiera que pudiera interponerse delante de su vaquero. Tuvo que ser el árbitro quien se metió de por medio y agarró de los hombros a mi enemigo, pero el sheriff no lo metió en la cárcel. Como prácticamente se había acabado la primera parte, pitó el final esperando que en el descanso se calmaran los ánimos. En el vestuario, Hugo me echó una bronca tremenda por decir ese taco, no por el taco en sí, sino haber elegido precisamente ése, “a quién se le ocurre llamarle hijo de puta, eso es lo peor que le puedes decir a un gitano, no lo sabías, hombre de Dios”. Se quedó callado un rato mirándome a los ojos hasta que añadió, ya más calmado, “no se te ocurra volver a decirle nada, ¡eh!“ .Dije que sí con la cabeza porque abrir la boca me parecía que podía cabrearle más todavía. Me dijo que me cambiara de banda, para que no me encontrara otra vez con ese defensa, y colocó a Pepe allí, lo que no le hizo ni pizca de gracia. En el vestuario, ya completamente de noche, se oían gritos cercanos que decían “no vais a salir vivos”, “sus vamos a rajá”, “pásame el bardeo, que le saque filo”. Yo me concentraba en mi hermano, en la silla de ruedas, en la gente de los hospitales que están bien jodidos y así, se me quitaba el miedo en un santiamén, hasta me reía de la situación, eso sí, para adentro. Hugo nos animó a seguir jugando como antes, porque en el poco tiempo que pasó desde que salimos los tres al campo, el equipo había cambiado totalmente. Comenzamos dormidos la segunda parte, todavía un poco cagados por el incidente del gitanillo. Al rato, volvimos a cogerle el truquillo al partido. Era cuestión de tocarla y moverla deprisa para no darles tiempo a que entraran al choque. Pepe se hizo una buena jugada por la banda, se internó en el área y, cuando fue a tirar, llegó uno con las dos piernas por delante y se lo cargó. Lo derribó como el agricultor que arranca la maleza. No había visto una entrada parecida ni en los partidos de la tele. Tuvieron que llevársele a hombros y encima la gente gritaba “ay, ay, ay” como si estuvieran cantando flamenco. Gustavo pegó un trallazo que entró por toda la escuadra. Tres a dos. En cuanto sacaron de centro fuimos a por ellos con rabia, nos unimos todos y, por fin, empezamos a hablar entre nosotros cómo tiene que hacer un equipo, “vamos pá arriba”, “nos salimos”, “ahí tienes a uno”, “ese es para ti, fulanito”, “buena”, “ya son nuestros”, “hale, hale, hale, hale”. Los gitanos retrocedían ante nuestro empuje, se iban encerrando en su área y empezaban a cabrearse unos con otros. Nos pegaron muchas patadas, nos tiraron al suelo unas cuantas veces a cada uno de nosotros, porque, aunque no eran muy altos, los tíos tenían muy mala leche, se notaba que tenían una carga adicional de energía, parecía que la energía eléctrica se la habían inyectado a ellos... Nosotros también teníamos nuestros pequeños surtidores de energía porque el barrio donde estaba el club tampoco era como las urbanizaciones donde vivían los del colegio. Los chavales del equipo eran hijos de albañiles, fontaneros, operarios de fábricas y criadas. Cuando ya los gitanos empezaban a pedir la hora, subí al centro del campo, harto de esperar el balón que nunca llegaba. Se lo rebañé a un centrocampista despistado en el semicírculo central, miré a un lado y a otro pero no vi ningún compañero, hacía amagos para abrir el juego y los tíos se lo creían y me iban dejando pasar como en el desfile de las fuerzas armadas, hasta que, después de recorrer veinte metros con el balón pegado a los pies, me planté

delante del líbero, le puse el balón delante para que fuera a por él y el tío picó, me lo pasé por detrás sin dejar de pisarlo y me lo llevé de tacón sin perder de vista la portería. Iba a entrar en el área para chutar cuando, de pronto, me entraron por detrás con los tacos por delante. Me dejó hecho una braga. Estuve unos segundos tirado en el suelo, tragando arena mientras se originaba otra tangana con el lateral de protagonista. Discutían, se insultaban, se empujaban y se agarraban de la pechera. Me levanté con rabia cuando todavía el árbitro colocaba el balón en el lugar de la falta, se ponía el silbato en la boca y silbaba. No había barrera porque unos cuantos seguían discutiendo y los demás observaban despistados. Sólo el portero estaba en su sitio. Me coloqué delante del balón y lancé un tiro a media altura al palo contrario de donde me encontraba. No iba fuerte, pero como el portero reaccionó tarde, no pudo hacer nada. El árbitro concedió el gol, como era normal, y nos fuimos a nuestro campo la mar de contentos. Los gitanos no habían oído hablar de que si no se pide barrera, puedes sacar la falta cuando te dé la gana. Se encararon con el árbitro, le llamaban “comprao”, “racista” y cosas más feas. Los últimos cinco minutos, el lateral se cambió de banda y volvió a colocarse a mi lado. No me dejó en paz ni un segundo, repitiéndome como un salmo: “ti voy a rajá”, “hijoputa”, “malnacío”, “como toques la pelota, te dejo paralítico”. Parecía el cura en la misa, lo único es que sus intenciones no eran tan santas. Yo le miraba a los ojos, como a las buenas abuelas que nos cruzamos por la calle. No le contestaba ni decía nada pero le transmitía todo mi odio. En ese tiempo, sólo agarré el balón un par de veces, la primera, intenté hacerle un caño pero no picó; la segunda, lancé un pase que no llegó a su destinatario de milagro. No me había acojonao. Cuando el partido terminó, temblaba un poquito pero no me aparté cuando vino a chocar su hombro contra el mío, camino del vestuario. El tío sabía que tenía los huevos bien puestos. Recogimos el equipaje como si fuera a pasar un huracán. No nos paramos ni a limpiar las botas, ni a cambiarnos los pantalones, ni a quitarnos el barro y la arena de la cabeza. Llenamos los coches de tierra pero no había tiempo que perder; por la ventana se oían gritos de guerra pero, al final, nos íbamos vivos y con un punto en la mochila. Sin embargo, a la salida, no había ni un alma. Parecía que para ellos ese partido había sido como todos. Vivían así. Ni si hubiéramos ganado la Copa de Europa se hubiera montado una fiesta tan ruidosa en el barrio. Los padres tocaban el claxon de los coches. Los tenderos que habían abierto ese sábado por la tarde salían para preguntar cómo habíamos quedado. “¿Sólo habéis empatado?, ¿para eso tanta fanfarria?”, dijo el quiosquero. “¡Tenías que haber visto dónde hemos jugado!”. Cuando le decían el nombre del poblado, cambiaban la expresión y decían “ah”, como si les hubieran contado que habíamos estado en el Congreso el día del golpe de Estado. Los padres pidieron vinos y cocacola y se pusieron a beber como unos cosacos, porque por lo visto los cosacos son todos borrachos. Mi padre se puso más contento de lo que le había yo visto en toda mi vida y me invitaba a todo lo que le pedía, daba igual unas patatas, que otra coca cola o unas avellanas. Iba sacando el botín y lo repartía con Pepe y Santi. Nos reíamos de los mayores y nos decíamos que éramos los mejores, que éramos los tíos más grandes, los más cojonudos. Ellos decían palabras que no conocía pero que rápidamente comprendía y me sonaban tan alegres que en cuanto pillaba su significado las soltaba sin cortarme ni una cala. Me parecía que estaba aprendiendo más en un solo día que en muchísimos días en el colegio. Los mayores venían donde nosotros y nos contaban chistes y nos felicitaban por los goles, por las jugadas, por los huevos que le habíamos echado, nos cogían de la cabeza y gritaban en nuestros oídos a lo bestia, nos manteaban bien alto, se sentaban sobre nosotros en el banco hasta casi aplastarnos, nos contaban chistes verdes y prometían dejamos revistas porno. Estábamos la mar de contentos, así, como tíos mayores, cuando apareció la Catalina con una amiga morena, pequeña y delgada. Tenía una cara preciosa y no levantaba la vista del suelo. Se quedó un poco apartada, apoyada en un árbol,

contemplando cómo la Catalina, en minifalda y leotardos, se encaraba con todo el equipo y preguntaba cómo habíamos quedado. Todos se pusieron a hablar a la vez, contando sus historias, las de los gitanos y del partido, poniéndose cada uno en el centro de la historia, haciéndose los protagonistas principales aunque no hubieran sido más que los acomodadores de la película. Nosotros les mirábamos y sonreíamos para adentro porque sabíamos que ellos no tenían nada que contar. Por fin, Gustavo consiguió hacer callar al resto y nos señaló a los tres, que estábamos a unos metros. “Aquí, los chavales, nos han salvado el partido”. Los demás dijeron en murmullo, “sí, sí, sí, sí”. “Se lo han hecho deabuti”. “Se lo han currao, los chavalitos”. “Sí señor, mú demasiao, los tíos”. La Catalina comprendió quienes eran los que partían el bacalao allí y se acercó a hablar con nosotros. El Santi le contó lo de los goles y la Catalina nos miró a Pepe y a mí, que estábamos muy callados, como a los sabios cuando les dan el Premio Nobel. “Esto se merece un premio”, dijo la Catalina. Santi sonrió satisfecho pero Pepe y yo no entendíamos por qué. En la banco de enfrente, los mayores cuchicheaban y de vez en cuando se reían. “¿Un premio guay?”, preguntó con curiosidad Santi. “Hombre, habéis empatado, el premio justo por un empate. Dentro de un cuarto de hora, os esperamos en las casas muertas”. Y se marchó rápidamente con su amiga sin decir nada más. Santi empezó a darse palmetazos de alegría en los muslos y en nuestras mejillas y nos decía que nos alegráramos. Pepe dijo que sí, que era cojonudo y yo dije que también, que era fenomenal, aunque no sabía por qué. Volvimos al bar un momento donde los padres cantaban jotas y coplas con letras verdes. Mi padre nos ofreció un vino a cada uno de los campeones. “De un trago”, dijo. Santi le contestó “ahí vamos” y nos sentamos en los taburetes, delante de las fotografias descoloridas de otros Cóndores de otras épocas, agarramos los vasitos, mientras Santi decía en voz alta “una, dos y tres”. Agarré el vaso como los vaqueros en las cantinas y me lo tragué de una vez. Primero sentí un calorcito por la garganta muy agradable y después, cuando llegó al estómago, sentí que era una persona mayor y que todo el mundo me veía como una persona mayor. La gente dijo, “otro, otro”. Y nosotros, callados, dijimos, “venga”. Todos se rieron. Esta vez lo saboreé un poquito, lo paladeé, como dicen los que saben. Tardé un poquito en bebérmelo ylos padres dijeron: “le ha gustao al condenao”. “De tal palo, tal astilla”. Y estaba bien rico, ahora me explico por qué nunca me dejaban beberlo, las cosas buenas se las reservan para los mayores. Solté un eructo y me relamí los labios de gusto. Al bajarme del taburete, tropecé con una papelera, la volqué y salí a trompicones hasta la inmensa barriga de Hugo, que me agarró y me miró con cara muy seria. Los demás se reían mucho y me daban palmaditas en la espalda, incluido mi padre. Santi y Pepe también estaban muy alegres y así, agarrados de los hombros y cantando una canción que decía “maneras de vivir”, nos fuimos a las casas muertas. Meamos en una pared los tres, mientras nos despelotábamos de la risa y Santi nos contaba que la Catalina nos iba a dejar tocarle las tetas. En cuanto lo dijo, se me quitaron las ganas de mear. La picha se me empezó a poner gorda, muy gorda y dura, tanto que se veían las venas y me dio un poco de miedo porque pensaba que podían explotar. Santi y Pepe se reían mucho, muchísimo, así que decidí guardármela en la bragueta del pantalón de futtbol. Empezamos a pegamos patadas en el culo con las botas de fútbol, que hacían bastante daño, a sacarnos costras de tierra de la cabeza, a perseguirnos por las escaleras a medio construir, a subirnos por las vigas y a tirarnos por los colchones despanzurrados que se extendían por los rincones. Estábamos tirados en unos colchones muy sucios cuando aparecieron Catalina y la morena. Se quedaron a la entrada del edificio como esperando a que las dejáramos entrar en la vivienda, a pesar de que no había puertas ni ventanas. El Santi hizo una reverencia y dijo “entren, entren, están en su casa. ¿Quieren quitarse los abrigos?” Las ayudó y dejó los abrigos, imitación a plumíferos, delgados como una camisa y con algún que otro roto, colgados de un pico que sobresalía de la pared. Parecía un mayordomo de una mansión inglesa. Catalina sonreía muchísimo, pero la

morena no se atrevía a mirarnos a los ojos. Entonces dije yo con mucha confianza, “bueno, a ver ese premio”. “Jo, qué prisas tenéis”, respondió la Catalina como hacen las artistas de cine cuando saben que se van a ligar al galán. “Has dicho que teníamos un premio”, dijo Pepe, “yo he marcado un gol, a ver, ¿qué me vas a dar por ese pedazo de gol?”. “A ver, ¿tú qué premio quieres? ¿Hacer o ver?”. El Pepe se quedó muy callado, de pronto no sabía que hacer, y eso que parecía que la respuesta estaba muy clara. Santi le agarró de la cabeza y le dijo algo al oído que debió ser muy convincente, porque el Pepe dijo “ver”. “Entonces, ven”, y se fueron los dos de la mano a otra habitación. Al ratito vino Pepe muy contento. “Se lo he visto”, me dijo al oído. “Ahora te toca ti”, dijo Catalina señalando a Santi. “Yo prefiero hacer”. Se levantó, fue donde la Catalina, que se quedó muy quieta, con los brazos estirados a lo largo del cuerpo. Santi le sacó la blusa rápidamente por entre los pantalones. Le metió las manos por debajo del jersey blanco y ahí se pasó un ratito venga a tocar y a tocar. Parecía que tuviera un abrigo de visón en las manos porque el tío estaba tan concentrado en la tarea que no hacía ningún comentario y mira que le gusta hablar. Los demás contemplamos en silencio cómo la Catalina levantó los brazos poco a poco hasta que llegó a ponérselos en la cabeza y se empezó a manosear el pelo. Era increíble, ¡parecía que no le molestaba! Había cerrado los ojos como si acabara de hacer la comunión pero se mojaba los labios una y otra vez de una forma que no tenía nada que ver con la religión. Si tenía un éxtasis era por culpa del Santi, y el Santi no quería parar, sobaba y sobaba, como cuando de niño te mandaban hacer una figura de plastilina. Bueno, parecido, pero esto le gustaba más, mucho más. Las cosas de mayores son mucho más divertidas. Se lo estaba pasando tan bien que acercó la cabeza entre las tetas y le pegó un mordisco en una. La Catalina pegó un grito y dijo “ya vale, te has pasao, tío”. A Pepe no le gustó nada lo que hizo el Santi, yo creo que pensaba que le había engañado. Yo, por supuesto, dije que “hacer”, porque entre ver una cosa y tocarla, siempre he preferido hacerla. Así que me levanté, fui donde la Catalina, metí las manos por entre el jersey y después por entre el sujetador, “qué frías las tienes”, y por fin llegué. Eran dos pedazos de carne dura y a la vez blanda, pero vivas, estaban vivitas, notabas que se movía cuando los dedos iban de un lado a otro y que algo dentro de ella temblaba cuando la agarrabas por un lado y por otro, y siempre era diferente pero siempre te gustaba, y era una sensación tan cojonuda que te imaginas por qué la gente se puede volver loca por unas tetas, porque de verdad que después de tocar unas tetas, te gustaría dormirte entre unas tetas toda tu vida, te gustaría comer entre unas tetas y hasta respirar por entre los pezones. Estuve ahí, tocándolas un rato, primero con las llemas de los dedos, después las abarqué con mi mano, aunque no conseguí llenarlas por completo, luego las agarré con más fuerza y pillé el pezón y empecé a bajar la cabeza porque de verdad que me apetecía chupar esa cosa tan rica más que si fuera una piruleta. Estaba muy cerquita de ella, que me sacaba dos cabezas, con la picha bien cerca de sus piernas, y no me quería separar de allí ni un poquito, pero de pronto ella dijo: “ya está”, me empujó y me caí de espaldas. Por entre el chándal se notaba el bulto de mi picha y a todos les hizo mucha gracia. Se reían de mí pero me daba igual, estaba tan a gustito, tan calentito, que sólo tenía una idea en la cabeza, unas tetas, yo quería unas tetas para mí sólo, para mi próximo cumpleaños o para Reyes pero yo quería unas tetas como ésas, blanditas y grandes para chuparlas todo el día como las piruletas y el palulú. Me quedé un ratito mirando al techo que era el cielo y me olvidé de que ellos se estaban riendo como locos. Sólo veía unas tetas grandísimas. Cuando volví en mi mismo, Santi dijo en voz alta, “ahora te toca a ti”, señalando a la morena. Se dio la vuelta y se abrazó a Catalina, que dijo, “a Susi no, que es muy niña, y todavía no le han salido”. “Bueno, pues un beso en la boca”, dijo Pepe. La Susi le dijo algo al oído a la Catalina y ésta dijo, “en la boca no, que no quiere”. “Bueno, pues en la cara, pero largo”, dijo Santi. “Bueno, eso sí”, admitió la Catalina después de consultarlo con la morena. Nos pusimos los tres en fila, peleándonos por ser el primero. Santi impuso su fuerza, agarró a Susi de la cintura y

le dio un beso muy fuerte en la mejilla, que se oyó mucho. Al pasar a mi lado, se relamía de gusto. Pepe intentó dárselo en la boca, pero ella se apartó y le dijo “guarro”. Se quedó sin beso. Yo me quedé frente a ella y no supe qué hacer. Nunca había visto una chica tan guapa de cerca. Estaba a unos centímetros de su cara, mirándola a los ojos y me parecía que estaba en el paraíso.Tenía el pelo negro recogido en una coleta, su cara era tan limpia y olía tan bien que me hubiera gustado acariciarla un día entero, tenía una nariz pequeñita y plagada de pecas y unos ojos que no sabías hasta donde lograban mirarte. Me quedé tan paralizado que la Catalina me tuvo que meter prisa, “venga, que es para hoy, Romeo”. Puse mis manos en su cuello y, muy despacito, acerqué la cara hasta su mejilla izquierda, coloqué mis labios sobre su piel e intenté aspirar todo su olor, me tragué todos los sabores que, como del pitorro de la olla, salían de su piel. Era tan suave como tu almohada pero sabía mejor que tu comida favorita. La que te gustaría comer todos los días hasta empacharte. Pero ninguna paella sabe tan rica. Ni te mira con sus ojos. Al mismo tiempo, noté sus labios frescos en mi mejilla derecha, y se fueron poniendo más calientes y más húmedos y me hacían unas cosquillitas muy ricas y me hacían sentir un tío vestido de cuero y con una moto de largo manillar. Así estuvimos un rato, como en lo alto de un podium con una medalla de oro, hasta que la Catalina, el Pepe y Santi nos pegaron un empujón que casi nos hizo perder el equilibrio. Susi se puso muy colorada y se marchó corriendo, seguida por su amiga. Yo me quedé un poco antontado, hasta que Pepe y Santi me pegaron una colleja, “casi te quedas dormido, chaval, parecías un bebé en brazos de su madre”, “tenías que haber visto la cara de julai que tenías”. Aquel cachondeo no me gustó nada porque no pararon de reírse de mí, así que les dije que me tenía que ir, porque ya era tarde. En el bar, mi padre estaba mucho más contento de lo que es normal, gritaba entre risas a todo aquel que le quisiera escuchar que algún día podría llegar a ser un gran jugador de futbol, que iba a ganar muchos millones con los que podríamos contratar al mejor médico para curar a mi hermano. Yo también estaba muy contento, por las tetas, por los goles, por el beso, pero sobre todo porque el de arriba había decidido que ya estaba bien de mandarme nubarrones. Seguro que habrá pensado que hay otros muchos que se lo merecen mucho más.

Cuando la profesora de historia dijo que la esclavitud siguió existiendo hasta el siglo pasado en los Estados Unidos, muchos sonreimos en la clase. Quienes no se reían eran

Gordillo y Estévez. Gordillo, el hijo del conserje, es uno de esos chavales tan delgados que parece que no existen, que nunca hablan en clase y si le dicen que conteste a una pregunta, se pone colorado, y cuando le toca leer se aturulla y tartamudea tanto que al final tiene que dejarlo entre las risillas malvadas de toda la clase. Para acabar de liarla, es delgado como un palillo y sus jerseys a veces llevan agujeros en los sobacos. Estévez pesa ochenta kilos, y eso todo el mundo sabe lo que significa en un colegio. A pesar de su peso tiene que soportar las bromas y las burlas de todo el mundo, incluidos los que, como Richi, no pesan ni la mitad que él. Hace tan sólo unos días, Willy adoptó a Gordillo como esclavo. El trato fue tan sencillo que parecía hasta lógico. Gordillo llevaba una semana para volverse loco, su aparición diaria en clase era el chupinazo de las fiestas de San Fermín. Cada mañana, cuando Willy veía a Gordillo entrar con el terror escrito en su cara, mirando al suelo como queriendo pasar desapercibido, comenzaba el encierro. En el primer intercambio de clases Willy iba hacia su sitio, en la primera fila, y le decía que se levantara con ese gesto tan suyo, levantando el labio por un lado, “venga, ponte de pie, no seas marica”. No paraba hasta que lo conseguía. Entonces Willy le miraba de arriba abajo, de abajo arriba, como quien va a comprar un coche, y comenzaba el comentario, como los cronistas taurinos; la calidad de su ropa, las marcas que nadie conocía, las zapatillas rotas por los costados, los chubasqueros le calaban la ropa, los pantalones siempre le llegaban demasiado largos, las camisas demasiado cortas... Un día, Gordillo ya no pudo más y le preguntó qué quería, le daría lo que quisiera, sus canicas, su clavo, los rotuladores, las plastilinas, hasta el estuche de dos pisos. Pero Willy tenía de todo en grandes cantidades, no le hacía falta de nada. Se quedó un rato pensando hasta que abrió sus grandes ojos azules que encandilaban a las nenas y se dio cuenta de que sí le hacía falta algo. Entonces, le dijo con la convicción de un emperador romano “tú, vas a ser mi esclavo”. Gordillo se quedó tan extrañado por la frase que no dijo nada. “A partir de ahora no me voy a meter contigo, pero a cambio harás todo lo que yo te diga”, dijo mirando al resto de la clase, convencido de lo ingenioso de la propuesta. Gordillo, el hijo del conserje, debió pensar que cualquier cosa era preferible a la humillación diaria que sufría y se quedó callado. Había aceptado. Richi, una cabeza más bajo, pelo rizado moreno y ojos verdes, llevaba unos días un poco nervioso. “Yo también quiero un esclavo” le decía a todo aquél con el que se cruzara, “yo quiero un esclavo”, decía como los niños cuando piden regalos a los Reyes Magos. “¿Quién quiere ser mi esclavo?”, dijo abiertamente el otro día cuando esperábamos en fila horizontal en orden de estatura el inicio de la clase de gimnasia.Y fue paseando uno por uno delante de todos los chicos, como el rey cuando pasa revista a la tropa, y cuando se paraba delante de alguno, se quedaba callado o le hacía una broma para recordar que era su amigo, fuera alto, bajo, fuerte o enclenque. Yo estaba con Alex, que, aunque muy pacífico, es bien alto y no se le podía tomar en broma. Además, por si esta protección fuera poca, había entrado en el equipo de fútbol, y eso impedía que yo fuera su esclavo. Pero estaba claro que alguien tenía que serlo, no era justo que Willy tuviera su esclavo, y lo bien que le iba con él, como las amas de casa con su lavadora automática, y que su mejor amigo no lo tuviera. Richi miró y remiró durante varios días a todos los varones de la clase e incluso a alguno de la de al lado pero consideró, muy inteligentemente, que a un esclavo de otra clase no le iba a sacar ni la mitad de partido que a uno de la propia. Así estuvo una semana hasta que ese día, en el partido de fútbol, dio con el elegido. En un lance del juego se encontró con Estévez, el gordo, y le hizo una zancadilla muy sencilla, una que cualquiera hubiera podido evitar, pero no Estévez. Mover ese cuerpo de león marino era ya todo un trabajo diario, pero practicar un deporte era pedirle demasiado. Richi, treinta kilos menos, dos cabezas más bajo, se colocó encima de su barriga y empezó a montar a caballo como en los rodeos americanos, al tiempo que aullaba y aullaba. La mayoría de la gente se reía porque el tío la verdad es que tenía mucha gracia, se le veía disfrutar como en el parque de atracciones y cuando ves a

alguien gozar de esa forma hasta se te olvida qué es lo que le está haciendo pasar tan bien. Llevaba un ratito domando a ese caballo percherón, “no es un alazán ni un caballo andaluz, pero puede servir”, decía mientras Estévez se iba poniendo colorado, el pelo casi blanco del polvo del suelo. Pero Richi no paraba, montaba y montaba, le pegaba coces y le decía “arre”, “arre”, “al galope”, “al galope”. “Vamos a ganar el Grand National, Stevie, vamos Stevie, que ya queda poco”, decía con un perfecto acento inglés. Estévez no decía nada de nada. Cerraba los ojos y continuaba el galope hasta la meta, respondiendo a las coces del jockey con nuevos bríos. Richi le daba latigazos con la mano. Willy le animaba “más rápido, más rápido”, hasta que Estévez, a punto de ahogarse, le dijo lloriqueando “no puedo más, qué quieres que haga, haré lo que sea, lo que quieras, lo que quieras, pero déj ame, por favor, déjame, déjame”. Richi preguntó en voz muy alta, “¿vas a ser mi esclavo?”. “Sí”, se oyó a lo lejos. “De verdad?”. “Sí, pero déjame, por favor”, suplicó. “Cómo mola, tengo un esclavo”, dijo Richi mientras le ayudaba a levantarse, y le quitaba con cariño el polvo del chándal, “ya verás, te voy a tratar mejor que a nadie”, le dijo como si hablara con su osito de peluche. “Mira, y es mucho más grande que el tuyo”, dijo ya en pie y mirando a Willy. “Un día podíamos echar una pelea”, le contestó. “Seguro que ganaba el mío, es más listo”. “Y una mierda, el mío es mucho más fuerte, mira qué brazos”. Los demás, a unos metros de distancia, continuamos el partido, sin querer darnos cuenta de lo que veíamos. Desde entonces, Estévez, gran dibujante, hace los trabajos manuales de tres personas, porque a veces Willy le pide prestado a su esclavo. Gordillo, especialista en Matemáticas, resuelve problemas para sus amos. Willy y Richi ya no cargan con sus pesadas carteras en los hombros, sus esclavos las llevan por ellos y si algún profesor les pregunta dicen que que han perdido una apuesta. Los amos cumplen con lo prometido y ya no se meten con ellos. En lugar de eso, les tratan como si fueran sus mascotas, a veces les traen pipas o caramelos y les dan palmaditas en la espalda porque hay que tenerles contentos. Un día, vi a Estévez atándole los cordones a su amo. Otro, Gordillo le partía el filete en trocitos muy pequeños mientras Willy pinchaba con su tenedor. En la clase había un ambiente extraño, nadie se atrevía a hacer nada pero, quitando los pelotas de los amos, a todo el mundo le sentaba mal lo que estaba sucediendo. Esta mañana, en la clase de historia, Maite levantó la mano y dijo muy seria, “eso no es verdad, señorita, la esclavitud todavía existe”. La señorita, con mucha paciencia, porque Maite es muy respondona, le dijo, “no, te equivocas, la esclavitud ya no existe, fue abolida en el siglo XIX”. “Sí que existe, yo conozco a gente que son esclavos ahora mismo”. “Maite, por favor, no digas tonterías, ¿esclavos en este tiempo?”. La clase se quedó callada, esperando que alguien se levantara, que alguien hiciera algo, que la revolución estallara. Por fin, cuando Maite parecía que iba a añadir algo, Richi se levantó con la más conquistadora de sus sonrisas y dijo “Maite se refiere a un juego que tenemos en clase, el que se equivoca con algo tiene que hacer un día todo lo que le diga el que le ha hecho la pregunta”. La señorita se quedó pensativa, esperando que alguien le aclarara la situación. Después de unos segundos preguntó otra vez, “¿es un juego?”. Willy y sus amigos dijeron a coro y metiendo mucho ruido “sí, es un juego, es un juego”, de manera que parecía que había sido la clase quien había hablado. Maite esperó que alguien la apoyara pero nadie, ni yo mismo, levantamos la voz. Algo se removió en mi estómago. Al acabar la clase, Willy y Richi se fueron al sitio de Maite, donde se había juntado mucha gente, entre ellas sus dos amigas. “Chivata de mierda, como vuelvas a decir algo, te vas a enterar”. “Te vamos a cortar las coletas y te vamos a hacer unas cuantas cicatrices en la cara”. “Cobardes, sois unos cobardes y unos matones”, les dijo Maite a punto de llorar. Yo contemplaba el tumulto, las amigas de Maite intentando protegerla, las de Almudena y los amigos de los matones llamándola chivata, y rápidamente pensé lo que supondría hacer lo que estaba pensando hacer, cómo influiría en mi posición en el equipo y en la clase, ahora que ya me había integrado. Lo ponía rápidamente en una balanza, como en

el mercado, y no me decidía, me latía el corazón pero no me decidía, se trataba de jugársela ahora que me iban bien las cosas o mantenerme callado para conservar mi espacio de felicidad recién ganado. Entonces se me ocurrió una idea genial. Me abrí paso entre los corrillos desde el extremo de la clase donde contemplaba la situación y dije con el acento que había aprendido en el barrio. “Venga, tíos, dejadla ya, que es una chica”. “Tú, cállate, que nadie te ha dado vela en este entierro”, me dijo a gritos Richi. “Eso, tú a callar, pobre, no vaya a ser que te vayas caliente a casa”, añadió Willy. A Maite tampoco le hizo ninguna gracia lo que dije porque, cuando terminó la trifulca, se acercó a mí y me dijo, “creía que eras diferente”. Se dio la vuelta, anduvo unos pasos, y añadió “y que sepas que porque sea una chica no eres mejor que yo, cobarde”. Después de esa frase, me sentí más tirado que la cáscara de una pipa. Me juré que nunca más volvería a intentar quedar bien con todo el mundo. Desde ese día digo siempre lo que pienso. Cuando mi hermana me pregunta si me gusta el vestido nuevo que le han comprado y me parece una mierda, se lo digo. Cuando mi madre me pregunta si voy a sacar buenas notas esta evaluación, le digo que no. Cuando me pregunta por qué, no le contesto, porque decir la verdad supondría verla llorar otra vez y mentir sería ir en contra del juramento que me hice. Entonces, me quedo mirándola muy serio y no contesto nada, como la mayor parte de las veces que me preguntan algo en mi casa. Después, se encierran en la habitación de mis padres, que por el día es sala de estar, mi madre, mi abuela y, cuando la llaman, mi hermana. A mí me dicen que me quede jugando a las cartas con mi hermano, aunque en realidad es como jugar contra mí mismo porque él sólo es capaz de poner una carta cualquiera, muy lentamente, sobre la mesa. Yo tengo que mirar su cartas y poner la que yo creo que es la mejor, y lo hago tan bien que a veces me gana y me mira feliz por la victoria y suelta unos balbuceos como los niños cuando aprenden a hablar, que me recuerdan a su risa cuando me hacía trampas. Como mi hermano tarda mucho tiempo en soltar sus cartas, yo doy tres pasos y coloco la oreja en la puerta y oigo que hablan de mí, de lo raro que estoy, de lo poco que me comunico, y mi madre le pregunta a mi hermana acerca de lo que hago en el colegio y ella le dice que juego al fútbol y que tengo amigos y que no se preocupe porque sólo le faltaba ahora que tuviera que preocuparse por otro hijo cuando Javi está como está. La abuela le dice que lo que me pasa es que estoy celoso porque ahora no soy el centro de atención, que cuando vienen los tíos sólo tienen ojos para mi hermano y eso a mí me fastidia y por eso estoy todo el día de mal humor, pero lo que tienen que hacer es no hacerme caso y ya se me pasará, como se le pasa a todos los niños pequeños cuando llega otro hermano más pequeño, que es, en definitiva, lo que le ha pasado a esta familia. Al rato salen de la habitación como si nada hubiera pasado y me dicen que hoy van a hacer tortilla de patatas, mi comida favorita, y me preguntan si no me alegra y yo les digo que sí, que me alegro mucho, pero me tengo que esforzar mucho para que mi voz parezca alegre y, en realidad, no sé si lo consigo. Al rato llega mi padre y le pregunta a mi hermano lo que ha estado haciendo ese día, aunque sabe que no puede contestarle, y se ríe mucho cuando mi hermano señala el resultado de la partida de cartas en la que él ha ganado y mi padre le dice que siempre ha jugado muy bien a las cartas y se ríe de mí porque me ha ganado y yo sonrío para mis adentros porque tiene gracia que él me haya ganado cuando yo jugaba por los dos. Después, nos ponemos a cenar. Mi hermano ha empezado a comer él solo. Agarra la cuchara a la mínima velocidad a la que una persona normal seria capaz de hacerlo y, despacito, como un policía que desactiva una bomba, la lleva al plato, la llena por la mitad de la sopa de ajo y por el camino van saltando primero gotas y después riadas soperas, de manera que cuando llega a la boca esta prácticamente yacía. Mi familia aplaude su destreza y le limpian las primeras seis cucharadas que van a parar invariablemente a su ropa, a pesar de que le han forrado de servilletas. Después, mi madre agarra la cuchara y le da lo que queda de la sopa, aunque a él no le hace ninguna

gracia. Aunque parezca increíble, cuando como en casa, a mí también se me cae la sopa y eso que soy lo suficientemente mayor como para que sólo se me resbale algún hilillo por la comisura de los labios. A mi familia esto le hace mucha gracia, porque así mi padre puede decir que soy un desastre y que como igual que mi hermano, y que, a este paso, me la van a tener que dar a mí también. A mí no me hace ninguna gracia pero sonrío como si me lo hiciera. El resto de la cena transcurre como siempre, mi hermana cuenta las cosas de su clase, las niñas más listas, los niños más gamberros, una amiga que sabe tocar el piano, otra que estuvo en Estados Unidos, una que es judía y por eso los sábados no puede quedar, cuenta la ropa que llevan en el colegio, la que se lleva esa temporada, los exámenes que le quedan por hacer, los trabajos que tiene que entregar esta semana, las cosas que tiene que comprar para el colegio y lo mucho que se ha reído hoy en la ruta. Cada vez que mi hermana termina una historia, sé que me preguntarán a mí; los exámenes que me quedan, si hay judíos en mi clase, la ropa que llevan las niñas de mi clase y si hay chicos gamberros. Yo contesto a todo con monosílabos porque no puedo hablar más, no puedo contar nada gracioso cuando veo a mi hermano arrastrar su cuchara hasta la boca con tanta torpeza, mi cabeza se queda en conserva, mi cerebro está anestesiado, como cuando operaron a mi hermano, y no hay nada que pueda hacer por él, los movimientos, las voces, las preguntas, me llegan a través de una sábana que los amortigua, que les quita importancia, que los anula y así, mis respuestas salen como el café, descafeinadas, sin vida, muertas, a veces ni yo mismo soy capaz de reconocer la voz que mi boca está emitiendo, ni a mí mismo me interesa lo más mínimo lo que voy a decir y así, de verdad que es imposible hablar. Mi padre también está en su propio mundo; el futbolístico. Le importan un pepino las conversaciones con tal de que le dejemos oír al comentarista, y cuando eso no es posible, comienza a subir el volumen, lo que hace que eleven el tono de voz, a lo que él responde elevando más el volumen, y los conversadores igual, hasta que ya ninguno nos enteramos y empiezan los gritos y mi abuela dice que como siga así va a apagar la televisión y entonces mi padre reacciona, porque sabe que la casa es de la abuela, y entonces apaga la televisión y se va a la cama dando un portazo. Después, todos nos quedamos en silencio y mi madre, que, como los zombis, ha vuelto a vivir después de que mi hermano saliera del hospital, se levanta de la mesa y se va a la habitación y se les oye hablar a lo lejos, y al rato mi padre vuelve y se sienta a ver el partido con el volumen bajito y nosotros dejamos de hablar para que se escuche bien, lo que me alegra mucho, porque así no tengo que hablar. A las once de la noche, la abuela trae la leche con galletas, que es la señal de que hay que prepararse para ir a la cama. Mi hermana se va al cuarto de baño para que no la veamos en bragas al desvestirse y allí, en el sofá-cama, nos acostaremos los tres, yo en el medio, donde se juntan los hierros de ambas camas, porque mi hermana es mayor y mi hermano está enfermo. Por la noche, las camas se mueven con nuestros movimientos. A veces me quedo entre las dos, donde los colchones no tapan la estructura de la cama nido, y entonces noto el frío de los hierros en contacto con mi piel. Al poco, el frío se apodera de mi cuerpo y allí, en el Polo Norte, un aluvión de ideas me golpean con mala leche, “nada va a volver a ser como antes”, “Javi no se recuperará jamás”, “por mucho que te esfuerces, no servirá de nada”. Los “nada” y los “jamases” revolotean en mi cabeza como la nieve en la tormenta y entonces me entran escalofríos y tengo ganas de gritar y de llorar, tengo ganas de que alguien me saque del Polo y me lleve a la playa, y por eso agarro la manta y me acuruco dentro de ella para sentir calor, pero mi hermana lucha por ella y vuelve a estirar, y al final, después de muchos tiras y aflojas, un pie queda fuera de las sábanas, de la manta, del calor, en la tormenta, en el frío, en el Polo.

Maite va sentada en el asiento de delante del mío, mirando por la ventana ensimismada, haciendo que no oye los chistes de Willy y Richi sobre el peluquín del conductor, ni las canciones sobre el conductor de primera, ni la confianza con la que esos chavales llaman “jefe” a su padre, que es el conductor. Le ha dado un beso al entrar y ha respondido con un “sí” chiquito cuando le ha preguntado si llevaba el bocadillo. Su padre es un simple empleado de estos equipos que van en el autobús a jugar un partido de baloncesto femenino y uno de fútbol-sala masculino. Hasta este año, en el colegio había equipo de balonmano, de baloncesto, de atletismo y de voleybol pero no de fútbol-sala. Al profesor de gimnasia no le parece el mejor deporte para desarrollar las cualidades atléticas de los alumnos. “Por eso Maradona es un enano y no sabe correr, si hubiera hecho atletismo sería mucho más alto y tendría un cuerpo mejor proporcionado”, dijo el otro día. Lo que se le olvidó decir es que Maradona no tenía zapatillas para correr y con un balón ha convertido todos sus sueños en realidad, juega tan bien que no le hace falta saber nada más, porque ahora gana un pastón. El padre de Maite no gana un pastón pero es su padre, por eso Maite no ha abierto la boca en todo el viaje, y mira que a ella le gusta hablar. Así, mirando a través del cristal atravesado por gotas de lluvia se ha pasado todo el camino. A veces parecía que las gotas y sus ojos se fundían en una sola mirada. Yo hacía garabatos con el dedo en la ventana. Observándola. Desperté cuando entraba en otro mundo. Después de recorrer varios pueblos llenos de chaléts, con verjas altísimas y muchos aparcamientos libres, el autocar se sale de la carretera y toma un sendero por un bosque que nos lleva a una verja parecida a las de las fincas de los lores ingleses. Un guardia con un escudo diferente al de la policía franquea el paso y le pide al conductor la documentación. Los chicos y chicas de mi clase se callan de repente. Cuando pasamos la caseta del guarda y nos adentramos en el centro avanzado de enseñanza, comienzan a suspirar, envidiosos, por las instalaciones del colegio. Hay señales con dibujos que indican el camino al laboratorio, la piscina, el gimnasio, el bar y el comedor. Por las calles del recinto, plagadas de macetas imponentes y árboles frondosos en flor, caminan chicos mayores y niños en uniformes azul marino con un escudo, sin una sola mancha, las camisas blancas por dentro de los pantalones y los cuellos de las corbatas rayadas perfectamente anudados. Las niñas llevan las medias blancas subidas hasta las rodillas, justo hasta donde llegan sus faldas oscuras tableadas. Sus peinados relucen, perfectamente cepillados. Todos, niños y niñas, chicos y chicas, tienen las caras bien lavadas, las miradas inocentes y altivas, los cuellos erguidos y las espaldas bien rectas. Sus caras no tienen grandes defectos, no hay bizcos, ni narizotas, ni enanos, ni gordos, ni deformes.Todos caminan como por una pasarela de modelos, no hay chillidos ni risas a carcajadas. Las niñas se ponen la mano en la boca cuando tienen ganas de reírse y los niños hablan con ellas como si estuvieran en una fiesta de pedida de mano. Nos dicen que esperemos a la puerta del autobús, mientras viene a buscarnos la persona encargada de las relaciones externas. Miro a mis ricos amigos y los comparo con los habitantes de este colegio inglés. A su lado parecen unos pobretones, y ellos estoy seguro de que lo saben porque han bajado repentinamente el tono de su voz y, de pronto, Willy y Richi hablan con la voz muy queda y charlan con las niñas como si también fueran personas mayores, como si estuvieran sus padres delante, y las niñas responden actuando como si fueran actrices de cine, como si quisieran conservar la dignidad de sus familias delante de esos aristócratas ingleses que nos miran como si fuéramos los criajos de Oliver Twist, y me hace mucha gracia porque me encanta que haya otros pollos más ricos que estos ricachones de mi colegio. Al rato llega un chaval un poquito mayor que nosotros. Nos saluda como si fuera un paje

real y se presenta como el encargado de relaciones externas del club deportivo. Nos indica que le sigamos y se pone a hablar con nuestro profesor como si fuera él la persona mayor y no nuestro profe. Es alto, lleva el pelo corto aceitoso, peinado con una raya al lado tan profunda como un tajo, y su flequillo le hace una curvita encima de los ojos más repugnante que el cuarto de baño del campo de los gitanos. El pollo comenta, sin que nadie le pregunte, las excelentes instalaciones del colegio, la piscina cubierta que acaban de inaugurar, la cancha interior que en pocos segundos y accionando unos simples mecanismos se convierte en pista de baloncesto, fútbol sala o voleibol, y la gran joya, la pista de atletismo que, además, se usa para jugar al hockey hierba, un equipo, el del colegio, que ya ha competido a nivel internacional, “con óptimos resultados”. Mientras camina, saluda por su nombre y moviendo elegantemente la cabeza, a Estefanía, Agatha, Esmeralda y Helga, que son chicas rubias, altas y delgadas de caras lechosas y miradas frías. Cada uno de sus movimientos parecen producto de miles de ensayos, como si hubiera estado ensayando delante del espejo y hasta cuando habla, el tío pronuncia tan perfectamente el castellano que hay veces en que sus “eses” te dan la misma dentera que una tiza rebelde sobre la pizarra. Cuando llegamos, después de diez minutos atravesando decenas de uniformados con el jersey a la espalda o a la cintura, nos espera el equipo rival, que nos saluda muy correctamente, como si fuéramos a compartir una experiencia religiosa. Yo ya no aguanto más y les digo a mis compañeros: “estos tíos son una panda de maricones”, y entonces Willy, Richi y todos los demás cambian el gesto serio que se les ha puesto desde que entramos y me miran sonriendo, y a partir de ahí nuestras caras cambian y nuestros actos también. Los vestuarios están más limpios que una iglesia, hay jabón en los lavabos, agua caliente, secador para el pelo, calefacción, perchas para la ropa y guardarropa para dejarla. Todo está tan bien dispuesto que te apetece quedarte allí a dormir y no salir afuera a jugar, donde además hay que esperar a que jueguen las chicas. Nos vestimos y prometemos darles una buena paliza a esa pandilla de maricones. El partido de las chicas acaba de empezar cuando salimos. Los primeros puntos, después del salto entre dos, los mete en su propia canasta una de nuestras compañeras, por eso nos reímos como locos, aunque al público no les parece igual de divertido, porque nos miran como el profesor, con ganas de estrangulamos. Nuestras compañeras también parecen dispuestas a matarnos a la menor ocasión. El partido transcurre como suele ser normal en este tipo de partidos femeninos. Las niñas corren de un lado para otro con el balón en las manos, haciendo pasos, dobles, agarrándose, lanzando pelotas a canasta que nunca tocan el aro, vamos, lo típico que suelen hacer las niñas cuando practican cualquier deporte. Si no fuera porque en nuestro equipo juega Maite, no valdría la pena aguantar más ese pestiño. Al descanso, el marcador es 2-0. Un balón dudoso sale por la banda y me llega directito a las manos, y en lugar de dárselo a Estefanía, que también es de mi clase, se lo envío a Maite, que me mira sonriente porque hace un rato que no tocaba el balón. Al final del partido, ganan nuestras compañeras 8-6. Ahora nos toca a nosotros. Nuestros contrincantes salen al campo en fila india y saludan desde el centro del campo a los espectadores antes de empezar a calentar como enseñan los manuales de educación fisica. Son altos y van relucientemente peinados. Cualquier cura estaría encantado de que unos tíos como ésos hicieran la primera comunión en su iglesia aunque fueran en pantalón corto, como ahora. El primer tiempo parece un partido en la Unión Soviética, se oyen los ruidos de las zapatillas por el parqué, las faltas no se protestan, el contacto no existe, ni siquiera entre los propios compañeros, no hay gritos de ánimo ni reproches. El partido está como el colegio, dormido. Los espectadores, que llenan el pabellón, sólo abren la boca para aplaudir a Gonzalo, Jonathan y Rodrigo, pero no se excitan con el juego, nadie parece hacer nada que no le hayan dicho su entrenador, su madre o su abuela. Todos se comportan como debieran. Un partido de los que no necesitan árbitro,

como diría Hugo. Entonces, me acuerdo de él, de Santi y de Pepe, decido dejarme de toquecitos poniendo figuritas, estirando bien el cuerpo para que te vea el respetable femenino, me saco la camiseta por fuera y me tiro en plancha a los pies de uno de esos grandullones, que me mira como si hubiera salido de una película de Kung-Fu. Aunque el árbitro me pita falta, me da igual, voy a por todos los balones mirando al balón y a sus tobillos, me olvido de sus caras repeinadas y de sus cuerpos de ballet, le quito a uno la pelota y me voy con ella a toda leche, con mala idea y le meto un punterazo que pega en el poste. El partido se anima, mis compañeros me imitan y empiezan a entrar a los tobillos de los niñatos, que se quitan la pelota de encima como pueden, lo que quiere decir que la dejan suelta y es mucho más fácil hacerse con ella. Me hago con unos cuantos balones y se los regalo a Richi y a Willy, que se lían a hacer regates para que luego se la acaben quitando. Después de cuatro jugadas parecidas le grito a Willy: “¿la vas a pasar de una puta vez?”. Me responde con una mirada incrédula, porque estoy seguro de que pocas veces le han gritado así. Al rato es Richi, que ha empezado a entender mi juego, quien le dice que no sea chupón y la pase, y Wili, increíblemente, se defiende diciendo que no ha podido, que nos había visto pero no le ha dado tiempo a pasarla. Los ingleses están desconcertados por nuestro juego y a pesar de que tienen buena técnica, el juego de barrio que estamos poniendo en práctica les hace recular y obligarles a jugar con miedo, no están acostumbrados a llevar moratones ni costras en las piernas, no están acostumbrados a que les insulten ni les amenacen. Por eso, cuando uno me entra a las piernas, le saco un dedo y le miro a los ojos como los gitanos me enseñaron y le digo muy serio y con cara de malo “mucho ojito, carapeo”, y el tío me mira con la misma cara con la que miraría a uno hablando en ruso. Después de lanzar unos cuantos tiros desviados, conseguimos enlazar un buen contraataque, me interno en el área, me sale el portero, me voy por un lado y cuando va a salir la pelota del campo, la pongo para que Willy, que entra sólo, remache a la red. El y Richi vienen a abrazarme. Les digo en las orejas que vayamos donde están las chicas de la clase y les dediquemos el gol, y así lo hacemos, nos vamos a la esquina donde están sentadas contemplando el partido entre sus amigas y les lanzamos un beso los tres juntos. Los maricones se ponen a correr de verdad, a sudar, a dar codazos y a tirarse al suelo, pero se les nota que no saben mucho de ese tipo de juego, llegan demasiado alocados a los choques, con las partes inadecuadas de su cuerpo, dejando sus costillas o su estómago descubiertos para nuestros codos. El público se anima y comienza a hacer lo que debe: insultarnos, reírse de nosotros, ponernos nerviosos, pero son tan buenos chicos que sólo se les ocurre cosas como “se han picao, se han picao”, “árbitro, vete al oculista, porque no ves nada” y gilipolleces de ese tipo. Nuestro juego decae un poco por su empuje y yo les repito una y otra vez a mis compañeros que los rivales son una panda de maricones y hay que ganarles por huevos. Alguna vez los contrarios lo escuchan y me miran mal. Les aguanto la mirada y les respondo sonriente porque hemos sacado el partido adelante e incluso marcamos otro gol unos segundos antes de que el partido pite, cuando ellos ya han dejado de correr. El padre de Maite me felicita cuando llegamos al autobús. Le pregunto si ha visto el partido y me contesta que sí, que fue muy buena nuestra reacción, que le gustó mucho cómo cambiamos de tipo de juego y cómo amilanamos a esos pollos pera. Hablo con toda la educación que puedo hasta que él me dice que no le llame de usted y entonces le trato como a los padres del equipo del barrio y de pronto parece como si le conociera de toda la vida y nos reímos comentando las incidencias del partido. Cuando Maite sube las escaleras, me retiro un poco para que bese a su padre. Ya estoy empezando a andar por el pasillo cuando oigo que el padre le dice que le presente a “ese figura”, entonces Maite le dice muy claramente “es Oscar, uno de los chicos más simpáticos de la clase”. “Y el mejor del equipo”, añade su padre. Yo me pongo colorado, y me quedo un momento sin saber qué decir ni donde meterme, hasta que el resto del equipo nos mete prisa para que

entremos, porque hace mucho frío fuera. Por eso Maite camina detrás mío por el pasillo, y cuando yo me siento en el asiento posterior a la puerta de salida, me pregunta si me importa que se siente a mi lado y yo le digo con firmeza “no”. El autobús empieza a andar y se organiza una gran juerga porque hemos ganado los dos equipos en un campo muy dificil. Cuando vamos a atravesar la verja del colegio, hay un grupo de contrincantes que gritan a coro “chulos, chulos, chulos”. Mis compañeros abren las ventanas para reírse de ellos, “se han picao, se han picao”, “hemos, hemos ganao, el equipo colorao”, y ellos continúan con el único grito que se saben “chulos, chulos”. Se hace un pequeño silencio, que aprovecho para abrir la ventana, sacar la cabeza y gritar con todas mis ganas “a mucha honra, panda de maricones”.Y se quedan tan planchados que no les da tiempo a decir nada más, porque el autobús ya ha echado a andar. Maite se echa a reír. Vamos los dos sentaditos en nuestros asientos, tan ricamente. Siento calorcito, de lo a gusto que estoy. Voy mirando por la ventana y ella también, por eso, cuando miro al frente, nuestras miradas se encuentran, y nos sonreimos. En las filas de atrás empieza a haber cuchicheos. Cada vez se hacen más grande,. hasta que se oye claramente a alguien decir “son novios”, “son novios”, “Oscar y Maite son novios”. Hacemos como que no los oímos. Continuamos callados hasta que me cabreo. Miro a Willy muy serio a los ojos. Él baja la mirada. Al rato, los cuchicheos terminan. Entonces abro la boca por primera vez en todo el camino y le digo, “son gilipollas” y ella dice “sí, son unos críos”. Y yo me quedo muy contento porque siles dice eso a ellos y a mi no, es porque yo no soy un crío. Yo soy un tío con los huevos bien puestos.

El otro día oí a mi padre decirle a mi madre que tenían que empezar a buscar piso, él ya no aguantaba más allí, la abuela le estaba haciendo la vida imposible. Mi madre le

contestó que estábamos en su casa y teníamos que aceptar que las cosas se hicieran a su modo, bastante hacía con dejamos vivir allí desde hace casi un año y trastocarle todas sus costumbres, ella, que se había acostumbrado a vivir sola desde que murió el abuelo. Decía que todavía no estaba preparada para pensar en otra cosa, que lo primero era la recuperación de mi hermano y eso era lo único que le preocupaba por el momento. Mi padre dijo que, entonces, comenzaría él mismo a buscar piso. Hace más de un mes de esa conversación y todavía no se ha vuelto a tocar el tema. Tan sólo se habla de los progresos de mi hermano, que si ya se toca la nariz cuando se lo dices, que vuelve la cabeza al teléfono cuando suena, que sonríe cuando ve que hay dulces de postre... Mi madre parece que hubiera tenido otro hijo de lo contenta que se pone cuando aprende todas esas cosas que saben hacer hasta los niños del parvulario. Hace lo imposible para que mi hermano se sienta bien, le colma de regalos, le guarda los mejores bombones de la casa, le reserva los pedazos más abundantes de los postres, le da los mejores besos y le deja elegir la cadena de televisión, aunque yo no sé si se entera de algo, la verdad, y a veces me fastidia dejar de ver algo que me gusta para que alguien que no sabes si se entera vea un programa que no sabes si le gusta. Así es la movida. El domingo, mi padre nos llevó a una capea organizada por su empresa. Cada año reúnen a todos los empleados un fin de semana para contarles lo buena que es la compañía, los beneficios que están logrando con el esfuerzo de los empleados y lo mucho que tienen que esforzarse y ayudarse unos a otros para la empresa vaya bien, tangan beneficios y así puedan subir los sueldos. Por lo visto, a los americanos les encanta que los trabajadores quieran mucho a su empresa y lo demuestren con aplausos y alegría, por eso nos dijo mamá antes de salir que había que estar todo el rato sonriendo y aplaudiendo.Y si nos preguntaba cualquier persona, teníamos que decir que nos lo estábamos pasando ‘divinamente’, que la comida era ‘magnífica’ y el lugar elegido para la fiesta era ‘una preciosidad’. Dimos una vuelta por la plaza, donde todo el mundo parecía estar pasándoselo divinamente hasta que pasábamos con nuestra silla de ruedas. Entonces se hacía el silencio y la gente se alejaba como si tuviéramos la lepra, abriendo un pasillo lleno de caras de buenas personas. Después de ver lo que poco que teníamos de qué hablar con toda esa gente feliz, buscamos un lugar en las gradas. Pusimos la silla frente a ellas y las miramos como si fuéramos que escalar una pirámide egipcia. Había dos posibilidades, o intentar subir la silla con mi hermano encima o desmontarla y subir la silla y a mi hermano por separado. Mi madre era partidaria de la segunda opción y mi padre de la primera. Se pusieron a discutir, como siempre últimamente, lo que atrajo a algunos compañeros de mi padre. Con los ojos rojos por la sangría, se peleaban por ayudarnos a subir la silla de ruedas, con mi hermano encima o toda la familia, faltaría más. La fiesta había dejado de tener importancia y lo que ahora importaba de verdad era agarrarse aunque fuera a un centímetro de silla con el que demostrar al resto de las familias que era un buen cristiano. La situación era tan penosa que no pude soportarla y me acerqué a las mesas para probar la sangría. Desde allí vi a un señor rubio y alto que zanjó la discusión con su sola presencia. Sin ayuda de ningún látigo, el capataz organizó con cuatro órdenes a los trabajadores para acometer la faraónica tarea. Subieron la silla por medio de una cadena de ocho trabajadores, dirigida por el gran jefe, el jefe americano. Mi madre me vio en la arena y me acució con gestos para que fuera a saludar al gran jefe. Después de felicitar a mi padre por los progresos de mi hermano, se acercó a mi hermana y a mí y nos preguntó cómo lo estábamos pasando. Mi hermana dijo ‘divinamente’ sonriendo muchísimo. Yo no contesté porque no me gustaba aquel señor. El no se enfadó. Le dijo a mi madre que era un niño muy tímido y que tenía que dejarme ir con otros chicos de mi edad. Fue lo único que me gustó de aquel tío tan grande que se empeñaba en coger a mi padre de los hombros, de manera que parecía un juvenil a su lado, acompañando sus gestos de político con piropos a mi madre y lo listos que parecíamos los niños y lo mucho que había progresado mi hermano a pesar de que era la

primera vez que le veía. Por más que se lo dijo el gran jefe americano, mi madre no me dejó saltar a la arena ni separarme del resto de mi familia ni un sólo momento. Durante la larguísima tarde, soltaron unos toros pequeños y los chavales y los padres se hicieron los valientes delante de los jefes y de todo el personal. A mí no me dejaron porque a mi madre le daba miedo que me ocurriera algo, aunque las vaquillas tenían tantos cuernos como yo bigote. Ahí nos quedamos los cinco. En las gradas, callados. Contemplando cómo los demás se divertían y se revolcaban por el suelo corneados por las vaquillas. De vez en cuando, mi padre o mi hermana soltaban algún gritito o una risa poco convencida para amenizar el silencio, pero volvíamos rápidamente a la calma de la inactividad. Si no pasaba nada, todo estaba bien. Hice un amago de saltar al ruedo, pero las caras de mi familia al escuchar mi propuesta me hicieron quedarme sentado el resto de horas sin decir una sola palabra. Tampoco me quejé. Durante toda la tarde no hablamos más que con un buen amigo de mi padre al que le gustaba mucho el vino, porque venía con la bota para ofrecernos cada poco tiempo. A escondidas de mi madre, le pegué unos tragos, eso fue lo único interesante que hice. Lo demás, una pérdida de tiempo. Parecíamos un equipo que, desde el principio, se conforma con el empate a cero. Colocamos el autobús delante de la portería, como se suele decir, y no permitimos a ningún delantero rival que se acercase a menos de quince metros de la portería. Con esas precauciones el partido terminó, claro está, empate a cero. Nada malo nos ocurrió, pero tampoco nada nuevo. Mi familia se iba satisfecha a casa. El problema es que a mí siempre me ha gustado marcar goles. Volvimos callados, como casi siempre. Los silencios eran largos y tristes. A veces, mi hermana elogiaba lo buena que estaba la comida y mi madre decía que ya se empezaba a notar el calor de la primavera. Tenían que pensar en algo que estuviera bien, teníamos que esforzarnos en ver las cosas buenas, porque si veías alrededor las demás familias y te comparabas con ellas, no podías hacer otra cosa que cagarte en quien te hubiera mandado ese condenado regalo, que te obligaba a estar contento porque ni el médico más sabio del mundo sabía cómo ni cúando podía terminar de evolucionar. Ahora ya podía decir que sí y que no y, con muchísimo esfuerzo, lograba ponerse de pie y dar algunos pasos. Según la abuela, todo era una prueba del Señor, al final habría un final feliz como en los Estrenos TV, un final en una clínica americana donde son capaces de colocar un electrodo y cambiar los mecanismos del cerebro para hacerlo volver a funcionar con normalidad. No era cuestión de mosquear al de arriba, no vaya a ser que, por quejarte, te mandara más mierda encima. Mi padre sólo había abierto la boca durante media hora para soltar el humo de cada uno de los cinco cigarros que se había fumado, parecía que condujera con sus propios pensamientos. La niebla iba cayendo y se hacía más y más espesa pero no llegábamos a casa. Por fin, mi madre le preguntó: “¿sabes dónde estamos?”. “Yo qué coño sé, qué voy a saber, qué voy a saber”, repitió como una letanía. “¿Vamos haciendo kilómetros y no sabes donde estamos?, pues pregunta a alguien”, insistió mi madre. Se quedó callado, conducía hacia delante, siguiendo la carretera como un robot incapaz de pensar. Íbamos pasando pueblos que no pertenecían a nuestra ciudad. “Bueno, párate, que preguntemos a alguien”, dijo mi madre. “¿A quién coño voy a preguntar, si no hay nadie?”, contestó él de muy mala gana. ‘Pues salte de la carretera y busca un pueblo”. “Cago en Dios, cago en Dios” era todo lo que se oía. Mi padre parecía incapaz de tomar una decisión. Los kilómetros iban pasando y ninguno se atrevía a hablar. Ya estábamos a setenta kilómetros de Madrid, y la capea había sido a treinta. Por el tono con el que le había contestado, mi madre no quena volver a preguntarle. De la manera en la que íbamos, podíamos llegar a La Coruña. “Papá, joer, da la vuelta o pregunta”, le dije. ‘Pregunta, pregunta, preguntad vosotros, que todo lo tengo que hacer yo”. Lo que siguió fue una discusión acerca de quién debía preguntar a alguien que no existía,

porque en esa carretera no pasaba un alma humana. Como mi hermano no podía, mi padre no quería y a mi madre apenas le salían las palabras, la discusión estaba entre mi hermana y yo. Como mi hermana estaba triste y yo enfadado, me tocó a mí. “¿Y a quién coño le pregunto?”. “Niño, no digas esas palabras”, me dijo mi madre. “Si es que aquí no pasa ni una oveja”. De pronto, apareció un cartel que indicaba el camino a Madrid. Había que desviarse y dar la vuelta por encima de un puente. “Por aquí, por aquí”, le dije. “Que no, que es la siguiente, es la siguiente”, dijo mi hermana, “Que no, que es ésta, que es ésta”. “No gritéis”. “¿Cuál coño cojo?”. Nos pasamos la salida de la carretera. Seguíamos en dirección a La Coruña. Se volvió a hacer el silencio y pasaron muchos kilómetros. Estaba hasta los cojones. “¿Por qué no has cogido la salida?”, le dije. “Cállate, hijo”, dijo mi madre. “¿Por qué no la has cogido?”. “Que te calles”, me repitió. Mi padre se salió de la carretera y dejó el coche en el arcén. “Conduce tú, si eres tan listo”, me dijo al tiempo que me pegaba un bofetón en la frente con la mano derecha y de revés. Estábamos en mitad de un páramo castellano. Había una luna muy bonita, pero ninguno se fijó en ella. Mi padre salió del coche fumando. Mi madre fue detrás de él. Al rato volvió y nos ordenó que no habláramos ni una palabra en el resto del trayecto. Mi hermano empezó a reírse a carcajadas, como le pasaba a menudo. En las situaciones más tensas, se ponía a reír. Mi hermana le dijo que se callara pero él no podía evitarlo. Era de locos, todos cabreadísimos, y al mismo tiempo, una risa bestial, como el rugido de un león. Veinte kilómetros después, encontramos el camino de regreso. Estábamos a cien kilómetros de casa.Tardamos casi tres horas en regresar a casa. Si hubiera sido el presidente de mi equipo, hubiera cambiado a mi padre por otro aquel mismo día.

El partido de hoy es raro. Un amistoso. Los partidos amistosos suelen ser contra equipos del amigo de algún amigo. Una oportunidad para los que no juegan y para que te luzcas

y demuestres al entrenador los nuevos regates que has aprendido este año, para que, quien sabe, a lo mejor te vea un ojeador del Real Madrid y te ofrezca lo que siempre has soñado, entrar en la ciudad deportiva, comenzar a escalar equipo tras equipo y terminar jugando ante cien mil personas y escuchar que corean tu nombre y te aplauden y te quieren. Que todo dios te quiera. En el vestuario, Hugo no nos dijo nada más que intentáramos dar espectáculo, que hiciéramos que la gente se lo pasara bien y que no entráramos fuerte porque era un amistoso. No tenía que decirlo porque todo el mundo sabe cómo se tiene que jugar un partido de este tipo. Había muchos padres en las bandas, muchos más de los que acostumbran a venir a estos partidos. Tenían una mirada dulce, como si acabaran de salir de la iglesia, como si quisieran ser muy buenos cada día que pasa. Nos aplaudieron cuando salimos y dieron besos a sus hijos antes de empezar el partido. Ellos, los jugadores, nuestros contrincantes, fueron a besar a sus padres sin que les importara lo que pensaran unos tíos hechos y derechos como nosotros. Lo hicieron con tanta naturalidad que no dijimos nada. Nos cruzábamos miradas que decían que estos tíos eran muy raros, que tenían una inocencia en la mirada que no habíamos visto antes, o mejor dicho, que ellos no habían visto antes, porque yo sí había visto esa mirada, la veía todos los días, era la mirada del que desconoce que en el mundo cada uno piensa en sí mismo, la mirada del que ve las cosas de una sola forma y no piensa en las consecuencias de lo que hace, que no piensa en lo que estarán pensando los demás, la mirada del que actúa pensando que todo el mundo es tan bueno como uno, la mirada de un niño, la que perdiste hace no sabes cuanto tiempo, la mirada de mi hermano. Por supuesto, cuando juegas contra un equipo en el que todos miran con esa mirada, te puedes inventar las jugadas más atrevidas, los regates más locos y más provocadores. Todo te sale, van cayendo los goles y cuando vas por el séptimo te da un poco de vergüenza porque sabes que te estás aprovechando de alguien inferior a ti. Hay a quien no le importa, pero a mí sí, así no disfruto el futbol. El partido transcurrió de esta manera hasta la mitad de la segunda parte. Mi equipo acabó también por relajarse sin que previamente lo hubiéramos acordado y, de pronto, poníamos menos interés en cortar una jugada que estaba al alcance de tu pié, empujábamos menos en un balón al choque, evitábamos a los contrarios y acabábamos dejándoles pasar para ver si, de una vez, marcaban un gol. A medida que pasaba el partido y me fijaba en la nariz demasiado respingona de alguno de ellos, los ojos hundidos y pequeños, la boca recortada y sin labios, me fueron recordando a algunos chicos en la terapia a los que enseñaban a jugar con rompecabezas grandísimos y bolas de colores. Sus rasgos no eran tan rotundos pero sus miradas si eran parecidas, sus movimientos eran torpes y sus reacciones tardías, mi juego iba volviéndose más y más apático, como en la iglesia, iba perdiendo gas en cada una de mis acciones hasta que me entró una congoja tan grande que no podía dar un paso, veía a mi hermano en cada una de las jugadas, aprovechándome de su torpeza, de su mala suerte, y entonces intentaba regatear y no podía, me trastabillaba, me paralizaba, les dejaba que se llevaran el balón y la gente los jaleaba porque pensaban que me habían quitado el balón a mí, el mago que había marcado cuatro goles en la primera parte. Me entraban ganas de llorar ante este partido jugado a ritmo de vals. Aquí todo el mundo parecía estar bailando un baile galante de esos con gente fina del siglo XVIII. Había una corrección exquisita, como dicen los locutores, y a mí, poco a poco, me entraban ganas de llorar, quería echarme a llorar allí mismo porque mi hermano quizás nunca pudiera hacer eso nunca, seguramente nunca podría jugar al fútbol con él, y soportar una patada a mala leche y devolvérsela con toda mi alma, y tendría que tratarle con dulzura, como se trata a una abuela beata y no como se debe tratar a un hermano. Ganamos el partido 11 a 1, y eso porque Santi se llevó un balón con la mano en nuestra propio área. A la segunda, el penalty acabó en gol. También el árbitro debió pensar que

merecían marcar un golito, así que se inventó una incorrección en el lanzamiento del penalty a las nubes y concedió otra oportunidad para que el capitán rival pudiera marcar el gol del honor. Teníais que haber visto la alegría que se llevaron. Saltaron todos, hasta el portero, para abrazar al lanzador y volvieron al centro del campo con el balón en la mano a toda prisa, como si todavía tuvieran tiempo para remontar el partido, y eso que perdían por once goles. Acabé el partido muy fastidiado. Al llegar a casa, después de ducharme, me preguntaron por el partido. Dije con voz baja el resultado y todos me felicitaron.y cuando me preguntaron cuántos goles había metido, dije que cuatro, con mucha vergüenza, porque pensaba que marcarle cuatro goles a ese equipo no era algo de lo que estar orgulloso. Me pasé toda la tarde tirado en el sillón. Cuando te pasas horas mirando las baldosas del suelo, llega un momento en que confundes unas con otras, y las sacas de su espacio y las fundes con las de al lado y sus dibujos sin sentido, y creas figuras diferentes que no tienen nada que ver con las del principio. Eso sólo te pasa cuando te pasas horas sin hacer nada, esperando que pase algo, no sabes muy bien qué pero que pase algo en tu vida, que alguien te lleve a algún sitio o que se te ocurra alguna idea feliz que no le parezca peligrosa a tus padres o a tu abuela.Y eso en esta casa es realmente dificil. El peligro está por todas partes, especialmente en todo aquello que sea divertido. Pero cuando no pasa absolutamente nada, ni hay televisión ni tienes ningún tebeo nuevo que leer, ni nadie con quien jugar ni puedes ver nada porque no tienes una ventana a la calle, sólo puedes mirar el estampado de flores en las paredes, el jarrón que está encima del radiador y siempre se tambalea cuando lo rozas, y si no andas avispado se cae al suelo pero nunca se rompe porque es de plástico, miras el ajedrezado del pasillo y las baldosas del salón y se te meten en la cabeza y te dan vueltas y vueltas hasta que ya no sabes si estás en otra dimensión o en la que vive la gente, mientras oyes el ruido de la olla avisar a la abuela de que la comida está lista y se enfada porque todavía no ha terminado de fregar la casa y están a punto de regresar los demás para cenar. La radio emite los asquerosos pitidos que indican que van a dar el parte y van a contar esas cosas que no le interesan a nadie y llaman política. Intento marcharme bien lejos, a sitios donde puedes jugar hasta que no te quede aire en los pulmones, donde no haya ninguna persona mayor por los alrededores que intente contarte lo que tienes que hacer. Cuando las horas no tienen ningún sentido sólo deseas estar muy lejos.

Mi padre vino una hora después de terminar de cenar. No suele llegar tan tarde de jugar a las cartas. Llegaba con los ojos rojos. También me preguntó por el partido. Se lo dije y no me contestó nada. Al rato me ordenó que jugara con mi hermano. Yo no tenía ganas de hacer nada, estaba aburrido. Mi madre también me intentó convencer pero yo no quería, no quería hacer nada, porque estaba mareado de ver tanta tele, de estar tanto tiempo en casa sin hacer nada. Mi padre me dijo que era un mal hermano y yo le contesté que no me apetecía sin levantar la vista del tebeo que estaba leyendo por tercera vez. Entonces me dijo una cosa que, al principio, no entendí muy bien. -Pero jugar al fútbol bien que sabes, ¡eh! Bien que te diviertes mientras tu hermano está ahí, en una silla de ruedas. Yo seguía sin entender qué relación podía tener una cosa con la otra. Pero cuando volvió a abrir la boca situé perfectamente lo que quería decir. -Para marcar goles bien que estás, ¡eh! Eso sí, para marcar goles a subnormales porque para nada más sirves. Ahí tirado toda la tarde, sin hacer nada. No puedes ni jugar con tu hermano, el pobrecillo, mira como está, el pobrecillo. Levanté la vista para comprobar que era mi padre quien me decía esas palabras. Era él. Y

todavía dijo: -Un mierda, eso es lo que eres. No eres más que un mierda. Mi madre había estado callada hasta ese momento, cuando dijo lo último se llevó a mi padre a empujones a la habitación. Después vino a decirme que no le hiciera caso, que no pensaba lo que decía, que había bebido un poco. Es muy fácil buscar excusas. Si encuentras la excusa perfecta no tienes culpa de nada de lo que hagas. Si has bebido, puedes decir lo que no piensas. Si te ha ocurrido algo muy malo, puedes pasarte el resto de tu vida llorando por tu mala suerte. Esperando un milagro. Esperando que Dios haga algo que nunca va a hacer. El mundo está lleno de llorones. Lo que faltan son tíos con un par de cojones. Que se coman la mierda sin protestar. Como los vaqueros en el Oeste, tipos duros que esperen su momento, porque siempre llega el momento de la venganza, como en el Oeste. Al día siguiente, me levanté más tieso que una vela, mi mierda es mía y de nadie más. Nadie pudo ver un sólo gesto de pena en mi cara, ni un reproche, pero tampoco una sonrisa, claro. No le dirigí la palabra a mi padre y tampoco le conté la hora a la que jugaba el partido, el oficial, no el amistoso. Me fui yo sólo, en el metro. El apareció por allí, justo a tiempo del comienzo. Entre el público vi su silueta borrosa, la de un cobarde rastrero, pero ni allí le saludé. Me escaqueé al terminar el partido y me quedé con mis colegas esa tarde. Santi y Pepe me llevaron a los billares. Yo llevaba cien duros que le había quitado a mi padre del monedero cuando dormía la siesta. Así que había pasta para pasar una tarde deabuti. Primero, nos echamos unas partiditas de ping-pong. Jugaba con la cara de hielo de Bjorn Borg y mis movimientos eran tan fríos y precisos como los suyos. No hacía ninguna floritura, devolvía las bolas con tranquilidad, incluso las que, ya debajo de la mesa, parecían imposibles de salvar. No me ponía nervioso ni en los tantos decisivos ni cuando tenía la partida a punto de caramelo ni cuando la iba a perder. Los jugaba todos igual, sin sentimientos, sin creerme nada, sin buscar nada. La táctica dio resultado. Durante una hora fueron desfilando los rivales al otro lado de la red, poniendo sus veinte duros religiosamente. Daba igual que fueran mayores y pegaran unos mates que te cagas, me colocaba atrás y devolvía, tranquilo, a un lado, a otro, pero siempre en la mesa, bolas blandas y altas que pasaban al otro campo ordenadas. Los contrarios terminaban por aburrirse del peloteo, lanzaban un pelotazo y la fallaban. Pasada una hora, tenía mil pelas en el bolsillo. Subimos a la planta de arriba para jugar a las maquinitas. Les dí trescientas pelas a Santi y a Pepe y cada uno escogió una máquina, el comecocos, los marcianitos y los coches. Como profesionales, nos dedicamos a pasar pantallas, con la misma seriedad la primera que la sexta. Me deshacía de las oleadas de marcianos como Clint Eastwood de los malos, daba igual que me atacaran por todos los lados, yo sabía donde colocarme para esperar mi oportunidad, el gatillo no dejaba de disparar en defensa propia y, cuando quedaban pocos y estaban confiados, me iba a por ellos con la munición y toda la mala leche. A los tres cuartos de hora, detrás de cada uno de nosotros había un grupillo flipando con nuestro juego. Los que primero se quejaban porque no dejábamos las máquinas se convirtieron en admirados espectadores que alucinaban viendo cómo nos cambiábamos de máquina aprisa cuando uno se cansaba de la suya. Al cabo de una hora, dejamos a tres pringados que se echaran unas partiditas a cambio de unos guiles. Salimos a la calle con la misma cara de profesionales con la que habíamos estado toda la tarde. Le cogimos el monopatín a unos chavales que se tiraban por un terraplén y nos pegamos un hostiazo que te cagas, nos levantamos sin quejamos ni un poquito y fuimos al estanco. Santi quería gastarle una broma al estanquero, que es un tío que sólo tiene muñones en las manos. Primero pidió un sello de peseta. El estanquero fue a la caja de puros donde los guardaba y empezó a maniobrar para cogerlo como si hiciera juegos malabares. Después de unos cuantos intentos, pareció que lo tenía bien sujeto entre los muñones

pero se le calló al suelo. Vuelta a empezar. El tío sufría lo suyo pero era su curro, él lo había elegido. A los cinco minutos, consiguió dárselo a Santi mientras nosotros nos mordíamos la lengua de la risa que nos daba. Después, le pedimos una piedra de mechero. Volvió a repetir la operación y se tiró otros cinco minutos para agarrarlo. Cuando por fin llegó con él, todavía quería envolverlo. Le dijimos que no hacía falta, muy educadamente, y nos fuimos descojonados de la risa. Al salir, nos encontramos a Silvia y a Catalina, ¿dónde váis?”, dijeron. Como todavía llevábamos dinero, las invitamos a unos bocadillos de calamares. A las tías les encanta que las invites, entonces te quieren más y te dejan hacer todo lo que te dé la gana. Cuanto más las invites, más contentas estarán, y también más suaves. Silvia y Catalina estaban tan contentas, que eran como nuestros balones. Nos las pasábamos, las tocábamos, las sobábamos, las agarrábamos por los hombros como si fueran nuestras novias. Estuvimos paseando con ellas un rato. Nos las pasábamos como si fueran el balón, como si fueran de los tres. A lo mejor, Silvia se quejaba porque Pepe le habían tocado el culo y le pegaba una bofetada, pero era de broma. Catalina le quitaba la mano de encima de la teta a Santi y le gritaba que era un guarro, pero nada hacía que se enfadaran. Entonces se les ocurrió ir a la feria. Nos lo estábamos pasando tan bien que no hizo falta ni discutir. “Vamos pallá” Llegamos los cinco agarrados de los hombros y pedimos un montón de fichas. Santi se metió en uno rojo. La Catalina le pidió a gritos que le dejara ir con él. Santi se hizo el duro y le advirtió que él iba a toda hostira. Catalina juró que no iba a chillar, que iba a ser una buena copiloto y le convenció. Me metí en otro coche. Silvia estaba en el bordillo. “Sube”, le grité. Y se subió.Tenía mi carro y mi chica: ¿qué más podía pedir? Era el rey. Pepe se buscó uno para él solo. En los altavoces sonaban rumbas gitanas a toda tralla. Hoy me gustaban. Estuvimos una hora conduciendo a toda hostia, pegándonos golpetazos con todos los coches de la pista. Catalina gritaba como una posesa y Silvia se acurrucaba a mi lado como si fuera mi perrita. Santi se cansó de viajar con copiloto y se metió en el carro de Pepe. Silvia no se separó de mí lado, se agarraba a mí como si allí estuviera a salvo de todo. Ella me avisaba cuando venían Santi o Pepe, me revolvía el pelo cuando la sacaba de alguna situación, cuando la hacía sufrir, la tigresa me arañaba. Nos reíamos un huevo. Yo comentaba la carrera como si fuera el locutor de un gran premiod de Fórmula 1, anticipaba los golpes, las averías, las marchás atrás cuando se había formado una colisión de la que nadie podía salir. Pero siempre salíamos, de todos los sitios la sacaba. Hicimos todas las gilipolleces que se hacen en una feria. No nos privamos de nada. Disparamos a los palillos con la escopeta de perdigones, lanzamos bolas contra los muñecos, nos montamos en todas las atracciones que nos dio la gana hasta que se nos acabó d dinero. Parecíamos unos señores con nuestras chorvas. Los amos de la feria. Los putos amos. Fue Catalina, la muy guarra, quien propuso ir a las casas muertas. Santi y yo dijimos que sí sin darle demasiada importancia. Pepe miró al suelo. A esa hora estaba claro que no tenía mucho que hacer allí. Dijo que se subía a casa. Intentamos convencerle sin mucha convicción, y claro, no nos hizo caso. Las tías ya se conocían la vaina del invierno pasado. Se sentaron en un colchón como si estuvieran en el colegio, esperando que el profe les mandara. Santi encendió un cigarro y nos lo fumamos entre los cuatro a dos caladas la baza. Cuando pisoteó la colilla con esa energía que le pone a todo lo que hace se levantó, se fue a otra habitación y desde allí le gritó a Catalina que fuera para allá porque le iba a enseñar una cosa que le iba a gustar mucho. Silvia y yo nos quedamos solos, sentados sobre el colchón. Rodeaba sus piernas con las manos y miraba al frente. Yo estaba echado a lo largo, apoyado en el codo. Me incorporé y le dije, “ven aquí, morena”. “¿Qué haces?”, me dijo como simulando estar enfadada. “Lo que estás deseando”. “Yo no soy como Catalina”. “Ya lo sé, por eso estoy contigo, tú eres mucho más guapa”. “¿De verdad, te parezco guapa?”. “Claro, si no,

¿qué coño crees que hago aquí?”. “Ay, como eres, no me dices nada...”. “¿Qué quieres que te diga?”, le dije un poco cabreado. “No sé, algo bonito”. “Estás muy buena”. “¿Ya está?”. “Sí, ya está, que más quieres”. “Te gusto?”. “Pues claro, si no ¿qué crees que hago aquí”. Mientras la hablaba le iba dando besitos por el cuello, hasta llegar a la cara y a un extremo de los labios. Entonces ella giró su cara y me besó en los labios. “¿Tú sabes cómo se hace?”. “Abre la boca”, le dije. La abrió y le metí la lengua. Le dimos a la lengua durante mucho mucho tiempo, como si me estuviera comiendo un polo del modo más guarro, como a una abuela le fastidiaría más que te lo comieras. Yo estaba encima de ella y, casi sin querer, maniobraba con mi picha sóbre su coño y la meneaba para darme gustitio. Cuando ya estaba muy cachondo, le puse la mano alli. Me la quitó. La volví a poner. Entonces me apartó, me llamó guarro y se levantó. La seguí, le pegué unos cuantos morreos más mientras se apartaba y al rato apareció Santi con una sonrisa como nunca le había visto. La zorra de Catalina se la había meneado. Volvía a casa de noche. Mi madre me pregunta donde he estado y me dice que es la última vez que vuelvo a esa hora. Una charla. Me da igual. Había estado a punto de follar, y eso que sólo tengo doce años, todavía le gano a Borg que lo hizo a los trece. Soy una fiera. Me metí en la cama. Me sentía muy caliente. El verano iba a llegar en poco tiempo. Seguro que me iba a divertir.

Me parece que estoy en una de esas islas donde miles de focas y leones marinos se mueven entre rocas, dejando pasar el día. Me parece que estoy en la Isla de las Tortugas,

con el comandante Cousteau, y camino con cuidado de no pisar a tantos seres que merecen vivir, pero a los que la creación ha condenado a una existencia diferente, más pausada. Me parece que yo soy el anormal aquí. Me avergüenzo de mis movimientos, demasiado ágiles, me avergüenzo de mis piernas, que saben andar, me avergüenzo de mis manos, que agarran la pelota que se le escapó a ese chaval un poco mayor que mi hermano y al que le cuesta agarrarlo como si fuera una pastilla de jabón. Llegan voces lesionadas, voces que articulan palabras después de grandes esfuerzos, que tienen que detener su caminar para terminar una frase. La mayoría no es capaz de hablar y hacer otra cosa al mismo tiempo. Mi hermano, tampoco. A veces levanto la voz para explicarle al fisioterapeuta lo que ha querido decir: que está cansado, que le duele donde le da el masaje o que ha visto una chica guapa. A todos les hace gracia cuando traduzco ese mensaje, y eso que yo intento hablar lo peor que puedo, intento que no se note mucho que todo en mi cuerpo funciona correctamente, que no llevo ningún defecto de fábrica. Se oyen lamentos, quejas y dolores por todos los rincones del gimnasio. A veces, alguno se pone a llorar y a decir que nunca lo conseguirá, que no es capaz de andar, que no es capaz de coger peso con la mano averiada. Se oyen muchos noes. Es la única palabra que se escucha de una sóla vez. Los fisioterapeutas se esfuerzan por hacer chistes, por reírse hasta de la desgracia más absoluta, les dicen que se quejan demasiado, que miren a fulanito cómo trabaja sin rechistar y eso que está mucho peor que él. Siempre hay alguien peor, por muchos problemas que tenga un paralítico siempre hay otro que puede hacer menos cosas. En las jetas de muchos de los que están ahí, los que se enteran de su estado, los que se han pegado una hostia en coche o en moto y su cabeza todavía carrula como para darse cuenta de su mala suerte, está el pensamiento de salir de allí en cuanto puedan, de olvidar los minutos de su vida que están viviendo en ese momento, olvidar esta mala nube que les mandó el de arriba. Mi hermano, por el contrario, no parece muy a disgusto y yo creo que hasta le gusta ir al gimnasio todos los días de este verano. Allí se siente en su ambiente, con otros desgraciados a los que el azar, el destino, Dios y quién sabe qué, les ha condenado a vivir una vida a otra velocidad. A este ritmo, los pensamientos se detienen en tu mente, congelados, los analizas, los das la vuelta y se quedan revoloteando como avispas. Entonces te acuerdas de que tienes piernas que hacen casi todo lo que le dices y te entra una alegría millonaria cuando te das cuenta de que vas a poder jugar un partido de fútbol y marcar goles y saltar muros para robar fruta en el pueblo y cholar chucherías en la tienda de Manolo con estas manos rápidas que agarran y sueltan como sólo los monos somos capaces de hacer. En estos momentos me alegro como nunca de haber nacido sano y poder hacer tantas cosas como apetezca. Mi madre llega en ese momento y me pregunta de qué me río. Le digo que “de nada”, claro, y después me entra vergüenza de que pudiera saber algún día por qué sonreía, cuál era el motivo de que, por un momento, me hubiera marchado de ese gimnasio lleno de barras, de pasillos, de pesas y colchonetas y estuviera en un lugar de mi conciencia divertido. Después del fisioterapeuta, acompañamos a mi hermano a la terapia ocupacional, una sala donde los enfermos juegan con juegos y juguetes que le hacen bien porque mueven las manos y piensan lo que hacen. Yo voy detrás, por si se cae, ésa es la posición que me corresponde desde hace un tiempo, desde que ha comenzado a dar sus primeros pasos, como esas muñecas que han salido ahora y andan como las personas. Mi hermano camina a una velocidad parecida y, para andar los cincuenta metros que separan las dos salas, tardamos más de cinco minutos. Mis pasos son los de un muerto, mi cerebro acompaña ese ritmo y se vuelve un gandul, se niega a pensar nada interesante, divertido ni atrevido, funciona como si se le hubiera acabado la gasolina. En esa sala de terapia ocupacional, juegan con rompecabezas grandísimos, a los que un niño de ocho años se aburriría. En mi casa tampoco sonríen porque les apetece, sino porque parece que si todo el mundo sonríe, todo va mejor. Como yo no sonrío nunca, ni pego gritos cuando mi hermano se cae, mi familia piensa que no me importa nada, que no deseo que mi

hermano vuelva a ser el de antes. Siguen creyéndose que para que la vida te vaya bien, hay que ser muy bueno y portarse muy bien y llorar cuando tienes que llorar y sufrir cuando tienes que sufrir.

Las once. Estoy tirado en el sillón una mañana de verano. Ya me he hartado de ir al hospital. Me levanto. La abuela me dice que no me mueva porque ha fregado el pasillo. En la radio dan unos programas aburridísimos de recetas de cocina. Muevo el dial, se oye muchísimo ruido. La radio es un transistor viejísimo que acompaña a la abuela por todas las habitaciones, donde limpia, donde cocina, donde se baña, hasta cuando se duerme la siesta, sentada en su sillón, el del rincón de su cuarto. Una señora, con la voz de un cura y una musiquilla ridícula de fondo le da consejos a otra sobre lo que tiene que hacer para ponerse más guapa y que su marido le vuelva a querer. Seguro que es una señora de ésas que se cuela en las tiendas y que va todas las semanas a la peluquería con su perrito faldero para que le pongan el pelo de colores. ¿Así como te va a querer el marido? Preferirá ver el partido de futbol que a ti, claro. Cambio la emisora. Los políticos, el congreso y lo del golpe, que si había mucha gente implicada, que si pudo haber triunfado, de buena nos hemos librado. No hay música, no hay nada. La radio no tiene FM, una mierda. El pasillo sigue húmedo. Sólo puedo dar dos pasos y meterme en la habitación de la abuela, abro su armario con cuidado para no hacer ruido y miro la ropa que tiene allí, la ropa que tiene una abuela, sus vestidos de colores oscuros, su abrigo negro de astracán, los camisones, las batas, nada interesante. Miro al patio, miro al sol en todo lo alto. Qué sol. Cómo me gustaría salir, saltar y correr. La abuela no me deja. Vaya mierda. Dice que hasta que no venga mamá no puedo salir. Miro el reloj. Las once y media. Todavía faltan dos horas y media para que mamá vuelva. La abuela me dice que juegue a algo, pero para jugar se necesita más de una persona. Pruebo con las cartas. Un solitario. Las once. Me levanto, doy dos pasos y estoy en el pasillo. Juego a saltar todo lo que puedo con las piernas juntas. Cuando caigo, hago un medio trompo. La abuela giita “¿pero qué estás haciendo?“. “Nada, nada”. Voy superando mis marcas en los tres intentos que duro antes de que la abuela salga de la cocina y me pille en pleno salto. Me chilla, y eso me desequilibra, Tiro el candelabro del taquillón al suelo. Me da dos palmadas en el culo, pero sin fuerza. Eso no lo considero que me haya pegado, ha sido como de broma, aunque está muy enfadada. “Siéntate y juega algo”. “Jo, me aburro, dame dinero que vaya a por el pan”. “No, que eres muy loco y pasas por cualquier sitio, te pilla un coche y a ver como se lo digo a tu madre, le pilló un coche por mi culpa”. “Te esperas un rato que me vista y me acompañas al mercado, y después a misa”. Pongo cara de mala leche, miro la puerta de los grandes cerrojos como el Conde de Montecristo debía mirar la puerta de su celda, sólo quiero salir de aquí. Sólo quiero vivir, mierda, sólo quiero vivir. Pero no puedo. Espero. Tengo que esperar. Mi vida no me pertenece. Doce de la mañana. Estoy tirado en el sillón, repanchingado, dando vueltas, intentando encontrar la postura más cómoda mientras releo por enésima vez los tebeos del Jabato y del Capitán Trueno. Si me dieran una espada, ay si me dieran una espada y unos cuantos malos, unos ricos asquerosos como los del colegio, los iba a rebanar a todos como barras de pan, me los iba a comer a todos. La abuela me despierta de mi ensoñación con uno de esos suspiros tan suyos que parece que le va a dar un infarto, como si la hubieras matado de un susto. “Mira cómo me estás poniendo el sillón, quita los pies de allí, levántate que

lo arregle... y encima me has puesto los pies encima de la mesa, serás rebelde, eres un rebelde, más que rebelde”. Acompaña todas estas palabras con unos golpes en mis piernas y me las agarra para que me coloque sentado “como las personas mayores”. Lo curioso de todo esto es que me llama rebelde como un insulto. Pero para mí no lo es porque rebelde eran James Dean y Elvis Presley y mira lo famosos que se hicieron y los pósters que hay de ellos, así que si eso te hace rebelde, tendré que seguir haciéndolo. Cambio de sitio; me coloco en el sillón de la habitación de mis padres, que por el día es sala de estar, aunque en realidad nunca hay nadie allí salvo cuando viene una visita y colocan el café y unas pastitas, en la mesita baja, entre el tresillo que se convierte en cama y los dos sofás. Me coloco en uno de los sillones con un periódico atrasado en las manos, agarro mi pierna derecha y la coloco sobre mi pierna izquierda, como he visto a hacer a mi padre y a mi tío. Al principio duele un poco pero luego la pierna se acostumbra y hasta se está cómodo, mira tú por donde, me gustaría tener un espejo delante para verme, debo tener una pinta estupenda. El espejo. Me voy al espejo del cuarto de baño, me cierro con llave y me miro, me miro de frente, de un lado, del otro. Miro mi pelo, cojo el peine y me echo el flequillo todo para atrás, como Elvis Presley y James Dean. Me río, parezco un rockero. Agarro el peine y me lo coloco detrás de la oreja, me voy a un lado y a otro del cuarto de baño sin dejar de mirarme al espejo, levantando el labio por un lado, como hace Willy, pero ahora poniendo cara de malo, me paro un momento y miro al espejo con esa jeta, con cara de matar alguien, es una buena cara, se nota que tengo motivos para poner esa cara, seguro que con esa cara más de un niñato se acojonaba muchísimo. Después me pongo el pelo todo para adelante, como Los Beatles, casi no se me ve la cara, es graciosísimo. Me coloco las horquillas de mi hermana, los rulos de la abuela, le cojo el pintalabios y me pinto los labios, después toda la cara. Cuando voy a coger el lapiz de ojos, llama la abuela a la puerta, “¿qué haces alhí, vas a salir de una vez?” “Sí, ya salgo”. Me lavo rápidamente la cara, me peino otra vez para un lado. No me gusta nada, algún día debería empezar a peinarme para atrás. Me paro un momento delante de la puerta y abro el pestillo como si no hubiera pasado nada. La abuela me mira con cara rara. Ya me tiene que mirar desde abajo, esto es una buena cosa, me siento superior a ella. La abuela ya está preparada, sus zapatos de gruesos tacones, el grandísimo bolso negro, su vestido negro. Ella coge el ascensor. Yo bajo por la escalera, intentando adelantarla. Gano yo, claro. El ascensor es muy lento y yo voy saltando los tramos de cinco escaleras de una sola vez. En el tercero estoy a punto de tragarme a una señora que sube la compra, pero la mujer lo evita a tiempo. Me llama gamberro y loco, pero no me paro ni para mirarla. La abuela saluda a la portera, me dice que haga lo mismo. Adiós señora Leonor, adiós. El sol. Hace sol. En nuestro piso se adivina el tiempo que hace pero hay veces que te equivocas: te imaginas el tiempo que hace. Porque entre imaginarse el sol a verlo de verdad va una diferencia. No es lo mismo que te cuenten que hace un día magnífico a que lo veas con tus propios ojos. Y lo sientas. El cielo es azul de verdad. Me gusta, soy feliz sólo con verlo, si me dejaran sólo viendo el sol toda la mañana sería feliz de verdad, pero tengo que irme con la abuela al mercado. Ella tiene que cruzar por el semáforo a pesar de que la calle sólo tiene dos metros de calzada. Tenemos que dar un rodeo tremendo para llegar al mercado, que está a veinte metros. Y encima le tengo que dar la mano al cruzar. Es humillante. Retiro la mano y voy andando sólo. “Dame la mano”. “No me da la gana”. “Serás rebelde, se lo voy a decir a tu madre y se va a entristecer muchísimo de que seas así”. “Me da igual”. “Te da igual, te da igual, sólo piensas en ti, sólo piensas en ti, mira a tu hermano cómo está, cómo está tu hermano, y tú sólo piensas en ti, sólo piensas en ti, en darle problemas a tu madre, sólo le das problemas, sólo

problemas”. Me alejo unos pasos de la abuela, no la hablo. No sé por qué ha tenido que decirme eso. No sé por qué me tienen que echar las culpas, si sólo quiero vivir. Eso no tiene por qué ser tan malo si todo los chavales juegan en la calle y salen corriendo y cruzan las calles, y se suben a los bancos y le pegan fuerte a la pelota aunque le den a un coche. La sigo por el mercado en silencio con cara de cabreo, siempre me tienen que salir con la misma. Siempre mi hermano, siempre. La tendera conoce a la abuela. Le pregunta si soy su nieto. “Claro, ya lo había adivinado, es el hijo de tu hija pequeña, son clavaditos, ¿cómo te llamas, mi niño”. La miro con cara de desprecio, con cara de decirla que yo no soy su niño ni el de nadie. El tendero, que está a su lado, le dice “¡que ya es un chaval, mujer, es todo un zagal!”. “¿Cómo te llamas, salao?”. “Oscar”, digo. “Tiene cara de ser una buena pieza, menudos ojos de travieso”, le dice a mi abuela. “Huy, no veas lo que me alborota, me tiene hasta aquí”, y se señala la cabeza, “hasta aquí me tiene, es un niño muy nervioso que no puede estarse un momento quieto y como aquí no tiene amigos ni nadie con quien jugar...”. Mentira, eso es mentira, sí tengo amigos, se llaman Pepe, Santi y El Rubio y están a tres paradas de metro de aquí, y también hay sitio donde jugar, hay un parque grandísimo aquí al lado, lo que pasa es que tú, vieja bruja, no me dejas ir a ningún lado porque te importa una mierda lo que a mí me pase, que yo esté perdiendo mi vida en esa mierda de piso en el que ni siquiera se ve el sol. Ahora podría estar con Pepe y Santi jugando al futbol, montando en alguna bicicleta y a lo mejor, quien sabe, tocando algunas tetas. “Chaval, di algo: ¿o es que te ha comido la lengua el gato?”. Miro a la tendera con cara de odio, pero no hablo. “Déjale, ¿no ves que no quiere hablar?”, le dice el tendero. Mi abuela me dice, “venga, dile algo a la señora Carmina, que es muy simpática”. Miro a mi abuela con más odio todavía, cómo me puede haber dicho lo que me dijo antes y ahora pedirme que sea simpático, pero cómo puede hacerlo, no tiene ninguna lógica, ¿antes era un diablo y ahora quieres que sea simpático? La Carmina de los cojones me da un caramelo, le digo gracias porque cuando alguien te da algo gratis hay que decirle gracias, pero no le digo nada más. Mi abuela va de un puesto para otro saludando a todos los tenderos. En cada uno compra un par de cosas, las que tienen mejor precio, para ahorrarse un par de pesetas, sólo un par de pesetas. Por el mercado hay señoras que gritan muchísimo, que discuten con los tenderos porque el otro día les pusieron unas manzanas malísimas y si no le pone unas buenas no va a volver allí en mucho tiempo. Otras discuten porque una se ha colado, que sí había pedido la vez, que no, que tiene mucha jeta, que no es la primera vez, que todas tienen muchas cosas que hacer y hay que tener más educación. Las señoras parecen tener todas mucha prisa porque han puesto el cocido en la olla y ya no queda mucho tiempo, y a lo mejor les va a explotar la olla y va a salir por la ventana y va a causar un gran estropicio y acaban llegando los bomberos. Vamos, que si no le dejan colarse pueden ser las responsables de que ocurra una tragedia. Lo que pretenden las señoras es que otro se sienta mal y le entre miedo y así hagas lo que ella quiere, como mi abuela. Todas las señoras se toman las compras como si fuera lo más importante de sus vidas y, quién sabe, posiblemente lo sea, al menos comprar unas naranjas unas pesetas más baratas hace que mi abuela se sienta orgullosa y se lo cuente a mi madre después como si hubiera ganado una medalla. Por el mercado se encuentra viejas amigas que caminan muy despacio, que se lamentan de lo mal que va el mundo y lo dificil que se ha puesto vivir, lo bien que se vivía antes, cuando eran jóvenes. Lo único que va fenomenal son los nietos que tienen, que siempre son muy estudiosos y tienen novias magníficas y trabajos muy bien pagados, donde están muy bien considerados. Mi abuela les presenta a su nieto muy orgullosa y éstas ya no me preguntan por mi hermano como hace meses, sino que le preguntan directamente a mi abuela y ella les cuenta que ahora va a rehabilitación y que está progresando mucho, que cada vez se le entiende más lo que dice y que ha comenzado a levantarse, ya se sostiene sólo en pie, y ha comenzado a andar con la ayuda de otra persona y ya come sólo y va muy despacito pero avanzando poco a poco, y dice que yo voy de vez en cuando con él

al hospital y yo les digo que sí, va mejorando, y ellas se quedan muy disgustadas porque esperaban que iba a contar la historia mejor pero, cuando te pasas cuatro horas sin hablar con nadie desde que te levantas es muy difícil que cuentes mejor una historia, para hablar hace falta entrenamiento, como para jugar al futbol, y yo estoy muy desentrenado, estoy en muy baja forma. Subimos a casa a dejar la compra. En realidad la subo yo porque la abuela no aguanta mucho peso. Esto es lo que más me gusta. Pruebo a intentar subir las dos bolsas, llenas hasta arriba de alimentos, sin parar, por la escalera. La abuela me dice que me pare, que me voy a reventar los brazos, que eso debe ser malísimo, que coja el ascensor. Sigo, sigo y sigo hasta que los dedos están a punto de abrirse de las asas, no me detengo ni apoyo las bolsas en el suelo hasta que llego al quinto piso y dejo las bolsas satisfecho delante de la puerta. Mientras espero a la abuela, llamo a todos los timbres del piso de arriba y después bajo deprisa, donde espero haciéndome el despistado. Cuando llega la abuela, hay una gran animación en el piso de arriba. Todas las señoras han abandonado las tareas de la casa y se encuentran en el pasillo y comienzan a hablar de lo que están cocinando, las lechugas tan buenas y baratas que han comprado, el día tan bueno que hace. Todas hablan a la vez y a ninguna parece importarle quien llamó al timbre ni, por supuesto, lo que las demás tengan que decir. Mientras tanto, la abuela ha llegado, con su caminar cansado. Coloca las cosas en la nevera, cada una en su sitio de siempre, claro está, y me invita a bajar con ella a la iglesia. Yo tengo permiso para quedarme sólo en casa pero me apetece volver a ver el sol, ese sol tan bonito que está brillando, así que hago una de las cosas que más he odiado en mi corta vida. Ir a misa. Y con la abuela. Mi abuela se pone muy contenta, debe pensar que me ha entrado una vena mística. Ella va todos los días a la iglesia porque cuando se murió mi abuelo le hizo una promesa a Dios para que el abuelo esté a gustito allí arriba. Mira que si luego no hay nada, la cantidad de horas que habrá perdido la abuela. Pero ella se lo pasa bien, ésa es la verdad. En la parroquia sólo hay cinco personas porque hoy es jueves. El cura habla con una voz tan mortecina como esas cinco o seis personas que no sé si le escuchan porque tienen los ojos cerrados. Mi abuela parece dormida. En ese ambiente, el cerebro deja de funcionar, dejas de pensar en el mundo y te quedas en un estado como mi hermano cuando estaba en la UVI. No sabes si estás vivo o muerto. Y yo quiero estar vivo, quiero vivir cada día de mi vida antes de que me vaya, quiero vivir y sentir todas las cosas que mi hermano es posible que no pueda sentir nunca. Quiero correr, quiero saltar, quiero reírme a carcajadas y cargarme a todos los hijoputas que hay por el mundo, quiero conquistar a todas las chicas guapas, tocar todas las tetas, marcar los goles más increíbles, quiero hacerlo todo. Todo. Estoy tirado en el sillón. Llevo cinco días tirado en el sillón. La abuela ha fregado el pasillo. Estoy soñando con el Mundial. Se han lesionado todos los extremos derechos de la selección, también los de la liga, yo estoy jugando en las categorías inferiores porque el otro día, en el partido amistoso, un ojeador se quedó con mi genial estilo. Seguro que ahora me llama por teléfono. Por una de esas casualidades de la vida, están enfermos los extremos derechos de todas las categorías superiores y deciden probar a los alevines. “Son demasiado pequeños”, dice uno. “Qué se le va a hacer, no vamos a poner a un defensa de extremo derecho”, le contesta otro entrenador. Me hacen una prueba, he cogido el balón, un regate, dos, les estoy gustando, está el seleccionador español viendo el entrenamiento, yo creo que me va a llamar, me va a llamar. “Mira cómo me estás poniendo el sillón, quita los pies de allí, levántate que lo arregle... y encima me has puesto los pies encima de la mesa, serás rebelde, eres un rebelde, más que rebelde”. La abuela me pega las dos azotainas en las piernas, me dice que me vaya a la sala de estar. Llevo cinco días encerrado, sólo salgo a la calle para ir al mercado si es que la abuela tiene que comprar algo, y a las doce, a misa. No aguanto más. “Abuela, voy a ir a

comprar unos cromos a la tienda de enfrente”. “¿A comprar tú sólo?, nononono...”. “Venga, abuela, que no voy a tardar nada, dentro de media hora estoy aquí”. “¿Qué me va a decir tu madre si te dejo ir sólo?, para que te pille un coche y te quedes como tu hermano y que luego me venga tu madre que yo tuve la culpa por dejarte marchar... “¡Deja de decirme eso, estoy harto, no lo repitas más!”, le chillo hasta hacerme daño en la garganta. He abierto la puerta y la he cerrado, estoy fuera. Salgo corriendo. Cuando he bajado dos pisos, oigo a la abuela. “Se lo voy a decir a tu madre, rebelde, que eres un rebelde, y un contestón, más que contestón, cuando te coja...” Estoy fuera, soy libre. ¿Los cromos? A la mierda los cromos. Me voy con Santi y con Pepe. No sé como ir. Siempre me lleva mi padre. El metro, el metro te lleva a todas partes. Había una estación cerca del bar. Le pregunto a la cajera. Me mira desconfiada y por fin me lo explica: tienes que coger esta línea hasta esta estación. Gracias. Pago mi billete con las pocas monedas que llevo encima. No tengo dinero para volver pero me da igual. Sólo quiero pasármelo bien un rato, sólo eso, voy a cumplir doce años, ¿no? Bajo por unas escaleras mecánicas como en El Corte Inglés, por el otro lado sube mucha gente. Los miro a todos, hay muchas chicas en minifalda muy guapas, hay mucha gente mayor con caras serias, parece que fueran a trabajar. Espero al lado de las vías a que llegue el metro con una pierna apoyada en la pared, debo tener muy buena pinta, la gente me mira con cara extraña, seguramente porque voy sólo, pero no me importa. Soy libre. Mi vida me pertenece. En el metro, la gente se mira constantemente, se estudian, se besan y se insultan con la mirada, yo los miro a todos con descaro, sobre todo a las chicas que tienen buenas tetas, se me pone la picha dura. A veces algunas tetas me rozan por la espalda, estonces se me pone más dura todavía. Pasan una, dos, tres estaciones. Me lo estoy pasando muy bien. Me encanta viajar en el metro, cuántas cosas me estaba perdiendo en esa casa oscura, cuántas cosas pasan en el mundo y cuántas te pierdes cuando no te dejan hacer nada, para que un día te mueras y te hayas perdido un montón de cosas que podías haber visto, que podías haber hecho, no señor, yo no me las voy a perder. Llego a mi estación. Me bajo, llevo la cabeza bien alta, me he atado el jersey a la cintura porque hacía mucho calor. Es el rojo que pone Mundial 82, yo creo que es un jersey muy bonito y que tengo que estar bastante chulo. Debajo llevo una camiseta de anchas franjas blancas y azules que me sienta fenomenal, en serio. Cuando salgo a la calle, me parece que estoy en otra ciudad. No conozco nada. Me entran ganas de mear, miro para un lado, me doy la vuelta, miro para otro, doy vueltas alrededor de mí mismo, hace un día buenísimo. Se me acerca un viejo con boina y cachaba y me pregunta si busco algo, le digo que sí, qué tío más simpático, me trata como a una persona mayor. “¿El bar Cóndor sabe dónde está?” “Sí, hombre, tira todo recto hasta que llegues a una clínica, cruzas la calle, atraviesas dos bloques y allí está, al lado de una farmacia”. “Muchísimas gracias”. Yo creo que es la primera vez que digo muchísimas gracias pero me hubiera gustado darle un beso a ese abuelo, le quería de verdad. Voy saltando por la calle, de un lado a otro, llego al semáforo, miro cuatro veces a cada lado y por fin cruzo por entre los coches, en el otro lado están atascados, tocan el claxon y chillan, la gente cruza aunque el semáforo está en rojo, yo hago lo mismo, es la primera vez que cruzo un semáforo en rojo, me encanta, todo me encanta. Un poco antes de llegar al bar, veo a Santi, viene corriendo y se lanza sobre mí, me tira al suelo, después vienen los demás, todos están encima de mí. Me despeinan, me muerden las orejas, me chillan en los oídos, me van a dejar sordo, me estoy riendo muchísimo. Me preguntan qué hago aquí y yo les digo que me he escapado porque estaba harto de la abuela. Les hace mucha gracia. Sin perder un momento, me meten en un equipo del partido de bancos que están echando. El juego consiste en meter goles por debajo del banco, hay que tirar bien raso porque si no es imposible que entre la pelota. Hay verdaderos especialistas en este tipo de juego que practicamos antes de los partidos. Juego dejándome la piel, tantos días de inactividad me pedían marcha al cuerpo. Gana mi equipo en el gol decisivo, el que mete gana. Nos sentamos en el banco los doce

que jugábamos, contamos chistes, vamos a ver a Catalina a la tienda, después a Susi, que va a clases de recuperación en una academia muy cerquita. Queda una hora para la comida. Santi propone ir al Corte Inglés a mangar algunas cosillas. El Pepe y el Rubio se animan, yo también, por qué no, los del Corte Inglés tienen mucho dinero, no va a quebrar la empresa si nos llevamos unas cuantas movidas “Yo quiero unos cascos”. “Yo quiero un balón”, dice El Rubio. “Gilipollas, ¿cómo vas a sacar una balón?, ¿en el paquete? Tiene que ser una cosa pequeña”, le chilla Santi. Catalina nos ha pedido que le traigamos unos calentadores, el que le traiga unos calentadores se llevará un regalito de su parte. “De tus partes”, le dijo Pepe con malicia. Por el camino, todos reímos. Entramos en el Corte Inglés después de colarnos en el metro, caminando en cuclillas por debajo de la taquilla. Subimos a la entreplanta, damos paseos, curioseamos, nos probamos cinturones, sombreros, pañuelos, máscaras. Bajamos a la planta del sonido. Cubrimos a Santi mientras se mete un walkman en el bolsillo, después de sacarlo de la caja con toda la confianza. Ahora acompañamos a Pepe a por los calentadores: coge unos rojos cuando el dependiente se ha dado la vuelta para atender a una señora muy fina. Esto está chupado. Hay tantas cosas que me gustaría llevarme, que no sé por cual decidirme. Encuentro unos pendientes muy bonitos. “Para mi hermana, que va a ser su cumpleaños el próximo día”. “Sí, sí, seguro que son para Susi”. “Menudo es el Oscar”. “Menudo”. El Rubio está como una cabra. Va al quiosco de la entreplanta, coge tres revistas pornográficas y se las mete por dentro de la camiseta. Como quien no quiere la cosa, salimos del Corte Inglés con todos nuestros regalos. Ya estamos fuera. Hemos engañado a esos gilipollas, a todos los millonarios que se forran vendiendo las cosas tan caras. Lo hemos conseguido. Como estamos al lado de mi casa, me voy andando hasta allí. El Mundial continúa. Esta tarde juega la selección. Todavía tenemos posibilidades.

De nada sirvieron mis rezos. Hicimos el ridículo en el Mundial. Sólo ganamos un partido y encima, con la ayuda del árbitro. Los jugadores parecían tan paralizados como mi hermano. El país entero les pedía a gritos que ganaran, que ganaran como fuera, que corrieran como gacelas, que embistieran como toros, que saltaran como pumas, pero ellos no podían. Los rebotes siempre iban a parar a los pies de los contrarios, los pases siempre iban demasiado flojos, siempre demasiado fuertes. Había veces que dos jugadores iban a por el mismo balón; otras, los dos se quedaban mirando, esperando que el otro corriera a por él. Cada jugador parecía jugar a un ritmo diferente. Unos al toque, a lo brasileño, otros como ingleses, a la cabeza, otros como alemanes, con fuerza. Todos los días esperaba con ansiedad la llegada del día del partido, soñaba los goles de Santillana de cabeza, que se proclamaría pichichi, por supuesto, los de falta de López Ufarte, el pequeño diablo. En la iglesia, le pedía a Dios que, sólo por esta vez, fuera con España, que nos diera una alegría después de la guerra civil, lo de Franco y el golpe de estado, ya estaba bien de tanta desgracia, nos merecíamos un premio por haber aguantado tantas putadas, una ayudita, tan sólo una ayudita, uno de esos balones que se quedan muertos en el área para que llegue un interior desmarcado y los remate, esa mano de un defensa que se desprende de la cintura cuando salta para impedir un centro, ese barullo dentro del área que se resuelve con una pierna nadie sabe de quien. Lo que fuera, pero que ganáramos. A veces, interrumpía mis oraciones y, de repente, pensaba que seguro que los irlandeses, los hondureños, los ingleses y los alemanes estarían rezando a Dios, al mismo Dios y le estarían pidiendo que ganara, nos han fastidiado, porque todo el mundo quiere ganar, lo saben hasta los tontos. Entonces pensaba que Dios lo tendría muy dificil para hacerle caso a todo el mundo, porque si hacía ganar a unos, los demás pensarían que menudo Dios era ése, que quiere más a unos que a otros, así que todos los

partidos tendrían que acabar en empate, y si todos los partidos terminaban en empate sería imposible que alguien ganara el Mundial, y al final siempre tiene que ganar uno. Después del partido contra Honduras dejé de rezar. Si no eran capaces de ganar como Dios manda a un equipillo como ése, de campesinos, que juegan al futbol en sus ratos libres, aunque tuvieran a un jugador que hacia magia con el balón, si la selección española no era capaz de ganar a un equipo como ése es que Dios no iba con nosotros. Seguro que había otra nación que se había merecido más su ayuda o a lo mejor habían rezado más gente, en eso seguro que los alemanes y los brasileños tenían ventaja, o tal vez no, tal vez no había ningún Dios, ni había suerte, y el problema era que no eran suficientemente buenos, que los magníficos nombres de nuestra alineación, que te alegraban la vista cuando los veías en el periódico del día, esos nombres que te hacían soñar con grandes jugadas, con goleadas de escándalo, con gestas como las de los Caballeros de la Tabla Redonda, no eran más que unos hombres y en los demás equipos había otros, que en sus países eran tan importantes como los nuestros para nosotros e, 33incluso, sabían jugar mejor que los nuestros. Después del partido contra Honduras empecé a ver los partidos de una manera diferente, más alejada. Me ponía mucho menos nervioso los minutos antes de empezar, no me entraban ganas de mear ni me comía las uñas. Cuando el árbitro pitaba, veía un partido de fútbol, olvidándome de cuál era mi equipo. Por supuesto que sabía cuál era, y quería que ganaran, pero veía los pases de los jugadores, veía sus jugadas y sus caras y sabía que no íbamos a hacer nada. Tenían miedo de que los regates no salieran y por eso siempre les quitaban la pelota. Tenían miedo del periódico del día siguiente, de que dijeran que eran unos mantas, que no eran tan buenos como pensábamos. Por eso, cuando nos eliminaron me enfadé un poco, sólo un poco. Por la noche, en la cama, pensé que, de cualquier modo, había ocurrido lo que debía. No éramos buenos y no merecíamos ganar ese Mundial. Si hubieran llevado a otros jugadores, si hubiéramos tenido otro entrenador... Pero no fue así, es más, no me había gustado su juego ni un sólo minuto, así que me puse a ver los partidos con otra cara, dispuesto a disfrutar del juego de los brasileños, con Zico, Eder y Sócrates, y los franceses, qué centro del campo el suyo, Tigana, Platini y Giresse, y de los brasileños. Mi casa cada vez se parece más a la selección española. Cada uno juega a un ritmo diferente y como equipo es un perfecto desastre. Mi madre es el portero, obsesionado con que la vida le vaya a meter una goleada. Ve peligrosos delanteros por todas partes dispuestos a marcarle goles a la menor oportunidad; se pasa el partido repitiendo a sus jugadores de campo que tengan cuidado con los semáforos, con los coches, con los bordillos, con los policías, los perros, las golosinas, la televisión, los ladrones, los gamberros, los violadores, la mayoría de los minutos del partido de nuestra vida son un peligro constante que ella tiene que detener, el resto de su vida lo dedica a cuidar de su portería, su refugio, aquello que tiene que defender para que no perdamos el partido y tengamos derecho a continuar en este Mundial que nos ha tocado jugar. Mi hermano es como una portería a cero, tranquila, ajena a las malicias del fútbol de hoy en día, contemplando el partido desde su estática posición. Mi padre es ese jugador que debería resolver los partidos y se ha refugiado en la banda, que no quiere que le pasen el balón porque lo que de verdad desea es que se acabe el partido y marcharse con los amigos... a comentar los partidos en el bar. De vez en cuando hace una jugada simpática: le dice algo a mi hermano, nos lleva a tomar una gambas a la plancha o cuenta algún chiste, pero como el número diez que debería haber comandado el equipo, son sólo retazos de lo que podría hacer pero no quiere, o no sabe, nunca se sabrá si porque el 10 que llevaba a la espalda le viene un poco grande. La abuela es ese viejo entrenador a quien nadie hace caso, y si alguna vez se lo haces es porque sabes que lo es, que puede decirte lo que tienes que hacer porque si no, no podrás jugar el siguiente partido. Reparte sus consejos acerca de lo que tienes que hacer con tu vida, lo que tienes que decir a los tenderos, cómo te debes sentar, dónde tienes que llevar las manos, cómo tienes que llevar la

camiseta, siempre por dentro, con qué jugadores tienes que jugar, a quien tienes que evitar, en fin, pretende dirigir la táctica del equipo pero todo el mundo sabe que el tipo de fútbol en el que ella vive, pasó hace mucho tiempo a la historia. Mi hermana es un caso claro de joven jugador que ha pasado rápidamente de ser uno más en el vestuario a convertirse en el favorito del entrenador y del portero. Recibe las órdenes del guardameta y las del entrenador y las ejecuta sin contemplaciones, no importa que sean estúpidas o no tengan ningún sentido, lo importante es hacer caso a los que mandan, da igual que nuestro juego no tenga ningún color, que nunca nos acerquemos a la portería contraria, que nos metamos en nuestro área y saquemos el balón al patadón, olvidando los consejos del juego por la banda, el toque de balón con el interior del pié, buscar a los centrocampistas, las enseñanzas de Cruyff, Pelé y Di Stéfano, lo que importa es que nuestra portería siga a cero y confiar en que, Dios lo quiera, haya algún rechace, algún penalti inesperado, un gol en propia puerta, cualquier cosa que nos haga ganar algún partido, conseguir UnOS puntos que nos mantengan en el campeonato. Yo, mientras tanto, me mantengo en el banquillo. Esperando. Esperando mi momento, comiéndome las uñas, matando las hormigas que pasan por la arena, soñando con los goles que meteré cuando me toque salir y juegue como hay que hacerlo. Ningún entrenador me podrá decir nada, ningún defensa ni portero acojonados, ningún capitán pasota. Me lanzaré a por la portería contraria sin miedo, a ganar, sin contemplaciones, con la pelota delante, bien visible, como cuando jugué contra los gitanos, sacando pecho, y si hace falta pegar una patada, la pegaré, nadie me atacará sin respuesta. Yo sé qué tipo de juego se lleva por aquí, sé lo que les ocurre a quienes juegan con los brazos bajados, los que entran con miedo al balón, los que confian en la suerte. Pero, mientras llega ese momento, continúo en el banquillo. Mis amigos se fueron a sus pueblos y me quedé sólo en Madrid. Mis padres no tenían ganas de ir al pueblo, seguramente porque no querían aguantar más preguntas y miradas de lástima hacia esta silla de ruedas en la que reposa nuestro jugador lesionado. Algunas tardes fuimos a beber horchata al bulevar o a comer gambas a la plancha. Otras, llevamos al parque a mi hermano. Allí, en un banco apartado de los caminos más transitados, retirábamos la silla de ruedas y le incorporábamos hasta que se ponía de pie, se mantenía unos instantes en equilibrio, como los equilibristas, y daba un paso, y luego otro, hacia los brazos de mi madre, y cuando llegaba, todos aplaudíamos y le felicitábamos, y él sonreía con una risa que recordaba un poco a su risa de capullo. Otras veces lo hacía cuando no nos dábamos cuenta y oíamos un estruendo tremendo contra el suelo y le levantábamos sangrando por la cabeza, y entonces mi madre le echaba la culpa a mi padre por estar leyendo el periódico sin atenderle, y él le respondía que no tenía la culpa porque era la abuela quien tenía que estar cuidando de él, y entonces todos nos callábamos y nos quedábamos mirando a las familias que paseaban con sus niños en bicicletas de cuatro ruedas, a los enamorados que paseaban de la mano, a los abuelitos que protestaban por el calor tan espantoso que hacía y a los deportistas que hacían footing, que es como corren los americanos, así, por correr, para mantenerse en forma y lucir sus músculos. Después, cuando ya nos habíamos hartado de comer pipas y patatas fritas, volvíamos a casa, alabando los progresos de mi hermano, el buen día que hacía yio bien que se estaba en la calle. Las pocas cosas que, en fin, van bien en este equipo. Este verano fui diez días a misa con mi abuela. El décimo era jueves. Mi abuela me esperaba en la puerta, el bolso negro de cuero, el pelo morado y bien peinado de la peluquería de esa mañana. “Hala, vámonos, Oscar”. “No”, respondí ese vigésimos día. Desde que la acompañaba a la iglesia me había convertido en un buen nieto que ella recompensaba con veinte duros a la semana, así que me miró comprensiva, como al

jugador que ha fallado un penalty, y me dijo que me compraría unas patatas fritas después de la celebración. Le dije con voz de persona mayor, “no, no voy a volver a misa nunca más en toda mi vida”. A la abuela se le cambió la expresión de la cara, apareció una más dura para repetirme por enésima vez que cuando no estuviera mi madre en casa, tenía que hacerle caso a ella. “No, nunca más voy a volver a ir a misa”, le repetí impasible. Ella, muy soliviantada, pero tratando de comprender al jugador descarriado, se adelantó hacia mí y me preguntó por qué no quería. La respondí, muy tranquilo, “no puedo ir”. Ella insistió, fingiendo ser más comprensiva, preguntándome por qué no podía. “Porque me he hecho ateo”, dije muy serio. Se echó las manos a la cabeza, se le saltaron los ojos de las órbitas sin poder decir palabra, hasta que por fin reaccionó con su voz más desagradable: “niño, tú estás locos: no quiero oír más tonterías”. Y se marchó. Me dejó solo. No me dijo que tenía que ir con ella porque estaba en su casa, ni porque mi madre se lo había dicho, ni nada por el estilo. Simplemente, se marchó. Me quedé en casa solo, riéndome, saqué el balón de cuero del armario, y me puse a jugar por la casa, regateando sofás, muebles, sillas, pisándolo, elevándolo, jugando a que no cayera, dando toques con la cabeza, tiré un jarrón al suelo, que se rompió en pedazos y continué riéndome, riéndome y riéndome, era libre, nadie podía decirme lo que tenía que hacer, había una parte de mí que nadie podía controlar y esa parte iba a seguir siendo libre lo quisieran o no el entrenador, el portero, el capitán y la madre que los parió. Podrían dejarme en el banquillo, pero en los entrenamientos, iba a hacer mi santa voluntad.

Hoy hace un año del accidente, Mi madre dijo en el desayuno, con esa voz que se le ha quedado, como la del soldado que pasó por la guerra del VietNam, “parece que hace un siglo”. Aunque la abuela y mi hermana también estaban en la mesa, ninguna fue capaz de decir nada, seguro que en esos segundos sus pensamientos viajaron por la máquina del tiempo y se trasladaron unas horas, sólo unas horas antes, o unos días, quien sabe, a ese viaje interminable en coche desde San Sebastián, esperando encontrar un hueco para adelantar a un camión, mi madre chillando, diciéndole a mi padre que no fuera loco y nosotros, mi hermano y yo, animándole a adelantar, a ir más deprisa, a llegar cuanto antes a Madrid, donde estaban los grandes almacenes, las escaleras mecánicas, las barcas del Retiro, los rascacielos, todas esas cosas grandiosas que hacían del regreso a nuestra casa cada verano, un suplicio. Qué idiota era; yo que me quería quedar en esta mierda de ciudad. Seguro que se acordaron del día anterior, que fuimos a las barcas del Retiro, de la pelea que tuvimos mi hermano y yo porque me salpicó con el remo y me mojó enterito, que estuvimos esa mañana sin hablarnos. De la llamada esa noche de Mariblanqui, la amiga de mis padres, que nos invitaba a pasar el día en un pueblo de Avila donde se habían comprado un chalét “monísimo”. Del momento en que nos presentó a Alberto, un chico de nuestra edad. De todas esas cosas que procuras olvidar para que no te hagan daño, porque si te paras a pensar, por un momento, sólo un momentito, que la vida podría haber sido diferente si tú hubieras hecho algo, si hubieras dicho “no” y te hubieras impuesto como es debido cuando el gilipollas ése de Alberto nos dijo que fuéramos a las vías del tren, si no nos hubieran dejado ir a jugar, si no hubiéramos ido a ese chalét, si nos hubiéramos ido de veraneo a otro sitio, si, si, si.. Todo podría haber sido diferente pero no hay nada que hacer. Esto es lo que tenemos, una silla de ruedas, una persona que se puede poner en pie, que puede decir que si y que no, que sonríe y se enfada, y poco más... A mí no me parece que haya pasado un siglo del accidente, lo me parece es que nos han

colocado en otra vida, de una en la que todos reíamos a otra en la que te esfuerzas por no llorar, los actores somos los mismos pero la película es muy diferente, algunos no encajan con los papeles que les toca desempeñar, parece como si no se hubieran dado cuenta de que ahora hay que dejarse de correcciones y esperar la oportunidad para aprovecharse de la situación. Mi madre todavía se cree que respetando las normas, sin pegar patadas ni engañando al árbitro, nos mantendremos en la categoría. A eso se le llama confiar en los milagros; lo que hacen los que están condenados a perder. Hoy nos ha llevado a mi hermano y a mí al cine de al lado, a ver una película de ciencia ficción. Siempre que hay un plan como éste, en el que hay que salir a la calle con la silla de medas, intento buscarme una excusa para no ir. No me gusta que la gente nos mire, no me gustan sus miradas, no me gustan nuestras miradas de pena, no me gusta que nos dejen pasar en la cola, no me gusta que nos ayuden a subir la silla por los bordillos, ni que nos ayuden a recogerla cuando mi hermano se ha sentado en la butaca, no me gusta que la gente se dé la vuelta en sus butacas para contemplar todo ese espectáculo. Por fin, se apagaron las luces. Qué alivio. La película era un invento sobre una nave que se metía en el cuerpo humano y navegaba por las venas y las arterias, la piel, los órganos y el cerebro, para curar al cuerpo humano de un virus que le enfermaba. Todo mentira. Y yo sabía lo que estaba pensando mi madre cuando salimos. Por eso le pregunté. Las palabras tardaron en salir de mi boca, sobre todo la primera. La falta de costumbre. -Mamá, ¿tú crees que lo que ha salido en la película será posible algún día? Yo creo que se quedó un poco sorprendida de que le preguntara algo por la calle y que la llamará mamá, después de tanto tiempo sin hablar prácticamente de nada. -La ciencia no tiene límites, hijo. Cuando yo era una niña no nos podíamos imaginar que el hombre llegara algún día a la luna, y mira... -Sí, pero una cosa es llegar a la luna y otra, meterse en el cuerpo humano. -Eso nadie lo sabe, pero si alguien imagina algo un día, otra persona llegará que lo haga posible. -Entonces, ¿tú crees que algún día se podrá curar la enfermedad de Javi? Me miró severa, reprochándome que dijera eso en voz alta, porque no sabíamos si él se enteraba de lo que hablábamos. Contestó en voz baja. -Nadie lo sabe. Por la noche, esperé el momento en el que estuviera sola en la cocina. Un año después, mi madre se había convertido en una extraña para mí. Era como ir a hablar con un profesor, peor incluso, porque ella me conocía y podía saber lo que estaba pensando, podía notar mi debilidad. Intenté apostar la voz pero salió temblorosa. -Mamá. -¿Qué? Por un instante, me entró miedo de ese rayito de esperanza que había aparecido en esa mierda de película. -Nada, nada. -¿Qué quieres, hijo? Insistió sin mucha convicción. Seguramente por eso, porque no me insistió, me olvidé de que era la primera vez en mucho tiempo que me animaba a contarle algo. -Era sobre la película, Javi y todo eso, ¿Tú crees que alguna vez se pondrá bien? -Nadie lo sabe, hijo, pero hoy día la ciencia está avanzando muchísimo, nadie sabe si algún día los americanos inventarán algo que pueda solucionar lo de Javi. -Tendría que ser una nave de ésas que se mete dentro del cerebro y le arregla lo que se le abolió en el accidente, como los mecánicos de la Fórmula 1. -Algo así, hijo, algo así. -Pero costará mucho dinero. -Sí, seguro que costará mucho dinero.

-Ah. -Lo que hay que hacer es ser todos muy buenos y así, seguro que todo se arregla algún día. Me revolvió un poco el cabello y se marchó corriendo al comedor, donde mi hermano se había caído al intentar levantarse. No se cargó el televisor de milagro. Me pasé el resto del verano imaginando cómo conseguiría tener cien millones para cuando se inventara la maquimta de marras. Estaba seguro de que trabajando en una fábrica como mi padre, sería imposible. Lo más fácil sería jugando al fútbol. Tendría que crecer para pegarle tan ftierte a la pelota como los mayores y esperar a que, algún día, un ojeador se fijara en mí. Allí estaba la solución. Seguro.

Y crecí. Mis tres pantalones, los vaqueros, los de pana azules y los de tela de verano, se han alargado con dos líneas de dos centímetros cada una. He crecido cuatro centímetros en los últimos cuatro meses, justo desde que me compré los últimos vaqueros, unos Jesus que me sientan fenomenal. Es la señal de que algo está cambiando, de que algo se mueve dentro de mí. Mi cuello se ha estirado tanto que parezco una jirafa, mis piernas se ven largas y delgadas como las de un saltador de altura. Al salir de la ducha, cuando me miro al espejo, veo unos huesos que se alargan y me alegro muchísimo porque sé que ahora tengo más posibilidades de salir bien parado de una pelea, que correré más rápido, que podré alcanzar más fácilmente a Maite en los recreos y me marcharé de más contrarios en los partidos. Mi voz también ha comenzado a cambiar, a veces aparece muy aguda, como un canario, y otras, en cambio, me pega un susto el mugido de una vaca. El primer día en el colegio ha sido muy diferente al año anterior. Me he encontrado a Alex en el autobús y hemos estado hablando de nuestras vacaciones. Bueno, en realidad, él me ha hablado de sus vacaciones. Me contaba sus aventuras en Mallorca, que estaba llena de turistas en top less a las que no les importaba que las miraran ni nada. “Esas tías son unas guarras, de verdad que no les importa. Tío, ¿sabes qué?”. “No”. “Pues le hice una fotografia a una, haciendo que sacaba el paisaje. Mira”. Rebuscó entre un montón y la encontró. En una esquina de una fotografia borrosísima aparecía una rubia recostada de lado sobre una tumbona, parecía que de verdad estaba en top-less pero algunos bikinis dejaban ver mucho más que esa fotografia. La fotografia era malísima. “Jo, macho, cómo mola, vaya tetas, te tuviste que poner muy cachondo”, le dije aparentando estar impresionadísimo. El pollo estaba muy contento de que me diera mucha envidia, así que continuó hablando de las paellas que se comieron, los paseos en el yate de un amigo de su padre, el curso de vela y el de pesca submarina. Yo ponía cara de asombro a todo lo que decía y él parecía que en cualquier momento iba a escaparse del autobús por una ventana, tal era su orgullo al comprobar por mis comentarios que se lo había pasado muy bien. El momento culminante fue cuando se calló. Creía que en ese momento me iba a preguntar por mi veraneo, aunque pensándolo mejor, lo temía, porque, exceptuando aquella escapada al Cóndor, no podría contar prácticamente nada, y por si fuera poco, esas historias no eran para contarlas en el colegio. Alex se me quedó mirando con una mirada rematadamente idiota que pretendía parecerse a la de uno de esos actores duros que salen en las películas en blanco y negro, después se mordió una de sus uñas, la de ése dedo gordo mordisqueado y asqueroso que tiene, y me dijo. “Macho, no te lo vas a creer”. “Qué”, le dije casi por obligación. “Me ligué a una chica”. “Sí, no me digas”, le dije llevándome las manos a la cabeza. “Y encima, francesa”. “No fastidies”, le dije, ya un poco más interesado. “Sí, como te lo digo”. “tY qué hiciste?”. “La besé con lengua y

le toqué las tetas”. La cosa ya no me gustaba nada, yo en ese parque con la familia aguantando mecha y este panoli tocando tetas y dando morreos. El mundo era injusto. No quise hacerle más preguntas. Me había enfadado de verdad. Me puse a mirar por la ventana para que se diera cuenta de que la conversación ya no me interesaba, pero él insistía, quería contármelo todo. “Estaba en el mismo hotel que nosotros, bajábamos a la piscina todos los días y cada vez que nos cruzábamos, ella me sonreía. Un día me empujó a la piscina, ¿tú te lo crees? Llegó por detrás cuando estaba decidiendo en qué estilo tirarme de cabeza, porque yo sé tirarme a carpa, haciendo el ángel o el típico de cabeza. Bueno, pues estaba esperando y va la tía y me empuja a la piscina, ya ves la tía, después estuvimos jugando a hacernos aguadillas y a echar carreras nadando a todos los estilos, no veas cómo nadaba, había ido a una escuela de pequeña, y el último día, porque ella se marchaba a Marbella, estuvimos bailando, porque había una orquesta, y nos fuimos detrás de los setos y la dí un beso”. Me lo tenía que contar todo el desgraciado. Todo me lo tenía que contar. Mierda de ricos, lo tienen todo, se van de vacaciones, se bañan en el mar y encima se ligan francesas, no hay derecho, qué mundo más injusto. Cuando acabó, no aguantaba más y le dije “¿pues quieres saber lo que hice yo?”. Se puso a mirar a otro lado, no parecía importarle nada de lo que le fuera a contar. “Pues estuve con mis amigos del equipo de fútbol, y un día nos colamos en el metro”. Alex se dio la vuelta y me miró como si estuviera hablando con un delincuente, entonces apreté un poco más la tuerca y le dije “¿Y a que no sabes lo que hicimos después?”. “Qué”, me dijo. “Fuimos a robar al Corte Inglés”. A Alex se le cambió de cara. Me miró con la misma cara que la abuela cuando me hice ateo, preocupado, pero también con miedo, y me dijo. “Estás de broma, ¿no?”. “No, va en serio”. “Pero tío, te pueden meter en la cárcel”. “No seas tonto, si está chupao, sólo tienes que ...“ Alex no quiso saber nada más, se levantó de su sitio y se sentó con otro. Desde entonces ya no vamos juntos. Y no me importa. Así que llegué al colegio como el año pasado, sólo. La diferencia es que ahora recordaba los momentos de nerviosismo de aquel día y me parecían lejanos, muy lejanos. Esta parecía otra película.

Las cosas cambian bastante de un año para otro. Solamente hay que sabérselo hacer y perderle el miedo a ver la realidad tal y como es. Hay gente con huevos y hay mariquitas. Los que no tienen miedo, mandan. Y si mandas, te lo pasas bien. Desde que me quité el peso de encima dei giipollas de Alex, voy por el colegio como el caballero ése Ivanhoe. Solo, pero dispuesto a meterme en todo lo que me interese. Hoy me pongo a jugar con los que sacan algún suspenso pero todavía no se atreven a hablar con las niñas. Mañana se me junta José Ignacio y le dejo flipado con mi técnica para robar los pastelillos del bar. Te colocas en la barra, muy cerca del expositor, como si estuvieras esperando a un amigo. Cuando la camarera se va al otro lado a atender a la gente que la llama, lo coges como si te hubieras cansado de esperar y lo fueras a pagar. Lo bajas a la repisa y, cuando decides que te has hartado de esperar, te lo llevas como si lo hubieras pagado. Así, tan tranquilo. José Ignacio va de chulo con las tías, se fuma sus cigarritos pero lo de los mangues le supera. Me miraba como si fuera su padre aunque me saca media cabeza. Al otro día, me encuentro con Richi, vacilamos un rato sobre las tías de la clase, yo me lo haría con ésta, yo con la otra, hay una de BUP que está que te cagas, “la señorita Sara tiene unas tetas impresionantes”... Me lleva a donde ha quedado con Willy. Llega en su moto, manchada por el polvo de los caminos de la sierra. Se desmelena para quitarse el polvo que le ha transformado en un viejo canoso. Nos fumamos un cigarrito y me subo a la moto como si tal cosa. Willy me dice que tenga cuidado. Yo le digo que controlo, que

ci ¿con esa burra me marcaba unos tumbaos que ni Angel Nieto. Después, Willy le deja la moto a Richi y me lleva detrás. Saliendo rectos de una curva, nos metemos directos por la carretera, y pasamos un instante frente a la valla del colegio. Hay unos cuantos de la clase jugando al rescate muy cerquita. Maite me ha visto. Gritamos y saludamos con los brazos. Volvemos donde Richi. Están hablando de lo que tienen en sus habitaciones, la tele que le han comprado a Willy, de la cancha de baloncesto que tiene el porche Richi, los dos quieren que sus padres construyan una pista de tenis en el jardín. Me preguntan si tengo cancha de tenis. Les digo que no es nuestra, es de todos los vecinos de la mancomunidad. “Vaya mierda, entonces tienes que esperar a que esté libre para jugar”. “Si”, digo “vaya mierda”. Vaya par de gilipollas que sois, chulos de mierda. Todos los que van a este colegio de magia son unos pedazos de membrillos. El colegio de los sobresalientes regalados, de los suspensos que se convierten en aprobados después de que un coche de seis metros de largo aparque delante de la puerta principal y de ella salgan un matrimonio envuelto en la magia del dinero. Así sois los imbélices que vais a este colegio. Así vivís, en el limbo de esas vidas que no conocerán la rabia de no tener unas preciosas zapatillas Adidas, en el limbo de las risas perpetuas, de las comodidades que os han caído del cielo, como a mí las penas, ricos de mierda. Algún día, alguien deberá empezar a hacer justicia, a colocar alguna piedra en vuestros zapatos para que no caminéis por un mundo de colchonetas eternamente. Algún día tendréis que conocer lo que es la vida de verdad. Ya me gustará ver donde queda vuestra felicidad, vuestras sonrisas, seguro que ya no son tan ni redondas, ni tan tranquilas. Yo sigo al trote, poniendo orden en mis filas, las de los reservas de la clase. Almudena y toda la recua de ricachones son cosa de esos dos chulos, pero los gorditos, los enanos, las feas, las empollonas, y Maite, por supuesto, Maite, son cosa mía. Ella me deja los problemas a mí el primero. A mí me deja agarrarla cuando jugamos al rescate. En mis brazos se queda unos segundos más que en los de los demás. Conmigo se pone en la clase de gimnasia como quien no quiere la cosa, cuando el profesor nos ordena que nos coloquemos chico-chica, y todos los chicos decimos que es una mierda y las niñas se ponen a píar de la emoción. Y yo la sujeto de las piernas cuando tiene que hacer el pino, muy serio, y cuando tiene que hacer abdominales, y la llevo a caballito cuando hay que echar una carrera y la dejo que me achuche para ganar la carrera, y que me toque un poco un hombro en felicitación por la monta. A ella le di los pendientes que robé en el Corte Inglés. Es ella la que no se los ha quitado desde entonces, la que me mira desde la fila todos los días y a la que miro con la única mirada que soy capaz de mirar. No sé como será, pero seguro que no tiene sonrisa. La sonrisa es para los ricos. A ella, sólo a ella le paso las sonrisas, ella se las gana cada día porque sabe algo de la vida, el resto del recreo son sólo tontos ricos, reservas que tienen que acercarse a contarme chistes porque yo sé quienes son Willy y Richi, y ellos saben quien soy yo, saben que me llevo los bollos de la cafetería, que sé fumar, jugar al futbol y besar con la lengua. Por lo demás, nada de lo que pase en el colegio me interesa. Las cosas interesantes me pasan los fines de semana, allí es donde aprendo y vivo, donde me recargo de energía y orgullo. Cuando el lunes llego al colegio retrocedo al parvulario, son como mi hermano, enanos a los que tengo que explicar de qué va esto de la vida, cómo tienes que tratar con los profesores, las niñas y los mayores, con qué tono tienes que hablarles para que no toquen tu balón, ni te quiten la canasta, ni se rían de ti. Por eso me quieren en sus partidos, porque saben que me puedo enfrentar a los mayores y de mí no se van a reír. De mí ya no se ríe nadie.

Al salir a la calle, le he pegado una patada a un perro felpudo de esos que van a la peluquería. ¡Se me había tirado encima, el hijoputa! La asquerosa señora requetepintada

me ha llamado gamberro y delincuente y yo la he sacado un dedo, el índice. TENÍA QUE HABERTE PASADO A TI. He cogido el metro para buscar a mis amigos. Hemos comprado un petardo de los gordos. Hemos agarrado una mierda que te cagas de grande y la hemos colocado, recogiéndola en un papel de periódico, al lado de la terraza de una cervecería. Como es sábado, había mucha gente tomando raciones. La hemos puesto a dos metros, disimulando. He cogido la caja de cerillas y he prendido la mecha como si me fuera a abrochar los cordones. Me he levantado tranquilamente y nos hemos ido detrás del seto. La mierda ha estallado corno si fiera diarrea. Han llegado cachos de mierda a los platos, a las sillas, a los vestidos y a los trajes. Nos hemos reído un huevo. TENÍA QUE HABERTE PASADO A TI. Después, hemos ido a una placita cercana a la nuestra, una de esas de tierra en la que los bancos están partidos por la mitad y del respaldo sólo quedan trozos de madera. Hemos empezado a hacer aviones de papel con una revista que encontramos en la basura. Al Rubio se le ocurrió prenderles fuego. Hacíamos una batalla de aviones en llamas, como en la Segunda Guerra Mundial. Uno de ellos se ha colado por una trampilla que da al garaje que hay debajo de la placita. Han comenzado a prenderse fuego otros papeles que por allí había. Es un pequeño basurero. Qué pena que ya no haya coches. Tenía que haberse organizado un infierno que te cagas, tenía que haberse quemado todo el garaje y el barrio, y la ciudad entera. Todo se tenía que haber prendido. Hubieran tenido más curro los bomberos. Lo que me hubiera reído. TENÍA QUE HABERTE PASADO A TI. Nos hemos escondido en las casas muertas, por si alguien nos hubiera visto.Teníamos un paquete de tabaco que se le había caído a un señor del bolsillo. Nos hemos fumado la mitad allí, tan ricamente, mientras hablábamos de lo bien que se viviría si atracaras un banco y te llevaras cien millones, como esos chorizos que salen en las películas y se escapan de las cárceles en coches preparados, que quiere decir que les han cambiado el motor para correr más. El Santi dice que él sabría abrir un coche, que lo vió el otro día en una película y que Gustavo, que es mecánico, le enseñó en un coche abandonado qué cables tienes que conectar. TENÍA QUE HABERTE PASADO A TI. A los ricos les sobran los coches, las zapatillas de marca, los relojes y los plumíferos, yo lo sé muy bien, les decía a mis amigos, así que El Torete y El Vaquilla hacen lo que tienen que hacer, hacen como Robin Hood, le quitan a los ricos para quedárselo los pobres, que son los que no tienen. Eso es lo justo. Si no te dan lo que necesitas, tendrás que buscártelo por tu cuenta, ¿no? TENÍA QUE HABERTE PASADO A TI. Nos pusimos a jugar a los indios y a los vaqueros con las pistolas de petardos que nos habíamos comprado. Nosotros éramos los apaches, los que se tienen que buscar la vida por su cuenta. Matábamos vaqueros que tenían las mejores armas y al sheriff de su parte, vivían en los mejores fuertes con todo solucionado pero, nosotros, los indios, sabíamos cómo manejarnos por las sierras y cómo conseguir los caballos. Sabíamos cómo escapar de todo los polis. TENÍA QUE HABERTE PASADO A TI. Volví a las doce de la noche. Mi madre estaba levantada. “Estaba muy preocupada”, me dijo casi temblando. Intentó besarme, pero no la dejé. No estuvo conmigo cuando tenía que haberlo hecho. No levantó la voz cuando lo dijo. TENÍA QUE HABERTE PASADO A TI. Ahora no sabía si alguien en la casa pensaba que yo tenía que estar en una silla de ruedas, que el destino se había equivocado de chaval y yo estaba llevando una vida que no me pertenecía, que no estaba aprovechando la que tenía. Ahora yo ya sabía que había una persona que pensaba así. Claro que casi es mejor saber quienes son tus amigos y tus enemigos. Así no te equivocas. TENÍA QUE HABERTE PASADO A TI. Ya no importa lo que ocurrió antes, que mi hermano se abriera la cabeza al levantarse de la silla sin avisar a nadie. Todos se pusieron a gritar histéricos. ¡Ay dios mío, ay dios mío!, ¿te has hecho daño? ¿te has hecho daño? Yo estaba sentado porque no podía hacer nada, ya habían traído el alcohol, las gasas, el algodón y la mereromina. Estaba dispuesto

a ir a la farmacia si hubiera hecho falta pero observaba la situación a distancia, como una película que ya has visto, porque la escena se repite varias veces a la semana. Le habían cortado la hemorragia cuando mi padre se volvió hacia mí y me dijo: -¿Qué, tú tranquilo, eh, como un señor ahí sentado! -Claro, no se puede hacer nada. -Te podrías preocupar un poco, por lo menos, disimular que te importa algo tu hermano. -Yo no disimulo. -A ti lo que te pasa es que te da igual todo. Tú vives como un señor, un señor jeta, no pegas ni golpe en el colegio, juegas tus partidos de fútbol y de lo que pase aquí ná de ná. -¿Qué quieres?, ¿que haga magia y le cure y le deje como antes? Entonces mi padre se enfadó y alzó la voz. -Un egoísta, eso es lo que eres, sólo piensas en ti y nadie más que en ti. Mierda, que eres un mierda y un gamberro, que ya sé lo que haces con tus amigos, ya sé cómo vas a acabar, hecho un mal... Mi madre no le dejó terminar. Le dijo que se callara e intentó llevárselo de la habitación pero yo me levanté antes de que se largara. -Pues mira que tú, mira que tú haces mucho. Ponerte de vinos, es lo que haces. Me pegó un tortazo. -Eso es, muy valiente, pegar a un chaval de doce años. Me pegó otro. -Eres una mierda, le dije. Me fui haçia la puerta. Me agarró de la pechera. -¿A dónde vas? -A donde me sale de los huevos. -Tú te quedas aquí a jugar con tu hermano. Me lo quité de encima, agarré la puerta y salí escopetado por la escalera. -Mierda, eres un mierda, TENÍA QUE HABERTE PASADO A TI.

-No le he tocado, se lo juro, -le dije al árbitro mirándole con cara de pena. Los gritos desde la banda arreciaban, pidiéndole que me echara del campo. Pero mi cara de bueno le

convenció y sólo me mostró una tarjeta amarilla. No estaba mal, después del empujón que le había metido a ese niñato de colegio de curas que me había estado insultando todo el partido. No os creáis que uno pierde los nervios por cualquier cosa. Lo del “chulo” y “chupón” podía pasar. Al fin y al cabo, eso es lo que dicen los mierdas, los perdedores y los envidiosos cuando están delante de lo que ellos querrían ser, y más si ese pedazo de futbolista está en el equipo contrario. Este año, Lolo ha retrasado mi posición al centro del campo. Allí, junto a Santi, organizo el equipo, distribuyo la pelota a un lado y a otro y, cuando lo veo claro o me da la gana, me abro paso con la zancada que he estrenado este año. Si hace falta regatear en corto, ahí tengo el regate de mis tiempos de delantero, si hace falta marcharse por velocidad, cambio de marcha y mis nuevas piernas me llevan a donde quiera. Cuando hace falta entrar fuerte, que tengan cuidado porque me voy a llevar lo que pille por delante. Si al equipo contrario le gusta jugar, le pongo samba al partido. Como quieran leña, que se anden con cuidado. El partido era mío, por eso no es extraño que me gritaran desde la banda. Al niñato ése le tenía fichado desde el primer tiempo, cuando no me quiso dar el balón para sacar de banda. Me quedé delante suyo con los brazos en jarras y le dije: “tú, pintamonas, ¿a qué juegas? Después de eso, me estuvieron gritando todo el partido, el baboso ése y sus colegas. Aunque eso no afectaba mi juego y seguía dominando el partido, le miraba por el rabillo del ojo, esperando la ocasión para despejar algún balón al centro de sus piernas. Pero las cosas no siempre salen como uno desea y la jugada del primer tiempo se repitió en el segundo. Tampoco es que yo la estuviera buscando, que quede claro: no era extraño que volviera al mismo sitio porque al tener plena libertad de movimientos me movía por todo el campo. Fui a por el balón con paso decidido, él se quedó parado con el cuero en sus brazos, como si fuera su bebé, mientras sus amigos le achuchaban diciendo “tíraselo, tíraselo”. Me planté muy chulo delante de él, mirándole con desprecio, con los brazos bajados pero dispuesto a desenfundar una mano en cuanto fuera necesario. Se me adelantó. Me tiró el balón a la cara y me dió de lleno en la napia. Salté como un resorte y le pegué un empujón en la cara que le tiró al suelo como en un bar del oeste americano. El árbitro no pudo ver nada porque yo estaba en medio de aquel grupito de opusinos. Ninguno se atrevió a tocarme. Les tenía acojonados a esos cristianos de mierda. Después de la hostia, ni el niñato ni sus colegas volvieron a abrir la boca, Lolo me cambió al ratito y me ordenó que me fuera a la caseta. Antes de que acabara el partido, con el marcador resuelto, fue a buscarme allí, se sentó a mi lado en el banquillo y empezó a hablarme. -¿Qué coño te pasa? -¿No estoy jugando bien? -No te estoy hablando de futbol. -Pero aquí jugamos al futbol ¿no? ¿He chupado mucho? -Estás jugando de puta madre, hoy había un tío del Atleti que me ha preguntado por ti, pero a mí eso no me parece lo más importante. -No jodas, ¿me va a hacer una prueba? -¿Qué hostias de prueba, eso no es importante!. ¿Qué coño te pasa? ¿por qué le has metido el empujón a ese chico? -¿No lo has visto? Me ha tirado el balón a la cara el muy cabrón, ¿te parece poco? -Chaval, estás muy violento últimamente, estás metiendo muchas patadas y entrando con mucha mala leche. -Eso es lo que nos decías tú... -¿Cómo que lo que os decía yo? -Tú siempre nos dices... Empezó a chillarme. -Yo siempre os he dicho que hay que jugar con picardía y con virilidad, entrar fuerte pero no ir a por el tobillo del rival, como has hecho hoy, y menos, pegarte con los

espectadores. -Bueno, el caso es que hemos ganado, ¿no? A lo mejor el baboso ése me ha calentado un poco. -¿Te pasa algo? -me dijo cambiando el tono. -No, nada, ¿qué me va a pasar? -Tu padre ya no viene a verte jugar. -¿Y a mi que me dices?, se quedará jugando a las cartas con sus amigos. Entraron el resto de mis compañeros. Santi me felicitó por el empujón pero Lolo le cortó en seco alzando la voz y marcando la pronunciación para que se le entendiera bien claro. -No quiero macarras en mi equipo. Al primero que vuelva a hacer algo parecido, le echo del equipo.Y eso también va por ti, Oscar. Era la segunda amenaza de echarme del equipo en dos días. Ayer entregué las notas en casa, dos semanas después de haberlas recibido. Mi madre se había acordado de que no había recibido ningunas desde que empecé el curso y estábamos cerca de Navidad. No había escapatoria, tenía que enseñárselas o llamaría al colegio. Se enfadó muchísimo cuando vió los seis suspensos. Me dijo que como no cambiara de actitud en el colegio, se acababa el equipo. Era lo único que me faltaba, ahora que estaba a punto de dar el salto a un equipo de primera. Desde que había comprendido las verdaderas reglas del juego, los partidos eran míos. Las reglas las ponía yo, es decir, valía todo siempre que no te pillaran. A los árbitros me los camelaba cuando iba a darles la mano en el sorteo de campos, les hablaba como un tío mayor y les prometía que mi equipo iba a jugar al fútbol.Y así era: mientras los contrarios jugaran como era debido, porque si alguno entraba a mala leche, Santi y yo nos mirábamos y corríamos la voz entre el equipo, “al seis”, “al seis”. Unas cuantas jugadas más tarde, el seis se iba al suelo con unos tacos clavados. Esto sólo ocurría si eran unos guarros o unos gilipollas niñatos que protestaban por nada. Si el equipo contrario jugaba al fútbol, el partido transcurría normalmente, es decir, con nuestra victoria, pero allí nadie se mosqueaba ni nada. La mala hostia sólo aparecía con quien se la merecía. Veía muy claras todas las tácticas mientras hacía que estudiaba. En realidad no le mentía a mi madre: estudiaba, claro que estudiaba, estudiaba los partidos y mi juego mientras el equipo de la familia iba descendiendo de categoría cada mes, cada semana, cada día. Mi padre le había llamado ‘bruja’ a mi abuela un día que había llegado tarde y ella le había echado en cara que no se ocupara de nosotros. Elle había contestado “¿quién te crees que se levanta todos los días a las seis de la mañana? ¿tú, cacho bruja? ‘¡Que no sabes más que cotillear y meterte donde no te llaman!”. Mi abuela le había dicho que tenía un mes para buscarse otra casa. Alguien debería deshacerlo. poner a otro entrenador, traer a otro capitán, cambiar a todos los del equipo y fichar a nuevos jugadores. Hacía tiempo que no le ganábamos ningún partido a la tristeza, los progresos de mi hermano se habían detenido y la esperanza de mi madre parecía haberse evaporado como la confianza de una afición en un fichaje millonario. Sólo quedaba mi hermana, agarrada a sus sobresalientes, su ejemplar comportamiento, su fe religiosa y en la familia, ese jugador recién salido de la cantera que llega a la Primera División creyéndose que el fútbol es como cuando estaba en los juveniles. No se daba cuenta de que en Primera, en la vida real, hay que meter patadas, mentir y fingir para conseguir victorias. La única escapatoria era mi fútbol, marcar muchos goles, un fichaje a un equipo de categoría, ascender rápidamente por las categorías inferiores y llegar a Primera División, con dieciocho, diecisiete años, cinco años, como mucho. Saber que el destino de todos estaba en mis manos, me producía una intensa emoción. Ahora lo sabía: el Atleti estaba detrás de mí, sólo me quedaban cinco años. Quizás cuatro.

Voy mirando el suelo. Otra vez estoy mirando el suelo. Hay charcos, chicles, papeles, bolsas de chucherías, alguna mierda de perro. Cuando levanto la vista, las caras se tensan, las cejas se levantan, las manos se tapan las bocas. Después, oigo algunas risas. Sin perder una milésima de segundo, vuelvo la mirada al suelo. Intento recordar mi cara rebuscando por el álbum de mi memoria. Mi nariz, mis ojos, mi boca, mi frente, mis carrillos. Todo está difuminado. A mi mente sólo llegan imágenes procedentes de espejos distorsionados. Los que vi en la sala del jefe de estudios cuando me quitaron el pañuelo repleto de hielo que cubría mi nariz y movía por el resto de mi cara. El grande, el espejo grande que estaba encima del sillón donde reposaba, me devolvió una imagen monstruosa. La nariz, es decir, las derivaciones de mi nariz, ocupaban la mitad del ancho de mi cara. En realidad, mi napia no era una napia sino una cadena montañosa de la que emergía una colinita. A la misma altura estaban mis ojos, o mejor dicho, dos ranuras como las de una hucha que intentaban abrirse paso entre unas rocas negras como las que expulsan los volcanes y conectaban las orejas con la nariz. Mi cara era una especie de meseta con todos los colores que se pueden encontrar en la naturaleza. Gotas de sangre, manchas rojizas en la barbilla. Lo único que permanecía blanco, muy blanco, eran mis dientes. Abrí la boca, busqué mi mano derecha y la encontré, la levanté con la la izquieda, porque pesaba mucho, la acerqué a la boca, que para entonces se había abierto con la pesadez de una puerta de garage, toqué los dientes centrales, me fui a los colmillos y después a las muelas. Allí estaban, toditos. Hice un amago de sonrisa pero desistí, los puñeteros músculos no querían hacerlo. En los meses posteriores al accidente, las risas tampoco aparecían pero entonces quien se negaba era mi alma. Hoy no era un problema de alegría, el que se negaba a sonreír era mi cuerpo. Volví a verme en el espejo. Aunque llevaba unos segundos contemplándome, siguiendo el curso de mi lento pensamiento, no me estaba viendo. Lo que ví no me gustó pero es que nada. Hasta ese momento había guipado una máscara de los horrores, como en un laboratorio o un museo de cera, pero ahora tenía delante mi propia máscara, la que iba a tener que llevar durante semanas, quien sabe si meses, puede que toda mi vida guardaría el recuerdo de lo que esos dos hijos de puta habían hecho con mi careto. Estuve a punto de agarrar el pisapapeles de la mesa del despacho y liarme a golpes contra el espejo, pero lo pensé mejor. Me echarían del colegio y nunca más volvería a ver a ese par de niños de papá. Necesitaba volver a verlos. Me fui a la mesa, rebusqué entre los papeles sin saber muy bien qué buscaba, y apareció un espejo de esos que utilizan las mujeres para maquillarse, necesitaba otro espejo que confirmara el primero, podía estar equivocado. Reflejó mi geromo y vi todo lo horrible que era. Era un monstruo. Una especie de boxeador sonado. El perdedor, el que se las ha llevado todas. Di unas vueltas por la habitación con la cabeza llena de ideas. Se metió como un rayo el momento en el que le llamé cobarde a Willy, cuando hacía que le daba por culo a Estévez. Se dió la vuelta, me miró sin comprender muy bien lo que pretendía y me dijo, “a ver si te voy a dar a ti también”. “¿Sí? ¿tú y cuántos más como tú?”. “Pobretón, te voy a dejar más chafado a un niño de Etiopía”. Me metió un empujón en el pecho. Lo aguanté bien. Pegué un salto entre la gente que venía a separarnos y le metí un puñetazo en la nariz. Le había pegado un puñetazo al amo de la clase. Se armó un revuelo enorme en el patio. Llegaron profesoras chillando histéricas al tiempo que los ecos propagaban el mensaje. “Pelea”, “pelea” “hay pelea”. “Oscar le ha metido un puñetazo a Willy”. “¿A Willy?, no me digas, macho”. “Sí, está sangrando”. “No puede ser”. “Que sí, que sí, que me lo ha dicho...” Nos llevaron a los dos al mismo despacho en el que estaba ahora. Sólo. Nos dijeron que si volvíamos a pelearnos nos echarían una semana. Así que, si queríamos continuar en el colegio debíamos darnos la mano y volver a ser amigos. Así de fácil. Los mayores se creen que puedes arreglar una pelea tan sencillamente como una disputa por ver quién saca un córner, me gustaría ver

qué pasaría si a uno que le han puesto los cuernos y se quiere separar le dijera el juez que le diera la mano al amante de su mujer, “venga, que no es nada, chaval, no seas niño, hay que compartir las cosas con los demás”. Nos miramos como los tahúres en la mesa de juego. El no extendió su mano y yo tampoco. Fueron viniendo uno por uno todos nuestros profesores, tratando de convencernos, las profesoras con dulzura, los profesores, echando mano de la hombría: “hay que ser muy hombre para perdonar”, dijo el de matemáticas. Después de varios intentos fallidos, no se les ocurrió otra cosa que dejarnos solos para que arregláramos las cosas civilizadamente. Allí estábamos. El amo de la clase y el pobretón que había osado enfrentársele. Lo primero que me dijo en cuanto la puerta quedó cerrada fue “en cuanto salgamos, te vas a cagar”. No me dio miedo. Sabía que podía hacerme daño pero también sabía que si le había metido un puñetazo podría meterle más. Si estábamos solos, claro. No contesté. Le miré fijamente. Nos estuvimos mirando un minuto por lo menos. Entonces se levantó como un resorte, con esa alegría suya del que sabe que todo le sale bien, abrió la puerta, llamó a los profesores y les dijo, “ya nos hemos arreglado”. Los seis profesores fueron entrando, satisfechos con la gran sonrisa que Willy les dedicaba. “A partir de ahora vamos a ser buenos amigos, amores reñidos son los más queridos, ¿verdad, Oscar?” Todos sonrieron ante la ocurrencia del simpatiquísimo Willy que me ofrecía amablemente su mano de pianista. No tuve otro remedio que estrechársela, pero no pude repetir su sonrisa. Desde ese momento, sabía que me la tenía guardada. En la clase, se hizo el silencio en cuanto entramos. El se sentó en su esquina, y yo en la mía. El se puso a hablar con Richi y yo me quedé callado. Su amigo no hacía más que tocarle la espalda y darle ánimos, mi compañero, José Ignacio, no se atrevió ni a mirarme a los ojos hasta la siguiente hora. Entonces dijo “tú estás loco”. Le miré como si mirara a un niño pequeño. En el intercambio de clases, se restableció el orden natural de la clase. Se hicieron los típicos grupitos, se intecambiaron apuntes y soluciones de problemas, se enseñaron dibujos y todas esas tonterías. Yo no me moví del sitio. Richi se acercó por detrás a mi silla y me susurró al oído, “Willy quiere hablar contigo a la hora de la comida”. Yo seguí mirando el libro que tenía delante, aunque no me enteraba de nada de lo que leía. Me volvió a repetir. “Tú, mierda, en cuanto acabe la clase, Willy te va a partir la cara”. Me di la vuelta. Le miré a los ojos. “Vete a tomar por el culo”. “Te vas a cagar, te vas a cagar como no te has cagado en tu vida”, me dijo en voz más alta. La clase se calló y todas las miradas confluyeron en la esquina. Willy, al otro lado, se reía cínicamente. Levanté la voz para que lo oyera todo el mundo. “Por lo menos, ten cojones y ven a decírmelo tú, no mandes a tu criada”. Richi se dio la vuelta con ganas de venir a pegarme, pero en ese momento, entró el profesor de historia. Toda la clase volvió a ponerse seria. “¿Qué pasa aquí?” Nadie contestó. Durante la hora siguiente, Willy me estuvo haciendo una señal con el dedo índice sobre el cuello que sólo se puede interpretar de una forma. Iba a por mí. Richi se reía, y a veces contribuía, enseñándome los puños, a ponerme más nervioso. El resto de la clase no hacía más que darse la vuelta para captar alguno de los gestos y luego cuchichearlo. Se pasaban papelitos y recaditos al oído. Mi compañero, el muy gallina, volvió a hablar. “Yo que tú, me cambiaba de colegio”. Le tiré la goma contra la pizarra. Ya no volvió a decir nada más. Mientras el profesor describía la España romana, yo sopesaba mis posibilidades de salir con vida de esta mañana. Podía llegar al comedor antes que ellos, andando todo lo deprisa que pudiera. Podía comer tan despacio que ellos se cansaran y tuvieran que salir del comedor y me dieran tiempo a esconderme en algún lugar. Pero lo que no podía de ninguna manera era rellenar tres horas de recreo sin cruzarme con ellos en ningún momento ni que adivinaran donde me encontraba. En alguna ocasión tendría que encararme con ellos y utilizar mis armas, el delantero no puede estar huyendo del defensa leñero eternamente. Pensé en Santi y en Pepe. Me planteé qué harían en esa situación. Seguro que lo último, huir. “El miedo se huele tanto como la mierda”, me dijo

Santi el día del partido con los gitanos. Vale, no iba a escapar, si venían a por mí, se iban a encontrar conmigo, el mismo del día de los gitanos, el que había ido a robar al Corte Inglés, el que le había tocado las tetas a Catalina y había besado a Silvia. Pero luego me querrían pegar, me iban a pegar hostias hasta hartarse... Me puse a pensar en las películas de kung-fu, en Bruce Lee, en Chuck Norris y en Rambo. Le pegaría a uno una patada en la cara y, en el mismo movimiento, un golpe seco al otro. Después me daría la vuelta, y con el tacón de mis pisamierdas, les pegaría en los cojones, uno-dos, eso es, en los cojones, allí les daría bien fuerte, de ésa no se repondrían. Por un rato, vi más clara la situación y el movimiento de mis tripas se calmó. Levanté la cabeza con determinación. El profesor debió yerme contento y me hizo una pregunta. Contesté “Julio César”. Hubiera contestado “Julio César” aunque me hubieran preguntado por el nombre del Rey de España. La pregunta no estaba muy relacionada con mi respuesta, porque la clase entera comenzó a reírse. Willy y Richi eran los que más alto se reían, y aprovechaban para levantarse de la silla y cortarme el cuello con los dedos. El profesor me preguntó en qué estaba pensando. Por aquel entonces les estaba pegando una patada en los huevos a esos dos hijoputas, pero me quedé callado y me dijo que prestara más atención. Repetí el movimiento cincuenta veces. Les empujaba, me abría espacio y les pegaba una patada a cada uno en los cojones. Era perfecto. Los minutos de la clase se alargaron más que una prórroga. Estaba deseando que llegaran los penaltis cuanto antes, que se acabara la agonía y se decidiera el partido.Y los penaltis llegaron. El profesor pitó el final del partido y los jugadores se desparramaron por el campo en grupitos para comentar las incidencias de la clase. Ninguno de mis conocidos se acercó a mí en el trayecto hasta el comedor. Me coloqué en la fila, mirando de reojo para atrás. Nada de nada. No estaban por ninguna parte. Agarré mi bandeja y me senté en una mesa apartada. Ni Willy ni Richi aparecieron por allí, y aquello me puso mucho más nervioso. A veces se iban a comer a sus chaléts, pensé. Es posible que hubieran ido a por los nunchakos que un día Richi se había llevado a clase, unos palos agarrados a unas gomas que usan los que saben de artes marciales y hacen un daño de la hostia. Decidí alargar el yogurt natural todo lo que pudiera. Fui agarrando cucharadas tan minúsculas que a veces me parecía que había lamido únicamente metal, como mi hermano. Pero el yogurt se acabó, las camareras me dijeron que recogiera la bandeja porque tenían que limpiar y no había nadie más en el comedor. Salí de allí sólo, di una vuelta al colegio siguiendo la verja, porque me daba seguridad, era como mi guardaespaldas. Hacía mucho frío y nadie más andaba por los alrededores. No había nadie jugando al futbol, ni al baloncesto. No había nadie jugando al rescate y ni siquiera niñas jugando a la comba. Decidí levantar las piedras para encontrar algún amigo, pero en cada rincón al que me acercaba temía encontrarme un par de escalopendras. Subía los montículos temiendo encontrarme a los dos vaqueros, los bajaba a saltos, preparado para salir al galope. Me acerqué a las vallas que daban al colegio del Opus Dei que lindaba con el nuestro, donde los más malos daban besos con lengua a las mejicanas y tocaban las tetas a las chicas mayores, fui detrás de todos los pabellones pero no encontré a nadie. En un buen rato sólo oí unas pisadas. Eran las de un conserje, el padre de Gordillo, que me preguntó lo que hacía por allí. “Nada”, le dije casi sin voz por el susto. “¿No sabes que hay una reunión en el salón de actos?”. ¡La reunión!Me había olvidado de la reunión en la que iban a explicar las obras que iban a comenzar, una piscina nada menos. Tenía la solución y, enfrascado en mis preocupaciones, no había sido capaz de verla. Estaba salvado. Salvado. Seguro que al día siguiente Willy estaría más calmado y todo volvería a la normalidad. Recuperé el paso firme, balanceando los hombros como en el barrio, y me fui al pabellón del salón de actos. Estaba un poco apartado, pero en cinco minutos estaría salvado, como cuando de niño jugabas a “tú la llevas” y llegabas a casa. Al lugar donde nadie te puede tocar. Fui pegando saltitos como Heidi cuando bajaba de las montañas con la cabritas, me colgué de un árbol, cogí unas bellotas y las

lancé por encima del pabellón. Estaba viendo cómo caían al tiempo que me acercaba a la puerta cuando me los encontré. Eran tres. Willy, Richi y el hermano mayor de Willy. Me quedé tan paralizado como si hubiera fallado el penalty decisivo de una Copa del Mundo. Si me hubiera ocurrido ahora, hubiera continuado corriendo, como en un rescate, les hubiera toreado y hubiera entrado en el salón de actos, jadeando, pero hubiera entrado, con los moros detrás, pero en el castillo, salvado. Apenas lo tenía a once metros, podía haberlo hecho si no me hubiera quedado petrificado. Fue el miedo, si no hubiera sido por el miedo no me hubiera pasado nada. Pero me quedé quieto, intenté aparentar que no les temía, que era invulnerable, como Superman, que tenía un superpoder que ellos desconocían y me sacaría del apuro, que les pondría en órbita y sería yo quien les perdonaría la vida porque, en el fondo, era muy superior a esos mierdas que viven en chaléts porque sé más de la vida. Pero no lo hice. Y ellos no perdieron el tiempo. Willy se fue hasta mí directamente y me pegó un empujón. “Ahora qué, mierda”. “¿Quién es el cobarde?”. “¿Ahora que no hay nadie te vas a atrever a pegarme un puñetazo?”. Me pegó uno en la nariz. Me tiré sobre él. Rodamos por el suelo. Por una de esas leyes de la fisica, él se quedó encima. Se revolvió y de un salto, me puso las rodillas sobre mis brazos. Estaba inmovilizado. Me empezó a pegar bofetadas de niño, “¿Ahora qué, pobretón? ¿ahora qué?” después, puñetazos de hombre. Eran las hostias del orden. Para que las cosas volvieran a donde debían estar. Por un momento, me revolví pero Richi y el hermano me inmovilizaron. El mandaba. Yo sólo podía aguantarlas. Cuando se cansó, invitó a su hermano y a Richi a que participaran de la diversión. Me pegaron patadas en la cara y en la cabeza. Ya no me resistía. Procuraba pensar en otra cosa, pero no podía, las hostias no acababan. Me metieron tantas leches que llegó un momento en el que me pareció que le pegaban a otra persona. Estaba fuera de la historia y veía cómo tres hijoputas ricos pegaban a un chaval de barrio, legal. Entonces empecé a soñar con Pepe, con Santi, tal vez Gustavo y algún otro mayor. Nos los encontrábamos y la historia se daba la vuelta. La palabra venganza se quedó marcada en mi frente desde que comenzó a salir gente del salón de actos y los tres se integraron en los grupillos, como si hubieran estado todo el tiempo en la reunión. La siguiente escena que recuerdo fue en el despacho del jefe de estudios. Me preguntaba qué había pasado, quién me había hecho esa barbaridad. Me había caído, una caída de la barra de la canasta, cuando intentaba colgarme de un salto. Mi hermana vino a verme y no dijo más que una cosa: “pobre mamá, cuando te vea. No le das más que disgustos”. Estuve tres semanas sin ir a clase, recuperándome, y también pensando. El primer día después de la paliza fue uno de los más felices de mi vida. Llegué con mis gafas de sol como si hubiera estado un año en Hawai. Tan tranquilo iba que contrastaba todavía más con los agobios de mis compañeros por la cercanía de los exámenes de esa evaluación de antes de Semana Santa. Entré tan despacio en el colegio, observándolo todo desde mis gafas de sol como un jeque árabe en Marbella, que llegué tarde a clase. Al verme, se hizo un gran silencio. La profesora se calló cuando puse un pie en la habitación. Después me preguntó qué tal estaba. Le contesté “muy bien” con voz firme. Era la voz de un hombre la que sonaba. En tres semanas había crecido varios centímetros más, un bulto muy grande había aparecido en mi estirado cuello y había convertido mi voz en la de un cantante latino. Sonreí a la profesora, después a cada uno de mis compañeros, y caminé muy lentamente por el pasillo hacia mi sitio. Las caras se daban la vuelta esperando el gran momento. Me hice esperar. Me quité la cazadora despacito, porque todavía tenía dolores en la espalda. Pero además, esa lentitud fruto de los hematomas que todavía tenía, daban a mis movimientos un aspecto de mafioso de barrio. Cuando conseguí quitármelo, llevé el abrigo sobre el brazo hasta el perchero en lugar de dejarlo en el

respaldo de mi silla. Caminé hasta la esquina contraria, donde se encontraba el perchero en el que todos los alumnos tenían derecho a dejar sus abrigos, y, como había muchos y la única percha que había libre era la de la mismísima esquina, penetré hasta el punto de penalty, allí donde Willy ponía el respaldo de su silla. Le dije con la elegancia con la que López Ufarte conduce el balón: -¿Me dejas un poquito, que ponga el abrigo, por favor? Era tal el silencio en la clase que parecía que había eco. Me miró con incredulidad y se echó hacia delante obedientemente, poniendo su silla sobre las cuatro patas. Colgué el abrigo y le dije con la corrección de un lord inglés “gracias”. Volví hacia mi sitio con treinta y cinco miradas sobre mi espalda. Retiré la silla, me senté, les miré y llevé mis manos hasta las patillas de mis gafas de sol nuevecitas, una auténtica chulada con cristales de espejo, como la de los caminoneros americanos. Me las quité. Hubo unos segundos de ansiedad, como antes del lanzamiento del penalty y después, ordenadamente, las caras se fueron, poco a poco, girando hacia la pizarra, como cuando paseábamos con la silla de ruedas. Algunos, incluso, volvían la cabeza inmediatamente, igual que con la silla de ruedas, a comprobar que lo que habían visto era verdad y, al instante, se me quedaban mirando con una mueca parecida, en la que se leía con mayúsculas la palabra ‘ENTENDER’. Parecía que entendían ‘algo’, todo el mundo sabía cuál era el secreto de mi tranquilidad, de mi determinación. Entre los colores negros y morados que todavía adornaban las cuencas de mis ojos y mi nariz, brotó una pequeña sonrisa, la que me había fortalecido durante los días encerrado, la que brotaba cuando me miraba al espejo y veía los días que me habían robado ese par de hijoputas. En mi casa me preguntaban una y otra vez qué era lo que realmente había pasado. Del colegio llamaban diariamente con la esperanza de que les dijera quienes habían sido los culpables. Pero yo no soy ningún chivato, ellos habían jugado en su campo con todas sus armas pero todavía faltaba el partido de vuelta, no había necesidad de ir al Tribunal de Apelación. Un día me agobiaron tanto que me puse a gritar que se fueran a tomar por culo. Después, tiré el plato de sopa por el patio. Ya no volvieron a preguntarme. Ese día, en mi casa empezaron a mirarme de otra forma. La tranquilidad que trae un nuevo enfermo se apoderó de mi casa. Los continuos caprichos de mi hermano dejaron de ser fuente de problemas. Ya no discutía porque los mejores postres nunca llegaban a mis manos, por el número de patatas fritas que caían en mi plato, por el programa que se ponía en la televisión ni por quién se sentaba en el mejor sitio del sillón. Ahora estaba bien lejos, estaba muy tranquilo porque sabía que tenía una misión, como Supermán, había que ganar una eliminatoria, disponer los jugadores en sus puestos, esperar a los contrarios en el momento apropiado y disparar cuando la situación fuera propicia. Sólo había que esperar. Mientras tanto, calma. La tranquilidad me siguió al colegio. Cuando uno sabe que le espera la venganza y el tiempo corre a su favor, la tregua se convierte en un placer. Los exámenes dejan de ser una preocupación y hasta las niñas dejan de ponerte nervioso. Estévez y Gordillo dejaron de ser acosados y Willy y Richi dejaron de hacer gracias. Evitaban mi contacto en la fila, evitaban entrarme cuando jugábamos al fútbol, no chocaban conmigo al entrar y salir de clase. Se comportaban con la cortesía de un partido amistoso, atentos a los movimientos que pudiera hacer el mago Zico. El mismo día que volví, empecé a hablar con Maite y con las demás chicas que me caían bien. Me prestaron los apuntes de las tres semanas en las que había faltado casi sin pedírselo y me animaron para que estudiara porque todavía podía aprobar alguno de los exámenes.Yo les sonreía y les decía a todo que sí, apoyado contra sus pupitres con chulería, las piernas cruzadas en aspa. Les decía que los exámenes no eran importantes, que lo que había que hacer era pasárselo bien y me miraban alucinadas porque la máxima preocupación de una chica como Maite es aprobar todas las asignaturas para dejar contentos a sus padres. Yo me estiraba en clase poniendo en orden los músculos y los huesos que tanto estaban cambiando esos días, bostezaba cuando me apetecía y los profesores no se atrevían a

decirme ni mu. Faltaban días para que Supermán hiciera justicia.

Mi convalecencia no fue tan mala, después de todo. El tercer día que me quedé sólo con la abuela fui a buscar a Santi y a Pepe a la salida del colegio. Se llevaron una gran sorpresa, porque no nos veíamos más que los sábados en esta época, a esa hora tenía que estar en mi colegio. Al principio ni me conocieron. Me acerqué al grupillo donde Pepe contaba una película de zombis y me quedé parado a un metro, con mis grandes gafas de espejo reflejando sus caretos, como si fuera un policía secreta descarado. Uno de sus amigos me vió, y les debió preguntar por ese tío que les estaba mirando. Pepe dejó de contar la película y todos levantaron la vista hacia mí. Se miraron, dudaron, y de pronto cayeron en la cuenta. Se echaron a reír, me pegaron unas collejas y me llamaron chulo y mafioso. Nos apartamos los tres del resto y me empezaron a preguntar qué hacía allí, por qué llevaba esas gafas si casi estábamos en invierno. Mi respuesta fue quitarme las lupas. Santi y Pepe se quedaron callados y me miraron muy tristes. Esa mañana no hicieron más bromas. Me trataron como el resto de la tropa trata a un herido de guerra. Como un compañero. A ellos se lo conté todo. Santi me agarró por los hombros y me juró que eso no iba a quedar así. Al momento, me preguntó dónde podíamos encontrar a esos hijoputas. Vivían lejos de alli, yo ya lo tenía todo planeado, lo único que me faltaba saber era si podía contar con ellos y ahora ya lo sabía. Pasé esas tres semanas dando vueltas por los alrededores del colegio, esperando que mis amigos salieran al recreo o pasaran de ir a clase. A esas horas había muchos drogadictos que iban y venían con mucha prisa por los descampados. Me preguntaban la hora y yo, sin miedo, sentado sobre el respaldo de algún destartalado banco, les decía que no lo sabía. Me miraban con respeto y eso me gustaba. Esos días conocí a uno que se llamaba Antón, un tío muy simpático que soltaba frases al ritmo que trabaja una taladradora y me decía que le recordaba a él cuando tenía mi edad. Una vez me pidió que fuera con él a hacer unos “bisnes”, que es como se llama cuando los drogadictos van a pillar la droga. Le dije que sí, claro. No tenía nada mejor que hacer. Anduvimos un buen rato hasta un poblado de chabolas que quedaba cerca de un campo de fútbol, me dejó en un montículo y entró a negociar. Cuando salió con ella, ni me habló ni nada, se puso en cuclillas y se inyectó la droga a cincuenta metros. Al volver estaba mucho más contento y más tranquilo, pero a pesar de que se le notaba muy bien, empezó a decirme que yo nunca me drograra, que, como mucho, fumara algún porro, pero que nunca probara la droga porque una vez que la hubiera probado, no podría parar. LLegó a ponerse bastante pesado, la verdad, me acuerdo que pensé que debía ser algo como las tetas, así de bueno debía ser. Cuando mis amigos pasaban de ir a clase, nos íbamos a jugar al fútbol a algún sitio donde sus madres no les vieran, otras veces andábamos hasta un altozano desde el que se veían las casuchas a las que iban los yonquis, los drogadictos, a comprar su droga. Era mejor que estar en el cine. Siempre había alguna discusión, alguna pelea que se resolvía después de muchos gritos, siempre había alguno que se marchaba enfadado diciendo que iba a matar a alguien. Al cabo de unos días, me quité las gafas de sol y enseñé mi desfigurada cara. Lo curioso es que por allí nadie me miraba, parecía que todos tenían una cara tan monstruosa como la mía. Aquellos días supe que no necesitaba de ningún amigo más que Pepe y Santi, con ellos podía estar seguro hasta en aquel sitio, con yonquis, camellos y mangutas. Ese era mi equipo. La liga del barrio había acabado, por eso dije que sí cuando me invitaron a jugar con el equipo del colegio. Llevaba varios meses sin jugar. Desde la paliza, le había puesto

diferentes excusas al profesor para no jugar en el mismo equipo que aquellos dos hijoputas. Ellos parecían haberse olvidado de todo. Al fin y al cabo, mi cara había quedado prácticamente igual, esas cosas pasan en los colegios, debían pensar. A cambio de mi silencio, ellos habían dejado de putear a Estévez y a Gordillo, por lo que había conseguido su liberación con mi sacrificio. La clase parecía estar más unida. Cuando el profesor quería poner una fecha demasiado cercana a un examen todos respondían, incluidos Willy y Richi. Yo ahora era un tío mucho más gracioso que tres meses atrás, me reía de los profesores cuando se equivocaban o hacían un chiste malo y me permitía el lujo de olvidarme de hacer los deberes bastante a menudo sin temor a ser castigado como a los demás. En mi casa habían dejado de molestarme, porque en cuanto se ponían demasiado pesados, abría la puerta, cogía el metro y me marchaba con mis colegas. Como lo que querían era que en casa no se oyeran gritos, mi madre sólo se atrevía a preguntarme, un poco mosqueada, si no me habían puesto deberes. Le decía que los había hecho en el autobús y asunto arreglado. Hace dos semanas Willy me felicitó por un remate de chilena que intenté en un recreo y no entró de mi milagro. Le miré a los ojos por primera vez en los últimos meses y le dí las gracias por el cumplido. La semana pasada se rió muy alto cuando se me escapó un bostezo en la clase de historia. Esa noche, mi hermano se había caído cuando iba al servicio y no había podido dormir desde las cinco de la mañana. La profesora me puso de cara a la pared el resto de la clase, y me la pasé apoyado contra el perchero lleno de abrigos hojeando una revista porno que me había pasado Santi. Cuando la señorita se ponía a escribir en la pizarra, se la mostraba al resto de la clase. Se oían “halas” femeninos y suspiros de admiración masculinos. Al terminar, Richi me pidió echar un vistazo a la revista. Se la dejé encantado y cuando vino a devolvérmela, le dije que se la podía quedar. Me puso la mano sobre el hombro. Había firmado la paz. Esta semana, las cosas habían vuelto al curso pasado. Volvía a estar incluido en la rueda de los deberes resueltos que ellos dos conseguían todas las mañanas, antes de empezar la primera clase. Me volvían a llamar para jugar al fútbol y a veces, al baloncesto, que se estaba poniendo de moda. No es extraño que intentaran convencerme por todos los medios para que jugara este sábado. Les dije que me daba pereza levantarme pronto este sábado porque la liga en la que jugaba justo acababa de terminar el pasado fin de semana, era el primer sábado en mucho tiempo que podía dormir hasta tarde. “Pero si te pilla cerquísima, vamos a jugar en Madrid”, me dijo Willy como si quisiera ligar conmigo. “El campo es de hierba, hay muchas gradas, suelen ir chicas a ver los partidos, va a ir Almudena...” Cuando me dijeron el lugar donde íbamos a jugar, una lucecita que había permanecido apagada durante los pasados meses, se iluminó. Me hice el remolón un poquito más hasta que acepté, resignado, como si me hubieran convencido con sus explicaciones. “Venga, voy”, le dije. El resto de la semana habíamos vuelto a ser un trío de coleguillas. Jugábamos en el mismo equipo en los recreos, ya fuera el fútbol, el rescate o el baloncesto, el que ganaba. Un día incluso, me invitaron a jugar a la botella, un jueguecito en el que te dabas morreos con la chica que te mostrara la punta de la botella. No tuve la suerte de besar a Almudena, pero estuve a punto de meter la lengua en dos lenguas bastante apetecibles. En la clase, a veces pillaba a Maite mirándome como sin comprender qué estaba haciendo. Esos días evité siquiera mirarla. El sábado llegó y me sentí muy fuerte. Me comí una docena de churros y me bebí un colacao con dos cucharadas soperas. Arreglé la bolsa de deporte y me puse las gafas de sol, que no me ponía desde hacía un mes. Hicimos un partido bastante apañadito.Yo le había cogido el tranquillo al fútbol grande, al de verdad. Ese día me coloqué pegadito a la banda derecha e hice auténticas diabluras con el balón, como hacían los extremos de antes. Ahora ya era capaz de colocar el balón en el área desde una banda con un golpe seco. Willy, que de cabeza iba bastante bien, pudo comprobar cómo se habían multiplicado mis fuerzas. Mis centros salían tan templados como mi corazón, el fútbol era cuestión de no precipitarse y aprovechar las ocasiones cuando llegaban: así jugaba

ahora. No me preocupaba de responder a una entrada dura, tenía piernas para evitar las patadas y el campo tan grande que volvería a encontrar a ese capullo en otra situación que me permitiera devolvérsela sin correr el riesgo de ser expulsado. Las combinaciones al primer toque se repetían y los espectadores acabaron jaleándonos con olés de admiración. Ganamos 4-3. Al terminar, había una caja de cocacolas enteritas esperándonos. Nos bebimos unas cuantas en las gradas los tres juntos, mientras comentábamos las jugadas y los golpes en las piernas. Les propuse salir a ver una cosa que no habían visto en su vida. “Está muy cerca de aquí, ya veréis”. Al principio se quedaron un poco flipados, como sorprendidos por la propuesta pero cuando les dije que podían ver drogadictos que andaban como sonámbulos, casi muertos, les faltó tiempo para dejarles las mochilas a los demás y decirles que volveríamos dentro de un ratito. Cruzamos la carretera, atravesamos los descampados que conocía tan bien de aquellos días desfigurados y ascendimos hasta el altozano. Les gustaba tanto la aventura que no paraban de darme palmetazos en la espalda y decir “qué flipe”, “qué flipe”, “menudo sitio”, “parece de película”, “no me lo puedo creer”. No se podían creer que un sitio como éste existiera, claro que no, esto era un mundo de la tele para ellos, no era un lugar real, como su vida. A Richi le entró un poco de miedo cuando vio de cerca a un trío de yonquis con el pelo muy largo y muñequeras de pinchos. Les advertí que no les miraran y anduvieran como si tal cosa. Richi intentó decirle algo a Willy pero éste le cortó en seco. Nos sentamos al borde del barranco y nos pusimos a observarlos. Yo les explicaba todas las cosas que sabía de los yonquis, parecía Félix Rodríguez de la Fuente contándole a un par de cocodrilos cómo vivían los leones y los buitres de la sabana. Ellos escuchaban con tanta atención como si yo fuera su profesor de Ciencias Naturales. Entonces sonó una voz Potente por detrás de nosotros. Dijo, “hey, maricones ya me estáis dando todo lo que llevéis encima”. Willy y Richi perdieron el color de sus caras, las sonrisas redondas y tranquilas, perdieron la felicidad de toda su infancia. Los cocodrilos tenían delante a una jauría de perros de la Pradera, eran más bajitos que ellos pero las rajas de sus abrigos, las brechas en sus cejas y sus frentes, las pelotillas de sus ojos y los orificios de sus zapatillas daban más miedo que las marcas de los cocodrilos. Me quedé callado, esperando que Willy abriera la boca, con la misma atención con la que contemplaba una pelea entre un león y un tigre de Bengala. Willy me miró a mí, me cedió los galones con su mirada, esperando que yo supiera qué hacer en una situación que debía saber manejar. Entonces me bajé los pantalones, “ay, no, no, no nos hagáis nada, mira, yo no llevo nada, mira”: saqué el interior agurejeado de los bolsillos delanteros, me miré atrás y encontré cuatro cromos de la liga de fútbol, “mira, toma, son últimos fichajes”, rebusqué entre los bolsillos de la coreana y encontré dos canicas cubanas, de las guapas, y un bolón de hierro, “toma, mira, son de puta madre, por si le quieres pegar a alguien en la cabeza”. La cosa les hizo bastante gracia a los cuatro choricillos. Se rieron. “Tú te puedes ir”. No contesté, me fui por patas y me subí a un montículo no lejos de allí, tumbado, desde el que contemplé el resto de la escena. El corazón me latía muy deprisa. De alegría. “Venga, tú”, le dijo el de las botas Tórtolas del 43 a Richi. Casi no le salían las palabras de la boca. “Tú, el reloj”. Le dio el reloj. Willy le miró decepcionado por la poca resistencia que había ofrecido su lugarteniente. “A ver, ¿qué llevas en los bolsillos, membrillo?”. Sacó quinientas pesetas entre billetes y calderilla. “Qué chupa más maja. ¡Una Karhu Thinsulate! Me la quedo”, dijo uno rubio con las piernas como fideos. La cogió del perchero,se la probó y se la quedó, parecía que estaba en una tienda. Uno pequeñajo se fijó en las zapatillas: “¡ay va, las Adidas Ivan Lendl”. “~¿Qué número usas? dijo el más alto. “El 41”, contestó Richi medio llorando. “A ti te están grandes, éstas para mí”, dijo el de los coloretes. “Pero yo las he visto primero”, se resistió el pequeñajo. “¿Qué vas a hacer, esperar cinco años para ponértelas?”. “Las puedo vender...”. Nadie le hizo ni caso. Mientras discutían, Richi miró a Willy y éste le dijo “no, no, no”, con la cabeza. Richi intentó hablar pero sólo le salían moqueos. “Venga, macho, ya te he dado

quinientas pesetas, por favor, por favor, no me hagas esto, venga, por favor, por favor”. El tono de su súplica iba sonando cada vez más lastimoso, como el de los minusválidos en el hospital, como el de la cabra montesa ante el águila imperial, cuanto más lloriqueaba, más se reían los perros de la pradera. Alguno, incluso, mordía al caimán por detrás, con una colleja, una patada en el culo, un tirón de pelo de un salto. El caimán empezó a dejar caer lágrimas, de cocodrilo, claro. Pero la naturaleza es así, los perros no se conmovieron. Dejaron al caimán sin piel, sin patas, sin colmillos casi, estaba intacto pero ya no era un caimán. Entonces, se dirigieron hacia el gran cocodrilo. Su piel era tan fina, sus modales tan majestuosos que por un momento pensé que los perros de la pradera no podrían ni tocarle. Aparentemente, se mantenía imperturbable. “Tú, chulito, niñopera, ¿no te ha dicho tu mamá que compartir es vivir?”. “Esto qué es, ¿el día del Domund?”, le solió Willy con todo su morro. “Gracioso, el julai”, djio Santi volviéndose hacia el resto. Con el mismo gesto con el que se volvió a poner de cara le endiñó un puñetazo en toda la cara. Willy trastabilló hacia atrás y por poco se cae. Creo que entonces se dió verdaderamente cuenta de que no estaba en su pantano, que no había césped recortado por un jardinero, ni guardas, ni chaléts, que lo que había era tierra chunga y muchas chabolas. Por un instante, pareció que se iba a levantar rápidamente para pegarle, pero se lo pensó mejor. Era un tío listo y podía salir de la situación a base de ingenio. Fue increíble lo bien que se recuperó del golpe y cómo volvió a sonreír como si nada. Cambió su pronunciación e intentó hablar como ellos. “Venga, macho, aquí todos somos amigos, mira, toma” -sacó un billete de mil pesetas- “venga, os lo lleváis, os podéis tomar cocacolas hasta que os salga la espuma por las orejas, venga, machos, aquí no pasa nada, nos vamos, y asunto terminado”. Santi le quitó el billete de la mano, que se quedó agarrando ridículamente aire. Entonces aspiré profundamente el oxígeno que me había guardado durante los últimos tres meses. “La cazadora”. Willy respondió “no” muy bajito. Era una cazadora de cuero, debía valer una millonada. “¿Cómo has dicho?”, le chilló en la oreja Santi como si fuera su general. Willy le agarró del cuello y le tiró al suelo. Empezaron a revolcarse. Mis amigos le pegaban patadas en la cabeza, en el cuello, en la espalda. A Willy, a Willy. Santi decía “no”, “no”, “no”, “dejádmelo a mí solo”. Dieron vueltas por la tierra hasta que Santi quedó encima. Entonces empezó la tunda de puñetazos. Del primero le abrió la nariz, del segundo le cerró un ojo. Richi intentó moverse, pero Pepe, El Rubio y Lucas le tiraron al suelo y empezaron a fostiarle. Mi corazón se fue calmando hasta que ya no sintió nada. Willy estaba en el suelo, en camiseta, sin zapatillas, moqueando y lloriqueando. Un sentimiento de pena recorrió mi mente, pero inmediatamente pensé en mí mismo, con la cara desfigurada, metido en casa, humillado y me alegré de la venganza. Se había hecho justicia. La calle había hecho justicia. Me encontré con mis amigos al otro lado de la carretera. Teníamos mil quinientas pesetas para gastar, zapatillas, chupas nuevas. Alguien me dijo “¿quieres esto?” pero dije que no. Al fin y al cabo, yo no había hecho nada. Sólo pedí una cosa, que me regalaran una navaja. Nunca más alguien me iba a meter una paliza.

El lunes siguiente, Willy y Richi no fueron a clase, ni al otro, ni al otro, ni al otro. El viernes apareció Richi. Al término de la primera clase me acerqué a él para preguntarle

qué había pasado después. Me hizo un pequeño resumen quitándole importancia a las cosas que les habían robado y, por supuesto, sin mencionar las hostias que se habían llevado. Willy llegó en el intercambio de la segunda clase con gafas de sol. Eran mucho más feas que las mías y seguro que más caras. Le saludé y le pregunté lo mismo, pero se dio la vuelta. No quería hablar conmigo, decía que había sido un cobarde por no haberme quedado con ellos. “¿Qué querías, que me hubiera pegado por ti?”, le dije, “¿desde cuándo somos amigos tú y yo?”. No me volvió a preguntar nada más. Ahora sí que me siento bien. ¡Tan libre! Tan poderoso como Carl Lewis en la pista de atletismo. He recuperado la sensación de mí mismo, de hacer todo lo que se me pasa por la cabeza. Cuando me llega un balón perdido en el recreo, lo elevo, le pego toquecitos hasta que me canso y después lo devuelvo de un puntapié, con una espuela o cualquier toque mágico que se me ocurra. A un gilipollas ricachón se le ha ocurrido amenazarme con soltarme una hostia si no se lo devolvía. Le he mirado a veinte metros como en los duelos del oeste. “Venga, ven a por él si tienes huevos”. Al tío le soprendió mogollón que un chinorri como yo fuera capaz de vacilarle de esa forma. A pesar de que era bastante más mayor que yo, se lo pensó un poco. Miró a sus compañeros y debió pensar que un tío de bachillerato como él, con pelos en la barba, no se podía acojonar delante de un chaval de doce años. Se acercó andando apresurado y dispuesto a meterme una somanta de hostias. Cuando le tenía a un metro, le tiré el balón a la cara de una perfecta volea. “Hijo de...”. Entonces se la enseñé. La polla no, claro. Le enseñé el regalito del otro día. El tío retrocedió sin dejar de mirarme, bien calladito. Sus amigos, que se habían acercado a ver lo que creían que sería una pelea, también retrocedieron. Alguno de ellos le dijo, “no vale la pena”, “déjale, es un chulo”, “ya le pillarás otro día”. Ya sabes, ellos tan acojonados y yo más tranquilo que en una tumbona de la playa. Así son las cosas cuando no tienes miedo a nada. Me apunto al partido que me interesa y me coloco en el equipo que más me gusta. Regateo todo lo que me da la gana y nunca voy a por la bola cuando sale fuera del colegio. Siempre hay alguien dispuesto a hacerlo por mí, y sin tener que pedírselo ni ordenárselo. Hoy me salté la primera clase. Llegué sudando por el pedazo de partido que me había echado. La profesora me preguntó por qué llegaba tarde. Le conté una bola de que habían llamado de mi casa porque mi abuela se había caído y se había roto la cadera. Fui a sentarme a mi sitio. Cuando pasé por la mesa de Maite me dijo, “¡cómo estás sudando..!”. “¡Ya ves, si me quieres oler el sobaco!”, le contesté. En realidad no sé por qué, pero estaba tan excitado con los goles del recreo, con lo del gilipollas ése, que se me ocurrían las cosas más bestias, se me ocurrían las cosas más locas e increíbles, mi mente ya no tenía barreras ni miedos, Maite me miró con cara de no comprender nada. Hacía tiempo que no hablábamos. Un día de éstos a lo mejor la pegaba un buen repaso. Me bajé del autobús silbando una canción. Estaba mogollón de contento. Ese par de ricachones de mierda se habían llevado lo suyo y encima, no me podían acusar de nada. Tenían más pasta pero yo era más listo que ellos. Hay cosas que allí, en esos chaléts con jardines y piscina nunca iban a aprender, y lo que ellos sabían yo lo estaba aprendiendo más rápidamente de lo que nadie podía imaginar. Lo de las tías, por ejemplo. Hoy le había tocado las tetas a una de las mexicanas. Ni más ni menos. Y tiene catorce años, para cumplir quince. A las tías, hay que saber tratarlas. Mirarlas lo justo, porque si lo haces, saben que te tienen en el bolsillo. Y cuando las miras, poner cara de que la vas a matar. Que sienta tu mirada. Vamos, una mirada párecida a la que pones cuando un chorvo se tropieza contigo en la feria, a mala leche, claro, Ella y su hermana iban sentadas en la fila de atrás, como siempre. Yo me había sentado un asiento por delante y escuchaba sus comentarios sobre lo buenos que estaban los actores y cantantes que salían en una revista de niñas pijas. Me preguntaron por alguna chavala que salía en la revista y les dije que “tenía un polvo que te cagas”. Se pusieron a reír como hienas. Les hizo mogollón de gracia “el niño”, como me dijo una de ellas. “¿Cómo has dicho?”, le

dije congelándola con la mirada. “Que tienes mucha gracia”. “Que tiene mucha gracia, ¿quién?”, insistí como si fuera a arañarla la pupila. “Pues, pues, pues, tú, tú tienes mucha gracia, me ha hecho gracia lo que has dicho”. Se puso incómoda porque parecía que la iba a matar. “Lo que ha dicho, ¿quién?”, me estaba cabreando, después de todo, esta tía parecía tonta, “¿qué es lo que has dicho después?”. “Niño, ¿no eres un niño?”. “¿Niño?, yo soy un tío, ¿está claro?, y si quieres que te lo demuestre ya te estás abriendo de patas”. “Ay, hijo, como te has puesto por nada, tú eres un niño y yo soy una niña”. “Yo no soy ningún niño, hace un par de años puede que fuera un niño, pero ahora, no, ¿está claro?”. “Bueno, mi amor, no te pongas así, no te lo volveré a decir, ¡qué mal genio!” Volví a mirar por la ventana, haciéndome el despistado. Ellas se habían quedado calladas, pero son tan cotorras que al ratito volvieron a la cháchara. Querían hacer un crucigrama y no tenían bolígrafo. Me lo pidieron. “Seguro que tienes, lo que pasa es que no te quieres molestar en sacarlo”, le contesté. “Te lo saco en cuanto quieras”, le dije con gracia maliciosa. “Ay, qué gracioso”, dijo una. “Te voy a abrir la cremallera”, dijo la otra sin dejar de reírse. Me abrió la cremallera, de la cartera, y sacó el boli bic de cuatro colores. Me revolví. “Trae aquí”, le dije de mala hostia. Ella se echó a reír. Quería jugar. Se lo escondió entre la ropa y me dijo que, para recuperarlo, tenía que darle algo a cambio. Yo sabía lo que en realidad quería, pero me hice el tonto. Le dije que me lo habían comprado el otro día, que mi madre me iba a matar si lo perdía y toda esa monserga. Como se ponía tontita, la agarré de la muñeca y se la retorcí hasta que empezó a chillar. Después me tiré encima de ella, allí, sentados en la parte derecha de la última fila del autobús. Su hermana nos hizo sitio y se echó al otro lado. La tumbé a lo largo de dos asientos y empecé a rebuscar por los bolsillos de los pantalones vaqueros, “aquí no está, aquí tampoco”, como si fuera el amo y ella la esclava, conteniéndose la risa, pero sin rechistar. Como no lo encontraba, le puse las manos encima del ombligo y fui subiendo, subiendo, hasta que las puse encima de las tetas, las tenía muy grandes aunque un poco blandas. “Guarro”, me dijo, “se lo voy a decir al jefe de la ruta” me dijo susurrando enfadadísima. Si me hubiera fijado sólo en sus palabras, me hubiera acojonado. ¡La bronca que me podían echar por tocarle las tetas a una tía! Pero la mexicana ésta es una guarrilla, un día la había visto, sentada debajo de una encina, con su hermana y dos tíos de COU, intercambiando lenguas entre risas. Por eso, porque conozco de qué van estas tías, le dije “como no me devuelvas el bolígrafo, te busco por debajo del jersey”. Ella se negó, como yo imaginaba. Entonces me incorporé un poco, todavía con ella entre mis rodillas, la miré a los ojos como si la fuera a violar, le entresaqué el jersey del pantalón y, sin dejar de mirarla, metí mi mano por debajo de la camiseta. Fui palpando, palpando por su piel, rechoncha pero tersa, hasta que llegué a las tetas. Abrí el sujetador lo justo por la parte de arriba y metí la mano allí. Estrujé con fuerza ese pedazo de teta y ella cerró los ojos. Yo también. Mi picha se puso dura y ella se acercó un poco más a ella. Se puso muy cerca pero quería estar más cerca todavía, y empezó a balancearse. Metí la otra mano y me agaché un poco, mis dos manos restregaban los pechos de la mejicana y ella, no sólo no protestaba sino que empezaba a ronronear y a acercar sus labios a los míos. Su aliento a chicle de fresa ácida me golpeaba en la cara. Puse los labios sobre los suyos y, cuando me quise dar cuenta, su lengua me pegaba golpetazos de un lado a otro de la boca, como un minero picando en busca de oro. Así que solté las manos de las tetas y me tiré encima de ella, olvidándome de su hermana, del autobús y de todo lo demás. Le pegué un repaso de la rehostia. Ella se lo pasaba tan bien con la caña que le estaba dando que bajó su mano y me agarró la picha, la apretó muy ffierte, como si fuera suya, la muy zorra. Pero era mía, ese cañón cargado con dinamita es del menda y estaba a punto de cargarse la puerta de la fortaleza. Entonces sonó una voz, la del jefe de la ruta. “¡A ver por ahí atrás!, ¿qué están haciendo?”. Nos incorporamos como rayos y nos quedamos callados. Contestó la hermana, que estaba viendo la escena como si tal cosa, “nada que se nos ha perdido un

bolígrafo y lo estamos buscando”. El autobús paró y nos bajamos. Ni siquiera nos dijimos adiós, porque llegó mi hermana. Debía saber lo que hacía por detrás, en el autobús, para ella las mexicanas eran unas guarras y sólo dirigirlas la palabra le parecía una deshonra. Por suerte, mi hermana ya no me decía nada, ni siquiera cuando silbaba por la calle. No me decía nada en ningún momento del día. Abrí la puerta con mi llave, me encontré a mi madre, muy seria. Me ordenó que entrara en el salón. Cerró la puerta. Me entró un acojone que por poco me cago en los pantalones pero mantuve la expresión seria de los momentos complicados. -Han llamado del colegio, -dijo abofeteándome con la mirada. Esperaba que yo hablara pero no dije nada, yo no tenía por qué saber nada de nada. -Ya sabes por qué. -No, -contesté con indiferencia. -No me mientas, Oscar, no me mientas. Continué sin contestar. -Sabes perfectamente de lo que te hablo. Estuvimos como un minuto mirándonos a los ojos sin hablar. Yo no movía ni una pestaña. -Vas a terminar conmigo. Con todos los problemas que hay en casa, encima tú te dedicas -El otro dia te encontré unos rotring en tu cartera. -Esos me los dejó un amigo además, ¿quién te da derecho a rebuscar en mi cartera? -Mentiroso, dijo. Apartó la vista de mis ojos y miró al suelo. Le empezaron a caer lágrimas, hijo mío, pero ¿qué te ha pasado? ¿por qué has cambiado? Tú no eras así. Cuéntamelo hijo, cuéntaselo a tu madre, Se acercó a mí para abrazarme o para darme un beso, o para hacer las dos cosas pero me aparté. No me gustan los lloros, ni los llorones. Sus lamentaciones son parte del mundo que odio, el mundo de la resignación el de los que agachan la cabeza para recibir hostias. Sus lágrimas no consiguieron penetrar en la roca en la que me había convertido seguramente por su culpa. A fuerza de solucionar mis problemas yo solito, había dejado de necesitarla y lo mejor de todo, ya no sufría por su sufrimiento ni por el de nadie. Era incapaz de sentir nada por nadie. Sólo me importaban mis propios problemas. Y ya eran suficientes. Mi madre levantó sus ojos, encharcados en lágrimas y manchados de rímel corrido. Intentó por segunda vez abrazarme pero me escabullí y me levanté. Antes de que agarrare la puerta, levantó la VOZ y me gritó: -Hasta que no cambies de actitud no vas a volver a jugar al fútbol. Abrí la puerta y salí de la habitación. Mi hermana me miraba como si fuera un delincuente, mi abuela, sin embargo, siempre en Babia, me preguntó qué pasaba. Falté al partido una semana. A la siguiente me escapé.

Ese sábado había ido a jugar. No fue un gran partido. Hacía tiempo que no me salía uno bueno de verdad. Me cambiaron en la segunda parte por Lucas, un mierda que no sabe

dar un pase en condiciones. Pero tampoco era para morirse, estábamos de fiesta, las fiestas de Madrid. Dejamos las bolsas en el Cóndor y nos fuimos a un concierto de las fiestas de Madrid. Era en un parque de las afueras .Gratis. Llegamos como a las siete. Buscamos una bodegita donde comprar vino y coca cola, que juntos en una botella de Plástico y bien revueltos hacen otra bebida que se llama calimocho. Cuando llegué allí, veía peligros por todas partes, tipos con melenas con brazos como árboles con chicas vestidas como putas, como si fueran desnudas, a las que le veías el canalillo de las tetas, los culos y los coños: iban muy pintadas y decían muchos tacos, se agarraban a los tíos, le colocaban la pierna por entre los pantalones de pitillo del menda, mientras el tío hablaba con sus amigos o fumaba. La tía le intentaba besar un rato sacándose la lengua y restregándosela por la boca del tío. El atendía de vez en cuando a la tía, pero le interesaba mucho más los amigos que se reían y las botellas que iban y venían a sus manos. Las bandas de melenudos subían y bajaban las cuestas del parque con sus botellas, andando como si fueran con esquíes y las botellas fueran sus palos, balanceándose mucho hacia los lados. Gritaban mucho y hablaban por un lado, como el Santi, y cantaban canciones sobre el rock and roll, un barón rojo y el infierno. De verdad que el sitio daba miedo porque alli no veías a nadie normal, es decir, que pareciera que tuviera familia y fuera con ella a misa o a comprar el pan, el periódico, los churros y la leche. De vez en cuando se veía un remolino y gente que se interponía entre otra gente porque se querían pegar, y más gente corría para ver lo que pasaba y nosotros también y nos colábamos entre las piernas de la gente para ver de cerca una pelea, pero no tuvimos suerte porque cuando llegábamos ya habían acabado y se separaban y se decían que otra vez, cuando se vieran, se iban a enterar, aunque al rato los que parecían que se iban a matar estaban bebiendo con sus colegas, tranquilos y esperando que empezara el concierto. Nos sentamos en una ladera del parque donde se celebraba el concierto mientras esperábamos a que comenzara, contemplando a todos esos tíos, riéndonos con sus gestos, sus pintas y sus manera de andar. Cuando se hizo de noche, se encendieron las luces y anunciaron al primer artista. Al principio, te crees que todo el mundo te mira y se está riendo de ti. El grupo que está sobre el escenario mete un ruido parecido al de una motocicleta antigua cuando arranca y el cantante pega unos gritos peores que un perro después de ser atropellado, mientras agarra el pie del micrófono como si fuera su novia. Dice que va a estallar un obús o que tiene una pesadilla porque va a estallar una bomba nuclear. La gente sigue el ritmo de la música con las cabezas, de un lado para otro, como los burros o los caballos que tiran de los carros. Parece que vas a un sitio, pero en realidad estás parado, no te mueves más que para los lados. En un momento dado, el guitarrista comienza a hacer unos ruidos más melodiosos y la gente pone las manos como si entre ellas tuvieran unas guitarras, pero no las tienen, y se lo pasan muy bien, porque compiten a ver quién sabe tocar mejor y quién pone las posturas más raras, a pesar de que, como digo, nadie lleva guitarra. Entonces, el cantante eleva la voz por encima de los guitarristas y corea el estribillo de la canción, y la gente deja lo que estuviera haciendo, o sea, la guitarra, y saca los cuernos o el dedo índice que quiere decir que están de acuerdo con lo que dice el cantante que es más o menos, que la vida es una mierda, que están hartos de todo, que se pueden ir todos a tomar por culo, y así, tan fácilmente, la gente se vuelve loca de contenta y empiezan a abrazarse y a saltar, y suben en sus hombros a sus novias, que son muy macizas y van de negro, y tienen unas tetas a punto de saltar de los sujetadores. El Santi le cogió rápido el truquillo a la historia. Al poco del primer concierto parecía uno de ellos. Se había comprado una camiseta negra de un grupo que se llama ACDC. Hasta sus pintas eran perfectas. Llevaba una muñequera de pinchos que robó el otro día en el vestuario de un partido y unos vaqueros muy ajustados que se llaman elásticos. Para cuando empezó el concierto mi visión del mundo había cambiado, caminaba seguro por entre los cristales y las piernas tumbadas sobre el césped y a pesar de que no hacía

más que pisar carnes humanas, decía “perdona, perdona” y todo el mundo sonreía, porque detrás llegaba Pepe, que casi no era capaz de dar dos pasos en la misma dirección y los mayores se reían, yo creo que porque nos debían ver un poco pequeños para llevar esas pedazo de borracheras. Cuando empezó a tocar el segundo grupo, Santi dijo que había que ir a la primera fila, porque allí es donde suenan de verdad los conciertos. Y era cierto. No podías ni hablar con el que tenías al lado de lo alta que estaba la música. Como por arte de magia, se colgó la guitarra y comenzó a tocar como si fuera él el artista. A mí me parecía la cosa más ridícula del mundo: era como jugar a las cartas con mi hermano y que me ganara, una pura actuación, pero se le veía tan entusiasmado que me decidí a seguirle. Al minuto de agarrar la guitarra se me había olvidado que estaba agarrando un pedazo de humo y de polvo. Miraba al guitarrista y seguía sus dedos por donde quiera que éstos fueran y cuando ya me conocía sus movimientos, me dejaba llevar por mis intuiciones y dejaba que la música llevara mis manos por el mástil de la guitarra y, cuando volvía a mirar al guitarrista, tenía las manos donde yo, me estaba copiando, lo juro, estoy seguro de que me veía mover la guitarra y se inspiraba en mis movimientos y cuando Santi me subió a hombros y saqué los cuernos, el cantante me vió y me sacó los cuernos también y estuvimos bailando los dos, moviendo la cabeza de un lado para otro entre un ruido increíble que ya me parecía como el sonido de la caja de música de mi hermana, un ruido del infierno que me había mandado más lejos de lo que nunca había llegado, más incluso que con el fútbol, que con el mejor de mis goles. Los tres sudábamos las camisetas tanto que nos las quitamos, como los tíos de los alrededores. Me hubiera gustado tener algunos pelos en el pecho, algún collar con un colmillo, alguna muñequera de pinchos, me hubiera gustado llevar el pelo largo para que todo el mundo supiera que era uno de ellos, que me lo estaba pasando de puta madre, “de puta madre”, “de puta madre”, y se lo decía a los tíos mayores, les agarraba del cuello y les decía, “son de puta madre, de puta madre”, y los tíos se reían y me daban de sus bebidas. Y yo le pegaba grandes tragos y se las pasaba a Pepe y Santi que me miraban con unos ojos que no eran suyos. Cuando acabó el concierto nos fuimos directos detrás del escenario. Pepe estaba tan mal que de camino soltó un poco de pota encima de una pareja que se besaba sobre el césped, pero estaban tan metidos en las faena que ni se dieron cuenta. Devolvimos casi al mismo tiempo, en una esquinita, tapados por una valla. Lo echamos todo, todo. Cuando acabamos, nos pasamos la muñeca por la boca para limpiarnos los últimos restos y nos echamos a reír. Volvimos a la ladera. Nuestros pantalones y nuestras camisetas llenas de churretes parecían las de los gitanillos de aquel partido de fútbol. En el escenario había aparecido un tío que era el rey del pollo frito. Era muy gracioso porque le escupía al público y la gente de las primeras filas le escupía a él. Llevaba la cara pintada y, en un momento del concierto, se bajó los pantalones. Nosotros nos reíamos con todo, parecía que hubiera estallado alguna válvula en nuestro interior que nos obligaba a reírnos, aquella válvula que se oxidó hace dos años, cuando lo de mi hermano. Había reencontrado la alegría, las ganas de reírme, de reírme de todo, porque había que reírse de todo. Toda la vida era un gran chiste del que tenias que reírte simplemente para no acordarte de llorar. Porque si lo pensabas bien, nada era verdad, nada duraba, por eso, esta gente, todos, se reían, se reían a carcajadas porque sabían que estos momentos no duran mucho y había que aprovecharlos, antes de que llegara cualquier amargado y te los jodiera, y el mundo está lleno de amargados, de gente que no ha superado una pena y se lo hace pasar mal a los de al lado. El rey del pollo frito era un tío que había decidido pasar de todo y reírse con todo aquello que a otros escandalizaba, nosotros lo entendíamos y por eso nos reíamos con las cosas que decía y nos gustaban las historias de chavales de la calle que contaba, porque eran chavales como el Gustavo, el Pepe y el Santi. El tío sabía lo que hacía y al final, cuando veía que la gente ya no podía con su cuerpo, se dió la vuelta y nos enseñó el culo. Nos enseñó el culo no porque le cayéramos mal sino porque a él le parecía que había muchas

cosas que eran una auténtica mierda. Nosotros, entonces, nos dimos la vuelta y le enseñamos los nuestros. La gente de nuestro alrededor también se reía. Nos fuimos dando tumbos de aquel parque. Nos apoyábamos en los hombros para no caernos y así, a tropezones, llegamos a un banco que estaba cerca de una discoteca. Había tíos y tías de por lo menos diecisiete o dieciocho años. Salían y entraban con su pareja de la mano y se ponían a morrear a la puerta de la discoteca. Los tíos metían mano en las tetas y en el culo, pero las tías les retiraban las manos. Había cocodrilos, Levi’s, plumíferos de oca, zapatillas Nike y Adidas. Podían ser los hermanos mayores de los de mi colegio, o sus primos o sus vecinos. Contemplábamos con envidia cómo se divertían, las tetas de sus novias, las relucientes zapatillas, sus vaqueros de marca y los gordísimos plumíferos. Nos pusimos de acuerdo sin hablar. Bastó con una mirada y un ligero movimiento de la cabeza. Nos levantamos como unos relámpagos, nos abrimos paso a empujones entre aquellos ricos de mierda y nos fuimos a la esquina de esa misma calle, a veinte metros. Yo saqué mi navaja del bolsillo. La tenía cerrada y me sudaba un poquito. Pepe se sentó encima de un coche justo al lado de la esquina. Al ratito, anunció que venían dos tíos con plumíferos. “¿Son altos?”, le preguntó Santi. “Como así”, le indicó Pepe señalando una altura cabeza y media más alta que la mía. “No nos sirven, seguro que no nos valen las zapatillas”. Nos sentamos encima del coche en el recodo de nuestra esquina y los vimos pasar como el león que ve pasar a una suculenta gacela. Después pasó una pareja dándose besitos. El tío era bajito, por eso Santi quería ir por él, pero yo le dije que a una chica yo no la robaba. Eso era de cobardes, de mierdas. Empezamos a discutir en susurros hasta que oímos sus pasos. Pasaron por nuestro lado y nos miraron con miedo. Ella se cogió el bolso. Durante un buen rato dejamos pasar unos cuantos grupos. Ellos no sabían que teníamos en nuestra mano que esa noche acabara bien o mal. Aunque tuvieran mucho dinero, esa noche nosotros teníamos el poder, no lo tenía ni su pasta, ni Dios, ni sus padres ni nadie, nosotros teníamos el poder de decidir quien se iba a librar y quien no. Esa sensación me gustaba y me daba ganas de mear a la vez. Ahora yo mandaba. Pepe se acercó muy contento. “Estos molan, son dos, con gafas, tienen una pinta de empollones que no pueden con ella, llevan una chupa de cuero que te cagas y un plumas. Los dos llevan zapatillas de marca, seguro que están forrados”. Por un momento, me dieron ganas de llorar pero, al instante, me llegaron las peleas en el colegio y en mi casa, el accidente, el hospital, la cantidad de hijoputas y gilipollas a los que todo les va bien, todos esos a los que no les pasa nada malo en su puta vida, como estos dos pijos que estaban a punto de llegar a los que sus padres les compran todo lo que quieren y que viven en chaléts. Había que repartir un poco las penas y las alegrías. ya estaban casi encima. Tocaba actuar. -Venga, las pelas - les dije mientras enseñándoles mi navaja como si fueran unos cromos dificiles. Los muy panolis por poco se cagan encima. -Ya estáis soltando todo lo que lleváis -les miré con la mirada de defensa central, acercando la navaja al estómago de uno. No podían ni hablar. Uno de ellos estaba a punto de llorar. Pepe aprovechó la situación. -Mira que éste se pone muy nervioso y se le puede escapar un sirlazo... -No, por favor, no nos hagáis nada. Tomad, tomad. Soltaron dos billetes de quinientas pesetas. -La calderilla también, -dijo Santi. Sacaron como trescientas pesetas entre los dos. -Las chupas. Uno se puso a lloriquear cuando se la quitaba. El otro estaba muy serio. -Ahora, seguid andando hacia allá y no miréis atrás. Si se os ocurre a alguno de los dos hacerlo os clavamos un navajazo por la espalda que os manda al otro barrio. Salimos corriendo. La cosa había ido bien. Entramos a un bar a comermos unos

bocadillos de calamares y dos jarras de cerveza. Después, nos repartimos el dinero y escondimos las chupas en las casas muertas. La semana siguiente las venderíamos en el rastro.

Desde que me prohibió jugar con el equipo, no había vuelto a hablar con ella ni con nadie más en la casa. Me ponían la comida, me respetaban cuando estaba viendo un programa en la tele, me iba al cuano de mis padres a hacer que es~diaba y no me dirigían la palabra. Vivía ajeno a todo lo que ocurría en esa casa y el resto del mundo, Esa mañana, sin embargo, mi madre se levantó con tanta energía que me pareció estar viendo a la misma persona de dos años atrás. Me encargó que fuera a por churros y el periódico Nos estábamos tomando el chocolate con churros cuando me comentó que mi padre tenía dos entradas para ir a ver al Real Madrid contra la Real Sociedad, un partidazo. Le dije “no pienso ir”, sin dejar de mirar el chocolate, -Pero si es tu equipo... Me dijo con muchísima pena. Oscar, por favor, qué te pasa La abuela, mi hermana y hasta mi hermano me miraron. Esperaban que diera señales de vida, encontrar un ser humano detrás de esa máscara de Darth Vader, pero allí no había nada. Respiraba, como los seres humanos, pero allí, en mi casa, ese era el único rasgo humano que mantenía. Se levantó de la mesa y se fue a la cocina. A llorar, Se escuchaban sus moqueos desde el comedor. Mi hermana tomó el mando de las operaciones -¿Pero es que no tienes sentimientos? ¿No ves lo que está sufriendo? ¿Te parece poco, después de lo que pasó con Javi? Sentimientos, sufriendo, Javi.... Veía pasar las palabras por delante de mi jeta pero no me apenaban, nada me conmovía. Vivía en una película del salvaje oeste y ellos estaban en “Qué bello es vivir”. No me incomodaba ni el silencio acusador que flotaba en la sala. Pasaba de todo y de todos. Mi madre volvió con los ojos hinchados de tanto llorar. Me llamó, muy seria. -Oscar, ven al salón. Ella se sentó en un sillón y yo en el tresillo, repanchingado para atrás. -~¿Por qué no quieres ir al fútbol con tu padre? -Porque no. -¿No quieres ver ese partido? -No. -Pero si es tu equipo de futbol. -No. -¿Quieres que vayamos al cine? -No. -Hijo, ¿qué te pasa? -Nada. -Sabes que estamos buscando un piso para vivir nosotros solos? ¿Has visto que tu hermano ya puede andar él solo? Continuó al cabo de unos segundos. -¿No te alegras? ¿Ya no te alegras por nada? Miraba al suelo. De pronto, levantaba un segundo la vista y creía encontrar algo conocido, algo que había perdido hacía mucho tiempo. Pero no podía ser cierto, era un espejismo, como tantas veces Dios nos había enseñado unos reflejos acuosos que no eran más que arenas mentirosas. Estaba inmóvil como una esfinge, no parpadeaba, no temblaba, no movía un dedo. No me alegraba, claro que no me alegraba, no me alegraba

porque sabía que todo era mentira, nos había tocado sufrir y ése era el papel que tenía reservado Dios a esta familia. La libertad, la alegría, las locuras estaban en otros lugares. Mi madre, sin embargo, luchaba por encontrar a su hijo en ese androide que tenía delante. -Venga, hijo, yo sé que tú también has sufrido mucho y que tienes muchas cosas dentro. ¿por qué no me las cuentas? Resoplé. Unas gotas de agua estuvieron a puntode escaparse del muro, pero el dique aguantó. En ese momento, entró mi padre. El tono de la conversación cambió. -¿Cómo que no quieres ir al fútbol? Vaya que si vas a ir. -Déjale, déjale, estamos hablando, déjanos solos. -Déjamele a mí. Vas a venir al fútbol conmigo y no vas a volver a salir sin permiso, a partir de ahora vas a andar tieso como una vela, y como no te reformes, te vamos a mandar interno a un colegio de curas, vaya que si vas a ir. ¿Qué dices? -Nada. -Nada, nada, no dices nada, no haces nada más que fechorías. A este mierda le estáis contemplando demasiado, un chorizo, un vago, un delincuente, lo que necesita es mano dura. Eso es lo que necesita. -Déjale, déjale, que estamos hablando. -~¿Hemos terminado ya?, -dije como pude. -Luego seguimos hablando. Me sentí aliviado. Mi padre me había dado la razón. Nada de lo que pudiera encontrar allí iba a ser bueno. Entre la resignación y la vida salvaje, tenía muy claro lo que iba a elegir.

Últimamente me expulsan de muchos sitios. Me echaron del colegio una semana por lo de los rotring, hoy me han expulsado del partido y encima me han abierto la cabeza

cuando iba hacia el vestuario: fue el tío que había pegado una patada al balón cuando iba a lanzar un córner, ése al que había llamado hijoputa. Me la tenía jurada. Parece que hay mucha gente que no me quiere ver cerca de ella. Susi sí quería estar conmigo. Me esperó a la salida del vestuario, cuando ya todos se habían marchado al bar y a mí me estaban curando la herida, que me había abierto la ceja derecha. Estaba sentada en un banquito, a la salida del polideportivo, con las manos apoyadas en la explanada que hacía el vestido de florecitas entre sus piernas. -~¿Estás bien? -me dijo casi tan bajo que no se oía. -¡Cómo voy a estar bien, si me han pegado una hostia que te cagas!. ¿Tú estarías bien si te hubieran metido un palazo en toda la frente? ¡Eh! ¿Lo estarías? ¿Lo estarías? ¡Contesta, di algo! -No -dijo más bajjito todavía. -Pues entonces, ¿para qué haces esas preguntas tan gilipollas si sabes lo que te voy a contestar? Las chicas es que no tenéis ni idea de nada. Empezamos a andar, ella iba a mi lado, casi me tocaba con su hombro. No podía soportarla, no podía soportar a nadie a mi alrededor. -~¿Qué haces aquí? ¿A quién estás siguiendo? No contestaba, pero me seguía, seguía detrás mío como una perrita faldera, pero yo no soportaba a un ser humano cerca de mí. -¡Lárgate ya, ya te estás largando!, ¿me has oído? ¡Que te vayas de una puta vez!. Se alejó lloriqueando y por fin me quedé tranquilo, con mi mala hostia y mis pensamientos. Me veía en peleas con personas mayores, padres incluso, como el que me había pegado con el palo esta mañana. Me veía haciendo llaves de kárate y de kung fu. Me veía enfrentado a mi padre y lanzándolo por las escaleras. Todo aquél que me cruzaba por la calle era un enemigo y a todos vencía con las armas adecuadas. De la señora con la compra me reía en su cara recordándole al borracho de su marido. A la niña le recordaba que estaba más lisa que una plancha. El coche del panadero estaba como él: para el desguace. La gente con la que me cruzaba eran unos pobres imbéciles que soportaban a sus jefes y a sus familias, con las que se llevaban de puta pena, era gente débil, que no merecían más que la lástima y unos cuantos palos para que reaccionaran de su estupidez. Idiotas que metían su dinero en el banco para que llegara la gente lista y se la llevara sin pegar un palo al agua. Toda esa gente no iban a salir de pobres en su puta vida, no iban a conseguir ser más guapos ni más felices. Estaban condenados desde que nacieron, a trabajar para los ricos, para que ellos se llevaran todo lo bueno y encima, no se daban cuenta de nada, eran tan tontos que no se daban cuenta, por eso parecían tan despreocupados, porque no sabían nada, ni de los ricos, ni de los hospitales, ni de la muerte, ni de nada. Yo sí sabía, ahora sabía lo que me faltaba por saber, que el trabajo sólo te va a llevar a la mala hostia, como a mi padre y a los demás padres del equipo. Las sonrisas y la buena salud estaban del lado del dinero y el dinero sólo se puede hacer si se lo quitas a alguien. Así eran las cosas, no se podía fabricar todo el dinero que se quiere como creí aquel día en el autobús, tenía que haber poco para que unos trabajaran y los otros se aprovecharan. Para poner a la gente como Willy y Richi en su sitio había que hacer algo más. Echarle un par de huevos y dar un salto adelante. De verdad. Como esta noche, esta noche daría un buen salto hacia otra vida.

Nos encontramos en el banco, enfrente de la panadería, a las doce en punto de la noche. No había nadie por la calle, las tiendas hacía tiempo que babian cerrado, los niños

estaban en sus casas, los currantes hacía tiempo que habían vuelto del trabajo. Estuve esperando un rato hasta que apareció Santi. Me sonrió como los días de partido, como si fuéramos a hacer la cosa más normal del mundo. Me volvió a contar la historia como si fuera una excursión por Madrid, como si fuéramos a ir a un concierto. “Está chupao, sólo hay un conserje que vive en una caseta, pero a esta hora seguro que estará sobao. Conozco a su hijo, que es colega mío, y me ha contado que su padre siempre se queda dormido en el primer intermedio de la película. Entraremos por la valla que te enseñé el otro día, hay un hueco que han hecho la basca que juega por allí para poder saltar cuando se les cuela el balón en el colegio. Sólo hay que encaramarse hasta el bordillo, que quedará como a dos metros y desde allí, ayudar a los otros a meter la cabeza y pegar un saltito. Está chupao, ya verás”. “Bueno, y luego dentro, ¿cómo nos lo hacemos?”. “Está todo controlado, chaval, el Gustavo ha hablado con su nueva novia, que va a ese colegio, y le ha contado que siempre se queda abierta una ventana del cuarto de baño por donde se entra a la sala de los ordenadores. No hay más que colarse por allí, sacar los ordenadores que queramos, llevárnoslos, esconderlos en las casas muertas y después colocarlos donde podamos”. En mi cabeza se agolpaban las preguntas: cómo conseguiríamos metemos por esa ventana, cómo podríamos sacar los ordenadores, que seguro que pesaban un huevo, cómo nos los llevaríamos sin que nos viera nadie, cómo, cómo.. Pero sabía que en el fondo, ni Santi ni Gustavo sabrían contestarme a todas esas cosas. Sabía que preguntarle por ellas habría sido lo mismo que desconfiar de sus palabras, habría que dejarlas a la improvisación, como cuando pegamos el palo a los pijos, siempre había que dejar abierta una puerta a lo inesperado, por eso este era un trabajo dificil, si no lo podría hacer cualquiera, esto era un trabajo para gente con un par de pelotas y lista, porque otro se echaría para atrás en una situación así, había que ir para adelante y pillar esos ordenadores como ftiera. Después, con el dinero, me podría comprar unas adidas, un plumífero y, quien sabe, si eran muy buenos y nos llevábamos los suficientes, puede que también una moto como las de los hijoputas del colegio. Llegó Gustavo con un gorro de lana en la cabeza, como los que utilizan los que descargan en los muelles el pescado y la mercancía. Tenía muy buena pinta el tío, seguro que si lo lleváramos los tres, el palo tenía más posibilidades de salir bien, parecíamos más... más profesionales, no es que Maradona no pueda hacer cien regates con unas tórtolas y una camiseta rota, pero seguro que con unas buenas botas y una camiseta en condiciones la cosa parece mucho más seria, ¿no? Pues eso. Gustavo llegó muy serio, nos dió la mano agarrando del dedo gordo, me miró, le preguntó a Santi si me lo había explicado todo, si tenía alguna pregunta, le contesté que sí y que no y, acto seguido, le dijo a Santi que fuera a echar un vistacillo a ver como estaba la cosa. “Ahora vuelvo, jefe”, le contestó. Al rato volvió Santi con una gran sonrisa, parecía que se lo estaba pasando bien, el tío. “No hay moros en la costa, socio”. ‘Pues entonces, vamos”, dijo Gustavo. “Yo subiré primero mientras vigiláis que no venga nadie. Después, cuando ya esté arriba, os ayudaré a subir a vosotros. En cuanto entremos ni respiréis, nada de hablar, nada de saltar, ni correr. Andad como si os levantárais por la noche en vuestra casa. Hay que hacerlo rápido pero es preferible tardar más que hacer ruido: ¿habéis entendido?”. Asentimos con la cabeza y nos pusimos a andar. Por el camino, me venía a la mente la cara de mi madre, que estaría preocupada por mi tardanza. Al mismo tiempo, me llegaban retazos de discusiones con mi padre, cuando me pegó el tortazo, los portazos, la pelea con Richi, los crueles paseos con mi hermano, y esto me daba ánimos y me hacía sentir más fuerte, yo también tenía derecho a tener mi parte en este mundo de hijoputas. Ahora se iban a enterar de lo que valía un peine, y de lo que podía hacer si me tocaban mucho los cojones. Aspiraba hondo, metía aire en los pulmones y pensaba mentalmente en la valla, tenía que estar bien ágil para pasar el menor tiempo posible delante del muro, el momento que nos delataría como ladrones. Ladrones. Por fortuna, el muro por el que íbamos a entrar estaba muy apartado, en una esquina a donde iba a parar un callejón con

tres portales de cuatro pisos. No se veía el camino para ir al metro ni había ningún pub por los alrededores por donde podía haber venido alguien. Tan sólo algún currante volviendo del trabajo podría aparecer por allí. Nos colocamos Santi y yo en las esquinas de la entrada del callejón. Gustavo cogió carrerilla, apoyó un pie en la pared y se agarró al saliente del muro. Trepó a través de él y se encaramó colocándose a horcajadas sobre él. Entonces le dijo a Santi: “venga”. Dejó su puesto y me quedé sólo, vigilando. Las compuertas de mi picha parecían a punto de desbordarse. Por momentos, gotitas de pis se derramaban al calzoncillo, pero, aunque parezca increíble, al mismo tiempo me estaba divirtiendo, como cuando copiaba en un examen. Al tiempo que atendía al callejón, miraba de reojo a Santi subir. Le costó un poco más que a Gustavo pero al final subió, se coló por el cuello de la valla y saltó al otro lado. Sonó un gran estrépito. Gustavo me dijo: “venga, te toca”. Fui corriendo hasta donde estaba Gustavo. Me fui unos pasos para atrás, coloqué el pie para impulsarme pero no llegué. Me puse un poco nervioso. Gustavo me animó. “Venga, que te ha faltado poco”. Probé otra vez. Tampoco. Me iba entrando más y más miedo. Otra vez. Nada. Entonces sonaron pasos por la calle. Ya la había cagado, me iban a detener, me iban a llevar a la policía, me iban a llevar a la cárcel. Gustavo me apremió: “venga, venga, que viene alguien”. Tenía que hacerlo. No iba a acabar en la cárcel y joderme el resto de mi vida en mi primera cosa seria. No iba a ser tan tonto de ser el primero al que pillan en su primer currillo. Me fui atrás con furia, puse un pie y agarré la mano de Gustavo, con la otra, el muro. Gustavo tiraba y tiraba y, por fin, consiguió ponerme arriba. Me introduje por el hueco y salté al otro lado en un santiamén. Santi me recibió con una gran sonrisa y se echó el índice a la boca en señal de silencio. Nos colamos por un callejón entre dos edificios, bordeamos uno de ellos hasta aparecer en su parte trasera. En lo alto de un muro, como había dicho la novia de Gustavo, había una ventana corredera abierta. Pero era muy estrecha. Estaba claro que por ahí sólo podía entrar un chaval delgado. Les miré desesperado, ellos miraban con gesto de cabreo. “Por ahí no entramos, tío”, dije yo. “¿Cómo que no?”, dijo Gustavo, “como me llamo Gustavo que yo entro por ahí, nos han jodío mayo”. Pegó un salto y metió su cabeza. No cabía. “Me cago en todo lo que está escrito, prueba tú”, le dijo a Santi, que tenía la cabeza un poco más pequeña. Pero tampoco. Me miraron. No hizo falta que me dijeran nada más. El salto era bastante más sencillo que el anterior. Me agarré a los rieles de la ventana, trepé un poco y recé para que no me cupieran los hombros. Entraba. Miré atrás desde lo alto, apoyando mis pies en sus manos. Gustavo y Santi levantaron el dedo gordo. Sonreían contentísimos. Gustavo dijo: “vete sacándolos y nosotros los llevamos al otro lado”. “¿Cuántos?”. “De momento saca uno, y luego ya veremos”. Estaba en una sala oscura, donde se adivinaban pantallas de televisión y unas cajas, eso debían ser las computadoras o los ordenadores, o como coño se llamaran los cacharros ésos: era la primera vez que veía un ordenador en toda mi vida. El otro día vi en la tele que hay personas que pueden llegar a morir cuando les late muy deprisa el corazón. Yo debía estar a punto de superar el máximo ritmo cardíaco admitido por cualquier médico. Corría al ritmo de la batería de un grupo de heavy metal, casi no se diferenciaba un latido del anterior. Estaba parado, en mitad de la sala, rodeado de máquinas enormes que no sabía ni cuanto pesaban. Estaba metido en el infierno, iba a robar, a hacer algo muy malo, podía fastidiarme la vida para siempre, podía estar haciendo algo de lo que me arrepintiera mientras viviera, y en ese momento, al ritmo que latía mi corazón, se sucedieron todas las cosas que me habían pasado los últimos dos años, desde aquel día que nunca debió haber existido. Vi en mi mente todos esos hechos como una cadena, seguidos como fichas del dominó, cada una golpeando a la anterior y empujándome hasta aquí, hasta donde estoy ahora, haciendo algo que hace dos años, sólo dos años, me hubiera horrorizado hacer. De pronto, me desperté. Miré a los lados, escuché los susurros de Santi y Gustavo y mi corazón se ralentizó, recuperé la tranquilidad de las miradas de defensa leñero, la seguridad del Robin Hood que roba a

los ricos, la libertad del rock and roll y el odio, el odio a esta puta mierda que es la vida, que no deja más opción que pensar en ti, aprovechar todo lo que puedas las oportunidades que se presentan porque nadie piensa en ti. Así que, bien pensado, qué me importaba de quién fueran estos ordenadores, sus dueños son ricos, y los ricos siempre tienen más dinero para comprar lo que les dé la gana, siempre hay más, como Alex, lo máximo que les puede pasar es un cabreo que les dure una hora, siempre habrá un padre o una empresa que les dé lo suficiente, y éste era un colegio de ricos, de los que van uniformados, no tanto como el mío, pero ricos, que es lo que importa, no les estaba robando a los pobres, les estaba robando a los ricos para que otros pudieran tener unos ordenadores más baratos, mira por donde, iba a hacer de Robin Hood, y si me pillaban, pues me pillaban, cualquier cosa sería mejor que vivir en esa familia donde nada iba bien, donde nadie sonreía ni deseaba ser feliz, y encima nadie tenía la culpa, porque siempre, otra cosa había tenido la culpa de estar como estaba. Seguro que en cualquier sitio iba a ser más feliz que allí. De pronto, me pegó un subidón como la primera vez que me tomé un calimocho. Recorrí la habitación como si estuviera en mi propia tienda, miré las marcas de los ordenadores intentando reconocer el mejor, levanté un par de ellos para ver cuánto pesaban y, por fin, me decidí por uno. Ponía IBM, la marca me sonaba. Me lo llevé en brazos hasta la ventana. Mis amigos estaban muy nerviosos, tanto como yo unos minutos antes, “Qué te ha pasado, tío?, creíamos que te había pasado algo, ¿por qué no contestabas”. “Tranqui, tranqui, sólo estaba eligiendo el mejor, éste parece deabuti, ¿no?”. “Da igual, dámelo”, me dijo Gustavo. Lo agarraron del otro lado y lo pusieron en el suelo. “Voy a pillar otro”, dije. “No, con éste vale”, dijo Santi. “Sí, venga, nos piramos”. “Vamos a pillar otro, que con ése no hacemos nada”, insistí con un par de huevos. “Tío, que nos la estamos jugando”, dijo Gustavo. “Sólo uno”, le dije, y me fui a por otro que había visto con buena pinta. “Oscar, alguien viene”, oí a Santi a lo lejos. Me detuve como los indios cuando oían el paso de los búfalos, pero no escuché nada. Continué con el segundo ordenador en las manos, acercándome a la ventana. Cuando estaba debajo de ella, chisté: la señal que habíamos convenido. Nadie contestó. La cena de esa noche bajó repentinamente por mis intestinos y se quedó en las puertas de mi culo. Volví a chistar. Nada. Me tiré una traca de pedos. El corazón se me heló. Tenía mucho frío. Ya no estaba nervioso, simplemente, no respiraba. Me sentía como si me hubieran soltado del vientre de mi madre directamente a un estadio de fútbol el día de la final de la copa, como si me tiraran de un avión sin paracaídas. Estaba cayendo y sin embargo no sentía miedo. Sabía donde estaba y donde iba a caer. Sabía el camino que había recorrido y donde me conducía. Sabía que llegaba al infierno y, pensé: a lo mejor no se está tan mal allí. Las fichas del dominó eran claras, allí me iban a colocar y allí tendría que aprender a vivir. En realidad, el infierno no debería ser muy diferente a lo que había vivido en los últimos años. Cuando el guarda entró, le esperaba de pie. Le miré a los ojos a cinco metros, pero desde mucho más lejos. Llevaba una garrota. Nos quedamos mirándonos durante unos segundos. Quizás tardó medio minuto en abrir la boca. “Te has caído con todo el equipo, chaval”. Levanté un poco el labio como si no me importara nada. “La policía ya está avisada. En un rato estarán aquí”. Me senté en una silla de la sala. El se quedó de pie, delante de la puerta. “Como te muevas, te suelto un garrótazo que te dejo frito”. No contesté y continué mirándole directamente a los ojos. “¿Donde están los otros?”. No contesté. “¿Cuántos ibáis?”. “Maricón, ¿dónde se han metido los otros?. No contestas, eh, te crees muy duro, eh, pero cuando venga la policía te vas a enterar de lo que vale un peine. Esos no se andan con chiquitas, te van a empapelar por una temporada y eso después de pegarte una curra que te vas a cagar por la pata baja”. Le hablé con toda la seriedad que pude, como si fuera una persona de su edad. “Están todos los ordenadores, ¿no?, ¿pues a usted qué le importa?”. “Sois gentuza, y la gentuza no puede juntarse con la gente de bien, sois carne de cañón y esa gente prefiero que no ande con la calle,

mezclándose con la gente que se gana la vida honradamente. A la gentuza como tú había que enchironarlos y no dejarlos salir en toda su vida”. Esas frases me sonaban bastante. No valía la pena hablar con él. Al rato comenzó a sonar una sirena de la policía que se fue haciendo más y más presente, hasta que su luz azul comenzó a reflejarse en el muro de enfrente. El no hizo ningún comentario. Entraron dos policías. Me pusieron las esposas, como el sheriff a los salteadores de bancos. Esto me hizo gracia por unos instantes. “Y encima se ríe el hijo de puta”, dijo el guarda. “Venga, que es sólo un chaval”, dijo el policía. “Sí, sí, un chaval, espérate tú un par de años y ya verás tú el pedazo de delincuente en el que se ha convertido”. Un delincuente. Eso no me gustó. No me gustó nada. Me metieron en la parte de atrás del coche de la policía, sin violencia, esperaba alguna bofetada como en las peliculas de mafiosos y algo así como “¿dónde están tus compinches?”, pero los policía parecían más unos serenos que unos matones. Me quitaron las esposas: “no intentes escapar ni tirarte en marcha porque las puertas no se pueden abrir desde dentro”. Entonces me dí cuenta de que estaba encerrado, quiero decir que estaba preso, como el verano en casa de mi abuela. No era libre. Ya no podía correr, ni besar a Silvia, ni jugar al futbol, ni ir a conciertos, ni escaparme en el metro por la ciudad, ni entrar a los grandes almacenes. Ahora ya no podía hacer nada de eso. Y todavía no había cumplido trece años. Entonces me vinieron a la cabeza mi madre, mi hermano, los sufrimientos de estos dos años, la cantidad de basura que me había comido, y una pena lenta pero profunda fue apoderándose de mí. Sin que pudiera controlarlo, las lágrimas volvieron a aparecer por mis ojos. Hacía dos años que no lloraba, había evitado en todas esas ocasiones las lágrimas, la señal de que algo ha podido contigo, de que algo te ha hecho daño y se ha metido en ti, pero ahora no podía. Y lo peor de todo es que ahora era yo mismo quien me había hecho el daño. O tal vez no. Habían sido las fichas del dominó las que me habían conducido a esta situación. Había sido yo o el destino. El caso es que aquí estaba. Sólo. Estuve llorando en silencio, sin gemir, tranquilo, durante un rato. El policía que conducía me vió por el espejo retrovisor. No hizo ningún comentario. Le hizo una seña a su compañero. Este se giró. “¿Quieres una calada?”, me dijo. Me extrañó que un policía diera de fumar a un chaval como yo. “Venga, no me digas que todavía no te has echado un pitillo”. Lo cogí, por supuesto, esto me calmó un poco. “¿Es la primera vez que te pillan?”. “Sí”. “Pues entonces tranquilo, que si no te encuentran ningún otro robo, te soltarán pronto”.

El libro termina aquí. El autor se ha tomado la licencia de escribir un corolario a esta novela con evidentes deseos moralizantes y con intención de justificar su título. No

obstante, la historia admite todos los finales que la imaginación del lector sea capaz de desarrollar. Lo que sigue es pues, simplemente, una sugerencia tan válida cómo cualquier otra.

Entre las chispas que salían del cortafríos, reconoció un dedo gordo sin una falange. Cuando se destapó la cara de la máscara, apareció ante él una cabellera ensortijada que conocía muy bien. Era la primera vez que Hugo iba a verle desde que había llegado a este sitio. Miró a los ojos del chaval, la cara más afilada, la frente donde empezaba a aparecer el ácne, el largo pelo ondulado que había comenzado a peinar para atrás, una pequeña cicatriz en la mejilla, esa tez transformada en la de una persona repetinamente adulta, y trató de encontrar aquel niño huidizo y tristón que había aparecido por el club, de la mano de su padre, tan sólo dos años atrás. El adolescente que ahora le miraba era una copia endurecida de ese niño desesperanzado. El odio de su mirada ahora se llamaba escepticismo. En un parpadeo creyó ver un atisbo de aquel futbolista sobre el que tenía una cierta autoridad. -¿Cómo estás, fiera? -Como un león enjaulado. Hugo asintió con la cabeza dos veces. Permaneció callado unos segundos en los que aprovechó para darle dos caladas a su cigarro. -¿Qué tal por ahí? -El equipo está un poco agilipollao. Han entrado unos chavales nuevos y estamos intentando que pillen el estilo del Cóndor. Pero no es lo mismo. Volvieron a quedarse callados. No era un silencio molesto sino cariñoso. -Debísteis flipar cuando os enterásteis. -Más fliparía tu familia. El chaval miró para todos lados intentando evitar el lanzallamas que le enviaba los ojos de Hugo. -Tú no tienes ni idea. -¿De qué no tengo ni idea? -De nada. Tú no tienes ni idea de nada. Hugo se echó a reír con malicia. Con mucha malicia. El chaval reaccionó como un rayo. -¿De qué coño te ríes? Este sitio no es como para reírse, ¿sabes?. De aquí no se puede salir si no es con permiso. Esto es una cárcel, tío, la trena. -Era la primera vez que le hablaba así a Hugo, afuera no hubiera sido capaz de decirle aquello. Él no dejó de reírse. Se diría que le estaba provocando. -Aquí hay tíos que han robado bancos, que han matado, y hay uno que violó a una piba. Esto es la cárcel, tío, la ¡cárcel! Hugo dejó de sonreír, creía que iba a ponerse a llorar, la contracción de los músculos de los párpados, los aleteos de las comisuras de los labios, los continuos parpadeos. El chaval notó cómo todas las arterias de su cuerpo le transmitían una pena inmensa, que brotaban de los lugares más lejanos de su organismo. Los manantiales de la pena, largamente atascados, se desbordaban y se encaminaban a la cabeza, concretamente hacia los lagrimales. El chaval se contrajo, apretó tan fuerte los puños que consiguió levantar múltiples diques frentes a los que la riada no tuvo más remedio que calmarse. Los puños, en cambio, comenzaron a golpear el material de carpintería que se apilaba en la pared del taller donde mantenían la conversación. Los demás chavales continuaron su trabajo, impertérritos ante el aluvión de patadas y puñetazos que acompañaron los “mierda”, “mierda”, “me cago en mi puta vida”, “me cago en Dios y en todo lo que se mueve”, “cago en esta mierda de vida que me ha tocado vivir”, “mierda” que, a empellones, descargaba el chaval.

De repente, Hugo cambió su semblante. Se acercó al chaval, le agarró del brazo con fuerza. Era tanta que no se pudo mover hasta que, pasados unos segundos, el brazo se destensó, después los puños y progresivamente el resto del cuerpo. Se quedó mirando el suelo, calmado. Hugo comenzó a hablar en ese momento. -¿Te acuerdas de las tácticas del equipo? ¿Te acuerdas cuando decía que, cuando un equipo ataca y busca el gol al final tiene su premio? ¿Te acuerdas cuando me contestabas que a veces juegas muy bien y no ganas? ¿Yo qué te contestaba? El chaval levantó un poco la vista, lo justo para contemplar de reojo a su entrenador. Seguía siendo su entrenador. -Te decía que a lo mejor en ese partido no te llega la compensación a tu esfuerzo, a lo mejor, por alguna casualidad de la vida, no ganas, pero en otro partido, al final, te llega. Se acaba haciendo justicia. Eso sí, sólo si continuas jugando lo mejor que sabes. Tú sabes lo que es un péndulo, ¿verdad? Pues esto es como un péndulo, chaval, en un momento está a un lado pero después se desplaza al otro y cuanto más alta es la inclinación de un lado, más alto subirá después al otro lado. Cuanto más te esfuerces, más resultados obtendrás. Cuanto menos hagas, menos goles meterás. -Eso es fútbol. La vida es muy diferente. -Respondió airado el chaval. -La vida es igual, gilipollas, es igual... Si te esfuerzas, consigues. Si te dejas llevar por la corriente, no progresas como persona, site mueves en el lado negativo, te pasarán cosas negativas. -Pero si la vida te está dando por culo constantemente, ¿qué coño vas a hacer?, ¿responder a todo con buena cara? ¿Vas a decir que sí a todo cuando sabes perfectamente que el de arriba te ha marcado como al toro que tiene que morir en la plaza? -Chaval, cuanto más altas sean las dificultades que tienes que vencer, más grande será el premio que te tiene reservada la vida. Ahora, si no tienes cojones y te dejas vencer por lo que te viene y no respondes con valentía, tendrás que moverte por el péndulo del odio y allí, todo lo que te espera es eso, odio. -Qué fácil es hablar desde fuera. Como le gusta a todo el mundo. -No seas soberbio, chaval. Trágate tu orgullo y piensa en cómo quieres que sea tu vida. ¿Quieres que el odio te trague o piensas sacarle algún jugo a la vida? -Tú no tienes ni idea de cómo ha sido mi vida. No tienes ni puta idea. El chico volvió a levantar el muro de contención. Hugo comprendió que su tiempo había pasado. Se volvieron a mirar durante unos segundos en los que el entrenador le miró con toda la verdad que era capaz de transmitir. -Piensa en ello, chaval. -Le dio la mano como a un hombre y la apretó con fuerza. Se dio la vuelta, caminó tres pasos y se dió la vuelta al oír su nombre. -Hugo, ¿vendrás a verme otro día? -Claro, chaval. No quiero que cuando salgas te hayas buscado otro equipo. El chico sonrió. Si existía un péndulo, Hugo estaba dentro del bueno, no había duda. Lo que él no sabía es si a cada uno le endosaban un péndulo al nacer, a unos de los buenos y a otros, de los malos. O no, quién sabe. El caso es que tendría que hacerse con uno, como fuera. Un péndulo deabuti. .. FIN r