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Radio Salkantay le recuerda la hora: [trece horas cero cero minutos] Los pueblos y los hombres requieren de más y mejo

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Radio Salkantay le recuerda la hora: [trece horas cero cero minutos]

Los pueblos y los hombres requieren de más y mejor información. EL MUNDO EN 60 MINUTOS Amplitud informativa del Perú Profundo dirección, leo rosas. Todo manchayhinaraq llegan los titulares.

JORGE ALEJANDRO VARGAS PRADO

PARA DETENER EL TIEMPO UNAS CHICHITAS ANTES QUE LAS PRIMERAS VECES SE TERMINEN

PARA DETENER EL TIEMPO UNAS CHICHITAS ANTES QUE LAS PRIMERAS VECES SE TERMINEN

Jorge Alejandro Vargas Prado, 2008 Hecho el depósito legal en la Biblioteca Nacional del Perú Nro. Diseño y diagramación: Augusto Carrasco [email protected] Corrección de estilo: Arsenie Toderas De esta edición: Grupo editorial Dragostea [email protected] www.dragosteaperu.blogspot.com Septiembre 2008. Arequipa Perú

Nota del escritor Tengo veinte años. Edad en la que eres demasiado joven aún pero ya muy viejo; edad en la que si no te cuidas, comienza a crecer la panza. Uno quiere vivir todas las vidas, quiere sentir todas las sensaciones, quiere comerse el universo de una mordida traviesa sin pagar, pero las resacas terribles (cuando la boca se vuelve de corcho, el estómago arde y la pena le cuartea a uno la cara, hasta el fondo, hasta la sangre) hacen entender que todo tiene su precio. Que para vivir todas las vidas uno tiene que costear y ser conciente del precio. La literatura no es más que la herramienta poderosa e infinita de alcanzar todas las realidades posibles. Ahora, cómo diferenciar la literatura que es, de la literatura que no es. La verdadera literatura tiene que perseguir desesperadamente, y como primera intención, un objetivo estético basado en la forma, en la variedad de sonidos y en la calidad y novedad en el trabajo con las palabras. La riqueza del fondo de la literatura es mucho más amplia (tan amplia como su capacidad de contener todas las realidades posibles) así que prefiero saltarme ese punto. Entonces, obviamente creo que prima, por un tanto, la forma (no puede haber literatura sin un trabajo de la palabra, puede existir la mejor elucubración filosófica pero si no hay preocupación en labrar las letras, como literatura, prefiero un poema con las

sílabas métricas bien contadas). Bueno, vamos a cambiar un poco de tema. A los doce, trece años no entendía en absoluto el papel del prólogo y dudaba con toda mi conciencia de la posibilidad de que alguien se pusiera a leer las páginas previas, pero luego cuando crecí, y mi cerebro se ató demasiado a los intestinos, comencé a leer los prólogos mientras hacía la caca. Y creo que para eso se hacen los prólogos, para hacer la caca con tranquilidad. Cuán chuma, cuán desabrido resulta un libro de literatura sin prólogo cuando uno está en el baño (como decía mi maestro Goyo, citando a algún grande “los humanos entendemos el mundo por el ojo del culo” algo así era). Bueno, espero entonces que usted esté en una buena pero poco silenciosa cagadera. Lo siento pero he salido del colegio terriblemente escatológico (antes no podía ni decir “pedo”) y es que me pasa lo que ha Rimbaud le pasó: me siento atado a una concepción del mundo que me crea ansiedad y culpa. ¿Por qué tenemos que sentir vergüenza de nuestros procesos biológicos? ¿Acaso no todo el mundo hace la caca? ¿Por qué no hacer la caca en comunión y compartiendo? En fin. Puedo tener el mundo que quiero esquematizado en mi cabeza pero nada hace cambiar mis sentimientos. La teoría está en el cerebro pero la culpa persiste. Como dice uno de los muchachos

del relato grande: “nosotros somos un medio mejorado, un paso gigante pero no el definitivo, llegará el día en que gentes limpias, por completo, de esta conciencia, de esta percepción del mundo puedan fundar algo realmente nuevo” No lo sé. Bueno, vamos a estas escrituras que vienen o van según el lector. La idea de la tapa invertida nace por travieso y contestatario a la vez, por ir en contra del orden occidental tomando ejemplos orientales recuerdo los mangas japoneses que leía algo más temprano y de paso jugando (enfatizando y con ojo: sólo jugando, no tratando de explicar nada) con el ñawpaq y el qhepa que es una concepción diferente en el Ande: Antes-adelante y despuésatrás. Ahora, algo del título. Voy a intentar explicar una de las tantas crisis de existencia que, sin saberlo o no, abruma al ser de nuestros tiempos: debido a todos estos mecanismos a los que tenemos acceso por la tecnología no existimos en realidad, es decir, no creemos que existimos hasta que, por ejemplo, nos reconocemos mediante la representación en alguno de esos mecanismos. En otras palabras, si un verano tenemos un malecón con miles de sombrillas como derritiéndose, un barco gigantesco queriendo llevarse al sol y un atardecer hecho arco-iris podría pensarse que es suficiente como para disfrutar con emoción, pero si contamos con una cámara casera a la mano los

ánimos serán otros: sacar fotos. Sacamos las fotos y el deseo será uno nuevo: verlas una y otra vez. Tenemos en frente al espectáculo natural pero sólo lo “reconocemos” a través de las fotos caseras. Es como una necesidad de querer apropiarnos de la emoción real del instante, como querer adueñarnos del tiempo, necesidad insatisfecha (y no le quiero dar la razón a Schopenhauer) que venimos arrastrando por nuestras tradiciones de tiempo lineal, constante y acabable. Entonces, nosotros como occidentales concebimos el tiempo como una propiedad (gastamos tiempo, perdemos tiempo, el tiempo es dinero) y no pues. No vamos a poder adueñarnos del tiempo mediante tecnología fácil (a ese tipo de angustias me refería en las primeras líneas). A todo esto se propone la literatura como herramienta de existencia. Mediante la literatura se existe de verdad, es decir, uno detiene el tiempo y es mediante una obra de arte. Siendo fiel a las concepciones de mis ancestros, que coinciden con algunas otras culturas lejanas, me refiero con esto de detener a mejorar, a hacer más densos los tiempos, de más calidad, de más conciencia de existencia. La literatura también es efectivísima en estos tiempos deshumanizados: nos permite entender al otro (mediante la disección del alma que parece podrida pero que en realidad es una constante, por

poner un ejemplo), ver a los seres que nos rodean como similares, como humanos al igual que nosotros. La literatura nos ofrece todos los pares de zapatos que el mundo haya confeccionado, para elegir, calzarlos y vivir las vidas del otro: regresamos entonces a la capacidad infinita de ofrecer todas las existencias posibles de la literatura. Por otro lado, quiero hacer mis descargos al pueblo rumano. Yo amo al valiente e increíble pueblo de Rumanía, aunque no lo conozca en persona sé algo de su historia y de su literatura, amo la lîmba româna y si he cometido algún error con la ortografía lo siento en el corazón. No quiero que se sientan ofendidos por el muchacho rumano de la obra, es la culpa de sus padres desencantados (desencantados hay en todos los países, la estupidez es apátrida) y son los personajes los que piensan simplezas, a veces su ignorancia es atrevida. Con respecto a mi amado runa simi, no voy a tomar una posición clara. Simplemente no se debe usar la C en la escritura del quechua en ninguna de sus variantes. He intentado escribir los nombres en quechua con la que considero la ortografía apropiada. Usaré la J y la H de manera indistinta, señalaré las explosivas y las aspiradas y emplearé las cinco vocales del español.

Por último, estoy contento con este libro porque obedece (en poesía, en cuento y en la pequeña novela) a un mismo sentimiento, creo que hay algo de cohesión, esta vez sí quiero decir algo claro. Ahora, qué tan claro sea para Usted dependerá de mi capacidad y trabajo. Mis conciencias occidentales nuevamente maldicen y quisiera que Usted estuviera leyendo esto cuando yo tenga veinte años, como los tengo ahora, pero no. ¡Hermanos! hay mucho por hacer. Bueno, bueno, lo importante es que Usted haga la caca con gusto (o disgusto, lo ignoro). Haga la caca nomás.

—An ya, así de frente nomás nos piden saludos, a ver, así dice la cantaleta, de Jorge Vargas dice: “Gracias a todos los Tragosteas que me hacen confiar cada día en el poder perpetuo de la literatura y en su infinita belleza, sin ellos estaría perdido. A los ex Niños Oxidados por darme una de las experiencias más ideales de toda mi vida y despertarme el escozor musical (¡que Britney no me consuma!). A mi promoción del colegio La Merced 2003 “Natio Lucis Novicci” que me encienden el Cusco de noche y me lo apagan de día (por las resacas). Bueno, inmensas gracias a Robert Baca, Alberto Salas Oblitas, Iñakapalla Chávez, Carolina Zegarra, María Miranda y Arthur Zeballos quienes leyeron por primera vez estos textos. A mi mamita por hacerme nacer en el mejor país del mundo y a mi familia por heredarme el don de la frontera.” Kay nispa kusisqa kashan ¿no? Ese maqta. Y desde Wanchaq pues nos piden un

pedacito, para el recuerdo dicen. —Para el recuerdo, ah. —Faint de Linkin Park dicen, una buena canción para empezar. Escuchemos, a ver escuchemos un ratito nomás aunque seya.

Este mi humilde trabajo para Aishwarya Rai hermosa como el instante y la eternidad.

UNAS CHICHITAS (MATADOR DE GRINGAS) (LOS BONITOS TAMBIÉN CAGAN)

—Hay que ponerse ruda en las tres axilas y liiiiiisto pues.

MATADOR DE GRINGAS

Para mis maestros sin los que no sería nada: A Raúl Rivas Miranda quien me despertó la conciencia por la necesidad literaria inherente. Y a los geniales Goyo Torres, Rosa Núñez, José Gabriel Valdivia y Willard Díaz por hacer de las clases un placer generoso e increíble y convencerme día a día que vamos por el camino correcto. Y a Jordana Tejada Adriazola. (un suspiro)

El Arquero Celeste —Ya pe causa, una propina nomás. Tú sabes pe, pa la barra. Sino, ¿cómo es la cosa? Por la celeste pe compadre, por la celeste. ¿O tú no eres celeste de corazón? —Ya, ya compadre —saco un Sol y se lo entrego a este huevonazo. Puta, todo lo que tengo que aguantar, esto de venir a tribuna sur es una mierda. Ni caso que le hice a mi viejita: “Coco, anda a preferencial, yo te doy la plata” pero ni cagando, hoy es la final del campeonato y tengo que verlo de cerquita. Los celestes salen primero: corren hacia aquí, se les ve bacán: Basalo, el camello Soto, Carlos Zegarra, Araujo (su cola me bacila), Sergio Leal y por fin él: Erick Delgado. Altazo y recontra potón.

¡Qué chévere le queda su uniforme azul! Viene corriendo, viene corriendo. Saluda a la barra celeste, todos extasiados. Yo muchísimo más, se me ha parado de sólo pensar que me saluda a mí. Cómo amo a este pata, enserio. Una acomodada caleta nomás y listo. El partido comienza. Me cagó de miedo cada vez que los cusqueños se le acercan desafiantes. No quiero que lo caguen los de la prensa, son siempre una basura. Me gustaría ir y sacarles la mierda a cada uno de esos que andan rajando. Algunos dicen que es un creidazo, que le gusta llamar la atención pero nada que ver, es especial. Tiene carácter de, como quien dice, artista. Me gusta porque es bien peruano, cholo recio. La pepa que se maneja, ni que decir: pepaza. Una vez cuando estaba en un shoping de Lima con mi viejo pasó por mi ladito y yo hecho un babosazo ni cuenta que me di. Después de tres horas de escucharlo: “Oye Coco, ahí está el arquero del Cristal” volteo. ¡Qué mongazo! ¿No? Una mierda todo esto, aunque… ni tanto ah, porque pude olerlo. Olía rico, como a vainilla y le vi el potazo de cerca. Era grandote, bien alto era. ¿La sensación? Fácil pe: igualito a cuando te tiras la paja pero sin cuajo y más bonito, como que más tierno. ¡Cómo sufro cuando acaba el primer tiempo! El partido está a favor de los celestes pero, cuando

vuelvan a salir, se irán corriendo al otro lado de la cancha, lejísimos. A la larga, cuando sea grande. Me gustaría ser como él. Pero, la hueva. No es que sea feo: o sea, tampoco soy un cuerazo, pero como mi pata Jaime dice, algo tengo. Además mis viejos quieren que sea administrador de empresas, pa que me dejen el negocio familiar cuando manquen. ¡Una mierda! ¿No? Ja, ja. ¡Qué chongo! A veces cuando lo veo por la tele imagino que me vuelvo un futbolista famoso, que nos conocemos en una disco ficha y que, de borrachos, agarramos y nos volvemos patazas. Pero ni cagando, ¿sí o no? Ni cagando pe. El partido acabó. ¡Al fin! ¡Ganamos la copa carajo! ¡Nos comimos a los cusqueños! ¡Los celestes somos campeones nuevamente! El equipo de mis amores corre dando la vuelta olímpica. La gente a mi alrededor se empuja, grita, me abrazan. Siento ganas de llorar pero ¡qué chucha! Estoy recontra feliz. Él, mientras tanto, se quita su uniforme azul y está a punto de venir hacia donde estoy yo festejando su triunfo. Ahora, Erick Delgado lleva la copa enorme sobre su cabeza, tiene un cuerpazo. ¡Qué emoción! ¡No puedo creerlo! Esta cerquita, cerquita. Aplaudo con fuerza y siento que me mira. Ha sonreído. ¡No puedo creerlo! De pronto, comienzan a alejarse.

He esperado pacientemente y con el corazón tan vacío como el estadio, decido quitarme de una vez. ¡Puta! ¡Qué huevada! Se me ha vuelto a parar. Diciembre 2005

La N-Och-E E-N -L-A -QU-E VI-¡MOS -¡A Pari-S hiLT-ON

Las noches de fin de semana son divertidísimas aquí. Las fiestas en el Cusco son apasionadas y siempre es fácil pasarla bien. Sin embargo, ahora, las cosas son distintas. No todos están felices. El Caos está llenísimo y hace tanto calor que cuesta respirar. —Oye, tú estás loca ¿verdad? Después no quiero que me vengas con tus huevadas de carácter: “Kike, yo te quiero… pero no cómo te gustaría”. Nunca te acabo de entender, me has roto el corazón mil veces. —Escucha… es mejor para ti. Te lo juro, te lo juro, Kike…—sudan. La música es buena. Ella se ve hermosa. Su rostro es una perla ca-

rísima como las que usa Paris Hilton. —No… —“Paris Hilton” piensa Kike—. ¿Sabías que la Paris Hilton ha llegado al Cusco? —La mierda que me importa tu putita esa, después preguntas por qué te dejo de querer. —Acabas de decir que ya no me quieres. —Quiero decir —se sonroja más, es hermosa—, te quiero pero no como te gustaría. Un profundo y diametral hueco es, ahora, el corazón de Kike. —Entonces lárgate, no quiero saber más de ti. Víbora. Me das asco. Lárgate pues, cobarde. La gente como tú debería morir. Imagina que ella es una flor que acaba de deshojar para siempre. Está arrepentido. —¡Mierda! Soy un pobre cojudo —dice mientras ella se aleja, triste. No volvería jamás—. Olguita, Olguita, soy un pobre cojudo, perdóname. Sin embargo las suplicas que murmura no son suficientes. Olguita se marcha. —¡Asu mare! Paris Hilton… —dice alguien detrás de él. Kike observa estupefacto. Paris Hilton entra amarilla, fría y sonriente al Caos. La vida se detuvo entonces para admirarla. No es que sea bonita, piensa Kike, tiene algo. Los hombres grandes que la cuidan reparan preocupados en la terrible quietud del lugar. Con certeza estadounidense habían

imaginado que en el Perú nadie la iba a reconocer. —Se equivocaron, hijos de puta —dice Kike airado; cuestión de tiempo y la mayoría se habrá repuesto de aquel ridículo fenómeno. Nada raro: una gringa con no-cerebro de pasa. Inútil y ricachona. Pobrecita, piensan muchos. Kike la odia. La magia de la noche cusqueña hierve de nuevo en los jóvenes. El Cusco es lo máximo. Tamaña sorpresa la que, luego, se dan todos. Paris Hilton tropieza. Está cayendo. —Oh for God's sake! Paris is falling down the stairs! —grita un guardaespaldas inservible. Nadie deja de reír. Paris cae de poto y, al parecer, le duele horrible. Kike está satisfecho. Diciembre 2005

EL díA -DeL fin Del Mu-NdO O EL p-Araiso aDoLesC-ENtE

El Padre Horán está que revienta de cólera. Lo vacilamos muchísimo y me da pena. La calle parece más interesante. Puedo ver lo agitada que está y no perderme en el dictado. Soy, dicen algunos, medio superdotado para esas cosas. Los carros van y vienen. Yo creo que son el invento más bacán del hombre. Las personas lucen apuradas y me distraigo mirando su ropa. Andando rápido. Todo anda rápido excepto la hora. Las clases de religión son monses. —Deuteronomio, capítulo seis, versículos del tres al ocho —dice el padre Horán con el rostro exhausto. La gente habla nomás. Nadie le presta atención.

Pobre curita, carajo. Toco mis piernas, están flácidas porque hace ya buen tiempo que no hago deporte, ni un poco, desde que ese campeonato intercolegios se acabó. Chuuuuuucha, el cole se termina también. Tengo ganas de decirle a toda la nación que me voy a quedar recontra triste sin el Rojas, ni el Nils, ni el Luchito Medina, ni el Deso. Me voy a quedar sin nadie, mierda. Sin nadie. Mi corazón se hace hueco, huecazo. Miro el pizarrón, hay no sé qué sonseras escritas en griego. Quién se va a estar aprendiendo esas letras de mierda!. Me lanzan un pocotón de papel higiénico mascado y pese a que finjo achorarme un huevo, ni un poquito de mi alma se molesta, hay nostalgia. Masco papel también para contraatacar. —No hagas eso cochino de mierda —me dice Nestitor Flores, el pata que me sacó de frío aquel día cuando se me pasó la mano con el vidrio roto. Me arrocho. Ojalá el cole fuera para toda la vida. O, aunque sea, un añito más. El reloj ha avanzado y mis patas se ven recontra felices, ha salido el sol. La puerta suena insistentemente y el curita parece agradecer a los cielos. Nosotros nos callamos por siaca, no vaya a ser que el señor Pizarra nos

vuelva a castigar. Ese hijo de puta. —Alumnos, ¡silencio por favor! ¡Alumnos! ¡Oigan!—el padre Horán vuelve y nuestra fiesta se reinicia—. ¡Escuchen de una vez, hijos del demonio! —está asustado, recontra tenso. Los de adelante comienzan a escucharlo. Tiembla. Su voz es otra cosa. Puta algo está pasando. ¡Estos indiferentes de mierda! Lo escucho, pido silencio—, hablé con el Padre Director… tengo que salir un ratito —sí pues, luce muy mal. El curita está que se caga de miedo, ¿y?—. Algo grave ha ocurrido ¡gravísimo! Escuchen… esténse callados por favor. ¡Dios! Todo se soluciona… vuelvo ahorita. Todo se soluciona y vuelvo —salió. De hecho las cosas están cagadazas. Cinco años conociéndolo no pasan pe por las huevas. Que le ore a Dios, ¿no? a ver si lo salva esta vez. ¡Qué habrá hecho el curita! La mochila de alguien, llenecita de cuadernos, me cae duro en la mitra. La guerra se inicia y estos gran putas no dicen nada. Las carpetas se abren en dos y mi corazón se anima. La bulla es sideral, como dice mi profe. El corazón sólo es juerga. Cuando es dos y cuarenta nadie se ha percatado. La risa nos ahoga. Estamos bien contentos. —Escuchen mierdas —grita Olaechea—. Hue-

vones parecen, hace rato es hora. ¡Salida! ¡Salida! No escuchamos la campana. Qué raro. No nos vinieron a buscar tampoco. Salimos corriendo, tropezando… el cielo estaba nublado y en el colegio no había nadie, las puertas estaban abiertas. En la calle: vacío, vacío. Ni personas, ni carros. ¡Nada, mierda! Sólo un ataúd. Febrero 2006

ViatiCoS DE Un aVioN ¿Q-¿UE H-¡Ie-R-E l-¡A TARde Viajo en un ºbus enorme que parece deslizarse en la *noche* clara del Perú. Mi corazón imita la tarde de ayer, con su cielo dulce que de tan her moso ha pulverizado completa mi alegría. Mi recuerdo pierde los edificios como penes galácticos que se mostraron fuertes, terribles. Cielo pleno y vacío en que un avión diminuto hirió la tarde haciéndola sangrar incontrolablemente.... . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . , ; : Como venía diciendo, el bus se bambolea tranquilo y todos parecen dormir. A mi lado observo a un señor de rasgos interesantes y juego a adivinar su nombre. Pedro, Joaquín, Edson

Sergio, Gerson, Renzo, Lorenzo, menso, menso, menso. Y lo bautizo Menso. Decido vivir mi juego con seriedad. Adivinaré el nombre de los demás pasajeros. En el asiento contiguo hay dos señoras comerciantes: Doris…Moris, Dina, Rina, Paulina, Ubinas, Ubinas. Una se llama Ubinas y la otra… Maju. Maju. Lastimosamente, no tengo ni idea de quienes están viajando adelante. Consigo levantarme cuidadoso, con mucha astucia y descubro a dos muchachitos extranjeros que reposan juntos. Preston, Breston, Valtimor, Justin, Justin, Justin y Nick. Nick y Justin parecen europeos, viejos amigos de infancia. Han huido de una ciudad de cartón ——›› en busca de la felicidad. Cuando hay obsesiones y dinero, los reproches no existen. ¬La identidad se pierde viajando en bus¬. Nuestra travesía continúa serena y la melodía que murmura el motor quiere dormirme. ¿Qué será de mí? —¿Unamuno! ¿Unamuno! ¡Su documento! Escucho que todos gritan. Hay confusión. El bus se ha detenido y unos círculos de luz hacen preguntas. El filtro del sueño reciente me hace dudar. —¡Imbéciles! ¡Dígannos su nombre y mués-

trennos sus documentos! ¡Ustedes! —han encarado a los extranjeros. Todos gritan. Las luces: intensas, numerosas. —Rimbaud —cada vez son más violentos, todos gritan—. Yo Verlaine, France ¡France! —Eielson, Jorge Eduardo; soy, soy de Lima —dice el señor a mi lado. Tengo miedo. Todas las luces ahora se dirigen hacia mí. Estoy quieto. Aplastado contra la ventana. Inmóvil. —¡Apure, carajo! Nombre y documento. ¡Nombre y documento, mierda! Tal vez todo sería más fácil si tuviera nombre. Un nombre. Un nombre. Ashton, Britney, Carry, Hillary, Paris, Preston, Celso, Menso, Carlos, David, Juan. Recuerdo cuando era un avión diminuto hiriendo la tarde, viendo una inmensa ciudad del Perú moderno. Infinitamente sangrante, desconocido. Avión único e incógnito para el mundo. Avión aniquilado. Avión. Septiembre 2006

Pájaro muerto. Para, y sólo para, Ruy Díaz de Vivar. El oficial sigue esperando de rodillas que ella abra los ojos. Hace frío. La camioneta susurra cosas incomprensibles más allá, dispuesta a partir cuando él lo requiera. No pensó bien las cosas y se considera perdido. Doblemente perdido. Súbito, ella abre los ojos. —Cúrate, basura de mierda. Loca de mierda. Me has cagado. Ella sonríe, no queda más ocasión para el éxito de su plan. —¿Creías que iba a ayudarte? Ilusa —después de susurrárselo al oído el oficial corre rumbo a la camioneta, grita—. ¡Chibola ilusa! ¡Ilusa! Todo acaba.

Ahora ni la ciudad le hace compañía, su tristeza casi ni existe de tanta ausencia. No distingue bien la humedad de su sangre en la frente, duda; sin embargo se ahoga con aquel líquido. La estrella única brilla en, lo que ella cree, es el sur. Sonríe. Siempre le costó encontrar astros en aquel cielo. Se pregunta si en realidad está cerca la muerte. Intenta cantar, sus labios apenas se agitan: Je suis malade, complètement malade. Desea escuchar música. Hace poco más de un día estaba en el Jirón de la Unión escuchando a Dalida en desafío al mundo entero. Después de años, lo decidió al fin. Se detiene, da la vuelta e ingresa al que, siempre le dijeron, era un bar de escritores. Sería interesante. Cree subir dos pisos. Un muchacho bello lee un poema. Ella se queda en la parte que adivina más oscura, lo escucha y se siente violada. El poema la describe, la descubre. Se llena de temblores, siente que su corazón es un perro contento que alguien revienta a martillazos, cada golpe la vuelve loca. El muchacho termina en el momento justo, los aplausos se oyen apáticos y ella odia a todas esas gentes. Animado el muchacho decide leer un nuevo poema. Ella siente que alguien malvado le introduce cada letra (del tamaño de una uva) por la nariz, siente la asfixia,

cómo su cerebro se comienza a llenar de dagas dulces, es claro: no puede respirar. Su cabeza late y desde alguna vena las uvas le recorren todo el cuerpo, dilatando sus espacios, ahora las uvas parecen tener espinas. Desesperada corre hacia la mesa de luces rojas, arranca el micrófono de las manos del muchacho y de un golpe seco en el pómulo lo desmaya. Algunas señoras gritan y se abrazan. Entre todos hay un solo muchacho de su edad que permanece inmóvil, la mira asombrado pero feliz. Los hombres que custodian la puerta están sobre ella de pronto. Ella lucha, dentellea y grita. La echan del lugar pateándola, resiste los golpes sin caer, todavía siente aquel vino joven en la frente. De un empujón salta varios escalones y comienza a correr cuando se ve algo libre. En la esquina un patrullero enciende sus luces rojas y azules; por primera vez distingue al oficial, le hace un gesto y corre hacia la derecha. Los demás oficiales tardan en reconocer al malhechor pues tras ella han salido en tropel más personas. El muchacho absorto del público es el único que no se cansa de seguirla. Corre tan rápido como ella. En su mente se distingue sola en una playa corriendo en medio de infinitas gaviotas que ríen. Se abren en vuelo ante sus piernas y luego aterrizan en las huellas que va dejando. Escucha a Dalida y toma sus cabellos ondulados y larguísimos para

juguetear. Ya no hay peligro. Siente que el plan se cumplirá muy pronto. Ella descansa y Dalida le sonríe. —¡Corres como mierda! Ella despierta y encuentra al que considera su nueva víctima. —No te asustes, no te asustes. Los tombos ya se quedaron, ya. Yo sólo te seguía porque… me pareció genial lo que hiciste. Ese huevón es un hijo de puta, siempre me ha caído recontra mal. Cuántas veces quise hacer yo lo mismo, y tú te atreves. La cagada. El muchacho ríe. Ella no contesta aunque la incertidumbre del éxito de su plan la dirige en los gestos amables. —¿Tomas? —pregunta ella. El muchacho se sorprende y algo asustado responde que sí. En algún momento una idea sexual lo entusiasma, pero su admiración trasciende. —Disculpa, dirás que soy una conchuda, es que tampoco tengo plata. Ella es dulce, sus ojos son de cereza, están inyectados pero resultan hermosos. —No te preocupes. Yo compro un Pisco, pero lo tomamos en la calle nomás ¿qué dices? Ella considera su suerte. La calle sería un excelente escenario para su propósito.

—Normalazo, yo no tengo problemas. Él se sorprende pero finge. Cree que habla con una poeta. Caminan rumbo a una licorería que él conoce. A ella no le gusta el centro desde que vio a un muchacho guapo y bien vestido, sorbiendo con desesperación huesos de una bolsa entre la basura. Ahora, sin embargo, las calles parecen mujeres elegantes y de buena conversación. Cuando todo está listo toman un taxi. Ella cierra los ojos, prefiere estar perdida. No conversan, sólo entiende que la carrera ha costado siete soles. El muchacho la dirige a un parque. Se sientan. Ella apura el licor que sabe a uva, recuerda la asfixia, la presión, el martilleo. —No me has dicho tu nombre —dice él sintiendo como el pasto resulta grueso y marca las manos. —Eso es un misterio. —Ah, ¿y tus poetas favoritos? —está nervioso. Las preguntas resultan apresuradas. —Son tantos, son muchas, bueno me gusta la poesía de mujeres —en realidad no ha leído nunca poesía. Ella apura el trago, desea que el muchacho esté ebrio ya. Mientras espera que él tome, se palpa como reconociéndose y descubre que conserva, en los amplios bolsillos de su casaca, el micrófono con

el que golpeó al muchacho-muñeca. Piensa en Dalida, imagina que tiene un vestido brillante y que las palomas que duermen despiertan para aplaudirla. El Pisco se convierte en esferas de esmeralda: muy brillantes. Él comienza a perder el interés por tanto silencio pero algo le dice, quizás las propias energías de ella, que debe permanecer. —Y… ¿qué escribes? —Si te tomas diez vasitos al toque te lo digo todo. Él acepta y el truco comienza. Uno, pequeña pausa, y luego otro: el licor resbala por los acantilados húmedos de sus bocas. El Pisco sabe a la misma uva, al mismo martilleo. Para ella, aunque beba todas las noches, el licor tendrá siempre el mismo gusto: está fatigada, siente que debe hacerlo ya. Sus huesos crujen al primer movimiento, ella es elástica como un cable de luz, cae sobre él. Lo toma fuerte de los brazos, aprisiona su vientre con las piernas. Lo somete: él tarda en su reacción. Ella se desespera, lo escupe y con su rodilla intenta estrujar los genitales del muchacho. Él, esta vez, sí reacciona. Está asustado, se imagina como un mal poema o como un personaje de ficción mal construido. La empuja con fuerza y ella cae. Comienza a correr. —¡Loca de mierda! ¡Púdrete!

Ella permanece en su derrumbe. Siente una tristeza ajena al mundo como cuando se observa algo bello. Cree ver una estrella fugaz dividiendo el cielo púrpura y siente que el tiempo está detenido. Ella se cuestiona. Hubiera querido decirle tantas cosas al muchacho que acaba de huir, le parecía bueno; hubiera resultado interesante conversar un poco más, tal vez ese haya sido el error: no debería apresurarse tanto. Se torna de costado cuando comienza a clarear y distingue cómo el Pisco se derrama. Hace mucho que no le daba tanto miedo la oscuridad, y recuerda cuando una vez de niña quiso impedir que su madre la dejara sola en la noche. Había descubierto que los fantasmas existen: lloró en silencio para no despertar a los monstruos. Sus uñas desolladas de rascar la pared. Quiso llorar. Amanece. Cierra los ojos. ... —¡Documentos! El oficial finge no recordarla pero lo hace y se asusta. Ella es capaz de distinguirlo. —Me he detenido a descansar en el parque, señor. —No sea ridícula, señorita. ¡Documentos! —la voz del oficial lucha por sonar severa—, los vecinos

han llamado a la comisaría. Dicen que ha habido escándalos. ¡Documentos! Ella mueve la cabeza, negando y cierra los ojos. El oficial la sujeta y la dirige a la tolva de la camioneta sin enmarrocarla. No se resiste. El vehículo tose como un viejo y luego arranca. Las pistas son amables. Avanzan algún trecho. —Sotomayor, ¡deténgase! ¡deténgase! Ella se da cuenta que son tres oficiales, no sabe sobre rangos pero distingue que uno es el superior. La camioneta para en seco. Los tres descienden y comienzan a correr. Se escuchan gritos. Por un momento, ella es conciente de su fatiga y considera abandonar su plan, pero se endereza, es un último esfuerzo. Los gritos, el desorden metálico, no importan. El sueño se escabulle suave. Je suis malade/ complètement malade/ je verse mon sang dans ton corps/ et je suis comme un oiseau mort/ quand toi tu dors... Un impacto brusco la despierta. Han arrojado a un hombre gordo, borracho y lleno de sangre cerca de ella. Los policías lo insultan con aversión. El tipo tiene las manos esposadas. Escucha que los policías discuten sobre su seguridad y deciden trasladarla a la cabina. El oficial abre la puerta metálica de la tolva y propone. —Quiero conversar con él —responde ella,

aunque el hombre está ya dormido por completo—. Está dormido pero quiero quedarme con él. El oficial insiste con firmeza y ella niega muchas veces. Es invencible. El oficial se aburre y siente que comienza a odiarla. Se va. Ella escucha risas en la cabina antes de que la camioneta parta de nuevo. Aquel temblor constante la adormece, el sueño se convierte en la única opción. Se distingue caminando con su papá en la noche. Siente una rabia inmensa, en ese momento su padre le da un tirón (que ella confunde con una frenada brusca de la camioneta, el tiempo real en contra de la aceleración del sueño) y comienza a llevarla de la mano. Le dice: “¡Apúrate!, ¡apúrate!, no mires hacia atrás, no mires hacia atrás” y sin embargo ella lo hace. Está el señor que los policías echaron a la tolva atacando a una anciana, la golpea y se ríe. Ella lo odia. Siente ira, agitación; no puede respirar, se ahoga. Despierta. Se palpa con desespero y encuentra el micrófono pesado. La camioneta está detenida. Sin hacer ruido golpea al hombre con fuerza, él no despierta y se desploma, ella comienza a golpearle uno y uno y uno, en la cien, en la frente, la sangre embiste, los golpes no cesan.

—¡Reacciona! —un golpe—, ¡reacciona! —un golpe—, ¡reacciona! El grito es fuerte. Los pasos afuera se confunden con el retumbar del cráneo destrozado. El oficial abre la tolva, se espanta y su miedo se traduce en ferocidad. Alarga su cuerpo para tomarla de la cintura y la arranca de aquel pegotín humano. Ella lo permite, está satisfecha, el plan concluiría muy pronto. Cuando se da cuenta está encerrada en un cuarto completamente oscuro. El éxtasis de encontrar una nueva víctima repele cualquier miedo. Lo olvida todo y duerme. Hay momentos en los que despierta para notar que está en la oscuridad. La sensación es ligera. Duerme. ... Despierta ahora por el crujir de su estómago. Tiene hambre. Tarda un poco en percatarse y cuando está lúcida por completo busca su mp3, desea escuchar a Dalida. Se toca, reconociéndose está vez con más razón, pero no encuentra nada: ni mp3, ni micrófono, ni el poco dinero que llevaba en los bolsillos. Su angustia es detenida por la convicción del fin de su plan. Medita. Le han dicho loca. Y recuerda cuando le prometió perder la razón a aquél que ha partido:

“Si algún día te vas, yo pierdo la cabeza. Me emborracho todos los días y, sin importar dónde esté ni qué hora sea, le preguntaré a cualquier gente: ¿Ha visto al señor Ruy?, obviamente la gente me va a decir: No, hijita. Y yo intentaré llorar para responderles: Pero él me dijo que me esperaría aquí a las cinco; y correré bajo una lluvia inventada por mí, porque en Lima nunca llueve como quiero”. Sabe que en la realización de su plan el que partió no tiene incumbencia, sólo se trata de un constante y progresivo cansancio. El que ha partido fue quien le enseñó a Dalida. Dalida estaba enferma, cansada, pero no loca. No sabe si lo que siente es tristeza. Quiere cantar pero su estómago cruje de nuevo. De pronto, una raja en un costado de la oscuridad se ilumina. Ella corre, se acerca y es herida por aquel poco de luz. Cierra los ojos casi por completo y hace que su organismo se acostumbre. Cuando la luz ya no es dolorosa se acerca del todo a la rendija, distingue una oficina. Todavía entre formas encuentra al oficial quien está apoyado en el escritorio, a su lado hay una máquina de escribir. Ella imagina que va y tecleando la máquina al aire, escribe: Pardonnez-moi, la vie m'est insupportable, o tal vez en español, cuestión de decidir en el momento. Un crepitar de papel la distrae, nota que el oficial está leyendo un periódico.

—Tengo hambre. El oficial se sobresalta. Antes de atender al llamado cierra el periódico y lo guarda en un estante, recuerda la inquietud que le causa su presencia, una especie de asco. Ella siente compasión por él. Tendría que ser mala aunque no quisiese, aunque ella no sea mala, de eso dependería el éxito del plan. El oficial abre una escotilla, la luz. —Por fin se despierta. —Tengo hambre, quiero ir al baño. El oficial siente compasión. Sabe que es prohibido, que si saca a la muchacha podría escapar, le han asegurado que está loca. Piensa. Ella ha estado muchas horas ahí, son ya casi las siete de la noche. Se asegura de que no hay nadie alrededor, cierra la puerta de su oficina y abre la celda de castigo. Él siempre odió tener la celda de castigo en su oficina. Ella está quieta y empolvada. —Tengo que ponerte esposas. Ella extiende sus brazos que para el oficial son dos puentes levadizos. Ahora su rechazo se convierte en una extraña atracción mágica. Tal vez la muchacha sea una bruja real. —Necesito ir al baño. Él se sonroja. En su oficina no hay baño sólo un pequeño jardín donde está el depósito. Abre la puerta de atrás y hace que ingrese. Oportunidad perfecta, los ojos de la muchacha

se inyectan de sangre. La correa cede, se libera del botón del jean, intenta abrir su cremallera pero esta vez no lo consigue. Observa al oficial. Él traga saliva y con movimientos marciales desciende el pantalón de la muchacha, es ahí cuando comprende que casi es una niña. Ella lo intuye, se acuclilla mostrando un sexo de caramelo. El oficial tarda en reaccionar y ve cómo un hilillo dorado y potente hace hervir la tierra produciendo vapor. Cuando termina, ella se limpia con su propia mano blanca y observa al oficial abultado. Pensar lo que haría le produce cierto malestar pero sacrificaría hasta su asco para cumplir con lo que desea. Utiliza las esposas para estimularse. Los pliegues rosas, aquellas pelusas relucen con más fuerza al contacto del metal. El oficial carece de reacción y ella se acerca y lo palpa. Él cierra los ojos y recuerda el cadáver del borracho en la tolva. Empuja a la muchacha con fuerza, la toma de los hombros y comienza a arrastrarla, rasmillando sus piernas desnudas, hasta la celda de castigo; la levanta un poco del suelo y la lanza. Cierra la puerta. Ella comienza a gritar que se ahoga, que no puede respirar, que la oscuridad la está matando. El oficial corre y abre la escotilla, ella lo escupe en el rostro y vuelve a gritar. Sus lamentos son agudos y finísimos, hacen que el oficial pierda el control. Él desde afuera le pide silencio, no quiere

llamar la atención de su superior, si la encuentran esposada sabrán que él abrió la puerta, que desobedeció. Le dice que se calle, que los van a escuchar. Pero ella grita con más fuerza. —¡Estoy enferma! ¡Entiendes? ¡estoy enferma! ¡Sácame de nuevo! Un ratito nada más, ¡un ratito! La oscuridad me está ahogando. ¡No puedo respirar! ¡No puedo respirar! Sácame de nuevo, un ratito, ¡sólo un ratito! ¡un ratito! Su garganta en ese momento cede y se rompe en cientos de cuerdas, aún así ella no para de gruñir. Sus gemidos ahora son irregulares, rugosos, llenos de viscosidad. El oficial desespera. La situación se vuelve insoportable. No podía ser descubierto. Abre la puerta violentamente y antes de que ella se le eche encima le destruye la máquina de escribir en la cabeza. Noviembre 2007

Cácheme Es tan bonita que nadie se la quiere tirar. Ahora está borracha, ha tomado muchísimo en la boda de su amiga y la embarcan preocupadas en un taxi. Anotan la placa. Parte en un Tico que poco a poco se aleja del centro del Cusco con dirección a Santa Mónica. Después de unos minutos le pide al chofer detenerse. El auto para y ella se desliza fuera. Está oscuro y en las luces encendidas del Tico se revela cómo el polvo se levanta. Ahora ella va al frente del auto e iluminada por completo levanta su vestido, abre sus piernas e intenta orinar. Su vulva sólo gotea, no hay orín. El chofer preocupado se acaricia la cara redonda, juega con sus bigotes y cierra sus ojos de bonachón: es demasiado bonita.

Regresa. Esta vez se sienta junto al hombre colorado. El auto parte y ella toma la palanca de cambios encima de la otra mano algo peluda. El señor no atina a hacer nada. Van llegando. Ella calcula y pide doblar por una esquina. El auto se detiene. —Señor… —dice borracha, con los hombros dislocados. Intenta rearmarse de manera sexy pero al chofer le da lástima, hay algo en ella tan triste que resulta espeluznante—. No tengo plata. —No te preocupes, tus amigas ya han pagado. Furiosa, palpa la bragueta del hombre y la reconoce completamente dócil, esponjosa. El chofer se queda quieto hasta que el sonido de su hebilla lo distrae. —No se preocupe, soy una chica bien, soy sanita —balbucea la muchacha. —Bájate, hijita. —Señor, por favor, soy limpiecita, señor. Por favor, cácheme. —Bájate, bájate. Estás borracha. Anda a descansar. —Le invito una cervecita, señor, por favor. Tengo plata, le invito unas cervezas. —Ya es tarde, anda. Bájate. —Señor… —¡Anda a descansar! Piensa en tu madre. Tan bonita tú, de una familia de plata seguro, ¡cómo vas

a estar haciendo estas cosas! Anda a descansar, anda a descansar. El hombre le abre el cerebro conciente de un tajo. Siente como si hubiera utilizado ese fierro que todos los taxistas tienen escondido para reventarle la cabeza. Por un momento se arrepiente. —No le ruego más, última vez. Por favor, señor… cácheme. El señor baja del auto. Ella está emocionada, siente húmeda la vagina. El chofer abre su puerta, le toma la mano y ella imagina que lo harán al aire libre, ya puede sentir el pasto haciéndole cosquillas en las nalgas, está a punto de tener un orgasmo. Cuando ella termina de bajar, el buen hombre cierra la puerta y sube veloz al Tico. Ella intenta abrir la puerta nuevamente pero el carro arranca y ella cae. El hombre la observa caer, no se detiene y piensa: mejor así. Ahora sí está desecha. Mareada se intenta levantar y, de alguna manera, percibe el azul de la madrugada detrás de los cerros. Nota que ha dejado su pequeña cartera en el taxi. Quiere llorar pero le es imposible pues así es la tristeza extrema, sin llanto. —¡Fátima! Una de sus vecinas le grita desde su casa. Han encendido las luces por el barullo. —¡Fatimita! ¡Qué ha pasado! Poco a poco las casas encienden sus luces

como si abrieran los ojos y ella está asustadísima porque sabe que la resaca que le espera será feroz. Mayo 2008

Matador de Gringas. I —Flaca, ¡ni mierda se entiende tu huevada! Y le lanza el menú a las tetas. Es inaudito. Claro que él sabía inglés pero una carta completa en ese idioma es inaceptable. Sale del café maldiciendo con violencia. No lo puede creer. Un menú por completo en inglés es cosa de indignación. El sábado por la noche es necesario ser feliz. Precisa calmarse así que decide dar unas vueltas mientras espera la hora del encuentro. Tiene planeado beber unas cervezas con sus amigos. El frío es celeste y las manos pesan. La sangre pide relajo así que compra un cigarrillo en la esquina de San Andrés y Almagro y comienza a

caminar hacia la avenida el Sol. En la puerta del colegio La Merced hay una anticuchera solitaria, se acerca a pedirle algo de sus carbones iridiscentes para encender su cigarro pero sintiendo el hambre insatisfecha del café prefiere cuidar su estómago. La señora lo atiende con cariño, él recibe su anticucho, se apoya a la pared y come. Entonces observa. Una abuelita está sentada en la puerta de la pollería de en frente. Inmóvil, esperando. Luego aparece una pareja de gringos viejos, se detienen en cada restaurante buscando donde descansar sus culos arrugados, sus axilas irritadas por tanto químico, sus cerebros grises de smog. Se detienen por fin en la pollería. Miran a la abuelita y entran. A través del cristal Ramiro alcanza a ver cómo la gringa habla con el mozo. El muchachito avergonzado sale, se acuclilla para hablar con la abuelita. Ella se pone de pie y lentamente comienza a caminar. Dentro la gringa vieja suspira. Ramiro se llena de furia pero permanece quieto. Como ampolla en su cerebro revienta algo: la conciencia. Quién era esa gringa para echar a una cusqueña de lado. Su cabeza es psicodelia, sangrientos pequeños soldados se arman al frente. Tiene que actuar. Cuando se mueve ya no hay mujer. Rabioso olvida el cigarro que debía prender y en cambio los carbones violentos de la anticuchera

se inflaman en su pecho. Comienza a subir por la avenida el Sol hacia la Plaza de Armas dándose cuenta de las cosas. Photos. Books. 50 % off. Money exchange. Tourist information. Siente como si esas palabras, luminosas en los vidrios, le abrieran los ojos a la fuerza. Veintiséis años para darse cuenta. La situación parece incontrolable. Debe hacer algo. Ahora sube hacia Plateros. Guidebooks. Postals. Handycrafts. Unas muchachas les susurran a los gringos “Massage” “Massage” y ellos ni las miran. Cuando pasa por la calle del Medio el tranvía que recorre la ciudad se detiene y vomita gringos. Todos idiotas: con sus pantalones caqui y sus caras de susto al cruzar la pista. Su cerebro es un caldo que hierve y su razón le pide tranquilidad. Al llegar a la esquina de Plateros intenta calmarse. Decide entonces, para el sosiego teórico, contar las personas; suena improbable que haya más gringos que cusqueños existiendo por ahí. Uno, dos, tres, cuatro, cinco. Cada número, cada persona es un latigazo a lomo herido, es sudor en el espinazo. Cada persona que pasa es una flama viva. Aquel ejercicio lo deja exhausto. Se sienta en los bancos que están próximos a las alpacas de metal que beben agua de la fuente. Es terrible, veintiocho gringos y veintiséis peruanos. Entonces, pasos de tarola se escuchan hacia la calle Tigre. Ramiro levanta la cabeza: comienzan a

aparecer muchachos cusqueños. Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis. Algo ebrios, es cierto, pero felices mientras corren. El tiempo se detiene de alegría. Hay más peruanos que gringos en Plateros. Casi un punto feliz. De la nada aparecen varios policías a pie y un patrullero corriendo atrás de los jóvenes. Uno de ellos alcanza al muchacho más retrasado y casi al frente de Ramiro lo hace caer. Su ceja estalla y la sangre, el muchacho grita. Sus amigos regresan y también son capturados. Los hombres les arrebatan sus bolsas negras y echan las botellas de Pisco y gaseosa a la pista. —¡Mi pata! Tombo imbécil. ¡Qué le has hecho a mi pata! —se desgañita uno mientras los meten al patrullero. —Para que se ponen a tomar en el centro —dice un policía. Los policías empujan a sus prisioneros y parten. Alguna gente los insulta. Ramiro no lo puede creer, se están llevando a los seis cusqueños que hacían la diferencia. Ahora no sólo los gringos, sino también los policías los dejan sin ciudad. II Vapor humano en la cara. El Mithology bulle. El resumen del mundo entero se contorsiona

alegre. Los amigos de Ramiro desean cazar gringas. Él todavía está pasmado, le tenía un terror inconmensurable a quedarse sin ciudad. La música suena electrónica y los rincones del mundo. Muchos empujan sin cortesía. “Gringos maleducados de mierda” piensa. El alcohol añeja el cerebro de todos pero sólo agudiza el filo hambriento de Ramiro. En una discoteca como esa es inimaginablemente fácil cazar una gringa. Ramiro escoge con cuidado su presa. A veces, gringuitas inocentes le dan vueltas, él las evade, en otro momento talvez hubiera cedido. Gringuitos homosexuales también le revolotean y él recuerda que es atractivo. Ellos tampoco sirven ahora. Así casi está apunto de ser feliz. Ahora: una gringa mayor (cincuenta años cree Ramiro) pero de cintura delgada y juguetona lo observa. Él hace que su mentón se parta para resultar más atractivo, la mira relamiendo un poco sus labios, se arregla el cabello y luego se acomoda los genitales. La gringa está loca por él, ambos se acercan y comienzan a bailar. Ella tiene un gran vaso de trago rojo, después de tomar un poco le alcanza la cañita. Acepta y se bebe casi la mitad, se aprovecha a propósito. Ese rojo traslúcido aviva las brasas de su pecho. —Hi. —Hi, how are you, sweetheart?

La gringa está feliz de conocerlo. Le pregunta al instante, relamiéndose, de dónde es. Ramiro se ofuzca. Alguna vez alguien le dijo: Si en Cusco se ganara un céntimo cada vez que alguien pregunta “Where are you from” seríamos ricos, hermano, multimillonarios. —I'm from here. Intentan hablar entre la música fuerte. Bailan, beben. Después de un rato la gringa comenta bromeando sobre drogas y, con la excusa de conversar más cómodamente, Ramiro le propone salir. Qué fácil es cazar una gringa. Ramiro ríe. Mira a sus amigos y les hace un gesto de “ya vuelvo”. Ellos lo felicitan, cada uno con una gringuita de menos de veintiún años. La gringa no tiene frío, ha salido de la discoteca con su polo sin mangas. Saluda a todos los jaladores de las discotecas. Ella ahora dirige con naturalidad. Ramiro deja hacer, se siente guiado. Llegan a la calle Procuradores. —Ou, Richard, ¿has visto Poio? —le pregunta la gringa a un vendedor de cigarros. —¡Habla, Miss Sunshine! ¿El Pollo?, a ver, un toque. El vendedor de cigarros silba de manera especial, hace un par de gestos. Varios muchachos se comienzan a pasar la voz y de uno de los locales

sale el Pollo. Ramiro piensa que es limeño. —Habla pe, Solazo. ¿Cómo está la gringa más maleada que estas tierras hayan conocido? Habla, broder. —Qué tal… —Oh!, Poio. Quiero sieten, quiero seventy. —¿Couk? —Yeap. —Suave con la pichanga, gringaza que tu bobo ya no está para esos trotes. —¿Cómou? —Naa, naa —el Pollo observa a Ramiro. —Y tú, broder, ¿qué te vas a servir? —No, no. Nada. Esta noche estoy tranqui. —Ya, ya, broder, no te preocupes. Pero ya sabes pe, cualquier cosa estoy acá, en la calle Ferretería. —¿Cómo ferretería? —Puro caño pe. Sólo el Pollo ríe. Ramiro quiere entender. Comienzan a caminar hacia Hatunrumiyoq y luego suben la cuesta de San Blas. Sin darse cuenta ya están en la habitación de la gringa. Pidiendo perdón ella aspira el polvo blanco —alita de mosca, caspa de Atawallpa piensa Ramiro— con una pajilla transparente. Silencio. No se miran. La gringa habla. Le dice en inglés que quiere

tener sexo sin problemas. —I'm sorry telling you this way but here, everybody have a lot of ritual for everything —continúa. Ramiro ríe y su pene quiere despertar pero debe hacer algo. La toma por los hombros y suavemente la empuja sobre la cama. Le quita el polo y piensa en besarla pero no lo hará. Palpa sus senos y donde cree encontrar un par de pasas rubias nota que aún los pechos están firmes. Es brusco quitándole el sostén. La gringa parece excitarse así. Ella misma se quita el pantalón y las bragas. Se incorpora un poco, toma el paquete de cocaína y se echa el polvo dentro del sexo. Comienza a contorsionarse diciendo: “Ricou” “Ricou”. Ramiro está más que decidido ahora. —Quierou tu pene ahora. Now. —No, todavía. Ella comienza a endurecerse por la cocaína. Él aprovecha y amarra (con las sábanas, con alguna ropa) las extremidades de la gringa a las cuatro perillas del lecho. Ella ríe inmóvil imaginando, dura como esponja seca, que un caballo andino le haría el amor. —Más cocaine. Please. Ramiro toma todo el resto de la cocaína en sus dedos. Una pequeña montaña de nieve. Entonces, sin piedad, introduce tres dedos dentro de la vagina

y remueve. Ella delira. Ramiro va al baño luego, requiere lavarse las manos. Se mira al espejo, ante una luz que parpadeaba antes de prenderse y cierra los ojos. Luego toma una máquina de afeitar rosada. Cuando regresa la gringa salta de rato en rato con una mueca terrible. La boca hacia un lado, los tendones del cuello durísimos. Él raspa entonces las muñecas de la gringa con la navaja de afeitar y la sangre brota, luego hace lo mismo en los muslos hasta que una vena real estalla. La gringa no se mueve, ahora su rostro se relaja y con una pequeña sonrisa comienza a parpadear. El suelo, con esa paqcha de sangre, se está inundando. Después de unos minutos la gringa está vacía, seca y sin embargo aún parpadea sonriente. Hay tal cantidad de sangre que cada paso chapotea. Ramiro regresa al baño y con ayuda de varias toallas logra partir el gran espejo. Envuelve una parte para no cortarse las manos. Antes de degollar a la gringa, le escupe en los ojos abiertos que no dejan de parpadear. Sale del hotel diciéndole al recepcionista que Miss Sunshine le pidió comprar algo. El recepcionista entiende y ni le pregunta por la mochila que se lleva pero que no trajo. En las calles no hay mucho. Son las tres de la madrugada cuando Ramiro

llega al mirador de San Blas. Cusco le parece más hermoso que nunca con una gringa menos. Ha hecho algo, intentó equilibrar las cosas. Se sienta con tranquilidad y abre su mochila. El papel periódico es fango por la sangre. Cuando toma la cabeza de Miss Sunshine por los cabellos nota que todavía parpadea, además frunce el ceño como si le escociera la sangre en la cara. —Gringa de mierda —dice Ramiro y la decapitada sonríe. Él le sonríe también y pone el cráneo ahí, para que observe la ciudad. Mayo 2008

—Nuestro huayno pues tiene sentido, taytay, mamay, tiene todo pues el desarrollo de una cultura viva. Ahora el chin-chin-chin-chin, ese rock, ese perreo. Lleno de beodos, de triángulos amorosos “mi esposa sabe que estoy contigo pero no me importa, igual te amo”, ¿cómo es eso, wayqey?, parece del lumpen eso, puro asaltante violador hay. “Hagamos el amor por celular” —[grabación de risa demoníaca] —¿Cómo será eso? “Hagamos el amor por celular” Ayyyyy, chacháw. —“Hagamos el amor por el celular” kaykunata qhawaychis, qhawaychis. —[grabación de risa demoníaca]

LOS BONITOS TAMBIÉN CAGAN

Para Eduardo Loayza quien me salvó la vida una y otra y otra vez, sin cansancio, por enseñarme a detener las palabras como en una fotografía y sobre todo por llamarme con mi verdadero nombre: Qori.

Ayer pensé en morir pero muerte era lo que menos necesitaba, entonces. Tenía manos, piernas, boca y pulmones. Estomago, no. No más. Yo sólo quería estar con mi mamá. Willny Dávalos Todas esas cabezas me duelen como llagas… Me duelen como muertos… ¡Ah…! y los ojos… los ojos me duelen más: ¡son dobles! Delmira Agustini Imayna runataq kani noqari kay pachapiri huk llakimanta lloqsini huk llakiñataq ñit'iwan. Kilku Warak'a Tu ausencia es tan natural como la luna nadie la escruta salvo los borrachos, los insomnes y los perros. Carlos Tapia.

Buscando tres pies al gato… el comentario traído de los cabellos —“¡Pero, de verdad, yo lloré demasiado! Las Albas son desoladoras. / Toda luna es atroz y todo sol amargo: / El acre amor me ha hinchado de torpezas embriagadoras. / ¡Oh que mi quilla estalle! ¡Oh que yo me hunda en la mar!” Así cantaba Arthur Rimbau, Rimbau se pronunciará ¿no? —Rambó dicen. —¡Ay, qué lindo! Siempre atenta

nuestra colaboradora. Bueno, Arthur Rimbaud un joven escritor de Francia que escribió nomás hasta los veinte, veintiún, veintidos añitos nomás. —Un capo entonces. —Nació en Charleville en 1854. El fragmento que hemos leído proviene de uno de sus primeros poemas El barco ebrio, machaqchá karan ¿eh? —[grabación de risa demoníaca] —Joven atosigado de desespero, de impotencia ante un mundo que él consideraba escaso, joven precoz que cansado de buscar respuestas en la poesía se volvió viajero. ¿Cómo será no? Eso de la tristeza, eso de las depresiones, si la vida es tan linda, tan preciosa es. —Terrible. —Dice hasta hay gentes que se vuelven locas de tanto ponerse tristes. —Ay, Dios nos libre. —No hay que burlarse, puede ser enfermedad eso. Cuidado hay que tener. Por eso, mantay, taytay, si ves a tu hijo

todo triste, a tu amigo, a tu compadre, decaído, warminsi saqerapun. —[grabación de risa demoníaca] —Otra cosa puede ser, no solo las warmis hacen sufrir. Entonces tienes que darle, dice: menta; hay que darle salvia, sauce, valeriana, manzanilla, que ya conocemos, hasta el toronjil había sido bueno ¿eh? —¿Ah sí? ¿Cómo así? —Dice en infusión, o seya, lo haces hervir en agüita y le das el matecito. —Aaaaaaaan ya. —Entonces no se olviden, mantay, niñucha, tatay, señoracha.

1 Poema borderline 10. Yo, estoy atado al suelo como el globo de gas de un niño triste o la sonrisa de un borracho. Soy de cartón y leche, de saetas; estoy hecho del plumaje que no tienes pero que inventé para ti. Soy una piedra en la ventana de Dios, soy, también, la piedra en tu ventana sucia. Soy cometa de plástico y barco en la tina. Soy tina de agua caliente, con Pisco y huevo para el calor de tu estómago. Soy, ya lo diré, tu ropa sucia. Estoy atado al cielo por cada fibra de lluvia en diciembre, soy sahumerio azul. Yo, soy la tarde inamovible donde estás. Poema borderline 1 Puedo tomar el arco-iris y atarlo en mi cabello que es el cielo mismo y sin embargo no sé cómo zurcirme el corazón a los sesos de tan idiota. Las estrellas son mis canicas y la lluvia terrones de azúcar para endulzar mi sangre pero la tarde hurta mis ojos y los hierve, toma su caldo y me caga.

Soy tan grande que cuando apago mi pipa se hace noche y tan grande soy que el peso de mi caca me rompe y me suele enterrar. Poema borderline 9 Me siento feo, me avergüenza sentirme idiota cuando me siento idiota. Tengo culpa de tener culpa de cada pequeña cosa que ocurre en el Todo: como el aire de mi boca, o la línea recta. (Soy remolino de tierra en medio de una multitud exacerbada) Ya no hay moco para hacer bolitas. Y mi vieja no manya, tergiversa: este escozor abierto, esta cara desecha por el sol.

2 Poema borderline 4 Y este peso de ancla, de rojo vivo mi vieja no lo entiende. ¿Qué pasa, hijito? Me dice y me regala Doña Pepas y Sublimes blancos. Este peso no lo entiende. Y tú (no mi vieja, tú): que has rellenado tus frazadas con fotos sucias de tanto no-pensarme, ¿de qué peso vas a entender, si me acostumbraste a dormir abrazado de la almohada? Yo: roo, casco el chocolate de tu ausencia. Chocolate. Yo.

3 Poema borderline 2 Escucha: Yo, puedo cernir el cielo y hacer que llueva. Puedo pincharle los ojos a Dios con mi aguja incandescente. Revierto el mundo y sin embargo: Tú. Luego, tu mandíbula: nudo de cordilleras, tu maldita boca. Soy feliz como un río de sangre, como un brazo suelto persiguiéndote, como tu ropa sucia. Yo, soy feliz como un grito.

4 Poema borderline 3 Hoy he cagado muy bien sin ruido y fácilmente. He cagado pensando en ti y, siendo sincero, ya no me da vergüenza. (Entiende: los bonitos también cagan) Para pensar de intestinos es preciso entender que el culo azul de un ruso huele igual que el culo de un hermoso soldado del Perú. Me emborracho y pienso en la plastilina de mi estómago. Atardeces. Luego llego a una rotunda verdad: Cada mañana cago a pedazos mi corazón.

5 Poema borderline 5 El cielo no tiene vergüenza porque sabe que la tristeza es inútil si nadie va a enterarse. Llueve, el viento es un muchacho de caramelo, muy amable y la ciudad canta alcohol dulce. Cómo duele la fiesta lejana. Cómo duele. Ahora, en el encierro, la cerveza de tus ojos arde. La música lejana angustia, sólo queda taponar los oídos con ceniza y abrir bien los ojos al Especial del humor. Poema borderline 7 Cómo mi boca se inunda de saliva, cómo, de cancha de fulbito, de casa construyéndose, de patrullero que pernocta. —Mi boca es pozo ciego en tu ausencia— Uno camina lento y macho como pichi en la calle. Tomo los cielos, (como el muchacho Que duerme en un Tico), el mundo aletea sus páginas, y no cocino bien la arcilla gris de mi cabeza.

Por más que intento: el alcohol no llena la boca como un buen wachimán. Ayayayáy mañana. Ayayáy.

6 Poema borderline último Pizarra: Y al final juzgo que el tiempo no se detiene con tu ausencia inexpugnable ni con mis ganas de morir sino sólo cuando un poema se hace nudos de cristal.

—Había pues un opa, k'umu k'umu, que le decía a su enamorada, cada vez que se despedían: “chau mi amor, nos veremos si el destino quiere” Y su enamoradita un día, cansada, le había dicho: “Y dónde queda lo que nosotros queremos” Para pensar wayqeykuna, panaykuna, para pensar.

ANTES QUE LAS PRIMERAS VECES SE TERMINEN

Para Juan Hinojosa estos códigos como llagas. Por haberme hecho crecer a la fuerza (era necesario ¿no?) Y a la bella Aleyda Cárdenas por sintetizar mi mundo con sus bolsos Chanel y un choclo con queso a las once de la noche. Eres hermosa como la emoción de subir la cuesta de San Blas.

I'm gonna die in a place that don't know my name, I'm gonna die in a space that don't hold my fame. God knows you're lonely souls. UNKLE El sargento lo toma del mentón y observa sus ojos. Ordena: —¡Quítese los lentes de contacto! El hombre del antifaz se los quita. Aparecen unos ojos azules […] —Vaya, ¿peruano, verdad? […] No parece peruano, ¿de dónde es su familia? Si que parece un tonto. Mientras escribe, el hombre del antifaz vuelve a ponerse el antifaz. Pregunta: —¿Cómo debe ser un peruano entonces? [...] ¿Y usted, sargento, de dónde es? —Yo nací aquí. —Entonces es gringo. Vaya pues lo que hace la genética. Fernando Rivera. …recorría los tenues pasillos, tambaleándome de un lado a otro, arrastrando una botella de licor vacía. Solía colocar los pedazos de papel dentro de las botellas tratando de conservar un poco de mi infancia. Oscar Coaquira Ali

Entonces tenía 20 años. Mi corazón era alegre. Por las pupilas y por las yemas de los dedos me brotaba la poesía y era capaz de amar a todas las mujeres y las cosas bellas de la tierra. Federico Segundo Agüero Bueno.

1 —¿Qué? Suicidio. Ocho letras suspendidas, luego ahorcadas en silencio. —¿Qué? —Eso, me voy a suicidar —respondió Fabiola tranquilamente—, y ustedes van a ayudarme. —Hablas huevadas —dijo Abelardo. Jonathan guardó silencio. Abelardo, Fabiola y Jonathan.

Cualquier persona que reparaba con atención en Abelardo sentía dulce en la lengua. El muchacho parecía de caramelo líquido o de majar blanco. Un día que Abelardo ya ni recordaba una muchacha algo ebria, al verlo jugar voley en la cacha de su barrio le gritó: “ese potito es durazno en almíbar”, noches después mientras bailaba en el Mukhi le invitaron un trago con una servilleta escrita: “¿Se puede probar?”. Aquellas manifestaciones constantes son claro resumen del imaginario popular hacia Abelardo, sin embargo al verlo, uno no puede imaginarse su llanto, nadie alcanza a sospechar que él lloró sincero una sola vez. Hacía cuatro años despertaba como se despierta cuando la vida sabe aún a chicle con centro líquido. Un vidrio de colores se destrozó en su cabeza y luego un silencio sustancial y siseante descubría el mundo: martillazos rompían su modorra. Se levantó, restregó su cabello y sus ojos, vio por la ventana y descubrió que la casa contigua empezaba a señalar más alto en el cielo. Obreros

trabajaban desde temprano como palabras que escribe un muchacho cuidadoso. Fue ahí que Abelardo reparó en él, sin duda el más joven. Aquellas mañanas resultaban calientes, Abelardo distinguió que salía un vapor de las ropas colgadas en los tendederos de su patio. Vapor hermoso y consistente como el obrero. Llevaba los sacos de cemento desde el primer piso, subiendo a través de tablas que parecían aplaudir su habilidad. Después de un rato de trabajo, el obrero caminó hasta un toldo y se deshizo de su camisa desgastada para trabajar libre, lanzó debajo de un perchero su ropa limpia y le descubrió a Abelardo que tenía el color de un guiso apetitoso, lleno de jugo. Abelardo volteó y vio el uniforme verde de su colegio, se detuvo luego en la ropa limpia del obrero y la encontró muy parecida, una ropa tan cercana a la suya. La jornada de trabajo continuaba hasta las cinco de la tarde. Abelardo decidió acostarse más temprano para despertar todos los días con el inicio de la obra. Su colegio era sólo un paréntesis entusiasmado entre sus cultos al obrero. Una extraña formalidad ordenó su vida para poder disfrutar lo que había en el bastidor de su ventana. A las dos semanas el asunto se volvió incontrolable, la construcción vecina había sobrepasado el tamaño de su casa y el obrero ahora

trabajaba más cerca de Abelardo. Él aprovechó el ángulo de visión que su ventana ofrecía para establecer un contacto recíproco y esa mañana apenas el obrero joven apareció, abrió con estrépito las hojas de su ventana, tosió fortísimo fingiendo un ataque pulmonar y haciéndole entender que se liberaría, echó por los aires su polo. El muchacho rió sin prestar importancia, afirmó su fuerza mostrando sus brazos musculosos, meneó un poco la cabeza y sin volverlo a mirar comenzó con su trabajo. Abelardo se arrepintió entonces, temió haber agredido al muchacho y decidió esperar. Tenía que cambiar de estrategia. Todas las mañanas movía las cortinas, desesperado por hacerle comprender al obrero su necesidad de comunicación, a veces golpeaba el vidrio para descubrirle que lo observaba pero no se mostraba del todo, tan sólo dejaba adivinar su silueta a través de la cortina traslúcida. A veces tosía muy fuerte cuando el obrero, que sonreía, estaba más cerca. En las tardes escuchaba música con mucho volumen y abría la ventana, como ofreciéndole algo de alivio en el trabajo. Ése fue el extraño y correcto camino. Abelardo comenzó a experimentar con las reacciones del obrero hasta llegar a un pacto mudo. Cuando Abelardo escogía grupos como Massive Attack, Play Attenchon o Saetia, el obrero tosía frunciendo el ceño y hasta a veces detenía su trabajo

para arrojar miradas molestas a la ventana, Abelardo reía con fuerza y cambiaba la música. El obrero disfrutaba más con Los Ovnis y The Doors pero sobre todo con Los Saicos. Vivían tardes enteras con aquellas bandas, mezclando lo que para el común resulta extraño. Ambos ya podían verse a las caras. Abelardo comenzó a vivir para aquel chiquillo de la obra. El día no estaba completo sin descubrir el sol en sus axilas de vellos oscuros, ni la tarde encajaba con el proceso sin adivinar sus nalgas fijas como soles de metal bajo el short. Abelardo amaba por primera vez. El tiempo transcurría poderoso pero Abelardo era capaz de atarlo en los pies del constructor y el constructor sonreía mucho, sus dientes eran regulares como el cuidado que ponía en su obra. Cómo era feliz. Todo se había detenido excepto la construcción de la gran casa y Abelardo fue el último en percatarse de ello. Aquel día el trabajo se consumaba a las tres de la tarde. Habían terminado de llenar el techo y todo estaba listo para challar. Abelardo aún no llegaba a casa cuando el champán explotaba vigoroso y la música se escuchaba a través del pica-pica. El obrero comenzaba a desesperarse sin conciencia. Mientras todos bailaban en el patio de la casa, él bebía

irracionalmente, Abelardo le hacía falta. Había decidido llevar a su trabajo sus mejores ropas, intuyendo muy en el fondo que, por ser la última jornada, podría hablar con su amigo de la casa contigua y hasta quién sabe, beber unas cervezas con él. Su mente era incapaz de articular sus sentimientos pero quería con sinceridad a Abelardo. Bebía como se bebe cuando hay pena. —¡El Meteoro! ¡Que ponga los toritos el Meteoro! —gritaba una señora rubia, la dueña, mientras la familia y demás obreros festejaban espumosos, ella no deseaba romper las viejas tradiciones— ¡El chico más guapo de la obra! Esa carita de niño, ya pues Meteoro, tú ponlo los toritos, ponlo. El gentío aplaudió con estruendo y todos hicieron vivas. Aquel barullo distrajo el corazón incompleto del obrero y, sintiéndose un héroe, tomó la cerámica llena de pica-pica y se acercó a la escalera desplegable de metal que el dueño, con la ayuda de varios hombres en el segundo piso, había apoyado a la pared. El muchacho debía sostener con cuidado a los toros hasta el cuarto piso. Comenzó a subir y por un momento sintió la escalera de jabón. Estaba ebrio, feliz. La gente aullaba de compartir felicidad. Los obreros comenzaron a rociar cerveza por todos lados. La música creció, fuerte. Cuando el obrero llegó a la

altura del cuarto de Abelardo se detuvo. Quiso esperar pero, al quebrar su cintura para poder ver, los toros resbalaron de sus palmas y él, al intentar recuperarlos, soltó la escalera y fue a dar de cabeza al piso. La explosión de su cráneo en el pavimento pareció apagar la música, la mayoría fue alcanzada por algún pedazo de cerebro. Abelardo, varios minutos después, abrió la ventana y puso Te amo de Los Saicos con todo el volumen que sus oídos podían soportar. Afuera todo era silencio. Se aproximó un poco imaginando la sonrisa del obrero. Entonces, sin haberse acercado siquiera, su cama crujió dolorosamente. Vio el patio de la casa contigua: un enorme y viviente ojo de sangre con las botellas de cervezas como astillas y casi en el centro los restos de unos toros de cerámica, todo salpicado por el multicolor crepuscular del pica-pica. Sin saberlo, lo supo todo. Abelardo lloró. Entonces entendió el significado biológico de la tristeza y, a no ser de un dedo roto algo después, nunca volvería a llorar.

Para Fabiola hubiera sido increíblemente exacto. Aquella visión, la del obrero muerto en plena fiesta, era un calco de “Alrededor del círculo”, una pintura de Kandinsky que podría resultar, para el ojo firme, algo peruana. Sin embargo Fabiola no tenía ni la intensión de saber que su amigo cargaba con un muerto. Por las mismas épocas Fabiola también aprendía. Ahora, después de casi cuatro años, su cerebro había ocultado de manera inteligente y productiva aquella experiencia. El sol cosquilleaba siempre el ánimo cada tarde cuando el colegio las dejaba libre. Su uniforme rojosangre brillaba, digamos, a borbotones. Fabiola y sus amigas subían contentas por San Andrés hacia la calle Ayacucho para abordar sus combis. De lunes a viernes, el resplandor blanco de la calle, explotaba en arco-iris pues ahí se reunían, como grajeas, muchachos y muchachas de los principales colegios, cada uno distinto por el color de su uniforme. En medio: deliciosa conciencia del existir.

Fabiola estaba indecisa. —Chicas, me voy a pie. —¡Ay, Fabiola! ¿Por? —Fabiola, regia, ¡vamos en combi todas pues! —Chicas, chicas. No quiero llegar a mi casa todavía, quiero dar una vuelta. —Mmmm, Fabiola te conozco, pero bueno, bueno. Ve, anda. Te quiero, amiguis. ¡Te quiero mucho! Y todas se abrazaron. Una de ellas fue hasta la carretilla de helados D'onofrio, y le invitó un Sandwich de vanilla, Fabiola las quería sinceramente. Se despidió con el saludo especial que su promoción había creado y comenzó a subir hacia San Andrés. Su carita estaba algo sucia y sus cabellos desordenados bailoteaban. El viento le sonreía en los muslos, su falda azul oscuro y una de sus medias casi en el tobillo. Volteó por la calle Almagro, cruzó la avenida el Sol y se detuvo en el enorme mural próximo al Banco de Crédito. El Cusco lucía como un antiguo señor de España, deslavado y burgués. Fabiola rió un poco de la composición del cuadro. Los dibujos, más bien simples, y el color reducían la obra a un esquema. Debió ser una gran obra antes, pero no ahora. Sintió que el helado goteaba y se apresuró en tomarlo, comenzó entonces a bajar por la avenida. Ella se detuvo.

Un hombre en terno plomo-rata le mugía a una anciana campesina. Grotesco como una gran verruga en el rostro, la alejaba con asco. La campesina avergonzada comenzó a andar hacia donde venía Fabiola, el hombre cruzó los brazos como vigilando que la anciana desapareciera. La mujer andaba con dificultad, tenía una soguilla amarrada a su pie izquierdo deforme la cual jalaba con la mano para avanzar poco a poco. Se le acercó a una Fabiola de piedra. —Mamitay, mamitay. Hospital Lorenaman riyta munani. ¿Dónde, mamitay? Imaynatan chayayman? Mamitay... Manan pipas niwanchu imayna chaynayta, nadie, runa masiymi mana kasuwanchu tapukuqti. No me dicen. Nadie, mamitay. Fabiola entendió lo necesario. Un golpeteo incesante sacudió su cerebro. Sintió que sus pechos se dilataban, sus manos endurecidas. Caminó apurada hacia el hombre y cuando estuvo cerca gritó: —¡H I J O D E P U T A! El hombre abochornado, desesperó y con la mano levantada amenazó maldiciendo a Fabiola. Ella vio que la anciana se iba, arrastrando el pie, con vergüenza, miró al hombre bufando, soltó su helado e impotente, corrió.

Fabiola lucía frágil, sus grandes ojos estaban húmedos todo el tiempo. Siempre parecía que estaba a punto de llorar.

Un escozor en la nariz despertaba a Jonathan hace cuatro años. Su inconciencia débil estuvo a punto de permitirle un restregón de cara. Se detuvo a centímetros de la picazón y despertando del todo, su corazón palpitó enardecido. Había faltado poco para matar a una de sus hormigas. Saltó de la cama y se lanzó al ropero. Se calmó y buscó en su reflejo dónde había ido a parar la hormiga: ausencia absoluta. Una enorme culpa sacudió su pecho. Creyó haber matado a la hormiga y se sintió el ser más estúpido del planeta. Jonathan, después de lo sucedido con su madre, había perdido casi toda fuerza. Algo que lo mantenía, de algún modo, ecuánime era la convivencia con sus hormigas. Aparecieron una por una mientras él se interesaba en la concepción Andina del mundo, buscando consuelo. Jonathanhecho-pedazos lo entendió como una señal del gran objetivo común. En aquella comunión él tenía el supremo poder y la suprema racionalidad. Reflexión constante. Entonces las observó cuidadosamente: las hormigas invadían su espacio

sólo en busca de agua. Cómo negarles agua a los pequeños bichos. Comenzó dejando un vaso medio lleno en su escritorio, pero entendiendo después que el sitio resultaba desolado y frío, traslado el vaso diario debajo de su cama. Siempre resultaba poco. Luego, migas, pedazos de carne, a veces grandes insectos aplastados: simplemente estaba colaborando con el fin común. Él era una representación de la Pachamama: poderosa e infinitamente sabia. Requería conocimiento y leyó mucho. Jonathan estaba convencido, él era responsable por el mundo. Si era capaz de matar, aún por equivocación a una hormiga, la Pachamama grande haría lo mismo con cualquier hombre inocente. El asunto, decisivo: era responsable del universo de las hormigas y de los hombres. Aquel día su conciente llegó al límite, su culpa era inconmensurable. Imaginó que la hormiga que había matado, debido a una estúpida picazón, era excepcional entre ellas. Primero debía resarcir a las hormigas comunes que habían perdido a su guía. Desesperado mojó unas cucharadas de azúcar con su saliva y las derramó debajo de su cama, era la primera vez que les daba dulce. Tuvo que irse al colegio con las sienes ladrando. Formaba esperando entrar a clases. Todos rectos. En-columna-cubrir-firmes-descanso-

atención-Himno-Nacional-Somos-LibresSeámoslo-Siempre...-Himno-al-Cusco-CuscoCusco-es-tu-nombre-sagrado. Todos bien parados, bien limpios, viendo cómo se arriaban las banderas, cómo se lee la Biblia. En-columna-cubrir-firmesdescanso-atención-En-el-nombre-del-padre-delhijo-del-espíritu-santo-amén. Y mientras rezaban el Padre Nuestro y el Ave María, Jonathan no hacía más que pensar en el destino ridículo que había tenido aquella hormiga. Cómo es posible ser tan necio, matar sólo porque a uno le pica la nariz. m a t a r p o r q u e a u n o l e p i c a l a n a r i z. M-a-t-a-r-po-r-q-u-e-a-u-n-o-l-e-p-i-c-a-l-a-n-a-r-i-z. m/a/t/a/r/p/o/r/q/u/e/h/a/u/n/o/l/e/p/i/c /a/l/a/n/a/r/i/z. Todos tan rectos. Todos formando en línea, como hormigas, esperando entrar a clases para ser mejores, para tirarle papel higiénico mascado al techo y después decirle a los profesores que están creciendo hongos. Todos tranquilos, hasta felices como si nada hubiera pasado. A nadie le importaba una muerte más. Jonathan comenzó a ahogarse pensando en el desinterés de sus compañeros, pensó que ellos mataban. Y lo que era peor, mataban y seguían felices. Cómo estalló su cerebro entonces. Sus tobillos crujieron como resortes. En sus rodillas sonaban castañuelas. Sus testículos estaban a punto de desprenderse. Su estómago

vacío. Su pecho caliente. Entonces su cerebro estalló. [Hormigas] ¯Hijito, ¿Jonathancito? La enfermera y la asistenta social del colegio formaban dos extrañas sombras a contraluz de un gran foco. ¯Jonathancito, hemos llamado a tu casa. Nadie nos contesta. —Nadie les contesta, sí —dijo Jonathan. —Hijito, vives por el quinto paradero de Ttio, ¿no? —Ajá. —Ya hemos hablado con el Jefe de Normas, ay, déjame contarte, hijo. Déjame contarte: una bestia ese señor Pizarra para hablar. Una persona cerradísima. No sé cómo lo aguantan los alumnos. Horrible, Vilma, horrible. Bueno, bueno. Te hemos sacado permiso para que vayas a descansar a tu casa. Pero necesito hablar con tu mamá siempre. Tienen que chequearte, hijo. —¿Te ha estado doliendo últimamente la cabeza, papi? —preguntó la enfermera. Silencio. La asistenta social lo acompañó en taxi. Estaba pálido como un libro antiguo lleno de polvo. Se echó en su cama.

La tristeza era general y pensó volverse loco. Sin embargo, algo de su razón acudió. No había enterrado a la hormiga. Su gran alma erraba con desesperación buscando consuelo. Se inquietó ante la posibilidad de no encontrar el cuerpo pero concluyó que algo simbólico le daría tranquilidad a ese espíritu. Pensó que la mejor hora para un entierro es la más hermosa de la tarde: cuando el sol parpadea de sueño y el ambiente es de bronce. La mañana fuera del colegio le resultaba nauseabunda y para existir con plenitud comenzó a leer Ulises de James Joyce, así esperó hasta la tarde. No comió: penitencia. Al sentir el polvo metálico brillante saltó de su lecho, corrió a la cocina, vació una caja de fósforos y puso un pedazo de carne cocinada, un pequeño montón de azúcar y una chapita de gaseosa con agua. Desesperado, pensando en el sol que se iba y ya con el ataúd subió al altísimo puente del quinto paradero de Ttio desde donde se podía ver la enorme pista de aterrizaje del aeropuerto. Mirando al cielo de metal pulido improvisó una ceremonia, le rogó al Sol poderoso que haga descender aquella gran alma sin problemas y que continúe con su vida laboriosa en favor del gran objetivo común. Bajó luego del puente, cruzó la primera pista y llegó a la berma donde había pasto. El uniforme de su colegio brillaba extraño mientras él, con las uñas,

hacía un hueco. Cuando lo encontró preciso, colocó el ataúd, hablándole fuerte le deseó un exitoso descenso a las profundidades. Cubrió todo con tierra. Se levantó y, siendo precavido, cruzó la pista entre los carros. Entró a su casa y, pensando algo más tranquilo, comió por fin. Subió a su cuarto aún con el cielo metálico. Se deshizo con cariño de su uniforme, lo colgó. En calzoncillo se desplegó en la cama. Jonathan era hermoso a veces. Sus miembros como látigos y un exquisito aroma a galleta casera. Cerró los ojos sintiendo el frío. Se observó en el espejo a contraluz, sólo su imagen apagada por el fulgor inmenso del día que termina. La belleza de la composición que encontraba en el espejo terminó por deshacerlo una vez más. Aquel galope en el pecho hería, nuevamente pensaba volverse loco. Buscó en las partes altas de su escritorio y encontró su pequeña chuspa envolviendo un puñado de hojas de Coca; hace unas semanas la utilizaba para calmarse. Se extendió nuevamente en la cama y comenzó a chaqchar. Respiró. Pero el dolor agudo no se iba, el desespero volvía como vidrio filudo hacia la garganta. Su cuerpo comenzó a explotar en espasmos, su cabeza a desfigurarse como plastilina en la tumba de un muerto. Si no hacía algo, esa tristeza interminable y sin motivo lo iba a matar. Se puso de pie. Miró en derredor, asustado y encontró

las llaves de su casa. Las tomó y se acercó al espejo. Comenzó a desollar su pecho huesudo, la llave poco a poco se hundía intentando llegar al origen de ese peso caliente. La sangre, pese a la profundidad, no era demasiada. Un profundo y circular insecto de carne viva. El alivio en el pecho comenzaba a sentirse, pero sin embargo la cabeza latía dolorosa. Escuchaba una aterradora mandolina y, en medio de la confusión, innumerables cuerdas se desprendían y se empotraban filudas en la masa de su cerebro. Anochecía. Su reflejo era más sensato entonces. Se miró fijo. Tomó nuevamente la llave y se la llevó encima de la cabeza, en el centro mismo, casi dónde hay un remolino de cabellos. La sangre esta vez fluyó mejor. Cogió un poco del hach'u de la Coca que mascaba e intentó rellenar el agujero de su pecho. Luego tomó otro poco y se lo puso a la cabeza. Nunca más se desesperó tanto. Jonathan tiene una hermosa quijada partida. Y las pocas veces que sonríe, cuando nacen hoyos en sus mejillas, sonríe el Todo también.

—Espera pues, déjame que les explique… —Fabiola observó a Abelardo, él se cortaba las cutículas con una navaja; Jonathan prefería detenerse en ella. Los tres, solos en la habitación de Fabiola—. Miren, todo es recontra simple; cuando en el cole estudiaban, no sé, ponte… a Miguel Grau, nunca se pusieron a imaginar que sería alucinante que estuviera escuchándolo todo, me refiero a que después lo estudiaran y todo, ¿me entienden? —No —dijo Jonathan. —¡Ay! Es que es un asunto tan poco explicable con palabras… a ver, a ver; ya, ya, miren, la cuestión es que quisiera morirme para ver como se portan las personas con respecto a mis cuadros ¿me entienden? O sea, es que veo los cuadros de los grandes —Fabiola pensó en Velásquez, en Egon Schiele—, no sé. Sus historias, cómo se han quedado en el tiempo, se han quedado para siempre, ¿entienden? Me muero de miedo, de saber qué pasará conmigo en el futuro. O sea, quiero morirme y ver qué pasa. Cómo sigo haciendo en el

mundo. —Fabiola, Fabiola ¿qué planeas? Si te mueres ¿cómo chucha vas a ver los resultados de tu propia muerte, pues! ¿Piensas regresar o una huevada así? —Pucha, eres un mongo, Abelardo. Entiende pues, entiende; no me voy a matar, o sea, sí me voy a matar pero de mentiras; para luego ver que se dice sobre mí y sobre mis cuadros. Ustedes me ayudarían a planearlo todo, recontra difícil sería el asunto, pero lo planeamos bien, con cuidado, cuando las cosas se hacen con cuidado todo va bien. ¿Se imaginan? Sería todo como lo que cuentan en un documental pues, sería lo máximo —Estás quemada, Fabiolita. Ja, ja, ja —dijo Abelardo. —Escucha, escucha. Tú podrías ser el héroe cuero que trata de salvar a la amiga al encontrarla colgada de, de algún lado y la lleva al hospital. Imagínate los titulares “Apuesto y valeroso modelo intenta salvar a famosa pintora cusqueña” —Abelardo sonrió, imaginó un momento la escena pero la descubrió lejana—. Entonces ¿me ayudan? ¿Me ayudan? ¿Sí? ¿Sí? —Ya, ya. —¡Jo… na… than! ¿me vas a ayudar tú también? —Sí —no le prestaron mucha importancia al asunto.

Abelardo se recostó en la cama enorme. Jonathan se entristecía observando el mercado de Wanchaq desde la ventana. El departamento de Fabiola quedaba en el séptimo piso del edificio Repuestos Lima. Tocaron la puerta. Un muchacho, tan alto como Abelardo pero de cabellos negros y ojos turquesa, entró a la habitación con dificultad, llevaba una bandeja de plástico con una Inca Kola de dos litros y galletas de vainilla. —¡Arsenie! Por fin. ¡Gracias, huevón! Me cagaba de hambre. Abelardo se apuró en ayudar, cuando se vio librado abrazó a Arsenie, zarandeándolo. —Jonathan, ¿no quieres galletitas? —preguntó Fabiola. Jonathan observaba discretamente el cielo de invierno, atardecía un arco-iris azul. Eran las cinco. —¿Quieres? —Fabiola le alcanzó un vaso de Inca Kola, sus largos dedos dejaron una marca de vaho en el vidrio. Jonathan tomó la gaseosa sintiéndose ajeno. Pensó que el cielo era triste, el azul de enfrente era inmenso y lo asustaba. Abelardo veía la televisión conversando con Arsenie. Fabiola se acercó a Jonathan, lo tomó por el hombro. Sonrisas. Observaron animosos la proyección del día que acababa.

Había oscurecido. Nadie prendió las luces del cuarto. Fabiola y Jonathan intentaban responder cerebralmente las preguntas de un programa concurso en la televisión. Abelardo dormía en silencio. Fabiola bostezó, se restregó los ojos y miró su reloj. —Es hora de irnos —le dijo Fabiola a Jonathan. —No sé si vaya. —¡Abelardo! ¡Abelardo! —gritó Fabiola como si sucediera alguna cosa grave— ¡Despierta, Abelardo! —¡Suave! qué pasa —Abelardo se incorporó lentamente, sintió su cuerpo débil. —Dice el Jonathan que no quiere ir. —¿Cómo? No. No, chato. Está vez jalas con nosotros sí o sí. —¿Ya ves, Jonathan? —Pero… Abelardo se lanzó con agilidad sobre Jonathan, la gruesa alfombra resultaba agradable. Jonathan aborrecía momentos tan dinámicos como aquel. —¿Cómo que no quieres ir? Ya pues, chato. No la friegues. Esta noche es pues para la diversión, para la chupeta sin límites —Abelardo lo abrazó tan fuerte que Jonathan pensó que se ahogaba. Sintió en el cuello de Abelardo un aroma a vainilla. Su

resistencia era mental—. ¿Vas a ir o no? —Ya, ya. Sí. —Bieeeen, chato ¡bien! —Ya, ya, oigan apúrense porfa que se está haciendo tardísimo, el tiempo no nos va a alcanzar para ir al Caos. Después a las doce no quiero estar pasando roche en la cola. Tenemos que ir a beber algo antes, supongo, ¿no? —dijo Fabiola. —¡Esta enferma! Cuando no tú, pensando siempre en trago. Ja, ja, ja —dijo Abelardo—. Ya, ya mamita, cámbiate no más que acá yo me quedo con el chato. —¿Qué te crees, ah? Salgan de mi cuarto, no me voy a estar cambiando frente a ustedes… —la vergüenza de Fabiola era asexuada. —Pero, Fabiola si somos patas, por las huevas te palteas, pero bueno, bueno. Ja, ja, ja… cómo quieras —dijo Abelardo. Ambos salieron. La sala era pequeña pero elegante. Al lado de la computadora habían muchos cojines desperdigados y una gran cartulina, Fabiola se acostaba ahí para poder dibujar. Más allá un caballete. Abelardo se observó en un espejo ovalado. —¡Asu madre! Estoy recontra despeinado, un toque que voy al baño ¿ya? —Ya. Esperó.

Arsenie regresaba para sentarse al frente de Jonathan. Nadie habló por un rato. —¿Van a salir esta noche? —preguntó Arsenie. —Sí. Silencio. —¡Arsenie! —dijo Abelardo con el cabello húmedo, se había lavado la cara—. ¿Dónde te metes huevón? Se te extraña, puta que uno viene de vez en cuando y nunca estás con nosotros. A r s e n i e r i ó , s u s o j o s t u rq u e s a s e humedecieron. —Estaba haciendo algunas cosas. —¡Ah, ya! Chévere, puta, la Fabiola que no sale. A propósito oye, Arsenie ¿no quieres ir con nosotros? —No, muchas gracias pero no puedo… Tú sabes. —Puta, que mala voz. Algún día te sacaré yo a bailar, o a chupar, o a lo que sea; pero prométeme que irás. —Okei, prometido. —¿Listos? ¡Vámonos! —Fabiola era una espiga de cebada. Es difícil pensar que muchachitas con tal gracia existan de verdad. Existen, esta es una prueba. Había arreglado su cabello como un elegante y simple ramo de flores. —¡Asu madre! ¿Quién eres amiga? Estábamos esperando a Fabiola Buenavista, hace un rato entró

en ese cuarto toda chascosa ¿la has visto? —bromeó Abelardo. —Calla, tarado. Más bien, Arsenie, mañana para el desayuno haces juguito, harto juguito. Por fa, ¿Ya? Una multitud ruidosa cubría la Plaza de Armas del Cusco por el día festivo. Los muchachos, en grupos, conversaban animados con una alegría epidémica. La diversión completa y sus engranajes funcionando correcto, las noches de fiesta en el Cusco son fáciles. Bajaron del taxi a la altura del atrio de la catedral. Jonathan se percató de la multitud pero esta vez era invisible, el fulgor de sus amigos lo ocultaba y él sintiéndose tan tranquilo. Se dirigieron a la pileta. Fabiola y Abelardo eran abordados constantemente lo que detenía su trayectoria, saludaban y conversaban un poco, reían. En estos casos siempre hay algo de fama. Ella una revolución en la pintura joven peruana; él, un muchacho apuesto que salía en la última propaganda de Inca Kola. Fabiola ya un poco inquieta insistió para que Abelardo caminara más rápido. —Abelardo, ¿te apuras?, tenemos que ir a beber antes del Caos… ¿dónde vamos a ir a comprar el trago?

—Suave, Fabiola; cuando se trata de trago mosca eres ¿no? —Aaaay, tarado. ¿Sabes qué? Para tu información, a mí me gusta chupar porque —Fabiola pensó en sonar interesante—… con el trago soy capaz de detener el tiempo. Mientras Abelardo reflexionaba en las palabras de Fabiola, Jonathan en silencio. Enr umbaron hacia Plateros. Fueron abordados al cruzar la pista por los que regalaban free passes para las discotecas cercanas que pese a ser pequeñas se repletaban de turistas. Como todo, existían ventajas (estaba permitido hacer lo que sea, nadie lo recuerda a uno) y desventajas (habían hecho una promesa: nunca pasar la noche o besarse o siquiera intimar demasiado con un extranjero, lo consideraban de muy mal gusto). —Compraremos un Pisquito acá, ¿no? —Abelardo se detuvo en una licorería de la calle Plateros. —Ya pues. Haremos una chancha —dijo Fabiola. —Diez soles pues por cabeza. Diez soles, ¿ya, Fabiola? ¿ya, chato? Cuando obtuvo el dinero se adentró en el lugar. Ahí, Fabiola se deshizo. Notó que entre tanta gente animosa y perfumada, una pequeña anciana ofrecía bolsitas con hojas de Coca y pulseras

artesanales. Estaba sentada en el portón de una casona. Sonreía increíblemente y el andar de las personas con tanta indiferencia. —Maldita sea, nosotros gastándonos un montón de plata para chupar y esa viejita… En el corazón de Fabiola crecía una llaga azul. Se convenció de que toda la pobreza en el mundo era culpa de gente como ella. Suspiraba. Buscó dos soles, pensando que una cantidad mayor o menor resultaba ridícula, y cruzó la pista con ira, sin importarle la acción de los autos. Se acuclilló. El sonreír verde de la ancianita. Le faltaban algunos dientes y masticaba Coca. Fabiola triste, aunque sonriendo le entregó el dinero y fue agradecida con una reverencia sincera. Aquel vínculo sería eterno. Corrió los pasos que la separaban de sus amigos. Abelardo llevaba una bolsa de plástico. —Acá está tu trago. Ya pues, ¿a dónde vamos a ir? —comenzaron a andar con dirección a la calle Saphy—. Chato, tú elige, elige la calle que quieras. —Hace frío. —Ya sé que hace frío, pero ¿cuándo el frío nos detuvo?, no jodas pues chato. ¿Qué? quieres ir a un bar seguro. Pero ya compramos pues el Pisco. —No, no es eso. —Ya, ya; oye, Fabiola, tú elige. —Donde quieran. —Puta madre ¡Ahora tú te pones mal?

Ayayayayay. No se cómo los aguanto a ustedes par de… fenómenos. Ja, ja, ja. Ahora, qué tienes tú. —Pucha, ¿No se dieron cuenta? Había una pobre viejita, ahí sentada en la puerta del Ukukus vendiendo hojitas de Coca, ay… y no sé… ¡me llega! Y lo peor, nosotros, nosotros que nos gastamos tanta plata en trago. —¡Carajo, Fabiola! Por las huevas te preocupas —Abelardo detestaba momentos como aquel. Él jamás se deprimía—. Esa abuelita, ¿tú crees que si no vendiera estaría ahí siempre?, vende pues huevona. Vende, o sea, no te digo que, puta, vende como mierda y tiene full billete. Pero ya pues, ponte a pensar si le quitaran esa posibilidad, de vender, tal vez se moriría, tal vez eso la mantiene viva. Mira, te propongo algo, ¿sabes dónde hay viejitos más tristes? —Dónde. —En el asilo. Un día vamos pues, comemos caramelos con ellos y conversamos un rato, ¿ya? —Ya, pero en serio. —En serio pues. El latir de Fabiola la satisfacía de nuevo. —Fabiola, mira ¡un ovni! —gritó Abelardo señalando al cielo. Fabiola se interesó—. Ja, ja, ja. Ni cagando. —¡Maldito! Llegaron a la esquina con la calle Amargura.

Fabiola se detuvo y observó la Compañía desde ahí, desde Teqsecocha, reconoció a la niña de La ronda de noche de Rembrandt. Es cierto, la Compañía era inmensa en el plano con respecto a las proporciones de la niñita pero ambas era la luz, eran capaces de encenderlo todo. —¿Ven? El destino nos ha traído hasta aquí. Vamos a sentarnos en las gradas y chupamos tranquilos —dijo Abelardo— ¡La cagada! Yo me iba por acá al colegio. Tenía que subir todas esas gradas. Las calles estrechas parecían el rostro de una bruja escandinava, misteriosas y pálidas. Ellos, su entusiasmo y un viento frío que parecía conversar. —Tomen asiento, bueno, bueno comenzaré yo ¿Les parece bien? Para la Pacha, para la Pacha —Abelardo derramó un poco de Pisco al suelo. —Un poco nomás, zonzo. Después la Pacha se emborracha ¿y? —repuso Fabiola. —Temblor pues. Ja, ja, ja. Salú, salú —Abelardo bebió, le pasó la botella y el vasito a Fabiola—. ¡La cagada! Las gradas en las que están sentados me vieron subir todas las mañanas hasta mi cole. Saben ¿no? El mejor colegio del Consorcio. —¿El mejor? ¡Ay! Por favor. Salú, salú —Fabiola contrajo su rostro—. Uyuyuy, está fuerte el Pisquito ah.

Jonathan recibió la botella y bebió. —Salú, salú. —Bueno, bueno. Quiero hacer un brindis pues, un brindis por mi cole Salesianos porque desde que salí no me dejo de soñar que vuelvo, en serio. Salú, salú. —Eres un tarado, egoísta —Fabiola sirvió el vaso—. Yo quiero brindar por todos nuestros colegios. Santa Rosa, “i ese pe” por si acaso, La Merced y Salesianos. ¡Los mejores del consorcio! ¡Los mejores del Cusco obviamente! Y saben porqué, porque estuvimos los tres. ¡Salú caracho! ¡Salu! —brindó Fabiola. —A la mierda, cuatro años ya que salimos del cole. ¡Qué huevada! Jonathan se agazapó. Hubo nostalgia. Bebieron, por algunos minutos, sin novedad. —Oye ya. Tranqui nomás porque hace rato un gringo está que sale para chequearnos por esa ventana. Suave que ahorita llaman a Ronda Política Actual —Abelardo comenzó a imitar al conductor— el prog rama político más controvertido y revelador de la televisión cusqueña. Esta semana tenemos un destape es-pecccc-tacular. Chucuchú tantantán tarantantantantán. Ja, ja, ja. La cagada es ese programa. La noche. Los astros. El viento se escabullía entre las ropas.

—Alaláw. —¡No! —dijo Fabiola. —¿Qué? —¡Ya sé! ¡Abelardo eres un genio! ¡Salud por eso! —el Pisco continuaba circulando. —¿Qué tiene la loca ahora? ¿Qué hice ahora? —Aaaaaay… ¿No entiendes? ¡Ronda Política! —los ojos de Fabiola eran todo emoción, estaban tan de acuerdo con aquella melodía que es la noche en el Cusco— ¡Ronda Política Actual! El programa político más entretenido y revelador de la televisión cusqueña. ¿Entiendes? —Es “más controvertido y revelador” no “más entretenido y revelador” —¡Ya pues Abelardo! ¡Ay! ¡Me llega! —Fabiola le pasó el licor a Jonathan— ¿Por qué siempre les tengo que explicar las cosas tan detalladamente? Miren, escuchen con muchísima atención. ¿Okei? Ya, podemos hacer un video de escándalo, de borrachera, así pues… de perdición y lo enviamos a Ronda Política. ¿Me entiendes? Un grandísimo escándalo pucha… y yo saldría terriblemente mal pues, me afectaría un montón. ¿Me entienden? —¡Señor que estás en los cielos, ayúdala! —dijo Abelardo, sorbiendo el Pisco con Coca-cola. —¡Caracho, Abelardo! Estoy hablando en serio. —No entiendo —dijo Jonathan.

—¿Ya ves! ¿Ya ves! Ni el chato te entiende, y eso que él es recontra inteligente, ah. Fabiola se detuvo. Tomó aire levantando sus ojos al cielo. Prosiguió. —Un escándalo gigantesco es una buena razón para suicidarse. ¿O no? —¿Sigues con esa huevada? —Abelardo eres un pobre imbécil. En serio, la idea del suicidio es de verdad. Piénsenlo muchachos, no bromeo. Jonathancito ¿tú si me vas a ayudar no? —Sí, supongo —Jonathan aún no asimilaba el asunto. —Bueno pues ¿me van a escuchar o no?; oye Abelardo no te hagas el vivo ah, me tocaba a mí. Estamos yendo por derecha ¿okei? Bueno, escuchen, todo sería cuestión de pensar en algo que pudiera implicarme en un… súper, archi, hiper, duper escándalo. Tendrá que ser algo así, subidazo de tono, algo muy, muy fuerte. Llamamos nosotros mismos al canal ese y les decimos que la tal Fabiola está en alguna actitud sospechosa o algo así y vendrán, tiene que ser algo increíble. Entonces me deprimo horrible, no aguanto más, no sé; inventamos un par de cosas más por ahí, o sea, no me voy a matar por el escándalo, sino haremos creer que hubieron más cosas pues y ¡ya! Fabiola se cansó de lidiar con los fantasmas de su mente y se quitó la

vida, así dirían. Una razón convincente. La cuestión sería pensar en qué. —Fácil —Abelardo bebió una vez más, rápido. Pensó en el exagero de Fabiola, no la consideraba tan importante como para que a Ronda Política le interese; se distrajo, imaginó—. Una noche nos vamos de juerga, fácil acá mismo. El escenario es pues, chévere. Chupamos, igualito que ahora. A eso de la una de la mañana el Jonathan se hace el que se va pero llama al canal. Entonces, nos hacemos los locos un ratito y cuando notemos que los camarógrafos estén cerca, fingimos estar más ebrios de lo que estemos y en plena calle, suaaaaa me la chupas. Fabiola enrojeció. —Oye, cállate ¿ya? —De qué te arrochas oe, si acá todos somos choches, ¿o no? Ja, ja, ja. Sintieron las manos adormecidas y los labios tan ligeros como sus palabras y su risa fácil. Rieron. Bebieron algún rato más. El Pisco se agotaba. —Ya, ya tranquilos, tranquilos. ¿Qué hora son? El alcohol es una silueta agridulce y hermafrodita. —Oigan, oigan ¿Qué hora son? —preguntó Fabiola, de pronto lúcida. —Son las, son las —Abelardo intentaba agudizar la visión, sentado tambaleaba— Once,

son las once —no habían comido, el alcohol se disparaba en sus cabezas. —Oye ves, ya es tradazo —dijo Fabiola. —Ajajajajajaja, tradazo, ha dicho tradazo. —Calla borracho de miércoles, digo ya es tardazo para ir al Caos, mejor nos vamos a alguna disco de por acá no más. —¡No! No, no, no, no, no, no. Nada que ver. Mucho gringo. Los gringos no se bañan. —Abelardo… mejor vámonos a una disco de por acá no más. Oye… propongamos… la tranquilidad como primera… visión. ¿Te das cuenta?, quiero tranquilidad esta noche. Quiero bailar esta noche hecha una perra, ¿entiendes? —el extranjero de la ventana volvió a salir, miró con insistencia a Fabiola, al percatarse alzó la voz —. Sí pues, quiero bailar con ustedes como una perra ¡Como una perra! Sus ojitos adormecidos eran aún hermosos. Su rostro, como el de Abelardo, había enrojecido. Muy vagamente Jonathan pensó en advertirles. —Ajajajaja. Eres una completa perra —dijo Abelardo—. Una perra sin remedio. Ajajajaja. Fabiola alegremente enfurecida tomó un mechón de los cabellos de Abelardo y los zarandeó. —Ya, ya, achakáw mierda. El gringo está que sale a cada rato, va a llamar a la tombería, a los policeman, a los cops, va a llamar, shhhh —advirtió

Abelardo. —¡Qué se vaya a su país ese gringo! Carajo —gritó Fabiola. Jonathan se oscureció por un malestar profuso. Anudó las piernas con sus brazos y ocultó la cabeza. Fabiola y Abelardo continuaban discutiendo. —¡Sí, tienes razón, gringo! ¡Los latinos somos mucho más limpiecitos que ustedes! ¡Cochinos! Ambos callaron. El silencio fue reflexivo. —Mucha huevada ya —murmuró Abelardo apagando las últimas cenizas xenofóbicas—. Mucha nota. —Sí ¡Qué roche! Shhhhhh… silencio. En serio ahorita nos botan. Oye, oye ¿Y el Jonathancito? —Oye, chato. ¿Estás bien? —…í. —¿Qué? —Doy bien. —Puta que el enano ya fue ya. ¿Y ahora? —Jonathancito —Fabiola se acercó—. ¿Jonathancito? Ya vamos ¿Ya? —…í —asintió y apoyándose en los hombros musculosos de Abelardo consiguió ponerse de pie. Fabiola le tomó el rostro lívido. —¿Jonathancito? Sintió que fuerzas extrañas estrujaban su vientre. Quiso advertirles a sus amigos, Fabiola aún

lo acariciaba. Las advertencias, para un cerebro ebrio, son pesadas y torpes. Vomitó. En el Mamáfrica hacía muchísimo calor. Las facciones de Jonathan habían mejorado y era él quien, ahora, iba al frente del grupo. Fabiola lo abrazaba cariñosa y Abelardo los seguía tambaleante y muy callado. —¿Me dan sus ropas? Yo las llevo a donde se guardan. —¡Ay, caracho!, ¿ves? Sin el Jonathancito, ¿qué haríamos? Pucha, ponte a pensar nomás. Pucha, Jonathancito, yo te quiero mucho —dijo Fabiola. Abelardo, desplomándose muy brusco, se sentó sobre el escenario al frente de la barra donde las personas menos tímidas solían moverse para el espectáculo común. Se deshizo de la ropa más abrigadora quedándose solamente con una camiseta verde ceñida y sin mangas. Fabiola hizo lo propio, su vientre planísimo seducía. Sus brazos delgados y firmes invitaban. La discoteca era pequeña y cosmopolita. La gente que aún no se atrevía a bailar acumulaba entusiasmo en las mesitas bajas alumbradas por velas y por sus tragos coloridos. La mayoría de asistentes eran extranjeros contorsionándose de manera llamativa y curiosa pero que a nadie le

importaba. Lo cotidiano, grupos de chicas y grupos de chicos, muchos bailaban solos. —Abelardo, Abelardo. Oye, ponte bien que ahorita nos van a botar. Caracho, Abelaaardooo. Abelardo yacía muy quieto, escondiendo la cabeza entre sus brazos fuertes. La mente se le comprimía, sintió ahogarse por un momento. —Voyá baño —inestable, se puso de pie. —Abelardo espera que el Jonathancito llegue —Fabiola lo tomó con firmeza de la cintura e intentó sentarlo de nuevo. Abelardo le retiró las manos. Fabiola sintiendo efímeras las voluptuosas y durísimas nalgas de su amigo procuró nuevamente un método para toquetearlo. Intentó sentarlo tomándolo ahora de las nalgas. —¡No joascoshetumare! El grito de Abelardo fue hostil. Ella comprendió sin problemas la textura gutural de sus palabras y mientras lo veía salir de la discoteca desconocía al chico hermoso. Sintió la tristeza absoluta de los borrachos tan lejana, sobre todo, a las melodías alegres de las discotecas. —Do you wanna dance? —un hombre rubio había reparado en ella. —Sorry, yo… hablo español, no te entiendo ni mishi, ni michi —contestó indignada por la inoportuna presentación del extranjero. —Oh, disculpa ¿tú quieres bailar conmigo?

—Bueno, ya. El señor era apuesto y olía muy bien. A Fabiola le resultó fácil menear su cuerpo. Ya no estaba molesta con el extranjero. —And… where are you from? —no había más nudo en la lengua de Fabiola —I thought you speak just Spanish —dijo el extranjero sintiéndose víctima de una burla. —Well, I can speak english but my english is very poor, and I was so angry… you know… but, it doesn't matter anymore. Where are you from? —Ok, no problem, I'm from Switzerland. —What? —Switzerland —dijo el extranjero. —What did you say? —Switzerland. —Oh my gosh, I've never heard that name before! —dijo Fabiola. —Suiza. —¡Ah! ¡Qué lindo! Los alpes y todo eso ¿No? —Excuse me? —Nothing, nothing. —And you, where are you from? —preguntó el extranjero. —Don't you see? —No, I don't. —I'm from here. I'm proudly Peruvian —respondió Fabiola.

—Oh, yes? You don't look like! —Why? —You're so beautiful —dijo el extranjero. Fabiola volvió a odiarlo. Odió a todos los extranjeros de la discoteca. —Oh my god! You look like… Paris Hilton... ¡Gracias a Dios! My friend is over there. Buhbye —Jonathan apareció lig ero de ropa—. Jonathancido ¡Gracias a Dios me has salvado! Un gringo viejo… ¡Qué hijo de su madre ese gringo! quería conmigo… un tarado… un pobre imbécil, ¡no te imaginas! No puedo creer que sea tan bruto, tan bruto ¡Aaaay! ¡Lo odiooooo! ¡ay! ¡ay! ¡ay! —estaba insatisfecha, quería golpear al extranjero. Recordó a Abelardo, se calmaba—. Pero, bueno, bueno ¡no importa! Aayayayayay —Fabiola reía—. ¡Ah! ¿Sabes qué, Jonathancito, sabes qué?... me he dado cuenta una cosa, de que cuando uno esta borracho, su cerebro se activará, no sé; la cuestión es que hablas bien en inglés.

2 Un zumbido absoluto parecía alejarse en la inmensidad del sueño. Fabiola despertó abotagada. Su habitación le pareció demasiado luminosa, tuvo miedo de haberse despertado al mediodía. Observó el reloj de su muñeca transparente. Eran las ocho y media de la mañana. Cuando escuchó el crujido de la puerta cerró los ojos y trató de esconderse bajo las frazadas disimulando. Arsenie entró sigiloso, Fabiola siguió su trayectoria lenta hasta la ventana, después de un gesto ácido la abrió. El sentimiento de tranquilidad que le suponía vivir sólo con Arsenie la abandonó entonces. Arsenie había llegado inmediatamente después de la muerte de los padres de Fabiola. Aquella mañana el timbre intempestivo del

teléfono la despertó tempranísimo aún cuando el filtro celeste del día joven lo cubría todo. Fue su madre quien atendió. Fabiola agudizó tanto su oído como la helada había agudizado sus pezones. —¿Aló?... ¡Ay Juan Carlitos! Cómo me llamas a está hora pues, hijo… dime… dime, no más dime. ¿Cuál? ¿La offset grande?... ¡Ay no te puedo creer!... Y ¿quién ha sido pues? ¿Quién ha estado manipulando las máquinas al último, ayer?... ¡Ay, Dios mío! ¿Y ahora?... ¡No pues! Yo que les doy confianza y ustedes… ¡Ay! No me digas, no me digas, Juan Carlitos... ¡Ay! Sí, pues… ¿Para cuando es lo del señor Linares?... ¿Pasado? ¿No era de acá tres días? El señor Linares me va a matar, ahora sí, ahora sí… ¿Ya has llamado a lo de los repuestos? Lo habrás llamado al Alancito a su casa, no creo que hayan abierto lo de los repuestos todavía… ¿Y? ¿Y no hay?... ¡Ay, Juan Carlitos! Las noticias que me traes. Me iré a Lima no más pues, ya les descontaré a ustedes… ¿Cómo? Claro pues hijito, alguien habrá hecho algo ayer, la máquina no se va a malograr sola ¿no? ¡Ay ya, ya hijito! Si se puede avanzar algo con las máquinas chicas, alguito avancen pues ¿ya? Nos veremos mañana pues. Ya… okei… okei, okei… dile a la Mayrita que lo haga… ya, chau hijito, chau. —¿Qué ha pasado? —su papá se había levantado también, preocupado por el barullo. A veces, las voces parecían diluirse en los pasillos

como si algo tratase de ocultarle a Fabiola la verdad. —Nada, nada. La offset grande se ha malogrado. El sonso del Juan Carlos qué habrá hecho anoche pues con la máquina. —Te dije que no debimos contratar a ese vago de porquería. Siempre resulta lo mismo. ¿Y ahora? ¿Hay repuesto donde el Alancito? —Dice que le ha llamado a su casa y que no hay, dice que recién van a hacer pedido. Y hasta que llegué ¡Uy! Fracasa pues el negocio con el viejo Linares. Y ¿cuánta plata se nos va ahí? —Sí pues. Pero para que veas. Para que la próxima me hagas caso. ¿Y ahora? —No hay otra, Antón. A Lima no más me voy a ir. —¡Ay mujer! ¿Hoy día no es el cumpleaños de tu hermana? —Sí pues, pero ¿qué se va a hacer? ¡Cuánta plata se nos va a ir en lo del señor Linares! —Tú sabrás lo que haces. —¿Sabes qué? Porqué mejor no me lo vas llamando a Wayra Perú y de una vez compras los pasajes para ahorita mismo a Lima, ida y vuelta. ¿Ya? Mientras yo me alisto. Ojalá haya avión para ahorita, para ahorita mismo. Fabiola siempre había desconfiado de Juan Carlos. Oyó como las pisadas húmedas de su madre salpicaban por toda la casa. Frustrada intentó dormir, estaba tan cubierta que

ya no sentía frío. Sin embargo, sus pezones continuaban tiesos. Cusco comenzaba a moverse y aunque la noche anterior haya sido catastrófica los sábados nunca despierta con resaca. Cusco no tiene resaca jamás. Fabiola, cubierta sólo por sus breves ropas interiores, se debatía en la elección del atuendo de turno. Dando saltitos gráciles que mostraban, a sus quince años, unas ya ondulantes y consumadas formas. Se encerró en el baño y vacilante se desnudó. Se observó contenta en el espejo. —Pucha madre, mi expo —dijo antes de cerrar las cortinas y soltar el agua caliente. La vinculación con los mejores artistas plásticos del Cusco fue espontánea. Poco después de cumplir los trece años su prematuro talento había sido distinguido en numerosas ocasiones. Su capacidad era innegable. Fue invitada a la escuela de Bellas Artes como alumna libre un año después. Sus padres comenzaban a sospechar que todo iba en serio y fueron ellos quienes se habían opuesto a que se reúna la colección de sus cuadros para exponerlos. Enterado del problema el maestro pintor Guido Salazar abordó una noche a Fabiola para proponerle una exposición sin que sus padres lo supieran. “Es hora, no dejes pasar la oportunidad de volverte inmortal”. Volverse inmortal, sonaba mágico e increíble. Qué más combustible para una

vida feliz que la oferta, al parecer garantizada, de inmortalidad. El frenesí de Fabiola sólo podía ser superado por su fantástico talento. El ajetreo no fue más que divertidas maromas durante sus vacaciones escolares. Se escogieron dieciocho de sus treinta y tres pinturas en las que se reunían, más o menos constantes, matices azules en formas explosivas o en armonía con los paisajes cusqueños, al principio era seguidora de Kandinsky (en la forma y colores pero sobre todo por su peso teórico), desde siempre fue muy técnica. Se proveyeron los bastidores faltantes y se consiguió el salón principal de la Municipalidad del Cusco. Había logrado olvidar por unas horas lo que no salía de su mente ni un momento desde hacía tres semanas y el batir constantísimo de su corazón retorno galopando. Observó nuevamente su reflejo y ahora, sin dudar, corrió la cortina dispuesta a entregarse al afortunado vapor. Le había prometido a Guido Salazar que todo se mantendría en secreto para sus padres pero no estaba segura. Las consecuencias la inquietaban. Tenía miedo, sentía cómo el agua jugueteaba con ella. Era absurdo estar pensando en sus padres mientras se bañaba. El ceño lo sentía pesado; la barriga, llena. Enjabonó su cuerpo con ímpetu mientras tejía posibilidades. Pensó en vender sus cuadros con libertad, pensó por un

momento en Frida Khalo pero meneó la cabeza y recordó a Tilsa Tsuchiya, pensó en vivir feliz. El agua era excitante. Pucha madre, pucha madre ¿Y ahora?... ¿Cómo michi se lo digo a mis papás? Papi, papi… me olvidé contarte. La semana pasada Guido Salazar, el pintor ése pues, ése que la otra vez salió en la tele, sí, sí, ése que anda saliendo siempre en la tele, hasta en cable, uno de Cusco. ¿Te acuerdas, no? Ya pues, me dijo para hacer una expo. Sí, de mis cuadros. Y seguro mi viejo dirá: ¡Ay hijita! ¿Otra vez con lo de los cuadros? No pues hombre, no pues. Ya sabes lo que tu mamá piensa de eso ¿No? Entonces pues hijita. Fabiola recordó la triste reacción de su madre cuando le había enseñado el dibujo que tenía planeado presentar en uno de sus primeros concursos: “¡Ay hijita! Está más o menos tu dibujito”. Cuán absurdamente puede actuar un adulto intentando hacer el bien. La madre no estaba en absoluto dispuesta a poner en riesgo el futuro de su hija. Sufrió mucho visionándola como una borracha con el cabello pintado. Fabiola sin embargo, corrió veloz su carrera de colores. Ganó su concurso y desde entonces nadie la pudo detener. ¡Claro! Si nunca me acompañan a recibir mis premios, nunca, nunca, nunca. Siempre lo mismo: Hijita, date cuenta por favor: de eso no se vive. Te vas a morir de hambre si quieres estudiar eso de la pintura. Mira, yo siempre quise ser

profesora de educación física ¿Te imaginas que nos hubiera pasado? No vivirías feliz en una buena casa, en un buen colegio, no serías feliz como lo eres ahora. Entiende hijita, por favor entiende… Aaaaay… floro barato, floro antiguo que huele a naftalina, wajjjj, floro barato, floro viejo. Y los intentos por detener esa marea vertiginosa fueron descabellados y crueles. Entre otras cosas, cortaban las cerdas de sus pinceles o vaciaban sus pinturas y disolventes al baño. Cómo me los tenía que esconder, caracho. Cómo me los tenía que esconder. Tremenda destrucción recíproca. Los padres sufrían tanto como ella pero la amaban muchísimo. Sus últimas reflexiones la arrastraron de nuevo al rincón más incomprensible de su alma adolescente. Pucha madre, pucha madre. Y la furia, como ola de río violento, rompió sobre su orilla revolcándola una vez más. Sintió sus puños llenos de sangre, pensó en epitafios. Imaginó un cementerio eterno lleno de cruces encendidas. Ella era transportada en una calesa. Imaginó al demonio. Vio cómo los caballos, de susto, comenzaron a volar y sólo pensó en mostrarle el dedo medio a lucifer. Decidió por fin, no decir nada. —¡Fabiola! A tomar desayuno. —¡Ya voy!

Fabiola definitivamente estaba de mal humor. Odiaba cuando su papá, sabelotodo, hacía el desayuno. Siempre se le quemaba la avena o le echaba mucha mantequilla a los panes. El cabello húmedo de Fabiola se escurría por su espalda mojándola. —Tu mamá se ha ido a Lima. El Juan Carlos ha llamado tempranito y le dijo que la offset grande se ha malogrado. Y ya pues, el negocio del señor Linares se nos iría. Dice que el Alan no tiene repuestos. ¡Cuándo van a tener esos vagos pues! —Sí pues. Ese Juan Carlos nunca me ha caído bien. Estaban sentados frente a frente pero no se miraban. Why you have to go and make the things so complicated. La voz de Avril Lavigne resonó en su cabeza. La odio, la odio… ojalá fuera tan bonita como esta tarada. Aaaaay. No tenía conciencia de sí. La belleza real no suele ser conciente. —Ah, no sé si tu mamá te dijo algo. Hoy es el santo de su hermana. Ayer llamó por teléfono y dijo que vendría a comer con nosotros porque tu tío Juan viajó de urgencia. Su mamá está mal, en Chiclayo creo y no se va a quedar solita el día de su santo, así que ahorita me voy a comprar unos vinos, para festejar pues. —¿Mi tía va a venir? —Sí…

—¿Y mi mamá? ¿Qué va a hacer mi tía si mi mamá no está? —Hija, no seas quisquillosa, tu tía vendrá a comer un rato. Tomaremos los vinitos y si no llega tu mamá se irá pues. Hace cuanto que no viene tu tía. —¿Mi mamá va a llegar hoy día mismo? —Sí, a eso de las cuatro. Si es cuestión de ir a comprar la cosa esa de la máquina y listo. Además en la noche iba a haber un evento, una fiesta creo de no sé qué empresa en el “Mistic Slut”, tu mamá tiene que ir a chequear todo eso pues. Hubiera querido decir “puta madre” en voz alta, relacionando la expresión con su propia madre, pero su mente se ocupó rápido en elaborar un plan que le permitiese concluir sus labores con éxito. Caviló entusiasmada. Si se quedan a chupando, todo va a ser más fácil. Ni cuenta que se dan. Su sonrisa. —¡Salú pues hijita salú! ¡Ay no! ¡No me digas que tú no tomas! Estos jóvenes de ahora… Fabiola: incómoda. Nadie había encendido la luz del comedor. La celebración por el cumpleaños de su tía se había extendido ya seis horas. Una comilona desgarradora que habían pedido por teléfono y

dando las cinco y media de la tarde cuatro botellas de vino Rosé, bastante dulce como a Fabiola le gustaba. —Pa, ¿mi mamá no te dijo a que hora iba a llegar? —dijo Fabiola evadiendo la conversación con su tía, los dos adultos estaban bastante ebrios. Sintió un profundo rechazo. Una mezcla maliciosa, asco y pena. Los adultos borrachos resultan mucho más desagradables y ridículos. —Sí, oye ¿qué horas es? —¡Uy papi! Las cinco y media —Fabiola fingió su sorpresa, el transcurrir de la hora no había salido de su cabeza ni un momento—, ¿me das permiso para una fiesta? —su voz sonaba amical y cariñosa, digna de ganar el permiso—, es el cumple de Marce, pues. —Ya, ya. Anda nomás, anda. Y, minutos después, cómo se hubo roto su alma. Impulsiva y muy nerviosa volvió a bañarse. Oscurecía y su emoción se había convertido en un kilométrico hoyo en el corazón que, desde dentro, parecía absorberla. Desnuda, en tinieblas, cerró la ducha e intentó silenciar aquel dolor inexplicable. S i l e n c i o. Sin embargo escuchó cercanos los gemidos de su padre y de su tía. Lentamente acompasados como tratándose de suspiros de algodón. Serenos,

indiscutiblemente húmedos, prolongadísimos. Era imposible. Su padre, su papá, su papito. Gimiendo varonilmente. Y su tía aprovechándose, gimiendo también, fuerte, muy fuerte. Su piel erizada, sus pezones tensos de ira. Su dolor fue tan agudo y sincero que sólo consiguió imaginar al diablo riéndose de su familia en la puerta, en el taxi, en la plaza Regocijo, durante su tan ansiada y maravillosa primera exposición. Se vio atacada, furiosa, como el hipopótamo con las fauces abiertas que Rubens había pintado con genialidad. Se sintió diminuta. Había pasado sus primeros cuarenta y cinco minutos de inmortalidad royendo su cerebro y masticándose las uñas. Nuevamente, y aún sin estar ahí, sus padres habían hecho jirones de carne su felicidad. Habló unos instantes con los periodistas concurrentes, posó para algunas fotos. Abrazó con toda su fuerza a Guido Salazar queriendo ser entendida y salió a deambular por las calles del centro. Cusco es ajenísimo a la tristeza, especialmente en las noches de sábado, y Fabiola era conciente. Bordeó la plaza Regocijo, “Regocijo” lo pensó en comillas “Regocijo”, y por la Calle del Medio llegó a la Plaza de Armas. La catedral era una gran mueca feliz. Envidió tanto a cada muchacho que veía sonriente. El centro de Cusco es trampa mortal para los

tristes, sin embargo el frío le resultaba agradable. Anheló que el mundo fuera de otro modo. Hubiera querido no arruinar aquel día tan importante en su carrera. Cómo quisiera estar muerta, no, no. Yo valgo. Anduvo suave como cuando llega el sueño, de a pocos; sintiendo ese escalofrío mordaz e hiriente que le recordaba su soledad infantil. Al retornar, evitó la bulliciosa avenida el Sol. Pero si fueron ellos, bueno, mi viejo el que me despertó, así: bien, bien mi emoción por la pintura. Me acuerdo claro. Yo era bien pequeña tan pequeñita y tan estúpida que creía poder ir a hablar con el alcalde para conversar sobre la situación de las personas pobres en la calle, no me entraba en la cabeza cómo el municipio no los ayudaba un poco. La cuestión es que un día mi papá trajo unas muestras de papel de colores de la imprenta y me quedé loca. Nunca había visto tantos colores juntos en mi vida. Fue la primera cosa que robé y que guardé con toda mi alma. Y recuerdo que me quedé varias semanas con el púrpura en la cabeza y ahora una se queda a veces pegada, cocida a un color. Así como algunas de mis amigas se quedaban con una persona en la cabeza y no pueden dejar de pensar, yo me quedo con los colores. Y es horrible, horrible. Bueno, mi mamá también “ayudó” cuando ella trajo las cerámicas que luego, mucho

después supe que eran de Mérida, de los señores pobres, de ese viejito tirado. Me moría de miedo. Yo compadecía a aquel de barro, a ese hombre sin color. Traumada, asustadísima con su cara tan real, lo compró para esa navidad cuando mi papá me regala un set de cuarenta y dos plumones FaberCastell y yo no podía de la emoción, yo no podía. Sin que él sepa yo dormía con los plumones. Los ponía debajo de mi almohada y dormía con ellos. Nunca les cambié de lugar, es decir, como vinieron. Nunca los desordené. Después mi papá me regaló un set de cuarenta y dos colores también, pero eran lápices. Y los amé. Dejé un poco de lado a los plumones que no me daban lo que los lápices sí: la lluvia de colores. Cuando iba a la casa de mi tia me pasaba las tardes pintando mis tareas, y aparte me había conseguido mi cuaderno de dibujo. ¡Qué risa! Me salían abstractos geométricos cuando intentaba dibujar la ventana de su cocina que daba al cerro Viva el Perú. La cuestión es que raspaba mucho mis lápices pero nunca botaba sus, sus, las cositas esas que salen cuando uno raspa. Las guardaba en una bolsita que se llenaba de un montón, montón de colores, con esas cositas y cuando acababa mis tareas y la tarde acababa también, llenaba de agua esa bolsita, salía a su patio y lanzaba la bolsa al techo del primer piso del vecino y esperaba un ratito. De pronto el agua comenzaba a caer entre las tejas y yo

quería hacer de la tarde un arco-iris. Claro, sólo caía agua y a veces alguna de esas maderitas, pero yo imaginaba que llovía colores sobre la casa de mi tía, que llovían colores translúcidos. Todas las tardes que pasaba en la casa de mi tía llovían colores hasta que una vez el vecino se quejó. Por unas pocas bolsas en un techo que sólo verían los sonsos desde sus aviones me dejaron sin lluvia de colores. Desde esa vez odio a los adultos. Malditos. Cuando subía en el ascensor hasta el piso siete sintió que dejaba alma en el camino; decaída abrió la puerta. No había nadie. Encontró un papel arrugado en la mesa en el que estaba escrito con letra temblorosa: “Fabiola: tu mamá llegó, fuimos a dejar a tu tia”. Temblando de cólera, se fue a dormir. El timbre sonaba como un martilleo insistente en medio de la oscuridad. Mientras despertaba por completo, Fabiola se imaginó diversas cosas. En el alma tenía aún aquel sabor amargo. Se levantó rabiosa. —Caracho, estos borrachos de miércoles… ¿Quién? —Fabiolita, abre rápido por favor, abre mamita, abre. Ha ocurrido una desgracia —la voz de su tía se escuchó aterraba al otro lado. Su tía entró rápidamente al departamento,

desde el séptimo piso se veía ya el dibujo de los cerros en el azul de la madrugada. Encendió la luz. La abrazó llorando, le acarició la cara y Fabiola sintió su aliento hediondo. Le contó de la desgracia, habían ido a recoger a su mamá, la habían dejado a ella en su casa y cuando regresaban, habían chocado en el puente del quinto paradero de Ttio. Fabiola lo entendió después de acostarse nuevamente, sus papás estaban muertos. Lo que vino después ocurrió muy rápido. Antes de que su tía se fuera a Chiclayo a vivir con su esposo tramitó la pensión para Fabiola en la AFP y los papeles de la imprenta y del “Mistic Slut”; estuvo con ella hasta los dieciocho años pero la convivencia fue terrible. Mayor de edad, como la naranja luminosa de Schiele, Fabiola exigió que se traspasen los papeles a su nombre. El procedimiento fue sincero, la culpabilidad enorme bastaba para actuar correctamente. Fabiolita sola, bien se hubiera podido quedar con ella. Fabiolita le hizo un favor. Se hicieron un favor mutuo. Antes de irse la tia le reveló la pequeña fortuna de sus padres, intentó dejar todo en orden y trajo a Arsenie. Arsenie y sus padres partieron de Constanþa, el puerto más importante de Rumanía, en busca de mejores posibilidades en Brasil (desatino total. El espacio en relación al futuro no se tantea, se decide. Su estupidez era apátrida, nada bueno puede

resultar de todo ello). La tía de Fabiola, al estar de paso por São Paulo, lo encontró una tarde cuando pedía limosnas en un centro comercial. Sus padres se desprendieron de él sin mayores contratiempos. Eso es todo lo que Fabiola siempre supo. Por vergüenza y lástima nunca le interesó preguntar más. El vibrar fuerte de su celular sobre la mesa la despertó del todo. Tanteando logró obtener el teléfono. Era Abelardo. ¡Pucha madre! ¡Le quise agarrar el poto al Abelardo! ¡Nooooooo! ¡No quiero chupar nunca más! Muy arrepentida intentó reflexionar y calmarse. Respiró profundo y ahogando un pequeño dolor de amígdala contestó —¿Aló? —¡Borracha! —la voz de Abelardo era animosa. —Conchudo. —¿Qué tal pes mi querida Fabiolita? ¿Cómo va la resaca? —Horrible, me siento re mal. —¿Por? —No sé, re, re, re, mal —Fabiola recordó el arrebato irrespetuoso de Abelardo pero prefirió callar—. Me siento re mal oye, no sé. Siempre que chupo me deprimo horrible. —¡Ajá! ¿Qué habrás hecho ayer pues?

—Nada oye, qué tienes. —Y ustedes desgraciados que me dejan solito ahí, botado en la Plaza de Armas. —¡Oye, qué?, por si no recuerdas papito, tú te fuiste solitito hecho un loco no sé por qué. —¿Qué? Ni cagando oye, ustedes me dejaron. —Sabes qué Abelardo… para la próxima no chupes tanto ¿ya? Aunque ni chupamos mucho, tú que eres un pollo. —Naa, bueno. ¿Serio? Puta que ni me acuerdo ah. Pero, tú pues alcohólica que me andas incitando al vicio. La voz de Abelardo era dulce. Fabiola suspiró. —Fuera oye, baaaboooso. —¿Qué es del Jonathan? —Ni idea, ayer me dejó en mi casa a eso de las… tres o cuatro no me acuerdo. Supongo que estará bien. —Oye, ¿qué fue de mi casaca, ah?, ¿la tienen ustedes? —preguntó Abelardo. —Claro pues, ¿no se la estás dando al Jonathan para que la lleve al guardarropa del Mamáfrica? —No me acuerdo, alucina. —Llámale pues, él se la llevó. —Ya bacán, chévere. Gracias, ah. Sorry más bien. Bueno, bueno Fabiolita me tengo que bañar. —Ya, ya. Cuídate, oye. Bai. —Saludos al Arsenie, chaufas.

Atardecía el telar del cielo. Abelardo y Jonathan dieron la vuelta a la esquina de la avenida el Sol desde la Plaza de Armas. Jonathan pensó que a esa hora el Cusco podía reconocerse mejor así mismo en relación al gesto natural de las personas. —¡Ah! Chato, chato. Te cuento —dijo Abelardo—, estaba leyendo una Etiqueta Negra en la jato de mi pata y encontré una huevada recontra interesante, chato. Mira, dice que la única gaseosa en el mundo entero, en el mundo entero ah, que le ganó en ventas a la Coca-Cola en un país fue… adivina. —No sé —Inca Kola pues, chato. ¡Inca Kola! ¿Y quién es su modelo actual? ¿quién es su modelo actual? Ja, ja, ja. Bueno, bueno. ¡Chato! Nos culeamos a los gringos sin su consentimiento en one. ¿Manyas? O sea al país más poderoso del mundo, acá la Inca Kola vendió más que la Coca Cola; y ¿qué hicieron los hijos de puta? Billetes pues. Se compraron la Inca Kola. Nos cagaron. O sea, nos cagaron en el, digamos, en lo que menos importa, chato, porque

el símbolo ahí está. ¡Qué chucha que la plata la manejen los gringos! Lo que en verdad significa la Inca Kola es mucho más poderoso. Bueno, la cuestión es que intentaron venderla a otros países pero nica, chato. Nadie se acostumbró. Dice que dijeron que sabía a chicle y tenía color de pichi, puta, unos huevones son. Y así pues, hicieron un montón de estudios pa saber qué pasaba, y dicen que hay una relación así, con el combo. Pero bueno, bueno, la Inca Kola es la voz. ¿Te das cuenta? —Es única. —¡Eso, chato! Es única. O sea, no se cómo decir, pero me refiero al sentido así… más superior, más, que te digo, puta máximo, más puro. Única. Caminaron. La congestión de la avenida empeoraba. Autos de todas clases gruñían muy juntos. Al lado izquierdo de los muchachos se desplegó un crepúsculo luminoso aparte: el Qorikancha. Jonathan se fijó, como de costumbre, en los muros Inkas que soportaban el gran templo cristiano. Una mujer mayor detuvo su trayectoria, por un momento Abelardo pensó que le pediría un autógrafo. —Joven, ¿es usted cristiano? —Eh… ¿sí? —respondió Abelardo. —Entonces, podrá usted cumplir su misión —la mujer le entregó un sobre—, hasta luego. Que Dios le bendiga.

El sobre contenía una estampa del Corazón de Jesús, de alguna manera habían pegado una moneda de diez céntimos en el envés. Abelardo leyó en silencio, su rostro se coloreó. —Puta madre. —¿Qué? ¿Qué es eso? —dijo Jonathan que no había prestado demasiada atención en la señora. —Chato, ¿eres cristiano? —No. —A ya, entonces, agarra, tú la puedes botar —Abelardo le extendió el sobre, Jonathan no lo tomaba. —¿Qué es eso? —Dice que si no mando a hacer quinientas estampitas como éstas, pegándoles diez céntimos a cada una, para repartirlas, los poderes del Sagrado Corazón de Jesús van a hacer que me caigan las peores desgracias del mundo, hay ejemplos, chato. De no sé qué presidentes que rompieron la cadena y se les murieron las familias y se fueron a la mierda, chato. —Para qué aceptas —Jonathan no tomó el sobre. —Pero, chato. Tú no eres cristiano. —Igual. —¿Cómo que igual? —No sé. —Entonces, ¿qué eres? —preguntó Abelardo.

—Es difícil de explicártelo. Caminaron un momento más, en silencio. Abelardo guardo el sobre en el fondo de su chuspa, con la intensión de olvidarla por siempre. —Chato, no sé. Pucha, me has hecho pensar, puta que no sé. Mira, tú sabes, yo no me hago paltas con lo de Dios, el Dios cristiano ni en nada de esas huevadas, pese a que haya estudiado en un colegio católico y todo. Bueno, yo estaba tranquilo pensando en que bastaba con no joder a nadie y si es posible ayudar a que las cosas estén en orden, con justicia, qué se yo. O sea creía en una fuerza superior, una energía, ¿ya? Bueno la cuestión que cuando me fui a Paucartambo, yo tenía que irme todo chévere con mi pata a la aventura, a chupar así ¿no? hasta las últimas consecuencias. Bueno, yo no iba a ir chato, porque mi pata se fue un día antes con su flaca y yo no había conseguido un puto eslipin ¿ya? La cuestión es que yo tenía planeado salir de mi casa a las dos. A la una y cuarenta, yo decía: ya pe, qué piensas, no vas a jalar. Y se aparece mi vecina Adriana y me pregunta sobre Paucartambo y cuando le digo que no había conseguido eslipin me jala a su casa y me presta uno. Yo dije: la mierda, una señal de la Mamacha del Carmen, me largo. Y me largué pues. La cuestión es que estaba recontra misio. Misio, misio, es decir, no quería llevar plata pues, para la aventura, para vivir con la gente pues,

para practicar mi quechua. Y bueno llegué a Paucartambo, primera vez ah, asustado, palteadazo porque no conocía pues, di vueltas y vueltas y nada, un huevo de gente pero no encontraba a mi pata. Cuando comenzó a oscurecer, chato, qué miedo. Me asusté. Comencé a caminar apurado y no sé cómo mierda llego al templo, entro y me persigno todo y le pido a la virgen que encuentre a mi pata. Salgo chato y adivina… —Encuentras a tu amigo. —¡Sí! ¡Sí! Lo encuentro, así de la nada. Bueno la cuestión que dije, otra señal. En la noche comimos en un cargo, salimos a chupar y full huevadas. La cuestión es que al día siguiente era la procesión principal, chato. La virgen sale de la iglesia y las danzas la siguen de espaldas por el pueblo y revientan dinamitas en los cerros, re bacán todo ¿ya? A los techos se suben los Saqras que son la cagada, así vestidos con sus garras y todo, comienzan a moverse raro, se tapan la cara para no ver a la virgen y a la vez dice que la tientan para que peque. Bueno mi pata me dice que quiere cargarla, en ese rato la cargaban pura flaca, y nos metemos a la gente que seguía la procesión, o sea, cualquiera puede cargarla, claro, si llegas primero ¿manyas? En el último tramo se detienen, y ya pues piden patas para que carguen y mi amigo se mete y la comienza a cargar. Puta yo sigo pues caminando con la gente

y me caen flores y pica-pica y justo en la última callecita, la que da al templo, la miro a la virgen, miro su cara, chato; y casi me pongo a moquear. Así de la nada y puta ahí me pongo a pensar: Abelardo de mierda, ¿en qué crees? O sea, todo pues por las señales y todo. Y me entró un no sé qué, chato. Ayúdame. El viento había desprendido gotas de la fuente coronada con el sol de Echenique al frente de los hoteles que por allí desafiaban con su tamaño. El rocío de la Paqcha era agradable. Abelardo se acomodó el chullo. Caminaron en silencio. —Mira, yo creo que al mundo lo mueve la naturaleza, como unión del tiempo y el espacio. Creo que todo se renueva y cualquier fenómeno, cualquiera, hasta el más chiquito o superfluo tiene una misión dentro del gran conjunto de cosas ¿entiendes? Todo produce algo. La naturaleza siempre tiene la razón. Ahora, acerca de tu emoción al ver a la virgen; creo que tiene que ver de hecho con nuestra educación, nuestros colegios y todo. Mira, a ver, cómo te explico, hace tiempo que se ha matado a Dios, es decir, se prescinde de la religión para llegar a una verdad, digamos, científica, total, una cosa así ¿ya? —Jonathan resumía sus conclusiones subestimando a su amigo, Abelardo quiso saber a qué asesinos se refería, continuó

escuchando—. Bueno, por mi parte pese a haber leído, creo, lo suficiente como para tener criterios teóricos y dejar de creer o dejar de sentir, es imposible. La culpabilidad de mi cuerpo es persistente todavía y eso me impide a veces reflexionar con claridad las cosas. Mala idea la de los dogmas, creo. ¿A qué aferrarse? ¿En qué creer? —¿Qué es dogma, chato? —Una cosa que no puedes explicar y en la que tienes que creer sola y exclusivamente por fe. —Ah, sí pues. Bueno, bueno. ¿En qué creer? Cuando Abelardo apoyó la punta de su pie, en la primera grada, al voltear la esquina de la estación de trenes, la enorme puerta metálica se abrió explosiva con una serie de detonaciones metálicas imposibles de oír por su fuerza. Un hombre cayó a los brazos de Abelardo, la puerta había cortado su pie en la última grada pero no se desprendía por completo. Un pedazo de tren había perdido el control. Los adultos gritaban corriendo por todos lados. Policías brotados del vacío accionaban sus silbatos agudos como queriendo detener el vagón que escapaba furioso. Abelardo abrazó al hombre que entre gemidos lloraba. El vagón se alejó rugiendo, rechinando y el espanto, general. Un taxista joven detuvo su auto lo más cerca posible al hombre, muchachos fuertes del centro comercial aledaño empujaban la puerta para liberarlo. Las

señoras gritaban todavía escabulléndose por todas partes y los otros adultos se complacían con mirar. Abelardo quiso recriminarles. Jonathan contribuyó a empujar la puerta que doblaba su tamaño en altura. Cuando al fin lograron moverla vieron cómo el pie del hombre bailaba solo en litros de sangre, unos ligamentos se resistían a dejarlo ir por completo. Un muchacho levantó al hombre con ayuda de Abelardo para llevarlo hasta el taxi, dos policías subieron también al auto. —Déjalo nomás —le dijo el muchacho a Abelardo—, yo me encargo del señor. Se fueron. Poco a poco las cosas tomaron su rumbo. El vagón se había detenido no muy lejos. Recién al llegar a la avenida Infancia se atrevieron a hablar. —Quién habrá sido el conchasumadre que se ha equivocado. ¿Qué pasaba si esa mierda se iba hasta abajo? Qué mierda pasaba si moría gente, ese señor no va a tener su pie de nuevo, oe. La puta madre —Abelardo temblaba. —Nada. De repente y esa persona no tuvo la culpa. Ya era de noche.

3 —Qué hora es ¿ah? —preguntó Fabiola. —Veinte para las ocho. ¿Qué habrá pasado con el Abelardo? —Este impuntual de miércoles. Segurito se fue a chupar en la tarde el imbécil. ¡Lo odio! ¡Lo odio! Aaaay, bueno, bueno… Jona ¿tu má no viene? Jonathan cubrió su rostro de niebla, los músculos de su cuello se tensaron, intentó calmarse. —No. Mi má no viene. Tiene que trabajar. —¡Asu! Tu mami trabaja un montón ¿no? —Sí pues. —Este tarado seguro que se aparece a las ocho justo cuando el carro esté por salir. El terminal terrestre del Cusco lucía

agitadísimo y bullicioso. Algunas personas observaban a Fabiola con entusiasmo. Esas agujas humanas picoteaban despacio el ánimo de Jonathan. —¡Bú! Abelardo le hizo cosquillas a Fabiola en la espalda. —¡Oye, Abelardo! ¡A la hora que llegas! —Holas, Jonathan; holas, Fabiola. Sorry por la tardanza. Es que mi viejo pes. —¡Señito, buenas noches! —Señor, buenas noches —Jonathan se sonrojó. Los músculos de su cuello se tensaron nuevamente. —¿Cómo están muchachos? Van a disculpar la demora, el tránsito estuvo terrible. ¿Qué tal pues, Fabiolita? ¿Dónde están tus cuadros? Fabiola se detuvo, miró. El papá de Abelardo, bien sexy es. —Ya los hemos enviado hace unos días para que los tengan listos. —Felicitaciones, en serio. Ojalá que del viaje el vago este aprenda algo. Y tú Jonathan… —Bien. —Bien. Los dientes del papá de Abelardo, agradables pero violentos.

Carrito, carrito. Qué lindo el bus. Azulito como a mí me gusta. Arequipa. Arequipa. Arequipa debe ser linda, toda blanca como dicen… y el volcán recontra grandazo. ¡Qué emoción! ¡Qué emoción! Cómo es la vida ¿no? La satisfacción de Fabiola se convirtió por un momento en el recuerdo doloroso de sus padres, sintió que hacía justicia con su victoria. Demostraba su valor ante los muertos. Sin mis viejos me he quedado con el fondo en blanco. O sea los odiaba con todo el corazón, pero se les quiso. ¡Ay! ¿Ves? De eso no se habla, de eso yo no sé. O sea, no me importa. Bueno ahora no, bueno sí, o sea: no y sí. No sé. Me siento mal, culpable de no ponerme triste. Me han dejado vacía y me siento exactamente igual que alguna pintura del Schiele. Hay una, sin color, trazo nomás, con algún sombreado, de una muchachita joven echada, parece, en un sillón, sin pelo en su cosita, apoyando la cabeza en sus manos; sus cabellos largos y alborotados especialmente sobre su hombro izquierdo, en realidad hay más cabellos pero los que están en su hombro me gustan, parece que la abrazaran, que la sostuvieran en el vacío. Su cabecita está levemente quebrada hacia su hombro derecho. Tan triste me parece la pobre, tan solitita abrazándose, toda calatita. Como si tuviera frío y vergüenza de la nada. Está sola, solita. Sin fondo. La única en el blanco. Yo me siento así, como si me

hubiera dibujado en fondo blanco, en fondo vacío. Este Egon de mierda ¿tan solito se sentía? Y… ¿yo no me siento así de solita? Me siento sola pero no me siento sola. Es decir. Un rato sí y otro no. Yo no puedo pintar personas, en especial personas, sin fondo. Me da pánico. Aunque hubiera querido ser. —Puta madre, puro gringo oye —Abelardo estaba junto a Fabiola. A Jonathan le había tocado estar solo, atrás—, Fabiola, ¿conoces Arequipa? Mi primo vive ahí, Arequipa es de la puta madre. —¿Qué? —Carajo, despierta, te digo si conoces Arequipa. —Ah, no, no, pero debe ser linda. —Linda eres tú ja, ja, ja —Fabiola sonrió confiada—. Ni cagando, estoy jodiendo no más, ah. Un suspiro doloroso. Fabiola nunca supo si Abelardo bromeaba. ¡Aaaaaaay! Por sonseras me pongo triste. Soy fea, caracho. ¡No! No soy fea, es este estúpido que no ve. ¡Claro! Como es modelito, se las cree todas. Tarado. El bus tomaba conciencia e iba más rápido. Terminaron la merienda y recibieron unas colchas azules. Aún no hacía frío. —Calor de mierda. —Levanta tu manito y acciona el aire acondicionado, burro. —¡Ah! Claro, ¿no?

El brazo desnudo de Abelardo era ideal. Qué bonito que es este mongo. ¡Aaaaaaaaay! Fabiola, no las friegues por sonseras. Abelardo puede ser muy bonito pero no pinta, no sabe de puntos de tensión, ni de fundidos, ni de paletas, ni siquiera sabe quién es Andy Warhol, ¿a ver pregúntale?... él sólo camina, posa y baila bonito. Yo bailo bonito también. —¡Buena! Me cagaba de calor —Abelardo cerró los ojos, sus pestañas eran infinitas y doradas, como él—. Oye ¿el chato? El chato está solito. Pobre el chato. Jonathan estaba incomodísimo, tenía al costado una extranjera preciosa que intentaba conversar con él. Abelardo dio la vuelta. —Oye chato ¿todo bien? Rígido. Abelardo lo supo todo. —El chato está cagado. —¿Por qué, ah? —Hay una gringa buenota que le quiere hacer floro, y tú sabes cómo es el chato pues. Cómo se nos ocurre dejarlo solito. Una mierda somos —Abelardo dio la vuelta una vez más—. Oye chato, te cambio de sitio, la Fabiola quiere hablar contigo. —Oye, sí. Gracias Hicieron el cambio. ¡Qué culón que es el Abelardo de miércoles! Y eso que ni siquiera hace

ejercicios… buuuuuuuu ¿por qué? ¿por qué? Oye ¡ya! Por que el Abelardo te diga que eres fea no lo vas a comenzar a ver como el más cuero del mundo ¿no? Es cuero, pero bueno. Jonathan. Jonathan. —Fabiolita. Silencio. —Dice el Abelardo ¿quieres hablar conmigo? —No, bueno sí. Es que… para que no estés solito. —Ah… —Me muero de sueñito, ya me duermo ¿ya? Me abrigas pues. —Ya. Fabiola programó su reproductor de mp3. Escogió Sorry de Madonna. Play. I dont wanna hear, I dont wanna know… Jonathan creyó escuchar algo. Todosedeslizalentamenteviajarviajarenelsilenc iodelanochequeduerme—————————— ———————}= Arequipa Cielo naranja. Desierto, periferia. El Misti era un gigantesco diseño del sol intensamente anaranjado. Fabiola abrió sus ojitos y se adivinó despeinada. El Misti ¿El Misti? Es grandazazazazo. Arequipa ¡Arequipa! Arequipa amanece anaranjada y el Cusco, azul. En el bus

todos comenzaban a despertar. Jonathan dormía con la boca abierta, Fabiola percibió su aliento desagradable. —Jonathan, ¡despierta! Ya llegamos ¡Mira el Misti! ¡Qué grande había sido! Despertó atontado, risible. —Buenos días. Fabiola se apuró en despertar a Abelardo. Volteó. —Abelardo ¡Ya llegamos! Abelardo conversaba bastante complacido con la extranjera. Parecía nunca haber viajado. El cabello, el rostro, la ropa: todo prolijo. —¡A la hora que despiertas! Péinate oye, desvergonzada. La extranjera soltó una carcajada. Fabiola regresó el rostro ocultando el rubor, miró por la ventana. ¡Ayyyyyy! Gringa de miércoles. —¡Qué gracioso! Hace ratito todo era desierto. Ahora hay pura chacra, construcción, chacra, construcción, chacra. Mira ¡mira! Qué grandotota se ve Arequipa. Mira ¡se ve hasta el fondo! ¿Ves, Jonathan? ¿Ves? —Sí, ¿no? Había sido bien grande Arequipa. —Mira, mira, Jonathan. ¿Ves? ¿ves esos edificios recontra altos, rojos? —Sí. Edificios. —¡Qué alegría! Arequipa es una gran ciudad…

de repente es tan grande por que los arequipeños hacen casa y luego chacra, casa y luego chacra. ¡Uy! Un by-pass les agujereó el estómago. Era la primera vez que Fabiola cruzaba un by-pass. ¡Qué bacán ese túnel! Arequipa, Lima parece. El Parque Industrial se mostraba adinerado, conciencia de gran ciudad. Fabiola se percató, desde el segundo piso del bus, de una familia de campesinos que intentaba cruzar la avenida. —¡Asu! Mira Jonathan, ¡Mira! ¡Qué linda esa chiquita! ¡Podría ser modelo! —claro, podría ser modelo si alguien famosísimo llega y la ve, qué linda esta chiquita. Yo la sigo y le hago un casting. Fabiola, Fabiola, esa chiquita debe venir de un pueblo re alejado, sus viejos seguro han venido porque se mueren de hambre. ¿Y si no es por hambre?, ¿si es sólo ganas de sobresalir? Es su derecho ¿no miércoles? Hablas como monga. Y tus cuadros ¿de que se tratan tus cuadros pues? Su muestra había ganado el premio del Banco de la Nación. Exhibirían sus pinturas en Lima, y luego en exposiciones grupales con otros artistas latinoamericanos en Bogotá y en Buenos Aires de donde se haría una nueva selección para ver quiénes expondrían en Europa y ganarían una beca. Esta era su segunda colección de pinturas. Todo comenzó con un incidente en el palacio de justicia del Cusco

mientras esperaba regularizar una situación de su pasaporte para su viaje de promoción a Chile. El compartimiento donde esperaba lucía lejano de la luz. Se respiraba algún tipo de pasta húmeda. Las personas guardaban un silencio efervescente. De pronto: gritos lacerantes de mujer, seguidos de un tropel de pasos atronadores. “¡Denme solución! Por favor señores ¡Solución!” reclamaba una voz campesina. Fabiola se levantó asustada; el compacto de personas se había detenido a unos metros de ella. Tres policías arrastraban a una mujer fuerte. El bebé que tenía en las espaldas lloraba furioso intentando proteger a la mujer con gritos que parecían destrozarle la garganta. Otros dos niños descalzos estaban prendidos con firmeza de las polleras. “¡Justicia! ¡Justicia! ¡Justicia para los pobres!” La gente protestaba iracunda en contra de los efectivos. La mujer aprovechó la inseguridad de los policías ante la censura para tomar un atado de su q'eperina. “¡Señores! ¡Señores! Una mujer pobre soy…” Gritó mientras sacaba unos choclos enormes y secos. “¡A mi marido lo han matado! ¡Como a perro lo han matado! ¡Acá en la ciudad! ¡En Cusco unos malditos lo han matado!” Comenzó a desgranar con fiereza. “Toda la plata lo había traído para hacer futuro, eso le han robado… ¡Sin nada nos hemos quedado!” El chasquido de

sus dedos parecían truenos ensordecedores. “Me han dicho que acá venga a reclamar al Palacio de Justicia ¡Mentira! ¡No me dan solución! ¡Qué cosa será justicia!” Esos truenos que lo sorprenden a uno y lo asustan hasta las entrañas. “¡Nada tengo! ¡Pobre soy! Mis hijitos… ¡hambre tienen! ¡frío tenemos!”. Arrancó los granos con los dientes, mostrándolos violenta, escupió al suelo, liberando su boca… “Mírenme, señores ¡ustedes que plata tienen!”. Ahora las lágrimas le cocinaban las mejillas que parecían sangrar. Sus palabras sin embargo continuaban rígidas como se pone el cuerpo al morir. “¡Mírenme! ¡Gente!” Y comenzó a lanzar los granos de maíz a todos “¡No tengo más que mi maíz! ¡De nada me sirve ya mi maíz! ¡Mi maíz ni siquiera me compran los gringos! ¡Mi maíz acá de nada sirve!” La gente sentía como picotazos cada grano de maíz que le caía en la cara. Entonces nadie se movió y la mujer llorando comenzó a irse en silencio. Pobre mujercita. Así fue. Cómo se me agita el pecho, cómo me dan ganas de llorar. Cómo quisiera ir y reventar el Palacio de Justicia, cómo gritarle a los oídos a las gentes para que abran los ojos. Pero, si justamente de eso se trata. Yo quiero mostrarle al mundo aquello. Busco precisión en mis pinceles. La estética de sus cuadros era una mezcla talentosa y técnica entre la línea agresiva-nerviosa

de Egon Schiele y las proporciones anatómicas del crudo expresionismo andino en las cerámicas de Mérida. Eran mujeres campesinas desollándose para cubrir las necesidades de sus hijos desnudos. La piel estirada de las mujeres, de tan bien hecha la textura, parecía crujir. Sin comprender. ¡Qué pena caracho! La conciencia Fabiolita, puedes hacerlo. ¡Levanta conciencia pues!... Nooooooo ¡Dios mío! Nooooooo… sueno a... Nooooooooo. Ja, ja, ja. ¡Qué me pasa caracho! No pues. Mejor no pensar. Abelardo. Este estúpido. Hermoso chiquillo. ¡Ay! Qué feo suena. Fabiola tenía una no-constancia inmediata absoluta. Divagó un rato más. —Señores, el hotel Anglais. El taxista, un hombre de ojos verdes, gordo y colorado; les abrió la maletera del auto. Habían esperado en el terrapuerto, mientras tomaban desayuno, un par de horas como método de seguridad. El hotel Anglais se ubicaba en la moderna avenida Ejército. —Definitivamente Arequipa parece Lima, una Lima chiquita —dijo Fabiola quien había quedado despeinada después de sacarse la casaca que traía— Miren, miren… un montón de edificios más

allacito, después vamos a ver ¿ya? —Ayayayay Fabiolita, como si nunca hubieras visto edificios —dijo Abelardo mientras le pagaba al taxista. ¡Noooooooo! ¿Qué tiene este imbécil? ¿Por qué me estará atacando? ¿Qué he hecho? ¿Qué le he hecho? Aaaaaaaaaay… lloro, lloro. El estúpido se alucina. Lo odio, lo odio. —No es eso, tarado, me alegra que haya desarrollo, modernidad en las provincias, sólo es eso. Además no sólo me refiero a los edificios, esta avenida, ¿cómo se llama esta avenida? —Ejército —respondió Abelardo. —Sí, Ejército; esta avenida Ejército tiene ese nosequé pituco, esa cosa que lo hace ver todo desarrollado, con dinero; no sé cómo explicarte ¿entiendes?, es una cualidad… que sólo se puede notar en la mirada… ¡Ay! Se ve pues, no, no se ve, es… así, pituco. Pero obvio, yo no quiero decir que, pucha, eso significa desarrollo o mejor calidad de vida. ¡No me miren así! Aaaay… es que me confundo, me confunden ustedes ¡no considero que los edificios altos sean símbolo de que la gente, pucha, tiene mejor educación! Sólo que, no sé ¡Me gusta! Eso es todo. Supongo que algo tiene que ver de todas formas. ¡Aaaay! —Bueno, bueno basta… fenómeno. Ja, ja, ja. —¿Se apuran?, me muero de sueño; quiero

dormir un poco —intervino Jonathan y todos comenzaron pesadamente a entrar—, ¿cómo vamos a hacer? —Ustedes dos en una doble y yo en una simple. —Pensé que estaríamos todos juntos —dijo Abelardo ofuscado. —¡Ay oye! ¿Qué tienes ah? Desde hace rato me estás tratando mal. Fabiola hubiera querido seguir gritando pero la recepcionista muy sonriente esfumo la discusión con un acento bastante particular. —Buenos días, bienvenidos al hotel Anglais. A Fabiola le hizo gracia el acento. ¡Ay, qué gracioso! Los arequipeños hablan como charapas. —Desearíamos habitaciones, por favor —dijo Abelardo. —Ah, sí, sí; a ver déjenme ver un ratito —la señorita llamó por teléfono un par de veces, por su expresión se adivinaba que recibía instrucciones—. Listo, ¿me permiten sus documentos, por favor? —revisó primero el de Jonathan, luego el de Abelardo y al final el de Fabiola; la observó extrañamente. Tarada—. Todo en orden. Bueno, ¿cuántas habitaciones van a querer? —Queremos dos habitaciones. Una simple y la otra doble. —A ver déjenme ver… sí, tenemos una doble en el tercer piso y una simple en el primero, ¿está

bien? —Sí —intervino Abelardo. —Desean con baño privado ¿no? —Obvio. Los ojos de Fabiola se estrellaron con los de la recepcionista. —Señor, por gentileza, llenen estas fichas con sus datos —lo hicieron algo aturdidos, el enojo de Fabiola era inocultable, Abelardo observó las tarifas en un cuadro y deslizó un par de billetes— por favor lean con cuidado las reglas del hotel. No se permiten visitas de otras personas que no sean huéspedes, no bebidas alcohólicas ni escándalos —enfatizó la última palabra mirando con descaro a Fabiola— y el plazo vence mañana a las doce del día, si deciden quedarse me lo confirman con anticipación por favor. Tienen servicio al cuarto, sólo levantan el teléfono y marcan el uno. Eso es todo, disfruten de su estadía en el hotel Anglais. Un joven se apresuró en ayudarlos. Comenzaron a avanzar en su compañía. —Cómo me llega la gente que habla como si fuera una grabadora —dijo Fabiola. Abelardo no aguantó más. —Mira Fabiolita, no sé qué tengas, pero no las cagues pues; hay que pasarla bonito ¿ya?, no te preocupes, no te molestes; yo no estoy molesto, sólo que, ya pues, tú me entiendes ¿no?, hablando

se entiende la gente. Herida. O sea. ¿Qué he hecho? No tengo la culpa. Pucha madre. Es un completo imbécil. No puede entenderme ni un poquito. Se fregó este tarado. Ya no me gusta más. —Okei, okei, me voy a calmar. Pero ¿sabes una cosa, Abelardo? pucha, no tienes la más mínima idea… —Señorita el cuarto simple es este, aquí está su llave. Abelardo le agradeció con una sonrisa coqueta al joven. Luego, los dirigió hasta su propia habitación. Por la ventana se apreciaba interesante la avenida Ejército. Jonathan dejó apático sus maletas, Abelardo se emocionó por el cuarto y comenzó a cantar. —Cantemos, chato, ¡cantemos! “…Britni Espirs no vengas al Perú, que acá ya hay demasiada gringa burra como tú…—Abelardo había comenzado a saltar por la habitación—, mejor anda a comprar a Linconl bulevard, te presto una revista y te pones a cagar, y si lo tuyo es mucho arte y no tienes con que limpiarte, agarra una foto de tu presidente y de paso te lavas el diente negro”, vao chato “¡negro!” qué… ¿no te gusta La Mente? Jonathan estaba fastidiado. —No, es que antes te gustaba Libido. —Oye, Libido me gusta y me gusta mucho, así como me gusta el papá Chacalón, oe. ¡Me gusta

todo! —Ya, quiero dormir un poco. ¿No tienes sueño? —No, más bien me cago de calor. Abelardo se deshizo de su polo. Su torso quedaba desnudo, dorado. Sin embargo Jonathan no sentía el más mínimo acaloramiento. Los golpecitos con los que Fabiola intentaba llamar la atención de sus amigos eran ligeros. ¡Aaaaaaaay! Babosos de miércoles. Claro a mí me dejan solita y no abren; toc, toc, toc. —Abelardo… ¿Jonathan? Jonathan dormía aún pero en la bruma de sus sueños, lejana se escuchó la voz de Fabiola; Abelardo había aumentado el volumen de la televisión mientras usaba el baño, ahora se duchaba. —¡Abelardo!... ¡Jonathan!... Chicos, ¿están ahí? No, no, no. Estos hijos de su madre me han dejado, ¿me han dejado creo? Toc, toc, toc. Los golpes fueron más insistentes esta vez. ¡Maldición! Si toco más fuerte la estúpida de la recepcionista va a venir a decirme: ¡Ay mamita! Silencio. ¿Y ahora? ¿Cómo le pregunto a la tipeja si se han ido? Mmmm. —¡Abelardo?... ¿Jonathan!... ¡Oye, Abelardo!

¿Jonathan?... ¿Están ahí?... ¡Ya pues Abelardo! Abran oye, abran… ya pues… No lo puedo creer, me han dejado de verdad. —Oye ya pues, ¿no vamos a ir a comer? —Fabiola acercó su carita a la puerta con la intensión de escuchar algo—. Oigan, no sean así, me muero de hambre. ¡Abelardo! —tocó fuerte está vez, Jonathan despertó sobresaltado. ¡Se fregaron! ¡Se fregaron para siempre conmigo! ¡Para siempre! Y se fue decidida a comer por su cuenta. Jonathan prestó atención a los ruidos y al no escuchar nada, durmió de nuevo. ¡Ay Dios mío! Y ahora, ¿qué hago? Tranquila Fabiolita, tranquila que si los rateros ven tu carita de ansiedad, te roban, te roban; aunque tranquila, en esta zona no parece haber rateros. Qué hago, qué hago. ¡Ayayay! ¡Qué fuerte el sol de miércoles! ¡Ya sé! Iré hacia los edificios y fácil que encuentro alguna cosa buena para comer. Cuantos pisos a ver: uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve, diez, once, doce. Tan grandotes los edificios; y allá hay más y más. Fabiola ya no estaba triste. O sea, esos tarados creen que me gusta porque los edificios se ven pitucos. Esto me emociona porque me demuestra una cosa: nos han hecho creer que este tipo de cosas sólo y sólo pasan en otros países. El mundo nos ha hecho creer que en el Perú no

ocurre o no puede ocurrir. Por eso, cada vez que vemos algo moderno o sorprendente decimos: ¡Fabiola! ¡Qué chévere! Parece otro país. Mal, muy mal. ¡Total es!, ¿eh? Saga Falabella; Arequipa. Fabiola sintió ser invadida violentamente por un regocijo único. Pensó que una música suave acompañaba su vida y caminó deslumbrante. ¡Soy hermosa! Claro que sí, mis pasos son firmes y me debo ver recontra linda; porque, como dijo Abelardo, la belleza está en la actitud y no en el físico. Abelardo. Comenzó a sentir un triste peso entre las costillas. ¡Pucha madre! ¡Vas a ponerte mal por pensar en ese imbécil? Bloquea, bloquea ese pensamiento, ese sentir de miércoles. Eres linda Fabiola, ajajaja mira cómo te miran esos chicos y esas chicas ajajaja todos regios pero te miran y se incomodan. A veces te incomodas tú pero es tu turno de ser un espectáculo agradable. Recuerdo. Pinto cómo el Cusco burbujea por la noche, digamos, desde el mirador de San Blas. ¡Tan linda! Como cuando noche a noche, al sur, la cervecería echa bocanadas de humo. Mi ciudad está viva, llena de caminos de fuego como los surcos que dejan las cerdas de mis pinceles sobre el óleo, tan rica la sensación, ver cómo se van cerrando esas rayitas o haciéndolas más profundas, depende. Recuerdo cuando bebíamos ahí con mi promo, todas regias mis amigas, me eché y contemplé las estrellas,

luego, al volver la cabeza vi el Cusco y así borracha me confundí por un momento, no entendí bien cuál era el cielo. Y era como estar en mi cama, o en una poltrona suave y de cuero, o como estar echada sobre un cuero. Ja, ja, ja. Pero en realidad Fabiola nunca ha estado encima de un muchacho y eso resulta doloroso. No, no, no, no, no, no. No como un caliente, suave y robusto pata sino más bien como una tina de agua caliente. Cuando pinto libre, es decir, digamos, cuando dejo de pensar en la compo, en los colores exactos, digamos, cuando termino bien-bien el boceto y me concentro, me siento como en una tina con agua caliente. ¡Tan rico! Sí, sí, sí. Cuando pinto. Y ahora todo el mundo que bla-bla-blá que ya nadie piensa en la composición, que todo es color, que todo es color. Color pues, obvio que todo es color pero qué fácil resulta cuando ni siquiera piensan en el dibujo. Ahora todo lo ven arte conceptual, arte conceptual y la compu ¡Ay, no! Los odio. Claro, así resulta todo fácil, y las cosas fáciles no sirven. Claro, los imbéciles se reían cuando les hablaba del punto de oro, hay cojudos que ni siquiera se ponen a pensar en los pesos, les dices lo de Kandinsky y no te entienden. Burros, caracho. Aaaaaaaaa. Me siento mal. Me siento mal. Me siento mal. Maaaaaaaaal. La textura del aire, el aroma que despedía Saga

Falabella era el mismo de todos los centros comerciales alrededor del mundo. Fabiola no lo percibía pero la similitud era impresionante. Ooooooooh, qué la lindo este lugar: aunque la gente no me cuadra del todo, tan extraños; a ver Fabiolita analiza, analiza el lugar. Espera a comer mejor y vamos pues con el análisis. Fabiola Buenavista Liberato. Del celular de Fabiola se escuchó fuerte el coro de Somewhere only we know de Keane, era Abelardo. Maldita sea ¡Abelardo!, le cuelgo, le cuelgo. Buscó el celular en su pequeño bolso. Lo observó. Una foto de Abelardo sonriente y mostrando sus dedos en señal de paz y amor se mostraba en la pantalla junto con su nombre y el número de su celular. No, no, mejor no le cuelgo. Maldito. —¡Fabiolisha! —la voz de Abelardo se escuchaba cómoda—. Oye, te quitaste solita ¿qué fue? —¿Me quité solita? los fui a buscar a su cuarto, estuve tocando horas de horas y nadie me abría. —¡Ay, Fabiola! Es que el Jonathan estaba jatazo y yo estaba bañándome. Cualquiera llama por el intercomunicador al teléfono, sólo lo levantabas y marcabas el número del cuarto ¿no? —Fabiola se sintió inútil. Sorry pues, yo no sé. No ando viajando todo el tiempo trabajando como modelito. Lo odio, ¡lo odioooooooooo!—, o llamas al cel pues.

—¿Sabes qué? Uno, no sabía; dos, no tengo saldo. —Bueno, ya, ya. Fabiolisha, no te molestes pues, pequeña preciosura, ¿ya?, ¿ya? No te molestes princesa de las artes, de los pinceles y de las mejores pinturas de esta generación en el Perú y quizás en el mundo, ¿ya? Fabiola ya no se sentía triste. Este sonso, es tan lindo, ajajajaja; hace dos segundos lo odiabas y ahora lo amas, aaaaaay, monga. Pucha que este, con este sonso una no se puede molestar. —Abelardo, eres un barato, pero así te quiero; ya, ya. Júrame: ni más mechas en el viaje, ¿okei? —Okei, okei, te lo juro: no más mechas en el viaje. —Oye, ¿y el Jonathan? —Carajo, ya lo vas a ver. Habla, dónde estás. —En Saga Falabella. —Ya, nos encontramos en el cine; por donde se entra al lugar de las comidas. ¿Manyas? —Ya, estoy cerca. Vienen pues rápido. Mmmmm, me pregunto si la gente de acá me conocerá; o sea, al menos en el periódico me habrán visto ¿no?; pero igual, wajajaja (risa maligna) ya me van a conocer muy pronto. Y tal vez digan: Yo la vi, yo conocí a la chica que ahora estudio. Bueno, bueno sigo pensando que estas personas son raras, como qué, no sé… el asunto es tan, poco explicable

con palabras de la mente que… pero bueno. ¿Y la gente pobre, huevona?; veo gente normal, o sea, humilde acá; por ese lado me alegra, o sea, no la mayoría obvio ¿no?, pero es bueno que haya gente de todos los tipos en todos lados; sí pues. Además, cómo puedes reflexionar de algo que has visto quince minutos, tendrías que vivir acá y venir seguido y hacer… números pues, estadísticas más exactas. Mmmm, cómo hacer para que la mezcla sea más uniforme. —¡Bú! —Fabiola se sobresaltó un poco al sentir los dedos de Abelardo en la cintura. Estoy medio gorda—. Ya llegamos Fabiolita. —Hola, te fuiste sin nosotros —dijo Jonathan. —Sí, pero ya fue. Comencemos de cero muchachos y disfrutemos… aaaaay… ¿qué pasa Jona? —Nada. —Mira, sólo concéntrate en nosotros; no pienses en esos, te juro que te entiendo, entiendo perfectamente lo que sientes pues. —Ojalá fuera tan fácil. —Bueno muchachos, vamos a tragar, vamos a tragar —dijo Abelardo. A unos metros se abría un espacio alargado en el cual centenares de personas consumían comida rápida de diferentes cadenas nacionales e internacionales. La semejanza de este sector con

otros alrededor del mundo era increíble. Todos lo sospechaban aunque nadie estaba tan seguro como para utilizar ese argumento y sentirse así parte de esa otra humanidad. Conservaban su esencia, todavía. —Oye, mira —Fabiola encendió demasiado sus palabras—. Vamos ahí, vamos ahí. Abelardo sonrió percibiendo que algunas personas comenzaban a reconocerlo. Aquello le ocasionaba mucha gracia. Mientras hacía el pedido, Fabiola y Jonathan tomaron asiento. El enjambre de personas circulaba cargando bandejas plásticas. Esperaron. —Saluuud pe, Fabiola —dijo Abelardo. —Salud. —¡Suave!, esta chichita me ha dado ganas de una chicha de verdad, nos emborracharemos esta noche después de la gala supongo —Abelardo calló para observar a Jonathan. —Qué me miras. —Jonathan —Abelardo hizo una pausa—… te quiero como mierda. Unos periodistas habían abordado a Fabiola en el patio del centro de idiomas de la Universidad Nacional de Arequipa. La ceremonia fue corta y amena; Fabiola habló tan sólo para agradecer, pues estaba cansada de repetir la temática de su

exposición. Abelardo y Jonathan esperaban aún en la sala comiendo los bocaditos; ambos estaban algo ebrios pues Jonathan había insistido en beber continuamente el vino que se repartía para el brindis. Antes de eso estaba muy nervioso. —Bueno, lo tomo con calma, ¿no?; pero de hecho que me hace muy, muy feliz. Representar al Perú en Europa sería muy lindo, estaría re contenta; sólo ahora a ponerle energías positivas al asunto pues, no queda otra. Al terminar la respuesta, los periodistas se agitaron. Fabiola veía círculos de luz que la cegaban. —Fabiola, Fabiola, por favor —Fabiola decidió contestar a una vocecita cándida que se distinguía de las otras decenas que gritaban—; ¿le podrías explicar a la gente que nos ve, de manera fácil; en qué consisten los cuadros de esta exposición? —Claro —¡ah! ¡qué stress! Saquen fotos pues y las muestran en sus programas, tranquila, tranquila—. Bueno, están basados en un incidente que presencie cuando hacía unos trámites en el Palacio de Justicia de mi ciudad. Estaba yo esperando por unos documentos y de pronto hubo un alboroto por ahí cerca. Una mujer campesina pedía a gritos justicia porque habían matado a su esposo. Sus hijitos lloraban y lloraban, de pronto

comenzó a tirarnos granos de maíz, un maíz que ella había traído para vender pero que nadie le compraba. Bien triste era el asunto. Yo me quedé… y comprendí nuevamente el tremendo sufrimiento de mucha gente. Entonces, pensando luego, tuve la imagen de esa mujer comiéndose pedazos de la carne de su esposo. O sea, de no poder hacer nada, imaginé que la mujer se comía pedazos cocinados del cuerpo de su esposo y que también les daba a sus hijitos. Por eso la crudeza de los cuadros, bueno, eso se intenta, que sean crudos, pero bueno. Yo quiero recrear, en la suma de todas las pinturas, ese acto tan simbólico con la mayor filedi… filedi… fidelidad posible. Quiero hacer que la gente sienta el dolor de ser desollado, el dolor de estirar la piel de hambre. Quiero hacer que la gente sienta asco por la injusticia, por la pobreza. Me desespera la indiferencia de la gente y eso intento, o sea, intento, me gustaría que las cosas cambien mediante el odio, el rechazo, digamos, a la indiferencia. Una nueva agitación se apoderó del grupo de periodistas. A Fabiola siempre le gustaba prestar atención a los que parecían menos vivaces. —Fabiola, Fabiola; por favor. Unas últimas palabras… Al abrir su boca, como siempre cuando intentaba decir algo trascendente o expresar su intimidad, tenía un as luminoso y vacío en la cabeza.

Fabiola comenzó a elucubrar un mensaje claro y positivo. Al notar el éxito en su discurso se emocionó. Habló, excusándose por la poca novedad, de creer en los sueños. Sus palabras tenían autoridad, parecían reales. Enfatizó nuevamente en la gente más desposeída del país. Habló de la simpleza de la vida y del poder del arte. Recordó a sus padres, pensó en Abelardo. Agradeció y antes de terminar con una sonrisa lanzó un grito contestatario. Abelardo y Jonathan se habían acercado para escuchar a Fabiola. —¿Escuchaste, Jonathan? Quién diría que la que acaba de hablar es Fabiola, ella que es tan: calabacita. Tan frágil la pobre. —Abelardo. —¿Qué? —Estás borracho. —Ni tanto, tú eres el huasca. Esperaron unos minutos más. La multitud se deshizo poco a poco. Las personas más tímidas aprovecharon para acercarse a Fabiola, hasta le pidieron una foto. Al final quedaron ellos, el señor Santino Lange quien había organizado todo en nombre del Banco de la Nación y los encargados de la recepción que corrían por todas partes. Fabiola enrojeció cuando el apuesto hombre del banco se acercó a felicitarla. Le comentó,

intentando ser cómplice, las cosas que había escuchado de los entendidos en pintura. Fabiola también agradeció por el apoyo y, nuevamente, recordó a sus padres. Pensó en Abelardo. La lengua de Fabiola se enredó, sus mejillas se colorearon. El señor del banco se excusó riendo e intentó halagar técnicamente las pinturas. Luego se despidió y al extenderle la mano a Fabiola estalló un vaho de fragancia marina. Ella se mordió los labios. Este señor está buenote, buenototote. Mmmmm… —Señorita, por fin la dejan sola. —Oye, Abelardo; ¿estás borracho creo? —Yo no tuve la culpa, el Jonathan fue, el Jonathan. Me dijo: chupemos, chupemos y bueno, me dejé llevar pues. —Jonathan. —Es que Fabiola. No podíamos. Tú me entiendes. —¡Aaaaaay! Borrachos de miércoles. Bueno, bueno, ¿saben qué? Estoy súper, súper feliz por todo lo que está pasando conmigo; así que… les invito un trago. —¿Dónde? ¿dónde? —preguntó Abelardo haciendo una mueca graciosa. Fabiola buscó en su pequeño bolso. Tomó su billetera y la alzó. Consiguió ver la luna y le pareció muy diferente a como se ve desde el Cusco. Suspiró. Abrió el pliegue y comenzó a carcajearse

con fuerza —Cieeeen solcitos—. Ocultó la billetera con su cuerpo y sacó un par de billetes. —¡Chicos! —Fabiola aún reía, agitó los billetes, pensó en mentir—, por ser tan buena pintora mis auspiciadores acaban de regalarme doscientos solcitos. —Ya, ya, pasa nomás, oye, auspiciada. ¡Qué te van a auspiciar a ti! Aguja de plomo en el pecho de Fabiola. Salieron del lugar. A la derecha, la altísima y aguda torre de la catedral se veía iluminada. —Ya, ¿qué hacemos? —preguntó Fabiola, ahora alegre—, miren: yo propongo ir a algún bar turístico y tomemos tragos preparados. —No pues Fabiola, no pues ¿turístico?; oye, para turístico el Cusco; además, ¿cuánto crees que están esos coctelitos ridículos? No bajan de quince lucas. Vamos a chupar a un bar nomás, a una taberna, ja, ja, ja: mira, mira, al frente hay unos bares bien pichuleros, bien bacanes. Chupemos chela, chupemos chela. —Abelardo, tenemos doscientos soles, démonos la gran vida pues, chupemos en un lugar bien, tragos bien. Abelardo soltó una carcajada mordaz. —Carajo, Fabiolita, debería grabarte y hacerte escuchar. Acabas de decir tantas cosas lindas a los periodistas, tan socialista sonabas y ahora ¿te

piensas gastar doscientas lucas en trago, pudiendo dárselas a los niños pobres?; mal ah, mal. Ajajajajajaja. —¿Sabes qué?... infórmate primero, ¿ya? Yo no soy socialista. Yo no soy socialista. Abelardo… ya dijimos, aaaay… y segundo, ¿tú crees que regalando platita se solucionan las cosas? Lo que yo hago por los pobres es más efectivo, más… aaaay, o sea, a veces sí es bueno regalar platita pero, ay… ya pues —sintió ganas de llorar—, es que no es regalar platita, maldición, es compartir, ¡compartir! Tranquila Fabiolita… bueno, bueno… voy a ser más inteligente que tú y haremos las cosas con calma… —respiró fuerte varias veces—. Ya, que decida el Jonathan. —Yo qué. —Decide, dónde quieres ir a chupar, decide. —Donde sea más cerca. Jonathan lucía indefenso. En frente distinguieron una cantina. Al entrar, algunos borrachos contuvieron sus ademanes. El vals Cholo soy se escuchaba ronco y con el volumen preciso. La mayoría de los señores llevaba trajes elegantes aunque antiguos, a Jonathan se le ocurrió que eran jubilados. Decidieron sentarse en una mesa que las escaleras ocultaban un poco. El bar era pequeño pero romántico y la sensación unánime de que habían retrocedido en el tiempo los

dominó hasta la perplejidad. —Señora, buenas —Abelardo estaba animado, una señora rubia se acercó—, ¿sería tan gentil de traernos una caja de chelitas? —¿Arequipeña o Pilsen? —¿No tendrá Cusqueña? —preguntó Fabiola. —No hijita, Cusqueña sólo tenemos malta y por unidad nomás. —Arequipeña que sea pues ¿no? —Abelardo les preguntó a sus amigos. —Estamos en Arequipa, Arequipeña que sea, ¿está bien Jonathan? —Ya. —Y dos vasitos más por favor. —Ya, ya les traigo —la señora sonrió y se fue. —Oye Abelardo, ¿para qué dos vasos? —El municipal pues… —¿El municipal? —Fabiolita, ¿no sabes qué es un municipal? —No. —Para echar la espuma pues, no me voy a estar tomando tus penas. —¿Ah, sí? Te apuesto que si te tomas mis penas no aguantas ni un día, ni una horita siquiera. Abelardo prefirió reparar en la destreza de la señora al transportar la caja de cervezas. —Cuarenta y dos soles por favor. Fabiola pagó. La señora se retiró sonriendo.

—¡Maldición!... ¿y el destapador?, Jonathan, Jonathan, pídele destapador a la señora, se ha olvidado. —Tranquila pe, Fabiola, tranquila. Abelardo apoyó una cerveza en las piernas y sujetó otra de cabeza haciendo coincidir las chapas. Hizo un ligero movimiento y abrió la primera. Sonrió. Sirvió el vaso. Jonathan permanecía callado. —¡Salud! Pues, por la Fabiolita linda —dijo Abelardo—. ¡Salú, salú! Salud por mí y mis pinturas… yeeeeeeee. Bebieron con desenfado pero antes de que terminaran sus cervezas Jonathan se levantó bruscamente y, dotado de aquella percepción sobrehumana que otorga el alcohol, fue a parar en el baño. —¡Ese huevón! Toda la vida es así; se vomita todo lo que toma y después: la barriga vacía para chupar de nuevo; una mierda, ja, ja, ja. Por eso dura, por eso dura. —Nada, tú que eres un pollo. A veces nomás el Jonathan se pone así, en cambio tú, eres pollo siempre —hubo un pequeño silencio—. Oye, Arequipa es linda ¿no?; si te pones a pensar, si la recuerdas así, en serio, en tus recuerdos se ve blanca. —Fabiola, chupa, chupa nomás que tú no estás borracha, tienes que igualarte; en serio. Ya pes, te

sirvo dos veces y a la seca, mi cariño pues mi cariño. Fabiola observó la cerveza. Su cariño, su cariño. A veces las personas deberían utilizar con más propiedad sus palabras, más propiamente. Su cariño, su cariño. —Salú, salú —bebió el primer vaso con rapidez, al terminar sofocó un eructo—. Salud porque esta noche sea relinda, que todo sea mejor; para el mundo —bebió el segundo vaso y sintió la barriga llena—. Ya no puedo, chupemos más despacio pues. Jonathan regresó con la cara y los cabellos mojados. —Ya estoy mejor. —Bien, carajo —Abelardo volvió a servir; un joven ingresó al local ofreciendo golosinas y cigarrillos—. Cigarritos pues Fabiola, cigarritos. —Okei, okei. Amigo —Fabiola lo llamó con el desequilibrio de sus dedos—. ¿Cigarros tienes? —¿Qué cigarrito quieren? —Los graciosos pues —Abelardo soltó una carcajada, el muchacho había entendido perfectamente; ni Fabiola ni Jonathan le prestaron atención al asunto. —Discúlpalo amigo, está ebrio. A ver, a ver… estos, ¿cuánto están? Fabiola pagó, recibió su vuelto. —Salú, salú muchachos. ¡Asu! Qué buenos

están estos fallos, ah —dijo Abelardo. —Jonathan, ¿tú no fumas? —No, el cigarro no me gusta. —Prueba este, está riquísimo —dijo Fabiola. —No, no, no gracias. ¡Salud! Bebieron en silencio y Fabiola reflexionó, aprovechando. —Bueno, oigan, este… —habla, habla Fabiola habla, están borrachos pero como que sí se puede hablar con ellos, vamos Fabiola habla, habla, no seas sonsa, habla— ¿se acuerdan de lo de mi suicidio? —¿Tu suicidio? —¿No se acuerdan que se los dije hace tiempo? El plan pues, ese en el que —cuando se oyó Fabiola no pudo evitar encontrarse ridícula—… me iba a suicidar de mentiras para ver cómo reacciona la gente pues. ¿Se acuerdan o no? Quería que ustedes me ayuden. —¿Sigues con esa nota? —Abelardo, en serio; esto va en serio. Si no me quieres ayudar, no sé. ¡Salud!, aunque sea el Jonathan me ayudará, ¿no? —Bueno. —Fabiola, ¿en serio?; o sea, en serio, en serio, ¿de verdad lo piensas hacer? —Con o sin tu ayuda. —A ver pues, a ver. Ya, te propongo una cosa,

yo te ayudo. Así, seriamente; te ayudo, pero con la condición de que lo cumplas. Yo te ayudo y si no lo cumples. Le digo a todo el mundo que un día me emborrachaste y me chupaste la pinga, ¿está bien o no? Los ojos de Abelardo se abrieron de tal manera que Fabiola quedó callada por un momento. Abelardo tenía la capacidad de gesticular de manera extraordinaria. —Júrame. Júrenme los dos, en serio. Júrenmelo que me van a ayudar. —Yo te lo juro. Pero lo cumples, quiero ver si eres capaz de cumplir; si no eres pura palabrita como en la conferencia que hiciste. Fabiola se molestó. Había sido sincera ante los periodistas. Sentía que Abelardo era un bobo, que no entendía el sufrimiento de la gente, que no tenía la más mínima sospecha de la necesidad de permanencia en el tiempo. Se calmó de pronto. Todos se acercaron. —Tú, Jonathan, júramelo. Júrenme que nos vamos hasta el final con este asunto; ayúdenme pues, ayúdenme. Como tendré que desaparecer, si quieren se quedan con mi casa, no sé; les doy un porcentaje de las ganancias del Mistic Slut, de la imprenta, no sé. Pero ayúdenme. —Te juro que te ayudo —dijo Jonathan descubriendo probabilidades.

—Entonces salud por mi suicidio. ¡Saluuuuud! Bebió rápida. —Fabiola —intervino Jonathan—, ya pensaste en cómo hacerlo, cómo desaparecer, etcétera. —No muy bien, o sea, es que no estaba segura de que ustedes me querían ayudar. Abelardo estaba en silencio, escuchando y sirviendo. Jonathan dudó. El muchacho que les vendió los cigarrillos había vuelto aunque los miraba desde la puerta. Abelardo pidió permiso y salió un momento a hablar con él. Regresó carcajeándose. —Fabiola, ¿me regalas diez luquitas?

Cusco. —Chato, puta me estoy meando. La tarde acababa con la vejiga llena. Abelardo le había pedido auxilio a Jonathan en un trabajo de la universidad, al término, los amigos y amigas de Abelardo decidieron jugar pelota. Jonathan no acostumbraba hacerlo así que esperó. Tuvo una sed extraña entonces y fue el más entusiasta al compartir los litros de gaseosa que habían comprado. El tiempo giraba. —Yo también tengo ganas, en realidad muchas ganas —dijo Jonathan. —Yo ya no aguanto. Mierda, mierda. Tendremos que mearnos por acá —dijo Abelardo. —Hay que buscar un lugar donde haya pasto o tierra, no sé. Supongo que eso no es mala educación, no molestaríamos a nadie si orinamos en pasto o tierra, no habrá malos olores, ni nada. —Ya chato, buena idea. Mmmm —Abelardo giró para observar—, mira, mira. Vamos a ese parquecito, sin roche nos acercamos a esa esquina y meamos. —Pero en el pasto.

—Claro, chato. O sea, nos ocultamos con la pared pues, para no hacer roche, pero hacemos orinamos al pasto. ¿Está bien? Caminaron con rapidez, las precauciones eran inútiles, en el parque sólo jugaban fútbol unos muchachos. Las cremalleras se abrieron simultáneamente. Sus orines caían muy juntos, dorados. Jonathan sintió que Abelardo podría orinarle la chuspa en la que llevaba sus cuadernos. —¿Qué dice? —Abelardo leía la pared mientras orinaba profusamente—: “Y sigo por estas calles donde aprendí/ abrir mi corazón a la melancolía/ Abrir mi corazón como se abre la bragueta/ y derramar mi amor como orines sobre las esquinas/ Carlos Oliva Lima, 1960-1994” Terminaron de orinar, estaban satisfechos. —Interesante, quién habrá pegado ese papel, alguien lo ha pegado… —dijo Jonathan. —Qué loco ¿no, chato? Qué bonito, “abrir mi corazón como se abre la bragueta y derramar mi amor como orines sobre las esquinas”. Alucina, chato. Bien ah. Ese poema, pone, pone nomás ah. Un insecto grotesco comenzó a subir desde el pasto por la pared. Abelardo levantó la pierna para aplastarlo. —No lo mates —dijo Jonathan. —¿Sí, no?, qué imbécil soy. Me disculpo.

4 Jonathan sintió que el sol diluía el pavimento universitario. Las personas con su peso infinito lo apresaban. Un muchachito poco discreto lo observó. ¡Qué me miras! Deja de mirarme, ca-mina-ca-mi-na-ca-mi-na-ca-mi-na-ca-mi-na-ca-mina y no pienses. No pienses. Abelardo, ¿cómo actuaría Abelardo? Abelardo no se pone rojo cuando lo mira un bastardo cualquiera. Abelardo ca-mi-na-ca-mi-na-ca-mi-na tranquilito. ¡Todos estos bastardos! Muchos, muchos, muchos. Imaginó que la puerta de su facultad era una enorme boca. Si me comiera. Masticar. Masticar. Pero la sensación que se le abría metros más allá también lo asustaba. La Plaza de Armas del Cusco al mediodía era para Jonathan una muchachita

bella, adinerada y desafiante (como Fabiola). Tantas cosas por ver. Tantos carros, tantos bastardos, bastardos, bastardos. Bastardos ricos, bastardos pobres. Bastardos universitarios, bastardos extranjeros. Bastardos feos, bastardos bonitos, boni-tos. —¡Jonathan! ¡Jonathan! Lo había olvidado. Fabiola y Abelardo lo irían a recoger. —Hola Fabiola, hola Abelardo. Y sin embargo me siento más seguro. —¿Y esa cara? —Nada, es mi examen. Derecho procesal civil. —¡Suave chato! Eso suena difícil. Pero siempre pues tú, tan intelectual. Ja, ja, ja. —¿Qué pasó? ¿Sacaste mala nota? —No, no. Recién di mi examen hace un rato y me duele mucho la cabeza. —Ya se te pasará, no pienses nomás, olvídate. No pienses. Olvídate. No pienses. Olvídate. No-pien-ses-ol-ví-da-te. Cómo se le hace entender a la gente que uno no se aflige por gusto. Y yo no puedo decirlo. Ni siquiera pensarlo en los diversos canales de mi mente, en sus cientos de autopistas. Cómo se le explica a la gente el desespero. El malestar biológico de la tristeza. Me pregunto si es difícil para la gente entender. Me duele la cabeza les dices. Y te responden: Aspirina, Panadol, duerme,

Alprazolam, manzanilla, valeriana. La cabeza me duele de pena. La tristeza me confunde. Me desorienta, literalmente, me desorienta en el espacio real. Y todo por mi capacidad de relacionar cada pequeño suceso hasta su más ínfimo origen. Ojalá fuera tan fácil. Ó-ja-lá. Ó-ja-lá. Ójalá tiene dos acentos. ¿Ojalá? No, no, no. ¿Ójala? No, no pues. Ójalá debería tener dos acentos. Acentos. —Se han puesto a pensar… —dijo Jonathan callando intempestivo. —¿Qué? —No, nada. —¿Qué? Di pues, qué. —Nada, nada, qué vamos a hacer. —Ayayay, Jonathan. Bueno, bueno, qué vamos a hacer, Abelardo; vamos a tu casa, ¿no? Abelardo, casa. Abelardo, casa. NO. Abelardo = casa = papá. —¿A la casa de Abelardo? ¿Por qué? —Para comer pues, chato; la Fabiola me dijo. Y la chica ya cocinó para los tres. Cocina bien rico. —¿Va a estar tu papá? —Mi viejo debe estar con su novia. Abelardo rió con fuerza. —Pero... —De qué se sorprenden si ya saben. Fácil y encontramos a mi viejo tirando con su novia, ese huevón, ja, ja, ja.

Aquellas palabras remecieron a Fabiola y Jonathan. Fabiola recordó la infidelidad de su padre y Jonathan prefirió pensar en el doble acento de ójalá. Definitivamente: Ójalá debería ir con dos acentos. Sería la única palabra en el español con dos acentos. Algún día, antes de morirme le escribiré a la Real Academia de la Lengua Española. Sí pues. Ójalá, ó-ja-lá. —Ya oigan. Cálmense ¡Hola! no entiendo porqué ponen esas caras de huevones. Ya, ya, chapemos taxi para ir a mi jato. Fabiola sonrió sin motivos y alzó la mano. Un auto Tico se detuvo. Abelardo abrió la puerta de atrás y esperó a que sus amigos entraran, luego él subió adelante. El auto partió. —Habla, mamita —dijo Abelardo a una transeúnte por la ventanilla—. Cuándo pe remojamos el pionono. La carcajada de Abelardo sonaba tan vacía a veces pero a Fabiola le seguía pareciendo la más grande del mundo. Tan estéticos siempre. Fabiola=un cuadro suyo/Abelardo=una fotografíaprofesional. La casa de Abelardo. Lacasadeabelardo. Ójalá las cosas fueran de distinto modo. Abelardo vivía en Magisterio. Cerca de una casa en forma de palacio árabe y otra con la silueta

de un rostro sonriente y una taza azul. Cuando el taxi pasó por las viviendas Fabiola sonrió entusiasmada. —Esas casas son la cagada, me hacen cagar de risa. Son muy bacanes —dijo Abelardo. —Sí pues son re lindas. Oye ¿y cuándo las construyeron, ah? —No sé. Yo vivo acá hace, tres años a lo mucho. Bajaron del auto. Abelardo llamó al intercomunicador. —Yooooo. El portón eléctrico se abría. —Pasen pues, muchachos. Caminaron a través de un patio extenso. El cielo era tan efectivamente azul que los colores resaltaban muy alegres. Ingresaron a la casa por la cocina. Al abrir la puerta se toparon con el padre de Abelardo, semidesnudo y empapado, con una toalla en la cintura. Su sexo se mostraba abultadísimo. Los ojos de Jonathan se despedazaron de terror. e l p a p á d e a b e l a r d o —Muchachos ¡cuánto tiempo! Ja, ja, ja. Fabiola se puso colorada. La metamorfosis del rostro de Abelardo era temible: vergüenza natural por su padre. Jonathan petrificado sintió un terrible

miedo, un peso caliente. e l p a p á d e a b e l a r d o Abelardo los dirigió al comedor, les invitó a que tomaran asiento y con el rostro enlutado volvió a la cocina. Fabiola sintió que la humedad en su vagina crecía abundante, casi espumosa. El rostro de Jonathan se coloreó increíblemente. Nabokov, Gogol, Dostoievsky, Chejov. Ellos dicen que todos se ponen colorados, co-lo-ra-dos, de la nada; de la nada: o de cualquier cosa. Wilde, Wilde. ¡Rosa blanca! ¡Rosa roja! Jonathan había conseguido pensar en otro asunto. Abelardo regresó con un par de platos, volvió para traer lo demás. Pero ellos no han leído ni a Wilde, cómo se explican entonces. ¡Cómo se expli-carí-an! ¡Cómo! Ellos no pueden entender el sonrojo. ¡Y cómo explicárselo! e l p a p á d e a b e l a r d o n-o-n-o-n-o-no-n-o piensa, piensa. Pa-ra qué quie-res que e-llos en-tien-dan. ESTÁS LEYENDO NIETZSCHE. es-tás-le-yen-do-ni-che. Podrías ser casi un súperhombre. Voluntad, voluntad, voluntad. Jamás te van a entender. e l p a p á d e a b e l a r d o —¡Sabían que un filósofo que se llamaba Nietzsche se quedó loco un día en la calle? El ímpetu de Jonathan resultaba insólito. —¿Niche?... ¿Niche no es un grupo de salsa, de Colombia creo? —dijo Abelardo.

Una parte del cerebro de Fabiola ordenó a su cuerpo reír pues su conciencia aún idealizaba el sexo del papá de Abelardo. —Este huevón está loco. ¿Qué pasa pues, chato? Abelardo continuaba molesto pero utilizaba la capacidad de su rostro para no verse como sus a m i g o s. D e t e s t a b a m o s t r a r s e d é b i l emocionalmente, se preguntó si es que andar mucho con ellos lo estaba cambiando. Rió. —No, Nietzsche es un… olvídenlo. Y Jonathan tristísimo, nervioso, asustado.

—Abelardo, oye, ya es tan tarde que comienza a ser temprano… Fabiola acababa de leer El primer círculo de Alexander Solschenitzin y estaba orgullosa: había encontrado una situación perfecta para decir su frase favorita del libro. Acompañaba a Abelardo en su excursión de la universidad. —De eso se trata pues huevona, vamos a llegar hasta arriba para ver el amanecer, no me quiero ir sin mostrarte el amanecer, cuando lo veas vas a querer pintarlo en todos tus cuadros. Mis profesores son unos cojudos, piensan que es una mierda. Pero a mí me llega al pincho. Ja, ja, ja. Mientras el pasto se quebraba bajo sus pies y miraba las estrellas, Fabiola pensó, como casi siempre, en íconos (tautologías simples para la gente necia y común). Cómo hago para no sentirme tan pequeña. Cómo hago para que no se me sacuda tanto el pechito cuando veo no sé, se me viene El Columpio de Fragonard o El Cumpleaños de Chagal, ¡ay, no sé! o a Caravaggio, o al propio Baca Flor; son

demasiado, demasiado. Cómo se hace para consentir en la cabeza que somos un puntito y una vez mostraron en la tele una foto de la tierra desde muy lejos: un pequeño puntito casi azul. Y yo: pequeña, más pequeña, mucho más pequeña. Si muero, qué pasa con esta pequeña. Yo no quiero volverme más chiquita. No quiero ni imaginar cómo uno se siente después de muerta si ahora me siento así de infinititisesimal. Ayayayay. Quiero quedarme para siempre. Quiero tener conciencia de que mi voz, de que mis colores van a estar siempre en movimiento, es decir, ya, genial, hago, pinto. Y una vez leí que lo único que puede decidir la calidad de la obra, en especial la pintura obvio, es el transcurso del tiempo, porque el tiempo no se equivoca, porque el tiempo tiene la capacidad de desnudar la obra. Y supongo de reinterpretarla con cada intervalo. Y todos dicen, un bastidor, un bastidor. Y no se dan cuenta, no es bastidor, bastidor, es como que la puerta a millones de mundos, a millones de realidades tan vivas, tan, con tanto movimiento como la de ahora. Fácil y somos una pintura, alguien nos pinta. O somos un grupo de pinturas, tal vez Dios es un pintor. Pero bueno, si Dios es un pintor y yo soy una pintora, ¿cómo le hago para que los seres que creo tengan conciencia de mí? ¿O ya la tienen? Ayayayayay. Y si es ese el camino, si en realidad quienes me van a recordar son

los vivientes que creo, que pinto. ¿Y si no sirve que mis parecidos se acuerden de mí? Yo quiero morir para ver qué pasa, qué hago después de estar con ellos, después de que me vean. Y si en realidad. Ayayayayay. ¡Me duele mi cabeza! Cómo dejo de sentirme tan pequeña. Tan inútil. Tan pasajera: en especial cuando veo cada cosa: Kandinsky, Klimt, Turner, Tanguy, mi amado Quintanilla, mi amado Schiele. Cómo hago para saber si en realidad mis pinturas crujen como andan diciendo. Cómo hago para que el Abelardo entienda. Cómo hago para que no haya personas que no se ven. Para que todos abramos los ojos. Cómo hago. Sólo para que volvamos a mirar. A mirar, sólo volver a mirar. Yo pinto, yo abro los ojos. Fabiola, eres regia por Dios. Amanecía.

Un par de días después la sensación en el alma de Jonathan persistía más fuerte. Tengo todo perfectamente calibrado en la cabeza. Todo al milímetro. Me entiendo perfectamente. Me conozco p.u.n.t.o.a.p.u.n.t.o. Pero hay una falla en el sistema. La práctica, como si a mi cerebro le fuera difícil, como si mi cerebro fuera un haragán. No consigo casi nada para la práctica. Y el pecho duele, el pecho arde. Uno a veces controla pero la cabeza duele. Todo como un esquema y después no sirve, pero alivia. No hay dulce y si hay resulta horrible. Antes me sentía atrapado, es decir, como ser una mosca siendo aplastada por las hojas de un libro grande, que una a una. Tan delgadas las hojas pero tantas y tan grandes. Así de triste me sentía y me acuerdo de Nabokov que decía algo así como que la locura es un grado terrible y superlativo de tristeza. Y tenía miedo de volverme loco. Ahora estoy mejor pero, ahora estoy mejor. Era sábado y los tres caminaban por la Plaza de Armas. La gente escaseaba un poco, daba la sensación que se prefería deambular en solitario. Más allá, los autos trazaban esa estela cuadrilátera

de sonido que parecía quebrar pesadamente la plaza en dos universos nebulosos. Todo tan extraño. —Puta ¡Qué huevada! ¡Qué pena! Quién nos devolviera al tiempo en el que estábamos de promo, hace cuatro añitos nada más; esta plaza era otra cosa. Tan llenecita de gente, tan alegre. Ibas y hueveabas un ratazo, caminabas, te encontrabas con todo el mundo. Sonreías. Creo que ni siquiera se chupaba, todo el mundo hueveaba y hueveaba. Viernes y sábados ¿se acuerdan? Era perfecto. Todo se está yendo a la mierda. Ahora no hay nadie. Nadie carajo. Nadie. Jonathan observó a Abelardo. Secretamente creo que todo sigue igual, además el cambio es voluble, la plaza se llena cuando hay día de fiesta. Que los colegiales hayan dejado de venir a la plaza los viernes y los sábados no significa nada, sólo un cambio de costumbre. Quién sabe cuánto nos beneficia en números concretos. Para mí, si estuviera sólo. Pero ellos. Ellos. Me envuelven en lo que tanto anhelo cuando estoy sólo: un velo de invisibilidad. A veces me rindo. Me-es-toy-rin-diendo. El dolor se ha vuelto independiente de mi cerebro. Es inútil. Por más que intento, in-ten-to, dejar de pensar. El dolor continúa. —¡Ay, no sé! Sí pues, a veces es triste que las cosas cambien tan rápido. No sé, todo se vuelve tan aparente. No, no, no. Todo es tan triste. ¡Ayyyyy! Ya

me puse triste. Tú, tú tienes la culpa, caracho —dijo Fabiola. —¡Oe, qué? Yo no he hecho nada. Y Fabiola compartió por un instante el terrible sentimiento de Jonathan. Un auto moderno retumbaba. Los muchachos contenidos parecían salirse a pedazos, gritaban divirtiéndose. Fabiola, Abelardo y Jonathan observaron en silencio. —Fabiola, qué es del carro de —Abelardo iba a decir “tus viejos”— tu jato. Tenemos que sacarlo. Un día, tenemos que salir, así: chévere. El auto bullicioso abandonó la plaza. Comenzaron a andar. —¿Qué vamos a hacer? —Jonathan intervino cuando llegaban a la esquina de Plateros. Fabiola observó desde allí la catedral y luego, detrás de ella, la plaza Regocijo. —Qué gracioso ¿no? Los nombres de las calles del Cusco son re, no sé. Tan locos. Por ejemplo. La plaza Regocijo. O sea, ¿entienden? “Regocijo”, cuántas veces he estado triste, re triste. Bien triste varias veces he estado en esa plaza. Ayayayay. Volvió a recordar a sus padres y relacionó su tristeza con Abelardo. —Sí pe, más la cagada son: Mira calcetas, Siete angelitos, Siete diablitos ¿qué más, chato? —No sé, Siete Culebras, Siete Cuartones.

Caminaron hacia Plateros. —¡Ven? ¡Ven? Cruzamos y los huevones ya ni te entregan freepasses. O sea, ahora todo a los gringos, todo a los gringos. Eso no es justo. —¡Ay, Abelardo! Más mongo eres… Jonathan observó los adoquines de la pista. Esta vez no estoy de acuerdo con Abelardo. Si la gente ya no entrega fripases quiere decir que los consumidores pagan. Que ya no se necesita entrar gratis. Con respecto a lo de los gringos, grin-gos. Es triste. La gente ve cómo extranjeros a cualquiera. Sólo necesitas vestirte de una forma un poco original, generosa. De manera resuelta. Te vistes un poco distinto, un poco colorido y ya te creen gringo. Y tanta gente cusqueña, siguiendo esta reflexión, parece gringo. ¿En qué medida eso demuestra la fractura del país? ¿Cuándo llegará el día en que se entienda que ya somos la gran aldea global? ¿Cuándo? Pero… ¿somos, los cusqueños, en realidad, parte de la aldea global? El Cusco es, en esencia, poco globalizado. Es decir, no se parece a los Estados Unidos, la gente no tiene ni pretende tener un american way of life, nadie quiere parecerse a los estadounidenses, pese a que debemos ser la gente más posmoderna del Perú. La glo-ba-li-za-ción. Todo estaría tan bien, tan bien si los Estados Unidos y la descarada hegemonía cultural. Cul-tu-ra. Impotencia. Lucharía.

Escúchate. Adultos-adultos-inservibles. Mi cabeza se compone y yo lo hago. Lo haré cuando mi cabeza esté completa, de eso tengo seguridad. —Oye, chato. ¡Ya! habla, cuánto vas a poner —dijo Abelardo. —Este, ¿qué? ¿qué vamos a tomar? —Un Pisco creo que está bien. —¡Ay qué rico! Pisco, Pisco. Esperen, esperen. ¿Qué hora es? —dijo Fabiola. —Nueve y media, ¿por? ¿Tienes que jalarte? —No, no. Para tomar una chichas pues, pero… —Ah, verdad, unas chichitas, unas chichitas; sería de la putamadre. Chichicha pues será, chichicha. Bueno, chichita sin punta ni mano de feto. Ja, ja, ja. —Abelardo, ¡jelouuu! Son las nueve y media. Ya no hay chicha en San Blas y es muy tarde para ir a Santa Ana pues, todo el mundo ya debe estar re ebrio y nos matan. —Puta madre, tienes razón. Bueno, bueno, Pisquito nomás será supongo. Ya pues, diez lucas por cabeza, ¿no? Alaláw mierda. Apúrense. Los tres ingresaron a la tienda. Fabiola recordó sonriente, mirándose en el espejo de las estanterías, tantas veces que había estado ahí muy ebria; esperando su Cincomentarios: una petaca de ron con gaseosa en valor de cinco soles. Jonathan

analizaba los detalles del lugar intentando quitarse la presión del pecho; de pronto descubrió la foto de Abelardo en un póster. —Abelardo, ya salió tu póster. —¡Ay! Tu póster Abelardo, ¡tu póster! —Fabiola se entusiasmó—. Sales tan cuero…—se arrepintió—. Todo lo que hace el photoshop, ¿no? Abelardo no se inquietó demasiado aunque le alivió ver la publicidad pues estaba demorándose más de lo previsto. Saltaba doblando las piernas y girando el tronco hacia la cámara, llevaba un chullo gris y en su camiseta amarilla se leía el slogan de temporada. A su lado una muchacha también de chullo pero con falda diminuta lo miraba sonriente. —La cagada, y yo ni la he visto a la comadre; nunca la vi. Sólo me hicieron saltar tres horas en una camita elástica. Sonríe, más fuerte, tus piernas más atrás y ya. Un billetón por eso. Creo que también van a poner esas propagandas grandototas en los techos así, eso también creo. La cagada —Abelardo rió tranquilo—, oye ya. ¿Qué vamos a chupar? Jonathan observó más tranquilo. Abelardo se incomoda, Abelardo se incomoda. Se-in-co-moda. Como todos. Yo TAMBIÉN me incomodo. —Ya pedí un Pisquito pues —Fabiola lucía restaurada, escuchar que Abelardo no había conocido a la chica de su póster le hacía bien—, ya;

¿a dónde vamos a ir para festejar lo de tu póster? —¿Vao al Parque de la Madre? —Ay… no sé, ¿el Parque de la Madre no es medio peligroso? —No sé ah, hace tiempazo que no voy por ahí; ya chato: tú elige. —¿Y si vamos a Amargura? —¡Maldición! ¡Mi cuota socialista! Fabiola salió corriendo rumbo a la puerta del Ukukus. Jonathan corrigió en su mente. Socialista, socialista. so-cia-lis-ta. ¿Fabiola socialista? ¿Sabrá Fabiola sobre materialismo dialéctico o materialismo histórico, sobre Lenin, sobre Stalin, sobre Marx y Engels? so-cia-lis-ta. Socialismo puro, transparente, no-teórico. Y el tiempo pasa sin nosotros. Ido. Ido. Ido. Ido. Ido. —La cagada la Fabiola. Ella y sus ganas de salvar al mundo. Chévere caray. Si todos fuéramos así. ¿Te imaginas chato? La cagada ¡qué injusta que es la vida! Hay tanta gente que se saca la mierda, la mierda porque los demás estén mejor y nosotros, qué hacemos, ¿qué hacemos pe, chato? Naaada. Como dicen los de 6 Voltios: puro borracho, puro fumón. Ja, ja, ja. Pero, ¿sabes qué?, confió en que esto va a ser mejor —Abelardo miró al cielo y lo encontró violeta, llovería. Sus ojos cobraron un brillo electrónico. Abelardo era realmente

hermoso—, va a ser mejor. ¿Sabes por qué?, la otra vez me enteré que desde mil novecientos ochenta maso están naciendo, dice, seres humanos evolucionados. ¡Más evolucionados que nosotros, chato!, así: de chibolos son medio jodidos pero son recontra sensibles, así: se ponen pe mal cuando ven que las cosas no son cómo deberían ser. Y los estudiosos, tú debes saber de eso chato, los estudiosos dicen que el mundo va a cambiar. La cagada, dice que ya hay colegios especiales para esos huevones. Su hermanita de mi pata es así. Chato, tú la ves; y te das cuenta que es distinta. Tengo un pata que es así también, es modelito el huevón; ja, ja, ja. Bien piedrón el hijo de puta pero se va a los pueblitos a enseñarle a leer a la gente. ¿Chévere, no? Te apuesto que la Fabiola es así chato. Te apuesto lo que quieras. No me acuerdo cómo se les llama a esos huevones pero… —Súperhombres, Abelardo: son los súperhombres que Nietzsche predijo— No sé, siento que no hacemos nada, que no hago nada. —Dices que no hacemos nada, que consideras que no haces nada. A mí me parece que colaboras bastante cuando le haces pasar vergüenza a la gente que bota basura en la calle, resulta divertido para ti y produce. Te apuesto que esas personas no vuelven a botar basura en su vida —dijo Jonathan, pensó un momento—, además siento que en nosotros, no

puede estar el asunto definitivo. O sea, mira, comparando la porquería de generación de nuestros padres. Nuestros padres, no fueron buenos y tú lo sabes, nosotros somos un medio mejorado, un paso gigante pero no el definitivo, llegará el día en que gentes limpias, por completo, de esta conciencia, de esta percepción del mundo puedan fundar algo realmente nuevo… —La cagada, a veces hablas cosas medias huevonas pero ¡confío en ti! Ahora me siento mejor, hago algo. Te quiero, chato. Fabiola regresaba a brincos. —¡Soy tan feliz! —Suave, Fabiola. Ya, vamos yendo pues a las graditas de Amargura. —Tenemos que brindar por tu póster. Por tu póster ¡qué emoción! Caminaron tranquilamente. Creo que Abelardo no se da cuenta. Hay muchos bastardos jóvenes acá. Muchos/ bueno no tantos como antes en la plaza pero le debería aliviar un poco la desolación. —Abelardo. —Habla. —Hay mucha gente acá. —Oye verdad. Puro de nosotros hay. Ja, ja, ja. Buena, creo que la gente migró acá, sí; fácil ¿no?, pero de todas formas, igual no es lo mismo pues.

No es lo mismo. No todas las promos del Consorcio van a caber, ¿caber es no? Pues acá. —Fácil y es porque ya no hay gente en los coles del Consorcio —dijo Fabiola—. Ahora hay taaaaantos colegios que creo que ya los coles importantes se están yendo, bueno no creo la verdad… ayyyy no sé. Pero igual me da penita. Ay, ¿sabes? estamos demasiado pegados a lo de los coles. Ya han pasado cuatro años. Cuatro años y te sigues preocupando por los coles. Fabiola caminaba furiosa. Cuando llegaron a la inmensa cuesta de Amargura, descansaron un poco. Alguna fuerza extraña había agitado sus corazones. —Chupemos, chupemos, chupemos. —¡Ay, Abelardo! Eres un borracho, espera un ratito pues. —¿Cuál borracho, oye? Si tú eres la que me incita al trago. Basssura. Abelardo sostuvo la botella de vidrio y llenó el vasito, vertió un poco de Pisco al suelo y bebió. —Salú, mierda. Salú. Fabiola se sirvió también. —Salú por tu póster. Salú. Jonathan observaba. Salud. Salud. Tan irónico el asunto. —Salú pues, Abelardo, por tu publicidad —dijo Jonathan.

El entusiasmo no era grandioso porque el póster fue lo menos interesante de todo el proceso. Ya habían festejado la propaganda en la televisión, sabían de antemano que los afiches aparecerían. —Gracias, gracias muchachos. A partir de ese momento el procedimiento fue automático y fluido. Después de conversar un poco, los tres sonrieron. —Maldición, Abelardo. Policía. La luz indiscutible de un auto se venía acercando desde la calle Saphy. —Ni cagando, Fabiola ¿eso va ser un patrullero?, esa huevada no pasa de ser un Tico. ¿Sí o no, chato? —No veo, la luz no deja ver. —Tranquilos nomás, chupen. Salú, salú. Fabiola estaba rígida. La luz estaba cada vez más cerca y aún no se lograba distinguir la verdadera identidad del auto. —Chupa, oye. Chupa, es un Tico carajo. Es un taxi. —Nos fregamos, Abelardo, es un patrullero. —¿Han traído documentos? —preguntó Jonathan. —Yo no —Fabiola abrió los ojos como queriendo tragarse la luz. Dos policías altos, con la corpulencia justa se acercaban. Pese al pánico Fabiola se sintió atraída

por las botas de los efectivos. —Señores, buenas noches. Abelardo intentó ocultar el trago. —Sus mochilas por favor. —¿Mochilas? —Abelardo intervino—, nosotros no tenemos mochilas, jefe. —Dense la vuelta por favor, señores. Los tres se pusieron de pie y giraron. —Ah, ya, ya; disculpen. Sigan chupando nomás. Los policías se fueron apurando el paso. Abelardo y Fabiola repararon en sus prominentes nalgas. —Policías culones —dijo Abelardo. —¡Ay, Dios mío! ¡Qué miedo! ¿Ves, Abelardo? ¿Ves? Te dije que eran policías. —Ya fue ya. “Sigan chupando” la cagada. Je, je, je. —Sí, sí, sonso. ¿Ya fue ya?. ¿Y si nos hubieran pedido documentos? —Carajo, Fabiola ¡ya! No nos pidieron documentos. Puta madre, por las huevas te haces paltas. Fabiola se extinguió de golpe. Tenía decidido hablar sobre su suicidio, ahora tendría que esperar. Silencio espacioso y ajeno al mecanismo del licor que funcionaba constante. Ebrios. Abelardo insistía, dentro de sí, sobre el cambio

en las costumbres de la sociedad cusqueña adolescente. Recordó las características épicas que asumía la inauguración de juegos deportivos del Consorcio de colegios católicos. En el estadio Garcilaso todo lucía gigantesco; miles y miles de estudiantes en las tribunas con sus banderolas colosales, gritaban ensordecidos; con decisión, se organizaban en barras diversas para alentar a sus delegaciones deportivas que marchaban por la pista atlética. Todos satisfechos, sin importarles el sol terrible. /millones de papelitos que volaban graciosos/las bombardas prohibidas/los bailes multitudinarios que cada colegio presentaba en la cancha verde. Todo lucía gigantesco. La propia alegría era descomunal. Después de que el estadio se quedara sin pista atlética por la necesidad de más espacio para los espectadores, debido esto a la importancia internacional que alcanzó Cienciano, la inauguración se traslado al Coliseo Cerrado. Tan pequeño. Tan restringido. Abelardo estaba seguro de que los adolescentes empezaban a dejar de vivir a lo grande. Recordó la circunferencia del Coliseo y sin explicaciones vio a un muchachito del campo que empujaba una rueda con una varilla metálica. Aquel juego. Los niños humildes corrían con sus ruedas. Hace mucho, muchísimo tiempo que no veía uno así. —Recuerdan que… —Abelardo calló. Todos

continuaban en silencio y sintió que había adquirido la misma expresión de sus amigos. Se encrespó aunque el asunto parecía improbable—, salud. Salú, salú, un toque, tengo que chupar —tomó directo de la botella y contó diez segundos, terminó soplando, su mueca describía el sabor fuerte del Pisco, suspiró, observó a Fabiola y la quiso—. Y… Fabiola… ¿cómo es lo de tu vaina? Fabiola subió poco a poco sus ojos amarillos. Sonrió sinceramente. —¡Ayayayay! Abelardo, es tan difícil odiarte. ¡Te quieroooooooooo! ¡Salú por ti caracho, porque soy amiga de un chico que sale en las propagandas de Inca Kola! ¡Salú porque te sigan contratando en todo lado! Ayayayay. —Ja, ja, ja. ¡Cómo te pones feliz! Puta que tú eres más variable que el tamaño de una pinga. Ja, ja, ja. —¡Ay, oye!, baboso, bueno, bueno, ya pensé cómo vamos a hacer lo del suicidio. Miren: El suicidio tiene que ser por ahorcamiento, porque no sé: morir por ahorcamiento, salú. O sea, la idea era matarme en el mar, porque un montón de artistas mujeres se han matado en el mar, pero bueno, mar no hay por acá y no quiero ahogarme en el Watanay, ¿okei? Ya miren sería así: o sea, ya pues para que la gente crea y que salga así en los periódicos, en la tele me tendrían que sacar fotos. Ahorcada,

¿entienden?, sólo que todavía no he pensado en cómo hacer pues para ahorcarme de mentira… —Oooye, eso es facilazo, yo sé cómo. En teatro me enseñaron a ahorcarme, cuando hice de Judas pes en Jesucristo Súper Star. Eso corre por mi cuenta, je, je, je. —Bueno, la cuestión es que me deprimo horrible, escribo una carta súper triste y digo que bueno, miles de cosas, de hecho, tengo que pintar un cuadro súper triste; ya tengo una idea, oscurísimo, hasta he pensado en utilizar tela oscura para el bastidor, una chica clavada —Fabiola se detuvo, hablar con sus amigos de su pintura no era usual—. Bueno, bueno, cómo sea… uno de ustedes me encontraría. O sea, yo estoy ahorcada pues, y me sacan de mi… o sea, de la lengua, de la lengua —Fabiola rió—, ¿qué estoy hablando? Ayayay, ya estoy media borracha. Bueno, bueno, ya pues me liberan, me intentan salvar pero no pueden y ahí ustedes quedan como héroes… Héroe. Abelardo se servía generosamente, casi el doble que sus amigos. El alcohol. —Ya, bacán. Salú, salú. Pero, cómo crees que vamos a hacer que la gente, que los investigadores, comprueben que realmente estás muerta, ¿has pensado en eso? —¡Ay! Eso es obvio, es recontra fácil eso.

Mira, ¿tú crees que Guido Salazar no tiene miles de miles de miles de relaciones, con policías, bomberos, médicos? Con todos pues. —Fabiola, yo pensé que sólo estaríamos nosotros tres en el asunto. —Abelardo, yo soy la muerta. Por favor, yo veo pues eso. Jonathan observa cómo las muecas de Abelardo descreen de Fabiola. Comienza a perder la razón. La idea es inconsistente e infantil. Analizo y la primera pista que llega a mi cabeza es la falta de papás. Los humanos aprendemos por imitación, por visión. El credo es posible cambiarlo con teorías; el comportamiento, en especial de un adolescente, imposible. Su idea es… —Y esa cojuda… Una muchachita se acercaba a ellos con una gran cerveza. Al intentar subir las gradas tropezó y cayó jocosamente, la botella no se rompió. Acomodó los cabellos que habían ocultado su rostro y rió con fuerza, mirándolos. Ella se levantó todavía riendo y mantuvo la cerveza con tal gracia que aquella imagen la irían a recordar por mucho tiempo, a Fabiola se le ocurrió hacer un cuadro en el que se expresara la manera inaudita de cómo había colocado sus largos dedos. Nadie se movió mientras se acercaba. Abelardo bebió rápido una bocanada como para librarse de la sorpresa.

—Hola, ¿yo puedo tomar con ustedes? Yo tengo cerveza, yo quiero hacer con ustedes. Vino sola al país y no tengo amigos, not yet. ¿Yo puedo —levantó un poco la cerveza—, sí? yo también tengo por beber. Fabiola miró a Abelardo y él asintió con la cabeza. —Sí, claro amiga, quédate con nosotros. No te vaya a pasar algo. —¡Oh! Muchas gracies. La muchacha tomó un sorbo de su botella y se percató por primera vez de Jonathan. Él logró sostener la mirada, el alcohol había reducido increíblemente su angustia constante. Estoy mirándola, estoy mirándola, estoy mirándola. estoy-mi-ran-do-la. es-toy-mi-ran-do-la. es-toy-miran-do-la. Jonathan no pudo continuar su propósito. Dejó de mirarla perturbado, tristísimo. Estoy completamente perdido, ya ni con alcohol funciona está máquina, este artefacto fallido, malogrado. Tan culpable. Nadie se animaba a hablar. —¿Por qué en silencio estamos? —No, no amiga. Perdón es que estamos borrachos, un poco drunks estamos. —Sí, sí, sorry amiga —Abelardo se puso de pie y sintió más dinámico el mareo—, ¡a su mare! Puta que estoy ebrio —el conciente de Abelardo

quedaba poco a poco dormido. Se había levantado porque quería que la advenediza repare en su estatura, sus nalgas y el oscilar de su cabello delgadísimo—, ¡Fabiola! ¡Fabiolisha! ¡La puta madre! ¡Estoy eeeebrioooooooo! —levantó la voz adrede, para que la muchachita le preste atención. Sentía unas ganas inmensas de tener sexo con alguien de otro país pero ella silenciosa no hacía más que mirar a Jonathan. Abelardo dijo que tenía calor y se deshizo de su ropa, quedaba con el torso desnudo mientras saltaba abriendo los brazos, girando, luego levantó la botella del suelo y bebió directamente largos segundos. Fabiola lo observaba incrédula y avergonzada. Jonathan comenzaba a ponerse ebrio: sonreía un poco. Abelardo. Abelardo deja de sorprenderme. Ha dejado de sorprenderme, pese a que sigue luciendo dorado y que tiene un cuerpo realmente asombroso. Es tan humano como nosotros, como yo. COMO YO. Mi vida, mi pecho. Quiero reír, pero esta bastarda me mira. me-mi-ra. Pero Abelardo es tan extraño. Se vuelve tan… En ese momento y tras un salto prodigioso, de Abelardo se escuchó una ronca flatulencia. —¡El pedo es el verdadero idioma universal! Fabiola sintió más cercano a Abelardo ahora que estaba inmóvil. Jonathan fue quien primero comenzó a reír mostrando dos hoyitos

encantadores en sus mejillas, la extranjera contagiada lo hizo también pero sin volver la cara. Abelardo no había podido llamar su atención. Su r o s t r o, t a n m o l d e a b l e, s e t r a n s f o r m ó diabólicamente. Tomó las prendas que estaban en el suelo y semidesnudo comenzó a correr hacia la calle Plateros, cuando llegó a la esquina desapareció. —¡Abelardo! ¡Abelardo! ¡Regresa! Oyeeeee ¡Abelardo! —Fabiola se levantó con violencia y percibió también su mareo, sentía muchos deseos de orinar—, ¿y ahora? —Jonathan observó la agilidad con la que Fabiola sacudía sus miembros, dio una zancada atlética y fue tras Abelardo, llegó a la esquina de Plateros y giró a la izquierda. Jonathan no supo cómo reaccionar. Corren Corren Corren Corren Corren Corren Corren Corren Yyoaquítan INMÓVIL —Cheers, cheers por tus amigos —la sonrisa de la extranjera. Pensó que Fabiola y Abelardo

eran como cervatillos salvajes. A Jonathan lo quería en una postal. ¿Qué hacer? Fabiola, Fabiola. La muchacha nueva y, sin embargo ambas se parecen físicamente. Tienen el rostro muy similar. Jonathan apuró el licor de la botella de plástico. El Pisco disolvió todo. Esta vez, sintió que se convertía en uno de sus amigos con la capacidad de sonreír coquetamente y de mantener la mirada sin vergüenza. —Salú, salú. Amiga, perdón, ¿cómo te llamas? —¿Qué? —Eh, ¿cuál es tu nombre? —Oh, mi nombre es Brittany, soy desde Australia. ¿Australia?, Pensé que era americana, NO, NO. Americanos somos muchos. Eso se llama estadounidense. —Australia, bien lejos. —Oh, no, no, no. Y, tú, ¿qué es tu nombre? —Jonathan. —Mucho gusto. —Igualmente. Silencio. Brittany, es bastante bella aunque parezca estadounidense. Brittany me mira con deseo. Soy inteligente. Le gusto. El circuito alcohólico había comenzado a funcionar de nuevo con espontaneidad. —Tus amigos son muy bien, son muy

¿bueno? —Buenos. —Sí, son también locos. Mucho locos. —Sí, sí. —Tú miras más bonito para mí. —¿Cómo? —Tú más bueno, más cool. —No, no. Te debe parecer. Y el idioma se lo impide. Pero le gusto, le gusto más que Abelardo. Eso me prueba que la belleza, la capacidad de encontrar belleza está en el sujeto que observa y no en el objeto observado. Claro, limitada culturalmente como todo. Pero… —¿Y qué tú tomas? —Ah, Pisco; Pisco peruano, es de uva, es la bebida nacional. Es un destilado de uva. Como el vodka pero de uva. —¿Uva? —Sí, sí. Uva. Jonathan consiguió distinguir la silueta fugaz de Fabiola. Caminaba concluyente. Al acercarse notó que su rostro transpiraba. Fabiola es igualmente hermosa. Detenimiento: la novedad extranjera lo impide a cabalidad. Pero todavía puedo encontrarla hermosa. Tengo a dos mujeres hermosas que, no hay duda, se parecen. —¡Ay! Lo odio, lo odio. Es un imbécil. Un completo imbécil —Fabiola comenzó a sollozar—,

voy, corro y veo que el tarado cruza la pista y casi lo mata un carro. Calato el imbécil. ¿Cómo se le ocurre salir calato corriendo! La cuestión que yo pues, qué lo iba alcanzar; ese idiota hacía atletismo en su colegio. ¡Ay! ¡Ay! ¡Ay! —Fabiola recordó a la extranjera— ¡Ay amiga! Perdón, en serio sorry, excuse us. Es que, we had a trouble, you know, drunk's stuff. Los ojos de Fabiola humedecidos, como su rostro, pero sonriendo. Jonathan estaba feliz. Abelardo bajó del taxi conteniendo la respiración. Se sentó en las aceras del mercado de Wanchaq y ocultó la cabeza entre sus brazos. Comenzó a vomitar sintiendo que había mucha gente aún. El vómito llegó lento y con algunas lágrimas. Permaneció sentado unos segundos, levantó la mirada enrojecida por el esfuerzo y poco a poco fue contando los ocho pisos del edificio más alto de la ciudad. Cruzó la pista con rumbo al pórtico y en la esquina distinguió un grupo de jóvenes que charlaban. Tambaleándose se paró junto a ellos mirándolos con burla y expelió tres sonoros eructos. Los jóvenes lo miraron con asco. —¡Huevones! Soy modelo y me tiro chanchos frente a ustedes. Ja, ja, ja. Lerolero. ¿Qué? ¿No me creen? Recontra babosos, miren pues, miren —señaló su póster pegado en las puertas de una

farmacia que cerraba, le echaron un vistazo a la propaganda y regresaron su vista hacia Abelardo muchas veces—; sí pues. Soy yo, soy yo. Tan cusqueño como ustedes ganando como mierda de plata por saltar un poco —Abelardo saltó levantando las piernas hacia atrás, por un momento su rostro se compuso de una manera hechizadora. El grupo de jóvenes prefirió cruzar la pista. Abelardo volvió a sentarse en la acera, su parte conciente le pedía calma. Cerrando los ojos comenzó a cantar muy despacio. —¿Por qué no contestas? ¿Con quién estás hablando? Si oír quiero tu voz, si oír quiero tu voz. Un malestar en el pecho y ahora, constantes penas. Recordó a la foránea. Contuvo su malestar. Fue cuando de su celular se escuchó M i(n a) shell del grupo peruano Tonka. Buscó con torpeza en sus bolsillos hasta encontrar su teléfono negro, brillante, planísimo. En la pantalla se leía “Fabiola Buenavista”, no había ninguna foto. Pensó. Se vislumbró lanzando con violencia su celular a la pista, con el deseo de esfumarlo por siempre, pero se contuvo. Esperó que el teléfono dejara de sonar y llamó al número de Arsenie. —Oe, huevón, abre huevón. Estoy en la puerta de tu jato, o de tu edificio. No sé. Brittany y Jonathan lograron una interacción

cómoda, el empeño que le ponían al asunto los distraía de su gran borrachera. Fabiola caminaba más rápido, delante de ellos, queriendo evadir la vergüenza. Habían decidido ir a bailar al Mithology. —Sí pues, a propósito: ¿sabías que el lugar al que vamos a ir se incendió? O sea, fuego. Fuego hubo en la discoteca a la que vamos a ir. Hace tiempo. —¿Cómo? Oh, ¿fuego?, ¿accidente? —Sí. Bueno en realidad no le pasó nada a nadie. Pero, es el fuego pues. Los bomberos vinieron. —Oh, exciting! Doblaron a la izquierda. El universo de la Plaza de Armas. Brittany tan bonita. Fabiola. Fa-bio-la. F-a-b-io-l-a. Y yo he podido ser una persona normal durante varios minutos increíbles. Pero Fabiola/Brittany/Fabiola. Fabiola sufre por Abelardo. Compensa mi falta. Talvez necesite mi atención. Fabiola. Triste, tan triste. Y yo aquí tan feliz. FELIZ. F-E-L-I-Z. Pero tan profundamente culpable. Tan profundamente. Fabiola se acercó a negociar la entrada. —Hola, ¿podemos entrar? —Documentos —pidió un hombre desagradable. —Somos mayores de edad.

—Documentos por favor señorita y del señor también. —¿Y por qué no le piden a ella? —Porque es extranjera, hay que tratar bien al turista. El cuidante rió celebrando su acto. —Diez soles la entrada. —Pero vamos a consumir. —Diez soles es la entrada, señorita. Un grupo de extranjeros fue llevado hasta la puerta por un muchacho que le hizo un gesto al hombre de la puerta. Ellos entraron sin contratiempos. —¡Pero les estás haciendo entrar gratis a ellos! —Diez soles la entrada. Fabiola estaba contrariada. Hubiera insultado furiosamente al tipo pero debía calmarse, no quería que Brittany se llevara una mala impresión. Reclamar con exaspero significaría un maltrato importante. —¿Sabes qué? —Fabiola sacó su billetera con un dibujo de Pucca—, tres… ¿ya? El guardián volvió a reír. Fabiola volteó invitando a sus amigos a entrar. Sonrió. —Entren chicos y pídanse lo que quieran. You can drink everything you want to, I invite. ¿Invite es no? Más bien no vayan a tomar el trago de cortesía porque —observó al hombre—, ajjjj… no…

porque no —Brittany y Jonathan ingresaron tranquilos, cuando ellos estuvieron dentro Fabiola se acercó al cuidante—. ¿Sabes qué? Las cosas van a cambiar muy pronto y cuando eso pase vas a estar fregado, más fregado que ahora. —Ya, ya. Ingresa nomás amiga. Mira que yo te puedo sacar cuando me dé la gana. Estando así borracha, debería darte vergüenza. —Yo estaré ebria, pero tú… no eres… pues; a mí mañana se me pasa, a ti no. Fabiola ingresó con rapidez a la discoteca. Oyó que el hombre la llamaba pero se enmarañó con la multitud sin complicaciones. Se sentía feliz, capaz de poner en su sitio hasta a Abelardo. Evadiendo los cuerpos danzarines Fabiola encontró a sus amigos. Fue hasta la barra y pidió una jarra de Pisco Acholado. Iba a emborracharse hasta perder el control. Odió a cada extranjero que la empujaba sin disculparse. Cuando regresó, encontró a Brittany y Jonathan besándose. Abelardo lo tomó con fuerza y lo abrazó, diciéndole babosamente al oído que lo quería mucho. Arsenie sonrojado dudaba. —Oe, ven, hueón. Ven, vao a comprar más trago. El furor de Abelardo era incontrolable, Arsenie fue llevado a empellones hasta una licorería

cerca de la plaza Túpac Amaru. Los trabajadores de los supermercados del frente comenzaban a salir, daban las once y cuarto de la noche. —Oe, doma, doma… veinte… —Abelardo buscaba el dinero en su billetera, cuando descubría una moneda la miraba durante algún rato y se la entregaba a Arsenie— Veintiosho soles. Con veintiosho, con veintiocho la hacemos, yo te espero acá pes. Abelardo volvió a sentarse al filo de la acera, entre dos automóviles estacionados, para vomitar. El brillo de los establecimientos lo mareaba, decidió pararse. Distinguió que dos personas venían hacia él. Intentó rearmar su postura. —¡Oye, Abelardo! Huevón, puta, qué has hecho. —Ooooooooooye, Jaime, ¡mi amigo Jaime! ¡Hueón! Puta eres mi ángel, hueón. Yo te quiero como mierda, tú, escúchame carajo, tú siempre te apareces cuando estoy cagado. Puta, hueón. Tú sabes todas las huevadas que hemos hecho juntos, hueón, tú sabes, hueón. Yo te quiero. —¡Pucha, Abelardo! Hola… —dijo la muchacha al lado de Jaime. —¡Ch'aska! ¡Ch'askita! ¡Ch'askacha! Puta, qué están haciendo hueones. Ta que estoy reebrio, qué increíble que los encuentre aquí carajo. —Abelardo, ya vimos tu póster —dijo

Ch'aska—. Está re lindo. Ya me robé unos cuántos para pegar en mi cuarto. —Esos pósters de mierda, carajo. La cagada. A esa flaca, yo, puta, naa, ni la conozco, no la vi ¡imaginan! ¿Cómo es no? —Oye, huevón ¿estás sólo? —No, nica, estoy con el… cómo te digo, el amigo de mi amiga, de Fabiola. —¿De Fabiola Buenavista? Tu amiga la pintora ¿no? —Sí, sí. Esa hueona está con su gringa y el chato, en dónde chucha estarán. —Por fin, ¿con quién estás ahorita? ¿con quién estás chupando? —Chupando no, wa chupar recién. Ja, ja, ja. —Por eso pues, ¿con quién! ¡Abelardo! ¿Para eso chupas? —Con su amigo de ella pues —Abelardo hizo una pausa—. Oye, Jaime, ven un toque; un ratito, un ratito Ch'askita, tengo que hablar con este huevón. Ambos retrocedieron y se apegaron a la pared. —Sálvame pes —le dijo Abelardo despacio. —Oye, hierba no tengo huevón. —Puuuuta madre, hierba no quiero, hierba tengo yo. Una pichanga pes hueón, pa que se me pase esa huevada. —¿Te estás metiendo cloro, huevón?

—Puta, no, ni cagando. Sólo pa que se me pase esta huevada, no te digo. —No sé, hermano ah, sabes que yo no le entro a esa huevada. Déjame preguntar si mis patas tienen. Arsenie salió con una bolsa blanca, se acercó a Abelardo. —Ch'aska, te presento a Arsenie. Arsenie te presentó a Ch'aska. Ja, ja, ja. Este huevón es de Rumanía. De Rumanía es este huevón, la cagada. Ja, ja, ja. —Mucho gusto. ¿Eres de Rumanía?, qué chévere. ¡Lindo tu amigo! ¿Hablas español? —Sí, vivo aquí cinco años más o menos —¡Qué chévere! Pero, a ver, a ver di algo en rumano, di algo en rumano pues. Arsenie había escuchado tanto aquello que ya tenía predispuesto una famosa frase: —Futute-n gura ºi dute-n pula mea. Jaime regresó. —Oye, Abelardo, ven un toque. Lo sostuvo por los hombros para llevarlo hasta la misma esquina de la plazoleta. Se percataron de que nadie los veía. —Abelardo de mierda, dice mi pata que le caes bien. Por lo del afiche y toda esa huevada. Me manda esto para ti —le entregó un recorte de papel con algunas letras, a la mañana siguiente Abelardo

descubriría que se trataba de algún evangelio bíblico—, puta sorry pero son un par de líneas nomás. —Oye, Jaime, puta te quiero como mierda —Abelardo abrazó a Jaime y le dio un beso muy cerca de la boca—, puta en serio, huevón: Tú debes ser mi ángel, huevón. Te quiero como mierda. —Ya, ya tranqui nomás huevón. No hagas huevadas, más bien apúrate y jala esa huevada. ¿Y ahora? —Puta, péinamela pues tú por favor, huevas. ¿Ya? ¿ya?, puta, Jaime para ya no hacer huevadas. Por favor, ¿Tienes una llave? —Sí. —En su huevadita pues, en su… en su… en esta huevada, en su rayita, en su ranurita ja, ja, ja. En su ranurita, ja, ja, ja. Jaime abrió el pequeño paquete, recogió la mitad del polvo blanco con la llave y lo esparció a través de la ranura mayor; acercó el utensilio a la nariz de Abelardo. Él cubrió su fosa nasal derecha y aspiró el polvo a lo largo de la llave. —Ya. —Asuuuuu. Esta brava esta huevada… cuál ya, huevón; cual ya. La segunda pues, para no quedar tuerto —poco a poco la confusión alcohólica se convertía en un adormecimiento claro. —¿Ves? Ya te estás volviendo adicto.

—Cuál adicto mierda, sólo es pa no quedar tuerto. —Ya, ya oye. Bueno, bueno: huevadas, tú decides. Jaime repitió el procedimiento. Esta vez Abelardo aspiró por la fosa derecha. —Límpiate huevón, se te ha quedado el detergente. —Puta, que brava que es esta mierda —dijo Abelardo. —¿Ya huevón? —Sanazo. —¡Cómo te ha cambiado la cara, compañero! —dijo Jaime. —Así es pues. Comienza la acelerada. —¿Sabes qué? Vas a tener que fingir, compadre. Mucho roche si salimos así nomás. Ya, mira, vamos a decir que te llevé a vomitar y que puta, fuimos a caminar por la plaza un toque y que ya estás mejor. —Ya, ya, ya, Jaime. Chévere. Tranqui nomás. Ja, ja, ja. Regresaron con lentitud. —¡Ay, Jaime! ¡Apúrate pues! Tenemos que ir a la casa de Violet —Ch'aska pronunció el nombre en inglés—, está que llama. —El Abelardo pues que quiere ir a caminar, ya vomitó, ya está mejor.

—¿Ya estás mejor, Abelardito? —Sí, sí, sí, sí. —Ya pues, ay, sorry, Abelardito pero nos tenemos que ir a recoger a nuestra amiga. —Tú te quedas con… él, ¿no? —Puta, ¿vas a seguir chupando? —Jaime se sorprendió al ver a Arsenie con el Pisco— Oye, Abelardo de mierda… bueno, bueno, para que decirte huevadas. Buena juerga, me jalo. —No, un rato huevón. ¿Cómo se llama el pata que me salvó? ¿Quién es? ¿Dónde está? —Se llama Max. Es ese huevón alto de allá, pero no hagas ro... —¡Max! ¡Eres mi héroe! —Abelardo gritó con fuerza. Al otro lado de la pista, Max lo saludo con cariño. —Oye, ya. Nos jalamos. Choche, lo cuidas bien a este huevón pues. Que no vaya a hacer huevadas. —No te preocupes, yo lo voy a cuidar. —Cuídate, Abelardo, chau pues. —Oye, gracias huevón. Sinceramente te debo pues como mierda. —Chau Abelardito, chau amigo, se cuidan ah. Los muchachos regresaron a su grupo. Fabiola, Brittany y Jonathan viajaban perdidos en su respectiva borrasca mental. Bailaban frenéticos, golpeándose. Brittany y Jonathan

seguían besándose al coincidir sus rostros tras algún movimiento. Estaban ya bastante borrachos. O T L A eStoy feliz (¡!) Quiero acostarme con Brittany. Rozo sus senos. SUS SENOS. S U S S E N O S SUSSENOS. —Salud pues, Arsenie, salud. —Pero ya tomé tres seguidas. —Ya lo sé, yo ya tomé muchísimo. Ufff, no te imaginas cuánto. Chúpate diez vasitos seguidos y a la seca y estoy feliz —Abelardo lucía sobrio. Una luz insípida y cremosa avivaba sus rostros simétricos en la oscuridad de la sala. Por la ventana: el ajuar de luces de la ciudad se desplegaba constante. Abelardo tenía las ideas confluyendo aceleradas, Arsenie no se terminaba de acostumbrar. Un sistema de sonido evolvente tocaba algunas canciones. —Puedo sacarme las tabas, ¿no? Siempre me ha gustado andar sin zapatos en la alfombra de tu sala. Salud pues, Arsenie, salud.

—Es la octava. —A su madre, creo que le voy a entrar al Pisquito nuevamente. —Novena. —…los que están en el aire, pueden desaparecer, los que están en el aire… Los que están en la calle pueden desaparecer, en la calle… los amigos del barrio… —Décima. A tu salud. —Ya bacán me toca a mí. Abelardo llenó el vasito y lo secó. El recuerdo de Brittany volvía constante. La curiosidad de un sexo extranjero. —He hecho un culo de huevadas ahorita. —¿Estabas con Fabiola? —Sí, pero ya fue. Es que una gringa, que se le parecía un poco a la Fabiola, alucina, se nos acercó y puta, se le quedó mirando al Jonathan y como estaba borracho, me rayé por las huevas. O sea, ni siquiera soy así pues. El alcohol te hace hacer huevadas. Arsenie era quién, esta vez, comenzaba a embriagarse seriamente. —¿Te gustaba esa chica? —No, nada que ver. Es que era pues, no sé; tú sabes, quería saber cómo era tirar con alguien de otro país. Esa idea me viene rondando la cabeza hace tiempazo. —Ah…

Silencio. —Oye, enséñame una frase chévere en rumano para decirle a alguna flaca pues. —A ver: În doi, cînd luna e doar pentru noi… —¡Huaoooo! —interrumpió Abelardo—. Esa canción es pajísima… escucha… escucha… despacio… This is the end, beautiful friend… this is the end, my only friend, the end…puta, The doors pone. The doors es lo máximo. Puta madre. La cagada esa canción. —Sí. Silencio. Ambos destellaban. Los ojos turquesa de Arsenie. Abelardo se recostó en el mueble y observó la ciudad mientras escuchaban la canción. —¿Fumas? —preguntó Abelardo. —Sí. —¿Todo? —No sé. —Hagamos un experimento —Abelardo se reincorporó y fue a sentarse al lado de Arsenie—, pero calladitos. Nadie dice nada, absolutamente nada. Tú sólo te concentras en escuchar la canción —desarmó un papel con marihuana y lo puso sobre la mesita de cristal, buscó entre sus bolsillos una pipa fucsia y transparente, rellenó la pipa con la hierba. Acercando un encendedor fumó profundo. La humareda blanca se extendía difícil—. Fuma tú, pero hasta el fondo. Así, así— Arsenie fumó de los

dedos de Abelardo, cerrando los ojos, tosió—. No cierres los ojos porque se apaga el mundo, ja, ja, ja. No sé dónde leí esa huevada. Chévere ¿no? —volvió a fumar—, ahora tú, ahora tú —repitieron el procedimiento hasta que la magia se hizo ceniza inservible. Ahora una nueva perspectiva se desarrollaba tras los ojos de Arsenie—, shhhhhhhh… ¿Te sientes… bien? Así… relajadaaazo… ahora… escucha la canción. Father… yes, son… I want to kill you… Mather… I want to… La voz de Abelardo se adhirió tanto a los oídos de Arsenie que tuvo minutos para desmenuzarla pacientemente.: sí-la-ba por sí-la-ba. Reconoció una voz prodigiosa, que emocionaba. Looser de Beck había comenzado. —Escucha, escucha Arsenie; esas guitarras son la cagadísima cuando uno está stone. Se observaron incrédulos. Sus rostros eran nuevos. Hermosos y coloridos. Estuvieron varios segundos analizándose, conociendo su belleza por algún lente más agudo. —Arsenie. —Qué. —Cierra los ojos. —Ya. —Imagina que has ido al Action Valey, al adventure park y que estás en un globo aerostático

viendo el vacío. —Ya. Abelardo empujó con un dedo la frente de Arsenie. Él cayó pesado sobre la alfombra con la boca abierta. Su emoción era intensa. —Gritas en silencio, huevonazo. Ja, ja, ja —dijo Abelardo y lo besó en la boca. Arsenie se entregó.

5 Abelardo está sentado en calma, no distingo el lugar. Solea, un fulgor dorado lo envuelve. Me habla pero no escucho, sus labios se mueven graciosos y me parece ver que come algo. Fijo mi atención en su boca. No. No está comiendo nada, son gusanos gruesos y blancos los que se mueven dentro de él. Me asUsto y comiEnzo a gritAr pero la gEntE está leJOS. No Me EscUCha. Le digO: “¡ABelARdo! ¡TiEnes gusANos en la bOcA!”. SólO fRunCE eL CEÑo. AbRe TANTO los OjOs que sus ÓRbitas REVIENTAN, un LÍQuido EspeSO se dERRaMa. “¡AbELARDo! ¡AbELARDO!” GRiTo. GRITO. “Tranquilo Jona” ReCONozCo la voz de Fabiola. “Es una de sus muecas nomás, es modelito… acuérdate”. Pero Abelardo sigue estando HoRRIbLE. AhoRa Es

SANGRe Lo Que Sus OjOs deRRamAn. AbRe sU BocA enSeñanDo Los dientes, eStÁ SuFRiENdo. SUFRIENDO. LOs gusAnos DReNAn de Sus OjOs y CaEn cOn Un SONIDO pEcULIaR. El ÚniCo SONIDO que EScuCho: CoMo CRáNeos viVos ReVentánDose en El AsfalTo. AhoRA sé Que su CereBRo se Ha CoNveRTiDo. ObSeRvo a Fabiola, ella sonríe. Me muestra una cierra. Y luego señala a la mAsa InFoRme de AbeLaRDo. FabIola Se aCeRca y lo TomA, Sus ManOs estÁn MancHadAS. Con La CieRRa CoMienZa a CorTaRLe el HomBRo. Él sE aGita Con VioLEnCia, Se ReTuErCe y Los GuSanos cOmiEnzAn a cHapoTeaR en la sAngRe, DesEspeRados. El DOLOR es ComPARTido y SiN EmBaRGo Él no Se Resiste. Le DUELE, LE DUELE MUCHÍSIMO. FabIoLa Sigue sonRiendo. “Es como cortar esponja, se siente como si fuera esponja” El HomBRo de AbelRado eStÁ ulCeRado, MileS de llaGas cOmo BRanQuiaS de Pez pAReCen ReSpIrAr. m e v o y a m i s a m e v o y a m i s amevoyamisa. —Hijito, me voy a misa. Mi mamá fue prostituta. En realidad, es algo incierto: conclusión descabellada del subconciente de Jonathan. Cómo fue el asunto. Rememora, recuerda analítica,

teóricamente: Mi mamá salía muy de noche, todas las noches/salía/hace cuatro años. Justo cuándo estaba por acabar el colegio. Bueno, el descubrimiento. Suelo no dormir bien. Es decir, tengo temporadas en las que el sueño no llega nunca. Aquella vez supe que no iría a dormir y me levanté a dar vueltas por la casa. Mi madre regresaba [CON LA IMAGEN DESECHA PERO TAN COLORIDA]. Me torné infinito. Los pasos que yo imaginaba violetas en las madrugadas eran reales. REALES. No una trampa de mi cabeza inacabada. “Hijito me fui a una fiesta”. Mi papá se fue cuando yo era bastante niño, sin embargo mandaba dinero. Con simpleza: los padres de Jonathan no se habían amado nunca pero ella sostenía que él estaba en el extranjero, que se había tenido que ir para darles un mejor futuro. Pienso que mi mamá inutilizó una parte fundamental de su juicio, ahora creo que su generación es muy estúpida: levantó tal farsa, se sacrificó tanto para que el mundo no entendiese algo obvio; algo que yo hubiera entendido (tragado, asimilado y digerido sin daños) en dos palabras. Para eso hay que ser demasiado estúpido o lo que es igual, demasiado adulto. El insomnio se convirtió en un inacabable infierno. Y me sentí solidario con todos los que no pueden dormir en el mundo.

Yo leía, leía, leía. Una noche adiviné que mi madre había caído por las escaleras. Salí de mi cuarto para ayudar y la encontré totalmente ebria. La llevé hasta su cama y encontré su celular. La morbosidad me llevó a revisarlo. En ese punto mis recuerdos se vuelven confusos. He olvidado lo que me confirmó el ejercicio de mi mamá. La carne física de Jonathan se descompuso al leer los mensajes del teléfono. Mi cerebro se arruinó aún más, bajé de peso precipitadamente. Por último: e l p a p á d e a b e l a r d o. Recuerda: ¡EXACTO! He evitado pensar en eso. ¡Esa es la razón de mis últimas angustias! Cuando uno no filtra sus sentimientos por medio de la reflexión tranquila y conciente; los sentimientos te controlan. Exacto: e l p a p á d e a b e l a r d o. Estaba desecho. Caminaba solo, viendo cómo se transforma la ciudad con la lluvia. Me sentía del lado del cielo que lloraba lo que yo no podía: cantidades inmensas de agua. Vagué hasta llegar a mi casa sin quererlo. Abrí la puerta intentando no despertar ni a los ausentes. Cuidé cada paso que crujía en las escaleras. Antes de llegar arriba vi las espaldas del p a p á d e a b e l a r d o. Me quedé quieto. QUIETO. Él se arrimó a la pared y descubrió a mi mamá desnuda, apoyada al marco de

la puerta riendo. Cuando se dieron cuenta de mi presencia se arremolinaron. El papá de Abelardo bajó los escalones que nos separaban y me tomó la cara. Me susurró algo que no escuché y salió. Mi mamá se puso a llorar, me abrazó aún desnuda, intentándome explicar lo que no escuchaba, lo que escuchaba pero que no entendía. Jonathan cerró los ojos intentando dormir un poco más. Me quité el peso. Era mi espina el encuentro imprevisto con el papá de Abelardo. La llaga de mi corazón biológico. La cabeza me duele muchísimo. Sin mediar más pensamientos recordó en retazos la noche anterior. Sintió ardiente su rostro. Observó por la ventana. Había sol y sin embargo llovía. Ayer he estado completamente borracho. He tenido sexo con la extranjera. Es cierto. Cusco no tiene resaca jamás.

El cielo tenía una gorra gris y un viento joven alegraba. Fabiola, Abelardo, Jonathan, Arsenie y Brittany esperaban una combi en la esquina del colegio de la Salle y la avenida Garcilaso. —Puta madre, no pasa el Pachakuteq, oe. No pasa —dijo Abelardo y pensó en lo agradable que es cuando las combis suenan como aviones—, creo que mejor nos vamos en Horizonte nomás. —¿El Horizonte va hasta Poroy? —preguntó Fabiola. —Creo que sí. O sea lo he visto por ahí cuando jalaba pero seguro, seguro no estoy. Vamos en Horizonte nomás, si no, de ahí chapamos taxi pe, a la mierda —dijo Abelardo. Jonathan pensó por un momento que el dolor más desagradable era el que provenía de la incertidumbre, pero luego se distrajo al ver a Brittany subir con intranquilidad a la combi. Fabiola se fijaba en los brazos y piernas fuertes del cobrador, en su astucia para abrir la puerta y bajar el vehículo casi volando y luego caer estable como un eucalipto. Su sonrisa era fluida y su voz amable

hacía que un “sube, sube” o un “pie derecho” suenen a coqueteo y pica-pica de colores, así el muchacho alegraba el mundo desde su combi, Fabiola se encrespaba imaginándolo desnudo. Arsenie era el único que viajaba sólo observando como se diluye el asfalto con la velocidad. Había comenzado a llover fino. Al llegar cerca del mercado de San Pedro muchas señoras con sus q'eperinas abultadas llenaron la combi. Fabiola sentó en sus rodillas a una niñita para que su mamá estuviera más cómoda y cuando Abelardo quiso ceder su asiento muchas de las señoras lo excusaron medio en quechua medio en español que se siente nomás, que él era altazo y que si se paraba estaría incómodo. Las mujeres eran alegres y ruidosas. La armonía dentro del transporte hubiera sido completa pero había malestar en los extranjeros; Fabiola reconocía el atardecer hecho arco-iris en cada una de las q'eperinas y en donde ella encontraba el resumen perfecto de un círculo cromático, Brittany encontraba sólo olor a hierbas de cocina que no sabía diferenciar. Todo esto ocurría y para Jonathan sólo importaba su corazón geométrico, lleno de aristas. Poco a poco comenzaron a alejarse del centro de la ciudad y suave llegaron a subir por los cerros llenos de hogares de techo naranja. La carretera parecía de metal pulido pero sus curvas eran suaves

como formas de mujer dispuesta. Jonathan comenzó a preocuparse al no reconocer la vía, se adelantó un poco para hablar con Abelardo casi al oído: —Oye, Abelardo ¿estamos en la carretera? —Sí, bueno, supongo ¿no? —Abelardo también dudaba—, no me acuerdo bien de estos lugares pero no creo que haya otra carretera tan grande por aquí, puta, la verdad no sé, huevón, no sé. No hemos pasado todavía por el Action Valey ¿no? —No, no. Después de un momento la combi volteó a la derecha, hacia una pendiente sin asfaltar. —Baja, choche, baja acá nomás —dijo Abelardo, todos descendieron. Fabiola intentó tocar al cobrador quien le sonrió y le hizo adiós con la mano al alejarse. Al lado izquierdo había un paradero, una anciana esperaba; más allá en un gran restaurante se celebraba alguna fiesta, lo demás era carretera y colinas. —Ya pes, acá esperaremos un Pachakuteq. Carajo, pensé que el Horizonte nos llevaría más allá. Ninguno habló. Arsenie y Brittany fueron a sentarse en la banca del paradero, leyeron en los paneles “Todos somos VIP” en español, inglés y quechua, una bebé del campo sonreía en la foto. La

anciana que estaba esperando ahí sintió que los extranjeros hedían a cadáver, el temor la estremeció y santiguándose comenzó a caminar lento hasta perderse carretera arriba. —¡Ah! ¡Ya sé, ya sé! Claro pues, claro. ¡Qué mongos que somos! Pucha, ayyyy ¿no se dan cuenta? Estamos en el mirador, lean la pared de esa quinta: “Restaurant El mi/ra/dor”. Ahora volteen y miren: el Cusco casi por completo —dijo Fabiola corriendo para sentarse al borde de ese baúl que contenía la ciudad—, vengan pues, vengan, vengan. —¡La puta madre esta vista! Puta, puta, me eyaculo, me eyaculo —Abelardo introdujo la mano en sus jeans—. Ah, ah, ah. ¡Llegué! —y toco luego la cara de Fabiola, ella gritó. —Eres un tarado, oye enfermo atorrante. Permanecieron en silencio, había una garúa finísima. Sin que ellos se dieran cuenta tuvieron la misma percepción del Cusco desde ese ángulo: un hermoso príncipe Inka que yace desnudo, reposando su cuerpo ideal después de la batalla. —Fabiola, ¿tienes conciencia de una cosa? —dijo Abelardo. —Qué. —Esta debe ser la ciudad más linda del mundo. Después de un rato la nueva combi los recogía. Poroy resultó una mezcla casi incomprensible

para Brittany, aún mucho más extraña que el Cusco. El gran y moderno edificio de la Municipalidad les daba la bienvenida inmediata en el paradero. Cruzando la carretera decenas de vivanderas despachaban chicharrón, t'oqto, arroz con huevo, cerveza, chicha y frutillada. Hubo gran alboroto cuando se distinguió llegando desde una calle profunda a los caballos que llevaban hombres con trajes de toreros españoles, una banda tradicional favorecía la agitación. El que parecía principal en el pueblo gritaba desde su caballo: ¡Vamos a la corrida! ¡Vamos a la corrida! Los muchachos decidieron seguir al tumulto. La emoción de Fabiola fue fulminada de golpe por el asunto de la corrida, pensó en cómo actuaría frente a aquella situación. No podría permitir que algo así ocurriese frente a sus ojos, sin embargo, de pronto, el pecho se le abrió y sintió un regocijo único e inexplicable. Abelardo saltaba entre los charcos de agua empujando a Fabiola quien reía. Jonathan se había detenido en la moderna municipalidad. Para Brittany el asunto resultaba increíblemente exótico. —Esto parece la jungle —le dijo al oído a Arsenie, él sonrió sin importancia. La gente era remolinos de emoción, la risa y la satisfacción eran fáciles. —Señor, señor, disculpe —Abelardo detuvo a un hombre de ojotas algo ebrio—. ¿Nos podría

recomendar una buena chichería?, pero la mejor, la mejor. —Ya, papá. Allacito queda, ¿ves esa casa verde? Ahicito es, el señor Raúl te va atender. Rica chicha hace. Bien rica. Anda papá. Vayan, vayan. —Sulpayki, papá. —Vayan, papicha, vayan. El lugar estaba casi vacío. Brittany se extrañó del piso de tierra y descubrió en las mesas cubiertas con plásticos azules unos enormes caporales de vidrio que ella consideró insólitos milkshakes. Tomaron asiento en una larga banca hecha con troncos, pidieron cinco frutilladas y cuando Brittany reconoció una horrible mezcla de leche agria y fresas, convencida de su primera creencia, dejó a un lado su vaso. Antes de beber Fabiola, Abelardo y Jonathan derramaron un poco de frutillada al suelo. Muy en alto, un televisor reproducía con impecable calidad dvd a diversas cantantes de música folklórica. —Me recontra cago de calor —dijo Abelardo y se deshizo de su polera, por un momento su vientre geométrico se le reveló interesante a Fabiola; ella y Arsenie se deshicieron de sus ropas también. El rosa de cada caporal se extinguía espumoso, el dulce en las lenguas era poco terrestre. La frutillada tiene la capacidad de colocar alas en los pies. Abelardo sonriente decidió zapatear con una

enorme señora de sombrero blanco, ella se excusó por un dolor de espalda, insistió luego a Fabiola que tomó a Arsenie y lo levantó también. Jonathan sentía alivio de algodón de caramelo en el pecho. Brittany se aburría cada vez más. Los tres muchachos zapatearon un rato. —Oye, la fruti pone, ah. Me meo, me meo. ¿Arsenie me acompañas al baño? —dijo Abelardo. —Claro. —Seño, seño. ¿El bañito? La esposa del señor que había atendido, los acompañó a través de la cocina-dormitorio hasta el patio trasero, el barro era profundo y tuvieron que saltar entre unas rocas para llegar a una estructura cúbica cubierta de costales donde había una letrina. Unos cerditos corrieron al verlos, patos nadaban en una posa y así gallinas, ovejas y cuyes en sus jaulas. La señora rió al ver la torpeza de Arsenie para entrar al baño. Después de aquella noche no habían vuelto a quedarse solos. Los chorros de sus orines caían en paralelo. El de Abelardo era notoriamente más claro. —Huevón —dijo Abelardo. —Dime. —Me gustas como mierda. Arsenie, ligero por la frutillada, rió. —En serio pe mierda. Me gustas. —¿Qué debo decir?

Abelardo explosivo se abalanzó sobre Arsenie para darle un beso, ambos perdieron el equilibrio y fueron a hundirse en el barro. Los chanchitos que se habían acercado para olfatear comenzaron a correr en todas direcciones salpicándoles más. Se apresuraron a esconder sus sexos duros, comenzaron a reír. —Entonces ¿estamos? —Claro, claro que sí. La señora salió a ayudarlos y también comenzó a reír. Casi al momento llegaron los demás muchachos. El señor se ofreció a invitarles toda la frutillada que ellos quisieran, la señora les pidió sus polos (a Arsenie se le notaban las costillas y estuvo avergonzado por un rato) y los puso a secar; ambos con los dorsos desnudos fueron invitados a calentarse en el fogón de la cocina, al lado de la cama. Ahí todos continuaron bebiendo. —Van a disculpar, papacitos. Recién vamos a hacer el caminito al baño con cemento —dijo la señora—, que sus politos más bien sequen y después les sacamos el barro. Aunque sea alguito se limpiaran, no se vayan a ir todavía más bien. La fiesta recién va a ser en un ratito, más allacito, en el estadio. Va a haber corrida y cabalgata de potros salvajes. Bien bonito es. —No se preocupe, señito. El ambiente era aún más caliente ahí, y se

deseaba naturalmente permanecer. A Brittany le ardía el rostro, no podía concebir que la gente durmiera en la cocina y casi al frente del fogón. La frutillada rebalsaba en los corazones y Abelardo fue preciso al expresarlo. —Les cuento pe. La otra vez estaba yo chupando con mis patas de mi promo, esos conchasusmares, los más bonitos de todas las promos del Cusco, de todas. Ja, ja, ja. Bueno la cuestión que estábamos chupando en la Calesa ¿ya?, en el balcón pues, y veíamos a todo el mundo ahí chupando o qué se yo. La cuestión que a nuestro lado se sienta un grupazo de limeños y limeñas ¿ya?, y bueno, lo de siempre pues. Uno de los patas nos pidió fuego para su cigarro y ya pes, nos juntamos. La cuestión que me llegó una cojuda, medios fichos parecían. La cojuda, después de un rato de conversa, me dice toda escandalizada: ¿No has salido en año nuevo estando acá? No, le digo y ella recontra faramalla dice: Yo moriría por pasar año nuevo aquí, en el ombligo del mundo con la energía y todo eso. La cuestión es que me vino una cólera, como que si me hubieran visto, no sé, como algo raro ¿ya? y le dije, algo así, como que, le dije: Bah, el ombligo del mundo es mi ombligo y mi energía enciende hasta el sol —Abelardo tuvo vergüenza, pensaba que irían a felicitarlo por aquella frase que había sonado tan bonito, ninguno pareció

percatarse—. Bien poético me sonó pues, no sé de dónde me salió ¿ya? Pero bacán ¿no?, bueno igual pe tiré con esa cojudita. Ja, ja, ja. Sin saberlo Fabiola y Arsenie compartieron el mismo sentimiento de no querer compartir la belleza de Abelardo con gente extraña. Estuvieron un rato en silencio. Fabiola bastante contenta arrebató la mochila de Jonathan pues deseaba leer algo. Él no se resistió aunque sabía que llevaba la carpeta con los textos que escribía de vez en cuando, una extraña esperanza en ser reconocido le explicó a su conciencia la intensión de Fabiola, reflexionó; la posibilidad humana de permanencia en el tiempo comenzaba a parecerle válida. Empezaba a confiar en el plan de Fabiola, su suicidio resultaba ahora algo emocionante. Despertó cuando Fabiola leía su carpeta. —¿Y esto, Jona? —Ah, son unas cosas. Fabiola adivinó la naturaleza de esos escritos y le pareció extraño el desinterés de Jonathan por evitar su descubrimiento, siempre lo consideró infranqueable. Fabiola leyó: “En mi corazón que es como un río, hay un horrible y rojo viento frío.” Fabiola tropezó en el primer punto. Relacionó la idea del corazón sangrante, del río, de la ventisca

tétrica, terrible y dolorosa y las encontró emotivas pero se detuvo, algo no estaba bien. Sintió como cuando la carretera que ha resultado uniforme durante un viaje largo se quiebra de pronto y comienzan a molestar los baches. No despegaba los ojos por no incomodar a Jonathan, presintió que cuando variase la mirada le iría a pedir un juicio. Fabiola se sintió culpable pero continuó con su farsa. —Jonathan, quiero ir fuera. ¿Podes ir conmigo? —intervino Brittany. Jonathan la siguió. Fabiola estuvo más tranquila. La gente reía con sinceridad. Jonathan los alcanzó después de haber acompañado a Brittany a tomar una combi que la regresaría a la ciudad, estaba bastante incómoda. Cuando volvieron a encontrarse nadie preguntó por Brittany, nadie se acordaba ya que había estado ahí. La multitud observaba desde una serie de pequeñas colinas que formaban un anfiteatro. —¡Ay, oye! Jonathancito, Jonathancito, ven, ven para que veas mejor. Pucha, estaba recontra asustada, recontra. Cuando dijeron que iba a haber corrida me asusté horrible, dije: ¿qué hago si hay? Pero no pes, nadie mata a nadie. Sólo todo el mundo ríe. Mira, mira esa waylaka. Ajajajaja. ¿Ves,

Jonathancito, ves? —¡El pueblo celebra! —gritó más allá Abelardo mostrando un vaso de cerveza espumosa. Unos señores lo habían invitado a beber con ellos. —Salú, salú, sumaq warmicha —uno de los señores se le acercó a Fabiola y le alcanzó un vaso lleno, ella bebió feliz—. Salú, salú, waqeykuna. Toma, papá, toma —el hombre volvió a llenar el vaso y se lo ofreció a Jonathan, luego le invitó a Arsenie. Todos compartieron bastante felices. Fabiola reía con cada ocurrencia de los domadores de potros salvajes. Jonathan reflexionaba sobre la habilidad de los toreros y la gracia de las waylakas para salvarlos, pensó sobre esa felicidad sincera, en comunión que allí efervecía. Hasta se le encendía el pecho de felicidad. Cuando el espectáculo terminó, los principales del pueblo llenos de serpentinas y con cervezas en las manos comenzaron a hacer ronda y a bailar acompañados de la música fuerte de una banda. La gente de las colinas comenzó a bajar hacia las llanuras del pueblo para llenar las chicherías y los puestos de comer. A veces había que sortear ríos de orines hermosos. Abelardo pidió que lo esperasen, fue a orinar hacia unos árboles con otro joven del pueblo. Arsenie sintió envidia de las nalgas duras y uniformes del otro muchacho.

El arco-iris era un puente enorme entre los cerros verdes de lluvia y el mundo de arriba. Atardecía en medio de nubes rotas. El latigueo de los autos al pasar por la pista mojada era el único rumor que llegaba de la ciudad hasta el sétimo piso. Los truenos tan cercanos. —¡Suave con el trueno! Puta que esa huevada te apuesto que ha sido acacito nomás. ¡Qué maleado! —dijo Abelardo removiendo su cabeza. —¡Qué miedo! ¿no? —dijo Fabiola—, ¡apaguen sus celulares! ¡Apaguen sus celulares! Ahorita nos cae un trueno. —¿Sí, no? Yo escuché que dijeron que si estás caminando por la calle y comienza a llover, mejor apagas tu cel, porque dice que esa huevada atrae a los truenos. ¿Tu edificio tiene pararrayos? —Supongo. De chiquita me dijeron que los bomberos tenían un súper pararrayos para toda la ciudad, pero no sé ¿cuántas personas se han muerto ya por rayos? —Pucha que no sé, ah. Cuatro creo, el año pasado te acuerdas que le cayó un rayo a la cruz de la

iglesia de San Blas y al Palacio de Justicia. Qué maleado. ¿Y por qué es, ah?, que yo recuerde, de chibolos, ¿acaso a la gente le caía truenos? —dijo Abelardo. —Dicen que por las antenas que han puesto, por la masificación del uso de los teléfonos celulares —dijo Jonathan. La ciudad: un tambor enorme y anaranjado; cada gota de lluvia: una baqueta. (Abelardo se acostó en el medio de la cama formando una cruz. Cerró los ojos. Fabiola se recostó también, a su lado izquierdo, en la parte superior de la cama, hacia la cabecera. Jonathan se sintió atraído: tomaba asiento al lado derecho de Abelardo. El símbolo básico de ordenamiento universal) —Fabiola, ¿te puedo hacer una pregunta? —Jonathan decidió terminar un silencio que comenzaba a estrangularlo. —Claro. —¿Por qué quieres fingir tu suicidio? Fabiola enrojeció aunque el crepúsculo era ya lo bastante espeso como para agradecerle, pensó. —Mmmm. Por dos asuntos simples: mira… primero: el asegurarme de gozar de mi inmortalidad, de mi… que te digo… ¿cómo se dice cuando uno queda pero el tiempo pasa? —¿Trascendencia?

—Eso, exactamente eso. Quiero gozar de mi trascendencia, quiero verla, vivir con eso aunque sea yo nomás. Quiero estar segura, o sea de hecho, la gente hace tiempo me ha reconocido como pintora pero algo me falta. No estoy segura. ¿Entiendes? Quiero más. Mira… si yo tuviera la seguridad de que en el cielo voy a ver todo lo que pasa, chévere, me mato de verdad. Pero, aaaay, ¿cómo te explico? —las ideas en la cabeza de Fabiola eran icónicas, gráficas—. O sea, yo sí sé, digamos, que la gente, pucha, me conoce; no sé si seré famosa, y ese es otro punto: yo quiero que lo que pinto llegue hasta el punto más lejano del Perú, o sea, es que me da roche. Seguro tú vas a pensar que soy una chica que no sabe de esas cosas, pero sí sé, Jonathan. Yo quiero hacer algo con mis pinturas, realmente… quie-ro-de-cir-al-go. ¡Ay… y me siento mal! ¿Ves? ¿ves? Tú no me crees, el Abelardo no me cree… ¡Aaaay! —Yo qué, oe. —Ustedes me miran con… no sé… tendrían que ser otras personas para que se diesen cuenta… ustedes no me creen. No me creen —Fabiola sintió ganas de llorar—, y a veces, me acuerdo de mis papás por eso, y a veces me siento triste porque yo me deshice de mis papás para lo de mis pinturas, y luego los tengo a ustedes, y ustedes no me creen, no me creen; por eso yo no les digo a ustedes cosas de

pintores. ¡Aaay! Yo quiero que la gente me crea de verdad, que la gente me reconozca de verdad, o sea, de verdad, de verdad, no como ustedes. Ustedes no son capaces de verme como pintora. Nadie se miraba. Abelardo hubiera reído pero esta vez calló sinceramente. Largo silencio que ahogaba a Jonathan, decidió volver a hablar. —Así que es por una cuestión de reconocimiento. ¿Saben? Yo creo que lo que mueve a los humanos es la necesidad de reconocimiento, es decir: uno existe porque es reconocido. Imagínense que no te reconozcan, estás por la calle y nadie te reconoce, nadie te ve, por lo tanto no existes ¿entienden? —Jonathan simplificó sus reflexiones, solía subestimar a sus amigos—, ¿cómo uno podría tener identidad si no es reconocido?, uno busca en todos lados que alguien lo reconozca como existente, para reafirmarse a sí mismo que existe; lo que pasa contigo, Fabiola. Pero creo entenderte, y te digo esto, de la manera más pura, más clara; tu intensión me parece válida. Si tú no te sientes reconocida, tienes todo el derecho. Quién sabe y quizás esa cuestión te dé una vida más intensa, mucho más intensa de la que creo que tienes. Necesitas reconocimiento y yo creo, que lo que hace que un hombre viva, que quiera seguir vivo es el reconocimiento. Fabiola sonrió al notar un resplandor insólito

en los ojos de Jonathan. —¿Tú crees, chato? —dijo Abelardo—, mira, yo considero otra cosa. Yo creo que la verdadera huevada que mueve al hombre son los placeres chiquititos, o sea, esas huevaditas que te hacen decir: ¡Chuuucha, estoy vivo! Que te hacen pues, ser conciente de que estás vivo y que te dan full ganas de seguir viviendo. Me explico: puta, a mí por ejemplo me encanta, me da como mierda de placer, sentir el viento en la cara cuando voy en carro, y mis cabellos; puta, cada vez que hago eso me da un placer, unas ganas de vivir, que puta: yo pienso, qué bacán es la vida, como se justifica con esas cositas. O no sé, cuando estás en un juego mecánico peligroso, o cuando estás en la disco y ponen tu canción favorita y sientes una huevada alucinante y bailas, bailas, bailas y dices: estoy vivo, mierda. O cagarte de risa con tus amigos, no sé, tantas huevadas. Yo podría justificar mi vida por eso nomás, ah. Podría justificar mi vida cuando estoy por jatear y escucho la lluvia. Son sentimientos chiquitos pero grandazos a la vez, ahí el tiempo se detiene y vives, vives pe chato, vives. Tú por ejemplo Fabiola, hace tiempazo dijiste, me dijiste justo cuando estábamos por chupar que te gusta el trago porque era tu manera de detener el tiempo y de ahí me puse a cranear y cranear y sí pe, a veces, cuando te lo propones, el trago detiene el tiempo

como mierda, estás huasca y miras la hora y estás súper pendiente de la hora pero disfrutas el momento, disfrutas la vida, piensas que ha pasado un ratazo pero vuelves a ver el reloj y no ha pasado casi nada de tiempo ¿ves? Ahí el tiempo se ha detenido y has vivido de verdad, no importa si usas trago, tu marimba, tu coca, tu pasta, tu perfume, el agua caliente de tu tina, cualquier huevada, la cuestión es saber detener el tiempo. Bueno, bueno, me estoy volando, como decía: por eso, cuando la Fabiola se pone toda triste por la gente pobre yo digo: todas las personas alcanzan un mismo tope de sufrimiento, es decir, mira: yo considero que una señora pituca que puta, malogró su vestido nuevo horas antes de una fiesta importante va a sentir el mismo nivel de sufrimiento y angustia que alguien pobre que tiene algún tipo de huevada, digamos, más complicada. O sea, se puede de algún modo, justificar la vida por esos pequeños placeres pichuleros que están al alcance de todo el mundo, ¿manyan? Me refiero para no huevearme en el tema, esa tía pituca no puede sentir más fuerte el dolor por que no conoce otro tipo de dolor, su tope de sufrimiento está ahí, porque no conoce más, ¿manyan? O sea, no es que la tía sufra por algo así pues, calabazón. La tía sufre y ya. Todos los seres ricos, pobres, bonitos, feos, sufrimos con igual intensidad. Tal vez unos a cada rato, pero bueno.

Eso creo. —Sí, genial, Abelardo —dijo Fabiola—. Me parece re interesante lo que dices, pero ¿sabes cuál es la diferencia? —Habla. —O sea, me da cólera, no sé. Es extraño, claro, para nosotros es recontra fácil hablar de estas cosas, de hablar de sufrimiento, de reconocimiento. Sólo un ratito ponte a mirar, sal al centro y ponte a ver. ¿Qué miércoles se te queda en la cabeza? La Catedral, el Qorikancha, no sé, la avenida el Sol, ¿no cierto? Un montón de sitios regios, de sitios carísimos pero, sólo detente un ratito en toda la gente que está en las esquinas, sentaditos, escuchando un idioma que no entienden, y que tampoco tendrían por qué entender, viendo cosas rarísimas, existiendo pero no existiendo. O sea, ay, como decía el Jonathan, imagínate que estés en la calle, muriéndote de frío o de hambre y nadie, ni michi, se pasan: no te ven. Les hablas, Abelardo, imagínate estar hablándole a cada persona que pasa pero nadie te mira, ni te miran. ¿Has visto alguna vez a un gringo dar limosna? —No. —Yo tampoco. Pucha. Ay, ¿ves? Ya me puse triste. O sea, ¿de qué miércoles hablamos nosotros si siempre la hemos tenido fácil? O sea, ya bacán, lo de mis viejos o no sé, pero ¿de qué podemos hablar

si dormimos en camas, si comemos bien todos los días? ¿Has sentido hambre, de verdad? A ver, imagina un poco, ¿cómo te sentirías si vas al médico y no te atienden? Imagina que no te quieren atender, que te botan porque no te entienden. ¿De qué miércoles podemos hablar? A lo que iba, o sea, mira, considero, como decía Jonathan que una cosa bien fregada es no sentirse humano, que la demás gente te haga sentir inexistente —por eso pinto, para mostrar lo que el común no ve o para mostrarme a mí que no me ven, por eso pinto, pinto, pinto. Yo pinto—. Bueno, bueno, la cuestión es que ningún ser humano debería sentir ni frío ni hambre miércoles, entonces te equivocas. Cuando el sufrimiento es espiritual y físico, cuando el dolor… ¿cómo era?... trasciende a lo físico. Cuando la persona siente un dolor terrible, un sufrimiento, digamos, en el alma e igualito y al mismo tiempo, en la barriga. O digamos, cuando te mueres de hambre, tus hijos se mueren de hambre y no sabes cómo darles de comer. Sufres como michi y te mueres de hambre y comparando eso con la tía pituca, esas ideas tuyas no funcionan. —Chucha, me haces pensar. —Completamente de acuerdo contigo. Sintieron que su existencia era justificada. Tenían placer de observar desde la cama la Cruz del sur en el firmamento. El Todo estaba feliz.

0 Abelardo sonríe. La extranjera que tiene entre sus piernas sonríe y es boba. Él toma las llaves de su casa y comienza a reventarle los ojos (p'ash, p'ash) pero la gringa aún es boba, su sangre es chicle que luego Abelardo masca y ríe y la gringa desaparece y entonces comienza a cagar Fabiola como un tubo de dentífrico, es hermosa con los ojos húmedos de pujar. Ella distingue a Abelardo y no le da vergüenza. —Mira, Fabiola —le dice—, estoy mascando ojo de gringa. —Atatáw, oye, yiack. Yiack y mil yiacks alrededor del mundo. —Te parece si salimos a caminar. —Espera, hay una araña con sus colmillos

grandotes que quiere picarte. —Yo no muero. —Salgamos haciendo reverencias a la araña. Linda, lindita. Caminan y el sol comienza a babear flema de granadilla. Abelardo salta un poco para alcanzar y de su mano le invita un poco a Fabiola. —Umm, es yami. —Umm, es yami, yami. Unos perros conversan sobre política en la calle. Después, al verlos pasar, murmuran sobre Fabiola, “huele bien” escucha Abelardo que dicen. —Fabiola, te has dado cuenta que ya no hay ch'akus. Es decir, ch'akus de nieve, esos blancos todos pe, despeinados con la nariz roja. —Sí hay, mira. Un gigantesco ch'aku camina cuidadoso entre los cerros. —Ish-ishcha —le dice Abelardo. El enorme perro voltea pero sus orejas lanudas abanican tan fuerte que ambos son arrastrados por un viento caluroso hasta el mirador de San Blas. Hay carnaval. Todos festejan con trajes típicos. Abelardo ahora está vestido con una chaqueta azul con grandes mangas blancas, muy abiertas. Fabiola distingue sus robustas piernas, sus nalgas fijas dentro de un pantalón negro por debajo de la rodilla. Todos (grandes señoras de sombrero

blanco, metaleros con cadenas, travestis gordos y borrachos, muchachos pitucos de la Salle, campesinos chaqchando Coca) dan vueltas alrededor de un árbol, cantan: “Eres como la tuna, no estás madura y ya te entra gusano”. Las serpentinas los envuelven y la pica-pica baila en pareja. —Te has dado cuenta de que en la serpentina está escrita la suerte. —Sí, literal y hay piñata. Una señora sirve chicha de un gran balde. Está alegre pero cae y San Blas se inunda de chicha. Abelardo toma de la mano a Fabiola, y surfean en su sombrero plano y multicolor. Llegan al Cristo Blanco y distingue que el Cusco entero está borracho. Cusco se levanta desnudo. —El Cusco es cuero, es príncipe, es un guerrero calato. Uyuyuyuyuy, qué cuero que es Cusco —dice Fabiola. Cusco se rasca la oreja y desde las alturas cae Jonathan. —Hola. Intentaba entrar a su cabeza. Lo intenté por todos los huecos posibles. Pero me descubrió. Está borracho. Abelardo y Fabiola abrazan con orgullo a su amigo. Cusco encuentra que el gigantesco ch'aku se ha dormido y lo despierta con un suave:

—Ish-ishcha. Pukllarisunchu? —Arí —responde el gran perro y ambos salen volando. Tienen alas de oro y el escudo de Echenique en el pecho. —Oigan… ha dicho pukllarisun, no pukllarisaqku —advierte Jonathan. Los tres vuelan. Hay quenas, zampoñas, pututus, tinyas y mucha chicha en el cielo. —Cielo dicen los sonsos —me dice Abelardo. —Lo siento —digo—. ¿Qué bien se la pasa uno en Cusco, no? Fabiola me está mirando y me muestra sus pechos, grandes panes chancay con botones de azúcar encima. Abelardo la empuja bruscamente y se ríe, comienza a modelar como en pasarela, llega cerca, me hace una mueca y se va de espaldas. Veo sus nalgas de bronce (está desnudo, ahora entiendo a Fabiola y sobretodo a Arsenie). Jonathan me sonríe, cómplice. Y repite: —Cómplice. Jonathan encamina a sus amigos, todos desnudos, todos con alas de oro, con el escudo de Echenique en sus pechos. Me hacen adiós con la mano y se van. Escucho que Cusco ríe, el perro ríe, Fabiola ríe, Abelardo ríe, Jonathan ríe. Me he quedado solo por un rato. Mi pecho de felpa se sacude. Estoy desnudo.

Me llaman riendo. La música es buena. Hay tinyas para batir eternamente, hay quenas para soplar. Hay espacio para mí. Arriba es día de fiesta. Todos beben chicha. Cusco es el muchacho más hermoso, más sexy que la humanidad alcanzará a conocer. Quiero hablar con Abelardo y contarle, pero Fabiola es hermosa, me acerco a ella y huelo su sexo: cerezas, cherrys en almíbar. —Fabiola, ¡qué bien se la pasa uno en Cusco! Ella me sonríe cálida, como mermelada recién hecha. —Sí, Jorge. Uno se la pasa… de la refunrinfunflay.

6 —¿Unas chichitas? Saqsaywaman se antojaba inalcanzable pero nada es suficiente para detener los corazones cusqueños. —Ay Abelardo… ¡Dios mío! ¿Podrías un solo momento de tu vida dejar de pensar en trago? —¿Oye qué! ¿Trago? La chicha no es trago, la chicha es el elixir de los Inkas, ¿sí o no, chato? Los observo inmóviles, a no ser del balanceo uniforme de mis piernas. Me duele la cabeza. la-cabe-za. Fabiola salta de roca en roca; y Abelardo no deja de sonreír. “El elixir de los Inkas”, qué feo suena. Recuerdo a Brittany. —Hubiéramos traído a Brittany para que conozca. —¡Puta, verdad! —dijo Abelardo, con la raíz de

sus cabellos más oscura por el sudor— ¡Wiu! ¡Wiu! Ya extraña a su noviecita… —No es mi novia. —¿Oye qué! ¿Cuál que no es tu novia? ¿En serio? —¿En serio, Jonathan? —En serio. Es que tenemos una relación, como de enamorados pero es abierta; es decir, nunca hemos formalizado, ¿entienden? —Pero la gringuita está que se muere por ti, chato. Yo que tú, me mando pues de una vez. ¿Cuánto tiempo ya “están”? —Ya va a ser un mes. —¿Ves, chato? La gringuita está esperando que tú le digas, ¿sí o no Fabiola? —Oye Abelardo, eso es machismo. Si ella quisiera ¿por qué no se manda ella? Creo que el Jonathan, cómo que no está muy interesado, ¿No, Jonathan? —No. No es eso Fabiola. Fa/bio/la. Fabiola. Fabiolita. —Fabiola, ¿te has dado cuenta de que la Brittany se te parece un huevo físicamente? —dijo Abelardo. Fabiola ˜ Brittany. —¿Ah, sí? No sé —dijo Fabiola sintiéndose triste, ella no quería parecer extranjera. Todo combina con precisión en el Cusco.

—Por fin, ya estamos llegando —dijo Jonathan. —¡Ya! ¡ya casi! —Abelardo gritaba—. ¡Último que llega… tiene mentalidad machista! Ja, ja, ja. Corrieron. Explanada. Rodadero. Rodadero. Rodadero una vez más (¡Bajen! ¡Bajen! ¡Mi tobillo! ¡Abelardo! ¡Jonathan! ¡Mi tobillooooooooo!). Carreritas. Chinkana (¿Jonathan? No veo. ¡No veo nada!/ Abelardo, deja de gritar). Chinkana. d e s c a n s o. Chinkana. (¿Están seguros que era por acá? A mí me dijeron que sólo se voltea a la derecha… pucha madre, ya nos perdimos… ¡noooooo!). Paseo en Caballo. Túctututuc tututúc tututúc. (¡Wiiiiiiiiija! Soy todo un Cowboy. Mira, mira ¡Cómo en el país de la Brittany!/Abelardo, cuidado… te vas a sacar el ancho. Ya no me duele la cabeza.). Caminata rumbo a Q'enko. El cielo azul es una sonrisa circular. —¡Bolsa roja! ¡bolsa roja!, unas chichitas pues ¡unas chichitas! —dijo Abelardo. —Sí, sí. ¿Tú que dices, Jonathan? —Está bien, me parece bien. —¡Chévere! Unas chichitas. Además, fácil y comemos después. Venden choclo con queso. ¡Buena voz! En la chichería cada paso, polvareda. Los cuyes

escaparon graciosos (ojitos rojos, nariz curiosa) para ocultarse debajo de las mesas grandes. Las gallinas en cambio, permanecieron quietas como envalentonadas. —¡Señito, buenos días! —Buenos días, papá. ¿Chichita les sirvo? —Tres chichas de cincuenta céntimos, por favor. Los vasos emergieron descomunales. Fabiola recordó el edificio de vidrio de la Compañía de Televisión Cusqueña. —Bueno muchachos. Salú, salú. Abelardo derramó un poco de chicha. —Salú, salú. Primera chichita, segunda chichita. Dos mujeres campesinas ingresaron, todos se detuvieron para saludar. Después de un momento una de las mujeres lloró agudamente. Fabiola creyó entender algo de su sufrimiento en quechua. Le sonrió con las mejores intenciones del mundo, hubiera deseado solucionar los problemas económicos de la gente con su sonrisa. Tercera chichita. Risa. Risa. Risa y sueño. Sueño. —Me muero de sueño, estoy… como dopada. —Estás como dopada pero sigues siendo linda y tú también Jonathan, estoy orgulloso de tener dos amigos tan buena voz.

—Calla, barato —dijo Fabiola. Silencio. Después de un momento, Abelardo se agitó un poco. —Puta mare. —¿Qué? —preguntó Fabiola. —No, nada. —Habla, Abelardo, habla. —Nada. —¡Ay, oye! ¿No sabes que eso es mala educación? —La puta madre, no entiendes que no es nada, nada importante —Abelardo descompuso la carita de Fabiola. Se sintió culpable —. Es que, no sé, hace meses que quiero mi perfume y no llega y no llega. Y bueno, me tuve que comprar un Energize de Hugo. No puedo creer como en un mundo tan globalizado no encuentre un Le Male de Jean Paul Gaultier. A veces creo que el Cusco es una aldea. —¡Ay, Abelardo! Jonathan pensó. Bueno, casi. Siento ganas de reír. La chicha lo pone a uno bastante bien. Continuaron en silencio algún tiempo más. —Ese gato negro nos está mirando hace ratazo ¿no? —Sí pues, se está haciendo tarde. Me tienen que acompañar al INC para ver cómo es la cuestión de mis cuadros… ¿vámonos? —Una chichita más, sólo una más.

—Ya no. — Nos vamos. Saqsaywaman resplandecía. El batir místico de las piedras gigantes se involucraba con aquel rumor del Cusco metropolitano cada vez más violento. A esa hora el Todo nostálgico se volvió de bronce. El sol quemaba y sin embargo una lluvia de gotas gruesas tamborileaba en el piso de roca brillante y resbaladiza. Nadie tuvo miedo de mojarse. Los muchachos caminaron silenciosos, regresando a la ciudad. Arco-iris. —Señores, su boleto —fueron interrumpidos por un hombre de capucha plástica. —¿Boleto? ¿De cuando acá piden boleto a la salida de Saqsaywamán? —Fabiola estaba furiosa. —Señorita, tengo que verificar si han entrado con su boleto. —Oiga, disculpe; los cusqueños no necesitamos boleto para entrar a Saqsaywaman —dijo Abelardo. —No parecen cusqueños. ¿Documentos? —¿No parecemos? —Y eso que tiene que ver. Nosotros somos cusqueños y punto. —Señores, documentos por favor. No quieran complicar las cosas. Además parecen bebidos. Aceptaron gruñendo. El hombre revisó el documento de Abelardo.

Rió. —¿Abelardo Quiñones Quispe? Ja ja ja. Vaya nombrecito. Abelardo encendió sus ojos ideales. —¿Qué tiene, ah? —Abelardo Quiñones, cómo el héroe ¿Fue un héroe no? O ¿un escritor? Bueno, bueno —volvió a revisar el documento—. ¿Quispe? Usted no parece Quispe, ¿su familia de dónde es? Este hombre es un completo ignorante. Nadie podía creer que esa clase de estupidez fuera real. —¿Cómo debe ser un Quispe entonces? Les devolvió sus documentos. La lluvia gruesa como maíz continuaba colorida. —¿Y usted cómo se llama? —preguntó Fabiola. —Preston Malpartida Meyer a sus órdenes. Los tres casi murieron de risa. —Vaya pues, lo que hace la genética. El hombre sin entender ni despedirse los dejó. Caminaron un poco más hasta que se sintieron libres. Silencio. Las gra das son tan pas

man tes. —Cusco, Cusco es tu nombre sagrado —Abelardo vio que una pareja de extranjeros los observaban, fue por eso que comenzó a cantar—, como el Sol de tu Inkario inmortal… —Todo el mundo te lleva en el pecho —continuó Fabiola—, como canto y bandera triunfal. —Invencible el bastión de tu raza, te saludan los pueblos de pie... —Y la magia que se honra en tu estirpe, te coloca en la frente un laurel. —Cusco eterno tus áureas reliquias, trabajaron orfebres del sol —los tres cantaban. Abelardo tomó los brazos de sus amigos y comenzó a correr—. Tus hazañas tallaron los siglos y tu imagen la gloria esculpió —la velocidad deshacía el camino pero despertaba una extraña precisión en los movimientos—. Que se pongan de pie las naciones, que disparen sus cantos de estrellas y que el mundo te rinda homenaje, inclinado en tu honor su pendón. Abelardo paró en seco. —¡Tarán tantán! Todos reían mientras intentaban recuperar el aire. —Ya, oigan avancen. Caminaron por la carretera hasta llegar a la plazoleta de San Cristóbal desde donde se veía toda

la ciudad, el sol se mostraba máximo ahora. La ligera sensación de ebriedad comenzó a desaparecer. —Clima de mierda, llueve, solea, llueve, solea, llueve, solea. El clima del Cusco es tan cambiante como tú, Fabiola. Ja. Ja. Ja. —Calla. El celular de Jonathan: Ancestors de Björk. Alguien llamaba de un teléfono público. —¿Aló?... Aló, ¿sí?... Ah, Brittany, hola ¿qué tal?... En una iglesia en el cerro ¿tú?... Es cerca, ¿no quieres venir?... Mira, tomas un taxi en la misma Plaza de Armas y le dices que te lleve a la plazoleta de San Cristóbal… sí, sí: San Cristóbal; más bien ten cuidado, primero preguntas al taxista cuánto es… sí, sí. No te pueden cobrar más de dos soles, ¿ya?... ya pues te esperamos. —¿La Brittany? —Sí. Está en la plaza dice. —Ah, llega al toque. La esperamos y le hacemos conocer pues a San Cristóbal, mi patrón —dijo Abelardo. —¿Tu patrón? ¿Ah, sí? ¿Y por qué? —Por las piernas. —¿Por las piernas? —Claro, ¿no has visto que tengo las piernas igualitas a las de San Cristóbal? Abelardo llevaba un pantalón corto. Sus

pantorrillas eran bastante gruesas. Por el esfuerzo que hacía un par de venas se sobresaltaron. Abelardo/San Cristóbal. —Ya, ya, oye… San Cristóbal —Fabiola rió con discreción— ¿se dan cuenta? El Cusco está creciendo un montón. Miren la cantidad de edificios de cinco, seis pisos que hay hacia abajo, igual, ¿no pueden hacer de más no? —No sé. Bueno, en el centro histórico ni cagando, pero más allá no estoy seguro. O sea, yo siempre supe que sólo se podían hacer hasta ocho pisos, no más de ocho pisos en toda la ciudad. Tu edificio pues es el más alto de la ciudad. ¡La cagada! Vives en el edificio más alto del Cusco. Nunca me había puesto a pensar en eso —dijo Abelardo. —Sí, pues. —¿Oye, oye y desde ahí podías ver el Festival de la Chela? —Más o menos nomás. O sea sólo veía a la gente. Cuando saltaba y todo eso. El escenario no porque estaba, o sea, el escenario daba para las personas y yo veía lo de atrás ¿entiendes? Pero generalmente yo iba gratis porque los de la cervecería repartían entradas a todos los que estaban al ladito del jardín —respondió Fabiola. —Pucha, qué pena que ya no haya festi, ¿no? ¿Ven? ¿ven? Lo mismo que pasó con la Plaza de Armas, lo mismo que pasó con la inauguración del

ADECORE. Carajo. ¡El Festi! ¿Cómo pues nos quitan el Festi? O sea el Festi no era cualquier huevada. El Festi era el Festi, era el más importante, el más grande de todo el país. Ni en Lima había así. Las cagaron. Las recontracagaron. Silencio. Sus pupilas en trayectorias disímiles. Los suspiros de Fabiola eran inevitables. —La Brittany —dijo Fabiola. Todos desearon su no-llegada, fue incómodo verse arrancados de sus reflexiones en ese momento. Abelardo levantó sus brazos para volverse más visible a la distancia. —Esa Brittany —dijo Abelardo recordando la noche que la conocieron, rió. —Hi, Britt. How are you? —Hola, Brittany —Jonathan le dio un beso en la mejilla. —Oh, Hola, ¿qué tal? Y, ¿qué hacen por aquí tan lejos? —¿Lejos? No, nada que ver. Es que te llamábamos para que conozcas pues a San Cristóbal, mi patrón. En esta iglesia. ¿Quieres ir? —Oh, claro. ¿Tu patrón? ¿Qué es patrón? —Patrón es un santo, como que digamos, para ti. A saint that cares about you, just about you, well, more than less, ¿entiendes? —dijo Fabiola. —Oh, sí. Entiendo, entiendo.

Mientras andaban, Brittany pensó en la manera correcta de explicarle a Fabiola que quería practicar su español en todo momento, que no quería escuchar su inglés. Comenzaba a aburrirse de toda la situación. El templo de San Cristóbal era brumoso. Tenía la riqueza de cualquier templo pero debido a la oscuridad parecía el más humilde. Las imágenes estáticas parecían querer saltársele a uno en cualquier momento. Pasaron lentos por en medio de las dos líneas de bancas. Fabiola, Abelardo y Jonathan le hicieron una pequeña reverencia al altar mayor, luego giraron a la izquierda. El espacio de San Cristóbal estaba cerrado. Se acercaron para poder verlo mejor. —¿Ves, Brittany? ¿Ves? Ese santo grandotote del fondo es San Cristóbal —dijo Abelardo casi susurrando. Brittany no entendió porqué lo hacía, a cada momento las personas en el Cusco le parecían irracionales—, es el santo más grande de todo el Corpus Christi. —Oh. Lo observaron un poco más. Abelardo hubiera querido arrodillarse en frente de su santo preferido pero aquellos barrotes de madera tallada se lo impedían. Bajó la cabeza y oró. Fabiola y Jonathan hicieron lo mismo. Esperaron a estar afuera para comentar entusiasmados.

—¡Ay, qué lindo! ¡Me encanta!... pero, ¿qué hora es? ¿Qué hora es? —preguntó Fabiola. —Van a ser las once. ¿Por? —Es que tengo que ir al INC para que me digan cómo le fue a mi expo en Bogotá, ¿me acompañan? Es al toque, es al toque. ¿Ya? —Ya pues, pero vamos al toque. Tengo que hacer unas cosas a las once y media. Yo tengo que ir a mi facultad un rato, pensó Jonathan. —¡Ay! ¡Ya! ¡Ya! Comenzaron a caminar. —Mira, mira Brittany. Por esta calle llegas al toque a la Plaza de Armas. Se llama: Sikitakana, o sea “lo que golpea el poto” o algo así en quechua. ¿Entiendes? —Oh, sí. Claro, claro. —Ja, ja, ja. Es que se llama así porque, cómo te darás cuenta, todas son gradas y gradas; y son pues medias empinadas, paradas —Abelardo explicó con las manos—, en español se llama Resbalosa. —Oh, sí. Pero, yo quiero saber lo de Santo Cristóbal. Mientras bajaban la cuesta Fabiola y Abelardo le explicaron a Brittany en qué consistía el Corpus Christi. De sus bocas salían fibras de colores, espuma y palabras largas. Brittany, algo confundida, no quiso preguntar más.

Llegaron a la calle Suecia. Faltaba muy poco para la Plaza de Armas. Caminaron. —Bueno muchachos. Sorry pero yo me tengo que ir a encontrar con mi amor —dijo Abelardo. —¿Tu amor? —preguntó Fabiola. —Sí pues. Mi amor. —¿Cómo tu amor? —Con la persona con la que estoy, pues. —¿Estás con… alguien, sonsonazo? Pucha eres una… ¿Y por qué no avisas? —¡Tranquila, Fabiola! Pero ¿por qué te pones así?, ja, ja, ja. Wíu, wíu. ¡Estás celosa! ¡Estás celosa! —¡Celosa? Nada que ver. Ubícate, ¿ya? Lo decía porque, pucha porque somos tus amigos, tus mejores amigos y no nos cuentas nada pues, por eso. —Puta madre, Fabiola me estás haciendo sentir mal —Abelardo se sorprendió de sus palabras—, no, no. Ja, ja, ja. Mentira, mentira. Es que, ja, ja, ja; es un secreto pues, Fabiolisha. Ni tú, ni el chato, ni nadie sabe de esto. Sorry pero esas cosas no se dicen. —¿Sabes qué, Abelardo? Vete al demonio. —Bueno, me voy pero con la persona con quién estoy. Lerolero. Abelardo comenzó a correr y antes de cruzar la pista dio un salto. Fabiola: deshecha nuevamente.

Nadie habló durante el trayecto. Jonathan y Brittany seguían a Fabiola. Se dirigían por el pasaje peatonal del convento de La Merced. Jonathan le comentó algo a Brittany sobre su colegio que Fabiola no pudo escuchar. Luego doblaron por la calle San Bernardo. Llegaron al INC. —Fabiola, disculpa pero tengo que irme. A las doce tengo una charla en la U. Van a tomar asistencia y puntualidad. Discúlpame, por favor. Fabiola llena de furia. Sintió que los ojos se le inundaban. He desfigurado su carita. —No te preocupes, yo me quedo. Anda nomás. —Perdón, Fabiola. Me olvidé. —Todo bien, Jonathan, todo bien. Jonathan y Brittany se despidieron y Fabiola, al darse la vuelta, divulgó dos lágrimas pensando que nadie la apoyaría con lo de las pinturas. Imaginó la naranja de Schiele sin luz. Esperó un momento a la encargada de la Oficina de Desarrollo Cultural. La invitó a sentarse. La saludó con cortesía y, cariñosamente, le explicó que las mayores posibilidades se inclinaban a su favor. Le contó también sobre los otros dos muchachos favoritos, un brasileño y un argentino pero reiteró su confianza en ella. Antes de despedirse, le recordó su inmortalidad.

7 Jonathan lo había conseguido. El asunto del suicidio, esta vez, iría en serio. Todo ocurrió con estrépito y velocidad. Aquella tarde, Jonathan visitó a Fabiola unas horas después. Fabiola había llorado confundida sin saber la razón. —¡Fabiola! —Jonathan destellaba—. ¡Alégrate! tu suicidio es un hecho. Brittany observaba a unos pasos, ella también sonreía. —¿Qué? —Escúchame. En la conferencia que nos dieron, hablaron un ratito sobre literatura Arequipeña ¿ya?, la cuestión es que dice que Ricardo Palma se copió una de las tradiciones de

una historia arequipeña que sale en Peregrinaciones de una Paria de Flora Tristán, bueno, bueno: la historia es de una chica que la metieron al convento pero ella no quería. Entonces ideó un plan para escapar —las palabras de Jonathan eran irregulares, muy extraño en él—, se enamoró de un médico que también la amaba y que se robaron el cadáver de una mujer que nadie reclamó a tiempo, la metieron al convento, le pusieron la ropa de la chica y le prendieron fuego. Todo se comenzó a quemar y aprovechando el desorden se escapó. Todo el mundo pensó que se había muerto pero se habían fugado ¡No es exacto? Podríamos hacer lo mismo contigo, pero con un accidente, no sé. Fabiola convencida, pensó en su inmortalidad. Jonathan llegaba en el momento justo, su suicidio podría coincidir con la clasificación de sus pinturas a Europa. El impacto de la noticia sería doble. Sus venas crujieron de alegría. —¡Ay! ¡Jonathancitooooo! Te reamo, te reamo —lo abrazó y comenzó a besarlo—, ¡Te recontra amo! Eres mi héroe, en serio. Decide, decide de una vez.... cuando me suicide, quieres quedarte con mi casa o con la imprenta, o con el Mistic Slut. —No, Fabiola. Gracias, pero yo no quiero nada. Mi única intensión es ayudarte. —No. No, no, no. No, no, no. Déjame escoger a mí. Te quedas con mi casa, porque yo sé que a ti te

encanta cómo se ve el cielo desde aquí y con la imprenta; porque yo sé que algún día escribirás un libro y podrás hacer lo que quieras con ella. Jonathan rió. Aquello sería interesante. —Ya, ya. Mira, tenemos que reunirnos de una vez hoy día. Ahorita si quieres. ¿Ya has comido?, ¿ya han comido? —No, no Fabiolita. Todavía no. Sabes qué… —No importa. Que la Brittany nos ayude también pues. Que nos ayude ella también. —Genial, Fabiolita, mira: ya le llamé al Abelardo y nos vemos acá a las cinco. —¿No puedes ahorita? —No, no. He venido de frente. Tengo que hacer unas cosas, ¿ya? —el ánimo de Fabiola estuvo a punto de decaer—. Pero Fabiola, no te pongas así, es sólo de acá una hora y cuarenta a lo mucho. —Sí. Sí. ¡Es cierto! Ya pues a las cinco. A las cinco en punto vienen ah, la hora es la hora. Le vas contando a la Brittany pues, ¿ya? Brittany he's gonna tell you something… excited, so excited. I hope you can help me. You will know it! Don't worry… bueno, bueno los voy a estar esperando. —Suerte, chau. —Chau. Fabiola cerró la puerta y giró sobre un pie. Saltó al sillón enredándose con sus cabellos, los encontró larguísimos, casi le llegaban a la cintura. Decidió

mantenerse ahí durante la hora y media, mirando cómo el ojo de la tarde se cerraba. Arsenie había salido sin avisar. Fabiola deseaba que le prepare algún lonche. —Arsenie de miércoles, justo cuando lo necesito no está. Prefirió calmarse. Cerró los ojos y durmió con brevedad. Este huevón es de la puta madre. Los dos calatos en mi cama, el huevón se hace el jato pero conozco cómo respira cuando jatea. Es bien bonito este huevón. ¿Templado? No. No. Nica, ¡no! Ja, ja, ja. O sea, bacán. Yo estoy recontra orgulloso del Jonathan que es recontra inteligente, que sabe como mierda, que es súper bueno en la u, de hechazo. Y de la Fabiola de mierda obvio también que estoy re orgulloso, pero me da un noséqué cuando hace sus huevadas. O sea, bacán lo de sus cuadros, ella a veces se queja de que no le damos bola pero así es pe. No soy pintor, Jonathan no es pintor. Bacán sus pinturas pero, ¿qué mierda más quiere que le digamos? Y cuando es buena, o sea, yo siento que ella es recontra buena, siente de verdad, ha visto cosas más duras y fuertes con gente pobre y por eso reacciona tan bien y actúa. Y a mí me da cólera no ser tan interesado, no ser tan sensible.

Quisiera a veces ser más sensible. Deja de pensar huevadas y mejor, Arsenie: su cabello negro, sus ojos recontra turquesa, sus brazos, su estómago planísimo (oe, ¿qué? Este huevón no tiene un gramo de panza; ja, ja, ja. Seguro la Fabiola no le da bien de comer), casi sin vellos, su pinga tan rara, sus piernas. Sus pies, sus uñas largas. Puta madre, eso es lo que me llega. ¿Por qué no se corta las uñas? Rumanito, rumanito. —Arsenie, ¿Rumanía es un país muy pobre? Arsenie no respondía. —Oe, Arsenie. Huevón, ya es tarde; van a ser las cinco. Tenemos que ir a tu casa. La farsa de Arsenie era evidente. No estaba dormido. —¿Ya? —Apura huevón, mi viejo también va a llegar; nos encuentra y me corta la pinga que tanto te gusta. Ja, ja, ja. Arsenie se sonrojó, no quería ser observado. Se vistió con timidez. Jonathan y Fabiola les habían explicado minuciosamente el plan y el objetivo del suicidio falso a Brittany y Arsenie. Brittany se sintió embarcada en la más extraña aventura de su vida, Arsenie dudó. El parloteo continuaba. Jonathan, técnico, explicaba el método que había planeado.

Recordó una vez más el caso de la monja arequipeña y le propuso a Fabiola incendiar su carro. Abelardo río con ironía. ¿Incendiar el carro? Estos están cojudos. El carro, el carro, ese carrito podría ser para mí. Fabiola aceptó entusiasmada. Jonathan le tenía un miedo severo al vacío emocional del suicidio, le sugirió a Fabiola escribir o pintar algo potente. —Está bien, está bien. El cuadro lo estoy pintando, me imaginé como Ofelia pero no pues una Ofelia en el río Watanay, de eso no te preocupes, Jonathan. Continuó explicando lleno de aspavientos. Jonathan tenía un amigo en la facultad de Medicina que le había informado cómo conseguir un cadáver reciente. El costo era de, aproximadamente, mil doscientos soles si el cuerpo no era reclamado a tiempo en la morgue, pero si, debido a la edad y sexo de Fabiola, el asunto resultaba difícil se podría asaltar una tumba reciente de los campos santos del cementerio de Huancaro, bajo esa modalidad los costos podrían incrementarse en quinientos soles. —¡Ay! genial, Jonathancito, genial. De la plata no te preocupes, obvio, hay ahorritos, ahorritos por ahí —el recuerdo de sus padres picoteo en la cabeza de Fabiola. Al instante, los olvidó—. Oye… pero… ¿le has contado a tu amigo? —No te preocupes, le dije a mi amigo que

estaba escribiendo sobre una muchacha que finge su muerte y que necesita comprar un cuerpo. —¡Ay, Jonathancito! ¡Eres un genio! Silencio. Jonathan continuó con entusiasmo. Con sus manos parecía dibujar sobre una pizarra. Tomó entonces el nombre de Brittany. Ella sonreía satisfecha. Había pensado que la extranjera podía comprar el cuerpo. Idearon juntos una pequeña historia. Brittany diría, sin facilitar nombres, que ella estudiaba en Cusco por intercambio y que necesitaba el cadáver fresco de una mujer joven. Jonathan explicó que, teniendo precisión, todo lo del accidente podía armarse ese momento. Luego tomó el nombre de Arsenie y le propuso huir con Fabiola a Rumanía. Arsenie sonrió en extremo, pensó en asentir con ímpetu. Observó a Fabiola. Ella compartía su entusiasmo. Rumanía, sonaba tan exótico, tan irreal. —¡Claro! Más tonta soy ¡claro! ¡claro! ¡Arsenie! ¡Nos podemos ir a tu país! ¿Qué dices? —Fabiola lo tomó de las manos, saltando. —No sé, claro. Claro que sí. Regresemos, vamos a Rumanía. Se repitió el nombre de su país con tal intensidad que perdió secretamente la conciencia. România, România, România, pensaba Arsenie. Abelardo se rascó la cabeza. Puta que ni cagando. Ja,

ja, ja. Estos huevones están mal, ya quemaron cerebro. Jonathan preguntó sobre la situación legal de Arsenie en Perú. —¿Mi situación? Arsenie había reconocido la felicidad. Volvería a su país. Era extrañísimo, sintió como si su esencia brotaba de su cuerpo físico para observarse. Su estómago era leve, sus pies temblor. —Sí, me refiero. Tus papeles están en regla. —Sí, sí. Ahorita tengo mi pasaporte peruano y mi D.N.I., no sé cómo será mi situación en Rumanía, yo tengo nacionalidad peruana; pero desde que llegué a Perú no volví a saber nada de trámites sobre Rumanía. Jonathan volvió a tomar el nombre de Brittany y recordó su parecido con Fabiola. Propuso que Fabiola se tiñera los cabellos para que Brittany le diera su identidad. Con aquel cambio resultaría fácil confundirlas. El asunto había sido conversado anticipadamente con Brittany. Ella sólo reía asintiendo a todo. Jonathan exponía haciendo nudos con sus palabras y sus muecas. Brittany estaba de acuerdo con regalarle sus documentos a Fabiola y, unos días después, denunciar su pérdida. Sólo importaba que Fabiola llegue rápido a Rumanía. El entusiasmo actuó en su contra. El plan se desarrollo apurado. La charla se extendía,

cualquiera hubiera creído que esa minuciosidad era estudiada, real. Ya. Mucha huevada ya. —Oig an, ¿ya? Creo que todo está suficientemente conversado, ¿unas chelas? —dijo Abelardo. —¿Sabes qué? Abelardo ya me llegas, pucha madre ¿en tu cabeza no puede haber algo más que trago? —dijo Fabiola. —¡Qué chucha tienes, oye? Relájate ¿ya? Fabiola descubrió un nuevo lenguaje en los gestos de Abelardo. Estaba molesto con ella. Realmente molesto por primera vez. Tuvo miedo. —Ya, ya muchachos, tranquilos. La idea de Abelardo me parece buena. Me duele un poco la cabeza. Sería interesante si tomamos algo para relajarnos. Fabiola observó a Jonathan, algo absurdo ocurría también: se le veía feliz. Permaneció inmóvil algún rato. —Oh, Fabiola, ¿estás bien? —preguntó Brittany. —¿Ah?, sí, sí. Me quedé pensando nomás. Perdón, perdón. Sorry, sorry. Ya pues, tomaremos algo acá —había oscurecido—, Arsenie… ¿puedes prender la luz? Y después nos haces algunos sánguches de lo que haya, ¿sí? Arsenie en solidaridad con Abelardo, ya no se

sentía obligado en atender a Fabiola. —Ya pues, Abelardo, ¿quién va a ir a comprar las cervezas? —dijo Fabiola. —Vamos los dos si quieres. —Ya pues, se quedan chicos. Ahorita regresamos. Ambos salieron del lugar. Abelardo llamó al ascensor pero el botón no encendía. Lo volvió a intentar varias veces. Ascensor de mierda. Lo odio. —Creo que se ha malogrado esta cosa —dijo Fabiola. —Oye, no hicimos chancha, ¿tienes billete? Fabiola no habló más. Sacó cien soles y se los entregó a Abelardo. Bajaron las escaleras, viendo por las ventanas de cada piso como disminuía su propia altura con respecto a la realidad del suelo. Salieron tranquilos, un viento amigable les removía los cabellos. Avanzaron por la avenida Garcilaso hasta los grandes almacenes cercanos a la Plaza Túpac Amaru. Entraron. —Señor buenas, por favor me da dos cajas de Cusqueña —dijo Abelardo y pagó. —Queremos comprarla con botellas más, y caja y todo — Fabiola recibió el vuelto. El hombre llamó a un muchacho indicándole el pedido con voz fuerte. —Nos lo puedes sacar afuerita por fa. Para subirlo a un taxi.

Llegaron rápido. El ascensor aún no funcionaba. Abelardo molesto, tomó la caja y sin quejarse durante el trayecto la subió. —Listo muchachos, acá está la chela. Jonathan había prendido la televisión y observaba un programa en francés. En la cocina, Arsenie y Brittany asistían al calentamiento de una gran pizza instantánea. Comieron mirando la televisión, Jonathan puso una copia pirata de Trainspotting en el reproductor de DVD y sin percibirlo comenzaron a tomar las cervezas también. Nadie tenía ganas de conversar. Luego de dos horas estaban algo ebrios. Las puertas del Caos no lucían llenas. Algunos muchachos tomaban licor en las gradas del correo o en el pasaje Grace. Salud. Salud. Borrachos felices. Yo sabía, yo lo sé. Ahora ya ni el Caos para lleno. Nos estamos yendo al carajo. La música, la musiquita ya la escucho, ya la escucho, tum, tum, tum, tum. En la puerta cada uno pagó su entrada, el cuidante los palpó por seguridad. Fabiola detuvo su atención, al entrar, en la esfera luminosa de cristal que destellaba en rayos ondulantes dentro de otra mayor. Pensó en tocarla para que algún rayo reconozca su energía y se dirija a su dedo pero estaba muy encima de ella. Comenzó a bajar

controlando cada paso. Las escaleras eran transparentes, caminaban sobre un acuario de peces gigantes. Fabiola se preguntó si podían escuchar la música. Sus amigos esperaban en el guardarropa. El Caos. Jajajaja. Abelardo le entregó su chompa y casaca a Jonathan haciendo un ademán cariñoso, Jonathan estaba dispuesto a pagar el guardarropa por su amigo. Era feliz. Abelardo inclinó la cabeza en agradecimiento y se dirigió al baño. La cagada este baño. Los lavatorios también eran transparentes y contenían cientos de cristales de colores. Se mojó un poco la nuca y orinó. A Brittany le satisfacía andar de la mano con Jonathan y se sintió menos extranjera. Tal vez no era la única en la discoteca pero el ambiente turístico de la mayoría de lugares en el Cusco se ausentaba ahí. Abelardo estaba apoyado en el barandal de la caída de agua que duplicaba la Piedra de los Doce Ángulos. Jonathan lo observó y se sintió orgulloso. La bruma alcohólica. Hizo “chik, chik” con la boca imitando un obturador fotográfico. Fabiola, por su parte, estaba feliz a galope. Había pedido la cerveza de cortesía y bailaba con un grupo de chicas, todas muy guapas: sus compañeras del colegio. Para el mundo entero era todavía fácil tropezar con gente conocida ahí, para

ella era inaudito. Volverlas a ver. Sentía como si hubiera viajado lejos para encontrarlas. Las extrañó muchísimo. Se amonestó por haber reducido su vida social. Quería volver a ser parte de ellas. Hubiera detenido la música y desaparecido al resto de la gente para recolectar sus números telefónicos pero todo sería en vano, pronto iba a suicidarse. Resolvió vivir su momento con intensidad. Arsenie descansó en la barra con forma de barco donde pidió su cerveza de cortesía. Se lo había propuesto con urgencia: pensar sólo en rumano. Tenía la necesidad de ser rumano nuevamente. A pesar de los intentos su rumano no le sonaba más a rumano. Creyó haber perdido la capacidad de pronunciar las vocales especiales de su lengua, sintió la r española demasiado vibrante en sus frases. No encontraba consuelo —Soy rumano, soy rumano, soy rumano, pula mea! sunt român! Alrededor de la pista de baile, que también era transparente, se repartían sillones y mesas enmarcadas por los muros que parecían caer en forma de torbellino. Abelardo sostenía su cuerpo en la baranda de protección de la pista de baile. Puro mocoso, puro mojón viene. ¿cuántos años tendrán estos chibolos? Fácil y desde quince años vienen. Me cagan. Me cagan, uno que viene a la disco para sentirse joven y lo cagan. Estoy

envejeciendo tan rápido. Me llega esa huevada, mejor me voy a bailar y a la mierda. Había un grupo de muchachas cerca de él. Prefirió a la menos sobresaliente. —Hola, amiga. ¿Bailamos? —Sí. (Fabiola: El Caos entero se empoza en sus ojos de estrella líquida. Baila bastante bien, el movimiento de su cintura garabatea cosas ilegibles en la cara de los muchachos(as). Con el flagelo violeto de sus manos, algún joven intenta llegar a sus rodillas pero ella no lo distingue, no por maldad >> está feliz. Sus cabellos largos son una protesta multitudinaria. Su vientre es una línea recta. Ella es un fuego artificial (sube y cae como herida) para el cielo inexistente de las personas. Jonathan: Sus uñas son libros por abrir pero esta vez la felicidad se ha convertido en un yo-yo desplegado. Su cerebro es una carta tímida que nunca llega a destino. Abraza a Brittany (y ella recorre eternamente el cepillo fúnebre de su pubis), pero no la quiere. Piensa que por el corazón de la extranjera no corre sangre sino faltas ortográficas. Su tristeza fue una frase de papel en el cielo y su sangre, una pasta dolorosa. Está feliz. Y algún lugar de su cuerpo le dice que esa felicidad sería permanente. Abelardo: Tiene por pies dos estrellas

comestibles y en su sonrisa se resume el azul y la simetría. Sus caderas ecualizan el pop electrónico del mundo y su baile es un leimotiv de masturbaciones frente al espejo. Encanta. Alguien piensa que él cernía el cielo para que llueva, que cambiaba de lugar los astros. Baila elástico y aún así de su ropa crecen fortalezas de piedra.) Aquella noche fue más adolescente que nunca. Todos estaban ya ebrios. A las dos de la mañana Fabiola se acercó al acuario. Dos peces enormes parecían prestarle atención. —Ya me voy, ¿ya? Los quiero mucho, no se olviden. Sorry que me haya demorado tantas semanas en venir, yo talvez no vuelva. Uno de los peces huyó. Luego, Fabiola conversó con la señora del guardarropa, la felicitó por tan buen lugar. Jonathan la alcanzó y pidió las prendas de sus demás amigos. Brittany fue en busca de Arsenie que había permanecido bebiendo toda la noche en la barra con forma de barco. Sentía que era su aliado, su compañero en una tierra absurda. Abelardo los vio desde la pista y se despidió de todo el mundo. Cuando terminaron de arreglarse, salieron. Fabiola caminaba rápido. Abelardo observó sus caderas. Y a esta cojuda, ¿qué le pasa? Esta noche no estoy de humor, Arsenie está a mi lado, lo

quiero a este conchesumare. Fue hasta la esquina de la avenida El Sol con la avenida Garcilaso, cruzó la calle y se detuvo en una licorería. Jonathan y Brittany la siguieron en zig-zag. —Hola, me das dos botellas de Pisco Acholado porfas, la marca que sea, la mejor… no sé, con Sprite, no, no; mejor con Kola Real de limón. Arsenie y Abelardo tomaron un taxi. Nadie se había percatado. Fabiola recibió la bebida y le sonrió a la pareja. Brittany comenzó a reír. Tomaron un taxi también y se dirigieron al departamento de la pintora. No preguntaron por los demás. Las luces de su sala: encendidas. Advirtieron, ebrios, que Abelardo y Arsenie se encontraban allí. Subieron por el ascensor. Fabiola abrió la puerta. Abelardo estaba recostado en el sillón sin zapatillas, fumaba. Fabiolita, Fabiolita. Somos inseparables. Me cagas el plan. Arsenie sostenía una botella de Gyn. Entraron y cada uno dispuso su lugar. Antes de quedarse a oscuras en el comedor, Fabiola le dio una de las botellas de vidrio a Jonathan. Brittany fue al baño. La computadora del vestíbulo estaba encendida, Arsenie la había conectado al sistema de sonido envolvente; programó todas las canciones del disco duro. [Break on trought-The Doors]. Fabiola bebía en la oscuridad, presenciándolo todo.

Pese a su actitud sentía regocijo. Se acordó de la plaza Regocijo y quiso mover sus senos al ritmo de la música. Ebria. Abelardo aplaudía y jugaba con el humo de su cigarro. Quería besar a Arsenie pero le daba pereza. Brittany miraba por la ventana bebiendo el Pisco de una botella de plástico. Arsenie sentía calor. Era la primera vez que tomaba Gyn y le parecía demasiado aromático. Ebrio. Jonathan caminaba. Se acercó tambaleando a la estantería. Delante de los libros habían algunos adornos de metal y fotos de Fabiola (un par en el colegio, con sus compañeras y otra en la inauguración de su primera exposición pictórica, Jonathan percibió una tristeza colosal en esa foto). Prefirió dar un vistazo rápido a los libros. [VenceráTrémolo]. Jonathan se detuvo. —Fa… Iba a preguntarle si había leído a Rimbaud, pero la música era muy fuerte y él muy ebrio. Prefirió creer que sí, que Fabiola había leído todos esos libros y que se equivocaba con ella. Siguió buscando aunque las letras parecían saltar: Psicología del color, Marcel Duchamp, La Iliada, Miguel Ángel Caravaggio, El primer círculo de Solschenitzin. Solschenitzin. Jonathan estaba extasiado, quizás el supuesto socialismo de Fabiola

sí tenía alguna noción teórica, a favor o en contra, noción al fin. Él también sentía regocijo. Tomó un trago profundo. [Principe dos mares-Sandy e Junior] Sí pues, no miró. Ya no quiero que vengas, te has convertido en agua salada, compadre. Ja, ja, ja. Me siento tan feliz, tan completa y colorida: hace mucho que no disfrutaba tanto. Mis pinceles son gaviotas que vuelan altísimo, súper, súper, súper alto. Eu queria te-beijar mas a timidez guardo meus beijos… e tanta, e tanta agua… [Everybody's changing-Keane] Abelardo removía sus cabellos. Huevadas, son puras huevadas. Sus ojos son los del dolor, no los míos. ¿nos vamos a la mierda?… cause everybody's changing and I don't fell right, suave con el inglés. Ja, ja, ja. Jonathan disfrutaba. [Find a new way-Young Love] Brittany reflexionó sobre el pensamiento de su patria y cuestionó la capacidad de sus amigos. Estaba perdida, talvez se había equivocado de lugar. No le importó. Le bastaba poco para aceptar las travesuras de la vida y en ese momento estaba borracha. Era fácil, y poco reflexivo, su abordaje en cualquier evento. [Oficial îmi merge bine-Simplu] Fabiola, Jonathan y Brittany desconocieron la música. Abelardo reconoció que estaba en rumano y sin dudar besó a Arsenie en la boca. Fabiola no los vio. La música contagiaba. “Oficial îmi merge bine, oficial mi-e bine, oficial mi-e... În secret mi-e dor de tine, da, mi-

e dor de tine, da, mi-e dor de tine. Dar te rog sã nu mai spui la nimeni… Zi zi hai zi zi zi cã sunt penibil fiindcã…” La lengua de Arsenie tropezó y quiso nunca más expresarse en español. Todo era una mentira: No le iba oficialmente bien. El ambiente estaba rancio por el alcohol en los cuerpos. La canción terminaba y el tiempo de duración coincidió exacto con la hora. Tres en punto del amanecer. No había más por tomar y después de lavarse la cara, Abelardo apagó las luces. (Jonathan es nictálope, distingue todo en la oscuridad. Brittany lo está desnudando mientras busca un pene flácido de juicio. Abelardo y Arsenie se besan, también se desnudan. Sus cuerpos forman un inexpugnable trébol de carreteras. Cambian constantes de postura. Los charcos de su amor parecen hablar francés, fruta jugosa. Fabiola llora y Jonathan distingue cada una de sus lágrimas. La boca extranjera de Brittany lo distrae. Ella imagina erguir una quena. Jonathan escucha. Fabiola llora con más intensidad. El vapor de sus cuerpos le resulta ácido a los ojos. Quiere intervenir. Abelardo se escabulle y, palpando, llega a Fabiola. Comienza a besarla poco a poco. Nadie piensa más de lo debido en este aparato de inversión del universo. Fabiola ya no llora. Su vagina es la que ahora se humedece. Abelardo toca

sus pezones que tan constantes se tensan de ira. Arsenie se masturba. Crece. La lengua de Brittany registra cada pliegue de Jonathan, a ella no le hace falta crecer, en su nación casi no conocen el concepto que esta noche acaba. Jonathan crece. Toma las caderas inconsistentes de Brittany y enloquecido, bestial, arremete. Nada importa. Todos están borrachos, todo se confunde. Fabiola delira. Cree estar soñando. Abelardo la desnuda y sin darse cuenta por la oscuridad descubre un secreto, Fabiola recrea el amanecer que se aproxima. Jonathan lo puede distinguir todo en la oscuridad. Reconoce la inmensidad del sexo de Abelardo antes de que entre en Fabiola. Fabiola crece. Acaba de perder algo que ni Jonathan es capaz de presentir: su virginidad. El dolor es confuso e intenta reducirlo con dentelladas al aire. Por primera vez, no quiere que la escuchen. —Un dual —susurra Abelardo. —¿Qué? —El Arsenie y yo… y tú. Tranquilita, despacito lo vamos a hacer. —Ya, ya. El alcohol ha sido un exceso. Abelardo se retira y la vagina de Fabiola se reciente. Regresa. La dirige, los dirige. Abelardo y Arsenie la penetran.

8 La noche comenzaba a volverse azul pero nada estaba claro todavía. Abelardo sintió sus manos imprecisas. Hizo mucho ruido al abrir la puerta. Fue a la cocina y bebió tres vasos seguidos de agua. Su papá lo esperaba en el comedor. Abelardo le saludó con la cabeza para disimular su estado. Se fue a dormir. Jato/viejo/trago de mierda. No vuelvo a chupar en mi vida. Piiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiii. Un pitillo agudo lo distrajo, quería recordar el buen sexo que había tenido esa noche. Sus frazadas amables. e r a b u e n o e s t a r a s í. Comenzaba a dormir cuando una descarga de agua fría y orines cayó sobre él. Sintió luego el azote repetido de un cable eléctrico. Su ropa mojada

hendía el dolor más profundamente. —Ya, papá. Ya, papá. —Oye inservible de mierda, oye inútil; a tu padre le respetas, ¿entiendes? A esta pinga le debes tu vida, oye infeliz —Abelardo se descubrió el rostro para asentir, su padre lo hirió en la mejilla. —Ya, papá. Ya, papá. —A mí me saludas en cuánto me ves, ¿entiendes? Y no quiero que llegues nunca más tan tarde y mucho menos borracho. Su padre continuó bufando. Abelardo lloraba. Sentía frío y repulsión, el olor a urea era penetrante. ¿Nunca más borracho? ¿Nunca más borracho! ¿Qué tienes hijo de puta! Si fuiste tú, tú quien me rompió la boca, conchatumadre, imbécil de mierda, retrazado, viejo de mierda. ¿Inservible yo? Vas a ver conchatumadre, vas a ver. Sin decir más, su padre lo abandonaba. El dolor del último latigazo fue mínimo. Su cuerpo orgánico había reaccionado con efectividad. Quieto. Escuchando, adivinando el roce de las sábanas de su padre, su inmovilidad. Cuando creyó estar seguro de que su padre dormía se eyectó de la cama y aseguró su puerta. Sentía mucho frío. Una luz joven y añil comenzaba a mostrarlo todo. Tocó sus frazadas y su ropa. Se desnudó. Tomó su miembro y lo encontró musculoso. Mi viejo, mi viejo. ¿Cómo podría deshacerme de él?

Existieron dos momentos que destrozaron la relación de ambos. Abelardo cumplía quince años. Su mamá, que aún vivía con él, le había permitido tomar unas cervezas con sus amigos. Pasaban de las once cuando su padre llamó a la puerta de su cuarto. —Oye, Abelardo. Hijo… ven… Abelardo estaba un poco borracho. —Pá, mi má nos ha dado permiso. —Está bien, hombre. Genial, me parece bien, que te tomes unos tragos con tus amigos pero, ya tienes quince años, ya eres un… hombre. Quiero hacerte… un regalito —lo dirigió al baño, cerró la puerta sin prender la luz, poco a poco sus pupilas se acostumbraron a la oscuridad— toca —Abelardo sintió como pasto seco en la mano de su padre. —Qué es eso. —Tu regalito. La euforia poco pensante de su adolescencia temprana se activó. —Pá, pero, ¿es marihuana? —Claaaaaaaro. Ese es mi hijo, carajo —sus palabras eran extendidas—. Escúchame, no le vas a decir nada a la loca de tu madre, ja, ja, ja. Yo te estoy dando esto porque sé que eres inteligente. No te asustes, carajo. Está comprobado que la marihuana… no es adictiva, es relajante más bien, el mundo lo ves distinto, hijo.

Abelardo: en éxtasis. No podía creer que tuviera un papá tan buena voz. —Pá, te quiero —fue la única vez que Abelardo le dijo eso a un adulto, empujado por la emoción y la bruma alcohólica. —¡Qué tieeeeenes, oye? No me vengas pues con huevadas. Eso se lo dices a tu mamá, la loca. Ja, ja, ja. Bueno, bueno… para qué distraernos si tienes tanto que aprender. Fumaron. Luego Abelardo cumplía dieciséis. Tras la separación de sus progenitores decidió quedarse con su papá. Debí irme con mi viejita, fui, fui un huevón. El traslado a su nueva casa coincidiría con su cumpleaños. Las nueve de la noche. Abelardo intentaba estar listo para salir a festejar y sus amigos lo esperaban en el patio jugando un poco con el agua de la piscina. Fue cuando su padre irrumpió ebrio, fumando algo que hedía a caucho encendido. Una mujer joven lo acompañaba en el mismo estado. Saludó grotescamente, habló del alcohol y preguntó por Abelardo. —En su cuarto. Subió ruidosamente. La mujer lo besaba, le había arañado el cuello. —Hijo, hijo. Abrió la puerta con estrépito. Encontró a

Abelardo mirándose en el espejo, su ropa era moderna y colorida. —Carajo, ¡qué ropa es esa! No puede… ja, ja, ja —Abelardo lo observó con asco. Puta que los adultos se ven tan hasta el culo cuando están borrachos—. Ya carajo, ven aquí. Te he traído regalitos. Su padre buscó en el bolsillo de su camisa abierta. Sacó tres paquetitos de papel. El olor de su cigarro desesperó a Abelardo. —¿Qué estás fumando, ah? —Rica pasta. Ajjjjj. La pasta es lo más cagado, es lo menos fashion que hay en el mundo de las drogas. Ja, ja, ja. —Puta, qué feo huele esa mierda. —Ya, ya, no te quejes. Este huevón, ja, ja, ja. Mira, mira escoge. —No quiero, gracias. Es que voy a salir a comer con mis amigos. —Ah, o sea no me vas a aceptar mis regalitos. —Los guardo si quieres. —No mierda. Quiero que los uses ahora mismo. —No quiero. —Graciosito estás ¿no mierda? —Perdón, perdón. Los uso más tarde, me los llevo. —Ese es mi hijo carajo, mi hijo, ja, ja, ja. Pero

todavía no acaba el asunto, no acaba. Nos vamos a tirar a esta perra. Su padre empujó a la mujer contra la cama. Ella rió y se deshizo de sus pantalones, no llevaba calzón. Un olor extraño se sumaba, uno muy diferente al de Abelardo tan limpio. El padre abrió su cremallera y penetró a la mujer. —Éntrale, hijo. Ah… que te la chupe, que te la chupe. Abelardo quiso salir de la habitación pero no encontraba su teléfono celular. —Apúrate pues. Buscó el celular con la mirada por todas partes. Lo encontró debajo del hombro izquierdo de la mujer. Se acercó y lo sostuvo. Comenzó a irse. —¿A dónde vas? —Me largo Su padre se levantó con violencia. Lo sujetó de la mano. —¡Suéltame! —Te tiras a esta perra conmigo o te mato, maricón. Yo te mato. Comenzó a apretar muy fuerte. Abelardo logró zafarse un poco, su padre tomó su dedo medio y lo quebró. Mi dedo. Comenzó a reír. Abelardo gritó. —Puta madre, me has roto el dedo, papá ¡Me has roto el dedo! —su garganta fue de cuerdas.

—Para que aprendas, cabro de mierda. Bajó corriendo las escaleras y se obligó a caer. Se hirió la frente. Sus amigos escuchando el barullo entraron a la casa. —Huevón, huevón ¿qué ha pasado? Abelardo lloraba en el suelo. —Por bajar rápido me he sacado la mierda. Llévenme al hospital, puta madre, mi dedo huevones, se ha roto mi dedo. Abelardo encendió la luz y se observó desnudo en el espejo. Reconoció a un hombre hermoso. La borrachera parecía esfumarse y con movimientos lentos encontró ropa limpia y seca. Quitó las frazadas, salió cuidadosamente y se acostó en la cama del cuarto de invitados. Comenzó a dormir, caliente. Ahora sí. Se cagó mi viejo. Yo no me dejo más. Alguien toca mi puerta y me cago de frío, puta madre, sigo calato. Mi casa es distinta, no es más mi casa. La puerta sigue sonando, toc, toc, toc. Me acerco a la ventana pero hay apagón y no veo ni mierda. Bajo. Mi nueva sala tiene una bruma espesa en el suelo, fácil y no estoy en Cusco, quizás en Arequipa. Sí, en verano cuando hay niebla. Una lucecita roja brilla al fondo. Imagino que alguien me toma los pies. Abro la puerta. Es una ancianita, la

ancianita que Fabiola siempre ayuda en la calle Plateros. No se sorprende al verme vestido de Cristo. La ancianita me alarga una mano, me pide dinero. Habla pero no la escucho. Sonríe y luego se agarra la boca, tiene hambre, quiere comer. Volteo para traerle algo de pan y leche pero me detiene, me señala sus pies. Está descalza y unas ratas enormes le comen los dedos, puedo ver sus huesitos, ella no deja de sonreír. Pateo y mato a esas ratas conchasusmadres. Acaricio a la ancianita, le digo que me espere y voy al comedor. Saco todas las cosas que tengo y las pongo en una bolsa que nunca se llena, sin embargo sé, estoy convencido, que ayudará. Regreso y le entrego la bolsa. Ella sonríe más. Me doy cuenta de que tiene un vaso de chicha en la mano. Yo toco sus pies, recojo unas gotas de su sangre y las echo al vaso. Me tomo la chicha, luego ella me corta los dedos y echa mi sangre al vaso, se toma la chicha. Está recontra feliz. Despertó con el pecho libre. La cabeza y la garganta le dolían un poco pero el sol de las ocho de la mañana era absoluto. No tenía más sueño y quiso leer. A partir de ese momento fue invencible. Pensó en llamar a Fabiola pero descubrió que no la quería ver en mucho tiempo. Ni a ella, ni a Jonathan, ni a Brittany. Talvez sólo a Arsenie.

Decidió llamar a Sebastián, uno de sus amigos modelos de Lima. —¿Alo? —Habla, Sebastián. —Oye Abelardo. Eres una mierda compadre. Cómo llamas a esta hora… estaba en pleno jateamiento. —Quería saber cómo estabas. —Huevón. Yo estoy bien, alucina. Vi tus pósters, sales bien ah, para qué. —Ja, ja, ja. Tú sabes, gracias, gracias. —Oye, cuándo estás por acá. Me dijeron que el huevón del Carlos estaba hablando de ti con un man, no sé quién era pero parecía importante. ¿No te llamaron? —dijo Sebastián. —Es que, como soy del Cusco, les sale medio caro pues llevarme. —Caro mis huevos compadre. ¿Tú crees que no tienen canje para pasajes y hoteles! Bueno, bueno si te necesitan te llamarán, no creo que los de la agencia se pierdan el billete, ¿no, hermano? —Sí, sí, seguro. Bueno, te llamaba para decirte algo que me di cuenta —dijo Abelardo. —Habla. —Nada está cagado, nada se está yendo al carajo. Bueno, bueno y si por algún caso se estuviera yendo, yo no. Yo ni estoy cagado ni me voy a ir al carajo nunca.

—Claro pues, ja, ja, ja. Huevón, estás borracho —dijo Sebastián. —¿Borracho, yo? No, Sebastián. Estoy bien lúcido, lúcido como nunca.

9 Arsenie me lo cuenta todo. La Fabiola ya me ahueva ya. Dice que se ha teñido el pelo. La mierda. Ninguno de ellos había vuelto a verse desde entonces. Tiempo transcurrido: cualquiera que no sobrepase ampliamente el mes. Qué será de su vida de esos huevones, según lo que Arsenie me cuenta Jonathan sigue con la gringa, las cagan. Ja, ja, ja. Él huevón no ha tenido vacaciones porque en su universidad, la nacional, tienen que seguir de corrido por la huelga. Y la Fabiola, ja, ja, ja; esa cojuda. Dice el Arsenie que sigue re cagada con lo del suicidio, llama todos los días a la morgue imitando la voz de la gringa. Atatáw mierda, qué feo. Esa comadre está insoportable. La huevona tuvo que meterse al

gimnasio para sacar cuerpo dice, lo que pasa es que ya no aguanta la depre. Safé cuerpo en momento preciso. No. No. No. —Abelardo, lleva esto hijito por favor. Su madre le alcanzaba una bolsa que contenía frutas. Había decidido ir con su mamá y su abuela. Llevaba una vida algo más humilde pero calma en definitiva. Le entusiasmaba hacer las compras en el mercado de Wanchaq, costumbre que había vuelto después de años pero que le resultaba de lo más familiar. Reparó en algo: las caseras nunca envejecían. Las recordaba a todas cuando él era un pequeño, tan iguales ahora. —Má, las caseras nunca envejecen, ¿no?, puta que… —Abelardo enrojeció tapándose la boca—, perdón má; la costumbre, la costumbre. Je, je, je. Bueno, bueno, es que cuando yo era chibolazo estaban todas, tan igualitas. Las caseras no envejecen. —¡Ay, hijito! Así parece. Las únicas que se hacen viejas son las que compran. —Y, ¿alguna vez se ha muerto una? —Una, una creo. Aunque no estoy segura. Pero dicen que las caseras malas nunca descansan en paz, a ver pasa por el mercado central en la madrugada, dicen que en la noche se escuchan unos shaaaak, shaaaaak; así como de cuchillos se escuchan. Es que como algunas nos engañan, se quedan penando en

el mercado, bueno así cuentan. —Interesante. Ja, ja, ja. Cuando salieron del mercado de Wanchaq, Abelardo caminó aprisa hasta el carro de su mamá. Quería disminuir cualquier posibilidad de encontrarse con Fabiola. Suspiró viendo el edificio más alto del Cusco por el retrovisor. —¡Ay, hijito! Me olvidé, tenemos que ir al Mega a comprar unos filetes. Iremos pues. Abelardo disfrutaba cuando su mamá conducía, todo tan leve, tan ordenado. Sí sólo las mujeres, no, no, no, ni cagando, muy difícil. Si la mayoría de conductores fueran mujeres el tránsito sería muy pichulero, muy buena voz sería el tránsito. Sí, sí. Sí. Este mundo debería ser dirigido, ordenado por mujeres. No, no, no. No por mujeres, más bien por gente que no se va al carajo, que no se quiere ir al carajo, como yo. Ja, ja, ja. El supermercado Mega, uno de los cercanos a la plaza Túpac Amaru, se mostraba agitado. Había muchos carritos de metal en la calle y Abelardo instintivo casi toma uno. Recordó que no comprarían demasiado. Mientras su madre escogía los filetes Abelardo le hacía muecas al espejo. Su cabello había crecido. Tendría que cortárselo. Bien mierda, bien. El mercado de Wanchaq estaba lleno, bien lleno de gente. El supermercado está lleno también, o sea,

no tan grande todo. Pero bien. Todo tan bien. Subieron al auto. La casa de su mamá quedaba en la Florida. Rodearon la plaza Túpac Amaru y fueron por la avenida Diagonal, tomaron luego las avenidas Tacna e Infancia para bajar por la urbanización Mateo Pumacahua. En su trayecto comentaron sobre los nuevos edificios. El semáforo los detuvo un momento y Abelardo se fijó en el moderno auto azul que tenían en frente. No llevaba placa. —Má, ¿te has dado cuenta de que hay full carros nuevos en el Cusco? Ese Toyota es del año. —Sí, sí. Ya nos compraremos uno. —Yo… Avanzaron de nuevo. —¿Qué dices? —Nada, nada. —Me siento contenta, hijito. Muy contenta. —Sí, mamá. Yo también. Mudez. El Cusco fue para Abelardo una suma: el tambor electrónico de su corazón más el batir fuerte del viento en la cara. —Tu abuelita está feliz también desde que llegaste. Hoy invitó en la tarde a sus amigas para tomar un tecito. Antes ni se paraba de la cama, nos has hecho un bien a todos: a mí, a tu abuela y a ti mismo.

La cagada mi vieja. Sí pues. Para qué negarlo: más contento estoy. —Má, me dejas en la cancha de frontón. Mis amigos de la U deben estar jugando ahí, sí, sí, ¿ves? Allá están. —Ya, hijito. —Ya má. Vuelvo para el almuerzo. —Anda nomás, ¿no quieres plata? —No, má, tengo. Gracias. Chau.

Sábado. Cinco y cincuenta y tres del día joven. Abelardo y Arsenie trotaban con regodeo, como todas las semanas, rumbo a Saqsaywaman. (Fabiola nunca supo que ambos aún se frecuentaban. Arsenie ya no le daba explicaciones). Mucha gente hacía footing y se sentían acompañados, parte de una gran actividad correcta. Tro-to, tro-to, tro-to, tro-to, tro-to, tro-to, tro-to. Garuaba. —¡Ay! —Ja, ja, ja. Cuidado Arsenie se te escapa la loca. Qué gay, por mi madre, qué gay. —Ce? —¿Che? —¿Qué? —Ya ahuevas con tus frases en rumano, oye. Estás en Perú compadre, eres uno de nosotros, no te hagas, ja, ja, ja. Bueno, bueno, sea como sea yo te amo recontra, recontra pero recontra guapo. La mente de Arsenie lo insultó en rumano. Estaba orgulloso de su progreso. Había conseguido cientos de canciones en rumano que repetía todo el tiempo en su reproductor de mp3. Hasta su

pronunciación del castellano era distinta. —Nu sunt din Perú, sunt român din România, ok? —No sé que mierda hablas oe, pero bueno. Mejor nos callamos y seguimos corriendo. Tro-to, tro-to, tro-to, tro-to, tro-to. Llegaron a la Plaza de Armas poco antes de las seis. Fabiola hubiera dicho que, con esa perspectiva aguda y cansada de las iglesias, la plaza parecía un cuadro del Greco. Sin embargo no había entrecejos fruncidos, sino madeja enredada de sueño. Continuaron por la calle Suecia e hicieron una carrera de resistencia a través del Sikitakana. Descansaron un momento en San Cristóbal, las gotas pequeñísimas eran reconfortantes. Abelardo tocó sus piernas. Ese mi patrón San Cris. La cagada. ¿Le cuento a este huevón?, no, no, mucha pereza. —Ya, ya mierda. De una vez vamos. El trote era constante y las piedras estaban húmedas. La vegetación inmediata gruñía en los pulmones, los cuidantes de Saqsaywaman aún no llegaban y nada era capaz de detener el espectáculo. Avanzaban con la velocidad justa cuando distinguieron que un par de bultos humanos yacían en las gradas. Uno de ellos estaba en medio del camino. El tiempo se detuvo entonces. Era un muchacho hermoso completamente

ebrio, el más hermoso que Abelardo habría visto nunca. Dormía pálido y sus risos ondulaban aquel viento mágico. La garúa encendía su rostro de manera insoportable, sus pestañas ascendían enormes. Abelardo imaginó que tenía el paladar de espejo y el pene de cerámica. El muchacho estaba sucio pero se mantenía intacto. Sin duda era intangible de tan bello. Abelardo trastabilló pero se demoraba en caer, no tuvo dudas: el tiempo se había detenido. Fue cuando: EL MUCHACHO ABRIÓ LOS OJOS.

10 —¿Puedo recogerlo ahora mismo? ¿Sí! ¡Si?. Oh! Genial. Estupendou. Llegaré pronto. Fabiola no soportaba la alegría. Su cadáver estaba listo. Todos los días esperar la llamada del tipo de la morgue. Fabiola sintió que ya nada podría desviarse del rumbo correcto. Llamó a Arsenie. —¡Arsenie! Dios mío. ¡Arsenie! Tienes que buscar en Internet las ofertas de última hora. ¡Te amo! ¡Te re amo! ¡Te recontra amo! Mi cadáver está listo. ¡Mi cadáver está listo! —demasiado entusiasmo, prefirió bajar la voz, las sospechas en ese momento resultarían fatales—. Mira, mira: Primero de acá a Lima y después a Madrid y

después a Budapest, no, no. ¿Cómo se llama la capital de tú país? Sí, sí. Bucarest, a Bucarest. Que coincidan las horas. Aunque sea de Lima a Madrid nomás. Te amo, te amo. Tengo que cortar. Tengo que cortar… te amo. Te amo. Llamó a Abelardo. Al presionar la tecla efectiva recordó que no lo había visto en todo aquel tiempo. El distanciamiento fue doloroso. Las cosas habían cambiado en definitiva después de aquella noche. —¿Aló?... ¿Abelardo?... Sí, sí… —el ímpetu se redujo, tenía miedo—. Este, sabes que… ¿tienes tiempo ahora? ¡Si? —parecía no haber cambios en la voz exacta de Abelardo, la emoción regresó violenta—. ¡Si? Te amo Abelardo, te recontra amo. ¿Sabes qué? Mi cadáver está listo. Me suicido hoy día. ¡Abelardo! ¡Me suicido hoy día! Te lo prometí y lo estoy cumpliendo, tú juraste ayudarme. Lo juraste. ¿Sí? ¿Sí! ¡Seremos parte de la historia del Cusco! Abelardo, gracias. Nos vemos en mi casa a las, de acá cuarto de hora. ¿No? ¿Ya? ¿ya? Okei, okei, nos vemos. ¡Ah! Oye, oye… lo llamas al Jonathan, al Jonathan lo llamas. ¿Ya? Te amo. Nos vemos. Gracias, gracias. Fabiola flotaba y se imaginó así como extraña forma en un cuadro de Tanguy. El taxi en el que iba a casa se le antojó como flor granate desprendida por el viento. Arsenie le abrió la puerta. Fabiola comenzó a

llorar y abrazándolo, le repetía su amor. Casi de inmediato llegó Brittany. —Oh! ¿Qué le paso a tu cabello? Fabiola se enfureció. Preguntas tontas incomodaban su alegría. —¡Ay, Brittany! Piensa pues, para parecerme más a ti. Silencio breve. —¡Ya! Arsenie, cómo te fue. Arsenie había jurado obedecerla por última vez. De ello dependía el retorno a su patria. —Separé pasajes para dos, por las ofertas de último momento. Cómo no sabía cuanto te demorarías acá, no, no, sí separé, separé a las doce de Lima a Madrid en Air Comet y si te, si nos demoramos más a la una y cuarenta en Iberia, a Lima llegas en cuarenta y cinco minutos, el avión sale a las doce de acá —Fabiola ya se había acostumbrado al nuevo timbrecillo en la voz de Arsenie pero, está vez, los horarios le supieron nauseabundamente extranjeros. —¡Ay Dios mío, me muero! ¿Qué hacemos? ¿Qué hacemos? Todo sucedería tan rápido. En unas horas Fabiola sería inmortal. —Mira, Brittany y yo iremos ahora al aeropuerto, separando los pasajes no es suficiente. Tenemos que ir a confirmar. Nos vemos acá a las

diez y media, da! Diez y media e bine. ¿Ya? —Ya, ya. Apúrense. ¡Apúrense! —Fabiola, necesitamos el dinero. —Ah, sí. Fabiola corrió a su cuarto y sacó doce mil soles, una parte del capital de los negocios de sus padres. —¿Cuánto es? —Mira, de Cusco a Lima, bueno, bueno. Sumando toate, e… —Arsenie leyó el papel que sostenía—. Todo junto hasta el aeropuerto de Otopeni en Bucureºti. Bueno, sólo en Europa gastaríamos en pasajes ochocientos sesenta y siete euros con sesenta y cuatro centavos. De acá a Lima debe ser unos cien dólares, eso es —Arsenie utilizó la calculadora de su celular—, hasta Europa gastaríamos tres mil setecientos treinta soles, más o menos. Y hasta Lima son trescientos soles más. Cuatro mil treinta más o menos. Fabiola contó los billetes. —Toma… cuatro mil cien. Brittany comenzó a reír. Fabiola no entendía. Hubiera arrancado cada uno de sus cabellos, pero la necesitaba. Tendría que convertirse en ella. Abelardo y Jonathan llegaron en ese momento. Brittany besó a Jonathan y Abelardo a Arsenie. Una parte inactiva del cerebro de Fabiola lo descubrió todo: Abelardo y Arsenie. Sus cimientos racionales la confundían, en otro momento el

asunto le hubiera afectado. Su cuerpo biológico canalizaba toda su frágil razón para el suicidio. —Fabiola, ¿qué tal? —Hola, Abelardo. Vamos, vamos de una vez. —Ya, ya. —¡Fabiola! Hoy serás inmortal —Jonathan la abrazó. —Sí, sí. ¡Sí! Y ustedes van a ayudarme. ¡Los amo! —su corazón latía debilitándola por momentos. Hablaron un momento más. Arsenie empujó con ligereza a Brittany quien se había detenido a observar la escena con asco. El aeropuerto no estaba cerca, tenían que apresurarse. Salieron. —Bueno, Fabiola, debemos actuar con rapidez —dijo Jonathan—. Tienes que manejar tu carro hasta el lugar, no, no. Primero tenemos que comprar gasolina, con discreción. Bueno llenamos el tanque y luego pides un par de galones en una botella. No, no. Mejor tú Abelardo haces eso. Ella que maneje nomás. Jonathan estaba entusiasmadísimo. Fabiola: tan contenta. Besó en los labios a Jonathan como gratitud. Ambos enrojecieron. Abelardo estaba confundido. Fabiola guardó el dinero que llevaba en la mano y todos buscaron el ascensor. Esta vez bajarían más que de costumbre: hasta el estacionamiento. El auto de Fabiola, que antes

había sido de su madre, era rojo. Entraron, Fabiola conduciría, Abelardo estuvo de copiloto y Jonathan lo planeaba todo atrás. El auto se demoró en prender. A Fabiola se le insinuó cierta idea de mal augurio. Rió. —¿Qué tengo que hacer yo? ¿Qué tengo que hacer yo? —preguntó Abelardo. —Le dices al señor del grifo que le ponga al carro veinte soles de gasolina, no, no; mejor cincuenta para que estemos seguros de que estalla —respondió Jonathan. —Ya, ya. Cincuenta soles de gasolina al carro, ¿qué más? —Luego le pides un par de galones en una botella o en cualquier cosa, no, no… me equivoco, dos galones son como ocho litros. ¿Y ahora? Mejor dos litros nomás. Llegaron a un grifo. —¿Saben qué? Ahorita regreso, ustedes hagan todo eso. Tengo que comprar el trago —dijo Fabiola. —¿El trago? ¡Ah! Para la chupadita. —No, imbécil. Para el cadáver. Los muchachos no entendieron. Abelardo sintió ira. Luego de un momento habrán de partir hacia la morgue. (Fabiola regresa ensimismada su razón es

incompleta aunque sus pasos componen una melodía angustiante el auto parte de nuevo y ella vive con intensidad Abelardo se muerde las uñas y Jonathan disfruta de un cielo que se abre extraño que sopla nubes a través de una quena gigante el placer hierve apresurado y millones de burbujas efervescen en sus cuerpos la química es perfecta órbita donde giran los átomos mientras el auto es una cuerda de violín para Abelardo y Jonathan se apean una esquina antes de la morgue es interminablemente gris fría séptica Fabiola, inocultable su nerviosismo, hace el trato gris el médico lleva el cadáver al auto vacío y ella se reconoce en la muerta que es hermosa la muerta la muerta la muerta la muerta Clases de anatomía de Rembrandt que Fabiola siente la melodía que ella misma produce la desgarra le hace hilos la carne se enfría en su cuerpo poco iluminado y la carne se comprime se libera Fabiola siente deseos irrefrenables de comerse sus dedos y beber su sangre de golpear su cabeza contra el timón y provocar un claxoneo interminable Fabiola siente que el viento no basta en sus lágrimas navegan barcos que Jonathan no cree que Abelardo nunca le creerá esta pequeña muerte que disfruta) Ruta incognoscible y caleidoscópica.

—¿Qué hora son? —Diez y media. —Tranquila, Fabiolita tenemos una hora y algo. Fabiola deseaba partir el universo con la estela de su auto. Estaban a un largo trecho ya de Saqsaywaman. —Fabiola, acá. Mira, mira. Retrocede —los espasmos del auto eran poderosos Jonathan se había percatado de un camino de tierra. Avanzaron por ahí. Un barranco profundo del cual crecían eucaliptos. Se había nublado un poco y el color del lugar se volvía uniforme: un azul acero, metálico. —Acá es. Acá es —dijo Fabiola. —Oye, pero allá hay una casita. Una choza. ¿Y si nos ven? —advirtió Abelardo. —¡Ah! ¿Tú crees que esas personas van a saber de arte? Frase inaudita en Fabiola. Ella se arrepintió casi hasta la muerte. —No, Abelardo. En esa choza no debe haber nadie —dijo Jonathan—. ¿Quién vivirían así, solo? Y si lo hace alguien, debe estar trabajando en el campo. No hay tiempo. Bajaron del auto. Jonathan, quien había viajado con la bolsa negra del cadáver en sus piernas, pidió ayuda.

—No sean rochosos ¡No bajen el cadáver todavía! Vamos a emborracharla. Vamos a emborracharla —dijo Fabiola. —¿Qué? —¿Cómo que qué? Vamos a meterle alcohol para que esté borracha, es decir para que cuando la encuentren; para que cuando encuentren mi cadáver y hagan los estudios encuentren alcohol. Jonathan se sonrojó. Pensó en las diversas pruebas que utilizan los investigadores para esclarecer crímenes y por un momento todo el plan se hizo añicos en su mente. Estuvo seguro que no estaban haciendo las cosas bien. Intentó concentrarse y obviar su conciente agudo. Los dientes: se propuso esconder cualquier cosa que revelara la naturaleza de los dientes de Fabiola. Los cabellos: empaparía con gasolina los cabellos del cadáver para encenderlos primero. Sus reflexiones fueron interrumpidas por la atroz imagen que tenía en frente. Fabiola sostenía la cabeza de la muchacha muerta e intentaba abrirle la boca para hacer que el licor cayera dentro. Le había mojado todo el rostro. Fabiola comenzó a desesperarse y, haciendo coincidir el pico de la botella de plástico con los dientes del cadáver, ajustó fuerte. La botella fue como expulsada y el alcohol se derramó casi por completo. La muerta cerraba poco a poco la boca. —Pucha madre, pucha madre. Muerta de

mierda. Fabiola abrió por completo el cierre de la bolsa negra. Expuso al cadáver, le quitó sus pantalones y la ropa íntima. —¡Qué haces, mierda? —gritó Abelardo. Haciendo estrépito con sus acomodos, Fabiola derramó licor en la vulva seca del cadáver. —Es que por ahí el alcohol se absorbe más rápido. Abelardo sintió nauseas y Jonathan contagiado de una extraña ensoñación. Fabiola comenzó a desnudarse. Abelardo se tomó la cabeza y prefirió sentarse casi al borde del precipicio. Jonathan estaba inmóvil viendo cómo Fabiola intercambiaba ropas con la muerta. —Ya, ya. Apúrense —gritó mientras terminaba de vaciar el licor en el cadáver—. ¿Qué hacemos? Jonathan ¡Jonathan! —Ya, ya. Mira. Abelardo ¡ven! Pongamos, pero por dentro nomás, no vayan a sacar el cadáver por afuera. Hay que sentarla en el asiento del conductor. Abelardo sintió repulsión al tocar a la muerta. Con esas ropas podía imaginar que era Fabiola perfectamente. Cuando el cadáver tenía la boca cerrada resultaba hasta hermosa. Con algo de fuerza consiguieron que se siente. —Fabiola, pasa tus manos, pasa tus manos

harto por el volante. Harto, harto. Fabiola comenzó a frotar con ímpetu hasta que sintió que el volante se había calentado. —No, no. Tócalo suave, es decir, quiero decir para que se queden tus huellas. Fabiola tocó decenas de veces intentando abarcarlo por completo. —Ya, ya. La gasolina. Abelardo destapó la botella de gasolina y comenzó a vaciarla dentro del carro. —Puta, esto ¿no va a ser sospechoso? O sea que haya así, gasolina por el carro —preguntó Abelardo. —Sí, sí. Tienes razón. Espera. Abre la botella de Pisco que queda y rocíala, Fabiola. Abelardo, pásame un rato la botella de gasolina. Jonathan se obstinó en empapar la cabellera del cadáver; luego, la mojó con el Pisco que quedaba. —Ya, Fabiola. Al toque pon tus manos en el volante y diriges mientras nosotros empujamos el carro. ¿Ya, Abelardo? —Okei, okei. El auto se comenzó a desplazar sin problemas dibujando una ligera parábola. Casi al borde, Fabiola gritó: —¡Esperen! ¡Esperen! Tenemos que encenderlo. —Cierto. Cierto. ¡Cómo se nos pudo olvidar!

—dijo Jonathan. —Puta madre, ¿tienen fuego? La mierda, yo no tengo —dijo Abelardo buscando sus bolsillos. —¿Y ahora? —dijo Fabiola casi llorando. —¡Ah no! Sí, sí había traído. Ja, ja, ja. —Hay que encender el carro. —Oigan, ¿la gasolina explota? —preguntó Jonathan—, es decir, si la encendemos… ¿y si nos explota acá? —No sé. —No. No creo. Fabiola, préndele de los cabellos —se decidió Jonathan. Cuando Fabiola estuvo muy cerca de la muchacha muerta, le sonrió agradeciéndole. Activó el encendedor y serenamente el fuego comenzó a desaparecer sus cabellos ondulados. Hubo hedor. Abelardo y Jonathan al ver el fuego, empujaron con fuerza y el carro trazó una trayectoria torpe, muy diferente a la que ellos imaginaron. Ruido fuerte, en escalas. —Puta madre, no explotó —dijo Abelardo. Esperaron un tiempo. —No explotó. —No explotó. Sintieron un olor característico. —Pero se está quemando —dijo Fabiola—, se está quemando. ¡Se está quemando! ¡Se está quemando! ¿Qué hora son?

—Diez y cuarenta y tres. Genial, tenemos tiempo —Jonathan se detuvo—, esperen. ¿Qué hacemos? ¿Cómo regresamos al Cusco? —¿Y ahora?… ¿y ahora?... ¿y ahora? Pensaron en silencio. Abelardo quiso reír a carcajadas. —La mierda, tendremos que jalar a patas nomás. No creo que demoremos más de media hora a pie —dijo Abelardo. —Bueno, bueno. ¿Saben qué? Fabiola tú anda a tu casa, llega cómo puedas y espera a Arsenie y a Brittany. ¿Brittany te dio sus documentos? —dijo Jonathan. —¡Ay Dios mío! ¡Cómo me olvidé! ¡Cómo me olvidé! —Calma, calma. Cuando Arsenie y Brittany vayan a tu casa, supongo que Brittany te los dará. Bueno, bueno, anda a tu casa como puedas y espéralos. Nosotros nos vamos a alguna radio, o a llamar a la tele, para decirles que nos habíamos puesto a tomar, acá, sí, que tú estabas muy agobiada por tus problemas. Yo me voy a encargar de crear una historia bien, digna de ti, digna de lo que nos hemos propuesto hacer. No te preocupes. Con sinceridad: no te preocupes, Fabiola. Bueno, bueno; escucha, Abelardo, y que cuando nos fuimos a orinar por ahí, ella se subió al carro y se tiró por el precipicio. ¿Está bien?

—Okei, okei. Tú hablas. —Bueno, me voy, me voy. Esperen un rato acá, yo me voy corriendo. Chau chicos. Nadie se percató que, según el plan, se veían por última vez. —Oe, chato —dijo Abelardo mientras veía correr a Fabiola—, ¿no es mucho roche que vayamos de frente a la radio? Mejor llamemos a los tombos o a los bomberos, no sé. Fabiola tuvo que trotar siguiendo la carretera hasta el sitio arqueológico. De por ahí, fingiendo ser extranjera, tomó un taxi. (La sangre corría irregular sentía que sus músculos saltaban por todos lados de sus pulmones llovía velocidad y destino) Su casa le pareció extrañamente púrpura. Encendió la radio y la televisión. Llamó a Arsenie pero no hubo respuesta. Intentó tranquilizarse. Nada podría salir mal. (La desesperación era un arco-iris espiral quiso dominar unos músculos que se devoraban entre sí la estrujaban sus poros abrían la boca y mostraban unos dientes ensangrentados) Daban las once y cuarto. Tenía sólo quince minutos para llegar al aeropuerto. Se prohibió con violencia algún tipo de desequilibrio y fingió que todo estaba bien, que nada salía fuera del plan. La ansiedad batía constante en sus sienes pero la

situación extrema reactivó su dominio de manera efectiva. Descubrió que tenía ganas de orinar. Cuando descendió la ropa interior de la muchacha muerta percibió rastros marrones de sangre coagulada. Contuvo el asco. Tomó aire y orinó. Luego, volvió a insistir con el teléfono de Arsenie. Ahora: apagado. Su corazón golpeó tan violento como el ruido absoluto de una supernova. La razón de Fabiola estalló por completo. Hemorragia. Lloró ruidosamente. El dolor triste en el pecho era inconmensurable, la confundía. Desorientada buscó en los canales nacionales de televisión luego, en los locales: nada. Buscó en la radio. Consideró que su muerte había pasado desapercibida. Rió furiosa. Miró a través de la ventana abierta esperando que el asta de la estación de bomberos estuviera de luto: la bandera flameaba más arriba que nunca.

Jonathan se olió las manos: gasolina. Disimulando frotó sus palmas. Los muchachos permanecían en Saqsaywaman. Había patrulleros, ambulancias y una grúa enorme de los bomberos que, de rato en rato, hacía un gran barullo. Los policías, los sujetos de rescate corrían, les hacían preguntas, gritaban. El celular de Abelardo vibró. Era Arsenie. —¿Aló? —Dragul meu, larguémonos. Ven al aeropuerto conmigo. —¿Alóo? —Abelardo… te amo mierda. Larguémonos a Rumanía, tú y yo. —¿Qué? —el alboroto era grande. —Pula mea! Ven, Abelardo. Vámonos a Rumanía, vámonos los dos. —¿Aló? ¿Arsenie? ¿Todo bien? No te escucho. —Si no te vas conmigo, me largo con Brittany. Pula mea. —¿Brittany? —Pula mea, ¡contesta! ¡Contéstame! ¡Por favor! —Oye, Arsenie sorry, puta, estoy con full

huevadas. ¿Me llamas de acá dos minutos, huevón? —Abelardo comenzó a susurrar—. Huevón, te amo. Como mierda, como nunca te vas a poder imaginar —bajó la voz aún más y cubrió su boca—. Cuídala, ella te necesita ¿ya? Tranquilos. Te voy a amar por siempre. Ja, ja, ja. —¿Qué?... ¡Abelardo! ¡Larguémonos! ¡No pienso volver donde Fabiola! —No te escucho ni mierda. Te amo. Hasta nunca. Abelardo colgó. —¿Quién era? Abelardo se acercó al oído de Jonathan, susurró. —El Arsenie, todo está bien. La cagada. Llamó para despedirse. Creo que ya están subiendo al avión.

No hay tiempo para más aquí termina EL MUNDO EN 60 MINUTOS.

Usted escucha la señal digital de radio Salkantay, en dos frecuencias: OAX7S amplitud modulada y 92.7 megaheartz frecuencia modulada estéreo. Radio Salkantay la voz del sur del Perú.

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